GEOGRAFIA DE LA ETERNIDAD.pdf

L A M E M O R I A D E L F É N I X Directores: Juan G. Atienza y Javier Ruiz Sierra 1. 2. 3. 4. 5. Cinco íiwíní/i's

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M E M O R I A

D E L

F É N I X

Directores:

Juan G. Atienza y Javier Ruiz Sierra 1. 2. 3. 4. 5.

Cinco íiwíní/i's apañóles de alquimia. Edición: Juan Eslava Galán, Francisco Botello do Moraos: Historia ¡le las C.uevas ¡ir Salamanca. Introducción: Fernando R. de la Flor. Edición: Eugenio Cobo. Sociedades secretas del crimen en Andalucía. Estudio, selección de documentos y notas: Manuel Barrios. Ana Martínez Arancón: Geografía de la eternidad. .Sumos y procesos de Lucrecia de León. Prólogo: María Zamhrano. Comentarios: Edison Simons. Estudio histórico y notas: Juan Blázquez Miguel.

En preparación: Gabriel García Maroto: La nitei'a liípaña, 1930. Estudio preliminar: José Luis Morales Marín. Ramón Sibiuda: Libro de las criaturas. Traducción, prólogo y notas: Ana Martínez Arancón. Querella del Apóstol Santiago y Suma de papeles liberales. Estudio preliminar y notas de Manuel Barrios. Emilio Sola: Un Mediterráneo de piratas: corsarios, renegados y cautivos.

ANA

MARTÍNEZ ARANGON

Geografía de la eternidad

A Javier Ruiz y Julia Castillo, que edifican sobre roca

Diseño de colección y cubierta: Carlos Serrano y Ricardo Serrano Impresión de cubierta: Gráficas Molina Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro pueden reproducirse o transmitirse sin permiso escrito de Editorial Tecnos, S.A. © Ana Martínez Arancón, 1987 © Editorial Tecnos, S.A., 1987 O'Donncll, 27 - 28009 Madrid ISBN.:84-309-1513-3

Depósito 1.f.siiil: M-4()4S(i-|i)s"

Printed in Spain. Impreso en España por Unigraf, S.A. Avda. Cámara de la Industria, 38. Móstoles (Madrid)

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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. I.

EL INFIERNO 1. 2. 3. 4. 5.

II.

Barroco y Contrarreforma El papel de los jesuítas Los sentidos Las imágenes La corte Los predicadores El tema de las postrimerías

Describir el Infierno El lugar del Infierno Condenados y verdugos Lugar de tormentos Los sentidos en el Infierno

Pag.

13 14 18 24 29 34 42 51 55 57 60 65 75 96

EL CIELO

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1. Describir el Cielo 2. Prefiguraciones 3. El lugar del Cielo 4. Los habitantes del Cielo 5. La corte celestial

127 137 146 177 214

p 216.

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(1 [•. O (I U A F 1 A 1) H I A H T F U Ñ I D A I)

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Aferentes v contrarios, de contrarias especies y formas; variemoción más profunda, que pueda tener resultados prácticos dudad grande y copia de penas; avenida de miserias; lluvia de doraderos. 1 res, que ^e m^ mancras afligen y contristan a los dañados coEl fuego se mezcla con lo más opuesto a él, con el hielo, en mo enfermedades complicadas, y todas incurables. Fuego en sumo una escalofriante visión que tuvo un joven de moral un tanto erado, y yel° sumo: agua de nieves con ardores sempiternos. Dodudosa. Este oyó una voz que le decía: «Si no haces lo que debes tares el cuerpo, tristezas para el alma,apalpitaciones para el y vives como es razón, no entrarás en el reino de los Ciclos, \a que veas el para camino que llevabas y la perdición que ibas corazón, temores para el ánimo, temblores para los miembros, horror para las orejas, para la voluntad rabia y desesperación»2\o aquí define a parar, espera, que este santo Ángel ha de mostrarte y enseñaru el desdichado lugar, que te aguarda, si no pones rienda y enciño mostrar su naturaleza, pues nació de una contradicción, de mienda a tu libre y mal gobernada vida. Y diciendo esto, el Ánu n ángel que se opuso a la palabra de Dios. Y todo en él reafirgel le llevó por unas oscuras y temerosas cuevas, y al cabo d. ma esta tensión de oposiciones sin resolución posible: unidad un gran rato, a unas lagunas de fuego, donde estaban los Demodel dolor y multiplicidad de las penas; fuego y nieve. Tiritar ennios atormentando muchas e innumerables almas, y sacándolas tre llamas, abrasarse en el hielo. Aunque sin nombrar al fuego, de aquel infernal fuego, las llevaban a otro estanque de nieve, ¡ Manuel de Nájera lleva esta situación paradójica a su límite más donde si con el fuego se abrasaban, allí con el yelo sentían m escalofriante, definiendo a los condenados como muertos vivienmenor dolor; miró que por momentos traían nuevos condenates, como sepultados en vida, en un impresionante texto que, para dos, y el mal acogimiento que les hacían, y el contento y regomayor paradoja, se encuentra en un panegírico. Dice: «Aquí pucijo de los Diablos con los nuevos huéspedes, el llanto y quejas do llegar el furor de un odio, dice Basilio, sólo el desvelo de una y lastimosas voces que allí se oían; mirábalo todo y considerápasión, sólo el ingenio de hacer mal, unicfTéxtTéTfToTtaTrcTára^ balo, y temeroso, rogó a su Ángel, que le sacase de tan trist.. rn¿nj£_rem3SironKrscpvrlcTo-y vrd^-cl-scpttkro "ofrece lo últí1 y desdichado lugar, y le socorriese y amparase, pues en sólo mimo de los rigores, pero quita el sentimiento de padecerlos, y el rarlo le parecía que estaba para perder la vida» 2 - 1 . Esta es lo que dolor de sufrirlos, pues a un muerto, ni dolores le afligen, ni aflicpodríamos llamar una visión típica del Infierno, puesto que apaciones le molestan; fenece en la sepultura el ser, pero también recen todas sus características más importantes: situación subte|acaba el penar. La vida lleva el poder sentir el dolor, pero esrránea (pues para llegar a él es preciso adentrarse en un laberinto rba los horrores de una mortaja; quien yace en los sepulcros de cavernas), oscuridad, el fuego como nota principal del paisa1 vive, quien vive está exento de las penalidades de los sepulje y como primer tormento, el papel de los demonios como vercros, pues es tan artificioso el ardid de un demonio, que enlaza dugos y su alegría y sus burlas a cada nueva víctima que cae en o^3STjtte-sc-cstáTr4i rrcicrrdo-g uer rar vida * y sus manos, la afluencia constante de condenados y la ninguna oTór; "tomo lcTpeortcjjrvida^'to"''rrras-agricr simpatía que se profesan entre sí, y los constantes lamentos de Tas penalidades y de aquélla los señtiñTiefilas almas atormentadas. En cuanto al hielo, que aparece como t el níórir "excusase elemento de contraste, si bien no figura en todas las descripciones del Infierno, sí es bastante frecuente, como podemos ver psin,os, cd. cit., fol. 73.

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su efectividad al temor al castigo. Por eso aquí, mediante el cnu y abrasando con inexplicables dolores, que nunca jamás los pleo de la primera persona y la comparación con acontecimie )u onsurna. Y el mismo fuego siempre por toda la eternidad dutos cotidianos, como la cura dolorosa o el accidente casero, S(; ará inextinguible, como se dice en el Evangelio (Matth. 3, Lúe. trata de presentar el castigo como algo nuevo, intentando indu~ \. 9) sin que sea necesario irle cebando con nueva matecir al lector para que reflexione sobre ello y sea consciente J c ria. Porque, como por divina virtud los cuerpos de los condelo tremendo de un castigo que parece no ser tomado en cuenta nados siempre estaban ardiendo sin consumirse, así el azufre, que bien porque su propia enormidad, su desmesura misma, lo alesera la materia de aquel fuego, siempre estará ardiendo sin conjan y le quitan verosimilitud, bien porque la frecuencia de |,|S sumirse, como lo significa Isaías cuando dice que el soplo de Dios admoniciones lo han convertido en tópico, sobre el que se pasa \ estará siempre encendiendo, como si fuera un torrente de azufre, irreflexivamente, como sospecha el mismo autor unas líneas in.¡s que siempre le estuviera entrando. Flatus Domini sicnt torrens sidabajo cuando dice: «¡Que tengo los oídos hechos a esto!» Eso phurís succedens eam. (Isai. 30). nos demuestra que la búsqueda de novedad, y aun de extrava»La luz de este fuego no sólo no será de consuelo (como lo gancia en los conceptos y las imágenes, que tanto se pondera \n se critica enser loslapredicadores barrocos, nosino es tan sólo un re- sus pesuele luz) a los condenados, antes aumentará nas en varias maneras. Porque será una luz feísima y tristísima, curso literario, una necesidad estética, sino que responde a 1 < > S y tan escasa y mezclada con humo de azufre que, aunque bastará objetivos de reforma moral y conmoción de las conciencias que para que los condenados con grande horror y pavor suyo vean el sermón contrarreíormista adoptaba como fines primordiales. las cosas horribles, y espantosas que allí ha de haber, no estorEl hecho de que este afán de impresionar los ánimos haya tenido bará para que con verdad absolutamente se diga que es el Infierconsecuencias más o menos felices para la literatura, contribuno un calabozo oscuro y lleno de tinieblas, como en varias partes yendo no poco a su enriquecimiento, es aquí secundario, pero lo supone, o significa la Sagrada Escritura» 2 ". El autor emplea inseparable también, por otra parte, del hecho de que, si era preun lenguaje claro y expresivo, sin desdeñar adjetivos vivaces y ciso buscar comparaciones cada vez más atrevidas, esto era neelocuentes, pero sin detalles ni descripciones, sin apelar a efeccesario (y posible) porque el gusto del público estaba formado tos dramáticos, enumerando en cambio los lugares de la Biblia en audacias estéticas que, en algunos casos, aún no han sido suo de los santos Padres que pueden corroborar sus afirmaciones, peradas. dando a lo que no es sino suposición imaginativa un aire de afirOtros autores, sin embargo, prefieren, antes que la expresimación erudita, casi científica, y otorgando así a su discurso una vidad, la clara y erudita exposición de las penas, pensando, sin apariencia (sólo apariencia, pero bien lograda) de racionalidad. duda, que con esto ya basta para conmover todo corazón que Sin embargo, la debilidad de su técnica probatoria la pone de manifiesto él mismo, en la página siguiente, cuando rechaza la no sea de piedra. Es el caso de Sebastián Izquierdo, que, descriexistencia del frío infernal, a pesar de los testimonios de la Esbiendo el fuego infernal, no emplea símiles ni apela a la sensibicritura, e inclinándose, sin aportar texto alguno, por padecimienlidad, limitándose a decir: «El fuego de azufre, de que este misetos más variados, dentro de la tradición del folklore infernal más rable lugar ha de estar lleno, será tan poderoso, tan eficaz y tan cruel, cuanto no se puede declarar con palabras, como dice difundido. Leemos: «Algunos dicen, que en el Infierno habrá también intensísimo frío para que con él los condenados sean también S. Agustín. Ignis illius potentiam nulla vox exprimen', nullus pot ' Amentados, pasando del estanque de fuego a otro estanque sermo explanare. (Serm. 181 de temp.) Porque lo primero no sol.imente atormentará los cuerpos de los condenados, sino también los espíritus, cuales son las almas, y los Demonios. Lo segunc!" SEBASTIÁN I/QUIKRDO, Consideraciones de los quatro Nai'issitnos del Hoinde tal manera los estará siempre por toda la eternidad qucnianMuertc, Juicio, Infierno, y (Gloria, cd. eit., pp. 31 a 34. 84

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c; E o de nieve, y al revés con perpetuas mudanzas, conforme a aquell ( que dice lob. Ad nimium calorem tmnseat ab aquis nivium. (lob. 24'; Pero la sentencia contraria, que con otros sigue, y bien prueh.i el P. Lessio en el lugar arriba citado parece más probable. Habrá empero en el infierno, de más del tormento del fuego, tantos otros, y tan varios, que para significarlos la sagrada Escritura dice en diferentes lugares, que habrá en él hambre, sed, llanto, crujir de dientes, cuchillo dos veces agudo, espíritus criados para venganza, serpientes, gusanos, escorpiones, martillos, ajenjos amargos, agua de hiél, espíritus de tempestades y otras cosas semejantes». Aquí la fidelidad a la letra de la Biblia se sacrifica en favor de la variedad y posibilidades imaginativas de los gusanos y monstruos, las hieles y amarguras, las tormentas y los huracanes de fuego. Algunas de las torturas que se suponen propias del Infierno encuentran su modelo en penas terrenales, demasiado terrenales en ocasiones, como la que nos pinta este sermón: «Tal es pues el tormento de pretender, que, si se pueden añadir penas a las del infierno, no parece puedan ser otras que las de un esperar y las de un pedir» 29 . Y añade que, al que ha pecado mucho, como el rico de la parábola evangélica del pobre Lázaro, los jueces supremos «le condenaron a que pretendiese y solicitase». Y concluye así: «No estorbe el humo la vista, porque pretendiendo crezca más la infernal pena: si es pues dolor tan vivo el pretender, gran cuidado debían poner los ministros en despachar; debióranse cercenar el descanso, y dar poco tiempo al sustento, por ahorrar a los pretendientes molestias y por excusar tardanzas». Así, las descripciones del Infierno no solamente sirven para orientar la vida moral, sino también como advertencias encaminadas a la reforma política. Y vemos además el funcionamiento del método comparativo: un hecho terrenal lamentable se traslada al ámbito infernal, y de esta transposición resulta la necesidad di un cambio en la vida terrena. La figura del pretendiente, tan familiar en la Corte, era una molesta realidad que, por su abundancia, se había convertido en tópico literario. Las calles de Madrid estaban llenas de estos desocupados, jóvenes provincianos 27Y~crm-Armando con el paralelo que guía suHiscTtn^dcScTrtxrvarias prisiones terrenales particularmente horribles, para concluir: «No ñen que ver estas prisiones con las del infierno, respecto del cual Podían tener por paraísos llenos de azucenas y jazmines» 3 2 . t3

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Op. ríf., p. 334. 89

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Por último, resume sus pensamientos apelando a la imaginación del lector, con una ponderación final: «Si a uno le mctie sen en un profundo calabozo, donde no se viese la claridad di. cielo, y sin vestido, expuesto a las inclemencias del frío, y humedad de aquel lugar, y no le diesen de comer sino una vez a! día y solamente pan duro de cebada, en cantidad sólo de seis onzas, con advertencia que allí había de estar seis años sin habhu ni ver a ningún hombre, ni dormir en otra cama que la tierr dura, ¿qué tormento tan grande fuera éste? Una semana de aquella habitación se le haría cien años. Pero cotejemos esto con lo que será el destierro y cárcel del infierno y veremos que, comparada con él, sería regalo y dicha la vida tan miserable de este hombre, el cual con todo su trabajo no tendrá quien le escarnezca, y Ksilbe y haga burla de él, no tendrá quien le atenace, ni azote, ni acierre. Mas en el infierno harán escarnio del condenado los demonios y le atormentarán cruelísimamente; allí no tendrá espantosas vistas, ni ruido, ni voces de gemidos y llantos, pero en el infierno no se podrá valer de estruendo y ruido; allí no estará en llamas de fuego, en el infierno hasta las entrañas se le abrasarán; allí podrá moverse, y pasearse, en el infierno no podrá dar un paso; allí podrá respirar aire sin mal olor, ni corrupción, en el infierno estará metido en llamas, humo, azufre, y hediondez; allí tendrá esperanzas de salir, pero en el infierno ni esperanza, ni remedio habrá; allí le servirá de regalo aquel poco de pan duro que tendría cada día, pero en el infierno en millones de años no verá de sus ojos ni una migaja de pan, ni una gota de agua, sino que perpetuamente estará rabiando de una hambre canina y de una sed ardiente. Esta ha de ser una gran calamidad de aquel 1 tierra tenebrosa y estéril, si no es de abrojos y espinas, de toi mentos y dolores» 33 . Con inmenso talento narrativo, comienza por pintarnos lo que parece la mayor desolación para luego, implacablemente, sosteniendo el ritmo con pulso de gran escritor, presentárnosla como un estado deseable en parangón con el abismo eterno, donde el hombre, privado del pan y del aire, de dignidad y la esperanza, traspasado por el fuego, confundido en la multitud de los dañados, apenas ya puede reconocerse si Op. cit., p. 335. 90

