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La crisis de la pintura de caballete GREENBERG La pintura de caballete, el cuadro trasladable que cuelga de una pared, es un producto exclusivo de Occidente, sin ningún equivalente en otros lugares. Su forma viene determinada por su función social, que es precisamente colgar de una pared. La pintura de caballete subordina lo decorativo al efecto dramático. Excava en la pared que hay detrás la ilusión de una cavidad en forma de caja y, dentro de ésta, como una unidad, organiza apariencias tridimensionales. Cuando el artista achata esa cavidad para obtener mejores efectos decorativos y organiza su contenido en términos de planitud y frontalidad, la esencia de la pintura de caballete (que no debe confundirse con su calidad) se ve comprometida. Monet, Pissarro y Sisley, los impresionistas ortodoxos, atacaron los principios esenciales de la pintura de caballete mediante la coherencia con que aplicaban los colores independientes. Las consecuencias del impresionismo ortodoxo no se desarrollaron coherentemente con el tiempo. Cézanne, Van Gogh, Gauguin, Bonnard y Matisse siguieron reduciendo la profundidad ficticia de la pintura, pero ninguno de ellos, ni siquiera Bonnard, intentó algo tan radical en su violación de los principios tradicionales de la composición que hizo Monet en las etapas intermedias y últimas de su carrera. Y es que el cuadro, por mucho que disminuya su profundidad, seguirá siendo pintura de caballete mientras sus formas resulten suficientemente diferenciadas en términos de claroscuro y se mantengan en un desequilibrio dramático. Y fue precisamente en estos puntos donde la práctica posterior de Monet amenazó los convencionalismos de la pintura de caballete. Esta tendencia aparece en el cuadro “polifónico”, “descentralizado” y repetitivo all-over, que se basa en una superficie estructurada a base de elementos idénticos o muy parecidos que se repiten sin variación

apreciable desde un extremo al otro. Es una clase de cuadro que aparentemente renuncia a tener un comienzo, una mitad y un final. Puede afirmarse que Mondrian anticipó la pintura “polifónica” o repetitiva, con su carencia de oposiciones explícitas, pero en ese sentido también la anticiparon el cubismo analítico de Picasso y Braque, la obra de Klee e incluso el futurismo italiano. La diversidad de lugares en que ha aparecido la pintura all-over después de la guerra debería bastar para atestiguarlo. Los paisajes grandes de Mordecai Ardon-Bronstein se orientan igualmente a una composición “polifónica”, aunque solo sea porque los temas de sus obras están monótonamente diseñados en sí mismos, pero el significativo es que se atreva a aceptar esa monotonía. Polifónico proviene de la música, cada elemento, que cada sonido de la composición tenga la misma importancia, así también el pintor all-over hace que todos los elementos y todas las zonas del cuadro sean equivalentes en su acento y su énfasis. El hecho de que pintores como Pollock introduzcan a veces en esa equivalencia variantes discretas que a primera vista sólo percibimos en el resultado final no una equivalencia, sino una uniformidad alucinante, sólo sirve para intensificar el resultado. La noción misma de uniformidad es antiestética. La disolución de lo pictórico en la mera textura, en una aparente sensación cruda, en una acumulación de repeticiones, parece hablar en nombre de algo muy profundo en la sensibilidad contemporánea y responder a ello. Lo all-over, lo repetitivo, tal vez responda a la idea de que todas las distinciones jerárquicas han quedado literalmente exhaustas e invalidadas; de que ningún área y orden de experiencia es intrínsecamente superior, en cualquier escala de valores definitiva, a cualquier otro campo u orden de experiencia.

El futuro de la pintura de caballete como vehículo del arte ambicioso está resultando muy problemático. Utilizando esa convención como lo hacen, y no puede evitar hacerlo así, los artistas como Pollock están a punto de destruirla.