Guadarrama: Punto Omega

Gabriel Marcel se incorpo5 tardíamente a la'fe cristiana, espués de un sinuoso y com­ plicado viaje intelectual. De ahí,

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Gabriel Marcel se incorpo5 tardíamente a la'fe cristiana, espués de un sinuoso y com­ plicado viaje intelectual. De ahí, nos confiesa él mismo, su simpatía hacia aquellos que ca­ minan penosamente por sende­ ros análogos. Lo mismo que su filosofía, estas que pudiéra­ mos llamar consideraciones de antropología religiosa

están

marcadas por la impronta iti­ nerante: el hombre, viajero en­ tre dos destinos, haciéndose y conquistándose, en fe precaria, continuamente amenazada. El Dios de este hombre no podrá ser un Dios objetivo, frío y distante, sino el Dios encarna­ do que se confirió a sí mismo la existencia en el umbral de un tiempo nuevo.

PUNTO OMEGA ■

RE LIDAD

GABRIEL ,MARCEL

GUADARRAMA

INCREDULIDAD Y FE

COLECCION UNIVERSITARIA DE BOLSILLO

PUNTO OMEGA

124

GABRIEL MARCEL

INCREDULIDAD Y FE

i

EDICIONES G U AD ARRAM A

Lope de Rueda, 13 MADRID

Los tres primeros ensayos de este libro fueron publicados por A U B IE R,

ED ITIO N S

M O N TA IG N E,

1968

con el título ETRE ET AVOIR.

II

R E F L E X IO N S SUR

L ’ IRRELIGION ET LA FO I

Los tres últimos capítulos pertenecen a la obra PO U R UNE S A G E SSE

TRAG IQU E

publicada en el año 1968 por l ib r a ir ie

plon

,

París

* * * Tradujo el libro al castellano FABIAN

G ARC IA -PR IE TO

BUENDIA

* * * Portada de JESUS ALBARRAN

© Copyright by ED ICIO N E S G U ADARRAM A, S . A.

Madrid, 1971 Depósito legal: M. 21107.-1971

Printed in Spain by Eosgraf,

S. A. - Dolores, 9.

- M

a d r id

CONTENIDO

I. II.

Consideraciones sobre la incredulidad con­ temporánea ................................................ Reflexiones sobre la f e ............................ La idea que el incrédulo se forma de la f e ..................................................... La fe, modo de la credulidad ......... La fe evasión....................................... La incredulidad es básicamente pasio­ nal ......................................................... El escepticismo................................... Las contradicciones del escepticismo. La incredulidad es una negación ... El heroísmo ¿tiene un valor en sí mismo? ............. .................................. Degradación de la idea de testimonio. Fe y testim onio..................................

11 43 45 47 49 50 51 52 55 57 58 60

III.

La piedad según Peter Wust ................

63

IV.

La vida y lo sagrado .............................

97

Observaciones complementarias.........

118

El ateísmo filosó fico ..................................

127

Filosofía, teología negativa, ateísm o

151

V. VI.

I CONSIDERACIONES SOBRE LA INCREDULIDAD CONTEMPORANEA 1 La actitud de espíritu que me propongo definir tan exactamente como me sea posible es aquella que consiste en mirar la cuestión religiosa como algo ya superado. Pero es necesario previamente hacer algunas pre­ cisiones. Decir que la cuestión religiosa está superada no supone necesariamente negar la persistencia de cier­ tos datos o testimonios religiosos, si bien estos datos pertenecen al orden del sentimiento. Pero, por su pro­ pia definición, un dato de tal naturaleza no puede considerarse como periclitado. Lo que sí puede con­ siderarse como gastado es o bien un uso, o bien una idea o una creencia, en la medida en que esta creen­ cia está asimilada a una idea. Y no se trata tampoco lo que sería totalmente absurdo— de poner en duda que la religión en cuanto hecho, en cuanto conjunto de instituciones, de ritos etc., requiera explicaciones; hay que poner también de manifiesto que cuanto mas extraña sea una determinada persona a toda vida religiosa tanta más curiosidad sentirá por saber cómo 1 Conferencia pronunciada el 4 de diciembre de 1930 en la Fédération des Associations d’Etudiants Chrétiens.

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un conjunto de fenómenos tan extraños, tan aberran­ tes, han podido surgir y ocupar un puesto, evidente­ mente tan importante, en la historia del ser humano. Decir que «la cuestión religiosa está superada» su­ pone que ya no hay lugar para preguntarse si las afirmaciones religiosas se corresponden con algo en la realidad, si existe un ser que posea los atributos tradicionalmente unidos al vocablo Dios, y también si eso que los creyentes llaman la salvación no es otra cosa que una cierta experiencia subjetiva burdamente interpretada en función de algunas nociones míticas. La cuestión, se dirá, es conocida. Citaré aquí un texto de Bertrand Russell que me parece significati­ vo: «Que el hombre sea el producto de causas ciegas, que su origen, su desarrollo, sus esperanzas y sus te­ mores, que sus amores y sus creencias no sean más que el resultado de accidentales estructuras de átomos; que ninguna llama, ningún heroísmo, ninguna inten­ sidad de pensamiento y de sentimiento puedan pro­ longar una vida individual más allá de la tumba, que toda la obra de los siglos, la abnegación, la inspira­ ción, la aparición y el cénit del género humano estén destinados a la extinción en la muerte global del sis­ tema solar, y que el edificio entero de las realizacio­ nes humanas deba ser inevitablemente sepultado bajo los escombros de un universo en ruinas, todas estas cosas, si bien no están fuera de toda discusión, rozan tan de cerca la certidumbre que ninguna filosofía que se niegue a admitirlas puede aspirar a mantenerse» 2. Poco importa aquí, entiéndase bien, la posición 2 Philosophical Essays, p. 53.

Sobre la incredulidad contemporánea doctrinal de la persona de B. Russell, sino el credo negativo que envuelve la actitud que intento analizar. Y aun no faltará quien afirme la posibilidad de edi­ ficar una religión sobre esta desesperanza cósmica. Por mi parte, opino que no se puede sostener este credo sin cometer el más grave abuso de lenguaje. Pero en otra ocasión desarrollaré este punto. Para aclarar por adelantado el camino un tanto si­ nuoso por el que vamos a transitar, empezaré por de­ cir que cuento con adoptar sucesivamente tres centros de perspectiva distintos o jerarquizados: el primero será el del racionalismo puro en cuanto filosofía de las luces; el segundo es el de la técnica, y el ter­ cero, el de una filosofía que plantea la primacía de la vida o de lo vital. Lo que primeramente hay que señalar es la no­ ción muy particular de la actualidad, en cuyo clima flota una posición racionalista que nosotros vamos a definir. «En la actualidad ya no es posible — se dirá comúnmente— creer en los milagros o en la encar­ nación. Un hombre de 1930 ya no puede admitir el dogma de la resurrección de la carne.» He tomado es­ tos ejemplos al azar. Pero lo que me interesa es po­ ner el acento sobre la fecha, que en el fondo presu­ pone un punto de vista, casi una posición privilegia­ da en el espacio, algo así como un observatorio. El tiempo o la historia aparecen aquí como un espacio cualificado y a ellos corresponde el empleo de epí­ tetos, tales como «avanzado» o «retrógrado», con su correspondiente carga cualitativa, y cuyo papel es tan considerable en la psicología política de nuestro país. Se admitirá fácilmente que, de hecho, la etapa

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cronológicamente ulterior pueda significar un retro­ ceso con relación a la etapa precedente. Esto es com­ prensible teniendo en cuenta que en un momento dado siempre aparecen mezclados espíritus esclarecidos jun­ to a individuos retardatarios. Entre unos y otros se plantea un problema de supremacía, y los espíritus retrógrados pueden imperar momentáneamente. Esto explicaría el aparente retroceso. Pero tarde o tem­ prano, se asegura, el espíritu humano reemprenderá su marcha victoriosa hacia la luz. La luz. Una pala­ bra, un concepto, en el sentido más vago del término, cuya importancia, sin duda, ya no se puede exagerar. Sería necesario meditar sobre esto. Quizá así podría­ mos descubrir que se trata de la expresión laicizada y empobrecida hasta el límite de una cierta noción me­ tafísica elaborada por los griegos y especialmente por los padres de la Iglesia. Pero no hay tiempo de insistir sobre este punto. La idea del progreso como luz se presenta de hecho bajo dos caras: una ético-política ( ¡cuán significativo resulta a este respecto el término oscurantismo!) y otra técnico-científica. Por lo de­ más, estos dos aspectos son íntimamente solidarios. Dos cosas es necesario hacer notar aquí: la primera es que, casi inevitablemente, una filosofía de las lu­ ces tomará en cuenta el paralelo corriente entre la humanidad considerada en el conjunto de su historia y el proceso individual de la infancia a la adolescen­ cia, de la adolescencia a la edad viril, etc. El espíritu ilustrado se considerará como un hombre ya hecho, que no puede permitirse el seguir creyendo en los cuentos que hacían feliz su infancia. Pero esta repre­ sentación simplista se halla expuesta con demasiada

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facilidad a muy graves objeciones. Tan es así, que siempre habrá derecho para preguntarse si no existen valores ligados a la infancia — una cierta feliz con­ fianza, una cierta ingenuidad, por ejemplo— que el hombre debe intentar salvar a todo precio si no quie­ re ir a parar a una suerte de dogmatismo de la ex­ periencia, cuyo inevitable resultado es un reseco ci­ nismo. Hay en esto un conjunto de verdades profun­ das que Péguy ha esclarecido maravillosamente. Aún es más importante el segundo punto: se ad­ mite regularmente y sin crítica previa que el pro­ greso de las luces está ligado a una eliminación pro­ gresiva del antropocentrismo, para lo cual se invo­ can las conquistas de la astronomía moderna. «Era natural — se dirá— , antes de Copérnico o Galileo, el admitir que la tierra era el centro del mundo y que el hombre ocupaba un lugar privilegiado en lo que hasta entonces se llamaba la creación. Pero la astro­ nomía ha permitido volver a colocar a la tierra y al hombre en su verdadero lugar, demostrando que éstos no ocupan más que un rango prácticamente despre­ ciable dentro de la inmensidad del universo visible.» Con todo esto se pretende fustigar el orgullo ingenuo, infantil, risible de una humanidad que se toma a sí misma por la expresión suprema y quizá por el fin del cosmos. Pero hagamos notar inmediatamente que sólo en apariencia esta filosofía sólidamente establecida so­ bre una cosmología positiva acaba ridiculizando el orgullo humano; en realidad, lo exalta. De hecho, se produce aquí una especie de desplazamiento infini­ tamente curioso. Sin duda el hombre en cuanto ob­

Incredulidad y fe jeto de la ciencia entra, por así decir, en el rango de ésta; no es ya más que un objeto entre una infi­ nidad de otros objetos. Pero existe, por oposición al hombre, algo que, por el contrario, se afirma por en­ cima de este mundo material en el cual el hombre es reabsorbido, y esto es precisamente la ciencia; no di­ gamos la ciencia humana, porque estos filósofos hi­ cieron todo lo posible por deshumanizar la ciencia, por cortar sus raíces, por considerarla en sí misma en su progreso interno; se nos hablará, pues, del Espí­ ritu o del Pensamiento, pero con mayúsculas, y no haríamos bien en reírnos de estas mayúsculas, puesto que son ellas las que traducen precisamente el es­ fuerzo por despersonalizar el Espíritu y el Pensamien­ to, que no serán ya el espíritu y el pensamiento de al­ guien, que ya no serán presencias, sino una especie de organización ideal, que se aplicará, por otra parte, a evidenciar la flexibilidad, la libre movilidad. Un filó­ sofo como Brunschvicg, que ha contribuido más que nadie en nuestros días a dar por concluso este racio­ nalismo que él llama, equivocadamente en mi opi­ nión, un espiritualismo, no piensa de ningún modo que este desenvolvimiento del espíritu o de la ciencia sea el despliegue en el tiempo de un principio abso­ luto que existiría para sí desde toda la eternidad a la manera del vooC aristotélico o del Espíritu absoluto de Hegel. Para Brunschvicg, este voü? 0 este Espíritu absoluto no representan más que ficciones metafísicas. En cuanto al espíritu que él mismo celebra le llama todavía Dios, aunque destituyéndole de todos los ca­ racteres que dan a esta palabra su significación. «Sin duda — concede al final de su libro sobre el Progrés

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de la conscience— un Dios que no tiene ningún punto de contacto con ninguna determinación privilegiada del tiempo o del espacio, un Dios que no ha tomado ini­ ciativa ni ha asumido responsabilidad en el aspecto físico del universo, que no ha querido el frío de los polos ni el calor de los trópicos, que no es sensible ni a la magnitud del elefante ni a la pequeñez de la hor­ miga, ni a la acción nociva de un microbio ni a la reacción salutífera de un glóbulo, un Dios que no piensa más que en incriminar nuestros pecados o los de nuestros antepasados, que no conoce más que hom­ bres infieles y ángeles rebeldes, que no hace triunfar ni la predicción del poeta ni el milagro del mago, un Dios que no tiene su morada ni en el cielo ni en la tierra, que no se le percibe en ningún momento par­ ticular de la historia, que no habla ninguna lengua y no se puede traducir a ningún lenguaje, este Dios es, desde el punto de vista de la mentalidad primi­ tiva, para el burdo supranaturalismo de que ha hecho claramente profesión W . James, lo que él llama un ideal abstracto. A los ojos de un pensamiento más alejado de los orígenes, mejor ejercitado y afinado, es un Dios que no se abstrae de nada y para quien nada es abstracto, puesto que la realidad concreta no es tal más que por su valor intrínseco de verdad». Texto capital sobre el cual nunca se reflexionará bastante. Se aprecia en él ese orgullo infinitamente más temible del hombre que, gracias a Dios, se juzga liberado de la mentalidad primitiva y goza sin reser­ vas del hecho de ser un adulto. Recuerdo las fórmu­ las tantas veces repetidas: no se puede ya en nuestros días..., un hombre de 1930 no podría admitir..., etc.

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Consideremos esto simplemente: si para un filó­ sofo cristiano, pongamos por caso San Buenaventura, el hombre aparecía como centro del cosmos, era úni­ camente en cuanto imagen de Dios, y aun llega a escribir: Esse imaginem Dei non est homini accidens, sed potius substantiale, sicut esse vestigium nulli accidit creaturae (ser imagen de Dios no es un accidente para el hombre, sino que le es más bien esencial, del mismo modo que ser un vestigio no puede ser un accidente en ninguna criatura). De suerte que este antropocentrismo que nos hace sonreír no constituye en realidad sino un teocentrismo aplicado. Para San Agustín, Santo Tomás y San Buenaventura, es Dios, y solamente Dios, quien está en el centro. Pero en estos momentos es este espíritu humano deshumani­ zado, destituido de todo poder, de toda presencia y de toda existencia, el que se coloca en lugar de Dios y le sustituye. Evidentemente, una filosofía de este tipo es muy difícil de pensar; tiene pocos adeptos. Es muy cierto que la mayor parte de los que juzgan la cuestión re­ ligiosa como superada se negarían a suscribirla y se adscribirían preferentemente a un agnosticismo a lo Spencer o a un materialismo al estilo de Le Dantec. Desde el punto de vista especulativo, esto es cierta­ mente mucho peor, pero las perspectivas son más numerosas y más seguras. ¿De qué perspectivas dis­ pone una doctrina como el idealismo de Brunschvicg? En primer lugar, del orgullo, no vacilo en decirlo. Se me objetará haciéndome observar que este orgullo no tiene un carácter personal, ya que el Espíritu de que nos habla no es el espíritu de nadie. En principio, yo

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respondería que es, o que puede ser, el espíritu de todo el mundo; y sabemos desde Platón qué parte concede a la lisonja esa democracia de la cual este idealismo no es, después de todo, más que la trans­ posición. Pero esto no es todo: de hecho, el idealis­ ta se pone inevitablemente en el lugar del Espíritu, y en esta ocasión no se trata del espíritu de cualquiera. Coloquémoslo en presencia del escándalo que cons­ tituye a sus ojos la siguiente anomalía: un astrónomo cristiano. ¿Cómo es posible que un astrónomo crea en la encarnación o asista a la misa? No le quedará otro recurso que oponernos un distingo: en cuanto astrónomo, este monstruo, este anfibio por decirlo con más exactitud, es un hombre del siglo xx a quien el idealista saluda como a su contemporáneo. Pero en la medida en que cree en la encarnación y va a misa, se conduce como un hombre del siglo x m , como un niño. ¡Es una verdadera pena! Si preguntáis al filó­ sofo con qué derecho practica esta extraña escisión, se esforzará vanamente por invocar la razón o el espíritu. Por nuestra parte, quedaremos descontentos, puesto que, mientras que él no se inhibe en absoluto de re­ currir a consideraciones psicológicas o incluso socio­ lógicas sobre estas supervivencias en el astrónomo, nos prohíbe formalmente el que nosotros recurramos en lo que a él se refiere a análisis o reducciones del mismo orden. El es de los pies a la cabeza un hombre de 1930, y al propio tiempo se declara investido de un espíritu eterno, pero que, sin embargo, tiene naci­ miento y cuyos avatares no puede prever. Digámoslo claramente, todo esto es una peregrina incoherencia. Es innegable que si este idealista se encontrase frente

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a un marxista, por ejemplo, que le declarase abierta­ mente que su espíritu es un producto puramente bur­ gués, hijo de la holgura económica, se vería obliga­ do a refugiarse en la esfera de las abstracciones más exangües. Por mi parte, creo que un idealismo de esta especie se halla inevitablemente atascado entre una filosofía religiosa concreta, por una parte, y el mate­ rialismo histórico por otra. Y es que, en realidad, frente a la historia, frente a una historia real cual­ quiera, se encuentra completamente desarmado, ya que su vida evoluciona al margen, como si su destino fuese algo independiente. Le falta todo sentido de lo trágico y también, añadiría yo, todo sentido de lo carnal. En mi opinión, la sustitución de la noción confusa y rica de la carne que está implicada en toda la filosofía cristiana por el concepto cartesiano de mateteria no constituye ni mucho menos un progreso desde el punto de vista metafísico. Existe aquí un problema casi inexplorado sobre el cual, en mi opinión, debería concentrarse la atención de los metafísicos puros: me refiero a la evolución y al oscurecimiento progresivo de las nociones de carne y encarnación en la historia de las doctrinas filosóficas. En el fondo, este idealismo constituye una doctrina puramente universitaria que cae directamente bajo las críticas que Schopenhauer dirigía, no sin injusti­ cia, a los filósofos académicos de su tiempo. No sin injusticia, ya que existe en Schelling y en Hegel un sentimiento intenso de lo concreto y del drama hu­ mano. Pero, en realidad, el idealismo filosófico estaría verdaderamente periclitado y no tendría influencia

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apreciable sobre el desarrollo del pensamiento huma­ no si no hubiese encontrado en la técnica, bajo todas sus formas, un formidable aliado. En realidad, es en el propio espíritu de la tecnicidad donde residen, a mi parecer, las dificultades más graves con las cuales choca hoy día, en muchas conciencias perfectamente honestas, la idea de vida o, más exactamente, de ver­ dad religiosa. Abordo aquí un orden de consideraciones bastante delicadas y me excuso por tener que proceder a un análisis de nociones que quizá puedan parecer un poco sutiles. Creo que nos encontramos en el mismo nudo del problema. De una manera general, entendería por técnica toda disciplina que tiende a asegurar al hombre el dominio de un objeto determinado; y es evidente que toda técnica puede ser considerada como una manipulación, como un medio de fabricar o trabajar alguna materia que, por otra parte, puede ser puramente ideal (téc­ nica de la historia o de la psicología). Hay que considerar aquí varios puntos: en primer lugar, una técnica se define por relación a ciertas perspectivas que el objeto le ofrece; pero, inversa­ mente, este objeto no es tal más que gracias a las pers­ pectivas que podemos apreciar en él, y esto es ya ver­ dad en el plano más elemental, que es el de la per­ cepción exterior. Se da un paralelismo entre el pro­ greso de las técnicas y el progreso en la objetividad. Un objeto es tanto más objeto, está, si puede decirse, tanto más expuesto cuanto más sirve de materia a técnicas más numerosas y más perfeccionadas. En segundo lugar, una técnica es, por esencia, per-

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«rtible; es algo susceptible de un perfeccionamiento cada vez mas preciso, más ajustado. Pero yo diría que inversamente, no se puede hablar de perfectibilidad o de progreso en un sentido enteramente estricto más que en el orden de la técnica. Existe aquí, en efecto, una medida posible y que corresponde al propio ren­ dimiento. Por último, y esto puede ser el punto capital, cada vez nos damos más cuenta de que toda potencia, en el sentido humano del término, implica la utilización de una técnica. El optimismo ingenuo de las masas reposa en el momento actual sobre este conjunto de comprobaciones; es absolutamente cierto que la exis­ tencia de la aviación o de la telegrafía sin hilos apa­ rece a los ojos de la inmensa mayoría de nuestros con­ temporáneos como una prueba, como un testimonio tangible del progreso. Sin embargo, es importante subrayar la contraparida o el tributo de estas conquistas. Desde este pun­ to de vista, el mundo tiende a presentarse bien como simple cantera de explotación, bien como un esclavo sojuzgado. No se puede leer un artículo de periódico con ocasion de una catástrofe cualquiera sin comproar que esta esta tratada como una especie de revan­ cha de la bestia que se creía dominada. Y es en esto en lo que vemos la intersección con el idealismo. El om re, no ya como espíritu, sino como potencia téc­ nica, aparece aquí de nuevo como único foco de or­ den o de organización en un mundo que no le valora que no le ha merecido y que, según todas las aparien­ cias, le ha producido por azar, o, más bien, un mundo del cual se ha separado por un acto de violenta eman­

