Gelabert, Martin - Para Encontrar a Dios

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MARTÍN GELABERT BALLESTER

PARA ENCONTRAR A DIOS Vida teologal

SAN E S T E B A N - E D I B E S A SALAMANCA - MADRID

Introducción

© Martín Gelabert Ballester © Editorial San Esteban, 2002 Apartado 17 - 37080 Salamanca (España) Teléfonos: 34 / 923 21 50 00 - 26 47 81 Fax: 34 / 923 26 54 80 E-mail: [email protected] ISBN: 84-8260-108-3 EDIBESA, 2002 Madre de Dios, 35 bis 28016 Madrid Teléfono: 3 4 / 9 1 345 19 92 Fax: 34 / 91 350 50 99 E-mail: [email protected] ISBN: 84-8407-290-8 Depósito legal: S. 80-2002 Imprenta Calatrava, Soc. Coop. Políg. El Montalvo. Tel. y Fax 923 19 02 13 - 37008 Salamanca

La Revelación judeo-cristiana es la historia de un encuentro, el de Dios con el ser humano. Dios está permanentemente buscando al hombre y se le manifiesta por todos los medios a su alcance: "Dios, creando y conservando el universo por su Palabra (cf. Jn 1,3), ofrece a los hombres en la creación un testimonio perenne de sí mismo (cf. Rom 1,19-20); queriendo además abrir el camino de la salvación sobrenatural, se reveló desde el principio a nuestros primeros padres" 1 . En estas palabras, tomadas del Concilio Vaticano II, se hacen dos importantes afirmaciones: por u n a parte, Dios, en la creación, está siempre manifestándose, diciendo algo, presionando para que el hombre le descubra. Por otra, Dios, desde los comienzos mismos de la historia de la salvación, "se reveló", se comunicó, se dio a conocer a los seres humanos. Allí donde hay un ser humano, Dios quiere ser conocido. Aunque también cabría decir: solo hay ser h u m a n o (solo el nivel de la pura animalidad es superado) allí donde Dios puede ser conocido 2 . La búsqueda del ser h u m a n o por parte de Dios pide acogida y respuesta. Pues para que se dé u n encuentro no basta con que alguien esté presente y tome la iniciativa de darse a conocer. A no ser que entendamos la palabra "encuentro" superficialmente: dos o más personas coinciden, se cruzan o chocan en un determinado punto. Pero esta coincidencia puede ser fortuita. Puede ser inconsciente. O siendo u n a coincidencia consciente, puede ser rápida, poco profunda y nada interesante.

1. Dei Verbum, 3. 2. Esto no dice nada en contra de la afirmación de Pió XII, que no se refiere explícitamente a la revelación, aunque también se le pueda aplicar: "Dios puede crear seres intelectuales sin ordenarlos y llamarlos a la visión beatífica" (H. DI-NZINGLÍR y P. HÜNKRMANN, Euchiricliott Symboloriim Definitioniim el Declaratiommt de rcbus fidei et mormu -en adelante: DI I-, 3891).

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Vistas así las cosas, bien pudiera decirse que Dios siempre se encuentra con el hombre, dado que su presencia es total y no es posible escapar de ella 3 . Pero el hombre no siempre se encuentra con Dios. Pero "encuentro" puede ser también el resultado de una mutua búsqueda consciente y deseada, que llena un vacío o marca profundamente a sus protagonistas. El encuentro, entonces, implica apertura, correspondencia y confiada aceptación, creándose un espacio de amor y de entrega mutua: yo comprendo al otro, me dejo penetrar y enriquecer por el otro. Y correspondo a lo que él me ofrece, dándole y dándome yo a mi vez. El auténtico encuentro supone una relación personal, una conciencia de la presencia del otro, una capacidad de escucha y de respuesta. El encuentro verdadero implica necesariamente que los dos que se encuentran son sujetos activos. Eso significa que, para que la búsqueda permanente del hombre por parte de Dios, alcance el nivel de encuentro se necesita no sólo que Dios "se encuentre" con el hombre, sino también que el hombre "se encuentre".con Dios. ¿Cuándo sucede esto último? Cuando el ser h u m a n o se confía por entero a su Creador y le ama con todas sus fuerzas. La respuesta al Dios que nos creó, nos cuida, nos ama, se nos manifiesta y quiere hacernos partícipes de su vida, buscando para nosotros lo mejor, toma la forma por parte del hombre de una vida de fe en Dios, de esperanza en Dios y de amor a Dios. A una vida según esta triple actitud le llamamos vida teologal, vida referida y orientada hacia Dios. Es importante dejar claro, ya desde el principio, varias cosas: en primer lugar, la vida teologal es siempre una actitud segunda. La iniciativa del encuentro viene de Dios. Más aún, él es quién suscita y sostiene la respuesta del ser humano. Pero segunda y todo como es, es fundamental para realizar el encuentro que Dios desea. En segundo lugar, cuando el hombre se decide a responder a la llamada de Dios, su vida toda recibe una nueva orientación, es una vida transformada, una vida nueva. 3. Al respecto recordamos dos textos de la Escritura: "En él vivimos, nos movemos y existimos" (Hch 17,28). "¿A dónde iré lejos de tu aliento, a dónde escaparé de tu mirada? Si escalo el cielo allí estás Tú; si me acuesto en el abismo, allí te encuentro; si vuelo hasta el margen de la aurora, si emigro hasta el confín del mar, allí me alcanzará tu izquierda, me agarrará tu derecha" (Sal 139,7-10).

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El modo divino de vivir tiene repercusiones antropológicas, pero también sociales, hasta el punto de que las relaciones del ser h u m a n o con los otros seres humanos quedan radicalmente transformadas. La orientación de la vida hacia Dios, lejos de ser una huida del mundo y de nuestras responsabilidades mundanas y sociales, es un compromiso para asumirlas con mayor entrega, generosidad y limpieza. En tercer lugar, y relacionado con lo anterior, hay que notar que dónde se manifiesta precisamente la orientación divina de la vida es en la orientación antropológica nueva que adquiere mi vida. Esta nueva orientación antropológica se convierte así en la necesaria mediación de mi encuentro con Dios. La vida divina toma cuerpo en lo humano. Las huidas del mundo y de mis responsabilidades con los hermanos alejan cada vez más de Dios, pues el encuentro con Dios se realiza siempre a través de mediaciones. O de forma sacramental, como diremos en la primera parte de este libro. Nuestra reflexión no puede ignorar las dificultades de comprensión de la vida teologal. Dificultades de vocabulario, sin duda: ¿qué dice hoy a nuestros contemporáneos, incluso a los creyentes, la palabra teologal? O, ¿qué entiende la gran mayoría de la gente por caridad? Otras dificultades provienen de la nueva sensibilidad que hoy hay ante lo religioso no cristiano. Sensibilidad justa y buena. También fuera del cristianismo es posible encontrarse con Dios, responder a su presencia y voluntad, y tener u n a auténtica experiencia religiosa, confiando en Dios y amándole de todo corazón. Habrá que examinar cada caso, pero de entrada no podemos negar la posibilidad. Finalmente, otro tipo de dificultades provienen de la situación cultural. Y al referirme a la cultura no sólo pienso en el hecho de que muchos de nuestros contemporáneos no creen que sea posible ningún encuentro con lo divino, sino también en un cierto despertar de lo religioso que caracteriza a algunos sectores de la modernidad (o postmodernidad). Este despertar religioso debería acogerse con cautela por parte de los cristianos pues, quizás, más que facilitar el acceso al Dios revelado en Cristo pudiera dificultarlo. En los comienzos de la era cristiana, cuando Pablo de Tarso llegó a Atenas, entendió que la religiosidad de los griegos del siglo I facilitaba la comprensión del mensaje cristiano; pero esta misma religiosidad se convir-

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tió en piedra de tropiezo para comprender la resurrección de Jesucristo, y abrirse a la esperanza que despierta, acogiéndolo en la fe. Igualmente, el resurgir actual de lo religioso plantea la pregunta de si nos encontramos ante la búsqueda de nuevas emociones, o incluso si este despertar de lo religioso no es u n resurgir de las religiones de trascendencia, lo que podría interpretarse como un deseo de evadirse de la realidad, o como un obstáculo para la comprensión del cristianismo, en la medida en que éste proclama la intervención de Dios en la historia. Hay sentimientos religiosos que, en todo caso, necesitan ser evangelizados. Lo espiritual está de moda 4 . Gente de todo tipo y condición, con distintos planteamientos, objetivos e intenciones, apela a lo espiritual e incluso a lo "crístico" (bajo diversas denominaciones). Pero este atractivo si se convierte únicamente en búsqueda de calor y afectividad, o en una manera de llenar la vaciedad interior, pudiera no desembocar en el encuentro con el Dios vivo. La vida teologal a la que aquí nos referimos tiene como horizonte de comprensión la vida y la cruz de Cristo. Esta cruz, en ocasiones, es un escándalo para la gente religiosa y u n a tontería para la gente inteligente (1 Co 1,23). Pero contra toda lógica y contra toda esperanza, en esta Cruz se encuentra la vida y la esperanza de los hombres, al desvelarse en ella el inmenso e incondicional Amor de Dios, que nos a m ó cuando éramos pecadores.

Al abordar u n estudio sobre vida teologal, conviene decir una palabra sobre las posibles interferencias que puede tener este estudio con otros tratados teológicos con los que está relacionado. En concreto pienso en la relación que tiene el estudio de la virtud teologal de la fe con la teología fundamental. Y en la que tiene la virtud de la esperanza con la escatología. Tam4. Dejo aparte y no entro en "el negocio de lo espiritual", en las formas comercializadas de grupos de autoayuda y en todo tipo de movimientos: "El Waüstreet Journal afirma que la espiritualidad representa un negocio de mil millones de dóla-

bien la caridad tiene relaciones con otros aspectos de la moral; a veces se la confunde con la solidaridad o se la compara con poca precisión con la justicia. Aunque la Teología Fundamental se ocupa de la fe, en principio su tema central no es éste, sino la Revelación; pero además, en Teología Fundamental no se tocan las dimensiones teologales de la fe, en tanto que encuentro con Dios. De lo que se ocupa la teología fundamental es de la credibilidad, y en concreto de la credibilidad de la Revelación cristiana. Se ocupa también de justificar y explicitar la relación entre la fe y la reflexión filosófica, así como de los preámbulos de la fe 5 . Aunque también este libro dirá algo sobre la credibilidad, y alguna repetición sea inevitable, nuestro tratamiento tiene una perspectiva distinta de la que debe tener la fe en Teología Fundamental. La esperanza teologal tiene estrechas relaciones con otro tratado teológico que actualmente ha adquirido gran relevancia: la escatología. Entre la virtud teologal de la esperanza y el tratado teológico de escatología hay, sin duda, relaciones necesarias e ineludibles. Ambos se refieren a las Promesas de Dios. Pero no de la misma manera, pues la virtud de la esperanza pone el acento en la actitud creyente que confía plenamente en el cumplimiento de las promesas de Dios, y el tratado de escatología se refiere a los contenidos de esta Promesa, reflexionando teológicamente sobre ellos y mostrando su credibilidad. Alguna repetición puede ser inevitable, conveniente o necesaria. Pero si se guarda el lógico orden explicativo de las materias, en la que el estudio de la virtud de la esperanza debe preceder al de la escatología, las repeticiones deben reducirse al mínimo. Sin duda la caridad tiene estrechas relaciones con toda la moral. Sto. Tomás dirá que la caridad es la forma de todas las virtudes. La caridad da sentido a toda la moral. Pero eso n o impide que deba tener un tratamiento propio que no se sustituye a ninguno de los contenidos concretos de la moral, aunque los ilumina a todos. En suma, la vida teologal tiene no sólo u n a importancia grande en la vida cristiana, sino su propio y específico trata-

res" (E. SCHÜSSLER FIORENZA, "En camino por la senda de la Sabiduría", en Concilium,

noviembre 2000, 647).

10

5.

Cf. JUAN PAULO II, Fides ct Raí ¡o, 67.

11

miento en teología. Ese tratamiento es el que aquí vamos a desarrollar.

Cuando se trata de estudiar las virtudes teologales la división del estudio parece fácil: una parte se dedica a la fe, otra a la esperanza y la tercera a la caridad. Y así se olvida tratar un aspecto fundamental: el de la unidad de lo teologal, los aspectos comunes a las tres virtudes. Haciendo una analogía con el tratado sobre el Dios cristiano, cabría decir que, de la misma manera que el discurso específico y propio sobre el Padre, sobre el Hijo o sobre el Espíritu Santo, no elimina sino que exige el tratar de la unidad de esta adorable Trinidad, también el tratamiento específico y propio de la fe, la esperanza o la caridad, no elimina la consideración de sus aspectos comunes y unitarios. Por esta razón nuestro libro tiene cuatro partes. En la primera -la más amplia- abordaremos aspectos unitarios y paralelos de las tres dimensiones de lo teologal. En las otras tres partes, aunque algo de lo que allí se dirá también podría ser abordado de forma conjunta o al menos paralela - p o r ejemplo lo referente a los objetos material y formal de cada u n a de las virtudes-, trataremos de aspectos más propios, diferenciados y específicos de la fe, la esperanza y la caridad.

Pocas publicaciones han salido últimamente sobre vida teologal. Y lo que en ellas se ha escrito, por excesiva brevedad o por razones más serias, me ha parecido insuficiente. Observando, además, algunos programas de Centros teológicos, tengo la impresión de que el "tratado de las virtudes teologales" ha perdido identidad, al quedar diluido en un genérico "gracia y virtudes". De ahí que mi aportación quiere, con humildad, temor y temblor, llenar lo que, a mi entender, es u n vacío en el campo de las recientes publicaciones teológicas. Con la esperanza de prestar un servicio dejo estas páginas en manos del lector. 12

I Dimensiones antropológicas, cristológicas y sacramentales de la vida teologal

1

La unidad de lo teologal

1.

LAS VIRTUDES TEOLOGALES SE REFIEREN DIRECTAMENTE A DIOS

1. Virtud y teologal El que está en Cristo es una nueva creación (2 Co 5,17). Vive u n a nueva existencia. Su vida está totalmente orientada hacia Dios. Cuando hablamos de vida teologal queremos designar esta nueva orientación de la existencia, concretada en un fiarse totalmente de Dios, esperándolo todo de él y amándole con todas las fuerzas. Al vivir así nos unimos inmediatamente con Dios, hacemos de la vida un encuentro permanente con el Dios vivo. Clemente de Alejandría (muerto antes del 215) designaba como "santa tríada" 1 lo que el Nuevo Testamento califica de "estas tres", a saber, "la fe, la esperanza y la caridad" (1 Co 13,13). En ellas está lo característico de la nueva existencia en Cristo. Esta trilogía, que remonta a u n a tradición anterior a Pablo, aparece ya en la primera carta paulina (1 Tes 1,3) y con cambios de orden en el resto de sus epístolas: 1 Tes 5,8; 1 Co 13,7; Gal 5,5 ss.; Rm 5,1-5; Col 1,4-5; Ef 1,15-18... Textos semejantes se encuentran en Heb 6,10-12; 10,22-24; 1 Pe 1,3-9.21. Esta fórmula manifiesta lo que Dios ha querido decir de sí mismo y la orientación que quiere imprimir a toda la existencia humana. Dios quiere establecer con la humanidad, por medio de Cristo, una nueva relación, revelándose y dándose a conocer (fe); quiere suscitar la certeza-esperanza de que la salvación se ha cumplido ya y se cumplirá; y manifestar su ser

1. F.stnmwhis\V, 7; MG 1265 B.

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íntimo de Amor (1 Jn 4,7 ss.), fuente del amor derramado en nuestros corazones y en la comunidad eclesial. A estas actitudes que unen con Dios, los teólogos medievales, y después de ellos toda la catequesis eclesial, las llamaban virtudes teologales 2 . De ellas dice el Catecismo de la Iglesia Católica (n.° 1812): "Las virtudes teologales se refieren directamente a Dios. Disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad. Tienen como origen, motivo y objeto a Dios Uno y Trino". Pero precisamente porque se dirige a Dios, la vida teologal tiene u n alcance universal, puesto que Dios extiende su señorío y su radio de acción sobre todas las cosas. Así, la fe se refiere a Dios, pero por eso mismo a todas las criaturas "en las que resplandece la verdad divina" 3 y, sobre todo, al ser humano, imagen privilegiada de Dios. La caridad no sólo ama a Dios, sino que extiende su amor a nosotros mismos y a nuestros prójimos. La esperanza no sólo espera en Dios, sino también y, en consecuencia, la consecución de todo bien y la liberación de todo mal. ¿Por qué "virtud" y por qué "teologal"? El lenguaje corriente entiende por virtud algo digno de elogio. Para Tomás de Aquino la virtud es un "habitus operativus bonus" 4 , un hábito operativo bueno y operativo del bien. La virtud hace bueno a uno y hace bueno lo que uno hace 5 . Más que una costumbre o una tendencia a obrar de manera estereotipada, la virtud es una disposición permanente que nos mueve a obrar pronta, agradable, voluntaria y firmemente en una determinada dirección, conduciendo nuestros actos y nuestra vida a u n determinado fin, que es el bien; fin que, en cierto modo, ya se anticipa en la virtud. En el caso de las virtudes teologales, el fin es la vida eterna 6 . En 2. Véanse estos textos de TOMÁS DE AQUINO: " E S teologal u n a virtud p o r tener por objeto a Dios a quien se adhiere" {Suma de Teología, II-II, 17, 6). "Se llaman virtudes teologales aquellas que tienen a Dios p o r objeto y fin" (/// Sent., dist. 9, c. 1, a. 1, qla. 3). "La fe recae directa y principalmente sobre Dios, que es la Verdad misma" (Suma de Teología, II-II, 89,6); "La esperanza se dirige principalmente a la bienaventuranza eterna. Sucede lo mismo que con la fe, que se refiere principalmente a Dios" (Suma de Teología, II-II, 17, 2, ad 2); "El objeto propio de la caridad es Dios m i s m o " (Suma de Teología, II-II, 1,1, a d 3); también De Spe 1, ad 6. 3. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología II-II, 89, 6.

las virtudes teologales se trata, además, de u n hábito infuso "producido por Dios en nosotros sin intervención nuestra" 7 . No son, pues, fruto de un entrenamiento del hombre, sino de su docilidad a Dios. Al hablar de hábito no convendría dar la falsa impresión de que se trata de una meta o punto de llegada, y olvidar así dos aspectos importantes. En primer lugar, el aspecto procesual de estas nuevas actitudes humanas. La vida cristiana es u n camino. Y las virtudes teologales pueden crecer, aumentar, disminuir. El Nuevo Testamento conoce distintos grados en la fe (fe diabólica, poca fe, mucha fe), en el amor (amar mucho, amar poco, no amar) y en la esperanza. En segundo lugar, y relacionado con lo anterior, es importante notar la necesidad de luchar contra los múltiples obstáculos que se oponen a la fe (vivida en un permanente combate contra la incredulidad), a la esperanza (necesitada siempre de vencer la desesperanza) y al amor (al que se opone nuestro egoísmo). El Nuevo Testamento se refiere al combate de la fe, al trabajo difícil de la caridad y a la tenacidad de la esperanza (cf. 1 Tes 1,3). Con la precisión de "teologal", los autores medievales pretendieron distinguir las virtudes de las que hablan Platón y Aristóteles de las que habían tratado San Agustín, los demás Santos Padres y los anteriores teólogos. Platón se refiere a las cuatro virtudes cardinales, a saber, prudencia, justicia, fortaleza y templanza, enumeración que conoce también el libro de la Sabiduría (8,7). Pero además de estas virtudes cardinales (de "cardo", quicio), que serían los quicios sobre los que gira la vida h u m a n a cuando se orienta hacia el bien, la teología habla de otras virtudes propiamente divinas, pues son u n don de Dios que transforma la vida h u m a n a y la une con Dios. Decimos que estas virtudes son divinas pues el encuentro o la unión con Dios excede las posibilidades de la naturaleza humana, y sólo es posible si es Dios el que se dirige al ser h u m a n o y lo atrae hacia sí 8 . De estas virtudes, según los medievales, trataron únicamente los Santos Padres y los teólogos. Con Pedro el Cantor las llamaban "católicas" por ser propias de los católicos o fieles; "infusas" o

4. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, I-II, 55,3.

5. Cf. TOMÁS DE AQUINO, Cuestión disputada De Caritate, 2; 5, arg. 4. 6. Cf. TOMÁS DE AQUINO, De Verítate, 14, 3, sed contra 1.

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7. TOMÁS DI; AOIIINO, Suma de Teología, I-II, 55,4; 63,2. 8. Cf. TOMÁS DI; AQUINO, Suma de Teología, I-II, 51,4.

