Gil Robles - Discursos Politicos

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Prólogo La voz de las derechas OCTAVIO RUIZ-MANJÓN La proclamación de la Segunda República, en abril de 1931, trajo consigo un amplio programa de reformas, encaminado a una profunda transformación de la sociedad española y de la organización de su Estado. El principal escenario de discusión y aprobación de ese programa fueron unas Cortes que, además de preparar la nueva Constitución española, se convirtieron en impulsoras de una política radical que no haría sino acrecentar las tensiones sociales. Habían sido elegidas con una participación considerable -superior al 70 %- en junio de 1931 y el sistema electoral, que trataba de evitar los defectos del antiguo caciquismo, favoreció a las candidaturas de la coalición republicanosocialista gobernante, que obtuvo 380 escaños de los 470 que componían la Cámara. En las menguadas filas de las derechas aparecía un reducido grupo de 26 agrarios en el que se incluían elementos conservadores de las provincias agrarias castellanas, políticos carlistas y los representantes de Acción Nacional. Este último era un partido que había organizado apresuradamente el periodista católico-y después obispo y cardenal de la Iglesia-Ángel Herrera. Partía de la aceptación del cambio de régimen que acababa de ocurrir para dedicarse «a la defensa de principios fundamentales que reputaba...seriamente amenazados». El lema que adoptarían -«Religión, familia, orden, trabajo y propiedad»-dejaba bien a las claras las ideas que guiaban a la nueva agrupación. No tardaría mucho en comprobarse que la cabeza rectora de aquel pequeño grupo parlamentario era un joven catedrático de la Universidad de Salamanca, de familia tradicionalista. Se llamaba José María Gil Robles y Quiñones, y tenía 32 años cuando inició sus tareas parlamentarias, que se prolongarían durante las tres legislaturas de la República. Su consagración como parlamentario tuvo lugar el 24 de julio de 1931, cuando se levantó a defender la validez de las actas de diputado correspondientes a la circunscripción de Salamanca. Nació entonces uno de los grandes oradores de aquellas Cortes constituyentes en un ambiente de casi soledad, y de permanente agresividad de sus adversarios, que le obligaría a una oratoria directa, precisa y siempre dispuesta a la réplica incisiva. José Ortega y Gasset y Salvador de Madariaga, que eran sus colegas en el Parlamento, aunque en posiciones políticas bien distintas de las de Gil Robles, no dudarían en reconocer las dotes oratorias del joven parlamentario. «Casi aislado en el Parlamento -ha escrito el prestigioso historiador Carlos Seco Serrano-, logrará convertir su escaño en tribuna abierta aun auditorio que abarca, prácticamente, todo el país. » Desde esa tribuna pondría las bases de una política guiada por la voluntad de revisar la Constitución de 1931, especialmente por el jacobinismo que demostraba en sus disposiciones relativas a la Iglesia católica. En aquellas primeras Cortes constituyentes Gil Robles representaba la defensa del principio de legalidad frente a un Gobierno que, llevado de su radicalismo, se guiaba por un oportunismo arbitrario que el joven diputado no dudaría en

calificar de dictadura parlamentaria. Resulta sintomático, en ese sentido, que algunas de sus intervenciones más sonadas de ese período tuvieran por objeto la protesta contra las sanciones que sufría la prensa conservadora. Como ha señalado recientemente Justino Sinova en su libro sobre la prensa en la Segunda República española, la libertad de expresión sufrió serias limitaciones durante aquel régimen político, a pesar de que se ha querido presentarlo como un modelo de respeto a las libertades democráticas. La tarea parlamentaria de Gil Robles, con sus manifestaciones de respeto al sistema político establecido, y su oferta de colaboración con el régimen, encontraría también la oposición de elementos conservadores que le acusaban de facilitar la consolidación de la República y de pasividad frente a la legislación sectaria que ésta había desarrollado. Sin embargo, el fracaso del pronunciamiento militar que intentó Sanjurjo en agosto de 1932 serviría para fortalecer la posición legalista de Gil Robles y de su partido desde comienzos de 1933. En febrero de aquel año se había constituido una nueva coalición de partidos de derechas con el nombre de Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA) que supo aprovechar el debilitamiento de los gobiernos de centro-izquierda presididos por Manuel Azaña y su progresivo alejamiento de la opinión pública. El escándalo generado por la matanza de anarquistas en Casas Viejas (enero), o los fracasos del Gobierno en las elecciones municipales (abril) y en las de vocales del Tribunal de Garantías Constitucionales (septiembre) fueron el precedente inmediato del gran triunfo de las derechas en las elecciones de noviembre de 1933. La CEDA se convirtió en la primera fuerza parlamentaria, con 115 diputados, aunque quedó lejos de la mayoría absoluta, que exigía 237 escaños. Las izquierdas habían quedado casi laminadas, con 60 escaños de los socialistas y poco más de 30 de los republicanos de izquierda. Gil Robles, en cualquier caso, entendió que no se daban las condiciones para reclamar la responsabilidad directa de gobierno. El discurso que se reproduce a continuación, pronunciado con ocasión de la presentación ante las Cortes del Gobierno republicano conservador presidido por Alejandro Lerroux, es la mejor expresión del pensamiento de Gil Robles en aquella situación y sería «uno de los más diáfanos del jefe de la CEDA», en opinión de Seco Serrano. En su discurso, el diputado salmantino dirigía una mirada retrospectiva a lo que había sido el comportamiento de su grupo político, para hacer una contraposición entre las leales ofertas de

colaboración realizadas por aquél en las Cortes anteriores y la actitud sectaria que había encontrado en las filas de la mayoría gobernante. Esa misma actitud colaboradora le llevaría, con ocasión de este discurso, a ofrecer el apoyo de su grupo al nuevo Gobierno, del que no solicitaba otra cosa que el inicio de una seria rectificación de la política que se había realizado en los años de gobiernos izquierdistas. Por otra parte, una interrupción de José Antonio Primo de Rivera a favor de una dictadura «integral y autoritaria» le daría píe para rechazar las ideologías fascistas que se basaban, dijo, «en un concepto panteísta de divinización del Estado y en la anulación de la personalidad individual». Trataba así de salir al paso de quienes acusaban a la CEDA de ser un movimiento fascista que pretendía la supresión de la República. La respuesta se la daría, en aquella misma sesión, el líder socialista Indalecio Prieto que, aun reconociendo que Gil Robles había pronunciado un «brillantísimo discurso (...), sin duda, el mejor de cuantos ha pronunciado en este recinto», le recordó las expresiones antidemocráticas que había realizado durante la campaña electoral y los editoriales que el periódico católico El Debate había publicado en el mismo sentido. Las palabras del señor Gil Robles en su discurso -añadiría Prieto-sobre lo que deberían hacer las derechas si se les cerraba el camino del Gobierno, encubren el propósito de un golpe de Estado. En este caso, el Partido Socialista contrae pública y solemnemente el compromiso de desencadenar la revolución. Los campos quedaron claramente delimitados y los acontecimientos posteriores no harían sino convertir aquellas palabras en proféticas. Las escisiones en la mayoría gobernante, la radicalización de los republicanos de izquierda y la confirmación del giro bolchevique que Largo Caballero había iniciado en el verano de 1933, se concitaron para provocar el fracaso de aquellas Cortes y de cualquier proyecto de establecer el régimen de convivencia que España necesitaba. Lo que siguió, para desgracia de todos, es demasiado bien conocido. Octavio Ruiz-Manjón es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense de Madrid