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en el dolor, desterrado hasta de su propia condición en el lugar sólo fértil en penas y en agravios. Es un relato cruel, sin confesiones a lo espeluznante, que todavía hoy impresiona. Sin duda, el más completo catálogo de penas infernales nos lo proporciona el libro del jesuíta Martín dc^Roa, libro breve, pero fundamental para el tema que aquí se trata, y al que ya heñios recurrido en ocasiones anteriores porque ciertamente no tiene desperdicio. Comienza, como es natural, por el tormento más típico del Infierno: las llamas inextinguibles, que, en su opinión, no han ¿e distinguirse sustancialmente de las hogueras terrenales. Dice así: «Este es el fuego, que sin defensa, ni alivio los abrasa, y sin esperanza de remisión. Cuan crudo sea este tormento, aún en esta vida se experimenta, y en la otra no ha de ser de diferente linaje el fuego, de que igualmente estarán allí abrazados, que abrasados. Un alivio solo que sustenta en este mundo a los desdichados en medio de sus mayores penas, que acabándolos, acabarán ellas, de ese carecen; porque como olvidado el fuego de su natural virtud de consumir lo que emprende, disponiéndolo así la divina justicia, toda su fuerza empleará en atormentarlos. Hable aquí S. Gregorio, que en pocas palabras dirá lo que ni con muchas podremos nosotros alcanzar. En una manera espantosa les es allí, dice, la muerte sin muerte; el fin sin fin; la falta sin falta; porque la muerte siempre vive, el fin siempre comienza; la falta nunca falta, la muerte mata y no acaba; el dolor atormenta y no quita el pavor; la llama abrasa y no alumbra» 34 . Preciosa cita que culmina un párrafo claro y sugestivo, donde algún juego de palabras matiza la documentada exposición con una llamada que alerta la sensibilidad para que la erudición fructifique en obras de vida. Prosigue la enumeración de los tormentos, y tras el fuego lene, muy atinadamente, la oscuridad: «Las tinieblas muy proas son del lugar, pues no es más que un seno de la tierra, don" ni alcanzan los rayos del Sol, ni la luz, que en su renovación es

,

. MARTÍN DE ROA, Estado de los bienaventurados en el Cielo. De los niños en Limbo. De los condenados en el Infierno, y de todo este Universo después de la resunción, y juyzio universal, ce!. cit., fol. 94. 91

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ha de recibir el día postrero. Estas son las cadenas, y más el fin go, que de tal manera los detiene en aquella cárcel, como si estuvieran aherrojados con grillos, y otras prisiones. Mas estas t¡ nieblas no serán tan gruesas respecto del Riego que allí arde, \ éste tan claro, que no esté todo tenebroso, por ser la luz po t , y confusa, mas que baste para verse unos a otros, y también :¡ sus atormentadores. Del llanto ya dijimos en el capítulo pasado que lo ha de haber mas seco, sin lágrimas, que suelen desahogael corazón, y aliviarlo». Todas las cosas modifican su naturakv al entrar en el infierno. Los fenómenos naturales pierden su c.i rácter familiar y sus efectos benéficos para convertirse en inequívocamente aterradores, en instrumentos de tortura, para castigar sin posible consuelo a los hombres malditos, tan transformados ellos mismos que han perdido lo que constituye propiamente la humanidad, es decir, lo que eleva al hombre a un plano diferente del de las bestias, conservando tan sólo el grado de conciencia que puede hacer más acerbos sus dolores. Y así el fuego abrasa y no conforta, la llama devora y no ilumina, la luz revela el horror sin disipar el miedo, la tiniebla es ocasión de inquietud y no ámbito para el reposo. Y el llanto mismo quema los ojoy atenaza la garganta, sin el suave y calmante correr de las lágrimas: es una amargura estéril, que deja un polvo áspero en el rictus dolorido de los labios, que ya no beberán nunca ese agua tibia, densa y salada, como el mar (y como el mar profunda es la tristeza) que parece brotar del corazón, tanto lo aligera. Quien ahoga sus ojos en llanto desahoga su alma, agridulce río, caua que salva del estallido los diques de un pecho que no puede contener tanta pena. Pero quien ha de padecer para siempre no puede permitirse este desahogo. Perpetuamente anegado en su tortura, gritará hasta que le duelan los ojos de desesperación y de sequía, y seguirá gritando, privado por toda la eternidad de esa lluvia mansa que hace fructificar el consuelo. En cuanto a la cuestión de si han de sentir frío los condena dos, el autor no se decide a afirmarlo, aunque cuente, en favor de este supuesto, una revelación antigua: «El venerable Beda, en el c. 13 del libro 5, de su historia de Inglaterra escribe de un varón gran cristiano, que habiendo muerto resucitó, y contaba qu le había llevado un ángel a un valle ancho, profundo, y largo pi" 92

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grande espacio. A un lado de él todo eran llamas de fuego, tro, granizo que todo lo abrasaba. Ambos estaban llenos de l s qUe como sacudidas de alguna recia tempestad, ya se arrohan'en c' mcg°< V a cn °1 yelo, porque, no pudiendo sufrir el ^ menso ardor de aquel fuego, saltaban al yelo, y apretados de ', increíble aspereza, se volvían, como rayos, al fuego, y así esto an en un perpetuo movimiento, sin esperanza de hallar en ninnna cosa descanso» ÍS y narra también otras visiones más modernas que corroboran la existencia del hielo infernal. Una curiosa característica de este autor es su consciencia de niie, si bien la imaginación es un poderoso aliado del temor, al detallar excesivamente las penas infernales, aportando datos demasiado concretos y acercando los tormentos futuros a los padecimientos terrenales, se debilitaba el efecto perseguido, pues, por espeluznante que se nos presente una situación, siempre dará más miedo si se deja inacabada, dejando que la imaginación de cada cual complete el cuadro con aquello que más teme, pues no hay que olvidar que, por muy terrible que sea una cosa, siempre hay algo que nos asusta mucho más: lo desconocido. Por eso, nuestro discreto jesuíta nos advierte «que cn el infierno, ni hay ruedas, ni tenazas, ni garfios, ni otros semejantes instrumentos, para atormentar a k)TZüñl3eñlK}o'sTmaTsó"ñ~é~stas"represcñtacior ñes~que nuestro Señui han; de lu qrje~venTc)S~acjulTorrtas ójósT cuan crudo sea, para que por ellas~TñTfrTTda-roesH^-rigor tte'te penas que alirse~padccéh, y son mas duras~5in cüiuparactóir-ée queen~elitas~figuras se representan»"'. Unejemplo dé esrc~mctodo, que primero ofrece una pintura detallada para luego desmentirla y acabar dejando abierta la puerta a los juegos de la imaginación, nos lo ofrece a continuación, al hablar de la pena del gusano. Comienza aportando los pareceres de la Biblia y los Santos Padres. Dice: «La duda es si hay allí verdaderos gusanos de figura y tamaño espantosos que, mordienuojos^ desdichadóTl:uejgo¿Tia&añ^sus_dolóFés mas~insu7nr3Tés._ ^sí lo sienten graves Doctores. Fúndanse en lo que dice el EcleS1astico cap. 7. 19. Fuego, y gusanos tomarán venganza del cuerpo v

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f Op. cit., fol. 95. '' Ihídem, fol. 96. 93

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del pecador. Y Judit mucho antes: enviará el Señor fuego, y g l ; . sanos sobre sus carnes, para que se abrasen y estén en un continuo dolor eternamente. Lo mismo dijo el Profeta Isaías en el cap, 66.24, donde hablando del castigo que hará Dios en los traidores a su ley, dice que ni se acabará su fuego, ni sus gusanos. Y confirmólo Cristo nuestro Señor, por San Marcos en el cap. 9.42. Repitiendo estas mismas palabras San Basilio declarando el v e r so del Salmo, 33: Habrá, dice, en el infierno, un linajcjie_gus.i nos ponzoñosos y"cáTmceros, siempre hambrientos, nunca_harfos, que mordiendo causarári intolerables doIcjfésTSan Cirilo T« s pTnTa~át)ominítrtesTJtrvista y dTTblor fñM3fHBTeTÁñade~Sáh "A n ácimo que serán"sefpíeñteYy dragones de figura y silbos espantosos, que como los peces en el agua, ellos vivirán en la llama». Todo este prodigio de erudición asegura la ortodoxia de ' > creencia en los gusanos infernales y le da un aire de veracidad, pues los testimonios de autoridades venerables se emplean demasiado a menudo (en todas las épocas y no sólo en contextos religiosos) como si fueran pruebas científicas. Este uso abusi\,i de la erudición tiene el efecto psicológico de asegurar en la mente del lector la existencia del fenómeno sobre el que se habla, peí o puede enfriar su ánimo, por el empleo de un lenguaje y unos recursos puramente librescos. Hay, pues, que llenar de vida este saber, hay que calentar de nuevo a los lectores, conmoverlos, sensibilizarlos, y para ello nada mejor que convertir la letra y el saber en experiencia vivida. Se pasa ahora, del lenguaje mesurad y distante, a la narración viva y pintoresca, y de la enumeració de opiniones a la exposición de hechos. Es el momento de contar milagros y visiones. Por ejemplo: «Hacía oración una mujer por otro difunto deudor de su honestidad, y aparecióle el cuerpo todo hecho una llaga muy asquerosa, la voz ronca. Y preguntándole ella la causa de aquel mal, respondió: padézcolo asi por el gusto y vanidad con que cantaba torpes cantares, y p l > l lo que de mi buen talle me gloriaba. Y descubriéndole más su tormento, largó una capa y mostró un escuerzo feísimo y de disforme grandeza, que abrazándole con sus manos el cuell juntando boca con boca, se tendía por todo el pecho, y con pies hacía presa en aquella parte del cuerpo, que había sido in truniento de sus pecados». Triste fin para un galán. Pero hay otr 94

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,s, como el de una devota doncella que, conducida por su ángel nfierno en un rapto, «vio una hoguera de pez ardiendo, y en lia metida su madre hasta el cuello, y muchos gusanos bullendo Que daban de sí un olor insufrible». ' Pero ahora teme haber concretado demasiado, haber metido n ja tríente de sus lectores demasiados temores ajenos, sin dejar lugar para los propios. Por eso retrocede en parte, marcando la diferencia entre lo que vemos aquí y lo que.podemos suponer allá, dejando que cada cual termine a su gusto el dibujo de las torturas y dice: «No por esto se ha de entender, que hay culebras o escuerzos en el infierno, mas hay mayores tormentos sin comparación alguna, de los que*aquí pudieran darrío? animales as seme" TJñzásde lo que por acá más sentimos. Esto es el común sentir de los teólogos, que, después de la renovación del mundo, consumidos por el fuego todos los vivientes, no restarán gusanos, ni otros animales, ni sobre la haz de la tierra, ni en el infierno. Si bien no dudo, sino que para atormentar más a sus prisioneros, tomarán a veces los demonios estas u otras figuras más espantosas, cuales son las de dragones y sierpes, que son más proporcionadas para causar asombro, y declaran más la fuerza y propiedades de su condición». Excelente técnica que a nadie puede dejar indiferente, pues se dirige al hombre todo. Primero ceba el entendimiento con una exposición erudita del problema, aportando el testimonio de los doctores. Más tarde, acude a la sensibilidad, metiendo por los ojos (y por el resto de los sentidos) del receptor del mensaje todo el horror de la situación en su concreta evidencia, y por último halaga la imaginación con alusiones desvaídas y augurios ininidos, sin olvidar una alusión a experiencias vividas, que pontambién la memoria al servicio del fin buscado: activar la vo1Rtad para que ponga los medios que lleven al hombre a evitar ntos males. Y toda esta sabiduría psicológica envuelta en una ? rosa voluntariamente desaliñada, para que lo que es producto e un minucioso cálculo parezca natural y cada lector pueda así que el efecto deseado, los sentimientos y propósitos que de él, son resultado de su propia, única e intransferible espiritual. Con mente fría y celo ardiente, sabiendo que 95

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LUÍ mayor cuidado en la prosa podría transparentar la estructur dc la infalible trampa para cazar almas que arma con su discur so, el padre Martín de Roa se camufla en la hojarasca de un lcn guaje a primera vista descuidado, demasiado frondoso a veces como conviene al cazador.

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La mayor parte dc los tratadistas no se conforman con enumerar las penas generales del Averno, sino que especifican los tormentos peculiares que ha de sufrir cada potencia del alma (materia en la que no voy a entrar aquí, por no tratarse de un efecto físico) y cada sentido del cuerpo. Esto tiene una razón: tanto las potencias como los sentidos son las vías de comunicación del hombre con el mundo exterior, le proporcionan conocimiento y le posibilitan la acción. El hombre conoce, actúa y siente a través de sus cinco sentidos, y, por tanto, también peca, trasgrede la ley divina a través dc ellos. En un capítulo anterior veíamos cómo el pensamiento barroco les concedía la mayor importancia, como vehículos capaces de llevar al hombre a su salvación o a su pérdida, lo que tenía como consecuencia que la Iglesia decidiera apelar también a ellos en el arte religioso, el culto y la propaganda. De ahí que si, a pesar de las advertencias de sus pastores espirituales y de la posibilidad de integrar una rica y compleja sensualidad dentro de los límites de la ley divina, el hombre se dejaba arrastrar a la perdición por el mal uso de sus sentidos, éstos, responsables de su caída, tuvieran un castigo especulo y eterno, que no es más que el reverso de su erróneo halago. Pues, en efecto, un equilibrio ideal entre razón, pasión y sensibilidacl constituye la plenitud del hombre, según idea de raíz aristotélica que recoge el pensamiento escolástico, y en este ambiente d £ equilibrio crece la virtud, como no se cansan de advertir los nu' ralistas de la Contrarreforma, recelosos de cualquier exceso, " cluso de los, aparentemente, más santos, sospechando de exalta ciones místicas que pueden conducir a la herejía o, al menos. 96