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cipación. El mito del Prometeo cobra aquí la pleni­ tud de su sentido. Sin duda muchos técnicos se cogerán de hombros si ven que selles atribuye¡es extraña mitología; pero ¿cual sera entonce: curso en cuanto técnicos y nada mas que técnicos? Encerrarse en su especialidad, negarse de h ech oJin de derecho, a plantearse el problema de la unida del mundo o de la realidad. Y si bien se v e r a a * gir tentativas de síntesis, porque la necesidad1 de tesis es incoercible y constituye quizá el fondo mismo de la inteligencia, estas síntesis apareceran siempre como algo relativamente gratuito en comparación con las técnicas; diríamos que quedan dización de los conceptos de transparencia y pureza. No obstante, se impone una distinción previa: sin duda alguna nunca como hoy en día se habían visto los hombres tan tentados a identificar un cierto ejer­ cicio de depuración exclusivamente formal — que pue­ de proseguirse en la superficie del alma, puesto que no la afecta en su estructura y en su vida— con una manera de ser que, por el contrario, condiciona la actividad y que se pone de manifiesto tan rápidamente como la afinación de un instrumento, por ejemplo. Creo que siguiendo este camino se reconocerá que este problema de la pureza, tomada en su acepción humana y no en la simplemente formal, no puede ser planteada más que precisamente con la ayuda de esas mismas categorías ontológicas de las cuales pensába­ mos habernos desembarazado para siempre. La noción de pureza actualmente en vigor en cierta filosofía del arte, e incluso en cierta filosofía de la vida, se basa en la separación radical entre la forma y el contenidopero basta con remitirnos a la idea-testigo de Wust para darnos cuenta de que cuando recurrimos como referencia a la «pureza» del niño nos negamos pre­ cisamente a admitir esta separación. A partir de ese momento no nos quedará otro recurso que apelar al carácter mítico de esa pretendida pureza, y una vez más los «descubrimientos» de los psicoanalistas ven­ drán a apoyar el mentís opuesto al optimismo vulgar. G

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No obstante, no podemos evitar el preguntarnos si estas investigaciones pretendidamente objetivas no es­ tarán desde el principio al servicio de una cierta dog­ mática seudoschopenhaueriana, y con toda seguridad atea, que las dirige y las orienta con objeto de apro­ vechar sus resultados. Aun suponiendo — y esto no es de nuevo más que un simplismo a contrapelo— que admitamos que esta «pureza» del espíritu corresponde a una terquedad del adulto, bastante necia y en cierto modo sospechosa de poetización, seguiremos pregun­ tándonos si una crítica semejante puede aplicarse tam­ bién al alma santa que, gracias a la prueba, ha con­ seguido salvaguardar o incluso conquistar, si no la pureza, acaso inaccesible, del sentir, al menos la del querer o la más preciosa todavía de la mirada. Y aquí tropezamos sin ningún género de duda con la noción de ascesis y perfeccionamiento, con la que el crítico se sentirá tentado a emprenderla, como si todo trabajo llevado a cabo sobre uno mismo, como si toda obra de reforma interior implicase una mentira, fuese una men­ tira encarnada. Condenación tanto más extraña, si se reflexiona bien, cuanto que la sinceridad que se pre­ coniza requiere a su vez una ascesis, puesto que se halla totalmente dirigida contra una cierta ceguera espontánea que acaso corresponda en nosotros a nues­ tro estado natural. Lo que a mi entender priva de todo valor autén­ tico a esa idea de sinceridad que ha causado estragos, sobre todo entre nosotros, desde hace diez años es el hecho de que sea esencialmente un arma que se niega en absoluto a reconocerse como tal y el hecho de que el aparente desinterés que ella consagra oculta la ne­

La piedad según Peter Wust

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cesidad más incoercible de justificación negativa. Si es así, nunca sospecharemos demasiado de las alian­ zas precarias y, desde un punto de vista al menos, tan imprudentes que parecen haberse firmado en nues­ tros días entre sinceridad y pureza. Allí donde la sinceridad conduce a esta indiscreción con respecto a sí mismo que Wust condena razonablemente se vuel­ ve de manera expresa contra la única pureza que presenta un valor espiritual auténtico, lo cual no sig­ nifica en absoluto, hay que repetirlo una vez más, que esta pureza florezca en una penumbra cuidado­ samente mantenida. Justamente lo cierto es todo lo contrario; en efecto, no se debe ciertamente al azar el que de los seres muy puros parezca desprenderse una luz que los envuelve, y este dato transparente al espíritu que se llama aureola pertenece a la catego­ ría de los que encierran para el metafísico digno de este nombre la enseñanza quizá más inagotable. Pero esta luz que los pintores más eximios — mucho más, a mi entender, que los literatos17— han sabido re­ flejar misteriosamente alrededor de los «espirituales» propiamente dichos, situándola en la parte más des­ tacada de su obra, esta luz que es vida porque es Amor, nunca será demasiado rigurosamente distingui­ da de una lucidez a veces demoníaca, que puede recaer sobre las peores aberraciones sin despertar en aquel que la ejerce ningún deseo de ponerle término, que 17 A veces resulta difícil no preguntarse si la actividad lite­ raria en cuanto tal no se dirige siempre en cierto grado — ex­ cepto cuando es puro lirismo— contra una cierta pureza radical del alma, lo cual no ocurre en absoluto en lo que respecta a la música ni a las artes plásticas.

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puede, en una palabra, esclarecer las más espesas ti­ nieblas sin que esas tinieblas pierdan un ápice de su sofocante opacidad. Y es que en esto todo depende, supongo, de la intención que anima la mirada que el alma proyecta sobre sí misma. Lucidez demoníaca, he dicho; sí, por­ que en ocasiones es el odio hacia sí mismo y no hacia el pecado lo que actúa en ella, y la «necesidad de justificación» negativa tiende a borrar toda diferen­ cia, toda delimitación, tiende a establecer que no hay pecado puesto que ese pecado se confunde con el yo, ya que abarca hasta sus confines todo el territorio de mi ser. Existe, pues, una concupiscencia de la sinceridad que no es sino la exaltación de todas las fuerzas de negación que hay en mí y que quizá sea la forma más satánica del suicidio: por una perversión desmedida, el extremo orgullo simula la extrema humildad. Al abandonarse así al «demonio del conocimiento» sin haberse sometido previamente a una ascesis, a una purificación de la voluntad, el alma, sin tener por otra parte plena conciencia de ello, instaura una idolatría de sí misma cuyos efectos no pueden ser más que rui­ nosos, desde el momento en que favorecen y mantie­ nen esa especie de satisfacción en la desesperación de la que hemos visto a nuestro alrededor tan inquietan­ tes ejemplos. Concupiscencia de la sinceridad, idolatría del cono­ cimiento íntimo, exaltación perversa provocada por el análisis despreciativo de sí mismo... He aquí una serie de expresiones sinónimas que designan un mal único: la ceguera que permite al yo ignorar la voluntad cós­

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mica de amor que actúa al mismo tiempo dentro y fuera de él. La piedad hacia sí mismo, como sabemos, no puede permanecer aislada un solo instante de la piedad hacia el otro; y esto es lo que nos permite reconocer en la piedad tomada en su esencia univer­ sal el lazo que une indisolublemente al hombre con el conjunto de la naturaleza y con el conjunto del mundo de los espíritus. Principio de cohesión abso­ lutamente espiritual, puesto que es un principio de amor, se opone al encadenamiento de necesidad pu­ ra que fundamenta la unidad de los fenómenos ex­ clusivamente naturales. Y Wust llega incluso a hablar de la piedad, muy poco meditadamente en mi opinión, como del principio sintético de una química de un orden distinto, en el cual se basaría la atracción mu­ tua entre las almas y su medio. En este caso como en otros muchos, se deja arrastrar por un lenguaje que toma prestado demasiado directamente del idealismo alemán de principios del siglo pasado, y ciertamente avanza con exceso por el camino que conduce a ún panteísmo que, sin embargo, no quiere a ningún precio. No obstante, por muy sospechosas que sean las metáforas de las que no puede evitar el servirse, se encuentra en él un sentido, quizá bastante justo des­ de el punto de vista histórico, de la relación que en la antigüedad romana, e incluso en la Edad Media, unía la vida pública considerada en su coherente uni­ dad con la piedad del hombre en presencia de la na­ turaleza. ¿Acaso no acierta en amplia medida al sos­ tener que los lazos sociales propenden a relajarse a partir del momento en que el campesino y el artesano

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dejan paso al comerciante (y al obrero) y que cuando el hombre pierde el contacto con el suelo y con las cosas tiende a quedar aislado de las raíces mismas de su existencia, de suerte que es su misma cultura la que se halla en peligro 18? El campesino, por el hecho de depender de la naturaleza, está obligado a mostrar­ se paciente con ella. Y gracias a que sus particulari­ dades se le han hecho familiares, amasa insensible­ mente un tesoro de experiencias objetivas, y así acaba poco a poco por acoger los dones de la tierra como si fueran el salario de su trabajo y de su paciencia. Nun­ ca se tratará para él de esa «crucifixión de la natu­ raleza», que es la consecuencia de los progresos de una técnica en la que no entran en juego más que la inteligencia y el puro egoísmo y en la que hay que ver como el «estigma» de las ciencias fisicomatemáti­ cas tal como se han desarrollado en los tiempos mo­ dernos. Con razón o sin ella, Wust atribuye al kantis­ mo, en cuanto doctrina filosófica, la responsabili­ dad inicial de la actitud que estas ciencias implican y de la especie de fractura de que la naturaleza es objeto por parte del hombre a partir del momento en que éste deja de sostener con ella una relación del tipo de las que ligan entre sí a los seres suceptibles de respetarse y de comportarse bien los unos con los otros. A los ojos de Wust la ciencia mecánica de la naturaleza es como una técnica de la violación; el hombre moderno, dice, está marcado por el signo de Caín; un índice «luciferino» marca la cultura de los 18 Naivitat uni Viet'át, p. 133.

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que han perdido toda piedad con respecto al mundo exterior. No resulta demasiado fácil determinar exactamente el valor que conviene conceder a esta especie de re­ quisitoria, animada, a mi entender, por un sentimen­ talismo un tanto anticuado; las consideraciones de este orden corren el riesgo en todo caso de parecer singularmente vanas, puesto que no se ve de ninguna manera cómo podría ser «remontada» esta pendiente. Entre las objeciones que se oponen a la crítica de Wust, hay una cuya fuerza no es más que aparente. ¿Cómo podemos esperar, nos preguntaremos, estable­ cer entre el hombre y la naturaleza unas relaciones que se basan en una interpretación antropomórfica pe­ riclitada? Pero precisamente hay que responder que el pensa­ miento moderno da por aceptados sobre este punto los postulados metafísicos más discutibles. Además, los espíritus que se creen más totalmente liberados de una cierta ideología nacida de Auguste Comte admiten a pesar de todo como una evidencia que el hombre progresa desde un estadio infantil del conocimiento hacia un estadio propiamente adulto, y que la ca­ racterística de un estadio superior al que ha llegado hoy día la «élite intelectual» es precisamente la eli­ minación del antropomorfismo. El más extraño rea­ lismo del tiempo, y quizá sobre todo la representación más sumaria, más simplista, del crecimiento interior están aquí presupuestos; no solamente se glorían de desconocer todo lo que puede haber de positivo e incluso de irreemplazable en un cierto candor original del alma, no sólo practican una idolatría de la ex­

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periencia considerada como la única vía de consa­ gración espiritual, sino que también admiten al pie de la letra que los espíritus no marcan la misma hora unos y otros, ya que los hay que son «más avanza­ dos», es decir — se convenga en ello o no— , más próximos a un terminus al que, por paradoja y me­ diante la más singular contradicción, está prohibido llegar incluso con el pensamiento. De manera que el progreso no consiste ya en aproximarse a un fin, sino que se define por una cualidad absolutamente intrín­ seca, cuyas contrapartidas de sombra, de envejeci­ miento, de esclerosis, se niegan a considerar, sin duda porque creen moverse en una zona de pensamiento despersonalizado, de la cual quedarían excluidas por esencia esas vicisitudes inseparables de la carne. Ahora bien, desde el momento en que se admite con la teología cristiana que el hombre es en cierto grado una imagen de Dios, no sólo no se puede pro­ nunciar un veredicto negativo contra el antropomor­ fismo, sino que tal condenación parece entrañar un peligro espiritual indudable. «El punto de vista que prevaleció entre los filósofos modernos — dice Peter Wust— resultó radicalmente falso tan pronto como su mirada se fijó en la infinidad del universo mecánico y tan pronto como se abrió paso la opinión de que el hombre debía ser expulsado de su puesto central en el cosmos, ya que no es más que un punto insignificante en la infinita extensión de esta totalidad cósmica» 19. Cierto. Pero ¿no sería más exacto decir que es la idea misma de «centro del mundo» la que ha sido 19 Naivitat und Viet'át, p. 161.

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puesta en duda por la filosofía moderna? Especial­ mente a partir de Kant, el universo no parece com­ portar nada que pueda ser tratado como un centro, al menos en la acepción teórica del término. Sin em­ bargo, el pensamiento moderno se ha visto forzado a sustituir ese centro real, a partir de ese instante incon­ cebible, por un foco imaginario situado en el espíritu. Y se podría sostener sin paradoja que la «revolución copernicana» tuvo como consecuencia la instauración de un nuevo antropocentrismo, absolutamente distin­ to del antiguo, puesto que ya no considera al hom­ bre en cuanto ser, sino como conjunto de funcio­ nes epistemológicas. Este antropocentrismo excluye también toda tentativa de «figurarse» las cosas a se­ mejanza del hombre, y aún quizá de figurárselas de ningún modo. El sentido de la analogía se anula al mismo tiempo que se anula el de la forma y, con ellos, lo concreto es absorbido por lo que podríamos llamar el abismo activo, esto es, activamente devorador, de la ciencia. Y se diría que actualmente se está preci­ sando una nueva alternativa entre el antropocentrismo deshumanizado, hacia el que tienden las teorías idea­ listas del conocimiento, y un teocentrismo que, si bien toma plena conciencia de sí mismo en los herederos del pensamiento medieval, no parece haber sido aún más que indistintamente entrevisto por los filósofos profanos que, rompiendo con toda la especulación surgida de Kant, se niegan no obstante a reconocer en su plenitud esa exigencia ontológica que ocupa el centro de la vida y que acaso sea el último secreto del que la vida no es más que el oscuro, el laborioso alum­ bramiento.

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Es este teocentrismo el que conviene a todas luces subrayar si se quiere determinar el lugar que corres­ ponde a la piedad en el conjunto de la economía es­ piritual. «La piedad — decía ya Fichte— nos obliga a respetar a cualquiera que nos presente un rostro humano.» «Pero así — añade Wust— se convierte en el lazo que transforma a la sociedad universal de los espíritus en una unidad terrestre y supraterrestre con­ sagrada por entero y al unísono, en una civitas Dei, en el sentido agustiniano del término, o también en una Iglesia cuyos miembros, sufrientes, militantes y triun­ fantes, están ligados por la relación filial que les une a su Padre celestial, invitados todos ellos, sin excep­ ción, a ocupar un lugar en la Cena eterna del Es­ píritu» 20. Aunque la expresión deja todavía algo que desear en cuanto al rigor de los términos, pienso que no se puede por menos de alabar el universalismo del que han sido extraídas estas declaraciones que resuenan con un tono tan puro y tan amplio. Tales declaracio­ nes subrayan sobre todo de manera maravillosa la prioridad absoluta que corresponde en este orden a la piedad hacia lo que Wust denomina el Tú univer­ sal. «La paradoja del espíritu perfecto — escribe— ra­ dica en el hecho de que permanece sometido a la polaridad perpetua que ejercen sobre él el yo y el tú. Cierto que trata de sobrepasarla, puesto que le es preciso convertirse en un yo puro, pero no puede convertirse en ese yo puro más que gravitando de for­

20 Ibid., p, 151,

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ma cada vez más intensa en torno al Tú universal del ser y de toda comunidad ontológica» 21. Desde luego, conviene hacer abstracción de una terminología demasiado directamente inspirada en esta ocasión en la doctrina de Fichte. Así podremos recono­ cer la significación íntima y concreta de la idea que expresa. A los ojos de Wust, es una ilusión engendrada por el orgullo la que nos lleva a imaginarnos que entra­ remos tanto más inmediatamente en posesión de nos­ otros mismos y de nuestra realidad cuanto mejor ha­ yamos sabido emanciparnos de las comunidades particu­ lares, a las cuales pertenecemos en principio. Al disipar, siguiendo a Tónnies, la confusión, tan preñada de consecuencias, establecida en nuestros días por la es­ cuela sociológica, Wust nos recuerda que es preciso mantener una distinción estricta entre comunidad y sociedad. Tónnies entendía por comunidad una unión basada en la consanguinidad y en el amor, una unión tal que sus miembros se entrelazan en cierto modo orgánica­ mente. El término sociedad designa, por el contrario, un tipo de unión fundado en el puro entendimiento, dejando aparte todo amor, y sobre un cálculo exclu­ sivamente egoísta. Pero la filosofía pesimista de la cultura que caracteriza a Tónnies no le permitió dis­ cernir por completo las consecuencias de esta distin­ ción, ni siquiera interpretarlas con perfecta exactitud. Y quizá suponga una cierta imprudencia por su parte el haber concedido semejante valor a los «lazos de 2* Ibid., p. 139.

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sangre». Existe una verdadera comunidad allí donde el hombre salvaguarda lo que podríamos llamar las liga­ duras fundamentales de su ser, allí donde afirma y confirma «esa inclinación natural al amor que es por sí misma amor y que penetra la infraestructura de su alma», a la manera de una atmósfera, pero una at­ mósfera que sería al mismo tiempo una presencia. Wust, utilizando una atrevida metáfora, la compara a un acumulador que no se descargase jamás o incluso a una bomba que hiciese subir desde las profundida­ des las «potencias de eternidad del espíritu en el or­ ganismo autónomo que constituye nuestra propia per­ sona». No obstante, y a pesar de ciertas apariencias, Wust no sacrifica nada a los abusos de esta metafísica del es, es decir, del espíritu impersonal. Muy al con­ trario, señala incesantemente sus peligros. Se niega incluso — en una página que mucho me agradaría citar en su totalidad— a admitir la existencia de esa naturaleza en Dios que se mantiene en ciertas doctri­ nas teístas — quizá se pueda incluir entre ellas la del Schelling del último período— como una superviven­ cia de los mismos errores con que pretendían acabar para siempre. Evidentemente, el término naturaleza no debe ser tomado aquí en la acepción de esencia. «En ese sentido, es claro que existe una naturaleza en Dios, puesto que todo lo que es posee y debe poseer una esencia.» El problema estriba en saber si existe en la realidad del espíritu absoluto una zona transper­ sonal y, por ello, «impersonal»22, de la cual proce­ dería de modo natural la actividad de la persona, 22 Ibid., p. 34.

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actividad que se ejerce según el modelo del principio ciego, el puro esto que rige la naturaleza. En otros términos, la ontología de Spinoza ¿debe ser conside­ rada como valedera? Pero es que esta ontología, afir­ ma Wust en unos términos que nos hacen pensar en Renouvier, supone siempre el desconocimiento de la prioridad necesaria del principio de la persona con res­ pecto al principio de la cosa. Es imposible concebir en Dios la existencia de una zona, por limitada que sea, que permanezca opaca a esta luz, no solamente cen­ tral, sino única, que es personalidad absoluta. El Logos no es extraño -—ni aun en la mínima medida que se pueda serlo— a la espiritualidad de la persona divina. Se confunde con ella en una identidad íntima e indisociable para siempre. Pero el abismo de amor ( Liebesabgrund) que existe en Dios y en el cual se anega nuestra mirada no puede ya ser tratado como una naturaleza (irracional en esta ocasión) que estaría en él como un principio segun­ do e irreductible: «Solamente para nosotros este amor eterno del Creador, que le ha obligado a salir de su bienaventurada autosuficiencia, se muestra como un principio irracional que parece manifestarse bajo una forma impersonal y aparte de la divinidad; pero en realidad nos da solamente un aspecto nuevo de su esencia puramente personal, un aspecto susceptible de revelarnos la espiritualidad de la persona absoluta de Dios, y ello según las dimensiones de su libre acti­ vidad» 23. Ahora bien, si es así, está claro que una ac­ tividad espiritual perfecta, cualquiera que sea, desde 23 Ibid., p. 163.

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el momento en que se orienta en un sentido positivo, es decir, hacia el orden, no puede basarse más que en el amor. A decir verdad, se trata menos de un eco que de una respuesta, a la vez confusa e ininteligible, que el Amor eterno de Dios se suscita a sí mismo. Al afirmar de manera igualmente categórica la prioridad del amor sobre el orden, Wust descarta incluso la po­ sibilidad de esa idolatría del intelecto o, lo que viene a ser lo mismo, de las verdades eternas, la cual limita de tal modo la afirmación teísta que quizá le arrebate su valor mas positivo. Hay que subrayar, además, que en toda esta parte de su doctrina Wust se apoya en la teoría agustiniana y hace suya la famo­ sa fórmula omnia amare in Deo, fórmula que se en­ cuentra manifiestamente en el punto de convergencia de todas sus opiniones sobre la piedad; y, en particu­ lar, queda perfectamente claro el hecho central de que la piedad hacia sí mismo no es en el fondo más que una modalidad del temor de Dios, y sólo degene­ ra en egoísmo y en principio universal de error cuan­ do se aparta indebidamente de esta piedad superior y cuando desvia su actividad hacia la «zona de inma­ nencia»; es decir, hacia la más falaz autonomía. Es fácil comprender que Wust nos invita a operar un «restablecimiento» espiritual completo— esto es, de la persona entera, tanto de su inteligencia co­ mo de su voluntad— . Y yo creo que se puede afirmar sin cometer con ello ninguna indiscreción que es un restablecimiento semejante el que Wust ha lle­ vado a cabo en sí mismo, con una especie de heroísmo ingenuo, en el curso de estos últimos años. Por lo demás, y así lo ha dicho expresamente al final de

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su Dialéctica del espíritu, no se trata de un sacrificium intellectus, es decir, de una abdicación del es­ píritu, lo cual no sena mas que un acto de desespera­ ción. Lo que nos pide, a mi entender, es que aban­ donemos de una vez para siempre cierto tipo de exi­ gencias — incluso aquella mediante la cual se define lo que él denomina agnosticismo absoluto— , que re­ nunciemos, en consecuencia, a la idea de un saber último, susceptible de desplegarse en un todo orgá­ nico que se revela incompatible con los caracteres fun­ damentales del Ser. Es en esto, en esta noción o, más exactamente, en este presentimiento del valor metafísico que posee por derecho propio la humildad, don­ de reside, por lo menos en mi opinión, la aportación quizá más original de Wust a la especulación con­ temporánea. Y sin duda la idea conexa, según la cual el orgullo es un principio de ceguera, forma parte de lo que se podría llamar la biblioteca básica de la sabiduría hu­ mana; es una de esas perogrulladas sepultadas bajo el polvo de los siglos que ya no nos molestamos en exhumar, seguramente porque su fecundidad espiritual parece agotada para siempre. Y, sin embargo, si nos tomásemos el trabajo de aplicar en el campo del pen­ samiento despersonalizado, o pretendidamente tal, este lugar común de la moral individual, acaso quedáse­ mos sorprendidos de los horizontes que se desple­ garían de repente ante nuestra mirada interior. Hemos de decir todavía que a este respecto se im­ pone una inmensa labor crítica: es preciso llevar a cabo el más profundo y el mas exhaustivo examen de todos los postulados que sobrentiende, con una desen-

Incredulidad y fe voltura verdaderamente sorprendente, un pensamiento que, tras haber despojado al espíritu de sus atributos y de su capacidad ontológica, no deja de conferirle en el mismo grado algunas de las más terribles prerrogati­ vas de Aquel a quien tal pensamiento se imagina haber destronado.

