Helena Cronin - La Hormiga y El Pavo Real

Helena Cronin La hormiga y el pavo real EL A L T R U I S M O Y LA S E L E C C I Ó N S E X U A L DESDE DARWIN HASTA HOY

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Helena Cronin

La hormiga y el pavo real EL A L T R U I S M O Y LA S E L E C C I Ó N S E X U A L DESDE DARWIN HASTA HOY Traducción de Eva Zímerman de Aguirre

GRUPO EDITORIAL NORMA Barcelona, Buenos Aires, Caracas, Guatemala, México, Panamá, Quito, San José, San Juan, San Salvador, Santafé de Bogotá, Santiago

Título original: The Ant and the Peacock Altruism and Sexual Selection from Darwin to Today

Cambridge University Press, 1991 Primera edición en castellano, abril de 1995 © Cambridge University Press, 1991 © Editorial Norma S.A., 1995 Apartado Aéreo 53550 Santafé de Bogotá, Colombia Impreso en Colombia por Carvajal S.A. - Imprelibros Printed in Colombia Diseño: Camilo Umaña Ilustración: Olga Cuéllar Este libro se compuso en caracteres M inion

cc 21018342 ISB N

958-04-2934-0

Prólogo por John Maynard Smith Prefacio

11

13

PARTE 1 El darwinismo, sus rivales y sus desertores c a p ítu lo

1

Archivos caminantes

c a p ítu lo

21

2

Ün mundo sin Darwin 18 59

25

25

Rivales y tonterías: 1859 y años siguientes Adiós a todo eso

c a p í t u l o

3

El viejo y el nuevo darwinismo

83

Anticipaciones de cosas pasadas

83

90-

Del organismo al gen

Estructuras para estrategas

98

Complejidades y diversidades

c a p ítu lo

60

75

114

4

Demarcaciones del diseño La chatarra del azar

117

125

“Desviaciones extrañas atadas en un mismo haz” Artefactos de nuestras mentes

149

132

PARTE

2

El pavo real C A P Í T U L O

5

El aguijón en la cola del pavo real

157

Se menea en el rostro de la selección natural La carrera de una controversia

c a p í t u l o

157

162

6

¿Sólo selección natural?

167

“El abogado del darwinismo puro” Coloración para la protección

Coloración para el reconocimiento La explicación del despliegue Coloración sin selección

167

168 174

176

179

¿Los machos a favor de Darwin, las hembras a favor de Wallace?

195

El legado de Wallace: un siglo de selección natural

c a p ítu lo

207

7

.¿Pueden las hembras moldear a los machos? Sólo los humanos pueden escoger No escoger, sólo mirar

221

221

224

“La inestabilidad de un indómito capricho femenino” El problema del gusto 232

c a p í t u l o

225

8

¿Prefieren las hembras sensatas a los machos con atractivo sexual? 243 ¿Buen gusto o sensatez?

243

La solución de Darwin: la belleza por la belleza

243

La solución de Wallace: no sólo una cola hermosa ¿Es razonable la “sensatez” ?

La solución de Fisher: el buen gusto es sensato

c a p ítu lo

246

252 265

9

“Hasta que se efectúen experimentos cuidadosos...”

269

CAPÍTULO

10

La superación de los fantasmas del darwinismo

301

El rostro cambiante de la selección sexual

3 01

Un final feliz para la historia del pavo real

316

PARTE

3

La hormiga CAPÍTULO

11

El altruismo ahora

327

El problema del altruismo El problema solucionado

327 327

El ‘altruismo’ vuelto a analizar

c a p í t u l o

12

El altruismo de antaño

343

La más cruel naturaleza El altruismo’no detectado El altruismo degradado

c a p í t u l o

340

343 3 52 363

13

Los insectos sociales: parientes perfectos

c a p í t u l o

375

14

Paloma de la paz, no de la guerra: fuerzas convencionales

c a p í t u l o

15

Altruismo humano: ¿ Una clase de bondad natural? Darwin: la moralidad como historia natural Wallace: sabio ante el acontecimiento

41 3

449

Huxley: la moralidad enfrentada a la naturaleza

467

Spencer: cuerpos darwinistas, mentes lamarckianas Retorcimentos retóricos

481

413

472

397

CAPÍTULO

16

La procreación tras bambalinas El origen de las especies

485

485

Especiación para el bien mayor

492

La gran división de la selección: ¿el apareamiento o el destete? El problema de Darwin y Wallace

Darwin contra la creación: incidental, no de dotación

509

Darwin contra la selección natural: incidental, no seleccionada El interludio adaptativo de Darwin

518

Wallace: el poder de la selección natural Orígenes esquivos

Epílogo

541

Nota sobre las cartas de Darwin y Wallace

índice

530

548

Bibliografía 587

555

497

504

549

513

Hay algo verdaderamente extraño en la historia de la selección sexual. Para Darwin esta idea fue una parte importante de su teoría de la evolución: la necesitaba para explicar los múltiples ejemplos de ornamentación sexual intrincada y al parecer no adaptativa. Sin embargo, a Wallace, quien simultáneamente con Darwin formuló la selección natural, no le gustaba mucho, y en buena medida fue ignorada en los análisis de evolución durante cien años. AI comienzo, la principal dificultad radicaba en el concepto de ‘escogencia’, el cual no encajaba bien con los esfuerzos de los conductistas para interpretar el comportamiento en términos mecanicistas. En 1930 Fisher ofreció una explicación sobre la evolución de la escogencia, pero su idea tuvo poco impacto en la época. Durante el período de la ‘síntesis moderna’, en las décadas de 1940 y 1950, se aceptó que había escogencia femenina, pero sólo como un proceso para garantizar que una hembra se apa­ reara con una pareja de su propia especie. Esto, que era quizá natural, puesto que en aquella época se pensaba que el problema de la evolu­ ción era la naturaleza y origen de las especies, llevó a un desafortu­ nado descuido de la teoría de la selección sexual de Darwin. Cuando publiqué en 1956 un trabajo que demostraba, al menos para mi propia satisfacción, que las hembras de las moscas de las frutas escogen a los machos, no recuerdo haber recibido ninguna petición de volverlo a imprimir. Los etólogos contemporáneos míos que estu­ diaban con Tinbergen en Oxford, rehusaron aceptar mi explicación de que algunos machos no se apareaban porque no podían seguirle el ritmo a las hembras durante el baile del cortejo. Aunque los etólogos habían introducido el concepto de motivación en el comportamiento animal, no podían entender que un animal no se apareara porque no podía: la idea de que el espíritu podía qugtgfcpero que la carne era débil no les parecía en aquel entonces aceptable. Este olvido de la selección sexual acabó convertido en entusiasmo durante la década de los años setenta y ochenta. Es tentador adjudicar este cambio de actitud a la influencia del movimiento feminista. Cier­ tamente no es el caso de que feministas ardientes hayan realizado las nuevas investigaciones, teóricas o empíricas, pero creo que puede haber sido influida, así fuera de modo inconsciente, por actitudes hacia la selección femenina en nuestra propia especie. Pero sospecho que una razón más importante subyace en la clase de explicación que los científicos buscaban. Una característica importante de la biología

evolucionista desde 1960 ha sido el intento de darle una explicación darwinista consistente a características que a primera vista parecen anómalas, como por ejemplo el sexo, el envejecimiento, el comporta­ miento convencional, la ornamentación sexual, y, más importante que todo lo anterior, la cooperación. No sé por qué estos asuntos nos han parecido tan importantes desde 1960, mientras que el interés en la cooperación tanto de Fisher como de Haldane fue en buena medida ignorado antes de esta fecha. George Williams me dijo una vez que la motivación para escribir su influyente libro de 1966, Adaptation and Natural Selection [La adaptación y la selección natural] fue una confe­ rencia de Emerson sobre los superorganismos: mi propio interés también se despertó al leer a Darlington y a Wynne-Edwards. Pero aunque esto ilustra la importancia de las ideas erróneas en la ciencia, no explica por qué floreció el interés en proporcionar una explicación funcional del comportamiento en 1960 y no treinta años antes. Helena Cronin se dedicó de lleno a estos asuntos, tomando la selec­ ción sexual y la evolución de la cooperación como sus temas centrales. En épocas recientes está de moda, en la historia de la ciencia, botar el bebé y quedarse con el agua; no parar mientes en la ciencia, sino des­ cribir con sórdido detállelas tácticas políticas délos científicos. Helena Cronin, me alegra decirlo, no pertenece a esta escuela. Ella me relató muchas cosas que yo no sabía sobre las ideas de Darwin y Wallace, y los desacuerdos que tuvieron. Y además comprendió la investigación moderna sobre los mismos tópicos. Para Darwin, la hormiga y el pavo real simbolizaban dos de las principales dificultades de su teoría: la existencia de la cooperación y del ornamento aparentemente de mala adaptación. Pienso que a Darwin le hubiera encantado leer este re­ cuento de lo que ha sucedido desde aquella época.

JOHN MAYNARD SMITH

Un abismo aterrador separa al mundo predarwinista del nuestro. Aterrador no es una palabra demasiado fuerte para describir los logros de Charles Darwin y Alfred Russel Wallace. La teoría de la selección natural revolucionó nuestra comprensión de los seres vivos, al pro­ porcionarnos un entendimiento de nuestra existencia, cuestión sobre la que la ciencia no se había pronunciado en el pasado. La hor­ miga y el pavo real celebra esta poderosa teoría y su floreciente des­ cendencia moderna. Poderosa, pero no monolítica. Wallace ha sido llamado, con mu­ cha imaginación, la lima del sol Darwin. Pero la suya no era una luz pálida y reflejada. Siempre se mantuvo firme en su concepción pro­ pia y diferenciada de la teoría elaborada por los dos. A sus ojos, incluso Darwin podría ser revisionista, hasta el punto que se sintió obligado a declararse ‘más darwinista que Darwin’. Sus disputas no fueron simplemente sobre preferencias personales, cuestiones histó­ ricas menores. Fueron divergencias importantes en énfasis e inter­ pretación, tan significativas -ésta es una de las tesis de mi libro- que han persistido hasta el día de hoy. De hecho, en años recientes, se han vuelto a poner sobre el tapete con renovada intensidad. Y es que éstos son tiempos emocionantes. Desde la década de 1960 la teoría darwinista ha sufrido una enorme transformación. En su estela han llegado nuevas preocupaciones, tan nuevas que pueden parecer muy alejadas de las de Darwin y Wallace. Y sin embargo, al mirar más de cerca, se revelan como parte de una controversia conti­ nua que se extiende hacia atrás, hasta los comienzos del darwinismo. En las disputas de hoy oímos que los intercambios hacen eco de las voces de los padres fundadores mismos. Como lo anotó un importan­ te darwinista al leer el borrador de un capítulo mío: “ ¡No me había dado cuenta durante todos estos años que realmente era un wallaciano!” La hormiga y el pavo real, entonces, es de alguna manera la historia de Darwin versus Wallace. Este libro rastrea el curso de dos cuestiones controvertidas: la se­ lección sexual y el altruismo. Fue por la selección sexual por lo que los descubridores del darwinismo partieron cobijas de modo más notorio. El éxito inicial de la teoría fue seguido por largos años de permanencia en los extramuros de la moda. Ahora, sin embargo, la selección sexual se debate una vez más con calor. También el altruismo

se ha aireado mucho últimamente. También sobre este asunto las res­ puestas de Darwin y Wallace fueron típicamente divergentes. Pero nuestro interés en la historia radica menos en las continuidades y más en los contrastes entre el pasado y el presente. Si bien en el siglo x ix el altruismo apenas se veía como una dificultad, en los años recientes se ha considerado como una anomalía obvia, pero se ha resuelto de manera triunfal. El momento en que sale este libro, entonces, ha resultado ser pro­ picio. Ha demostrado serlo más aún porque la selección sexual y el altruismo no han sido tratados, cosa sorprendente, en la prodigiosa producción de investigación histórica que se conoce como la “in­ dustria darwinista”. The Descent ofM an [El origen del hombre], que describe la teoría de la selección sexual, la segunda entre las obras de Darwin, antecedida sólo por el The Origin [El origen]. Yara, él, la selección sexual no fue simplemente un capricho, una variante menor de la selección natural, sino una fuerza independiente, diseminada por todo el mundo viviente. Sin embargo, los historiadores han pasado por alto tanto el libro como la teoría. También a la historia del altruismo se le ha prestado muy poca atención, más que todo al con­ fuso punto de vista de lo ‘bueno para la especie’ que se paseó cam­ pante entre las décadas de 1920 y 1960. Y sin embargo, con la fresca comprensión moderna, los altibajos de su destino están maduros para el escrutinio histórico. Este libro también es oportuno porque la historia que narra no está confinada al pasado: también es una guía delicada al ferméñtó, algunas veces sorprendente, de ideas nuevas. ¿En qué estado se en­ cuentran en la actualidad los últimos puntos de vista y cuáles son las conexiones entre sí? La hormiga y el pavo real expone las nociones que st airean hoy en día en conferencias y corredores. De hecho, la elaboración de este mapa del nuevo mundo darwi­ nista fue uno de los puntos de partida del libro. Mi interés inicial en la teoría fue despertado por las críticas de los filósofos; no porque yo pensara que tenían razón, sino porque estaba convencida de que tenían que estar gravemente errados. Los metodólogos desde hace mucho tiempo le vienen dado mala prensa al dárwinismo: “inestable”, “circular”, “metafísica ociosa”, “tautología vacía”. Aún con el reciente florecimiento del darwinismo, los juicios fueron un poco ttienós du­ ros. La discrepancia entre el magnífico legado de Darwin y Wallace y estos poco generosos elogios me dejaban insatisfecha. Decidí explorar una parte mayor del nuevo territorio que la teoría darwi-

nista estaba abriendo. Este libro, en parte, registra mi viaje personal a través de esta térra nova. La hormiga y el pavo real no es, sin embargo, un libro de ciencia, ni de historia, ni de filosofía, aunque combina algo de las tres. Es posible leerlo sin ser un experto. Pero espero también que los lectores especializados en estos conocimientos encuentren en él, a su manera, cosas nuevas, en particular gracias a la luz que la historia, la ciencia y la filosofía se pueden irradiar entre sí. Este libro fue obra del trabajo conjunto con Allison Quick; ella cooperó estrechamente conmigo en las primeras etapas; le debo mucho y me hacen falta nuestras discusiones. John Watkins leyó una primera copia con cuidado; cualquier filósofo sabe criticar, pero él también sabe animar. El entusiasmo de John Maynard Smith me sostuvo durante todas las dudas normales. Peter Milne fue un crítico implacable, pero constructivo. Me siento muy agradecida con Richard Southwood por conseguir­ me un puesto en el Departamento de Zoología de Oxford. Éste de­ mostró ser el medio de trabajo ideal, con su excelente institución de tiempo para el té y el café y los seminarios más formales. (No acaba­ ba de escribir esto cuando me aseguraron, mientras nos tomábamos un café, que ésta era una perogrullada en el departamento, lo cual simplemente me lleva a reforzar mi punto.) Estoy agradecida con muchas personas del departamento, en particular con Alan Grafen, W. D. Hamilton, Paul Harvey, Andrew Pomiankiowski y Andrew Read. Otras personas tuvieron la gentileza de leer algunas secciones del borrador, que criticaron y analizaron. Me dieron consejos y me ani­ maron. Entre ellas se encuentran Aub.rey Sheihman, Nicholas Maxwell, Michael Ruse, Nils Roll-Hansen, Amanda C. de C. Williams, Michael Joffe, David Rubén, Peter Urbach, John Worrall, N. H. Barton, J. S. Jones, John Durant, Peter Bell, K. E. L. Simmons y Cari Jay Bajema. Alan Crowden en Cambridge University Pfess ha sido un editor en­ tretenido y dedicado. A mi hermano, David Cronin, se le ocurrió el título, La hormiga y el pavo real. Y a Dawkins el del capítulo i: Archivos caminantes. También quisiera dar mis agradecimientos a la British Academy, The Leverhulme Trust, The Nuffield Foundation y The Royal Society, todos los cuales con generosidad apoyaron esta investigación. Y finalmente, mis gracias especiales y mi aprecio a Richard Dawkins.

HELENA CRONIN

cap ítu lo 2 Un mundo sin Darwin La fotografía de Darwin se reproduce con permiso del Syndics of Cambridge University Library. La doctora Rachel Garden dio autori­ zación para reproducir el dibujo de Wallace de William-Ellis, A. (1966) Darwin’s Moon: A Biography ofAlfred Russel Wallace, Blackie, Londres. Alwyne Wheeler dio autorización para reproducir el dibujo del len­ guado de arena, de Valerie DuHeaume de Wheeler, A. (1969) The Fishes ofthe British Isles andéfo&h-West Europe, Macmillan, Londres. Melissa Bateson dibujó el diagrama del lamarckismo, weismannismo y el fenotipo extendido. cap ítu lo 3 Darwinismo viejo y nuevo Melissa Bateson dibujó el pájaro-carpintero. T. y A. D. Poyser die­ ron la autorización para reproducir la lengua del pájaro carpintero y los diagramas del hueso hioides de Campbell, B. y Lack, E. (eds.),(1985) A Dictionary o f Birds, T. y A. D. Poyser, Calton, Staffordshire. La micrografía de escáner electrónico del diente de león es reproducida por cortesía del Museo Británico (Historia Natural). La fotografía de R. A. Fisher se reproduce por cortesía del departamento de genética de la Universidad de Cambridge. John Maynard Smith suministró las fotografías suyas y las de J. B. S. Haldane. W. D. Hamilton sumi­ nistró la suya. Scientific American dio autorización para reproducir los emparrados de los tilonorrincos, de Borgia, G. (1986) “ La selec­ ción sexual en los tilonorrincos”, Scientific'America 254(6 ) (Derechos de autor 1986 de Scientific American, Inc. Todos los derechos reserva­ dos).

4 Demarcaciones de diseño Melissa Bateson dibujó el diagrama de pleiotropía extendida. El diagrama reproducido en la ilustración de “ la propaganda honesta” apareció por primera vez en 1978 en la revista New Scientist, Londres, la revista semanal de ciencia y tecnología. —c a p í t u l o

cap ítu lo 6 ¿Nada más que selección natural? Joshua R. Ginsberg suministró la fotografía de las cebras de la planicie. La pintura de los tres chorlitos africanos por autorización del Syndics of Cambridge University Library.

c a p í t u l o 7 ¿Pueden las hembras moldear a los machos? Priscilla Barrett dibujó el mono probócide. El faisán dorado por permiso del Syndics of Cambridge University Library. capítulo

8

¿Prefieren las hembras sensatas machos sexualmente atractivos? Melissa Bateson dibujó el diagrama de la ornamentación del macho. Blackwell Scientific Publications dio autorización para re­ producir el dibujo del pelícano de Brown, L. H. y Urban, E. K. (1969) “ The breeding biology o f the Great White Pelican Pelecanus onocrotalus roseus at lake Shala, Ethiopia”, Ibis 111.

c a p í t u l o 14

La paloma de la paz, no déla guerra: las fuerzas convencionales Lea MacNally suministró la fotografía de los cráneos de los cor­ zos. Melissa Bateson dibujó los tres pasos del combate de los alces rojos.

c a p í t u l o 15

Altruismo humano: ¿Una clase natural? La gráfica de los homicidios es adaptado de Daly, M. y Wilson, M. (1990). “Matar la competencia”, Human Nature 1, fig 1. Mis agradecimientos a todos los anteriormente mencionados y gracias adicionales a Mark Boyce, T. H. Clutton-Brock, George McGavin, Charles Munn, Amotz Zahavi y en especial a Melissa Bateson, Euan Dunn, Sean Neill y Priscilla Barrett.

PARTE

EL Y

1 DARW INISM O, SUS

SUS

DESERTORES

RIVALES

ARCH IVO S

C A M IN A N T E S

Somos archivos caminantes de sabiduría ancestral. Nuestro cuerpo y mente son monumentos vivos del excepcional éxito de nuestros an­ tecesores. Esto nos lo enseñó Darwin. El ojo, el cerebro y los instintos son legados de las victorias de la selección natural, personificaciones de la experiencia acumulativa del pasado. Y esta herencia biológica nos ha permitido construir una nueva herencia: el ascenso cultural, la dotación colectiva de muchas generaciones de seres humanos. La ciencia es parte de este legado, y este libro trata de uno de sus logros más notables: la teoría darwinista misma. Ésta es la historia de un éxito, la historia de dos acertijos que en forma pertinaz resistían toda explicación y de cómo el darwinismo finalmente los resolvió. Uno de ellos es el problema del altruismo, cuyo epítome es la hormiga del título de este libro; el otro es el problema de la selección sexual, el pavo real. Desde hace mucho tiempo las hormigas y otros insectos sociales han sido considerados modelos de rectitud, generosidad y amor, criatu­ ras con mente comunitaria que actúan para el bien de otros incluso a un costo extremo para sí mismos. Tal santidad y abnegación de ningu­ na manera son exclusivas de los insectos. Muchos animales se ponen en peligro para prevenir a otros de la presencia de depredadores, re­ nuncian a la reproducción para ayudar a criar a los descendientes de otros o comparten alimentos que podrían aliviar su propia hambre. Pero, ¿cómo pudo la selección natural haber llevado a la adquisición de características tan obviamente desventajosas para quienes las portan? ¿Cómo podría el autosacrificio, en particular el reproductivo -que le otorga ventajas a los demás-, haberse transmitido a las gene­ raciones subsiguientes? ¿Cómo puede la selección favorecerlo a quien insiste en poner a los otros primero? En realidad, la selección natural prefiere al más rápido, al más arrojado, al más ladino, no a aquellos que, con espíritu cívico, renuncian a colmillos y garras en favor de comportamientos comunales. En el caso de nuestro otro héroe epónimo, el pavo real, la dificultad radica en su espléndida cola. Ésta se menea en el rostro de la selección natural. Lejos de ser eficiente, utilitaria y benéfica, es esplendorosa, ornamental y pesada. Y las “colas de pavo real” -ornamentos, colo­

res, cantos y danzas-, abundan a lo largo y ancho del reino animal, desde los insectos hasta los peces y mamíferos. A primera vista puede parecer que el esplendor del plumaje del pavo real o la magnífica cornamenta de un alce poco tienen que ver con los riesgos que se corren al servir de centinela o con el hecho de comer para otros; podría parecer que el narcisismo, que busca el propio bienestar, quedara en el polo opuesto del autosacrificador altruismo. Pero para un seguidor de Darwin tales características plantean la misma dificultad. ¿No son ambas características claras desventajas para quien las porta? ¿No se esperaría de la selección natural que las eliminara en vez de favorecerlas? Durante más de un siglo, estos problemas, cuando no fueron tratados.con indiferencia, fueron ‘resueltos’ de manera totalmente errónea. Por aquella época, la teoría darwinista tuvo un éxito espec­ tacular para explicar el ojo, la telaraña, el pico del pájaro carpintero o una semilla con plumas, características que eran claramente adapta­ tivas. Sin embargo, su poder para explicar la ausencia del egoísmo en el llamado de advertencia de un pájaro o el esplendor de la cola del pavo real, fue pasado por alto o mal entendido. Pero en las últimas décadas el darwinismo ha sufrido un cambio revolucionario. Y a la estela de esta transformación, las obstinadas anomalías de altruismo y la selección sexual dejaron de serlo. Comprender el presente puede ilustrar el pasado. La revolución actual en el neodarwinismo proporciona una poderosa herramienta para refinar nuestra comprensión del pensamiento darwinista ante­ rior. A la luz de las nuevas ideas podemos regresar al siglo x ix y darle una mirada fresca a la teoría evolucionista de la época, al modo como se veían los problemas del altruismo y la selección sexual y a las razo­ nes por las cuales no pudieron ser resueltos. A su vez, la historia pue­ de iluminar el presente. Lo que ha sido continuo a través del tiempo puede arrojar una luz inesperada sóbre la controversia de la actuali­ dad. Además, la historia puede ayudarnos a dilucidar la validez del darwinismo. A pesar del claro éxito de esta teoría, algunos filósofos, tras compararla con los triunfos clásicos de la ciencia -Newton y Einstein-, la encuentran deficiente. Una mirada histórica puede ayu­ darnos a ver con exactitud por qué, a pesar de lo que estos filósofos opinen, el darwinismo explica tanto y de manera tan adecuada. Los historiadores suelen despreciar este estilo retrospectivo de ver la historia. Es normal que quieran rechazar la satisfacción, estrecha de miras, de la historia progresista, para la cual el pasado no es más

que un paso inevitable hacia los triunfos del presente. Pero en lo atinente a la ciencia, no hay duda de que sí hay una razón para espe­ rar que lo último sea en realidad lo mejor. Cualquier tendencia as­ cendente tiene sus altibajos pero, fuera de uno que otro callejón sin salida, el conocimiento científico de una época por regla general incorpora los principales logros hasta la fecha. Por supuesto, no hay garantía de que se avance. Pero la ciencia, de manera más confiable que la mayor parte de las actividades humanas, muestra que lo últi­ mo es lo mejor. Por eso seré optimistamente retrospectiva. El punto de vista del presente, lejos de disminuir el aprecio por los problemas y soluciones del pasado, nos ayuda a apreciar cómo podían ser razo­ nables aun cuando estuviesen errados, y nos ayuda a evaluar las ideas viejas, aunque hayan desaparecido de los libros de texto de hoy. Le cedo la palabra al biólogo John Maynard Smith para que rezongando nos dé una de sus rituales críticas al progresismo que hoyen día tien­ de a prologar las historias de la biología: Él (resulta ser Ernst Mayr) anota que es necesario evitar escribir una historia progresista de la ciencia, pero ésta es la clase de historia que él mismo ha escrito. Para ser justos,-no puedo imaginar que un hombre que ha luchado toda su vida para entender la naturaleza, y que ha luchado para persuadir a ¿tros de que su punto de vista es el correcto, pueda escribir una historia de otra clase... Después de todo, en realidad, la Inglaterra Victoriana había sido el pico más alto de civilización a que se había llegado, y si ella hubiera tenido en sí mis­ ma la garantía de un progreso continuo, el método de Macaulay de escribir la historia habría sido muy recomendable. Por pasado de moda qué pueda ser decir esto, es obvio que hoy tenemos una mejor comprensión de la biología que ninguna genera­ ción anterior, pero para seguir progresando tenemos que partir de donde nos encontramos ahora. Por esto, realmente vale la pena contar la historia de cómo llegamos hasta aquí. (M aynard Smith 1982a, págs. 4 1-4 2 )

Entonces, para bien o para mal, mi criterio a lo largo de este libro ha sido comenzar por el final, con lo mejor de lo que hoy conocemos. En algunos capítulos esto es explícito; en otros, se esconde tras bam­ balinas. Y ya que estamos hablando de criterios, debo agregar que mi historia también va a ser ‘internalista’, o sea que se ceñirá al contenido científico de las teorías y a otros asuntos internos de la ciencia. En los

últimos tiempos los historiadores darwinistas se han inclinado hacia el ‘externalismo’, concentrándose en las influencias políticas, econó­ micas, sociales o psicológicas, que han actuado sobre cada científico en particular y sobre sus descubrimientos. Sin negar la importancia de la investigación meticulosa de los archivos de la sociedad Victoriana, también hay un lugar para la historia de la ciencia centrada en la ciencia del científico. Las partes dos y tres de este libro se ocupan de la selección sexual y del altruismo. La primera parte expone una serie de temas que se han abierto paso a lo largo de la historia del darwinismo y, en parti­ cular, a lo largo de la historia de las teorías sobre selección sexual y altruismo. Analiza el éxito del darwinismo y el fracaso de sus rivales, los rasgos especiales que distinguen la teoría de Darwin y Wallace de su descendiente lineal de hoy y las alternativas darwinistas a las expli­ caciones adaptativas. Pero para el lector más interesado en cómo con­ siguió el pavo real su cola y la hormiga su manera de ser sociable, las partes dos y tres pueden ser tratadás como autosuficientes.

Imaginemos un mundo sin Darwin. Imaginemos un mundo en el cual Charles Darwin y Alfred Russel Wallace no hubieran trasformado nuestra comprensión de los seres vivos. ¿Qué parte de lo que ahora nos es comprensible se convertiría en un problema que nos dejaría perplejos? ¿Qué consideraríamos urgente explicar? La respuesta es: prácticamente todo lo relacionado con los seres vivos, con toda la vida sobre la faz de la Tierra a lo largo de toda la historia (y quizás, como lo veremos, con la vida en otras partes tam­ bién). Pero hay dos aspectos relacionados con los organismos vivos que han intrigado y dejado perpleja a la gente mucho más que otros, antes que Darwin y Wallace encontraran su solución exitosa y ele­ gante en la década de 1850. El primero es el diseño. Las avispas y los leopardos, las orquídeas, los seres humanos y los hongos de la lama tienen un aspecto que parece diseñado; así mismo los ojos y los riñones, las alas y las bolsas de polen; también las colonias de hormigas y las flores que atraen abejas para polinizarlas y una madre gallina que cuida sus pollos. Todo esto presenta un agudo contraste con las piedras y las estrellas, los átomos y el fuego. Los seres vivos están adaptados de una manera hermosa e intrincada y en una multiplicidad de vías, a su hábitat inorgánico y a los otros seres vivientes (no en menor grado a aquéllos más parecidos a sí mismos), y son unidades que funcionan a las mil maravillas. Parece que hubieran sido hechos a propósito, que tuvieran una complejidad altamente organizada y una gran precisión y eficien­ cia. Darwin lo expresaba con tino como ‘la perfección de la estructura y la co-adaptación, la cual despierta justamente nuestro mayor asom­ bro’ (Darwin 1859, pág. 3) ¿Cómo sucedió? El segundo acertijo es la ‘semejanza en la diversidad’, las impre­ sionantes relaciones jerárquicas que pueden encontrarse en todo el mundo orgánico, las diferencias y al mismo tiempo las claras simili­ tudes entre grupos de organismos y, sobre todo, los lazos que atan a las numerosísimas especies. Hacia la mitad del siglo x ix estos mode­ los fundamentales habían surgido gracias a una serie de disciplinas biológicas. El registro fósil era testigo de la continuidad en el tiempo; la distribución geográfica, de la continuidad del espacio; los sistemas

clasifícatenos se construían sobre lo que se llamaba una unidad de tipo; la morfología y la embriología (particularmente los estudios comparativos), sobre las así llamadas afinidades mutuas, y todas estas materias revelaban una notable abundancia cada vez mayor de regu­ laridades, a la vez que una creciente cantidad de divergencias. ¿Cómo se podían explicar estas relaciones? ¿De dónde podría salir tal derroche en la especiación? A la luz de la teoría darwinista podemos encajar en su lugar las respuestas a ambas preguntas y a otras mil sobre el mundo orgánico. Darwin y Wallace presuponían que los seres vivientes habían evolu­ cionado. Su problema era encontrar el mecanismo mediante el cual se había dado esta evolución, un mecanismo que pudiera dar cuenta de la adaptación y de la diversidad. La selección natural fue la solución. Los individuos varían y algunas de sus variaciones son heredadas. Estas variaciones heredadas surgen de modo aleatorio, esto es, inde­ pendientemente de sus efectos sobre la supervivencia y reproducción del organismo. Pero se perpetúan de manera diferencial, dependiendo de la ventaja adaptativa que confieran. Así, a lo largo del tiempo, las poblaciones llegarán a estar formadas por los organismos mejor adap­ tados. Y, con el cambio de las circunstancias, diferentes adaptaciones se vuelven ventajosas, dando lugar de manera gradual, a formas de vidas divergentes. La clave para todo ello, para saber cómo es capaz la selección natural de producir sus maravillosos resultados, está en el poder de muchos y pequeños cambios acumulativos (Dawkins 1986, particu­ larmente págs. 1-18,43-74). La selección natural no puede brincar de una sola vez desde la sopa primigenia a las orquídeas y a las hormi­ gas. Pero puede llegar aHí a través de millones de pequeños cambios, cada uno de ellos no muy diferente del anterior, acumulados durante largos períodos de tiempo, hasta llegar a una transformación dramá­ tica. Estos cambios surgen al azar, sin relación con el hecho de si son buenos, malos o indiferentes. Entonces, el que resulten ser ventajosos es sólo asunto de suerte, pero no de una suerte altamente improba­ ble, porque el cambio que va desde un organismo que no parece una orquídea hermosamente modelada a uno que se parece un poco más, es muy pequeño. Así, lo que de otro modo sería un enorme golpe de suerte se reparte en porciones aceptablemente probables. Y la selec­ ción natural no sólo se aprovecha de cada una de estas ventajas aleatorias sino que las preserva de modo acumulativo, conservando una tras otra a lo largo de una vasta serie, hasta que en forma gradual

van dando lugar a las complejidades y diversidades de la adaptación, que nos hacen rendir de admiración. El poder .de la selección natural radica entonces en la diversidad generada aleatoriamente, que se va organizando y modelando a lo largo de grandes períodos de tiempo,

Wallace en la jungla del Brasil en 1849,a Ia edad de 26 años

gracias a una fuerza selectiva, que es al mismo tiempo oportunista y conservadora. Las explicaciones rivales de la misma evidencia (véase por ejem­ plo, Bowler 1984; Rehbock 1983, págs. 15-114; Ruse 1979a) no eran muy impresionantes que digamos (dejando a un lado por el momento el lamarckismo y los rivales posteriores al año 1859). Cuando vemos lo inadecuadas que eran esas teorías en cuanto a poder explicativo, y cuando reflexionamos sobre el hecho de que a pesar de ello fueron éstas las principales explicaciones aceptadas por eminentes pensadores durante siglos, podemos imaginar muy bien cómo sería nuestro mira­ do sin la teoría de Darwin, y ¡cuán pobre sería! Darwin y Wallace expusieron por primera vez su teoría en 1858, en un trabajo conjunto para la Sociedad Linneana (el suyo fue uno de esos extraños casos de un descubrimiento casi simultáneo en la historia de la ciencia), y luego, en 1859, vino el libro de Darwin titula­ do E l origen de las especies. Antes de 1859 buena parte de la historia natural estaba unida en matrimonio a la teología natural (véase Gillespie 1979; Gillispie 1951). Con Dios de su lado, la historia natural daba la respuesta inevitable a la pregunta por la procedencia de este diseño aparentemente consciente: que sí había habido un diseño y que éste era obra de un diseñador supremo. Y la teología natural usaba esta evidencia de un diseño supuestamente deliberado en la natura­ leza para demostrar la existencia de Dios. Esto podía haber sido bue­ na teología, pero sin duda era mala ciencia. Y la ciencia mala no estaba confinada a los antievolucionistas. Hacia la mitad del sigo x ix la idea de evolución empezó a ser aceptada paulatinamente, después de haber sido rechazada casi de modo universal a comienzos del siglo. Pero también los evolucionistas, cuando se los acosaba para que ex­ plicaran el mecanismo, recurrían a la idea del diseño consciente (o a la vaguedad). Pero las teorías que no tienen valor científico directo pueden de todas maneras ser de interés empírico por otras razones; en este caso, por la luz que desplegaron sobre la teoría darwinista. Desde este punto de vista, estas teorías predarwinistas del diseño deliberado caen en dos grupos distintos, dependiendo de cuál de los dos problemas explica­ tivos principales, adaptación o diversidad, consideraban el de mayor importancia. Para algunos, el diseño deliberado se manifestaba en los detalles adaptativos de los organismos individuales; para otros, estaba en la grandiosa envergadura del plan total de la naturaleza.

Tomemos primero la tradición que veía un propósito en la espi­ ral de una concha, la envergadura de un ala, la forma de un pétalo y los minúsculos detalles de la adaptación de todo ser viviente. Estos naturalistas consideraban su principal tarea demostrar que cada par­ te de un organismo, por pequeña que fuera, o por insignificante que pareciera, le era de utilidad. Este movimiento de la historia natural fue paralelo a una escuela de teología natural cuya tesis central era el llamado argumento utilitarista del diseño. Este argumento sostenía que la adaptación orgánica, su utilidad y su función, eran prueba de un diseño de la Providencia: el propósito que había en toda la natu­ raleza era el propósito de Dios. He aquí la burla de Hume al argu­ mento utilitarista, tomado de sus Diálogos sobre la religión natural, publicado en 1779, tres años después de su muerte. (A propósito, la palabra ‘natural5 se usa para distinguir la religión y teología natura­ les, de su contraparte, las llamadas ‘reveladas’, en razón a que está fundada no en un acto de fe o de revelación sino en la evidencia y en la razón acerca del mundo natural, al igual que la historia natural, ahora llamada biología, o la filosofía natural, ahora llamada física.) Los Diálogos son una crítica fulminante a la religión natural, razón por la cual Hume se abstuvo de publicarlos en vida. Pero su parodia es, paradójicamente, más fina y sucinta que muchos originales pia­ dosos. El siguiente pasaje asimila los organismos a las máquinas: Mirad alrededor del mundo, contemplad el conjunto y cada parte: encontraréis... [que todas] estas diversas máquinas, y aun sus partes más diminutas, están ajustadas unas a otras con una precisión que lleva al asombro a quienes las hayan contemplado alguna vez. La curiosa adaptación de los medios hacia sus fines, a lo largo de la na­ turaleza, se asemeja con exactitud a la producción del ingenio huma­ no, del diseño humano, del pensamiento, de la sabiduría y de la inte­ ligencia, aunque los supera con creces. Entonces, como los efectos se parecen unos a otros, inferiremos, por todas la reglas de analogía, que las causas también se parecen, y que el Autor de la naturaleza es similar en parte a la mente del hombre, aunque poseedor de facultades mucho mayores, proporcionales a la grandeza del trabajo que ha eje­ cutado. (Hume 1779, pág. 17)

Se puede ver al instante cómo podía la historia natural volver al revés este argumento teológico: no el diseño de la naturaleza como prueba de la existencia de Dios, sino la existencia manifiesta de Dios como

explicación del diseño adaptativo de la naturaleza, de su aspecto arti­ ficioso, de su improbable complejidad. A comienzos del siglo xix, las concepciones utilitaristas fueron reunidas, sistematizadas y popularizadas gracias al arcediano William Paley. Su Teología natural (1802), trabajo que Darwin conocía muy bien, se convirtió en un texto clásico, que hizo famosa una versión particular del argumento utilitarista. Basta con mirar un instrumen­ to tan intrincadamente forjado como un reloj, dijo, para advertir de inmediato que debe haber un relojero; de la misma manera, un obje­ to complejo tan bien adaptado como lo es un organismo tiene que tener un diseñador. El texto de Paley fue superado en la década de 1830 por un proyecto altamente ambicioso, los Bridgewater Treatises (llamados así porque el duque de Bridgewater los encargó en su tes­ tamento) (véase v. gr. Gillispie 1951, págs. 209-16). Éste consistía en una serie de artículos escritos por un total de ocho personas. Y se les pidió que demostraran nada menos que el poder, la sabiduría y la bondad de Dios, tal como se manifies­ tan en la creación; ilustrando tal trabajo con todo tipo de argumentos razonables, como por ejemplo la variedad y la formación de las cria­ turas de Dios de los reinos animal, vegetal, y mineral; el efecto de la digestión y por lo tanto de la conversión; la conformación de la mano del hombre y una infinita variedad de argumentos adicionales, así como por los descubrimientos antiguos y modernos en las artes, cien­ cias y en toda la extensión de la literatura. (Chalmers 1835, pág. 9)

Un grandioso plan, en realidad: no sólo el argumento utilitarista sino pruebas del diseño de la Providencia en cada aspecto del mundo, animado o inanimado, natural o hecho por el hombre. Y los escrito­ res las dieron, con minuciosidad desfachatada, sin siquiera omitir mencionar la proximidad providencial de las minas de hierro britá­ nicas al carbón necesario para fundirlo, ni nuestra buena fortuna de poseer un instinto hacia la propiedad privada sobre el cual basar nuestro código moral. Pero es un signo de la fuerza poderosa que el argumento utilitarista tenía sobre la imaginación de la gente el hecho de que la adaptación orgánica fuera, por mucho, la evidencia más popular. Incluso un artículo, que aparentaba ser sobre astronomía, escrito por William Whewell, celebrado historiador y filósofo de la ciencia, se las arregló para detenerse largo rato sobre los maravillosos diseños de los organismos.

Esta manera utilitarista de pensar la historia natural y la teología se arraigó con fuerza en Inglaterra durante la primera mitad del siglo xix. En su versión más popular, el argumento utilitarista venía com­ binado con el creacionismo especial, la teoría de que Dios, más bien que haber creado todas las formas orgánicas de un sólo golpe, seguía interviniendo en el mundo natural de vez en cuando, para introducir formas nuevas. Este ‘creacionismo utilitarista’ llegó incluso a conver­ tirse en una posición oficial durante aquel período (véase Gillespie 1979, págs. 172-3, n6 para la lista de trabajos clásicos de esta escuela). Ahora pasemos a la otra tradición de la historia natural, la que pone su mira no en las minucias de la adaptación de los organismos individuales sino en la grandiosa envergadura de la disposición total de la naturaleza. Ella es llamada a veces la visión ‘idealista’ o ‘trascendentalista’ (que no debe confundirse con el idealismo filosófico o con el trascendentalismo, que son ideas afines pero diferentes). Para los idealistas, el diseño deliberado se podía encontrar sobre todo en la semejanza en medio de la diversidad. Todos los seres vivos, sostenían, están construidos con base en muy pocos planos estructurales bási­ cos, los planos divinos para la creación. Las formas orgánicas están hechas principalmente según los dictados de aquellos planos: los organismos son manifestación más que todo de modelos ideales. Las modificaciones adaptativas, el sueño y dicha del creacionismo utilita­ rista, eran vistas como algo subordinado a aquellos diseños de largo alcance. Los idealistas consideraban su principal tarea la de revelar el gran plan unificador que subyacía a las diversas apariencias de los seres vivos. El idealismo, entonces, así como el creacionismo utilita­ rista, estaba permeado de la idea de diseño intencional. Pero era un diseño de Un tipo diferente. No se mostraba en el detalle adaptativo, en la función y en la utilidad, sino en la simetría y en el orden de los organismos y el mundo orgánico como un todo, en las relaciones estructurales entre las diferentes especies y en el así llamado plan único, subyacente a su diversidad. Eran éstos una simetría y orden tan impresionantes, tan perfectos, se argumentaba, que no podían ser accidentales. El epítome de este enfoque es la teoría de los arqueti­ pos, desarrollada por Richard Owen, el eminente anatomista compa­ rativo (el mismo Owen que se recuerda más porque supuestamente preparó al obispo Wilberforce antes de su famoso discurso en la Aso­ ciación Británica, en su reunión de 1860). Owen sostenía que los arque­ tipos eran los planos básicos de los principales grupos de organismos, planos que existían en la mente de Dios, y que las formas fósiles

sucesivas en el interior de cada uno de estos grupos, eran el resultado de la intervención divina, que modificaba paulatinamente las formas originales. En el siglo xv m esta visión idealista, aunque influyente en el resto de Europa, no había encontrado acogida en Gran Bretaña. Pero en las primeras décadas del siglo x ix surgió en Escocia una escuela idealista con el influyente anatomista Robert Knox (más tarde famoso por ser involucrado no intencionalmente en los asesinatos de Burke y Haré) y su discípulo Edward Forbes (que llegó a ser tan respetado que fue el segundo candidato de Darwin para que le editara sus ma­ nuscritos en caso de muerte). Durante la década de 1840 este enfoque ganó terreno en Gran Bretaña, más que todo por el trabajo de Forbes y Owen, y desde comienzos de 1850 se convirtió en un movimiento floreciente. Hacia 1859 el idealismo había desbancado al creacionismo utilitarista de su primer lugar en la teología natural. Cuando Badén Powell, un famoso matemático y controvertido escritor sobre religión revisó la bibliografía de la teología natural de la década de 1850, pudo registrar con satisfacción que al menos algunos de los escritores más importantes habían “captado claramente la idea de orden como la verdadera indicación de una inteligencia suprema” ; no se estaban basando solamente en la obediencia ‘de los medios a un fin’ (esto es, la adaptación) como prueba del diseño de la Providencia (Powell, 1857, pág. 170). Esta influencia se reflejó, aunque con menos fuerza, en la historia natural. El eminente naturalista William Carpenter, por ejemplo, sostenía que se podía ver claramente que el idealismo estaba apoyado por la evidencia, y retó a los creacionistas utilitaristas: si tales personas se dirigen a la Naturaleza y la interrogan por medio de un escrutinio cuidadoso y franco sobre las diferentes formas y combinaciones que presenta, con el deseo sincero de ase­ gurarse de si existe un plan rector, una unidad de diseño en todo, o si cada organismo está construido para sí mismo, sin referencia al resto, estamos seguros de que encontrarán que la primera doctrina los convence de manera irresistible... ( [Carpenter] 1847, págs. 489-90).

Los idealistas desdeñaban a menudo a los creacionistas utilitaristas y los acusaban de dar palos de ciego en teología porque explicaban las adaptaciones en términos de causas finales. (Se creía que la expli­ cación de una característica había llegado a una causa final que no requería mayor explicación, si dicha característica mostraba haber

sido expresamente diseñada para un propósito adaptativo particular.) Knox, mostrando un gran menosprecio, rebautizó el trabajo clásico del utilitarismo creacionista como The Bilgewater Treatises (Blake 1871, pág. 334) porque consideraba el recurso alas causas finales como algo vulgar e ingenuo. Pero los idealistas no tenían razón para tantas ínfulas. Es cierto que evitaban hablar de un gran diseñador ocupado en minucias adaptativas, pero en su lugar recurrían con exquisita vaguedad a poderes ejercidos por patrones ideales (algo así como cau­ sas formales, para quienes les parezca esclarecedora la distinción aristotélica). Es cierto también que algunos idealistas sostenían que de ninguna manera intentaban dar explicaciones sino solamente categorizar los fenómenos usando tipos ideales, pero el idealismo, no menos que el creacionismo utilitarista, dependía de una presuposición científicamente inaceptable de un diseño consciente. Aparte de todo, ¿a cuenta de qué sentirse satisfecho de ni siquiera intentar explicar nada? En 1859, entonces, había dos maneras bien arraigadas y claramente diferentes de interpretar la naturaleza. Al creacionismo utilitarista le preocupaba la complejidad y la construcción de las adaptaciones, con su ingeniosa utilidad, con la cuidadosa correspondencia entre un animal o una planta y su entorno. Los organismos eran estudiados más o menos en aislamiento, sin mucha atención a las relaciones entre las especies. Pero a los idealistas no les interesaba lo que consideraban detalles sin importancia; les preocupaba el gran plan de la creación como un todo, con los patrones que unifican la diversidad de la natu­ raleza. Es obvio que estas miradas no se oponían tanto, ni en lo teó­ rico ni en la práctica, de manera que imposibilitaran el eclecticismo. Peter Mark Roget (famoso por el Thesaurus), en su contribución a los Bridgewater Treatises del creacionismo utilitarista, se basaba en la unidad de plan para demostrar la evidencia de un diseño deliberado; por otra parte, aun el arquetipista por excelencia Owen caía en la explotación de la adaptación funcional en busca del mismo propósito. Pero cualesquiera fueran sus diferencias y concesiones, en un princi­ pio convergían estas dos escuelas de pensamiento: mirar la naturaleza era ver un diseño deliberado. Contra estos antecedentes ofreció el darwinismo su interpretación alternativa. Miremos ahora cómo ana­ lizaba la teoría de Darwin las dos dases de evidencia. Comencemos con la adaptación.

Las adaptaciones que con más razón sorprenden La evidencia de la adaptación se constituyó en el mayor reto y, por ende, en el mayor triunfo para el darwinismo. Tal como Darwin lo señalaba, la otra clase de hechos, el patrón de diversidad, puede hasta cierto punto explicarse fácilmente tan sólo planteando la evolución; pero el principal problema es encontrar un mecanismo evolutivo que explique la complejidad del diseño adaptativo: .ni analizar el origen de las especies es lógico pensar que cuando un naturalista reflexiona sobre las afinidades mutuas de los seres or­ gánicos, sobre sus relaciones embriológicas, su distribución geográ­ fica, su sucesión geológica y otros hechos de tal naturaleza, llegue a la conclusión de que cada especie no fue creada de manera indepen­ diente sino que todas descendieron, como variedades, de otras espe­ cies. Sin embargo, tal conclusión, aunque estuviera bien fundada, sería insatisfactoria hasta que se pudiera mostrar cómo fueron modificadas las innumerables especies que habitán este mundo de tal manera que pudieran adquirir esa perfección estructural y coa­ daptación, lo cual suscita justamente nuestra admiración. (Darwin 1859, pág. 3) Esto le quedó muy claro a Darwin durante su viaje en el Beagle, cuando descubrió en las pampas suramericanas semejanzas sorpren­ dentes entre las formas modernas y los fósiles, y continuidades en la distribución geográfica de la flora y fauna modernas. Se dio cuenta de que todo esto no se podía explicar meramente por medio de la evolución, a menos que su mecanismo pudiera explicar también la adaptación: Era evidente que hechos como éste... sólo podían explicarse bajo la presuposición de que las especies se modifican de modo gradual... pero era igualmente evidente que [uno necesitaba]... dar cuenta de los innumerables casos en los cuales los organismos de todas clases están adaptados de manera hermosa a sus hábitos de vida... a mí siem­ pre me habían llamado mucho la atención estas adaptaciones y mien­ tras no pudieran explicarse me parecía casi inútil emprender la tarea de demostrar por medio de una evidencia indirecta que las especies han sufrido modificaciones. (Darwin, E 1892, pág. 42) Hemos visto que el darwinismo explica la adaptación por medio

Continuidades en el tiempo

E\ mataco, o armadillo de tres bandas (del Journal of Researches, de Darwin): en La Plata, en Suramérica, a Darwin le impresionó muchísimo la gran semejanza entre los armadillos de la actualidad y la armadura fosilizada enterrada bajo su casa; la estrecha relación entre la especie moderna y las formas gigantescas extintas era, como lo dijo en El origen “patente, hasta para un ojo no educado”. Pero también debió impresionar­ se por el contraste entre aquellos antiguos gigantes y los pequeños y tímidos animales que encontró:

El armadillo [Dasypus minutus]... casi siempre trata de no dejarse ver, agazapándose cerca de la tierra... En el momento en que lográbamos avistar alguno, era preciso casi tirarse del caballo para lograr darle caza, porque en la tierra blanda el animal se enterraba con tal rapidez que sus cuartos traseros casi desaparecían antes de que uno alcanzara a apearse. Es casi un pecado matar animalitos tan lindos como éstos, porque, como lo dijo un gaucho mientras afilaba su cuchillo en el lomo de uno: cson tan mansos’. (Darwin, Journal of Researches)

de la selección acumulativa: variaciones pequeñas, sin dirección, que se canalizan por medio de presiones selectivas, dan como resultado, después de largos períodos de tiempo, cambios complejos, diversos y, sobre todo, adaptativos. Uno puede pensar en la adaptación como en la incorporación exitosa de información sobre el mundo (Young 1957» págs. 19-21). Los pequeños cambios que proporcionan la materia prima para la adaptación no son dirigidos, suceden al azar con rela­ ción al medio del organismo. Pero las fuerzas selectivas que moldean estas variaciones y las convierten en adaptaciones, llevan información vital, a menudo exquisitamente detallada, sobre este medio. Así, un organismo hereda de sus padres un modelo de aspectos de su mundo, un ajuste a su entorno (o, mejor, de su mundo y del de sus antecesores más distantes). “El organismo adulto puede ser considerado como

un organismo que contiene una representación del entorno que le ha sido transmitido desde los genes” (Young 1957, pág. 21). El control que la selección natural ejerce sobre las variaciones aleatorias se parece de alguna manera a la idea que tiene un ingeniero sobre la retroalimentación negativa: una constante comparación entre la representación del mundo e información que le entra de éste, y un ajuste y reajuste constantes, a la luz de esta comparación (Young 1957, págs. 23-7). El resultado final: la adaptación, que da la impresión de un diseño deliberado y consciente. Darwin y Wallace fueron pioneros en el uso de lo que ahora se reconoce como la solución normal al problema de explicar un diseño sin diseñador. Podemos apreciar su éxito mucho más cuando vemos las dos maneras como las teorías rivales dependían del diseño delibe­ rado, ninguna de las cuales, no obstante sus concepciones erróneas que analizaremos en un momento, pueden encontrarse en la teoría darwinista. Primero, en el caso de la selección natural, las materias primas -los cambios, diferencias, mutaciones, a partir de los cuales se cons­ truye la evolución- no son diseñadas en su fuente, cuando surgen; son aleatorias, ciegas. ‘Aleatoria’ en este contexto no significa sucesos que nos parecen aleatorios a nosotros sólo debido a nuestra falta de conocimiento (en el lenguaje de los filósofos, no debe entenderse como una noción epistemológica). Los pequeños cambios en los que la selección natural opera, en realidad pueden parecemos así. Pero el azar se entiende como una descripción del estado del mundo más que de nuestra percepción de éste (lo que los filósofos llaman una descripción ontológica). Sin embargo, no debe entenderse como ‘sin ley1, o ni siquiera necesariamente como ‘no determinista’; no hay nada sin sujeción a la ley o particularmente no determinista por ejemplo en los rayos cósmicos que causan mutaciones. Más bien significa ‘no preseleccionado’, aleatorio con respecto a su valor adaptativo. Darwin utiliza la siguiente analogía para demostrar su punto de vista de que sí hay leyes (que él sostiene son deterministas), pero que su existen­ cia es compatible con la aleatoriedad en este sentido: Tomemos el caso de un arquitecto que construye un edificio con piedras que no han sido cortadas, que han caído por un precipicio. La forma de cada fragmento puede llamarse accidental, y sin embar­ go ha estado determinada por la fuerza de gravedad, la naturaleza de la piedra y la pendiente del precipicio, -todos éstos, acontecimientos

y circunstancias que dependen de las leyes naturales-, pero no hay ninguna relación entre estas leyes y los propósitos para los cuales cada fragmento es usado por el constructor. De la misma manera, las variaciones de cada ser están determinadas por leyes inmutables y fijas, pero éstas no guardan relación con la estructura viviente que poco a poco se va construyendo por medio del poder de la selec­ ción... (Darwin 1868, ii, págs. 248-9).

Comparemos esta aleatoriedad en la teoría de la selección natural con su contraparte en las teorías de la denominada teleología evolu­ cionista, que por desgracia estuvieron en boga durante algún tiem­ po, después de 1859. Consideremos, por ejemplo, las ‘mejoras’ que Asa Gray, el distinguido botánico norteamericano, proponía para la teoría darwinista (Gray 1876). Gray se consideraba darwinista y fue un destacado defensor del darwinismo en los Estados Unidos, pero no fue capaz de descartar la intervención divina. Por tanto, se inven­ tó lo que el filósofo John Dewey con mordacidad llamó ‘un diseño por cómodas cuotas’ (Dewey 1909, pág. 12): la teoría de que Dios proporciona un conjunto de variaciones superiores y adecuadas, para que la selección trabaje sobre ellas. Introdujo el diseño consciente como fuente de variación, pero le dejaba un papel a la selección. O al menos sostenía que lo hacía. Obviamente, si la selección no natural hace demasiada preselección, no le queda nada por hacer a la natu­ ral. Darwin creía que, aun tomando en cuenta los objetivos propios de Gray, éste había convertido la selección natural, sin advertirlo, en algo por completo redundante (Darwin 1868, ii, pág. 526). Dicho sea de paso, objetaba su teoría no sólo porque volvía a introducir el dise­ ño intencional sino también sobre las bases empíricas de que había evidencias apabullantes, en particular sugeridas por la selección do­ méstica, de que en realidad las variaciones no eran dirigidas (v. gr. Darwin, E 1887, i, pág. 314, ii, págs. 373,378; Darwin, F. y Seward 1903, i, págs. 191-3). Hoy día puede parecer extraño que cualquier persona y, en parti­ cular, un darwinista, al parecer convencido, llegara hasta semejante punto con tal de retener un diseñador. Pero Gray de ninguna manera estaba solo en su punto de vista, ni, dicho sea de paso, en las moti­ vaciones teológicas para sostenerlo. Varios científicos importantes de su época, entre otros, adoptaron una teoría evolucionista de variación dirigida. Entre ellos están Charles Lyell, un importante geólogo y uno de los mentores de Darwin, y John Herschel, un célebre astrónomo,

como su padre, William (véase Darwin, F. 1887 ü, pág. 241; Darwin, F. y Seward 1903, i, págs. 190-2, n2, págs. 330-1, m, n2; Herschel 1861, pág. 12). Y, para mencionar una figura menos elevada, el duque de Argyll había obtenido gran éxito con un popular libro de este estilo, Reign ofLaw (1867). Quizás debido al hecho de que el darwinismo guardó silencio sobre el asunto del origen de las variaciones sobre las cuales trabajaba la selección natural, ésta parecía una oportunidad bajada del cielo para volver a introducir un diseñador. Me apresuro a decir que el darwinismo es, por supuesto, una teoría perfectamente adecuada, así no ofrezca explicación del origen de las variaciones. Sin embargo, este silencio ha preocupado a algunos darwinistas. In­ cluso un biólogo tan distinguido como Peter Medawar se lamentaba de que “la principal debilidad de la teoría evolucionista moderna es la falta de una teoría completa sobre la variación, esto es, de la candi­ datura para la evolución, de las formas como las variaciones genéticas son propuestas para la selección” (Medawar 1967, pág. 104). Las teorías alternativas dependían también de un diseñador para el proceso selectivo, para la eliminación y retención de las variaciones. Sin embargo, en la teoría de la selección natural este proceso sigue su curso sin beneficio de un selector. No hay deliberación, no hay planeación, no hay‘mente’; nada que incorpore fines o propósitos a la dirección de la selección. Ésta se logra por medio de nada más previsivo que las presiones del medio. Recordemos la retroalimentación negativa del ingeniero tal como Wallace la explicaba: “La acción de este principio es exactamente igual a la del regulador centrífugo del motor de vapor, que detiene y corrige cualquier irregularidad casi antes de que se vuelva evidente” (Darwin y Wallace 1858, págs. 106-7). La noción de selección sin un diseñador consciente es indepen­ diente de la noción de que la aleatoriedad excluye el diseño. Esto se puede ver en el conocido ejemplo de la selección doméstica. Tal como Darwin lo señalaba, la fuente de variación es la misma que en los animales salvajes (aunque él creía que ésta se veía claramente bajo la domesticación) pero el otro agente de la modificación, -la selecciónes diferente: “cuando el hombre es el agente selector vemos con clari­ dad que los dos elementos de cambio son diferenciados; la variabilidad se suscita de alguna manera, pero es el deseo del hombre lo que acu­ mula las variaciones en ciertas direcciones, y es esta última instancia la que responde por la supervivencia del más apto bajo la naturaleza” (Peckham 1959, págs. 279-80). La teoría de Darwin y Wallace, enton­ ces, logró lo que ninguna otra antes había podido hacer: nos mostró

El poder de la adaptación Colibrí y chapola colibrí (del The Naturalist on the River Amazons, de Bates)

Varias veces le disparé por error a una chapola colibrí en lugar del pájaro... Hubieron de transcurrir varios días antes de que aprendiera a distinguir a uno del otro cuando volaban. Este parecido les ha llamado la atención a los nativos, los cuales, aun cuando son blancos y educados, creen a piejuntillas que la una se transforma en el otro. Han visto la transformación de las larvas en mariposas y no les parece más maravilloso que una chapola se transforme en un colibrí... Los negros y los indios trataron de convencerme de que ambos eran la misma especie. ‘Mire las alas -decían- sus ojos son iguales, al igual que las colas\ Esta creencia está tan arraigada que era inútil discutir con ellos sobre el tema. Las chapolas Macroglossa se encuentran en la mayor parte de los países, y en todas partes tienen los mismos hábitos; en Inglaterra existe una especie bien conocida. El señor Gould cuenta que alguna vez tuvo un violento altercado con un caballero inglés que afirmaba que en Inglaterra hay colibríes porque había visto volar uno en Devonshire, refiriéndose a la Macroglossa stellatarum. (Bates, The Naturalist on the River Amazons)

que la selección y la variación sin más ayuda podían ser una prodi­ giosa fuerza creativa, aunque la variación no fuera dirigida y la selec­ ción no tuviera selector deliberado. Como cosa sorprendente, a pesar de la elegante simplicidad y del inmenso poder explicativo de esta solución, durante toda su historia el darwinismo ha sido acusado por una minoría vociferante de críticos

de que en realidad no resuelve el problema de diseño sin diseñador. Estos críticos pertenecen a dos grandes categorías y, significativamen­ te, sus puntos de vista son contradictorios entre sí. Unos acusan a la teoría darwinista de basarse en el azar ciego, señalando que éste no tiene muchas probabilidades de producir adaptaciones. Por supuesto, tienen razón en que la probabilidad de que de un sólo golpe y sin guía alguna surjan entes complejos que funcionen muy bien es bajísima; pero, por supuesto, están totalmente equivocados al ima­ ginar que el darwinismo hace un planteamiento como éste. Otros expresaban la queja opuesta: que, lejos de basarse en el mero azar, el darwinismo tiene, de manera encubierta, un diseñador y que no exorciza al diseño deliberado. También estas quejas están por com­ pleto desenfocadas; la selección es una poderosa fuerza modeladora, pero no tiene el ojo puesto en el futuro. Entonces, los del primer grupo argumentan que la conclusión del darwinismo (complejidad adaptativa) no se deduce de sus premisas. El segundo grupo argumen­ ta que sí lo hace, pero sólo porque se ha metido de contrabando un diseñador por la puerta trasera. Dos críticas, pero con una misma falacia: la presuposición de que no hay tercer camino entre los grandes saltos del azar ciego, sin guía ni canal, por una parte, y la fina discriminación del diseño directo y dirigido, por la otra. Tras esta presuposición hay una gran tradición histórica. Por una parte, está la visión minoritaria que se extiende hasta los epicúreos en el siglo iii a. C., que invocaba el azar para des­ cartar un diseñador. Ésta tiene, sin duda, un toque de desesperación. Intuitivamente parece más adecuado dejar la cuestión en suspenso que insistir en que el azar podría dar lugar a este cúmulo de adap­ taciones orgánicas altamente improbables. De hecho, desde la otra orilla, la mayoría veía tan poco plausible la idea de que el azar ciego, solo, pudiera dar lugar a un orden funcional complejo, que la usaban como un reductio ad absurdum para apoyar la idea de que si hay un diseño debe haber un diseñador: “Debe haber un diseñador porque de otra manera el azar, solo, debería ser responsable del diseño, lo que es evidentemente absurdo”. Estas críticas al punto de vista epicúreo fueron revividas en el siglo xv u , cuando se pensaba que el diseño providencial necesitaba defenderse del temible ateísmo que, se creía, fomentaba la teoría atomista. Hacia 1859 estos argumentos tenían gran fuerza dentro de la teología natural. Entonces, cuando el darwinismo apareció en escena, la oposición se encaminó con mucho ímpetu, aunque de manera equivocada, a esgrimir contra él la dicotomía di­

seño o azar ciego. Algunos de sus argumentos salían de la prensa po­ pular (Ellegárd 1958, págs. 115-16), pero también eran expresados por críticos muy eminentes que, al parecer, no se daban cuenta de cuán inapropiada se había vuelto esta dicotomía ahora que la selección natural ofrecía una alternativa genuina para ella. John Herschel, por ejemplo, era uno de esos críticos que parecían tener la impresión de que la selección natural no significaba nada más que azar ciego. Esbozó una analogía exitosa con el cuento sarcás­ tico de Swift en los Viajes de Gulliver (Swift 1726, págs. 227-30) sobre la práctica de los laputenses de escribir libros combinando palabras al azar: “Es más difícil aceptar el principio de la variación y de la selección natural como responsables per se del mundo inorgánico presente y pasado, que creer en que el método laputense de compo­ ner libros (llevado a un extremo) funcione para Shakespeare y Prin­ cipia” (Herschel 1861, pág. 12). Nada más ni nada menos que Lord Kelvin, el eminente físico, encontró la crítica ‘muy valiosa e instructi­ va’ (Thomson 1872, pág. cv); todavía en 1871 la estaba esgrimiendo con gran convencimiento en su discurso presidencial a la Asociación Británica. Y el célebre embriólogo alemán, Karl Ernst von Baer tam­ bién empleó el cuento irónico de Gulliver como un reductio ad absurdum de lo que él consideraba era el darwinismo: Durante mucho tiempo el autor de estos cuentos laputenses no fue tomado en serio porque es evidente por sí mismo que jamás podría resultar algo útil y significativo de los eventos aleatorios... ahora tenemos que aceptar que este filósofo fue un pensador profundo, puesto que previo los triunfos presentes de la ciencia. ¡¿Accidentes?!... Estos incontables accidentes tendrían que estar en maravillosa armonía si de ahí fuera a resultar algo ordenado. (Baer 1873, págs. 419-25)

Ésta siguió siendo una línea popular de argumentación a lo largo del siglo xix. Su epítome es un influyente libro que se publicó el año anterior a la muerte Darwin, escrito por el muy leído y respetado escritor William Graham. “El asunto más importante que Darwin plantea...”, anunció, “consiste en si es el azar o el propósito lo que gobierna al mundo” (Graham 1881, pág. 50). El azar (el darwinismo), decidió, era inadecuado para explicar la evolución: “debemos usar la noción de diseño porque la única alternativa, el azar, está aún más lejos de los hechos... [si] se niega el diseño, debe ofrecerse el azar

como explicación” (Graham 1881, pág. 345). Ecos de estas voces resuenan incluso en los debates populares (no hay debates de esta naturaleza en el interior de la ciencia) sobre la proclamada muerte del darwinismo (v. gr. Hoyle y Wickramasinghe 1981, págs. 13-20; Koestler 1978, págs. 166-8,173-7; Ridley 1985a critica varios ejemplos más). Éste es uno de los grupos de críticos mal informados. En su ata­ que desde la dirección opuesta, el otro grupo sostenía que la teoría de la selección natural, lejos de depender del azar ciego, introduce de manera solapada un diseñador, un seleccionador. Muchos comenta­ ristas del siglo x ix sostenían esta opinión. Les parecía que la teoría de Darwin dependía o bien de la analogía con la selección doméstica, o de una naturaleza personificada. Como Wallace le escribió a Darwin: Me ha... impresionado muchas veces la total incapacidad de personas inteligentes de ver con claridad, o siquiera de ver, los efec­ tos necesarios y que actúan por sí mismos, de la selección natural... [Un artículo reciente] concluye con un cargo de algo así como ce­ guera tuya al no haber visto que la selección natural requiere la vigi­ lancia constante de un “selector” inteligente, como la selección del hombre, con la cual tú con tanta frecuencia la comparas... [y otro] considera que tu punto débil es el hecho de que no ves que “el pensa­ miento y la dirección son esenciales para la acción de la selección natural”. (Marchant* 1916, i, pág. 170)

Los historiadores se inclinan a considerar esta posición del siglo x ix como un remanente del prejuicio del gran diseñador de la teología natural (v. gr. Gillespie 1979, pág. 83). Sin embargo, aun hoy los escri­ tos populares están llenos de comentaristas que se esfuerzan por tra­ bajar bajo la misma concepción errónea (Ridley 1985a cita ejemplos). Algunos historiadores de la ciencia (v. gr. Manier 1980; Young 1971), en el mejor de los casos han adoptado una posición ambigua; sostienen que la metáfora de un selector ayudaba a la aceptación del darwinismo, pero no clarifican que el darwinismo con selector no es darwinismo de ninguna clase. Parece ser que aun aquellos que no se han estado aferrando a un selector celeste (presumiblemente), se han atemori­ zado ante la idea de que las presiones del ambiente ocupen el lugar del criador doméstico; pero, por supuesto, la. analogía con la selec­ ción doméstica (que Darwin sostiene en El origen) no es esencial a la teoría darwinista. De hecho, Wallace rechazó de manera explícita esta

comparación en su contribución al trabajo conjunto para la Sociedad Linneana, donde presentaron públicamente por primera vez su teo­ ría (Darwin y Wallace 1858, págs. 104-6). Y, ¿cómo diablos podría una analogía ser esencial si la teoría habría de ser interpretada de manera realista? Parecería injusto - y aun temerario- acusar a estos críticos, mu­ chos de ellos eminentes, de entender mal. Al fin y al cabo tomemos lo que puede ser un caso similar: nadie acusaría a Einstein de entender mal la mecánica cuántica porque sostuvo que no era una teoría sa­ tisfactoria. Un científico podría aceptar que si las premisas de una teo­ ría fueran ciertas, la conclusión es lógica, pero podría, sin embargo, negarse a aceptar las premisas. Ésta era, de hecho, la posición de Einstein: “Dios no juega a los dados”. Pero ésta no es la posición común de los críticos de Darwin. Parece ser que no han comprendido, hasta el punto que da vergüenza, lo que quiere implicar con las premisas. De acuerdo con el punto de vista del darwinismo de que el azar es ciego, la deducción de la adaptación no puede hacerse; de acuerdo con la visión de un darwinismo con diseñador, éste explica el ‘diseño’ planteando un diseñador. A diferencia del caso de Einstein, éstas pa­ recen verdaderas malas interpretaciones. Es sorprendente que malas interpretaciones tan fundamentales estén tan generalizadas y sean tan persistentes incluso entre científicos muy distinguidos en sus propios campos. Al fin y al cabo, como Howard Gruber lo señalaba ya en la época de Darwin, podrían encon­ trarse sistemas análogos en otras disciplinas: el desarrollo de máquinas autorreguladas estaba muy avanzado ya, y la idea de que elementos sin coordinación, al azar, dieran lugar a otros de un nivel más alto le era conocida a los economistas y a los filósofos morales. El máximo ejemplo era ‘la mano invisible’ dé Adam Smith (Gruber 1974, pág. 13). En realidad, se puede admitir que estas analogías no son muy exactas, en particular en la esfera de lo social; sin embargo, como lo hemos visto, Wallace encontró buena la imagen del regulador del motor, y es probable que hubiese encontrado muy dicientes las teorías sociales (Schweber 1977). Las adaptaciones, en la deliciosa frase de Hume, “producen una admiración arrobadora en los hombres que las han contemplado”. Pero, ¿cuán arrobadoras y perfectas podemos esperar que sean? Más adelante veremos que éste ha sido un punto de debate entre los dar­ winistas. Por ahora, encontraremos que una comparación con las dos

La marca de la historia Los ojos distorsionados del lenguado (Pegusa lascaris) cuentan una historia de “imperfección” adaptativa - “Si yo fuera usted, no arrancaría desde este punto”

Los pleurónectidae o platijas son notables por la asimetría de su cuerpo. Descansan de lado... Pero los ojos ofrecen la peculiaridad más destacada, pues ambos están colocados en la parte superior de la cabeza. Sin embargo, cuando son muy jóvenes, un ojo queda opuesto al otro y entonces, todo el cuerpo es simétrico... Pronto, el ojo correspondiente a la parte inferior comienza a deslizarse por la cabeza hasta llegar a la parte superior, pero no atraviesa el cráneo como se creía anteriormente. Es obvio que a menos que el ojo inferior viajara así, no podría ser usado por el pez mientras estuviera acostado en su posición lateral acostumbrada. Además, el ojo inferior se escoriaría en el fondo arenoso. (Darwin, El origen.)

escuelas de pensamiento predarwinistas revela una gran cantidad de datos acerca de la visión del darwinismo. Cuando los creacionistas utilitaristas analizaban los asuntos de la adaptación, veían la perfec­ ción; cuando los idealistas analizaban la misma evidencia, veían es­ tructuras que sólo estaban adaptadas de manera imperfecta a sus funciones. El darwinismo encausó esta discusión por una ruta inter­ media: el poder de selección puede realizar las maravillas de la adap­ tación tan amadas por los creacionistas. Pero, debido a que el punto de origen son las variaciones aleatorias impuestas sobre soluciones apropiadas para las generaciones previas, los resultados llevan las señales delatoras de que se ha hecho lo mejor que se ha podido con lo que hay a la mano, más que exhibir las huellas inmaculadas de un diseñador sin restricciones; sin embargo, estas imperfecciones no son estructuras sin propósito alguno, con formas ideales, sino buenas

soluciones dentro de algunas limitaciones. Tomemos primero el con­ traste entre el darwinismo y el utilitarismo creacionista, para luego seguir con el idealismo. La razón por la cual el creacionismo utilitarista anticipa la per­ fección donde la creación natural espera imperfección tiene que ver con el papel de la historia. Para el creacionismo utilitarista un ojo, un ala, una aleta, están adaptados en el sentido de que fueron diseñados desde el comienzo para lograr un fin. Cada especie fue creada a la medida, y ha permanecido sin cambios desde su creación. Así, las adaptaciones de los organismos no están constreñidas por las de sus antecesores. Pero la concepción darwinista de la adaptación introdu­ ce el punto de partida histórico, al igual que el estado final de adapta­ ción. El diseñador del creacionismo utilitarista, al mirar la forma como la selección natural soluciona los problemas, estaría inclinado a repetir el consejo irlandés a un viajero perdido: “Si yo fuera tú no arrancaría desde aquí”. Un ala es apropiada al ambiente de un pájaro, no porque haya sido creada para encajar en ese ambiente, sino porque el linaje de sus antecesores, que llegó hasta formar el pájaro, se adaptó a am­ bientes pasados. De manera que la ‘imperfección’ es algo que se ha de esperar: los legados de las adaptaciones ancestrales pueden obrar como limitaciones sobre la perfección presente. Las teorías históricas, por supuesto, también pueden llevar a esperar la perfección; teorías que ven el despliegue de un plan de desarrollo, por ejemplo, en el cual las adaptaciones en cada estado encajan a la perfección con su función. Pero en la historia darwinista no está presente la perfección. A Darwin no le preocupaba encontrar imperfecciones. Los órga­ nos rudimentarios, que son vestigio del pasado, por ejemplo, podrían ser fuente de gran confusión para los creacionistas utilitaristas. Órganos o partes con esta extraña condición, que llevan el sello de la inutilidad, son extremadamente comunes en la naturaleza... al reflexionar sobre ellos debemos sorprendernos: porque el mismo poder de razonamiento que nos indica con claridad que la mayor parte de los órganos están adaptados de manera exquisita a ciertos propósitos, nos dice con la misma sencillez que estos órganos atro­ fiados o rudimentarios son imperfectos e inútiles. (Darwin 1859, págs. 450-3)-

La mitad de la raza humana era testimonio de la imperfección: “Si algo fuera diseñado, ese algo sería el hombre, sin duda. Sin embargo,

no se puede admitir que las mamas rudimentarias del hombre... fue­ ron diseñadas” (Darwin, F. 1887, ii, pág. 382) (“el hombre”, esta vez sí con el verdadero sentido de “ hombre” ). Pero tales estructuras no presentan dificultades para la teoría de Darwin. En mi concepción de la descendencia con modificaciones, el ori­ gen de los órganos rudimentarios es simple... pueden ser compara­ dos con las letras en una palabra que aún se retienen en la escritura y que se han vuelto inútiles en la pronunciación, pero que, sin em­ bargo, sirven como clave al buscar su etimología... [los] órganos que están en condición rudimentaria, imperfecta o inútil, o que son prác­ ticamente abortos, no sólo no presentan una dificultad extraña, como sí lo hacen para la doctrina ordinaria de la creación, sino que pueden incluso haberse anticipado y se pueden explicar por medio de las leyes de la herencia. (Darwin 1859, págs. 454-6). La historia también deja un legado de cambios de función. Ciertas partes se adaptan a nuevos usos, para los cuales en realidad no fue­ ron ‘creadas’ y nuevas adaptaciones se reciclan a partir de las viejas: “en ciertos peces la vejiga natatoria parece ser rudimentaria para su función de hacer flotar, pero se ha convertido en pulmón un órgano respiratorio incipiente” (Darwin 1859, pág. 452); (los zoólogos mo­ dernos piensan que el reciclaje se dio de manera contraria, o sea, que el pulmón primitivo se vio obligado a servir como vejiga natatoria). Esto no lleva el sello de un creador competente. Entonces, las adapta­ ciones parecen ser más el trabajo de un ‘novato ingenioso’ que el de un ‘artífice divino’ (Jacob 1977; véase también Ghiselin 1969, págs. 134-7; Gould 1980, págs. 19-44,1983, págs. 46-65,147-57). El trabajo de Darwin sobre las orquídeas (1862) lleva el sorpren­ dente título de Sobre los diversos artificios por medio de los cuales las orquídeas británicas y extranjeras son fertilizadas por los insectos. Michael Ghiselin, en su elogio al método darwinista, señaló que es un fabuloso ejemplo de Darwin el que muestra que los ‘artificios’ tan amados por el creacionismo utilitarista son en realidad artilugios (Ghiselin 1969, págs. 134-7). El libro de Darwin es una demostración convincente de “cómo las capacidades y estructuras preexistentes se utilizan para propósitos nuevos” (Darwin 1862, pág. 214; véase tam­ bién v. gr. págs. 348-51), siendo el propósito, en el caso délas orquídeas, la fertilización cruzada. El título era sin duda alguna un comentario irónico sobre la insistencia del utilitarismo creacionista en el diseño

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perfecto; “artificio” era uno de los conceptos favoritos de Paley. (Para el caso de que ustedes se estén preguntando por qué un Dios omni­ potente necesitaría recurrir a artificios, la respuesta es que de acuerdo con la teología paleyita, es su clave para mostrarnos que sí existe, en lugar de otras como la simetría, la unidad o la plenitud [Manier 1978, pág. 72].) Cuando el libro se publicó por primera vez, Darwin le escribió estas reveladoras palabras a Asa Gray: Me gustaría oír qué piensas de lo que digo en el último capítulo del libro de las orquídeas sobre el significado y la causa de la infinita diversidad de medios para obtener el mismo propósito general. Esta cuestión de nunca acabar tiene implicaciones sobre el diseño... nadie ha percibido que mi principal interés en el libro de las orquídeas ha sido el hecho de que era un “movimiento sobre el flanco” del enemi­ go (Darwin F. y Seward 1903, i, págs. 203,202; véase también Darwin, F. 1887, iii, pág. 266).

Dadas las fuertes inclinaciones de Gray hacia la teleología no nos sor­ prende que detectara muy pronto un “movimiento sobre el flanco” de los defensores del diseño deliberado. Pero la ironía de Darwin se perdió casi por completo entre sus contemporáneos menos darwinistas. El duque de Argyll concluyó con regocijo que Darwin era incapaz de descartar la teleología del diseñador: Es curioso observar el lenguaje que este discípulo más aplicado del naturalismo puro usa instintivamente cuando ha de describir la complicada estructura de este curioso orden de las plantas. “ La pre­ caución de adscribirle intención a la naturaleza” no parece ocurrírsele como algo posible. La intención es algo que él sí ve y, cuando lo hace, la busca con diligencia hasta encontrarla... “el artificio”, “el curioso artificio”, “el hermoso artificio”, son expresiones que recurren una y otra vez. ([Argyll] 1862, pág. 392; véase también Darwin, F. 1887, iii, págs. 274-5).

Volviendo ahora a los idealistas, encontramos una visión muy distinta de la perfección en la adaptación. Para ellos, el diseño con un pro­ pósito se manifestaba en el modelo total de la creación, no en los organismos particulares, y esto era tan cierto, que la eficiencia adap­ tativa de una especie en particular podría muy bien sacrificarse para mantener el plan global de todas las especies; entonces, lejos de hacer

énfasis en la perfección, los idealistas incluso se salían de su camino para resaltar la imperfección (Bowler 1977; Cain 1964; Ospovat 1978, 1980; Yeo 1979), haciendo con ello, de acuerdo con el distinguido zoó­ logo Arthur Cain, la primera revolución en una tradición, -que se remonta hasta Aristóteles-, que explicaba la estructura por su im­ presionante adecuación a la función (Cain 1964, págs 37-8,46). Si la forma es prioritaria sobre la función, entonces se ha de esperar inuti­ lidad, redundancia y mala adaptación. Los idealistas se aprovechan de los vestigios inútiles, que los creacionistas utilitaristas esconden con vergüenza debajo del tapete del gran diseñador, les dan un vuelco y los ponen sobre un pedestal. ¿Qué más prueba de que la estructura en vez de la función es lo importante, dicen, que las homologías (simi­ litudes de la estructura entre las especies), que no tienen sentido fun­ cional pero encajan a la perfección en el esquema de los arquetipos? Entonces encontramos a Owen (1849; véase también Cain 1964), por ejemplo, comparando las extremidades de los vertebrados y pre­ guntando ¿por qué hay homología en la aleta del dugongo, el ala del murciélago, la pierna del caballo y la extremidad humana si, como los creacionistas utilitaristas presuponen, su criterio para el diseño era la función?, ¿por qué hay tan poca relación entre la estructura y el uso?, ¿por qué son tan semejantes las estructuras que sirven para hacer cosas tan diferentes?, al fin y al cabo los instrumentos construi­ dos por los humanos para propósitos diferentes son estructuralmente distintos. Los creacionistas utilitaristas deberían esperar encontrar la misma diversidad en los instrumentos de la naturaleza: “la misma adaptación directa y con un propósito de la pierna a su oficio que la de una máquina” (Owen 1849, pág. 10). Pero, por el contrario, hay “mucha uniformidad en la construcción de los instrumentos natu­ rales... de... los diferentes animales” (Owen 1849, pág. 10). Estas homologías son entonces inexplicables desde el punto de vista del utilitarismo creacionista. Pero, son exactamente lo que uno esperaría de todos los vertebrados que fueron construidos sobre el mismo plano básico. Tal como lo habría de hacer más tarde Darwin, Owen hacía énfasis en que, lejos de ser máquinas perfectas, los organismos exhiben incongruencias y redundancias. Los creacionistas utilitaristas, que esperan que haya una correspondencia automática entre estruc­ tura y función, no pueden explicarse tales anomalías: “la falacia radi­ ca tal vez en juzgar los órganos creados con base en la analogía de las máquinas fabricadas” (Owen 1849, pág. 85; véase también v. gr. Knox 1831, pág. 486).

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Algo de esto era obviamente afín a las ideas de Darwin. La evi­ dencia de Owen de la inutilidad, manifestada en las homologías, por ejemplo, podía usarse tanto contra el creacionismo utilitarista, como, (después de reemplazar los arquetipos por la filogenia), a favor de la evolución. Aquí, por ejemplo, se oyen ecos indudables de Owen: ¿Qué puede ser más curioso que el hecho de que la mano de un hombre, que está hecha para agarrar, la del topo, para escarbar, la pierna de un caballo, el remo de una tortuga y el ala de un murciéla­ go, estén construidas con base en el mismo modelo, y que tengan los mismo huesos en las mismas posiciones relativas?... Nada más inútil que explicar esta similitud de modelos y miembros de una misma clase por medio de la utilidad o por la doctrina de las causas finales. El poco futuro que tiene cualquier intento ha sido admitido expresa­ mente por Owen en su obra más interesante, llamada “Naturaleza de las extremidades” (Darwin 1859, págs. 434-5).

(Claro que a Owen no lo forzaron a ‘admitir’ este punto; por el con­ trario, estaba llamando la atención hacia él, como evidencia contra el punto de vista del creacionismo utilitarista y a favor del suyo perso­ nal). Con el mismo espíritu, Darwin tomó un ejemplo de la homología en serie, aparentemente sin función (la homología de diferentes partes del organismo): La mayor parte de los fisiólogos creen que los huesos del cráneo son homólogos a... las partes elementales de cierto número de vérte• bras... ¡Qué inexplicables son estos hechos cuando uno tiene una vi­ sión ordinaria de la creación! ¿Por qué habría de estar encerrado el cerebro en una caja compuesta de piezas óseas tan numerosas y con formas tan extraordinarias? Tal como Owen lo ha advertido, el bene­ ficio que se deriva de que las piezas separadas cedan con facilidad en el parto de los mamíferos de ninguna manera explicará la misma construcción en el cráneo de las aves (Darwin 1859, págs. 436-7).

Darwin hizo un gran despliegue de estas ‘inutilidades5. De hecho y de acuerdo con Arthur Cain, él y Owen (y los “Naturalphilosophen” [idealistas]) hicieron notar más que nadie durante los siglos anterio­ res la imperfección de los animales y el grado hasta el cual no están adaptados a su modo de vida, (Cain 1964, pág. 46). Demasiada imperfección no le serviría a los propósitos de Darwin

más que demasiada perfección. Al fin y al cabo la selección natural puede lograr sorprendentes prodigios de diseño. Entonces, en contra del imperfeccionismo de los idealistas, Darwin tenía que hacer énfasis en un punto de vista más “perfeccionista”, o de lo contrario, mostrar que las “imperfecciones” pertenecían de todos modos a una clase que su teoría preveía. Una vez más, Darwin extrae diversas lecciones de su trabajo sobre las orquídeas. Cuando los idealistas presuponen que las plantillas del Diseñador son colosales, deberían mirar más de cerca: Algunos naturalistas creen que se ha creado un número infinito de estructuraá en aras de la mera variedad y belleza, del modo como un obrero haría un conjunto diferente de modelos. En lo que a mi respecta, he dudado una y otra vez de si este o aquel detalle estructural podría servir para algo; sin embargo, si no fueran para nada bueno, estas estructuras no podrían haber sido modeladas por la preserva­ ción natural de variaciones útiles... (Darwin 1862, pág. 352).

Y “las imperfecciones” no son elementos de un gran modelo, sino el legado de la filogenia y de la selección natural: Es interesante darle una mirada a algunas de esas magníficas es­ pecies exóticas... y observar con cuánta profundidad se han modifi­ cado... ¿podemos, a decir verdad, sentirnos satisfechos diciendo que cada orquídea fue creada exactamente como la vemos ahora, con base en ciertos “tipos ideales” ; que el creador omnipotente, luego de haberse fijado un plan para el orden total no quería alejarse de él; que por lo tanto, hacía que ese mismo órgano realizara diversas fun­ ciones, a menudo de importancia trivial comparada con su función apropiada, y que convirtió otros órganos en meros rudimentos sin propósito alguno, organizándolos como si tuvieran que ser partes separadas y dándoles después coherencia? ¿No es mía visión más sim­ ple y fácil de entender que las orquídeas le deben lo que tienen en común a la descendencia..., y que los cambios de las magnificas es­ tructuras de las flores son debidas a un recorrido de lentas modifica­ ciones? (Darwin 1862, págs. 305-7).

Los cuidadosos replanteamientos de Darwin de la perfección de los creacionistas utilitaristas y de la imperfección de los idealistas no son meros triunfalismos. Tienen que ver con cómo el conocimiento ya existente apoya su teoría. ¿Cómo puede una teoría nueva corrobo-

rarse por medio de una evidencia antigua, de una evidencia que co­ rroboraba a sus predecesores? Consideremos, para tomar una vía, el ejemplo de Karl Popper de cómo trató Newton el asunto del legado de Galileo 7 Kepler. La teoría newtoniana no se limitó a tomar el trabajo de sus predecesores en bloque. Jamás. La nueva teoría no sólo explicaba sino que corregía la antigua: “lejos de ser una mera conjun­ ción de aquellas dos teorías... las corrige al tiempo que las explica” (Popper 1957, pág. 202). Y las corrige utilizando sólo las posiciones fundamentales de la teoría newtoniana, sin necesidad de aTuda adi­ cional. Como J. W. N. Watkins lo expresa, la teoría newtoniana está “corroborada por estos dos conjuntos de resultados anteriores, apa­ rentemente desligados entre sí, porque explica aproximaciones pre­ cisas de ambos, desde uno 7 sólo un conjunto de presuposiciones fundamentales, 7 las revisiones no sólo no se limitan a ser escarceos, sino que se inducen sistemáticamente por medio de aquellas presu­ posiciones fundamentales” (Watkins 1984, pág. 302). De tal manera, el conocimiento viejo se transformó en conocimiento nuevo, pro­ porcionando una corroboración poderosa a la teoría de Newton. Ahora bien, en el caso de la teoría darwinista 7 de las teorías 7a exis­ tentes, no tenemos nada tan exacto como las observaciones que Newton usó, 7 en realidad nada expresado numéricamente. Sin embargo es claro que de un modo cualitativo, sucede algo de la natu­ raleza de la idea popperiana: una mu7 diciente corrección de impli­ caciones empíricas de las teorías previas, una nueva mirada a datos viejos. Y esta reinterpretación fh^e con naturalidad de las presupo­ siciones básicas de la teoría de Darwin, de las presuposiciones de variación, herencia 7 selección, sin recurrir a ninguna de las presu­ posiciones secundarias (en su ma7or parte de tipo histórico). Semejanza en medio de la diversidad La intrincada complejidad adaptativa fue uno de los problemas más importantes que Darwin 7 Wallace solucionaron. La prodigiosa diversidad, combinada con la sorprendente similitud entre grupos de organismos fue el otro. H07 en día es casi imposible mirar esta evidencia sin ver la solución: la evolución. La evolución es descenden­ cia con modificaciones. La descendencia da como resultado la simili­ tud. La modificación, la diversidad. Pero la similitud se preserva no obstante la modificación debido a que el cambio es gradual 7 se va incrementando, basado en pequeñas diferencias, no en grandes saltos, hacia formas totalmente diferentes. A grosso modo uno puede pensar

que las dos partes de la teoría darwinista: una teoría general de la evolución y un mecanismo particular de la selección natural, expli­ can las dos clases de evidencia respectivamente. El gran plan de la naturaleza exhibe similitudes fundamentales; esto es el resultado de la historia de la descendencia. La adaptación despliega una diversidad que se le impone a esta similitud; esto resulta de las modificaciones que hace la selección natural, el modo de la evolución. Éste era el propio punto de vista de Darwin en cuanto a las relaciones de su teoría y las dos clases de evidencia: Casi todo el mundo acepta que todos los seres orgánicos han sido formados con base en dos grandes leyes: la unidad de tipo y las condiciones de existencia. Por unidad de tipos se quiere significar aquel

parecido fundamental en la estructura que vemos en los seres orgá­ nicos de la misma clase y que es totalmente independiente de sus hábitos de vida. En mi teoría, la unidad de tipos se explica p o r la uni­ dad de descendencia. La expresión de condiciones de existencia... que­ da incluida po r completo en el principio de la selección natural. Porque

la selección natural actúa, bien sea adaptando las partes variantes de cada ser a sus condiciones de vida orgánicas o inorgánicas, o habiéndolas adaptado durante períodos de tiempos muy pasados... (Darwin 1859, pág. 206; el subrayado es mío).

Con esta segunda clase de evidencia se hizo famoso el Idealismo. La búsqueda de similitudes estaba en el centro mismo del programa idealista; por contraste, el utilitarismo creacionista tenía poco que decir sobre los detalles de este aspecto del diseño orgánico. Pero, aun­ que al idealismo le iba mejor que al creacionismo utilitarista por la época de la publicación de El origen, a ninguna de las dos escuelas de pensamiento le estaba yendo bien. A medida que progresaba el siglo también lo hacía la historia natural y, hacia 1859, esta evidencia era mucho más rica y amplia de lo que había sido una década o dos antes. Y a medida que la evidencia crecía, las alternativas al darwinismo encontraban cada vez más difí­ cil dar cuenta de los hechos de manera convincente. Tales hechos no pueden ser muy precisos; una idea como el creacionismo especial es en esencia tan vaga que es imposible decir cuándo tiene éxito o cuándo fracasa. Sin embargo, es claro que para aquella época todas las teorías estaban perdiendo piso en algún aspecto u otro. Recordemos que su principal atractivo era el diseño intencionado. Ciertamente la evi­

dencia revelaba algunos modelos de la naturaleza. Pero estos mode­ los estaban volviéndose demasiado arbitrarios, les faltaba demasiado para verse como un plan que explicara de manera lógica el trabajo de un creador bien organizado. Miremos el campo de la clasificación. Los resultados estaban comenzando a parecerse más al trabajo de un entusiasta aficionado que a la elegante artesanía de un diseñador omnisciente. Entonces, por ejemplo, los naturalistas tenían que re­ visar constantemente la posición que se les asignaban a grupos de organismos, -promoviendo una especie a un género a veces, o de­ gradando un orden a una familia-, no debido a que se revelara la jerarquía intrínseca sino porque los descubridores intrépidos esta­ ban encontrando recovecos de creación arbitrarios y al parecer impredecibles (Darwin 1859, pág. 419). Algo semejante sucedía con la distribución geográfica. Dios, por supuesto, era libre de colocar cual­ quier forma orgánica en cualquier lugar. Pero, por ejemplo, conside­ remos las especies de las islas (Darwin 1859, págs. 388-406). ¿Por qué es típico que haya menos especies en las islas que en tierra firme? ¿Por qué están ausentes de las islas clases enteras (tales como las de las ranas, sapos y tritones) aunque se crían muy bien si se introducen allí? ¿Por qué las islas remotas parecen propicias para los murciélagos y malas para otros mamíferos? ¿Por qué se parecen más entre sí las especies de islas vecinas que las de islas alejadas? ¿Por qué, -para formular una pregunta que, aunque tradicional, quizás erróneamente (Sulloway 1982), ha sido relacionada con Darwin-, quiso Dios dotar a cada una de las islas Galápagos con su propia especie de pinzones y tortugas? El utilitarismo creacionista y el idealismo estaban de capa caída a causa de su diseño deliberado. Tales ideas podrían ser fructíferas para sugerir modelos de la naturaleza, pero no proporcionaban medios para tratar con fenómenos en los que se veía a las claras que no ha­ bían sido sujetos a planes. Pronto encontraron los idealistas que la naturaleza no siempre se conformaba de manera perfecta a un plan supuestamente trascendental; cada vez más, tenían que “despojar” de modificaciones, de manera retrospectiva, a los modelos supuesta­ mente a priori, a partir de los datos. El creacionismo utilitarista su­ fría lo peor de los dos mundos en este respecto. Por una parte era demasiado débil incluso para sugerir que se podrían encontrar mo­ delos en esta clase de evidencias; por el otro, como estaba esposado a la idea del diseño de la Providencia, a las claras se veía que se sentía

avergonzado por la creciente evidencia de una planeación aparente­ mente tan imperfecta. En la teoría darwinista la evidencia de la similitud en la diversi­ dad se explicaba sin problemas por medio de la descendencia con modificación. Los modelos a gran escala de la naturaleza podían ex­ plicarse por medio de la descendencia; de la naturaleza se podían esperar antojos debido a las modificaciones adaptativas forjadas por la selección natural. Pero, ¿cómo exactamente corroboraba esta clase de hechos la teoría darwinista? Nuestra idea corriente de corrobora­ ción tiene que ver con la predicción exitosa de nuevos hechos ines­ perados, semejantes a la corroboración exitosa de Eddington de la sorprendente predicción de Einstein de que los rayos de luz se dobla­ rían en campos gravitacionales fuertes. Tal corroboración depende de las predicciones, que son temporalmente novedosas en el sentido de que no hay hechos de esa clase ya registrados en conocimientos anteriores (Popper 1957). Pero, era obvio que en lo que atañía a la clasificación, a la distribución geográfica, etc., la teoría darwinista no era tan fuerte en las predicciones temporalmente novedosas. En su mayor parte, esta evidencia ya se conocía muy bien y estaba docu­ mentada en profundidad en la historia natural predarwinista. Sin embargo, la evidencia puede ser novedosa, sin ser nueva en el tiempo (Zahar 1973). El punto es que uno no puede erigir una teoría que abarque la evidencia conocida y después andar exhibiendo pre­ dicciones basadas en esta misma evidencia como corroboración. Las predicciones de esta clase no pueden contarse como nuevas. Pero supongamos que la teoría no está construida sobre la base de la evi­ dencia y supongamos que de todas maneras una predicción exitosa podría derivarse de ella, una predicción que se derivara de la teoría, “sin artificios” (Watkins 1984, pág. 300). Esta clase de predicción puede contar como novedosa y proporcionar corroboración para la teoría. Ella personifica la regla simple de que uno no puede usar el mismo hecho dos veces: una vez en la construcción de una teoría y después para apoyarse en él. Pero cualquier hecho que la teoría explique que no hubiera sido prearreglado para explicar, apoya la teoría hubiera sido o no conocido el hecho antes de la proposición de la teoría (Worrall 1978, pág. 48-49). Puede parecer que a fin de juzgar si un hecho es novedoso en este sentido uno tuviera que tomar en cuenta la manera como se construyó la teoría, y, en particular, si su construcción fue guiada por la heurística de un programa de investigación (Worrall

1978; Zahar 1973). Pero se puede decidir la novedad sin investigar cómo fue construida la teoría (Watkins 1984, págs. 300-4). Las condiciones importantes son si las presuposiciones fundamentales de la teoría desempeñan un papel importante en la derivación de las predicciones y si estas presuposiciones fundamentales al mismo tiempo dotan a la teoría de un poder predictivo y explicativo mayor que aquélla de sus rivales. Porque en este caso, su habilidad para predecir y explicar un hecho particular que ya se conocía, lejos de resultar de algún ajuste ad hoc con relación a ella, indica la superioridad de sus proposiciones fundamentales. Mientras la teoría no fuera el producto de un mero escarceo incompetente ad hoc, a la luz de la evidencia, entonces, por muy familiar que la evidencia fuera y cualquiera fuera el papel que jugara en la construcción de la teoría, todavía la confirmaría. Esa es la razón por la cual la evidencia de la similitud en medio de la diver­ sidad, aunque se conocía muy bien antes de los días del darwinismo, podía sin embargo constituir una corroboración impresionante para su teoría. Los “grandes hechos”, como Darwin los llamó, confirmaban la similitud en la diversidad de la naturaleza, cubrían una amplia y di­ versa gama de evidencias, que iba desde los parecidos entre los em­ briones de los humanos y de los sapos hasta la distribución irregular de los peces de agua dulce, y hasta las semejanzas entre los pájaros ya extintos y los más modernos de Nueva Zelandia. Es un signo de la amplitud de la teoría darwinista el hecho de que pudiera abarcarlo todo, que pudiera tener en cuenta de manera colectiva todo este cú­ mulo de evidencia, al mismo tiempo que los aspectos individuales. Las teorías predarwinistas se concentraban en unas pocas áreas de la evidencia y casi no tocaban otras. Para el idealismo, la unidad de tipo, que emergía de la clasificación, y las afinidades mutuas, que emergían de la morfología y la embriología, eran, por supuesto, centrales a su programa. Sin embargo, le preocupaba menos la sucesión geológica, excepto como clave para revelar el plan trascendental. Y la distribución geográfica era bastante ignorada en ambas escuelas de pensamiento; el idealismo casi no la consideraba y el creacionismo utilitarista se limitaba a farfullar de forma vaga sobre “centros de creación”. En manos de tales teorías, entonces, estos grupos de fenómenos hasta ahora no relacionados habían permanecido así. El mismo Darwin aprovechó esta amplitud de su teoría como punto en su favor. Démosle la última palabra. Dice sobre la selección natural:

esta hipótesis puede verificarse —y ésta me parece la única mane­ ra justa y legítima de considerar el asunto-, fijándonos en si explica varias clase de hechos independientes, tales como la asociación geológica de seres orgánicos, su distribución en tiempos pasados y presentes y sus afinidades y analogías mutuas. Si el principio de la selección natural puede explicar éstos y otros cuerpos de hechos, debe aceptarse (Darwin 1868, i, pág. 9; véase también Darwin F. y Seward 1903, i, pág. 455).

“No es explicación científica” Es la capacidad de explicar no sólo estas clases de hechos "grandes e independientes” sino la de explicar la evidencia de la adaptación, y explicarlos a ambos como consecuencia fundamental de la teoría lo que proporciona la demostración más impresionante de la unidad y poder explicativo de la teoría de Darwin. Démosle a Darwin la últi­ ma palabra, además, sobre cómo fue este logro al compararlo con las escuelas de pensamiento predarwinista. Tomemos por ejemplo su reacción a los intentos de los creacionis­ tas utilitaristas de entender la anomalía (para ellos) de los órganos rudimentarios. Casi siempre respondían corriendo a abandonar la idea de la adaptación exacta y refugiándose en su lugar en una espe­ cie de armonía total, tal como el principio de la plenitud o simetría (una cláusula de escape que le debía más al idealismo que a su propio concepto de diseño). Darwin despreciaba tales planteamientos vacíos: En los trabajos de historia natural se dice que los órganos rudi­ mentarios casi siempre han sido creados “en aras de la simetría” o para “completar el orden de la naturaleza”. Pero a mí no me parece que decir lo mismo en otras palabras sea una explicación. ¿Sería su­ ficiente decir que ya que los planetas dan vueltas en órbitas elípticas alrededor del sol, los satélites siguen el mismo curso alrededor de los planetas, en aras de la simetría, o para completar el esquema de la naturaleza? (Darwin 1859, pág. 453).

De su libro sobre las orquídeas: Cada detalle de la estructura que caracteriza las masas masculi­ nas de polen está representado en la planta femenina como una ca­ racterística inútil... en un período no muy distante, los naturalistas

escucharán con sorpresa, tal vez con desdén, que hombres serios y estudiosos sostuvieron en el pasado que tales órganos inútiles no eran remanentes retenidos por la herencia sino que fueron creados espe­ cialmente y que están organizados en el lugar que les correspondía, como los platos en una mesa (éste es el símil de un botánico distin­ guido) por una mano omnipotente, “para completar el esquema de la naturaleza”. (Darwin 1862, segunda edición, págs. 202-3)

Otra táctica del creacionismo utilitarista, menos plausible aún, era tratar de negar de plano la inutilidad de los órganos rudimentarios. Al fin y al cabo, con sólo que se lo viera en la perspectiva adecuada, ¿no exhibían economía? Esto dice Darwin: Había... una nueva explicación... de los órganos rudimentarios, a saber, que la economía de trabajo y de material era un principio grande que guiaba a Dios (ignorando el despilfarro de semillas y de pequeños monstruos, etc.) y que al hacer un nuevo plan para la estructura de los animales había que pensar, y que el pensamiento era trabajo, y que por lo tanto Dios se ciñó a un plan uniforme y dejó los rudimentos. Esto no es una exageración. (Darwin, F. 1887, iii, págs. 61-2)

Darwin también desechaba, por no científicos, los intentos predarwinistas de explicar las homologías. Del creacionismo utilitarista dijo: “Con respecto al punto de vista ordinario de la representación de cada ser, sólo podemos decir que así es; que el creador ha deseado construir todos los animales y plantas de cada gran clase sobre un plan uniformemente regulado; pero esto no es una explicación cien­ tífica” (Peckham 1959, págs. 677-8). Y del idealismo: “La construc­ ción homológica... es inteligible si admitimos... la descendencia... a la vez que... la adaptación subsiguiente... Bajo cualquier otro punto de vista la similitud... es por completo inexplicable. No es una expli­ cación científica aseverar que todos han sido formados con el mismo plan ideal” (Darwin 1871, págs. 31-2). De manera similar, al hablar de clasificación dice: “muchos natu­ ralistas creen que... el sistema natural... revela el plan del creador; pero a menos que se especifique si el orden es en el tiempo o en el espacio, o qué se quiere decir por medio de .un plan de un creador, me parece a mí que nada se agrega a nuestro conocimiento” (Darwin 1859, pág. 413). Estas críticas revelan un comentario que Darwin es­

cribió en algunas anotaciones muy al comienzo de su carrera (proba­ blemente en 1838). La explicación de los tipos de estructura en clases, tales como las que resultan de la voluntad de un dios de crear animales con base en ciertos planos no es explicación, no tiene el carácter de una leyfísica y, por ende, es completamente inútil. No predice nada porque nada sabemos de la voluntad de Dios, ni cómo actúa ni si es constante o inconstante como la del hombre. La causa es dada, mas no conoce­ mos el efecto... (Gruber 1974, págs. 417-18).

En las mismas notas también desechaba las causas finales por ser “vír­ genes estériles” (Gruber 1974, pág. 419). Por último, un ejemplo tomado del idealismo. Es fácil subestimar hasta qué punto están los idealistas sumergidos en la idea de que los grandes modelos de la naturaleza, sus leyes fundamentales, podrían obtenerse sin un recurso serio de la experiencia, y como consecuen­ cia, eran tan campantes al estudiar las anomalías planteadas por los hechos vulgares, especialmente en el caso de adaptaciones que no encajaban en este gran diseño: Los fenómenos particulares que parecían seguir estas leyes no deben tomarse, estrictamente hablando, como evidencias a favor de ellas, sino más bien como ilustraciones de lo que se consideraba co­ nocimiento a priori. E igualmente importante, los fenómenos que parecen violar las leyes no los preocupaban mucho, pues su inconsistencia podía ser causada por una interpretación inadecuada o por un estado incompleto de la ciencia. (Rehbock 1983, pág. 21)

Uno tiene que tener esto en cuenta para entender cómo pudo el idealismo prestarle tan poca atención a la adaptación. El siguiente comentario de uno de los contemporáneos de Darwin que escribió en el Gardener’s Chroniclede 1870, atestigua el impacto embrutecedor del idealismo sobre el estudio de la adaptación, y la contribución inmensa hecha por Darwin: La mayor parte de nosotros recordamos el uso que Paley hizo del reloj como evidencia de diseño y de la necesidad de un diseñador. Hace veinte o treinta años... surgió una escuela... las modificaciones

en la forma fueron expuestas como variaciones de un modelo ideal o de un tipo ideal, y a las adaptaciones a fines especiales, aunque se admitían en algunos casos, no se les daba crédito en otros. No ha sido el menor servicio que el señor Darwin le ha rendido a la ciencia el de demostrar que muchas adaptaciones que antiguamente se creían de importancia secundaria o meramente ilustraciones de un modelo preordenado sin ningún propósito, realmente son adaptaciones a propósitos especiales... (Barrett 1977, ii, pág. 187)

(¡Aunque hay que admitir que este comentarista daña todo al darle la bienvenida al adaptacionismo de Darwin como apoyo para la teolo­ gía natural del creacionismo utilitarista!) Los comentarios de Darwin sobre sus rivales nos proporcionan una corrección útil a una tendencia que ha dominado recientemente la historiografía darwinista. Muchos historiadores se dan vuelta hacia atrás tratando de entender a los rivales de Darwin del siglo x ix y sus puntos de vista. En esta posición, pierden de vista la inmensa supe­ rioridad de la contribución de Darwin. No obstante el punto de vista del siglo xix, Darwin entendía mejor las cosas que darwinistas del siglo x x de esta laya. Rivales y tonterías:

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Hasta aquel momento el darwinismo se erigía como una teoría sin rival serio. Pero es que sólo lo hemos comparado con teorías pa­ tentemente inadecuadas, permeadas por la teología natural, que ni siquiera se pueden incluir en el campo de la ciencia. ¿Y sobre el lamarckismo qué?, ¿y qué hay de otras alternativas después de la se­ gunda mitad del siglo xix, con toda seguridad más científicas que sus rivales primitivas? Hay que admitir que al final resultaron no ser cier­ tas. Pero al menos fueron candidatas para llenar la misma brecha explicativa de la teoría darwinista. Pero, ¿sí lo podían hacer? Es precisamente esta presuposición la que el resto de este capítulo va a contradecir. Miraremos algunos ar­ gumentos para demostrar que los rivales aparentemente serios del darwinismo son en realidad incapaces no sólo en los hechos sino en los principios, de lograr su cometido. Estos argumentos no se basan en evidencia empírica acerca de cómo encajan las alternativas, o, más bien, como no encajan, en el mundo real (argumentos a posteriori); son más de razón pura, argumentos de primeros principios, argu-

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mentos apriorísticos, sobre lo que una teoría necesita para explicar cualquier mundo, cualquier mundo posible, en el cual haya comple­ jidad adaptativa, y acerca de por qué las alternativas no satisfacen estos requerimientos, mientras Darwin mismo sí los satisface. Con esto no quiero decir que no haya alguna teoría rival del darwinismo. Sólo que nadie ha sido capaz de producir una que se le acerque si­ quiera de lejos. Me voy a concentrar en el lamarckismo porque ha sido la alterna­ tiva histórica más seria a la teoría darwinista. La teoría lamarckiana puede definirse con la frase uso-herencia. La idea de uso es que la actividad de un organismo lo moldea apropiadamente para esta acti­ vidad. Mientras más estire una jirafa su cuello, más largo se pone; mientras más use un obrero sus bíceps, más se agrandan éstos; mien­ tras más ejercicios aeróbicos hagamos, más aumenta nuestra capaci­ dad pulmonar. Y en la otra orilla está el desuso; mientras menos use una avestruz sus alas, menos capaz será de volar. Esta idea del uso y el desuso está aparejada con una idea particular de herencia, la herencia de las características adquiridas. Ésta es la teoría de que las caracte­ rísticas se adquieren durante la vida de un organismo mediante el uso y el desuso y que éstas serán transmitidas a los descendientes de ese organismo. Lo que acabo de exponer como la teoría lamarckiana puede no ser el auténtico Lamarck. La cuestión de lo que él dijo en realidad es turbia. Pero he descrito el lamarckismo tal como se lo entendió, al menos en Gran Bretaña. Fue el que hizo impacto en la historia del darwinismo (Bowler 1983, págs. 58-140). Jean-Baptiste Antoine de Monet, conocido en la historia como Lamarck, expresó su teoría en su famosa Philosophie Zoologique en 1809. Durante su vida tuvo po­ cos seguidores y murió, en 1829, bastante desconocido. Pero en Gran Bretaña, en la segunda mitad del siglo x ix , gran parte de los darwinistas (incluyendo a Darwin mismo, pero no Wallace) acepta­ ban el uso-herencia como agente secundario en la evolución. Pensa­ ban que la selección natural le llevaba mucha ventaja como fuerza predominante, pero no despreciaban la ayuda de otros mecanismos. Fue August Weismann, el distinguido biólogo alemán y ardiente darwinista quien dirigió el ataque al uso-herencia o, de modo más general, a la herencia de cualquier característica adquirida. Su inten­ to encontró una respuesta por desgracia mixta (véase v. gr. Bowler 1984, págs. 237-9). Por un lado, fue gracias a su trabajo, que comenzó a fines de la década de 1880, que el lamarckismo perdió adeptos entre

los darwinistas como mecanismo suplementario. Por otra parte, al agudizar las diferencias entre las dos teorías, Weismann estimuló a los naturalistas que estaban mal dispuestos hacia el darwinismo a que volvieran a considerar el lamarckismo como una teoría alterna­ tiva de la evolución de gran alcance. El resultado fue que la teoría del uso-herencia sufrió un renacimiento importante en Gran Bretaña, bajo el nombre del neolamarckismo. Esto sucedió durante el largo período en que el darwinismo fue rechazado con más violencia, el cual se extendió tras la muerte de Darwin, en la década de 1880, hasta 1940. Ésta es una fase en la historia de Darwin que se ha llamado el eclipse del darwinismo (véase Bowler 1983). El cénit de la teoría alter­ nativa neolamarckiana se dio desde aproximadamente 1890 hasta los albores del siglo xx; hacia 1920 comenzó su declinación. A pesar del modo como esta historia terminó hay dos razones importantes por las cuales la posición del lamarckismo es todavía un asunto serio para los darwinistas. Primero, porque aun ahora siguen apareciendo descubrimientos supuestamente lamarckianos que son saludados incluso por algunos biólogos con esperanzas e interés. La segunda razón es la que nos concierne aquí: que una vez que cono­ cemos bien qué le falta al lamarckismo, podemos ver lo que se re­ quiere en cualquier teoría de la evolución, y por qué el darwinismo, a diferencia del lamarckismo, satisface esos requerimientos. Sabemos ahora que los seres vivos del planeta Tierra no han llegado aquí por medios lamarckistas. Pero, ¿es éste solamente un hecho contingente acerca de nuestro planeta, o hay razones más fundamentales por las cuales no debemos esperar nunca encontrar en ningún lugar del uni­ verso vida lamarckiana, vida que haya evolucionado de una manera lamarckiana, sin ayuda de la selección natural? Veremos aquí que sí existen razones para ello. Sorprende que el lamarckismo haya logrado captar la ateínción durante tanto tiempo. Voy a presentar una lista de las razones (que sin duda alguna se entremezclan), que los simpatizantes del lamarckismo han dado. Tras examinar la posición que la teoría tiene hoy, uno pue­ de ver que estos argumentos están muy lejos de ser convincentes, pues son espúreos, amén de que los asuntos mismos que plantean aparen­ temente a favor de Lamarck, en realidad nos hacen a todos estar más agradecidos todavía con Darwin y Wallace. Una razón por la que los darwinistas se han inclinado hacia el lamarckismo es su idea de que la teoría de Darwin es incompleta porque no explica el origen de las variaciones sobre las cuales trabaja la selección natural, punto que,

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tal como lo hemos visto, al parecer preocupaba incluso a Peter Medawar. Ésta parece ser una de las grandes fiierzas del lamarckismo. Da la idea de que explica las fuente de las adaptaciones: surgen como respuestas a necesidades, a retos planteados por la agresión del medio. Otra razón es la esperanza -esperanza que ha sido expresada a menudo a lo largo de la historia darwinista- de que el lamarckismo le prestaría un orden a la evolución, una mano guiadora que se sentía le faltaba al dárwinismo. Esto motivó, entre otros, a E. J. Steele, un inmunólogo que creó un alboroto momentáneo a comienzos de la década de 1980 con su propuesta de que la tolerancia inmunológica adquirida por un padre en su vida podía transmitirse a su descen­ dencia (Steele 1979) (tesis que no fue confirmada por investigaciones adicionales) (véase v. gr. Howard 1981, págs. 104-5; véase también Dawkins 1982, págs. 164-73). De acuerdo con Steele, el dárwinismo no proporciona una explicación satisfactoria para nuestra creen­ cia intuitiva de que hay un elemento de progreso “direccional” en la complejidad y refinamiento de las formas de vida adaptadas... [por tanto debemos considerar] la posibilidad de que en muchos... orga­ nismos... haya una corriente subterránea de modos lamarckianos de herencia los cuales... dan un “sentido de dirección” continuo a la com­ plejidad biológica (Steele 1979, pág. 1).

Otra razón, que también se ofrece muy a menudo, fue expresada por un novelista y autor polémico del siglo xix: Samuel Butler. Butler estuvo ora a favor ora en contra del dárwinismo por un tiempo, pero acabó del todo en contra (por ejemplo Butler 1879). Creía Butler que éste excluía a la mente, a la voluntad y a la atención de cualquier papel serio en la naturaleza. Por el contrario, lo atraía el mecanismo lamarckiano de los organismos que responden de manera apropiada y creativa a las presiones de su entorno; esto, sentía, le daba al propó­ sito el papel central que le correspondía. El señuelo final del lamarckismo ha sido, quizás, tanto político y social como científico. En su libro The Case oftheMidwife Toad (1971), Arthur Koestler narra la historia de Paul Kammerer, un biólogo experimental que trabajaba en Viena por la época de la Segunda Guerra Mundial. Koestler había estado convencido durante mucho tiempo del lamarckismo y tenía una ceguera perversa con respecto al dárwinismo (a propósito, uno de los libros de Koestler inspiró a E. J.

Steele con una “penetrante sensación de admiración reverente” [Steele 1979, prefacio] y el primero le financió a éste una parte de su trabajo). Kammerer era la contraparte más joven de Koestler (aunque en esa época con más bases científicas). He aquí a Kammerer cuando expre­ saba una razón de su fe en la herencia lamarckiana: la ayuda que nos puede ofrecer para lograr un futuro mejor: en la hipótesis de la posibilidad de heredar los caracteres ad­ quiridos... los esfuerzos individuales no se desperdician; no están limitados por su propio lapso de vida, sino que entran en la savia vital de las generaciones... Enseñándoles a nuestros hijos y discípulos a prevalecer en las luchas por la vida y a obtener una satisfacción cada vez mayor, les damos más que beneficios cortos en su propia vida, porque un extracto de ello penetrará en aquella substancia que es la parte verdaderamente inmortal del hombre. A partir de este tesoro de potencialidades contenido en la sustancia hereditaria trans­ mitida a nosotros desde el pasado, formamos y transformamos, de acuerdo con nuestra selección e imaginación, una nueva y mej or sus­ tancia para el futuro. (Koestler 1971, pág. 17).

De manera que las mejoras que logramos a lo largo de las batallas y de los esfuerzos de nuestra vida no necesariamente mueren con no­ sotros: el hijo del herrero va a nacer con bíceps prominentes (y así, presumiblemente, será su hija). El descendiente del lingüista nacerá, si no multilingüe, al menos con una facilidad mayor de aprendizaje de idiomas, y, sobre todo, las lecciones políticas que aprendemos con tanto costo en las barricadas y trincheras no tienen que ser reaprendidas con tanto dolor por cada generación. Es así como, al menos los lamarckistas convencidos, han visto tradicionalmente este problema. Igualmente, por supuesto, la herencia lamarckiana podría asegurar que todos nazcamos conservadores, privados de la bendita posibili­ dad de hacer un comienzo radicalmente nuevo en cada generación. Se podría garantizar que nuestro legado de tener una historia de víc­ timas, colonizados y marginados consistiría en que tendríamos genes de víctima, colonizado y marginado. De hecho, el lamarckismo podía ser muy atractivo para los reaccionarios: “el lamarckismo es usado ahora [en los años treinta] para apoyar a la reacción”. Un biólogo británico que sostiene este punto de vista piensa que no es bueno ofrecer el autogobierno a pueblos cuyos ancestros han sido oprimidos

durante mucho tiempo, o educación a los descendientes de muchas generaciones de “iletrados” (Haldane 1939, pág. 115). No necesitamos analizar los argumentos empíricos en contra del lamarckismo. Todo el mundo sabe que esta teoría al fin fue abando­ nada porque las características adquiridas resultaron no ser heredi­ tarias. Pero me gustaría mencionar un punto sobre los experimentos más famosos e influyentes que lo ilustraron, llevados a cabo por Weismann (casi todos entre 1875 y 1880), que consistían en cortarle la cola a los ratones para saber si la mutilación era heredada. ¿Por qué diablos tenía que hacer alguien un experimento como éste? ¿No sabía todo el mundo por medio de la experiencia diaria que los cambios hereditarios por lo general no son inducidos por tales heridas, ni si­ quiera si son repetidas generación tras generación? Si las característi­ cas adquiridas fueran heredadas, ¿por qué hay necesidad de circunci­ dar a todos los niños judíos que nacen de padres circuncidados, que son hijos de padres circuncidados, y así sucesivamente, por muchas piadosas generaciones? Pero, ¿sabía todo el mundo esto? Aquí presen­ tamos la respuesta característicamente inolvidable de John Maynard Smith a aquello: Cuando niño, y luego de leer el prefacio a la obra de Shaw, Back to Methuselah, me hice un retrato de Weismann como un alemán meti­ culoso e ignorante que le cortaba la cola a los ratones para saber si su descendencia las tendría. ¡Qué experimento más ridículo! Puesto que los ratones no suprimían activamente sus colas como una adapta­ ción a su medio, ningún lamarckista esperaría que la pérdida fuera heredada! Más tarde descubrí que Weismann no era tal como yo me lo había imaginado. Su experimento con ratones se realizó sólo por­ que cuando por primera vez expuso su teoría encontró la objeción de que (como, se decía, era bien sabido) si se le corta la cola a un perro, sus perritos a menudo nacen sin ella -u n empleo temprano de lo que J. B. S. Haldane una vez llamó el teorema de La tía Jobisca: [sic] “es un hecho que el mundo entero conoce”- . (Maynard Smith 1982c, pág. 2)

Los lamarckianos sí trataron de explicarse muchos de los obsti­ nados casos de no herencia al insistir en que son las adaptaciones (los cambios resultantes del uso y el desuso), no cualquier cambio, lo que se hereda. Y, de hecho, esta distinción es vital para la teoría, dado el

desgraciado hecho de que muchos cambios que sufren los individuos en su vida son en realidad poco placenteros: enfermedades, dolores, envejecimiento. Pero los lamarckianos nunca han sido capaces de explicar cómo se las arregla el cuerpo para distinguir las característi­ cas útiles de aquellas menos felices, cómo distingue lo que son adap­ taciones, de la angustia y de los miles de golpes naturales a que la carne está sujeta. ¿Por qué ha de heredar el hijo del herrero sus músculos bien desarrollados pero no su dolor de espalda o sus manos llenas de cicatrices de quemaduras? Los lamarckianos han apelado tradicionalmente y de forma vaga a la noción de que el sistema here­ ditario acepta sólo aquellos cambios que son respuestas al “progreso” o “a la necesidad”. Nosotros habremos de ver que esta respuesta mete de contrabando presuposiciones inherentemente no lamarckianas, y de hecho, darwinistas. No fue por medio de la tortura de ratones inocentes como Weismann llegó a rechazar el lamarckismo; fue porque tenía una teoría alternativa, una teoría para la cual acuñó una imagen atractiva: el río inmortal del plasma germinal (véase v. gr. Maynard Smith 1958, págs. 64-8,1982c, págs. 2,4,1986, págs. 9-10). De acuerdo con Weismann, las unidades hereditarias (las partes de organismos que se transmiten de generación en generación) son, al menos en gran medida, tanto inviolables como inmortales. Lo que quería decir con ello era lo si­ guiente. Pensemos en cualquier organismo como algo dividido en dos. Por una parte están las células que conforman su cuerpo (el soma, las células somáticas). Por la otra, las células reproductivas (las del plasma germinal), los materiales a partir de los cuales surge su des­ cendencia, los nuevos cuerpos. La teoría de Weismann dice que la interacción entre las células somáticas y germinales es estrictamente de una sola vía. Las células germinales dan lugar a cuerpos, determi­ nan cómo será la descendencia: hembra o macho, tigre o caracol, grande o pequeña. Pero los cuerpos no tienen ninguna influencia sobre las células germinales. Ellos se limitan a llevar el plasma germinal y a transmitirlo de generación en generación, como depositarios pasivos. Las células germinales son moldeadas por otras células germi­ nales, no por los cuerpos en los cuales residen. Entonces, las células germinales son inviolables, porque no son transformadas por medio de cambios somáticos; y son potencialmente inmortales, porque réplicas idénticas de ellas pasan de generación en generación. En la teoría de Weismann la herencia de las características adquiridas es imposible porque que no hay flujo de información del cuerpo de un

Lamarck

Los cuerpos se copian directamente de los cuerpos de los padres. El tilonorrinco replica a sus padres, las características adquiridas y todo lo demás. Weismann

Sólo se copian los genes. Los tilonorrincos son tan sólo la forma en que los genes fabrican más genes. El río inmortal del plasma germinal no se afecta por los cambios corporales...______________________________ __________________ Fenotipo extendido

...pero, como veremos en el próximo capítulo, los genes también tienen efectos fenotípicos más allá de los cuerpos que los albergan: los emparrados así como los tilonorrincos. ¿Qué se replica? ¿Cómo se replica?

individuo a sus células germinales sobre los cambios corporales que han ocurrido durante la vida. El río inmortal de un plasma germinal fluye, indiferente a los individuos a través de los cuales lo hace en un momento dado. Lo que no se ha apreciado hasta épocas recientes es que también, como lo he mencionado, hay objeciones más fundamentales al la­ marckismo. Éstas se las debemos al zoólogo Richard Dawkins (Daw­ kins 1982, págs. 174-6,1982a, págs. 130-2,1983,1986, págs. 287-318, en particular págs. 288-303), quien desarrolló tres argumentos poderosos que demolieron por completo las pretensiones del lamarckismo de convertirse en un rival de amplio alcance para el darwinismo o incluso de agregarle cualquier cosa diferente de un pequeño refuerzo en algo que de todas maneras la selección natural también resuelve. El lamarckismo sostiene que las características adquiridas a través del uso y el desuso son heredadas. El primer argumento de Dawkins es sobre el uso y el desuso, el segundo sobre la adquisición de caracte­ rísticas, el tercero sobre la embriología que se necesitaría para el usoherencia. Primero, ¿podrían ser el uso y el desuso instrumentos apropiados para producir adaptación? El lamarckismo sostiene que los organis­ mos normalmente se reforman a sí mismos y refinan sus adaptaciones al ejercer las capacidades que tienen, de tal manera que las extienden más y más (o al acabar con ellas por el desuso). Las adaptaciones surgen porque el acto de hacer algo mejora la capacidad del organis­ mo de hacerlo en el futuro. El músculo turgente del herrero y el cuello superalargado de la jirafa se nos vienen a la mente de modo instantá­ neo. Y en estos ejemplos trillados podemos ver de modo intuitivo cómo podría trabajar el lamarckismo. Es posible que un poder mus­ cular y una altura mayores pudieran surgir de esta manera, pero, ¿que tal una mejor visión? La complejidad adaptativa del ojo nunca podría producirse a partir de comienzos primitivos solamente por medio de ejercitarla más. En la teoría lamarckiana la mejora adapta­ tiva tiene que estar ligada al uso y al desuso, pero en términos gene­ rales ésta no lo está, ni es probable que lo esté en ningún caso en adaptaciones complejas, en adaptaciones de asuntos intrincados y refinados. La selección natural no plantea tal dificultad. Ella aprove­ cha cualquier característica ventajosa de cualquier naturaleza por pequeña e insignificante, por profunda que esté, por raramente ejercitada que se encuentre, por indirecta que sea. Entonces, hay una correspondencia automática entre lo que es ventajoso y lo que evolu-

dona. Las adaptaciones no tienen que pasar a través de los requisitos altamente restrictivos del uso y el desuso. El segundo argumento es que el lamarckismo no puede explicar por qué los organismos responden de manera adaptativa. Damos por sentado que una jirafa hambrienta se estirará a las ramas altas cuando las bajas ya han sido devoradas por otros animales; pero, ¿por qué no se agacha y perece? Damos por sentado que su cuello se estira más bien que acortarse, que sus músculos se alargan en lugar de contraer­ se, y que más bien tratará de comer que, por ejemplo, de patear. Pero no debemos dar por sentadas estas cosas. ¿Por qué es el comporta­ miento del animal adecuado a sus necesidades, y su fisiología a su comportamiento? ¿Por qué aprende éste a hacer lo correcto en lugar de optar por una multitud de posibilidades incorrectas? ¿Son el comportamiento, el aprendizaje, etc., respuestas adaptativas? Pero por muchas maneras que haya de responder adaptativamente, hay muchas, muchas más de responder no adaptativamente (incluso no responder). Entonces, debemos preguntarnos cómo sobreviene la res­ puesta adaptativa. Para esta pregunta el lamarckismo y el darwinismo tienen respuestas fundamentalmente diferentes. Una distinción útil para aclarar estas diferencias es la distinción entre modelos instructivo y selectivo de los orígenes de las adaptacio­ nes. Imaginemos a un herrero que tiene que hacer una llave que encaje en un candado especial. La manera instructiva es tomar una impresión completa del candado y hacer una llave a la medida, to­ mando instrucciones del entorno sobre el diseño exacto que se re­ quiere. La manera selectiva es tomar al azar un manojo de llaves y ensayarlas unas tras otra para ver cuál funciona. El lamarckismo es una teoría instructiva, el darwinismo, una selectiva. El darwinismo puede explicar con facilidad cómo llegó la jirafa originalmente a hacer lo que era apropiado y adaptativo. Ella descendió de una larga línea de jirafas que, por casualidad, como producto del conjunto aleatorio de posibles cambios genéticos, dio con una serie de cambios que aunque eran pequeños constituían mejoras. A propósito, note­ mos que la analogía del fabricante de llaves es demasiado exigente en este punto; en este caso las jirafas no tienen que encontrar la llave que logre abrir el candado: sólo una que se acerque un poco más, no importa cuán poco sea. La verdad es que las llaves adaptativas que se pueden escoger de modo gradual, es lo que hace posible que, de todo el conjunto de llaves, se llegue a la que sirve. Por el contrario, el la­ marckismo tiene que explicar cómo logró la jirafa, de manera miste­

riosa, que la llevaran a hacer lo correcto. La teoría presupone que un organismo responde de manera adaptativa porque aprende de Su entorno, reúne información de él y toma “instrucción” de él con respecto a la respuesta necesaria; pero para comenzar, no explica la capacidad del organismo de aceptar tales instrucciones. Al fin y al cabo, el herrero instructivo tiene que usar cera; la madera, el agua o la temblorosa gelatina no sirven. ¿Cómo soluciona el lamarckismo este problema? Basándose de manera encubierta en afirmaciones darwinistas, dando por sentado que la jirafa se estirará en lugar de agacharse, que sus músculos más bien se estirarán que encogerse, que desarrollará un gusto por lo nutritivo en lugar de lo malsano, que buscará evitar el dolor en lugar de buscarlo. Los mecanismos lamarckianos no pueden originar adaptaciones; lo único que pueden hacer es llevarle a generaciones futuras las tendencias a “adquirir” que se originan por medios darwinistas. Cualquier teoría instructiva debe en últimas basarse en un modelo selectivo (o recurrir al diseño deliberado). Por lo tanto, el lamarckismo nunca pudo ser más que un apéndice limitado de la teoría de Darwin. Jamás podrá reemplazar al darwinismo como teoría comprensiva de la evolución. Es irónico que los lamarckianos hayan buscado tradicionalmente en su teoría las cualidades que no puede tener; han cifrado sus esperan­ zas, por ejemplo, en el comportamiento aprendido que se transmite de generación en generación. Pero resulta que, en última instancia, el conocimiento es adaptativo por razones darwinistas, ño lamarckianas. Y ellos le han dado la bienvenida al uso-herencia por su papel creativo e iniciador, porqué guía el camino de la evolución de lina manera para la que las fuerzas supuestamente ciegas de Darwin, guiadas de manera pasiva por el azar, son impotentes. Pero, además, resulta que tal guía es precisamente lo que el lamarckismo es inherentemente* por principio, incapaz de proporcionar. Si los mecanismos lamar­ ckianos han de llegar a alguna parte tendrá que ser cabalgando en el lomo de los logros darwinistas. Ahora vamos a nuestro tercer argumento antilamarckiano. A diferencia de los otros dos, éste se aplica más a nuestro mundo actual que a algún otro mundo posible, porque da por sentados algunos principios de la embriología. Descansa sobre una distinción entre las recetas y los planos. Las recetas son instrucciones irreversibles. La receta para un bizcocho no puede reconstruirse a partir del pastel mismo, ni es capaz un procesador de palabras de reconstruirse a par­ tir de una página impresa. En casos como éstos, las relaciones entre

el producto final y las instrucciones son tan tortuosas que no hay manera de calcarlo. Entonces, el proceso no es reversible. Los planos, sin embargo, son instrucciones que pueden ir en ambas vías. El mé­ todo para hacer una casa de muñecas se puede descubrir midiendo con cuidado una que ya exista; en este caso hay una correspondencia uno a uno, y reversible, entre la estructura y el plan. En la historia de las ideas embriológicas ha habido dos escuelas opuestas de pensamiento sobre cómo unas células únicas se trans­ forman en organismos completos: la epigenética (receta-bizcocho) y la preformacionista (plano-casa). Si viviéramos en un mundo embrio­ lógico basado en planos, entonces la herencia de las características adquiridas sería posible. El lamarckismo requiere un flujo de infor­ mación del cuerpo hacia los genes, de manera que los cambios cor­ porales en una generación puedan ser incorporadas a la siguiente. Si la embriología trabajara por medio de planos, los dos extremos del proceso embriológico, el cuerpo y el gen, (o el DNA, el material en el cual los genes llevan información sobre la herencia), tendrían la misma estructura. El isomorfismo daría automáticamente reglas, reglas incorporadas, para reversar el proceso de instrucción. En este caso, el fenotipo (lo que Weismann llamaba el soma: ojos y alas, con­ chas y pétalos, y otras manifestaciones de genes en el trabajo de ejercer sus efectos) podría trazarse hasta conseguir el genotipo (la constitu­ ción genética del organismo, su conjunto particular de genes), y en­ tonces esa información podría leerse hacia atrás, para incluirse en el fenotipo de la próxima generación. Pero resulta que la embriología funciona como una receta (véase v. gr. Maynard Smith 1986, págs. 99-109). Los genes llevan informa­ ción -acerca de la manera de hacer cuerpos y comportamientos- del mismo modo irreversible como una receta lleva información acerca de la elaboración de un bizcocho, no del modo reversible como los planos llevan información sobre la construcción de edificios. El DNA emite instrucciones acerca de cómo deben de multiplicarse las células, morir, unirse a otras, y así sucesivamente, en un proceso ordenado, paso a paso, en una secuencia cuidadosamente controlada; cada etapa del procedimiento se basa en etapas previas; cada desarrollo está influido por desarrollos anteriores. Así, las partes de un todo están fundamentalmente influidas por la historia del procedimiento, por el lugar donde se encuentran y el cuándo; lo que se preserva no son partes discretas e identificables. Si hay trazo de alguna clase, es el de la correspondencia entre el conjunto de instrucciones y las diversas

etapas del proceso epigenético, del mismo modo como la receta, si se puede trazar de alguna manera; no se traza en las partes del bizcocho sino en las etapas sucesivas de los ingredientes que se unen; mezclán­ dolos, ordenándolos, y así sucesivamente. Todo esto habla muy mal del lamarckismo y muy bien del darwinismo. La esperanza lamar­ ckiana de que a la vuelta de la esquina está el descubrimiento de que en alguna parte, tal vez en algún rincón recóndito del sistema inmunológico, las características adquiridas resultarán heredándose, es vana. En nuestro mundo de embriología de recetas epigenéticas, la herencia de las características adquiridas es imposible. Este tercer argumento antilamarckiano dependía del hecho con­ tingente de que la embriología es del tipo de receta y no de plano. ¿Es esta contingencia sólo un asunto de azar total? ¿O hay, quizás, algo intrínsecamente improbable en una embriología del tipo de plano? ¿Cómo podrían las formas de vida con una embriología de este tipo arreglárselas para su desarrollo, y qué perderían, en caso de que perdie­ ran algo? Tales especulaciones, por tentadoras que sean, nos alejan de nuestro propósito presente. Para nosotros, lo principal es que la alternativa más seria al darwinismo, aquella en la que los antidarwinistas han fincado sus más alentadoras esperanzas no es al fin y al cabo ninguna candidata seria. Ahora pasemos a dirigirle una breve mirada a otros contendores históricos que lucharon por ocupar el lugar del darwinismo y que se pueden agrupar en dos campos: la ortogénesis, o “evolución en línea recta” y el mutacionismo, o “evolución sólo por la mutación dirigi­ da” (Bowler 1983, págs. 141-226,1984, págs. 253-6, 259-65; Dawkins 1983,412-20,1986, págs. 230-6,305-6; para una evaluación de comien­ zos del siglo véase a Kellogg, 1907, págs. 274-373). La ortogénesis es la teoría de que la evolución anda en “líneas rectas”, dirigida por fuerzas del organismo que no son resultado de presiones ambientales. Se popularizó por primera vez gracias al proselitismo del zoólogo suizo Theodor Eimer, que escribió en Ale­ mania en las tres últimas décadas del siglo xix; el paleontólogo ame­ ricano Henry Fairfield Osborn llegó a ser un influyente expositor en las primeras décadas del siglo xx. Como una teoría más o menos amplia de la evolución, la ortogénesis tuvo su influjo en las décadas de finales del siglo x ix y del principio del siglo xx. Con la declinación final del lamarckismo en la década de 1920 y 1930 llegó inclusive a superar a aquella teoría como la alternativa más seria al darwinismo. No es necesario decir que aquellas fuerzas internas de las que se

suponía impulsaban a la evolución no se dejaban detectar. Pero de todas maneras la ortogénesis fue un candidato con pocas posibilida­ des para ser rival del darwinismo como explicación amplia de la adap­ tación. ¿Cómo podía una fuerza impulsora interna, no ayudada por la selección, dar lugar a formas que se compaginaran con su entor­ no? ¿Cómo podría una fuerza como éstas arreglárselas para escoger su sendero a lo largo de caminos intrincados, minuciosos, hasta lle­ gar a la complejidad adaptativa? ¿Cómo se las arreglaría esta fuerza para descubrir su camino en las delicadas e intrincadas vías hacia la complejidad adaptativa? Las teorías ortogenéticas son instructivas y, como todas las teorías instructivas, se limitan a impulsar y a volver a traer a escena al diseñador. No sorprende entonces que los propo­ nentes de la ortogénesis, en vez de tratar de explicar la adaptación, trataban de desecharla con argumentos, abalanzándose sobre lo que parecían ser anomalías adaptativas e intentando reinterpretar la evi­ dencia darwinista como algo menos utilitarista, menos elegante, menos económico de lo que se había supuesto. Más que captar la adaptación de la naturaleza, decían que detectaban un modelo a gran escala, una regularidad en el orden, que el darwinismo era supuesta­ mente incapaz de explicar. Señalaban con regocijo los enormes cuer­ nos del extinto elk “ irlandés” y la espiral todavía más extrema de las intrincadas conchas de los amonitas fósiles, y otras escalas tan extra­ ñas como las anteriores, como evidencia de una aceleración que llevaba a las especies en direcciones fijas, independientemente desús ventajas adaptativas, hasta el punto incluso de su desastre evolutivo. Se argüía que la paleontología revelaba un tesoro de corrientes ortogenéticas que habían llevado inexorablemente a la extinción de estructuras degeneradas, deletéreas. Hoy en día los paleontólogos argumetarían “que aquellas tendencias eran en gran medida artefactos de la imaginación ortogenética” (v. gr. Simpson 1953, págs. 259-65). Todo este énfasis en los grandiosos modelos de la naturaleza a expensas de la adaptación suenan a reminiscencias del idealismo. Y, de hecho, la ortogénesis era un heredero directo de este punto de vista: “en su fascinación con la regularidad del desarrollo, a expensas de los factores utilitaristas, quienes apoyaban la ortogénesis revela­ ban los últimos vestigios de influencia del idealismo sobre la biología moderna” (Bowler 1984, pág. 254). El desarrollo de la ortogénesis en los Estados Unidos, por ejemplo, fue facilitado a mediados del siglo por el idealismo antievolucionario del renombrado paleontólogo Louis Agassiz (un profesor de Harvard pero que, significativamente,

tenía bases europeas, ya que nació en Suiza y fue educado en Alema­ nia y Francia). Fue en este clima en donde un candidato tan poco prometedor como la ortogénesis se las ingenió para abrirse paso como alternativa al darwinismo. Y tuvo éxito en cuanto fue capaz de sub­ valorar la adaptación y de resaltar una aparente dirección fundamental u orden en la evolución. Pasemos ahora al mutacionismo. Ésta es una teoría saltacionista. Una evolución saltacionista es una evolución brincadora, es el punto de vista de que la evolución procede por medio de la aparición súbita de formas radicalmente nuevas. El saltacionismo le asigna un papel a la selección. Y los saltacionistas pueden en realidad tener razón en que de manera ocasional un cambio aleatorio de grandes efectos puede resultar ventajoso y empujar la evolución en una nueva dirección. Un cambio que trajera más de lo mismo (como el cambio de un ani­ mal no segmentado a la repetición segmentada del diseño básico) más bien que una adaptación radicalmente nueva (un ojo en piel no diferenciada) no sería algo con pocas posibilidades embriológicas; un cambio cómo éste tampoco tendría grandes probabilidades de constituirse en un salto gigantesco hacia un desastre selectivo. Enton­ ces, las macromutaciones pueden haber tenido alguna importancia en la historia de la vida sobre la Tierra. La idea de los “monstruos prometedores” propuesta por el genetista norteamericano (origi­ nalmente alemán) Richard Goldsmith en la década de 1940, era una teoría que pertenecía a esta clase. Hasta aquí el saltacionismo seleccionista. Su versión mutacionista es una posición menos respetable. No le otorga un lugar serio a la selección. De acuerdo con el mutacionismo, los cambios aleatorios del material hereditario son suficientes para la adaptación, sin que haya necesidad de mucha o de ninguna selección. Las mutaciones se las arreglan de alguna manera para ser adaptativas y los cambios úti­ les simplemente ocurren. Las inadecuaciones de este punto de vista son obvias: o bien las mutaciones deben ser dirigidas por una fuerza misteriosa aún por descubrirse, que habría que entrar a explicar, 0 su adecuación adaptativa depende de una dosis sorprendentemente generosa de buena suerte, demasiado generosa para poderse tomar en serio. Como la ortogénesis, el mutacionismo tuvo su apogeo a comien­ zos de este siglo. Y al igual que ella, tuvo un sesgo predeciblemente no adaptativo. Entre sus proponentes (en alguna época de sus carreras)

se encuentran el botánico holandés Hugo de Vries, el botánico danés Wilhelm Johannsen, el biólogo inglés William Bateson y el norteame­ ricano, Thomas Hunt Morgan fundador de la teoría cromosómica. Hace un siglo Weismann escribió: “debemos adoptar la selección natural... porque toda otra explicación nos falla y es inconcebible (‘im­ probable’ habría sido una palabra mejor) que hubiera otra capaz de explicar la adaptación de organismos sin adoptar la ayuda de un principio diseñador” (Weismann 1893, pág. 328). Ahora podemos entender por qué la intuición de Weismann tenía probabilidades de ser correcta. Adiós a todo eso En la biblioteca del departamento de zoología de Oxford existe la copia de un libro publicado en 1907 llamado Darwinism To-day. Su autor fue Vernon L. Kellogg, un zoólogo y en aquella época profesor de la Universidad de Stanford. Kellogg nos hace una revisión de la teoría darwinista de la época y de sus alternativas, a comienzos de este siglo. Y es una revisión juiciosa y completa, y separa con cuidado las visiones mayoritarias de las minoritarias, y no da muestra de gran­ des prejuicios causados por la inclinación expresa del autor hacia el lamarckismo. Es posible que Kellogg estuviera bien equipado para tal tarea porque había trabajado unos cuantos años en Leipzig y en París, y estaba en contacto con el pensamiento europeo y el norte­ americano. El libro es una mirada fascinante al estado de las ideas evolucionistas de la época en que Darwin estaba de capa caída. Y sin embargo, por muy caída que estuviera su capa, al leer los cuidadosos e imparciales recuentos de Kellogg sobre la ortogénesis y el mutacionismo, todavía me parece increíble que aquellas teorías pudieran ser consideradas como alternativas de amplio alcance al darwinismo, o siquiera como suplementos útiles. Me parecía imposible que alguien que hubiera comprendido bien la contribución de Darwin y apreciado su inmenso poder explicativo no pensara que estos contendores estaban completamente (o en bue­ na medida) equivocados sino que ni siquiera podían pertenecer al mismo equipo de Darwin, y ni siquiera muchas veces al campo de la ciencia misma. Mis esperanzas se confirmaron al fin en el caso de un biólogo de la época. La copia del libro Darwinism To-day que descansa en el departamento de zoología lleva esta triste inscripción: “Donado por

el capitán Geoffirey Watkins Smith, profesor titular del New College, conferencista y demostrador de zoología de 1905 a 1914, que cayó en acción en Francia el 10 de julio de i$i6 ”. Después de varias generacio­ nes, una entrevista espontánea emergió de aquellas páginas. En las márgenes, en lo que yo me aseguré era la caligrafía de Geoffirey Smith, hay algunos comentarios escritos. Y los elogios -¡Basura... falsedades altisonantes! entre ellos-, (págs. 141, 306), tienen el valor de ser ex­ presiones sentidas, honestas, y libres de la cortesía obligada para lo que se publica. A Smith no lo impresionaban mucho ni la ortogénesis ni el mutacionismo. Tomemos por ejemplo la “evidencia” de la ortogénesis (las citas duras son suyas) en lo que atañe a la evolución paralela de diferentes ramas del mismo grupo grande, tales como “la reducción de los dedos posteriores entre los artiodáctilos de varios géneros (la jirafa, el camello, la llama) hasta su completa desaparición” : para los ortogenistas esto representa “una dirección definida y determinada de la modificación” (Kellogg 1907, págs. 279-80). Smith no está de acuerdo: “¿No es la selección suficiente para ellos?”, pregunta retóri­ camente. Ante la evidencia de que la “constitución o composición química real del cuerpo permite, en muchos casos, cambiar sólo en unas pocas direcciones” (Kellogg 1907, pág. 280), objeta: “Eso no es evidencia particular a favor de la ortogénesis. La dirección de la se­ lección está, por supuesto, limitada por la naturaleza del organismo variante”. En cuanto al argumento de que la paleontología parece “de­ mostrar la evidencia de la evolución ortogénica... [porque] siempre vemos un limitado número de líneas de desarrollo” (Kellogg 1907, pág. 281), Smith exclama: “ ¿Quién esperaría algo diferente?” Encuen­ tra el mutacionismo igualmente poco convincente. Cuando Kellogg dice que sus “principales críticas” al darwinismo son que la selección natural no puede explicar ni “el desarrollo directo a lo largo de líneas fijas aparentemente no ventajosas” (Smith subrayó la palabra aparen­ temente) o, lo que es peor, “el ultradesarrollo... aun... hasta la muerte y la extinción” (Kellogg 1907, págs. 274-5), una nota lacónica al mar­ gen dice: “estos dos no valen la pena”. Dicho sea de paso, el respetado zoólogo de Cambridge, sir Arthur Everett Shipley escribió, cuando Smith fue muerto: “Era un zoólogo de la más extraordinaria capaci­ dad, que no perdía la cabeza como muchos de los más entusiastas mendelianos lo han hecho” (Anón 1917, pág. 36), pues parece que otras cabezas mendelianas se pasaron a apoyar alguna versión del mutacionismo (Schuster y Shipley 1917, pág. 278).

Kellogg declara inequívocamente que el darwinismo “no nos sa­ tisface a los biólogos de la época presente” (Kellogg 1907, pág. 375). Esto era sin duda cierto si se toma en cuenta a todos los biólogos del planeta. Y de aquello que se creía eran las fallas del darwinismo, se alimentaban la ortogénesis y el mutacionismo. Pero Kellogg agrega un pie de página: “ Sin embargo, todavía existen, especialmente en Inglaterra, darwinistas convencidos, que no ven nada serio en toda esta crítica a la explicación que da su gran compatriota sobre origen de las especies” (Kellogg 1907, pág. 389). Menciona entonces que el “neodarwinismo”, como se lo llamaba por aquella época (el darwi­ nismo fortificado con el weismannismo) es “aceptado más o menos en su totalidad por Wallace y un buen número de otros biólogos ingleses y por unos cuantos naturalistas de Europa y América” (Kellogg 1907, pág. 133). Tal vez en Inglaterra la línea directa de la descenden­ cia de Darwin y Wallace ejerció una influencia poderosa, pues, por otra parte, allí el idealismo nunca fue muy fuerte. En el caso de Geoffrey Smith, su darwinismo acendrado y la hostilidad por las teorías rivales no era por cierto resultado de la mera insularidad. Él había trabajado en la alegre atmósfera internacional de la Stazione Zoologica de Nápoles y estaba bien familiarizado con las críticas al darwinismo y las alternativas en boga. Parece ser que su posición era la conclusión bien ponderada de un científico actualizado de la época. Esta voz del pasado también nos enseña otras lecciones. Sabemos que si las teorías científicas de otros tiempos se juzgan con las herra­ mientas del conocimiento moderno, los callejones sin salida de la ciencia que no han dejado descendientes en los textos actuales pue­ den llegar a ser subvaloradas. Esto nos podría tentar a errar hacia el lado del ablandamiento para esquivar los juicios críticos. Al fin y al cabo, si los científicos del período tomaban una teoría en serio, ¿quiénes somos nosotros para tomarla con menos seriedad, aunque sepamos que resultó ser incorrecta? Tal tolerancia tiene sus méritos. Pero la reacción de Geoffrey Smith nos recuerda que también tiene sus lími­ tes. No podemos tratar las alternativas al darwinismo con generosidad indebida por miedo a que es sólo en retrospectiva cuando revelan sus inadecuaciones. Equipados no con la visión retrospectiva sino con la comprensión darwinista, Smith, y sin lugar a duda otros, rechazaron estas alternativas aun en el momento en que tenían una acogida grande e influyente. Tras ver lo que tenían para ofrecer la ortogénesis y el mutacionismo, su respuesta fue un firme “adiós a todo eso”. Esto nos trae a otra extraña ironía en aquella fase de la historia

darwinista. Porque no fue tanto a los rivales del darwinismo como al darwinismo mismo a quien, típicamente, se tildó de no científico. Desde el final del siglo x ix hasta varias décadas ya avanzado el xx, se denigraba del darwinismo en muchas partes, acusándolo de que impedía el progreso científico al insistir en formular las preguntas incorrectas. Eran aquellos los días en que la biología estaba encon­ trando su puesto como ciencia respetable. Y para muchos debía estar basada en el laboratorio, no en la recolección de hechos sin sentido; querían que fuera experimental en el sentido más estrecho de la pala­ bra (al igual que -para nuestra vergüenza- la palabra “científico” se toma aún hoy en día). A esta luz, la teoría de Darwin se estigmatizaba por especulativa, inestable, inexacta y, -peor que todo lo demás, porque esto la situaba por completo fuera del ámbito de las cienciasteleológica. La ciencia, proclamaban, ni siquiera debía intentar formular preguntas adaptativas; una descripción precisa de, por ejemplo, los senderos de la bioquímica o de la fisiología era cuanto se necesitaba. Este espíritu se refleja en la influyente historia de la biología de Erik Nordenskióld, escrita durante aquella época, que se destacaba por su hostilidad hacia el darwinismo: Se pregunta: ¿Por qué tiene garras un gato...? [Darwin dice: a] fin de permitirle que sobreviva en la lucha por la existencia... Pero... la cuestión... es absurda... la biología sólo puede luchar por encon­ trar las soluciones bajo las cuales las garras del gato se desarrollan y se usan, pero nada más; aquellos que preguntan más allá dejan de cumplir con los requisitos de Bacon de que debemos “formularle a la naturaleza preguntas justas”. Pero Darwin y sus contemporáneos se pasan formulándole a la naturaleza preguntas erradas. (Nordenskióld 1929, pág. 482).

Fueron estas preguntas teleológicas darwinistas, se quejaba Nordens­ kióld, las que “no en pequeño grado contribuyeron a que la biología tardara en convertirse en ciencia exacta” (Nordenskióld 1929, pág. 471). No hay necesidad, por ejemplo, nos informa Nordenskióld, de recurrir a una especulación como la teoría darwinista de la selección sexual para explicar por qué los machos son adornados y no discriminadores, mientras las hembras son poco agraciadas y muy selecti­ vas. La respuesta es “la secreción interna y la conexión de los caracteres sexuales secundarios con ella; tanto la coloración sexual como los

juegos del apareamiento tienen su explicación en esto” (Nordenskióld 1929, pág. 474). En otras palabras, la explicación de por qué los ma­ chos y las hembras difieren es porque tienen hormonas diferentes, y eso es todo. Pregunte por qué tienen diferentes hormonas, y se estará metiendo en teleología. La misma actitud -es más, el mismo ejem­ plo- repunta en la historia de la biología de Emanuel Rádl, también de aquel período y también poco simpatizante del darwinismo: Cuando Darwin analiza la belleza animal, casi todo el tiempo se refiere a... características sexuales secundarias; sin embargo, algunos biólogos piensan que éstas se deben exclusivamente a la influencia de las glándulas sexuales primarias. Creen que el desarrollo del color, las marcas, la cornamenta, los cachos y otros adornos típicamente “masculinos” se deben a las secreciones de las glándulas masculinas, y que estas glándulas también inhiben el desarrollo de las correspon­ dientes cualidades en las hembras. Las glándulas femeninas tienen exactamente el efecto opuesto (Rádl 1930, págs. 105-6). Nordenskióld compara el darwinismo con el estudio de la herencia, su modelo para una buena ciencia: La herencia ha sido el campo de investigación más popular de la época... Por cierto, a la selección natural la siguen conservando en principio algunos estudiosos de la herencia pero, en realidad, el fe­ nómeno no es de importancia práctica; no puede observarse y por tanto no es posible introducirlo como tema de investigación basada en observaciones exactas... por la misma razón que ella [la investiga­ ción hereditaria] se ha convertido en ciencia exacta no ha sido capaz de seguir al viejo darwinismo en sus especulaciones, pero lo que se pudo haber perdido en cuanto a concepción general de la vida, sin duda se ha ganado en la manera de concentrarse sobre hechos y resultados confiables (Nordenskióld 1929, pág. 594). La historia de la biología de Charles Singer, también de aquella épo­ ca, exhibe las mismas impresiones: el elemento de “azar” en el esque­ ma de Darwin no era sino una teleología velada. La selección natural había sido elevada al rango de “causa” y la ciencia tenía que ver no con causas sino con condiciones. Darwin se estaba basando en el “qui­ zás” y el “tal vez”, y no en cosas vistas y probadas (Singer 1931, pág. 305; véase también pág. 548). Singer, dicho sea de paso, fue aconseja­

do por Thomas Hunt Morgan (Singer 1931, pág. ix) quien, aunque por aquella época era un importante darwinista y mendeliano autoproclamado, no se había despojado de sus concepciones erró­ neas anteriores sobre la selección natural y la teleología: “es claro que nunca se sintió cómodo con la idea de selección... el concepto, y tal vez el mismo término ‘selección’ lo molestaba; sonaba como con un propósito; y, con su fuerte repugnancia por el pensamiento teleológico, Morgan reaccionaba contra la idea de propósitos en la teoría evolu­ cionista” (Alien 1978, pág. 314; véase también págs. 115-16,314-16), o, más bien, con lo que tomaba como la idea de propósito. El célebre etólogo Niko Tinbergen, estudiante en aquella época, recordó cómo fue acosado por haber tenido la temeridad de formu­ lar una pregunta adaptativa: En la era posdarwinista se dio una reacción contra la aceptación acrítica de la teoría de la selección que llegó a su clímax en los grandes tiempos de la anatomía comparada, y que todavía afecta a muchos biólogos de inclinaciones fisiológicas. Era una reacción contra el hábito de hacer adivinanzas poco críticas con relación al valor de la supervivencia, - de la función-, de los procesos y de las estructuras de la vida. Esta reacción, aunque sana en sí misma, no dio como resultado (como se podría esperar) un intento de mejorar los mé­ todos de estudio del valor de la supervivencia. En lugar de ello se deterioró, convirtiéndose en una falta de interés por el problema, uno de los asuntos más deplorables que le pueden suceder a la cien­ cia. Peor aún, incluso se convirtió en una actitud de intolerancia: hasta preguntarse por el valor de supervivencia se consideraba no científico. Aún recuerdo lo perplejo que me sentí cuando uno de mis profesores de zoología me despachó en el momento en que traje el asuntó del valor de la supervivencia después de que él hubo pregun­ tado: “ ¿alguien tiene alguna idea de por qué los pájaros se unen en bandadas más densas cuando los ataca un ave de rapiña?” (Tinbergen 1963, pág. 417)-

Tal como veremos cuando le demos una mirada a las explicaciones adaptativas, aun hoy en día el espíritu de aquel profesor no está des­ cansando. Se puede entender quizá que los científicos e historiadores hu­ bieran tenido tales concepciones de la ciencia en un período en que la biología aspiraba a llegar a un escaño más elevado, mirando hacia

arriba a la física. El tema se regocijaba, no sólo de su nueva posición sino también de su genuino progreso hacia mundos que hasta ahora según la frase de Darwin eran “del todo ignotos”. Lo que es menos comprensible es que la empresa darwinista hubiese sido tan mal in­ terpretada que la hubieran echado al cesto de la basura de lo no cien­ tífico. Esto hace que surja la sospecha de que fue la repugnancia hacia el darwinismo lo que se dio primero; el positivismo mal encaminado que se supone llevó a su rechazo, en realidad fue una metodología que no era más que un barniz. Y hablando de metodología falsa, Nordenskióld y otros, que citaban la pesada autoridad de Bacon en su apoyo, estaban desenfocados por completo. Ellos tomaban su ata­ que a las causas finales en el sentido de que abarcaban las explicacio­ nes adaptativas del darwinismo. Pero Bacon condenaba “lo que con­ sideraba genuinas causas finales, aquellas que están en esencia co­ nectadas con un propósito consciente, bien fuera el de Dios o el de la mente humana”. Es muy probable que tales explicaciones, objetaba Bacon, fueran estériles, así como lo mostraba el ejemplo de Aristóteles (Urbach 1987, pág. 102; véase también págs. 100-2). Las críticas de Bacon se aplicaban en realidad a la clase de explicación que, como lo hemos visto, era típica de la historia natural predarwinista y algunas veces también a sus rivales más tardíos, pero deja incólumes las ex­ plicaciones darwinistas, como Bacon seguramente lo hubiese reco­ nocido. Invocar a Bacon en contra de las explicaciones de la selección natural está tan fuera de lugar que sugiere una mala comprensión, en lo fundamental, de lo que en realidad eran tales explicaciones. Esto trae a la mente un comentario hecho por el reconocido genetista norteamericano H. J. Muller, en un contexto un poco diferente, so­ bre su antiguo profesor Thomas Hunt Morgan y otros antidarwinistas de la época: “nos parece a nosotros como si él, por alguna razón, no fuera capaz de entender la selección natural. Tenía un bloqueo men­ tal muy común en aquellos días”. (Alien 1978, pág. 308) Hemos visto las razones por las que el darwinismo tenía en 1859, y todavía hoy, la mejor explicación de por qué los seres vivos son como son, no sólo -com o resultó ser-, en este planeta, sino en cual­ quier mundo que se parezca al nuestro en varios aspectos fundamen­ tales. Desde 1859, el legado de Darwin y Wallace ha sufrido un gran número de transformaciones importantes. Las más recientes y una de las más dramáticas, ha sido la transición del darwinismo clásico al moderno. Y es hacia esta última transformación hacia donde nos di­ rigiremos en estos momentos.