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n disciplina para con las autoridades eclesiásticas. El premio una vida así mantenida férreamente en un desarrollo integral, "ero mesurado, del hombre todo será la felicidad eterna, que no rá sino la continuación de esa armonía del hombre consigo mispero ya sin la tensión que supone mantener un control que ntónces se ejercerá naturalmente, al estar dc manifiesto la verdadera naturaleza del ser humano, sin la presión deformadora ¿c un ambiente hostil y de una heredada culpa (culpa que, precisamente por heredada, no sólo corrompe su naturaleza, sino ¿me le hace desconfiar de ella y del entorno). Por el contrario, una sensualidad desmesurada, fuera no sólo ¿e las barreras legales, sino dc la norma interna de la racionalidad, conduce a un desequilibrio que sólo puede producir un placer ambiguo, mezclado de dolor, dc incomodidad, de servidumbre, como bien supo Epicuro. El pensamiento cristiano no aprendió la amarga y lúcida reflexión epicúrea, que veía en el placer mismo utTHoIoTy poma por ello su dicha en evitarlo, en salvaguardarse dFsITpelrgrosa intensidad, ál~menos con tanto empeño como el que ponemos en huir de las penas. No es extrañó, pues tampoco comprendióla reconfortanteconsecuencia del mensaje aristotélico, para el cual la felicidad y la virtud son la misma cosa en el mismo instante, pues esa plenitud en armonía que llamalos virtud es propiamente en sí la felicidad en su recta acepción cumplimiento total, de reconciliación del hombre consigo y su mundo. Y así, la virtud (equilibrio, sí, pero con respecto attina norma externa, al fiel de una balanza que Otro sostiene) tiene su premio fuera de sí, en un cielo eterno y extraño, donde «naturaleza del hombre, purgada por el dolor y por la muerte, puede ser contemplada como pura e inocente, limpia por fin dc *|pangre de Aquel que tomó sobre sí todos los pecados del mun*Wi liberada, tras el sepulcro, de la concreta ley de su carne y en^fnada en un cuerpo-pura-forma, que obedece ahora a la nor"^ abstracta de un Dios de quien es reflejo y no parte, y justamente por eso puede ser feliz sólo en el momento en que rccote c°tno suya por obediencia una ley diferente del ritmo de su waleza, confesándose así dependiente criatura, hijo dc Dios, ' ^ar':e *^e^ todo. Felicidad, pues, postergada, que condena a una unilatcralidad insatisfecha en la tierra y niega su

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existencia en el cielo, donde el justo ya no vive la virtud sino su recompensa, un goce externo y otorgado, que no nace de sí mismo. Del mismo modo, el placer terrestre se contempla corno un goce sin ambigüedades, cuyo único límite es la muerte (quizá por eso los placeres del cielo se describen de modo tan terreno) y todo el dolor que encierra se manifiesta en los padecimientos de la culpa, cuya cara oculta (y perdurable) constituyen. La moral cristiana desdobla el bien en virtud y premio, y desglosa el m a ] en pecado y castigo. Así, bien y mal, perdido su sentido íntimo se medirán exteriormente, de acuerdo con la mera legalidad formal, y esto dará un cierto aire de arbitrariedad a la ética, arbitrariedad que se paliará de modo bien pintoresco, adecuando los placeres celestiales y los tormentos del infierno al desarrollo de la vida del sujeto. Así, el que en la tierra se distinguió por la pureza de sus miradas gozará en el cielo de visiones maravillosas, mientras que el que aquí arriba se deleitó con miradas lascivas contemplará allá las apariciones más espantosas. Por tanto, en el infierno cada condenado padecerá especiales penas en cada uno de los cinco sentidos, con diferentes intensidades, en proporción al placer desmesurado e ilegal obtenido a través de ellos en su existencia terrena. Estos padecimientos sensoriales definen así al condenado y revelan su naturaleza perversa. Quizá por ello en las apariciones del diablo y de los condenados es significativo el mal olor que dejan tras su paso, y que manifiesta que son hijos del pecado, de la corrupción propiamente dicha, y ésta es una de las señales que se apuntan en los tratados para distinguir las verdaderas revelaciones de los engaños del malo. Así lo siente Jerónimo Planes cuando compara las visiones de dos monjes, uno que contempló a San Jerónimo y otro que recibió la visita de un pecador castigado eternamente. Dice así: «Esta visión de la gloria comenzó por la luz y el buen olof que del glorioso san Jerónimo salía; y por el contrario, en la vid* de los santos Padres fue hecha una revelación en la misma parte o las penas del infierno a un monje, por un intolerable hedor q^ uno de los condenados le manifestó por ordenación divina* 37 JERÓNIMO PLANES, Tratado del examen de las revelaciones verdadera ) sas, y de hs raptos, Valencia, 1634, fol. 217.

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Los autores difieren unos de otros en la importancia asignalos padecimientos de los cinco sentidos, pero todos coincien en algunos datos esenciales que aparecen especificados con exactitud y concisión por el padre Arriaga: «La vista es atormentada por la presencia de los demonios, y de los otros condenados. El oído con sus continuas maldiciones y escarnios de los verdugos. El tacto con increíbles fuegos y los demás espantosos tormentos. El gusto con un amargor intolerable. El olfato con el pestilencial olor de tantos como en él están» 38'

El texto es breve, pero suficiente para poner de manifiesto tolerable de una situación en la cual cada poro del cuerpo ser atormentado sin consuelo posible y sin descanso, y no rá potencia que se libre del padecer, ni sensación que alivie [ue al menos sea indiferente. Más folklórica resulta la enumeración de penas de Fray ToRamón, que comienza, lógicamente, por contarnos los males que afligirán al sentido más importante: la vista: «Contemplad que hay allí oscuridad y claridad para la vista, aunque siempre están en horror, Sempiternus horror inhabitat, y tinieblas; con todo eso, ven aquellas furias infernales y sombras de muerte, que dice Job, umbrae mortis. Aquellos etíopes demonios que dice San titilo; imágenes y fantasmas, y otras visiones pavorosas, de menstruos, dragones, avestruces y bestias crueles y tremendas, . 1t?e vienen a los ojos, como dijo Isaías» 1 ''. / Pespués de abrumarnos con esta mezcla, tan de su tiempo, v r? lrnaginación y sabiduría, entre erudicción y sensaciones vij T*1^sa a ocuparse del segundo sentido más importante según 'cion literaria, y dice: «También hay allí para los oídos su JOSÉ ARRIACÍA, Directorio espiritual, para ejercicio y provecho del Co como comentábamos en el texto anterior, aunque aquí aña' e los malos sabores y el agravante de la desesperanza. la j nuestr0'

p. cít., pp. 59-60.

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Por fin, quedan por averiguar las penas del tacto, último de los sentidos. Este, «que está extendido por todo el cuerpo, será atormentado con aquel fuego abrasador, que en sí y en todas sus partes tendrá embebido. Oh pecador miserable, todo ocupado en procurar y en gozar los regalos y deleites ilícitos de éste sen, tido, ¿cómo no te acuerdas de aquel tormento que ellos merecen? SijKjuíoiQ ._p]¿edes sufrir por el espacio de un Ave María la llama de un canj¿il_en^un"HeHo^ ¿como allí sufrirás el estaTdr plénTcaBczaicubierto, y penetrado con fuego tantcnnás cruel parTTiorípre y sin fin? A qHe~sFaña~>Tt(. 'Iras esto, cesó ía visión, yeTlítí^óHzaiJoTnayopdomo se precipitó en la habitación de su amo, al que encontró cadáver. Esa burla cruel de los demonios, que fingen halagos mientras atormentan, esa sangrienta parodia de las ceremonias y los placeres diarios, donde los camareros han sido sustituidos por verdugos, donde el señor es ahora el humillado y los deleites se truecan en dolores insoportables, esa caricatura de la cortés deferencia, parece una venganza del ánimo servil, como si el infierno del amo hubiera ido forjándose con los sueños del criado, y tal vez el horror del vidente provenga sobre todo de reconocer su odio, su oculta violencia en aquella escena infernal. Los hechos parecen favorecer esta interpretación, pues el mayordomo abandonó su oficio, tomó el hábito y asombró al mundo con sus penitencias hasta que llegó su hora. El autor no pone ningún ejemplo de las desdichas del olfati < y el gusto en los infiernos, sino que se limita a decir: «Del olfato, cuanto haya de ser atormentado, sobrados ejemplos tenemos (...) No hay duda sino que el mismo lugar y los cuerpos de los condenados tendrán tan mal olor cual suelen dejar ellos y sus atormentadores las veces que se han aparecido en el mundo. También el gusto tendrá sus particulares penas, un sinsabor perpetuo, una hiél eterna, cual se significa con los manjares y bebidas que en sapos, y serpientes, en piedra azufre y metal derretido, se nos ha representado en muchas visiones» 5 ''. En cuanto al tacto, el tratadista dice que son tantos y tan variados sus padecimientos, que resulta difícil poner un ejemplo que proporcione una idea de ellos. Sin embargo, elige dos casos

™ Op. cít., fol. 100. 5" Ibídem.

jue, por abrazar varios tormentos, pueden resultar ilustrativos, primero se parece mucho a la historia del señor y su criado. __ ; la visión de un monje al que le fue dado contemplar la recepción de un rico en los infiernos. El príncipe de las tinieblas aco: con alegría su alma y «mandola sentar en una silla, vestida : boda (todo ello era de fuego), diéronle luego de beber un licor como de bronce derretido». Los demonios, en torno al desiichado, reían y festejaban, con regocijo y algazara, sus visajes ie dolor. Por último, lo llevaron a otra habitación «y pusiéronle en una cama también de fuego, llena de serpientes y dragones en vez de las mujeres, con quien en esta vida acostumbraba ofenier a la Divina Majestad. Allí en apariencia de besos y abrazos : daban tan crueles tormentos». Así, lo que en la tierra daba pla|cer, los ricos muebles, los trajes suntuosos, los licores exquisitos, las músicas y bufones, los juegos eróticos, aparece en el infierno deformado, contrahecho, parodiado con una cínica crueldad. En este ejemplo, como en ningún otro, se aprecia la concepción de las penas infernales no sólo como correspondientes a los pecados, sino como su negativo, como su reverso. Si en la laginación del tratadista el trasgresor de la ley divina obtiene cambio placer terreno, el dolor se imagina postergado al infierno, a la venganza eterna. En realidad, la riqueza, el poder o el amor son partes de nuestro destino, constituyen hilos del tejido de nuestra existencia, y son, como todo, agridulces, sublimes, mezquinas, felices, desdi| diadas, dolorosas, placenteras, enfermizas, vitales, reales. Son a la vez nuestro premio y nuestro castigo, nos han caído en suerte y en desgracia. Sin embargo, para la unilateralidad de una ética simplista la pasión ilícita produce placer y dicha en esta vida, (y ello es posible porque su carácter ilícito proviene de simple desobediencia a una norma externa, y no de un crimen contra Apropia naturaleza y la prop ía plenitud vital). Por eso es justo y es necesario que en la vida de ultratumba el dolor y la desdicha, que se suponen ausentes de la existencia terrena del pecador, se produzcan sin tregua, sin mezcla, sin consuelo, en una repetición al revés de la vida pasada. Por eso el_pecaclor_está^condenado a hacer rKacta^nteJasjnismas cosas cñla tierra y en el inflef1o, pero los electos que recibirá de^stos actos serán totalmente 121

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opuestos. Lo que arriba produce honor, abajo causa vituperio, Toqüe~cTaBa placer atormenta, lo que otorgaba poder humilla, de las fuentes del amor brota el odio, lo que serenaba el ánimo lo inquieta, lo que embellecía el cuerpo lo hiere, lo que agradaba disgusta, lo que fomentaba la vida causa la muerte. Por último, nos refiere el autor los tormentos de un mal obispo. A éste también lo sientan en silla de fuego. Después, «pusiéronle sobre la cabeza una corona también de fuego, y entró un ciervo espantoso, que con las puntas de sus cuernos le sacó de la silla, y le hirió todo el cuerpo. Restituyéronle a su asiento y entraron dos grandes lebreles negros, que, haciendo presa, le arrancaron de él, y a bocados lo despedazaban. Sucedióles un joven terrible con un alfanje desnudo, que de un golpe le rompió la cabeza, y cortándole al derredor la corona, se la arrojó a sus pies y se fue»'1". Luego, el propio sentenciado explicará al vidente que la tortura del ciervo castiga las horas entretenidas en la caza, sin ocuparse de su sagrado ministerio. Los perros vengan a los subditos oprimidos, y el verdugo cercena su cabeza en pago de las veces que mandó ajusticiar contra todo derecho a los sometidos a su autoridad. Para finalizar, Martín de Roa nos advierte^ que_no hay que tomar estas apariaoneTlitelFáTmeñte, sino_co_mo_parál:ioTas de un doloFinSecible. No es seguro que en ci.JIlfÍ£Olo jexistan_ .alfanjes _ reales^si^milares aJosjJe aquí. Jefo PJCLs_i}iS£.vi.?ible, P or medio del alfanje, l^mtensidad_del ^sufrimiento que el obispo indigno sen^raren_suj^aÍ2eza4L.cuello. Sin éjnbTrgo^concede, es~muy probable, casi seguro, que^jiunqui no existan armas ni an7malelT«cTé~ véTcTad»7Tos demonios adopjten esas formas^ara acTeceñtaFlargeña de los perdidos. Él hecho de que las Fieras y^osTñstrumentos seanímgfdos y no reales no cambia nada sus dolorosos efectos ni altera el sufrimiento de los condenados, pero asegura en cambio su posibilidad dogmática. pues se supone que los animales, al no tener alma, no resucitarán ni habrá lugar para ellos en el cielo o el infierno. De todas formas, que sean entidades existentes o meras apariencias nada altera tampoco el aspecto exterior del infierno, que es de lo qm nos hemos ocupado en estos capítulos.

Con esto demos por terminado nuestro paseo por el reino ie las tinieblas. De aquí en adelante, será la suerte de los bienaventurados, sus goces y su entorno, tal como lo entendían los autores barrocos, el objeto de nuestra investigación.

Op. cit., fol. 101.

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II. EL

CIELO

DESCRIBIR

EL

CIELO

El cielo, el paraíso. La serenidad azul de aire quieto, inmuta: por encima de las nubes, o el jardín de flores que nunca se architan y frutos fragantes y accesibles. Algo cercano por cogtioscible, por imaginable, por soñado y deseado, pero insoporablemente lejano por inalcanzable. Se ha perdido la llave, se ha Dlvidado el camino, no podemos encontrar la puerta que nos conducirá a esa delicia eterna y transparente. Esa doble condición de perenne culminación de los deseos de lugar lejano, al que sólo se puede llegar tras haber sufrido oruebas terribles y haberse asesorado por el consejo de los sabios aparece en todas las descripciones de un lugar feliz, de un cielo, en las más diversas culturas. Y esta misma identidad hace distintas las concepciones del cielo no sólo según las cultu•» sino a través de las épocas. Si es culminación de los deseos, se configurará elevando al grado superlativo lo que cada comunidad, en un momento histórico dado, considera como más deeable, y si sólo se llega a él por el consejo de los sabios y tras una dura prueba, su camino se trazará atendiendo a las ideas de Cuellos que, para aquel lugar y aquel tiempo, se consideren dePpsitarios de la sabiduría y la verdad, y tras un acto que, según ichos criterios, se considere al mismo tiempo heroico y peno°- oólo entonces llega cada uno ante los muros que encierran 127

