Harold Pinter

Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 El montaplatos (The dumb Walter, 1957-1960) y otras obras Ofrecidas por L

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Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 El montaplatos (The dumb Walter, 1957-1960)

y otras obras Ofrecidas por Los Discursos Peligrosos Editorial, factoría no-económica de herramientas críticas. www.pedrogarciaolivoliteratura.com

EL MONTAPLATOS Traducción: Manuel Barberá

Harold Pinter

Índice (cada epígrafe es un hipervínculo. Clicando sobre él se va a la sección correspondiente)

El montaplatos • Personajes • Acto único

Texto complementario • Sobre "El montaplatos"

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El montaplatos (The dumb waiter) (1957-1960)

Personajes

Gus

Ben

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Harold Pinter

Habitación en un sótano, en algún lugar de Birmingham. Es una noche de otoño. Hay dos puertas a derecha e izquierda, respectivamente, de la pared de foro. En el centro de la pared se ve una saliente que luego resulta ser un montaplatos. Hay dos camas, una a derecha y otra a izquierda de la saliente; la de la derecha pertenece a Gus y la de la izquierda a Ben. Ambas tienen las cabeceras colocadas contra la pared y los pies hacia el público. Contra la pared de la izquierda, adelante, hay una silla de respaldo recto. La puerta de la izquierda conduce al lavatorio y a la cocina. Las dos camas están hechas, pero algo revueltas; en cada una de ellas penden las corbatas, los chalecos y los sacos respectivos de ambos hombres. Bajo cada almohada, un revólver y una pistolera. Al levantarse el telón, Ben está acostado en la cama de la izquierda, leyendo el diario. Gus se halla sentado en el lado derecho de la cama de la derecha, atándose con dificultad los cordones de los zapatos. Los dos hombres se encuentran en mangas de camisa, con pantalones y tiradores. Gus se ata el zapato, se levanta, bosteza y comienza a caminar despacio hacia la puerta de la izquierda. Se detiene, baja la mirada y sacude un pie. Ben baja el diario y observa a Gus. Gus se arrodilla y se desata el zapato; se lo quita lentamente. Mira adentro y saca una caja de fósforos aplastada, que sacude y examina. Las miradas de ambos se encuentran. Ben agita el diario y lee. Gus se guarda la caja de fósforos en el bolsillo y se agacha para ponerse el zapato. Con dificultad ata el cordón. Ben baja el diario y lo observa. Gus se arrodilla, desata el cordón, y de nuevo se quita lentamente el zapato. Mira adentro y saca un atado de cigarrillos aplastado. Lo sacude y lo examina; nuevamente las miradas de ambos se encuentran. Ben mueve el diario haciendo ruido y sigue leyendo. Gus se guarda el atado en el bolsillo, se agacha, se pone el zapato y lo ata. Luego se aleja al desgaire hacia la izquierda. Ben tira con violencia el diario sobre la cama y sigue a Gus con mirada furibunda. Recoge el diario y se acuesta en la cama boca arriba, leyendo. Sigue un silencio. Luego se escucha el ruido de la cadena del baño, tirada dos veces, pero sin que el agua corra. Este ruido viene de la izquierda. Silencio de nuevo. Gus vuelve a entrar por la izquierda y se detiene en la puerta, rascándose la cabeza. Ben tira el diario con fuerza.

BEN: ¡Uaajjj! (Recoge el diario.) ¿Qué te parece esto? Escucha. (Refiriéndose al diario.) Un hombre de ochenta y siete años quiso cruzar la calle. Pero había muchísimo tránsito. No encontraba manera de pasar. En vista de eso, se metió debajo de un camión. GUS: ¿Qué hizo?

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El montaplatos (The dumb waiter) (1957-1960) BEN: Se metió debajo de un camión. Un camión estacionado. GUS: ¡No! BEN: El camión echó a andar y le pasó por encima. GUS: ¡Bah! BEN: ES lo que dice aquí. GUS: ¡Las cosas que pasan! BEN: ES como para hacerlo a uno vomitar, ¿no es cierto? GUS: ¿Quién le aconsejó que hiciera semejante cosa? BEN: ¡Un hombre de ochenta y siete años, que se mete debajo de un camión! GUS: Es como para no creer. BEN: Aquí está, en letras de molde. GUS: ¡Increíble! (Silencio. Gus menea la cabeza y sale por la izquierda.

Nuevamente, desde afuera a la izquierda, un tirón a la cadena del baño, pero el agua no corre. Ben silba ante un artículo del diario. Vuelve Gus.) Quiero preguntarte una cosa. BEN: ¿Qué has estado haciendo ahí fuera? GUS: Bueno, estaba... BEN: ¿Qué hay del té? GUS: Iba precisamente a prepararlo. BEN: Bueno, prepáralo. GUS: Sí, ya voy. (Se sienta en la silla de la izquierda. Jugando con sus pensamientos.) Lo que puedo decir es que esta vez ha puesto una vajilla muy linda Con una especie de rayas. Rayas blancas. (Ben lee.) Es muy linda. No hay duda. (Ben vuelve la hoja.) En la taza. En el borde, todo alrededor. Lo demás es todo negro, ¿sabes? El platito es negro, salvo en el medio, donde se pone la taza. Allí es blanco. (Ben lee.) Los platos son iguales, ¿sabes? Sólo que tienen una raya negra... los platos, que los atraviesa por el centro. Sí, estoy encantado con la vajilla. BEN (sin dejar de leer): ¿Para qué quieres platos? No vas a comer. GUS: He traído unos bizcochos. BEN: Bueno, será mejor que los comas pronto. GUS: Siempre traigo algunos bizcochos. O una torta. Es que... claro, no puedo tomar té si no como algo. BEN: Bueno, en ese caso, ¿quieres preparar el té? Estamos perdiendo el tiempo.

Gus saca el paquete aplastado de cigarrillos y lo observa. GUS: ¿Tienes cigarrillos? Creo que se me han terminado. (Tira el atado hacia arriba y luego se inclina para recogerlo.) Espero que este trabajo no sea muy largo. (Haciendo puntería con cuidado, tira el atado debajo de la cama.) ¡Oh! Quería preguntarte una cosa. BEN (arrojando el diario): ¡Bahh! GUS: ¿Qué pasa? BEN: Una criatura de ocho años mató a un gato. GUS: (incrédulo): ¡Vamos! BEN: ¡ES la verdad! ¿Qué te parece? Una criatura de ocho años que mata a un gato. GUS: ¿Y cómo lo hizo ese chico? BEN: Era una chica. GUS: ¿Y cómo lo hizo esa chica? 5

Harold Pinter BEN: Y... (Levanta el diario y lo observa.) No lo explica. GUS: ¿Por qué no? BEN: Espera un momento. Dice solamente... "El hermano, que tiene once años, contempló el incidente desde el galpón de las herramientas". GUS: ¡Oh! BEN: ESO es completamente ridículo.

Pausa. GUS: Yo apostaría cualquier cosa a que fue él. BEN: ¿Quién? GUS: El hermano. BEN: Creo que tienes razón. (Pausa. Arroja el diario al suelo.) ¿Qué te parece? Un chico de once años que mata a un gato y le echa la culpa a la hermana, de ocho años. Es como para...

Se detiene repentinamente, disgustado, y toma el diario. Gus se levanta. GUS: ¿A qué hora tienen que llamar? BEN: ¿Pero qué te pasa? Puede ser a cualquier hora. Cualquiera. GUS: (dirigiéndose hacia los pies de la cama de Ben): Bueno, yo quería preguntarte una cosa. BEN: ¿Qué? GUS: ¿Has notado el tiempo que tarda el tanque en llenarse? BEN: ¿Qué tanque? GUS: El del baño. BEN: No. ¿Tarda? GUS: ¡Es terrible! BEN: Bueno, ¿y entonces? GUS: ¿Qué crees que le sucede? BEN: Nada. GUS: ¿Nada? BEN: Sencillamente, tiene el flotador descompuesto. GUS: ¿Descompuesto el qué? BEN: El flotador. GUS: ¡No! ¿De veras? BEN: ES lo que yo diría. GUS: ¡Caramba! A mí no se me ocurrió. (Camina como al azar hasta su cama y aprieta el colchón.) Hoy no he dormido bien. ¿Y tú? Esta no es una gran cama. Además, me habría venido bien otra frazada. (Advierte una foto en la pared del fondo, a la derecha.) ¡Oh! ¿Qué es esto? (Mirándola fijamente.) "Los primeros once". ¡Diablos! ¿Has visto esto, Ben? BEN (leyendo): ¿Qué? GUS: Los primeros once. BEN: ¿Once qué? GUS: Un retrato que hay aquí... de los primeros once. BEN: ¿Qué primeros once? GUS (fijándose en la foto): No lo dice. BEN: ¿Y qué hay del té? GUS: Todos me parecen un poco viejos. (Se mueve hacia adelante con pasos vacilantes, mira al frente y luego por todo el cuarto.) No me gustaría vivir en

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El montaplatos (The dumb waiter) (1957-1960) esta pocilga. Podría pasar si tuviese una ventana, porque entonces se podría mirar hacia afuera. BEN: ¿Para qué quieres una ventana? GUS: A mí me gusta tener un poco de vista, Ben. Ayuda a pasar el tiempo. (Camina por el cuarto.) Quiero decir que uno entra en un sitio cuando aún está oscuro, entra en una habitación que nunca había visto, duerme todo el día, hace lo que tiene que hacer, y luego se marcha de nuevo por la noche. (Pausa.) Me gusta ver un poco el panorama. En este trabajo nunca hay ocasión. BEN: ¿No tienes días libres? GUS: Sólo cada quincena. BEN (bajando el diario): ¡Es el colmo! Cualquiera pensaría que trabajas todos los días. ¿Cuántas veces nos dan un trabajo? ¿Una por semana? ¿Y de qué te quejas? GUS: Sí, pero tenemos que estar listos, ¿no es cierto? No es posible salir de casa por si llaman. BEN: ¿Sabes qué es lo que te pasa? GUS: ¿Qué? BEN: Que no tomas interés por nada. No tienes aficiones, pasatiempos. GUS: Tengo aficiones. BEN: A ver, adivina. ¿Cuál es una de las mías? GUS: No lo sé. ¿Cuál? BEN: YO tengo mis trabajos en madera. Mis modelos de veleros. ¿Me has visto alguna vez sin hacer nada? Nunca estoy ocioso. Sé ocupar mi tiempo en la forma más ventajosa. Y entonces, cuando llaman, estoy listo. GUS: ¿No te aburres un poco? BEN: ¿Aburrirme? ¿De qué?

Silencio. Ben lee. Gus palpa el bolsillo del saco, que está colgado en la cama. GUS: ¿Tienes cigarrillos? Me he quedado sin ninguno. (Ruido del tanque del baño afuera a la izquierda.) ¡Otra vez! (Se sienta en su cama.) No, yo quiero decir... yo digo que la vajilla es buena. Sí. Muy linda. Pero es todo lo que puedo decir de este local. Peor que el de la vez anterior. ¿Recuerdas el último sitio en que trabajamos? La última vez... ¿dónde era? Allí por lo menos había aparato de radio. No, en serio. No parece preocuparle mucho nuestro confort estos días. BEN: ¿Cuándo dejarás de charlar? GUS: Vas a pescar un reumatismo si te quedas mucho tiempo en un sitio como éste. BEN: No nos quedaremos mucho. Prepara el té, ¿quieres? Dentro de un momento ya estaremos trabajando.

Gus toma un maletín que está junto a la cama y saca un paquete de té. Lo examina y levanta la vista. GUS: ¡Eh! Quería preguntarte una cosa. BEN: ¿Qué demonios pasa ahora? GUS: ¿Por qué esta mañana paraste el auto en mitad de esa calle? BEN (bajando el diario): Creí que te habías dormido. GUS: Estaba dormido, pero me desperté cuando paraste. Porque paraste, ¿no es cierto? (Pausa.) En mitad de la calle. Todavía estaba oscuro. ¿Te acuerdas? Yo 7

Harold Pinter miré hacia fuera. Estaba brumoso. Pensé que a lo mejor querías dormir un poco. Pero estabas muy estirado y quieto en el auto, como si estuvieras esperando algo. BEN: No esperaba nada. GUS: Sin duda me he vuelto a dormir. ¿Qué ocurría? ¿Por qué paraste? BEN (tomando el diario): Era demasiado temprano. GUS: ¿Temprano? (Se levanta.) ¿Pero qué quieres decir? Nos llamaron, ¿no recuerdas?, y teníamos que ir en seguida. Y lo hicimos. Nos pusimos en marcha inmediatamente. ¿Cómo es posible que fuese muy temprano? BEN (calmo): ¿Quién contestó la llamada telefónica, tú o yo? GUS: Tú. BEN: Llegamos demasiado temprano. GUS: ¿Demasiado temprano para qué? (Pausa.) ¿Quieres decir que alguno tenía que salir antes de que nosotros entrásemos? (Examina la ropa de cama.) Ya me parecía que estas sábanas no estaban como es debido. Están bastante sucias. Esta mañana, cuando entré, me sentía muy cansado y no me di cuenta. Esto es tomarse algo de libertad, ¿no es cierto? Yo no quiero que mis sábanas se usen en otras camas. Ya te dije que las cosas van de mal en peor. Antes, las sábanas siempre estaban limpias. Ahora me doy cuenta. BEN: ¿De dónde sacas que no están limpias? GUS: ¿Qué quieres decir? BEN: ¿Cómo sabes que no estaban limpias? Has pasado el día entero metido entre ellas, ¿no es así? GUS: ¿Cómo? ¿Quieres decir que la suciedad es mía? (Huele las sábanas.) Sí. (Se sienta despacio en la cama.) Tal vez sea eso, sí. Es difícil comprobarlo. En realidad no sé qué olor despido... eso es lo malo. BEN (refiriéndose al diario): ¡Uuff! GUS: ¡Eh, Ben! BEN: ¡Uuff! GUS: ¡Ben! BEN: ¿Qué? GUS: ¿En qué ciudad estamos? Me he olvidado. BEN: Ya te lo dije. En Birmingham. GUS: ¡Sigue! (Observa el cuarto con interés.) Viene a quedar en la región del centro. En importancia, la segunda ciudad de Gran Bretaña. Nunca lo hubiese adivinado. (Chasquea los dedos.) Eh... ¿Es viernes hoy? Mañana será sábado. BEN: ¿Y qué? GUS (emocionado): Podríamos ir al club Villa, a ver el partido. BEN: Juegan fuera de su cancha. GUS: ¡Oh! ¿De veras? ¡Uff! ¡Qué lástima! BEN: De todos modos, no hay tiempo. Tendríamos que estar de vuelta en seguida. GUS: En otras ocasiones lo hicimos, ¿no es así? ¿Acaso no nos quedamos a ver el partido? Debemos descansar un poco. BEN: Las cosas se están poniendo más difíciles, muchacho. Más difíciles.

Gus ríe para sí. GUS: Vi al Villa caer derrotado en un campeonato una vez. ¿Con quién era? ¡Ah!... Sí, unos de camisas blancas. Al terminar el primer tiempo, estaban uno a

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El montaplatos (The dumb waiter) (1957-1960) uno. Los otros ganaron por un penal. ¡Y luego hablan de drama! Sí, un penal discutido. Discutido. Perdieron por dos a uno a causa del penal. Tú estabas también allí. BEN: Yo, no. GUS: Sí, estabas. ¿No te acuerdas del penal discutido? BEN: No. GUS: El jugador cayó al suelo justo en el área. Luego dijeron que estaba mandándose la parte. Yo no creía que el otro tipo lo hubiera tocado. Pero el referee reclamó la pelota en seguida. BEN: ¡Que no lo tocó! ¿Pero qué estás diciendo? Lo tiró en el suelo cuan largo era. GUS: No, el Villa, no. El Villa no juega así. BEN: ¡Vamos, por favor!

Pausa. GUS: ¡Oh! Debió ser aquí, en Birmingham. BEN: ¿Qué debió ser? GUS: El partido del Villa. Sin duda fue aquí. BEN: Estaban jugando en otro sitio. GUS: ¿Lo dices porque sabes cuál era el otro equipo? Eran los Spurs. Los Hotspurs de Tottenham. BEN: ¿Y qué hay con eso? GUS: Nosotros nunca hemos trabajado en Tottenham. BEN: ¿Cómo estás tan seguro? GUS: Si hubiera sido Tottenham, lo recordaría.

Ben se vuelve en su cama para mirarlo. BEN: NO me hagas reír, ¿quieres?

Se vuelve y lee. Gus bosteza. GUS (hablando en medio del bostezo): ¿A qué hora llamará? (Pausa.) Sí, me gustaría ver otro partido de fútbol. Siempre fui hincha de fútbol. Oye, ¿qué te parece si vamos a ver a los Spurs mañana? BEN (monótonamente): Juegan fuera de su cancha. GUS: ¿Quiénes? BEN: LOS Spurs. GUS: Entonces podrían jugar aquí. BEN: No seas estúpido. GUS: Si juegan fuera de su cancha pueden jugar aquí. Podría ser que jugasen con el Villa. BEN (monótono): Pero el Villa juega fuera de su cancha.

Pausa. Por debajo de la puerta derecha aparece un sobre. Gus lo advierte. Se levanta y lo mira. GUS: ¡Ben! BEN: En otro lugar. Juegan en otro lugar. GUS: Mira, Ben. BEN: ¿Qué? GUS: Mira.

Ben vuelve la cabeza y ve el sobre. Se pone de pie. BEN: ¿Qué es eso? GUS: No sé. 9

Harold Pinter BEN: ¿De dónde ha salido? GUS: De abajo de la puerta. BEN: Bueno, ¿pero qué es? GUS: No lo sé.

Miran fijamente el sobre. BEN: Levántalo. GUS: ¿Qué quieres decir? BEN: Que lo levantes. (Gus va despacio hacia donde se encuentra el sobre, se agacha y lo recoge.) ¿Qué es? GUS: Un sobre. BEN: ¿Tiene algo escrito? GUS: No. BEN: ¿Está cerrado? GUS: Sí. BEN: ¡Ábrelo! GUS: ¿Qué? BEN: ¡Que lo abras! (Gus lo abre y mira adentro.) ¿Qué hay adentro?

Gus deja caer en su mano doce fósforos. GUS: Fósforos. BEN: ¿Fósforos? GUS: Sí. BEN: Enséñamelo. (Gus le alarga el sobre. Ben lo examina.) Nada escrito. Ni una palabra. GUS: ¿Verdad que es curioso? BEN: ¿Y entró por debajo de la puerta? GUS: Seguramente. BEN: Bueno, ve. GUS: ¿Que vaya adónde? BEN: Que abras la puerta. Tal vez alcances a ver a alguien fuera. GUS: ¿Quién? ¿Yo? BEN: Vamos.

Gus lo mira, se guarda los fósforos en un bolsillo, va hasta la cama y saca un revólver de debajo de la almohada. Se dirige a la puerta derecha, la abre, mira afuera y cierra. GUS: Nada. BEN: Han tenido que ser muy rápidos.

Gus saca los fósforos del bolsillo y los mira. GUS: Bueno, me vienen muy bien. BEN: SÍ. GUS: ¿No es cierto? BEN: Sí. Siempre estás quedándote sin fósforos, ¿verdad? GUS: Siempre. BEN: Por eso me vienen muy bien. GUS: Sí. BEN: ¿No es cierto? GUS: Sí, me van a ser muy útiles. Muy útiles. BEN: ¿No es cierto? GUS: Sí.

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El montaplatos (The dumb waiter) (1957-1960) BEN: ¿Por qué? GUS: Porque no tengo ninguno. BEN: Bueno. Pero ahora tienes unos cuantos, ¿verdad? GUS: Ya puedo encender la pava. BEN: Sí. Siempre andas pidiendo fósforos a otros. ¿Cuántos tienes ahora? GUS: Una docena más o menos. BEN: NO vayas a perderlos. Además, son colorados. Ni siquiera necesitas una caja. (Gus se hurga la oreja con un fósforo. Ben le da una palmada en la mano.) ¡No los desperdicies! Vamos, enciende. GUS: ¿Eh? BEN: Que enciendas. GUS: ¿Que encienda qué? BEN: La pava. GUS: ¡Quieres decir el gas! BEN: ¿Quién? GUS: Tú. BEN (entrecerrando los ojos): ¿Qué quieres decir con eso de que quise decir el gas? GUS: Bueno. ¿No es eso lo que quisiste decir? El gas. BEN (con energía): Si te digo que vayas a encender la pava, quiero decir que enciendas la pava. GUS: ¿Cómo es posible encender una pava? BEN: ¡ES una figura de dicción! Encender la pava. Figura de dicción. GUS: Jamás oí tal cosa. BEN: ¡Encender la pava! ¡Pero si lo dice todo el mundo! GUS: Creo que estás equivocado. BEN (amenazante): ¿Qué quieres decir? GUS: Se dice poner la pava al fuego. BEN (muy seco): ¿Quién lo dice? (Se miran, respirando con fuerza. Con deliberación.) En toda mi vida, jamás oí que nadie dijese poner la pava al fuego. GUS: Apuesto cualquier cosa a que mi madre lo decía. BEN: ¿TU madre? ¿Desde cuándo no la ves? GUS: No sé; más o menos... BEN: Entonces, ¿por qué hablas de tu madre? (Se miran.) Gus, no es que no quiera ser razonable. Pero trato de hacerte comprender una cosa. GUS: Sí, pero... BEN: ¿Quién es el socio principal aquí, tú o yo? GUS: Tú. BEN: Lo que hago es velar por tu bien, Gus. Tienes que aprender, amigo. GUS: Sí, pero yo nunca oí... BEN (con vehemencia): Nadie dice encender el gas. GUS: ¿Entonces qué es lo que se enciende? BEN (tomándolo de la garganta con ambas manos, los brazos extendidos): ¡LA PAVA, IMBÉCIL!

Gus aleja las manos de Ben. GUS: Está bien, está bien.

Pausa. 11

Harold Pinter BEN: Bueno, ¿qué estás esperando? GUS: Quiero ver si encienden. BEN: ¿Qué? GUS: Los fósforos. (Saca de su bolsillo la caja aplastada y trata de encender un fósforo.) No. (Tira la caja bajo la cama. Ben lo contempla fijamente. Gus levanta un pie.) ¿Hago la prueba aquí? (Ben lo mira fijamente. Gus frota el fósforo en la suela y el fósforo se enciende.) Ya está. BEN (cansado): ¡A ver si pones la maldita pava al fuego, por los clavos de Cristo!

Va hasta su cama, se detiene, dándose cuenta de lo que ha dicho, y se vuelve a medias. Gus se retira despacio por la izquierda. Ben tira el diario con fuerza en la cama y se sienta en ella, apoyando la cabeza en las manos. Vuelve a entrar Gus. GUS: Ya está lista. BEN: ¿Qué? GUS: La hornalla. (Va hasta su cama y se sienta en el lado derecho.) ¿Qué pasará esta noche? (Silencio.) ¡Eh! Quería preguntarte una cosa. BEN (colocando las piernas sobre la cama): ¡Oh, por amor de Dios! GUS: No, quería preguntarte una cosa.

Se levanta y se sienta en la cama de Ben. BEN: ¿Para qué te sientas en mi cama? ¿Qué es lo que te pasa? Siempre estás haciéndome preguntas. ¿Qué te sucede? GUS: Nada. BEN: Antes no solías hacer todas estas malditas preguntas. ¿Qué te ha dado de golpe? GUS: Nada. Estaba pensando... BEN: Pues no pienses. Tienes que hacer un trabajo. ¿Por qué no te dedicas a eso y dejas de hablar? GUS: Es que de eso quería hablarte. BEN: ¿De qué? GUS: Del trabajo. BEN: ¿Qué trabajo? GUS (tanteando): Pensé que quizás supieras algo. (Ben lo mira.) Se me ocurrió que tal vez tú... Quiero decir que si... tienes alguna idea... de lo que va a pasar esta noche. BEN: ¿Le va a pasar a quién?

Se miran. GUS (finalmente): A quien sea. Silencio. BEN: ¿Te sientes bien? GUS: Por supuesto. BEN: Ve a preparar el té. GUS: Sí, por supuesto. (Gus sale por la izquierda. Ben lo sigue con la mirada.

Luego saca su revólver de debajo de la almohada y mira si está cargado. Vuelve a entrar Gus.) No sale gas. BEN: ¿Y qué? GUS: Hay un medidor. BEN: Yo no tengo dinero.

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El montaplatos (The dumb waiter) (1957-1960) GUS: Yo tampoco. BEN: Tendrás que esperar. GUS: ¿A quién? BEN: A Wilson. GUS: A lo mejor no viene. Podría ser que enviara un mensaje. No siempre viene él. BEN: Bueno, entonces tendrás que arreglarte sin dinero. GUS: ¡Caramba! BEN: Luego tomarás tu taza de té. ¿Qué te pasa? GUS: Quisiera tomarla antes.

Ben levanta el revólver hacia la luz y lo lustra. BEN: De todos modos, será mejor que te prepares. GUS: Bien, yo no sé, pero esto es un poco demasiado en vista de lo que me cuesta. (Recoge el paquete de té de la cama y lo mete en la valija.) En fin, espero que si viene tenga un chelín encima. Le corresponde tenerlo. Después de todo, ésta es su casa, y pudo haberse fijado si había gas para una taza de té. BEN: ¿Qué es eso de que ésta es su casa? GUS: ¿Y qué? ¿No lo es? BEN: A lo mejor solamente la ha alquilado. No hace falta que sea suya. GUS: Yo sé que lo es. Apostaría a que es dueño de la casa entera. Ni siquiera se preocupa ya de que haya gas. (Se sienta en el lado derecho de su propia cama.) La casa es suya, ¡claro que sí! Recuerda los otros lugares. Vas a esta dirección y encuentras una llave, encuentras una tetera, nunca ves a nadie... (Pausa.) ¡Ah! Nadie oye nada. ¿Lo has pensado alguna vez? Nunca se quejan de nosotros, ¿no es cierto?, porque hagamos mucho ruido ni cosa parecida. Jamás ves un alma, ¿no es así?, salvo el tipo que viene. ¿Te has dado cuenta? ¿Será que estas paredes no dejan pasar los sonidos? (Toca la pared encima de su cama.) No es posible averiguarlo. Todo lo que podemos hacer es esperar, ¿no es cierto? La mitad de las veces, ese Wilson ni siquiera se molesta en venir personalmente. BEN: ¿Para qué? Es un hombre ocupado. GUS (pensativo): A mí me cuesta trabajo hablar con él... con Wilson. ¿Lo sabías, Ben? BEN: Acábala con eso, ¿quieres?

Pausa. GUS: Hay varias cosas que quisiera preguntarle. Pero las veces en que lo veo, no consigo hacerlo. (Pausa.) He estado pensando en lo último. BEN: ¿Qué último? GUS: La muchacha. (Ben toma el diario y lo lee. Gus se levanta y mira a Ben, dirigiendo hacia abajo la vista.) ¿Cuántas veces vas a leer ese diario? BEN (enojado): ¿Qué quieres decir? GUS: Me pregunto que cuántas veces... BEN: ¿Pero que estás haciendo? ¿Criticándome? GUS: No, yo solamente... BEN: Te voy a dar un buen golpe en la oreja como no pongas más cuidado. GUS: Bueno, pero mira, Ben... BEN: ¡No miro nada! (Dirigiéndose a la escena.) ¿Cuántas veces yo?... ¡Eso sí 13

Harold Pinter que es tomarse libertades! GUS: No fue ésa mi intención. BEN: Sigue por ese camino, amigo. Sigue, sí; sigue nada más.

Vuelve a la cama. GUS: Yo estaba, simplemente, pensando en esa muchacha. (Se sienta en su cama.) No era una gran belleza, ya lo sé; pero, de todos modos... Un poco... floja. ¿No es cierto? ¡Qué cosa rara! En serio, no recuerdo un caso igual. Parece que no se mantuvieran firmes como los hombres. Una composición más suelta... como quien dice. ¿Qué manera de ensancharse, eh? ¡Estaba gruesa, sí! ¡Ahhh! Pero yo quería preguntarte... (Ben se incorpora en la cama y se aprieta los ojos con las manos.) ¿Quién limpia después que nos vamos? Tengo curiosidad por saberlo. ¿Quién hace la limpieza? A lo mejor, no limpian nada. Tal vez dejan las cosas como están, ¿no? ¿Qué te parece? ¿Cuántos trabajos hemos hecho? ¡Oh! No puedo contarlos. ¿Y si nunca limpian después que salimos? BEN (lastimeramente): ¡Ganso! ¿Pero te has creído que somos los únicos en esta organización? Pon un poco de sentido común. Tienen secciones para todo. GUS: ¡Qué! ¿Limpiadores también? BEN: ¡Idiota! GUS: No, lo que me hizo pensar fue la muchacha...

Se oye un ruido metálico en el abultamiento de la pared, como de algo que desciende. Ben y Gus toman presurosos sus revólveres y observan la pared. El ruido se detiene. Silencio. Se miran. Ben hace un ademán nervioso en dirección a la pared. Gus se acerca despacio. La golpea con el revólver. Es hueca. Ben va hasta la cabecera de su cama, apuntando con el revólver. Gus deja su revólver en la cama y golpea la parte inferior del tablero del centro. Encuentra una juntura. Levanta el tablero. Aparece una puerta de servicio, la de un montaplatos. Sostenida por poleas, hay una caja vacía. Gus mira fijamente dentro de la caja. Saca un trozo de papel. BEN: ¿Qué es? GUS: Míralo. BEN: Lee. GUS (leyendo): "Dos chuletas doradas con papas fritas. Dos budines de sagú. Dos tes sin azúcar." BEN: Déjame ver eso.

Toma el papel. GUS (para sí mismo): Dos tes sin azúcar. BEN: ¡Huummm! GUS: ¿Qué me cuentas de eso? BEN: Bueno...

La caja sube. Ben apunta con el revólver. GUS: ¿Por qué no nos dejan pensar? Tienen prisa por lo visto. (Ben vuelve a leer la nota. Gus mira por encima del hombro de Ben.) Eso es un poco... un poco extraño. ¿No te parece? BEN (rápidamente): No, no es extraño. Probablemente hubo un café aquí... y nada más. Arriba. Estas casas cambian de mano muy rápidamente. GUS: ¿Un café? BEN: Sí.

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El montaplatos (The dumb waiter) (1957-1960) GUS: ¡Ah! ¿Quieres decir que ahí debajo estaba la cocina? BEN: Sí, estas casas cambian de mano de la noche a la mañana. Entran en liquidación. Los dueños del negocio, ¿sabes?, llegan a la conclusión de que no produce lo bastante y se mudan. GUS: ¿Luego los que estaban aquí descubrieron que no ganaban lo suficiente y se fueron? BEN: ¡Por supuesto! GUS: MUY BIEN, PERO ¿QUIÉN ES EL DUEÑO AHORA?

Silencio. BEN: ¿Qué quieres decir con eso de que quién es el dueño ahora? GUS: ¿Quién maneja el negocio? Si alguien se fue, ¿quién vino? BEN: Bueno, eso depende de...

Con estrépito y un golpe seco, desciende la caja. Ben prepara su revólver. Gus va hacia la caja y saca un papel. GUS (leyendo): "Sopa del día. Hígado con cebollas. Torta con mermelada." Pausa. Gus mira a Ben. Ben toma la nota y la lee. Camina despacio hasta la puerta del montaplatos. Gus lo sigue. Ben mira adentro, pero no hacia arriba. Gus posa una mano en un hombro de Ben. Ben se la sacude. Gus se lleva un dedo a la boca. Se agacha dentro del hueco y mira rápidamente hacia arriba. Ben lo aparta alarmado, contempla la nota, tira en la cama su revólver y habla en forma decidida. BEN: Sería mejor mandarles algo a los de arriba. GUS: ¿Eh? BEN: Convendría que les mandáramos algo. GUS: ¡Oh, sí, sí! Tal vez tengas razón.

Los dos se sienten satisfechos con la idea. BEN (con firme intención): ¡Pronto! ¿Qué tienes en la valija? GUS: Poca cosa. (Va hasta la puerta y grita hacia arriba): ¡Un momento! BEN: ¡No hagas eso!

Gus examina el contenido de la valija y saca las cosas una por una. GUS: Bizcochos. Una barra de chocolate. Medio litro de leche. BEN: ¿Nada más? GUS: Un paquete de té. BEN: Bueno. GUS: No podemos mandar el té. Es el único que tenemos. BEN: Bien, pero no hay gas. Sin gas no se puede hacer nada. Gus: Quizás los de arriba nos manden un chelín. BEN: ¿Qué otra cosa tienes ahí? GUS (metiendo la mano en la valija): Un pastelito de coco. BEN: ¿Un pastelito de coco? GUS: Sí. BEN: Nunca me dijiste que tuvieras tal cosa. GUS: ¿No te lo dije? BEN: ¿Por qué sólo uno? ¿No trajiste otro para mí? GUS: No creí que te gustaran. BEN: Bueno, de todos modos no podrás mandar un pastelito de coco solamente. GUS: ¿Por qué no? BEN: Alcánzame uno de esos platos. 15

Harold Pinter GUS: Está bien. (Va hacia la puerta izquierda y se detiene.) ¿Quieres decir que puedo quedarme con el pastel de coco? BEN: ¿Quedarte con él? GUS: Bueno, esos otros no saben que lo tenemos, ¿verdad? BEN: No se trata de eso. GUS: ¿Y no puedo quedármelo? BEN: No. Trae el plato.

Gus sale por la izquierda. Ben mira dentro de la valija y saca un paquete de papas fritas. Gus entra trayendo un plato. BEN (tono acusador, sosteniendo en alto las papas fritas): ¿De dónde ha salido esto? GUS: ¿Qué? BEN: Estas papas fritas. GUS: ¿Dónde las encontraste? BEN (lo golpea en el hombro): ¡Ah, muchacho, estás haciéndome jugadas muy feas! GUS: Las como solamente con cerveza. BEN: ¿Y de dónde ibas a sacar la cerveza? GUS: Estaba ahorrando para comprarla. BEN: Esto no me lo voy a olvidar. Ponlo todo en el plato. (Apilan todo en el plato. La caja sube sin el plato.) ¡Un momento!

Permanecen de pie. GUS: ¡Se fue! BEN: ¡Todo por tu estúpida culpa, por las trampas que haces! GUS: ¿Y ahora qué hacemos? BEN: Tendremos que esperar a que baje. (Pone el plato sobre la cama y se carga la pistolera en el hombro; comienza a colocarse la corbata.) Será mejor que te prepares.

Gus va hasta su cama, se pone la corbata y empieza a acomodarse la pistolera. GUS: ¡Eh, Ben! BEN: ¿Qué? GUS: ¿Que pasa aquí?

Pausa. BEN: ¿Qué quieres decir? GUS: ¿Cómo es posible que esto sea un café? BEN: Era un café. GUS: ¿Has visto la cocina de gas? BEN: ¿Y qué? GUS: Sólo tiene tres quemadores. BEN: ¿Y qué hay con eso? GUS: Que no se puede hacer muchas cosas con tres quemadores, sobre todo en un lugar con mucho movimiento como éste. BEN (irritado): ¡Por eso el servicio es tan lento!

Se pone el chaleco. GUS: Sí, pero ¿qué pasa cuando no estamos aquí? ¿Qué hacen entonces? Todos esos pedidos de menú que bajan y no sube nada. Es posible que esto ocurra desde hace años. (Ben se cepilla el saco.) ¿Qué pasa cuando no estamos? (Ben se pone el saco.) No podrán hacer gran negocio. (Baja la caja.

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El montaplatos (The dumb waiter) (1957-1960)

Se vuelven. Gus va hasta la portezuela y saca la nota. Leyendo.) "Pasticcio de macarrones. Armitha macarronada." BEN: Platos griegos. GUS: No. BEN: Tienes razón. GUS: Es gente muy fina. BEN: ¡Pronto, antes de que se vaya!

Gus pone el plato en la caja. GUS (gritando por el hueco hacia arriba): ¡Tres conservas de McVitie y Price! ¡Una cerveza Lyons etiqueta negra! ¡Un paquete de papas fritas Smith! ¡Una torta de coco! ¡Una de fruta y nuez! BEN: ¡Queso! GUS (por el hueco): ¡Queso! BEN (dándole la leche): ¡Una botella de leche! GUS (gritando hacia arriba por el hueco): ¡Una botella de leche! ¡De medio litro! (Mira la etiqueta.) ¡Express Dairy! (La caja sube.) Llegué a tiempo. BEN: No tendrías que gritar de esa manera. GUS: ¿Por qué no? BEN: No se acostumbra. (Va hasta su cama.) Bueno, por ahora eso debería bastar. GUS: ¿Te parece? BEN: ¿Por qué no te vistes? En cualquier momento estará aquí de vuelta.

Gus se pone el chaleco. Ben se echa en la cama y mira el cielo raso. GUS: ¡Qué casa ésta! ¡Sin té ni bizcochos! BEN: De tanto comer te vuelves perezoso, amigo. ¿Sabías que estás volviéndote perezoso? El trabajo hay que hacerlo pronto. GUS: ¿Te refieres a mí? BEN: ¡Claro! Pierdes tiempo. GUS: ¿Yo, pierdo tiempo? BEN: ¿Has revisado tu revólver? Ni siquiera lo has hecho. Tiene un aspecto horrible. ¿Por qué no lo lustras alguna vez?

Gus frota el revólver en la sábana. Ben saca un espejo de bolsillo y se arregla la corbata. GUS: ¿Dónde estará el cocinero? Sin duda tuvieron unos cuantos para hacer frente al movimiento. A lo mejor tenían algunas otras cocinas de gas. ¡Eh! ¿Quién te dice que no haya una en el corredor? BEN: ¡Claro que sí! ¿Sabes cuánto tiempo se tarda en hacer una armitha macarronada? GUS: No. ¿Por qué? BEN: ¡Una armitha! ¡A ver si refrescas tus ideas! GUS: Hacen falta unos cuantos cocineros, ¿no? (Coloca el revólver en la pistolera.) Cuanto antes salgamos de esta casa, mejor. (Se pone el saco.) ¿Por qué no se comunica con nosotros ese hombre? Parece como si hiciera años que estoy aquí. (Saca el revólver de la pistolera y observa si está cargado.) Sin embargo, no le hemos fallado nunca, ¿verdad? Nunca le hemos fallado. ¿Sabes, Ben? Estaba pensando en ello justamente el otro día. Somos cumplidores, ¿verdad? (Vuelve a guardar el revólver en la pistolera.) Sin embargo, me alegraré cuando todo esto haya terminado. (Se cepilla el saco.) ¡Ojalá que el 17

Harold Pinter tipo no se ponga nervioso esta noche ni cosa por el estilo! Me siento un poco raro. Tengo un dolor que me parte la cabeza. (Silencio. Baja el montaplatos. Ben se pone en pie de un salto. Gus toma la nota. Leyendo.) "Un revuelto de bambú con castañas y pollo. Un Char Siu con habas." BEN: ¿Habas? GUS: Sí. BEN: ¡Ah! GUS: Yo no sabría por dónde empezar. (Mira la caja. El paquete de té está dentro.) ¿Han devuelto el paquete de té? BEN (anhelante): ¿Por qué han hecho eso? GUS: Tal vez no es la hora del té.

Sube el ascensor. Silencio. BEN (tirando el té sobre la cama; con ansiedad): Yo creo que será mejor decirles. GUS: ¿Decirles qué? BEN: Que no podemos hacerlo. Que no tenemos los elementos. GUS: ¿Les habrán gustado las otras cosas? BEN: Préstame el lápiz. Les escribiremos una nota.

Gus, al volverse para buscar un lápiz, encuentra de pronto el tubo acústico, que pende de la pared a la derecha de la puerta del montaplatos, frente a su cama. GUS: ¿Y esto qué es? BEN: ¿Qué? GUS: Esto. BEN (examinándolo): ¿Esto? ¡Un tubo acústico! GUS: ¿Desde cuándo está allí? BEN: ES lo que corresponde. Debimos usarlo antes, en vez de gritar por el hueco. GUS: ¡Es curioso que no lo haya advertido antes! BEN: Bueno, vamos. GUS: ¿Qué es lo que se hace? BEN: ¿Ves eso? Es un pito. GUS: ¿Qué? ¿Esto? BEN: SÍ. Sácalo. Sácalo. (Gus lo hace.) ¡Así! GUS: ¿Y ahora qué? BEN: Sopla. GUS: ¿Que sople? BEN: Soplando, suena. Entonces se dan cuenta de que quieres hablarles. Sopla.

Gus sopla. Silencio. GUS (con el tubo en la boca): No oigo nada. BEN: ¡Habla ahora! ¡Habla por el tubo!

Gus mira a Ben, y luego habla por el tubo. GUS: ¡La despensa está vacía! BEN: Dame eso. (Toma el tubo y se lo lleva a la boca; habla con gran deferencia.) Buenas noches. Lamento... incomodarlos, pero nos pareció mejor hacerles saber que no nos queda nada. Mandamos todo lo que teníamos. Aquí abajo no hay más comida. (Se lleva el tubo despacio al oído.) ¿Qué? (Se lo pone en la boca.) No, mandamos todo lo que teníamos. (Se lleva el tubo al oído y escucha. Luego lo lleva a la boca.) Siento mucho que tenga que decirme eso.

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El montaplatos (The dumb waiter) (1957-1960)

(Vuelve a ponerse el tubo en el oído y escucha. A Gus.) El pastel de coco estaba rancio. (Escucha. A Gus.) El chocolate estaba derretido. (Escucha. A Gus.) La leche estaba agria. GUS: ¿Y las papas fritas? BEN (escuchando): Los bizcochos tenían hongos. (Mira furibundo a Gus.) Bueno, lamentamos mucho todo eso. (Se lleva el tubo al oído.) ¿Qué? (A la boca.) ¿Qué? (Al oído.) Sí, sí. (A la boca.) Sí, por supuesto. Claro, claro. En seguida. (Al oído. La voz ha cesado. Cuelga el tubo. Nervioso.) ¿Has oído? GUS: ¿Qué? BEN: ¿Has oído lo que me dijo? ¡Encienda la pava! ¡No ponga la pava al fuego! ¡No encienda el gas! ¡Pero encienda la pava! GUS: ¿Cómo vamos a encender la pava? BEN: ¿Qué quieres decir? GUS: No tenemos gas. BEN (asiéndose la cabeza con una mano): ¿Qué hacemos ahora? GUS: ¿Para qué quería que pusiésemos la pava al fuego? BEN: Para hacer té. Quiere tomar una taza de té. GUS: ¡ÉL quiere tomar una taza de té! ¿Y yo? ¡Toda la noche deseándolo! BEN (desesperado): ¿Qué hacemos ahora? GUS: ¿Qué vamos a beber nosotros? (Ben se sienta en la cama, con la mirada fija.) Yo tengo sed también. Me muero de sed y de hambre. ¡Y él quiere una taza de té! Esto colma la medida, ¿no te parece? (Ben deja caer la cabeza sobre el pecho.) No me vendría mal algo que comer. ¿Y tú? Parece que te vendría bien un poco de comida. (Se sienta en el lado derecho de la cama.) Hemos mandado todo lo que teníamos y no está satisfecho. No, en serio, es como para golpearse la cabeza contra la pared. ¿Por qué le mandaste todas esas cosas? (Pensativo.) ¿Por qué las mandé yo? (Pausa.) ¿Quién puede saber lo que tienen allí arriba? A lo mejor tienen una ensaladera llena. Algo deben tener. De nosotros no sacarán más ahora. ¿Notaste que no pidió ensalada? Probablemente tienen allá arriba. Carne fría, radichas, calabaza... repollo... arenques. (Pausa.) Huevos duros. (Pausa.) De todo. A lo mejor, también tienen un cajón de cerveza. Quizás se están comiendo mis papas fritas con un litro de cerveza en este momento. ¿No dijo nada de las papas fritas? No van a pasar hambre, te lo aseguro. No pensarás que se van a quedar allí sentados, esperando que suba comida de aquí, ¿no? La buscarán en otro sitio. (Pausa.) No les faltará nada. (Pausa.) ¡Y ése quiere una taza de té! (Pausa.) A mi juicio, es una broma muy pesada. (Mira a Ben, se levanta y se le acerca.) ¿Qué te pasa? No te veo demasiado animado. ¡Me gustaría tanto tener un Alka-Seltzer!

Ben se incorpora. BEN (en voz baja): Debe estar llegando la hora. GUS: Ya lo sé. Y a mí no me gusta trabajar con el estómago vacío. BEN (harto): ¡Cállate un momento! Quiero darte las instrucciones. GUS: ¿Para qué? Siempre hacemos las cosas de la misma manera. BEN: Necesito darte instrucciones. (Gus lanza un suspiro y se sienta al lado de

Ben en la cama. Las instrucciones se expresan y repiten automáticamente.) Cuando recibamos la llamada, vas y te colocas detrás de la puerta. GUS: Me coloco detrás de la puerta. BEN: Si llaman a la puerta, no contestas. 19

Harold Pinter GUS: Si llaman a la puerta, no contestas. BEN: Pero no llamarán a la puerta. GUS: Y yo, por lo tanto, no contestaré. BEN: Cuando el tipo entre... GUS: Cuando el tipo entre... BEN: Cierras la puerta después que haya pasado. GUS: Cierras la puerta después que haya pasado. BEN: Sin hacer notar tu presencia. GUS: Sin hacer notar mi presencia. BEN: Él me verá y vendrá hacia mí. GUS: Él te verá e irá hacia ti. BEN: A ti no te verá. GUS (distraído): ¿Eh? BEN: Que no te verá a ti. GUS: No me verá a mí. BEN: Pero me verá a mí. GUS: Te verá a ti. BEN: No sabrá que tú estás ahí. GUS: No sabrá que tú estás ahí. BEN: No sabrá que TÚ estás ahí. GUS: No sabrá que yo estoy aquí. BEN: Yo sacaré el revólver. GUS: Tú sacarás el revólver. BEN: Él se parará en seco. GUS: Él se parará en seco. BEN: Si se vuelve... GUS: Si se vuelve... BEN: Tú estarás ahí. GUS: Yo estaré aquí. (Ben frunce el ceño y se aprieta la frente.) Te has olvidado de una cosa. BEN: Bueno. ¿Cuál? GUS: De acuerdo con tus indicaciones, yo no he sacado mi revólver. BEN: Tú has sacado el revólver. GUS: Y he cerrado la puerta. BEN. Y has cerrado la puerta. GUS: Antes nunca olvidaste ese detalle, ¿te das cuenta? BEN: Cuando te vea detrás... GUS: Cuando me vea detrás... BEN: Se sentirá turbado... GUS: Turbado. BEN: No sabrá qué hacer. GUS: ¿Y qué hará entonces? BEN: Me mirará a mí y te mirará a ti. GUS: No diremos una palabra. BEN: Lo contemplaremos. GUS: No dirá una sola palabra. BEN: NoS mirará. GUS: Y nosotros lo miraremos.

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El montaplatos (The dumb waiter) (1957-1960) BEN: Ninguno dirá una sola palabra.

Pausa. GUS: ¿Qué haremos si es una mujer? BEN: Haremos lo mismo. GUS: ¿Exactamente lo mismo? BEN: Exactamente.

Pausa. GUS: ¿No cambiaremos nada? BEN: Exactamente igual. GUS: ¡Oh! (Se levanta y se estremece.) Perdóname. (Gus sale por la puerta

izquierda. Ben permanece sentado en la cama, quieto. La cadena del baño es accionada una vez afuera a la izquierda, pero el agua no sale. Silencio. Gus vuelve a entrar y se queda parado al lado de la puerta, profundamente abstraído en sus cavilaciones. Mira a Ben y luego camina despacio hasta su cama. Está inquieto. Se queda de pie, pensando. Se vuelve y mira a Ben. Avanza unos pasos hacia él. Despacio, con tono bajo y tenso.) ¿Para qué nos mandó fósforos si sabía que no teníamos gas? (Silencio. Ben mira hacia delante. Gus cruza al lado izquierdo de Ben, delante de su cama, para hablarle al otro oído.) Ben, ¿por qué nos mandó fósforos si sabía que no teníamos gas? (Ben levanta la vista.) ¿Por qué lo hizo? BEN: ¿Quién? GUS: ¿Quién nos mandó los fósforos? BEN: ¿De qué estás hablando?

Gus lo mira fijamente y baja la vista. GUS (inarticulado): ¿Quién está arriba? BEN (nervioso): ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? GUS: Bueno, pero ¿quién es? BEN: ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?

Rebusca su diario en la cama. GUS: Te hice una pregunta. BEN: ¡Basta! GUS (cada vez más agitado): Ya te lo pregunté antes. ¿Quién se mudó aquí? Te lo pregunté. Dijiste que los que estaban aquí se habían ido. Bueno, ¿quién vino en su lugar? BEN (que ha tenido una corazonada): ¡Calla! GUS: Te lo he dicho antes, ¿no es cierto? BEN (de pie): ¡Te pedí que te callases! GUS (febril): Te dije quién había sido el dueño de esta casa, ¿no es cierto? Te lo dije. (Ben lo golpea con ira en un hombro. Violentamente.) Bueno, ¿para qué está haciendo todos esos juegos? Eso es lo que quiero saber. ¿Para qué lo hace? BEN: ¿Qué juegos? GUS (apasionadamente, avanzando): ¿Para qué lo hace? Rendimos nuestras pruebas, ¿no es verdad? Las aprobamos perfectamente, ¿no es cierto? Las dimos juntos, ¿recuerdas? Hemos demostrado que somos capaces. Cumplimos siempre con el trabajo. ¿Para qué hace esto? ¿Qué se propone? ¿Para qué todo este juego? (Detrás de ellos, baja el montaplatos por el hueco. El ruido viene

acompañado esta vez por un silbido estridente. Gus corre a la abertura y toma 21

Harold Pinter

la nota. Leyendo.) "¡Scampi!" (Arruga la nota, toma el tubo, saca el pito, lo sopla y habla.) ¡No NOS QUEDA NADA! ¡NADA! ¿ENTIENDE? Ben toma el tubo y aparta a Gus de un empujón. Sigue a Gus y le pega con fuerza con el dorso de su mano en el pecho. BEN: ¡Basta! ¡Maniático! GUS: ¡Pero has oído! BEN (con furia salvaje): ¡Basta! ¡Te lo prevengo! (Silencio. Ben cuelga el tubo.

Va a su cama y se echa en ella. Toma el diario y lee. Silencio. El montaplatos sube. Ellos se vuelven rápidamente y sus miradas se encuentran. Lentamente, Gus vuelve al lado derecho de su cama y se sienta. Silencio. La puerta cae nuevamente en su lugar. Ellos se vuelven rápidamente y sus miradas se cruzan. Ben vuelve a su diario. Silencio. Ben tira el diario.) ¡Ahhh! (Levanta el diario y lo mira.) Escucha esto. (Pausa.) ¿Qué te parece? (Pausa.) ¡Bah! (Pausa.) ¿Has oído cosa igual alguna vez? GUS (torpemente): ¡Sigue! BEN: Es verdad. GUS: ¡Vamos! BEN: Está aquí en letras de molde. GUS (muy bajo): ¿Pero es cierto eso? BEN: ¿Podrías imaginarlo? GUS: Es increíble. BEN: Lo hace a uno sentir ganas de llorar. GUS (casi no se lo oye): Increíble.

Ben menea la cabeza. Deja el diario y se levanta. Acomoda el revólver en la pistolera. Gus se pone de pie. Va hacia la puerta izquierda. BEN: ¿Adónde vas? GUS: A beber un vaso de agua.

Gus sale por la izquierda. Ben se sacude el polvo de la ropa y de los zapatos. Se percibe el silbato a través del tubo acústico. Ben va hasta el tubo, saca el pito y se lleva el tubo al oído. Escucha. Lo lleva a la boca. BEN: Sí. (Al oído; escucha. A la boca.) En seguida. Inmediatamente. (Al oído; escucha. A la boca.) ¡Claro que estamos listos! (Al oído; escucha. A la boca.) Entendido. Repito. Ha llegado y vendrá inmediatamente. Se utilizará el método corriente. (Al oído; escucha. A la boca.) Claro que estamos listos. (Al oído; escucha. A la boca.) ¡Perfecto! (Cuelga el tubo.) ¡Gus! (Saca el peine y se peina

el cabello, luego se arregla el saco para que no se le note el bulto del revólver. El agua acude al tanque del baño afuera a la izquierda. Ben corre presuroso a la puerta izquierda.) ¡Gus! Se abre de golpe la puerta derecha. Ben se vuelve. Entra Gus trastabillando. Está despojado del saco, el chaleco, la corbata y el revólver. Se detiene con el cuerpo agachado, los brazos a los lados; levanta la cabeza y mira a Ben. Sigue un largo silencio y ambos se contemplan mientras cae el telón.

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El montaplatos (The dumb waiter) (1957-1960)

Sobre "El montaplatos"

Fragmento del libro "Teatro de protesta y paradoja" George E. Wellwarth (1964)

El propio Pinter ha indicado que su objetivo es observar lo que le ocurre a la gente. Para conseguirlo suele elegir como imagen central una habitación —una habitación ordinaria— y la hace servir de microcosmos representativo del mundo. Dentro de la habitación los personajes se sienten a salvo. Fuera están las fuerzas extrañas; en el interior todo es calor y luz. Es una especie de matriz en que uno puede considerarse seguro. El conflicto sobreviene cuando alguna fuerza exterior irrumpe en la habitación y pulveriza la artificial seguridad de sus ocupantes. El papel de Pinter es el de un observador desapasionado, y gran parte de la aparente dificultad de sus obras deriva del hecho de que escribe como si estuviera auscultando mentalmente a sus personajes y transcribiendo hasta sus pensamientos más incoherentes. Él mismo ha explicado que tres de sus dramas más importantes nacieron como un simple experimento. Pinter quiso observar qué podía suceder con dos personas en una habitación. THE ROOM (La habitación) surgió después de entrar en una habitación donde había una persona de pie y una sentada. THE BIRTHDAY PARTY (La fiesta de cumpleaños), después de entrar en una habitación donde había dos personas sentadas. THE CARETAKER (El portero), después de mirar al interior de una habitación donde había dos personas de pie. (…) THE DUMB WAITER (El montacargas o "camarero mudo", 1957-1960), otra pieza en un solo acto que versa sobre el mismo tema de la habitación, está mucho mejor conseguido. Esto sí que es gran guiñol puro. Dos hombres viven en una habitación miserablemente amueblada que no tiene ni siquiera (¡horror de horrores!) las facilidades indispensables para hacer el té. Los hombres discuten acerca de equipos de fútbol y de noticias de prensa. A medida que se desarrolla el diálogo, Pinter se las arregla para darnos a entender, con notable pericia, que se trata de dos asesinos a sueldo, al servicio de una misteriosa organización. Pasan el tiempo en habitaciones, a donde se les envía para que esperen órdenes. Como Rosa en LA HABITACIÓN, se sienten a salvo en su refugio, aunque la certidumbre de que pronto tendrán que salir hace que se pongan nerviosos ante cualquier signo de una posible intrusión. Hay un efecto

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Harold Pinter realmente sobrecogedor cuando se oyen pisadas que se aproximan a la puerta. Alguien desliza un sobre por la ranura, y los pasos vuelven a alejarse. Los pistoleros enfundan sus revólveres y respiran tranquilos. Siguen charlando, y de pronto empieza a funcionar un montacargas que está al fondo de la habitación. En él encuentran una nota de restaurante, por lo que llegan a la conclusión de que deben hallarse en lo que era antes la cocina (en Inglaterra las cocinas suelen estar debajo de los comedores, y la comunicación entre ambos se resuelve mediante montacargas). Ben y Gus registran frenéticamente sus bolsillos y meten en el montacargas toda la comida que tienen. El montacargas vuelve a bajar una y otra vez, siempre con pedidos cada vez más extravagantes de comidas exóticas. Pinter aprovecha al máximo este recurso del absurdo, pues lo utiliza para acentuar el contraste con su clímax horrorífico. Gus sale para ir a la habitación contigua (fuera de la seguridad de su mundo), y Ben recibe instrucciones de una voz que habla por el hueco del montacargas. Cuando Gus vuelve, va en mangas de camisa y su pistola ha desaparecido; y en el momento en que cae el telón comprendemos que Ben ha recibido órdenes de matar a su compañero.

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El montaplatos (The dumb waiter) (1957-1960)

Digitalizado por Risardo para Biblioteca_IRC en octubre de 2005 http://biblioteca.d2g.com

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Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005

La colección (The collection) 1961

Versión española: Luis Escobar

Harold Pinter

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Premio Nobel de Literatura 2005

Índice La colección • Personajes • Acto único

Personajes Harry,James,Stella,Bill

La acción en Londres en una casa de Belgrave Square y en un piso de barrio de Chelsea.

El escenario está dividido en dos áreas totalmente separadas. La parte izquierda es la «casa» de Harry, en Belgravia. Decorado elegante, muebles de época. Cuarto de estar, hall con escalera al piso superior y puerta de entrada. Una puerta a la cocina bajo la escalera. La parte derecha es el «piso» de James en Chelsea. Muebles modernos de buen gusto. Entre los dos decorados, un promontorio con una cabina de teléfono. La cabina está iluminada. Se distingue a una figura dentro, de espaldas. El resto del escenario está oscuro. En la casa suena el teléfono. Harry entra de la calle y enciende la luz. Va al teléfono. HARRY.—¿Quién es? VOZ.—¿Es Bill? HARRY.—No, no es Bill. Bill está acostado. ¿Quién es? VOZ.—¿Acostado? ¿Y qué hace acostado?

(Pausa.) HARRY.—¿Sabe que son las cuatro de la madrugada? VOZ.—Dígale que se levante. Quiero hablar con él.

(Pausa.) HARRY.—¿Quién es? VOZ.—Ande, vaya a despertarle. HARRY.—¿Es usted amigo suyo? VOZ.—Ya se lo diré a él.

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La colección

(The collection)

(1961)

HARRY.—¿Ah, sí?

(Pausa.) VOZ.—¿No le va a avisar? HARRY.—No; no pienso avisarle.

(Pausa.) VOZ.—Dígale que volveré a llamar.

(El teléfono se corta. Harry cuelga y se queda pensando. La figura de la cabina sale. Harry sube despacio la escalera. Oscuro. Se ilumina el piso. Luz de mañana. James entra fumando y se sienta en el sofá. Stella entra del cuarto de dormir poniéndose un reloj de pulsera. Saca un perfumador del bolso y se perfuma la garganta y las manos. Después procede a ponerse los guantes.) STELLA.—Me voy. (Pausa.) ¿No vas a venir a la tienda? (Pausa.) JAMES.—No. STELLA.—Tienes varias personas citadas. (Pausa. Coge una chaqueta y se la pone.) ¿Quieres que yo les telefonee cuando llegue? JAMES.—Sí... ¿Por qué no? STELLA.—¿Qué piensas hacer? (Él la mira, sonríe un momento y pasa.) Jimmy... (Pausa.) ¿Vas a salir? (Pausa.) ¿Estarás aquí... esta noche?

(James busca un cenicero, apaga el pitillo y no contesta. Stella da media vuelta y sale. Oímos el golpe de la puerta de entrada. James continúa mirando el cenicero. El piso queda a media luz. Sube la luz de la casa. Es por la mañana. Entra Bill de la cocina con una bandeja que coloca en la mesa. Se sirve té y empieza a leer el periódico. Harry aparece en bata. Tropieza en la alfombra. Bill se vuelve.) BILL.—¿Qué te ha pasado? HARRY.—La varilla de ese escalón. Dijiste que ibas a arreglarla. BILL.—La he arreglado. HARRY.—No muy bien. (Se sienta y pone la cabeza entre las manos.) ¡Ay...! (Bill le llena la taza de té.) ¿Dónde está mi zumo? No he tomado mi zumo de fruta. (Bill mira el zumo de la bandeja.) ¡Ah! Está ahí... (Bill le da el vaso.) ¿Qué es? ¿Piña? BILL.—Pomelo.

(Pausa.) HARRY.—Estoy harto de esa varilla suelta. ¿Por qué no la arreglas de una vez? Supongo que... supongo que todavía sabes utilizar las manos.

(Pausa.) BILL.—¿A qué hora volviste anoche? HARRY.—A las cuatro. BILL.—¿Divertido?

(Pausa.) HARRY.—¿No has hecho tostadas? BILL.—No. ¿Quieres? HARRY—No. No quiero. BILL.—Las puedo hacer en un momento. HARRY.—No. No te molestes. (Pausa.) ¿Sabes que anoche te llamó una especie de maniático? (Bill le mira.) A las cuatro. Cuando llegué estaba sonando el teléfono.

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Harold Pinter

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Premio Nobel de Literatura 2005

BILL.—Y ¿quién era? HARRY.—No lo sé. BILL.—¿Qué quería? HARRY.—Hablar contigo. BILL.—¡Hummm!

(Pausa.) HARRY.—No quiso ni decirme su nombre. ¿Quién pudo haber sido? BILL.—No tengo ni idea. HARRY.—Estuvo muy insistente. Dijo que volvería a llamarte. (Pausa.) ¿Quién demonios pudo ser? BILL.—Ya te he dicho... que no tengo la más remota idea.

(Pausa.) HARRY.—¿Conociste a alguien la semana pasada? BILL.—¿Que si conocí? ¿Qué quieres decir? HARRY.—Quiero decir, si podría ser alguien que hubieras conocido. Has debido ver a mucha gente. BILL.—No hablé con nadie. HARRY.—Debes haberte aburrido mucho. BILL.—No estuve más que una noche. ¿Más té? HARRY.—No, gracias. (Bill se sirve té.) (La cabina del teléfono se ilumina un poco. Vemos a una figura entrar en ella.) Voy a afeitarme.

(Mira a Bill que está leyendo el periódico. Al cabo de un momento Bill le mira.) BILL.—¿Qué hay...?

(Silencio. Harry se levanta y sube la escalera, cuidando mucho el escalón de la varilla suelta. Bill lee el periódico. Suena el teléfono. Bill descuelga.) BILL.—¿Quién es? VOZ.—¿Es Bill? BILL.—Sí... VOZ.—¿Está en casa? BILL.—¿Quién habla? VOZ.—Espéreme. Voy en seguida. BILL.—¿Qué dice? ¿Quién es? VOZ.—En dos minutos. ¿De acuerdo? BILL.—No puede ser. Aquí hay gente. VOZ.—No se preocupe. Iremos a otro cuarto. BILL.—Esto es ridículo. ¿Le conozco a usted? VOZ.—Me conocerá... cuando me vea. BILL.—¿Me conoce usted a mí? VOZ.—Quédese ahí. No tardo nada. BILL.—¿Pero qué es lo que quiere? ¡Oiga! Tengo que salir ahora mismo. No estaré en casa. VOZ.—Ahora mismo voy.

(Corta el teléfono. Bill cuelga. La luz de la cabina baja cuando la figura sale y se va hacia la izquierda. Bill se pone la chaqueta. Va al hall. Se pone el abrigo. Ligero pero sin correr. Abre la puerta y sale a la calle, hacia la derecha.) VOZ DE HARRY.—Bill, ¿eres tú? (Aparece arriba.) ¡Bill! (Baja a la sala y se queda mirando la bandeja. Después la toma y la lleva a la cocina. James aparece en la calle por la izquierda. Se queda mirando la casa. 4

La colección

(The collection)

(1961)

Harry aparece y empieza a subir la escalera. James llama a la puerta. Harry baja y abre.) HARRY.—¿Qué quiere? JAMES.—Busco a Bill Lloyd. HARRY.—Ha salido. ¿Quiere algo? JAMES.—¿A qué hora volverá? HARRY.—No lo sé. ¿Le conoce? JAMES.—Volveré otra vez. HARRY.—Puede dejar su nombre. Se lo diré cuando le vea. JAMES.—Es igual. Dígale que he venido. HARRY.—¿Que ha venido quién? JAMES.—Siento haberle molestado.