Anticipaciones de cosas pasadas Durante las últimas décadas la teoría darwinista ha sufrido un cam­ bio revolucionario. Esta revolución combina dos nuevas maneras de pensar. Si bien alguna vez las explicaciones darwinistas se centraban en los organismos individuales y hacían sólo referencia tácita a las unidades hereditarias, las ideas darwinistas nuevas le dan sitio de honor al gen. Y si bien alguna vez el darwinismo se concentraba en las estructuras de los organismos, ahora hay un gran florecimiento del estudio de su comportamiento, sobre todo su comportamiento social y los esquemas y estratagemas que son parte de su dotación evolutiva. Consideremos dos de las ilustraciones favoritas de Darwin sobre el funcionamiento de la selección natural: la adaptación precisa del pájaro carpintero y de su lengua para una alimentación especializada, y las plumillas elegantes por medio de las cuales algunas semillas viajan hasta con las brisas más suaves (v. gr. Darwin 1859, págs. 3, 60-1; Darwin y Wallace 1858, págs. 94,97; Darwin, F. 1892, pág. 42; Peckham 1959, pág. 375). Tales casos son típicos del darwinismo clá­ sico, el enfoque cuyo epítome son Origin y Darwinism de Wallace. Éste tiene que ver más que todo con estructuras y con aquellas que les ayudan a quienes las poseen a su propia supervivencia o ala repro­ ducción, al conferirles beneficios a él mismo o a su descendencia. Por el contrario, como lo vería el darwinismo moderno, este mismo pájaro carpintero o la semilla podrían ser considerados chantajistas desalmados o calculadores, expertos tácticos cuyo comportamiento varía dependiendo del de los demás, alguien que sistemáticamente explota a sus vecinos o, por el contrario, se pone a su servicio aun en detrimento de sus propias oportunidades de supervivencia o repro­ ducción. Se ha sostenido que este darwinismo es una teoría fundamental­ mente diferente de aquella a la que ha desplazado, y que las dos son incompatibles (v. gr. Sahlins 1976). Pero, como veremos, la transfor­ mación del pensamiento darwinista es un desarrollo de lo que había antes, una ampliación en su alcance. Comparada con el darwinismo de hoy, la teoría clásica es restringida; sin embargo, se anticipa a los puntos de vista modernos: “ la teoría de Darwin tiene ciertas conse-

EL

V I E J O

Y

EL

N U E V O

D A R W I N I S M O

Dos adaptaciones que deleitaban a Darwin:

La estructura... del pájaro carpintero con sus patas, cola, pico y lengua adaptadas de manera tan admirable para atrapar los insectos que están debajo de la corteza de los árboles. (Darwin, El origen) La lengua del pájaro carpintero está a menudo cubierta por una sustancia viscosa y espinosa; en el Celeus flavescens, el Veniliornis olivinus y el Dryocopus lineatus tiene de cuatro a seis espinas. La lengua puede salir a un tamaño sorprendente, con la ayuda de huesos o “ cuernos” largos y flexibles, los cuernos terminan en diferentes lugares en las diversas especies, en algunos casos (como en el Picoides villosus, Hemicircus concretas y el H. canente) rodean el cráneo por la parte superior y le dan la vuelta a la cuenca del ojo derecho.

pájaro carpintero

Las semillas... traen alas y plumillas, tan diversificadas en la forma y elegan­ tes en la estructura que pueden ser transportadas por cualquier brisa. (Darwin, El origen) Un escrutinio con el microscopio electrónico revela mundos que Darwin no podía sino adivinar. Ésta es una imagen, aumentada veces, de los flósculos que se encuentran en el fondo de un diente de león (Taraxacum

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officinale).

cuencias implícitas que se siguen lógicamente, y que sólo hasta hace poco fueron advertidas” (Dawkins 1978a, pág. 710). No obstante las defensas nostálgicas del verdadero “darwinismo de Darwin” (v. gr. Sahlins 1976, págs. 71-91), si el darwinismo clásico hubiera dejado de bosquejar los desarrollos modernos, entonces habría carecido del impresionante poder explicativo que ha logrado exhibir por más de un siglo. Mencione a la mayor parte de los darwinistas que ha habido un cambio revolucionario reciente en el darwinismo y de inmediato pen­ sarán en la síntesis moderna de la biología evolucionista, que ocurrió aproximadamente entre 1930 y 1950. Aquella revolución fortificó la teoría darwinista con la genética mendeliana y mostró en detalle cómo esta poderosa combinación podría explicar la variación y la distribu­ ción geográfica de las poblaciones naturales, el origen de especies nuevas y la historia de la vida en la Tierra, tal como se revelan en el registro fósil. Era un avance colosal en la teoría darwinista. Omitir su análisis no es despreciarla. Pero la mayor parte de los aspectos de esta revolución son bien reconocidos y han sido extensamente documen­ tados y analizados. La revolución que nos concierne aquí desarrolla en algunos aspectos el trabajo de la síntesis moderna y en otros tiene afinidades más fuertes con el pensamiento darwinista primitivo. Por una parte, extiende la síntesis moderna a áreas descuidadas y hace explícitas algunas ideas que esbozó. He situado esta revolución reciente en las últimas décadas -m ás o menos en la mitad de los años 60-, porque éste fue el período de su mayor impacto. Pero esta ma­ nera de pensar ya había sido anticipada hasta un grado notable en dos de los libros clásicos de la síntesis moderna, R. A. Fisher, el autor de The Genetical Theory o f Natural Selection (1930) y J. B. S. Haldane, el autor de The Causes o f Evolution (1932), y en el trabajo de Sewall Wright, publicado al fin como Evolution and the Genetics ofPopulations (1968-78). Por qué este aspecto particular del trabajo de aquellos hom­ bres no fue más ampliamente aceptado es algo que yo no compren­ do. Veremos que la teoría darwinista se podría haber ahorrado varios desvíos que no llevaron a nada si su contribución hubiera sido apre­ ciada en todo su valor. De hecho, les correspondió a las generaciones posteriores darse cuenta del potencial de estas ideas. Por otra parte, veremos que también hay una continuidad entre esta última revolución y el darwinismo clásico, que es independiente de la síntesis moderna. En lo que atañe a esta progresión, las limita­ ciones del darwinismo clásico no surgen de la falta de herramientas

R. A. Fisher en 1952, con su calculadora de mesa, en Whittingehame Lodge, la residencia oficial de la cátedra Arthur Balfour de genética en Cambridge.

matemáticas o una adecuada teoría de la herencia. Aunque en ambos frentes se necesitaron desarrollos esenciales para darle el poder total de la posición moderna, el pensamiento informal centrado en los genes y en la estrategia no requieren de ninguno de los dos. Dado que hay una continuidad entre el pensamiento reciente y el clásico, los nuevos desarrollos nos ayudan a entender la naturaleza del darwinismo clásico y, en particular, sus limitaciones. Uno puede usar la imagen retrospectiva que proporciona el punto de vista actual, para seleccionar los elementos más importantes del enfoque clásico.

J. B. S. Haldane en 1948, dando una conferencia en el University College, de Londres. John Maynard Smith, que por aquella época era estudiante de pregrado dice que la foto le fue tomada por un compañero suyo> con “ riesgo de muerte”.

Tomando los dos principios rectores del darwinismo moderno -su centro en torno al gen y su inclinación estratégica- veremos exacta­ mente cómo y por qué fue diferente el darwinismo clásico. (Las ca­ racterísticas principales del darwinismo moderno se analizan bien en varios libros recientes. El influyente Adaptation and Natural Selection de George C. Williams ofrece una comprensión aguda (William 1966), The Selfish Geney The Blind Watchmakerde Richard Dawkins’ son clásicos (Dawkins 1976,1986); TheProblems of Evolution de Mark Ridley también es una buena fuente (Ridley 1985); en cuanto al comportamiento animal véase el excelente texto editado por J. R. Krebs and N. B. Davies, Behaviourál Ecology (Krebs y Davies 1978,2a ed.); para la idea del fenotipo extendido, que examinaremos más ade­ lante en este capítulo, véase a Dawkins 1976, segunda edición., págs. 234-66,1982; para las nociones de la teoría del juego y las estrategias evolutivamente estables, que también tocaremos en este capítulo, véase a Dawkins 1980; Maynard Smith 1978b, 1978c, 1982,1984; Parker 1984). Me concentraré en las primeras décadas de la teoría darwinista, en particular en los propios escritos de Darwin, por ser representativos del enfoque clásico. Con esto no sugiero que el darwinismo se quedara estático durante medio siglo o más. Pero mostraremos los desarrollos subsiguientes cuando tratemos la selección sexual y el altruismo. Asombra el poco cambio que se dio durante aquella época en las partes de la teoría que en tiempos recientes se han transformado en forma tan radical. Hay una dificultad evidente al mostrar que una posición no se sostiene. Los ejemplos negativos no son muy llamativos e inclusive producen la sospecha de que la visión que falta sí había sido expresa­ da, aunque quizás de manera regular en otro sitio. Una solución que adoptaré será escoger como casos ilustrativos los bien conocidos del darwinismo clásico, que para los darwinistas modernos son los prin­ cipales candidatos para la explicación estratégica o centrada en los genes. Otra será explicar cómo pudo el darwinismo clásico ser tan exitoso no obstante sus restricciones. Y la tercera será traer a la luz, en el caso del pensamiento estratégico, algunas de las razones de fondo que explican por qué el darwinismo clásico adoptaba una orientación tan diferente. Primero, sin embargo, permítanme anticiparme a los murmullos de desacuerdo que ya puedo oír en el fondo. De ninguna manera aceptarán todos los darwinistas modernos mi caracterización. Pero

estoy analizando una teoría, no la manera como los individuos han escogido interpretarla. Uno debe distinguir entre los logros funda­ mentales de una teoría (lo que ella realmente dice) y cómo la ven algunos practicantes (lo que se dice acerca de ella). Yo me entiendo con lo primero. Del organismo al gen Después de 40 años monsieur Jourdain descubrió que todo el tiempo había estado hablando en prosa y nunca se había dado cuenta de ello. Después de un siglo, el darwinismo moderno descubrió que la teoría darwinista había estado hablando sobre genes - o al menos, unidades hereditarias- todo el tiempo y había sido totalmente incons­ ciente del hecho. Aunque el darwinismo clásico analiza el funciona­ miento de la selección natural desde el punto de vista de organismos particulares y sus descendientes, la idea de que la selección natural trata en últimas de replicadores más que de los organismos qué los alojan, obviamente acecha en alguna parte, en el interior de este punto de vista centrado en el organismo; al fin y al cabo, en esto consiste en realidad el éxito reproductivo. Hoy en día el darwinismo retoma este punto de vista. Y desde allí descubre un tesoro de implicaciones hasta ahora no reconocidas y muy fructíferas por cierto. La teoría darwinista moderna tiene que ver con genes y con sus efectos fenotípicos. Los genes no se presentan desnudos al escrutinio de la selección natural. Presentan colas, piel, músculos, conchas; exhiben la habilidad de correr de prisa, de estar bien camuflados, de atraer a un macho, de construir un buen nido. Las diferencias en los genes dan lugar a diferencias en estos ejemplos fenotípicos. La selec­ ción natural actúa sobre las diferencias fenotípicas y por tanto sobre los genes. Así, los genes llegan a estar representados por generaciones sucesivas en proporción al valor selectivo de sus efectos fenotípicos. En este punto debo hacer énfasis en que una expresión como “un gen para ojos verdes” no se refiere a uno en particular que se puede traducir y da ojos verdes. Es sobre diferencias. Las palabras específicas de una receta para un bizcocho no se traducen en pedazos de bizcocho. Pero una diferencia de una sola palabra en una receta -limón o vaini­ lla- sí hace diferencia entre dos clases de bizcocho. De manera similar, los genes particulares no se traducen en pedazos específicos del cuerpo. Pero diferentes genotipos identificables sí corresponden a diferentes fenotipos identificables. Este punto es importante porque

expresiones como “genes para ojos verdes” (que empleo a lo largo de todo este libro) se han tomado por lo general en el sentido de que adoptan un modelo burdo de un gen especial para un efecto fenotípico dado o que plantean la existencia de genes específicos sin un átomo de evidencia. Un gen puede tener un sinnúmero de efectos fenotípicos, cada uno de los cuales puede tener un valor selectivo neutro, negativo ó positivo. Es el valor selectivo neto de los efectos fenotípicos de un gen lo que determina su destino. Cuando hablamos del gen de los ojos ver­ des estamos seleccionando sólo una propiedad a partir de sus efectos. Pero las diferencias entre genes que producen ojos verdes en lugar de cafés también pueden producir toda suerte de cosas diferentes, por ejemplo uñas más delgadas en los dedos de los pies, brazos y piernas más largos y un mentón más corto. Darwin advirtió que estas “co­ rrelaciones de crecimiento”, como se llamaban, podrían ser bastan­ te caprichosas: así, los gatos de ojos azules son siempre sordos...; los perros sin pelo tienen dientes imperfectos...; las palomas con plumas en las patas tienen piel entre los dedos (Darwin 1859, págs 11-12). Tendemos a no advertir los casos caprichosos. Pero los efectos pleiotrópicos, como se llaman ahora, son la norma. Desde un punto de vista del gen del ojo, los fenotipos no están divididos a la perfección en adaptaciones y sus efectos secundarios. Hay simplemente varios efectos fenotípicos, y las adaptaciones son el caso especial en el cual su ventaja total supera a su costo total. Y los costos de una adaptación tal como la del ojo no son meramente los de construir protema o elaborar pigmento, o utilizar vitamina A; son también los costos de los efectos fenotípicos acompañantes. Así, la selección natural actúa sobre los genes a través de la retroalimentación de los efectos fenotípicos. Casi siempre pensamos que los efectos fenotípicos se manifiestan en los organismos que alojan al gen. Pero tal como lo ha sostenido Richard Dawkins, uno de los más importantes arquitectos de la revolución reciente, no tenemos que detenernos ahí: el darwinismo podría de manera muy natural y persuasiva - y además fructífera- extender la idea de un fenotipo. Consideremos el nido de un pájaro. Con mucha facilidad acepta­ mos que el pico con el que éste recogió el material es un efecto feno­ típico de los genes para la construcción de nidos. Exactamente de la misma manera, se puede considerar el nido como un efecto fenotípico de los genes para la construcción de nidos. La diferencia radica sólo en que en el caso del nido los efectos fenotípicos se extienden más

allá del cuerpo del pájaro. Entonces, podemos pensar en el nido como un fenotipo extendido, pero fenotipo de todas maneras. Los fenotipos extendidos no necesariamente se reducen a los ar­ tefactos: a ser el nido de un pájaro, la tela de una araña o la represa de un castor. Por lo general pensamos que el control genético del com­ portamiento de un organismo surge de los genes de su propio cuerpo. Pero, en principio, no hay razón por la cual un organismo no pudie­ se explotar el sistema nervioso, el poder muscular y el potencial del comportamiento de otro organismo ya listo, de la misma manera como utiliza su proteína ya lista, sus vitaminas o sus minerales. La selección natural favorecería a los genes que pudiesen manipular con éxito el comportamiento de otro organismo para su propio beneficio. Tal manipulación de un organismo por otro podría mirarse como un efecto fenotípico extendido de genes manipuladores. Tomemos el ejemplo de los parásitos. Tradicionalmente se ha pensado que sólo se limitan a almorzar gratis, que no tienen que ayudar a cocinar el menú. Cualquier efecto que estos huéspedes no invitados hayan tenido en los anfitriones han sido vistos como efectos secundarios no buscados, a causa de la depredación de los parásitos. Pero algunas veces los orga­ nismos parasitados se comportan de una manera que no es buena para ellos pero sí para los parásitos. Este llamativo hecho indica que puede estar en escena la manipulación: Uno de los recursos literarios más conocidos en la ciencia ficción son los parásitos extraterrestres que invaden a un anfitrión humano, forzándolo a hacer lo que le ordenen mientras se multiplican y se diseminan en otros desventurados terrícolas. Sin embargo, la noción de que un parásito puede alterar el comportamiento de otro organis­ mo no es mera ficción. El fenómeno no es ni siquiera escaso. Sólo se necesita mirar un lago, un campo, o un bosque para encontrarlo (Moore 1984, pág. 82).

Miremos un lago típico y podemos ver al Gammarus y otros ma­ riscos de “agua dulce”, estrictamente no camarones sino crustáceos anfípodos. El comportamiento de estos anfípodos cambia rápida­ mente cuando tienen parásitos. Entre esos parásitos se encuentran tres tipos de acantocéfalos o “lombrices con espinas en la cabeza” : Polimorphus paradoxus, P. marilis y Coryrosoma constrictum (Bethel y Holmes 1973 , 1974 , 1977; véase también Dawkins 1990, Holmes y Bethel 1972 ; Moore 1984 , págs. 82 - 5 , 89 , Moore 1984 a; Moore y

La arquitectura de los tilonorrincos Los cuerpos de los pájaros son fenotipos. Los nidos y emparrados de los pájaros se pueden considerar fenotipos extendidos. Las construcciones de los tilonorrincos machos van desde desbroces con pocos ornamentos hasta enramados con decoraciones complejas. Estas construcciones son tan características de una especie de pájaros como su propio cuerpo.

Gotelli 1 9 9 0 ). Los anfípodos no infectados se alejan de la luz y evitan la superficie del agua. Si los perturban, de inmediato se sumergen, desapareciendo en las turbias profundidades y ocultándose bajo la seguridad del pantano. Cuando están parasitados, empero, se vuelven menos evasivos y más inquietos. Y si están infestados de P. paradoxus se mueven hacia la luz de la superficie y al tocarlos se encierran te­ nazmente en la vegetación o en cualquier otra cosa que los haya perturbado, o, si no logran aferrarse a nada, nadan en la superficie del lago, creando un disturbio conspicuo hasta que encuentran algún objeto al cual agarrarse; todo esto los convierte en blanco fácil de depredadores que se alimentan de seres que se encuentran en la su­ perficie, en particular los ánades, los castores y las ratas almizcleras. Los anfípodos infestados con P. m arilis se mueven hacia la luz, pero

W. D. Hamilton en 1986, en la Conferencia sobre estrategias óptimas y estruc­ tura social, en Kyoto.

no llegan hasta la superficie; se hacen más vulnerables a los patos que se zambullen, coquineros notablemente inferiores. Y los anfípodos que son anfitriones de C. constHctum se mueven hacia la luz de la superficie; allí más de la mitad se zambullen al ser perturbados y los otros se mantienen en el lugar, para ser presa tanto de los patos que se sumergen y de los que se alimentan de seres en la superficie. ¿A qué se debe este comportamiento suicida? ¿Y por qué cometer suicidio de tres modos diferentes? Hay una clave ominosa: esos tres grupos de depredadores son los próximos anfitriones en los ciclos de vida de

nuestras tres especies de acantocéfalos. Los ánades, los castores y las ratas almizcleras son los anfitriones del P. Paradoxus, los coquineros, del P. amarilis, y tanto los ánades como los coquineros, del C. constrictum. Hay una razón adicional: los anfípodos sufren sus imprevistos cambios hasta que los invasores de cabezas espinosas están dispuestos para seguir donde sus próximos anfitriones. Parece, entonces, que los parásitos manipulan los cuerpos de sus anfitriones para sus pro­ pios fines adaptativos. El comportamiento de los anfípodos puede ser considerado como el efecto fenotípico extendido de los genes manipuladores de los gusanos. “ ¿Por qué meter a los genes?”, podría uno preguntarse. “ ¿Por qué no limitarse a decir que los acantocéfalos están manipulando a los anfípodos?” Pero es que no he sido yo quien ha metido los genes en esto, es la selección natural. Los genes tienen que estar involucrados porque estamos hablando de adaptación darwinista. Lo que sucede es simplemente que este efecto fenotípico de los genes se muestra (al menos para nosotros) de modo tan patente en el comportamiento de los anfípodos como en el de quienes los llevan, los gusanos de cabeza espinosa. La manipulación fenotípica extendida no es de ninguna manera monopolio de los parásitos. Veremos esto cuando examine­ mos la selección natural y el altruismo. Lo que importa aquí es cómo difiere esta perspectiva de la del darwinismo de los primeros cien años. El darwinismo clásico tiene que ver con la manera como las adapta­ ciones son ventajosas para quien las porta o para su descendencia. Los fenotipos extendidos nos recuerdan que el darwinismo moderno ha transformado aquella máxima: “el comportamiento de un animal tiende a maximizar la supervivencia de los genes ‘para’ este Compor­ tamiento, estén éstos o no en el cuerpo del animal particular que lo lleva a cabo” (Dawkins 1982, pág. 233). Una vez que miramos la selección natural como algo que actúa no sobre organismos individuales que son conjuntos armoniosos sino sobre los efectos fenotípicos de sus genes, egoístas y manipuladores, nos abrimos a la posibilidad de conflictos de intereses entre genes que comparten un cuerpo. El darwinismo centrado en el organismo daba la armonía por sentada. Al cuestionar esta presuposición, el darwinismo moderno ha producido ideas que alguna vez hubieran parecido completamente locas. Tomemos por ejemplo el fenómeno de los genes bandoleros. Son éstos, genes que tienen efectos fenotí­ picos que favorecen su propia selección, pero que son deletéreos para la mayor parte de los otros genes del genoma (la totalidad de los genes

alojados en el organismo). Consideremos ahora el así llamado distorsionador de segregación, un gen que tiene el efecto fenotípico de influir sobre la meiosis (la división celular durante la formación de las células sexuales), de manera que tiene más del 50% de las proba­ bilidades mendelianas de terminar en una célula sexual (esperma u óvulo). Un gen que manipule la meiosis de este modo, siempre y cuan­ do todo lo demás sea igual, tenderá a verse favorecido por la selección natural. También podría tener efectos fenotípicos que fueran en de­ trimento del resto de genoma. De hecho, es muy posible que los tenga: la mayor parte de las mutaciones nuevas tienen efectos pleiotrópicos, y la mayor parte de los efectos de las nuevas mutaciones son deletéreos. En tal caso, un distorsionador de segregación sería un gen bandolero, que se diseminaría a través de la población a pesar del efecto dafiino sobre otros genes. Nos hemos alejado mucho de la visión centrada en el organismo del darwinismo clásico, un darwinismo que trata de la supervivencia y reproducción de individuos. De hecho, al mirar hacia atrás uno se maravilla de cómo un enfoque tan diferente del centrado en el gen podía estar más o menos de acuerdo con éste en una gama tan amplia de explicaciones, Al fin y al cabo el darwinismo no sigue esperando que los intereses de todos los genes de un organismo coincidan. Y el darwinismo centrado en el gen ha tenido un gran éxito pues ha re­ suelto problemas que anteriormente habían demostrado ser difíciles de rastrear y abrió nuevos asuntos y maneras fructíferas de tratarlos. Entonces, ¿cómo pudo una teoría centrada en el organismo, depen­ diente del planteamiento del interés del individuo, tener un éxito tan grande durante tanto tiempo? La respuesta, en pocas palabras, es que es una buena aproxima­ ción; aun para un gen egoísta, una estrategia exitosa tiene muchas probabilidades de promover la supervivencia y reproducción del or­ ganismo que lo aloja. Una gran parte del trabajo de la selección natural lo hace el indi­ viduo que se esfuerza por mantenerse vivo, dejar descendientes y cuidar de ellos. Esto está lejos de caracterizar de modo adecuado la gama completa de las actividades de la selección natural, pero sí cap­ ta más o menos bien una enorme porción de ellas. La supervivencia del individuo no es asunto despreciable ni siquiera desde un punto de vista centrado en el gen. Al fin y al cabo, aun si se considera el organismo como nada más que el vehículo de sus genes, éste debe ser

bueno para la carretera. De manera que en el caso de los diversos genes en un genoma, es probable que todos salgan beneficiados la mayor parte del tiempo por la supervivencia del individuo. Y lo que es más, los genes se seleccionan no en aislamiento sino contra el fondo de los otros del mismo paquete (pool); así, hasta cierto punto son seleccionados por su compatibilidad con los otros con los que com­ parten un cuerpo. De manera que, no obstante que haya saboteadores como los genes bandoleros, en cuanto atañe a la supervivencia indi­ vidual, el darwinismo casi nunca necesita explicar tales conflictos de interés. En cuanto a la reproducción, uno esperaría que la teoría clá­ sica se aproximara al punto de vista centrado en el gen porque en la idea de reproducción hay implícita obviamente una idea relacionada con el replicador. Al fin y al cabo, en poblaciones que se reproducen sexualmente los organismos no reproducen facsímiles perfectos de sí mismos. Más importante, ningún organismo, sexual o asexual, lo hace; ¿como podría hacerlo a menos que sus descendientes heredaran sus características adquiridas? El darwinismo clásico reconoce que la selección natural requiere de la reproducción, no de individuos idén­ ticos sino de características; no de un pájaro carpintero idéntico, sino de su bien adaptado pico. En cuanto a cuidar de la descendencia, éste es meramente un caso especial de lo que ahora se reconoce como un principio más general de selección de parentesco, -e l principio de que la selección natural puede favorecer el acto de un organismo que presta ayuda a sus parientes-. En razón de que el cuidado parental es, por mucho, el caso más común, el darwinismo clásico pudo com­ prender una gran porción de la esfera de la selección de parentesco, aunque su aplicación fuera tan restringida. En términos generales, hay buenas razones para esperar que del egoísmo surja la armonía, individuos armoniosos de genes egoístas. Todos los genes tienen que pasar a través del istmo de la reproducción. Y esto engendra un interés común: Si todos los replicadores “supieran” que su única esperanza de llegar a la nueva generación es por medio del cuello de botella orto­ doxo de la reproducción individual, todos tendrían los mismos “in­ tereses sinceros” : la supervivencia del cuerpo compartido hasta la edad reproductiva, el cortejo exitoso y la reproducción del cuerpo compartido, y un resultado exitoso de la empresa paterna del cuerpo compartido. Un interés inteligente en sí mismo desanima el bandidaje

pues todos los replicadores tienen el mismo interés en la reproduc­ ción normal del mismo cuerpo compartido. (Dawkins 1982, págs. 134-5)

Gran parte del tiempo, entonces, la idea del interés del individuo y de su descendencia le dará una aproximación buena y trabajable al punto de vista con la mira en el gen. Ésta es la razón por la cual, a pesar de estar restringido a los organismos, el darwinismo clásico pudo llegar tan impresionantemente lejos. Estructuras para estrategas Dos paseantes canadienses se sorprendieron al encontrar que un oso gris venía tras ellos. De inmediato se echaron a correr, y el oso a perseguirlos. De pronto, uno de ellos se detuvo, buscó frenético su morral y se puso zapatillas especiales para correr. “No se te estará ocurriendo pensar que vas a poder correr más rápido que el oso -dijo, jadeando, su atónito compañero-. No, pero me ayudará a ganarte a ti, -fue la réplica del otro.” El corredor que tiene el verdadero espíritu de estratega darwinista moderno piensa en respuestas comportamentales, no solamente en la habilidad para correr; evalúa los costos de hacer una pausa para cambiarse, contra los beneficios de correr con más velocidad; consi­ dera una gama de estrategias y escoge una de ellas; decide sobre una estrategia a la luz no sólo de cómo actúa el oso sino de lo que los otros como él hacen, y selecciona una estrategia que es “egoísta”, y que lo beneficia, independientemente del costo para los demás. El desarrollo del pensamiento estratégico ha dado dos giros muy importantes a partir del darwinismo clásico: el primero, un punto d e« vista de las adaptaciones más consciente de sus costos y menos alégre sobre sus beneficios, y, segundo, un énfasis mayor en el comportamien­ to, en particular el social. Los estrategas en este caso, por supuesto, no son corredores, ni corceles o canarios: son genes. Comencemos con la transformación en la manera de ver las adap­ taciones. El darwinismo clásico está muy bien afinado para detectar las ventajas de las adaptaciones, pero más bien mal para tener en cuen­ ta sus costos. El darwinismo moderno es más consciente de los costos y menos de los beneficios de las adaptaciones; es más rápido para apreciar los sacrificios con que se producen adaptaciones y adopta una visión más atenuada y menos alegre de los beneficios adaptativos.

Hoy en día se piensa que la selección natural escudriña una gam a de posibilidades y escoge la opción óptima dentro de las limitaciones dadas. Los costos vienen incorporados, como parte de la selección final, porque adaptación implica trueque; ella resulta de un balance entre exigencias competitivas y por éstas hay que pagar un costo. Los costos incluyen gasto de materiales, energía y tiempo, otros cambios en el organismo, costos de oportunidad y quizás una degradación del ambiente. De modo que una adaptación trae pérdidas detrás de sí. El darwinismo clásico miraba las adaptaciones más como benefi­ cios perfectos que como un compromiso entre sus ventajas y desven­ tajas. Esto ciertamente incorporaba algunos aspectos del punto de vista moderno, en particular la idea de que las adaptaciones tienen “consecuencias no buscadas” ; hemos mostrado que Darwin hizo ano­ taciones sobre las correlaciones de crecimiento. Sin embargo, por lo general, no daba buena cuenta del precio que debían pagar las adap­ taciones; los costos eran a menudo subestimados, se consideraban naturales más que deletéreos, o se pasaban por alto. En síntesis, para el darwinismo moderno los costos de la adaptación son inevitables; para el clásico son incidentales. ; El fracaso del darwinismo clásico en hacer justicia a los costos fue quizás un legado de la manera de pensar del creacionismo utilitarista, que veía la naturaleza como algo en esencia benigno y se concentraba en los aspectos benéficos de las adaptaciones. Aunque con la llegada del darwinismo la lucha se convirtió en lo más importante y la natu­ raleza se consideraba más despiadada, seguía teniendo rezagos de la insistencia del creacionismo utilitarista en ver las adaptaciones como un bien puro. De tiempo en tiempo las acusaciones de panglossianismo vuelan por los alrededores de los cuarteles darwinistas. En buena medida están fuera de lugar. Pero sobre la cuestión de los costos po­ drían haber sido ciertos. El darwinismo clásico no exhibía la tenden­ cia del doctor Pangloss de ver la perfección en todas las cosas, pero sí algo de su optimismo, su incapacidad de verles el lado malo. Esto se traerá a colación en el análisis de la selección sexual y el altruismo. Aquí voy a tomar sólo un ejemplo. Es más sorprendente porque parece a primera vista ser más un contraejemplo. Es el tra­ tamiento del darwinismo clásico de las adaptaciones “ imperfectas”. Hemos visto que los primeros darwinistas se sentían muy tentados a hacer énfasis sobre las imperfecciones aparentes de las adaptaciones, como evidencia contra el diseño consciente y a favor del funciona­ miento un poco torpe de la selección natural. Tal énfasis parece tener

poco que ver con el fracaso en apreciar los costos. Pero Darwin y sus contemporáneos se preocupaban más por lo inadaptativo que re­ sultaban estas características que con la manera como la selección natural, a pesar de ello, se las arreglaba para mantener los libros de contabilidad balanceados. Para sostener que una característica es adap­ tativa uno debe sugerir cómo podrían los beneficios ser mayores que los costos. Pero para argumentar que un rasgo es imperfecto uno se puede limitar a catalogar las imperfecciones, sin sujetarlas a ningún análisis de costo-beneficio. Una adaptación imperfecta se veía como algo que le quedaba corto a un ideal, no como algo que incurría en costos debido a esta imperfección. Consideremos, por ejemplo, la manera como veían los primeros darwinistas las adaptaciones que no tenían un comportamiento uniforme. Un comportamiento variado en su ejecución o en los resul­ tados se consideraba candidato perfecto para el tratamiento imper­ feccionista. A menudo se explicaba por ejemplo como una adaptación para una respuesta unificada que había evolucionado imperfectamente, o como una regresión casual hacia hábitos ancestrales, o como una variación individual no importante. Tomemos el análisis de Darwin de los hábitos, aparentemente erráticos, de poner huevos de las “avestruces” (ñandús) y de los garrapateros (Molothrus bonariensis) (Darwin 1859, pág. 218; Peckham 1959, págs. 395-6). Trata de mostrar una graduación en el parasitismo de los ñandús -en un extremo-, pasando por los garrapateros, hasta llegar a los instintos parasitarios muy aguzados del cucú europeo (Peckham 1959, págs. 390-6). Éste es un procedimiento darwinista normal; tales graduaciones proporcionan modelos de cómo podría haber actuado la selección natural. Pero es la “ imperfección” desple­ gada a lo largo de esta graduación lo que más interesa a Darwin, por­ que indica que el diseño deliberado no estaba en acción. Los hábitos de los garrapateros están “lejos de ser perfectos” dice (Peckham 1959, pág. 395). Ponen éstos sus huevos en nidos ajenos, en números tan grandes que la mayoría tienen que perderse porque los botan en terre­ no desnudo; y algunas veces empiezan a construir nidos muy inade­ cuados, que no completan ni usan. Tal imperfección, dice Darwin encantado, es suficiente para convertir en evolucionista a cualquier creacionista: “el señor Hudson es un aguerrido opositor de la evolu­ ción, pero parece estar tan impresionado por los instintos imperfectos del Molothrus bonariensis que cita mis palabras y pregunta, ‘¿debemos considerar estos hábitos no como instintos creados o de los que fue­

ron especialmente dotados, sino como pequeñas consecuencias de una ley general, a saber, la transición?’ ” (Peckham 1959, pág. 396). Más que tratar de mostrar cómo compensa la selección natural los daños, Darwin se regocija en desecharlos como una imperfección indigna de un diseñador. El comportamiento del ñandú es igualmente desorganizado e irregular. Varias hembras ponen los huevos en un solo nido, una adaptación, dice Darwin, para manejar el hecho de que ponen un gran número de huevos con dos o tres días de intervalo entre cada uno, lo que haría que la incubación y el cuidado de las crías en un sólo nido fuera difícil. “Sin embargo, este instinto..., como en el caso del Molothrus bonariensis, todavía no ha sido perfeccionado; porque un sorprendente número de huevos quedan regados por toda la planicie, de manera que en un día de caza recogí no menos de veinte huevos perdidos y derrochados” (Peckham 1959, pág. 396; el subrayado es mío). De nuevo, está más interesado en la evidencia de imperfección que en explicar cómo la selección natural podía permi­ tir que el ñandú se desarrollara con hábitos reproductivos tan descui­ dados. Dicho sea de paso, todo este análisis se da en El origen bajo el título de “instinto”, sección que uno podía esperar produjera la cose­ cha más rica de pensamiento estratégico. No debe tenerse la impresión de que el comportamiento variado o la estructura fueran siempre tratados como meras imperfecciones. Aunque necesitaba anotarse puntos imperfeccionistas contra el dise­ ño, Darwin necesitaba explicar aún más las variaciones del modo adaptativo, y al encontrar demasiadas adaptaciones imperfectas podía llegar peligrosamente cerca de meterse un autogol. Después de todo, perder un huevo puede considerarse mala suerte, pero perder muchos podría verse como descuido, más descuido del que la selección natural toleraría. De manera que la variabilidad también se explicaba de modo adaptativo. Veremos en el análisis del altruismo, por ejemplo, que Darwin perseveró en la búsqueda de propósitos adaptativos donde antiguamente se creía que no los había, en el dimorfismo (dos formas diferentes) desplegado por algunas plantas. Pero no hay duda de que los darwinistas tempranos tenían más interés en aprovechar la “im­ perfección” del comportamiento variado que explicarla adaptativamente. En contraste, el darwinismo moderno no sólo no explica la va­ riabilidad como un desliz de la selección natural, sino que insiste en que ésta se puede esperar con frecuencia. Los darwinistas le han diri­ gido recientemente otra mirada al avestruz (esta vez al verdadero aves­

truz africano, Struthio camelus, que se comporta de la misma manera) (Bertram 1979,1979a). Los aparentemente alegres hábitos de poner huevos ya no se ven sólo como una adaptación comportamental im­ perfectamente ejecutada, sino como una selección para comporta­ miento variado. Hay una variedad de maneras de cuidar los huevos; tanto empollarlos (los propios y los ajenos), como no hacerlo, tiene costos y beneficios. Los huevos ajenos pueden servir como amorti­ guador contra la depredación de los propios, por ejemplo; a una hembra sin macho que le ayude a cuidar sus huevos puede irle mejor si encarga la incubación a una hembra apareada, a pesar del riesgo de que la madre putativa acabe por botar los otros en favor de los propios; los costos de construir un nido podrían ser mayores que las desven­ tajas de que otras madres incubaran los huevos propios. El resultado es un destino mixto para los huevos: algunos se empollan, otros pe­ recen. Cuando el darwinismo clásico mira un conjunto de huevos dañados y empollados ve más que todo un instinto imperfecto que apunta a la ausencia de diseño consciente. Para los darwinistas mo­ dernos, la misma mezcla es el resultado de una selección para tácticas mixtas. Un segundo caso en el que los darwinistas se aferraban a las im­ perfecciones pero subestimaban los costos era el del ojo. En su afán de no ser panglossianos, los darwinistas se sentían muy tristes por su aparente perfección; Darwin confesaba que en una época este pensa­ miento le producía escalofrío (Darwin, F. 1887, ii, págs. 273,296). Y es comprensible. Su ingeniería precisa parecía apoyar la doctrina del creacionismo utilitarista de un gran diseñador óptico mucho más que la presuposición darwinista de un trabajo torpe ad hoc. Los darwinistas estaban ansiosos de aprovechar cualquier evidencia de que el ojo no era un instrumento óptico perfecto. Por fortuna la ayuda no pudo haber llegado de fuente más distinguida que el renombrado fisiólogo y físico Helmholtz, quien llegó al rescate de Darwin justo a tiempo de la segunda edición de El origen del hombre: No tenemos... derecho a esperar la perfección absoluta... en una presa modificada a través de la selección natural... Por ejemplo, en ese maravilloso órgano, el ojo humano. Y sabemos que Helmholtz, la mayor autoridad de Europa sobre el tema, dijo acerca del ojo humano que si un óptico le hubiera vendido un instrumento hecho de forma tan descuidada, él se habría sentido completamente justificado para

devolverlo (Darwin 1871, segunda edición., págs. 671-2; véase tam­ bién 1859, pág. 202).

Los darwinistas, entonces, se apresuraban a ver no sólo las ventajas sino también las imperfecciones del ojo. Sin embargo, se demoraban para ver sus costos posibles. Tomemos por ejemplo la explicación de Darwin de por qué los ojos de algunas criaturas que se entierran, como los topos, son rudimentarios o están cubiertos por piel y cuero (Darwin 1859, pág. 137). Darwin acepta que sus ojos estarían sujetos a frecuentes inflamaciones. Y concede que la selección natural podría haber tenido algún papel en desarrollar la protección. Sin embargo, siente él, que el daño no sería tan grave como para que la selección natural llegara hasta cubrir los ojos. Y concluye que es el efecto here­ dado de la reducción gradual por desuso, un mecanismo lamarckiano, el mayor responsable. Desde su punto de vista los ojos de estas cria­ turas no son tanto desventajosos y costosos como subutilizados y neutrales. Dicho sea de paso, sólo cuando los lamarckistas, al avanzar el siglo, trataron de explotar este caso, los darwinistas fueron obliga­ dos a ver que los efectos deletéreos podrían haber sido suficientes para que la selección natural hubiera actuado sola (véase v. gr. Wallace 1893, págs. 655-6). Al tiempo que es más consciente de los costos que el pensamiento clásico, el darwinismo moderno mira también las adaptaciones en una óptica menos benéfica. De acuerdo con el darwinismo clásico una adaptación es una característica que ha sido seleccionada porque es buena para quien la porta o para su descendencia. El darwinismo moderno desafía esta caritativa presuposición. En un enfoque basado en el gen, no sólo son para los organismos sino para los genes para quienes las adaptaciones son “buenas”. El portador de una característica, lejos de ser el beneficiario, puede ser el sujeto de una manipulación egoísta por un gen de otro organismo. De hecho, como lo aprendemos de los genes bandoleros, puede no haber ningún organismo a quien se esté beneficiando. Y lo que es más, la idea misma del beneficio ha cambiado. Habre­ mos de ver esto cuando examinemos las explicaciones modernas de la selección sexual. Aquí tomaré el ejemplo de la estrategia evolutiva­ mente estable (EEE). La EEE es un concepto central en la teoría de juego evolucionista, teoría que ha tomado en préstamo los principios de la teoría matemática de los juegos y la aplica con enorme éxito a

los problemas de la evolución. Imaginemos un conjunto de estrategias disponibles para el individuo en una población; pensemos, en otras palabras, que hay “genes a favor” de una cierta gama específica de modelos de comportamiento alternativos. Por ejemplo, podría haber un conjunto de decisiones de cuándo embestir y cuándo rendirse y batirse en retirada. (Éstas no son, por supuesto, decisiones conscien­ tes; estamos hablando de genes que tienen el efecto fenotípico de hacer que un organismo actúe como si hubiese decidido actuar de aquella manera). Podemos considerar este conjunto estratégico como algo que constituye un juego evolutivo. Una EEE es una “solución” en el sentido de que es una estrategia que no se puede invadir, una estrategia que, si en un momento dado es adoptada por la mayor parte de la población, entonces la selección natural la favorecerá sobre cualquier otra estrategia disponible (a aquellos que siempre la han adoptado les irá mejor que a aquellos que no). Una manera intuitivamente clara (aunque no precisa) de pensar en la EEE es en una estrategia que le va bien contra sí misma. Esto se debe a que a lo largo del tiempo de evolución cualquier estrategia exitosa proliferará en la población. Así pues, tarde o temprano a quien esta estrategia se encontrará con más frecuencia será a ella misma. Entonces, para que no pueda ser invadida, le tiene que ir bien al encontrarse consigo misma. Con el concepto de EEE se da un giro crucial en el énfasis. Tradicionalmente la pregunta más importante acerca de la adapta­ ción era: ¿qué beneficios confiere?, pero la teoría evolutiva del juego le da igual importancia a la pregunta: ¿es evolutivamente estable? y puede ir más allá, dando al traste con la misma noción de “beneficio”. Miremos el juego hipotético del “escorpión” (Dawkins 1980, págs. 336-7). Bajo las condiciones especificadas para este juego, una estra­ tegia de intentar picar al asesino letalmente con nuestro propio último aliento podría convertirse en una EEE. Sin embargo, su comporta­ miento no es benéfico en ninguno de los sentidos que el darwinismo clásico reconocería. En cuanto atañe a su éxito genético o de supervivencia, la retaliación no tiene sentido para el retaliador como individuo. Una vez que ha sido picado está condenado. Vengarse picando no le hace ningún bien. Sin embargo, la retaliación es la estrategia dominante... porque es la EEE. Estamos acabando con la idea de que el comporta­ miento animal debe ser necesariamente interpretado en términos de

beneficio individual. ¿Por qué se vengan los escorpiones? No porque el hacerlo beneficie su salud intrínseca para hacerlo, porque no lo hace. Los escorpiones se vengan porque... [la estrategia] retaliadora es la EEE (Dawkins 1980, pág. 336).

Ahora veamos el segundo modo en el cual el darwinismo clásico está menos estratégicamente centrado que su contraparte moderna: su concentración es en la estructura y hay un descuido relativo del comportamiento, en particular del comportamiento social. Esto pa­ rece ir en contravía de la impresión común que existe sobre el propio trabajo de Darwin. ¿No nos han dicho a menudo que fundó no sólo la ecología (v. gr. Bowler 1984, págs. 151-2; Coleman 1971, págs. 15,57; de Beer 1971, pág. 571; Ghiselin 1974, pág. 26; Kimler 1983, pág. 112; Manier 1978, págs. 82-3; Ospovat 1981) sino también la etología (v. gr. Lorenz 1965, págs. xi-xii; Mayr 1982, pág. 120; Ruse 198, pág. 189)? Es cierto que los escritos de Darwin siempre están atentos a la idea de que el mundo orgánico es en términos generales la parte más importante del entorno de un organismo. Darwin hace repetido én­ fasis en que, excepto en ambientes extremadamente inorgánicos, los demás organismos son fuerzas selectivas más significantes que el clima o la topografía (v. gr. Darwin 1859, págs. 68-9,350,487-8). En­ tonces, los seres orgánicos no están meramente adaptados al medio inorgánico, sino coadaptados el uno al otro. Y por cierto, ve el mundo orgánico como algo bien entrelazado, un mundo en el cual incluso un pequeño cambio en un organismo puede tener consecuencias de largo alcance. Tomemos el ejemplo de la semilla con plumillas una vez más. Ella está adaptada al viento, pero como respuesta a otras plantas: la estructura de todos los cuerpos orgánicos está relacionada de manera más esencial, pero a menudo más oculta, con todos los otros seres orgánicos con los que compite por comida o habitación, que de los que debe escapar, o de los cuales es depredador. Esto es obvio en la estructura de los dientes y las garras del tigre y de las patas y garras de los parásitos que se aferran al cabello del cuerpo del tigre. Pero en la hermosa semilla con plumillas, del diente de león..., la relación parece al comienzo confinada al [elemento]... del aire... Sin embar­ go, la ventaja de la semilla con plumillas sin duda alguna se relaciona estrechamente con el hecho de que la tierra ya está cubierta palmo a

palmo por otras plantas; así, las semillas deben viajar grandes dis­ tancias para caer en terrero no ocupado (Darwin 1859, pág. 77).

Tales percepciones no son poco comunes en los escritos de Darwin, e indican que en el darwinismo moderno no hay un rompimiento ra­ dical con las ideas clásicas; los elementos del pensamiento moderno ya estaban allí. De hecho, se pueden encontrar hasta un grado mayor en las propias contribuciones de Darwin que en el trabajo de muchos de sus sucesores. Sin embargo, habremos de ver que Darwin no les hizo justicia a estas percepciones. No se debe subestimar la importancia de una razón obvia y mun­ dana por la que, hasta hace muy poco, la estructura se estudiaba con más intensidad que el comportamiento: los a menudo formidables obstáculos prácticos para observar de manera sistemática y registrar lo que los animales (y las plantas) hacen. Aún hoy en día no es poco común encontrar cuestiones etológicas que han permanecido sin res­ puesta, más por razones prácticas que teóricas, cuando las preguntas acerca de la estructura de esos mismos organismos hace mucho que han sido resueltas. Tengamos presente también la evidencia de que en sus etapas primitivas el darwinismo trató de dar cuenta de un legado de histo­ ria natural predarwinista que estaba dedicado al detalle estructural y en gran medida ignoraba el comportamiento. Ambas escuelas de pensamiento predarwinistas, el utilitarismo creacionista y el idealista se concentraban en la estructura más bien que en el comportamiento de los organismos, si bien por diferentes razones. Para los creacionistas utilitaristas la preocupación por la estructura surgía de su búsqueda de perfección. El mundo orgánico está lleno de estructuras construidas con base en las especificaciones de un diestro artesano. El comporta­ miento, sin embargo, a menos tal vez que sea altamente estereotipado o como resultado de artefactos “perfectos” tales como la telaraña o el nido, a primera vista parece menos ordenado y menos susceptible de una interpretación precisa. No es sorprendente encontrar que Paley se sumergiera en la anatomía para buscar sus ilustraciones favoritas. Los idealistas se concentraban en la estructura pues, para ellos, la tarea más importante era rastrear las variaciones sobre los tipos ideales, variaciones en las estructuras fundamentales. Darwin, por supuesto, logró liberarse de ambas tradiciones. No obstante, éstas proporcio­ naban la mayor parte de la evidencia que la teoría darwinista mane­ jaba en sus albores.

Los puntos de vista predarwinistas con respecto al comportamiento caen en dos tradiciones divididas de modo tajante (Richards 1979, 1982). Por un lado estaban las escuelas de pensamiento cartesianas y aristotélicas, que sostenían que el comportamiento humano es gober­ nado por la razón y el de todas las demás criaturas por instintos inflexibles. Por otra parte, estaba la tradición de las impresiones, originada en Locke, que le quita poder a lo innato y hace énfasis en el papel de la razón y la experiencia en todo comportamiento humano y no humano, igual. Es lógico que el darwinismo no pudiera encajar con facilidad en ninguno de estos puntos de vista. Veremos en detalle los alcances del darwinismo, así como sus errores, cuando lleguemos al planteamiento del altruismo humano. Por ahora, lo más revelador es cómo trataron los darwinistas del siglo x ix el asunto de la conti­ nuidad entre los humanos y otros animales. Porque, hasta cuando estudiaban el comportamiento, su preocupación con este asunto no los dejaba analizar los aspectos sociales. El darwinismo, obviamente, no está obligado a sostener que exis­ ten continuidades en todos los frentes. De hecho, como veremos cuando lleguemos al altruismo humano, hay excelentes razones darwinistas por las cuales es probable que un programa tan vasto sea ingenuo. Sin embargo, en los primeros días del darwinismo, el plan­ teamiento de supuestas discontinuidades entre humanos y otros seres vivos era una maniobra típicamente antidarwinista. Derrotarlo en tantos frentes como fuera posible le agregaría plausibilidad a la causa darwinista. De modo que en el siglo xix, los dos estudios darwi­ nistas pioneros del comportamiento, por muchas décadas los trabajos clásicos sobre el tema, estaban dedicados sobre todo a esgrimir argu­ mentos contra el planteamiento de que hay brechas grandes entre los humanos y otros animales. Estos trabajos son la The Descent o f Man [El origen del hombre] (1861) y The Expression ofthe Emotions in Man and Animáis [La expresión de las emociones en el hombre y en los anima­ les], de Darwin (1872). Se podría esperar que el interés en los huma­ nos, lejos de desenfocarlo del comportamiento social, lo traería a escena. Pero vamos a ver cómo éste llevó a Darwin, en su lugar, a concentrarse en dos áreas: los estados mentales y sentimientos de otros animales y las explicaciones no adaptativas de características peculiarmente humanas. Tomemos como primera medida El origen del hombre, la obra en la que Darwin trata de manera más extensa el comportamiento social. Su interés principal al analizarlo, como veremos al tratar el

altruismo humano, es establecer la continuidad entre los “poderes mentales” humanos y aquéllos de los demás animales. Su blanco par­ ticular es nuestro sentido de lo moral, porque esto era, según se pen­ saba comúnmente, lo que constituía la brecha más grande entre los humanos y todos los demás animales. Darwin se dedicó a demostrar que la conciencia moral humana, al parecer diferente, tiene sus bases evolutivas en la sociabilidad animal. Así pues, la mayor parte de su evidencia del comportamiento social en otros animales surge como parte de su comparación entre sus poderes mentales y los nuestros (1871, págs. 34-106). Y aunque nos ofrece una rica panoplia de anéc­ dotas comportamentales -elefantes mentirosos, caballos malhumo­ rados, monos vengativos, hormigas juguetonas, perros celosos, ve­ nados inquisidores, lobos competitivos, gatos atentos y pájaros ima­ ginativos- lo que en realidad le preocupa no es el comportamiento sino los sentimientos que lo acompañan. Por ejemplo, nos dice que los elefantes obran como señuelos, pero su interés no está en las ven­ tajas adaptativas de su estratagema sino en si saben que están practi­ cando un engaño (1871, segunda edición, págs. 104-5). Él relata la his­ toria de un mandril hembra que adoptaba monos jóvenes de otras especies y aun perros y gatos; esto parece un comportamiento curio­ samente no adaptativo, pero el único comentario que hace es sobre su generoso corazón (1871, i, pág. 41). En la sección específica dedica­ da al comportamiento social (1871, i, págs. 74-84) su interés recae de nuevo en las facultades mentales que lo acompañan y se asocian con él -los “ instintos sociales”- más que en el comportamiento mismo. El amor, la compasión y el placer, entonces, reciben mucha más aten­ ción que las llamadas de advertencia, la división del trabajo o la de­ fensa mutua. El examen del comportamiento social se sumerge bajo una oleada de consideraciones emocionales, mentales y morales. Ahora bien, esto no habla mal del método de Darwin. De hecho, veremos en el análisis del altruismo humano que, en lo que atañe a los humanos, sin darse cuenta dio en el blanco en un método muy fructífero. Se trata de la psicología evolucionista, método que apenas ahora está comenzando a apreciarse, después de hibernar durante muchos años. Pero, en lo que no tuviera que ver con los humanos, el estudio del comportamiento sufrió. Se podría esperar que La expresión de ¡as emociones en el hombre y en los animales tuviera más que decir sobre las adaptaciones sociales. Al fin y al cabo los usos que se pueden hacer de las expresiones de

emoción -información, engaño, manipulación- ciertamente tienen que ver con nuestros colegas humanos. Pero, una vez más, el interés de Darwin en demostrar que los humanos no somos únicos lo llevaba a otra parte. Su objetivo particular en este caso es el punto de vista separatista de los creacionistas de que los medios de expresión humana son una “provisión especial” (1872, pág. 10) creada sólo para comunicar emoción y que no se encontraba en otros animales (1871, i, pág. 5; Darwin, F. 1887, iii, pág. 96). Dicho sea de paso, el argumento de la “provisión especial” era una aplicación del procedimiento del creacionismo utilitarista de considerar cada adaptación como algo que sirve para un propósito particular (véase v. gr. Ospovat 1980, págs. 188-9); en este caso tenía lo que para los creacionistas utilitaristas era el deseable efecto de separar a los seres humanos de las otras criaturas. Darwin emprende la tarea, que considera prioritaria, de demostrar que aunque los rasgos humanos -los músculos faciales, por ejemploahora sirven como modos de expresión, en un comienzo tenían funciones bastante diferentes. Con esto en mente, se dedica a inves­ tigar de manera metódica las bases fisiológicas de la expresión emo­ cional, la materia prima a disposición de la selección natural. Y esto es a lo que la mayor parte de su argumentación se dedica. Casi no toca la etapa siguiente, la manera como la selección natural ha orga­ nizado el material que va a usar, salvo un breve análisis de los modos de expresión de los animales (1872, págs. 83-145). El libro trata menos de la expresión adaptativa de las emociones que de las venas, los nervios y los músculos. Y lo que es más, aun cuando Darwin podría haber analizado tal adaptación, se concentra en argumentar que las características no han sido especialmente creadas para su uso expresivo. Así, aunque concede que sí expresan emociones, a menudo niega que hayan su­ frido cualquier modificación sólo con el propósito de la expresión. Acepta, por ejemplo, que la expresión facial intensifica el poder comunicativo del lenguaje, pero sostiene que no hay un solo músculo que haya sido adaptado especialmente para esta función (1872, pág. 354). En algunos casos, inclusive, niega cualquier función adaptativa de cualquier clase. Sonrojarse, por ejemplo, de acuerdo con los crea­ cionistas, es una provisión especial para la expresión. Darwin niega de plano que tenga uso de ninguna clase, incluso en la selección sexual (1872, págs. 336-7). La expresión de la risa tampoco tiene “propósito” distinto que la ventaja fisiológica de gastar energía nerviosa superflua

John Maynard Smith en 1984, en su escritorio en la Universidad de Sussex.

(1872, págs. 196-9), aunque, como los etólogos modernos (v. gr. Charlesworth y Kreutzer 1973, págs. 108-10), Darwin lo ve como algo que se desarrolla en un contexto social. Así, aunque Darwin de ninguna maneraignoró el comportamiento, incluso el social, su punto de vista y el de sus contemporáneos estaba sesgado. Las raíces de su prejuicio están arraigadas en el siglo xix, pero su influencia llegó lejos. Aún en 1960 todavía podía sostenerse que “el estudio del comportamiento [es un área vasta de la biología moderna]... en la cual la aplicación de los principios evolucionistas están aún en la etapa más elemental” (Mayr 1963, pág. 9). Girar desde esta “etapa elemental” hasta el darwinismo de hoy es encontrar, más que cualquier otra cosa, un mundo en el que los or­ ganismos son seres sociales. Para el darwinismo clásico... las fuerzas selectivas paradigmáticas, aparte de las presiones inorgánicas, eran las relaciones de miembros de una especie y otra, tales como la presa y el depredador o el parásito y el anfitrión. Un organismo darwinista moderno habita un mundo en el que el éxito de su comportamiento bien puede depender críticamente de la frecuencia relativa de su propio tipo de comportamiento en la po­ blación a la cual pertenece (su especie, por ejemplo, o su sexo; su grupo para alimentarse o su nido): si el éxito depende de ser el más escaso de los dos tipos, entonces la selección mantendrá, de modo automático, la variabilidad. Esto se conoce como selección dependien­ te de la frecuencia. Es sobre todo la teoría del juego evolucionista la que ha proporcionado el modo de tratar con los asuntos que dependen de la frecuencia. Cuando el éxito no se afecta de modo significativo por el comportamiento de los demás, entonces una adaptación, se puede considerar simplemente como optimización. Cuando la de­ pendencia de la frecuencia entra en escena, como sucede a menudo con el comportamiento social, es más probable que la herramienta apropiada sea la teoría del juego. Es John Maynard Smith, el distin­ guido genetista y evolucionista quien, más que cualquier otro, ha sido responsable del desarrollo de la teoría del juego evolucionista. Así com­ para él las condiciones bajo las cuales la teoría de la optimización se puede usar con condiciones que hagan necesario el análisis de la teoría de los juegos. La teoría del-juego evolucionista es una manera de pensar en la evolución a nivel fenotípico cuando la aptitud de los fenotipos parti­ culares depende de sus frecuencias en una población. Comparemos,

por ejemplo, la evolución del ala de las aves que se elevan alto y la del comportamiento de dispersión de estas mismas aves. Para entender el ala a partir de esto sería necesario saber acerca de las condiciones atmosféricas en las que viven y sobre la manera como las fuerzas ascendentes y descendentes varían con la forma del ala. También habría que tener en cuenta las limitaciones impuestas por el hecho de que las alas de los pájaros son de plumas, pues las limitaciones serían diferentes para un murciélago o un pterosauro. No sería nece­ sario, empero, tener en cuenta el comportamiento de otros miem­ bros de la población. Por el contrario, la evolución de la dispersión depende críticamente de cómo se están comportando otras especies coespecíficas, porque ésta dispersión tiene que ver con encontrar la pareja adecuada, evitar competencia por los recursos, protegerse en grupo contra los depredadores y así sucesivamente. En el caso de la forma del ala, entonces, queremos entender por qué la selección ha favorecido los fenotipos particulares. La herra­ mienta matemática apropiada es la teoría de la optimización. Estamos frente al problema de decidir qué características particulares... con­ tribuyen a que el animal sea apto, pero no con las dificultades espe­ ciales que surgen cuando el éxito depende de lo que los demás hacen. Es en este último contexto en donde la teoría del juego se vuelve im­ portante (Maynard Smith 1982, pág. 1).

Aunque el comportamiento social ha sido obviamente el área principal de aplicación, la teoría del juego es en principio aplicable también a la estructura, color, modelos de desarrollo, etc. Tener un pico de cierta forma podría ser una característica dependiente de la frecuencia o una característica social tanto como pasar por alto la reproducción y ayudar en el nido con los hermanos. Aun la forma del ala podría estar sujeta a una selección dependiente de la frecuencia: pensemos en un conductor de autos de carrera que tiene una manera de solucionar los torbellinos, o las ventajas de una habilidad poco común para volar, cuando los depredadores han ajustado sus tácticas al promedio. Y también tenemos por ejemplo el crecimiento de una planta: El modelo óptimo de crecimiento de una planta depende de lo que estén haciendo las vecinas. Una planta que crezca sola no gana­ ría nada, en semillas o en producción de polen, con el hecho de tener un tronco fuerte y leñoso. Las hojas pueden ser seleccionadas tanto

porque les dan sombra a sus competidoras como por la fotosíntesis. En otras palabras, el análisis funcional del crecimiento de las plantas es un problema de la teoría de los juegos, no de optimización (Maynard Smith 1982, pág. 177).

El hecho de que el éxito de un pico, de un ala o de una planta sea dependiente de la frecuencia nos plantea una vez más el asunto de cómo pudo haber sido exitoso el darwinismo sin ningún análisis de este tipo. Bueno, al principio, como uno esperaría, dada la continuidad en­ tre los puntos de vista modernos y clásicos, las fuerzas intraespecíficas, las sociales y las dependientes de la frecuencia, no se desconocían. Un ejemplo importante es la teoría de la selección sexual; aunque, como veremos, es bastante atípica del darwinismo clásico en varios aspectos (y a propósito, no se aplica fácilmente al análisis teórico de los juegos). Y hay otros ejemplos, tales como el caso de la imitación en las mariposas, un triunfo explicativo temprano de la teoría darwi­ nista (Bates 1862; [Darwin] 1863; Wallace 1889, págs. 232-67,1891, págs. 34-9o); se reconocía que el valor adaptativo de la imitación que hace una mariposa buena para el paladar de las especies no buenas para el paladar podía estar crucialmente afectado por las proporciones rela­ tivas de sus coespecíficas y por la especie imitada (v. gr. Wallace 1891, págs. 58-60). Segundo, la presuposición de que el medio no es estratégico puede pensarse como un caso de limitación. Así, la teoría darwinista puede andar un largo trecho sin un análisis de la dependencia de la frecuen­ cia, en particular si no está intentando explicar el comportamiento social complejo. Tomemos otra vez el contraste entre la forma del ala y el comportamiento de la dispersión. Si la forma del ala no es una característica dependiente de la frecuencia, entonces la teoría del jue­ go es en la práctica redundante. Pero sí es, estrictamente hablando, aplicable. La selección para la forma del ala puede ser considerada como un caso limitante -u n caso en el cual la dependencia de la frecuencia se reduce a cero, de tal manera que el comportamiento óptimo no se afecta si da campo a los comportamientos de los demás-. Richard Dawkins ilustra ese punto con el caso de la teoría de la ali­ mentación óptima, comparando los análisis que pueden tratarla como una actividad individual frente a los que necesitan tratarlo como un comportamiento social (y dependiente de la frecuencia):

Nuestros teóricos de la alimentación óptima presuponen que no importa lo que los otros depredadores estén haciendo. Esta presu­ posición puede en realidad justificarse... en este caso parecería superfluo molestarse en hablar de una EEE... pero no sería estrictamente incorrecto. Si, por otra parte, resultara que la presencia de otros individuos, todos haciendo las cosas óptimamente desde su punto de vista, afectará la regla de lo óptimo para cualquier individuo parti­ cular, el análisis de la EEE se convertiría en una verdadera necesidad (Dawkins 1980, pág. 357).

Una vez más, entonces, el darwinismo clásico tuvo éxito como una buena aproximación. Por una parte, incorporaba hasta cierto punto el comportamiento social; por la otra, una amplia gama de caracte­ rísticas se pueden tratar como sociales. Complejidades y diversidades Hay un largo camino desde el pico eficientemente diseñado del pájaro carpintero hasta la manipulación inescrupulosa del parásito, desde los organismos y su descendencia, que disfrutan de los benefi­ cios de adaptaciones auspiciosas, a los genes egoístas que buscan ser más listos que los demás, con ramificaciones fenotípicas de largo al­ cance. A lo largo de todo este camino, las cuestiones sobre la adaptación han sido temas recurrentes. En el capítulo previo vimos que, cuando Darwin trató la evidencia de la adaptación, se podía pensar que esta­ ba poniendo a discutir a Paley y Owen y los enfrentaba entre sí: el enfoque perfeccionista contra el imperfeccionista en la adaptación. En este capítulo hemos visto también que hay una tensión construc­ tiva entre estas dos interpretaciones de las características complejas de los seres vivos. Los dos enfoques reflejan una divergencia que ha sido característica constante de la historia del darwinismo: el con­ traste entre explicaciones adaptacionistas y no adaptacionistas. , Histórica, aunque no lógicamente, estas visiones alternativas han tendido a ir de la mano con otras diferencias de enfoque. A grosso modo podemos pensar en los dos principales problemas de Darwin y Wallace, la adaptación y la semejanza en la diversidad, como delimita­ dos en dos áreas diferenciadas de interés, dos prioridades diferentes y hasta cierto punto competitivas, que han dividido a los darwinistas desde aquella época hasta ahora. Ernst Mayr, el eminente evolucio-

COMPLEJIDADES

Y DIVERSIDADES

nista norteamericano, comentó: “hay una diferencia fundamental y casi nunca suficientemente destacada entre los evolucionistas sobre si la diversidad (la especiación) o la adaptación (evolución filática) ocupará su atención principal” (Mayr 1982, pág. 358; véase también v. gr. Simpson 1953, págs. 384-6). Para Mayr, la diversidad de las espe­ cies es más importante. John Maynard Smith dijo: “para Darwin, el origen de nuevas especies era un problema central. Mayr diría que era él problema central, pero yo estoy menos seguro. Pienso que para Darwin el problema más importante era proporcionar una explica­ ción natural para la adaptación de los organismos a su modo de vida” (Maynard Smith 1982a, pág. 41). Y lo mismo sucede con Maynard Smith. Lógicamente, el no adaptacionismo ha sido más afín a aquellos para quienes la especiación es lo central. Estos darwinistas también han tendido a hacer énfasis en el poder conservador que las limita­ ciones del desarrollo puede ejercer sobre la adaptación, el modo como la embriología puede cortar las alas de las iniciativas adaptativas. Los darwinistas, cuyo interés principal es la adaptación han tenido más confianza en el poder de la selección natural para modelar la historia de la evolución. Han visto las limitaciones en el desarrollo sujetas ellas mismas a las fuerzas selectivas; de hecho, tal vez menos como “limitaciones” que como canales, como oportunidades de avance para nuevos caminos adaptativos. Estos diferentes conjuntos de simpatías son la contraparte darwinista de la divergencia entre las dos tradicio­ nes predarwinistas, los idealistas y los creacionistas utilitaristas, entre Owen y Paley. Estos alinderamientos han reverberado a lo largo de toda la his­ toria darwinista. Los habremos de encontrar a menudo en los deba­ tes que examinaremos. Han sido causa de desacuerdos recurrentes, algunas veces cáusticos e intensos, en los cuarteles darwinistas. Pero habremos de ver que, una vez se entienden sus raíces históricas, gran parte de su aparente disensión se revela como nada más que algo meramente aparente. Un debate en el cual se han hecho sentir estas divisiones es la ya larga discusión sobre el alcance explicativo de la selección natural, y en particular, el alcance de las explicaciones adaptativas. Y éste es el tema del próximo capítulo.

¿Qué características debemos esperar que la selección natural expli­ que? ¿El ojo, la bolsa del canguro, el mentón humano, la velocidad del leopardo, el camuflaje del camaleón? Y ¿qué sobre la cola del pavo real, la ponzoña suicida de la avispa, el carmesí, la pincelada de color del ala de un pájaro? ¿Debemos esperar que explique el altruismo humano, nuestro amor por la música, los sentimientos de agresión, los celos sexuales? ¿Y las tasas de divorcio, las guerras y la opresión política? En resumen, ¿cuál es el alcance de la selección natural? ¿Pue­ den explicarse todos estos asuntos? y, en caso contrario, ¿cuáles han de ser las explicaciones alternativas? Tomemos por ejemplo el altruismo humano. Una respuesta es que no debe explicarse biológicamente. El comportamiento social huma­ no, se argumenta por lo general, es candidato para, por ejemplo, un análisis político, económico, social o cultural, pero no para una ex­ plicación darwinista. La biología, se dice, está demasiado abajo en la jerarquía explicativa; si tomamos el asunto de por qué somos amables los unos con los otros a este nivel, perderemos de vista la amabilidad y quizás aun a nosotros mismos. Hay otros que argumentan que el darwinismo puede tener que ver con el asunto, pero sólo si es de tipo no ortodoxo; se ha sostenido que el altruismo humano - y la ponzoña de la avispa, y muchos otros casos de comportamiento aparentemente de autosacrificio- tienen que ver con selección a nivel de grupo, se­ lección contra algunos individuos, pero para ventaja del grupo del cual son miembros. También se han sostenido asuntos semejantes en cuanto a la cola del pavo real; las características ornamentales, se dice, pueden ser explicadas por una fuerza darwinista -la selección sexual-, pero es una fuerza fundamentalmente diferente de la selección natu­ ral. Miraremos estos diferentes puntos de vista más adelante. Ya vimos las respuestas antidarwinistas. Aquí me concentraré en la idea de que la selección natural no se aplica a ciertas características, pues sim­ plemente no son candidatas para ningún tipo de explicación adap­ tativa. Hemos visto que el asunto de la adaptación era uno de los dos problemas fundamentales que Darwin intentaba explicar. De hecho, era el más fundamental de los dos, porque no podía explicarse sola­ mente bajo la presuposición de que los seres vivientes habían evolu­ cionado. Es un triunfo inmenso del darwinismo el que, de todas las

teorías que se han propuesto hasta ahora, sea la única que puede ex­ plicar cómo ha llegado el mundo orgánico a guardar una asombrosa apariencia de diseño deliberado sin la intervención de un diseñador deliberado. Por eso debe ser extraño que un darwinista contradiga ejemplos aparentes de adaptación. Pero, dicen los que disienten, que sólo están tratando de purgar el bestiario darwinista de arenques rojos (pistas falsas) y gansos salvajes, para evitar una búsqueda infructuosa de ventajas selectivas imaginarias. Al fin y al cabo, señalan éstos con toda razón, algunas características no son producto de la selección natural y, de hecho, pueden no tener valor selectivo negativo ni posi­ tivo. Los darwinistas deben tener esto en cuenta, lo advierten, y no apresurarse a presuponer que las explicaciones adaptativas serán apro­ piadas. Para una frase típica en este punto de vista no se necesita ir más allá del propio Darwin. A finales de 1860 llegó a creer que en el pasado él mismo se había esposado demasiado a la selección natural, viendo su intervención en casos en donde probablemente no había adaptaciones de ninguna clase: Ahora admito... que en las primeras ediciones de mi El origen de las especies... tal vez atribuí demasiado a la acción de la selección na­ tural... antes no le había dado suficiente consideración ala existencia de múltiples estructuras que no parecen ser, hasta donde soy capaz de juzgar, ni benéficas ni dañinas; y creo que éste es uno de los aspec­ tos más importantes que se me pasaron por alto en mi obra (Darwin 1871, i, pág. 152).

Voy a llamar a este punto de vista “no adaptacionismo”. Por una parte, el nombre no es satisfactorio porque sugiere un enfoque antiadaptacionista, mientras los darwinistas están, por supuesto, con­ vencidos de la explicación adaptativa. Pero desde otro punto de vista es, por desgracia, certero. Para algunos darwinistas el término “adaptacionista” se ha convertido en un término del que se abusa, que se asocia con una mirada estrecha y recortada, como una camisa de fuerza. Es hora de volver a conseguir el equilibrio y se puede establecer un buen comienzo reclamando respetabilidad para la palabra “adaptacionista”. Esto hace que “no adaptacionista” sea el antónimo natural. Sí, sé que la terminología en sí misma no es muy importante. Pero los nombres son muy útiles para recordarnos no distorsionar demasiado al darwinismo. Y no deben, de todas maneras, interpretarse con dema­

siada rigidez; describen métodos, inclinaciones, preferencias, no tesis contundentes y claras en el territorio de las explicaciones. La controversia darwinista sobre cuándo algo es una adaptación y cuándo no lo es, es tan vieja como la teoría misma (Provine 1985)/ Una razón por la que ha durado tanto es que algunos darwinistas se han convertido en adalides del no adaptacionismo, como parte de una cruzada más amplia: un intento de expandir las opciones explicativas más allá de un compromiso estricto con la sola selección natural y nada más que ella. Estos pluralistas, tal como se les llama a veces, nos ofrecen una visión de un mundo más ecléctico, un mundo en el cual el hiperadaptacionismo abyecto da lugar a un análisis, supuestamente más sutil y complejo, de las características de los seres vivos. Ésta era la posición del eminente darwinista del siglo x ix George John Romanes, el más formidable opositor de su época de lo que él llamaba ultradarwinismo. No podía Romanes aceptar que la selección natural sola, -de hecho, ningún agente sólo-, pudiera ser responsable de la totalidad de la evolución: es improbable que en los procesos enormemente complejos e infinitamente variados de la evolución orgánica, un sólo principio estuviera a cargo de todo, (Romanes 1892-7, ii, pág. 2). Era él un pluralista tan convencido que su resumen de las “conclusiones generales” del darwinismo, en la forma de doce pro­ posiciones (Romanes 1890), comenzaba con la declaración de Darwin de que la selección natural no había sido el único medio de modificación. Reservaba un desdén particular por lo que consideraba ser un adaptacionismo ultraentusiasta (v. gr. Romanes 1892, ii, págs. 20-2). A pesar de que Darwin se retractara de su “gran omisión”, no abrazó el no adaptacionismo de todo corazón como Romanes más tarde lo hiciera. Pero esta retractación sí reflejaba un aspecto de su pensamiento en el que hacía énfasis de vez en cuando (v. gr. Peckham 1959>págs. 232-41). En esta ocasión particular sus dudas se dispararon más que todo por un trabajo de 1865 realizado por el muy respetable botánico Charles-Guillaume Nágeli, que trabajaba en Alemania. Nágeli, que era un idealista, había insistido en la idea de que muchas características de las plantas -la disposición de las hojas sobre el eje, por ejemplo- no tenían valor adaptativo. En el caso de varias de estas características supuestamente inútiles Darwin se las arregló para con­ seguir evidencia de funciones hasta ahora no reconocidas, tales como la sorprendente variedad de mecanismos de polinización que había

encontrado hacía poco en las orquídeas. Sin embargo, se quedó mudo con algunos de los ejemplos de Nágeli, y aceptó que en realidad no eran adaptaciones y que no podían explicarse como resultado directo de la selección natural. En el asunto más general del pluralismo, Darwin fue al principio un darwinista a carta cabal, pero, como lo atestiguan las ediciones sucesivas de El origen, se volvió más católico a medida que las dificultades se acumulaban. Resumiendo su teoría al final de una de las primeras ediciones, dice que la evolución ha ocurrido “por medio de la preservación o la selección natural de muchas variaciones favorables sucesivas y pequeñas” (Peckham 1959, pág. 747). Ya en la última edición la había expandido a: “...variacio­ nes; ayudadas de manera importante por los efectos heredados del uso y el desuso de partes, y de una manera no importante... por la acción directa de las condiciones externas, y por variaciones que nos parecen, en nuestra ignorancia, surgir de manera espontánea” (Peckham 1959, pág. 747). Entonces agrega: como mis conclusiones han sido en los últimos tiempos muy mal interpretadas, y como se ha dicho que yo atribuyo la modificación de especies exclusivamente a la selección natural, permítanme anotar que en la primera edición de mi trabajo, y en las subsiguientes, puse en una posición muy conspicua -a saber, al final de la introducciónlas siguientes palabras: “estoy convencido de que la selección natural ha sido el principal pero no el único medio de modificación” (Peckham 1959, pág. 747).

No pasó mucho tiempo antes de que muchos otros quedaran con­ vencidos de lo mismo. El apogeo del darwinismo no adaptacionista (y del pluralismo también) le pisaba los talones a Romanes. Durante el eclipse del darwinismo, la mayor parte de los no darwinistas creían que el predominio e importancia de la adaptación se había exagerado; desde mediados de 1890, durante más o menos veinte años, “el punto de vista del adaptacionismo seleccionista neodarwinista... sufrió su más profunda caída en el tiempo que va entre la primera publicación de El origen y el presente” (Provine 1985, pág. 837). Hemos visto ahora cómo las teorías ortogénicas y mutacionistas en particular tendían a negar el diseño; después de la declinación del lamarckismo, fueron las principales alternativas a la teoría darwinista. Cerca de la década de 1930, los no darwinistas podían recitar un catecismo bien practi­ cado de características supuestamente neutrales para demostrar que

el alcance de la explicación darwinista era extremadamente limitado (Bowler 1983, págs. 144-6, 202-3,215-16). Esta visión de la naturaleza empapó tanto el pensamiento evolucionista que incluso el darwinismo lo absorbió bastante (y recordemos que en esta época algunos natu­ ralistas eran pluralistas tan liberales que es difícil decidir si se podían llamar o no darwinistas). En años recientes la posición de Romanes ha renacido. Los biólogos de Harvard Stephen Gould y Richard Lewontin, en particular, han hecho una campaña a favor de un mayor pluralismo... en oposición a lo que consideran como el “panseleccionismo” injustificadamente orgulloso del día de hoy (Gould 1978,1980,1980a, 1983; Gould y Le­ wontin 1979; Lewontin 1978,1979; véase también v. gr. Ho y Fox 1988). A diferencia de Romanes, no le permiten a su pluralismo vagar más allá de los límites del darwinismo. Pero a semejanza de Romanes, no pueden aceptar que un sólo mecanismo, la selección natural, pueda ser responsable de la complejidad y variedad prodigiosas de los seres vivos: “en la base de [la visión de que debemos introducir una multi­ plicidad de mecanismos]... subyace la complejidad irreductible de la naturaleza. Los organismos no son bolas de billar impulsadas por fuerzas externas simples y mensurables hacia nuevas posiciones predecibles en la mesa de billar de la vida” (Gould 1980, pág. 16); ser “pluralista y acomodaticio [es]... la única postura razonable ante un mundo tan complejo” (Gould 1978, pág. 268). Y encabezando este programa pluralista está la posición en contra del adaptacionismo doctrinario. La historia paralela de la tradición adaptacionista nos lleva de regreso hasta Wallace, por haber sido él una figura destacada: un fuerte y hasta proselitista defensor del adaptacionismo, firme y no pluralista; de hecho Wallace tiene la distinción de haber sido escogido por Ro­ manes como el máximo malhechor en el más serio de los crímenes antidarwinistas, el adaptacionismo acendrado. Entre los seguidores de Wallace se encontraban algunos de los más prominentes darwi­ nistas de su época, entre otros, E. B. Poulton, zoólogo y profesor de la cátedra Hope de entomología en Oxford, y E. Ray Lankester, zoólogo y profesor de la cátedra Linacre de anatomía comparada de Oxford y más tarde director de historia natural del Museo Británico (v. gr. Poulton 1908, págs. xliv-xlv, 106-7). Esta escuela de pensamiento estuvo por largo tiempo minada por el eclipse del darwinismo. Pero con la consolidación de la teoría darwinista -la gran síntesis- el adap­ tacionismo volvió poco a poco a ganar fuerza. La contraparte de

Wallace en esta generación posterior fue nada más ni nada menos que R. A. Fisher. “Fisher era un adaptacionista seleccionista más com­ pleto que cualquier otro evolucionista antes que él, y quizás después de él también” (Provine 1985, pág. 856). ¿Que cualquiera después de él? Bueno, no prejuzguemos cuán exitoso va a demostrar ser el adap­ tacionismo. La historia misma nos muestra que no es sólo asunto de interés histórico comparar lo que tienen para ofrecer el adaptacionismo y el no adaptacionismo. Pero antes de examinar los argumentos más serios, enfrentémonos al adaptacionista caricaturesco, que se puede construir a partir de. las críticas de los no adaptacionistas. Es él (porque yo voy a dejar que éste sea un “él” ) quien ha vuelto la palabra “adaptacionista” una palabra sucia. En primer lugar, es panglossiano. Supone que la selección natural crea organismos perfectamente diseñados, que funcionan de manera óptima. Las siguientes palabras de William Bateson, un importante mendeliano de su época, describían a finales del siglo a aquellos que: “se emboban contemplando los milagros de la adaptación... [tratan de] descubrir lo bueno que hay en todo... se pregona la doctrina que tout est au mieux... y se descubren ejemplos de este principio esclarecedor... con una facilidad que Pangloss mismo habría envidia­ do”. (Bateson 1910, págs. 99-100; véase también Gould 1980; Gould y Lewontin 1979) (Si Bateson suena demasiado crítico, incluso para un no adaptacionista, tengan en cuenta que los primeros mendelianos eran por lo general hostiles al darwinismo.) Pero hemos visto que, por el contrario, es natural en la teoría darwinista evitar las presuposiciones perfeccionistas. Incluso la selec­ ción natural del darwinismo clásico no actúa como agente panglos­ siano que todo lo optimiza. Y esto es aún más cierto en el darwinismo de hoy en día. Los adaptacionistas tienen el complejo frecuente de que asociar el adaptacionismo con el perfeccionismo es volver a las edades negras predarwinistas del creacionismo utilitarista (v. gr. Pittendrigh 1958). Y ciertamente (para lo que valen, podrían, al fin y al cabo, ser inconsistentes), los adaptacionistas no son panglossianos en términos generales. Ernst Mayr, por ejemplo, se ubica en el campo adaptacionista, al tiempo que repudia con vigor el punto de vista panglossiano (Mayr 1983), y Richard Dawkins, un adaptacionista confeso en extremo dedica todo un capítulo de su libro The Extended Phenotype a discutir por qué los darwinistas no deben esperar per­ fección (Dawkins 1982, cap. 3).

Segundo, nuestro insignificante adaptacionista es acusado de ser un imperialista explicativo, de plantear tesis muy infladas del alcance de las explicaciones adaptacionistas, de presuponer que todas las ca­ racterísticas de los organismos tienen que ser ventajas adaptativas. Aquí tenemos a Wallace, por ejemplo, profiriendo la clase de asevera­ ción que ha provocado resonantes alaridos de “ ¡imperialismo!” : es una “deducción necesaria de la teoría de la selección natural... que ninguno de los hechos definitivos de la naturaleza orgánica, ningún órgano especial, ninguna marca característica, ninguna peculiaridad del instinto o del hábito, ninguna relación entre especies o entre gru­ pos de especies... puede existir que no haya sido alguna vez, o lo sea ahora, útil para los individuos o razas que los poseen” (Wallace 1891, pág. 35). Y dice además: “la aseveración de ‘inutilidad’ en el caso de cualquier órgano o peculiaridad que no sea un rudimento o correla­ ción, no es, y nunca puede ser, la aseveración de un hecho, sino sólo la expresión de nuestra ignorancia de su propósito u origen” (Wallace 1889, pág. 137). Aquí tenemos a Darwin en la primera edición de El origen, con una declaración de fe similar: “cada detalle de la estructu­ ra en cualquier ser vivo... se puede ver o bien como que fue de utili­ dad especial para alguna forma ancestral, o que ahora tiene una uti­ lidad especial para los descendientes de esta forma, bien sea de ma­ nera directa, o indirectamente a través de las complejas leyes del cre­ cimiento” (Darwin 1859, pág. 200). Pero esto no es imperialismo explicativo. Los críticos están fusio­ nando sus aseveraciones de que la selección natural es la única fuerza evolutiva con el planteamiento que sostiene que todas las caracterís­ ticas de los organismos tienen que ser adaptativas. Romanes, por ejem­ plo, reconstruye a Wallace y dice que sostiene el siguiente punto de vista: “La selección natural ha sido el único medio de modificación... Así, el principio de utilidad debe necesariamente ser de aplicación universal' (Romanes 1892-7, ii, pág. 6; el subrayado es mío). Un siglo más tarde, Stephen Gould habla acerca de “lo que puede ser el asunto más fundamental en la teoría de la evolución”, y entonces, de manera significativa, señala no una pregunta sino dos: “ ¿Qué tan exclusiva es la selección natural como agente del cambio evolucionista? Y, ¿tienen todas las características de los organismos que verse como adaptacio­ nes? (Gould 1980, pág. 49; el subrayado es mío). Pero la selección natural podría ser la única engendradora de adaptaciones sin haber engendrado todas las características; se puede sostener que todas las características adaptativas son resultado de la selección natural, sin

mantener que todas las características son, de hecho, adaptativas. Como ya hemos dicho, los efectos secundarios, los subproductos fenotípicos “no buscados” de las adaptaciones, son algo que ha de es­ perarse. También se pueden esperar lagunas en el tiempo; organis­ mos que heredan sus adaptaciones no de su propio ambiente sino de los de generaciones previas, y ambos pueden ser crucialmente dife­ rentes. Y, por supuesto, también hay que darle campo a la patología; cuando Darwin criticaba el punto de vista kantiano de que el estudio de la biología requería de la teleología porque la adaptación lo inva­ día todo en los organismos, citaba la herencia del labio leporino o un hígado enfermo como contraejemplos (Manier 1978, pág. 54). Ade­ más tenemos el hecho de que la herencia se puede manifestar de manera atípica -y, tal vez, de una manera que sea selectivamente neu­ tral o deletérea- si está por fuera del entorno normal del organismo; Darwin menciona que algunos loros cambian el color de su plumaje cuando se alimentan con la grasa de ciertos peces o se les inocula veneno de sapos (Darwin 1871, pág. 152). De manera que es obvio que, aun si la selección natural se considera el único agente de la evolu­ ción, la tesis universal de que “ Todas las características son adaptati­ vas” no puede ser inherente al adaptacionismo. Una segunda mirada a las declaraciones supuestamente imperialistas de Wallace y Darwin apoya esta conclusión. Ninguno de los dos está dando una declaración demoledora sobre la ubicuidad de las adaptaciones. Ambos cercan sus aseveraciones con las reservas que he mencionado antes, con rudimentos, correlaciones, utilidad pasada pero no presente, hechos definitivos, órganos especiales, marcas características, peculiaridades del instinto y así sucesivamente. Finalmente, se dice que el adaptacionista es un dogmático, que muestra una “falta de voluntad para considerar alternativas a las his­ torias de la adaptación” (Gould y Lewontin 1979, pág. 581). ¿Por qué, se quejan los críticos, nunca se rinden? Aun cuando sus aseveracio­ nes no sean ultraimperialistas, su práctica lo es. Rehúsan considerar explicaciones alternas, excepto en las áreas más triviales o margina­ les. Esto es dogmatismo puro. Es estéril y enceguece a los darwinistas frente a los factores que realmente operan. Muchos adaptacionistas no negarán el cargo de dogmatismo, aun­ que prefieren llamarlo por ejemplo “tenacidad” o “perseverancia”. Pero sí niegan, y de manera enfática, el cargo de esterilidad. Por el contra­ rio, dicen, su método ha demostrado ser altamente fructífero. Su “dogmatismo” ha sido reivindicado por la historia. Este espíritu se

capta muy bien en la siguiente declaración de fe, típicamente adaptacionista: “Estoy convencido, a la luz de lo que se ha ganado durante los últimos años, de que muchas estructuras que ahora parecen ser inútiles, más adelante van a demostrar su utilidad y por tanto van a entrar al reino de la selección natural”. Este “adaptacionista” es Darwin, en el mismo pasaje de El origen del hombre en el cual antes lo encon­ tramos retractándose de su compromiso anterior con la selección natural. Agregó esto al comentario en la segunda edición (pág. 92), publicada sólo tres años después de la primera. La luz emitida por la selección natural durante el período que pasó debió haber sido nota­ blemente brillante. Con la experiencia de Darwin en mente, dejemos nuestra carica­ tura del adaptacionista y regresemos a asuntos más serios. El no adaptacionismo ciertamente plantea preguntas que los darwinistas necesitan considerar: ¿cuándo no es una característica dada una adaptación? y, si no es el resultado de la selección natural, ¿cómo más podría ser explicada? Nos concentraremos en algunas de las respuestas que a lo largo de la historia han sido típicas de los no adaptacionistas. La chatarra del azar El azar no puede explicar la adaptación. Pero si el problema es explicar características de las que no se supone tienen valor adaptativo, entonces podría traerse a colación. De hecho, el azar ocupa un lugar natural en la teoría darwinista. En cada generación, los genes de una población sólo son una mues­ tra de los de la generación previa. La selección natural constituye obviamente un muestreo no aleatorio. Pero también existe la posibi­ lidad de que algunos genes sean eliminados y otros tomen su lugar, no por selección sino meramente a través de los errores del muestreo. Y, como en el caso de errores de muestreo de cualquier clase, esta posibilidad se incrementa en las poblaciones pequeñas. Esta idea, conocida como la deriva genética, (genetic drifi) es parte normal del pensamiento darwinista moderno. Puede, por supuesto, ser incor­ porada felizmente a las teorías adaptativas, y hacer que las frecuen­ cias genéticas casuales proporcionen el material inicial sobre el cual la selección comienza a trabajar. Un ejemplo es lo que Ernst Mayr llamó el principio del fundador (Mayr 1942, pág. 237). Éste explica cómo un nuevo grupo de organismos puede evolucionar por aisla­ miento geográfico casual de genotipos particulares. Si el fragmento

que se separa del resto de la población es muy pequeño -quizás mía sola hembra preñada- entonces es muy improbable que los genes pio­ neros sean representantes de la población paterna. Dicho sea de paso, la deriva genética no debe confundirse con la teoría neutral de la evolución molecular (Kimura 1983). Ésta tam­ bién presupone que el azar es una fuerza evolutiva, pero tiene que ver con los cambios a nivel molecular que no tienen efectos fenotípicos, no con la evolución en el sentido que nos concierne: el cambio adaptativo. Por tanto, no es relevante para explicar la cola del pavo real, el aguijón de la abeja y otras características fenotípicas. A la luz de la teoría de la deriva genética podemos ver que la pre­ gunta no es si el azar puede tener un papel -se acepta que sí puedesino qué tamaño tiene el papel que de hecho ha representado. Y cómo puede detectarse su influencia en cada caso particular. Éstas han sido cuestiones de controversia acalorada y a menudo cáustica entre darwinistas, aun hasta el punto de dañar las relaciones entre los padres fundadores de la síntesis moderna (Provine 1985a). Y los problemas no están resueltos todavía. Pero en las décadas recientes ha habido un giro considerable en el pensamiento. En una época, la forma de un pétalo, el modelo de una concha o cualquier otra caracte­ rística extraña y poco importante podría haberse encontrado a sí misma relegada a las manos indiferentes del azar: “una tendencia de­ sarrollada en la década de 1940 y 50 le achaca a la deriva genética casi cualquier fenómeno evolucionista que causara perplejidad” (Mayr 1982, pág. 555). “En Norteamérica, en especial, la deriva genética era muy popular. Si a uno no se le ocurría una función obviamente adap­ tativa para una característica, entonces se la achacaba a la deriva” (Ruse 1982, pág. 97). Sin embargo, desde aquella época, el adaptacio­ nismo darwiniano ha renacido. Y luego, una y otra vez, se ha demos­ trado que fenómenos que habían sido adjudicados ala deriva genética son asuntos tremendamente complejos y adaptaciones muy bien ajus­ tadas; con esto de ninguna manera se sugiere que la deriva tiene un papel poco importante en la evolución; su papel sigue siendo objeto de controversia. Pero las explicaciones darwinistas han avanzado más en los últimos treinta años gracias al cuestionamiento del azar que anteriormente, al aceptarlo. Tomaré tan solo un ejemplo en que la selección natural rescata fenómenos de las muletas explicativas de la deriva genética. El caracol Cepaea nemoralis es común en Gran Bretaña y en otras partes de Europa. Su concha puede ser amarilla, café o rosada y puede

estar surcada por numerosas bandas negras, o por pocas o por nin­ guna; la frecuencia varía geográficamente. El C. nemoralis no es esca­ so. En varios géneros de caracoles terrestres, el color y el número de bandas varía en muchas de las especies y de una especie a otra. Sobre esta variabilidad hay una destacada disputa entre los darwinistas, que ya tiene cien años de vida (véase v. gr. Mayr 1963, págs. 309-10). No son los pequeños moluscos mismos los que en tan alto grado suscitaron el interés de los darwinistas. Son los asuntos más generales que viajan en su estela. ¿Es adaptativo el polimorfismo dentro de las poblaciones? y, ¿qué hay sobre las variaciones de una población a otra dentro de una especie? y, ¿qué sobre las características específicas de las especies, diferencias entre especies muy relacionadas entre sí que a menudo no son sino de una sola mancha de color, pero tan confiablemente claras que los taxónomos las pueden usar como criterios diagnósticos? En síntesis, ¿para qué toda esta variabilidad y a todos estos niveles?, ¿es adaptativa o no tiene objeto alguno, pues le es indiferente a la selección natural? La opinión darwinista se ha dividido tan profun­ damente en estas preguntas que ha dignificado al caracol con un alto grado de fama, una fama que, en su época y a su propio modo, ha rivalizado con el lugar del ojo o la cola del pavo real en la letanía de dificultades del darwinismo. La disputa se originó por primera vez en el siglo xix, pero ha ido y venido de manera intermitente hasta hace poco tiempo. Incluso ahora, aunque se acepta en términos gene­ rales que el azar sin ninguna ayuda no es la respuesta y que la selección natural sí tiene algo que decir, no hay consenso acerca de qué exac­ tamente sea ese algo; las teorías son casi tan polimórficas como los caracoles mismos. Desde las primeras décadas del darwinismo, algunos darwinistas sentían que numerosas diferencias específicas de las especies (en par­ ticular muchas en que los sistemáticos podían confiar para clasificar las especies) no debían explicarse adaptativamente. Las diferencias pequeñas entre las especies, declaraban ellos, eran nada más que eso: meras diferencias, no adaptaciones (véase v. gr. Kellogg 1907, págs. 38-44, 136, 375). Las diferencias surgían, sostenían ellos, porque la especiación comienza con aislamiento geográfico (o alguna otra cau­ sa de aislamiento reproductivo abrupto); y si se formaba una nueva especie por el aislamiento aleatorio de una sección de la población, entonces, aquello en que diferían de las especies padres podía resultar de lo que nosotros ahora llamaremos deriva genética (para no men­ cionar un buen número de fuerzas no adaptativas no darwinistas,

tales como corrientes ortogénicas o variación marcada sin selección). Desde los años 1870 hasta 1880, esta visión fue sostenida con mucha fuerza por Romanes, ante un público cada vez más receptivo (por ejemplo, Romanes 1886,1886a, 1892-7, ii, págs. 223-6, iii, págs. 1-40). Promovió Romanes el trabajo de un naturalista norteamericano, el reverendo John Thomas Gulick, sobre caracoles del género Achatinella, de las Islas Sandwich (ahora de Hawai) (Gulick 1872,1873,1890). Gulick había descubierto una gran abundancia de especies y variedades dentro de un área pequeña y que a él le parecía geográficamente uni­ forme. Incapaz de encontrar razón adaptativa para tal diversidad, la atribuyó al aislamiento geográfico sin la subsiguiente intervención de la selección natural. Henry Crampton, profesor de zoología de la Universidad de Columbia, que desde 1906 se había dedicado inter­ mitentemente por varias décadas a estudiar los caracoles polineses del género Partula, encontró también prodigiosas variaciones y con­ cluyó que habían sido favorecidas (si no enteramente causadas) por el aislamiento geográfico y la deriva (v. gr. Crampton 1916, pág. 12, 1925, pág. 2; 1932, pág. 4). En Inglaterra, Cyril Diver, un naturalista aficionado muy distinguido (más tarde director general de Conserva­ ción Natural) que comenzara su trabajo en la década de 1920, llegó a conclusiones similares al descubrir en poblaciones locales de Cepaea (Diver 1940, págs. 323-8) diferencias que creyó debían ser no adapta­ tivas. Durante este período, a medida que la influencia de Darwin dismi­ nuía, los no adaptacionistas -n o sólo no darwinistas sino darwinistas también- reclutaron a los caracoles más y más de su lado. “Algunos de los trabajos taxonómicos más famosos y espectaculares antes de la síntesis evolucionista fueron realizados con los caracoles de tierra” (Provine 1985, pág. 842); y este trabajo se volvió la evidencia más co­ nocida y espectacular a favor del no adaptacionismo. Alrededor de las décadas de 1920 y 30, el pensamiento adaptativo estaba en un punto tan bajo que se creía que muchas de las características utiliza­ das para la clasificación, tanto en animales como en plantas, desde el nivel de variedad, pasando por el de especie, hasta el del género, eran, en buena medida, no adaptativas. Este punto de vista fue reforzado por el libro de texto más influyente de la época sobre sistematización, The Variation o f Animáis in Nature, escrito por G. C. Robson y O. W. Richard, quienes aseguraban que había gran cantidad de diferencias específicas inútiles (Robson y Richards 1936, v. gr. págs. 314-15,366) y que un gran número de divergencias específicas eran resultado de la

deriva (v. gr. págs. 371-2); el polimorfismo de los caracoles se citaba como un caso en el que no había señales detectables de selección na­ tural (págs. 99-100, 200-1, 203-4). No fue sino hasta la llegada de la síntesis en la década de los años cuarenta cuando el adaptacionismo comenzó poco a poco a mirarse con más simpatía. El amanecer de este cambio se vería en dos de los libros que reemplazaron a Robson y Richard: The New Systematics, editado por Julián Huxley (1940) y Systematics and the Origin of Species, de Ernst Mayr (véase v. gr. Huxley 1940, pág. 2). Pero, aún así, el libro de Mayr lo expresaba de manera inequívoca: “Hay... considerable evidencia indirecta de que la mayor parte de las características que tienen que ver con el polimorfismo son completamente neutrales en lo que atañe al valor de superviven­ cia. Por ejemplo, no hay razón para creer que la presencia o ausencia de una banda en la concha de un caracol tenga ventajas o desventajas selectivas explícitas” ; “la variación en los patrones de color, tal como las bandas en los caracoles... es, por sí misma, obviamente, de valor selectivo muy insignificante” (Mayr 1942, págs. 75-32). Y Huxley to­ davía estaba tan inclinado a invocar la deriva que en su Evolution: The modern synthesis, que fue publicada dos años después (1942), su explicación del polimorfismo de los caracoles se basaba en buena medida en Gulick y Crampton, tanto que, como William Provine seña­ la (Provine 1985, pág. 858), tuvo que corregirlo en la segunda edición, veinte años más tarde, haciendo énfasis en su lugar en “la inadecuación de la deriva y la eficacia de la selección natural para explicar la dife­ renciación local, incluyendo la de caracoles como los Cepaea” (Huxley 1942, págs. xxii-xxiii). Pero, aunque los caracoles fueron lentos en salir de su refugio no adaptativo, los darwinistas comenzaron a darle una nueva mirada a lo que tenían que decir. Wallace había sostenido desde el principio que nos enseñarían una lección adaptativa (v. gr. 1889, págs. 131-42, 144-50). Insistía en que la selección natural debió haber sido respon­ sable de las diferencias que Gulick había encontrado, aunque los entornos de los caracoles nos podían parecer a nosotros muy poca cosa. Los naturalistas, sostenía con sorna, deberían meterse dentro de la concha de un caracol para pensar bien. Es un error presuponer que todo lo que nos parece condiciones idénticas sean en realidad idénticas para organismos tan delicados y pequeños como estos moluscos terrestres, de cuyas necesidades y di­ ficultades... somos tan profundamente ignorantes. Las proporciones

exactas de las diversas especies de plantas, los números de cada clase de insecto o ave, la peculiaridad de mayor o menor exposición a los rayos solares... en ciertas épocas críticas, y otras pequeñas diferencias que para nosotros son absolutamente poco importantes e irrecono­ cibles, pueden ser de grandísima importancia para estas humildes criaturas, y ser muy suficientes para que requirieran algunos peque­ ños ajustes de tamaño, forma o color, que la selección natural produ­ ciría. (Wallace 1889, pág. 148).

Y en el caso del Cepaéa nemoralis, esta visión empática-desde el punto de vista del ojo del caracol- hacia las presiones de selección -presiones no advertidas por los humanos-, resultó profética, incluyendo la intuición sobre la exposición a los rayos solares. Estos hallazgos fueron hechos por primera vez en los años de 1950 por A. J. Cain y P. M. Sheppard (Para resúmenes y descubrimientos siguientes véase Jones et. al. 1977; Maynard Smith 1958, págs. 156-9,166-8; Sheppard 1958, págs 87-91,94 -5). Una de las fuerzas selectivas es la generada por el ojo agudo del zorzal cantor, en particular por el hecho de que la mejor manera de evadir la detección cambia constantemente. Hay evidencias de que el camuflaje que tienen los diferentes tipos de conchas varía de estación en estación y de lugar en lugar; las conchas rosa y marrón son favo­ recidas en la primavera, por ejemplo, mientras un fondo de follaje veraniego favorece el amarillo; las conchas sin bandas son menos notorias donde el fondo es comparativamente uniforme, tal como en la hierba corta, mientras las conchas con bandas proporcionan un mejor camuflaje por ejemplo en los matorrales y donde hay maleza. Pero esto no explica los altos niveles de polimorfismo; al fin y al cabo la presión selectiva del zorzal arranca de cuajo la variación. La ventaja basada en la frecuencia que tiene lo raro (llamada selección apostática) puede a veces ser la respuesta. Si los depredadores han construido una “imagen de búsqueda” de sus presas, les puede quedar difícil avistar una forma que no han encontrado con frecuencia, aunque sea aparentemente (para nosotros) bastante notoria. Otra fuerza se­ lectiva, como Wallace adivinaba, es que las diferentes formas de los caracoles disfrutan de “mayor o menor exposición a los rayos solares” aunque sus entornos nos parezcan a nosotros iguales. Las bandas de color oscuro absorben más energía solar que las claras; los caracoles con bandas tienen ventajas en microclimas fríos y cubiertos por som­ bras, pero es fácil que enfrenten la muerte por un calor demasiado

grande en lugares soleados y cálidos. También se puede predecir que los diferentes tipos pueden encontrarse en áreas donde las condicio­ nes climáticas se adecúan bien a ellos. Pero ¿por qué, entonces, hay algunas poblaciones mixtas? Esto no está claro, pero puede ser signi­ ficativo que los diferentes tipos dentro de la población crearan su propio microclima, pasando diferentes cantidades de tiempo a la luz del sol (Jones 1982a). Recordemos, sin embargo, que no hay una demostración de que las fuerzas selectivas excluyan por completo la intervención de la deriva. En lugar de exigir presiones de selección, el caracol cierta­ mente le debe parte de su polimorfismo a la casualidad. El efecto del fundador parece haber tenido un papel, por ejemplo, cuando las Cepaeas recolonizaron rápidamente las ciénagas bajas de East Anglia en 1948 después de que una intensa inundación había borrado del mapa las poblaciones locales; y lo mismo sucedió en las tierras gana­ das al mar, en Holanda (Jones et al. 1977, págs. 128-30; véase también Cameron et al. 1980, Ochman et al. 1983,1987). Ante la insistencia de Wallace y al ver que no hay evidencia, al­ gunos comentaristas han objetado que tiene que haber alguna razón para el número diferente de bandas y la variedad de colores. John Lesch lo describe como “una interpretación más bien extraña de los datos de Gulick”. Gould y Lewontin lo ponen en la picota como un ejemplo patente de la regla hiperadaptacionista: “en ausencia de un buen argumento adaptativo como primera medida, atribúyale el fracaso a una comprensión imperfecta del lugar donde habita el organismo y de lo que hace... consideren a Wallace para saber por qué todos los detalles de color y forma en los caracoles de tierra tienen que ser adaptativos, aun si los diferentes animales parecen habitar el mismo ambiente” (Lesch 1975, pág. 497); y continúa citando el pasaje que acabamos de referir. Me sentí desalentada al encontrar aquel pasaje de Wallace ridicu­ lizado por Gould y Lewontin. Desde hacía mucho había admirado estas mismas palabras por su sensitiva comprensión de cómo un darwinista que busca explicaciones adaptativas puede pensar sobre otras criaturas cuyos mundos son tan diferentes de los nuestros. (Y, a propósito, dado que la sugerencia de Wallace acerca de los rayos de sol resultó ser cierta porque los caracoles crean sus propios microclimas, es irónico descubrir a Lewontin predicándoles a los adaptacionistas futuros que las explicaciones adaptativas pueden ser problemáticas porque “los organismos no experimentan los ambientes

de modo pasivo; ellos mismos... determinan cuáles factores externos serán parte de su nicho por medio de sus propias actividades” (Lewontin 1978, pág. 159). No estoy sacando la moraleja de que Wa­ llace tenía razón porque acertó en este caso en particular. La tenía porque insistía que los darwinistas deben hacer un esfuerzo sincero, sistemático y serio por aplicar los principios adaptativos antes de arro­ jar los fenómenos que los dejan perplejos, a lo que Lewontin mismo ha llamado “la chatarra del azar” (Lewontin 1978, pág. 169). “ Desviaciones extrañas atadas en un mismo haz” Cuando hablamos del gen para la piel, por decir algo, de la piel blanca, estamos escogiendo sólo uno de los efectos fenotípicos del gen. Pero éste también puede, por ejemplo, causar cambios en el tamaño de la cola o en la forma de las garras. Estos efectos fenotípicos “no buscados” se consideran efectos secundarios de la selección, efectos secundarios, en este caso, de una adaptación para el camuflaje de invierno. De acuerdo con los no adaptacionistas, toda suerte de carac­ terísticas que los darwinistas, luchando con valor, tratan de explicar de manera adaptativa pueden no ser adaptaciones de ninguna clase sino meros efectos secundarios (v. gr. Lewontin 1978, págs. 167-8, págs. 581-4,595-7; véase también la idea de Gould y Lewontin de “tetillas”, consecuencias automáticas de rasgos estructurales de los organismos (Gould y Lewontin 1979, págs. 581-4,595-7)). Podría parecer que tales explicaciones no fueran ninguna victo­ ria para los no adaptacionistas porque éstos se basan, en últimas, en el trabajo de la selección natural, aunque de manera indirecta. Y así, al fin y al cabo les permiten a los adaptacionistas hacer énfasis en la importancia de la selección natural: Debemos tener en mente que las modificaciones... que no les son útiles a los organismos... no podrían haber sido... adquiridas por [la selección natural]. Sin embargo, no debemos... olvidar el princi­ pio de correlación, por el cual... numerosas extrañas desviaciones de estructuras vienen en un solo haz... [de manera que] un cambio en una parte, a menudo lleva... a otros cambios de naturaleza inespera­ da... así, a los resultados directos e indirectos de la selección natural se

les puede adjudicar con toda tranquilidad una extensión muy grande y aún no definida... (Darwin 1871, i, págs. 151-2; el subrayado es mío).

De hecho, algunos no adaptacionistas han clasificado tal “extensión” como estratagemas adaptacionistas solapadas, una manera de aferrar­ se a la selección natural incluso de frente a lo que se acepta son carac­ terísticas no adaptativas y no seleccionadas (v. gr. Romanes 1892-7, ii, págs. 171, 268-9n). Pero si miramos más de cerca las presuposiciones que subyacen a estas explicaciones, encontraremos que no son en realidad afines al espíritu adaptacionista. Pensemos en lo que significaría sostener, por ejemplo -u n caso extremo, pero veremos que se ha sostenido-, que la enorme y barroca cornamenta del ciervo no es más que un efecto secundario de la selección natural, que no es una adaptación sino meramente consecuencia automática de las otras actividades de la selección natural. La cornamenta llega a proporciones exageradas sin intervención directa de la selección, dice el argumento, porque está en el mismo haz que el desarrollo biológico de alguna característica que la selección natural sí busca; ella viene al mismo tiempo que al­ guna adaptación, como parte de su paquete biológico. Así lo dijo Darwin, para explicar lo que quería decir con “correlación de creci­ miento” : “la organización completa es tan unida durante su creci­ miento y desarrollo, que cuando ocurren variaciones pequeñas en una parte en particular, y se acumulan a través de la selección natural, otras partes se modifican” (Darwin 1859, pág. 143). Tal aseveración podría estar haciendo una de dos presuposiciones, la una altamente improbable y la otra más razonable. La presuposición inaceptable es que la cornamenta no es, desde el punto de vista selectivo, ni ventajosa ni desventajosa. Aunque es difícil tragarse esto en el caso de una estructura tan ornamental, tan conspicua, tan intrincadamente modelada como la cornamenta, a primera vista podría parecer más plausible en el caso de característi­ cas menos espectaculares. Pero no debemos estar demasiado dispues­ tos a presuponer que aun en estos casos el asunto sea así. Al fin y al cabo, sabemos lo aguda que puede ser la mirada de la selección, lo capaz de elevar lo que a nosotros nos parecen minucias a asuntos de vida o muerte. Y también hay una consideración más importante que la de los intuicionistas del adaptacionismo sobre la vigilancia de la selección natural. Es improbable que cualquiera de los efectos secun­ darios “no buscados” de un gen sea neutral, de modo que suponer que todos lo son es multiplicar cosas improbables de manera alar­ mante. Entonces, si la explicación de los efectos secundarios hace esta^ aseveración, o cualquier otra que se le asemeje, aunque sea

remotamente, podemos muy bien desechar las posibilidades de que sea correcta. Se puede muy bien presuponer que los no adaptacionistas de hoy no harían una presuposición tan fuerte sobre la neu­ tralidad. Pero, como hemos visto en lo que atañe a la selección na­ tural y al altruismo, es probable que en otras épocas los darwinistas clásicos tuvieran esta noción en mente cuando hablaban de los efectos secundarios (consecuencia de su incapacidad de apreciar los costos). La otra presuposición, más plausible, que pudiera subyacer a la aseveración de que la cornamenta es un mero efecto secundario es que esas “consecuencias no buscadas” de la selección no son neutrales -de hecho, que son deletéreas-, pero, sin embargo, inevitables. Son inevitables porque están atadas de manera tan estrecha e irrevocable al desarrollo embriológico de algunas adaptaciones, que la selección natural no puede cercenar los vínculos: que algunos fenotipos que la embriología ha unido, no los separe la selección. Desde este punto de vista, los efectos secundarios son costosos, pero los costos son su­ perados por las ventajas adaptativas de las que se acompañan. Esto significa una fuerte aseveración sobre la no disponibilidad de la variación que la selección natural necesitaría a fin de separar estos efectos fenotípicos y, por ende, la incapacidad de la selección natural de favorecer fenotipos adaptativos mientras modera los efectos secun­ darios no buscados. A diferencia de la aseveración acerca de la neu­ tralidad, es verdad que no hay nada intrínsecamente ilógico en ella. Ella indica que la selección natural es la fuerza más débil (y las limi­ taciones del desarrollo, más fuertes) de lo que la mayor parte de los adaptacionistas quisieran creer. Pero cuánto poder tiene en realidad la selección en cada caso en particular es un asunto empírico. Lo mismo que han sido los caracoles para la deriva genética lo ha sido la cornamenta para el tema de los efectos secundarios. Seguiremos con estas llamativas estructuras entonces, que sirven de ejemplo de cómo se ve el éxito adaptacionista sobre esta cuestión. No es sólo el extraordinario tamaño de algunas cornamentas lo que ha planteado un acertijo adaptativo sino, y mucho más, la relación entre su talla y la del resto del cuerpo. A medida que los ciervos crecen más, la cornamenta por lo general aumenta, no en proporción al tamaño del cuerpo sino con mayor rapidez; la cornamenta de los ciervos grandes no es más grande en términos absolutos sino también en términos relativos (relativos, quiero decir, al tamaño del cuerpo) que la de los ciervos más pequeños. Esta relación se mantiene a lo largo de diferentes especies de la familia (Cervidae); una especie gran­

de, la de los renos, tiene una cornamenta desproporcionadamente más grande que una especie pequeña como la de los muntyac. Tam­ bién es cierto para una misma especie; los adultos de gran tamaño tienen una cornamenta exageradamente grande en comparación con los adultos de tamaño pequeño. En las primeras décadas del siglo, en el apogeo de las teorías ortogenéticas, se decía que estos excesos eran ejemplos perfectos de las tendencias ortogenéticas, la marcha de fuer­ zas evolutivas inexorables. Fue Julián Huxley (1931,1932, págs. 42-9, 204-44) quien le quitó al fenómeno estas muletas no darwinistas. Huxley explicaba el crecimiento exuberante como resultado de la alometría. Una relación alométrica es una regularidad entre diferentes características de un organismo; tradicionalmente se concentraban en la regularidad de la talla entre el cuerpo entero y algunas de sus partes, pero más recientemente también lo hacen en las regularidades entre la estructura y el comportamiento. Huxley mostró que tras las tendencias vagas de los ortogenetistas había una proporción muy precisa y constante: cuando el tamaño de la cornamenta se pone junto al del cuerpo, con ambos ejes en escala logarítmica, “los puntos... caen a la perfección en línea recta” (Huxley 1931, pág. 822); y la incli­ nación es mayor que la unidad: el tamaño de la cornamenta muestra una relación alométrica positiva con relación al tamaño del cuerpo. Huxley pensaba que esta alometría era efecto secundario de la adap­ tación. Desde este punto de vista, el cuerpo y la cornamenta están ligados de manera tan estrecha por un mecanismo de desarrollo común, que la cornamenta relativamente grande es consecuencia automática de la selección que busca cuerpos más grandes. Las enormes corna­ mentas de las especies grandes y de los individuos grandes se pueden considerar como una versión agigantada de sus contrapartes más pequeñas. Admitía que el “mecanismo exacto de esta relación está, en el presente, oscuro” (Huxley 1932, pág. 49). Pero uno podría ima­ ginarse por ejemplo una hormona de crecimiento que influenciara el desarrollo tanto de los cuerpos como de las cornamentas; la selección que busca un cuerpo más grande podría resultar en la producción de la hormona de crecimiento y entonces la cornamenta más grande sería efecto secundario de lo anterior. Aunque Huxley se las arregló para descartar la fuerza extraña de tendencias innatas, en línea recta, no pudo instalar la selección natural como la causa primera; la suya fue una explicación no adaptativa. Huxley rescató la cornamenta para el darwinismo. Pero, ¿cómo se la podía rescatar también para el adaptacionismo? De acuerdo con al­

gunos no adaptacionistas, el más notable de ellos Richard Lewontin, uno no necesita intentarlo (Gould y Lewontin 1979, págs. 587,591-2; Lewontin 1978, págs. 167-8, 1979, pág. 13): “Aunque los modelos alométricos están sujetos a selección, como la morfología estática misma, es probable que algunas regularidades del crecimiento relativo no estén bajo el inmediato control adaptativo” (Gould y Lewontin 1979, pág. 591), “es... innecesario dar una razón específica de tipo adaptativo para la cornamenta extremadamente grande de un ciervo de buen tamaño. Todo lo que se requiere es que la relación alométrica no sea exageradamente mal adaptativa en los extremos” (Lewontin 1 979>pág. 13). Innecesario quizás, pero sólo en tanto cualquier expli­ cación adaptativa pueda ser innecesaria. Si “los modelos alométricos están sujetos a la selección como la morfología estática”, ¿por qué señalarlos para darles un tratamiento no adaptativo? Y resulta ser que, de hecho, sí hay una fuerza adaptativa tras toda la alometría de la cornamenta. Esta fuerza, tal como T. H. CluttonBrock y P. H. Harvey lo han mostrado, es la competencia entre los machos por las hembras (Clutton-Brock 1982, págs. 108-13,119-20; Clutton-Brock y Harvey 1979, págs. 559-60; Clutton-Brock etal. 1980, 1982, págs. 287-9, 291; Harvey y Clutton-Brock 1983). Huxley sim­ plemente correlacionó con logaritmos el tamaño de la cornamenta contra el tamaño del cuerpo y encontró una línea recta. Pero divi­ damos las especies de ciervos en tres, dependiendo de la ferocidad de los machos al competir por las hembras, y emerge un cuadro diferente. El tamaño de la cornamenta se relaciona con el tamaño del cuerpo sólo porque ambos están relacionados de manera independiente con la intensidad de la competencia entre los machos; son efectos inde­ pendientes de una causa común. Mientras mayor es la competencia (el grado de poligamia), más invierte un macho en tamaño corporal y aún más en cornamenta. Así, las especies que forman unos grupos de cría más grandes tienden a tener un tamaño corporal mayor; y, dado que la cornamenta más grande es un arma mejor que la peque­ ña, las especies que forman grupos de cría mayores también tienen una cornamenta más grande que las especies que forman grupos más pequeños. La relación entre el cuerpo y la cornamenta se revela no como la línea recta perfecta de Huxley sino como tres líneas rectas diferentes. (Las relaciones alométricas de Huxley entre tamaño de cornamenta y cuerpo todavía siguen estando allí en el caso de las tres categorías de apareamiento. Pero esto no es sorprendente. Las espe­

cies más grandes son más poligínicas y esto será cierto en cada una de las categorías.) El tamaño de la cornamenta, entonces, no se aumenta meramente en medio del torbellino adaptativo del tamaño del cuerpo; es una adaptación por derecho propio. Esta presión selectiva, a propósito, podría explicar bien por qué el extinto ciervo irlandés tenía una cornamenta tan extraordinariamente grande. Éste era un ejemplo antiadaptacionista y antidarwinista típi­ co y favorito, de una estructura demasiado grande y desproporcionada para haber sido el resultado de la selección natural, una estructura que debió haber sido controlada por una tendencia ortogénica, tal vez la fuerza que al fin llevó al ciervo a la extinción. Pero el colosal tamaño relativo de la cornamenta es algo que se podía esperar (y también, aunque al principio parezca en contra de toda evidencia, la forma palmeada que tiene) si el ciervo era poligínico y la usaba como arma en las batallas entre los machos (Clutton-Brock 1982, págs. 112-13; Clutton-Brock etal. 1982, pág. 299). A pesar de lo grande que es, la cornamenta es sólo una parte del cuento del éxito alométrico. El tamaño del cerebro en los grandes monos (Clutton-Brock y Harvey 1980), el tamaño de los dientes en los monos del viejo mundo (Harvey et al 1978,1978a), el tamaño de los testículos en los primates (Harcourt et. al 1881) y muchos otros asuntos alométricos han cedido ante el escrutinio adaptacionista. Y lo que es más, estos análisis adaptativos pueden mostrar brechas y anomalías que de otra manera habrían permanecido ocultas. Harvey y Clutton-Brock citan un ejemplo muy diciente: Roger Short... había predicho que en [especies de primates] donde las hembras se aparean con más'de un macho durante el ciclo reproductivo, los machos tendrían testículos más grandes en rela­ ción al tamaño corporal que en las especies cuyas hembras sólo tenían un macho por ciclo. Donde las hembras eran promiscuas, el esperma de cada macho tenía que competir con el de otros, y el que producía más esperma era el que tendría más probabilidades de generar descendientes. La predicción de Short encajaba de manera perfecta con los datos, excepto en el caso del mono probócide. Esta especie tiene testículos pequeños en relación con el tamaño corporal, aunque las hembras se juntan con varios machos. Pero más recientemente, los estudios de campo detallados han mostrado que el mono probócide no es en realidad una excepción. Las hembras se asocian sólo con un

Pleiotropía

Selección secuencial

Efecto 1 Gen 1

Gen 2

Pleiotropía extendida

Elcct0

V

Pleiotropía extendida: una de las tres maneras como el bizonte de cabeza grande adquirió un cuello apropiado.

macho durante la época en que tienen mayores probabilidades de concebir (Harvey y Clutton-Brock 1983, pág. 315).

Para Huxley las constantes alométricas eran exactamente eso: constantes. O, al menos, estaban más allá del alcance de la selección natural, presa de las limitaciones de los procesos del desarrollo. Pero, ¿por qué presuponer, en lo que atañe a los mecanismos de crecimiento, que sólo la embriología puede poner las manos en los controles? ¿Qué es lo que, al fin de cuentas, afina los controles de la embriología misma? Tal como Richard Dawkins lo ha señalado: “Las constantes en un escala temporal pueden ser variables en otra. La constante alométrica es un parámetro de desarrollo embriónico. Como otros paráme­ tros de la misma índole, éste puede estar sujeto a variación genética y, por tanto, puede cambiar con el tiempo de la evolución” (Dawkins 1982, pág. 33), y este cambio puede ser adaptativo. Hasta ahora hemos seguido la noción común de pleiotropía (efec­ tos secundarios fenotípicos “no buscados” ). Ha llegado la hora de desafiar este concepto, y de contradecirlo desde el punto de vista adaptativo. Ya hemos hecho esto hasta cierto punto con la idea de los fenotipos escondidos. La concha más gruesa de un caracol parasitado, que de otra manera se vería como sólo un efecto secundario de las actividades de su invitado, podría resultar ser un efecto fenotípico extendido de un gen que tenga el parásito: no pleiotropía sino adap­ tación. Siguiendo el estilo de los argumentos que nos llevaron al mundo de los fenotipos extendidos, me gustaría proponer una línea de razonamiento que nos llevara al reino de la “pleiotropía extendida”. Allí encontraremos que los efectos pleiotrópicos resultaron ser más adaptativos, al tiempo que más comunes, de lo que nuestra idea normal de pleiotropía nos llevaría a sospechar. Consideremos, ya que hemos estado estudiando estructuras desusadamente grandes, la cabeza típicamente grande de un bisonte. Un peso tan enorme requiere músculos muy fuertes que lo sostengan. Al seleccionarse la cabeza grande, la selección natural se plantea a sí misma el problema de producir algo que encaje funcionalmente bien entre la cabeza y los músculos. ¿Cómo puede lograrse esto? Podría ser con lo que normalmente se piensa como un efecto pleiotrópico. Por medio de un singular golpe de suerte el gen que produce cabezas grandes también podría otorgar músculos grandes (donde el “gen para” es, como siempre, una proposición acerca de las diferencias genéticas). Pero esto sería una casualidad poco probable,

no más probable que el que las cabezas grandes siempre vinieran con músculos más pequeños o sin ningún cambio en el tamaño muscular. Es más probable que la selección natural tuviera que tomar una parte más activa. Al llenarse el paquete genético de genes para cabezas grandes, las presiones de la selección se establecerían a favor de los genes para músculos grandes. Esto sería distinguible de la pleiotropía porque en este caso el apareamiento se llevaría sólo después del paso de varias generaciones; la selección natural no podría hacer el apareamiento hasta que los genes para músculos grandes aparecieran por casualidad. Éstas son las dos posibilidades. Pero ahora pensemos en térmi­ nos de pleiotropía extendida. No es sólo que el bisonte esté dotado de músculos en el cuello. También tiene tendencia a que estos músculos crezcan si son ejercitados. De manera que un bisonte de cabeza grande automáticamente tenderá a desarrollar músculos grandes en el cuello. Ahora bien, a primera vista esto no suena a pleiotropía. Pero, ¿qué es la pleiotropía, al fin y al cabo, sino los diversos efectos fenotípicos de un gen? El efecto del gen de la cabeza grande sobre los músculos del cuello, es, estrictamente hablando, un efecto fenotípico de este gen. En un medio normal, en el que un bisonte puede hacer ejercicio con la cabeza y el cuello normalmente, cualquier individuo que poseyera el gen de cabeza grande tendería a tener músculos gran­ des en el cuello. Así que este gen debe considerarse como uno para músculos de cuello grandes, al igual que uno para cabeza grande. Si uno quiere retener la categoría “pleiotrópico” entonces los músculos grandes del cuello son pleiotrópicos. Pero lo que nos interesa aquí es que, a diferencia de nuestro punto de vista normal de la pleiotropía, no se desarrollan gracias a una conexión embriológica contingente, arbitraria y singular que resulta aparecer en el momento en que es útil; se desarrollan por razones adaptativas. Ahora bien, se puede objetar que el efecto sobre la talla de la cabeza es primario mientras el de la necesidad de músculos es in­ directo y por lo tanto secundario; se puede argüir que los efectos pleiotrópicos son por lo general directos, efectos primarios de un gen. Pero ello no es así; cualquier efecto fenotípico, incluso el del tamaño de la cabeza es indirecto de la misma manera (Dawkins 1982, págs. 195-7). “La mayor parte de los efectos vistos por biólogos que estudian el animal entero y todos los que ven los etólogos son largos y tortuosos... [¿qué es] cualquier característica genética..., morfológica, fisiológica o de comportamiento, sino un ‘producto secundario’ de

algo más fundamental? Si pensamos en el asunto bien a fondo encon­ tramos que todos los efectos genéticos son ‘subproductos’, excepto las moléculas proteínicas” (Dawkins 1982, pág. 197). Hay una larga cadena de causas y efectos escondida para nosotros en nuestra igno­ rancia de las rutas embriológicas, que va de los genes a las proteínas, hasta llegar a la cabezota del bisonte; sólo por nuestra ignorancia de esta cadena llamamos a la cabeza un efecto “primario” del gen. Y es sólo porque conocemos que opera el efecto del ejercicio, que estamos tentados a llamar a un efecto particular del gen, su efecto sobre los músculos del cuello, como “ secundario”. La posición de este vínculo “secundario” en la cadena del desarrollo no es en realidad diferente de cualquiera otro. Si supiéramos que un mayor tamaño muscular de alguna manera está conectado a la presencia del gen para un mayor tamaño de la cabeza, pero no conociéramos los detalles embriológicos del impacto del ejercicio, nos limitaríamos a designar los músculos poderosos como un afortunado efecto pleiotrópico del gen del tama­ ño de la cabeza, sin siquiera plantear el asunto dé si era sólo un efecto “secundario” ; seríamos incapaces de distinguir la modificación adap­ tativa durante el lapso de vida de un individuo de los efectos pleiotrópicos normales. De hecho, según lo que sabemos, cuando se entienda la embriología del desarrollo del cráneo finalmente, podremos des­ cubrir que el efecto que el gen tiene sobre el tamaño de la cabeza también es una especie de llamado desde algún efecto más primitivo, más “primario” del gen, que de pronto podría, también, ser “ejercicio” de alguna clase. Pero aun aquel efecto anterior tiene que ser causado por algo previo a él, y éste a su vez, podría ser una especie de “efecto del ejercicio”. Entonces, necesitamos extender nuestra idea de lo que es pleiotrópico y al mismo tiempo lo que es adaptativo. Los genes operan -para nosotros, por ahora- en buena medida de modos mis­ teriosos. Cuando parecen estar produciendo conexiones aparente­ mente de puro azar, a nivel fenotípico, podrían muy bien estar haciendo algo mucho más adaptativo; podrían estar usando oportu­ nidades adaptativas disponibles gracias a la selección natural. Después de haber sujeto la idea de los efectos secundarios a una reinterpretación tan indefectiblemente adaptativa, pienso que es más que justo señalar al menos una manera como los darwinistas pueden estar subestimando sistemáticamente el grado hasta el cual los efectos fenotípicos son no adaptativos, subestimando el grado hasta el cual son en realidad sólo efectos secundarios. Cuando hablamos de los efectos secundarios de un gen tendemos a centrarnos en las conexiones

que encontramos plausibles desde el punto de vista intuitivo, dejando pasar otras posibilidades porque no nos parece tan probable que estén vinculadas entre sí. Pero nuestras intuiciones podrían ser una guía demasiado conservadora para lo que constituye un efecto secundario. Quizás muchos no sean muy perfectos. Hemos advertido que los genes pueden ejercer sus efectos a través de toda clase de vínculos insospe­ chados y extraños y es probable que algunas de estas conexiones nos parecieran extrañas a nivel fenotípico. ¿Hay, quizás, efectos secunda­ rios que ni siquiera pensamos como tales porque sus conexiones con otros efectos fenotípicos, con efectos fenotípicos adaptativos, están escondidos para nosotros en lo profundo del desarrollo embriológico? ¿Hay, quizás, efectos secundarios genuinos que no se reconocen como tales, simplemente porque caen por fuera de las categorías intuitivas de la pleiotropía? Hasta ahora nuestra noción de un efecto secundario se ha basado en la pleiotropía. Los efectos pleiotrópicos surgen por medio de la intervención de la embriología y el desarrollo. Pero, como pudiera objetar un no adaptacionista, esta idea circunscribe demasiado nuestra atención: el reino de los efectos secundarios va mucho más lejos de lo que la “pleiotropía” le sugiere a la mente. Tomemos por ejemplo el color. Es claro que los organismos tienen que tener algún color; ¡se debe admitir que incluso los objetos inorgánicos tienen color! En­ tonces, el color como tal no es necesariamente funcional. Surge de manera automática por el funcionamiento de las leyes de la física y de la química. Quizás también los adaptacionistas se apresuran dema­ siado a buscarle explicaciones a los colores de las plantas y animales. Dado que el estado de tener color es meramente un efecto secundario físico-químico, necesitamos ser cautelosos al adjudicarle significado a un color particular que un organismo resulte tener. Si queremos, por ejemplo, explicar por qué la sangre es roja, no necesitamos apelar a la selección natural. El color de la sangre es una propiedad fisico­ química incidental de la molécula de la hemoglobina. No tiene propósitos adaptativos. Con la física y la química basta. Y quizás muchas características más de los organismos son del “color de la sangre”, como lo han sospechado los darwinistas. Esta aseveración no adaptacionista -de que para algunos efectos secundarios es suficiente una explicación físico-química, mientras no es apropiada la adaptativa- no debe confundirse con una aseveración que se hace a menudo sobre las dificultades puramente prácticas de internarnos hasta los niveles reductivos apropiados. Tomemos por

ejemplo los importantes problemas de explicarnos a nosotros mismos. Es algo sin esperanza, como dice el argumento práctico, intentar una explicación de la miríada de características humanas que van desde el altruismo hasta las tasas de divorcio y de allí a las guerras; no sólo somos lastimosamente ignorantes de cómo se podrían expresar los genes relevantes en los medios no naturales de nuestro mundo mo­ derno, sino también la complejidad de los fenómenos puede poner aquel detalle infinitamente lejos de nuestra posibilidad de entenderlo. En principio, una explicación biológica sirve. Pero en la práctica, cualquier intento de reducción tan total sería demasiado ambiciosa. El argumento de los efectos físico-químicos es muy diferente. Dice que en la jerarquía de los niveles de explicación, la selección natural está en principio en el nivel errado de la reducción para explicar algunas características; en principio (y esto es el contrario del argu­ mento práctico) no es lo suficientemente reductiva. Y esto nos lleva a la parte más difícil. ¿Cuáles características? Una vez más necesitamos preguntarnos cómo podemos distinguir los meros efectos secundarios de “lo principal”. A primera vista, el sen­ tido común parece ser una buena guía. Pero veremos que a segunda vista la historia es distinta. Sigamos con el asunto del color. Sorprende advertir que en las épocas predarwinistas los efectos de la coloración animal y de las plantas, que ahora se consideran de manera rutinaria como adaptativos no se veían como funcionales. La responsabilidad de esto le cabe en parte al idealismo. T. H. Huxley, por ejemplo, que antes de adoptar la óptica darwinista estaba fuerte­ mente influido por el idealismo continental (Bartholomew 1975; Gregorio 1982; Hull 1983), negaba que los colores de los pájaros, las mariposas y las flores les fueran de uso alguno. Tomemos el caso de los pájaros o de las mariposas... ¿ha de suponerse por un momento que la belleza del diseño y el color... le hacen algún bien a los animales?, ¿que ellos efectúan alguna de las acciones de su vida con más facilidad y mejor por ser más brillantes y graciosos, que si fueran más opacos y feos?..., ¿quién ha soñado alguna vez con encontrar un propósito utilitario en las formas y colores de las flores?..; (Huxley 1856, pág. 311).

Seguramente, quisiera uno apresurarse a contestar, el creacionismo utilitarista tuvo que haber soñado con eso, tuvo que habertratado de explicar el color de manera adaptativa. Así, es aún más sorprendente

encontrar cómo, en conjunto, no lo habían hecho. Se ha indicado que esto se debe a que si bien las explicaciones adaptativas tratan adm irablem ente la coloración, parduzca y secreta, parecían inapropiadas cuando se llegaba a lo llamativo y vistoso (Kottler 1980, pág. 205). Hay un intento de demostrar que, al contrario de los darwinistas que reclaman para sí la prioridad, la teología natural predarwinista sí tenía una gran tradición de explicar el color de ma­ nera adaptativa (Blaisdell 1982). Pero las “explicaciones” citadas son tan no adaptativas, tan débiles, tan poco convincentes, que aun sin darse cuenta despiertan la jactancia darwinista. No estoy tratando de decir que los predarwinistas veían la coloración como efectos secun­ darios de la física y de la química. Pero ciertamente no estaban pre­ dispuestos a verla de modo adaptativo, de la manera como los darwinistas llegaron a hacerlo. El darwinismo transformó el pensamiento de los naturalistas so­ bre la coloración. Wallace orgullosamente lo señaló como uno de sus triunfos más importantes. Entre las numerosas aplicaciones de la teoría darwinista... nin­ guna ha sido más exitosa... que la que tiene que ver con los colores de los animales y plantas. Para la escuela antigua de naturalistas el color era una característica trivial... y que no parecía tener, en la mayor parte de los casos, ningún significado para quienes los lucían... Pero las investigaciones de Darwin cambiaron por completo nuestro punto de vista sobre el asunto... Su principio general más importante, el de que todas las características fijas de los seres orgánicos se han desa­ rrollado bajo la acción de la ley de la utilidad, llevaba a la conclusión inevitable de que una característica tan llamativa y notable como el color... tenía que haber tenido..., en la mayor parte de los casos, algu­ na relación con el bienestar de sus dueños. La observación y la inves­ tigación continuas... han demostrado que esto es así... (Wallace 1889, págs. 187-8).

Gran parte de este éxito resultó de los esfuerzos del mismo Wallace, y en contra de una oposición formidable. Sus opositores no estaban reducidos a los antidarwinistas. Muchos darwinistas pluralistas pensaban que algunos aspectos distintivos de la coloración no eran adaptativos; hemos visto que las diferencias específicas de las especies se convirtieron en un punto importante de disputa. Más aún, para gran desaliento de Wallace, Darwin intentó darle un giro a gran parte

de la evidencia, hacia la selección sexual. No es de extrañarse que, en su autobiografía, Wallace escogiera la coloración como una de sus dos victorias mayores en su batalla por extender el alcance de la selección natural; de hecho, ésta era un área en la cual a él le encanta­ ba describirse a sí mismo como más darwinista que Darwin (Wallace 1905, ii, pág. 22). Hasta aquí muy adaptativo. Pero aun Wallace pasaba trabajos para hacer énfasis en que el adaptacionista debía estar atento a los efectos secundarios físico-químicos: Todo objeto visible tiene que ser de algún color, porque a fin de que sea visible debe enviar rayos de luz a nuestros ojos... en el mundo inorgánico encontramos colores abundantes y variados... En él no podemos cuestionar la utilidad para el objeto de color, y tal vez tam­ poco en el rojo vivo de la sangre... o aún en el manto de verdor que viste una porción tan grande de la superficie terrestre. La presencia de algún color, o aún la de muchos colores vivos, en animales y plan­ tas, no requerirá otra explicación que la del azul del océano, o la del rubí o la de la esmeralda; esto es, exigirá una explicación sólo física (Wallace 1889, pág. 188-9).

Los verdes colores del follaje surgen simplemente de la presencia de la clorofila... y por tanto no son “adaptativos”... [son] el resultado directo de la composición química de la estructura molecular, y al ser productos normales del organismo vegetal no necesitan explica­ ción particular (Wallace 1889, pág. 302). En el caso de la sangre, su color no podía haber estado sujeto a las fuerzas selectivas porque está escondida (Wallace 1889, pág. 297). Éste, dicho sea de paso, se convirtió en argumento favorito de los adaptacionistas, que solían citar la coloración de los organismos microscópicos, o de la parte interior de la concha de un caracol y de otros fenómenos recónditos, para minar el punto de vista de que el color era en términos generales adaptativo (véase v. gr. Bowler 1983, págs. 151,203). Pero recordemos que Wallace era un adaptacionista convencido. Por ende también estaba interesado en el asunto de cuándo emplear explicaciones adaptativas. El diseño es una clave de que el color no es sólo consecuencia automática de la física y la química: “ Es la maravi­ llosa individualidad de los colores de los animales y las plantas lo que atrae nuestra atención, el hecho de que los colores se localizan en modelos definitivos, algunas veces de acuerdo con características

estructurales, otras del todo independiente de ellas, mientras a menudo difieren en las maneras más fantásticas e impresionantes en especies semejantes” (Wallace 1889, pág. 189). La constancia también indica que la selección natural ha hecho su trabajo. La selección doméstica proporciona evidencia independiente de esto; el color es muy cons­ tante en la naturaleza pero varía enormemente bajo la domesticación, donde cesan las presiones de la selección (Wallace 1889, págs. 189-90). Los criterios de modelo y constancia pueden sonar tan obvios y tan de sentido común que no son susceptibles de ser controvertidos. Y parecen garantizar decisiones claras en al menos algunos casos. Ciertamente apoyan nuestra intuición de que los colores de la cola del pavo real requieren explicación adaptativa, mientras la de los ór­ ganos internos no. Entonces, existen, le parece a uno, algunas áreas en las cuales los darwinistas estarían de acuerdo. Pues no. Cuando se trata de los modelos se podría argumentar que la distribución y la intensidad del color no son, algunas veces, más que el resultado automático de rasgos estructurales o fisiológicos. En este caso uno esperaría que el color estuviera “localizado en mo­ delos definidos” y “de acuerdo con las características estructurales”. Lejos de ser un signo de adaptación, tal coloración sería un rasgo diagnóstico de un efecto secundario. El criterio de Wallace sería to­ talmente incorrecto. Veremos que, de hecho, un naturalista impor­ tante del siglo x ix insistía en que la cola del pavo real debía explicarse de manera físico-química y no adaptativa, precisamente con base en lo anterior. Este argumento, se admite ahora, parece muy inapropiado en el caso de la cola del pavo real, pero no lo es necesariamente en todos los demás. Este importante naturalista, a propósito, era Wallace. El criterio de constancia también ha sido atacado. Tomemos por ejemplo la disputa sobre las características específicas de una especie, las empleadas para la clasificación, tales como las pinceladas distinti­ vas de color en algunas especies de pájaros. Esas características son por supuesto, impresionantemente constantes, de ahí que se usen para la clasificación. Algunos no adaptacionistas han pensado que si una característica adaptativa, específica de la especie -la habilidad de correr con velocidad, por ejemplo-, tuviera un efecto secundario físico-químico, por decir algo, una mancha roja, entonces sería proba­ ble que la mancha roja permaneciera constante mientras la selección natural continuara actuando sobre la velocidad al correr. Y, estos no adaptacionistas han sostenido que muchas características constantes

pueden en realidad ser una mancha roja, no la habilidad de correr rápido, y entonces no tener valor adaptativo a pesar de su constancia. Entonces la constancia y el modelo no garantizan que el color sea un efecto secundario. Caminando en sentido contrario, por la vía adaptativa, sin embargo, no deberíamos aceptar sin cuestionamientos que lo “no visible” indica “lo no adaptativo”. Que sólo porque no se ve la sangre, puede asignársela sólo a la química y a la física. Hay razones obvias para ello. Normalmente pensamos en el color de un organismo como en algo que trabaja sobre los órganos de los senti­ dos de otros organismos -el camuflaje, los colores de prevención, e tc-, pero los agentes inorgánicos también sujetan a selección los colores de un organismo; por ejemplo, los rayos del sol seleccionan una pigmentación más oscura. Y, aún pensando en los sentidos de los organismos como agentes selectores, nuestra idea de lo que es visible no debería detenerse con la visión humana. En términos más generales, no deberíamos darle primacía a la idea de experiencia cen­ trada en el ser humano. Al fin y al cabo, el modo como los organis­ mos experimentan las propiedades físicas es muy específico según la especie, y las ventajas adaptativas de una característica pueden no tener nada que ver con cómo experimentan los humanos esta carac­ terística, o incluso con si la experimentan o no: Las fluctuaciones en la temperatura no llegan a los órganos in­ ternos de un mamífero como señales térmicas sino químicas... Las hormigas que comen a la sombra detectan cambios de la temperatu­ ra como tales sólo de manera momentánea, pero a lo largo de un período extenso de tiempo experimentarán los rayos del sol como hambre... en las abejas de las flores, la luz ultravioleta lleva a una fuente de comida, mientras que para nosotros lleva a un cáncer de la piel (Lewontin 1983, pág. 77; véase Dawkins, págs. 21-41 para un ejem­ plo detallado).

Pero, haciendo a un lado las razones más obvias, hay otra manera como la función biológica y lo que se ve como un “efecto secunda­ rio” de coloración puede estar conectado de manera más precisa de lo que generalmente apreciamos. Consideremos otra vez el rojo de la sangre. Aun un adaptacionista tan ardiente como Wallace presupo­ nía que es una propiedad enteramente incidental de la molécula de la hemoglobina, propiedad a la que se le puede dar explicación física,

pero no adaptativa. Y varias generaciones de darwinistas la han sacado a relucir como ejemplo favorito de un efecto secundario físico-químico. Pero quizás es menos incidental que lo que esta posición ejemplar indica. Al fin y al cabo la función adaptativa y el color están estrecha­ mente ligados. La resonancia molecular, visible como color, es originada por diversas clases y grados de insaturación química o valencia incom­ pleta. En muchos casos, el agrupamiento cromofórico insaturado puede impartir color y un aumento de la reactividad o inestabilidad química a la misma molécula. Tales compuestos, por tanto, pueden adoptar con mucha mayor facilidad papeles bioquímicos importan­ tes... o constituirse en subproductos representativos de procesos metabólicos especiales... el color y la actividad bioquímica en tales casos son dos efectos interrelacionados del mismo fenómeno molecular fundam ental (Fox 1953, págs. 4-5; véase también pág. 9; el subrayado es mío).

Se puede admitir que el rojo de la sangre como color visible para nosotros todavía se puede describir mejor como un efecto secundario. Pero las propiedades que lo hacen visible a nosotros como rojo están íntimamente conectadas con el hecho de que puede combinarse con el oxígeno y por lo tanto con su rol adaptativo. Y este contacto íntimo se falsea al desechar el color como un mero efecto secundario sin más misterio. La cadena causal entre la adaptación y el funcionamiento automático de la física o la química puede ser más corta y menos arbitraria de lo que Wallace - y muchos no adaptacionistas- supo­ nían. De hecho, este ejemplo refuerza el argumento que ya hemos mostrado, que pensar en el color como algo de interés para la selec­ ción natural sólo por sus propiedades como entidad visible es un prejuicio centrado en la percepción. Una vez que pensamos no en lo rojo de la sangre como color que percibimos sino como una reso­ nancia molecular de una frecuencia particular tenemos claramente una propiedad que la selección natural podía poner para uso adaptativo independientemente de si fuera vista o no. Y no debemos pensar automáticamente en el color como algo que percibimos, no deberíamos traer a colación de manera automática las propiedades tal como se experimentan. La propiedad que nos hace ver el color bien podía ejecutar otras funciones. El valor biológico del “color”,

como lo hemos visto, radica en sus propiedades físicas y químicas no visuales. El rojo de la sangre como lo experimentamos es en realidad un efecto secundario. Pero no se puede saltar desde allí a una explica­ ción no adaptativa. La selección natural puede ser indiferente a nuestra experiencia. Pero puede estar lejos de ser indiferente acerca de si la sangre es “roja” o de algún otro “color”. El punto en todo esto es simplemente notar, una vez más, lo sutil que puede ser el poder adaptativo, cómo puede la selección natural escrutar incluso los colores “escondidos”, cómo no podemos permitir que una noción aparentemente de sentido común como la visibili­ dad de los colores (en particular la visibilidad para nosotros) sea nuestra guía para el propósito adaptativo. ¡El no adaptacionista no debe sen­ tirse muy animado ni siquiera con el color de la sangre! Artefactos de nuestras mentes Hasta ahora todas las dudas sobre las características adaptativas han sido acerca de si son adaptativas. Pero cuando se trata de decidir qué es una adaptación, también caben dudas sobre las características mismas. Está muy bien, diría un no adaptacionista, que un darwinista sostenga que alguna característica requiera una explicación adaptativa. Pero, ¿cómo decide uno qué constituye una característica en primer lugar? La naturaleza no nos llega demarcada con nitidez como un juego de pintura por números o el cráneo modelo de un frenólogo. Tenemos que dividir el organismo antes de poder explicarlo. Hay que hacer algunos análisis antes de proceder a las explicaciones. Y si las descripciones que resultan de tal análisis no son correctas, lo que tra­ tamos de explicar puede no ser más que una mera construcción men­ tal, un artefacto de nuestra mente. El problema lo planteó Richard Lewontin: ¿Cómo [se debe] segmentar el organismo al describir su evolu­ ción? ¿Cuáles son las líneas de sutura “naturales” para la dinámica de la evolución? ¿Cuál es la topología de los fenotipos de la evolución? ¿Cuáles son las unidades fenotípicas de la evolución? (Lewontin 1979, pág. /)• La disección de un organismo en partes, cada una de las cuales es considerada una adaptación específica, requiere... una decisión (a priori)... Uno debe decidir sobre la manera apropiada de dividir el organismo... ¿Es la pierna una unidad evolutiva, de manera que su

función adaptativa se pueda inferir? Si así es, ¿qué se puede decir de una parte de una pierna, por ejemplo el pie, o de un sólo dedo del pie, o de un sólo hueso del dedo? (Lewontin 1978, pág. 161).

Uno podría agregar también preguntas como, ¿qué se ha convertido en una unidad más arbitraria aún, como por ejemplo la espinilla con parte de la pantorrilla? Algunos intentos de explicaciones adaptativas están mal encaminados, sostiene Lewontin, porque la entidad en cues­ tión simple y llanamente no es una unidad adaptativa (Gould y Lewontin 1979, pág. 585; Lewontin 1978, págs. 161-4,1 979>pág- 7). Entonces, ¿cuándo es una “unidad adaptativa” en realidad una unidad adaptativa? ¿Cuándo una categoría que nosotros vemos lave también la naturaleza? La respuesta tiene que ser: cuando es una unidad sobre la cual puede trabajar la selección. Para el darwinismo clásico esto hubiera sido difícil de especificar con precisión. Pero para el moderno una unidad es obviamente un gen y el árbol ramificado de todos los efectos fenotípicos (en comparación con formas alternas del gen, sus alelos). Si resulta ser que el hueso del dedo gordo del pie y la forma de una ceja son efectos pleiotrópicos del mismo gen, entonces esta combinación extraña es una unidad adaptativa respe­ table. La selección natural trabaja sobre diferencias genéticas en poblaciones. Si un cambio genético que alarga el hueso también hace más curva la ceja, entonces nuestra explicación adaptativa debería reconocer este hecho; debemos estar interesados en las diferencias genéticas que dan lugar no sólo a diferencias en el tamaño de los dedos de los pies sino en la forma del dedo de pie, más la ceja, aun si la forma de la cejas resultara ser neutral desde el punto de vista de la selección. Ésta es una respuesta que no habría sido obvia para la visión clá­ sica del darwinismo, centrada en el organismo, pero que le viene como anillo al dedo a una teoría centrada en el gen. La cuestión de unidades adaptativas es un asunto que tiene que ver con vínculos entre fenotipos. Un análisis centrado en el gen nos dice cómo efectuar estos vínculos. Y al hacerlo, nos recuerda una vez más la arbitrariedad de nuestra distinción entre los efectos adaptativos de un gen y los efectos secundarios pleiotrópicos de este mismo gen. Es una distinción nues­ tra, y en muchos contextos, muy útil. Pero no es la respetada por la selección natural, y no debemos permitir que nos encamine mal cuando el contexto no es el que nos interesa a nosotros sino el que le interesa a la selección natural.

La mejor manera de introducir mi teoría consiste en dar un ejem­ plo simplificado: para este efecto utilizaré la publicidad de un disco. Imagine que tiene un conjunto de discos circulares todos los cuales son más o menos redondos pero algunos lo son más que otros. Imagine también que es juez en una competición para evaluar la calidad de los discos. Los discos de alta calidad son perfectamente circulares, los de menor calidad sqn menos redon­ dos. Ahora bien, debido a las limitaciones de sus sentidos puede experimentar una gran dificultad al decidir qué tan perfecto es un disco en particular. Un punto en el centro del disco le puede ayu­ dar a evaluar la circularidad del mismo y facilitar la selección de un disco perfecto entre los que casi lo son. (Este efecto se muestra en el gráfico 1.) Si el punto en el centro ayuda a los jueces a evaluar la circularidad de un disco, también será de utilidad para el fabricante de discos colocar un punto en el centro. Si los jueces deciden entonces uti­ lizar el punto para discriminar en favor de los discos perfectos tenemos una coalición entre discos perfectos (o sus fabricantes) y los jueces gracias a un resultado que beneficia a ambos -al disco perfecto porque los

Gráfico 1 Observe el punto ayuda a dt fácilmente qué tan ¡ es el círculo.

¿Publicidad honesta? El principio de la desventaja, tal como se ilustra en Decorative patterns and the evolution ofartde Zahavi. Pero el arte falsifica desventajas aunque la naturaleza no lo pueda hacer. No es sorprendente que el círculo con el punto parezca menos perfecto: ¡lo es!

Esta solución está muy clara en principio. Pero es una lástima que no sea, por supuesto, de mucha ayuda en casos individuales (a menos -lo que es altamente improbable- que podamos rastrear todos los efectos fenotípicos de los genes relevantes). Entonces es tan pro­ bable como siempre que construyamos artefactos sin darnos cuenta y nos dediquemos a resolver enigmas que no tienen solución. De hecho, el camino está abierto para que los no adaptacionistas traigan a colación los casos más obstinados con alarmante facilidad, casos que podrían poner á los adaptacionistas permanentemente a la de­ fensiva. A un adaptacionista que pudiera explicar con éxito por qué el leopardo tiene manchas y por qué tienen este color característico podría desanimarse muy pronto si se le preguntara qué ventaja tenía que fueran ochenta manchas en lugar de setenta y nueve o noventa y una. Podría desanimarse. Pero no puedo evitar pensar que si el adap­ tacionista fuera el zoólogo israelí Amotz Zahavi, tendría preparada una réplica y que ésta, correcta o no, nos garantiza que las manchas del leopardo, dividiéndolas como las dividiera, jamás nos volverían a parecer iguales a nosotros. En realidad, Zahavi ha hecho algo seme­ jante a lo anterior. Al lanzar la mirada adaptacionista sobre diseños sorprendentes como las manchas del leopardo o las rayas de la cebra, en realidad ha redibujado las líneas de sutura de la explicación adap­ tativa (Zahavi 1978). ¿Por qué, se pregunta Zahavi, tiene el animal el dibujo particular que tiene, con cada detalle especial y no otro? Los dibujos se explican, en términos generales, como señales. Pero la conexión entre dibujos y señales se considera casi siempre arbitraria, o, en el mejor de los casos, basada en algún efecto fisiológico simple, tal como algo lleno de confusión y líneas, sin orden alguno. Las rayas de la cebra suelen considerarse como algo que sirve para confundir a los depredadores o para camuflarse. Pero, tal como Zahavi lo señala, esto no explica por qué están colocadas precisamente donde están. Sin embargo, supongamos que la cebra esté empleando sus rayas para hacerle propaganda a su calidad ante otros. Supongamos, por ejem­ plo, que trata de mostrarle a los depredadores o a las parejas poten­ ciales que es grande, musculosa o de piernas largas. En este caso, las rayas estarán colocadas estratégicamente, de tal manera que hagan énfasis sobre estas mismas cualidades; la selección natural usará di­ bujos particulares para señalizar mensajes particulares (Zahavi 1978, pág. 182). Zahavi nos obliga a dibujar nuevas líneas alrededor de las características adaptativas.

En realidad, también nos invita a hacer más que esto. Le aplica una idea suya típicamente contra toda evidencia, que ha llegado a ser conocida como el “Principio de la desventaja” y que vamos a encon­ trar más tarde tanto en “el pavo real” como en “la hormiga”. Zahavi sostiene que, lejos de usar las rayas por razones cosméticas, para esconder y disfrazar deficiencias, para hacer que sus piernas parez­ can más largas y sus músculos más grandes de lo que son, la cebra está poniéndose en desventaja potencial al usar dibujos que mostra­ rían estas inadecuaciones si las sufriera, arreglos que en realidad llamarían la atención hacia ellas si las tuviera. Lo que la cebra hace es mostrar que es lo suficientemente grande o musculosa o que tiene las piernas suficientemente largas para ser capaz de ser honrada por estas cualidades. “Un animal de cuello largo podría desplegar su longitud poniendo un anillo de desventaja alrededor del cuello. Los individuos que tienen cuellos cortos se van a ver con el cuello aún más corto: ‘Mi cuello es tan largo que puedo darme el lujo de hacerlo parecer corto’” (Zahavi 1978, pág. 183 ). Entonces, no sólo la idea de Zahavi de expli­ car dibujos particulares, sino también su principio de la desventaja nos invita a redibujar los límites explicativos. Toda clase de rasgos que antes se pasaban por alto o se hacían a un lado por demasiado extraños o costosos para ser resultado de la selección natural, de pronto se convierten al menos en candidatos plausibles para un explicación adaptativa. Esto nos lleva al final de este capítulo. Pero no me gustaría, al terminar aquí, que tomara su tono de una nota tan sorprendente­ mente poco ortodoxa (aunque como vamos a ver, la teoría de Zahavi está ganando cada vez más adeptos). El punto general ha sido ilustrar lo recursiva, sutil y táctica que puede ser la selección natural, aunque no sea tan tenazmente recursiva y sutil como Zahavi supone. Una vez que se aprecia esto, no pueden aceptarse las explicaciones no adap­ tativas más que como un último recurso. Y los adaptacionistas deci­ didos pueden confiar en que "el uso de cada pequeño detalle de la estructura está lejos de ser una búsqueda estéril para quienes creen en la selección natural” (Darwin 1862, págs. 351-2).