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la felicidad perpetua, y la muerte será la llave oscura y comp ar _ iersonalidad individual. Ella es tan compleja que nos resulta tida que nos franqueará la entrada si superamos de acuerdo con Incomprensible, tan vasta que parece caprichosa en el entretelas normas su difícil, pero inevitable, descenso a la tiniebla y hajerse complicado como un encaje de sus innumerables ritmos, llamos, en lo más recóndito, en lo más hondo de su negrura esen el secreto y seguro desenvolverse de sus ciclos amplísimos. pesa, el corazón de diamante que engendrará en nosotros un a El Dios Padre, por el contrario, no tiene ningún nombre, pero eternidad de luz. nos conoce a todos por el nuestro. Es extraño a nosotros, pero En la tradición cristiaiTaJ^ndea de paraíso, de jardín, es pronto n0s cuida, nos protege y nos escucha con solicitud individualisustituida porTa"3crc7u3ad celestí^l:TúdacTl^TMT^-Tnic^Ttl-riszada. No comparte su sustancia con nosotros, pero somos su imatiani^mcJTparece eíVun momento cñ^qurla^VTtopía posible;' ctccngen y nuestra estructura mental refleja el funcionamiento de la 'tjo_déTpcxler y lá~dÍ£haH'tl_esta tic-rñTcra la gran metrópoli Je,| suya, resultando así claro y comprensible. Es grande y poderoy así el lugar en que Dios premia a sus elegiso, pone límites a las cosas y es bueno y justo según nuestros dos será una RomTcelesteT FrerrtFál pagano jarcTín ctoñclt~t7[ nacriterios. Ofrece seguridad y promete una paz eterna. Es fijo, inturaleza se ofrece efTünTsplendor siempre renovado, los n u i f , , s mutable, inmóvil. Su morada está en lo alto, más arriba que el de una ciudad que resplandece, pero que limita, ordenada raciomás etéreo de los elementos, encima del cielo, y su casa es transnalmente, sin ese componente de riesgo, de plenitud desbordalúcida. Junto a él todo es inequívoco, todo unilateral. Si en el da, incontrolable, de fuerza vivificante y peligrosa que es insecorazón del jardín se oculta la serpiente, ctónica fauna que ofreparable de la naturaleza. El jardín es el reino de la Diosa, de l.i ce al mismo tiempo la muerte y la conciencia, la ciudad del Dios madre casta, de la virgen fecunda, señora de la vida y de la muerte, Padre es tranquila y lejana, sin animales ni árboles, frágil geoque asume necesariamente su doble papel de esplendor sobre e grafía de diamantes y vidrio que se ofrece en evidencia fiable y suelo y podredumbre subterránea de donde germinarán las nuevas sin secreto. criaturas. Ella es renovación, ciclo, movimiento. Crece arrollaEl Dios Padre es espíritu puro, y como tal reniega de la nadora y en su crecimiento es implacable y puede parecer cruel, turaleza. Si ella es movimiento, El es el inmóvil; si ella es variepues para conservar la vida es inevitable aceptar la muerte, el didad, El es el idéntico a sí mismo; si ella es múltiple, El es único namismo. Ella es una paz que resulta del equilibrio de mil pery excluyeme; si ella es pasión, El es impasible; si ella es vida y petuas luchas. Exige veneración y acepta en su seno generoso tiempo inacabable, El es eternidad sin horas. Sus adoradores dea quien se confiesa carne y sangre suya, pero nunca se doblega, ben apartarse de la naturaleza y seguir el camino de la pura espino protege a nadie porque lo protege todo, pide entrega sin cnritualidad. El hombre, al alcanzar la conciencia, se percibe a sí tragarse, se da sin ser poseída, es eterna a través de nuestra muerte mismo como algo separado, como diferente, pero este descubriy se alimenta de la vida que nos ha dado. Como el amor, nos miento no tiene por qué suponer una ruptura si el ser humano construye y nos aniquila, perdurando. Ella reina en el cuerpo ^be aceptarse en su plenitud de animal y de racional (y racional en la carne que nace, goza, envejece, muere y se disuelve, y s gracias a su animalidad, a su condición de ser vivo), y acepta, mantiene serena y sonriente porque para ella todo es vida, tucr •«mismo tiempo que su diferencia, su comunidad con los otros za y alegría. Pero para nosotros la muerte es sólo muerte, di-i seres en general y con los miembros de su especie en particular. nitivo fin, y la vida que surgirá de nuestros huesos no ser.! r° ef Dios Padre exige que el hombre se ligue a él con un lazo nuestra, aunque pueda ser la de un semejante. Ella, terrible \, la de losc^milr SÍVO nombres, renovándose, nacieiH El hombre debe y tüta1perdura ' cs u n Dios rígido y celoso. Atesarse hijo suyo, y esta relación filial se establece solamente cada día, y el hombre, en cuanto que forma parte de ella, es rayés del espíritu. Debe pues el hombe aferrarse a la parte pualgún modo eterno. Pero esta eternidad colectiva no satisfaz' • ente racional de su personalidad, desconfiando de su cuer-

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po, de sus instintos y de sus sentimientos, pues la racionalid- ri discursiva es lo único que encuentra en sí capaz de ser inniut ble, de establecer relaciones y sentar principios que se present como universales y eternos. Se condena así a un mundo de gc neralidadcs abstractas e incorpóreas, y sus lazos con la tierra con la comunidad humana concreta se debilitan en favor de su ligaduras con la divinidad y con otra comunidad difusa: la de los creyentes. El Dios Padre promete una salvación segura pa ra los que siguen su ley, ley positiva, externa, racionalizada \denada meticulosamente sin ambigüedades ni excepciones, y ofrece a sus adoradores la perduración individual: ya que el homh r c renuncia a la comunidad natural y social para vivir como un individuo, como conciencia aislada sin más compañía que su Dio s sin más guía que su fe, merece la recompensa de la inmortalidad. Pero no todo el hombre es inmortal: sólo su alma, su parte espiritual, y si la religión cristiana acepta la resurrección _de los _ c condiciones especiales, de unos espirituales dones que los desmatenalízlrirql^mTloirrñas^uc^la ne^arTotrdFsiI car_áctcr_dLróT)'j c^~ tos naturalesTSérán así interpenetrables, transparentes, rapidísimos, impasibles, en pura contradicción con los principios nías elementales de la física. Cuerpos, pues, meramente teóricos, reducidos a pura forma abstracta, indiferenciados en una general perfección que, en verdad, los desnaturaliza hasta el absurdo. Así, por poner un ejemplo, estarán dotados de órganos sexuales, pero carecerán de poder genésico y de libido. Tendrán estómago, hígado e intestinos, pero no realizarán nunca ninguna operación digestiva. Cónica cstructuras_pajc_ctas__ci inútiles^ pasearán sus cucrpqs_trivialmcntc sin tacha, y su_única_ diferencia _rcal como individuos radicará tan sólo en la conciencia. El reinado celeste del Uios cristianóle configura según el modelo de la ciudad, y no sólo como contrapartida de la Roma ti rrena, sino también porque es un Dios padre y la ciudad es i'1" gación y rechazo de la naturaleza, reino del artificio. En primar lugar, su espacio violenta el paisaje y lo oculta. La ciudad dcb' su trazado a la decisión y la voluntad humana, y no a los ai 1 - 1 dentes orográficos. No sigue el suave relieve del suelo: destruí y construye modificando el entorno. Además, en la ciudad la V K

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o se rige por la salida del sol y el sucederse de las estaciones, que mide su tiempo por relojes y calendarios y hace de la 6 día si así le apetece. Por último, en la ciudad el hombre O actúa según relaciones afectivas basadas en lazos familiares jaén proximidad física, sino que debe regirse ante todo por relaes jurídicas. La ley es el principio constitutivo de la ciudad, dominio está por encima de cualquier motivación, por profunda o respetable que sea. Su dominio es el de la racionalidad LjjStracta que olvida las particularidades concretas, y esta esqueijnatización abstracta de la vida se acentúa por la necesidad del nnbre ciudadano de someterse a la división del trabajo. Todo esto, al anular los lazos naturales del hombre, favorece | individualismo, acentuando así la necesidad de asegurar una vación individual. A esto se añaden en los tiempos de intro||cción del cristianismo, dos circunstancias: los importantes prosos tecnológicos, que presentaban al hombre como dominade la naturaleza, debilitando su natural veneración por ella, |el hecho de que el imperio romano, desde los primeros césa!3S, establecía un régimen despótico que excluía toda participa6n del ciudadano en la vida política, resintiéndose así su unión jCtn la comunidad y orientando sus intereses hacia objetivos individuales. V, Así pues, el paraíso cristiano ofrecerá una inmortalidad personal y será una ciudad celeste. En principio, su modelo fue Roma, y luego añade otras prefiguraciones terrenas, como la corte Üe Salomón, junto con la iconografía mística del Apocalipsis. Este *squema fue modificándose, variando según las épocas, y así cada país y cada tiempo dotó de características distintas a la Ciudad 'Eterna. La España del siglo XVII, que se consideraba favorecida -por Dios y su embajadora en la tierra, segura de la rectitud de ideas, de la importancia de su misión y de lo ineludible de triunfo final, no toma ya por modelo estos antiguos impettos, sino la propia corte de Madrid. Bien es cierto que los españoles de la época eran conscientes de la realidad progresiva de ^derrota, del fin de su sueño expansionista y unificador, pero •°_r lo general no atribuían estos fracasos a errores de concepción política, a una equivocada gestión exterior o a falta de oriúzación interna. Le echaban la culpa al mal gobierno del priHb 131

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vado de turno si les caía mal, pertenecía a una familia o a un,, ciudad rival de la suya, o la situación concreta era tan grave q lu . no admitía causas teóricas, pero comúnmente se pensaba que ¡ , verdadera razón de que las cosas no fuesen tan bien como era deseable eran los pecados de los propios españoles, como comentábamos en un capítulo anterior. Así, el padre Xarque advierte que, «habiendo los cristianos vuelto las espaldas a Dios con el desenfrenamiento de nuestros vicios» no podemos extrañarnos de que nos vayan tan mal las cosas, que aun parece qiu los mismos elementos se vuelven contra nosotros. Es, pues, explicable «que la tierra se esterilice, y no retorne al sudor de lo s labradores la semilla que arrojaron en ella; que lo que en tantos pasados siglos nunca hizo el cierzo maligno, queme nuestros olivares con inmenso daño de las haciendas; que casi todos los años tale la piedra nuestras mieses, y viñas; que se anticipen y confundan los tiempos a contemplación de los astros, y se conviertan los otoños en secos y erizados diciembres, y en ardientes canículas las floridas, y templadas primaveras; que la pestilencia despueble estos reinos, que la guerra los empobrezca, los consuma, y acabe»'. Cuadro tétrico e impresionante. Pero no hav que preocuparse demasiado, pues el remedio es fácil. En efecto, añade, esto sucede sólo porque Dios «en castigo de nuestras culpas ha arrimado por tiempo la especialísima providencia con que velar solía en defensa del católico Imperio». Sólo por un tiempo, como advierte, aunque, como parece que la prueba está durando demasiado, conviene corregirse y hacer penitencia, en especial aquéllos que, debiendo asistir a las tareas de gobierno, están «atentos a solo su regalo, y comodidad». Así que, con arrepentimos y poner un poco de buena voluntad, todo irá sobre ruedas. ¡Y esto se escribe en 1660, cuando la situación llegó a ser desesperada! Pero parece que los españoles de la época estaban tan convencidos de que sus planteamientos eran correctos y de que su> ideales se ajustaban a la verdad y la rectitud, que no se les ocurría cuestionar las líneas generales de la política, ni mucho menos dudar de la legitimidad o conveniencia de las instituciones: 1 JUAN ANTONIO XARQUE, El orador cristiano sobre el salmo del miserere, £ confesarlos como anomalías y mantener la validez del paradigma que parecen contradecir. De este modo, se buscan razones sobrenaturales para desastres demasiado terrenos, y se culpa al desorden moral de los particulares, dejando así perfectamente a salvo la imagen del monarca, (que, por otra parte, obraba con la mejor voluntad y estaba convencido de la corrección de su> presupuestos). Otras veces, se bromea sobre los males del país considerándolos como algo pasajero, que no puede tocar a la fun2

En Antología de escritores políticos del Siylo de Oro, Taurus, Madrid, 19d (

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damcntal grandeza de este nuevo pueblo escogido. Sólo en pocas ocasiones se ocultan las desdichas, disfrazadas, perdidas en un tupido bosque de elogios. Pero aun los autores más críticos son incapaces de ver el disparate que supone aplicar un esquema rígidamente racional, estrictamente moral, desesperadamente coherente, a algo tan sinuoso, tan lleno de dobleces, tan cambiante como la acción política. Se limitan a apuntar reformas parciales, que no se aplicaban en la mayoría de los casos, pero que de haberse aplicado tampoco hubieran servido de nada. El proyecto de una monarquía cristiana, tomado perfectamente en serio, estaba irremediablemente abocado al fracaso. Y este consciente suicidio, este racionalizado absurdo, da al siglo XVII español esa mezcla de esplendor y decadencia, de prejuicio y lucidez, de dignidad y miseria, de belleza y crueldad, de orgullo y desgarro, de rectitud e injusticia. Por eso es una época compleja y profunda: trágica. Y supo ser tan grande España en su caída, sabia y amarga, que quizá no les faltara razón a quienes la nombraron primera entre las naciones del mundo. Si España es algo así como el reino de Dios en la tierra, la corte celestial viene a ser un Madrid eterno, más perfecto, claro, porque, dado que allí sus habitantes, por definición, no podrán pecar nunca, todo saldrá bien, todo será impecalbe, en el más estricto sentido. Madrid es una especie de cielo empecatado, y sólo porque el hombre es débil y no puede dejar de ofender a Dios, esta corte no iguala, o aun supera, en esplendor a la celeste. Las dos cortes coinciden en detalles, en gestos, con una presión irreal. El premio eterno es así la autocontcmplación soñalora de lo que pudo ser. Esta identidad hace, por otro lado, más apetecible el premio iterno, pues para el hombre nada puede sustituir a esta vida de iquí, la que él conoce y ama. Por eso, cuanto más se parezca el nundo de ultratumba a este otro cotidiano, más ilusionará los deseos del hombre y más se esforzará éste por alcanzarlo. Debe, eso sí, haber una diferencia fundamental: en la vida de allá no ¡be existir nada que nos defraude, nada que nos produzca do>r, desdicha, nada que nos envilezca. Y tampoco la muerte. El Concilio tridentino, que sabía de la importancia de los usos totidianos, de los sentidos y de los sentimientos, y los utilizaba