(Hace ademán de marcharse.) HARRY.—Un momento. (James se detiene.) Usted es quien telefoneó anoche, ¿verdad? JAMES.—¿Anoche? HARRY.—¿Y ha telefoneado esta mañana temprano? JAMES.—No... Lo siento... HARRY.—¿Qué es lo que quiere? JAMES.—Quiero hablar con Bill. HARRY.—¿No ha telefoneado también hace un momento? JAMES.—Me parece que se equivoca. HARRY.—Me parece que no. JAMES.—Usted no sabe nada de este asunto.

(Da media vuelta, y se va. Harry se queda mirándole. Oscuro. El piso se ilumina con luz de la luna. Se oye la puerta. Entra Stella y enciende. Va al otro cuarto y llama.) STELLA.—¡Jimmy!

(Silencio. Se quita los guantes y deja el bolso. Queda un momento quieta y luego pone un disco en el gramófono. Después entra en el dormitorio. Sube la luz de la casa. Noche. Bill entra de la cocina. Trae unas revistas. Las deja sobre la mesa, se sirve una copa y luego se sienta a leer. Stella entra acariciando un gato persa blanco y se tumba en el sofá. En la casa, Harry baja la escalera. Mira un momento a Bill y sale a la calle por la derecha. James aparece en la calle por la izquierda, mira hacia donde se fue Harry y llama a la puerta. Bill se levanta y va a abrir. La luz del piso baja.) BILL.—¿Qué desea? JAMES.—¿Bill Lloyd? BILL.—Sí. JAMES.—Quiero... quiero hablar un momento con usted.

(Pausa.) BILL.—No me parece que le conozca. JAMES.—¿No? BILL.—No. JAMES.—Bueno. Pero tengo que hablar con usted. BILL.—Lo siento mucho. Estoy ocupado. JAMES.—No será largo. BILL.—Mire, por qué no me escribe lo que quiere...

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Harold Pinter

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Premio Nobel de Literatura 2005

JAMES.—Eso no es posible.

(Pausa.) BILL.—Lo siento...

(James pone el pie en la puerta.) JAMES.—Mire... Estoy decidido a hablarle.

(Pausa.) BILL.—¿Me telefoneó usted hoy? JAMES.—Exacto. Vine, pero usted se había marchado. BILL.—¿Vino? No lo sabía. JAMES.—Es mejor que me deje pasar. ¿No cree? BILL.—No puede invadir una casa de esta forma. ¿Qué es lo que quiere? JAMES.—No pierda más el tiempo y déjeme pasar. BILL.—Podría llamar a la Policía. JAMES.—No vale la pena.

(Se miran.) BILL.—Está bien.

(James entra. Bill cierra la puerta. James cruza el hall al cuarto de estar y mira a su alrededor. Bill le sigue.) JAMES.—¿Tiene aceitunas? BILL.—¿Cómo sabía mi nombre? JAMES.—¿No tiene aceitunas? BILL.—¿Aceitunas? No creo. JAMES.—¿Quiere decir que no tiene aceitunas para sus invitados? BILL.—Usted no es un invitado, sino un intruso. (Corta pausa.) ¿Qué puedo hacer por usted? JAMES.—¿Le importa que me siente? BILL.—Sí, me importa. JAMES.—Bueno. Se repondrá.

(Se sienta. Bill le mira de pie. James vuelve a levantarse, se quita el abrigo que echa sobre una butaca y se vuelve a sentar.) BILL.—¿Cómo se llama usted? JAMES. (Alcanza un bol de fruta y toma una uva.)— ¿Dónde dejo las pepitas? BILL.—En su bolsillo. JAMES. (Saca tranquilamente la cartera y deposita las pepitas. Le mira.)— No es usted mal parecido. BILL.—Gracias. JAMES.—Vamos, no es que parezca una estrella de cine, pero me figuro que pasa por guapo. BILL.—Eso es más de lo que yo puedo decir de usted. JAMES.—Me es completamente indiferente lo que diga de mí. BILL.—Pues, a mí, lo que usted diga no puede importarme menos. Y ahora, ¡vamos!, ¡por favor!, ¿qué es lo que quiere?

(James se levanta y se va a la mesa de las bebidas. En el piso, Stella se levanta y sale acariciando su gato. La luz del piso se apaga. James se sirve un whisky.) BILL.—¡Salud! JAMES.—¿Lo pasó bien en Leeds la semana pasada? BILL.—¿Cómo? JAMES.—¿Lo pasó bien en Leeds la semana pasada?

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La colección

(The collection)

(1961)

BILL.—¿En Leeds? JAMES.—¿Lo pasó bien? BILL.—¿Qué le hace pensar que estuve en Leeds? JAMES.—Cuénteme. ¿Vio bien la ciudad? ¿Pudo ir al campo? BILL.—¿Pero de qué está hablando? JAMES.—Fue allí para el congreso de la moda. Llevó su colección. BILL.—¿Usted cree? JAMES.—Paró en el Hotel Westbury. BILL.—¿Sí? JAMES.—Habitación ciento cuarenta y dos. BILL.—¿Ciento cuarenta y dos? ¡Ah...! ¿Era un buen cuarto? JAMES.—Bastante bueno. BILL.—¡Más vale! JAMES.—Tenía usted un pijama amarillo. BILL.—¿De veras? ¿Con iniciales negras? JAMES.—Sí. Lo tenía en el ciento sesenta y cinco. BILL.—¿En dónde? JAMES.—En el ciento sesenta y cinco. BILL.—Creí que era el ciento cuarenta y dos. JAMES.—Tomó el ciento cuarenta y dos, pero no se quedó en él. BILL.—Parece absurdo, ¿no cree?, tomar un cuarto para no quedarse en él. JAMES.—El ciento sesenta y cinco está al fondo del mismo pasillo del ciento cuarenta y dos, con lo que no tuvo que andar mucho. BILL.—¡Ah! ¡Menos mal! JAMES.—Pudo usted volver con toda comodidad para afeitarse. BILL.—¿Del ciento sesenta y cinco? JAMES.—Sí. BILL.—¿Y qué fui a hacer allí? JAMES.—Era el cuarto de mi mujer Fue usted a acostarse con ella.

(Un silencio.) BILL.—¿Quién le ha contado todo eso? JAMES.—Ella. BILL.—Debería usted llevarla al médico. JAMES.—Tenga cuidado. BILL.—¡Humm! ¿Quién es su mujer? JAMES.—Usted sabe quién es. BILL.—No. No sé quién es. JAMES.—¿No? BILL.—No. No estuve en Leeds la semana pasada, ni conozco a su mujer, amigo mío; aparte de eso... este tipo de aventuras... no es el mío, ¿comprende? (Pausa.) Bueno. Asunto concluido. ¿No le parece? (James le mira en silencio.) Si no le importa... Estoy esperando a unos amigos para un cóctel. Quieren presentarme al Parlamento, ¿sabe usted? (James le mira.) Se empeñan en hacerme ministro. JAMES. (Se levanta, confidencialmente.)—Si ha tratado a mi mujer como a una prostituta, tengo todo el derecho... BILL.—¡Pero si no conozco a su mujer! JAMES.—La encontró el viernes, a las diez de la noche, en el bar del hotel. La

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invitó a unas copas. Subieron juntos en el ascensor. Usted no le quitaba los ojos de encima. Vio que estaban en el mismo piso. Se quedaron hablando en el pasillo. La acompañó a la puerta del cuarto. La seguía mirando. Al fin se dijeron buenas noches. Fue usted a su cuarto. Se puso el pijama amarillo con un batín negro y volvió diciendo que se le había olvidado la pasta de dientes. Ella abrió la puerta, estaba todavía vestida. Usted entró. Admiró el cuarto. Dijo que no tenía sueño. Se sentó en la cama. Siguieron hablando. Ella le rogó que se marchara; usted se negó. Ella le amenazó con llamar. Usted le pintó lo triste de su situación, lo que había de común en sus vidas, solos, trabajando, sobre todo en el caso de una mujer, la compadeció, la besó. Se quedó en el cuarto.

(Pausa.) BILL.—Si no le importa... le agradecería que se marchara. Me está levantando dolor de cabeza. JAMES.—Usted sabía que estaba casada. ¿Por qué lo hizo? BILL.—Ella también sabría que estaba casada... Digo yo. (Pausa. Ríe.) ¿No sabe qué decir? Tiene que comprender que todo esto son tonterías. Tiene que saberlo. (Va a una caja y toma un cigarrillo. Lo enciende.) ¿Se supone que ella me hizo resistencia? JAMES.—Un poco. BILL.—¿Sólo un poco? JAMES.—Sí. BILL.—¿Y usted la cree? JAMES.—Sí. BILL.—¿Todo lo que dice? JAMES.—Todo. BILL.—¿Qué clase de resistencia? ¿Me mordió? JAMES.—No. BILL.—¿Me arañó? JAMES.—Algo. BILL.—Mire. Tiene usted una mujer encantadora, ¿verdad?, que le tiene informado de todo hasta el menor detalle. Dice que me arañó, ¿no es eso? ¿Dónde? (Le enseña las manos.) Nada. Ni una señal. Ni un solo arañazo. Si quiere vamos ante un notario y me desnudo. Para que vea que no tengo n¡ un solo arañazo en todo el cuerpo. ¡Eso es! Lo que necesitamos son testigos imparciales. ¿Tiene usted testigos? ¿Nada? ¿Ni una criada, ni un camarero que echarse a la boca?

(James aplaude un momento.) JAMES.—¡Bravo! ¿Sabe que es usted un chistoso? No creí que fuera tan divertido. ¿Sabe lo que me parece usted? BILL.—¿El qué? JAMES.—Un chistoso. BILL.—¡Muchas gracias! JAMES.—No. No me duelen prendas. ¿No quiere una copa? BILL.—Muy amable Le repito las gracias. JAMES.—¿Qué quiere tomar? BILL.—¿Tiene usted vodka? JAMES.—Déjeme ver... Sí, ¡aquí hay vodka! BILL.—¡Opíparo!

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La colección

(The collection)

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JAMES.—Dígalo otra vez. BILL.—¿El qué? JAMES.—Esa palabra. BILL.—¿Opíparo? JAMES.—Eso. BILL.—Opíparo. JAMES.—Preciosa. Seguramente la aprendió en el colegio. BILL.—Pues ahora que lo dice, creo que sí. JAMES.—Me lo parecía. Aquí tiene su vodka. BILL.—Muy generoso de su parte. Gracias. JAMES.—De nada. Chin-chin. BILL.—Chin-chin. JAMES.—Dígame una cosa... BILL.—¿Qué quiere? JAMES.—Apuesto que es usted el éxito de las fiestas. BILL.—Es usted muy amable de pensarlo, pero no tengo tanto éxito como supone. JAMES.—Vamos, confiéselo. BILL.—Pues no. No tengo éxito en las fiestas. El que lo tiene es el señor que vive aquí conmigo. JAMES.—¡Ah! Le he conocido. Parece un gran tipo. BILL.—Ese está siempre convidado. Sabe toda clase de trucos. JAMES.—¿Trucos de esos de sombreros y conejos? BILL.—No, de esos no. Me refiero a juegos y conversación, y ese género de cosas. JAMES.—Debe ser muy interesante. BILL..—Sí, muy interesante. Bueno, pues he tenido mucho gusto en conocerle. Tiene que volver por aquí cuando mejore el tiempo. (James hace un súbito

movimiento hacia adelante. Bill retrocede, tropieza en un puff y cae al suelo. James se ríe. Pausa.) Me ha hecho derramar la copa. (James está de pie sobre él.) Desde aquí le puedo dar fácilmente un puntapié. (Pausa.) ¿Va a dejar que me levante? (Pausa.) ¿Va a dejar que me ponga de pie? (Pausa.) Escuche... Voy a decirle una cosa... (Pausa.) Si me deja ponerme de pie... (Pausa.) ... porque así no estoy muy cómodo. (Pausa.) Si me deja ponerme de pie... le... le diré la verdad.

(Pausa.) JAMES.—Dime la verdad ahí. BILL.—No, no. Cuando me levante. JAMES.—Dime la verdad ahí. BILL.—Bueno, está bien. S¡ se lo digo es porque ya estoy harto de esta historia. La verdad... es que no ocurrió... no ocurrió lo que usted ha dicho en todo caso. Yo no sabía que estaba casada. Nunca me lo dijo. Pero no pasó lo que usted cree, se lo aseguro. Lo que pasó fue... bueno, sí, subimos juntos en el ascensor... y al salir, de repente, me la encontré en los brazos. No fue mi culpa, nada estaba más lejos de mi imaginación. La mayor sorpresa de mi vida, no sé que le dio de pronto, pero yo... bueno, no es que yo rehusara... nos estuvimos besando en el pasillo, allí no había nadie, y eso fue todo. Después se fue a su cuarto. (Consigue sentarse en el puff.) Todo lo demás no ocurrió… Se lo

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aseguro... ¡claro...! Comprendo que esté usted alterado, pero de verdad, le aseguro que fue todo lo que ocurrió: unos cuantos besos. (Se pone de pie y se limpia el jersey.) Lo siento mucho y no me explico por qué ella ha inventado lo demás. Pura fantasía, más bien una maldad. Debe haber querido hacerle daño. Es alarmante. (Pausa.) ¿La conoce bien? JAMES.—A medianoche se bañó en su cuarto de baño. Usó su toalla y anduvo por el cuarto envuelto en ella jugando a ser un romano. BILL.—¿Yo? JAMES.—Yo la llamé por teléfono para preguntarle cómo estaba. Me dijo que bien, pero hablaba muy bajo. Le pedí que subiera la voz. Todo ese tiempo usted estaba sentado en la cama, a su lado.

(Un silencio.) BILL.—Sentado no. Acostado.

(Oscuro. Campanas de iglesia. Luz de día en toda la escena. Es la mañana de un domingo. James está sentado en el cuarto de estar del piso, leyendo un periódico. Harry y Bill están en la sala de la casa tomando café. Bill lee también el periódico. Harry le mira. Un silencio. Campanas. Silencio.) HARRY.—Deja ese periódico. BILL.—¿Cómo? HARRY.—Deja ese periódico. BILL.—¿Por qué? HARRY.—Porque ya lo has leído. BILL.—No todo. Hay mucho que leer. HARRY.—Te he dicho que lo dejes.

(Pausa. Bill le mira. Después le tira el periódico y se pone de pie. Harry coge el periódico y lee.) BILL.—¿Lo querías tú? Haberlo dicho.

(Harry agarra el periódico y lo tira.) HARRY.—Yo no lo quiero. Tómalo tú. BILL.—Estás algo raro esta mañana. HARRY.—¿Te parece que estoy raro? BILL.—Te lo aseguro. HARRY.—Ya sabes por qué. BILL.—No. HARRY.—Son esas campanas. Me perturban. BILL.—Yo ni las oigo. HARRY.—Sí. No me sorprende. (Bill se agacha a recoger el periódico.) Deja ese periódico. BILL.—¿Por qué? HARRY.—No lo toques.

(Bill le mira, lo recoge despacio y se lo tiende a Harry.) BILL.—Tómalo. Yo no lo quiero.

(Bill se marcha por la escalera. Harry abre el periódico y lee. Stella entra al cuarto del piso con una bandeja con café y galletas. Llena las tazas y le tiende una a James. Ella bebe.) STELLA.—¿Quieres una galleta? JAMES.—No, gracias. STELLA.—Son muy buenas.

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La colección

(The collection)

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JAMES.—Engordarás. STELLA.—¿Con galletas? JAMES.—No querrás engordar. STELLA.—¿Por qué no? JAMES.—¿O quizá sí? STELLA.—No es una de mis ilusiones. JAMES.-—¿Cuáles son tus ilusiones? (Pausa.) Yo quisiera una aceituna. STELLA.—¿Aceitunas? No tenemos. JAMES.—¿Cómo lo sabes? STELLA.—Lo sé. JAMES.—¿Has mirado? STELLA.—No me hace falta mirar. Sé muy bien lo que tengo. JAMES.—¿Sabes lo que tienes? (Pausa.) ¿Y por qué no tenemos aceitunas? STELA.—No sabía que te gustaban. JAMES.—Esa debe ser la razón por la que nunca las hemos tenido. No te has ¡nteresado bastante para saber si me gustaban o no.

(Suena el teléfono en la casa. Harry deja el periódico y va a él. Al mismo tiempo Bill baja la escalera. Los dos se paran y se miran un momento. Harry descuelga. Bill entra en la sala, recoge el periódico y se sienta.) HARRY.—¿Quién es...? ¿Cómo? No, se ha confundido. (Cuelga.) Se habían confundido. ¿Quién creías que era? BILL.—No creía nada. HARRY.—Por cierto; ayer vino a verte un tipo. BILL.—¿Ah, sí? HARRY.—Justo después de que hubieras salido. BILL.—¿Ah, sí?

(Deja el periódico. Lo coge Harry.) HARRY.—Sí. Preguntó por ti. Quería hablar contigo. BILL.—¿Sobre qué? HARRY.—Quería saber si te limpiabas los zapatos con pasta de dientes. BILL.—¿De veras? Qué raro. HARRY.—No. Nada raro. Debe ser una especie de encuesta pública. BILL.—¿Y qué aspecto tenía? HARRY.—Pues tenía pelo amarillo, una pata de palo, ojos saltones verdes y tupé. ¿Le conoces? BILL.—Nunca le he visto. HARRY.—¿Le reconocerías si le vieras? BILL.—Lo dudo. HARRY.—¿Cómo? ¿A un tipo de ese aspecto? BILL.—Hay mucha gente rara. HARRY.—Eso es verdad. Muy verdad. Lo único es que esa persona que digo estuvo aquí anoche. BILL.—¿De veras? Yo no la vi. HARRY.—Sí, le viste. Pero quizá anoche llevara una careta. Seguramente era el mismo, pero con careta. BILL.—Desde luego que esas campanas te han afectado. HARRY.—Sí, no me han hecho ningún bien. Pero la cuestión es que no me gusta tener en mi casa a desconocidos a quienes no he invitado. (Pausa.)

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¿Quién es ese hombre y qué es lo que quiere?

(Pausa.) BILL.—Perdona. Tengo que ir a vestirme.

(Sube la escalera. Harry al cabo de un momento le sigue. La luz se apaga en la casa. En el piso James sigue leyendo el periódico y Stella le mira en silencio.) STELLA.—¿Te parece que salgamos al campo?

(Pausa. James baja el periódico.) JAMES.—He tomado una decisión. STELLA.—¿Cuál? JAMES.—Voy a verle. STELLA.—¿A quién? (Pausa.) ¿Para qué? JAMES.—¡Oh!... Para hablar un poco. STELLA.—No veo por qué... JAMES.—Tengo ganas de verle. STELLA.—¿Qué pretendes?... ¿Pegarle? JAMES.—No. Me gustaría saber lo que tiene que decir. STELLA.—¿De qué? JAMES.—Me gustaría ver qué actitud toma.

(Pausa.) STELLA.—Él no importa. JAMES.—¿Qué quieres decir? STELLA.—Que él no es importante. JAMES.—¿Quieres decir que con cualquiera hubiera sido lo mismo? ¿Que ocurrió con él, pero que hubiera servido cualquier otro? STELLA.—No. JAMES.—¿Qué, entonces? STELLA.—Claro que no podía haber sido otro. Tuvo que ser él. Lo único que fue... algo... JAMES.—Es lo que digo, que tuvo que ser él, por eso vale la pena. Quiero saber cómo es. Qué aspecto tiene.

(Pausa.) STELLA.—Por favor, no vayas. En todo caso no sabes dónde vive. JAMES.—¿No crees que debería verle? STELLA.—Creo que... no te ayudará nada. JAMES.—Quiero comprobar si ha cambiado. STELLA.—¿Cómo dices? JAMES.—Quiero ver si ha cambiado desde la última vez que le vi. La gente, a veces, se viene abajo de pronto. Debo confesar que cuando le vi tenía muy buen aspecto. STELLA.—Nunca le has visto. (Pausa.) No le conoces. (Pausa.) Ni siquiera sabes dónde vive. (Pausa.) ¿Cuándo le has visto? JAMES.—Comimos juntos una noche. STELLA.—¿Qué? JAMES.—Magnífico anfitrión. STELLA.—No te creo. JAMES.—¿No has estado en su casa? (Pausa.) Muy bonita. ¿Nunca has estado? STELLA.—Ya sabes que sólo le he visto en Leeds. JAMES.—¡Es verdad! Pues debes ir alguna vez. El tipo está bien, no se puede

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La colección

(The collection)

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negar. Yo le encontré simpático. (Pausa.) Se acordará muy bien de ti. Fue muy franco; ya sabes, cuando se habla de hombre a hombre. Confirmó enteramente tu historia. STELLA—¿Sí? JAMES.—Sí. Sólo que pareció insinuar que fuiste tú la que le sedujo. Eso es típicamente masculino. STELLA.—Eso es mentira. JAMES.—Ya sabes lo que son los hombres. Yo le recordé que tú habías resistido y que fuiste forzada, aunque hubiera operado una especie de hipnotismo. Él estuvo conforme; dijo que una vez le había hipnotizado un gato. Bueno, tampoco quiso entrar en muchos detalles. Pero tengo que confesar que estuvo simpático, el tipo. A la hora del coñac estuvo francamente divertido. STELLA.—No me interesa. JAMES.—En realidad estuvo muy divertido todo el tiempo. STELLA.—¿De veras? JAMES.—Pero sobre todo a la hora del coñac. Tiene una actitud muy correcta. Como hombre no puedo menos de admirarle. STELLA.—¿Cuál es su actitud? JAMES.—¿Cuál es tu actitud? STELLA.—No sé lo que... Yo había esperado... Había esperado que... comprendieras...

(Se cubre la cara con las manos, llorando.) JAMES.—Pero si he comprendido... Sobre todo después de haber hablado con él. Ahora estoy ya completamente tranquilo. Ahora lo veo de las dos maneras... o de las tres maneras... Bueno, de todas las maneras. Las cosas están claras, así que todo ha vuelto a la normalidad. Con la diferencia de que he conocido a una persona a la que respetar; eso no puede decirse a menudo. Supongo que debo darte las gracias. (Se inclina y le da un golpecito cariñoso en el brazo.) Gracias. (Pausa.) Me recordó a un tipo que fue compañero mío de colegio. Hawkins, se llamaba. Hawkins era un entusiasta de la ópera; como éste. A mí me gusta también, aunque nunca te lo he dicho. A lo mejor vamos una noche. Dice que siempre puede conseguir entradas gratis porque conoce a toda esa gente. Quizá pueda dar con Hawkins para ir los tres juntos. Tu amigo es un tío muy inteligente y un hombre de gusto. Tiene una colección de piezas chinas que lo menos valen mil quinientas libras cada una. Mucho gusto. Bueno, me figuro que a ti te habrá parecido igual. No, de veras creo que debo darte las gracias. Figúrate, después de dos años de matrimonio, abrirme así, por accidente, un mundo completamente nuevo.

(Oscuro. Se ilumina la casa. Es de noche. Bill entra de la cocina con una bandeja de aperitivos —entre los que hay aceitunas—. En la bandeja hay un transistor que ese momento está tocando Vivaldi. Coloca la bandeja sobre una mesa, arregla los almohadones y come algo. James llega a la puerta y llama. Bill va a abrirle y le ayuda a quitarse el abrigo. Pasan a la sala. James advierte la bandeja con las aceitunas y sonríe. Bill sonríe también. James se acerca a la colección de vasos chinos y los examina. Bill prepara unas bebidas. En el piso suena el teléfono. Se ilumina el piso. Se ilumina también la cabina del teléfono. Se ve vagamente la figura de un hombre en ella. Stella va al teléfono con su gato en brazos. Bill tiende a James su vaso. Ambos beben.) 13

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STELLA.—¿Quién es? HARRY.—¿Está James? STELLA.—No. ¿Quién le llama? HARRY.—¿No está James? STELLA.—No, ha salido. HARRY.—¿Ha salido? Entonces voy para allá. STELLA.—¿De qué habla? ¿Quién es usted? HARRY.—No salga.

(Cuelga. Stella también y queda sentada acariciando su gato. La luz del piso baja a la mitad y la cabina se apaga del todo.) JAMES.—¿Sabe una cosa? Me recuerda a un compañero de colegio, Hawkins se llamaba. Era así, alto, como usted. BILL.—¿Sí? ¿ Y por qué le recuerdo? JAMES.—Porque era también un número. BILL.—Y era alto, ¿eh? JAMES.—Sí, era alto. BILL.—Usted tampoco es bajo. JAMES.—No. Yo no soy alto. BILL.—Y fuerte... JAMES.—Fuerte no es igual que alto. BILL.—No. Ni yo he dicho que lo fuera. JAMES.—No. ¿Qué estábamos diciendo? BILL.—Nada.

(Pausa. James bebe.) JAMES.—Tampoco yo diría que soy fuerte. BILL.—No tiene más que mirarse al espejo. JAMES.—No me gusta mirarme al espejo. BILL.—A veces engañan. JAMES.—¿Los espejos? BILL.—¡Claro! JAMES.—¿Tiene alguno? BILL.—Ahí lo tiene, justo enfrente. JAMES.—¡Ah, sí! (James se mira al espejo.) Venga... Mírese usted también. (Bill

se pone a su lado. Los dos se miran al espejo. James va después a la izquierda y mira el reflejo de Bill.) No. No encuentro que los espejos engañen. (James se sienta. Bill sonríe y pone la radio. Los dos están sentados y escuchan la música. La luz baja a la mitad y la música del todo. Sube la luz en el piso. Suena el timbre de la puerta. Stella va a abrir. Oímos las voces fuera.) STELLA.—¿Quién es? HARRY.—¿Cómo está usted? Me llamo Harry Kane. Me gustaría hablarle un momento. No se alarme. ¿Puedo entrar? STELLA.—Pase. HARRY.—(Entrando) ¿Aquí? STELLA.—Sí.

(Entran los dos.) HARRY.—Muy bonito cuadro. STELLA.—¿Qué desea? HARRY.—¿Conoce a Bill Lloyd?

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(The collection)

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STELLA.—No. HARRY.—¡Ah! ¿No le conoce? STELLA.—No, no le conozco. HARRY.—Yo le conocí en la calle, enteramente por casualidad. Me pareció que tenía talento y le llevé conmigo. Le di una profesión y resultó excelente. Hemos sido muy amigos desde hace años. Usted le conocerá seguramente de nombre. Es dibujante de modas. STELLA.—Le conozco de nombre. HARRY.—Los dos son ustedes dibujantes de modas. STELLA.—Sí. HARRY.—¿Pero no se han conocido personalmente? STELLA.—No. HARRY.—Ya. (Pausa.) He venido a hablarle de su marido. STELLA—¡Ah! HARRY.—Sí. Ha estado perturbando a Bill últimamente con una historia fantástica. STELLA.—Ya lo sé. Lo siento mucho. HARRY.—¡Ah! ¿Está enterada? Ha sido bastante molesto. Quiero decir que el chico tiene que atender a su trabajo y esta historia le impide concentrarse. STELLA.—Sí, lo siento... Estoy desolada. (Pausa.) No lo puedo comprender... Llevamos dos años casados y somos felices. Yo... me ausento muchas veces a causa de mi profesión, pero nunca había pasado una cosa así. HARRY.—¿Qué es lo que había pasado? STELLA.—Eso. Que mi marido ha soñado de repente una historia fantástica. HARRY.—Eso es lo que la he llamado: una historia fantástica. STELLA.—Lo es. HARRY.—Y Bill dice lo mismo. STELLA.—El señor Lloyd estaba al mismo tiempo que yo en Leeds, pero apenas le vi a pesar de que estábamos en el mismo hotel... y de pronto mi marido me acusó de... ha sido muy desagradable. HARRY.—Sí. ¿Y cuál puede haber sido la razón? ¿Cree que su marido... sospecha de usted, o algo? STELLA.—Claro que no. Debe ser exceso de trabajo. HARRY.—Quizá... Claro, ya sabe lo que es nuestra profesión. ¿Por qué no se lo lleva una temporada de descanso? STELLA.—Tal vez. Lamento que el señor Lloyd se haya visto envuelto en esto. HARRY.—¡Oh! Qué preciosidad de bordado. ¡Es una maravilla!

(Se levanta y se sienta junto a Stella acariciando al gato. La luz del piso baja a la mitad. La casa se enciende. Bill y James están bebiendo en la misma posición. Suena la música de la radio. Bill la apaga.) BILL.—¿Apetito? JAMES.—No. BILL.—¿Una galleta? JAMES.—No tengo hambre. BILL.—Tengo aceitunas ¿No quiere una? JAMES.—No, gracias. BILL.—¿Por qué no? JAMES.—No me gustan.

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(Pausa.) BILL.—¿No le gustan? (Pausa.) ¿Qué tiene contra las aceitunas?

(Pausa.) JAMES.—Las detesto. BILL.—¿De veras? JAMES.—Solamente el olor me pone malo.

(Pausa.) BILL.—¿Queso? Mire qué buen cuchillo. Mírelo. ¿No le parece bonito? JAMES.—¿Está afilado? BILL.—Pruebe.

(Se pone de pie con el cuchillo en la mano. La luz se enciende del todo en el piso.) HARRY.—Bueno, la dejo. (Se pone de pie.) Estoy encantado de que hayamos tenido esta pequeña conversación. STELLA.—Sí. HARRY.—Todo está perfectamente claro. STELLA.—Me alegro.

(Van hacia la puerta.) HARRY.—¡Ah! Bill Lloyd me pidió que le diera sus mejores recuerdos y toda su simpatía. (Sale.) Adiós.

(Stella vuelve al sofá, donde se recuesta acariciando a su gato. Baja la luz a la mitad.) BILL.—¿Por qué tiene miedo? JAMES.—¿Qué ha sido eso?

(Retrocediendo.) BILL.—¿El qué? JAMES.—Creí que era un trueno. BILL.—¿Por qué tiene miedo? JAMES.—No tengo miedo. Estaba recordando la tormenta que hubo la semana pasada. Cuando estaba usted con mi mujer en Leeds. BILL.—¿Otra vez? Creí que habíamos dejado esa historia atrás. ¿Sigue usted preocupado con eso? JAMES.—Preocupado no. Solamente siento un poco de nostalgia. BILL.—Las heridas cicatrizan cuando se conoce toda la verdad, por lo menos así me lo parece. JAMES.—Claro que sí. BILL.—Entonces, ¿por qué sigue dando vueltas al asunto? A un asunto que no tiene pasado ni futuro. ¿Comprende lo que digo? Usted ha estado felizmente casado durante dos años. Entre ustedes dos hay una ligadura de hierro que no puede ser destruida por una cosa tan trivial. Yo le he pedido perdón, ella le ha pedido perdón. Francamente ¿qué más quiere?

(Pausa. James le mira. Bill sonríe. Harry aparece en la puerta de entrada. La abre y cierra cuidadosamente sin hacer ruido y se queda en el hall sin ser visto.) JAMES.—Nada. BILL.—Cualquier mujer puede sucumbir a... un deseo sensual en un momento u otro de su vida. Al menos yo lo veo así; es parte de la naturaleza, y a veces ese deseo nada tiene que ver con la vida de matrimonio. ¿Qué quiere? (Ríe.) Es el

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(The collection)

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sistema el que falla, no el marido. ¿Y quién sabe? quizá nunca le vuelva a ocurrir.

(James se pone de pie, va al bol de la fruta y coge otro cuchillo. Pasa el dedo por la hoja.) JAMES.—Este también está muy afilado. BILL.—¿Qué quiere decir? JAMES.—Vamos. BILL.—¿Qué pretende? JAMES.—Vamos. Usted tiene uno y yo tengo otro. BILL.—¿Y qué? JAMES.—A veces se cansa uno de palabras. ¿No le ocurre? Vamos a jugar un poco, en broma. BILL.—¿Qué clase de juego? JAMES.—Vamos a jugar a un duelo. BILL.—Yo no quiero jugar a un duelo, gracias. JAMES.—Claro que sí, vamos. El primer tocado es el cabrito, ¿de acuerdo? BILL.—No es un juego demasiado sutil. ¿No le parece? JAMES.—Ya verá cómo nos divertimos. Vamos; primera posición. BILL.—Creí que éramos amigos. JAMES.—Y somos amigos, ¿qué tiene que ver? ¿Qué le pasa? No le voy a matar. No es más que un juego. Vamos a jugar un poco. No tiene miedo, ¿verdad? BILL.—Lo encuentro absurdo. JAMES.—Vamos; no sea aguafiestas. BILL.—Yo dejo el cuchillo. JAMES.—Y yo lo cojo.

(Lo hace. Ahora James tiene un cuchillo en cada mano.) BILL.—Ahora tiene dos. JAMES.—Y tengo otro en el bolsillo.

(Pausa.) BILL.—¿Qué hace? ¿Se los traga? JAMES!—Yo no, ¿y tú? (Bruscamente.) ¡Anda! ¡Trágalo!

(Le tira un cuchillo a la cara. Bill sube la mano para protegerse y para el cuchillo. Este le hace un corte en la mano.) BILL.—¡Ay! JAMES.—Buena parada. ¿Qué ha ocurrido? (Le mira la mano a Bill.) Se ha cortado. Antes no tenía ni un arañazo en el cuerpo. ¿Recuerda?

(Harry entra.) HARRY.—¿Qué pasa? ¿Te has dado un corte en la mano? Déjame ver. (A James.) No es gran cosa. Ha sido su culpa por no haberse agachado. Se lo he dicho veinte veces; cuando alguien le ataca a uno con un cuchillo lo peor es tratar de atajarlo en el aire. Siempre se hiere uno. Lo más seguro es agacharse. ¿Usted es el señor Horne? JAMES.—El mismo. HARRY.—Encantado de conocerle. Me llamo Harry Kane. ¿Bill le ha atendido bien? Le pedí que le retuviera hasta mi vuelta. Me alegro que lo haya conseguido. ¿Qué estamos bebiendo? ¿Whisky? Déme su vaso. Usted y su mujer tienen esa boutique en Chelsea, ¿verdad? Es raro que no nos hayamos

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conocido viviendo tan cerca y estando todos en el mismo negocio. Aquí tiene. ¿Y tú, Bill? ¿Dónde está tu vaso? ¡Deja ya tu mano, por el amor de Dios! ¡Un cuchillo de queso no puede hacer mucho daño! Bueno, señor Horne: ¡Todo lo mejor! Porque todos tengamos prosperidad y felicidad. «Mens sana ¡n corpore sano». Salud. (Beben.) Por cierto, acabo de ver a su mujer. Está haciendo un bordado maravilloso. No sabes, Bill, qué cosa tan bonita, deberías verlo. Hemos tenido una conversación muy agradable su mujer y yo. Dígame, amigo mío... ¿puedo serle completamente franco? JAMES.—Por supuesto. HARRY.—Su mujer... ve usted... me ha hecho una especie de confesión. Creo que puedo emplear esa palabra. (Pausa. Bill se chupa la mano.) Me ha confesado que... ha inventado enteramente la historia. Por alguna extraña razón. Bill y su mujer nunca se han conocido y jamás se han hablado. Esto es lo que Bill me había dicho y lo que su mujer acaba de admitir. No ha habido nada entre ellos y le repito que no se conocen. Las mujeres son muy extrañas; usted debe saberlo mejor que yo. Si yo fuera usted volvería ahora a casa y le daría un sartenazo en la cabeza y le diría que hiciera el favor de no inventar más historias como esta.

(Pausa.) JAMES.—Así que lo ha inventado todo... HARRY.—Me temo que sí. JAMES.—Ya veo. Bueno, gracias por decírmelo. HARRY.—Me pareció que sería mejor que se lo dijera una persona que nada tiene que ver en este asunto. JAMES.—Sí. Muchas gracias. HARRY.—¿No es cierto, Bill? BILL.—Absolutamente. Nunca he visto a su mujer, no la conocería si la viera. Pura fantasía. JAMES.—¿Cómo está su mano? BILL.—No es nada. JAMES.—¡Qué raro que confirmara usted toda la historia! BILL.—Me divirtió. JAMES.—¡Ah!... BILL.—Me divirtió usted. Usted quería a todo trance que yo la confirmara. Me divirtió hacerlo.

(Pausa.) HARRY.—Bill es un muchacho de barrio; de barrio bajo. Tiene un sentido del humor de barrio. Por eso no suelo llevarle conmigo. Porque tiene una mentalidad de barrio bajo. No es que yo tenga nada contra ello; nada en absoluto. Pero una mentalidad barriobajera está bien en un barrio bajo. Fuera de él hay el peligro de que corrompa las cosas. Hay algo en él... ¿cómo diría? ligeramente podrido. ¿No encuentra? Es como una babosa. No pasa nada con una babosa en su sitio. Pero éste no se queda en su sitio y sube por las pare des de las casas dejando una estela de baba, ¿verdad, Bill? Y confirma estúpidas historias sórdidas simplemente por divertirse y los demás tienen que correr y dar vueltas para llegar a la raíz de las cosas, airearlas y quitarles el veneno mientras que él no sabe más que chuparse la sangre de la mano y descomponerse como la babosa podrida que es... ¿Otro whisky, Horne?

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JAMES.—No, muchas gracias. Tengo que marcharme. En fin, me alegra saber que no ocurrió nada. Ha sido un gran alivio. HARRY.—Ha debido serlo. JAMES.—Mi mujer no ha estado muy bien últimamente. Trabaja demasiado. HARRY.—¡Lástima! En fin, ya sabe lo que es nuestro oficio. JAMES.—Lo mejor es que nos tomemos unas vacaciones largas. HARRY.—Eso es. El sol es esencial. JAMES.—Bueno... pues muchas gracias, señor Kane, por aclarar mis dudas. Lo mejor será olvidar todo esto. HARRY.—Sí, será lo mejor.

(James pasa a Bill, que se ha sentado.) JAMES.—Lamento lo de la mano. Claro que ha tenido suerte de cogerlo. Sin eso le podía haber cortado la cara. No duele mucho, ¿verdad? (Pausa.) Mire... Le pido perdón por toda esta historia que mi mujer ha inventado. La culpa es suya y mía por creerla. Usted no ha tenido la culpa y lo ha tomado lo mejor posible. Para usted ha debido ser un verdadero trastorno. ¿Quiere que nos demos la mano como muestra de mi buena voluntad?

(James le tiende la mano. Bill frota la suya pero no la extiende.) HARRY.—Vamos, Billy. Me parece que ya hemos hecho bastantes tonterías. ¿No crees?

(Pausa.) BILL.—Le diré... le diré... la verdad. HARRY.—Por favor, no seas ridículo. Vamos, señor Horne. Vuelva usted con su mujer, amigo mío. Yo me ocuparé de este sujeto. (James no se mueve. Está fijo en Bill.) Vamos, Jimmy, ¡ya hemos dicho bastantes bobadas!

(James le lanza una mirada. Harry se calla.) BILL.—No la toqué... Estuvimos sentados en un sofá del hall... Más de dos horas... Hablamos... hablamos de ello... pero no nos movimos del hall... no subimos a su cuarto... hablamos… hablamos de lo que ocurriría... si subiéramos... dos horas... pero no la toqué... no hicimos más que hablar...

(Largo silencio. James sale de la casa. Harry se sienta. Bill queda de pie chupando el corte de la mano. Silencio. La casa queda a media luz. Se enciende el piso. Stella está echada con su gato. Se oye la puerta. Entra James. Se queda fijo mirándola.) JAMES.—No pasó nada, ¿verdad? (Pausa.) No subió a tu cuarto. No hicisteis más que hablar en el hall. (Pausa.) Dime: ¿es ésa la verdad? (Pausa.) No hicisteis más que hablar... de lo que ocurriría. Eso es lo que hicisteis. (Pausa.) ¿Es así? (Pausa.) Dime: ¿es ésa la verdad? (Stella le mira sin afirmar ni negar. Su expresión es abierta, simpática. La luz del piso baja a la mitad. Los cuatro personajes se enfrentan en medio de la oscuridad. Baja la luz.)

TELÓN LENTO

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Sobre "La colección"

Fragmento del libro "Teatro de protesta y paradoja" George E. Wellwarth (1964)

(…) En sus últimas obras, THE COLLECTION (La colección, 1961) y THE LOVER (El amante, 1963), escritas ambas para la televisión, Pinter ha adoptado un estilo más hermético. Sus dramas dan la impresión de competencia y honradez, pero el público queda preguntándose: "¿A qué diablos estaría refiriéndose?". Es muy improbable que LA COLECCIÓN y EL AMANTE obtengan éxito en los Estados Unidos, donde los espectadores exigen no sólo una claridad meridiana en la exposición, sino también una limpieza sexual a toda prueba y una inevitable moraleja final. Al parecer, los telespectadores británicos tienen una manga más ancha, puesto que aceptaron incluso LA FIESTA DE CUMPLEAÑOS. "La falta de una motivación chabacana y obvia como la de las obras a que estaban acostumbrados, irritó a la vez que intrigó a los espectadores. Durante varios días la gente discutió acaloradamente en bares y autobuses lo que había sido una experiencia profundamente inquietante". Tanto LA COLECCIÓN como EL AMANTE tratan, si bien con menos virulencia, el problema que obsesiona a Genet: "¿Cuál es la realidad de una persona?". Según Genet, los seres humanos están compuestos por capas sucesivas de irrealidad que rodean a un núcleo inexistente; según Pinter, los seres humanos son simplemente inescrutables, lo mismo para sí mismos que para los demás. Es posible que sean vacío envuelto en ilusión, pero también pueden poseer, sin saberlo, un sólido centro de realidad. El caso es que no lo saben, y que tienen miedo de averiguarlo. En LA COLECCIÓN y EL AMANTE cobra valor la imagen de que el diálogo de Pinter es como un combate de entrenamiento en que los adversarios se ocupan únicamente de mantenerse fuera del alcance el uno del otro. Y aún más en el comentario que Pinter escribió para el programa de LA HABITACIÓN y EL MONTACARGAS cuando se representaron en el Royal Court Theatre: El deseo de verificación es comprensible, pero no siempre puede ser satisfecho. No hay distinción clara entre lo que es verdadero y lo que es falso. Las cosas no son necesariamente verdaderas o falsas; pueden ser a la vez verdaderas y falsas. A mi entender, es inexacta la suposición de que es fácil verificar lo que ocurre o ha ocurrido. Un personaje que no

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La colección

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pueda presentar argumentos convincentes o plausible información acerca de su experiencia pasada, su conducta presente o sus aspiraciones para el futuro, ni dar un análisis concluyente de sus motivos, es tan legítimo y tan digno de consideración como el que cumple todos esos requisitos. Cuanto más viva sea la experiencia, menos coherente es su expresión. Éste es precisamente el caso de LA COLECCIÓN. En esta obra se nos presenta a cuatro personas que se afectan la una a la otra emocionalmente y que, sin embargo, no llegan a establecer comunicación alguna entre sí ni a hacerse comprender mutuamente. La trama gira alrededor de la supuesta relación sexual entre dos de ellas. La mujer llega a casa después de haber asistido en el Norte de Inglaterra a un congreso de diseñadores de alta costura, y sin que el motivo aparezca muy claro hace a su marido un relato detallado de cómo pasó una noche con otro hombre. El marido (cuyo nombre, por cierto, es Horne), visita a su presunto rival y le plantea el asunto. El rival niega al principio, pero cuando la cortesía de Horne se convierte en amenaza apenas velada, acaba por confirmar la historia de la mujer y añade incluso algún que otro sabroso detalle por su cuenta, afectando indiferencia, y los espectadores suspiran satisfechos al reconocer el desarrollo del tema del "eterno triángulo". Pero algo raro le pasa al triángulo. Sus lados no terminan de encajar. Bill, el supuesto rival, está bajo la "protección" de Harry, un hombre mayor que, naturalmente, no ve con buenos ojos los galanteos de su pupilo. Harry se entrevista con la mujer y le hace admitir que ella inventó toda la historia. Ante esa evidencia, Bill rectifica de nuevo y confiesa que en realidad no hubo nada. El marido vuelve una vez más a casa y pide a su esposa confirmación de la nueva versión. La mujer le mira enigmáticamente, y cae el telón.

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Harold Pinter

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Premio Nobel de Literatura 2005

Harold Pinter en Wikipedia

Harold Pinter (n. 10 de octubre de 1930) es un escritor británico ganador del Premio Nobel de Literatura 2005. Pinter ha escrito para teatro, televisión, radio y cine. Sus primeros trabajos han sido frecuentemente asociados al Teatro del absurdo.

Juventud y trayectoria Pinter nació en Hackney, en Londres y estudió brevemente en la Academia Real de Arte Dramático. De joven publicó poesía, y comenzó a trabajar en el teatro como actor bajo el seudónimo de David Baron. Su primera obra The Room fue representada por primera vez en la Universidad de Bristol por estudiantes.

The Birthday Party (1958) fue inicialmente un fracaso, a pesar de la crítica positiva en The Sunday Times por el crítico de teatro Harold Bobson, pero conseguiría el éxito con The Caretaker en 1960, la cual le ayudó a establecerse. Esta vez la obra fue bien recibida. Estas obras, y otros de sus trabajos tempranos como The Homecoming (1964) han sido muchas veces etiquetados como "comedy of menace" (comedia de la amenaza). En éstas usualmente se toma una situación aparentemente inocente, y se la convierte en una situación absurda y amenazante por el estilo de la actuación que resulta inexplicable al público, y en ocasiones a los demás personajes. La obra de Pinter tiene una marcada influencia de los primeros trabajos de Samuel Beckett, con quien mantiene una antigua amistad. Pinter empezó a dirigir más frecuentemente durante los setenta, convirtiéndose en el director asociado del National Theatre en 1973. Sus obras tardías tienden a ser más cortas, y los temas más políticos, utilizando muchas veces alegorías de la represión. Fue alrededor de 1970 cuando Pinter comenzó a ser más claro en el aspecto político, tomando una postura de izquierdas. Pinter se esfuerza continuamente por atraer la atención pública sobre las violaciones de los derechos humanos y la represión. Se han publicado de manera habitual cartas de Pinter en los periódicos británicos, como The Guardian y The Independent. En 1985 Pinter viajó a Turquía con el escritor americano Arthur Miller y conoció a muchas víctimas de la represión política. En la función en honor a Miller en la embajada estadounidense, en lugar de intercambiar cortesías, Pinter mencionó

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La colección

(The collection)

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a personas que habían recibido descargas eléctricas en sus genitales, declaraciones que hicieron que lo echaran. (Miller, en apoyo, abandonó la embajada con él). La experiencia de Pinter en la represión turca y la supresión del idioma kurdo inspiraron la obra de 1988 Mountain Language. En 1999 Pinter se convirtió en un crítico ferviente de los bombardeos a Kosovo autorizados por la OTAN. También se opuso a la invasión de Afganistán y la invasión de Irak en 2003. En 2005, anunció que se retiraba del teatro para dedicarse a la acción política. Pinter fue nombrado “Companion of Honour” el 2002, título honorífico británico, después de haber rechazado el título de Caballero. Apoya al partido político de izquierdas RESPECT. En octubre del 2005, la academia sueca anunció a Pinter como el ganador del Premio Nobel de Literatura 2005, con la motivación de: “Quien en sus obras se

descubre el precipicio bajo la irrelevancia cotidiana y las fuerzas que entran en confrontación en las habitaciones cerradas”.

Obtenido de "http://es.wikipedia.org/wiki/Harold_Pinter"

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Harold Pinter

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Premio Nobel de Literatura 2005

Digitalizado por Risardo para Biblioteca_IRC en octubre de 2005 http://biblioteca.d2g.com

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Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005

El conserje

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(The caretaker) 1960

Traducción del inglés: Josefina Vidal y F. M. Lorda Alaiz *

El título de esta obra también se ha traducido como "El portero", "El cuidador", etc. En esta versión se ha respetado el título decidido por sus traductores.

Harold Pinter

Índice (cada epígrafe es un hipervínculo. Clicando sobre él se va a la sección correspondiente)

El Conserje • Personajes • Acto Primero • Acto Segundo • Acto Tercero

Textos complementarios • El ala británica del teatro del absurdo • Harold Pinter, la comedia de la alusión

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El conserje

A Vivien

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Harold Pinter

Personajes

MICK, un hombre de cerca de treinta años.

ASTON, un hombre que acaba de cumplir los treinta años.

DAVIES, un viejo.

La acción se desarrolla en una casa del oeste de Londres.

ACTO I: Una noche de invierno. ACTO II: Unos segundos más tarde. ACTO III: Dos semanas más tarde.

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El conserje

ACTO PRIMERO

Una habitación. Una ventana en la pared del fondo; la mitad inferior está cubierta por un saco. Una cama de hierro a lo largo de la pared izquierda. Encima, en un pequeño armario, botes de pintura, cajas que contienen tuercas, tornillos, etc. Al lado de la cama, más cajas y algunos jarrones. Puerta en el fondo derecha. A la derecha de la ventana, una alcobilla; en ella, un fregadero, una escalera de mano, un cubo para el carbón, una máquina de cortar hierba, una cesta con ruedecillas para la compra, cajas, cajones de armario y una cama de hierro. Delante de ella una cocina de gas. Sobre la cocina, una estatuilla de Buda. Primer término lateral derecha, un hogar. A su alrededor un par de maletas, una alfombra enrollada, un farol, una silla de madera caída, cajas, una serie de adornos, una percha, unas cuantas tablas de madera, una pequeña estufa eléctrica y una vieja tostadora también eléctrica. En el suelo, un montón de periódicos viejos. Bajo la cama de Aston, adosada a la pared izquierda, hay un aspirador eléctrico, invisible hasta que se usa. Un balde pende del techo. MICK está solo en la habitación, sentado en la cama. Lleva una chaqueta de cuero. Silencio. Lentamente pasea la mirada a su alrededor, fijándola en un objeto tras otro. La dirige al techo y se queda mirando fijamente el balde. Aparta los ojos de allí, y permanece sentado, inmóvil, sin ninguna expresión, la vista fija en el vacío. Silencio durante treinta segundos. Suena una puerta. Se oyen voces apagadas. MICK vuelve la cabeza. Se levanta, se dirige silenciosamente hacia la puerta, sale y cierra la puerta sin hacer ruido. Silencio. De nuevo se oyen voces. Van aproximándose y luego cesan. Se abre la puerta. Entran ASTON y DAVIES, primero ASTON, luego DAVIES; éste avanza con paso vacilante y respira con fatiga. ASTON lleva un viejo abrigo de «tweed» y debajo un delgado y ya lustroso traje de un azul oscuro con una fina rayita blanca, americana abierta, «pullover», una camisa muy usada y corbata. DAVIES lleva un viejo y harapiento abrigo de color castaño, pantalones deformados, chaleco, camiseta, ninguna camisa y sandalias. ASTON se pone la llave en el bolsillo y cierra la puerta. DAVIES mira a su alrededor.

ASTON.—Siéntese. DAVIES.—Gracias. (Sigue mirando a su alrededor.) ¿Eh?... ASTON.—Un momento. (ASTON busca una silla; ve una caída al lado de la

alfombra enrollada, cerca del hogar, y empieza a sacarla de allí) DAVIES.—¿Siéntese? Ja... No me he sentado desde... Aquello que se dice sentarse, desde..., bueno; ya ni me acuerdo.

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Harold Pinter ASTON.—(Depositando la silla.) Aquí tiene usted DAVIES.—Allí, donde trabajaba, tenía diez minutos, a media noche, para tomar el té, y no podía encontrar ninguna silla, ni una. Ellos, los griegos, los polacos, esos sí las tenían...; los griegos, los negros, todos ellos, todos los extranjeros, las tenían acaparadas. Y a mí me tenían para trabajar..., para trabajar a mí... (ASTON se sienta en la cama, saca una cajita de metal que contiene tabaco y papel de fumar y empieza a liarse un cigarrillo. DAVIES le mira.) Ellos, los negros, las tenían; negros, griegos, polacos, todos ellos; eso es lo que pasaba; me robaban el sitio, me trataban como si fuera un montón de basura. Cuando se me ha acercado esta noche, se lo he dicho. (Pausa.) ASTON.—Tome asiento. DAVIES.—Sí, pero antes lo que debo hacer, ¿sabe?, lo que debo hacer es calmarme un poco..., ¿comprende? Hubiesen acabado conmigo allá abajo. (DAVIES se expresa con voz fuerte, da un puñetazo en el vacío, vuelve la espalda a ASTON y se queda mirando la pared. Pausa. ASTON enciende el

cigarrillo.) ASTON.—¿Quiere usted liarse uno de estos? DAVIES.—(Volviéndose.) ¿Qué? No, no, nunca fumo cigarrillos. (Pausa. Se adelanta.) Pero, mire, de todas formas, tomaré un poco de ese tabaco para mi pipa, si a usted no le importa. ASTON.—(Pasándole la cajita.) No, hágalo. Cójalo usted mismo de ahí. DAVIES.—Es usted muy amable, señor. Solo un poco para llenar mi pipa y basta. (Se saca una pipa del bolsillo y la llena.) Yo también tuve una cajita de esas, hace..., no hace mucho. Pero me la aplastaron. Me la aplastaron en la Gran Carretera del Oeste. (Alarga la cajita.) ¿Dónde quiere que la deje? ASTON.—Yo la guardo. DAVIES.—(Dándole la cajita.) Cuando se acercó a mí, esta noche, se lo dije, ¿verdad? Usted ha oído cómo se lo decía, ¿no? ASTON.—He visto que la emprendía con usted. DAVIES.—¿Emprenderla conmigo? Más que eso. Puerco asqueroso, un viejo como yo, que se ha codeado con lo mejorcito. (Pausa.) ASTON.—Sí, he visto que la emprendía con usted. DAVIES.—Todos ellos son una pandilla de harapientos, compadre, con modales de pocilga. He andado muchos años por esos caminos de Dios, pero yo le aseguro que soy un hombre limpio. Me cuido. Por eso abandoné a mi mujer. Quince días después de casados, no, ni siquiera los hacía; a la semana de casados, levanté la tapa de una olla, ¿y sabe usted lo que había dentro? Un montón de su ropa interior, sin lavar. Era la olla de las verduras. La olla de la verdura. Por eso la dejé y no he vuelto a verla desde entonces. (DAVIES se da la

vuelta, pasea por la habitación y se encuentra de manos a boca con la estatua de Buda que está sobre la cocina de gas; la mira unos instantes y le vuelve la espalda.) He comido los mejores platos. Pero ya no soy joven. Recuerdo los tiempos en que era tan mañoso como ellos. Nadie se permitía libertades conmigo. Pero últimamente no me he sentido muy bien. He tenido unos cuantos ataques. (Pausa. Acercándose más.) ¿Vio usted lo que pasó con aquel? ASTON.—Solo vi el final. DAVIES.—Se me acerca, me pone delante un cubo de basura y me dice que lo eche fuera, en la parte de atrás. ¡Yo no estoy para sacar basura! Tienen un 6

El conserje chico para eso. No me contrataron para sacar la basura. Lo mío es limpiar los suelos, quitar las mesas, fregar alguna que otra vez los cacharros de la cocina... y no sacar la basura. ¡A mí qué me cuentan! ASTON.—¡Ah!... (Se acerca a lateral derecha para coger la tostadora eléctrica.) DAVIES.—(Siguiéndole.) Sí, ¡y aun suponiendo que tuviera que hacerlo! ¡Aunque así fuera! Aunque fuese yo el encargado de sacar los cubos de la basura. ¿Quién es él para darme órdenes? Estamos en el mismo nivel. No es él mi jefe. No es mi superior. ASTON.—¿Qué era? ¿Griego? DAVIES.—No, no, escocés. Un escocés. (ASTON vuelve a la cama con la tostadora y empieza a destornillar el enchufe. DAVIES le sigue.) Usted lo ha visto, ¿verdad? ASTON.—Sí. DAVIES.—Le he dicho dónde debía meterse el cubo. ¿No? Usted lo ha oído. «Mira—le he dicho—, soy un viejo —he dicho—; cuando era joven teníamos alguna idea de cómo tratar a los viejos, con respeto; nos educaron como es debido; si tuviera unos cuantos años menos te..., te partiría la cara.» Fue cuando el dueño me dijo que me diera el piro. «Metes demasiada bulla», me dijo. ¡Yo, bulla! «Mire usted—le dije—, yo tengo mis derechos.» Se lo he dicho. Aunque haya sido un vagabundo, nadie tiene más derechos que yo. «Vamos a jugar limpio», le he dicho; pero no ha habido tu tía; me ha dicho que me diera el piro. (Se sienta en la silla.) Ya ve usted qué clase de gente. (Pausa.) Si usted no llega a pararle los pies al escocés ese, a estas horas estaría en el hospital. Me hubiera roto la cabeza contra el suelo, de haberle dejado. Algún día me las pagará. Una noche le echaré mano. Cuando vaya por allí. (ASTON se acerca a la caja de los enchufes y toma otro.) No me importaría gran cosa, si no me hubiese dejado allí todo lo que tengo, en aquella habitación de atrás. Todo, todo lo que tengo, ¿sabe? En una bolsa. Hasta el más repuñetero cachito de todos mis repuñeteros bártulos se ha quedado allí. Con las prisas. Apuesto a que en estos momentos está metiendo sus narices dentro. ASTON.—Me dejaré caer por allí algún día y lo recogeré todo. (ASTON vuelve a su

cama y empieza a acoplar el enchufe a la tostadora.) DAVIES.—De todas maneras, le estoy agradecido por haberme dejado..., por haberme dejado descansar un poquito, eso es..., unos minutos. (Mira a su alrededor.) ¿Es este su cuarto? ASTON.—Sí. DAVIES.—Tiene usted una buena cantidad de cosas, ¿eh? ASTON.—Sí. DAVIES.—Debe de valer sus buenos chelines esto..., todo junto. (Pausa.) Para dar y vender. ASTON.—Hay una buena cantidad de cosas, sí, señor. DAVIES.—¿Duerme usted aquí? ASTON.—Sí. DAVIES.—¿Dónde? ¿Ahí? ASTON.—Sí. DAVIES.—Estará usted bien resguardado de las corrientes aquí, ya lo creo. ASTON.—No, no hace mucho viento. DAVIES.—Debe de estar bien resguardado. Otra cosa es cuando hay que dormir al relente. 7

Harold Pinter ASTON.—Claro. DAVIES.—Nada más que viento en el relente. (Pausa.) ASTON.—Sí, cuando el viento se levanta... (Pausa.) DAVIES.—Sí... ASTON.—¡Hummmm!... (Pausa.) DAVIES.—Corrientes por todas partes. ASTON.—¡Ah! DAVIES.—Yo soy muy sensible a las corrientes. ASTON.—¿De veras? DAVIES.—Lo he sido siempre. (Pausa.) Tiene usted más cuartos, ¿no? ASTON.—¿Dónde? DAVIES.—Quiero decir ahí, en el rellano..., en el rellano ese... ASTON.—Están inservibles. DAVIES.—No me diga. ASTON.—Hay que hacer muchas cosas en ellos. (Ligera pausa.) DAVIES.—Y abajo, ¿qué? ASTON.—Eso está condenado. Hay que mirarlo... Los suelos... (Pausa.) DAVIES.—Tuve suerte que entrara usted en aquel café. A estas horas aquel cabrito de escocés ya habría dado cuenta de mí. Más de una vez se me ha dejado por muerto. (Pausa.) Al venir noté que en la casa de al lado vive alguien. ASTON.—¿Qué? DAVIES.—(Gesticulando.) Que al venir noté... ASTON.—Sí. En toda la calle vive gente. DAVIES.—Sí. Al venir noté que las cortinas de la casa de al lado estaban corridas. ASTON.—Son los vecinos. (Pausa.) DAVIES.—Entonces esta casa es de usted, ¿no? (Pausa.) ASTON.—La tengo a mi cargo. DAVIES.—Es usted el propietario, ¿no? (Se lleva la pipa a la boca y chupa de ella sin encenderla.) Sí, al venir noté que las pesadas cortinas de la casa de al lado estaban corridas. Noté que unas grandes y pesadas cortinas cerraban la ventana. Pensé que allí debía de vivir alguien. ASTON.—Ahí vive una familia de indios. DAVIES.—¿Negros? ASTON.—Apenas los veo. DAVIES.—Conque negros, ¿eh? (Se levanta y se mueve por la escena.) Pues sí, tiene usted aquí unos cuantos chismes, le digo a usted que sí. A mí no me gustan los cuartos desnudos. (ASTON se reúne con DAVIES en el centro de la escena, sector anterior.) Voy a decirle algo, compadre. Esto... ¿No tendría usted por un casual un par de zapatos que le sobren? ASTON.—¿Zapatos? (ASTON se dirige hacia el fondo derecha.) DAVIES.—Esos cabritos del convento me han dejado en la estacada otra vez. ASTON.—(Yendo hacia su cama.) ¿Dónde? DAVIES.—Allá abajo, en Luton. El convento de Luton... Tengo un compadre en Shepherd's Bush, sabe usted... ASTON.—(Mirando debajo de la cama.) Me parece que tengo un par. DAVIES.—Tengo un compadre en Shepherd's Bush. En los urinarios. Bueno, 8

El conserje estaba en los urinarios. Estaba encargado de los mejores urinarios del distrito. (Observa a ASTON.) LOS mejores. Siempre me deslizaba un poco de jabón, cada vez que entraba allí. Un jabón muy bueno. Tienen que tener el mejor jabón. Yo nunca estaba sin una pastilla de jabón cuando daba la casualidad de que me estaba pateando la zona de Shepherd's Bush. ASTON.—(Saliendo de debajo de la cama con los zapatos.) Un par marrones. DAVIES.—Ahora ya no está. Se marchó. Fue el que me llevó al convento. Exactamente al otro lado de Luton. Había oído decir que daban zapatos. ASTON.—Tiene usted que tener un buen par de zapatos. DAVIES.—¿Zapatos, dice? Cuestión de vida o muerte para mí. Tuve que ir todo el camino hasta Luton con estos que llevo. ASTON.—¿Qué pasó, pues, cuando llegó allí? (Pausa.) DAVIES.—En Acton conocí una vez a un zapatero. Era un buen compadre. (Pausa.) ¿Sabe usted lo que me dijo el cabrito del fraile? (Pausa.) Bueno; entonces, ¿cuántos más negros tiene usted por los alrededores? ASTON.—¿Qué? DAVIES.—¿Tiene usted más negros por los alrededores? ASTON.—(Mostrándole los zapatos.) Vea si sirven estos. DAVIES.—¿Sabe lo que me dijo aquel cabrito de fraile? (Mira los zapatos.) Me parece que son un poco pequeños. ASTON.—¿Usted cree? DAVIES.—No, no parece que sean de mi medida. ASTON.—Ya irán cediendo. DAVIES.—No puedo soportar los zapatos que no me sientan bien. No hay nada peor. Le dije a aquel fraile: «¡Eh!, oiga—le dije—, oiga usted, señor—abrió la puerta, una puerta grande, la abrió y...—, oiga usted, señor—le dije—, he venido todo el camino hasta aquí, mire—le dije, y le enseñé estos; le dije—, no tiene usted un par de zapatos, ¿no?, un par de zapatos—dije—, sólo para poder seguir andando. Mire estos, están casi liquidados—le dije—; ya no me sirven para nada. He oído decir que ustedes tienen aquí una partida de zapatos.» «Váyase a hacer puñetas», me dijo. «¡Eh!, oiga, oiga—le dije—, que soy un viejo; no tiene derecho a hablarme así; no me importa quien sea usted.» «Si no se va usted a hacer puñetas—me dijo—, le voy a dar de patadas hasta la puerta.» «¡Eh!, oiga, oiga—le dije—, un momento; todo lo que le pido es un par de zapatos; no sé por qué ha de tomarse libertades conmigo; me ha costado tres días venir hasta aquí—le dije—, tres días sin probar bocado, y me parece que tengo derecho a comer algo, ¿no?» «A la vuelta de la esquina están las cocinas—me dijo—, ahí a la vuelta; y cuando le hayan dado la comida, largo de aquí, a hacer puñetas.» Fui a la cocina, ¿sabe usted? ¡Menuda comida me dieron! Un pájaro, puede usted creerme, un pajarillo chiquitín podía habérselo comido en menos de dos minutos. «Hala—me dijeron—, ya le hemos dado su comida; conque largo de aquí.» «¿Comida?—dije—. ¿Quién cree que soy? ¿Un perro? ¿Nada más que un perro? ¿Quién cree que soy? ¿Una alimaña? Y qué hay de los zapatos que he venido a buscar desde tan lejos, que me han dicho que ustedes daban, ¿eh? Lo que voy a hacer es denunciarles a la madre superiora.» Uno de ellos, un gamberro irlandés, vino derecho hacia mí. Me di el bote. Atajé hacia Watford y allí pesqué un par. En la North Circular, apenas pasado Hendon, se me cayeron las suelas mientras iba andando. Menos mal 9

Harold Pinter que me había llevado envueltos los viejos, que si no, allí termino, muchacho. Así es que he tenido que seguir con estos, ¿sabe usted?, pero están acabados, no sirven para nada; todo lo bueno que tenían, ya nada. ASTON.—Pruébese estos. (DAVIES toma los zapatos, se saca las sandalias y se los

pone.) DAVIES.—No están mal este par de zapatos. (Camina con ellos puestos por el aposento.) Son fuertes, sí, señor. No están nada mal. Este cuero es resistente, ¿eh? Muy resistente. El otro día un fulano quiso endosarme unos de ante. Ni hablar. No hay nada como el cuero para el calzado. El ante se desgasta, se ensucia, en cinco minutos queda hecho una porquería para toda la vida. No hay nada como el cuero. Sí. Buenos zapatos estos. ASTON.—Estupendo. DAVIES.—Pero no me sientan bien. ASTON.—¿No? DAVIES.—No. Yo tengo un pie muy ancho. ASTON.—¡Hummmm!... DAVIES.—Estos son demasiado puntiagudos, ¿sabe usted? ASTON.—¡Ah! DAVIES.—Me dejarían tullido en una semana. Quiero decir, los que llevo no son buenos, pero al menos son confortables. No son de buen ver, pero lo que quiero decir es que no me hacen daño. (Se los saca y los devuelve.) Gracias de todas maneras, señor. ASTON.—Voy a ver si puedo encontrar algo para usted. DAVIES.—Santa palabra. Así no puedo seguir. No puedo ir de un sitio a otro. Y yo he de estar siempre en movimiento, ¿sabe usted?, a ver si encuentro algo. ASTON.—¿Adónde va a ir? DAVIES.—¡Oh!, tengo pensadas dos o tres cosas. Espero que aclare el tiempo.