PARTE 2

E L PA V O R E A L

E L A G U IJÓ N D E L A C O L A D E L PAVO R E A L

Se menea en el rostro de la selección natural Hubo una época en que el ojo, y su aparente perfección, le producía escalofríos a Darwin. La cola del pavo real llegó a plantear una ame­ naza aún mayor para su tranquilidad: “ ¡El espectáculo de una pluma de la cola del pavo real, cada vez que lo veo, me enferma!” (Darwin F. 1887, ii, pág. 296). Para un darwinista, esta espléndida cola tiene un aguijón. El ojo al menos es muy ventajoso; nadie dudaría de los bene­ ficios que trae. Pero la cola del pavo real es una extravagancia extra­ ña, exagerada, esplendorosa, ornamental, aparentemente sin ningún uso terrenal y en realidad dañina para su agobiado poseedor. Y lo que es peor, las “colas de pavos reales” abundan en el reino animal. Especie tras especie, particularmente entre pájaros e insectos, las hem­ bras están vestidas de manera económica y sensata, obedeciendo a los dictados darwinistas, mientras los machos se burlan flagrantemen­ te de las leyes, y se menean frente a la selección natural al favorecer los colores llamativos, los adornos barrocos o las danzas y cantos com­ plicados. La hembra del pavo real podría haber sido diseñada por un práctico ingeniero, con la idea de reducir costos; su compañero podría haberse bajado del escenario de un espectáculo musical de Hollywood. La dificultad que tales fenómenos plantean al darwinismo es ob­ via: ¿Qué bien le hace la cola al pavo real?, ¿cómo le puede ayudar a él o a su descendencia en la lucha darwinista?, ¿más aún, cómo puede ser algo más que un mero estorbo? Darwin llegó a la conclusión de que en realidad la selección natural era impotente para explicar un esplendor tan inútil. Su solución fue la teoría de la selección sexual. Sostuvo que el adorno de los machos había evolucionado sólo porque las hembras preferían aparearse con los más adornados. Obviamente, esto les da a los machos una ventaja para el apareamiento y, en últi­ mas, la probabilidad de un éxito reproductivo mayor. Así, a lo largo del tiempo de la evolución desarrollan un esplendor cada vez más exagerado. Darwin aplicaba la selección natural a cualquier rasgo que afectara las ventajas reproductivas sobre miembros del mismo sexo. Esto incluía la rivalidad directa entre los machos por las hembras, las ame­ nazas, los combates y las armas que los acompañan. A diferencia de la escogencia femenina, esta forma de selección sexual se creía que

era fácilmente asimilada por el darwinismo clásico; parecía necesitar ciertas características —fuerza, garras afiladas, respuestas rápidas- que la selección natural de todas maneras favorecería. Entonces, se consi­ deró que este aspecto de la teoría de Darwin era indisputable (por ejemplo Groos 1898, págs. 229-30; [Mivart] 1871; Wallace 1905, ii, págs. 17-18) y no entró en la controversia sobre la selección sexual. Como Darwin decía: “ la mayor parte de... los naturalistas... admiten que las armas de los animales machos son el resultado de la selección sexual, esto es, de los machos mejor armados que obtienen la mayor parte de las hembras y le trasmiten su superioridad masculina a su descen­ dencia. Pero muchos naturalistas dudan, o aun niegan, que las hem­ bras ejerzan alguna vez algún tipo de selección, de manera que éstas elijan a algunos machos con preferencia a otros” (Darwin 1882: Barrett 1977, ii, pág. 278). Esta actitud -la de aceptar la competencia directa de los machos pero rechazar la selección de las hembras- predominó a lo largo de la mayor parte de la historia de la teoría. Vamos a detener­ nos en la controversia más que en el consenso. La selección femenina y la competencia masculina hacen surgir asuntos teóricos bastante diferentes. No obstante las aseveraciones confiadas de los contempo­ ráneos de Darwin, el darwinismo clásico no era capaz de explicar por qué como resultado de la rivalidad masculina hay armas tan poco utilitarias que no parecen armas de ninguna clase. ¿Por qué diablos se va a sentir amenazado un pavo real por la cola de otro? Las garras y los colmillos, sí; las plumas y las canciones, no. Pero examinaremos este problema -competencia convencional- bajo el altruismo. Aquí nos concentraremos en lo que más le preocupaba a Darwin y a sus críticos: los sorprendentes ornamentos masculinos y la aseveración de Darwin de que la escogencia femenina era la fuerza selectiva que los moldeaba. Aunque selección natural no es equivalente a escogencia femeni­ na (o, de modo más general, escogencia de pareja; en algunas especies el dimorfismo es al revés, es la hembra la que lleva la cola del “pavo real” ), la escogencia de pareja es ciertamente un componente crucial. Toda selección natural tiene que ver con escogencia de pareja. (Recor­ demos que estamos excluyendo la rivalidad directa de los machos.) Pero no toda escogencia de pareja da lugar a selección sexual. Para que haya selección sexual la escogencia de pareja debe, entre otras cosas, obrar como una fuerza selectiva; debe producir tasas diferen­ ciales de reproducción, que favorezcan a aquellos individuos que tie­ nen las características preferidas (y que difieren genéticamente en

este respecto de otros de su sexo). El apareamiento selectivo (el apa­ reamiento de parecidos o de distintos), por ejemplo, depende de la selección de la pareja, pero no necesariamente da lugar a una ventaja en el apareamiento y por tanto a la selección. Tampoco es la selección sexual equivalente a la evolución de los sistemas de apareamiento. Más bien, el sistema de apareamiento afecta la acción de la selección natural y se deja afectar por ella. Pensemos nada más, por ejemplo, en cuánto más potencial para la selección sexual ofrece la poliginia (varias hembras que se aparean con un macho) que -dando por sentado que todo lo demás sea igual- la monogamia. De hecho, ¿cómo se las arregla la selección de la hembra para actuar como fuerza selectiva en las especies monógamas?, ¿cómo se las arreglan los machos más adornados para lograr un mayor éxito reproductivo que otros, si todos los machos encuentran pareja? Darwin conoció especies de pájaros, como el pato salvaje británico, el pinzón y los mirlos comunes, en los cuales los machos parecían un caso típico de haber sido seleccionados sexualmente, y sin embargo eran monógamos. Él, con toda razón, vio que esto le planteaba un problema a su teoría (Darwin 1871, i, págs. 260-71, ii, pág. 400). Su respuesta fue que el atractivo y el éxito reproductivo de los machos están conectados por un vínculo entre procrear a una edad temprana y el éxito reproductivo en las hembras. Las hembras que están pre­ paradas para tener descendencia más rápido lo hacen, sostiene él, porque están mejor alimentadas y, por tanto, son las más sanas, -por consiguiente las más saludables, obviamente, tienden a tener el mayor éxito en la reproducción; entonces, estos machos que se aparean más rápido también tienden a tener el mayor éxito reproductivo-, y éstos, por supuesto, serán los más atractivos. Parece que Darwin tenía razón en cuanto a que la selección sexual podía operar bajo estas condicio­ nes. R. A. Fisher (1930, págs. 153-4) señaló que la tendencia femenina a reproducirse temprano tendría que ser no hereditaria (que resul­ tara, por ejemplo, de variaciones en el suministro de comida); de lo contrario habría una selección para reproducirse cada vez más rápido, más bien que una estabilidad en los tiempos de reproducción como la que realmente existe. Y demostró de manera cuantitativa, aunque sin explayarse, cómo podría trabajar la teoría de Darwin. En épocas recientes, análisis matemáticos más precisos han confirmado la con­ jetura de Darwin-Fisher (Kirkpatrick et al. 1990). Aunque la selección sexual tiene que ver con las consecuencias

evolutivas de las exigencias femeninas, no tiene relación con la causa final de estas exigencias. Darwin no dio ninguna solución satisfac­ toria a la pregunta de por qué las mujeres escogen más, y tampoco a aquella de por qué, de hecho, son tan selectivas. Sus razones fueron el argumento espurio (¡lo cual es muy raro en Darwin!) de que la ley general de la naturaleza es que el esperma va hacia el óvulo y no viceversa, haciendo entonces que los machos sean buscadores indiscrimadosylas hembras seleccionadoras discriminadoras (Darwin 1871, i, págs. 271 -4 ; Darwin, F. y Seward 1903 , ii, pág. 76 ; véase también Kottler 1980, pág. 214 , n 60 para una carta inédita de Wallace a Dar­ win). El darwinismo moderno reconoce que el hecho de que sean selectivas procede de una diferencia mucho más fundamental entre los sexos (véase v. gr. Dawkins 1976, segunda edición, págs. 300-1). Imaginemos una población en la que hay reproducción sexual, pero pensemos que no existen ni las colas de los pavos reales, ni la selecti­ vidad femenina ni todo lo demás que vuelve a los sexos asimétricos. La única condición impuesta por la reproducción sexual es la de que los apareamientos deben realizarse entre las dos clases diferentes de organismos que conforman la población, por ejemplo entre azules y rosados. ¿Cómo podríamos esperar que evolucionara el sentido de selectividad? Pensemos en el esfuerzo reproductivo de cualquier individuo como un trueque entre competir por machos y cuidar de la progenie. Ahora imaginemos que entre los azules la competencia por los machos resulta teniendo una influencia mayor en el éxito reproductivo que el cuidar de la progenie; la brecha entre los azules más exitosos y los menos exitosos, desde el punto de vista de la pro-

Machos elegantes, hembras deslucidas Chiasognathus grantii (figura superior, el macho; figura inferior, la hem­ bra) (de El origen del hombre, de Darwin) Las grandes mandíbulas del Lucanidae macho... son tan conspicuas y están ramificadas de manera tan elegante, que ha cruzado por mi mente a veces la sospecha de que les pueden servir a los machos de adorno... E l Chiasognathus grantii del sur de Chile, un escarabajo espléndido... tiene mandíbulas enormemente desarrolladas; es osado y peleador; cuando se lo amenaza por cualquier lado vuelve la cabeza y abre sus enormes mandíbulas al tiempo que emite un chirrido alto; pero las mandíbulas no tenían la fuerza suficiente para picarme de manera que me produjeran un dolor agudo. (Darwin, E l origen del hombre)

creación, se establece más por la competencia que por los cuidados. Y entre los rosados lo opuesto es lo cierto: ser un buen padre tiene más influencia en el éxito reproductivo que competir por las parejas. Entonces, los azules van a ganar si ponen todo su esfuerzo en la com­ petencia contra los rosados que en el cuidado como padres. Y los rosados se van a beneficiar más al invertir sus esfuerzo en su progenie que en reñir por las parejas. Lo que es importante es que estas ten­ dencias se refuerzan a sí mismas. Una vez que los azules y los rosados comienzan a ser divergentes, la divergencia será cada vez mayor. Mientras más orienten los azules sus recursos hacia la competencia por la pareja en lugar de orientarlos a ser buenos padres, más les convendrá dedicarse cada vez con mayor dedicación a esta tarea; un poco más de esfuerzo empleado en la competencia por la pareja po­ dría ser una diferencia sustancial en el éxito reproductivo, al tiempo que es indiferente cuánto cuidado le ponga un azul a cuidar de la descendencia, pues este esfuerzo va a establecer una diferencia poco importante entre uno u otro azul. Y lo contrario ocurre en los rosados: mientras cada generación despliegue más recursos reproductivos sobre su progenie en lugar de hacerlo sobre la búsqueda de pareja, será más valioso hacerlo en las siguientes generaciones. Hay que admitir que hemos incorporado la diferencia inicial entre los sexos. Pero, dado que el proceso se refuerza a sí mismo, esa diferencia inicial puede ser muy pequeña y aun así los sexos se irán por los caminos diferentes de competir por la pareja e invertir en el cuidado paternal. Entonces, todo el asunto podría haber comenzado en una pequeña fluctuación aleatoria. Así, aun si los azules y los rosados empezaron como iguales, tan pronto como surgiera cualquier diferencia en sus estrategias para la inversión reproductiva, se amplificaría en la clase de diferencia conocida para nosotros como “macho” y “hembra”. Ésta es la razón por la cual los pavos reales están más interesados en im­ presionar a sus rivales, en que les crezcan colas hermosas y en com­ petir de manera feroz por cualquier hembra que puedan conseguir, que en cuidar de su progenie. Y ésta es la razón por la cual las hem­ bras no se molestan con la rivalidad, pero escogen muy bien quiénes van a ser los padres de su progenie. La carrera de una controversia Darwin elaboró su teoría en El origen del hombre, en 1871. De inmediato despertó considerable interés y no menor desacuerdo. Y

continuó haciéndolo hasta unos cuantos años después de su muerte, en 1882. Sin embargo, en forma gradual la teoría comenzó a ser mal interpretada y distorsionada, y cada vez más se la despreció, se la subvaloró y no se la tuvo en cuenta. No fue sino un siglo después de la publicación de El origen del hombre cuando comenzó a ser plena­ mente apreciada. Ahora, por fin, ya es una teoría asimilada al pensa­ miento darwinista central. De hecho, está sufriendo un resurgimiento espectacular, pues se ha convertido en un área de investigación cre­ ciente, viva, y hasta de moda. Un final feliz, entonces -a l menos por ahora- para una carrera con altibajos. ¿Qué interés pueden tener para nosotros estos vaivenes del destino hoy en día? Bueno, por una parte, los primeros debates nos pueden ayudar a entender la ciencia mo­ derna, porque anticipan posiciones presentes de manera inesperada. Estas continuidades históricas nos ayudan a ver cómo se relacionan entre sí las diversas teorías de selección natural que hoy compiten, y a contemplar los problemas de hoy en día (y los pasados) en una nueva óptica. Las primeras discusiones también ponían el dedo en la llaga de un número de cuestiones que sólo ahora se están respondiendo o que todavía se siguen explorando. En el caso de la selección sexual el darwinismo moderno de alguna manera ha sido menos exitoso que con el problema del altruismo. Veremos que los biólogos pueden ahora explicar, al menos en principio y a menudo en casos particulares, por qué una abeja renuncia a la reproducción y dedica su vida a cuidar a sus hermanas o por qué una ardilla terrestre se pone ella misma en riesgo para dar chillidos de advertencia. Pero, ¿cómo adquirió el pavo real su esplendorosa cola o el ave del paraíso su gusto por la decora­ ción? Aunque el debate ha avanzado inmensamente y de manera muy emocionante desde la época de Darwin y Wallace, muchas de las pre­ guntas de aquéllos, tanto teóricas como empíricas, no son menos apremiantes hoy en día. Y lo que es más, la selección sexual surge como un caso de estu­ dio muy importante para el darwinismo en general. Sus dramáticos reveses de fortuna reflejan asuntos que han logrado abrirse paso a través de la ciencia darwinista por más de un siglo; cómo debe ser una explicación adaptativa, por ejemplo, o dónde yacen los límites de la selección natural. Y esta historia pone sobre el tapete cuánto se ha ganado con la revolución de las décadas recientes y cuán ingeniosas son las soluciones que se han encontrado para algunos de los pro­ blemas más agudos del darwinismo del siglo xix.

Y por último, la historia de la selección sexual ayuda a recordar la verdadera magnitud del logro de Darwin. A pesar del interés rena­ ciente de los biólogos en la selección sexual, los historiadores y filósofos de la ciencia le han prestado poca atención. Casi no se la menciona en las historias generales del darwinismo; de los cinco que cita Michael Ruse (1979a) como los trabajos principales hasta aquella época, uno (Eiseley 1958) no menciona la selección sexual para nada y los otros (de Beer 1963; Greene 1959; Himmelfarb 1959; Irvine 1955) incluyen sólo los análisis más sumarios, dos de ellos confinados a la selección sexual en humanos, y sólo uno va más allá de los debates que se dieron mientras Darwin estaba vivo. Ruse mismo no agrega más que unos pocos comentarios a la historia. Evolution de Peter Bowler (1984) -que se admite es una historia general de la evolución más que del darwinismo- le concede al tema un párrafo. Y un texto establecido sobre la historia y la influencia general del darwinismo (Oldroyd 1980) lo ignora por completo. Del tema se hizo un libro de lecturas (Bajema 1984), pero se detiene en 1900 (aunque se promete un volumen de lecturas del siglo xx). La historia también ha sido tratada con cierta extensión en la bibliografía más especializada, pero aún allí todavía es de producción casera comparada con la produc­ ción industrial sobre el trabajo de Darwin. Paradójicamente, gran parte del debate sobre selección sexual, desde el siglo x ix hasta el presente, no ha sido sobre selección sexual sino sobre selección natural. Bien, como veremos, no hay paradoja. Los problemas planteados por la selección sexual a lo largo de la his­ toria de la teoría han caído en dos categorías: la primera es si se re­ quiere la cuestión de la selección sexual para explicar el fenómeno, o si puede explicarse en su lugar sólo por las fuerzas normales de la selección natural sola. Durante casi un siglo la mayor parte de los darwinistas pensaban que esto era un asunto de la máxima impor­ tancia. Buscaban casi cualquier alternativa a la selección sexual, y se basaban más que todo en la selección natural. La segunda categoría de cuestiones concierne a la escogencia de pareja; en particular, las razones para la selección y el cómo, o mejor, si las fuerzas darwinistas podían permitir que ella evolucionara. Estas preguntas se plantearon desde el principio, pero sólo hasta hace poco el papel de la escogencia de pareja se ha vuelto el centro de atención. Ahora se ha convertido en una floreciente línea de investigación, que ha demostrado ser enor­ memente fructífera. La crítica a la selección natural más importante del siglo x ix fue

la de Wallace. De hecho, de acuerdo con Romanes: “considerar las objeciones que se le han hecho a la teoría de la selección sexual... es virtualmente lo mismo que decir que ahora podemos considerar los puntos de vista de Wallace sobre el tema” (Romanes 1892-7, i, pág. 391). Wallace siguió ambas líneas de crítica, pero se concentró en la primera, reduciendo la selección sexual a la lucha por la existencia. Creía él que la selección sexual no era una fuerza selectiva “propia­ mente dicha” y que al introducirla en la teoría darwinista, Darwin le estaba dando vuelo a una herejía tremendamente antidarwinista. Tal como Wallace lo dijo en su prefacio Darwinism: es claro que todo mi trabajo tiende a ilustrar la apabullante im­ portancia de la selección natural sobre todas las otras agencias... así, retomo la posición anterior de Darwin, de la que él se ha retractado un poco en ediciones posteriores de sus obras... Aun al rechazar esta parte de la selección sexual que depende la escogencia femenina, insisto en la mayor eficacia de la selección natural; Ésta es una doc­ trina darwinista por excelencia, por tanto, pido que se considere que en mi libro soy el abogado de un darwinismo puro (Wallace 1889, págs. xi-xii).

Aunque Darwin y Wallace llegaron a tener una fuerte discrepancia sobre la selección sexual, al principio no estaban divididos con res­ pecto a su asunto central: la escogencia femenina. Su divergencia, aunque aguda, se hallaba en buena medida confinada a otros asuntos sobre las diferencias sexuales en la coloración (véase Kottler 1980). Sus discusiones, preservadas en su correspondencia, se dieron prin­ cipalmente en 1867 y 1868 y se reanudaron durante un breve lapso en 1871. Fue sólo a partir de 1871, después de que Darwin publicara la versión de gala de su teoría, cuando Wallace comenzó a blandir sus mayores críticas en contra de la idea de que la selección femenina fuera una fuerza evolutiva importante; algunas de sus objeciones más fuertes no se publicaron hasta después de la muerte de Darwin. De manera que es una lástima que parte del “debate” de Darwin y Wallace sobre la selección sexual realmente no haya sido debate de ninguna dase. Volvamos ahora a este debate. Comenzaremos con el intento por asimilar la selección sexual a la lucha por la existencia. (Las principa­ les fuentes para las aseveraciones propias de Darwin y Wallace sobre selección sexual son las siguientes. Darwin expuso su teoría en El

origen del hombre (1871, i, pág. 248-50,253423, ii, págs 1-348,396-402; la segunda edición (1874) está extensamente revisada en su totalidad, pero no hay cambios importantes en la teoría; desde 1877, las reimpresiones de esta edición incluyen (págs. 948-54) un trabajo de Nature (Darwin 1876a)). Dicho sea de paso, la preocupación final de Darwin en El origen es aplicar su teoría de la selección sexual a la evolución de las razas humanas; la cola del pavo real es, en parte, sólo un medio hacia este fin (véase v. gr. Darwin 1871, i, págs. 4-5, capítu­ los 7,19 ,21, segunda edición, pág. viii; Darwin, F. 1887, iii, págs. 90-1, 95-6; Darwin, F., y Seward 1903, ii, págs., 59,62,76). Darwin también publicó dos trabajos breves sobre la selección sexual, después de la segunda edición de El origen (1880,1881). Para referencias sobre la selección sexual en la primera edición de El origen véase págs. 87-90, 56-8; para ediciones subsiguientes véase Peckham 1959, págs. 173-6, 305-8,367-72,732. Para la correspondencia entre Darwin y Wallace (y otros) véase Merchant 1916, ii, págs. 157,159,177-87,190-5,199,202-5, 212-17,220-31, 256-61,270,292, 298-302; Darwin, F, 1887, iii, págs. 90-6, 111-12,135,137-8,150-1,156-7; Darwin, F. y Seward 1903, i, págs. 182-3, 283, 303-4, 316, 324-7, ii, págs. 35-6, 56-97. Para las publicaciones de Wallace sobre la selección sexual véase también su reseña de El origen de Darwin (1871); tres ensayos escritos entre las décadas de 1860 y 1870, revisados y reimpresos en dos obras completas (1870,1878) y finalmente en su Natural Selection and Tropical Nature (1891, págs. 34-90,118-40,339-94) (La primera de éstas sólo sobre coloración y la otra sobre coloración y selección sexual); su Darwinism (1889, págs. i87-300b, 333-7) (Las págs. 268-333 sobre selección sexual y coloración; el resto, sólo sobre coloración); Wallace 1890a; Wallace 1892, y su au­ tobiografía (1905, ii, págs. 17-20).)

¿S Ó L O S E L E C C I Ó N N A T U R A L ?

“ El abogado del darwinismo puro” Darwin buscó con denuedo abarcar una amplia gama de fenómenos previamente no relacionados -colores y plumas, canciones y bailesen la categoría “sexualmente seleccionados”. A la estela suya, varias generaciones de darwinistas buscaron con ahínco desmantelar esta misma categoría. Durante casi un siglo la mayor parte del trabajo de selección natural se redujo a un intento concertado de cortarla por completo y de basarse en unas fuerzas más sobrias y utilitarias de selección natural ordinaria para explicar el espléndido despliegue de Darwin. Este proyecto de demolición comenzó con Wallace. Veremos que aunque éste cada vez rechazaba más la idea de la escogencia femeni­ na como fuerza selectiva, no la descartó nunca por completo. Pero, trataba de no meterse con ella en cuanto le era posible. Intentaba mostrar que la mayor parte de los “adornos” no habían sido seleccio­ nados por las preferencias femeninas sino porque eran útiles en otros aspectos de la vida. Con su interés particular en el color, su objetivo principal era la coloración sexualmente dimórfica. Pero también tocaba las estructuras ornamentales. Sobre los sonidos y colores, que Darwin sostenía eran seleccionados sexualmente, tenía muy poco que decir, aunque éste último pensaba que los instrumentos musicales de los insectos, por ejemplo, constituían una evidencia apabullante, y él mismo había tenido un punto de vista idéntico antes de llegar a rechazar la posición de Darwin (Darwin, E 1887, iii, págs. 94,138; Wa­ llace 1871). Como lo hemos advertido, el trabajo de Wallace sobre la coloración fue una contribución notable al darwinismo; Y Wallace, como es lógico, se enorgulleció de haber introducido al territorio darwinista toda suerte de fenómenos que en el pasado habían sido considerados como no adaptativos. De toda la coloración de la natu­ raleza, los hermosos colores que Darwin explicaba por selección sexual habían sido señalados de manera particular como algo que no tenía valor adaptativo. La explicación en boga había partido de la teología natural, que sostenía que este ensamblaje fabuloso había sido creado sólo en aras de su belleza a los ojos humanos y a los de su creador (véase v. gr. Wallace 1891, págs. 139, 153-6, 339-40). Esto permitía

introducir la mano guiadora de Dios, aun cuando no se pudiera descubrir un propósito utilitario. Fue una señal del gran logro de Wallace el que pudiera incluir gran parte de esta evidencia, así como algo de los colores de los animales y las plantas en dos categorías darw inistas: protección y reconocim iento (o atracción de polinizadores en el caso de las plantas), y por tanto, explicarlas de manera adaptativa. Los puntos de vista de Wallace fueron desarrolla­ dos en su mayor parte independientemente del trabajo de Darwin sobre la selección sexual, y algunos de ellos la depredaban. De manera que el vasto caleidoscopio de ornamentos darwinistas se le presen­ taba a Wallace como un desafío a su esquema explicativo. Bajo la categoría de protección, Wallace podía explicar no sólo los colores crípticos sino también, de manera menos obvia, múltiples ejemplos de coloración llamativa. Éstos eran, a grosso modo, de dos clases. Primero estaban los colores que podían parecer conspicuos, pero que en realidad eran crípticos en el medio natural del animal; sostenía Wallace que la cebra, el tigre y la jirafa, por ejemplo, se mez­ claban en el fondo de sus hábitats naturales (Wallace 1889, págs. 199, 202, 220,1891, págs. 39, 368). En segundo lugar estaban los colores llamativos, de prevención, que adoptaban las criaturas no comestibles y quienes las imitaban. La otra categoría, el reconocimiento, com­ prendía los colores que les permitían a los animales reconocer a sus coespecíficos; ellos les ayudaban a los miembros de especies sociales a mantenerse juntos, y a los individuos a identificar parejas potencia­ les. Esta categoría también comprendía algunos colores llamativos, tales como las marcas brillantes que llevan muchas especies de pájaros. Estas explicaciones de la coloración pueden no haber sido siempre correctas en sus detalles, pero tanto en aquella época como en ante­ riores tuvieron, en términos generales, bastante éxito, y se convirtieron en líneas de pensamiento darwinista aceptadas. Éste fue entonces el principal enfoque que Wallace hacía de la coloración “sexualmente seleccionada.” Miremos qué suerte tuvo. Coloración para la protección Un problema importante al aplicar el principio de la protección a colores “sexualmente seleccionados” es la necesidad de explicar por qué los machos y las hembras tienen un aspecto tan diferente. La explicación de Wallace es que estaban sujetos a distintas presiones de selección. Veremos que en términos generales esta manera de pensar

Las rayas intrigantes de la cebra: no hay solución en blanco y negro Los darwinistas se encuentran divididos con respecto a la manera como la cebra consiguió sus rayas: ¿reconocimiento individual, orientación para el apareamiento, cripsis de la mosca tsé-tsé, regulación térmica, desventaja...? Como era de esperarse, Darwin y Wallace no pudieron ponerse de acuerdo:

Podría pensarse que unas señales tan extremadamente notorias como las de la cebra serían un gran peligro en una región donde abundan los leones, los leopardos y otras fieras cazadoras, pero no es así. Las cebras suelen andar en manadas y son tan veloces y atentas que tienen poco peligro durante el día. En la tarde, o en las noches de luna, cuando salen a beber, es cuando más expuestas están al ataque; y el señor Francis Galton, que ha estudiado estos animales en sus guaridas naturales me asegura que bajo la luz crepuscidar no son nada conspicuas, pues las líneas blancas y negras se mezclan, convirtién­ dose en un tinte gris muy difícil de ver, aun a una distancia pequeña. (Wallace, Darwinism ) La cebra tiene rayas llamativas, y las rayas no pueden proporcionar ninguna protección en las llanuras surafricanas. Al describir una horda Burchell dice: ‘sus bruñidas costillas brillaban al sol, y el resplandor y la regularidad de sus pieles rayadas presentaban un cuadro de extraordinaria belleza, no superado quizás por ningún otro cuadrúpedo’. Aquí no tenemos pruebas de selección sexual, pues en todo el grupo de Equidae los sexos son de idéntico color. No obstante, quien atribuye las rayas verticales blancas y negras de los flancos de los varios antílopes a la selección sexual, probablemente extenderá esta misma visión a la hermosa cebra. (Darwin, El origen del hombre)

funciona de modo admirable para los colores apagados de las hembras, pero falla tristemente en lo que atañe a los tonos vivos de los machos, -el fenómeno mismo que la teoría de Darwin pretende explicar-. Mientras Darwin pregunta: “ ¿cuáles presiones selectivas pueden ha­ cer que los machos tengan colores vivos?”, Wallace le da vuelta al pro­ blema en su mente y se concentra sobre la pregunta: “ ¿qué hace que las hembras no tengan colores vivos?” Volveremos a su justificación de esta manera de ver las cosas y a su incapacidad de contestar la pregunta de Darwin. Primero veamos el éxito de Wallace al tratar el lado femenino del dimorfismo. Arguye éste que la necesidad femenina de coloración protectora es mayor que la del macho, debido a su papel en la reproducción (1871, 1889 págs. 277-811891, págs. 78-82,136-8). Y, cosa que no sorprende, recoge evidencias muy impresionantes para sustentar su aseveración. Se centra principalmente en los pájaros. La opacidad femenina, dice, puede explicarse por la necesidad de protección mientras incu­ ba los huevos: “ Para garantizar este fin, la hembra no ha adquirido todos los ostentosos ornamentos que decoran al macho, y a menudo aparece vestida en tonos sobrios” (Wallace 1889, pág. 277). A menudo, pero no siempre. Wallace cita dos casos de aparentes contraejemplos: a veces ambos sexos tienen colores vivos y otras, las hembras son vivas y los machos opacos. Pero se apresura a señalar: estos “hechos muy curiosos y anómalos... sirven, por fortuna, como pruebas cruciales” y “puede mostrarse que en realidad son confirma­ ciones de la ley” (Wallace 1891, págs. 131-2). No es raro que tanto hembras como machos tengan colores vivos, pero Wallace descubrió que, en los casos investigados, los nidos siempre estaban ocultos: “Al buscar alguna causa para esta excepción aparente y singular a la regla de la coloración protectora para las hembras, llegó a un hecho que lo explica de manera hermosa. En todos los casos, sin excepción, la especie, o bien hace los nidos en huecos en la tierra o en árboles, o los construye en forma de domo o cubiertos, de manera que esconde por completo la hembra que empolla”. (Wallace 1889, pág. 278; véase también Wallace 1891,. pág. 124). En cuanto al caso, mucho más raro, de dimorfismo contrario en la coloración, hay una correlación mucho más sorprendente, pues la carga de la incubación también está trocada: “Existen unos pocos casos curiosos en los cua­ les la hembra del pájaro es en realidad más viva que el macho, y sin embargo tiene nidos abiertos..., pero en cada uno de estos casos la relación de los sexos con respecto a la nidificación es al revés, pues el

macho ejecuta los deberes de la incubación” (Wallace 1889, pág. 281). (Llegó un momento en el que Wallace se dejó persuadir del punto de vista según el que la diferencia de color era demasiado leve para pro­ ducir protección mayor (Wallace 1891, pág. 379), pero al fin volvió a su creencia original (Wallace 1889, pág. 281)). En Wallace se encuen­ tran muchas más correlaciones importantes en apoyo de su punto de vista según el que la protección es la fuerza selectiva. Por ejemplo en la Megapodidae, una familia extraña de pájaros que no incuban sus huevos, ambos sexos tienen la misma coloración (algunas especies son opacas, otras llamativas) (Wallace 1891, pág. 128). Wallace hace hincapié en que muy pocas correlaciones de este tipo se habían ex­ plicado o estudiado de manera sistemática hasta que él estudió la evidencia a la luz de su teoría de la coloración para la protección (Wallace 1891, págs. 81,131-2). Wallace llega demasiado lejos al sostener que no hay excepciones a estas reglas, aunque da una lista de contraejemplos aparentes (Wa­ llace 1891, págs. 133-5). Pero ellos no demeritan su caso. Sólo imas pocas son las que él llama excepciones “positivas”, hembras vistosas, en nidos abiertos (en contraposición a las excepciones “negativas”, de hembras opacas y nidos ocultos), y en términos generales se las arre­ gla para explicar la mayor parte de los casos “positivos” y “negativos”. Muestra, por ejemplo, que la hembra vistosa está protegida de algún otro modo, o que lo que parece ser llamativo en realidad es protector en el medio natural. Así, Wallace se las arregla para establecer una conexión muy plausible entre la coloración y el tipo de nido. Las mariposas son otra clase de criaturas que exhiben una colo­ ración dimórfica sorprendente. Una vez más Wallace estudia esto al hacer énfasis en la necesidad de protección de la hembra, en este caso mientras deposita sus huevos: “cualquiera que haya observado a las hembras de los insectos volar con lentitud en busca de plantas sobre las cuales depositar los huevos entenderá la importancia que tiene para ellas no atraer la atención de pájaros insectívoros por medio de colores llamativos” (Wallace 1889, pág, 272). Y Wallace analiza varias líneas de evidencia. Las hembras son tan llamativas como los machos, por ejemplo, en especies que logran protección por el hecho de ser de mal sabor y pregonarlo a sus depredadores por medio de una colora­ ción llamativa (Wallace 1889, pág. 272). Más aún, una vez más Wallace se las arregla para volver los aparentes contraejemplos de dimorfismo trocado en evidencias a favor. Primero, los colores llamativos algunas veces proporcionan un excelente camuflaje. Cita una especie, la Adolias

dirtea, en la cual la hembra tiene manchas amarillas muy hermosas cuando se la ve en el gabinete del coleccionista, que la hacen tan lla­ mativa como el macho, pero a la moteada luz solar del bosque, hábitat natural de la criatura, “las manchas amarillas armonizan de tal ma­ nera con los rayos fluctuantes de luz solar sobre las hojas muertas, que sólo con la mayor dificultad pueden detectarse” (Wallace 1889, pág. 271). Segundo, como Darwin mismo lo admitía (Darwin 1871, págs. 394-5; Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 67) los dibujos cons­ picuos de la mitad del ala pueden ofrecer protección al atraer a los depredadores hacia aquella área en lugar de atraerlos hacia el cuerpo (Wallace 1981, pág. 371). Tercero, en algunos casos donde las cosas ocurren al revés, o en aquellos en que ambos sexos son igualmente llamativos pero que tienen una coloración sexualmente dimórfica, la hembra gana protección al imitar los colores vivos de advertencia de una especie no comestible (Wallace 1891, págs. 78-80,136-8), por ejem­ plo en la Diadema missippus, el macho es negro, adornado con una mancha blanca y grande en cada ala, rodeada por un azul tornasolado, mientras la hembra es naranja y marrón, con manchas y rayas negras. Encontramos la ex­ plicación en el hecho de que la hembra imita a la no comestible

Danais, ganando con ello protección mientras pone los huevos en plantas de poca altura en compañía de aquel insecto (Wallace 1889, pág. 271).

Y lo que es más, sostiene Wallace, casos como éste muestran qué tan­ to está determinado el dimorfismo por la mayor necesidad que tiene la hembra de protección. Incluso en algunas de las especies que son tan fuertes y que vuelan tan rápido que los machos no tienen necesi­ dad de imitar a ninguna otra, las hembras de todas maneras lo hacen; cuando ambos sexos imitan, siempre se encontrará que la especie es más débil y vuela con más lentitud, de manera que también los ma­ chos tienen esa necesidad de volverse imitadores para buscar protec­ ción; y no existen casos en que sólo los machos busquen imitar. Es innecesario abundar en ejemplos. Aun ahora, el trabajo de Wallace sobre coloración protectora se reconoce como una contri­ bución impresionante a la teoría darwinista, a la que le dio marco y cánones para una rica veta de investigación. Este tributo de Darwin tipifica las múltiples apreciaciones que Darwin hizo de los logros de Wallace, - y nos recuerda su éxito en la tarea, aparentemente contra

toda evidencia, de explicar lo llamativo y lo barroco por medio de la protección: ¿Cómo... hemos de explicar los colores bonitos y aun fabulosos de muchos animales de las clases inferiores? Parece dudoso que en términos generales tales colores sirvan como protección; pero es muy fácil que erremos en relación con características de todas clases con respecto a la protección, como lo tiene que admitir cualquiera que haya leído el excelente ensayo de Wallace sobre este tema (Darwin 1871, i, pág. 321).

Pero, como lo hemos visto, el principal logro de Wallace no consistió en explicar lo “bonito” y lo “fabuloso”. Él sobresalió por entender lo opaco y lo tosco. Era ésta una coloración que un darwinista, des­ lumbrado por la cola del pavo real, podía sobre entender, como en efecto lo veremos. En principio, ningún darwinista habría negado que la protección cumple un papel principal importante en la deter­ minación del color de los animales. Pero Wallace fue más allá e hizo hincapié en la necesidad de explicar en detalles precisos no sólo la coloración extraordinaria sino también la más común; para decirlo una vez más, una tarea muy común hoy en día, pero que en aquella época estaba lejos de ser rutinaria. Quizás Wallace estaba pendiente de esta necesidad más que la mayor parte de las personas, gracias a sus experiencias en el archipiélago malayo, donde había encontrado que los pájaros e insectos espectaculares, que eran tan prominentes en las colecciones de los naturalistas, conformaban una proporción relativamente pequeña de las especies existentes; el gusto del colec­ cionista por lo grande y exótico y su desprecio por lo pequeño y lo oscuro malinterpretan de manera evidente los intereses propios de la naturaleza (Brooks 1984, págs. 132-7,176-7). Por el contrario, el mé­ todo propio de Wallace como él mismo lo dijo con mucha razón: “llevó al descubrimiento de múltiples armonías interesantes e inespe­ radas entre los más comunes (y hasta ahora más descuidados o mal entendidos) de los fenómenos que presentan los seres organizados” (Wallace 1891, pág. 140). Sin embargo, por muy impresionante que sea la contribución de Wallace, hasta ahora sólo ha realizado la mitad de su tarea. Apuntaba a dar una explicación adaptativa de la coloración sexualmente dimórfica y explicó la de las hembras, pero le quedó por explicar el meollo de los fenómenos darwinistas “sexualmente seleccionados” :

los llamativos y fabulosos colores ornamentales de los machos. Antes de examinar cómo manejó este problema echemos un vistazo a cómo solucionó su segundo principio adaptativo, el reconocimiento, y cómo trató el asunto del despliegue del macho. Coloración para el reconocimiento Wallace sostenía que ciertas clases de coloración dimórfica (y al­ gunos de los sonidos, olores y estructuras peculiares del sexo, por lo general especialmente los de los machos), habían evolucionado como medios de reconocimiento. Su mayor obligación era la de mantener a las especies sociales juntas; a veces también promovían un aparea­ miento eficiente, al ayudar a los animales a reconocer a miembros del sexo opuesto de su propia especie (Wallace 1889, págs. 217-27, págs. 284-5,298,1981, págs. 367-8). Tales características tendrían lógicamente un aspecto dual: ser fácilmente visto y reconocido, pero al mismo tiempo tan poco notorio para los depredadores como fuera posible. Wallace le dio gran importancia a la coloración para el reconoci­ miento, considerándola muy generalizada y dueña de un papel crucial. “Estoy empezando a creer que su necesidad ha tenido una influencia más amplia en la determinación de las diversidades de la coloración animal que otra causa cualquiera” (Wallace 1889, pág. 217). Quizás estaba influido por sus propios intentos tempranos de reconocimiento de especies; al coleccionar especies en el archipiélago malayo había encontrado que, para el taxónomo al menos, la coloración estructu­ ral era muy confiable y, generalmente, de importancia enorme para la diferenciación de la especies (Brooks 1984, págs. 66-70, 84-93). Wallace usó la idea de la selección para reconocimiento con el pro­ pósito de dar una solución definitiva a varios problemas de Darwin. Primero, el reconocimiento, junto con la protección, era básico en sus explicaciones sobre la coloración. Segundo, lo blandía en su cam­ paña a favor de las explicaciones adaptativas, usándolo en particular para explicar muchas de las demarcaciones distintivas de las especies que, como hemos visto, eran objeto de tanto pleito entre adaptacio­ nistas y no adaptacionistas. Tercero, como se verá cuando estudiemos el altruismo, el reconocimiento era importante en su solución del problema de la esterilidad interespecífica. Wallace estaba tratando de encontrar candidatos para la explicación de la esterilidad de manera adaptativa. Buscaba barreras reproductivas (esto es, no geográficas) para el apareamiento. La capacidad de reconocer coespecíficos servía

Membretes para las especies Tres especies de chorlitos africanos (de Darwinism, de Wallace)

Algunos medios para el fácil reconocimiento deben ser de importancia vi­ tal... y me inclino a creer que su necesidad tenía una influencia más generaliza­ da en la determinación de las diversidades de la coloración animal que cual­ quier otra causa... Entre los pájaros estas marcas de reconocimiento son espe­ cialmente numerosas y sugestivas. Las especies que habitan en distritos abiertos tienen por ¡o general coloración protectora, pero suelen poseer algunas señales distintivas que tienen el propósito de hacerlos fácilmente reconocibles por los de su clase cuando están en reposo o cuando vuelan. Éstas son... las marcas de la cabeza y el cuello conformas de gorras blancas o negras, collares, marcas en los ojos o parches en la frente; ejemplos de esto se pueden ver en las tres especies de chorlitos africanos. (Wallace, Darwinism)

para cumplir con la ley: el reconocimiento ayudaba aprevenir el apa­ reamiento interespecífico y los “males” dé los cruces infértiles (Wa­ llace 1889, págs. 217, 298, 1981, pág. 154, ni). Es indicativo de la importancia que Wallace -con toda razón- les adjudicaba a aquellas explicaciones el que llame la atención hacia las tres, como novedosas o de interés especial, en el prefacio de Darwinism (1889, pág. xi). Al igual que la coloración para la protección, el principio de reconoci­ miento habría sido importante en el pensamiento de Wallace aun si no hubiera estado buscando alternativas a la selección sexual. Pero aunque la explicación de la coloración llamativa por el reco­ nocimiento encaja a la perfección con el proyecto explicativo total de Wallace, queda predeciblemente corto al explicar la coloración del macho. Primero, gran parte de la coloración que Wallace pone en esta categoría no es dimórfica, -lo que no sorprende cuando su función

es mantener juntos a todos los miembros de las especies sociales, machos y hembras-. Acepta que en el caso de los insectos, en parti­ cular las mariposas y las chapolas, la principal función de las marcas de reconocimiento podría ser facilitar el apareamiento entre coes­ pecíficos; de manera que en aquel caso uno tal vez podría esperar dimorfismo. Pero niega específicamente que el reconocimiento para el apareamiento fuera muy lejos al explicar la coloración dimórfica de los pájaros (Wallace 1889, pág. 224, ni; véase también págs. 226-7, 1891, pág. 354) (aunque no es del todo consistente en esta limitación (1889, pág. 298,1891 pág. 154 m)). La segunda dificultad es que la selección para el reconocimiento también podría explicar casos más modestos de coloración, pero ¿cómo puede explicar aquellos excesos más locos, que tanto preocuparon a Darwin? El reconocimiento no habría podido, es lo más seguro, producir la cola del pavo real. Tal como Wallace mismo lo dijo: “ la esplendorosa cola del pavo realexhibe ante nosotros la culminación de aquella maravilla y misterio del color animal” (Wallace 1889, pág. 299). ¿Habría sido la selección natural tan totalmente ineficiente como para haber evolucionado en adaptaciones tan esplendorosas y elaboradas sólo para el reconoci­ miento de las parejas potenciales, aun sin haber necesidad apremian­ te de evitar la confusión entre las especies? En un momento veremos cómo respondió Wallace a estas pregun­ tas. Pero primero le añadiremos una sola pieza más a este plan de explicaciones. La explicación del despliegue La protección y el reconocimiento pueden ser capaces de absorber parte de la coloración llamativa, pero no pueden vérselas con uno de sus aspectos más sobresalientes: la exhibición del macho. Muchos machos no sólo tienen colores fabulosos sino también un elemento de espectacularidad en su coloración y estructura, y un comporta­ miento complicado, estilizado y ceremonial, que parece diseñado para hacer gala de su glamour. Como Wallace dijo de los pájaros (en una época cuando todavía no había rechazado la selección sexual): “es un hecho muy conocido que cuando un pájaro macho posee algún or­ namento poco común, toma posiciones o da volteretas de tal manera que lo pueda exhibir para sacar la mayor ventaja posible, mientras trata de atraer o de fascinar a las hembras” (Wallace 1891, pág. 320). Wallace no podía ignorar esto, que exige ser explicado si se quiere

construir una teoría comprensiva de la coloración. Y también es preocupante la evidencia, convincente a primera vista, aunque de manera indirecta, de que hay escogencia femenina. De hecho, desde el punto de vista de Darwin era el mejor indicio: “La evidencia resul­ ta lo más completa posible sólo cuando los individuos más adorna­ dos, casi siempre machos, despliegan voluntariamente sus atractivos ante el otro sexo” (Darwin 1871, segunda edición, pág. 401). Darwin se aseguró de que esta evidencia fuera “completa”. Intentó mostrar que el despliegue del macho no es incidental ni inadvertido, sino que en realidad se trata de exhibir los adornos ante las hembras. Argumentaba, por ejemplo, que el despliegue es más común entre los grupos con mayor dimorfismo sexual; que el comportamiento muestra las características de la mejor manera; que los machos pare­ cen intentar captar la atención de las hembras o que se exhiben sólo en su presencia. La siguiente es una descripción fabulosa del comporta­ miento de una especie de pez, un Macropus chino durante la tempo­ rada de procreación: “ los machos tienen los colores más hermosos... y, en el acto del cortejo, expanden las aletas, que están dibujadas y adornadas con rayos de colores brillantes de la misma manera... que el pavo real. Entonces, también brincan cerca de las hembras con mucha vivacidad y parecen [tratar de atraer su atención]” (Darwin 1871, segunda edición, págs. 522-3). Y advierte que algunos pájaros machos hacen poses delante de las hembras: “el Tordo de la Guayana, las aves del paraíso y algunas otras se congregan, y los machos, suce­ sivamente, se despliegan con el más perfecto cuidado, para dar una exhibición de la mejor manera que pueden, de su plumaje fabuloso; también llevan a cabo piruetas extrañas ante las hembras, que, de pie como espectadoras, escogen por compañero al más atractivo” (Peck­ ham 1959, pág. 175). Cita el caso de la mariposa Leptalides; ambos sexos han conseguido, por la evolución, una coloración mimética protectora, pero el macho ha retenido una pincelada de su color ori­ ginal, que despliega sólo durante el cortejo. Darwin cita un comen­ tario sorprendente, hecho por el naturalista y explorador Thomas Belt en su libro The Naturalist in Nicaragua... “No puedo imaginar que le sea de ningún otro uso más que de atractivo durante el cortejo, cuando se exhibe ante las hembras, para así gratificar su preferencia profundamente arraigada por el color normal de la orden a la cual pertenecen las Leptalides” (Darwin 1871, segunda edición, pág. 498; véase Belt 1874, pág. 385). ¿Cómo se enfrenta Wallace a todo esto? Cuando todavía le otor-

¿ S Ó L O

S E L E C C I Ó N

N A T U R A L ?

gaba un papel significativo a la selección sexual estaba de acuerdo con Darwin en que la evidencia de los pájaros, al menos, lo ponía a uno a pensar: los pájaros... [han] dotado a Darwin de los argumentos más po­ derosos... Entre ellos se encuentra la primera prueba directa de que la hembra advierte y admira la mayor vivacidad y belleza en el color, o cualquier adorno nuevo o novedoso; y, lo que es más importante, que escoge, rechazando un pretendiente y seleccionando otro. Tam­ bién existen evidencias patentes de que el macho despliega por com­ pleto todos sus encantos ante las hembras... (Wallace 1871, pág. 179).

Después se cambió de bando y aceptó que la evidencia requería una explicación, pero negaba que la elección femenina fuera la respuesta. Aquí lo tenemos de nuevo sobre los pájaros, ya en un tono menos entusiasta: Queda... por explicar el notable hecho del despliegue que el macho, en todas las especies, hace de sus bellezas particulares de plumaje y color, despliegue que Darwin evidentemente considera el argumento más fuerte a favor de la escogencia consciente que hace la hembra. Este despliegue... puede, creo, explicarse de manera satis­ factoria... sin llamar a nuestra ayuda a una escogencia puramente hipotética ejercida por el pájaro hembra (Wallace 1891, págs. 376-7).

Admitió sin reservas que la evidencia en realidad parecía estar a favor de Darwin: “El extraordinario modo como la mayor parte de los pájaros despliegan su plumaje a la hora del cortejo, aparentemente con pleno conocimiento de su belleza, constituye uno de los argu­ mentos más fuertes de Darwin” (Wallace 1889, pág. 287). Sin embargo, sostenía, estos aparentes despliegues pueden realmente no serlo. El macho podría simplemente estar gastando parte de la energía sobrante que acumula durante la temporada de apareamiento, de la misma manera como retozan los animales jóvenes: Durante la excitación y cuando un organismo desarrolla un supe­ rávit de energía, muchos animales, como es comprensible, ejercitan a menudo sus diversos músculos de maneras fantásticas, como se ve en las cabriolas de las ovejas y otros animales jóvenes... En el momento del apareamiento, los pájaros machos se encuentran en el estado del

COLORACIÓN

SIN

SELECCIÓN

más perfecto desarrollo y poseen una enorme vitalidad; y bajo la excitación de la pasión sexual ejecutan extrañas piruetas o vuelos rápidos, posiblemente tanto por un impulso interno hacia el movi­ miento y la autoafirmación, como por el deseo de complacer a sus parejas (Wallace 1889, pág. 287).

¿Y por qué, se pregunta, si la actividad de los machos los lleva a la exhibición, los pájaros no adornados se portan de la misma manera (Wallace 1889, pág. 287,1891, pág. 377)? Lejos de apoyar la teoría de Darwin, esta conexión entre el vigor, por una parte, y la estructura y el color por la otra, le parecen evidencias a favor de su propia teoría (qué examinaremos) según la que tales conexiones son meros sub­ productos de la fisiología: “... indica una conexión entre el esfuerzo de algunos músculos particulares y el desarrollo del color y el ador­ no... El despliegue de estas plumas resultará de la misma causa que llevan a su producción” (Wallace 1889, págs. 287, 294). De manera similar, dice, hay una correlación inversa entre los colores ornamen­ tales y las estructuras, por una parte, y el desarrollo del poder por la otra. Esto, además, es lo que se esperaría si el canto fuera un mero escape alternativo para el superávit de energía (Wallace 1889, pág. 284). Los argumentos de Wallace son totalmente inadecuados para lo que se propone. No dan cuenta del propósito aparente del despliegue. Y es muy poco plausible sostener que un comportamiento tan compli­ cado y estereotipado no sea producto de la selección. Wallace había adoptado una posición no adaptacionista y trataba de ver hasta dónde podía llegar. Pero lo peor está por venir. Coloración sin selección Hasta aquí lo relacionado con hembras y sus más sobriamente trajeados machos. Pero Wallace todavía tiene que explicar a los ma­ chos de colores más llamativos. Esto nos lleva a la manera como puso patas arriba la pregunta de Darwin, sosteniendo que son los colores opacos de la hembra y no los brillantes del macho los que más nece­ sitan explicación. Es en este punto donde sus argumentos no adapta­ cionistas se doblegan bajo su carga explicativa. Durante el período anterior a 1871, cuando Wallace aceptaba la teoría de la selección sexual de Darwin (que por la época se limitaba principalmente a pájaros e insectos), combinaba sus teorías sobre la protección para la hembra con la explicación darwinista de la colora-

cióñ brillante del macho por medio de la selección sexual (v. gr. Wallace 1891, pág. 89). Pero aun cuando comenzaba a tener dudas sobre la selección sexual, le dejaba un papel, si bien secundario, con respecto a la selección natural: “mientras la selección sexual ha esta­ do desempeñando su trabajo, el mecanismo aún más poderoso de la selección natural no ha estado a la espera, sino que ha modificado a uno o a ambos sexos de acuerdo con las condiciones de vida” (Wallace 1871, pág. 180). Así, pues, en este período Wallace tenía una teoría selectiva - o selección natural o sexual- para cubrir tanto a machos como a hembras. Sostenía que los colores primordiales eran posible­ mente opacos; a lo largo de un tiempo de la evolución la selección sexual había hecho evolucionar a los machos hasta volverlos llamati­ vos, mientras la selección natural por lo general había retenido y aumentado el vestido poco llamativo de las hembras (Wallace 1891, pág. 130). Cuando Wallace abandonó la selección sexual, necesitó una explicación alternativa para los machos. Su solución fue su teoría fisiológica de la coloración llamativa (Wallace 1889, págs. 288-93, 297-8,1891, págs. 359-6o). Ya nos hemos detenido en los puntos de vista de Wallace sobre la coloración no adaptativa. Incluso este comprometido adaptacionista se tomaba el trabajo de distinguir entre colores que eran puramente físicos o fisiológicos y los que eran biológicos, y de hacer énfasis en que estos últimos no requieren explicación adaptativa (Wallace 1889, págs. 188-9). Sin embargo, resultó que su idea de lo que se podía ex­ plicar por medio de la sola fisiología era demasiado católica. Desa­ rrolló la teoría de que a lo largo del tiempo de la evolución, si los organismos no se veían frenados por la selección natural, tenderían de modo natural a volverse multicolores, como resultado de los cambios físico-químicos constantes: “ Se puede considerar el color como un resultado necesario de la constitución química altamente compleja de los tejidos y fluidos animales” (Wallace 1889, pág. 279). “Muchas de las sustancias complejas que existen en animales y plantas están sujetas a cambios de color bajo la influencia de la luz, el calor, o los cambios químicos, y... éstos ocurren permanentemente durante... el desarrollo y el crecimiento... Cada característica externa también... pasa por cambios diminutos constantes, que con mucha frecuencia, producen cambios de color” (Wallace 1891, pág. 359). De manera que ser multicolor es el estado “normal” : “estas considera­ ciones hacen probable que el color sea normal y aun un resultado necesario de la estructura compleja de los animales y las plantas”

(Wallace 1891, pág. 359). Sin embargo, si no hubiera sido por la mano limitadora de la selección natural, los animales se regocijarían en sus espléndidos colores. Al fin y al cabo no hay tales limitaciones en su interior y allí presentan un despliegue multicolor. Su exterior está sujeto a un mayor número de cambios y por tanto tendería a tener tonalidades aún más llamativas: La sangre, la bilis, los huesos, la grasa y otros tejidos tienen colo­ res característicos y a menudo llamativos que no podemos suponer fueron determinados con algún propósito especial, en cuanto a ser colores, pues por lo general están escondidos. Los órganos externos, con los diversos apéndices e integumentos, gracias a las mismas leyes generales, darían lugar a una mayor variedad de color (Wallace 1889, pág. 297).

Es sólo la acción de la selección natural lo que evita la explosión pluricromática. La domesticación proporciona evidencia indepen­ diente de ello. Cuando las presiones de selección se levantan, parece que los colores fueran desconocidos en la naturaleza. Y en las aves domésticas los modelos se desarrollan de manera simétrica, un “hecho crucial” de acuerdo con Wallace, porque indica la acción de leyes fisiológicas de desarrollo más que de fuerzas selectivas como Darwin lo supone (Wallace 1891, pág. 375). (Sostiene que las simetrías mantenidas por las fuerzas selectivas son por lo general inexactas y a menudo se pierden bajo la domesticación (Wallace 1889, págs. 217-18 ni)). Más aún, sostiene Wallace, la tendencia a desarrollar colores llamativos es por lo general más fuerte en el macho por la misma razón no adaptativa: la coloración aumenta con la actividad fisiológica y el macho es casi siempre más vigoroso (Wallace 1891, págs. 365-6). Wallace apoya esta aseveración con tres argumentos; primero, los colores brillantes y vivos indican, la mayor parte de las veces, una buena salud. Segundo, la vitalidad masculina está en su clímax en la temporada de apareamiento y es ahí cuando los colores son más vivos. Tercero, los machos tienden a desarrollar colores más vivos que las hembras aun bajo domesticación, en ausencia de cualquier selección para la coloración. Wallace también llegó a atribuirle la coloración más viva de las hembras, cuando los papeles están trocados (en donde el macho es quien incuba), a que en estos casos’ellas tenían más energía vital (Wallace 1891, pág. 379).

De la misma manera da cuenta de las estructuras ornamentales de los machos: surgen en momentos de alta actividad fisiológica aumentada. Por ejemplo, muchas aves del paraíso llevan un gran mechón de plumas en el pecho, que brota del más poderoso de los músculos de los pájaros, el pectoral, en un momento en que éste es más activo. Wallace sostiene que la teoría de Darwin no puede explicar por qué los adornos ocurren en estas partes peculiares del cuerpo (Wallace 1889, págs. 291-3). Entonces, de acuerdo con Wallace, ésta es la razón por la cual el colorido apagado de las hembras, pero no los tonos vivos de los machos, es lo que requiere explicaciones adaptativas. Ambos sexos tienden por naturaleza a tener colores vivos (aunque los machos más que la hembras), pero esta tendencia se encuentra bajo presiones de selección que disminuyen estos impulsos fisiológicos: Parece haber una tendencia constante del macho de gran parte de los animales -pero en especial en las aves e insectos- a desarrollar más y más intensidad de color, que culmina a menudo en tonos metálicos azules y verdes o en las tonalidades iridiscentes... más esplén­ didas, mientras, al mismo tiempo, la selección natural se mantiene en un perpetuo trabajo para evitar que las hembras adquieran estos mismos tintes o modifiquen sus colores de diversas maneras para asegurar la protección, asimilándola a su entorno o produciendo un animal parecido a alguna forma protegida (Wallace 1889, pág. 273).

Pero con toda seguridad, quisiera uno alegar, la apariencia de “haber sido diseñados” que tienen los animales y sus colores indican a las claras que son adaptados; sin embargo, Wallace llega a la conclu­ sión opuesta: la conexión entre coloración y estructura es una evi­ dencia adicional a su favor de que el color es sólo efecto secundario fisiológico inevitable y no seleccionado. Al fin y al cabo su teoría de los colores vivos surge de los cambios fisiológicos. ¿Y no es probable que en el proceso emerjan los dibujos? Llama la atención al hecho de que la disposición del color coincide por lo general con la estructura: “la coloración diversificada sigue las líneas principales de la estruc­ tura y cambia en ciertos lugares, tal como las articulaciones, donde la función cambia” (Wallace 1889, pág. 288). De manera que los colores más esplendorosos tienden a encontrarse en las estructuras más complejas o alteradas: “Los colores vivos suelen aparecer justo en pro­ porción al desarrollo de... apéndices... El color aumenta en variedad

El esplendor del colibrí (de The Naturalist in Nicaragua , de Belt) Para Wallace, el esplendor del colibrí era sólo un derroche más de la energía sobrante. Thomas Belt, fiel adaptacionista y seleccionista sexual, tenía otro punto de vista:

[La cola del] hermoso colibrí azul, verde y blanco (Florisuga mellivora, L.)... puede expandirse hasta formar un semicírculo, y cada pluma se abre hacia el extremo, completando el semicírculo en el borde. [Este espectáculo está]... reservado para el cortejo. He visto la hembra posada en una rama sin moverse y dos machos desplegar sus encantos frente a ella. Uno salía disparado hacia arriba como un cohete y luego, tras expandir la cola, blanca como la nieve, como un paracaídas invertido, descendía lentamente ante ella, y se volvía de manera gradual para exhibir tanto el frente como la parte posterior. El efecto se aumentaba por el hecho de que las alas se podían observar desde la distancia de unas cuantas yardas, tanto a causa de la gran velocidad de su movimiento como por no tener el lustre metálico del resto de su cuerpo. La blanca cola expandida cubría más espacio que el resto del pájaro y era, evidentemente, el rasgo más grandioso de la actuación. Mientras uno bajaba, el otro salía disparado hacia arriba y descendía expandido. La entretención terminaba en una pelea entre ambos actores, pero no tengo ni idea de si el pretendiente aceptado era el más hermoso o el más peleador. (Belt, The Naturalist in Nicaragua)

e intensidad al volverse las estructuras y apéndices dérmicos más diferenciados y desarrollados” (Wallace 1889, págs. 290-1,297). Y los cambios de color ocurren con una regularidad que, de acuerdo con Wallace, no indica selección sino efectos secundarios automáticos de las leyes del desarrollo: “hay indicios de que existe un cambio relativo de color, tal vez en un orden definitivo, que acompaña el desarrollo de tejidos o apéndices... [tales cambios indican] unaley de desarrollo... dependiente de las leyes del crecimiento” (Wallace 1889, pág. 298). Así es como, argumenta Wallace, los machos suelen tener dibujos distintivos y alegres; su vitalidad superior favorece el desarrollo de estructuras nuevas que estarán acompañadas por figuras de color (Wallace 1891, pág. 366). Por ende, sucede que las mariposas y pájaros, cuyas estructuras han sido sujetas a gran cantidad de cambio, superan por mucho a todos los otros animales en intensidad y variedad de coloración (Wallace 1891, págs. 368-9). Así es como los pájaros de colores más vivos son los que tienen un plumaje más elaborado y voluminoso (Wallace 1889, pág. 291). Los colibríes, en particular los machos, exhiben más energía vital y colores más espectaculares que la mayor parte de los grupos, y los más pugnaces de su especie son además los más llamativos (Wallace 1891, págs. 379-81). Y así fue como, concluye Wallace triunfante, al menos en parte, el pavo real consi­ guió su cola y el faisán dorado y las aves del paraíso las suyas (Wallace 1891, pág. 375). Los argumentos de Wallace son por cierto ingeniosos. Se equivoca al poner patas arriba la pregunta de Darwin, -las explicaciones adaptativas no deben estar reservadas sólo a las hembras-, pero ciertamente tiene razón en llamar la atención sobre la necesidad de explicar la colo­ ración apagada y poco llamativa. Los darwinistas deben prestarle atención a los tonos de color cotidiano de la hembra del pavo real y al traje dominguero de su pareja. Al fin y al cabo ella no es opaca sino que está camuflada. Por el contrario, tal como el argumento de Wallace sobre las partes de los cuerpos lo sugiere, la vivacidad puede ser un estado “natural”, en cuyo caso los darwinistas no deben apresurarse a concluir que requiere explicación adaptativa. Sin embargo, los argumentos de Wallace, aunque son muy in­ geniosos, fallan de manera espectacular: son inherentemente poco plausibles. ¿Es probable que una apariencia de diseño tan destacada e innegable surja sin adaptación? Estos argumentos fallan en su pro­ pósito declarado de reemplazar la teoría darwinista de la elección femenina con los principios normales de la selección natural. Y son

inconsistentes con su propio programa de insistir en las explicaciones adaptativas. Pensemos en lo que Wallace habría querido que pensáramos: la coloración del macho, con su fino detalle, sus dibujos sorprendentes, su apariencia de diseño, su constancia y su ocurrencia generalizada a lo largo del reino animal, han surgido sólo como un efecto secundario, sin ayuda de la selección directa, y el resultado final de este proceso fisiológico es selectivamente neutral -n i ventajoso ni deletéreo- y se mantiene sólo por fuerzas fisiológicas. Tomemos primero la aseveración de Wallace de que debido a que las diferencias de color siguen las características estructurales, la coloración no es resultado de la selección. Ciertamente, las conexiones entre color y estructura se podrían originar de la manera sugerida por él. Pero es claro que esto no implica que cuando uno encuentra color y estructura mano a mano sea resultado sólo de leyes fisiológicas, sin intervención de fuerzas selectivas. Uno de los criterios del propio Wallace para decir que la selección es lo que ha funcionado era que “los colores están localizados en dibujos definidos, a veces de acuerdo con las características estructurales” (Wallace 1889, pág. 189). Al fin y al cabo, uno esperaría que la selección natural aprovechara y de­ sarrollara conexiones entre estructura y color. Una estructura dife­ renciada que además es coloreada de manera que concuerde es materia prima para, por ejemplo, exhibiciones o camuflajes complejos. E. Ray Lankester señaló un punto de vista similar en su revisión de Darwinism de Wallace: “Wallace parece no haber tenido mucho éxito al demostrar que la teoría de Darwin de la selección sexual es inaplicable a la ex­ plicación de desarrollos especiales de color y ornamentos aunque ha sugerido causas adicionales que influyen sobre la distribución pri­ maria y el desarrollo del color” (Lankester 1889, pág. 569). De hecho, Wallace mismo aceptó más tarde (Wallace 1900, i, págs. 390-1) que estaba más de acuerdo con sus fines adaptacionistas argumentar que el color y el adorno se originaban del modo que él sugirió al principio y que habían sido modelados entonces por la selección para el reco­ nocimiento, pero no desarrolló su idea. Después, Wallace mismo afirmó que la maravillosa individualidad del color de los animales y las plantas (Wallace 1889, pág. 189) exige una explicación adaptativa. Seguramente esta regla se debería aplicar a la coloración masculina. Es claro que ninguna de las razones fisioló­ gicas que expone llega muy lejos al tratar de explicar su complejidad y variedad. ¿Por qué, por ejemplo si el color se limita a seguir la es­

tructura son, por decir algo, las alas de las mariposas tan similares estructuralmente pero tan enormemente diferentes en sus patrones de color? Como el psicólogo comparativo C. Lloyd Morgan dijo: No se puede sostener con facilidad la tesis de que la teoría nos permite una explicación adecuada de los tintes de color específicos... Si, como lo argumenta Wallace, los mechones inmensos o los pluma­ jes dorados del ave del paraíso le deben su origen a... las arterias y a los nervios... [¿por qué] otros pájaros en los cuales se encuentran las arterias y nervios en similares posiciones... no tienen... mechones si­ milares? (Citado en Romanes 1892-7, i, pág. 449).

Karl Groos, otro psicólogo comparativo y profesor de filosofía en la ciudad de Basilea llegó a una conclusión similar: “ [Wallace] parte del hecho de que las marcas características y apéndices de los animales están estrechamente relacionados con su estructura anatómica... Sin embargo, yo no puedo concebir que un desarrollo como por ejemplo la cola del pavo real se pueda derivar de comienzos insignificantes, simplemente por un superávit de energías” (Groos 1898, págs. 235-6). Y lo que es más, si hay una tendencia constante a producir color, pero la selección no funciona, ¿por qué terminan los animales teniendo colores vivos en lugar de adquirir los sombríos y monocromáticos tonos de los colores mezclados? El libro sobre la coloración que más influyó sobre Wallace concluía que, como resultado de este proceso caleidoscópico, “este color sería indefinido, si no tuviera limitaciones o direcciones, y no podría producir tintes definidos, ni elfenómeno, más complicado, de los dibujos” (Tylor 1886, pág. 29). Wallace podía haber sostenido que las complejidades del desarrollo embriónico podían muy bien producir fenómenos así de complicados (y esto podía haber respondido el punto sobre la “ individualidad maravi­ llosa” también). Pero, por el contrario, sostenía que una “mezcla al azar” de pigmentos produciría colores “opacos o neutrales” (Wallace 1891, págs. 360-1). De hecho, usó un argumento similar en contra de la aseveración de Darwin de que el gusto de las hembras podría ser responsable de los colores bien definidos de los machos: “generacio­ nes sucesivas de pájaros hembras que eligieran cualquier pequeña variedad de color que se diera entre sus pretendientes llevaría nece­ sariamente a un resultado moteado o pecoso, e inestable; no a los hermosamente definidos dibujos y marcas que vemos” (Wallace 1871, pág. 182).

Aun en el caso poco probable de que la coloración se hubiera desarrollado de la manera que Wallace sugiere, su constancia en el tiempo y la uniformidad en la especie presentarían problemas. ¿Cómo se puede sostener esto, a menos que sea por selección (que ahora se llamaría selección estabilizadora, favorecedora del tipo promedio)? No daba ninguna razón para suponer que las leyes de la fisiología por sí mismas asegurarían efectos tan constantes. Y Wallace mismo había insistido en que la constancia era signo de que la selección había me­ tido la mano (Wallace 1889, págs. 138-42,189-90,1891, pág. 340); “las marcas más diminutas son a menudo constantes en miles o millones de individuos... [Esto] debe servir a algún propósito en la naturaleza” (Wallace 1891, pág. 340). De hecho, citaba la constancia de caracterís­ ticas específicas de la especie como su principal evidencia contra el punto de vista de que eran no adaptativas. (Hay que admitir que menciona las características sexuales secundarias que tienden a ser variables (Wallace 1889, pág. 138); pero son suficientemente constan­ tes para ser candidatas a explicaciones adaptativas según su criterio y, como veremos, utiliza el hecho de su constancia relativa como evi­ dencia de que no son resultado de la escogencia de la hembra). Es más, los adaptacionistas estaban de acuerdo en términos generales de que uno no debería esperar que las características selectivamente neutrales fueran demasiado estables, y éste es también el punto de vista corriente entre los darwinistas de hoy (v. gr. Cain 1964; Maynard Smith 1978c; Williams 1966, págs. 10-11). Consideremos también que Wallace mismo, con toda razón, de­ claraba que el principio de utilidad de Darwin “nos lleva a buscar un propósito... adaptativo... en minucias que de otro modo pasaríamos por alto por insignificantes y poco importantes” (Wallace 1891, pág. 36). Y cuando él se pone su sombrero adaptacionista no quiere con­ ceder ni siquiera que los colores de una fruta podrían ser un mero subproducto, en vez de una adaptación para atraer animales (Wallace 1889, pág. 308). Sin embargo, en lo que atañe al adorno animal, Wallace felizmente le permite a una hueste no meramente de minucias sino de “colas de pavo real” colarse a través de la red adaptativa. Finalmente, Wallace mismo insiste en que una teoría de la adap­ tación debe ser juzgada sobre la base de qué tan comprensivamente trata el fenómeno: a aquellos que se oponen a la explicación dada ahora sobre los diversos hechos que tienen que ver con este tema [coloración], yo...

los instaría a que aborden todo el conjunto de hechos, no solamente uno o dos. Se admitirá que en la teoría de la evolución y la selección natural se han coordinado y explicado una gran cantidad de hechos relacionados con el color en la naturaleza. (Wallace 1891, págs. 139-40).

Sí, una gran cantidad; pero no lo suficientemente grande. Wallace necesita explicar los colores de hembras y de machos como adapta­ ciones a (diferentes) presiones selectivas. Globalmente hablando, ejecuta muy bien la primera parte de su programa. Tanto, que es víc­ tima de su propio invento: muestra la necesidad de una coloración equivalente masculina y un vergonzoso fracaso en proporcionarla. Sus explicaciones de la coloración son más débiles precisamente en los lugares donde para un darwinista son más intrigantes. Por muy impresionantes que sean sus explicaciones de la coloración femenina, no tiene esperanzas de reemplazar la selección sexual a menos que explique ambas mitades del dimorfismo. Romanes señaló la gran discrepancia entre las declaraciones de Wallace sobre la universalidad del principio de utilidad y su explicación de fenómenos “sexualmente seleccionados” : ¿Puede sostenerse que los “colores fantásticos” que Darwin atri­ buye a la selección sexual... han de ser adscritos a la “variabilidad individual” sin referencia a la utilidad, mientras al mismo tiempo se sostiene, “como una deducción necesaria de la teoría de la selección natural” que todos los caracteres específicos tienen que ser “ útiles?” ¿O no tenemos que concluir que aquí hay una contradicción tan clara como la que más? (Romanes 1892-7, ii, pág. 271).

Si Wallace, dice Romanes, apela con tanta facilidad a la fisiología más bien que a la utilidad, no está comprometido con la explicación adaptativa como sostiene estarlo: “me parece que la diferencia entre Wallace y yo, con respecto al principio de utilidad, está abolida” (Romanes 1892-7, ii, pág. 222). La mayor parte de los darwinistas hicieron algún tipo de concesio­ nes a la coloración no adaptativa; a veces, en retrospectiva, concesio­ nes innecesariamente generosas. Pero Wallace fue mucho más allá. Se acepta en términos generales que, como Darwin lo expresó, “el complejo laboratorio de organismos vivientes” daría probablemente lugar a los colores espléndidos, de la misma manera que los laborato­

rios químicos lo hacen (Darwin 1871, i, pág. 323). Hemos visto que los colores escondidos, como el rojo de la sangre por ejemplo, se expli­ caban corrientemente de esta manera. De igual forma, los colores llamativos de los animales “ inferiores”, se pensaba en el pasado, no eran adaptativos; Darwin mismo no dudó en hacer a un lado la selec­ ción natural para favorecer las explicaciones físico-químicas en este caso (v. gr. Darwin 1871, i, págs. 321-3; 326-7; Romanes 1892-7, i, págs. 409-10). Aun E. B. Poulton, cuyo trabajo en buena parte estaba dedi­ cado a descubrir el significado adaptativo de la coloración, se sintió obligado a insistir en que los colores pueden ser “incidentales” ; señaló un punto importante al alabar a Darwin por reconocer esto y por prevenirlo contra un adaptacionismo demasiado entusiasta (v. gr. Poulton 1910, págs, 271-2). Pero todo ello estaba muy lejos de pro­ clamar con Wallace que la cola del pavo real era “incidental”. En síntesis, para cualquier darwinista es una táctica demasiado débil relegar al no adaptacionismo un fenómeno tan generalizado, tan constante y con tanta apariencia de haber sido diseñado como lo es la llamativa coloración que, según Darwin, era sexualmente selec­ cionada; para alguien que profese estar a favor de las explicaciones adaptativas, particularmente para aquel que se enorgullezca de su explicación de la coloración como una contribución importante, equi­ vale a un fracaso sin atenuantes. Y su fracaso no sorprende, tal como John Maynard Smith lo señaló bien: “ Por más que uno dude sobre la función de la cornamenta del ciervo irlandés y de la cola del pavo real, es muy difícil suponer que pueden ser selectivamente neutrales” (Maynard Smith 1978c, pág. 36). Y hablando de fracasos sin atenuantes, haré sin embargo, una petición de clemencia para buscar atenuantes en el caso de Wallace. Sus argumentos parecen en algunos sentidos tan absurdos, en parti­ cular para los casos más dramáticos, que es de mínima justicia men­ cionar que él no fue el único en sostener cualquiera de los puntos particulares (aunque los reunió y los explotó a su manera). Algunas de las explicaciones más ingeniosas de los dibujos fueron tomadas de un libro sobre coloración animal escrito por Alfred Tylor, un geólogo inglés (Tylor 1886; Wallace 1889, pág. 288). Tylor veía los efectos fisiológicos como la base sobre la que la selección natural comienza a trabajar, más que como la ofrenda final de la naturaleza (Tylor 1886, págs. 6-7,17). Pero otros se acercaban más al punto de vista de Wallace. Un crítico de la teoría de Darwin de selección sexual, G. Norman

Douglass, que escribió en 1890, pensaba que una teoría como la de Wallace era más científica que la aseveración de Darwin con relación al gusto femenino. Si la tendencia de la biología es a convertirse en una ciencia más exacta... los procesos inherentes a la formación de los pigmentos ani­ males... mostrarán pronto si no se puede traer orden al “concurso fortuito de los átomos de la materia de color” sin sanción externa (femenina). Creo que se encontrará que la distribución armoniosa de tintes en las plumas del faisán dorado se limita a continuar un principio que ilustran las formas radiales y bilaterales de todos los organismos vivos: la coincidencia de la simetría con la economía (Douglass 1895, págs. 404-5).

La teoría de Wallace de que los organismos tendían por naturaleza a una coloración viva también la sostenían otros. Un corresponsal de la revista Nature en 1870 aseveraba que “la fuerza productora de color que existe en la planta pasará a través de toda obstrucción cuando se le presente la oportunidad... Esta ley se aplica a todo el mundo orgá­ nico, y da cuenta del color donde se encuentre” (Mott 1874, pág. 28). Unos 30 años más tarde, Jacob Reighard, profesor de zoología de la Universidad de Michigan, proponía una teoría similar (Reighard 1908, págs. 310-11, 316-21). Y 30 años después uno de sus sucesores en Michigan, el genetista A. Franklin Shull (Shull 1936, págs. 179-80,198), defendía los puntos de vista tanto de Wallace como de Reighard. A propósito, John Turner (Turner 1983, pág. 152, ns) cita la teoría de Reighard como ejemplo de un punto de vista que no ha sido registrado por los historiadores porque fue desacreditado científicamente. Son exactamente estos filtros históricos los que nosotros debemos tener en cuenta antes de descartar a Wallace como un excéntrico entre sus contemporáneos. En cuanto a la afirmación parecida de Wallace de que los machos estaban dotados de una mayor vitalidad que las hembras y que esto podría dar lugar a colores y estructuras complicados, era el pensa­ miento normal, tanto popular como científico (véase v. gr. Farley 1982, págs. 110-28; Wallace 1889, págs. 296-7, ni). Cuando se publicó El origen del hombre, un crítico le escribió a Darwin: “ ¿Está m a lsuponer que el mayor crecimiento, la estructura complicada y la ac­ tividad de un sexo existan como válvulas de escape para el vigor ex­ cedente en lugar de para agradar o luchar con...? (Darwin, F. y Seward

1903, ii, pág. 93). Y Darwin, en su respuesta, aceptó que había quedado impresionado con una sugerencia similar de que algunas estructuras masculinas extravagantes fueran “producidas por el exceso de nutri­ ción en el macho, exceso que en la hembra se dedicaba a formar los órganos generativos y el óvulo” (Darwin F. y Seward 1903, ii, pág. 94) (Un argumento que se acerca más a la idea moderna es que las hem­ bras y machos distribuyen sus costos reproductivos de diferentes maneras). Darwin también pensaba que los colores vistosos de los machos correlacionaban con su pugnacidad (Marchant 1916, i, pág. 302). Ya más avanzado el siglo, Reginald Pocock, uno de los expertos del museo Británico, especializado en arañas, sugirió que había in­ vestigaciones recientes que sostenían poder demostrar que la selección sexual de las arañas también se podía explicar a partir de la teoría de Wallace de la vitalidad masculina: los casos que se citan en este trabajo... también se pueden expli­ car por los puntos de vista del señor Wallace. Así... parece ser... que el sexo [masculino] es el que sobresale por su actividad, y si ella fuera un criterio de alta vitalidad, al momento podríamos ver la conexión entre la vitalidad alta y la ornamentación... o también, si se pregun­ tara por qué los machos ejecutan las extrañas piruetas en presencia de las hembras si no es por exhibición, se debe responder que la exci­ tación de los machos, siempre mayor durante las temporadas de apareamiento, llega a un máximo en el momento en que están en compañía de las hembras y se muestra a sí misma en la ejecución de estas extrañas piruetas... (Pocock 1890, pág. 406).

W. H. Hudson, en su popular libro The Naturalist in La Plata (1892), desechó la explicación “laboriosa” de Darwin de la música y del bañe, a favor de la visión de Wallace de que en “la temporada de cortejo, cuando las condiciones de vida son más favorables, la vitalidad está al máximo” (Hudson 1892, págs. 263, 285). Otro libro muy leído, Animal Coloration (Beddard 1892) publicado el mismo año, también seguía a Wallace al atribuirle el color animal a la vitalidad. Douglass, el crítico que acabamos de mencionar declaró: los gestos y las cabriolas de todas las denominaciones en todos los órdenes de la naturaleza brincona -desde los giros y vueltas “atípicos” de los gusanos, hasta las contorsiones ejecutadas por los humanos jóvenes en las salas de baile modernas- se pueden ver, en

últimas, como el resultado de una... “vitalidad excedente”. Aquí está, en efecto, la raíz de todo el asunto [del ornamento masculino]. Por­ que el excedente de vitalidad es otro nombre que se le da a los proce­ sos fisiológicos primarios que suministran el material (sea éste color, estructura o actividad exuberante) cuya elaboración subsiguiente, por ser incompatible con el principio de utilidad, se le confía a las prefe­ rencias de las hembras (Douglass 1895, pág. 330).

(Y, desde ese punto de vista, se confía mal.) A finales del siglo, Vernon Kellogg declaró que la teoría del “vigor extraordinario del crecimien­ to” es “la alternativa más llamativa” a la “desacreditada teoría de la selección sexual” (Kellogg 1907, pág. 352; véase también pág. 117). Y más tarde se convirtió en un punto de vista normal que “los colores vivos de los machos... a veces son una suerte de productos secunda­ rios de su vigor” (MacBride 1925, pág. 218). Y lo que es más, Darwin, como Wallace, recurría de vez en cuando a la fuerza no adaptativa del joie de vivre o el puro placer de la activi­ dad, para tratar casos tan extraños como el de los pavos reales que “exhiben” sus colas cuando no hay hembras presentes o el de los petirrojos, que cantan a todo pulmón cuando ya ha pasado la tem­ porada de apareamiento (v. gr. Darwin 1871, ii, págs. 54-5, 86). De hecho, la actividad animal se ha explicado comúnmente de esta ma­ nera, y lo han hecho naturalistas tan diferentes como Paley (1802, págs. 454, 457, 458), Kropotkin (1902, págs. 58-9) y Julián Huxley (1923a, págs. 122-7,1966). Quizás de manera más sorprendente, un libro muy influyente, The Evolution ofSex (1889) escrito por Patrick Geddes y por J. Arthur Thomson, apoyaba con ahínco muchas de las ideas de Wallace. Sostenía que los machos están constitucionalmente predispuestos a desarrollar colores más vivos, estructuras más desarro­ lladas y comportamientos más vigorosos que las hembras, porque tienen un metabolismo más activo; la selección natural y sexual de­ sempeñaban un papel, pero relativamente menor (págs. 11,14,16,-31, 320,324). Tales ejemplos se pueden multiplicar. Así, pues, los puntos de vista de Wallace, aunque hoy en día nos parezcan absurdos, no eran tan alejados de la corriente principal del pensamiento como uno pudiera imaginar. A pesar del fracaso de Wallace, tanto él como otros se han dejado llevar en ocasiones por las impresionantes explicaciones sobre la co­ loración femenina que han presupuesto que él logró su propósito más amplio (al menos en principio) de descartar por completo cual­

quier selección sexual. El historiador de la ciencia Peter Vorzimmer, por ejemplo, parece pensar que el debate de Darwin y Wallace termi­ nó en una total victoria para Wallace. En aparente acuerdo con éste, dice: La poca inclinación de Wallace a aceptar la teoría de la selección sexual se convirtió en una desautorización completa como resultado de su trabajo sobre la imitación y la coloración para la protección. Cuando llegó a darse cuenta de que el principio de la selección na­ tural operaría igualmente bien para adquirir cualidades de autoprotección, y que la mayor parte de las características sexuales secunda­ rias, si no todas, podíán explicarse de esta manera, no vio necesidad de ninguna clase de llamar a tal proceso selección sexual. El principio de la selección natural, tal como originalmente la postularon él y el darwinismo, parecía perfectamente adecuado (Vorzimmer 1972, pág. 197)-

Descarta la teoría de Darwin de la selección sexual como una teoría ‘no muy importante’ (Vorzimmer 1972, pág.. 202), y no se da cuenta de que Wallace no logra aprehender los fenómenos más importantes que la selección sexual debe explicar. He aquí, en una onda similar, al botánico Verne Grant: “ Como Wallace... señaló en un análisis del pro­ blema [de las características secundarias del macho], la teoría de Darwin de la selección sexual [no proporciona]... una explicación satisfactoria del desarrollo de la ornamentación y el canto en el sexo masculino” (Grant 1963, pág. 243). De acuerdo con Grant, esto se puede explicar sólo por medio de la selección natural (principalmente por reconocimiento de la especie). Las afirmaciones del propio Wallace fueron incluso más allá. Hemos visto que afirmaba que en relación con la selección sexual era más darwinista que Darwin. También sostenía que sus teorías alter­ nativas de la coloración ampliaban el alcance de la selección natural: “Mi punto de vista, en realidad, extiende la influencia de la selección natural, porque muestro de cuántas maneras insospechadas son úti­ les el color y los marcadores para quien los posee” (Wallace 1905, ii, pág. 18; véase también 1889, pág. 268). Sostenía que al reemplazar la selección sexual con su teoría, a la selección natural se le “quitaría una excrecencia anormal y obtendría vitalidad adicional” (Wallace 1871, págs. 392-3). Y a diferencia de la teoría de Darwin, la suya no tenía necesidad de una presuposición adicional bastante cuestionable:

“ella desecha por completo la instancia hipotética e inadecuada de la escogencia femenina” (Wallace 1889, pág. 334). Así, dice, sus teorías pueden cubrir el rango completo de los fenómenos darwinistas “sexualmente seleccionados” : “Yo creo que puedo explicar (de un modo general) todos los fenómenos de los ornamentos y colores sexuales por medio del desarrollo, ayudado por la simple selección natural” (Marchant 1916, i, pág. 298). Dice que se da cuenta de que su afirma­ ción es osada pero que se justifica, y que va a demostrar ser “un alivio” para los naturalistas (uno casi puede oírlo suspirar), que arrojarán la selección sexual y se quedarán con la selección natural: Quizás se considere presuntuoso exponer este esbozo del tema del color en los animales como sustituto de las teorías más desarro­ lladas de Darwin sobre la selección sexual; sin embargo, me aventuro a pensar que está más de acuerdo con los hechos globales y con la teoría de la selección natural misma... La explicación de que casi to­ dos los ornamentos de los pájaros y los insectos han sido producidos por las percepciones y escogencia de las hembras ha... hecho dudar a gran número de evolucionistas, pero ha sido aceptada de modo pro­ visional porque era la única teoría que intentaba explicar los hechos. Quizás sea un alivio para algunos de ellos, como lo ha sido para mí, encontrar que los fenómenos se pueden concebir como dependien­ tes de las leyes generales del desarrollo y basados en la acción de la “selección natural”... (Wallace 1889, pág. 392).

La posición de Wallace reversaba los papeles acostumbrados. El en extremo pluralista Romanes, por lo general crítico severo del entusias­ mo de Wallace por las explicaciones adaptativas, lo urgió a aceptar que estructuras tan complejas y especializadas como los ornamentos masculinos no podrían resultar sin selección (v. gr. Romanes 1892-7, i. págs. 394). Mientras tanto, el ferviente adaptacionista Wallace exhor­ taba a Darwin a ponerle menos peso a su teoría seleccionista y más a las “leyes desconocidas” del desarrollo del color y cosas semejantes (Wallace 1871). Además, es extraño darse cuenta de que Wallace dio la vuelta com­ pleta con relación los colores ornamentales. Al principio desarrolló su teoría de la coloración en parte para desbancar las aseveraciones de la teología natural de que la belleza de la naturaleza no tenía uti­ lidad alguna (v. gr. Wallace 1891, págs. 153-6). Después, intentó des­ bancar las afirmaciones de Darwin de que su utilidad radicaba en la

selección sexual. Y aquello terminó en que negaba con obcecación que los colores “sexualmente seleccionados” tuvieran utilidad alguna. Finalmente, hay una cruel ironía en las exigencias alegre y radical­ mente adaptacionistas y darwinistas de Wallace ante su fracaso manifiesto al analizar el asunto de las características ornamentales (véase Kottler 1985, págs. 410-11). Su fervor es quizás el del converso. Para el Wallace más joven, las características ornamentales habían sido una luz providencial en un mundo oscuramente utilitario. En el siguiente párrafo, por ejemplo, tenemos al Wallace de 1856, antes de que descubriera la selección natural. Acaba de argumentar que los enormes caninos del orangután no le sirven para nada, y continúa así: “ ¿Entonces, lo que quieres decir es que algunos de mis lectores se van a preguntar indignados que este animal, o cualquier animal, está provisto de órganos que no le sirven para nada? Sí, replicamos, que­ remos decir que muchos animales tienen órganos y apéndices que no les sirven para ningún propósito material o físico” (Wallace 1856, pág. 30). Muchos colores y estructuras hermosas fueron creadas simple­ mente en “aras de la belleza” (Wallace 1856, pág. 30). Son signos del diseño, del trabajo de un creador supremo. Esto le pone límites estre­ chos a las explicaciones adaptativas: “Concebimos que es una visión completamente errada y muy limitada del mundo orgánico la de creer que todas las partes de un animal... existen sólo para el uso material y físico del individuo” (Wallace 1856, pág. 30). Y siguen criticando a los adaptacionistas muy fervientes: “La práctica constante de imputar­ le... algún uso al individuo, o a cada parte de su estructura, y aún de inculcar la doctrina de que toda modificación existe sólo para un uso es un error craso en nuestra apreciación global de todas las variedades, la belleza y la armonía del mundo orgánico” (Wallace 1856, pág. 31). Obviamente, el Wallace de años posteriores había viajado por un lar­ go camino darwinista desde aquella época, ¿Los machos a favor de Darwin, las hembras a favor de Wallace? Ahora llegamos a un acertijo que no he sido capaz de resolver. Ésta es la respuesta de Darwin a la estrategia de Wallace de explicar la coloración por medio de la protección y el reconocimiento (particu­ larmente la protección, pues las ideas de Darwin sobre el reconoci­ miento no estaban tan desarrolladas en la década de 1870 como cuando Wallace las aplicó de modo más completo, aproximadamente una década más tarde). Es obvio que la selección sexual y la selección

para la protección pueden ser complementarias. Juntas pueden pro­ porcionar Una explicación completa tanto de la coloración femenina como de la masculina. Muchos casos de dimorfismo se pueden tratar de esta manera, más que todo los-impactantes, como por ejemplo los esplendorosos pavos reales de la naturaleza y sus relativamente opa­ cas hembras. Un contemporáneo de Darwin y Wallace captó la idea en una imagen deliciosa; al hacer un comentario sobre una mariposa que tenía un lado de las alas muy bien camuflado y una superficie superior llamativa, declaró: “Podemos darle la parte de abajo de la superficie al señor Wallace, pero la de encima al señor Darwin” (Fraser 1871, pág. 489). Darwin podría haber aplicado el mismo juicio salo­ mónico en lo que atañía a los dos sexos. Le podría haber dado con toda tranquilidad a Wallace las hembras opacas y algunos colores vi­ vos de ambos sexos, sin debilitar seriamente su propia aseveración en cuanto a los machos más llamativos. Pero no lo hizo así. En su lugar, le dio en buena medida la espalda a la selección, recurriendo sólo a las leyes de la herencia y del desarrollo (véase Ghiselin 1969, págs. 22-9; Kottler 1980) -una explicación no adaptativa-. Al comienzo de su correspondencia de 1867 y 1868, Dar­ win aceptaba en buena medida el punto de vista de Wallace. Pero hacia el otoño de 1868, había llegado a estar en desacuerdo. No quiero exagerar esto. Cuando Darwin no estaba tratando con la selección sexual hacía uso extensivo de la selección para protección a fin de explicar el colorido. Y aún en casos en los que explicaba la coloración del macho por medio de la selección sexual, casi con seguridad hacía concesiones a la coloración de la hembra en aras de la protección. Sostenía con mucha claridad que tanto la selección sexual como la protección determinan la coloración adaptativa: en el caso de “ani­ males de todas clases, cuando el color es modificado con algún propó­ sito especial, ha sido por... protección o por atracción entre los sexos” (Darwin 1871, i, págs. 391-2). Pero no mostraba gran inclinación a mirar la mitad no seleccionada sexualmente del dimorfismo como adaptativa, como “modificada para algún propósito especial”. Y enton­ ces se basaba, menos de lo que uno pudiera esperar de un darwinista, en la clase de explicación que Wallace apoyaba, y más de lo que uno pudiera esperar, en sus teorías de la herencia sin beneficio de la selec­ ción. Aquí hay un paralelo con las explicaciones no adaptativas de la coloración de Wallace. En el caso de Wallace el mecanismo no adaptativo era la fisiología, en el caso de Darwin, la herencia. En el

caso de Wallace se usaba para explicar la coloración del macho, en el de Darwin para la de la hembra. Darwin sostenía que la coloración femenina dependía en buena medida de cómo resultaban heredándose las variaciones típicamente masculinas cuando surgían por primera vez en el curso de la evolu­ ción. Éstas podrían ser llevadas y expresadas (hasta cualquier punto) por ambos sexos desde el comienzo; en este caso la hembra compar­ tiría los colores sexualmente seleccionados del macho. Como alter­ nativa, la herencia podría ser limitada según el sexo (manifestada sólo en uno) desde el comienzo, en cuyo caso los sexos serían dimórficos, si los machos fueran sexualmente seleccionados. Ahora vamos a un punto crucial: de acuerdo con Darwin la selección natural por lo ge­ neral carecería del poder de modelar variaciones en un sólo sexo si se expresaran en ambos, esto es, la selección natural no podría conver­ tir una herencia igual en una herencia limitada por el sexo. Así pues, si había una herencia igual de los colores sexualmente seleccionados del macho, la selección no tendría poder para degradar la coloración femenina. Así, en muchos casos en que la selección sexual funciona­ ba con el macho, las fuerzas selectivas de Wallace, de protección y reconocimiento, no tendrían ningún papel. La selección natural de Wallace podría responder por la coloración más opaca de las hem­ bras sólo si el sistema de herencia hubiera sido tal que la dejara a ella libre de los colores sexualmente seleccionados del macho. Hay que admitir que Darwin sí pensó que aunque la hérencia de ambos sexos era la regla general, las características de los machos sexualmente se­ leccionados tenderían a estar limitadas a un sexo más a menudo que la tendencia que mostraban las otras características. Esto, entonces, les dejaba un lugar a las fuerzas de Wallace. Pero, como veremos, sorpren­ de el poco uso que les dio. Debo hacer énfasis en que Darwin, por supuesto, estaba de acuerdo con Wallace en que el papel femenino en la reproducción podía estar sujeto a fuertes presiones de selección y que los principios de la protección y del reconocimiento eran una parte legítima de la teoría darwinista. Pero no estaba de acuerdo en que la coloración de la hembra en caso de dimorfismo podía expli­ carse, en términos generales, con base en estos parámetros. Tal como dijo Wallace, Darwin “reconoce la necesidad de protección [en algu­ nos casos]... pero no parece considerarla un agente modificador del color tan importante como yo estoy dispuesto a hacerlo” (Wallace 1891, pág. 138).

La indicación más diciente de que ésta era la posición de Darwin está en la evidencia de su cambio de manera de pensar, cambio que pasó desde aceptar en buena medida la visión de Wallace hasta estar abiertamente en desacuerdo con ella. Este cambio no es difícil de ras­ trear. En la cuarta edición (1866) de El origen, en la que expande su análisis de la selección sexual, permite que el dimorfismo sexual de los pájaros sea explicado algunas veces por selección sexual del macho y selección natural de la hembra. Cita dos casos, uno de estructura y otro de coloración. A la hembra del pavo real, dice, le estorbaría duran­ te la incubación una cola tan larga como la del macho; y la hembra del urogallo sería peligrosamente conspicua durante la incubación si fuera tan negra como el macho. Pero en la edición sexta (1872) se omite este análisis (Peckham 1959, pág. 372). Y en el El origen del hom­ bre se retracta de los comentarios que había hecho en El origen, soste­ niendo que la selección sexual del macho además de la selección natural de la hembra, no son por lo general la causa del dimorfismo sexual en pájaros: En mi El origen de las especies indico brevemente que la larga cola del pavo real sería un inconveniente y que el color negro tan llamati­ vo del urogallo le sería peligroso a la hembra durante el período de incubación; y en consecuencia, que la transmisión de estas caracte­ rísticas de la descendencia masculina a la femenina habría sido frenada por la selección natural. Todavía pienso que esto podía haber ocurrido en algunos casos: pero después de uña reflexión madura de los hechos que he podido recoger, me inclino a creer que cuando los dos sexos difieren, las variaciones sucesivas han estado limitadas desde el comienzo, en su transmisión, al mismo sexo en el cual aparecieron en un principio (Darwin 1871, ii, pág. 154).

También dice que antes “me inclinaba a hacer mucho más hincapié en el principio de la selección, para responsabilizarla de los colores menos vivos de las hembras de las aves” (Darwin 1871, ii, pág. 198). Pero ahora sostiene el punto de vista de que, si bien en algunos casos las hembras “pueden posiblemente haber sido modificadas, indepen­ dientemente de los machos, en aras de la producción” (Darwin 1871, ii, pág. 200), por el momento, “se debe dudar de que sólo las hembras de muchas especies hayan sido modificadas así” (Darwin 1871, ii, pág. 197). Y concluye que Wallace no tiene razón: “No puedo acompañar a Wallace en la creencia de que los colores opacos, cuando se limitan a

I LOS M A C H O S A F AV OR DE D A R W I N , ...

las hembras, han sido, en la mayor parte de los casos, ganados específi­ camente en aras de la protección” (Darwin 1871, ii, pág. 223). Analiza las mariposas y las chapolas de la misma manera; acepta que los co­ lores de algunas especies incluso los llamativos, son protectores, pero sostiene que, de todas maneras, esto no sucede así de modo general, aun cuando las hembras son opacas (v. gr. Darwin 1871, i, págs. 392-3, 399-409). Y de modo similar sostiene que aunque los mamíferos tienen colores protectores, “sin embargo, en un gran número de es­ pecies los colores son demasiado llamativos y arreglados de modo demasiado singular para permitirnos suponer que sirven a este pro­ pósito” (Darwin 1871, ii, pág. 299). La preferencia de Darwin por la selección sexual y el legado .de la herencia, más que la selección para la protección, también se revela en el modo como maneja los casos de la coloración opaca de ambos sexos. Acepta que en algunas especies en las que los sexos son opacos no hay duda de que ha habido selección para la protección (Darwin 1871, ii, págs¿ 179, 223-6). Sin embargo, hace énfasis en que aun la coloración opaca en ambos sexos (bien sea la misma o dimórfica) no indica precisamente que la causa sea la selección para la protección, mejor que la selección sexual, aunque sea muy tentador caer en esta presuposición. Al fin y al cabo, señala con justa razón, las hembras de estas especies pueden preferir machos poco llamativos (una presu­ posición razonable, pero no muy frecuente en él). Me gustaría que pudiera seguir a Wallace hasta el final, porque la admisión solucionaría algunas dificultades:., sería... un alivio poder admitir que los tintes oscuros de ambos sexos de muchos pájaros han sido adquiridos y preservados en aras de la protección... [esto es, en aquellos pájaros] con respecto de los cuales no tenemos suficiente evidencia de la acción de la selección sexual. Sin embargo, debemos ser cautelosos al concluir que los colores que nos parecen a nosotros opacos, no son atractivos para las hembras de ciertas especies... (Dar­ win 1871, ii, págs. 197-8).

Agrega que aun si la selección sexual no hubiera funcionado en estos casos, sería mejor argüir ignorancia que hacer conjeturas sobre la selección para la protección con poca evidencia: “Cuando ambos sexos tienen colores tan opacos que sería apresurado presuponer la acción de la selección sexual y cuando no se pueden adelantar evidencias directas de que tales colores le sirven de protección, es mejor aceptar

nuestra completa ignorancia del asunto” (Darwin 1871, ii, pág. 226). Tal precaución con toda seguridad está fuera de lugar (y es, a propó­ sito, poco característica de Darwin). Es su plausibilidad, no su de­ mostración, lo que está sobre el tapete. De modo significativo, Darwin estaba mucho más dispuesto a invocar la protección cuando la selección sexual no tenía nada que ver. Advierte que el color de los huevos de dos cucús australianos es más parecido que el de los anfitriones de los cucús cuando el nido que se toman como parásitos está abierto que cuando está cubierto (Peckham 1959, pág. 393), y se aprovecha de la solución de Wallace al enigma de los grillos demasiado llamativos que le hacen propaganda a lo mal que le saben a los depredadores (Darwin, F. 1887, iii, págs. 93-4; Darwin, F. y Seward 1903, ii, págs. 60,71,92-3; Marchant 1916, i, págs. 235-6). Hasta aquí la evidencia de la posición de Darwin. Ahora, vamos a la dificultad que plantea: ¿Por qué la adoptó? Tal como lo he dicho, no puedo encontrar una respuesta clara y nítida. Pero he aquí algu­ nas consideraciones que parecen importantes. Darwin se sintió llevado a sus conclusiones sobre la importancia de la herencia por sus propias investigaciones empíricas (publicadas en The Variations of Animáis and Plants under Domestication [La varia­ ción de los animales y de las plantas bajo la acción de la domesticación] (1868)), particularmente por sus hallazgos sobre la herencia en ambos sexos y las limitaciones sexuales. Éstos fueron resultados que consi­ deró experimentalmente bien fundados. Le parecía que haber cedido por completo a la posición de Wallace habría sido inconsistente con sus descubrimientos. Pero ésta no debe ser la respuesta correcta. Con seguridad, aun dados estos hallazgos, Darwin era innecesariamente no adaptacionista en cuanto atañía al funcionamiento de la herencia. Al fin y al cabo tenía razones para suponer que todos los procesos que examinaba (lo que, en particular, ahora reconoceríamos como influencias hormonales (Ghiselin 1969, pág. 226)) habrían estado su­ jetos a la selección natural a lo largo del tiempo de la evolución y, lo que es más, al adoptar el punto de vista que sostenía, Darwin estaba adoptando una posición que era un poco rara en él. Hemos advertido que en el pensamiento darwinista se había presentado una división de tiempo atrás entre aquellos que hacían énfasis entre la fuerte in­ fluencia de la herencia y las limitaciones en el desarrollo que impone, y aquellos que hacían hincapié en el inmenso poder de la selección (posiciones que eran descendientes darwinistas de concepciones

idealistas y utilitaristas). Uno puede encontrar a Darwin casi siempre en el lado del poder de la selección, pero en este asunto estaba muy inclinado, inexplicablemente, hacia el otro. Comparemos la posición de Darwin con la de Wallace. Wallace salió a defender con bríos la importancia de la selección: “Me parece que la selección es más poderosa que las leyes de la herencia, de las cuales hace uso” (Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 86). Wallace se quejaba de que en la explicación darwinista la coloración femenina no guardaba relación con las fuerzas selectivas que actuaban sobre ella; se convertía en un asunto de puro azar: Si esto se explica sólo por las leyes de la herencia, entonces los colores de uno u otro sexo siempre serán (con relación al medio) un asunto de azar... Es contrario a los principios del El origen de las espe­

cies que el color haya sido producido en ambos sexos por la selección sexual y que nunca se hubiera modificado para llevar a la hembra a una armonía con el medio (Darwin, F„ y Seward 1903, i, págs. 86-8).

Una vez más le parecía que Darwin disminuía de manera no justifi­ cable el alcance de la selección natural, esta vez porque pasaba por alto la gran utilidad que la coloración opaca podía tener: Tu punto de vista me parece opuesto a tus leyes de la selección natural y niegan su poder y su amplio rango de acción. A menos que niegues que los tonos opacos de las hembras de los pájaros y de los insectos les sean de algún uso, no veo cómo puedes negar que la se­ lección natural tiene que tender a aumentar tales tonos y a eliminar los más vivos. No me cuesta creer que las adaptaciones estructurales de los animales y plantas fueron producidas por “leyes de la evolu­ ción y de la herencia” solas, como tampoco que las que me parecen adaptaciones igualmente hermosas y variadas de color deberían producirse así (Carta inédita de Wallace a Darwin, citada en Kottler 1980, pág. 217).

Como Wallace lo dijo en su reseña de El origen del hombre, Darwin “devalúa sin necesidad la eficacia de su primer principio cuando pone a la transmisión sexual limitada más allá del rango de su poder” (Wa­ llace 1871, pág. 181). Los hallazgos empíricos de Darwin sobre la herencia fueron la ra­ zón que esgrimía para no seguir a Wallace, pero su posición también

refleja una falta de interés sobre la coloración protectora, en particu­ lar la coloración opaca, que permea todo su trabajo. La comparación con Wallace señala un paralelo agudo de los lugares que ocupan en la historia del darwinismo. Mientras Wallace solía preocuparse por las fuerzas selectivas que daban lugar a los animales de colores apagados y con diseños crípticos, a Darwin lo cautivaba lo llamativo y lo que tenía colores conspicuos. Sus intereses diferentes emergen 7a en la primera declaración pública de su teoría, la comunicación conjunta de 1858. Darwin in cid e su selección sexual, pero no menciona la co­ loración críptica; Wallace hace lo opuesto (Darwin 7 Wallace 1858, págs. 9 4 -5 ,1 0 2 ,1 0 6 ) . Y una década más tarde, este último se retira paulatinamente de la selección sexual, después de haberla aceptado inicialmente, mientras Darwin se retira cada vez más de explicar la parte más opaca del dimorfismo sexual por medio de la selección para la protección. En su correspondencia, Darwin le escribe a Wa­ llace: “En el pasado le había prestado demasiada atención a la protec­ ción” (Darwin, F. 7 Seward 1903, ii, pág. 73). Pero los comentarios que se encuentran en su correspondencia posterior resumen de modo más preciso su posición final 7 muestran el contraste con Wallace: “Me desconcierta mucho hasta cuánto extender tus puntos de vista protectores con respecto a las hembras de las diferentes clases. Mien­ tras más trabajo, más sobresale la importancia de la selección sexual” (Darwin, F. 1887, iii, pág. 93) 7 “mientras más lejos V07 [con la selección sexual] más discrepo de que las hembras tengan colores opacos para buscar protección” (Darwin, F. 7 Seward 1903, ii, pág. 84). También es típico que Wallace considere la causa de la coloración en los pája­ ros como si fuera el tipo de nido mientras para Darwin el tipo de color es la causa 7 el nido es el efecto; en el punto de vista de Wallace, el color es eminentemente modificable por medio de la selección natural, mientras para Darwin está tan fijado por las le7es de la herencia que si un pájaro ha de tener protección, la selección natural debe modificar el comportamiento (el tipo de nido que constru7e) (Darwin 1871, ii, págs. 171-2; Wallace 1891, págs. 135-6; véase también Wallace 1889, págs. 278-9. Uno no puede criticar a Darwin por insistir en lo que más le inte­ resaba, pero su insistencia lo llevaba a parcializarse. Gomo Wallace objetaba con toda razón, Darwin tendía a tratar la fealdad de las hem­ bras como mera fealdad, más bien que como camuflaje. Darwin ten­ día a pasar por alto el hecho de que en muchos casos de dimorfismo, la hembra no es sólo más fea que el macho, que tiene además colores

crípticos, y que su coloración es aparentemente adaptativa. En aque­ llos casos en los que el dimorfismo no es muy fuerte pueden explicarse los colores de la hembra por la transferencia hereditaria incompleta de las características sexualmente seleccionadas (aunque aun ello presupone una mayor indiferencia por parte de la selección natural a las pequeñas variaciones de la que Darwin por lo general presuponía). ¿Y qué pasa en aquellos casos en que la hembra no es simplemente opaca sino camuflada, y en detalles finos? Wallace señaló que esto sucedía en la mayoría de los pájaros (Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 87). ¿Por qué, preguntaba, “debe el color de tantos pájaros parecer protector si no ha sido hecho de manera que parezca protector por la selección?” (Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 87; énfasis omitido). De manera similar se quejaba de que Darwin no explicaba satisfacto­ riamente por qué algunas hembras eran parecidas a sus machos vivos y otras eran opacas y completamente diferentes: esta teoría no arroja ninguna luz sobre las causas que han hecho que las hembras del tucán, el pájaro abejófago, el perico, el guacamayo y el herrerillo en casi todos los casos sean tan alegres como el macho, mientras en el fabuloso tanagra, el picotero enano y las aves del paraíso, al igual que en nuestro propio mirlo, las hembras son tan opacas y poco llamativas que casi no puede reconocerse que perte­ nezcan a la misma especie (Wallace 1891, pág. 124).

Y lo mismo sucedía con el dimorfismo de las mariposas. La selección para la protección debió haber estado en funcionamiento, porque de otro modo sería “un hecho inexplicable que en los grupos que tienen protección de cualquier clase, independiente del escondite, no haya diferencias sexuales de color o estén poco desarrolladas” (Wallace 1891, pág. 80). Wallace tenía buenas bases para su queja. Por supuesto, Darwin había aceptado en principio que cuando los colores parecen ser pro­ tectores, se necesita una explicación adaptativa. Pero tenía poco inte­ rés en rastrear el principio cuando se trataba de la coloración opaca. Algunas veces, incluso, parecía caer en la presuposición de que la selección sexual y la herencia sola eran suficientes para explicar “muchos casos de coloración”. Le señalaba a Wallace que, por ejemplo, “las variaciones que conducen a la belleza tienen que haber ocurrido a menudo en los machos solos y haber sido transmitidas a los de aquel sexo únicamente. Así, debo responder en muchos casos por la

mayor belleza de los machos sobre las hembras, sin necesidad del prin­ cipio protector (Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 74; el subrayado es mío). Pero el hecho de que el color femenino sea menos esplendoroso que el masculino no elimina la posibilidad de ubicarlo por medio de la adaptación. Las teorías de Darwin de la selección sexual y de la herencia pueden explicar en conjunto tanto la coloración masculina como la ocurrencia del dimorfismo. Pero no pueden explicar la colo­ ración femenina en los muchos casos en los cuales parece haber sido protegida; éstos parecen exigir una explicación adaptativa. ¿Sería que Darwin, al fin y al cabo sí satisfacía esta exigencia? ¿Se limitaba sólo a presuponer, sin decirlo, que ambos sexos empezaban con colores protectores desde que la selección sexual salía a escena? En aquel caso, los principios selectivos en realidad no necesitarían ser vueltos a invocar para explicar los colores siempre opacos de las hembras. Malcolm Kottler, el comentarista que había escrito más extensamente sobre este aspecto de la historia darwinista, insinúa que Darwin descuidó el asunto de que la selección natural mantenía a las hembras con colores protectores, mientras se concentraba en mos­ trar que la selección natural no podía hacerlas así (Kottler 1980, pág. 204). Entonces, algunas de las declaraciones de Darwin necesitan interpretarse con más generosidad; quizás sus premisas están en la presuposición de que las hembras tienen colores protectores. Al fin y al cabo, resulta que Darwin no era el único que hacía tales asevera­ ciones. Tomemos, por ejemplo a Kottler mismo. Aunque hace la distinción explícitamente, aun él suena con demasiada frecuencia como Darwin mismo sobre este punto. Nos dice, por ejemplo, que Darwin tenía razón, en los casos de herencia limitada por el sexo, en no invocar la selección para explicar los colores vivos de los pájaros hembras, por­ que la selección sexual y las leyes de la herencia solas podían res­ ponder por ellas: “La selección femenina sola, en conjunción con la herencia limitada por el sexo desde la primera variación seleccionada sexualmente en el macho, producirían un macho conspicuo y una hembra inconspicua; en tales casos, la selección natural en aras de la protección del sexo que está en mayor peligro era innecesaria” (Kottler 1980, pág. 204; el subrayado es mío). Parece olvidar (pero con seguri­ dad no es así) que lo más probable es que la hembra no es sólo “inconspicua sino que está camuflada”. Kottler también dice con gran seguridad que “Darwin le atribuía la coloración del sexo menos llama­ tivo a la herencia limitada por el sexo desde la primera de las varia­

ciones de color sexualmente seleccionadas en el sexo más llamativo” (Kottler 1980, pág. 204). También parece pasar por alto los muchos casos donde no es suficiente “atribuirle” su coloración sólo al hecho de que ella no hereda la de él. De manera semejante, al discutir las correlaciones entre la coloración y la clase de nido, concluye: “Los resultados eran exactamente los descritos por Wallace, pero habían sido producidos sin la acción de la selección natural para la protección” (Kottler 1980, pág. 2x9; el subrayado es mío). Esto suena como si ig­ norara el hecho de que sin la selección natural uno puede explicar algunos colores opacos, pero no los protectores. ¿Se trata sólo de que Kottler comienza con la presuposición de que las hembras tienen colores protectores, de manera que no se requiere más explicación para su clase de dimorfismo? Ciertamente se refiere a su coloración como “un rasgo claramente adaptativo” y está de acuerdo con Wallace en que es “manifiestamente adaptativo” (Kottler 1980, págs. 204,217). Sin embargo, no es tan manifiesto, porque de un mismo golpe castiga a Wallace por tener un adaptacionismo demasiado celoso al expli­ car la coloración femenina (v. gr. Kottler 1980, págs. 204,219). ¿Quizá sí siente que Darwin no tenía “necesidad” de un principio protector? Michael Ghiselin (1969, págs. 225-9, i974> págs. 131.178), también, si lo entiendo bien, considera que tiene poca necesidad de explicar los colores opacos de la hembra de manera adaptativa. Advierte que la explicación de Wallace era adaptativa, mientras la de Darwin no, pero lo ve como una fortaleza de la posición darwinista al comparar­ la con el adaptacionismo dogmático de Wallace. Elogia a Darwin por basarse en las leyes de la herencia para explicar características que parecían “neutrales” o “mal adaptativas” (v. gr. Ghiselin 1974, pág. 178). Darwin sí emplea la herencia para explicar características de esta clase, tales como los cuernos del reno hembra, que podían con­ siderarse como pertenecientes a este caso (Marchant 19x6, i, pág. 2x7); pero el dimorfismo también cubre casos que exigen una explicación adaptativa. A propósito, hablando de los cuernos del reno hembra, parecería que Darwin podría haber explicado la coloración llamativa de las hembras por medio de la selección sexual. Su teoría no excluía la posibilidad de escogencia de pareja por parte de los machos. De he­ cho, incluso aceptaba que la escogencia que hacían los machos era rutinaria en los humanos y ocurría ocasionalmente en otros anima­ les. Pero en general hacía énfasis en que la escogencia de pareja era casi exclusivamente femenina (sus razones, como lo hemos adverti­

do, estaban basadas en la idea de que el esperma generalmente es el que va hasta el óvulo, razón muy pobre, para decir verdad). Una con­ sideración obvia de la explicación de Darwin es que simplemente los intentos de Wallace por aplicar los principios de la protección no eran muy llamativos. El principio en realidad es más convincente para explicar el dimorfismo exagerado de un pájaro macho llamativo y de cola larga y su pareja modestamente vestida, que para explicar los muchos casos (que ocurren, en particular, entre reptiles y mamífe­ ros) en donde los colores de la hembra son sólo un poco más opacos. Darwin y Wallace discutían estos puntos en detalle (véase Kottler 1980). Plantearon por ejemplo la pregunta de por qué en algunos casos en que el pájaro macho incuba, las diferencias entre la hembra relativamente vistosa y el macho opaco son tan pocas; ¿cómo puede esto proporcionarle a la hembra mucha más protección? Y por el con­ trario, si aun estas pequeñas diferencias son para protección, ¿por qué son los reptiles hembras muy poco menos conspicuas que los machos, aunque en apariencia no necesitan protección adicional porque no incuban los huevos?, y ¿por qué en algunas especies de peces la hembra no incubadora es menos llamativa que el macho que sí lo hace? (En este caso Wallace insinuaba que los machos están pro­ tegidos de una u otra manera (Marchant 1916, i, págs. 177,225).) Tales preguntas nos recuerdan que Wallace se concentraba en dos grupos: las aves y las mariposas, en los cuales el dimorfismo sexual del color es por lo general más marcado: consideraba que proporcionan la mejor prueba para decidir entre sus puntos de vista y los de Darwin (Wallace 1889, págs. 275-6,1891, pág. 353). Pero desde el punto de vista de la selección para la protección son las diferencias aparentemente marginales las que plantean el problema mayor (aunque un caso notorio de un dimorfismo muy marcado -la imitación en las mari­ posas, que tan a menudo está limitada a las hembras- todavía hoy sigue sin explicación (véase v. gr. Turner 1978); Darwin sostenía que en el caso de al menos una de las especies, el conservatismo del gusto femenino hacía que los machos mantuvieran sus colores originales, mientras Wallace explicaba el dimorfismo diciendo que resultaba de que las hembras y los machos habitaban en ambientes diferentes (Wallace 1891, pág. 373).) Sin embargo, aun admitiendo todo lo ante­ rior, Darwin pudo haber aceptado la selección por protección con más entusiasmo. Porque con toda seguridad, él, más que cualquier otro, apreciaba lo significativas, que pueden ser a los ojos de la selec­ ción natural, aun las diferencias más pequeñas.

EL

LEGADO

DE

WALLACE:

UN SIGLO

DE S E L E C C I Ó N N A T U R A L

Y así, terminamos con la explicación no muy satisfactoria de la preferencia de Darwin por la herencia sobre la selección para la pro­ tección. Sus consecuencias son paralelas a las de la intransigencia de Wallace con respecto a la selección sexual. La solución obvia al desa­ cuerdo entre ambos era darles los machos a Darwin y las hembras a Wallace. Pero nadie tomó este curso simple. Wallace, en su deseo de desechar la selección sexual tendía a pasar por alto el hecho de que los machos no eran sólo llamativos sino “diseñados”. Darwin, en su deseo de explicar el color por medio de la selección sexual, tendió a pasar por alto el hecho de que las hembras no eran sólo opacas sino “diseñadas”. Wallace explicaba la coloración de la hembra adaptativamente, pero no podía dar cuenta adecuada de la coloración mas­ culina. Darwin explicaba la coloración masculina adaptativamente pero no estaba del todo convencido de quién era responsable de la coloración de las hembras. Uno puede apreciar por qué Wallace retro­ cedió y se colocó en su posición. Pero el caso de Darwin es un pequeño misterio. El legado de Wallace: un siglo de selección natural Yo soy la primera en reconocer a Wallace como un darwinista a quien le debemos mucho; fue un pensador imaginativo con una com­ prensión empática profunda de los principios de selección natural. Pero en lo atinente a la selección sexual tiene mucho por qué respon­ der. O mejor, tienen mucho por qué responder él y sus sucesores. Porque su legado al darwinismo fue -para exagerar sólo un pococien años sin selección sexual; cien años en los que le correspondió a la selección natural explicar toda la profusión de belleza, todos los adornos que Darwin atribuía a la selección de la pareja. La selección sexual no fue descartada del todo. La mayor parte de los darwinistas se contentaba con aceptar que tenía un papel en la evolución. Pero se lo veía como algo muy pequeño. La selección natural era considerada la verdadera fuerza impulsora; la selección sexual, sólo un aditamento poco influyente; algo marginal, que no ocasionaba diferencias reales con relación al gorgeo de un pájaro o al color de sus plumas. Una actitud tan desdeñosa y displicente nos parece asombrosa hoy en día, pues desde hace más o menos una década hemos abierto los ojos a la selección sexual. Pero ésta fue, de hecho, la actitud que dominó el pensamiento darwinista durante casi un siglo. Hay que admitir que Darwin se había portado como un desfachata-

do imperialista al hacer sus aseveraciones, con actitudes prepotentes a favor de la selección sexual; al final de su vida llegó incluso a decla­ rar: “Es... probable que la haya llevado demasiado lejos” (Darwin 1882; Barrett 1977, ii, pág. 278). Que tuviera o no razón no importa; lo cierto es que para casi todos los darwinistas, desde aquella época hasta hace muy poco fue demasiado lejos. Éstos se volvieron entonces hacia la alternativa wallaciana de la selección natural. Wallace había abierto el camino de los principios de la protección y el reconocimiento. Poco a poco aquellos que lo seguían redefinieron estos principios y exten­ dieron la lista, de manera que incluyera otras fuerzas selectivas. Al cabo, no sólo la coloración sino los sonidos, los olores, las estructu­ ras y otras características que Wallace había descuidado fueron, en su mayor parte, devoradas por la selección natural. Debo hacer hinca­ pié en que tales explicaciones no estaban necesariamente erradas. De hecho, en muchos casos era muy probable que fueran correctas. Lo que estaba mal era considerar que reemplazaban la selección sexual y, no permitieron que la selección sexual hiciera una contribución significativa a la evolución. Varias generaciones de darwinistas se cria­ ron con la visión de que la selección natural era la única fuerza que en realidad importaba y que tarde o temprano podía ganar para sí la mayor parte de los casos que Darwin le había adjudicado a la selec­ ción sexual. Hagámonos una representación de cómo se veía este plan de la selección natural. ¿Qué se le podía haber enseñado a un estudiante acerca de la importancia (o, más bien, falta de importancia) de la selección sexual hasta hace apenas un par de décadas? Tomemos la cuestión que demostró ser tan engañosa para Wallace: el despliegue del macho. Darwin aseveraba con firmeza que la única alternativa para explicar el despliegue por la selección sexual era pre­ suponer que no tenía propósito. Decía de los pájaros: “Suponer que las hembras no aprecian la belleza de los machos es admitir que sus espléndidos decorados, toda la pompa y despliegue son inútiles; y esto es increíble” (Darwin 1871, ii, pág. 233; véase también i, págs. 634, ii, pág. 932). Al discutir el despliegue de los peces, preguntaba: “ ¿Se puede creer que actuarían de tal modo sin ningún propósito durante su cortejo? Y éste sería el caso, a menos que las hembras ejercieran alguna selección y escogieran aquellos machos que les gustaran o las excitaran más” (Darwin 1871, segunda edición, pág. 524). Lo mismo sucede con las mariposas: “ Basados en cualquier otra suposición los

machos estarían adornados, hasta donde podemos ver, sin ningún propósito” (Darwin 1871, i, pág. 399; véase también segunda edición, págs. 505-6).

En lugar de aceptar que este despliegue era el resultado de la se­ lección sexual, Wallace optó, de hecho, por no considerar selección de ninguna clase. Pero sus sucesores fueron wallacianos más furi­ bundos. Al rechazar la dicotomía darwiniana de despliegue sexual o falta de propósito, buscaban modos alternativos de explicar estas ca­ racterísticas de manera adaptativa. La categoría de la amenaza, por ejemplo, se creía abarcaba mu­ chas de las características más espectaculares (una idea que Wallace tomaba en consideración, pero que más tarde rechazó (Wallace 1889, pág. 194, 1891, pág. 377)). He aquí cómo Julián Huxley, uno de los fundadores de la síntesis darwinista moderna, quien llegó a ser consi­ derado autoridad en selección sexual, trató el problema medio siglo después de Wallace: “De muchas características conspicuas (colores llamativos, canciones, estructuras especiales, o modos de comporta­ miento), a las que Darwin asignaba una función de despliegue, ahora se ha demostrado que tienen otras funciones... entre éstas, las caracte­ rísticas de amenaza incluyen un gran número, probablemente la mayoría, de los casos aducidos por Darwin como subordinados al despliegue y por lo tanto evidencia de selección sexual” (Huxley 1938, pág. 418). R. W. G. Hingston llegó hasta el punto de sostener que toda la coloración conspicua y el ornamento masculino eran señales convencionales para amenazar a los coespecíficos y a los miembros de otras especies; que eran “maquinaria de intimidación” cuyo “sig­ nificado sería conocido por un rival” (Hingston 1933, págs. 11-12). Otra solución radicaba en la categoría de características “epigámicas”. Ésta acabó por referirse a las características que tienen que ver con el apareamiento y se asocia específicamente con el despliegue, pero por lo general no incluye la selección femenina. La idea era que los adornos de los machos se necesitan para interesar a la hembra en el apareamiento -se pensaba comúnmente que las hembras eran “tímidas” y difíciles de excitar-, pero que su respuesta es demasiado automática y pasiva para considerarla “escogencia”. Esta idea fue anticipada por el crítico notablemente antidarwinista, St. George Mivart: “ La hembra no selecciona; sin embargo, el despliegue del macho puede ser útil para proporcionar el grado necesario de estí­ mulo para su sistema nervioso” ([Mivart] 1871, pág. 62). La noción

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S E L E C C I Ó N

N A T U R A L ?

fue desarrollada en particular por Poulton, el más importante de los sucesores inmediatos de Wallace, en la tradición del seleccionismo natural. Aunque éste originalmente hizo énfasis en el papel de la se­ lección femenina al explicar el ornamento masculino (Poulton 1890), después empezó a eliminar el énfasis. Fue él quien acuñó el término “epigámico” (Poulton 1890, págs. 284-313,1908,1909, págs. 92-143, 1910). Esta solución se convirtió en el soporte principal de los seleccionistas naturales. Al cambiar el siglo, Karl Groos, en su ampliamente leído libro The Play o f Animáis, aseveraba: Como el impulso sexual tiene que tener un poder tremendo, es del interés de la preservación de las especies que su descarga sea difí­ cil... El impedimento a la función sexual más eficaz... es la timidez instintiva de la hembra. De ahí que se necesiten todas las artes dél cortejo, y lo más probable es que rara vez o nunca ejerza la hembra una selección. Ella no es la que otorga el premio, sino una criatura cazada... hay selección sólo en el sentido de que la liebre al fin su­ cumbe al mejor galgo, lo que significa casi lo mismo que decir que los fenómenos del cortejo se refieren de una vez a la selección natural (Groos 1898, pág. xxiii).

Este punto de vista, decía, “descarta toda escogencia y relega el asun­ to completo a la esfera de la selección natural” ; la selección sexual simplemente se convierte “en un caso especial de la selección natural” (Groos 1898, págs. xxii, 244,271). Unos años más tarde encontramos a Kellogg, en su resumen de las objeciones a la selección sexual, di­ ciendo que la clase de evidencia sobre la cual Darwin se basaba tan a menudo resulta ser: más ilustrativa de la excitación sexual de las hembras como re­ sultado del olor o las acciones, que cualquier grado de escogencia por su parte... [Los colores, las serenatas, etc.] probablemente sí ejer­ cen un efecto excitante sobre, las hembras, y son, en realidad, des­ plegadas con este propósito. Pero, ¿demuestra esto de cualquier manera, o da siquiera bases para una presuposición razonable que permita creer en una selección discriminadorá y definitiva entre los machos por parte de las hembras? (Kellogg 1907, págs. 115,117-18).

Un entomólogo muy conocido, O. W. Richards (más tarde se convir-

tió en profesor de entomología del Imperial College, de Londres) sostenía que en muchos insectos la función del comportamiento de la estructura del macho tenía el propósito de vencer la “timidez” fe­ menina; la ventaja era el tiempo que se ahorraba en el apareamiento (Richards 1927). “ Se ha vuelto obvio desde que Darwin escribió”, con­ cluyó, “que las características que se despliegan se adquieren proba­ blemente más a menudo como resultado de la selección natural que de la selección sexual” (Richards 1927, pág. 300). Shull desechó la selección sexual, sosteniendo que los fenómenos de Darwin sólo te­ nían que ver con despertar la excitación sexual (Shull 1936, págs. 1948). Y aquí tenemos a Julián Huxley de nuevo: “El despliegue puede inducir un estado psicofisiológico de disposición a favor del apareamiento, que no tiene que ver con posibilidad de escogencia alguna. En los pájaros, el despliegue puede sincronizar los ritmos del macho con los de la hembra en el comportamiento sexual... e iniciar cambios fisiológicos que llevan a... la ovulación... Estos efectos pro­ mueven directamente la reproducción efectiva y no necesitan nin­ guna categoría especial de ‘selección sexual’ para explicar su origen” (Huxley 1938, págs. 422-3; véase también 1914,1921,1923). Dicho sea de paso, a favor de este punto de vista hizo énfasis en que en algunas especies de pájaros la mayor parte de las ceremonias de apareamiento tienen lugar después de que han encontrado pareja para la tempora­ da -u n punto que Darwin no trató- y, segundo, que ambos socios ejecutan el despliegue, que era la clase de monomorfismo que Darwin atribuía a las leyes de la herencia; así, en casos como éste, argumen­ taba Huxley (aunque no con estas palabras), “la selección femenina” no era ni femenina ni selección (v. gr. Huxley 1914,1921,1923). (Du­ rante varias décadas estuvo ampliamente difundida la idea de que las características epigámicas eran “la mejor solución al acertijo” (MacBride 1925, págs. 218-19) y de que se podía prescindir en buena medida de la selección sexual. Se aceptaba que algunas veces podía operar, pero sólo del modo más secundario. La categoría “epigámica” proporcionaba más satisfacción a estos críticos, que se las arreglaban para hacer a un lado la escogencia y por tanto excluir la selección sexual. Dicho sea de paso, estos argumentos deben sonarle conocidos a cualquiera que se haya encontrado con los debates corrientes sobre escogencia “activa” y “pasiva”, “preferencia” y “escogencia” (v. gr. Arak 1983, págs. 192-201,1988; Halliday 1983a págs. 19-28; Maynard Smith 1987, págs. 11-12; Parker 1983, págs. 141-5). Estaba muy bien que los

primeros darwinistas descartaran la selección sexual sobre la base de que en realidad las hembras no escogían. Pero, ¿cuál, se preguntan ahora los sucesores, es la selección real? Consideren, dicen, la hem­ bra de un ciervo a la que se acorrala hacia el harem de un ciervo rojo. Si ella no hace ningún intento por salir de este harem, ¿está escogién­ dolo como pareja? ¿Su papel, aparentemente pasivo, hace que se des­ carte la selección sexual? Si un sapo natterjack hembra, rodeado de un coro de machos, se mueve hacia la llamada que oye más recia y se aparea con quien la llama, ¿ha hecho una selección y, además, esta­ mos viendo ahí selección sexual? Supongamos que simplemente está tratando de bajar los costos de la demora en aparearse yendo hacia el macho más cercano y usando la reciedumbre como clave. En este caso, ¿esta atracción pasiva... [proporciona sólo] un beneficio simple de selección natural (Arak 1988, pág. 318), o el beneficio de una selec­ ción rápida? ¿Debería descartarse la selección sexual si “no hay rela­ ción entre las características del llamado y los beneficios inmediatos o a largo plazo, proporcionado por los machos” ? (Arak 1988, pág. 318), ¿no es un llamado en voz alta indicación de, por ejemplo, tama­ ño o vigor? Quisiéramos decir que hay escogencia: “ La selección de pareja puede definirse operacionalmente como cualquier patrón de comportamiento mostrado por un sexo, que lleva a una mayor pro­ babilidad de que se apareen con ciertos miembros del sexo opuesto que con otros” (Halliday 1983a, pág. 4). En el caso de los sapos, “las hembras tienen un comportamiento (que suben por una pendiente sonora) que hace más probable que se apareen con los machos que hagan más ruido” (Maynard Smith 1987, pág. 11). Sin embargo, quizá “si deseáramos hacer un modelo de esta situación, deberíamos tra­ tarla como un caso simple de competencia de macho con macho” más que de escogencia de la hembras (Maynard Smith 1987, pág. 11). Bien, ¿cómo podemos resolver estas preguntas? Esto es un asunto al cual volveremos más tarde. La categoría que al fin llegó a ser la más favorecida para dar cuen­ ta del despliegue fue la de mecanismos de aislamiento etológico (v. gr. Dobzhansky 1937; Grant 1963; Lack 1968, págs. 159-60; Mayr 1963). Éstas son características estructurales y de comportamiento específi­ cos de las especies, que le permiten a los miembros de una especie aparearse sólo con su propia clase. Al igual que las características epigámicas, se consideraban como algo que permitía a las potencia­ les parejas permitirse toda clase de despliegues ostentosos sin que estuvieran impregnados de selección sexual. Los mecanismos de ais-

SELECCIÓN NATURAL ¡amiento etológico se restringían a la escogencia de un compañero de la especie correcta; nada tenían que ver con la escogencia de un com­ pañero dentro de una especie. Se consideraba entonces que conce­ dían nada más que la conocida categoría wallaciana del reconoci­ miento, pero aplicado al cortejo. Se pensaba que cualquier “selec­ ción” de pareja tenía tanto que ver con la especiación —y lo que es más, de manera tan involuntaria- que caía con comodidad dentro de la selección natural. Una versión primitiva (algo diferente) de su idea se hizo más fuerte por medio de un influyente libro, The History o f Human Marriage (1891), por el reconocido antropólogo y sociólogo finlandés Edward Westermarck, quien argüía que el propósito de las figuras ornamentales era doble: facilitar el hecho de encontrar pareja y ubicar el apareamiento dentro de la misma especie (al atraer indi­ viduos a distancia) (Westermarck 1891, págs. 481-91). Los mecanis­ mos de aislamiento etológico eran afines a los darwinistas cuyo prin­ cipal interés era la especiación y fue a través de esta influencia que, desde más o menos la época de la gran síntesis, se convirtieron en la explicación más popular del despliegue. Todavía a fines de la década de 1960, Ernst Mayr, por ejemplo, sostenía que las formas del cortejo “todas... en últimas le sirven directa o indirectamente, como meca­ nismos de aislamiento” (Mayr 1963, pág. 96; véase también págs. 95103,126-7). Y aún hoy se pueden oír numerosos argumentos a favor del reconocimiento de las especies en lugar de la selección sexual: EL LEGADO

DE

W A L L A C E ! UN SIGLO

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Yo señalo la distinción más aguda posible entre la selección de pareja y el reconocimiento específico de la pareja: nó deseo aceptar un compromiso mayor del juicio consciente en los organismos sexua­ les del que se da en el reconocimiento de un antígeno por un anticuerpo, a menos que la evidencia me obligue a hacerlo... mi cre­ dulidad se puso a plena prueba cuando me pidieron que considerara la selección de pareja en muchas plantas, hongos, protistos, y aun animales como las ostras (Paterson 1982, pág. 53).

El punto de vista de la selección natural también produjo varias extensiones de las sugerencias de Wallace en cuanto a cómo la noto­ riedad, que al parecer es tan peligrosa, podía en realidad proteger contra la depredación. James Mottram (un experto médico con gran interés en el camuflaje) parece haber tenido en mente un mecanismo como éste cuando sostenía que había encontrado una correlación entre el dimorfismo extrasexual entre los pájaros y su vulnerabilidad

a los enemigos (Mottram 1915, pág. 663); por regla general, decía, las especies de aves que son más víctimas de la depredación son especies más sexualmente dimórficas que las especies más feroces, más gran­ des o más sociables. Aunque no hace el intento de explicar cómo obra el dimorfismo como protector (en otra parte había propuesto una curiosa alternativa de selección grupal a la selección sexual (Mottram 1914)), concluyó que la “teoría de Darwin no puede explicar la corre­ lación y qüe las diferencias sexuales posiblemente se deberían menos a la selección sexual que a ‘el escape de los enemigos’ ” (Mottram 1915, págs. 674, 678). Hugh B. Cott, un zoólogo de Cambridge, más tarde desarrolló una versión de la idea de Mottram (Cott 1946, pág. 506). Un día, cuando preparaba pieles de pájaros en Egipto advirtió que los avispones estaban haciendo rapiña en las pieles descartadas de las palomas de palma, pero evitaban las del martín pescador moteado. La especie más conspicua tenía, al parecer, un sabor más desagradable. Hizo la conjetura de que los pájaros vulnerables -es­ pecies que son pequeñas, que viven en el piso, que tienen una gran carencia de armas protectoras, etc - habían sido “forzadas... a lo lar­ go de una de las líneas de especialización: aquellas que son relativa­ mente comestibles buscaban la seguridad escondiéndose y aquellas que eran de un mal sabor relativo, por medio de la publicidad” (Cott 1946, pág. 465). Pruebas cuidadosas sobre las preferencias de los avispones, apoyadas por información sobre gatos y humanos, pare­ cían respaldar esta conjetura. Cott se dio cuenta de que los miembros de su grupo de catadores no eran los depredadores naturales de los pájaros; pero “esta concurrencia de gusto parecía más notable cuan­ do se encontraba... en tres criaturas tan totalmente diferentes en or­ ganización y hábitos” (Cott 1946, pág. 501), suficientemente notable para sugerir que también era muy probable que los depredadores naturales estuvieran de acuerdo. Cott aceptaba que la selección sexual podía funcionar cuando una especie relativamente no vulnerable exhibía colores vistosos. Pero pájaros relativamente vulnerables que fueran conspicuos, predecía, por lo general resultarían ser de mal sa­ bor; sus tonos fuertes tendrían que ver con “la lucha interespecífica por la seguridad, y no por la lucha intraespecífica por la reproduc­ ción” (Cott 1946, pág. 501). Más recientemente, Robert Baker y Geoffrey Parker (1979), si­ guiendo su rastro, también concluyeron que la depredación ha sido mucho más importante que la selección sexual en la evolución del plumaje vistoso. En relación con su teoría de “presas improductivas”

los pájaros evolucionan para conseguir una coloración viva para ha­ cerse propaganda ante los depredadores. Esto no es tan descabellado como parecería a primera vista. La aseveración que hacen es que los pájaros más difíciles de cazar -los más veloces, por ejemplo, los de vista más aguda-, también son los de colores más vivos; ellos infor­ man a los depredadores potenciales que los intentos de depredación van a rendirles un retorno bajo, comparado con presas que luchan por no parecer notorias: “ Tú no me puedes agarrar. Ve a atrapar a las que tratan de esconderse”. Baker y otros, después de esto han intenta­ do interpretar una variedad de datos como evidencia en apoyo de lo anterior (Baker 1985; Baker y Bibby 1987; Baker y Hounsome 1983). Esto ha generado una fuerte discusión y no mucho acuerdo (Andersson 1983a; Krebs 1979; Lyon y Montgomerie 1985; Reid 1984). Para tomar sólo dos ejemplos de la serie de dificultades: ¿Qué exactamente sería evidencia?, ¿es, por ejemplo, la depredación de los gatos domés­ ticos relevante, dado que no sería una presión de la selección a lo largo del tiempo de la evolución?, ¿y qué decir acerca de los datos que aparentemente la teoría no es capaz de manejar* tales como la hora de la muda de los pájaros con relación a los cambios estacionales de su plumaje conspicuo? Dicho sea de paso, un naturalista del siglo x ix sostenía que la selección natural trataba de lograr el resultado exactamente contra­ rio al de una “presa improductiva”. Jean Stolzmann (Stolzmann 1885) sostenía -con toda seriedad- que el esplendor masculino en los pája­ ros era el modo que la selección natural tenía para deshacerse del exceso de machos. Los óvulos se desarrollaban con más facilidad para volverse machos que hembras porque los embriones de los machos requerían menos alimentación. Pero estos machos sobrantes consu­ mían los recursos y molestaban a las hembras sin ninguna ventaja evolutiva. La selección natural había acertado con varias soluciones inteligentes, que Darwin por error había confundido con selección sexual. La vistosidad les ayudaba a los depredadores a divisar su pre­ sa y a las hembras a divisar a sus perseguidores; los rituales de canto y danza mantenían ocupados a los machos y fuera del camino de las hembras; las estorbosas plumas impedían el vuelo y les dejaban más insectos a las hembras. Stolzmann advirtió que todo esto no sería bueno para los machos mismos, pero, insistía, sin duda sería bueno para la especie. Y al menos, dijo (con un poco de desdén), su explica­ ción se ceñía a la selección natural y no recurría a ningún “ agent aussi artificiel que la sélection sexuelle” (Stolzmann 1885, pág. 429).

Finalmente, el dimorfismo sexual también se ha explicado por una idea sobre la que Wallace se explayaba demasiado: la de que dife­ rentes fuerzas selectivas actúan sobre los machos y las hembras (por razones diferentes al apareamiento). Esto lleva hoy en día el nombre de “diferenciación ecológica”, y se refiere a que los dos sexos están adaptados a nichos ecológicos diferentes. La aplicación de la teoría de Wallace era muy limitada. No estaba muy deseoso de atribuir las diferencias a algo diferente de la protección mucho mayor que la hem­ bra necesitaba (v. gr. Wallace 1889, pág. 271, 1891, pág. 80). Y en general, como en el caso de los colores relativamente opacos de las hembras de los pájaros que anidan, no logró dar cuenta de ambos sexos. Hoy en día, las ideas de diferenciación ecológica tienen un al­ cance mucho más amplio. Por ejemplo, se ha indicado que algunas especies de aves siguen el principio de Jack Sprat, en el sentido de que los machos y las hembras explotan diferentes recursos alimenticios porque ambos se benefician de la competencia reducida por los su­ ministros limitados (Selander 1972; cf. Darwin 1871, ii, págs. 39-40). Así, entonces, fue como se desarrolló el programa del seleccio­ nismo natural. Durante casi un siglo fue la ortodoxia darwinista sobre las características extravagantes de los machos. La escogencia de pa­ reja como fuerza selectiva no quedó descartada, pero en términos generales se aceptaba que Darwin había subestimado en buena me­ dida su alcance. La mayor parte de la evidencia de Darwin, por más sorprendente o extravagante que fuera, fue adjudicada a la protec­ ción, a la amenaza, a los mecanismos de aislamiento o a alguna otra presión utilitaria. Mirando en retrospectiva ahora, desde el especta­ cular renacimiento de la selección natural en las últimas dos décadas, parece casi increíble que tantos darwinistas durante tanto tiempo pu­ dieran creer que, como lo expuso Mayr en 1960: “El canto del ruiseñor pertenece a esto [a la selección natural] y también lo hace el pavoneo del pavo real” (Mayr 1963, pág. 96). Sin embargo, ésta fue la tradición que dominó en la investigación tanto teórica como empírica durante todo un siglo. “Hasta tal grado dominó la atractiva idea del poderío de la selección natural las mentes de los científicos, que pocos le han prestado atención al asunto de la selección sexual. ‘Si la selección na­ tural explica todo, ¿entonces, por qué investigar más?’ parece ser la actitud general de los naturalistas del presente” (Dewar y Finn 1909, pág. 308). Éste fue el comentario de Douglas Dewar (más tarde un notorio antidarwinista) y de Frank Finn, dos comentaristas que cri­

ticaban el punto de vista de la mayoría y que escribieron a comienzos del siglo. Su descripción pareció ser característica no sólo del pensa­ miento de su época sino de varias décadas por venir. La posición adoptada por E. B. Poulton era típica; también fue bastante influyente, pues fue el exponente más destacado de las teo­ rías darwinistas de la coloración en las primeras décadas del comien­ zo del siglo (Poulton 1890,1908,1909, págs. 92143,1910). No rechaza­ ba la selección sexual. De hecho, en su obra Colours o f Animáis (1890) la defendía y hacía hincapié en el papel de la selección femenina. Es quizás por esta razón por lo que a menudo, de manera errónea, se lo ve como un aguerrido defensor de la posición de Darwin y un teóri­ co de la selección sexual (por ejemplo, George 1982, pág. 77; Kottler 1980). Pero Poulton perdió su entusiasmo inicial por la teoría. Aun­ que admitía que sí se daba selección sexual, llegó a relegarla a una posición muy secundaria, sosteniendo que era relativamente poco importante “en la evolución” (Poulton 1896, pág. 79) y haciéndole concesiones a su papel sólo a regañadientes: “ Probablemente la ma­ yor parte de los naturalistas están convencidos, por los argumentos de Darwin y su gran exposición de los hechos, de que el principio de la selección sexual es real y da cuenta de ciertas características relati­ vamente poco importantes en los animales superiores, y además acep­ tan la opinión de Darwin de que su acción casi siempre ha sido su­ bordinada a la selección natural” (Poulton 1896, pág. 188). Poulton, en lugar de ello, dedicó la mayor parte de sus energías a subsumir los argumentos de Darwin bajo las presiones selectivas de Wallace. Y numerosos expertos darwinistas posteriores, especializados en coloración, lo siguieron en su punto de vista de que la selección sexual era relativamente poco importante (v. gr. Beddard 1892, págs. 253-82). Hacia la década de 1930, Julián Huxley había llegado a ser consi­ derado uno de los principales expertos en selección sexual, y sin em­ bargo escribía trabajos sobre la posición darwinista, acerca de la po­ sición actual de la teoría, que estaban casi por completo dedicados a volver a empacarla en la selección natural (Huxley 1938,1938a). De acuerdo con él, mucha parte de esta evidencia no tenía nada que ver con el apareamiento, y mucho menos con la selección sexual; Darwin, declaró ex cathedra, “le asignaba tercamente demasiado peso al pun­ to de vista de que los colores llamativos y otras características conspi­ cuas tenían que tener una función sexual... ahora ya es claro que la hipótesis no se aplica a la gran mayoría de las características que se

despliegan... la aseveración original de Darwin no se sostiene” (Huxley 1938a, págs. ii, 20-1,33). De hecho, mucha parte de la falta de atención a R. A. Fisher -una figura crucial que, como lo veremos, reivindicó de manera importante a Darwin- se le ha atribuido a la influencia de Huxley (O5Donald 1980, págs. ix, 2,10-15; Parker 1979). La posición de Huxley tiene como epítome el libro A d a p ta tiv e C o lo ra tio n in A n im á is (Cott 1940). Él lo elogiaba como “un valioso sucesor del li­ bro de sir Edward Poulton T h e C olours o f A n im á is... uno de ellos fue un estudio pionero, el otro en muchos aspectos la última palabra sobre el tema” (Cott 1940, pág. ix); sin embargo, Cott ceñía su estudio específicamente a las relaciones de presa y depredador, excluyendo el análisis de las fuerzas selectivas dentro de las especies. Incluso ya en las celebraciones del centenario de E l origen d e l h o m ­ bre la alternativa de la selección natural seguía emergiendo como el punto de vista mayoritario. La teoría darwinista de la escogencia de pareja se había eclipsado tanto, que por sorprendente que nos pueda parecer ahora, en el prefacio de uno de los pocos libros célebres (Campbell 1972), Julián Huxley todavía podía ser citado como la au­ toridad establecida y a R. A. Fisher ni siquiera se le hacía una men­ ción de honor. La contribución de Mayr en este libro es típica. Al citar a Huxley y a Richard como las dos autoridades, sostiene: “Ahora es evidente que hay tres... presiones de selección principales... que favorecen el desarrollo o el aumento del dimorfismo sexual, sin re­ querir la selección sexual” (Mayr 1972, pág. 96) y menciona la selec­ ción epigámica, los mecanismos de aislamiento y la utilización de diferentes nichos por los machos y las hembras. El único trabajo que se destaca en el libro en contra de esta corriente es el de Robert Trivers, una de las figuras prominentes de la revolución darwinista reciente. Tal como lo señala allí: “ La mayor parte de los escritores desde [Darwin]... han relegado [la selección femenina]... a un papel tri­ vial... Con notables excepciones, se ha demostrado en el estudio de la selección femenina, que las hembras fueron seleccionadas para deci­ dir si un compañero potencial es de la especie adecuada, del sexo adecuado maduro sexualmente” (Trivers 1972, pág. 165). Aun en una colección de trabajos publicados unos pocos años después, so­ bre la selección sexual en los insectos (Blum y Blum 1979), la reseña histórica describe el punto de vista de Huxley con entusiasmo (Otte 1979), aunque la mayor contribución de este experto en particular fue promover el movimiento de seleccionismo natural.

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Es claro, entonces que la teoría darwinista de la escogencia de pareja fue descartada por la mayoría. Pero, ¿por qué?, ¿y cómo volvió a renacer por fin? Éstos son los asuntos que voy a tratar de responder en seguida.

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Las alternativas a la selección sexual no eran suficientes. Wallace afian­ zaría su posición si también pudiera socavar la idea misma de que la selección femenina podía ser no sólo una fuerza selectiva, sino tener el suficiente poder para crear la cola del pavo real. Y de hecho, esa fue su segunda línea de ataque: una andanada contra el mecanismo cen­ tral de la selección natural. Wallace proponía tres argumentos: que la selección femenina re­ quiere un sentido estético que pocos animales, o quizás ninguno, poseen; que aun si las hembras prefieren los ornamentos de algunos machos a los de otros, esto, sin embargo, no influye sobre su esco­ gencia; y que aun si las hembras escogieran sus machos sobre una base estética, su gusto sería demasiado poco discriminador y veleidoso para hacer surgir los intrincados adornos. Sólo los humanos pueden escoger Wallace sostenía que la escogencia femenina exigía poderes esté­ ticos que sólo los humanos podían poseer. Una reflexión tan refinada probablemente se encontraba más allá de las capacidades de los ani­ males aun más cercanos a nosotros, definitivamente mucho más allá de las capacidades de, por ejemplo, los peces, los insectos y otros animales “inferiores”; y con toda seguridad más allá de las muy inferiores mariposas, en las que Darwin se basaba como fuente importante de evidencia. Wallace había comenzado a albergar dudas hasta sobre los insectos, incluso en el período en que Darwin confinaba la selección sexual más que todo a pájaros y a insectos y Wallace la aceptaba para los pájaros: “al pasar... a los animales inferiores... la evidencia de se­ lección sexual se vuelve comparativamente muy débil, y hay que dudar de si se justifica aplicar sin razones las leyes que prevalecen entre los pájaros altamente organizados y emotivos para interpretar resultados un poco análogos en su caso” (Wallace 1871, pág. 181). De acuerdo con su autobiografía, ésta fue la razón por la cual llegó a rechazar la selección sexual (Wallace 1905, ii, pág. 18) (aunque encuentra otras razones en otra parte (v. gr. Wailace 1891, pág. 374)). Muchos críticos pensaban lo mismo. Para Stolzmann, la idea del gusto estético de los pájaros era la primera razón para rechazar la selección sexual (y reemplazarla, como hemos visto, con su alternativa

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muy personal): “Au premier ábord, il nous est difficile d ’admettre chez les femelles des oiseaux la présence d ’un goüt esthétique si fortement développé comme le sígnale Darwin” (Stolzmann 1885, pág. 423). Groos pensaba que todo el proyecto darwinista podía beneficiarse al reem­ plazar la idea: Sería... absurdo afirmar que todos los cantos de los pájaros se originan en un acto o juicio estético por parte de la hembra. Una selección consciente, bien fuera de los que cantaran de modo más hermoso o más recio no es ciertamente la regla, y probablemente nunca ocurra... El principio darwinista... se refuerza de manera im­ portante con la [eliminación de la idea de]... la selección estética consciente por parte de la hembra (Groos 1898, págs. 240,242).

Lloyd Morgan, si bien no quería sumergir la selección sexual por com­ pleto dentro de la selección natural, también objetaba la escogencia de tipo humano en general y la selección estética en particular: “ Tanto los que sostienen la selección sexual como los críticos de esta hipótesis han estado demasiado dispuestos a considerar la selección de pareja en los animales desde un punto de vista antropomórfico, a mirarla como el resultado de la deliberación racional, de pesar en la balanza estética el atractivo relativo de uno y otro pretendiente” (Morgan 1900, pág. 266). “ La estética tiene que ver con ideales y a los ideales... ningún bruto puede aspirar” (Morgan 1890-1, pág. 413). Empleaba la analogía de que un pollo “escogiera” un gusano jugoso; es, decía, una suposición innecesaria la de que el pájaro hembra debe poseer un parámetro o ideal de valor estético, y que selecciona el cantor que se acerca más a su concepción de lo que un cantor debe ser. Uno bien puede suponer que un pollo seleccionara las lombrices que más se aproximaran al ideal de suculencia que había concebido. El pollo selecciona la lombriz que excita el impulso más fuerte de atraparla y comérsela. Así, también la gallina selecciona el compañero que por su canto o por otra cosa excita en mayor grado el impulso de apareamiento; y no hay más necesidad de suponer la existencia de un parámetro estético en este caso que la de hacer la hipótesis de un ideal gustatorio en el caso del pollo que se come una lombriz jugosa (Morgan 1896, págs. 217-18).

Una década más tarde, Kellogg objetaba también a la estética de los insectos. Una selección como ésta “implica un alto grado de desarrolló estético por parte de las hembras de los animales de cuyo desarrollo en este sentido no tenemos (otra) prueba. De hecho, esta selección exige el reconocimiento estético entre los animales a los cuales les negamos claramente tal desarrollo, como las mariposas y otros in­ sectos... De manera similar prácticamente con todos los animales invertebrados” (Kellogg 1907, pág. 114). En la década de 1920, History ofBiology de Nordenskióld, sostenía que una de las razones por las cuales se había rechazado la selección sexual fue la “tendencia de Darwin de atribuir al reino animal ideales puramente humanos sin crítica alguna, de creer en la ‘competición de belleza’ en las mariposas, escarabajos, peces, y tritones, o que los grillos y langostas tuvieran oído musical” (Nordenskióld 1929, pág. 474). Darwin era consciente de que hablar de un sentido “¿stético” era invitar tal crítica. Pero insistía en que se necesitaba algo como esto para la selección del macho, y que los humanos de ninguna manera eran los únicos animales que habían evolucionado en ese sentido; aunque los gustos particulares de otros animales pudieran diferir de los nuestros, la mayoría poseía un sentido de belleza (v. gr. Darwin F. y Seward 1903, i, pág. 325). Darwin sostenía que, por poco probable que su posición pudiera parecer, había evidencia que la apoyaba: “esto implica, sin duda, al­ gún poder de discriminación y gusto de parte de las hembras, que al principio parecerá extremadamente improbable; pero tengo la espe­ ranza... de mostrar que las hembras realmente tienen tales poderes” (Darwin 1871, segunda edición, pág. 326). Una aguamala, por ejem­ plo, o una babosa de mar no los tendrían; pero, en general, cada vez sería más probable que apareciera, a medida que uno pasa de los insec­ tos hasta los pájaros, y de ahí a los mamíferos (v. gr. Darwin 1871, i, pág. 321). Parece ser que el grado extraordinario de dimorfismo sexual y ornamentación en pájaros, y aún más en las mariposas, encajara a la perfección en este esquema. La respuesta de Darwin tenía dos partes. Primera, “los afectos fuertes, la percepción aguda y un gusto por lo hermoso” (Darwin 1871, ii, pág. 108) no dependen del desarrollo in­ telectual; por el contrario, los animales inteligentes, tales como las serpientes, pueden carecer de estas cualidades (Darwin 1871, ii, pág. 31). Segundo, parecería que aun las hormigas ylos escarabajos estuvie­ ran mejor dotados de tal sensibilidad de lo que podría pensarse, de

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modo que las mariposas no se podrían excluir sobre la base de su “inferioridad”: Sabemos que las hormigas y algunos escarabajos lamelicornios son capaces de sentir apego mutuo, y que las hormigas reconocen a sus compañeras después de un intervalo de varios meses. De ahí que no sea una improbabilidad abstracta en los lepidópteros -que pro­ bablemente se encuentran casi tan altos en la escala como estos insectos-, el que tengan la suficiente capacidad mental para admirar los colores vivos (Darwin 1871, i, pág. 399).

La posición de Darwin no era, entonces, negar que la selección sexual exigía la apreciación estética de parte de las hembras, sino argumentar que en realidad ellas podían mostrar tal apreciación. Regresaré después a este punto. No escoger, sólo mirar Pero aun si las hembras admiran las plumas vistosas, las crestas de gran tamaño o las explosiones de canto, sin embargo, argumentaba Wallace, no escogen a sus compañeros sobre esta base. Disfrutar y apreciar estos rasgos es una cosa. Permitirles que influyan sobre la escogencia del compañero es otra. Esbozó una analogía con el gusto femenino de los humanos: Un joven, en el noviazgo, se peina o se riza el cabello y se arregla el bigote, la barba o las patillas, y no hay duda de que su amada lo admira; pero esto no quiere decir que ella se case con él gracias a estos adornos, y mucho menos que el bigote, las patillas, la barba o el cabello se hayan desarrollado por las preferencias continuadas del sexo femenino. Así, pues, a una joven le gusta ver a su amado bien vestido y a la moda, y él siempre se viste tan bien como puede cuan­ do la visita; pero no podemos concluir de ahí que el conjunto de atavíos masculinos, desde el jubón abullonado, al sesgo y los colores vistosos, hasta las medias del período isabelino, pasando por los fabulosos abrigos, sacolevas y coletas de comienzos de la era georgiana, y llegando el vestido de gala del día presente sean resultado directo de la preferencia femenina (Wallace 1889, pág. 286).