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"gratuitas", con Simón de Tournai, porque no se dan sino por infusión gratuita de Dios; "teológicas", con Godofredo de Poitiers (este autor sería, pues, quién introdujo por primera vez la denominación de virtud teológica o teologal), porque sólo las consideran y tratan los teólogos; "meritorias", porque solamente ellas, informadas por la caridad, que es difundida por el Espíritu Santo en nuestros corazones, conducen a la vida eterna Así, pues, los medievales llamaban teologal a la virtud en u n cuádruple sentido: 1) por razón del sujeto, por ser propia de los fieles o católicos, y por eso mismo se llamaba también católica; 2) por razón de su causa, porque solamente procede de Dios, mediante su gracia, por lo que también se la llama gratuita o infusa; 3) por el valor que tiene ante Dios, porque es capaz de conducirnos a la vida eterna, y no se reduce a esta vida temporal y a la mera perfección humana, como las virtudes naturales o adquiridas, y de ahí que tome también el nombre de virtud meritoria; 4) por el modo de conocerla, porque tal virtud no se descubre con la sola luz de la razón natural, como las virtudes naturales de los filósofos, sino que se conoce únicamente por la divina revelación, en que se apoyan los teólogos, y p o r esta razón se llama virtud teológica 9 . 2. Desde diversas

perspectivas

La fe, la esperanza y la caridad tienden a un encuentro inmediato con Dios, si bien cada una considera y acoge a Dios desde una perspectiva diferente: la fe como Palabra que se revela, la esperanza como Promesa cierta de vida eterna, y la caridad como Amor incondicional, transformador y beatificante. Dicho con u n a fórmula más tomista: la fe tiende a Dios en cuanto Verdad; la caridad en cuanto esa Verdad es el Bien supremo del ser humano; y la esperanza en cuanto ese supremo bien es arduo o difícil de conseguir, o p o r mejor decir, sólo conseguidero gracias al poder divino 10 . De modo que la fe busca ver a 9. Cf. SANTIAGO M. RAMÍREZ, La esencia de la caridad, Biblioteca de Teólogos Españoles, vol. 31, Madrid, 1978, 185-186. 10. "En cuanto a la realidad es el mismo el objeto de todas las virtudes teologales (=Dios), pero diferente según la razón; porque en cuanto que es la Verdad Primera, es objeto de la fe; en cuanto que es el Sumo Bien, es objeto de la caridad;

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Dios, la esperanza poseerle, la caridad gozar de él 11 . En este tendencia de las tres virtudes teologales al mismo objeto, que es Dios, cabe señalar otra diferencia o matiz importante: la fe y la esperanza se dirigen a Dios en cuanto no visto o no poseído totalmente, pero cuando se produzca el encuentro ambas desaparecerán. En cambio la caridad nunca desaparece, y su objeto, que es Dios, está ya de algún modo presente en el amante, aunque cuando se dé el encuentro cara a cara Dios será más intensamente amado 1 2 . Ahora, también Dios es amado, pero el amor busca el encuentro y la plena posesión del amado; y cuando el amado, por algún motivo está ausente, no desaparece el amor, pero tampoco alcanza su última pretensión. En este sentido, mientras la fe y la esperanza no se detienen en su propio movimiento, sino que buscan ir m á s allá de lo no visto y lo no poseído, la caridad alcanza al mismo Dios para detenerse en El 13 . Mientras la fe y la esperanza buscan y atraen a Dios a nosotros, la caridad anhela el pleno encuentro, es por si misma unitiva, y lleva al hombre a Dios. En la fe y en la esperanza, el hombre "reclama" a Dios; en la caridad, Dios "reclama" al hombre, al unirse con él. En la fe, Dios "viene" a nuestro conocimiento; en el amor, es el hombre el que va a Dios 14 y está en él.

en cuanto que es algo Superior a r d u o (=difícil), es objeto de la esperanza" (TOMÁS DE AQUINO, / / / Sent., d. 26, c. 2, a. 3, qla. 1, ad 1, n. 117); "La fe no tiende hacia la primera Verdad, que es su objeto propio, m á s que la caridad hacia el s u m o Bien o m á s que la esperanza hacia el bien Arduo" (De Veníate, 14, 2, arg. 3); cf. también / / / Sent, d. 23, c. 1, a. 5, arg. 4, n. 101; d. 26, c. 2, a. 3, qla. 1, n. 116; cuestión disputada De Caritate, 3. 11.

Cf. TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, 14, 5, arg. 5.

12. "La caridad, p o r su propia naturaleza, lleva consigo la unión, y p o r tal motivo se consuma en el cielo. E n cambio, la esperanza supone la distancia, que se opone al estado del cielo" (TOMÁS DE AQUINO, cuestión disputada De Spe, 4, ad 13). Muy interesante también el texto de Suma de Teología, I-II, 66, 6: "Como las tres virtudes teológicas tienen a Dios p o r objeto propio, n o puede u n a de ellas ser mayor que la otra porque tenga un objeto mayor, sino por aproximarse más a ese objeto. Y de este modo la caridad es mayor que las otras. Pues las otras importan en su propia esencia cierta distancia del objeto, ya que la fe es de las cosas no vistas, y la esperanza es de las cosas n o poseídas. E n cambio, el a m o r de caridad es de lo que ya se tiene, pues lo a m a d o existe de algún modo en el amante, y, a su vez, el amante es llevado por el afecto a la unión con lo amado. Por eso se dice en 1 Jn 4,16: "Quién permanece en la caridad permanece en Dios y Dios en él". También De caritate 2, ad 6: la caridad puede darse tanto en lo poseído como en lo no poseído. 13. Cf. TOMAS ni; AQUINO, Suma de Teología, II-II, 23, 6. 14.

Cf. TOMAS DI; AQUINO, De potcntia,

6, 9, ad 6; también, ad 3.

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Dada la riqueza inagotable del Misterio de Dios, y el hecho de que nosotros conocemos a nuestra manera, limitadamente, de forma progresiva, parcelando o dividiendo lo que en realidad es u n todo único 1 5 , se comprenden las perspectivas diferentes que pueden darse en el único objeto de lo teologal. Sin embargo, las diversas acentuaciones del único Misterio de Dios por parte de la fe, la esperanza y la caridad, ha podido conducir a considerar estas virtudes no como unidas e implicadas, sino como yuxtapuestas, cuando en vez de considerar lo que las une, se ha buscado precisar lo propio y específico de cada una. La fe, la esperanza y la caridad consideran a Dios desde esta triple perspectiva: Verdad revelada, Promesa de vida eterna y Amor beatificante. Pero se trata del mismo y único Dios. En él, bien, verdad y promesa se identifican, aunque nosotros distingamos para comprender mejor. Y, sin embargo, hay algo que (también desde nuestro punto de vista) unifica todo lo teologal. No sólo Dios en cuanto Dios, o en general, o en abstracto, sino Dios como Bienaventuranza suprema y definitiva, o sea, como sentido último de la vida, como salvación del ser humano 1 6 . Si la fe conoce a Dios como Verdad, se trata de u n conocimiento en el que se encuentra la salvación, porque "esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tu has enviado, Jesucristo" (Jn 17,3) 17 . Si la esperanza lo anhela como Promesa, se trata de la promesa de la vida eterna: "esta es la promesa que él mismo os hizo: la vida eterna" (1 Jn 2,25). Si la caridad lo busca como Amor, es porque en este Amor está el sumo bien del hombre, "la Vida eterna... que es el gozo completo" (1 Jn 1,2.4; cf. Jn 15,11; 16,24). La bienaventuranza o felicidad del ser h u m a n o es lo que une a la fe, la esperanza y el

15. "Lo conocido está en quien lo conoce según la forma de éste. Pues bien, la manera propia de conocer del entendimiento h u m a n o es conocer la verdad p o r composición y división. Por eso, lo que es de suyo simple lo conoce el entendimiento h u m a n o con cierta complejidad; el entendimiento divino, en cambio entiende lo complejo de manera incompleja" (TOMÁS DE AOUINO, Suma de Teología, II-II, 1, 2). 16. "Dios, que es el sumo bien, es el objeto de las virtudes teologales" (TOMÁS DE AQUINO, De Spe,

2.

LAS VIRTUDES TEOLOGALES BROTAN DE LA GRACIA

Ya hemos dicho que se llaman teologales porque su objeto (o sea, aquel al que se dirigen) es Dios mismo. Más aún, son teologales porque tienen su causa y origen en Dios. Así podemos considerarlas como las formas diversas en las que la gracia divina se expresa en la complejidad del ser humano. Son la primera manifestación de la acción de Dios en el hombre, la primera reacción o respuesta que pretende producir Dios al dirigirse al ser humano: "la primera manifestación de la gracia es la fe que obra por la caridad" 19 . No es casualidad, por tanto, que Tomás de Aquino en su Suma de Teología, tras el estudio de la gracia, introduzca el de las virtudes teologales, pues éstas son como el dinamismo activo del estado de gracia. Así se comprende que estas tres virtudes no pueden separarse normalmente una de otra. Brotan de la misma fuente, tienden al mismo fin; y animan y penetran toda la vida del cristiano. La presencia del Espíritu Santo en el ser h u m a n o se traduce en u n principio de vida nueva del que fluyen fe, esperanza y amor. El "Espíritu que se nos ha dado" (Rm 5,5) no es u n puro visitante inactivo, sino un principio vital del que surge un dinamismo nuevo. El Espíritu realiza en el ser h u m a n o u n a acción similar a la que realiza en el seno de la Trinidad santa. El es unión y mutua apertura del Padre y del Hijo. De modo semejante produce en el hombre la vivencia de u n a apertura, haciendo de la existencia h u m a n a una existencia exodal, u n vivir

1, ad 6).

17. Conocer en sentido bíblico. No es u n conocer que procede de u n a actividad p u r a m e n t e intelectual, sino de u n a experiencia transformadora que acaba necesariamente en el amor. La fe se dirige a Dios como Verdad que, en cuanto meta última de la vida, hace al hombre bienaventurado; y es este deseo de la bienaventuranza el que mueve al hombre a adherirse al Dios que se revela.

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amor: "la caridad no es u n amor cualquiera de Dios, sino u n amor de Dios por el que se le a m a como objeto de bienaventuranza, a lo que nos ordenamos por la fe y la esperanza". "El mismo bien es objeto de la caridad y de la esperanza". "El bien que constituye el fin de la fe, es decir, el bien divino, es el objeto propio de la caridad" 1 8 .

18. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, M I , 65, 5, ad 1; II-II, 23, 6, ad 3; II-II, 4, 3. Hemos escogido estas citas, entre otras m u c h a s de Sto. Tomás, en las que afirma que la bienaventuranza es el objeto de cada u n a de las virtudes teologales, porque en ellas aparecen unidas dos o tres virtudes. 19. TOMÁS DI; AOUINO, Suma de Teología l-II, 110, 3, ad 1.

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sobrenatural en el tiempo presente. "La fe, la esperanza y el amor son aspectos de un único 'éxtasis' de la persona, de su salida de sí para entregarse perdidamente al Extraño que invita y dejarse entregar por él a Dios y a los demás según los designios inescrutables de su voluntad" 20 . En la Suma contra los gentiles21, Sto. Tomás explica la íntima unión de estas virtudes teologales con la gracia y entre ellas. Si por gracia entendemos el amor de Dios que por el Espíritu Santo se derrama en el corazón del ser humano, es lógico que este amor quiera suscitar una respuesta de amor en el hombre, pues el amante quiere atraer al amado hacia su amor, ser correspondido en el amor. Ahora bien, no puede darse esta respuesta de amor sin u n previo conocimiento de Aquel a quién amar. De ahí que Dios mismo se nos da a conocer por medio de la fe, para que nos dirijamos a él voluntariamente. Finalmente, todo amante desea unirse al amado, encontrarse con él. Por la fe sabemos que tal encuentro es posible, y este saber nos hace desear la realización del encuentro. Pero el deseo sin esperanza de conseguirlo resulta frustrante. De ahí que la gracia, que produce el amor de Dios y la fe, también produce la esperanza de la bienaventuranza futura.

3.

LAS VIRTUDES TEOLOGALES REGENERAN LO HUMANO

Dios es la salvación del hombre. Esta es u n a clave fundamental para comprender al Dios cristiano. Y para comprender la orientación fundamental del ser humano hacia Dios. En Dios está la suma felicidad y el sumo bien del hombre. De modo que uno es tanto más feliz cuanto más cerca de Dios está y mejor cumple su voluntad. Lejos de oponerse a los deseos del ser humano, la voluntad de Dios coincide con sus m á s profundos anhelos: Dios quiere que el hombre sea feliz. En este sentido, el teocentrismo (la orientación de toda la vida hacia Dios) bien entendido, es el mejor antropocentrismo. Cuando Dios se revela, y es conocido y acogido por la fe, el hombre se conoce mejor

20. BRUNO FORTE, Teología de la historia, Sigúeme, Salamanca, 1995, 205. 21. Libro III, cap. 151-153.

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a sí mismo, descubre el sentido profundo de su vida 22 , y la dignidad y valor inestimable que tiene todo ser humano. Cuando amamos a Dios con todo el corazón, nos amamos por eso mismo a nosotros del mejor modo posible, puesto que Dios es nuestro "sumo bien" 23 , y "ciertamente se ama mucho a sí mismo quien pone toda la diligencia en gozar del sumo y verdadero bien" 24 . Finalmente, la esperanza cristiana en las promesas de Dios "no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra" 25 . Por eso, la gracia divina, lejos de oponerse a lo humano, lo eleva y perfecciona. Así, como bien indica Tomás de Aquino en una de sus cuestiones disputadas, por la gracia que hay en la fe, la esperanza y la caridad, "se reforma (en el sentido de poner orden, potenciar y mejorar) la imagen que aparece en la memoria, la inteligencia y la voluntad" 2 6 . Del mismo modo que del espíritu humano brotan las tres potencias humanas (memoria, entendimiento y voluntad), las tres virtudes teologales fluyen de la gracia. Pero tales virtudes se insertan en la realidad cognoscitiva y volitiva del ser humano, o sea, en las potencias humanas 2 7 , de modo que la presencia de lo teologal eleva las capacidades de lo humano, "reformando la imagen que aparece en las tres potencias". "Las virtudes teologales adaptan las facultades del hombre a la participación de la naturaleza divina" 2 8 . Por la fe se eleva el entendimiento hasta la confesión de Jesús como Señor (allí donde el entendimiento diría, quizás, que se trata de u n hombre bienintencionado); la memoria es elevada hasta la esperanza que recuerda la Resurrección del Crucificado; la voluntad humana es elevada, desde la evidencia 22. Cf. Gaudium et Spes, 22. 23.

Cf. TOMÁS DE AQUINO, De Caritate, 5, ad 4; 5, ad 10; 12, a d 12; 12, ad 16.

24. SAN AGUSTÍN, De las costumbres de la Iglesia Católica, lib. 1, cap. 26, n. 48. Añade el santo: "solo se sabe a m a r a sí mismo quien a m a a Dios". Lo que dice de u n o mismo cabe decirlo del prójimo: lo mejor que podemos desearle es la participación en la s u m a bienaventuranza, que es Dios. También TOMÁS DE AQUINO: "Cuando somos inducidos a a m a r a Dios, somos inducidos a desear a Dios, p o r lo cual nos a m a m o s a nosotros en grado máximo, queriendo p a r a nosotros el sumo bien" (De Caritate a. 7 ad 10). 25. Gaudium et Spes, 39. 26. DeVeritate, 14,4, s e d c o n t r a 4 ; Cf. Suma de Teología, I-II, 110,4 c y a d 1; también III, 7, 2. 27. TOMÁS DF. AOUINO, Suma de Teología, I-Il, 56,1.

28. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1812.

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del amor a sí mismo, hasta la decisión de dejarse amar por Dios para a m a r con y en él 29 . Un pensamiento similar encontramos en Juan de la Cruz: la fe, la esperanza y la caridad "son una acomodadísima disposición para unirse el alma con Dios según sus tres potencias, que son: memoria, entendimiento y voluntad". Y a continuación lo explica con los matices propios del místico: "Porque la fe oscurece y vacía al entendimiento de toda su inteligencia natural, y en esto le dispone para unirle con la sabiduría divina. Y la esperanza vacía y aparta la memoria de toda la posesión de criatura..., y así aparta la memoria de lo que se puede poseer, y pónela en lo que espera... La caridad, ni más ni menos, vacía y aniquila las afecciones y apetitos de la voluntad de cualquiera cosa que no es Dios, y sólo se los pone en él; y así esta virtud dispone esta potencia y la une con Dios por amor. Y así, porque estas virtudes tienen por oficio apartar al alma de todo lo que es menos que Dios, le tienen, consiguientemente, de juntarla con Dios"30. Fe, esperanza y amor no son tres virtudes arbitrariamente elegidas. Y la tradición fue innegablemente profunda cuando afirmó que en ellas estaba la santidad del hombre 3 1 , pues ellas son "la garantía de la presencia y la acción del Espíritu Santo en las facultades del ser humano" 3 2 . En otras palabras, son la concreción que recibe la regeneración del espíritu humano por la presencia del Espíritu de Dios en él. Regenerar supone restablecer lo perdido o mejorar lo que ya existe. Así, Dios otorga humanidad allí donde no la hay o se h a perdido, y eleva la humanidad que ya existe. El encuentro con Dios siempre es humanizador, porque Dios es la verdadera dimensión de lo humano.

29.

Cf. J.I. GONZÁLEZ FAUS, Provecto de hermano, Sal Terrae, Santander, 1987,

567. 30. Noche oscura, libro 2, cap. 2 1 , n. 11 (SAN JUAN DE LA CRUZ, Obras completas a cargo de Maximiliano Herráiz, Sigúeme, Salamanca, 1992, 533). 31. "Sin caminar a las veras con el traje de estas tres virtudes, es imposible llegar a la perfección de unión con Dios" (SAN JUAN DE LA CRUZ, Noche oscura, libro 2, cap. 2 1 , n. 12; o.c. en nota anterior, pág. 533). 32. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1813.

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Más aún, si tales virtudes tienen la capacidad de regenerar las distintas dimensiones y capacidades del ser humano, es porque son un reflejo del misterio de Dios que previamente han encontrado. La caridad es reflejo del Padre (cf. 1 Jn 4,8.16): "Ubi caritas et amor, Deus ibi est", canta la Iglesia el Jueves Santo. La fe es acogida de la Palabra (Rm 10,8.17) y transparencia de la Palabra en la vida del creyente (cf. Gal 2,20). La esperanza es reflejo del Espíritu Santo, primicia de la nueva creación ya comenzada (Rm 8,23) y anticipación del futuro prometido de la gloria de Dios "todo en todos" (cf. 1 Co 15,28). Gracias a la fe, la esperanza y el amor, el inefable misterio del Dios Trino se hace presente en la existencia reconciliada. El Dios acogido deja la marca de su ser en el acogedor. El Padre, que nos amó primero, hace que nosotros amemos (cf. 1 Jn 4,10-11.19). El Verbo recibido deja la marca de la fe-obediencia. Finalmente, el Espíritu Santo deja la marca de la confianza en la debilidad de la existencia. En definitiva, la marca de una vida pascual, una vida regenerada, una vida que destierra al hombre de sí mismo para hacerle perder la vida y recobrarla con creces en el encuentro con Dios y en la apertura a los demás. 4.

MUTUA IMPLICACIÓN DE LA FE, LA ESPERANZA Y EL AMOR

1. Un "sagrado circuito" La fe, la esperanza y la caridad están estrechamente unidas, pues brotan de la misma fuente y tienden al mismo fin. Si a veces se las ha separado es porque no se las ha entendido en su dimensión más completa y auténtica, sino tomando en consideración algún aspecto parcial de las mismas (por ejemplo, considerar la fe como mero conocimiento; o considerar la caridad sólo como amor al prójimo, olvidando el amor a Dios). Pero ellas están entre sí tan enlazadas como las facultades humanas. Así como la memoria, la inteligencia y la voluntad son inseparables, también lo son la fe, la esperanza y la caridad que se insertan en aquellas potencias. Algunas autores cristianos, como San Agustín, han visto una huella de la Trinidad en las potencias humanas 3 3 . Con más razón cabría ver en las virtudes 33. Di- TriniiiitcXV,6.

10.

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teologales (o en las potencias reformadas y regeneradas por ellas) un reflejo de la Trinidad. Si esto es así, las virtudes teologales son inseparables y están íntimamente relacionadas. Más aún, se implican mutuamente: "la caridad todo lo cree, todo lo espera" (1 Co 13,7). La fe cree en el amor, y el amor alcanza su plenitud en la confianza que da la esperanza (1 Jn 4,17-18). Un autor del siglo XII, Guillermo de Saint-Thierry, dedica el primer capítulo de su obra El espejo de la fe 34 , a explicar esta implicación, comparable a la que se da entre las divinas personas de la Trinidad, de la que las virtudes teologales son reflejo: "Estas tres virtudes son conexas e inseparables en donde se encuentren, a semejanza de la Santísima Trinidad. Cada una está en todas y todas en cada una. El objeto, la medida y la cualidad de la fe son igualmente el objeto, la medida y la cualidad de la esperanza y del amor... A semejanza de la Santísima Trinidad, la fe engendra la esperanza y la caridad es engendrada por ambas, es decir, tiene su origen en la fe y en la esperanza; puesto que no se puede no amar lo que se cree y se espera. Las tres Personas de la Santísima Trinidad son eternas y consustanciales; algo así ocurre con la fe, la esperanza y la caridad: ninguna es primera o última en el tiempo y las tres, por la sustancia de la virtud, son consustanciales; pero manifiestan diferentes afectos al modo de diferencias personales"35. Para referirse a la m u t u a relación e implicación de las tres personas de la Trinidad la teología habla de "perijoresis", término griego con el que se quiere indicar que cada una de las personas divinas no se entienden como personas aisladas, sino en íntima compenetración. Cada una es para las otras, con las otras y en las otras 3 6 . Pues bien, en sus mutuas relaciones, la caridad, la fe y la esperanza realizan una especie de "perijoresis", o como dice Sto. Tomás (citando a san Ambrosio), "mutua-

34. Hay una edición castellana de esta obra coeditada por el Monasterio Trapense de Nuestra Señora de los Angeles, Azul (Argentina) y Editorial Claretiana, Buenos Aires, 1981. El texto que citamos a continuación es de las páginas 21-22 de esta edición. 35. He citado este último párrafo para hacer notar que si bien la fe, la esperanza y el amor se implican mutuamente, también tienen cada u n a su propia especificidad. 36. Sobre esto: S. FUSTER, Misterio trinitario. Dios desde el silencio y la cercanía, San Esteban-Edibesa, Salamanca-Madrid, 1997,241-242.