(Pausa.) ASTON.—(Sigue reparando la tostadora eléctrica.) ¿Le gustaría..., le gustaría dormir aquí? DAVIES.—¿Aquí? ASTON.—Puede usted dormir aquí, si quiere. DAVIES.—¿Aquí? ¡Oh!, pues no sé qué decirle. (Pausa.) ¿Para cuánto tiempo? ASTON.—Hasta que... encuentre algo definitivo. DAVIES.—(Sentándose.) ¡Ah!, bueno, eso... ASTON.—Hasta que salga de apuros. DAVIES.—¡Oh!, ya me las compondré... Y bien pronto, ahora... (Pausa.) ¿Dónde dormiría? ASTON.—Aquí. Los otros cuartos no... estarían bien para usted. DAVIES.—(Se levanta. Mira a uno y otro lado.) ¿Dónde? ASTON. (Se levanta. Señalando fondo derecha.) Ahí hay una cama, detrás de todo eso. DAVIES.—¡Oh!, ya veo. Vaya, pues ya ve, de perilla. Vaya... ¿Sabe qué? Podría quedarme... sólo hasta que salga de apuros. Tiene usted aquí muebles de sobra. ASTON.—Sí, unos cuantos. Solo están aquí de momento. Pensé que podrían venir bien. DAVIES.—Esta cocina de gas funciona, ¿no? 10

El conserje ASTON.—No. DAVIES.—¿Qué hace usted para una taza de té? ASTON.—Nada. DAVIES.—Hombre... (Observa las tablas.) ¿Construye algo? ASTON.—Quizá un cobertizo en la parte de atrás. DAVIES.—Conque carpintero, ¿eh? (Se vuelve hacia la máquina cortadora de hierba.) ¿Tiene césped? ASTON.—Eche una mirada. (ASTON levanta el saco que cubre la ventana. Miran

hacia el exterior.) DAVIES.—Un poco espeso, ¿eh? ASTON.—Demasiado crecido. DAVIES.—¿Qué es eso? ¿Un estanque? ASTON.—Sí. DAVIES.—¿Qué tiene usted ahí? ¿Peces? ASTON.—No, ahí no hay nada. (Pausa.) DAVIES.—¿Dónde va a poner el cobertizo? ASTON.—(Volviéndose.) Primero tengo que desbrozar el jardín. DAVIES.—Necesitará un tractor, muchacho. ASTON.—Ya me las arreglaré. DAVIES.—Conque carpintería, ¿eh? ASTON.—(Permaneciendo en pie, inmóvil.) Me gusta... trabajar con las manos. (DAVIES toma la estatuilla de Buda.) DAVIES.—¿Qué es esto? ASTON.—(Tomándola y examinándola.) Es Buda. DAVIES.—No me diga. ASTON.—Sí. Me gusta mucho. La compré en..., en una tienda. Me pareció bonita. No sé por qué. ¿Qué opina usted de estos budas? DAVIES.—¡Oh!, están..., están muy bien, ¿no le parece? ASTON.—Sí. A mí me alegró poder conseguir este. Está muy bien hecho. (DAVIES

se vuelve y fisgonea debajo de la fregadera, etcétera.) DAVIES.—Es esta la cama, ¿no? ASTON.—Todo esto lo sacaremos de aquí. (Aproximándose a la cama.) La escalera cabrá debajo de la cama. (Ponen la escalera debajo de la cama.) DAVIES.—(Indicando la fregadera.) Y esto, ¿qué? ASTON.—Yo creo que también cabrá ahí debajo. DAVIES.—Le echo una mano. (Entre los dos levantan la fregadera.) Pesa una tonelada, ¿no? ASTON.—Ahí debajo. DAVIES.—¿No la utiliza nunca entonces? ASTON.—No. Voy a ver si me la quito de encima. Ahí. (La colocan debajo de la cama.) Ahí, en el rellano de abajo, hay un wáter. Y un lavabo, que puede servir de fregadera. Todos estos trastos podemos ponerlos ahí. (Empieza a trasladar

el cubo de carbón, el cesto de ruedecitas para la compra, la máquina de cortar hierba y los cajones a la pared derecha.) DAVIES.—(Deteniéndose.) No compartirá usted, ¿verdad? ASTON.—¿Qué? DAVIES.—Quiero decir que no comparte usted el wáter con esos negros. ¿O sí? ASTON.—Viven ahí al lado. 11

Harold Pinter DAVIES.—No vienen aquí, ¿eh? (ASTON coloca un cajón contra la pared.) Porque, ¿sabe usted?... Quiero decir... Las cosas claras... (ASTON se aproxima a la cama,

sopla sobre ella para quitar el polvo y sacude una manta.) ASTON.—¿Ve usted una maleta azul? DAVIES.—¿Maleta azul? Ahí debajo. Mire. Junto a la alfombra. (ASTON se dirige a

la maleta, la abre, saca de ella una sábana y una almohada y las pone en la cama.) Bonita sábana. ASTON.—La manta tiene un poco de polvo. DAVIES.—No se preocupe por eso. (ASTON permanece erguido, saca su tabaco y

se pone a liar un cigarrillo. Se dirige a su cama y se sienta en ella.) ASTON.—¿Cómo está usted de dinero? DAVIES.—¡Ah!, bueno, pues... Pues, mire usted, si quiere que le diga la verdad... Un poco escaso. (ASTON saca unas monedas de su bolsillo, escoge algunas y entrega a DAVIES cinco chelines.) ASTON.—Ahí tiene unas leandras. DAVIES.—(Tomando las monedas.) Gracias, gracias, buena suerte. Daba la casualidad de que andaba algo escaso. ¿Sabe usted?, no me dieron nada por todo ese trabajo que hice la semana pasada. Esta es la situación, así es.

(Pausa.) ASTON.—El otro día fui a una cervecería. Pedí una Guinness. Me la dieron en un «bok» grueso. Me senté, pero no pude bebería. No puedo beber la Guinness en un «bok» grueso. Solo me gusta en un vaso delgado. Tomé unos sorbos, pero no pude terminarla. (ASTON toma destornillador y enchufe de encima de la cama

y se pone a hurgar en el enchufe.) DAVIES.—¡Si al menos aclarara el tiempo! ¡Podría ir a Sidcup! ASTON.—¿Sidcup? DAVIES.—Hace un tiempo tan asqueroso... ¿Cómo voy a ir a Sidcup con estos zapatos? ASTON.—¿Por qué quiere ir a Sidcup? DAVIES.—Mis papeles están allí. (Pausa.) ASTON.—Sus ¿qué? DAVIES.—Mis papeles están allí. (Pausa.) ASTON.—¿Qué hacen sus papeles en Sidcup? DAVIES.—Un compadre los tiene. Se los dejé a él. ¿No se da cuenta? ¡Prueban quién soy yo! No puedo dar un paso sin ellos. Le dicen quién soy yo. ¿Se da cuenta? Estoy pegado sin ellos. ASTON.—¿Por qué? DAVIES.—Pues verá usted, verá usted: ¡cambio de nombre! Hace años. ¡He estado andando por ahí con un nombre supuesto! Este no es mi nombre verdadero. ASTON.—¿Cuál es su nombre supuesto? DAVIES.—Jenkins. Bernard Jenkins. Ese es mi nombre. Es el nombre por el que se me conoce, al menos. Pero no me sirve de nada seguir utilizando ese nombre. No tengo derechos. Aquí tengo una cédula de seguros. (Se la saca del bolsillo.) Con el nombre de Jenkins. ¿Ve usted? Bernard Jenkins. Mire. Hay cuatro sellos. Cuatro. Pero con esto no puedo hacer nada. No es mi nombre verdadero, se darían cuenta, me echarían mano. Cuatro sellos. No he pagado peniques, no; he pagado libras. Libras he pagado, no peniques. Ha habido más 12

El conserje sellos, muchos, pero no los han pegado, los granujas; nunca he tenido tiempo de arreglar este asunto. ASTON.—Debían haberle puesto los sellos. DAVIES.—No habría servido de nada. ¿Para qué? Si este no es mi nombre verdadero. Si les llevo la cédula me echan mano. ASTON.—Entonces, ¿cuál es su nombre verdadero? DAVIES.—Davies. Mac Davies. Eso era antes que cambiara mi nombre. (Pausa.) ASTON.—Parece como si quisiera usted arreglar todo esto. DAVIES.—¡Si al menos pudiera ir a Sidcup! He estado esperando que aclarara el tiempo. Tiene todos mis papeles ese compadre a quien se los dejé, todos los tiene allí. Podría probarlo todo. ASTON.—¿Cuánto tiempo los ha tenido? DAVIES.—¿Qué? ASTON.—¿Cuánto tiempo los ha tenido? DAVIES.—¡Oh!, pues debe de hacer..., era antes de la guerra..., debe de hacer... pues cerca de quince años. (Pausa.) ASTON.—¿Los tendrá todavía? DAVIES.—Ha de tenerlos. ASTON.—Puede haberse mudado. DAVIES.—Conozco la casa donde vive, puede usted creerme. Una vez en Sidcup, podría ir allí con los ojos vendados. Aunque no recuerdo el número. Tengo buena memoria para... Tengo buena memoria... (Pausa.) ASTON.—Debería hacer todo lo posible para ir allí. DAVIES.—¿Cómo quiere que vaya con estos zapatos? Es el tiempo, ¿sabe usted? Si al menos aclarase el tiempo. ASTON.—Estaré al tanto del boletín meteorológico. DAVIES.—Una vez en la calle, llegaré en un santiamén. (Se da cuenta de pronto

de la presencia del balde colgado del techo y mira hacia allí rápidamente.) ASTON.—Cuando usted quiera... puede acostarse. Va y se acuesta. No se preocupe por mí. DAVIES.—(Quitándose el gabán.) ¿Eh? Bueno, sí, yo creo que voy a acostarme. Estoy un poco..., un poco trabajado. (Se quita los pantalones y los mantiene en la mano.) ¿Los pongo ahí? ASTON.—Sí. (DAVIES cuelga gabán y pantalones en la percha.) DAVIES.—Veo que ahí arriba tiene un balde. ASTON.—Goteras. (DAVIES mira el balde.) DAVIES.—Bueno, pues voy a probar su cama. ¿No se acuesta usted? ASTON.—Estoy reparando este enchufe. DAVIES.—¿Qué le pasa? ASTON.—No funciona. (Pausa.) DAVIES.—Está llegando hasta la raíz del mal, ¿eh? ASTON.—Barrunto que sí. DAVIES.—Tiene suerte. (Se dirige hacia su cama y se detiene junto a la cocina de gas.) ¿No puede usted..., no puede usted sacar esto de aquí? ASTON.—Un poco pesado. DAVIES.—Sí. (DAVIES se mete en la cama. Prueba la resistencia y longitud de la misma.) No está mal, no está mal. Una buena cama. Creo que voy a dormir aquí... 13

Harold Pinter ASTON.—Tendré que ponerle una pantalla a esa bombilla. La luz es un poco deslumbrante. DAVIES.—No se preocupe por eso, señor, no se preocupe por eso. (Se da la vuelta y se echa encima el cobertor. ASTON se sienta y sigue hurgando en el

enchufe. Las luces se apagan. Oscuridad. Se ilumina la escena. Estamos en la mañana siguiente. ASTON se abrocha los pantalones, en pie, cerca de su cama. Alisa la cama. Se vuelve, va al centro de la habitación y mira a DAVIES. Regresa al sitio de antes, se pone la chaqueta, da la vuelta de nuevo, va hacia DAVIES y le mira. Tose. DAVIES se incorpora bruscamente.) ¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ASTON.—Nada. DAVIES.—¿Qué pasa? ASTON.—Nada. (DAVIES mira a su alrededor.) DAVIES.—¡Ah!, sí. (ASTON va hacia su cama, toma el enchufe y lo sacude.) ASTON.—¿Ha dormido bien? DAVIES.—Sí. Estaba como muerto. Debía de estar como muerto. (ASTON va hacia

el sector anterior derecha, toma la tostadora y la examina.) ASTON.—Usted..., ¿eh?... DAVIES.—¿Eh? ASTON.—¿Ha estado usted soñando o algo así? DAVIES.—¿Soñando? ASTON.—Sí. DAVIES.—Yo no sueño. En mi vida he soñado. ASTON.—No, yo tampoco. DAVIES.—Yo no. (Pausa.) Entonces, ¿por qué me lo pregunta? ASTON.—Hacía ruidos. DAVIES.—¿Quién? ASTON.—Usted. (DAVIES salta de la cama. Lleva calzoncillos largos.) DAVIES.—Espere, espere, vamos a ver. ¿Qué quiere usted decir? ¿Qué clase de ruidos? ASTON.—Gruñidos. Farfullaba algo. DAVIES.—¿Que yo...? ¿Yo? ASTON.—Sí. DAVIES.—¡Yo qué voy a farfullar, hombre! Nadie me ha dicho nunca nada de eso. (Pausa.) ¿Por qué había de farfullar? ASTON.—No sé. DAVIES.—Quiero decir, ¿a qué viene eso? (Pausa.) Nadie me ha dicho nunca nada de eso. (Pausa.) Me toma usted por otro, amigo. ASTON.—(Yendo hacia la cama con la tostadora.) No. Me ha despertado. He creído que estaba usted soñando. DAVIES.—Pues no soñaba. No he tenido ni un solo sueño en mi vida. (Pausa.) ASTON.—Quizá fuera la cama. DAVIES.—Esta cama no tiene nada de malo. ASTON.—La falta de costumbre, a lo mejor. DAVIES.—Estoy acostumbrado a toda clase de camas. Duermo en camas. Yo no hago ruidos por el solo hecho de dormir en una cama. He dormido en muchas camas. (Pausa.) A lo mejor han sido los negros. ASTON.—¿Qué? DAVIES.—Quienes han hecho el ruido. 14

El conserje ASTON.—¿Qué negros? DAVIES.—Los que tiene usted ahí al lado. Quizá han sido los negros los que han hecho el ruido, subiéndose por las paredes. ASTON.—¡Hummmm! DAVIES.—Esa es mi opinión. (ASTON deja el enchufe y va hacia la puerta.) ¿Adonde va usted? ¿Sale? ASTON.—Sí. DAVIES.—(Cogiendo las sandalias.) Entonces espere un minuto, solo un minuto. ASTON.—¿Qué piensa usted hacer? DAVIES.—(Poniéndose las sandalias.) Será mejor que vaya con usted. ASTON.—¿Por qué? DAVIES.—Quiero decir que será mejor que salga con usted. ASTON.—¿Por qué? DAVIES.—Bueno..., ¿es que no quiere que salga? ASTON.—¿Para qué? DAVIES.—Quiero decir..., si usted sale. ¿No quiere usted que me vaya... si usted sale? ASTON.—No tiene usted por qué salir. DAVIES.—¿Quiere usted decir que..., que puedo quedarme aquí? ASTON.—Haga lo que quiera. No tiene por qué salir sólo porque yo lo hago. DAVIES.—¿No le importa que me quede aquí? ASTON.—Tengo un par de llaves. (Va hacia una caja que está cerca de su cama y las busca.) La de esta puerta y la de la calle. (Se las entrega a DAVIES.) DAVIES.—Gracias, muchas gracias; que tenga suerte. (Pausa. ASTON se queda en

pie.) ASTON.—Creo que voy a darme un paseo calle abajo. Una pequeña..., una especie de tienda. El dueño tenía una sierra de vaivén el otro día. Me gustó su aspecto. DAVIES.—¿Una sierra de vaivén, compadre? ASTON.—Sí. Podría serme muy útil. DAVIES.—Sí. (Pequeña pausa.) ¿Qué es eso exactamente, pues? (ASTON va hacia

la ventana y mira al exterior.) ASTON.—¿Una sierra de vaivén? Pues procede de la misma familia que la sierra de calados. Pero es un accesorio, ¿comprende? Tiene que unirse a un taladro portátil. DAVIES.—¡Ah!, eso es. Son muy útiles. ASTON.—Lo son, sí. (Pausa.) DAVIES.—¿Y qué me dice usted de una sierra para metales? ASTON.—Bueno, la verdad es que ya tengo una. DAVIES.—Son útiles. ASTON.—Sí. (Pausa.) También lo es la sierra de punto. DAVIES.—¡Ah! (Pausa.) Sí, no hay vuelta de hoja. Quiero decir que, eso, que sí, que son muy útiles. Mientras se sepan manejar. (Pausa.) Por otra parte, no son..., no son tan útiles como una sierra para metales, creo, ¿verdad? ASTON.—(Volviéndose hacia él.) ¿No? ¿Por qué? DAVIES.—Quiero decir, lo digo solo por..., por la experiencia que tengo de ellas, ¿sabe usted? (Pequeña pausa.) ASTON.—Son útiles. 15

Harold Pinter DAVIES.—Ya lo sé que son útiles. ASTON.—Pero limitadas. Con una sierra de vaivén pueden hacerse muchas cosas, ¿comprende? Una vez unida a... ese taladro portátil se pueden hacer muchas cosas con ella. Y aprisa. DAVIES.—Sí. (Pequeña pausa.) Eh, oiga, estaba pensando... ASTON.—¿Eh? DAVIES.—Sí, escuche, mire. A lo mejor era usted quien estaba soñando. ASTON.—¿Qué? DAVIES.—Sí, quiero decir, a lo mejor estaba usted soñando que oía ruidos. Mucha gente, ¿sabe?, sueña. ¿Comprende lo que quiero decir? Oye toda clase de ruidos. A lo mejor era usted quien hacía todos esos ruidos de que me ha estado hablando. Sin saberlo. ASTON.—Yo no sueño. DAVIES.—Pero ¡si es eso lo que quiero decir, lo que trato de decirle! ¡Yo tampoco sueño! Por eso pensaba que a lo mejor había sido usted. (Pausa.) ASTON.—¿Cómo ha dicho que se llamaba? DAVIES.—Jenkins. Bernard Jenkins es mi nombre supuesto. (Pequeña pausa.) ASTON.—¿Sabe? El otro día estaba sentado en un café. Dio la casualidad de que me senté en la misma mesa en que había una mujer. Bueno, empezamos a..., a cambiar unas frases. No sé de qué hablamos..., sobre sus vacaciones, eso es, donde había estado. Las había pasado en la costa, en el Sur. Pero no recuerdo el nombre... En fin, estábamos allí sentados, charlando un poquito..., y de pronto puso su mano sobre la mía... y me dijo: «¿Le gustaría que le echara un vistazo a su cuerpo?» DAVIES.—No me diga. (Pausa.) ASTON.—Sí. Salirme con esa, así, sin más ni más, en mitad de aquella conversación. Me pareció bastante raro. DAVIES.—A mí me han dicho lo mismo. ASTON.—¿También? DAVIES.—¿Mujeres? Muchas veces se me han acercado y me han hecho poco más o menos la misma pregunta. (Pausa.) ASTON.—No, su nombre, su nombre verdadero, ¿cuál es? DAVIES.—Davies. Mac Davies. Este es mi nombre de verdad. ASTON.—¿Es usted galés? DAVIES.—¿Eh? ASTON.—¿Es galés? (Pausa.) DAVIES.—Pues sí, he dado muchas vueltas, ¿sabe?... Quiero decir..., he corrido mucho mundo... ASTON.—Pero, bueno, ¿dónde nació usted? DAVIES.—(Oscuramente.) ¿Qué quiere decir? ASTON.—¿Dónde nació? DAVIES.—Nací..., ¡uh!..., ¡oh!, es difícil recordar una cosa de hace tantos años...; comprende, ¿no?... Hace tiempo..., tanto tiempo...; la memoria falla..., usted ya sabe... ASTON.—(Yendo hacia el hogar y agachándose.) ¿Ve este enchufe? Puede usted enchufarlo aquí, si quiere. Esta pequeña estufa. DAVIES.—De acuerdo, señor. ASTON.—Solo con enchufarlo aquí, basta. 16

El conserje DAVIES.—De acuerdo, señor. (ASTON va hacia la puerta. Ansiosamente.) ¿Qué debo hacer? ASTON.—Sólo tiene que enchufarlo, eso es todo. La estufa se irá calentando. DAVIES.—¿Sabe qué le digo? Que no lo toco y ya está. ASTON.—Pero si no cuesta nada. DAVIES.—No, esta clase de chismes no me gustan mucho. ASTON.—Tiene que funcionar. (Volviéndose.) Bueno. DAVIES.—¡Eh! Iba a preguntarle si la cocina, si la cocina puede tener algún escape... ¿Qué cree usted? ASTON.—No está conectada. DAVIES.—Verá usted, lo que me preocupa es que está precisamente en la cabecera de mi cama, ¿ve? Tengo que tener cuidado en no darle codazos...; podría tocar una de estas llaves con el codo al levantarme, ¿me entiende? (Da

la vuelta alrededor de la estufa y la examina.) ASTON.—No se preocupe usted. DAVIES.—Bueno, mire: usted no se preocupe por esto. Lo que voy a hacer es echar de cuando en cuando un vistazo a estas llaves, así, ¿ve? Eso, ahora están cerradas. Descuide, yo me encargo de esto. ASTON.—No creo que... DAVIES.—(Dando la vuelta.) Oiga, señor, otra cosa..., ¿eh?... ¿No podría prestarme un par de chelines? Para una taza de té, ¿sabe? ASTON.—Anoche le di unos cuantos. DAVIES.—¿Eh? Sí, claro. Es verdad. Lo había olvidado. Se me había ido completamente de la memoria. Tiene razón. Gracias, señor. Escuche. ¿Está seguro, está usted completamente seguro de que no le importa que me quede a vivir aquí? Verá, yo no soy de esa clase de tipos que se toman ciertas libertades. ASTON.—No; puede usted quedarse. DAVIES.—Algo más tarde quizá me llegue a Wembley. ASTON.—¡Hummmm! DAVIES.—Por allí hay un cafetín, ¿sabe? Quizá me den algún trabajillo. Estuve allí, ¿sabe usted? Sé que les falta gente. Quizá necesiten personal. ASTON.—¿Cuándo fue eso? DAVIES.—¿Eh? ¡Oh!, bueno, eso fue..., por allí...; de esto hará..., de esto hará ya algún tiempo. Pero, claro, lo difícil en estos lugares es que encuentren la gente fetén. Lo que hacen es salirse del paso con esos extranjeros; los hoteleros y cafeteros, ¿sabe?, quiero decir, eso es lo que buscan. Se lo aseguro. ASTON.—¡Hummmm! DAVIES.—¿Sabe?, estaba pensando que, una vez allí, quizá eche un vistazo al estadio, al estadio de Wembley. Para todos los grandes partidos, ¿comprende?, necesitan gente para cuidar del terreno. También podría hacer otra cosa, podría llegarme hasta Kennington Oval. Todos esos grandes campos de deportes, es de sentido común, necesitan gente para cuidarse del terreno, eso es lo que quieren, lo que piden a gritos. Es cosa que salta a la vista, ¿no? ¡Oh!, lo tengo todo planeado...; eso es..., ¡uh!..., eso es..., eso es lo que voy a hacer. (Pausa.) Si al menos pudiera ir allí. ASTON.—¡Hummmm! (ASTON va hacia la puerta.) Bueno, hasta luego, pues, ¿eh? DAVIES.—Sí. Eso es. (ASTON sale y cierra la puerta. DAVIES se queda quieto. 17

Harold Pinter

Espera unos segundos, luego va hacia la puerta, la abre, mira al exterior, cierra, se queda en pie de espaldas a la puerta, se vuelve rápidamente, la abre, se asoma al exterior, entra otra vez, cierra la puerta, busca las llaves por el bolsillo, prueba una, prueba la otra, la cierra. Mira por la habitación; entonces se acerca rápidamente a la cama de Aston, se inclina y saca un par de zapatos. Se saca las sandalias y se calza los zapatos; luego anda de arriba abajo, sacudiendo los pies y balanceando las piernas. Oprime el cuero contra los dedos de sus pies.) No están mal estos zapatos, no están nada mal. Un poco puntiagudos. (Se saca los zapatos y los pone debajo de la cama. Examina el área en que se encuentra la cama de Aston, coge un jarrón y mira en su interior; luego coge una caja y la sacude.) ¡Tornillos! (Ve los botes de pintura colocados en la cabecera de la cama, va hacia ellos y los examina.) Pintura. ¿Qué querrá pintar? (Deja los botes de pintura, va hacia el centro de la habitación, mira hacia el balde del techo y hace una mueca.) Tendré que mirar eso. (Cruza hacia la derecha y coge el farol.) Aquí tiene un montón de cosas. (Toma el Buda y lo mira.) Está lleno. No hay más que ver. (Se queda en pie mirando. Se oye girar una llave en la cerradura de la puerta; muy suavemente la puerta se abre. Da unos pasos y se da un golpe en el dedo gordo del pie con una caja. Deja escapar un grito, se agarra el dedo y da media vuelta. La puerta también se cierra, suavemente, pero no del todo. Pone el Buda dentro de uno de los cajones y se frota el dedo.) ¡Uf! Me lo ha hecho polvo. ¡Puñetera caja! (Sus ojos se detienen en el montón de periódicos.) ¿Qué hará con todos esos periódicos? Vaya pila de papeles. (Se acerca a ellos y los toca. El montón amenaza derrumbarse. Lo sostiene.) ¡Quietos! ¡Quietos! (Sostiene el montón y recoge y arregla los pocos que se han caído. La puerta se abre. Entra MICK, se pone la llave en el bolsillo y cierra la puerta silenciosamente. Se queda en la puerta y mira a DAVIES.) ¿Para qué querrá todos estos papeles? (DAVIES se sube sobre la alfombra enrollada y se acerca a la maleta azul.) Aquí tiene una sábana y una funda de almohada a punto. (Abre la maleta.) Nada. (Cierra la maleta.) A pesar de todo, he dormido bien. Yo no hago ruidos. (Mira a la ventana.) Podría cerrar esa ventana. Ese saco no va bien. Se lo diré. ¿Qué es eso? (Coge otra maleta e intenta abrirla. MICK se dirige al fondo silenciosamente.) Cerrada. (La deja en el suelo y va hacia el sector anterior del escenario.) Debe de haber algo dentro. (Coge uno de los cajones del armario, registra el contenido; después lo deposita en el suelo. MICK se desliza a través de la habitación. DAVIES da media vuelta; MICK le coge el brazo y se lo retuerce hacia atrás. DAVIES grita.) ¡Uhhhhhh! ¡Uhhhhhhhhh! ¡Qué! ¡Qué! ¡Qué! ¡Uhhhhhhhh! (MICK, ágilmente, le hace caer en el suelo, mientras DAVIES lucha por librarse, haciendo visajes, quejándose y con los ojos desorbitados. MICK le sujeta el brazo, le hace un gesto para que se calle y luego con la otra mano le tapa la boca. DAVIES se calma. MICK le deja libre. DAVIES retrocede. MICK con un dedo le hace un signo de advertencia. Luego se agacha para mirar a DAVIES. Le mira y luego se pone en pie y le mira desde lo alto. DAVIES se frota el brazo, vigilando a MICK. MICK se vuelve para mirar la habitación. Va hacia la cama de Davies y aparta la ropa. Da la vuelta, va hacia el perchero y coge los pantalones de Davies. DAVIES empieza a levantarse. MICK le hace sentarse de nuevo en el suelo con el pie y se queda mirándole. Finalmente, le quita el pie de encima. Examina los pantalones y los echa hacia atrás. DAVIES sigue en el suelo, encogido. MICK, lentamente, va hacia 18

El conserje

la silla, se sienta y mira a DAVIES sin ninguna expresión en su rostro. Silencio.) MICK.—Vamos a ver: ¿qué te traes entre manos?

TELÓN

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Harold Pinter

ACTO SEGUNDO

Unos segundos más tarde. MICK está sentado; DAVIES está en el suelo, medio sentado, encogido. Silencio.

MICK.—Bueno, tú dirás. DAVIES.—Nada, nada. Nada. (Cae una gota en el balde. Los dos miran hacia arriba. MICK vuelve a mirar a DAVIES.) MICK.—¿Cómo te llamas? DAVIES.—No le conozco. ¿Quién es usted? (Pausa.) MICK.—¿Eh? DAVIES.—Jenkins. MICK.—¿Jenkins? DAVIES.—Sí. MICK.—Jen... kins. (Pausa.) ¿Has dormido aquí esta noche? DAVIES.—Sí. MICK.—¿Dormiste bien? DAVIES.—Sí. MICK.—Me alegro. Encantado de conocerte. (Pausa.) ¿Cómo has dicho que te llamabas? DAVIES.—Jenkins. MICK.—¿Cómo? DAVIES.—¡Jenkins! (Pausa.) MICK.—Jen... kins. (Cae una gota en el balde. DAVIES levanta los ojos y lo mira.) Me recuerdas al hermano de mi tío. Siempre andaba por ahí. Nunca sin su pasaporte. Le gustaban las chicas. Era un tipo parecido a ti. Un poco atlético. Especialista en saltos de longitud. Solía hacernos exhibiciones en el cuarto de estar cuando se acercaba la Navidad. Tenía una debilidad por los cacahuetes... Eso es lo que le pasaba. Era su debilidad. En tratándose de cascajo nunca decía basta. Cacahuetes, nueces, nueces del Brasil, pero nunca comía tarta de frutas, ni tocarlas. Tenía un cronómetro estupendo. Lo afanó en Hong Kong. Al día siguiente le expulsaron del Ejército de Salvación. Era el número cuatro en las reservas de Beckenham. Esto era antes que le dieran la medalla de oro. Tenía la graciosa costumbre de llevar su violín a la espalda. Como un papúa. Creo que tenía algo de piel roja. A decir verdad, nunca he averiguado cómo llegó a ser hermano de mi tío. A menudo he pensado si no sería al revés. Quiero decir, si mi tío no sería su hermano y él mi tío. Pero nunca le he llamado tío. Siempre le he llamado Sid. Mi madre también le llamaba Sid. Un asunto curioso. Se parecía

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El conserje a ti como una gota de agua a otra. Se casó con un chino y se fue a Jamaica. (Pausa.) Espero que hayas dormido bien esta noche. DAVIES.—¡Oiga! ¿Quién es usted? MICK.—¿En qué cama has dormido? DAVIES.—Oiga, vamos a ver... MICK.—¿Eh? DAVIES.—En esa. MICK.—¿No en la otra? DAVIES.—No. MICK.—Caprichoso. (Pausa.) ¿Te gusta mi cuarto? DAVIES.—¿Su cuarto? MICK.—Sí. DAVIES.—Esta no es su habitación. No sé quién es usted. Nunca le había visto. MICK.—Eres muy dueño de creerlo o no, pero ¿sabes que tienes un parecido muy chocante con un tipo que conocí en Shoredich? En realidad, vivía en Aldgate. Yo estaba pasando unos días con un primo en Camden Town. Ese tipo tenía un cuartucho en Finsbury Park, tocando a la estación de los autobuses. Cuando trabamos amistad, supe que se había criado en Putney. Esto no afectó en nada nuestras relaciones. Conozco mucha gente que ha nacido en Putney. Y si no en Putney, en Fulham. Lo malo era que no había nacido en Putney, sino que allí sólo se había criado. Después me enteré que había nacido en Caledonian Road, un poco antes de llegar a Nag's Head. Su madre, ya vieja, vivía todavía en Angel. Todos los autobuses pasaban por delante de su puerta. Podía tomar el treinta y ocho, el quinientos ochenta y uno, el treinta o el treinta A; la llevaban por la carretera de Essex hasta Dalston Junction en un momento. Claro, también podía tomar un treinta y la llevaba, vía Upper Street, a Highbury Corner, y bajaba luego hasta la catedral de San Pablo, pero al final siempre la dejaba en Dalston Junction. Yo, cuando iba a trabajar, solía dejar la bicicleta en su jardín. Sí, fue un asunto curioso. Era tu misma imagen. Algo más grande la nariz, pero cosa de nada. (Pausa.) ¿Has dormido aquí esta noche? DAVIES.—Sí. MICK.—¿Dormiste bien? DAVIES.—¡Sí! MICK.—¿Has tenido que levantarte por la noche? DAVIES.—¡No! (Pausa.) MICK.—¿Cómo te llamas? DAVIES.—(Cambiando de posición, casi levantándose.) ¡Bueno, oiga! MICK.—¿Qué? DAVIES.—¡Jenkins! MICK.—Jen... kins. (DAVIES hace un rápido movimiento para levantarse. Un violento empujón de MICK le hace caer de nuevo. A voz en grito.) ¿Has dormido aquí esta noche? DAVIES.—Sí... MICK.—(Continuando a gran velocidad.) ¿Cómo has dormido? DAVIES.—He dormido... MICK.—¿Bien? DAVIES.—¡Bueno, oiga...! MICK.—¿En qué cama? 21

Harold Pinter DAVIES.—Esa... MICK.—¿No en la otra? DAVIES.—¡No! MICK.—Caprichoso. (Pausa. Quedamente.) Caprichoso. (Pausa. Amable de nuevo.) ¿Qué tal has dormido en esa cama? DAVIES.—(Golpeando el suelo.) ¡Bien! MICK.—¿No has estado incómodo? DAVIES.—(Gruñendo.) ¡Bien! (MICK se pone en pie y se le acerca.) MICK.—¿Eres extranjero? DAVIES.—No. MICK.—¿Nacido y criado en las Islas Británicas? DAVIES.—¡Sí! MICK.—¿Qué te enseñaron? (Pausa.) ¿Te ha gustado mi cama? (Pausa.) Esa es mi cama. Hay que guardarse de las corrientes de aire. DAVIES.—¿En la cama? MICK.—No; y ahora, arriba ese culo. (DAVIES mira con cautela a MICK, que le da la espalda. DAVIES corre hacia la percha y coge sus pantalones. MICK se vuelve rápidamente y se apodera de ellos. DAVIES forcejea para recuperarlos. MICK extiende una mano amenazadora.) ¿Intentas quedarte aquí? DAVIES.—Déme mis pantalones. MICK.—¿Vas a quedarte aquí mucho tiempo? DAVIES.—¡Déme mis puñeteros pantalones! MICK.—¿Por qué? ¿Adonde quieres ir? DAVIES.—¡Déme y me voy, me voy a Sidcup! (MICK le azota la cara con los pantalones varias veces. DAVIES se echa atrás. Pausa.) MICK.—¿Sabes? Me recuerdas a un fulano que me encontré un día al otro lado del viaducto de Guilford... DAVIES.—¡Me han traído aquí! (Pausa.) MICK.—¿Decías? DAVIES.—¡Me han traído aquí! ¡Me han traído aquí! MICK.—¿Que te han traído aquí? ¿Quién? DAVIES.—Un hombre que vive aquí..., el... (Pausa.) MICK.—Embustero. DAVIES.—Me trajo aquí anoche...; lo encontré en un café...; yo trabajaba..., me despidieron...; yo trabajaba allí...; si no es por él, no lo cuento...; me trajo aquí, me trajo aquí directamente. (Pausa.) MICK.—No sé por qué me parece que eres un embustero nato, ¿a que sí? Estás hablando con el dueño. Este es mi cuarto. Estás en mi casa. DAVIES.—Que no, que es del otro...; él lo sabe que yo..., él... MICK.—(Señalando la cama de Davies.) Esa es mi cama. DAVIES.—Y la otra, ¿qué? MICK.—Esta es la cama de mi madre. DAVIES.—¡Pues anoche no estaba aquí! MICK.—(Aproximándosele.) Mira, no seas bellaco, ¿eh? No me seas bellaco. No te metas con mi madre. DAVIES.—Yo no..., yo no he... MICK.—No te pases de la raya, amigo, ni empieces a tomarte libertades con mi vieja; a ver si tenemos más respeto. 22

El conserje DAVIES.—Ya tengo respeto..., no encontrará a nadie que tenga más respeto que yo. MICK.—Pues a ver si dejas de decir embustes. DAVIES.—Bueno, oiga, que yo a usted no le he visto en mi vida. MICK.—Supongo que tampoco has visto nunca a mi madre, ¿no? (Pausa.) Me parece que estoy llegando a la conclusión de que eres un viejo bribón, un granuja. Eso es lo que tú eres, y nada más. DAVIES.—Oiga, oiga... MICK.—Escucha, hijo. Escucha, nene. Apestas. DAVIES.—No tiene usted derecho a... MICK.—Lo estás apestando todo. Eres un viejo ladrón, no hay quien me saque de ahí. Un viejo pícaro. Eres muy poca cosa para estar en un lugar tan decente como este. Eres un viejo bárbaro. Te lo digo en serio, no tienes nada que hacer en un piso sin muebles. De esto, si me diera la gana, podría sacar siete de los grandes por semana. Mañana mismo tendría un inquilino. Trescientas cincuenta libras al año, sin gastos. No hay problema. Quiero decir, que si crees que esa cantidad está al alcance de tu bolsillo, dilo, no tengas miedo. Aquí tienes. Muebles y todo lo demás. Acepto cuatrocientas o la oferta que más se aproxime a esa cantidad. Valor imponible noventa libras al año. Agua, calefacción y luz vendrá a costarte alrededor de las cincuenta. Total, ochocientas noventa, si tanto te gusta. Si te lo quedas diré a mi agente que te extienda un contrato. En caso contrario, puedo llevarte en cinco minutos al cuartelillo más cercano con mi camioneta, que está ahí fuera, y ponerte en chirona por allanamiento de morada, por saqueo premeditado, por robo a plena luz del día, por mangante, por ladrón y por apestar la casa, ¿eh? ¿Qué me dices? A no ser que lo quieras comprar. Diría a mi hermano que lo pintara todo, claro. Tengo un hermano que es decorador de primera categoría. Él te lo pintará todo. Y si quieres tener más espacio, hay otras cuatro habitaciones en este mismo rellano que también están en venta. Cuarto de baño, cuarto de estar, dormitorio y cuarto para los niños. Este lo puedes utilizar como gabinete de trabajo. Este hermano de que te he hablado está a punto de empezar a decorar las otras habitaciones. Sí, empezará de un día a otro. O sea que ¿qué piensas hacer? Unas ochocientas por esta habitación o tres mil por todo el piso. Por otra parte, si prefieres hacerlo a base de préstamo hipotecario, conozco una compañía de seguros en West Ham que estará encantada de prestarte el dinero. No hay trampa ni cartón, finanzas saneadas, curva ascendente, historial impecable; veinte por ciento de interés, cincuenta por ciento de depósito; amortización, reintegros, subsidio familiar, sistema de primas, remisión de plazo por buen comportamiento, seis meses de arriendo, examen anual de los archivos, se sirve té a los clientes, venta de acciones, participación en los beneficios, compensación al cesar los pagos, amplia indemnización contra desórdenes públicos, conmociones políticas, disturbios sociales, rayos, truenos y tempestades, contra robos y saqueos, todo sujeto a revisión y unificación diarias. Claro, necesitaremos una declaración firmada por tu médico particular que nos asegure que tu estado de salud es lo suficiente satisfactorio para llevar a cabo estos planes, ¿comprendes? ¿Cuál es tu Banco? (Pausa.) ¿Cuál es tu Banco? (Se abre la puerta y entra ASTON. MICK se vuelve y deja caer los pantalones. DAVIES los recoge y se los pone. ASTON, después de echar una 23

Harold Pinter

mirada a MICK y DAVIES, va hacia su cama y deposita en ella una bolsa que lleva en la mano, se sienta y empieza de nuevo a arreglar la tostadora. DAVIES se retira a su rincón. MICK se sienta en la silla. Silencio. Cae una gota en el balde. Los tres levantan la vista. Silencio.) Todavía tienes esa gotera. ASTON.—Sí. (Pausa.) Viene del tejado. MICK.—Del tejado, ¿eh? ASTON.—Sí. (Pausa.) Voy a tener que embrearlas. MICK.—¿Vas a embrearlas? ASTON.—Sí. MICK.—¿El qué? ASTON.—Las grietas. (Pausa.) MICK.—¿Vas a embrear las grietas del tejado? ASTON.—Sí. (Pausa.) MICK.—¿Crees que servirá de algo? ASTON.—Servirá, por el momento. MICK.—¡Hummmm! (Pausa.) DAVIES. —(Bruscamente.) ¿Qué hace usted...? (Los otros dos lo miran.) ¿Qué hace usted... cuando ese balde está lleno? (Pausa.) ASTON.—Vaciarlo. MICK.—Le estaba diciendo aquí, al amigo, que de un momento a otro ibas a ponerte a decorar las otras habitaciones. ASTON.—Sí. (Pausa. A DAVIES.) Aquí tengo su bolsa. DAVIES.—¡Oh! (Se acerca a él y la coge.) ¡Oh!, gracias, señor, gracias. Se la dieron, ¿verdad? (DAVIES vuelve a su rincón con la bolsa. MICK se levanta y se la

quita.) MICK.—¿Qué es esto? DAVIES.—¡Devuélvamela, es mi bolsa! MICK.—(Amenazándolo para que no se acerque.) Esta bolsa la tengo vista. DAVIES.—¡Es mía! MICK.—(Esquivándole.) Me es muy familiar. DAVIES.—¿Qué quiere usted decir? MICK.—¿De dónde la has sacado? ASTON.—(Levantándose.) Vamos, acabad de una vez. DAVIES.—Es mía. MICK.—¿De quién? DAVIES.—Mía. ¡Dígale que es mía! MICK.—¿Es su bolsa? DAVIES.—¡Démela! ASTON.—Dásela. MICK.—¿Qué? ¿Qué tengo que darle? DAVIES.—¡Esa puñetera bolsa! MICK.—(Ocultándola detrás de la cocina de gas.) ¿Qué bolsa? (A DAVIES.) ¿Qué bolsa? DAVIES.—(Acercándose.) ¡Oiga, oiga! MICK.—(Encarándosele.) ¿Adónde vas? DAVIES.—Voy a coger... mi puñetera... MICK.—¡Cuidado con lo que haces, nene! Te equivocas de puerta. No vayas demasiado lejos. Entras en un domicilio privado y te pones a fanfarronear y a 24

El conserje meter mano a todo lo que puedes meter mano. No te pases de la raya, hijo. (ASTON coge la bolsa.) DAVIES.—Es usted un ladrón, eso es lo que es, un ladrón...; déme la... ASTON.—Tome. (ASTON le alarga la bolsa a DAVIES. MICK se la arrebata. ASTON se la quita. MICK se la quita a ASTON. DAVIES intenta cogerla. La coge ASTON. MICK intenta arrebatársela. ASTON se la da a DAVIES. MICK se la quita. Pausa. La coge ASTON. La coge DAVIES. La coge MICK. Intenta cogerla DAVIES. La coge ASTON y se la da a MICK. MICK se la da a DAVIES. DAVIES la aprieta contra sí. Pausa. MICK mira a ASTON. DAVIES se aleja con la bolsa. Se le cae. Pausa. Los otros dos lo miran. DAVIES recoge la bolsa. Va hacia su cama y se sienta. ASTON va hacia su cama, se sienta y empieza a liarse un cigarrillo. MICK se queda en pie inmóvil. Pausa. Una gota cae en el balde. Todos levantan los ojos. Pausa. ¿Qué tal en Wembley? DAVIES.—Pues todavía no he ido. (Pausa.) No, no he podido. (MICK va hacia la

puerta y sale.) ASTON.—He tenido mala suerte con aquella sierra de vaivén. Cuando he llegado allí, ya la habían vendido. (Pausa.) DAVIES.—¿Quién era ese tipo? ASTON.—Mi hermano. DAVIES.—¿Su hermano? Un poco guasón, ¿verdad? ASTON.—¡Hummm!... DAVIES.—Sí..., un guasón de verdad. ASTON.—Tiene sentido del humor. DAVIES.—Sí, ya me he dado cuenta. (Pausa.) Un guasón de verdad, el muchacho, salta a la vista. (Pausa.) ASTON.—Sí; tiende..., tiende a ver el lado cómico de las cosas. DAVIES.—Sí, lo que se dice tener sentido del humor, ¿no? ASTON.—Sí. DAVIES.—Sí, ya se nota, ya. (Pausa.) Tan pronto le he puesto los ojos encima, me he dado cuenta de que tenía una manera muy suya de ver las cosas. (ASTON

se pone en pie, va hacia el cajón del armario, a la derecha, coge la estatuilla de Buda y la pone sobre la cocina de gas.) ASTON.—Estoy encargado de arreglarle la parte superior de la casa. DAVIES.—¿Qué... quiere decir...? ¿Quiere decir con eso que esta casa es suya? ASTON.—Sí. Debo pintarle todo este rellano. Convertir todo esto en un piso. DAVIES.—¿Y él qué hace entonces? ASTON.—Es del ramo de la construcción. Tiene camioneta propia. DAVIES.—Pero no vive aquí, ¿verdad? ASTON.—Una vez haya construido el cobertizo allá fuera..., estaré en condiciones de pensar en el piso, ¿comprende? Tal vez podría ir haciendo algo para salir del paso. (Va hacia la ventana.) Yo sé trabajar con mis manos, ¿sabe? Es una de las cosas que yo sé hacer. Antes no me había dado cuenta. Pero ahora puedo hacer toda clase de cosas con mis manos. Ya sabe, trabajos manuales. Cuando construya el cobertizo allá fuera... montaré un taller, ¿sabe? Podría..., podría trabajar la madera. Trabajos sencillos al principio..., buena madera. (Pausa.) Claro, hay mucho que hacer en esta casa. Estoy pensando, con todo, estoy pensando en un tabique... en una de las habitaciones del rellano. Creo que le irá bien. Pero... hay esos biombos..., ¿sabe?..., orientales. 25

Harold Pinter Con uno de ellos la habitación queda dividida... Queda dividida en dos. Podría hacer eso o podría hacer un tabique. Podría hacer muchas cosas, ¿comprende?, si tuviera un taller. (Pausa.) De todas formas, creo que me he decidido por el tabique. (Pausa.) DAVIES.—¡Eh!, oiga, me parece que, que esta no es mi bolsa. ASTON.—¡Oh!, no. DAVIES.—No, no es mi bolsa. La mía era completamente distinta, ¿sabe? Ya sé lo que han hecho. Lo que han hecho es quedarse con mi bolsa y darle otra que no es la mía. ASTON.—No..., lo que ha pasado ha sido que alguien se ha largado con la suya. DAVIES.—(Levantándose.) ¡Ya decía yo! ASTON.—De todas maneras, me he hecho con esta en otro sitio. Dentro hay unas cuantas... piezas de ropa. Me lo han dado todo muy barato. DAVIES.—(Abriendo la bolsa.) ¿Hay zapatos? (DAVIES saca dos camisas a

cuadros, una de un rojo vivo y otra verde, también muy vivo. Las examina, levantándolas.) Cuadros. ASTON.—Sí. DAVIES.—Sí...; bueno, ya sé lo que pasa con esta clase de camisas, ¿sabe? Camisas así no duran mucho en invierno. Lo sé por experiencia. No, lo que necesito es esa clase de camisas a rayas, una camisa buena y fuerte, con rayas hacia abajo. Eso es lo que quisiera. (Saca de la bolsa un batín de pana color granate.) ¿Qué es esto? ASTON.—Un batín. DAVIES.—¿Un batín? (Palpa el tejido.) No está nada mal esta tela. Voy a ver qué tal me sienta. (Se lo prueba.) ¿No tiene usted un espejo por aquí? ASTON.—No, no creo. DAVIES.—Bien; no me está mal del todo. ¿Qué tal estoy? ASTON.—Muy bien. DAVIES.—Bueno; esto sí que lo acepto, ya ve. (ASTON coge el enchufe y lo examina.) No, a esto no digo que no. (Pausa.) ASTON.—Podría usted... ser el conserje de aquí, si quisiera. .. DAVIES.—¿Qué? ASTON.—Podría usted... cuidar de la casa, si quisiera..., ya sabe: las escaleras y el rellano, las escaleras de la puerta de la calle, vigilarlo todo, sacar el brillo a las campanillas. DAVIES.—¿Campanillas? ASTON.—Voy a poner unas cuantas en la puerta de la calle. De metal. DAVIES.—Conserje, ¿eh? ASTON.—Sí. DAVIES.—Bueno, yo..., yo nunca he sido conserje, ¿sabe?..., quiero decir..., nunca...; lo que quiero decir es que... nunca he sido conserje antes. (Pausa.) ASTON.—¿Qué le parece a usted la idea? DAVIES.—Bueno, yo calculo... Bueno, me gustaría saber..., usted ya sabe... ASTON.—Qué clase de... DAVIES.—Sí, qué clase de..., ya sabe... (Pausa.) ASTON.—Bueno, lo que yo quiero decir... DAVIES.—Lo que yo quiero decir es que tengo que..., que tengo que... ASTON.—Bueno, yo podría decírselo... 26

El conserje DAVIES.—Eso..., eso es..., ¿ve?... ¿Comprende lo que quiero decir? ASTON.—Cuando llegue el momento... DAVIES.—Quiero decir, a eso iba...; verá... ASTON.—Más o menos exactamente que… DAVIES.—Verá, lo que quiero decir es..., a lo que iba es a...; en fin, ¿qué clase de trabajos?... (Pausa.) ASTON.—Bueno, tendrá que limpiar las escaleras... y las... campanillas... DAVIES.—Pero sería cuestión de... ¿No cree?... Sería cuestión de tener una escoba..., ¿no? ASTON.—Podría facilitarle un paño para quitar el polvo. DAVIES.—¡Oh!, ya sé, ya...; pero ¿cree usted que podría arreglármelas sin una..., sin una escoba?... ASTON.—Tendría que tener una escoba... DAVIES.—Eso es..., eso es exactamente lo que estaba pensando... ASTON.—Creo que podré hacerme con una sin ninguna dificultad... y, claro, también..., también necesitaría unos cuantos cepillos... DAVIES. — Necesitaría instrumentos..., ¿comprende?..., unos cuantos instrumentos de calidad... ASTON.—Podría enseñarle cómo funciona el aspirador, si usted... no tiene inconveniente... DAVIES.—¡Ah!, eso sería... (ASTON toma un guardapolvo blanco colgado de un clavo, encima de su cama, y lo muestra a DAVIES.) ASTON.—Podría ponerse esto, si le gustara. DAVIES.—Bueno...; es..., es bonito, ¿eh? ASTON.—Le guardaría del polvo. DAVIES.—(Poniéndoselo.) Sí, esto me guardaría del polvo muy bien. De perilla. Muchas gracias, señor. ASTON.—Verá, lo que podríamos hacer, podríamos..., podría poner una campanilla abajo, por la parte de fuera, al lado de la puerta, con un letrerito que dijera «Conserje». Y usted podría contestar a cualquier llamada. DAVIES.—Bueno; en cuanto a eso, no sé, no sé... ASTON.—¿Por qué no? DAVIES.—Bueno, lo que quiero decir es que nunca se sabe quién va a llamar a la puerta, ¿no? Tengo que estar al tanto. ASTON.—¿Por qué? ¿Le sigue alguien los pasos? DAVIES.—¿Los pasos? Bueno, a lo mejor ese tío, el escocés, viene a por mí, ¿no? ¿Y qué hago yo? Oigo la campanilla, me voy abajo, abro la puerta. ¿Y quién está allí? ¡Cualquiera sabe! A lo mejor... Podrían desvalijarme en un abrir y cerrar de ojos, ¿no se da cuenta? O cualquiera que estuviera detrás de mi cartilla, quiero decir, mire, aquí estoy solo con cuatro sellos en la cartilla; aquí está, mire, cuatro sellos, es todo lo que tengo, ni uno más, todos los que tengo; hacen sonar la campanilla del «Conserje» y me echan mano, eso es lo que harían, sin escapatoria posible. Claro, tengo muchas otras cartillas por ahí, pero no lo saben, y no voy a ser yo quien se lo diga, ¿no le parece? Porque entonces caerían en la cuenta de que ando por ahí con un nombre falso, ¿comprende? Es otro, ¿comprende? El nombre al que respondo ahora no es mi nombre verdadero. Es falso. (Silencio. Las luces se van apagando hasta

oscurecerse la escena completamente. Entonces una tenue luz se filtra por la 27

Harold Pinter

ventana. Se oye un portazo. Alguien mete la llave en la cerradura de la habitación. Entra DAVIES, cierra la puerta, abre el interruptor de la luz. Al no encenderse esta, abre y cierra el interruptor varias veces. Murmurando.) ¿Qué pasa? (Abre y cierra.) ¿Qué le ocurre a esta maldita luz? (Abre y cierra.) ¡Aaaah! No me digas que esa condenada bombilla se ha fundido ahora. (Pausa.) ¿Qué hago? Ahora se ha fundido la condenada bombilla. No veo ni gota. (Pausa.) ¿Qué hacer? (Avanza, tropieza.) ¡Ah!, Dios, ¿qué es esto? Necesito una luz. Espera un momento (Busca en sus bolsillos las cerillas, saca una caja y enciende una. La cerilla se apaga. Le cae la caja.) ¡Aaah! ¿Dónde está? (Agachándose.) ¿Dónde debe de estar esa puñetera caja? (Alguien da una patada a la caja.) ¿Qué es eso? ¿Qué? ¿Quién es? ¿Qué es eso? (Pausa. DAVIES avanza.) ¿Dónde está mi caja? Estaba aquí en el suelo. ¿Quién es? ¿Quién la ha hecho correr? (Silencio.) Vamos. ¿Quién es? ¿Quién ha cogido mi caja de cerillas? (Pausa.) ¿Quién está aquí? (Pausa.) Tengo un cuchillo, ¿eh? Estoy preparado. Anda, ven, pues... ¿Quién eres? (Se mueve, tropieza, cae y da un grito. Silencio. DAVIES lanza una leve queja. Se levanta.) ¡Muy bien! (Se pone

en pie, respirando ruidosamente. De pronto el aspirador empieza a zumbar. Un cuerpo se mueve juntamente con el aparato, guiándolo de un lado a otro. La boca del aspirador se arrastra ahora por el suelo, persiguiendo a DAVIES, el cual salta, huye y cae presa del terror.) ¡Ah, ah, ah, ah, ah, ah! ¡Vete, veteeee! (El aspirador cesa de funcionar. La sombra salta sobre la cama de Aston.) ¡Anda, ven, estoy preparado! ¡Estoy..., estoy..., estoy aquí! (La sombra desenchufa el aspirador del casquillo que pende del techo y vuelve a colocar la bombilla. La escena se ilumina. DAVIES se aplasta contra la pared de la derecha, cuchillo en mano. MICK está en pie sobre la cama, sujetando todavía el enchufe.) MICK.—Estaba haciendo una limpieza a fondo. (Salta de la cama.) Antes había un enchufe en la pared para este aspirador. Pero ahora no funciona. He tenido que enchufarlo en el casquillo de la bombilla. (Guarda el aspirador debajo de la cama de Aston.) ¿Qué le parece cómo ha quedado? Le he dado un buen repaso. Lo hacemos por turno, una vez cada quince días, mi hermano y yo. Le damos a todo esto un buen repaso. He trabajado hasta tarde esta noche, acabo de llegar hace un momento. Pero he pensado que sería mejor ponerme manos a la obra, puesto que es mi turno. (Pausa.) En realidad, eso no quiere decir que yo viva aquí. No. Vivo en otro sitio, desde luego. Pero, después de todo, yo soy el responsable de la conservación de esta finca urbana, ¿no es cierto? No puedo evitar sentirme orgulloso de ser el dueño. (Se acerca a DAVIES señalando el cuchillo.) ¿Qué haces con esto en la mano? DAVIES.—No se acerque. MICK.—Siento haberte dado un susto. Pero también estaba pensando en ti, ¿sabes? Quiero decir, en el invitado de mi hermano. Hay que tener en cuenta tu comodidad, ¿no te parece? No queremos que el polvo se te meta en las narices. A propósito, ¿cuánto tiempo piensas quedarte aquí? La verdad es que iba a proponer que pagaras una renta más baja, solo una cantidad nominal, quiero decir, hasta que encuentres trabajo. Solo nominal, eso es todo. (Pausa.) En fin, si te pones intransigente, tendré que revisar de nuevo todo el asunto. (DAVIES se dirige lentamente hacia su cama. MICK, de espaldas, le vigila; DAVIES se sienta, con el cuchillo en la mano.) ¿Eh? No estarás pensando en atacarme. Tú no eres un tipo violento, ¿verdad? 28

El conserje DAVIES.—(Vehemente.) Yo no me meto con nadie, compadre. Pero si alguien se mete conmigo, ya sabe lo que le espera, no vaya a creer. MICK.—Lo creo, lo creo. DAVIES.—Me alegro. He corrido mucho mundo, ¿sabe? ¿Comprende lo que quiero decir? Un poquito de broma de cuando en cuando, la aguanto; pero cualquiera podría decirle que... quien se mete conmigo... MICK.—Sí, ya comprendo lo que quiere decir. DAVIES.—Hasta aquí podíamos llegar..., pero... MICK.—No más allá. DAVIES.—Eso es. (MICK se sienta en la cabecera de la cama de Davies.) ¿Qué hace? MICK.—No, sólo quería decirle que... me ha impresionado mucho lo que acaba de decirme. DAVIES.—¿Eh? MICK.—Que estoy muy impresionado por lo que acaba de decir. (Pausa.) Sí, ha sido muy impresionante, de veras. (Pausa.) Que estoy impresionado, vaya... DAVIES.—Entonces sabe de qué estoy hablando, ¿no? MICK.—Sí, lo sé. Creo que nos comprendemos. DAVIES.—¡Uh! Bueno..., qué quiere que le diga... Me..., me gustaría creer que así es. Usted ha estado jugando conmigo, ¿sabe? No sé por qué. Yo nunca le he hecho ningún daño. MICK.—No. ¿Sabe lo que ha pasado? Que empezamos con mal pie. Ahí está. DAVIES.—Sí; por desgracia, empezamos mal. MICK.—¿Quieres un bocadillo? DAVIES.—¿Qué? MICK.—(Sacando un bocadillo del bolsillo.) Toma uno de estos. DAVIES.—¿Qué trama ahora? MICK.—Nada; todavía no me comprendes. No puedo dejar de interesarme por los amigos de mi hermano. Porque tú eres amigo de mi hermano, ¿no? DAVIES.—Bueno, yo..., yo no diría tanto. MICK.—¿No se comporta él como un amigo o qué? DAVIES.—Bueno, yo no diría que somos lo que se dice amigos. Quiero decir, a mí no me ha hecho ninguna trastada, pero yo no diría que es... lo que se dice un amigo mío. De qué es ese bocadillo, ¿eh? MICK.—Queso. DAVIES.—Bueno, vale. MICK.—Toma. DAVIES.—Gracias, señor. MICK.—Siento que me digas que mi hermano no es amable contigo. DAVIES.—Lo es, lo es. Nunca he dicho que no lo fuera... MICK.—(Sacando un salero del bolsillo.) ¿Sal? DAVIES.—No, gracias. (Muerde el bocadillo.) Solo que no acabo..., no acabo de entenderle... MICK.—(Buscando por el bolsillo.) He olvidado la pimienta. DAVIES.—No le veo el quid, eso es lo que pasa. MICK.—Por algún lado tenía un poco de remolacha en vinagre. La habré perdido. (Pausa. DAVIES mastica el bocadillo. MICK le mira comer. Después se levanta y se pasea por la parte anterior de la escena.) ¡Humm!... Escucha... 29