Y lo mismo, argüía, sucede con los pájaros: “de igual manera, los pá-

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jaros hembra pueden estar fascinadas o excitarse con un hermoso despliegue de plumaje por parte de los machos; pero no hay prueba de ninguna clase de si... [esto tiene] algún efecto para determinar su escogencia de compañero” (Wallace 1889, págs. 286-7). ¿Entonces, qué buscan las hembras? Nada, de acuerdo con Wallace: se limitan a mirar. El argumento de Wallace presupone una conjunción poco proba­ ble de fuerzas no adaptativas. Las hembras les prestan mucha atención a los machos, sin ningún propósito adaptativo. Ellas ejercen discrimi­ nación en el juicio, sin efectos selectivos. Ellas se fascinan y se excitan, sin implicaciones evolucionistas para su escogencia de compañero. Ciertamente, cada una de estas circunstancias podría dar lugar a otras razones. Pero que todas se den al mismo tiempo es altamente impro­ bable. “ La inestabilidad de un indómito capricho femenino” Finalmente, Wallace argumentaba que aun si las hembras ejer­ cieran una selección, ésta no tendría el poder de crear características “sexualmente seleccionadas”. El ojo agudo del águila podría ser responsable de que una ave anidadora se mezclara en el paisaje para pasar inadvertida. Pero, ¿podría ser el mero gusto estético tan exi­ gente o constante como para ser responsable de las demarcaciones intrincadas del ala de una mariposa o de la compleja melodía del canto de un pájaro? “ Pues, ¿por qué no?”, podría uno pensar. “ ¿Por qué presumir que el juicio estético será menos discriminador y estable que la selección de lo que se come y de dónde anidar?” Regresaremos a esto, y a otros asuntos sobre el gusto. Por ahora dejemos de criticar a Wallace y vea­ mos en su lugar qué pensaba Darwin. Darwin creía que, a primera vista, las preferencias estéticas pue­ den en realidad no parecer una fuerza evolutiva suficientemente poderosa para sus propósitos: “puede parecer infantil atribuirles cualquier efecto a medios aparentemente tan débiles” (Darwin 1859, pág. 89). Sin embargo, sostenía, la idea no es absurda. Al fin y al cabo, miremos la selección doméstica. Allí encontramos la aplicación sis­ temática de criterios estéticos que logran los resultados deseados: “ Si el hombre puede en un corto tiempo darle un porte elegante y hermoso a sus gallos, de acuerdo con sus parámetros de belleza, no veo ninguna buena razón para dudar de que los pájaros hembras, al seleccionar durante miles de generaciones a los machos más

“ Más que una obra de arte de la naturaleza” El faisán Argus macho

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melodiosos o bellos, de acuerdo con sus parámetros de belleza, pudie­ ran producir un efecto marcado” (Darwin 1859, pág. 89; véase también Darwin 1871, i, pág. 259, ii, pág. 78). Wallace planteaba dos objeciones. Primero, le parecía poco pro­ bable que las hembras discriminaran entre diferencias que eran sólo muy pequeñas. ¿Cómo, preguntaba, podría haber evolucionado la selección natural para producir poderes tan exigentes? Wallace acepta­ ba de buena gana que criaturas como los pájaros y los insectos podían distinguir colores diferentes. ¿Cómo podían los expertos en la coloración protectora y la evolución de los colores en las flores (v. gr. Wallace 1889, págs. 304, 306-8, 316-319) pensar de otra manera? Pero de acuerdo con él los animales requieren más que una “percep­ ción de diferenciación y contraste” de colores, mientras la selección sexual exhibe una “apreciación de... una variedad y belleza infinitas de... delicados contrastes y armonías sutiles de color” (Wallace 18.91, pág. 409). Los poderes de discriminación de las hembras, decía, son demasiado débiles para distinguir variaciones tan pequeñas: “Yo no sé cómo variaciones diminutas, suficientes para que la selección natural opere, pueden ser seleccionadas sexualmente. Parece que requiriéra­ mos una serie de variaciones osadas y abruptas. ¿Cómo podremos imaginar que cada pulgada de la cola del pavo real, o cada cuarto de pulgada de la del ave del paraíso, serían advertidos y preferidos por las hembras?” (Darwin, F. y Seward 1903, ii, págs. 62-3). Y ni siquiera la evidencia de Darwin muestra que las hembras en realidad estén empleando discriminaciones tan finas: Tales casos no apoyan la idea de que los machos con plumas en la cola un poco más largas o colores un poco más brillantes sean preferidos en términos generales, y aquellos que sean sólo un poco inferiores se rechacen casi siempre, y esto es exactamente lo que se necesitaría para establecer la teoría del desarrollo de estas plumas por medio de la selección de la hembra (Wallace 1889, págs. 286).

Su paradigma es la precisión maravillosa de la curiosa ornamentación del faisán dorado (de la cual anotaba Darwin “que es más una obra de arte que de la naturaleza” (Darwin 1871, ii, pág. 92)): “La gran serie de gradaciones por medio de las cuales se produjeron los ojos del más hermoso color en las plumas secundarias de estas aves se pueden rastrear con claridad como resultado de un conjunto de señales que están exquisitamente coloreadas para representar ‘esferas colocadas

holgadamente dentro de las cuencas’” (Wallace 1891, pág. 374). ¿Podría un patrón tan fino ser apreciado por un mero pájaro?: “Fue este... caso... el que por primera vez sacudió mi creencia en la ‘selección sexual’ ” (Wallace 1891, págs. 374). En resumen, Wallace desdeña la posibilidad de que cualquier criatura diferente de los humanos discri­ mine de forma tan minuciosa como para notar el detalle y la comple­ jidad del ornamento masculino. Otros críticos argumentaban con razones semejantes. Aun concediendo que los pájaros y los mamíferos tienen sentido estético, decían, “¿este sentido sí será tan agudo como para llevar a la hembra a escoger entre modelos de canciones con pequeñas diferencias?” (Kellogg 1907, pág. 114). Señalando el hecho de que las mariposas son atraídas por estímulos estéticos tan burdos como el papel brillante o las flores monocromáticas, preguntaban si las hembras tendrían un parámetro doble, uno para los refina­ mientos de los adornos masculinos y otro para los demás objetos (v. gr. Geddes y Thomson 1889, págs. 29-30). Darwin replicaba que las hembras podrían producir una ornamen­ tación exquisita sin discriminar bien, sólo por medio de la escogencia de alguna impresión general: Presupongo que nadie que sostenga el principio de la selección sexual cree que las hembras seleccionan puntos particulares de belle­ za en los machos; simplemente se limitan a ser excitadas o atraídas en mayor grado por un macho vigoroso, y esto parece depender a menudo, especialmente en el caso de los pájaros, de la coloración llamativa. Aun el hombre, exceptuando quizás al artista, no analiza las pequeñas diferencias en los rasgos de una mujer a quien admira, de los cuales depende su belleza (Darwin 1876a; Barret 1977, ii, pág. 210).

De manera similar le dice a Wallace: “ Con respecto a la selección sexual. Una joven ve a un hombre buen mozo y sin observar si su nariz o sus patillas tienen la décima parte de una pulgada de longitud más o menos que las de otro, admira su apariencia y dice que se casará con él. Así supongo que sucede con la hembra del pavo real, y la cola se ve aumentada en tamaño solamente porque, como un todo, pre­ senta una apariencia más bonita” (Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 63). Así, uno no necesita suponer que las hembras “estudian cada banda o cada mancha de color; que la hembra del pavo real admira cada detalle de la fabulosa cola del macho; a ella probablemente sólo

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le impacta el efecto general” (Darwin 1871, ii, pág. 123). Y lo mismo puede decirse del ejemplo de Wallace del faisán dorado: “Muchos dirán que puede ser absolutamente increíble que un pájaro hembra (su énfasis está en lo del pájaro, no en lo de hembra) sea capaz de apreciar la coloración fina y los dibujos exquisitos... pero quizás ad­ mire el efecto general más bien que cada detalle en particular” (Dar­ win 1871, ii, pág. 93). Esboza entonces una analogía con lo que llama la selección doméstica “inconsciente” ; el ser humano podría desarro­ llar una población de perros que corran con gran rapidez, aunque usara criterios muy difusos de selección y no criara nunca de manera sistemática a los perros por su rapidez (Darwin 1876a: Barrett 1977, ii, pág. 210). Sorprendentemente, después de esto Wallace argumenta de ma­ nera explícita a favor de una visión similar del funcionamiento de la selección (Wallace 1893). En la selección artificial, dice, los criadores no seleccionan un hueso, músculo o extremidad en particular, selec­ cionan unas “capacidades” o “cualidades” generales, tales como la velocidad, la fuerza y la agilidad; la selección natural actúa de la misma manera. Entonces, al menos en este último período, Wallace no debía haber excluido la posibilidad de que las hembras hicieran la clase de juicios no específicos que Darwin proponía. (Se ha sostenido, a propósito (v. gr. Ghiselin 1974, págs. 131,178-9; Gould 1983, págs. 13, 369; Gray 1988, págs. 213-14; Lewontin 1978, págs. 16 0 -1,1979a, pág. 7), por razones que encuentro oscuras, que algunos adaptacionistas convencidos como Wallace presuponían que la selección natural de alguna manera funcionaba poco a poco, seleccionando de manera separada cada característica; si los comprendo bien, la posición pos­ terior de Wallace y la de muchos adaptacionistas modernos (v. gr. Dobzhansky 1956; Mayr 1983) con seguridad la minan). Más tarde Wallace también (v. gr. Wallace 1900, págs. 379-81) cambió de opinión sobre el tamaño de las variaciones dentro de una especie, llegando a adoptar el punto de vista de que eran lo suficientemente grandes para ser “fácilmente vistas y medidas por cualquiera que las mirara” (Wa­ llace 1900, pág. 381). Pero no reexaminó el asunto de si la hembra del pavo real podía ver y medir las variaciones de la cola del macho. La segunda objeción de Wallace a la escogencia femenina como fuerza selectiva es la poca probabilidad de que las preferencias sean lo suficientemente constantes dentro y entre poblaciones o a lo largo de un período de tiempo para producir los resultados que Darwin le atribuye. La escogencia femenina como fuerza selectiva “no tiene en

ningún caso el carácter de constante y de resultado inevitable propios de la selección natural... es improbable que todas las hembras de las especies, o la gran mayoría de ellas, a lo largo y ancho de una amplia área de una región, y durante muchas generaciones sucesivas, prefie­ ran exactamente la misma modificación de... color o adorno” (Wa­ llace 1889, págs. 283,285). Y si la selección femenina no es uniforme, ¿cómo puede producir resultados uniformes (Wallace 1891, pág. 374)? Wallace encontraba “absolutamente increíble” (Wallace 1891, pág. 374) que las plumas del faisán dorado, por ejemplo, pudieran haber resul­ tado de una selección de esta naturaleza. Varias autoridades fueron más allá, haciendo énfasis en la notoria veleidad de las hembras. De acuerdo con Mivart, “la inestabilidad de un capricho femenino tenaz es tan indómita, que ninguna constancia de la coloración se podría producir por su acción selectiva” ([Mivart] 1871, pág. 59). Geddes y Thomson tenían esta misma deprimente visión misógina de que la permanencia del gusto femenino “rara vez es verificable en la expe­ riencia humana” (Geddes y Thomson 1889, pág. 29). La crítica de Wallace sirvió de aliciente para que Darwin tomara acción: Tu argumento... de que el sentido del gusto de un sexo tendría que permanecer muy semejante durante muchas generaciones de modo que la selección sexual produjera un efecto, lo acepto... He reconocido hace poco tiempo que hice una omisión al no haber anali­ zado... su permanencia dentro de límites estrechos durante períodos largos (Darwin, F. 1887, iii, pág. 138; véase también i, págs. 325-6).

Darwin replicó con dos pimtos. (Incorporó algunos de sus argumentos en la edición del El origen del hombre (págs. 755-6)). Primero, estaba el asunto de la constancia entre individuos (Dar­ win 1876 y Barrett 1977, ii, págs. 209-11). Darwin sugirió que ésta se sostendría por falta de posibilidades de escogencia del consumidor. Las hembras “no pueden tener un alcance ilimitado en su gusto por­ que... aunque el rango de variación de una especie puede ser muy grande, no es de ninguna manera indefinido” (Darwin 1876a: Barrett 1977>ü, pág. 210). Además, aun si el gusto femenino variara, el entrecruzamiento entre la descendencia de parejas escogidas por. cualidades con pequeñas diferencias produciría uniformidad en los machos; de la misma manera, viceversa, que hay demasiada divergencia entre las características sexualmente seleccionadas de los machos en dos po­ blaciones muy relacionadas, pero que no copulan entre sí. Darwin,

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también tentativamente, sugería que el gusto femenino podía ser moldeado por el medio, en cuyo caso uno esperaría lo que en reali­ dad ocurre: la constancia dentro de poblaciones geográficamente di­ vididas y la divergencia entre ellas. Darwin no estaba solo, a propósito, al albergar el punto de vista de que el gusto femenino está influido por los alrededores; entre otros, el naturalista y escritor Grant Alien desarrolló una teoría estética basada en ideas semejantes (Alien 1879, particularmente págs. vi, 4,280; véase también v. gr. Darwin, F. 1887, ii, págs. 151; Wallace 1889, pág. 335). Finalmente, Darwin sostuvo que las hembras de todas maneras podían seleccionar una variedad de características mientras sus preferencias no entraran en conflicto (Darwin 1882: Barrett 1977, ii, pág. 279). En segundo lugar, estaba el asunto de la constancia a lo largo del tiempo. Darwin admitía que el gusto relativamente poco refinado de los animales, al igual que el de los “ salvajes”, es algo voluble y que la novedad gusta por sí misma. Negaba, sin embargo, que el gusto fuera volátil: “Podemos admitir que el gusto fluctúa, pero no es del todo arbitrario” (Darwin 1871, segunda edición., pág. 755). Así como po­ demos ver en nuestras modas más elegantes, hay un gusto por los pequeños cambios, pero disgustan los demasiado grandes. Así, aun­ que los gustos pueden cambiar, los cambios siempre serán graduales: Aun en nuestra propia ropa, el carácter general dura mucho; los cambios son hasta cierto punto graduados... [Como a los humanos, a los animales les repugna el cambio súbito, pero esto] no evitará que aprecien los cambios... de ahí que... parece bastante probable que los animales admiren durante un período de tiempo largo el mismo estilo general de ornamentación u otros atractivos, y sin embargo aprecien pequeños cambios en los colores, la forma, o los sonidos (Darwin 1871, segunda edición, págs. 755-651).

A propósito, la caracterización de Darwin de cómo opera la preferencia estética es similar a una idea que fue desarrollada originalmente para comprender la psicología de lo que el ser humano encuentra placen­ tero y no placentero (McClelland et al, 1953, págs. 42-67), pero que ha sido aplicada ahora con éxito a estudios de selección de pareja (v. gr. Bateson 1983,1983b); es la “hipótesis de la discrepancia óptima”, la idea de que el objeto más atractivo es el que difiere sólo un poco de un parámetro conocido.

Las repuestas de Darwin sí responden hasta cierto punto las críti-

cas de Wallace. Si la selección femenina se basa en preferencia estética tal como él la caracteriza, entonces, al menos la rescata del caos total que con seguridad sobrevendría si fuera sólo producto del capricho individual, o de algo por completo arbitrario. Sin embargo, ¿es sufi­ ciente? Al fin y al cabo, como el mismo Darwin lo admite, es de la naturaleza de las preferencias estéticas el que, a pesar de que hay algo de continuidad, son en última instancia caprichosas. Dice que entre los humanos uno espera “los cambios más caprichosos en las costum­ bres y en las modas” (Darwin 1871, i, pág. 64); y de modo semejante otros “animales son... caprichosos en sus afectos, aversiones y sentido de la belleza” (Darwin 1871, i, pág. 65). ¿Por qué, entonces, no es el gusto femenino más voluble de lo que es? De nuevo, como él mismo lo admite (Darwin 1871, ii, págs. 229-32), la selección sexual es típi­ camente “caprichosa” al crear diferencias entre las especies, porque “depende de un elemento tan fluctuante como el gusto” (Darwin 1871, ii, pág. 230). ¿Por qué, entonces, actúa al parecer de modo tan estable dentro de las especies? Wallace ha dado en el talón de Aquiles de la posición de Darwin. No hay duda de que algo falta en la teoría estética de Darwin de la selección femenina. Pero el problema se origina en algo más profundo que cualquier crítica que Wallace haya hecho; éstas eran solamente las consecuencias de la omisión de Darwin. En la teoría darwinista de la selección sexual hay una premisa importante que clama a gritos ser explicada. Lo que falta es una explicación de cómo se desarrolló el gusto de la hembra. El problema del gusto La teoría darwinista de la selección sexual se queda corta en este punto crucial. Se limita a presuponer que el gusto de las hembras es algo “dado”. No explica qué ventajas adaptativas hay para tal selección, qué presiones selectivas han dado lugar a estas preferencias y cómo se sostienen. Con las presiones selectivas “sensatas” de la selección natural tales problemas no surgen. Es obvio el porqué la necesidad de una ali­ mentación eficiente ejerce una presión selectiva - y además precisa y muy exigente- sobre el pico del pájaro carpintero. No es tan obvio, empero, que las fuerzas selectivas estén presentes en la selección esté­ tica. Al fin y al cabo las hembras escogen características que no son útiles y, que pueden ser totalmente desventajosas, y hacen esta elec­

ción de manera consistente y exigente. Pero si no hubiera ventajas adaptativas en la selección, entonces no habría razón para que ésta se diera. Y si no hay más razones “racionales” para cualquier escogencia particular que el mero gusto, ¿qué lo mantiene tan constante y preciso? A menos que haya presiones selectivas que lo dirijan, ¿qué evita que todo esto cambie de manera arbitraria? Wallace - y de hecho, la mayor parte de los otros críticos hasta bien entrado el siglo x x -, se concentraban en el problema de cómo podían hacerse las selecciones estéticas. Preguntaban cómo meros pájaros y mariposas podían mostrar una apreciación tan fina y cómo las fluctuaciones del gusto podían operar como fuerza selectiva. Para replicar, Darwin señalaba el gusto estético en los humanos como modelo de una apreciación discriminadora, a largo plazo y generali­ zada, de ornamentos aparentemente inútiles. Muy bien hasta ahí. Pero hacía surgir con más fuerza el asunto de cómo había evolucionado el gusto estético -bien fuera humano o de otros animales-. Darwin sos­ tenía que había evolucionado a partir de la selección femenina de pareja. Pero, ¿qué fuerzas evolutivas habían producido un gusto ba­ sado en la mera estética? Decir que las hembras ejercitan la escogencia por amor a la belleza es dejar esa escogencia como un “hecho dado” que no tiene explicación en cuanto a la selección -natural o sexual-. El propósito de Darwin era proporcionar una explicación adaptativa para las “colas de pavo real” ; y si le concedemos la selección femenina para la belleza, tuvo éxito. Pero preguntémonos cómo evolucionó el gusto y uno encuentra que en el corazón mismo de esta teoría no hay explicación de ninguna clase. Entonces, ¿por qué insistía Darwin con tanta vehemencia en la naturaleza estética de la selección femenina? Si hubiera presupuesto (como veremos más tarde que lo hicieron Wallace y otros darwinis­ tas), que las hembras escogían al más fuerte, o al más sano, o al macho más vigoroso, su selección habría sido fácil de explicar (aunque, como veremos también, habría dado lugar a otros problemas). Entonces, ¿por qué ligó de manera tan específica la selección del macho a la apreciación de la belleza? Bueno, primero establezcamos qué fue lo que sí hizo. Hay un cúmulo de evidencia en El origen del hombre de que los pasajes que hemos visto eran típicos de su pensamiento y no lapsos ocasionales. Repetidas veces hace énfasis en que la selección del macho tiene que ver con emociones suficientemente fuertes para permitir preferencias y una facultad estética suficientemente desarrollada para guiarlos:

“La selección sexual... implica la posesión de considerables poderes perceptivos y de pasiones fuertes” (Darwin 1871, i, págs. 377); las hembras podían seleccionar un macho, dice, “suponiendo que su ca­ pacidad mental bastara para el ejercicio de una selección” (Darwin 1871, i, págs. 259). Los pájaros, por ejemplo, tienen “afectos fuertes, percepción aguda y gusto por lo bello” (Darwin 1871, ii, pág. 108; véase también ii, págs. 400). Y, hace énfasis, esto es cierto para la mayor parte de los animales, por poco probable que parezca: “Admito sin dudas que es un hecho sorprendente el que las hembras de mu­ chos pájaros y de algunos mamíferos estén dotadas de suficiente gusto por lo que aparentemente se ha efectuado a través de la selección natural; y es aún más sorprendente en el caso de los reptiles, peces e insectos” (Darwin 1871, ii, pág. 400; véase también ii, pág. 400-1). No necesitaba Darwin presuponer que el gusto tenía que ver con ello, aun aseverando que las hembras discriminaban entre machos poten­ ciales. Al fin y al cabo él le daba el crédito a los animales de tener sorprendentes habilidades para discriminar entre alimentos nutriti­ vos o venenosos, o entre la sombra de un halcón y la de una gaviota, sin necesidad de sentir la necesidad de argüir que estaban ejerciendo “el buen juicio”. Y, como sus críticos lo señalaban, negaba específica­ mente cualquier necesidad de adjudicar razonamiento matemático a las abejas para dar cuenta de la increíble construcción de sus panales. Pero sí sentía la necesidad de atribuirle sentido de la estética a los pájaros y a los insectos para dar cuenta de los hermosos colores de

La belleza está en el ojo de las especies El macho del mono proboscis (Nasalis larvatus) tiene la nariz como un pepino gigante y pendular, en marcado contraste con las narices respingadas de las hembras y los jóvenes. El crecimiento monstruoso comienza más o menos a los siete años de edad y continúa con la edad, llegando en ocasiones a tener diecisiete centímetros. En machos más viejos es un apéndice hinchado, que le cae sobre la boca a su dueño, a veces casi hasta tocarle la barbilla, de modo que tiene que retirarlo con la mano para poder comer. Esta probóscide parece haber evolucionado al menos en parte como un amplificador. En los densos manglares de Borneo, donde viven, la mejor manera de comunicarse a la distancia es llamándose; el sonido que resuena a través dé la nariz del macho evoca un tambor doble. Pero, por ridículo que nos pueda parecer a nosotros, él llega a estos extremos para satisfacer el gusto de la hembra.

sus parejas (v. gr. Darwin y Seward 1903, i, págs. 324-5, n3; Wallace 1889, págs. 336-7). Entonces, es claro que a los ojos de Darwin la idea de la elección estética era un aspecto importante de su teoría. Esto nos trae de regreso a la cuestión de por qué sucedía así. Co­ mencemos descartando lo que no hacía. No se limitaba a presuponer que las colas de los pavos reales debieran parecer glamorosas a las hembras sólo porque eran tan asombrosamente hermosas para no­ sotros. Era muy consciente de que, aunque los casos paradigmáticos de la selección sexual nos impresionan con su belleza pura, las carac­ terísticas de los machos son a veces no sólo poco atractivas para los humanos, sino que inclusive nos pueden parecer grotescas: ningún caso me interesó y me dejó tan perplejo [en mi estudio de la selección sexual] como los cuartos traseros y partes aledañas de colores fuertes que tienen ciertos monos... concluí que los colores se habían obtenido para que hubiera atracción sexual. Era bien cons­ ciente de que con ello me ponía en ridículo; aunque de hecho, no es más sorprendente que un mono despliegue su trasero rojo encendi­ do que un pavo real exhiba su magnífica cola (Darwin 1876a: Barrett 197, ii, 207; véase también Darwin 1871, ii, pág. 296).

Los adornos de los pájaros no “son siempre ornamentales a nuestros ojos” (Darwin 1871, ii, pág. 72). Pensemos en el plumaje azul y ama­ rillo del guacamayo yen sus chillidos estrepitosos; ellos atraen el sen­ tido estético de su compañera, pero para nosotros son de un mal gusto deplorable (Darwin 1871, ii, pág. 61; Darwin, F. y Seward 1903; i, pág. 325). (El pobre y viejo guacamayo ofendía en particular la sensi­ bilidad de Darwin; en su primera casa de Londres solía “reírse de la fealdad de... los muebles de la sala, que, decía, combinaban todos los colores del guacamayo, en una espantosa falta de concordancia” (Clark 1985, pág. 64). Aun a las diferentes especies de pájaros les parecen atractivos sonidos distintos, sólo algunos de los cuales nos parecen así a nosotros. Entonces, nos previene de qué “no debemos juzgar los gustos de las diferentes especies por unos parámetros uniformes, ni debemos juzgar por el gusto normal del hombre” (Darwin 1871, ii, pág. 67). (¡Como si el gusto humano fuera uniforme o siquiera mu­ tuamente comprensible!). De manera que no fue la belleza de las “colas del pavo real” en nuestra percepción lo que llevó a Darwin a caracterizar el gusto feme­ nino como estético. De hecho, los adornos sexuales le proporcionaron

un modo espléndido de contradecir la aseveración de la teología natural de que muchas estructuras habían sido creadas en aras de la belleza a los ojos humanos (Darwin 1859, pág. 199; Peckham 1959, págs. 369-72). Al respecto, darwinistas posteriores enfatizaban a veces la idea de que las características sexualmente seleccionadas se distinguían por su belleza para los humanos. Esto parece sorpren­ dente, hasta que uno se da cuenta de que el propósito era estrechar el alcance de la selección sexual. Julián Huxley, por ejemplo, argumen­ taba que la coloración más vistosa de los machos, por el hecho de ser meramente “ impactante”, podría atribuirse al reconocimiento, a la amenaza o a algo de este tipo; era solamente la “coloración hermosa” -intrincada, delicada y muy efectiva a corto alcance- lo que podría atribuirse a la selección sexual (Huxley 1938,1938a). A mí me parece que había dos razones por las cuales Darwin to­ maba las características sexualmente seleccionadas como evidencia de que las hembras ejercían su sentido estético. La primera no es difícil de ver. Era parte de su consideración sobre la evolución humana (que incluye la evolución de las razas humanas) (Darwin 1871, i, págs. 63-5; véase también de Beer et al 1960-67,2 (3), [C] 178). También se había sostenido que la facultad de apreciación estética era única en los hombres, y Darwin deseaba contradecir esta aseveración estable­ ciendo una continuidad entre humanos y otros animales: “El sentido de la belleza. Este sentido ha sido declarado peculiar del hombre... pero estoy seguro de que los mismos colores y los mismos sonidos que nosotros admiramos son admirados también por muchos ani­ males inferiores” (Darwin 1871, i, págs. 63-4). “La belleza... corta el nudo gordiano”, como lo escribió en uno de sus cuadernos (Gruber 1974>pág. 272, [M] 32). La escogencia de la pareja era la única eviden­ cia que podía encontrar para tal apreciación: “con la gran mayoría de los animales... el gusto por lo hermoso está confinado, hasta donde podemos juzgar, a los atractivos del sexo opuesto” (Darwin 1871, se­ gunda edición, pág. 141). Entonces, nuestro amor por la pintura, la música, los paisajes, al fin y al cabo no nos distancia de otros animales. Por el contrario, nos acerca a ellos. Esto surge del comportamiento común, un comportamiento que, tanto en el caso nuestro como en el de ellos tiene importantes efectos selectivos en el pasado evolucionario. A propósito, el argumento continuista de Darwin quizás le diera a Wallace razones extracientíficas para rechazar la selección sexual. Wallace era uno de esos darwinistas que deseaban confinar el sentido estético a los humanos. En su juventud, cuando aceptaba la selección

sexual, reconocía que tal continuidad sería “un hecho de importancia filosófica grande en el estudio de nuestra propia naturaleza y de las verdaderas relaciones con los animales inferiores” (Wallace 1891, pág. 89). Eran implicaciones como éstas las que más tarde deseaba negar. Veremos cuando examinemos el altruismo humano, que mientras Darwin esperaba establecer •vínculos entre los humanos y otros ani­ males, Wallace estaba ansioso de establecer una diferencia. Llegó a sostener que diversas facultades eran exclusivamente humanas; la apreciación estética era una de ellas. Algunos comentaristas (v. gr. Fisher 1930, pág. 150; Selander 1972) han planteado la idea de que ésta era la razón por la cual Wallace no podía aceptar la selección sexual, que consideraba nuestras facultades estéticas parte de nuestra “natu­ raleza espiritual” (aunque como Kottler señala en contra de esta ase­ veración, Wallace adoptó estos puntos de vista extracientíficos en la década de 1860, pero continuaba aceptando la selección sexual, al menos en las aves, hasta más o menos 1871 (Kottler 1980, pág. 225)). De acuerdo con Kottler, las creencias espirituales de Wallace de todas maneras no habrían evitado que aceptara la selección sexual al menos en humanos; al fin y al cabo Wallace reconocía con facilidad que ejercemos el sentido estético; de hecho, que somos los únicos que lo hacemos (Kottler 1980, pág. 225). Pero con toda seguridad no podía haber aceptado que practicamos selección sexual si esto implicaba aceptar el punto de vista darwinista de que las hembras escogen sobre bases estéticas, pues esto le daría un papel evolucionista a nuestro sen­ tido estético y, como veremos, a juzgar por sus puntos de vista sobre el altruismo, Wallace consideraba como un distintivo de nuestras facultades de las que estamos “especialmente dotados” el que no podían haber evolucionado porque eran un excedente de los requisi­ tos de la evolución. De hecho, hacía énfasis en que, a diferencia de la habilidad primitiva de meramente distinguir colores, que comparti­ mos con otros animales, nuestro disfrute y apreciación del color no pueden explicarse con base en “principios puramente utilitaristas” (Wallace 1891, pág. 415). (En un contraste típico, Darwin caracteriza el juicio estético de otros animales de modo que incluye el placer, haciéndolos entonces más parecidos a nosotros (Darwin, F. y Seward 1903, i, pág. 325)). En años posteriores (Wallace 1890; véase también Fichman 1981, págs. 141,148-53), Wallace llegó a creer que la escogencia del compañero por las mujeres inteligentes podía seleccionar cuali­ dades sociales en las sociedades humanas; pero tal escogencia no era un juicio estético, era una selección sensata. Veremos que Wallace

estaba preparado para aceptar la selección no estética de compañero aun en animales “inferiores”; hacía énfasis en el papel del apareamien­ to selectivo en la esterilidad interespecífica (como hemos notado) y en el reconocimiento de los compañeros para localizar a los coespecíficos, e incluso estaba dispuesto a permitir la selección de pareja sobre una variedad de otras bases mientras éstas fueran de “sensatez” en lugar de estéticas. M i segundo planteamiento, complementario del primero, en cuanto al porqué Darwin se apegaba de manera tan tenaz a la idea de que la selección femenina no era sino estética, es más una conjetura que otra cosa. El punto de vista de Darwin quizás reflejaba su,intui­ ción darwinista de que realmente hay algo absurdo, algo narcisista, algo demasiado esplendoroso en las colas de los pavos reales. Esto ciertamente lo capta la idea de las preferencias puramente estéticas, en aras de la belleza misma, una preferencia en apariencia libre de ataduras utilitaristas. Y cuánta razón tenía Darwin, como Fisher aca­ bó por demostrar. Pero a este interesante asunto regresaremos más tarde. Extrañamente para nuestros ojos modernos, muchas décadas antes del fracaso de Darwin para explicar cómo había evolucionado la selección femenina, ésta se veía como una objeción importante a su teoría. El problema fue planteado, pero lentamente y por críticos de diversas ideologías, más bien que como un asunto perteneciente a la concepción darwinista. Un reseñador de mentalidad teísta de El origen del hombre, por ejemplo, se quejaba de que la selección feme­ nina era “una causa que a la mayor parte de los hombres le parecía más necesitada de explicación y más merecedora de ella que el efecto mismo” (Anón 1871a, pág. 319). ¿Dónde, preguntaba él, habían adqui­ rido los animales su sentido estético sino de Dios? De esta manera, el argumento de continuidad de Darwin hacía que hubiera más, y no menos, trabajo para las manos divinas; no solamente los humanos sino muchos escarabajos, mariposas y pájaros tendrían que estar do­ tados de un gusto por lo bello. Un artículo similar fue aún más allá, sosteniendo, a pesar de las negativas de Darwin, que “las culebras y pájaros espléndidamente coloreados de los bosques tropicales... nunca son lo que nuestro gusto llamaría vulgarmente coloreados, nunca tienen parches burdos de dibujos feos, tales como los que uno puede ver en trajes de noche recargados, en papeles de colgadura ostentosos y en tapetes vistosos” ; esto hacía un contraste marcado con las “prefe­ rencias de las clases menos cultivadas de seres humanos civilizados...

marineros ingleses o... muchachas del servicio” ; pensemos, al fin y al cabo, “en los espantosos pero llamativos remolinos amarillos, tales como los que una cocinera británica seleccionaría como diseño para su vestido dominguero” ; un gusto tan impecable seguramente debería surgir dispuesto y a la medida de una fuente divina (Anón 1871, pág. 281). Dos décadas después, Edward Westermarck fue guiado en buena medida por las mismas premisas no hacia Dios sino hacia la selec­ ción natural (Westermarck 1891, págs. 477-91). Se quejaba de que, según Darwin, las características secundarias masculinas, “dependían del sentido estético, o del gusto de las hembras, el origen de lo cual no lo conocemos” ; la preferencia femenina es “una tendencia inexpli­ cable” (Westermarck 1891, págs. 478,490). Concluía que los ornamen­ tos deben “explicarse por medio del principio de la supervivencia del más apto” (Westermarck 1891, pág. 479). Por el contrario, a comienzos del siglo, Thomas Hunt Morgan usaba la selección femenina como evidencia contra cualquier selección, sexual o natural. Morgan, como lo hemos anotado, creía que en una época la mutación sola podía hacer gran parte del trabajo de la evolución sin ayuda de la selección (véase v. gr. Bowler 1983, págs. 202-5). Como otros mutacionistas del período, trataba de mostrar que todas las clases de explicaciones adap­ tativas eran en realidad inadecuadas. De manera que para él la expli­ cación darwinista de los ornamentos masculinos era no un caso especial sino una de las muchas características que la selección no podía explicar: El desarrollo de la presencia del gusto estético en el sexo selector no se explica en la teoría. Hay tanta necesidad de explicar por qué las hembras están dotadas de una apreciación de lo bello, como de que los colores hermosos se desarrollan en las machos... Darwin presu­ pone que la apreciación por parte de la hembra está siempre presen­ te, y así simplifica el problema en apariencia, pero deja sin explicar la mitad (Morgan 1903, pág. 216).

No fue sino hasta 1915 cuando el asunto de cómo había evolucio­ nada el gusto femenino se planteó de manera explícita con una respuesta satisfactoria. La pregunta la planteó R. A. Fisher, que no sólo fue uno de los principales arquitectos de la síntesis darwinista y pionero de la genética estadística y de poblaciones, sino también figura central en la historia de la selección sexual. Así fue como Fisher ex­

presó el problema (por desgracia en términos relativos a las especies pero por fortuna no limitado a nivel de la especie): “ ¿De dónde”, se puede preguntar, “ ha surgido este gusto defini­ do y uniforme por un diseño particularmente detallado de forma y de color?” Concediendo que mientras este gusto y preferencia preva­ lezcan entre las hembras de las especies, los machos se volverán más adornados y hermosos y llenos de plumas, la pregunta debe respon­ derse: ¿Por qué tienen las hembras este gusto? ¿De qué les sirve a las especies que seleccionen este ornamento aparentemente inútil? (Fisher

1915, págs. 184-5; el subrayado es mío).

Es a Fisher a donde regresaremos en busca de la respuesta. Así, durante casi un siglo, pendió sobre la teoría de la selección sexual de Darwin la pregunta sin respuesta de por qué es adaptativo para las hembras escoger los machos mejor ornamentados. ¿Podría ser la mera selección estética selectivamente ventajosa, o quizás era la selección no estética?, y si no, ¿cómo podría explicarse? Este asunto de por qué escogen las mujeres como lo hacen, nos trae al último trecho del debate del siglo x ix y nos lleva hasta el presente, a la etapa más fructífera y emocionante de la teoría.

¿ P R E F IE R E N L A S H E M B R A S S E N S A T A S A LO S M A C H O S C O N A T R A C T IV O S E X U A L ?

¿Buen gusto o sensatez? Entonces, ¿por qué escogen las hembras y cómo lo hacen? A través de la historia de la selección sexual los darwinistas han ofrecido dos respuestas muy diferentes a esta pregunta. A la primera la podemos considerar como la solución de “buen gusto”. Desde este punto de vista, que era el de Darwin, las hembras escogen sólo por la belleza; de manera que su selección es mal adaptativa en cuanto a los parámetros de la selección natural. La otra respuesta se puede consi­ derar como la de la solución de la “sensatez”. De acuerdo con este punto de vista las hembras escogen con base en las mismas guías utilitarias de la selección natural; de manera que su selección es adaptativa y no causa problema. Ésta era la posición que Wallace adoptó. Hay que admitir que hasta ahora he dibujado a Wallace como un hombre opuesto implacablemente a la idea misma de la selección femenina una vez que rechazó la teoría darwinista de la selección sexual. Pero ha llegado la hora de modificar esta impresión. A pesar de todas sus protestas, Wallace nunca desechó por completo la selec­ ción de la hembra. Lo que hizo fue argumentar con fuerza contra el punto de vista darwinista al respecto y proponer una alternativa, un punto de vista de la “sensatez”. Una vez más, entonces, encontramos a Darwin y Wallace en orillas opuestas. Comencemos con Darwin. La solución de Darwin: la belleza por la belleza Hemos visto que de acuerdo con Darwin las hembras se interesan sólo en lo que les place desde el punto de vista estético; las caracte­ rísticas que favorecen son puramente ornamentales y no cumplen ninguna otra función: “un gran número de animales machos... se han vuelto hermosos en aras de la belleza” ; “la belleza más refinada puede servir como atractivo para las hembras, pero no tiene ningún otro pro­ pósito” ; “este adorno y la variedad es el único objeto y no tengo la más mínima duda” (Peckham 1959, pág. 371; Darwin 1871, ii, págs. 92,152-3; el subrayado es mío). También hemos visto que Darwin reconocía algunas de las difi­ cultades que surgen de la “ irracionalidad” de tal escogencia y que

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...

El problema: la belleza masculina

Soluciones

Tres caminos hacia la belleza. Las alas del halieto: ¿son sólo aerodinámica­ mente elegantes? La cola del viudo dominicano: ¿revela su cualidad? El abanico del pavo real: ¿un capricho de la moda femenina desbocada?

intentaba abordarlas apelando al modelo del sentido estético de los humanos. Sin embargo no encaró el aspecto más serio de la irraciona­ lidad: el hecho de que la selección es a menudo costosa y con frecuencia muestra características extravagantes. No parece haber ninguna buena razón para que la hembra seleccione como lo hace, y, lo que es peor, parece haber demasiadas buenas razones para que no lo haga. Requerir del macho que se decore con colores vistosos, o que luzca una cola larga, o que cante y baile por horas seguidas es imponerle una carga pesada. Esto lo pone en desventaja en su propia lucha por la existencia. Y si no puede ayudarle a su pareja, entonces ella también sufre. No sólo una esposa e hijos para mantener, sino esposa, hijos y

cola. Y lo que es más, si sus hijos heredan los ornamentos, ellos y sus compañeras sufrirán el mismo destino. Es seguro entonces que la hembra tiene buena razón para no escoger “la belleza por la belleza”. Parece injusto acusar a Darwin de no haber sido capaz de dar con la idea de lo costoso de las características masculinas. Con toda segu­ ridad la selección sexual es la única área en la cual el darwinismo clásico reconoce de modo sistemático que las adaptaciones pueden ser costosas. Al fin y al cabo, la teoría se construyó expresamente para dar cuenta de las características de apariencia no utilitaria, caracte­ rísticas que parecen no ser adaptativas según los cánones de la selec­ ción natural. En El origen, el encabezamiento mismo bajo el cual Darwin analiza la ornamentación masculina cuestiona su utilidad: “La doctrina utilitaria, ¿hasta dónde es cierta?: la belleza, ¿cómo se adquiere?” (Peckham 1959, pág. 367). Y Darwin dice de modo explí­ cito que “puede llamarse útil sólo en un sentido muy forzado” (Darwin 1859, pág. 199). También dice que las características sexualmente seleccionadas “han sido adquiridas en algunos casos al costo no sólo de la inconveniencia sino de la exposición a peligros reales” (Darwin 1871, ii, pág. 399). Por ejemplo, algunos pájaros con sus colores llamativos o su ornamentación son presa fácil o se les dificulta luchar (Darwin 1871, ii, págs. 96-7,233,234); de modo simi­ lar, las estructuras construidas por los tilonorrincos “debe costarles a las aves mucho trabajo” y a los tucanes deben “estorbarles” sus inmensos picos (Darwin 1871, ii, págs. 71,227). Y lo que es más, y otra vez poco usual dentro del darwinismo clásico, Darwin veía las características sexualmente seleccionadas como producto del trueque, porque las oportunidades de supervi­ vencia se disminuyen a cambio de tener ventajas para el apareamiento: El desarrollo... de ciertas estructuras... se ha llevado... en algunos casos a un extremo tal que, en cuanto a las condiciones generales de vida concierne, deben ser un poco dañinas para el macho. De este hecho aprendemos que las ventajas que favorecen a los machos, deri­ vadas de conquistar a otros machos en la batalla o en el cortejo... son a la larga mayores que las que se derivan de una adaptación bastante más perfecta a las condiciones extremas de vida (Darwin 1871, i, pág. 279).

De modo similar dice que las características que le harían daño a los jóvenes podrían, en los machos mayores, tener más peso, por sus ven­ tajas reproductivas (Darwin 1871, i, pág. 299).

Sin embargo, Darwin no se preocupa por el costo. Presupone que la ornamentación masculina nunca amenaza de verdad la supervi­ vencia porque la selección natural siempre interviene para controlar sus excesos más locos: “la selección sexual... será dominada por la selección natural para el bienestar general de la especie” (Darwin 1871, i, pág. 196; véase también págs. 278-9). De acuerdo con él, aun un plumaje tan sobredesarrollado como el del faisán dorado no será un impedimento para la búsqueda de alimento de las aves (Darwin 1871, ii, pág. 97). Es claro que desde el punto de vista de Darwin los “orna­ mentos” son más bien inútiles que desventajosos. Cuando describe las características sexualmente seleccionadas como no utilitarias sólo tiene en mente que no son de ventaja particular. Son “extraordina­ rias”, “hermosas”, “curiosas”, “elegantes”, “singulares” y “diversificadas” (v. gr. Darwin 1871, ii, págs. 307,312). Pero no necesariamente costosas. Bien, Darwin puede tener razón en que las características sexualmente seleccionadas son menos onerosos que lo que pudieran parecer al principio. Pero esto no puede darse por sentado sin demostración. Y aun si los costos resultan ser bajos, subsiste la necesidad de indicar cómo se las arreglan los beneficios para pesar más que éstos. Así, aunque la teoría de las selección sexual incorpora una idea de costos, subestima su magnitud y su significado. Una vez que se han tenido en cuenta los posibles costos de la ornamentación, la falta de explicación adaptativa para la selección femenina se convierte en algo mucho más apremiante. Las desven­ tajas para los machos pueden compensarse por la escogencia de las hembras. Pero esto solamente le devuelve el problema con más fuerza al campo de las hembras. ¿Por qué insisten en hacer selecciones tan costosas? A menos que la escogencia de la hembra pueda mostrarse como producto de las fuerzas selectivas hay, en el corazón de la teoría de Darwin, no sólo un mecanismo que no es explicado adaptativamente sino un mecanismo que parece ser terriblemente mal adaptativo. La solución de Wallace: no sólo una cola hermosa De acuerdo con Wallace, la selección de la hembra no tiene nada que ver con el buen gusto sino con la sensatez. En tanto que las hem­ bras escogen sus machos, argumenta Wallace, prefieren las cualidades útiles como la salud, el vigor o la resistencia. Lo escogen con base en las líneas “sensatas” de la selección natural. Y lo hacen porque evi-

dentemente se les justifica: están consiguiendo un compañero de cua­ lidades altas. De manera que su gusto es un producto claro de la selección natural. Wallace admite que las hembras parecen a menudo optar por el gusto en lugar de la sensatez, que parecen estar haciendo una selec­ ción estética más que una práctica. Pero esto, dice, es porque belleza y calidad tienden a coincidir, y los machos más enérgicos y saludables son por lo general también los más decorados: el macho “más vigo­ roso, desafiante y buscapleitos” es “por regla general el de colores más vivaces y el que está adornado con los plumajes más hermosos” (Wallace 1891, pág. 375; véase también pág. 369). De manera que un pavo real no es sólo una cara bonita o cola, canción, o lo que sea. Las hembras que usan la calidad para guiarse escogerán los machos con ornamentos más espléndidos como un efecto secundario automático. No juzgan al macho por sus adornos sino por las cualidades sensatas que los acompañan. Pongamos a la hembra de un pavo real que sea daltónica ante un grupo de parejas potenciales y aun ella se dirigirá hacia el que tenga un tono irisado más vistoso, no porque aprecie su belleza (por desgracia, es necesariamente indiferente a ella) sino porque busca la calidad, y la belleza viene como parte accidental del paquete. Por supuesto, para Wallace, aunque esta conexión no sea resultado de la selección, no es mero azar. Recordemos su teoría fisiológica de que el vigor y la salud dan origen a los colores vivos y a estructuras complejas. En cuanto a la evidencia darwinista de la selección femenina, Wallace tiene razón al señalar que las hembras pueden no estar inte­ resadas en las características en las que Darwin se centra. En ausencia de un conocimiento más detallado, sigue siendo una pregunta abier­ ta la de si una hembra escoge a un macho por su belleza o por sus dotes más útiles. Tomemos el ejemplo de las mariposas. Su propia argumentación, sostiene él, es tan plausible como la de Darwin: “En­ tre las mariposas, varios machos a menudo persiguen a una hembra, y Darwin dice que, a menos que la hembra ejerza una selección, el apareamiento deberá dejarse al azar. Pero, con toda seguridad, puede ser el macho más vigoroso o el más perseverante el que és escogido, no necesariamente el más vistoso o el que tiene colores distintos” (Wallace 1889, pág. 275; véase también Wallace 1871). De manera se­ mejante en el caso de los pájaros, aun cuando la hembra escoja, no sabemos las bases de su selección “y de ninguna manera se sigue que... las diferencias en forma, diseño, o colores de las plumas ornamenta­

les sean lo que lleva a la hembra a darle preferencia a un macho sobre otro” (Wallace 1889, pág. 285; véase también 1891, págs. 369,376). Así, “la selección de... pájaros machos más adornados por parte de las hembras... es una inferencia de los hechos observados de... desplie­ gue...; la aseveración de que los adornos han sido desarrollados por la escogencia femenina del macho más hermoso porque es el más hermoso, es una inferencia apoyada por muy poca evidencia” (Walla­ ce 1905, ii, págs. 17-18). Darwin habla de hembras de aves que sienten gran repugnancia o gusto por machos particulares, pero no muestra “que la superioridad o la inferioridad del plumaje tengan nada que ver con estos caprichos” (Wallace 1889, pág. 286). Y Wallace cita a Darwin mismo haciendo referencia a observadores experimentados que no creen que la belleza del plumaje afecte la selección femenina (Wallace 1889, págs. 285-6). Un experto, por ejemplo, es de la firme opinión de que un “gallo de pelea, aunque desfigurado por el hecho de haber sido vencido, y con sus plumas averiadas, sería aceptado con tanta facilidad como un macho que tuviera todos sus ornamen­ tos naturales” (Wallace 1889, pág. 286). También esto abre el camino para que Wallace entre con su punto de vista alternativo. Cita la convicción de una de estas autoridades de que “la hembras casi invariablemente prefieren al macho más vigoroso, desafiante y buscapleitos” (Wallace 1889, pág. 286). En efecto, dice Wallace, la hembras por lo general le prestan tan poca atención al despliegue de los adornos pues “hay razones para creer que el éxito radica más en su persistencia y energía que en su belleza” (Wallace 1889, pág. 370). De acuerdo con Wallace, de este punto de vista se sigue que la selección femenina tiene poca o ninguna importancia en la evolución. Si la escogencia femenina es sensata, entonces coincide en buena medida con la escogencia de la selección natural, en cuyo caso no será una fuerza selectiva, y si su selección no coincide, entonces será una selección en contra. Así, si ella hubiese de escoger el macho más adornado, o bien su selección sería redundante o bien sería eliminada. Por una parte, la acción extremadamente rígida de la selección natural debe volver nulo cualquier intento de selección meramente ornamental, a menos que los más adornados siempre coincidieran con los “más aptos” en todo otro respecto... [y] si lo hacen, entonces cualquier selección de ornamento es superflua” (Wallace 1889, pág. 295). Por otro lado, “si los machos de plumaje más vistoso y lleno no son los más sanos y vigorosos... no son, ciertamente, los más aptos, y no sobrevivirán” (Wallace 1889, pág. 295). Así, la selección de la hem­

bra no tiene efecto evolutivo significativo: "La acción de la selección natural, en realidad no niega la existencia de la selección femenina del ornamento como tal, pero la hace enteramente ineficaz” (Wallace 1889, págs. 294-5). No puede ser más que una fuerza marginal de la evolución, para siempre subordinada a las fuerzas utilitarias. Guando más, dice Wallace, la selección femenina puede reforzar la selección natural. En el caso de los pájaros, por ejemplo, la selec­ ción natural favorecerá los machos más vigorosos, y el plumaje más elaborado se desarrollará como efecto secundario automático; si las hembras también escogen los machos más vigorosos -una escogencia “sensata”- entonces la selección sexual actuará en la misma direc­ ción y ayudará a conducir el proceso de desarrollo de plumaje hasta su culminación (Wallace 1889, pág. 293). Wallace no explica cómo exactamente ayudaría la escogencia de la hembra. Quizás se imagi­ naba que haría más estrecho el rango permitido por la selección natural o que coincidiría con la escogencia de la selección natural pero acrecentaría el costo de desviarse de ella. Aunque desecha la idea de que las hembras escogerían la belleza por la belleza, sí habla de la posibilidad de que la belleza, sin embargo, se use como criterio de escogencia. Reconoce que si hay una conexión íntima y confiable entre el adorno y las cualidades “sensatas”, como la hay en su teoría fisiológica de la ornamentación, entonces las hembras podrían usar el despliegue ornamental como marcador de las cuali­ dades por las que en realidad eligen: “El despliegue de las plumas, como la existencia misma de las plumas, sería la principal indicación externa de la madurez y vigor del macho, y por lo tanto, sería necesa­ riamente atractiva para la hembra” (Wallace 1889, pág. 294). Es una lástima que Wallace no desarrollara este concepto. Veremos que el darwinismo moderno sí lo hizo, para su gran beneficio. Sin embargo, sugerir que Wallace podría haber explotado la noción de los marcado­ res no es forzarlo a tener una perspectiva del siglo xx. Es obvio, aun sin aventurarse en los laberintos de la epistemología, que muchas de las experiencias de los organismos son hasta cierto punto vicarias. Y las explicaciones de las adaptaciones le dan cabida a esto como algo normal. La fruta sabe a dulce, no a nutritiva. Wallace mismo usaba la idea de colores que son advertencia. ¿Qué son si no marcadores? La posición de Wallace es claramente la antítesis de la de Darwin. De acuerdo con Wallace, las hembras parecen buscar el esplendor, pero en realidad eligen por la calidad. De acuerdo con Darwin, las hembras van por el esplendor y nada más. De manera que es extraño

encontrar algunos pasajes en El origen del hombre en los que Darwin suena igual a Wallace. De vez en cuando regresa a la aseveración de que una hembra puede escoger tanto belleza como calidad. Y va más allá que Wallace. Desde el punto de vista de Wallace la “escogencia” que la hembra hace de la belleza es un mero efecto secundario; desde el punto de vista de Darwin está haciendo una genuina selección dual. Las hembras se excitan más con los machos más adornados, o prefieren aparearse con ellos, o con los mejores cantores, o los que hacen las más hermosas piruetas; pero es obviamente probable que... al mismo tiempo preferirían los más vigorosos y vivaces... que selec­ cionarían aquellos que son vigorosos... y en otros aspectos los más atractivos (Darwin 1871, i, pág. 262; véase también i, págs. 263,271, ii, pág. 400).

¿Por qué adopta Darwin por épocas una posición que está tan lejos de su teoría? La razón tiene que ver con su explicación de cómo pue­ de operar la selección sexual en especies monógamas. Como vimos antes, con toda razón arguye que la selección femenina puede ser una fuerza selectiva efectiva si los machos más resplandecientes se aparean con las hembras más sanas y por tanto las que pueden criar más pronto. Esta solución es adecuada tal como está. Pero Darwin, sin embargo, llega a sentir la necesidad de darle a la selección sexual un empuje adicional, postulando que los machos más atractivos, y por tanto los que tienen descendencia más temprano, son los más sanos (como las hembras que más pronto tienen descendencia). Incluso resume su teoría de la selección sexual de esta manera: “ He mostrado que este [éxito en la descendencia de los machos más atractivos] probablemente indicaba que las hembras... preferirían no solamente a los más atractivos sino al mismo tiempo a los más vigoro­ sos...” (Darwin 1871, ii, pág. 400). Esta presuposición no es necesaria para solucionar el problema de Darwin. Además, tiene pocas bases, dada la evidencia disponible para él (pues a diferencia de Wallace, Darwin no ofrece razón para presuponer que la belleza y la calidad van mano a mano). Y es extraña a su teoría, pues su idea central es que las hembras no seleccionan nada más que la belleza por sí misma. Yo hago énfasis en este punto porque, antes del reciente resurgi­ miento del interés en la selección natural, la teoría de Darwin se tomaba de modo erróneo en el sentido de que la selección femenina combinaba “ buen gusto” y “sensatez”. Malos entendidos como el

anterior eran muy comunes; la siguiente cita es de una reseña su­ puestamente de buena fuente de la posición de la teoría de Darwin en la década de 1920: “la lucha para... [encontrar un macho] lleva al éxito de los machos más vigorosos y atractivos; un resultado que Darwin llama selección sexual” (MacBride 1925, pág. 217; énfasis omitido). Cincuenta años más tarde, un importante darwinista se­ guía considerando que éste era un planteamiento central de la teoría de Darwin. Mayr acusó a Darwin de presuponer “de manera más bien ingenua”, “con evidencias no tangibles”, que la atracción y el vigor generalmente van de la mano; incluso asimilaba a Darwin y a Wallace a este respecto (Mayr 1972, págs. 97,100). Su evidencia eran los pasajes atípicos de El origen del hombre, que acabamos de adver­ tir. Tales pasajes no parecen apoyar esta mala interpretación. De modo que es crucial tener en mente que las presuposiciones que Darwin hace en ellos no son necesarias ni típicas de su teoría de la selección sexual. La teoría de Darwin no guarda semejanza con la de Wallace; en lo que atañe al asunto de por qué las hembras escogen a los machos como lo hacen, los dos eran polos opuestos. Y ahora regresemos a Wallace. Su teoría de que las hembras selec­ cionan de manera sensata ciertamente esquiva el principal problema de Darwin de dejar el gusto femenino sin explicación. Para su desgra­ cia, también, lo lleva a una dificultad obvia: dar cuenta del costo de la ornamentación masculina, la total extravagancia de mantener una cola descomunal, irnos cuernos barrocos y horas y horas de cantos elaborados. A este respecto, es altamente improbable sostener que una hembra que prefiera un macho tan recargado está haciendo una selección sensata de pareja. La respuesta de Wallace es que no está escogiendo las características costosas; que ellas son un acompaña­ miento inevitable de su selección sensata. Pero esto sólo muestra hasta qué punto subestimaba Wallace el grado a que podían llegar los costos, una subestimación mucho más seria que la de Darwin. Wallace parece por completo inconsciente de que la extravagancia masculina, al menos en un primer análisis, elimina su punto de vista de que la selección femenina es sensata. Cuando trata la coloración femenina, implícitamente reconoce que los colores llamativos del macho podían ser desventajosos; al fin y al cabo, presupone, que las hembras los han suprimido en aras de la protección. Pero cuando tiene que ver con los ornamentos del macho desecha la idea de que pudieran amenazar la supervivencia de quienes los llevan. Tomemos

¿P R E F IE R E N

LAS

HEM BRAS

SENSATAS

A

LOS

MACHOS

...

por ejemplo su análisis de la cola del pavo real (Wallace 1889, págs. 292-3).rDice que en algunos casos es útil tener el plumaje accesorio, que ha sido desarrollado por la selección natural para protección en el combate. Admite que, sin embargo, esto no puede responder por todos los casos de costos aparentes: “las plumas enormemente alar­ gadas del ave del paraíso y del pavo real pueden, sin embargo, no tener tal uso, pero tienen que ser más dañinos que benéficos para la vida diaria del pájaro” (Wallace 1889, págs. 292-3). Pero de acuerdo con Wallace, el daño no podía ser demasiado, porque los pájaros parecen arreglárselas a pesar de eso. De hecho, la extravagancia del pavo real no hace más que apoyar su aseveración (recordemos su teoría fisiológica del ornamento) de que los machos tienen una re­ serva tan grande de energía que pueden permitirse cargar lo que de otra manera podría ser un fardo demasiado pesado. El hecho de que las plumas han sido desarrolladas hasta tal punto en unas cuantas especies es indicio de tanta adaptación a las condiciones de la existencia, tal éxito en la batalla por la vida, que existe, en el adulto macho en todo caso, un sobrante de fuerza, vitalidad y poder de crecimiento que ; puede gastarse o derrocharse de esta manera sin hacerle daño (Wallace 1880, pág. 293).

Y apunta al hecho de que estas especies son muy exitosas -abundan­ tes y de amplio espectro- como evidencia de que el esplendor de los machos no impide su lucha por la existencia. De manera que, aun­ que haya costos, concluye Wallace, éstos deben ser despreciables. Sin manera de explicar la extravagancia aparentemente absurda de los machos, su visible desafío a la sensatez, la solución de Wallace no podía llegar lejos. Es claro que tiene un enorme potencial para explicar por qué las hembras prefieren los más fuertes, los más rápi­ dos o los mejor camuflados. Pero se queda corta en estos mismos casos -las problemáticas colas “de pavos reales”- que la teoría de Darwin pretendía explicar. ¿Es razonable la “sensatez” ? Este problema continuó siendo un obstáculo para las teorías de la escogencia sensata durante un siglo. Pero han llegado nuevos de­ sarrollos al rescate de Wallace. El darwinismo de hoy puede acoger

estas teorías en su seno, pues incorpora varias nociones que pueden explicar, al menos en principio, cómo una escogencia sensata wallaciana puede dar lugar a características que son tan lujosas y tan ex­ travagantes que intuitivamente parecen no ser sensatas en ningún sentido. Tres ideas interrelacionadas, en particular, han demostrado ser fructíferas: los marcadores, los conflictos de intereses y las carre­ ras armamentistas de la evolución. Estos conceptos existían en el darwinismo clásico pero no estaban desarrollados. Ya nos hemos encontrado antes con la idea de los marcadores. Pensemos, por ejemplo, que un plumaje de colores vivos y una constitu­ ción fuerte están, por lo general, conectados íntima y confiablemente, quizás porque sólo los machos fuertes tienen lo que se necesita para mantener brillantes las plumas. Entonces, las hembras podrían usar el brillo como marcador de fortaleza. Y los machos más brillantes llegarían a ser preferidos, no porque el brillo mismo sea de alguna utilidad, sino porque es un marcador de una cualidad útil. Presupo­ niendo que el brillo y la fortaleza se heredan, es obvio que el uso de los marcadores abre la vía para la selección directa del marcador en lugar de la cualidad sensata sola. Los colores brillantes podrían ha­ berse desarrollado bajo la presión conjunta del escrutinio femenino y los intentos masculinos de ser adecuados. Advirtamos, a propósito, cómo difiere esto de la teoría wallaciana de las preferencias sensatas. La hembra daltónica de un pavo real que quisiera hacer una selec­ ción wallaciana sensata no podría aprovecharse de la información que ofrecen los marcadores. La segunda noción es que podría haber un conflicto de intereses entre machos y hembras que resultara en una persecución evolucio­ nada entre machos que hacen trampa con relación a los marcadores, inflándose más allá de su verdadero valor, y hembras que desarrollan contra adaptaciones para detectar el engaño, de modo que no sean víctimas de propagandas deshonestas. A ambas partes les iría mejor si pudieran optar para salirse de esta escalada extravagante. Pero en­ tonces quedarían presas en la lógica estratégica de respuesta y contra respuesta. Tercera, existe la idea de una carrera armamentista evolutiva que se da entre los machos en su competencia por las hembras. Esto tiene el potencial explosivo típico de una carrera de armas simétrica, en la cual, a diferencia de la carrera armamentista entre machos y hem­ bras, los competidores tratan de volverse mejores para hacer lo mismo (por ejemplo construir las bombas más grandes) en lugar de

usar estrategias diferentes (como un mejor radar versus mejores maneras de evitar la detección) (Dawkins y Krebs 1978,1979; Krebs y Dawkins 1984; véase también ThornhiU 1980; West-Eberhard 1979, 1983). Todos los pavos reales compiten para desarrollar cada vez más y mejores colas. El resultado es que la selección favorecerá en general a los machos que tengan colas un poco mayores que el promedio, cualquiera sea el tamaño que este promedio haya llegado a alcanzar: Imaginemos una especie en la cual un tamaño grande sea ventajo­ so para la competencia entre machos, pero que no sea ventaja desde ningún otro punto de vista. Es totalmente lógico que la competencia va a favorecer a los machos que son un poco más grandes que la moda en la población corriente, cualesquiera sea la moda en un momento

dado. Ésta es una receta para la evolución progresiva de la clase que esperamos de una carrera armamentista. Es una carrera armamentista verdaderamente simétrica... (Dawkins y Krebs 1979, pág. 502).

Ahora combinemos estas fuerzas selectivas, y el resultado es un poderoso mecanismo de escalada, -con el suficiente poder para ge­ nerar la clase de exageración extravagante, el desboque, que Wallace fue incapaz de explicar-. Durante la primera mitad de este siglo, el clima no era afín a la noción de que la selección natural podía acep­ tar, y mucho menos promover, dicha escalada, un absurdo tan apa­ rente. Veremos durante varias décadas al darwinismo bajo la influencia de una vaga armonía de intereses, un pensamiento de algo bueno para la especie. El apareamiento se veía más que todo como una aventura cooperativa. No fue sino después de descartar este,punto de vista cuando se aceptó la versión revisada de la idea de Wallace. Sin embargo, hoy en día florece. Esta línea de pensamiento, a diferencia de la tradición de la selección natural, no se ha desarrollado prima­ riamente por medio de un descenso lineal a partir de Wallace. Pero, desde nuestra perspectiva histórica, gran número de teóricos mo­ dernos se revelan como “wallacianos” de una nueva e inesperada manera. Las teorías de la sensatez no han perdido nada del atractivo que tenían para Wallace: les proporcionan una explicación adapta­ tiva no sólo a las características de los machos sino también a la esco­ gencia de las hembras. Más aún, no se basan en una noción de adaptación tan poco ortodoxa y contra la intuición como Wallace y muchos de los darwinistas de hoy han creído que sugiere la teoría de Darwin.

LAS HEMBRAS ELIGEN POR Buen gustó'

Sensatez

(Darwin-Fisher)

(Wallace)

Buenos genesN. También llamados no adaptativos. mal'odaptativos, arbitrarios, estético, Ksheriano

Estos dos algunas veces' llamados adaptativos

Los tres llamados algunas veces ‘buenos genes ’

(‘constitución robusta’ ) El macho no suministra \ otro recurso que i la esperma, por lo \ tanto, la hembra sólo \ tiene que escoger \ la calidad de los genes V que el macho trasmitirá \ a las crías. Ella está \ escogiendo al más fuerte, Val menos parasitado, etc.

Genético

Buenos recursos ('el mejor nido’ ) El macho suministra el nido y otros recursos, por lo tanto la hembra puede escoger por la calidad de los recursos y no sólo por la calidad del macho. _

enético (‘el mejAnido' - ambiental)

\\

(‘el mejor armador de nidos’ -cinético) Las diferencias en la\\ calidad de los recursos de los machos reflejan! V. diferencias heredadas. 1 La hembra escoge al I N . mejor armador de nido i \ \ j i o el mejor nido.

Las dil erencias en la calif’ nl de los machos surgen en su totalidad de diferencias ambientales. La hembra está escogiendo sólo “el- mejor nido’ , no al mejcr “armador de nidos’

'Los mejores recursos' algunas veces se utilizan sólo para esta categoría.

Entonces, ¿cómo podría una hembra wallaciana moderna escoger su pareja? Si los machos de su especie proporcionan cuidados pater­ nos, entonces, obviamente, podría buscar a los que mejor lo hacen. Podría buscar un nido seguro para sus huevos, un suministro estable de alimento y protección contra los depredadores. Ahora bien, puede no haber diferencia genética, diferencia en los genes, para la cons­ trucción de nidos, entre el macho que construye el nido más bonito y más fino y el que construye el peor. La diferencia en calidad se podría deber por completo a factores ambientales, como la disponibilidad

de materiales, etc. En este caso, la selección femenina no actuaría como fuerza selectiva. Su escogencia podría evolucionar, pero no influir sobre la evolución de la construcción de nidos por parte del macho. De manera alternativa, las diferencias en la calidad de los nidos po­ drían reflejarse como algo que subyace a una diferencia genética heredable. En este caso, la preferencia femenina se convertiría en una fuerza selectiva importante sobre el buen desempeño masculino en la construcción de nidos. Ahora bien, consideremos una especie en la cual la hembra prote­ ge, alimenta e instruye a su descendencia sin ayuda alguna del padre, o una en la que el macho se limita a encontrar hembra y a aparearse con ella, sin contribuir más que con el esperma al esfuerzo reproduc­ tor. En este caso ella no tiene más opción, si acaso escoge, que selec­ cionar su macho sólo sobre la base de aquel cuyos genes contribuirán mejor a la supervivencia y reproducción de su descendencia. El único factor sensato que podría en últimas determinar su selección es la dotación genética que el macho tiene probabilidad de pasarle a sus descendientes. Su única preocupación sería la de si él tiene buenos genes, -genes de una constitución sana, por ejemplo-. Los genes por supuesto, tienen que detectarse de manera indirecta, por medio de los fenotipos; las hembras no están mejor equipadas que otras fuer­ zas selectivas para ver genes desnudos. De manera que pueden muy bien usar las clases de cualidades fenotípicas -el vigor, la fuerza, e tc que Wallace sugería. Por desgracia, en la bibliografía no hay nombres consistentes para estas diferentes clases de selección y la terminología puede ser confusa. Por tanto, antes de seguir adelante, voy a explicar brevemente los términos que se usan más comúnmente. Temo que esta lista sea muy complicada para una comprensión instantánea, pero espero no obstante que pueda ser útil; es más fácil seguirla observando el diagrama que la acompaña. El tipo de selección en la escogencia del mejor nido es llamado a veces selección de “buenos recursos” y el tipo que escoge la constitu­ ción fuerte, “buenos genes”. “ Buenos recursos” a veces cubre tanto a la buena selección del mejor nido como a la selección del mejor constructor de nidos, esto es, selecciones que no reflejan diferencias genéticas y selecciones que sí lo hacen. Pero algunas veces los buenos recursos están restringidos al caso en los que la hembra escoge sólo el mejor nido, no al mejor constructor de nidos, es decir, en los que su selección no refleja diferencias genéticas (en cuyo caso ella no discri­

mina entre diferentes genes, y por tanto no actúa como fuerza selectiva sobre los machos). En cuanto a la clase de selección de constitución sana, he dicho que es llamada selección de buenos genes en contraste con selección de buenos recursos. Pero algunos autores usan el tér­ mino buenos genes para demarcar una categoría más amplia, muy semejante a la que yo he llamado de sensatez. En este caso, los buenos genes cubren no sólo la clase de selección de constitución sana sino también los buenos recursos genéticamente diferenciados, la catego­ ría completa que he llamado de sensatez, diferente de los buenos recursos no genéticos. Cuando buenos genes se usa de esta manera, la idea es haCer un contraste entre lo que he llamado selección sensata (al menos, selección sensata que refleja diferencias genéticas) y lo que he llamado selección de buen gusto (la noción de Darwin de selec­ ción). En este contexto la selección de buen gusto a veces se llama no adaptativa, mal adaptativa, arbitraria, estética o fisheriana, y su alter­ nativa (sensatez genética) sé llama selección adaptativa. Finalmente, genes buenos a veces cubre no sólo la categoría que he mencionado sino también buen gusto; en otras palabras, toda la selección femenina que incluye las diferencias genéticas. En tal caso, la subcategoría de buen gusto es a menudo llamada genes buenos fisherianos. (Bueno, yo les advertí que esto iba a ser tortuoso). Por mi parte, una distinción fundamental que quiero hacer es entre buen gusto y sensatez. Y dentro de la categoría de sensatez en­ contraremos importante distinguir entre especies en las cuales los machos ponen los recursos en el esfuerzo reproductivo (cuidado pa­ terno) y aquellos en los cuales no son sino donantes de esperma. Donde el macho proporciona recursos, la hembra estará interesada en la calidad de estos recursos; donde proporciona nada más que esperma, le interesarán sólo sus genes. Como hemos notado, en las especies que tienen cuidado paternal, las preocupaciones de la hembra podrían muy bien incluir recursos que no reflejan diferencias gené­ ticas; pero en este punto nuestro interés global diverge del de ella, pues nos preocupa la evolución y por tanto, en últimas, los genes, de manera que buenos recursos generalmente significará selecciones entre machos genéticamente diferentes. Por supuesto, en la práctica una hembra puede hacer más que una clase de escogencia, y esto nos sería muy difícil de discernir. Pero apartándonos de la terminología, hay una dificultad seria entre estas teorías de sensatez, particularmente en la versión de los genes buenos, a la que llegaremos en un momento. En una nota más

El morro del Pelecanus onocrotalus parece oscurecerle la visión. ¿Ha evolucionado éste a pesar de este hecho... o a causa de él?

positiva, el darwinismo moderno ha transformado claramente la idea wallaciana de una selección femenina sensata para hacerla más fruc­ tífera. Pero es sorprendente ver cuán grandes son estas transforma­ ciones. Nada pone tan patas arriba la idea de Wallace como lo que se llaman las teorías de la desventaja en la selección femenina (véase particularmente a Zahavi 1975,1977,1978,1980,1981,1987; véase tam­ bién v. gr. a Anderson 1982a, 1986; Dawkins 1976, págs. 171-3, segunda

edición., págs. 304-13; Kodric-Brown y Brown 1984; Maynard Smith 1985; Nur y Hasson 1984; Pomiankowski 1987). En efecto, las teorías de la desventaja en general ponen patas arriba todo el mundo darwi­ nista. La última vez que nos las encontramos fue cuando miramos las explicaciones adaptativas. Entonces dejamos a la cebra poniéndose potencialmente en desventaja al lucir bandas que sin misericordia traicionarían sus músculos subdesarrollados o sus piernas débiles. Esto es, si tuviera tales defectos. Por supuesto, si tenía rayas y era fuerte, entonces las bandas contarían una historia más feliz. De acuer­ do con el punto de vista de la desventaja, cuando el propósito es im­ presionar a compañeros potenciales, el resultado podría inclusive hacer parecer sobria la deslumbrante cebra. Amotz Zahavi, quien propuso el principio de la desventaja, dice en sus charlas sobre los pelícanos machos (Pelecanus onocrotalus) que a éstos les crecen unos morros grandes en los picos durante la temporada de apareamiento, tan grandes que les dificulta la vista. Ahora bien, si hay algo que un pelícano debe tener es la visión clara, para poder ver con precisión antes de sumergirse a buscar peces. Parece, entonces,1que los machos se ponen en desventaja de manera deliberada; Eso es exactamente lo que sucede, dice Zahavi. Todo el punto del ejercicio está en jactarse, y en hacerlo de manera confiable. “ ¡Miren qué bien me puedo alimen­ tar a mí mismo, aunque tengo este gran morro al frente de los ojos!” Entre mayor el morro, más diciente es la prueba y más confiable su aseveración. De manera que las hembras zahavianas explotan el hecho de que los morros y los colores vivos y las colas largas implican costos reales. Las desventajas llevan el mensaje de que el macho puede sufragar estos costos. Por supuesto, los machos podrían tratar de falsificar su carga. Pero Zahavi y otros argumentan que la propaganda desho­ nesta, ante el escrutinio femenino, no es estable desde el punto de vista de la evolución. Entonces, las cargas que evolucionarán son las que son difíciles de falsificar. Y así la hembra sabrá que si un macho se las ha arreglado para escapar de sus depredadores, alimentarse y en términos generales mantener la lucha por la existencia, aun con su plumaje llamativo o su cola poco ágil, entonces sin duda debe ser de cualidad número uno A. Puede confiar en que las desventajas del macho la llevarán a una pareja con buenos genes. Ahora, todo esto cambia dramáticamente las reglas del juego de la sensatez de Wallace. Wallace presupone implícitamente que la selección de sensatez ten­

dría un costo bajo. Las teorías de la desventaja presuponen que las hembras seleccionan machos no a pesar de lo costoso de su caracte­ rística sino debido a ello. Casi todo el mundo creía que en la versión original de Zahavi era muy difícil que el principio de la desventaja funcionara en su mayor parte (Bell 1978; Davis y O’Donald 1976; Kirkpatrick 1986; Maynard Smith 1976a; 1978, págs. 173-4,1978a; O’Donald 1980, págs. 111,16774). Parecía -lo que uno intuitivamente habría imaginado hasta que Zahavi sacudió nuestras intuiciones- que las ventajas de los buenos genes de un hijo podrían pesar más que las desventajas de su impedi­ mento. Pero los modelos subsiguientes han sido más exitosos (v. gr. Andersson 1986; Grafen 1990,1990a, también en Dawkins 1976, se­ gunda edición, págs. 308-13; Pomiankowski 1987). Diversos autores han sostenido que existen variantes del principio de la desventaja -algunos más moderados, otros menos- que pueden, al fin y al cabo, funcionar. Las teorías de la desventaja, se dice cada vez más, pueden ser respetables desde el punto de vista matemático y biológico. Mencioné que las teorías modernas de sensatez presentan una dificultad que surge de la selección femenina. Este obstáculo no es, como lo sostenían los obtusos misóginos Victorianos, que las hembras sean demasiado volubles. Por el contrario, es su tenaz constancia lo que desconcierta a los teóricos. El problema es: ¿por qué no desaparece la variación entre los machos? La cuestión surge de la siguiente manera (véase v. gr. Arnold 1983: Borgia 1979; Davis y O’Donald 1976; Maynard Smith 1978, págs. 170-1). La selección natural no puede ac­ tuar a menos que haya diferencias entre las cuales pueda seleccionar. Por lo general hay suficiente variación en la población para que las fuerzas selectivas seleccionen al mejor, entresacándolo de aquellos que son demasiado lentos o demasiado rápidos, demasiado grandes o demasiado pequeños. La selección natural favorecerá a aquellos que se acerquen más a lo que encaja mejor con el medio en el momento dado, quizás una cola de apenas cuatro pulgadas de largo o una velo­ cidad de un poco menos de veinte millas. Sin embargo, la selección femenina no deja que sus parámetros descansen. Ejerce una presión implacable, siempre exigente, que demanda no una cola de cuatro pulgadas sino una más larga, a partir de cualquier clase de extensión que ya hayan logrado adquirir los machos. Uno puede imaginar fá­ cilmente, y la genética de poblaciones lo confirma, que la selección femenina causaría rápidamente la desaparición de la variación misma objeto de esta selección. Si las hembras seleccionan consistente y

exitosamente los machos que tienen una mejor herencia, no habrá “mejor” de donde escoger: al final todos los machos tenderán a ser igualmente buenos. La selección femenina requiere que haya dife­ rencias genéticamente heredables entre los machos, pero el efecto de la selección con base en tal escogencia es que agota estas diferencias, tragándoselas, por el hecho de estar siempre exigiendo más y más. (Las hembras, déjenme decirlo de paso, no son las únicas golosas de la selección. El mismo problema surge con cualquier fuerza selectiva fuerte que empuje de modo consistente en alguna dirección.) Daría la impresión, entonces, que la selección minaría su propio éxito. Y sin embargo, parece que se las ha arreglado para moldear más de una “cola de pavo real”. ¿Qué es lo que evita que la selección femenina destruya aquello de que se alimenta? Los parásitos. Al menos esa es una respuesta. Es la interesante teoría de uno de los darwinistas más importantes de la segunda mi­ tad de este siglo: W. D. Hamilton. Su argumento, que desarrolló con Marlene Zuk, dice así (Hamilton y Zuk 1982). De todas las amenazas con las que un organismo tiene que batallar -frío, hambre, depreda­ ción- el ataque de los parásitos está entre los más graves. Y es una amenaza siempre renovada. A lo largo del tiempo evolucionario hay una carrera armamentista de nunca acabar: mientras los organismos desarrollan adaptaciones para resistir sus parásitos, éstos desarrollan contra adaptaciones para continuar su saqueo, o nuevos parásitos los relevan, con trucos originales. Los anfitriones, entonces, tienen que hacerles frente a estas adaptaciones, y así, el ciclo sigue repitiéndose. Entonces, los que son genes buenos para resistir en un período pue­ den ser ineficaces en generaciones posteriores, cuando los parásitos existentes han tomado venganza u oportunistas nuevos han aprove­ chado su momento. Hay entonces una revisión constante de lo que es mejor, un revolcón permanente de lo que constituye tener los mejo­ res genes. Los genes más resistentes de hoy en día pueden demostrar ser un estorbo para los bisnietos de quienes ahora los portan. Hasta aquí los machos y sus parásitos. Ahora, las hembras y su selección. Es claro que una hembra en busca de un macho podría estar mal aconsejada si seleccionara uno que hubiera sucumbido a los parásitos o fuera vulnerable a ellos. De hecho, si los parásitos fue­ ron demasiado opresivos o se constituyeran en una amenaza demasia­ do fuerte, una hembra estaría bien aconsejada si hiciera de la resisten­ cia hereditaria su primer criterio de selección de compañero. Ahora podemos ver por qué, aunque las hembras están constantemente

seleccionando los “mejores machos”, la variación genética entre ma­ chos nunca se acaba. Es debido a que el criterio para “mejor” siempre está variando. ¿Pero, cómo puede una hembra detectar los genes para la resis­ tencia a los parásitos? Necesita alguna clase de indicador externo de calidad genética. Un buen procedimiento sería seleccionar al macho que parezca más saludable. Es posible que un macho que tenga pará­ sitos mostrara una figura pobre mientras que el resistente podría ser capaz de impresionar con el brillo o resplandor de su piel o de sus plumas, la envergadura de su hermosa cola o el vigor de su despliegue. De modo que es una buena apuesta que si un macho se ve sano, tendrá genes superiores para transmitirle a sus descendientes. Y lo más seguro es que este indicador permanezca confiable aunque los parásitos particulares que él necesita resistir cambien todo el tiempo. Si las hembras adoptan esta política, estarán poniendo una presión selectiva sobre los machos para que presenten una apariencia saluda­ ble. De hecho, los machos se sentirán presionados para tratar de superarse el uno al otro, para tratar de verse un poco más sanos que el más sano. A lo largo del tiempo de la evolución van a verse obligados a hacerle propaganda a su salud con colores más y más vivos, con colas más y más largas, con despliegues más y más esplendorosos. Todos los machos van a participar en esta escalada, aun aquellos que están tan llenos de parásitos que sus adornos dejan traslucir el hecho. Al fin y al cabo, si ni siquiera trataran, entonces las hembras pen­ sarían lo peor de ellos. Pero los machos podrían, claro, tratar de falsi­ ficar los signos de buena salud. Pero la selección se halla ocupada en refinar también el juicio femenino, y además, en favorecer las hembras que pueden advertir una propaganda honesta, descartando aquellas que caen en las trampas. Entonces las hembras forzarán a los machos a adoptar crestas, colores, etc., que revelen fácilmente su verdadero estado. Y la manera más probable como esto funcione sería por medio de las desventajas; un macho parasitado no sería capaz de permitirse los costos de producción de un despliegue verdaderamente espec­ tacular, o al menos, de permitírselos y al mismo tiempo mantener todas las otras necesidades de la vida. Y así, llevado por la carrera armamentista con los parásitos, con las hembras y unos con otros, los machos desarrollan sus ornamentos gloriosos, gracias a la escalada, pero honestos, gracias al escrutinio. Tan pronto como los parásitos entran en escena, un nuevo con­ junto de intereses entra con ellos. Hemos visto que los parásitos no

siempre se conforman con simplemente vivir de los recursos ya dis­ puestos. Algunos también buscan con ahínco beneficios adaptativos, tomando un control más activo de los cuerpos de sus anfitriones. ¿Recuerdan los manipuladores gusanos de cabeza espinosa y sus an­ fitriones, los desgraciados crustáceos? Ahora pensemos en la teoría de Hamilton y Zuk. Ésta presupone que los signos delatores de la presencia de los parásitos son un efecto secundario “no buscado” de que el invitado explota el cuerpo del anfitrión. Y ciertamente, el pa­ rasitismo por lo general da como resultado signos de debilitamiento. Pero me parece tentador especular que en lo que atañe al adorno del macho y a la selección de la hembra, los parásitos podrían a veces tener la sartén por el mango. Pensemos en un parásito que (a diferencia del gusano del crustáceo) utilice la ruta reproductiva de su anfitrión para su propio ciclo reproductivo: sus intereses reproductivos corren en forma paralela. Aparearse exitosamente sería del interés del parásito y de su anfitrión. En tal caso, sería tan desafortunado para el parásito como para el anfitrión que los efectos secundarios de sus depreda­ ciones delataran su presencia. De hecho, el parásito se beneficiaría si pudiera hacer aparecer al anfitrión lo menos parasitado ante las pa­ rejas futuras, tal vez dándole un brillo adicional a su plumaje o a su color. Los signos externos de su presencia no serían entonces meros efectos secundarios; serían adaptaciones, para el beneficio del pará­ sito, resultado de su manipulación. La ornamentación de los machos sería el producto conjunto de las presiones selectivas de la selección femenina y los efectos fenotípicos extendidos de un gen en el cuerpo de un parásito. Hay que admitir que esto parece absurdo. Por una parte, la ornamentación es costosa hasta para un anfitrión saludable, por lo que los parásitos tendrían que violar las reglas de la fisiología muy a su favor. Pero, entonces, resulta que las lagartijas machos más infectadas de malaria son las que tienen colores más hermosos (Read 1988)... y se sabe que algunos parásitos hacen que los colores de sus anfitriones sean más notorios para los depredadores que son su des­ tino final (Moore 1984, pág. 82; Moore y Gotelli 1990)... Y hablando de manipulación, ¿por qué presuponer que si la sen­ satez es lo que prevalece ésta ha de encontrarse en la selección feme­ nina? Se ha sugerido que a veces las presiones de selección pueden ser impulsadas no por las hembras sino por los machos que manipulan el gusto femenino; los machos ornamentados no son mera creación de la fantasía femenina sino ellos mismos los principales promotores. Consideremos el caso del complicado canto del pájaro. A veces se

cree que evolucionó como un marcador de buenos genes o recursos, y que la selección femenina seleccionaba la canción como examen para los potenciales machos. Pero esto podría ser al revés: que el gusto femenino hubiese sido moldeado bajo presiones selectivas originadas en el macho. Tomemos por ejemplo la canción del cana­ rio macho (Serinus canarius). Él lleva a la hembra a que esté lista para la reproducción; una canción compleja es más efectiva que un re­ pertorio artificialmente simplificado. Los machos mayores tienen repertorios más largos y se ha sugerido que las hembras usan la canción como guía del vigor masculino, porque los machos que empollan más temprano sobreviven mejor y tienen canciones más complejas (Kroodsma 1976). Pero tal vez el macho manipula a la hembra para que lo “seleccione” a él; su comportamiento podría ser un efecto fenotípico extendido de sus genes manipuladores (Daw­ kins 1982, págs. 63-4). Es probable que el resultado sea una carrera armamentista evolucionada entre la manipulación y la resistencia a ella. ¿Por qué, entonces, no ha sido la hembra más capaz de resistir? ¿Por qué aparenta el macho estar ganando la carrera? Puede ser que el canal sensorial que explota sea crucial para ella, para su propósito adaptativo original; de manera que puede defenderlo hasta un grado limitado, pero no puede permitirse el lujo de separarlo del todo de la invasión. ¿Podría la cola del pavo real haberse desarrollado de modo semejante? Se ha propuesto que el pavo real explota una respuesta adaptativa normal de parte de los pavos hembra: la propensión a pres­ tarle cuidadosa atención a los ojos (Ridley 1981). Las teorías de la manipulación tienen la ventaja de explicar de manera muy clara por qué a los humanos les parecen hermosas las características sexualmente seleccionadas. Las otras teorías no saben cómo entender esto. Cuan­ do la manipulación trabaja, la belleza emerge como una herramienta del poder manipulador. El atractivo que una cola deslumbrante o una canción fabulosa tienen sobre los humanos es sólo un efecto secunda­ rio del atractivo que tienen sobre los miembros de la especie para quien van dirigidos. Hemos recorrido un largo camino desde Wallace. En su versión del punto de vista de la sensatez, no era plausible que las hembras que escogen los machos más decorados estuvieran haciendo una escogen­ cia sensata. Esto se debía a su insistencia en que la selección femenina podía hacer poca o ninguna diferencia sobre los efectos de la selec­ ción natural. Sin embargo, el darwinismo moderno no presupone esto y puede explicar cómo la selección utilitaria, no sólo sí hace dife-

renda, sino que puede llevar a una ornamentadón tan costosa que se puede considerar cualquier cosa menos sensata. Esto era lo que nece­ sitaba la teoría de la sensatez de Wallace. Y, con este nuevo giro, por fin está obteniendo más potencia de la que parecía tener al principio. La solución de Fisher: el buen gusto es sensato Dejamos a Darwin y a Wallace en 1880, en medio de un impasse. La teoría estética de Darwin podía explicar el adorno masculino de manera adaptativa, pero no la selección femenina. La teoría utilitarista de Wallace podía explicar la selección, pero no la extravagancia típica del adorno masculino. Y ahí fue donde el darwinismo clásico dejó el asunto y donde la teoría de la selección sexual se quedó durante sus primeros 50 años. Hemos visto cómo revitalizó el darwinismo mo­ derno la teoría de Wallace. Fue R. A. Fisher quien propició el punto de cambio crucial para la concepción darwinista. En un trabajo de 1915 y en su obra clásica The Genetical Theory o f Natural Selection (Fisher 1915,1930, págs. 143-56, particularmente págs. 151-3), apunta­ laba la teoría de Darwin con la explicación adaptativa del gusto fe­ menino que Wallace había exigido con tanta razón. Fisher explicó que la selección femenina podría buscar sólo los atractivos, como sostenía Darwin, y aún así ser adaptativa, como Wallace insistía que debería ser. En síntesis, Fisher demostró cómo el buen gusto de Dar­ win podía ser, para nuestra sorpresa, muy sensato. Argumentó Fisher que escoger un compañero atractivo podría ser adaptativo para una hembra porque tendría hijos atractivos. En una población en donde hay preferencia mayoritaria por alguna cosa dada, a una hembra le va mejor si sigue' la moda, por arbitraria o por absurda que sea, porque la próxima generación de hijas heredará la preferencia de la madre, mientras los hijos heredarán el rasgo caracte­ rístico del padre. Pensémoslo de esta manera. Imaginemos que usted es un pavo hembra en una población donde hay preferencia mayori­ taria entre los pavos hembras por machos que tengan colas largas y estorbosas. Usted podría hacer una escogencia de pareja, aparente­ mente sensata, y buscar una que tuviera una cola mucho más corta. Pero, ¿qué sucedería en la próxima generación? Su hijo habría here­ dado una cola corta, pero la próxima generación de hembras habrían heredado la preferencia mayoritaria por las colas largas. Su hijo podría estar mejor equipado para la supervivencia, pero, ¿qué tan bueno puede ser desde el punto de vista evolutivo no poder conseguir

pareja? La selección natural acabaría por eliminar tanto su preferen­ cia en el apareamiento como la cola corta de su compañero. Habría sido una estrategia mejor haber buscado un macho que lo hubiera dotado de hijos atractivos. Usted habría disminuido las probabili­ dades de sobrevivir de sus hijos, pero aumentado sus posibilidades de tener nietos. Pero, ¿qué refuerza esta moda? ¿Por qué se disemina? ¿Y por qué se da, en primer lugar? La moda es atizada por un vínculo entre el gen de preferencia y el de adorno. Consideremos una hembra que tiene genes para preferir un macho de cola larga. Sus descendientes heredarán tanto los genes de la preferencia como los de colas largas de su compañero, aunque la preferencia se expresará fenotípicamente sólo en sus hijas y las colas largas en sus hijos, de manera que su unión afianza una conexión entre los genes de preferencia y los de cola larga, una conexión más cercana de la que surgiría en un apareamiento aleatorio. (Una medida de este vínculo es el llamado coeficiente de desequilibrio del vínculo.) Y lo mismo sucederá en generaciones subsiguientes. Es esta conexión la que aliméntala moda. Mientras más ejercen las hembras la preferencia en boga por las colas largas, más se refuerza la moda, y cada selección de un macho de cola larga automáticamente tendrá más probabilidades de favorecer una copia de los genes para esa misma selección. Es fácil ver con qué velocidad despega la escalada. El proceso total puede comenzar de una preferencia mayoritaria de cualquier clase, aunque sea pequeña; la “mayoría” no tiene que ser una sección grande de la población, tan sólo se precisa que sea más grande que la otra. La preponderancia podría crearse inicialmente por medio de nada más que las fluctuaciones aleatorias. (Recordemos que los sexos divergen en diferentes estrategias reproductivas a partir de comienzos mínimos, meramente por medio del autorefiierzo.) De modo alterna­ tivo, como lo sugería Fisher, la moda podría comenzar a partir de una selección “sensata” y después zafarse de sus amarras utilitarias para volar a los reinos de la extravagancia. Imaginemos, por ejemplo, que las colas más largas de lo normal ayudan a los machos a volar mejor, de manera que la preferencia femenina por colas cada vez más largas está favorecida por la selección natural. Éstas tarde o temprano se vuelven un verdadero estorbo, pero ya para aquella época la prefe­ rencia por ellas está suficientemente diseminada para despegar con su vapor sexualmente seleccionado. Comience como comience, cual­ quier preferencia que tenga más partidarios que otra, aún si la pre­

ponderancia no es muy grande, va a verse favorecida por la selección, debido al efecto de “los hijos atractivos”. Y entonces, por supuesto, se va a convertir en una mayoría más grande y las ventajas de tener hijos atractivos van a aumentar, etc., etc. La teoría de Fisher tiene que ver con un proceso potencialmente explosivo de retroalimentación positiva: el éxito llama al éxito. Mien­ tras más exitosa sea una preferencia por colas largas, en generaciones sucesivas se darán más machos con colas cada vez más largas y hem­ bras con preferencia por colas más largas todavía, y más exitoso será tener y preferir colas largas (hasta que la selección natural llame a un alto). El éxito depende de la frecuencia y se refuerza a sí mismo; lo mejor que se puede hacer es lo que la mayoría hace; así, mientras más se hace, más se convierte en algo que es mejor hacer. De manera que la selección en favor de colas largas y la selección a favor de preferen­ cia por las colas largas proceden juntas; el ornamento masculino y el gusto femenino evolucionan mano a mano, reforzándose el uno al otro, empujándose el uno al otro en una espiral, hasta la extravagancia espectacular de la cola del pavo real. Esto es lo que le da a la evolución del ornamento y al gusto su calidad típicamente inmoderada, escala­ dora y desbocada. Veremos cómo lo expresa Fisher quien señaló que la preferencia femenina le da a la ornamentación una ventaja y que los hijos ador­ nados le dan a la preferencia una ventaja: la modificación del carácter del plumaje de un gallo procede bajo... una... ventaja conferida por la preferencia femenina, que será proporcional a la intensidad de su preferencia. La intensidad de preferencia en sí misma estará aumentada por la selección, mientras los hijos de las gallinas que ejerzan la preferencia tengan una ventaja más decidida sobre los hijos de las otras gallinas... en tanto haya una ventaja neta en favor del desarrollo de más plumaje, también habrá una ventaja neta en favor de darle a esto una preferencia más decidi­ da (Fisher 1930, pág. 151-2).

Y esta retroalimentación positiva genera un proceso de desboque: el desarrollo del plumaje en el macho y la preferencia sexual por tales desarrollos en la hembra, entonces, deben-avanzar juntos, y mientras el proceso no esté atajado por la contraselección, lo harán cada vez con mayor velocidad... La velocidad del desarrollo será pro­

porcional al desarrollo ya obtenido, que entonces aumentará expo­ nencialmente con el tiempo, o en una progresión geométrica. Así... existe la potencialidad de un proceso de desboque que, por peque­ ños que fueran los comienzos de donde surgió, y a menos que se frene, tiene que producir efectos magníficos, y en las últimas etapas, con gran rapidez (Fisher 1930, pág. 152).

Fisher no desarrolló más esta explicación ni, si la analizó mate­ máticamente, dejó registro alguno de haberlo hecho. Y durante casi medio siglo nadie más lo hizo. Pero es una teoría a la que por fin le ha llegado su tiempo. En años recientes la genética de poblaciones ha retomado la idea de Fisher con entusiasmo, expandiéndola en una variedad de modelos formales (v. gr. Kirkpatrick 1982; Lande 1981; O’Donald 1962,1980; Seger 1985; véase también Dawkins 1986, págs. 195-215). Y no sorprende que el remiendo ingenioso de la teoría de Darwin hecha por Fisher haya sido reivindicado: se ha demostrado que el desboque fisheriano es por cierto, al menos teóricamente, posible. Por fin se les puede responder a los críticos de Darwin. Ellos se pre­ guntaban con toda razón por qué las hembras escogían la ornamen­ tación por sí misma, selección sin ventajas adaptativas aparentes; y por qué su gusto, si no estaba controlado por la selección, no fluctuaba de manera arbitraria. Si la selección femenina es fisheriana, entonces Darwin puede finalmente contestar. El origen, la persistencia y la escalada, tanto de la preferencia femenina como de la ornamentación masculina pueden, al menos en principio, explicarse adaptativamente. Pero las presiones de selección se generan en últimas sólo por medio del gusto femenino mismo; actúan sobre una hembra sólo a causa de lo que las otras hembras están haciendo. El proceso completo se basa sólo en la estética femenina arbitraria, no en los criterios sensatos del seleccionista natural. Entonces, aunque la teoría de Fisher es una teoría adaptativa de la selección femenina, es radicalmente diferente de la wallaciana. Capta el espíritu de “la belleza por la belleza”, de Darwin, sin ninguna concesión a las inclinaciones utilitarias de Wallace. La idea de Darwin -de que la selección podría dar como resultado que las hembras escogieran sólo por razones estéticas, no obstante el costo para los machos- se ha demostrado teóricamente posible. Fisher se las arregla para unir el buen gusto de Darwin con la sensatez de Walla­ ce: ambos ligados por medio de la escogencia de la mayoría, por el consenso sobre la moda pura.



h a sta q ue se efec t ú en

e x p e r im e n t o s

C U ID A D O S O S ... ”

¡Qué gran satisfacción habrían tenido Wallace y Darwin al ver sus teorías puestas a prueba; pero no lo alcanzaron! Aunque ambos hicieron sugerencias de que se efectuaran experimentos sobre la selección de machos, mientras vivieron fueron pocos los que se rea­ lizaron. Sólo hace muy poco se han llevado a cabo pruebas siste­ máticas para que podamos decir quién tenía la razón, Darwin (o, mejor Darwin-Fisher) o Wallace. Sería muy gratificante poder con­ testar esta pregunta informando que ya tenemos alguna idea de si en alguna especie particular las hembras predominantemente tienen buen gusto, sensatez, o alguna juiciosa mezcla de ambas. Pero, no obstante la investigación extensa en busca de los detalles más íntimos de gran parte del comportamiento sexual de los animales, en buena medida todavía no lo sabemos. Las dificultades son más que todo metodológicas; un breve recorrido sobre el tema lo revelará pronto. Darwin y Wallace estaban deseando armar un lío con relación al ornamento masculino (Darwin 1871, ii, págs. 118,120; Darwin, F. 1887, iii, págs. 94-5; Darwin, F. y Seward 1903, ii, págs. 57-9, 64.5, Wallace 1892). Darwin conocía algunos casos en los cuales las hembras habían rechazado a pájaros machos después de que se les había dañado el plumaje, aunque antes los habían aceptado. Deseaba observar con más cuidado el efecto que se logra al retirar o dañar las plumas orna­ mentales de un ave (en particular el pavo real) que antes había tenido éxito al aparearse. Pero, mostrando gran indiferencia por lo que pudieran sentir las hembras, los dueños de estas aves no quisieron sacrificar sus ornamentos. Entonces sugirió teñirles la cola y la cresta de plumas a una serie de palomos machos blancos, no emparejados, para ver cómo podría afectar la decoración su éxito sexual. Y logró convencer al dueño de una paloma de que tiñera de rojo a su pájaro. Pero su esplendor natural aparentemente pasó desapercibido por sus compañeras. Se las arregló para pintar de colores fabulosos a una libélula, pero no siguió adelante con el experimento. Propuso que tiñeran los amplios pechos rojos de los pinzones machos con colores oscuros para saber cómo les iba en la competencia con las hembras de pájaros normales, pero esto nunca se llevó a cabo. ¿Habrían podido decidirnos tales experimentos a apoyar los pun­ tos de vista de Wallace o de Darwin? Obviamente, si las hembras no

muestran preferencia por los machos más adornados, entonces Darwin estaba errado. Pero supongamos que sí se inclinan por los más hermosos. Aquí es donde comienzan las complicaciones. Si, como Wallace sostenía, hay una correlación positiva entre la belleza y mu­ chas características sensatas, entonces las hembras podrían no estar prefiriendo de ninguna manera al más hermoso. Estarían simplemente expresando una preferencia wallaciana por lo sensato, y los adornos no tendrían cabida en su selección. Wallace cita el caso de un híbrido macho de pinzón y canario (Wallace 1889, pág. 300a). Este pájaro era más grande, de colores más bonitos y canto más hermoso y mejor que el pinzón normal; también era atractivo para las hembras no en cautiverio. Pero, se pregunta Wallace, ¿era su tamaño, su color o su voz lo que las atraía? (y, podría agregar uno, ¿en este caso, qué cuali­ dades eran ornamentales y cuáles eran sensatas?). Hasta que sepa­ mos cuáles rasgos eran los atractivos, la preferencia femenina por los machos más adornados no puede tomarse como evidencia en favor de Darwin y no de Wallace. Pero supongamos que podemos discernir las cualidades de los machos, y establecer cuáles atraen a las hembras. Supongamos que encontramos que ellas en realidad están escogiendo a los más ador­ nados. Aun entonces persiste una dificultad importante. Podrían estar usando marcadores. Tal como Wallace lo señaló, podrían escoger los machos más decorados, sólo porque toman la belleza como un indicio de características sensatas: “la viveza del color en pájaros ma­ chos está muy relacionada con la salud y el vigor, y mientras no se efectúen experimentos cuidadosos no podemos decir si es en este vigor o salud, o en el color que los acompaña, y que por tanto se convierte en indicación de su existencia, en donde radica el atractivo para las hembras” (Wallace 1889, pág. 300b; véase también Wallace 1892). Wallace no dice por qué piensa que estos “experimentos cuida­ dosos” son importantes (ni, por desgracia, cómo deberían hacerse). Pero es claro que si la belleza sirve como marcador, entonces es más difícil distinguir de modo experimental su teoría de la de Darwin. Las hembras podrían continuar prefiriendo los machos más bonitos aun cuando las características sensatas que normalmente los acom­ pañan se retiren para un experimento; y los machos podrían ser rechazados cuando se les despojara de su plumaje ornamental, como en los casos que Darwin cita, no porque las hembras prefirieran el ornamento por sí mismo sino porque éste es signo de alguna caracte­ rística ventajosa, tal como la madurez sexual (Wallace 1889, pág. 286).

Entonces parece que hay una asimetría en lo que estos experi­ mentos de selección de pareja nos pueden decir. Ellos pueden incli­ narse decisivamente en favor de Wallace. Pero, por muy convincente que sea la evidencia de la selección femenina y por muy intrincado el ornamento masculino, ¿puede alguna vez descartarse la posibilidad de que la hembra está usando el adorno sólo como marcador de alguna cualidad sensata de tipo wallaciano? Consideremos el tilonorrinco satinado de Australia (Ptilonorkynchus violaceus) (Borgia 1985,1985a, 1986; Borgia y Gore 1986; Borgia et al 1987; Pagel et al 1988; véase también v. gr. Diamond 1982,1987). ¿Qué podría ser, a primera vista, más puramente estético y no utilitario que los esfuerzos artísticos del macho? Éste está envuelto en esplendor, en un decorado emparrado de su propia hechura. Los decorados son predominantemente azules y amarillos; flores, conchas, pieles de culebra, plumas y, hoy en día, una ocasional lata de cerveza. La hembra inspecciona el emparrado y copulan allí, pero ni la hembra ni el macho hacen más uso de él. Gerald Borgia manipuló los decorados experimentalmente y encon­ tró que el éxito del apareamiento del macho dependía de la calidad de los ornamentos; en particular, del número de conchas de caracol y plumas azules que tuviera. Hasta aquí la cosa era meramente estética. Pero, no obstante, la selección femenina es probablemente wallaciana. Una indicación de ello es que los machos intentan destruir los emparrados de los demás y acumulan sus adornos en parte robándo­ selos a los otros. De modo que el decorado del emparrado del macho refleja su capacidad de defenderse y robarles a otros. Estas cualidades que se requieren del batallador artista podía presumiblemente in­ dicar “realmente” cualidades útiles: fuerza, vigor,vmalicia, etc. Y de hecho (tomando la dominación agresiva en los sitios de alimentación como medida de dominancia), la agresividad en la destrucción del emparrado correlaciona de manera positiva el estatus de dominancia del macho. Otro indicio de una selección sensata es que las hembras prefieren para la decoración objetos escasos. Si ello es así* entonces probablemente exigen ingenio, memoria y resistencia para amoblar un emparrado, y su decoración sería hacerse propaganda ante las hembras. En otra especie de tilonorrinco, el jardinero Vogelkop de Nueva Guinea (Amblyornis inornatus) (Diamond 1988), se ha encontra­ do que poblaciones geográficamente separadas muestran diferencias de color y parece, una vez más, que los colores preferidos podrían ser aquellos que tienen menos probabilidades de darse en los diferentes medios naturales. Además, hay evidencia, como veremos en un

momento, de que las hembras buscan los machos con mayor resis­ tencia a los parásitos. Consideremos ahora otro ejemplo: los machos que despliegan sus encantos ante las hembras. Darwin lógicamente le adjudicaba gran importancia a la preferencia femenina por un despliegue superior. Era la evidencia más directa de que la naturaleza les proporcionaba a las hembras las posibilidades de ejercer escogencia. Y lo que es más, la exhibición parecía no tener función-distinta a la de exhibir “ la belleza por la belleza”. Sin embargo, como Wallace lo aseveró, el buen desempeño en la exhibición va, con toda probabilidad, mano a mano de la superioridad en cualidades sensatas. En la chachalaca (Centrocercus urophasianus) (Gibson y Bradbury 1985; Krebs y Harvey 1988) los machos se dedican a un pavoneo complicado: baten las alas e inflan el pecho con un par de sacos de aire color naranja, rodeados de plumas blancas, con el que hacen sonidos de explosiones y silbidos, adoptando una postura como de petimetre, a ojos humanos, que por desgracia los hace parecer un par de huevos fritos hullosos y anima­ dos. No sorprende entonces que esta publicidad de alto impacto sea muy costosa en energía, y los machos varían grandemente en su capacidad de pavonearse. Las hembras prefieren los machos que más se pavonean. Parece que escogen los machos que son más capaces de mantenerse a sí mismos, tal vez -se ha sugerido-, por que son los más eficientes en encontrar comida. O también, como veremos, qui­ zás las hembras están influidas por los signos de parásitos. En las gallinetas (Philomachus pugnax), también, la selección femenina parece estar influida por el vigor y la frecuencia del despliegue del macho (Hogan-Warburg 1966); otra vez el despliegue puede ser aquí un buen marcador. El problema es que las interpretaciones de “la belleza por la belle­ za” son siempre susceptibles de hallazgos como éstos. Uno nunca puede establecer que una preferencia es puro buen gusto, porque nunca puede cerrarle la puerta a la sensatez. Hay multitud de cuali­ dades de sensatez que la hembra podría estar buscando. Así, pues, es imposible determinar que las fuerzas utilitarias no están operando al lado de las estéticas. En cuanto concierne a los experimentos, enton­ ces, las explicaciones de Darwin-Fisher parecen sostenerse más bien por ausencia de otras que por derecho propio. Pero, ¿es la posición de las interpretaciones estéticas realmente tan deprimente? ¿Tienen las investigaciones empíricas inevitablemente prejuicios en favor de Wallace? No; no necesariamente. Hay que

admitir que en teoría las interpretaciones wallacianas no se pueden excluir. Pero en la práctica, si uno esbozara una lista sustancial de factores probablemente wallacianos, informada por intuiciones evolu­ cionistas imaginativas y sensatas, y después mostrara que no están correlacionadas con el adorno masculino o la selección femenina, esto sería un argumento plausible contra la sensatez wallaciana y en favor del buen gusto fisheriano. Y la plausibilidad se reforzaría si uno pudiera rastrear las predic­ ciones de las dos teorías, que siguieron caminos enteramente dife­ rentes. Pensemos otra vez, por ejemplo, en el planteamiento de que los tilonorrincos jardineros Vogelkop prefieren colores que son más escasos en su localidad. Mark Pagel ha señalado que estas poblaciones geográficamente separadas proporcionan una buena manera de demostrar si el gusto femenino realmente refleja el valor de la esca­ sez, como se esperaría si los machos estuvieran haciendo propaganda a alguna cualidad utilitaria, o si el gusto femenino y la escasez no mues­ tran ninguna relación, positiva o negativa, como fuera de esperarse si a las hembras las guiara la selección arbitraria de Wallace-Fisher (Pagel et a l 1988, pág. 289; véase también Borgia 1986, pág. 79). Si dejamos las cosas así, y resulta que no hay correlación, entonces todavía podemos darle campo a la posibilidad de que las hembras en realidad están haciendo una selección utilitaria, pero empleando algún criterio diferente de las escasez por medio del cual juzgar la calidad del macho. Pero una interesante idea de Darwin sugiere que no tenemos que dejar las cosas así. La selección “arbitraria” no nece­ sita ser impredecible. Como hemos notado, Darwin jugó con la idea de que el gusto femenino por los adornos podría estar formado por los diferentes colores con que las hembras están más familiarizadas por su medio natural (Darwin 1876a, pág. 211; Darwin, F. 1887, iii, págs. 151,157; Marchant 1916, i, pág. 270; Poulton 1896, pág. 202; véase también Wallace 1889, pág. 335). En este caso, lejos de esperar ninguna correlación entre la escasez y la preferencia, uno esperaría una corre­ lación negativa, donde las hembras se inclinarían hacia los colores que abundan más en la naturaleza; exactamente lo opuesto a la pre­ dicción wallaciana. Quizás la mayor parte de los experimentos hechos hasta ahora han encontrado criterios serios y utilitaristas en la escogencia, porque es lo que más han buscado la mayor parte de ellos. ¿Por qué no bus­ car extravagancia y el absurdo típico que muy probablemente surgen entre los seguidores fisherianos de la moda? Si las hembras escogen

sobre las bases de Darwin-Fisher, al darles la oportunidad, se decidi­ rían por machos decorados con múltiples adornos, inclusive más de los que la naturaleza normalmente proporciona. Esto se debe a que los adornos normales son un compromiso entre la selección sexual y la selección natural -entre el gusto femenino que intenta empujar los adornos en una selección desbocada hacia una extravagancia cada vez mayor y la selección natural que los constriñe- Así, sería impo­ sible descubrir experimentalmente lo que es, por lo general, una preferencia latente y no expresada. Y esto es en realidad lo que una de las pruebas quizás ha efectuado. El experimento se hizo con una especie de viudo dominicano, (Euplectes progne) en el cual los machos tienen colas sorprendentemente largas, en especial durante el tiempo del apareamiento. Malte Andersson (1982,1983) les cortó las colas a algunos machos y se las dejó de casi una cuarta parte de su extensión, desde más o menos cincuenta centímetros (20 pulgadas), a más o menos catorce centímetros (5,5 pulgadas); a otros machos les pegó con goma las alas arrancadas a los demás machos, aumentándoles el tamaño de la cola en la mitad. Entonces, tenía un grupo de machos subornamentados y un grupo de supermachos. También tenía dos grupos normales de machos; para el caso de que la operación de cortar y pegar con goma afectara la preferencia femenina, dejó un grupo intacto y al otro se le cortó la cola, pero se la pegó de nuevo por completo. Entonces dejó que las hembras escogieran. Midió el éxito en el apareamiento pór el nú­ mero de nuevos nidos que contuvieran huevos o crías en el territorio del macho, que es componente del éxito reproductivo tanto como indicio de la preferencia femenina. Los machos con extraordinarias colas resultaron ser los más claros ganadores. Atrajeron en promedio más hembras que sus rivales de colas cortas o normales. Los grupos de colas cortas o normales no pegadas con goma atrajeron al mismo número de hembras, y la diferencia entre ellos y los de extraordina­ rias colas fue estadísticamente significativa (dada la pequeña cantidad, la diferencia entre los de extraordinaria cola y los de cola normal pero pegada con goma fue mínima para ser estadísticamente significativa (Baker y Parker 1983).) Todo esto es evidencia plausible de que las colas de los viudos dominicanos machos de cola larga han evolucionado por un proceso de Darwin-Fisher de desboque, pero la selección femenina podría sin embargo ser wallaciana. La preferencia por machos con extraor­ dinarias colas podría quizás ser sólo una reacción al estímulo de lo

fuera de lo normal -com o la reacción de los padres putativos del cucú a la fuera de lo normal garganta de su hijo adoptivo- sin ningún mecanismo de Darwin-Fisher como respaldo. Contra una interpre­ tación tan utilitaria se encontró que el éxito en el apareamiento no se relacionaba con dos posibilidades probables de tipo wallaciano: la cualidad territorial o la capacidad de mantener el territorio. Sin em­ bargo, quedan otras posibilidades igualmente probables; quizás, por ejemplo, los machos de colas más largas son los más resistentes a los parásitos. No son sólo preferencias que favorezcan la ornamentación extra­ ordinaria lo que podría indicar una selección darwin-fisheriana. El descubrimiento de cualquier preferencia normalmente latente que al parecer sea caprichosa o escasa es muy diciente. De las preferencias arbitrarias es, al fin y al cabo, de lo que trata la selección darwinfisheriana. Darwin pudo haber tenido en mente una idea como ésta con su caprichoso planteamiento de teñir las palomas de rojo. Sin duda sí habría recibido una alta gratificación (aunque habría quedado perplejo) al saber de algunas preferencias aparentemente extrañas en los pinzones cebra cautivos (Poephila guttatá) (Burley 1981,1985,1986, 1986a, 1986b; Trivers 1985, págs. 156-60; véase también Harvey 1986). Cuando se les presentaba una selección de posibles parejas a cuyas patas se les había puesto anillos de plásticos coloreados, las hembras prefirieron a los machos con anillos coloreados de rojo sobre los de naranja, o verde, y los machos prefirieron las hembras con anillos negros a los azules o naranja. Más aún, las hembras más atractivas (las de anillos negros) tuvieron un éxito reproductor mayor. Criaron más polluelos hasta llevarlos a la edad de la independencia. Es de presumir que aquellas hembras no eran superiores; al fin y al cabo los anillos se asignaron al azar. Lo más probable es que fueron los machos los que hacían la diferencia. Parece que los pinzones de cebra ponen más recursos en la cría de sus descendientes cuando se adueñan de una pareja atractiva (Burley 1988a). Experimentos adicionales descubrieron predilecciones aún más curiosas entre las hembras. Cuando los machos se vistieron con sombreros de varios colores, las hembras prefirieron los de blanco. ¿Qué sucede aquí? ¿Cuál es el significado evolutivo de estas extrañas preferencias? Podrían ser señal del tipo de selección femenina que Dar­ win planteaba. Pero puede ser que la respuesta no radique en selec­ ción sexual de ninguna clase. Hay evidencias de que estos extraños ornamentos se vuelven señales a las que los pájaros normalmente

responderían, que quizás intensifican los picos de rojo brillante que significan buena salud, o coinciden con los colores empleados para identificar miembros de su propia especie. En ese caso las predilec­ ciones son probablemente subproducto de selección por sensatez o del reconocimiento de la especie. Y si es el reconocimiento interespe­ cífico lo que está operando, entonces, lejos de estar al lado de Darwin, la selección de la hembra lleva de regreso al sendero de la selección natural que Wallace expuso hace un siglo. En el mejor de los casos, proporciona un punto de partida donde se podrían originar las preferencias Darwin-Fisher y proliferar en la población antes que el desboque fisheriano despegue. Hay que admitir que la artificialidad de los adornos masculinos y el hecho de que los pinzones eran cau­ tivos se agregan a las dificultades de la interpretación: en su medio natural, es poco probable que los pinzones femeninos encuentren machos que lleven brazaletes brillantes o sombreros exóticos (aunque se ha encontrado que los pinzones que viven en libertad tienen las mismas preferencias por el color de las bandas que sus parientes cau­ tivos (Burley 1988)). Pero se han hecho aseveraciones similares de selección natural en el caso de especies salvajes que no han estado sujetas a tal manipulación. Los gansos de la nieve (Anser caerulescens) seleccionan sus compañeros con base en el color de las plumas, pero un estudio de su selección concluyó que esta escogencia dentro de la especie no tenía ventajas adaptativas y era probablemente un efecto secundario de la selección que buscaba una habilidad muy precisa para discriminar entre las especies (Cooke y Davies 1983). De todas maneras es posible que la búsqueda de ornamentos darwin-fisherianos no debiera confinarse a lo maravilloso, fantástico y exhibicionista. Al fin y al cabo, la selección sexual podría, en princi­ pio, acabar con una cola con tanta facilidad como podría construir una (Dawkins 1986, pág. 215). Quizás la ornamentación no llamativa sea más común de lo que pensamos, un amplio reino que todavía espera ser explorado, oscurecido hasta ahora por lo burdo de nuestras expectativas estéticas. Es más, quizás la búsqueda no debería confinarse a adornos obvios, a plumas, crestas y otros ornamentos. Aun los genitales del macho pueden exhibir con orgullo una arquitectura suntuosa. Siempre que los animales favorecen la fertilización interna, desde las pulgas hasta los roedores, desde las culebras hasta los primates, los genitales de los machos presentan una exuberancia de formas. Tradicionalmente, estos esenciales órganos se han considerado como puramente

utilitarios, producto de una ingeniería hermética, de especies en aislamiento o algo por el estilo. Pero, ¿es el pene sólo una herramienta útil? William Eberhard ha argüido que tal profusión, prodigalidad y arbitrariedad, una evolución tan rápida y divergente, lleva todos los signos de un desboque fisheriano: aquellos genitales masculinos le deben su esplendor típico al capricho femenino (Eberhard 1985). Me he concentrado en las dificultades de distinguir entre explica­ ciones basadas en la sensatez y en el buen gusto. Ahora dirijámonos a otras razones por las cuales las cuestiones empíricas sobre selección sexual son tan difíciles de responder. Consideremos, por ejemplo, la interesante teoría de Hamilton y Zuk de que los machos le deben su esplendor a la detección de parásitos, a que las hembras emplean el adorno como guía para la resistencia hereditaria a los parásitos. Una idea muy plausible. Pero en la medida en que se hacen pruebas en­ contramos barreras, como Andrew Read ha documentado en detalle (Read 1990). Hablaremos sobre algunas de ellas, pues ilustran las clases de dificultades que aparecen no sólo en esta teoría sino en cual­ quier teoría de selección sexual. (Y, a propósito, también veremos cómo le ha ido a esta hipótesis en particular desde el punto de vista empírico.) Tomemos primero la más importante predicción nueva deduci­ da de la teoría Hamilton-Zuk, una predicción sobre comparación de especies cruzadas. De acuerdo con esta hipótesis, las especies más susceptibles de ser invadidas por parásitos serían las más llamativas porque, a lo largo del tiempo de la evolución, sus machos han estado bajo presiones selectivas mayores para exhibir su resistencia here­ ditaria. Cuando Hamilton y Zuk propusieron la teoría, repasaron ciento nueve especies de pájaros paserinos americanos y encontraron que su predicción se cumplía: había en realidad una correlación positiva entre infección sanguínea crónica y la espectacularidad del macho, medida por la coloración viva y la complejidad de las cancio­ nes (Hamilton y Zuk 1982). Pero las correlaciones entre las especies, al igual que cualquier otra correlación, plantean problemas (v. gr. Clutton-Brock y Harvey 1984; Harvey y Mace 1982; Harvey y Pagel 1991; Pagel y Harvey 1988; Ridley 1983). Dos de los más notorios son la “ inflación de n” y “la correlación pero no causación”. La “ inflación de n” como problema surge de la siguiente manera. Si, por ejemplo, cien de cada ciento nueve especies de pájaros tienen la coloración adecuada, y a la vez una gran carga de parásitos, parece que tuviéramos cien casos de apo­

yo. Pero si los cien heredaron ambos rasgos de un ancestro común, en realidad sólo tenemos un caso de apoyo; estamos contando la misma cosa cien veces. Por tanto, debemos tratar de asegurarnos de que las referencias de nuestros datos sean independientes. Al fin y al cabo, si fuéramos a permitir que estas cien especies de filogenia común se constituyeran en cien datos independientes, entonces ¿por qué deberíamos detenernos en contar a las especies? ¿Por qué no contar individuos, y tener posiblemente millones de casos de aparente apoyo? Por fortuna hay soluciones para esta dificultad, al menos en principio. El truco es no contar especies o ningún otro nivel particular de la jerarquía taxonómica de manera ingenua, sino contar orígenes evolutivos independientes de las características de interés (Ridley 1983). De modo alterno, uno puede simplemente ver si la correlación se mantiene independientemente a lo largo de diversas taxa. El otro problema surge del hecho conocido de que la correlación no implica causación. Tanto la coloración viva como la carga parasi­ taria alta podrían ser causadas de manera independiente por algún tercer factor, que puede o no sernos conocido. Recordemos las corre­ laciones halladas por Wallace entre vistosidad (en las hembras en este caso) y el tipo de nido. Si, por ejemplo, el estar cubiertos también hacía a los nidos más atractivos para los parásitos o para sus vectores, entonces podría ser ésta la razón para que la vistosidad se correla­ cionara con la carga parasitaria. En principio, este segundo tipo de problema también se puede solucionar. Pero en la práctica la tarea es terriblemente difícil, son innumerables las alternativas posibles de explicación y profunda nuestra ignorancia de ellas, aparte de las difi­ cultades de hacer pruebas en aquellos casos de los que sospechamos. También en este caso, una respuesta consiste en tomar correlaciones de un conjunto amplio de grupos: mamíferos, reptiles y aves, en los huéspedes, por ejemplo, y un grupo amplio similar en parásitos. Des­ pués de todo, es poco probable que grupos que varían mucho com­ partan las mismas variables confusas.

Cómo podría irle a la teoría Hamilton-Zuk en un análisis amplio de grupos taxonómicos es algo que no conocemos, pues nada tan ambicioso se ha intentado jamás. Sin embargo, hay algunas investi­ gaciones más limitadas que han tratado de suprimir los efectos de la filogenia o de las variables confusas tales como la ecología, o ambas. Globalmente las conclusiones han sido muy favorables, y algunos estudios han encontrado una asociación positiva; casi todos los demás

no encontraron asociación, pero ninguno la encontró negativa (pero véase Read 1990). Entonces, por ejemplo, un sondeo en el que se estudiaron 526 especies de pájaros neotropicales, en el que se suprimieron los efectos de la filogenia, mostró una relación positiva entre el brillo de los machos y la carga parasitaria (al menos en familias constituidas por completo o en su mayor parte por especies residentes, aunque no en familias de especies migratorias; esto es quizás lo que se espera, por­ que las especies residentes están expuestas a los mismos parásitos todo el año, y están bajo una presión selectiva mayor) (Zuk 1991). Y en diez especies de aves del paraíso, en que se permitieron variables tales como el tamaño del cuerpo, la dieta y el rango de altitud, mientras más llamativos los machos mayor el número promedio de parásitos que se les encontró (intensidad parasitaria); y lo que es más, las espe­ cies promiscuas, que eran más vivas que las monógamas, tenían una proporción de machos más alta que eran anfitriones al menos de un parásito (prevalencia parasitaria) (Pruett-Jones etali99o). Un estudio que cubría 79 especies de pájaros de Papua, Nueva Guinea, que tenía en cuenta variables ecológicas similares, encontró correlaciones entre las vistosidad del macho y las cargas parasitarias en algunos niveles filogenéticos (aunque no en otros) (Pruett-Jones et al 1991). En un estudio de ciento trece especies de paserines europeos en los que se suprimieron los efectos de la filogenia y de diez variables ecológicas y comportamentales de amplio rango, se encontró que mientras más brillantes los machos más alta la prevalencia de parási­ tos en la sangre (Read 1987). Y cuando se controló la filogenia en una versión aumentada de los datos originales de Hamilton y Zuk, de nuevo la vistosidad de los machos mostró correlación positiva con la prevalencia parasitaria (Read 1987). Además de esta evidencia de los pájaros, veinticuatro especies de peces de agua dulce británicos e ir­ landeses, de diez familias, mostraron una correlación similar en vi­ vacidad, esta vez entre la carga parasitaria y las diferencias entre macho y hembra en brillo (los efectos de varios factores ecológicos y comportamentales habían sido suprimidos) (Ward 1988). Contra estos resultados, el segundo criterio de Hamilton y Zuk de despliegue masculino -complejidad del canto- no mostró tal relación (la duración de la canción incluso mostró una relación negativa) cuando se analizaron varios componentes de complejidad (tamaño de repertorio, versatilidad, etc.) en 131 paserines norteame­

ricanos y europeos, también después de haber suprimido las asociacio­ nes filogenéticas (Read y Weary 1990). Y cuando la versión aumentada de los datos originales de Hamilton y Zuk y el conjunto de los 131 paserines europeos se analizaron de nuevo, esta vez empleando una manera diferente de calificar al brillo (aunque no necesariamente de mayor autoridad), las correlaciones se volvieron menos convincen­ tes; en los pájaros europeos, aunque la correlación en realidad se volvió mayor, dependía bastante de las especies en las cuales se habían usado pocos pájaros como muestra, y en los pájaros americanos, además, la correlación podría haber estado influida por muestras pequeñas y quizás por la filogenia (Read y Harvey 1989). Estas investigaciones nos recuerdan que, aun si se controlan todas las variables confusas que sabemos son plausibles, todavía es necesa­ rio expurgar gran número de dificultades de interpretación (Cox 1989; Hamilton y Zuk 1989; Read y Harvey 1989a; Zuk 1989). ¿Cómo, por ejemplo, puede cuantificarse la complejidad de un ornamento y com­ pararse entre las especies -rojo vivo con azul iridiscente, una cola larga con una cresta lujosa-? ¿Se distorsionan seriamente los datos si se incluyen sólo algunos de los tipos de parásitos a que los anfitriones son susceptibles? Las comparaciones entre especies son, por supuesto, sólo una manera de comprobar la teoría. Otra, es tomar correlaciones entre las especies. La predicción en este caso es que los machos más llama­ tivos van a tener una resistencia hereditaria mayor a los parásitos. Y también deberían ser los más atractivos para las hembras. Pero aquí también hay problemas. Por ejemplo, el número de parásitos de que un macho es anfitrión no debería ser una medida confiable de re­ sistencia porque la diferencia en número también dependerá de las diferencias de exposición aleatorias a los parásitos. Y los machos que resulten tener mayor número de parásitos pueden ser, como conse­ cuencia directa de la actividad de sus invitados no deseados, los menos vistosos. Más aún, si la resistencia es costosa, como es muy probable que lo sea -una concha gruesa, una respuesta inmune muy precisa- entonces, los machos resistentes pagan doble: una vez por su resistencia y otra por su ornamento; así, en poblaciones que resul­ tan no haber estado expuestas a parásitos, si los machos pueden “ escoger” su nivel de exhibición, los individuos resistentes podrían serlos que tienen los ornamentos menos desarrollados. Y si desarrollar ornamentación complicada realmente es desventajoso, existe el problema de encontrar pruebas para distinguir entre la selección

femenina (hamilton-zukiana) de machos con desventaja porque son resistentes y la selección femenina (zahaviana), de machos con des­ ventaja porque despliegan más cualidades generales, tales como fuerza y vigor; esto, por ejemplo, podría inducir a que se descubrieran los mecanismos específicos por medio de los cuales los parásitos inter­ fieren en la capacidad masculina de darle a su cresta un color rojo profundo o de que les crezcan cornamentas que sean de verdad gran­ des. Y aquí también existe el problema, que se resuelve con mayor facilidad, de encontrar si las hembras simplemente tratan de evitar que los parásitos se les transmitan a ellas o si tratan de copular con machos que tengan resistencia hereditaria. Esas dificultades no han evitado que los estudios interespecíficos se hayan convertido en un área creciente de investigación. Los análi­ sis han cubierto una amplia gama de especies de huéspedes (y de parásitos). El resultado hasta aquí, como en aquellos entre especies, ha sido un tanto mixto, pero más bien favorable (les puedo decir que muchos son tan favorables como se podría esperar de cualquier teo­ ría de selección sexual). En síntesis, los hallazgos han sido: primero, mientras más esplendoroso el adorno de un macho, es más baja su carga parasitaria y segundo, las hembras favorecen machos con menos parásitos. Esto es presuponiendo, a propósito, que el “orna­ mento” -la tasa de despliegue, de color o de lo que sea- ha sido correctamente identificado; en la mayor parte de los casos esto se ha decidido por intuición humana más que por cualquier experimento u observación de campo. Voy a esbozar sólo unos cuantos ejemplos de los resultados que se están dando a conocer. En las golondrinas de granero (Hirundo rustica), los machos muy parasitados con una garrapata hematófaga tenían colas más cortas que los libres de parásitos - y como veremos, las hembras preferían machos de colas más largas-; los machos no apareados solían estar más parasitados y tenían más parásitos que los machos apareados; altos niveles de parásitos en el nido reducían el éxito de la procrea­ ción (como se muestra tanto en observaciones de campo como en la manipulación experimental de parásitos); y -u n factor clave en la teoría Hamilton-Zuk- la resistencia a los parásitos es hereditaria, a juzgar por el hecho de que cuando la mitad de los habitantes de algu­ nas nidadas se cambian por la mitad de otros, las cargas parasitarias de los anidamientos individuales encajaban con la de sus padres genéticos, más que con la de los padres putativos (M0ller 1990,1991). En un estudio del gallo silvestre rojo (Gallus gallus) las cargas parasi­

tarias de los machos fueron manipuladas experimentalmente (usando un ascáride intestinal); se encontró que las características ornamen­ tales eran más impresionantes en los machos no parasitados; que eran un indicador más confiable que las características no ornamentales (como el peso del cuerpo) que las hembras podrían haber usado como clave si no fueran seguidoras de Hamilton y Zuk, y que las hembras preferían machos no parasitados (Zuk et al 1990). Las palomas zuritas (Columba livia), estaban sujetas a la misma clase de manipulación (y tenían dos especies de parásitos), con resultados similares: probable­ mente las hembras empleaban como clave un despliegue reducido en el cortejo, porque, a juzgar por los efectos de los parásitos en las hem­ bras, éstos no afectaban otros aspectos del comportamiento u otras características que los humanos, al menos, pudiesen detectar visualmente (Clayton 1990). En un estudio del faisán de anillo en el cuello (Phasianus colchicus), la mayor parte de los animales estaban fortificados contra parásitos con la ayuda de drogas antiparasitarias e higiene estricta, mientras a la otra mitad los dejaron que se defendie­ ran por sí mismos, como si estuvieran bajo condiciones naturales. La progenie del grupo que no recibió ayuda sufrió una mortalidad mayor, pero aquellos que sobrevivieron la presión selectiva resultaron ser más resistentes que la progenie del grupo al que se le había dado ayuda artificial, indicando, como lo plantea la teoría Hamilton-Zuk, que la resistencia es heredada. Pero los experimentos de selección de pareja en esta progenie no fueron concluyentes pues las hembras no mostraron preferencia por los hijos de los machos “naturalmente seleccionados” sobre aquellos de los machos que vivían protegidos (H illgarth 1990). En el caso de la chachalaca ( Centrocercus urophasianus), los machos con piojos tienen menos probabilidades de aparearse que los que no los tienen (Johnson y Boyce 1991); cuan­ do a machos cautivos de chachalacas les pintaron sus sacos de aire con “marcas de sangre” para que parecieran como machos con piojos, las hembras tendían a evitarlos, aunque antes los habían aceptado con tanta facilidad como a los que no estaban pintados (Spurrier et al 1991). En el tilonorrinco satinado (Ptilonorhynchus violaceus) los machos que tenían emparrados eran los mismos que tenían la menor intensi­ dad de piojos en la cabeza, aunque la intensidad de los piojos no correlacionaba con otras características ornamentales que, como he­ mos visto, se piensa que las hembras utilizan para juzgar las parejas

potenciales; y lo que es más, casi todos los apareamientos los tuvieron quienes tenían emparrados. Y dentro de los que los tenían, aquellos que tenían la menor intensidad de piojos de cabeza tenían el mayor éxito en el apareamiento (esto sucedió en un segundo estudio; en uno anterior muy pocos dueños de emparrados fueron infectados en esta temporada para que se mostrara alguna correlación) (Borgia 1986a, Borgia y Collis 1989). Una investigación de una pequeña mues­ tra de Lawes parotia, una especie de ave del paraíso, era equívoca, pero indicaba algo: mientras más intensamente parasitados estaban los machos, menos características relacionadas con la exhibición mostraban; no era sorprendente, bajo las circunstancias, que las hembras no se aparearan con machos altamente parasitados; sin embargo, las hembras aceptaban machos con una intensidad parasitaria baja aunque, de modo consistente con la hipótesis de Hamilton-Zuk, las hembras podrían haber seleccionado los machos no expuestos de entre los expuestos pero bastante resistentes (Pruett-Jones etal 1990). En los dominas (Poecilia reticulata), las tasas de exhibición se encon­ traron inversamente correlacionados con la carga parasitaria y las hembras prefirieron machos menos fuertemente parasitados (Kennedy et al 1987). Las ranas arbóreas grises (Hyla versicolor) que estaban altamente parasitadas (medidas por el número de helmintos) tenían una tasa de llamadas menor y un éxito en el apareamiento también menor (las hembras juzgan a los machos por sus llamadas); en el caso de machos pocos parasitados, sin embargo, las llamadas no se vieron afectadas y sus pretendientes eran tan populares con las hembras como los no parasitados, lo que puede deberse al mismo fenómeno que se encontró en la Lawes parotia (Hausfater et al 1990). En la mosca de las frutas (Drosophila testacea), los machos parasitados eran menos exitosos en el apareamiento, y cuando las hembras se apareaban con ellos, la descendencia tenía menos probabilidad de sobrevivir; pero no se sabe hasta qué punto esto era selección feme­ nina o competencia masculina, ni se sabe qué claves empleaban las hembras, aunque los abdómenes de los machos parasitados son a menudo distendidos, lo que le hace tener un color un poco más claro que el normal (Jaenike 1988). En los grillos del campo (Gryllus veletis y G. pennsylvanicus), mientras más altos los niveles de un parásito del intestino, más bajo el número de espermatóforos que producen los machos por unidad de tiempo (componente importante para el éxito en el apareamiento). Las hembras también se apareaban preferen-



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QUE

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CUIDADOSOS

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cialmente con los machos menos parasitados (y mayores) (la edad más bien que el ornamento era quizás su clave) (Zuk 1987,1988).

Me he detenido sobre las dificultades para hacer experimentos. Ahora miraremos de manera más sistemática qué experimentos se han hecho sobre las teorías de la selección sexual y cuáles han sido sus resultados. Darwin y Wallace inauguraron un prometedor programa de tra­ bajo experimental, aunque pocas de sus ideas fueron aceptadas en su época. El intento más minucioso por observar los efectos de la selec­ ción femenina o la selección sexual se publicó muy poco después de la muerte de Darwin. Dos expertos norteamericanos en arañas, George y Elizabeth Peckham, estaban interesados en hacer experi­ mentos sobre la teoría fisiológica de Wallace de que los adornos del macho surgen de su mayor “fuerza vital” y la teoría de Darwin, de que resultaban de la selección femenina (Peckham y Peckham 1889, 1890; véase también Pocock 1890; Poulton 1890, págs. 297-303). Bus­ cando este fin realizaron observaciones detalladas de arañas en sus hábitats naturales. (“El cortejo de las arañas es un asunto muy te­ dioso, que toma hora tras hora”, anotaron sarcásticamente (Peckham y Peckham 1889, pág. 37).) Concluyeron que Darwin tenía razón: El hecho de que en los Attidae los machos compiten el uno con el otro para hacer un despliegue complicado ante las hembras, no sólo de su gracia y agilidad sino también de su belleza, y el hecho de que las hembras, después de mirar con atención las danzas y vueltas que se han ejecutado para su gratificación, seleccionan como parejas a los machos que encuentran más agradables, apunta con fuerza hacia la conclusión de que las grandes diferencias en color y adorno entre los machos y las hembras de esas arañas son el resultado de la selec­ ción sexual (Peckham y Peckham 1889, pág. 60).

Poco tiempo después, Alfred Mayer, también en los Estados Unidos, manipuló experimentalmente varias especies de chapolas sexualmente dimórficas para ver si la selección femenina se afectaba (Mayer 1900; Mayer y Soule 1906, págs. 427-31; véase también Kellogg 1907, págs. 120-3). Les cortó a los machos las alas negruscas y les pegó alas del marrón rojizo de las hembras, pero fue “incapaz de detectar que estas desplegaran ninguna aversión especial hacia sus consortes afemina­ dos” (Mayer 1900, pág. 19); las hembras demostraron ser igualmente no discriminadoras con respecto a los machos con alas pintadas de

rojo o verde, aunque (a menos que hubieran sido enceguecidas) recha­ zaban a los machos que no tenían alas de ninguna clase. A Mayer le dio la impresión de que los resultados hablaban en contra del punto de vista de Darwin, El cortejo puede ser un “asunto tedioso” para el observador. Pero aun así, uno puede esperar que estudios como éstos fueran los pri­ meros en una tendencia que ha durado un siglo. Pero no. Teniendo en cuenta la influencia del intento de Wallace de reemplazar la selec­ ción sexual por la selección natural, este descuido al fin y al cabo no es una sorpresa. No es que no hubiera estudios empíricos de com­ portamiento en el momento del apareamiento. Pero hasta hace muy poco la mayor parte de ellos, en particular los realizados en ambiente salvaje, no iban dirigidos a la teoría de la selección sexual sino a la tradición wallaciana de selección natural: “ los naturalistas centraban su atención en... [problemas tales] como las señales de apareamiento y el comportamiento, y el aislamiento reproductivo... Con respecto al comportamiento sexual, se esperaba que un animal consiguiera una compañera de la misma especie (tipo), ¿qué más importaba?” (Loyd 1979, pág. 293). Hubo excepciones honorables. Una de las más notables fue Edmund Selous, pionero del estudio del comportamiento de las aves en Gran Bretaña (aunque abogado de profesión). Escribió en las primeras décadas de este siglo, y concluyó que sus observaciones de pájaros que se aparean habla “con lengua atrompetada” en favor de la selección sexual (Selous 1910, pág. 264). Pero miren lo que le sucedió a su contribución. Fue en gran parte, Julián Huxley quien se basó en el trabajo de Selous, y hemos visto con qué ortodoxia se apegó al modo de pensar de la selección natural; aun sus primeros trabajos son el epítome de este método. (Huxley 1914,1921,1923). Estos estudios revelaban muy poco sobre la selección sexual. Tuvieron que pasar varias décadas antes de que se comenzaran experimentos sistemáticos (en drosófilas) para investigar el papel de la selección de pareja (véa­ se v. gr. O’Donald 1980, pág. 16). De manera que en la mayor parte de la historia de la selección sexual se dieron pocos intentos de investi­ garla empíricamente. Sólo con el renacimiento reciente del interés en la teoría ha comenzado a estudiarse la selección femenina en una amplia gama de especies, tanto en cautiverio como en libertad. Ahora, por fin, se han hecho intentos serios para descubrir cómo, si es el caso, han influido estas preferencias sobre la evolución de los extra­ vagantes adornos del macho (véase v. gr. Bateson 1983a; Blum y Blum 1979; Thornhill y Alcock 1983; véase también Catchpole 1988;

Kirkpatrick 1987 para resúmenes del conocimiento corriente, tanto teórico como empírico). Sin embargo, como hemos visto, la influen­ cia más fuerte aun ahora no es la de Darwin, sino el punto de vista que podemos rastrear hasta Wallace. Los experimentos tienden a ser emprendidos con el espíritu de comprobar, entre diversas conjeturas, selecciones hechas con sensatez. ¿Seleccionan la hembras buenos genes o buenos recursos? Si son buenos genes, ¿buscan resistencia hereda­ da a los parásitos?, y si son buenos recursos, ¿es territorio, o qué? La posibilidad de indagar entre algunas de estas conjeturas y la selec­ ción Darwin-Fisher ha atraído menos atención, aunque también esto ha comenzado a cambiar. La búsqueda de selecciones wallacianas (dejando a un lado la resistencia a los parásitos, que hemos contemplado ya) ha demostrado ser muy fructífera. Las hembras de muchas especies aparentemente hacen su selección en el sentido de la sensatez wallaciana. Las gallinetas hembras (Gallínula chloropus) prefieren los machos con las mayores reservas de grasa, posiblemente porque sean mejores incubadores que los más delgados (Petrie 1983). La escorpina moteada, (Cottus bairdi) un pez de agua dulce, prefiere parejas grandes, aparentemente por su buen desempeño al vigilar los huevos (Brown 1981; Downhower y Brown 1980,1981). Y las hembras de una especie de moscas que per­ tenecen al género Bittacus seleccionan el macho que trae el mayor número de insectos cazados durante la alimentación, en la época del cortejo, presumiblemente porque esta ofrenda los sostiene durante la transferencia del esperma y la época de desove (Thornhill 1976, 1 9 7 9 , 1980,1980a, 1980b). Se ha visto que muchas especies encontra­ rían la aprobación de Wallace. Las hembras que escogen incubadores, guardias, etc., obviamen­ te valoran a un macho por sus recursos. ¿Y qué sucede con las especies en las que el macho le deja a la hembra el trabajo de satisfacer las necesidades de la descendencia? ¿Dan alguna evidencia de la preferen­ cia femenina por los buenos genes, genes de las cualidades necesarias en la lucha por la existencia? El faisán Phasianus colchicus es una especie en la cual no hay cuidados paternos. Torbjórn von Schantz y sus colegas (von Schantz et al 1989) observaron cuidadosamente no sólo algunos faisanes con variaciones naturales en el tamaño de la espuela del machó sino otros a los que les habían manipulado las espuelas, acortando unas y alargando otras con una espuela “plástica” (pero manteniendo todas las longitudes dentro de límites naturales, ninguna demasiado corta y ninguna demasiado larga). Encontraron

que las hembras prefieren los machos con espuelas más largas. Y resultó ser, significativamente para la hipótesis de los buenos genes, que estos machos sobrevivieron más tiempo que los de espuelas menos atractivas. Al parecer las espuelas no intervienen en decidir la dominancia entre los machos (el tamaño y la extensión de la cola son lo que importa), de manera que la preferencia femenina toma sim­ plemente su clave de la propia jerarquía de los machos y deja que las fuerzas selectivas entre ellos establezcan los parámetros. Tampoco utilizan las hembras el largo de la espuela como guía de la calidad del territorio o de la edad. Parece que la preferencia femenina estuviera guiada sólo por las cualidades de supervivencia de los machos -p or genes buenos- Aparentemente las hembras de las mariposas Colias tiene una preferencia similar (Watt et al 1986). Su estrategia no es exactamente la misma, porque el espermatóforo lleva nutrientes al igual que esperma: recursos, así como genes. Pero en cuanto tiene que ver con los genes, las hembras prefieren machos con un genotipo mejor para darles combustible para el vuelo y para mantener la tem­ peratura, atributos relacionados entre sí, cruciales para las mariposas. Es probable que las hembras tiendan hacia tales machos, porque estos mismos atributos también les permiten persistir en su cortejo. Todos estos ejemplos de sensatez son impresionantes. Sin embar­ go, esta evidencia sola no basta. No habrá evolución de la selección femenina y del adorno del macho, bien sea wallaciana o darwin-fisheriana, a menos que tanto la preferencia como la característica prefe­ rida sean hereditarias, y a menos que el apareamiento con los machos preferidos dé como resultado un éxito reproductivo mayor que el promedio (o al menos, que esto hubiese sido cierto en el pasado evo­ lutivo). Se ha encontrado alguna evidencia de esta clase, aunque está lejos de ser completa. En las moscas de las algas (Coelopa frígida), por ejemplo, las hembras que tienen un gen particular hacen una selección particular de macho y también se aparean con más éxito que las hembras que tiene un alelo diferente, aunque no necesaria­ mente sea el mismo gen el responsable de su comportamiento (Engelhard et al 1989). La descendencia híbrida de uniones entre dos especies de grillos de campo australianos (Teleogryllus commodus y T. oceanicus) se da en dos tipos; las hembras prefieren el canto del llamado de los machos de su propio tipo (sólo los machos cantan), con lo que indican que la preferencia de pareja va genéticamente unida a las llamadas de los machos (Hoy et al 1977; véase también Doherty y Gerhardt 1983). En los faisanes, las hembras que se aparean con los

machos de espuelas más largas empollan más animales que las otras, y los machos de espuelas más largas también disfrutan de un éxito reproductivo mayor. En las escorpinas moteadas, los machos más grandes parecen tener un éxito de empollamiento mayor. En las moscas del género Bittacus, las hembras que discriminan tienen más éxito al poner huevos y los machos con las presas cazadas más atrac­ tivas tienen un éxito mayor en la transferencia de esperma; y lo que es más, tanto la preferencia femenina como la selección de presas del macho son al parecer hereditarias. En un detallado estudio de laboratorio Linda Partridge se propuso demostrar específicamente una conexión entre la escogencia de la pareja y un componente de éxito reproductivo (y tal vez quizás para la selección sexual) (Partridge 1980). Dividieron las moscas de la fru­ ta (Drosophila melanogaster) en dos grupos; en uno, a las hembras se les permitió una escogencia Ubre de pareja y en el otro, se les asignó al azar. Los descendientes de los dos grupos estuvieron expuestos a la competencia normal, competencia para el acceso a un suministro de comida limitado. Encontraron que una proporción significativamente más alta de los descendientes de apareamientos escogidos por las hem­ bras sobrevivieron hasta llegar a la edad adulta. Pareció entonces que, al ejercer la selección, los padres podían afectar al menos este com­ ponente del éxito reproductivo. Pero otras preguntas continúan sin respuesta (véase v. gr. Arnold 1983; Maynard Smith 1982c, pág. 184). ¿Eran los padres capaces de hacer una escogencia de genes buenos, por ejemplo, contrario al punto de vista de que la variación genética que afecta la aptitud no sería heredada?, o ¿se trataba de un caso donde se debía escoger aquellos diferentes a uno (apareamiento de selecti­ vidad negativa)? ¿Se aumentó el éxito reproductivo total?, o ¿pesaban más las pérdidas que los beneficios en algún otro componente del éxito reproductivo -que, como John Maynard Smith (1985, pág. 2) lo señala, podría esperarse tanto por razones teóricas (Williams 1957) como empíricas (Darwin 1871, ii, págs. 51-68)? ¿Escogían las hembras a los machos superiores, o eran los machos superiores más capaces de obtener acceso a las hembras? ¿Si había escogencia femenina, era ésta heredada o lo había sido en el pasado? ¿Tenía que ver el criterio para selección de pareja con la clase de características exageradas que Darwin trataba de explicar? Hasta que tales preguntas se contesten, en realidad no sabemos qué nos pueden contar estos resultados sobre si las hembras son seguidoras de Wallace. Wallace habría estado aún más contento con una interpretación

que ahora se da sobre numerosos hallazgos experimentales. Para él, la idea de que las hembras escogían sus parejas, aun de manera sen­ sata, era una explicación que utilizaba como último recurso. Su primer recurso, por supuesto, era la selección natural ortodoxa. Pero su si­ guiente preferencia era explicar el adorno masculino como resultado de la competencia directa entre machos. Se sentiría reivindicado por muchas de las aseveraciones que ahora se hacen. Tomemos el canto del pájaro, que Darwin definitivamente consi­ deraba existía para “fascinar a la hembra” (Darwin 1871, ii, pág. 5168). Darwin estaba convencido de que era una característica sexualmente seleccionada (aunque, de toda la evidencia que recogió, sólo citó a un naturalista que sostenía haber observado una conexión -era en pinzones y canarios- entre la capacidad de canto del macho y el éxito del apareamiento (Darwin 1871, ii, pág. 52)). Darwin habría apreciado el resultado de algunos estudios recientes. En dos especies de cazamoscas (Ficedula hypoleuca y F. albicollis), se encontró que las hembras favorecían mayoritariamente las cajas de nidos en donde cantaban falsos pájaros (cortesía de las grabaciones) sobre aquellas que permanecían silenciosas (Eriksson y Wallin 1986). En el caso de la curruca (Acrocephalus schoenobaenus), se encontró que los machos con los cantos más sofisticados lograban aparearse más rápido (lo que probablemente les daba ventaja reproductiva) (Catchpole 1980). Esta preferencia de las hembras continuó siendo válida bajo las condiciones de laboratorio, cuando se retiraron los factores wallacianos de confusión tales como la calidad del macho o su territorio (Catchpole et al 1984). (Pero esto no excluye la posibilidad de que el canto sea un marcador de alguna otra cualidad sensata). Pero la preferencia femenina no descarta la competencia masculina como fuerza selectiva; ambas influencias podrían funcionar (Catchpole 1987). En los pájaros garrapateros de cabeza parda (Molothrus ater) se encontró que las hembras mostraban preferencia por los cantos distintivos de los machos dominantes sobre aquellos de los machos subordinados (West et al 1981). Y en el azulejo cruceta, de Zambia, (Vidua chalybeata) aunque la canción del macho y el comportamiento muy exhibicionista que lo acompaña se han tomado hasta cierto punto como modelados por la selección femenina, la agresión entre los machos parece haber desempeñado un papel importante (Payne 1983; Payne y Payne 1977). De hecho, algunos investigadores sostienen que la competencia entre machos es a menudo la principal fuerza evolu­ tiva en la producción de cantos complicados. Esto se ha sostenido,

por ejemplo, de los mirlos de ala roja (Agelaius phoeniceus), porque se encontró que un repertorio grande de canciones ayudaba a la de­ fensa del territorio mientras, por el contrario, una correlación entre el tamaño del repertorio y la selección femenina (medida por el tamaño del harem) desapareció cuando se controló el tamaño del repertorio para la edad reproductiva de los machos (Peek 1972; Searcy y Yasukawa 1983; Yasukawa et al 1980). Aseveraciones semejantes se han hecho acerca de otras características, tales como las pinceladas de color vivo. Tomando otra vez los mirlos machos de alas rojas, se encontró que el hecho de quitarles las charreteras rojas no tenía efec­ to directo sobre la escogencia femenina (Peek 1972; Searcy y Yasukawa 1983; Smith D. G. 1972). Las hembras parecían estar influidas por un factor wallaciano, la calidad del territorio del macho. Pero las machos con sus charreteras sin color eran menos capaces de defender su territorio. En el pez de tres espinas (Gasterosteus aculeatus), parece que las hembras hicieran al principio una selección puramente esté­ tica, que no tiene que ver con la competencia masculina. En algunas poblaciones hay dos clases de machos: el grupo minoritario, que desarrolla una garganta roja durante la temporada de apareamiento, y los demás, que permanecen de colores pardos. En experimentos de laboratorio se ha encontrado que las hembras prefieren los machos con garganta roja (medido por la selección del nido para poner los huevos). Y parece ser que lo que a ellas les gusta es la garganta roja; cuando a los machos parduzcos se los adorna con una garganta arti­ ficial hecha con lápiz labial o barniz para las uñas, las hembras les responden como si genéticamente fueran de gargantas rojas (Semler 1971). Tales selecciones son de la clase que le hubiera gustado a Darwin. Pero dejan traslucir que es menos probable que los machos rojos pierdan huevos del nido debido a la depredación del pez de tres es­ pinas y esto probablemente suceda porque la garganta roja tiene un valor de amenaza. Así, no sólo parecen las hembras hacer una selección wallaciana completamente sensata, sino, lo que es más, la compe­ tencia masculina también puede estar funcionando en el caso de estas gargantas rojas. Éste era exactamente el tipo de resultado que Walla­ ce había esperado tener: las características que no podían asimilarse a las fuerzas más normales dé la selección natural podían explicarse por medio de la competencia entre machos. Es seguro que sobrepasaría aun los sueños más locos de Wallace sobre rivalidad entre machos el haber capturado las colas del pavo real, el faisán dorado y otros pájaros realmente espectaculares. Y sin

embargo, en los últimos años, las interpretaciones se han inclinado tanto hacia él que aun en el caso de estos extremos de extravagancia estética se ha pensado que al fin y al cabo tenían mucho menos que ver con la escogencia femenina que con la competencia entre machos. La mayor parte de estos pájaros de hermoso plumaje pertenecen a especies que van a un tálamo (lek) (o de tipo de tálamo) (véase v. gr. Borgia 1979; Bradbury 1981; Bradbury y Gibson 1983). Éstas son espe­ cies en las cuales los machos se congregan y hacen despliegues sobre extensiones particulares de tierra, tierra que se usa sólo para este pro­ pósito, no para alimentación, refugio o alguna otra cosa. Las hembras visitan los machos allí, y al parecer les dan una mirada, aunque hasta qué punto llegan, es uno de los asuntos que se discuten. De cualquier manera, el tálamo es un punto de encuentro para el apareamiento. Es típico de los machos de tales especies no proporcionar cuidados paternales. De manera que si las hembras sí escogen, deben buscar los buenos genes wallacianos o ejercitar el buen gusto de DarwinFisher. Darwin, con mucha lógica, consideraba los tálamos como una fuerte evidencia directa de que las hembras seleccionaban las carac­ terísticas espectaculares que se desplegaban allí, y, por supuesto, de que las escogían sólo por cualidades estéticas (Darwin 1871, ii, págs. 100-3,122-4). Sin embargo, algunos darwinistas contemporáneos sostienen el punto de vista de que en varias de estas especies las carac­ terísticas más exhibicionistas y exageradas de los machos se han vuelto así por medio de la competencia entre los machos, y que si las hembras han desempeñado algún papel es sólo porque prefieren copular con los victoriosos. Un repaso de los hallazgos empíricos termina con este comentario: “La evidencia existente apunta hacia la conclusión de que la importancia de la selección femenina en la evolución de los rasgos exagerados ha sido más que todo indirecta, por medio de las preferencias femeninas por los machos dominantes, y de la impor­ tancia de los rasgos exagerados para la determinación o señalamiento de la dominancia” (Searcy 1982, pág. 80). Linda Partridge y Tim Halliday llegan a una conclusión similar: es común que las consecuencias de la selección intersexual se ejemplifiquen con el pavo real y las aves del paraíso. La evidencia de que la hembra realmente escoge sus machos en estas especies es, sin embargo, pequeña o inexistente. De hecho, algunos estudios recien­ tes indican que el plumaje sofisticado de los machos de estas aves puede ser, en parte, el resultado evolutivo de la competencia entre

los machos; los machos pueden ser intimidados por el plumaje de sus rivales en los encuentros agresivos... Los estudios de campo que se han efectuado en especies en las cuales la evolución del plumaje sofisticado en el macho se le ha atribuido clásicamente a la selección femenina, generalmente no apoyan estas hipótesis de manera inequí­ voca (Partridge y Halliday 1984, págs. 233-5).