Biografía El fracaso de un moderado JOSÉ MARÍA PONS José María Gil Robles y Quiñones fue uno de los políticos que mejor ilustró tanto las profundas divisiones ideológicas de la España de la década de 1930, como las consecuencias negativas de la dictadura franquista. Nacido en Salamanca en 1898 en el seno de una familia acomodada, su padre era un importante intelectual carlista que fue catedrático de Derecho Político en la Universidad de Salamanca. Además de desarrollar una carrera profesional vinculada al Derecho, Gil Robles también se integró en movimientos políticos confesionales de signo católico y durante la Segunda República se convirtió en el gran líder de la derecha. Tras apoyar la sublevación de julio de 1936, rápidamente se sintió defraudado por el franquismo y defendió políticas de reconciliación y democratización. Después de la muerte de Francisco Franco, Gil Robles fracasó en las posteriores elecciones con su propuesta de partido democristiano. Falleció en Madrid en 1980. José María Gil Robles realizó sus estudios de Derecho en la Universidad de Salamanca, por los que consiguió el premio extraordinario de Licenciatura. En 1919 se instaló en Madrid, donde obtuvo el doctorado en 1921 y, tras realizar estancias en las universidades de La Sorbona y de Heidelberg, en 1922 ganó la cátedra de Derecho político Español comparado con el Extranjero en la Universidad de La Laguna, a la que nunca se llegó a incorporar (más tarde sí ocuparía las cátedras de las universidades de Granada, Salamanca y Oviedo). En 1923 optó por ejercer la abogacía y el periodismo en el diario católicoconservador El Debate, del que luego sería director por un breve tiempo en 1931. Simultáneamente, Gil Robles mostró su interés por la vida política militando en organizaciones confesionales: fue miembro de la Asociación Católico-Nacional de Propagandistas y secretario general de la Confederación Nacional Católica Agraria (que coordinaba a centenares de sindicatos agrícolas de toda España). Su adscripción a ideologías conservadoras le abrió la posibilidad, durante la dictadura de Primo de Rivera, de colaborar con José Calvo Sotelo en la preparación del Estatuto Municipal de 1924, que pretendió regenerar la administración local aunque tuvo escasos resultados prácticos. LA LLEGADA DE LA SEGUNDA REPÚBLICA Sin embargo, el verdadero protagonismo de Gil Robles en la vida política activa empezó en 1931, con la proclamación de la Segunda República. Decidió participar en el nuevo régimen político, al igual que buena parte del catolicismo político español, y obtuvo un escaño por Salamanca en las Cortes Constituyentes de 1931, en la candidatura del Bloque Agrario. Aquel mismo año impulsó con Ángel Herrera la fundación de la conservadora Acción Nacional, que poco más tarde pasaría a denominarse Acción Popular y de la que sería elegido presidente. Inicialmente Acción Popular era una organización muy flexible que, a partir de la defensa del catolicismo y del orden social, admitía en su interior proyectos políticos muy variados. De ahí que en agosto de 1932 muchos de sus militantes participaron en el fracasado intento de golpe de Estado conocido

como la sanjurjada, en contra del criterio legalista de Gil Robles, por lo que el partido quedó debilitado. Tras este precedente, Gil Robles pudo imponer al partido su criterio de que se debía acceder al Gobierno por vías legales y concentró sus esfuerzos en la reorganización de las derechas españolas. Desde Acción Popular llegó a acuerdos con otros grupos políticos que permitieron la fundación de la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), liderada por él mismo y que consiguió ser el grupo más votado en las elecciones generales de noviembre de 1933. Gil Robles se convirtió en el líder indiscutido de los conservadores, en la persona que había conseguido expulsar del poder a los partidos de izquierda. Desde esta posición de fuerza negoció la composición de los siguientes Gobiernos de la República, liderados por el Partido Republicano Radical y sin representación de la CEDA. La razón de esta estrategia inicial se debía a la desconfianza que los cedistas y el propio Gil Robles inspiraban a muchos españoles, empezando por el propio presidente de la República Niceto Alcalá Zamora. Es necesario señalar que, al igual que tantos conservadores europeos de la década de 1930, por aquel entonces Gil Robles estaba muy influido por las experiencias fascistas de Italia y Alemania. Es significativo que las Juventudes de Acción Popular adoptaran el saludo a la romana, o que Gil Robles asistiera en 1933 al congreso nazi en Nuremberg y que en la campaña electoral hubiese afirmado: «La democracia no es para nosotros un fin, sino un medio para ir a la conquista de un Estado nuevo. Llegado el momento, el Parlamento se somete o lo haremos desaparecer». Por otra parte, Gil Robles también había manifestado explícitamente su oposición a algunas de las principales reformas del primer bienio republicano, como el Estatuto de Cataluña o la Ley de Reforma Agraria, con lo que un sector significativo de los españoles lo consideraban un peligro para el propio régimen republicano. LA CEDA EN EL GOBIERNO La CEDA en ningún momento había renunciado a ocupar ámbitos de poder, sólo había pospuesto este paso a la espera del momento oportuno. Éste llegó el 4 de octubre de 1934, con la incorporación de tres cedistas al tercer Gobierno de Alejandro Lerroux. Una parte significativa de las izquierdas consideró que España podía convertirse en una dictadura fascista, de forma parecida a lo ocurrido en Italia y Alemania, y alentó una revuelta aquel mes de octubre que tuvo especial impacto en Cataluña y, sobre todo, en Asturias. El Gobierno consiguió dominar la insurrección, aunque fuera a costa de encarcelara miles de implicados y de usar el Ejército de manera expeditiva para sofocar la resistencia asturiana. Muchos de los protagonistas de la insurrección acabaron reconociendo más tarde el error de aquella iniciativa que sólo había servido para debilitar a partidos y sindicatos de izquierdas. En los meses siguientes la CEDA desmanteló algunas de las principales medidas adoptadas en el primer bienio republicano, en particular la reforma agraria. Entre mayo y diciembre de 1935 Gil Robles por fin entró personalmente en el Gobierno como ministro de la Guerra, y precisamente en aquel intervalo se promocionaron militares cuya fidelidad a la República era

como mínimo dudosa, como el caso del mismo Francisco Franco, que pasó a ser jefe del Estado Mayor del Ejército. Al mismo tiempo, consiguió un cierto prestigio entre los militares al aumentar las inversiones gubernamentales en las Fuerzas Armadas. En los últimos meses de 1935, diversos escándalos afectaron a líderes radicales, incluido Alejandro Lerroux, lo que provocó una grave crisis en aquel partido y la ruptura del Gobierno de coalición. Gil Robles intentó aprovechar la coyuntura para alcanzar la Presidencia del Gobierno, pero se encontró con la oposición del presidente de la República. Aquel desengaño le llevó a considerar incluso la posibilidad de un golpe de fuerza, pero los militares consultados (como Manuel Goded y Francisco Franco) consideraron que aún no había llegado el momento oportuno. En consecuencia, la situación política obligó a convocar unas nuevas elecciones generales en febrero de 1936, en las que la campaña adquirió un alto nivel de agresividad. Son ilustrativas algunas consignas de las derechas como «Frente contrarrevolucionario bajo la dirección del jefe para aniquilar la antipatria y hacer de España, en breve, una gran nación» o «Luchamos contra el liberalismo y la democracia corrompida». FRENTE POPULAR Y GUERRA CIVIL La victoria en los comicios de las izquierdas llevó a Gil Robles a la oposición, a pesar de que inicialmente propusiera al aún presidente del Gobierno Manuel Pórtela Valladares que declarase el estado de guerra para anular las elecciones e impedir que el Frente Popular accediera al poder. Calvo Sotelo y Francisco Franco realizaron gestiones en un sentido parecido, también sin éxito. Gil Robles se encontró a partir de ese momento con una CEDA debilitada, importantes grupos conservadores que tendieron hacia estrategias insurreccionales y un liderazgo en las derechas disputado con figuras emergentes como José Calvo Sotelo. El asesinato de éste llevó al paroxismo el nivel de enfrentamiento político y social, y Gil Robles llegó a asegurar que la democracia había fracasado y que estaba a punto de llegar una «solución» a los problemas de España. Aunque Gil Robles siempre afirmó no haber participado en los preparativos de la insurrección de 1936 debido a su oposición al uso de la violencia, hay que admitir que su actitud y sus discursos sí sirvieron para legitimar la necesidad de una solución militar. Como en su intervención parlamentaria del 15 de julio de 1936, cuando se dirigió a los partidos de izquierdas con las siguientes palabras: «Vosotros, que estáis fraguando la violencia, seréis las primeras víctimas de ella (...). Ahora estáis muy tranquilos, porque veis caer al adversario. ¡Ya llegará el día en que la misma violencia que habéis desatado se volverá contra vosotros!». LA APUESTA POR LA «RECONCILIACIÓN» Al iniciarse la Guerra Civil, Gil Robles se encontraba en la localidad francesa de Biarritz y, después de ser expulsado de aquel país, se refugió en Portugal. Desde su exilio apoyó la sublevación militar y en 1937 manifestó su voluntad de integrarse en el partido único de la dictadura: «En nombre de Acción Popular (...) pongo en sus manos toda la organización, tanto el partido, actualmente en suspenso, como las milicias». Sin embargo, ante la evolución del régimen franquista y sus excesos represivos, muy pronto formuló las primeras