Harold Pinter ¿Puedo pedirte un consejo? Quiero decir, tú eres un hombre de mundo. ¿Puedo pedirte un consejo sobre algo? DAVIES.—Adelante. MICK.—Bueno; se trata, ya verás, estoy..., estoy un poco preocupado con mi hermano. DAVIES.—¿Su hermano? MICK.—Sí...; verás, lo que pasa es que... DAVIES.—¿Qué? MICK.—Bueno, no está bien que diga esto, pero... DAVIES.—(Levantándose, va hacia la parte anterior.) Vamos, siga, dígalo. (MICK

le mira.) MICK.—No le gusta trabajar. (Pausa.) DAVIES.—¡Continúe! MICK.—No, no le gusta trabajar, eso es lo que le pasa. DAVIES.—¿De veras? MICK.—Es terrible tener que decir esto de un hermano. DAVIES.—¡Ah!, sí, terrible. MICK.—Él se siente avergonzado de ello, muy avergonzado. DAVIES.—Conozco esa clase de tipos. MICK.—¿Conoces el tipo? DAVIES.—Me he topado con ellos. MICK.—Quiero decir, lo que yo quiero es que las cosas le vayan bien. DAVIES.—Es natural, claro. MICK.—Si uno tiene un hermano mayor, lo que uno quiere es empujarle hacia adelante, lo que uno quiere es ver que se abre camino. No puedo tenerle mano sobre mano, eso no hace más que perjudicarle. Es lo que yo digo. DAVIES.—Sí. MICK.—Pero él no se dobla al trabajo. DAVIES.—No le gusta trabajar, ¡ea! MICK.—Le avergüenza trabajar. DAVIES.—Así parece. MICK.—Conoces el tipo, ¿no? DAVIES.—¿Yo? Ya lo creo, conozco tipos así. MICK.—Sí. DAVIES.—Conozco esa clase de gente. Me he topado con tipos así. MICK.—Esto me tiene trastornado. Ves, yo soy un trabajador, un comerciante. Tengo camioneta propia. DAVIES.—¿De veras? MICK.—Tiene que hacerme un trabajito... Lo tengo aquí para que me haga un trabajito...; pero, no sé..., he llegado a la conclusión de que es un trabajador muy lento. (Pausa.) ¿Qué me aconsejas? DAVIES.—Bueno...; es un tío chusco su hermano. MICK.—¿Qué? DAVIES.—Decía que..., que es un poco chusco su hermano. (MICK lo mira

fijamente.) MICK.—¿Chusco? ¿Por qué? DAVIES.—Pues... es chusco... MICK.—¿Qué es lo que tiene de chusco? (Pausa.) 30

El conserje DAVIES.—El que no le guste trabajar. MICK.—¿Qué tiene eso de chusco? DAVIES.—Nada. (Pausa.) MICK.—A eso no lo llamo yo chusco. DAVIES.—Yo tampoco. MICK.—No vayas a meterte a criticar ahora, ¿eh? No jorobes. DAVIES.—No, no, no era esa mi intención, de ninguna manera...; lo que yo quería decir..., yo solo quería... MICK.—Anda, cállate ya. DAVIES.—Mire, lo que yo quería decir era... MICK.—¡Basta! (Vivamente.) ¡Mira! Voy a hacerte una proposición. Estoy pensando que lo mejor será que me ponga al frente de esta casa, ¿comprendes? Creo que se le podría sacar un partido mucho mayor. Tengo muchas ideas, muchos planes. (Mira a DAVIES intensamente.) ¿Te gustaría quedarte a vivir aquí como conserje? DAVIES.—¿Qué? MICK.—Mira, voy a serte franco. Yo estaría mucho más descansado sabiendo que un hombre como tú estaba por aquí vigilándolo todo. DAVIES.—Bueno, verá..., espere un momento... Yo... Yo nunca he sido conserje antes, ¿sabe?... MICK.—No importa. Si te lo pido es porque me parece que eres la persona adecuada para esta clase de trabajo. DAVIES.—Claro que lo soy. Quiero decir, en mis buenos tiempos me habían hecho muchas ofertas, ¿sabe? De eso puede estar seguro. MICK.—Sí, ya me he dado cuenta antes, cuando has sacado ese cuchillo, que no eres de los que se dejan tomar el pelo fácilmente. DAVIES.—A mí no me toma el pelo nadie, qué va. MICK.—Quiero decir, tú has hecho el servicio, ¿verdad? DAVIES.—¿El qué? MICK.—Que has hecho el servicio. Se ve a la legua. DAVIES.—¡Oh!..., sí. Pero, hombre, si he pasado allí la mitad de mi vida. Ultramar...; como... soldado..., eso es. MICK.—En las colonias, ¿eh? DAVIES.—Allí estuve. Uno de los primeros. MICK.—Eso es. Exactamente el hombre que necesito. DAVIES.—¿Para qué? MICK.—Para conserje. DAVIES.—Sí, bueno..., mire..., oiga..., ¿quién es el dueño aquí, usted o él? MICK.—Yo. El dueño soy yo. Tengo documentos para probarlo. DAVIES.—¡Ah!... (Con resolución.) Bueno, mire: en realidad, no me disgusta ser conserje y vigilarle la casa. MICK.—Naturalmente, tendremos que llegar a un pequeño acuerdo financiero que redunde en beneficio de ambos. DAVIES.—Eso lo dejo en sus manos, arréglelo como quiera. MICK.—Gracias. Solo una cosa. DAVIES.—¿Qué cosa? MICK.—¿Puede darme referencias? DAVIES.—¿Eh? 31

Harold Pinter MICK.—Solo para que mi agente legal no tuerza el gesto. DAVIES.—Tengo una gran cantidad de referencias. Lo único que he de hacer es llegarme a Sidcup mañana. Allí tengo todas las referencias que usted quiera. MICK.—¿Dónde está eso? DAVIES.—Sidcup. No solo tienen allí todas mis referencias, sino también todos mis papeles. Conozco aquello como la palma de mi mano. Si me llegara allí, no solo me haría con mis referencias, sino también con todos mis papeles. De todas maneras, tendré que llegarme, ¿comprende? Tengo que ir o, de lo contrario, estoy copado. MICK.—O sea que cuando queramos podremos hacernos con esas referencias. DAVIES.—Me llegaré allí cualquier día, ya le digo. Quería ir hoy, pero estoy..., estoy esperando que cambie el tiempo. MICK.—¡Ah! DAVIES.—Oiga. ¿No podría usted encontrarme un buen par de zapatos? Necesito un buen par de zapatos como el pan que me como. No puedo ir a ninguna parte sin un buen par de zapatos, ¿comprende? ¿Tiene usted probabilidades de encontrarme un buen par? (Las luces se van apagando hasta oscurecerse totalmente la escena. Esta se ilumina nuevamente. Es de día. ASTON se sube los

pantalones sobre sus calzoncillos largos. Hace una ligera mueca. Busca en la cabecera de su cama, toma una toalla del toallero y la agita. La coloca de nuevo en su sitio, se acerca a DAVIES y le despierta; DAVIES se incorpora sobresaltado.) ASTON.—Me dijo usted que le despertara. DAVIES.—¿Para qué? ASTON.—Dijo que pensaba ir a Sidcup. DAVIES.—¡Ay!, sería estupendo que pudiera llegarme allí. ASTON.—El tiempo no está muy seguro. DAVIES.—¡Ay!, bueno, entonces eso echa por tierra mis planes, ¿no? ASTON.—Yo..., yo he vuelto a dormir bastante mal esta noche. DAVIES.—Yo he dormido pésimamente. (Pausa.) ASTON.—Decía usted... DAVIES.—Pésimamente. Ha llovido un poco esta noche, ¿verdad? ASTON.—Sólo un poco... (Va hacia su cama, toma un trozo de madera y

empieza a frotarla con papel de lija.) DAVIES.—Es lo que pensaba. Caía sobre mi cabeza. (Pausa.) Además, me da en la cabeza una corriente de aire. (Pausa.) A pesar del saco, ¿no podría usted cerrar la ventana? ASTON.—Podría cerrarse, sí. DAVIES.—Bueno, ¿pues qué le parece entonces? La lluvia entra y me cae sobre la cabeza. ASTON.—Necesito un poco de aire. (DAVIES salta de la cama; lleva los pantalones

puestos, el chaleco y la camiseta.) DAVIES.—(Poniéndose las sandalias.) Oiga. Toda mi vida he vivido al aire libre, muchacho. Todo lo que me diga sobre el aire lo sé de sobra. Lo que yo decía era que, cuando estoy durmiendo, entra por esa ventana una corriente de aire demasiado fuerte. ASTON.—Se vicia mucho la atmósfera si la ventana no está abierta. (ASTON va

hacia la silla, apoya la madera en ella y continúa frotándola.) 32

El conserje DAVIES.—Sí; pero, oiga, no entiende lo que quiero decirle. Esa maldita lluvia, ¿se da cuenta?, cae directamente sobre mi cabeza. Me estropea la noche. Puedo pescar un resfriado y diñarla con esa corriente que pasa. Es todo lo que digo. Cierre esa ventana y nadie va a pescar ningún resfriado, eso es todo. (Pausa.) ASTON.—No podría dormir aquí sin esa ventana abierta. DAVIES.—Sí, pero y yo, ¿qué? ¿Qué..., qué me dice usted de mi situación? ASTON.—¿Por qué no duerme usted al revés? DAVIES.—¿Qué quiere usted decir? ASTON.—Duerma con los pies cerca de la ventana. DAVIES.—¿Qué diferencia habría? ASTON.—La lluvia no le caería sobre la cabeza. DAVIES.—No, eso no, eso no puedo hacerlo. (Pausa.) Quiero decir, me he acostumbrado a dormir de esta manera. No soy yo quien debe cambiar, es la ventana. Ve, ahora llueve. Mire, mire. Ahora entra. Mire el tejado, ¿lo ve? Mire ese tejado por donde entra el aire. Entra por ahí. ASTON.—Sí, el techo está en malas condiciones. (ASTON se dirige de nuevo hacia

su cama con el madero.) DAVIES.—No, quiero decir, ya se ve, ya. El techo está en malas condiciones. Por eso el viento entra acanalado. (Pausa corta.) ASTON.—Creo que voy a darme una vuelta hasta Goldhawk Road. Me encontré allí con un hombre y hablamos. Tenía un banco de carpintero. Me pareció que estaba en muy buenas condiciones. A él no creo que le sea de mucha utilidad. (Pausa.) Creo que me voy a ir andando hasta allí. DAVIES.—No, ¿comprende? Lo que yo quiero decir acerca de esta ventana es que no solo me cae la lluvia sobre la cabeza, sino que pronto caerá sobre la almohada. El viento le da de lleno, ¿ve? Mañana por la mañana esa almohada estará..., estará empapada como una esponja. ASTON.—Debería usted dormir al revés. DAVIES.—¿Qué quiere usted decir? ASTON.—Con los pies cerca de la ventana. DAVIES.—No le veo la diferencia. ASTON.—La lluvia no le mojaría la cabeza. DAVIES.—Tal vez, tal vez. (Pausa.) Pero me mojaría los pies, ¿no? Me subiría por todo el cuerpo, ¿no? Todavía sería peor. Tal como estoy ahora, solo me moja la cabeza. (DAVIES da vueltas por la habitación.) ¿Oye cómo llueve? Me ha aguado el viaje a Sidcup. ¿Eh? ¿Qué le parece si ahora cerrara la ventana? Aún está entrando... ASTON.—Ciérrela por el momento. (DAVIES cierra la ventana y mira al exterior.) DAVIES.—¿Qué es aquello que hay allí fuera, debajo de ese toldo? ASTON.—Madera. DAVIES.—¿Para qué? ASTON.—Para construir el cobertizo. (DAVIES se sienta en su cama.) DAVIES.—Todavía no ha dado usted con ese par de zapatos que me dijo que buscaría, ¿eh? ASTON.—¡Oh! No. Veré si hoy le puedo encontrar un par. DAVIES.—No puedo salir con estos, ¿no le parece? Ni siquiera para tomar una taza de té. ASTON.—Hay un café unas puertas más allá. 33

Harold Pinter

(Durante el monólogo de ASTON la habitación va oscureciéndose. Hacia el final de dicho monólogo, solamente ASTON es visible con claridad. DAVIES y todos los objetos de la habitación quedan sumidos en la oscuridad.) DAVIES.—Ya,

ya...

ASTON.—Solía ir allí muchas veces. ¡Oh!, de eso hace ya muchos años. Pero ya no voy. Me gustaba aquel lugar. Pasaba mucho tiempo allí. Esto lo hacía antes de irme. Sí, antes. Creo que... aquel sitio tuvo mucho que ver con todo lo que me pasó después. Todos eran... algo mayores que yo. Pero solían escucharme siempre. Creía que... comprendían lo que les decía. Quiero decir, yo solía hablarles. Hablaba demasiado. Ese fue mi error. Lo mismo en la fábrica. Allí, en pie, o en las horas de descanso, yo les hablaba... sobre muchas cosas. Pero todo parecía marchar bien. Quiero decir, con algunos de estos hombres, los que iban al café, salíamos a rondar juntos algunas veces, yo les acompañaba algunas noches. Todo iba bien. Y ellos me escuchaban siempre que..., que yo tenía algo que decir. Lo malo era que yo tenía una especie de alucinaciones. No eran alucinaciones, era..., me daba la sensación de que podía ver las cosas... con mucha claridad..., todo... era tan claro..., todo se..., todo se quedaba silencioso, quieto..., todo muy quieto..., todo esto... quieto..., y… esa claridad con que veía... era...; pero quizá estaba equivocado. En fin, alguien debió de decir algo. Yo no sabía nada... Y... una especie de mentira debió de circular. Y esa mentira fue pasando de boca en boca. Empecé a creer que la gente se portaba de un modo extraño. En ese café, en la fábrica. No podía comprenderlo. Entonces, un día me llevaron allí. Yo no quería ir. En fin... Intenté escaparme varias veces. Pero... no era fácil. Allí me hicieron muchas preguntas. Me metieron dentro y empezaron a hacerme toda clase de preguntas. Bien, yo lo dije...; cuando se me preguntaba... se ponían en corro a mi alrededor...; yo lo dije, cuando quisieron saberlo..., lo que yo pensaba. ¡Hummmm! Entonces, un día..., aquel hombre..., doctor, supongo..., el jefe..., era un hombre muy... distinguido..., a pesar de que no estaba seguro de eso entonces. Me llamó a su despacho. Dijo..., me dijo que yo tenía algo. Dijo que habían terminado su reconocimiento. Fue lo que dijo. Y me mostró un montón de papeles y dijo que yo tenía algo, alguna enfermedad. ¿Comprende? Si por lo menos me acordara de lo que se trataba... He intentado recordarlo. Dijo..., solo dijo eso, ¿comprende? «Tiene usted... eso. Esa enfermedad. Y hemos decidido—dijo—que solo hay una cosa que podemos hacer para curarle.» Dijo..., pero no puedo recordar exactamente... cómo lo dijo..., dijo: «Vamos a hacer algo en su cerebro.» Dijo...: «Si no lo hacemos, tendrá que quedarse aquí toda su vida; pero si lo hacemos, tiene usted probabilidades. Podrá usted salir y vivir como todo el mundo.» «Qué le quieren hacer a mi cerebro», dije yo. Pero él sólo repitió lo que ya había dicho antes. Bueno, yo no era tonto. Sabía que era menor de edad. Sabía que no podían hacerme nada sin antes pedir permiso. Sabía que tenía que pedir permiso a mi madre. O sea que le escribí y le dije lo que intentaban hacer conmigo. Pero ella había firmado ya, ¿comprende?, dándoles permiso. Esto lo sé porque él me mostró su firma, cuando yo la saqué a relucir. Pues bien: aquella noche intenté escaparme, aquella noche. Me pasé cinco horas limando uno de los barrotes de la ventana de mi sala. Todo estaba oscuro. Acostumbraban encarar una pila de mano sobre las camas cada media hora. Lo tenía todo sincronizado. Y entonces, 34

El conserje cuando casi estaba terminando, un hombre tuvo..., tuvo un ataque, justamente a mi lado. Y me pescaron, en fin. Una semana más tarde o algo así, empezaron a venir y me hicieron aquello en el cerebro. Tenían que hacérnoslo a todos en aquella sala. Venían y lo iban haciendo a uno tras otro. Uno cada noche. Fui uno de los últimos. Y pude ver con toda claridad lo que hacían a los demás. Venían con estos..., no sé lo que eran..., parecían unas tenazas muy grandes, y pendían de ellas unos alambres; los alambres los conectaban a una pequeña máquina. Era eléctrica. Sujetaban al hombre, y ese jefe..., el doctor jefe, ajustaba las tenazas, una especie de auriculares, las ajustaba a ambos lados de la cabeza del hombre. Había un hombre que sostenía la máquina, ¿comprende?..., y hacía..., hacía algo..., ahora no recuerdo si apretaba un interruptor o daba la vuelta a algo; era cuestión solo de abrir la corriente... Supongo que era eso, y el doctor jefe sólo apretaba esas mordazas en la cabeza del hombre y las mantenía así. Después las sacaba. Tapaban al hombre... y no lo tocaban hasta más tarde. Algunos de ellos se resistían, pero la mayoría no. Se quedaban allí tendidos. Bueno, después me tocó a mí, y la noche que se acercaron me levanté y me quedé en pie contra la pared. Me dijeron que me metiera en la cama, y yo sabía que tenían que meterme en la cama, porque si hacían eso mientras estaba en pie podrían romperme el espinazo. O sea que yo me quedé en pie y entonces uno o dos de ellos se me acercaron; bueno, yo era joven entonces, era mucho más fuerte de lo que soy ahora, era muy fuerte; eché a uno por el suelo y al otro le tenía cogido por el cuello, y entonces, de repente, el médico jefe me colocó las tenazas en la cabeza, y yo sabía que no podía hacerme eso mientras estuviese en pie; y por eso yo..., a pesar de todo, lo hizo. O sea que pude salir... Pero no podía andar muy bien. No creo que le pasara nada al espinazo. El espinazo estaba perfectamente. Lo malo era que... mis pensamientos... se habían vuelto muy lentos... No podía pensar... No podía, no podía... ordenar... mis pensamientos... No..., ¡uhhh!... No podía... ordenarlos... del todo. Lo peor era que no podía oír lo que la gente decía. No podía mirar ni a derecha ni a izquierda, tenía que mirar siempre hacia delante, porque si volvía la cabeza..., no podía..., me caía. Y tenía unos dolores de cabeza. Entonces fui a consultar a mucha gente. Pero ellos querían hacerme ingresar, pero yo no quería ingresar en... ningún sitio. O sea que no podía trabajar, porque no..., no podía escribir, ¿sabe? No podía escribir ni siquiera mi nombre. Me sentaba en mi habitación. Eso fue cuando vivía con mi madre. Y mi hermano. Era más joven que yo. Y coloqué todas las cosas que sabía que me pertenecían, bien ordenadas, en mi habitación, pero no me morí. Nunca más he tenido esas alucinaciones. Y nunca más he hablado con nadie. Lo más curioso es que no recuerdo muy bien... lo que decía, lo que pensaba..., quiero decir, antes que me metieran allí dentro. Y entonces, de todas formas, después de algún tiempo, me puse mejor, y empecé a hacer cosas con mis manos, y entonces, de esto hace ya casi dos años, vine aquí, porque mi hermano compró esta casa, y por eso quería probar a pintársela, o sea que me vine a esta habitación, empecé a recoger madera para mi cobertizo y todos estos cacharros que creía podrían ser de utilidad para el piso o para algún rincón de la casa, tal vez. Ahora me encuentro mucho mejor. Pero no hablo con nadie ahora. Me mantengo alejado de sitios como ese café. Nunca entro en ellos ahora. No hablo con nadie... así. Muchas veces pienso en volver 35

Harold Pinter allí e intentar descubrir al hombre que me hizo eso. Pero primero quiero hacer algo. Quiero levantar ese cobertizo allá fuera, en el jardín.

TELÓN

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El conserje

ACTO TERCERO

Dos semanas más tarde. MICK está echado en el suelo, en el sector anterior izquierda, su cabeza apoyada en la alfombra enrollada, mirando al techo. DAVIES está sentado en la silla, con la pipa en las manos. Lleva puesto el batín. Primeras horas de la tarde. Silencio.

DAVIES.—Tengo la sensación de que ha hecho algo con las goteras. (Pausa.) Vea: la semana pasada llovió mucho, pero en todo este tiempo ni una sola gota ha caído en el balde. (Pausa.) A lo mejor ha puesto ya la brea ahí arriba. (Pausa.) La otra noche alguien estuvo andando por el tejado. Debía de ser él. (Pausa.) Quiero decir, ese balde era peligroso. Cualquier día podía caerme en la cabeza, en cualquier momento, en el momento en que yo estuviera debajo. Y no sé si lo ha vaciado aún, no creo. (Pausa.) Pero tengo la impresión de que ha embreado todo esto de ahí arriba, lo del tejado. A mí no me ha dicho ni media palabra del asunto. No me habla. (Pausa.) No me contesta cuando le hablo. (Enciende una cerilla, la acerca a su pipa y enciende.) ¡No me da ni un cuchillo! (Pausa.) No me da ni un cuchillo para cortar el pan. (Pausa.) ¿Cómo quiere que me corte una rebanada de pan sin cuchillo? (Pausa.) Es imposible. (Pausa.) MICK.—Tú ya tienes un cuchillo, ¿no? DAVIES.—¿Qué? MICK.—Que ya tienes un cuchillo. DAVIES.—Tengo un cuchillo, claro que tengo un cuchillo. Pero ¿cómo quiere usted que me corte una buena rebanada de pan con ese cuchillo? No es un cuchillo para cortar pan. No tiene nada que ver con el pan. Lo encontré no sé dónde. Vaya usted a saber dónde había estado. No, lo que yo quiero... MICK.—Ya sé lo que tú quieres. (Pausa. DAVIES se levanta y se acerca a la cocina

de gas.) DAVIES.—Y esta cocina de gas, ¿qué? El dice que no está conectada. ¿Y cómo sé yo si está conectada o no? Ahí estoy, durmiendo casi encima de ella; me despierto a medianoche, y allí está el horno, delante de mis narices, sin poder apartar la vista de él. Me toca casi a la cara, y qué sé yo, a lo mejor estoy ahí, acostado en mi cama, explota y me hace daño. (Pausa.) Pero parece como si no hiciera ningún caso de lo que le digo. El otro día, ¿sabe?, le hablé de los negros, de los negros que viven al lado, que entran y usan el retrete. Se lo dije, todas las barandillas están sucias, negras, todo el retrete estaba negro. Pero ¿qué hizo? Se supone que él es el encargado aquí, ¿no? Pues no dijo nada, ni una sola palabra. (Pausa.) Quiero decir, vamos a ver, usted y yo, nosotros, tenemos planes con respecto a esta casa, ¿no es cierto? Podríamos poner en marcha todo esto, yo sería el conserje, todo marcharía como sobre ruedas...

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Harold Pinter Pero él..., a él le importa todo un pepino; a él..., a él tanto se le da si marcha o no. Hace un par de semanas..., sentado ahí, empezó a hablar y no paró en una hora..., hace un par de semanas. Raja que te raja. Desde entonces apenas ha dicho media docena de palabras. Pero estando ahí sentado le dio sin parar... No sé lo que le pasaba..., no me miraba, no hablaba conmigo, yo no contaba para nada. ¡Se hablaba a sí mismo! Es lo único que le preocupaba. Quiero decir, usted viene y me pide consejo; él no haría nunca nada de eso. Quiero decir, no hay manera de conversar entre nosotros, ¿comprende? No se puede vivir en la misma habitación con alguien con quien..., con quien no hay manera de conversar... (Pausa.) La verdad es que no acabo de entenderle. (Pausa.) Usted y yo podríamos poner en marcha todo esto. MICK.—(Pensativamente.) Sí, tienes toda la razón. Se le podría sacar mucho partido a esta casa. (Pausa.) Podría convertir todo esto en un ático. Por ejemplo…, esta habitación. Esta habitación podría ser la cocina. Dimensiones adecuadas, una bonita ventana por donde entra el sol. Pondría..., pondría en el suelo cuadrados de linóleo de color azul plomo y cobre. Estos mismos colores los pondría en las paredes de forma que entonaran. A las instalaciones de cocina les daría un acabado de color gris plomo. Hay mucho espacio para armarios donde poner la vajilla. Podríamos poner un pequeño armario de pared, después otro grande, y otro en el rincón con estantes giratorios. No nos faltarían armarios. El rellano podríamos convertirlo en comedor, ¿no? Sí. Persianas venecianas, persianas venecianas en la ventana. El suelo de corcho, cuadrados de corcho. Y una tupida alfombra de lino de un blanco desvaído, una mesa de..., de teca muy veteada, un aparador con cajones negro mate, sillas almohadilladas de formas curvadas, sillones con tapicería color avena, sofá de madera de haya con tapicería verde-mar, una mesita para el café con la superficie blanca y a prueba de calor, a base de mosaico blanco. Sí. Luego el dormitorio. ¿Qué es un dormitorio? Un refugio. Es un lugar para gozar de descanso y de paz. Por tanto, se necesita un decorado suave. Iluminación funcional. Los muebles, de caoba y palo rosa. Alfombra de azul celeste intenso, cortinas azul y blanco mate, una colcha estampada con pequeñas flores azules sobre un fondo blanco, la coqueta con una tapa que al levantarse deja al descubierto una bandeja de plástico para cosméticos, lamparita de mesa de rafia blanca... (Se yergue en su silla.) Esto no sería un piso, sería un palacio. DAVIES.—Pero, hombre, ya lo creo que sería un palacio. MICK.—Un palacio. DAVIES.—¿Quién viviría aquí? MICK.—Yo. Mi hermano y yo. (Pausa.) DAVIES.—Y yo, ¿qué? MICK.—(Con voz queda.) Todos estos cachivaches que hay aquí no sirven para nada. No son más que chatarra, pura chatarra. Basura. Con esto no hay quien amueble una casa. No hay manera. Trastos viejos. Además, nunca podrá venderlo, no le darían ni dos peniques por todo. (Pausa.) Cachivaches. (Pausa.) Pero a él no parece interesarle lo que yo tengo en la cabeza, ese es el problema. ¿Por qué no hablas con él y procuras que se interese? DAVIES.—¿Yo? MICK.—Sí. Tú eres su amigo. DAVIES.—Pero él no lo es mío. 38

El conserje MICK.—Vives con él en la misma habitación, ¿no? DAVIES.—No es mi amigo. Uno no sabe nunca a qué tenerse con él. Quiero decir, con un tipo como usted, uno sabe siempre el terreno que pisa. (MICK lo mira.) Quiero decir, usted tiene su manera de ser, no digo que no la tenga, cualquiera se da cuenta de eso. A veces tiene usted sus salidas, pero eso nos pasa a todos, mas él es distinto, ¿comprende? Quiero decir, por lo menos con usted, lo que tiene usted es que es... MICK.—Sincero. DAVIES.—Eso es, usted es sincero. MICK.—Sí. DAVIES.—Pero ¡con él la mayoría de las veces no sabe uno lo que está pensando! MICK.—¡Hummmm! DAVIES.—¡No tiene sentimientos! (Pausa.) Mire: ¡lo que yo necesito es un reloj! ¡Necesito un reloj que me diga la hora! ¿Cómo voy a saber la hora que es sin reloj? ¡No puedo! Yo le dije, se lo dije: «Oiga, ¿y si pusiera usted un reloj en esta habitación, para que pueda saber la hora que es? Quiero decir, si uno no sabe la hora en que vive, está perdido. ¿Comprende lo que quiero decir? ¿Sabe lo que tengo que hacer ahora? Cuando me estoy dando un garbeo por ahí, tengo que estar al tanto a ver si veo un reloj y atornillarme en la cabeza la hora que es, para recordarla después, cuando regreso a casa. Pero no me sirve de nada; quiero decir, a los cinco minutos de estar aquí ya se me ha olvidado. ¡Se me ha olvidado la hora que era! (DAVIES se pasea por la habitación.) O si no, vea usted: si no me encuentro bien y me tumbo un rato, entonces, cuando me despierto, ¡no sé si es la hora de ir a tomar el té! ¿Comprende?, la cosa no es tan grave cuando regreso a casa, porque puedo ver el reloj de la esquina; en el momento de entrar sé la hora que es. Pero ¿y cuando me quedo en casa? Es cuando me quedo en casa... ¡cuando no tengo ni la menor idea de la hora que es! (Pausa.) No, lo que necesito es un reloj, aquí, en esta habitación, y entonces sabré a qué atenerme. Pero él no quiere darme ninguno. (DAVIES se sienta en la silla.) ¡Y me despierta! ¡Me despierta en plena noche! ¡Me dice que hago ruidos! Se lo digo de veras, cualquier día voy a soltarle cuatro frescas. MICK.—¿No le deja dormir? DAVIES.—¡No me deja dormir! ¡Me despierta! MICK.—Eso es terrible. DAVIES.—He estado en muchos sitios. Siempre me han dejado dormir. A uno le dejan dormir en todo el mundo. Aquí, no. MICK.—Dormir es esencial. Siempre lo he dicho. DAVIES.—Tiene usted razón, es esencial. ¡Me levanto por la mañana y estoy muerto de fatiga! Tengo que atender a mis negocios. Tengo que moverme, tengo que situarme, tengo que encontrar un empleo. Pero cuando me despierto por la mañana no tengo fuerzas para nada. Y para colmo, no tengo reloj. MICK.—Ya. DAVIES.—(Levantándose y moviéndose.) Sale, y no sé adónde va; adónde va no me lo dice nunca. Antes charlábamos un poquito; ahora no. Nunca le veo; sale y no vuelve hasta muy tarde, y lo único que sabe hacer entonces es darme achuchones, mientras estoy durmiendo, en mitad de la noche. (Pausa.) ¡Escuche! ¡Me despierto por la mañana..., me despierto por la mañana y me 39

Harold Pinter sonríe! ¡Se queda en pie ahí, mirándome y sonriendo! Yo le veo, ¿comprende?, le veo desde detrás de la manta. Se pone la chaqueta, se da la vuelta, mira hacia mi cama, ¡y en su cara hay una sonrisa! ¿A quién diablos está sonriendo? Lo que él no sabe es que yo le estoy vigilando desde detrás de esa manta. ¡No lo sabe! No sabe que yo puedo verle, se cree que estoy durmiendo, pero yo no le pierdo de vista ni un momento desde detrás de mi manta, ¿comprende? Pero ¡él no lo sabe! ¡El sólo me mira y sonríe, pero no sabe que yo estoy viendo lo que hace! (Pausa. Inclinándose cerca de MICK.) NO, lo que debe usted hacer, lo que debe hacer es hablar con él, ¿comprende? Lo tengo..., lo tengo todo planeado. Usted debe decirle... que tenemos grandes planes referentes a esta casa, podríamos levantarla, podríamos ponerla en marcha. Mire, yo podría pintársela, podría ayudarle a pintarla... entre los dos. (Pausa.) Bueno, ¿y dónde vive usted ahora? MICK.—¿Yo? ¡Oh!, tengo un pequeño piso. No está mal. Todo instalado. Ven a verme un día, tomaremos unas copas y escucharemos un poco de música. DAVIES.—No, mire: usted es la persona indicada para hablar con él, quiero decir, usted es su hermano. (Pausa.) MICK.—Sí..., tal vez lo haga. (Se oye un portazo. MICK se levanta, va hacia la

puerta y sale.) DAVIES.—¿Adónde va usted? ¡Ese es él! (Silencio. DAVIES se pone en pie, va hacia la ventana y mira al exterior. Entra ASTON. Lleva una bolsa de papel. Se

quita el abrigo, abre la bolsa y saca un par de zapatos.) ASTON.—Zapatos. DAVIES.—(Dando la vuelta.) ¿Qué? ASTON.—Me he hecho con este par. Pruébeselos. DAVIES.—¿Zapatos? ¿De qué clase? ASTON.—A lo mejor le sirven. (DAVIES se acerca a la parte anterior del escenario,

se quita las sandalias y se prueba los zapatos, anda un poco, moviendo los pies, se inclina y aprieta el cuero.) DAVIES.—No, no me están bien. ASTON.—¿No le están bien? DAVIES.—No, no es mi número. ASTON.—¡Hummm! (Pausa.) DAVIES.—Bueno, mire: a lo mejor me apaño con ellos... hasta que me encuentre usted otros. (Pausa.) ¿Dónde están los cordones? ASTON.—No hay cordones. DAVIES.—No puedo llevarlos sin cordones. ASTON.—Sólo he podido comprar los zapatos. DAVIES.—Bueno; pues usted mismo comprenderá, ¿no? Esto no es ninguna solución. Quiero decir, no puedo llevar los zapatos sin estar sujetos con los cordones. La única manera de que no se caigan los zapatos, si no tienen cordones, es apretando el pie, ¿comprende? Andar con los pies encogidos, ¿comprende? Pues, bueno, esto es más bien malo para los pies. Puedo tener un derrame. Con unos zapatos bien sujetos hay menos probabilidades de que tenga un derrame. (ASTON se acerca a la cabecera de su cama y busca en el

estante que hay sobre ella.) ASTON.—Puede que tenga unos en un sitio u otro. DAVIES.—¿Comprende lo que quiero decir? (Pausa.) 40

El conserje ASTON.—Aquí están. (Se los da a DAVIES.) DAVIES.—Son de color castaño. ASTON.—Es lo único que tengo. DAVIES.—Estos zapatos son negros. (ASTON no le contesta.) Bueno, valen, qué le vamos a hacer, hasta que me haga con otros. (DAVIES se sienta en la silla y empieza a colocar los cordones en los zapatos.) Quizá me lleven a Sidcup mañana. Si puedo llegarme hasta allí, estoy salvado. (Pausa.) Me han ofrecido un buen empleo. Me lo ha ofrecido un tipo que tiene..., tiene muchas ideas. Buen porvenir, sí, señor. Pero quiere ver mis papeles, ¿sabe?, quiere ver mis referencias. Tengo que ir a Sidcup, hacerme con ellas. Allí están. Lo difícil es llegar hasta allí. Ese es mi problema. El tiempo me está haciendo la puñeta. (ASTON, silenciosamente, sale de la habitación.) No sé si estos zapatos me servirán de mucho. Es una carretera muy mala. He estado allí antes. Hice el camino a la inversa. La última vez que estuve allí fue..., la última vez..., hace ya mucho tiempo...; la carretera era mala, llovía a mares; tuve suerte de no dejar el pellejo en esa carretera; pero no, llegué hasta aquí, he ido tirando, he ido tirando..., sí..., he ido tirando por ahora. De todas formas, no puedo seguir así; lo que debo hacer es volver allí, buscar al hombre ese... (Se vuelve y mira por la habitación.) ¡Dios! Ese bellaco ni siquiera me escucha! (Oscuridad completa. Una tenue claridad entra por la ventana. Es de noche. ASTON y DAVIES están en la cama; DAVIES ronca y gruñe. ASTON se incorpora, salta de la cama, enciende la luz, se acerca a DAVIES y le mueve.) ASTON.—¡Eh!, cállese, ¿quiere? No me deja dormir. DAVIES.—¿Qué? ¿Qué? ¿Qué pasa? ASTON.—Está usted haciendo ruido. DAVIES.—Soy un hombre viejo, ¿no? ¿Qué quiere que haga? ¿Que deje de respirar? ASTON.—Estaba haciendo ruidos. DAVIES.—¿Qué quiere que haga? ¿Que deje de respirar? (ASTON se acerca a su

cama y se pone los pantalones.) ASTON.—Voy a tomar el aire. DAVIES.—¿Qué quiere usted que haga? ¿Quiere que le diga la verdad, compadre? Pues no me extraña que le metieran allí dentro. ¡Despertar así a un pobre viejo en medio de la noche! ¡Usted debe de estar majareta perdido! Tengo pesadillas. ¿Quién tiene la culpa de que tenga pesadillas? ¡Si no me estuviera usted dando achuchones, yo no haría ruido! ¿Cómo quiere que duerma tranquilo, si me está dando achuchones todo el tiempo? ¿Qué quiere usted que haga? ¿Que deje de respirar? (Aparta la ropa y se levanta de la cama. Lleva camiseta, chaleco y pantalones.) Y paso tanto frío, que he de meterme en la cama con los pantalones puestos. En mi vida había hecho cosa semejante. Pero aquí tengo que hacerlo. ¡Y todo porque a usted no le da la gana de poner una puñetera estufa! Estoy ya harto de que ande dándome achuchones. A mí no me ha pasado nunca lo que a usted, compadre. A mí no me han encerrado nunca en un lugar de esos, vaya. ¡Yo estoy en mis cabales! O sea que no me achuche más. Todo irá como una seda mientras sepa usted guardar las distancias. Solo con que guarde las distancias, al pelo. Porque, voy a decirle una cosa: su hermano, su hermano está hasta la coronilla de usted. De usted lo sabe todo. En él sí que tengo un amigo, descuide, un amigo de 41

Harold Pinter verdad. ¡Tratarme como si fuera un montón de basura! En primer lugar, ¿por qué me invitó a venir aquí, si iba usted a tratarme de esta manera? Si cree que es usted mejor que yo, se equivoca de medio a medio. No crea que me chupo el dedo. Si ya le metieron antes en un sitio de esos, vigile que no le metan otra vez. ¡Su hermano está hasta la coronilla de usted! ¡No vayan a ponerle otra vez en la cabeza esas tenazas de que hablaba! No me extrañaría que se las pusieran otra vez. Cualquier día. ¡Con que alguien dé el soplo! Y se lo llevarán, ¡digo! ¡Vendrán a buscarle y se lo llevarán y le meterán otra vez allí! ¡No habrá tu tía! ¡Le pondrán las tenazas en la cabeza y no habrá tu tía! Echarán un vistazo a toda esta porquería con la que tengo que dormir y se darán cuenta en seguida de que está usted como una cabra. No debían haberle soltado nunca, ahí está. ¡Nadie sabe lo que se trae usted entre manos; sale, entra, nadie sabe lo que se trae entre manos! Pues mire usted: a mí no hay quien me haga la barba por mucho tiempo. ¿Qué se figura? ¿Que voy a ser yo quien le haga los trabajos más sucios? ¡Jaaaaaa! ¡A otro perro con este hueso! ¿Que sea yo quien haga los trabajos más sucios, escaleras arriba y abajo, total para poder dormir en este asqueroso agujero todas las noches? Ni hablar, muchacho. No para usted, muchacho. La mitad del tiempo no sabe usted lo que se hace. ¡Usted está medio tarumba, hombre! ¡Está como una regadera! ¡Si con la jeta paga! Quién ha visto nunca que me diera usted unas cuantas perras, ¿eh? Siempre se escurre usted como una anguila; ahora sale, ahora entra. Su hermano está hasta la coronilla, no vaya a creer. Quiere hacer algo con esta casa, quiere ponerla decente. Y a ver si le entra en los cascos una cosa: y es que tengo tantos derechos como usted. ¡Sólo con que cambie el tiempo, podré hacerme con más referencias que las que ha visto usted en su vida! ¡Tratarme como si fuera una bestia! ¡Yo aún no he estado nunca en una jaula! (ASTON hace un leve movimiento hacia él. DAVIES saca el cuchillo de su bolsillo.) No se me acerque, compadre. Aquí tengo esto. No es cosa de juego, ¿eh? No es cosa de juego. No se acerque. (Una pausa. Se miran fijamente.) ¡Cuidado con lo que hace!, ¿eh? (Pausa.) ¡Ojo al cristo, que es de plata! (Pausa.) ASTON.—Creo..., creo que ya es hora de que se busque usted otro sitio. Creo que no nos entendemos. DAVIES.—¿Que me busque otro sitio? ASTON.—Sí. DAVIES.—¿Yo? ¿Está usted hablando conmigo? ¡No, hombre, no! ¡Usted! Usted es el que tiene que buscarse otro sitio. ASTON.—¿Qué? DAVIES.—¡Usted! ¡Usted es el que va a tener que buscarse otro sitio! ASTON.—Yo vivo aquí. Usted no. DAVIES.—¿Que yo no? Bueno, pues yo vivo aquí. Se me ha ofrecido un empleo aquí. ASTON.—Sí...; bueno, pero no creo que sirva usted. No creo que le guste quedarse aquí. DAVIES.—¡Me gusta, ya lo creo que me gusta! ¡Lo que no me gusta es que me esté usted haciendo la barba durante todo el tiempo! ASTON.—Será mejor... que se vaya. No nos entendemos. DAVIES.—No sirvo, ¿eh? Bueno; pues voy a decirle una cosa: hay alguien aquí que cree que sirvo, para que se entere. Y ya se lo he dicho: yo me quedo. ¡Me 42

El conserje quedo como conserje! ¿Estamos? Su hermano, él es quien me lo ha dicho, ¿se entera?, me ha dicho que el empleo es para mí. ¡Mío! O sea que aquí estoy. Voy a ser su conserje. ASTON.—¿Mi hermano? DAVIES.—Él es quien va a quedarse aquí, va a poner en marcha todo esto, va a cambiarlo todo, y yo me quedo con él, o sea que... ¡no va a haber ninguna habitación para usted! ASTON.—Yo vivo aquí. DAVIES.—¡Ya veremos hasta cuándo! Sé lo que me digo. Conque quería... Conque quería echarme a la calle, ¿eh? ¡Me larga un par de zapatos hechos una mierda y a la calle! ¡Usted no sabe por dónde se anda, muchacho! ASTON.—Mire. Si le doy... unos cuantos chelines, podría ir a Sidcup. DAVIES.—¡Ande ya! ¡Construya primero su cobertizo! ¡Unos cuantos chelines! ¡Cuando puedo ganarme aquí un sueldo fijo! ¡Primero constrúyase su apestoso cobertizo! ¡No faltaba más! (ASTON le mira fijamente.) ASTON.—¡Ese cobertizo no es apestoso! (Silencio.) Es limpio. Todo madera buena. Lo levantaré. No hay cuidado. DAVIES.—¡No se acerque demasiado! ASTON.—No tiene usted ningún motivo para llamar apestoso a ese cobertizo. (DAVIES apunta con el cuchillo.) El que apesta es usted. DAVIES.—¡Qué! ASTON.—Ha estado apestando todo esto. DAVIES.—¡Cristo! ¡Y se atreve usted...! ASTON.—Desde hace días. Esa es una de las razones por las que no puedo dormir. DAVIES.—Y se atreve usted... ¿Y se atreve usted a decirme que soy un apestoso? ASTON.—Será mejor que se vaya. DAVIES.—¡A ti sí que te voy a hacer apestar yo! (Levanta un brazo tembloroso, apuntando con el cuchillo al estómago de ASTON. Este no se mueve. Silencio. El brazo de DAVIES se paraliza. Se quedan los dos inmóviles, en pie.) ¡A ti sí que te voy a hacer apestar!... (Pausa.) ASTON.—Recoja sus cosas. (Entre resuellos, DAVIES esconde el cuchillo en el pecho. ASTON va hacia la cama de Davies, coge la bolsa y empieza a poner

dentro de ella algunas cosas pertenecientes a Davies.) DAVIES.—No puede..., no tiene usted derecho... ¡Deje eso, que es mío! (DAVIES le arrebata la bolsa y aprieta todo lo que el otro había metido en ella.) Muy bien...; aquí se me ha ofrecido un trabajo...; espere y verá... (Se pone el batín.), espere y verá...; su hermano... le pondrá las peras a cuarto...; llamarme eso..., llamarme eso a mí...; nadie se ha atrevido a llamarme eso... (Se pone el abrigo.) Se arrepentirá de haberme llamado eso...; la cosa no termina aquí... (Coge la bolsa y se dirige hacia la puerta.) Se arrepentirá de haberme llamado eso... (Abre la puerta. ASTON le mira.) Ahora ya sé en quién he de confiar. (DAVIES sale. ASTON se queda en pie. Oscuro. Se ilumina nuevamente la escena. Al anochecer. MICK está sentado en la silla. DAVIES se

mueve de un lado a otro.) DAVIES.—¡Apestoso! ¡Ha oído bien! ¡A mí! Le he contado todo lo que me dijo, ¿no es verdad? ¡Apestoso! ¡Ha oído bien! ¡Eso es lo que me dijo! 43

Harold Pinter MICK.—Tse..., tse..., tse... DAVIES.—Eso es lo que me dijo. MICK.—Tú no apestas. DAVIES.—¡No, señor! MICK.—Si apestaras, yo sería el primero en decírtelo. DAVIES.—Se lo dije, se lo dije... Le dije: «¡La cosa no termina aquí, vas a acordarte de mí!» Le dije: «Y no se olvide de su hermano.» Le dije que usted vendría a ponerle las peras a cuarto... No sabe en qué lío se ha metido haciendo eso. Haciéndome eso a mí. Se lo dije; le dije: «Vendrá su hermano, vendrá; él sí que sabe dónde tiene la mano derecha, no como usted.» MICK.—¿Qué quieres decir? DAVIES.—¿Eh? MICK.—¿Estás diciendo que mi hermano no sabe dónde tiene la mano derecha? DAVIES.—¿Qué? Lo que yo estoy diciendo es que usted tiene ideas respecto a esta casa..., todo eso..., todo eso de pintar y decorar, ¿comprende? Quiero decir, él no tiene ningún derecho a mandarme. Yo recibo las órdenes de usted. Yo soy su conserje; quiero decir, usted tiene consideraciones conmigo..., usted no me trata como si fuera un montón de basura...; los dos..., los dos sabemos perfectamente cómo es. (Pausa.) MICK.—Entonces, ¿qué ha dicho cuando le has contado que yo te había ofrecido el empleo de conserje? DAVIES.—Ha dicho..., ha dicho..., ha dicho algo como... que él vive aquí. MICK.—Sí; en eso ha dado en el clavo, ¿no? DAVIES.—¿En el clavo? Pero esta casa es de usted, ¿no? ¡Usted le deja vivir aquí! MICK.—Sí..., es mi casa. La compré barata..., y le dejo vivir aquí. DAVIES.—Es lo que estoy diciendo. MICK.—Sí, supongo que podría decirle que se fuera. Quiero decir, el dueño soy yo. Por otra parte, él es el inquilino. Tengo que avisarle con anticipación, ¿comprendes lo que es eso? Se trata de una cuestión técnica, eso es. Depende de cómo se considere esta habitación. Quiero decir, depende de si se considera amueblada o sin amueblar. ¿Comprendes lo que quiero decir? DAVIES.—No, no lo entiendo. MICK.—Todos estos muebles, ¿ves?, todos estos muebles son suyos, excepto las camas, claro. O sea que se trata de una delicada cuestión legal, ahí está.

(Pausa.) DAVIES.—¡Más valdría que se fuera otra vez donde estaba! MICK.—(Volviéndose para mirarle.) ¿Donde estaba? DAVIES.—Sí. MICK.—¿Y dónde estaba? DAVIES.—Bueno...; él..., él... MICK.—A veces te pasas de la raya, ¿no te parece? (Pausa. Levantándose bruscamente.) Bueno; de todas formas, tal como están las cosas, no tengo inconveniente en empezar a arreglar todo esto... DAVIES.—¡Así se habla! MICK.—No, no tengo inconveniente. (Se vuelve para mirar a DAVIES.) Pero más valdrá que seas lo bueno que andas diciendo. DAVIES.—¿Qué quiere usted decir? 44

El conserje MICK.—Bueno, tú dices que eres un decorador de interiores. Más valdrá que lo hagas como nadie. DAVIES.—¿Un qué? MICK.—¿Qué quieres decir con «un qué»? Decorador. Decorador de interiores. DAVIES.—¿Yo? ¿Qué quiere usted decir? Alguna chapuza todo lo más, pero yo nunca he sido eso. MICK.—¿Nunca has sido qué? DAVIES.—No, hombre, yo no. Yo no soy un decorador de interiores. He estado demasiado ocupado. He tenido muchas cosas que hacer, ¿sabe? Pero..., pero he tenido siempre mucha maña para todo...; déme usted..., déme usted un poco de tiempo y me pondré al corriente. MICK.—Nada de ponerte al corriente. Lo que yo quiero es un decorador de interiores de primera categoría y con mucha experiencia. Creía que tú lo eras. DAVIES.—¿Yo? Vamos a ver..., vamos a ver...; usted me toma por otro. MICK.—¿Cómo quieres que te tome por otro? Tú eres el único con quien he hablado. Eres el único a quien he confiado mis sueños, mis deseos más íntimos; tú eres el único a quien he hecho partícipe de todo eso, y te he hecho partícipe porque creía que eras un decorador de interiores y exteriores de primera categoría. DAVIES.—Bueno, mire... MICK.—¿O sea que no sabes colocar cuadrados de linóleo de color azul plomo y cobre, ni aplicar esos mismos colores en las paredes para que entonen? DAVIES.—Bueno; oiga, ¿de dónde ha sacado...? MICK.—¿Ni serías capaz de decorarlo con una mesa de teca muy veteada, un sillón con tapicería color avena y un sofá de madera de haya con tapicería verde-mar? DAVIES.—¡Yo nunca he dicho eso! MICK.—¡Atiza! ¡Entonces di que tenía de ti un concepto totalmente equivocado! DAVIES.—¡Yo nunca he dicho eso! MICK.—Eres un repuñetero impostor, amiguito. DAVIES.—No debería usted decirme eso. Me contrató como conserje. Yo iba a echarle una mano y nada más a cambio de un pequeño..., un pequeño salario; nunca dije nada de que fuera decorador..., y empieza a llamarme cosas... MICK.—¿Cómo te llamas? DAVIES.—No, no empiece otra vez con eso... MICK.—No. ¿Cuál es tu verdadero nombre? DAVIES.—Mi verdadero nombre es Davies. MICK.—¿Y te haces pasar por...? DAVIES.—¡Jenkins! MICK.—Tienes dos nombres. Y lo demás, ¿qué? ¿Eh? Vamos, confiesa: ¿por qué me has engañado diciéndome que eras un decorador de interiores? DAVIES.—¡Yo no he dicho nada de eso! ¿Es que no oye lo que estoy diciendo? (Pausa.) Fue él quien se lo dijo. Ha debido de ser su hermano quien se lo ha dicho. ¡Como que es un lila! Le diría cualquier cosa por celos; está chalado, no da una. Él sería quien se lo dijo. (MICK avanza lentamente hacia él.) MICK.—¿Qué le has llamado a mi hermano? DAVIES.—¿Cuándo? MICK.—¿Que es qué? 45

Harold Pinter DAVIES.—Yo..., bueno; vamos a poner las cosas en claro... MICK.—¿Chalado? ¿Quién está chalado? (Pausa.) ¿Has dicho que mi hermano es un chalado? Mi hermano. Eso ha sido..., eso ha sido un poquito impertinente por tu parte, ¿no crees? DAVIES.—Pero ¡si él mismo lo dice! MICK.—(Da una vuelta lentamente alrededor de DAVIES, mirándole. Repite lo mismo.) Qué hombre más extraño eres. ¿A que sí? Francamente, eres muy extraño. Desde que entraste en esta casa todo han sido trifulcas. En serio. Nada de lo que dices tiene el más insignificante valor. Cada palabra que pronuncias se presta a un sinfín de interpretaciones distintas. Casi todo lo que dices son mentiras. Eres violento, errático, eres completamente imprevisible. Bien mirado, no eres más que un animal salvaje. Eres un bárbaro. Y para colmo, apestas a mierda y a sobaco que no hay más que pedir. A ver si te das cuenta: llegas aquí y dices que eres un decorador de interiores, yo te admito inmediatamente ¿y qué pasa? Me espetas un discurso larguísimo diciéndome que tienes todas tus referencias en Sidcup, ¿y qué pasa? Yo no he visto que dieras un solo paso para ir a Sidcup a buscarlas. Todo esto es muy lamentable, pero, no hay vuelta de hoja, me veo obligado a despedirte. Voy a pagarte por el tiempo que has hecho de conserje. Toma, medio dólar. (Se busca por el bolsillo, saca media corona y la echa a los pies de DAVIES. DAVIES se queda inmóvil. MICK se acerca a la cocina de gas y toma la estatuilla de Buda.) DAVIES.—(Lentamente.) Muy bien, pues...; écheme..., hágalo..., si es lo que usted quiere... MICK.—¡Eso es lo que quiero! (Arroja contra la cocina de gas la estatuilla de

Buda, la cual se hace añicos. Hablando para sí, lenta, cavilosamente.) Cualquiera diría que esta casa es lo único que me preocupa. Tengo otras muchas cosas que me preocupan. Muchas. Tengo otros muchos intereses. Tengo que levantar mi propio negocio, ¿no? Tengo que pensar en extenderlo... en todas las direcciones. Yo no me quedo quieto. Siempre me estoy moviendo. Me muevo... siempre. Tengo que pensar en el futuro. Esta casa no me preocupa. No me interesa. Es cosa de mi hermano. Que la arregle, que la pinte, que haga lo que le dé la gana. A mí me tiene sin cuidado. Creía que le hacía un favor dejándole vivir aquí. Él tiene sus propias ideas. Que las tenga. Yo me lavo las manos. (Pausa.) DAVIES.—Y yo, ¿qué? (Silencio. MICK no le mira. Se oye un portazo. Silencio. No se mueven. Entra ASTON. Cierra la puerta, entra en la habitación y se queda frente a frente con MICK. Se miran. Ambos sonríen levemente. MICK empieza a hablar, se para, va hacia la puerta y sale. ASTON deja la puerta abierta, cruza por detrás de DAVIES, ve el Buda roto y mira los trozos por un momento.

Entonces va hacia su cama, se quita el abrigo, se sienta, saca el destornillador y el enchufe y empieza a hurgar en él.) He vuelto para recoger mi pipa. ASTON.—¡Ah!, ¿sí? DAVIES.—Me he ido y... a mitad camino me..., de pronto... me he dado cuenta..., ¿sabe?..., que me había olvidado la pipa. Por eso he vuelto... Por eso..., he pensado que podría entrar y cogerla. ASTON.—¿La ha encontrado? DAVIES.—Sí, sí, ya la tengo. (Pausa.) ¿Ese no es el mismo enchufe que...? ¿Verdad?... ¿Ese que...? 46

El conserje ASTON.—Sí. (DAVIES avanza hasta el centro de la habitación.) DAVIES.—Todavía no ha hecho carrera con él, ¿eh? ASTON.—Hay algo que no marcha. Es lo que intento averiguar. DAVIES.—Bueno, si... persevera, yo creo que se saldrá con la suya. ASTON.—Creo que ya sé poco más o menos lo que le pasa. (DAVIES se le acerca

un poco más.) DAVIES.—Yo no entiendo mucho de enchufes, ¿sabe?...; si no, podría darle una orientación. De todas formas, espero que llegue a solucionarlo. (Pausa.) Oiga... (Pausa.) Usted, en realidad, no quería decírmelo, ¿verdad?, eso de que apesto. (Pausa.) ¿Verdad? Usted ha sido un buen amigo para mí. Me acogió. Me acogió, no me preguntó nada, me dio una cama, ha sido un compañero para mí. Escuche. He estado pensando que, si he estado haciendo todos esos ruidos, ha sido por culpa de esa corriente de aire, ¿comprende?, la corriente me daba de lleno cuando dormía, me hacía hacer ruidos sin que yo lo supiera, o sea que he pensado, quiero decir que, si usted me diera su cama y usted durmiera en la mía, no hay mucha diferencia entre ellas, son de la misma clase, si yo tuviera la suya, usted duerme, usted duerme en cualquier cama, ¿no? O sea que usted toma la mía y yo la suya y estamos al cabo de la calle. Yo no estaría expuesto a la corriente de aire, ¿comprende? A usted, en cambio, no le molesta, usted necesita un poco de aire, lo comprendo, habiendo estado allí dentro todo aquel tiempo, con todos los doctores esos, con todo lo que le hicieron, todo cerrado, ya sé cómo son esos sitios, demasiado calor, ¿comprende?, siempre hace demasiado calor allí dentro; una vez pude echar un vistazo a un sitio de esos; por poco me asfixio; o sea que yo supongo que esto sería la mejor solución; cambiamos de camas y entonces podríamos poner manos a la obra y hacer lo que teníamos pensado. Yo le vigilaría la casa, se la limpiaría; lo haría por usted; para el otro no..., no para... su hermano, ¿sabe?, para él no, para usted...; estaría a su servicio; no tiene más que decir una palabra, una sola palabra... (Pausa.) ¿Qué le parece lo que le estoy diciendo? (Pausa.) ASTON.—No; me gusta dormir en esa cama. DAVIES.—Pero ¡usted no comprende lo que quiero decir! ASTON.—Además, la otra es la cama de mi hermano. DAVIES.—¿Su hermano? ASTON.—Siempre que se queda aquí. Esta es mi cama. Es la única donde puedo dormir. DAVIES.—Pero ¡su hermano se ha ido! ¡Se ha ido! (Pausa.) ASTON.—No. No puedo cambiar de cama. DAVIES.—Pero ¡usted no comprende lo que quiero decir! ASTON.—(Levantándose y yendo hacia la ventana.) Además, voy a estar muy ocupado. Tengo que construir ese cobertizo. Si no lo hago ahora no podré hacerlo nunca. Hasta que no esté construido, no puedo hacer nada. DAVIES.—Le echaré una mano, le ayudaré a construir su cobertizo. ¡Eso es lo que haré! (Pausa.) ¿Es que no comprende a lo que voy? ¡Le echaré una mano! ¡Construiremos ese cobertizo los dos! ¿Comprende? ¿Comprende lo que le estoy diciendo? (Pausa.) ASTON.—No, puedo hacerlo yo solo. DAVIES.—Pero escuche. Yo estoy con usted, estaré aquí, le ayudaré, lo haremos juntos, y cuidaré de la casa, y se la vigilaré, todo; y, al mismo tiempo, seré su 47

Harold Pinter conserje. (Pausa.) ASTON.—No. DAVIES.—¿Por qué no? ASTON.—No duermo bien por las noches. DAVIES.—Pero ¡puñeta! ¿No le he dicho que cambiemos de camas? ¡Cristo! ¡Cambiemos de camas y ya está! ¿Es que no ve el sentido de lo que le estoy diciendo? (ASTON permanece en la ventana, dando la espalda a DAVIES.) ¿Quiere usted decir que me echa? No puede hacerme eso. Escuche, hombre. Escuche, hombre, escuche: no me importa, ¿comprende?, no me importa; me quedaré, no me importa; mire: si no quiere cambiar de cama seguiremos como antes, me quedaré en la misma cama; quizá poniendo un trozo de saco más fuerte en la ventana, quedaré a resguardo de la corriente; haremos eso, ¿qué le parece? ¿Seguimos como antes? (Pausa.) ASTON.—No. DAVIES.—¿Por qué... no? (ASTON se vuelve y le mira.) ASTON.—Hace usted demasiado ruido. DAVIES.—Pero..., pero...; mire..., escuche..., escuche un momento...; verá..., quiero decir... (ASTON se vuelve de nuevo de cara a la ventana.) ¿Qué voy a hacer? (Pausa.) ¿Qué haré? (Pausa.) ¿Dónde voy a ir? (Pausa.) Podría quedarme aquí. Podríamos construir su cobertizo. (Pausa.) Si quiere usted que me vaya..., me iré. No tiene más que decírmelo. (Pausa.) Voy a decirle una cosa, además...: los zapatos esos..., los zapatos esos que me dio... me van estupendamente..., me van muy bien. Tal vez podría... llegarme a... (ASTON sigue inmóvil, dándole la espalda, delante de la ventana.) Oiga..., si... me llegara allá abajo..., si pudiera... hacerme con mis papeles..., me dejaría..., me dejaría usted..., querría..., si me llegara allá abajo... y me hiciera con mis... (Un

silencio prolongado. Telón.)