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mente se engloban en u n a especie de sagrado circuito" 37 . Fe, esperanza y caridad se interpenetran mutuamente: por la fe esperamos los bienes anhelados (Gal 5,5), por la fe es posible el a m o r (Jn 17,26) 38 , aunque, por otra parte, la fe actúa por el amor (Gal 5,6). Las tres forman el edificio de la salvación 39 y, si falta una, el edificio se derrumba por completo. En un edificio, fundamento, techo y paredes son igualmente necesarios, forman un todo único, aunque sea posible distinguir algunas características propias de cada una de estas inseparables partes del único todo: "en el edificio espiritual, la fe se comporta como cimiento; y la esperanza que aquélla levanta, se conduce a modo de pared... La caridad cubre todo a modo de techo" 4 0 . Se comprende así que "sin las obras silenciosas de la caridad, la fe está muerta y la esperanza es vana (cf. Stg 2,26); sin el abandono creyente en la Palabra, el amor está privado de raíces y la esperanza teologal carece de fundamento (cf. 1 Jn 4,19); sin el encuentro con la eternidad de Dios, futuro del mundo, experimentado en la esperanza, la fe es prisionera de la muerte y la caridad se ve expuesta a cualquier fracaso (cf. Col 3,3). La fe, la caridad y la esperanza son cada una el fin y el comienzo siempre nuevo de la otra" 41 . "Sin el conocimiento de la fe, fundado en Cristo, la esperanza se convierte en utopía que se pierde en el vacío. Pero sin la esperanza, la fe decae, se transforma en pusilanimidad y, por fin, en fe muerta. Mediante la fe encuentra el hombre la senda de la verdadera vida, pero sólo la esperanza le mantiene en esa senda. Así, la fe en Cristo transforma la esperanza en confianza. Y la esperanza dilata la fe en Cristo y la introduce en la vida" 42 . Ahora bien, una fe y una esperanza sin amor, son infecundas, carecen de sentido. La iluminación de la inteligencia para que conozca la vida verdadera (fe) y el ardiente deseo de la misma (esperanza), no se entienden sin 37. De Spe, 3, ad 1. 38. "Les h e dado a conocer tu n o m b r e (=fe) para que el a m o r esté en ellos". 39. "Dios construía, como u n arquitecto, un edificio de salvación para aquellos a quienes amaba" (SAN IRENEO, Tratado contra las herejías, libro 4, 14, 2; SC, 100, 542). A propósito de esta imagen de edificio, ver Lumen Gentium 6 d, en donde a b u n d a n las citas bíblicas c o m o apoyo. 40.

TOMÁS DE AQUINO, De Spe,

4, obj.

14.

41. BRUNO FORTE, Teología de la historia, Sigúeme, Salamanca, 1995, 208. 42. J. MOI.TMANN, Teología de ¡a esperanza, Sigúeme, Salamanca (1969, 26).

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un cambio profundo en nuestros afectos (amor): "el que no ama, en vano cree, aunque sea verdad lo que cree; en vano espera, aunque sea cierto que lo que espera pertenece a la verdadera felicidad" 43 . Así, la una nos lleva a la otra, y la otra reclama a la una, porque la supone y la implica. A veces se afirma que la fe nos lleva a la esperanza (puesto que me fío de alguien, espero que me ayudará). No es menos cierto que la esperanza desencadena el movimiento que sostiene la fe (puesto que deseo algo con todas mis fuerzas, me inclino a fiarme de quién me lo puede dar). Para que se dé u n acto de fe no es suficiente que lo que se nos propone para creer aparezca como proveniente de Dios. Es necesario también que el hombre vea u n a afinidad entre lo que se le propone y el bien que busca, la felicidad a la que tiende. Para creer es necesario que el hombre desee, espere y quiera la vida eterna. Si el hombre no ve en el objeto de la fe su bienaventuranza, no lo aceptará nunca. De modo que no sólo es cierto que la fe precede a la esperanza y a la caridad 44 , sino también que "puede uno ser llevado por la esperanza a permanecer en la fe o a adherirse firmemente a ella" 45 , o que la caridad es madre y perfección de las otras dos, pues hace que creamos y esperemos más firme y perfectamente 4 6 . Entendidas en su plenitud, la fe, la esperanza y la caridad van siempre unidas y ninguna puede considerarse previa a las otras 4 7 . 2. Lo envolvente y lo específico Para mejor entender esta mutua implicación (y la necesidad teológica de insistir en ella) hay que referirse a algo que tiene sus raíces en el Nuevo Testamento y que ha sido objeto de 43. SAN AGUSTÍN, Enquiridión, 117; también el cap. 8. Igualmente del mismo Agustín: "Cree en Cristo quien espera en Cristo y a m a a Cristo. Porque, si u n o tiene fe sin esperanza y sin amor, cree que Cristo existe, pero no cree en Cristo. Ahora bien, quien cree en Cristo, Cristo viene a él y en cierto modo se une a él, y queda hecho m i e m b r o suyo, lo cual n o es posible si a la fe no se le juntan la esperanza y la caridad" {Sermón 144, 2; cf. Sermón 162 A, 4). 44. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, I-II, 62,4.

45. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, II-II, 4, 7, a d 2. 46.

Cf. TOMÁS DE AOUINO, De Spe, 3, ad 1.

47. Cf. TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, 14, 2, arg. 3: Como hábito, la fe no es anterior a las demás, pues no debe darse esta definición de la fe hasta que no esté formada.

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muchos malentendidos a lo largo de la historia. Me refiero al distinto uso que puede hacerse de esta triada teologal. Cuando se habla de la fe, la esperanza y el amor es posible referirse a algún aspecto específico propio de cada una, que las distingue y separa. Durante mucho tiempo la teología ha insistido en la dimensión cognoscitiva de la fe, en la fe como adhesión intelectual a la verdad. Pero este tipo de fe será declarado insuficiente por San Pablo (1 Co 13). Llevando a sus extremos esta disociación, la epístola de Santiago considerará como fe la certeza que tienen los demonios de la existencia de Dios (Stg 2,19) 48 . En esta línea, el Concilio de Trento distingue la fe, considerada como creencia, de la confianza y del amor. Esto aparece claro en el capítulo 15 de su decreto sobre la justificación, en donde se afirma que puede perderse la gracia sin perder la fe 49 , afirmación que para Lutero (que consideraba la fe como totalidad englobante de toda la vida cristiana) hubiera resultado incomprensible 5 0 . Igualmente, en el capítulo 7 del citado decreto tridentino se dice: "la fe, si no se le añaden la esperanza y la caridad, ni u n e perfectamente con Cristo, ni hace miembro vivo de su cuerpo" 51 . Para el Concilio, la confianza y el amor aparecen como yuxtapuestas a la fe y no como inmanentes. Cierto: Trento no separa las tres virtudes, pero tampoco tiene en cuenta la relación íntima que las une y Sto. Tomás percibió: la fe y la esperanza n o son perfectas m á s que cuando están "informadas" por la caridad 5 2 . El Nuevo Testamento, más que insistir en lo específico de cada virtud, se refiere a cada una de ellas como pudiendo designar la totalidad de la salvación y, desde este punto de vista, son perfectamente intercambiables: san Pablo, por ejemplo, dice que la fe nos salva (Rm 3,27-4,25 y par), que la esperanza nos 48. Aunque también es cierto que Santiago enseñará (en consonancia con San Pablo) que la fe debe ser fecunda en buenas obras: es u n principio de vida nueva, de justificación-conversión q u e i n a u g u r a la vocación cristiana a la s a n t i d a d (Stg 2,14-26). 49. DH, 1544. 50. Si bien es cierto que Lutero consideraba la fe de forma m á s global que el concilio de Trento (que la entendía desde la perspectiva cognoscitiva), t a m b i é n es verdad que Lutero limitaba la caridad al a m o r al prójimo, mientras Trento tenía u n a visión m á s global de la caridad (como a m o r a Dios). 51. DH, 1531. 52. SIIIIHI de Teología, I-II, 62, 4; II-II, 4,3; 17,8; 23,6-8; De Spe 3, ad 2, 7, 8 y 10.

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salva (Rm 8,24 comparado con 5,1-11) o que toda nuestra categoría espiritual viene de la caridad (1 Co 13). En los textos citados, y en otros, la fe la esperanza o la caridad son exaltadas de manera exclusiva, designando cada uno de estos términos la totalidad de la salvación. El vocablo elegido destaca un aspecto fundamental (de la salvación) y al mismo tiempo engloba los otros aspectos que los términos silenciados destacan de forma explícita. De este modo, la salvación por la sola fe significa la salvación por la aceptación del kerigma cristiano, que implica el don total de uno mismo por la confianza (esperanza) y por el amor (caridad). De ahí que una comprensión adecuada de la vida teologal exige saber distinguir y discernir una noción global de la fe, así como de la esperanza y la caridad, que implica la totalidad de la vida cristiana, y al mismo tiempo los aspectos más específicos de cada una que la distinguen de las otras. La fe, la esperanza y la caridad poseen algunos aspectos propios y específicos (el conocimiento en la fe, la confianza en la esperanza, las dimensiones afectivas en el amor), pero tales aspectos se reclam a n mutuamente. Para mejor entender esta distinción, veamos, por ejemplo, el caso de la fe. La fe implica toda la vida cristiana: es don de sí gracias al amor, que penetra y transforma el corazón (Gal 5,56); vive de esperanza, utiliza el lenguaje de la esperanza, puesto que proclama la verdad de Dios, confesando al mismo tiempo que no la posee de forma perfecta, sino misteriosa (Rm 8,23-25; Heb 10,23; 11,1). La fe es, al mismo tiempo, esperanza en Dios (cf. 1 Pe 1,21). Pero por fe puede entenderse también u n conocimiento que nace de la predicación (Rm 10,17) y toma cuerpo en una confesión (Rm 10,9-13). Ahora bien una fe, considerada como adhesión intelectual, que no compromete y transforma la existencia, es una fe imperfecta, que no conduce a la salvación. Entendida como conocimiento, la fe necesita que se le unan la esperanza y el amor (como se vio obligado a hacer el Concilio de Trento, según vimos anteriormente). La fe que salva supone un cambio de vida, una conversión. Para expresar la unidad de la fe con la esperanza y la caridad (y no la mera yuxtaposición), Tomás de Aquino empleó la expresión fides formato., entendiendo con ella la fe que se actualiza en esperanza

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y amor. Dicho de otro modo: entender la fe como un conocimiento de verdades, por muy divinas que sean, olvidando la dinámica transformadora de la vida que implica el conocer a Cristo Jesús, es una manera incompleta de entender la fe. En este sentido también los demonios tienen fe: están seguros de la existencia de Dios, pero este conocimiento no les salva ni les cambia (Cf. Stg 2,19). Tomás de Aquino dirá que este tipo de fe sin la caridad, no es una virtud perfecta 53 . 3. La vida en Cristo En suma, como totalidad englobante, la fe, la esperanza y la caridad designan cada una la realidad completa de la salvación como don de Dios y como respuesta del hombre. Cada una de estas virtudes expresa la novedad y la originalidad de la vida nueva que procede de Cristo y del Espíritu. En la Escritura esta vida nueva se presenta con frecuencia en oposición a otras formas de realización religiosa (la justificación por las obras de la ley) o ética (la "sabiduría" griega), como la única vía de salvación para el hombre. En esta perspectiva hay que leer todas las afirmaciones paulinas sobre la justificación por la fe. La fe como único principio de justificación no se opone a la esperanza o a la caridad. Designa la totalidad de la salvación como don de Dios. Este don engendra en el hombre la aceptación, la acogida de la salvación por la fe-conversión, que comporta el que toda la existencia se refiera a Dios. Tal actitud de fe es el principio del dinamismo de la caridad, es "la fe que opera por la caridad" (Gal 5,6). La triada teologal caracteriza la nueva existencia en Cristo, manifiesta el acontecimiento cristológico en su significación última, lo que Dios ha querido decir de sí mismo y la orientación que El quiere imprimir a toda la vida humana. Este es el dato fundamental que se encuentra en el corazón de toda la predicación cristiana, que ofrece sentido a la existencia y es capaz de transfigurar la vida entera: En Cristo, Dios se da a conocer; suscita la esperanza de la salvación; y manifiesta su Amor incondicional a todos y cada uno de los hombres. 53. Cf. Suma de Teología, II-II, 4,5; De Veníate, 14, 5-7. Lo mismo ocurre con la esperanza. Ver textos de la cuestión disputada sobre la esperanza citados en nota anterior.

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2

El encuentro con Dios supone lo humano

alienante. Esta es la idea que hay que superar y, para ello, nada mejor que mostrar que tales actitudes no comienzan en el área de lo religioso, sino que son dimensiones permanentes que hacen posible la vida y el progreso humanos; de modo que, lejos de infantilizar, humanizan y están presentes en todo hombre y en todas las etapas de la vida humana. 1.

La vida nueva -iluminada por la Palabra y suscitada por la Gracia- se abre a la comprensión de los valores humanos (cf. Flp 4,8). En efecto, el encuentro con Dios no niega lo humano. Lo reafirma y lo supone. Si la vida teologal tiene capacidad de regenerar al ser humano, es porque se inserta en unas actitudes firmemente afincadas en el ser humano. Si no hubiera previamente una identidad no se la podría trascender o regenerar. Uno debe encontrar su propio yo antes de poder perderlo. Resulta así claro que el camino que conduce a la santidad pasa a través de la propia maduración. Aquí no hay atajos rápidos ni fáciles. El Vaticano II recuerda que el Evangelio responde a las aspiraciones más profundas del corazón humano 1 . Luego tales aspiraciones, a las que responde el evangelio, se dan previamente al evangelio. Es importante detectarlas y analizarlas. Y un antiguo axioma teológico afirma que la gracia supone la naturaleza 2 . Sin la afirmación de la naturaleza no tendría sentido la gracia. Esto significa que la fe, la esperanza y el amor, antes de ser actitudes religiosas son dimensiones antropológicas del ser humano. Y lo religioso que con ellas se afirma supone lo humano, viene como solicitado por lo humano y perfecciona lo humano. Importa notar esta dimensión antropológica previa de lo teologal, porque en algunos ambientes se tiende a considerar la fe, la esperanza y el amor como manifestaciones de una ilusión 1. Ga udium et Spes ,21. 2. "La fe presupone el conocimiento natural, como la gracia presupone la naturaleza y la perfección lo perfectible" (TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, I, 2, 2, ad 1; cf. I, 1, 8, ad 2; De Vertíate 14, 9, ad 8).

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LA FE, ESTRUCTURA FUNDAMENTAL DE LA EXISTENCIA HUMANA

Son muchos los prejuicios contra la fe que dificultan su correcta intelección. La mayoría tienen su causa en una mala o parcial comprensión de lo que es, o en confundirla con lo que no es. 1. La fe como creencia y como compromiso

existencial

A veces la fe se reduce a una mera creencia. Entonces, decir "yo creo" (que mañana lloverá) puede significar lo mismo que "no sé", "pienso", "podría ser"; pero lo contrario es perfectamente posible. Así, la fe equivale a un "no saber" y entra de lleno en el terreno de la sospecha. Desde el punto de vista religioso, la fe como creencia sería la aceptación de una serie de verdades, apoyados en u n a autoridad sobrehumana que no está al alcance de la razón, de modo que, lo que así se sabe, no puede verificarse de ningún modo. Un aspecto de creencia hay en toda fe, pero para que cobre su pleno sentido debe integrarse en un concepto más amplio, el de la fe como encuentro personal, que abarca a la totalidad de la persona, con su inteligencia, su voluntad y sus sentimientos. Entonces "yo creo" significa: "yo creo en ti, te creo", confío plenamente en ti y en lo que tú me dices. La fe, entonces, viene a ser la forma por la que yo tengo acceso a la persona del otro, a su intimidad más profunda, a su realidad más genuina. Sólo se conoce la hondura personal en la medida en que se cree a la persona en sí misma que se te abre libremente. La fe es, entonces, respuesta a una oferta de amor y posibilidad de participar en la vida del amado, en su pensamiento, en su manera de ver. La fe ha dejado el terreno de la sospecha y ha entrado

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en el ámbito de lo personal, de lo vivificador, de lo transformador, convirtiéndose en la forma eminente del conocimiento 3 . Muchas de las críticas que se han hecho a la fe religiosa provienen de entenderla únicamente como creencia, como la aceptación autoritaria de una serie de verdades o conocimientos. En realidad hay que entenderla como un compromiso del hombre entero con la única Verdad, un compromiso con el Dios vivo que nos sale al encuentro. Este encuentro no excluye el conocimiento y la tradición doctrinal, sino que lo integra: la fe en la persona supone la fe en la palabra que dice la persona. Entendida así, la fe cristiana es una experiencia y una vida, un participar en la vida del Dios que se nos da: el que cree en el Hijo tendrá la vida eterna (Jn 3,16; cf. 11,25; 20,31). La fe es un encuentro transformador: "cualquier cosa tengo por pérdida, al lado de lo grande que es haber conocido personalmente (¡por la fe!) a Cristo Jesús mi Señor" (Flp 3,7-8). Esto supone un cambio de vida, una conversión. Antes de responder a las cuestiones particulares, la fe se presenta como respuesta a la cuestión del hombre que busca un sentido a su vida, y esta respuesta es acogida con una confianza absoluta en u n Dios digno de toda confianza. 2.

Credulidad y credibilidad

Otro prejuicio que hay que aclarar, pues desgraciadamente influye muy negativamente en la adecuada valoración de la fe (tanto desde un punto de vista antropológico, como sobre todo religioso), es la confusión que, a veces, se da entre fe y credulidad. La credulidad es uno de los mayores enemigos de la fe. Ya el autor del Eclesiástico advertía: "el que es fácil en creer de ligero, y en esto peca, a sí mismo se perjudica" (19,4). Crédulo es quien elimina el pensamiento de la fe y acepta lo que se le dice sin juicio crítico. La credulidad es, en el fondo, la reacción infantil del que desearía que lo que se le dice y promete fuera verdad, pero se muestra incapaz de examinarlo por miedo a que no lo sea. La credulidad está muy emparentada con el gusto por los horóscopos, sueños y visiones. Así, el crédulo corre el riesgo permanente de vivir en la ilusión y la mentira. 3. Cf. H. FRÍES, Teología Fundamental,

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Herder, Barcelona, 1987, 24-36.