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ampliamente en su tarea pastoral, se aprovechó también de esta iiií, sin asomo de envaramiento, histrionismo o desmesura, retendencia, y propició así una idea singularmente terrenal de la velan ya su carácter sobrenatural. Así, lo sobrehumano se manigloria eterna, recogiendo también tópicos y elementos de la icofiesta en la más íntima humanidad, lo eterno se encarna en lo nografía popular. Sin embargo, la idea clara, sistemática y detacotidiano, y la vida del más allá se revela a la vez como lejana, llada del cielo sólo se establecerá completamente, fijando definipues advertimos su superioridad, su diferencia, y como próxima tivamente sus elementos, en la época barroca, que nos ofrece una y accesible, pues descubrimos su fundamental identidad con nuestra visión completa de la vida celestial. forma de ser y de sentir. Esta complicidad sentimental con el PaY, en efecto, las pinturas del cielo, breves o extensas, se fueraíso lo hace tan íntimamente deseable como un hogar verdadero, ron haciendo progresivamente más frecuentes, hasta convertirdefinitivo y cálido, de belleza sublime, pero comprensible. El cielo se, ya en el siglo XVII, en uno de los lugares comunes que los ps nuestra casa, y eso nos incita a poner los medios para llegar a él. sermonarios de la época proponían para la predicación. La descripción de los gozos celestiales, por su carácter sensual, halagaba la fantasía y permitía la elaboración de un universo mental delicado, suntuoso, complejo y armónico. El cielo es un lugar de deleites rigurosamente jerarquizado, tiene una atmósfera de 2. P R E F I G U R A C I O N E S sensualidad, lujo y refinamiento, y, a la vez, de exaltación espiritual, y en él se dan a un tiempo el sumo placer y el orden abLas ceremonias cortesanas, los ritos del culto católico y el arte soluto: era, pues, particularmente afín a las aspiraciones artístireligioso barroco proporcionaban al español del siglo XVII una cas del barroco, y es un dato revelador el hecho de que las desidea bastante aproximada de la gloria perdurable. Pero hay otros cripciones del cielo casi doblan en abundancia y extensión a las elementos de su vida cotidiana o de su práctica piadosa que fundel infierno. Al permitir unir, además, la grandilocuencia dracionan también como prefiguraciones de la existencia celestial. mática con los detalles suaves, tiernos y graciosos, conectaban Así, la vida de todos los días, en su misma evidencia, en su extecon el arte popular, y el intenso pintoresquismo de las descriprioridad y su placer, adquiría un valor simbólico y trascendente, ciones, por su fuerza plástica, proporcionaba una base doctrinal : y del mismo modo la fe y, sobre todo, la práctica de la religión a las representaciones artísticas. Por eso, la felicidad de ultratumba y el ejercicio de las virtudes, no sólo eran el camino para alcanzar queda perfectamente definida, y sus rasgos comunes se reconoel cielo, sino resumen del cielo mismo, como una gloria abreviacen no sólo en los tratados religiosos, sino en la imaginería, en 'a que se ofrece aquí mismo, en la tierra, al que sepa descifrar la pintura e incluso en la literatura profana. u profundo sentido simbólico. Sin necesidad de pasar por el tráEsta familiaridad con la patria de los cielos se muestra con nite de la muerte, podía el hombre disfrutar de esos adelantos particular encanto en las bellísimas imágenes de ángeles que puee la gloria, que, si bien no pueden compararse en duración con blan las iglesias y conventos de la España barroca, en los cuaos goces de los elegidos, sí tienen similar intensidad. Porque esdros de Sagradas Familias que vienen a constituir una pintur.; s prefiguraciones no son, como las estatuas y cuadros de sande género a lo divino, donde la ternura y la cálida intimidad di >s, o como la corte madrileña, imágenes y reflejos de los palala escena, su misma humanidad, les da un carácter trascendente: os empíreos, débiles copias por tanto, sino que son en sí mistan sólida armonía sugiere lo que de inmoral hay en nosotros, s auténticas experiencias del reino supraterreno, aunque disfrala intensa felicidad que transpiran nos transfigura, nos eleva, \s hace veradas, que los seres ahí representados, mero de hecru' como míticas princesas, conporel el hábito lo vulgar. Así, ^terminadas cosas son el cielo, pero sólo puede experimentarlas de soportar un estado de ánimo tan alto con tan perfecta natumtno tal el que sepa percibir su significado último. Es la inter-

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prefación lo que convierte en maravilloso lo cotidiano y en delicia el hastío. La más habitual de estas realidades susceptibles de una lectura celeste es la propia Iglesia católica. La comunidad eclesial es el reino de Dios en la tierra, y, como tal, está jerarquizada, sujeta a unas normas legales y ordenada según una disciplinada etiqueta. Pero además trasciende su condición terrena, pues en cuanto comunidad espiritual integra en su seno los vivos y a los muertos, a los miembros militantes y a los triunfantes, así que una partí considerable de este reino se encuentra, de hecho, en los cielos. y el número de sus ciudadanos celestes crece día a día, al ritmo incansable de la Guadaña. Para aumentar la ambigüedad, el nombre de Esposa del Cordero se aplica indistintamente a la Jcrusalén eterna y a la Iglesia como la forma visible del reino de Dios. o sea, del cielo. La idea se repite insistentemente en los autorc^ contrarrcformistas, y se despliega con alegórico entusiasmo, poi ejemplo, en uno de los sermones de Antonio Rius. Comienza exponiendo el estado de la cuestión según los textos sagrados: «La Iglesia, o el Alma santa entendida por el remede los Cielos, según la interpretación de San Gregorio: Regnutii Coelorum praesantis temporis Ecclesia dicitur, está simbolizada en un tesoro; está figurada en unas margaritas; está expresada en un grano de mostaza; está comparada a unas redes; y finalmente, según nuestro Evangelio, está asemejada a diez vírgenes» 3 . L.¡ autor parece quedar anonadado ante la cantidad de símiles quise necesitan para expresar la idea de la Iglesia como manifestación temporal de la gloria eterna, y así exclama: «¡Notable suceso! y que no puede dejar de causarme admiración. ¿Tantas sombras para idear la hermosura de la Iglesia? ¿Tantos jeroglíficos para explicar su perfección? Sí; porque hay cosas que por mucho que se expliquen, nunca se llegan bastantemente a explicar». Compara luego este aluvión de imágenes con el que emplea el Esposo, en el Cantar de Cantares, para pintar la belleza de su amada, pues responde a una intención similar. En efecto, el Esposo «quis'1 significar por las señas exteriores de su Esposa las virtudes interiores que encerraba, y deteniéndose en los luceros de los ojos. -1 ANTONIO Rius, Sermones varios, Barcelona, 1684, p. 88. 138

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e n las doradas trenzas de los cabellos, en las netas perlas de la boca, en el listón carmesí de los labios, en el jazmín y rosas de las mejillas, y en el torneado alabastro del cuello, y añadió: Abgere eo, quod intrinsecus latet. Mi esposa es todo esto, á más de lo que oculta en lo interior» 4 . Pero estas prendas externas no sólo tienen un sentido literal, ino que significan dones internos. Por ejemplo, «las dos parles luces de los ojos publican su sencillez, y prudencia», y sigue en el mismo tono «la crespa dorada madeja de los cabellos, vocea lo castizo de sus pensamientos (...) los tersos menudos aljófares de la boca, testifican su inocencia (...) el partido rubí de los labios asegura lo precioso de su doctrina (...) la nieve y carmín de las mejillas expresan el candor de su virginal vergüenza (...) el bruñido marfil del cuello dice su humildad». Así pues, el aspecto de la Esposa-Iglesia manifiesta su perfección espiritual, pero no la agota, pues el Esposo ha dicho que aún falta lo que se oculta en el interior, es decir, lo que no puede ser expresado por signos externos, pues «la hermosura de la Esposa es tan sin igual, que, por mucho que se explique, nunca bastantemente se llega a exlicar». Esto justifica la abundancia de parábolas con que el Evangelio fine sin agotarlo el Reino de Dios. Así está «la Iglesia retratada en varias y diferentes metáforas, pero nunca bastantemente ntendida» 5 . Cada uno de los epítetos que el Evangelio le atriye hace referencia a sus poderes espirituales. De este modo, s tesoro, porque encierra las riquezas de todas la virtudes (...) margarita, porque fue concebida perla en la concha del peO de Jesucristo (...) Es grano de mostaza, porque habiéndose sto tamañita, descuella sobre los árboles mas agigantados (...) Es real, porque tendida en el mar de este mundo, arrastra para si toda perfección (...) Mas aunque sea todo esto, y aunque con todo esto se explique, aún queda más que explicar». Esta descripción de las excelencias de la Iglesia no sólo la confirma como Reino de Dios, y por tanto como cielo en la tierra, sino que, al predicar de ella atributos como la perfección incon-

Op. rit., p. 89. Op. dt., p. 90.

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mensurable, parece igualarla con la propia divinidad, y, aunque la confiesa parte del mundo, sus cualidades lo trascienden y la sitúan en un lugar que, si comparte la geografía terrena, es invulnerable a su miseria. ""'Este autor insiste en una imagen de la Iglesia como institución, pero el cielo puede encerrarse, en su apariencia terrenal, en algo infinitamente menos aparatoso, incomparablemente más íntimo: el corazón humano, base fundamental de la Iglesia y sede de la gloria celeste. Lo declara de este modo, entre otros, Lorenzo de Zamora. A un reino espiritual, como el de los cielos, le conviene un fundamento espiritual, como el alma del hombre. Allí ha edificado Dios su casa. Y dice el autor:«¿qué cielo es éste, Señor, donde vuestra gloria habita?; ¿qué cielo es éste donde está el asiento do vuestra grandeza? Este es el hombre, dice san Ambrosio, ésta la silla de su gloria, ésta la ciudad donde El vive, el huerto donde se recrea, el Paraíso donde se entretiene; y como lo hacía para morada propia suya, para alcázar de su Reino, para aposento propio suyo, para corte y metrópoli de su imperio, hízolo como a tan alto Príncipe convenía»' 1 . Así, el centro de esa ciudad supraterrena está aquí, entre nosotros: somos nosotros. El corazón del hombre es la capital del reino de los cielos, el palacio en que habita su Rey, y, ausente aún del paraíso, es lo que le otorga sentido y fundamento. El cielo esencial. el metafíisicamente real y racionalmente asentado es el hombre, que no sólo es imagen de Dios, sino su sede y su morada. Fuera cíe la eternidad, todo lo otro parece superfluo. El paraíso y su> delicias se convierten en mero accidente, en un deseable acceso rio, en un derroche deleitoso. Este cielo interior es más hernioso, más diáfano. Brilla con la luz propia de nuestra sangre y es verdadera morada edificada sobre roca, que nadie podrá arrebatarnos nunca. Comparados con él, los detalles de la gloria parteen más crudamente superficiales, destacan su exterioridad de forma hiriente, con impúdica vacuidad. Pero contemplándolo detenidamente, ¡qué superficial es aun esta utopía intimista!. En primer lugar, el hombre aparece ahí, '' LORENZO DE ZAMORA, Monarchia Mystica de la Iglesia, hecha de hienyl'j1' coi, sacados de humanas y divinas letras, Barcelona, 1608, p. 620.

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no como parte de Dios, ni siquiera como semejante a El, sino como su casa. Es una relación de máxima confianza, pero entre dos extraños. El Señor, el dueño de la casa (somos pues una/w'piedad suya, y, por lo tanto, algo ajeno a El, pues sólo podemos apropiarnos lo que está fuera de nosotros) vendrá a habitarla siempre que la conservemos en buen estado, en gracia. Si caemos en desgracia, en pecado, ya no visitará esa morada, no hará de ella su corte. Por tanto la felicidad, el gozo supremo, no es la virtud, sino una simple consecuencia de su práctica. Se convierte así, a su vez, en una posesión nuestra, como nosotros lo somos de Dios, y así el hombre bueno posee el sumo Bien, lo guarda en sí, pero no llega a tener una verdadera experiencia de la suprema dicha, pues no se transfigura en ella, no es él mismo su propio premio, sirio que lo alberga, como un regalo magnífico, pero otorgado. El cristiano no será nunca Hércules, ni siquiera el sueno platónico (que, si bien guarda en su interior la estatua de un dios, llega a ser ese dios cuando se despoja de su tosca envoltura). Todo lo más, como Admeto, recibirá en su casa a la divinidad, atendiéndola con cortesía, ocultando su dolor humano, su amor humano, su desesperación, su vulnerabilidad, para ofrecer un rostro risueño ante los eternamente dichosos, que no deben contaminarse con el sucio, vergonzante, intolerable espectáculo de la pena. Y a cambio recibirá la resurrección, no venciendo a la muerte, sino como regalo de un dios que la vence por él. Pero, sin necesidad de adentrarse en esas honduras alegóricas, muchas veces demasiado rebuscadas, podía el cristiano formar• una idea viva y exacta del paraíso y sus detalles por otra vía .ucho más cercana a sus sentidos y que, además, inspiraba gran arte de las representaciones plásticas de situaciones sobrenaturales. Se trata de las descripciones de milagros, visiones y aparicione>jd£_santos, que~pToliÍrarrTxTrá " atura religiosacTéT siglo XVII. Sin ser propiamente visiones ce5s~{qlíé7 al no srr-pTcfi"gTifa"ciones, sino contemplación de la ?loria tal y como es, no tendrían cabida en este capítulo), sí son Percepciones de objetos o personajes de la corte celestial, y, por auto, a través de ellos se puede inducir su esplendor, yendo de te parte al todo, como el enamorado imagina la belleza de su daa partir de la fugaz visión de una mano enjoyada surgiendo 141

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del manto que la cubre por completo. Son numerosísimos lo ejemplos, por lo que solamente citaré una mínima parte, tratando de repetirme lo menos posible. Algunas de estas visiones son casi simbólicas, y sólo revela i, algún rasgo concreto y real de las suntuosas moradas eternas. Por ejemplo, estas cruces que se dibujan en el cielo y que nos ofrecen uno de sus regalos perdurables más insistentemente citado: la luz refulgente, capaz de palidecer al mismo sol. Cuenta el autor: «En la muerte de S. Daniel Estilita aparecieron tres cruce en el cielo hechas de estrellas, siendo de día. y resplandeciendo el sol con grande resplandor y hermosura^ Aquí, sólo el brillo, sólo la luz salta a través del símbolo con un destello de verdadera atmósfera celeste, por una vez compartida en esta tierra por los ojos mortales. Otro caso, mucho más satisfactorio para los sentidos, es la visita de los ángeles a algunos santos, para confortarlos o asistirles. Es un tema que se repite en las artes plásticas, yendo de la serena grandeza de un Zurbarán a la extática alegría de Ribalta o la delicada expresividad de las figuras angélicas de Luisa Roldana. En las narraciones escritas se añade a la luz y la belleza 1;¡ sugerencia del perfume, la evocación de la música y el cálido vacío de su ausencia, al remontar el vuelo blanco, tenue. Un autor nos describe las frecuentes visitas angélicas con que era honrado san Pedro de Alcántara, pero lo hace a través de los ojos de los espectadores, no agraciados con tan singular favor. Dice: «Visitábanle los ángeles, y los santos del Cielo, alentándole para que no temiese el tránsito último; y aunque los religiosos, que lo velaban, (asistentes a la puerta de la celda) no veían las visitas del Cielo, veían el celestial resplandor de que se llenaba la pieza donde estaba el santo, cuya claridad era de tan maravillosa hermosura. que llenos de admiración, no se atrevían a entrar dentro por e! temor reverencial que tenían»". 7 J A I M E BLEDA, Quatrocientos milagros, y muchas alabanzas de la Santa O» con unos tratados de las cosas más notables desta divina señal; Valencia, 1600, p. 203. * JUAN DE SAN BERNARDO, Chronica de la vida admirable, y milagrosas ha^ñas de el admirable Portento de la Penitencia S. Pedro de Alcántara, Ñapóles, 1667, p. 637.

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La escasez de información que el autor proporciona, pues vuela hablarnos de nuevo tan sólo de luz, se compensa por el hecho de que, al ser contemplada esa luz por personas normales, no favorecidas con gracias especiales, su testimonio adquiere un aire de veracidad y realismo que lo reviste de un valor casi «científico». Además, esta luz adquiere todo su valor evocador de las glorias eternas por su poder para transformar todo el entorno. Así, se añade: «Veían en aquellas ocasiones aquella pobre sala, llena de la gloria de Dios, siendo dichosamente más feliz que los suntuosos y ricos palacios de los mayores monarcas del mundo; •íi-y así admirados desde afuera viendo la gloria celestial que resplandecía dentro, derramaban lágrimas devotas, infiriendo de estas cosas cuántos serían los regalados favores que recibía su dichosa alma en la muerte». En efecto, si sólo la contemplación, desde cierta distancia, de la luz que derraman algunos de los habitantes de la corte celestial, es capaz de convertir una humilde celda en una maravilla que supera los más alhajados salorcs palacie;os, el esplendor que sugiere, al mostrar la imponderable sunosidad del Empíreo, invitándonos a inferir de esta muestra la .aravilla del conjunto, supera con mucho el asombro y el gozo irescntcs que su realidad causa, con ser éstos tan grandes que exceden toda descripción. Más convencional y escueta es la visita que nos cuenta el padre Rivadencyra en su célebre santoral, recibida ésta por San Vicente mártir. Se manifestó primero «una luz venida del cielo, sintióse una fragancia suavísima, bajaron ángeles a visitar al santo mártir; el cual en un mismo tiempo vio la luz, sintió el olor, y oyó a los ángeles, que con celestial armonía le recreaban»" acumulación de sensaciones que satisfacen varios sentidos en complejo equilibrio, y que viene a demostrar que las delicias celestiales tienen una aspiración de obra total que armoniza mucho con los ideales estéticos barrocos. Como muy del gusto del siglo es este aparatoso descenso de la Virgen, arrastrando parte de su corte consigo, como reina que es) a la catedral de Toledo para imponer, en solemne ceremonia cortesana, un hábito (o una casulla, que viene a ser lo mismo) PEDRO RIVADENKRA, h'los sancionan, Madrid, 1616, p. 148.