críticas. A su vez, en la denominada España nacional Gil Robles fue tachado de traidor y recibió la acusación de haber sido poco decidido en acabar con la República. Así que Gil Robles evolucionó hacia posiciones democratacristianas, muy lejanas de la dictadura franquista. Desde una convicción accidentalista en cuanto a la cuestión del régimen político, terminó decantándose a favor de una solución monárquica en la figura de don Juan de Borbón, al creer que la monarquía era la mejor manera de superar la Guerra Civil. Se integró en el Consejo Privado del pretendiente en 19463/ le predijo, como así sucedió, que Franco nunca abandonaría el poder voluntariamente. En consecuencia, aconsejó a donjuán que no participara en complots contra la dictadura ni se subordinara a ella, sino que mantuviera una posición que lo hiciera aceptable para todos los españoles, fueran de izquierdas o de derechas. Por esta razón interpretó la entrevista de don Juan de Borbón con el general Franco de 1948, y en especial la posterior salida de don Juan Carlos para ser educado en Madrid, como una claudicación inaceptable de la monarquía. Gil Robles no regresó a España hasta 1953, aunque tuvo que abandonarla de nuevo en 1962 tras involucrarse en el que fue conocido como «contubernio de Munich», cuando participó en aquella ciudad en el Congreso del Movimiento Europeo, se reunió con representantes de la oposición española y sostuvo la conveniencia de democratizar el sistema político para lograr la necesaria reconciliación. Gil Robles no se libró de la represión y del exilio, a pesar de que había anunciado previamente al Gobierno de que en su intervención defendería que en España se implantara la libertad de expresión y de sindicación, la organización de partidos políticos y el derecho de los españoles a decidir libremente su futuro. A raíz de aquella declaración también tuvo que dimitir del Consejo Privado de don Juan. En 1968 publicó, con la perspectiva de los años pasados, sus reflexiones sobre la Segunda República y la Guerra Civil en el conocido libro No fue posible lo paz. En él insistió en la importancia de la reconciliación y criticó el resentimiento que aún estaba instalado en el franquismo: «Un sincero examen de conciencia de las propias culpas, por parte de todos, con el propósito decidido de repararlas, es el único medio de conseguir el acercamiento de esas dos Españas». La muerte de Franco le llevó a apostar por un partido democristiano de amplia base popular, al estilo de los existentes en otros países europeos como Italia. Después de fundar en 1975 la Federación Popular Democrática, en las elecciones generales de junio de 1977 se presentó por la Federación Demócrata Cristiana en la provincia de Salamanca. Su empeño fracasó, pues el electorado centrista se concentró en la Unión de Centro Democrático de Adolfo Suárez y ni siquiera un personaje de su trayectoria consiguió ser diputado. Ahí terminó su última aventura política, pero hasta su fallecimiento en 1980 mantuvo una constante preocupación por salvaguardar la convivencia en España.

Con esta Constitución no se puede gobernar Discurso en el que Gil Robles, presidente de la CEDA, expresa su apoyo al Gobierno de Lerroux. Congreso de los Diputados, Madrid, 19 de diciembre de 1933 Señores diputados: Aunque quizá en una marcha normal de la discusión parlamentaria correspondiera a otros grupos iniciar el debate político, el hecho de levantarme a hablar en nombre de la fracción numéricamente más importante de la Cámara me da cierto derecho de prioridad, que, de todas suertes, yo puse desde el primer momento a disposición de la Cámara. Quizá con ratificaren el momento presente la nota que en nombre de esta minoría dicté a la prensa al salir de evacuar la consulta con el jefe del Estado, diera por definida plenamente nuestra posición. No estará de más, sin embargo, algún mayor esclarecimiento que, por mi parte, procuraré sea todo lo breve posible. Sin pretender ahondar demasiado en el pasado político, sí creo preciso hacer alguna indicación respecto al instante en que nuestro grupo surgió como tal en la vida política española. Se había hundido la monarquía, más que por el empuje revolucionario, por abandono y por apatía de sus propios elementos; más que por los ataques de sus enemigos, porque le faltaron todas aquellas asistencias de instituciones que deben, en todo momento, prestar ayuda al trono. Con el derrumbamiento de la monarquía vino fatalmente el desmoronamiento de todas las organizaciones políticas de derecha, que durante tantos años habían arrastrado una vida meramente artificial. Y fue en aquel momento cuando nosotros surgimos a la vida pública como una agrupación que, en el orden colectivo, no tenía el menor contacto con el pasado; como una organización que, inhibiéndose en el problema de la forma de gobierno, se aprestaba a la defensa de principios fundamentales que reputaba, y con mucha razón, seriamente amenazados. Desde el primer instante -permitid que lo diga sin jactancia, pero sí con satisfacción- nuestra actitud fue digna y plenamente ciudadana. No habíamos tenido parte alguna en el advenimiento del régimen. Sinceramente hay que reconocer que lo habíamos visto venir con dolor y con temor. Pero, una vez establecido como una situación de hecho, nuestra posición no podía ser más que una: acatamiento leal al poder público, no sólo no creándole dificultad alguna, sino, por el contrario, dándole todas las facilidades que fueran precisas para que cumpliera su misión fundamental. Convendría, a mi juicio, que el señor Albiñana frenara sus entusiasmos y los guardase para ocasión más oportuna y, sobre todo -no por lo que a él se refiere, sino por lo que puede referirse a grupos que con él coincidieran-, creo que a todos nos interesa no ahondar demasiado en el pasado, porque quizá las lecciones no vinieran en contra del grupo que represento. Decía, señores, que nosotros habíamos dado las facilidades precisas al poder público para que realizara su finalidad primordial, que es la de servir la