IV LA VIDA Y LO SAGRADO Quisiera precisar, ante todo, el sentido de las refle­ xiones que van a exponerse a continuación. Es eviden­ te que el gran problema de las relaciones entre la vida y lo sagrado podría dar lugar a una extensa en­ cuesta sociológica, cuyo interés intrínseco sería con­ siderable. Pero aparte de que yo no estoy cualificado para dirigirla, tampoco estoy convencido de que una investigación de este orden sea capaz de aclarar de alguna manera el problema que me ocupa. El estudio cuyo esbozo pretendo presentar aquí será de orden puramente fenomenológico. Y entien­ do por ello que se tratará de buscar en qué medida para nosotros, hombres de 1968, sigue siendo posible entender la frase de Blake «todo lo que vive es sa­ grado», o al menos retener algo de esta afirmación muy general que inmediatamente suscita en nosotros mil objeciones. Cuando digo hombres de 1968, me refiero al hecho de que sin duda estamos implicados en una especie de mutación prodigiosa. Y digo bien, implicados. Porque no basta con decir que asistimos a ella. Este cambio nos concierne, querámoslo o no, y únicamente una tentativa no sólo artificial, sino también absurda, nos permitiría intentar refugiarnos en no sé qué especie de ciudadela vitalicia en la que 7

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permaneciésemos al abrigo de una transformación ra­ dical que parece afectar más o menos directamente a todo aquello que ha constituido para nosotros la exis­ tencia hasta el presente. Pero decir que nos hallamos inmersos en esta mutación no significa pura y simple­ mente el que tengamos que someternos a un proceso fatal, y a fortiori justificarlo. Esto sería demasiado simple, y el interés principal de una investigación como ésta consiste precisamente en discernir, de una parte, lo que es inevitable, y de otra, lo que debe impedirse. De todos modos este capítulo tratará de lo que, de una manera muy general, podría llamarse la actitud del hombre contemporáneo ante la vida. A este res­ pecto apenas puede dejar de surgir una objeción pre­ via; pienso, por ejemplo, en lo que un neopositivista anglosajón, como los que me he encontrado en mi ca­ mino por los Estados Unidos, no habría dejado de observar a este respecto: no tiene ningún sentido el hablar de actitud ante la vida, porque la vida es una abstracción. Ahora bien, no se puede adoptar una actitud, en el sentido concreto de esta palabra, sino en presencia de tal o cual realidad concreta y especí­ fica: tal ser humano, tal animal o incluso, en rigor, tal objeto inanimado. Pero hemos de responder que justamente se trata de saber si la vida es una abs­ tracción. Aquí, como en otras ocasiones, vamos a pro­ ceder partiendo de una experiencia concreta. Todo el mundo ha dicho en alguna ocasión o ha oído decir frases espontáneas como ésta: «Cuánto me gusta la vida», o: «Ya no me interesa la vida.» ¿Dirá alguien que estas palabras no tienen ningún

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Mejor será buscar o aclarar su significación. Pronto descubrimos que hablar así de la vida es precisamente evocar algo que se sitúa fuera de los que podrían llamarse los cuadros estereotipados del pen­ samiento discursivo, en el sentido de que no se trata ni de algo particular ni, propiamente hablando, de una idea general. En rigor, se podría llegar a pensar en los trascendentales aristotélicos, pero me guardaría de afirmar que esta aproximación sea capaz de resistir un análisis profundo. Lo que está perfectamente claro, en cambio, es que si digo que amo la vida no me refiero con ello al hecho puro y simple de existir biológi­ camente. Me refiero, por el contrario, a todo un con­ junto especificable de objetos o experiencias en rela­ ción con los cuales esta existencia cobra una determi­ nada disposición. Voy a referirme en este momento a una observación que encontré en un estudio del pro­ fesor Tanaki Fujui, del Instituto de Zoología de Tokio, y que tengo ante mis ojos. Fujui observa, en efecto, con mucha razón, que cuando hablamos de la vida nunca nos limitamos a considerar al ser viviente de una forma exclusiva, sino que, al mismo tiempo, tenemos en cuenta a todo lo que le rodea, es decir, todos aquellos objetos a los cuales se halla ligada su actividad. Por lo demás, cae de su peso que esta ac­ tividad en cuanto tal implica estos objetos y que sin ellos no existiría, no sería posible. Esta observa­ ción puede parecer a primera vista evidente, hasta el punto de antojársenos como una perogrullada. Sin embargo, creo que es más importante de lo que pa­ rece y que debemos tenerla muy en cuenta cuando consideremos la relación entre la vida y lo sagrado. sentido?

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Es manifiesto desde este momento que ello se aplica directamente a las dos afirmaciones de sentido con­ trario que he sentado hace un instante. Decir amo to­ davía la vida significa, ante todo, que continúo intere­ sándome por todo lo que se presenta. Hay que la­ mentar que el término occurrence (ocurrencia) no pue­ da tomarse en francés en el mismo sentido que tiene en inglés (acontecimiento). Este interés se asemeja en cierta manera al apetito, si se toma esta palabra en su sentido corriente y no filosófico. Por el contrario, el que dice no amar ya la vida entiende por ello que lo que se presenta le es ahora indiferente. Por supues­ to que uno puede preguntarse si no se tratará de una ilusión, y si el mero hecho de vivir no entraña ya, aun­ que sea en mínimo grado, un interés o un apetito. Sin embargo, todavía debemos prever una objeción sobre la que sin duda merece la pena que nos deten­ gamos. Introducir en la noción misma de vida estos objetos o estas ocurrencias, ¿no supone de alguna ma­ nera romper la unidad que parecía implicada en el propio hecho de hablar de la vida, no significa sus­ tituir ésta por una especie de multiplicidad inconsis­ tente y como pulverulenta? Para responder tal pregunta conviene referirse a la experiencia que subyace en cierto modo en la afir­ mación. Esta experiencia inarticulada es la de mi vida, que apenas puedo dejar de experimentar, o al menos de considerar como una unidad, la de una determinada trayectoria que tengo que efectuar, por ejemplo. Es esta unidad de alguna manera pre­ supuesta la que, sin darme cuenta, proyecto en mi afirmación referida a la vida.

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Pero esta referencia a mi vida viene de alguna ma­ nera a conferir su timbre individual, su fisonomía a una afirmación que parece referirse a la vida en su generalidad. Por lo demás, creo que tenemos dere­ cho a prescindir aquí de las opiniones sostenidas más o menos explícitamente acerca del «principio» desig­ nado por estas dos palabras: la vida. Sin embargo, habrá que volver más tarde sobre este punto. Antes de ir más lejos, preguntémonos cuál es exac­ tamente el lugar de la biología, en cuanto tal, den­ tro del marco de las reflexiones que intentamos des­ arrollar. La cuestión es delicada, porque la palabra bio­ logía puede tomarse en acepciones muy diferentes. Cuando, por ejemplo, Bergson decía (equivocadamente en mi opinión) «toda moral es biológica», tomaba esta palabra en una acepción extraordinariamente am­ plia. Para evitar confusiones enojosas, me parece pre­ ferible tomar el término «biológico» en un sentido limitado, designando como tal todo aquello que tiene relación con un determinado funcionamiento suscepti­ ble de ser estudiado de manera estrictamente objetiva. Nuestro estudio, precisamente para ser objetivo, in­ tentará abstraerse de toda consideración axiológica, es decir, dejar abierta la cuestión de saber no sólo si la vida es buena o mala, sino también la más pro­ funda de si esta cuestión tiene algún sentido. A la luz de lo que se ha dicho más arriba, hay que preguntar, sin embargo, si una eliminación semejante del ele­ mento axiológico no resulta de alguna manera arbitra­ ria o incluso absurda, puesto que sucede, como he indicado de pasada, que el hecho de vivir implica un rudimento de interés o apetito y que este interés o

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apetito comporta en realidad algo como una apre­ ciación en estado naciente. Sin embargo, parece acon­ tecer que, dentro de la lógica de una ciencia como ésta, en la medida en que concede un puesto cada vez más amplio a las investigaciones de orden fisicoquímico, minimiza, hasta el punto de anularlo práctica­ mente, este elemento que, por el contrario, se les an­ toja de alguna manera a los filósofos como un reducto axiológico. Si por biólogo puro se entiende quien se concreta lo más que puede a este camino, habrá que reconocer, en mi opinión, que para el biólogo la frase de Blake que he citado al comienzo de este estudio no tiene, rigurosamente hablando, ningún sentido. Pero, por otra parte, parece bastante claro que no es, de ninguna manera, sobre el terreno de la biología donde debemos colocarnos para dilucidar el sentido de las actitudes que nos vemos precisados a adoptar, en cuanto seres humanos, frente a «nuestra» vida y frente a esa especie de prolongación indeterminada que añadimos cuando hablamos de «la» vida. A decir verdad, queda por preguntarse si esta idea de una bio­ logía pura, es decir, enteramente seccionada de toda referencia a nuestra vida y al mismo tiempo de una axiología, cualquiera que sea, no es sino una ficción o, al menos, una expresión bastante arbitrariamente em­ pobrecida de una ciencia mucho más amplia en su pro­ yecto fundamental. En realidad, es a la propia biolo­ gía a la que toca decidirlo. Lo que sí hay que decir y lo que importa sobremanera es que la idea de una biología que no tiene ninguna relación con el valor, ni siquiera con la finalidad, es ya algo que pesa sobre la conciencia del hombre contemporáneo, en el que

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se halla como en suspensión dentro de su atmósfera mental. Supongamos, por ejemplo, que un sabio consi­ gue «fabricar vida» — por supuesto que tal invención sería algo inmediatamente celebrado por la prensa sensacionalista— . Lo más probable es que al profano no le causaría apenas ningún asombro: al oír hablar conti­ nuamente del «cerebro electrónico» (sin que, por lo demás, pueda comprender exactamente qué significa), el hombre de la calle se ha habituado a admitir que la técnica tiene ya más o menos descubierto el secreto de la vida, que a partir de ese momento sufre una es­ pecie de devaluación general. ¿Y en beneficio de qué se produce esta devaluación? Sin duda hay que respon­ der que en beneficio del hombre, de la inteligencia del hombre, del ingenium humano, que se traduce por el desarrollo de la técnica. Por supuesto que se guar­ dará uno de interrogarse sobre las condiciones de po­ sibilidad o de enraizamiento de esta inteligencia o de este ingenium, considerado fuera de toda relación con la vida, con lo individual, con lo afectivo. Es curioso hacer notar de pasada que un espíritu esclarecido como el de Paul Valéry, en la medida en que su pen­ samiento es susceptible de ser vulgarizado, habrá con­ tribuido desde un plano superior a acreditar una no­ ción como ésta, cuya naturaleza tiende, por lo demás, a entusiasmar a las inteligencias primarias. Pero en la medida en que se imponga este primado de la inte­ ligencia técnica, la vida, de cualquier manera que se pretenda definirla, aparecerá cada vez más como un cierto tipo de energía, que no diferirá esencialmente de otras fuerzas naturales. Recordemos, por ejemplo, que un Bernard Shaw, en los prefacios de sus obras,

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se sirve continuamente de la expresión Life-Force. Si se admite que, en suma, no hay diferencia de na­ turaleza entre la vida y las fuerzas o manifestaciones que estudian las ciencias fisicoquímicas, habrá que aceptar que de ello se deducen necesariamente conse­ cuencias de extrema gravedad; y me refiero, ante todo, a la idea de una regulación racional, si no de la vida, al menos de sus manifestaciones. Por otra parte, que­ da abierta la cuestión de saber si esta distinción entre la vida y sus manifestaciones no es una trasposición de la oposición tradicional, y sin duda filosóficamente periclitada, entre la sustancia y los accidentes. Mas está claro que la idea de eso que se llama corriente­ mente el control de la natalidad procede de un pensa­ miento regulador y técnico como el que acabo de citar. Conviene no olvidar la observación general que hice de pasada sobre el hecho de que, cuando hablo de la vida, mi discurso implica una referencia básica y como inarticulada a mi vida. Expresaré bastante exactamente lo que quiero manifestar diciendo que la experiencia de mi vida, tan difícil de pensar, por lo demás, irriga secretamente de alguna manera la no­ ción confusa que tiendo a formarme de la vida aparte de todo saber biológico. Todo parece suceder como si el biólogo, en cuanto tal, estimase no tener nada que ver con esta comunicación o esta articulación. Y en la medida en que, como hemos visto, el hom­ bre de la calle está en cierto modo impresionado por esta actitud del científico, tiende, cuando habla, o cree hablar, sobre la vida, a obturar la comunicación en cuestión y olvidar su condición de ser vivo. Ahora bien, es evidente que la reflexión fenome-

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nológica no puede dejar de discutir una situación como ésta, así como el dualismo sin duda absurdo que implica. Dualismo, repitámoslo para aclararlo mejor, entre una experiencia del yo viviente, del yo que ha vivido y que tiene que vivir, de una parte, y de otra parte, lo que en el hombre de la calle no es sino un saber pretendido, extraído de algún artícu­ lo de un Digest, y que no tiene en sí más que una lejana relación con la ciencia auténtica actualizada en la investigación. (Sin embargo, convendría pregun­ tarse si el investigador, si el mismo biólogo, no se ve impulsado a establecer algo así como un muro in­ franqueable entre esta ciencia, que es la suya, y su propia experiencia como ser viviente, que, en cuan­ to tal, se encuentra después de todo al mismo nivel que el hombre de la calle.) De lo que el fenomenólogo se librará a buen seguro es de devaluar a priori esta experiencia de mi vida, que está en realidad, y seguirá estando, en el comienzo de todo saber consi­ derado concretamente, es decir, en tanto que no se deja reducir a un conjunto de proposiciones formu­ ladas de manera que ya no puedan ser asimiladas por cualquiera, sino por todo ser humano que haya reci­ bido una formación previa adecuada; en otros tér­ minos, esa experiencia es anterior a todo saber escolarizado. Y me pregunto al escribir estas líneas si no se deja entrever aquí una distinción, de la mayor impor­ tancia, entre lo escolarizado y lo no escolarizable. Pero justamente la experiencia de mi vida, en cuanto tal, repugna fundamentalmente toda posible escolarización. Quizá sea por esto por lo que puede de alguna manera abrirse hacia lo sagrado.

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Desembocamos así al término de este largo trayecto en el problema fundamental. Pero quizá hayamos pre­ sentido ya en el curso de esta trayectoria hasta qué punto el desarrollo de lo que se podría llamar, para simplificar, una biología sin alma tiende a disipar todo significado de la frase de Blake citada al comienzo: «Todo lo que vive es sagrado.» Los datos de este problema son, no obstante, toda­ vía mucho más complejos y desconcertantes de lo que puede parecer en el punto en que nos encontramos. A buen seguro sería completamente falso decir que la desacralización de la vida ■ — también habría que pre­ cisar más lo que estas palabras significan— se opera exclusivamente bajo la presión del docto o del técnico y de las expresiones vulgarizadas a que su trabajo da lugar. Hasta el momento, la palabra sagrado no ha sido empleada aquí sino de un modo alusivo. No es­ tará de más precisar la significación que comporta cuando un hombre trata de aplicarla en referencia a su vida, incluso aunque sea en forma negativa. A pri­ mera vista puede parecer que esta palabra designa una red de ritos en los cuales mi vida — entiéndase por ello lo que un ser humano llama su vida— se encon­ traría como encerrada. Pero no dudaré en decir que, en mi opinión, estos ritos, en cuanto tales, proce­ den (en cierto modo) de la sociología. Nosotros sólo vamos a tomar en consideración aquellos que se refie­ ran a una cierta realidad misteriosa. El problema que­ da, pues, abierto. Nos gustaría saber si estos ritos, en una religión dada, significan algo más que expre­ siones transitorias y necesariamente inadecuadas o si, por el contrario, es necesario mirarlos como institu­

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ciones reveladas. Mas éste es un terreno sobre el cual no es cuestión de aventurarse ahora. Sin duda que se podrá objetar que la distinción aquí establecida o presupuesta entre esta realidad mis­ teriosa, de una parte, y sus expresiones juzgadas como contingentes, de otra, resulta arbitraria y artificial. Lo que en mi opinión la justifica es el hecho de que cierto sentido de lo sagrado, cuya naturaleza queda sin precisar, puede subsistir para una serie de perso­ nas que rechazan todo ritualismo y no se adhieren a ninguna confesión. Habrá quien responda que, en un caso semejante, la afirmación de lo sagrado no es más que una especie de supervivencia, llamada probable­ mente a desaparecer con bastante rapidez. Ahora bien, en éste, como en otros casos, las consideraciones de or­ den genético no permiten decidir el valor o la signifi­ cación esencial de un juicio (para precisar el valor de la moral de Kant, por ejemplo, no basta con decir que ésta es la expresión laicizada de un cierto pietismo). Frente al caso que nos ocupa, los argumentos y discu­ siones de este tipo nos exponen a ocultar el problema esencial, que consiste, ante todo, en descubrir si la desacralización radical de la vida — y habría que pre­ guntarse qué significan estas palabras con exactitud— no contribuye a deshumanizarla. Y aquí también nos encontramos ante una palabra cuyo sentido debe ser claramente determinado. Para aclarar lo que quiero decir citaré algunas líneas de una conferencia titulada Consideraciones sobre la incredulidad contemporánea. «La religión en su pureza... funda, en efecto, un or­ den en que el sujeto se encuentra colocado en presen-

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cia de algo en donde todo asidero le es negado. Si la palabra trascendencia tiene alguna significación es, sin duda, ésta. Designa exactamente esa especie de inter­ valo absoluto, infranqueable, que se abre entre el alma y el ser, en cuanto que éste se oculta a su percepción. Nada más característico que el gesto del creyente que, juntando las manos, atestigua por este mismo gesto que no hay nada que hacer, nada que cambiar, sino simplemente que acaba de entregarse. Gesto de dedi­ cación o de adoración. Podemos añadir aún que se trata del sentimiento de lo sagrado, sentimiento en el que entran a la vez el respeto, el temor y el amor. Subra­ yemos que no se trata en absoluto de un estado pasi­ vo; pretenderlo así supondría sobreentender que toda actividad digna de este nombre es una actividad téc­ nica, que consiste en coger, modificar, elaborar» Para comprender hasta qué punto sería inexacto el pretender que esta actitud de adoración implica una religión confesional, basta con evocar la adoración de una madre ante su hijo. Una experiencia a la vez tan simple y tan original parece ponernos en presencia de algo sagrado, que sería de algún modo inmanente, no respecto a la vida, sino al viviente. Y si empleo la pa­ labra original es precisamente para señalar hasta qué punto toda tentativa de reducción genética resultaría si no impracticable al menos inoperante. Por lo demás, se podría citar en el mismo sentido toda clase de experiencias referidas a la naturaleza viviente cuando ésta se manifiesta como objeto de contemplación. Sin embargo, como es preciso tratar J Cf. I, p. 26.

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de ser tan concreto como se pueda, me referiré, por ejemplo, a lo que pude experimentar personalmente en ciertos jardines o bosques sagrados del Japón, o mucho más recientemente, en los alrededores de San Francisco. También aquí tengo que prever una posible obje­ ción, que podría expresarse en los siguientes térmi­ nos: «Cuando habla usted de bosques sagrados — pen­ semos, por ejemplo, en el que rodea el templo de Isé— , no le está permitido no hacer referencia al sintoísmo, lo que viene a decir que tampoco en este caso lo sagrado puede separarse de sus contactos con una determinada realidad sociológica.» Pero yo diría, hablando también aquí como fenomenólogo, que al expresarse así se invierte el orden real de los términos: fue partiendo de esta experien­ cia de lo sagrado que me fue dado llevar a cabo en las inmediaciones de Isé como he creído — qui­ zá equivocadamente— entrever lo que puede ser el sintoísmo captado desde dentro. En cambio sería con­ trario a toda verdad el decir que las muy vagas no­ ciones que yo pudiese tener sobre el sintoísmo hayan contribuido en algún grado a permitirme experimentar este sentimiento. Por lo demás, no es necesario hacer diez o quince mil kilómetros para encontrar lo sagra­ do; hablo una vez más de lo sagrado que aquí nos interesa dentro de la perspectiva adoptada; es decir, de un sentido de lo sagrado directamente ligado a la vida. Haré notar solamente • — porque me parece im­ portante para toda nuestra indagación— que los ja­ poneses parecen haber ido por este camino mucho más lejos que nosotros, los occidentales.