No se trata de pretender que sólo puede aceptarse lo deducible racionalmente o lo comprobable, pues entonces también quedaría eliminada la fe. Lo que hace posible la fe es el presupuesto de que la realidad no termina en lo comprobable empíricamente, ni en la pura repetición de lo ya dado, ni en la superficie visible de las cosas. La fe busca la verdad más allá de la apariencia y está siempre dispuesta a confrontarse con lo real. Pero no clausura lo real, ni lo limita a lo verificable con métodos positivos, sino que descubre en lo real indicios que permiten abrirlo a posibilidades nuevas, que van más allá de lo que aparece. Precisamente porque pretende alcanzar la verdad, la fe no acepta cualquier cosa ni a cualquier persona, sino solamente aquello y a aquellos que resultan creíbles, dignos de crédito. Toda creencia comporta un peligro, pues en ella puede haber errores, ausencias, vacíos, desviaciones; de ahí la necesidad de realizar una opción crítica, un juicio de valor sobre el testigo y las fuentes de una creencia, pero también sobre uno mismo, pues cada uno debe ser consciente de sus propios límites. En este sentido, la fe plantea una pregunta crítica al saber que pretende apoyarse en uno mismo. ¿Y por qué este juicio crítico que comporta la fe? Porque en la fe no se trata de u n asunto cualquiera, sino de aquello que más puede interesar al ser h u m a n o y que éste desea alcanzar, como es el encuentro y la relación con otro (hombre o Dios) que puede colmar su propia vida. Por este motivo, la fe tiene una pretensión realista: se trata, en ella y por ella, de alcanzar lo real, una realidad llena de sentido, alejándose de la nada y del vacío del sin sentido. Este juicio de credibilidad que comporta la fe debe aplicarse con todas sus consecuencias a la fe religiosa. No hay que tener ningún temor a preguntarse por la credibilidad de Jesús, por su realidad histórica y los fundamentos que h u m a n a y críl icamente la garantizan; así como por el sentido que para la vida humana, para el aquí y el ahora, tiene su mensaje 4 . La fe tiene sus razones y estas razones son serias. Y si tales razones no son 4. Sobre la credibilidad de la fe, véase: MARTÍN GELABERT, La Revelación, tecimiento con sentido, edil. S. Pío X, Madrid, 1WS, 193-206.

acon-

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causa de la fe, sí son motivo de credibilidad. La credibilidad es tan necesaria para la fe como la amabilidad para el amor. 3. La fe hace posible la vida y el progreso Un prejuicio muy corriente es el que hace de la fe algo infantil, inmaduro y, además, incompatible con la ciencia. La bandera de los tiempos modernos comenzó siendo la emancipación. Se trataba de sacar al hombre de su culpable minoría de edad, cuya causa estaba "en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro" 5 . La fe, que implica forzosamente un acto de confianza en Otro, quedaba descalificada por alienante e indigna del hombre: "Toda fe es de por sí una expresión de alienación de sí mismo, de abdicación del propio ser", escribió Nietzsche 6 . Para mostrar la legitimidad de la fe cristiana, hay que desmontar este prejuicio que hace de la fe algo inmaduro, alienante, infantil, irracional y anticientífico. La fe no comienza en el área de lo religioso, sino que es una dimensión permanente que hace posible la vida y el progreso humanos. Lejos de infantilizar, humaniza, y está presente en todas las etapas de la vida. Y, además, lejos de ser irracional, exige el pensamiento y lo llama a su verdad. La fe tiene sus raíces en la vida misma y hace posible toda vida h u m a n a digna de este nombre, pues la fe es, ante todo, la confianza original del hombre en la vida 7 . Sin esta confianza, que va por delante de todas las cosas, no podríamos dar un solo paso, nos aislaríamos totalmente y el temor nos invadiría, convirtiéndose en obsesión enfermiza. Por muy desconfiado que sea, el mero hecho de salir a la calle o de comer lo que me ponen delante, implica que mi desconfianza no es absoluta. En esta fe-confianza van incluidas mi esperanza de seguir viviendo y la certeza de que la gente no me odia (o sea, me ama lo suficiente) hasta el punto de pretender matarme. Se ve ya a este nivel la implicación que tiene la fe h u m a n a con la esperanza y el amor. 5. I. KANT, Filosofía de la historia, ed. Nova, Buenos Aires, 1964, 58. 6. El anticristo, n. 54. 7. Escribe TEÓFILO DE ANTIOQUÍA (escritor cristiano del siglo II): "¿Es que no sabes que la fe va delante de todas las cosas? Pues, ¿qué labrador puede cosechar, si

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Por otra parte, la fe favorece el progreso: el del pensamiento y el de la ciencia. No se pueden oponer ciencia y creencia, pues, de hecho la creencia juega tan gran papel en la ciencia como en casi todos los otros sectores de la actividad h u m a n a . Los niños, en la escuela, aprenden, porque se fían del maestro, aunque luego terminen pudiendo comprobar por sí mismos la certeza de lo recibido. Pero, de entrada, se creen lo que el maestro afirma y lo aceptan, y así avanzan en el saber 8 . A otro nivel las ciencias progresan porque los investigadores no parten de cero, sino que aceptan (creen) las conclusiones a los que otros han llegado. Ya hemos indicado que en las creencias recibidas puede haber vacíos o errores. Pero el remedio no se encuentra en el rechazo de la creencia, pues esto sería volver al primitivismo, sino en realizar una opción crítica, y así favorecer el progreso. Lo mismo ocurre con el progreso del pensamiento. La fe es el movimiento más primario y espontáneo que nos permite situarnos coherentemente en el mundo e interpretarlo. En efecto, el hombre, al nacer, no entra en un lugar neutro e indeterminado, sino en un m u n d o ya culturalmente habitado y socialmente condicionado, heredando un lenguaje y unas formas de ser que le marcan decisivamente. A partir de y a través de este "presupuesto" adquirido (por pura confianza) percibe toda la realidad. Lo que ocurre es que su percepción está tan familiarizada con este presupuesto que le resulta muy difícil distinguir y separar sus actitudes y su visión de las cosas, de la fe que las hace posibles. Ya san Agustín advertía de lo mucho que el hombre ha recibido de los otros y, por tanto, de la importancia decisiva que juega la creencia en la vida humana: "ninguna sociedad humana podría subsistir sin merma si decidiéramos no creer nada que no pudiéramos considerar totalmente evidente" 9 . El hombre necesita del otro, no sólo para conocer, sino sobre todo para primero n o confía la semilla a la tierra? ¿O quién puede atravesar el mar, si primero no se confía a la embarcación y al piloto? ¿Qué enfermo puede curarse, si primero no se confía al médico? ¿Qué arte o ciencia puede nadie aprender, si primero no se entrega y confía al maestro?" (A Autólico, I, 8). 8. Muy interesante a este respecto es la reflexión de TOMÁS DE AQUINO, De Vertíate, 14, 10, primera parte del cuerpo del artículo. 9. De utililate credeudi, XII, 26; cf. Confesiones, VI, V, 7.

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realizarse. El hombre que no comprende que su verdadero ser se realiza en el abandono radical de toda forma de repliegue sobre uno mismo, en la salida de sí y en la auto-trascendencia, éste no comprende tampoco lo que significa la fe. 4. La fe hace posible el encuentro con el Otro Para finalizar este análisis antropológico, insistamos en algo que, de alguna manera, ya hemos indicado. La fe es el único camino humano que permite el encuentro con el otro y, por consiguiente con Dios si es que existe. La fe hace posible la comunicación, nos abre al otro en lo que tiene de indisponible, permite el acceso a lo oculto de su ser. Por muchos análisis bio-psicológicos a que sometemos a u n a persona, no podremos conocer su intimidad más que si entre los dos se abre una corriente de "confidencia" (cum fide) y de simpatía (con lo que aparece, una vez más, la implicación de la fe y del amor). Sin fe, mi "yo" sería el límite definitivo de toda experiencia posible. La libre aceptación de la presencia de otro junto a mí y de su intervención en mi vida, más aún, el conocimiento de lo que esa persona es y tiene en su intimidad personal, de aquello que es más auténticamente suyo y que nadie puede conocer si ella no se lo ofrece, no puede ser alcanzado sino mediante el don de sí y la fe. La fe humana, pues, hace posible la convivencia y la comunicación. La única manera de establecer relaciones con alguien, u n hombre o u n dios si lo hubiera, es mediante la confianza y la aceptación mutua. Este es el comportamiento más normal, más humano que podamos imaginar. Esto nos abre a la comprensión de la fe como encuentro personal. Muchas críticas contra la fe, se dirigen probablemente a la fe como creencia. Pero, como ya hemos dicho, la fe debe entenderse, sobre todo, como un encuentro personal, de modo que prescindir de la fe no es ganar en autenticidad y grandeza, sino perder parte de la integridad humana. En suma, el misterio de la fe, lo mismo que el de la esperanza y el amor, como veremos a continuación, está en la profundidad insondable del ser, coincide con el ser de la persona.

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2.

LA ESPERANZA, ESTRUCTURA FUNDAMENTAL DE TODA EXISTENCIA

Los cristianos son hombres de esperanza. El último artículo del credo de nuestra fe, confiesa: "esperamos la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro". Pero antes que una actitud religiosa que confía profundamente en Dios y lo espera todo de él, la esperanza es una realidad humana, una dimensión antropológica fundamental, uno de los modos de ser más radicales y permanentes, pues en todo ser h u m a n o hay u n a espera de seguir viviendo y un deseo de vivir mejor. Esta fundamental confianza en la vida, esta actitud constitutivamente esperante del ser humano, es la que posibilita, en el cristiano, su esperanza en Dios y explica su apertura al futuro prometido por Dios. 1. ¿Esperanza no

humana?

Cabría incluso decir que la esperanza es u n a realidad que se encuentra, a su manera, en todo lo creado 1 0 . El hecho de la evolución de la materia, que hoy es opinión prácticamente unánime, muestra en ella como una tendencia hacia el futuro. Desde que hace miles de millones de años vinieron a la existencia las primeras partículas elementales, un permanente dinamismo interno, diversamente modulado en los distintos niveles de la realidad material, va lanzando "hacia delante" todas las estructuras del cosmos. Parece como si todas las cosas no sólo tendieran a perseverar en su ser, o sea, en no morir 11 , sino también en modificar su modo de ser y en progresar en el ser. Ahora bien, la sola tendencia hacia el futuro no puede calificarse propiamente de esperanza. Se necesita también conciencia y deseo de futuro. Y parece que no puede atribuirse ningún deseo a las cosas materiales. San Pablo se refiere al deseo 10. Habría aquí un matiz interesante de la esperanza con relación a la fe, ya que no todo lo creado tiene fe, pero sí parece que tiene, al menos en cierto modo, esperanza. 11. Esto hacía notar Unamuno, comentando a Spinoza (en MIGUEL DE UNAMUNO. Obras completas, Escélicer, Madrid, 1967, t. VII, 112). Ver la réplica al comentario unamuniano que hace P. LAÍN ENTRALGO, Creer, esperar, amar, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 1993, 150; y en Antropología de la esperanza, Guadarrama, Barcelona, 1978,59.

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y a la ansiosa espera de la creación (Rm 8,19), pero eso sólo impropia o metafóricamente puede entenderse. En realidad es el hombre quién atribuye y presta esta intencionalidad a la creación y, en todo caso, quién la descubre. Por la misma razón (falta de conciencia y de deseo) no puede decirse que el vegetal espera el alimento necesario para la vida o que los trigales aguardan la lluvia. En lo inmaterial y en lo vegetal no hay propiamente espera, menos aún esperanza, aunque sí que hay u n a tendencia a la modificación, al crecimiento y a la mejora, que correspondería, a su nivel, a lo que los humanos damos el nombre de espera y esperanza. ¿Puede decirse que en los animales hay esperanza? Tomás de Aquino responde que sí. Estos manifiestan muchas veces obrar con la esperanza de obtener bienes futuros, arduos y posibles para ellos: "si u n perro ve una liebre o el halcón un ave que están demasiado distantes, no se mueven hacia ellas, como si no esperasen poder alcanzarlas. Mas si se hallan cerca, van hacia ellas con la esperanza de apresarlas" 1 2 . Más aún, los animales, por instinto natural, prevén algunas cosas futuras 13 , y obran en consecuencia: cuando se acerca una tempestad los delfines salen a la superficie del agua; cuando saben que vendrá la lluvia las hormigas esconden el alimento en sus cavernas; el buitre sigue a los ejércitos esperando comer los cadáveres de los muertos. Ahora bien, esta espera animal no puede compararse a la espera humana. La del animal es instintiva, se inscribe en el repertorio de las pautas de comportamiento propias de su especie. El ser h u m a n o en cambio no se rige por los instintos solamente; mas aún, es capaz de actuar y, por tanto, de esperar más allá y a veces en contra de sus instintos (un hombre hambriento, por ejemplo, puede dejar de comer, no sólo por razones religiosas, sino por motivos estéticos o políticos, esperando así por encima de su apetito). Además, el ser humano, a diferencia del animal, espera siempre más allá de la satisfacción inmediata de sus deseos, espera siempre más y más.

2. Esperanza

humana

Hora es ya de que nos refiramos a la esperanza propiamente humana. El ser humano espera siempre, la esperanza es constitutiva de su ser. No puede no esperar, porque es u n ser temporal, un ser de deseos y un ser que pregunta. El hombre, ser corporal y mundano, está sometido a esta coordenada, característica (junto con el espacio) de todos los seres, que es el tiempo. La temporalidad es una categoría constitutiva del hombre. El hombre pasa y dura. Dura al pasar. Y mientras pasamos nos abrimos ineludiblemente a lo que viene, al futuro, que siempre está presente en forma de espera. Cuando esta espera se asume consciente y racionalmente se convierte en proyecto. De este modo, el futuro no es lo que todavía no existe, sino lo que está presentido en el ahora como proyecto. El proyecto es la forma h u m a n a de la tendencia hacia el futuro. Así el presente penetra el futuro y se convierte en preludio del mismo. Además, la dimensión de futuro tematiza u n dato de experiencia: la conciencia que todo ser h u m a n o tiene de su finitud, de ser u n a entidad inconclusa, siempre en camino hacia u n "más allá" de su presente. Esta conciencia no sólo impulsa al ser h u m a n o a conservar lo que tiene, sino a la búsqueda de u n a plenitud, de u n ser que dure siempre, que no pase, que nunca acabe. Por otra parte, no hay ser humano que no desee algo y, sobre todo, que no desee, de u n a u otra manera, lo que es bueno para él. Cierto que la esperanza no se identifica con el deseo (pues la conciencia de u n deseo irrealizable más bien provoca desesperanza), pero lo presupone y se alimenta de él 14 , ya que todo deseo se abre a la espera de su realización. También los deseos nos abren al deseo de una plenitud y felicidad absolutas. Detrás de todo deseo late la búsqueda de u n a plena saciedad, pues ningún deseo cumplido nos deja plenamente satisfechos: todo placer requiere profunda eternidad (Niestche). Nunca nos conformamos con lo que tenemos, y esta no conformidad alimenta una esperanza inextinguible.

12. Suma de Teología, 1-11,40, 3. 13. -TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, I-II, 40, 3, ad 1.

40

14.

Cf. TOMÁS DI; AQUINO, Suma de Teología, I-II, 40, 1.

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Finalmente, todo ser humano se hace preguntas, buscando obtener u n a respuesta. El hecho de preguntar manifiesta mi limitación, mi necesidad y mi no saber. Pero, a la vez, la pregunta revela u n a pretensión, la de obtener u n a respuesta a mi pregunta. La pregunta manifiesta mi esperanza de llegar a u n a situación en la que mi limitación sea remediada. Al manifestar mi limitación y finitud, la necesidad de preguntar termina en una pregunta distinta a todas las demás, la pregunta sobre u n o mismo: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy? Una pregunta así manifiesta que hay un desnivel entre la limitación de mi ser y mis insaciables deseos y posibilidades. Esta pregunta, más que ninguna otra, manifiesta mi esperanza de u n a respuesta satisfactoria. El preguntar termina siendo u n a pregunta por la Vida y por el Todo, pues también el conocimiento quiere avanzar cada vez más hasta u n estadio en donde no quede nada por saber. 3. La espera humana está condicionada por la situación Es importante notar, en este análisis antropológico, que la espera humana está condicionada por la situación. Observación que hoy se impone con fuerza a la vista de los rasgos sombríos que caracterizan el momento actual. Para muchos seres humanos el futuro es una palabra sin sentido debido al desencanto con el que viven el presente. Un presente de miseria, de hambre, sin horizontes ni perspectivas. Sin duda, todo esto marca la esperanza y la modula, pero en realidad nunca la anula, pues ésta reaparece en cuanto quiénes así sienten el presente escuchan u n a palabra de futuro que les resulta creíble y posible. Por otra parte, junto a los síntomas pesimistas que detectamos en nuestro mundo, es posible fijarse en otros que manifiestan la indestructibilidad de la esperanza en la vida del hombre: el auge de los horóscopos y la atención no disimulada que prestamos a adivinos y visionarios, así como el nuevo despertar religioso que caracteriza a amplios sectores de la modernidad, muestra que el hombre siempre está en búsqueda de algo mejor y siempre dispuesto a escuchar a quiénes se lo ofrecen. Esto nos lleva a pensar que la actitud esperante, connatural al ser humano, está condicionada por sus circunstancias, pu42

diendo llegar a tomar la forma de desesperación. Pero la desesperación no es sino la forma que toma la actitud esperante cuando se encuentra en u n a situación negativa: es la rebeldía, el desencanto o la frustración ante lo que uno considera imposible de conseguir. La desesperación no es sino u n a esperanza que no cree posible conseguir su objeto 15 . O sea, que en el fondo, el deseo está ahí, pero no se considera posible. Tal deseo es la fuente de una esperanza que renacerá con nuevas fuerzas en cuanto vislumbre la m á s mínima posibilidad, ya que la esperanza reside en la potencia apetitiva 16 , aunque la consideración de las posibilidades de conseguir lo que se desea inciden en el tono de nuestra esperanza. Por esta razón Tomás de Aquino hacía notar que la experiencia 17 y la situación anímica o vital 18 influyen en la esperanza. Existen, por tanto, niveles y modos de esperar distintos en la vida humana normal: individuos más esperanzados que otros; oscilaciones y matices del esperar, biológicamente dependientes de la edad, el temperamento y el sexo; estados psicosomáticos diversamente animosos frente al futuro 19 ; situaciones sociales y personales que facilitan o dificultan el esperar. Por lo demás, ¿cuántas desganas y desesperanzas son barridas del alma por obra de u n simple laxante? 4. Espera y esperanza Al realizar el análisis antropológico de la fe, hemos notado que podía entenderse bien como una creencia ("creo que mañana lloverá", pero es posible que no llueva; "creo que en Australia 15. Cf. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, I-II, 40,4. 16. Cf. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, I-II, 40,2.

17. "La experiencia es causa de la esperanza en cuanto por ella se forma el hombre la idea de que le es posible algo que consideraba imposible antes de su experiencia. Pero la experiencia puede ser también causa de la falta de esperanza. Porque así como por la experiencia se forma el h o m b r e la idea de que le es posible algo que antes juzgaba imposible, así, al contrario, la experiencia le hace considerar como imposible lo que juzgaba posible" (Suma de Teología, I-II, 40,5). 18. La juventud es causa de esperanza por tres razones: 1", porque los jóvenes tienen mucho futuro y poco pasado; 2", porque su vitalidad hace que se les ensanche fácilmente el corazón, y 3", porque al no haber sufrido reveses ni experimentado obstáculos juzgan con facilidad que u n a cosa les es posible (Suma de Teología, 1-11,40,6). 19. Cf. P. LAÍN ENTRALGO, Antropología de la Esperanza, Guadarrama, Barcelona, 1978,124.

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hay pantanos" porque el libro de geografía lo dice) o como un encuentro personal ("creo en ti"). También ahora conviene hacer una distinción entre la espera y la esperanza, palabras que hasta ahora hemos empleado como similares. Todos esperamos, aunque sea pasiva e inconscientemente. Esperamos el momento siguiente de nuestra vida, aunque no sepamos lo que nos deparará. Pero la esperanza es algo más que seguir viviendo. La esperanza es activa y consciente. Consiste en esperar más allá de lo proyectable. Implica un compromiso personal. Tomás de Aquino 20 caracteriza a la esperanza con estas cuatro notas: 1) que sea u n bien (no hay esperanza del mal, sino temor ante el mal; hay sin embargo espera del mal); 2) futuro (no hay esperanza de lo inmediato, sino espera del siguiente momento); 3) arduo, que se consigue con dificultad (no hay esperanza de lo fácil, sino seguridad; hay, sin embargo, espera de lo fácil); y, 4) posible (cuando el bien que se pretende alcanzar resulta imposible de conseguir surge la desesperanza; de ahí que la espera se convierte en esperanza cuando la confianza en lograr lo que se espera predomina sobre el temor de n o lograrlo). Importa notar la perfecta compatibilidad de las dos últimas características. Que algo sea difícil no significa que no sea posible. Por esta razón, la esperanza siempre se apoya sobre un poder propio o ajeno (en el caso de la esperanza teologal siempre es un poder ajeno, el de Dios), que la garantiza y hace posible la consecución del objeto esperado, la transformación de la existencia, la liberación buscada y esperada. La esperanza es una promesa de realidad más valiosa que la realidad presente. Este poder en el que se apoya el esperante para creer en la promesa y conseguir lo esperado reclama en el esperante u n a colaboración activa. La esperanza no casa con la pasividad. Así, por ejemplo, la esperanza de seguir viviendo y viviendo bien, es algo que se apoya en u n poder ajeno a mi, llámese naturaleza, destino o Dios. Pero para que tal poder consiga su efecto, es necesaria mi colaboración: cuidar mi cuerpo, llevar una vida razonable, etc. En el nivel antropológico en el que estamos, cabe todavía una pregunta: ¿cuál es este bien que el hombre espera y no 20.

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Suma de Teología, I I I , 40, 1.

puede menos de esperar? ¿Qué es, en definitiva, lo que espera? Detrás de todos los proyectos, deseos y preguntas, es posible detectar una esperanza de vida y felicidad, común a todos los seres humanos, aunque en cada uno se expresa y concretiza de forma distinta. Precisamente porque el ser humano no es dueño absoluto de su vida, y porque el ser feliz está continuamente amenazado, no es posible controlar ni asegurar plenamente el vivir y el ser feliz. De ahí que tales deseos sean fundamentalmente aguardados. Son siempre objeto de esperanza. Nunca los poseemos con seguridad y para siempre. Si el objeto de la esperanza humana es vivir y ser feliz, o vivir mejor, resulta entonces coincidente con la voluntad de Dios. El camino de Dios y el camino del hombre, la esperanza h u m a n a y la cristiana, se entrecruzan. En el libro del Deuteronomio, ordena Yahvé: "Escoge la vida, para que vivas" (30,19). Y en el acontecimiento de Jesús "la Vida se manifestó" (1 Jn 1,2) en el aquí y el ahora, de modo que ya hoy es posible "tener la luz de la vida" (Jn 8,12). A lo que Jesús llama es a vivir y vivir plenamente: "yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante" (Jn 10,10).

3.