FIN DE «EL CONSERJE»

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El conserje

Rido quia absurdum est

El ala británica del teatro del absurdo Harold Pinter Ann Jellicoe N. F. Simpson

Por F. M. Lorda Alaiz Del libro "La joven dramaturgia británica (desde 1956)" (Artículo publicado en 1962 en la revista PRIMER ACTO)

De entre la veintena de dramaturgos ingleses que se han dado a conocer en el curso de los últimos cinco años hay algunos que forman no sólo un grupo aparte, sino un fenómeno dramatúrgico nuevo, que no es privativo, por supuesto, de la Gran Bretaña, ni siquiera ha sido este país su cuna, a pesar de que uno de sus precursores —Joyce— y uno de sus exponentes máximos — Samuel Beckett— sean anglófonos. Nos referimos, en efecto, al tipo de teatro cuyo germen se halle acaso en Joyce y Kafka y que fragua como tal en Beckett y Eugenio Ionesco. Aunque las obras respectivas de estos jóvenes ingleses difieren notablemente entre sí y ostentan unas marcadas características propias, tienen algo de común que les confiere singularidad entre la producción dramatúrgica británica actual. Tal vez lo que tienen de común se exprese, a mi juicio, con mayor ceñimiento mediante la designación de realismo exasperado. Si nos ponemos a alambicar, la palabra realismo, de puro omnímoda, no significa nada. ¿Qué tipo de realidad designa? Pero ¿por qué damos por sentado que hay varios tipos de realidad? Será porque hemos oído hablar de ellos: realidad perceptible, sensorial, fenomenológica; realidad física y metafísica; realidad de creencia; realidad poética, de la que nos habla Novalis; realidad objetiva y subjetiva; la tautológica realidad ontológica... Se nos habla incluso de surrealismo, la super-realidad. Lo cual es ya la carabina de Ambrosio, porque, si bien se mira, la realidad es algo irreductible a grados. Tan realidad es un protón como el universo entero. No es cuestión de grados, sino, en este caso, de amplitud. Por otra parte, tan realidad es la superficie de la mesa donde trabajo como el sueño más dislocado, la más descabellada fantasía de un niño o la más absurda ocurrencia de un demente o un beodo. No es cuestión de estimativa, sino de existencia. Son cosas que existen, ergo son reales. Lo que pasa es que ciertos aspectos de la realidad nos son más familiares, más fijos y constantes, más normalizantes, que otros. El aspecto de la realidad que nos es

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Harold Pinter más familiar y normal es el que percibimos con los sentidos y experimentamos en la vida cotidiana. Luego, el que penetramos y deducimos con el intelecto. Hasta aquí nos movemos como Pedro por su casa. A partir de ahí empezamos a andar a tientas. El intento frenético de moverse en esa zona de penumbra en la que los atisbos resultan desconcertantes, cuando no pavorosos, es lo que pretende expresar el realismo exasperado. La exasperación ante la impenetrabilidad de un mundo que solamente se intuye o presiente y que, por lo tanto, no puede reconstruirse más que de una manera problemática e inarticulada, produce una especie de paroxismo en el que rigen leyes propias apenas comunicables, al borde, consiguientemente, del absurdo, al menos en apariencia. El resultado es una realidad que puede ser no sólo familiar, sino incluso ordinaria, casi sórdida; pero, al mismo tiempo, túrgida de misterio. Una especie de prodigio. En rigor, una paradoja sólo a sobre haz, porque, como escribe Martin Esslin en "The Theatre of Absurd", «no hay verdadera contradicción entre una reproducción meticulosa de la realidad y la literatura del absurdo, antes lo contrario: la mayor parte de las conversaciones reales son, si bien se mira, incoherentes, ilógicas, atentatorias contra la Gramática y elípticas. Transcribiendo la realidad con una precisión despiadada, el dramaturgo llega al desintegrado lenguaje del absurdo. Es el diálogo estrictamente lógico del drama racionalmente construido lo que es irreal y altamente estilizado. En un mundo caído en el absurdo es suficiente transcribir la realidad con minuciosa solicitud para crear la impresión de una extravagante irrealidad». Y se obtiene, a fin de cuentas, la ilusión teatral de una realidad única, clara y distinta, directa, avasallante e insustituible. Una presencia per se, inmanente. Dicho en un nombre: Samuel Beckett. Huelga decir, claro, que estos jóvenes dramaturgos ingleses que adscribimos al realismo exasperado —Harold Pinter y Ann Jellicoe son los más significativos e importantes, aparte de N. F. Simpson, que también se mueve en esta zona, aunque de un modo distinto y merece una atención especial— deben mucho a Samuel Beckett. Y a Kafka, el de las realidades alucinantes y obsesivas. Hay una clara concomitancia entre esta manera de concebir un drama y el mal llamado arte abstracto. Mal llamado porque nada hay más concreto ni de más nítidos contornos objetivos que un cuadro de Mondrian, por ejemplo. Esa concomitancia estriba en la inmanencia del objeto artístico, en su presencia escueta. Naturalmente, al pronto, el público, que es receloso, cuando no tosco, y el crítico, que opera a base de puntos de referencia, ante un mundo artístico que no ofrece sino lo que se ve y al paso que se ve y que, al crearse, ha ido creando sus propias leyes —aunque en modo alguno es gratuito, como se verá, sino más lógico y hondo y revelador que el aparentemente lógico y racional—, se quedan perplejos, si es que no montan en cólera. El crítico, tras su estupefacción inicial, en la que no puede permanecer porque profesionalmente le está vedado, hace un esfuerzo y aventura interpretaciones e inventa nuevas etiquetas. En puridad, lo único que debería hacer sería levantar acta, que es lo único que cabe hacer ante los hechos. En cuanto al público, si fuera capaz de 50

El conserje advertir que lo que le pasa no es que no entiende, sino que no ve, algo habría entendido ya. Para los críticos, la dramaturgia de Pinter, Simpson y Jellicoe es, pues —si prescindimos de su denominación más amplia y, por tanto, más superficial y casi frívola de «teatro del absurdo»—, «comedia de amenaza» o «teatro non sequitur», locución latina ésta que viene a querer decir, casi literalmente, «el disloque». Claro, todo lo desconocido entraña una amenaza, y todo lo que no se ve en su estructuración global, sino de un modo fragmentario, es un fenómeno dislocado. Más acertados están, a mi modo de ver, quienes la califican de «realismo trascendental» y advierten en la obra de estos jóvenes un esfuerzo por ahondar en el entresijo de la condición humana en una época como la nuestra, en que el hombre, como individuo, se ve amenazado por todas partes y, en tanto que colectividad, anda metido en un laberinto inextricable. En Pinter, Simpson y Jellicoe no interesa la trama, apenas existente, sino los personajes. Y son éstos los que, debatiéndose contra su mundo interior —dolores, frustraciones, ensueños, anhelos—, permanecen luego en nuestro recuerdo. No en su interrelación con los demás, pues apenas son capaces de comunicarse —sus palabras, más que puentes, son barreras que se levantan mutuamente—, sino solos, aislados, abandonados a su soledad, a su angustia, o, mejor aún, replegados en su soledad, en su angustia. HAROLD PINTER De entre estos jóvenes dramaturgos británicos, el que ha causado más amplio y hondo impacto en el público y la crítica ha sido Harold Pinter. Pinter se dio a conocer con la obra en un acto The room, estrenada en la Universidad de Bristol en mayo de 1957. Esta pieza es ya como el embrión de todo el teatro de este autor; contiene, en potencia, casi todo el programa que ha de desarrollar en los años sucesivos, tanto en lo que se refiere a la temática —el hombre solitario y a la defensiva, asediado por el terror, o al menos ensimismado (el hombre de la mirada hostil sartriano)— como en lo que atañe a la exposición—: un estilo e idioma peculiares, pero basados en ese parloteo más que coloquial vulgar, incongruente, elíptico, rutinario, monologante, que en un mundo absurdo produce la impresión de una extravagante irracionalidad. El título de la obra —The room («El cuarto» o «La habitación»)— es ya toda una declaración de principios. «Dos personas en una habitación —ha dicho el propio Pinter—. La mayor parte del tiempo no hago sino darle vueltas a esta imagen de dos personas en una habitación. Se levanta el telón y yo veo la escena como formulándome una pregunta sumamente imperiosa: ¿Qué va a sucederles a estas dos personas que están en la habitación? ¿Va a abrirse la puerta y va a entrar alguien?» El punto de partida de este teatro es, por consiguiente, un retorno a los elementos verdaderamente básicos del drama, la expectación creada por los ingredientes elementales de un teatro puro, anterior a toda literatura: una escena, dos personas, una puerta, una imagen poética que suscita en nuestro ánimo un temor y un «suspense» indefinidos. Al preguntarle un crítico qué era lo que temían esas dos personas, Pinter explicó: 51

Harold Pinter «Evidentemente, sienten miedo por lo que haya en el exterior de la habitación. En el exterior de la habitación hay un mundo que les acecha, un mundo aterrador. Estoy seguro que a usted también le aterra, no menos que a mí...» El telón se levanta. La habitación. Un recinto cerrado. Una puerta. Es la morada de Rosa, una anciana sencilla y maternal, cuyo marido, Bert, no le dirige nunca la palabra, a pesar de que aquélla le trata con abrumadora solicitud. El aposento pertenece a una casa muy grande. En el exterior, el invierno y la noche. Rosa ve el cuarto como su único refugio, el único lugar seguro en un mundo hostil. Este cuarto, se dice a sí misma, es exactamente lo que desea. Habla del aposento con una mezcla de afecto y ansiedad. Dice que sentiría mucho tener que mudarse. Y por nada del mundo se trasladaría al sótano, que es oscuro y húmedo. La habitación se convierte, pues, en una imagen de la reducida área de luz y calidez que nuestra consciencia, el hecho de existir, abre en el inmenso océano de la nada, del que emergemos gradualmente después de nuestro nacimiento y en el que nos hundimos de nuevo al morir. Las tinieblas del exterior están erizadas de amenazas. Rosa no está segura del lugar que ocupa la habitación en la estructura de las cosas, cuál es su engarce en el plano del edificio. Lo pregunta a Mr. Kidd, al que toma por el propietario, pero que acaso no sea más que un apoderado. Las contestaciones de éste, un viejo ya decrépito y titubeante, no pueden ser más imprecisas. El marido de Rosa y Mr. Kidd se marchan. Aquel es conductor de camión y realiza un servicio nocturno. Rosa se queda sola. La puerta. Tras ella, silenciosamente ávida, se oprime con furia la amenaza. Y cuando Rosa la abre, por fin, para sacar la basura, hay allí dos personas en pie, recortándose sus siluetas sobre el fondo oscuro del exterior. Experimentamos un sobresalto, un espeluzno de terror nos recorre el cuerpo. Como a Rosa. Sin embargo, se trata simplemente de una joven pareja que busca aposento y se les ha dicho que hay uno vacante en la casa. ¿Qué habitación? La número siete. «Pero si el número siete es nuestra habitación y no queremos mudarnos», explica Rosa. La pareja se marcha. Entra Mr. Kidd. Abajo, en el portal, hay un hombre que desea ver a Rosa. Ha estado allí días enteros, esperando que se fuera el marido de Rosa. Mr. Kidd sale. De nuevo se convierte la puerta en la frágil barrera que retiene precariamente la constante e insaciable amenaza del exterior. Al fin se abre y entra un negro de gran corpulencia, ciego, que se llama Riley. Dice que trae un mensaje a la anciana del padre de ésta. El marido regresa y ataca brutalmente al negro. Rosa se queda ciega. Esto es todo lo que cabe decir acerca de la trama de esta pieza. Cierto, desde el punto de vista realista, aunque el diálogo, los tipos y las acotaciones de tiempo y espacio son acendradamente reales, todo esto no significa gran cosa de una manera inmediata. Pero desde un principio se adivina repleto de contenido y suscita un cúmulo de preguntas. ¿Es el oscuro sótano la muerte? ¿Es el aposento, como hemos apuntado anteriormente, un símbolo de nuestra breve e incierta permanencia en este mundo? ¿Es el negro ciego el mensajero de un mundo distinto, que viene a conducir a la anciana a la casa de su padre? ¿Representa el marido silencioso la imposibilidad de comunicación incluso con los seres más queridos y próximos? Todas estas preguntas y otras muchas 52

El conserje brotan constantemente, pero no se nos da ninguna contestación. Nos hallamos ante una mera situación, ante una atmósfera y, en último término, ante unos hechos que de un modo extraño nos afectan profundamente. En el mismo año —1957—, Harold Pinter escribió otras dos piezas: The Dumb Waiter y The birthday party. La primera no se estrenó hasta el 21 de enero de 1960, en el Hampstead Theatre Club, de Londres. Nuevamente, una habitación con dos personas dentro. Y la puerta. Tras ésta, lo desconocido. La habitación, destartalada y sucia, está situada en los bajos de una casa, y las dos personas que la ocupan son dos asesinos a sueldo que se hallan al servicio de una organización misteriosa. Se les da unas señas, una llave, y se les dice que esperen nuevas instrucciones. Tarde o temprano llega la víctima, la matan y se van. De lo que pasa luego no tienen la más ligera idea. Ben y Gus, los dos pistoleros, están muy nerviosos. Quieren hacerse té, pero no tienen la moneda para introducir en el fogón automático de gas. En la pared posterior de la estancia se abre una especie de torno con un pequeño ascensor que comunica con el piso superior —«el camarero mudo»—, pues, a lo que parece, la pieza debió ser un día la cocina de un restaurante. De pronto, el ascensor empieza a moverse. Desciende. Ben y Gus se aproximan, ven que hay allí un papelito escrito, lo toman y leen: «Dos bistecs con patatas fritas. Dos pudins de sagú. Dos tés sin azúcar». Los dos pistoleros, despavoridos ante la posibilidad de que se les descubra, se entregan afanosamente a la tarea de cumplir, como sea, el misterioso encargo procedente de arriba. Buscan febrilmente en todos sus bolsillos y al fin envían arriba un paquete de té, una barrita de chocolate, una torta, un cucurucho de patatas fritas. Pero el «camarero mudo» desciende de nuevo, pidiendo más cosas, platos más y más complicados, especialidades chinas y griegas. Los dos hombres descubren un megáfono junto al torno. Ben establece contacto con los poderes de arriba, quienes le echan una severa reprimenda. Gus sale del aposento para ir a buscar un vaso de agua. En su ausencia, Ben recibe, a través del megáfono, las instrucciones definitivas. Tienen que matar a la primera persona que entre en la estancia. Es Gus. Despojado de la chaqueta, el chaleco, la corbata y la pistola, Gus se convierte en la nueva víctima...

The birthday party se estrenó, el mismo año en que fue compuesta la obra, en el Lyric, de Hammersmith, haciéndola saltar la crítica de la cartelera como un dinamitero hace saltar un puente, tal fue la carga de indignación que generó en el ánimo de los críticos londinenses. No obstante, aunque zozobrante de momento por efecto de los torpedos que habían lanzado contra ella las firmas pontificantes de la crítica teatral, no naufragó, sino que reemprendió su curso por derroteros menos expuestos al tiro de los grandes «destructores», dejando una estela de sorpresa y aplauso entre los públicos minoritarios. Luego se hizo de nuevo a la mar abierta, bastante bien acorazada de respetable prestigio, se adaptó a la televisión y acabó por obtener la atención de un amplio sector del público y la beligerancia y grave consideración de la crítica. Personalmente presencié la excelente interpretación que dieron a esta obra los «Tavistock Players» en el Tower Theatre, este de Londres, en la primavera de 53

Harold Pinter 1959. La acción se desarrolla en una pensión familiar de una población marítima. La dueña, Meg, mujer de edad avanzada, maternal, recuerda a la Rosa de The room; el marido de Meg, Petey, es casi tan silencioso como el marido de Rosa, Bert, pero sin la brutalidad de éste. Los dos pistoleros de The dumb waiter reaparecen bajo la forma de dos siniestros visitantes: un irlandés taciturno y brutal y un judío lleno de falsa campechanía y de sospechoso savoir faire mundano. Pero el protagonista del drama es Stanley, hombre de unos treinta y pico de años, atrabiliario e indolente. Meg siente por él una debilidad, hecha de sentimiento maternal y sexualidad, lo cual le permite a Stanley prolongar abusivamente su estancia en la pensión. Poco se sabe del pasado de éste, aparte de que en cierta ocasión —según él mismo cuenta, y todo induce a creer que no es verdad— dio un recital de piano en Lower Edmond. Obtuvo un gran éxito. Pero luego, en ocasión de su segundo concierto, fue víctima de una conspiración anónima que le hundió en el descrédito. Aunque Stanley sueña en hacer una gira mundial, lo que realmente desea es seguir guarecido en la pensión y acogido a los cuidados, por muy irritantes que le resulten a veces, que le prodiga Meg. Es evidente que se guarda de un mundo hostil. La puerta se abre. Dos siniestros visitantes, Goldberg y McCann, preguntan si hay habitaciones libres, pero muy pronto se echa de ver que van en busca de Stanley. ¿Por qué? ¿Para qué? Organizan una fiesta de cumpleaños en honor de Stanley, quien insiste en que él no cumple años aquel día. Es inútil: los preparativos se prosiguen y la fiesta se celebra. En el curso de la misma, Meg, ajena a lo que está ocurriendo, coquetea grotescamente; Goldberg, que por lo visto tiene, además de éste, una multitud de nombres, seduce a la muchacha rubia y medio tonta que vive en la casa vecina; McCann bebe y vigila a Stanley, cuyas gafas le ha arrancado de la cara y ha hecho añicos y el jolgorio culmina en un alucinante juego a la gallina ciega. Todo esto va produciendo un vértigo creciente en Stanley, quien al fin, presa de una crisis de histeria, intenta estrangular a Meg; Goldberg y McCann se apoderan de él y lo conducen al piso superior. Al iniciarse el tercer acto vemos que Goldberg y McCann descienden por las mismas escaleras, llevando en medio, como preso, a Stanley; éste viste ahora chaqué negro, pantalón a rayas, lleva un cuello limpio con la correspondiente corbata, cubre su cabeza con sombrero hongo y en una de sus manos sostiene las gafas rotas; está pálido y se mantiene silencioso y se deja hacer como si fuera un guiñapo. Los dos hombres se lo llevan en un automóvil grande y negro. Meg sigue soñando en la espléndida fiesta de la noche anterior y ni por asomo cae en la cuenta de lo que ha sucedido. La interpretación más superficial que se ha querido dar al simbolismo de esta pieza es que subraya, una vez más, la lucha entre la sociedad —el mundo exterior— y el individuo. Acaso haya algo de eso, pero a buen seguro no es todo, ni siquiera lo principal. En todo caso, está en los antípodas de la alegoría obvia y casi tosca del «Rinoceronte», de Ionesco. El simbolismo, si es que realmente de simbolismo se trata, cala mucho más hondo en la condición del hombre actual, aunque de una manera imprecisa, pero decididamente inquietante. Ocurren cosas, los personajes se agitan, entran y salen: algunas veces, arrastrados mecánicamente por el hábito y la rutina; otras, de una manera aparentemente arbitraria, mas sembrando siempre en nosotros el 54

El conserje germen de la cavilación de hondura. Algo muy recóndito se remueve en nosotros. Y es que, en definitiva, son tipos y actos de nuestro mundo, rigurosamente reconstruidos y hábilmente quintaesenciados en el crisol de la poesía dramática. En efecto, todo ello se nos sirve con un admirable sentido del teatro y a través de un diálogo nada literario, al ras del suelo, quebrado, realzado con frecuencia su relieve expresivo mediante silencios henchidos del discurrir interior de los personajes, lleno de sorpresas clamorosamente hilarantes, a pesar del fondo trágico del drama. No acaba de ser un diálogo entre sordos, porque en ocasiones, a destiempo, por supuesto, en el momento más inesperado, surge la réplica o una alusión a lo que ha dicho hace ya rato el interlocutor. En realidad, se trata de un soliloquio que alguna que otra vez halla un eco fugaz, contingente, en el soliloquio del otro, como una corriente subterránea que muy de cuando en cuando aflora a la superficie y, si se da la causalidad de que la otra corriente ha abandonado también por un momento su cauce interior, establece un ligero contacto con ella y, por lo menos, registra distraídamente su rumor y luego vuelve a soterrarse.

The Birthday Party no es todavía Harold Pinter en su mejor forma. Como en sus piezas anteriores, aunque en ésta en una medida ya mucho menor, algunos pasajes en que se roza el melodrama, el simbolismo crudo y el misterio fácil nos hacen torcer el gesto, pero nos hallamos ya, de todas maneras, ante «ese momento vivo, algo que ocurre en aquellos instantes y que en lo que dice la escena y dicen los personajes se halla toda explicación y todo significado». Tras «La fiesta de cumpleaños», Harold Pinter escribió la letra de algunos fragmentos de revista musical y dos piezas de radio-teatro; una de ellas, A Slight Ache —«Un dolorcillo»—, muy celebrada cuando la transmitió la BBC. En realidad, Pinter, que nació en Londres en 1931, lleva escribiendo desde su adolescencia —empezó publicando poemas sueltos en diversas revistas literarias y sigue siendo fundamentalmente un poeta trasplantado al teatro—. A los veinte años inició una carrera de actor. En todo ello halló Pinter un gran apoyo en sus padres, judíos que viven en el East End de Londres, donde tienen una sastrería. Estudió en la Escuela Central de Drama y Declamación. Eludió el servicio militar, aduciendo que su conciencia no le permitía prestarlo — conscientious objector—, lo cual le obligó a debatirse una temporada con los tribunales. Como actor se ha presentado siempre ante el público bajo el seudónimo de «David Baron». Con este nombre recorrió Irlanda, incorporado a una compañía dedicada al teatro de Shakespeare. Ha actuado también en teatros de provincias, en uno de los cuales conoció a la que hoy es su mujer: la actriz Viven Merchant. A Pinter le gustan los «papeles tenebrosos». Siente una verdadera pasión por Samuel Beckett.

A slight ache lo transmitió por primera vez el Tercer Programa de la BBC el 29 de julio de 1959. De los tres personajes que tiene la pieza sólo dos hablan. El tercero, al que no se oye en absoluto, está investido, por lo tanto, con el terror de lo desconocido. Un matrimonio ya viejo, Edward y Flora, se sienten 55

Harold Pinter desazonados ante la misteriosa presencia de un vendedor de cerillas callejero, apostado junto a la entrada de la verja posterior de su casa. Allí está desde hace días, sosteniendo su bandeja de madera, sin vender nunca nada. El viejo vendedor ejerce sobre ellos tal fascinación que, al fin, deciden hacerle entrar en casa. Pero todo lo que hacen y dicen para que hable resulta inútil. Como si esta obstinada ausencia de toda reacción fuera una especie de desafío, Edward empieza a contar al extraño vendedor de cerillas la historia de su vida. Insiste en que no está asustado, pero en realidad lo está, y sale al jardín para respirar un poco de aire fresco. Ahora le toca la vez a Flora, la cual inunda al silencioso visitante de recuerdos y confesiones. Le habla incluso de cuestiones sexuales, sintiéndose evidentemente atraída y, al mismo tiempo, repelida por el viejo vagabundo. «Te voy a retener —le dice en un momento determinado—, te voy a retener, espantoso individuo, y te voy a llamar Bernabé.» Edward se siente terriblemente celoso. Nuevamente aborda a Bernabé, pero como tampoco consigue suscitar en éste la más mínima reacción, experimenta un desplome de su personalidad. El drama termina instalando Flora en la casa a Bernabé y despachando a Edward: «¡Edward! ¡Aquí tienes la bandeja!» El vagabundo sustituye al marido. En su segunda pieza de radio-teatro, A night out —«Una noche de francachela»—, transmitida por primera vez el 1 de marzo de 1960 por el Tercer Programa de la BBC y en abril del mismo año, en versión televisada, por la Televisión ABC, y en la escrita especialmente para la televisión, Night School — «Escuela nocturna»—, transmitida por primera vez el 21 de julio de 1960 por la Associated Rediffusion TV, Harold Pinter hace alarde de su maestría en el uso del idioma de la vida real para poner de relieve lo absurdo y fútil de la condición humana. La primera narra las aventuras de un empleado, Albert Stokes, un refoulé, al que su madre ha retenido pegado a sus faldas con un afán de posesión semejante al de Meg para con Stanley y al de Flora para con el enigmático vendedor de cerillas. Albert ha sido invitado a una fiesta organizada por sus compañeros de oficina. Se desprende de su madre y va a la fiesta, donde su rival en la oficina le pone en situaciones embarazosas, haciendo que las muchachas le ataquen los puntos flacos de sus represiones. Se le acusa de haber abusado de una de las chicas, regresa a casa, su madre le regaña, pierde los estribos, arroja contra ésta un objeto y, creyendo que la ha matado, se precipita a la calle. Una prostituta le lleva a su cuarto, pero le regaña también porque ha dejado caer un poco de ceniza de su cigarrillo en la alfombra; Albert experimenta un nuevo estallido de cólera y se va. Al regresar a su casa por la mañana se encuentra a su madre viva, aunque algo maltrecha. ¿Ha logrado Albert Stokes escapar de sí mismo? La pieza para la televisión Night School, al paso que retorna al tema típico de Pinter, de considerar la habitación como símbolo del lugar que ocupamos en el mundo, aborda el problema de la verificación y de la identidad. Walter, al regresar de la cárcel, donde ha cumplido condena por falsificar unos cheques, se encuentra con que sus dos ancianas tías han alquilado a otro su habitación. 56

El conserje Siente un verdadero terror al enterarse de que quien ocupa ahora la habitación es una muchacha, Sally, maestra, según ella, y que sale mucho de noche porque sigue un curso de idiomas extranjeros en una escuela nocturna. Al ir a buscar algunas de sus cosas a la habitación, Walter echa de ver en seguida que en realidad la chica trabaja en un club nocturno. Aunque existen muchas probabilidades de que logre trabar amistad con ella y, seduciéndola o incluso tomándola en matrimonio, pueda recobrar su cama, Walter pide a un negociante de dudosa moral, amigo de sus tías, que averigüe cuál es el establecimiento donde trabaja Sally. Solto, el negociante, encuentra a la muchacha, le gusta, concibe la esperanza de seducirla y, sin darse cuenta, revela que ha sido Walter quien le ha enviado a espiarla. Pero Sally, que sabe ahora que Walter quería desenmascararla, se marcha, desaparece. De esta manera, Walter, al poner por encima de todo su deseo de recobrar su habitáculo, pierde la oportunidad de ganar a la muchacha, que podía haberle proporcionado un verdadero lugar en el mundo. El drama que ha consagrado a Harold Pinter como una de las más grandes y fundadas promesas de la dramaturgia británica actual es The Caretaker, estrenado el 27 de abril de 1960 en el Arts Theatre y trasladado el 30 de mayo del mismo año al Duchess Theatre. The Caretaker —«El portero, conserje o encargado», que cualquiera de las tres cosas puede significar la palabra inglesa— representa un gran paso hacia adelante en la evolución artística de Pinter. Como en sus anteriores, aún se advierten en esta pieza síntomas de paranoia—uno de los personajes es un tipo medio tarumba, cuya individualidad ha sido difuminada mediante una operación de cerebro—, pero la intensidad de tales síntomas es mucho menor. Los símbolos se han retirado, por lo demás, a un fondo más recóndito; el melodrama no asoma por ninguna parte, ni tampoco la truculencia. Lo que queda es un drama que versa sobre personas de carne y hueso.

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Harold Pinter

HAROLD PINTER La comedia de la alusión

De "Teatro de protesta y paradoja", de George E. Wellwarth (1964)

Nada podría demostrar con más claridad el hecho de que el movimiento de vanguardia en teatro es esencialmente un movimiento francés que un estudio de la obra de Harold Pinter. Pinter es el único exponente importante, en Inglaterra, de la técnica vanguardista en la producción dramática. Las obras de Pinter dan siempre la impresión de una ciencia ecléctica, más que la de un impulso creativo. Es como si hubiera leído todas las fuentes secundarias — Beckett, Ionesco y Genet, especialmente— pero no la fuente primaria y principal: Antonin Artaud. Pinter posee un sentido particularmente agudo de las situaciones escénicas, una percepción notable de lo que "quedará bien" en escena. En todos sus dramas, por muy estáticos e incomprensibles que parezcan, Pinter hace gala de un oído realmente extraordinario para captar las pautas de lenguaje de la gente ordinaria, así como de una gran habilidad para la creación de "suspense" mediante una serie de conflictos sostenidos sólo momentáneamente. El diálogo de Pinter fascina por su misma monotonía y reiteración, precisamente porque el público lo reconoce: ya ha oído antes este tipo de conversación. Ionesco hace lo mismo con un lenguaje corriente en LA CANTANTE CALVA; pero si Ionesco prolonga el efecto hasta convertirlo en caricatura, Pinter sabe siempre dónde debe parar: precisamente en el punto en que se detiene el lenguaje ordinario. Pinter utiliza el diálogo humano como un combate de entrenamiento en que ambos boxeadores se limitan a fintar y parar, evitando trabar la lucha. Sus personajes no están encerrados en cáscaras cerradas y separadas, como los de Ionesco y Adamov: viven convencidos —igual que la gente corriente— de que pueden alcanzarse mutuamente con sus golpes verbales, pero temen dar en el blanco. El propio Pinter ha indicado que su objetivo es observar lo que le ocurre a la gente. Para conseguirlo suele elegir como imagen central una habitación —una habitación ordinaria— y la hace servir de microcosmos representativo del mundo. Dentro de la habitación los personajes se sienten a salvo. Fuera están las fuerzas extrañas; en el interior todo es calor y luz. Es una especie de matriz en que uno puede considerarse seguro. El conflicto sobreviene cuando alguna fuerza exterior irrumpe en la habitación y pulveriza la artificial seguridad de sus ocupantes. El papel de Pinter es el de un observador desapasionado, y gran parte de la aparente dificultad de sus obras deriva del hecho de que escribe como si estuviera auscultando mentalmente a sus personajes y transcribiendo hasta sus pensamientos más incoherentes. Él mismo ha explicado que tres de sus dramas más importantes nacieron como un simple experimento. Pinter 58

El conserje quiso observar qué podía suceder con dos personas en una habitación. THE ROOM (La habitación) surgió después de entrar en una habitación donde había una persona de pie y una sentada. THE BIRTHDAY PARTY (La fiesta de cumpleaños), después de entrar en una habitación donde había dos personas sentadas. THE CARETAKER (El portero), después de mirar al interior de una habitación donde había dos personas de pie. (…) En (…) THE CARETAKER (El portero, 1960), su primer gran éxito, Pinter abandona el humor macabro y brutal que caracterizara sus anteriores dramas y nos ofrece una obra casi beckettiana en la que tres hombres esperan algo que nunca llega. Una vez más los personajes se encuentran en una habitación que representa la seguridad. La habitación es grande y desordenada y está en el último piso de un edificio, por lo demás deshabitado. La casa pertenece a Mick, y se encarga de ella Aston, su hermano mayor, que vive en la habitación. Aston trae consigo a Davies, un viejo vagabundo a quien ha salvado de una paliza. Davies resulta ser una de esas personas dominantes y agresivas que creen tener derecho a todo. Apenas Aston le ha ofrecido su habitación para que se quede en ella durante algún tiempo —el que necesite para resolver su apurada situación—, Davies empieza a comportarse como si fuera el dueño. Poco a poco parece convencerse de que está haciéndole un favor a Aston, y de que la insistencia de Aston en conservar la habitación tal como está es una afrenta personal. A pesar de la insolencia de Davies, Aston continúa tratándole benévolamente y le ofrece el cargo de celador por una temporada. Incluso le confiesa que una vez recibió tratamiento de electro-shock en una institución mental. Davies no puede resistir la tentación de enemistar a los dos hermanos; primero intenta convencer a Mick de que Aston es aún un desequilibrado y de que debiera ser internado de nuevo, y luego, cuando Mick le descubre, trata de reintegrarse a la estima de Aston. Lo único que consigue con sus intrigas es acercar aún más el uno al otro a los dos hermanos. Al final, Davies suplica en vano a Aston "otra oportunidad". Como todos los dramas de vanguardia, EL PORTERO admite diversas interpretaciones. Superficialmente es la historia de dos hermanos que han enfriado sus relaciones y que se unen de nuevo gracias a la intervención de un vagabundo que ha conocido uno de ellos. Pero es también, como todos los dramas vistos hasta ahora, la historia de la habitación donde se desarrollan los acontecimientos. La habitación es sucia, desordenada e inhospitalaria. Tiene goteras, el gas no funciona y las condiciones sanitarias son mínimas; pero para los tres hombres representa un asilo donde se ocultan del mundo. Para Davies, el vagabundo sin hogar, viene a ser un lugar donde puede, al fin, establecerse; y en cuanto la obra es una tragedia, es la tragedia de su incapacidad para ganarse un sitio en este paraíso a causa de su invencible maldad innata. Para Aston la habitación es un refugio, ya que no ha sido capaz de abrirse camino en el mundo exterior. Mientras permanezca en la habitación, ocupado tan sólo en las necesidades de la casa, que está decorando, se encuentra a salvo del sanatorio mental y de los tratamientos de electro-shock. Su existencia es un intento deliberado y meticuloso de olvidar todo lo que no sea el cumplimiento 59

Harold Pinter preciso de las acciones rutinarias. Para tranquilizarse juega con una clavija de la instalación eléctrica que está reparando: algo parecido al hábito de Nick en "Big Two-Hearted River", de Hemingway, Nick pesca para apartar de su mente las ideas desagradables. Para Mick, el hermano menor, la habitación es un refugio de emergencia. No vive en ella, pero quiere conservarla para un caso de necesidad. La cama donde duerme Davies es la suya, y su antagonismo hacia el vagabundo —en una ocasión lo persigue blandiendo el aspirador— se debe a su temor de verse desposeído. Los tres hombres —Aston, Mick y Davies— están esperando algo que el espectador comprende que no ocurrirá nunca. Como los dos protagonistas de ESPERANDO A GODOT, su vida es un compás de espera; se sostienen con la esperanza de un ideal imposible de realizar. El sueño de Davies es volver a Sidcup y recuperar los documentos que prueban su identidad. La obsesión de Aston es llegar a construir el cobertizo en el jardín: el símbolo de su cordura recobrada. Y Mick piensa convertir la vieja mansión en una suntuosa residencia. Nada de eso se llevará a cabo, pero ellos seguirán soñando, y esto les proporcionará la ilusión de que sus vidas tienen una finalidad y un significado. THE CARETAKER ha sido interpretado de muchas maneras, aunque todas adolecen de un defecto: son demasiado específicas. Bernard Dukore ve a Aston como el ex-rebelde social reducido a la impotencia por la simbólica operación de cerebro. Ruby Cohn sugiere que Mick y Aston representan al Sistema que aplasta a Davies. Le brindan una débil esperanza para poder aniquilarlo más completamente al final. J. R. Taylor ve toda la acción como un plan deliberado de Mick, con el consentimiento tácito de Aston, para librarse de Davies y poder seguir así rehabilitando a su hermano, la expulsión de Davies toma proporciones similares a las cósmicas de "la expulsión de Adán del Paraíso Terrenal".

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El conserje

Digitalizado por Risardo para Biblioteca_IRC en octubre de 2005 http://biblioteca.d2g.com

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Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005

El amante (The lover) 1963

Versión española: Luis Escobar

Harold Pinter

Índice (cada epígrafe es un hipervínculo. Clicando sobre él se va a la sección correspondiente)

El amante • Personajes • Acto único

Textos complementarios • Sobre "El amante" • Introducción al teatro de Harold Pinter

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El amante (The lover) (1963)

Personajes

Richard

Sarah

John

Época actual en una casa de campo cerca de Windsor.

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Harold Pinter

Un hotelito en el campo cerca de Windsor. Arriba un dormitorio de dos camas. Abajo, cuarto de estar y hall con salida a la calle. Richard está metiendo sus papeles en una carpeta. La cierra y pasa al hall. Sarah está arreglando unas flores. Él la besa y la mira sonriendo. Ella también sonríe.

RICHARD.—(Sonriente.) ¿Viene hoy tu amante? SARAH.—¡Humm...! RICHARD.—¿A qué hora? SARAH.—A las tres. RICHARD.—¿Vais a salir o vais a quedaros en casa? SARAH.—... Supongo que nos quedaremos. RICHARD.—¿No querías ir a esa exposición? SARAH.—Sí quiero... pero prefiero quedarme hoy aquí. RICHARD.—Mumhumm. Bueno, tengo que marcharme. SARAH.—¡Humhumm!... RICHARD.—Entonces... volveré hacia las seis. SARAH.—Sí. RICHARD.—Que lo pases bien. SARAH—Espero. RICHARD.—Adiós. SARAH.—Adiós.

(Él sale. Ella continúa con sus flores. Oscuro. Por la tarde. Sarah se está cambiando de vestido. Se arregla el pelo. Se atiranta las medias. Baja la escalera. Se mira al espejo del hall. Mira el reloj. Son las tres y diez. Va a una cómoda y de un cajón saca un bongo y lo coloca con cuidado junto al sofá del cuarto de estar. Vuelve a mirarse al espejo del hall. Se mira los zapatos. Sube al cuarto y los cambia por otros de más alto tacón. Baja y coge una revista. Mira su reloj de pulsera. Enciende un pitillo y se sienta a ojear una revista. Cambia de postura. Se recuesta. Suena el timbre de la calle. Se levanta y va a abrir. En el momento de abrir. Oscuro. Atardecer.) (Sarah está sentada con una copa, en la sala. En la radio hay música francesa ligera. El bongo ha desaparecido. Entra Richard vestido como se fue por la mañana. Deja su cartera en el hall y entra en el living.) (Sonriente.)

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El amante (The lover) (1963) SARAH.—Hola.

(Va a servirle un whisky. Coge el vaso.) RICHARD.—Hola. SARAH.—¿Quieres un whisky? RICHARD.—Sí, gracias. SARAH.—¿Cansado? RICHARD.—Un poco. SARAH.—¿Mucho tráfico? RICHARD.—No ha sido de los días peores. SARAH.—Pues llegas más tarde que otras veces. RICHARD.—¿Es más tarde? SARAH.—Un poco. RICHARD.—En el puente había un embotellamiento. ¿Y tú, qué has hecho?

(La música de la radio acaba y un locutor empieza a hablar en francés. Sarah se levanta y se apresura a cortarlo. Después va a la mesa de las bebidas y se sirve. Él la mira ir y venir.) SARAH.—Mumm. Esta mañana fui al pueblo. RICHARD.—¡Ah, sí! ¿Fuiste a ver a alguien? SARAH.—No; almorcé allí. RICHARD.—¿En el pueblo? SARAH.—Sí. RICHARD.—¿Bien? SARAH.—Bastante. No mal. (Se sienta.) RICHARD.—Y qué tal esta tarde. ¿Lo has pasado bien? SARAH.—¡Ah, sí! Maravillosamente. RICHARD.—¿Por fin vino tu amante? SARAH.—Sí. ¡Claro! RICHARD.—¿Le enseñaste las hortensias?

(Ligera pausa.) SARAH.—¿Las hortensias? RICHARD.—Sí. SARAH.—No. No se las enseñé. RICHARD.—¡Ah! SARAH.—¿Tú crees que debía haberlo hecho? RICHARD.—No, no. Creía recordar que me había dicho que le interesaba la jardinería. SARAH.—Sí, mucho. (Pausa.) Bueno, no sé si le interesa tanto... RICHARD.—¡Ah! (Pausa.) ¿Habéis salido u os habéis quedado en casa? SARAH.—Nos hemos quedado. RICHARD.—Ya. (Mira las persianas venecianas.) Esas persianas no están bien subidas. SARAH.—No. Están un poco torcidas. 5

Harold Pinter

(Pausa.) RICHARD.—Hacía calor en la carretera. Y eso que ya empezaba a caer el sol. Bueno, imagino que aquí también habrá hecho calor. En Londres era asfixiante. SARAH.—¿Ah, sí? RICHARD.—Asfixiante. Ha debido hacer calor en todos lados. SARAH.—Sí, ha hecho una temperatura muy alta. RICHARD.—¿Lo han dicho por la radio? SARAH.—Me parece que sí.

(Corta pausa.) (Cogiendo su vaso.) RICHARD.—¿Quieres otro antes de cenar? SARAH.—¡Munhm! RICHARD.—¿Bajasteis las persianas?

(Llena los vasos.) SARAH.—Sí; las bajamos. RICHARD.—Hacía muchísimo sol. SARAH.—Sí; terrible. RICHARD.—Lo malo de esta habitación es que da el sol de plano. ¿No os fuisteis a otro cuarto? SARAH.—No. Nos quedamos aquí. RICHARD.—Debía haber una luz terrible. SARAH.—Por eso bajamos las persianas.

(Pausa.) RICHARD.—Lo que pasa es que con las persianas echadas hace un calor enorme. SARAH.—¿Tú crees? RICHARD.—Quizá... no. Quizá sea solamente la sensación. SARAH.—Sí. Eso creo. (Pausa.) ¿Qué has hecho esta tarde? RICHARD.—Hemos tenido una larguísima reunión. Y no hemos resuelto nada. SARAH.—Vamos a comer frío. ¿No te importa? RICHARD.—En absoluto. SARAH.—Con tanta cosa no me ha dado tiempo de cocinar.

(Pasan al comedor. Oscuro. Cuando vuelve la luz están tomando café.) RICHARD.—Oye... Por cierto. SARAH.—¿Mmmm? RICHARD.—Te quiero hacer una pregunta. SARAH.—Dime. RICHARD.—¿Se te ha ocurrido alguna vez pensar que mientras pasas la tarde siéndome infiel, yo estoy sentado en mi oficina trabajando? 6

El amante (The lover) (1963) SARAH.—Qué pregunta tan rara. RICHARD.—No. Tengo curiosidad. SARAH.—Nunca me has preguntado una cosa así. RICHARD.—Pues había querido preguntártelo muchas veces.

(Corta pausa.) SARAH.—Claro que he pensado. RICHARD.—¡Ah! ¿Has pensado? SARAH.—Mmmm.

(Corta pausa.) RICHARD.—¿Y cuál es tu actitud respecto a eso? SARAH.—Lo vuelve todo... más picante. RICHARD.—¿De verdad? SARAH.—Pues, claro. RICHARD.—¿Quieres decir que mientras estás con él me imaginas haciendo gráficos y leyendo balances? SARAH.—Bueno... sólo en ciertos momentos. RICHARD.—Claro. SARAH.—No todo el tiempo. RICHARD.—¡Es natural! SARAH.—En determinados momentos. RICHARD.—Claro, claro. Pero, en fin. ¿No me olvidas del todo? SARAH.—De ninguna manera. RICHARD.—Debo decir que es muy conmovedor.

(Pausa.) SARAH.—¿Cómo iba a olvidarte? RICHARD.—No me parece tan difícil. SARAH.—Estoy en tu casa. RICHARD.—Sí, pero con otro. SARAH.—Pero a quien quiero es a ti. RICHARD—¿Cómo dices? SARAH.—A quien quiero es a ti.

(Se levanta.) RICHARD.—Vamos a tomar un coñac. (Ella también se levanta.) (Murmura.) ¿Qué zapatos son esos? SARAH.—¿Cómo? RICHARD.—Esos zapatos. Son raros. ¡Con ese tacón tan alto...! SARAH.—Me he confundido. Perdón. RICHARD.—¿Perdón? ¿Qué quieres decir? SARAH.—Ahora mismo me los cambio. RICHARD.—No me parecen los zapatos más adecuados para pasar la noche en 7

Harold Pinter casa. (Va a la mesa de las bebidas y se sirve coñac. Ella pasa al hall. Abre el

armario. En él está el bongo. Él mira hacia ella y se sirve otro vaso. Ella se pone unos zapatos planos. Vuelve. Él la tiende el coñac.) ¿O sea, que esta tarde pensaste en mí trabajando en mi oficina? SARAH.—Desde luego. Aunque no fue una imagen muy clara. RICHARD.—¡Ah! ¿Y por qué no? SARAH.—Porque sabía que no estabas en tu oficina. Sabía que estabas con tu amiga.

(Pausa.) RICHARD.—¿Estaba?

(Toma un cigarrillo de una caja.) SARAH.—Has comido poco. RICHARD.—Almorcé muy fuerte. (Va a la ventana.) ¡Qué maravilla de puesta de sol! SARAH.—¿No estabas?

(El se vuelve y ríe.) RICHARD.—¿Qué amiga? SARAH.—¡Por favor, Richard! RICHARD.—Es simplemente la palabra lo que me choca. SARAH.—La palabra, ¿por qué? Yo soy completamente sincera contigo. ¿Por qué no puedes serlo tú conmigo? RICHARD.—Pero es que no tengo una amiga. Conozco perfectamente bien a una prostituta. Hay un mundo de diferencia. SARAH.—Pero admites... Tienes que admitir... que tienes... RICHARD.—No hay nada que admitir. Es una completa y perfecta prostituta de la que no vale la pena hablar. Una fulana a quien se visita entre dos trenes. SARAH.—Pero tú no viajas en tren. Viajas en coche. RICHARD.—Es igual. Una caña de cerveza mientras me ponen aceite y gasolina.

(Pausa.) SARAH.—No suena muy bien. RICHARD.—No.

(Pausa.) SARAH.—Debo decir que no esperaba que lo admitieras tan fácilmente. RICHARD.—Nunca me lo habías preguntado. La franqueza ante todo. Es esencial para la salud del matrimonio. ¿No estás conforme? SARAH.—Naturalmente. RICHARD.—¿Estás conforme? SARAH.—Claro que sí. 8

El amante (The lover) (1963) RICHARD.—¿Tú eres completamente franca conmigo? SARAH.—Completamente. RICHARD.—Respecto a tu amante. Tengo que seguir tu ejemplo. SARAH.—Gracias. (Pausa.) Te diré que yo lo había sospechado hace tiempo. RICHARD.—¿De veras? SARAH.—Mmmm. RICHARD.—Buena antena. SARAH.—Pero te voy a decir... francamente... RICHARD.—¿Qué? SARAH.—No acabo de creer que sea... así... tal como dices. RICHARD.—¿Por qué no? SARAH.—No es posible. Tú tienes tan buen gusto... Aprecias tanto la gracia y la elegancia en la mujer... RICHARD.—Y el ingenio. SARAH.—Sí, y el ingenio. RICHARD.—Sí, el ingenio sobre todo. Tiene mucha importancia. SARAH.—¿Es ingeniosa?

(Ríe.) RICHARD.—Son términos que no se pueden aplicar. No tiene sentido preguntarse si una prostituta es o no ingeniosa. Ni tiene importancia que lo sea. Es una prostituta y ¡ya está! Es una funcionaria, que nos gusta o nos disgusta. SARAH.—Y a ti, ¿te gusta? RICHARD.—Hoy me gusta. Mañana... ¿quién sabe?

(Pausa.) SARAH.—Te confieso que encuentro tu actitud hacia las mujeres... alarmante. RICHARD.—¿Por qué? No voy a ir en busca de tu doble. No busco a una mujer a quien respetar, ni a quien admirar y querer como a ti. Busco solamente... ¿cómo diría...? alguien que satisfaga mi deseo, con cierta técnica. Nada más.

(Pausa.) SARAH.—Lamento que tu aventura tenga tan poca dignidad, te lo confieso. RICHARD.—La dignidad la tengo en mi casa. SARAH.—Pues tan poca sensibilidad, entonces. RICHARD.—La sensibilidad también. No busco tales atributos. Esos los encuentro en ti. SARAH.—No sé, entonces, por qué... buscar nada.

(Corta pausa.) RICHARD.—¿Cómo has dicho? SARAH.—Que si está tan mal, no veo la necesidad de buscar nada. RICHARD.—Pero, querida, tú lo has buscado. ¿Por qué no lo había de buscar yo? 9

Harold Pinter

(Pausa.) SARAH.—¿Quién empezó? RICHARD.—Tú. SARAH.—No estoy segura. RICHARD.—¿Quién, entonces?

(Ella le mira sonriente. Él la besa ligeramente. Después inician la salida a la alcoba. Él apaga las luces. Ella pasa al cuarto de baño. Él sube y se quita la chaqueta.) (Fuera.) SARAH.—¿Richard? RICHARD.—¿Sí? SARAH.—¿Piensas en mí algunas veces... cuando estás con ella? RICHARD.—A ratos. No mucho. (Pausa.) A veces hablamos de ti. SARAH.—¿Hablas de mí con ella? RICHARD.—Alguna vez. La divierte mucho.

(Aparece del cuarto de baño, en bata.) SARAH.—¿Qué la divierte? RICHARD.—Mucho.

(Él se está desnudando.) SARAH.—Y... ¿puedo saber qué decís de mí? RICHARD.—No te alarmes. Hablamos con mucho tacto. Tu tema es como poner en marcha una vieja caja de música. Es un tintineo estimulante.

(Pausa.) SARAH.—Ya. No puedo decir que la idea me guste. RICHARD.—No lo pretendo. En este caso se puede decir que el gusto es mío. SARAH.—Sí; ya lo comprendo.

(Él se ha ido poniendo una bata, zapatillas, etc. Ella se cepilla el pelo.) RICHARD.—Seguramente tus tardes son lo suficientemente satisfactorias en sí, para que no tengas que buscar placeres complementarios en mis pasatiempos. SARAH.—Sí, naturalmente. RICHARD.—Entonces, ¿por qué tanta pregunta? SARAH.—Bueno. Tú empezaste haciéndome todo género de preguntas sobre... mi lado del asunto. No solías hacerlo. RICHARD.—Te aseguro que era simple curiosidad. (Le pone las manos en los hombros.) ¿No pretenderás insinuar que estoy celoso? 10

El amante (The lover) (1963)

(Ella sonríe, dándole un golpecito en las manos.) SARAH.—No, mi amor. Ya sé que nunca caerás en eso. RICHARD.—Ciertamente que no. ¿Y tú? ¿Tampoco estás celosa? SARAH.—No. Por lo que me dices, yo parezco haber tenido más suerte que tú. RICHARD.—Posiblemente. (Abre la ventana y mira hacia la noche.) Mira. ¡Qué paz! (Sarah va junto a él. Quedan un momento en silencio.) Me pregunto qué ocurriría si un día me diera por volver más temprano.

(Pausa.) SARAH.—Lo mismo que si a mí me diera un día por seguirte. RICHARD.—¿Por qué un día no tomamos el té los cuatro en el pueblo? SARAH.—¿En el pueblo? ¿Por qué no aquí? RICHARD.—¿Aquí? ¡Qué idea más rara! (Pausa.) Tu pobre amante no ha visto nunca la noche desde esta ventana, ¿verdad? SARAH.—Claro que no; desgraciadamente tiene que marcharse antes del atardecer. RICHARD.—¿Y no se aburre un poco con este pie forzado de las tardes? Siempre la hora del té. Debe ser horrible tener por toda imagen de un amor la jarra de leche y la tetera. SARAH.—Él sabe adaptarse. Además, cuando bajamos las persianas conseguimos una especie de crepúsculo. RICHARD.—Sí. Lo supongo. (Pausa.) ¿Qué piensa él de tu marido?

(Corta pausa.) SARAH.—Te respeta mucho.

(Pausa.) RICHARD.—¡Mira...! Por extraño que parezca, lo encuentro conmovedor... y poco frecuente. Comprendo que le quieras. SARAH.—Te digo que es muy simpático. RICHARD.—¡Hummm! SARAH.—Claro que también tiene sus cosas... RICHARD.—¡Quién no las tiene! SARAH.—Pero debo decir que es muy cariñoso. Todo su cuerpo emana amor. RICHARD.—Eso me da un poco de asco. SARAH.—No. RICHARD.—Pero, por lo menos, ¿es... masculino? SARAH.—Del todo. RICHARD.—No sé si lo imagino bien. ¿No es aburrido? SARAH.—¡En absoluto! Tiene un enorme sentido del humor. RICHARD.—Menos mal. ¿Te hace reír? Ten cuidado no te oigan. No quiero que empiecen con chismes.

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Harold Pinter

(Pausa.) (Respirando.) SARAH.—¡Ah! Es maravilloso vivir aquí. Tan lejos de todo ruido, tan aislados. RICHARD.—Sí. Desde luego. (Se meten en las respectivas camas.) Este libro no vale nada. (Apaga su lámpara. Ella apaga la suya. Les ilumina la luna.) RICHARD.—Él está casado, ¿no? SARAH.—¡Hummm! RICHARD.—¿Y es feliz? SARAH.—¡Hummm! (Pausa.) Tú también eres feliz, ¿verdad? ¿Nunca tienes celos? RICHARD.—No. SARAH.—Me encanta, Richard, porque creo que hemos conseguido un equilibrio perfecto.

(Oscuro lento.) (Por la mañana; Sarah limpia el hall. Sale Richard de gris con su cartera en la mano.) RICHARD.—Hasta luego.

(Le besa ligeramente y va a salir.) SARAH.—¡Ah! ¡Richard...! RICHARD.—Dime. SARAH.—No volverás temprano, ¿verdad? RICHARD.—¿Yo...? No sé... ¿Cómo? ¿Quieres decir que va a venir otra vez hoy? SARAH.—Sí. RICHARD.—¡Pero si estuvo ayer...! ¿Y vuelve hoy...? Bueno, pues... no... no vendré temprano. Me iré a dar una vuelta por el museo. SARAH.—Gracias. RICHARD.—Adiós. SARAH.—Hasta luego.

(Oscuro.) (Se ilumina el reloj. Son las tres menos cuarto de la tarde. Sarah se ha cambiado de vestido. Baja. Se retoca el pelo en el espejo del hall. Pasa al living y baja las persianas. Luego las sube. Las baja a medias y las maneja hasta que consigue la luz que desea. Suena el timbre. Mira el reloj y corre a abrir. Es John, el lechero.) JOHN.—¿Quiere nata? SARAH.—Viene muy tarde. JOHN.—¿Nata? SARAH.—No, gracias; no quiero nata. JOHN.—¿Por qué no? SARAH.—Porque ya tengo. ¿Cuánto le debo? 12

El amante (The lover) (1963) JOHN.—Pues a la señora Owen le he dejado tres jarras. Cuajada. SARAH.—¿Qué le debo? JOHN.—He estado observando lo que hacía con las persianas, y me decía: ¡anda!, y que no juega esta señora con las persianas. SARAH.—Encuentro que se pasa. JOHN.—Ya me conoce. Si no me paso, me quedo corto.

(Cogiendo la leche.) SARAH.—Gracias. JOHN.—¿Seguro que no quiere nata? A la señora Owen le he dejado tres jarras. SARAH.—Seguro. Gracias.

(Cierra la puerta, sale a dejar la leche. Vuelve al living. Mira la persiana. Se sienta. Espera. Por fin le parece oír algo. Hay una corta llamada al timbre. Corre a abrir. Es Richard. Lleva una chaqueta de ante. Una camisa abierta y pantalones de sport. La mira.) (Quedamente.) SARAH.—Pasa, Max.

(Él sonríe y entra al cuarto. Oscuro. Se oye un bongo. Se ilumina éste. Una mano de hombre lo toca, una mano de mujer interviene también. La mano de hombre enlaza los dedos de la mujer. Se sueltan y siguen tocando el bongo. Ella se levanta y vuelve la luz. Va a buscar un pitillo. Él va también. Ella va a las persianas y mira afuera por una rendija.) RICHARD.—¿Tiene fuego? (Ella no contesta.) Perdone. ¿Tiene fuego? (Ella le mira y no contesta.) Pregunto si tiene fuego. SARAH.—¿Por qué no me deja en paz? RICHARD.—¿Qué pasa? Preguntaba si tenía fuego… (Ella da unos pasos, él la sigue muy junto. Ella se para y se vuelve.) Perdone.

(Da unos cuantos pasos más. Él sigue muy junto.) SARAH.—No me gusta que me sigan. RICHARD.—Déme fuego y no le molestaré. Es todo lo que pido.

(Con los dientes apretados.) SARAH.—Márchese, por favor. Estoy esperando a alguien. RICHARD.—¿A quién? SARAH.—A mi marido. RICHARD.—¿Por qué es tan tímida? ¿Eh? ¿Dónde tiene el mechero? (La toca.) ¿Aquí? (Pausa.) ¿Dónde está? (La sigue tocando.) ¿Aquí?

(Ella se escapa de él, que la sigue y la arrincona.) 13

Harold Pinter

(Furiosa.) SARAH.—¿Qué es lo que se ha creído? RICHARD.—Quiero fumar. Dame tu pitillo. (Luchan. Ella se deshace de él y va al extremo del cuarto. Él se acerca.) Perdone, señorita. Acabo de hacer huir a ese... caballero. ¿Le ha hecho daño? SARAH.—Gracias. Muchísimas gracias. No; estoy bien. RICHARD.—Ha sido una suerte que pasara por aquí. Quién podría imaginarse una cosa semejante en un parque como éste. SARAH.—Es completamente cierto. RICHARD.—¿Seguro que no la ha hecho daño? SARAH.—No. Gracias a su intervención. No puedo decirle cuánto se lo agradezco. RICHARD.—Está muy alterada. Cálmese. ¿Por qué no se sienta? SARAH.—Estoy bien. Sí, será mejor. ¿Dónde nos sentamos? RICHARD.—No nos podemos sentar aquí fuera; está lloviendo. Podemos ir a esa caseta del guardabosque. SARAH.—¿Cree usted? Pero, ¿qué pensará el guardabosque? RICHARD.—Yo soy el guardabosque.

(Se sientan en el sofá.) SARAH.—¡Qué amable es usted! No creí que hubiera gente tan buena. RICHARD.—Tratar a una señorita como usted de la manera que lo ha hecho ese tipo, es absolutamente imperdonable.

(Mirándole.) SARAH.—Es usted tan educado... tan cariñoso... quizá haya sido todo providencial. RICHARD.—¿Qué quiere decir? SARAH.—Que ya que nos hemos encontrado y de la forma que nos hemos encontrado... podríamos... usted y yo... RICHARD.—No la sigo. SARAH—¿No?

(Le toma la cabeza por la parte de atrás del cuello.) RICHARD.—Mire, lo siento. Estoy casado. SARAH.—Es usted tan valiente, tan caballero... RICHARD.—Vamos, mi mujer me está esperando. SARAH.—Seguramente no le prohíbe hablar con otras mujeres. RICHARD.—Sí. SARAH.—¡Oh, qué frío es usted! ¡Qué cerebral! RICHARD.—Lo siento. SARAH.—Todos los hombres son ¡guales. Déme un pitillo.

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El amante (The lover) (1963)

(Transición.) RICHARD.—De eso nada, chata. SARAH.—¿Cómo dice? RICHARD.—Ven aquí, Lola. SARAH.—¡Ah, no! Eso no. ¡Me voy ahora mismo! RICHARD.—No puedes, chata. La puerta está cerrada. Estamos aquí solos. Has caído en la trampa. SARAH.—¡No! ¡Abra esa puerta! ¡Soy una mujer casada! ¡No puede tratarme así!

(Transición. Sexy.) RICHARD.—La hora del té, María.

(Ella se coloca detrás de la mesa. Él por el otro extremo se mete debajo y empieza a andar hacia ella. Ella está tensa, mirando la mesa. Llega hasta ella y la tira de las piernas. Ella también se mete bajo la mesa.) SARAH.—¡Max!... (Él empieza a tocar el bongo. Oscuro. Vuelve la luz. Los dos están tomando el té. Silencio.) Max. RICHARD.—¿Qué? SARAH.—¿Qué te pasa? Estás muy pensativo. RICHARD.—No. SARAH.—No lo niegues.

(Pausa.) RICHARD.—¿Dónde está tu marido?

(Pausa.) SARAH.—¿Mi marido?... Ya lo sabes. RICHARD.—¿Dónde? SARAH.—Trabajando... RICHARD.—¡Pobre hombre! ¡Siempre trabajando! (Pausa.) Me pregunto ¿cómo es? SARAH.—Pero Max... RICHARD.—Me pregunto si nos entenderíamos..., si llegaríamos... ¿Comprendes?... a simpatizar. SARAH.—No lo creo. RICHARD.—¿Por qué no? SARAH.—No os parecéis en nada. RICHARD.—¿No? Yo admiro su tolerancia. ¿Él sabe de... nuestras tardes? SARAH.—Claro que sí. RICHARD.—Lo ha sabido todos estos años. (Corta pausa.) ¿Por qué lo aguanta? SARAH.—¿A qué viene hablar de él ahora? Es un tema que solías evitar. RICHARD.—¿Por qué lo aguanta? 15

Harold Pinter SARAH.—¡Ay, cállate! RICHARD.—Te he hecho una pregunta.

(Pausa.) SARAH.—Porque no le importa. RICHARD.—¿No le importa? (Corta pausa.) Pues a mí me empieza a importar.

(Pausa.) SARAH.—¿Qué has dicho? RICHARD.—Me empieza a importar. SARAH.—¿De qué hablas? RICHARD.—Esto tiene que acabar. SARAH.—No hablas en serio. RICHARD.—Completamente en serio. SARAH.—Pero ¿por qué? ¿Por mi marido? Encuentro que vas un poco lejos. RICHARD.—No es por tu marido. Es por mi mujer.

(Pausa.) SARAH.—¿Por tu mujer? RICHARD.—No quiero seguir engañándola. SARAH.—¿Engañándola? RICHARD.—La he engañado durante años. No puedo más. La idea me está matando. SARAH.—Pero escucha... RICHARD.—¡No me toques! SARAH.—Pero tu mujer... Lo sabe. Tú se lo has dicho... Lo ha sabido siempre... RICHARD.—No. No lo sabe. Ella cree que veo a una... prostituta. Pero es todo. SARAH.—Pero... sé razonable, amor mío... ¿A ella qué le importa? RICHARD.—Le importaría si supiera la verdad. SARAH.—Pero ¿qué verdad? ¿De qué hablas? RICHARD.—Le importaría si supiera que tengo una amiga verdadera. Una mujer elegante, espiritual, con talento... SARAH.—Sí, sí, ya lo sé, pero... RICHARD.—¡Y que esta situación ha durado años! SARAH.—No le importa, te lo aseguro... No le importa. ¡Es feliz! ¡Es feliz! RICHARD.— ¡No digas tonterías!

(Pausa.) SARAH.—Quisiera que dejaras tú de decirlas. (Pausa.) Estás haciendo todo lo posible por estropear la tarde. (Pausa.) Amor mío: Tú sabes que lo nuestro no sería posible con tu mujer... quiero decir, mi marido comprende y aprecia que... RICHARD.—¡Cómo puede comprender tu marido! ¡Cómo puede aguantarlo! ¿No me huele cuando vuelve a casa? ¿Qué es lo que dice? Debe estar loco. ¿Qué hora es? Las cuatro. Ahora está sentado en su oficina y sabe lo que aquí está 16

El amante (The lover) (1963) pasando. ¿Cómo puede aguantarlo? SARAH.—Max... RICHARD.—¿Cómo? SARAH.—Él es feliz por mí. Él me comprende. RICHARD.—Me gustaría explicarme con él. SARAH.—¿Estás demente? RICHARD.—Quizá nos entenderíamos de hombre a hombre. Las mujeres no comprendéis nada. SARAH.—¡Basta! (Da un golpe en la mesa.) ¿Qué es lo que te has propuesto? ¿Qué te ha ocurrido? Por favor, por favor, para. A qué viene esta comedia. RICHARD.—¿Comedia? Nunca hago comedias. SARAH.—¡Oh! ¡Ya lo creo que las haces! ¡Y otras veces me gustan! RICHARD.—He hecho mi última comedia. SARAH.—¿Por qué?

(Corta pausa.) RICHARD.—Los niños.

(Pausa.) SARAH.—¿Qué? RICHARD.—Los niños. Que tengo que pensar en los niños. SARAH.—¿Qué niños? RICHARD.—Mis hijos. Los de mi mujer. Dentro de poco tendrán ya edad de salir del colegio. Tengo que pensar en ellos. SARAH.—Ven aquí, amor mío, escucha. (Se sienta junto a él.) Déjame que te hable al oído. Tú sabes cómo te quiero... y tú me quieres. Deja estas historias y sigamos como antes, como siempre.

(Él se levanta.) RICHARD.—Los huesos. SARAH.—¿Qué? RICHARD.—Estás muy flaca. Te has convertido en un manojo de huesos. Podría pasar por todo, si no fuera por los huesos. SARAH.—¿Cómo puedes decir que tengo huesos? RICHARD.—Cada movimiento que haces me clavo un hueso. Estoy harto de huesos. SARAH.—Pero si he engordado; ¡mírame! Si precisamente siempre me decías que estaba poniéndome demasiado gorda. RICHARD.—Estuviste gorda. Ahora ya no estás gorda.

(Él la mira.) SARAH.—¡Mírame! RICHARD.—No estás bastante gorda. Ni de lejos. Yo quiero una mujer gorda; con pechos llenos, como odres. 17

Harold Pinter SARAH.—¡Ah! ¡Tú quieres una vaca! RICHARD.—No. Yo quiero una mujer gorda. Hubo un tiempo en que quizá. SARAH.—¡Muchas gracias! RICHARD.—Pero ahora, francamente, comparada con mi ideal... (La mira.) eres un manojo de huesos.

(Se miran duramente. Él se pone una chaqueta.) SARAH.—¿Todo esto será una broma? RICHARD.—No es ninguna broma.

(Sale dando un portazo. Ella queda de pie, rígida. Oscuro.) (El reloj marca las siete y cuarto. Sarah sobriamente vestida. Está de pie con una copa en la mano. Entra Richard de gris, con su carpeta.) RICHARD.—¡Hola!

(Pausa.) SARAH.—¡Hola! RICHARD.—¿Qué, viendo la puesta del sol? (Ella no contesta. Él se va a la mesa de bebidas.) ¿Quieres una copa? SARAH.—Ya tengo, gracias.

(Él se sirve.) RICHARD.—¡Qué día! No puedes figurarte. Hemos tenido una reunión con los colegas americanos que ha durado toda la tarde. ¡Y lo que beben! Pero, ¡en fin!, hemos hecho un buen trabajo. (Se sienta.) ¿Y tú cómo estás? SARAH.—Bien. RICHARD.—¡Estupendo! (Un silencio.) Te encuentro un poco triste. ¿Te pasa algo? SARAH.—Nada. RICHARD.—¿Cómo has pasado el día? SARAH.—Así, así... RICHARD.—¡Vaya por Dios! (Pausa.) ¡Ay! ¡Qué bueno es volver a casa! ¡No sabes lo que es! (Pausa.) ¿Vino él? (Ella no contesta.) ¡Sarah! SARAH.—Perdona. Estaba distraída. ¿Qué decías? RICHARD.—Pregunto si vino tu... amante. SARAH.—¡Oh, sí! Vino, vino. RICHARD.—¿Y en buena forma? SARAH.—Me duele un poco la cabeza. RICHARD.—¡Ah! ¿No estaba en buena forma?

(Pausa.) SARAH.—Todos tenemos malos días. 18

El amante (The lover) (1963) RICHARD.—¿También él? Yo pensaba que precisamente los amantes no debían tenerlos. Debían estar siempre a la altura que se espera de ellos. Precisamente por eso es por lo que yo no me he decidido por..., ¿cómo diría?..., esa profesión. SARAH.—¿Tienes ganas de hablar? RICHARD.—Sí. ¿Prefieres que me calle? SARAH.—Haz lo que quieras.

(Pausa.) RICHARD.—Lamento que hayas tenido un mal día. SARAH.—¡Bah! No tiene importancia. RICHARD.—Quizá las cosas mejoren. SARAH.—Quizá.