Tomemos por ejemplo las aves del paraíso, uno de los grupos de pájaros más sorprendentemente adornados. Se ha sostenido que hay una especie (Paradisaea decora) en la que su plumaje extravagante y su exhibición resultan casi por completo de la competencia entre machos por la supremacía y el derecho a aparearse primero (Diamond 1981). Los machos dejan los despliegues más fabulosos el uno para el otro. Cuando hay hembras presentes, dan un espectáculo más bien pobre, y de todas maneras la selección femenina no llega a mucho más qué a aceptar el victorioso. El faisán dorado (Argusianus argus), no ha escapado a esta degradación del papel femenino en la mode­ lación de cuerpos -o, en este caso, de las plumas-, hermosos. Se ha argumentando que la selección femenina no está determinada por las sutilezas del plumaje artístico del macho sino por el efecto general de su despliegue (ecos aquí de los desacuerdos de Darwin y Wallace) y, más importante aún, por el hecho de que tenga un lugar para el despliegue (Davison 1981). La embestida contra la selección femeni­ na no se detiene allí. Algunos autores han indicado que aun cuando hay selección, los machos a veces adquieren el derecho de prioridad interrumpiendo con éxito los intentos de aparearse de otros machos; el maniquí de cabeza dorada (Pipra erythrocephala) se ha citado como ejemplo (Lili 1976). Para resumir, se discute que hay poca o ninguna selección femenina en especies de tálamo; que aun cuando la hembra sí escoge, puede no dirigirse hacia los ornamentos esplendorosos del macho y que aun cuando su escogencia es por el ornamento, puede estar simplemente reforzando los resultados de la competencia mas­ culina. Algunos críticos han contradicho estas interpretaciones de los datos (v. gr. Cox y Le Boeuf 1977). Al fin y al cabo, argumentan, las hembras podían simplemente hacer que los machos hagan el trabajo por ellas, incitándolos a que compitieran el uno por el otro, de ma­ nera que entre sí seleccionaran al superior. Y lo que es más, las hem­ bras son a menudo capaces de escoger entre tálamos, aun cuando tienen poca selección dentro de ellos. También tienen la opción de

escoger un macho de bajo rango en la periferia de un tálamo. Cual­ quier intento de otros machos por perturbar las cópulas entre una hembra y un macho de su selección tiene pocas probabilidades de éxito. También hay nuevos hallazgos que están socavando esta visión de la especie que va al tálamo como “un club masculino”. Se cita, por ejemplo, que en el caso de la chachalaca, gran parte del plumaje vis­ toso del macho y de su despliegue se había desarrollado a través de competencias entre los machos por los límites territoriales (Wiley 1973). Desde este punto de vista, la hembra no estaba interesada en los adornos sino en si el macho ocupaba una posición central en el tálamo: una dirección de moda, no un traje de moda. Pero hasta ahora se ha encontrado que la posición no es un factor determinante im­ portante del éxito en el apareamiento. Más aún, como hemos visto, las hembras establecen su programa en lugar de simplemente limi­ tarse a aceptar el veredicto del combate masculino: ellas escogen a los machos por su capacidad de pavoneo, una actividad que cuesta mucho en energía y por tanto, presumiblemente, un signo de calidad (Gibson y Bradbury 1985; Krebs y Harvey 1988). Esta reinterpretación les devuelve a las hembras la escogencia. Sin embargó, el criterio de las hembras sigue siendo el de la sensatez. No hay informes hasta ahora en las especies que van al tálamo de selecciones tipo darwin-fisheriana, de la belleza por la belleza. Pero tal vez este icono de la selección sexual, el pavo real, al fin y al cabo va a venir a rescatar a Darwin. Marión Petrie y sus colegas encontraron que en el pavo Pavo cristatus, las hembras aparentemente prefieren machos con el mayor número de ojos en la cola (Petrie et al 1991). Lo que sucede es esto. En todas las especies que van a un tálamo, los machos intentan asegurar el sitio del despliegue fuera de los límites de su área, y sólo aquellos machos que logran asegurar uno pueden hacer despliegue. Las hembras visitan a los machos en el tálamo. És­ tas nunca se aparean con el primer macho que las corteja, y siempre rechazan algunas parejas potenciales antes de decidirse. Hay una gran variación en el éxito del apareamiento del macho; de los diez más observados en un tálamo, los más exitosos copularon doce veces (con ocho hembras diferentes) y los menos exitosos no lo hicieron ni una vez. Más del cincuenta por ciento de esta variación se puede explicar por el esplendor de la cola del macho, en particular por el número de ojos. Se encontró, por ejemplo, que en diez de cada once cópulas exitosas, la hembra había seleccionado al macho con el número más

alto de ojos de aquellos que había observado (en un caso extraño, el macho escogido sólo tenía una mancha menos). El éxito en el aparea­ miento no se podía explicar por factores que se había pensado eran comunes en otras especies que van al tálamo (tenían más que ver con la competencia entre machos), tales como la tasa de llamadas, el número de veces que desplegaban su cola, los desafíos de intrusos y si su posición en el tálamo era central o periférica. (Por supuesto, todo esto se aplica a machos que se las arreglan para obtener un lugar para el despliegue; no se sabe si tienen más ojos que los machos sin sitio, porque esos “flotantes” no muestran las colas a los experimen­ tadores ni a las hembras; sin embargo, se sabe que los machos con sitios son más pesados y tienen colas más largas.) Es posible que las hembras no usen el número de manchas en forma de ojo como clave, o al menos como la única clave. Pero ciertamente parecen, basadas en quién sabe qué claves, preferir las colas más sofisticadas. La próxi­ ma pregunta es: ¿por qué? El número de manchas, y, en menor gra­ do, el tamaño y el color de la cola cambia con la edad. De manera que las hembras podrían estar usando la cola más compleja cómo indicador de alguna cualidad sensata que va con la edad, posible­ mente la capacidad de sobrevivir. ¿O es incorrecto presuponer que las hembras hacen selección sensata de alguna clase? Quizás, como lo

La belleza ¿en aras de qué? Nativos de Aru disparándole a la gran ave del paraíso (de ThéM alay Archipelago, de Wallace) Pensé en los largos años pasados, en los que generaciones sucesivas dé esta criaturita [el pájaro rey del paraíso (Paradisea regia)] siguieron su curso, naciendo año tras año, viviendo y muriendo en medio de estos bosques tenebrosos, sin ojo inteligente que contemplara estas bellezas; a todas luces un cruel desperdicio de belleza. Ideas como éstas despiertan un sentimiento de melancolía. Parece triste que, por una parte, criaturas tan bellas como éstas pasen toda su vida y exhiban sus encantos sólo en estas silvestres y poco hospitalarias regiones, condenadas por los siglos de los siglos a la barbarie sin esperanza, mientras, por otra parte, de llegar algún día el hombre civilizado a estas tierras distantes, a traer luces morales, intelectuales y físicas a los recónditos lugares de estas selvas vírgenes, podemos estar seguros de que perturbarían tanto las bien balanceadas relaciones de la naturaleza orgánica e inorgánica que causarían la desaparición y al fin al la extinción de estos mismos seres cuya estructura y belleza maravillosas es el único que aprecia y disfruta. (Wallace, The M alay Archipelago)

pensó Darwin, escogen los machos más fabulosos sólo porque son los más fabulosos. Todavía no lo sabemos. Cualquiera sea la historia que el pavo real nos cuente al fin, en la actualidad la mayor parte de los otros símbolos de selección sexual que se conocen, es decir la mayor parte de las especies que van a un tálamo, están más allá de la comprensión darwinista (o de DarwinFisher). Puede que esto a la vista de unos cuantos años parezca poco generoso, tan poco generoso como ahora nos parece haber sostenido que la función de la cola del pavo real y la canción del ruiseñor es reconocimiento de la especie. A propósito, he dicho que es una victoria para Wallace ver las principales exhibiciones de Darwin aparentemente sucumbiendo a la fuerza incontenible de la competencia masculina. No obstante, es una victoria obtenida con grandes sacrificios en cuanto concierne al darwinismo clásico. Sólo recientemente ha sido capaz el darwinismo de entender los aspectos convencionales y ritualizados del compor­ tamiento. Wallace veía que la competencia masculina funcionaría sin problemas con base en las líneas de la selección natural; los machos se tirarían de cabeza a luchar, con armas que serían útiles para otros propósitos (v< gr. Wallace 1889, págs. 136-7, 282-3). En su teoría no habría lugar para una escalada extravagante -tan característica de las especies que van a un tálamo-, que la competencia masculina puede generar. Aun los ejemplos menos llamativos que aceptamos como éxitos de Wallace, -las canciones del mirlo de ala roja, de los azulejos y de los garrapateros, la garganta roja del pez de tres espinas, las charreteras del mirlo de ala roja-, tienen un elemento altamente convencional que subyace al alcance del pensamiento clásico y que requiere aún hoy de análisis cuidadoso. Una vez le pregunté al genetista de poblaciones más eminente de Gran Bretaña y pionero en las ex­ plicaciones de la competencia por medio de la teoría del juego conven­ cional qué creía de las alegres presuposiciones que a veces se hacen acerca del valor de las amenazas convencionales. “ Si yo fuera un pavo real y otro macho me exhibiera la cola, le daría una patada en las pelotas” fue su autorizada réplica. Y lo que es más, a diferencia de Darwin (v. gr. Darwin 1871, ii, págs. 50,232-3,269), Wallace presuponía que la competencia entre machos excluiría casi por completo la selección femenina. Pero, tal como hemos advertido, puede haber mucho campo de acción para la preferencia de la hembra, especialmente de la clase de hembra sensata, aun si la competencia masculina es la fuerza impulsora principal.

Vimos que Darwin, y Wallace aún más, subestimaron los probables costos de los ornamentos de los machos. Y en especie tras especie, qué enorme falta de estima la que se ha encontrado. Para los darwi­ nistas modernos, hay una fuente de costos obvia. Si los machos les hacen señales a las hembras, entonces estas señales están maduras para la explotación por parte de un monstruoso regimiento de aves de rapiña, depredadores, parásitos y machos competidores. Y en realidad esto es lo que sucede. En las poblaciones de peces de tres espinas polimórficos, los machos de aro rojo en la garganta sufren más depredación que los de garganta negra, debido a sus colores llama­ tivos (Moodie 1972). Lo mismo sucede con los machos cuando se les compara con las hembras de varias otras especies de peces (v. gr. Haas 1978). En una especie de grillo del campo (Gryllus integer), los machos que cantan más alto y con más intensidad para llamar a las hembras sufren una tasa más alta de parasitismo de una mosca que deposita unas larvas devoradoras de anfitriones (Cade 1979,1980). En la rana túngara (Physalaemuspustulosus), las hembras prefieren en el llamado para el apareamiento un sonido como de un sopapo, particularmen­ te en una frecuencia baja, más que un lamento de alta frecuencia; éste les da más información sobre el tamaño del cuerpo de sus potenciales machos; pero las llamadas de sopapo de baja frecuencia también son más atractivas para el murciélago que come ranas (Trachops cirrhosus) (Ryan 1985, págs. 163-78; Ryan et al 1982). Y esto no es de ninguna manera la única clase de costo de ser atractivo. La selección sexual que da como resultado un mayor tama­ ño en los pájaros machos, invariablemente trae consigo un aumento en el tamaño del pico, en algunos casos tan grande que se ven forza­ dos a explotar nichos alimentarios subóptimos (Selander 1972). Los costos energéticos del despliegue de los machos pueden ser tan altos que se vean empujados a abandonar opciones seguras donde encuen­ tran alimentación por algunas que posiblemente les dan retornos mayores de energía, pero que son más riesgosas (Vehrencamp y Bradbury 1984). En el estornino de gran cola (Quiscalus mexicanus), no solamente su brillante plumaje atrae a los depredadores, sino que su colas largas impiden el vuelo y su gran tamaño está por encima del óptimo para alimentarse de modo eficiente (Selander 1972). Pero de­ jémosle algo de simpatía a las hembras, pues ellas también pueden tener que cargar con los costos directos de los rasgos sexualmente seleccionados. En algunas especies en las que los machos son sexualmente seleccionados para ser más grandes que las hembras,

producir un hijo le toma más trabajo a la madre que producir una hija (Clutton-Brock et al 1981). Supongamos que los machos parezcan soportar bien su impedi­ mento, tan bien que a aquellos con los ornamentos más extravagan­ tes les va mejor en la lucha por la supervivencia, así como en la lucha por el apareamiento. ¿Debemos concluir entonces que la carga de ser atractivo no es después de todo una carga, y que la supervivencia y el éxito en el apareamiento, en lugar de halar en direcciones opuestas, en realidad están de acuerdo? ¿Debemos presuponer que, por ejemplo, en los faisanes “ la supervivencia en la reproducción favorece unáni­ memente las espuelas más grandes” ? (Kirkpatrick 1989, pág. 116). Wallace, como lo hemos anotado, trató de estudiar las dificultades que sufren los machos que tienen estorbos, en su teoría del no propósito, señalando “la gran abundancia de la mayor parte de las especies que poseen estos plumajes superfluos” (Wallace 1889, pág. 293); los costos deben ser mínimos, insistía, si los machos se las arreglan para pro­ gresar a pesar de ellos (aunque estas dificultades se mitigaban por el hecho de que, desde su punto de vista, los adornos se desarrollan sólo si los machos son fisiológicamente capaces de darse el lujo de un exceso tal). Pero uno podría sacar la conclusión opuesta al no costo o al poco costo: que el costo es tan alto que sólo los más resistentes lo pueden aguantar. Pensemos en estos monumentos ingenuamente idealizados, tan amados por los artistas del realismo socialista, que m uestran m usculosos trabajadores stajánovitas soportando estoicamente cargas hercúleas. Por más que provoquen nuestra a risa, captan bien la realidad de cierto modo. ¿Esperaríamos que el héroe de esta cuota excesiva pareciera un tipo enclenque? Seguramente sólo alguien que lo sepa y sepa que es capaz, aceptaría la carga en primer lugar. Y si sigue ahí para contar el cuento al final de la estación, eso muestra que en realidad sí tenía estas cualidades de supervivencia; que no era, al fin y al cabo, una carga hacer más de lo que le corres­ pondía. En realidad, un punto de vista de la desventaja iría más allá. Un macho lleva en sus hombros la carga, precisamente para hacerle propaganda a su cualidad, para proclamar su capacidad de que pue­ de con ella y sin embargo es capaz de seguir. Así, por ejemplo, los faisanes machos con espuelas largas sobrevivirían aún mejor sin espuelas, pero se las dejan crecer porque son indicadores precisos de calidad (Pomiankowski 1989). Hemos visto la solución de Darwin al problema de cómo actuaría la selección sexual en especies monógamas. Sugería que las hembras

más sanas engendrarían en cada estación más temprano. Por tener la posibilidad de escoger machos, escogen los mejor ornamentados; y por empezar temprano tienen el mayor número de descendientes. La salud no es hereditaria, pero la preferencia femenina y los ornamen­ tos masculinos sí lo son. R. A. Fisher advirtió que “no parecía fácil de demostrar” (Fisher 1930, pág. 153) si realmente hay una correlación entre salud, procreación temprana y número de descendientes. No es fácil, pero durante tres años se ha demostrado en varias especies (O’Donald 1980, págs. 3,25-7,236-48,1987). Y Peter O’Donald mos­ tró que en una especie monógama, la gaviota parda ártica (Stercorarius parasiticus), sí hay una correlación impresionante, entre los datos de las fecha de procreación y las predicciones sobre vínculos entre genes de adornos y genes de preferencia, que se puede hacer cuando se for­ maliza la estructura de Darwin en modelos genéticos. Pero O’Donald no hizo la clase de experimentos de selección de machos que podrían ayudar a mostrar hacia dónde se dirige en realidad la preferencia de las hembras. Anders Moller ha llenado esta brecha ahora (Howlett 1988; Moller 1988). Tomó una especie monógama de golondrinas (la especie usada para probar la hipótesis de Hamilton-Zuk, H. rustica), en las cuales las plumas más traseras de la cola eran aproximada­ mente un dieciséis por ciento más grandes que las de los machos que atraían hembras al desplegar sus colas. Moller dio a los animales el mismo tratamiento de recortar y pegar con goma que Andersson había dado a los viudos dominicanos. Una vez hecho esto, los machos con extraordinarias colas tuvieron un éxito apabullante con las hembras, que se aparearon en promedio sólo una cuarta parte del tiempo con los machos de colas muy cortas. A causa de este apareamiento más rápido, había mayores probabilidades de que los machos de extraor­ dinarias colas y sus parejas tuvieran una segunda nidada juntos. De manera que los machos de extraordinarias colas terminaban la tem­ porada teniendo en promedio el doble de descendientes y reivindi­ cando la intuición biológica darwinista, al menos en este punto, si no en la cuestión de por qué las hembras prefieren machos de colas más largas. A propósito, se ha sugerido que la selección sexual algunas veces puede funcionar en especies más monógamas porque al fin y al cabo no son enteramente monógamas. Resulta que las golondrinas de colas demasiado largas en realidad sí se beneficiaron del aparea­ miento no monógamo, y también, mucho más que otros animales, aunque no por falta de intentarlo los otros. Así, la selección podría estar consiguiendo más empuje.

Finalmente, recordemos algunas dificultades prácticas para de­ mostrar las teorías de la selección sexual. Por una parte, no es asunto fácil juzgar si los animales seleccionan o no. El apareamiento no aleatorio, por ejemplo, podría a primera vista parecer buena evidencia en favor de la escogencia, pero no a segunda vista. Los sapos comu­ nes (Bufo bufo) practican el apareamiento selectivo por tamaño, y hubo una época en que esto se le atribuía a la selección femenina; pero ahora se cree que es una mera consecuencia del hecho mecánico de que sólo en parejas que están bien encajadas según tamaño puede en realidad el macho agarrar a la hembra con la suficiente firmeza para evitar que otros se la quiten (Arak 1983; Hallyday 1983). Tampo­ co es la escogencia necesariamente un signo de selección sexual. El apareamiento selectivo sobre la base de, por ejemplo, relaciones de parentesco puede incluir la escogencia, pero puede que no dé lugar a la selección sexual y que incluso se le oponga (Bateson 1983, pág. xi). Y, además, hay en el mundo salvaje tareas que presentan dificultades prácticas formidables. Para demostrar que la selección sexual es lo que opera, tiene que haber evidencia de éxito reproductivo diferencial (aunque sea en el pasado, si ya no lo hay); esto requiere, en particu­ lar, medidas de éxito reproductivo de toda una vida, más que los pe­ ríodos de corto término en que la mayor parte de los estudios se han basado. En 1890 Wallace anotó que se necesitaban tantas observaciones más para resolver problemas sobre la selección sexual que “lo más seguro es que este interesantísimo asunto... no pueda resolverse du­ rante la presente generación de naturalistas” (Wallace 1890a, pág. 291). Un siglo más tarde, el asunto está todavía lejos de decidirse. De hecho este “interesantísimo asunto” ha dado lugar a abundancia de preguntas nuevas, una abundancia tal que muchos de los misterios del apareamiento probablemente no sean penetrados durante las generaciones venideras.

L A S U P E R A C IÓ N D E LO S F A N T A S M A S D E L D A R W IN IS M O

El rostro cambiante de la selección sexual Para el darwinismo clásico la selección sexual era una rareza, com­ pletamente diferente de la selección natural y por lo general opuesta a ella. No es difícil ver por qué. La selección sexual era impulsada por preferencias de miembros de la propia especie del macho, que llevaba a competencia entre ellos; las fuerzas paradigmáticas de la selección natural eran entre las especies, no dentro de ellas, y eran asociales. La selección sexual tenía que ver sólo con el éxito en el apareamiento; para la selección natural, el éxito y el fracaso cubrían un amplio y cada vez más vasto rango, la supervivencia y todos los aspectos restan­ tes de la reproducción. Y la selección sexual parecía favorecer lo ornamental, lo que no tenía objeto, lo que incluso podía ser dañino; de la selección natural se creía que optaba invariablemente por lo eficiente y lo utilitario. Para el darwinismo clásico tales distinciones eran de gran importancia y abrían un profundo abismo entre la selec­ ción sexual y la selección natural. El darwinismo moderno tiene un punto de vista diferente. Comencemos con el hecho de que la selección sexual tiene que ver con las relaciones sociales dentro de las especies. Hemos visto que el darwinismo clásico descuidó la idea de los aspectos sociales de las fuerzas selectivas; aun cuando se analizaban las fuerzas selectivas en el interior de las especies, se lo hacía sin sentido de lo social, de modo semejante a las presiones inorgánicas. Este pensamiento permeó de tal manera el darwinismo clásico que la selección sexual se consi­ deraba muy distinta de la selección natural. El darwinismo clásico fue obligado a reconocer la selección sexual como algo social porque, de hecho, es la quintaesencia de las fuerzas dentro de la especie y la competencia dentro de un sexo. En seguida veremos la manera como Darwin lo constrastaba con la selección natural: “Esta forma de se­ lección no depende de la batalla por la existencia en relación con otros seres orgánicos o condiciones externas sino de una lucha entre los individuos de un sexo, por lo general los machos, por la posesión del otro sexo” (Peckham 1959, pág. 173-4). Y lo que es más, la selec­ ción sexual tiene que ver con lo que se ha considerado una fuerza selectiva no corriente: “la voluntad, la escogencia y la rivalidad”

(Darwin 1871, i, pág. 258). La teoría presuponía que la preferencia de la hembra podía moldear machos esplendorosos, de casi la misma manera como la necesidad de alimentación eficiente pudo moldear el pico del pájaro carpintero, o las ventajas de una dispersión amplia pudieron favorecer a las semillas con plumillas. Varias generaciones de darwinistas pensaron, como Darwin, que todo esto implicaba una diferencia importante entre las dos teorías (aunque, a diferencia de Darwin, normalmente concluían que esta diferencia hablaba en contra de la selección sexual). Groos, que esta­ ba en favor de descartar la escogencia y asimilar la selección sexual a la selección natural, decía así: “El principio selectivo existente... no es la ley mecánica de la supervivencia del más apto sino más bien el deseo de un ser vivo, que siente y es capaz de hacer una escogencia, y se parece mucho al que se emplea en la procreación artificial... Una adecuada denominación de esta teoría de selección sexual sería una ‘multiplicación de los más agradables’ ” (Groos 1898, pág. 320), un principio que encontró muy poco convincente. Lloyd Morgan llamó la atención a lo que consideraba una diferencia entre la selección natural por medio de la eliminación, y la se­ lección consciente por medio de la escogencia. Los dos procesos comienzan en diferentes extremos en la escala de la eficiencia. La selección natural comienza eliminando los más débiles, y va subiendo por la escala de este extremo inferior hasta que no sobreviven sino los más aptos; no hay selección consciente en el asunto. La selección sexual por apareamientos preferenciales comienza seleccionando los más exitosos en estimular el instinto de apareamiento, y así va bajando por la escala, hasta que no quedan sino los más desesperadamente poco atractivos sin pareja. El proceso lo determina la selección cons­ ciente (Morgan 1896, pág. 219).

La presuposición de que esta clase de diferencia es fundamental sigue apareciendo ocasionalmente aun hoy en día. Peter Vorzimmer por ejemplo, parece estar de acuerdo con Darwin: “ Porque el organismo particular (del sexo opuesto al seleccionado), más que los elementos del medio, constituía la fuente del parámetro selectivo. Darwin vio que una forma verdaderamente diferente de la selección estaba en juego” (Vorzimmer 1972, pág. 189). Dicho sea de paso, esta actitud tradicional hacia la selección sexual ofrece un contraejemplo muy diciente del punto de vista ampliamente

EL

ROSTRO

CAMBIANTE

DE LA

S E L E C CIÓ N SE X UA L

sostenido de que el darwinismo clásico (o al menos el darwinismo del propio Darwin) sistemáticamente incorporaba las presiones sociales en las fuerzas selectivas. Se sostiene comúnmente, por ejemplo, que Malthus era importante para Darwin y para Wallace porque veía la competencia como algo intraespecífico y social, a diferencia de la idea prevaleciente (se destaca la de Lyell) de que la lucha biológica era primariamente una batalla asocial contra fuerzas inorgánicas o miem­ bros de otras especies (v. gr. Herbert 1971; Kohn 1980; Manier 1978, pág. 78; Ruse 1979a, pág. 175; Sober 1984, págs. 16-17,195-6; Vorzimmer 1969). Aun si Malthus proporcionó este punto de partida, el parámetro darwinista clásico establece un contraste entre la selección natural y la sexual y muestra hasta qué punto Darwin y Wallace se alejaron de este comienzo. El contraste entre las fuerzas selectivas no sociales y las sociales se reflejaba en la idea de Darwin de que mientras la selección natural se limitaba más o menos a trabajar hasta llegar a un alto en un medio constante, la selección sexual era, en principio, capaz de continuar indefinidamente en su deslumbrante espiral de exageraciones orna­ mentales: Con relación a estructuras adquiridas a través de la selección natural u ordinaria, en la mayor parte de los casos, mientras las condiciones de vida permanezcan iguales, hay un límite para la cantidad de modificaciones ventajosas con relación a ciertos fines especiales; pero con respecto a estructuras adaptadas para que un macho sea victorioso sobre otro, bien sea al luchar o al cortejar a la hembra, no hay límite definido para la cantidad de modificaciones ventajosas; de manera que mientras surjan las variaciones apropia­ das, el trabajo de la selección sexual va a seguir andando (Darwin 1871, i, pág. 278).

El darwinismo clásico no ofrecía razones teóricas explícitas para soste­ ner este punto de vista. Éste aparece en El origen del hombre, como si Darwin se hubiera limitado a leer, a partir de los datos, la disparidad entre la economía parsimoniosa del pico del pájaro carpintero y de la espectacularidad barroca de la cola del pavo real. De hecho, la escalada extravagante era para él un rasgo diagnóstico de características sexualmente seleccionadas. Pero los puntos de vista de Darwin reflejan su reconocimiento de la selección sexual como una fuerza selectiva social. A diferencia de la selección natural, se consideraba que la selec­

ción sexual era generada internamente, y, como resultado, inevita­ blemente cambiante y dinámica, pues las exigencias de la hembra provocaban la competencia masculina, y cada uno empuja al otro a excesos cada vez mayores. El resultado, como Darwin lo decía, no tenía “límite definido”. Es significativo que en sólo una esfera Darwin mirara la selección natural como algo que actúa de la misma manera. Adoptó el punto de vista de que el mejoramiento mental de los humanos podía continuar indefinidamente. (A propósito, conside­ raba que era mejora y no mero cambio.) No es coincidencia que éste fuera otro de los casos raros en los que reconocía que las presiones de la selección tenían que ser sociales. ¿Podrían estas fuerzas sociales empujar la ornamentación a una escalada tal que pudieran llevar a una especie a la extinción, o le pon­ dría la selección natural fin a tales excesos antes de que se le salieran de las manos? De acuerdo con Darwin la selección natural invaria­ blemente intervendría (v. gr. Darwin 1871, i, págs. 278-9). Había, por supuesto, algo que decir en favor de este punto de vista; la selección natural puede actuar como una fuerza que hace contrapeso y proba­ blemente lo hace muy a menudo. Puede funcionar moderando las características sexualmente seleccionadas de todos los individuos; así era como Darwin lo consideraba. O, tal como lo hemos visto, puede favorecer la variabilidad; esto parece ser lo que sucede con, por ejem­ plo, las poblaciones de peces de tres espinas negros y rojos, en los cuales se mantiene el polimorfismo de una manera dependiente de la frecuencia por los costos relativos y los beneficios de ser poco atrac­ tivo y críptico o conspicuo y atractivo (Moodie 1972; O’Donald 1980, págs. 67,170,182). Sin embargo, aunque la selección natural pueda mantener a la selección sexual dentro de ciertos límites, no actúa invariablemente como el deus ex machina que Darwin suponía: “ Se ha sostenido a menudo que la evolución -esto es, la selección naturalde alguna manera rescata las poblaciones de la selección sexual”... “Los modelos genéticos de la evolución de la selección sexual no con­ firman esta creencia. La noción de que la evolución necesariamente sacará a una especie de las tendencias mal adaptativas de la selección sexual no tiene bases” (Kirkpatrick 1982, pág. 10). Dicho sea de paso, se ha sugerido (Cohén 1984) que la selección natural a veces puede llamar a un alto a la ornamentación, cuando hacerse propaganda está en el umbral de una saturación en el por­ centaje. Imagínese lo que le costaría a un pavo real hacer un impacto aún mayor sobre las percepciones de una hembra. Sus ornamentos

podrían volverse tan exagerados que cualquier incremento tendría que ser extremadamente grande para que las hembras fueran capaces de apreciar la diferencia. En este caso, un impacto mayor podría ser tan costoso que no valdría la pena intentarlo. Para el darwinismo moderno nada queda de la idea tradicional de que la naturaleza intraespecífica y social de la selección sexual la aparta de la selección natural. Hoy en día no hay nada extraño en estas propiedades, aun en lo que atañe a la selección natural. Es ahora de rutina considerar las relaciones entre los organismos, en parti­ cular miembros de una misma especie, como presiones selectivas altamente significativas. Las preferencias de apareamiento son com­ petencia intrasexual y ya no sobresalen como atípicas. El darwinismo moderno también puede explicar por qué podría esperarse “selección ilimitada” cuando la escogencia de la hembra está en funcionamiento. La escala fisheriana es una razón obvia; hemos visto que las seleccio­ nes sensatas de Wallace también pueden tener efectos similares. De hecho, ahora casi siempre se reconoce que la competencia social entre miembros de la misma especie, no sólo por parejas sino también por recursos, puede ser una fuente poderosa de la espiral coevolucionaria. Otra vez, la selección sexual resulta no ser nada anómala. Mientras estamos con la idea de competencia intrasexual, me gustaría hacer énfasis en que intrasexual es precisamente lo que es la competencia. Menciono esto porque existe el hábito generalizado de referirse a la selección de pareja como intersexual, como de selección. ¿Qué diablos puede significar esto? Consideremos la competencia intra- e interespecífica. La competencia intraespecífica significa com­ petencia dentro de una especie, gatos que compiten contra gatos en una rivalidad de los jóvenes o al buscar la presa. La competencia interespecífica significa competencia entre dos especies diferentes, gatos contra ratones. Ahora consideremos la competencia intrasexual o intersexual. La competencia intrasexual en realidad significa competencia reproductiva dentro de los miembros del mismo sexo, machos que batallan con machos, o cantan más alto, o se dejan crecer la cola más llamativa. Si la competencia “ intersexual” entonces querría decir algo, tendría que significar competencia reproductiva dentro de los dos sexos, o sea, machos y hembras que compiten por el privilegio de ser el sexo que hace todo en el apareamiento, lo que sería con seguridad un triunfo dudoso en una especie que se reproduce sexualmente. De hecho, claro, la así llamada selección “intrasexual” tiene que ver, como la competencia intrasexual, con machos que

compiten con otros machos. Ciertamente hay competencia para las hembras. Pero esto no hace su competencia “intersexual”. Los gatos que compiten por un ratón no constituyen competencia interes­ pecífica, aunque el ratón sea de una especie diferente. Cómo surgió esta terminología no lo sé. Gerald Brown plantea la conjetura de que Julián Huxley, aunque no fue el verdadero culpable, sí aumentó el caos al introducir el término “intrasexual” para referirse a las batallas agresivas entre machos por las hembras, invitando, por tanto, a que el término “intersexual” cubriera la otra alternativa, la selección de machos por parte de las hembras (lo que Huxley llamaba selección epigámica) (Brown 1983). Pero esto es quizás poco justo con Huxley. Una invitación podía haber sido, pero una invitación significa que uno pueda rehusarla. Vamos ahora a la segunda razón de que la selección sexual se con­ siderara por fuera de la selección natural. Esto tiene que ver con el hecho del énfasis que el darwinismo clásico ponía en la supervivencia como opuesta a la reproducción. La selección natural, por supuesto, tiene que ver con ambas; en palabras de Darwin, comprende “no sólo la vida del individuo, sino el éxito en dejar descendencia” (Darwin 1859, pág. 62). Sin embargo, al ser centrado en el organismo, el darwinismo clásico le da una prioridad apabullante a la superviven­ cia individual; en comparación, pasa por alto la reproducción. Pero la selección sexual trata sólo de la reproducción: ella “depende de la ventaja que ciertos individuos tienen sobre otros del mismo sexo y especie, en relación exclusiva con la reproducción... mientras la selección natural depende del éxito de ambos sexos, en todas las edades, y en relación con las condiciones generales de vida” (Darwin 1871, i, pág. 256, ii, pág. 398). Y, lo que es más, trata con uno solo de los componentes de la reproducción, las ventajas en el apareamiento. Fue por esta razón por la que la selección sexual también fue con­ siderada como menos rigurosa que la natural. Para decirlo en otras palabras, la selección natural tiene que ver con la vida y la muerte, mientras la selección sexual sólo con el éxito en el apareamiento dife­ rencial: La selección sexual actúa de una manera menos rigurosa que la selección natural. La última produce sus efectos por vida o muerte, a todas las edades, de los individuos más o menos exitosos... pero [en el caso de la selección sexual]... los machos menos exitosos simple­ mente dejan de obtener una hembra, u obtienen más tarde en la

temporada una hembra menos vigorosa o retardada o, si son polígamos, menos hembras. De manera que dejan poca descendencia, menos vigorosa o ninguna (Darwin 1871, i, pág. 278; véase también 1859, págs. 88,156-7).

¿“ Simplemente ’ no dejan descendencia? Si aun Darwin pudo caer en el punto de vista de que dejar de reproducirse era menos importante que dejar de sobrevivir, entonces la supervivencia individual pudo lógicamente haber tomado precedencia sobre la reproducción. (Para ser justos, tales pasajes podían interpretarse como referidos al destino reproductivo de un individuo en una estación particular; pero Dar­ win no hace tales cualificaciones en ninguno de ellos.) El darwinismo clásico llegó a hacer gran hincapié en los papeles evolutivos de la supervivencia diferencial 7 de la reproducción dife­ rencial. Ofreció un punto de vista según el que la selección natural tenía que ver con el verdadero asunto de la lucha por la existencia, mientras la selección sexual era relativamente poco importante por­ que estaba relacionada “sólo” con la reproducción 7, lo que es más, “sólo” con un aspecto de ella. Respecto a Shull, “el punto de vista prevaleciente” era que “la selección natural necesita... hacer que las decisiones de vida o muerte sean reales para que funcione” (Shull 1936, págs. 152-4) (un punto de vista que criticaba, pero no porque aceptara la selección sexual). Julián Huxle7, por ejemplo, distinguía entre lo que él llamaba “selección de supervivencia” 7 “selección reproductiva” (que incluía la selección sexual), 7 sostenía que “la selección de supervivencia es mucho más importante: la selección... opera primariamente por medio de... supervivencia diferencial hasta la madurez... Es claro que la selección natural también puede operar por medio de la reproducción diferencial de individuos maduros, pero... esta selección reproductiva sólo tiene efectos evolucionarios menores” (Huxle71942, pág. xix). El énfasis en la supervivencia 7 el relativo descuido de la reproducción se convirtió en un modo tan establecido de pensar que a Darwin a menudo se le atribu7e el punto de vista de que la selección natural se preocupaba casi exclusivamente de la supervivencia. Simpson, por ejemplo, decía que: “reconocía el hecho de que la selección natural opera por medio de la reproducción diferencial, pero no las igualaba a ambas. En la teoría moderna la selección natural es reproducción diferencial... en el sistema darwi­ nista, la selección natural era eliminación, muerte de los no aptos 7 supervivencia de los aptos en la lucha por la existencia” (Simpson

1950, pág. 268). De acuerdo con Michael Ruse, hay un falso conoci­ miento que se ha generalizado: “hoy en día se suele argumentar que Darwin estaba obsesionado con el hecho de la muerte, a tal punto que excluía por completo el hecho de la reproducción” (Ruse 1971, pág. 348). Para el darwinismo moderno todo esto es una tempestad en un vaso de agua. Hoy en día, la distinción entre la reproducción y la supervivencia de organismos particulares ha perdido esta significa­ ción suprema. Desde un punto de vista centrado en el gen el asunto importante es: “ ¿qué contribución puede cualquiera de las dos hacerle a la réplica de los genes?” Al considerar la selección sexual como algo que se ve menos ri­ guroso que la selección natural, este punto de vista tenía una consecuencia interesante. Llevaba a un contraste impresionante entre los puntos de vista clásico y moderno del darwinismo sobre la variabilidad de las características sexualmente seleccionadas dentro de una especie. El darwinismo clásico presuponía que, en términos generales, la variabilidad surgiría sólo cuando las fuerzas selectivas no fueran rigurosas; que bajo condiciones exigentes, las adaptacio­ nes serían casi siempre uniformes. (Recordemos que Darwin trataba los hábitos aparentemente erráticos de poner huevos de los ñandús y los garrapateros como un instinto “ imperfecto” ). Darwin advertía que las características sexualmente seleccionadas a menudo exhibían marcadas diferencias estructurales y comportamentales dentro de una especie (v. gr. Darwin 1871, i, págs. 401-3, ii, págs. 46,132-5) y tomaba esto como evidencia para su punto de vista de que la selección sexual era menos rigurosa que la selección natural. Hablando de escarabajos, por ejemplo, dice: “ El extraordinario tamaño de los cuernos y la estructura inmensamente diferente de formas que están muy cercanas indican que éstos han sido formados para algún propósito importante, pero su excesiva variabilidad en los machos de la misma especie lleva a la inferencia de que este propósito no puede ser de naturaleza defi­ nida” (Darwin 1871, ii, pág. 371). Concluye entonces que son adornos sexuales. Donde el darwinismo clásico veía diferencias individuales sin propósito, el darwinismo moderno encuentra con mayor frecuencia que lo que está en juego es la selección. Por lo general se entiende la variabilidad como selección dependiente de la frecuencia: si el más escaso de dos tipos ha tenido una ventaja en virtud de ser raro, en­ tonces la variabilidad se mantendrá automáticamente. Pensemos en

un boxeador zurdo. Cualquier persona zurda servirá de testigo de que suele ser desventajoso ser zurdo en un mundo hecho para diestros. Pero, dado que todos los boxeadores están acostumbrados a pelear con oponentes diestros, entonces un boxeador zurdo será capaz de darle un golpe inesperado. Ahora pensemos de nuevo en los esca­ rabajos cornudos de Darwin. Hay algunas especies en las cuales los cuernos, al tiempo que muestran la variabilidad “excesiva” que Dar­ win advirtió, se dividen solamente en dos clases en los machos más grandes. Este dimorfismo es el producto típico de la dependencia de la frecuencia. Darwin podía haber tenido razón en que los cuernos a menudo tienen una función ornamental. Pero W. D. Hamilton ha señalado que algo más puede estar sucediendo en este caso. Si los machos más grandes sacan más y más cuernos en su lucha por las hembras, entonces “una variante no común puede tener una ventaja similar a la del boxeador zurdo”, aun cuando en algunos sentidos pueda tener algo de desventaja (Hamilton 1979, pág. 204; véase también Eberhard 1979,1980). Es la misma clase de fuerza que suele operar en la selección sexual para el ornamento del macho. En este caso, la presión de selección dependiente de la frecuencia se da a favor de tácticas de apareamiento diferentes. Supongamos, por ejem­ plo, que algunos machos tienen territorios y atraen hembras hacia ellos por medio de cantos elaborados. Entonces podría ser de provecho a otros machos, llamados satélites, parasitar sus esfuerzos tratando de interceptar las hembras que están en ruta hacia su territorio ardua­ mente conquistado. La variabilidad en las características sexualmente seleccionadas está resultando ser muy común en una gran cantidad de especies (v. gr. Cade 1979), a veces en niveles extremadamente altos (v. gr. Harvey y Wilcove 1985). Y no nos sorprende. Los darwi­ nistas ya no la consideran como resultado de la selección débil. Por el contrario, se espera por el mismo poderío de las fuerzas selectivas; el impulso hacia la “mera” ornamentación no se considera ya como una presión selectiva laxa. Ahora vamos a la última distinción que el darwinismo clásico hacía entre la selección natural y sexual: las adaptaciones sobriamen­ te utilitaristas del uno y los adornos ornamentales del otro. Sólo hay que mirar hembras, decía Darwin, para ver cómo la características sexualmente seleccionadas eran inútiles en otros aspectos de la vida: “sin armas, sin adornos o sin atractivos, los machos tendrían el mismo éxito en la batalla por la vida y en dejar numerosa progenie, en caso de que no hubiera presentes machos mejor dotados. Pode­

mos inferir que éste sería el caso para la hembras, que no están arma­ das, no tienen adornos y son capaces de sobrevivir y procrear su especie” (Darwin 1871, i, pág. 258). Y lo que es más, los resultados finales de la selección natural y de la selección sexual halaban típica­ mente en direcciones opuestas. Donde la selección natural favorecía el camuflaje, ir con la corriente y los costos energéticos bajos, el gusto de las hembras llamaba a los colores brillantes, a las estructuras extra­ vagantes y al comportamiento notorio. Este contraste entre lo útil y lo ornamental se consideraba la diferencia más preponderante entre la selección natural y la sexual. Al fin y al cabo, fue la extravagancia barroca del adorno masculino lo que originalmente le planteó el problema de la selección sexual a Darwin. Las presuposiciones que subyacen a esta distinción son típicas del darwinismo clásico. La selección sexual sí aceptaba que tenía que ver con un trueque (entre la ventaja del apareamiento, por una parte y la supervivencia junto con los restantes aspectos de la reproducción, por la otra); pero los costos en que se incurría por las adaptaciones de la selección natural tendían a ser pasados por alto. Y las caracte­ rísticas sexualmente seleccionadas eran por lo general consideradas características sin ningún “uso real” y aun dañinas para sus poseedores, pero se daba por sentado que las adaptaciones de la selección natural serían útiles para el que las portara. Muchos darwinistas, a menudo bajo la influencia de un pensa­ miento vago a nivel de especie, llegaron a considerar esta generosidad ornamental bajo una luz muy oscura. Las adaptaciones sexualmente seleccionadas (junto con aquellas de otras fuerzas intraespecíficas) se consideraban tan útiles para el individuo pero tan “egoístas”, que eran malas para la especie, quizás tan malas que podrían llevar de modo inexorable a la extinción. Los adornos del macho (y las armas desarro­ lladas por los machos al competir con las hembras) se consideraban ayudas en interés propio para el éxito reproductivo de sus poseedores, que ponían en peligro el bien colectivo. Éstas eran las consideraciones de Konrad Lorenz: la procreación selectiva puramente intraespecífica puede llevar a... formas y comportamientos que no sólo son no adaptativos sino que incluso podrían tener aspectos adversos en la preservación de la especie... Si la rivalidad sexual... ejerce presión de selección no influida por ninguna exigencia ambiental, puede desarrollarse en una direc­ ción que sea... irrelevante, cuando no positivamente dañina para la

EL ROSTRO

CAMBIANTE

DE LA

SELECCIÓN

SEXUAL

supervivencia... [que lleva a] formas físicas extrañas sin ningún uso para la especie... La selección sexual de la hembra tienen a menudoresultados... que van muy en contra del interés de la especie (Lorenz 1966, págs. 30-2).

El faisán dorado, por ejemplo, “se ha metido en un callejón sin sali­ da... estos pájaros nunca van a llegar a una solución sensata y ‘deci­ dirse’ a parar este sinsentido de una vez... Aquí... estamos ante un fenómeno extraño, casi misterioso... Es la selección misma la que se ha metido en un callejón sin salida que puede terminar fácilmente en la destrucción” (Lorenz 1966, págs. 32-3). Julián Huxley declaró indig­ nado: “La selección intraespecífica es en su totalidad un mal biológico” (Huxley 1942, pág. 484; véase también pág. xx). De acuerdo con él, “la selección interespecífica obviamente promovería la ventaja bio­ lógica de la especie. La selección intraespecífica, por otra p artepodría... favorecer la evolución de características que sean inútiles o aún perjudiciales para la especie como un todo... Los ejemplos más extremos tienen que ver con la reproducción” (Huxley 1938a, pág. 22 véase también pág. 13); “el despliegue de características confinado a un sexo podría ser... inútil o aún dañino para la especie” (Huxley 1942, pág. 484; véase también pág. 174). J. B. S. Haldane dijo de la competencia intraespecífica en general y de la selección sexual en particular (aunque en este caso no estaba implicado “el bien de la especie” ): el resultado puede ser biológicamente ventajoso para el indivi­ duo, pero en últimas desastroso para la especie... Es en la lucha entre adultos de la misma especie donde los efectos biológicos de la com­ petencia son probablemente más marcados. Parece probable que hagan que la especie como un todo sea menos exitosa para interactuar con el medio... Los colores vivos y canciones de muchas especies de pájaros... sirven para atraer al otro sexo... pero... se duda de su valor para la especie en conjunto (Haldane 1932, págs. 120-8).

G. G. Simpson (1950, pág. 323) y Verne Grant (1963, págs. 242-3) llegaron a conclusiones similares. Y algunos comentaristas (aunque generalmente no biólogos), siguen señalando la competencia intra­ específica y en particular la selección sexual, como única en este respecto. De acuerdo con la filósofa M ary Midgley, la competencia interespecífica “tiene que estar tajantemente limitada por la prudencia

y el sentido común... [mientras la competencia intraespecífica] puede fácilmente resultar muy mala... Donde los motivos para la competitividad son fuertes, es difícil que una especie se salga del... cuello de botella” (Midgley 1979, págs. 132-3). Cari Bajema en su comentario histórico sobre la selección sexual distingue las adaptaciones de la selección natural, que son “benéficas para todos los miembros de la especie, tanto como para el individuo”, de las adaptaciones de la selección sexual, que son “benéficas para el individuo, pero dañinas para otros miembros de la especie” (Bajema 1984, págs. 111,113; véase también v. gr. págs. 110,146, 262). Es cierto en realidad que los adornos de la selección sexual podrían hacer a alguna especie más vulnerable para la extinción. Pero no es lo peculiar de la selección sexual, ni siquiera de la selección intraespecífica en general. Hay que admitir que de allí es de donde, intuitivamente, vienen los más sorprendentes ejemplos. Pero, ¿qué tiene de “prudente” o de “sensata” por ejemplo, una carrera armamen­ tista interespecífica? ¿No se serviría mejor a “la ventaja biológica de la especie” si tanto presa como depredador “decidieran detener todo este sinsentido de una vez” y llegar a una “solución sensata” ? Suponga­ mos que la especie presa simplemente aceptara rendir sus miembros más débiles a los depredadores. Esto le salvaría a ambos bandos toda la costosa inversión en músculos más y más poderosos, en más y mejores armas, en armadura protectora y en aparatos para penetrar­ los. Si uno aplica el argumento de “ extinción” sistemáticamente, las garras del águila y la velocidad de la pantera resultarían tener el mismo “dudoso valor” de la cola del pavo real. Y más en serio, es claramente un error de un impreciso pensa­ miento de nivel de especies presuponer que la selección natural tiene interés en lo que es bueno para la especie, presuponer que las adapta­ ciones casi siempre serán buenas tanto para el individuo como para el grupo, y que la selección intraespecífica es peculiarmente “egoísta” si favorece las adaptaciones buenas para el individuo, pero malas para el grupo. Como dijo Fisher, es inapropiado preguntar “ ¿qué ventajas podría tener una especie cualquiera en la que el macho peleara por las hembras y las hembras pelearan por los ma­ chos?...” La selección natural sólo puede explicar estos instintos en cuanto son benéficos individualmente, y deja por completo abierta la cuestión de si en conjunto son benéficos o dañinos para la especie (Fisher 1930, pág. 50).

Y aun Fisher no ha ido lo suficientemente lejos. Debemos bajarnos del individuo, así como de la especie, para llegar directamente hasta el gen, a fin de encontrar el único ente para el cual la idea “egoísmo” es sistemáticamente apropiada. (Dicho sea de paso, la atmósfera domi­ nante del pensamiento de especie y de grupo fue probablemente una gran barrera para que la explicación fisheriana de la selección sexual fuera apreciada en todo su valor en su tiempo). Los genes tienen “egoístamente” efectos fenotípicos que favorecen su propia réplica. Que estos efectos también sean “buenos” para el individuo que lleva el gen, para otros miembros de su grupo, para la especie, para la familia, e incluso para miembros de otras especies, es un asunto contingente. De hecho, aunque es clara la manera como los efectos fenotípicos pueden ser buenos para los genes, no es obvio qué precisamente signi­ fica “bueno” para los otros casos. Lo que es “bueno para” el esfuerzo reproductivo individual puede amenazar su supervivencia; lo que es bueno para la distribución geográfica de una especie puede al fin contribuir a su extinción. La selección sexual, en particular el desboque fisheriano, no se ha liberado de las sospechas de que es de alguna manera mala adapta­ ción. Ernst Mayr declaró que “las diversas formas de selección egoísta (por ejemplo... muchos aspectos de selección sexual) pueden produ­ cir cambios en el fenotipo que difícilmente se pueden clasificar como adaptaciones” (Mayr 1983, pág. 324). Un libro de texto de gran auto­ ridad -quizás el texto reciente de más autoridad- sobre biología de la evolución asevera: “La selección sexual desbocada es un ejemplo fascinante de cómo la selección puede proceder sin adaptación... En estos modelos la evolución de la preferencia de la hembra no es un proceso adaptativo” (Futuyma 1986, págs. 278-9). Los editores de los trabajos de un congreso reciente, con el mismo grado de autoridad sobre selección sexual anotaban: “Una de las controversias más comu­ nes [sobre selección sexual] comienza con la falta de certeza sobre qué tan ‘adaptativo’ podemos esperar que sea el mundo... La selección sexual se ha convertido en un nuevo campo de batalla con relación a los límites de la adaptación... Este asunto ha invadido casi todas las discusiones (en el congreso)... y se propuso como el primero de los cuatro temas principales” (Andersson and Bradbury 1987, págs. 2-3). Stevan Arnold ha llegado inclusive a insistimos en que ésta es su­ ficiente base para perseverar en la distinción tradicional entre la selección natural y la selección sexual: “Las estructuras que confieren éxito para el apareamiento pueden obstaculizar al macho en la lucha

por la supervivencia: la selección sexual y la natural pueden ser pro­ cesos opuestos” (Arnold 1983, pág. 70; véase también págs. 68-71). Y, como lo notamos antes, este sentimiento se refleja en el vocabulario corriente, pues cuando se refieren a la selección sexual fisheriana 1¿ dicen también “no adaptativa”, “mal adaptativa” o “arbitraria”, en con­ traste con teorías “adaptativas” (sensatas). Por supuesto, uno no debe ver en eso mucho más que la mera escogencia de palabras. Probable­ mente no intentan ser más que etiquetas convenientes, una manera de aguzar la distinción entre selección por buen gusto y por sensatez. Pero son palabras resonantes, y es posible que capten una tendencia en el pensamiento actual y lo que es más, que lo refuercen. La intranquilidad sobre la posición adaptativa tenía alguna justi­ ficación en el siglo xix. Al fin y al cabo, en el corazón mismo de la teoría darwinista, el gusto de la hembra no se explicaba adaptativa­ mente. Y lo que es más, las características sexualmente seleccionadas violaban la noción de que constituían una adaptación del siglo xix: el pico de un pájaro carpintero y las semillas con plumillas eran elegantes desde el punto de vista utilitario y obviamente benéficas para quienes las portaban; la cola del pavo real y la canción de rui­ señor no lo eran. De modo que era comprensible que los darwinistas del siglo xix, en especial los adaptacionistas convencidos como Walla­ ce, pensaran que los ornamentos masculinos no eran adaptaciones respetables. Pero Fisher cambió todo esto. Las explicaciones de Darwin-Fisher dan cuenta tanto del ornamento masculino como del gusto femenino. Y dan cuenta de ellos adaptativamente. Hay que admitir que las adaptaciones fisherianas todavía podrían parecer a algunos claramente contrarias a la intuición. Pero una de las contribuciones de Fisher fue mostrar qué tan contrarios a la intuición pueden ser los resultados de la selección, y ayudarnos a revisar nuestras intuiciones. Desde este punto de vista es particularmente inapropiado que la selección sexual de Darwin-Fisher haya terminado siendo llamada “mal adaptativa”, ¡sin mencionar lo injusto que es para con Fisher! A propósito, es extraño que los darwinistas críticos del adaptacio­ nismo de línea dura sostengan que las características sexualmente seleccionadas de Darwin-Fisher algunas veces son de algún modo mal adaptativas meramente porque no son “sensatas”. Tales críticos suelen acusar a los adaptacionistas convencidos de tener un punto de vista panglossiano de; las adaptaciones, el punto de vista de que la selección siempre va a dar como resultado lo que es “mejor”. Pero

cuando cuestionan la posición de las características sexualmente se­ leccionadas, ellos mismos están haciendo presuposiciones panglossianas con relación a cuán “sensatas” deben ser. En el darwinismo moderno se desvanecen los contrastes de Darwin entre la extravagancia de la selección sexual, sus trueques, y lo dañina que es, con la utilidad de la selección natural, su eficiencia, y sus beneficios. Todas las adaptaciones son compromisos; un true­ que entre apareamiento y depredación no es diferente en principio de un trueque entre alimentación y depredación. Y la selección sexual de ninguna manera es la única engendradora de adaptaciones dañi­ nas para el organismo que las lleva. Uno de los logros del darwinismo moderno es haber revisado nuestras ideas sobre lo que constituye una adaptación y sobre el ente que se beneficia de ella. No pensar más en los picos de los pájaros carpinteros sino en los genes de los parásitos manipuladores. La idea de que la selección, incluyendo la natural, siempre opta por soluciones elegantes y utilitarias que son “mejores” para quienes las llevan es un punto de vista del siglo xix. Hoy en día, hasta los adaptacionistas más acérrimos no necesitan sentirse incómodos con relación a las adaptaciones sexualmente seleccionadas. La selección sexual se convirtió en un campo para debates sobre el alcance del darwinismo, una indicación diciente de qué tan hetero­ doxo se creía que era. Por un lado, pluralistas como Wallace miraban la selección sexual como una herejía antidarwinista que amenazaba desbancar la selección natural. Por el otro, darwinistas que se con­ sideraban pluralistas le daban la bienvenida a la teoría como una alternativa a “nada fuera de la selección natural”.^Romanes, por ejem­ plo, declaró con satisfacción: “ Si alguien sostiene que la selección sexual es una verdadera causa de... modificaciones, está obligado a creer en que las innumerables... características se han producido sin referencia a la utilidad (diferentes, por supuesto, ala utilidad para propó­ sitos sexuales), y por tanto sin referencia a la selección natural” (Romanes 1892-7, ii, pág. 219). Consideró la posición de Wallace como otro ejemplo de visión estrecha e intransigente: la objeción de que los principios de la selección natural tienen necesariamente que tragarse los de la selección sexual... subyacen en la raíz de toda la oposición de Wallace a la teoría suplementaria de la selección sexual. Muestra ser consistente consigo mismo al negarse a considerar la evidencia de la selección sexual sobre la base de su an­

terior convencimiento de que en el gran drama de la evolución no hay lugar para más actor que aquel que aparece en la persona de la selección natural (Romanes 1892-7, i, pág. 3991).

Los prejuicios, que ya tienen cien años de edad, siguen vigentes. Ésta puede ser la razón por la que aún hoy algunos darwinistas niegan que la selección sexual sea sólo un caso especial de la selección na­ tural (por ejemplo, Arnold 1983, pág. 71). Pero ahora se está recono­ ciendo cada vez más que las disensiones tradicionles entre la selección sexual y otras fuerzas selectivas se han acabado. La selección sexual ciertamente trae más que su justa ración de propiedades extrañas. Pero, desde un punto de vista centrado en el gen, todas caen dentro del alcance de la selección natural. La selección sexual no necesita seguir viéndose como la antítesis a la selección natural; el darwinismo moderno da una vuelta a la página. La otra teoría de Darwin, parece al fin, no ser tan “otra”. Un .final feliz para la historia del pavo real La teoría de la selección sexual ha tenido una carrera complicada. Darwin la aplicó con mucha libertad. Detectaba la selección femeni­ na en la caída de una pluma. La reacción en contra de la teoría fue tan lejos que el programa de Wallace de reducir la selección sexual a la selección natural tuvo éxito durante casi un siglo. A lo largo de la mayor parte de este período, la selección sexual permaneció en los extramuros del darwinismo, despreciada, distorsionada o mal en­ tendida. La selección natural sufrió un eclipse parcial durante casi medio siglo tras la muerte de Darwin. La selección sexual sufrió un eclipse casi total por el doble del tiempo. A comienzos del siglo, por ejemplo, una reseña de Vernon Kellogg, muy larga y muy en su favor, sobre la teoría darwinista, despachaba la sección sexual como algo “ahora desacreditado casi del todo” (Kellogg 1907, pág. 3). Veinte años después, Erik Nordenskióld, en su historia de la biología (que de to­ das maneras era hostil al darwinismo) declaraba que la “doctrina de selección sexual... no la abraza hoy en día casi ninguno de los ver­ daderos científicos” agregando, como prueba tácita de lo poco adecuada que era, que, sin embargo, “la bibliografía de divulgación muestra trazas de ella” y cita en particular el “entusiasmo” de Strindberg (Nor­ denskióld 1929, págs. 474-5). Uno de los pocos abogados de la selección sexual durante este período, Edmon Selous, se quejaba de que había

UN FINAL

FELIZ

PARA

LA

HISTORIA

DEL

PAVO

REAL

sido totalmente suprimida: “Hice todo lo que pude para luchar por la verdad científica y en realidad he exhibido una evidencia inmensamente fuerte en favor de la teoría de Darwin de la selección sexual. Pero me parece, sin embargo, que puesto que la teoría misma está (oficialmente) sin respaldo, tal evidencia no se desea” (Selous 1913, pág. 98); dio como ejemplo un artículo en The British Bird Book donde dice; “ No hay referencia a ciertos hechos... que he registrado, aunque contradigan lo que generalmente se asevera sobre el tema... Nada se dice sobre la conducta de la hembra de las aves, que de ‘indi­ ferente’ no tiene nada, que muestra con tanta claridad su poder de selección... tal como lo infirió Darwin, pero que todavía se niega de manera tan constante” (Selous 1913, págs. 96-7). Con la llegada de la síntesis moderna la selección natural se volvió a establecer. Pero la selección sexual seguía siendo ignorada. Si miramos en el índice de cualquiera de los textos clásicos de aquel período no la encontrare­ mos. Si las entradas del índice son medida de la importancia que se le otorga a algo, entonces la selección sexual no estaba en la vanguardia de las ideas. En Dobzhansky (1937), Simpson (1944,1953), y aún en una revisión histórica reciente del período (Mayr y Provine 1980) es evidente su ausencia; en Mayr (1942,1963) y Rensch (1959) se men­ ciona una vez; en Huxley (1942) se le da un tratamiento más largo: dos páginas (págs. 35-7). La contribución de Fisher debió haber res­ catado la selección sexual de la oscuridad. Pero esto toma aún otro siglo. ¿Por qué la teoría de Darwin -que hizo surgir tanto interés en sus comienzos y lo ha hecho de nuevo en las décadas recientes- por qué, durante los años que pasaron entre esas dos épocas sufrió una carrera tan poco gloriosa? A primera vista, la razón principal podría ser que la propia versión de Darwin de la teoría dejó la selección de la hembra sin explicación. Y sin explicación permaneció hasta que Fisher retomó el problema: Si en lugar de considerar la existencia de la preferencia sexual como un hecho básico, que se establece sólo bajo observación directa, consi­ deráramos que los gustos de los organismos, como sus órganos y facultades, tienen que ser considerados como productos del cambio evolutivo, gobernados por la ventaja relativa que tales gustos puedan conferir, parece... que... una preferencia sexual de una clase particular puede conferir ventaja selectiva y por tanto puede convertirse en algo establecido en la especie (Fisher 1930, pág. 50).

Con el beneficio de una mirada retrospectiva de tipo fisheriano des­ de el presente, la omisión de Darwin en realidad se nos revela como una brecha sería y obvia. Entonces sorprende darnos cuenta de que difícilmente explica todo el rechazo de la selección sexual. Esta objeción solamente desempeñó un papel relativamente menor en las críticas de la teoría. Ésta es probablemente la razón por la que los darwinistas no apreciaron la teoría de Fisher en la importancia que tenía. Si uno no ve el problema, es muy difícil que valore la solución. John Maynard Smith es desalmadamente franco sobre el poco im­ pacto del análisis que Fisher hizo: “En las extensas publicaciones que marcaron el centenario de El origen de las especies, el único trata­ miento explícito de la selección sexual fue el de Maynard Smith (1958a). Aunque yo describí un mecanismo posible para la selección femenina en la Drosophila subobscura, es claro que no había leído o entendido a Fisher” (Maynard Smith 1987, pág. 10). Una razón más importante para haber hecho a un lado la selección sexual es que siempre había despertado el miedo de ser antropomórfica, de llevar la idea de que los atributos humanos se le adjudicaban injustificada a los animales. Era la selección femenina y, peor que todo, el gusto estético femenino lo que demostró ser tan perturbador. Tomemos la noción de escogencia. En lo que atañía a los darwinis­ tas del siglo x ix al menos, no es obvio por qué debían haberse sentido tan incómodos por el hecho de que los pájaros, insectos y peces esco­ gieran sus compañeros. Hay que admitir que pocos de ellos siguieron a Darwin en tratar a los humanos como otros animales. Pero en términos generales no estaban en contra de dignificar a los demás con hacerlos un poco como nosotros, mientras la analogía no fuera demasiado lejos. Y, ciertamente, aplicaban la idea de selección a otras esferas. Hablaban con toda tranquilidad de animales que escogían entre diferentes alimentos o materiales para hacer los nidos o el hábitat. Pero se ponían claramente incómodos ante la mención de la selección de parejas. Por supuesto que habrían podido argumentar que había presiones selectivas fuertes que hacían evolucionar la dis­ criminación del alimento, mientras el gusto de la hembra no surgía por ninguna razón aparente, sin ninguna fuerza selectiva que la llevará a mejorar, sin el desarrollo de una discriminación cada vez más fina que proporcionara ventajas a la hembra o a su compañero. Sin embargo, hemos visto que esta brecha explicativa difícilmente preocupaba a los críticos del siglo xix. De modo que sorprende pen­ sar en qué se supone que radicaban las diferencias entre la selección

del compañero y la selección de cualquier otra cosa. “ ¿Por qué eran los juicios sobre los compañeros vistos como'iogros mayores que el juicio de un pájaro acerca de cuál huevo en un nido es de ella y cuál del cucú, o el juicio de un camaleón sobre mimetizarse precisamente contra su fondo? Encontramos a Wallace, por ejemplo, dudando de que las aves pudieran seleccionar sus compañeros. Pero éste es el Wallace que informó cómo escogen las aves comerse ciertos insectos, evitando los que no les saben bien (Wallace 1889, págs. 234-8). Éste era el Wallace que hacía énfasis en que las aves debían seleccionar sus compañeros de entre sus propias especies más bien que de otras y, lo que es más, usar marcadores arbitrarios para hacerlo. ¿Qué mecanis­ mos diferentes podría haber pensado que requeriría una selección “de buen gusto” ? Hay que admitir que no podemos saber cómo se las arregla un animal para discriminar entre su propia especie y otras; pero, como dijo Fisher: “No es conjetura el hecho de que existe un mecanismo discriminativo y que sus variaciones serán capaces de dar lugar a discriminaciones semejantes dentro de la propia especie” (Fisher 1930, pág. 144). De nuevo encontramos a Wallace dudando de si los pájaros podrían hacer discriminaciones entre diferencias muy pequeñas. Pero éste era el Wallace que se maravillaba del parecido del insecto con una hoja o una flor, un parecido tan estrecho que aun un naturalista de su talla podría engañarse al examinar una “flor”, que salía volando cuando él la tocaba. ¿Y cuál era la fuerza selectiva que había producido una serie de adaptaciones tan perfectas si no la discriminación visual de los pájaros? Más tarde los darwinistas fueron más consistentes en su intran­ quilidad sobre la selección femenina. A la vuelta del siglo, “la ten­ dencia principal en los estudios comportamentales se dirigía hacia las explicaciones mecanicistas y se apartaba de cualquier cosa que oliera a antropomorfismo” (Maynard Smith 1987, pág. 10). La selección de compañero cayó bajo sospecha junto con la selección de comida, de hábitat o de cualquier otra cosa. De hecho, a pesar de las protestas de una vigorosa minoría de etólogos, las primeras décadas del siglo vieron algo así como un movimiento hacia la fisiología de laborato­ rio, alejada de cualquier cosa que tuviera que ver con el comporta­ miento. Sólo hasta cuando la etología comenzó a establecerse, entre las décadas de 1930 a 1950, se desafiaron estos puntos de vista restrin­ gidos sobre otros animales. “Los animales son gente emocional de inteligencia extremadamente pobre”, decía el eslogan predilecto, de una de las figuras más importantes del movimiento, Konrad Lorenz

(Durant 1981, pág. 177). Estos etólogos se veían a sí mismos como personas que seguían rechazando firmemente el antropomorfismo, pero que pensaban “que era posible entender los animales del mismo modo que entendemos a nuestros compañeros hombres” (Durant 1981, pág. 186). Las dos tendencias paralelas del principio de conti­ nuidad de Darwin, comenzaron una vez más a tomarse en serio; Dar­ win no sólo había explicado “los pensamientos y acciones humanas... en términos de instinto animal, [sino que también explicaba el com­ portamiento animal]... en términos de pensamiento y sentimientos humanos... aun cuando bajaba la mente del hombre a la naturaleza, Darwin subía la mente de los otros animales para que se encontra­ ran” (Durant 1985, pág. 291). La selección natural no fue retomada de inmediato otra vez. Pero fue el comienzo de un clima más favorable para ella. A riesgo de parecer que trato de apoyar ambas partes, diré ahora que la teoría déla selección sexual no requiere tal clima. No hay nada necesariamente antropomórfico en que las hembras seleccionen sus compañeros. Hablar de la selección femenina es sólo decir que ha habido selección de genes que tienen el efecto de hacer que las hem­ bras se comporten como si estuvieran escogiendo. Tal punto de vista no hace presuposiciones -antropomórficas o de ninguna otra dasesobre lo que produce el comportamiento ni sobre qué mecanismos son responsables de este efecto. Un pavo real hembra puede pasar por un proceso que es como nuestra comprensión humana de la selección; y puede no hacerlo. Decir que las hembras “prefieren” machos que les pueden dar hijos atractivos, es sólo decir que hay ahora o ha habido en el pasado evolutivo diferencias genéticas en la población que causan o han causado diferencias en el comporta­ miento; y que, por esas diferencias, algunas hembras tienen una probabilidad mayor que otras de aparearse preferencialmente, de tal manera que terminen “con hijos atractivos” ; esto es, hijos que se beneficiarán de la misma clase de apareamiento preferencia!. Así, al igual que con cualquier teoría que tenga que ver con genes “egoístas” (Dawkins 1981), la teoría de la selección sexual no requiere ningún clima de antropomorfismo, pues no trata de animales que discriminan sino de genes que discriminan, y sólo un pedante (Midgley 1979a) llamaría a esto antropomórfico. De hecho, las interpretaciones antropomórficas de selección de pareja podrían incluso dificultar nuestra comprensión, al hacernos pensar en términos de individuos en lugar de genes. Tomemos por

ejemplo el análisis reciente que expusimos antes (cuando examiná­ bamos la noción de características epigámicas) sobre cuándo una se­ lección es en realidad una selección. ¿En qué punto, por ejemplo, la competencia o la cohesión entre machos vuelve la selección femeni­ na activa en algo más pasivo, tan pasivo que ya ni siquiera se pueda llamar escogencia ni, en realidad, su escogencia? Si pensamos en términos de animales que hacen selecciones, es difícil evitar tales preguntas (¡y difícil responderlas!). Pero si pensa­ mos en términos de genes y de sus efectos fenotípicos, podemos ser capaces de esquivar estos problemas y mirar el asunto de escogencia de manera más provechosa. Consideremos un modelo de cortejo en el cual los machos fuerzan a las hembras. Mirado desde un punto de vista de los individuos es sorprendente encontrar que un sexo termi­ ne siendo sistemáticamente manipulado. ¿Qué diablos sacan con ello? Pero, desde un punto de vista genético, no hay sorpresa. Un gen para manipulación de la hembra ejerce sus efectos fenotípicos (extendi­ dos) tanto en el macho como en la hembra. Si estos efectos confieren una ventaja selectiva sobre las alternativas disponibles -una presu­ posición no improbable en este modelo- entonces el gen va a proliferar. En general, podría muy bien demostrar ser más esclarecedor preguntarnos cómo ejercen estos genes su poder a través de los efectos fenotípicos de cualquier sexo, que preguntar cuál sexo está “en reali­ dad” haciendo la escogencia. Con seguridad es ésta la cuestión más interesante para los darwinistas. Si ya es suficientemente difícil encon­ trar qué constituye el libre albedrío en los humanos, ¿por qué com­ plicarnos la vida innecesariamente con la metafísica de la preferencia de las hembras de los pavos reales? Dado que la noción de selección no nos compromete con ninguna noción de antropomorfismo, por fin están los darwinistas libres de la noción asociada de gusto estético, que ha sido la otra objeción tradi­ cional a la selección. La insistencia de Darwin en que la selección de pareja era estética provocó un coro de críticas desde sus días hasta los presentes. Para los naturalistas del siglo x ix en particular, la noción de que los animales “inferiores” compartieran una experiencia tan elevada como el sentido estético, ofendía sus sentimientos (¡en bue­ na medida estéticos!) sobre lo que era propio de “ellos” y de “nosotros”. La estética se consideraba por lo general como una de esas áreas, como la moral y la racionalidad, que podían evitar que otros animales se nos acercaran tanto que no pudiéramos seguirnos sintiendo cómodos. De manera que una de las mismas razones que atrajeron a Darwin a

la teoría de la selección sexual -que el gusto estético de la hembra soldaba un vínculo en la cadena de la continuidad- la hacía repug­ nante a la mayor parte de sus contemporáneos (como hemos visto en el caso de Wallace). A lo largo de la historia de la teoría, los defensores bien intencionados de Darwin han argüido que él no presuponía el sentido estético (o al menos, que no intentaba hacerlo), que la idea sustentada por él era un invento de sus críticos y que la presuposición de todas maneras era irrelevante en su teoría. Lloyd Morgan decía que “Darwin ocasionalmente se expresa de modo descuidado sobre el asunto”, pero que su teoría podría “desnudarse de todos sus excedentes estéticos innecesarios” (Morgan 1896, págs. 218, 263). Y algunos comentaristas han dicho algo muy parecido (por ejemplo, Ghiselin 1969, pág. 218; Morgan 1896, pág. 263; O’Donald 1980, págs. 2-3, 5). Con una interpretación no antropomórfica de la selección, este debate pierde su interés. Se reduce a la cuestión de cómo llamamos a las cosas. Y todos sabemos que tales asuntos no son importantes, que los nombres no importan y que es inútil pelearnos por palabras. Después de cumplir mi deber de decir esto, voy, sin embargo, a hacer de ello un problema, a convertirlo en un problema sólo esta vez, a sugerir que al fin y al cabo sí deberíamos ir con Darwin y llamar a una escogencia de macho de “buen gusto” darwin-fisheriana, una escogencia estética. ¿Por qué? Porque esto nos ayuda a tener en cuenta sus similitudes con el gusto estético humano, con el juicio y con la moda, y sus diferencias de la selección sensata de Wallace. El modelo de Fisher se parece más a los modelos de selección estética de los humanos en que los criterios de selección tienen una cualidad de autogobierno, de autonomía, de capricho, de belleza por la belleza; es el gusto y sólo el gusto lo que pone los parámetros, sin referencia a consideraciones utilitarias. Una cola es popular sólo porque es popular y sólo a través de ese autorrefuerzo es como se mantiene la autopopularidad de generación en generación. La propia versión de Darwin de esta teoría tenía menor justificación de llamarlo gusto estético. Pero Fisher reinvindicaba la analogía de Darwin; cuando la teoría darwinista aumentó con el análisis fisheriano, la descripción se vuelve enteramente adecuada. Hay que admitir que la belleza puede no estar en el ojo de quien la contempla; pero ciertamente está en sus genes. Todo esto hace un fuerte contraste con la selección de sensatez wallaciana. No hay nada estético en la preferencia utilitarista de que haya una buena cantidad de suministros alimenticios o inmunidad a la enfermedad; allí no hay parámetros arbitrarios.

Y a propósito, mientras estamos en el tema de cómo describir la selección femenina, notemos que se ha vuelto común hablar de las “ hembras tímidas” (y de los “machos ávidos” ) (v. gr. Bradbury y Andersson 1978, pág. 4). No puedo resistir preguntarme qué palabras se emplearían si los papeles sexuales fueran los contrarios. ¿Se llamaría a un inversionista o a un ejecutivo masculino tímido por no tirarse de cabeza a la primera opción? Si los machos fueran quienes escogieran a las hembras, serían ellos “tímidos”, o más bien discriminadores, juiciosos, responsables, prudentes, con poder de discernimiento (y, a propósito, ¿serían las mujeres “impetuosas”, o sinvergüenzas, frívolas, locas y arrojadas?). Ahora pasemos a una última influencia que trabajó contra la selección sexual y que ya he examinado: la popularidad de la alterna­ tiva de la selección natural de Wallace. Este salirse de la selección sexual refleja, - y en sí mismo contribuyó a ello-, la creciente preocupación del darwinismo con el asunto del origen de las especies. Hemos visto cómo podrían agruparse en dos los problemas que Darwin enfrentó: adaptación y especiación. La adaptación había sido de gran impor­ tancia tanto para la teología natural predarwinista como para los comienzos del darwinismo temprano. Pero este interés fue disminu­ yendo con el eclipse del darwinismo y en particular con el surgimiento de la ortogénesis y el saltacionismo, teorías ambas que enfatizaban los aspectos supuestamente no adaptativos de los organismos. Un giro en el énfasis fue incorporado en el renacimiento del darwinismo. Cuando Darwin renació con la síntesis moderna, lo central era el problema de la especiación. En esta óptica, las cuestiones sobre se­ lección del compañero se reducían a la cuestión de las marcas de reconocimiento de la especie, los mecanismos de aislamiento etológico y otros por medio de los cuales se sabe que las especies se establecen y se preservan (v. gr. Lack 1968, págs. 159-60; Mayr 1942, pág. 254; Rensch 1959, págs. 11-12). Aunque el surgimiento de la etología demostró de algunas mane­ ras ser favorable al estudio de la selección sexual, también reforzó su tendencia a centrarse en las diferencias entre las especies más bien que en las diferencias dentro de ellas. Gran parte del éxito de la tradi­ ción etológica radicaba en tratar el comportamiento no como una variable sino como algo estereotipado dentro de las especies. Pero la selección sexual trata de la variación intraespecífica: colas un poco más largas, preferencias un poco más fuertes. Como el etólogo Peter Marler ha dicho:

Todavía les debemos a nuestros progenitores etológicos la com­ prensión de que lo que parece al observador no iniciado como una serie de movimientos que varían continuamente, demasiado caóti­ cos para ser manejados científicamente, suele tener, en su corazón, acciones estereotipadas y específicas de la especie... [Pero la selección sexual trata] del grado en que el comportamiento varía, dependiendo de las mismas especies, y aún en la misma población. Esta variaciónes la materia prima sobre la cual pueden operar las fuerzas de la selección sexual (Marler 1985, págs. ix-x).

Darwin aceptaba que concebir la cola del pavo real como un pro­ ducto de la selección femenina era un “una extensión tremenda” (Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 90). Pero nunca cedió en su insis­ tencia de que debiéramos extender nuestra creencia. “Mi convicción del poder de la selección sexual permanece inconmovible” (Darwin 1871, segunda edición., pág. viii), dijo en el prefacio de la segunda edición de El origen del hombre. Contrastan estas palabras con sus dudas sobre la selección natural y son todavía más dicientes. Su convicción permaneció inamovible hasta el final. Tal como Romanes lo anotó, sus últimas palabras para la ciencia -leídas solamente unas cuantas horas antes de su muerte en un encuentro de la sociedad zoológica- fueron: “ Quizás se me permita decir que después de haber sopesado con cuidado y en la mejor de mis capacidades los diferentes argumentos que se han adelantado contra el principio de selección sexual, sigo firmemente convencido de su certeza” (Romanes 1892-7, i, pág. 400; véase Darwin 1882).

Darwin confiaba en que al fin “la idea de la selección sexual [serialmás aceptada” (Darwin 1871, segunda edición, pág. ix). Ha tomado más de un siglo, pero al fin su predicción demostró ser cierta. Un final feliz para el cuento del pavo real; o quizás sea éste en realidad el comienzo...

L A H O R M IG A

La selección natural es exigente, agotadora, implacable. Es intolerante con la debilidad e indiferente al sufrimiento. Favorece al duro, al terco, al sano. Uno puede esperar que los organismos moldeados por esta fuerza lleven su sello, que sufran en su propia imagen, -se puede esperar que estén comprometidos en la lucha, persiguiendo sus pro­ pios intereses, sin importarles los demás- Lo más seguro es que la selección natural con seguridad aleje la caballerosidad y el autosacri­ ficio. El egoísmo sería el ganador.

El problema solucionado Un pájaro da una llamada de alarma. Esto parece ser algo bastante altruista: advertir a los demás el peligro, alertando peligrosamente al depredador de su propia presencia. ¿Cómo podemos explicarlo? Si adoptamos un punto de vista centrado en el organismo, no seremos capaces. Y lo que es peor, si adoptamos uno grupal, o a nivel de espe­ cies, tampoco será demasiado fácil “explicar” todo, y acabaremos empantanados en un lodazal que, como lo veremos pronto, permeó el darwinismo, durante varias décadas. Pero si nos centramos en un punto de vista basado en el gen, el problema desaparece, para nuestro regocijo, ante nuestros propios ojos. Consideremos primero la idea de la selección de parentesco (Fisher 1930, págs. 177-81; Haldane 1932, págs. 130-1, 207-10,1955, pág. 44; Hamilton 1963, 1964, 1971, 1971a, 1972, 1975, 1979; véase también Dawkins 1979; Grafen 1985). Éste es el principio en que la selección natural puede favorecer el acto de un organismo, brindándole ayuda a sus parientes, aunque la ayuda sea costosa para el organismo mismo. ¿Cómo funciona? Imaginemos un gen que tiene el efecto de hacer que el organismo en donde se aloja se comporte de tal manera que le ayude a copias suyas en otros organismos, por ejemplo, un pájaro que da llamadas de alarma para ayudar a otros, pero sólo cuan­ do estos otros también tienen un gen que los lleva a comportarse del mismo modo. Un gen que hiciera que quien lo lleva opere una polí­ tica como ésta, de ayuda diferenciada, podría, obviamente, si todo lo

demás permanece igual, prosperar. Pero el problema es que la ayuda debe ser diferencial; si a los pájaros que no tienen el gen de hacer llamadas de alarma se les ayuda tanto como a aquellos que sí lo tienen, la selección natural no va a favorecer a aquel gen. No es fácil que “un gen” reconozca copias de sí mismo en otros individuos. Un modo de aumentar la probabilidad de que el altruismo llegue sólo a su objetivo buscado es, para decirlo de manera burda, mantenerlo en familia. Si de alguna manera yo llevo un gen de comportamiento altruista, entonces es más probable que mis parientes lo lleven, que cualquiera otro, escogido al azar de entre la población. Mientras más cercano es el parentezco más probable es que compartamos aquel gen; mientras más distante sea el parentezco, mayor la probabilidad de que un miem­ bro al azar de la población lo tenga. Si pensamos en la distribución probable de un gen altruista como éstos podremos ver cómo pueden ser las preferencias de la selección natural. Si, por ejemplo, yo tuviera que elegir entre salvar mi propia vida o la de dos hermanos o la de ocho primos, entonces (con todas las demás condiciones iguales -siendo esto una condición crucial-) la selección natural sería indiferente a lo que yo debería hacer, pero si yo pudiera salvar a tres hermanos o a nueve primos, entonces la selección natural favorecería este altruis­ mo de autosacrificio, y favorecería el que yo salvara a mis parientes antes que mi pellejo. Un gen para una actitud altruista de salvar la vida, en promedio, haría que proliferaran más copias de sí mismo que el gen alternativo de aferrarse de modo no altruista a la propia vida. Pero todas las otras condiciones tienen que ser iguales. La razón por la cual no encontramos individuos que arriesguen sus vidas por una buena cantidad de primos segundos es que es improbable que sea práctico reunir esas hordas. Y la razón por la cual la ayuda con tanta frecuencia va en una sola vía, aunque la relación genética sea simétrica, es que hay asimetrías prácticas; los padres están en una mejor posición de amamantar a los descendientes o de enseñarles a volar que los descendientes de intentar lo contrario, y lo mismo es válido para hermanos mayores que le ayudan a los menores, -lo cual está bien, de lo contrario después de dar cada cosa habría que devol­ verla escrupulosamenteDe todos modos podemos ver que a pesar del nombre “selección de parentesco” no hay nada mágico en ayudarle al pariente en lugar de ayudarle a cualquiera otro. Se trata sólo de que la selección de los parientes puede ser un método eficiente y práctico por medio del cual un gen de altruismo puede practicar la discriminación. Las re­

glas de la discriminación no necesitan poder identificar a hermanos y sobrinos como tales. En realidad podría ser algo muy simple: “ayúda­ le a aquellos que se han criado en el mismo nido que tú” o “ayúdale a los que vuelan igual que tú” o (en especies que tienden a permanecer en un sólo lugar) “ayúdale a tu vecino”. Abundan los ejemplos de la vida real. En varias especies de ardillas terrestres (tales como la Spermophilus beldingi), las hembras, a dife­ rencia de los machos, viven cerca de sus parientes. Esto da vía libre para la selección de parentesco. Y se nota que cuando las hembras dan los llamados de alarma, actividad altamente peligrosa, discrimi­ nan en favor de sus madres, hermanas e hijas (Dunford 1977; Sherman 1977, 1980, 1980a). En la gallina natural de Tasmania ( Tribonix mortierii), un grupo de cría a veces está conformado por dos machos y una hembra. Resulta a veces que, cuando esto ocurre, los machos son hermanos; cuando hay un exceso de machos es de gran ventaja selectiva para los machos que se aparean compartir su pareja con un hermano, en lugar de expulsarlo (Maynard Smith y Ridpath 1972). La selección de parentesco, entonces, tiene algunas veces que estar com­ prometida en “ayudar con el nido” -dejando a un lado la procreación propia y ayudando a la crianza de los descendientes de otros- lo que se sabe ocurre en más de 150 especies de pájaros (Brown 1978; Davies 1982; Emlen 1984). En la mayoría de los casos (aunque no en todos (v. gr. Ligón y Ligón 1978; Stacey y Koenig 1984)) los jóvenes del nido son hermanos u otros parientes cercanos del que ayuda. Bajo ciertas condiciones (por ejemplo, cuando hay pocos sitios de procreación en el territorio) ayudar a criar a un pariente puede pagar mejores dividendos que intentar procrear uno mismo. Pero, ¿qué sucede si los beneficiarios no son parientes del animal? ¿Cómo podríamos explicar entonces el comportamiento altruista? La reciprocidad es una respuesta. Lo que parece altruismo, en realidad podría pagarle bien a los participantes. Podrían estar intercambiando favores altruistas de tal modo que a todos les vaya mejor al cooperar que como les iría al no hacerlo. Los costos de los buenos actos se com­ pensan por un buen acto que se hace a su vez. Pero, ¿cómo podría resultar un arreglo tan cálido y benéfico para ambas partes? Para un estratega darwinista egoísta esto está listo para ser explotado: cierta­ mente, la cooperación paga dividendos. Pero, ¿no pagaría mejores dividendos la no cooperación? Lejos de evolucionar, es seguro que la cooperación degeneraría en trampas, y los desertores se aprovecha­ rían de las buenas oportunidades de una fuente siempre en merma.

Prisionero uno Las ganancias son para el Prisionero uno

COOPERA

COOPERA

REHÚSA COOPERAR

Bastante buena

La mejor

R: la recompensa por la cooperación mutua

T: la tentación de desertar Sentencia de un año

Prisionero dos REHÚSA COOPERAR

Sentencia de dos años

La peor

Bastante mala

C: castigo por traición mutua

P: el merecido del criminal Sentencia de seis años

Sentencia de 10 años

El dilema del prisionero

Si todo el mundo cooperara, todo el mundo estaría mejor; pero el mejor curso para un individuo es perseguir su propio interés; y así todo el mundo inevitablemente acabará en una situación peor. O así parece a primera vista. Sin embargo, se ve que tal pesimismo no tiene bases. La manera correcta de mirar el problema es utilizando la teoría de los juegos, como lo hizo el especialista norteamericano en ciencia política Robert Axelrod junto con W. D. Hamilton, y como fuera anunciado por Robert Trivers (Axelrod 1984, particularmente págs. 88-105; Axerold y Hamilton 1981; Trivers 1971,1985, págs. 361-94, particularmente págs. 389-92; véase también Dawkins 1976, segunda edición, págs. 202-33). Axelrod y Hamilton buscaron un modelo bien analizado en la teoría de los juegos, el dilema del prisionero, porque capta exactamente el problema: la persecución racional del interés individual, que lleva a todos a un resultado que nadie prefiere. Ima­ ginemos dos cómplices de un crimen, que esperan juicio. Cada uno tiene ante sí dos opciones: cooperar con el otro, rehusando confesar, o abandonar su alianza y confesar. Si ambos cooperan -mantenien­ do los labios sellados- entonces las autoridades no les pueden acusar de mucho y a cada uno le dan una sentencia liviana (R: la recompen-

sa por cooperación mutua); si uno traiciona al otro y le da la eviden­ cia al rey, mientras el otro rehúsa hablar, entonces al que traiciona se le premia con una sentencia aún menos fuerte (T: la tentación de desertar) mientras el otro recibe la sentencia más dura (P: el merecido del criminal); si ambos hablan, entonces cada uno recibe una sen­ tencia más suave de la que habrían tenido si hubieran mantenido un silencio firme y solidario, pero más fuerte que la sentencia que a cada uno le hubiera tocado por cooperación mutua (C: castigo por traición mutua). Entonces, ambos tienen una escala para las preferencias. T. R. C. P; T es el mejor resultado y P el peor. Notemos que en este juego no hay suma cero. En un juego de suma cero mi pérdida es tu ganan­ cia, como si mi banquero estuviera dividiendo una suma fija entre los dos; en un juego de no suma cero, me puedo beneficiar sin que tu pierdas; trabajando juntos, ambos podemos beneficiarnos a expen­ sas del banquero. Los prisioneros han de tomar sus decisiones sin saber qué va a hacer el otro. ¿Cómo actuaría un prisionero racional? Él acusaría independiente de lo que haga el otro prisionero, la traición paga más que la cooperación. Su argumento sería así: “Su­ pongamos que mi socio en el crimen coopera. A mí me puede ir bastante bien, cooperando también (R). Pero me podría ir mejor traicionando (T). Supongamos que, por el contrario, él me traiciona. Entonces si yo coopero me va ir peor que si hiciera cualquier otra cosa (P). Así que, debo traicionar (C). Yo espero que suceda lo mejor (T), y evito lo peor (P).” Y puesto que ambos prisioneros razonan de esta manera, ambos terminarán traicionando. De manera que aca­ ban optando por la preferencia de más bajo rango (C) que por la preferencia de rango más alto (R). Éste es el dilema: es buen negocio traicionar, sin importar lo que el otro haga; pero, sin embargo, si ambos traicionan, entonces a cada uno le va menos bien que si ambos hubiesen cooperado: “lo que es mejor para cada persona indivi­ dualmente lleva a la traición mutua, mientras que a todo el mundo le hubiera ido mejor con la cooperación mutua” (Axelrod 1984, pág. 9). Pero el dilema tiene una solución. Hemos hablado de una jugada y no más; supongamos, sin embargo, que los participantes juegan repetidas veces; supongamos que cada uno sabe que los dos con toda probabilidad se encontrarán un número indefinido de veces. Su­ pongamos, para usar la potente metáfora de Axelrod, que el futuro puede lanzar su larga sombra sobre el presente. Bajo tales condiciones, la cooperación puede evolucionar. Consideremos, por ejemplo, la estrategia de golpe por golpe: cooperar en el primer movimiento y

después copiar lo que el otro hizo en el movimiento previo. Golpe por golpe no es nunca traicionar primero; es vengar la traición, trai­ cionando en el próximo movimiento, pero enseguida dejar que lo pasado sea pasado. Resulta que esta estrategia altamente cooperativa puede evolucionar, aun cuando inicialmente se encuentra con estrate­ gias de explotación, donde hay una fácil traición. Y puede ser estable para no dejarse invadir por ellas. Si quiere poder salir adelante, una proporción crítica de sus encuentros debe ser con cooperadores como él mismo; de otra manera la estrategia siempre traicione va a evolu­ cionar, se va a volver estable. En resumen, para usar un concepto que tocamos antes, golpe por golpe equivale a una estrategia evolutiva­ mente estable (EEE): una vez que él, o algo así, excede una frecuencia crítica en la población, entonces (no estrictamente, pero para todos los propósitos) tal estrategia será estable contra una invasión de cualquier otro. ¿A qué se debe este éxito? Axelrod identifica varias propiedades; en particular, ser “bueno” (nunca traicionar primero), “dejarse pro­ vocar” (que se vengue contra la traición) y no ser “rencoroso” (dejar que el pasado pase y volver a la cooperación). La nobleza genera la recompensa de la cooperación; el ser provocado desanima a la traición persistente; y la capacidad de olvido lleva a brotes largos y reverbe­ rantes de recriminación y contra recriminación. La razón por la cual una estrategia con estas propiedades puede ser tan exitosa es que cuan­ do juega contra otra estrategia semejante, entonces ambos jugadores pueden obtener la recompensa por cooperación mutua (R) en cada encuentro; pueden tomar ventaja plena de jugar un juego que no suma cero para ayudarse el uno al otro a fin de obtener un puntaje de promedio alto para cada uno de ellos. A diferencia de estrategias menos cooperativas, éstas nunca recogen un pago espectacular por la traición (T); pero tampoco bajan hacia esos pagos pobres donde hay un sólo criminal o la traición mutua (P o C) que las estrategias menos cooperativas con toda probabilidad infligirán uno al otro, a menudo de un lado a otro, en recriminaciones cada vez mayores. En la evolución, una estrategia se ve representada en una generación en proporción a su éxito en la generación previa. De modo que mientras más exitosa sea una estrategia de golpe por golpe, más probable será encontrarla, y más probable será que disfrute de las ventajas de la cooperación mutua. Y así es como del autointerés darwinista puede evolucionar la cooperación; del egoísmo sale el altruismo.

Tal cooperación aparentemente ocurre entre las hembras de los murciélagos vampiros (Desmodus rotundus) cuando regurgitan la sangre que le sacaron a ciertos compañeros de percha que no encontra­ ron comida durante su búsqueda nocturna (Wilkinson 1984; véase también Wilkinson 1985). Algunas veces los recipientes son los des­ cendientes u otros parientes, pero otras no tienen relación alguna; resulta que en tales transacciones hay un gran espacio para la coope­ ración de tipo golpe por golpe. El futuro lanza una larga sombra; las mismas hembras (parientes y no parientes, sin machos) a menudo cuelgan de la percha juntas por muchos años. El costo de la regurgi­ tación es relativamente bajo cuando un murciélago es el donante, pero el beneficio es relativamente alto cuando es un recipiente (porque el valor de una comida se eleva significativamente con el tiempo transcu­ rrido desde la última comida; un murciélago bien alimentado normalmente ha comido más de lo que necesita para sus requeri­ mientos, pero una vez que la pérdida de peso comienza, aumenta de manera tan rápida que sólo se necesitan tres días para que un murcié­ lago muera de hambre). Son comunes los viajes para buscar alimento que no tienen éxito y es igualmente probable que esto le suceda a cualquier miembro de la percha (aparte de los murciélagos jóvenes, a los que les sucede más a menudo), de manera que es probable que los papeles de donantes y recipientes se alternen a menudo. Los indivi­ duos pueden reconocerse unos a otros; y, mientras más cercanos sean dos murciélagos, más probable es que cada uno va a favorecer al otro cuando regurgite. Gerald Wilkinson investigó minuciosamente éstas y otras condiciones que se esperarían si los murciélagos estu­ vieran comprometidos en el dilema del prisionero con una solución de tipo golpe por golpe. Llegó a la conclusión de que en realidad esto era lo que hacían. Es posible que en las golondrinas (Tachycineta bicolor) haya evolu­ cionado una relación de golpe por golpe entre adultos que se reprodu­ cen y no reproductores (ni parientes ni ayudantes) que se mantenían cerca de los nidos de modo oportunista, esperando tomárselos (Lombardo 1985). Los dos grupos generalmente practican restricciones mutuas en lugar de comprometerse en una agresión abierta; los padres posiblemente logren ayuda defendiendo el nido y los que no procrean posiblemente ganen información sobre lugares buenos para anidar. Cuando Michael Lombardo simuló la traición de los no reproductores, haciéndola aparecer como si dos pájaros disecados que había coloca­

do cerca del nido habían matado a dos pichones, los padres se vengaron atacando los pájaros disecados; pero rápidamente “perdonaron” a los aparentes traicioneros cuando sus pichones vivos les fueron devueltos. Las mismas fuerzas pueden trabajar cuando los mandriles oliva machos (Papio anubis), se juntan en coaliciones temporales (no de parientes) contra opositores solos (Packer 1977); cuando los monos vervet (Cercopithecus aethiops) están más deseosos de ayudar a otros (de nuevo no parientes) si el individuo que solicita ayuda ha acicalado al ayudador (Seyfarth y Cheney 1984); cuando las mangostas enanas (Helogale parvula) hacen el papel de “nanas” (para los no parientes) (Rood 1978); cuando los peces espinosos (Gasterosteus aculeatus) juntos emprenden la peligrosa tarea de aproximarse a un depredador que viene pisando con fuerza (Milinski 1987); y cuando parejas de peces hermafroditas de los bancos de corales, el mero negro (Hypoplectrus nigricans) se turnan, mientras ponen los huevos, en la alternancia de ser el socio “macho” (baja inversión reproductiva), y el socio “hembra” (alta inversión) (Fischer 1980). Los altruistas recíprocos tienen que tener alguna manera de reco­ nocerse entre sí, una manera de discriminar en favor de aquellos que hacen buenos turnos y contra los que no. Pero no necesitan un cerebro demasiado desarrollado, o ningún cerebro, que maneje esto; como hemos advertido, en el caso de la selección de parentesco cualquier equivalente funcional a una discriminación inteligente servirá. Podría ser un contacto constante entre dos especies mutuamente dependien­ tes, tales como el cangrejo eremita y su socia, la anémona de mar. O podría ser un lugar único de encuentro, tal como los sitios confiables adoptados por los peces que necesitan que les quiten los parásitos y aquellos que se los quitan. De manera que los juegos del dilema del prisionero no tienen que estar confinados a murciélagos, golondrinas y monos. Aun los microbios y sus anfitriones podrían jugar. Axelrod y Hamilton han especulado que el dilema del prisionero en esta clase de análisis podría explicar por qué los microbios que son normalmente benignos pueden de pronto volverse virulentos cuando su anfitrión está fuertemente herido o tiene una enfermedad mortal. La sombra del futuro de repente se encogió. Si el microorganismo necesita ser infectivo para diseminarse a otros anfitriones, entonces es el momento de aprovechar la oportunidad. Y quizás, lo han sugerido, los cromosomas en la célula reproductora de una mujer pues hacen lo mismo cuando ella llega al final de su vida reproductiva. Esto podría explicar el aumento de cierta clase de defectos genéticos en los des-

¿Monstruo raro o desventaja egoísta? El guanaco centinela (huanaco) (de The Naturalist in La Plata, deHudson)

Mientras la manada pasta, un animal actúa como centinela, estacionado en una colina; a la aparición del peligro profiere un aullido de alarma agudo, todos emprenden la huida al instante... Son excitables y por épocas se permiten actuaciones raras. Darwin escribe: “En las montañas de Tierra de Fuego he visto más de un huanaco que, al aproximarme a él, no sólo gimotea y chilla sino que brinca y corretea del modo más ridículo, al parecer desafian­ do un reto”. (Hudson, The Naturalist in La Plata)

cendientes cuando se incrementa la edad materna. Un descendiente que sufre del síndrome de Down, por ejemplo, tiene una copia más del cromosoma 21. A medida que la sombra del futuro se acorta, a los cromosomas que antes habían cooperado limpiamente en la lotería de la división celular les iría mejor traicionando para anular el punto muerto del cuerpo polar e instalarse en su lugar en el núcleo del óvulo. Pero la traición también podría engendrar traición. Y el resultado final -desafortunadamente para la víctima humana tanto como para los cromosomas que quedarían presos de la doble traición- sería un cromosoma extra en la descendencia. La selección de los parientes y la cooperación recíproca altruista son dos explicaciones del altruismo bien establecidas ya. Una expli­ cación heterodoxa es la teoría de la desventaja de Amotz Zahavi. Ya hemos visto que es una explicación, en contra de la intuición, de la espectacularidad sexualmente seleccionada. Cuando se le aplica al altruismo, la teoría de la desventaja pone el mundo patas arriba y nos deja desconcertados. Consideremos un pájaro -Zahavi estudió el tordo árabe (Turdoides squamiceps) - que actúa como centinela. ¿Hace esto, no obstante el peligro que corre, para ayudar a sus parientes o para ser recíproco con los favores? No, dice Zahavi; de ninguna ma­ nera (1977,1987, particularmente págs. 322-3,1900, págs. 122,125-9). Es que al hacerlo se ayuda a sí mismo, ¡y a causa del peligro! “Miremos lo que soy capaz de hacer”, le dice el tordo a sus compañeros. “Soy fuerte y sano y suficientemente listo para llevar la carga de deberes del centinela, para asumir los costos y aún ser capaz de sobrevivir. Y usted puede confiar en eso; sólo un individuo de alta calidad podría darse el lujo de ponerse en una desventaja tan grande.” De manera que los tordos positivamente “compiten para... reemplazar a otros miembros del grupo como centinelas, en lugar de dejar que los otros derrochen su tiempo y su energía” (Zahavi 1987, pág. 323). ¡Uno casi los puede ver haciendo chistes el uno con el otro sobre el deber de vigilancia, escogiendo para sí el lugar más peligroso, y la vigilia más larga, la hora más caliente del día! Difícil como sea de tragarnos esto, ya hemos visto en el contexto de la selección sexual que en teoría puede haber beneficios sustanciales en exhibirse para ganarse la confianza, aunque ésta exija costos altos. Finalmente, es ésta la explicación más siniestra del comporta­ miento de autosacrificio. Tenemos que considerar la posibilidad de que el comportamiento realmente sea de autosacrificio: el de una víctima, de un peón, el instrumento de otro. Ya hemos encontrado la idea de

que un organismo manipula a otro para ventaja del manipulador: el desgraciado camarón que se rinde a los depredadores, el canario hem­ bra que se va sin resistencia tras la canción del macho. Quizás algu­ nos altruistas sean en realidad altruistas, quizás estén actuando contra sus propios intereses, bajo la influencia de genes que están en el orga­ nismo ajeno, danzando a la tonada de la evolución de otro. Si éste es el caso, su altruismo es la expresión fenotípica extendida de aquellos genes. Y son ellos los que hacen rebatiña de los beneficios selectivos. Consideremos a los anfitriones no deseosos de un cucú, que se sa­ crifican a sí mismos y a sus propios descendientes para satisfacer los exigentes hijos putativos. Podríamos mirar su comportamiento sólo como un error, o una adaptación cuyo propósito se ha pervertido, un nicho ya listo que el cucú usa para sus propios fines más que para los que la selección natural “busca”. En este análisis, el comportamiento del cucú se explica adaptativamente, pero no así el del anfitrión. Su altruismo no es más que una aberración temporal, el resultado de un lapso de tiempo inevitable en la carrera armamentista entre los cucús y sus víctimas; al fin, la especie anfitriona probablemente desarrolle defensas contra este parasitismo, y sus explotadores, que tendrán que mejorar su engaño para encontrar una especie nueva e ingenua que tome la carga del cuidado paternal (Brooke y Davies 1988). Ésta es una manera de ver las cosas. Sin embargo, podríamos mirar el comportamiento de los anfi­ triones como una adaptación, que beneficia a los cucús, el efecto fenotípico adaptativo de un gen manipulativo en el cuerpo de un cucú (Dawkins 1982, págs. 54, 55, 67-70, 226-7, 233, 24). También en este análisis podría haber una carrera armamentista en la cual los anfitriones luchan por tener mayor control sobre su propio destino y los cucús por afianzarse más o por pasarse a una presa más fácil. De hecho, parecería que desde este punto de vista esperaríamos positi­ vamente que los anfitriones devolvieran el golpe. Al fin y al cabo, no ganan nada; de hecho, es un sacrificio total: dar todo y no recibir nada. Parece poco menos que un escándalo darwinista que la selec­ ción natural permita que los cucús tengan éxito. Pero nuestra indig­ nación estaría fuera de lugar. No deberíamos mirar a los anfitriones como perdedores sistemáticos, aun si están condenados a nunca deshacerse de sus opresores. Puede muy bien haber una asimetría en el poder de las fuerzas selectivas que actúan sobre los cucús y so­ bre los anfitriones. Del lado del anfitrión puede que no se justifique el costo de invertir en adaptaciones contra la manipulación; gastar

una temporada criando un cucú no necesariamente tiene que ser fatal para el éxito reproductivo, y de todas maneras podría ser un acontecimiento extraño para un miembro individual de la especie anfitriona. Por el contrario, podemos esperar que los cucús den una lucha evolucionada fuerte, porque para ellos la carrera es asunto de vida o muerte. “ El cucú desciende de una línea de ancestros, cada uno de los cuales ha engañado exitosamente a un anfitrión. El anfi­ trión desciende de una línea de ancestros, muchos de los cuales pueden no haberse encontrado nunca un cucú en su vida, o pueden haberse reproducido exitosamente después de haber sido parasitados por uno” (Dawkins 1982, pág. 70). De manera que los cucús proba­ blemente le deben parte de su victoria al principio de la “comida por la vida” : “el conejo corre más rápido que el zorro, porque el conejo corre por su vida mientras el zorro sólo corre por su comida” (Daw­ kins 1982, pág. 65). El “principio de vida-comida” ilustra el punto más general sobre la carrera armamentista y la manipulación. Si hay cualquier asimetría en el poder de las fuerzas selectivas que actúan sobre ambas partes, si las fuerzas que afectan al manipulador son más críticas y, más limitantes que las que afectan al manipulado, entonces la selección natural con toda probabilidad no rescatará al explotado de su explo­ tación. “Si el manipulador individual tiene más que perder al no manipular que la víctima individual al no resistir la manipulación, entonces debemos esperar ver manipulación exitosa en la naturaleza. Debemos esperar ver a animales que trabajan por el interés de los ‘genes’ de otro animal” (Dawkins 1982, pág. 67). Pensemos otra vez en el pájaro que da el llamado de alarma. Qui­ zás está manipulando a sus compañeros. Hay que admitir que está llamando la atención hacia sí mismo al alertar a los otros. Pero al mismo tiempo puede estarse proporcionando protección al desper­ tar a sus compañeros para que lo acompañen en el peligroso vuelo hacia la seguridad (Charnovy Krebs 1975; Dawkins 1976, págs. 182-3). En este ejemplo los otros pájaros podrían estar ganando algo de ven­ taja, aunque también están siendo utilizados. Pero la manipulación puede ser absolutamente egoísta. La guardia aparentemente altruista puede estar levantando una falsa alarma que ponga a los otros a hacer un buen turno aunque no se hagan ningún bien a sí mismos. Se han encontrado en la selva del Amazonas al menos dos especies de pájaros (Lanio versicolor y Thamnomanes schystogynus) que hacen esto (Munn 1986). Buscan insectos en bandadas de especies mezcladas;

los miembros individuales de aquellas dos especies actúan como cen­ tinelas de sus respectivas bandadas. Se alimentan en buena medida de insectos que el resto de la bandada ha extraído. Si el centinela da una falsa alarma cuando está escarbando para conseguir el mismo insecto que un miembro de otra especie, entonces otro pájaro se dis­ trae y hay más probabilidades de que el centinela acabe consiguiendo la comida para él. ¿Por qué permiten esos otros pájaros que los en­ gañen? De nuevo, la respuesta radica en la asimetría de las fuerzas selectivas, las ganancias útiles de hacer trampa ocasionalmente frente al posible peligro fatal de no tomar todas las alarmas en serio. Manipulación puede ser lo que hay detrás del efecto Bruce, la capacidad que tiene un ratón macho de provocar un aborto (por el olor de una feromona* en su orina) en una hembra que ha sido pre­ ñada por otro macho y traerla rápidamente hacia el estro de manera que esté lista para aparearse con él. Los darwinistas han quedado perplejos sobre la significación adaptativa de este comportamiento (v. gr. Wilson 1975, pág. 154). El beneficio para el macho es obvio. Pero, ¿qué ventajas tiene para la hembra su aparente autosacrificio? Bien, tal vez ninguno (Dawkins 1982, págs. 229-33); tal vez la ventaja adap­ tativa sea para los genes del ratón macho, genes que tienen su expre­ sión fenotípica extendida en la obediencia fácil de la hembra. Quizás es una carrera armamentista que ella está condenada a “perder”. Noten, a propósito, que todos los ejemplos de manipulación son diferentes al del parásito del camarón, en su proximidad íntima, aun­ que se asemejan al de los canarios macho y hembra en su separación física. El cucú, el pájaro que da la llamada de alarma, el ratón macho, todos estos manipuladores trabajan por medio de la acción genética a distancia. No viven dentro de sus víctimas; no controlan sus cuerpos por medio del contacto físico directo. Ejercen su poder a control remoto, tocando en los órganos sensoriales de aquellos a quienes manipulan, en su sistema nervioso central, en su cerebro. El cucú, por ejemplo, a diferencia del parásito del camarón, no vive dentro del cuerpo del anfitrión:

*

Feromona: sustancia química que al ser liberada por un animal influ­

ye sobre el comportamiento o el desarrollo de otros individuos de la misma especie (N. del E.).

de manera que tiene menos oportunidad de manipular la bioquímica interna del anfitrión. Tiene que basarse en otros medios para su manipulación, por ejemplo las ondas sonoras y las ondas luminosas... Usa un bostezo luminoso supernormal para inyectar su control al sistema nervioso de la curruca de la caña a través de los ojos. Usan un chillido estridente de súplica para controlar el sistema nervioso del animal a través de los oídos. Los genes de los cucús, al ejercer su poder de desarrollo sobre los fenotipos del anfitrión, tie­ nen que basarse en la acción a distancia (Dawkins 1982, pág. 227).

Se puede decir que con la manipulación al fin hemos encontrado el altruismo verdadero, aunque involuntario. Con la selección de pa­ rentesco, la cooperación recíproca o la propaganda de las desventajas hay un beneficio para el altruista o para la copia de sus genes altruistas. Con la manipulación, las experiencias altruistas sólo cuestan (aunque quizás un costo que en sí mismo sería demasiado valioso eliminar). Pero esta manera de mirarlo resulta ser demasiado centrada en el organismo. El que se beneficia del altruismo en cada caso es el gen para el altruismo. Que ese gen resulta siendo llevado por el organis­ mo a que ejecute el acto altruista es algo que no le interesa a la selec­ ción natural. Todo lo que le interesa en cuanto tiene que ver con la selección natural es que la expresión fenotípica del gen debe ser de ventaja selectiva para el gen mismo (comparándolo con sus alelos, las otras alternativas que podrían haber sido seleccionadas). Así que, desde un punto de vista centrado en el gen, la manipulación resulta no ser un caso especial. Esto se puede ver fácilmente (aunque, debo admitirlo, con bastante tedio) describiendo exactamente cómo fun­ ciona cualquier gen para el “altruismo”. En la selección de parentesco, el gen del “altruismo” ayuda a las copias de sí mismo en los parientes cercanos; en la propaganda de las desventajas y la cooperación recí­ proca, se ayuda a sí mismo a través de la expresión fenotípica en el organismo que lleva el gen, y en la manipulación fenotípica extendi­ da, se ayuda a sí mismo a través de la expresión fenotípica en otro organismo. En este análisis es difícil ver por qué quisiera uno señalar la manipulación como algo especial. El “altruismo” vuelto a analizar Prometí que en un enfoque del problema del altruismo basado en el gen, el problema del altruismo se disolvería. El darwinismo moder­

no ha demostrado ser un disolvente tan poderoso que debo, para apreciar lo que se ha logrado, recordar de qué se trataba este alboroto y, mostrar de dónde surgió la dificultad en primer lugar. El problema se originó con una aseveración central del darwinis­ mo clásico: “ Cada estructura e instinto complejos... [deben ser]... útiles para el poseedor” ; la selección natural “nunca producirá nada que sea dañino para sí mismo, porque ella actúa solamente por y para el bien de cada uno” (Darwin 1859, págs. 485-6, pág. 201; véase también v. gr. págs. 84, 86,95,199,233,459, 485-6). Esto descarta el altruismo y el sacrificio del yo en aras del otro. Pero, ¿qué debe incluir el altruis­ mo? ¿El cuidado materno?, o ¿es el éxito reproductivo una buena parte del autointerés darwinista de modo tal que la maternidad se considera como “útil para su poseedor” ? Y si la ayuda al vástago no es altruista, ¿por qué insistir en que la ayuda a otro pariente lo es? Y, más aún, la cuestión no era sólo quién consigue ayuda sino cómo. Algunos ani­ males son caníbales; ¿debe considerarse altruista el que se abstengan de comerse a los vecinos? Algunos pájaros echan a sus hijos del nido; ¿debe considerarse altruista el no hacerlo? Es claro que, como se vio por primera vez, el problema del altruismo estaba lejos de ser preciso. Estaba alimentado por un pensamiento centrado en el organismo, por una tradición etológica más o menos desarticulada de lo que se consideraba “normal” (amamantar a los descendientes, sí; comérselos, no... bueno, casi nunca); y por las expectativas hobbesianas acríticas de que los organismos darwinistas podrían abrirse a garrotazos su camino hacia la inmortalidad evolucionista, por medio de la pura fuerza bruta. Solamente una vez que esto se solucionó se pudo ver el problema con claridad. Sólo con el punto de vista retrospectivo, centrado en el gen fueron capaces los darwinistas de formular con nitidez lo que realmente podría considerarse altruista, y por qué. El resultado re­ vela lo mal orientadas que las intuiciones antiguas podrían estar: Consideremos una manada de leones que despedazan una presa. Un individuo que coma menos que lo que su fisiología requie­ re, de hecho se comporta altruistamente hacia los otros a quienes les corresponde más comida, como resultado de lo anterior. Si estos otros fueran parientes cercanos, tal control podría ser favorecido por la selección de parentesco. Pero la clase de mutación que podría llevar a reprimirse con este tipo de altruismo podría ser simplemente ridicu­ la. Una propensión genética a tener los dientes malos podría volver

más lento el ritmo de masticar carne de un individuo. El gen de los dientes malos, podría ser, en el pleno sentido técnico, un gen de al­ truismo, y en realidad podría ser favorecido por la selección de parentesco (Dawkins 1979, pág. 190).

¿Son altruistas las caries dentales? ¡No era ni mucho menos éste el modo como originalmente se había visto el autosacrificio, y sin em­ bargo su lógica es innegable! La diversidad de soluciones al problema del altruismo ha desper­ tado la sospecha de un buen número de críticos de que la empresa explicativa está de pie sobre bases falsas (v. gr. Midgley 1979a, págs. 440; Sahlins 1976, pág. 84). Esta impresión posiblemente se base en la idea de que hay una sola característica que unifica el fenómeno, de donde se sigue que debe haber una solución simple y unificada. No la hay y de todas maneras no se sigue. Inspirados en el reciente interés por el altruismo, los biólogos han comenzado a detectar un caudal de comportamientos de apariencia altruista, previamente invisibles para los ojos darwinistas. De hecho, comienza a murmurarse que el emperador tiene un traje nuevo: Ha surgido en la biología la consoladora suposición de que la naturaleza en realidad no es “roja en colmillo y garra” ; que los ani­ males por lo general se comportan de una manera altruista, o por lo menos cortés, hacia los demás miembros de su propia especie y que aquellos que pertenecen a una misma especie rara vez se hacen da­ ños serios. Hasta qué punto está esto alejado de la verdad... [por el grado] de canibalismo en las poblaciones naturales (Jones 1982, pág. 202).

Una queja como éstas habría sido impensable a lo largo de la mayor parte de la historia del darwinismo. Durante un siglo el comporta­ miento altruista casi no se analizó; hasta hace poco, la mayor parte de los darwinistas ni siquiera apreciaban que el altruismo planteaba un problema. ¿Qué sucedió durante todo ese tiempo?

La más cruel naturaleza Estamos enfrentados a un enigma. Hay discrepancia entre el “rojo en colmillo y garra” de la naturaleza y el deseo de autosacrificio que numerosos animales despliegan. El enigma consiste en por qué a los darwinistas les tomó tanto tiempo reconocer esta discrepancia. ¿Por qué sólo en recientes décadas muchos han ido considerando el altruismo como un problema? Los darwinistas esperaban, cosa típica en ellos, que los animales fueran crueles, implacables y egoístas, y no gentiles, suaves y benignos. Pero al mismo tiempo, incluso los natu­ ralistas del siglo xix, conocían un impresionante repertorio de actos altruistas. ¿Por qué, entonces, no se convirtió el altruismo en una anomalía destacada para el darwinismo? Como un primer paso a la solución, miremos las presuposiciones de fondo de que la naturaleza es “roja en colmillo y garra”. Es compren­ sible que los darwinistas esperaran que el orden natural fuera de­ sagradable y no hermoso. Al fin y al cabo, los genes están en el mundo para ayudarse a sí mismos; y aun pensando sólo en organismos, como los darwinistas tradicionalmente lo hacían, y concediendo el noble barniz de un poco de ayuda calculada a los otros (particularmente a la descendencia), el darwinismo sigue teniendo que ver con un uni­ verso de individuos interesados en sí mismos, individuos que se abren paso en el mundo más que todo a expensas de otros seres vivos. Ade­ más, vale la pena recordar que, aun sin entrar en las estrategias refina­ das de aspecto altruista que examinamos en el capítulo anterior, los organismos darwinistas que batallaban por la existencia no necesaria­ mente tenían que estar comprometidos en un combate implacable e incesante. Es cierto que la frase “lucha por la existencia” evoca una imagen de encuentros sangrientos, guerras a muerte, el triunfo del fuerte y el débil aplastado bajo sus patas. Pero aun en la visión más simple de la selección natural, ella también tiene que ver con la ma­ nera de ganarse la vida, de usar los recursos, tácticas para la supervi­ vencia y reproducirse dentro de ciertas limitaciones. Y los modos que tienden hacia esos fines necesariamente parecían, al menos en la su­ perficie, despiadados y egoístas. La lucha puede ser un asunto de cómo explotar mejor los recursos, más que de cómo monopolizarlos: “De una planta en los límites del desierto se dice que batalla por la vida

contra la sequía” (Darwin 1859, pág. 62). La lucha puede ser conducida principalmente no por medio de encuentros armados o tomas pe­ rentorias, sino por el camuflaje sutil, la alimentación nocturna o simplemente acostándose a ras de suelo. De manera que el interés por sí mismo no necesita parecer brutal y fuerte; podría venir en multitud de estilos. Esta interpretación más amplia era lo que Dar­ win quería que su teoría abarcara: “Empleo el término lucha por la existencia en un sentido amplio y metafórico, que incluye la depen­ dencia que un ser tiene de otro” (Darwin 1859, pág. 62). Da como ejemplo la planta del desierto. De hecho, escogió el término prefi­ riéndolo a su frase original: “La guerra de la naturaleza”, porque era más probable que comunicara su sentido más amplio (Stauffer 1975, págs. 172,186-8,569). Sin embargo, aun para Darwin y Wallace las connotaciones de guerra, explicablemente, ganaron la batalla. Ambas introducen la idea de la lucha por la existencia al hacer énfasis en que estamos mal diri­ gidos si pensamos que la naturaleza tiene una disposición amable: Para la mayor parte de las personas la naturaleza parece ser cal­ mada, organizada y pacífica. Ven a los pájaros cantar en los árboles, a los insectos revolotear sobre las flores, a la ardilla trepar a las copas de los árboles, todos los seres vivos en estado de salud y vigor, disfru­ tando de una existencia alegre. Pero no ven... los medios como se producen tal belleza, armonía y disfrute. No observan la búsqueda diaria y constante de comida, el fracaso para obtenerla, que puede significar debilidad o muerte; el esfuerzo constante de escapar de los enemigos; la batalla siempre recurrente contra las fuerzas de la natu­ raleza. Estas batallas de cada hora de cada día, esta guerra incesante, sin embargo, son el mismo medio por el cual se producen la belleza, la armonía y el disfrute... La impresión general del observador ordi­ nario parece ser que los animales y plantas salvajes vivieran pacífica­ mente sus vidas y tuvieran pocos problemas... Este punto de vista, en todas partes y en todos los tiempos, es claramente falso... En la natu­ raleza se da una competencia continua, con guerras y batallas... (Wa­ llace 1889, págs. 14,20,25; véase también Darwin 1859, pág. 62).

En esta tónica, ambos (con toda razón) rechazaban la idea de Lyell de un balance feliz y de un equilibrio en el número de las especies, hacien­ do hincapié en la batalla como el proceso que Lyell debía haber pro­ puesto. “Cuando las langostas devastan grandes regiones causando la

muerte de animales y del hombre, ¿para qué decir que se preserva el equilibrio? [¿Son] las hormigas de azúcar de las Indias Occidentales [así como] las langostas, que según el señor Lyell han destruido ocho­ cientos mil hombres, ejemplo del equilibrio de las especies? Para la comprensión humana no hay un equilibrio sino una lucha en la cual uno extermina al otro” (Wallace, escribiendo aproximadamente en 1856, Species Notebook (1855-9), págs. 49-50, manuscrito, Sociedad Linneana de Londres; citado en McKinney 1966, págs. 345-6). Darwin concebía que en algunos ejemplos la palabra “equilibrio” era más apropiada que la palabra “guerra”, pero llegó a la misma conclusión de Wallace sobre ella: “en mi mente expresa demasiada aquiescencia” (Stauffer 1975, pág. 187). La interpretación de Darwin y Wallace, y no es de extrañarse, se convirtió en el punto de vista darwinista normal. Era una indicación de cuán normal se convirtió la voz de disentimiento que elevó una minoría de darwinistas que objetaban fuertemente una imagen tan feroz de la naturaleza y quienes querían que se pusiera mayor énfasis en los aspectos comunales de la lucha por la existencia (Montagu 1952 documenta este movimiento). Estos críticos fueron más o menos una tradición alternativa, que repudiaban el enfoque en la compe­ tencia y hacían énfasis en el papel de la cooperación en la evolución. Uno de los primeros representantes de esta manera de pensar, ahora más conocido por sus actividades políticas, pero así mismo entusiasta geógrafo y naturalista, es Peter Kropotkin. El siguiente comentario, aparecido en su Mutual Aid (1902), un libro que todavía consideran los miembros de su escuela como clásico (v. gr. Montagu 1952, págs. 37-8) es una expresión característica de esta visión: A este libro se le puede objetar que tanto los animales como los hombres están representados bajo un aspecto demasiado favorable; que insiste en sus cualidades sociales, mientras sus instintos antisociales y de dominio casi no se tocan. Sin embargo, esto era ine­ vitable. Hemos oído hablar tanto últimamente de la dura e incle­ mente lucha por la vida (que se decía cada animal llevaba a cabo contra todos los demás...) y ciertas aseveraciones se han vuelto un artículo de fe tan fuerte, que era necesario, primero que todo, propo­ ner una amplia serie de hechos que mostraran la vida humana y ani­ mal bajo un aspecto algo diferente (Kropotkin 1902, pág. 18; véase también 1899, ii, págs. 316-18).

La cruel naturaleza La araña suramericana comedora de pájaros con su presa

Contemplamos el rostro de la naturaleza iluminado de la dicha... olvidamos que los pájaros que ociosos cantan en nuestro alrededor viven, en su mayor parte, de insectos o semillas, y que por ende destruyen la vida, o no recorda­ mos en qué cantidad estos cantantes, o sus huevos, o sus nidos, son destruidos por pájaros y fieras depredadoras. (Darwin, El origen)

Los escritos de Kropotkin y otros como él mostraban que se veían a sí mismos como opositores explícitos de la posición dominante, y una y otra vez contrastaban sus puntos de vista con lo que describen como el “canon ortodoxo” o la “doctrina recibida” (Montagu 1952, págs. 43, 49). Que, a propósito, muchos de ellos atribuyen a una injustificada aceptación de las presuposiciones malthusianas (v. gr. Kropotkin 1902, pág. 68), influencia que tocaremos más adelante. Algunos de estos

pensadores han defendido un darwinismo poco claro y refinado. Pero su queja en realidad atestigua cómo era interpretada la teoría darwinista por la mayoría de las personas. Otra indicación de que la dura lucha se había convertido en la interpretación normal es el hecho de que el darwinismo se asociaba con un punto de vista ético riguroso de tal manera, que algunos darwinistas sintieron la necesidad de negar el vínculo. Darwin y Wallace aceptaban que la lucha por la existencia por lo general impli­ caba muerte violenta y súbita, combate y dolor; sin embargo, estaban deseosos de borrar cualquier impresión de que la selección natural fuera una fuerza cruel. Repudiaban explícitamente tales exageraciones éticas, sosteniendo, con toda razón, que quienes las mantenían esta­ ban aprovechándose de la teoría de manera injustificable. Darwin se ocupa, en El origen, de terminar el capítulo sobre la lucha por la existencia con esta tranquilizadora frase: “Cuando pensamos en esta lucha nos podemos consolar con la certeza de que la guerra de la naturaleza no es incesante, de que no se siente miedo, de que la muerte generalmente es pronta, y de que el vigoroso, el sano y el feliz sobre­ vive y se multiplica” (Darwin 1859, pág. 79). Wallace consideraba que el aspecto ético se entendía tan mal hasta aquel entonces que hacía necesaria una reflexión extensa basada en estas mismas ideas (Walla­ ce 1889, págs. 36-40). Concluía que la imagen del poeta de “La natu­ raleza roja en colmillo y garra”... es un retrato donde se lee el mal por medio de la imaginación (Wallace 1889, págs. 40). El intento de po­ nerle un lente color de rosa a la cara inaceptable de la lucha de la naturaleza fue, a propósito, un ejercicio normal en la historia de la naturaleza predarwinista y en la teodicea del creacionismo utilitarista (véase v. gr. Blaisdell 1982; Gale 1972; Young 1969). Darwin y Wallace estaban andando por senderos muy hollados. Diversas influencias se combinaron para reforzar esta dura visión de la naturaleza “roja en colmillo y garra”. Una fue el fracaso del darwi­ nismo clásico en hacerle justicia al comportamiento social, porque esto predispuso a los darwinistas a interpretar la lucha por la existencia como nada más que individuos enfrentados contra un medio inmisericorde. Recordemos que en el pensamiento clásico los otros organismos, incluso los coespecíficos, tendían a ser considerados más como parte estática del fondo que como seres sociales. De manera que la lucha por la existencia era la lucha contra los elementos. Los organismos egoístas obtenían sus logros al cazar, evitar o comerse a otros, no al compartir o cooperar con ellos. El darwinismo clásico

trae a la mente con más facilidad imágenes de depredadores feroces desmembrando las desafortunadas presas que a un miembro de un grupo social de animales acicalando pacíficamente a otro. Una segunda influencia que reforzaba esto fue la fecundidad propia, aparentemente irresponsable, de la naturaleza, la “superfecundidad”. De acuerdo con la teoría darwinista, los individuos se multiplican y sus números se mantienen a raya por las arremetidas de la selección. Pero este principio sólo nos indica la sorprendente y prodigiosa fertilidad que es casi universal en los organismos. Darwin, por ejemplo, hizo algunos cálculos (Darwin 1859, pág. 64) con rela­ ción a los elefantes, que se creía eran los animales que más lento pro­ creaban (lo que ahora se describiría como seleccionados tipo K* en oposición a seleccionados tipo r, esto es, entre otras cosas, que adop­ taban una estrategia reproductiva que busca la calidad más que la cantidad) ; concluyó, en un estimativo conservador, que una sola pa­ reja, sin ninguna restricción, podría poblar la tierra con 15 millones de elefantes en 500 años (para cifras revisadas véase Darwin 1869,1869a; Peckham 1959, pág. 148). La idea de que la naturaleza podría optar por una tasa prodigiosa de reproducción recibió un sorprendente apoyo empírico del trabajo del biólogo alemán C. G. Ehrenberg en la década de 1830, durante el período en que Darwin estaba desarro­ llando su teoría (Gruber 1974, págs. 161-2). Sus hallazgos sobre los microorganismos causaron gran impresión en Darwin. En sus cua­ dernos comentó: “ Cuando uno lee en el trabajo sobre las infusorias de Ehrenberg acerca de la enorme producción -millones en pocos días- uno duda de que un animal pueda en realidad producir efecto tan grande” (de Beer et al. 1960-7,2 (3), [C] 143). Y, “un animalículo invisible en cuatro días podría formar dos piedras cúbicas (14 libras)” (de Beer et al. 1960-7,2 (4), [D] 167). Darwin también se vio obligado a advertir esta generalizada superfecundidad por los escritos de Thomas Malthus y otros autores a quienes admiraba (algunos en la tradición malthusiana), tales como su abuelo Herasmus Darwin, Charles Lyell y el explorador y erudito del mundo natural, el alemán Alexander von Humboldt (Gruber 1974, págs. 161-3,174). Por supuesto,

*

r y k son parámetros demográficos. Las especies tipo r, también llama­

das estrategas r, son especies oportunistas, pioneras y colonizadoras. Las es­ pecies tipo k, conocidas como estrategas k, son especies estables que se ca­ racterizan por vivir en hábitats plenamente desarrollados (N. del E.)

una tasa alta de reproducción no necesariamente implica un com­ portamiento agresivo e implacable, en particular porque gran parte de la destrucción se da en las primeras etapas de la vida. Sin embar­ go, era inevitable que le arrojara una luz aún más fuerte a la selección inherente a la teoría darwiniana. Y lo que es más, a los darwinistas les parecía que las consecuencias duras predichas por Malthus para los humanos se aplicaban aún con mayor fuerza en el mundo no huma­ no porque la tasa de incremento era por lo general mucho más alta. Gomo decía Wallace: “Los animales [poseen...] poderes de aumen­ tarse de dos a dos mil veces más que los humanos; [así]... la destruc­ ción anual siempre presente también debe ser este mismo número de veces mayor” (Sociedad Linneana 117). Los darwinistas del siglo xix también conocían la idea de superfecundidad gracias a la teología natural (véase v. gr. Grinnell 1985, pág. 61), aunque en esta escuela ésta se asociaba, obviamente, con la benevolencia de la naturaleza, con lo que se limpiaba, por ejemplo, el aparente mal de la depreda­ ción (v. gr. Paley 1802, págs. 476,479-81), o se suministraba evidencia de plenitud (supuestamente, un signo del esquema unificado de Dios). Tercero, el legado de Malthus también alimentaba la deprimente visión que los darwinistas tenían de la naturaleza. El pesimismo permeó el punto de vista malthusiano y se introdujo en el darwinismo junto con la idea de la lucha por la existencia. El pensamiento malthusiano tuvo una poderosa influencia en el desarrollo de la teo­ ría darwinista. Darwin y Wallace le atribuían el descubrimiento de la importancia de la lucha a Malthus más que a otro pensador cual­ quiera. Y la lucha malthusiana era, sin duda, cruel y dura. Por su­ puesto que el darwinismo podría haber incorporado la idea de lucha al mismo tiempo y rechazar tales connotaciones tan extremas. Pero parecía haber razones lógicas para no hacerlo. De hecho, también a la luz de la teoría malthusiana el mundo natural se revelaba más cruel y duro que la sociedad humana descrita por Malthus. Bajo el punto de vista de Darwin, la descripción de Malthus de los frenos sobre el crecimiento de la población humana servían para hacer un énfasis más claro sobre la extrema dureza e inevitabilidad de los frenos sobre otros organismos que, a diferencia de los humanos “civilizados” (y hasta cierto punto menos “ salvajes” ) eran impotentes para mitigar los efectos de tales frenos mejorando la agricultura, la vivienda o los hospitales. La lucha por la existencia, decía Darwin, “es la doctrina de Malthus aplicada con fuerza multiplicadora a todo el reino vegetal y animal; porque en este caso no puede haber incremento artificial

del alimento, ni freno prudente al matrimonio” (Darwin 1859, pág. 63). Y así, como lo decía Wallace: “las hambrunas, las sequías, las tor­ mentas y las inundaciones invernales tendrían un efecto aún ma­ yor en los animales que en los hombres” (Sociedad Linneana 1908, pág. 117). De acuerdo con Malthus la sociedad humana podía ser deprimente; de acuerdo con Darwin y Wallace la naturaleza “no civi­ lizada” lo era aún más. De paso para los darwinistas, éste es sólo uno de los modos como la sociedad humana malthusiana se diferencia de la esfera no huma­ na. Este punto tiene que ver con la aseveración de que los darwinistas tomaban, intacta, la teoría malthusiana, incluso con sus múltiples implicaciones políticas (v. gr. Young 1970,1971). Muchos comentaris­ tas, el más notable de los cuales fue Marx (Meek 1953, pág. 25), han sostenido, con toda razón, que la teoría malthusiana desviaba la aten­ ción de las causas políticas del sufrimiento humano porque se las atribuía a la “inevitables” “leyes de la naturaleza” (aunque toda la idea de Malthus era que estaba en nuestro poder prevenir lo “inevitable” ). Sin embargo, parece que Darwin y Wallace: encontraron en la teoría malthusiana no los factores sociales disfrazados de “naturales” sino una teoría social que tenían que “naturalizar”. Tomemos como ejemplo los pasajes de Malthus que Wallace seleccionó porque lo impresiona­ ron más (hay que admitir que fue 60 años más tarde). Sorprende ver cuán pocos son los frenos naturales sobre las poblaciones humanas y cuántos los producidos por el hombre. Las hambrunas, la enfermedad y la mortalidad infantil pueden parecer acontecimientos naturales, pero en los casos que Malthus cita son invariablemente causados por la intervención humana. La escasez de alimento y agua, por ejemplo, se deben al saqueo, la quema de campos y el secar los pozos, o por el daño a los sistemas de irrigación cuando los gobiernos tiránicos y opresivos engendran inseguridad sobre la propiedad; la mortalidad infantil es en parte resultado de la opresión patriarcal, pues las mu­ jeres mataban sus hijas para salvarlas de un destino tan negro como el suyo propio. De manera que los frenos sobre la población son ene­ migos mayores que los elementos, las fuerzas sociales y políticas, y la economía de la naturaleza. Wallace dice, después de leer estos pasajes de Malthus: “ Entonces vi que la guerra, el saqueo y las masacres entre los hombres estaban representadas por los ataques de los carnívoros contra los herbívoros, y los más fuertes contra los más débiles de los animales” (Sociedad Linneana 1908, pág. 117). Como lo sugieren estos ejemplos, las mismas propiedades que determinan quién ha de florecer

y quién se va para el paredón son del todo diferentes en los mundos darwinistas y malthusianos. De hecho, existe el punto de vista (v. gr. Bowler 1976; Hirst 1976, págs. 20-1; Manier 1978, págs. 77-8) de que la idea de una selección sistemática basada en la variación que ocurre entre los individuos, que es fundamental para la teoría darwinista, está ausente de la malthusiana, donde su contraparte es una selec­ ción en su mayor parte indiscriminada. Se debería decir que los historiadores han cuestionado las propias aseveraciones de Darwin y Wallace sobre la influencia de Malthus en su pensamiento (véase v. gr. Bowler 1984, págs. 162-4; Herbert 1971; Manier 1978; Schweber 1977; Vorzimmer 1969) yes ciertamente posible que no desempeñara el papel directo que le atribuyen. Sin embargo, se debe recordar lo profundo que fue el impacto del pesimismo malthusiano sobre el pensamiento de comienzos del siglo xix (Young 1969). Aún el empalagoso optimismo de Paley y los Bridgewater Treatises estaba matizado como respuesta a este punto de vista. Y el “rojo en colmillo y garra” de Tennyson no era una descripción del punto de vista darwinista; el poema, publicado en 1850, era anterior a Darwin y reflejaba el punto de vista sobre la naturaleza que era común tanto fuera como dentro de la ciencia de la época (Gliserman 1975). Darwin y Wallace, no menos que sus contemporáneos, fueron herederos de esta negra tradición. Como una posible cuarta influencia, se asevera comúnmente que el laissez-faire económico empujó al darwinismo a una interpreta­ ción dura y sin atenuantes de la naturaleza. Tal vez la filosofía econó­ mica sí influyó las teorías darwinistas (Schweber 1977,1980), pero no es obvio que esta influencia esté particularmente de acuerdo con la visión de una naturaleza dura. La mayor parte de los economistas de tipo laissez-faire hacían énfasis en la benevolencia de “la mano oculta”. A sus ojos, el resultado final de la competencia era más benigno que cruel y su modelo de la sociedad era fundamentalmente optimista. De hecho, se les ha criticado ampliamente por haber extraído con­ clusiones tan color de rosa. Marx, irónicamente comparaba la ho­ nestidad de Malthus con la evasividad de estos economistas que sostenían que no hay un conflicto real de intereses de clase bajo el capitalismo (v. gr. Meek 1953, págs. 124,164). Finalmente, se ha sugerido, aunque en forma menos generalizada, que la naturaleza darwinista refleja no sólo las teorías contemporá­ neas sobre la sociedad humana sino también el modelo de vida del capitalismo Victoriano (véase v. gr. Bernal 1954, págs. 457-8, 748;

Bowler 1976,1984, pág. 164; Gale 1972; Harris 1968, págs. 105-7; Ho 1988, págs. 119-20; Montagu 1952, pág. 31; y probablemente de modo más irónico que serio, Marx en Meek 1953, pág. 173). Pero esto presu­ pone que los darwinistas veían el rostro del capitalismo como algo feo. Existe la visión de que, por el contrario, el espíritu prevaleciente de las clases privilegiadas, a las cuales todos pertenecían, era de opti­ mismo: la presuposición de que la lucha estaba coronada por el pro­ greso y que el progreso aliviaba el sufrimiento (Schweber 1980, págs. 271-4). El altruismo no detectado En este contexto de “rojo en colmillo y garra” uno muy bien podría esperar que el altruismo se considerara un problema serio. Nos parece que aun una mirada muy superficial a la naturaleza haría surgir dudas. Al fin y al cabo, los naturalistas eran conscientes de que había compor­ tamientos que parecían ser altruistas: el acicalamiento, el compartir la alimentación, la defensa. Pero el problema del altruismo casi no se discutía y ciertamente no se analizaba de modo sistemático. ¿Por qué? Si miramos retrospectivamente las primeras fases de la teoría dar­ winista, un factor emerge de inmediato: su incapacidad de apreciar los costos. Como hemos visto, el darwinismo clásico estaba muy orien­ tado a detectar las ventajas adaptativas, pero era relativamente malo para divisar las desventajas. Pero en el caso del altruismo, a menos que las desventajas para el individuo que realizara el acto altruista fueran reconocidas, no parece haber ningún problema. Lo que hace al altruismo anómalo es que implica, o parece hacerlo, costos netos para el altruista. Cuando se pasan por alto estos costos o se subestiman en gran medida, el altruismo no parece ser una dificultad. Además, el darwinismo clásico, como lo hemos advertido, le prestaba poca aten­ ción al comportamiento social. Pero es en la esfera social, más que en las adaptaciones estructurales que fueron por tanto tiempo la principal preocupación del darwinismo, donde uno intuitivamente esperaría que se encontraran las formas más sorprendentes de altruismo (aunque la idea de qué constituía un acto altruista era vaga). Se ha sostenido que: “El molesto problema del altruismo era... el obstáculo más grande en la teoría darwinista del comportamiento social” (Gould 1980a, pág. 260). Podría igualmente decirse que la débil teoría del compor­ tamiento social del darwinismo clásico era una barrera para que se reconociera al altruismo como problema.

Hemos visto estos rasgos del darwinismo clásico ilustrados de una manera más general en la primera parte del libro, y en los capítulos finales veremos en detalle qué impacto tuvieron sobre el tratamiento del altruismo. Por ahora, deseo traer a la luz un desarrollo importan­ te en la historia, que hasta ahora hemos tocado sólo de manera tangencial. Este desarrollo desempeñó un papel crucial primero en esconder y después en revelar el altruismo como problema que era necesario resolver. Era la idea de apelar a un nivel más alto en el fun­ cionamiento de la selección, apelar a un bien mayor. Las adaptaciones se dan para el bien de... ¿qué? Hemos visto que de acuerdo con el darwinismo moderno se dan para el bien de los genes, de los que son los efectos fenotípicos. Y de acuerdo con el darwinismo clásico, se dan por lo general por el bien de los indivi­ duos que los llevan. Por lo general, pero no siempre. Durante el siglo XX, otra corriente de pensamiento se fue abriendo camino paulati­ namente al interior del punto de vista clásico. Éste consistió en la idea de que las adaptaciones podrían ser no por el bien del individuo sino del grupo, población, especie o algún otro nivel mayor que el individual. Consideremos una vez más ahora el pájaro que emite la llamada de alarma. Para el darwinista centrado en el organismo, tal comportamiento es altruista, mal adaptativo y problemático. Para el darwinismo centrado en el gen, es altruismo meramente aparente, es adaptativo, y no plantea problema alguno. Ahora mirémoslo desde el punto de vista de la interpretación del “bien mayor”. La llamada de alarma es altruista y sin embargo adaptativa porque el beneficio adaptativo recae no en el individuo altruista (o en el gen que hace la llamada de alarma), sino en el grupo, la población o la especie de la cual el altruista es miembro. Este nivel más alto, la manera de pensar en un bien mayor, se puede encontrar en el darwinismo desde el principio; veremos ocasio­ nales ejemplos de ello incluso en Darwin y Wallace. Pero se generalizó en las generaciones posteriores de darwinistas, más o menos desde la década de 1920 hasta la mitad de los años sesenta. Desde esta época, entonces, la teoría darwinista fue opacada por un doble, un nivel más alto, en el que se creía que trabajaba la selección, un nivel que estaba por encima de los intereses de los meros individuos. Y en el abrazo generoso de este bien mayor, quedaba fácilmente abarcado el proble­ ma del altruismo. O eso fue lo que se creyó. Hoy en día tal conclusión nos parece sorprendente. A la luz de la teoría darwinista corriente sobre el pro-

blema del altruismo -las soluciones que acabamos de revisar- salta a la vista que, lejos de resolver el problema, esta idea del bien mayor sólo lo agudiza más. El autosacrificio bondadoso está muy predis­ puesto a la invasión del egoísmo; son los beneficiarios egoístas quienes sobrevivirán, prosperarán y estarán representados en las generaciones futuras, no aquellos que renuncien a las necesidades vitales o aun a la vida misma en aras de los otros. ¿Por qué no fue igualmente obvia esta misma idea para los muchos darwinistas (en la década de los sesentas, muchísimos) que sostenían este punto de vista? La razón es curiosa. Aunque el pensamiento de un bien mayor tuvo influencia, rara vez era más que un marco teórico vago, a menudo muy poco explícito, cuando no desarticulado por completo, y muchas veces ni siquiera reconocido conscientemente. Lejos de ser una alternativa bien estudiada contra la selección a nivel individual, era a menudo tan difuso y nebuloso que difícilmente merece el nombre de teoría alternativa. Como veremos en más detalle en los siguientes cuatro capítulos, el recurso para bien del grupo, de la especie o de algún nivel más alto llegó a ser tan laxo y tan equívoco, que a menudo no somos capaces de decir exactamente qué tenían sus autores en mente. A juzgar por lo que dicen, estas teorías del bien mayor hacen algu­ nas aseveraciones atrevidas. Consideran que la selección natural es capaz de actuar no sólo sobre los organismos (o genes) sino sobre grupos enteros, no seleccionando entre alelos alternativos, sino entre poblaciones alternativas, preservando o dejando en el olvido a grupos enteros de organismos, con la mayor parte de los cambios en las fre­ cuencias de los genes ocurriendo sólo como efectos secundarios “no buscados”. Tal selección actúa sobre adaptaciones propiedad sólo de los grupos, que no pueden ser reducidas a las de sus miembros. Y estas adaptaciones, aun si a veces se dan en favor tanto del individuo como del grupo, también pueden estar en oposición a lo que la selec­ ción natural favorecería a nivel individual. Los individuos se pondrán en peligro para que otros puedan vivir, pasarán hambre para que otros puedan comer. La selección natural puede pasar atropelladamente sobre las pequeñas adaptaciones de los individuos, impermeable a la lucha individual, fijando su mente, en su lugar, en algo más elevado, pronunciando juicios sobre la armonía adaptativa a niveles mayores, recompensando a los grupos que promueven el “bien mayor” y penalizando a aquellos cuyos miembros persiguen sólo sus propios fines egoístas. A primera vista, entonces, son aseveraciones atrevidas.

EL A L T RUI S MO

NO D E T E C T A D O

Pero no debemos tomar los términos como “el bien del grupo” (o especie, o lo que sea) como signos de un desafío explícito a la ortodo­ xia. Muy a menudo fueron empleados con alegre inocencia. A veces, de hecho, no llegaron a ser más que un mero giro lingüístico, una forma de decir que en realidad no quería implicar más que “el bien del individuo”. A veces tenían que ver con la selección a un nivel más alto, pero a menudo se ve que esta aseveración era ingenua, exenta de toda noción de que la selección de esta clase implicaría un alejamiento radical del funcionamiento normal de la selección natural y requeri­ ría un mecanismo radicalmente diferente para guiarla. Durante varias décadas, entonces, los darwinistas desplegaron sin darse cuenta una extraña mezcla de ortodoxia y heterodoxia. Algunas veces, muy pocas, predicaban y practicaban al mismo tiempo la orto­ doxia de nivel individual de Darwin, Wallace y sus contemporáneos. Otras, las aceptaban sólo de labios para afuera, mientras confiaban demasiado en las nociones del “bien mayor”. Y gran parte del tiempo hacían uso alegre y no apologético de explicaciones de nivel mayor, aparentemente inconscientes de que violaban principios ortodoxos; es más, aparentemente inconscientes de en qué consistía la ortodoxia en realidad. Desde cerca de 1920 hasta 1960 se desarrolló una situación curio­ sa en la cual los modelos del “neodarwinismo” tenían que ver con la selección a.niveles no más altos que los individuos competidores, mientras la bibliografía biológica en conjunto, cada vez proclamaba más la fe en el neodarwinismo, pero al mismo tiempo expresaba la mayor parte de sus interpretaciones de la adaptación en términos de “beneficio para la especie” (Hamilton 1975, pág. 135).

No debemos subestimar la influencia de estos puntos de vista sólo porque a menudo fueran sostenidos de manera ingenua y aun in­ consciente; tales creencias pueden ser aún más insidiosas: ¿Tiene una especie... voluntad colectiva para evitar la extinción o algo similar a un interés colectivo tal? N ingún biólogo moderno ha propuesto explícitamente que tales factores fueran operativos en la his­ toria de una especie, pero creó que los biólogos reciben una influencia inconsciente de tal pensamiento y que esto es cierto de algunos estudio­ sos distinguidos y capaces (Williams 1966, págs. 253-4; el subrayado es

mío).

Parece extraño, a la luz de todo esto, que yo sostenga que el pro­ blema del altruismo era poco reconocido. No hay duda de que de esto se trataba el “bienmayorismo”. ¿Por qué invocar un nivel más alto, a menos que la selección natural parezca estar dándole inexpli­ cablemente, al menos a algunos individuos, un poco más duro? Así podría pensarse. Pero, como veremos en detalle más adelante, estas explicaciones de un nivel superior rara vez muestran el valor de los costos del altruismo, o de por qué esto plantea un problema. Lo que en realidad les preocupa es lo “social”. Tras haberle dado la espalda a las adaptaciones sociales durante la primera parte del siglo, el darwinismo comenzó poco a poco a mostrar interés y a simpatizar con ellas. Por desgracia, sin embargo, la preocupación no era sobre las adaptaciones individuales de las características sociales sino sobre las características colectivas de sociedades completas. Las adaptaciones sociales de individuos eran de interés sólo como ladrillos para cons­ truir un edificio mayor. La pregunta no solía ser: “ ¿Cómo benefician a quien los lleva?” sino “ ¿cómo benefician al grupo?”. La idea de lo “social” parecía disparar un sentimiento vago y de respeto de que el bien de algo de más peso que el mero individuo debía estar en juego. Se consideraba que las características sociales debían ser seleccionadas a un nivel social. El “ bienmayorismo”, entonces, no tenía que ver en principio con el altruismo, con los conflictos aparentes entre los in­ dividuos y el grupo. Cuando el altruismo se reconocía y se elevaba a un plano más alto, no era porque el autosacrificio se viera como problemático sino porque se veía como “social” y el plano mayor era lo que encajaba bien con las características sociales. Una y otra vez el comportamiento altruista se asimilaba a las adaptaciones que son claramente buenas para quien las porta; los peligros de emitir una llamada de alarma se introducían en el mismo costal que los benefi­ cios obvios de acuclillarse juntos para calentarse, o con mantenerse a salvo permaneciendo con el resto de la manada. De manera que era sólo con un pensamiento posterior como se incluían las explicaciones de un nivel superior para analizar los rasgos que beneficiaban al gru­ po en conjunto, pero no a algunos de sus miembros más abnegados. Entonces veremos que el uso rutinario de explicaciones de un bien mayor no era signo de que el problema del altruism# se apreciara. Por el contrario, estos puntos de vista actuaron como barrera, oscure­ ciendo los temas y haciendo menos claras las preguntas que debían haberse formulado. Detrás de todo esto había una presuposición noble, rara vez

explícita y quizás a menudo no reconocida de que no hay, en términos generales, ningún conflicto entre el bien del grupo y el de sus miem­ bros individuales; de que, a la larga, “el verdadero amor propio y el social son lo mismo”. Es la clase de tranquilización color rosa que se encuentra más en casa en una teología natural optimista o en una cruda apología del capitalismo que en una teoría darwinista centrada en el organismo (o en el gen). Agregado a esto se presuponía de for­ ma ligera que si hubiera alguna vez un conflicto entre el individuo y el grupo, éste por lo general ganaría; recordemos, por ejemplo, el desaliento con el que algunos darwinistas advirtieron el “egoísmo” de los ornamentos sexualmente seleccionados al compararlos con la “bondad para todo” de la mayor parte de las adaptaciones. De muchas maneras el extraño del grupo era este ornamento sexual egoísta, que entraba en conflicto con el bien del grupo, más bien que el altruismo no egoísta, que lo promovía el extraño del grupo. Una fuente influyente de bienmayorismo simplista fue el del gru­ po de ecólogos que tuvieron su base en Chicago, agrupados alrededor de W. C. Allee y Alfred E. Emerson (v. gr. Allee 1938,1951; Allee et al, 1949; Emerson 1960; véase también Collins 1986, págs. 264-8,279-83; Egerton 1973, págs. 343-7). De hecho, fue en parte la visión del mundo empañada por algún trabajo anterior de ecología lo que alimentó este episodio en la teoría darwinista. Muchos ecólogos, equipados nada más que con una débil analogía, se salían alegres del conocido territorio darwinista de los organismos individuales hacia un mundo de poblaciones y grupos. Las poblaciones eran tratadas como indivi­ duos que resultaban estar un grado o dos más altos en la jerarquía de la vida; más grandes, de vida más larga y que poseían propiedades emergentes que no se encontraban en los individuos, pero que eran, sin embargo, en lo fundamental, muy parecidos a los conocidos orga­ nismos de la teoría de Darwin: “Las poblaciones, al igual que los organismos, exhiben la autorregulación de condiciones óptimas de existencia y supervivencia (homeóstasis)” (Emerson 1960, pág. 342); como un organismo, una población tiene “estructura, ontogenia, herencia e integración, y forma una unidad en el medio” (Allee et al, 1949, pág. 419). Con demasiada frecuencia, en un intento laudable de poner las adaptaciones en todo su contexto para ver cómo estaban moldeadas y a la vez cómo modelaban su entorno, los ecólogos veían adaptaciones en cualquier parte, en todos los niveles de la jerarquía orgánica: “No parece haber razón para suponer que la unidad de selección deba estar confinada exclusivamente a un sólo sistema de

organización, bien sea el nivel individual, sexual, familiar o social de la integración” (Emerson 1960, pág. 319); “ Todos los sistemas vivos ex­ hiben adaptaciones evolucionadas, adaptación para la reproducción, adaptación para mantener la función metabólica en el estado vital y adaptación al sistema completo de su ambiente físico y biótico” (Emer­ son 1960, pág. 309). Mientras más alto es el nivel, más importante se creía que era el impacto sobre la historia de la evolución. Y así la ecología podía regodearse en la satisfacción de trabajar sobre un lienzo mayor, que contenía un cuadro más amplio que el de las preocupa­ ciones darwinistas tradicionales: la ecología “tiende a ser holística en el método” y el holismo “ le agrega una cierta dignidad a las ciencias sintéticas” (Allee et al. 1949, pág. 693), una “dignidad”, a propósito, que un darwinista más convencido de que el centro está en los genes ha llamado “más holista que vuestra virtud” * (Dawkins 1982, pág. 113). Esta manera de pensar no ha muerto en la ecología, aun hasta el día de hoy. Y en la historia natural popular, más notablemente en los documentales para televisión, todavía florece. Su epítome es la idea que al parecer no se emplea como mera metáfora- de que el mundo entero es un superorganismo gigante (Lovelock 1979). Pero mi preocupación aquí no es promover más violencia en la televisión. Regresemos a Allee, Emerson y compañía. Principies of Ani­ mal Ecology (Allee et al. 1949), el principal libro de texto de esta escuela, tipificaba un pensamiento de nivel superior, generalmente nebuloso, acerca de para quién o para qué es buena la adaptación, a menudo descendiendo al nivel del grupo, invariablemente dando por sentado que la variación natural preferiría intereses grupales si entraran en conflicto con los individuales y sin especificar nunca el mecanismo mediante el cual se logra todo ello. Tomemos por ejemplo esta con­ clusión sobre el destino evolutivo de los genes egoístas: “A nivel de la especie los genes que tendían a mutar excesivamente serían deletéreos para el sistema de la población, aunque algunas de las características producidas por tales genes podrían ser ventajosas para el individuo. Por tanto, uno podría esperar que la selección ejerciera un control sobre la tasa de mutación” (Allee et al. 1949, pág. 684). Por el contra­ rio, el altruismo se vería favorecido: “ Si el sacrificio de los individuos que emigran [lemmings] tuviera valor de supervivencia para la pobla­ ción en conjunto, el comportamiento de emigración podría haberse

* Juego de palabras con holier (sagrado) y holister (más holista).

desarrollado bajo la selección natural de todo el sistema” (Allee et al. 1949> pág. 685); “si poblaciones enteras son adaptativas, parece posi­ ble que las adaptaciones que producen muerte benéfica del individuo -muerte para el beneficio de la población- evolucionaran” (Allee et al. 1949, pág. 692); y el envejecimiento, la senectud y el canibalismo podrían ser “adaptaciones en beneficio de las especies” (Allee et al. 1949>pág. 692). Dicho sea de paso, es irónico encontrar que se invoca el bienmayorismo para justificar por qué son tan bajas las tasas de mutación. Este mismo principio solía invocarse muchas veces para justificar por qué las tasas de mutación son tan altas; tasas de mutación demasiado bajas, se argumentaba, reducirían la plasticidad evolucionista de la especie (véase Williams 1966, págs. 138-141). Y esta manera de pensar condujo a senderos más tortuosos aún. Combinemos la idea de que los intereses grupales subyugan a los egoístas con un método de su­ pervivencia del organismo (más que con réplica parental de genes), y hasta el cuidado paternal puede llegar a ser un sacrificio para el bien del grupo; al fin y al cabo, le trae “riesgos al padre individual... [que dan como resultado] un aumento en la homeóstasis a nivel del grupo, que a menudo implica una disminución de la homeóstasis individual. Sería extremadamente difícil explicar la evolución del útero y de las glándulas mamarias de los mamíferos o los instintos de construc­ ción de nidos de los pájaros, como resultado de la selección del individuo más apto” (Emerson 1960, pág. 319; el subrayado es mío). Estos ecólogos suelen identificarse a sí mismos con una corriente del pensamiento darwinista que ya hemos encontrado antes, una opo­ sición al darwinismo “rojo en colmillo y garra” y hacer énfasis, en su lugar, en una naturaleza amigable. De acuerdo con ellos “el tono ge­ neral del darwinismo se ha tomado del extremo individualismo de la época de Darwin” (Allee 1951, pág. 10); Darwin mismo no “...aplicó adecuadamente la selección natural a grupos enteros o a unidades de población, en contraste con su teoría de selección natural de indivi­ duos” (Emerson 1960, pág. 309); aunque hacia la década de 1880 la “idea de la existencia de cooperación natural estaba aparentemente en el aire a pesar de la preocupación con la fase egoísta del darwi­ nismo” (Allee 1951, pág. 11), “el nuevo siglo se inició con el énfasis aún centrado sobre el individuo y sus problemas, más bien que sobre el grupo... el giro hacia el énfasis del presente en la importancia de la cooperación natural no llegó hasta comienzos de la década de 1920” (Allee et al. 1949, pág. 32). Lo que sorprende sobre aquel “ énfasis del

presente” es cuán poco, desde sus ingenuos comienzos, ha visto los problemas ligados al aparente autosacrificio para el bien grupal. A este respecto, las fallas y omisiones de lo que Allee llama “el notable aunque acrítico libro sobre la ayuda mutua” (Allee 1938, pág. 11) escrito por Kropotkin, no son muy diferentes de aquellas de muchos darwinistas de mediados del siglo xx, que en múltiples aspectos eran incomparablemente más refinados. Tomemos, por ejemplo, la lista de Kropotkin de los envidiables beneficios de que disfrutan los insec­ tos de sociedades bien organizadas: Las hormigas y termitas han renunciado a una “ guerra hobbesiana” y gracias a ello les va mejor. Sus nidos magníficos, sus construcciones...; sus caminos pavimentados y las galerías subterrá­ neas con arcos; sus vestíbulos y graneros espaciosos; sus maizales, sus_ cosechas y la fermentación del grano; sus métodos racionales de empollar sus huevos y las larvas y de construir nidos especiales para criar a los pulgones... descritos como “las vacas de las hormigas”... (Kropotkin 1902, pág. 30).

Kropotkin no sentía reatos darwinistas sobre el hecho de que se lo­ grara un bien cívico con este “autosacrificarse para el bien común” y “en las batallas durante las cuales gran número de hormigas perecían por la seguridad de la comunidad” (Kropotkin 1902, págs. 30-31). Al discutir los entierros de los escarabajos describe que al encontrar un animal muerto lo “entierran con gran conmiseración, sin discutir cuál va a disfrutar el privilegio de poner sus huevos sobre el cadáver ente­ rrado” (Kropotkin 1902, pág. 28). No sentía reatos darwinistas sobre la forma de trabajar de algunos escarabajos para el éxito reproductivo de otros. Errores garrafales. Pero que nos recuerdan conceptos en muchos trabajos posteriores que eran, desde el punto de vista cientí­ fico, mucho más respetables. Dejaremos estos ejemplos del bienmayorismo asumido acríticamente y el altruismo no detectado con una diciente ilustración de TheMajorFeatures of Evolution, un texto clásico escrito por el altamen­ te respetado paleontólogo norteamericano George Gaylor Simpson (1953). Impulsado en parte por el análisis del altruismo de J. B. S. Haldane (al que ahora volveremos), Simpson plantea la posibilidad de un “contraste entre las ventajas individuales y grupales en la adap­ tación” (Simpson 1953, pág. 164) (una posibilidad no considerada en la primera edición del libro (1944 -e l que, dicho sea de paso, lleva el

título diferente de Tempo and Mode in Evolution). Desde el punto de vista de Simpson, los intereses individuales y grupales por lo general coinciden. Sostiene que el darwinismo primitivo (lo que llama la selección darwinista), al concentrarse en adaptaciones individuales (por el bien de la especie), no apreciaba la posibilidad de una divergen­ cia; el darwinismo corriente (la selección genética), al concentrarse en poblaciones enteras, sí lo aprecia, pero aun así lo considera poco probable. Este contraste [entre las ventajas del individuo y del grupo] está, de hecho, por lo general ausente. Una ventaj a adaptativa del individuo también es probable que sea ventajosa para la especie. Se solía presu­ poner que esto siempre era cierto, o el asunto simplemente no se planteaba. Esto sucedía cuando se entendía la selección y se la anali­ zaba en términos puramente darwinistas, y la selección darwinista, por lo general (pero no siempre) actúa para otorgar la ventaja de la especie al favorecer individuos de algunas clases y eliminar los de otras. Aun la selección en agregados sociales por lo general favorece al individuo, pues su integración al grupo se considera favorable a la supervivencia y adaptativo tanto para él como para el grupo, al ser la estructura social favorable para continuar la reproducción de toda la unidad. En tales casos la selección genética, así como la darwinista, no produce contradicciones entre adaptaciones individuales y espe­ cíficas (Simpson 1953, pág. 164).