E L AMOR, DIMENSIÓN ANTROPOLÓGICA FUNDAMENTAL

Lo mismo que la fe y la esperanza, o incluso más aún, si consideramos que en su acepción más plena las integra necesariamente, el a m o r es un elemento fundamental en toda maduración h u m a n a y en el desarrollo de la personalidad. En efecto, el amor es la fuerza fundamental que pone en movimiento todas las otras fuerzas del ser humano, las estimula o las paraliza, las dirige hacia lo bueno y constructivo o hacia lo malo y destructor. El amor es el destino del hombre, aquello por lo que el ser h u m a n o se siente realizado o fracasado. Toda nuestra vida solo vale en proporción al amor que damos o encontramos en ella. Y todo lo que hacemos, en cierto modo, lo hacemos movidos por el amor 2 1 . Somos egoístas porque nos amamos a nosotros 21. "Todo agente obra por algún fin. Ahora bien, el fin es para cada u n o el bien deseado y amado. Luego es evidente que todo agente, cualquiera que sea, ejecuta todas sus acciones por amor" (TOMÁS ni; AOUINO, Suma de Teología, I-IT, 28, 6).

4S

mismos. Trabajamos por amor al dinero, o al prestigio, o al trabajo mismo. Estudiamos por amor a la sabiduría. 1. El amor, concepto

análogo

Al hablar de la fe hemos distinguido entre la fe como creencia y la fe como encuentro interpersonal. Al referirnos a la esperanza la hemos distinguido de la espera. Cuando se habla de amor todo el m u n d o cree saber de que se trata. Y, sin embargo, estamos ante una de las palabras mas ambivalentes que existen. En nuestras lenguas, la palabra amor abarca un gran número de contenidos distintos, que se extiende de lo corporal a lo espiritual, de lo constructivo a lo destructivo, de lo sensible a lo intelectual. De ahí que el amor solamente se puede definir a partir de la relación que en cada caso se estable (por ejemplo: amor al arte, a la ciencia, amor entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre amigos, etc.). Se trata de un concepto análogo. O sea, que puede decirse de muchos modos y de muchas, cosas o personas (entre otras cosas porque hay muchos tipos de apetencias y, el amor es un apetito): a m o r a Dios y amor de Dios, amor al prójimo, amor propio, amor a la gloria, amor a la verdad, a m o r erótico, hacer el amor, amor platónico, amor fraternal, amor filial, amor conyugal, amor a la patria, amor a u n a profesión, amor a las plantas, amor a los animales, a m o r a un paisaje, a un sillón, a unos zapatos viejos 22 . Todas esas acepciones a las que hemos aplicado el concepto de amor se refieren, de un modo u otro, al ser humano. El hombre puede amar cosas no humanas, pero ¿las realidades no humanas pueden amar? Aristóteles afirma que sí 2 3 (el fuego quiere expandirse, los animales buscan juntarse y aman correr). Resulta posible interpretar que todas las cosas buscan su equilibrio y armonía. Pero propiamente, entiendo que el amor es u n estado humano, que va más allá de las adaptaciones instintivas,

22. Lista no exhaustiva, que hemos tomado de P. LAIN ENTRALGO, Creer, esperar, amar, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 1993, 199. 23. "La amistad... existe no sólo en los hombres, sino también entre los pájaros y en la mayoría de los seres vivos", dice en la Etica a Nicómaco, libro VIII, cap. 1 (1155 a). También SAN AGUSTÍN afirma que hay amor en las bestias y en los pájaros (Sermón 90, n. 10).

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está modulado por la libertad y tiene que ver con el deseo del bien y de sentirnos colmados que todos apetecemos. El amor es lo que pone en movimiento al ser humano hacia el fin amado. Y este fin amado solo puede ser lo que es bueno, conveniente y apetecible para él. De ahí que habrá tantos tipos de amores como bienes que se desean obtener. Que la tendencia al bien esté modulada por la libertad, no hace que sea optativa. Es necesaria para mi realización humana. Por eso es constitutiva. Una prueba indirecta de que el amor es constitutivo del ser humano está en que el odio se define en función de su opuesto y no al revés. Para entender el amor no se necesita el concepto de odio, sino que más bien le sobra. En cambio, el odio para ser explicado necesita del amor. Si el amor es conveniencia del apetito con el bien, el odio es disonancia del apetito con lo que se le presenta como contrario al bien. El odio destroza al hombre, el amor le construye: "si no tengo amor, nada soy" (1 Co 13,2). 2. El otro forma parte de la estructura de mi yo El primer presupuesto del amor es la necesidad que todos tenemos de superar la soledad. El otro forma parte de la estructura de mi yo. No solo porque ninguno somos por "nuestra cuenta", sino también porque una vez aparecidos en la existencia, necesitamos contar con otros en todas las etapas de la misma: para crecer, para madurar humanamente, para configurar nuestra personalidad, pero encontrar el equilibrio, la armonía y el bienestar. A esto se refiere Platón cuando narra uno de los más antiguos mitos sobre el amor, el de los andróginos 2 4 . Hay que saber, según este mito, que antaño nuestra naturaleza no era como ahora, sino muy diferente. Nuestros antepasados eran dobles (cuatro manos, cuatro piernas, dos órganos reproductores, dos rostros, aunque una sola cabeza para el conjunto de estos dos rostros opuestos el uno al otro) y poseían u n a unidad perfecta de la que ahora carecemos. La dualidad genital explica que hubiera tres géneros en la especie humana: los varones (que tenían dos sexos de hombre), la mujeres (que tenían dos sexos de mujer) y los andróginos que poseían un sexo 24.

PLATÓN, El banquete,

189 d - 193 d.

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de hombre y otro de mujer 25 . Todos ellos poseían una valentía y u n a fuerza tan excepcionales que intentaron escalar al cielo para luchar contra los dioses. Zeus, para castigarlos, decidió cortarles en dos, de arriba abajo. Esto significó el fin de la plenitud, de la unidad, de la felicidad. Desde entonces cada individuo no tiene más remedio que buscar su mitad, expresión que hay que tomar al pie de la letra: antes "formábamos un todo completo..., antes éramos un solo ser"; pero hemos sido "separados de nosotros mismos buscando sin descanso ese todo que éramos"; "el anhelo y la persecución de ese todo recibe el nombre de amor", que es por añadidura lo que nos hace felices. Lo interesante del mito platónico es que expresa de manera gráfica esa necesidad imperiosa que todos tenemos del otro, pues sólo otro "tú" puede colmar nuestra radical soledad y equilibrar nuestro yo: "no es bueno que el hombre esté solo" (Gen 2,18). 3. Lugar del amor en el desarrollo personal del hombre Hay muchas maneras de considerar al "otro" que todos necesitamos. Hay u n a manera egocéntrica de superar la soledad y de dirigirse al bien. Pero la soledad también puede ser superada por una relación interpersonal en la que hay acogida, pero también don, responsabilidad y respeto. El verdadero amor humano es el interpersonal. Genéticamente nace cuando el niño supera el egocentrismo indiferenciado de su psiquismo inicial (en el que el bienestar es la ley absoluta de sus relaciones e intercambios con el exterior), y pasa a considerar a las cosas y a la personas como diferentes de él, con su propia realidad, autonomía y personalidad 2 6 . En u n momento de su evolución, el

25. Me ha llamado la atención la interpretación que hace TOMÁS DE AQUINO del texto bíblico: "los creó macho y hembra" (Gen 1,27): "dice en plural los para evitar el que se entienda que ambos sexos se daban en un solo individuo" (Suma de Teología I, 93, 4, ad 1). Ninguna referencia a Platón, pero se diría que estaba pensando en este mito. 26. "Durante los primeros meses de vida el recién nacido n o distingue entre sí mismo y el resto del universo. Cuando mueve sus brazos y piernas el m u n d o se está moviendo. Cuando tiene h a m b r e el m u n d o tiene h a m b r e . Cuando ve que su m a d r e se mueve es como si él mismo se estuviera moviendo... El bebe y el m u n d o son u n a sola cosa. No hay fronteras, no hay separaciones. No hay identidad. Pero con el tiempo el niño comienza a experimentarse él mismo, es decir, como una entidad separada del resto del m u n d o . Cuando siente h a m b r e , la madre no siempre aparece para

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niño reconoce que el otro que está frente a él es "otro yo", con necesidades semejantes a las suyas y con un papel social comparable al suyo. Ahora bien, este primer reconocimiento es ambiguo. El otro (sea superior, como los padres; igual, como los hermanos; o inferior, como los más pequeños) puede aparecer como aliado o como rival, según la función que el sujeto le atribuya. El niño ve al "otro" en función de sus necesidades y deseos, bien como ayuda o bien como obstáculo para la obtención del placer (al principio) y del afecto (después). Esta condición del Otro es el punto de partida de una difícil superación afectiva, que aparece ya desde el mismo nacimiento. En una primera etapa el niño busca su propia satisfacción y considera al otro en función de sus necesidades. Superada esta etapa el niño busca también un afecto cada vez más personalizado. El niño quiere su propia satisfacción, pero quiere también la estima y la aprobación del Otro. Así comienza a renunciar (al menos momentáneamente) al placer para complacer. El niño se hace capaz de una forma de placer de orden psíquico: la alegría de ser mirado, de ser aprobado, de ser estimado por el Otro. Aquí es donde se sitúa el amor en tanto que relación interpersonal. Este amor propiamente h u m a n o consiste en el reconocimiento del Otro en su alteridad, en aceptarle como tal individuo; mas aún, en el afecto que se le tiene en tanto que es él (y no una cosa) y un tú (en su distinción y oposición al yo). El amor interpersonal o intersubjetivo no aparece solamente como una prolongación de la búsqueda del placer; el otro no es querido como un objeto más elevado de satisfacción. En el amor interpersonal no se trata solo de u n a continuidad del proceso afectivo inicial, sino de u n a superación, de u n a etapa cualitativamente distinta. Con el reconocimiento del otro se realiza una promoción del sujeto mismo, que se hace capaz de otra cualidad de afecto. Si se quiere utilizar el lenguaje del placer, habría que hablar de una nueva calidad de placer. Nos complacemos en el Otro en virtud de una identificación afectiva que es, al mismo tiempo, una afirmación del Otro. aliineiHai lo... Comienza a desarrollarse cierto sentido del yo" (M. SCOTT PECK, La uiicvii psicología del amor, (Jrano-r.iiuvc, Rueños Aires-Barcelona, 1987, 87).

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Quiero al otro como mi bien, pero también le quiero bien, le deseo el bien. Esta forma superior del amor se hace posible no solo porque capto al otro como sujeto, sino sobre todo porque yo soy capaz de orientar mis elecciones afectivas, de donde resulta la modificación de mi afectividad y finalmente la formación de mi propia capacidad de amar. El amor interpersonal, el amor del otro por sí mismo, aparece como el resultado de un proceso de personalización, como el elemento primordial de la formación de la personalidad. 4. El amor humano o interpersonal El a m o r h u m a n o es el amor del otro en tanto que persona distinta, autónoma, estando más allá de la simple utilidad manipulable de las cosas. En el amor h u m a n o el otro es considerado como un sujeto y aceptado como tal, como "otro yo", que tiene necesidades semejantes a las mías, y es capaz de juzgar las cosas como yo, de juzgarme a mi como él es objeto de mi juicio. La emergencia del Otro como sujeto hace surgir la posibilidad del amor o del odio en sus diferentes formas: celos, desprecio, etc. Hay amor cuando yo me identifico en el Otro, reconociéndole al mismo tiempo como diferente, y le considero u n bien para mi en el hecho mismo de situarse ante mi como otro yo. De ahí que para definir el amor h u m a n o y comprender sus diferentes niveles de realización debemos considerar tres aspectos: 1) el sujeto, principio del amor; 2) el sujeto, término del amor; 3) una relación del primero al segundo, que se expresa psíquicamente como afecto y, ontológicamente como identificación o unión del uno al otro, manteniendo la distinción en el plano físico. El a m o r h u m a n o podría definirse como la forma más profunda por la que una persona se une, conforma e identifica con otra en el plano de la afectividad, manteniendo por tanto la autonomía y la alteridad del otro, estableciendo el encuentro a un cierto nivel de bien común. En esta definición hay u n doble plano. Uno se sitúa en el dominio de la afectividad. El amor aparece como una conformidad de sentimientos y quereres. El segundo plano traduce esta realidad afectiva en términos de 50

bien. La relación que produce el amor se fundamenta en el bien, en el bien existente o en el bien que se quiere obtener o promover. Según esto no puede haber ninguna comunión en el mal. A lo sumo, en el mal hay complicidad. El amor inaugura una relación en el plano del bien. Desde esta convicción se mueve la explicación que Tomás de Aquino ofrece del amor 2 7 . El amor es un apetito. Este apetito se siente atraído por un objeto, por algo que capta como bueno para él, susceptible de perfeccionarle, de colmarle. La presencia del objeto capaz de colmar el apetito produce u n a connaturalitas, una convenientia, que es la actividad o el dinamismo del amor considerado en su aspecto ontológico. Se trata de una identificación causada por la presencia de u n a forma perfectiva que procede del objeto y que actualiza la naturaleza perfectible del apetito; esta adquiere una nueva modalidad para existir según la perfección del objeto; esta nueva existencia intencional sitúa al apetito en relación de dependencia respecto del objeto. El apetito "tiende" hacia el objeto y busca hacer efectiva la unión comenzada intencionalmente. La condición del amor es el conocimiento, aprehensión o captación del bien que busca el apetito. Pero la sola aprehensión no explica el amor; el conocimiento, incluso el conocimiento exhaustivo puede dejar indiferente o incluso engendrar antipatía, odio o celosía. El conocimiento es, pues, condición de un movimiento, pero no puede explicarlo del todo. La verdadera causa del amor, según Tomás de Aquino, siguiendo a Aristóteles, hay que entenderla en términos de semejanza o de afinidad. No se trata de un parecido (que en materia de amor puede ser ambivalente: ¡a veces se detesta como rivales a los que son parecidos!). Hay que comprenderlo como una proportio, una relación de convenientia, un acuerdo basado en la complementariedad que supone, a veces, la diferencia. Según Sto. Tomás, los efectos del amor serían los siguientes: el a m o r es fuente de unión afectiva: es unión intencional que empuja al encuentro en el plano de la realidad; el amor es principio de éxtasis, de salida de sí: busca el bien amado como si fuera su propio bien; incluso tiende a buscar el bien amado en 27. Suma dv Teología I-II, cuestiones 26-28, sobre todo la cuestión 27.

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detrimento de su propio bien; finalmente, el amor se convierte en búsqueda del bien del amado, especialmente busca los valores de éste. 5. Diferentes formas concretas del amor

humano

El amor puede realizarse según diversas modalidades. Es posible enumerar algunos criterios de esta diversificación, aunque muy frecuentemente la distinción se debe más a su predominio que a su exclusivismo: - El primer criterio es la orientación del amor, el sujeto al que en definitiva se desea el bien. Este criterio se refiere al término al que tiende la actividad del amor. Este término final es necesariamente considerado como un sujeto, una persona, bien se trate de una persona, bien de un objeto personalizado. - El segundo criterio deriva de la cualidad o modo de esta tendencia constitutiva del amor: puede tratarse de u n a tendencia fundada en la necesidad, en la indigencia del que ama, y que por el amor y en el amor quiere su propio bien, su realización personal. O tratarse, por el contrario, de u n amor nacido de la perfección del que ama, y entonces tenderá al perfeccionamiento, a la realización de la persona amada (siendo, por añadidura, por la ley inmanente del mismo amor, no sólo manifestación de la perfección de la persona que ama, sino el soberano acabamiento de su bondad). - El tercer criterio deriva del bien que el amor quiere compartir. Las personas que se aman comulgan en el mismo bien. Ahora bien, esta comunión puede ser total o parcial. Y si se trata de un amor parcial, puede adoptar diferentes modalidades según la consideración o aceptación que merezca la persona amada. Teniendo en cuenta estos criterios, pueden distinguirse diferentes formas del amor, que en su momento servirán para iluminar la noción de caridad cristiana. Amor de concupiscencia y de benevolencia: He aquí u n a primera distinción que se impone en la manera de realizarse el 52

amor. El amor de concupiscencia tiende a la posesión de un objeto para la propia satisfacción. El objeto es, por tanto, captado como una cosa y, si se trata de una persona, es reducida a la categoría de lo útil, del interés o del placer 28 ; es manipulable como si fuera una cosa. En el amor de concupiscencia se tiende a un acaparamiento exclusivo de la persona amada. El amor de benevolencia tiende a la persona a causa de su bondad y quiere mantener su independencia; es u n afecto a la persona a la que se quiere el bien, comenzando por la afirmación y la valoración de su personalidad. Conviene, sin embargo, notar que, si bien en teoría es fácil distinguir esta doble modalidad del amor, de hecho el amor de benevolencia no tiende a la supresión del amor de concupiscencia, sino a su subordinación, a su orientación y a su corrección, de modo que los bienes provenientes de la persona amada son apreciados, son estimados mejor a la luz del bien superior, trascendente, que es la persona amada. Lo que importa notar es que en el amor de benevolencia la utilidad no es lo determinante, pero eso no excluye (¡todo lo contrario!) que los buenos no puedan ser útiles y agradables a aquellos que aman 2 9 . En la tradición filosófica (sobre todo en Platón y Aristóteles), esta distinción se caracterizaría como eros y philia3,0. El eros, atraído por la belleza, designa el amor sensible e instintivo. Es una forma de amor que tiende sobre todo a la satisfacción de la persona que ama. En su noción más elaborada, esta forma de amor abarca las dimensiones espirituales, sensibles y sensuales de la personalidad; pero se trata de un amor interesado, del amor de uno mismo en busca de su propia realización. El eros se caracteriza por su potencia vital, pero por sí mismo no alcanza la intimidad personal, que es propia de la philia. La philia o amistad, atraída por el bien, es un amor espiritual y personal, que abarca la totalidad del ser humano; participa de la poten28. Según Aristóteles un a m o r fundado en la utilidad o en el placer es débil y frágil, poco sólido y durable. Un a m o r así no es a m a r de verdad al otro, sino a m a r la propia ventaja (Etica a Nicómaco, libro VIII, cap. 3 y 4 (1156 a-1157 b). 29. Cosa que ya notaba ARISTÓTELES, Etica a Nicómaco, libro VIII, cap. 3; cf. libro VIII, cap. 5 y libro IX, cap. 5 (1156 b; 1157 b; 1166 b). 30. Dejamos por ahora una tercera palabra griega, que también designa u n tipo de amor, el "Agapé", abundanlemente empleada en el Nuevo Testamento. Los latinos la traducirán por "Caritas", y a ella nos referiremos en su momento.

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cia vital del eros, pero esto lejos de desnaturalizarla, le comunica su carácter expresamente h u m a n o y su calor. No se trata de un añadido desde fuera, sino de uno de sus propios aspectos: lo bello está estrechamente ligado al bien y se integra en el bien. De modo que, tal como ya hemos notado, lo bondad incluye el ser útil a los amigos y ser capaz de agradarles. La amistad: Dice acertadamente Aristóteles que cuando "uno quiere el bien de un amigo, no por sí mismo, sino por él... es llamado benévolo, aun cuando sus sentimientos no se vean correspondidos. Pues la benevolencia, cuando es recíproca, deviene amistad" 3 1 . La amistad la consideramos como la forma más perfecta del amor. Es el horizonte del pleno desarrollo al que tiende toda forma de amor en la medida en que permanece fiel a su propio dinamismo y allí donde no encuentra dificultades para su desarrollo. La amistad se caracteriza por: - La identificación profunda y efectiva de las voluntades, que tiene en cuenta tanto el aspecto interno (complacencia en la persona amada y afecto hacia ella) como el orientar nuestro obrar buscando el bien de la persona amada. Esta identificación de las voluntades supone continuidad y permanencia. - Mutua comprensión: Cada uno de nosotros tiene su propia singularidad e interioridad, impenetrable a los otros si uno no la da a conocer. Pues bien, la amistad es comunicación intersubjetiva, fundada sobre u n intercambio en la verdad, que comporta la recíproca apertura, la confidencia y la confianza. Los amigos se encuentran en el plano más radical de la personalidad: la tendencia a la verdad y la búsqueda del conocimiento más profundo de uno mismo. Esto significa que al amigo no sólo se le da lo que uno hace o lo que uno tiene, sino sobre todo lo que uno es o, al menos, algo de lo que se es. Al amigo se le da "lo mío" y eso es un doble sentido: lo que como mío he aceptado entre todo lo que he recibido (mi estatura, el color de mi piel, mi libertad, mis talentos, etc.) y lo que en el curso 31. Etica a Nicómaco, libro VIII, cap. 2 (1155 b).