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Estas indicaciones o trazos, en su misma disconti­ nuidad, tienen por objeto atraer la atención tan con­ cretamente como sea posible sobre ese nexus impli­ cado en la afirmación de Blake. Creo que cada cual reconocerá, si es sincero, que hay puntos en su vida en que esta experiencia aflora. Pero al mismo tiempo es completamente cierto que todas las fuerzas actuan­ tes en el mundo que vemos tomar cuerpo a nuestro alrededor parecen coaligarse para favorecer un modo de pensamiento que viene a tachar de nulas estas ex­ periencias, con preferencia declarándolas tributarias de una sociología genética que propende a su deva­ luación. También en este punto quedo expuesto a una obje­ ción cuyo valor, al menos aparente, no se puede subes­ timar: «¿Cómo no ve — se me dirá— que si, única­ mente a partir de experiencias como las citadas y que tienen un carácter esporádico y como inarticulado, espera conferir un contenido a la palabra sagrado en referencia a lo que cada uno de nosotros llama su vida, camina usted hacia un fracaso seguro? Interro­ garse como usted ha pretendido hacerlo sobre las re­ laciones entre la vida y lo sagrado es dar por sentado, de manera más o menos hipotética, que lo sagrado existe, que tiene una consistencia (de otro modo uno se contentaría con buscar si por algunos de sus as­ pectos — quizá los más contingentes— la vida tiende a despertar en tal o cual persona reacciones afectivas, de las que siempre se podrá pensar que no son sino supervivencias debilitadas de creencias abatidas, ve­ nerables o no).» Como toda objeción honrada, ésta tiene el mérito

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de obligarnos a precisar con mayor cuidado lo que he querido decir al hablar de una misteriosa realidad. Sin duda hay que reconocer que, si las reacciones evoca­ das son de orden exclusivamente afectivo, no pueden considerarse como dignas de ser retenidas en un con­ texto como el presente. Pero lo cierto es que, de hecho, nos encontramos más allá de la simple afecti­ vidad, y que lo sagrado no es tal más que si deter­ mina un comportamiento. Lo que hemos creído ver de pasada es que este comportamiento es de naturaleza opuesta a todo lo que se asemeje a la puesta en prác­ tica de una técnica, o más concretamente todavía, a todo lo que pueda pertenecer al orden de la destreza o de la manipulación. No obstante, esta determinación negativa no es suficiente y conviene en particular ceñirse cuidadosamente a la tarea de definir el sentido jerarquizado de un verbo tal como respetar. Es evi­ dente que este verbo, como tantos otros, como servir, por ejemplo, se halla sujeto a una verdadera devalua­ ción. Pensemos, por ejemplo, en lo que significa res­ petar una consigna: quiere decir simplemente confor­ marse, quizá automáticamente, para evitar las conse­ cuencias enojosas a las que uno se vería expuesto en caso de trasgresión. Tal manera de respetar no com­ porta en realidad nada que se parezca a lo que nos­ otros llamamos de una manera muy general el res­ peto. Pero no habrá ningún problema en imaginar casos concretos en que el respeto propiamente dicho pueda tomarse en consideración. Tomemos el caso de una conversación con un ser víctima de un gran dolor moral. Aquí respetar será algo muy distinto a confor­ marse con una consigna; porque este respeto, que se

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traducirá quizá por una cierta cualidad del silencio, implicará el reconocimiento de una especie de digni­ dad. Sin necesidad de profundizar en la esencia de esta dignidad observaremos que nos encontramos en las inmediaciones de lo sagrado. Otro ejemplo resulta­ rá todavía más significativo: se trata también de una relación interpersonal, pero con un ser muy joven, muy inocente, en el que tendremos que respetar preci­ samente su inocencia, absteniéndonos, intencionada­ mente incluso, hasta de alusiones que amenazarían con corromperla o contaminarla. Lo que hay que sub­ rayar y que sin duda es importante para nuestro pro­ pósito es que precisamente esta inocencia — esta ino­ cencia que un cierto psicoanálisis muy sospechoso pa­ rece dedicarse a descuartizar— se nos presenta como original; más profundamente todavía parece que este su carácter original sea el signo de la integridad. Tam­ bién aquí, por supuesto, hemos de tener cuidado con el valor exacto de las palabras. El término integridad no está tomado en el sentido que habitualmente se le da cuando se habla de un hombre íntegro, sino en una acepción ontológica. Dicho de otro modo, tene­ mos conciencia, aunque quizá de una manera muy con­ fusa, de encontrarnos en presencia de un estado pri­ mero y revelador. ¿Revelador de qué? Reconozcamos que es muy difícil, e incluso en cierto modo impo­ sible, el responder a esta pregunta. Las palabras de las que podemos servirnos y que serán tomadas de algunos de los campos de experiencia particulares, ya se utilice eclosión o brote, no lograrán más que apun­ tar de alguna manera en la dirección en la que se per­ cibe como un frescor intacto, como la esencia de un

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principio absoluto. Y al orientar nuestra mirada en esa dirección descubriremos como la lejana posibilidad de enlazar esta especie de virginidad con lo que, en otra dimensión, sería propiamente hablando santidad, sanctitas. En lo que a mí concierne, y tras haber reflexionado largamente sobre ello, es aquí, es exclusivamente aquí, donde creo poder distinguir como una articulación entre la vida y lo sagrado. Por lo demás, no hay por qué disimular que semejante posición resulta extrema­ damente difícil de mantener, y ello por la razón pro­ funda de que eso que nosotros llamamos vida, en su propio desarrollo y por la fatalidad de envejecimiento y desgaste que parece serle inmanente, se presenta a la observación como algo de alguna forma desviado o dirigido contra esta integridad que posee al comien­ zo. Parece muy difícil negar que se encuentre, si no en su principio, del cual ignoramos todo, al menos en sus manifestaciones, como gravada por esta contra­ dicción, y ello aclara la dificultad en que caemos cuan­ do intentamos dilucidar las relaciones entre la vida y lo sagrado. Al pareecr, todo sucede como si una es­ pecie de seguridad inicial y como invencible fuese combatida en nosotros sin descanso por el juicio crí­ tico fundado sobre la observación de lo que la vida es de hecho, con todo lo que ella comporta no sólo de desgaste, sino de despilfarro, de destrucción sin pie­ dad. Desde este momento es comprensible que se ins­ tale en nosotros un pesimismo tan radical como el de Schopenhauer y que éste ceda su puesto, al menos superficialmente, no digamos a una esperanza, pero sí a una ambición: la misma que se ha evocado en la 8

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primera pátte de está comunicación y que es de natu­ raleza puramente tecnocrática. Pero al mismo tiempo, y por una suerte de paradoja que los tecnócratas harán muy mal en despreciar, a medida que esta empresa toma cuerpo, que desarrolla sus consecuencias racio­ nalizantes, una inquietud se despierta y se acrece en nosotros, una protesta se articula, protesta que sería incomprensible si no procediese en su comienzo de la seguridad primigenia de la que he hablado. La palabra integridad, tomada en su sentido más fuerte y asociada al epíteto original, ¿es capaz de pro­ veernos de algo que pueda parecerse a la llave de un ámbito que se muestra, al ser examinado, extraña­ mente defendido, si es que no se oculta por completo ante quien intenta, aunque sólo sea acercarse a él? Pa­ rece que al menos estas palabras atraen la atención me­ ditativa del filósofo. Porque su intervención nos ayuda a comprender que el espectáculo de la vida sólo puede desviarnos de todo lo que permitiría sacralizarla. Es importante que la vida sea sorprendida como en su centro. ¿Y no habrá que decir que éste no se re­ vela sino al amor? Es ésta una palabra olvidada, pero que uno no duda en utilizar pese a estar cargada de equívocos que la entorpecen y amenazan con des­ naturalizar su sentido. He hablado hace poco, en Homo Viator, si no me equivoco, de la denuncia de un cierto pacto nupcial entre el hombre y la vida. Estas pala­ bras, que han encontrado eco en muchos lectores, no cobran significación a menos de ser evocadas dentro de una aceptación de la vida, de una bienvenida que no puede darse sino en un corazón amante. No se ig-

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ñora que Schopenhauer era precisamente todo lo con­ trario. «Pero — se me hará notar con una severidad que puede parecer justificada— ¿acaso no está usted sacri­ ficando el rigor que parecía querer salvaguardar en favor de un odioso sentimentalismo?» Sin duda así parece ser. Pero quizá se deba a que uno no se toma el esfuerzo de precisar este término, amor, el cual no puede reducirse a una vaga efusión. Se trata de algo muy distinto. Recuerdo que un psiquíatra de Tubinga, que había asistido a una de mis conferencias en Friburgo, me dijo, abundando en las ideas que acabo de exponer, que un bebé, incluso rodeado por los mejores cuidados de un establecimiento modelo, sufre en su desarrollo, en su ser, por el hecho de estar privado del amor y de la solicitud maternales. ¿Cómo no ver precisamente en esta frustración un atentado contra la integridad original? Es digno de mención que podrían hacerse observaciones análogas con respecto a la cría de los animales o al cultivo de las flores. Da toda la im­ presión de que en ambos casos se requiere un arte cuyo principio reside justamente en el corazón y que sin duda no se deja reducir a una técnica, es decir, a una destreza cuyos elementos es posible encontrar en algún manual. Este arte implica un don de sí o quizá, más exactamente, la actitud reverencial que de­ signa el término piedad. Veamos claramente lo que esta actitud excluye: la pretensión de dominar para explotar. Creo que la palabra alemana Gelassenheit, palabra casi intraducibie y que da su título a un es­ crito tardío de Heidegger, da cuenta precisamente de esta disposición tan contraria a la que anima al técnico. Ni que decir tiene que es en el poeta en quien mejor

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encuentra su perfecta expresión. Y no pensamos sola­ mente en Blake, sino^ mucho más cerca de nosotros, en Rilke. Por otra parte, hay lugar para pensar que, en una época ya bastante lejana, el poeta y el natura­ lista han podido a veces ser confundidos. El racio­ nalismo, especialmente el cartesiano, contribuyó por supuesto a provocar a este respecto una disocia­ ción que era indispensable para el progreso de la ciencia. Pero no por ello se ha de negar que esta diso­ ciación ha sido en algunos aspectos lamentable. No carece de interés el anotar que parece que asisti­ mos, por parte de algunos sabios y pensadores del otro lado del Rhin — pienso, por ejemplo, en el botá­ nico Hans André— , a un esfuerzo por restablecer, den­ tro de una perspectiva que se encuentra ya en otros, esta unidad perdida. Creo que es aquí y exclusivamen­ te aquí, en esta zona de tan difícil delimitación, donde la afirmación de Blake de la que hemos partido puede tener una significación. Y como casi siempre ocurre en tales dominios, es por la vía negativa por donde se puede hacer, si no la demostración, sí el trabajo preliminar para un pensamiento recuperador. Podemos ver actualmente, pese a que esta conexión no parezca a primera vista justificable, que son las mismas fuer­ zas las que actúan en favor de la desacralización o incluso, simplemente de la devaluación de la vida y las que tienden a deshumanizar al hombre, a humillarle ante los productos de su propia técnica. Como he tenido ocasión de decir en otro lugar, el problema fundamental es aquí axiológico. Pero no se trata de volver a sacar a relucir la polvorienta filosofía de los valores que, sobre todo en Alemania, ha de­

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mostrado suficientemente su impotencia debido a sus presupuestos idealistas, sobre los cuales la crítica ha hecho ahora justicia. Es el enraizamiento de los valo­ res en lo concreto, y digámoslo, en la vida lo que vamos a afirmar, y esta afirmación no debe tener un carácter puramente teórico, sino que, por el contra­ rio, debe especificarse al máximum a la luz de los casos concretos, cuyo carácter trágico e incluso angustioso no deja de mostrarnos la experiencia. No se debe cier­ tamente al azar el que el profesor Marois — a quien desde aquí expreso mi gratitud— , cuando, hace algu­ nos años, fundó el Instituto de la Vida, encontrase por todas partes una respuesta tan inmediata y tan en­ tusiasta, especialmente, por supuesto, entre la juven­ tud. Insisto en ello porque en ese campo conviene, y lo digo con pena, desconfiar de los hombres de mi edad. La inercia que comprobamos demasiado a me­ nudo en ellos está secretamente impulsada, sí, sin que ellos se den cuenta, por el hecho de que desaparece­ rán antes de que haya habido tiempo de que las peores consecuencias de su ceguera puedan manifestarse. Esta esperanza inconfesada puede ser desmentida, por lo de­ más, ya que en nuestros días los acontecimientos ca­ minan tan de prisa que en ningún sitio mejor que aquí se pone de manifiesto lo que Daniel Halévy ha lla­ mado la aceleración de la historia. Se comprenderá que la consecuencia angustiosa de esta aceleración se encuentra en el origen y en el corazón de todo lo que he intentado decir aquí.

La vida y lo sagrado OBSERVACIONES COMPLEMENTARIAS

Recibí hace algunos días los tres gruesos volúmenes en que han sido reunidos, bajo la dirección del Centro de Estudios Dar es-Salam, los Ecrits Mineurs de mi amigo Louis Massignon, que fue sin duda alguna uno de los más grandes espíritus y una de las más grandes almas de nuestro tiempo. Al recorrer estos Escritos, que cubren un campo extraordinariamente extenso, que alcanza desde la arqueología a la sociología y a la mística, es imposible no quedar sorprendido del lugar que ocupa para él, más próximo incluso que la de la santidad, la idea de lo sagrado. Pienso, por ejemplo, en un escrito publicado inicialmente en 1948 en el cuaderno X de Dieu Vivant y que se titula «Un nouveau sacral» — estas palabras figuran entre comi­ llas— . Massignon se opone categóricamente a la idea formulada por un corresponsal según la cual conven­ dría elevarse a una perspectiva sacral amplia, en que quedaran integradas la ciencia y la técnica y que sería construida por el hombre haciéndose a sí mismo el colaborador más inmediato de Dios. La discusión que sigue me parece referirse muy directamente al difícil problema que he intentado tratar aquí. Puede cons­ tituir una tentación para quien rehúsa renegar pura y simplemente de lo sagrado, pero que al mismo tiem­ po permanece prisionero de las categorías inmanentes de la ciencia, refugiarse en la idea de una colabora­ ción de esta especie. Por otra parte, es muy probable que la idea bastante vaga de un perfeccionamiento de la obra de Dios por el hombre flote de alguna manera en la atmósfera mental de nuestro tiempo, enlazán­

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dose con un teilhardismo más o menos deformado. Ahora bien, el gran y profundo cristiano que fue Massignon nos recuerda «que Dios está en la raíz de nuestros actos y de ninguna manera como un ocupante externo que requiriese colaboración por parte de su criatura. Hemos sentido la llamada de Dios, y senti­ mos amargamente la burla de este ofrecimiento con­ descendiente del artificio técnico para perfeccionar la obra del Creador, a la cual sólo nos une la conciencia de nuestro abandono» 2. Es absurdo por definición ha­ blar de un nuevo sacral: «Lo sacral verdadero explí­ cita los paisajes naturales comunes a todos los tiempos y a todos los lugares cuyo simbolismo prepara en to­ dos los hombres el simple sentido común. Tomarlo en consideración no es dar prueba de un tradicionalismo periclitado, porque el símbolo no tiene valor si no se le explícita; y esta asimilación litúrgica constructiva de los símbolos de una colectividad inspirada en una Iglesia resume en la unidad todas las edades de la his­ toria humana.» Advirtimos bien, porque es esencial, que además en un trabajo sobre la Signification du dernier pélerinage de Gandhi3, Massignon, sin referirse a datos pro­ piamente cristianos, nos dirá que «lo sagrado se revela a nosotros en este horroroso mundo de pecado, donde todo ha sido poco a poco desacralizado bajo los con­ sejos de una inteligencia angélicamente perversa, sepa­ rando el dolor del otro, que nosotros le hemos in­ fligido, del instinto de lo sagrado que nos advierte de la visita divina que se atestigua por ‘la humanidad, 4 Ecrits Mineurs, tomo III, p. 798. 3 Loe. cit., tomo III, p. 349.

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la pobreza, la enfermedad, el sueño y la muerte’». Esta enumeración figura en una sentencia del Shi-ite Kaasibi. «A falta de osadía metafísica — añade Massignon— , la UNESCO no ha tenido el valor de definir la na­ turaleza humana, por que se le antojaba contradic­ toria, al testimoniar una pluralidad histórica de cul­ turas irreconciliables, mientras que si esta naturaleza humana es reducida a su pobreza esencial, puede con­ vertirse en el espejo mismo de la naturaleza divina.» Y un poco más adelante4: «Mediante la hospitalidad encontramos lo sagrado en el centro del misterio de nuestros destinos, como si se tratase de una limosna furtiva y divina de la que ninguna seguridad social o de otro tipo nos dispensará nunca. Protegiendo y cuidando el alma a través del cuerpo se atestigua el valor inmortal de la más humilde de las vidas huma­ nas, de ese cuerpo infinitamente venerable, dentro de su ropa usada de trabajador (simiente de gloria) de la que no hay derecho a despojarle, como hicieron los carabineros de la India en 1947, arrancando a las mujeres deportadas sus vestidos, sus pendientes y sus ajorcas; y como hicieron también los policías en el Líbano en 1943, que llegaron al pintoresco extremo de privar de su dentadura postiza a uno de los minis­ tros encarcelados.» Esto nos recuerda, para terminar, la frase del maestro Eckhard: «Cada alma no se sal­ vará sino en el cuerpo que le ha sido asignado.» La profundidad de esta perspectiva no escapará a nadie. Se comprende también que supera la idea racio­ nalista nacida de Kant en cuanto al respeto por la per­ 4 Loe. cit., tomo III, p. 350.

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sona, y la sobrepasa por tratarse de una perspectiva centrada en la encarnación. Pero lo que puede no aparecer con claridad es su posible aplicación a la vida propiamente dicha. ¿Habría que decir a la vida en general? Desde el comienzo de este estudio he puesto en guardia a mis lectores contra el empleo de este término: general. Creo ver con cla­ ridad que si ponemos el acento sobre esta generalidad, desembocaremos casi inevitablemente en la idea de la fuerza vital; y a partir de ahí ya no conseguiremos explicarnos de ningún modo por qué esta fuerza ha de ser más sagrada que otra energía cualquiera, la electri­ cidad, por ejemplo. No es por tanto sobre la vida, sino sobre el ser viviente donde la atención debe cen­ trarse. Y quizá haya que pensar que aquí la palabra ser es tan importante como el término viviente. Mas quizá nos dejemos por resolver una difícil cuestión, la que consistiría en saber cuál es la relación exacta entre los dos términos de la expresión «ser viviente». Porque yo no creo que la palabra viviente pueda con­ siderarse simplemente como un predicado de la pala­ bra ser, como querría un lógico del tipo clásico. Me parece que el adjetivo viviente viene más bien a acla­ rar lo que en la palabra ser permanece como una os­ cura y sorda virtualidad. Si insisto en ello, es para mejor subrayar que la cuestión planteada no se refiere solamente a una axiología, sino también y más esencialmente todavía a una ontología; si bien axiología y ontología se revelan aquí como inseparables. Una objeción puede presentarse en este momento a los lectores: «Usted ha hablado — dirá alguno— de

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un ser viviente, pero, en el fondo, se aprecia con cla­ ridad que es al hombre a quien se está refiriendo du­ rante todo el tiempo. ¿Qué significan dentro de esta perspectiva los seres vivientes que parecen situarse en los antípodas del hombre, tales como el insecto o el molusco?» Tengamos mucho cuidado con esto: lo que se inter­ pone entre el hombre ordinario y unos seres como los que se acaban de citar son las reacciones que experi­ mentamos espontáneamente frente a estos animales que, o bien nos parecen insignificantes, o bien despier­ tan en nosotros algo parecido a la aversión. Pero es importante recordar que para el naturalista la palabra insignificante no tiene ningún sentido porque, dentro del estudio apasionado al cual se entrega sobre deter­ minada especie, ha superado totalmente estas reaccio­ nes que yo he evocado. Desde ese momento, el ser viviente que considera se le presenta dentro de una dimensión de ser a la que nosotros, profanos, difícil­ mente tendremos acceso. Incluso antes de toda creen­ cia en un Dios creador, el naturalista experimenta una admiración ante la finura y la complejidad de la es­ tructura que observa. Y me siento tentado a decir que, de un modo muy inesperado, se realiza en él, quizá más allá del mundo profano que es el nuestro — el mundo del ignorante— , como una unión entre el sabio y el santo. Sin embargo, hay que precisar lo que en este caso significa la palabra santo. No se trata de una cualidad o de una disposición moral en el sentido puramente racional de la palabra. Es necesario colocar­ nos en el plano ontológico, y una vez en él, el santo puede definirse como el que ha accedido a un modo

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de ser que excluye la separación corriente entre el hombre y la naturaleza. Por lo demás, el ejemplo de los santos no cristianos resulta tan instructivo como el de los santos que figuran en el calendario. Recuerdo, por ejemplo, lo que vi, escuché y sentí en el Japón. El paisaje era de tal modo apropiado al contemplador que entre ambos se establecía una relación vivaz. No dejemos pasar por alto la importancia de la palabra contemplación, porque es preciso reconocer que sólo a nivel de la contemplación — incluyendo también la del poeta— la frase de Blake citada al comienzo cobra sentido. No hay que decir que es también en este pla­ no donde se sitúa el artista, al menos tal como se le ha venido concibiendo en las grandes épocas. Creo que las aberraciones actuales se deben ante todo al hecho de que el artista, en su necesidad de ser él mismo y de manifestarse como tal, ha roto esta unidad que nos sorprende en los más grandes y que es particu­ larmente sensible en el gran arte del Extremo Oriente. Todavía hemos de prever, si no una objeción, al menos una pregunta: «¿Qué relación puede haber — se me preguntará— entre tales valores ligados a la con­ templación y aquellos que se encarnan en la hospita­ lidad, tal como la evocaba Massignon en el texto ci­ tado anteriormente?» No me parece imposible responder a esta pregunta, y lo haré recurriendo para ello a un recuerdo de viaje. Visitaba yo hace algunos años por segunda vez Me­ dina de Fez y observaba que cada transeúnte, por mi­ serable que fuese, parecía verdaderamente un per­ sonaje, marcado con una suerte de dignidad, que despertaba en mí un asombro admirativo. Tenía el

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sentimiento de moverme como en el seno de un mirabile y, por supuesto, evocaba por contraste lo que puede ser el caminar por una gran ciudad moderna, donde uno se encuentra continuamente entre indivi­ duos que, salvo rarísimas excepciones, se presentan como si no fuesen nadie en particular. En ese mundo despersonalizado en el que los mismos animales sólo pueden verse encerrados en jaulas, o sea, fuera de su contexto natural, está claro que la frase de Blake: «Todo lo que vive es sagrado» no tiene ya rigurosa­ mente ningún sentido. Mi amigo Max Picard, que es­ cribió dos profundos libros sobre Le visage humain, pensaba que los rostros han sufrido a causa de las condiciones sociales, y sin duda mucho más íntima­ mente todavía a causa del proceso de lo que yo lla­ maría la descreencia o el descreimiento, una especie de fatal erosión. Pero en esta Medina de Fez, como por lo demás me había ocurrido ya hacía bastantes años en Damasco, me veía como trasladado a una épo­ ca anterior a esta evolución desacralizante. Los seres humanos se ofrecían a mí como seres, como mirabilia. Hay que comprender que si la hospitalidad tiene un sentido es justamente porque el huésped desconocido que viene a pedirnos asilo participa también de esta cualidad que me siento tentado a llamar inmarcesi­ ble; y es evidente que volvemos a encontrar aquí, pero de una manera, que me parece mucho más accesible a la vez a la imaginación y a la afectividad, esa inte­ gridad original de la que hablaba en la primera parte de este estudio. Comprendo muy bien que este conjunto de obser­ vaciones, en apariencia discontinuas, pero en realidad

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convergentes, sean capaces de desconcertar a aquellos que esperan una investigación científica o filosófica se­ gún un diseño tradicional. Sin embargo, creo que de lo que se trata precisamente es de romper los cuadros usuales del pensamiento si se quiere alcanzar, bajo unas estructuras a menudo demasiado carcomidas, la fuente viva. Me atrevería a decir sin sombra de duda que la ontología misma no es nada si no representa un retorno a las fuentes y, por lo mismo, a lo sagra­ do. Pero cuidado: el retorno a las fuentes no significa el retorno a los orígenes cronológicamente concebidos. Y pienso que es necesario denunciar de una vez para siempre una cierta ilusión evolucionista. No quiero de­ cir que la idea de evolución, sin más, deba rechazarse, lo cual sería absurdo, sino más bien que se engañan sin la menor duda aquellos que se imaginan que los orígenes son por sí mismos esclarecedores. Por el con­ trario, son siempre oscuros, escondidos, y quizá no se dejen penetrar más que en determinadas condiciones. ¿A partir de qué pueden ser aclarados? Este es el pro­ blema. Los más grandes espíritus, de Aristóteles a Bergson, pasando por Hegel, han estado de acuerdo en pensar que es lo superior lo que permite darse cuenta de lo inferior, y no a la inversa. Estos puntos de vista demasiado generales pueden parecer a primera vista sin relación con el problema que nos ha ocupado durante el curso de este estudio. Pero creo que no se trata más que de una ilusión y que basta con reflexionar sobre lo que significa la pa­ labra superior para darse cuenta de ello. Me gustaría expresarlo diciendo que lo superior, o lo que es digno de ser expresado con esta palabra, no adquiere sig-

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niñeado sino para aquel que ha entrado en un cierto santuario, al abrigo del recogimiento. Y, en definitiva, ¿acaso no podría decirse que el recogimiento tiene por sí mismo un valor sacralizante? En esta perspec­ tiva se podría volver a aducir casi todo lo que he dicho y mostrar que, si la vida tiende a ser desacralizada, es justamente porque de alguna manera se en­ cuentra encarrilada en el desorden en el que desem­ boca la existencia humana desde el momento en que queda entregada a potencias que, si bien emanan de la vida, no son realmente más que una especie de me­ tástasis. En lo que a mí concierne, podría decir que el sen­ tido de mi obra, especialmente el de mi obra dramá­ tica, que de ningún modo puede separarse de mis es­ critos filosóficos, consiste justamente y ante todo en intentar llevar a las gentes hacia su centro vivo, hacia ese corazón del hombre y del mundo en que todo se vuelve a poner misteriosamente en orden y en el que la palabra sagrado sube a nuestros labios como una alabanza y una bendición.