El rebote entre las ventajas individuales y grupales, la distinción confusa entre el darwinismo inicial y el posterior, la presuposición alegre de “no contradicción”, todo demuestra que Simpson simple y llanamente no reconoce todavía el problema planteado por el altruis­ mo y que tampoco lo hacía en la primera edición de su libro. En el pasaje siguiente agrupa las características altruistas con los “efectos opuestos, esto es, la adaptación individual deletérea para el grupo, ejemplificada por el desarrollo de ornamentación grotesca y las armas supercomplicadas por medio de la selección intragrupal” (Simpson 1953) pág. 165). Para él, el altruismo y el egoísmo van a la par, igual­ mente escasos, igualmente atípicos de la armonía que la selección natural por regla general engendra entre individuo y grupo; tan anor­ mal y atípico, que dice: “Debo confesar un poco de escepticismo al considerar algunos de los ejemplos desde ambos lados” (Simpson 1953, pág. 165).

« Pero la idea de que la selección actúe a un nivel superior no siempre se asumía a la ligera. En un caso, al menos, se propuso como un desa­ fío abierto a la ortodoxia del nivel individual. Y junto a este desafío venía una apreciación mayor (aunque no lo suficientemente grande) de los problemas planteados por el altruismo. Ésta fue la posición adoptada por V. C. Wynne-Edwards, profesor de historia natural de la Universidad de Aberdeen, en su voluminoso libro Animal Dispersión in Relation to Social Behaviour (Wynne-Edwards 1962; véase también i959> 1963,1964,1977). Como lo sugiere el título, el comportamiento altruista que en últimas le preocupaba era cómo se dispersan las po­ blaciones con relación a sus recursos, en particular al suministro de comida. La dispersión puede no sonar particularmente altruista. Pero de acuerdo con Wynne-Edwards, los animales por lo general se disper­ san en una densidad cercana a la óptima para el grupo en conjunto, un óptimo bien por debajo de una explotación total de los recursos. El darwinismo ortodoxo, dice él, no puede explicar esto (y se le reco­ noce que al menos se da cuenta de qué debe ser la ortodoxia); en el modelo normal, cada miembro de la población se defiende solo, explotando sus recursos hasta los límites, aún hasta el punto de “ sobrepescar” ; la selección a nivel individual es impotente para actuar contra los intereses tan egoístas y cortos de miras, a favor de los intereses grupales y colectivos de más largo término. La dispersión, sostiene, debe lograrse por medio de la selección grupal, favoreciendo la selección de poblaciones enteras sobre otras poblaciones; sólo de este modo pueden los intereses del grupo superar los de sus miem­ bros. La selección grupal favorecerá poblaciones en las cuales algunos miembros se privan del avance egoísta -a l emigrar, al abstenerse de procrear, al negarse alimentación a sí mismos- para permitir el pro­ greso de la población en conjunto: “el control de la densidad poblacional exige a menudo sacrificios del individuo, y mientras el control de la población es esencial para la supervivencia a largo plazo, los sacrificios lastiman la fertilidad y la supervivencia del individuo” (Wynne-Edwards 1963, pág. 623). Entonces Wynne-Edwards es explí­ cito y no conciliador: las fuerzas darwinistas normales no pueden explicar la evolución de las adaptaciones sociales altruistas; un meca­ nismo complementario de selección grupal debe haber desempeñado un papel crucial. Y bien, ¿entonces cómo es este mecanismo? En este punto el tono contundente de Wynne-Edwards se evapora. Su libro pretende expo-

ner un punto de vista radicalmente nuevo y, sin embargo, es extre­ madamente difícil entresacar una teoría seria de esas páginas. El voluminoso texto está dedicado casi exclusivamente a la exposición detallada de datos, a catalogar comportamientos de los que se sos­ tiene son altruistas y a la reinterpretación de una enorme cantidad de adaptaciones sociales como mecanismos para la regulación de la población (tarea nada simple, pues la ambición de Wynne-Edwards era explicar los orígenes de todo el comportamiento social y se incli­ naba a interpretar aun las interacciones sociales que parecían más autointeresadas como autoabnegación con espíritu social). Como más tarde lo admitió el mismo Wynne-Edwards con mucha nobleza: “Yo invocaba libremente la selección grupal sin precisar sus mecanismos” (Wynne-Edwards 1982, pág. 1096); “ Lo que estaba notablemente ausente de mi planteamiento era un modelo convincente o una teoría de cómo, en la práctica, ocurría la selección grupal” (Wynne-Edwards 1977, pág. 12). ¿Pero era posible un modelo convincente? Esto fue lo que se plan­ teó al acudir a la selección de nivel superior. A pesar de todas sus inadecuaciones -o, quizás, a causa de ellas- tales aseveraciones de­ sempeñaron un papel útil. Se convirtieron en una especie de acicate, una provocación, un desafío al cual el darwinismo ortodoxo respon­ dió, y con resultados fructíferos. El altruismo degradado Antes de adentrarnos en esta respuesta, debo aclarar que hubo excepciones honorables a este modo de pensar bienmayorista. La más notable, cosa que no sorprende, fue la de R. A. Fisher (particular­ mente 1930) y J. B. S. Haldane (particularmente 1932). Hay que admi­ tir que sus escritos a veces parecen más centrados en el organismo que en el gen. Pero lo que importa es que no son de nivel superior. Desde el punto de vista de su diferencia con el bienmayorismo es relativamente poco importante saber si fueron centrados en el gen o en el organismo. Con su análisis en contra de un nivel superior Fisher y Haldane pusieron a rodar el vehículo adecuado para la selección natural. Los darwinistas subsiguientes no perdieron el bus sino que trataron todo el tiempo de subirse al bus equivocado. Analicemos la carrera de una teoría paradigmáticamente centra­ da en el gen: la selección de parentesco. Fisher y Haldane señalaron el

camino, aunque de manera somera, ya en 1930. Pero no fue sino tres décadas más tarde cuando se advirtió su potencial. La idea funda­ mental, que la selección natural puede favorecer la ayuda a los pa­ rientes, le era conocida incluso al darwinismo clásico; al fin y al cabo, es lo que hay tras el cuidado paterno. Pero no se reconocía como un principio general. Fisher dio un paso en The Genetical Theory o f Na­ tural Selection (Fisher 1930, págs. 177-81). Su problema consistía en cómo pudo haber evolucionado en las larvas de los insectos de mal sabor esta protección. ¿Qué ventaja podría tener un mal sabor para un individuo que no sobrevive a un intento desprevenido del depredador de comérselo? Fisher señalaba que la experiencia desa­ gradable le enseñaría al depredador a evitar presas similares en un futuro; de manera que si el resto de las crías de un padre vivían cerca de la víctima, estos hermanos podrían beneficiarse. Haldane también esbozó el concepto de la selección de parentesco (Haldane 1932, págs. 130-1, 207-10, 1955, pág. 44) y lo aplicó al cuidado materno y a los cuidados sociales. Hay que admitir que ni Fisher ni Haldane lanzaron su red muy ampliamente; Fisher no aplicó sus conclusiones a parien­ tes diferentes de hermano, y Haldane sugirió que tal altruismo estaría restringido a las especies que son especializadas reproductivamente (Haldane 1932, págs. 130,131) o que viven en grupos familiares peque­ ños (Haldane 1932, págs. 208-10, 1955, pág. 44). Sin embargo, los elementos de la teoría estaban allí. Pero sólo hasta el trabajo clásico de los años 1960 de D. W. Hamilton (Hamilton 1963,1964) se hizo explícita, generalizada y compacta la noción de selección de paren­ tesco y se incorporó adecuadamente a la teoría darwinista. Dicho sea de paso, tal como John Maynard Smith mostró, incluso Haldane podría haber estado tentado a endosar una explicación bienmayorista del altruismo (Haldane 1939, págs. 123-6; Maynard Smith 1985b, págs. 135-7). “Los animales y las plantas no son unos guerreros eficientes e implacables como lo serían si el darwinismo fuera toda la verdad”. En uno de sus ensayos de divulgación aseveró (Haldane 1939, pág. 125): “No siempre le paga a una especie estar dema­ siado bien adaptada. Una variación que logre demasiada eficiencia puede hacer que una especie destruya su alimentación y se deje morir de hambre. Este importante principio puede explicar buena parte de la diversidad de la naturaleza, y el hecho de que la mayor parte de las especies tienen algunas características de las que no se puede decir que siguen los principios darwinistas ortodoxos” (Haldane 1939, pág. 126), o sea, la supervivencia de los individuos más aptos (Haldane

i939> pág. 123). No creemos estar equivocados al presuponer que Haldane sucumbía a la tentación de comunicar un mensaje optimista a los lectores del Daily Worker en lugar de tratar de propagar una heterodoxia darwinista genuina. No incluí entre las excepciones honorables a otro precursor im­ portante del darwinismo moderno, Sewal Wright. En esta cuestión quizás confundió más que clarificó los asuntos, en especial en su propio país, los Estados Unidos. En esto no tuvo mucha culpa. La mayor parte de la confusión probablemente se debió a su empleo del térmi­ no “selección intergrupal” referido a un proceso que no guardaba ningún parecido a lo que Wynee-Edwards y otros llegaron a querer decir con la expresión de selección grupal (v. gr. Wright 1932,1945, 1951). Su teoría versaba sobre cómo podía la derivación aleatoria (que trabaja en conjunción con la selección natural) contribuir a la adap­ tación. Imaginemos una población que se fracciona en subpoblaciones más pequeñas que se procrean internamente. Los individuos de la población original no estarían igualmente bien adaptados. Por puro azar (derivación aleatoria) una subpoblación podría estar conformada por algunos de los individuos menos adaptados, y también podría ser tan pequeña y con tanta procreación interna que careciera de la variación que la selección natural necesitaría si fuera a recuperar los éxitos adaptativos de la población original. Pero el legado genético empobrecido de la derivación aleatoria podría demostrar ser una bonificación. Al ser incapaz de regresar a la subpoblación donde la población de padres había estado, la selección natural se vería forza­ da a tomar otras opciones. Podría entonces encaminar a la población por una nueva ruta que terminaría por llevar a un pico más alto de adaptación. La selección natural está limitada a preferir los óptimos locales, las adaptaciones que son mejores en su época; no puede ig­ norarlas en favor de otras que serían mejores a la larga. La derivación aleatoria podría permitirle a una población escapar del óptimo local y por tanto moverse a picos adaptativos mayores. ¿Qué tiene que ver todo esto con lo que Wright llamaba “selección intergrupal” ? Wright señalaba que algunas de estas subpoblaciones resultarían mejor adap­ tadas que otras. Al ser más exitosas, se tragarían a las otras, en lo que Wright llamaba “competencia intergrupal”. Las especies llegarían a estar dominadas por los miembros de los grupos mejor adaptados. La selección intergrupal de Sewall Wright no tenía nada que ver con lo que el término “selección grupal” por lo general sugiere: el bienestar del grupo en oposición al bienestar individual. Su selección

intergrupal era un medio por el cual se promovía el bienestar del individuo porque la derivación aleatoria libera a los individuos de las restricciones que la dedicación de la selección natural le impondría normalmente al bien individual; la derivación aleatoria libera a los individuos del oportunismo implacable, de la concentración sobre su bien inmediato que la selección natural ejerce en su favor. Sin embargo, el uso de Wright del término “intergrupal” era bastante ambiguo y podía haber llevado a pensar en selección a nivel grupal (Provine 1986, págs. 287-8). Más aún, usaba el término “selección grupal” para un mecanismo completamente diferente -lo que ahora nos es conocido como selección de parentesco para explicar la evolución del altruis­ m o- (v. gr. Wright 1945; véase también Provine 1986, págs. 416-17, quien sin embargo aumenta la confusión al llamar equivocadamente a ésta la “teoría moderna de la selección grupal” ). Darwin señaló una vez que en el progreso de la ciencia “los puntos de vista falsos, si son apoyados por alguna evidencia, hacen poco daño, pues todos se dan el placer saludable de demostrar su falsedad; y cuando esto se hace, un sendero hacia el error se cierra y muy a me­ nudo al mismo tiempo se abre el camino hacia la verdad” (Darwin 1871, ii, pág. 385). Cualesquiera que hayan sido las demás contribu­ ciones que Emerson, Wynne-Edwards y sus compañeros seleccionistas de nivel superior le hicieron a la ciencia, se ha advertido a menudo que en el caso del altruismo y de los niveles de selección su contri­ bución más importante radicó en estimular a sus críticos, y en con­ vencer finalmente a los darwinistas que desde hacía mucho habían deplorado estas “visiones falsas” de que necesitaban un tratamiento más sistemático que uno o dos comentarios de cafetería o una ocasional reseña desfavorable. Un trabajo clásico que en buena medida debemos a estos catalistas inconscientes es Adaptation and Natural Selection, escrito por el distinguido evolucionista norteamericano George C. Williams (1966 particularmente págs. 92-250). Estimulado por las alegres aseveraciones del bienestar de los grupos, las poblaciones y las especies, Williams se desquitó con dos tipos de argumentos. Ex­ presó con claridad por qué los genes son buenos candidatos como unidades de selección, mientras los organismos, los grupos, etc. no lo son (v. gr. Williams 1966, págs. 22-3,109-10), y mostró que si la evolución fuera a proceder por medio de la extinción de grupos enteros entonces tendrían que satisfacer varias condiciones altamen­ te improbables (tales como que los grupos tendrían que estar confor­ mados por un exceso de altruistas, y no ser invadidos por individuos

egoístas). John Maynard Smith enfrentó otra serie de críticas (1964­ 1976). Él diseñó un modelo de genética de poblaciones, modelos matemáticos explícitos de selección grupal para ver cuáles presupo­ siciones había que hacer en caso de que tal selección operara. Tam­ bién concluyó que las condiciones requeridas (tales como grupos pequeños combinados con tasas migratorias extremadamente bajas) resultaban tan limitantes que era muy probable que se dieran sólo muy de vez en cuando, tan escasamente que la selección grupal tendría muy poco impacto, o ninguno, en la evolución, conclusión confirmada después por otros, con numerosos modelos detallados. Tal como Wynne-Edwards aceptó más tarde: “El consenso general de los biólogos teóricos... de que no se pueden diseñar modelos convin­ centes por medio de los cuales la lenta marcha de la selección grupal podría ganarle a la diseminación mucho más rápida de los genes egoístas que traen ganancias parala adaptación individual” (WynneEdwards 1978, pág. 19). (Aunque aún más tarde parece haber revertido a su anterior apego al grupo (Wynne-Edwards 1986)). En cuanto a la labor de reinterpretar la evidencia sostenida por la selección de nivel superior, David Lack, importante ecólogo y experto en ornitología británica, demostró cómo se podía lograr esto. Tomando casos que Wynne-Edwards había usado para ilustrar la regulación de la pobla­ ción, mostró que las explicaciones de seleccionismo grupal eran inexactas e innecesarias; todos los ejemplos se podían explicar mejor por medio de la selección individual (Lack 1966, págs. 299-312). Así fue como el trabajo de Lack convirtió al menos a uno de los darwinistas conocidos de hoy cuando estaba tratando lidiar con los argumentos de Wynne-Edwards y de la selección de nivel individual: Para ayudarme en esta crisis el profesor me hizo leer la obra de Wynne-Edwards y de su principal opositor, David Lack. Las leí en tres días, sin parar, una después de la otra. Al comienzo WynneEdwards me convencía cada vez que lo volvía a releer, pero a medida que continuaba, el agarre que ejercía sobre mi manera de pensar comenzó a debilitarse. Y al fin, me soltó y se deslizó a la catástrofe circundante. La evidencia era clara: la selección natural se refiere a diferencias en el éxito reproductivo individual (Trivers 1985, pág. 81).

En lugar de discutir en detalle las múltiples críticas a la selección de nivel superior que se han acumulado a lo largo de los últimos veinte años, voy a entrar de una vez en un análisis para clarificar la

lógica que subyace tras ellas. Este análisis, al que llegaron indepen­ dientemente Richard Dawkins y el filósofo David Hull, se basa en una distinción entre vehículos y replicadores (Dawkins 1976, págs. 13-21, segunda edición, págs. 269,273-4,1982, págs. 81-117,134-5,1986, págs. 128-37, 265-9,1989; Hull 1981). (Hull escogió la palabra menos diciente de “interactor” en lugar de “vehículo” ). Consideremos las propiedades que cualquier cosa necesitaría a fin de ser una unidad de la selección natural, una unidad a la cual pudié­ ramos decir que las adaptaciones -efectos fenotípicos- benefician. Primero, debe ser capaz de reproducirse a sí misma (más estrictamen­ te, por supuesto, hacer copias de sí misma); debe ser autorreplicadora. Segundo, debe tener la buena suerte de no replicarse con absoluta fidelidad, sino de cometer pequeños errores ocasionales; los errores introducen cambios y, por ende, diferencias en la población, y estas diferencias son el material sobre el cual trabaja la selección. Y tercero, estas entidades autorreplicadoras deberán tener propiedades que influyan sobre su supervivencia, su reproducción y su probabilidad de autorréplica adicional. A algo que tenga tales propiedades lo po­ demos llamar replicador. Los genes son replicadores. Reproducen copias de sí mismos, globalmente fieles pero con mutaciones ocasio­ nales, y tienen efectos fenotípicos que influyen sobre su destino. La selección natural puede obrar a nivel de los genes; los genes pueden ser unidades de selección. Hay otros candidatos a unidades de selección: organismos, grupos, especies. Los organismos son los candidatos con más probabilidades. Pero un organismo no replica facsímiles de sí mismo; sus descendien­ tes no pueden heredar sus características adquiridas, los cambios ac­ cidentales que ha sufrido durante su vida. Similares consideraciones se plantean, aún con más fuerza, para grupos y otros niveles superiores. Aunque en un sentido amplio se renuevan a sí mismos, se dividen, se ramifican y persisten, no pueden ser verdaderos replicadores. No tienen medios confiables de autopropagación, no tienen mecanismos más o menos automáticos para sacar generación tras generación de facsímiles. Entonces, los genes pueden ser replicadores pero los orga­ nismos, los grupos y otros niveles de la jerarquía no pueden serlo. La selección natural tiene que ver con la supervivencia diferencial de los replicadores. De modo que los genes son los únicos candidatos a uni­ dades de selección. Si los organismos no son rephcadores, ¿qué son? La respuesta es que son vehículos de los replicadores, portadores de genes, instru­

mentos de la preservación de los replicadores. Los replicadores son lo que se preserva por medio de la selección natural; los vehículos, el medio para esta preservación. Los organismos son vehículos discretos, coherentes, bien integrados, para los genes que alojan; pero no replicadores, ni siquiera incipientes y de baja fidelidad. Los grupos también son vehículos, pero menos claros, menos unificados. ¿Qué luz nos arroja todo esto sobre las adaptaciones? Las adapta­ ciones deben buscar el bien de los replicadores, el bien de los genes. Pero ellos se manifiestan en vehículos. Los genes les confieren a los vehículos propiedades que influyen sobre su propia replicación. En­ tonces las adaptaciones podrían, en principio, presentarse en cual­ quier nivel; en el nivel de los organismos (bien sea del organismo que porta el gen u otro), a nivel de grupos y aún a niveles superiores. No hay regla rígida en cuanto al nivel en que se manifestarán, o en cuales vehículos (ni cómo). Sin embargo, lo más probable es que ocurran en el organismo que porta el gen. Esto sucede no solamente porque el vehículo más cercano es el más predispuesto a la influencia física sino también porque los genes que comparten un cuerpo tienen más probabilidades, hasta cierto punto, de “estar de acuerdo” sobre cuáles efectos fenotípicos son adaptativos. Como vimos cuando analizamos que el darwinismo moderno se centraba en el gen, los conflictos de intereses entre los genes de un mismo cuerpo se atenuaban por un interés común en la supervivencia y reproducción de éste. Cualquier gen de un genoma habrá sido seleccionado entre otras cosas por su compatibilidad con los otros genes de este genoma, su contribución a una empresa conjunta. Pero más que todo, los genes de un mismo cuerpo, y no de cualquier otro cuerpo, tienen la misma ruta esperada hacia las generaciones futuras. De modo que esperaríamos encontrar adaptaciones a nivel del organismo; y, aunque cualquier adaptación será para el bien del gen del cual es efecto fenotípico, también debemos esperar que en buena medida será buena para otros genes del orga­ nismo, por la necesidad que todos tienen de conciliar sus diferencias al perseguir un propósito común: la reproducción y supervivencia del organismo. Y sin embargo, recordemos los genes bandoleros, la especulación sobre el síndrome de Down y las facciones de guerreros que pueden surgir aun éntre genes que comparten un cuerpo. Entonces, cuánto más probables y agudos serán los conflictos de intereses entre las uniones más laxas de genes que conforman los vehículos de nivel superior, los grupos, las poblaciones, las especies. En estos agregados

más difíciles de manejar no hay un propósito común que los una con fuerza, nada que conduzca los intereses divergentes a una armonía perfecta, como sí lo hay en los organismos. Los genes que están en vehículos de nivel superior no están encadenados por un compromi­ so de autointerés en la supervivencia y éxito reproductivo de un or­ ganismo en particular. Esto permite que afloren los conflictos entre prioridades. Entonces, encontrar una propiedad adaptativa, una propiedad más o menos universalmente satisfactoria, a nivel grupal y aún superior, sería obviamente una hazaña mucho más complicada para ser ejecutada por la selección. Supongamos, sin embargo, que existiera tal propiedad. ¿Sería sig­ no de que ahí habría funcionado la selección grupal? Imaginemos, por ejemplo, que las especies que se reproducen sexualmente evo­ lucionaron con mayor rapidez que las asexuales y florecieron a sus expensas. Se podría tal vez argüir que ésta sería una propiedad a nivel de especie, porque son las especies y no los individuos las que evo­ lucionan. Si es así, la selección natural actuaría sobre las propiedades no de grupos sino de individuos, actuando sobre los efectos fenotí­ picos a nivel grupal. Tal selección, entonces podría ser llamada selección grupal en un sentido muy estrecho de la palabra. Pero no se debe permitir que esta terminología oscurezca el hecho de que sigue siendo simple y llanamente una selección de replicadores. Los grupos en sí mismos no son unidades de selección, ni son replicadores: son vehículos, unidades de adaptación para la selección del replicador. En este limitado sentido de selección grupal, así como en la selección centrada en el organismo, del darwinismo clásico, la evolución sigue teniendo que ver con cambios en la proporción de los replicadores (genes) como resultado de la influencia de sus propios efectos fenotí­ picos sobre su propia replicación. Al igual que la “selección de organis­ mos”, la “selección grupal estrecha” tiene que ver con las alteraciones en las frecuencias relativas de los alelos en los paquetes genéticos que ocurren por los efectos fenotípicos de estos genes, efectos que se ma­ nifiestan a nivel del organismo y del grupo respectivamente. Como siempre, la selección tiene que ver con la supervivencia diferencial, y las unidades que sobreviven a lo largo del tiempo de la evolución no son grupos ni individuos sino replicadores. En este sentido estrecho, entonces, podría darse una “selección grupal”. Siempre que haya genes unidos podrán surgir propiedades emergentes para que progresen sus individuos, propiedades que se manifestarían sólo a niveles de grupo o superiores. Pero aun si surgieran -lo que, como lo hemos

visto, no es muy probable- de ningún modo socavarían la posición de los genes como las únicas unidades de selección de replicadores. Esto no significa que los entes de un nivel superior sean poco impor­ tantes para la evolución. Son muy importantes, pero de diferente modo: como vehículos. Hay una analogía muy diciente en este caso - y una “disanalogía” igualmente diciente- con una controversia ya vieja en las ciencias sociales. Los reduccionistas sostienen que la sociedad en últimas está conformada solamente por individuos; en contra de esto, los holistas sostienen que el mundo social no se puede entender sin recurrir a niveles superiores. Pero estas posiciones no tienen que estar en con­ flicto. Es posible ser reduccionista con respecto a los objetos, pero aceptar con toda tranquilidad características holísticas, en una com­ binación de reduccionismo de entes y holismo de propiedades (Rubén 1985, págs. 1-44, 83-127, particularmente págs. 3-6.83-86). De acuerdo con este punto de vista, los seres humanos son, en últimas, los únicos constituyentes de la sociedad; las naciones y estados, los parlamentos y los clubes, etc., son, estrictamente hablando, reducibles a ellos, sin que queden residuos, (los filósofos llaman a esto identificación reductiva). Pero al mismo tiempo, los objetos del mundo social pue­ den tener, e incluso suelen tener, propiedades irreductibles de tipo social. Esto es análogo a lo que acabamos de imaginar en el mundo biológico, aunque el asunto aquí, por supuesto, trata de aquello sobre lo que la selección natural actúa más que de si existe. De hecho, en el nivel de organismo el paralelo es estricto: “La razón por la que puedo sonar reduccionista es que insisto en el punto de vista ato­ místico de la unidad de selección, en el sentido de unidades que en realidad sobreviven o no, aunque acepto de todo corazón que soy interaccionista en lo que atañe al desarrollo de los medios fenotípicos gracias a los cuales sobreviven” (Dawkins 1982, págs. 113-14). Pero aquí también hay una “disanalogía” crucial entre las propiedades sociales y las adaptaciones biológicas. En sociedades humanas, las propieda­ des que emergen pueden ser buenas, malas o indiferentes para los individuos, para los grupos sociales, para las naciones o para ló que sea. Pero el seleccionismo grupal (seleccionismo grupal estrecho) hace aseveraciones sobre adaptaciones, características que satisfacen los propósitos fragmentados de todos los genes del grupo y, lo que es más, le confieren una ventaja a aquel grupo sobre otros. Las adap­ taciones a nivel grupal, entonces, son un caso muy especial de pro­ piedades emergentes, tan especial que sería apresurado esperar que

hayan desempeñado un papel significativo en la evolución. Por su­ puesto, el asunto de qué papel hayan jugado en realidad es un asunto empírico, no conceptual. Es un asunto real acerca de cuáles adapta­ ciones surgieron a niveles más altos que los organismos, acerca del grado hasta el cual los grupos y otros vehículos de nivel superior resultan haber sido buenos para el camino. Con la distinción entre vehículo y replicador en mente, podemos ver ahora qué era lo que los seleccionistas de nivel superior como Wynne-Edwards debían haber sostenido si no hubieran estado sim­ plemente confundidos, sino en el caso de que en realidad hubieran planteado el desafío atrevido a la selección natural ortodoxa que expusimos antes. No deberían haber sido adalides de la selección grupal en el sentido estrecho que acabamos de describir, haber soste­ nido la idea de que los grupos pueden manifestar adaptaciones, adap­ taciones que podrían tener impacto en la evolución. Deberían haber propuesto que los grupos no eran sólo vehículos sino a veces replicadores, y replicadores tan exitosos y poderosos que la selección natural les daría precedencia sobre los esfuerzos más débiles de los genes (o, como por lo general lo veían, de los organismos) por replicarse a sí mismos. Si ésta era en realidad su teoría, podemos ver ahora que surgía de una confusión conceptual, una confusión entre vehículos -lo s entes que manifiestan adaptaciones- y replicadores -las entidades para las cuales las adaptaciones “son buenas”- . Puesto de este modo, es aún más difícil comprender cómo se suponía que evolucionaban las adaptaciones altruistas, cómo se suponía que los entes de nivel superior creaban y sostenían tal coherencia individual, tal fidelidad en la copia y tal unidad de propósito. (Dicho sea de paso, éste es algo diferente de un punto de vista que recientemente, en los Estados Unidos, se ha llamado “seleccionismo grupal” ; (para clarificar las diferencias véase a Grafen 1984; véase v. gr. Maynard-Smith 1982b, 1984a). He dicho que Fisher y Haldane señalaron el camino hacia un darwinismo que descartaba la selección de niveles superiores. Pero la distinción entre replicadores y vehículos es característica de la más reciente revolución del darwinismo. Y lleva su análisis más allá. Sólo a la luz de esta distinción es claro que el gen (a veces para Fisher y Haldane, el organismo) no esté meramente en un nivel diferente de selección que los entes que están más arriba en la jerarquía, sino que es una clase de ente totalmente distinto. Así, el seleccionismo de nivel superior se basaba en una categorización mal ubicada, una presupo­

sición de que los entes de nivel superior estaban, en cuanto atañe a la selección natural, en la misma escala que los genes, sólo que en un peldaño más elevado. Un análisis sistemáticamente centrado en los genes ayuda a clari­ ficar esta confusión. Muestra que, en cuanto atañe a la selección, hay una gran discontinuidad entre genes y entes de todos los niveles superiores: los genes son replicadores, todos los otros niveles son vehículos. Para la mayor parte de los propósitos no importaba que Fisher y Haldane a veces hablaran de organismos en lugar de genes. Pero para este asunto de los niveles de selección, una lealtad más firme al gen podría haber evitado al menos algunos malos entendidos por parte de otros darwinistas. Dicho sea de paso, es irónico que la mayor parte de los individuos más hostiles al adaptacionismo a nivel del organismo son los mismos que, al abrazar el “pluralismo”, se ven seducidos con más facilidad a detectar adaptaciones cuando se encuentran entes de niveles supe­ riores. Son ellos los primeros en cuestionar el significado adaptativo de las bandas de las conchas de los caracoles. También son los prime­ ros en divisar adaptaciones que aparecen en uno u otro lugar en la jerarquía de la vida: “selección de especies” o “propiedades holísticas” y así sucesivamente. Hay una ironía adicional. Como vimos cuando observamos las explicaciones adaptativas, estos pluralistas emplean el término “panglossiano” para describir a los darwinistas que están, desde su punto de vista, demasiado ávidos de proporcionar explicaciones adaptativas a las características de los organismos. La ironía es que Haldane originalmente adoptó este término volteriano para descri­ bir a los darwinistas más parecidos a aquellos mismos pluralistas: los darwinistas que, al no encontrar ventajas adaptativas a nivel del organismo, miraban más bien a nivel de grupo, de población o de especies, presuponiendo que las desgracias de un nivel se reparaban en el otro; la frase el “teorema de Pangloss” fue utilizada por primera vez en el debate sobre la evolución no como una crítica a las explica­ ciones adaptativas, sino específicamente como una crítica a los argu­ mentos de “seleccionismo grupal” de medio, aptitud y maximización (Maynard Smith 1985a, pág. 121). Gracias a la comprensión darwinista moderna del altruismo, aho­ ra estamos preparados para adentrarnos en las pantanosas aguas de las discusiones más primitivas. Estudiaremos cuatro casos: la esteri­ lidad de los insectos sociales obreros, la competencia convencional,

la moralidad humana y la esterilidad en cruces interespecíficos de primera o segunda generación. Los dos primeros son de interés por­ que si bien con el punto de vista retrospectivo histórico están entre los ejemplos más egregios del altruismo, esto no fue nada obvio para los darwinistas hasta hace poco. Los otros dos son casos de los que, como cosa rara, el darwinismo clásico creía que de alguna manera tenían que ver con el altruismo.

LO S IN S E C T O S S O C IA L E S : P A R IE N T E S P E R F E C T O S

Para Esopo los insectos sociales fueron una fuente de inspiración; para los darwinistas, una fuente de sufrimiento. Darwin declaró que le creaban “la dificultad especial más seria que ha encontrado mi teoría” (Darwin 1859, pág. 242). Un siglo más tarde, cuando el pro­ blema por fin se estaba comenzando a solucionar, George Williams, declaró: “ No hay fenómeno más importante [como reto a la teoría centrada en el gen] que la organización de las colonias de los insectos” (Williams 1966, pág. 197). ¿En qué consistía este acertijo que preocupó a los darwinistas por tanto tiempo? Entre los himenópteros (el grupo que incluye a las hormigas, abejas y avispas) y los isópteros (las termitas) hay especies en las cuales las castas estériles trabajan para los otros miembros de la comunidad, ayudando en el cuidado de sus descendientes, aten­ diendo la colonia y ejecutando otras numerosas tareas cívicas que benefician a sus compañeros. Les dedican su vida a la supervivencia y reproducción de los otros, y sin embargo no dejan descendientes propios. Esto hace surgir de inmediato una dificultad. ¿Cómo podría la selección natural, que trabaja con base en adaptaciones heredita­ rias, haber dado lugar a tal comportamiento (llamado eusocialidad)? ¿Cómo se benefician las obreras estériles de su autosacrificio? ¿Y cómo transmiten sus características? La respuesta, de un modo u otro, probablemente yace en la selec­ ción de parentesco. Tendemos a pensar en el éxito reproductivo en términos de descendientes. Pero la teoría de selección de parentesco nos recuerda que un hermano puede ser tan valioso como un hijo. Si yo poseo un gen para el altruismo (o para cualquier otra cosa) mis hermanos tienen tanta probabilidad de llevar copias de él como mis descendientes. De manera que, si todo lo otro permanece igual, una madre de un animal es una fuente reproductiva potencial tan buena como el animal mismo. No es difícil ver, entonces, por qué los ani­ males puedan optar por ser estériles y por cuidar de los descendientes de su madre en lugar de tener descendientes propios. De hecho, a la luz de la teoría de la selección de parentesco, nuestro problema origi­ nal es el contrario: ¿por qué, se pregunta uno, no es ésta la práctica más generalizada? Bueno, recuerden que dije “que todas las otras con­ diciones tenían que ser iguales”. Pues resulta que algunos animales los himenópteros y los isópteros- son más iguales que otros.

Comencemos con las termitas. Una particularidad que puede haber pavimentado el camino para la selección de parentesco es una rareza de su dieta. Su alimentación básica es la madera, que es alta­ mente indigerible sin ayuda. La ayuda viene de un microorganismo que habita en los intestinos de las termitas. Los insectos necesitan reinfectarse con estas ayudas digestivas en cada generación, y en algunos casos después de cada muda (porque el forro que cubre los intestinos se pierde en ella). Esto lo logran por medio de la coprofagia: el don precioso de las heces se pasa de generación en generación. La coprofagia requiere gran proximidad. Tal vez esto hizo que las termitas emprendieran su viaje por un sendero evolutivo que iba de la pro­ ximidad a la sociabilidad y de la sociabilidad, posiblemente, a la selección de parentesco, un camino no inevitable, pero en el cual cada paso hace un poco más probable el próximo (Wilson 1971, pág. 119). La coprofagia también ofrece una vía adicional para la selección del parentesco: la manipulación de las feromonas. En todos los insectos sociales es la supresión feromónica de las obreras por parte de la reina lo que proporciona el mecanismo para inducir la esterilidad. La dieta indigerible de las termitas podría haberles dado a sus reinas un canal ya preparado durante la primera parte de la evolución de su comportamiento social. La dieta de las termitas introduce todo un nuevo conjunto de intereses: los dé los microorganismos. Sus genes conforman hasta una cuarta parte del DNA en un termitero y una cuarta parte esencial, pues estas minúsculas criaturas y sus termitas son mutuamente interdependientes. Más aún, debido a que los microorganismos se reproducen asexualmente, son por lo general clones genéticamente idénticos. Con tal cantidad y tal unicidad de propósito, bien pueden dominar la puntilla bioquímica de la manipulación. Quizás, entonces, a estos valiosos huéspedes se les pueda dar crédito por los comporta­ mientos muy sociables de las termitas. ¿no es inevitable que los genes simbiontes se hayan seleccionado de manera que ejerzan un poder fenotípico sobre sus alrededores? ¿Y no incluirá esto el ejercer el poder fenotípico sobre los cuerpos de las... termitas, o su comportamiento? En este mismo sentido, ¿po­ dría la evolución de la eusocialidad en los isópteros explicarse como una adaptación de los microscópicos simbiontes más bien que de las termitas mismas? (Dawkins 1982, págs. 207-8).

W. D. Hamilton advirtió que los ciclos de endogamia de las termitas en una colonia y los de exogamia cuando encontraban una nueva, ofrecían una curiosa oportunidad más para la selección de parentesco (Hamilton 1972, pág. 198). Su descubrimiento, a propósi­ to, fue característicamente en passant, tanto, que comúnmente se le atribuye a Stephen Bartz, quien analizó la misma teoría más tarde con mayor detalle (Bartz 1979,1980; véase v. gr Myles and Nutting 1988; Trivers 1985, págs. 181-4); y, típico en él, el mismo Hamilton, por olvido se lo atribuyó a Bartz cuando le pregunté por él, ¡tal era su idea de disputarse la prioridad! El razonamiento de Hamilton era como sigue. Lo voy a describir de una forma idealizada, porque el cuadro real rara vez es tan claro. En las colonias establecidas de termitas puede haber mucha endogamia. En algunas especies, las reinas y los reyes con alas son, por lo general, reemplazados por reproductores secundarios al interior de la colonia. Es probable que estos nuevos herederos sean hermanos y entre sus hermanas y des­ cendientes puede haber tanta endogamia que son en buena medida homocigóticos (donde los alelos de cada individuo ocurren en pares idénticos). Esto significa que están relacionados de modo más estre­ cho con miembros de la colonia de lo que están con miembros de otras colonias (que también cada vez más se procrean entre sí, pero en direcciones diferentes). Esto mismo podría predisponer a las termitas al autosacrificio altruista. Pero una termita de una colonia donde existe endogamia no es más cercana a sus hermanas de lo que sería de sus descendientes hipotéticos. Con sólo ser más cercana a sus hermanas habría una razón aún más poderosa de autosacrificio hasta el punto de esterilidad. Pues resulta que, en efecto, existe tal razón. Y es así como se da. En la larga historia de un linaje, perpetuado a través de numerosas colonias descendientes, la endogamia intensiva está jalonada regu­ larmente por la exogamia. Esto sucede cuando un reproductor alado joven sale volando y encuentra una colonia para sí. Se esperaría normalmente que la exogamia cortara los vínculos del parecido de modo dramático. Pero no. La pareja de nuestro joven procreador, que viene de otra colonia, tiene grandes probabilidades de haber sido también procreada endogámicamente, y de ser homocigótica, pero para alelos diferentes. De manera que sus descendientes (la primera generación), será heterocigótica, pero idénticamente. Los vínculos de parecido entre hermanos se siguen manteniendo. Pero tales vínculos no sobrevivirán a la próxima generación, cuando se reemplacen tan-

AB

AA

BB

macho

hembra

Los fundadores de una colonia nueva provienen de dos colonias diferentes; ambos son homocigóticos pero así mismo diferentes.

AB

La primera generación de crías son todas genéticamente idénticas; son genéticamente más cercanas a sus hermanos y hermanas que a sus propias crías.

Una ruta para el altruismo en las termitas

to el rey como la reina. La repartición mendeliana terminará por rom­ per la identidad genética. Esto significa que un descendiente heterocigótico del rey y la reina fundadores está- más cercano genéticamente a sus (idénticamente heterocigóticos) hermanos de lo que estaría de sus propios hijos, si tuviera alguno. De manera que aquí tenemos una razón adicional para la evolución de la esterilidad de las obreras de las termitas. Quizás, entonces, el gran ideal del altruismo surja de una alternancia muy primaria de incesto y escape. En algunas especies de termitas, el altruismo con los parientes puede haber sido fomentado por otra fuente de uniformidad genética que hace que los hermanos sean más cercanos que los hijos. En este caso, la uniformidad ocurre entre hermanos del mismo sexo y se produce por el hecho de que se han ligado numerosos genes en los cromosomas sexuales (Lacy 1980; 1984 Syreny Luykxi977; pero véase también Crozier y Luykx 1985; Leinaas 1983). Las termitas, como no­ sotros, determinan el sexo por medio del sistema del XX y XY. Las hembras tienen dos cromosomas X, los machos uno X y uno Y.=Un macho hereda su cromosoma Y del padre (el único que su padre le puede dar) y uno de sus dos cromosomas X de la madre. Una hembra

hereda el cromosoma X del padre (el único que él tiene para dar) y uno de los dos cromosomas X de la madre. Así, con respecto a sus cromosomas sexuales paternales, los machos son, de hecho, mellizos idénticos de sus hermanos y las hembras son, de hecho, mellizas idén­ ticas de sus hermanas. No sucede lo m ismo con respecto a sus cromosomas sexuales maternales, o cualquiera de sus cromosomas ordinarios. En lo que atañe a un gen o a un cromosoma sexual, en­ tonces, los hermanos del mismo sexo son más cercanos genéticamente de lo que podrían ser los descendientes potenciales. En particular, un gen para la esterilidad individual al servicio del cuidado de un hermano del mismo sexo podría ser favorecido si resultara estar lo­ calizado en un cromosoma sexual. Teóricamente, tal “altruismo del cromosoma sexual” es una ruta posible para la esterilidad de la obrera en muchos animales con cromosomas sexuales, incluyendo los mamíferos. Hamilton advirtió esto hace algún tiempo (Hamilton 1972, pág. 201), pero pensó que los cromosomas sexuales constituyen una fracción tan pequeña del genoma (solo 5% en algunos mamíferos, por ejemplo) que tal altruismo es poco probable. Como veremos, tenía algo más grande en mente; ya había aclarado el caso análogo de castas de obreras esté­ riles en los himenópteros, donde las hermanas plenas son especial­ mente cercanas la una a la otra respecto al genoma completo. Sin embargo, más recientemente ha aparecido el hecho de que las termitas también tienen algo grande que ofrecer. En algunas especies, una porción grande del genoma (incluso hasta casi la mitad) está ligada a los cromosomas sexuales, formando lo que es en realidad un cromosoma sexual gigante. Aquí, entonces, la objeción al “altruismo del cromosoma sexual” desaparece. Los genes de las termitas en rea­ lidad sí tienen una probabilidad significativamente mayor de ser com­ partidos por los hermanos mismos que por los hijos, debido a que el grupo de genes que funciona como un cromosoma sexual es tan desusadamente grande. Quizás, entonces, hace mucho tiempo en el pasado evolucionista, este vínculo de grandes partes del genoma con los cromosomas sexuales ocurrió en especies de termitas y ayudó a que despegara el altruismo del parentesco, aún en especies en las que quizás no existe tal vínculo hoy. Pero existen problemas. El principal es que las termitas no parecen comportarse como se predice. Parecen desplegar altruismo con sus parientes independientemente del sexo; tanto machos como hembras actúan como ayudantes estériles y no se ha encontrado hasta ahora evidencia de que ninguno de los sexos

sea parcializado en sus buenas obras a favor de su propio sexo. También existe el problema de que sólo algunas termitas tienen “cromosomas sexuales gigantes” y no hay nada especial sobre el comportamiento social de las que lo tienen. Y lo que es más, estas especies están colo­ cadas de manera más bien esporádica en el árbol evolutivo de la termita. De manera que posiblemente los cromosomas gigantes son una innovación demasiado reciente para haber desempeñado el papel sugerido. Para redondear esta lista de dudas, Hamilton mismo me ofreció la siguiente reflexión: “ ¡El otro grupo notable por sus cromosomas anillados es el de las primaveras vespertinas! Qué pue­ de tener una termita de los pantanos y manglares de la Florida en común con una primavera no es algo muy claro. En el momento pa­ rece sólo un chiste de Dios”. Ahora volvamos a los himenópteros. Una condición que podría haber favorecido la selección de parentesco es el hecho que ya hemos observado: las hermanas plenas están más estrechamente vinculadas la una con la otra de lo que estarían sus descendientes. Esto ocurre por la organización altamente inusual de sus cromosomas, su haplodiploidismo (Hamilton 1963,1964). Las hembras se desarrollan a partir de óvulos fertilizados y son diploides (tienen un doble conjunto de cromosomas, la mitad proveniente de cada padre); los machos se desarrollan a partir de óvulos no fertilizados y son haploides (tienen solamente un conjunto de cromosomas). Los detalles de la organiza­ ción social difieren de especie en especie, pero una colonia consiste típicamente de una sola reina, que ha sido fertilizada por un macho, y de su descendencia. Son sus hijas las que son obreras estériles ¿Por qué? Estas descendientes femeninas comparten copias idénticas de la mitad de sus genes, la parte paterna, porque su padre es haploide y también su esperma lo es; en promedio, también tienen la mitad de los genes maternos en común. De manera que, en cuanto atañe al genoma paternos son mellizas idénticas (al igual que las termitas del mismo sexo, tal como hemos visto que se realizó más tarde, excepto que en el caso de las termitas la “identidad de lo mellizo” es sólo de los cromosomas sexuales). El resultado es que estas hijas están más estrechamente vinculadas la una con la otra de lo que estarían con sus propios descendientes hipotéticos de cada sexo. De manera que a ellas les va mejor al cuidar a sus hermanas potencialmente fértiles -aquellas que se convertirán en reinas- que teniendo hijos propios. Otra condición que favorece la selección de parentesco en algu­ nos himenópteros es que la monogamia de la madre está garantizada

(Dawkins 1976, segunda edición, págs. 295-6). Si una madre es mo­ nótonamente monógama, entonces todas las hermanas tendrán el mismo padre, y la madre se vuelve tan valiosa como una hermana melliza. Este punto no le debe nada al haplodiploidismo. Es poten­ cialmente cierto para cualquier animal monogámico. El problema es que en la mayor parte de los animales “la monogamia” es bastante poco confiable. Hay algunas especies en las cuales los machos y las hembras se aparean de manera tan convincente durante toda una estación o aún de por vida, que los naturalistas desde hace tiempo los consideraban monógamos; durante una época se creía que la mayor parte dé los pájaros practicaban tal exclusividad (Lack 1968, pág. 4). Pero al observarlos de manera más atenta, una tras otra, estas espe­ cies revelan un cuadro muy diferente: en los azulejos del oriente (Sialia sialis), el 9% de todas las nidadas examinadas tenían padres múlti­ ples (Gowaty y Karlin 1984); en el fringilino azul (Passerina cyaneá), más del 22% de las cópulas femeninas no fueron con sus parejas y al menos 14% de los descendientes no tuvieron a dicha pareja por padre (tenían, en su lugar, un sugerente parecido genético con machos veci­ nos) (Westneat 1987,1987a) en los abejófagos de frente blanca (Merops bulbckoides), entre el 9% y el 12% de todos los descendientes de la muestra no estaban relacionados con uno o con ambos “padres” (Wrege y Emlen 1987); en las golondrinas montaraces de cabeza blanca {Zonotrichia leucophrys oriantha), entre un 34% y un 38% de los des­ cendientes probablemente no eran hijos de su “padre” (Sherman y Morton 1988). La costumbre de tirar los huevos que practican algu­ nos otros miembros de la especie podría responder por algunos de estos “ilegítimos”, pero de ninguna manera por todos. Sin embargo, los himenópteros organizan sus asuntos de manera diferente. En algunas especies al menos, la monogamia es por lo general confiable. Esto se debe a que la reina se aparea sólo una vez y sella todo su destino reproductivo en un sólo vuelo nupcial, almacenando el esperma de esta única unión y racionándolo por el resto de su larga vida. Finalmente, se ha sugerido que la eusociabilidad de los insectos sociales originalmente despegó por medio de la ayuda mutua entre las hembras (véase v. gr. Brockmann 1984). Las hembras de la misma generación, o madres e hijas, o ambas, bien pudieron haber comen­ zado simplemente compartiendo los nidos. De modo gradual, con la ayuda de otras condiciones predisponentes, pudieron haber dado lugar a un comportamiento cada vez más cooperativo, hasta llegar a

los extremos de altruismo que han agotado de tal manera el ingenio de los darwinistas. Esto es lo que conocemos hoy en día. Regresemos ahora a Darwin, que estaba perturbado por el problema de los insectos estériles, como lo indica su declaración sobre su “más seria dificultad especial” (¡aun­ que varias de sus dificultades son las “más serias” !). Tomando el caso de las hormigas, repasa los asuntos con profundidad en El origen (págs. 235-42). Pero, ¿de qué se trata exactamente esta “dificultad espe­ cial” ? Sorprendentemente, la anomalía no es, como podríamos espe­ rar, la esterilidad de las hormigas y su devoción al bien de los demás. “La manera como las obreras se han vuelto estériles plantea una difi­ cultad, pero no mucho mayor que la de cualquier otra sorprendente modificación estructural... no puedo ver grandes dificultades en que esto sea efectuado por la selección natural” (Darwin 1859, pág. 236). De hecho, en otra parte -com o lo veremos cuando se analice la este­ rilidad interespecífica- Darwin diferencia con precisión la esterili­ dad de los insectos sociales de la esterilidad de los organismos no sociales como algo poco problemático (Darwin 1868, ii, págs. 187-7). Así, decide “pasar por encima de la dificultad preliminar” (Darwin 1859, pág. 236). No, lo que le preocupa es que las castas estériles sean tan distintas tanto de sus padres como una de la otra; ¿cómo ha sido capaz la selección natural de trabajar sobre estos individuos que no se pueden reproducir, para crear características tan diversas? una dificultad especial... al principio me pareció infranqueable y realmente fatal para toda mi teoría... Las estériles a menudo difieren ampliamente en instinto y estructura tanto de los machos como de las hembras fértiles, y, sin embargo, por ser estériles no pueden pro­ pagar su clase... y el clímax de la dificultad es... el hecho de que las estériles de varias hormigas difieren, no solamente de las hembras fértiles y de los machos, sino una de otra, a veces hasta un grado casi increíble... (Darwin 1859, págs. 236-8).

De modo que el problema planteado por las obreras estériles es su extraordinaria diferencia en estructura e instintos de otros miem­ bros de su especie; si sólo se parecieran más a sus padres y las unas a las otras podría no haber una anomalía seria. Entonces su dificultad radica en la latencia de las características de las obreras estériles en padres que difieren tanto de ellas. Esto era ciertamente un problema, dada la falta de una teoría adecuada de la herencia. Pero no es lo que

podemos pensar como un “clímax” de la dificultad de los insectos estériles. Aunque para Darwin la anomalía no era el altruismo de las obre­ ras estériles, los comentaristas de hoy suelen dar por sentado que lo fue, y es tan común esto, que daré algunas evidencias adicionales de mi punto de vista de que es un error y que para Darwin la latencia era el problema principal (un punto de vista, me siento contenta de de­ cirlo, que también sostiene Hamilton (1972, pág. 193)). Primero, hay una importante analogía que Darwin inserta en la cuarta edición (1866) y subsiguientes de El origen. Asemeja su expli­ cación de la evolución de obreras estériles a las explicaciones de Wallace sobre ciertas especies de mariposas que ocurren en dos o aun en tres formas femeninas diferentes y a la explicación de Müller de dos formas de machos distintos en ciertos crustáceos (Peckham 1959, págs. 420-1). En estos casos no hay esterilidad, sacrificio ni altruismo. Pero en el punto de vista de Darwin la proliferación de formas diferentes hace que estos casos sean “igualmente complejos” y las explicaciones “análogas” (aunque por desgracia no sigue anali­ zando) (Peckham 1959, pág. 420). Segundo, cuando resume su teoría en el último capítulo de El origen y selecciona las obreras estériles como “uno de los más curiosos” “casos de dificultad especial” (Dar­ win 1859, pág. 460), lo que menciona es la diferenciación dé castas. Tercero, si Darwin veía que el autosacrificio eii beneficio de los de­ más era un rasgo sobresaliente de las obreras estériles y de su com­ portamiento, seguro lo habría mencionado cuando analizaba la sociabilidad y moralidad humanas en El origen del hombre; pero, aun­ que analiza allí la protomoralidad en otros animales, escasamente toca la de los insectos sociales. El problema de Darwin no era entonces el mismo de los darwi­ nistas de hoy. Sin embargo, tenía que encontrar lo que la selección natural quería, puesto que no podía estar actuando por medio de la reproducción diferencial de hormigas estériles. De modo que mien­ tras contestaba su pregunta se vio obligado a responder las planteadas por el altruismo: ¿Quién se beneficia y cómo? La solución de Darwin presenta dos etapas. Comienza planteando la tesis de que si bien los insectos estériles son incapaces de procrear, sus parientes cercanas pueden, con toda probabilidad, compartir con ellos características hereditarias de modo que los parientes pueden transmitirlas, aun si las características no son manifiestas en ellas:

La mayor y más seria dificultad Pheidole kingi instabilis, una pequeña hormiga mirmicina de los cultivos de Texas: la casta de las obreras, hecha de subcastas que varían continuamen­ te, de la obrera principal (a), a obreras medias (b, d), a la obrera menor (e, f); la reina (g) y el macho (h).

Una dificultad especial se me presentó al principio... fatal para toda la teoría... el hecho de que las estériles de varias hormigas difieran, no sólo de los machos y hembras fértiles, sino entre sí, algunas veces hasta un grado casi increíble. (Darwin, El origen)

Esta dificultad [de los insectos estériles], aunque parece infran­ queable, disminuye y creo que desaparece cuando se recuerda que la

selección se puede aplicar a la fam ilia tanto como al individuo, obteniéndose así el fin deseado. De esta manera, una verdura de buen sabor se cocina y el individuo se destruye, pero el horticultor siem­ bra semillas de la misma familia y espera confiado conseguir la mis­ ma variedad; los criadores de ganado desean que la carne y la grasa estén entreveradas; el animal ha sido sacrificado, pero el criador re­ curre con confianza a la misma familia... (Darwin 1859, págs. 237-8; el subrayado es mío).

Estrictamente hablando, estos ejemplos no captan de manera perfec­ ta el punto de Darwin. (Admito ser un poco meticulosa, pero necesi­ tamos precisar con exactitud lo que dice; veremos más tarde que otros han entendido toda suerte de cosas en sus aseveraciones). Darwin trata de explicar casos en los que algunos miembros de una “familia” producen descendientes con características fenotípicas que son laten­ tes en ellos, mientras otros, que sí manifiestan las características, son incapaces de producir descendencia. Pero en las analogías de Darwin los miembros fértiles manifestarían en el curso normal (incluso por fuera de la época en que el criador la selecciona) las mismas caracte­ rísticas fenotípicas que los cocinados y los sacrificados. El próximo ejemplo de Darwin es mejor: “una raza de ganado que siempre pro­ duce bueyes [toros castrados] con cuernos extraordinariamente largos, podría formarse lentamente, observando con cuidado cuáles son los toros y vacas individuales, que al ser apareados producen los bueyes que tienen los cuernos más largos; y sin embargo, ningún buey hubiera podido propagar su especie” (Darwin 1859, pág. 238). Pero podría haber aguzado la analogía si hubiera aseverado de manera explícita que los padres de los bueyes con cuernos extraordinaria­ mente largos no eran, fenotípicamente hablando, de cuernos ex­ traordinariamente largos. En otras ediciones de El origen presentó la siguiente “mejor y más real ilustración” (Peckham 1959, pág. 416), y esta vez una muy bonita. Algunas clases de plantas producen flores dobles y sencillas, pero las dobles son siempre estériles; sin embargo, la línea no se extingue, porque continúa produciendo fértiles y senci­ llas. Darwin asemeja de manera muy correcta la flor sencilla a los parientes fértiles y la doble a las obreras estériles (Peckham 1959, pág. 417). En suma, entonces, Darwin dice que los parientes tienen características en común (sean manifiestas o latentes) y que las ca­

racterísticas manifiestas del individuo pueden estar latentes en sus parientes, pero perpetuarse sólo a través de su propia línea germinal. Un pasaje de El origen del hombre apoya el punto de vista de que no dice nada más que esto. Darwin asevera que en una tribu humana, aun si los miembros más “ ingeniosos” no dejan descendientes, sus características podrían ser transmitidas por otros miembros porque son parientes, y hace la misma referencia al criador de ganado: “aun si no dejaran hijos, la tribu seguiría incluyendo a sus parientes cosanguíneos; y los que trabajan en el negocio agropecuario han comprobado que al preservar y criar miembros de la familia de un animal, que cuando fue sacrificado se vio que era valioso, se obtenía la característica deseada” (Darwin 1871, i, pág. 161). La segunda etapa del argumento de Darwin prueba que la selec­ ción ha sido capaz de actuar sobre las características de los insectos estériles porque estas mismas características afectan el éxito de sus parientes fértiles: “por medio de la selección largamente continuada de los padres fértiles que producen la mayor parte de estériles con la modificación deseable, todas las estériles en últimas llegan a conse­ guir la característica deseada” (Darwin 1859, pág. 239). Por analogía, el criador de ganado selecciona cuáles toros y vacas aparear, emplean­ do como guía no los cuernos de éstos, sino aquellos que más admira en el buey; y el agricultor selecciona cuáles flores sencillas cultivar, usando como guía las de la variedad doble que le gustan más. Las ideas generales de Darwin están claras. (El funcionamiento específico del mecanismo es vago, pero hizo lo mejor que podía hacer sin una adecuada teoría de la herencia). Su idea tiene dos aspectos. Primero, aunque los insectos estériles no se reproduzcan, sus características pueden ser reproducidas por otros. Segundo, la selección puede actuar sobre las características de los insectos estéri­ les por medio de los insectos en los que están latentes, porque las características afectan el éxito de aquéllos. De manera que la conti­ nuidad de la línea germinal se mantiene a través de los miembros fértiles de la comunidad, aun cuando llega a un callejón sin salida con las obreras infértiles, porque sus características afectan el éxito de las parientes fértiles y así pueden modelarse por la selección natural. Hasta ahora vamos bien. Pero por desgracia este recuento de la segunda etapa del argumento darwinista, que nos parece tan similar a nuestro punto de vista moderno, está idealizado. De manera con­ fusa, también dice que la ventaja selectiva es para la comunidad:

LOS

INSECTOS

SOCIALES: PARIENTES

PERFECTOS

una pequeña modificación de la estructura o del instinto, correla­ cionada con la condición estéril de ciertos miembros de la comunidad, ha sido ventajosa para la comunidad: en consecuencia, los machos y hembras fértiles de la misma comunidad florecieron y transmitieron a su descendencia fértil la tendencia a producir miembros estériles que tenían la misma modificación... podemos ver ahora la utilidad que su producción pudo haber tenido para una comunidad social de in­

sectos, basada en el mismo principio de que la división del trabajo es útil para el hombre civilizado (Darwin 1859, págs. 238, 241-2; el su­ brayado es mío).

De modo semejante, dice que la selección natural, al trabajar sobre los padres, podría haber producido otras formas, tales como obreras estériles uniformemente pequeñas o sólo dos clases altamente diver­ gentes de castas, si hubieran sido útiles a la comunidad (Darwin 1859, pág. 240-1). Y en otra parte asevera: “En el caso de los insectos estéri­ les tenemos razón para creer que las modificaciones en la estructura y fertilidad se han ido acumulando paulatinamente por medio de la selección natural, a partir de que sé le hubiera dado indirectamente una ventaja a la comunidad a la cual pertenecía sobre otras comuni­ dades de la misma especie” (Darwin 1868, ii, págs. 186-7). En El origen del hombre, llega incluso a citar los insectos sociales como ejemplo principal de que la selección natural actúa sobre características que benefician al grupo social, pero no a quienes las portan: En el caso de los animales estrictamente sociales, la selección natural a veces actúa de modo indirecto sobre el individuo, por me­ dio de la preservación de variaciones que son benéficas sólo para la comunidad... muchas estructuras especiales, que son de poco o nin­ gún servicio para el individuo o para su descendencia, tales como el aparato colector de polen, el veneno de la abeja obrera o las grandes garras de las hormigas soldados, se han adquirido de esta manera (Darwin 1871, i, pág. 155).

Pero las palabras de Darwin no deberían haberse tomado como señal de que estaba adoptando internacionalmente la explicación de un nivel superior. A menudo pasa de un lenguaje individual a uno de comunidad, sintiéndose, al parecer, libre de usar uno por otro. En la cuarta edición de El origen (1866), por ejemplo, omite la referencia a la comunidad en el siguiente pasaje, de manera que se refiere sólo a

los padres, mientras previamente había dicho: “...las formas extremas, de ser las más útiles para la comunidad, habiendo sido producidas en números cada vez mayores por medio de la selección natural de los padres que las generaron” (Peckham 1959, págs. 420; el subrayado es mío). Pero no es el retractarse de un seleccionista grupal anterior lo que ahora se ve a la luz del seleccionista individual, porque en otros casos sus cambios van exactamente en el sentido opuesto. En la quinta edición (1869) cambia el siguiente pasaje: “...por la selección conti­ nuada durante largo tiempo de los padres fértiles que producían la mayor parte de los infértiles con las modificaciones productivas...” (Peckham 1959, pág. 418) para que se lea: “...por la supervivencia de las comunidades con hembras que producen la mayor parte de los infértiles...” (Peckham 1959, pág. 418) (aunque admito que esto es ambiguo; podría estarse refiriendo a la selección en las hembras). Las revisiones de Darwin, ciegas respecto a los niveles, no están con­ finadas a los insectos sociales. Al analizar la selección natural en El origen, dice en la primera edición: “en los animales sociales se adap­ tará la estructura de cada individuo al beneficio de la comunidad; si cada uno, como consecuencia, se beneficia del cambio seleccionado” (Darwin 1859, pág. 87; el subrayado es mío). Sin embargo, en la sexta edición (1872) su pasaje reza así: “...para el beneficio de la comunidad entera... si la comunidad se beneficia del cambio seleccionado” (Peckham 1959, pág. 172). Entonces, Darwin parece haber sido alegre­ mente indiferente a cómo se expresaba; se mueve de aquí para allá entre el idioma de dos niveles, aparentemente sin establecer diferen­ cia entre ellos. Entonces, ¿qué decía Darwin exactamente? Primero miremos lo que se ha creído que decía. Aquí encontramos poco consenso y enor­ me confusión. La confusión se origina en parte por una identifica­ ción errónea de su problema. Tengamos en cuenta que, mirando en retrospectiva, la mayor parte de los comentaristas presuponen que el análisis de Darwin es sobre el problema de la esterilidad altruista. De modo que uno de los pocos puntos sobre los cuales se está de acuerdo (erradamente) es que el “aparente altruismo de los insectos estériles... parece desalineado con... la lucha por la existencia. Dar­ win se daba cuenta de la importancia de este problema” (Ghiselin 1974, pág. 216). Pero, ¿ofrece una solución de nivel individual o de un nivel superior? y ¿tiene éxito, o no? Aquí hay más puntos de vista que comentaristas. Unos cuantos ejemplos serán más que suficientes; los

reduciré a un párrafo (¡aunque muy largo!). Comenzaremos en el siglo xix, con Weismann, quien elogiaba la contribución de Darwin, al parecer sin darse cuenta de que en su propio recuento acude a la selección de dos entes diferentes, los padres y la comunidad. La ex­ plicación de Darwin del origen de las hormigas estériles, dice, aún debe ser considerada como la única posible, a saber, que surgieron a través de la selección de los padres... Una selección de las hembras muy fértiles debió haber ocurrido, porque las que produ­ cían descendientes estériles además de fructíferos eran de valor espe­ cial para el estado; pues la existencia de miembros que eran obreras

solamente era una ganancia y lo reforzaba... Todas las variaciones entre las obreras surgieron para hacerlas más aptas para estar al servi­ cio del estado (Weismann 1893, pág. 314: el subrayado es mío, el sub­ rayado original está omitido).

Otros comentaristas tenían puntos de vista más fuertes sobre el nivel de explicación de Darwin. Phillip Sloan (1981, pág. 623), por ejemplo, censura a Michael Ruse (1979a) por sostener que Darwin apunta a un seleccionismo individualista; no es convincente, dice, si se mira el análisis de Darwin de los insectos sociales. Volviéndonos hacia Ruse encontramos que éste consideraba a Darwin un seleccionista indi­ vidualista pero él mismo sostiene que “veía un panal entero de abejas como un individuo, en lugar de ver los miembros individuales de los panales como rivales competitivos” (1979a, pág. 217). También sos­ tiene en alguna otra parte que Darwin consideraba problemático el caso de las obreras estériles porque era un seleccionista individualista convencido (Ruse 1982, pág. 190); sin embargo, interpreta que la so­ lución de Darwin se aplica a lo “supraindividual” y explícitamente contrasta esto con lo que sostiene es la explicación individualista de Hamilton (Ruse 1982, págs. 193, 205). (Sin embargo, en una defensa más minuciosa del seleccionismo individualista de Darwin (Ruse 1980), no hace mención del “supraindividualismo”. A propósito, en un momento dado (1980) Ruse hace la distinción entre el problema del altruismo y el de las enormes diferencias entre las castas estériles y sus padres.) Michael Ghiselin, también dice muy convencido que la ventaja selectiva del darwinismo era siempre para el individuo, y entonces les permite a las unidades sociales contar como individuos (Ghiselin 1969, pág. 150). Ghiselin parecía, en una época, estar bajo la impresión de que la de Darwin era la explicación de un seleccionista

de parentesco (Ghiselin 1969, pág. 58), pero más tarde contigstó el mecanismo de la selección de parentesco con lo que describía como el mecanismo de Darwin de la ventaja selectiva para la familia como unidad (Ghiselin 1974, pág- 137)■ Más aún, Ghiselin objetó que las familias fueron tratadas como superorganismos (Ghiselin 1974, pág. 218), pero, sin embargo, prefirió tratar las sociedades de insectos como “conjuntos integrados” en vez de aceptar la selección de parentesco (Ghiselin 1974, págs. 137,228-33). Elliott Sober (1984, págs. 218-19,1985, pág. 895) también sostiene que Darwin le da una explicación de se­ lección individualista: el individuo que se beneficia al ser un padre que adopta la estrategia reproductiva de producir algunos descendien­ tes estériles; la frase de Darwin de seleccionismo grupal “provechoso para la comunidad” la despacha como un “lapsus linguae” (Sober 1984, pág. 219), aunque se pregunta si de todas maneras no hay más que una diferencia terminológica entre la selección individual y la grupal, quizás porque se confunde e interpreta “grupo” en este con­ texto como un concepto que significa “grupo de parentesco” (Sober 1985, pág. 895). Por el contrario, Alfred Emerson (1958) elogia específicam ente a D arw in por plantear una “ unidad social supraorganística” y dice que Darwin reconocía “la necesidad de tratar el sistema social como un ente” (Emerson 1958, pág. 315). Artur Caplan, sin embargo, critica a Darwin por adoptar una solución de seleccio­ nismo grupal (Caplan 1981) y Bowler también parece sentir que Darwin estuviera “forzado a volver a una especie de selección grupal en este caso” (Bowler 1984, pág. 312). E. O. Wilson (1975) en un punto (pág. 117) asevera que la solución de Darwin es de seleccionismo de parentesco y, de hecho, se dedica a analizar la solución clásica de Hamilton de selección de parentesco en el mismo lugar (pág. 118). Pero Wilson emplea de modo habitual la expresión “ selección de parentesco” en un sentido que significa “selección de grupo que incluye sólo miembros de la familia” (Wilson 1975, págs. 106 ,11718), de manera que es posible que también él pretenda caracterizar la solución darwinista como de seleccionismo grupal. Y de hecho asevera que Darwin introdujo el concepto de selección grupal para explicar las castas estériles (Wilson 1975, pág. 106). De cualquier manera, Wilson parece no ver ninguna inconsistencia en sus conclu­ siones, porque de manera inequívoca alaba la solución darwinista por su “ lógica impecable” (Wilson 1975, pág. 117). Ruse presupone que Wilson interpreta que Darwin adopta una teoría “supraindividual” y parece estar de acuerdo con la interpretación de Wilson

(Ruse 1979a, pág. 217), pero en otro lugar argumenta con gran fuerza contra la aseveración de que la solución de Darwin es de seleccionismo grupal (Ruse 1980, págs. 618-19) (aunque su noción de selección grupal tampoco es clara). También Robert Richards entiende que la solución de Darwin es de selección de parentesco, pero no indica por qué, y además, la iguala con la “selección comunitaria” (Richards 1981, pág. 225). He dicho que parte de esta confusión se origina en que el proble­ ma de Darwin se identifica mal. Por otra parte, la responsabilidad seguramente está en la propia ambigüedad de Darwin (¡aunque él no es responsable de confusiones sobre selección grupal y de parentes­ co!). A veces es posible interpretar a Darwin como un seleccionista grupal; otras, como un seleccionista individual y algunas más como un seleccionista individual con una solución de selección de paren­ tesco. Pero es incorrecto atribuirle algunos de estos puntos de vista de manera incondicional. Tristemente, parece que no puede haber una respuesta definitiva sobre lo que en realidad tenía Darwin en mente. Su posición ciertamente llega muy cerca a una solución de selección de parentesco. La selección de parentesco explica la evolu­ ción de las características altruistas por el hecho de que un gen para el altruismo pueda diseminarse porque aumenta su propia réplica a través de los efectos sobre sus parientes cercanos. El problema de Darwin fue la dificultad de las características latentes. De manera que hizo hincapié en dos asuntos: primero, las características de las obre­ ras estériles pueden reproducirse a través de la línea germinal de sus parientes fértiles en los cuales son latentes. Segundo, estas caracterís­ ticas aumentan el éxito reproductivo de los parientes. Pero esto no quiere decir que haya una explicación clara de selección de parentesco. Uno no puede ignorar el hecho de que Darwin le prestaba poca atención al altruismo de las obreras estériles, aun si su selección resulta ser relevante para aquel problema. Y más importante aún, no podemos ignorar el hecho de que Darwin introduce la idea de be­ neficio para la comunidad (o al menos, introduce un lenguaje de nivel de comunidad); el beneficio de la comunidad, aún cuando por comunidad se entienda una unidad familiar, definitivamente no tiene parte en una explicación de selección de parentesco. Su refe­ rencia a la comunidad igualmente socava la pretensión de que él era sin ambigüedades un seleccionista individualista convencido. Sin embargo, también es incorrecto sostener que adoptaba de modo inequívoco un punto de vista de selección grupal. No es claro que

considerara el beneficio de la comunidad. Pero a la luz de sus revisio­ nes aparentemente alegres lo que dice, en realidad, no se puede tomar como explicación completa de un nivel superior. Quizás, y se puede presumir que sin darse cuenta, combinó estas dos clases diferentes de explicación. Pero queda el asunto de por qué Darwin no veía al altruismo de las obreras como, al menos, un problema tan importante como el de las características latentes, pues tales extremos de autosacrificio, tal com­ promiso total con el bienestar de otros, parecían casi antidarwinistas. Por supuesto, si en realidad estaba amortiguando su punto de vista de nivel individual con un llamado a beneficios de nivel superior, entonces el altruismo sería absorbido, felizmente, para el bien de la comunidad; la esterilidad altruista presentaría una dificultad que desaparecería rápidamente a la luz de un bien mayor. Pero no pode­ mos presuponer que Darwin recurrió a una explicación de nivel superior. Por fortuna, sin embargo, no tenemos que decidir en qué nivel de explicación se veía a sí mismo a fin de explicar por qué “había considerado” la esterilidad de las obreras como una mera “dificultad preliminar” (Darwin 1859, pág. 236). La razón es la misma que ya hemos encontrado y que encontraremos de nuevo: Darwin consi­ deraba el comportamiento altruista como relativamente no proble­ mático en términos generales para los individuos de comunidades altamente sociales. Lo vimos decir, por ejemplo, en una cita de El origen del hombre, que “los animales estrictamente sociales” pueden tener características que son “benéficas sólo para la comunidad”. Y advertimos que veía la esterilidad como algo realmente problemático sólo cuando ocurría en organismos no sociales. Cómo exactamente veía el trabajo de la selección natural en los grupos sociales es algo que no sabemos. Pero era claro que la estructura social bien desarro­ llada de los insectos fue lo que le permitió enfrentar este altruismo con relativa ecuanimidad. Hay un asunto final para tener en cuenta con relación a los puntos de vista darwinistas sobre las características altruistas. Como vimos antes, el interés de Darwin por las adaptaciones sociales presenta una influencia fuerte de su interés por la descendencia humana. Debido a esto, examina la socialización bajo el encabezamiento de “sentido moral”, como una de las facultades mentales común a humanos y a otros animales. Esto lo lleva a concebir el altruismo en términos de bondad más que de costos, en términos de actos bien intencionados

en lugar de comportamientos que son desventajosos para quien los ejecuta, pero ventajosos para otros. En este contexto, nos sorprende que las costumbres de la hormiga se pasen por alto como una fuente no prometedora de sensibilidad moral privilegiando aquellas de los animales superiores (Darwin 1871, i, pág. 74). De hecho, irónicamente, Darwin usa los insectos sociales para ilustrar exactamente lo contra­ rio de la nobleza. Defiende su aseveración de que nuestro sentido moral surge de los instintos sociales combinados con la inteligencia. Señala que los diferentes instintos sociales darían lugar a moralidades diferentes. Nuestro código moral estaría por completo transformado, si, por ejemplo, viviéramos como las abejas. Pero, lejos de ser admi­ rables, nuestras prácticas serían, juzgadas por nuestros cánones actuales, despreciables: “las hembras no casadas pensarían... que era un deber sagrado asesinar a sus hermanos, y las madres querrían matar a sus hijas fértiles; y a nadie se le ocurriría interferir” (Darwin 1871, i, pág. 73). Y estos mismos insectos sociales también son únicos en lo desagradable de su “desusado... sentimiento de odio entre los parien­ tes más cercanos, como las abejas obreras, que matan a sus hermanos zánganos, y como las abejas reinas, que matan a sus hijas reinas” (Dar­ win 1871,1, pág. 81). Hemos visto los puntos de vista darwinistas sobre los insectos sociales y hemos visto qué se sabe ahora. ¿Por qué se logró tan poco progreso en el período que transcurrió, aun después de la pista dada por Fisher y Haldane? La respuesta es que este tema, más que cual­ quier otro en el pensamiento darwinista, estaba dominado por el bienmayorismo. Estaba tan incorporado este punto de vista, que el altruismo de los insectos, lejos de considerarse problemático, se pensaba como algo que se mezclaba sin límites en la organización social de toda la comunidad, y esta organización, por supuesto, se consideraba buena. Consideremos por ejemplo The Social Insects, un texto corriente de las décadas del “bienmayorismo”, escrito por O. W. Richards, un entomólogo a quien ya hemos mencionado (Richards 1953). Este li­ bro tiene el interés adicional de que de acuerdo con Wynne-Edwards es el precursor de su propio seleccionismo grupal (Edwards 1962, pág. 21). Richards ciertamente presupone que la selección actúa sobre la comunidad en conjunto. Pero resulta que esto no es porque consi­ dere la esterilidad altruista problemática. Por el contrario, el énfasis en el bien de la comunidad hace perder de vista el problema. Para Richards, la esterilidad es sólo una entre varias adaptaciones que los

insectos sociales han desarrollado en la cooperación. Los agrupa a todos, si bien muchos, por otras características, aunque no guarden trazas de altruismo aparente y ciertamente no tienen que ver con lo que es el sacrificio darwinista por excelencia: no reproducirse. Sugiere que la esterilidad ha evolucionado como un freno sobre la población para el bien del grupo: “el problema de una multiplicación demasiado rápida en los insectos sociales [se solucionaba al establecer]... una casta estéril que, o no procreaba, o lo hacía en un grado limitado y bajo ciertas condiciones” (Richards 1953, pág. 194). ¡Ninguna mención de las desventajas de los estériles! De hecho, parece ver el grupo con un neutralizador de las desventajas individuales: “ En una especie solitaria, los individuos con fertilidad reducida a menudo no sobre­ vivirán en la competencia con otros más fértiles. Pero en las especies sociales cualquier cambio que beneficie al grupo como un todo tiene probabilidades de preservarse” (Richards 1953, pág. 202). Y aquí está este pensamiento: Hay... un proceso que opera no sólo en la colonia de hormigas sino en cualquier animal social. La unidad cuya eficiencia determina si la especie sobrevivirá o se extinguirá es la colonia más que el indi­ viduo. Un individuo útil para la colonia puede sobrevivir, aunque sería rápidamente eliminado en una especie solitaria. Esto sucede con el hombre en un grado considerable. En sociedades civilizadas, mu­ chos miembros sostienen a quienes contribuyen sólo de modo muy indirecto a proveer el alimento y la protección necesarios para la vida. A otros que no contribuyen con nada se les permite sobrevivir por­ que nuestro comportamiento social beneficia a toda la especie y no solamente a los que se ganan el pan. En una colonia de hormigas hay una situación análoga: la obrera estéril o capaz sólo de procrear ma­ chos es un buen ejemplo de un individuo que no podría sobrevivir fuera de la colonia. Algunos de los tipos más fantásticos de hormigas soldados parecen ser un ejemplo más extremo aún del mismo asun­ to. Pueden describirse como monstruos para los que se ha encontra­ do un uso durante el proceso de evolución, así como un circo lo ha encontrado para los enanos (Richards 1953, págs. 145-6).

Este pasaje no tiene mucho sentido. Muchas adaptaciones sociales, a diferencia de la esterilidad, no son en lo más mínimo problemáticas. Ni es la esterilidad algo similar a criar sólo machos o a ser “fantástico” o “un fenómeno” (cualquier cosa que eso signifique). Los humanos

socialmente “parásitos” no son análogos a las obreras estériles; si acaso, la analogía de castas de obreras sería con los “ganadores del pan” que sostienen a los parásitos. Incluso cuando Richards esboza paralelos entre el comportamiento de los insectos sociales y la moralidad humana (Richards 1953, págs. 205-6) no muestra ninguna conciencia de que el altruismo en cualquiera de los grupos plantee un problema. El bienmayorismo llegó tan lejos que se convirtió en cosa común considerar una colonia de insectos sociales como un organismo individual, no de modo figurado sino literal. William Morton Wheeler, profesor de entomología en Harvard y autor de varios libros conoci­ dos sobre los insectos sociales, sostenía que “el organismo personal... es el prototipo... [pero las colonias también son] organismos reales y no meramente construcciones conceptuales o analogías” (Wheeler 1911, pág. 309; véase también Wheeler 1928, págs. 23-4). Desde este punto de vista, el altruismo, lejos de ser problemático, es algo que se espera naturalmente. Al fin y al cabo, si la comunidad es realmente un solo individuo, “el altruismo” no es más que una especialización de la función. Se vuelve menos razonable preguntar por qué las obre­ ras estériles nutren a otras que preguntar por qué el corazón bombea para el bien del resto del cuerpo. (Esto, recuérdese, era antes de los días en que los organismos se consideraban vehículos de los genes egoístas; hoy en día uno podría plantear esta pregunta aun sobre el corazón.) Una colonia de insectos no es una muchedumbre de inte­ reses potencialmente en conflicto, sino un todo bien integrado, con “correlación y cooperación de las partes... y la división fisiológica resultante del trabajo” (Wheeler 1911, págs. 324-5). Este modelo de organismos individuales fue particularmente atractivo para los crí­ ticos de las teorías de “rojo en colmillo y garra”. De acuerdo con Wheeler era un error del darwinismo “agresivo e individualista” ver el comportamiento cooperativo como problemático (Wheeler 1928, pág. 5); desde su punto de vista sobre los insectos sociales, “nuestra atención se detiene no tanto en la lucha por la existencia, que se solía pintar en colores tan tenues” (Wheeler 1911, pág. 325) como en la colonia, que funciona biológicamente como un solo ente. En el mismo espíritu, Emerson dijo: “Como el organismo, la unidad grupal exhibe una división análoga del trabajo, la integración, el desarrollo, el crecimiento, la reproducción, la homeóstasis, la orientación ecológica y el ajuste. El término supraorganismo parece ampliamente justificado para la sociedad de los insectos” (Emerson 1858, pág. 330).

Los puntos de vista de William y Emerson eran típicos del período durante el cual se dio rienda suelta a explicaciones de nivel superior. Para los darwinistas de esta estirpe la esterilidad altruista no presen­ taba ningún problema. A la luz del conocimiento moderno parece que el darwinismo clásico no podría haber ido más allá de Darwin en reconocer el pro­ blema del altruismo en los insectos sociales o en resolverlo, porque la herencia en general, y las relaciones en las comunidades de insec­ tos en particular, no se entendían de manera adecuada. Pero esto es innecesariamente generoso. Uno no necesita una comprensión re­ finada para ver que, por ejemplo, las picaduras suicidas presentaban alguna clase de problema. Tampoco necesita a Crick y a Watson para resolver el problema; con Mendel bastaba. Los bienmayoristas retrocedieron con respecto al análisis del propio Darwin. Para éste, el problema de “niveles de selección” no era un problema; pero no necesitaba serlo -é l iba encaminado por el sendero correcto-. Los bienmayoristas, sin embargo, tenían el problema de ser demasiado conscientes de los niveles superiores, y esto los llevó sin tardar al camino del Edén. Los observaciones de Hamilton sobre la selección grupal se aplican igualmente en este caso: hasta la llegada del “mendelismo [la incapacidad para ver el problema]... de manera acrítica podía explicarse parcialmente por la vaguedad sobre los procesos hereditarios... Pero en este caso ni el redescubrimiento del trabajo de Mendel ni la muy brusca incorporación del mendelismo a la teoría evolucionista tuvieron mucho efecto” (Hamilton 1975, pág. 135). Nuestra deuda con Hamilton es todavía más grande.

PA LO M A D E L A PA Z, NO D E L A G U ER R A : F U E R Z A S C O N V E N C IO N A L E S

Estaba bien que los contemporáneos de Darwin metieran en cintura su explicación de las colas de los pavos reales. ¿Pero por qué no hicie­ ron lo mismo con la otra mitad de su teoría de la selección sexual? Darwin sostenía que la rivalidad masculina -n o la selección femeni­ na esta vez, sino la competencia directa entre los machos-, también podía explicar la evolución de los cuernos, las garras y los músculos, las espuelas, las crestas y los collares, la lucha, el rugido y las miradas. Se consideraba que su aseveración no era controvertible; era el rostro aceptable (aunque menos hermoso) de la selección sexual. Al fin y al cabo, ¿no son las batallas terribles y los choques feroces lo que uno esperaría entre machos rivales? Y, ¿no son necesarias las armas y las armaduras, de todas maneras, para otros propósitos, como esconder la fuente de alimentos o caminar pavoneándose y seleccionar territo­ rio, o para agarrar las presas o alejar a los depredadores? Bueno, sí. Así es. Y aquí es donde radica el problema. Porque al­ gunas de las “luchas” que Darwin describía parecían más tomas de posesión que muestras de fuerza, y algunas de las “armas” eran más ornamentales que fatales. De ahí se trasluce que el combate entre machos de la misma especie algunas veces puede darse con guantes de seda: Aunque los jabalíes luchen con violencia uno con el otro, rara vez... reciben golpes fatales, pues éstos caen sobre los cuellos respec­ tivos o sobre la capa de piel gruesa que cubre el hombro, que los cazadores alemanes llaman el escudo... El mandril macho del Cabo de la Buena Esperanza... tiene una cola mucho más larga... que la hembra..., que probablemente le sirve de protección, porque al preguntarle a los guardabosques de los jardines zoológicos, sin darles ninguna clave de mi objetivo, si cualquiera de los monos atacaban en especial a otros por la parte de atrás del cuello, me respondieron que esto no sucedía, con excepción del mandril de marras (Darwin 1871, ii, págs. 263,267).

En algunas especies de peces los machos luchan tomando las quija­ das de sus opositores, el lugar menos efectivo, pues ésta es la única parte del cuerpo protegida por una piel gruesa. En gran número de

especies de culebras los machos luchan el uno con el otro en lugar de clavar sus colmillos mortales. De hecho, estos encuentros pueden ser incluso más caballerosos, la lucha concluir y el victorioso ser declara­ do vencedor sin que haya ningún contacto físico, pues todo el asunto se resuelve sólo con el pelo erizado, una mirada imperturbable y un gruñido insistente. Déjenme decirles, de paso, que tal cortesía no prevalece siempre entre pretendientes rivales. De hecho, los conflictos entre los machos de la misma especie pueden ser más duros y brutales que los encuen­ tros con miembros de otras especies. Darwin documenta claramente que en el caso de los machos de muchas especies -señala a los mamí­ feros- “la temporada del amor” trae serias heridas y luchas a muerte (Darwin 1871, ii, págs. 239-68). Se ha visto pelear a dos liebres machos hasta que una quedaba muerta; los topos machos pelean a menudo, a veces con resultados fatales; las ardillas machos “se comprometen en frecuentes compe­ tencias y a menudo se hieren la una a la otra con severidad”, al igual que los castores machos, de modo que casi no hay “una piel sin cicatrices”... El valor y los angustiosos conflictos de los renos se han descrito muchas veces; se han encontrado esqueletos... con los cuer­ nos entrelazados de manera inextricable, que muestran de qué triste manera perecieron vencedor y vencido. No hay en el mundo un animal tan peligroso como un elefante en celo (Darwin 1871, ii, págs. 239-40).

Cuando John Maynard Smith y George Price publicaron por pri­ mera vez su explicación sobre el combate ritualizado (al que ya casi llegaremos) provocaron una aguda respuesta de Valerius Geist, quien había dedicado muchas horas a observar los choques entre mamífe­ ros machos: “ El artículo... perpetúa el viejo mito etológico de que los animales luchan de manera que no se hieran el uno al otro, o rehúsan darse ‘golpes bajos’ y, presumiblemente, matarse uno al otro... Pero los estudios de campo, más que todo de mamíferos grandes..., han mostrado... qué tan peligroso es el combate” (Geist 1974, pág. 354). Ciertamente el combate puede ser peligroso. Pero la agresión convencional no es un mito. Y, por mucho o muy poco que ocurra, plantea un serio problema. ¿Por qué diablos se frenan los competi­ dores? ¿Por qué caminan o se pavonean cuando podrían herir al otro o matarlo? ¿Por qué se contienen cuando serían capaces de asesinar?

Si cualquier otro individuo es lo suficientemente tonto para obedecer tales reglas, por qué no las rompen, haciendo un alarde y engañando o saliendo a buscar una victoria rápida, ¿y por qué tanta restricción entre miembros de la misma especie, en la que con seguridad la riva­ lidad es más intensa? Era en la teoría de los juegos, la teoría de las estrategias evolutiva­ mente estables, donde se encontraba la respuesta. Esto es lo que John Maynard Smith y George Price demostraron en el trabajo pionero que provocó a Geist (Maynard Smith y Price 1973; véase también Maynard Smith 1972, págs. 8-28,1974,1976b, 1982; Maynard Smith y Parker 1976; Parker 1974). La teoría de las EEE nos recuerda que no basta conseguir una victoria rápida en un solo encuentro. Lo que importa para la selección natural es si una estrategia es estable desde el punto evolutivo. Y esto tiene que ver con una condición muy especial. Cualquier estrategia exitosa va a terminar, a lo largo del tiem­ po evolutivo, encontrándose a sí misma más de lo que encuentra cualquier otra estrategia. De manera que si es estable contra la inva­ sión, debe ser capaz de desempeñarse mejor contra sí misma que contra cualquier otra estrategia. Entonces, debemos pensar no únicamente en un solo encuentro, o en todos los encuentros de un macho a lo largo de su vida, sino en la carrera de una estrategia a lo largo del tiempo de la evolución. Desde esta perspectiva, las cosas comienzan a parecer diferentes. Imagine­ mos un buscapleitos que anda exhibiéndose, siempre preparado para una pelea, siempre dispuesto a perseguir al otro hasta su triste final; su rival es un cobarde, que se le quita a la primera señal de conflicto, que evita un puñetazo a toda costa. Al buscapleitos con toda seguridad le irá mejor en cualquier encuentro particular. Pero, ¿será probable que el ser buscapleitos sea estable desde el punto de vista evolutivo? Recordemos que no estamos hablando de un buscapleitos en parti­ cular. Estamos hablando de la estrategia de desempeñar el papel de buscapleitos que emplean muchos individuos diferentes lo largo de muchas generaciones. Las estrategias exitosas llegarán a estar repre­ sentadas en la población en proporción a su éxito. De modo que tarde o temprano cualquier buscapleitos encontrará otros, en lugar de encontrar cobardes. Y cuando la estrategia del buscapleitos se en­ cuentre a sí misma, los costos serán mayores y la victoria menos fácil. El ser buscapleitos puede no seguir redituando. Entonces, podemos ver que una estrategia de salir a pelear abiertamente por ganancias en un instante puede muy bien no ser evolutivamente estable. Y podemos

comenzar a ver por qué, bajo una serie de condiciones, el combate convencional sí puede serlo. Para ir más allá, necesitamos mirar más de cerca el concepto de una EEE. Una estrategia evolutivamente estable puede no ser la única mejor, la llamada estrategia pura, sino una mezcla de estrategias diferentes. Una estrategia pura se puede concebir como una regla de esta forma: en una situación A, ser siempre X -p or ejemplo, ser buscapleitos-. En una estrategia mixta, la regla es probabilística: en la situación A ser X (buscapleitos) con probabilidad P y ser Y (cobarde) con pro­ babilidad Q. Una EEE puede realizarse de dos maneras: todos los miembros de una población podrían seguir la misma regla pro­ babilística, variando su comportamiento (durante un encuentro, o de un encuentro a otro) de acuerdo con la regla; de modo que cualquiera podría a veces ser buscapleitos y a veces cobarde. O el comporta­ miento de cada individuo podría ser fijo, con las frecuencias de las diferentes clases de individuos correspondientes a las probabilidades de la regla; la población consistiría en una proporción p de buscapleitos y una proporción q de cobardes. De modo que una EEE mixta equivale a un estado evolutivamente estable de proporciones críticas de diferentes estrategias. Las proporciones llegarán a ser tales que, en promedio, a los seguidores de cada estrategia les vaya igualmente bien. Si las proporciones no son justas en este sentido, entonces la selección natural equilibrará las cosas hasta que lo sean. Si hay demasiados buscapleitos se favorece la cobardía; si hay demasiados cobardes pros­ peran los buscapleitos. Los juegos evolucionistas pueden incluir cualquier número de jugadores. En algunas aplicaciones de la teoría de la EEE, a menudo pensamos en términos de varios jugadores. Cuando estamos aplican­ do la teoría a la lucha en particular, solemos pensar en términos de juegos de dos participantes. Una EEE, bien sea pura o mixta, puede ser condicional. Una es­ trategia condicional se puede concebir como una regla con una proposición condicional: si tiene hambre, entonces busque pleito, si está bien alimentado, sea cobarde. Hay buenas razones teóricas para pensar que la mayor parte de las estrategias son probablemente condicionales. Para ver por qué, necesitamos hacer una última dis­ tinción. Es útil dividir los juegos en simétricos y asimétricos. Además, es particularmente relevante para los juegos que tienen que ver con combates. La simetría podría radicar en la capacidad de lucha de

Víctimas del celo

El valor y los conflictos desesperados de los ciervos machos se han descrito a menudo; se han encontrado sus esqueletos en varias partes del mundo, con los cuernos inextricablemente entrelazados, mostrando de qué triste manera vencedor y vencido habían muerto. (Darwin, El origen del hombre). Cuando los alces combaten, la cornamenta se enreda a veces de tal manera que los contendores no pueden liberarse. Estos machos del alce rojo se encontraron muertos en Invernesshire. Estos casos son raros. El naturalista y antes cazador de alces que tomó la fotografía me contó que había oído hablar de sólo tres casos en alces rojos en sus cuarenta y cinco años de experiencia. los concursantes (poder de mantener los recursos, llamada: P M R ) o en el valor del recurso para ellos. Esto podría dar lugar a reglas con­ dicionales com o “ si es el más grande de los dos, busque pleito; si es el más pequeño, sea cobarde” o “ si es la última oportunidad de conse-

guir una pareja, busque pleito; si hay muchas otras oportunidades, sea cobarde”. De modo alternativo, la asimetría podría radicar en una diferencia puramente convencional, que no debe nada al PMR o a recompensas diferenciales, llamada asimetría no correlacionada. Po­ dría ser, por ejemplo, la asimetría entre el dueño y el que llega tarde, entre el competidor que acaba de tener un compañero, alimento o territorio y el que ahora lo quiere. En general, la EEE en una competen­ cia asimétrica es permitir que la asimetría establezca la competencia con un mínimo de escalada. En el caso de las asimetrías correlacio­ nadas es intuitivamente obvio siempre y cuando los competidores puedan aseverar en qué consiste la asimetría. Si, por ejemplo, son capaces de juzgar su fuerza relativa sin llegar a pelear, entonces podrían “ponerse de acuerdo” sobre quién es el ganador sin darse golpes. Pero en el caso de una asimetría arbitraria es menos obvio. Y, sin embargo, en teoría, los competidores podrían incluso usar una asimetría absurdamente arbitraria como “si eres el que estás más al norte de los competidores, busca pleito, si estás más al sur, sé cobarde”. ¿Por qué habría de favorecer la selección natural una regla tan extra­ ña? Recordemos que la EEE se define como una estrategia que no se puede invadir una vez que la aplica la mayoría. Supongamos que, por cualquier razón, resultó formándose una mayoría de acuerdo con la estrategia de que “el norte le busca pleito al sur”. Entonces, la mayor parte de las competencias se solucionan rápidamente porque todos los individuos “aceptan” quién está más cerca del norte. Cualquiera que se aparte de la convención mayoritária tiene una pelea seria y dañina con quienquiera que se encuentre. Si, por el contrario, había resultado que la convención opuesta, “el sur le busca pleito al norte”, se encontraba en la mayoría, entonces también ella habría sido estable. Hay que admitir que lo de “norte” y “sur” no es muy plausible. “El primero en llegar”, por otra parte, sí lo es. La estrategia de permitir por convención que el sólo hecho de ser el dueño de las cosas defina las competencias puede ser una EEE contra una estrategia que ignore la propiedad. Podemos ver ahora por qué es probable que la mayor parte de las estrategias sean condicionales. La selección natural se aprovecha de las asimetrías, y la naturaleza las ofrece en abundancia. Pasemos ahora a materializar estas categorías abstractas. Imagine­ mos un bosque en verano, donde la luz forma manchas intermitentes sobre el piso. En cada parche de luz, moviéndose a medida que el sol lo hace, hay un macho de la mariposa moteada de los bosques (Pararge aegeria). En la parte superior, en la bóveda de hojas, hay otros

machos patrullando. Los machos que se encuentran más abajo de­ fienden un recurso útil, que los de la bóveda aspiran a usurpar: un macho del parche de luz corteja a más hembras que un macho de la bóveda. Cuando un rival vuela más allá de un parche, el macho terri­ torial sale volando, en defensa, a enfrentarlo. Entonces los dos vuelan en espiral hacia el cielo por un momento, el rival se aleja volando y el dueño se asienta en su territorio. N. B. Davies siguió los encuentros de las mariposas moteadas de los bosques y encontró, cosa muy notable, que esta historia se repetía todo el tiempo: el residente siem­ pre gana (Davies 1978). ¿Qué sucede? Los machos están claramente comprometidos en un juego asimétrico, sin escalada, en el que la propiedad define los competidores. Pero, ¿por qué ganan los propie­ tarios? Obviamente la fuerza o alguna otra asimetría “real” podría estar definiendo la competencia. Pero las mariposas podrían estar usando sólo la propiedad como clave convencional. Davies descubrió que en realidad parecen observar una convención de esta naturaleza. Una vez pescó con una red a un poseedor, le permitió a otro macho establecerse en el parche y después soltó al poseedor original; el nuevo poseedor siempre retenía el territorio y el vuelo espiral no tomaba más de lo corriente; aun unos cuantos segundos de prioridad eran suficientes para establecer la propiedad. Si Davies entonces sacaba al otro poseedor del parche y permitía que el primero lo ocupara, de nuevo era el ocupante del momento el que lo mantenía, por corta que hubiese sido su ocupación. Entonces, ¿qué ocurriría si ambas mariposas “pensaban” que eran los verdaderos dueños? La teoría de la EEE predice que sus encuentros normalmente breves deberían tener una escalada dramática; una asimetría no puede definir una competencia si es ambigua. Davies se las arregló para engañar a ambos miembros de parejas de mariposas para que percibieran de modo simultáneo ser los dueños. La predicción se confirmó para su gran dicha. En ausencia de una clave inequívoca, los vuelos espirales dura­ ban en promedio diez veces más, cuarenta segundos, en lugar de los usuales tres o cuatro segundos. El ciervo rojo (Cervus elaphus) favorece:medios menos arbitra­ rios de arreglar sus problemas. En la isla escocesa de Rhum, durante el celo, la competencia entre los renos se vuelve intensa cuando los machos que tienen harem son desafiados por otros machos más maduros. El encuentro comienza cuando un retador se acerca más o menos a unos 180 o 270 metros, y los dos rivales se rugen el uno al otro durante varios minutos; normalmente, en este punto, el que reta

se retira. Si no lo hace, el par de animales procede a caminar hacia arriba y abajo, tensos, en líneas paralelas. Si el retador persiste, los dos animales entrelazan su cornamenta y empujan con vigor hasta que uno retrocede rápidamente y sale huyendo; si tuviese la mala fortuna de caer, su opositor lo atacaría con sevicia. T. H. CluttonBrock y sus colegas encontraron que los machos empleaban una serie de convenciones para evitar la escalada, y que las claves que emplea­ ban no eran arbitrarias (Clutton-Brocky Albon 1979; Clutton-Brock et al, 1982, págs. 128-39). La lucha es extenuante y peligrosa, y es pro­ bable que se produzcan heridas de gravedad y, en ocasiones, hasta fatales. Y lo que es más, al dueño del harem puede ocurrirle que se le infiltre alguien mientras pelea. De modo que es mejor para ambas partes mantener la escalada a un mínimo. Las claves que los machos usan para evaluar al otro son los indicadores directos del poder de mantener recursos, tamaño, fuerza, etc. La tasa de rugidos, por ejem­ plo; es una prueba sensible porque depende mucho de la condición del animal. Cada etapa del ritual ofrece más información que la ante­ rior. Pero cada una tiene también un costo potencial mayor. Así, los machos se mueven de una etapa a la siguiente sólo cuando fracasa la evaluación y necesitan más pruebas. Es significativo que las raras oca­ siones en que las luchas no fueron precedidas por rugidos o caminatas fue cuando la asimetría resultó demasiado obvia para necesitar eva­ luación cuidadosa o cuando un intruso se había tomado el harem en ausencia de su dueño. Para el momento en que los dos machos ya han obedecido las convenciones y han llegado al punto de entrelazar la cornamenta y medir las fuerzas el uno contra el otro, ya están bastante bien empa­ rejados. Ahora se comprometen en una guerra en la cual el ganador será el que pueda continuar por más tiempo que su opositor. Mien­ tras más dura la competencia, más se eleva el costo (y existe el peligro adicional de que un movimiento en falso pueda acabar en una herida seria). La selección de estrategias disponibles para cada opositor se reduce al tiempo que puede resistir. La selección natural se encargará de que ningún competidor continúe por más tiempo que el valor que el recurso tenga para él. Y, por supuesto, esta estrategia debe ser impredecible, pues de otro modo su opositor adoptaría la de simple­ mente quedarse un poco más de tiempo. En una guerra de medición de fuerzas, entonces, ninguna estrategia pura (tiempo no definido) puede ser una EEE; la energía evolucionaría estable siempre será mixta. Parecería raro que un animal apto para la lucha le hiciera publi­

cidad al hecho. La razón es que la estrategia de publicidad honesta es estable, mientras la estrategia condicional “no haga publicidad si el poder del que tiene los recursos es menor de cierto nivel”, no lo es. Consideremos un macho cuyo PMR es sólo un poco menor que el que cualquier macho quisiera admitir. Supongamos que decide no hacer ningún tipo de publicidad. En ausencia de información adicio­ nal, sus oponentes tendrán razón para presuponer que está cerca al promedio del grupo-de-nivel-de-PMR-inferior-al-crítico. De modo que al estar, de hecho, más arriba del promedio para el grupo, le irá mejor si hace publicidad y se deja evaluar por su verdadero valor. Pero ahora el nivel de publicidad crítica es más bajo. La selección favorecerá a los machos que hagan publicidad cuando sólo estén un poco más abajo que éste, y así cada vez se desciende más, hasta que todos los machos, por débiles que sean, se sienten impulsados a hacerse propaganda. La propaganda honesta es la EEE. El darwinismo moderno ha sido capaz de explicar cómo los en­ cuentros pueden ser convencionales: las EEE son los árbitros. ¿Cómo trató el darwinismo el problema durante los primeros cien años? En pocas palabras, no lo trató; el darwinismo clásico no reconoció el “altruismo” que hay en esto, la aparente anomalía de que aún machos sanos y fuertes, en lo mejor de la estación de apareamiento, rehusaran adoptar el papel de buscapleitos. Dejamos a Darwin describiendo luchas feroces entre toda clase de mamíferos. Tales encuentros, por supuesto, no requieren explica­ ción social. Han de esperarse en la lucha por la reproducción. Y, como Darwin lo señala, las armas especialmente desarrolladas se pueden volver contra los enemigos de otras especies (Darwin 1871, ii, pág. 243): el elefante usa sus colmillos al atacar al tigre... el toro común defiende la manada con sus cachos, y del reno de Suecia se ha sabido que... ha matado a un lobo de un sólo golpe con sus grandes cuernos” (Darwin 187-1, ii, págs. 249-9). Y lo que es más, los cuernos pueden volverse arados y herramientas de otras clases: El elefante... le pega a los troncos de los árboles hasta que puede tum­ barlos con facilidad, y de esta manera extrae los corazones harinosos de las palmas; en África utiliza a menudo un colmillo, siempre el mismo, para examinar la tierra y así asegurarse de si ella será capaz de soportar su peso... Uno de los usos secundarios más curiosos que se les da a los cachos de cualquier animal ocasionalmente es [en la cabra montaraz de los Himalayas y en el íbice]... que cuando el

macho se cae accidentalmente de una altura, dobla hacia adentro la cabeza y al caer sobre su cornamenta grande amortigua el golpe (Dar­ win 1871, ii, págs. 248-9).

Armas que son tan útiles no presentan problemas; por el contrario “es un hecho sorprendente que estén tan mal desarrollados o casi ausentes en las hembras” (Darwin 1871, ii, pág. 243). ¿Pero no hay acaso cachos, colmillos y cornamentas demasiado intrincados, demasiado barrocos para ser armas eficaces? Darwin admite que sí los hay. “En el caso de algunas clases de ciervos machos, cuando la cornamenta se ramifica ofrece una especie curiosa de difi­ cultad; porque ciertamente un sólo punzón recto infligiría una heri­ da mucho más seria que varios divergentes... [Un observador] llegó a la conclusión de que sus cuernos eran más dañinos que útiles para ellos” (Darwin 1871, ii, págs. 252-3). Darwin no va tan lejos: “este autor pasa por alto las batallas entre machos rivales” (Darwin 1871, ii, pág. 253); señala que usan la parte superior de la cornamenta para empu­ jar y para defenderse, y, en algunas especies, para atacar. Sin embargo, acepta que “aunque los cuernos de los machos son armas eficientes, no puede haber... duda de que un sólo punto habría sido mucho más peligroso que una cornamenta ramificada... Ni parecen estar las cor­ namentas ramificadas perfectamente adaptadas para [luchar contra ciervos rivales]... pues tienen posibilidades de entrelazarse” (Darwin 1871, ii, pág. 254). No; dice Darwin, estas magníficas estructuras no pueden ser por completo utilitarias; con seguridad también sirven para impresionar. Desempeñan un doble papel en la selección sexual: Por mi mente... ha pasado la sospecha de que pueden servir en parte como adorno. Que la cornamenta ramificada de los machos, tanto como los cuernos elegantes en forma de lira de ciertos antílo­ pes, con su graciosa doble curvatura, son ornamentales a nuestros ojos, es algo que nadie va a discutir. Si los cuernos, como los esplén­ didos aditamentos de los caballeros de antaño, aumentan la apariencia noble de los ciervos machos y de los antílopes, pueden haber sufrido modificaciones, en parte, para este propósito, aunque principalmen­ te para un verdadero servicio en la batalla... (Darwin 1871, ii, pág. 254-5)-

Concedámosle a Darwin algo de adorno. Pero aun así, sigue ha­ biendo una enigmática capacidad de aguantarlos que ha de ser explica-

da. Hemos visto a Darwin describir a los jabalíes “luchar desesperada­ mente uno con el otro” y sin embargo “rara vez recibir golpes fatales” porque confinan sus ataques a áreas especialmente protegidas, y, como los monos que se atacan unos a otros en la nuca, son los únicos que tienen una melena protectora. ¿Por qué van estos machos por la armadura cuando podrían ir por la yugular?, ¿por qué parecen obe­ decer las leyes de Queensberry en lugar de las de la selva? Darwin presupone que la competencia fue menos caballerosa en el pasado y que esa es la razón por la cual el jabalí desarrolló su escudo y el mono su melena. Para él el problema termina allí. Pero para el darwinista moderno es donde en realidad comienza. La convención de atacar sólo el escudo o la melena debió haberse desarrollado en conjunto con estas defensas. ¿Cómo sucedió y cómo se mantiene? Con respecto a tales preguntas Darwin permanece en silencio. La razón nos es co­ nocida. Parece que no apreciaba el costo aparente de reprimirse, de permitirles a los rivales lanzarse de primeros, de dejar de dar golpes bajos. Sin embargo, debido a que advertía que al menos algunas armas eran parcialmente ornamentales, Darwin no consideraba que el com­ bate masculino fuera implacablemente “rojo en colmillo y garra”. Sin embargo, la mayor parte de los darwinistas lo hacían. Estaban deseo­ sos de erigir una barrera entre las dos clases de selección sexual de Darwin: la femenina y el combate masculino. A la primera la querían negar, al último deseaban asimilarlo sin problemas a la lucha por la existencia. Wallace, por ejemplo, hacía énfasis en que el resultado de la rivalidad masculina era exactamente lo que de todas maneras la selección natural favorecería: “necesariamente resulta una forma de selección natural que aumenta el vigor y el poder de lucha del animal macho, puesto que en todos los casos los más débiles son muertos, heridos o expulsados... Es evidentemente un poder real de la natura­ leza, al que debemos imputarle el desarrollo de la fuerza excepcional, la talla y la actividad del macho, junto con la posesión de armas espe­ ciales, de tipo ofensivo y defensivo” (Wallace 1889, págs. 282-3). Desde esta perspectiva, las convenciones, las conciliaciones, y las concesiones pasan a la sombra, se conocen pero no se detectan. Esta cornamenta lujosa, por ejemplo, que puso a pensar a Darwin en los caballeros de antaño es, para Wallace, evidencia clara de la preferencia práctica de la selección por los “machos más fuertes y mejor armados” y por las “armas vigorosas y ofensivas” (Wallace 1889, pág. 282). Wallace consideró este punto de vista como una selección natu-

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Convencional pero no arbitrario

Los tres estados de la escalada del ciervo rojo

Primero, una competición de bramidos...

...luego una caminata lado a lado...’

...y, como último recurso, la lucha: los cuernos entrelazados en una prueba de fuerza.

ral sensata, en la que los machos buscan una victoria clara (y, como bonificación, los ornamentos barrocos de Darwin recortados en ta­ maño). Pero incluso sin un análisis refinado de la EEE, no es difícil para un darwinista moderno ver que a un macho podría irle mejor si mostrara algo de control. Al fin y al cabo, la política de destrozar podría ser muy costosa. Incluso un macho fuerte, en la plenitud de su vida, podría tener mucho que perder. Los costos de las oportuni­ dades, por ejemplo. El tiempo y la energía que dedica a vencer rivales no pueden dedicarse a cazar presas o a atraer hembras. Y, además, está el hecho de que por muy útil que sea tener a un rival fuera del camino, ello es igualmente útil para sus otros rivales, y es él quien ha pagado los costos de sacarlo de lugar. Y lo que es más, si el animal que combate ya posee la hembra o el territorio que desea, fue presu­ miblemente alguna vez un victorioso, de modo que está retando a un antiguo campeón. En síntesis: como siempre, las ventajas deben compararse con los costos. La incapacidad de Wallace para ver esto quizás no es sorprendente. Él y sus contemporáneos no apreciaban los costos de las convenciones. No ver los costos del combate es sim­ plemente el otro lado de la misma moneda. De modo gradual, a medida que el pensamiento de lo que es “bueno para la especie” empezó a permear el darwinismo, el comba­ te convencional se despojó de su invisibilidad. “La ritualización... ha sido muy importante”, dijo Julián Huxley, “porque redujo el daño intraespecífico, asegurando que la amenaza pueda producir la victo­

ria sin lucha real, o ritualizando el combate mismo en lo que Lorenz llama un torneo... Un torneo de peleas que permite la máxima reduc­ ción del daño” (Huxley 1966, págs. 251-2). En realidad, el combate ritualizado llegó a desempeñar un papel estelar en el bienmayorismo. ¿Qué mejor evidencia de que la selección natural funciona para el bien de la especie que el hecho de que dos rivales poderosos, capaces de despedazarse miembro por miembro, escojan definir los asuntos de manera pacífica, con una movimiento de cabeza y un gruñido? Esta manera de pensar culminó en la década de 1960 con el libro de Konrad Lorenz On Aggression (1966). “Aunque ocasionalmente, en batallas territoriales o de rivales, por alguna desgracia un cuerno puede penetrar en un ojo o un diente en una arteria, nunca hemos encontrado que el propósito de la agresión fuera el exterminio de los compañeros miembros de la especie en cuestión” (Lorenz 1966, pág. 38). En cambio, la agresión hacia otras especies no tiene barreras. O así, al menos, parece decirnos Lorenz a veces. Y ciertamente lo han criticado mucho por sostener un punto de vista de nivel grupal o de especie (v. gr. Ghiselin 1974, pág. 139; Kummer 1978, págs. 33-5; Maynard Smith 1972, págs. 10-11,26-7; Ruse 1979, págs.-22-3). Pero si sus críticos son capaces de discernir un mensaje tan claro en sus confusos pronunciamientos, es por que son muy nobles. Aunque constantemente habla de que la selección natural actúa para “el bien de las especies”, es difícil saber lo que realmente dice. A veces parece referirse a la ventaja individual simple y llana: “para qué”... simple­ mente pregunta qué función, ejecuta el órgano o la característica que se está discutiendo que sea de interés para la supervivencia de la especie. Si preguntamos: “ ¿qué hace que un gato tenga las garras afiladas y curvas”... [Podemos] responder simplemente diciendo, “para que pueda cazar ratones con ellas” (Lorenz 1966, pág. 9). De manera que aquí la “supervivencia de la especie” se refiere nada más que a la selección individual. Pero, ¿quiere decir Lorenz lo mismo cuando pre­ gunta sobre la agresión dentro de una especie o se ha mudado a la ventaja a nivel de la especie?: “ ¿Cuál es el significado de esta lucha? En la naturaleza, la lucha es un proceso siempre presénte, con meca­ nismos de comportamiento y armas desarrolladas de manera tan impresionante y que han surgido tan obviamente bajo la presión selectiva de una función preservadora de la especie, que es nuestro deber plantear esta pregunta darwinista” (Lorenz 1966, pág. 17). Su respuesta no es más clara que su pregunta: cuando “los animales de diferentes especies se pelean unos contra otros... cada uno de los

luchadores gana una ventaja obvia por su comportamiento; o, al menos, en el interés de preservar la especie debería ‘ganarla’. Pero la agresión intraespecífica... también llena una función de preserva­ ción de la especie” (Lorenz 1966, pág. 22). ¿Compara Lorenz por una parte, la selección de nivel individual en las luchas entre especies con, por la otra, la selección a nivel de especies en la lucha dentro de las especies (aunque en ambos casos se refiere a la preservación de las especies)? El darwinismo de Lorenz es tan confuso que es imposible decir con exactitud lo que tenía en mente, y uno comienza a sospechar que, si se lo retara, él mismo no habría sido capaz de decirlo. Hemos visto cómo el bienmayorismo no lograba aprehender los problemas planteados por el altruismo ni reconocer cualquier falta de ortodoxia al clamar por un nivel más alto. En Lorenz tenemos a uno de los practicantes más alegres de bienmayorismo. Es a Wynne-Edwards a donde uno debe volver para encontrar un reconocimiento explícito de que el combate convencional plantea un problema y para encontrar un intento explícito de explicarlo por medio de la selección grupal: el conjunto de heridas y muertes perpetrados mutuamente por los miembros es por lo general dañino para el grupo y, por tanto, ha sido suprimido por la selección natural... cualquier ventaja inmedia­ ta que obtenga el individuo al matar y así salir de sus rivales para siempre, tiene a la larga que ser superada por el efecto perjudicial del continuo derramamiento de sangre en la supervivencia del grupo como un todo... Las convenciones... han evolucionado en salvaguarda del bienestar general y la supervivencia de la sociedad, y en especial contra la ventaja antisocial y subversiva del individuo (WynneEdwards 1962, págs. 130-1).

Al menos uno sabe donde está parado, así sea definitivamente en el lado incorrecto. Unos 32 kilómetros nada más separan las Islas de Bali y Lombok, un poco más allá de la punta oriental de Java. Wallace descubrió, para su sorpresa, que atravesar esos pocos kilómetros era pasar de Asia a Australia, cruzar de una creación a otra. Cuando leí On Aggression, de Lorenz, a finales de la década de los sesenta, dejé el libro desilusionada, confusa y perpleja. Era el enfoque darwinista del conflicto convencional lo que por desgracia le faltaba a la teoría. Sólo unos cuantos años más tarde leí The Selfish Gun, donde encontré el

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análisis de Maynard Smith y de Price sobre la EEE, relacionado con el mismo problema. He ahí un mundo distinto. El darwinismo había entrado en una nueva era. Para la época en que aeabé este libro, ha­ bía cruzado mi propia línea wallaciana.

A L T R U IS M O H U M A N O ! ¿U N A C L A S E D E BO N D AD N A T U R A L?

La inhumanidad del hombre con el hombre puede, de hecho, hacer vestir de luto a miles de millones de personas. Pero es la humanidad del hombre lo que hace vacilar a los darwinistas. Los darwinistas fueron lentos en detectar el altruismo en las industriosas hormigas y en la agresión ritualizada. La moralidad humana, sin embargo, le presenta un desafío obvio a la teoría darwinista. Y, desde el principio mismo, trataron de encararlo. Miraremos las diversas respuestas de cuatro evolucionistas del siglo xix: tres darwinistas importantes -Darwin mismo, Wallace y T. H. Huxley- y Herbert Spencer, sólo en parte darwinista, pero un pensador enormemente influyente. Este pequeño grupo cubre un amplio espectro de ritmos darwinistas so­ bre la naturaleza humana. Examinaremos por el camino paralelos y contrastes. Darwin: la moralidad como historia natural Comencemos con Darwin, para quien la selección natural no era sólo parte del problema; era también la solución. La moralidad humana, insistía, se debía explicar de la misma manera como la mano o el ojo, como una adaptación, un producto de la selección natural: “la moral y la política serían muy interesantes si hicieran sus análisis como cualquier rama de la historia natural” (Darwin 1887, iii, pág. 99). “Esta gran cuestión” -e l origen de nuestro sentido m oral- “ ha sido discutido por muchos escritores de consumada habilidad; pero... nadie lo ha enfrentado exclusivamente desde el punto de vista de la historia natural” (Darwin 1871, i, pág. 7). Nadie, esto es, hasta Darwin mismo, en El origen del hombre (Darwin 1871, i, págs. 70-106,161-7). Darwin se dio a esta tarea, así como lo hizo en todo El origen del hombre, observando las continuidades entre el hombre y los otros animales. Deseaba encontrar en ellos algún sentido moral incipiente, algún sentimiento por los demás, que formara un eslabón con lo que nosotros llamamos moralidad, eslabón con nuestra conciencia alta­ mente desarrollada, con nuestro sentido del deber, con nuestro deseo de morir por una causa. Se dirigió a lo que llamó “los instintos so­ ciales”. El comportamiento social, dice, trae consigo los primeros in­ tentos de moralidad porque exige la preocupación por otros, tanto

como por uno mismo: “el así llamado sentido moral se derivaba originalmente de los instintos sociales, pues ambos se relacionan al comienzo exclusivamente con la comunidad” (Darwin 1871, i, pág. 97). A esto se añade la inteligencia, y el resultado es la moralidad plena: “cualquier animal dotado de instintos sociales bien demarca­ dos* inevitablemente adquiriría un sentido o conciencia morales, tan pronto como sus poderes intelectuales se hubiesen desarrollado tan bien, o casi tan bien, como los del hombre” (Darwin 1871, i, pág. 71-2). Otros animales llegan a actuar como centinelas, a acicalarse el uno al otro, a cazar en comunidad. Las raíces de nuestra moralidad se encuentran en actos sociales de esta naturaleza. Es a nuestro in­ telecto a quien le debemos lo demás que tenemos, nuestros códigos de ética y de justicia, nuestro sentido de los principios finamente aguzado. De manera que aquí, al fin, tenemos a Darwin reconociendo explícitamente un caso problemático de altruismo y, lo que es más, documentando de modo sistemático evidencias sobre comporta­ mientos “altruistas” en otros animales (comportamiento que sería considerado altruista si hubiera sido ejecutado por humanos). Sin embargo, ni siquiera esto lo lleva a generalizar más allá de la morali­ dad humana y a plantear el problema más amplio del altruismo en sentido darwinista. ¿Cómo puede Darwin registrar ejemplo tras ejem­ plo de un comportamiento aparentemente de autosacrificio y sin embargo errar en el significado que tiene para su propia teoría?, ¿por qué no avanzó hasta preguntar cómo tolera la selección natural tal autoabnegación? Examinaremos una explicación en un momento. Por ahora baste recordar la conocida razón de por qué el altruismo pasó desapercibido por tanto tiempo. El análisis darwinista de la vida social en otros animales es predeciblemente rico en ideas sobre bene­ ficios selectivos, pero predeciblemente pobre en la identificación de costos. Tomemos este pasaje por ejemplo: El servicio más común que ejecutan los animales superiores para los demás es la advertencia que se dan unos a otros por medio de los sentidos unidos de todos... Muchos pájaros y algunos mamíferos apostan centinelas, que, en el caso de las focas, se dice son casi siem­ pre hembras. El jefe de una tropa de monos actúa como centinela y emite chillidos que expresan peligro y seguridad (Darwin 1871, i, pág. 74).

Darwin describe estos pobres y solitarios centinelas como seres que disfrutan de la ayuda mutua. Pero, por el contrario, parecen soportar la carga del grupo entero. Pasando a los humanos, sin embargo, Darwin reconoce que aquí sí puede haber un auténtico autosacrificio; las consideraciones mo­ rales chocan muchas veces contra nuestros intereses egoístas, y a veces sobrepasan nuestro instinto de autoconservación. Y acepta plenamente que esto plantea un gran problema para su teoría. ¿Cómo, pregunta, pudo el altruismo haber surgido por selección natural? ¿Cómo evolucionamos a partir de ser meramente sociales hasta llegar a ser morales? (Darwin 1871, i, págs. 164-7). Su análisis (aunque confinado a los humanos) comienza de manera promisoria. Darwin empieza considerando la competencia entre grupos. Si un grupo que tiene una alta proporción de miembros trabajadores y no egoístas entra en conflicto con un grupo que tiene una alta pro­ porción de miembros egoístas, es fácil ver que el grupo de los altruistas triunfará. Su disciplina, fidelidad, valor y otras cualidades de la misma índole pronto asegurarán la victoria (Darwin 1871, i, págs. 162-3), pero el núcleo del problema es explicar cómo llegaron a ser grupos altruistas y cómo han logrado mantenerse así; ¿De qué manera logró el altruismo despegar de la tierra en primer lugar y cómo pudo crecer y multiplicarse?: “ ¿Cómo, dentro de los límites de la misma tribu, llegaron a estar dotados los primeros miembros de estas cua­ lidades sociales y morales, y cómo fue subiendo el nivel de excelencia?” (Darwin 1871, i, pág. 163). Los miembros no egoístas no tendrían el mayor número de descendientes -exactamente lo contrario-: Es extremadamente dudoso que los descendientes de padres más bondadosos y de aquellos más fieles a sus camaradas se criaran en números mayores que los hijos de los padres egoístas y traicioneros de la misma tribu. Aquel que estuviera dispuesto a sacrificar su vid amás bien que a sacrificar a sus camaradas a menudo no dejaría des­ cendencia que heredara su noble naturaleza. Los hombres más va­ lientes, que siempre estaban deseosos de salir adelante en la guerra, y que libremente arriesgaban la vida por otros, perecerían en prome­ dio en mayor número que los demás (Darwin 1871, i, pág. 163).

Él acepta que el problema parece casi irrastreable: “Por tanto parece muy poco posible... que el número de hombres dotados de tales vir­ tudes, o que el nivel de su excelencia, pudiera acrecentarse a través de

la selección natural, esto es, por medio de la supervivencia del más apto” (Darwin 1871, i, pág. 163). Darwin ve dos maneras de salir de este escollo. Una es el altruismo recíproco: “todo hombre aprendería con rapidez que si ayudara a sus compañeros casi siempre recibiría ayuda a su vez” (Darwin 1871, i, pág. 163). Pero cuando Darwin vuelve a su otra solución, nos defrau­ da. Parece sugerir que el sacrificio individual en aras del grupo puede evolucionar porque paga bien en la competencia entre grupos: No debe olvidarse que si bien un nivel alto de moralidad da sólo una pequeña ventaja, o ninguna, a cada individuo y a sus hijos sobre los otros miembros de la misma tribu, es sin embargo un avance en el nivel de moralidad, y el incremento del número de hombres bien dotados ciertamente le dará una inmensa ventaja a una tribu sobre otra. No puede haber duda de que una tribu que incluyera muchos miembros que por poseer un alto nivel de espíritu de patriotismo, fidelidad, obediencia, valor y compasión, que estuvieran siempre lis­ tos a ayudarse mutuamente y a sacrificarse a sí mismos por el bien común, saldría victoriosa sobre la mayor parte de las otras tribus; y esto, por tanto, sería selección natural. (Darwin 1871, i, pág. 166).

Este pasaje nos deja perplejos. Darwin ha dicho específicamente que ahora está tratando el problema de cómo se establece el altruismo dentro del grupo; se cuida de recordarnos que “aquí no estamos hablando de que una tribu sea victoriosa sobre la otra” (Darwin 1871, i, pág. 163). Sin embargo, parece estar hablando exactamente de esto. Y lo que es más, de manera poco característica en él, parece ofrecer bastante explícitamente una solución de nivel superior. Y, sin embar­ go, no sugiere ningún mecanismo que trate el problema que él mismo ha planteado bien: ¿Cómo se establece dentro del grupo el comportamiento de autosacrificio, cómo se desarrolla y cómo se man­ tiene? Es difícil adivinar lo que tenía en mente aquí. A regañadientes concluyo (como lo hace Hamilton 1972, pág. 193,1975, pág. 134) que cuando Darwin trató el altruismo humano vio el problema, lo ana­ lizó, pero lo dejó sin solución. Del mismo modo, los análisis darwinistas hacen surgir asuntos que vale la pena explorar. Consideremos primero cómo emprendió en realidad la tarea de buscar el legado de la selección natural en nuestra naturaleza moral. No lo hizo en el estilo característico en que lo haría, hoy día, un darwinista. Sin embargo su aproximación po-

dría resultar una forma fructífera de estudiarnos a nosotros mismos. Seríalo que en la actualidad caracterizaríamos (o bien, caracteriza­ mos) como ‘psicológico’ en vez de ‘etológico’ o ‘sociológico’. Darwin se interesa más en nuestras emociones que en nuestras acciones. Mien­ tras la mayoría de las investigaciones darwinistas sobre la naturaleza humana se dedicaban a observar la incidencia del comportamiento homosexual, las tasas comparativas de divorcio, las jerarquías socia­ les, los encuentros agresivos, las relaciones familiares, Darwin estaba más interesado en los sentimientos, en sentimientos de amor y de odio, de celos o de generosidad, de orgullo y de vergüenza, de resen­ timiento y de gratitud, de compasión y de desquite. Miremos por qué adoptó esta manera de hacer las cosas y qué puede ofrecer ella. Darwin se tropezó con su método sin darse cuenta. Cuando exa­ minamos el darwinismo clásico vimos que su preocupación con la descendencia humana y su búsqueda de continuidades lo desviaron para estudiar el comportamiento, y lo llevaron, en cambio, a concen­ trarse en los estados mentales que los acompañaban. Cuando bus­ caba un precursor de la moralidad humana estaba menos interesado en el comportamiento social de otros animales que en sus instintos sociales, menos interesado en los costos y beneficios selectivos de lo que ellos hacían que en cómo se sentían acerca de ello. En un mo­ mento veremos que esto no le ayudó mucho a su comprensión de los demás animales, particularmente en lo relacionado con el altruis­ mo. Pero en el caso de los humanos sí demostró ser una buena mane­ ra de enfrentar los asuntos. Esto se debe a que es problemático tratar el comportamiento humano como una adaptación más. El problema surge de nuestro entorno no natural. La mayor parte del tiempo, la mayoría de nues­ tros genes se expresan a sí mismos fenotípicamente casi del mismo modo como lo buscaba la selección natural. Aunque ya no estamos en la sabana, -donde la selección modeló la forma erguida de caminar, nuestra agudeza visual y nuestra destreza manual- nuestros genes para pies plantígrados, la visión a color y los dedos opuestos se expresan fenotípicamente como estaban diseñados para hacerlo. Tales genes no se perturban mucho por la vasta diferencia entre dón­ de comenzamos y dónde estamos ahora. Pero es posible que para alguno de nuestros genes nuestro entorno moderno haya inducido alguna metamorfosis de su expresión fenotípica desde aquélla que la selección natural quería al comienzo. Y los genes del comportamien­ to son unos de los más prominentes entre éstos. Un animal adaptado

para vivir como nómada en manadas pequeñas, para dormir cuando cae la noche, para reunirse con el fin de cazar, puede encontrar que su estructura física está muy poco perturbada por un mundo de ciu­ dades atestadas y luces eléctricas, donde los alimentos se consiguen con facilidad (y en ocasiones parcialmente predigeridos). Gran parte del comportamiento de aquel animal, sin embargo, quizás cambie hasta un punto en que sea irreconocible. Por supuesto no hay nada sorprendente en el hecho de que los fenotipos se aventuren por fuera de las expectativas de la selección natural. No existe “el” efecto fenotípico de cualquier gen. Los fenotipos son siempre resultado de una interacción entre el gen y el medio. Hemos aprendido, a un costo trágico, que aun los genes para los pies plantígrados y los dedos en oposición no se expresarán a sí mismos como se espera en el ambiente de un útero que ha estado expuesto a algunos de los inventos de la industria de las drogas. Es triste, ade­ más, la posibilidad de que los genes, para conservar energía de modo eficiente en condiciones de escasez, se puedan expresar como diabe­ tes cuando sus portadores siguen una dieta occidental moderna. O consideremos el comportamiento, curioso desde el punto de vista evolutivo, de la homosexualidad. Podría ser una adaptación, como lo han sugerido algunos (v. gr. Trivers 1974, pág. 261; Wilson 1975, pág. 555> 1978, págs. 142-7), o una patología, como la mayor parte de los miembros de la profesión médica lo han considerado durante tanto tiempo. Pero (Ridleyy Dawkins 1981, págs. 32-3) si hay “genes para la homosexualidad” podrían ser genes que, en nuestro'medio del pleistoceno -que difería de nuestro mundo moderno en algún as­ pecto crucial (por ejemplo, dormir siempre con los padres en vez de dormir solo)-, se habrían expresado a sí mismos como algo por completo diferente: quizás una útil habilidad para escoger el olor de la presa o para trepar a los árboles altos. Los detalles de este ejemplo imaginativo no deben, por supuesto, tomarse en serio. Pero el mode­ lo de cómo necesitamos pensar en expresiones fenotípicas* sí. De modo que el problema de los fenotipos que están lejos de nuestras intenciones de selección natural no es peculiar délos huma­ nos ni del comportamiento. Pero es en esta conjunción en donde el problema es más agudo. Y la razón es obvia. Los humanos no están, como la pobre avispa excavadora, condenados a una camisa de fuer­ za comportamental: si la Sphex ichneumoneus tiene que enmendar una etapa ya completada de su rutina de aprovisionar su surco, procede a ejecutar el paso siguiente desde el principio; cuarenta

veces en un experimento (fue el experimentador quien no fue capaz de seguirlo aguantando), la hormiga fue incapaz de apreciar que bastaba con haber emprendido donde había dejado la tarea (Hofstadter 1982, págs. 529-32). La selección natural no nos ha en­ casillado en un molde parecido al de esta avispa; nos dotó de una enorme flexibilidad comportamental. Ésta era la táctica óptima para la evolución. Pero esto mismo le complica las cosas al evolucionista, le dificulta encontrar cuál es nuestro legado evolucionista. Cuando miramos a alguien que reza, que hace trampas, que ayuda a su vecino o que se mete en una pelea, ¿estamos viendo algo cercano a un reper­ torio consagrado por el uso ancestral, o se ha transformado el com­ portamiento, aunque sea generado por aquellas mismas reglas antiguas, en algo bastante extraño al ambiente en el cual los genes para aquellas reglas ahora encuentran su expresión fenotípica? Cono­ cemos el hecho de salirnos muy lejos del rango de nuestra selección natural cuando intervenimos, de manera consciente, en la contracepción, en la alimentación con biberón, en el viaje a altas velocidades, en el uso de ropa y anteojos. Es obvio en estos casos que no estamos haciendo lo que la selección natural tenía previsto para nosotros; de hecho, al menos con la contracepción, estamos haciendo exactamente lo que estábamos diseñados para no hacer. Pero, ¿cómo podemos descubrir los designios de la selección natural en los casos menos obvios? Y peor aún, nuestro medio antinatural también puede dar lugar al problema casi opuesto: que nos comportemos demasiado como la naturaleza buscaba. Supongamos que orar o ayudar parezca irrelevan­ te para las necesidades darwinistas o aun malo para la adaptación. ¿Debemos desechar las explicaciones darwinistas, o recordar que aquel comportamiento que la selección natural favorecía asiduamente en la sabana puede parecer no adaptativo para las calles citadinas? Entonces, ¿de qué manera podemos juzgar cómo evolucionamos en el comportamiento? Una manera común es la siguiente. Supóngase que quisiéramos saber si somos por naturaleza monógamos o polígamos, y si el hombre y la mujer difieren en sus predisposiciones. Haríamos un sondeo comparativo de un grupo completo -por ejem­ plo, los primates- buscando qué características están correlacionadas con qué sistemas de apareamiento. Así, por ejemplo, entre las diversas especies de primates, por lo general, el grado hasta el cual los machos son más grandes que las hembras, el grado hasta cual maduran más tarde que ellas, correlaciona con la intensidad de la poliginia (un

macho, más de una hembra) en aquella especie. Como nosotros somos levemente dimórficos en tamaño y los hombres maduran un poco más tarde que las mujeres, esperamos que nuestro sistema de aparea­ miento natural, basados en este razonamiento, tienda un poco hacia la poliginia (v. gr. Daly y Wilson 1978, págs. 297-310, particularmente págs. 297-8). Hay una dificultad obvia con este método, que ya hemos en­ contrado en el caso de demostrar teorías de selección sexual. Es el conocido problema de la inflación del “n” ; el problema de la no independencia de los datos. ¿Qué se puede considerar como una unidad? Si la mayoría de los primates sexualmente dimórficos son poligámicos, ¿hay una correlación genuinamente reveladora o lo que sucede simplemente es que ambos atributos se han heredado de un ancestro común, sexualmente dimórfico y poligámico? Por fortuna, como hemos notado, el problema es - a l menos en principiosolucionable. Un segundo método en boga es el que se llama de invariancia fuerte. ¿Hay algunos patrones de comportamiento humano que perseveran en su expresión casi sin tener en cuenta la diversidad de condiciones? Y por “diversidad” me refiero a condiciones diferentes, tal vez muy diferentes, tanto de la planicie del pleistoceno como de una cultura a otra en la actualidad. Darwin pensaba que esto era cierto con relación, por ejemplo, a la sonrisa: “En el caso de todas las razas de los hombres la expresión de buen genio [sonriendo] parece ser la misma” (Darwin 1872, pág. 211). Un siglo más tarde el etólogo austríaco Eibl-Eibesfeldt comprobó esta aseveración (Eibl-Eibesfeldt 1970, págs. 408-20). De modo clandestino filmó gente de una amplia gama de culturas. Y concluyó que podía detectar poca dife­ rencia en la forma o las circunstancias de la sonrisa; gran parte de estas similitudes se extendían incluso a niños que nacían ciegos, que nunca habían visto una sonrisa para copiar (Eibl-Eibesfeldt 1970, págs. 403-8). Es posible que hubiera malas interpretaciones -culturales, y muy probablemente con prejuicios sexistas- pero ciertamente en­ contró alguna base común: Para poner sólo un ejemplo, encontramos igualdad en los deta­ lles más pequeños del comportamiento de coqueteo de las jóvenes de Samoa, Papua, Francia, lapón, África (Turcana y otras tribus nilotoalmitas) y los indios suramericanos (waikas, orinocos). La joven coqueta comienza sonriéndole a la persona a quien se

¿Quién asesina a quién? Una invarianza fuerte Éstas son las tasas específicas, en edad y sexo, del asesinato de personas no parientes del propio sexo en Inglaterra, Gales y Chicago durante más o menos el mismo período. Aunque los números absolutos difieren enorm e­ mente, las formas de las curvas son sorprendentemente similares: estos asesinatos los cometen de manera apabullante los hombres, y de modo más apabullante los hombres jóvenes.

está dirigiendo y levanta las cejas con un movimiento rápido y con­ vulsivo, de modo que el ojo se agranda un poco... Después de este inicio frentero hacia la persona, el próxim o movimiento es darle la espalda. Entonces vuelve la cabeza a un lado, a veces doblada hacia abajo, baja la mirada y los párpados caen. Con frecuencia, pero no siempre, puede la joven cubrir el rostro con una mano y reír o son­ reír con turbación. Continúa mirando al compañero por el rabillo del ojo y a veces vacila entre m irarlo y, turbada, mirar hacia otra parte. Fuimos capaces de despertar este comportamiento cuando ias jóvenes nos observaban durante la filmación. Cuando uno de noso­ tros operaba la cámara, el otro le hacía gestos a la joven y sonreía (Eibl-Eibesfeldt 1970, págs. 416-20).

“También se encuentra una amplia uniformidad en muchas otras expresiones. Así, la arrogancia y el desdén se expresan por medio de una postura erguida, levantamiento de la cabeza, movimiento hacia

atrás, mirada hacia abajo, labios cerrados, exhalaciones por la nariz; en otras palabras, a través de los movimientos ritualizados de tratar de irse y mostrar que se siente rechazado” (Eibl-Eibesfledt 1970, pág. 420). Más notable aún, cuando examinamos a los asesinos, a quién ase­ sina a quién y por qué, encontramos un patrón sorprendentemente fijo que se repite durante los siglos y a lo largo de las culturas (Daly y Wilson 1988, págs. 123-86,1990). Las tasas de asesinatos difieren a lo largo del tiempo: un inglés de hoy solamente tiene una vigésima parte de probabilidad de morir a manos de un asesino, en compara­ ción con uno de hace siete siglos. Y difieren de lugar a lugar: las tasas actuales en Islandia son de 0,5 homicidios por un millón de personas por año, mientras en la mayor parte de Europa son de diez, y en los EE.UU. de más de cien (Daly y Wilson 1988, págs. 125, 275); los®asesinatos en los cuales la víctima y el asesino son del mismo sexo y no son parientes van desde sólo 3,7 por millón de personas por año en Inglaterra y Gales (1977-86) a un altísimo 216,3 en Detroit (Daly y Wilson 1990). Y sin embargo, si vamos desde Oxford en el siglo x i i a Miami en 1980, pasando por Islandia (1946-70), los kunk san de Botswana (1920-55), los mayas tzeltal de México (1938-65) y muchas otras sociedades desde Australia hasta Alemania, de India al África, emerge el mismo modelo de homicidio (Daly y Wilson 1988, págs. 147-8). Los asesinatos son cometidos en una grandísima mayoría por los varones; “la diferencia entre los sexos es inmensa, y universal No hay ninguna sociedad humana conocida en la cual el nivel de violen­ cia mortal entre mujeres siquiera comience a acercarse al que existe entre los hombres” (Daly y Wilson 1988, pág. 146). Y los varones, mas no las mujeres, son impulsados por lo que un sociólogo ha llamado un “altercado de origen relativamente trivial; un insulto, una maldi­ ción, un enojo, etc.” (Daly y Wilson 1988, pág. 125). Dónde las tasas de homicidios son altas, estos altercados explican una alta proporción de los asesinatos, y es tan alta que “ sin duda constituye una gran proporción de los asesinatos del mundo” (Daly y Wilson 1988, pág. 126). Y lo que es más, estos asesinos varones son en una grandísima parte jóvenes, en la mitad de la década de los veintes; así, por ejem­ plo, a pesar de la enorme diferencia que advertimos entre las tasas de asesinatos en Inglaterra, Gales y Detroit, las edades promedio de los hombres que mataron a otros, no parientes, era de 25 y 27 respectiva­ mente; en Canadá (1974-83) y en Chicago (1965-81), donde las tasas caían entre ambos extremos, la edades promedio eran de 26 y 24 (Daly

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y Wilson 1990, pág. 93). Individualmente, estas estadísticas podrían parecer meras contingencias demográficas. Pero las colocamos jun­ tas y estamos frente a frente con un modelo invariable a lo largo de cambios culturales inmensos: “las tasas generales de homicidio varían tremendamente y se pueden concebir como culturales, pero el hecho de la diferencia de sexo trasciende la variación cultural” (Daly y Wilson 1990, pág. 88), así como lo hace la edad de los asesinos y sus motivos. Ahora bien, esto no nos dice que la selección natural tiene el designio de que los jóvenes asesinen por razones en apariencia triviales, ni siquiera que asesinen. Pero sí indica que estamos por la senda de la selección natural. A propósito, esta conclusión no se refuta con el hecho de que la mayor parte de los varones no son asesinos. En realidad no lo son. Pero la mayor parte de los asesinos son varones. Y es la fuerte invariancia cultural de aquella diferencia de sexo lo que requiere explicación. Igualmente, esta línea de razonamiento no se afecta por el hecho de que las mujeres de las sociedades más violentas tienen más probabili­ dades de cometer asesinatos que los hombres en las menos violentas. Porque aun en las sociedades más violentas, también asesinan más los varones que las mujeres. De nuevo, eso es algo que necesitamos explicar. Es claro que el método de la “ invariancia fuerte” también es sus­ ceptible de sufrir el problema de la inflación de “n” Consideremos otra vez el asunto de descubrir nuestro propio modo de apareamiento ancestral. De las 849 sociedades humanas tabuladas en el Ethnographic Atlas de Murdock, 708 son poligínicas, 137 monógamas y 4 poliándricas (véase Daly y Wilson 1978, pág. 282). Un punto, al parecer, en favor de la poliginia como sistema de apareamiento humano primi­ tivo. Pero si 700 de estas 708 sociedades donde hay poliginia tomaran sus costumbres del Corán, tendríamos un solo dato, no setecientos. La invariancia fuerte procedería de un libro, no de los genes. Regre­ saremos más tarde al ejemplo del asesinato para ilustrar la manera de salir de este problema. Un tercer método común es no buscar invariancia en el compor­ tamiento humano, ni constantes de semejanzas entre humanos y otros animales, sino diferencias adaptativas reveladoras dentro de la espe­ cie humana. Tomemos, por ejemplo, el sistema social generalizado conocido como el “avunculado” o “el efecto del hermano de la madre” en el cual “el papel del padre” lo toma no el esposo de la madre sino su hermano. Esto parece contradecir, en principio,

nuestras ideas sobre la selección de parentesco. De hecho, Richard Alexander, el influyente zoólogo americano, dice que éste era uno de los “dos argumentos más prominentes contra la explicación bioló­ gica de los sistemas de parentesco” (Alexander 1979, pág. 152). Alexander propuso, por el contrario, que ésta es una adaptación de la selección de parentesco. En sociedades donde la promiscuidad hace incierta la paternidad biológica, los machos pueden confiar más en la cercanía genética de los hijos de sus hermanas que en la de sus propios hijos. Alexander comprobó esto comparando sociedades pro­ miscuas con sociedades monógamas y prediciendo que el efecto del tío materno sería más prevalente en las promiscuas; encontró en efecto, evidencias en favor de su predicción (Alexander 1979, págs. 152,168-75). El método “psicológico” de Darwin ofrece una solución diferen­ te. Si deseamos saber qué quería la selección natural que nosotros hiciéramos, tenemos tantas probabilidades de encontrar la contesta­ ción en cómo nos equipó para dar respuestas comportamentales como en las respuestas mismas. Siguiendo la guía inconsciente de Darwin, podríamos estudiar tanto nuestras emociones como nuestros actos, nuestros cerebros como nuestro comportamiento. Es muy probable que el repertorio comportamental, construido para la flexibilidad, esté distorsionado por nuestro ambiente altamente no natural; nuestro repertorio cognitivo, motivacional y emocional, construido para generar comportamiento apropiado, quizás lo estará menos. Sin embargo, en el caso de la evolución humana, podríamos saltarnos las distorsiones que los ambientes no naturales le hacen a nuestro comportamiento yendo directamente al estudio de los mecanismos psicológicos que lo ocasionan. Es sin duda perfectamente plausible suponer, como lo hace este enfoque, que la selección natural nos dotó de un maquillaje psico­ lógico específico que promueve un comportamiento adaptativo no específico. La selección natural modeló nuestros cerebros así como lo hizo con las manos, los ojos y otros órganos. Y, aún más que la mano y el ojo, el cerebro podría incorporar capacidades altamente especializadas a fin de responder de modo apropiado a una variedad de situaciones. Podemos imaginar cómo podría operar esto a partir de lo que sabemos del lenguaje humano. El filósofo Jerry Fodor cita un comentario sorprendente de uno de sus colegas: “ Lo que uno tie­ ne que recordar sobre el análisis gramatical es que básicamente es un reflejo” (Fodor.1983, pág. vi), pero un reflejo flexible. Aunque no na-

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: la moralidad

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timos hablando inglés o chino, sí lo hicimos con una capacidad que es a la vez altamente estructurada y suficientemente abierta para que aprendamos no sólo estos lenguajes sino múltiples otros. La historia se parece mucho a la de nuestra capacidad de reconocer rostros humanos (que la selección natural parece haber tenido en gran esti­ ma, a juzgar por la gran área de nuestro cerebro que se dedica a la tarea). Ésta es una adaptación altamente específica. Pero nos permite reconocer a un sorprendente número de personas (muchas más en nuestro medio moderno que aquéllas que la selección natural podía haber soñado); y de modo más confiable que la mayoría de las otras claves (“recuerdo tu rostro, pero no tu nombre” ), y hacerlo aún con una información muy mínima (una fotografía borrosa en la cual se ve una mancha en medio de una muchedumbre). El punto sobre información mínima es muy importante. Actuamos con base en nuestras reglas especializadas a la luz de una información acumulada del pasado y a la última actualización. Pero esta información a me­ nudo será incompleta y una labor de las reglas es ayudarnos a actuar adaptativamente ante el caso de falta de certidumbre. En resumen, entonces, conocemos la idea de que el legado de la selección incluye maquinaria psicológica especializada y específica, diseñada para ge­ nerar respuestas comportamentales plásticas y flexibles, y por ende adaptativas, aún sobre la base de un conocimiento incompleto. La selección natural nos da las reglas, y nosotros terminamos el trabajo. Después de que leer a Darwin me llevara a pensar de esta manera, me sentí contenta de encontrar que varios darwinistas modernos que trabajan activamente en el campo habían convergido hacia el méto­ do darwinista. Entre los nombres que se pueden encontrar están los de Martin Daly y Margo Wilson, Leda Cosmides y John Tooby, y Donald Symons (véase v. gr. Barkow 1984; Cosmides 1989; Cosmides y Tooby 1987,1989; Daly 1989; Daly y Wilson 1984,1988a, 1989,1990; Rozin 1876; Shepard 1987; Symons 1979,1980,1987,1989, en impren­ ta; Tooby y Cosmides 1989,1989a, 1989b; Trivers 1971, págs. 47-54, 1983, págs. 1196-8). No sugiero que ésta sea necesariamente la mejor manera de entendernos a nosotros mismos desde un punto de vista darwinista. Pero sin duda promete ser un método fértil, que vale la pena explorar. Ahora hagámonos a una idea más concreta de lo que este método puede ofrecer, dándole un vistazo a dos intentos recien­ tes de aplicarlo, dos intentos diferentes, pero ambos con el espíritu del método “psicológico” de Darwin. Darwin mencionó las clases de respuestas psicológicas que

podríamos examinar si estamos interesados en nosotros mismos como seres sociales y, específicamente, morales: no es “probable que la conciencia primitiva le reproche a un hombre que hiera a su enemi­ go: más bien le reprocharía que no se vengara” (Darwin 1871, segunda edición, págs. 172-3, n27); “el elogio y la inculpación de los otros hombres” y el amor “a la aprobación y el miedo al reproche” son un “poderoso estímulo para el desarrollo de las virtudes sociales” (Dar­ win 1871, i, pág. 164). Hoy en día, al menos en lo que atañe al altruismo, tenemos ideas más precisas sobre las respuestas que podríamos buscar. Ésta es una área en la que podemos basarnos, hoy en día, en modelos muy precisos. Conocemos, por ejemplo, que es probable, sin duda hasta cierto punto, que hayamos evolucionado como seres recíprocos. Y sabemos que el altruismo recíproco no es evolucionadamente estable, a no ser que la mayor parte de las trampas no den buenos resultados. De modo que debemos esperar encontrar meca­ nismos sensibles para detectar las trampas, para revelar quién no es recíproco si (como es probable) la información es incompleta; y debemos esperar que estos mecanismos operen sin tener que aplicar­ los de modo consciente. Tales propensiones se han investigado, y es posible que se hayan encontrado. Éste fue el trabajo de Leda Cosmides (Cosmides 1989; Cosmides y Tooby 1989). La historia es un tanto complicada,, pero vale la pena referirla. La gente tendía a cometer ciertos errores lógicos de modo sistemático y Cosmides sospechó que la naturaleza de estos errores podría ser muy reveladora. Del mismo modo como los psicólogos han usado las ilusiones ópticas para descubrir las reglas del funcionamiento normal del cerebro y los errores en la adquisición gramatical para descifrar la impronta lingüística de la selección natural, su idea fue explotar los errores lógicos para descu­ brir propensiones sociales muy arraigadas e innatas. Los psicólogos experimentales han sabido desde hace mucho que nuestro poder de razonamiento está afectado por el contenido y no sólo por la estruc­ tura lógica de los argumentos. Esto se demuestra en las respuestas de la gente a las así llamadas tareas de selección de Wason, un examen de razonamiento lógico en el cual a la gente se le pide decidir si se ha violado una regla condicional (véase por ejemplo, Wason 1983). En el caso de algunas reglas, una gran proporción de personas responden de modo ilógico, seleccionando condiciones irrelevantes y dejando de señalar las importantes. Algunas reglas, pero no todas. Un cambio en el contenido de las reglas puede transformar los resultados de

manera dramática. Algunos temas suscitan un alto porcentaje de res­ puestas lógicas. Esto se conoce como el “efecto del contenido”. Consideremos, por ejemplo, el siguiente problema: Parte de tu nuevo trabajo en la escuela local es asegurarte de que los documentos de los estudiantes han sido procesados de manera correcta. Tu oficio consiste en asegurarte de que los documentos es­ tán conforme a la siguiente regla alfanumérica: Si una persona tiene una calificación de “ D”, entonces su docu­ mento se marca con el código “3”. Tu sospechas que la secretaria a quien reemplazaste no realizó la categorización de los documentos de manera correcta. Las siguientes tarjetas tienen información sobre los documentos de cuatro estu­ diantes de la escuela. Cada una representa a una persona. Un lado de la tarjeta muestra la letra de la calificación de la persona y el otro el número del código de aquella persona. Indica sólo aquella tarjeta o tarjetas que definitivamente necesi­ tas voltear para saber si los documentos de cualquiera de estas perso­ nas viola esta regla.

D

F

3

7

Lo que se le pide hacer, entonces, es decidir en ausencia de infor­ mación completa, si en cada uno de los cuatro casos se ha violado una regla condicional. Lo que uno debe hacer -la respuesta lógica­ mente correcta- es volver solamente dos tarjetas: La D y la 7. El razo­ namiento que hay detrás de esto es así. La regla condicional se puede expresar como “si P (calificación D), entonces Q (código 3)”. La úni­ ca condición que viola la regla es “ P y no-Q ” (D como calificación, pero no el código 3). De modo que las únicas situaciones que uno necesita seguir son “ P” (comprobar que es Q) y “no-Q ” (para revisar que es no P). Esto implica vigilar cualquier calificación de D (para revisar que se ponga tres) y cualquier código no-3 (para revisar que sea no-D). Uno puede ignorar “no-P” (calificación de no-D) y “Q” (código 3). No hay una violación potencial de la regla en aquellos casos, de manera que uno no se debe preocupar. El problema lógico, entonces, se ve así:

Si una persona tiene una calificación “D”, entonces su documento debe tener el código “3” [si P entonces Q].

D

F

3

[P ]

[no-P]

[Q]

7

[no-Q]

i

Si usted volteó tanto la D como la 7 y solamente la D y la 7, enton­ ces usted es una persona poco común. A la gente por lo general le va mal en un examen como éste. Típicamente, sólo entre el 4% y el 10% ve que “P y no-Q ”, y sólo eso, viola la regla. La mayor parte pasan por alto la importancia de 7 (no Q) y escogen D, (P) y 3 (Q) o D (P) sólo (v. gr. Wason 1983, págs. 46,53). Ahora consideremos otro problema que tiene que ver con una regla condicional: En una campaña contra los choferes borrachos, los agentes de Massachusetts están revocando licencias de vender licor a diestra y siniestra. Tú eres un apagabroncas en un bar de Boston y perderías tu empleo a menos que aplicaras la siguiente ley: si una persona está tomando cerveza, debe tener más de veinte años. Las siguientes tarjetas contienen información sobre cuatro perso­ nas que están sentadas en una mesa del bar. Cada tarjeta representa a una persona. Un lado de la tarjeta dice qué está tomando una persona y la otra dice su edad. Indica solamente aquellas tarjetas que necesitas voltear para saber si alguna de las personas está rompiendo la ley.

TOMA CERVEZA

TOMA REFRESCO

?5 ANOS

16

AÑOS

La lógica en la aplicación de esta regla es, por supuesto, exactamente la misma. La lógica deductiva no cambia cuando el contenido de un argumento cambia. Se ve así: Si una persona está tomando cerveza, entonces tiene que tener más de veinte años [P entonces Q ].

d a r w i n

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c o m o

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TOMA CERVEZA

TOMA REFRESCO

25 AÑOS

AÑOS

[ P]

[ n o -P ]

[Q]

[ n o -Q ]

16

Entonces, de nuevo, las únicas tarjetas que hay que revisar son “ P” “no-Q ”, en este caso “tomar cerveza” y “tener menos de veinte años”. Resulta que cuando a la gente se le pide que aplique esta ley, le va muchísimo mejor. En este caso parece tener mucha más lógica. La proporción de personas que ven que sólo “ P y no Q” viola la ley normalmente se dispara a un 75%. ¿Por qué esta diferencia? ¿Por qué son los poderes de razonamiento de la gente aparentemente tan superiores en la clase de examen de “tomar sin la edad?” Los psicólogos han buscado algún sesgo siste­ mático en el efecto del contenido, alguna propiedad que el tema de las reglas tiene en común. Y por lo general suponen que tiene que ver con la experiencia previa de las personas. Pero Leda Cosmides sospechaba que la solución del acertijo po­ dría radicar no en la experiencia individual sino en la ancestral, en nuestras propensiones darwinistas. Examinó las reglas que evocaban un efecto de contenido y concluyó que casi siempre tenían que ver con un intercambio social. De acuerdo con su análisis, tenían la estructura: Si tú te beneficias, entonces pagas el costo [si P entonces Q ].

Ésta es la estructura del contrato social, un contrato que relaciona beneficios percibidos (bienes racionados que son valorados por parte del receptor) con costos percibidos. Cosmides dedujo que existe una buena razón adaptativa por la cual nos comportamos relativamente bien cuando aplicamos reglas condicionales de esta naturaleza. Nos basamos en respuestas que la selección natural nos incorporó. La se­ lección nos ha dado un modo de comportarnos como altruistas re­ cíprocos exactamente del mismo modo como se nos ha dado la ma­ nera de correr, respirar o reproducirnos. Si el altruismo recíproco ha de evolucionar, establecerse y mantenerse, entonces necesitamos algunas experiencias específicas que regulen los contratos sociales. Por una parte, debemos tener manera de evaluar los costos y be-

neficios de modo que para cada individuo los costos, en promedio, no excedan a los beneficios. También debemos ser capaces de recor­ dar quién nos ha hecho trampa, de manera que podamos vengarnos; ésta es tal vez la razón por la cual la selección natural se ha tomado el trabajo de asegurar que reconozcamos los rostros humanos, garantizándonos que “el individuo traicionero no se pierda en un mar anónimo de personas” (Axelrod y Hamilton 1981, pág. 1395). Es más, tenemos que ser capaces de detectar las trampas. Y esto, según la hipótesis de Cosmides, explica por qué la gente es mucho mejor para aplicar la regla condicional cuando está en el contexto de un contrato social que cuando no tiene que ver nada con él. La gente opera con un procedimiento de búsqueda de trampas. Ésta es la razón por la que aprovechan las condiciones “ P” y la “ no-Q ”. Potencialmente, cualquiera de ellas podría implicar el hecho de que se obtiene un beneficio y no se paga el costo: ¡hacer trampa! Es como si a la gente se la aleccionara para estar pendiente de los casos en los cuales otros se benefician y no son recíprocos. Todos están al parecer preparados para caerle a cualquiera que haya tomado el beneficio P (para ver si le han sacado el cuerpo al costo) y a quienes no hayan pagado el costo, no-Q (para ver si se han salido con las suyas con el beneficio). De manera que parece que la gente fuera más lógica, pero la impresión es errada. Lo que en realidad hacen es actuar como policías para los contratos sociales. Usañ las reglas adaptativas de cooperación mutua, no las lógicas del cálculo proposicional. Sucede que en situaciones como el tra­ bajo del hombre del bar la regla de obrar como policía coincide con la lógica. En ambos casos “ P y no-Q ” es la situación de la cual debe estar pendiente. Esta convergencia, sin embargo, es mera­ mente accidental. ¿Y qué sucedería si los dos casos no coincidieran? Si la conjetura de Cosmides es correcta, entonces la gente saldría con una respuesta de “busque las trampas” cuando aplicara los contratos sociales aun si esta respuesta no estuviera sancionada por la lógica formal. Y eso, concluye Cosmides de sus experimentos, es lo que en realidad tienden a hacer. Ella elaboró reglas condicionales que tenían la estructura de “un contrato social cambiado” : Si usted paga el costo, entonces obtiene el beneficio.

(Cambiar la posición de los términos contractuales de la estruc-

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tura “si-entonces” de un contrato social normal lo transforma en uno cambiado y viceversa.) Imaginemos, por ejemplo, una sociedad en la cual la yuca es un beneficio racionado, que debe ganarse, y tener un tatuaje es el costo o requisito que permite ganarla. Un contrato social normal sería: Si un hombre come yuca, entonces debe tener un tatuaje en el rostro. (Si un hombre obtiene el beneficio, entonces paga el costo).

Un contrato social cambiado sería: Si un hombre tiene un tatuaje en el rostro, entonces puede comer yuca. (Si el hombre paga el costo, entonces obtiene el beneficio).