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de mi vida he incorporado libremente a mi intimidad, a mi ser 32 . - Mutua benevolencia: la benevolencia designa la cualidad de un amor que se convierte en búsqueda del bien para el otro, para el amigo. Uno es amigo de su amigo cuando le desea lo que para él es un bien; no sólo lo que puede complacerle, sino sobre todo lo que puede perfeccionarle. La benevolencia supera el deseo, la búsqueda del propio bien y de los propios intereses. La amistad es el dominio en donde al amor se convierte en don, complaciéndose y alegrándose en la generosidad de dar y de darse. Igualmente, la amistad implica la disponibilidad para recibir, para acoger el don del amigo, para buscar conjuntamente la realización y el desarrollo mutuos. Esta mutua benevolencia implica la mutua benedicencia (yo hablo bien de mi amigo; digo de él, dentro de la verdad, lo mejor que puede decirse) y la mutua beneficencia (hacer el bien del amigo). - La reciprocidad es otra condición esencial de la amistad. La comprensión y la benevolencia que caracterizan la amistad son mutuas. En la amistad se da un intercambio; hay u n dar y un recibir, siempre inspirados en la identificación creciente de las voluntades - Buscar, compartir y comulgar en el bien humano: el bien es el auténtico dominio en el que la amistad se desarrolla. En el mal no puede fundarse ninguna amistad. Fundada en el bien, la amistad coincide con la vocación de todo ser h u m a n o al bien. El pleno desarrollo de la amistad consistiría, pues, en la búsqueda y comunión en el Bien h u m a n o total. El amor, pues, es lo que todo ser h u m a n o busca. La cima de esta búsqueda es la amistad. Allí el ser h u m a n o encuentra su pleno desarrollo, su felicidad y su verdadera humanidad. La amistad puede darse según diversas posibilidades y modalidades. Piénsese, por ejemplo, en las relaciones entre los esposos,

32. Para enumerar y, sobre todo, para enriquecer, algunas de estas características de la amistad, me ha sido de utilidad P. LAIN ENTRALGO, Creer, esperar, amar, Galaxia Cutenbeifí, Barcelona, 1993,219-223.

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en donde la amistad encuentra su campo más amplio y completo, porque tiende a alcanzar a la persona humana en su integridad, según todos los estratos de su ser, y a establecer relaciones de amor en una perfecta unión de vida, y eso de forma íntima y estable. También las relaciones de los padres con los hijos deben desarrollarse en u n amor responsable y recíproco, y constituyen una forma original y muy profunda de amistad. Finalmente, todos los papeles sociales, las profesiones, las formas de participación en la sociedad, constituyen otros tantos lugares en los que la amistad debe confirmar y perfeccionar las relaciones humanas (amistad política, amistad profesional, etc). El proceso de personalización y socialización, que constituye el doble aspecto del desarrollo normal del ser humano, debe orientarse según las leyes de crecimiento y de perfección en el amor, que tienen como término la amistad.

sa el término carestía. De ahí pasó a significar todas las cosas de gran precio y, por tanto, más estimadas y amadas, y posteriormente vino a aplicarse al mismo amor. Del mismo modo que las cosas escasas y necesarias se aprecian mucho y se dice que son caras, así cuando escasean los amigos, tan necesarios para llevar bien la vida humana, se estiman en mucho los verdaderos amigos y se llaman carísimos. Por tanto, la caridad significa el amor que tenemos a las personas más unidas a nosotros y más estimadas, como los padres, los hermanos o el mismo Dios. La caridad es un amor a aquellas personas cuya estimación se antepone a todas las otras. Así la caridad añade una cierta perfección a la amistad, a saber, la concreción del amigo, de mayor precio y más caro que cualquier otro ser amado 3 4 . 4.

La caridad: La palabra caridad tiene en el lenguaje actual connotaciones propiamente religiosas. Pero antes de ser expresión religiosa del amor, la caridad es también una forma de a m o r humano. Por eso es importante tratarla ahora en cuanto tal forma h u m a n a del amor. Sin duda todo lo que hemos dicho sobre la amistad y lo que digamos ahora sobre la caridad habrá que recordarlo al tratar del amor cristiano. Pero no adelantemos la reflexión y consideremos ahora las dimensiones propiamente humanas del vocablo caridad. Nuestra palabra castellana "caridad" (en griego agapé, en latín caritas) procede del adjetivo carus que, a su vez, proviene del verbo latino carere, carecer. Cuando se habla de carencia no se refiere uno al mal, porque esto siempre sobra. La carencia se refiere a algún bien (en su sentido más clásico carere se refería a la falta de alimentos), a algo necesario o escaso, que necesitamos y queremos tener. Por eso, aquello de lo que se carece es de gran precio. Sto. Tomás captó la fuerza de este término, cuyos orígenes literarios se remontan a Cicerón, al decir que una cosa es apreciada "por el simple hecho de que no se consigue fácilmente, igual que se dice caro todo lo que es raro" 3 3 . El sentido original de la palabra caridad es lo que expre33. IlISent.,

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dist. 26, c. 1, a. 2, ad 1.

LA POSESIÓN DE LO REAL

Pedro Laín comienza su libro dedicado al creer, esperar y amar, con estas sabias palabras: "esas tres actividades psicoorgánicas, diversamente enlazadas entre sí, pero operantes todas ellas sobre un mismo fundamente anímico, el saber, son para mí los modos cardinales de poseer humanamente la realidad" 35 . Algo de eso hemos hecho notar a lo largo de nuestra exposición. La fe, lejos de ser una ilusión, tiene una pretensión realista, busca alcanzar la realidad. La esperanza reposa siempre sobre una posibilidad. Y el amor tiende al encuentro con el otro y a conocerlo en su más profunda intimidad. La fe, la esperanza y el amor, estas tres actitudes fundamentales de la vida humana, buscan alcanzar y poseer lo real. Solo por vía de creencia es posible alcanzar la realidad de lo que en la intimidad de los otros hombres acontece. Pero incluso en las cosas que nos parecen evidentes hay u n a cierta dosis de creencia: creemos que son así como las vemos 3 6 . Cuando yo 34. Esta idea está inspirada en Tomás de Aquino, y a u n q u e él está pensando expresamente en Dios al hablar de caridad, eso no impide que puede usarse también esta acepción en sentido más general (Suma de Teología, I-II, 26, 3; In III Sent., dist. 27, c. 2, a. I , a d 7 ) . 35. P. LAIN ENTRALGO, Creer, esperar, amar, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 1993, 9. 36. MIGUEL DE UNAMUNO, comparando la fe y la esperanza con la razón, define a ésta última c o m o "crecí' lo que vemos". Y añade lapidariamente: "Y todo creencia" (Obras Completas, Escélicer, Madrid, 1966, t. VII, 311.

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digo que la sal común es cloruro sódico, en realidad estoy diciendo: yo creo que este cuerpo es cloruro sódico, porque creo en la idoneidad de la química para ofrecerme como verdadera una parte de la realidad de la sal 37 . El suelo que piso no lo pisaría si no creyese que resistirá a mi pisada. Esta creencia es la que me permite alcanzar, asumir y conocer lo real. Pero para que la realidad sea mía no basta la creencia. Uno hace suyo lo que encuentra en su vida, si lo encontrado pertenece al campo de lo que él esperaba. El que espera, lo hace desde la realidad y busca alcanzar una nueva realidad más valiosa que la presente. Finalmente, el amor nos permite abandonar la periferia y apoderarnos del secreto de la intimidad. El amor encuentra valores y realidades que la indiferencia nunca alcanza a conocer. Por eso, sólo el amor da el conocimiento verdadero. La fe, la esperanza y el amor tratan de alcanzar la realidad última de las cosas. La ciencia ofrece certezas, pero no alcanza las realidades últimas, no llega al último porqué de las cosas. El hombre alcanza los límites de su inteligencia cuando se plantea aquellas preguntas a las que no puede dar una respuesta satisfactoriamente racional: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy?, ¿cuál es el sentido del sufrimiento y de la muerte?, ¿qué hay después de esta vida? La fe, la esperanza y el amor, al buscar el fondo último de toda realidad, no ofrecen evidencias. Ofrecen, en todo caso, sentido y razones para vivir. La vivencia religiosa de tales actitudes tampoco ofrece certezas, pero después de todo lo dicho, entendemos que ha quedado claro que son el único camino de acceso a la posible realidad de Dios.

5.

LA APERTURA AL MISTERIO

Todo lo que hemos dicho sobre la fe, la esperanza y el amor como estructuras fundamentales de la existencia, no prueba nada acerca de la legitimidad religiosa de tales actitudes. No es menos cierto que tales actitudes nos dejan en el umbral del misterio y, vividas en profundidad, plantean la pregunta de si

alguien puede merecer nuestra fe, nuestra confianza y nuestro amor de forma plena y total. Así como si alguien puede responder de verdad a lo que pide una auténtica confianza y un gran amor. La fe, la esperanza y el amor piden eternidad. Importa, en primer lugar, dejar claro que la legitimidad de la fe, la esperanza y el amor religiosa y teologalmente entendidos y vividos, y su pretensión de absoluta necesidad para el ser humano, sólo resultan posibles si previamente tales actitudes están unidas a una posibilidad del ser humano. Si tales conceptos no designasen un fenómeno predicable de todo hombre, al discurso cristiano sobre la fe, la esperanza y la caridad le faltaría el contacto con una experiencia accesible y perdería toda obligatoriedad. No es lo humano lo que supone lo religioso, sino lo religioso lo que supone lo humano. Pero si la fe es una dimensión permanente y necesaria de la vida, esto nos permite comprender que, en caso de que haya un Dios, o de que alguien se presente como su enviado, entablar con él o con su enviado u n a relación de fe no es nada extraño ni contrario a las exigencias de nuestra humanidad, sino el comportamiento más normal y más h u m a n o que podamos imaginar. Más aún, el dinamismo de la fe interpersonal nos deja en el umbral de la fe religiosa. Por la fe entramos en comunión con las personas. Pero este camino hacia el otro que es la comunión personal se descubre incapaz de llevarnos hasta la comunión total, firme y segura, por encima de toda limitación. Una fe total entre hombre y hombre sería algo inhumano, pues el hombre es limitado, finito, y resulta contradictorio apoyarse absolutamente en lo finito, Apoyarse totalmente en el hombre, fiarse totalmente de un ser limitado, esperarlo todo de él, es buscar un dios donde no está y así quedar totalmente defraudado. Sólo, pues, si Dios existiera (un Dios que fuera el Amor absoluto) merecería mi confianza incondicional. Sólo si Dios nos sale al encuentro puede merecer nuestra fe total, la entrega de todo nuestro ser. En este sentido cabe decir que "sólo Dios es digno de fe". Así, el hombre que ama la vida, queda a la espera de u n tú que le ofrezca una comunión definitiva y universal. La fe se convierte así en una afirmación permanente de la voluntad de ser y de vivir.

37. R LAIN, O.C. en nota 35, p. 135.

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¿Qué decir de la esperanza? La espera del hombre parece no tener límite. Se diría que sólo se conforma con todo y que cuanto más tiene más quiere. Nunca nos conformamos con lo que tenemos, y esta no conformidad alimenta una esperanza inextinguible. Ya tuvimos ocasión de indicar anteriormente que la conciencia de la finitud, y el que el hombre sea un ser de deseos y se formule preguntas, nos abren a la espera de u n a plena saciedad y de una respuesta definitiva. Igualmente, la espera de seguir viviendo y de seguir siendo uno mismo, común a todos los seres humanos, no queda anulada ante el hecho de la muerte, que destruye la vida y el yo, pues el hombre teme a la muerte y ante ella protesta en todos los tonos. Pero el temor y la protesta son un fenómeno derivado, que no serían posibles sin una previa esperanza de seguir viviendo. De ahí que tal deseo radical nos abre, al menos, a la acogida de una esperanza que trascienda todos los límites. Ser sin límites, sin dejar de ser el que se es, es la gran aspiración de todos los hombres. Quién tiene conciencia de haber hecho algo valioso, nunca dejará de llevar dentro de sí, aunque no lo advierta, el tácito deseo de que su obra o su acción valgan para siempre. La vida humana postula el "siempre" desde dentro de sí misma. También el amor requiere eternidad, pues apunta a un horizonte de totalidad. El análisis que Platón realiza del eros muestra que, por su propio dinamismo tiende al desbordamiento y a la superación de sus límites. Así afirma que "el objeto del amor es la posesión constante de lo bueno", que ahí se encuentra la felicidad y, por eso, "ese deseo y ese amor es una cosa común a todos los hombres". De tales supuestos, Platón concluye que es necesario que el hombre "desee la inmortalidad juntamente con lo bueno, si es que verdaderamente tiene el Amor por objeto la posesión perpetua de lo bueno. Necesariamente, pues, según se deduce de este razonamiento, el Amor será también a m o r de la inmortalidad" 3 8 . Sentados estos principios generales, Platón analiza la ascensión que del amor sensible se eleva al amor espiritual, de lo sexual a la creación poética y a la contemplación de la verdad, y en el culmen de tal proceso, en el

38. El banquete, 206 a y 207 a.

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"grado supremo de iniciación en el amor", se adquiere "de repente la visión de algo que por naturaleza es admirablemente bello", que existe siempre, no nace ni muere, es bello en todos los aspectos, y no puede representarse con algo material, pues es "la propia belleza en sí", de la que "las cosas bellas participan" 39 . Este dinamismo trascendente del eros queda bien expresado con estas palabras de Nietsche: "todo placer requiere profunda, profunda eternidad". En efecto, hay momentos que uno desearía que durasen siempre. Lo malo es que pasan y llenan de melancolía nuestra vida. También la philia tiende a su propio desbordamiento, a divinizar al amado, a esperarlo todo de él. Es famosa la frase de Gabriel Marcel: "amar a otro equivale a decirle no morirás". Efectivamente, amar de verdad es desear estar "siempre" con el amado, querer que "nunca" se vaya de nuestro lado. Aquí se manifiesta el dinamismo más profundo del amor, que tiende a lo incondicionado, a lo absoluto. Este dinamismo que se encuentra ya en el eros, alcanza su plenitud en la philia, pues aquí se trata del ser más íntimo del hombre. Con todo, en esta divinización del amado y en el deseo de encontrarle en su última profundidad, hay siempre la insatisfacción de descubrir que el "tú" h u m a n o no es nunca totalmente transparente, nunca nos lo da todo ni se da totalmente, nunca es absolutamente indispensable e insustituible. Por eso, el eros y la philia son sólo caminos tendenciales hacia la plenitud. Me gustaría acabar este análisis del amor refiriéndome a u n autor más cercano a nosotros, Miguel de Unamuno. Según Unamuno el amor busca siempre la plenitud. Por eso despierta nuestro instinto de perpetuación y nos orienta hacia la consecución de la perpetuación, pues el amor nos abre al Todo. El a m o r no se detiene en la apariencia ni en la inmediatez del objeto. Va siempre más allá: "El amor busca con furia a través del amado algo que está allende éste" 40 . Esto que está más allá del amado, y que el amante busca incluso "sin pensárselo ni proponérselo" es "su propia perpetuación", siendo el goce del

39. 40.

El banquete, 2\Q n - 2\2 a. MIGUKI. DI; UNAMUNO, Obras completas, Escélicer, Madrid, 1966, t. VII, 187.

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amor u n simple medio 4 1 . Por eso "el amor es quien nos revela lo eterno" 4 2 . Lo mismo que Platón, Unamuno se eleva del amor sexual al amor espiritual, en u n proceso en el que cada vez se siente con mayor agudeza la insatisfacción y el dolor que produce el no ver colmada la medida infinita de nuestros deseos, y en el culmen de tal proceso se siente hambre de Dios: "así que el amor ve realizado su anhelo, se entristece y descubre al punto que no es su fin propio aquello a que tendía" 43 . Por eso, "la satisfacción de todo anhelo no es más que semilla de un anhelo más grande y más imperioso" 44 . Si el amor busca siempre más y, por eso, tiende a lo eterno, no es extraño que Unamuno acabe afirmando: "el amor es un contrasentido si no hay Dios" 45 . El amor es expresión y manifestación de los más puros e imperiosos deseos del ser humano. La insatisfacción que produce la realización concreta de cada deseo nos abre a mayores, más plenas, más intensas y más constantes aspiraciones, de forma que, inconscientemente, todo deseo, por ser u n a aspiración a lo mejor, es u n deseo de Dios 46 . En resumen, la fe, la esperanza y el amor nos abren al misterio, nos dejan en el umbral del misterio, tienden al desbordamiento y plantean así la pregunta por la posible realización de aquello a lo que tienden. Confiar totalmente en alguien, amar totalmente lo limitado, esperarlo todo de lo finito, es quedar totalmente defraudado. ¿Es posible un a m o r pleno, u n a confianza sin límites, una esperanza segura?

41. 42. 43. 44. 45. 46. fección,

62

MIGUEL DE UNAMUNO, Obras completas, Escélicer, Madrid, 1966, t. VII, 188. MIGUEL DE UNAMUNO, Obras completas, Escélicer, Madrid, 1966, t. VII, 229. MIGUEL DE UNAMUNO, Obras completas, Escélicer, Madrid, 1966, t. VII, 227. MIGUEL DE UNAMUNO, Obras completas, Escélicer, Madrid, 1966, t. III, 885. MIGUEL DE UNAMUNO, Obras completas, Escélicer, Madrid, 1966, t. VII, 201. Cf. TOMÁS DE AOUINO, Suma de teología, I, 6, 1, ad 2: al apetecer nuestra peren realidad apetecemos al mismo Dios.

3

Vida teologal en el seguimiento de Cristo

1.

JESÚS, MODELO DE VIDA TEOLOGAL

En Jesús de Nazaret encontramos el modelo más perfecto y acabado de vida teologal. La respuesta que Dios espera del ser humano, encuentra en el hombre Jesús su cabal cumplimiento, pues este hombre vive totalmente orientado hacia Dios, en la plena conciencia de su presencia. El vive teologalmente, en unión plena con el Padre, cumpliendo perfectamente y de u n a vez por todas su voluntad. De ahí que la carta a los Hebreos pone estas palabras en boca de Jesús al entrar en el mundo: "¡He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad!" (Heb 10,7; cf. Sal 40,8-9). Sólo Jesús puede decir: "yo hago siempre lo que le agrada a él" (Jn , 8,29). A lo largo de su vida y hasta el momento de la oración de su agonía, acoge totalmente la voluntad del Padre: "mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado" (Jn 4,34; 5,30; 6,38); "no se haga mi voluntad sino la tuya" (Le 22,42; cf. Gal 1,4). Este hacer la voluntad, o el vivir en obediencia filial ("obediente hasta la muerte": Flp 2,8), no fue para Jesús algo automático, sino que tuvo que ir aprendiéndolo a lo largo de las situaciones en las que se le manifestaba la voluntad de Dios, como ocurre con cualquier hombre: "por los padecimientos aprendió la obediencia" (Heb 5,8). Y así llegó a la perfección, siendo causa de salvación eterna para todos los que le obedecen, o sea, para todos los que viven como él (cf. Heb 5,9). Importa recalcar que Jesús vive esta vida teologal en una situación humana como la nuestra. Sólo así puede convertirse en modelo de vida teologal y sólo así resulta creíble su llama-

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da al seguimiento. Por tanto (adelantamos lo que enseguida explicaremos), este cumplimiento de la voluntad de Dios, Jesús lo realiza desde la oscuridad de la fe. El Concilio Vaticano II, al hablar del seguimiento de Cristo, o sea, de Jesús como el que va por delante mostrándonos a todos el camino que conduce a Dios, se cuida de insistir previamente en la real humanidad de Jesús: "Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre... Se hizo verdaderamente uno de los nuestros". En el contexto de un Jesús que está a nuestro nivel, con una inteligencia limitada como la nuestra, por ser h u m a n a (¿es necesario explicitar que ignoraba cosas, como por ejemplo el día de la parusía?: Me 13,32), y un corazón con sentimientos humanos similares a los nuestros (¿es necesario explicitar que Jesús se emocionó ante la muerte de su amigo Lázaro, que buscaba descanso y cariño en casa de sus amigas Marta y María o que mostraba una real afectividad por el joven Juan?), tiene sentido afirmar: "Nos dio ejemplo para seguir sus pasos y, además, abrió el camino con cuyo seguimiento la vida y la muerte se santifican y adquieren nuevo sentido" 1 . En efecto, como muy bien dice San Hipólito, "sabemos que se hizo hombre de nuestra misma condición, porque, si no hubiera sido así, sería inútil que luego nos prescribiera imitarle como maestro. Porque, si este hombre hubiera sido de otra naturaleza, ¿cómo habría de ordenarme las mismas cosas que él hace, a mí, débil por nacimiento, y cómo sería entonces bueno y justo?" 2 . Jesús abre un camino. Para los que lo siguen la vida y la muerte se santifican. O sea, se ponen al nivel de Dios, el único santo. Ya hemos indicado que en la vida teologal consiste la santidad del ser humano. Por eso, quiénes siguen a Cristo viven su vida y su muerte teologalmente, orientados hacia Dios. Y este camino es posible seguirlo porque quién va por delante, llamando al seguimiento, se sitúa en un nivel en el que los que van por detrás pueden marchar. O sea, el que abre camino y los que lo siguen están al mismo nivel. Así se explica que el Vaticano II califique, en diversas ocasiones, a Jesús como "Hombre per1. Gaudium et Spes, 22. 2. Refutación de todas las Iierejías, cap. 10, 33 (PG 16,3452).