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a su celoso defensor, San lldelfonso. «La sacratísima Virgen María (...) Reina nuestra (...) bajó del ciclo, acompañada de innumerables ángeles y vírgenes, y con inmensa claridad ilustró el templo de Toledo, y puso sus sagrados pies en el suelo, y se asentó en la cátedra en donde san Ildefonso solía predicar, y honró y vistió al santo Prelado con una casulla, labrada por manos de ángeles, y le mandó que usase de ella en sus solemnes fiestas»1'. Aparte de las indudables concomitancias que la escena tiene con la vida de palacio, es interesante ese detalle de la Virgen que pisa el suelo y se sienta en un sillón. No es un personaje etéreo que flota entre nubes. Es un ser bellísimo, luminoso, irradiando dulzura, resplandores y gracia, pero real, tan cercano a nosotros, tan partícipe de nuestra naturaleza, que pisa nuestro suelo, que comparte nuestro espacio y se siente cómodo en un lugar hecho y habitado por los hombres. Del mismo modo, nosotros nos moveremos con naturalidad por el cielo, compartiremos su espacio, habitaremos moradas fabricadas por seres sobrenaturales corno nuestra propia casa. Esta aparición garantiza la identidad fundamental entre la naturaleza humana y los ciudadanos celestes. y afirma a un tiempo la realidad de éstos, que se mezclan con nosotros, en nuestra atmósfera y nuestra arquitectura, y nuestra propia espiritualidad, pues tal adelanto de la gloria eterna aviva nuestra fe, alienta nuestra esperanza y enciende nuestro amor, mostrando el cielo como algo maravilloso, pero lo suficientemente parecido al suelo como para que podamos realmente desearlo, no con un vago anhelo de deshilachada belleza, sino, como delicia rcalísima, con verdadero deseo que, al nacer del amor, exige un mínimo de conocimiento (y por tanto una posibilidad de comparación). Esta sólida cercanía de los seres espirituales, que llena de cómplices ambigüedades el culto, se revela en muchas manifestaciones del arte de la época, tanto en aquellas que muestran a los seres celestiales cercanos a nosotros, como ocurre a diario en el trato con las imágenes (con las que se dialoga, a las que se adorna con flores y ropajes, a las que se piropea) y se refleja en muchos cuadros de los grandes pintores barrocos, sobre todo de Zurbarán, con sus bellos ángeles, llenos de unción espiri" Op. cit., p. 158.

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tual pero corpóreos, densos, pisando firmemente la misma tierra que el santo al que confortan, como también en las que, dando la vuelta al hecho, nos muestran a nosotros como cercanos a los bienaventurados, tendencia que inspira, por ejemplo, la moda de los retratos a lo divino (en los que un personaje se representa con los atributos y actitudes propios del santo de su nombre o de su mayor devoción) y que, alentada por los jesuítas, que veían en ella un poderoso auxiliar de las famosas «composiciones de lugar», al hacer intervenir al máximo el mecanismo de la identificación, está en la base de muchas obras maestras, como la Adoración de los Reyes, de Velázquez, donde la Virgen ostenta las encantadoras facciones, llenas de tímido orgullo y dulce respeto, de una jovencísima Juana Pacheco, a la que su padre contempla con sincera admiración desde su papel de rey más anciano. Y esta misma metáfora, esta trasposición de personajes, sea en sentido ascendente o descendente, impregna el mejor arte barroco y lo hace verdaderamente conmovedor. Porque son como nosotros, compartimos el temor y la esperanza del San Bartolomé de Ribera o la serena confianza, consciente de la propia fuerza, de la Eva de Alonso Cano. La devoción suscitada por muchas de las imágenes de la época, que conmocionaban los ánios de sus contemporáneos hasta el punto de provocar radica.es conversiones, y que ejercen aún su fascinación en nuestros días, ese poder para cambiar la vida de un hombre que se atribuye a determinados crucifijos o imágenes de la Virgen, no se explica por el hecho de que representen seres sobrenaturales, ni porque sean imágenes muy bellas: es su humanidad lo que conmueve, porque sólo lo cercano puede despertar simpatía, compasión. Sólo lo cercano comprendemos y compartimos. Y si los Cristos de Montañés no nos mirasen con un dolor exento de reproche, con un amor que se transparente a través de los párpados semicerrados, que traspasa los velos con que la muerte ciega las pupilas, y en las Vírgenes de Murillo no reconociéramos la dulzura inflexible de la juventud, su frágil fuerza, la sencillez triunfante de su simple aparecer, candido y sabio, no hubieran llegado a ser, no sólo obras de arte, sino sobre todo objetos sagrados capaces de despertar la devoción, de provocar los sentimientos los fieles, de sacudirlos profundamente y hacerles vivir de otra 145

•'' vacío. Se dan excesivas respuestas a una pregunta que sólo puede contestarse con el deseo. El carácter colectivo y oficial de la Iglesia exige un prototip 1 ' 146

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'blic°> común y definido de la gloria. La invitación tridentina usar la imaginación ordena, en realidad, su regulación, su control través del halago. Por eso, aun a riesgo de la irrealidad o de lo grotesco, se acumulan las noticias sobre la vida eterna, y se eslielven con encomiable presteza, no exenta de osadía, las meores dudas del devoto sobre el particular. Algunos autores resultan bastante pintorescos, o incluso ridículos, en su afán de describirnos con viveza los aposentos celestiales y revelarnos sus íntimos secretos; otros, más prudentes, sólo dirán lo suficiente para encauzar la fantasía, envolviéndose en una inteligente imprecisión que permite al lector terminar el dibujo según sus íntimos anhelos. Su paraíso resulta así menos animado y más intemporal, pero precisamente por eso más umversalmente satisfactorio f y, además, no corre el riesgo de pasarse de moda. Por lo general, todos comienzan con una descripción general del aspecto de las moradas empíreas, trazando las líneas más relevantes de su configuración. Aquí, algunos se limitan a una simple definición, mientras que otros creen necesario aportar más datos. En nuestra exposición, comenzaremos por los autores que dedican menos espacio a esta ojeada panorámica, para irnos adentranasí gradualmente en las complejidades de la recompensa divina. '1 más escueto, sin duda, es Francisco de la Cruz, que en su xismo liquida la cuestión diciendo: «Dónde se goza la gloria? En el Ciclo Empíreo»".

como toda aclaración, añade, unas líneas más abajo, que ese Cielo Empíreo «es lugar de bienaventuranza». Demasiado lacónico, incluso para un catecismo, y más si tenemos en cuenta que es un libro publicado en América. No creo que resultara muy evocador para los nuevos conversos, ni mucho menos que despertase deseos ardientes de salvación eterna en unos colonizadores que contemplaban cada día la derrota de su imaginación por una naturaleza seductora y cruel, rica e indomable, como la dama altlva, ingrata, bellísima e imprevisible de una novela de caballerías. FRANCISCO DE LA CRUZ, Breve compendio de los misterios de nuestra Sautii ' Católica, Lima, 1655, p. 104.

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Otros autores son algo más explícitos, y se preocupan al Hipnos de distinguir el cielo atmosférico, la bóveda celeste, del cielo empíreo, la morada de Dios y los suyos. La palabra común induce, sin duda, a contusiones. Pero todo se aclara, opina José de Santa María, si se leen con atención los textos. Dice así: «£ s de saber que cuando el santo Moisés dijo, que en el principio o primer instante del tiempo crió Dios el cielo y la tierra. por el cielo se entiende el que es cielo por antonomasia, el que p or verdadera y rigurosa creación salió del abismo del no ser al ser, sin que le precediese otra criatura temporal de que fuese hecho. El que por esta causa fue nombrado en primer lugar de Moisés, cuando dijo: En el principio crió Dios el cielo, esto es, el cielo Empíreo, con todos sus cortesanos, que por su excelencia y soberanía es llamado en las letras sagradas ciclo del cielo, y por la misma razón le llamó cielo tercero el glorioso Apóstol, contando por segundo el firmamento con todos los demás cielos inferiores al Empíreo, y por cielo primero la región del aire, que es también llamado cielo en las divinas letras» ' 2 . En este párrafo aparece clara la confusión lingüística: se llama cielo al firmamento estrellado, y también a la atmósfera, además de recibir esc nombre la morada de los elegidos. Pero el autor señala que sólo a ésta corresponde con propiedad tal denominación, y ello por tres razones: por su excelencia, incomparablemente superior, por su situación, encima de los otros, lo que justifica la expresión «cielo del cielo», y por su primacía en el tiempo, ya que tue la primera obra que salió de manos del Señor. Así, gracias a una simple aclaración terminológica, nos hemos informado de la situación del Empíreo y de su antigüedad. Otros autores no sé bien si buscando la seguridad de los textos o la ambigüedad de los enigmas, toman como modelo, ^ su descripción del Cielo, la poética pintura apocalíptica de la Ciudad del Cordero. Es el caso, por ejemplo, de Fr. Jacinto de I rra, que dice así: «En el capítulo veintiuno del Apocalipsis dice San Juan Evaí gelista de esta suerte: lit ostctidit inihi Civitatcm Satictam H»'1''1 salem descendentem de Coelo habentcm claritatcm Dci, ct lumen < 12

JOSÉ I)F SANTA M A R Í A , Triunfo ' su propia exhibición.

Volviendo al padre Nieremberg, esta misma idea de Dios cono fuente y compendio de todas las maravillas aparece en otros lugares de su obra, como en esta invocación, que se supone aproiada para confortar al moribundo en su última hora: «¡Oh Dios jo! ¡oh dulce vida de mi alma! ¡oh mi verdadera salud! ¡oh único eterno bien mío y bien sumo e inmutable! ¿qué quiero, qué lusco sino a Ti? ¿No tengo por ventura todas las cosas, si a Ti poseo que las criaste todas? Ninguna cosa hay en parte alguna, que sea de estima, que no sea obra de tus manos. La hermosura de los ángeles bienaventurados, la hermosura de las almas santas, la hermosura de los cuerpos humanos, la hermosura de [os brutos, de las estrellas, del Sol, de la Luna, de la mar, de la ierra, de las plantas, de las flores, de las piedras preciosas, de los metales, de todos los colores; la suavidad de las voces, de los olores, de los que deleitan de Ti es. Todo lo que hay de hermosura, de gracia, de deleite, de gentileza, de dulzura, de virtud, de valor, de riqueza en las criaturas, en Ti está todo abundantísima y excelentísimamente, y sin marchitarse jamás. Por cierto, Tú eres sumamente hermoso, sumamente deleitable, sumamente amable y digno de ser sumamente deseado. Tú, con grandísima undancia, contienes en Ti toda la hermosura, y alegría siemnueva y florida, la cual es tanto más excelente que la que puem ver y sentir los hombres en las criaturas, cuanto Tú, que las criastes, eres más excelente y más aventajado que todas ellas. Tú 's un piélago inmenso de pura alegría y de santos deleites. Tú 'es luz inefablemente serena, luz resplandeciente, luz hermosa, luz eterna y no limitada» 22 . Así pues, la belleza del Empíreo, que el autor comenzó cnca'ciendo, resulta de algún modo superflua, pues viendo a Dios hallaremos en El toda la hermosura posible, toda la luz, porque la luz es el símbolo, a un tiempo, de la belleza, del bien y de la Verdad, y así, en el espléndido final, el autor, con encendida piedad que hace temblar apenas el ritmo sabio de la frase, acaba idenWicando a Dios con la luz originaria, con la luz definitiva. Para terminar, como es norma a lo largo de este trabajo, va-

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JUAN EUSEBIO NIEREMBERG, Partida a la eternidad y preparación para la te, Madrid, 1645, p. 51.

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mos a ocuparnos de aquellos autores que nos dan un panorain más extenso y completo del terna de este capítulo. Comenzaremos por el jesuíta Sebastián Izquierdo, que considera esencial, para que nos hagamos una idea del gozo que experimentan los elegidos, trazar un panorama general del lugar en que han de vivir eternamente. Habitarán, dice, en el Ciclo Empíreo, que es el más elevado de todos, y que se llama así por su gran luminosidad. A la h < > i , de describirlo, hay algunos puntos que juzga esenciales: «Su sitio y la suma altura que tiene sobre todas las demás cosas que componen el Universo. Su forma y su admirable grandeza. Su riqueza y su hermosura inexplicable» 21 . En esta descripción el autor asegura que se basará en las conclusiones tanto de los teólogos como de los astrónomos y matemáticos, añadiendo así a la verdad proclamada por obediencia y revelada por fe las pruebas aportadas por la razón. En primer lugar se ocupa de la forma, y advierte que «el Cielo Empíreo no es de figura o forma cuadrada, como algunos opinaron, sino de esférica, como los demás Cielos, porque es el supremo y último Cielo, que abraza, y comprchende a los demás, y termina y da fin todo alrededor a este magnífico edificio y artificiosísimo globo del mundo universo» 24 . Es curiosa esa concepción del universo no sólo como edificio, sino como artificiosa máquina, como obra de arte animada, como «ingenio» cuya belleza sólo es superada por lo original y bien trabado de su complejo mecanismo. Establecida la redondez del Empíreo, el autor va a ocuparse de su distribución interna, y lo hará configurándolo como ur espacio cerrado. La expresión «Cielo del Cielo», que otros auto re aplican a la morada de los santos, resulta útil para dar una idea de su elevación y su inmensidad, pero puede producir una sensación de intranquilidad en una mente ordenada, sugiriendo un algo inacabado y difuso, como un halo. Sebastián Izquierdo desvanece esta impresión. Según él, el Empíreo se estructura en «tre> 2-' SEBASTIÁN IZQUIERDO, Consideraciones de los quatro Nwissinws del Hf»' bre. Muerte, Juicio, Infierno, y Gloria, cd. cit., p.404. 24 Op. cit., p. 405.