realización de los grandes fines colectivos, que es la de procurar la consecución del bien común. No se nos podía pedir, no teníais derecho, señores, a pedirnos una identificación con el régimen, una de esas adhesiones entusiastas que en tan gran número llegaron hasta vosotros en los primeros momentos. Quizá no os hiciera falta; en vuestro campo propio teníais abundancia de elementos convencidos, ante los cuales yo me inclino respetuosamente. Tampoco os faltaban esas adhesiones en montón de los que fácilmente se suman a las filas de los vencedores. Acaso nosotros hubiéramos podido también sin dificultad alcanzar un puesto en ese escalafón de antigüedad republicana hacia el cual muchos se lanzaron en carrera desenfrenada. Nos hubiera sido quizá muy fácil; pero para ello habríamos tenido previamente que desembarazarnos del peso de nuestra propia dignidad. Eso no podíais pedirlo. Lo que podíais pedir y aun exigir de nosotros era que acatáramos el poder, que para nosotros, como católicos, viene de Dios, sean cualesquiera las manos en que encarne; teníais derecho a exigirnos una lealtad acrisolada hacia un régimen cuya legitimidad no teníamos ni siquiera que investigar, porque era el que el pueblo español por sí mismo había querido. Esto era lo que nosotros podíamos y debíamos prestar, y lo hicimos desde el primer momento, aun cuando fuera necesario dejar sentimientos muy hondos y muy acrisolados, aunque en nuestras filas hubiera muchos hombres que se vieran en la precisión de retorcer su propio corazón, aunque tuviéramos que hacer frente a los ataques insidiosos de un lado y de otro, que también de nuestro campo llegaron los zarpazos de la impopularidad y hasta los mordiscos de la insidia. Pero esto nos tenía perfectamente sin cuidado, porque al adoptar esa actitud pretendíamos, y lo logramos, servir nuestros ideales; era para nosotros un tributo a nuestra propia conciencia y para vosotros una garantía de tranquilidad, porque cuanto más duro sea el sacrificio, más acrisolada es la lealtad, y cuanto más violenta sea la lucha de que se salga triunfante, más firme y más sereno es el convencimiento. En esta actitud comenzamos a actuar, sin que un instante siquiera vacilara nuestro ánimo, y en ella continuamos aun en ocasiones en que acontecimientos dolorosísimos parecía que nos empujaban hacia otro camino distinto. Y llegamos a las elecciones de diputados de las Cortes Constituyentes. No voy a hacer aquí ni siquiera una síntesis de la forma en que aquellas elecciones se celebraron; fue en un ambiente de pasión y de violencia en el cual resultó prácticamente imposible que las derechas lucharan. Derrotadas en casi todas las circunscripciones, sólo un puñado de diputados pudo llegar a estos escaños, y a pesar de las condiciones en que habíamos tenido que luchar, aún vinimos aquí, señores diputados, con un noble afán de colaboración. Todavía abrigábamos un resto de esperanza de que vosotros quisierais construir un Estado para todos. Una nación donde todos cupiéramos. Vinimos aquí, repito, a colaborar, que la colaboración -bien lo sabéis- no se presta solamente con una adhesión servil al triunfador, sino que se presta muchas veces con mayor eficacia, y desde luego con mucha más dignidad, cuando se hace por medio de una oposición razonada y de una crítica serena. A eso vinimos a las Cortes Constituyentes; pero pronto nos desengañamos, pues hubimos de ver que no se quería hacer una patria para todos; se buscaba, si era posible, el aplastamiento de las fuerzas de derecha, colocarnos fuera del ámbito legal, perseguirnos constantemente. Quizá con la esperanza de que, hiriéndonos en los sentimientos más queridos de nuestra alma y

lesionando al mismo tiempo legítimos intereses, nos lanzáramos a la desesperación y nos pusiéramos fuera de la ley, donde hubiera sido muy fácil aplastarnos. Pero nosotros no quisimos prestarnos a esa maniobra; nosotros, como grupo político, no quisimos hacer el juego a los que por ese camino deseaban lanzarnos, y nos colocamos firmemente en el ámbito legal, porque teníamos la seguridad de que, situándonos en ese terreno, bien pronto los que nos perseguían habían de colocarse ellos mismos fuera de la ley. Lo que hicimos desde el primer momento fue aceptar la desgracia con ánimo sereno, extraer de la revolución todo su significado expiatorio, rectificar los errores que en la política de derechas se habían cometido, y mientras nuestros enemigos daban la sensación de que, al llegar al poder, no tenían ideas constructivas, sino que únicamente lo habían escalado para, desde él, verter sobre la nación toda la copa rebosante de sus amarguras y rencores, nosotros fuimos al pueblo a procurar conquistarlo, a rectificar nuestros errores -como antes decía-, a coger toda esa opinión que se iba apartando de la política de las Constituyentes, porque esa política estaba inspirada no en el sentido constructivo y patriótico que todos esperábamos, sino en un sentido de destrucción que acabó con cuantos valores morales y espirituales había en España. Que el apartamiento de la opinión se iba produciendo, respecto de las Cortes Constituyentes, ¿cómo lo vamos a negar? ¡Cuántas veces, señores, en estos mismos escaños, nos hemos levantado para poner de manifiesto el divorcio entre vuestra política y nuestras masas! ¡Cuántas veces nos hemos levantado aquí para anunciar lo que hoy es una realidad, levantándonos a hacerlo entre las sonrisas despectivas de los que detentaban el poder y en medio de los improperios de la mayoría que secundaba sus órdenes! Fue preciso que vinieran los hechos a dar la razón a nuestro punto de vista, y así, primero, en las elecciones municipales del 23 de abril, España dijo claramente la modificación política que anhelaba. De nada sirvió la enseñanza, y vinieron las elecciones del 3 de septiembre, las cuales no fueron más que un presagio de lo que había de ser el resultado de estas generales ¡Tres elecciones, señores, en el término de tres meses! ¡Tres consultas al cuerpo electoral, en las que éste se produce de la misma manera! Después de esa unanimidad de criterio, ya puede venir el coro de despechados a decir que esta Cámara no es la representación de la voluntad nacional. Incluso hasta por una cierta elegancia espiritual habrá que permitir esos desahogos pueriles, con los cuales se quiere cohonestar la derrota más espantosa que ha conocido la historia política de España. ¿Y cuál es, señores, la significación de esta victoria que ha fortalecido las organizaciones políticas del centro y de la derecha? La forma en que estas elecciones se han celebrado; la extraordinaria variedad de coaliciones electorales, en las cuales nosotros, unas veces, hemos ido con fuerzas afines y un programa común, al cual continuamos siendo absolutamente fieles, y otras, con fuerzas respecto de las cuales no teníamos más que el denominador común de una significación antimarxista; las diversas coaliciones, repito, de los que hemos ido a la lucha electoral no me permiten honradamente compartir la significación de la victoria que le atribuyen algunos grupos de derecha. ¿Contra qué ha votado la opinión nacional? ¿Contra el régimen o contra su política? Para mí, honradamente, señores, hoy por hoy, el pueblo español ha votado contra la política de las Constituyentes. Ahora bien; si vosotros, señores, que tenéis en vuestras manos la gobernación del Estado;

si vosotros, señores que militáis en la oposición, os empeñáis en identificar como hasta ahora la política seguida y el régimen; si vosotros queréis hacer ver al pueblo español que socialismo, sectarismo y República son cosas consustanciales, ¡ah! entonces tened la seguridad de que el pueblo votará contra la política y contra el régimen, y que en esa hipótesis no seremos nosotros los que nos opongamos al avance avasallador de la opinión española. El pueblo, señores, nos pedía una rectificación de política. ¿Qué es lo que nosotros teníamos que hacer? Por lo que respecta al grupo en cuyo nombre hablo, esta fuerza, que con un programa perfectamente definido fue a las elecciones, ¿había de ser un factor de evolución de la política española o, por el contrario, un elemento de perturbación de la misma? ¿Había de consistir nuestra tarea en dar paz y tranquilidad a España o, por el contrario, había de ser nuestro ideal hacer imposible la vida de los gobiernos? Para nosotros no había duda alguna ni surgió por un solo instante en nuestro ánimo: nuestra obligación es dar a España días de paz y de tranquilidad y hacer posible una rectificación de la política hasta aquí seguida. También para ello se presentaban dos caminos a nuestra elección: o gobernar las derechas o facilitar la formación de Gobierno del tipo del que se sienta en el banco azul. Aun antes de la segunda vuelta de las elecciones, y para calmar legítimas impaciencias de nuestras masas, yo me apresuré a decir que éste no era el momento de una política de derechas, y no por motivos que quizá la malevolencia de algunos pudiera apuntar como causa de nuestras determinaciones. ¿Nosotros entendíamos que no era el momento de una política de derechas acaso por una posición habilidosa que nos llevaba a no desgastarnos y a esperar que otros lo hicieran, aguardando el momento propicio de nuestro triunfo? Si ese desgaste tuviera que haberse producido en nuestras filas para sacar a España del atolladero en que está, todos y cada uno de nosotros hubiéramos afrontado muy serenos el sacrificio, en la seguridad de que jamás pudiéramos prestar mejor servicio a España. ¿Sería acaso porque nosotros no tenemos un programa político? En nuestros programas hay fórmulas para los problemas que España tiene planteados; pero, en último caso, con haber hecho lo contrario que las Cortes Constituyentes, teníamos formulado el mejor programa que habría deseado el cuerpo electoral. ¿Sería acaso por miedo a la responsabilidad del poder? Muy grande, es para todo ánimo solvente, pero para mí, de todas las responsabilidades, la peor es la de la cobardía y la deserción. Antes que ésa, cualquiera; antes que ésa, mis compañeros y yo habríamos afrontado cualquier orden de responsabilidades. No, no es por ninguno de esos motivos; es por miedo a nosotros mismos, porque creemos que nuestro espíritu no se halla aún preparado para llegar a las alturas del poder. Está, señores diputados, todavía muy cerca la persecución, están todavía muy frescas las heridas que hemos sufrido en la lucha, y para mí el peligro mayor está en que las derechas llegaran al poder sin que se hubiera serenado la tempestad de nuestras almas, sin que hubiéramos tenido tiempo para que desapareciera completamente de nuestro corazón cualquier deseo de revancha o de venganza. Porque nosotros, señores, aunque alguien no lo crea, venimos a la política con deseo de hacer una obra para todos, una obra nacional, y querríamos que para entonces hubiera desaparecido de nuestra alma el rencor, con objeto de poder llamarlos a todos, porque para la obra santa que necesita España no nos importaría acudir a los que han sido nuestros verdugos; consideramos mucho más glorioso haber sido