La estructura costo-beneficio de las reglas, o la falta de ella en los casos de contratos no sociales fue proporcionada por la historia en la que la regla estaba arraigada. Así, por ejemplo, en la versión de con­ trato social de la regla de la yuca y el tatuaje, el cuento era que la escasa raíz de la yuca era un afrodisíaco poderoso en una sociedad en la cual sólo los hombres casados llevaban tatuajes y las relaciones sexuales entre solteros encontraban profundo rechazo. En la versión de no-contrato-social, el cuento era que las yucas simplemente crer cían por casualidad de manera exclusiva, en el área donde vivían los tatuados. En algunos experimentos las reglas de los contratos socia­ les se expresaban explícitamente en términos éticos (tales como “si un hombre come yuca, entonces tiene que tener el rostro tatuado” ), en otros experimentos no (“si un hombre come yuca entonces tiene tatuaje en el rostro” ). Pero resultó que las respuestas de la gente al parecer no estaban influidas por si los “tienes” y “puedes” apropiados se hacían explícitos. Si la regla tenía el tipo de un contrato social, suplido por la historia, entonces las personas parecían proporcionarse a sí mismas los “tienes” y “puedes” implícitamente. Por el contrario, se dejaba traslucir que la gente al parecer no trataba una regla como si fuera un contrato social sólo por que incluía la palabra “tener” ; también tenía que tener la estructura apropiada de costo-beneficio. Aunque una regla cambiada se ha trocado en sus aspectos sociales, la estructura lógica (si P entonces Q) es, por supuesto, inmodificable. La única condición bajo la cual se viola la regla es, como antes, “P y no-Q ”. Supóngase que a uno lo encargan de detectar violaciones de

la regla cambiada. Si uno quiere hacer lo que es lógico, selecciona “pagar el costo y no obtener el beneficio” (P y no-Q); uno ignora “no pagar el costo y obtener el beneficio” (no-P y Q). ¡Bien, si esto suena raro y en contra de la intuición, precisamente ahí está el punto!, por­ que la lógica pura lo llevará a uno a ignorar las trampas potenciales. Pero si uno sigue un procedimiento de “mirar las trampas” uno va a buscar en su lugar “no-P y Q” (no pagar los costos y beneficiarse). Uno usará el mismo razonamiento del problema de contrato social normal, seleccionando la misma condición (no pagar costos y be­ neficiarse); pero esta condición ahora ha cambiado de lugar en la estructura lógica. La respuesta de buscar trampas en el contrato cam­ biado (no-P y Q), a diferencia del contrato normal, diverge de la respuesta lógica (P y no-Q). Cosmides encontró que “buscar las trampas” es lo que en su mayoría parecía estar haciendo la gente. En experimentos sobre el contrato social normal, más del 70 % de los sujetos escogió “ P y n oQ” (el mismo resultado que el contrato social normal de los “que toman cerveza” ). El contrato social cambiado produjo resultados dra­ máticamente diferentes. Sólo una pequeña proporción -el 4% en un experimento, y nadie en el otro- dio con la respuesta lógicamente correcta: que “P y no-Q ” (pagar costos y no beneficiarse) fue la única condición que potencialmente violaba la regla. Si estaban siguiendo un procedimiento de buscar trampas, ésta es la clase de respuesta que uno esperaría. Obviamente, la selección natural no afinaría nuestra vigilancia en favor de otros; un altruista recíproco no tiene necesidad especial de asegurarse de que los otros que pagan costos reciban sus beneficios. Más aún, una proporción alta -67% en un experimento, 75% en otro- respondieron ilógicamente el problema del contrato social cambiado, buscando los costos no pagados y los beneficios obtenidos (“no-P y Q” ) aunque aquella condición era totalmente irrelevante para aplicar la regla. Por el contrario, esta respuesta apabullantemente popular de “no-P y Q” era extremadamente rara cuando el problema no se trataba de un contrato social cambiado. De varios experimentos -que incluían contratos sociales normales y problemas abstractos como en el caso de las calificaciones de D y 3 sólo una persona escogió “no-P y Q” en respuesta a un problema que no era un contrato social cambiado. Así, de acuerdo con Leda Cosmides, podemos encontrar “lógica” en estos errores de razonamiento. Del mismo modo como podemos hacerlo con las ilusiones visuales. Las personas “se equivocan” siste-

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máticamente en el aspecto de detectar trampas. (Advirtamos que, a diferencia del caso de las ilusiones ópticas, parte del problema mis­ mo es identificar cuándo la gente está en realidad “errando” : al fin y al cabo las leyes de la cooperación mutua los lleva a producir de manera más confiable respuestas lógicas más correctas que cuando trata de emplear sólo las leyes de la lógica). Resulta que en el caso de los contratos sociales normales, la lógica y las respuestas adaptativas coinciden. En el caso de los contratos sociales cambiados no lo ha­ cen. Y en el caso de las reglas condicionales que no tienen nada que ver con contratos sociales, tenemos que basarnos en nuestro poder de razonamiento nada más. Son estas diferencias las que muestran las reglas que hay detrás de los errores de la gente y nos presentan una ventana a su mente. La selección natural, parece, nos ha dotado de una propensión a perseguir el procedimiento de buscar trampo­ sos porque es útil desde el punto de vista adaptativo. Normalmente esto da la apariencia de mejorar nuestras hazañas lógicas. Ocasional­ mente diverge de lo que se justifica desde el punto de vista lógico; cuando las personas tienen que vérselas con contratos sociales cam­ biados, no se desempeñan muy bien como lógicos puros, a pesar de que al parecer razonan con mucha eficiencia como altruistas recí­ procos que están involucrados en el juego de detectar y castigar a los tramposos en los contratos sociales normales. En ambos casos, el normal y el cambiado, las personas no piensan con lógica sino, pare­ ce, de modo adaptativo -u n triunfo de la moral sobre la mente- Si esta conclusión es correcta, parece que la mente tuviera sus razones que la razón no conoce. Y, lo que es más, que estas razones fueran adaptativas. Si ha evolucionado en nosotros una maquinaria para echar a andar un sistema de altruismo recíproco podemos también esperar ver la emergencia cultural (o aun biológica) de un modo de mante­ ner esta maquinaria bien aceitada. Robert Axelrod ha investigado esta posibilidad, no una investigación empírica de lo que en realidad hacemos sino una simulación computarizada de cómo podrían de­ sarrollarse las reglas morales en las sociedades humanas (Axelrod 1986). Sus hallazgos indican que si estamos jugando juegos en donde se necesita cooperación, sanciones contra la deserción, etc., entonces debemos esperar la emergencia no sólo de formas que regulen nues­ tro comportamiento sino también de “metanormas”. Las metanormas refuerzan las normas al hacer que la gente esté dispuesta a castigar a cualquiera que no las aplique. Cita un ejemplo memorable:

Una poco lamentada norma que alguna vez tuvo mucha fuerza fue la práctica de los linchamientos para aplicar la ley blanca en el sur. Un episodio particularmente esclarecedor tuvo lugar en Texas en 1930 luego de que un negro fuera arrestado por atacar a una blanca. La muchedumbre impaciente quemó la Corte para matar al prisionero que se encontraba en su interior. Un testigo dijo: “ Oí que un hombre detrás de mí comentó sobre el incendio, ¡qué vergüenza! No acababa de pronunciar estas palabras cuando alguien lo tumbó al suelo con una botella. Le pegaron en la boca y le rompieron varios dientes”. Ésta es una manera de aplicar una norma: castigar a aquellos que no la apoyan. En otras palabras: sea vengativo, no sólo contra los que violan la norma sino contra los que rehúsan castigar a los que lo hacen. Esto quiere decir que hay que establecer la norma de que se debe castigar a aquellos que no castigan la traición (Axelrod 1986, págs. 1100-1).

“Ser meta-” es, en realidad, una potente manera de aplicación de la ley: “ Reforzar así los propios poderes, aplicar cualquier truco propio a los existentes, es una manera bien reconocida de abrirse paso en muchos dominios” (Dennett 1984, pág. 29). Todo esto indica que si queremos saber si hemos evolucionado para el altruismo recíproco podemos examinar no sólo prácticas como el intercambio de regalos sino propensiones como la de detectar y castigar trampas. Si de­ seamos saber lo mismo para la selección de parentesco podría­ mos estudiar no sólo las relaciones sociales dentro de las familias sino nuestras destrezas inconscientes para el reconocimiento de parientes cercanos. Y si deseamos conocer sobre la monogamia y poligamia, podríamos comparar no solamente el modelo de apareamien­ to a lo largo de las culturas y especies, sino también precisamente qué es lo que despierta los celos en los hombres y en las mujeres. Como Darwin, podríamos centrarnos no sólo en lo que hacemos sino en lo que nuestra psicología indica que estamos diseñados para hacer. No quiero adentrarme en si las conclusiones de Leda Cosmides son correctas en sus detalles. No sería sorprendente que un trabajo tan pionero tuviera algunos aspectos incorrectos (véase v. gr. Cheng y Holyoak 1989), aunque es notable hasta qué punto se las ha arreglado para anticipar las críticas y para mostrar, por medio de experimentos cruciales, qué bien encaja su teoría con los hechos, al compararse con alternativas aparentemente plausibles (tales como la teoría de que el efecto del contenido refleja diferencias en el conocimiento del tema).

Para mi propósito este trabajo sirve como ejemplo de una manera de enfrentar el problema de comprobar conjeturas generadas por la psicología darwinista. Su solución fue indagar en el campo de los errores los cuales revelan asuntos adaptativos, usando experimentos cuidadosamente concebidos. Ahora miremos una nueva manera de enfrentar este mismo problema. Consideremos otra vez un ejemplo que vimos antes: la prepon­ derancia apabullante de varones, sobre todo jóvenes, entre los asesi­ nos, y en particular el hilo persistente de altercados aparentemente triviales que van aumentando hasta llegar al conflicto final. Una invariancia tan fuerte a lo largo de las culturas y del tiempo indica que se da quizás algo más que un condicionamiento meramente cultural. ¿Pero cuál? Martin Daly y Margo Wilson se decidieron a investigar éste y un buen número de asuntos semejantes en su libro Homicide (Daly y Wilson 1988; véase también Daly y Wilson 1990). Su análisis es un modelo de razonamiento “psicológico” darwinista sobre el comportamiento humano (y es, a propósito, muy agradable de leer; más, imagino, que la mayor parte de los libros de misterio sobre crímenes). Daly y Wilson decidieron mirar los patrones de homicidio porque éste surge del meollo mismo de las adaptaciones darwinistas: los conflictos de intereses. No suponían que el acto de asesinar sea una adaptación, que fuera una ventaja darwinista para el asesino. Lo que sí asumieron fue que la mente humana se adapta de tal manera que bajo ciertas circunstancias es muy probable que surja el crimen. No es el comportamiento mismo, en ningún caso especí­ fico, o en promedio a lo largo de la evolución, lo que intentaban ex­ plicar de modo adaptativo, sino las propensiones psicológicas que lo producen. Entonces, ¿qué puede decirse sobre estos patrones consistentes de sexo, edad y motivo entre los asesinos? Algunos análisis no darwinis­ tas se extrañan sobremanera de que un hombre llegue a arriesgar su vida por “un disco de 10 centavos en una rocola o por una deuda de un dólar en el juego de dados” (Daly y Wilson 1988, pág. 127). Contra esto, varios científicos sociales han hecho énfasis en que, contrario a la primera apariencia, algo más importante está en juego: “Una afrenta al parecer menor... puede entenderse en un contexto social más grande de reputaciones, honor, posición social relativa y relaciones dura­ deras... En la mayor parte del entorno social, la reputación de un hombre depende en parte de que mantenga una amenaza creíble de violencia” (D alyy Wilson 1988, pág. 128). Pero, ¿por qué es la reputa­

ción tan importante?, ¿por qué valoran los hombres estos recursos tan intangibles hasta llegar a perseguirlos incluso hasta la muerte? Para contestar esto, Daly y Wilson se vuelven a la teoría darwinista y al impacto de la rivalidad sexual (Daly y Wilson 1988, págs. 123-86; Wilson y Daly 1985). “Si la selección ha modelado este aspecto de la psiquis humana, parecería que la respuesta de alguna manera debe tener la siguiente forma: estos recursos sociales son (o eran en el pasado) maneras de lograr ser aptos para la supervivencia” (Daly y Wilson 1988, pág. 131). Y analizan la evidencia para mostrar que esto es en realidad así: El Homo sapiens es muy claramente un ser para quien la posi­ ción social diferencial se ha asociado consistentemente con variacio­ nes en el éxito reproductivo. Los hombres de rango social más alto tienen más esposas, más concubinas, más acceso a las esposas de otros hombres que los de nivel social más bajo. Tienen más hijos y los hijos sobreviven en mejores circunstancias. Éste ha sido consistentemente el caso en las sociedades agrícolas y pastorales, en las horticulturales y en las compuestas por estados (Daly y Wilson 1988, págs. 132-3).

¿Por qué, pues, las diferencias entre hombres y mujeres, y por qué los varones en particular? La respuesta, por supuesto, radica en la se­ lección sexual. Varias líneas de evidencia apuntan a una historia humana de competencia poligínica (aunque moderada). Las dife­ rencias en el éxito reproductivo son mayores entre los hombres que entre las mujeres y están más fuertemente correlacionadas con la posición social. Los hombres, mas no las mujeres -sobre todo los hombres jóvenes- tienen instintos poderosos para luchar por esta posición. Y así la selección natural haya buscado o no que llegaran hasta tan lejos, literalmente lucharán y a veces hasta de modo fatal. Los machos conscientes de la posición son una cosa. Pero suele decirse que en lo que atañe a la violencia y al homicidio, la familia es uno de los lugares más peligrosos donde uno pueda estar. La aparen­ te implicación de que los asesinos matan a sus parientes parece com­ plicarle la vida a la teoría de selección de parentesco. Pero cuando Daly y Wilson examinaron con más cuidado los datos de Norteamé­ rica resultó que ¡la mayor parte de las víctimas de la “ familia” eran la esposa del asesino! Si el FBI tuviera una manera más darwinista de pensar, podría analizar sus estadísticas de modo crucialmente dife-

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rente, así como lo harían los múltiples científicos sociales que han intentado explicarse el asesinato. Mirando cuidadosamente las cifras de numerosas fuentes Daly y Wilson concluyeron que, lejos de reba­ jarle peso a la teoría de la selección de parentesco, los modelos de asesinato encajan a la perfección con sus expectativas. No sólo era más probable que la violencia tuviera una escalada mientras más dis­ tante era la relación de las personas, sino también que era más pro­ bable que encontraran causa común en las disputas que llevaban al asesinato mientras más cercanamente estuvieran relacionados; de manera que los cómplices son en promedio parientes más cercanos que la víctima y el ofensor (Daly y Wilson 1988, págs. 17-35). Y sin embargo, existe el infanticidio en las familias, aunque asesi­ nar el hijo propio es, lógicamente, cometer un suicidio darwinista. Pero, una vez más, el análisis minucioso de Daly y Wilson encuentra que, por el contrario, el infanticidio encaja bien con las inclinaciones de la evolución que se esperarían en el reparto de los recursos escasos de los padres (Daly y Wilson 1988, págs. 37-93). Es muy diciente el hallazgo de que los hijastros resultan tener un riesgo mucho mayor que los hijos naturales (Daly y Wilson 1988, págs. 83-93). De modo que, por ejemplo, en 1967 un niño norteamericano que viviera con uno o más padres sustitutos tenía cien veces más probabilidades de que se le tratara mal hasta matarlo, que uno que viviera con sus padres naturales; las cifras canadienses son iguales y, en toda Norteamérica, los padrastros están más representados entre los homicidas que entre los casos de abusos no fatales. Dicho sea de paso, por reveladoras que sean estas cifras, no se revelan tan fácilmente en las estadísticas ofi­ ciales. Al igual que con otros asuntos “familiares”, los datos de los niños se clasifican bajo categorías organizadas de manera no biológi­ ca: “Sorprende que por ejemplo las oficinas de censo de los EE.UU., Canadá y otras partes nunca han intentado distinguir padres natura­ les de sustitutos, con el resultado de que no hay estadísticas oficiales del número de niños de cada edad que viven en cada tipo de vivienda” (Daly y Wilson 1988, pág. 88). En realidad sorprende. Y es un desper­ dicio. Si los científicos sociales rehúsan admitir que la relación genética de un padre con sus descendientes es una fuente de acción humana, quizás deberían permitir que los zoólogos reunieran estas estadísti­ cas. Daly y Wilson emplean los mismos métodos darwinistas para ilustrar el parricidio, el asesinato de esposas y muchas otras clases de asesinatos. Entre los datos demográficos de gran escala, por una parte,

y los principios darwinistas tales como la selección de pareñtesco, el cuidado paternal y la rivalidad sexual, por otra, logran una psicología humana evolucionada. Pensar en la mente humana con el modo estructurado que este método favorece puede parecer menos un paso hacia adelante que uno hacia atrás, al siglo x ix y aun más. En aquellos oscuros resqui­ cios de la historia científica acechan “psicologías de facultades” que dividían la mente en compartimentos sellados con capacidades fijas; y en los rincones más tenebrosos pulula el culto a la frenología (Fodor 1983, particularmente págs. 1-38). Tales asociaciones pueden, compren­ siblemente, en el pasado haber evitado que los darwinistas pensaran sobre nuestro comportamiento en términos de facultades psicológicas específicas. Pero la revolución reciente en nuestra comprensión dar­ winista del comportamiento nos lleva lejos de todo eso. Ésta nos ha dado una visión poderosa de cómo fuimos construidos y para hacer qué, y del maquillaje psicológico que necesitamos para hacerlo. En­ tonces podemos empezar a construir una psicología de facultades respetable, una psicología darwinista, que no se parece en nada a aquellos cráneos divididos en partes extrañas, olvidados hace mucho tiempo. Esta visión de la mente, a propósito, no hace suposiciones sobre la arquitectura del cerebro. Por ejemplo, no exige que nuestras capa­ cidades sean localizables desde el punto de vista neurológico (aunque, como en el caso de la habilidad de reconocer caras, lo pueden ser). Desde Kant, la mayor parte de los filósofos han supuesto rutinaria­ mente que nuestra mente está llena de ideas sintéticas a priori, pero, con toda razón, no han necesitado mostrarnos con exactitud en qué parte del cerebro están acomodadas. Hasta que sepamos más sobre nuestra neurología y fisiología podemos pensar, con todo respeto, en las dotes psicológicas de la selección natural simplemente como ideas sintéticas a priori darwinizadas, como Darwin mismo lo hizo, ba­ sándonos en la evidencia de este apunte memorable en uno de sus cuadernos: “ Platón... dice en Fedón que nuestras ‘ideas imaginarias’ surgen de la preexistencia del alma, que no son derivadas de la expe­ riencia. Hay que leer en los micos para conocer de la preexistencia” (Gruber 1974, pág. 324). Tampoco necesitamos suponer que cada una de nuestras facultades sea altamente específica; algunas (la memoria, por ejemplo) son muy posiblemente bastante generales. Todo lo que estamos suponiendo es que, más que haber determinado nuestro di­ seño, a la manera de las avispas excavadoras, hasta el último detalle comportamental, la selección natural nos da los medios, en la forma

de reglas de computación, para actuar adaptativamente a la luz de la información sobre nuestro entorno. John Maynard Smith indicó que “a menudo entendemos los fe­ nómenos biológicos sólo cuando hemos inventado máquinas con propiedades similares” (Maynard Smith 1986, pág. 99). Nos parece relativamente fácil avistar el significado adaptativo del corazón, los lentes y las alas. Por el contrario, hemos hecho un progreso doloro­ samente lento en embriología: “Entender cómo se desarrollan las estructuras es uno de los problemas más grandes de la biología. Una razón por la que encontramos tan difícil comprender el desarrollo de la forma puede ser que no construimos máquinas que se desarrollen” (Maynard Smith 1986, pág. 99). Tal vez se ha dificultado en nuestra mente la visión darwinista por el hecho de que no hacemos máquinas que “piensan”. Hasta hace poco, los novelistas y biógrafos probable­ mente fueron quienes más nos proporcionaban modelos de la mente; quizás sea esto parte de la fascinación por su obras. Ahora tenemos maquinaria analítica, como las redes distribuidas (véase v. gr. McClelland et al. 1986), máquinas de Turing y la lógica moderna. Tal vez por fin tenemos algo que nos va a permitir entender nuestra mente. Hasta hace muy poco los psicólogos no consideraban trabajo suyo investigar la mente de la manera como Darwin lo hacía: “ En El ori­ gen del hombre Darwin escribió sobre la combinación de facultades intelectuales que forman ‘los poderes mentales superiores’: la curio­ sidad, la imitación, la atención, la memoria, el razonamiento y la imaginación. La lista de temas de Darwin cubría casi como en un inventario los temas crónicamente descuidados por los psicólogos del siglo xx, hasta el surgimiento de la psicología cognitiva a comien­ zos de la década de 1950” (Gruber 1974, pág. 236). El conductismo le dio la espalda a tales estudios; la creencia era que si queríamos entender nuestra mente, bastaba con entender nuestro comportamiento. Un enfoque psicológico darwinista va exactamente en la dirección opuesta: el significado adaptativo de nuestro comportamiento puede ser oscuro, pero tenemos alguna esperanza de entenderlo si compren­ demos nuestra mente. A menudo se han criticado los intentos darwinistas de explicar el comportamiento humano que se centran en asuntos que no se deben explicar. Stephen Gould, por ejemplo, dice de E. O. Wilson que “ha cometido un error fundamental al identificar el nivel incorrecto de datos biológicos. Observa comportamientos específicos y sus venta­ jas genéticas, e invoca la selección natural para cada asunto. Trata de

explicar cada manifestación como un modo de comportamiento entre muchos” (Gould 1987a, pág. 290). El método psicológico darwinista proporciona una manera de seleccionar las unidades correctas que hay que explicar. Como vimos en un capítulo anterior, no hay una manera fácil de decidirnos sobre los candidatos a la explicación adap­ tativa. Podemos tener lástima de la pobre mariposa, obligada a inmo­ larse en la luz de una vela, pero también tenemos que sentir lástima por el pobre darwinista, obligado a explicar el imperativo genético aparentemente no adaptativo de este animal. La respuesta en el caso de este ejemplo favorito es muy conocida: debemos explicar no un intento de suicidio sino el intento de recorrer una línea recta. En el ambiente en que la selección natural afianzó las reglas de navegación de la mariposa, la única fuente de luz era la Luna; porque los cuerpos celestiales están en un infinito óptico, sus rayos son paralelos cuando caen sobre el animal, de modo que la Luna podía usarse sin peligro como compás para navegar en línea recta. Entonces, en su ambiente normal hay reglas incorporadas que generan un comportamiento adaptativo. Sólo en el ambiente poco usual de las velas y las luces eléctricas no le funcionan estas reglas. De modo que las adaptaciones que los darwinistas necesitan explicar son las reglas, no los com­ portamientos. Lo mismo sucede con los humanos. Necesitamos encontrar las categorías descriptivas correctas, los candidatos apro­ piados para la explicación adaptativa. El enfoque darwinista apunta en dirección a estas reglas. No debemos sorprendernos si nuestro comportamiento parece no adaptativo en las llamaradas de la vida moderna. De hecho, algunas distorsiones pueden ser tales que nunca descubramos nuestras raíces evolutivas; la conexión entre lo que hacemos y lo que se supone debíamos estar haciendo puede ser tan tortuosa que encontrarla sería como tratar de alcanzar la Luna y a diferencia de la explicación de la mariposa, no lograrlo (Dawkins 1986a, págs. 66-72). Pero si tratamos de dar explicaciones darwinistas, enton­ ces las reglas de nuestra psicología nos pueden ayudar a encontrar el curso estable que la selección natural pretendía que siguiéramos. Ahora miremos el otro lado de la moneda darwinista. ¿Cómo influyó la atención de Darwin por los sentimientos más que por los comportamientos sobre sus puntos de vista con relación al altruismo, no en los humanos sino en otros animales? Como vimos en el caso de los insectos sociales, un efecto importante es que hizo menos fácil que apreciara que había un problema. El problema darwinista del

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altruismo tiene que ver con los costos para el altruista. Pero Darwin les presta más atención a los sentimientos que acompañan al altruismo que a sus aparentes desventajas; le preocupa menos que el comporta­ miento sea costoso que el hecho de que se base en la preocupación por los demás. Ésta es una razón por la que es capaz de analizar lo que es aparentemente un comportamiento no egoísta en otros ani­ males sin verlo como problemático. El interés de Darwin está en la fuente de la miel de la bondad humana más bien que en la hiel del autosacrificio. Irónicamente, el propio método suyo le dio modos más exactos de hacer lo opuesto: llegar directamente al problema darwinista general del altruismo, sea en humanos o en cualquier otro ser viviente. Para llegar a este problema general, el truco es rehusar empantanarse en cuestiones de conciencia moral y concentrarse más bien en las ventajas y desventajas adaptativas del comportamiento (o de la es­ tructura) animal, (o de las plantas), particularmente si incluye un aparente autosacrificio. Darwin al parecer no tomó este sendero. Pero su propio método se lo proporcionó. Veamos cómo. Necesitamos comenzar con un asunto de la teoría ética. A los filósofos morales les parece muy buena la distinción -el más famoso de quienes insistieron en ella fue Kant- entre meramente actuar de acuerdo con una regla y actuar con base en una regla, entre acciones que resultan conformarse al deber y acciones hechas en aras del deber. Es la diferencia entre no robar dinero porque uno no se ha dado cuenta que está allí y no robarlo porque uno piensa que robar es malo. La diferencia entre hacer a alguien feliz sin darse cuenta (aún incons­ cientemente), y hacerlo feliz porque uno cree en hacer el bien. Sólo si un agente actúa con base en una máxima puede la acción ser moral (o inmoral): sólo los agentes que son capaces de adoptar máximas pueden ser morales (o inmorales). No llamaríamos a un perro moral porque no toca el dinero de su amo, ni inmoral si le quitara el dinero y lo llevara a su canasta, (aunque quizás estaríamos tentados a pensar en términos morales si el perro le robara de modo furtivo un pedazo de carne al amo de la mesa o la mirara con ganas pero resistiera la tentación). Darwin usa los términos moralidad “material” y “formal” para la misma idea (Darwin 1871, segunda edición, pág. n2$); la moralidad material tienen que ver con la práctica de la moralidad (actuar en concordancia con reglas morales), mientras la moralidad formal trata de la conciencia moral (el conocimiento de aquellas

reglas). Uno puede ver por qué, para la ética, la división es crucial. Delimita los actos y agentes morales, apartándolos del reino donde no se aplican consideraciones morales. Sin embargo, Darwin rechaza cualquier distinción precisa entre un acto que simplemente resulta teniendo buenos efectos aunque se haya emprendido sin plan consciente y el resultado pleno de un acto moral ejecutado de manera consciente, por un profundo sentido del deber (Darwin 1871, i, págs. 87-9). Por importante que la diferencia pueda ser para los filósofos morales, Darwin insiste en que no se puede trabajar: “Parece poco posible trazar una clara línea de distinción de esta clase” (Darwin 1871, segunda edición, pág. 169). Señala casos en los cuales le parece que el criterio elevado de los filósofos en cuanto a lo que es moral nos da la respuesta errada, excluyendo de la esfera de lo moral actos que con seguridad queríamos poner dentro de ella. Por ejemplo, se han registrado múltiples casos “de bárbaros, gente que no tiene ningún sentimiento de benevolencia general hacia la humanidad y no está guiada por ningún motivo religioso, que como prisioneros han sacrificado sus vidas deliberadamente, en lugar de traicionar a sus camaradas” (Darwin 1871, i, pág. 88). Si es cierto que estos “bárbaros” no están impulsados por “motivos nobles” (Darwin 1871, segunda edición, pág. 169), por máximas éticas generales (aun­ que no es claro por qué Darwin asume esto), entonces no satisfacen los cánones kantianos de la actuación moral. Y sin embargo, con se­ guridad y con toda razón querríamos tildar su acción de moral. Sin duda, también presenciamos un heroísmo noble “cuando un perro terranova arrastra a un niño y lo saca del agua, o un mono se enfren­ ta al peligro para rescatar a su camarada, o toma bajo su cargo a un mono huérfano” (Darwin 1871, segunda edición, págs. 170-1); pero para los filósofos estos hechos no serían prueba de moralidad, por­ que desde su punto de vista los perros y los monos carecen de la capacidad de comprender principios morales abstractos, capacidad esencial para que un agente sea moral. Así, Darwin rechaza cualquier demarcación contundente, señalando en su lugar áreas grises, áreas montadas unas sobre otras, protomoralidad, las continuidades entre la mera sociabilidad y el tener un sentido moral más elevado. Ahora bien, esto le permite una libertad que se le niega a los filósofos éticos, a aquellos que se aferran a la noción de conciencia moral. Le ofrece la libertad de caracterizar el altruismo -en cuanto presenta un problema para la teoría darwinista-, como el problema del altruismo del biólogo, más bien que como el problema del na-

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turalista; de caracterizar tanto el altruismo humano como el no humano no como un comportamiento que sea “moral” sino como un comportamiento costoso, al parecer demasiado costoso, para ser favorecido por la selección natural. Como resultado de su propio método, Darwin tuvo la posibilidad de mirar el altruismo animal del modo amoral, no antropomórfico que tienen los darwinistas moder­ nos, sólo desde el punto de vista de la práctica de la “moralidad” y de los efectos selectivos de tal comportamiento, más que desde el punto de vista de sus acompañamientos mentales. Pero la ironía es, tal como lo hemos visto, que Darwin empleó esta libertad para tomar por el rumbo exactamente opuesto. Deseaba ver al perro valiente y al mono como moralistas en ciernes, como seres que daban los primeros pasos vacilantes hacia la conciencia kantiana. Deseaba revelar los signos elementales incipientes de moralidad humana en otros animales, arrastrar sus acciones al ámbito de la moral, o al menos acercarlos a ella. Hay una ironía más. Los críticos de Darwin se quejaban de que al ignorar la distinción de los filósofos no apreciaba que era nuestra posesión de un sentido moral lo distintivo de la moralidad humana. Mivart, por ejemplo, alegaba que: “Darwin está continuamente con­ fundiendo una acción meramente benéfica con una acción moral; pero... una cosa es actuar bien y otra ser agente moral. Un perro, o hasta un árbol frutal puede actuar bien, sin ser agentes morales” ( [Mivart] 1871, pág. 83). En la misma vena, algunos críticos de hoy (v. gr. M idgley 1979a, págs. 444-6) rabian indignados ante la idea darwinista del altruismo porque, sostienen, no le prestan atención a los motivos y emociones que deben entrar en los actos altruistas. Pero de la fidelidad del perro o de la generosidad del árbol frutal (suponien­ do que el perro y el árbol incurran en algún costo) es precisamente de lo que trata el problema del altruismo. La ironía es que, desde el punto de vista del problema, Darwin está demasiado preocupado con lo que sucede en nuestros corazones y cerebros. El origen del hombre (la primera parte, sobre evolución humana) es un largo argumento en favor de las continuidades entre el hombre y las otras especies. ¿Qué mejor manera de establecer nuestro pedigree que a través de conexiones, comparaciones, afinidades, homologías, rudimentos? Es un método darwinista normal y muy poderoso. Pero no puedo evitar pensar que le hubiese servido a Darwin menos para la moralidad humana que para nuestros huesos y músculos, nuestro uso de herramientas y las hazañas de la memoria. Darwin y muchos

otros veían en nuestros atributos morales la brecha mayor entre el hombre y otros seres vivos: “de todas las diferencias entre el hombre y los animales inferiores, el sentido o conciencia moral es, con mu­ cho, el más importante” (Darwin 1871, i, pág. 70). Más difícil todavía, entonces, que la selección natural la explique. Y mayor la necesidad, podría uno pensar, de establecer continuidades. Pero quizás donde la brecha sea mayor sería más fructífero concentrarnos en las razones adaptativas de por qué es tan amplia, en lugar de tratar de estrecharla; ayuda más estudiar lo que es adaptativamente diferente y especial que lo similar y común. Parece probable que Darwin esperara que la división fuera considerable. Esto se debía en buena medida a las mismas razones por las que esperaba que los ornamentos sexuales fueran exagerados. Ya advertimos que creía que la selección sexual, a menos que la selección natural le apretara las clavijas, era capaz de producir una escalada indefinida, empujándose hacia adelante bajo su propio vapor. Consideraba esto desusado. Desusado pero no úni­ co. También el desarrollo mental de los humanos, creía, no tenía “límite definido” : En muchos casos, los desarrollos continuados de una parte del cuerpo, por ejemplo, del pico de un pájaro, o de los dientes de un mamífero, podían no ser ventajosos para que la especie consiguiera alimento o para algún otro objetivo, pero en el caso del hombre no podemos ver límite definido, en cuanto atañe a las ventajas, del desa­ rrollo continuado del cerebro y de las facultades mentales (Darwin 1871, i, pág. 189).

Para Darwin nuestras “facultades mentales” incluían nuestro sentido moral; analiza la moralidad bajo el tópico de “poderes mentales” (Darwin 1871, i, págs. 70-106). Quizás entonces veía nuestras cualida­ des morales como una de las colas de pavo real que se menean en nuestro mundo mental, resultado de las presiones selectivas para las cuales no hay fin natural. Si ello es así, los darwinistas no deben estar alarmados por la distancia que la moralidad abre entre nosotros y los “animales inferiores”. Incluso debemos esperarlo, esperar una evolución tan rápida y dramática que nos llevara lejos, aun de los parientes vivos más cercanos. Pero entonces quizás Darwin no debe­ ría haberse dedicado de manera tan tenaz a establecer continuidades. Quizás debía haber tomado una o dos plumas de la cola del pavo real,

haber explorado más bien la naturaleza adaptativa de su crecimiento explosivo y de las brechas que puede dejar en su estela expansiva. Quizás tendemos a dar por sentado que los darwinistas deben estar preocupados con las continuidades. Si Darwin pensaba que nuestra moralidad tiene una cualidad de cola de pavo real, entonces buscar afinidades con otros animales podría no ayudar. Hay que ad­ mitir que las continuidades son esenciales para establecer la historia, y la historia era, por supuesto, la principal preocupación de Darwin en El origen del hombre. Pero cuando analizaba lo sobresaliente de la cola del pavo real y de la mente humana, su preocupación no era la filogenia, sino el modo como trabaja la selección natural, la manera como se van forjando las adaptaciones. Y sobre los asuntos de las continuidades de principios puede tener poco que ofrecer. Pero Darwin, por desgracia, no estudió a fondo cómo sería la “selección ilimitada” en cualquiera de los casos. Es de presumir que consideraba el adorno sexual y las cualidades mentales como un fenómeno que se reforzaba a sí mismo, capaz de generar de modo peculiar, una retroalimentación positiva. Como advertimos en el caso de la selección sexual, es probable que no haya coincidencia en que éstos fueron dos de los casos raros, en los que reconoció que las presiones de selección más importantes eran las fuerzas sociales. El asunto de las continuidades nos lleva a una crítica común de los estudios darwinistas del comportamiento humano: ellos se fun­ dan en la “convicción de que puesto que los humanos son animales que han evolucionado de modo muy semejante a como lo han hecho los otros animales, deben poderse explicar en buena medida del mismo modo” (Montagu 1980a, pág. 5). No estoy segura de qué cubre este “en buena medida igual” ; podría abarcar una multitud de pecados metodológicos (y políticos). Pero vale la pena advertir que un enfoque darwinista impecable llevaría a la conclusión exactamente opuesta. La concentración de Darwin en la psicología en lugar del comportamiento podría hacer que el estudio humano fuera marca­ damente diferente del de los otros animales. Es necesario admitir que el mismo Darwin aplicó este método a aquéllos al igual que a nosotros. Pero el darwinismo moderno ha avanzado un paso, concentrándose en el comportamiento de los animales más que en sus menos accesibles mentes. De todas maneras, el que sea en “buena medida igual” no requie­ re defensa si significa que sea necesario tratar de aplicar principios

generales darwinistas iguales a cualquier animal o planta. No supo­ nemos que las hormigas creen que la hermandad es poderosa, pero sí consideramos que su comportamiento se puede explicar por los principios de la selección de parentesco. No suponemos que los cromosomas tienen una conciencia moral; pero podemos especular sin ser muy atrevidos sobre si la lotería de la división celular plantea un juego semejante al dilema del prisionero y si los cromosomas han desarrollado una respuesta de golpe por golpe. Por el contrario, po­ demos aplicar la teoría de la selección de parentesco a los humanos, sin tener que suponer que nuestra comida básica es la madera, o que reconocemos a los miembros de nuestra familia por el olor, o que nuestros hermanos son genéticamente más valiosos para nosotros que nuestros hijos. De manera que podemos asumir que en buena medida los “principios” son iguales sin hacer la inferencia absurda de que los humanos, las termitas y los cromosomas instrumentan sus estrategias de una manera muy semejante. En realidad, quejarnos sobre los intentos de explicar a los huma­ nos en buena medida del mismo modo que a “los “animales” es suponer de modo implícito que todos los animales no humanos pueden explicarse en buena medida del mismo modo: que las tortu­ gas, los leopardos, las hormigas, las avestruces (y, es de presumirse que las primaveras'*' y las bacterias) todos caen en una categoría ex­ plicativa igual, mientras nosotros solos estamos a un lado, aparte, en un reino explicativo por completo diferente. Ahora bien, esa pre­ suposición es en realidad errada, y además especiesista, para acabar de ajustar. Hay muchas, muchas maneras de ser un estratega darwi­ nista. Y ellas no se dividen de modo tajante en “maneras humanas” y “todas las demás”. La razón por la que se justifica asumir igualdad de principios estratégicos es que, aunque el comportamiento se manifiesta en los organismos, las estrategias pertenecen en última instancia a los genes. Y los genes no son especiesistas. Y lo que es más, erigir un apartheid biológico de “nosotros” y “ellos” es separar una fuente potencialmente útil de principios explicativos. Una vez que nos hemos entendido como tácticos naturalmente seleccionados, podemos tener una guía ingeniosa de tipo heurístico hacia las tácticas que la selección natural ha empleado con otros seres vivos. Si, siguiendo a Darwin, miramos cómo ha modelado la selec­ * Planta también llamada vellorita.

ción nuestra mente, estamos estudiando un área a la cual tenemos acceso privilegiado, un área que está, por desgracia, tan profunda­ mente escondida de nosotros en todas las demás especies que, en comparación, los truculentos problemas de cómo conocemos las mentes humanas diferentes a la propia nos parece trivial. Ésta es una rica fuente de información, sin duda demasiado rica para mantenerse bajo arresto domiciliario intelectual por miedo al antropomorfismo. No necesitamos asumir que otros organismos piensan como noso­ tros. Ni siquiera suponemos que piensan. Al fin y al cabo, los cromosomas y las plantas se las arreglan para instrumentar los prin­ cipios darwinistas aun sin cerebro. Es la selección natural la que ha hecho su “pensamiento”. Sin embargo, sus elecciones estratégicas y las nuestras podrían ir por líneas paralelas, y la estructura de su comportamiento podría ser la misma, porque la selección natural ha implantado sus estrategias en un estilo similar. Hay que admitir que somos únicos. Pero no hay nada único en ser único. Cada especie lo es a su propia manera. Al entender cómo pensamos como estrategas, podemos ayudarnos a anticipar cómo podrían comportarse otros estrategas. Nuestra mente podría proporcionar un modelo funcional de un posible modo de hacer las cosas. Podríamos servirles a otras especies como conejillos de indias, como ratones en laberintos. En una nota para sí mismo, Darwin declaró: “Aquel que entiende a los mandriles hará más por la metafísica que Locke” (Gruber 1974, pág. 281, [M] 84). Su declaración pública era menos exagerada. Los filósofos éticos, dijo, deberían reconocer que nuestros sentimientos morales son parte de nuestra dotación evolucionista: El señor J. S. Mili, en su célebre trabajo “Utilitarismo”, habla de los sentimientos sociales como un “sentimiento natural poderoso” y como “ la base natural del sentimiento para la moralidad utilitarista”... Pero... también anota... “los sentimientos morales no son innatos sino adquiridos”. Es con dudas como yo me aventuro a diferir de pensa­ dor tan profundo, pero no se puede discutir que los sentimientos sociales son instintivos o innatos en los animales inferiores; ¿y por qué no han de serlo en el hombre?... [Varios pensadores] creen que cada persona adquiere el sentido moral durante la vida. En la teoría general de la evolución esto es extremadamente improbable. El que ignoremos todas las cualidades mentales transmitidas será juzgado más tarde, me parece, como una mancha muy seria en la obra de Mili (Darwin 1871, segunda edición, págs. 149-50, ns).

No fueron sólo los filósofos quienes pensaron que los micos y la metafísica no mezclaban bien. También los científicos darwinistas se encontraban en estas filas. Pronto veremos algunas de las razones que declaraban para rechazar el programa de Darwin. Aquí vamos a darle una mirada a los motivos extracientíficos. Los opositores de Darwin del siglo x ix hacían gran énfasis en nuestra superioridad moral -aun, como Kropotkin para nuestro pe­ sar advirtió, al punto de rehusar “admitir hechos científicos bien com­ probados que tendían a reducir la distancia entre el hombre y sus hermanos animales” (Kropotkin 1902, pág. 236)-. Esta necesidad de guardar distancia indica que una explicación darwinista de la ética se consideraba algo que amenazaba nuestra posición elevada; la mora­ lidad se rebajaba si era compartida (aun en cantidades diminutas) con otros “animales inferiores”. Pero una explicación darwinista de los orígenes de la moralidad no necesariamente, por supuesto, ame­ nazaba nuestro predominio moral, más que la aseveración de que una pantera, el animal que mejor corre, se rebaja porque la selección natural hace que comparta esta gloria. Los darwinistas podían soste­ ner, como lo hizo Darwin, que nuestro sentido moral ha evolucionado, pero que sin embargo es único y altamente refinado. Era también muy probable que los críticos de Darwin temieran que se colara el relativismo: la negación de que hay un canon absoluto y único para la moral, válido para todos los agentes morales durante todas las épocas. Porque si nuestra práctica de moralidad depende de nues­ tro desarrollo evolutivo, entonces quizás los principios morales también cambien a lo largo del tiempo de la evolución. ¿No fue Dar­ win mismo quien dijo que nuestra moral resulta ser como es por nuestro sistema social (un sistema social contingente en nuestra biología)? No deseo sostener que en el caso de que las facultades intelectua­ les de un animal estrictamente social se volvieran tan activas y alta­ mente desarrolladas como las del hombre, éste adquiriría exactamente el mismo sentido moral nuestro. Del mismo modo como diversos animales tienen algún sentido de la belleza, aunque admiran objetos totalmente diferentes, pueden tener un sentido del bien y del mal, que los lleve por líneas de conducta muy diferentes (Darwin 1871, i, pág- 73).

Y pasa a citar un ejemplo de lo que ya hemos advertido:

Si... los hombres hubieran sido criados bajo precisamente las mis­ mas condiciones que las abejas, hay poca duda de que nuestras mu­ jeres solteras considerarían su deber sagrado, al igual que las obreras, matar a sus hermanos, y las madres buscarían asesinar a sus hijas fértiles; y a nadie se le ocurriría interferir (Darwin 1871, i, pág. 73).

Si lo que creemos correcto depende en buena medida del hecho de que somos seres humanos en lugar de abejas o mandriles inteligentes, entonces, ¿cómo sabemos que estamos en lo cierto en cuanto a lo que consideramos correcto? De hecho, quizás la misma noción de que hay un código moral objetivo sea sólo una ilusión, una creencia que nos ha entrado por la selección natural. Y a diferencia, por ejemplo, de nuestra propensión a experimentar el mundo como tridimensional o a internalizar un reloj de veinticuatro horas, podría ésta ser una creencia que no le correspondiera a nada que estuviera “por fuera”. Podría no ser más que una manera de reforzar, otro truco de la selec­ ción natural para aceitar la maquinaria del altruismo. Para aquellos contemporáneos de Darwin que temían las laderas resbalosas, su forma de pensar puede muy bien haber parecido como el peligroso comienzo de una ladera de vértigo. Wallace: sabio ante el acontecimiento La distinción entre las razones declaradas y los motivos de fondo para rechazar el programa de Darwin nos lleva al caso extraño de Wallace. A estas alturas estamos acostumbrados a verlo como el de­ fensor siempre vigilante de la selección natural, el ultra adaptacionista, el más darwinista de los darwinistas. Y sin embargo, en lo relaciona­ do con los humanos, particularmente con nuestro sentido moral... Pues bien, aquí están las palabras del propio Wallace: “ Probablemen­ te suscitará... sorpresa entre mis lectores encontrar que no considero que la naturaleza se pueda explicar con base en los principios de los cuales soy abogado tan fervoroso y que ahora yo mismo plantee ob­ jeciones y ponga límites al poder de la selección natural” (Wallace 1891, pág. 186). Aunque Wallace siguió siendo un aguerrido darwinista hasta el fin de sus días, también de modo gradual cada vez se fue convenciendo más y más de la realidad y poder de las fuerzas so­ brenaturales (Durant 1979; Kottler 1974,1985, págs. 4 2 0 - 4 ; Schwartz Í984, págs. 280-8; Smith R. 1972; Turner 1974, págs. 68-103). A una temprana edad había resuelto estudiar frenología y mesmerismo; en

la mitad de la década de 1860, se volvió hacia el espiritualismo. A medida que estas convicciones crecían en él, llegó a creer que la selec­ ción natural no podía responder por algunas de nuestras cualidades específicamente humanas, sobre todo nuestros atributos mentales (1864 versión revisada. 1869,1870, págs. 332-71,1870a, 1877,1889, págs. 445-78). El origen del hombre como ser moral e intelectual: sobre este gran problema, la creencia y las enseñanzas de Darwin eran que la naturaleza total del hombre, -física, mental, intelectual y moral- se desarrolló desde los animales inferiores por medio de las mismas le­ yes de la variación y supervivencia; y, como consecuencia de este modo de pensar, que no había diferencia cualitativa entre la naturaleza del hombre y la del animal, sólo de grado. Mi creencia, por otra parte, era y es que sí existen diferencias cualitativas, desde el punto de vista intelectual y moral, entre el hombre y otros animales, y que mientras su cuerpo sin dudas se desarrolló por medio de las continuas modi­ ficaciones de algunas formas animales ancestrales, algún medio dife­ rente, análogo al que al principio produjo la vida orgánica y después originó la conciencia, entró en juego a fin de desarrollar la naturaleza intelectual y espiritual superiores del hombre (Wallace 1905, ii, págs. 16-17).

Este “medio diferente” era espiritual: “ El cuerpo del hombre puede haberse desarrollado a partir de la forma animal inferior, siguiendo la ley de la selección natural; pero... poseemos facultades intelectuales y morales que no podrían haberse desarrollado de esta manera, sino que tienen que haber tenido otro origen; para este origen sólo pode­ mos encontrar causa adecuada en el universo oculto del espíritu” (Wallace 1889, pág. 478). A grosso modo (pero no con injusticia), la naturaleza nos dio el cuerpo y las capacidades mentales inferiores, pero el alma es un don sobrenatural. Ésta es una posición conocida. Es el argumento corriente que la religión todavía sostiene con el darwinismo. La teoría darwinista, dice el argumento, proporciona una excelente explicación del mundo orgánico, pero no del aspecto espiritual de nuestro ser (aunque Wallace, a diferencia de la mayor parte de los comentaristas religiosos, sostenía que los cuerpos espiri­ tuales eran susceptibles de ser investigados científicamente). Nuestro interés aquí es en el darwinismo, no en otras ideas soste­ nidas por los darwinistas. De manera que no vamos a meternos con

Wallace en los reinos de lo etéreo. Por fortuna, podemos exam in ar su posición sin tener que hacerlo. Cualesquiera fueran sus motivos extradarwinistas, Wallace, como un auténtico darwinista que fue, hacía una vivaz defensa darwinista de sus explicaciones no darwinis­ tas de la moralidad humana. El problema de los humanos, decía, es que somos más avanza­ dos, más refinados, mejor preparados para la vida moderna de lo que las fuerzas darwinistas podrían habernos hecho. La selección natural nunca puede hacer más que solucionar los problemas que se le pre­ sentan. No tiene previsión, no atesora para el futuro. No puede dar lugar a características inútiles o dañinas, aun si resultara que en al­ guna época posterior pudieran ser útiles. La selección natural no tiene “poder para hacer avanzar a ningún ser mucho más allá de sus compañeros, sólo un poco más allá de ellos para que le permita sobrevivirles en la lucha por la existencia. Y menos poder aun tiene de producir modificaciones dañinas en cualquier grado para quien las posee” (Wallace 1891, pág. 187). Debemos recordar esto al estudiar a los seres humanos: Si... encontramos en el hombre cualquier característica sobre la que toda la evidencia accesible demuestre que habría sido dañina para él cuando apareció por primera vez, no habría sido producida por la selección natural. Ni podría ningún órgano especializado haberse desarrollado para producirla, en caso de que simplemente le hubiera sido inútil, o de que su uso no fuera proporcionado a su grado de desarrollo (Wallace 1891, pág. 1878).

Ahora mirémonos. Miremos en particular nuestro cerebro. Es claro que fue construido con un superávit con relación a los requisi­ tos, un superávit para las necesidades adaptativas. Por un lado, el cerebro humano es grande en proporción al tamaño corporal si lo comparamos con los simios “inferiores” ; su tamaño es constante en todas las razas de hoy y no ha cambiado desde épocas prehistóricas, y el tamaño cerebral es el mayor determinante de la capacidad mental. Por otra parte, las exigencias que el hombre prehistórico y los “ salvajes” le hacían al cerebro eran muchísimo menores que sus capacidades: “ Los sentimientos más elevados de moralidad pura y de sentimientos complejos, y el poder de razonamiento abstracto y concepción ideal le son inútiles, y nunca, o rara vez manifestados, y no tienen relaciones importantes con sus hábitos, deseos, necesida­

des o bienestar. Poseen un órgano mental más allá de sus necesidades” (Wallace 1891, pág. 202). El cerebro no pudo haber sido producto de la selección natural porque la selección puede funcionar sólo sobre facultades que se ejercen, no sobre potencialidades; “ La selección natural sólo podría haber dotado al salvaje de un cerebro de unos cuantos grados de superioridad al de un simio, mientras en realidad posee uno muy poco inferior al del filósofo” (Wallace 1891, pág. 202). De modo que la selección natural no podría haber sido responsable de “los sentimientos más elevados de moralidad pura”, “la constancia del mártir, la falta de egoísmo del filántropo, la devoción del patrio­ ta..., la pasión por la justicia y la emoción aguda de la que oímos hablar en el caso de cualquier acto de autosacrificio valeroso” (Wa­ llace 1889, pág. 474). Ni puede dársele crédito a la selección natural del “actual desarrollo gigante de la facultad matemática”, que está au­ sente o no es ejercitada en las sociedades primitivas y sin embargo ha florecido “durante los últimos tres siglos... en el mundo civilizado” (Wallace 1889, págs. 465, 467). Nuestra facultad musical cuenta la misma historia, fue muy poco ejercida en los “ sonidos musicales burdos... y en los cánticos monótonos” de los “salvajes inferiores”, pero de pronto, en el siglo xv, avanza con “ rapidez maravillosa” (Wallace 1889, págs. 467-8). Nuestras facultades filosóficas, también “saltan de pronto a existencia” a medida que nos despojamos de nues­ tras costumbres primitivas (Wallace 1889, pág. 472). “Y la facultad peculiar del ingenio y del humor..., casi desconocida entre los sal­ vajes..., aparece más o menos frecuentemente a medida que la civili­ zación avanza” (Wallace 1889, pág. 472). No sólo estos sentimientos más elevados y estas capacidades más refinadas no son ejercitadas en las sociedades “no civilizadas” sino, y lo que es peor, serían incluso una completa molestia, y posiblemente hasta un peligro: en sus facultades estéticas y morales el salvaje no tiene ninguna de aquellas grandes simpatías con toda la naturaleza, aquellas con­ cepciones de lo infinito, de lo bueno, de lo sublime y de lo hermoso, que se han desarrollado en tanto grado en el hombre civilizado. De hecho, cualquier desarrollo considerable en esto, sería inútil o inclu­ sive dañino para él, puesto que hasta cierto punto interferiría con la supremacía de aquellas facultades animales y perceptivas de las que depende su existencia misma en la dura lucha que tiene que desarro-

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llar contra la naturaleza y los demás hombres (Wallace 1891, págs. 191-2.).

El cerebro y nuestros poderes mentales plantean el problema más serio. Pero también venimos ya aperados de otras características por las cuales no podemos agradecer a la selección natural, algunas de las mismas que necesitamos para la vida moderna, culta y refinada. Nues­ tra soberbia destreza manual, por ejemplo, parece ir más allá de las exigencias de una sociedad primitiva: “las manos del hombre con­ tienen capacidades y poderes latentes que no son utilizados por los salvajes y deben haberlo sido menos en el hombre paleolítico y en sus predecesores aun más primitivos. Tiene toda la apariencia de un órgano preparado para el uso del hombre civilizado, requerido para hacer posible la civilización” (Wallace 1870, págs. 349-50). La pérdida del pelo de la espalda sin duda habría sido más dañina que beneficio­ sa en el momento en que ocurrió. ¿Y cómo podría la fuerza utilitaria de la selección natural dar cuenta de la exquisita musicalidad de la voz, su “maravilloso poder, rango, flexibilidad y dulzura” (particu­ larmente, dice Wallace, románticamente, en el sexo femenino), cuando “los salvajes” se las arreglan para emitir nada más que un “aullido bastante monótono” (Wallace 1870, pág. 350)? Pero aunque ninguna de estas características habrían sido adaptativas cuando surgieron por primera vez, es exactamente lo que necesitamos en la sociedad civili­ zada. De hecho, son ni más ni menos lo que habría especificado un diseñador con la mirada al futuro. Y Wallace apunta a lo que veía -quizás erróneamente- como otra rareza sobre algunas de nuestras facultades superiores. Ellas varían mucho más en cualquier población que lo esperado en el caso de características utilitarias. Cualquier zorro es muy parecido al otro para cazar conejos; cualquier conejo es casi igual a otro para escapar de los zorros. Pero no podemos decir lo mismo de los artistas, de los músi­ cos y de los escritores. Si en realidad necesitábamos ser ingeniosos, filosóficos y musicales, ¿por qué hay tan pocos genios, por qué la mayor parte de nosotros vamos detrás y algunos son aterradoramente malos? A la luz de todo eso, insiste Wallace, no apostata de sus principios darwinistas. No solamente no reniega de ellos, sino que se aferra con toda resolución. ¿Pero sí lo hace? ¿Es el seleccionista natural muy respetable de línea dura que nos hace creer que es?

Cualquier darwinista tiene que admitir que nosotros los huma­ nos presentamos algunos casos extraños para la selección natural. No debemos considerar como exento de problemas el hecho de que la evolución nos haya equipado con manos que pueden escribir a máquina o tocar el violín (aunque hayamos modelado estas activida­ des según nuestras dotes). Y todavía menos obvio es el porqué posee­ mos la facultad de disfrutar de un cuarteto de Schubert (para no mencionar la escasa y preciosa facultad de componer uno). Wallace no fue el único entre sus contemporáneos en sentirse incómodo ante tales dotes. Citaba un comentario que se decía que Huxley había hecho sobre su disfrute de la música y del paisaje: “ No sé cómo pueden haber ayudado en la lucha por la existencia. Son dones gratuitos” (Wallace 1889, pág. 478). Darwin dijo algo similar: “Puesto que ni el disfrute ni la capacidad de producir notas musicales son facultades del más mínimo uso directo para el hombre en referencia a sus hábitos ordinarios de vida, deben clasificarse entre los más misteriosos de los cuales está dotado” (Darwin 1871, ii, pág. 333). Wallace cita a Weismann que decía que talentos tales como los mate­ máticos o la habilidad artística “no pueden haber surgido por medio de la selección natural porque la vida no depende de ningún modo de su presencia” (Wallace 1889, pág. 473). Y Romanes comentó: “El porqué hay belleza en la arquitectura, la música, la poesía, y en muchas otras cosas, es cuestión que no concierne en especial al biólogo. Si en ocasiones ello ha de recibir cualquier explicación satis­ factoria en términos de causación natural, debe venir de las manos del psicólogo... Como biólogos simplemente tenemos que aceptar este sentimiento como un hecho” (Romanes 1892-7, i, pág. 404). Las respuestas respaldadas por muchos de sus compañeros dar­ winistas a menudo no eran afines a Wallace. Las explicaciones no adaptativas ofendían su adaptacionismo estricto, y la selección sexual, como la hemos visto, no lo satisfacía aun en el caso de la colas de los pavos reales, y muchos menos en el de los atributos humanos. Tomemos por ejemplo la pérdida del pelo del cuerpo. Darwin consideró varias ideas sobre cómo podría la selección natural haber favorecido esto, pero las encontró deficientes y al final se quedó con la selección sexual (Darwin 1871, i, págs. 148-50, ii, págs. 318-23,37581). Estaba de acuerdo con Wallace en que “la pérdida de pelo es una inconveniencia y probablemente dañina para el hombre... nadie su­ pone que la piel desnuda sea directamente ventajosa para el hombre, de modo que su cuerpo no puede haber quedado sin pelo gracias a la

selección natural” (Darwin 1871, ii, págs. 375-6); “el hombre, o más bien, principalmente la mujer”, concluyó, “se fue quitando el pelo por propósitos ornamentales” (Darwin 1871, i, pág. 149). Otros críti­ cos (v. gr. Bonavia 1870; Wright 1870, págs. 291-2) sugirieron que la pérdida del pelo fue meramente un efecto secundario no adaptativo de la selección; la falta de pelo fue un acompañamiento inevitable de la selección de alguna característica útil; al fin y al cabo ello correla­ ciona en particular con el aumento del tamaño del cerebro. Chauncey Wright (un empleado público de Massachusetts y convencido darwi­ nista), adhirió a este argumento volviendo uno de los propios argu­ mentos de Wallace en contra de él mismo. Wallace había argüido que, en cierto punto de la evolución, el ingenio humano tuvo el efecto de escudar nuestro cuerpo de la selección natural (Wallace 1864; 1891 reimpreso, págs. 173-6). Quizás, dijo Wright, la pérdida del pelo fuera originalmente un efecto secundario no adaptativo. Pero la selección natural no habría tenido incentivo para volver a dar vellos a nuestra piel una vez solucionáramos el problema: “Cualquier salvaje protege su espalda con cubiertas artificiales. Mr. Wallace cita el hecho como prueba de que la pérdida de cabello es un defecto que la selección natural debía remediar. Pero, ¿por qué debería remediar la selección natural lo que el arte ya ha solucionado?” (Wright 1870, pág. 292). Era una historia similar a la de nuestro desarrollo musical. Darwin se la atribuía a la selección social (Darwin 1871, i, pág. 56), ii, págs. 330-1,337-7); pero -aparte de sus objeciones normales-Wallace soste­ nía, como hemos advertido, que el uso de la voz humana para el canto “ sólo entra en escena entre los hombres civilizados” y la se­ lección sexual “no podría por tanto haber desarrollado este poder maravilloso” (Wallace 1870, pág. 350). Weismann, sin justificación que Wallace pudiera ver, concluía que todos los talentos tales como la musicalidad, la capacidad de pintar y la aptitud matemática son meros subproductos de la mente humana (Wallace 1889, págs. 472-3, m). Entonces no podemos limitarnos a descartar los argumentos de Wallace como un alegato especialmente engañoso. Sí ponen el dedo sobre algunos problemas serios para el darwinismo. Y las respuestas no son tan obvias. Sin embargo, un juicio darwinista sobre Wallace debe ser que “pudo haber hecho un esfuerzo mayor”. Para comenzar, el darwinismo no tenía por qué sentirse mal por la aparente visión futurista de la selección natural. Hay una manera ortodoxa de manejar este asunto, muy conocida para los darwinistas del siglo xix. Wallace debería haber dado a su argumento clásico con­

sideración apropiada, aun si acabara por rechazar su aplicación en este caso. El razonamiento es el siguiente. Cualquier adaptación tiene rasgos “no buscados”. Ellos pueden no servir para un propósito útil cuando aparecen por primera vez. Pero la selección natural puede presionarlos para que entren en servicio más tarde si hay algún tra­ bajo adecuado para ellos. De modo que las “preadaptaciones”, como son llamadas, no tienen por qué violar el principio de utilidad de Wallace. El pulmón de los peces primitivos fue reciclado después como una excelente vejiga natatoria. Las plumas de los pájaros resultaron ser buenas tanto para el aislamiento como para el vuelo, aunque la selección natural originalmente favoreciera sólo una de estas fun­ ciones (los expertos no se han puesto de acuerdo en cuál). Ahora bien, estas características no buscadas pueden manifestarse desde el comienzo, como en la capacidad de flotar del pulmón de los peces. Pero también pueden ser sólo potencialidades latentes, no aprovecha­ das, que no se muestran a sí mismas hasta que se necesitan. Y tal como algunos críticos de Wallace se apresuran a señalar, ésta es, con toda seguridad, la manera como podemos pensar, más que todo, sobre las sorprendentes capacidades del cerebro humano. Chauncey Wright, por ejemplo, sugirió que el uso del idioma exige un cerebro enormemente poderoso: “aun el desempeño más pobre en él podría requerir más poder mental que el más rico en cualquier otro aspecto” (Wright 1870, págs. 294-8), Entonces, quizás aquellas habilidades mentales no usadas por los “salvajes” que tanto preocu­ paban a Wallace sean propiedades emergentes. Darwin estaba de acuerdo con Wright (Darwin 1871, i, pág. 105, ii, págs. 335, 391; segunda edición, pág. 72). Y explicó algunos aspectos de nuestra capacidad musical de una manera muy semejante: “Se podrían ex­ poner múltiples... casos de organismos e instintos originalmente adaptados para un propósito, que después se han utilizado para otro totalmente diferente. De ahí que la capacidad de desarrollo musical elevado que poseen las razas salvajes de humanos puede deberse simplemente a que han adquirido, para algún otro propósito, los órganos vocales apropiados” (Darwin 1871, ii, pág. 335). De acuerdo con algunos críticos de Wallace este “propósito distinto” era sólo la comunicación; el hecho de que los europeos, incluso los cantantes educados, no puedan reproducir muchos de los sonidos de los “sal­ vajes” muestra que “el cultivo adecuado de la garganta y la tráquea... es necesario, no sólo para aquellos requisitos más altos del arte, sino también para los sonidos más comunes y los alaridos de salvajes poco

más refinados que las bestias” (Dohrn 1871, pág. 160; véase también Wright 1870, pág. 293). La mayor parte de los darwinistas de hoy en día estarían de acuerdo con los principios generales de estos argumentos, así no lo estén con los detalles. No puedo resistir el deseo de citar el siguiente ejemplo de la clase de proceso que los críticos de Wallace tenían en mente; no es sobre humanos sino sobre algún comportamiento cautivante (y por desgracia cautivo) de los cetáceos: Los delfines y las ballenas han desarrollado cerebros relativamente grandes en comparación con sus cuerpos, de manera que son rela­ tivamente más sesudos que otros mamíferos, a excepción de los mo­ nos y los simios. Como uno esperaría, estos cerebros más grandes se asocian con capacidades de aprendizaje más refinado que la capaci­ dad de lograrlo que se llama aprendizaje de segundo orden. Por ejem­ plo, a los delfines de dientes burdos se les enseñó, por métodos de acondicionamiento comunes, a ejecutar un comportamiento nuevo a fin de ganar una recompensa. Pronto intuyeron que se requería un nuevo comportamiento y comenzaron a hacer un gran número de piruetas inventadas que nunca habían sido vistas antes en cautiverio o en el mar, tales como nadar en remolino y deslizarse boca arriba con la cola fuera del agua (Trivers 1983, págs. 1205-6).

Los darwinistas del siglo x ix debieron tener conocimiento de mu­ chos de los aparatos mecánicos que fueron construidos para un propósito y resultaron tener poderes inesperados para otras tareas. Hoy en día los computadores nos muestran un mejor modelo de la evolución del cerebro como lo veían los críticos de Wallace. Aunque los computadores fueron construidos para hacer cálculos, automáti­ camente poseen destrezas latentes, un potencial que se puede aplicar a otros usos. Sería difícil diseñar una máquina para cálculos programables que no pudiera ser fácilmente reprogramada para procesar palabras o tener un sistema de referencias bibliográficas. Tenemos evidencias sorprendentes de las propiedades emergentes en nuestros propios computadores cada vez que leemos o escribimos. Estas poderosas destrezas dependen del don de la selección natural, pero trascienden por mucho sus intenciones. No fueron construidas a propósito; se puede presumir que salieron de las cornucopias de nuestras capacidades lingüísticas. Y es más bien sorprendente, a pro­ pósito, que no sean más comunes las disfunciones de la lectura y la

escritura, como la dislexia. La selección natural no tiene manera de eliminarlas de modo directo. Tal vez, en tanto que se tratan de mane­ ra biológica (más bien que cultural), se corrigen automáticamente como un subproducto de las mejoras en nuestras destrezas lingüísticas. Los críticos de Wallace también señalaron la incapacidad casi total de aplicar sus criterios rigurosos de utilidad a cualquier ser vivo diferente del humano. De haberlo hecho, podía no habérselas arreglado para mostrar el lugar único en la naturaleza qué aducía para el hombre. Otras especies, también, muestran “preadaptación” de una clase aparentemente emergente. Darwin, por ejemplo, soste­ nía que “No hay nada anómalo en... [que la musicalidad humana permanezca dormida]; a algunas especies de pájaros que por na­ turaleza nunca cantan, sin mucha dificultad se les puede enseñar a cantar; así, un gorrión casero ha aprendido la canción de un jilgue­ ro” (Darwin 1871, ii, pág. 334). Chauncey Wright (1870, pág. 293) también habló de poderes de canto no usados en los pájaros, citando a Wallace mismo (en un ensayo reimpreso en el mismo volumen que el ensayo sobre el hombre que Wright criticaba): algunas especies “que tienen naturalmente poca variedad de canto están preparadas, al estar en cautiverio, para aprender de otras especies, y se vuelven mucho mejores cantoras” (Wallace 1870, pág. 221) (Wallace podría haber pensado que esto no era convincente; en respuesta a un punto similar de otro crítico (1870a), argumentó que algunos pájaros no cantores tienen una laringe redundantemente compleja porque sus ancestros sí lo hacían). Huxley (1871, págs. 471), también citaba casos de lo que llamaba un desarrollo más allá de las necesidades en los animales “inferiores”. “El cerebro de la tortuga”, por ejemplo, “es ma­ ravilloso para su masa y para el desarrollo de las circunvoluciones cerebrales. Y sin embargo... es difícil creer que las tortugas tengan muchos problemas intelectuales” (Huxley 1871, págs. 471-2) ,(¿aunque cómo podía estar tan seguro?). Para hacerle justicia a Wallace se debe decir que, como las armas para los adaptacionistas, estos argumentos “preadaptacionistas” sobre las potencialidades pueden ser un arma de doble filo. Se basan en la idea de que algunos efectos secundarios de las adaptaciones, que se vuelven verdaderamente útiles cuando cambian las condiciones, hasta entonces simplemente yacen por ahí, dormidas. Tales argumentos, a no ser que sean aplicados con discriminación, podrían terminar salpicando el mundo con una multitud de características que no tie­ nen propósitos darwinistas (aunque al fin pueda dárseles buen uso).

Wallace puede haber tenido reticencias adaptacionistas con respecto al hecho de permitir la proliferación de esos entes funcionalmente ociosos. Sin embargo, si se ha de abogar por las propiedades emer­ gentes en algún lugar (como seguramente se hará), el cerebro debe ser un candidato número uno. Finalmente, Wallace no hizo muchos intentos de manejar las ex­ plicaciones adaptativas disponibles, ¡incluyendo las suyas propias! Él mismo, en una época, pensaba al parecer que la selección natural proporcionaba suficientes presiones para nuestro progreso moral: “ Es la lucha por la existencia, ‘la batalla por la vida’, la que ejercita las facultades morales y hace saltar las chispas latentes del genio. La es­ peranza de ganar, el amor al poder, el deseo de fama y aprobación, suscitan actos nobles y llaman a acción a las facultades que son atri­ butos distintivos del hombre” (Wallace 1853, pág. 83). Ésta fue una anotación al margen en su diatriba contra la esclavitud, de un traba­ jo anterior, Trovéis on theAmazon and Rio Negro. No fue sino más o menos 15 años después cuando comenzó a discutir que la selección natural no podía responder por el cerebro humano, las cualidades mentales avanzadas y ciertas características físicas (Wallace 1869,1870, págs. 332-71). Y en el caso de algunas de estas características físicas (como el que no tengamos vellos, la pérdida del pie prensil y el desa­ rrollo de los dedos opuestos) al fin volvió a su explicación adaptativa original (v. gr. Wallace 1870, págs. 348-50 y 1889, págs. 454-5). Sobre el asunto específico de nuestras capacidades mentales y morales, varios de los contemporáneos de Wallace estaban en desacuerdo con él sobre que debieron haber sido superfluos en las primeras etapas de nuestro desarrollo. De acuerdo con Darwin, por ejemplo, fueron cruciales para nuestra evolución (junto con nues­ tra estructura corporal): El hombre en el estado más rudo en que existe ahora es el animal más dominante que ha aparecido sobre la Tierra. Se ha esparcido más ampliamente que cualquiera otra forma organizada y las demás han cedido ante él. Es manifiesto que debe su inmensa superioridad a sus facultades intelectuales, a sus hábitos sociales... y a su estructura corporal... Por medio dé sus poderes intelectuales, ha hecho evolu­ cionar su lenguaje articulado y de esto ha dependido principalmente su avance maravilloso. Ha inventado... diversas armas, herramien­ tas, trampas, etc.... Ha hecho balsas y canoas... Ha descubierto el arte de prender el fuego... Este último descubrimiento, probablemente el

mayor si se exceptúa el lenguaje, hecho alguna vez por el hombre, data de antes de los albores de la historia... Y por tanto, no puedo entender cómo es que Mr. Wallace sostiene que “la selección natural sólo podría haber dotado al salvaje de un cerebro un poco superior al de un simio” (Darwin 1871, i, págs. 136-8).

Huxley (1871, págs. 470) también insistía en que la vida “primitiva” era mentalmente exigente, citando el propio ensayo de Wallace “Sobre el instinto del hombre y los animales” (Wallace 1870, págs. 201-10) (que también aparecía en el mismo volumen que el trabajo sobre el hombre que Huxley estaba criticando). El ensayo de Wallace parte del hecho de que mucha gente ha creído que los “ salvajes” poseen algún “poder misterioso”, tan sorprendente es su desempeño en encontrar el camino sin perderse a través de campos que les son desconocidos. Wallace, negando que los “salvajes” tengan algún instinto especial, argumenta que estas hazañas impresionantes de navegación se basan en un conocimiento intrincado, el agrupar la información meticulosamente detallada, la observación aguda y la excelente memoria. Así, como el mismo Wallace lo admite, dice Huxley, el mundo primitivo no es menos exigente. Ni, a la luz de la propia evidencia de Wallace, va él muy lejos: “Los examinadores para optar a un empleo público producen gran terror a los jóvenes in­ gleses, pero ni su ferocidad los ha tentado nunca a requerir de un candidato que posea tal conocimiento de un distrito como el que Mr. Wallace con toda justicia señala que pueden poseer los salvajes de un área de cien millas de diámetro o más” (Huxley 1871, pág. 471). Huxley decía que la vida social en particular hace grandes exigencias; de hecho, que las presiones sociales podían haber sido una de las fuerzas selectivas mayores que nos empujaron a desarrollar faculta­ des mentales avanzadas (Huxley 1871, págs. 472-3): las condiciones de nuestra existencia social presente ejercen la más extraordinaria influencia selectiva en favor de novelistas, artis­ tas e intelectos fuertes de todas las clases, y parece incuestionable que todas las formas de existencia social tengan que haber tenido la misma tendencia... Las condiciones de vida social tienden, pode­ rosamente, a darles ventaja a aquellos individuos que varían en el aspecto de la excelencia intelectual o estética (Huxley 1871, págs. 4723

)-

w a l l a c e

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ACONTECIMIENTO

“Al salvaje que puede entretener a sus compañeros contándoles una buena historia al lado de una fogata nocturna”, por ejemplo, “lo tienen en alta estima y lo recompensan de una manera u otra por hacerlo” (Huxley1871, pág. 472). La mayor parte de los darwinistas modernos van más allá en cuan­ to a la potencial importancia de las presiones sociales sobre las fuerzas selectivas. Como hemos visto, el darwinismo de hoy es consciente del inmenso poder selectivo que puede generarse por “otros como uno”. En el caso de nuestras habilidades mentales, el psicólogo Nicholas Humphrey, por ejemplo, ha argumentado que es a las com­ plejidades de la vida social a las que debemos la evolución de nuestra autoconciencia (Humphrey 1976,1986). Las demás personas son seg­ mentos especialmente difíciles y complicados de nuestro entorno, que requieren una manipulación diestra y sensitiva. A fin de entender y manejar a los demás, hacemos una pintura en nuestra mente de los seres humanos a quienes tenemos acceso privilegiado -nosotros mismos- y esto sirve como modelo de lo que es ser parecido a alguien. Entonces la selección natural nos ha vuelto “psicólogos naturales”, y al hacerlo nos ha dotado de conciencia. Esta clase de argumento es notablemente diferente del punto de vista sostenido desde hace mu­ cho tiempo por tanta gente, de que una de las principales fuerzas impulsoras de la evolución de nuestra inteligencia fue la necesidad del invento práctico. Así, al apreciar el principio general de la importancia de nuestro entorno social, hemos avanzado un gran trecho desde Wallace y sus contemporáneos. Pero sobre la cuestión empírica de en qué exacta­ mente es en lo que nuestros atributos mentales contribuyen al éxito darwinista y cómo lo hacen, no hemos avanzado mucho. ¿Para qué usaron nuestros ancestros su cerebro? Huxley pensaba que los “salva­ jes” encuentran realmente útil, por ejemplo, contar un buen chiste alrededor de la fogata en un campamento. Por el contrario, Wallace creía que la facultad peculiar del ingenio y el humor... es casi desco­ nocida entre los salvajes [y]... es por completo inutilizada en la lucha por la vida, tan inutilizada que la mayor parte de la gente es “total­ mente incapaz de decir cosas ingeniosas o hacer frases cómicas, aun si con ello salvaran su vida” (Wallace 1889, pág. 472). Entonces, ¿qué ventaja darwinista tiene contar un buen cuento? Tratar de reunir datos antropológicos sobre el tema no sería ningún chiste. (La diferencia entre los puntos de vista de Huxley y de Wallace proba­ blemente revela más sobre sus personalidades que sobre la historia

humana). Pero podríamos estar mejor equipados para responder el problema de Wallace sobre el diseño si supiéramos, por ejemplo, si la inteligencia correlacionaba con la calidad o la cantidad de parejas, el número de hijos, los tubérculos desenterrados, los animales atrapa­ dos, etc. El argumento tanto de Wallace como de sus críticos se basa en la idea de que los “salvajes” tienen la misma inteligencia promedio que “nosotros” y que razonan de manera muy semejante. Si hemos de desarrollar una comprensión darwinista de nuestra mente, o de la evolución de nuestras facultades mentales y morales, es esencial que pensemos en los seres humanos como unificados por la selección natural. Por desgracia, la mayor parte de los antropólogos, los ex­ pertos en “otros” (si no en “nosotros” ), hace mucho han insistido en que, por el contrario, las diferentes sociedades tienen modos fundamentalmente diferentes de pensar. Una versión extrema de esta actitud, por ejemplo, llegó al cénit alrededor de comienzos de siglo, cuando la idea de que “salvaje” tenía una “mente prelógica” tomó fuerza en algunos círculos antropológicos, bajo la influencia del antropólogo francés Lucien Lévy-Bruhl. En su libro La Morale et la Science des Moeurs (1903; publicada en 1905 como Ethics and Moral Science) desarrolló la idea de que “los pueblos primitivos” poseen una “mentalidad primitiva”, con procesos de razonamiento muy di­ ferentes de los que empleamos en las sociedades civilizadas; su modo de pensar, sostenía él, no está gobernado por las leyes de la lógica, y viola en particular la ley de la contradicción. Hay que admitir que éste fue un caso extremo. Sin embargo, la tiranía de “las diferentes culturas, los diferentes sistemas de pensamiento” permeó gran parte del pensamiento antropológico de aquella época y de varias décadas posteriores. De acuerdo con el antropólogo Maurice Bloch, a uno de los padres fundadores de la sociología moderna, Émile Durkheim era a quien más habría de culpar (Bloch 1977; Symons 1979, págs. 44-5). Éste sostenía que nuestros conocimientos están construidos socialmente; que la cultura, no la naturaleza, determina nuestras categorías de comprensión y que las diferentes culturas tienen modos fundamentalmente diferentes de clasificación. Ahora bien, parece raro echar en un mismo saco la idea de LévyBruhl de una “mentalidad primitiva” y la de Durkheim del relativismo cultural. Al fin y al cabo la idea de una “mente primitiva” nace de un imperialismo cultural, mientras el relativismo cultural ha sido siem­

pre la respuesta liberal común para tal imperialismo en las ciencias sociales. Pero desde el punto de vista darwinista tienen una falla común. En ambos casos encontramos la misma fragmentación de la humanidad, el mismo énfasis en las diferencias culturales, diferencias tan profundas que nuestra unidad darwinista es pasada por alto. Quizás éste fue uno de los muchos factores que impidieron el progreso darwinista en la comprensión de la evolución de la mente humana. Nuestras teorías deben estar basadas en una afinidad fun­ damental de los seres humanos a través de una multitud de culturas e incluso a través del tiempo. Pero regresemos a Wallace. Algunos críticos han estado de acuer­ do con él en que sus puntos de vista sobre la evolución humana son por completo consistentes con sus principios darwinistas, resultado inevitable de aplicar criterios utilitarios hasta el amargo fin (v. gr. Gould 1980, págs. 53-4; Kottler 1985, pág. 422; Lankester 1889; Smith R. 1972). A diferencia de Wallace, sin embargo, ellos, por supuesto, no han dicho esto no para justificar sus puntos de vista sobre la evolu­ ción humana, sino para exponer una debilidad en los principios. Gould ve todo este triste episodio como una advertencia cautelosa contra los excesos del hiperadaptacionismo. E. Ray Lankester lamen­ tó la insistencia de Wallace en que el darwinismo era la única explica­ ción científica; cuando la selección natural le falló no tuvo más a donde acudir sino a algo exterior a la ciencia: “Wallace parece tan conven­ cido de la importancia y capacidad del principio de la selección natural, que cuando falla como explicación pierde la fe en todas las causas naturales y tiene que recurrir a las presuposiciones metafísi­ cas” (Lankester 1889, pág. 570). De modo semejante, David Hull dijo: “ Cuando Wallace se convenció de que la selección natural era inade­ cuada para responder por los superabundantes poderes del cerebro humano, no tuvo ninguna hipótesis naturalista de qué asirse y se vio forzado a plantear la agencia sobrenatural” (Hull 1984, pág. 799). Pero, como hemos visto, todo esto es tomar las propuestas de Wallace de­ masiado superficialmente. Las cosas no iban tan mal para el adaptacionismo en el frente humano. ¿Qué tan dañina para el darwinismo fue la posición de Wallace de que la selección natural no puede explicar la moralidad humana? De acuerdo con Wallace no le hacía daño alguno. La selección na­ tural, insistía él, no se perjudica por el hecho de que los humanos “ hagamos” que nuevas plantas y animales evolucionen cuando prac­

ticamos la selección doméstica; ¿por qué, entonces, debería importar que la selección natural no haya tenido mucha mano en nuestra evo­ lución mental? Sus puntos de vista, dijo, no afectan en lo más mínimo la doctrina general de la selección natural. Lo mismo se podría decir que porque el hombre produjo la paloma mensajera, el perro bulldog y el caballo de tiro -ninguno de los cuales hubieran sido producto de la sola selección natural-, se debilitaría la instancia de la selección natural o se refutaría. Ninguna de las dos, insisto, se debilita o se refuta si mi teoría del origen del hombre es cierta (Wallace 1905, ii, pág. 17).

Algunos comentaristas no están de acuerdo con Wallace. Joel Schwartz, por ejemplo, ha sostenido que Darwin adoptó el punto de vista opues­ to y que (o así parece pensarlo él) tenía razones para hacerlo (Schwartz 1984). “Darwin”, dice, “era consciente de que todo su concepto de evolución por selección natural peligraba ante la insistencia de Wa­ llace de que la selección natural no era el único factor en la evolución del hombre. Si una parte esencial de la teoría se negaba, la teoría en­ tera era cuestionada” (Schwartz 1984, pág. 288). Pero si Darwin había llegado a esta conclusión (Schwartz no ofrece evidencia de que lo hiciera y yo no conozco ninguna) su reacción, con toda seguridad, había sido indebidamente alarmista. Darwin sin duda estaba preocu­ pado con nuestro sentido moral. El tema absorbe casi una cuarta parte de su argumento sobre la evolución humana en El origen del hombre. Analizó varios elementos diferentes para la unicidad humana (o, al menos, otras discontinuidades aparentemente importantes), entre ellas el uso del lenguaje, el pensamiento introspectivo, la re­ lación cuerpo-cerebro, la postura erecta, la destreza digital y la manufactura de herramientas; pero todas estas recibieron una ex­ posición relativamente corta. Ciertamente hacia 1870 la moralidad había llegado a ser un último bastión de los argumentos de unicidad (mientras los críticos anteriores tendían a concentrarse con la misma intensidad en la racionalidad (Herbert 1977, pág. 197; Richards 1979, 1982)). Así, si Darwin pudiera tomarse su pequeña fortaleza, cierta­ mente le agregaría plausibilidad a la historia darwinista de la descen­ dencia humana. Pero tal victoria no era crucial para la aceptación de la historia. Para el momento en que se publicó El origen del hombre había un amplio acuerdo -aún entre los científicos (Ellegárd 1958, págs. 293-331)- de que la evolución (total o parcialmente por selección

natural) podría sostener que tanto nuestros cuerpos como parte de nuestros atributos mentales eran causados por ella, aunque el sentido moral no lo fuera. Entonces, el caso darwinista para la descendencia humana no era - y con razón- visto como algo que dependiera de nuestro sentido de la moralidad. Aun menos era este punto conside­ rado como un caso de prueba para “la teoría entera” de selección natural, de nuevo con toda razón. Antes que dejemos a Wallace, demos una mirada a sus puntos de vista sobre los comienzos mismos de la moralidad. Aunque no pen­ saba que la selección natural pudiera explicar nuestro sentido moral altamente desarrollado, creía, sin embargo, que era responsable de la moralidad en un nivel básico; de sus orígenes, aunque no de su de­ sarrollo (1864 versiones original y revisada, 1864a, 1869,1870, págs. 332-71, 1870a, 1889, págs. 445-78). Tal como lo hemos anotado, proponía la teoría de que en cierto punto de nuestra evolución la selección de nuestras cualidades mentales se volvía más importante que la selección en nuestros cuerpos. Entre estas cualidades mentales está la capacidad de ser “social y compasivo” : Debido a sus sentimientos benevolentes y morales superiores, él [el hombre] se apresta para el estado social; deja de darle golpes al débil e indefenso de su tribu, comparte con cazadores menos activos o afortunados la presa que ha capturado, o la cambia por armas que aun los débiles o deformes pueden manejar; salva al enfermo y al herido de la muerte, evitando así que el poder que lleva a la destruc­ ción estricta de todos los animales que no son capaces en todo res­ pecto de ayudarse a sí mismos actúe sobre ellos (Wallace 1864; 1891 reimpreso, pág. 184).

Wallace reconoce que tal altruismo puede parecer que va en contravía de la selección natural: nos encontramos con muchas dificultades en el intento de entender cómo pudieron estas facultades mentales, que son es­ pecialmente humanas, haber sido adquiridas por medio de la preservación de variaciones útiles. A primera vista parecería que estos sentimientos abstractos de justicia y benevolencia no podrían haber sido adquiridos de esta manera porque eran incompatibles con la ley del más fuerte, que es la esencia de la selección natural (Wallace 1891, págs. 198-9).

Al igual que Darwin, señala la ventaja que los grupos altruistas expe­ rimentarán en la competencia con otros grupos: debemos mirar no a los individuos, sino a las sociedades; y la justicia y benevolencia ejercidas hacia miembros de la misma tribu ciertamente ayudarían a reforzar a aquella tribu y a darle superiori­ dad sobre cualquiera en la que el derecho del más fuerte prevaleciera y donde, en consecuencia, el débil y el enfermo perecieran y los pocos fuertes destruyeran implacablemente a los muchos que fueran más débiles (Wallace 1891, pág. 199).

Pero ésta no es una explicación. ¿Qué favorece la selección natural? Podría igualmente argumentarse que un grupo con una proporción relativamente alta de miembros enfermos y débiles estaría en consi­ derable desventaja. Y lo que es más, Wallace tiende a pasar por alto la posibilidad de un conflicto entre lo que es bueno para la raza y la tribu y lo que es bueno para el individuo. De modo no característico, parece suponer de alguna manera vaga que la selección natural va a querer cambios. Aunque algunas de las cualidades de las que habla son obviamente de autosacrificio, no parece apreciar los costos: las cualidades mentales y morales van a tener una influencia cada vez mayor en el bienestar de la raza. La capacidad de actuar en concierto para buscar protección y para la adquisición de comida y refugio; la compasión que lleva a que unos ayuden a los otros; el sentido del deber, que frena las depredaciones ejercidas sobre nues­ tros compañeros y el menor desarrollo de las propensiones combativas y destructivas; el dominio de los apetitos presentes y la previsión inteligente que lo prepara para el futuro, son todas cualidades que desde la primera aparición debieron haber sido en beneficio de la comunidad y por tanto se habrán vuelto temas de la selección natu­ ral. Porque es evidente que tales cualidades irían a favor del bienestar del hombre, lo protegerían contra enemigos externos, contra disensiones internas y contra los efectos de las estaciones inclemen­ tes y las inexorables hambrunas, con más seguridad de lo que podría haberlo defendido cualquier mera modificación física posible (Wa­ llace 1864; 1891 reimpreso, págs. 173-4).

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Así como Darwin decía de la selección entre grupos, uno sólo puede preguntarse qué tendría en mente. Huxley: la moralidad enfrentada a la naturaleza Si parece extraño encontrar al radical adaptacionista Wallace que­ dando corto en una explicación de la moralidad darwinista, no lo es menos hallar a T. H. Huxley, el autodenominado agente de relacio­ nes públicas del darwinismo, en las mismas (aunque por diferentes razones). Huxley llegó eventualmente a creer que nuestra moralidad debe ser resultado de la selección natural sola, una intervención cons­ ciente y ardua en el curso de la naturaleza. Lo bueno que tenemos no puede haber surgido de las fuerzas evolutivas; la lucha por la existen­ cia es tan profundamente “roja en colmillo y garra” que estrangularía una moralidad incipiente (Huxley 1888,1893,1894; véase también Paradis 1978, págs. 141-63). Bueno, casi incipiente. Como Darwin y Wallace, Huxley veía que la selección natural estaba produciendo los primeros rayos de bondad. Sí puede, al fin y al cabo, haber ventajas adaptativas en un comporta­ miento noble, como la cooperación. Pensemos en el panal, nos urge Huxley, y uno puede ver de inmediato cómo podía la selección natu­ ral favorecer lo que es éticamente correcto. Por desgracia, la manera como Huxley lo ve parece ser como seleccionismo grupal, aunque parece no ser consciente del hecho, o, si lo es, inconsciente de que la selección grupal no es la selección natural ortodoxa. De acuerdo con Huxley, las abejas y muchas otras especies sociales prosperan en la lucha por la existencia porque algunos individuos no egoístas se sacri­ fican a sí mismos por el bien del grupo, y los grupos que practican un comportamiento social tan esclarecido tienen ventajas en la compe­ tencia con aquéllos que no lo hacen: La organización social no es algo peculiar de los hombres. Otras sociedades, tales como las constituidas por las abejas y las avispas, también han surgido de la ventaja de la cooperación en la lucha por la existencia... Ahora bien, esta sociedad [de abejas] es el producto directo de la necesidad orgánica, que lleva a cada miembro de ella a un curso de acción tendiente al bien del conjunto... La dedicación de las obreras a una vida de trabajo incesante por un mero salario que les permita la subsistencia no puede explicarse como egoísmo esclareci­ do o con alguna otra clase de motivo utilitario (Huxley 1894, págs. 24-5).

AL TR UI SMO

HUMANO:

¿UNA

CLASE

DE

BONDAD

NATURAL?

Y, como en el caso de las abejas, fue igual -en el comienzo- en el nuestro: en su origen, la sociedad humana fue producto de una necesidad orgánica como la de las abejas. La familia humana, para comenzar, descansaba exactamente sobre las mismas condiciones que dieron lugar a asociaciones similares entre animales superiores en la esca­ la... y, al igual que en el panal, la limitación progresiva de la lucha por la existencia entre miembros de la familia exigiría una creciente eficiencia con relación a la competencia del exterior (Huxley 1894, pág. 26).

Así, al menos en los orígenes, la moralidad emerge en la lucha por la existencia y es parte de ella. Lo que Huxley llama “ los procesos éti­ cos” (el desarrollo de la moralidad) tiene firmes raíces en lo que él llama “los procesos cósmicos”, (evolución por selección natural): Estrictamente hablando, la vida social y los procesos éticos en virtud de los cuales avanza hacia la perfección, son arte y parte de los procesos generales de la evolución... aun en... formas rudimentarias de sociedad [tales como el panal], el amor y el odio entran en acción y aplican una renuncia mayor o menor de la voluntad individual. En este punto, el proceso cósmico comienza a verse frenado por un pro­ ceso ético rudimentario, que es, estrictamente hablando, parte del ■ anterior... (Huxley 1893, págs. 114-15).

Pero los humanos no somos abejas. “Las rivalidades y la compe­ tencia están ausentes de la política de las abejas” porque “todos están orgánicamente predestinados al desempeño de sólo una clase particu­ lar de funciones” (Huxley 1894, pág. 26). En el caso de los humanos, sin embargo, la lucha por la existencia trae consigo conflictos de intereses. Los humanos tienen un deseo egoísta incorporado “de no hacer más que lo que les plazca, sin la menor referencia al bienestar de la sociedad en la que nacen... Ésta es su herencia... de una larga serie de ancestros humanos, semihumanos y brutales, en los cuales la fuerza de su tendencia innata a la autoafirmación era la condición de la victoria en la lucha por la existencia” (Huxley 1894, pág. 27). Entre los pueblos primitivos y prehistóricos, los más débiles y estúpidos se iban al paredón mientras los más fuertes y avispados, aquellos más aptos para dominar las circunstan-

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MORALIDAD

ENFRENTADA

A LA

NATURALEZA

das, pero no los mejores en ningún otro sentido, sobrevivían. La vida era una continua lucha libre, y fuera de las relaciones temporales y limitadas de la familia, la guerra hobbesiana de cada uno era el esta­ do normal de la existencia (Huxley 1888, pág. 204).

“La historia de la civilización... es el registro de los intentos que la raza humana ha hecho de escapar de esta posición” (Huxley 1888, pág. 204). Si hemos de ser seres morales, debemos superar nuestra herencia biológica, tenemos que luchar contra ella. Nuestras armas tienen que ser la cultura y la educación. El desarrollo de la moralidad no puede ser un desarrollo darwinista, pues ella tiene que trabajar contra la naturaleza: “puesto que la ley y la moral son restricciones a la lucha entre los hombres en sociedad, el proceso ético está en opo­ sición al principio del proceso cósmico y tiende a la supresión de las cualidades más adecuadas para el éxito en aquella batalla” (Huxley 1894, págs. 30-1). la práctica de lo que es mejor éticamente... exige un curso de acción que, en todo otro respecto, es opuesto a aquel que lleva al éxito en la batalla cósmica por la existencia. En lugar de la autoafirmación inclemente, demanda restricciones de uno mismo; en lugar de echar a un lado o pisotear a todos los competidores, requiere que el individuo no sólo respete sino que ayude a sus com­ pañeros; su influencia está dirigida no tanto a la supervivencia del más apto, sino a volver aptos a tantos como sea posible para que sobrevivan. Repudia la teoría gladiadora de la existencia... el proceso ético de la sociedad no depende de imitar el proceso cósmico, ni mucho menos de huir de él, sino de combatirlo (Huxley 1893, págs. 81-3).

¿Cómo se logra esto? De nuevo, Huxley parece suponer que lo que es mejor a un nivel superior de alguna clase prevalecerá sobre el egoísmo individual, que los miembros de la sociedad practicarán de forma voluntaria el autosacrificio por un bien mayor: “La moralidad comenzó con la sociedad. La sociedad es posible sólo con la condi­ ción de que los miembros depongan más o menos de su libertad individual de acción... Así, la evolución progresiva de la sociedad significa el aumento de la restricción en ciertos sentidos de la liber­ tad individual” (Huxley 1892, págs. 52-3). De modo que los seres humanos son producto de la selección

natural; pero para ser humanos tenemos que civilizar nuestro legado natural: “la naturaleza ética, aunque nazca de la naturaleza cósmica, está en necesaria enemistad con su padre” (Huxley 1894a, pág. viii). “No podremos librarnos de la herencia de nuestros antecesores, que eran marionetas del proceso cósmico; la sociedad que renuncie a ella será destruida desde afuera. Pero aún menos podemos arreglarnos con demasiada; la sociedad en la cual ella domine se destruirá desde adentro” (Huxley 1894a, pág. viii). Pero una vez que hayamos llegado a un alto nivel de desarrollo moral, las fuerzas darwinistas ya no nos podrán moldear. Asegurándonos de que todos los miembros de la sociedad tengan medios de existencia, los seres humanos le quitan a la selección natural su poder. Para Huxley, entonces, la cultura necesariamente se contrapone a las preferencias de la selección natural. La evolución cultural tuvo que navegar a todo vapor más adelante, en oposición a la evolución genética, para hacer de nosotros lo que somos. Y para un darwinista tan “rojo en colmillo y garra” como Huxley, esto era un hecho. Hoy en día, sin embargo, el darwinismo sabe mejor cómo son las cosas. Nuestras cualidades más admirables en realidad pueden ser legado de la cultura y no de la selección natural. Pero no hay que suponer que tienen que serlo, que es necesario depender de la evolución cul­ tural si hemos de elevamos sobre el egoísmo de nuestros genes. La selección natural no excluye el autosacrificio, las buenas acciones, la nobleza, la preocupación por los demás. Los senderos darwinistas pueden llevar al altruismo, y hacerlo por diferentes rutas, la más ob­ via de ellas por la cooperación mutua y la selección de parentesco. De modo que Huxley estaba equivocado al pensar que si nos encontrá­ bamos con un acto moral era necesario atribuirlo por completo a la cultura y al aprendizaje. La selección natural podría haber sido la instructora. (Para una variada selección de intentos modernos de relacionar la cultura con nuestra herencia darwinista véase (v. gr. Alexander 1979,1987; BoydyRicherson 1985; Cavalli-Sforzay Feldman 1981; Lumsden y Wilson 1981,1983 -pero en Lumsden y Wilson 1981, adviértase que, aunque algunos pensadores lo han tomado con serie­ dad (v. gr. Ruse 1986), tienen también poderosos detractores (v. gr. Maynard Smith y Warren 1982).) La idea de que las normas culturales de alguna manera se las arreglan globalmente para incorporar un bien de nivel mayor proba­ blemente llegó a su cima en la primera mitad del siglo x x con las teorías funcionalistas de la sociología y la antropología, que explíci­

tamente solían sostener ser darwinistas, pero que se destacaban por su vaguedad con respecto a los mecanismos por medio de los cuales prevalecía el nivel superior sobre el egoísmo individual (para críticas véase v. gr. Elster 1983, págs. 49-68; Jarvie 1964, págs. 182-98). Recien­ temente, algunos científicos sociales han intentado desarrollar análi­ sis funcionales más refinados. Sin embargo, muchas veces no han sido capaces de esquivar la trampa de la selección grupal. Consideremos, por ejemplo, el libro, muy agradable de leer, Vacas, cerdos, guerras y brujas (1974), escrito por el antropólogo norteamericano Marvin Harris. (No quiero decir que el trabajo de Harris sea egregiamente grupista; lo he usado como ilustración, en parte porque él mismo llama la atención a lo que percibe ser su carácter claramente darwi­ nista, y en parte porque su influencia se extiende mucho más allá del mundo de la antropología académica.) Harris explica una amplia variedad de prácticas culturales, desde las vacas sagradas hasta los cerdos prohibidos, como algo funcional desde el punto de vista ecológico. Por desgracia, su idea de lo biológicamente óptimo a me­ nudo parece encubrir a un seleccionista grupal. Presupone Harris que lo que es “bueno” biológicamente va a evolucionar culturalmente, pero no se pregunta a qué nivel actúan la selección natural o la selec­ ción cultural. Tomemos su análisis sobre el amor a los cerdos entre los tsembaga, una tribu de Nueva Guinea. Describe un ciclo regular, que ocurre más o menos cada doce años, en el cual, entre otras cosas, hay guerras de clanes, apaciguamiento de ancestros y un festival de cerdos de un año de duración que arrasa con la manada. De acuerdo con Harris: “ Cada parte del ciclo está integrada en un ecosistema complejo y autorregulado, que ajusta con efectividad el tamaño y distribución de la población animal y humana de los tsumbaga para que se conforme a los recursos disponibles y a las oportunidades de producción” (Harris 1974, pág. 41). Esto suena más al vago bienmayorismo de la ecología anticuada que a uno de los darwinistas más respetables. Y su explicación del punto de vista judío e islámico de que los cerdos no son limpios también es sospechosa: La Biblia y el Corán condenaban al cerdo porque la cría era una amenaza para la integridad de los ecosistemas culturales y naturales básicos del Medio Oriente (Harris 1974, pág. 35). Debo mencionar que en el libro más reciente de Harris, Good to Eat (1986), que plantea que muchas preferencias alimentarias arbitrariamente culturales son al parecer en realidad ventajas biológicas, trata de ser más cuidadoso sobre los niveles de selección y menos grupal: “las comidas malas, como los

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HUMANO:

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CLASE

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BONDAD

NATURAL?

vientos malos, a menudo le hacen bien a alguien. Las preferencias y las aversiones alimentarias surgen de balances favorables de costos y beneficios prácticos, pero no digo que el balance favorable lo com­ partan por igual todos los miembros de la sociedad” (Harris 1986, págs. 16-17). Sin embargo, sería más tranquilizador si no tratara de buscar con tanto ahínco “balances” a nivel grupal. Y aún más si a su noción de “favorable” no le metiera de contrabando tonos darwinis­ tas y no fuera tan laxo como lo es, con relación a los beneficios eco­ nómicos, ecológicos, etc.; “adaptaciones favorables” quizás, pero sin duda no darwinistas. Spencer: cuerpos darwinistas, mentes lamarckianas Nuestro último evolucionista del siglo x ix es el filósofo social Herbert Spencer. Spencer pensaba que la posición de Huxley era, para usar su término, “ridicula”. He aquí su resumen preciso del punto de vista de Huxley. Niéguese cada oración, y se obtiene un resumen pre­ ciso de la propia posición de Spencer: su punto de vista es una rendición de la doctrina general de la evolución en lo que atañe a sus aplicaciones superiores, y está perneada por la ridicula suposición de que, en su aplicación al mundo orgánico, está limitada a la lucha por la existencia entre individuos bajo sus feroces aspectos, y que no tiene nada que ver con el desarro­ llo de la organización social, o con las modificaciones de la mente humana que tienen lugar en el curso de esta organización... La posi­ ción que adopta, de que tenemos que luchar contra los procesos cósmicos o corregirlos, tiene que ver con el supuesto de que existe algo en nosotros que no es producto de los procesos cósmicos... (Duncan 1908, pág. 336).

Spencer, entonces, favorecía una explicación biológica total de la moralidad humana. Poner “al hombre y la naturaleza en antítesis” era, creía él, profundamente equivocado (Duncan 1908, pág. 336). La moralidad, argumentaba, es peculiar de los humanos, pero es, sin embargo, resultado de la evolución biológica. Hasta aquí estaba más con Darwin que con Wallace o Huxley. Pero en lo atinente a la cues­ tión de cuál fuerza evolutiva era responsable, descartaba firmemente la selección natural. De acuerdo con Spencer, sólo la herencia de las características adquiridas podría haber sido la causa.

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En algunas especies, argumenta Spencer, son los miembros más inteligentes los que vencen en la lucha por la existencia porque su inteligencia les permite responder de las maneras más creativas a las presiones de la selección (Peel 1971, págs. 125,127). Esto es más cierto en los humanos que en cualquier otra especie y más verdadero en los humanos “cultos” que en los “primitivos”. Los seres humanos pue­ den, en particular, aumentar su eficiencia. Esto exige la división del trabajo, que a su vez exige la interdependencia de una amplia red de relaciones sociales. Y el altruismo tiene todas las probabilidades de formar un hilo en aquella red (Peel 1971, págs. 138-9,1972, págs. 25-6). El altruismo, entonces, es un atributo muy humano, muy alejado de “los animales inferiores”. ¿Por qué es el desarrollo del altruismo un asunto lamarckiano en lugar de darwinista? Porque, de acuerdo con Spencer el darwinismo es meramente una fuerza exterminadora mientras la lamarckiana es creadora. Spencer ve la selección natural (lo que llama “equilibrio indirecto” ) como un ente pasivo, mientras el lamarckismo, “equilibrio directo” (Peel 1971, págs. 14 2-3, pág. 295, n42), exige una respuesta adaptativa inteligente por parte del organismo (aunque, a diferencia de la mayor parte de los lamarckistas, cree que la respuesta es de al­ guna manera mecánica en lugar de ser producto de la voluntad (Bowler 1983, págs. 69-71)). Así, mientras los organismos aumentan su inteligencia, la importancia de la selección natural declina y la de las fuerzas lamarckistas suben. Entre las “razas civilizadas” esto ha ido tan lejos que el trabajo de la selección natural está restringido a la destrucción de los débiles (Spencer 1863-7, i> págs. 468-9). Por el contrario, la evolución lamarckiana está más ocupada en esta etapa. El comportamiento altruista es el pináculo de la evolución (Peel 1971, págs. 152-3) y se desarrolla a través de la cooperación creativa; en el punto de vista de Spencer, debe, por tanto, ser lamarckiano (v. gr. Peel 1971, pág. 147). Para Spencer el lamarckismo tenía un atractivo especial. Creía que “una respuesta correcta a la cuestión de si las características ad­ quiridas son o no heredadas, subyace a las creencias adecuadas, no sólo en biología y psicología, sino también en la educación, la ética y la política” ; “en cuanto a si son influyentes sobre los puntos de vista del hombre sobre la educación, la ética, la sociología y la política, el asunto de si las características adquiridas son heredadas ha sido la pregunta más importante que enfrenta el mundo científico” ; “una responsabilidad grave tienen los biólogos... puesto que las respuestas

incorrectas llevan... a creencias incorrectas sobre los asuntos sociales y acciones sociales desastrosas” (Spencer 1863-7 edición revisada, i, págs. 650,672,690; véase Spencer 1887, págs. iii-iv). Su visión fue que la herencia de características adquiridas serían un puente entre la evolución biológica y la cultural, forjándolas en un gran proceso sin costuras (Peel 1971, pág. 143; Young 1971, pág. 495). Como vimos cuando estudiamos el lamarckismo, la creencia en la herencia lamarckiana se ha alimentado de esta misma visión. La esperanza es que las mejores ideas de una generación se transferirán de modo automático a la siguiente sin pasar por el molino de la edu­ cación, el aprendizaje y la adoctrinación. También vimos entonces que, irónicamente, tales aspiraciones le confían al lamarckismo la única cosa que es necesariamente incapaz de dar. Pongamos a un lado la cuestionable suposición de que tal herencia sería más progre­ siva y conservadora, de que la gente estaría liberada en lugar de estar aprisionada por los genes comprometidos con las actitudes de sus padres. Aun sin este problema, las fuerzas lamarckianas nunca esta­ rían en la vanguardia del cambio social. La evolución lamarckiana es un mecanismo instructivo más que un mecanismo selectivo. Y si hay una cosa que los mecanismos instructivos no pueden hacer es iniciar, dar pasos creativos para que haya una verdadera novedad; ésta a fin de cuentas, corresponde a los mecanismos selectivos. Entonces los procesos lamarckianos deben ser modelados en últimas por los darwinistas. Hay que admitir que no estoy segura de cómo se vería este modelo lamarckiano cuando se transpusiera al mundo de las ideas, que es de lo que estábamos hablando ahora. Pero si en realidad fuera impecablemente lamarckiano, entonces es de presumirse que surgirían los mismos problemas con la innovación en las ideas que con las nuevas estructuras y el comportamiento. Contrario a los ar­ dientes deseos de Spencer, entonces^ la herencia de las características adquiridas nunca podría ser la punta de lanza de la ingeniería social. En el mejor de los casos, sólo podría reforzar cambios que son en­ cendidos por otras fuerzas. A menudo se ha anotado que la evolución cultural es lamarckiana. Cuando Spencer lo dijo, lo entendía literalmente. Hoy en día los darwinistas sólo lo entienden de modo figurativo: “ La evolución psicosocial... es una evolución de estilo lamarckiano, en el sentido de que el conocimiento particular y las destrezas de un padre y su entendi­ miento pueden en realidad ser transmitidos a su hijo, aunque no (como lo suponía Spencer) por senderos genéticos” (Medawar 1963,

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pág. 2x7). La transmisión cultural, entonces, se puede imaginar como “la herencia” de características adquiridas; lo que una generación aprende se adquiere en la otra. Pero no necesitamos acudir a Darwin sólo por nuestros genes 7 acudir a Lamarck por la cultura. La evolu­ ción cultural puede pensarse de un modo darwinista. Depende de a qué llamemos ser fundamentalmente darwinista, de lo que conside­ remos como diagnóstico de un proceso darwinista. El darwinismo puede entenderse en su forma más general como una teoría de la selección de los replicadores (como vimos cuando analizamos las explicaciones de nivel superior del altruismo). En este análisis, los genes movidos por la selección natural no necesariamente son los únicos candidatos para modelos darwinistas: “Los memes” (unida­ des culturales de replicación) movidos por la selección cultural podrían también encajar en las especificaciones darwinistas (Dawkins 1976, págs. 203-15, segunda edición, págs. 322-31,1982, págs. 10912 para otras teorías de evolución cultural en líneas darwinistas véase v. gr. Boy y Richerson 1985; Cavalli-Sforza y Feldman 1981). Si pensamos en el darwinismo de este modo, entonces decir que la evolución cultural es darwinista no necesariamente es una mera analogía. La evolución cultural podría aducir que es tan darwinista como la evolución de la vida sobre la Tierra. Las razones de Spencer para rechazar la selección natural cbmo la fuerza que subyace a la moralidad humana pone patas arriba una conocida línea de argumentación. La posición más común es la de Huxley: las fuerzas darwinistas son demasiado crueles, demasiado implacables para haber alentado el altruismo. Sin embargo, para Spencer la lucha darwinista, lejos de buscarse a sí misma oficiosa­ mente, es demasiado pasiva para responder por la complejidad de las relaciones sociales que se dan en la moralidad. De acuerdo con él, el altruismo requiere un mecanismo biológico que pueda incorporar respuestas activas, en especial la cooperación. Spencer rechaza la lucha darwinista como agente de los desarrollos morales, no porque en ella hay demasiada competencia sino porque hay demasiado poca. Dicho sea de paso, si uno ha tratado a veces de abrirse camino entre los escritos de Spencer sobre evolución y se ha preguntado cuántos contemporáneos suyos le llegaron a creer a uno de los pen­ sadores más grandes de su época, puede sentirse consolado por los comentarios de Darwin sobre su trabajo. A Darwin se le cita con frecuencia cuando decía de Spencer (en una carta a E. Ray Lankester en 1870): “Sospecho que de aquí en adelante lo van a considerar el

filósofo vivo más grande de Inglaterra; quizás igual a cualquiera de los que han vivido” (Darwin, F. 1887, iii, pág. 120). Y hay tres cartas en Life and Letters y More Letters que también son elogiosas, aunque no sorprenden tanto, porque fueron dirigidas a Spencer mismo (Darwin, F. 1887, iii, págs. 165-6; Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 442). Pero en otra parte de estos volúmenes el elogio de Darwin es más ambiguo: “Maravillosamente inteligente... e incluso en el arte maestro del serpenteo... si se hubiera entrenado para ser más observador... habría sido un hombre maravilloso... un prodigio de pensamiento original. Pero... cada idea, para que tenga valor real para la ciencia requeriría años de trabajo... Con excepción de ciertos puntos que yo ni siquiera entendí de la doctrina general de H. Spencer, pues su estilo es muy difícil para mí” (Darwin, F. 1887, üi, págs. 55-6,193; Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 235; véase también págs. 424-5). Y en cartas que no fue­ ron publicadas en estas colecciones fue aún más directo. En 1860 le contó a Lyell que el ensayo de Spencer sobre la población era “una atroz basura hipotética” y en 1865 confió: “Por alguna razón siento que no he aprendido nada después de haberlo leído, más bien me siento confuso [sic]” ; en 1854 le escribió a Romanes: “ Tengo una cabeza tan mala para la metafísica que los términos de Spencer de equilibrio, etc. siempre me molestan y me vuelven todo más confu­ so”; (Freeman 1978,págs. 263,264). Viniendo de alguien con este punto de vista de la filosofía, quizás el comentario de “El filósofo vivo más grande” no sea todo lo que parece ser. Al fin y al cabo fue Darwin quién dijo de otro filósofo: “Es un metafísico, y tales caballeros son tan profundos que yo creo que a menudo no entienden a la gente común y corriente” (Darwin, F. y Seward 1903, i, pág. 271). Huxley desarrolló sus puntos de vista en parte como críticas a Spencer. Lo veía tomar partido en favor de la economía de laissez-faire sobre la base de que la lucha era benéfica. Algunos comentaristas han alegado que Huxley y la mayoría de los críticos subsiguientes se equi­ vocaron con respecto a la defensa que Spencer hacía del capitalismo Victoriano. Él no sostenía, dicen ellos, que aunque el desarrollo exi­ giera lucha, la lucha fuera productiva; por el contrario, le parecía que la industrialización, aun tal como se experimentaba en aquel período, requería de la cooperación en lugar del conflicto (Carneiro 1967, pág. 62; Peel 1971, págs. 125, 146, 151, 1972, pág. xxi, págs. 170-1). Ahora bien, puede ser que Spencer viera la Inglaterra victoriana de este modo optimista. Pero su optimismo no nos puede servir para justificar su posición. Spencer asume de modo demasiado alegre que el indivi-

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dúo y la sociedad se benefician y que esto tendía a coincidir (Carneiro 1967, págs. 62-71). Biológicamente, su conclusión se basa en una vi­ sión bienmayorista de la evolución. Y hemos anotado lo que hay de malo en ello. Políticamente hablando, su conclusión reposa sobre una visión voluntarista liberal de la cooperación, que ve las relaciones de arrendador e inquilino, de patrón y obrero como necesariamente ten­ dientes al beneficio mutuo. Si Spencer ha de ser exonerado del cargo de Huxley, lo que requiere defensa es la premisa poco plausible de que el voluntarismo describe bien al capitalismo Victoriano. También de modo optimista suponía Spencer que el progreso social y moral humanos continuarían indefinidamente. Pensaba que la evolución en general es inherentemente progresiva, y que el altruis­ mo humano, espoleado por las presiones selectivas de la vida social, en particular, también sería así. Cuando Wallace leyó Social Statics de Spencer, también quedó convencido de que nuestras cualidades sociales sufrirían mejoras indefinidas (esto fue antes de que se con­ virtiera en la concepción de que nuestras facultades mentales más sofisticadas estaban superdiseñadas y requerían explicación sobre­ natural): “Si mis conclusiones son justas, debe inevitablemente seguir­ se que las razas superiores -las más morales e intelectuales- deben desplazar a las más bajas y degradadas, y que el poder de la ‘selección natural’, que aún actúa sobre su organización mental, debe siempre llevar a la adaptación más perfecta de las facultades superiores del hombre a... las exigencias del estado social” (Wallace 1864; 1891 reimpreso págs. 184-5 en un pie de página en el trabajo original acepta la inspiración de Spencer (pág. clxx)). Darwin también, como hemos visto, sostenía el punto de vista de que nuestra evolución moral podría continuar de manera ilimitada. Así, Darwin, Spencer y (el darwinista) Wallace creían que tarde o temprano el bien emerge del curso propio de la naturaleza, que al menos algunos de sus caminos son los de la nobleza y algunas de sus sendas las de la paz. Desde este punto de vista, Huxley es el único que opinaba de modo diferente. Para él, el estado natural era “malo” y el progreso hacia la “bon­ dad” podría lograrse sólo con una pelea cada vez más fuerte, una intervención antinatural (v. gr. Huxley 1894, págs. 81-3,1888, pág. 203). Desde otro punto de vista, sin embargo, Huxley está más cerca de Spencer que lo que cualquiera de ellos probablemente hubiera queri­ do. Aunque Spencer veía la moralidad como resultado naturalide la evolución, también, como buen lamarckista, veía la competencia humana como una contribución esencial a este proceso. Y lo que es

más, al reforzar el papel de la lucha, el punto de vista de Spencer se encuentra cohabitando con otro extraño compañero: la interpreta­ ción marxista del desarrollo humano. Los marxistas, es obvio, se han opuesto tradicionalmente a Spencer, el decidido apologista del capi­ talismo, por todas las razones políticas de Huxley y otras más. Y esto nos lleva a uno de los puntos de vista del desarrollo huma­ no de hoy que todavía no hemos tocado: un punto de vista marxista moderno. (Digo con cautela “un” más bien que “el” ; no es el marxismo el lugar donde uno busca consenso). Éste ha influido en las críticas de las explicaciones darwinistas del comportamiento humano mucho más allá de los círculos marxistas específicos; aunque yo lo llamo un punto de vista marxista, deseo incluir allí a todos los círculos más amplios, también “marxistas” con una ‘m’ muy pequeña. Esta posición hace hincapié en la importancia de las fuerzas no biológicas para moldear la vida social humana, la importancia de las influencias económicas, sociales y políticas, comparadas con los factores darwi­ nistas. (Ya hemos visto que una mirada similar es endémica en la antropología y muy común en todas las ciencias sociales; asevera­ ciones de esta clase no son peculiares del “marxismo” ). De acuerdo con esta escuela de pensamiento, la noción misma de “natúraleza humana” va por mal camino: “el positivismo evolucionista proclama el establecimiento de ‘la naturaleza humana’, concepto que es inheren­ temente ideológico en el sentido de que establece un cierto modelo de humanidad como esencial, y por lo tanto ‘natural’... Tenemos que afirmar que los humanos son seres sociales y su socialización no se puede retirar como un enchape, para revelar la naturaleza humana desnuda que hay debajo de él” (Miller 1976, pág. 278). El componente fijo de nuestro maquillaje es tan insignificante y general, dice el argu­ mento, que el darwinismo nos puede decir poco de interés sobre los asuntos humanos. Nos puede informar, por ejemplo, que todos los humanos tienen amores y odios, miedos y preferencias; que todos deseamos comer si tenemos hambre, encontrar una pareja y no tener ni demasiado calor ni demasiado frío. Pero la mayor parte de nuestro comportamiento y de nuestra psicología no es universal, no nos lo dio la evolución; es específico de las culturas, específico de las econo­ mías particulares y de las organizaciones sociales: “los universales biológicos humanos han de descubrirse más en las generalidades del comer, excretar y dormir, que en aquellos hábitos específicos y alta­ mente variables de la guerra, la explotación sexual de las mujeres y el uso del dinero como medio de intercambio” (Alien et al, 1975, pág.

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l a m a r c k i a n a s

264), o, es más, que “las observaciones antropológicas y sociológicas indican que aun las funciones humanas más generalizadas y básicas tales como dormir, comer y excretar están socialmente condicionadas de modo irrevocable” (Miller 1976, pág. 278). Así, por ejemplo, es una parte de nuestra dotación darwinista que todos tengamos capacidad de amar, de formar vínculos, de dar cariño. Pero para comprender cualquiera de las formas que esto ha tomado en la historia humana, tales como la noción del amor romántico, tenemos que mirar las condiciones particulares de la sociedad en las cuales surgieron, en este caso a la Europa de siglos recientes. Una explicación darwinista será necesariamente superficial, carente de detalles, y no podrá ne­ cesariamente explicar uno de los aspectos más sorprendentes del comportamiento humano, de la cultura y de las instituciones sociales: su diversidad. No quiero comprometerme con el amor romántico. Pero sí deseo señalar que todo esto no tiene por qué estar tan lejos de un punto de vista darwinista como la retórica lo podría indicar. Es un error suponer que si estamos equipados con reglas comportamentales, entonces estamos atrapados por una naturaleza humana semejante a la de las avispas excavadoras. Para decirlo de otro modo, es un error suponer que la plasticidad comportamental exija una mente totalmente abierta a todos los propósitos. Hemos visto que, por el contrario, la selección natural puede permitirnos actuar de modo adaptativo, al equiparnos con una maquinaria especialmente acondicionada para el procesa­ miento de información, con reglas específicas llenas de contenido, que generarán comportamientos flexibles. Es obvio que las reglas del comportamiento no tienen que ser reglas para la rigidez comportamental. Igualmente, es obvio que en una pizarra mental vacía, nues­ tro cerebro sería un aparato muy poco darwinista, y que, lejos de rescatarnos de la rigidez, nos haría incapaces de comportarnos de cualquier manera (y menos aún de modo adaptativo); aun una má­ quina de baja inducción no puede despegar de tierra sin previa guía, sin algunas reglas de lo que constituye la igualdad, la repetición, el modelo. Así, de observar a los humanos comportarse en una mul­ titud de modos diferentes, no necesariamente se concluye que la selección natural no ha metido la mano en nuestro comportamiento. Y si aceptamos que la selección natural ha hecho más que moldear nuestro cuerpo, dejando nuestra mente vacía, no por eso nos hemos de condenar a ser esclavos de la selección natural. He usado la idea de la tabula rasa como una formulación ta-

quigráfica para un conjunto de puntos de vista. Pero debo destacar que ella caricaturiza hasta al lockeano más radical, incluyendo al mis­ mo Locke. Tal como Donald Symons lo señala, la línea divisora entre los puntos de vista sobre la naturaleza humana no ha sido la de los innatistas y los tabularrasistas, sino aquella entre una innatez, es­ pecífica y altamente estructurada y una innatez que lo es menos. “ Históricamente ha habido dos concepciones básicas de la naturale­ za humana: la concepción de los lockeanos, la empirista... en la cual se piensa que el cerebro y la mente están conformados sólo por unos mecanismos de dominio general no especializados, y la kantiana, la concepción nativista, en la cual se cree que el cerebro y la mente contienen gran número de mecanismos especializados, de dominios específicos (Symons, 1992). “Todas las teorías psicológicas, incluyendo las más extremas de los asociacionistas y empiristas, suponen que la mente tiene una estructura. Nadie se imagina que una pila de la­ drillos, un plato de avena, o una tabla rasa percibirán, pensarán, apren­ derán, o actuarán jamás, aun si les dan todas las ventajas” (Symons 1987, pág. 126). “ Cada teoría del comportamiento humano implica una psicología humana. Esto incluye a las teorías que atribuyen el comportamiento humano a la ‘cultura5: si los seres humanos tienen cultura, mientras las piedras, las ranas arbóreas y los lemures no la tienen, debe ser porque los humanos tiene una conformación psico­ lógica diferente a la de la roca, las ranas arbóreas y los lemures” (Symons, 1992). Dicho sea de paso, todo lo que hemos visto sugiere que no debemos pensar que el libre albedrío y las “limitaciones biológicas son fuerzas que halan en direcciones opuestas; por el contrario, se podría argumentar de manera lógica que la proliferación de limitaciones biológicas protege al hombre de ser manipulado por el entorno” (Marshall 1980, pág. 24); de hecho, que lejos de constreñirlo, estas “limitaciones” son los instrumentos mismos del libre albedrío. Y lo que es más -aunque esto es sólo cuestión de gusto- tampoco debemos considerarlos como algo que impugna nuestra dignidad. Por el contrario, ¿no aumenta nuestra dignidad si llegamos al mundo no como una especie de tabula rasa con pocos instintos sino como un haz complejo de capacidades y propensiones, de preferencias y gustos, con poder de discriminación y con nuestra propia manera de hacer las cosas?

La retórica llena de basura los escritos sobre el altruismo humano. Los ejemplos que ya hemos visto salieron de la bibliografía “marxista” pero se encuentran en cualquier parte. Tomemos, por ejemplo, el notable capítulo sobre la agresión en la naturaleza humana de E. O. Wilson. John Maynard Smith, entre otros, con toda razón lo censuró: Arranca diciendo, “ ¿Son los seres humanos innatamente agresivos? “Ésta es la pregunta favorita de los seminarios universitarios y de las conversaciones de coctel; es la que hace surgir emociones en los ideólogos políticos de todos los géneros. La respuesta a ella es sí”. Ahora bien, la razón por la que esta apertura hace acalorar a los ideólogos políticos (incluyendo a éste) es que se toma en el sentido de que significa que los seres humanos son agresivos suceda lo que suceda, que la guerra es inevitable y que por tanto es una pérdida de tiempo trabajar por la paz. Pero resulta que Wilson no pretende de­ cir nada de esto. Decir que somos innatamente agresivos, sólo quiere decir que hemos mostrado comportamiento agresivo, incluyendo la guerra, en casi todos, pero no en todos los ambientes en los que hasta ahora nos hemos encontrado. Wilson hace énfasis en que la palabra agresión se ha empleado para describir múltiples y diversos patrones de comportamiento. Termina el capítulo con un análisis de cómo podríamos esquivar nuestra tendencia a ser violentos el uno con el otro. Dado que éstos son sus puntos de vista, creo que las palabras de apertura del capítulo son desafortunadas. Con certeza provocará con­ troversia, pero con toda probabilidad, aquella clase de controversia especialmente inútil que tiene lugar entre personas que no se están entendiendo la una con la otra (Maynard Smith i978d, pág. 120).

¿Y qué se puede decir sobre el determinismo biológico descarado? “La selección natural dice que los organismos actúan en su propio interés... su ‘batalla’ continua es la de incrementar la representación de sus genes a expensas de sus compañeros. Y esto, sencillamente, es todo; no hemos descubierto ningún otro principio mayor de la natu­ raleza.” “ Si estamos programados para ser lo que somos, entonces estos rasgos son ineludibles. En el mejor de los casos podemos cana­ lizarlos, mas no cambiarlos, ni por voluntad, ni por educación ni por cultura”. ¡He aquí una intransigencia de línea dura! Pero en realidad no vienen esas citas de algún fogoso proponente de un punto de vista

de que todo está en nuestros genes sino de Stephen Gould, un crítico voluble de la gen-ería egoísta en general y de su aplicación a los hu­ manos en particular (Gould 1978, págs. 261, 238). Ahora bien, ¿no esperaría uno que él dijera algo que tuviera que ver más con la supre­ macía de la cultura sobre lo aparentemente “natural”, quizás algo más como esto?: “La aversión por la indecencia, que nos parece tan natu­ ral como para que se considere innata, y que es tan valiosa como ayuda para la castidad, es una virtud moderna, que pertenece exclu­ sivamente... a la vida civilizada”. ¿O algo así?: Tenemos el poder de desafiar los genes egoístas de nuestro naci­ miento... podemos incluso discutir modos de cultivar y nutrir, de manera deliberada, un altruismo desinteresado y puro, algo que no tiene lugar en la naturaleza, algo que nunca existió antes en toda la historia del mundo. Estamos construidos como máquinas dé genespero tenemos el poder de volvernos contra quienes nos crearon. Nosotros, somos los únicos en la Tierra que podemos rebelarnos contra la tiranía de los replicadores egoístas. Pero la primera de estas citas no es tomada de un opositor implaca­ ble de la naturaleza humana darwinista, sino de uno de sus más fieles abogados: Darwin mismo (Darwin 1871, i, pág. 96). Y la segunda es de Richard Dawkins, ningún ocioso en lo que atañe al darwinismo, (Dawkins 1976, pág. 215). Sin embargo, la suya es una posición que a menudo se caracteriza como la del defensor implacable de los genes sobre la cultura. Me gustaría haber enfocado este capítulo como los demás sobre el altruismo, observando la historia a la luz del consenso actual. Pero la retórica se me atravesó. Parece no haber consenso en la actualidad. Sospecho que las diversas posiciones difieren menos de lo que a mu­ chos opositores les gustaría creer. Si sus sospechas son diferentes de las mías, le pido el favor de que se lleve a cabo la siguiente prueba. Trate de plantear las diferentes alternativas sobre el altruismo huma­ no sin hacer que ninguna de ellas suene ridicula, sin tener que correr a calificarlas de “por supuesto se debe admitir q u e ..u “obviamente, nadie negará que...” Tengo que admitir que en mis paseos por la biblio­ grafía, encontré muchos tabularrasistas intransigentes, deterministas genéticos rábidos y otras bestias fabulosas. Pero, muy significativa­ mente, por lo general deambulan sólo en dos lugares: en las declara-

-¿Estás sugiriendo que la responsable de la desigualdad es la naturaleza? -preguntó Jane. -Bueno -repondió el tío W illie- si estuviéramos destinados a ser todos iguales, todos seríamos blancos, machos y heterosexuales.

ciones tipo manifiesto y en las descripciones febriles de sus opositores. No puedo tomar a ninguno muy en serio como ciencia, y es la ciencia lo que nos concierne. La dificultad de intentar una clasificación de los puntos de vista sobre el altruismo humano no radica en que sean tan diversos sino en que se parezcan tanto.

¿Cómo se divide una especie en dos? Para los darwinistas, que están más que todo interesados en la diversidad de la vida, esto ha sido siempre el problema de los problemas: el asunto del origen mismo de las especies. Un punto en particular molestó a los darwinistas por muchos años. ¿Cómo llegan las especies a aislarse desde el punto de vista reproductivo? ¿Por qué, si tratan de procrear entre sí, acaban sus esfuerzos en esterilidad o en poca fertilidad? ¿Por qué, si nacen híbridos, lo más probable es que sean estériles? Éstos han sido asuntos importantes para el darwinismo. Pero, ¿por qué discutirlos bajo el título de altruismo? Al fin y al cabo, para los darwinistas modernos no hay conexión particular. La respuesta es que desde tiempos anteriores a Darwin hasta hace unas pocas décadas, las repetidas confusiones han llevado a la idea de que la especiación, la separación de linajes en especies y en particular el desarrollo de la esterilidad interespecífica exigen un autosacrificio altruista. Y los in­ tentos de corregir este error han llevado a más confusiones. Como un primer paso para corregir esta historia, daremos una mirada a cómo se ven hoy en día el problema y su solución. El origen de las especies Fundamentalmente, el problema de la especiación trata de cómo una especie ancestral única puede dividirse en dos sin que el paquete genético incipiente se ahogue en el otro. Cuando llegó para nuestros ancestros y los de los chimpancés la división de los caminos, ¿cómo sé las arreglaron para separarse? Al fin y al cabo, hace algún tiempo eran hermanos y hermanas. ¿Por qué no siguieron entrecruzándose para seguir siendo uno, apretados en un abrazo mutuo? La selección natural no tiene ninguna razón para favorecer la especiación, ningu­ na razón para considerarla buena. Y sin embargo, si miramos hacia atrás podemos ver que es un hecho que las especies se han dividido, muchos millones de veces. Si no lo hubieran hecho, todas las plantas y animales serían una vasta especie (ni siquiera separada en animales y plantas). El problema es saber cómo se produjo esta división. Los darwinistas modernos no suponen que la selección trate acti­ vamente de formar dos especies donde antes había una. La especiación se ve como algo en gran medida incidental, y la mayor parte del tra­

bajo de dividir poblaciones en especies incipientes ocurre meramen­ te por casualidad, casi siempre por un capricho de la geografía. La selección natural se considera sólo como algo que entra a jugar, si es que lo hace, en una etapa muy tardía, para aplicar los toques de per­ fección a lo que ya está casi completo. Imaginemos que pudiéramos tomar dos especies modernas es­ trechamente relacionadas entre sí y mirar su historia expandirse ante nosotros, retrocediendo en el tiempo hasta antes de que empezaran a dividirse. ¿Qué podríamos ver normalmente? Mientras estuviéramos mirando nuestro feliz grupo homogéneo entrecruzarse, el primer cambio que atraería nuestra atención sería el establecimiento de una barrera geográfica. Un río se ensancharía, haciendo que algunos ani­ males y plantas quedasen atrapados en un lado. Una cordillera o una montaña se volverían impenetrables. “ Un istmo angosto separa ya dos faunas marinas... supongamos que antes estuviera sumergido, y las dos faunas... se podían mezclar” (Darwin 1859, pág. 356). Unos cuantos animales podían verse transportados en una enmarañada balsa hecha de hojas y ramas navegando a lo largo de un pantano de manglares, hasta que por fin toca tierra lejos de sus compañeros. Darwin anotó que “no es raro que peces aún vivos sean arrojados a lugares distantes por los remolinos; y se sabe que los óvulos retienen su vitalidad por un tiempo considerable después de que los sacan del agua” (Peckham 1959, pág. 612). Las plantas pueden ser transporta­ das a islas distantes por la acción inconsciente de los pájaros; el cargador y su carga trasportados por los vientos a lo largó de grandes distancias, allende los mares. Darwin tuvo éxito al hacer germinar semillas recuperadas de los buches de los pájaros, de sus estómagos y de sus excrementos, a algunas de las cuales se las habían comido peces que los pájaros se habían comido después -tam bién examinó la cantidad de tierra que podía quedar adherida de las patas de un pá­ jaro- y concluyó que “los pájaros no pueden dejar de ser medios alta­ mente efectivos en el transporte de semillas” (Darwin 1859, pág. 361; véase también págs. 361-3). También encontró que algunas semillas, especialmente si estaban secas, podían flotar sobre el agua marina por un tiempo suficiente para que las llevaran a través de anchos océa­ nos, y así germinar, a pesar de su inmersión, y algunas especies, que habrían muerto en el agua salada en pocos días, podían, sin embargo, viajar sin peligro en el cadáver flotante de algún animal: “algunas que tomé del excremento de una paloma, que había flotado en agua artificialmente salada durante treinta días, para mi sorpresa germi-

naron casi en su totalidad” (Darwin 1859, pág. 361; véase también págs. 358-61). Darwin descubrió que unos caracoles de agua dulce recién salidos del huevo se aferraron con tenacidad a las patas de un pato y sobrevivieron allí, fuera del agua, hasta por veinticuatro horas: “En este lapso de tiempo un pato o un avispón pueden volar al menos seiscientas millas, y es seguro que aterricen en un charco o riachuelo, si vuelan a través del mar hasta una isla oceánica o a cual­ quier otro punto distante” (Darwin 1859, pág. 385). Pero las barreras geográficas no necesariamente tienen que ser distancias heroicas o colosales montañas. Para un animal pequeño o no muy móvil, una pequeña separación física podría ser suficiente, una brecha de nueve metros, infranqueable entre dos árboles, tal vez incluso el mundo extraño, del envés de una hoja. Algunas de estas barreras, hay que admitirlo, deben su existencia a acontecimientos improbables y extraños. Pero esto no es obstáculo para la especiación. Porque tales acontecimientos no necesitan suceder a menudo. Una sola ocurren­ cia podría ser suficiente. Entonces, como dijo Darwin, “a lo que se llama medios accidentales... debería llamarse más apropiadamente medios ocasionales de distribución” (Darwin 1859, pág. 358). Un sólo pájaro zarandeado por la tormenta, una sola erupción volcánica, podrían afectar profundamente el curso de la especiación, separan­ do lo que eran parejas potenciales, dividiendo el paquete genético de manera arbitraria. La historia ha llegado al fin de la primera etapa: nuestra especie, que inicialmente se procreaba entre sí, ha sido dividida en dos o más fragmentos. Pero sigue siendo una especie. Entonces, ¿qué es lo que causa las diferentes evoluciones, el desarrollo gradual de formas dis­ tintas? Aquí, otra vez, el taller de la naturaleza ofrece una elección. El azar puede hacer un impacto. Advertíamos, cuando mirábamos el papel del azar en la evolución, que este tipo de colonización capri­ chosa muy probablemente no llegará a ser una réplica en miniatura de la especie parental. Lo más probable es que los genes del fragmen­ to fundador van a ser alguna muestra sesgada del paquete genético original, aquellos genes que, por casualidad, resultaron separados por la intrusión de la barrera. Y el azar también puede desempeñar un papel después de la colonización inicial; como lo hemos visto tam­ bién, a través de la deriva genética -pues los genes de cualquier ge­ neración no son seleccionados por el muestreo no aleatorio de la selección natural de la generación previa, sino por un error en el muestreo-. Entonces, sucede que los grupos de fundadores y de pa­

dres pueden muy bien estar en diferentes ambientes -m ás secos, más cálidos, con más viento- y así estar sujetos a presiones selectivas dife­ rentes. La más importante de tales diferencias ambientales, como Darwin a menudo decía, son los demás organismos: “Hay que tener en cuenta que las relaciones mutuas de los organismos con los otros son de la mayor importancia... en diferentes regiones sobrevienen, independientemente de sus condiciones físicas, condiciones de vida infinitamente diversificadas; habría casi infinito número de acciones y reacciones orgánicas” (Darwin 1859, pág. 408); existe un “error firmemente arraigado... en la consideración de que las condiciones físicas de un país son el factor más importante de los que afectan a sus habitantes...; me parece que es innegable que los otros morado­ res, con los cuales cada uno tiene que competir, es un elemento del éxito al menos tan importante, y por lo general mucho más” (Darwin 1859, pág. 400). Ésta es la razón por la cual las islas, expuestas a climas extraños, contraídas a partir de una geología extraña, y sobre todo habitadas por criaturas extrañas, son a menudo verdaderos centros de creación: una “riqueza de formas endémicas... pocos habitantes, pero de ellos un gran número... endémicos o peculiares” (Darwin 1859, págs. 396-409). Entonces, el cuadro del final de la segun­ da etapa de la historia es de dos o más formas que divergen lentamen­ te, en las que la separación física evita entrecruzamientos, e impide por lo tanto que se borren sus diferencias cada vez mayores. Pero, ¿cómo se convierten los grupos en entes incapaces de entrecruzarse? ¿Cómo se convierten en dos especies diferentes? Una cosa que podría suceder es que los paquetes genéticos divididos evolucionaran tan lejos entre sí que los grupos de genes se volvieran incapaces de trabajar juntos para programar el desarrollo de un embrión viable. Otra posibilidad es que se las arreglen para formar un embrión, pero que éste resulte ser estéril: una “muía”. Por qué tales híbridos son perfectamente viables y aun así estériles es algo que todavía sigue siendo un misterio. En algunos casos la esterilidad puede ser causada por el problema de manufacturar gametos a partir de cromosomas derivados de padres muy diferentes; las células del cuerpo de la muía contienen cromosomas de caballo y cromosomas de burro intactos y los tiene que juntar para hacer gametos de muía. Cualquier paquete genético geográficamente aislado, a medida que pasa el tiempo acumulará las reorganizaciones idiosincráticas propias de su material cromosómico; las inversiones de una parte de los cromosomas y las traslocaciones de las otras partes del genoma se

tolerarán o incluso se animarán por medio de la selección natural. Las diferencias resultantes entre los cromosomas de poblaciones se­ paradas pueden volverse tan amplias que, como efecto secundario, las dos clases de cromosomas no encajarán en la meiosis. De estos dos resultados -la total interesterilidad, de la que no resulta ningún tipo de descendientes, o la parcial, de la clase que produce “muías”- , el éxito “parcial” es el peor destino. El “fracaso” total es más aceptable, porque una clara esterilidad desperdicia poco esfuerzo paternal; mientras mayor “el fracaso” mejor, pues las fallas más económicas son las uniones que, como los intentos de unir los cromosomas de humanos con los de otros animales, nunca comienzan en realidad. La naturaleza es menos obsequiosa cuando ofrece una barrera tan escasa que le permite a los padres producir descendientes viables y colmarlos de recursos, sólo para ver que sus esfuerzos terminan en esterilidad híbrida, el río al que aspira su plasma germinal represado para siempre en el callejón sin salida de una muía. Supongamos ahora, para finalizar esta historia, qué las barreras geográficas desaparecieron y aquellos dos grupos que más o menos no procrean entre sí, que son más o menos infértiles, se mezclaron. En este punto su interesterilidad podría dejar de ser incidental. La selección natural podría repentinamente interesarse en ella. Ahora podría volverse importante prevenir la procreación de los grupos, de manera que los individuos no desperdiciaran sus esfuerzos repro­ ductivos en abortos de embriones, muías o algo por el estilo. Podría haber presión selectiva para formar barreras completas a la interprocreación, para refuerzo de los mecanismos de aislamiento. La selección natural podría trabajar para perfeccionar las barreras que ya hubiesen surgido sin su ayuda directa, y aprovechar cualquier barrera nueva que resultara de modo accidental. Las diferencias en las preferencias de párejas, en los tiempos de apareamientos no sincronizados, en las elecciones divergentes de hábitat, en la infertilidad baja, en el aborto espontáneo, todo podría pasar por el molino de la selección. La selección natural podría buscar activamente evitar el flujo de genes entre estos dos grupos y la esterilidad interespecífica podría ser una de las maneras de lograrlo, la barrera final contra la interprocreación, cuando todas las otras defensas hubieran fallado. La selección natural, sin duda alguna, podría en principio hacer todo esto. La mayor parte de los darwinistas están de acuerdo en que el refuerzo por medio de la selección natural es teóricamente posible. Sin embargo, en épocas recientes algunos han discutido el punto de vista ampliamente soste­

nido de que la selección suele actuar de este modo (v. gr. Barton y Hewitt 1985, particularmente págs. 121,137). Ésta es una historia que veremos. Es una especiación en donde las barreras geográficas desempeñan un papel crucial (con o sin re­ fuerzo posterior por parte de la selección natural). La especiación alopátrica (“en otro lugar” ) es su nombre. Los darwinistas modernos se han puesto de acuerdo en que ha sido un proceso vital en la especiación de la mayor parte de los grupos. Más controvertida es la idea de algunos darwinistas de que la especiación simpátrica (“en el mismo lugar” ) también ha sido significativa. En esta última, las ba­ rreras iniciales contra la interprocreación no son geográficas (aunque algunas de las barreras más débiles que hemos llamado geográficas, como los dos lados de una hoja, podrían estar incluidas aquí). El caso más claro ocurre en las plantas, cuando el aislamiento reproductivo instantáneo ocasionalmente surge por la repentina duplicación de los cromosomas -llamada poliploide- en los híbridos. De otra manera estos descendientes de híbridos habrían sido estériles. Pero con la duplicación de sus cromosomas (de dos (diploides) a cuatro (tetraploides) o, más, generalmente, a cualquier número mayor de dos (poliploides)) se vuelven capaces de procrear el uno con el otro, pues cada cromosoma tiene un socio con el cual aparearse en la meiosis. Al mismo tiempo son estériles con su especie de origen. Cuando esto ocurre la naturaleza puede anunciar el nacimiento inminente de una nueva especie. Las dalias, las ciruelas, los castaños florecidos, las fram­ buesas, el nabo y otras muchas especies de plantas surgieron de este modo. La primavera Prímula kewensis -e l descendiente híbrido poliploide de la P. verticillata y la P. floribunda- es un ejemplo famoso. En los animales, empero, rara vez, o quizás nunca, surgen espe­ cies nuevas por poliploidia. En ellas, la especiación simpátrica puede resultar gracias a, por ejemplo, un cambio en los hábitos de alimen­ tación o de escogencia del lugar de procreación. Imaginemos una especie de insecto en el que, por medio de una mutación aleatoria, algunos individuos se volvieran capaces de extraer comida de una nueva planta. Si estos mismos individuos también prefirieran poner sus huevos en aquellas plantas y aparearse con individuos con las mismas inclinaciones, entonces la especie se iría dividiendo gradual­ mente. Por supuesto que sugerir la posibilidad aleatoria del origen de un nuevo genotipo que simultáneamente influyera sobre la capa­ cidad de la larva de crecer sobre una nueva planta alimenticia, sobre los hábitos de poner huevos y sobre las preferencias en el aparea-

miento del adulto sería, en palabras de John Maynard Smith, exigir un milagro (Maynard Smith 1958, pág. 225). Pero, lo aclara Maynard Smith, en realidad no se requieren milagros. Supongamos que cuando los adultos ponen sus huevos siguen la regla: escoja la planta comestible sobre la que usted fue criado. “En tal caso, las referencias de las hembras para poner los huevos serían transmitidas de gene­ ración en generación, del mismo modo como los idiomas se trans­ miten en nuestra propia especie: está determinado genéticamente que los seres humanos pueden aprender a hablar, pero no que deban aprender inglés en lugar de francés, o viceversa” (Maynard Smith 1958, pág. 226). Supongamos entonces que los miembros de una especie se aparean muy pronto después de haber emergido, de manera que tienen más probabilidades de emparentarse con individuos que habitan en el mismo tipo de planta. Entonces, la preferencia genéticamente determinada de comida y la ambientalmente más de­ terminada de postura de huevos y de decisiones sobre apareamiento se reforzarán mutuamente. La especie incipiente va a separarse de modo gradual. Una separación similar se puede imaginar por ejemplo en las aves, gracias a la influencia de la experiencia individual sobre el sitio del nido y sobre las preferencias individuales: “Para dar un ejem­ plo extremo, las palomas domésticas descendieron de las palomas zuritas... y las palomas de Londres a su vez descendieron de... las palomas domésticas. Sin embargo, las palomas de Londres perma­ necieron efectivamente aisladas de sus ancestros silvestres por su escogencia de los edificios en lugar de los arrecifes como sitios de anidaje. Con el tiempo, podrían muy bien evolucionar como especies distintas” (Maynard Smith 1958, pág. 227). En el modelo simpátrico, entonces, la selección natural puede tener el poder suficiente para acrecentar las diferencias adaptativas entre dos formas, aun cuando haya procreación entre ellas. Como efecto secundario, los grupos comienzan a divergir gradualmente, hasta que al fin empiezan a vol­ verse interestériles. En este punto, como con la especiación alopátrica, la selección adquiere interés en mantener formas separadas y asume un papel directo, en el que refuerza las fallas para interprocrearse, que incluyen la interesterilidad y convierte, por tanto, las dos formas en dos especies. Además de la especiación alopátrica y la simpátrica, existe una posibilidad intermedia. Las especies separadas pueden evolucionar a partir de poblaciones que, geográficamente hablando, no están ni separadas ni entremezcladas sino continuas. A ésta se la llama

especiación parapátrica (o semigeográfica, semisimpátrica o estasimpátrica). Las consideraciones a favor y en contra de esta posibilidad son muy parecidas a la de la especiación simpátrica. Vemos, entonces, que de acuerdo con la teoría moderna, la selec­ ción natural es indiferente a gran parte del proceso de especiación en general y al desarrollo de esterilidad interespecífica en particular. Esto se debe a que la división en especies de un grupo exitosamente interprocreado no ofrece beneficios para los individuos o para los genes. Si la selección interviene, no lo hace sino en los últimos estadios, cuando la ventaja individual está sobre el tapete. La selección natural podría, por supuesto, desempeñar un importante papel en la diver­ gencia adaptativa. Pero si lo hace, es la adaptación lo que le interesa; la divergencia es sólo un efecto secundario. Para la selección, la mayor parte de la especiación es sólo un subproducto no buscado de otras actividades. El darwinismo moderno no supone que la selección natural se preocupe mucho por la especiación como tal, que alguna vez trabaje activamente para plantar un seto entre las especies. Especiación para el bien mayor Las ideas sobre la especiación no fueron siempre tan claras. Durante el período darwinista del bienmayorismo, la imposibilidad de las especies de entrecruzarse se consideraba a veces “buena para la especie”. Desde este punto de vista, la esterilidad era la renuncia bondadosa y altruista a la reproducción, un sacrificio para el beneficio de la especie como un todo. Para aquellos cuya visión estaba entrena­ da para ver el bienmayorismo, parecía obvio que la selección ayudara a la esterilidad interespecífica. ¿No era mejor para cada especie man­ tener su integridad en lugar de mezclarse en una masa indiferenciada? ¿No era ventajoso a nivel de especie mantener los grupos enteramente separados, cada uno con sus propias adaptaciones, su propia manera de explotar su nicho particular? Si dos variedades estaban divergiendo, ¿no trabajaría la selección natural para el bien general de ambos lados, esforzándose por animar la división? Si surgía una nueva forma que podía usar un nicho ecológico desocupado, ¿no aprovecharía la na­ turaleza la oportunidad de especiación en lugar de permitir que la aspirante se cruzara, volviendo al pasado, a la especie paterna? Es cierto que algunos individuos podrían encontrarse a sí mismos invirtiendo tiempo y esfuerzo en un cortejo que no tendría respuesta, derrochando huevos o esperma en una unión poco exitosa, y aun

condenada, como un híbrido, a toda una vida de esterilidad. Pero estos sacrificios individuales traerían grandes beneficios para la especie. Tal era el pensamiento, bien fuera explícito o no, de numerosos darwinistas durante las décadas del bienmayorismo que permeó las ideas evolucionistas durante buena parte de este siglo. Yo realicé un vistazo de cómo influyó esta manera de ver las teorías de la especiación cuando le pregunté a W. D. Hamilton su opinión sobre los puntos de vista actuales. El asunto particular que le pregunté vendrá más tarde, porque primero debo contar otra historia. El asunto general tenía que ver con el refuerzo de los mecanismos de aislamiento -el pro­ blema de cuáles mecanismos es capaz de aplicar la selección natural cuando se rompen las barreras geográficas que antiguamente sepa­ raban a dos especies incipientes-. Resultó ser que había puesto el dedo en la misma llaga que había inducido al profesor Hamilton a escribir su primer trabajo para publicación. Cuando era un estudiante de pregrado, a final de la década de 1950, le habían recomendado leer los libros de actualidad sobre el tema. Allí había encontrado una cantidad de mecanismos de aislamiento agrupados, sin distingos en­ tre lo adaptativo y lo incidental, entre los mecanismos que podrían haber sido fruto de la selección natural y los que estaban fuera de su alcance. Se dio cuenta entonces de que veía el ecumenismo indiscriminado propio de la manera de pensar del bienmayorismo. No importaba que, por ejemplo, la esterilidad híbrida no fuera ven­ tajosa para el híbrido o para sus padres o para cualquier individuo identificable. Si servía a algún bien de un nivel mayor, como de mane­ ra vaga y a menudo inarticulada se creía comúnmente que lo hacía, entonces era una ventaja suficiente. La selección natural promovería la esterilidad híbrida porque era una manera de mantener las es­ pecies separadas, y mantener las especies así era bueno para ellas. Fue una revista, New Biology, del profesor de botánica de Belfast, J. Heslop-Harrison (Heslop-Harrison 1959), lo que finalmente movió a Hamilton a expresar sus dudas. Por desgracia, este estudiante univer­ sitario demasiado iluso no sabía que New Biology, publicaba artículos por encargo, y nunca publicaron su trabajo. Por fortuna, sin embargo, mantuvo el manuscrito y tuvo la bondad de buscarlo cuando habla­ mos sobre él. Se destaca como un testigo elocuente de la prevalencia del bienmayorismo en la época. Existe, escribió Hamilton,

LA

P R O C R E A C I Ó N

T R A S

B A M B A L I N A S

una distinción fundamental en el término [mecanismos de ais­ lamiento] que rara vez se hace... Un M. A. (de aquí en adelante usado como abreviación de “mecanismo de aislamiento” ) que opera por falta de atracción sexual puede ser una clase completamente diferen­ te de fenómeno de un M. A. que opera por medio de la esterilidad híbrida y ambos no pueden ser clasificados como equivalentes, a menos que se esté seguro que su naturaleza es la misma.

La preferencia sexual podría ser moldeada por medio de la selección: “depende simplemente de la desventaja selectiva donde se encuentran los ‘híbridos’ : si ésta es suficientemente aguda ocurre una. fisión de la especie por medio de una selección real de cualquier característica que lleve a una menor probabilidad de que se formen los híbridos”. La esterilidad híbrida, sin embargo, debe ser accidental, aunque podría instigar la selección por la preferencia sexual: este fenómeno [selección para la preferencia sexual]... es... dife­ rente del fenómeno de la esterilidad híbrida que a veces se observa cuando se reencuentran especies alopátricas... [La esterilidad híbrida] es su antecedente, que le da condiciones ideales para la evolución de un mecanismo que evite el apareamiento. Porque como Fisher seña­ ló: “el error más craso de preferencia sexual que podemos concebir que cometa un animal sería aparearse con una especie diferente de la suya y con la cual los híbridos son, o bien infértiles o... se encuentren en una desventaja tan seria que no dejen descendientes”.

Creer que la esterilidad híbrida es una adaptación es un error del análisis a nivel de población: “Es cierto que la esterilidad híbrida de hecho previene del intercambio de genes, pero el hecho de que lo haga debe considerarse como bastante fortuito, a no ser que estemos dispuestos a considerar las subpoblaciones mismas como cuerpos reproductivos y a la selección, como algo que discrimina entre ellas, preservando a los más aptos”. Y sin embargo, aunque estas dos clases de mecanismos de aislamiento se produzcan de modos tan diferentes, “por lo general se clasifican como equivalentes (por ejemplo, en la clasificación que Dobzhansky expuso en Genetics and the Origin of Species, y en la adaptación de ella hecha por Stebbins). El último número de New Biology en ninguna parte las distingue de modo ex­ plícito”. Y Hamilton cita la siguiente frase del artículo que fue su catalista (agregándole su propio énfasis): “ la selección favorecerá el

establecimiento de una barrera de interprocreación como tal, puesto que ésta protegerá los complejos de genes adaptativos de las dos pobla­ ciones”. Esto, objeta, hace parecer como si la selección estuviera interesada en el bienestar de las especies: “ la conjunción ‘y’ tal vez sería más apropiada en este caso. Es precisamente en donde se trata de las ideas de raza y aptitud de las especies que las maneras teleológicas de pensar tienden a salirse de su curso”. ¿Cómo, entonces, podemos distinguir entre aquellos mecanismos de aislamiento que podrán ser obra de la selección natural (a los que sugiere llamar artificios de aislamiento, A. A.) y los que no? La respues­ ta, dice Hamilton, es mantenernos centrados en las ventajas repro­ ductivas para los individuos. Tomemos, por ejemplo, la progresión en mecanismos de aislamiento que van desde la esterilidad híbrida hasta las preferencias para el apareamiento. La esterilidad no puede ser resultado de la selección natural, y en cambio las preferencias sí lo pueden ser. Y sin embargo, la progresión es en apariencia suave: ¿Guales M. A. pueden posiblemente ser usados como A. A.?... La esterilidad de la progenie híbrida es una característica que no puede de ninguna manera ser ventajosa para un individuo de una subespecie, aunque podría serlo para una subespecie en conjunto. Y sin embargo, la esterilidad de Fi’, la muerte prematura de Fi, el no desarrollo de un cigoto, una falla de la penetración en el tubo del polen, forman una serie de pasos que llevan, al fin y al cabo, a las fallas en la atracción sexual entre miembros de diferentes subespecies en el caso de los animales, o de la polinización por diferentes insectos, en el caso de las plantas.

Es concentrándonos en el beneficio reproductivo individual como podemos precisar el punto en el que se divide la serie, la ruptura entre lo adaptativo y lo incidental: Es muy probable que estos últimos fenómenos [fallas en la atrac­ ción y en la polinización] sean A. A.: desde el punto de vista del valor reproductivo los primeros en las series son catástrofes, mientras en éstos no hay detrimento de ninguna clase, o casi ninguno, siempre y

*

Fi es la primera generación filial, la descendencia de un cruce de plan­

tas o animales de una generación parental de líneas puras (pl).

cuando las parejas o los polinizadores sean abundantes. En alguna parte parece haber ocurrido una disyunción y por regla general será en el punto donde un individuo se compromete tanto en realizar una unión desaconsejada que reduce las expectativas de ser repre­ sentado por descendientes de generaciones futuras distantes.

Este punto dependerá de los hábitos reproductivos de la especie: Una planta polinizada por el viento inevitablemente diseminará su polen en toda clase de estigmas además de aquellos de su propia especie, pero, puesto que el proceso de hacerlo es bastante aleatorio, el polen que aterriza en ellas no tiene más valor reproductivo despil­ farrado que el polen que aterriza sobre el suelo, pues todo se permite en una producción abundante. Pero si vina de las plantas polinizadas de esta manera se compromete con cualquiera de su limitado número de óvulos en el desarrollo de esta estimulación, podría reducir seria­ mente su expectativa de tener una descendencia fértil. Pero, otra vez, si la incompatibilidad fuera tal que el embrión estuviera destinado a morir en una etapa temprana, y si el ovario contuviera más óvulos de los que pudiera volver semilla en caso de ser todas fertilizadas, entonces la planta no perdería valor reproductivo. Bajo estas circunstancias podría surgir un A. A. que trabajara matando los embriones prematuros. Así mismo una flor que establece múltiples* aquenios podría probablemente darse el lujo de dejar que algunos se degeneraran sin que decreciera su producción total de semillas. Similar podría ser el caso de un árbol cuyas semillas germi­ naran en grandes números en un vecindario cercano; aquí, otra vez, las semillas menos aptas (y las híbridas) podrían morir sin afectar el valor reproductivo del árbol. Pero si las semillas fueran dispersadas de tal manera que la competencia por la luz y el suelo se diera con semillas de otros árboles de la misma especie, entonces sí sería una verdadera pérdida para su padre si con su muerte la semilla híbrida le diera su lugar a una no relacionada. En consecuencia lo tardío de la etapa en la que un A. A. puede operar se determina por las circunstancias de reproducción que pertenecen a la especie en cuestión. Con el caso de la planta polinizada

* Aquenios o frutos secos que contienen una sola semilla

LA

GRAN

DIVISIÓN

DE LA

SELECCIÓN

por el viento de que hablábamos uno puede comparar el de la orquí­ dea, en la que sería desastroso entregar la polinización a un insecto que volara a las flores de otra subespecie: en este caso uno podría esperar que operara un A. A. en la etapa de la atracción del insecto.