(Pausa.) RICHARD.—A pesar de todo te encuentro guapísima. SARAH.—Gracias. RICHARD.—Sí. Guapísima. Me siento orgulloso de ti. Tú no sabes lo que es cuando salimos a comer o vamos al teatro, a una fiesta, entrar de tu brazo y verte sonreír, hablar, bailar... Admiro tu don de gentes, tu dominio de la frase, la gracia con que empleas los últimos giros de la moda. Me encanta sentir la envidia de los demás hombres; sus intentos de flirtear contigo, y saber que todos son en vano, porque tu austera gracia al final los confunde... (Pausa.) ¿Qué tenemos para cenar? SARAH.—No he pensado nada. RICHARD.—¿Ah? ¿Y por qué no? SARAH.—Me aburre pensar en la comida; así que he preferido no pensar. RICHARD.—¡Qué mala suerte, porque tengo hambre! (Corta pausa.) No pensarás dejarme sin comer, después de todo un día de trabajo. (Ella ríe.) ¿Me permites sugerir que quizá olvidas tus deberes de esposa? (Ella sigue riendo.) Debo decir que me temía que esto iba a ocurrir el día menos pensado.

(Pausa.) SARAH.—¿Cómo está tu prostituta? RICHARD.—Muy bien. SARAH.—¿Gorda o delgada? RICHARD.—¿Cómo dices? SARAH.—¿Que si está más gorda o más delgada? RICHARD.—Cada día está más delgada SARAH.—Esto te debe disgustar. RICHARD.—En absoluto. Sabes que me encantan las mujeres delgadas. SARAH.—Yo creía lo contrario. RICHARD.—¿Sí? ¡No comprendo por qué! (Pausa.) Supongo que tu fallo en preparar la comida se debe a la vida que estás llevando últimamente. SARAH.—¿Tú crees? 19

Harold Pinter RICHARD.—Estoy seguro. (Corta pausa.) Mira, no quiero que lo tomes a mal, pero precisamente en el viaje de vuelta he estado pensando en esto, y he tomado una decisión.

(Pausa.) SARAH.—¿Cuál? RICHARD.—Tiene que acabar. SARAH.—¿El qué? RICHARD.—Tu libertinaje. (Pausa.) Tu vida depravada. Tus amores ilegales. SARAH.—¿De veras? RICHARD.—Es una decisión irrevocable.

(Ella se levanta.) SARAH.—¿Quieres un poco de jamón? RICHARD.—Me has oído. SARAH.—No. En la nevera debe haber algo frío. RICHARD.—Demasiado frío, me temo. Esta es mi casa. Desde hoy te prohíbo que recibas a tu amante a ninguna hora del día ni de la noche. ¿Está claro? SARAH.—Te he hecho una ensalada. RICHARD.—¿Bebes algo? SARAH.—Sí, gracias. RICHARD.—¿Qué bebes? SARAH.—Ya sabes lo que bebo. Llevamos diez años casados. RICHARD.—En efecto. (Le sirve.) Admito que es extraño que haya tardado tanto tiempo en comprender la humillante situación en que me colocabas. Soy un marido que ha dado libertad a su mujer para recibir a un amante en su casa siempre que se le antojara. Creo que he sido muy amable. ¿No he sido muy amable? SARAH.—Naturalmente. Eres muy amable. RICHARD.—Por eso deseo que le envíes una nota a ese caballero con mis saludos, rogándole que cese en sus visitas desde hoy (Mira el calendario.) día... ¿es 12?

(Largo silencio.) SARAH.—¿Por qué hoy... de repente? (Pausa.) ¡Di! ¿Por qué hoy? Has tenido un mal día... en tu oficina. Estás cansado. Pero es tonto romper las cosas... Siempre habías apreciado... mis tardes. Sabías lo mucho que significaban... Habías comprendido... y comprender ¡es tan importante! RICHARD.—¿Tú crees que es agradable saber que la propia mujer le es a uno infiel con toda regularidad, dos o tres veces por semana? SARAH.—Richard... RICHARD.—Es insoportable, hombre. Absolutamente insoportable. Y no pienso seguir pasando por ello. SARAH.—Por favor, Richard, te lo pido por favor. RICHARD.—Por favor, ¿qué? (Ella se calla.) Como yo me entere de que ese tipo 20

El amante (The lover) (1963) vuelve... SARAH.—¿Y qué me dices de tu... prostituta? RICHARD.—La he largado. SARAH.—¿Por qué? RICHARD.—Era un manojo de huesos. SARAH.—Pero a ti te gustaba... Me has dicho que te gustaba... Richard, mírame. ¿Tú me quieres? RICHARD.—Naturalmente. SARAH.—Sí... pues si me quieres... ¿qué importa él? ¿No comprendes? Tú sabes... Todo está en orden ¿verdad? Las tardes... o las noches... es igual... ¿No es cierto? Escucha. Te he preparado la cena. Era una broma. Te he hecho vaca a la moda y mañana te haré pollo a la crema. ¿Te gusta?

(Se miran.) RICHARD.—¡Adúltera! SARAH.—No puedes decir eso. Sabes que no puedes. ¿Qué pretendes?

(Él la mira un momento y va al armario del hall, lo abre y saca el bongo.) RICHARD.—¿Qué es esto? (Pausa.) ¿Qué es esto? SARAH.—No lo toques. RICHARD.—Está en mi casa. Luego me pertenece a mí, a ti o... a otro. SARAH.—No es nada. Lo compré en un saldo. Era muy barato. ¿Qué quieres que sea? RICHARD.—¡Un bongo en mi armario! ¿Por casualidad no tendrá algo que ver con tus tardes ilícitas? SARAH.—Nada. ¿Por qué había de tener?... Dámelo. RICHARD.—Está usado. Muy usado. Lo tocabais. ¿Cómo lo tocabais?... Mientras que yo estaba en la oficina... SARAH.—Dámelo... No tienes derecho. No tienes derecho a interrogarme... Era nuestro acuerdo. RICHARD.—¡Quiero saber!

(Ella cierra los ojos.) SARAH.—¡Pobre estúpido! ¡Creías que era el único que venía! ¿Creías que era el único a quien recibía? No seas ingenuo. Tengo otros visitantes. Recibo todo el tiempo... Otras tardes, todo el tiempo. Cuando no lo sabíais ninguno de los dos. Y les doy fresas, con crema. Desconocidos, completamente desconocidos. Pero no para mí, al menos mientras están aquí. Y les enseño las hortensias y les invito a tomar el té. Siempre, siempre. RICHARD.—Lo tocabais los dos... juntos... ¿Eh? ¿Cómo lo tocabais?... ¿Así? (Se acerca a ella tocando.) ¿Así? (Ella se aparta. De pronto deja el bongo y se acerca a ella.) ¿Fuego? (Pausa.) ¿Tienes fuego?... Anda... No seas tonta... A tu marido no le va a importar que me des fuego. Estás muy pálida, pero eres guapa... SARA.—Calla, por favor. Calla... 21

Harold Pinter RICHARD.—He trancado... y estamos solos... Has caído en la trampa... SARAH.—No puedes hacer eso... No puedes... RICHARD.—Si a él no le importa... y nadie va a saberlo. Anda... nadie nos oye... Nadie sabe que estamos aquí... Anda... dame fuego... No puedes escapar, guapa. Has caído en la trampa.

(Los dos se miran a cada lado de la mesa. Ella de pronto ríe. Un silencio.) SARAH.—¡He caído en la trampa!... (Pausa.) ¿Qué dirá mi marido? Me espera... me está esperando... No tiene derecho... No tiene derecho a tratarme así. Soy una mujer casada. (Le mira. Luego empieza a meterse debajo de la mesa. Va hacia él por debajo de la mesa.) Es usted muy atrevido... demasiado atrevido. Pero me gustan los hombres atrevidos... Nunca le había visto después de anochecido... Sí... me parece muy distinto... Y este traje tan serio y esta corbata... Quítate la chaqueta... Así está mejor... ¿Quieres que yo me cambie? Mi marido tardará todavía... ¿Di? ¿Quieres que me cambie para ti?

(Él la toma en sus brazos.) RICHARD.—Sí. (Pausa.) Cámbiate. (Pausa.) Cámbiate. (Pausa.) ¿Sabes lo que eres? (Pausa.) Una maravillosa prostituta.

TELÓN

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El amante (The lover) (1963)

Sobre "El Amante"

Fragmento del libro "Teatro de protesta y paradoja" George E. Wellwarth (1964)

En sus últimas obras, THE COLLECTION (La colección, 1961) y THE LOVER (El amante, 1963), escritas ambas para la televisión, Pinter ha adoptado un estilo más hermético. Sus dramas dan la impresión de competencia y honradez, pero el público queda preguntándose: "¿A qué diablos estaría refiriéndose?". Es muy improbable que LA COLECCIÓN y EL AMANTE obtengan éxito en los Estados Unidos, donde los espectadores exigen no sólo una claridad meridiana en la exposición, sino también una limpieza sexual a toda prueba y una inevitable moraleja final. Al parecer, los telespectadores británicos tienen una manga más ancha, puesto que aceptaron incluso LA FIESTA DE CUMPLEAÑOS. "La falta de una motivación chabacana y obvia como la de las obras a que estaban acostumbrados, irritó a la vez que intrigó a los espectadores. Durante varios días la gente discutió acaloradamente en bares y autobuses lo que había sido una experiencia profundamente inquietante". (Martin Esslin, en "El Teatro del Absurdo") Tanto LA COLECCIÓN como EL AMANTE tratan, si bien con menos virulencia, el problema que obsesiona a Genet: "¿Cuál es la realidad de una persona?". Según Genet, los seres humanos están compuestos por capas sucesivas de irrealidad que rodean a un núcleo inexistente; según Pinter, los seres humanos son simplemente inescrutables, lo mismo para sí mismos que para los demás. Es posible que sean vacío envuelto en ilusión, pero también pueden poseer, sin saberlo, un sólido centro de realidad. El caso es que no lo saben, y que tienen miedo de averiguarlo. En LA COLECCIÓN y EL AMANTE cobra valor la imagen de que el diálogo de Pinter es como un combate de entrenamiento en que los adversarios se ocupan únicamente de mantenerse fuera del alcance el uno del otro. Y aún más en el comentario que Pinter escribió para el programa de LA HABITACIÓN y EL MONTACARGAS cuando se representaron en el Royal Court Theatre: El deseo de verificación es comprensible, pero no siempre puede ser satisfecho. No hay distinción clara entre lo que es verdadero y lo que es falso. Las cosas no son necesariamente verdaderas o falsas; pueden ser a la vez verdaderas y falsas. A mi entender, es inexacta la suposición de que es fácil verificar lo que ocurre o ha ocurrido. Un personaje que no pueda presentar argumentos convincentes o plausible información acerca de su experiencia

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Harold Pinter pasada, su conducta presente o sus aspiraciones para el futuro, ni dar un análisis concluyente de sus motivos, es tan legítimo y tan digno de consideración como el que cumple todos esos requisitos. Cuanto más viva sea la experiencia, menos coherente es su expresión. EL AMANTE está escrita muy especialmente para la televisión y su adaptación a la escena (…) habrá requerido sin duda considerables modificaciones. En su forma original, es uno de los dramas más brillantes que han aparecido en lengua inglesa desde el final de la guerra. La escena inicial nos muestra a un opulento hombre de negocios disponiéndose a salir y preguntándole cortésmente a su mujer si piensa entrevistarse hoy con su amante. La mujer responde que sí y le recomienda que vuelva a casa tarde. A continuación, se transforma en seductora sirena y espera al amante. Llaman a la puerta y el visitante resulta ser el marido. En el segundo acto los dos representan una serie de fantasías semisádicas. La alusión parece apuntar hacia EL BALCÓN, de Genet, pero la intención de Pinter no es la del autor francés. Los personajes de Genet desarrollan sus fantasías sexuales para proporcionarse la ilusión de ser alguien, de tener una realidad propia, mientras que los de Pinter pretenden lograr la potencia sexual. Sólo pueden conseguir la comunicación física a través de un complicado proceso de comunicación emocional. Es tan grande la esterilidad, tanto física como emocional, de la pareja, que solamente pueden aproximarse el uno al otro en un mundo de fantasía. El marido intenta romper el círculo vicioso (ilusión igual a potencia sexual igual a comprensión mutua igual a ilusión), pero la mujer insiste frenéticamente para que continúe el juego. Finalmente él cede, y ambos se sumergen de nuevo en el mundo de la irrealidad. EL AMANTE es la afirmación más amarga, más convincente y mejor escrita, de la certeza de Pinter de que la tragedia de la gente de hoy consiste en su "evasión deliberada de la comunicación".

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El amante (The lover) (1963)

Introducción al teatro de HAROLD PINTER Estudio de Manuel Pérez Estremera Álvaro del Amo publicado en el nº 83 de la revista PRIMER ACTO (!967)

LEN.—Do you believe in God? MARK.—Wath? LEN.—Do you believe in God? MARK.—Who? LEN.—God. MARK.—God? LEN.—Do you believe in God? MARK.—Do I believe in God? LEN—Yes. MARK.—Would you say that again? LEN.—Have a biscuit. LEN.—¿Crees en Dios? MARK—¿Qué? LEN.—¿Crees en Dios? MARK—¿Quién? LEN.—Dios. MARK.—¿Dios? LEN.—¿Crees en Dios? MARK.—¿Creo en Dios? LEN—Sí. MARK.—¿Me lo puedes repetir? LEN.—Toma un bollo. («The Dwarfs».) La riqueza del teatro de Pinter, sus conexiones con lo que se ha llamado «teatro de vanguardia», su inclusión dentro del «new english theatre», la evolución y situación actual de ambos movimientos, planteaba, de una parte, la necesidad de un estudio atento, pormenorizado y lo más profundo posible de una serie de temas que requieren una atención analítica, mucho más allá de la simple reseña informativa. En un primer momento, pues, este trabajo aspiraba a la consideración presente de los autores «tradicionales» de vanguardia (lonesco y Beckett principalmente, y Adamov en cuanto autor «detenido» tras una muy significativa evolución), a través de una reflexión actual sobre el equilibrio (punto de confusión y caballo de batalla de la crítica) entre sus elementos de absurdo, con la correspondiente dimensión metafísica, y una

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Harold Pinter nueva metodología estética, especialmente apta para, no ya reflejar una serie de consecuencias estridentes del mundo contemporáneo, sino para indagar en sus bases institucionales y objetivas. En segundo lugar, ciñéndose al «new english theatre», demostrar cómo los autores llamados de «vanguardia» (Pinter, Ann Jellicoe y Norman Frederick Simpson) no forman un grupo alejado y extraño del resto de autores ingleses, sino que su diferenciación proviene del hecho de desarrollar en profundidad determinados problemas que se apuntan desde diferentes puntos de vista en las obras de los demás: Osborne, Wesker, Arden y, también, de otros menos conocidos como John Mortimer, Willis Hall y Bernard Kops. En tercer lugar, creíamos preciso dedicar una valoración concienzuda a Ann Jellicoe y a Norman Frederick Simpson, por su mayor proximidad con el teatro de Pinter. Ann Jellicoe, a través de una destrucción del lenguaje hasta convertirlo en meros sonidos guturales (sobre todo en «The sport of my mad mother»), indaga en el estupor con que se enfrenta la juventud inglesa a las fórmulas de convivencia propuestas por la sociedad, a nivel de una problemática sexual («The Knack»), a nivel de las dificultades para integrarse en la Historia (en «Shelley or the idealist», hasta el momento su última pieza, donde se da cita una amplia problemática: educacional, los problemas del escritor ante la sociedad, la familia, el matrimonio, etcétera), siempre a través de una «voluntad de liberación», de una libertad inteligente, cuya posible dosis de marginación no aboca nunca necesariamente en la huida. Norman Frederick Simpson, autor muy complejo, que merecería ampliamente un estudio particular, que construye sus obras con una absoluta libertad y que desde «A Resounding Tinkle» hasta «The Cresta Run», pasando por «The hole», «One way pendulum» y alguna pieza breve como «The form», combina, con una poética original, los más diversos temas, mezclando las más distintas capas de una situación, pudiendo hablarse, incluso, de un tratamiento de lo que ha sido definido por Adorno como «la pseudocultura». La enorme amplitud de estas cuestiones, cuyo desarrollo, sin embargo, explicaría perfectamente el teatro de Pinter, alargaría este trabajo de una forma desmesurada para las páginas de una revista. Obligados, entonces, a una consideración «específica» del teatro de Pinter y huyendo siempre de la mera constatación, nos ha parecido la forma más apropiada de realizarla el partir de una estructura básica de sus elementos, expuesta ordenadamente (sin acudir a arbitrarias divisiones, sin acumular una serie de constantes alineadas unas junto a otras) y desarrollada según la lógica del propio autor, a la vez que introduciendo una nutrida selección de textos ejemplificadores de cada uno de los elementos expuestos. Sin aspirar tampoco a realizar, como una conocida colección francesa, un «Pinter par lui mème», conseguir, al menos, un «Pinter par les textes».

ANTES Y DESPUÉS DE «THE CARETAKER»

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El amante (The lover) (1963) A partir del «Huis clos» sartriano, se perfiló una doble significación existencial que la crítica se encargó precipitadamente de «cosificar», de convertir en fórmula explicativa para una larga lista de obras posteriores, de raíces, preocupaciones y resultados, radicalmente opuestos a los contenidos en la pieza de Sartre. Este doble elemento puede resumirse en un estado de desesperación frente a la existencia (con su secuela de angustia, hostilidad del mundo exterior, incomunicación, etc.), ante la cual el hombre se muestra impotente (para discernir sus causas, buscar remedios, etc.; con lo cual se linda en el terreno metafísico: un absurdo radical e incontrolable que vacía de sentido la vida humana), a la vez que, como expresivización básica en el campo teatral, aparece la constante de las puertas cerradas, los muros infranqueables, el reducto estrecho, sin salida, en el que el hombre se va, poco a poco, desintegrando. Esta bipolaridad de constantes (el absurdo metafísico y la habitación cerrada) se han aplicado, sin mayor profundización, a autores y obras tan diversas como el ya citado «Huis clos» y a «Tècnica de cambra», mediocre pieza del dramaturgo catalán Manuel de Pedrolo. Esta bipolaridad se ha aplicado, también, a Harold Pinter. Como primer acercamiento a su teatro, analizaremos el sentido que esta temática tiene en el autor inglés, estableciendo un giro radical a partir de su obra más conocida, «The caretaker». La primera obra de Pinter, «The room», responde, en un análisis superficial, a la explicación indicada. El matrimonio Hudd, compuesto por Bert, hombre de cincuenta años, y Rose, mujer de sesenta, viven en una única habitación de un gran inmueble; la habitación sirve de cocina, fregadero, alcoba y cuarto de estar. Del matrimonio es sólo Rose quien habla continuamente, se afana inútilmente en la casa, propone cosas a su marido, quien permanece en silencio hasta una breve intervención al final de la obra. Parece, pues, a primera vista, que se trata de un lugar recortado, angosto, en donde los personajes se encuentran crispados. Sin embargo, si consideramos la obra con atención, veremos que se trata de todo lo contrario. La habitación no es una cárcel cerrada, sino un lugar expuesto continuamente al exterior. El matrimonio Hudd, diríamos, no puede guarecerse en su propia habitación, es incapaz de sustraerse del acecho constante que le viene de fuera. El desequilibrio, la angustia, el terror de los personajes (a los que nos referiremos más adelante) viene precisamente provocado por esa «falta de puertas», de «cerrojos», de «muros sólidos». Así, la habitación no es cubil enrejado de donde es imposible salir; no es tampoco un lugar donde el ser humano encuentra reposo, calor e intimidad, sino que aparece como un sitio siempre vulnerable, sin contornos definidos. En «The Dumb Waiter», segunda obra del autor, también se da, en un primer momento, este aspecto de rincón encerrado y aislado. Ben y Gun se encuentran encerrados en una especie de sótano, encargados de una misión que no acaba 27

Harold Pinter de definirse con precisión, personajes entre matones a sueldo y criados. El carácter hermético del sótano se destruye violentamente en el desenlace. Gus sale por la puerta izquierda (única utilizada por los personajes a lo largo de la obra); al cabo de unos segundos aparece por la puerta derecha (salida infranqueable anteriormente y, al parecer, sin comunicación conocida por los personajes). El carácter macizo y sin salida del sótano ha desaparecido. El horror que sienten Gus y Ben no proviene, pues, de estar encarcelados en metafísicas prisiones, sino de otras causas. Citamos el final de la obra:

BEN (corriendo presuroso hacia la puerta izquierda).—¡Gus! (Se abre de golpe la puerta derecha. Ben se vuelve. Entra Gus trastabillando. Viene sin chaqueta, sin el chaleco, sin la corbata, sin el revólver. Se detiene con el cuerpo agachado, los brazos a los lados; levanta la cabeza y mira a Ben. Sigue un largo silencio y ambos se contemplan mientras cae el telón.) Despejado ya el tópico aplicado a Pinter de la significación trascendente de los muros que encierran, aparece, en esta primera época de su obra anterior a «The caretaker», otro elemento por el cual se le ha entroncado en la calificación de «autor de vanguardia»: la introducción del absurdo. En «The Dumb Waiter», Ben y Gus se encuentran, bruscamente, apremiados por un montaplatos que baja al sótano con minutas de restaurante que procuran afanosamente servir, así como por un tubo acústico por el que reciben órdenes sin que conozcan nunca su procedencia.

(Aparece una puerta de servicio, la de un montaplatos. Sostenida por poleas, hay una caja vacía. Gus mira fijamente dentro de la caja. Saca un trozo de papel.) BEN.—¿Qué es? GUS.—Míralo. BEN.—Lee. GUS (leyendo).—Dos chuletas doradas con patatas fritas. Dos budines de sagú. Dos tés sin azúcar. BEN.—Déjame ver eso. (Toma el papel.) GUS (para sí mismo).—Dos tés sin azúcar. BEN.—Mmm. GUS.—¿Qué piensas de esto? BEN.—Bueno... (La caja sube. Ben apunta con el revólver.) GUS.—¿Por qué no nos dejan pensar?. Tienen prisa por lo visto. (Ben vuelve a leer la nota, Gus mira por encima del hombro de Ben.) Esto es un poco..., un poco extraño. ¿No te parece? BEN (rápidamente).—No, no es extraño. Probablemente hubo un café aquí... y nada más. Arriba. Estas casas cambian de mano muy rápidamente. 28

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GUS.—¿Un café? BEN.—Sí. GUS.—¡Ah! ¡Quieres decir, que aquí abajo estaba la cocina? BEN.—Sí; estas casas cambian de mano de la noche a la mañana. Entran en liquidación. Los dueños del negocio, ¿sabes?, llegan a la conclusión de que produce lo bastante y se mudan. GUS.—¿Luego los que estaban aquí descubrieron que no ganaban lo suficiente y se fueron? BEN.—Exacto. GUS.—Muy bien; pero, ¿quién es el dueño ahora? (Silencio.) Del mismo modo en «The room», el matrimonio Hudd está continuamente expuesto a la intrusión de elementos exteriores, bajo una perspectiva de absurdo. Así la aparición del joven matrimonio Sands:

(El señor y la señora Sands se recortan en el umbral.) SEÑORA SANDS.—Lo siento mucho. No teníamos intención de estar aquí parados. No pretendíamos asustarla. Acabábamos de subir las escaleras. ROSE.—No tiene importancia. SEÑORA SANDS.—Este es el señor Sands. Yo soy la señora Sands. (El señor Sands gruñe un saludo.) SEÑORA SANDS.—Íbamos al piso de arriba. Pero no se puede ver nada. ¿No es verdad, Toddy? SEÑOR SANDS.—Nada. ROSE.—¿Qué buscan ustedes? SEÑORA SANDS.—Al dueño de esta casa. SEÑOR SANDS.—El propietario. Estamos tratando de dar con el propietario. SEÑORA SANDS.—¿Cuál es su nombre, Toddy? ROSE.—Su nombre es Kidd. SEÑORA SANDS.—¿Kidd? ¿Era ese el nombre, Toddy? SEÑOR SANDS.—¿Kidd? No, no es ese. ROSE.—Señor Kidd. Así se llama. SEÑOR SANDS.—Pues ese no es el tipo que buscamos. ROSE.—Bueno, ustedes deben estar buscando algún otro. (Pausa.) SEÑOR SANDS.—Supongo que sí. ROSE.—Parece que tienen frío. SEÑORA SANDS.—Fuera hace un tiempo horrible. ¿Ha estado usted en la calle? ROSE.—No. SEÑORA SANDS.—Nosotros acabamos de llegar. ROSE.—Bueno, pasen si quieren y caliéntense. Bajo la apariencia de un diálogo cotidiano, los visitantes aparecen como seres 29

Harold Pinter extraños y hostiles. A lo largo de la obra irán contradiciendo todas las afirmaciones del encuentro arriba citado. De igual modo, el encuentro con el señor Kidd acentúa la situación de absurdo, de vulnerabilidad de la «habitación».

(Llaman vivamente a la puerta, que se abre. Entra el señor Kidd.) SEÑOR KIDD.—Vine todo derecho. ROSE (levantándose).—¡Señor Kidd! Iba a buscarle. Tengo que hablarle. SEÑOR KIDD.—Mire, señora Hudd, tengo que hablarle. Vine exclusivamente a eso. ROSE.—Ahora mismo había dos personas aquí. Dijeron que esta habitación iba a quedar vacante. ¿De qué hablaban? SEÑOR KIDD.—Tan pronto como oí marchar la furgoneta me preparé para venir a verle. Estoy que no me tengo. ROSE.—¿Qué quiere decir todo esto? ¿Vio usted a esas personas? ¿Cómo va a quedar libre esta habitación? Está ocupada. ¿Estuvieron con usted, señor Kidd? SEÑOR KIDD.—¿Que si estuvieron? ¿Quiénes? ROSE.—Ya se lo he dicho. Dos personas. Buscaban al propietario. SEÑOR KIDD.—Se lo estoy diciendo. He estado preparándome para venir a verle tan pronto como oí marchar la furgoneta. ROSE.—Bueno, entonces, ¿quiénes eran? SEÑOR KIDD.—A eso es a lo que vine antes. Pero no se había ido. Toda la semana he estado esperando a que se fuera. ROSE.—Señor Kidd, ¿qué querían decir sobre esta habitación? SEÑOR KIDD.—¿Qué habitación? ROSE.—¿Está libre esta habitación? SEÑOR KIDD.—¿Libre? ROSE.—Estaban buscando al propietario. SEÑOR KIDD.—¿Quién estaba? ROSE.—Oiga, señor Kidd, usted es el propietario, ¿verdad? ¿No hay otro propietario? SEÑOR KIDD.—¿Cómo? ¿Qué tiene eso que ver? No sé de qué está usted hablando. Tengo que decírselo, eso es todo. Tengo que decírselo. He pasado un fin de semana terrible. Tendrá usted que verle. No lo resisto más. Tiene usted que verle. (Pausa.) ROSE.—¿A quién? SEÑOR KIDD.—Al hombre. Ha estado esperando para verla. Quiere verla. No puedo librarme de él. No soy un muchacho, señora Hudd, eso es evidente. Es evidente. Tiene usted que verle. Por último, aparece Riley, un negro ciego, el último representante del absurdo exterior, que se hace aquí más estridente.

ROSE.—Vaya a buscarle. Pronto. ¡Pronto! (El señor Kidd sale. Rose se sienta en la mecedora. Después de 30

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unos instantes se abre la puerta. Entra un negro ciego. Cierra la puerta tras él, pasa hacia el centro del cuarto y tantea con un bastón hasta que encuentra el sillón. Se para.) RILEY.—¿Señora Hudd? ROSE.—Sólo tocó el sillón. ¿Por qué no se sienta en él? (Riley se sienta.) RILEY.—Gracias. ROSE.—No me agradezca nada. No le necesito aquí arriba. No sé quién es usted. Y cuanto antes se vaya mejor. (Pausa, levantándose.) Bueno, vamos. Ya está bien. Se toma demasiadas libertades, ¿sabe? ¿Qué quiere usted? Está imponiendo su presencia aquí arriba. Me estropea la noche. Viene y se sienta aquí. ¿Qué quiere usted? (Riley mira alrededor de la habitación.) ¿Qué está mirando? Usted es ciego, ¿no? Entonces, ¿qué mira? ¿Qué piensa encontrar aquí arriba? ¿Una jovencita? Yo puedo mantenerle a raya. Estoy de vuelta con gente como usted. Dígame lo que quiere y lárguese. RILEY.—Mi nombre es Riley. ROSE.—No me importa si es... ¿Cómo? Ese no es su nombre. Ese no es su nombre. Hay toda una mujer en esta habitación, ¿oye? ¿O también es usted sordo? No es sordo, ¿verdad? ¡Todos vosotros sois sordos, mudos y ciegos! Un montón de inválidos. (Pausa.) RILEY.—Esta es una habitación grande. ROSE.—¿Qué importa la habitación? ¿Qué sabe usted de esta habitación? No sabe nada de ella. Ni tampoco va a quedarse mucho tiempo. ¡Vaya suerte!, dejo a estos reptiles entrar y apestan mi habitación, ¿qué quiere usted? RILEY.—Quiero verla. En «Birthday Party», tercera obra del autor, también aparecen unos personajes extraños, provenientes del exterior, que se presentan en el hogar de Petey y Meg, matrimonio de unos sesenta años, y que se instalan en la casa, donde vive también Stanley, un pensionado de treinta años. Él carácter de absurdo que irrumpe en la vida cotidiana, lo inexplicable que, sobre todo en «The Dumb Waiter», parece tener un significado metafísico, son fórmulas primeras de acercarse a los problemas que primordialmente le interesan: la relación entre los personajes, las causas de su represión, la objetivación de las instituciones sociales en que están sumidos. Los elementos externos actúan de contrapunto, de provocación, de disparadero para que, a su contacto, se revele la problemática que verdaderamente importa al autor. Si en «The room» y en «The Dumb Waiter» los elementos de absurdo tenían una poderosa importancia, ésta se diluye más en «The Birthday Party», para en «The caretaker» desprenderse de todo contenido abstracto. Aston y Mick son dos hermanos de treinta años que acogen en su casa a un personaje extraño, un viejo que se incrusta en sus vidas. Al final de la obra ellos mismos deciden echarlo de su casa. Es también el propio Pinter quien se libera de la necesidad de introducir un elemento desencadenante. Aston y Mick, al final de «The 31

Harold Pinter caretaker» quedan frente a frente. Pinter, a partir de esta obra, abandonará el absurdo para profundizar en los seres humanos. Si en «A slight ache» utiliza también un personaje insólito.—el viejo vendedor de tabaco— es exclusivamente en función de presentarnos la desintegración de un matrimonio. Siguiendo nuestra exposición ordenada, estableceremos los distintos niveles de profundización que utiliza la metodología de Pinter. En primer lugar, los personajes. En segundo lugar, las fórmulas de convivencia que ha producido la sociedad. En tercer lugar, el juicio valorativo de estas fórmulas de convivencia.

DE LO COTIDIANO AL SUBCONSCIENTE Pinter, a un primer nivel de investigación, llama la atención sobre la desintegración de lo cotidiano. Aspectos considerados como normales, como reconocibles, están, también, profundamente alienados por la actividad de unos personajes que son incapaces de una integración razonable en el mundo exterior. Datos de lo habitual se hacen casi irreconocibles. Así, los periódicos:

BEN.—¡Uaajjj! (recoge el diario.) ¿Qué te parece esto? Escucha (Refiriéndose al diario.) Un hombre de ochenta y siete años quiso cruzar la calle. Pero había muchísimo tránsito. No encontraba manera de pasar. En vista de eso, se metió debajo de un camión. GUS.—¿Qué hizo? BEN.—Se metió debajo de un camión. Un camión estacionado. GUS.—¡No! BEN.—El camión echó a andar y le pasó por encima. GUS.—¡Bah! BEN.—Es lo que dice aquí. GUS.—¡Las cosas que pasan! BEN.—Es como para vomitar ¿no es cierto? GUS.—¿Quien le aconsejo que hiciera semejante cosa? BEN.—¡Un hombre de ochenta y siete años que se mete debajo de un camión! GUS.—Parece increíble. BEN.—Aquí esta en letras de molde. («The Dumb Waiter».) MEG.—¡Oh! (Silencio) ¿Que estas leyendo? PETEY.—Alguien que ha tenido un niño MEG.—¡Oh, imposible! ¿Quién? PETEY.—Una mujer. MEG.—¿Quién Petey, quién? PETEY.—No creo que la conozcas 32

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MEG.—¿Como se llama? PETEY.—No MEG.—¿Que ha sido? PETEY (observando con atención el periódico).—Pues… niña MEG.—¡Qué lástima! Yo lo hubiera sentido hubiera preferido tener un niño. PETEY.—Una niña tampoco esta mal. MEG.—Hubiera preferido un niño. («The Birthday Party».)

Así, el desayuno de un matrimonio: EDWARD.—Tapa la mermelada FLORA.—¿Qué? EDWARD.—Tapa la tetera Hay una avispa (Deja sobre la mesa el periódico.) No te muevas. Espera un momento. ¿Qué estas haciendo? FLORA.—Tapando la tetera. EDWARD.—No te muevas. Déjalo. Espera un momento. (Silencio.) Dame el «Telegraph». FLORA.—No la espantes. Picará. EDWARD—¿Picar? Pero ¿que dices? ¿Picar? Espera un momento (Pausa.) Se va a posar. FLORA.—Se va a meter en la tetera. EDWARD.—Dame la tapa. FLORA.—Se ha metido. EDWARD.—Dame la tapa. FLORA.—Ya lo haré. EDWARD.—Déjamela a mí. Ahora… Lentamente… FLORA.—¿Que haces? EDWARD.—Estate quieta. Lentamente… con mucho cuidado… sobre… la… tetera… ¡Ajajá! Estupendo.

(«A slight ache».) Así, la simple búsqueda de un objeto casero: MAX.—¿Qué has hecho con las tijeras? (Pausa.) He dicho que estoy buscando las tijeras ¿Qué has hecho con ellas? (Pausa.) ¿Me oyes? Quiero recortar algo del periódico. LENNY.—Estoy leyendo el periódico. MAX.—No de ese periódico. Yo ni lo he leído. Te estoy hablando del domingo pasado. Estaba echando un vistazo por la cocina (Pausa.) ¿Oyes lo que estoy diciendo? Estoy hablando contigo. ¿Dónde están las tijeras? LENNY (levantando la vista tranquilamente.)—¿Por qué no te callas de una vez, bocazas? 33

Harold Pinter

(«The homecoming».) Reducido lo cotidiano a una realidad hostil, donde los gestos más nimios resultan insólitos, donde los objetos domésticos devienen extraños, los personajes de Pinter no tratarán nunca de hablar entre sí de un modo directo y claro. Su relación con los demás se establecerá a través de múltiples rodeos, de circunvalaciones, evitando siempre los temas que verdaderamente les conciernen. No existen, pues, las confidencias, los recuerdos, el pasado preciso y definido, ni a un nivel psicológico, ni, evidentemente (como ocurre en determinados autores americanos) a un nivel moral. De ahí que los personajes narren de forma minuciosa, e independientemente del desarrollo de la conversación, anécdotas, historias que unas veces no les afectan personalmente; otras, son los protagonistas de las mismas, pero se refieren a hechos aparentemente triviales; otras veces, por último, se trata de una historia real, que ha supuesto un fuerte trauma para el personaje. Se vean o no directamente afectados, los monólogos expresan agudamente la crispación del personaje, arrojan datos muy precisos sobre las razones de su alienación, razones que iremos exponiendo paulatinamente.

DAVIES.—No puedo usar zapatos que no me quedan bien. No hay nada peor. Pues le dije a ese fraile, le dije… Él abrió la puerta, un portón enorme… lo abrió. «Mire, míster» le dije, «He venido caminando hasta aquí ¿sabe?...» Y le enseñe estos zapatos «¿No tiene.—le dije— no tiene un par de zapatos como para que pueda seguir andando? Mire, éstos ya casi están echados a perder y no me sirven para nada. He sabido que ustedes tienen un montón de zapatos aquí» «Vaya a mear por ahí» me contestó. «Oiga», le dije, «soy un viejo y usted hace mal en hablarme así», me dijo, «lo saco hasta el portón a puntapiés.» «Oiga, míster», le dije, «ande con más cuidado… Lo único que pido es un par de zapatos. Usted no tiene por qué tratarme como cualquier cosa. Hace tres días que vengo caminando», le dije… «Tres días sin probar bocado y creo que merezco comer algo, ¿no le parece?» «Vaya a la cocina por el otro lado», me dijo. «Vaya por el otro lado a la cocina, y cuando haya comido, lárguese de aquí.» «Fui por el otro lado a la cocina. ¿Y sabe qué? ¡Valiente comida me dieron! Un pajarito. Una porquería chiquita que podía comerse en menos de dos minutos. «Ya esta bien», me dijeron. «Ahora ya tiene su comida, puede irse.» «¿Comida?», les dije. «¿Pero qué se han creído que soy yo? ¿Un perro? Ni siquiera un perro. ¿Pero me han tomado por un animal salvaje? ¿Y los zapatos? Vine hasta aquí caminando porque me dijeron que ustedes los daban. Me están entrando ganas de ir a quejarme a la madre superiora.» Uno de ellos, una especie de matón irlandés, vino hacia mí. Yo me quité 34

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de en medio. Por el camino más corto llegué a Watford y allí me agencié un par.» («The caretaker».) LEN.—… La gran vida. Una vez me agencié una cucharada llena de «porridge» Es lo más exquisito que he paladeado nunca. Todo lo han logrado con su propio esfuerzo. Ningún enano es cocinero. Es una hermandad. Una auténtica comunidad. Están siempre cantando himnos. Las tardes alrededor de la fogata. Ahora tenemos el inhalador y el aerosol. Volvamos al juego del escarabajo, volvamos a la cocina. Por eso constato su progreso. Por eso recomiendo su industria. Por eso aplaudo sus motivos. Por eso confío en su eficiencia. Por eso los encuentro capaces. («The dwarfs».) Ahora bien, ¿cuáles son los motivos de la crispación del personaje? ¿Por qué acuden a las historias triviales para «poder hablar» unos con otros? Tanto el viejo Davies en «The caretaker» (el viejo que busca un lugar donde guarecerse y que para conseguirlo esta dispuesto a engañar a los dos hermanos, Aston y Mick) como Len en «The Dwarfs» (que al igual que Pete y Mark, los tres jóvenes personajes de la obra, viven una existencia «intercambiable», desvaída y angustiosa) como, en general, todos los personajes del teatro de Pinter, son hombres y mujeres que viven en un mundo psicológico de fuerte represión (predominantemente de índole sexual), al mismo tiempo que de violenta hostilidad contenida, que se manifiesta intermitentemente, en forma de exabrupto verbal o de ataque físico directo. De esto se encuentran muy numerosos ejemplos, citamos casi al azar: Así, Aston en «The caretaker»:

ASTON.—¿Sabe una cosa? Yo estaba sentado en un café el otro día. Me encontraba sentado justo en la misma mesa que cierta mujer. Bueno comenzamos a… ¡Bah!, nos pusimos a charlar un poco. No sé sobre unas vacaciones que ella se había tomado y el sitio donde estuvo. Había ido a la costa del Sur. Aunque ahora no recuerdo el lugar. Bueno el hecho es que estuvimos allí sentados hablando de bueyes perdidos… y de pronto ella posó su mano derecha encima de la mía y me preguntó a boca de jarro… «¿Le gustaría que le echase una mirada a su cuerpo?» («The caretaker».) Así, Flora a Edward, su marido, en «A Slight Ache»:

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FLORA.—Yo tuve una vez un encuentro con un cazador furtivo. Fue una horrible violación, el muy bestia. En la cima de un altozano, en medio de un camino de ganado. Primavera temprana. Yo iba cabalgando en mi poney. Y allí, al borde del camino, yacía un hombre visiblemente maltrecho tumbado boca arriba, lo recuerdo bien, posiblemente la víctima de un ataque asesino, ¿cómo iba yo a saberlo? Desmonté, fui hacia él, se levantó, caí, mi poney escapó corriendo hacia el valle. Yo veía el cielo a través de los árboles, azul. Tendida en el cieno. Fue una lucha desesperada. (Pausa) La perdí. («A Slight Ache».) Así en el sketch «Applicant», miss Piffs somete a un test a Lamb para darle un empleo: PIFFS.—¿Es usted virgen? LAMB.—¿Cómo dice? PIFFS.—¿Es usted virgen? LAB.—¡Oh!... creo… esto es algo bastante embarazoso. Me parece que delante de una dama… PIFFS.—¿Es usted virgen? LAMB.—Sí, lo soy actualmente. No haré de esto un secreto. PIFFS.—¿Ha sido siempre virgen? LAMB.—¡Oh sí!, siempre. Siempre.

(«Applicant».) Así, en «Tea Party», en la conversación de Sisson con su nueva secretaria, le pregunta por qué duró tan poco en su trabajo anterior:

SISSON.—Sí, sí; pero creo que debo conocerlo, ¿no le parece? (Pausa.) WENDY.—Bueno… Simplemente, que no conseguía convencer a mi jefe para que cesara en sus atenciones. SISSON.—¿Cómo? (Consultando unos papeles.) ¿Una firma de esta importancia? Parece increíble. WENDY.—Desgraciadamente es así. (Pausa.) SISSON.—Y ¿qué clase de atenciones? WENDY.—¡Oh! No puedo… SISSON.—Vamos, vamos… (Pausa.) WENDY.—Siempre estaba tocándome míster Sisson, eso es todo. SISSON.—¿Tocándola? WENDY.—Sí. SISSON.—¿Y dónde? (Rápidamente.) Todo ello ha debido de ser muy 36

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molesto para usted. WENDY.—Sí, francamente, es muy molesto sentir que la tocan a una a cada momento. SISSON.—¿Quiere usted decir que en cuanto había oportunidad…? WENDY.—Sí, señor. (Breve pausa.) SISSON.—¿Gritó usted? WENDY.—¿Gritar? SISSON—Sí, ¿la obligó a gritar? WENDY.—Bueno… alguna vez… un poco. («Tea Party».) De igual modo, las obras de Pinter subrayan continuamente cómo, en el curso de una conversación normal, sin que se produzca un desarrollo psicológico de intensificación sucesiva (a la manera tradicional), los personajes, bruscamente, se insultan o se atacan. En «The collection», por ejemplo, las conversaciones de James, que intenta buscar una certeza sobre la fidelidad de su mujer, se interrumpen a veces repentinamente por un acto de violencia. El estado de represión, de crispación del personaje produce estos chispazos (sólo superficialmente inesperados y de ningún modo gratuitos) que marcan la evolución subconsciente de su actitud. Llegados a este punto, habiendo descartado la dimensión metafísica como elemento importante del teatro de Pinter y conociendo la situación en que se encuentran los personajes (la lejanía de lo cotidiano, la necesidad de recurrir a anécdotas marginales, su represión, sus brotes de hostilidad), comprobamos cómo es el propio Pinter quien traza la causa básica, la «fuente de la raíz última de este estado de cosas: una proalienación» diríamos, que constituye el motor, fundamento de la crisis de las formas de convivencia tradicionales contenidas en las instituciones del matrimonio y de la familia, dentro de un prisma de concepción burguesa (entendido el término, a nivel, sobre todo, de mentalidad).

HOGAR, DULCE HOGAR Esta crisis de los módulos de relación dentro de la sociedad, Pinter la estudia con arreglo a su metodología de descubrimiento de capas sucesivas dentro de una realidad. En primer lugar, la añoranza de los tiempos pasados. En segundo lugar, la atmósfera, impalpable pero muy concretamente trazada, de descomposición de las instituciones. En tercer lugar, la presentación de las verdaderas fuerzas, de los intereses reales que forman la mecánica profunda de las instituciones en crisis. Y, por último, la estridencia del ambiente familiar, para abocar, como colofón, ««tocando el fondo del problema», a las consecuencias finales de los 37

Harold Pinter niveles sucesivamente expuestos. Estudiaremos, uno tras otro, el desarrollo enunciado. En primer lugar, la añoranza de los tiempos pasados. El esplendor de la familia burguesa y aristocrática en la época victoriana, basada en el poder colonial y en el puritanismo que se desprendía del culto a pequeñas y mediocres virtudes, toma, en la actualidad, al ser evocado por los personajes, un aspecto de mitificación, de tranquilidad perdida, de felicidad irrecuperable. Son constantes en el teatro de Pinter estas reminiscencias del antiguo esplendor de las instituciones, que marcan, a la vez, la descompensación, el desequilibrio del momento actual de unos personajes, cuyos impulsos abocan a una rememoración de antiguas glorias como índice primero de su incapacidad para tomar decisiones radicales.

MEG.—Mi cuartito era rosa. Yo tenía una alfombra rosa y cortinas rosas, y tenía también cajas de música en todos los rincones de la habitación. Ellas tocaban para que me durmiera. Y mi padre era un médico muy famoso. Por eso no tuve nunca una enfermedad. Me cuidaban, y tenía hermanitas y hermanitos en otras habitaciones, todas de diferentes colores.» («The Birthday Party».) WILLY.—Recuerdo aquellos días en que mi hermana y yo solíamos nadar juntos en el lago de Sunderley. Y la gracia de su estilo, aun siendo tan niña. Recuerdo aquellas largas tardes de verano en Sunderley; mi madre y yo cruzando las praderas hacia la terraza, y, a través de las grandes ventanas, oyendo a mi hermana tocar Brahms. Y la delicadeza de su pulsación. Mi madre y yo, en el salón de música, contemplábamos en silencio los largos dedos de Diana, moviéndose sobre el teclado con exquisito pulso. En cuanto a nuestro padre le complacía más ver a su hija con labores de aguja. Un hombre cuyos negocios eran los del Estado, un hombre eternamente activo, encontraba un gran descanso en su mundo atareado, sentándose durante horas ante su hija, que hacía trabajar a su aguja. Diana, mi hermana, era la gracia y el encanto de nuestra familia. Y uno sólo puede decir al novio: Tu fortuna es inconmensurable. («Tea Party».) MAX.—… Bueno, hacía mucho tiempo que no estaba reunida toda la familia, ¿eh? Sólo falta que vuestra madre viviese. ¿Eh, qué te parece, Sam? ¿Qué diría Jessie si estuviera viva? Sentada aquí con sus tres hijos. Tres buenos mozos. Y una nuera encantadora. La única pena es que no 38

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estén aquí sus nietos. Los habría mimado y arrullado, ¿verdad que lo hubiera hecho, Sam? Se habría divertido, hubiera jugado con ellos y les habría contado cuentos, les habría hecho cosquillas… («The Homecoming».) Como paso siguiente a esta irracional añoranza, como dato sucesivo en la investigación sobre las instituciones, Pinter sitúa a los personajes dentro de un decorado en donde los límites están difuminados, no existen paredes de separación. Esta difuminación del entorno, esta imprecisión, no está dictada por un recurso escénico, sino como expresivización de la futilidad, de la desintegración, de la falta de «hogar» en el sentido tradicional. En «The collection», la presencia de dos escenarios actúa paralelamente a la inquietud de James que pasa de uno a otro (del cuarto de estar de su casa, a la vivienda del amante (?) de su esposa), intentando esclarecer lo ocurrido; la falta de límites de cada decorado se corresponde con la alienación del personaje que busca una certeza. En «The dwarfs» la ausencia de límites de las distintas viviendas de los tres personajes es absoluta. Se llega a producir una verdadera «intercambialidad» entre las diferentes casas.

LEN.—Aquí está mi mesa. Esto es una mesa. Aquí esta mi silla. Aquí está mi mesa. Esto es un frutero. Aquí está mi silla. Aquí están mis cortinas. No hace viento. Ha pasado la noche y no ha llegado la mañana. Esta es mi habitación. Esto es una habitación. Hay empapelado en las paredes. Hay seis paredes. Ocho paredes. Un octágono. Esta habitación es un octágono.» («The dwarfs».) Todo ello se traduce en una subversión de la convivencia (familiar, matrimonial) hasta en las más nimias conversaciones. Lo que antaño, en la época añorada y perdida era claro, ahora carece de sentido. La convivencia se ha hecho hostil, extraña, incontrolable. Tras este análisis del «ambiente familiar» del que daremos varios ejemplos, Pinter entrará de lleno en el descubrimiento de su mecánica.

DIANA.—¿Habéis perdido a vuestra madre? JOHN (trece años).—No la recordamos muy bien. Éramos muy pequeños cuando se murió. DIANA.—Vuestro padre os ha cuidado mucho y os ha educado muy bien. JOHN.—Muchas gracias Le va a gustar mucho saberlo. DIANA.—Ya se lo he dicho. JOHN.—¿Qué ha contestado? DIANA.—Le agradó que yo lo creyera así. Vosotros significáis mucho para él. JOHN.—Los hijos parecen significar mucho para sus padres. Yo lo he observado. Muchas veces me he admirado de lo que «eso» 39

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significa. DIANA.—Pero ¿no estáis orgullosos de los éxitos de vuestro padre? JOHN.—Sí, sí. Debo decir que lo estamos. (Pausa.) DIANA.—Y ahora que vuestro padre se ha casado otra vez… este cambio en su vida ¿os ha afectado mucho? JOHN—¿Qué cambio? DIANA.—El vivir conmigo. JOHN.—¡Ah bueno!... Yo creo que hay que hacer, decididamente, un reajuste. ¿No te parece Tom? DIANA.—Claro que sí. Pero, ¿quieres decir un reajuste fácil o uno difícil? JOHN.—Bueno, todo depende de que sea usted muy hábil para los reajustes. Nosotros, haciendo reajustes, somos superiores, ¿verdad, Tom? («Tea Party».) LENNY.—Hola, tío Sam. SAM.—Hola. LENNY—¿Cómo estás, tío? SAM.—Vaya, un poco cansado. LENNY.—¿Cansado? Seguro que lo estás ¿Dónde has estado? SAM.—He ido al aeropuerto de Londres. LENNY.—¿Sin parar hasta el aeropuerto de Londres? ¿Qué tal se porto el M4? SAM.—Sí, sin parar. LENNY.—Tch, tch, tch. Bueno, creo que tienes motivos para estar cansado, tío. SAM.—Bueno, son gajes del oficio. LENNY.—Ya lo sé. De eso hablo precisamente, del oficio de taxista. SAM.—Te deja para el arrastre. (Pausa.) MAX.—También estoy yo aquí, ¿sabes? (Sam le mira.) Dije que también estoy yo aquí sentado. SAM.—Ya sé que estas aquí. («The Homecoming».) En «The caretaker» esta extrañeza del ambiente familiar se equipara literalmente con un fuerte trauma psíquico.

ASTON.—¿Qué es lo que quieren hacerme en el cerebro?, le pregunté. Pero no hizo más que repetir lo que ya me había dicho. Bueno, yo no era tonto. Sabía que era menor de edad. Sabía que no podían hacer nada sin tener permiso. Era forzoso contar con la autorización de mi madre. Le escribí a mi madre y le conté lo que trataban de hacerme. Pero ella firmó 40

El amante (The lover) (1963)

el formulario, ¿sabe?, concediéndoles permiso. Lo sé porque el médico me enseñó la firma de ella. Bueno, esa noche… intente huir. Pasé cinco horas aserrando uno de los barrotes de la ventana de aquel pabellón. En la oscuridad. Cada media hora alumbraban las camas con una linterna. Para terminar, un hombre sufrió un ataque justo a mi lado… Y la cosa es que me atraparon. Como una semana después, más o menos, vinieron a verme, me rodearon y me hicieron eso en el cerebro… («The caretaker».)

Aston asocia el recuerdo familiar con una sesión de «electro-shock». Pinter se encargará de ir descubriendo, paulatinamente, el verdadero entramado, los verdaderos «valores» que hoy rigen la familia y el matrimonio. Veremos, en primer lugar, la situación de los personajes que se refugiaban en las añoranzas del pasado. Meg, que en «The Birthday Party» recordaba su «cuartito rosa», es una mujer casada, de sesenta años, que mantiene una turbia relación con Stanley, relación de «madre» que aspira a convertirse en «amante». Será incapaz de comprender el derrumbamiento de Stanley y tratará, de una forma patética y desesperada, al final de la obra, cuando los dos gangsters se han llevado a su joven protegido, de mentirse a sí misma una vez más.

MEG.—Yo era la más guapa del baile. PETEY.—¿Seguro? MEG.—Oh, sí. Todos dijeron que lo era. PETEY.—Yo también estoy seguro que lo eras. MEG.—Oh, es verdad. Lo era. (Pausa.) Sé que lo era. («The Birthday Party».) De igual modo, en «Tea Party», la añoranza de Willy de «aquellos días en Sunderley», aparece a nivel de mueca.

WILLY.—Sí, Sunderley era hermoso. SISSON.—El lago. WILLY.—El lago. SISSON.—Las grandes ventanas. WILLY.—Desde el cuarto de arriba. SISSON.—En la terraza. WILLY.—Tocando música. SISSON.—En el piano. WILLY.—Las noches de verano. Los cisnes salvajes. SISSON.—¿Qué cisnes? ¿Qué altivos cisnes? WILLY.—Los mochuelos. SISSON.—Los negros en la puerta cochera. 41

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WILLY.—Negros, no. SISSON.—¿Por qué no? WILLY.—No teníamos negros. SISSON.— ¿Y por qué no? ¡En el nombre del Dios! WILLY.—Solamente alguna de esas familias dudosas, Robert. DIANA (de pie).—Robert (Pausa.) Ven a la cama. («Tea Party».) El matrimonio de «A slight ache», que ha hecho entrar en su casa a un viejo mudo y mugriento que vende tabaco en la esquina, y a quien le han contado, cada uno por separado, de forma inconexa y sucesiva, sus más íntimos secretos, evidenciará su desintegración al final de la obra. Flora expulsará a Edward, su marido, colocándole la caja de tabaco del viejo, que se quedará a vivir con ella. La madre de «A night out», que, en sus relaciones con su hijo, mezcla turbiamente el recuerdo del padre, su propia frustración y una preocupación morbosa por las amistades femeninas de su hijo, nos servirá de último eslabón para descubrir, en el teatro de Pinter, la condición real de la crisis de las instituciones burguesas de convivencia.

MADRE.—Quiero hacerte una pregunta. ALBERT.—¿Qué? MADRE.—¿Llevas una vida honesta? ALBERT—¿Una vida honesta? MADRE.—¿No llevarás una vida deshonesta, verdad? ALBERT.—¿De qué hablas? MADRE.—¿No te mezclarás con mujeres, verdad? ¿No irás a mezclarte con mujeres esta noche? ALBERT.—No seas ridícula. MADRE.—Contéstame, Albert. Soy tu madre. ALBERT.—No conozco ninguna mujer. MADRE.—Si vas a la fiesta de la oficina, allí habrá mujeres, ¿verdad? ¿Mujeres del despacho? ALBERT.—No me gustan. Ninguna de ellas. MADRE.—¿Me lo prometes? ALBERT.—¿Prometer qué? MADRE.—Que… que… no deshonrarás a tu padre ALBERT.—¿Mi padre? ¿Cómo puedo deshonrar a mi padre? Siempre estás hablando de deshonrar a gente que ya está muerta. MADRE.—Oh, Albert, no sabes el daño que me haces, no sabes el dolor que me causa el que hables así de tu pobre padre. ALBERT.—¡Pero si está muerto! MADRE.—¡No lo está! ¡Él está vivo! (señalando su pecho) ¡Aquí! ¡Y esta es su casa!

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(«A Night Out».) Albert tiene un encuentro con una prostituta. Pinter demuestra, no a niveles morales, sino de análisis objetivo, que las verdaderas prostitutas no son las mujeres que ejercen la prostitución, sino aquellas consideradas socialmente como honradas esposas, como abnegadas madres de familia. El aspecto básico de la alienación humana que significa la prostitución, es decir, el contrato de compraventa de una persona por otra, donde más radicalmente se produce es en el matrimonio burgués, en la familia burguesa. El hombre, al casarse, según esta concepción de las relaciones hombre-mujer, adquiere el derecho de disponer de una mujer a condición de mantenerla. En «The homecoming», la figura de la madre, mitificada, como hemos visto, por Max, su marido, como persona amable y virtuosa, resulta, casi en el desenlace de la obra, de una sólo supuesta «honestidad». Sam, hermano de Max, lo descubre.

SAM (de un resuello).—Mac Gregor poseyó a Jessie en el asiento posterior de mi coche, mientras yo los llevaba. En la misma obra, Max, junto con sus hijos, Lenny y Joey, prostituye a su nuera Ruth, esposa del tercero de los hermanos, Teddy.

LENNY.—Pero tu vivirías aquí, con nosotros. MAX.—Por supuesto viviría aquí. Este sería tu hogar. En el seno de la familia. LENNY.—Te bastaría con ir al apartamento un par de horas cada noche, eso sería todo. MAX.—Claro, un par de horas, con eso basta. Es suficiente. LENNY.—Y traerás aquí todo el dinero que consigas. (Pausa.) RUTH.—¿Cuántas habitaciones tendría ese apartamento? LENNY.—No muchas. RUTH.—Yo querría por lo menos tres habitaciones y un cuarto de baño. LENNY.—No creo que necesites tres habitaciones y un cuarto de baño. MAX.—Necesitaría un cuarto de baño. LENNY.—Pero no tres habitaciones. (Pausa.) RUTH.—Oh, necesitaría las tres habitaciones. De verdad. LENNY.—Con dos bastaría. RUTH.—No. Dos no sería bastante. (Pausa.) Un tocador, un cuarto de estar y un dormitorio. (Pausa.) LENNY.—Muy bien, tendrás tu apartamento con tres habitaciones y un cuarto de baño. RUTH.—¿Con qué tipo de comodidades? LENNY.—Todas las comodidades. 43

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RUTH.—¿Una doncella particular? LENNY.—Por descontado. (Pausa.) Nosotros te financiaríamos al principio y luego, cuando tú ya estuvieras establecida, nos lo podrías ir devolviendo, a plazos. RUTH.—Oh, no, eso no me convendría LENNY.— ¿Oh, por que no? RUTH.—Podríais considerar vuestro desembolso inicial como un capital invertido. («The Homecoming».) En «The lover», esta identificación esposa-prostituta es también evidente. Richard, el marido, para librarse de la mediocridad del matrimonio (mediocridad mal disimulada bajo una envoltura de comodidades) tiene que desdoblarse en amante. Esta primera transformación se corresponde con la recuperación del proceso primitivo (y profundo) de su relación con Sarah. Richard y Sarah van recorriendo diferentes etapas. En primer lugar, Sarah aparece como la joven delicada y frágil, que es abordada por un hombre en la calle. Ella se resistirá, escandalizada y temerosa. Richard, entonces, se transforma en el hombre valeroso que la salva de la perdición. Richard y Sarah simularán entonces enamorarse para, en seguida, convertirse ella en prostituta, él en su mantenedor. Acabado el proceso (que traza el mecanismo del matrimonio burgués: compraventa y virtudes de apariencia: la virginidad en la mujer, el valor en el hombre) y ya recuperada la envoltura de marido y mujer, manifestarán abiertamente su verdadero rostro, aceptándolo con alegría y abyección:

SARAH (a Richard).—Estoy atrapada. (Pausa.) ¿Qué dirá mi mando? (Pausa.) Me espera. Me está esperando. No tienes derecho a tratar de este modo a una mujer casada. ¿Lo entiendes? Piensa, piensa, piensa en lo que estás haciendo. (Lo mira, se agacha y empieza a arrastrarse por debajo de la mesa, hacia él. Sale de debajo de la mesa, se arrodilla a sus pies y mira hacia arriba. La mano de ella le recorre la pierna. Él baja la vista para mirarla.) Eres muy atrevido. Lo eres en verdad. ¡Oh, sí, eres atrevido! Pero mi marido entenderá. Mi marido entiende. Ven aquí. Ven aquí debajo. Yo te explicaré. Después de todo, piensa en mi matrimonio. Él me adora. Ven aquí y te hablaré en voz baja. Te hablaré al oído. Es la hora de hablar al oído. ¿No es así? (Ella le toma las manos. Él se arrodilla junto a ella. Se quedan muy juntos, arrodillados. Ella le acaricia la cara.) Es muy tarde para el té. ¿No es verdad? Pero creo que me gustará tomarlo. ¿No es cierto que eres un encanto? Mi marido estará muy ocupado hasta muy tarde con una conferencia. ¿Por qué llevas este traje extraño y esta corbata? Por lo general vistes de otro modo, ¿no es cierto? Quítate la chaqueta ¡Hum! ¿Quieres que me cambie de ropa? Lo haré por ti, amor mío. ¿Quieres? ¿Te gustaría? (Silencio. Está muy cerca de él.) RICHARD.—Sí. (Pausa.) Cámbiate. (Pausa.) Cámbiate. (Pausa.) Cámbiate de ropa. (Pausa.) ¡Tú, mi encantadora puta! 44

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(Están quietos y en silencio, arrodillados, ella más erguida que él.) («The lover».) Queda, pues, desmontado el mecanismo. Sin valoraciones moralistas, sin desgarros sentimentales; de una forma directa y evidente. Los personajes implicados en este engranaje reaccionarán de un modo distinto. Esta diversidad de reacciones, planteadas a tres niveles, nos llevará a las consecuencias últimas del análisis de Pinter. Unos aceptarán, con todas sus consecuencias, la enajenación de esta forma convivencial. Así, como hemos visto, el matrimonio de «The lover» o el de «A slight ache». Otros no asumirán de una forma tan absoluta su enajenación; incapaces, sin embargo, de reaccionar coherentemente, acabarán en una situación marcada por la violencia y la represión. En «The dwarfs», los tres personajes (no unidos entre sí por ningún lazo concreto) terminarán, al final de la obra, crispados, aislados, sin relación ninguna entre sí, pronunciando frases inconexas:

LENN.—Ahora todo es sencillo. Todo es claro. Todo está limpio. Hay un prado. Hay un arbusto. Hay una flor. («The dwarfs».)