la víctima de una persecución, que no el verdugo cuando nos hubiera llegado a nosotros el turno. No, no es ése el camino que queremos seguir, y porque sabíamos que no era nuestro momento, desde el primer instante dijimos que nuestra misión se reduciría a facilitar la formación de un Gobierno que evitara en la política española esos bruscos movimientos pendulares que no permiten la estabilidad de ningún sistema político. Nosotros queríamos evitar esos saltos bruscos en los cuales alguna vez ha de padecer, quizá de un modo irremediable, la suerte de España; nosotros pretendíamos que viniera otra situación política a liquidar, acaso con menos dolor, muchos de los errores que la opinión pública ha señalado. Por eso facilitamos la formación de ese Gobierno. ¿Con pactos inconfesables? ¿Con contubernios secretos? De ninguna manera. Ante la opinión pública en pleno Parlamento, en la forma que voy a decir con la mayor brevedad. Nosotros, frente a un Gobierno minoritario y teniendo una masa que puede influir decisivamente en los destinos de su política, no sentimos la tentación de pretender imponerle un programa político. Ni él dignamente lo aceptaría, ni nosotros discretamente podríamos pedírselo. No; nosotros, lo que podemos, lo que debemos hacer es pedirle al Gobierno que recoja el resultado de las elecciones, que vea cuál ha sido la voluntad del cuerpo electoral y que la lleve a la práctica en la legislación y en la administración. Porque en una democracia, el resultado de la voluntad del pueblo obliga lo mismo a los que están en el banco azul que a los que se encuentran en los escaños de la oposición. Obligación suya es llevarlo a la práctica; obligación nuestra es velar por que eso no sea defraudado. Y esto clara y noblemente, sin regateos de momento, con la amplitud con que el Gobierno necesite hacerlo, porque de otro modo el Gobierno no podría vivir con dignidad, y la dignidad del Gobierno es algo que le interesa tanto a él como a nosotros mismos. Pero ¿cómo es como nosotros interpretamos el resultado de las elecciones? Yo tengo que celebrar, señores diputados, que en las cuartillas que ha leído el señor presidente del Consejo se encuentran muchos reflejos de nuestro propio pensamiento. Es que el Gobierno ha tenido la misma sensibilidad y ha percibido cuáles son los puntos que el pueblo español pide que se rectifiquen en la política. Variaremos en cuanto al matiz; en cuanto a la intensidad y en cuanto al orden de prelación, quizá; pero la coincidencia en lo fundamental yo quiero destacarla, y mucho sentiría que el día de mañana pudiera venir de esos bancos una rectificación que nosotros no apetecemos. Ante todo y sobre todo, nosotros, como católicos, solicitamos lo que hasta ahora no hemos obtenido: el respeto a nuestras creencias, el reconocimiento de la personalidad de la Iglesia. Por eso le pedimos al Gobierno, como una necesidad de la conciencia nacional, que llegue lo más pronto que pueda a un convenio, a un concordato con la Santa Sede. Nosotros pedimos, por lo pronto y desde este momento, una rectificación en la legislación sectaria que ha lastimado tan profundamente nuestras creencias, y de un modo particular en todo lo que se refiere a la enseñanza, que es para nosotros una cuestión vital, en la que no podremos de ningún modo retroceder. Hablaba el señor presidente del Consejo de que la clemencia había llegado al Consejo de Ministros y en determinada ocasión se había traducido en una voluntad de realización, pero que en los momentos actuales, necesidades de

gobierno le obligan a una demora en la aplicación de esa medida. Nosotros, que ante todo y sobre todo queremos el restablecimiento del principio de autoridad; nosotros, que dejamos gustosos en manos del Gobierno todo lo que se refiere al mantenimiento del orden social, no vamos a atravesarnos en su camino con premuras o con acuciamientos que pudieran resultar indiscretos. Nos basta con que exista esa voluntad, y hemos de decirle en estos momentos: la amnistía cuanto antes; la amnistía, lo más pronto posible, sin que se demore un día más allá de las necesidades estrictas de gobierno, y que alcance a los que fueron condenados por los tribunales y también a todos aquellos que han sido objeto de sanciones gubernativas sin que pudiera dibujarse la figura de un delito. Quizá mejor sería que al llegar a este punto no habláramos de amnistía, sino de una revisión de tantos y tantos atropellos como se han cometido contra la Constitución y hasta contra las mismas leyes que presiden la convivencia en los pueblos cultos. La revisión de las sanciones que se han impuesto a los funcionarios, la revisión de los expedientes de expropiación, que implican una confiscación, contraria a la ley fundamental del Estado, será algo que el Gobierno tendrá muy presente, porque resulta indispensable para una pacificación espiritual que le interesa tanto a él como a nosotros. No responderíamos, señores, a nuestra significación y al espíritu con el cual luchamos en las elecciones si no pidiéramos al Gobierno, coincidiendo con lo que él ha expresado en las cuartillas a que antes me refería, una atención especial para los problemas del campo. Hay, señor presidente del Consejo de Ministros, una serie de medidas legislativas que es absolutamente necesario rectificar cuanto antes. Es necesario derogar la ley de términos municipales; es absolutamente preciso garantizar la libertad de trabajo y de sindicación; es absolutamente indispensable concluir con las medidas que han arruinado a la agricultura, del tipo de las leyes de laboreo forzoso y de cultivo intensivo, que no se han aplicado para rectificar la conducta antipatriótica de algunos propietarios, sino para imponer sanciones a los que no se doblegaban a ciertas medidas caciquiles que antes estaban en los organismos políticos, pero que hoy han pasado a los organismos societarios. Conformes, señor presidente del Consejo, en que es necesario llevar a la práctica una reforma agraria, pero rectificando sustancialmente la orientación de la actual, porque es absolutamente preciso, desde nuestro punto de vista, no ya sólo concluir con su desmesurada extensión teórica, que no ha servido más que para desvalorizar en España la propiedad rústica, sino hacer que desaparezca el concepto socializante del asentado, para dar lugar al concepto cristiano del pequeño propietario vinculado constantemente a la defensa de su propiedad. Es preciso, señor presidente del Consejo, que se rectifique la política de los jurados mixtos, no porque nosotros los repudiemos en cuanto ellos pudieran constituir un instrumento de paz y de concordia entre las clases sociales, sino porque son un instrumento de lucha de clases puesto al servicio de determinadas organizaciones societarias. Eso tiene que concluir, porque hoy los jurados mixtos, en lugar de instrumentos de paz, son los más eficaces instrumentos de perturbación de la economía nacional. Yo quisiera aprovechar este momento para salir al paso de las fáciles criticas que, quizá desde aquellos bancos (Señalando a las de la minoría socialista), se