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partes o tres regiones; ínfima, media, y suprema. La ínfima es" de materia sólida, estable e inmoble, y confina por su superficie inferior cóncava con el Cielo de las aguas, y por su superior con: vexa sirve como de pavimento, o suelo holladero a la región media. La cual es de materia líquida y respirable, donde los bienaventurados han de tener su habitación. La suprema es también materia sólida, estable e inmoble, como la ínfima, y por su ¿superficie inferior cóncava confina con la región media, y le sirIve como de techo bovedado siendo su superficie superior con= vexa el término, donde remata todo este gran globo del Univerit'so, dentro del cual están encerradas todas las criaturas, que exisfcten»25. Queda así el universo lejos de la inquietante indefinición. Sa;' hemos que es una esfera perfectamente acabada, herméticamenIte cerrada, definitivamente estable, como una gran caja redon|da. Sabemos que los santos tienen un techo sobre sus cabezas, I lo que sin duda resulta sedante. Y se nos notifica que, si logramos llegar a tan feliz estado, no respiraremos aire, como en la .tierra, sino algún tipo de líquido muy fluido y sutil, más adecuado, sin duda, a la naturaleza del cuerpo glorificado que el vulgar oxígeno atmosférico. Por debajo del Empíreo está el cielo de las aguas, y más abajo reí cielo estrellado, que es sólido y transparente y tiene «como : engastadas en sí a todas las estrellas fijas, a la manera que los nudos de la madera están en la tabla». Este se mueve muy lentamente y participa también del movimiento diurno. Luego viene el cielo etéreo, que es líquido. En él están, a diferentes alturas, las órbitas de los siete planetas —para el autor, es un error pensar que cada una de estas órbitas constituye un cielo diferente—, por último la tierra, rodeada de los elementos del fuego, del iré y, aunque no por completo, del agua. Una vez así dibujado el esquema del universo, el autor se va ja ocupar de medir las distancias. Comienza por la tierra, a la que atribuye un diámetro de 2.336 leguas y una superficie de 17.139.232 leguas cuadradas. Mide luego la Luna, el Sol y algunas de las estrellas fijas, inOp. cit., pp. 406-407. 163

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crcmentando la admiración del lector con cifras cada vez más elevadas, y señala también la enorme velocidad a la que deben desplazarse dichas estrellas para adaptarse el movimiento diurno: p ( ) r lo visto, se desplazan a 16.979 millas por segundo. Realmente la astronomía ptolemaica le resulta a nuestro autor un auxiliar impagable a la hora de describir maravillas. Llegamos por fin a las medidas del Empíreo. Su superficie cóncava distará del centro de la tierra 584 millones de leguas (unos 3.212 millones de kilómetros) y su superficie convexa 1.168 millones de leguas (6.424 millones de kilómetros). No sabemos cómo ha llegado el animoso jesuíta a establecer dichas medidas, si bien 61 las presenta con un tono de autoridad incuestionable. Esto da al Empíreo un espesor de 584 millones de leguas, de las que las dos quintas partes corresponden a la morada de los bienaventurados propiamente dicha, reservando las tres partes restantes, equitativamente distribuidas, para el suelo y el techo, sólidos e inmutables, de tan sublime edificio. Estas medidas dan, para todo el universo, un diámetro total de 2.336 millones de leguas, lo que supone 12.848 millones de kilómetros. En cuanto a la superficie de aquella zona, del Cielo Empíreo destinada propiamente a habitación de los santos, nuestro jesuíta la estima en 7.239.391.078.400.000.000 leguas cuadradas. Los números se vuelven terroríficamente grandes, pero el autor no sólo quiere abrumarnos, sino sobre todo fascinarnos, y deja la aritmética para tratar de darnos una idea más plástica de tamaña extensión, asi que, comparando el tamaño del Empíreo con el del globo terrestre, concluye: «Y de aquí se infiere que, aunque el número de los hombres predestinados llegue a ser de (100.000.000.000) cien mil millones, en la superficie, que es el suelo del Cielo beatífico donde han de habitar, se podrá dar a cada uno más que cuatro veces doblado espacio del que tiene toda la superficie del globo de la tierra» 2 ' 1 . Y es probable que la parcela que corresponda a cada santo sea aún mayor, pese a que Sebastián Izquierdo les ha asignado territorios aún más generosos que el resto de los autores. Pues no está claro que sea tan elevado el número de los santos. De hecho, para alcanzar tal cifra será necesario «qv |C

mundo (corriende como hasta aquí ha corrido) dure quince años». Para hacer este cálculo se basa en el ritmo de crecimiento de población que presenta el P. Ricciolo en su Geografía. De acuercon esos datos infiere «que el número de los hombres que jos habrá criado al fin del mundo, si dura (corriendo como hasta ora) precisamente quince mil años, será de un millón de mi, pocos más o menos; y de éstos, según el sentir común teólogos y padres apenas se salvará la décima parte (que son >s dichos cien mil millones) conforme aquella sentencia de (, Bernardo que refiere Duvalio (Trac, de 4 Novis. quaest. 5 art. 2) por estas palabras; In mari Massiliensi ex decem navibus vix una perit: sed in mari huius Mundi ex decem animabus vix una salvatur. En el mar de Marsella, dice el Santo, de diez naves apenas perece una: pero en el mar de este mundo de diez almas apenas se salva ana. De manera que el número de los hombres predestinados •oporcionalmente ha de ser mayor o menor conforme la durajón del mundo fuere mayor o menor. Y así, según este discurso 'bable, si el mundo dura diez mil años, los hombres que se salvarán serán sesenta y seis mil millones, y algunos pocos más; si dura veinte mil años, serán ciento y treinta y tres mil milloics, y algunos pocos más» 27 . Después de habernos aclarado, con escalofriante soltura, el número y proporción de los salvados, nos advierte que, en el rearto de la superficie celeste, es preciso incluir también a los anales, que serán diez veces más que todos los hombres creados, í, y siguiendo con la hipótesis de un mundo que durase quinmil años, los ángeles serían diez millones de millones, lo que s da un censo total de habitantes del Empíreo de diez billones cien mil millones, cifra que convierte a la Jerusalén celestial, ninguna duda, en la ciudad más populosa de la historia. Se•n esto, a cada uno de los bienaventurados, sean angélicos o lUrnanos, les corresponderá un espacio de 716.771 leguas cuacadas. Manejando cifras tan desmesuradas el autor teme provocar en ''lector un vértigo que, más que seducirlo, lo abrume, dejándo27

Op. cit., p. 431. 164

Op. di., pp. 432-433. 165

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i lo atontado a fuerza de admirativo estupor. Por eso insiste . nuevo en los ejemplos prácticos: Si un ángel quisiera atravesar el universo por su diámetro, y cada día avanzase 6.400 leguas (unos 35.200 kilómetros, lo que daría una velocidad media ¿( 1.466 kilómetros por hora, realmente casi impensable en la época), tardaría mil años en concluir la travesía, y tres mil ciento cuarenta años si, a la misma velocidad, recorriera su circunferencia. Y para redondear el asombro del lector añade que los ángeles pueden moverse a velocidades aún mayores, sin cansarse jamás, y, lo que es aún más admirable, con la misma rapidez nos desplazaremos nosotros si ganamos el cielo, gracias a la dote de agilidad de los cuerpos glorificados. Quisiera recordar aquí, que por mucho que tratemos de ponernos en el lugar de un devoto del siglo XVII, no alcanzamos a formarnos una idea cabal de la impresión que estos datos causaban en su mente, del deslumbramiento fascinado con que, casi incrédulo, repetiría una y otra vez esas cifras. La tecnología moderna y los progresos de la ciencia nos han habituado al milagro, han borrado, como nunca hasta ahora, las fronteras entre lo real y lo fabuloso, entre la hipótesis y la utopía. Pero el lector barroco debía de quedar en un estado de arrebatado éxtasis tras recrear imaginativamente las proporciones del Empíreo, sobre todo teniendo en cuenta que aquel lugar admirable y casi aterrador se predica como su verdadera patria, como el lugar realmente adecuado a la naturaleza humana, que, de rebote, queda magnificada. El autor saca rápidamente la consecuencia moral, golpeando el hierro en caliente para obtener resultados prácticos en bien de las almas: debemos poner todo nuestro amor y nuestro esfuerzo en aquella patria, para lograr alcanzarla y no quedar en exilio perpetuo, y no aferramos al pecado, que nace de una excesiva estimación de las cosas terrenales, revelando una singular ceguera, pues, comparada con la morada futura y definitiva, este mundo no es más que una «vilísima y estrechísima venta» en la que nos alojamos como viajeros de paso, y aún sus más grandes reinos son apenas puntos diminutos perdidos en el Universi • Prosigue el tratadista: «Pasemos ya a considerar la riqueza, >' hermosura de aquel Empíreo grande sobre toda grandeza, de aquel Reino de los Cielos, Ciudad de Dios, Casa del Padre Celestial. 166

I Paraíso Celeste. Que todos estos no»bres le da la Sagrada Es; ritura al lugar donde han de habitar los bienaventurados, para denotar que en él han de estar juntos todos los bienes que hay acá en todos estos lugares. Porque acá en un reino se halla la amplitud y variedad de cosas buenas: en una ciudad la policía y variedad de comodidades; en una casa o palacio de un gran señor a riqueza y variedad de adornos; y en un paraíso (que es lo miso que lugar de recreación) la amenidad y variedad de delicias; en todos estos lugares muchos y diversos géneros de hermouras. Todo lo cual con inexplicables ventajas se hallará junto en ;quella felicísima y beatífica Habitación» 28 . El Cielo será, pues, una ciudad con la amplitud de un reino, el orden y boato de una corte, la riqueza y suntuosidad de un palacio y la amenidad de un delicioso jardín. Pero no todas las partes del Empíreo serán iguales ni tendrán .a misma densidad de población. De hecho, «los bienaventurados no han de tener sus moradas esparcidas por todo él, ni aún por la región media suya, donde nosotros hemos dicho que han de habitar; porque cabiéndoles del espacio de ella a cada uno muchas centenas de millares de leguas cuadradas, como dejamos mostrado, estuvieran muy distantes unos de otros, y no pudieran componer de hecho una república política y sociable, en que 'e cerca puedan tratarse unos a otros, y conversar unos con otros, así todos han de tener sus moradas juntas en una parte proporcionada a su número del Cielo Empíreo como lo sienten coúnmente los santos padres, y teólogos» 2 ''. Por lo visto, al autor le producía cierta angustia ver a los sanfos aislados en sus feudos, separados por distancias enormes. A pesar de la agilidad de los cuerpos gloriosos, el trato se hacía «ojoso. Y la conversación, uno de los principales placeres del •spañol del siglo XVII, que pasaba prácticamente su vida en la :alle, no puede faltar entre los gozos de los inmortales. Además, |i el Cielo es la Corte de Dios, lo lógico, para nuestro jesuíta, :s que se parezca, al menos remotamente, a las cortes terrenales, h concreto a la de Madrid. Y una corte requiere cierto ambien28

Op. cit., pp. 445-446. Op. cit., p. 450.

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te abigarrado y multitudinario, una animación de la que carece ese sereno cuadro de los santos reposando pacíficamente en sus posesiones, que responde más al modelo de retiro campesino que en la España del XVII se consideraba como un destierro. Para que el parecido entre la corte celestial y la terrena sea más grande, se nos advierte que «estos lugares propios, estancias o moradas, que han de tener todos los bienaventurados ángeles y hombres, serán otros tantos palacios fabricados de la materia incorruptible y preciosísima del Ciclo Empíreo, riquísimos, hermosísimos y transparentes, y cada cual en su grandeza, riqueza, y hermosura proporcionado a los méritos del que habitare en él. Porque aunque allí estos palacios no serán necesarios para defender a sus moradores de las inclemenciass del tiempo, serán convenientes para premio de sus méritos, y también para honra, y decencia suya. Puesto que, como después diremos, todos han de ser reyes»30. Las señoriales mansiones, que convertirán el ciclo en una maravilla urbanística, estarán hechas de la misma materia que el cielo, pero esta uniformidad se compensará por la diversidad de sus tamaños y órdenes arquitectónicos. Insiste el autor en que allí no son necesarias las casas para defendernos del clima o aliviarnos del cansancio, porque nunca nos cansaremos, al no haber nada corruptible en nuestros cuerpos gloriosos ni nada que pueda producir dolor o molestia, y la temperatura será ideal. Así, el palacio se despoja definitivamente de su función secundaria, la de vivienda, para identificarse plenamente con su función principal: la de representación. Allí el palacio es superfluo y, justamente por ello, ostentación pura, destinado a mostrarse y a mostrar, a través de su forma y su decoración, a su dueño. La casa como expresión del carácter y el linaje de su habitante, una mansiónsímbolo, como si toda ella fuera blasón, pues ha de ser proporcionada a las virtudes y méritos de aquél a quien le ha sido dada. Y la lujosa y magnífica morada, si bien no es necesaria por razones físicas, es, como recuerda el autor, conveniente para el decoro. Si los santos han de tener categoría de reyes, sirviendo en la Corte del Emperador Supremo, deben llevar un tren de viOp. cit., p. 453.

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. digno de su rango. El lujo era un Égno de la posición del inividuo en la escala social, y no desplegar el boato corresponiientc a la clase a la que pertenece equivalía a excluirse de ella, istas categorías terrenas, que sirven de cobertura simbólica a la sociedad jerarquizada, no son juzgadas como algo frivolo, persnecicnte a las deleznables vanidades terrenas, sino que son trasadadas al Reino de los Cielos, dando así una perduración etcra, en el deseo y el reflejo, al orden social existente. La utopía ie la eternidad feliz no es aquí crítica, disolvente y revoluciónala, sino que idealiza la estructura social, coopera en su cohesión • aparece como una voluntad extremadamente conservadora: de lecho, imagina que tal estructura ha de conservarse por toda la eternidad. De modo que la capital del Empíreo tendrá un aspecto basante similar a la Jerusalén apocalíptica, pero será muchísimo mayor, advierte el tratadista, pues en la visión de San Juan se muestra ana ciudad diseñada para un número bastante más exiguo de habitantes. Por ejemplo, se suponía que iban a salvarse 144.000 hornees, mientras que nuestro jesuíta supone que lo harán cien mil ilíones. El autor piensa que la Corte celestial será una ciudad aadrada con un perímetro de 254.000 leguas (aproximadamente 1.397.000 kms.). Hace este cálculo suponiendo un espacio para calles y plazas asignando a cada habitante, ángel u hombre, una márcela cuadrada de 80 pasos geométricos de lado (unos 111 meros y medio) donde estará su palacio y «algún modo de jardín, vividario celeste, que sirva para mayor hermosura, y recreación». El tamaño de los palacios y de estos pequeños parques privados podrá oscilar levemente, según la importancia del que aya de habitarlos, aunque siempre serán espaciosos y magníficos. Las casas también serán diferentes por su forma, su estilo decoración y su altura, que, dentro de unas proporciones arloniosas, podrá ser mucho mayor que en las mansiones terrclales. «Porque como quiera que aquellos palacios han de ser de latería de Cielo sólida, cual conviene para su estabilidad y firleza, fundados sobre aquel suelo sólido de la región media del empíreo, por mucho que se levanten en alto, aunque sean leguas, ni habrá peligro de que se incline el edificio y se caiga porque su materia no gravita; ni de que flaquee o se desmorone con el 169

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tiempo, porque es incorruptible; ni sus habitadores se ca o emperezarán, de subir a lo más alto, o para eso necesitar' T*Tl caleras, por su agilidad y ligereza» 31 . v' Así que los santos, de acuerdo con su rango, vivirán en cd'T cios de diferentes tamaños, y, como la materia de estas casaestará sujeta a las leyes naturales, podrán alcanzar alturas d » * mesuradas. Los mayores rascacielos que el hombre ha construid" a lo largo de su historia no son nada comparados con estos cd ficios que, según el autor, tendrán leguas de altura (y cada legua son más de cinco kilómetros). La elevación de los edificios Ince que, en comparación, los jardines resulten diminutos, pero todo resultará armonioso y proporcionado, asegura el autor, como hecho por el mayor Arquitecto y elaborado con materia preciosa y transparente, como una gema. Ante los ojos de la imaginación los edificios surgen entre las flores y se elevan hasta perderse de vista, como interminables agujas de cristal que resplandecen como el oro. Toda la ciudad será, pues, de esta riquísima materia translúcida, «Pero como matizada, pintada, y hermoseada con finísimos y diversos colores, que la harán más vistosa. Tendrá sus calles y plazas, como la que vio S. Juan para que los bienaventurados puedan andar por ella sin penetrarse con sus edificios. Y es verosímil, que correrán también por ella ríos de aguas o elementares, como las nuestras, aunque más purificadas y cristalinas, o semejantes a ellas, pero más preciosas, como hechas de la materia de aquel Cielo. Los cuales ríos estarán también adornados con la amenidad de varios árboles semejantes a los de acá en la forma, pero no en la materia, porque aquella corno cosa de aquel Cielo será incorruptible y preciosísima» 52 . Aquel Madrid celeste, siempre próspero y feliz, tendrá, por tanto, su Manzanares con riberas sombreadas por árboles perennes. Pese a la rareza de los rascacielos transparentes, que se graba en nuestra mente con la fijeza de un sueño, la estructura de la capital del Reino de Dios no difiere gran cosa de la Corte española, y las mejoras que advertimos en la ciudad eterna se deben. 31

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Op. dt., p. 459. On. cit., pp. 460-461.