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fecto" 3 . No se trata solamente de que Jesús tenga una verdadera naturaleza humana. Es que, además, lleva lo humano a su perfección. Porque la perfección de lo humano es Dios, o sea, la santidad, el vivir teologalmente. De ahí esta palabra de Jesús ante la pregunta de qué hacer para conseguir la vida eterna, la vida divina: "si quieres ser perfecto... sigúeme" (Mt 19,21) 4 . Al emplear el calificativo de perfecto, Jesús no se refiere a una categoría de cristianos superiores a los corrientes, sino a la perfección de la nueva economía, a la que todos por igual son llamados: "Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5,48).Y, ¿por qué para eso, el "sigúeme a mi"? Evidentemente, porque Jesús es el hombre perfecto y siguiendo su camino se alcanza la perfección de lo humano, al entrar en una dinámica divina de vida. ¿Estamos pretendiendo que el hombre Jesús es un perfecto modelo de fe, esperanza y amor? Sí, porque la vida teologal es la manera cómo desde nuestra humanidad se puede vivir unido a Dios. La teología medieval se planteó el problema de la vida teologal de Jesús, pero le dio (a mi entender) una solución insuficiente. Puesto que Cristo poseía plenitud de gracia "no es superfluo preguntar si tuvo fe, esperanza y caridad. Pues si careciera de ellas, no se ve de qué modo tendría plenitud de gracia", escribió Pedro Lombardo 5 . La respuesta a tan correcto planteamiento estaba condicionada tanto por la idea que los medievales se hacían de la fe ("la fe es la virtud por la que creemos lo que no se ve", recuerda Pedro Lombardo, citando a san Agustín), como por su creencia de que Cristo tuvo la ciencia de visión: Cristo "poseía los bienes de la patria (celestial)... No tuvo, por tanto, las virtudes de la fe o la esperanza, porque veía por visión lo que creía" 6 . En cambio, cuando se trataba de la caridad de Cristo la respuesta era positiva 7 . 3. Gaudium et Spes, 22 y 4 1 . 4. El "sigúeme" con el que concluye la respuesta de Jesús tiene unos antecedentes, en los que ahora n o entramos. Quién esté interesado en un análisis detallado de la respuesta completa, puede acudir a M. GELABERT, "Encontrar la vida en el seguimiento de Cristo", en Teología Espiritual, 1993, 173-205. 5. Sentencias, libro III, dist. XXIII. 6. "In Christo fuerunt b o n a patriae... Nec tamen fidem vel spem virtutem hulmii, quia per speciem videbat ae quae credebat" (PEDRO LOMBARDO, Sentencias, libro III, dist. XXVI). 7. PF.DKO LOMBARDO, Sentencias, libro III, dist. XXVII.

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Pero el misterio de la Encarnación no consiste en afirmar que Cristo vivió bajo una forma humana, sino en que asumió, sin anularla, una naturaleza humana: ¡pensó con inteligencia de hombre! En cuanto hombre, vive su vida divina en y según la humanidad. Su amor y actividad humanos son las formas humanas del amor y actividad de Dios, la traducción h u m a n a de cómo Dios amaría y actuaría. Pero es en las virtudes teologales dónde el hombre se encuentra con Dios y vive la vida divina. Si Jesús vive humanamente la vida divina, su vida tiene que ser teologal, en fe, esperanza y amor, pues no hay otra forma h u m a n a de vivir divinamente. Y así puede "manifestar plenamente el hombre al propio hombre y descubrirle la sublimidad de su vocación" 8 . Lo anteriormente dicho no es una especulación más o menos sostenible lógica y teológicamente. Tiene un fuerte apoyo en la Escritura. A detallar este apoyo y reflexionar sobre él vamos a dedicar los apartados siguientes, empezando por los dedicados a la fe y la esperanza de Jesús, que son las virtudes que, al parecer, plantean mayor problema al atribuirlas a Cristo.

2.

JESÚS, PIONERO DE LA FE

La carta a los Hebreos se refiere a la fidelidad de Jesús y la compara con la de Moisés (3,1-6). Más adelante, esta misma carta, tras exaltar a una larga lista de personajes del Antiguo Testamento, que vivieron de la fe, y entre los que destaca Abraham, el padre de la fe, culmina esta enumeración refiriéndose a Jesús como "el jefe iniciador y consumador de la fe" (Heb 12,2). No se dice en este texto que Jesús es causa de nuestra fe, sino que de antemano la vive como una imagen original y ejemplar. Jesús es jefe iniciador, o pionero, o sea, el que va por delante, el que precede, el que inicia el camino de la verdadera fe. Y consumador, el que lleva a su término ese camino, el que lo realiza perfectamente. ¿Habrá, pues, que considerar a Jesús como la consumación de esta larga historia de la fe en Dios, de la que tan ampliamente habla el Antiguo Testamento? ¿O sucede más 8. Gaudium et Spes, 22.

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bien, como pretenden algunas cristologías católicas, que Jesús no ha sido un creyente, porque al ser Hijo de Dios, tenía visión intuitiva de Dios y más que creyente era sabedor? Antes de responder a la pregunta (o mejor de explicar y razonar nuestra respuesta, que el lector está intuyendo perfectamente), conviene aducir otros textos en relación con nuestro tema. En Me 9,14-24, Jesús, al contrario de sus discípulos, que son "gente sin fe" (9,19), se atribuye a sí mismo el tener fe, pues ante la petición del padre de un endemoniado: "si algo puedes, ayúdanos, compadécete de nosotros", Jesús responde: "¡Qué es eso de si puedes! ¡Todo es posible para quien cree!" (9,23). Esta palabra sobre el poder de la fe es una palabra de Jesús sobre sí mismo, es también una palabra sobre el poder de Dios en el que Jesús se apoya (cf. Me 9,29), y es finalmente una palabra sobre el tipo de fe al que están llamados los discípulos: "si tenéis fe como un grano de mostaza... nada os será imposible", ni siquiera el trasladar montañas (Mt 17,20). En las cartas de San Pablo se habla de la fe "en" Jesucristo (Gal 3,26; 5,6; Col 1,4; 2,5; Ef 1,15; 1 Tim 1,14; 3,13; 2 Tim 1,13; 3,15). En su momento y lugar hablaremos de ello. Ahora lo recordamos para notar que Pablo también conoce la fórmula fe "de" Jesucristo (Gal 2,16.20; 3,22; Ef 3,12; Flp 3,9; Rm 3,22.26). ¿Cómo interpretar este "de"? ¿En paralelo con otras fórmulas similares, tales como "poder de Cristo" (2 Co 12,9; 1 Co 5,4), "riqueza de Cristo" (Ef 3,8; 2,7), "bendición de Cristo" (Rm 15,29), o "plenitud de Cristo" (Ef 4,13)? En todo caso, la doble fórmula, fe en Cristo y fe de Cristo, nos invita a distinguir entre el acto h u m a n o de creer en Cristo, y la fuente, el modelo, el paradigma de toda actitud filial en obediencia al Padre, u n a actitud que determina y funda toda la existencia, y que en Cristo encuentra su más acabada realización: la fe de Cristo 9 . Además, si la oración es el lenguaje a la fe, en la súplica de Jesús a su Padre (ampliamente atestiguada en el Nuevo Testamento) podemos reconocer también su vida de fe, de modo que 9. Cf. H. URS VON BALTHASAR, La fot du Christ, Aubier-Montaigne, 1968, 38-42. Más actuales, pero con menos datos (y citados como prueba de que el tema va siendo a s u m i d o por la teología contemporánea): J J . TAMAYO ACOSTA, Dios y Jesús, Trotta, Madrid, 2000, 17-48; FRANCO ARIHJSSO, Amén. Las razones de la fe cristiana, San Pablo, Madrid, 2001, 21-23.

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la oración de Jesús no puede entenderse como ejemplar, sino como necesaria. Es una actitud vital, expresión de u n a vida completamente volcada hacia el Padre, dependiente del Padre, orientada hacia él. Si la vida de Jesús es ejemplar, lo es porque hay algo previo que da sentido a esta ejemplaridad: la realidad de lo que él vive. La dificultad de atribuir a Jesús la fe proviene de entenderla de forma incompleta, como una creencia, una especie de conocimiento de verdades inalcanzables por la razón, y de juntar a esta idea la de que Cristo, como Dios que era, debía saberlo todo, pues desde el primer instante de su concepción vio la esencia divina. Este era, en síntesis, el planteamiento de los medievales, incluido el de Tomás de Aquino que, en este tema, sigue al maestro lombardo 1 0 . Con todo, Tomás de Aquino ofrece algunas matizaciones interesantes que abren puertas para nuevas interpretaciones de la cuestión, al reconocer que en la fe (y también en la esperanza, como enseguida veremos) hay algo más que aspectos negativos. Así llega a afirmar: "cuanto hay de perfecto en la fe y en la esperanza, puede aplicarse a Cristo; sólo habría que negar en él lo que de imperfecto hay en esas virtudes" 11 . La cuestión que plantea esta respuesta es si esto que Tomás llama "imperfecto" en la fe y en la esperanza no es en realidad la condición ineludible de nuestra situación humana, situación que también hay que aplicar al hombre Jesús "todavía no glorificado" (Jn 7,39; cf. Jn 17, 1.5). 10. Ver TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, III, q. 7, a. 3, 4; así como a. 9, ad 1. Sobre la cuestión de la visión beatifica de Cristo durante su vida terrena, que también influirá en la concepción de la esperanza de Jesús que se hacían los medievales, reconoce el P. SANTIAGO RAMÍREZ: "NO hay explícitamente definición alguna dogmática de que Cristo en cuanto hombre fuera comprehensor o gozase de la visión beatífica antes de su resurrección" (La esencia de la esperanza cristiana, ediciones Punta Europa, Madrid, 1960, 113). Cierto que esta doctrina se encuentra en el Magisterio ordinario. En u n decreto del Santo Oficio se afirma que "no puede enseñarse con seguridad" que el alma de Cristo no tuvo la visión beatífica (DH, 3645). Y Pió XII en la Mystici corporis dice que Cristo gozó la visión beatífica "apenas acogido en el seno de la Madre divina" (DH, 3812). En el primer caso se trata de una medida prudencial y disciplinar. En el segundo, se recoge una teología que tiene u n a larga tradición. No me parece que con esto quede cerrado el debate, aunque estos textos son u n a invitación a tratar esta cuestión teológica con toda la seriedad que requiere su objeto trascendente (cf. CH. DUQUOC, Christologie I. L'homme Jésus, Du Cerf, Paris, 1972, 158-161). \\. De Veníate, 29, 4, ad 15; Suma de Teología, III, 7, 9, ad 1.

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Importa, pues, aclarar que la fe es ante todo u n a manera de existir, una actitud comprometida de toda la existencia con Dios, una entrega de toda la persona a Dios, un apoyarse totalmente en Dios, una confianza en El sin reservas. Si es así, Jesús es un creyente radical, porque se fió por completo de Dios, hizo de su vida una constante entrega a Dios, cumplió con toda limpieza la voluntad del Padre, no desesperó de Dios ni siquiera en los más difíciles momentos, e incluso a la hora de la muerte y del abandono se puso en manos del Padre: "en tus manos pongo mi espíritu" (Le 23,46).

3.

JESÚS, PIONERO DE LA ESPERANZA

Resulta sugerente poner en paralelo Heb 12,2 (Jesús pionero de la fe) con Hech 3,15: Jesús es el jefe, el pionero que lleva a la vida, el que nos precede en el camino de la vida, y abre así las puertas de la esperanza. De nuevo habría que insistir en la humanidad de Jesús, para que esta esperanza tuviera sentido. Pues afirmar que Cristo ha resucitado porque era de naturaleza divina no resulta significativo ya que, en todas las culturas, la inmortalidad va unida a la divinidad. Si los dioses no fueran inmortales... ¡no serían dioses! Pero eso no resulta esperanzador para los que no poseemos la naturaleza divina. Lo significativo y esperanzador es que, desde nuestra situación humana, se pueda vencer a la muerte, con el poder de Dios, sin duda. Si un fragmento de nuestra humanidad, si uno de nuestra raza, de nuestra carne, ha vencido a la muerte, se han abierto para todos los humanos las puertas de la esperanza. Entonces, la resurrección de Jesús, confesado como el Cristo, es un asunto que nos concierne directamente: él ha resucitado como primicia (1 Cor 15,20; Rm 8,11), como el primero de u n a larga lista de hermanos. Si uno de nosotros ha entrado en la vida definitiva, eso significa que, de la misma manera, todos los demás podemos participar de esta vida divina. Se comprende entonces que en el seguimiento de Cristo la muerte adquiere un nuevo sentido 12 .

12. Cf. Gcmdium el Spes, 22.

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Para nosotros, los hombres, encuentro pleno y definitivo con Dios se identifica con resurrección de la carne. Mientras vivimos en este m u n d o estamos lejos del Señor. La resurrección es el encuentro con Dios y la entrada en la vida definitiva. Tener puesta la esperanza en Dios es lo mismo que esperar la resurrección de los muertos. Esta identificación nos permite comprender la dificultad que tenían los teólogos medievales para atribuir a Cristo la virtud de la esperanza. Pues según ellos "Cristo, desde el primer momento de su concepción, tuvo la fruición plena de la divinidad". En otras palabras, se había ya encontrado plenamente con Dios, disponía ya del "gozo divino". Por eso, no lo esperaba. Sin embargo, añade Tomás de Aquino: "tuvo la esperanza respecto de algunas cosas que todavía no había alcanzado... No poseía todavía de forma plena todo lo que pertenecía a la perfección, por ejemplo la inmortalidad y la gloria del cuerpo, que podía esperar". Estas cosas que esperaba eran, con todo, secundarias, con relación a lo que ya poseía. De ahí que, aunque esperó la glorificación del cuerpo, propiamente no poseyó la virtud teologal de la esperanza 1 3 . Y no la poseyó porque lo esencial de la esperanza, a saber, la bienaventuranza futura, ya lo tenía logrado 1 4 . Ahora bien, en el mismo Sto. Tomás encontramos u n a precisión de sumo interés en relación con este tema. Dice en u n a de sus cuestiones disputadas: "La esperanza tiene una perfección junto con una imperfección. Y por la parte que tiene de perfección incluye la perfecta razón de virtud; y bajo esta consideración se dio plenísimamente en Cristo, porque se adhirió plenísimamente al auxilio divino. Y por la parte que incluye de imperfección, la esperanza estuvo ausente en él, lo mismo que también la fe" 15 . Esta respuesta de Tomás tiene la siguiente explicación: Cristo tuvo esperanza en sentido formal (o sea, se apoyó totalmente en Dios), pero no en sentido material (ya que,

13. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, III, 7, 4 c. y ad 2. 14.

TOMÁS DE AQUINO, De Spe 4, ad 16.

15. De Spe 1, ad 12; cf. In Epist. ad Heb 2,13 (ed. Marietti, 1929, vol 2, p. 319): "Spes quandoque est firme et sine timore, et tune proprie dicitur fiducia. Et istam habuit Christus... Fiducia autem est expectatio cujuscumque auxilii; et secundum hoc fuit in Christo fiducia, in quantum sedundum humanam naturam, expectabat a Patre auxilium in passione".

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según la teología de Sto. Tomás, poseía la visión beatífica). Pero para Sto. Tomás, lo que constituye a una virtud en teologal no es lo material, sino lo formal (o sea, el motivo, la razón, la causa porque la que se espera, cree y ama, y no tanto lo que se cree, espera y ama 1 6 ). Y desde el punto de vista formal, la esperanza fue "plenísima" en Cristo. Aunque esta teología deja u n a puerta abierta para hablar de la esperanza de Jesús, no estoy seguro de que haga plena justicia a la verdadera humanidad de Cristo, ni a la totalidad de los textos del Nuevo Testamento. Cristo es hombre no sólo antropológicamente, sino también en la situación existencial de los hijos de Adán. Pablo dice muy expresivamente que Cristo se ha hecho "pecado" (2 Cor 5,21; Gal 3,13), asumiendo una carne semejante a la del pecado (Rm 8,3) y, aunque él personalmente carece de pecado, cabría aplicar a su situación de asunción del "pecado" la condición de privación de la gloria de Dios que caracteriza al pecado (Rm 3,21). De ahí la petición insistente de Jesús: "ahora, Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado" (Jn 17,5; cf. también Jn 7,39: "todavía Jesús no había sido glorificado"). Por eso, Jesús vive su vida h u m a n a desde una profunda "obediencia" al Padre (Heb 5,8) y desde una real esperanza en él. Esperanza, porque para él, como para nosotros, "las cartas no estaban marcadas". El esperó activamente en la oscuridad de nuestra historia. Sabía, como también sabemos nosotros, de la fidelidad de Dios, aunque ignoraba los modos y los tiempos (cf. Me 13,32) del triunfo de Dios. Más aún, la fidelidad de Dios en Jesús (lo que Tomás de Aquino llama el motivo formal de la esperanza, que según él poseía "plenísimamente") estuvo duramente puesta a prueba. Hay varios momentos en la vida de Jesús que dan testimonio de las pruebas por las que pasó su esperanza y, al mismo 16. En los capítulos que más adelante dedicaremos a la teología de la fe y de la esperanza, tendremos que hablar del objeto material y formal de ambas. El objeto material es Dios. Y el formal también es Dios. La diferencia está en que Dios es objeto material porque la fe y la esperanza se refieren y dirigen a él, a él quieren ver y poseer, en él creen y esperan. Y es objeto formal porque todo lo creído y lo esperado tiene como razón y motivo a Dios: creemos porque Dios lo ha revelado; esperamos porque Dios es poderoso para otorgarnos lo esperado. El objeto o motivo formal de la esperanza es, pues, el auxilio divino. En este sentido Cristo tuvo totalmente esperanza, porque en lodo se apoyaba plenamente en Dios.

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tiempo, de las modalidades de la misma. El relato de las tentaciones es significativo al respecto. El tentador pretende que la esperanza en Dios debe tener consecuencias inmediatas y espectaculares. Pero Jesús sabe que el tiempo de Dios no es el de los hombres. Y que la esperanza en él no se traduce en la abundancia de bienes y de éxitos. Por eso, Jesús, que confía totalmente en su Padre, y lo espera todo de él, quiere que su Reino venga por los caminos de Dios y en el momento que Dios decida. De ahí que rechace todos los procedimientos de violencia, opresión y prestigio: "si eres Hijo de Dios, ordena que", le sugiere el tentador (Mt 4,3). Hay una manera demoníaca de esperar y confiar en Dios. Las tentaciones traducen una cierta comprensión de cómo Dios debe actuar: por medio del poder y de la ostentación. Las burlas ante el crucificado traducen esta misma comprensión: "A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse. Que baje ahora de la cruz y creeremos en el. Ha puesto su confianza en Dios; que le salve ahora, si es que de verdad le quiere; ya que dijo: soy hijo de Dios" (Mt 27,42-43). Para los sumos sacerdotes y los escribas, la impotencia de Jesús es la prueba evidente de que su esperanza en Dios no es la adecuada. Sin embargo, en medio de tanta debilidad, Jesús sigue esperando, con una esperanza totalmente teologal que, lejos de apoyarse en el poder, confía en la fidelidad de Dios: "Padre, en tus manos pongo mi espíritu" (Le 23,46). En medio de la tribulación, la esperanza no falla (Rm 3,3-5). Por el contrario, la aparente solidez de la mentira, del odio, de todo lo que se opone al Evangelio, no tiene futuro (cf. Me 13,2.31). Lo que está en juego, tanto en las tentaciones como en la cruz, es el modo de comprender la esperanza y el conocimiento de Dios. La esperanza de Jesús es totalmente teologal (confía plenamente en Dios y sólo en Dios), y su conocimiento de Dios es perfectamente filial (quiere que se realice la voluntad del Padre por los caminos que el Padre quiere). Milagros y prodigios quizás podrían cambiar el curso del destino. Pero "implantar el reino mediante el poder hubiera sido tanto como ocultar el rostro de Dios y entrar en contradicción con el mismo sentido de la revelación. Instaurarlo en la debilidad y en la libertad equivalía a correr el riesgo de no verlo nacer. Jesús se adentra positivamente en este riesgo. Uno es el sembrador, otro el 72

segador". En efecto, el reino no es una demostración de poder, como pretendía el tentador. Es la autenticidad de una comunión, esta comunión entre el Padre y el Hijo en la que se excluye toda mira de poderío. Esta "es la experiencia de Jesús en la oscuridad del silencio de Dios. Esta experiencia es el cimiento de lo que él espera: que Dios lo sea todo en todos" 1 7 .

4.

JESÚS, PIONERO Y MODELO DE CARIDAD

San Agustín califica a Jesús como "doctor en caridad", ya que "rebosa de ella" 18 . Sin duda, afirmar que Jesús es el más acabado modelo de caridad, no representa ninguna dificultad para la conciencia creyente. Conviene, de todas formas, reflexionar detenidamente sobre ello, pues en el amor de Jesús al Padre y a los hombres encontraremos matices a los que vale la pena atender. Hay que advertir que más adelante tendremos que volver sobre la caridad de Jesús, dado que el a m o r impregnó todas las dimensiones de su vida, al ser él mismo la más perfecta manifestación del amor de Dios. Pero para completar el sentido de este capítulo sobre la vida teologal en el seguimiento de Cristo, debemos ya referirnos a algunos aspectos del a m o r de Jesús, aún a riesgo de repetir después algunas de las cosas que ahora diremos. 1. El amor de Jesús al Padre Si nos restringimos a las menciones explícitas del término, no queda más remedio que constatar que en el Nuevo Testamento encontramos muy pocos textos que hablen del amor del Hijo al Padre 1 9 . En Jn 14,31 encontramos una de estas menciones explícitas: "ha de saber el mundo que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado". La segunda parte de la frase, que es consecuencia del amor de Jesús al Padre, nos reen17. CH. DUQUOC, "La esperanza de Jesús", en Concilium, julio-noviembre 1970, 320 y 322. 18. Tratados sobre el evangelio de san Juan, 17, 7. 19. "Juan apenas habla del a m o r del Hijo al Padre" (G. QUULL y E. STAUFFER, Caridad, Fax, Madrid, 1974, 142).