V EL ATEISMO FILOSOFICO La primera cuestión que se plantea al que intenta reflexionar sobre el ateísmo filosófico consiste en in­ terrogarse sobre cuáles son las características que debe tener para merecer tal nombre. Conviene, en efecto, descartar el agnosticismo de tendencias negativas o ateas que floreció en la segunda mitad del siglo xix. El ateísmo filosófico comporta una negación formal y explícita de Dios (no digo solamente de la existencia de Dios, porque se puede concebir una teología que, sin negar a Dios, se prohíba a sí misma el enunciarlo como existente). Pero hay que añadir que un ateísmo no es filosófico más que cuando comporta asimismo una cierta preten­ sión, palabra a la que, al menos en principio, nos guardaremos de aplicar un tono peyorativo. Un filósofo ateo como Sartre (al que voy a referirme particu­ larmente en lo que sigue) se aferra a mostrar o esta­ blecer no sólo que no hay Dios, sino que no puede haberlo, y que afirmar que lo hay supone caer en con­ tradicción. Mas ni siquiera esto es suficiente para que se pueda hablar de ateísmo filosófico. El filósofo ateo tendrá además que proceder a desmontar las ilusiones a las que han sucumbido, y sucumben aún, los que no sólo

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afirman que hay Dios, sino que además pretenden estar ligados a él en lo que miran o fingen mirar como una experiencia irrecusable. Por lo tanto, un ateísmo digno de tal nombre parece que debe presentarse como una empresa de desmitificación. Esto resulta perfectamente claro en el caso del marxismo, pero también es verdad en lo que respecta a modos de pensamiento orientados en un sentido distinto, por ejemplo los que proceden de Nietzsche. El filósofo ateo, para presentarse como tal, debe pues juzgarse capaz de decir al que cree en Dios o al que, en la forma que sea, afirma su realidad: «Puedo ponerme en su lugar, es decir, soy capaz de reconstruir lo que usted llama su experiencia, cualquiera que sea la forma en que se le haya presentado. Pero además tengo el poder, que al parecer usted no posee, de interpre­ tar correctamente esa experiencia real o pretendida.» Parece, por tanto, que el filósofo ateo cree proceder a una operación rectificadora asimilable a la que efec­ túa el astrónomo copernicano con respecto al juicio ingenuo formulado por quien se haya mantenido en una concepción geocéntrica. «A l decir que el sol gira alrededor de la tierra — afirmará el astrónomo— inter­ preta usted falsamente una apariencia que, como tal apariencia, no puede ser puesta en duda. Es verdad que usted cree ver al sol moverse en torno a la tierra. Pero yo, como astrónomo que soy, estoy en situación de explicar esa apariencia. Si se contentase con decir que ve o cree ver al sol moverse en torno a la tierra no merecería ningún reproche. Su error radica en la deducción que extrae de este acto en sí mismo inne­ gable.» Parece como si el filósofo ateo se viese obli­

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gado a adoptar con respecto a lo que él llama las ilu­ siones de la conciencia religiosa una posición compa­ rable a la del astrónomo con respecto a la conciencia ingenua y geocéntrica. Y, sin embargo, hemos de hacer una observación de la cual resulta que este enfoque de la cuestión es absolutamente falaz. Está bien claro que el astrónomo copernicano susti­ tuye lo que no es en realidad más que la hipótesis geocéntrica por otra hipótesis, susceptible de explicar un número ilimitado de hechos que en la hipótesis geocéntrica resultan inexplicados e incluso inexplica­ bles. Pero hay que saber si la afirmación de la realidad divina puede asimilarse de algún modo a una hipótesis. En caso de que no se pueda, como hay razones para pensar, el enfoque indicado resulta sofístico e imprac­ ticable. Sin embargo, no voy a ocuparme todavía de este punto, a pesar de que su importancia en seme­ jante contexto es muy grande... Un nuevo interrogante se le plantea ahora de modo inevitable a todo aquel que medite sobre estas pre­ tensiones fundamentales sin las cuales el ateo filosó­ fico no puede considerarse como tal: ¿sobre qué bases se asientan estas pretensiones? O para hablar con ma­ yor precisión, ¿qué naturaleza tiene esa seguridad que permite al filósofo ateo emitirlas? No habría ninguna complicación si se tratase en principio de ciertos hechos que hubieran llegado a conocimiento del filósofo ateo y poseyeran un valor discriminatorio. El filósofo ateo, al hallarse en pose­ sión de estos hechos, se juzgaría autorizado para decir al creyente: «Usted sólo puede imaginar que hay Dios

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porque ignora estos hechos decisivos. Pero yo me pro­ pongo revelárselos. A partir de ese momento no tiene usted más que una alternativa: o bien acepta mirarlos cara a cara, con lo cual se verá obligado a proclamar la no realidad de Dios, o bien tendrá que refugiarse en la mala fe, tanto si niega esos hechos arbitraria­ mente como si rehúsa extraer todas sus consecuen­ cias.» Ahora bien, esta interpretación, que en definitiva consiste para el filósofo ateo en dar una justificación absolutamente objetiva de su posición, ¿es admisible o no? ¿Es posible que haya aquí un discriminante en el orden de los hechos? O profundizando más to­ davía, ¿es concebible que pueda existir tal discrimi­ nante? Claro que no se puede negar que cierto cientificismo materialista y evolucionista condujo en el siglo xix a un ateísmo de este tipo y que, si nos remontamos más todavía, hasta Gassendi e incluso hasta Epicuro, nos encontraríamos en presencia de hombres que preten­ dieron establecer la existencia de una estructura obje­ tiva de las cosas y de una incompatibilidad entre esta estructura y una afirmación de tipo tradicional sobre la realidad de Dios. Es más, me inclino a pensar que incluso hoy en día el ateo dogmático continúa obse­ sionado por la idea de una incompatibilidad de esta clase. Sin embargo, es muy fácil demostrar que una posición de este tipo es filosóficamente insostenible. En efecto, cuanto mayor conciencia tengamos del ca­ rácter específico que presenta la afirmación de Dios — y hemos de entender con ello, ante todo, que tal afirmación se refiere a una realidad trascendente—■

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más nos daremos cuenta de que un hecho, cualquiera que sea, de que una estructura objetiva no puede situarse jamás al nivel de esta realidad y, en conse­ cuencia, excluirla. Además, recordemos que existen sa­ bios de todas las especialidades que son al mismo tiempo creyentes. Y es evidente que el discriminante entre estos sabios, ya sean astrónomos, físicos o bió­ logos, y aquellos de sus colegas que no lo son no puede ser de orden objetivo. En otras palabras, el biólogo ateo que se presenta como ateo filosófico, en el sentido que he tratado de definir, no podrá nunca pretender que se halla en posesión de hechos igno­ rados por el físico creyente. Se verá forzado a decir que «el físico creyente lo es en cierto modo de mala fe, que hay ciertos factores irracionales, que pueden ser del orden de la tradición, del hábito, del sentimien­ to, etc., que me atrevo a decir que obstruyen su razo­ namiento y le impiden extraer las consecuencias de esos hechos que conoce tan bien como yo». Está claro que me refiero al caso del sabio no sólo ateo, sino que ha adoptado una postura filosófica (como, por ejemplo, Félix Le Dantec). Pero también puede ocurrir que el sabio ateo se coloque en una pos­ tura distinta y mucho más confusa, una postura que podría resumirse en estos términos: para mí la pala­ bra Dios no tiene ninguna correspondencia en la rea­ lidad. Sin embargo, compruebo que no le ocurre lo mismo a ese colega mío con el que me entiendo sin ninguna dificultad en el plano científico. No sé qué pensar de esta discrepancia, pero, dado que no soy filósofo, me abstendré de calificarla. No obstante, lo normal en un filósofo sería no contentarse con esta

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simple comprobación e introducir en lo que hasta ahora no es más que un vacío juicios de valor o de verdad. Por lo tanto, en esta perspectiva, es patente el he­ cho de que el filósofo ateo se verá invariablemente arrastrado a denunciar en sus rivales eso que él juz­ gará como mala fe y cuya naturaleza puede variar según los casos. Esto nos lleva a reconocer que la seguridad de que hablábamos anteriormente no consiste en realidad en declararse en posesión de ciertos datos objetivos que actúan como discriminante, sino que reside en mucho mayor grado en el hecho de atribuirse a sí mismo una lucidez de la que, en su opinión, demuestra estar falto el creyente. A mi entender se puede plantear como principio que el filósofo ateo en cuanto tal se preten­ de y se cree perfectamente lúcido. Detengámonos un momento en esta palabra. ¿Qué significa exactamente? ¿Es posible interpretarla en un sentido estrictamente óptico? Dicho en otros términos, ¿es que el filósofo ateo cree verdaderamente ver lo que su adversario no ve o no quiere ver? Parece casi imposible sostener una in­ terpretación tan simplista. Máxime teniendo en cuenta que el creyente, empleando la palabra en un sentido amplio, o incluso simplemente el filósofo que afir­ ma a Dios no se sitúa precisamente en el plano de la visión. Por lo demás, no debemos olvidar que el ateís­ mo filosófico consiste en plantear una ausencia, una privación, una negación. Y es obvio que una privación o una negación no pueden ser vistas, sólo pueden ser pensadas o inferidas. Nos vemos obligados, pues, a abandonar el terreno de la óptica. Y en consecuen­

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cia definiremos la lucidez no ya como una visión penetrante, sino como un pensamiento correcto y ri­ guroso. Pero he aquí que nuevas dificultades se yerguen bajo los pies del filósofo ateo: porque al fin y al cabo, la corrección y el rigor sólo pueden definirse siguiendo criterios específicos, por ejemplo, los que co­ rresponden al razonamiento matemático, a la experi­ mentación, al razonamiento inductivo, etc. Ahora bien, de cualquier modo que se conciba la afirmación de la realidad de Dios o el acto de fe fundamental, es bien patente que ambos se sitúan en dimensiones absoluta­ mente distintas y que en este contexto las nociones de exactitud y de rigor tienen que ser reinterpretadas o traspuestas. Y esto no es todo: no se puede hablar de lucidez sin hacer referencia al mismo tiempo a ciertas condi­ ciones óptimas que podrían, y deberían, ser realizadas por el espíritu lúcido. Sin duda alguna, la más impor­ tante de estas condiciones es la de hacer abstracción de los deseos, de las aspiraciones, incluso de los pre­ juicios que sólo servirán para turbar el ejercicio de su pensamiento. Mas reflexionando sobre ello descubriremos que nos encontramos no sólo ante una dificultad, sino ante una verdadera aporía: el adversario, es decir, en este caso el creyente, se negará a considerar como normal, o a fortiori como óptimo, el clima que pretende instau­ rar el filósofo ateo. Incluso es probable que acuse a este último de hacerse culpable de una métabasis eis alio genos, esto es, el sofisma por excelencia. «ConCedo — observará el creyente— que cuando realizo una

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experiencia sobre un proceso químico o biológico, por ejemplo, observado desde fuera, estoy obligado a hacer abstracción de todas mis reservas mentales. Puede ocu­ rrir que espere de mi experiencia la confirmación de una teoría que deseo semtar. Pero la más elemental honestidad me prohíbe permitir que mi deseo interfiera en el resultado de mi experiencia, cuyos datos debo registrar tal como se presientan. Con respecto a este resultado debo comportarme en cierto modo como una tabla rasa. Sin embargo, en el tema que nos ocupa, la situación es muy diferente, porque la afirmación a que nos referimos se presenta como trascendente a toda experiencia objetiva dada o susceptible de serlo.» En realidad volvemos a enfrentarnos con lo que ya había indicado precedentemente. La afirmación que recae sobre Dios es irreductible a una hipótesis, sea cual sea tal hipótesis. Uno puede pensar, siguiendo la teología existencial, que tal afirmación es inseparable de un interés apasionado o de lo que Paul Tillich llama con fortuna el ultímate concern. Y se puede pensar que cuando falta este interés apasionado la afirmación se desdibuja hasta el punto de perder su alcance y su significación. Esto significa que el filósofo ateo, al recalcar lo que él denomina la lucidez, tiende a situarse en un terre­ no que no tiene nada que ver con aquel en que la afirmación que combate puede enraizar. Cierto que la expresión «voluntad de creer», em­ pleada por William James, puede considerarse criti­ cable, puesto que corre el peligro de que se la inter­ prete en un sentido pragmatista, inaceptable tanto

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para el metafísico como para el creyente. Pero resulta muy dudosa la posibilidad de pensar la fe sin hacer intervenir un aspecto volitivo de la subjetividad. In­ cluso todo induce a pensar que en la fe se lleva a cabo una síntesis paradójica de lo que solemos designar con los nombres, en este caso inadecuados, de inteligencia y voluntad. Por lo tanto, si no desea sostener un diálogo de sor­ dos con el creyente, el filósofo ateo se verá irremisible­ mente forzado a seguirle en el plano existencial y, por ello mismo, a sobrepasar esa noción de lucidez radical en que pretendía encerrarse. Creo que podría expresar­ se esto de manera más sencilla diciendo que el filósofo ateo se verá obligado a reconocer que su negación no puede reducirse en absoluto a una demostración, ni a nada que se le parezca, y que en último término tiene una base de tipo pasional. El padre De Lubac, en su libro Chemins vers Dieu, afirma: «Se ha intentado con mayor o menor éxito psicoanalizar las mitologías. Cada vez se hará más ne­ cesario hacer el psicoanálisis del ateísmo. Pero la pre­ tensión de psicoanalizar la fe fracasará siempre.» Cierto es que un filósofo ateo no podrá por menos de alegar contra esta última afirmación. ¿Puede admi­ tir acaso que su ateísmo sea psicoanalizable? Tengo la impresión de que tal cuestión no dejará de susci­ tarle un cierto malestar en la medida en que, a pesar de todo, conserva, como no puede por menos de sucederle, la convicción de ser el único que se halla en posesión de la verdad y, en consecuencia, le sigue re­ sultando difícil realizar con conocimiento de causa el paso de lo objetivo a lo existencial. Sin embargo, es

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cierto que la filosofía atea, a partir de Nietzsche, ha efectuado esta especie de migración, aunque quizá no haya logrado liberarse de una cierta ambigüedad funda­ mental. Esto se podrá comprender claramente al inte­ rrogarse sobre el sentido profundo del «Dios ha muer­ to», de Nietzsche. Por una parte, parece imposible pre­ tender que esta afirmación se reduzca a un simple testi­ monio, ya que es evidente que implica una voluntad apasionada de superación. Pero, por otra parte, parece difícil eliminar por completo de esta afirmación el ele­ mento de testimonio que encierra a pesar de todo, aunque deje entrever como un balance de la evolución humana. Y no creo equivocarme al decir que esta es­ pecie de fluctuación, con frecuencia apenas percepti­ ble, es una característica esencial del ateísmo contem­ poráneo. Quizá se pueda afirmar que el ateísmo no tiene fuerza más que al nivel del pensamiento inge­ nuo, y en este caso hay que entender sobre todo por fuerza la simplicidad. Ahora bien, el ateísmo filosófico pierde inevitablemente esa simplicidad cuando llega al nivel del pensamiento reflejo. Entonces se hace a la vez mucho más virulento y mucho más precario, e incluso me inclino a creer que virulencia y precarie­ dad se encuentran aquí extrañamente ligadas. En efec­ to, ¿cómo podría el ateísmo filosófico tomar la aparien­ cia de un antiteísmo, es decir, proclamarse como odio a Dios, sin sobreentender algo semejante al ver­ gonzoso reconocimiento de lo mismo que pretendía negar? Y así se entabla una especie de dialéctica deses­ perada, muy claramente perceptible en Sartre, aunque mucho menos quizá en El ser y la nada que en Las moscas y en El Diablo y el buen Dios,

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Pero en esta nueva perspectiva convendría sin duda reconsiderar la cuestión fundamental que planteé al comienzo de esta meditación: ¿de qué naturaleza es la seguridad sobre la que se funda la pretensión en torno a la cual se constituye el ateísmo filosófico? Para un ateísmo que se reconoce como existencial, esta seguridad no puede concebirse más que como pasión. Pero tenemos que preguntarnos si esta pasión no será ambigua, ya que toda la cuestión radica en saber si tal ateísmo existencial es o no nihilista. El término nihilismo es, sin duda alguna, uno de los que más confusamente se emplean en el habla filosó­ fica. Yo acostumbro a citar con cierta frecuencia las palabras de Besme en La Ville, de Paul Claudel, pa­ labras que, a mi entender, traducen con una fuerza ex­ presiva no sobrepasada lo que puede significar el nihi­ lismo para un hombre de nuestro tiempo. «Besme: El mal de la muerte. El conocimiento de la muerte.

Fue mientras trabajaba, mientras tranquilamente iba desgranando unos números sobre el papel, cuando este pensamiento me inundó por primera vez como un re­ lámpago sombrío. Ahora hago esto, y dentro de poco haré tal otra cosa; dentro de poco estaré alegre o estaré triste, seré bueno o malo, avaro o pródigo, paciente o irritable; y estoy vivo, hasta que ya no lo esté. Pero como cada uno de estos adjetivos reposa sobre esa palabra permanente, ¿en qué consiste mi conti­ nuidad?

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Me invade como un marasmo, la disolución separa mis dedos de la pluma. El deseo y la razón del trabajo me han abandonado y permanezco inmóvil. Subsisto, pienso. ¡Si pudiera no pensar! » Y un poco más adelante añade: «Nada es. He visto y he tocado el horror de la in­ utilidad, lo que no es, añadiendo la prueba de mis manos. A la nada no le hace falta una boca que pueda pro­ clamar: ‘Yo soy.’ He aquí mi botín, tal es el descubrimiento que he hecho.» El nihilismo se presenta aquí como un testimonio, el testimonio que presta el sabio que ha visto disipar­ se todo o, más bien, reducirse todo a una especie de vana contabilidad. Mas hay que añadir que este testimonio no se pue­ de separar de un cierto consentimiento y que, por otra parte, dicho consentimiento, a través de un pro­ ceso cuyo secreto está aún por penetrar, puede con­ vertirse en pasión, en pasión destructora. En estas condiciones el nihilismo dejará de ser simple fascina­ ción producida por la consideración de la nada y se transformará en voluntad de aniquilamiento. Esto, sin embargo, no es más que una posibilidad, y parece difícil sostener que el ateísmo filosófico pre­ sente inevitablemente este aspecto nihilista o, más

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exactamente quizá, que se conciba a sí mismo como nihilista. Hay que decir también que, de manera ge­ neral, pretende estar animado por una voluntad posi­ tiva y prometeica. Para los marxistas en particular, aunque no solamente para ellos, el ateísmo filosófico constituye la contrapartida negativa y necesaria de un humanismo, incluso podríamos decir el único hu­ manismo constructivo. Si ataca a Dios, lo hace como al obstáculo que el hombre encuentra en su camino y que debe liquidar para llegar al pleno señorío de sí mismo. No obstante, podemos preguntarnos si el pensamien­ to, al definir así el ateísmo, no se precipita inevitable­ mente en una dialéctica que lo lleva más allá de ese ateísmo. Porque, en efecto, hemos de reconocer de inmediato que este humanismo ateo exalta mucho me­ nos al hombre tal como es que al hombre tal como debería llegar a ser. Y por ello corre el grave riesgo de desembocar en una concepción como la que se ex­ presa en ciertas partes del Stundenbuch, de Rilke. Y una vez más aquí, aquí más que en ninguna otra parte, encontramos de nuevo la ambigüedad de la que parece que no hemos conseguido liberarnos al abordar el ateísmo filosófico en su aspecto existencial. Y está bien patente que esta ambigüedad se da sobre todo en Nietzsche. Apenas cabe dudar de que el filó­ sofo ateo en general no se opone resueltamente a la idea de que él procede a un acto de diviniza­ ción del hombre. A este respecto hay que prestar una especial atención a la posición adoptada por Sartre en El ser y la nada, especialmente en la conclu-

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sión. Precisamente porque nos situamos en el punto de vista de ese ser ideal que sería el «en sí» funda­ mentado por el «para sí», es decir, el ens causa sui, para juzgar al ser real al que llamamos holán, «hemos de hacer constar que lo real es un esfuerzo abortado por alcanzar la dignidad de causa de sí. Todo ocurre como si el mundo, el hombre y el hombre en el mun­ do no alcanzaran a realizar más que un Dios frustrado. Todo sucede, pues, como si el en sí y el para sí se presentasen en estado de desintegración con respecto a una síntesis ideal. Y no es que la desintegración haya tenido lugar nunca, sino todo lo contrario, porque está siempre esbozada y sigue siendo siempre impo­ sible» l. Entre paréntesis, sería interesante saber si el autor continúa manteniendo en la actualidad sus conclusio­ nes, porque tales conclusiones parecen difícilmente compatibles con el optimismo básico de la ideología comunista. Pero, por otra parte, convendría someter a una crí­ tica rigurosa la idea de ese Dios obstáculo del que el humanismo ateo tiene la pretensión de liberar al hom­ bre. Y la reflexión ¿no nos conduciría acaso a la con­ clusión de que, en último término, el filósofo ateo pretende acabar con un Dios que no es más que una traba o un peso muerto por fidelidad a algo más au­ ténticamente divino, a un algo del que ni siquiera se forma un concepto claro? En esta perspectiva ve­ mos hoy día a los cristianos tomar posición, no dema­ siado prudentemente, a favor de una filosofía que, a 1 b ’étre et le néant, p. 717.