En el desenlace de «The room» se produce el enfrentamiento chirriante de los tres personajes:

BERT.—He vuelto sano y salvo… (Coge la silla de la mesa y se sienta a la izquierda de la silla del negro Riley. Mira al negro durante unos instantes. Entonces, con su pie, levanta el sillón. El negro cae al suelo. Se levanta despacio.) RILEY.—Señor Hudd, su esposa. BERT.—¡Piojo! (Bert pega al negro derribándolo y luego golpea su cabeza contra la estufa de gas, varias veces. El negro queda tendido, inmóvil. Bert sale. Silencio. Rose queda de pie apretándose los ojos.) ROSE.—No veo. No puedo ver. No puedo ver. (Se apagan las luces.) («The room».) En «The homecoming», Max, el padre de familia, contempla la situación: su 45

Harold Pinter hermano Sam yace tendido en el suelo (más tarde veremos por qué), su hijo Teddy se ha ido; Ruth, la esposa de Teddy, permanece sentada; a sus pies se encuentra Joey, su otro hijo, mientras el tercer hijo, Lenny, permanece de pie de mudo observador:

MAX.—… (Cae de rodillas, lloriquea, comienza a gemir y a sollozar. Deja de llorar, pasa sobre el cuerpo de Sam, rodea la silla de Ruth, colocándose al otro lado de Joey.) No soy un viejo. (Levanta la vista hacia ella.) ¿Me oyes? (Acerca su cara a la de ella.) Bésame. (Ella continúa acariciando la cabeza de Joey suavemente. Lenny permanece de pie, observando.) («The Homecoming».) Pero el punto álgido de la estridencia en los personajes se produce a un último nivel: la explosión de sus contradicciones. Sam, hermano de Max, como sabemos, en «The homecoming», participa en la primera parte de la obra del «juego familiar». A medida que se van descubriendo los mecanismos últimos, Sam lucha entre un cierto grado de lucidez, que le impide entregarse a la abyección de los demás (Sam sabe que Jessie, la madre de familia recordada como virtuosa, se comportaba de un modo bien distinto a como dice Max), al mismo tiempo que es incapaz de reaccionar en contra de la familia. Esta contradicción se hace insalvable y le produce una tensión psíquica que explota en un colapso, después de confesar a la familia que «Mac Gregor poseyó a Jessie en el asiento posterior de mi coche, mientras yo les llevaba». Análogo es el caso de Sisson, protagonista de «Tea Party». Viudo, con dos hijos, se casa con Diana; en su vida entra también el hermano de ésta, Willy. Sisson es consciente del fracaso de su matrimonio, al mismo tiempo que carece de elemento alguno (psicológico, ideológico, etcétera), para encontrar una salida. La interrelación, a través de su matrimonio con Diana, entre la familia de Sisson (sus padres, y sus dos hijos) y la de Diana (el hermano de ésta, Willy), provoca una turbia mezcla de instituciones inservibles, de fórmulas de convivencia destruidas en su misma raíz, que provocan, al igual que en Sam («The homecoming»), un trauma psíquico. Sisson acabará crispado sobre una silla, sin ver ni oír.

(El grupo está alrededor de la silla. La empujan con gran esfuerzo. La silla no se puede mover más.) WILLY.—Cualquiera diría que está encadenado. DISLEY (empujando).—¡Sal de ahí! MADRE.—¡Bobbie!

(Dejan de empujar. Sisson sigue aferrado en su silla. Sus ojos están abiertos. Diana se acerca a él. Se arrodilla a su lado.) DIANA.—Soy yo... Diana. (Silencio.) ¿Me puedes oír? (Silencio.) ¿Puedes verme? (Silencio.) ¡Robert! (Silencio.) ¿Puedes oírme? (Silencio.) Robert, 46

El amante (The lover) (1963) ¿puedes verme? (Silencio.) Soy yo, soy yo, querido... (Ligera pausa.) Soy tu mujer. (Los ojos de Sisson siguen abiertos.)

(«Tea Party».)

INDICACIÓN FINAL Hasta aquí esta introducción al teatro de Pinter. Como advertimos al principio, se trataba de exponer ordenadamente sus distintos aspectos de una forma analítica. Es evidente que muchos de los aspectos indicados se prestan a una reflexión más pormenorizada, más amplia, que sobrepasaba los límites de este trabajo. Es evidente, también, que otra serie de temas importantes (estudio del lenguaje, el sentido que tiene la actividad laboral para los personajes, la consideración de la infancia, etc.), han tenido también que quedar fuera, por razones obvias de espacio y de claridad. Esperamos, sin embargo, que la línea básica de su teatro haya resultado evidente, al mismo tiempo que la riqueza y la complejidad de las muchas citas empleadas sirvan, también, para matizarlo.

Álvaro DEL AMO Manuel PÉREZ ESTREMERA

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Digitalizado por Risardo para Biblioteca_IRC en octubre de 2005 http://biblioteca.d2g.com

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Harold Pinter Premio Nobel Literatura 2005

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005

Índice

(cada epígrafe es un hipervínculo. Clicando sobre él se va a la sección correspondiente)

Retorno al hogar (comedia en dos actos) • Acto Primero • Acto Segundo

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Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005

Harold Pinter

Retorno al hogar (The homecoming) 1959 Comedia en dos actos

Traducción: Luis Escobar

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Personajes

MAX, un hombre de setenta años LENNY, poco más de treinta SAM, sesenta y tres JOEY, un hombre de veintitantos RUTH, una mujer de treinta TEDDY, un hombre de treinta y cinco

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ACTO PRIMERO

Verano. Una vieja casa en el barrio norte de Londres. Un cuarto grande con toda la anchura del escenario. La pared de atrás, donde había una puerta, ha sido derribada y reemplazada por un gran dintel. Más allá, el vestíbulo, y en él una escalera ascendiendo hacia la izquierda muy a la vista. La puerta de entrada, a la derecha. Perchas, etc. En el cuarto, una ventana, a la derecha. Mesas y sillas distintas. Dos grandes butacones y un sofá, a la izquierda. Adosado a la pared, a la derecha, un aparador que en su parte alta tiene un espejo. Al fondo izquierda, una radiogramola. Es de noche. LENNY está sentado en el sofá con un periódico y un lápiz en la mano. Lleva un

traje oscuro. De vez en cuando hace una marca en la última página del periódico. Entra MAX procedente de la cocina. Va hacia el aparador, abre el cajón de arriba, busca algo y lo cierra. Viste un chaleco de lana muy usado y una gorra. Lleva bastón. Viene a primer término y busca algo por el cuarto.

MAX ¿Qué has hecho con las tijeras?

Pausa. Digo que estoy buscando las tijeras. ¿Qué has hecho con ellas?

Pausa. ¿Me has oído? Quiero recortar una cosa del periódico. LENNY Estoy leyendo el periódico. MAX No de ese periódico. Ése no lo he leído. Hablo del periódico del domingo pasado. Lo estoy leyendo en la cocina.

Pausa. ¿Oyes lo que te digo? ¡Te estoy hablando! ¿Dónde están las tijeras? LENNY (Mirándole tranquilamente.) ¿Por qué no te callas la boca y dejas de decir tonterías? MAX (Levanta el bastón y le apunta con él.) No me hables así. Te lo advierto. Se sienta en una butaca. El periódico anuncia unas camisetas de franela. Rebajadas. Sobrantes de la

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Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 Marina. Me vendrían bien unas cuantas.

Pausa. Ponme echando humo. Quiero fumar; dame un «plajo».

Pausa. Te estoy pidiendo un pitillo. Mira lo que tengo.

Saca un pitillo arrugado de su bolsillo. Me estoy volviendo viejo. Te lo aseguro.

Lo enciende. ¿Tú crees que yo no he sido un tío? Hubiera podido con dos como tú. Todavía soy fuerte. Pregúntale a tu tío Sam cómo era. Pero al mismo tiempo siempre he tenido mucho corazón. Siempre.

Pausa. Solía andar con un amigo llamado Mac Gregor. Yo le llamaba Mac. ¿Recuerdas a Mac? ¿Eh?

Pausa. ¡Jo! Éramos los dos tipos más temidos del barrio. Como te lo digo; todavía tengo las cicatrices. Cuando entrábamos en algún sitio, todo el mundo se ponía de pie para dejarnos paso. Nunca has oído un silencio igual. Te prevengo que era un tío. Medía cerca de dos metros. Toda su familia eran Mac Gregor, de Escocia, pero él era el único a quien llamaba Mac.

Pausa. Quería mucho a tu pobre madre, Mac. Mucho. Siempre le decía alguna chirigota.

Pausa. Te prevengo que no era una mala mujer. Aunque yo no pudiera ni mirarle a esa cara tan fea que tenía, no era mala. En todo caso, le di los mejores años de mi vida. LENNY ¿Quieres cerrar la boca? Estoy intentado leer el periódico. MAX ¡Oye! Que te deslomo como me hables así. ¿Cuándo se ha visto? ¡Hablarle así a su viejo y asqueroso padre! LENNY Lo que pasa es que te estás chiflando.

Pausa. ¿Qué te parece viento segundo para el tres treinta? MAX ¿Dónde? LENNY En Sandow Park. MAX No tiene ni una oportunidad. LENNY Sí que la tiene. MAX Ni la más remota. LENNY Es el ganador. 6

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 LENNY marca el periódico. MAX Habla de caballos.

Pausa. Yo vivía en la pista. Una de las pasiones de mi vida. ¿Epsom? Lo conocía como la palma de la mano. Era una de las caras más conocidas del hipódromo. Qué vida maravillosa al aire libre.

Pausa. Me habla de caballos. Tú no haces más que leer en los periódicos sus nombres. Pero yo les he palpado las crines, los he tenido, los he calmado antes de una gran carrera. Yo era el que solían llamar. Max, me decían, aquí hay un caballo con demasiada sangre, tú eres el único que lo puede calmar. ¡Y era verdad! Yo tenía un..., yo tenía un don para los animales. Debía haber sido entrenador. Me lo ofrecieron muchas veces, ¿sabes?, un trabajo en serio con el truque de... Bueno, he olvidado el nombre... uno de los truques. Pero tenía obligaciones familiares. La familia me necesitaba en casa.

Pausa. Cuántas veces los he visto pasar la meta como un rayo. ¡Qué experiencia! Y no tengas cuidado que perdiera, me ganaba mi buen dinero, y ¿sabes por qué? Porque siempre he tenido el instinto del buen caballo, y no sólo con los potros, sino también con las yeguas. Porque las yeguas son más nerviosas que los potros y son menos de fiar. ¿Lo sabías? No, ¡tú qué vas a saber! Pero yo tenía un truco para conocer a la buena yegua. La miraba fijamente al ojo. Así. Me ponía delante de ella y la miraba así, derecho, al ojo. Era una especie de hipnotismo, y al mirarla así al fondo del ojo sabía si iba a ganar o no. Era un don.

Pausa. Y me viene hablando de caballos. LENNY Padre, ¿te importa que cambie el disco?

Pausa. Quiero preguntarte una cosa. Eso que hemos comido, lo que fuera, ¿cómo se llamaba?

Pausa. ¿Por qué no compras un perro? Eres un cocinero para perros. De veras. Crees que guisas para una jauría. MAX Si no te gusta, no tienes más que largarte. LENNY Me voy a largar, en efecto, a comprar algo de comer. MAX Pues, entonces, ¡fuera!, ¿qué esperas? LENNY (Le mira.) ¿Qué has dicho? MAX He dicho que te largues. Fuera. Eso es lo que he dicho. LENNY Vas a salir tú primero, padre, como me hables en ese tono. 7

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 MAX ¿Tú crees, miserable? MAX trinca el bastón. LENNY ¡Oh papaíto, no me pegues! No me des con el palo, papá, por favor. No he sido yo; han sido los otros. Yo no he hecho nada, de verdad. No me pegues con ese palo, papi. Silencio. MAX se sienta encorvado. LENNY sigue leyendo el periódico. SAM

viene de la calle. Viste uniforme de chófer. Cuelga la gorra en una percha del hall y entra en el cuarto. Se sienta y suspira. Hola, tío. SAM Hola. LENNY ¿Cómo estás, tío Sam? SAM Bien. Un poco cansado. LENNY ¿Cansado? No me extraña. ¿Dónde has estado? SAM En el aeropuerto. LENNY ¿Has ido hasta el aeropuerto? ¿Por la autopista? SAM Sí. He ido hasta allí. LENNY Tch, tch, tch. Comprendo que estés cansado, tío. SAM Lo malo son los conductores. LENNY ¡Claro! Eso mismo. Me refería a los conductores. SAM Te matan.

Pausa. MAX Yo estoy aquí también. Aquí sentado. SAM Ya te veo.

Pausa. SAM Llevé a un yanki hoy... al aeropuerto. LENNY Ah, ¿con que era un yanki? SAM Sí. Me ha tenido todo el día. Lo recogí en el Savoy a las doce y media, le llevé al Caprice a almorzar. Después del almuerzo le fui a buscar de nuevo, le llevé a una casa en Eaton Square — tenía que ver allí a un amigo — y luego al aeropuerto. 8

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 LENNY ¿A lo mejor tenía que tomar un avión? SAM Sí. Mira lo que me ha dado. Una caja de puros.

Saca del bolsillo una caja de puros. MAX Déjame ver. SAM le enseña los puros. MAX coge uno, lo palpa, lo huele. Es un buen puro. SAM ¿Quieres uno? MAX y SAM encienden sendos puros. ¿Sabes lo que me dijo? Me dijo que era el mejor chófer que había conocido. El mejor. MAX ¿Desde qué punto de vista? SAM ¿Cómo? MAX ¿Desde qué punto de vista? LENNY Desde el punto de vista de su manera de conducir, papá, y de su sentido innato de cortesía, me imagino. MAX Encontró que conducías bien, ¿eh, Sam? Pues te dio un puro de primera. SAM Sí, encontró que era el mejor que nunca había conocido. Todos lo dicen, ¿sabes? Y no quieren otro. Siempre preguntan por mí. Dicen que soy el mejor chófer de la compañía. LENNY Estoy seguro de que los demás conductores se mueren de envidia. ¿Verdad, tío? SAM Me tienen envidia. Me tienen mucha envidia. MAX ¿Por qué? SAM Ya te lo he dicho. MAX No. No lo veo claro, Sam. ¿Por qué han de tenerte envidia los demás conductores? SAM Porque (A): Soy el que mejor conduce... (B): No me tomo libertades.

Pausa. No me pongo pesado. ¿Comprendes? A estos financieros, hombres de negocios, no les gusta que el conductor les dé la lata. Les gusta repantigarse en el asiento de atrás y que les dejen descansar en paz. Después de todo van en un Humker Super Snipe y pueden permitírselo. Al mismo tiempo, sin embargo, y 9

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 esto es lo que me da calidad..., sé entretenerlos cuando soy requerido.

Pausa. Por ejemplo, le conté al cliente de hoy que había estado en la segunda guerra. No en la primera. Le dije que en la primera era demasiado joven. Pero le dije que había combatido en la segunda.

Pausa. Pues resultó que él también. LENNY se pone de pie; va hacia el espejo y ajusta su corbata. LENNY Seguramente sería coronel o algo así en la aviación americana. SAM Sí. LENNY Probablemente un piloto de una superfortaleza volante, y ahora será un alto directivo de alguna empresa mundial aeronáutica. SAM Sí. LENNY Sí, ya me imagino al tipo. LENNY sale hacia la derecha. SAM Después de todo tengo experiencia. A los diecinueve conducía un carro de basura. Después estuve de camionero. Luego diez años de taxista, y cinco de chófer particular. MAX Es raro que no te hayas casado. Un hombre de tus cualidades.

Pausa. ¿No te parece? Un hombre como tú. SAM Todavía hay tiempo. MAX ¿Lo hay?

Pausa. SAM Te sorprenderías. MAX ¿A qué te has dedicado? ¿A darle pases a las clientas? SAM Yo no. MAX ¿En la trasera del Snipe? ¿Les has dado unas cuantas lecciones prácticas de lo que sabemos por aquí? SAM Yo no. MAX ¿En el asiento de atrás? ¿Cómo estaba el brazo del asiento, subido o bajado? SAM Nunca he hecho nada de eso en mi coche. 10

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 MAX ¿Estás por encima de esas cosas? ¿Verdad, Sam? SAM Claro. MAX ¿Por encima de darte un buen lote en el asiento de atrás? SAM Eso se lo dejo a otros. MAX ¿Se lo dejas a otros? ¿A qué otros? ¡So pasmado! SAM ¡Yo no ensucio mi coche! O el coche de mi jefe. ¡Como otros! MAX ¡Otros! ¿Qué otros?

Pausa. SAM Otros.

Pausa. MAX Cuando encuentres una novia que te convenga, Sam, dínoslo; no lo olvides. Le haremos una recepción de primera, te lo prometo. La puedes traer a vivir aquí, y puede hacernos felices a todos. La sacaríamos de paseo por turno. SAM Aquí no la traería. MAX Eso depende de ti, Sam. Puedes traerla aquí, o tomar una «suite» en el Dorchester. Allá tú. SAM No tengo novia. SAM se levanta, va al aparador y coge una manzana. La muerde. Está un poco seca.

Mira afuera por la ventana. En todo caso, no una novia como la que tú tuviste. Por ahora. No. Como Lessy.

Pausa. Después de todo salí con ella un par de veces. ¿No es así? La llevé por ahí una o dos veces en mi taxi. Era una mujer encantadora.

Pausa. Era tu mujer, y sin embargo fueron las tardes más deliciosas que he pasado. La llevaba por ahí. Por gusto. MAX (Quedamente. Cerrando los ojos.) Cristo... SAM Solía parar en un tabanco y la convidaba a café. Era una compañera deliciosa. Por la puerta de la calle entra JOEY. Entra en el cuarto, se quita la

chaqueta y la tira sobre una silla. Se queda parado de pie. Un silencio. JOEY Tengo hambre. SAM 11

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 Y yo. MAX ¿Quién creéis que soy? ¿Vuestra madre? ¿Eh? Francamente. Entrar aquí a cualquier hora del día o de la noche como animales. Id y buscaos una madre. LENNY ha vuelto y se queda también de pie. JOEY Me he estado entrenando en el gimnasio. SAM El chico ha trabajado todo el día y luego se ha entrenado. MAX ¿Y qué quieres, so bestia? Tú te has pasado el día sentado sobre las posaderas en el aeropuerto, anda y cómprate un pirulí. ¿Queréis que me pase aquí el día esperando para correr a la cocina en el momento en que entréis por esa puerta? Tienes sesenta y tres años, ya podías haber aprendido a guisar. SAM Sé guisar. MAX ¡Pues anda a guisar!

Pausa. LENNY Lo que los chicos piden, papi, es ese punto especial de tu cocina, papi. Lo que añoran es ese extraordinario talento de cocinero que Dios te ha dado. MAX No me llames papi. Deja de una vez de llamarme papi. ¿Has oído? LENNY Pero si soy tu hijo. ¿Recuerdas cuando subías a darme las buenas noches? ¿A ti también te daba las buenas noches, Joey?

Pausa. LENNY da media vuelta y se dirige hacia la puerta de la calle. MAX Lenny. LENNY

(Volviéndose.) ¿Qué? MAX Ya te daré yo las buenas noches un día de éstos. Acuérdate de lo que te digo. Se miran. LENNY abre la puerta y sale. Un silencio. JOEY Me ha estado entrenando Bohluy Nodd.

Pausa. Y también le he dado al saco.

Pausa. No estoy mal de forma. MAX El boxeo es deporte de caballeros.

Pausa. Voy a darte un consejo. Lo que tienes que hacer es aprender a defenderte y saber atacar. Ésa es la única ciencia del boxeo. Tú no sabes ni defenderte ni atacar. 12

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005

Pausa. Una vez que sepas eso irás derecho arriba.

Pausa. JOEY Creo que ya sé algo... de eso. JOEY coge su chaqueta y sale por la escalera. Pausa. MAX Sam... ¿Por qué no te vas tú también? ¿Oyes? ¿Por qué no me dejáis todos en paz? SAM Quiero que quede una cosa clara en lo de Jessie, Max. Sí; quiero que quede claro. Cuando yo la sacaba en el taxi, estaba cuidando de ella por ti; cuando tú tenías que hacer. ¿Estamos? Y la enseñaba la ciudad.

Pausa. Tú no te hubieras fiado de los otros hermanos. Como no te hubieras fiado de Mac, ¿verdad? Pero de mí sí te fiabas. Quiero recordártelo.

Pausa. El viejo Mac murió hace unos años. ¿No? ¿Se ha muerto?

Pausa. Era un malvado asqueroso. Un cobarde, un fanfarrón. Un hijo de Satanás. Eso sí, muy amigo tuyo.

Pausa. MAX Oye, Sam... SAM ¿Qué? MAX ¿Por qué te aguanto aquí? No eres más que una basura. SAM ¿Sí? MAX Un desgraciado. SAM ¿Ah, sí? MAX En cuanto dejes de pagarme, o sea, cuando estés demasiado viejo para pagarme, ¿sabes lo que voy a hacer? Te voy a dar la patada. SAM Conque sí, ¿eh? MAX Sí. Te aguantaré mientras pagues. Pero el día en que la Compañía te eche, ya puedes irte con viento fresco. SAM Esta casa es tan mía como tuya. Era la casa de nuestra madre. MAX Una miseria detrás de otra. Una mierda tras otra. SAM La casa de nuestro padre. 13

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 MAX Mira lo que me ha tocado en suerte. Un cretino tras otro. Una ristra de tarados.

Pausa. Nuestro padre. Lo recuerdo bien. No te preocupes. Venía a mí y se me quedaba mirando. Parece que lo estoy viendo. Me cogía en brazos y me zarandeaba. Yo era así de alto. Después me daba un trago y me limpiaba los morros. Me sonreía... Me daba azotitos en el trasero; me pasaba de una mano a otra, y me tiraba al aire y me recogía al caer. Vaya si me acuerdo de mi padre.

Se apagan las luces. Vuelve la luz. Es de noche. TEDDY y RUTH están en el cuarto. Los dos van bien vestidos, con trajes claros de verano e impermeables claros. Dos maletas a su lado. Miran al cuarto. TEDDY hace saltar una llave en la mano. Sonríe. TEDDY La llave sirvió.

Pausa. No han cambiado la cerradura.

Pausa. RUTH No hay nadie. TEDDY

(Mirando arriba.) Están durmiendo. RUTH ¿Puedo sentarme? TEDDY Naturalmente. RUTH Estoy cansada.

Pausa. TEDDY Siéntate.

Ella no se mueve. Ésa es la butaca de mi padre. RUTH ¿Ésa? TEDDY (Sonriendo.) Sí, ésa. No sé si subir a ver si está. Allí, en mi cuarto. RUTH No puede haberse ido. TEDDY Quiero decir a ver si está ahí mi cama. RUTH Puede haber alguien en ella. TEDDY No. Tienen sus propias camas. 14

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005

Pausa. RUTH Quizá debieras despertar a alguien y decirles que has llegado. TEDDY ¿A esta hora de la noche? Es demasiado tarde.

Pausa. ¿Subo?

Va al hall, mira hacia arriba de la escalera y vuelve. ¿Por qué no te sientas?

Pausa. Voy a subir... a ver.

Sube la escalera cautelosamente. RUTH queda quieta, después anda un poco por el cuarto. Vuelve TEDDY. Está allí. Mi cuarto, vacío. La cama está ahí. ¿Qué haces?

Ella le mira. Hay mantas pero no sábanas. He oído ronquidos. De veras. Ahí están todos todavía. Están todos arriba roncando. ¿Tienes frío? RUTH No. TEDDY ¿Quieres que te dé algo de beber? ¿Algo caliente? RUTH No. No quiero nada. TEDDY (Va y viene por el cuarto.) ¿Qué te parece este cuarto? Grande, ¿verdad? Es una casa grande, y este cuarto está bien. ¿No te parece? Ahí había una pared... con una puerta. La tiramos... hace años... para hacer un living grande. No afectó a la estructura, como ves. Mi madre ya había muerto. RUTH se sienta. ¿Cansada? RUTH Un poco. TEDDY Podemos subir a acostarnos. No hay por qué despertar a nadie ahora. Sólo acostarnos. Los veremos por la mañana... Veré a mi padre por la mañana.

Pausa. RUTH ¿Quieres quedarte? TEDDY ¿Quedarme?

Pausa. Hemos venido a quedarnos. Pensábamos quedarnos... Unos cuantos días. RUTH Quizá... Los niños... Nos estén echando de menos. TEDDY ¡Qué bobada! RUTH Quizá. 15

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 TEDDY Volveremos dentro de pocos días. ¿No es cierto?

Anda por el cuarto. Nada ha cambiado. Todo está igual.

Pausa. Se llevará una sorpresa mañana. ¿No crees? El viejo. Yo creo que le vas a querer. De veras. Es un poco... ¿cómo te diría?... Bueno, viejo, claro. Pero ahí sigue.

Pausa. He nacido aquí. ¿Te das cuenta? RUTH Ya lo sé.

Pausa. TEDDY ¿Por qué no te vas a la cama? Buscaré unas sábanas. Yo... no tengo sueño... ¿No es raro? Creo que me quedaré un rato aquí. ¿Estás cansada? RUTH No. TEDDY Vete a la cama. Te enseñaré el cuarto. RUTH No. No quiero. TEDDY Estarás perfectamente. De verdad. Yo no tardaré. Mira. Es justamente aquí arriba. La primera puerta. El baño está al lado, la puerta siguiente. Anda... Necesitas descansar.

Pausa. Yo quiero... andar un poco. ¿Te importa? RUTH Claro que no. TEDDY Bueno, pues... ¿Te llevo al cuarto? RUTH No; estoy bien aquí. TEDDY Si no quieres, no tienes que ir al cuarto. No digo que tengas que ir. Puedes quedarte aquí conmigo. Quizás haga una taza de té. La cuestión es no hacer ruido para no despertarlos. RUTH Yo no hago ningún ruido. TEDDY Ya lo sé.

Va hacia ella. Con cariño. Mira, todo está en orden... Yo estoy aquí... Quiero decir... estoy aquí contigo. No hay por qué ponerse nerviosos. ¿Estás nerviosa? RUTH No. TEDDY 16

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 No hay por qué.

Pausa. Son muy cariñosos, de verdad, muy cariñosos. Es mi familia. No son unos ogros.

Pausa. Bueno. Quizá debamos irnos a la cama. Después de todo tenemos que madrugar, para ver a papá. No estaría bien que nos encontrara en la cama.

Ríe. Tendremos que levantarnos antes de las seis para bajar a saludarle.

Pausa. RUTH Voy a tomar un poco el aire. TEDDY ¿El aire?

Pausa. ¿Qué quieres decir? RUTH Voy a dar una vuelta. TEDDY ¿A estas horas?... Pero si acabamos de llegar. Debemos subir a acostarnos. RUTH Tengo ganas de tomar un poco el aire. TEDDY Yo me voy a la cama. RUTH Perfectamente. TEDDY Pero... ¿por qué? Yo no tengo ganas de tomar el aire. RUTH Yo sí. TEDDY Es tarde. RUTH Noiré lejos. Volveré.

Pausa. TEDDY Te esperaré levantado. RUTH ¿Por qué? TEDDY No voy a acostarme sin ti. RUTH ¿Me das la llave?

Él se la da. ¿Por qué no te acuestas?

Él pone las manos en sus hombros y la besa. Se miran un instante; ella sonríe. No tardaré. 17

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005

Sale por la puerta de la calle. TEDDY va a una ventana y la mira. Después se aleja de la ventana y queda quieto. Bruscamente se muerde los puños. LENNY sale de un cuarto de abajo, a la izquierda. Lleva pijama y bata. Se queda observando a TEDDY. TEDDY se vuelve y le ve. Breve pausa. TEDDY Hola, Lenny. LENNY Hola, Teddy.

Pausa. TEDDY No te he oído bajar. LENNY No he bajado.

Pausa. Ahora duermo ahí. Tengo una especie de estudio. Cuarto de trabajo y dormitorio. TEDDY Espero... no haberte despertado. LENNY No. Esta noche me he acostado temprano. Y ya sabes. No puedo dormir.

Pausa. TEDDY ¿Cómo estás? LENNY Ya te digo, un poco de insomnio. Esta noche al menos. TEDDY ¿Pesadillas? LENNY No, no es que soñara. No era un sueño. Es algo que me despierta de cuando en cuando. Una especie de tictac. TEDDY Un tictac. LENNY Sí. TEDDY Pero, ¿qué es?

Pausa. LENNY No lo sé.

Pausa. TEDDY ¿Hay un reloj en tu cuarto? LENNY Sí. TEDDY Quizá sea el reloj. LENNY 18

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 Sí; supongo. Quizá...

Pausa. Bueno. Si es el reloj, habrá que buscar remedio. Siempre podré hacer algo para que no suene.

Pausa. TEDDY Acabo de regresar... por unos días. LENNY ¿Ah, sí? ¡Claro!

Pausa. TEDDY ¿Cómo está el viejo? LENNY Como una rosa.

Pausa. TEDDY A mí me ha ido bien. LENNY Sí. ¿Verdad?

Pausa. ¿O sea, que te quedas esta noche? TEDDY Sí. LENNY Puedes dormir en tu antiguo cuarto. TEDDY Sí, ya he subido. LENNY Sí. Puedes dormir ahí. LENNY bosteza. En fin... TEDDY Me voy a la cama. LENNY ¿Te vas? TEDDY Sí, me voy a dormir. LENNY Yo también. TEDDY coge las maletas. Te ayudo. TEDDY No. No pesan mucho. TEDDY va al hall con las maletas. LENNY apaga la luz del cuarto de estar. Las luces del hall quedan encendidas. LENNY le siguió al hall. LENNY ¿No quieres nada? TEDDY 19

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 ¿Hum? LENNY ¿No quieres nada? ¿Un vaso de agua o algo? TEDDY ¿Sabes dónde hay sábanas? LENNY En el armario de tu cuarto. TEDDY ¡Ah, estupendo! LENNY Es un cuarto en el que, a veces, se quedan amigos míos, cuando están de paso. LENNY apaga la luz del hall y enciende la del primer descansillo. TEDDY

empieza a subir las escaleras. TEDDY Te veo mañana en el desayuno, entonces. LENNY Eso es. Hasta mañana. TEDDY sube. LENNY se va por la izquierda. Se apaga la luz del descansillo. Leve luz del exterior en el hall y en el cuarto. LENNY vuelve, va a la

ventana y mira afuera. Deja la ventana y enciende una lámpara. En la mano tiene un pequeño reloj de mesa. Se sienta, pone el reloj frente a él y enciende un pitillo. RUTH entra por la puerta de la calle. Se queda parada. LENNY vuelve la cabeza y sonríe. Ella avanza despacio. LENNY Buenas noches. RUTH Días, casi. LENNY Es verdad.

Pausa. Me llamo Lenny. RUTH Yo, Ruth.

Se sienta y se envuelve en su abrigo. LENNY ¿Frío? RUTH No. LENNY Ha sido un buen verano, ¿verdad? Extraordinario.

Pausa. ¿Quiere tomar algo? Una copa, un aperitivo o algo así. RUTH No, gracias. LENNY Me alegro, porque no creo que haya nada de beber en casa. Eso sí, si viene alguien o se organiza alguna especie de fiesta, en seguida sé dónde procurármelo... 20

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005

Pausa. Debe de estar conectada de algún modo con mi hermano, con el que se marchó. RUTH Soy su mujer. LENNY Escuche. A ver si puede ayudarme. Me está dando la lata este reloj. El tictac me ha tenido despierto. Pero la cosa es que no estoy convencido de que sea el reloj; quiero decir que hay muchas cosas que también hacen tictac por la noche. ¿No le parece? Toda clase de objetos que de día nos parecen corrientes y vulgares y no nos preocupan. Pero de noche cualquiera de ellos es susceptible de empezar a hacer tictac. Se ven esos objetos de día y son totalmente corrientes. De día están tan quietecitos... Así que..., en realidad, esta idea mía tal vez sea una falsa hipótesis.

Va al aparador. Coge una jarra de agua y llena un vaso. Aquí tiene. Apuesto a que le apetece. RUTH ¿Qué es? LENNY Agua.

Coge el vaso, lo prueba y luego lo deja en alguna mesa. LENNY la observa. ¿No es curioso? Yo, en pijama; y usted totalmente vestida...

Va hacia el aparador y se sirve también agua. Voy a beber yo también. Ha sido divertido ver a mi hermano después de todos estos años. Es la medicina que mi padre necesita. Se va a poner así de ancho mañana por la mañana cuando se encuentre con su hijo mayor. Yo también me sorprendí. ¡Viejo Teddy! Yo le hacía en América. RUTH Estamos haciendo un viaje por Europa. LENNY ¿Cómo? ¿Los dos? RUTH Sí. LENNY ¿Entonces están viviendo juntos? RUTH Estamos casados. LENNY Conque viajando por Europa, ¿eh? ¿Han visto mucho? RUTH Llegamos de Italia. LENNY ¿Han estado ya en Italia? Y la ha traído aquí a conocer a la familia, ¿verdad? Pues el viejo se va a poner contento. Se lo aseguro. RUTH Me alegro. LENNY 21

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 ¿Cómo dice? RUTH Que me alegro.

Pausa. LENNY ¿Dónde han estado de Italia? RUTH En Venecia. LENNY ¿En mi querida Venecia? ¡Qué curioso! Siempre he pensado que, si hubiera sido soldado en la guerra — digamos en la campaña de Italia —, habría estado en Venecia. Siempre he tenido esa sensación. La cosa es que era demasiado joven para hacer la guerra, era un niño; pero, de no haber sido por eso, estoy seguro de que hubiera estado en Venecia. Sí, con mi batallón. ¿Le importa que le coja la mano? RUTH ¿Por qué? LENNY Nada. Por el tacto. Se levanta y va hacia ella. RUTH ¿Por qué?

Él la mira, de pie junto a ella. LENNY Le diré por qué.

Breve pausa. Una noche, no hace mucho, una noche, en los muelles, estaba yo bajo un arco, mirando todo el jaleo del puerto, cuando cierta señora se acercó a mí para hacerme cierta proposición. Esa señora me había estado buscando durante muchos días y me había perdido la pista. Pero la cosa es que dio conmigo, y al encontrarme me hizo esa proposición. Bueno, la proposición no tenía nada de particular, y, normalmente, yo la hubiera suscrito. Quiero decir que la hubiera aceptado en circunstancias normales. Pero el caso es que estaba sifilítica perdida. Así que la rechacé. Pues la señora empezó a tomarse libertades conmigo allí, bajo el arco; libertades que, en esas circunstancias, yo no podía tolerar, así que le di un golpe. En ese momento pensé acabar con ella, ¿comprende? Pensé matarla, y, tal como están los crímenes, era lo más sencillo. Su chófer, que me había localizado, se había ido a beber a una taberna, o sea que la señora y yo estábamos solos bajo aquel arco; las gentes del puerto, lejos, sin novedad en el frente, y nosotros dos solos, de pie bajo aquel arco; bueno, ella estaba de bruces después del golpe que la había dado. Resumiendo: todo estaba a mi favor para matarla. No había que preocuparse del chófer; el chófer no hubiera hablado; era un viejo amigo de la familia. Pero... al fin pensé... ¡Bah! Para qué meterse en esas complicaciones, ya sabe, hacer desaparecer el cuerpo y todo eso y pasar por esa tensión. Conque le di otro en la cara, dos o tres más con el pie, y lo dejé en eso. RUTH ¿Cómo sabía que estaba enferma? 22

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 LENNY ¿Cómo lo sabía?

Pausa. Decidí que lo estaba.

Silencio. Usted y mi hermano son recién casados, ¿verdad? RUTH Llevamos casados seis años. LENNY Siempre ha sido mi hermano favorito. ¡Viejo Teddy! ¿Lo sabía? ¡Ahí es nada! Doctor en filosofía, y eso... impresiona. Claro, él es un hombre de mucha sensibilidad. Mucha. Ya me gustaría a mí ser tan sensible como él. RUTH ¿Le gustaría? LENNY Sí. ¡Ya lo creo! Quiero decir; no es que yo no tenga sensibilidad. La tengo. Pero podría tener un poco más. Podría con ello. RUTH ¿Podría? LENNY Un poco más. Sólo un poco.

Pausa. Quiero decir que soy muy sensible a la atmósfera, pero de pronto me desensibilizo, a ver si me comprende, cuando veo que la gente intenta abusar. Por ejemplo, en las últimas Navidades decidí colaborar con el Ayuntamiento en juntar la nieve, porque había caído mucha. No es que necesitara hacerlo — económicamente —, sino que me dio por ahí. Me atraía pensar en el frío seco de la mañana, y tuve razón. Conque me puse mis botas, y ahí estaba en una esquina, a las cinco y media, esperando que viniera un camión a llevarnos al área que nos correspondía. ¡No helaba ni nada! Bueno, llegó el camión, subí delante y allá nos fuimos en la noche, con los faros todavía encendidos. Llegamos y nos dieron los picos y las palas y empezamos a entendérnoslas con la nieve mucho antes del amanecer. Bueno, pues aquella mañana, mientras tomaba una taza de té en un bar del barrio, me viene una señora anciana a pedirme que le echara una mano para mover un fogón que quería trasladar a otro cuarto. Como yo estaba de buenas, me fui con ella tomando del tiempo que nos habían dado de descanso. Vivía allí mismo, al fondo de la calle. Pero la cosa es que, cuando llegué, no podía con el fogón, que era de hierro y pesaba lo menos media tonelada, y la señora pretendía que lo había metido ahí su cuñado solo, que sería un hijo de... su madre. Conque ahí me tiene a mí luchando con el fogón, a riesgo de herniarme, y la señora sin mover un dedo y diciendo «hala, hala». Hasta que me hartó y la dejé. Lo mejor es que se meta el fogón donde la quepa. Y en todo caso es un trasto viejo y es mejor que afloje la mosca y se compre una cocina decente. Tentado estuve de darle una de cuello vuelto, pero como lo de la nieve me había puesto de buen talante, le di así con el codo y me largué. Perdone, ¿le molesta ese cenicero? RUTH No me molesta nada. 23

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 LENNY Parece que está en el camino de su vaso y que se puede caer el vaso; o el cenicero. Me da miedo por la alfombra. No soy yo, es mi padre. Detesta las manchas, conque, como por el momento no fuma, me llevo el cenicero.

Lo hace. Y ahora quizá me lleve también el vaso. RUTH No he terminado. LENNY Yo creo que ya ha bebido bastante. RUTH No, no he terminado. LENNY Yo creo que sí. RUTH Yo creo que no, Leonardo.

Pausa. LEN NY Haga el favor de no llamarme eso. RUTH ¿Por qué no? LENNY Así es como me llamaba mi madre.

Pausa. Déme ese vaso. RUTH No.

Pausa. LENNY Si no me lo da, lo tomaré. RUTH Si tomas mi vaso..., te tomaré yo a ti.

Pausa. LENNY ¿Qué pasa si me llevo el vaso sin que usted me tome? RUTH ¿Porque no te tomo yo, sencillamente?

Pausa. LENNY Bromea.

Pausa. En todo caso está enamorada de otro hombre. Ha tenido un lío en secreto con otro hombre. La familia de él ni siquiera se enteró. Aquí llega sin avisar y empieza a traer complicaciones.

Ella coge el vaso y lo levanta hacia él. RUTH Bebe. Bebe de mi vaso.

Él no se mueve. 24

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 Siéntate aquí.

Le indica sus piernas. Y bebe de mi vaso.

Pausa. Se pone de pie y va hacia él con el vaso. Echa la cabeza hacia atrás y abre la boca. LENNY Quita ese vaso de delante. RUTH Túmbate en el suelo y yo te lo echaré poco a poco en la boca. LENNY ¿De qué se trata? ¿De hacerme proposiciones?

Ella ríe un momento y luego bebe hasta el fondo del vaso. RUTH ¡Que sed tenía!

Le sonríe. Deja el vaso, va hacia el hall y sube la escalera. Él la sigue hasta el hall y grita hacia la escalera. LENNY ¿De qué se trataba? ¿De hacerme proposiciones?

Silencio. Vuelve al cuarto, va hacia su propio vaso y lo bebe todo. Se oye golpear una puerta arriba. Se enciende la luz del descansillo. MAX baja la escalera en pijama y gorro de dormir. MAX ¿Qué es lo que pasa? ¿Estás borracho? Se queda mirando a LENNY. ¿Por qué gritas a estas horas por la casa? ¿Te has vuelto loco? LENNY Pensaba en alta voz. MAX ¿Está ahí Joey? ¿Te peleabas con Joey? LENNY ¿No me has oído, papá? Te lo he dicho, que estaba pensando en alta voz. MAX Pues pensabas tan alto que me has sacado de la cama. LENNY Mira... ¿Por qué no lo dejas? MAX ¿Por qué no lo dejas? Me despierta a media noche; me levanto sobresaltado creyendo que hay ladrones; me lo imagino con un cuchillo clavado en la espalda, bajo aquí y me dice que lo deje. LENNY se sienta. Y le hablaba a alguien. Pero, ¿a quién? Están todos durmiendo. Pero hablaba con alguien y no me lo dirá. Pretende que «pensaba en alto». ¿Estás escondiendo a alguien? LENNY Estaba sonámbulo. Anda, déjalo. No te preocupes. MAX Quiero la verdad. Y que me digas a quién andas escondiendo.

Pausa. 25

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 LENNY Te diré una cosa, papá, puesto que tienes ganas de conversación. Voy a preguntarte algo que he querido saber hace algún tiempo. Esa noche..., ya sabes..., la noche que me hiciste..., esa noche con mamá, ¿cómo fue? ¿Eh? Cuando yo era sólo un brillo en tu ojo, ¿cómo ocurrió? ¿Cómo fue la cosa? Quiero saber todos los detalles de mi origen, ¿comprendes? ¿Me tenías en aquel momento presente? ¿O era lo último en que pensabas?

Pausa. Te lo pregunto por pura curiosidad, ya me comprendes. Es una cosa por la que siento curiosidad, y a mucha gente de mi generación le ocurre lo mismo. Muchas veces piensan en ello, bien solos o en compañía, y quieren conocer los detalles de esta particular noche en que fueron hechos a la imagen de dos personas puestas «a ello». Debería habértelo preguntado antes, ¿lo comprendes? Pero como esta noche tenemos ocasión de hablar, ¿por qué no aprovecharla?

Pausa. MAX Te ahogarás en tu propia sangre. LENNY Si prefieres contestarme por escrito, a mí me da igual. MAX, quieto, le mira. Se lo hubiera debido preguntar a mi madre. ¿Por qué no se lo pregunté a mi querida madre? Ahora ya es tarde. Está del otro lado. MAX lo escupe. LENNY mira la alfombra. Mira lo que has hecho. Tendrás que limpiarlo mañana. MAX da media vuelta y sube la escalera. LENNY queda inmóvil.

Se apaga la luz. Vuelve la luz. Es por la mañana. JOEY está frente al espejo. Despacio, hace unos cuantos ejercicios mímicos de boxeo. Se para, se peina muy cuidadosamente. Después sigue con los ejercicios mímicos de boxeo mirándose al espejo. MAX viene de la parte izquierda. Tanto él como JOEY están ya vestidos. MAX observa a JOEY boxear. Éste se detiene, recoge un periódico y se sienta. Silencio. MAX Detesto este cuarto.

Pausa. Me gusta la cocina. Ahí se está bien. Es confortable.

Pausa. Pero ahí no hay quien pare. ¿Sabes por qué? Porque él está siempre lavando y fregando platos, y me saca de tino. JOEY ¿Por qué no te traes aquí el té? MAX No quiero traer el té aquí. Te he dicho que detesto este cuarto. Quiero tomar 26

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 mi té allí.

Va hacia el hall y mira hacia la cocina. Pero, ¿qué es lo que hace?

Vuelve. ¿Qué hora es? JOEY Las seis y media. MAX Las seis y media.

Pausa. Voy a ver un partido de fútbol esta tarde. ¿Quieres venir?

Pausa. Te estoy hablando. JOEY Tengo un entrenamiento. Voy a hacer seis «rounds» con Blanchie. MAX Pero eso no es hasta las tres. Te da tiempo de venir antes al fútbol. Es el primer partido de la temporada. JOEY No. No voy a ir. Pausa. MAX va hacia el hall. Ven aquí, Sam. Entra SAM con una toalla. SAM ¿Qué? MAX ¿Qué es lo que haces? SAM Estoy fregando. MAX ¿Y qué más? SAM Tirando tus desperdicios. MAX Conque tirando los desperdicios, ¿eh? SAM Exactamente. MAX ¿Qué pretendes probar con eso? SAM Absolutamente nada. MAX ¡Oh, ya lo creo! Te molesta hacer mi desayuno, ¿verdad? Por eso estás por la cocina frotando las sartenes, tirando la basura, fregando los platos, fregando la tetera..., siempre igual todas las cochinas mañanas. Ya lo sé. Pues escucha, Sam, voy a decirte algo. De todo corazón.

Se le acerca. Quiero que te desprendas de ese resentimiento que tienes hacia mí. Quisiera 27

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 comprenderlo. Honradamente, ¿te he dado alguna vez motivos? Jamás. Cuando papá murió, me dijo: «Max, cuida de tus hermanos». Eso me dijo exactamente. SAM ¿Cómo pudo decirte eso si estaba muerto? MAX ¿Qué? SAM Que cómo podía hablar si había muerto.

Pausa. MAX Antes de morir, Sam, justo antes. Fueron sus últimas palabras. Un segundo después de pronunciarlas... ya era un hombre muerto. ¿Crees que bromeo? ¿Tú me crees capaz de no cumplir lo que mi padre me encargó en su lecho de muerte? ¿Has oído, Joey? No se detiene ante nada. Es capaz de escupir sobre la memoria de su padre. ¿Qué clase de hijo eres, que te pasas el tiempo resolviendo crucigramas? Te metimos en la carnicería y no servías ni para barrer la puerta. Metimos a Mac Gregor, y al cabo de la semana era capaz de llevar la tienda. Pues mira, voy a decirte una cosa. Yo respetaba a mi padre, no sólo porque era todo un hombre, sino porque era un carnicero de primer orden. Y para probarlo le seguí a la tienda. Aprendí a mondar huesos en las rodillas. Honré su nombre con sangre. He criado a tres hijos. Todos míos. Y tú, ¿qué has hecho?

Pausa. ¿Qué has hecho tú? ¡Estornino! SAM ¿Quieres terminar de fregar? Aquí tienes el paño. MAX Conque trata de curarte ese resentimiento, Sam. Al fin y al cabo somos hermanos. SAM ¿Quieres el paño? Ahí lo tienes. TEDDY y RUTH bajan la escalera. Avanzan por el hall y se detienen al entrar en el cuarto. Los otros se vuelven y se les quedan mirando. JOEY se pone de pie. TEDDY y RUTH van en bata. Silencio. TEDDY sonríe. TEDDY Hola..., papá... Nos hemos dormido.

Pausa. ¿Qué hay de desayuno? Silencio. TEDDY ríe. Se nos pegaron las sábanas. MAX se vuelve hacia SAM. MAX ¿Sabías tú que estaba aquí? SAM No. MAX se vuelve a JOEY. MAX ¿Tú lo sabías? 28

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005

Pausa. Te pregunto a ti si sabías que estaba aquí. JOEY No. MAX Entonces, ¿quién lo sabía?

Pausa. ¿Quién?

Pausa. Yo, ciertamente, no. TEDDY Yo pensaba bajar, papá. Yo pensaba... estar ya aquí cuando tú bajaras.

Pausa. ¿Cómo estás?

Pausa. Ejem..., quiero... quiero que conozcas... MAX ¿Desde cuándo estás en esta casa? TEDDY Toda la noche. MAX ¿Toda la noche? Por lo visto soy un monigote. ¿Cómo has entrado? TEDDY Conservaba mi llave. MAX silba y se ríe. MAX ¿Quién es ésta? TEDDY Justamente iba a presentarte. MAX ¿Quién te autorizó a venir con zorras? TEDDY ¿Zorras? MAX ¿Quién te autorizó a venir aquí con una zorra? TEDDY Escucha, no digas tonterías... MAX ¿Has estado aquí toda la noche? TEDDY Sí; llegamos de Venecia... MAX Hemos tenido a una tía zorra toda la noche en mi casa. Hemos tenido a una prostituta toda la noche en mi casa. TEDDY Pero, ¿qué dices? ¿De qué hablas? MAX Hace seis años que no veo a este punto. Viene a casa sin decir una palabra y 29

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 me trae a una tía de la calle para refocilarse en mi casa. TEDDY ¡Es mi mujer! ¡Estamos casados!

Pausa. MAX Nunca he consentido prostitutas bajo mi techo. Nunca, desde que murió tu madre. Palabra de honor. A JOEY. ¿Has traído tú alguna vez una prostituta? ¿La ha traído Lenny? Vienen de América y se traen una furcia. A TEDDY. Llévate esa basura. Quítala de mi vista. TEDDY Es mi esposa. MAX (A JOEY.) Échalos a la calle. Doctor en Filosofía. ¿Quieres conocer a un doctor en Filosofía, Sam? A JOEY. He dicho que los eches.

Pausa. ¿Qué pasa? ¿Estás sonso? JOEY Eres un viejo chocho. A TEDDY. Está chocho. LENNY entra en el cuarto. Está en bata. Se detiene. Todos se vuelven. MAX va a JOEY y le pega con toda su fuerza un puñetazo en el estómago. JOEY se contorsiona y tambalea por el dolor. MAX, con el esfuerzo, casi se desploma. Sus rodillas se doblan. Agarra su bastón. SAM se acerca a auxiliarle. MAX le pega un bastonazo en la cabeza. SAM cae en una silla con la cabeza entre las manos. JOEY, con las manos sobre el estómago, cae a los pies de RUTH. RUTH le mira. LENNY y TEDDY están quietos. JOEY se pone de pie. Está junto a RUTH. Se vuelve a mirar a MAX. SAM se agarra la cabeza. MAX respira fatigosamente y muy despacio se pone de pie. JOEY se acerca a él. Los dos hombres se miran. Un silencio. MAX pasa ante JOEY y se dirige hacia RUTH. Le hace un gesto con el bastón. MAX Señorita. RUTH se acerca a él. RUTH ¿Sí?

La mira. MAX ¿Hijos? RUTH Sí. MAX ¿Cuántos? 30

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 RUTH Tres. MAX

(Se vuelve a TEDDY.) ¿Todos tuyos? Pausa. Teddy, ¿por qué no nos damos un abrazo? ¿Eh? Como en los viejos tiempos. ¿No quieres darme un abrazo? TEDDY Por mí...

Pausa. MAX ¿No quieres dar un abrazo a tu padre? ¿No quieres abrazar a tu viejo padre? TEDDY Adelante. TEDDY avanza un paso hacia él. Vamos.

Pausa. MAX Todavía quieres a tu padre, ¿verdad?

Se miran. TEDDY Vamos, padre. Yo estoy dispuesto a ese abrazo. MAX empieza a reír. Se vuelve hacia su familia y se dirige a todos en

general. MAX ¡Todavía quiere a su padre!

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Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005

ACTO SEGUNDO

POR LA TARDE. MAX, TEDDY, LENNY y SAM están encendiendo cigarrillos. JOEY viene de la izquierda llevando una bandeja con servicio de café, seguido de RUTH. Pone la bandeja en una mesa y RUTH sirve café a todos. Se sienta después con su taza. MAX le

sonríe.

RUTH Estaba muy bueno el almuerzo. MAX Celebro que te haya gustado.

A los demás. ¿Habéis oído? A RUTH. Lo he hecho con todo el corazón y con toda el alma.

Prueba el café. Y el café es excelente. RUTH Gracias.

Pausa. MAX Tengo la impresión de que debes ser una gran cocinera. RUTH No se me da mal. MAX No. Tengo la impresión de que eres una cocinera de primer orden. ¿Tengo razón, Teddy? TEDDY Sí. Guisa muy bien.

Pausa. MAX ¡Bueno! Hace tiempo que no estaba la familia reunida. ¡Si vuestra madre viviera! ¿Eh? ¿Qué te parece, Sam? ¿Qué diría Lessy si viviera? ¡Si estuviera aquí sentada con sus tres hijos! Tres hombretones y una nuera encantadora. La única pena es que no estén aquí los nietos. ¡Cómo los hubiera mimado y acariciado! ¿No es verdad, Sam? ¡Cómo se hubiera divertido con ellos; lo que hubieran jugado y los cuentos que les habría contado! Se habría vuelto loca. A RUTH.

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Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 Te prevengo que a estos chicos les ha enseñado todo lo que saben. Toda su moral se la enseñó ella. Como te lo digo. Todo el código moral con el que viven lo aprendieron de su madre y tenía el corazón para mantenerlo. ¡Qué gran corazón! ¿Verdad, Sam? Mira, no me gusta andar con rodeos: esa mujer era la espina dorsal de la familia. Yo estaba ocupado las veinticuatro horas del día con la tienda, de aquí para allá, comprando la carne yo hacía mi camino, pero dejaba una mujer en casa con una voluntad de hierro, un corazón de oro y un talento... ¿Verdad, Sam?

Pausa. ¡Qué talento!

Pausa. Te prevengo que yo era generoso con ella. Nunca le faltaba algún dinero. Me acuerdo de un año en que entré en tratos con un grupo de carniceros de primer orden, con relaciones continentales. Iba a asociarme con ellos. Recuerdo la noche que volví a casa. No dije nada. Primero di un baño a Lenny, después a Teddy, y luego a Joey. Lo que nos divertíamos en el baño. ¿Eh, chicos? Después bajé aquí y puse a Lessy de pie sobre un puf. Por cierto, ¿qué se ha hecho de ese puf? No lo he visto hace años. La puse de pie en el puf y le dije: Lessy, me parece que nuestro barco va a llegar a buen puerto. Te voy a regalar un vestido de seda azul todo bordado de perlas, y, para diario, unos pantalones con flores de color malva. Después le di una copa de coñac. Los chicos bajaron en pijama, con el pelo y la cara relucientes — todavía no se afeitaban — y se quedaron en cuclillas a nuestros pies. Los de Lessy y los míos. Parecía nochebuena.

Pausa. RUTH ¿Y qué fue del grupo de carniceros? MAX ¿El grupo? Resultaron un atajo de sinvergüenzas, como todo el mundo.

Pausa. Qué puro más malo.

Lo apaga. Se vuelve a SAM. ¿A qué hora vas a trabajar? SAM Pronto. MAX Tienes trabajo esta tarde, ¿no? SAM Sí, ya lo sé. MAX ¿Qué quiere decir «ya lo sé»? Llegarás tarde. Perderás tu puesto. ¿Qué pretendes? ¿Humillarme? SAM No te preocupes por mí. MAX Es que me revuelve la bilis. La bilis, ¿me entiendes? A RUTH. He trabajado de carnicero mi vida entera, con la cuchilla y la tabla, 33

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 ¿comprendes? La cuchilla y la tabla. Para mantener con lujo a mi familia. ¡Dos familias! Porque mi madre estaba ida, y mis hermanos eran todos inválidos. Yo tenía que ganar dinero para los mejores psiquiatras, ¡y tenía que leer libros! Tenía que estudiar la enfermedad para estar al tanto en cualquier contingencia. Una familia tarada, tres hijos golfantes, una prostituta por mujer, y no me hables de los dolores del parto, porque los he sufrido, y todavía me duele aquí, en la espalda, cuando toso. Y todo esto con un mariconazo de hermano que no se preocupa ni de llegar a tiempo a su trabajo. ¡El mejor chófer del mundo! Toda la vida sentado al volante haciendo señales preciosas con la mano. ¿Llamas a eso trabajar? Este hombre no sabe de la misa la mitad. SAM ¡Ve y pregúntales a mis clientes! Soy el único que piden. MAX ¿Y qué hacen los otros conductores? ¿Tocarse la panza? SAM No puedo conducir más que un coche a la vez. No puedo llevarles a todos a un tiempo. MAX Tú has podido con muchos a un tiempo. Que te han visto muchas veces por los muelles. SAM ¿A mí? MAX No has hecho tú pocas cosas por dos billetes y un café. SAM Me insulta. Insulta a su propio hermano. Tengo que llevar a un cliente al castillo de Windsor. MAX ¿Sabes quién sabía guiar? ¡Mac Gregor! ¡Mac Gregor! sí que era un conductor. SAM No lo crea. MAX le señala con el bastón. MAX Ni siquiera luchó en la guerra. Este hombre ni siquiera luchó en la cochina guerra. SAM ¡Sí luché! MAX ¿A quién mataste? Silencio. SAM se levanta, da la mano a RUTH y sale por la puerta de la calle. MAX se vuelve a TEDDY. Bueno. ¿Cómo te ha ido, hijo? TEDDY Me ha ido muy bien, padre. MAX Me alegro de tenerte aquí, hijo. TEDDY Me alegro de estar de vuelta, padre. 34

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005

Pausa. MAX Debías haberme dicho que te habías casado. Te hubiera enviado un regalo. ¿Dónde fue la boda? ¿En América? TEDDY No. Aquí. El día antes de marcharnos. MAX ¿Os casasteis con gran pompa? TEDDY No. No fue nadie. MAX Estás loco. Yo os hubiera casado por todo lo alto. Hubieras tenido a la crema de la crema. Yo hubiera pagado todos los gastos. Palabra de honor.

Pausa. TEDDY Estabas muy ocupado por entonces. No quise molestarte. MAX Pero tú eres mi carne y mi sangre. Eres mi primogénito. Por vosotros lo hubiera dejado todo. Sam te hubiera llevado en su coche. Lenny hubiera sido tu padrino, y hubiéramos ido todos a despedirte al barco. No pensarás que estoy en contra del matrimonio, ¿verdad? No seas tonto. A RUTH. Durante años he estado rogando a estos dos muchachos que buscaran a una chica muy femenina con buenas credenciales. Hace a la vida digna de ser vivida. A TEDDY. En todo caso ya no tiene remedio. Supiste elegir. Tienes una familia maravillosa y una maravillosa carrera. Así que, a lo hecho, pecho.

Pausa. ¿Tú me comprendes? Quiero decir que tenéis mi bendición. TEDDY Gracias. MAX No se merecen. A ver qué otras casas del barrio pueden presumir de tener a todo un doctor de Filosofía sentado tomando una taza de café.

Pausa. RUTH Estoy segura de que Teddy se siente feliz al saber que está contento conmigo.

Pausa. Creo que se preguntaba si me aprobaría a mí o no. MAX ¡Pero sí! ¡Eres una mujer encantadora!

Pausa. RUTH Yo era... MAX ¿Qué?

Pausa. 35

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 ¿Qué ha dicho?

Todos la miran. RUTH Yo era... diferente... antes de..., antes de conocer a Teddy. TEDDY Nada de eso. Eras igual. RUTH No, no lo era. MAX ¿Qué importa? Mira, vive el presente. ¿Qué te preocupa lo demás? No olvides que la tierra tiene por lo menos cinco mil años. ¿Quién puede permitirse el lujo de vivir en el pasado?

Pausa. TEDDY Me agrada mucho allí. Es una mujer y una madre estupenda y muy popular. Tiene infinidad de amigos. Se pasa muy bien en la Universidad..., una gran vida. Tenemos una casa preciosa... Tenemos todo..., todo lo que queremos. Vemos a gente muy interesante.

Pausa. Mis clases... tienen mucho éxito.

Pausa. Ya sabes que tenemos tres chicos. MAX ¿Todos varones? Es curioso, ¿eh?, yo tengo tres y tú tienes tres. Tienes tres sobrinos, Joey. ¡Joey!, eres tío. ¿Lo has oído? Podías enseñarles a boxear.

Pausa. JOEY (A RUTH.) YO boxeo. Por las tardes, después del trabajo. De día trabajo en la construcción. RUTH ¡Ah! JOEY Sí. Algún día espero dedicarme por entero al boxeo. Cuando esté más entrenado. MAX (A LENNY.) ¿Has notado con qué facilidad le habla a su cuñada? Porque cree que es una mujer simpática e inteligente. Se inclina hacia ella. Dime, ¿crees que los críos echan de menos a su madre?

Ella le mira. TEDDY Claro que sí. La adoran. Además, volveremos a verlos muy pronto.

Pausa. LENNY (A TEDDY.) TU cigarro se ha apagado. TEDDY Es cierto. LENNY 36

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 ¿Quieres fuego? TEDDY No. No.

Pausa. El tuyo se ha apagado también. LENNY ¡Ah! Sí.

Pausa. Teddy: no has sido muy explícito sobre tu doctorado en Filosofía. ¿Qué es lo que enseñas? TEDDY Filosofía. LENNY Pues mira, voy a hacerte una pregunta. ¿Piensas que hay cierta lógica incoherencia en las afirmaciones del teísmo cristiano? TEDDY Ese tema no cae dentro de mi especialidad. LENNY Bueno, pues vamos a verlo de otra manera. No te molesta que te haga preguntas, ¿verdad? TEDDY Si pertenecen a mi especialidad, no. LENNY Pues entonces míralo de esta manera. ¿Cómo puede recibir adoración lo desconocido? ¿Cómo puedes adorar lo que ignoras? Al mismo tiempo sería ridículo deducir que lo conocido merece ser adorado. Lo que conocemos merece toda clase de cosas, pero la adoración no es una de ellas. En resumen: ¿qué más hay, dejando a un lado lo conocido y lo desconocido?

Pausa. TEDDY Creo que no soy la persona adecuada para contestarte. LENNY Pero eres un filósofo. Anda, habla francamente, ¿qué sacas en limpio de todo este enredo del ser y del no ser? TEDDY ¿Qué sacas tú? LENNY Por ejemplo, coge una mesa. Filosóficamente hablando, ¿qué es? TEDDY Una mesa. LENNY Ah, quieres decir que no es más que una mesa. Pues mucha gente envidiaría tu certidumbre. ¿No es verdad, Joey? Tengo unos cuantos amigos a los que veo a menudo tomando copas en el bar del Ritz, y siempre están debatiendo lo mismo. Toma una mesa, tómala. Está bien, les digo yo, toma una mesa, tómala, pero una vez que la tienes, ¿qué haces con ella? Una vez que la posees, ¿qué vas a hacer? MAX 37

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 Tú, probablemente, venderla. LENNY No te darían mucho por ella. JOEY Romperla para hacer leña. LENNY le mira y se ríe. RUTH No estés demasiado seguro. Te has olvidado de una cosa. Mírame. Yo... muevo la pierna. Eso es todo. Pero yo uso... ropa... que se mueve conmigo... y atrae tu atención. Quizás te equivoca. La acción es sencilla. Una pierna moviéndose. Mis labios se mueven. ¿Por qué no limitamos nuestra observación a ello? Quizás el hecho de que se muevan sea más significativo que las palabras que salgan de ellos. Debes tener... eso... en cuenta.

Silencio. TEDDY se pone de pie. Yo he nacido muy cerca de aquí.

Pausa. Después..., hace seis años, me fui a América.

Pausa. Es todo roca y arena. Se pierde..., a lo lejos..., hacia cualquier parte donde mires. Hay muchos insectos.

Pausa. Hay muchos insectos.

Silencio. Ella está quieta. MAX se pone de pie. MAX Bueno, es la hora de ir al gimnasio. Es la hora de tu entrenamiento, Joey. LENNY Iré contigo. JOEY sigue sentado, mirando a RUTH. MAX Joey. JOEY se levanta. Los tres salen. TEDDY se sienta junto a RUTH y le coge la

mano. Ella le sonríe. Pausa. TEDDY Debemos marcharnos. ¿No crees?

Pausa. ¿No quieres volver a casa? RUTH ¿Por qué? TEDDY Sólo vinimos a pasar unos días... Podemos acortarlos. ¿No crees? RUTH ¿Por qué? ¿Porque no te gusta esto? TEDDY Claro que me gusta. Pero también me gustaría volver a ver a los chicos.

Pausa. RUTH No quieres a tu familia. 38

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 TEDDY ¿Qué familia? RUTH A la familia de aquí. TEDDY Naturalmente que los quiero. ¿De qué hablas?

Pausa. RUTH Pero no los quieres tanto como pensabas. TEDDY Claro que sí. Claro que... los quiero. No sé de qué me hablas.

Pausa. Escucha. ¿Sabes la hora que es allí, en este momento? RUTH ¿Qué? TEDDY Es por la mañana. Las once de la mañana. RUTH ¿Sí? TEDDY Sí. Tienen seis horas de retraso... Quiero decir sobre la hora de aquí. Los chicos estarán en la piscina... ahora mismo..., nadando. Piénsalo. Por la mañana, con sol. Nos vamos, ¿verdad? ¡Allí todo es tan limpio! RUTH Limpio. TEDDY Sí. RUTH ¿Encuentras esto sucio? TEDDY No, claro que no. Pero allí es más limpio.