nos dirijan en algún momento, queriendo esgrimir el viejo tópico de que nosotros venimos aquí contra las conquistas legítimas del proletariado. No voy a sincerarme, pero sí a hacer una manifestación categórica: para todo lo que sea justicia social, por muy avanzadas que sean vuestras pretensiones, aquí encontraréis los votos que sean precisos; es más, nos adelantaremos siempre que creamos que es de justicia adelantarnos. Porque yo os puedo decir que esta organización de derechas, que si alguna característica tiene es su hondo y su extenso contenido social, antes querría desaparecer de la vida pública, antes renunciaría a sus puestos, antes rasgaría sus actas, que consentir que sus votos en el Congreso sirvieran para perpetuar injusticias sociales contra las cuales vosotros habéis levantado vuestra voz, pero contra las cuales también la hemos levantado nosotros, aunque hayamos tropezado con la ingratitud y la incomprensión de los mismos que nos pudieran dar los votos. Y en prueba de ello, yo le voy a dirigir un ruego al señor presidente del Consejo de Ministros. Aunque implícitamente está contenido en la declaración ministerial, yo le pediría que a todo trance presentara lo más pronto posible a las Cortes un proyecto de ley para concluir con el paro forzoso o, por lo menos, para aliviarlo en la mayor medida posible. Hasta ahora, los remedios demasiado empíricos al paro forzoso han estado gravitando sobre una sola clase social, y eso constituye una injusticia contra la cual nuestra voz se levanta en el Parlamento; pero el que la carga del paro forzoso recaiga sobre toda la sociedad es una necesidad absoluta, en nombre de la cual nosotros levantamos nuestra voz con el mayor entusiasmo. Una sociedad que se llama civilizada, una sociedad que se llama cristiana, no puede ver con indiferencia que, según las estadísticas, haya en España 650. 000 hombres que no tienen qué comer. Para remediarlo, lo que sea necesario: seguros sociales, obras públicas, trabajos extraordinarios; lo que sea preciso, señor presidente. ¿Dineros? A buscarlo donde lo haya, con reformas fiscales todo lo avanzadas que sean menester, porque con el hambre de los hombres, de una vez hay que acabar. Para realizar esa obra y todo lo demás que el Gobierno crea preciso con arreglo a sus planes y que no vaya contra nuestras convicciones, nuestros votos en la medida que los desee, con plena dignidad por nuestra parte y por la suya, sin regateos de ninguna especie. Nos bastará ver su buena voluntad para llevarla a cabo; desde ese instante, para esa obra nacional nos tendrá a su disposición, y si ese Gobierno fracasara en su empresa -y no quiero debilitar su posición con pronósticos que serían inoportunos-, nosotros estaríamos dispuestos a facilitar la formación de Gobierno de composición análoga, de tipo centro, porque tenemos la aspiración de demostrar al pueblo que no tenemos ambición de ninguna especie; que no tenemos deseos de mando; que no tenemos prisa de ningún género; que queremos que se agoten todas las soluciones, para que después la experiencia diga al pueblo español que no hay más que una solución, y una solución netamente de derechas. Cuando ese momento llegue, cuando ese instante venga, nosotros no vacilaremos en decir que recabamos las responsabilidades del poder, porque hasta ahora, señor presidente, lo que he enunciado en nombre de esta minoría no es un programa total; es un índice mínimo, que entendemos que el Gobierno debe llevar a cabo porque lo exige la opinión pública como denominador común de todas las fuerzas que no militan en la extrema izquierda. Pero llegará un instante en que habrá de realizarse íntegramente nuestro programa, como entendemos que los programas no se

realizan desde la oposición, sino desde el Gobierno, en nombre de ese programa nosotros, cuando el instante llegue, sin prisas y sin miedo, recabaremos el honor y la responsabilidad de gobernar para realizar nuestro programa, para cumplir lo que es nuestra finalidad primera: la reforma de la Constitución en la parte dogmática y en la parte orgánica, porque si en la primera hay muchas declaraciones que nosotros no podemos admitir, porque repugnan a nuestra conciencia, porque van contra nuestras creencias, porque van contra nuestro sentido de la política, en la parte orgánica hay algo que tiene que rectificarse por interés de todos los partidos. Con esta Constitución no se puede gobernar, porque las Cortes Constituyentes, llevadas de un afán ultraparlamentario y ultrademocrático, han hecho un instrumento de gobierno que está plagado de dificultades, y en estos instantes en los cuales en el mundo entero va conquistando adeptos la corriente antidemocrática y antiparlamentaria, empeñarse en mantener una Constitución de este tipo no llevará más que a una solución: una dictadura de izquierda o una dictadura de derecha, que no apetezco para mi patria, porque es la peor de las soluciones en que pudiéramos pensar. No creo preciso discutir con nadie en estos momentos, y menos con persona a quien estimo tanto como el señor Primo de Rivera, la conveniencia de una dictadura de izquierdas o de derechas, ni tampoco las soluciones venturosas de una dictadura de tipo nacional. Yo sé por dónde Su Señoría va y he de decir, para que a todos nos sirva de advertencia, que por ese camino marchan muchos españoles y esa idea va conquistando a las generaciones jóvenes; pero yo, con todos los respetos debidos a la idea y a quien la sostiene, tengo que decir con toda sinceridad que no puedo compartir ese ideario, porque para mí un régimen que se basa en un concepto panteísta de divinización del Estado y en la anulación de la personalidad individual, que es contrario incluso a principios religiosos en que se apoya mi política, nunca podrá estar en mi programa, y contra ella levantaré mi voz, aunque sean afines y amigos míos los que lleven en alto esa bandera. Volviendo, señores diputados, al punto de donde me apartó esa interrupción afectuosa, que yo celebro, porque ha permitido una aclaración de mi propio pensamiento, he de manifestar que cuando el momento llegue recabaremos el honor y la responsabilidad de gobernar, como antes decía. Para actuar, ¿cómo? Con acatamiento leal al poder, con absoluta y plena lealtad a un régimen que ha querido el pueblo español y respecto de cuyo extremo no se le ha consultado siquiera en esta contienda electoral. Con plena lealtad, con la seguridad absoluta, que puede dar una posición honradamente mantenida de que nosotros jamás utilizaríamos los resortes que se pusieran en nuestras manos para ir contra el sistema político que en nuestras manos los pusiera. Eso no puede pasar por vuestro temor, porque ni un instante siquiera puede pasar por nuestra imaginación. Lo que haríamos sería gobernar para realizar ese programa, para ir a la revisión constitucional en aquellos puntos que todos nosotros acordemos y para llevarlo a cabo en la forma que resulte de unas elecciones constituyentes, que, por ministerio de la misma Constitución, habría que convocar. Colocados en esta posición, nosotros, cuando el instante llegue, tendremos derecho a gobernar. Ahora he de haceros con toda sinceridad -y no veáis en esto ni conminaciones ni amenazas- una simple advertencia. Si puestos en esa posición, que para nosotros significa, por lo menos en una gran parte, sacrificios que hacemos por nuestras creencias y por nuestra patria, se nos

cerrara el camino del poder, ¡ah!, entonces nosotros iríamos al pueblo a decirle que no era que nosotros habíamos cerrado el camino a la evolución, sino que erais vosotros los que cerrabais el camino a nuestras reivindicaciones, que nosotros, hombres de derecha, no cabíamos en vuestro sistema político. ¡Ah!, entonces tendríamos que ir a decir al pueblo que nos habíamos equivocado, que era preciso seguir otro camino para conseguir el triunfo de nuestras legítimas reivindicaciones. Pero no voy a abundar en este orden de consideraciones. Nuestra posición queda perfectamente definida. Hoy, apoyo al Gobierno en cuanto rectifique la política de las Cortes Constituyentes: mañana, el poder íntegramente, con plena libertad, como antes decía. Cuando nos necesitéis para realizar ese programa, nos encontraréis aquí. Hoy, en la oposición, en un apoyo incondicional; mañana, si llega la oportunidad, con las responsabilidades del Gobierno, pero en todo momento con una trayectoria de la que no nos apartarán ni los ataques, ni las críticas, ni la incomprensión, ni siquiera la calumnia. Y tenemos la idea de que servimos a nuestra religión y a nuestra patria. Ante ese orden de consideraciones, todas las demás, las meramente formales, todas las que pertenecen a un orden humano, no tienen para nosotros valor de ninguna especie. Donde sea, cumpliendo con nuestro deber, cuando nos busquéis, allí nos encontraréis. Nada más.