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pesar del ateísmo que profesa, les parece capaz de convertirse en el resorte de una renovación sin la cual creen que la religión corre el peligro de anquilosarse mortalmente. Conviene, no obstante, reconocer la pureza de inten­ ciones que testimonian estos cristianos de la izquierda. Pero como acabo de señalar, no es menos necesario recordar que esta actitud supone una grave impruden­ cia. Y en este punto de nuestra meditación nos vemos obligados a intentar orientarnos en la situación extre­ madamente confusa en que se encuentra la conciencia cristiana de nuestro tiempo. Hace unos años hice una visita al Canadá, durante la cual pude comprobar, al menos en Montreal, que algunas personas (ciertamente ni las menos lúcidas ni las menos generosas) reaccionaban con violencia con­ tra un clericalismo realmente indefendible. Dichas per­ sonas se mostraban muy propensas a adoptar una ac­ titud casi progresista, de modo que me parecían siem­ pre a punto de saltar cada vez que me expresaba en un sentido anticomunista. Pero ante semejante posi­ ción, ¿cómo no recordar que en cualquier situación debemos guardarnos de lo que he llamado con frecuen­ cia virajes fraudulentos? No debemos cargar sobre el comunismo, o sobre un pensamiento comunistizante, lo que podemos anotar legítimamente en el debe de un clericalismo obtuso, que no duda en comprometerse con el peor reaccionarismo. Hay que reconocer, sin embargo, que dichos virajes se llevan a cabo diaria­ mente, tanto hacia la derecha como hacia la izquierda, y que tales operaciones dan lugar a una confusión que contribuye a agravarse a sí misma.

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Quizá se piense que me estoy extraviando por el terreno político y que, por lo tanto, tiendo a perder de vista el aspecto esencial de mi tema. La acusación no me parece fundada. Porque en nuestra concreta situación resulta de todo punto imposible disociar los aspectos social y religioso de un problema en realidad único. Tenemos que tomar en consideración un hecho esencial. El ateo filosófico encuentra un argumento — que no hay que tomar a la ligera— en la existencia de los compromisos, en sí mismos deplorables, que los que se juzgan como representantes de Dios en la tierra concluyen tan a menudo ante nuestros ojos con los poderes temporales. Claro está que se podría res­ ponder con toda legitimidad que, por este mismo he­ cho, tales representantes testimonian su indignidad. Pero ¿ante quién? En este punto el problema se vuelve verdaderamente trágico. En efecto, ¿cómo evitar el pensar en los fieles que esos representantes pretenden guiar? ¿No corren el riesgo de falsear su espíritu, de corromperlos o escandalizarlos, incluso de apartarlos de la religión? Y en ese caso, los humildes, en los que hay que pensar en primer término, ¿no quedan inca­ pacitados para distinguir en absoluto entre Dios y esos indignos representantes suyos, lo que tiende a crear una situación verdaderamente intolerable para la fe? Añadiré que hay aún una manera excesivamente simplista, y por lo tanto injusta, de apreciar un estado de cosas que es en realidad extremadamente complejo. La confusión de que acabo de hablar se da también entre casi todos esos representantes indignos. Lo cual significa que probablemente su indignidad no es abso­

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luta. Sin duda aquel que «sondea los riñones y los corazones» descubrirá alguna partícula de oro puro, alguna partícula de fe y caridad, incluso entre aquellos que han firmado con los poderes de este mundo com­ promisos escandalosos. Ahondando en ello, tropezaría­ mos con la ambigüedad, tan preñada de consecuencias, que comporta la idea de orden social. Sabemos dema­ siado bien a qué clase de abusos, a qué clase de ini­ quidades se ven inducidos los que se nombran sus de­ fensores; pero, por otra parte, sería de una ligereza y de una imprudencia sin nombre desconocer lo que tal idea, a pesar de todo y en cierta medida, encierra en sí de valioso. Sin la menor vacilación se puede concebir la existencia de un auténtico hombre de Dios, poquísimo informado de las cosas de este mundo, que se crea obligado de buena fe a colaborar con aquellos que aparecen a sus ojos como los representantes del orden. Pero, a la inversa, también hay que comprender que debemos mirar con desconfianza a quienes decla­ ran que no creen en Dios, pero que, en caso de creer, jamás tolerarían el menor compromiso. Hay que pro­ clamar muy alto que tal purismo condicionado está absolutamente desprovisto de toda significación es­ piritual. Estas observaciones están encaminadas a poner de manifiesto hasta qué punto resulta difícil en un cam­ po como éste formular juicios absolutos: aquí, como en otras cuestiones, más que en otras cuestiones ver­ daderamente, hay que rechazar todo juicio global. Ahora bien, si meditamos con atención sobre la si­ tuación extraordinariamente confusa en que se debate

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hoy día la humanidad, creo que nos veremos forzados a hacer la distinción siguiente, que acaso nos permita esclarecer hasta cierto punto esa situación: Hay que decir que existe un ateísmo filosófico que no es en realidad más que una filosofía del ateísmo vivido, y que es este ateísmo vivido el que habría que definir. En primer lugar, y a grandes rasgos, diré que uno se siente tentado a preguntarse si no serán, en mucho mayor grado que Rusia, los Estados Unidos y algunos países europeos, como Suecia, por ejemplo, los que tienden a convertirse en el foco de este ateís­ mo vivido, pese a todo cuanto puedan decirnos las estadísticas, que en este campo resultan mucho más falaces que en cualquier otro. Tal ateísmo, en efecto, se basa en la satisfacción y el embotamiento que se experimenta en un mundo cada vez más dominado por unas técnicas que terminan por actuar para sí mismas. ¿Y cómo no pensar que ese embotamiento tiende a una verdadera muerte espiritual? Concedo, claro está, que sobre esta cuestión no se puede emitir un juicio de tipo global sin caer, no ya en la injusticia, sino incluso en el absurdo. Sin embargo, creo que tengo derecho a decir que una manera como ésa de existir y de concebir la vida implica el ateísmo como un corolario, y esto aunque los mismos que lo han adop­ tado, y que además se enorgullecen de ello, se afilien por otra parte a una Iglesia o a una secta cual­ quiera. Por lo demás, no costará mucho trabajo deli­ mitar los caracteres que tiende normalmente a presen­ tar esta filosofía del ateísmo vivido: se trata de un pragmatismo mitigado, de carácter biosociológico, fun­ damentado sobre una psicología y una ética del con­

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dicionamiento. En tal perspectiva, toda inquietud, y con mucha mayor razón toda angustia, será mirada como síntoma de la existencia de un desorden psicosomático. Y se recurrirá al psicoanálisis y a una serie de técnicas relacionadas con él para remediar esta per­ turbación, que se considera en suma perfectamente comparable con las que afectan al aparato digestivo o al buen funcionamiento de los riñones. A decir ver­ dad se puede concebir muy bien que esa especie de building mental así edificado cuente con un departa­ mento destinado a lo religioso — una capilla provista de cómodos asientos y equipada con un buen micró­ fono— , puesto que quizá haya quien considere la conveniencia de afirmar que una práctica religiosa razonable presenta ciertas ventajas en el plano bioso­ ciológico. Pero hay que decir rotundamente que esto representa una degradación de la creencia, reducida así a un comportamiento, lo cual debe resultar infinita­ mente más ofensivo para la conciencia religiosa que lo que podría serlo un ateísmo radical o declarado. Y ello por la sencilla razón de que este adaptar a la moda la creencia implica la negación de toda trascendencia y es un sacrilegio en el más riguroso sentido del término. A este ateísmo basado en la satisfacción hay que oponer un ateísmo basado en la rebelión. Como hemos visto, tal ateísmo puede, claro está, ser propiamente nihilista, pero no lo es de modo inevitable, sino que puede constituir el resorte negativo de un pensamiento capaz de orientarse en último término hacia Dios. En este sentido la rebelión, tal como la ve Albert Camus (pese a no hallarse dotado de la fuerza de espíritu necesaria para discernir su trayectoria filosófica), puelo

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de llegar a ser no sólo fundamental sino propiamente religiosa. La rebelión puede llegar a constituir el acto inicial de una dialéctica purificadora. Pero aún hay que determinar los límites a que puede llevarse sin caer en el absurdo. Ya indiqué de pasada cómo puede plantearse la cuestión a propósito del orden social, al que, como es lógico, no se puede ni canonizar ni negar sin más2. Es importante demostrar que la cuestión puede, y debe, plantearse a propósito de lo que llama­ mos, o más bien ni siquiera llamamos ya, el orden de la naturaleza. Resulta curioso observar que la consideración del orden cósmico no parece apenas susceptible de con­ ducir al hombre de hoy a nada que recuerde al pan­ teísmo de otros tiempos, por ejemplo, al panteísmo de Spinoza: ello se debe a muchas razones que deberían, a mi entender, investigarse más detallada­ mente. Por otra parte, me plantearé a mí mismo la objeción que Einstein parece haber suscitado contra las concepciones de tipo panteísta. Pero en términos generales parece más bien como si ese orden, dada su desproporción con todas las medidas humanas, se pre­ sentase a la conciencia de los hombres actuales más como un objeto de escándalo que de adoración. Si el creyente alcanza a encontrar en él a pesar de todo una expresión de la gloria divina tiene que hacerlo, según parece, introduciendo la referencia a una caída que hubiese afectado no sólo al hombre, sino a toda la naturaleza. Nos equivocaríamos al decir que, en el plano religioso, la referencia a la encarnación es de2 Estas consideraciones encuentran un sorprendente ejemplo en los sucesos de mayo de 1968.

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masiado importante para que el mundo (sí se le con­ sidera haciendo abstracción del hombre y de su irrup­ ción en el curso del proceso cósmico) no dé más bien lugar a lo que me atrevería a llamar un testimonio negativo. Volvemos a tropezar aquí con esa oposición entre lo objetivo y lo existencial que el pensamiento contemporáneo no ha llegado todavía a resolver ni a trascender, aunque quizá el esfuerzo de Heidegger, en sus últimos escritos, esté orientado en este sentido. A decir verdad, encuentro muy dudoso que esta ten­ tativa, por grandiosa que sea, pueda llegar a ser co­ ronada por el éxito, porque, a pesar de todo, corre el peligro de conducir más bien a una regresión que a una superación. Lo que me parece percibir, aunque confieso que en unas condiciones que están muy lejos de satisfacerme, es que la conciencia rebelde — la cual, en último término, es el punto de partida del único ateísmo filosófico digno de ser tomado en consideración— debe ser examinada, también y sobre todo desde la más auténtica perspectiva religiosa, como el punto a par­ tir del cual debe iniciarse el paso decisivo, y es la na­ turaleza de ese paso lo que el teólogo debe empeñarse en dilucidar. Ahora bien, su responsabilidad es la más pesada que existe. Porque la seriedad, digamos incluso de manera más profunda la caridad de que dé pruebas en su confrontación con el sufrimiento y el mal decidirá en último término sobre el valor y aun el destino de su teología. En efecto, no hay que vacilar en decir que, si esta teología escamotea de cualquier modo que sea lo trágico, si sustituye la realidad del sufrimiento y el

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mal por lo que no es sino una imagen ficticia, una efigie abstracta, prestándose a todas las manipulacio­ nes lógicas, esa teología, tenga lo que tenga de tal, aporta al ateísmo un refuerzo decisivo. Porque está bien claro — aunque sin duda yo no lo he señalado bastante explícitamente— que, a despecho de todas las argumentaciones a que han recurrido desde el principio filósofos y teólogos, es en la existencia del mal y del sufrimiento de los inocentes donde el ateís­ mo encuentra su fuente permanente. Podría ocurrir, por lo demás, que nos encontrásemos en vísperas de cambios importantes. Personalmente no experimenta­ ría la menor sorpresa si tuviese que asistir, incluso en Occidente, a una resurrección del maniqueísmo, que sigue siendo después de todo la tentación más fuerte para el herético y que, a fin de cuentas, presenta una dignidad filosófica superior al ateísmo. Pero no avanzaré más por este terreno para no salirme de los límites que yo mismo me he trazado. Me limitaré a sugerir que hoy en día, lo mismo que en la época de San Agustín, el teólogo está obligado a especificarse a sí mismo — y esto en los términos del pensamiento contemporáneo— no sólo las razones evi­ dentes por las que rechaza el maniqueísmo, sino tam­ bién el modo en que le es posible conferir a este re­ chazo un carácter racional. Para terminar, recordaré que una teología de ins­ piración existencial, en la misma medida en que pone en duda, si no la posibilidad de atribuir a Dios la existencia, sí al menos la de interpretar esta existen­ cia de modo objetivista, puede verse llevada a con­ fundir en apariencia algunos de sus pasos iniciales

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con los del ateísmo filosófico. O para decirlo con ma­ yor exactitud, a los ojos de un pensamiento teológico de tipo tradicional, que se atiene a la doctrina asimismo tradicional de los atributos divinos, esta confusión debe resultar manifiesta. Esto permite comprender la severidad con que la jerarquía de la Iglesia católica romana tiende a considerar a los culpables de tal confusión. Desde un punto de vista como el mío habrá que decir más bien que el ateísmo doctrinal se muestra como una máquina bélica al servicio de ciertas pasio­ nes incorporadas a las ideologías. Cuando se analiza un modo de pensamiento como éste se acaba por des­ velar su ambigüedad: la precariedad filosófica de un tal ateísmo es evidente. Incluso se puede decir que se desintegra ante la reflexión, porque, por un lado, puede señalar el límite más bajo hacia el que corre el peligro de tender una humanidad prisionera de sus propias conquistas y, por otro, en contraposición, atestigua ese espíritu de inquietud, esa voluntad de superación que, desde la perspectiva de la fe, de la esperanza y de la caridad, puede presentarse como el símbolo mismo de nuestra elección. Añadamos que, incluso así entendido, el ateísmo filosófico, muy lejos de complacerse y encerrarse en sí mismo, tendrá que aparecer como un simple momento de una dialéctica purificadora. No obstante, todavía tenemos que pre­ cavernos contra la temible celada que el hegelianismo ha tendido a la conciencia cristiana. Entiendo por tal la idea de que la religión encuentra su más alta y más auténtica expresión en el pensamiento del filósofo. Todo verdadero cristiano se mostrará de acuerdo en

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ver en ello una simplificación, incluso una temi­ ble reducción de la relación que debe establecerse entre la fe y la reflexión. Por otra parte, la historia del hegelianismo después de Hegel parece demostrar claramente que este camino, como otros muchos, con­ duce al ateísmo. Pero actuemos una vez más de modo que lo que se presenta como un obstáculo se transforme en el re­ sorte de una dinámica espiritual renovada.

VI FILOSOFIA, TEOLOGIA NEGATIVA, ATEISMO La crisis espiritual que amenaza con hacer tam­ balearse no sólo las instituciones, sino incluso a los mismos creyentes, y con ellos, sin duda alguna, toda la civilización, constituye el punto de partida de esta reflexión. Como en tantos otros escritos acumulados después de la segunda guerra mundial, me siento obli­ gado menos a la solución de problemas determinados que al estudio de una situación cuya complejidad pa­ rece desafiar al análisis. Pensé que debía dispensarme de analizar en detalle el pensamiento de tal teólogo o «contra-teólogo» contemporáneo, ya que eso me daría materia suficien­ te para un curso de uno o varios años. Lo que voy a intentar es precisar mi postura personal, lo cual no deja de presentar sus dificultades. Si quiero lograrlo en cierta medida tendrá que ser, como en otros casos, mediante una serie de rodeos convergentes o aun por medio de un movimiento en espiral de mi reflexión, con lo que quizá corra el riesgo de desconcertar a los lectores habituados a un desarrollo más rectilíneo. Empezaré por la siguiente observación: nos en­ contramos hoy muy lejos de aquellos tiempos en que un Fichte se veía obligado a tratar de librarse por

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todos los medios del reproche de ateísmo como de una acusación infamante. A mi modo de ver, sería arbitrario e injusto pensar que Fichte pretendía con ello simplemente mantenerse en buenas relaciones con las autoridades. Por poco satisfactorio o aun acepta­ ble que pudo o puede resultar su pensamiento perso­ nal sobre este punto para la inmensa mayoría de los teólogos, el ateísmo que se le atribuía le parecía in­ compatible con el honor de la filosofía o, al menos, con el de una filosofía digna de tal nombre. Actualmente, en cambio, encontramos, incluso en el seno de la Iglesia romana, hombres que tienden a conceder al ateísmo el valor de una prueba necesa­ ria, más aún, de un purgatorio de la fe, admitiendo con ello que una creencia que no ha pasado por el ateísmo corre el peligro de no hallarse en guardia contra los escollos de un cierto dogmatismo teológico hoy ya periclitado. En cierto sentido, diría que se trata de una actitud comprensible y hasta justificable, pero falta saber si, al nivel de la existencia, no puede llegar a resultar fatal. Recuerdo a este respecto a un profesor francés de filosofía que tenía por norma dedicarse al principio de sus cursos a demoler las creencias de sus alumnos, con la pretensión de reedificarlas posteriormente so­ bre bases sólidas o, para hablar con más exactitud — dado que dicho profesor no era creyente— , preparar así el terreno sobre el que pensaba que podía desarro­ llarse una religión aceptable. Pero ¿aceptable para quién?, se preguntará. Aceptable para él mismo, es decir, para el no creyente. El resultado fue las más de las veces el que se podía esperar, esto es, catas­

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trófico. Es muchísimo más fácil destruir que construir, sobre todo en una edad en la que hace estragos el espíritu de contradicción. Las tentativas de suicidio que se siguen en algunas ocasiones demuestran clara­ mente el riesgo que corre quien practica una jardine­ ría tan peligrosa. La idea de un ateísmo provisional — que nos sentimos irresistiblemente llevados a com­ parar con la duda metódica de Descartes— conservará siempre para el creyente ingenuo un aura de inquietud e incluso de rebelión. Aunque, en realidad, ¿no es precisamente la idea de una fe ingenua la que se pre­ tende atacar, colocando así lo que se llama todavía, quizá erróneamente, la creencia al término de un desarrollo reflexivo? Pero ¿es que lo que se puede justificar al nivel de la filosofía se deja trasponer a la vida de las conciencias, donde faltan las referencias propiamente filosóficas? Nada hay que sea menos seguro. Dada la perspectiva que he adoptado, quizá sea lo más primordial definir la posición del filósofo con respecto a la fe ingenua. Y me refiero concretamente al filósofo existencial que, por el hecho de serlo, se ha mantenido alejado de la dialéctica propiamente dicha. Sin embargo, quisiera reflexionar en primer tér­ mino sobre el ateísmo porque, al fin y al cabo, pa­ rece que estamos condenados a respirar más y más ese ateísmo, salvo en ciertos lugares privilegiados de los que se puede decir que no han pasado todavía la prueba crucial. Voy a interrogarme en primer lugar por lo que re­ cibe el nombre de ateísmo vivido, y me preguntaré

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después si el ateísmo filosófico puede ser considerado como una filosofía del ateísmo vivido. El término ateísmo vivido designa así no ya unas opiniones profesadas, sino una cierta manera de vivir y aun de sentir, más que de pensar, que no comporta ninguna referencia aparente a lo que se evoca más o menos distintamente cuando se habla del ateísmo como de una doctrina. Incluso me siento tentado a decir que ese ateísmo vivido es un modo de existencia en que todo está subordinado bien sea al interés per­ sonal, bien a la satisfacción de tal o cual apetito. Está claro que se trata de un paso límite, debiendo consi­ derarse el interés personal en lo que tiene de más es­ trictamente posesivo, como, por ejemplo, la preocu­ pación de amasar para sí mismo bienes y obtener ho­ nores. En este caso lo que hay que subrayar con ma­ yor fuerza es el término para sí, el cual deja ver per­ fectamente que falta el menor atisbo de generosidad. No sería éste el caso del padre que trabaja encar­ nizadamente con el fin de legar a sus descendientes el fruto de su trabajo. Claro que se podría alegar que al fin y al cabo sus descendientes son una prolonga­ ción de sí mismo, pero a esto responderemos que una vida de trabajo así orientada implica ya un cierto tipo de trascendencia. Hay que señalar, además, que el ateísmo vivido su­ pone la ausencia total de escrúpulos, un encarniza­ miento sin piedad en la lucha por la posesión de los bienes materiales o de la reputación. Incluso diremos que se define por esta especie de oclusión moral sis­ temática, y que lo que es cierto respecto al avaro o al codicioso lo es también respecto al libertino o al libi­