Pausa. Mira, yo te traje para conocer a la familia. ¿No? Ya los has conocido y nos podemos ir. No falta mucho para que empiece el curso. RUTH ¿Encuentras esto sucio? TEDDY No he dicho que esto fuera sucio.

Pausa. No he dicho eso.

Pausa. Mira, voy a hacer las maletas. Tú descansa aquí un rato, ¿quieres? No estarán de vuelta hasta dentro de una hora, por lo menos. Puedes dormir. Descansa. Por favor.

Ella le mira. Puedes ayudarme mucho en mis conferencias cuando volvamos. Sabes cuánto me gusta. De verdad, te estoy muy agradecido. Hasta octubre podremos bañarnos — ya lo sabes—. Aquí no hay donde bañarse, excepto la piscina municipal. ¿Sabes lo que parece? Una cloaca. Una cloaca asquerosa. 39

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005

Pausa. Te gustó Venecia, ¿verdad? Es maravillosa. Pasaste una magnífica semana. Quiero decir... yo te llevé... yo hablo el italiano. RUTH Pero si yo hubiera sido enfermera en la campaña de Italia, habría estado allí ya. Pausa. TEDDY Descansa. Voy a hacer las maletas. TEDDY sube la escalera. Ella cierra los ojos. LENNY viene de la izquierda.

Ella abre los ojos. Un silencio. LENNY Están acortando los días. RUTH Sí, está oscureciendo.

Pausa. LENNY Pronto tendremos el invierno encima. Es el momento de renovar el guardarropa.

Pausa. RUTH Es una buena cosa. LENNY ¿El qué?

Pausa. RUTH Yo siempre...

Pausa. ¿Te gusta la ropa? LENNY Sí, me gusta muchísimo la ropa.

Pausa. RUTH A mí me gusta...

Pausa. ¿Qué te parecen mis zapatos? LENNY Muy bonitos. RUTH No... Ahí no se encuentra lo que uno quiere.

Pausa. Yo fui modelo antes de marcharme. LENNY ¿Sombreros?

Pausa. Una vez le compré un sombrero a una chica. Lo vimos en un escaparate. Te diré cómo era. Tenía un ramo de margaritas atadas con un lazo negro y todo cubierto por una «cloche» de gasa negra. Una «cloche». Como te lo digo. ¡Le sentaba al pelo! 40

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 RUTH No... Yo era modelo de cuerpo. Modelo fotográfico de cuerpo. LENNY ¿Trabajo de estudio? RUTH Era antes de tener... los niños.

Pausa. No. No siempre de estudio.

Pausa. Una vez o dos fuimos a un sitio en el campo, en tren. Bueno, seis o siete veces. Pasábamos... por delante de un gran depósito de agua. Aquel sitio..., esa casa..., era muy grande...; los árboles... Había un lago..., bajábamos por un sendero... de piedras... ¡Ah!... Espera..., sí... Cuando nos cambiamos en la casa tomamos una copa. Había un buffet frío.

Pausa. A veces nos quedábamos en la casa, pero... lo más frecuente era que fuéramos al lago..., y allí hacíamos las fotos.

Pausa. Cuando estaba a punto de marchar a América, volví. Anduve desde la estación hasta la casa. Había luces encendidas... Me quedé mirándola desde el camino... Estaba muy iluminada... TEDDY baja la escalera con las maletas. Las deja en el suelo. Se encara con LENNY. TEDDY ¿Qué la estabas diciendo? Va hacia RUTH. Aquí está tu abrigo. LENNY va hacia el gramófono y pone un disco de jazz lento. Vamos, Ruth. Póntelo. LENNY (A RUTH.) ¿Qué tal un baile antes de marchar? TEDDY Nos vamos. LENNY Sólo uno. TEDDY No. Nos vamos. LENNY Sólo un baile con mi cuñada, antes de marchar. Se inclina ante RUTH. ¿Señora?...

Empiezan a bailar lentamente. TEDDY está de pie, con el abrigo de RUTH. MAX y JOEY vienen de la calle y se quedan parados al entrar en el cuarto. LENNY besa a RUTH. Se quedan

parados, besándose. JOEY 41

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 Padre, mira esto.

Pausa. Es una perdida.

Pausa. El Teddy se ha traído a una perdida. JOEY va hacia ellos y toma a RUTH por el brazo. Sonríe a LENNY y se sienta en el sofá con RUTH. La abraza y la besa. Mira a LENNY. Esto es cuenta mía. La besa. Mira a TEDDY y a MAX. Esto es mejor que un combate. LENNY se sienta en el brazo del sofá, acaricia el pelo de RUTH mientras JOEY la besa. MAX viene a primer término y mira las maletas. MAX ¿Conque te vas ya, Teddy?

Pausa. Bueno, ya volverás, ¿verdad? Mira, la próxima vez que vengas no dejes de advertirme si estás casado o no. Tendré siempre mucho gusto en conocer a tu esposa. Te lo digo de veras. JOEY y RUTH permanecen quietos en el sofá. LENNY sigue acariciándole el

pelo. Oye: ¿crees que no sé por qué me ocultaste que te habías casado? Sí lo sé. Estabas avergonzado. Creías que iba a disgustarme que te casaras con una mujer inferior a ti. Debías conocerme mejor. Yo soy muy amplio. Se asoma a mirar la cara de RUTH bajo JOEY. Se vuelve a TEDDY. Es una chica preciosa. Muy guapa mujer. Y madre. Tres veces madre. La has hecho feliz. Puedes estar orgulloso. Quiero decir que estamos hablando de una mujer de clase. Hablamos de una mujer de sentimientos. LENNY se pone de pie y queda mirando a JOEY y RUTH. Con el pie toca suavemente a RUTH. JOEY también se pone en pie y se queda mirándola. RUTH Quisiera comer algo. A LENNY. Y algo de beber. ¿Tienes algo de beber? LENNY Tengo. RUTH Por favor. LENNY ¿Qué quieres? RUTH Whisky. LENNY Tengo.

Pausa. RUTH Pues dámelo. LENNY va hacia el aparador y saca una botella y vasos. JOEY se acerca a

ella. 42

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 Para el gramófono.

Él la mira, se vuelve hacia el gramófono y lo para. Quiero comer algo.

Pausa. JOEY Yo no sé guisar. Señala a MAX. El cocinero es él. LENNY le trae el vaso de whisky. LENNY ¿Soda aparte? RUTH ¿Qué vaso es éste? Yo no puedo beber en eso. ¿No tienen un vaso grande? LENNY Sí. RUTH Pues dame un vaso grande.

Él se lleva el vaso y echa whisky en otro grande. Se lo da. LENNY ¿Así, o con hielo? RUTH ¿Hielo? Qué sabes tú de hielo. LENNY Tenemos hielo en el frigorífico. Pero está demasiado helado. RUTH bebe. LENNY mira a los demás. ¿Todos copa? Va hacia el aparador y sirve. JOEY se acerca a RUTH. JOEY ¿Qué quieres comer? RUTH da unos pasos. RUTH (A TEDDY.) ¿Ha leído tu familia algunos de tus ensayos? MAX No. Eso es una cosa que nunca he hecho. Nunca he leído uno de sus ensayos. TEDDY No los entenderíais. LENNY va dando de beber a todos. JOEY ¿Qué quieres comer? Yo no soy el cocinero. LENNY ¿Con soda, Ted? ¿O puro? TEDDY No entenderíais mis obras. No tendríais ni la menor idea de lo que tratan. No sabríais siquiera a qué se refieren. Estáis muy atrás. Todos. No tengo por qué mandaros mis obras. Estaríais a ciegas, y no es cuestión de inteligencia. Se trata de manejar las cosas, no de estar en las cosas. Es cuestión de capacidad de aliar las dos, de relacionar las dos, de equilibrar las dos. ¡Ver, ser capaz de ver! Yo soy capaz de ver. Por eso he podido escribir mis obras. Quizás os 43

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 conviniera... saber de lo que tratan..., saber que hay gente capaz de ver... cosas..., que hay gente capaz de mantener... un equilibrio. Un equilibrio intelectual. No sois sino objetos. Sólo podéis... moveros. Yo puedo observar. Puedo ver lo que hacéis. Es lo mismo que yo hago. Pero vosotros estáis perdidos en ello. A mí no me atraparéis..., yo no me perderé en ello.

Se apagan las luces. Vuelve la luz. Es por la tarde. TEDDY está sentado, con abrigo, las maletas a su lado. SAM. Pausa. SAM Recuerdas a Mac Gregor, Teddy? TEDDY ¿A Mac? SAM Sí. TEDDY Claro que sí. SAM ¿Qué opinabas de él? ¿Te era simpático? TEDDY Sí. Me caía muy bien. ¿Por qué?

Pausa. SAM Sabes que, de los tres chicos, tú fuiste siempre mi favorito. Siempre.

Pausa. Cuando me escribiste desde América me emocioné, ¿sabes? Quiero decir que habías escrito a tu padre alguna vez, pero nunca me habías escrito a mí. Entonces, cuando recibí tu carta..., bueno, pues me emocioné. Nunca le dije que había tenido noticias tuyas.

Pausa. Susurrando. Teddy, ¿quieres saber una cosa? Tú fuiste siempre el favorito de tu madre. Me lo dijo. De verdad. Tú fuiste siempre el..., eras su mayor cariño.

Pausa. ¿Por qué no te quedas un par de semanas más? ¿Eh? Lo pasaríamos bien. Entra LENNY, de la calle. LENNY ¿Todavía aquí, Ted? No vas a llegar a tiempo a tu primer claustro de profesores.

Va hacia el aparador, lo abre y mira a derecha e izquierda. Se vuelve. ¿Dónde está mi bocadillo de queso?

Pausa. Alguien me ha quitado mi bocadillo. Lo había dejado aquí. A SAM. ¿Te has dedicado al robo? TEDDY Yo te quité el bocadillo, Lenny. 44

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005

Pausa. LENNY ¿Me has quitado tú mi bocadillo? TEDDY Sí. LENNY Lo había hecho yo mismo. Había cortado el pan y lo había untado de mantequilla y puesto en medio una rebanada de queso. Después lo dejé en un plato en el aparador. Todo eso antes de salir. Ahora vuelvo y me encuentro conque te lo has comido. TEDDY ¡Qué le vamos a hacer! LENNY Estoy esperando que te disculpes. TEDDY Lo tomé deliberadamente, Lenny. LENNY ¿Quieres decir que no fue por equivocación? TEDDY No. Te vi guardarlo allí. Tenía hambre y me lo comí.

Pausa. LENNY Audacia y cara dura.

Pausa. ¿Qué te hace ser tan... vengativo con tu propio hermano? Estoy estupefacto.

Pausa. Bueno, Ted, diría que nos acercamos a la verdad sin tapujos, ¿no es así? A lo que se llama poner las cartas sobre la mesa. Estamos en el terreno de no ocultar nada. ¿O cómo quieres interpretarlo? Quitarle a tu hermano menor un bocadillo de queso hecho con sus propias manos, aprovechando que ha salido a hacer un trabajo, ahí no hay duda, no tiene vuelta de hoja.

Pausa. Me parece que te has agriado un poco en estos últimos seis años. Te has agriado. Te has reconcentrado. Ya no tienes aquella franqueza. Y es raro, porque yo hubiera creído que en los Estados Unidos de América, quiero decir con ese sol, las grandes praderas, aquellos espacios verdes, en tu posición, enseñando, en el centro de toda aquella vida intelectual, en esos espacios, el remolino social y tanto estímulo, con tus niños y todo eso para divertirte allí en la piscina, con esos grandes autobuses y todo eso, cantidades de agua helada y el confort de esos shorts, y todo en esos espacios donde puedes tomarte un café o una copa a cualquier hora del día o de la noche, yo hubiera creído que te habrías vuelto más franco, en vez de menos. Porque tienes que saber que, para nosotros, eres un modelo, Teddy. Tu familia se mira en ti, chico. Y procura seguir tu ejemplo. Porque para nosotros eres un motivo de orgullo. Por eso nos alegramos tanto cuando te vimos de vuelta, de vuelta a tu hogar. Así es.

Pausa. Ahora escúchame, Ted. No hay duda de que aquí vivimos una vida menos brillante que la tuya, allí lejos. Vivimos una vida más reducida. Tenemos 45

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 trabajo, claro. Joey con su boxeo, yo con mi ocupación, papá todavía se juega una buena partida de póquer, además de hacer la cocina — bueno, a su manera —, y el tío Sam es el mejor chófer de su empresa. Pero, con todo, formamos una unidad, Teddy. Y tú formas parte de ella. Cuando nos sentamos en la parte de atrás de la casa, a respirar un poco el aire de la noche, hay siempre junto a nosotros una silla vacía, que es la tuya. Así que, cuando por fin vuelves a nosotros, esperamos un poco de agrado, un poco de qué se yo qué, un poco de generosidad de pensamiento, un poco de liberalidad de espíritu que nos consuele. Lo esperamos. Pero, ¿lo obtenemos? ¿Lo hemos conseguido? ¿Es eso lo que nos has dado?

Pausa. TEDDY Sí. JOEY baja la escalera y entra con un periódico. LENNY (A JOEY.) ¿Cómo ha ido la cosa? JOEY Ps..., no ha ido mal. LENNY ¿Qué quieres decir? JOEY Que no ha ido mal. LENNY Quiero saber lo que quieres decir con «no ha ido mal». JOEY ¿Qué tiene que ver contigo? LENNY Joey, tú le cuentas todo a tu hermano.

Pausa. JOEY No llegamos a todo. LENNY ¿Que no habéis llegado a todo?

Pausa. Con énfasis. ¿No habéis llegado a todo? Pero la has tenido arriba dos horas. JOEY ¿Y qué? LENNY ¿No has llegado a todo teniéndola arriba durante dos horas? JOEY ¿Qué tiene que ver? LENNY se le acerca. LENNY ¿Qué me quieres decir? JOEY ¡No te entiendo! LENNY ¿Me estás diciendo que es una coqueta? 46

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005

Pausa. ¡Es una coqueta!

Pausa. ¿Qué dices a eso, Ted? Tu mujer resulta ser una coqueta. La ha tenido ahí arriba dos horas y no ha podido llegar al final. JOEY Yo no he dicho que fuera una coqueta. LENNY ¿Estás de broma? Pues no sé que más quieres. ¿No te lo parece, Ted? TEDDY Quizá Joey no sea su tipo. LENNY ¿Que no es su tipo? ¿Joey? No digas tonterías. Ha tenido más chicas que tú libros. Es irresistible. No hay otro como él. Cuéntale, cuéntale, Joey, de la última paloma.

Pausa. JOEY ¿Qué paloma? LENNY ¡De la última! Cuando paramos el coche... JOEY ¡Ah! ¿Ésa?... Sí... íbamos en el coche de Lenny, la otra noche..., la semana pasada... LENNY En el Alfa. JOEY Sí..., bajábamos por... por... LENNY Cerca de la estación. JOEY Sí. Cerca de la estación. LENNY Estábamos haciendo un poco de vigilancia por Paddington. JOEY Sí, y... era muy tarde, ¿verdad? LENNY Sí, era tarde. Sigue.

Pausa. JOEY Entonces..., en un callejón, vimos aquel coche parado... con dos chicas dentro. LENNY Y sus correspondientes parejas. JOEY Sí, con dos tíos... Entonces...

Pausa. ¿Qué hicimos? LENNY Paramos el coche y nos apeamos. 47

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 JOEY Sí..., nos bajamos y les dijimos a los tíos que se las piraran..., lo que hicieron en seguida..., y entonces... sacamos a las chicas del coche... LENNY Sigue. JOEY Las sacamos del coche... y nos las llevamos... LENNY A un descampado. JOEY Sí, a un descampado...

Pausa. Y allí..., pues, ¡claro!..., pasó todo. LENNY (A TEDDY.) NO puedes decir que Joey no se las sabe todas. Y ahora resulta que se pasa dos horas arriba y pretende que no ha podido rematar la suerte. No me cabe en la cabeza. Debe de ser una coqueta. ¿Tú qué dices, Joey? ¿Estás satisfecho? No me digas que estás satisfecho. LENNY le lanza una mirada. MAX y SAM llegan de la calle. MAX ¿Dónde está? ¿Todavía en la cama? Nos va a convertir a todos en animales. LENNY Es una coqueta. MAX ¿Qué? LENNY Ha jugado con Joey. MAX ¿Qué quieres decir? LENNY Le ha tenido arriba dos horas y no ha llegado al final.

Pausa. MAX ¿A mi Joey? ¿Le ha hecho eso a mi Joey?

Pausa. ¿A mi pequeñín? Tch, tch, tch, tch. ¿Cómo te encuentras, hijo? ¿Estás bien? JOEY ¡Claro que estoy bien! MAX (A TEDDY.) Y contigo, ¿hace lo mismo? TEDDY No. LENNY Él se lleva el meollo. MAX ¿Tú crees? JOEY No. No lo cree. 48

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005

Pausa. SAM Él es su legítimo esposo. Ella es su mujer legítima. JOEY ¡No, no lo es! Y no se lleva el meollo. Os lo digo. Y mataré al que diga que él se lleva el meollo. MAX Joey..., ¿por qué te exaltas? A LENNY. Es que se siente frustrado. ¿Veis lo que pasa? JOEY ¿Quién se siente? MAX Joey. Nadie te echa la culpa. Todo el mundo te da la razón. Pausa. MAX se dirige a los otros. ¿Sabéis una cosa? Quizá no fuera mala idea tener una mujer en casa. Quizás esté bien, ¿quién sabe? ¿Por qué no nos quedamos con ella?

Pausa. Quizá le preguntemos si se quiere quedar.

Pausa. TEDDY Creo que no, papá. Ella no está bien y tenemos que volver con los niños. MAX No está bien. ¡Bueno! Yo tengo costumbre de cuidar a la gente. No te preocupes por eso. Quizá le digamos que se quede.

Pausa. SAM No seas tonto. MAX ¿Quién es tonto? SAM Estás diciendo tonterías. MAX ¿Yo? SAM Tiene tres niños. MAX Puede tener más. Aquí. Si se empeña. TEDDY No quiere tener más. MAX Qué sabes tú lo que quiere y lo que no quiere, Ted. TEDDY (Sonriendo.) Le conviene volver conmigo, padre. De verdad. Estamos casados. MAX se pasea por el cuarto. Chasca los dedos. MAX Claro que tendremos que pagarla. ¿Habéis pensado en eso? No la podemos tener andando por ahí sin dinero en el bolsillo. Tendremos que asignarle una 49

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 pequeña pensión. JOEY Claro que la pagaremos. Tiene que tener dinero. MAX Eso es lo que estoy diciendo. No podemos dejar a una mujer por ahí, sin que pueda comprarse un par de medias.

Pausa. LENNY ¿De dónde va a salir el dinero? MAX ¿Cuánto crees que vale? ¿Cuatro cifras? LENNY Te pregunto de dónde va a salir el dinero. Es otra boca que alimentar y un cuerpo que vestir. ¿Has pensado en eso? JOEY Yo le compraré ropa. LENNY ¿Con qué? JOEY Ahorraré de mi sueldo. MAX Eso es. Pasaremos el sombrero. Todos daremos. Somos gente seria, con sentido de la responsabilidad. Haremos un guante. Es lo más democrático. LENNY Yo también contribuiré.

Pausa. Pero hay que tener en cuenta que no es una mujer que se vista de segunda mano. Va a la última. No la vamos a tener por ahí con ropa que no le luzca. MAX Lenny, ¿me permites una observación? No pretendo criticarte, pero encuentro que le das demasiada importancia al lado económico del asunto. Hay que considerar otros aspectos. La parte humana, por ejemplo. ¿Me comprendes? No olvides la parte humana. LENNY No la olvidaré. MAX Eso es.

Pausa. Escuchad. Tenemos que tratarla por lo menos de la manera a que está acostumbrada. Después de todo no es una cualquiera de la calle. Se trata de mi nuera. JOEY Así es. MAX Conque, Joey, contribuye; Sam, contribuye... SAM le mira. Yo también estrujaré un poquito mi pensión. ¿Lenny lo ha ofrecido? ¿Y tú, Ted? ¿Cuánto vas a echar tú al guante? 50

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 TEDDY Yo no voy a echar nada al guante. MAX ¿Cómo? ¿No vas a ayudarnos siquiera a mantener a tu propia mujer? Creí que era un hijo mío. Avaro, asqueroso. Tu madre se volvería a morir si te oyera. LENNY Papá. LENNY avanza. Tengo una idea mejor. MAX ¿Cuál? LENNY No tenemos por qué correr con este gasto. Conozco a estas mujeres. Una vez que empiezan son capaces de arruinarnos el presupuesto. Tengo una idea mejor. ¿Por qué no me la llevo conmigo al Soho?

Pausa. MAX ¿Quieres decir ponerla al punto?

Pausa. La pondremos al punto. Ése es un golpe de genio. Una idea maravillosa. Ella puede ganar su dinero... boca arriba. LENNY Eso. MAX Colosal. Lo único es que tendrá que ser poco tiempo. No quiero que ande por ahí toda la noche. LENNY Puedo limitar las horas. MAX ¿Cuántas? LENNY Cuatro horas por noche. MAX (Dudando.) ¿Bastará? LENNY Producirá un buen dinero con cuatro horas por noche. MAX Tú lo sabes mejor. Después de todo no hay que abusar de la chica. Aquí también va a tener trabajo. ¿Dónde la vas a llevar? LENNY Ya lo pensaré. Tengo una serie de pisos por aquella parte. MAX ¿Tienes? ¿Por qué no me das uno? LENNY Tú no gustarías. JOEY ¡Eh! ¡Un momento! ¿De qué estáis hablando? MAX 51

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 Ya sé lo que dice Lenny. Lenny dice que ella puede ganarse la vida. ¿Qué te parece, Teddy? Esto resuelve todos nuestros problemas. JOEY ¡Un momento! Yo no quiero compartirla. MAX ¿Qué es lo que has dicho? JOEY Yo no quiero compartirla con una serie de gamberros. MAX ¡Gamberros! ¡Serás desgraciado! A LENNY. ¿La vas a llevar gamberros? LENNY Tengo una clientela muy distinguida, Joey. Más distinguida de lo que puedes imaginarte. JOEY ¡Yo no pensaba que iba a tener que compartirla! MAX ¡Bueno, pues vas a tener que compartirla! De lo contrario se va derecha a América. ¿Entendido?

Pausa. Ya es todo lo bastante difícil sin que vengas tú, además, a meter la pata. Pero una cosa me preocupa. Quizá no esté a la altura. ¿Eh, Teddy? Tú eres el mejor juez. ¿Crees que estará a la altura?

Pausa. Me refiero a esas refitolerías de que hablábamos antes. Con eso no vamos a ninguna parte.

Pausa. TEDDY Estaría jugando..., supongo..., jugando al amor. MAX ¿Jugando durante dos horas? ¡Me río yo del jueguecito! LENNY No creo que debieras preocuparte en ese aspecto, papá. MAX ¿Cómo lo sabes? LENNY Te estoy dando una opinión profesional. LENNY va hacia donde está TEDDY. Escucha, Teddy. Tú podrías ayudarnos. Podría enviarte a América unas tarjetas... bonitas, discretas, con sólo un nombre y un número de teléfono, y tú podrías distribuirlas a diferentes personas que vengan aquí de viaje. Ni que decir tiene que tendrías porcentaje. MAX Y no es necesario que digas que se trata de tu mujer. LENNY No. Le buscaríamos un nombre. Algo como Dolores. MAX 52

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 Eso; un nombre exótico. LENNY Papá te prometerá guardar el secreto. La podríamos llamar un nombre bonito... como Cynthia... o Lillian.

Pausa. JOEY Lillian.

Pausa. LENNY Tú, Teddy, debes conocer a muchos profesores y catedráticos y gente de ésa que vienen aquí por ocho días al Savoy, y que tienen que saber dónde poder echar una cana al aire. ¿Quién mejor que tú puede darles un informe íntimo? MAX Claro. Les puedes dar todo género de detalles. La clase de cosas que le gusta hacer. Y hasta donde está dispuesta a llegar con los caprichos y manías, ¿verdad, Lenny? Hasta qué extremos puede ser... variada. ¿Quién va a saberlo mejor que tú?

Pausa. Apuesto a que en un par de meses tenemos lista de espera. LENNY Podrías ser nuestro representante en los Estados Unidos. MAX Naturalmente. Hay que pensar a escala internacional. Antes de nada, la Pan American nos va a hacer descuento.

Pausa. TEDDY Envejecería... muy de prisa. MAX ¡Qué va! No en estos tiempos. ¿Con el Servicio de Sanidad? ¡Qué ha de envejecer! Al contrario. ¡Lo pasará bárbaro! RUTH baja la escalera, vestida. Entra en el cuarto. Sonríe a la reunión. Se

sienta. Silencio. TEDDY Ruth..., la familia te ha invitado a quedarte un poco más. Como... como una especie de huésped. Si te gusta la idea..., en casa nos arreglaremos sin ti... hasta que vuelvas. RUTH ¡Qué amable de su parte! MAX Es un ofrecimiento que nos ha salido del corazón. RUTH Lo agradezco mucho. MAX Por favor..., estaríamos encantados.

Pausa. RUTH Temo que sería demasiada molestia. MAX 53

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 ¿Molestia? Pero de qué hablas, ¿qué molestia? Escucha, voy a decirte una cosa. Desde que murió la pobre Lessie, ¿eh, Sam?, no hemos tenido una mujer en esta casa. Ni una. Dentro de la casa. Y voy a decirte por qué. Porque la imagen de aquella madre nos era tan querida que cualquier otra mujer la hubiera... empañado. Pero tú..., Ruth..., no sólo eres encantadora y bellísima, sino que eres como nosotros, una de nosotros. Perteneces a esta casa.

Pausa. RUTH Estoy muy conmovida. MAX Claro está. Yo también.

Pausa. TEDDY Ruth, debo decirte que tendrás que ayudar un poco. Económicamente. Mi padre no está muy bien de dinero. RUTH (A MAX.) ¡Oh! Lo siento. MAX No. Sería poca cosa. Estamos esperando que Joey llegue en el boxeo. Cuando Joey llegue..., claro...

Pausa. TEDDY O puedes volver a casa conmigo. LENNY Te pondremos un piso.

Pausa. RUTH ¿Un piso? LENNY Sí. RUTH ¿Dónde? LENNY En el centro.

Pausa. Pero vivirías aquí con nosotros. MAX Por supuesto. Éste sería tu hogar. En el seno de la familia. LENNY Sólo tendrías que estar en el piso un par de horas por la noche; eso es todo. MAX Sólo un par de horas por la noche; eso es todo. LENNY Y ganarás lo bastante para vivir aquí.

Pausa. RUTH ¿Cuántas habitaciones tendría el piso? LENNY 54

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 No muchas. RUTH Querría por lo menos tres cuartos y un baño. LENNY No necesitarías tres cuartos y un baño. MAX Necesitaría un baño. LENNY Pero no tres cuartos.

Pausa. RUTH Sí los necesitaría. De veras. LENNY Dos cuartos es suficiente. RUTH No. Dos no bastan.

Pausa. Quiero un cuarto de vestir, un cuarto de estar y una alcoba.

Pausa. LENNY Conformes. Te daremos un piso con tres cuartos y un baño. RUTH ¿Con qué comodidades? LENNY Con todas las comodidades. RUTH ¿Doncella? LENNY Naturalmente.

Pausa. Nosotros te financiaremos al principio, y cuando estés establecida nos irás pagando a plazos. RUTH ¡Ah, no! Eso no lo acepto. LENNY ¿Por qué no? RUTH Tenéis que considerar el capital inicial como vuestra aportación al negocio.

Pausa. LENNY Ya veo. Conformes. RUTH Me proveeréis de ropa, claro. LENNY Te proveeremos de todo. De todo lo que necesites. RUTH Yo necesito muchas cosas, porque sin ellas no estoy contenta. LENNY 55

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 Tendrás de todo. RUTH Tendría que hacer un inventario de todo lo que necesito, que vosotros firmaríais en presencia de testigos. LENNY Naturalmente. RUTH Todos los aspectos del acuerdo y condiciones de empleo tendrían que ser aclarados a satisfacción de ambas partes antes de formalizar el contrato. LENNY Claro. RUTH Bien, es un acuerdo que puede funcionar. LENNY Así lo creo. MAX Y tendrías todo el día libre, claro. Querrás ocuparte un poco de la cocina. LENNY Hacer las camas. MAX Barrer un poco. TEDDY Hacer compañía a cada uno. SAM avanza. SAM Mac Gregor abusó de Lessie en el asiento del coche cuando veníamos hacia aquí.

Da un grito ronco y cae. Queda tendido en el suelo. Todos le miran. MAX ¿Qué le ha pasado? ¿Se ha muerto? LENNY Sí. MAX Un cadáver. Un cadáver en mi sala. ¡Lleváoslo! ¡Echadlo de ahí! JOEY se inclina sobre SAM. JOEY No está muerto. LENNY Probablemente ha estado muerto durante treinta segundos. MAX ¡Ni siquiera está muerto! LEN N Y (Mirando hacia abajo, a SAM.) Sí, todavía respira un poco. MAX (Señalando a SAM.) ¿Sabes lo que tenía ese hombre? LENNY Lo que tiene. MAX 56

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 Tiene una imaginación enfermiza.

Pausa. RUTH Sí, parece una buena idea. MAX ¿Quieres que firmemos ahora, o lo dejamos para luego? RUTH ¡Oh! Ya lo haremos luego. TEDDY se pone de pie. Mira el cuerpo de SAM. TEDDY Iba a pedirle que me llevara al aeropuerto.

Va hacia las maletas y coge una. Bien. Ahí dejo tu maleta, Ruth. Voy ahí arriba a tomar el metro. MAX Si vas en la otra dirección, primera a la izquierda, primera a la derecha, ya recuerdas, quizás encuentres un taxi. TEDDY Sí, quizás haga eso. MAX O puedes tomar el metro hasta Picadilly; no tardarás ni diez minutos, y tomar allí un taxi hasta el aeropuerto. TEDDY Sí, es lo que haré, probablemente. MAX Claro que te cobrarán tarifa doble. Te cobrarán la vuelta. Está fuera del límite. TEDDY Sí. Bueno, adiós, padre, cuídate.

Se dan la mano. MAX Gracias, hijo. Escucha. Voy a decirte una cosa. Me he alegrado mucho de volver a verte.

Pausa. TEDDY Me he alegrado mucho de verte a ti. MAX ¿Les has hablado de mí a los niños? ¿Eh? ¿Crees que les gustaría ver una foto de su abuelo? TEDDY Claro que les gustaría. MAX saca su cartera. MAX Llevo una encima. Aquí debe de estar. Un momento. Aquí la tienes. ¿Crees que les gustará ésta? TEDDY Les encantará. Se vuelve hacia LENNY. Adiós, Lenny.

Se dan la mano. 57

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 LENNY Chao, Ted. Me he alegrado de verte. Que tengas buen viaje. TEDDY Adiós, Joey. JOEY no se mueve. JOEY Chao. TEDDY va hacia la puerta de la calle. RUTH Eddie. TEDDY se vuelve. Pausa. No te conviertas en un extraño. TEDDY sale cerrando la puerta. Silencio. Los tres hombres están de pie. RUTH se sienta tranquila, relajada; SAM continúa en el suelo. JOEY cruza el cuarto y se arrodilla junto a la silla de RUTH. Ella le acaricia el pelo, suavemente. Él pone la cabeza en su regazo. MAX empieza a pasear detrás de ellos. LENNY está quieto. MAX se vuelve hacia LENNY. MAX Soy demasiado viejo, supongo. Ella me considera un viejo.

Pausa. No soy tan viejo. Pausa. A RUTH. ¿Me consideras demasiado viejo para ti?

Pausa. Escucha. ¿Tú crees que vas a tener todo el tiempo a ese pedazo de animal? ¿Crees que le vas a tener todo el tiempo?... ¿Sólo a él todo el tiempo? Vas a tener que trabajar. Vas a tener que írtelos cargando. ¿Comprendes?

Pausa. ¿Lo ha comprendido?

Pausa. Lenny, ¿tú crees que ha comprendido?

Tartamudea. ¿Que... que... que... pretendemos? ¿Que... nos hemos propuesto? ¿Tú crees que lo ha comprendido?

Pausa. Yo creo que no lo ha comprendido.

Pausa. ¿Sabes lo que quiero decir? Me parece, me parece que al final nos la juega. ¿Qué te apuestas? Se aprovechará de nosotros, nos utilizará. Te lo digo, lo huelo. ¿Qué te apuestas?

Pausa. No se dejará hacer.

Cae de rodillas, lloriquea, solloza. De pronto para. Se arrastra hasta el otro lado del cuerpo de SAM al lado de ella. No soy un viejo.

Levanta la vista hacia ella. ¿Me has oído?

Levanta la cara hacia ella. 58

Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005 Bésame.

Ella sigue acariciando levemente la cabeza de JOEY. LENNY, de pie, los mira.

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Especial Harold Pinter Premio Nobel de Literatura 2005

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Harold Pinter: Discurso de agradecimiento del Nobel de Literatura En 1958, escribí lo siguiente: 'No hay grandes diferencias entre realidad y ficción, ni entre lo verdadero y lo falso. Una cosa no es necesariamente verdadera o falsa; puede ser al mismo tiempo verdadera y falsa.' Creo que estas afirmaciones aún tienen sentido, y aún se aplican a la exploración de la realidad a través del arte. Así que, como escritor, las mantengo, pero como ciudadano no puedo; como ciudadano he de preguntar: ¿Qué es verdad? ¿Qué es mentira? La verdad en el arte dramático es siempre esquiva. Uno nunca la encuentra del todo, pero su búsqueda llega a ser compulsiva. Claramente, es la búsqueda lo que motiva el empeño. Tu tarea es la búsqueda. De vez en cuando, te tropiezas con la verdad en la oscuridad, chocando con ella o capturando una imagen fugaz o una forma que parece tener relación con la verdad, muy frecuentemente sin que te hayas dado cuenta de ello. Pero la auténtica verdad es que en el arte dramático no hay tal cosa como una verdad única. Hay muchas. Y cada una de ellas se enfrenta a la otra, se alejan, se reflejan entre sí, se ignoran, se burlan la una de la otra, son ciegas a su mera existencia. A veces, sientes que tienes durante un instante la verdad en la mano para que, a continuación, se te escabulla entre los dedos y se pierda. Me han preguntado con frecuencia cómo nacen mis obras teatrales. No sé cómo explicarlo. Como tampoco puedo resumir mis obras, a menos que explique qué ocurre en ellas. Esto es lo que dicen. Esto es lo que hacen. Casi todas las obras nacen de una frase, una palabra o una imagen. A la palabra le sigue rápidamente una imagen. Os daré dos ejemplos de dos frases que aparecieron en mi cabeza de la nada, seguidas por una imagen, seguidas por mí. Las obras son “The Homecoming” ("La vuelta a casa") y “Old times” ("Viejos tiempos"). La primera frase de “The Homecoming” es “¿Qué has hecho con las tijeras?" La primera frase de “Old times” es “Oscuro”. En ninguno de los casos disponía de más información. En el primer caso alguien estaba, obviamente, buscando unas tijeras, y preguntaba por su paradero a otro de quien sospechaba que probablemente las había robado. Pero, de alguna manera, yo sabía que a la persona interrogada le importaban un bledo tanto las tijeras como el interrogador. En “Oscuro”, tomé la descripción del pelo de alguien, el pelo de una mujer, y era la respuesta a una pregunta. En ambos casos me encontré obligado a continuar. Ocurrió visualmente, en una muy lenta graduación, de la sombra hacia la luz. Siempre comienzo una obra llamando a los personajes A, B y C.

En la obra que acabaría convirtiéndose en “The Homecoming”, ví a un hombre entrar en una habitación austera y hacerle la pregunta a un hombre más joven sentado en un feo sofá con un periódico de carreras de caballos. De alguna forma sospechaba que A era un padre y que B era su hijo, pero no tenía la certeza. Esta posibilidad se confirmaría sin embargo poco después cuando B (que más adelante se convertiría en Lenny) le dice a A (más adelante convertido en Max), “Papá, ¿te importa si cambiamos de tema de conversación? Te quiero preguntar algo. Lo que cenamos antes, ¿cómo se llama? ¿Cómo lo llamas tú? ¿Por qué no te compras un perro? Eres un chef de perros. De verdad. Crees que estas cocinando para perros.” De manera que como B le llama a A “Papá” me pareció razonable asumir que eran padre e hijo. A era claramente el cocinero y su comida no parecía ser muy valorada. ¿Significaba esto que no había una madre? Eso aún no lo sabía. Pero, como me dije a mí mismo entonces, nuestros principios nunca saben de nuestros finales. “Oscuro”. Una gran ventana. Un cielo al atardecer. Un hombre, A (que se convertiría en Deeley) y una mujer, B (que luego sería Kate) sentados con unas bebidas. ¿Gorda o flaca?, pregunta el hombre. ¿De quién hablan? Pero entonces veo, de pie junto a la ventana, a una mujer, C (que sería Anna), iluminada por una luz diferente, de espaldas a ellos, con el pelo oscuro. Es un momento extraño, el momento de crear unos personajes que hasta el momento no han existido. Todo lo que sigue es irregular, vacilante, incluso alucinatorio, aunque a veces puede ser una avalancha imparable. La posición del autor es rara. De alguna manera no es bienvenido por los personajes. Los personajes se le resisten, no es fácil convivir con ellos, son imposibles de definir. Desde luego no puedes mandarles. Hasta un cierto punto, puedes jugar una partida interminable con ellos al gato y al ratón, a la gallina ciega, al escondite. Pero finalmente encuentras que tienes a personas de carne y hueso en tus manos, personas con voluntad y con sensibilidades propias, hechas de partes que eres incapaz de cambiar, manipular o distorsionar. Así que el lenguaje en el arte es una ambiciosa transacción, unas arenas movedizas, un trampolín, un estanque helado que se puede abrir bajo tus pies, los del autor, en cualquier momento. Pero, como he dicho, la búsqueda de la verdad no se puede detener nunca. No puede aplazarse, no puede retrasarse. Hay que hacerle frente, ahí mismo, en el acto. El teatro político presenta una variedad totalmente distinta de problemas. Hay que evitar los sermones a toda costa. Lo esencial es la objetividad. Hay que dejar a los personajes que respiren por su cuenta. El autor no ha de confinarlos ni restringirlos para que satisfagan sus propios gustos, disposiciones o prejuicios. Ha de estar preparado para acercarse a ellos desde una variedad de ángulos, desde un surtido amplio y desinhibido de perspectivas que resulten. Quizá, de vez en cuando, cogerlos por sorpresa, pero a pesar de todo, dándoles la libertad para ir allí donde deseen. Esto no siempre funciona. Y, por supuesto, la sátira política no se adhiere a ninguno de estos preceptos. De hecho, hace precisamente lo contrario, que es su auténtica función. En mi obra ¨The Birthday Party” ("La fiesta de cumpleaños") creo que permito el funcionamiento de un amplio abanico de opciones en un denso bosque de posibilidades antes de concentrarme finalmente en un acto de dominación.

“Mountain Language” ("El lenguaje de la montaña") no aspira a esa amplitud de funcionamiento. Es brutal, breve y desagradable. Pero los soldados en la obra sí que se divierten con ello. Uno a veces olvida que los torturadores se aburren fácilmente. Necesitan reírse de vez en cuando para mantener el ánimo. Este hecho ha sido confirmado naturalmente por lo que ocurrió en Abu Ghraib en Bagdad. “Mountain Language” sólo dura 20 minutos, pero podría continuar hora tras hora, una y otra y otra vez, repetirse de nuevo lo mismo de forma continua, una y otra vez, hora tras hora. “Ashes to ashes” ("Polvo eres"), por otra parte, me da la impresión de que transcurre bajo el agua. Una mujer que se ahoga, su mano que emerge sobre las olas intentando alcanzar algo, que se hunde y desaparece, buscando a otros, pero sin encontrar a nadie, ya sea por encima o por debajo del agua, encontrando únicamente sombras, reflejos, flotando; la mujer es una figura perdida en un paisaje que las aguas están cubriendo, una mujer incapaz de escapar de la catástrofe que parecía que sólo afectaba a otros.

Pero, de la misma forma que ellos murieron, ella también ha de morir. El lenguaje político, tal como lo usan los políticos, no se adentra en ninguno de estos territorios dado que la mayoría de los políticos, según las evidencias de que disponemos, no están interesados en la verdad sino en el poder y en conservar ese poder. Para conservar ese poder es necesario mantener al pueblo en la ignorancia, que las gentes vivan sin conocer la verdad, incluso la verdad sobre sus propias vidas. Lo que nos rodea es un enorme entramado de mentiras, de las cuales nos alimentamos. Como todo el mundo aquí sabe, la justificación de la invasión de Irak era que Sadam Hussein tenía en su posesión un peligrosísimo arsenal de armas de destrucción masiva, algunas de las cuales podían ser lanzadas en 45 minutos y provocar una espeluznante destrucción. Nos aseguraron que eso era cierto. No era cierto. Nos contaron que Irak mantenía una relación con Al Quaeda y que era en parte responsable de la atrocidad que ocurrió en Nueva York el 11 de Septiembre de 2001. Nos aseguraron que esto era cierto. No era cierto. Nos contaron que Irak era una amenaza para la seguridad del mundo. Nos aseguraron que era cierto. No era cierto. La verdad es algo completamente diferente. La verdad tiene que ver con la forma en la que Estados Unidos entiende su papel en el mundo y cómo decide encarnarlo. Pero antes de volver al presente me gustaría mirar al pasado reciente, me refiero a la política exterior de Estados Unidos desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Creo que es nuestra obligación someter esta época a cierta clase de escrutinio, aunque sea de una manera incompleta, que es todo lo que nos permite el tiempo que tenemos. Todo el mundo sabe lo que ocurrió en la Unión Soviética y por toda la Europa del Este durante el periodo de posguerra: la brutalidad sistemática, las múltiples atrocidades, la persecución sin piedad del pensamiento independiente. Todo ello ha sido ampliamente documentado y verificado. Pero lo que yo pretendo mostrar es que los crímenes de los EEUU en la misma época sólo han sido registrados de forma superficial, no digamos ya documentados, o

admitidos, o reconocidos siquiera cómo crímenes. Creo que esto hay que solucionarlo y que la verdad sobre este asunto tiene mucho que ver con la situación en la que se encuentra el mundo actualmente. Aunque limitadas, hasta cierto punto, por la existencia de la Unión Soviética, las acciones de los Estados Unidos a lo ancho y largo del mundo dejaron claro que habían decidido que tenían carta blanca para hacer lo que quisieran. La invasión directa de un estado soberano nunca ha sido el método favorito de Estados Unidos. En la mayoría de los casos, han preferido lo que ellos han descrito como “conflicto de baja intensidad”. Conflicto de baja intensidad significa que miles de personas mueren pero más lentamente que si lanzases una bomba sobre ellos de una sola vez. Significa que infectas el corazón del país, que estableces un tumor maligno y observas el desarrollo de la gangrena. Cuando el pueblo ha sido sometido - o molido a palos, que viene a ser lo mismo – y tus propios amigos, los militares y las grandes corporaciones, se sientan confortablemente en el poder, tú te pones frente a la cámara y dices que la democracia ha prevalecido. Esto fue lo normal en la política exterior de los Estados Unidos durante los años de los que estoy hablando. La tragedia de Nicaragua fue un ejemplo muy significativo. La escogí para exponerla aquí como un ejemplo claro de cómo ve Estados Unidos su papel en el mundo, tanto entonces como ahora. Yo estuve presente en una reunión en la embajada de los EEUU en Londres a finales de los 80. El Congreso de Estados Unidos estaba a punto de decidir si dar más dinero a la Contra para su campaña contra el estado de Nicaragua. Yo era un miembro de una delegación que venía a hablar en nombre de Nicaragua, pero la persona más importante en esta delegación era el Padre John Metcalf. El líder del grupo de EEUU era Raymond Seitz (por aquel entonces el ayudante del embajador, más tarde él mismo sería embajador). El Padre Metcalf dijo: “Señor, dirijo una parroquia en el norte de Nicaragua. Mis feligreses construyeron una escuela, un centro de salud, un centro cultural. Vivíamos en paz. Hace unos pocos meses un grupo de la Contra atacó la parroquia. Lo destruyeron todo: la escuela, el centro de salud, el centro cultural. Violaron a las enfermeras y las maestras, asesinaron a los médicos, de la forma más brutal. Se comportaron como salvajes. Por favor, exija que el gobierno de EEUU retire su apoyo a esta repugnante actividad terrorista.” Raymond Seitz tenía muy buena reputación como hombre racional, responsable y altamente sofisticado. Era muy respetado en los círculos diplomáticos. Escuchó, hizo una pausa, y entonces habló con gravedad. 'Padre', dijo, 'déjame decirte algo. En la guerra, la gente inocente siempre sufre'. Hubo un frío silencio. Le miramos. Él no parpadeó. La gente inocente, en realidad, siempre sufre. Finalmente alguien dijo: 'Pero en este caso “las personas inocentes” fueron las víctimas de una espantosa atrocidad subvencionada por su gobierno, una entre muchas. Si el Congreso concede a la Contra más dinero, tendrán lugarmás atrocidades de esta clase. ¿No es así? ¿No es por tanto su gobierno culpable de apoyar actos de asesinato y destrucción contra los ciudadanos de un estado soberano?

Seitz se mantuvo imperturbable. 'No estoy de acuerdo con que los hechos tal como han sido presentados apoyen sus afirmaciones'. dijo. Mientras abandonábamos la embajada un asistente estadounidense me dijo que había disfrutado con mis obras. No le respondí. Debo recordarles que el entonces presidente, Reagan, hizo la siguiente declaración: 'La Contra es el equivalente moral a nuestros Padres Fundadores'. Los Estados Unidos apoyaron la brutal dictadura de Somoza en Nicaragua durante 40 años. El pueblo nicaragüense, guiado por los sandinistas, derrocó este régimen en 1979, una impresionante revolución popular. Los sandinistas no eran perfectos. Tenían una claro componente de arrogancia y su filosofía política contenía un cierto número de elementos contradictorios. Pero eran inteligentes, racionales y civilizados. Se propusieron conseguir una sociedad estable, decente y plural. La pena de muerte fue abolida. Cientos de miles de campesinos pobres fueron librados de una muerte segura. A unas 100.000 familias se le dieron títulos de propiedad sobre tierras. Se construyeron dos mil escuelas. Una notable campaña educativa redujo el analfabetismo en el país a menos de una séptima parte. Se establecieron una educación y un servicio de salud gratuitos. La mortalidad infantil se redujo en una tercera parte. La polio fue erradicada. Los Estados Unidos denunciaron estos logros como una subversion marxista/leninista. Desde el punto de vista del gobierno de los Estados Unidos, se estaba estableciendo un ejemplo peligroso. Si a Nicaragua se le permitía fijar normas básicas de justicia social y económica, si se le permitía incrementar los niveles de salud y educación y alcanzar una unidad social y un respeto nacional propio, los países vecinos se plantearían las mismas cuestiones y harían lo mismo. En ese momento había por supuesto una feroz resistencia al status quo en el Salvador. He hablado anteriormente de 'un entramado de mentiras' que nos rodea. El presidente Reagan describía habitualmente a Nicaragua como un 'calabozo totalitario'. Esto fue aceptado de forma general por los medios, y por supuesto por el gobierno británico, como un comentario acertado e imparcial. Pero lo que ocurre es que, bajo el gobierno sandinista, no estaba documentada la existencia de escuadrones de la muerte . No había constancia de torturas. No estaba probada la existencia de una brutalidad sistemática u oficial por parte de los militares. Ningún sacerdote fue asesinado en Nicaragua. De hecho, había tres sacerdotes en el gobierno, dos jesuitas y un misionero Maryknoll. Los calabozos totalitarios estaban en realidad muy cerca, en El Salvador y en Guatemala. Los Estados Unidos habían hecho caer en 1954 al gobierno elegido democráticamente en Guatemala y se calcula que unas 200.000 personas habían sido víctimas de las sucesivas dictaduras militares. Seis de los más eminentes jesuitas del mundo fueron asesinados brutalmente en la Universidad de Centro América en San Salvador en 1989 por un batallón del regimiento Alcatl entrenado en Fort Benning, Georgia, USA. Un hombre extremadamente valiente, el arzobisbo Romero, fue asesinado mientras se dirigía a la gente. Se calcula que murieron 75.000 personas. ¿Por qué fueron asesinadas? Fueron asesinadas porque

creían que una vida mejor era posible y que debía conseguirse. Esta creencia los convirtió de forma inmediata en comunistas. Murieron porque se atrevieron a cuestionar el status quo, la interminable situación de pobreza, enfermedad, degradación y opresión que habían recibido como herencia. Los Estados Unidos finalmente hicieron caer el gobierno Sandinista. Tardaron varios años y hubo una resistencia considerable, pero una persecución económica implacable y 30.000 muertos al final minaron la moral del pueblo nicaragüense. Exhaustos y condenados a la pobreza una vez más. Los casinos volvieron al país, la salud y la educación gratuita se acabaron. Las grandes empresas volvieron en mayor número. La 'Democracia' había prevalecido. Pero esta “política” no se limitó, de ninguna manera, a Centroamérica. Se realizó a lo largo y ancho del mundo. No tenía final. Y ahora es como si nunca hubiese sucedido. Los Estados Unidos apoyaron y en algunos casos crearon todas las dictaduras militares de derechas en el mundo tras el final de la Segunda Guerra Mundial. Me refiero a Indonesia, Grecia, Uruguay, Brasil, Paraguay, Haití, Turquía, Filipinas, Guatemala, El Salvador, y, por supuesto, Chile. El horror que los Estados Unidos infligieron a Chile en 1973 no podrá ser nunca purgado ni olvidado. Cientos de miles de muertes tuvieron lugar en todos estos países. ¿Tuvieron lugar? ¿Son todas esas muertes atribuibles a la política exterior estadounidense? La respuesta es sí, tuvieron lugar y son atribuibles a la política exterior estadounidense. Pero ustedes no lo sabrían. Esto nunca ocurrió. Nunca ocurrió nada. No ocurrió ni siquiera mientras estaba ocurriendo. No importaba. No era de interés. Los crímenes de Estados unidos han sido sistemáticos, constantes, inmorales, despiadados, pero muy pocas personas han hablado de ellos. Esto es algo que hay que reconocerle a los Estados Unidos. Han ejercido su poder a través del mundo sin apenas dejarse llevar por las emociones mientras pretendían ser una fuerza al servicio del bien universal. Ha sido un brillante ejercicio de hipnosis, incluso ingenioso, y ha tenido un gran éxito. Os digo que Estados Unidos son sin duda el mayor espectáculo ambulante. Pueden ser brutales, indiferentes, desdeñosos y bárbaros, pero también son muy inteligentes. Como vendedores no tienen rival, y la mercancía que mejor venden es el amor propio. Es un gran éxito. Escuchen a todos los presidentes de Estados Unidos en la televisión usando las palabras, “el pueblo americano”, como en la frase, “Le digo al pueblo americano que es la hora de rezar y defender los derechos del pueblo americano y le pido al pueblo americano que confíe en su presidente en la acción que va a tomar en beneficio del pueblo americano”. Es una estratagema brillante. El lenguaje se usa hoy en día para mantener controlado al pensamiento. Las palabras “el pueblo americano” producen un cojín de tranquilidad verdaderamente sensual. No necesitas pensar. Simplemente échate sobre el cojín. El cojín puede estar sofocando tu inteligencia y tu capacidad crítica pero es muy cómodo. Esto no funciona, por supuesto, para los 40 millones de personas que viven bajo la línea de pobreza y los dos millones de hombres y mujeres prisioneras en los vastos “gulags” de las cárceles, que se extienden a lo largo de todo Estados Unidos.

Estados Unidos ya no se preocupa por los conflictos de baja intensidad. No ven ningún interés en ser reticentes o disimulados. Ponen sus cartas sobre la mesa sin miedo ni favor. Sencillamente les importan un bledo las Naciones Unidas, la legalidad internacional o el desacuerdo crítico, que juzgan impotentes e irrelevantes. Tienen su propio perrito faldero acurrucado detrás de ellos, la patética y supina Gran Bretaña. ¿Qué le ha pasado a nuestra sensibilidad moral? ¿La hemos tenido alguna vez? ¿Qué significan estas palabras? ¿Se refieren a un termino muy raramente utilizado estos días – conciencia? ¿Una conciencia para usar no sólo con nuestros propios actos sino para usar también con nuestra responsabilidad compartida en los actos de los demás? ¿Está todo muerto? Mirad Guantánamo. Cientos de personas detenidas sin cargos a lo largo de tres años, sin representación legal ni un juicio conveniente, técnicamente detenidos para siempre. Esta estructura totalmente ilegal se mantiene como un desafío a la convención de Ginebra. Esto no es sólo tolerado sino que es difícilmente planteado por lo que se llama “la comunidad internacional”. Esta atrocidad criminal la comete un país, que se declara a sí mismo “el líder del mundo libre”. ¿Pensamos en los habitantes de la bahía de Guantánamo? ¿Qué es lo que dicen los medios? Lo reseñan ocasionalmente – una pequeña mención en la pagina seis. Ellos han sido consignados a una tierra de nadie de la que, por cierto, puede que nunca regresen. En la actualidad muchos están en huelga de hambre, alimentados a la fuerza, incluidos los residentes británicos. No hay sutilezas en estos procesos de alimentación. Ni sedaciones ni anestésicos. Solo un tubo insertado en tu nariz y dentro de tu garganta. Tú vomitas sangre. Esto es tortura. ¿Qué ha dicho la secretaria británica de Exteriores sobre esto? Nada. ¿Qué ha dicho el primer ministro británico sobre esto? Nada ¿Por qué no? Porque los Estados Unidos han dicho: criticar nuestra conducta en la bahía de Guantánamo constituye un acto poco amistoso. O estáis con nosotros o contra nosotros. Así que Blair se calla. La invasión de Irak ha sido un acto de bandidos, un evidente acto de terrorismo de estado, demostrando un desprecio absoluto por el concepto de leyes internacionales. La invasión fue una acción militar arbitraria basada en una serie de mentiras sobre mentiras y burda manipulación de los medios y, por consiguiente, del publico; un acto con la intención de consolidar el control económico y militar de Estados Unidos sobre Oriente Medio camuflado – como ultimo recurso – todas las otras justificaciones han caído por ellas mismas – como una liberación. Una formidable aseveración de la fuerza militar responsable de la muerte y mutilación de cientos y cientos de personas inocentes. Hemos traído tortura, bombas racimo, uranio empobrecido, innumerables actos de muerte aleatoria, miseria, degradación y muerte para el pueblo Iraqui y lo llamamos “llevar la libertad y la democracia a Oriente Medio” ¿Cuánta gente tienes que matar antes de ser considerado un asesino de masas y un criminal de guerra? ¿Cien mil? Más que suficiente, habría pensado yo. Por eso es justo que Bush y Blair sean procesados por el Tribunal Penal Internacional. Pero Bush ha sido listo. No ha ratificado al Tribunal Penal Internacional. Por eso si un soldado o político americano es arrestado Bush ha advertido que enviaría a los marines. Pero Tony Blair ha ratificado el Tribunal y por eso se le puede perseguir. Podemos proporcionarle al Tribunal su dirección si está interesado. Es el número 10 de Downing Street, Londres.

La muerte en este contexto es irrelevante. Ambos, Bush y Blair colocan la muerte bien lejos, en los números atrasados. Al menos 100.000 iraquíes murieron por las bombas y misiles americanos antes de que la insurgencia iraquí empezase. Estas personas no existen ahora. Sus muertes no existen. Son espacios en blanco. Ni siquiera han sido registrados como muertos. 'No hacemos recuento de cuerpos', dijo el general americano Tommy Franks. Al inicio de la invasión se publicó en la portada de los periódicos británicos una fotografía de Tony Blair besando la mejilla de un niño iraquí. 'Un niño agradecido' decía el pie de foto. Unos días después apareció una historia con una fotografía, en una página interior, de otro niño de cuatro años sin brazos. Su familia había sido alcanzada por un misil. Él fue el único superviviente. '¿Cuando recuperaré mis brazos?' preguntaba. La historia desapareció. Bien, Tony Blair no lo tenía en sus brazos, tampoco el cuerpo de ningún otro niño mutilado, ni el de ningún cadáver ensangrentado. La sangre es sucia. Ensucia tu camisa y tu corbata cuando te encuentras dando un discurso sincero en televisión. Los 2000 americanos muertos son una vergüenza. Son transportados a sus tumbas en la oscuridad. Los funerales son discretos, fuera de peligro. Los mutilados se pudren en sus camas, algunos para el resto de sus vidas. Así los muertos y los mutilados se pudren, en diferentes tipos de tumbas. He aquí un extracto del poema de Pablo Neruda: “Explico Algunas Cosas”: Y una mañana todo estaba ardiendo y una mañana las hogueras salían de la tierra devorando seres, y desde entonces fuego, pólvora desde entonces, y desde entonces sangre. Bandidos con aviones y con moros, bandidos con sortijas y duquesas, bandidos con frailes negros bendiciendo venían por el cielo a matar niños, y por las calles la sangre de los niños corría simplemente, como sangre de niños Chacales que el chacal rechazaría, piedras que el cardo seco mordería escupiendo, víboras que las víboras odiaran! Frente a vosotros he visto la sangre de España levantarse para ahogaros en una sola ola de orgullo y de cuchillos! Generales traidores: mirad mi casa muerta, mirad España rota: pero de cada casa muerta sale metal ardiendo en vez de flores,

pero de cada hueco de España sale España, pero de cada niño muerto sale un fusil con ojos, pero de cada crimen nacen balas que os hallarán un día el sitio del corazón. Preguntaréis por qué su poesía no nos habla del sueño, de las hojas, de los grandes volcanes de su país natal? Venid a ver la sangre por las calles, venid a ver la sangre por las calles, venid a ver la sangre por las calles! Quisiera dejar claro que citando el poema de Neruda no estoy comparando de ninguna manera la República Española con el Irak de Saddam Hussein. Cito a Neruda porque en ningún otro sitio de la lírica contemporánea leí una descripción más insistente y cierta del bombardeo contra civiles. He dicho antes que los Estados Unidos están ahora siendo totalmente francos poniendo las cartas sobre la mesa. Éste es el caso. Su política oficial es hoy en día definida como "Dominio sobre todo el espectro". Ése no es mi término, es el suyo. "Dominio sobre todo el espectro" quiere decir control de la tierra, mar, aire y espacio y todos sus recursos. Los Estados Unidos ahora ocupan 702 bases militares a lo largo del mundo en 132 países, con la honorable excepción de Suecia, por supuesto. No sabemos muy bien como han llegado a estar ahí pero de hecho están ahí. Los Estados Unidos poseen 8000 cabezas nucleares activas y usables. Dos mil están en sus disparaderos, alerta, listas para ser lanzadas 15 minutos después de una advertencia. Están desarrollando nuevos sistemas de fuerza nuclear, conocidos como "destructores de búnkeres". Los británicos, siempre cooperativos, están intentando reemplazar su propio misil nuclear, Trident. ¿A quién, me pregunto, están apuntando? ¿A Osama Bin Laden? ¿A ti? ¿A mí? ¿A mi vecino? ¿China? ¿París? Quién sabe. Lo que sí sabemos es que esta locura infantil - la posesión y uso en forma de amenazas de armas nucleares constituye el meollo de la actual filosofía política de Estados Unidos. Debemos recordarnos a nosotros mismos que Estados Unidos está en una continua misión militar y no muestra indicios de aminorar el paso. Muchos miles, si no millones, de personas en los propios Estados Unidos están demostrablemente asqueadas, avergonzadas y enfadadas por las acciones de su gobierno, pero, tal y como están las cosas, no son una fuerza política coherente todavía. Pero la ansiedad, la incertidumbre y el miedo que podemos ver crecer cada día en los Estados Unidos no es probable que disminuya. Sé que el presidente Bush tiene algunos escritores de discursos muy competentes pero quisiera prestarme voluntario para el puesto. Propongo el siguiente discurso breve que él podría leer en televisión a la nación. Le veo solemne, con el pelo cuidadosamente

peinado, serio, confiado, sincero, frecuentemente seductor, a veces empleando una sonrisa irónica, curiosamente atractiva, un auténtico macho. "Dios es bueno. Dios es grande. Dios es bueno. Mi dios es bueno. El Dios de Bin Laden es malo. El suyo es un mal Dios. El dios de Saddam también era malo, aunque no tuviera ninguno. Él era un bárbaro. Nosotros no somos bárbaros. Nosotros no decapitamos a la gente. Nosotros creemos en la libertad. Dios también. Yo no soy bárbaro. Yo soy el líder democráticamente elegido de una democracia amante de la libertad. Somos una sociedad compasiva. Electrocutamos de forma compasiva y administramos una compasiva inyección letal. Somos una gran nación. Yo no soy un dictador. Él, sí. Yo no soy un bárbaro. Él, sí. Y aquel otro, también. Todos lo son. Yo tengo autoridad moral. ¿Ves mi puño? Esta es mi autoridad moral. Y no lo olvides" La vida de un escritor es extremadamente vulnerable, apenas una actividad desnuda. No tenemos que llorar por ello. El escritor hace su elección y queda atrapado en ella. Pero es cierto que estás expuesto a todos los vientos, alguno de ellos en verdad helados. Estás solo, por tu cuenta. No encuentras refugio, ni protección - a menos que mientas - en cuyo caso, por supuesto, te habrás construido tu propia protección y, podría decirse, te habrás vuelto un político. Me he referido un par de veces esta tarde a la muerte. Voy a citar ahora un poema mío llamado "Muerte" ¿Dónde se halló el cadáver? ¿Quién lo encontró? ¿Estaba muerto cuando lo encontraron? ¿Cómo lo encontraron? ¿Quién era el cadáver? ¿Quién era el padre o hija, o hermano o tío o hermana o madre o hijo del cadáver abandonado? ¿Estaba muerto el cuerpo cuando fue abandonado? ¿Fue abandonado? ¿Quién lo abandonó? ¿Estaba el cuerpo desnudo o vestido para un viaje? ¿Qué le hizo declarar muerto al cadáver? ¿Fue usted quien declaró muerto al cadáver? ¿Cómo de bien conocía el cadáver? ¿Cómo sabía que estaba muerto el cadáver? ¿Lavó el cadáver? ¿Le cerró ambos ojos? ¿Enterró el cuerpo? ¿Lo dejó abandonado? ¿Le dio un beso al cadáver? Cuando miramos un espejo pensamos que la imagen que nos ofrece es exacta. Pero si te mueves un milímetro la imagen cambia. Ahora mismo, nosotros estamos mirando un círculo de reflejos sin fin. Pero a veces el escritor tiene que destrozar el espejo - porque es en el otro lado del espejo donde la verdad nos mira a nosotros.

Creo que, a pesar de las enormes dificultades que existen, una firme determinación, inquebrantable, sin vuelta atrás, como ciudadanos, para definir la auténtica verdad de nuestras vidas y nuestras sociedades es una necesidad crucial que nos afecta a todos. Es, de hecho, una obligación. Si una determinación como ésta no forma parte de nuestra visión política, no tenemos esperanza de restituir lo que casi hemos perdido - la dignidad como personas.