España: Nación, Estado y Patria Discurso pronunciado con motivo de la discusión del Artículo Primero del dictamen del Estatuto de Cataluña. Congreso de los Diputados, Madrid, 10 de junio de 1932

Señores diputados: La enmienda que, como primer firmante, tengo el honor de defender en estos momentos, tiende a definir, con la posible claridad, el concepto jurídicopolítico en virtud del cual se reconoce a Cataluña la autonomía prevista en la Constitución. Interesa, a mi juicio, que este extremo quede perfectamente aclarado, para lo cual, sin afán alguno de polémica, sino con el deseo de puntualizar bien todos los extremos, he de recordar cuál es la significación del movimiento catalanista, cuyas derivaciones en estos momentos tocamos. El movimiento catalanista, no ya en los partidos extremos que actualmente representan el sentir de esa región, sino incluso en aquellos partidos moderados que respondían a un sentir netamente catalanista, es, en el fondo, un sentimiento nacionalista que llega a la afirmación de que España no es más que una federación de naciones ibéricas. Es decir, que en el fondo de la organización política del Estado español, se coloca el concepto de nacionalidad y la forma federativa como estructura del Estado. Claro es que este concepto es muy difícilmente admisible, incluso en un orden meramente teórico, porque no puede existir una federación de nacionalidades, ya que el Estado federal no es sino la forma política de organización en un tipo especial de lo que, en definitiva, no es más que una nación. Pero conste que el concepto nacionalista que está latiendo constantemente en el fondo de las aspiraciones catalanas, aunque aparezca dormido en los actuales momentos, brotará muy pronto y planteará interpretaciones del texto del Estatuto, si es que no nos apresuramos a desvanecerlas con una redacción perfectamente diáfana. La enmienda que estoy defendiendo sintetiza un principio regionalista que ha

sido siempre defendido por las derechas de España. Aunque nosotros no podamos admitir el concepto de nación como base de vuestras reivindicaciones, estamos siempre dispuestos a reconocer el principio regionalista como base de la organización del Estado. Autonomista, indudablemente; yo me proclamo aquí como tal y en virtud de ese principio autonomista (El señor Carda Gallego pronuncia palabras que no se perciben) no he votado la enmienda del señor García Gallego. Me complazco en decir que soy autonomista, que soy profundamente regionalista, lo cual no creo que en modo alguno vaya contra la unidad intangible de la patria, que es lo que en estos momentos estamos defendiendo (El señor García Gallego: Que tomen nota de esa opinión las derechas). No crean los representantes de la minoría catalana, no crea la opinión de Cataluña que en las derechas españolas hay hostilidades para sus puntos de vista; yo, personalmente -y dejad a un lado la modestia de mi significación-, he leído siempre con verdadera emoción, no sólo las páginas de Torras i Bages sobre la tradición catalana, sino incluso aquellas palabras tan vibrantes y encendidas de Prat de la Riba, cuando seguía a los iniciadores del movimiento catalán, que eran unos románticos y eruditos, en la rebusca a través de los libros y de los monumentos, para encontrar lo que él llama el oro purísimo de la tradición catalana. Mas esa purísima tradición catalana, que soy el primero en reconocer y proclamar, no hace sino crear una personalidad, pero una personalidad regional que es distinta de una personalidad nacional. La nacionalidad implica una soberanía, una independencia; la región implica una personalidad que puede y debe armonizarse en la total unión superior de la patria española. Y esa personalidad, que soy el primero en reconocerá la región catalana, exige, como condición indispensable, la concesión de una cierta autonomía, que no ha de tener más que dos limitaciones: la capacidad de la región para regirse y los intereses generales de la comunidad política superior de que forma parte. No creáis que yo, al defender la fórmula de reconocimiento de la autonomía de Cataluña, vengo a decir que el Estado español hace una donación graciosa, una verdadera limosna a Cataluña, porque si reconozco en vosotros una personalidad natural, al mismo tiempo estoy afirmando la obligación de justicia en que el Estado se encuentra de daros la autonomía que corresponde a la personalidad de que vosotros gozáis. Es algo parecido a lo que sucede con los derechos de la personalidad, incluso anteriores al Estado, que éste reconoce, no graciosamente y por liberalidad, sino en virtud de un título de justicia, aunque no lo haga en forma ilimitada, sino subordinándolos a las exigencias de la convivencia general. Esto es lo que yo entiendo que son los derechos de la región, y por eso me atrevo a proponer a la Cámara que diga que España reconoce a Cataluña como región autónoma, afirmando vuestro derecho como región y negando todo aquello que, por implicar un concepto nacionalista, se halla en pugna con la existencia de la patria única. Y propongo la palabra «España» para encabezar el artículo, siguiendo el criterio que se sostuvo desde aquel banco (Señalando al de la Comisión), al defender el dictamen de la Comisión de Constitución. (El señor García Gallego: En mala hora. ) En buena o mala hora; pero con una convicción que tiene Su Señoría que respetarme, como yo respeto la suya. En aquellos momentos, oponiéndome incluso al criterio del señor Royo Villanova, decía : «Quiero que conste la palabra "España", porque para mí comprende la amplísima significación de lo que son mis ideales. La palabra

"España", para mí, abarca el concepto casi meramente jurídico del Estado y el concepto eminentemente político de nación, como sociedad independientes incluso el concepto sentimental de la patria, que no es más que la misma nación en cuanto se la estima y se la quiere». Por eso yo pido que, al definir los derechos de Cataluña como región autónoma reconocida por la República española, se diga que se hace en nombre de España, que es España como Estado, que es España como nación y que es España como patria: tres conceptos intangibles, que no se oponen en modo alguno al reconocimiento de la personalidad de Cataluña para integrar un Estado mejor. Y nada más. El señor Valle: Pido la palabra. El señor presidente: La tiene Su Señoría. El señor Valle: Las palabras del señor Gil Robles, señores diputados, parece como si tratasen de echar indirectamente sobre la Comisión la acusación de que queremos eludir el poner el nombre de España como entidad suprema que acepta esta Constitución en región autonómica de Cataluña, y no es así. España está implícitamente reconocida al decir nosotros «dentro del Estado español», porque se inicia la Constitución diciendo: España es una República democrática: constituye un Estado de tal y cual categoría: de manera que, al hablar nosotros de «Estado español», hablamos de España. Y no decimos que reconozca España, porque no es cuestión de reconocer, es cuestión de asentir, y lo dice un federal, para el cual este reconocimiento sería la mejor fórmula: pero aquí no podemos hablar ni en federal ni en constitucional, y lo que dice la Constitución es que una determinada región podrá recabar para sí tales o cuales atribuciones, dentro de las normas constitucionales, y el Estado -condicionando en unos momentos su aceptación a la capacidad, libremente para otras atribuciones- podrá asentir y aprobar lo que recaba la región autónoma. No se reconoce más que lo que existe, y Cataluña existe hoy como un conjunto de provincias españolas y con una Generalidad. No existe como región autónoma. No reconoce, por consiguiente, España ninguna región autónoma en Cataluña, sino que Cataluña recaba para sí esa categoría y el Estado español accede y asiente. El señor Gil Robles: Pido la palabra. El señor presidente: La tiene Su Señoría para rectificar. El señor Gil Robles: Aunque no fuera más que para desvanecer el recelo exteriorizado en las primeras palabras del señor Valle, me creo obligado a hacer algunas manifestaciones. No ha pasado por mi imaginación, ni creo que se derive de mis palabras, la idea de que yo crea capaz a la Comisión de eliminar, sistemáticamente, el vocablo «España», al definir los derechos de Cataluña; no se trata de eso. En mis palabras estaba la fundamentación, que no ha destruido el señor Valle, de la propuesta que he tenido el honor de formular, sometiéndola a la consideración de la Cámara; porque al hablar de España, bien claro estaba diciendo que comprendía en ella todo lo que la Comisión dice y algo más que ésta no expresa; al hablar de España no digo sólo el Estado español, sino nación española e incluso expreso el concepto de patria, aunque no sea más que para dejar bien fijado este concepto, que