Es claro, entonces, que no hay un puntó universal único en la secuen­ cia de reproducción en donde la selección detenga la aplicación de los mecanismos de aislamiento. Las decisiones de la selección natural dependerán de los costos de los futuros padres, y sobre todo de los costos de oportunidad. Éstos pueden muy bien diferir de especie en especie, entre macho y hembra, incluso en el mismo individuo en diferentes etapas de su carrera reproductiva. ¡Si se les hubiera hecho caso a tales ideas! Los darwinistas se hi­ cieron conscientes de la necesidad de entresacar lo adaptativo de lo incidental en los mecanismos de aislamiento. Pero el intento de ha­ cerlo los enredó en concepciones erróneas nuevas. Varios de ellos, retirándose demasiado hacia atrás para no caer en la trampa de la “especiación es altruista”, aterrizaron en otro precipicio. Si hemos de entender las soluciones de Darwin y en particular las de Wallace para el problema de la esterilidad interespecífica, y lo que es más, los jui­ cios de los biológos e historiadores de hoy sobre estas soluciones, primero necesitamos entender - y clarificar- estos errores. Éste es el tema de nuestra próxima sección La gran división de la selección: ¿El apareamiento o el destete? Una idea extraña se pavonea en la bibliografía sobre especiación, y lo ha hecho desde comienzos de la década de los años sesenta. Es la idea de que la selección natural puede aplicar mecanismos de aisla­ miento antes del apareamiento, pero que no tiene poder sobre los posteriores. Un mecanismo de preapareamiento es, por ejemplo, la selección de la procreación en diferentes estaciones o en diferentes lugares; la falla en la atracción sexual entraría aquí. Un mecanismo de postapareamiento sería, por ejemplo, el rechazo a un feto no via­ ble; la esterilidad híbrida podría estar ubicada aquí. Desde este punto de vista, entonces, la selección puede favorecer una inclinación pobre a aparearse, pero no una “ inclinación pobre” a retener un embrión cuyo destino sea la esterilidad; puede favorecer una tendencia a pre­ ferir una llamada de apareamiento sobre otra, pero no una tendencia a preferir un descendiente sobre otro.

Pero en la práctica, como lo hemos notado, la selección natural puede no tener efectos detectables. N. H. Barton y G. M. Hewitt han sostenido que: “a pesar de la popularidad de la idea de que la selec­ ción puede incrementar... el aislamiento de las zonas híbridas, hay notablemente poca evidencia de tal aplicación. Sólo podemos encon­ trar tres casos plausibles” (Barton y Hewitt 1985, pág. 137). Uno de los ejemplos que aceptan tiene que ver con dos especies de un sapo de boca pequeña, Microhyla olivacea y M. carolinensis, de los EE.UU. (Blair 1955). Las llamadas para aparearse de las especies eran por lo general muy semejantes. Pero en las áreas donde se encuentran, hay una “divergencia sorprendente” en las formas puras (Blair 1955, pág. 478). En estos lugares las llamadas de la M. olivacea tienen un tono más alto que las de la carolinensis, en promedio casi el doble de la longitud del esfuerzo de su vecino, y también comienza con un sonido distintivo, que la olivacea nunca usa. De hecho, la olivacea está tan transformada en las zonas donde coexisten, que “la llamada de la olivacea de Arizona se parece a la de carolinensis más que a la olivacea de Texas y Oklahoma [que quedan en las zonas donde coexisten o cerca de ellas]” (Blair 1955, pág. 474). Éste es un ejemplo prototípico. La mayor parte de los darwinistas presuponen que es típico. Sin em­ bargo, independiente del hecho de que la mayor parte de los darwi­ nistas tengan o no la razón, por el momento no nos preocupa lo que la selección hace en realidad. Nuestra preocupación en este momento es con lo que podría hacer, en principio: ¿Podría aplicar mecanismos de postapareamiento tanto como de preapareamiento una y otra vez? La bibliografía nos dice que no lo puede hacer. Aquí, por ejemplo, tenemos a John Mecham a comienzos de 1960: hay una buena razón para creer que los mecanismos de postapa­ reamiento, si es que existen, son rara vez establecidos o intensificados por medio de la acción de la selección natural. Existe considerable desacuerdo en la bibliografía con respecto al significado de la selec­ ción natural en lo que atañe a los mecanismos de aislamiento repro­ ductivo, lo que se debe, al menos en parte, al hecho de que no se han comprendido con claridad las diferencias tajantes en la significación adaptativa de los mecanismos de postapareamiento y preapareamiento. De acuerdo con la teoría propuesta por Dobzhansky (1940 y en otras partes) y basada en Fisher (1930), si se da cualquier grado de hibridización entre dos formas diferentes, es más probable que los factores hereditarios que promueven los apareamientos intra-

específicos (en oposición a los interespecíficos) se perpetúen (para ser seleccionados). Esto se debe al hecho de que la progenie produci­ da al cruzar diferentes genotipos integrados es probablemente infe­ rior, desde el punto de vista adaptativo, en la mayoría de los casos a los tipos de padres puros, por lo que es menos probable que sobrevi­ van los genes que se gastan en la producción de híbridos. De ahí se sigue que, bajo estas condiciones, los mecanismos de aislamiento re­ productivo entre especies se intensificarían por medio de la acción de la selección natural en zonas donde coexisten. Un punto impor­ tante que generalmente pasan por alto (tanto Dobzhansky como los demás) es que los mecanismos de aislamiento del postapareamiento no pueden reforzarse por medio de tal proceso, porque de ninguna manera actúan de modo que promuevan los apareamientos homocigóticos, en oposición a los heterocigóticos. La teoría, por tanto, es aplicable sólo a los mecanismos de aislamiento del preapareamiento. ...los factores hereditarios que aumentan el aislamiento reproductivo tendrán un valor de supervivencia superior a aquellos que no lo hagan, en los casos donde ocurra algún tipo de hibridización natural. Esta teoría cubre cualquier mecanismo de aislamiento de preapareamiento... pero... no se puede aplicar a los mecanismos de aislamiento del postapareamiento, ninguno de los cuales favorece los apareamientos intraespecíficos sobre los interespecíficos (Mecham 1961, págs. 43-4,50). Si nos vamos a la década de 1970 encontramos a Theodosius Dobz­ hansky, el eminente genetista evolucionista que Mecham citaba, que quizás había tomado estas palabras al pie de la letra: “ Los mecanismos de postapareamiento tales como la no viabilidad y la esterilidad híbridas son productos de la divergencia genética: los de preaparea­ miento se efectúan por la selección natural para que mitiguen o eli­ minen las pérdidas de aptitud que resultan de la hibridización de formas genéticamente divergentes y diferencialmente adaptadas” (Dobzhansky 1975, pág. 3640). En la década de 1980, Murray Littlejohn, én una reseña amplia del aislamiento reproductivo dijo que sólo los mecanismos de aislamiento reproductivo de preapareamiento “son susceptibles de dirigir la acción de la selección natural al efecto de aislamiento per se” (Littlejohn 1981, pág. 300). (Sin embargo* este punto de vista no es universal (véase v. gr. Coyne 1974; Grant 1966, pág. 100,1971, pág. 180).)

Esta posición es exactamente opuesta a la que sirvió de acicate a Hamilton. Encontraba éste que a la selección natural, en el nombre de un bien mayor, se le daba el crédito de tener capacidades absurdas para una fertilidad muy precisa en cualquier punto, llegando incluso a esterilizar a los híbridos o a los descendientes híbridos. Pero ahora, en esta distinción de preapareamiento y postapareamiento, encon­ tramos que a la selección natural, por el contrario, le adjudican de­ masiado poco control, y se presume que su influencia termina en el encuentro de un óvulo y un espermatozoide. Veremos que esto fue un látigo contra las explicaciones de lo bueno para la especie, un intento de desalojar su noción vaga y demasiado ambiciosa de los poderes de la selección. El propósito de estos críticos fue distinguir entre los mecanismos de aislamiento reproductivo que podrían ser resultado de que la selección natural en acción actuara a nivel del individuo y los que no lo eran. Pero su solución estaba errada. La selección natural no reconoce ninguna distinción entre el pre y el postapareamiento. Sin duda, es mucho menos eficiente poner barreras para el postapareamiento que prevenir el apareamiento, como primera medida. Sin embargo, la selección natural bien podría deci­ dir que aun una barrera ineficiente es preferible a permitir que el peso muerto o la posible esterilidad sigan su curso. Llegado el caso, la selección bien puede animar el aborto de un embrión híbrido de baja fertilidad si al hacerlo libra a la madre para encontrar una pareja que pueda dotarla de nietos. ¿Para qué llevar a una muía a término si mejor podría procrear un hijo o una hija fértil? Mejor abortarla o que muera antes del destete, que gastar recursos que podrían caer en terreno más fértil. Por supuesto, la selección natural podría haber tenido un mejor desempeño si hubiera evitado que ocurriera la infe­ liz unión. Pero como un cigoto poco promisorio se desliza a través de la red de otras barreras, la selección podría seguir actuando en lugar de quedarse por ahí ociosa. Hay que admitir que es difícil imaginar cómo pudo la selección natural llegar tan lejos en esta dirección, de manera que favoreciera la esterilidad híbrida. Tal teoría tendría que suponer una combinación improbable de circunstancias. Si, por ejem­ plo, los hijos de mi descendiente híbrido fértil fueran estériles (lo que se llama rompimiento del híbrido), pero compitieran con los nietos no híbridos, y si, de una u otra manera, yo tuviera el poder de manipular la fertilidad en mis descendientes, entonces la esterilidad híbrida bien podría ser una adaptación: los genes de padres manipu­ ladores serían favorecidos sobre los genes de padres que permiten

que todos sus nietos, estériles y fértiles, luchen por los mismos re­ cursos limitados. Pues bien, éste es un caso absurdo. Pero ilustra la moraleja: si estamos buscando el punto de corte de la selección, la distinción entre preapareamiento y postapareamiento es irrelevante y no lleva a ninguna parte. La distinción correcta es pre y pos destete, donde destete significa cualquier inversión paternal. Es aquí donde está la gran división. En una alternativa, la selección natural podría actuar para ahorrarles costos a los padres; en la otra, se queda impo­ tente. Yo quedé perpleja cuando vi aparecer esta distinción espúrea. ¿Qué yacía tras ella? Ésta fue la pregunta que le formulé al profesor Hamilton. Entonces, cuando me contó cómo había llegado a escribir su trabajo no publicado, me di cuenta de que la confusión había surgido de una reacción contra el bienmayorismo. El análisis que se encuentra en la bibliografía de hoy es un remanente de aquella reacción. Las críticas estaban erradas, eran una reacción extrema. Pero este residuo, sin embargo, sobrevivió hasta convertirse en el darwinismo del gen egoísta de hoy. Lo que sucedió fue lo siguiente. La idea del mecanismo de aisla­ miento viene de atrás, cómo veremos, desde el darwinismo del siglo xix. Pero fue Dobzhansky, en su clásico Genetics and the Origin of Species, quien expuso la idea de modo sistemático y le aseguró su lugar en la síntesis moderna, al producir una obra muy famosa ya y una categorización muy citada (Dobzhansky 1937, primera edición, págs. 228-58). Y, sin embargo, mostró escaso interés en cuáles de es­ tos mecanismos podrían ser adaptaciones y cuáles seguramente sólo productos secundarios incidentales de divergencia durante la separa­ ción geográfica; de hecho, sólo una vez menciona explícitamente la selección (Dobzhansky 1937, primera edición, pág. 258). Fue en un trabajo varios años después cuando aceptó la necesidad de considerar el papel de la selección natural, la necesidad de distinguir lo que podía ser seleccionado de lo que tenía que ser incidental. (Dobzhansky 1940) Las ediciones siguientes de su libro reflejan el cambio: compa­ remos “El origen del aislamiento”, págs. 254-8 en la primera edición, con el “Origen de los mecanismos de aislamiento”, págs. 280-8, en la segunda y “El aislamiento reproductivo y la selección natural”, págs. 206-11, en la tercera. El punto de vista normal de la especiación, decía en su trabajo, es que las barreras del aislamiento se acumulan sólo como efectos secundarios. Pero la divergencia casi nunca sería sufi­ ciente para producir aislamiento reproductivo: éste tendría que ser

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función de la selección natural. “ El problema básico”, entonces, “es qué tan frecuentemente y hasta qué punto pueden los mecanismos de aislamiento ser considerados subproductos adaptativos que surgen sin la intervención de los procesos selectivos especiales” (Dobzhansky 1940, pág. 320). Esto hacía surgir la pregunta de por qué la selección podría querer el aislamiento. A ella respondió: “Cada especie, género y probablemente cada... raza geográfica es un complejo adaptativo que encaja dentro de un nicho ecológico un poco distinto de aque­ llos ocupados por otras especies, géneros y razas” (Dobzhansky 1940, pág. 316); la hibridización pone en peligro la integridad de estos com­ plejos adaptativos. Ahora bien, no está claro si Dobzhansky pensaba a un nivel individual o a uno mayor. Pero para los darwinistas que trabajaban con las ideas vagas de seleccionismo grupal, tal manera de hablar podía haber estado preñada de ambigüedad. Ya hemos encontrado “complejos adaptativos” en el artículo que Hamilton critica. A continuación tenemos a John Moore, a mediados de la década de 1950, en su “punto de vista como embriólogo del concepto de especie”, explicando que, contrario a lo que toma como la tesis de Dobzhansky, la selección natural podría no estar siempre interesada en los mecanis­ mos de aislamiento porque no siempre son buenos paralas especies: no debemos suponer que el gasto de gametos siempre sea una desventaja para la especie. Hay unos casos especiales donde el despil­ farro de gametos podría ser una verdadera ventaja para la población global. Como caso hipotético consideremos una especie Cuyo número se mantiene a raya por los depredadores y por el alimento disponi­ ble. Si la fuente de depredación se retira, entonces va a haber más competencia por el alimento disponible. En algunas especies una competencia fuerte puede producir un 100% de mortalidad. En esta situación un poco de derroche de gametos sería ventajosa (Moore 1957, pág. 336).

En este contexto expresó Mecham su distinción de preapareamiento y postapareamiento. Buscaba cortar de tajo la proliferación de meca­ nismos de aislamiento que se le atribuían a la selección natural, con el fin de seleccionar con más cuidado qué podría hacer en realidad la selección individual y qué no. El fin último era, al parecer, eliminar los planteamientos de seleccionismo grupal. Y en la mente de algunos darwinistas, así fue, ciertamente, como llegó a verse. Dobzhansky, por ejemplo, dijo en 1970:

El que los mecanismos de aislamiento de postapareamiento se puedan aplicar por medio de la selección natural es... un problema abierto. Si la progenie de los híbridos es inferior en aptitud, parece­ ría ventajoso, para la especie a la que atañe, prevenir la hibridización, bien sea por medio del aislamiento de preapareamiento o, de fallar éste, por mecanismos de postapareamiento tales como la no viabili­ dad o la esterilidad de los híbridos Fi. Teóricamente la selección grupal podría producir tal resultado. Sin embargo, dado que la eficiencia de la selección grupal es baja con relación a la selección de genotipos individuales, es dudoso que de esta manera surjan con frecuencia mecanismos de aislamiento (Dobzhansky 1970, pág. 382).

Las falacias que generaron la distinción entre preapareamiento y postapareamiento como línea divisoria de la selección nos son cono­ cidas ya. La primera, que encontraremos más tarde con Darwin y Wallace, es la incapacidad de apreciar los costos y, más notablemente en este caso, los costos de oportunidad. Para la selección natural el juego nunca debió haber terminado mientras hubiera un gasto que se pudiera ahorrar en esfuerzos reproductivos adicionales. Y, en prin­ cipio, tales costos de oportunidad podrían presentarse aun al comien­ zo mismo del “destete”. Por mucho tiempo, alimento y energía que gastara un padre en un hijo o hija estériles, a este padre podría irle mejor si abandonara a quien tuviera a su cargo que si perseverara en su cuidado, si con ello el tiempo, el alimento y la energía le quedaran a los hijos fértiles. Esto, hay que admitirlo, sería una manera des­ pilfarradora de proceder, pero menos despilfarradora que caminar laboriosamente, dejando pasar oportunidades reproductivas más prometedoras. La segunda falacia surge del pensamiento centrado más en el individuo que en el gen. De acuerdo con un adagio de la escuela de pensamiento de preapareamiento versus postapareamiento, la selección natural tendría que actuar sobre la generación de los pa­ dres (v. gr. Murray 1972, pág. 81). En un punto de vista centrado en el individuo, es fácil pasar de ahí a la idea de que la selección natural tiene que actuar sobre los padres mismos, no sobre los descendientes híbridos y ni siquiera sobre el feto. Otro dictado dice que la selección natural está pendiente de evitar “el desperdicio de gametos” (v. gr. Mecham 1961, pág. 43). De nuevo, es fácil caer en la idea de que una vez se fertiliza un gameto su destino está sellado, y que la selección natural no puede tener más interés. No estoy segura de la razón por la cual, dentro de todo el esfuerzo reproductivo, se encumbra a los

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gametos de tal manera. Pero es claro que se podría escoger una perspec­ tiva más razonable si se hubiera criticado el bienmayorismo desde un punto de vista centrado en el gen, en lugar de centrado en el padre. Y lo mismo es cierto de otra transmutación conceptual: pasar de la idea de que la selección natural trata de evitar “el derroche del po­ tencial reproductivo” (v. gr. Mecham 1961, pág. 26) a la idea de que en el momento crucial de la fertilización, aquel potencial está fijo para siempre y que la influencia de la selección natural sobre él ha llegado a su fin. El problema de Darwin y Wallace Busquemos “esterilidad” en el índice de Ernst Mayr en la primera edición de £/ origen, y después, en el propio índice de Darwin para la misma edición y encontraremos una diferencia diciente. Mayr nos dirige a los “mecanismos de aislamiento” (Darwin 1859, pág. 501). El índice de Darwin parece más el manual para un reproductor: la esterilidad en los híbridos, las leyes y causas de la esterilidad, las condiciones que la inducen (Peckham 1959, pág. 813). En el índice de Mayr, la “esterilidad” tiene que ver con la especiación, con el origen de las especies, tal como la entendemos hoy en día. Para el Darwin de 1859, sin embargo, el propósito de este capítulo sobre la esterilidad era argumentar contra el creacionismo separado, contra el punto de vista antievolucionista de que las especies le deben su origen a la in­ tervención divina. Su interés no se centraba en los mecanismos de aislamiento ni en ninguna otra herramienta de la especiación, sino en mostrar que no hay diferencia de importancia entre las especies y las variedades. Ahora busquemos la misma entrada del índice en ediciones pos­ teriores de El origen y de Darwinism de Wallace. Un nuevo tema ha entrado en él: si es adaptativa la esterilidad. Y mientras la entrada de Darwin dice, “no inducida a través de la selección natural”, la de Wa­ llace dice, “de híbridos producidos por la selección natural” (Peckham 1959, pág. 13; Wallace 1889, pág. 492). Durante la década de 1860 esto se convirtió en el foco del interés de Darwin en la esterilidad. Y a finales de 1860 se había convertido en un área de profundo desacuerdo entre Darwin y Wallace. Para entender los puntos de vista de Darwin y de Wallace sobre la esterilidad interespecífica y la especiación necesitamos comprender

en qué estaban en desacuerdo. De manera que veamos su oposición al creacionismo, al significado de explicar la esterilidad interes­ pecífica de manera adaptativa, y a una convergencia curiosa entre estos asuntos. El creacionismo especial descansaba sobre la idea antievolucionista de que las especies eran fijas, inmutables e irreductibles, y que no evolucionaban sino que surgían completas de un acto de la creación, cada una traída al mundo de forma separada. La idea central de este punto de vista era que las diversas especies eran fundamentalmente diferentes. Las especies eran interestériles, mientras las variedades podrían entrecruzarse. Era una parte esencial de la dotación de cual­ quier especie, parte de su preciosa unicidad, el que sus miembros fueran estériles por fiiera de su propio grupo, o, que si esa regla se violaba, que la esterilidad se hiciera presente en una cría híbrida. Los individuos, entonces, habían sido hechos estériles (con otras especies, o en el caso de los híbridos, del todo) para el bien de la especie. Esto iba más allá del vago bienmayorismo darwinista que hemos acabado de analizar. La esterilidad interespecífica se consideraba la evidencia de una mano organizadora, que luchaba por mantener las formas naturales aparte, evitando que cayeran en un gran desorden. Por tanto, se veía como la manera en que la naturaleza - o D ios- mantenía a los seres vivos taxonómicamente bien definidos: El punto de vista sostenido por la mayor parte de los naturalistas es que las especies han sido especialmente dotadas de la cualidad de la esterilidad cuando se entrecruzan, a fin de prevenir la confusión de las formas orgánicas. Es cierto que este punto de vista parece plau­ sible al principio, pues habría sido muy difícil que las especies dentro de un mismo país se hubieran mantenido separadas, de haber sido capaces de entrecruzarse libremente (Peckham 1959, pág. 424).

Los críticos del darwinismo se aprovecharon de estas supuestas diferencias entre variedades y especies (véase v. gr. Ellegárd 1958, págs. 206-9). La selección natural, decían, puede ser capaz de acumular variedades. Pero, ¿cómo se las arregla para dar el último paso y separar­ las en especies? Hasta que los darwinistas explicaron cómo podía la selección dar origen a la esterilidad no habían dado cuenta del origen de las especies, no importa cuántas otras diferencias entre especies hubieran sido capaces de explicar. Y lo que es más, no era suficiente

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sólo con dar cuenta de ello. Los darwinista necesitaban demostrar ‘ante los ojos del mundo’ el desarrollo de la esterilidad entre dos es­ pecies incipientes. Para empeorar las cosas, a algunos darwinistas les dio por tomar en serio el reto empírico. El más notable, H. Huxley, para gran exas­ peración de Darwin, persistió en que, “hasta que se demuestre que la cría selectiva da lugar a variedades infértiles entre sí, los fundamentos lógicos de la teoría de la selección natural están incompletos” (Huxley 1893-4, ii, pág. vi; véase también v. gr. Huxley 1860, págs. 43-50,74-5, 1860a, págs. 389-91,1863, págs. 148-50,1863a, págs. 108-17,1887, pág. 198; Huxley, L. 1900, i, págs. 194-6, 238-9). Darwin, con toda razón, rechazaba la idea de que tal demostración fuera necesaria, poniéndola a la par con la noción de que los darwinistas tuvieran que mostrar una transformación completa, paso a paso, de una especie a otra (v. gr. Darwin, F. y Seward 1903, i, págs. 137-8,225-6,230-2,274,277,287). Pero la queja de Huxley se contagió, diseminándose durante años entre todas las personas que dudaban del darwinismo. A comienzos del siglo xx, la retomaron Thomas Hunt Morgan y William Bateson, quienes, como lo hemos notado, durante algún período de sus carre­ ras fueron antagonistas del darwinismo. De acuerdo con Morgan: En toda la historia humana no sabemos de un sólo caso de trans­ formación de una especie en otra, si aplicamos los exámenes más rígidos y extremos usados para distinguir especies salvajes una de la otra. Puede demostrarse que a la teoría de la descendencia le falta, por tanto, el rasgo más esencial que se necesita para darle a la teoría una base científica (Morgan 1903, pág. 43).

Durante veinte años Bateson sostuvo que las objeciones de Huxley eran mucho más serias, ahora que los experimentos de criar habían sido ensayos fallidos: este aspecto particular y esencial de teoría de la evolución que atañe al origen y la naturaleza de las especies permanece en el más completo misterio... La conclusión con la que crecimos, que las espe­ cies son el producto de la suma de las variaciones, ignora sus princi­ pales atributos... que el producto de sus cruces es a menudo estéril en un mayor o menor grado. Desde comienzos del debate Huxley señaló este grave defecto en la evidencia, pero antes que se hubieran llevado a cabo los experimentos en cría a gran escala nadie consideró

que ésta era una objeción seria. Con un trabajo muy extenso se esperaba que se supliera esta deficiencia. No ha sucedido esto, y el significado de la evidencia negativa no puede negarse más... La producción de un híbrido indudablemente estéril, a partir de padres completamente fértiles, que se han criado bajo observación crítica, a partir de un origen único común, es el acontecimiento que esperamos. Hasta que seamos testigos de él, nuestro conocimiento de la evolu­ ción está incompleto en un aspecto vital (Bateson 1922, págs. 58-9).

Las palabras de Bateson, a su vez, hicieron una profunda impresión en William Jennings Bryan, el fiscal fundamentalista de la ignomi­ niosa “pantomima de juicio” (Clark 1985, pág. 284). Algunos años más tarde Haldane, señalando que la investigación en la cría de plantas para esa época había proporcionado la evidencia que se exigía, hizo hincapié en que, no obstante “los apologistas católicos, a quienes a veces leo, porque sus argumentos son al menos coherentes, todavía se burlan de nosotros los pobres darwinistas, por nuestro fracaso” (Haldane 1932, pág. 55). La misma burla aparece en la obra amplia­ mente leída A Short History o f Biology, de Charles Singer, publicada por aquella época; uno de los tres puntos más débiles de la posición darwinista -declaró Singer-, es la “ausencia de cualquier experimen­ to en la formación de las especies... Hasta que veamos a una variedad convertirse en una nueva especie, no puede decirse que el problema ha encontrado solución” (Singer 1931, págs. 305-6). Otro de estos “puntos débiles” (del mecanismo de evolución), a propósito, era “la ausencia de cualquier prueba de que las uniones de diferentes varie­ dades (esto es, especies incipientes desde el punto de vista de Darwin) son relativamente más estériles que las uniones de la misma variedad” (Singer 1931, pág. 305).) Aun hoy en día esta“falla” se saca regularmente a relucir cuando se habla de la muerte del darwinismo, generalmen­ te, como es predecible, con referencia triunfal a la pesada autoridad de Huxley (v. gr. Hitching 1982, pág. 105). Haciendo a un lado las demostraciones empíricas, Darwin y Wa­ llace pensaban que había un genuino asunto por explicar. De hecho, como veremos, Darwin mostró que no había una diferencia absoluta tal entre especies y variedades como la que los críticos sostenían. Estos abogados eran capaces de mantener su clara distinción sólo por medio de una definición juiciosa: definían los grupos que se entreprocreaban exitosamente como variedades y aquellos que no lo hacían los nombraban especies (véase v. gr. Darwin 1859, págs. 246-7,

268,277; Wallace 1889, págs. 152-3,167). Sin embargo, la aseveración era más o menos cierta y los darwinistas necesitaban explicarla. Y Wallace llegó al punto de aseverar que las “notables diferencias entre variedades y especies con respecto a su fertilidad en el cruce” eran “uno de los impedimentos mayores, o tal vez el mayor de todos, para que se aceptara la teoría de la selección natural como explicación com­ pleta del origen de las especies” (Wallace 1889, pág. 152). Bien fuera que la esterilidad interespecífica se pudiera explicar con o sin demos­ tración empírica, de manera adaptativa o no, los darwinistas habrían proporcionado los toques finales necesarios para convertir las varie­ dades en especies. En estrecha conexión con todo lo anterior estaba el problema del efecto resbaloso del entrecruzamiento. Como lo enfatizaban los críticos de Darwin, parecía que el entrecruzamiento podría evitar cualquier diferenciación en grupos especializados, bien fueran varie­ dades o especies. Como resultado, Darwin, Wallace y sus contempo­ ráneos estaban a la espera de cualquier cosa que actuara como barrera para cruzar diferentes grupos: las preferencias sexuales, la esterilidad, o lo que fuera. ¿Vieron Darwin y Wallace que la esterilidad interespecífica tenía que ver con el altruismo? “Sí”, es la respuesta de dos de los historia­ dores que han escrito con más profundidad sobre este tema: Malcolm Kottler y Michael Ruse. Kottler asevera que la esterilidad cruzada e híbrida es “útil, al menos para la especie... si no para el individuo” y que la selección grupal es una posible explicación de cómo se produ­ jeron; uno délos “puntos centrales” del debate entre Darwin y Wallace era, dice éste, “¿a qué nivel opera el proceso de selección” ?; la respuesta de Darwin era que a nivel individual y la de Wallace que a nivel grupal (Kottler 1985, pág. 388; véase también págs. 406,408,414). Ruse plan­ tea que “el hecho de que la selección produjera esterilidad contradice su idea básica” (Rúse 1979a, pág. 217); “ la esterilidad entre miembros de diferentes especies o, si se formaban híbridos, la esterilidad de estos híbridos” era una cuestión “donde Darwin podría haberse visto inclinado hacia mecanismos de selección grupal”, pues la esterilidad de híbridos casi parecía “hacerle señas aun enfoque de seleccionismo grupal”, tentación que Darwin resistió, pero Wallace no (Ruse 1980, págs. 619-20; 1982, pág. 191; véase también 1979a, pág. 217,1980, pág. 624). Otros comentaristas han estado de acuerdo con ellos (v. gr. Sober 1985, págs. 896-7). Ghiselin, independientemente, insinuó que aun la autoesterilidad de las plantas (que analizaremos más adelante) po­

dría parecer altruista, una desventaja para el individuo, pero que ofre­ cía “ventajas a largo plazo para la especie” (Ghiselin 1969, pág. 149). Más tarde veremos hasta qué punto eran justificadas estas asevera­ ciones. Ahora estamos preparados para observar las aseveraciones de Darwin y Wallace con relación al problema de la especiación, en par­ ticular a la esterilidad interespecífica e híbrida. Empezaremos con Darwin. (Para análisis de las posiciones de Darwin y Wallace sobre este problema véase Ghiselin 1969, págs. 146-53; Kottler 1985, págs. 387-417; Mayr 1959 particularmente págs. 226-8,1976, págs. 117-34; Ruse 1979a, págs. 214-19 1980, págs. 619-25, 1982, págs. 191-2; Vorzimmer 1972, págs. 159-60,168-85, 203-9. Para mayores análisis sobre el debate del siglo x ix acerca del papel del aislamiento geográ­ fico en la especiación véase Kottler 1978; Lesch 1975; Mayr 1976, págs. 135-43; Sulloway 1979. Para una visión moderna sobre la especiación en general y la esterilidad interespecífica en particular véase v. gr. Barton y Hewitt 1985,1989; Bush 1975; Endler 1977, págs. 12,13,142-51 (para especiación parapátrica). Maynard Smith 1958, págs. 215-58; Mayr 1959 particularmente págs. 226-8,1963, págs. 89-135,1976, págs. 117-34; Ridley 1985, págs. 89-120. Para la obra de Darwin sobre la re­ producción de las plantas a la luz de los conocimientos posteriores véase v. gr. Heslop-Harrison 1958, págs. 276-86; Whitehouse 1959. Para el estado del conocimiento moderno sobre las plantas véase Ford 1964, págs. 218-33; Lewis 1979; Meeuse y Morris 1984, capítulos 1-3; Stebbins 1950, págs. 189-250 (que es completo aunque un poco típico de una época). Para un análisis de la selección sexual de los mecanismos re­ productivos que Darwin analiza véase Willson y Burley 1983. Ghiselin 1969, págs. 141-6,151-3,1974, págs. 120-4,243-4 trata tangencialmente algunos puntos relevantes.) Darwin contra la creación: incidental, no de dotación Darwin tomó el desafío creacionista sobre la esterilidad inter­ específica con mucha seriedad, tratándolo en El origen como una de las cuatro “dificultades de la teoría” : “ ¿cómo podemos explicar que las especies, al cruzarse, sean estériles y produzcan descendencia esté­ ril, mientras que, cuando se cruzan las variedades, su fertilidad no se ve impedida?” (Darwin 1859, pág. 172). Le dedica al problema todo un capítulo: “ El hibridismo” (Darwin 1859, págs. 245-78; Peckham 1959, págs. 424- 74)-

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Su línea de ataque es mostrar que la naturaleza no despliega nin­ guna de las relaciones sistemáticas y claras de esterilidad de especies/ fertilidad de variedades, que los creacionistas han sostenido. Lejos de ser una línea divisoria clara, la capacidad de interprocrear se mueve de una manera excéntrica hacia atrás y hacia adelante, y a menudo de modo impredecible, por entre las especies y variedades, los cruces primeros y los híbridos, los machos de una especie cuando se unen con la hembra de otra especie y viceversa, los vástagos bastardos de variedades y de los hijos híbridos de las especies. Consideremos, por ejemplo, el “hecho singular... de que hay plantas individuales... que pueden ser fertilizadas mucho más fácilmente por el polen de otra especie distinta que por el propio polen..., Todos los individuos de casi todas la especies de Hippeastrum parecen tener este problema” (Peckham 1959, pág. 430). Consideremos esto también: Existe a menudo una inmensa diferencia en la facilidad de hacer cruces recíprocos entre [machos de una especie y hembras de la otra y viceversa]. Tales casos son bien importantes, porque demuestran que la capacidad de cualquier par de especies al cruzarse es a menu­ do completamente independiente de su afinidad sistemática, esto es, cualquier diferencia en su estructura o constitución, exceptuando su sistema reproductivo... Para poner un ejemplo: el Mirabilis jalapa puede ser fácilmente fertilizado por el polen del M. longiflora, y los híbridos así producidos son suficientemente fértiles; pero Kólreuter, durante ocho años seguidos, trató más de doscientas veces de fertili­ zar recíprocamente la M. longiflora con el polen de la M. jalapa, y fracasó por completo (Peckham 1959, pág. 438).

“Ahora bien”, pregunta Darwin, “ ¿indican estas reglas singulares y complejas que las especies han sido dotadas de esterilidad simple­ mente para evitar que se confundan en la naturaleza? Creo que no” (Peckham 1959, pág. 440). ¿Por qué, por ejemplo, difiere tanto la es­ terilidad de especie en especie si es igualmente esencial para todas? ¿Por qué se entrecruzan fácilmente algunas especies y sin embargo producen híbridos estériles, mientras otras se cruzan con dificultad y sin embargo producen híbridos más o menos fértiles? ¿Por qué, de hecho, existen los híbridos? ¿Para qué adjudicarle a una especie un poder especial de producir híbridos y después detener su propagación adicional por medio de diferentes grados de esterilidad...?; parece un extraño arreglo” (Peckham 1959, pág. 440). La esterilidad entonces

no es una “dotación especial” : “ Ni la esterilidad ni la fertilidad se pueden dar el lujo de establecer ninguna distinción clara entre es­ pecies y variedades” ; las especies “originalmente” existían como variedades y no hay “distinción esencial” entre las dos (Peckham 1959, págs. 427, 474,470). La teoría de Darwin es que “ la esterilidad tanto de los primeros cruces como de los híbridos es simplemente incidental o dependien­ te de fuerzas desconocidas, en sus sistemas reproductivos”, (Peckham 1959, pág. 440-1); “mezclar” o volver “compuestas” las estructuras distintas disminuye la fertilidad (v. gr. Peckham 1959, pág. 450). (En ediciones más tempranas de El origen menciona también otras dife­ rencias constitutivas y estructurales. Pero en la última edición, hace énfasis más que todo en los cambios de los elementos sexuales en el sistema reproductivo (v. gr. Peckham 1959, pág. 466).) A propósito, su teoría de que la esterilidad era incidental se aplicaba igualmente, como la última cita lo sugiere, al primer cruce y a la esterilidad híbrida. Hay que admitir que en las primeras tres ediciones de El origen no distingue entre los dos casos. Pero esta distinción no tiene que ver, como pudiéramos esperar, con lo incidental y lo adaptativo. Distin­ gue entre diferentes causas fisiológicas del disturbio reproductivo: “Las especies puras tienen, por supuesto, los órganos de la reproduc­ ción en una condición perfecta... los híbridos, por otra parte, tienen órganos reproductivos funcionalmente impotentes... En el primer caso, los dos elementos sexuales que van a formar el embrión son perfectos; en el segundo, o no están desarrollados del todo o no lo están perfectamente” (Peckham 1959, pág. 425; véase también v. gr. pág. 447). Más tarde, cuando llegó al punto de vista de que las per­ turbaciones fisiológicas eran muy parecidas, dejó de distinguir entre esterilidad en primeros cruces de híbridos (v. gr. Peckham 1959, págs. 424-5, 447-9,472). La esterilidad, entonces, no tiene ningún propósito, es sólo uno de los accidentes de la naturaleza. No es “una cualidad especialmente adquirida y de la que se está dotado, sino secundaria a otras diferencias adquiridas” (Peckham 1959, pág. 425). Como dice en Variation under Domestication: “ Debemos inferir que ha surgido incidentalmente durante la lenta formación de las especies, en conexión con otros cambios desconocidos en su organización” (Darwin 1868, ii, pág. 188). Y para exhibir la diferencia entre lo que es de “dotación especial” y lo que es incidental, Darwin esboza una analogía con el potencial de hacer injertos:

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Como la capacidad de injertar una planta en otra es tan poco importante para su bienestar en un estado natural, presumo que nadie supondrá que esta capacidad es una cualidad de la que está especialmente dotado, sino que admitirá que es incidental con rela­ ción a las diferencias en las leyes de crecimiento de las dos plantas... (Peckham 1959, pág. 441; véase también págs. 441-3,471).

En Variation under Domestication cita la susceptibilidad al veneno como ejemplo conocido de una propiedad incidental: Por una cualidad que surge de modo incidental, me refiero en tales casos a diferentes especies de animales y plantas que se afectan de modo diferente por venenos a los que no están expuestas naturalmen­ te; y esta diferencia en la susceptibilidad es claramente incidental con relación a otras y desconocidas diferencias de su organización (Dar­ win 1868, ii, pág. 188).

Darwin agrega que su explicación no va “al meollo del asunto” (Peckham 1959, pág. 451), porque no puede explicar por qué se saca la reproducción del juego; pero tampoco habría podido arreglárselas sin mucho más conocimiento de los mecanismos de la herencia. (Y aún hoy en día no se entiende por qué los híbridos son a menudo completamente viables y sin embargo estériles.) A propósito, a Darwin le impresionaba tanto la arbitrariedad de las “reglas singulares y complejas” que había descubierto que llegó a ver la esterilidad como un parámetro no confiable para distinguir las especies: “El examen fisiológico de fertilidad disminuida... no es cri­ terio seguro para la distinción de las especies” ; “la evidencia de esta fuente se va alejando de modo gradual, y es dudosa en el mismo grado que la evidencia derivada de otras diferencias inconstitucionales y estructurales” (Peckham 1959, págs. 456, 427). Estos “arreglos extra­ ños” también presentan dificultades, de una clase bastante diferente, para aquellos que todavía estaban decididos a ver la esterilidad como evidencia de la mano divina. Mivart, por ejemplo, persistió en la ase­ veración de que la inteligencia de Dios era manifiesta; pero, decidió entonces que, no era ciertamente “como la nuestra” (Mivart 1871a, págs. 124-5, 238).

Darwin contra la selección natural: incidental, no seleccionada Hasta aquí el Darwin de las tres primeras ediciones de El origen. Sus argumentos en este libro se dan con naturalistas de una era predárwinista. Pero desde la cuarta edición, publicada en 1866, intro­ duce una nueva pregunta, una pregunta darwinista: ¿Es la esterilidad adaptativa? La responde con un firme “No” ; de hecho hay tres razones para decir “no”, seguidas por una cuarta razón en la edición sexta y varias otras en trabajos posteriores. Sin embargo, durante la década de 1860 jugaba con una teoría que esperaba daría la respuesta “Sí”, y en las ediciones cuarta y quinta esboza su conjetura, aunque de in­ mediato la repudia y la omite por completo en la última edición, en 1872. (Para los argumentos de Darwin en pro y en contra en El origen, véase Peckham 1959, págs. 443-7, 471; estas discusiones están repeti­ das casi textualmente en 1968 y 1975 (1868, ii, págs. 185-91, segunda edición, págs. 211-18).) Miraremos primero las cuatro razones para rechazar una explicación adaptativa. Desde la primera edición de El origen Darwin había mencionado de paso que la esterilidad le planteaba un problema a la selección natural: “En la teoría de la selección natural el caso es especialmente importante, en tanto que la esterilidad de los híbridos [y, agrega más tarde, “la esterilidad de las especies cuando se cruzan por primera vez” ] no sería ninguna ventaja para ellos, y por tanto, no podría ha­ berse adquirido por medio de la preservación continua de grados de esterilidad productivos y sucesivos” (Peckham 1959, pág. 424). Había dejado el asunto de la selección natural en este punto. Su pregunta no era ¿incidental o seleccionada?, sino ¿incidental o especialmente dotada? En la cuarta edición, sin embargo, su pregunta se amplía. Para el resumen del comienzo del capítulo, “La esterilidad, no una dotación especial, sino incidental con relación a otras diferencias”, agrega la frase “no acumulada por selección natural” (Peckham 1959, pág. 424)“En una época me parecía probable”, dice Darwin, “como les ha parecido a otros, que la esterilidad de los primeros crucéis y la de los híbridos podría haber sido adquirida a través de la selección natural por medio de grados de fertilidad inferior, que, como cualquier otra variación, aparecieron de manera espontánea en algunos individuos de una variedad al cruzarlos con individuos de otras variedades” (Peckham 1959, pág. 443; véase también Darwin 1868, ii, pág. 185). Al fin y al cabo, la esterilidad preservaría las diferencias incipientes: “Por­

que sería claramente ventajoso para las dos variedades de las especies incipientes el hecho de que no fueran capaces de mezclarse, con el mismo principio de que cuando un hombre está seleccionando al mismo tiempo entre dos variedades, es necesario que las mantenga separadas” (Peckham 1959, pág. 443; véase también Darwin 1868, ii, pág. 185). (Es imposible decir si Darwin está pensando aquí en indi­ viduos o en un bien mayor; de cualquier manera, es claro a donde apunta.) Pero, como lo dice en Variation: “cuando tratamos de aplicar el principio de la selección natural a cómo adquirieron las especies distintas su mutua esterilidad, nos encontramos con grandes dificul­ tades” (Darwin 1868, ii, pág. 185). Y llega al fin a la conclusión de que la “esterilidad de los primeros cruces y de la progenie híbrida no ha sido, hasta donde podemos juzgar, incrementada a través de la selec­ ción natural” (Peckham 1959, pág. 471). Su primer argumento (Peckham 1959, pág. 443; véase también Darwin 1868, ii, págs. 185-6) es que la selección natural no podría haber sido siempre la causa de la esterilidad interespecífica, porque en algunos casos las especies están geográficamente separadas la una de la otra y no podían haber tenido la oportunidad de cruzarse. La selección no habría tenido ocasión de dejar por fuera el entrecru­ zamiento porque de todas maneras estaba descartado por razones geográficas. Los argumentos de Darwin indican que la selección natural no es esencial, pero, por supuesto, no la descarta del todo. De hecho, tal como Darwin lo anotaba, si hubiera habido selección para la esterili­ dad entre especies vecinas, entonces la esterilidad entre especies geográficamente separadas podría haber surgido como un efecto secundario no buscado (Peckham 1959, pág. 443). Wallace señaló (Dar­ win, E y Seward 1903, i, pág. 294; Wallace 1889, pág. 173) que, de todas maneras las especies que ahora están separadas podrían haber seguido en contacto cuando se volvieron interestériles. En el segundo argumento, Darwin (Peckham 1959, págs. 443-4; véase también Darwin 1868, ii, pág. 186) toma el arma que había blan­ dido contra el creacionismo especial y la vuelve contra la selección natural. La infertilidad en cruces recíprocos es demasiado asistemática para ser adaptativa: se opone en tanto grado a la teoría de la selección natural como a la de la creación especial el que en cruces recíprocos el elemento macho de una forma pueda volverse totalmente impotente en una

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segunda forma, mientras al mismo tiempo el elemento macho de esta segunda forma puede libremente fertilizar a la primera, porque este peculiar estado del sistema reproductivo no podría tener ningu­ na ventaja posible para ninguna de las dos especies (Peckham 1959, págs. 443-4 )-

(Por “las dos especies” uno esperaría que él quisiera indicar “indivi­ duos de cualquier especie”, pero este punto es válido, no importa qué nivel de selección tuviera en mente.) Wallace objeta, con toda razón, que la selección natural no tiene que hacer un trabajo adaptativo completo de un sólo golpe, mientras una adaptación parcial fuera útil; y aun la semiesterilidad, decía él, era de alguna ventaja para prevenir cruces interespecíficos: “la esteri­ lidad de un cruce sería ventajosa aun si el otro cruce fuera fértil: y del mismo modo como las características ahora coordinadas podrían haber sido acumuladas separadamente por la selección natural, los cruces recíprocos pudieron haberse vuelto estériles uno tras otro” (Darwin, F. y Seward 1903, i, pág. 293; véase también pág. 294). Darwin aceptaba el punto de Wallace como principio, pero siguió reacio a “admitir [en la práctica] la probabilidad de que la selección natural ejecutara su trabajo de manera tan extraña” (Darwin, F. y Seward 1903, i, pág. 295). Éste es un juicio más bien arbitrario en boca de uno de los abogados más destacados de la idea de que “el funcionamiento extraño” fuera evidencia en favor de la selección natural y contra el creacionismo. Ahora llegamos “a la mayor dificultad” (Peckham 1959, págs. 444-5). ¿Cómo podría haber sido alguna vez ventajoso para un individuo ser del todo infértil? Si, por ejemplo, dos variedades interfértiles se hubieran entrecruzado, entonces ningún individuo se hubiera be­ neficiado de una pérdida de fertilidad: “no podría haber sido de ninguna ventaja directa para un animal individual procrear pobremente con un animal de otra variedad diferente, y, por ende, dejar poca des­ cendencia; en consecuencia, tales individuos no podrían haber sido preservados o seleccionados” (Peckham 1959, pág. 444). O tomemos el caso de dos especies que ya muestran alguna infertilidad al cruzarse; otra vez, dice Darwin, ningún individuo se beneficiaría de una infertilidad mayor: tomemos el caso de dos especies que en su presente estado pro­ ducen al cruzarse una descendencia escasa y estéril; ahora bien, ¿qué

puede favorecer la supervivencia de aquellos individuos que resul­ taban estar dotados de un grado un poco más alto de infertilidad mutua y que se acercan así, en un paso pequeño, hacia la esterilidad absoluta? Sin embargo, un avance de esta clase, si la teoría de la selec­ ción natural tiene importancia, debe haber ocurrido incesantemente con muchas especies... (Peckham 1959, pág. 444).

¿Qué podría favorecer tal supervivencia? Darwin plantea esta cues­ tión de modo retórico. Pero hemos visto que los darwinistas moder­ nos tienen una respuesta a mano: los costos de oportunidad. Darwin tenía razón en que la selección natural no puede hacer que despegue la esterilidad interespecífica si hay interfertilidad plena (y los descen­ dientes híbridos no son inferiores). Pero si dos especies incipientes son parcialmente estériles, es muy posible que haya enormes ventajas, para los individuos de ambos lados, en volverse por completo interestériles. Al igual que algunos de sus sucesores de un siglo después, Darwin al parecer es incapaz de apreciar los costos totales, sobre todo los de oportunidad, de producir “descendientes escasos y estériles”. El punto es crucial para entender la posición de Darwin, y ya regresa­ remos a él. Es en este argumento donde Darwin parece estar pensando más explícitamente en el altruismo y reconociendo -pero rechazando-la posibilidad de uná explicación de nivel mayor. Tanto Kottler como Ruse lo interpretan de este modo (Kottler 1980, pág. 406; Ruse 1979a, pág. 217,1980, págs. 623-4). Darwin ciertamente parece plantear el problema como un contraste entre grupo e individuo: “se tiene que admitir... que una especie incipiente se beneficiaría si se volviera un poco estéril al cruzarla con su forma paterna o con alguna otra variedad, pues así se producirían pocos descendientes bastardizados y deterio­ rados que mezclaran su sangre con la de una variedad que estuviera comenzando a formarse” (Peckham 1959, pág. 444). “Bastardía” y, “mezcla de sangre” suenan como preocupaciones más bien de nivel grupal que individual (aunque “la descendencia deteriorada” tam­ poco sería deseable para un individuo si se interpusiera en el cuidado de descendientes mejores). Y su respuesta, como acabamos de ver, es que tal esterilidad no podría ser resultado de la selección natural porque no sería ventajosa para ningún individuo. Entonces contras­ ta su caso con la esterilidad en los insectos sociales; allí, dice, puede ser favorecida porque están en una comunidad social:

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En el caso de los insectos estériles tenemos razones para creer que las modificaciones en la estructura y fertilidad se han ido acu­ mulando lentamente, por medio de la selección natural, a partir de una ventaja que se le había dado así indirectamente a la comunidad a la cual pertenecían sobre otras comunidades de la misma especie; pero un animal individual que no perteneciera a la comunidad so­ cial, si se volviera un poco estéril al cruzarlo con alguna otra varie­ dad, no ganaría en sí mismo ninguna ventaja o no le daría ninguna a otros individuos de la misma variedad, que llevara a su preservación (Peckham 1959, pág. 444; véase también Darwin 1868, ii, págs. 186-7).

Es imposible decir sobre qué nivel se está hablando, pero es claro que Darwin trata de establecer alguna clase de contraste entre las cos­ tumbres comunitarias de los insectos y la esterilidad derrochada de un animal no social. (Mientras mayor es el contraste, sin embargo, menos convincente se vuelve caracterizar a Darwin de seleccionista individual hasta las últimas consecuencias. Ruse, por ejemplo, tiene dificultades con esto y tiene que acabar por declarar que Darwin “veía un panal de abejas completo como un individuo” (Ruse 1979a, pág. 217).) En la sexta edición de El origen, Darwin le agrega una cuarta con­ sideración: (Peckham 1959, pág. 447; véase también Darwin 1868, se­ gunda edición, ii, pág. 214) la selección natural definitivamente no podía haber sido responsable de la esterilidad interespecífica en el caso de las plantas. Y sin embargo, las reglas de la esterilidad son muy parecidas para plantas y animales. De modo que también es poco probable que sea adaptativa en los animales: en el caso de las plantas tenemos evidencia concluyente de que la esterilidad de especies cruzadas tiene que deberse a algún principio, del todo independiente de la selección natural... Y del hecho de que las leyes que gobiernan los diversos grados de esterilidad sean tan uniformes en todo el reino vegetal y animal, podemos inferir que la causa, cualquiera que sea, es la misma, o casi la misma, en todos los casos (Peckham 1959, pág. 447).

La evidencia de las plantas es ésta. En ciertos géneros hay una gra­ duación en la esterilidad interespecífica que va desde las especies que producen semillas en abundancia en algunos cruces, hasta aquellas que producen menos semillas, y llega hasta las que no producen nin­

guna, pero se hinchan al contacto con el polen extraño. Una de las tácticas normales de Darwin consistía en tomar una serie de etapas intermedias en diferentes especies o géneros como evidencia plau­ sible de que la selección natural había estado en acción; así fue como trató, por ejemplo, la evolución de un órgano notoriamente proble­ mático como el ojo (Darwin 1859, págs. 187-8). Una graduación en la esterilidad a través de una gama de especies, entonces, podría parecer, al principio, que apuntara a la adaptación. Pero en este caso, argu­ menta Darwin, la apariencia nos lleva por mal camino. Hay un hiato en el punto crucial: el extremo de la característica -que produzca hinchazón pero no semillas- obviamente no se transmite, y por tanto no puede ser resultado de la selección: “Es aquí manifiestamente im­ posible seleccionar los individuos más estériles, que ya han cesado de producir semillas; de manera que este apogeo de la esterilidad, cuando sólo el germen se ve afectado, no puede haberse ganado por medio de la selección” (Peckham 1959, pág. 447). No es claro por qué encuentra Darwin esta evidencia más “con­ cluyente” que otra graduación de fertilidad que termina en la esteri­ lidad. Hay que presumir que no hay otros casos investigados en tanto detalle; de modo que, como lo señaló en otra parte, era extremada­ mente difícil obtener datos similares de animales (Darwin, F. y Seward 1903, i, pág. 231), (en particular de especies con fertilización interna). Tal vez esta evidencia le pareció especialmente significativa porque era el ejemplo de las plantas lo que le había dado esperanzas de expli­ car la esterilidad interespecífica de modo adaptativo. Darwin, entonces, se sale de su camino para insistir en que la esterilidad no es una adaptación. Pero, curiosamente, al mismo tiempo en la cuarta y quinta edición de El origen (pero no en la sexta) también agrega una conjetura de por qué la esterilidad sí podría ser adaptativa en las plantas (aunque no en los animales) (Peckham 1959, págs. 445-7; véase también Darwin 1868, págs. 187-8). ¿De qué se trata todo esto? ¿Por qué decide Darwin colocar la selección natural en primer lugar? y ¿por qué repudia con firmeza y, al mismo tiempo, tentativamente apoya la idea de que la esterilidad puede ser adaptativa? El interludio adaptativo de Darwin Lo que sucedió fue esto. A comienzos de la década de 1860 Darwin comenzó un cruce experimental de plantas. Sus hallazgos llevaron a un interludio emocionante e impetuoso. Le parecía que la autoeste-

rilidad en las plantas era una adaptación. Y que el medio por el cual la selección natural había logrado esta esterilidad interespecífica también podía haber sido usado para hacer que la esterilidad evolu­ cionara entre las especies. Pero acabó por decidir que la esterilidad dentro de las especies quizás era rara vez adaptativa, si es que alguna vez lo fue, y la esterilidad interespecífica nunca lo fue. Pero durante unos cuantos años, sus publicaciones reflejaron las conjeturas y argu­ mentos en contra, los resultados experimentales a favor y en contra, la fortuna cambiante de sus ideas. La historia comenzó en 1861, con el trabajo de Darwin sobre el género Prímula (Darwin 1862a). En algunas especies, tales como en las velloritas y las primaveras, las flores se dan de dos formas, con una sola clase de flor por planta y la misma proporción entre plantas. En una de las formas, la de alfiler, el estilo es largo y el estambre corto (el estilo es la parte que termina en el estigma, la que recibe el polen, y el estambre es la parte que segrega los granos de polen); en la otra, la de cabo corto, el estilo es corto y el estambre largo. Darwin descu­ brió que ésta era una adaptación, un mecanismo estructural para lograr la polinización cruzada por medio de los insectos. Los natura­ listas habían notado hace mucho tiempo que los descendientes de plantas autopolinizadas carecían de vigor, y Darwin había concluido en el pasado, que la selección natural favorecía la polinización cruza­ da (v. gr. Darwin 1862). Mostró que, en la mayor parte de las especies dimórficas de las Prímula, las alturas del estambre y del estigma en las dos formas estaban ingeniosamente apareadas, de manera que cuando un insecto en busca de néctar insertaba su proboscis entre las flores con estilo largo, el polen del estambre se pegaba a aquella parte de la proboscis que más tarde tocaría el estigma de la de estilo corto, y viceversa Entre 1861 y 1863 Darwin encontró la misma clase de pro­ visión estructural en otros grupos: en el lino y en otras especies Linum, y en la lisimaquia púrpura y otras especies de Lythrum (algunas de las cuales son trimórficas, con un estilo y dos estambres en cada forma) (Darwin 1864,1865). Mientras trabajaba en la Prímula, notó que el diseño no era a toda prueba. Las flores podían seguir siendo autopolinizadas accidental­ mente. Se preguntó si, como respaldo para promover la polinización cruzada por medio de arreglos estructurales, la selección natural había desarrollado alguna barrera fisiológica para la autofertilización, de modo que aun si el propio polen de las flores llegara a su estigma de modo accidental, la unión no fuera fértil. El estigma y los granos

de polen eran ciertamente diferentes en las dos formas, signo quizás de tal barrera. No podía comprobar su hipótesis autofertilizando flores, porque los efectos dañinos del cruce interno (en su hipótesis, la razón misma para tales barreras) influiría sobre los resultados. Pero encontró que cuando cruzaba flores de la misma forma (cruces homomórficos, las de estilo corto con las estilo corto o las de largo con las de largo) la fertilidad era mucho menor que en los grupos heteromórficos. Supuso que esta falla en la fertilidad de una planta con la mitad de los miembros de su especie era un subproducto de la selección para la autoinfertilidad. Porque la selección natural tenía que evitar que las flores fueran fertilizadas no sólo por ellas mismas sino por cualquier flor de la misma planta; había recurrido a la ley de la cobija: volver infértiles todas las uniones entre plantas de la misma forma. Y como subproducto no buscado, incluso uniones entre dife­ rentes plantas de la misma forma se habían vuelto infértiles. Y lo que es más, parece que Darwin encontró sorprendente evi­ dencia independiente para esta idea. Las flores de estilos cortos eran estructuralmente más vulnerables a la autopolinización. Por ende, la selección natural debería haber tomado precauciones mayores para hacer sus inadvertidas uniones fisiológicamente estériles. Y en reali­ dad encontró que los cruces homomórficos de especies de estilo corto eran mucho menos fértiles que los cruces homomórficos de las de estilo largo: las posibilidades de autofertilización son mucho mayores en ésta [de estilo corto] que en la otra forma. Desde este punto de vista [de que el propósito del dimorfismo es promover el entrecruzamiento] podemos entender fácilmente la bondad de que el polen de la forma de estilo corto, relativa a su propio estigma, sea el más estéril; porque esta esterilidad sería el mayor requisito para frenar la autofertilización, o para favorecer el entrecruzamiento (Darwin 1862a: Barret 1977, ii, pág. 60).

En el Linum también encontró que mientras una forma era fértil con su propio polen, en plantas de la otra forma “su propio polen no produce más efecto que el de una planta de un orden diferente, o que una cantidad de polvo inorgánico” (Darwin 1862a: Barret 1977, ii, pág. 63; véase también Darwin 1864). (Debió haberse sentido desalentado al encontrar que la esterilidad del Lythrum no podía ser una adapta­ ción porque estaba relacionada inversamente al peligro estructural

Forma de de estilo largo

Forma de estilo corto

El amor de las plantas

Ningún pequeño descubrimiento mío me dio jamás tanto placer como descifrar el significado de las flores de estilo diferente. (Darwin, Autobiografía). Prímula veris con estilo largo y estilo corto (prímula de alfiler y de cabo corto) (de Las diferentes formas de las flores, de Darwin): Algunas especies de Prímula producen dos formas de flores. Una, de estilos largos pero estambres cortos, colocados en la parte baja del estilo floral; la otra de estilos cortos, pero estambres largos que quedan cerca de la boca del pistilo. (El pistilo termina en el estigma, que recibe el polen, y el estambre es la parte que produce el polen.) Todas las flores de una planta tienen la misma forma. Darwin descubrió que este dimorfismo es un mecanismo estructural para promover la fertilización cruzada por parte de los insectos. Las alturas del estambre y el estigma encajan de modo ingenioso en las dos formas, de modo que cuando un insecto que busca néctar inserta su proboscis en una flor de pistilo largo, el polen del estambre se le pega a aquella parte de la proboscis que más tarde tocará el estigma de la del pistilo corto, y viceversa.

de una unión “ ilegítima” : “ Si la regla fuera cierta, deberíamos consi­ derarla un resultado incidental e inútil de los cambios graduales por los cuales ha pasado esta especie hasta llegar a su presente condición” (Darwin 1865: Barret 1977, ii, pág. 120). Pero persistía en su conjetura). Parecía, entonces, que la autoinfertilidad fuera trabajo de la selección natural, con la infertilidad homomórfica como efecto secundario no buscado.

Unión legítima Fertilidad completa

Unión ilegítima. Fertilidad incompleta

Las uniones legítimas e ilegítimas de las prímulas (de Las diferentes formas de las flores, de Darwin): Darwin encontró que en ellas las uniones “ ilegítimas” (de estilo corto con estilo corto o de estilo largo con estilo largo) son menos fértiles que las “legítimas”. Durante una época pensó que esto podría ser una adaptación: una barrera fisiológica para que la autofertilización respaldara las adaptaciones estructurales en pro de la fertilización cruzada. Tal barrera garantizaría que, aún si el propio polen de una flor por accidente llegara a su estigma, el matrimonio sería infértil. También evitaría matrimonios fértiles entre flores de la misma planta. Darwin encontró que, además, las uniones entre todas las flores de la misma forma, aun de plantas diferentes, eran menos fértiles que las uniones “legítimas” Supuso que este último caso -la infertilidad entre plantas diferentes- era un subproducto no buscado de la selección por la autoinfertilidad, consecuencia inadvertida de una prohibición de fertilidad entre flores de la misma forma. Parecía entonces que la selección natural lograra la autoinfertilidad a un costo enorme de infertilidad con la mitad de los miembros de la propia especie de la flor: una prímula era “estéril con la mitad de sus hermanos”.

Darwin conjeturó que el mecanismo fisiológico por medio del cual la selección natural había evolucionado hasta la esterilidad era lo que él llamaba “preponderancia” El polen heteromórfico se había vuelto hasta tal punto más potente que el homomórfico, que si por accidente el estigma de una flor se exponía a su propio polen, enton­ ces cualquier polen heteromórfico que llegara al estigma “borraría la acción del polen homomórfico” (Darwin 1862a: Barret 1977, ii, pág. 59) y se encargaría de la fertilización (aun, en el caso de álgunas especies, si llegaba un día después). Esta “preponderancia” es la que conocemos como incompatibilidad sexual, en este caso la autoin-

compatibilidad. La planta puede reconocer y rechazar el polen propio o uno similar. Com o D arw in pensaba, un mecanism o bioquím ico para evitar la autofertilización, un respaldo a los mecanismos m ecá­ nicos para evitar la autopolinización. Y por lo general actúa com o contraceptivo en lugar de hacerlo p o r m edio del aborto, al intervenir con la suficiente rapidez para que los óvulos de la planta se conserven para otro intento.

Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con la esterilidad entre las espe­ cies? Para Darwin la moraleja era aparentemente doble. La esterilidad podía ser una adaptación. Y la preponderancia -en el caso interes­ pecífico, la preponderancia del polen de la propia especie sobre el de la otra- podría ser el modo por el cual la selección natural logra la esterilidad. Éste es el modelo que Darwin parece haber tenido en mente, aunque fue cuidadoso en esbozar la analogía. En su trabajo sobre la Prímula, apunta a un paralelo entre la este­ rilidad dentro de una especie y la interespecífica. Los cruces homomórficos, dice, son tan estériles como los cruces interespecíficos, y hay suficiente variación individual en la esterilidad dentro de la especie para que la selección natural trabaje sobre ella; esto nos hace pensar en la esterilidad interespecífica: Al ver que así tenemos una base de variabilidad en la potencia sexual, y que algunas especies de Primulaya han adquirido esterilidad de una clase peculiar para favorecer el entrecruzamiento, aquellos que creen en la modificación lenta de las formas específicas se preguntaran naturalmente si la esterilidad pudo o no haber sido adquirida con un objeto distinto, a saber, evitar dos formas y al tiempo adecuarse para líneas diferentes de vida, mezclándose por medio del matrimonio, y ser así menos bien adaptadas a sus nuevos hábitos de vida (Darwin 1862a: Barret 1977, ii, pág. 61).

(“ Las formas” parecen significar aquí una selección individual en lugar de una de nivel superior; al fin y al cabo, hace una analogía de la selección de nivel individual dentro de las especies. Dicho sea de paso, la esterilidad en la Prímula es “peculiar” porque se da entre parecidos.) Pero detiene abruptamente su especulación: “seguiría ha­ biendo numerosas dificultades mayúsculas aun si este punto de vista se pudiera sostener” (Darwin 1862a: Barret 1977, ii, pág. 61). Sin em­ bargo, al escribirle a Huxley unos meses más tarde, a principios de 1862, es menos cauteloso: “ La segunda mitad de mi trabajo sobre la

Prímula en “Journal Iinn.” me lleva a sospechar que de aquí en adelan­ te la esterilidad se tendrá que seguir considerando en buena medida una característica adquirida o seleccionada, un punto de vista sobre el que me gustaría haber tenido bastantes datos para poderlo haber sostenido en El origen” (Darwin, F. 1887, ii, pág. 384). En diciembre de aquel año escribió a su gran amigo Joseph Hooker, el eminente botánico: “mis nociones sobre los híbridos se están modificando considerablemente por el trabajo dimórfico. Ahora me siento muy inclinado a creer que la esterilidad es al principio una cualidad se­ leccionada para mantener diferenciadas a las especies incipientes” (Darwin, F. y Seward 1903, i, págs. 222-3). De hecho, en las dos siguientes ediciones de El origen, la cuarta y la quinta, de 1856 y 1869, parece indicar en realidad, al menos tentati­ vamente, cómo podría la selección natural haber producido esterilidad interespecífica en las plantas: En el caso de numerosas clases [de plantas], los insectos cons­ tantemente llevan polen de plantas vecinas a los estigmas de cada flor y, en algunas, esto lo efectúa el viento. Ahora bien, si el polen de una variedad, cuando es depositado en el estigma de la misma varie­ dad, se vuelve un poco más preponderante por variación espontánea que el polen de otras variedades, esto sería, con seguridad, ventajoso para la variedad, pues su propio polen borraría entonces los efectos del de otras variedades y evitaría el deterioro de la característica. Y mientras más preponderante se pudiera volver el polen propio de la variedad, por medio de la selección natural, mayor sería la ventaja (Peckham 1959, pág. 445).

La esterilidad interespecífica, dice, va acompañada siempre de esta preponderancia. La gran pregunta es qué fue primero, la prepon­ derancia o la esterilidad, porque la selección natural no podría per­ mitirse promover esterilidad con polen extraño a menos que se asegurara la autofertilización: “ Sabemos que... en el caso de especies mutuamente estériles, el polen de cada una es siempre ponderante en su propio estigma sobre el de las otras especies; pero no sabemos si es consecuencia de la esterilidad mutua, o la esterilidad conse­ cuencia de la preponderancia” (Peckham 1959, págs. 445-6). Si la preponderancia fue antes de la esterilidad, entonces tenemos una vía que la selección natural podría haber adoptado: “A medida que la preponderancia se volviera más fuerte por medio de la selección na­

tural, por ser ventajosa para una especie en proceso de formación, así al mismo tiempo se vería la esterilidad como consecuencia de la pre­ ponderancia y el resultado final sería varios grados de esterilidad, tal como ocurre con especies existentes” (Peckham 1959, pág. 446). Es claro que Darwin ve la preponderancia como la clave. Si una flor comienza con una selección asegurada de pólenes, la selección puede entonces aumentar de modo gradual el poder del polen de su propia especie y disminuir el del de las otras. Una vez más escribe Darwin en un lenguaje de nivel superior. En la cuarta edición llega incluso a decir que la preponderancia del pro­ pio polen sería ventajosa para la variedad porque “escaparía así de volverse bastarda y deteriorada en su carácter” (Peckham), aunque el “bastardismó”, una explicación a nivel de la especie, es algo que deja por fuera de la quinta edición. Y sin embargo, es de suponer que está pensando en un nivel individual, pues su razón para aferrarse a la preponderancia es al parecer porque proporciona una clave de cómo trabajan los costos y beneficios individuales. Darwin ha expresado su conjetura. Y procede luego a retirarla. El obstáculo, dice, es que no hay equivalente a la “selección de polen” en los animales. Y, sin embargo, los modelos de esterilidad interespecí­ fica de los animales y plantas son similares, de modo que es posible que tengan una causa común. Entonces, es de suponer, que en ningún caso sea ésta la selección natural: Este punto de vista se podría extender a los animales si las hem­ bras antes de cada nacimiento recibieran varios machos... Pero... la mayor parte de los machos y hembras se aparean para cada naci­ miento, y algunos pocos de por vida... Podemos concluir que en el caso de los animales la esterilidad de las especies cruzadas no se ha aumentado lentamente, a través de la selección natural; y como esta esterilidad sigue las mismas leyes generales en los reinos vegetal y animal, es improbable, aunque parezca posible, que en el caso de las plantas las especies cruzadas se hubieran vuelto estériles por un pro­ ceso diferente (Peckham 1959, pág. 446).

(Es irónico encontrar a Darwin, precisamente sosteniendo que las hembras no tienen alternativa.) Y por ende, concluye, “debemos dejar la creencia de que la selección natural ha desempeñado un papel; y aquí nos vamos a nuestra propuesta anterior: que la esterilidad de los primeros cruces, e indirectamente la de los híbridos, es simplemente

incidental con respecto a las diferencias desconocidas en los sistemas reproductivos de las especies padres” (Peckham 1959, pág. 446; véase también Darwin 1868, ii, págs. 228-9). Darwin se convencía cada vez más de que la esterilidad interes­ pecífica no podía ser adaptativa. No incluyó esta especulación en sus últimas ediciones de El origen (la sexta, 1872) y en Variations under Domestication (la segunda, 1875).Y en Effects o f Cross and Self Fertilisation (1876) y en Different Forms o f Flowers (1877) hizo una lista de diversas razones adicionales por las cuales era improbable que la esterilidad en las plantas, aún dentro de la especie, fuera adapta­ tiva. Un argumento era que el grado de autoesterilidad no corres­ pondía al de inferioridad de la descendencia de la autofertilización, de modo que era poco probable que esta inferioridad hubiese sido una presión selectiva (Darwin 1876, págs. 345-6). Otra era que el grado de autoesterilidad difería en gran medida en distintos descen­ dientes de los mismos padres (Darwin 1876, pág. 346). (Darwin plantea la interesante posibilidad de que algunos individuos hayan sido se­ leccionados para entrecruzamiento y algunos para autocruzamiento, “para garantizar la propagación de la especie” (Darwin 1876, pág. 346), pero rechaza la idea porque los individuos autoestériles son demasiado escasos. ¿Era una explicación de nivel superior, o de bien mayor o, más interesante aún, alguna clase de concepto dependiente de la frecuen­ cia lo que estaba predominando en su mente?) Argumentó también que los grados de esterilidad en los diferentes cruces homomórficos difieren “caprichosamente” (Darwin 1877, pág. 265) y que el grado de esterilidad se ve muy afectado por la temperatura, los nutrientes y otros factores del entorno (Darwin 1876, págs. 345-6). Hizo énfasis en que la esterilidad no puede ser seleccionada, a menos que se asegure la fertilización cruzada (Darwin 1876, págs. 381-2); pero, dijo, hay tantos mecanismos para lograr la fertilización cruzada, que la “es­ terilidad parece una adquisición casi superflua para este propósito” (Darwin 1876, pág. 346). Finalmente, la selección natural no habría traído la autoesterilidad al costo enorm e de la esterilidad homomórfica, que le niega a las plantas la unión con la mitad de su especie (dos terceras partes en las especies trimórficas). Ya en el trabajo sobre la Prímula, cuando todavía pensaba que la autoesterilidad era una adaptación, dijo: “no es sorprendente que el final [la fertilización cruzada] se haya ganado... a expensas [de esto]” (Peckham 1959, pág. 459). Ahora argumentaba:

Es increíble que una forma tan peculiar de infertilidad mutua hubiera sido adquirida especialmente, a menos que fuera altamente benéfica para la especie; y aunque pudiera ser benéfico para un plan­ ta en particular ser estéril con su polen, pues de este modo se asegura la fertilización cruzada, ¿cómo puede ser ventajoso para una planta ser estéril con la mitad de sus hermanas, esto es, con todos lo indivi­ duos que pertenecen a su misma forma? (Darwin 1877, págs. 264-5).

(Si Darwin tomaba en serio este argumento, debería haber sostenido que el sexo tampoco era adaptativo; él ciertamente reconocía que el sexo tenía un costo muy semejante (v. gr. Darwin 1865: Barret 1977, ii, pág. 126).) Armado con este arsenal de argumentos, Darwin descartó de forma expedita la esterilidad interespecífica (Darwin 1877, págs. 466-9); el resultado del cruce y la hibridización siguen en buena medida el mismo patrón dentro y entre las especies, de manera que no hay razón para asumir que las causas sean diferentes; por ende, concluyó, no hay esterilidad adaptativa: es del todo incidental. Y aun­ que ocasionalmente aceptaba que la selección natural podía dar lugar a la autoesterilidad en algunos casos (v. gr. Darwin 1876, pág. 442, 1978, pág. 258), relegó la idea de que esto fuera cierto sólo en el caso de la esterilidad interespecífica. Es difícil entender por qué formó Darwin tal tormenta con todo esto, a menos que nos pongamos en su posición. Recordemos que tenía dudas sobre la idea de que la esterilidad fuera adaptativa por­ que le parecía que la selección natural tendría que romper lo que él consideraba sin duda su regla fundamental para el éxito reproductivo individual. Subestimaba los costos de oportunidad presentes en el hecho de ser sólo parcialmente interestéril o de tener una descendencia inferior o híbrida estéril. Parece que la preponderancia lo liberó de su propia manera de pensar, permitiéndole en su lugar pensar en términos de costos de oportunidad, de que la selección no le quitaba al organismo las opor­ tunidades reproductivas sino que lo liberaba para aprovechar las mejores. La esterilidad no surgía ya como una pérdida inevitable de poderes reproductivos sino como la liberación de oportunidades reproductivas superiores. La preponderancia proporcionaba un modelo de la evolución de la selección reproductiva, una selección entre un polen y otro, entre fertilización por los semejantes o por los diferentes. Le permitía a Darwin mirar un sendero evolutivo a lo largo del cual la selección aseguraba, primero, que la mejor opción se es-

Estilo mediano

Estilo corto

tablecía bien y sólo entonces le quitaba la menos atractiva. Es la garantía de fertilización alternativa lo que vuelve la esterilidad una opción. Tal como Darwin lo expresaba, al referirse a la autoesterilidad (esto fue cuando decidió que la esterilidad no era adaptativa): “los medios para favorecer la fertilización cruzada debieron haber sido adquiridos antes que los que evitaban la autofertilización, pues sería manifiesta­ mente dañino para una planta que su estigma no recibiera su propio polen, a menos que ya se hubiera adaptado bien para recibir polen de otro individuo” (Darwin 1876, pág. 382). Y lo que es más, cuando Darwin observaba la preponderancia del polen (un incremento en su fertilidad) quizás estaba viendo el canal mismo que la selección podía haber usado para promover también la esterilidad del polen. Como lo escribió a Joseph Hooker en 1862: “ Si has observado el Lythrum vas a ver cómo puede el polen ser modifi­ cado sólo para favorecer el cruce; con igual facilidad podría haberse modificado para evitarlo. Esto es lo que me hace interesarme tanto en el dimorfismo, etc.” (Darwin, F. y Seward 1903, i, págs. 222-3). Recordemos también que Darwin estaba pensando en la especiación simpátrica (habiendo subestimado la importancia del aislamiento geográfico en la especiación). No tenía en mente dos grupos que han sufrido divergencias adaptativas dramáticas durante la separación geográfica sino dos variedades inicialmente muy semejantes. Pensaba “ Un arreglo matrimonial muy complejo” En la manera de fertilización estas plantas ofrecen un caso más notable del que se puede encontrar en cualquier otra planta o animal... la naturaleza ha ordenado un arreglo matrimonial muy complejo, a saber: una unión triple entre tres hermafroditas. (Darwin, Las diferentes formas de las flores). Las tres formas de la Lythrum salicaria (de Las diferentes formas de las flores, de Darwin): La planta produce flores con tres disposiciones en los estilos y estambres. (El estilo recibe el polen donde éste termina en el estigma; el estambre es la parte de la flor que produce los granos de polen.) Los estambres vienen en tres tamaños: largo, mediano y corto; cada flor tiene estambres de dos tamaños nada más. El estilo también puede ser largo, mediano y corto; cada flor tiene sólo un estilo y es siempre de un tamaño diferente al de los estambres. Cada planta produce flores de sólo un tipo. Darwin se dio cuenta de que estas estructuras están dispuestas de manera ingeniosa para promover la fertilización cruzada. Cuando un insecto vuela de flor en flor, por lo general cargará polen de un estambre de una flor a un estigma de tamaño correspondiente... lo cual se dará en una flor de forma diferente.

que, bajo estas condiciones, los costos del entrecruzamiento no eran severos (a diferencia del caso de la esterilidad dentro de las especies, donde los costos de la autofertilización eran un incentivo enorme para la polinización cruzada y la autoesterilidad). De hecho, Darwin parecía más impresionado por los riesgos de la interesterilidad -de que un individuo fuera privado de tantas parejas potenciales-, que por las ventajas que parece haber en que este individuo procree sólo dentro de su propio grupo. Una vez más, presumiblemente veía que la preponderancia suavizaba el camino de la evolución. Al comienzo, cuando había algunas ventajas para la procreación dentro de la varie­ dad, pero el balance del riesgo también le era favorable a la continua­ ción de la procreación con otras variedades, la selección en favor de la preponderancia del polen de la propia variedad explotaría las ventajas sin excluir por completo la fertilización cruzada. Una vez la ventaja de la fertilización dentro de la variedad hubiera aumentado lo suficiente (por las divergencias adaptativas entre los dos grupos) y los riesgos hubieran disminuido suficientemente (porque la selección había promovido la fertilidad del grupo), la selección sería capaz de favorecer la esterilidad con otras variedades. Hasta aquí el breve encuentro con Darwin. Se puede predecir que el intento de Wallace por explicar la esterilidad interespecífica de modo adaptativo tomó un curso totalmente diferente. Wallace: el poder de la selección natural “Estoy profundamente interesado en todo lo que atañe a los po­ deres de la selección natural”, le escribió Wallace a Darwin, “pero, si bien admito que hay unas pocas cosas que no puede hacer, no creo que la esterilidad sea una de ellas” (Marchant 1916,1, pág. 203). Wa­ llace era reacio a aceptar que la selección natural no pudiera explicar la evolución de una característica tan útil, generalizada y uniforme. También le preocupaba que los antidarwinistas intentaran explotar la incapacidad de Darwin de proporcionar una explicación adaptativa de algo tan esencial para el origen de las especies (Marchant 1916, i, pág. 210). [Se preocupaba con toda razón; la reseña de Vernon Kellogg de las críticas del darwinismo escrita a principios del siglo en donde cita ésta como una de la “serie más bien formidable de obje­ ciones”, y menciona en particular a Thomas Hunt Morgan y su ataque (Kellogg 1907, pág. 76)]. Wallace trató de cerrar la brecha adaptativa. Y le pareció que había tenido éxito, aunque, con alguna

razón, no muchos han estado de acuerdo. (Los puntos de vista finales de Wallace sobre este asunto aparecieron después que Darwin murió, en su Darwinism (Wallace 1889, capítulo 7, particularmente págs. 168­ 80,184-6). Ésta era una versión simplificada de la solución que había propuesto veinte años antes en su correspondencia con Darwin, en 1868 (Darwin, F. 7 Seward 1903, i, págs. 287-99; Marchant 1916, i, págs. 195-210 contiene en gran medida estas mismas cartas, pero con unas cuantas adiciones (págs. 203,207)). La versión del libro de Wallace es en buena medida la misma de la primera parte de su texto anterior. La segunda parte del texto previo, en donde incluía algunas suposi­ ciones más complicadas sobre las condiciones iniciales, no agrega nada de valor (Darwin, F. 7 Seward 1903, i, págs. 292-3, ni) y no la exami­ naremos). En un momento de su correspondencia con Wallace sobre la este­ rilidad interespecífica Darwin anotó: “No creo que pueda trabajar el argumento de la esterilidad hasta que regrese a casa; y a he tratado esto una o dos veces, 7 me hace dar un terrible dolor de estómago” (Darwin, F. 7 Seward 1903, i, pág. 293). Después de tratar más de una o dos veces, puedo entender los sentimientos de Darwin y los de su familia: “Tu trabajo ha llevado a tres de mis hijos casi a la locura; uno de ellos se quedó hasta las doce de la noche le7éndolo” (Darwin, F. 7 Seward 1903, i, pág. 293). El análisis de Wallace no lo muestra en su mejor estado. Es difícil decidir a qué está apuntando y a veces difícil encontrar el sentido darwinista de lo que parece estar diciendo. En su libro, Wallace mismo admitió que su “argumento es más bien difícil de seguir” (Wallace 1889, pág. 179) 7 llegó induso a hacer un resumen, sospechando que algunos lectores no serían capaces de entender el texto completo (Wallace 1889, págs. 179-80). Su argumento parece estar compuesto de varias ideas independientes. Una manera de hacerle justicia es examinar estas ideas separadamente 7 después vol­ verlas a encajar para hacer una evaluación general. La idea básica de Wallace es que la evolución de la esterilidad interespecífica e híbrida procede en dos etapas. En la primera, la es­ terilidad se adquiere incidentalmente. En la segunda, la selección natural entra a moldear estos accidentes en la forma de una barrera reproductiva sistemática entre las especies. Hace énfasis en que su argumento se aplica sólo cuando la esterilidad surge al comienzo de modo incidental, aunque es probable que esto suceda m uya menudo (Marchant 1916, ii, pág. 41; Wallace 1889, pág. 179). ?; Consideremos, dice Wallace, que dos variedades de la misma área

LA

P R O C R E A C I Ó N

T R A S

B A M B A L I N A S

que se están adaptando a diferentes nichos ambientales, tales como sitios húmedos o secos, bosques o campo abierto. Las dos formas pueden ser completamente interfértiles, en cuyo caso, si los híbridos son más vigorosos, les irá mejor que a las cepas puras (“El vigor hí­ brido” era un efecto comúnmente observado y bien documentado). Pero es más probable que los híbridos sean un poco infértiles. Darwin ha mostrado, nos lo recuerda Wallace, que la reproducción exitosa requiere úna compatibilidad estricta entre los sexos. De hecho, desde un punto de vista fisiológico, es la fertilidad una condición precaria: “Parece como si la fertilidad dependiera de un ajuste tan delicado de los elementos masculinos y femeninos entre sí que, a menos que se mantenga por medio de la preservación de los individuos más fértiles, la esterilidad siempre está preparada para surgir” (Wallace 1889, pág. 184). La fertilidad en particular es altamente susceptible de cambiar. Estamos, por supuesto, suponiendo que las variedades sufren cambios constitutivos (por sus nuevas adaptaciones) y experimentan cambios ambientales (los nuevos nichos). “Supongamos”, entonces, “que surge la esterilidad parcial de los híbridos entre las dos formas, en correla­ ción; con los diferentes modos de vida y las pequeñas peculiaridades externas e internas que existen entre ellas, las que hemos visto que son causas reales de infertilidad” (Wallace 1889, pág. 175). Asumir esta esterilidad parcial de híbridos no es ir más allá de Darwin. Pero Wallace arguye ahora que la selección natural puede aumentar y sistematizar esta tendencia incidental a la esterilidad: ... hemos conseguido... un punto de partida... Todo lo que nece­ sitamos ahora es algún medio de aumentar o acumular la tendencia inicial... Se ha demostrado que existen amplias causas de infertilidad en la naturaleza del organismo y en las leyes de correlación; la instancia de la selección natural sólo se necesita para acumular los efectos producidos por esas causas y para hacer que los resultados finales sean más uniformes y estén más de acuerdo con los hechos que existen (Wallace 1889, págs. 173-4).

La selección natural, argumenta Wallace, va a seleccionar en contra de la descendencia híbrida, y al hacerlo, va a promover, como sub­ producto,, la esterilidad interespecífica. Los híbridos son inferiores a los descendientes puros, en parte porque son menos fértiles y en par­ te porque son menos adaptados (lo que habla en contra de ellos, a pesar del vigor híbrido, si las condiciones se vuelven severas). Como

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un efecto secundario automático de esta fuerza selectiva, la selección natural favorecerá una tendencia a no producir híbridos; por tanto favorecerá la esterilidad interespecífica. Es crucial advertir, insiste Wallace, en qué la selección natural trabaja seleccionando en contra de descendientes híbridos (porque son inferiores), no seleccionando a favor de la interesterilidad: Debe notarse en particular que [la selección para la interes­ terilidad mayor]... resultaría, no de la preservación de las variaciones infértiles en razón de su infertilidad, sino de la inferioridad de los descendientes híbridos, por ser menores en número, menos capaces de continuar su raza y menos adaptados a las condiciones de existencia que cualquiera de las formas puras. Es esta inferioridad de los des­ cendientes híbridos el punto esencial... (Wallace 1889, pág. 175).

La razón por la cual esto es tan importante, dice, es que la selección dejará por fuera automáticamente la esterilidad, a menos que esté ligada a alguna ventaja. Es siempre la ventaja, no la esterilidad, lo que la selección favorece; la esterilidad se promueve como un subproducto: “ninguna forma de infertilidad o esterilidad entre individuos de una especie puede aumentarse por medio de la selección natural, a menos que correlacione con alguna variación útil, mientras que toda la infertilidad que no correlacione así, tiene la tendencia constante a efectuar su propia eliminación” (Wallace 1889, pág. 183). Wallace piensa que ha encontrado tal correlación: la selección favorece la descenden­ cia no híbrida y esta “variación útil” está correlacionada con la interesterilidad. Y así, concluye Wallace, ha llevado él el argumento desde el punto en donde Darwin lo dejó, pasándolo de lo meramente incidental a lo adaptativo: Darwin llegó a la conclusión de que la esterilidad o la infertilidad mutua de las especies... no es una constante o un resultado necesario de la diferencia específica, sino incidental con respecto a peculiari­ dades desconocidas del sistema reproductivo... Aquí dejó Darwin el problema; pero hemos mostrado que la solución se puede llevar un pasó más adelante (Wallace 1889, págs. 185-6).

Para comprender el argumento de Wallace pensemos en la posición en que él se encuentra: desea explicar la esterilidad de modo adap-

tativo. Pero, como Darwin mismo, no aprecia los costos de los padres de tener descendientes híbridos de baja fertilidad o estériles. Entonces no puede comprender cómo podría la selección trabajar sobre los padres. De manera que tiene que mirar a su alrededor en busca de algo sobre lo que la selección pueda actuar. Y su respuesta está en los híbridos mismos. Wallace cree que tiene que insistir, en cuanto adaptacionista ortodoxo, que la selección actúa sobre la inferioridad híbrida, no sobre la esterilidad de los padres que tienen estos descen­ dientes inferiores, porque es incapaz de ver los costos de oportunidad que hay ahí. Su argumento es difícil de entender (inclusive no es ni siquiera coherente) en detalle; pero es claro cuál es el caso que trata de defender. Una de las objeciones principales de Darwin a los argumentos de Wallace refleja de modo diciente esta misma inadvertencia; no hay razón, dice Darwin, por la que la selección natural deba favorecer una mayor fertilidad entre individuos que ya son algo interestériles; al fin y al cabo, sus descendientes puros no se beneficiarán si la este­ rilidad de las uniones híbridas de sus padres aumenta: tomemos dos especies, A y B, y supongamos que son (necesaria­ mente) medio estériles, esto es, que producen la mitad del número completo de descendientes. Ahora tratemos de hacer (por medio de la selección natural) que A y B sean absolutamente estériles al cruzarse, y encontraremos qué difícil es... Si [cualquier] individuo estérilísimo de, por ejemplo A, después se cruza con otros individuos de A, no le traerá ninguna ventaja a su progenie, por lo cual estas familias ten­ derán a aumentar en número sobre otras familias de A, que no son más estériles cuando se las cruza con B (Darwin, F. y Seward 1903, i, págs. 289).

Pero esto ignora los costos de oportunidad, las capacidades repro­ ductivas ligadas a la unión estéril que quizás podrían haber sido empleadas de manera más fértil en otra parte. Darwin también objetó el argumento de Wallace sobre la base de que éste asume a veces que los híbridos tienen la ventaja del mayor vigor y a veces que están en desventaja pues están menos bien adap­ tados (Marchant 1916, i, pág., 207). Wallace sostenía que esto no era inconsistente, porque la ventaja adaptativa dependía de las condicio­ nes, y las ventajas del vigor híbrido eran superadas por la adaptación superior de la forma pura durante las luchas fuertes.

La siguiente idea del argumento de Wallace tiene que ver con las preferencias para el apareamiento. La especiación y la interesterilidad cada vez mayor, al menos en los animales, dice, recibirían “gran ayuda por... la poca inclinación de las dos formas a aparearse entre sí” (Wa­ llace 1889, pág. 176). Esto se debe a que los animales por lo general tienen una preferencia fuerte de procrearse con los parecidos, y las diferencias constitucionales se correlacionan a menudo con dife­ rencias externas que los animales reconocerán, en particular las peculiaridades de color: hay... una causa muy poderosa de aislamiento en la naturaleza mental -los gustos y las repugnancias- de los animales... Esta prefe­ rencia constante de los animales por los parecidos... es evidentemen­ te un hecho de gran importancia al considerar el origen de las espe­ cies por selección natural, puesto que nos muestra que, tan pronto como se ha efectuado alguna pequeña diferenciación de forma o color, el aislamiento surgirá de inmediato por la asociación selectiva de los animales mismos... (Wallace 1889, págs. 172-3).

Esto suena muy parecido a la idea moderna de que la selección natural refuerza las preferencias de apareamiento para que actúen como mecanismos de aislamiento. Y esto parecería el próximo paso obvio que Wallace sugiriera: exactamente la clase de etapa adaptativa que se acumula sobre lo incidental, que buscaba. Pero, curiosamente, Wallace introduce la preferencia para el apareamiento con los seme­ jantes como un don afortunado de la naturaleza en lugar de como una adaptación. Ciertamente estas preferencias refuerzan la tenden­ cia a la interesterilidad. Pero así son las cosas. No son respuestas adaptativas para evitar uniones poco exitosas y promover las exitosas. Es de extrañar que este adaptacionista incisivo, paradójicamente, no señale, precisamente aquí, que la preferencia del apareamiento podía estar modelada por las ventajas de evitar descendientes híbridos. Sin embargo, sabemos, por sus teorías de la coloración para el reconocimiento, que sí tenía en cuenta el refuerzo. De hecho, como lo hemos visto, aprovechaba el reconocimiento como una explicación alternativa para la selección sexual: “Alguna manera de reconocimien­ to fácil... les permite a los sexos reconocer a los de su clase y así evitar los males de cruces infértiles... la maravillosa diversidad de color y de las demarcaciones que prevalecen, especialmente en pájaros e insectos, pueden deberse al hecho de que una de las primeras necesidades de

una nueva especie sería la de mantenerse separada de sus semejantes más cercanos, y eso podría hacerse más fácilmente por medio de alguna marca externa diferenciadora que se vea fácilmente” (Wallace 1889, págs. 217-18; véase también págs. 217-28,1981, págs. 367-8). Dicho sea de paso, ésta fiie la idea que desarrolló luego de su corresponden­ cia en 1868 con Darwin (v. gr. Wallace 1891, págs. 349, 354). Hacia 1889, cuando publicó Darwinism, había llegado a pensar que “el reconocimiento [en general, no específicamente para el apareamiento] ha tenido una influencia más generalizada en la determinación de la diversidad de la coloración animal que cualquier otra causa de nin­ guna clase” (Wallace 1889, pág. 217). Aquí, entonces, tenemos una confluencia de algunas de las nociones más amadas por Wallace: el adaptacionismo, la selección natural en lugar de selección sexual y la importancia de la coloración. La coloración para el reconocimiento era una alternativa a la teoría de Darwin de la selección sexual. Era también una explicación adaptativa para las diferencias específicas en la coloración de las especies, diferencias que algunos críticos sos­ tenían eran no adaptativas. Y además, era una adaptación para evitar los “males” de la hibridación. El reconocimiento de los machos era sólo una de las diversas ba­ rreras reproductivas que Wallace se daba cuenta podían aislar mutua­ mente a las especies incipientes. De nuevo, aunque él no las aduce en su argumento de la esterilidad interespecífica, las analiza en otro lugar. En un trabajo sobre distribución zoológica, por ejemplo, señaló que las especies externamente similares podían separarse por “modos de vida y hábitos” y las especies que “se parecen mucho en sus hábitos” con toda probabilidad diferían en “color, forma o constitución” (Wa­ llace 1889, págs. 257-8). Darwin, a propósito, le prestaba menos aten­ ción a tales barreras. Esto se debía en parte a que prefería explicar la coloración hasta donde fuera posible por medio de la selección sexual. Quizás también porque tomaba las plantas como su caso paradig­ mático, y en ellas la esterilidad es el mecanismo de aislamiento más obvio (aunque no el más importante (Wilson y Burley 1983)); las ba­ rreras etológicas principales ocurren en un sólo grado más alto, en el comportamiento de los insectos. Para decirlo en lenguaje darwinista de hoy, a Wallace se le podía dar crédito por haber hecho énfasis en la importancia de las barreras reproductivas etológicas y otras, las de la reproducción (estructura, color, etc.) en la especiación, aunque quizás no apreciaba hasta dón­ de podía la selección natural ser responsable de aplicarlas. En la

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época de Wallace esto era poco común. Durante muchos años la mayor parte de los darwinistas le prestaron poca atención a cualquier ba­ rrera diferente de los accidentes de la geografía y la esterilidad. Una excepción notable fue la de Karl Pearson: “La selección natural”, argu­ mentaba, “requiere que el apareamiento selectivo... produzca aquella barrera para el entrecruzamiento de la cual depende el origen de las especies” (Pearson 1892, pág. 423). Pero no fue sino hasta la publicación de Genetics and the Origin ofSpecies, de Dobzhansky (1937), seguido de Systematics and Origin o f Species escrito por Mayr (1942), cuando la mayoría de los darwinistas empezaron a tomar en serio las clases de mecanismos de aislamiento reproductivo que Wallace consideraba. En reconocimiento a la percepción pionera de Wallace (y sin cuestionar la aseveración suya de haber explicado la esterilidad de manera adaptativa) Verne Grant llamó al proceso de selección por aislámiento reproductivo “Efecto Wallace” (Grant 1966, pág. 99,1971, pág. 188): “Wallace... presentó un modelo por medio del cual la se­ lección natural podía construir barreras de esterilidad híbrida y de comportamiento en el apareamiento entre especies simpátricas divergentes. Argumentó que si los híbridos fueran adaptativamente inferiores a las.razas o a las especies, la selección favorecería la este­ rilidad y las barreras etológicas entre ellos” (Grant 1963, pág. 503). Algunos críticos han discutido si Wallace merece su efecto epónimo, argumentando que su teoría trataba de la selección de los mecanis­ mos de postapareamiento, sobre los que, dicen ellos, la selección no puede influir (v. gr. Kottler 1985, págs. 416-17,430-1; Littlejohn 1981, pág. 320): Wallace no estaba proponiendo el origen selectivo de los meca­ nismos de aislamiento reproductivo en general, sino más bien el ori­ gen selectivo de los mecanismos particulares de postapareamiento de esterilidad cruzada e híbrida. Puesto que, de acuerdo con la teoría corriente, estas formas de esterilidad son precisamente los tipos de aislamiento reproductivo que no pueden ser producidos por la selec­ ción, el debate de Darwin-Wallace proporciona poca justificación histórica para el término “ Efecto Wallace” (Kottler 1985, pág. 416).

Como hemos visto, esta crítica se basa en una distinción espúrea. Y como hemos visto también, Wallace sí hizo hincapié, a todas luces, en la importancia de la selección sobre las barreras de preapareamiento, en particular las preferencias para el apareamiento, aunque hay que

admitir que no fue capaz de integrarlo a su teoría de la esterilidad interespecífica, donde más se necesitaba (véase también Kottler 1985, págs. 430-1, n3l). Ahora vamos a la tercera idea de los argumentos de Wallace. Lo siguiente que argumenta es que los diferentes factores que ha men­ cionado se reforzarían mutuamente. Es posible, dice, que el grado de interesterilidad correlacionaría con el grado de diferencia éntre las especies incipientes y quizás dependería en parte de él. En este caso, la esterilidad aumentaría en proporción a la divergencia de las dos formas. Todos estos factores de aislamiento, entonces, trabajarían en tándem: la divergencia adaptativa, las diferencias en la apariencia externa, la poca inclinación a aparearse con los distintos y la infertilidad híbrida “procederían todas pari passu, y llevarían al fin y al cabo a la producción de dos formas distintas que tuvieran todas las características, tanto las fisiológicas [con lo cual quería decir interesterilidad] como las estructurales, de las verdaderas especies” (Wallace 1889, pág. 176). Darwin y otros críticos no estaban de acuerdo con la idea de que la infertilidad tendía a coincidir con la poca inclinación a cruzarse, o con las diferencias estructurales; y de todas maneras, decía Darwin, esto no “es cierto en el caso de las plantas, o en los animales acuáticos inferiores” (Darwin, F. y Seward 1903, i, págs. 295; Marchant 1916, ii, pág. 42). Wallace estaba convencido de que la correlación entre la infertilidad y otros cambios surgiría debido a lo fácilmente que se producía infertilidad por cualquier perturbación para el organismo. Darwin, por supuesto, estaba de acuerdo en términos generales con el efecto de las perturbaciones; al fin y al cabo Wallace estaba basán­ dose en su trabajo, pero, ¿era probable que los cambios de color, por ejemplo, estuvieran acompañados de cambios en las preferencias de apareamiento? No había razón particular para creer que lo fueran y ninguna evidencia empírica de ninguna clase (incluso veinte años más tarde, como Wallace con pesar señaló (Marchant 1916, ii, pág. 42)). Darwin sin duda tenía razón al sospechar que Wallace estaba suponiendo que todos los cambios complementarios, -colores, pre­ ferencias de apareamiento,, etc.- tenían que coincidir para que la selección pudiera despegar, y que eran hereditarios. Como hemos notado, esto “requeriría un milagro”. Pero, como vimos también, los modelos simpátricos de especiación pueden proporcionar la clase de feliz coincidencia que Wallace necesitaba, sin recurrir a milagros. Finalmente, en varios puntos Wallace entreteje lo que parece ser

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un argumento de seleccionismo grupal (v. gr. Wallace 1889, pág. 178). Es importante para su teoría, dice, que en una área particular la proporción de híbridos parcialmente estériles sea bastante alta; de lo contrario la esterilidad incipiente entre las dos formas se vería ahogada. Una vez la selección en estos híbridos ha aumentado la interesterilidad entre las dos formas, entonces las formas más interestériles dominarán a las de otras áreas que tengan mayor infertilidad. Así que, al cabo, toda el área estará dominada por las formas de mayor interesterilidad. Y la esterilidad va a aumentar por la selección natural. Wallace es aquí más confuso que en cualquier otra parte, y es difícil saber si en realidad acude a la selección grupal o meramente emplea un lenguaje de nivel superior. Darwin encontró el razona­ miento sobre este punto de la teoría extremadamente tortuoso y su desacuerdo se convirtió en una disputa sobre las matemáticas, cuyos detalles no le legó a la historia. Darwin dejó el cálculo a su hijo mate­ mático, que entonces estaba en Cambridge, y que ese año era Segundo Disputador; pero aún él, se volvió loco con la tarea. Todo esto refor­ zaba el punto de vista de Darwin de que la idea de que la selección natural podía promover la esterilidad, por plausible que pareciera al principio, no se podía hacer funcionar en detalle (Darwin, F. y Seward 1903, i, pág. 294). Hoy en día la clase de preguntas que se planteaban (sobre los efectos de selección en las poblaciones vecinas) probable­ mente se podrían solucionar con mucha facilidad con la simulación computarizada. Wallace ha sido ampliamente criticado por ser seleccionista grupal, a menudo en contraste con su propio seleccionismo individual (v. gr. Bowler 1984, pág. 201; Kottler 1974, pág. 190,1985, págs. 387,388,40810,414-15; Ruse 1979, pág. 14 ,1979a, págs. 214-19 particularmente pág. 217, 1980, pág. 624; Sober 1984, págs. 217-18, 1985, págs. 896-7; Vorzimmer 1972, págs. 203-9 particularmente pág. 207; para el selec­ cionismo individual de Darwin véase también Ghiselin 19694, págs. 149-50; Ruse 1982, págs. 191-2). Kottler (1985, págs. 407-10) hace un cuidadoso análisis del argumento de Wallace, en el que ciertamente se ve como de “selección entre grupos” (pág. 410), pero Kottler no deja en claro cómo en esto, en últimas, hay presente algo que no sea seleccionismo individual. La evidencia que normalmente se cita con­ tra Wallace (v. gr. Kottler 1985, pág. 408; Ruse 1980, pág. 264; Sober 1984, págs. 217-18,1985, pág. 896; Vorzimmer 1972, págs. 206) es un comentario que le hizo en una carta a Darwin:

No veo tu objeción a la esterilidad entre especies aliadas como algo que recibiera ayuda de la selección natural. Me parece a mí que, dada la diferenciación de una especie en dos formas, cada una de las cuales estaba adaptada a una esfera especial de existencia, cualquier pequeño grado de esterilidad sería una ventaja positiva, no para los individuos estériles, sino para cada forma (Darwin, F. y Seward 1903, i, pág. 288).

Hay que admitir que las palabras de Wallace sí parecen inclinar el caso hacia el seleccionismo grupal. Pero si a eso vamos, vistas aisladamente, también lo harían las aseveraciones de Darwin, citadas anteriormente, sobre la esterilidad interespecífica: “La selección natural no puede efectuar lo que no es bueno para el individuo, incluyendo en este término una comunidad social” (Darwin, F. y Seward 1903, i, pág. 294). El pasaje de Wallace era sólo mía afirmación hecha al comienzo de su correspondencia con Darwin. Cuando expuso por fin los detalles de su teoría, nunca fue tan inequívoco (¡o tan claro!). Como Darwin, Wallace hace un uso ligero del lenguaje de nivel superior, quizás sin intenciones de nivel superior. A este respecto, por ejemplo, escribió a Darwin: “no es probable que la selección natural pudiera acumular estas variaciones [en grado de esterilidad] y así salvar la especie” (Dar­ win, E y Seward 1903, i, pág. 294; el subrayado es mío); pero sólo unos cuantos meses más tarde estaba escribiendo: “Si la selección natural no pudiera acumular varios grados de esterilidad para el beneficio de la planta, entonces, ¿como podría la esterilidad llegar a asociarse con Un cruce de una planta trimórfica en lugar de con otra?” (Darwin, F. y Seward 1903, i, pág. 298; el subrayado es mío). Desafor­ tunadamente tanto en el caso de Darwin como de Wallace el uso general del lenguaje a nivel superior -especies, variedades, tipos, for­ m as- generalmente hace difícil decidir en definitiva si tenían en mente alguna verdadera clase de altruismo. Wallace también ha sido acusado de ser un hiperadaptacionista, otra vez en comparación poco favorable con Darwin (v. gr. Ghiselin 1969, págs. 150-1; Kottler 1985, pág. 388; Mayr 1959,1976, págs. 129-34; véase también Gillespie 1979, pág. 72). Pero no estaba mal encamina­ do, en el fondo, en la lucha por una explicación adaptativa donde Darwin había abandonado toda esperanza. De hecho, hemos visto que Darwin mismo conservó tal esperanza por varios años. Para ponerlo en términos modernos, Wallace trataba de desarrollar una teoría simpátrica de la especiación, suponiendo que la selección na­

tural podría tener el suficiente poder para producir adaptaciones divergentes aun cuando estuviera contrarrestada por el entrecruzamiento. Que los defectos de su teoría indudablemente hayan de atribuirse al adaptacionismo extremo, hay necesidad de demostrarlo, no basta con suponerlo. Cualquiera sea el juicio de los demás, Wallace estaba orgulloso de su explicación, tan orgulloso que en su autobiografía la menciona (junto con la coloración animal) como uno de los tópicos en los cuales logró llevar al darwinismo más lejos que el propio Darwin. en varias direcciones creo que he extendido y reforzado [la teoría de la selección natural]... He abogado sin reservas por el principio de la “utilidad”, que es uno de los fundamentos principales; mientras que al extender este principio a casi cada grado de coloración, y mantener la selección natural para incrementar la fertilidad de las uniones híbridas, he extendido considerablemente su alcance. De ahí que algunos de mis críticos me dicen que soy más darwinista que el mismo Darwin, y en esto, lo admito, no están muy equivocados (Wallace 1905, ii, pág. 22).

Orígenes esquivos A un darwinista moderno le causa perplejidad que Darwin y Wallace hubieran subestimado tanto el aislamiento geográfico, el factor crucial que podría haberles resuelto tantas dificultades. En años anteriores, ambos habían supuesto que éste desempeñaba un papel prominente, y aún indispensable, en la especiación (en Darwin: Bowler 1984, págs. 160,170-1, 200-1; Kottler 1978, págs. 284-8; Lesch 1975, págs. 484-5; Sulloway 1979, págs. 23-33; Vorzimmer 1972, págs. 168-9; en Wallace: Fichman 1981, págs. 34,94-5; McKinney 1972, capí­ tulo 2). ¿Por qué acabó por desempeñar un papel tan inferior en im­ portancia? Una razón, probablemente entre varias (véase v. gr. Ghiselin 19694, págs. 148-9; Mayr 1959, págs. 221-3,1976, págs. 120-3; Sulloway 1979, págs. 33-45), era que el asunto del aislamiento geo­ gráfico y la selección natural en la especiación curiosamente se polarizaron, al verse como si cada uno fuera opuesto al otro más bien que como si tuvieran papeles mutuamente complementarios. El muy influyente naturalista alemán del siglo x ix Moritz Wagner, llegó a atribuirle sólo un papel muy pequeño a la selección (Wagner 1873; véase también Sulloway 1979, págs. 49-58). Y al fin argumentó

que el aislamiento geográfico podría producir una especiación casi sin su ayuda. Wagner publicó al principio un trabajo sobre la impor­ tancia del aislamiento geográfico en 1840, y durante la década de los sesenta y setenta refino sus ideas. El trabajo tuvo su mayor impacto en las décadas siguientes, una vez el asunto había sido adoptado por numerosos científicos. Como advertimos cuando observamos las explicaciones adaptativas, una de las figuras más importantes de este último período fue Romanes, quien estaba particularmente impre­ sionado con los escritos de Gulick. A sus ensayos, dijo, les atribuía “un valor mayor que a cualquier otro trabajo en el campo darwinista desde la fecha de la muerte de Darwin” (agregando, en un pie de página, que consideraba la teoría de la herencia de Weismann... como todavía subjudice” (Romanes 1892-7, iii, pág. 1). Romanes estaba con­ vencido de la apabullante importancia del aislamiento: Yo creo... que en el aislamiento tenemos un principio tan funda­ mental y universal que aún el gran principio de la selección natural es menos profundo, y permea una región de menor extensión. Igua­ lado en su importancia sólo por los dos principios básicos de la herencia y la variación, éste, el del aislamiento, constituye el tercer pilar sobre el cual se levanta la superestructura de la evolución orgá­ nica (Romanes 1892-7, iii, págs. 1-2).

(Romanes incluye en este principio el aislamiento por preferencia para el apareamiento - “la selección discriminada”- ; pero en sus es­ critos tomó una línea más idiosincrática sobre el aspecto comportamental del aislamiento, una teoría a la que llamó “ selección fisiológica” (Romanes 1892-7, ii, págs. 41-100).) A comienzos de 1900, Vernon Kellogg informó que “para algunos, la influencia del aisla­ miento en la formación de especies es tan efectiva como la selección misma; algunos la consideran incluso más efectiva” ; ambos “algunos” habían de encontrarse particularmente entre “sistematistas, estudian­ tes de la distribución y los así llamados naturalistas de campo” (Kellogg 1907, pág. 231) En una vena menos extrema, existía el punto de vista cada vez más popular de que la mayor parte de las diferencias carac­ terísticas entre especies muy cercanas entre sí no eran resultado de la adaptación sino del mero aislamiento geográfico combinado con el azar o con “las tendencias ortogenéticas” (de nuevo, un punto de vista que encontramos cuando analizamos el adaptacionismo; recordemos los caracoles terrestres). De acuerdo con Kellogg, se creía que muchas

características específicas de la especie eran no adaptativas y que pavimentaban el camino para el triunfo del aislamiento sobre la selección: “De hecho, la mayor parte de los naturalistas reconocen la trivialidad o indiferencia de la mayor parte de las características es­ pecíficas, lo que ha llevado a la renovación reciente de la importancia de la teoría del aislamiento, en particular del aislamiento geográfico (Kellogg 1907, pág. 43). Contra tales aseveraciones, Darwin y Wallace deseaban hacer én­ fasis en que las especies cercanas no eran sólo divergentes sino que lo eran también de manera adaptativa. La selección natural, decían, merecía gran parte del tributo por las diferencias entre las especies. Como Darwin decía: “ Ninguna migración, ni el aislamiento en sí mismo, pueden hacer nada” (Darwin 1859, pág. 351). Cuando leyó los puntos de vista de Wagner, garrapateó en su copia: “La peor basurano aparece la más mínima explicación de por qué, por ejemplo, po­ dría haberse formado un pájaro carpintero en una región aislada” (citado por Vorzimmer 1972, pág. 182) o, como más moderadamente le escribió a Wagner en 1876: mi objeción más fuerte a tu teoría es que no explica las múltiples adaptaciones de la estructura de cada ser orgánico -p or ejemplo, en el caso del pájaro carpintero, por qué trepa a los árboles y atrapa insectos-, o en el del búho, por qué caza animales por la noche, y así hasta el infinito. Ninguna teoría es en lo más mínimo satisfactoria para mí a menos que explique con claridad tales adaptaciones (Dar­ win, F. 1887, iii, págs. 158-9; véase también v. gr. Darwin, F. 1887, iii, págs. 157-62; Darwin, F. y Seward 1903,1, pág. 311; Peckham 1959, pág. 196; para Wallace, véase v. gr. Wallace 1889, págs. 144-51).

Al comienzo de este capítulo cité copiosos ejemplos de barreras geográficas tomados de El origen. ¿Qué eran esos ejemplos, muchos de los cuales resultaron de los propios experimentos minuciosos de Darwin, si no una parte de su debate sobre la especiación? La respuesta es que son parte de su análisis de la distribución geográfica. Su preocu­ pación es demostrar que “los individuos de las mismas especies, al igual que los de especies aliadas, han procedido de una misma fuente [y que]... los principales hechos que llevan a la distribución geo­ gráfica se explican por la teoría de la migración... junto con modifi­ caciones subsiguientes” (Darwin 1859, pág. 408). Su preocupación es demostrar, en otras palabras, que la evolución, no un gran diseña­

dor, colocó los seres vivos donde los encontramos ahora. Darwin demostró una fina apreciación de cómo pudieron los accidentes geo­ gráficos moldear la historia de la vida. Pero no era la apreciación que esperaríamos. Aunque Darwin y Wallace aceptaban las teorías simpátricas de la especiación, entre la mayor parte de los evolucionistas tales teorías están desacreditadas desde hace largo tiempo; no meramente pasadas de moda sino revaluadas. Ernst Mayr, en particular, argumentó con gran autoridad e influencia durante varias décadas que aunque la selección natural puede reforzar los mecanismos de aislamiento re­ productivo, no puede establecerlos desde el principio, por completo bajo su determinación: “una y otra vez se citan los mismos viejos argumentos en favor de la especiación simpátrica, sin parar mientes en qué tan decisivamente han sido refutados en el pasado... la especiación simpátrica es como la hidra de Lerna, a la que le crecían dos cabezas cuando le cortaban alguna de la viejas” (Mayr 1963, pág. 451). El problema con las teorías simpátricas, dice, es que “en últimas, todas... hacen postulados arbitrarios que, sin más, dotan a los indivi­ duos que están en proceso de especiación de todos los atributos de una especie completa” (Mayr 1963, pág. 451), y consideran el aislamiento reproductivo el principal atributo. Yo no sé por qué la especiación simpátrica ha encontrado una oposición tan dura. De acuerdo con el eminente citólogo australiano M. J. D. White, los zoólogos en vertebrados han sido los menos de­ seosos de aceptar la idea, y los evolucionistas de las plantas también, en términos generales, han sido poco receptivos (excepto en el caso de la alopoliploidismo). Los entomólogos se han persuadido con más facilidad, quizás -sugiere- porque los pequeños animales son más capaces de especiarse sin divisiones geográficas (White 1978, pág. 229). (¿No será que los entomólogos están adoptando un punto de vista gulliveriano respecto de una barrera lilliputiense?) Quizás, también, todavía estemos siendo testigos de una historia conocida de inclinaciones adaptacionistas versus no adaptacionistas. Hemos visto con cuánta firmeza se aferró Wallace a la idea de que la selección natural tenía suficiente poder para dividir las especies sin ayuda de las barreras geográficas. Y Darwin también pensaba que las pequeñas diferencias entre especies incipientes se podían acumular en generaciones sucesivas sin que llegara ayuda de las colinas (o de las corrientes de agua, o de cualquier cosa). (El desacuerdo de Dar­ win con Wallace, recordemos, no era sobre el aislamiento geográfico

sino sobre si la selección natural favorecería la interesterilidad du­ rante la especiación, en particular al comienzo, o si la interesterilidad surgiría sólo como efecto secundario con relación a la divergencia.) Así, por ejemplo, Darwin aseveró en El origen: “en la misma área, las variedades de los mismos animales pueden permanecer separadas du­ rante mucho tiempo, por el hecho de vivir en diferentes estaciones, de entrecruzarse en temporadas levemente diferentes, de que hay va­ riedades de la misma clase que prefieren aparearse entre sí” (Darwin 1859, pág. 103). Y agregó el siguiente comentario a las ediciones quin­ ta y sexta: “Morritz Wagner ha mostrado que el servicio prestado por el aislamiento al evitar los cruces entre variedades recién for­ madas es probablemente mayor de lo que yo suponía. Pero... de nin­ guna manera puedo estar de acuerdo con este naturalista en que la migración y el aislamiento son elementos necesarios para la for­ mación de la nueva especie” (Peckham 1959, pág. 196). Por el contrario, los darwinistas que han estado menos convencidos que Darwin y Wallace de la competencia de la selección han supuesto que, por el contrario, la migración y el aislamiento son cruciales. Unos pocos de los darwinistas del siglo x x han pensado que incluso permitir el refuerzo después del aislamiento geográfico es conceder demasiado al poder de la selección. Por ejemplo, John Moore, el embriólogo a quien encontramos antes en este capítulo, sostenía en 1950 que el modelo de Mayr de especiación alopátrica mostraba que la divergencia durante la separación geográfica era su­ ficiente para producir especies propiamente dichas, con mecanismos de aislamiento; la etapa final de refuerzo era posible, pero sería superflua (Moore 1957, págs. 325-6, 332). En años recientes, H. E. H. Paterson ha llevado más lejos los argumentos de Moore (Paterson 1978,1982), afirmando con fuerza que los darwinistas se han aferrado a la idea de los refuerzos sólo porque:

ella le otorga un papel directo a la selección natural en la pro­ ducción de especies nuevas... Dobzhansky creía que las especies eran “mecanismos adaptativos por medio de los cuales el mundo vivo se ha desplegado a sí mismo para dominar progresivamente en una forma más amplia el medio y los modos de vida”. Esta visión le im­ pone a quienes la sostienen la obligación de aceptar que las especies son el producto directo de la selección, lo que, a su vez, requiere que el modelo de refuerzo de especiación sea aceptado (Paterson 1978, págs. 369-371)-

El reconocimiento de la pareja, argumenta Paterson, ha estado sobre­ cargado de significados adaptativos. Su única función evolucionista es hacer que las células sexuales se unan. Cualquier aislamiento repro­ ductivo resultante es puramente incidental 7 no una adaptación y lo mismo es válido para la preferencia de una pareja dentro de una es­ pecie (Paterson 1982, pág. 53). Piensa incluso que las especies son tan libres con relación a las adaptaciones que esta visión las atribuye a las especies como un todo, por lo cual, dice, terminan (inconsisten­ temente), como seleccionistas grupales; como evidencia señala el uso generalizado de términos como los “mecanismos adaptativos” de Dobzhansky o la “integridad de la especie” (una inconsistencia, señala, porque los mecanismos de refuerzo son de seleccionismo indivi­ dual) (Paterson 1982, págs. 53-4). Pero regresemos a la especiación simpátrica. Durante diferentes períodos en la historia de la teoría darwinista, principalmente hacia el final del siglo pasado y de nuevo, desde más o menos la década de 1940, el aislamiento geográfico ha absorbido una inmensa cantidad de atención, en particular entre evolucionistas cuyo principal interés es la especiación más que la adaptación. Algunos lo han considerado como un pilar de la teoría darwinista: el desarrollo de los mecanismos de aislamiento fisiológicos es precedido por un aislamiento geográfico de partes de la población original... Desde Darwin, y en especial desde Wagner, se considera probable que la formación de razas geográficas es un antecedente en la formación de la las especies... Algunos sistematistas consideran ésta una de las generalizaciones más importantes que han resultado de su trabajo (Dobzhansky 1937, primera edición., págs. 256-7; el subrayado es mío).

(-aunque, como hemos visto, Dobzhansky no tiene razón en el caso de Darwin-). Por muy importante que el aislamiento geográfico sea en la práctica, cosa indudable, parece curioso que se lo tenga en tal esti­ ma teórica como aquella en la que estos sistematistas aparentemente lo tenían. ¿Sería quizás en parte porque la especiación simpátrica aplica lo que algunos darwinistas tenían por “una magnífica gene­ ralización” que les parecía a ellos no solamente mala sino completa­ mente opuesta? Dicho sea de paso, si son las generalizaciones numéricas las que están sobre el tapete, entonces la especiación simpátrica probablemente

ORÍGENES

ESQUIVOS

gana cómodamente. Como lo ha señalado Guy Bush, si se trata de números solamente, los insectos, que son el 65% de las especies nombradas, bien podrían inclinar la balanza, haciendo que la especiación simpátrica sea más común que la alopátrica La especiación simpátrica parece limitada a clases especiales de animales, a saber, los fitófagos y los parásitos zoófagos, y los parasitoides. Sin embargo, este grupo comprende un gran número de especies (más de quinientas mil descritas solamente de insectos)

A la luz del hecho de que los parásitos probablemente sean los más abundantes de todos los eucariotes, la divergencia simpátrica parece igualmente probable, y posiblemente hasta la forma de especiación normal en numerosos grupos. El número de parásitos zoófagos y fitófagos es sorprendente... [De acuerdo con un estimativo] cerca del 72,1% de los insectos británicos (entre los más conocidos del mundo) son parásitos de plantas o animales... Si consideramos que existen cerca de setecientas cincuenta mil especies de insectos descritas en el mundo, más de doscientas veinticinco mil de ellas pa­ rásitas, una cifra conservadora, quedan por lo menos tres veces este número, sin ser descritas. Ésta resulta ser más elevada que la de todas las otras especies de animales y plantas juntos (Bush 1975, págs. 352, 354).

Sin embargo, aun si los insectos pudieran venir al rescate cuantita­ tivamente, Darwin y Wallace sin duda alguna subestimaron fuerte­ mente la importancia potencial de las barreras geográficas y de la especiación alopátrica. Los dos problemas fundamentales que la teoría de Darwin debía resolver eran la adaptación y la diversidad. El acertijo de la adaptación lo solucionó de manera soberbia. En cuanto a la diversidad, en ciertos aspectos tuvo igual éxito. Los modelos de distribución geográfica, el registro fósil, la jerarquía taxonómica y la embriología comparativa ocuparon su lugar bajo su incisivo análisis. Pero, en medio de tal éxi­ to, hubo un problema que no logró dominar. Éste fue, curiosamente, el problema del origen de las especies.

El darwinismo se encuentra entre los logros más ampliamente exitosos del intelecto humanó. Reúne y explica una vasta y diversa colección de hechos que de otra manera nos dejarían perplejos. Como cualquier teoría científica, genera problemas al igual que soluciones. Hemos observado dos de estos problemas: el altruismo y la selección sexual. Fueron problemas una vez. Son triunfos ahora. Sin embargo, todavía quedan otras dificultades: ¿Por qué el sexo? ¿Cómo evolucionaron la mente y otras propiedades emergentes? ¿Cuál es la relación entre la evolución cultural y la genética? Estas cuestiones son tan problemá­ ticas para los darwinistas modernos como lo fueron la hórmiga y el pavo real para Darwin y Wallace. Aquellas primeras irregularidades se resolvieron en la revolución darwinista de las décadas recientes. ¿Necesitaremos otra revolución para entender estas nuevas dificulta­ des o, más interesante aún, están ya las respuestas mirándonos a la cara?

En las referencias a Life and Letters, de Darwin he citado la primera edi­ ción. El siguiente listado ayudará a identificar estas referencias en las numero­ sas ediciones posteriores. En ella se dan las fechas de todas las cartas citadas de The Life and Letters o f Charles Darwin (Darwin, F. 1887), así como de More Letters o f Charles Darwin (Darwin, F. y Seward 1903) y de Alfred Russel Walla­ ce. Letters and Reminiscences (Marchant 1916). Capítulo 2 Un mundo sin Darwin Darwin, F. 1887, i, pág. 314: Darwin a Julia Wedgwood, 11 julio [1861] Darwin, F. 1887, ii, pág. 241: Darwin a Charles Lyell, [12 diciembre 1859] Darwin, F. 1887, ii, pág. 373: Darwin a Asa Gray, 5 junio [1861] Darwin, F. 1887, ii, pág. 378: Darwin a Asa Gray, 17 septiembre [1861?] Darwin, F. 1887, ii, pág. 382: Darwin a Asa Gray, 11 diciembre [1861] Darwin, F. 1887, iii, págs. 61-2: Darwin a Joseph Dalton Hooker, 8 febrero [1867] Darwin, F. 1887, iii, pág. 266: Darwin a John Murray, 21 septiembre [1861] Darwin, F. 1887, iii, págs. 274-5: Nota del editor Darwin, F. y Seward 1903, i, págs. 190-2, n2: Nota del editor Darwin, F. y Seward 1903, i, págs. 191-3: Darwin a Charles Lyell, [12 agosto 1861]: Darwin a Charles Lyell, [13 agosto 1861] Darwin, F. y Seward 1903, i, pág. 202: Darwin a Asa Gray, 23 julio [1862] Darwin, F. y Seward 1903, i, pág. 203: Darwin a Asa Gray, 23 julio [1862] Darwin, F. y Seward 1903, i págs. 330-1, ni, n2: Nota del editor Darwin, F. y Seward 1903, i, pág. 455: Darwin a Hug Falconer, 17 diciembre [1859] Marchant 1916, i, pág. 170: Wallace a Darwin, 2 julio 1866

Capítulo 3 El viejo y el nuevo darwinismo Darwin, F. 1887, ii, pág. 273: Darwin a Asa Gray, [? febrero 1860] Darwin, F. 1887, ii, pág. 296: Darwin a Asa Gray, 3 abril [1860] Darwin, F. 1887, iii, pág. 96: Darwin a Wallace, marzo [1867]

Capítulo 5 El aguijón en la cola del pavo real Darwin, F. 1887, ii, pág. 296: Darwin a Asa Gray, 3 abril [1860] Darwin, F. 1887, iii, págs. 90-1: Darwin a Wallace, 28 [mayo?] [1864] Darwin, F. 1887, iii, págs. 90-6: Darwin a Wallace, 28 [mayo?] [1864]; Darwin a Walla­ ce 22 febrero [1867?]; Darwin a Wallace, 23 febrero [1867]; Darwin a Wallace, 26 febrero [1867]; Darwin a Wallace, marzo [1867] Darwin, F. 1887, iii, págs. 95-6: Darwin a Wallace, marzo [1867]

Darwin,

Darwin a Müller, febrero

F. 1887, iii, págs. 111-12: F. 22 [1869?] Darwin, F. 1887, iii, pág. 135: Darwin a Wallace, 30 enero [1871] Darwin, F. 1887, iii, págs. 137-8: Darwin a Wallace, 16 marzo 1871 Darwin, F. 1887, iii, págs. 150-1: Darwin a F. Müller, 2 agosto [1871] F. 1887, 156-7: 5 1872 F. 1903, 182-3: 4 [1861] F. 1903, 283: 12 13 [1867] F. 1903, 303-4: 21 [1868] Darwin, F. y Seward 1903, i, pág. 316: Darwin a Joseph Dalton Hooker, 13 noviembre

Darwin, iii, págs. Darwin a agosto Weismann, abril Darwin, y Seward i, págs. Darwin a Henry Walter Bates, abril Darwin, y Seward i, pág. Darwin a Wallace, y octubre Darwin, y Seward i, págs. Darwin a Joseph Dalton Hooker, mayo [1869]

Darwin, F. y Seward 1903,i, págs. 324-7: Darwin a John Morley, 24 marzo 1871 Darwin, F. y Seward 1903, ii, págs. 35-6: Wallace a Darwin, 29 mayo [1864] Darwin, F. y Seward 1903, ii, págs. 56-97: Darwin a James Shaw, 11 febrero [1866]; Darwin a James Shaw, abril 1866; Darwin a Abraham Dee Bartlett, 16 febrero [1867?]: Darwin a william Bernhard Tegetmeier, 5 marzo [1867]; Darwin a William Bernhard Tegetmeier, 30 marzo [1867]; Darwin a Wallace, 29 abril [1867]; Darwin a Wallace, 5 mayo [1867]; Darwin a Wallace, 19 marzo 1868; Darwin a F. Müler, 28 marzo [1868]; Darwin a John Jenner Weir, 27 febrero [1868]; Darwin a John Jenner Weir, 29 febre­ ro [1868]; Darwin a John Jenner Weir, [6 marzo 1868]; Darwin a John Jenner Weir, 13 marzo [1868], Darwin a John Jenne Weir 13 marzo [1868]; Darwin a John Jenne Weir 22 marzo [1868]; Darwin a John Jenne Weir 27 marzo [1868]; Darwin a John Jenne Weir, 4 abril [1868]; Darwin a Wallace, 15 abril [1868]; Darwin a John Jenne Weir, 18 abril [1868]; Darwin a Wallace, 30 abril [1868]; Darwin a Wallace, 5 mayo [1868?]; Darwin a John Jenne Weir 7 mayo [1868]; Darwin a John Jenne Weir, 30 mayo [1868]; Darwin a F. Müller, 3 junio [1868]; Darwin a John Jenne Weir, 18 junio [1868]; Darwin a Wallace, 19 agosto [1868]; Darwin a Wallace, 23 septiembre [1868]; Wallace a Darwin, 27 septiembre 1868; Wallace a Darwin, 4 octubre 1868; Darwin a Wallace, 6 octubre [1868]; Darwin a Benjamín Dann Walsh, 31 octubre 1868; Darwin a Wallace, 15 junio [1869?]: Darwin a George Henry Kendrick Thwaites, 13 febrero [N.D]; Darwin a F. Müller, 28 august [1870]; Wallace a Darwin, 27 enero 1871; Darwin a G. B. Murdoch, 13 marzo 1871; Darwin a George Fraser, 14 abril [1871]; Darwin a Edward Sylvester Morse, 3 december 1871; Darwin a agosto Weismann, 29 febrero 1872; Darwin a H. Müller, [mayo 1872] Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 59; Darwin a Wallace 29 abril [1867] Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 62; Entrada en el diario de Darwin, 4 febrero 1868 Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 76; Darwin a Wallace, 30 abril [1868] Marchant 1916, i, pág. 157; Wallace a Darwin, 29 mayo [1864] Marchant 1916, i, pág. 159; Darwin a Wallace, 15 junio 1864 Marchant 1916, i, págs. 117-87; Darwin a Wallace, enero 1867; Darwin a Wallace, 23 febrero 1867; nota de Wallace; Darwin a Wallace, 26 febrero 1867; Wallace a Darwin, 11 marzo 1867; Darwin a Wallace marzo 1867; Darwin a Wallace, 29 abril 1867; Dar­ win a Wallace, 5 mayo 1867; Darwin a Wallace, 6 julio 1867

Marchant 1916, i, págs. 190-5; Darwin a Wallace, 12 y 13 octubre 1867; Wallace a Dar­ win, 22 octubre; Darwin a Wallace, 22 febrero [1868?] Marchant 1916, i, pág. 199; Darwin a Wallace, 27 febrero 1868 Marchant 1916, i, págs. 202-5; Darwin a Wallace, 17 marzo 1868; Wallace a Darwin, 19 marzo; Darwin a Wallace, 19-24 marzo 1868 Marchant 1916, i, págs. 212-17; Darwin a Wallace, 15 abril 1868; Darwin a Wallace, 30 abril 1868; Darwin a Wallace, 5 mayo 1868 Marchant 1916, i, págs. 220-31; Darwin a Wallace, 19 agosto 1868; Wallace a Darwin, 30 agosto [1868?]; Darwin a Wallace, 16 septiembre 1868; Wallace a Darwin, 18 sep­ tiembre 1868; Darwin a Wallace, 23 septiembre 1868; Wallace a Darwin, 27 septiem­ bre 1868; Wallace a Darwin, 4 octubre 1868; Wallace a Darwin, 6 octubre 1868 Marchant 1916, i, págs. 256-61; Wallace a Darwin, 27 enero 1871; Darwin a Wallace, 30 enero 1871; Wallace a Darwin, 11 marzo; Darwin a Wallace, 16 marzo 1871 Marchant 1916, i, pág. 270; Darwin a Wallace, 1 agosto 1871 Marchant 1916, i, pág. 292; Darwin a Wallace, 17 junio 1876 Marchant 1916, i, págs. 298-302; Wallace a Darwin, 23 julio 1877; Darwin a Wallace, 31 agosto 1877; Wallace a Darwin, 3 septiembre 1877; Darwin a Wallace, 5 septiembre [1877}

Capítulo 6 ¿Sólo selección natural? Darwin F. 1887, iii, pág. 93; Darwin a Wallace, 22 febrero [1867?] Darwin F. 1887, iii, pág. 93-4; Darwin a Wallace, 23 febrero [1867]; Darwin a Wallace, 26 febrero [1867] Darwin F. 1] 887, iii, pág. 94; Darwin a Wallace, 26 febrero [1867] Darwin F. 1887, iii, pág. 138; Darwin a Wallace, 16 marzo 1871 Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 60; Darwin a Wallace, 29 abril [1867] Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 67; Darwin a John Jenner Weir, [6 marzo 1868] Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 71; Darwin a John Jenner Weir, 4 abril [1868] Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 73; Darwin a Wallace, 15 abril [1868] Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 74; Darwin a Wallace, 15 abril [1868] Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 84; Darwin a Wallace, 19 agosto [1868] Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 86; Wallace a Darwin, 27 septiembre 1868 Darwin, F. y Seward 1903, ii, págs. 86-8; Wallace a Darwin, 27 septiembre 1868 Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 87; Wallace a Darwin, 27 septiembre 1868 Darwin, F. y Seward 1903, ii, págs. 91-2; Darwin a F. Müller, 28 agosto [1870] Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 93; Darwin a G.B. Murdoch, 10 marzo 1871 Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 94; Darwin a G.B. Murdoch, 10 marzo 1871; B T. Lowne 1871 Marchant 1916, i, pág. 177; Darwin a Wallace, enero 1867 Marchant 1916, i, pág. 217; Darwin a Wallace, 5 mayo 1868 Marchant 1916, i, pág. 225; Wallace a Darwin, 18 septiembre 1868 Marchant 1916, i, págs. 235-6; Wallace a Darwin, 10 marzo 1869

N O T A

S O B R E

L A S

C A R T A S

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D A R W I N

Y

W A L L A C E

Marchant 1916, i, pág. 198; Wallace a Darwin, 23 julio 1877 Marchant 1916, i, pág. 302; Darwin a Wallace, 5 septiembre [1877]

Capítulo 7 ¿Pueden las hembras moldear a los machos? Darwin F. 1887, iii, pág. 138; Darwin a Wallace, 16 marzo 1871 Darwin F. 1887, iii, pág. 151; Darwin a F. Müller, 2 agosto [1871] Darwin F. 1887, iii, pág. 157; Darwin a Augusto Weismann, 5 abril 1872 Darwin, F. y Seward 1903, i, págs. 324-5, n3; Nota del editor Darwin, F. y Seward 1903, i, pág. 325; Darwin a John Morley, 24 marzo 1871 Darwin, F. y Seward 1903, i, pp-325-6; Darwin a John Morley, 24 marzo 1871 Darwin, F. y Seward 1903, ii, págs. 62-3; Darwin a Wallace, 19 marzo 1868 Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 63; Darwin a Wallace, 19 marzo 1868

Capítulo 9 ‘Hasta que se efectúen experimentos cuidadosos...’ Darwin F. 1887, iii, págs. 94-5; Darwin a Wallace, 26 febrero [1867] Darwin F. 1887, iii, pág. 151; Darwin a F. Müller, 2 agosto [1871] Darwin F. 1887, iii, pág. 157; Darwin a Augusto Weismann, 5 abril 1872 Darwin F. 1887, ii, págs. 57-9; Darwin a William Bernhard Tegetmeier, 5 marzo [1867]; Darwin a William Bernhard Tegetmeier, 30 marzo [1867] Darwin, F. y Seward 1903, ii, págs. 64-5; Darwin a John Jenner Weir, 27 febrero [1868]; Darwin a John Jenner Weir, 29 febrero [1868] Marchant 1916, i, pág. 270; Darwin a Wallace, 1 agosto 1871

Capítulo 10 La superación de los fantasmas del darwinismo Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 90; Darwin a Wallace, 15 junio [1869?]

Capítulo 15 Altruismo humano: ¿Una clase natural de bondad? Darwin F. 1887, ii, págs. 141-2; Darwin a Herbert Spencer, 25 noviembre [1858] Darwin F. 1887, iii, págs. 55-6; Darwin a Joseph Dalton Hooker, 10 diciembre [1866] Darwin F. 1887, iii, pág. 99; Darwin a Alphonse de Candolle, 6 julio 1868 Darwin F. 1887, iii, pág. 120; Darwin a E. Ray Lankester, 15 marzo [1870] Darwin F. 1887, iii, págs. 165-6; Darwin a Herbert Spencer, 10 junio [1872] Darwin F. 1887, iii, pág. 193; Darwin a John Fiske, 8 diciembre 1874 Darwin, F. y Seward 1903, i, pág. 271; Darwin a Wallace, 5 julio [1866] Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 235; Darwin a Joseph Dalton Hooker, 30 junio [1866] Darwin, F. y Seward 1903, ii, págs. 424-5; Darwin a Francis Maitland Balfour, 4 sep­ tiembre 1880 Darwin, F. y Seward 1903, ii, pág. 442; Darwin a Herbert Spencer, 9 diciembre [1867]

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Y

W A L L A C E

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abejófagos de frente blanca 381 acantocéfalos 92,95 acción genética a distancia 339 Acrocephalus schoenobaenus 289 adaptaciones imperfectas 10 0 ,10 1 adaptacionismo 60, 132, 134, 135, 13 6 , 137 . 3 9 , 141 )1 4 2 , 143 ) 145 .14 6 , 150,189, 205,314,373,454,463 Adolias dirtea 171 Agelaius phoeniceus 301 aislamiento etológico 212,213,323 alelo 287 alometría 135,136 alternativa del seleccionista natural

323 altruismo humano 10 7 ,113 ,114 ,12 1, 12 2,238 ,4 13,4 16 ,4 4 3,4 8 0 Amblyornis inornatus 271 amor romántico 482 Anser caerulescens 276 ante irlandés 189 antropología 470,471,478 aplicación 9 7 ,10 9 ,111,112 ,12 3 , 216, 225,428,434,456,472.482 apostática 130 aprendizaje de segundo orden 457 arañas 92,19 1,284,29 0 arcos 360 ardillas terrestres 329 argumento de continuidad 239 argus 292 Argyll, duque de 39,48 arquetipos 32,49 ,50 artefactos de nuestra mente 149 asesinato 423; 437 asimetría 271,337,338,339,402 aves del paraíso 163, 177, 182, 184, 186, 203, 227, 252, 279, 283, 291, 292 avestruces 100,446

avunculado 423 ayuda mutua 345,360,381,415 ayudar en el nido 112 azar 2 6 ,3 6 , 3 7 , 4 1 ,4 2 ,43> 44. 69,70, 7 2 ,12 5 ,12 6 ,12 7 ,13 2 ,14 1,18 6 , 201, 247,275,288,328,365 bandoleros 95,97,103,369 Bateson 75,122,231,28 5,30 0 Beagle 35 bienmayorismo 356, 357, 359, 360, 363, 3 9 3 , 3 9 5 ,4 10 ,4 11, 412 ,4 7 1 Bittacus 286,288 boxeador zurdo 309 Bridgewater Treatises 351 buenos genes 256,257,259,260,264, 286,287,291 buenos recursos 256,257,286 Bufo bufo 300 canario 264,270,337 capitalismo 351, 352, 357, 476, 477. 478 caracoles 12 7 ,12 8 ,12 9 ,13 0 ,13 1,13 4 , 373

caricatura 122,125 carrera armamentista 253, 254, 261, 262,264,312,337,338,339 cebra 152,153,168,259, 275 centrado en el gen 96, 97,150,308, 316 ,340 ,341,353 Centrocercus urophasianus 272,282 Cercopithecus aethiops 334

cerebro 21,50,137,334,339,424,425, 426, 438, 444, 447, 451, 452, 453, 4 5 5 , 456, 457 , 458, 4 5 9 , 460, 461, 463, 464, 479, 480 Cervus elaphus 403 chachalaca 272, 282,293 ciencia mala 29

ciervo 133,136 ,137,212 ,4 0 3 ciervo rojo 212,403 clásico 31, 34, 81, 83, 86, 87, 89, 90, 95,

96, 97, 98, 9 9 , i ° 2 , i ° 3 , 10 4 > 10 5 ,111,113 ,114 ,12 2 ,15 0 Coelopa frígida 287 Colias 287 Columba livia 282 competencia convencional 158,373 conductismo 439 conocimiento a priori 59 contrato social 429,430,431,432 cornamenta 2 2 ,7 9 ,13 3 , 134 , 135,136 , 137 ,18 9 ,4 0 4 ,4 0 6 ,4 0 7 Cottusbairdi 286 creacionismo 32, 33, 34, 46, 47, 5°, 53,54, 56, 58, 60, 9 9 ,10 2 ,10 9 ,12 2 , 1 4 3 .3 4 7

creacionismo utilitarista 32, 33, 34, 46, 4 7 , 5 0 , 53 , 5 4 , 5 6 , 58, 60, 99, 10 2.10 9 .12 2 .14 3.34 7 creencias espirituales 238 cromosoma sexual 379 cucús 200,337,338,340 cuidados paternales 291 Daily Worker 365

Darwin, F. 35, 38, 39, 47, 48, 58, 83, 102, 109, 160, 166, 167, 172, 190, 200, 201, 202, 203, 204, 227, 228, 236,238,269,273,324,476 darwinismo 2 1,2 2 ,2 4 ,3 4 ,3 5 ,3 8 ,3 9 , 4 0 ,4 1,4 2 ,4 3,4 4 ,4 5 ,4 6 ,5 3,5 6 ,6 0 , 61, 62, 63, 68, 69,70, 72, 73, 74, 75, 7 6 ,77,7 8 ,7 9 ,8 1, 83, 86, 87,89,90, 9 1 , 9 5 , 96, 9 7 , 98, 9 9 ,10 1,10 2 ,10 3 , 1 0 4 ,10 5 ,10 6 ,10 7 ,111,113 ,114 , u 7> 118 ,11 9 ,12 0 ,12 1,12 2 ,12 7 ,1 3 5 , 144,

353 ,

356, 3 5 9 , 361, 362, 363, 364, 365, 369, 370, 372, 3 7 4 , 389, 39 5 , 3 9 6 , 405, 409, 411, 412, 417, 445, 450, 45 5 , 461, 463, 467, 470, 4 7 3 , 475, 4 7 8 ,482 darwinista 21, 22, 26, 29, 37, 38, 41, 43,

46, 4 7 , 52, 53 , 55 , 56, 60, 61, 63, 80,81, 83, 86, 89, 90, 9 5 , 98, 100, 102, 106, 107, 111, 113, 1 15 ,117 ,118 ,119 ,12 0 , 12 1,12 2 ,12 5 , 12 7 ,13 1,14 3 ,14 4 ,14 5 , 1 4 9 ,1 5 7 , 163, 16 5 ,16 7 ,16 8 ,17 2 ,17 3 ,17 9 ,18 4 ,18 8 , 190, 195, 197, 199, 202, 205, 206, 208, 209, 210, 217, 219, 222, 232, 238, 239, 240, 243, 247, 251, 259, 265, 296, 299, 303, 307, 314, 316, 322, 329, 332, 337, 341, 345, 347, 7 3 , 7 5 , 7 7 ,78,

3 4 8 , 3 4 9 , 351 , 3 5 2 , 353 , 357 , 358 , 3 5 9 , 361, 364, 365, 373, 386, 390, 393, 3 9 4 , 4 0 7 , 4 0 9 , 411, 412, 413, 4 1 4 , 416, 425, 435, 436, 437, 438, 439, 440, 441, 442, 443, 445, 446, 448, 4 4 9 , 450, 451 , 4 5 4 , 4 5 5 , 461, 462, 463, 464, 465, 467, 469, 470, 471, 4 7 3 , 4 7 5 , 4 7 7 , 4 7 9 ,482 de anillo en el cuello 282 deriva genética 12 5,126 ,127 ,134 desboque Fisheriano 313 Desmodus rotundus 333 deterninism o biológico 481 diabetes 418 dicotomía diseño o azar 41 diente de león 105 diferenciación ecológica 216 dilema del prisionero 330, 333, 334, 446 diversidad 26, 27, 29, 32, 34, 35, 48,

4 9 , 52 , 53 , 55 , 5 6 ,114 ,115 ,12 8 , 342, 150 ,157,15 8 ,16 0 ,16 3,16 4 ,16 5,16 6 , 364, 420, 479 167, 175 , 185, 193, 202, 207,245, D NA 71,376 249, 252, 253, 254, 258, 264,265, dogmático 124,205 296, 301, 303, 305, 306, 307, 308, Drosophila melanogaster 288 309, 310, 315 , 316, 323, 327,340, Drosophila testacea 283 3 41 , 3 4 2 , 3 4 3 , 347, 3 4 9 , 351 ,352, 588

eclipse 6 2,12 0 ,12 1,316 ,3 2 3 ecología 105,278,357,358,471 EEE (estrategia evolutivamente es­ table) 10 3 ,10 4 ,1 0 5 ,1 14 ,332> 399, 400, 402,403,404» 40 5. 4 ° 9 >412 efecto Bruce 339 efecto del contenido 427,429.434 el consejo irlandés 46 embriología 26, 56, 68, 70, 71» 72, 115 ,13 4 ,13 9 ,14 1,14 2 ,4 3 9 equilibrio directo 473 equilibrio indirecto 473 escorpina moteada 286 especiación 26 ,115 ,12 7 ,2 13 ,3 2 3 esterilidad 124 ,153,174 ,239 ,373,374> 3 7 6 , 3 7 7 , 3 7 8 , 3 7 9 . 382, 383. 387. 388,392,393,394,396 Ethics and M oral Science 462 etología 105,319,323 etológico 212,213,323,398 Euplectes progne 274 evolución cultural 470,474,475 exhibición del macho 176 facultad estética 233 faisán dorado 184,190,227,229,230, 246,290, 292,311 faisanes 286,287,298 FBI 436 fenotipo 7 1,8 9 ,9 1,9 2 ,12 2 ,3 13 fenotipo extendido 89,92,122 Ficedüla hypoleuca 289 Fisher, R. A. 86, 122, 159, 218, 238, 239, 240, 241, 265, 266, 267, 268, 29 9 >312 . 313 . 314 , 317 .3 1 8 , 319 .322, 3 27 ,3 6 3 ,3 6 4 ,3 7 2 , 3 7 3 , 393

frenología 438,449 Gallínula chloropus 286 Gallus gallus 281 garrapateros 100,289,296,308 Gasterosteus aculeatus 290,334 gaviota parda 299 gen 71, 83, 8 9 ,9 0 ,9 1,9 6 , 97, 98,103, 13 2 ,13 3 , 139 .14 0 ,14 1,15 0 ,2 6 3,2 6 6 ,

28 7,308,313,316,321,327,328,337, 357) ^63, 372, 3 7 3 , 3 7 5 , 3 7 9 . 391 , 412) 4l8; 482 gen bandolero 96 genes buenos 257,261,287,288 genitales 276,277 genoma 95,96,97,369, 379j 38o genotipo 71,287 golondrinas 28 1,29 9 , 3 3 3 ,334i 38l golpe por golpe 3 31,3 3 2 , 333,446 Gould, S. J. 4 7 ,12 1 ,12 2 ,123, 124,131, 132, 136, 150, 229, 352, 439> 440, 463, 482 grillos de campo 287 Gryllus integer 297 Gryllus veletis 283 3 4 0 , 341 ) 3 4 2> 353,

Hamilton, W. D. 261, 263, 277, 278, 279, 280, 281, 282, 283, 299, 309, 3 2 7 , 3 3 0 , 3 3 4 . 355 . 364, 377, 379, 38o, 383,389,390,396,416, 430 haplodiploidismo 380,381 Harris, M . 352,471,472 Helogale parvula 334 herencia de las características ad­ quiridas 61, 6 6 ,7 1,7 2,4 72,4 74 híbrido 270 himenópteros 375,379,380,381 Hirundo 281 historia de la ciencia 24,29 historia progresista 22,23 holismo 358,371 homicidio 422,423,435,43^ homología 49,50 humanos 2 1,25 ,4 9 ,5 6 ,10 7 ,10 8 ,10 9 ,

130 ,147 hum or 452,461 Huxley, J. S. 129, 135, 1 3 6 , 139 , x4 3 > 192, 209, 211, 217, 218, 237, 285, 306, 307, 311, 317, 410, 413 , 4 5 4 , 458, 460, 461, 467, 468,469,470, 472,475,476,477 , 4 7 8 Hyla versicolor 283

idealismo 32,33,34 ,4 6 ,53»54. 56,57>

58,59»73.71 y *43 imperialista 123,208 infanticidio 437 ingenio humano 30,455 insectos sociales 21, 373, 375, 376, 381, 382, 383, 387, 388, 389, 393, 394»395»396,440 instinto 31, 101, 102, 123, 124, 302, 308,320,341,382,387,415,460 intrasexual 305,306 islas Galápagos 54 juego de suma cero 331 kantianismo 443,480 Lamarck 61, 62,475 lamarckiana 61, 62, 64, 68, 72, 473, 474

Lanío versicolor 338 Leptalides 177 Lévy-Bruhl, L. 462 libre albedrío 321,480 Lyell, Ch. 38, 348 mal adaptativa 136,319 mamas 47 mandriles oliva 334 mangostas enanas 334 manipulación 92, 95,103, 109, 114, 263, 269, 270, 281, 287, 324, 337, 338, 339»340, 376, 46i maniquí de cabeza dorada 292 mano oculta 351 marcadores 19 3,249 ,256,26 0 ,261, 276 mariposa moteada 402 mariposas 113,143,171,176,184,186, 199, 203, 206, 208, 221, 223, 224, 228,233, 239,247,287,383, 403 marxismo 478 Mayr, E. 23,105, m , 114,115,122,125,

126,127,129,212,213,216,218,229, 251» 313»3i7»323 mecanismos de aislamiento 212,213, 216, 218,323 Megapodidae 171 meiosis 96 mero negro (Hypoplectrus nigricans) 334 Merops bullockoides 381 metanormas 433 métodos 80,119,360,437,457 mirlo de ala roja 296 Molothrus ater 289 Molothrus bonariensis 100,101 monogamia 159,380,381,434 monos 108,137, 236, 334, 397, 407, 414,442,457 moral 31,108, 321,392,393, 413, 414, 416, 433, 441. 442, 443. 444, 446, 447, 448, 449, 450, 459» 464, 465, 469, 470,4 7 7 moralidad 374, 383, 395, 413, 414, 416, 417, 441, 442, 443, 444, 445, 447, 448, 45i, 452, 463, 464, 465» 467, 468,469, 472, 475»477 murciélagos 54. 333.334 murciélagos vampiros 333 musicalidad 453,455,458 musicalidad humana 458 mutacionismo 72,74^75,76,77 ñandú 101 natterjack 212 naturaleza humana 413, 417, 478, 479, 480, 481,482 naturaleza roja en colmillo y garra 347 neodarwinismo 22,355 neolamarckismo 62 no adaptacionismo 115,118,119,122, 125,128,189 no correlacionada 402

objeciones 68,165,210,227,449,455 ojo 21, 22,41, 46, 68,74, 91,102,103, 117,127,130,157, 225, 295,322,410, 413,421, 424 dominas 283 optimismo 99,35i> 352,476 órganos rudimentarios 46,47,57,58 29, 35, 39, 43, 45, 47, 53, 62, 77, 83, 86, íoi, 115,118,120,123,129, 162,163,166,186,190,198, 201, 211, 218, 230, 240, 247, 251, 268, 303,

El origen

318,323,324,347,382,383,385,386, 387, 388, 389, 392, 413, 422, 439, 443, 445, 450, 464,468 orquídeas 25,26 ,4 7,4 8 ,51,57,120 ortogénesis 72,73,74 ,75,76 ,77,323 pájaros carpinteros 315 panglossianismo 99,122,314,373 292 402 parásitos 92, 95, 105, 200, 261, 262, 263, 272, 275, 277, 278, 279, 280, 281,282,286,297,315,334,395 128 381 293 259 pene 277 282,286 61 297 292 pleiotropía 140 pluralismo 120,121,373 283 275 poliginia 159,419,420,423 positivismo 81,478 preadaptación 458 prevalencia 279 primavera 130,380 principio del fundador 125

Paradisaea decora Pararge aegeria

Partula Passerina cyanea Pavo cristatus Pélecanus onocrotalus Phasianus colchicus Philosophie Zoologique Physalaemus pustulosus Pipra erythrocephala Poecilia reticulata Poephila guttata

proceso cósmico 468,469,470 proceso ético 468,469 progresista 22,23 propaganda honesta 262,405 propiedad 31, 91, 142, 147,148, 350, 354,370,402,403,429 propiedades emergentes 357, 370,

371,456,457,459 provisión especial 109 psicología 440,473,478,480 271,282 pulmón 47,192,456

Ptilonorhynchus violaceus Quiscalus mexicanus 297

ranas 54,283,297,480 razas humanas 166,237 reduccionismo 371 reduccionismo de entes 371 relativismo 448,462 replicador 97,368,370,372 replicadores y vehículos 372 revisión del Darwinismo 185 Romanes, G. J. 119 ,120 ,121,123,128, 133,165,186,188,189,194,315,316, 324, 454,476 ruiseñor 216,296,314 saltacionismo 74,323 sapos 54,56,124,212,300 satinado 271,282 selección acumulativa 36 selección apostática 130 selección de pareja 212,213,222,231, 239,271,282,285,288,305,320,321 selección de parentesco 97,327,328, 329, 334, 340, 34i, 342, 363, 364, 366, 375, 376, 377, 380, 390, 391, 424, 434, 436, 437, 438, 446, 470 selección dependiente de la frecuen­ cia 111,112,308,309 selección doméstica 38, 39, 43 , 1^ > 225, 229,464

selección epigámica 218,306 selección grupal 362, 363, 365, 366, 3^7) 370> 372> 390, 391, 396, 411, 467,471 selección intergrupal 365 selección intersexual 291 selección natural 21, 22, 26, 27, 37, 38, 39>42» 43>46, 51, 53, 55, 56, 57, 61, 62, 68,75,76,79, 80, 81, 83, 86, 90, 91, 92, 95, 96, 97, 99, xoo, 101, 10 2,10 3,10 4,10 9 ,115,117,118,119, 120 ,121,122,123,124,125,126,127, 128,129 ,130 ,132,133,134,135.137, 139,140,141,142,143,145,146,148, 149,150,152,153,157,158,159,163, 164,165,167,176,180,181,182,185, 188,189,192,193,194,195,197) 198, 200, 201, 202, 203, 204, 205, 206, 207,208,210,211,212,213,215,216, 217, 218, 221, 222,227, 229, 230, 232, 234, 240, 243,245, 246, 247, 248, 249, 250, 252,254, 260, 264, 265, 266, 267, 274,285, 289, 290, 296, 301, 302, 303,304, 305, 306, 307.308,309,310,312,313,315,316, 317, 320, 324, 327, 328, 337, 338, 340, 341, 343, 347, 354, 355, 356, 359. 361, 363, 364. 365, 366, 367, 368, 369, 370, 371. 372, 373, 375. 382, 383, 386, 387, 388, 392, 399, 400, 402, 404, 407, 409, 410, 411, 413. 414, 415, 416, 417, 418, 419, 423, 424, 425, 426, 429, 430, 432, 433. 436. 438, 439. 440, 443. 444. 445. 446, 447. 448, 449, 450, 451. 452, 453. 454. 455. 456. 457. 458, 459. 460, 461, 462, 463, 464, 465, 466, 467, 468, 469, 470, 471, 472, 473, 475. 477. 479. 481 selección sexual 2 1, 22, 24,78,89,99, 10 3,10 9 ,113,117,145,157,158,159 , 163,164,165,166,167,168,175,176, 178,179,180,185,188,189,191,192, 193, 194. 195. 196, 197. 198, 199. 592

200, 201, 202, 203, 204, 205, 207, 208, 209, 210, 211, 212, 213, 214, 215, 216, 217, 218, 221, 222, 223, 224, 227, 228, 230, 232, 234, 236, 237, 238, 240, 241, 243, 245, 246, 249, 250, 251, 265, 274, 275, 276, 277, 281, 284, 285, 288, 293, 296, 297, 298, 299, 300, 301, 302, 303, 304 305 306, 307, 308, 309, 310, 311, 312, 313, 314, 315, 316, 317, 318, 320, 322, 323, 324, 336, 397, 406,

. ,

407, 420, 436, 444. 445. 454. 455 semejanza en la diversidad 114 semillas con plumillas 302,314 sentido estético 221, 228, 236, 237, 238,239,240,244,321,322 Sialia sialis 381 simetría 32,48,57,190,400 síntesis moderna 86, 126, 129, 317, 323 sistema de apareamiento 159, 420, 423

sistema de apareamiento humano

423 Smith,A. 44 sociología 462,470,473 solución de Darwin 243, 298, 383, 389, 390,391 solución de Wallace 200,246,252 sombra del futuro 334,336 Spencer, H. 413, 472, 473, 474, 475, 476,

477. 478

Spermophilus beldingi 329 Sphex ichneumoneus 418 Struthio camelus 102 superfecundidad 348,349 tábula rasa 479,480 Tachycineta bicolor 333 tálamo 291,292,293,295,296 tareas de selección de Wason 426 tasas de mutación 359 Teleogryllus corrímodus 287 teleología 38,48,79,80 ,124

teleológica 78

Tempo and Mode in Evolution 361

teodicea 347 teología 29, 30, 31, 32, 33, 41, 43, 48, 60,144,167,194, 237,323,349,357 teorema de Pangloss 373 teoría de la optimización 111,112 teoría de la sensatez 265 teoría de la sensatez de Wallace 265 teoría de los juegos 111,113,330,399 teoría moderna 307,366 teoría neutral 126 teoría newtoniana 52 termitas 360, 375, 376, 377, 378, 379, 380,446 89 63 tilonorrinco satinado 271,282 tiionorrincos 245,273 timidez 210,211 tordo árabe 336 297 trascendentalismo 32 329 336

The Blind Watchmaker The Case ofthe Midwife Toad

Trachops cirrhosus Tribonix mortierii Turdoides squamiceps

ultradarwinismo 119 Urbach, P. 81

uso-herencia 61,62, 68 utilitarismo 34,46,47,49,53,54,106, 447 vago 310,354,356,386,471 variaciones aleatorias 37,45 vehículo 96,363,368,369,372 vejiga natatoria 47,456 vervet 334 289 vigor 122 viudo dominicano 274 Vogelkop 271,273 voluntarismo 477 von Humboldt, Alexander 348 vonSchantz 286

Vidua chalybeata

Weismann, A. 61, 62, 65, 66, 71, 75, 389,454,455 weismannismo 77 Wright, C. 86,365,366,455,456,457. 458 Wynne-Edwards, V. C. 362,363,366, 367» 372, 393. 411 Zahavi, A. 152,153,258,259,260,336 Zonotrichia leucophrys oriantha 381