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dinoso. En todos los casos nos hallamos en presencia de lo que puede aparecer como una asfixia de la con­ ciencia. ¿Y qué sería una filosofía de este ateísmo? Advir­ tamos por de pronto que el término filosofía no está libre en este caso de una cierta ambigüedad. No pa­ rece encaminado a representar una simple fenomeno­ logía consistente en describir dicho ateísmo, sino que comporta una cualificación cuya naturaleza habría que precisar. Si se trata de una justificación, ésta es nece­ sariamente de carácter cínico; se inscribe en la pro­ longación de las opiniones extremas de La Rochefoucauld y acaso también de las del Nietzsche del perío­ do de transición, el de Humano, demasiado humano. Pretende demostrar que, de hecho, el ser humano está estructurado de tal forma que se encuentra prisionero de sí mismo, de sus tendencias, y que toda tentativa de imaginar que sea posible una generosidad o un des­ interés auténticos debe ser denunciada como una en­ gañifa o, más exactamente, como un camuflaje, propio para asegurar una especie de confort moral engañoso al que se vanagloria de ellos. Por lo demás, aquí se nos presenta una dificultad: la de comprender cómo es posible la voluntad de lucidez, heroica en suma, que permite al individuo desenmascarar sus propias men­ tiras y curarse de una ceguera que le resulta prove­ chosa. Pero, en realidad, es más que dudoso que aquellos que hablan de ateísmo vivido estén en general dispues­ tos a aceptar absolutamente esta interpretación. No obstante, hay que señalar, para no caer en la injusticia, que en los medios ateos se dan numerosísimos ejem-

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píos de generosidad y solidaridad efectivas, cuyo equivalente estamos muy lejos de encontrar entre aquellos que se jactan de ser cristianos y que incluso creen practicar lo que ellos llaman su religión. Particularmente, aunque no de manera exclusiva, los marxistas afirmarán sin la menor vacilación que ellos no han abandonado ninguno de los valores que gravitan en torno a la preocupación por el otro o, mejor aún, por la colectividad. Pero en cambio se ne­ garán a admitir que tales valores dependan en cierto modo de un principio trascendente o divino. Decla­ rarán que en esta escala de valores Dios es, todo lo más, una hipótesis que no sólo es posible dejar atrás, sino que toda sana doctrina obliga a rechazar. Todo esto, si uno se atiene a la vida de los hombres tal como se muestra, tal como ellos la interpretan, pa­ rece irrecusable. Pero ¿se trata aquí de lo que puede definirse legítimamente como ateísmo vivido? Pare­ ce más bien que nos encontramos ante un ateísmo pro­ fesado, cuya significación o cuyo alcance es exclusiva­ mente negativo, puesto que es el rechazo de lo que se juzga como una hipótesis. ¿Es posible vivir un re­ chazo que sólo recae sobre una idea considerada como ficticia? Ciertamente, una negación puede dar lugar a un proselitismo tan negador en sí mismo como ese cuya expresión materializada se exhibe en las exposiciones organizadas de los países comunistas. Nos encontra­ mos aquí con un ateísmo militante, pero se trata de saber si cabe identificar ateísmo militante y ateís­ mo vivido. La experiencia demuestra que es facti­ ble entregarse a una propaganda intensiva a favor

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de algo que no se vive auténticamente, por ejemplo, a favor de lo que se califica de ideas, pero que se reduce en realidad a palabras con las cuales el sujeto se exalta. Pero se objetará con toda razón, uno sólo se exalta con palabras cuando éstas son portadoras de una cierta carga pasional. ¿Acaso el ateísmo no se presenta como una pasión? Desde luego que sí. Sin embargo, hay que examinar en detalle lo que puede significar en este contexto la palabra pasión. Esa pasión sólo puede ser odio, indignación o desprecio. ¿Y cuál será su objeto? ¿No produce todo la impresión de que el ateo concede a ese Dios que niega la suficiente en­ tidad para poder odiarlo, rebelarse contra él e inclu­ so, en determinadas ocasiones, despreciarlo? Tales reacciones contra lo que se declara como no existente son manifiestamente absurdas, a menos que se tratase de un antiteísmo y no de ateísmo. Recuerdo ahora que fue a un francés, el padre De Lubac, en su her­ moso libro El drama del humanismo ateo, al que co­ rrespondió precisamente el mérito de establecer esta importantísima distinción. Cabe en lo posible que alguien alegue que esta pasión se desencadena no ya contra un Dios al que se sabe irreal, sino contra los seres, contra los hombres que mantienen y procuran propagar esta creencia ilusoria. Pero si esto es así, hay que mostrarse más ex­ plícito. ¿Qué juicio oculta esta animosidad? ¿Re­ procha acaso el ateo a sus adversarios el hacerse cul­ pables de un fraude o una estafa, un fraude o una estafa que sería consciente, intencional? Si así fuese, el ateísmo se reduciría a un anticlericalismo extremada­

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mente grosero. Los que se proclaman sus campeones distinguirían probablemente entre los verdaderos pi­ caros que sacan de sus mentiras un provecho personal y los pobres engañados, los «alelados», que son las víctimas, poco interesantes por lo demás, de unos es­ tafadores que son simples granujas. Sin embargo, no puedo evitar el pensamiento de que a un ateo inteligente (y me refiero en particular al marxista) le costará mucho trabajo suscribir un punto de vista tan sumario, por mucha dificultad que encuentre en concebir el hecho de que un creyente pueda ser a la vez sincero e inteligente. De todos mo­ dos sigue siendo cierto que lo que es vivido en un caso semejante es el anticlericalismo, y no el ateísmo, y que este se presenta como algo puramente abstracto y residual.

Ahora bien, si el ateísmo filosófico no puede ve­ rosímilmente considerarse como una filosofía del ateís­ mo vivido, ¿cómo debe definirse? Resulta tanto más importante el interrogarse sobre esta cuestión cuanto que tal definición parece formar parte integrante de su esencia. El filósofo ateo, tal y como lo conocemos, hace profesión de ateísmo. Pero por fuerza hemos de sacar a colación ciertas diferencias que, a pesar de todo, corresponden al orden existencial. El ateísmo profesado puede presentarse como un desafío lanzado contra lo que se mira como unas creencias ya pericli­ tadas o como supervivencias que no interesan más que al sociólogo. Pero el ateísmo profesado puede tam­ bién, aunque esta vez en una tonalidad menor y no mayor como anteriormente, ser un testimonio lucido y a veces desolado que excluye todo lo que se asemeje

Este conjunto de reflexiones parece conducirnos a reconocer que la noción de ateísmo vivido es una seudonoción. Pero en una perspectiva conexa no es­ tará de más observar que los hombres y las mujeres que se consideran cristianos porque mantienen una cierta práctica religiosa pueden de hecho comportarse como ateos, lo cual significa que se conducen en su existencia como si Dios no existiera. No obstante, lo más probable es que se quedaran muy extrañados si se les tildara de ateos.

a una provocación. Sin embargo, hay que reconocer que hoy en día los filósofos ateos, Sartre, por ejemplo (aunque cierto pasaje de Les mots quizá pueda interpretarse en sen­ tido contrario), parecen no sentir nada que se ase­ meje a una nostalgia de lo que a los ojos de otros se presenta como un paraíso perdido. Siempre, aun en el caso de que experimenten a despecho de todo algo parecido al pesar, se sienten en suma obligados a recha­ zarlo, a negarlo y a achacarlo a un infantilismo per­ sistente que es preciso exorcizar en la medida de lo posible. Lo más frecuente entonces es que recurran al psicoanálisis, intentando encontrar la explicación de la creencia en Dios en lo que llamarán una fijación

Estas diferentes observaciones convergen hacia una idea que desarrollé ya hace varios años: la idea de que la creencia o la no creencia no son necesariamente conscientes de sí mismas y que hay en ello una dife­ rencia esencial con lo que de ordinario denominamos el pensamiento.

en el padre. De todos modos, parece verdad que el ateísmo filo­

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sófico implica una cierta filosofía de la historia, cuyo primer esquema se encuentra sin duda alguna en Condorcet o, todo lo más, en Auguste Comte, pero que después de ellos ha adoptado formas muy dife­ rentes. Mas siempre parece admitir que el hombre que ha llegado a un cierto estadio de emancipación no puede ya seguir creyendo en Dios. El ateísmo corres­ ponde a la época del inevitable destete espiritual. Resulta superfluo tratar de demostrar que esta idea de un destete necesario, y además inevitable, se encuentra también tanto en los continuadores de la izquierda hegeliana — en primer lugar, claro está, en Marx—■ como entre pensadores orientados en muy diferente sentido, como Nietzsche, por ejemplo, e incluso, en último término, en la línea del psicoaná­ lisis freudiano. En todos estos casos el ateísmo se presenta como ligado a una cierta madurez del espíritu, y el hablar de madurez implica crecimiento previo, es decir, historia. Por lo demás, no se discutirá que el ateísmo filosó­ fico puede desarrollarse en determinados espíritus sin necesidad de ninguna mediación histórica, como la expresión de un pensamiento que se juzga a sí mismo pagano por principio y cree poder enlazar con Epicuro, por ejemplo, salvando de un salto atrás dos mile­ nios de cristianismo. En mi opinión conviene mirar como un hecho aislado de la filosofía contemporánea la tentativa de Sartre cuando se esfuerza por demostrar -—en El ser y la nada— la imposibilidad de Dios y el carácter puramente imaginario de la totalidad en dirección a la cual intenta sobrepasarse a sí misma la realidad hu­

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mana, que existe en principio como carencia. La pa­ labra Dios, dirá, se refiere a la vez a un ser que es lo que es en cuanto que es todo positividad y el fundamento mismo del mundo, y que no es lo que es y que es lo que no es conciencia de sí y funda­ mento necesario de sí mismo. «La realidad huma­ na es sufriente, sufriente en su ser, al surgir como perpetuamente obsesionada por una totalidad que es sin poder ser, puesto que no puede en modo alguno esperar el ‘en sí’ sin perderse como ‘para sí’ . Por lo tanto, es por naturaleza conciencia desdichada sin que le sea posible sobrepasar el estado de des­ dicha.» Cuando se estudia la evolución posterior de Sartre, resulta bastante difícil tomarse absolutamente en serio este texto, a menos de admitir, lo cual parece casi de todo punto insostenible, que la aventura política en que se ha embarcado desde entonces deba ser con­ siderada como una pura diversión, en el sentido que Pascal da al término. Pero la verdad sea dicha, no creo que Sartre se deje «pascalizar». Y, además, dada la perspectiva que he adoptado, esta cuestión resulta secundaria. Muy al contrario, y con ello entramos en la segunda parte de este estudio, es interesante determinar si al interrogarse (como ya hizo Leibniz) por la posibilidad o imposibilidad de Dios no se sitúa uno ipso facto fuera de la esfera en que la palabra Dios conserva su sentido. ¿Conserva su sentido para quién?, se me preguntará. Y responderé: guarda su sentido para un creyente o para un pensamiento que se sitúe en la

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línea de una filosofía existencial de la fe. Quiero decir con ello que proceder como se haría, por ejemplo, con una figura matemática sobre la que se quisiera sa­ ber si implica o no contradicción, ¿no supondrá trans­ formar a Dios en objeto y con ello sustituirlo por algo que es en cierto modo su opuesto? A decir verdad, tal cuestión supone una posición previa, que consiste en tratar a Dios como sujeto o, para emplear una terminología barthiana, como Pa­ labra que interpela a la criatura que somos cada uno de nosotros. Claro está que, dentro de cierto teísmo tradicio­ nal, se me responderá que Dios, al crear a un ser libre, se ha desasido en cierto modo de este ser, hasta el punto de permitirle disponer de él mismo. Tal concepción puede resultar hasta cierto punto satisfactoria para una filosofía tradicional; pero es muy dudoso que lo sea para un creyente o para un pensador existencial. En mi opinión lo que interviene aquí es la idea fundamental de lo sagrado. Desde este punto de vista el pensamiento idealista o dialéctico se presenta como profanador. Y esto quiere decir que no se reconoce a sí mismo el derecho a proceder a una tal manipulación, e incluso que esta especie de prohibición ante la que se inclina aparece a sus ojos como la contrapartida de lo venerable en cuanto tal. Quisiera ahora confrontar esta observación con una idea que se encuentra con bastante frecuencia entre los apologetas, esto es, la que consiste en pretender que, a fin de cuentas, no existe el ateísmo en la rea­ lidad. Tal idea se halla sin duda en la base de la con­ cepción a que hice referencia al principio de este es­

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tudio y según la cual el ateísmo podría muy bien no ser otra cosa que una transición en último término valiosa. De hecho, se dirá, lo que se niega o se rechaza siem­ pre no es a Dios mismo, sino una determinada idea o,. más exactamente, una determinada imagen que se ha forjado de él, por ejemplo, la imagen de un déspota. Pero si se la rechaza es en nombre de una idea, que no se explícita, pero que recae sobre lo que Dios de­ bería ser para que se pudiese reconocerlo verdadera­ mente como tal. Ahora bien, se me dirá, ¿sostener esta idea, esta idea-referencia, no es una cierta forma de creer en Dios? Yo creo que ésta es una interpretación puramente teórica, que entraña el grave defecto de situarse fuera de la existencia o, si se quiere, fuera de la vida con­ creta de las personas. Cuando se hace referencia a ésta, se descubre que el resorte del ateísmo es, como ya he indicado, la rebelión. Y a este respecto recuerdo la primera conversación que sostuve con Albert Camus hace una quincena de años. Como tantos otros, Ca­ mus tropezaba con el hecho del sufrimiento de los inocentes, particularmente el de los niños. Al teólogo que hubiese pretendido explicarle que este sufrimiento no es querido por Dios, sino tan sólo permitido — y ya sabemos hasta qué punto se ha usado inmodera­ damente de esta distinción— , le habría contestado que rechazaba a un Dios de esa especie. Se colocaba así, si no en la línea personal de Dostoievski, sí en la de algunas de las figuras bajo las cuales se nos presenta, en particular la de Iván Karamazov. ¿Podría él admi­ tir el argumento a que hice referencia anteriormente

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y conceder que su protesta o su misma rebelión im­ plicaban una especie de adhesión previa a un Dios de justicia y de misericordia? Estoy seguro de que ha­ bría visto en ello una especie de jugarreta que hu­ biese repugnado a su probidad. El rechazaría siempre la idea de que fuese posible hipostasiar el sentimiento de compasión indignada que experimentaba a la vista de tantas víctimas inocentes. Y creo que, si bien se piensa, habría que darle la razón. En mi opinión, es propio del pensamiento existen­ cial rechazar parecidas seudosoluciones. Y aquí surge una grave dificultad, de la que nos ocuparemos sin demora. Dejemos de lado los pro­ blemas que sugiere el término el creyente para ate­ nernos a los que plantea el término el filósofo existen­ cial. En este caso el nudo de la dificultad radica en el artículo definido. Cuando hablo de un pensador existencial, tal como Kierkegaard, pongo el acento sobre su singularidad, sobre el hecho de que es ése determinado y no otro cualquiera. Pero el uso del artículo definido, ¿no im­ plica justamente que se puede hacer abstracción de esta singularidad? Cuando hablo del filósofo existen­ cial, ¿es que no le concedo el índice que corresponde a la palabra überhaupt (en general)? Pero ¿acaso este índice, que se aplica al filósofo de tipo clásico, o al menos a la idea que él tiende a hacerse de la filoso­ fía, no es rigurosamente inaplicable en la esfera de lo existencial? Y lo que presta a la dificultad su carác­ ter agudo e inquietante es precisamente que, en una meditación como la que nos ocupa, parece necesario delimitar o bien de quién se trata (por ejemplo, de

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Kierkegaard) o bien, a despecho de todo, suponer una cierta generalidad. Apenas es necesario hacer observar que el problema afecta aquí al sujeto mismo que in­ tenta pensar la fe y, al mismo tiempo, a las relacio­ nes que median entre el sujeto de la búsqueda y el sujeto creyente. Creo que una meditación sobre el carácter, por así decirlo intermediario, del poeta e incluso, generali­ zando más, del artista, debería permitirnos, si no re­ solver la dificultad, al menos reducirla hasta cierto punto. El poeta — y no me refiero al versificador, sino al poeta auténtico— es al fin y al cabo un existente con tanto derecho como pueda serlo el filósofo existen­ cial. Cierto que apenas si resulta razonable hablar del poeta en general, o al menos, si uno se ve forzado a hacerlo, convendría guardarse cuidadosamente de con­ siderarlo como el representante o el portador de una idea de la que se podría decir que es la poesía en general. Porque la realidad es que la poesía en ge­ neral no existe. Mas bien se sentiría uno tentado a hablar de una órbita poética, de la cual sólo le es dado a cada uno recorrer un sector. Pero también hay que poner de relieve hasta qué punto resulta inadecuada una expresión como ésta en la medida en que ha sido tomada del lenguaje espacial. Sin embargo, contribuye a encaminarnos hacia una realidad que se encuentra más allá de los modos de representación a través de los cuales nos sentimos impulsados a abordarla. En este caso, como en otros muchos, se trata de tras­ cender la idea de totalidad que corresponde a una tentación del espíritu. Esto resulta quizá más cía-

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ro aplicado al caso de la música. Hay un mundo mozartiano, como hay un mundo de Beethoven, de Chopin, de Debussy. Pero qué iluso sería pensar que estos mundos pueden sumarse unos a otros para for­ mar un conjunto al que podría denominarse el uni­ verso musical... Precisamente creo que lo propio de la filosofía exis­ tencial, al menos como yo la concibo, es apelar contra las pretensiones del pensamiento totalizante. Lo cual viene a significar que no creo en absoluto en la posi­ bilidad de una reconciliación entre este pensamiento y el marxismo que en principio se mantiene hegeliano o hegelianizante. Creo que estas consideraciones revisten una gran importancia en relación con el problema del que me estoy ocupando, pese a que es muy posible que al­ guien temiese que corría el riesgo de apartarme de él. Cuanto más nos preocupemos de abordar a Dios existencialmente, es decir, desde la dimensión de la fe, tanto más cuidado pondremos en precavernos contra toda tentación de afirmarlo como una totalidad. A mi entender, lo que hay que tomar sobre todo en consideración es la relación única que une a la criatu­ ra con el creador. Además, hay que pensar que en este contexto la palabra relación es totalmente impropia, en razón precisamente de esta Einzigartigkeit. Sólo cabría hablar de relación si Dios pudiese ser tratado como un término. Pero esto supondría, como ocurre siempre con respecto a las relaciones, un pensamiento que se elevase por encima de los términos relacio­ nados, un pensamiento englobante. Ahora bien, es precisamente este englobamiento lo que resulta imprac­

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ticable. En el fondo, es esto lo que yo pretendía decir cuando escribía hace ya mucho tiempo: «Cuando ha­ blamos de Dios, no es de Dios de lo que hablamos K Hablar de entraña una designación. Pero hay que se­ ñalar que la palabra designar es ambigua. Me liberaré de esta ambigüedad distinguiendo entre bezeichnen y hindeuten. Y aquí excluyo la Bezeichnung reteniendo el Hindeuten2. Se puede decir, en efecto, que una catequesis es precisamente ein Hindeuten. Sin em­ bargo, quizá sea preciso aclararlo más. La Bezeichnung implica inevitablemente una delimitación. Y ésta es justamente la operación que no puede practicarse sobre lo que llamamos Dios. Lo cual viene a signifi­ car en suma que Dios no puede ser tratado como ob­ jeto o como objetividad. Ahora bien, lo que acabamos de decir constituye el punto central de lo que se denomina ordinariamente la teología negativa. Y es fácil ver el parentesco que no puede por menos de establecerse entre la teología negativa y el ateísmo. De modo general el pensamien­ to del ateo, en especial cuando apela a la ciencia, evo­ luciona entre los objetos y se propone establecer entre ellos relaciones definidas. Es decir, a sus ojos o bien Dios es un objeto o bien no existe en absoluto. Y aquí tropiezo de nuevo, después de más de me­ dio siglo, con el problema que abordó inicialmente mi pensamiento antes de la primera guerra mundial. ¿Qué queremos significar cuando afirmamos o cuando negamos que Dios existe? Siguiendo los pasos de Jules 1 Journal métaphysique, p. 158. 2 Hindeuten, referencia a,

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Lagneau, me preguntaba entonces si negar la existen­ cia a Dios suponía retirarle toda realidad. Y así llegamos, a través de una serie de meandros, hasta el problema central. Pero cuando me refiero a toda aquella búsqueda, a la vez ardorosa y titubeante, en una época en que me encontraba en una soledad casi completa, me veo obligado a reconocer que sin duda no me hubiese atrevido a decir que creía en ese Dios respecto al que me empeñaba en demostrar que, a pesar de negarle la existencia, no podía, no obstante, negar también su realidad. Pero de hecho creo que la investigación existencial propiamente dicha se me presentó de pronto como el camino que era preciso seguir si quería escapar, si no exactamente a la contradicción, sí al menos a la so­ bretensión casi insoportable para el espíritu que en­ traña la idea de un Dios real, pero no existente, aun­ que seguramente sería mejor decir no objetivo. ¿No nos encaminaríamos acaso a una solución al encontrar un medio de distinguir estrictamente entre existencia y objetividad? Creo que en aquel entonces no pensé ni por un momento en que seguía las huellas de Kierkegaard, que en aquella época no era para mí más que un nombre. Aún no se había traducido ningu­ na de sus obras al francés y yo no había tenido la me­ nor ocasion de echar una ojeada a la traducción ale­ mana de las mismas. Me permito recordar que fue la reflexión sobre el cuerpo propio y sobre la sensación lo que me condujo a pensar que si yo, ser humano, existo es en la medida en que tengo un cuerpo y en que sostengo por intermedio de ese cuerpo unas rela­ ciones con el mundo que no se dejan de ningún modo

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reducir a las que determina el pensamiento científico. Sin que me diese cuenta de ello de una manera pre­ cisa, al menos al principio, esta investigación se orien­ taba hacia el Dios encarnado, hacia el Dios que se confirió a sí mismo la existencia al hacerse hombre como yo. Pero es obvio que aunque el pensamiento filosó­ fico podía encaminarse así hacia el Dios encarnado, esto no bastaba para hacerme creer en él. Era preciso que me fuese atestiguado y que ese testimonio se me impusiese. Creí en la fe de los demas antes de atre­ verme a decir que esa fe era la mía. Primero tenía que franquear un umbral, y ese umbral es lo que llama­ mos conversión. «Pero — se me preguntará— ¿qué interés puede tener en la actualidad una evocación semejante? ¿Aca­ so no se refiere a un pasado ya cumplido, a una evo­ lución que ya sólo puede interesar al historiador?» Responderé que no se trata en absoluto de una di­ gresión, que en cuanto tal resultaría en efecto inex­ cusable. Porque sucede que el obstáculo que tenemos que remontar sigue siendo hoy en día el mismo que en mis primeras investigaciones. Incluso es posible que se haya hecho más formidable todavía por el hecho de que el desarrollo de las ciencias y de la técnicas ha continuado a lo largo de este medio siglo a una velocidad vertiginosa. Hace poco recordaba la de­ claración de un reputado científico que proclamaba que el hombre es una máquina electrónica. ¿Se puede manifestar una incomprensión mas radical de lo que es la existencia o, hablando en otro lenguaje, de lo que es la subjetividad?