algunas veces no ha estado muy claro en la conciencia de los diputados de Cataluña. No basta, señor Valle, decir «Estado español», porque el Estado español, que no es, en definitiva, otra cosa que la organización jurídica de la colectividad política, puede muy bien avenirse con el concepto catalanista de la federación de nacionalidades. Por eso es incompleto el concepto que Su Señoría, en nombre de la Comisión, defiende; y al decir yo «España» -e insisto en este concepto-digo todo lo que la Comisión manifiesta, y algo que falta en las palabras de la Comisión. España significa -y la Cámara así lo aceptó en la explicación que yo di en su día- Estado español como organización jurídica y significa nación como personalidad política independiente-extremo que, de una vez para siempre, destruiría todo el concepto de la nacionalidad como base de todas las reivindicaciones regionales-y, además, significa ese otro factor que he visto un poco eliminado de la discusión: el factor, siempre respetable, del sentimiento patriótico que cubre a la patria, a la nación y al Estado. Esto es lo que echo de menos. Por lo demás, señor Valle, lo de reconocimiento no es un término federal. El federalismo -y conste que no pretendo dar lecciones en esto, ni en nada, a Su Señoría- descansa en el concepto del pacto. Aquí no hay más que reconocimiento de una personalidad que existe como región, pero que no pacta de igual a igual con el Estado, porque no tiene facultades para ello, de la misma manera que el Estado reconoce el derecho de la personalidad del individuo sin pactar con él de igual a igual, como si se tratase de dos poderes soberanos. El Estado reconoce unos derechos, pero no pacta con quienes los tienen; el Estado reconoce una personalidad regional, pero no pacta con una nación autónoma, independiente. Éste es el concepto que yo quería dejar bien sentado^ por eso proponía que se reconociera una personalidad regional, que no está creada por la Constitución; si estuviera la personalidad catalana creada por la Constitución, no tendríamos el problema. El problema existe por el transcurso de la historia y por una serie de acontecimientos que no voy a analizar, y se proyectó ya sobre toda la elaboración del texto constitucional. Yo pido que se reconozca esta personalidad que, brotando de la historia, trae consigo unos derechos regionales, opuestos a la nacionalidad. Y nada más. El señor Valle: Pido la palabra. El señor presidente: La tiene Su Señoría para rectificar. El señor Valle: Efectivamente, es obvio y elemental -no tenía que recordarlo el señor Gil Robles- que la palabra «España» comprende dentro de sí el Estado español y la patria española; evidentemente. Pero nos decía el señor Gil Robles que precisamente el Estado español es la organización jurídica, y aquí estamos en un problema de organización nacional y España actúa en este momento como Estado español. Por otra parte, el reconocimiento de la región autónoma no puede hacerse sin que exista previamente la región autónoma. Insisto en lo mismo, en que el reconocimiento es un término completamente federal. Indiscutiblemente, si reconocemos hoy a Cataluña como región autónoma, es porque actualmente lo es, y no lo es hasta que las Cortes Constituyentes hayan cumplido ese trámite,

no contractual, no de pacto, pero sí de demanda y de asentimiento recíproco a que antes me refería. Y nada más. El señor presidente: Tiene la palabra el señor Gil Robles para rectificar. El señor Gil Robles: De manera muy breve, para no cansar la atención de la Cámara. Precisamente, no estamos ante un caso de reorganización del Estado español, ni de la nacionalidad española: estamos ante un caso de rectificación de una política centralista; términos que considero completamente distintos (El señor Valle: No, de organización de España. Eso es lo que estamos tratando en este momento. El señor Carda Gallego pronuncia palabras que no se perciben). Yo ruego al señor García Gallego que nos deleite con otra disertación (Prolongadas denegaciones. Rumores y risas que impiden oír al orador. El señor presidente reclama silencio. El señor García Gallego pronuncia palabras que no se entienden). No es que yo no le admita interrupciones al señor García Gallego; es que no las admite la Presidencia. El señor presidente: No complique Su Señoría a la Presidencia en ese pleito. Ruego al señor García Gallego que interrumpa lo menos posible. El señor Ruiz Funes: Y que lo haga en voz alta, porque no se le oye lo que dice. El señor presidente: En cuanto a la invitación que le ha dirigido el señor Gil Robles, siento mucho que el reglamento no me permita acceder a que haga ahora una disertación el señor García Gallego. Tiempo habrá, y tendremos mucho gusto en escucharle. El señor García Gallego: Creo que tengo derecho a decir algunas palabras que, contra la voluntad y la cabaIlerosidad de Su Señoría, puede significar cierta...(Pausa. Risas) cierta falta de deferencia, que siempre está lejos del ánimo del señor presidente de la Cámara, contra este diputado. He dudado en el empleo de la palabra y andaba buscando una semejante a las que he encontrado, porque se me ocurrían otras que pudieran molestar al señor presidente de las Cortes, y como no me gusta molestar en el terreno personal, y menos a él, a quien tanto respeto, por eso he vacilado al escoger la expresión que, dentro de la corrección más escrupulosa, diera cauce a la energía natural de esos sentimientos de mi alma en estos instantes. El señor presidente: Continúe el señor Gil Robles. El señor Gil Robles: Me perdonará el señor presidente que yo, involuntariamente, haya dado lugar a este incidente; pero como veía en el señor García Gallego un deseo extraordinario de darse por aludido por mí, para hacer uso de la palabra en alusiones personales, le facilité la ocasión, incluso sentándome para que él terciara en la discusión (Risas y protestas. El señor Garda Gallego: ¿Es que no voy a tener derecho a hablar?). Para no cansar más a la Cámara, he de decir solamente al señor Valle que no estamos ante un caso de reorganización de la nación española; estamos ante un caso de rectificación de una política centralista y, en nombre de ese concepto, pido el reconocimiento de una región y pido que quede eliminado cuanto pueda significar un concepto nacionalista. Éste es el alcance de mi afirmación, que no está recogido por Su Señoría, porque mantiene el concepto exclusivo de Estado español, que no abarca la

totalidad del problema político ni de la personalidad política en cuyo nombre se hace el reconocimiento de la autonomía. Y en cuanto al reconocimiento de la región autónoma, perdone Su Señoría que le diga que en el momento en que se reconoce una región, según mi teoría, hay que reconocerle inmediatamente una autonomía, que es consecuencia obligada de esa personalidad; por lo tanto, yo digo-, que se reconozca la región y en el momento en que esté reconocida la región, automáticamente quede consignada su autonomía (El señor Valle: No reconocemos: constituimos). El señor presidente: ¿La Cámara toma en consideración la enmienda? (Denegaciones y algunas afirmaciones) ¡Queda desechada! Intervinieron en el debate con José María Gil Robles: −

Besteiro Fernández, Julián: presidente del Congreso y diputado socialista por Madrid.



García Gallego, Jerónimo: diputado republicano demócrata católico por Segovia.



Ruiz Funes García, Mariano: diputado de Acción Republicana por Murcia.



Valle Gracia, Bernardino: diputado de Izquierda Federal por Las Palmas.