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L aue a diferencias formales, a la mayor excelencia de la ma- riue es incorruptible, y a la bondad de sus habitantes, que Ia» " . j __ i _ • i ¡un va incapaces de todo mal. «Fn aquel bello recinto vivirán juntos todos los bienaventuráis haciendo «una vida sociable, conversable y amigable», traÜaidose con la familiaridad hija de un largo conocimiento y una Jmunidad de intereses. Sus relaciones serán como las de los nejes terrenos, aunque su amistad será más firme y su simpatía más sincera al no estar envenenado su trato por la ambición ni rencillas por cuestión de rango. Pero, aunque los santos, de ordinario, vivan en la capital, no ir ello quedará sin utilidad el resto de la amplísima esfera cete, «porque, como acá al rededor de una gran Corte suele haa corta distancia casas de recreación con sus jardines y hueramenos, a donde los cortesanos salen a recrearse para volrse luego a la Corte y a mayor distancia hay muchos campos ipoblados, pero llenos de variedad de cosas vistosas por los ales suelen también a veces espaciarse, así, es verosímil que al lededor de aquella Corte Celestial, a alguna distancia (que para los bienaventurados por su admirable ligereza cualquiera será corta), habrá lugares particulares de recreación, y en el resto de los campos espaciosísimos de aquel Cielo muchas y varias cosas dignas de verse; y que los cortesanos celestiales, cuando gustaren, irán a unas partes y a otras con su velocísimo movimiento a rearse y espaciarse, para volverse luego a su Corte y a sus molas fijas»". No faltará, pues, en el Empíreo la dulzura de los recreos al 'e libre, los paseos por el campo, las fiestas y romerías; y hasta istirá el placer de unas cortas vacaciones en el campo, disfruido del silencio y la soledad, gozando de la hermosura de la turaleza para luego sumergirse de nuevo en el bullicio ciuda•O. Así, mediante la variación se aleja el fantasma del hastío, conserva, como tipo de vida ideal, la del cortesano madrileño, con sus breves temporadas en sus posesiones de provincia, la del propio Rey, alternando su alcázar con ocasionales estañen el Retiro y los Sitios. 1

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Además de estas actividades, los santos podrán distraerse ejerciendo de astronautas aficionados, pues subirán, si así lo desean, «por toda su crasicie líquida hasta llegar a la superficie cóncav,. que es como el techo bovcdado de dicha región. Porque por todas partes de ella habrá muchas cosas dignas de verse desde cerca. Y todo a su agilidad le será muy fácil. Especialmente siendo, como es también verosímil, que aquella bóveda celeste esté adornada de otros varios cuerpos vistosísimos a manera de estrellas o de soles, como la bóveda de este mundo inferior, cual es el firmamento, está adornada de sus estrellas. Porque si para cubierta de la vil y caediza choza de este desierto puso Dios un pabellón tan hermoso, cual vemos en una noche clara el cielo estrellado ¿cuál será la cubierta que le habrá puesto a aquella preciosísima y permanente y eterna Patria?» 14 . Como este mundo, también aquél tendrá sus estrellas, si bien mucho más hermosas. Además, los santos no sólo se limitarán a contemplar tranquilamente sus resplandores desde el suelo, sino que podrán pasearse entre los astros y visitarlos cuantas veces quieran, sin que esto les exija ningún esfuerzo ni les fatigue lo más mínimo. Por último, el autor encarece la luminosidad del Empíreo, alumbrado por soles tan esplendorosos, y en particular de su capital, con sus edificios brillantes y su suelo como espejo, sus diáfanos muros y los cuerpos de sus habitantes, que fulgirán como relámpagos. Y con esta visión de luz inagotable, interminablemente reflejada, para la que cada transparencia es un eco, cada superficie un acento, da por terminada el autor su descripción del Reino de los Cielos. Otro de los autores que describen con detalle el aspecto de las moradas de los elegidos es Manuel Ortigas, jesuita también. Comienza su descripción diciendo que, mientras estemos en la tierra, sólo podemos contemplar el Empíreo con los ojos de l.i fe, pero que con ellos alcanzamos una visión más nítida que con los corporales. Sin embargo, lo primero que nos cuenta es una visión del santo anacoreta Cosme: «vio en dilatada estación floreciente de jardines y alamedas, bajo pabellones de olivos y de yedras, más blandas

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ue las rosas, más transparentes y finas que esmeraldas, tálamos sitiales ricos, en donde descansaban vario número de gente de los que había conocido en esta vida; éstas, le dijeron, son las mansiones eternas, que el Señor nos tiene prevenidas. Vio luego bien plantada en inmenso sitio la Ciudad grande Eterna. Eran sus murallas de tersa sillería cortada de diamantes, rubíes, y piropos; eran las puertas de oro de quilates claveteadas de preciosas margaritas, las calles, empedradas de amatistas, berilos y otra varia y preciosa pedrería; discurrían sus ciudadanos en edad floreciente alegres placenteros. Cubrían las mesas regaladísimas viandas, muy diferentes que las de acá. Pero al quererse asentar a la mesa, le mandaron volver a su convento, a que esperara la muerte, que era la que le había de abrir la puerta, que hasta entonces sólo n la Fe se le permitía pasear aquellas moradas celestiales, en onde cada sentido tendrá su particular deleite»15. En efecto, aunque los ojos de la fe nos permitan columbrar Igo de lo que nos espera tras la muerte, esa contemplación, al no dejarnos probar siquiera los placeres que presenta a nuestra consideración, no hace sino encender el deseo por alcanzar aquella aravillosa morada. La muerte clausura esta vida, pero se presenta como algo apetecible, pues es ella la que, con el mismo gesto con que cierra las puertas de este mundo para nuestro cuerpo, abre las de la ciudad eterna para nuestra alma, si hemos sabido merecer tal destino mediante una vida virtuosa y una fidelidad los preceptos que la fe nos enseña. Sin embargo, toda nuestra capacidad de imaginar, toda nuesadhesión a las promesas divinas, no bastan para una descripón exacta de las inefables bellezas del Empíreo. Incluso las revelaciones de aquellos santos que han podido contemplarlo en una visión son sólo «un tosco dibujo», un esquema cuya finalidad no es sino «encender el alma a su conquista». El autor nos recomienda que tomemos sus propias palabras como torpes señales, que, más que pintar la ciudad celeste, pretenden encaminarnos en su dirección. Para insistir en esta idea recurre de nuevo a un ejemplo: «Sucédales a los que miraren y leyeren atentos 3:1 M A N U E L ORTKÍAS, (borona eterna. Implica la gloria accidental y general del K de íilniii y cuerpo, Zaragoza, 1650, pp. 12-13.

Op. cit., p. 465.

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el dibujo que emprendemos, aunque tosco, lo que al Rey Filipo de Macedonia con Demades Tebano. Mandóle le hiciera una planta de la ciudad de Tebas. Tomó un carbón, grosero lápiz, y en el campo breve de una hoja de papel, le delineó sus murallas, torres, palacios, alcázares y edificios, aunque apriesa; de tal suerte, que haciendo concepto de la gran ciudad, Filipo dijo: Yo la he de conquistar con el acero de mis armas o con el oro de mis rentas. Digamos con el corazón cuando vamos leyendo, aunque tan groseros sus diseños: O con el hierro o con el oro he de conquistar la Ciudad Eterna, despreciando el uno, y no temiendo el otro. No es sino menos que pintado, cuanto aquí decirse puede, pero es bastante, si bien se considera a encendernos en su conquista» 3h . Las descripciones del cielo, dice el autor, son aún menos que pinturas. Tanta distancia como va del retrato al modelo vivo, se establece entre un retrato y el rápido bosquejo de algunas líneas. Pero aun así —tan grandes son las bellezas del original— encandila nuestros deseos y nos incita a su posesión. Comienza el padre Ortigas su disertación basándose en los nombres del cielo y en las autoridades de los Padres de la Iglesia, para, encadenando estos testimonios, darnos una idea del aspecto general del Cielo. Dice así: «Varios nombres tiene en las divinas letras esta dichosa habitación que esperamos en el cielo: Paraíso la llamó el Apóstol en su divino rapto, por sus amenísimas delicias; llámase frecuentemente Reino, porque no pensásemos eran limitados sus gozos y su sitio, como el del Paraíso terrenal, sino que se extendía a los deleites de jardines y ciudades y porque nadie imaginara ahí en el Cielo, como en los reinos de por acá, desvíos, soledades, desiertos, o despoblados, se llama también Ciudad Eterna, porque, como notó nuestro Euscbio, todo el Cielo está poblado cíe alcázares, palacios, mansiones, o hermosos pabellones de campaña eternos, como los llamó Cristo Señor nuestro. No serán menester fábricas ni edificios, dice San Agustín, para la seguridad, ni inclemencias de los tiempos, como acá, pero sí los habrá para el ornato y majestad, añade S. Anselmo. Que claro se está (dice aquí el P. Drexelio)

que no habían de estar los Santos en el cielo como las ovejas en las campañas y despoblados en los dilatados espacios del Empíreo, tan grandes que aseguran muchos teólogos que si Dios criara tantos mundos como granos de arena hay en los mares y los ríos, aún no llenarían los espacios de su población gloriosa; otros le señalan un número increíble de leguas a su sitio; otros lo confiesan imperceptible e innumerable a las plumas y guarismos» 17 . El autor nos promete placeres ilimitados en el espacio y en el tiempo, afirma que, en el Empíreo, gozaremos de las delicias del campo y de las diversiones de la ciudad. Comparando su imagen del Cielo con la de su compañero de orden Sebastián Izquierdo, del que nos ocupamos anteriormente, vemos que Ortigas no concibe, como el otro, el paraíso como un reino con su capital bien diferenciada y sus campos, que la rodean, sino que nos da la impresión de una plenitud sin vacíos. Todo es uniformemente fértil, todo está poblado por igual. Coincide con el autor antes citado en la existencia de palacios, cuya misión es puramente ornamental y cuya razón de ser no es la necesidad sino el decoro, pero se muestra mucho más conservador en cuanto a su arquitectura. Si bien da a entender que serán más bellos que los de la tierra, no nos deslumhra con atreí vidas fantasías. Incluso parece preocuparse más por evitar nuestra nostalgia que por provocar nuestro asombro, pues un poco más adelante nos comunica que si tal vez los Santos «quisieren |ver cuanto de esto tuvo en coliseos, pirámides, templos, y alcázares Egipto, Italia, Grecia o Palestina», este capricho, hijo mestizo de la curiosidad y la añoranza, será sin duda satisfecho en la contemplación de las casas celestiales. Los edificios no serán, por tanto, según Ortigas, retos a nuestra imaginación, sino una especie de antología de la historia de la arquitectura mundial, mezclada con algunas innovaciones originales para satisfacer el ansia de los bienaventurados vanguardistas. Por último, termina su disertación ponderando el tamaño del Reino eterno, pero, aunque pone algunos ejemplos, no aporta, como hacía su compañero de orden, datos concretos, prefiriendo dejar su inmensidad en una cierta indeterminación. Op. dt., pp. 321-322.

Op. dt., p. 19.

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No olvida que lo que le ha movido a escribir esas páginas no es sino la tarea de aumentar los posibles ciudadanos del Paraíso, haciendo que sus lectores lo deseen y se esfuercen por lograrlo. Por eso finaliza con una invocación: «Oh Señor, cuan grande es vuestra Casa, podemos exclamar con Bruc. Sus puertas (escribió Tobías) son de zafiros y esmeraldas; la sillería de sus mufallas, de rica pedrería, el pavimento de sus calles, plazas y palacios de oro de quilates (añadió San Juan), más diáfano y transparente que el vidrio cristalino, sus majestuosas puertas son cortadas como en canteras de preciosas perlas cada una. Pero verdaderamente poco era el oro y los diamantes de por acá para su ornato, muy diferente es aquello de esto; por eso lo llaman oro, pero transparente como el cristal que no se ve en el de aquí. Las puertas, y murallas, de perlas y zafiros pero éstas tan grandes que, como si serrara un monte de un diamante o perla, se saquen de una pieza las almenas y portales; para que acabemos de entender, dice Sta. Teresa, que aventaja su riqueza y hermosura a toda la de acá, como el oro al lodo, los diamantes y perlas a las piedras, el Sol a una vela, las estrellas a las pavesas, el cielo al suelo, el sumo Hacedor a los oficiales de la tierra. ¡Oh patria querida, oh Ciudad santa, tú serás mi cuidado! Pendientes quedarán de tus almenas celestiales, las aljabas y saetas de mis suspiros y esperanzas!». Pese a lo manido de los testimonios y lo torpe del estilo literario, esta mezcla de confusa erudición y verdadero fervor no carece de atractivo, y su auténtica piedad parece revestir de novedad los antiguos textos. El propósito edificante se cumple, más que por lo que dice, por el entusiasmo que lo anima. El deseo despertado en el lector resulta así como un reflejo del que siente el autor, y para rematar su tarea y alentar y sostener al que, tras sus palabras, haya decidido emprender la senda de la salvación, añade a continuación un capítulo que titula: «Es angosto, pero fácil y suave, el camino del Cielo».

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HABITANTES DEL CI EL O

Este reino imaginado, que nos ha deslumhrado con la enormidad de sus proporciones, que nos ha encantado con su refinada decoración, que ostenta su belleza incomparable para tentar nuestra esperanza y que ha de durar eternamente, es un lugar muy exclusivo, donde sólo han de penetrar aquellos que puedan considerarse dignos de tanta excelencia. Está reservado el derecho de admisión, y, antes de entrar en los alcázares eternos, el futuro ciudadano debe acreditar su linaje de criatura perfecta. Las limitaciones, los defectos, las más pequeñas taras deben ser eliminadas. Para entrar en el cielo es preciso nacer de nuevo, perfecto en cuerpo y alma. La muerte del santo es así como un parto que iniciará para él la vida perdurable, pero aun después déla dura prueba de la muerte, el alma se acrisola en el fuego del purgatorio, perdiendo allí hasta la más leve huella de una impureza. Los bienaventurados poseen una perfección siempre recién inaugurada: no hay en ellos cicatrices, ni arrugas, ni costumbres. Son como un cristal purísimo, intachable transparencia para reflejar la imagen de Dios. Como un espejo, no dicen nada de sí mismos, a no ser lo pulido de su resplandeciente superficie: son pura superficie destinada al reflejo, eco de Dios por siempre, girando en torno suyo, cortesanos brillantes, dóciles, lisonjeros. Los autores barrocos nos pintaron el Cielo como un lugar de ensueño; una Corte cuajada de delicias siempre nuevas, una Ciudad ideal donde pudiéramos ser plenamente felices. El único luSgar digno de ser palacio del Altísimo, y el único también en que podrá desarrollarse del todo la multiplicidad de nuestro ser, donde la humanidad alcanzará una plenitud que no podemos sospechar, ionde nuestra capacidad de gozo se verá no sólo colmada, sino lesbordada. Tal plenitud parece casi peligrosa, como si nos tu• viera en riesgo de estallar, de disolvernos en una explosión de pura felicidad, si no se nos prometiese a un tiempo la conservación eterna de nuestra individualidad. El cielo, en efecto, es un lugar diseñado especialmente para hacer posible la felicidad eterna. Ahora, bien, la felicidad, si bien depende en gran parte de factores colectivos, es ante todo un asunto individual, privadísimo, pues nace, flor última, del centro de 177

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