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Convendría, sin embargo, volver sobre el término testimonio, que he utilizado hace un momento, y res­ ponder a la objeción que puede despertar su empleo en el registro filosófico. Efectivamente, ¿no se sitúa el testimonio fuera de la zona en que se ejerce el pensamiento del filósofo? ¿O bien habrá que admitir que pueden existir dos tipos de testimonio, uno de los cuales podría ser re­ conocido como válido por el filósofo, mientras que el otro se situaría más allá del umbral del que he hablado, el umbral de la conversión efectiva? Está claro que si nos atenemos a la concepción clá­ sica del filósofo, la que prevaleció no sólo durante el siglo xvm , sino incluso en Kant y en la mayoría de sus seguidores — aunque a este respecto habría que introducir sin duda ciertos matices— , la respuesta no puede ser más que negativa: al filósofo como tal no le corresponde atestiguar. ¿Ocurre lo mismo con res­ pecto al pensador existencial? La cuestión es verdade­ ramente crucial. Me apresuraré a decir que el recurso a la expresión existencialista cristiano, contra la que no he dejado de sublevarme desde hace quince años, sólo puede acarrear las peores confusiones. Miremos las cosas mas de cerca. El testimonio im­ plica un compromiso. Pero ¿quién es aquí el sujeto? ¿Quién es aquí el yo? Cuando se trata de un hecho observado es el yo empírico el que puede y debe afir­ mar su identidad. Ahora bien, ¿no nos vemos así literalmente arrinconados entre el campo racional, en el que el filosofo pretende al menos escapar a las tra­ bas del estado egoico, y el campo empírico propia­ mente dicho? Sin embargo, el pensamiento existencial,

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en cuanto tal, supone justamente la negativa a acep­ tar semejante disyunción. ¿Es justificable y puede tomar cuerpo esta negativa? ¿Cuál es el estatuto del pensamiento que la enuncia? Recordemos lo que decíamos más arriba acerca del poeta: el filósofo existencial, tampoco él no es no importa quién; se define también por una vocación, y esta vocación a mi modo de ver es la comprensión fraternal. Es esta comprensión la que constituye el punto central del testimonio y en función de ella pue­ de ser reconocido tal testimonio. Pero dicho recono­ cimiento implica un oído comparable al del músico, un oído que no es solamente una facultad, sino que es también un don. No vayamos a imaginar que es posible en ningún caso regatear el don, lo mismo que no se puede regatear la vocación, y ambos, don y vo­ cación, son inseparables. Pero tanto en el caso de la comprensión fraternal como en el caso del oído no se trata de una simple particularidad psicológica, sino de un poder ordenado hacia un valor. Por lo demas re­ curro con disgusto al término valor, que resulta siem­ pre ambiguo. En realidad nos hallamos en la juntura entre el valor y el ser. Guárdemonos, no obstante, de sobrepasar esta fórmula, que no es capaz de satisfacernos plenamente, y procuremos comprender lo que puede ser la pu­ reza del testimonio, preguntándonos cómo se deter­ mina tal pureza. Me parece ver que la pureza com­ porta en este caso la reabsorción de la relación ex­ terna que traduce la preposición de, relación externa que se encuentra siempre presente, por el contrario, cuando el testimonio recae sobre un hecho compro­

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bado. ¿No habría que decir que el testimonio entraña lo que llamaré — excusándome por el neologismo— la transparición de lo atestiguado? Pero inmediatamente se nos plantea la cuestión del discernimiento. ¿Cómo se podría reconocer esta transparición? El único modo posible parece ser la reverberación de esta luz. Mas no nos dejemos extraviar por una metáfora tomada del campo de la óptica. Creo que hay que referirse siempre a lo que he intentado expresar anteriormente al hablar de una luz que sería al mismo tiempo con­ ciencia de iluminación y asimismo alegría de ser luz. La virtud propia del testimonio consiste precisamente en transmitir esta luz-alegría, de la que es como su portador. En este punto, sin embargo, no podemos soslayar las objeciones de la reflexión crítica, la que se afana sobre todo por descubrir las posibles ilusiones. El testigo puede estar engañado y puede engañar. Por lo demás, poco importa la línea que siga o en que se desarrolle esta labor de desenmascaramiento, poco importa el enfoque que presida esta tarea, ya sea el enfoque psicoanalítico o el enfoque marxista, por ejemplo. El testigo será acusado siempre de fraude, aunque sin duda involuntario. Pero si al frente de todas estas últimas reflexiones he colocado la noción de pureza y la de una reabsor­ ción de la relación externa ha sido precisamente para subrayar que todas estas tentativas de desenmascara­ miento, cuyo valor no hay por qué negar, se desarro­ llan sin salirse de un cierto límite, del punto en que el testimonio se presenta como trascendente a todo intento de reducción y de descalificación.

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«Y , sin embargo — se me preguntará todavía— , ¿no es de manera inevitable este Dios históricamente de­ finido el que se atestigua? Y esta especificación his­ tórica — incluso aunque permanezca implícita— , ¿no basta para quitar al testimonio ese carácter de pure­ za, y aun se podría decir de incondicionalidad, sobre el que usted ha insistido? Y — se añadirá— si hace usted abstracción total de toda referencia histórica o socio­ lógica, admitiendo que sea todavía de Dios de lo que habla, ¿no es de ese Dios de los filósofos (digamos, por ejemplo, el de Spinoza), del que apenas si tiene el menor sentido decir que es atestiguado, puesto que se sitúa usted en una esfera anterior a la propiamente existencial?» La objeción es grave y merece sin duda alguna que nos detengamos en ella. Creo que respondería a ella diciendo que, en mi opinión, lo que he llamado la pureza del testimonio se halla en correspondencia con la afirmación del Dios santo, del Deus Sanctus, que debe ser aquí puesto a plena luz. Advertiré que es muy posible que esta afirmación no se deje reducir a un juicio de predicación, que procedería a conceder a Dios un atributo: la sanctitas. Se trata más bien de una alabanza o de una exaltación brotada de esa zona central en que el pensamiento y el corazón se confun­ den. Pero ¿cómo no ver que la alabanza es testimonio por excelencia y, dado que es arrebato, rechaza o re­ prime la reflexión crítica y desenmascaradora de que he hablado anteriormente? «Sin embargo — se me insistirá todavía— , ¿no sub­ siste acaso una oscuridad, una confusión? ¿Es el filó­ sofo el yo de la alabanza? Y si entre el uno y la otra

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se mantiene una distinción, ¿habrá que decir que esta alabanza es comprobada por el filósofo?» Admitirlo significaría retroceder con respecto a lo que; dije precedentemente. Está bien patente que cuando hablé de comprensión fraternal no. podía ha­ cerlo en el sentido de una comprobación, como la que se realiza sobre un fenómeno cualquiera. La alabanza que se afirma en el Deus Sanetus no se deja fenomeualizar, sino que es reconocida por el filósofo como trascendente a toda fenomenalización posible. No faltará aún quien me señale lo siguiente: «¿Es­ tá usted en su derecho al decir aquí el filósofo? ¿Es justificable el empleo del artículo definido? ¿No pensar^ usted acaso en un determinado filósofo o en un tipo de filósofo o incluso, en el fondo, en usted mis­ mo? ¿No cabe en lo posible que todo lo que acaba de decir se reduzca a la aseveración totalmente subjetiva de que a sus ojos la afirmación del Dios santo es metafenoménica?» También en este caso creo que se trata de una objeción importante, que se presenta como una fuerza propulsora en la medida en que nos obliga a intentar deshacer el equívoco. Por lo tanto, me interrogaré y procederé al indispensable examen de conciencia a que tal objeción tiene la virtud de obligarme. ¿Se puede decir verdaderamente que soy yo, yo solo, en el sen­ tido rnás limitado del término, el que habla? En efec­ to, el que habla no es un filósofo cualquiera, no es un filósofo en general. Ahora bien, ¿no he dado ya a entender que entre «yo solo» y ese «filósofo en ge­ neral» — que, por lo demás, quizá no sea más que una ficción— existe un tercer término, el único que

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debe ser tomado en consideración? ¿Y no he inten­ tado demostrar que este tercero se define por una cierta vocación y que esta vocación consiste en ser una voz que habla en nombre de los que... ? Interrum­ po aquí la frase porque conviene reflexionar sobre ella antes de terminarla. Podríamos quizá continuarla así: de aquellos cuyo pensamiento orante se eleva hacia el Dios santo, y ya he subrayado lo suficiente que se trata de una oración de alabanza más que de petición, por lo mismo que la petición corre el riesgo de aten­ tar en cierto modo contra la santidad de lo invocado. Ese tercero que me esfuerzo por ser se presenta, por tanto, como un locum tenens. No basta con decir que se encuentra unido a una comunidad fraternal. Una relación semejante podría parecer demasiado te­ nue. El es la voz de esta comunidad, de la cual quizá haya que decir que no comporta ninguna fron­ tera que pueda ser trazada. Mas también en este punto tenemos que prevenir un nuevo ataque: «¿Hasta qué punto — se me pre­ guntará— esta voz puede considerarse todavía como filosófica? ¿Acaso no se ha salido usted del dominio de la filosofía para penetrar en el de la religión?» En realidad, este reconocimiento del testimonio • — que, por lo demás, termina por convertirse en cotestimonio— es el punto extremo de una meditación que, en cuanto tal meditación, no puede ser más que filosófica. Dicha meditación está encaminada a determinar las condiciones en que se puede hacer intervenir la afirmación de Dios sin franquear el um­ bral de la conversión propiamente dicha, es decir, man­ teniéndose apartado de la adhesión a un credo deter-

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minado dentro de un contexto eclesial específico. En este punto de mi meditación se me viene a la memoria un texto de Ferdinand Ebner. Creo opor­ tuno el citarlo porque puede servir para demostrar hasta qué punto me opongo en esto a un pensador existencial del que, en otros muchos aspectos, me en­ cuentro, no obstante, muy próximo. Dicho texto se encuentra incluido en el tomo II de la nueva edición de sus obras. Se trata de una nota de su diario que parece datar del 16 de julio de 1918: «También el pensamiento de los filósofos está em­ peñado en la búsqueda de Dios, pero no consigue en­ contrarlo. El filósofo piensa en la tercera persona, cuando Dios debe ser encontrado en la segunda. El pensamiento que quiera encontrar a Dios tiene que convertirse en plegaria..., plegaria no ya simplemente ideal o formal, sino verdaderamente real. Y aunque fuese filosófico antes de hacerse plegaria, después ha dejado de serlo» 3. Creo que mis lectores se habrán dado cuenta de que mi opinión a este respecto difiere de la de Ebner. Yo prefiero decir que el paso de la tercera a la segunda persona, en la medida en que debe estar fundamenta­ do o justificado filosóficamente, se sitúa aún en un plano anterior a lo religioso propiamente dicho. Por el contrario, creo estar de acuerdo con Martin Buber, porque estoy seguro de que los escritos que ha reunido

3 Journal métapbysique, p. 48.

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bajo el título Dialogisches Leben presentan a sus ojos un carácter propiamente filosófico. Es, sin duda alguna, la reflexión, en cuanto tal, la que discierne los límites de un pensamiento que recae exclusivamente sobre la tercera persona, y es este discernimiento el que otorga su plena significa­ ción a la idea de intersubjetividad. Hay que recono­ cer, sin embargo, como creo que hemos tenido ocasión de hacerlo precedentemente, que la teoría, y aun po­ demos decir que el razonamiento en cuanto tal, corre siempre el peligro de causar detrimento a la intersub­ jetividad, es decir, de convertirla en una relación es­ tablecida entre seres considerados como terceras per­ sonas. Está fuera de duda, en lo que a mí concierne, que la exigencia dramatúrgica que subyace en una gran parte de mi obra traduce justamente la conciencia de esta especie de antinomia: en el drama el sujeto tras­ ciende la objetivación, dado que está tratado como primera persona y dado que el otro se convierte para él en un tú. Volviendo, pues, a lo que dije anteriormente a pro­ pósito de la afirmación de Dios, creo que dicha afir­ mación presenta un carácter tangencial, surge en el punto extremo de la investigación filosófica y, para el filósofo, recae sobre el Dios santo considerado en su santidad, más allá de toda representación que amenazara con desdivinizarlo (y les ruego que me excusen por utilizar este término un tanto bárbaro, pero que expresa muy bien lo que estoy intentado decir). Lo que interesa saber es si esta afirmación si­ gue correspondiendo o no a la teología negativa. Pero éste es un punto sobre el que no quiero pronunciarme 12

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de manera categórica. Por lo demás, tengo que decir que a mi entender sólo se trata de un problema de definición. No se me oculta en absoluto lo expuesta que resulta una tal posición y de ahí su vulnerabili­ dad. Pero pienso que si permanecemos al margen, si, al igual que hace Ebner, negamos que el orden del tú pertenezca al ámbito de la filosofía propiamente dicha, nos veremos probablemente obligados a dejar la fi­ losofía en un plano anterior al pensamiento existen­ cial tal como se ha desarrollado desde hace medio siglo y cuya fecundidad me parece absolutamente fue­ ra de duda.

COLECCION UNIVERSITARIA DE BOLSILLO

PUNTO OMEGA 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19. 20. 21. 22. 23. 24. 25. 26. 27. 28. 29. 30. 31. 32.

Jacques Rueff: La época ¿te la inflación. Mircea Eliade: Lo sagrado y lo profano. Jean Charon: D e la física al hombre. M. Garcla-Viñó: Novela española actual. E. Mounier: Introducción a los existencialismos. J. Bloch-Michel: La « nueva novela». J. Maritain: ... Y Dios permite el mal. N. Sarraute: La era del recelo. G. A. Wetter: Filosofía y ciencia de la Unión Soviética. H. Urs von Balthasar: iQuién es un cristiano? K. Papaioannou: El marxismo, ideología fría. M. Lamy: Nosotros y la medicina. Charles-Olivier Carbonell: El gran octubre ruso. C. G. Jung: Consideraciones sobre la historia actual. R. Evans: Conversaciones con Jung. J. Monnerot: Dialéctica del marxismo. M. García-Viñó: Pintura española neofigurativa. E. Altavilla: Hoy con los espías. A. Hauser: Historia social de la literatura y el Arte. Tomo I. A. Hauser: Historia social de la Literatura y el Arte. Tomo II. A. Hauser: Historia social de la Literatura y el Arte. Tomo III. Los cuatro Evangelios. Julián Marías: Análisis de los Estados Unidos. Kurz-Beaujour-Rojas: La nueva novela europea. Mircea Eliade: Mito y realidad. Janne-Laloup-Fourastié: La civilización del ocio. Pasternak: Cartas a Renata. A. Bretón: Manifiestos del surrealismo. G. Abetti: Exploración del Universo. A. Latreille: La Segunda Guerra Mundial (2 tomos). Jacques Rueff: Visión quántica del Universo. Ensayo so­ bre el poder creador. Carlos Rojas: Auto de fe (novela).

33. 34. 35. 36. 37. 38. 39. 40. 41. 42. 43. 44. 45. 46. 47. 48. 49. 50. 51. 52. 53. 54. 55. 56. 57. 58. 59. 60. 61. 62. 63. 64. 65. 66.

67. 68. 69. 70. 71. 72.

Yintila Horia: Una mujer para el Apocalipsis (novela). Alfonso Albalá: El secuestro (novela). S. Lupasco: Nuevos aspectos del arte y de la ciencia. Theo Stammen: Sistemas políticos actuales. Lecomte du Noüy: D e la ciencia a la fe. G. Uscatescu: Teatro occidental contemporáneo. A. Hauser: Literatura y manierismo. H. Clouard: Breve historia de la literatura francesa. H. von Ssachno: Literatura soviética posterior a Stalin. Literatura clandestina soviética. L. Pirandello: Teatro. L. Pirandello: Ensayos. Guillermo de Torre: Ultraísmo, existencialismo y objeti­ vismo en literatura. Guillermo de Torre: Vigencia de Rubén Darío y otras páginas. S. Yilas: El humor y la novela española contemporánea. H. Jürgen Badén: Literatura y conversión. G. Uscatescu: Proceso al humanismo. J. Luis L. Aranguren: Etica y política. Platón: El banquete, Fedón, Fedro. Trad. de Luis Gil. Sófocles: Antígona, Edipo Rey, Electra. Trad. de Luis Gil. A. Hauser: Introducción a la historia del arte. Carleton S. Coon: Las razas humanas actuales. A. L. Kroeber: El estilo y la evolución de la cultura. J. Castillo: Introducción a la sociología. Ionesco: Diario, I. Ionesco: Diario, II. Calderón de la Barca: El Gran Duque de Gandía (come­ dia inédita). Presentación de Guillermo Díaz-Plaja. G. M iró: Figuras de la Pasión del Señor. G. Miró: Libro de Sigüenza. Pierre de Boisdeffre: Metamorfosis de la Literatura, I : Barrés-Gide-Mauriac-Bernanos. Pierre de Boisdeffre: Metamorfosis de la Literatura, II : Montherlant-Malraux-Proust-Valéry. Pierre de Boisdeffre: Metamorfosis de la Literatura, III: Cocteau-Anouilh-Sartre-Camus. R. Gutiérrez-Girardot: Poesía y prosa en Antonio Ma­ chado. Heimendahl - Weizsacker - Gerlach - Wieland - Max Born - Günther - Weisskopf: Física y Filosofía. Diálogo de Occidente. A. Delaunay: La aparición de la vida y del hombre. Andrés Bosch: La Revuelta (novela). Alfonso Albalá: Los días del odio (novela). M. García Y iñó: El escorpión (novela). J. Soustelle: Los Cuatro Soles. Origen y ocaso de las cul­ turas. A. Balakian: El Movimiento Simbolista.

73. 74. 75. 76. 77. 78. 79. 80. 81. 82.

C. Castro Cubells: Crisis en la conciencia cristiana. A. de Tocqueville: La democracia en América. G. Blócker: Líneas y perfiles de la literatura moderna, S. Radhakrishnan: La religión y el futuro del hombre. L. Marcuse: Filosofía americana. K. Jaspers: Entre el destino y la voluntad. M. Eliade: Mefistófeles y el andrógino. H. Renckens: Creación, Paraíso y Pecado Original. A. de Tocqueville: El Antiguo Régimen y la Revolución. L. Cernuda: Estudios sobre poesía española contempo­ ránea. 83. G. Marcel: Diario metafísico. 84. G. Pullini: La novela italiana de la posguerra. 85. Leo Hamon: Estrategia contra la guerra. 86. José María Valverde: Breve historia de la literatura es­ pañola. 87. José Luis Cano: La poesía de la Generación del 27. 88. Enrique Salgado: Radiografía del odio. 89. M. Sáenz-Alonso: Don Juan y el Donjuanismo. 90. Diderot-DAlembert: La Enciclopedia. Selección. 91. L. Strauss: (Q ué es Filosofía Política? 92. Z. Brzezinski-S. Huntington: Poder político USA-URSS, tomo I. 93. 2 . Brzezinski-S. Huntington: Poder político USA-URSS, tomo II. 94. J. M. Goulemot-M. Launay: El siglo de las Luces. 95. A. Montagu: La mujer, sexo fuerte. 96. A. Garrigó: La rebeldía universitaria. 97. T. Marco: Música española de vanguardia. 98. J. Jahn: Muntu: Las culturas de la negritud. 99. L. Pirandello: Uno, ninguno y cien mil. 100. L. Pirandello: Teatro, II. 101. A. Albalá: Introducción al periodismo. 102. G. Uscatescu: Maquiavelo y la pasión del poder. 103. P. Naville: La psicología del comportamiento. 104. E. Jünger: fuegos africanos. 105. A. Gallego Morell: En torno a Garcilaso y otros ensayos, 106. R. Sédillot: Europa, esa utopía. 107. J. Jahn: Lar literaturas neoafricanas. 108. A. Cublier: ludirá Gandhi. 109. M. Kidron: El capitalismo occidental de la posguerra, 110. R. Ciudad: La resistencia palestina. 111. J. Marías: Visto y no visto, I. 112. J. Marías: Visto y no visto, II. 113 . J- Coll: Variaciones sobre el jazz. 114. E. Ruiz García: América Latina hoy, I. 115. E. Ruiz García: América Latina hoy, II. 116. J. Vogt: F.l concepto de la historia de Ranke a Toynbee. 117. G. de Torre: Historia de las literaturas de vanguardia, I. 118. G. de Torre: Historia de las literaturas de vanguardia, II.

119. 120. 121. 122. 123. 124. 125. 126. 127. 128. 129. 130. 131. 132. 133. 134. 135. 136.

G . de T orre: Historia de las literaturas de vanguardia, III. P. L. M ignon: Historia del teatro contemporáneo. A. Berge: La sexualidad hoy. J. Salvador y Conde: El libro de la peregrinación a San­ tiago de Compostela. E. J. Hobsbawm: Las revoluciones burguesas. Gabriel Marcel: Incredulidad y je. A. Arias Ruiz: El mundo de la televisión. L. F. Vivanco: Introducción a la poesía española contem­ poránea, I. L. F. Vivanco: Introducción a la poesía española contem­ poránea, II. A. Timm: Pequeña historia de la tecnología. L. von Bertalanffy: Robots, hombres y mentes. A. Hauser: El manierismo, crisis del Renacimiento. A. Hauser: Pintura y manierismo. G. Gómez de la Serna: Ensayos sobre literatura social. J. López Rubio. Al jilo de lo imposible. J. Charon: D e la materia a la vida. M. Mantero: La poesía del yo al nosotros. G. Marcel: Filosofía para un tiempo de crisis.