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vía a u n a serie de actitudes constantes que concretizan este amor, especialmente el cuidado que Jesús tiene de "hacer la voluntad del Padre", de hacer de ella su "alimento" (Jn 4,34; 5,30; 6,38-40; 17,4). El amor filial de Jesús se traduce en u n a búsqueda de lo que complace al Padre, y en una obediencia consciente, activa y libre (Rm 5,19), hasta la muerte (Flp 2,8), para que triunfe la voluntad del Padre. El amor da una extraordinaria coherencia a la vida de Jesús, una vida consagrada a la misión que el Padre le ha encomendado, a saber, la enseñanza y la santificación de los hombres y el don de sí mismo hasta la cruz. Tal unidad (con el Padre), que deriva del amor en tanto que compromiso total, es particularmente realzada en el cap. 10 del cuarto evangelio, especialmente a partir del versículo 14: "como me conoce el Padre y yo conozco al Padre (conocer en el sentido de profunda experiencia personal de amor), yo doy mi vida por las ovejas... El Padre me ama porque doy mi vida voluntariamente". El a m o r de Jesús al Padre se manifiesta en su amor y entrega a los hombres. En esta línea va el comentario de San Gregorio Magno a Jn 10,15: "Dice el Señor: Igual que el Padre me conoce, y yo conozco al Padre, yo doy mi vida por las ovejas. Como si dijera claramente: La prueba de que conozco al Padre y el Padre me conoce a mí está en que entrego mi vida por mis ovejas; es decir: en la caridad con que muero por mis ovejas, pongo de manifiesto mi amor por el Padre" 2 0 . El a m o r de Jesús por el Padre se manifiesta en la caridad para con las ovejas. Encontramos aquí un matiz interesante en la caridad de Jesús hacia el Padre: el amor a Dios se da y manifiesta en el amor al prójimo. El encuentro con Dios, lo teologal, se da a través de mediaciones creadas (este aspecto lo desarrollaremos ampliamente en el capítulo siguiente). Jesús permanece en el amor del Padre al guardar los mandamientos del Padre (Jn 15,10). Y este mandamiento es dar la vida por los hombres (Jn 10,18). El dar la vida de Jesús (como también ocurrirá en nosotros en su seguimiento) no es solamente una actitud de obediencia externa, una especie de actitud ética. Es una dimensión

20. Homilía

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teologal en la que se encuentra directamente con el Padre en la mediación del amor al ser humano. También a Jesús cabe aplicarle esto que se dice de los hijos de Dios: "quién no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve" (1 Jn 4,20). Por eso, el amor más grande de Jesús (y el amor más grande es el de Dios) se expresa en el hecho de dar la vida por sus amigos (Jn 15,13). Jesús, a través de su amor a los hombres y desde este amor, es cómo vivía su amor a Dios y lo revelaba. 2. El amor de Jesús a los seres

humanos

El amor de Jesús a los hombres se manifestaba en todo lo que hacía. En su enseñanza, en su curaciones y milagros y, finalmente, en el don de la vida. La cruz es como la recapitulación y la suprema manifestación del amor con el que Jesús ama a los hombres: "el Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2,20). Importa notar la asociación de los dos verbos "amar" y "entregar", que se encuentra en otros textos paulinos (Ef 5,2.25; cf. Rm 8,32). El amor auténtico va hasta la entrega de uno mismo: "en esto hemos conocido lo que es el amor: en que él dio su vida por nosotros" (1 Jn 3,16; cf. Jn 15,13). El amor resulta así la significación más profunda de la cruz. En la cruz se manifiesta un amor que no tiene límites, que no está condicionado ni por la actitud previa del amado, ni por la esperanza en una respuesta posterior al amor otorgado. La cruz revela la incondicionalidad del amor: "cuando todavía estábamos sin fuerzas, Cristo murió por los impíos" (Rm 5,6). Es el amor al enemigo, al que no se lo merece: "cuando éramos enemigos" (Rm 5,10), "siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros" (Rm 5,8). La enseñanza de Jesús sobre el amor al enemigo (que en su momento veremos) se cumple previa y plenamente en su persona. La culminación de este amor lo tenemos en Le 23,24, en dónde Jesús no sólo perdona, sino que también justifica (hace justos) a sus enemigos.

14, 4; ML 76, 1129.

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3. Los cristianos llamados a imitar a Cristo en su amor El amor de Jesús es la inspiración primera de la vida cristiana. Esta es una imitación de Cristo en su amor, desvelado en la cruz. Los cristianos están invitados a vivir en el amor, como Cristo nos amó y, más profundamente aún, en imitar a Dios (Ef 5,2). Dejamos ahora el tema de la imitación de Dios, que retomaremos al tratar de las dimensiones específicas de la caridad, y nos centramos en el aspecto anunciado en el título de este apartado: los cristianos estamos invitados a imitar el amor de Cristo, que se convierte así en modelo de caridad. Esta es la síntesis de la ética y la vida cristiana según el apóstol Pablo: "Vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros" (Ef 5,2). En Flp 2,1-11, el Apóstol relaciona el conjunto de los comportamientos, ordenados en torno al amor, con el misterio de la humillación de Cristo en la Cruz, exaltada en el himno cristológico (Flp 2,6-11). Tener los mismos sentimientos de Cristo, hacer en "todo como Cristo" se convierte en la norma fundamental del obrar cristiano. Este principio fundamental debe mostrar su fecundidad en las diferentes situaciones de la vida, tal como el mismo Pablo se encarga de ejemplificar: Rm 15,7: la acogida fraterna a ejemplo de Cristo que os ha acogido para gloria de Dios. 2 Cor 8,8-9: el compartir y el ponerse al nivel efectivo de los más pobres, "pues conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre" (comparar con Flp 2,6-8). Col 3,13: "perdonaos mutuamente. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros. Y por encima de todo esto, revestios del amor". Ef 5,25: el amor de los esposos a imagen del amor de Cristo. También para la teología joánica, el criterio soberano de la vida cristiana es la imitación de Jesucristo: "amaos los unos a los otros, como yo os he amado" (Jn 13,34). "KOCGÜ)^ (=como), más fuerte que coanep, no indica una simple comparación, una analogía más o menos alejada o una semejanza superficial 'a la manera de', sino una conformidad profunda, pues el ejemplo de

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Jesús es la norma del amor y su fundamento, como lo sugiere la repetición iva KCCI v^ieiC, (= así también vosotros)" 21 . Este mandamiento de Jesús ("amaos como yo os he amado") se sitúa en la prolongación del gesto del lavatorio de los pies, en el que el "Señor y el Maestro" toma el lugar del esclavo para llevar a sus discípulos a la actitud del servicio humilde. Este ejemplo (Jn 13,15), objeto de tal insistencia, aparece como u n a anticipación simbólica de la Pasión: "El lavatorio de los pies expresa simbólicamente lo que fue lo esencial de la vida y de la pasión de Jesús, el amor que asume el servicio más humilde para salvar a los hombres. Esta manera de vivir funda para los discípulos la capacidad y el deber de imitar al Señor (cf. Jn 13,34; 15,12)" 22 . Jn 13,3-15 debe relacionarse con Flp 2,5-11, en donde la kénosis de Jesucristo -que "se ha despojado tomando la condición de siervo"- es presentada como paradigma del comportamiento cristiano. La tradición -sobre todo litúrgicasiempre ha sabido destacar el sentido profundo del lavatorio de los pies (aunque el esplendor de la ceremonia corre el riesgo de dejar en representación lo que debe traducirse en acción). Este mandamiento del amor mutuo, que condensa todos los demás y que los discípulos deben vivir conformándose con Cristo, recibe por parte de Jesús dos precisiones importantes: se trata de "su" mandamiento (Jn 15,12) y de un "mandamiento nuevo" (Jn 13,34). En efecto, este mandamiento se relaciona estrechamente con Jesús. Es "su" mandamiento. El amor entre los discípulos se ilumina a partir de la vida y de la pasión de Jesús: en su predicación, en sus signos y obras, en su dar la vida, Jesús aparece como la teofanía del Amor. Y se trata de un mandamiento "nuevo": constituye la señal distintiva de los tiempos nuevos, inaugurados por Jesús. No cabe duda de que también hay una novedad histórica. Pero lo más importante es la cualidad de la vida que implica un amor como el de Jesús que encuentra su más profunda novedad en las relaciones del Padre y del Hijo: como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en un amor como el mío (Jn 15,9).

21. C. SPIOO, Ágape en el Nuevo Testamento, Cares, Madrid, 1977, 1082. 22. Traducción Ecuménica de la Biblia (francesa), ñola i.

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CONCLUSIÓN

Jesús nos precede en el camino del amor, lo mismo que nos precede en el camino de la fe y de la esperanza. Su invitación a vivir teologalmente: "convertios y creed" (Me 1,15), "lo que os mando es que os améis" (Jn 15,17), no es u n a invitación desde fuera, como si él no estuviera implicado. Es, por el contrario, una llamada a vivir lo que él mismo ha vivido, y del modo como él lo ha vivido, en las mismas circunstancias, con las mismas dificultades y, sobre todo, con idénticas posibilidades. Así resulta creíble su llamada. Y es una invitación a vivir así, porque en su seguimiento la vida y la muerte se santifican y adquieren nuevo sentido. Se puede vivir sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte. Porque en la unión con el Padre está la seguridad del ser h u m a n o y la esperanza cierta de vida y felicidad.

La vida teologal se vive sacramentalmente

En la fe, la esperanza y el amor, el ser h u m a n o se encuentra con Dios. Pero se encuentra con él desde y en una situación terrena, humana. En este encuentro, Dios sigue siendo trascendente, indisponible. Si encuentro con Dios hay, es desde unas estructuras finitas, desde la limitación de lo h u m a n o . ¿Puede hablarse, entonces, de verdadero encuentro con Dios? Conviene notar que esta es la ley de toda comunicación divina, incluida la comunicación de Dios en el hombre en Jesús: "Dios habla por medio de hombres y en lenguaje humano"; "la palabra de Dios, expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la Palabra del eterno Padre, asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres" 1 . Este carácter encarnatorio de la comunicación de Dios a los hombres no es únicamente pedagógico. Es constitutivo. Si el Dios infinito, inabarcable, quiere ser conocido por el hombre debe adaptarse a nuestro modo de ser y conocer. Que Dios se exprese a nuestra manera, que el misterio sea accesible por medio de adaptaciones, resulta expresión de amor y plenitud más que de defecto. La teología dispone de una categoría que explica la mutua apertura de lo finito y lo trascendente: el sacramento. El sacramento es una realidad creada, finita. Pero es también realidad simbólica, que remite más allá de sí misma; es transparencia hacia Dios. Puesto que lo finito a quién pone límites es al hombre y no a Dios, Dios puede hacerse presente en lo finito. Pero 1. Dci Vcrbum, 12 y 13.

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el hombre capta esta presencia de Dios en lo finito "en espejo, en enigma" (1 Co 13,12; cf. Stg 1,23, en donde se compara la Palabra de Dios con un espejo). Podría entenderse el sacramento como u n espejo en el que Dios se refleja, y en el que el hombre ve un enigma; por ver un enigma, para entenderlo cabalmente necesita una palabra que lo interprete. En este espejo sacramental se respetaría la trascendencia de Dios (no puede confundirse el espejo con aquel que se refleja en él, ni manipulando el espejo se manipula al que se refleja), pero al mismo tiempo estaríamos ante una auténtica inmanencia de Dios en lo finito, de modo que "en" el espejo (no más allá de él o por encima de él) el hombre que sabe interpretar se encontraría con la realidad de Dios allí reflejada. Se daría así, en este espejo, u n a relación inmediata de Dios con el hombre y la posibilidad de que el hombre, por la mediación del espejo, se encuentre con Dios. Para la fe cristiana, la "humanidad" de Jesús de Nazaret es el "sacramento" de Dios. "Lo que había de visible en su vida terrena conduce al misterio invisible de su filiación divina" 2 . En Jesús se manifiesta humanamente el modo de ser de Dios y en su humanidad tenemos un verdadero acceso a Dios: "El que me ha visto a mí, ha visto al Padre" (Jn 14,9). Podríamos parafrasear: el único modo de ver al Padre es verme a mi. Pero precisamente porque el misterio invisible de Dios se da a conocer en lo humano, se presta a diversas interpretaciones, resulta ambiguo y puede ser rechazado. Jesús, como sacramento de Dios en el mundo, recibió una interpretación creyente y otra no creyente. Según unos actuaba por el poder de Dios, según otros por el de Satanás. La ascensión de Jesús al Padre no produce la ausencia de Jesús sobre la tierra, sino un nuevo modo de presencia, una presencia sacramental. Jesús está hoy presente en la sacramentalidad de la Iglesia y de su Palabra. Por medio de la palabra de sus testigos, hoy se sigue creyendo en Jesús (Jn 17,20), precisamente porque él se hace presente por su palabra. El cuarto evangelio equipara la permanencia de Jesús y la permanencia de sus palabras en sus discípulos (Jn 15,5-7), de modo que 2. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 515.

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rechazar su palabra es rechazarle a él (Jn 8,43). También la Iglesia es hoy presencia sacramental de Cristo 3 . En ella se hace presente en profundidad Cristo resucitado. Desde esta perspectiva es posible leer el relato de la conversión de Pablo. Este pretende perseguir a "los discípulos del Señor... para que si encontraba algunos seguidores del Camino, hombres o mujeres, los pudiera llevar atados a Jerusalén" (Hech 9,1-2). En realidad, Pablo, sin saberlo todavía, está persiguiendo a Jesús mismo, que se hace presente en sus seguidores: "Yo soy Jesús, a quien tú persigues" (Hech 9,5). Así, de sacramento en sacramento, podemos encontrarnos con el Padre. Lejos de ser un obstáculo, la mediación sacramental abre posibilidades de encuentro. La Iglesia es el sacramento de Cristo y Cristo el sacramento de Dios: "En verdad os digo: quien acoja al que yo envíe, me acoge a mí, y quien me acoja a mí, acoge a aquel que me ha enviado" (Jn 13,20). Lo divino siempre t o m a cuerpo en lo h u m a n o . Dios se da a conocer a través de mediaciones. La respuesta del hombre a Dios deberá darse también en estas mediaciones. Allí, en la mediación sacramental el hombre puede encontrarse con Dios que en la mediación se hace presente. Antes hemos comparado el sacramento con un espejo, y hemos afirmado que en el sacramento se produce una relación de Dios con el hombre y del hombre con Dios. Con una diferencia importante: por parte de Dios, la relación es inmediatamente inmediata, pues Dios está inmediatamente presente en la realidad sacramental. Por parte del hombre la relación es inmediatamente mediata, pues su captación y encuentro con Dios está siempre mediatizado por el sacramento, por el espejo. El hombre sólo puede encontrar a Dios en la realidad sacramental y, sin embargo, el sacramento remite más allá de sí mismo. Dios no se confunde con el sacramento (con el espejo), pero sí se hace presente en el sacramento y allí (no más allá) se le puede encontrar. La vida teologal, como encuentro del hombre con Dios, tiene esta estructura: es una respuesta inmediatamente mediata. Por

3. "La Iglesia os en Cristo como un sacramento" (Lumen Gentium, 1; cf. Lumen Gc'illiitiu, 48; Sacrosanctum Coiicilium, 26; Gauclium el Spes, 45; Ad Gentes, 1 y 5).

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la fe, la esperanza y el amor entramos en contacto inmediato con Dios en una mediación sacramental. Veámoslo con detalle.

1.

LAS MEDIACIONES ANTROPOLÓGICAS DE LA FE

Según Tomás de Aquino, el objeto de la fe es Dios, Verdad primera, reveladora y revelada. Todo lo que al hombre se le propone para creer es el misterio de Dios y su designio de gracia, misterio que se identifica con el Sumo bien que hace feliz al hombre. Ahora bien, esta Ventas Prima, que en sí misma es clara y transparente, pero trascendente, se adapta a la inteligencia humana y adopta el lenguaje del hombre, que es complejo y discursivo, y no puede expresarse instantáneamente, sino por enunciados. En estos enunciados el hombre alcanza lo que está más allá de ellos y a lo que ellos se refieren, Dios mismo. Estos enunciados son las necesarias mediaciones con las que alcanzamos la Vertías Prima4. También según el Vaticano II, "al Dios que se revela" (=el objeto de la fe), hay que responderle "por la fe" con una entrega libre y total 5 . La fe nos permite comprender la revelación. Esta dimensión de conocimiento es propia y específica de la fe. Lo que hace posible el conocimiento de Dios por parte del hombre es el hecho de que Dios se revela de forma histórica, por obras y palabras intrínsecamente ligadas, que se iluminan mutuamente y culminan en el acontecimiento de Cristo. Esta intervención divina se desarrolla en diferentes etapas de la historia, que revisten modalidades cualitativamente diversas. La pedagogía divina se sirve de las formas complejas y sucesivas de la cultura humana, sea en la preparación de la revelación evangélica, en la revelación que Cristo nos hizo de él, o en la aplicación que continuamente hace la Iglesia. La posibilidad, por parte del hombre, de acceder a la Revelación de Dios, supone mantener dos elementos distintos, que se implican mutuamente, uno divino; otro histórico y cambiante. La Palabra de Dios (misterio en sí inaccesible) se mani-

4. Cf. Suma de Teología, 11-11, 1, 1 y 2. 5. Dei Verbum, 5.

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fiesta (se revela) de forma h u m a n a a través de la palabra de los profetas y de Jesucristo, palabra que se plasma en la Escritura y en la Tradición para poder llegar a los hombres de todos los tiempos y culturas. La necesidad de adaptarse a nuestro modo de conocer es la que suscita las mediaciones de la Palabra de Dios. Sin la mediación, sin la encarnación en la Escritura, y su prolongación en las profesiones de fe, los dogmas, la teología y la predicación eclesial, no habría manera de acceder a la Revelación divina. Ahora bien, esta dinámica encarnatoria, esta adaptación de Dios en formas históricas, no es un fin en sí misma. No podemos detenernos en ella. La fe tiende a alcanzar la realidad misma de Dios: "actus credentis non terminatur ad enuntiabile, sed ad rem" 6 . El acto del creyente no termina en el enunciado, sino en la realidad que contiene. Nosotros no creemos en enunciados o frases (¿qué otra cosa son sino frases los contenidos de la Escritura, las profesiones de fe o los dogmas?), sino en la realidad contenida en los enunciados. Pero tampoco creemos esta realidad prescindiendo de las frases sino a través de ellas. Los enunciados, las mediaciones verbales, n o son medios que se interponen entre Dios y el creyente, como si a Dios se le conociera más allá de estas mediaciones. Son el medio "en" el que se conoce a Dios. A Dios le conocemos p o r la fe encarnado en mediaciones humanas. Y, sin embargo, también hay que mantener con fuerza que Dios está "más allá". Está a un tiempo "en" y "más allá". De ahí que, por muy importantes que sean los enunciados, las fórmulas dogmáticas, hay que advertir que están al servicio del encuentro, y no a la inversa. Y hay que advertir también que este encuentro con Dios en Cristo es más rico que todas sus expresiones, por muy ortodoxas que sean. Si Dios quiere darse a conocer, está determinado por el modo de conocer del hombre: "lo conocido está en quien lo conoce según la forma de conocer de éste. Pues bien, la manera propia de conocer del entendimiento h u m a n o es conocer la verdad por composición y división. Por eso, lo que es de suyo simple lo conoce el entendimiento h u m a n o con cierta complejidad. .. Por tanto, el objeto de la fe se p u e d e considerar de dos 6. TOMÁS DI; Aoi'iNO, Suma tic Teología, 1I-IT, 1, 2, a d 2.

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maneras. La primera, por parte de la realidad misma que se cree; en este caso, el objeto de la fe es algo incomplejo, como la realidad misma que se cree. La segunda, por parte del creyente; en este caso, el objeto de la fe es algo complejo en forma de enunciado" 7 . Este enunciado no es el objetivo final de la fe. El objetivo final es "la realidad misma que se cree", a saber, Dios, ya que nosotros solo formamos enunciados para llegar a través de ellos al conocimiento de las realidades. E n suma, Dios se comunica en lo h u m a n o y a la manera humana; allí lo encontramos, y no en u n imaginario empalme directo, individual e interior, o en un contacto de tipo iluminista. Pero hay que dejar siempre claro que las mediaciones antropológicas no son el objeto de la fe, sino los medios en los que alcanzamos el objeto. La fe alcanza lo sobrenatural, es sobrehumana, pero no inhumana. Porque es sobrehumana, el hombre no dispone de Dios (Dios siempre es más grande), es Dios quien nos alcanza en Cristo Jesús (cf. Flp 3,12). Porque no es inhumana, la fe tiene cuerpo: la trascendencia se ofrece en contenidos humanos. Ahora bien, la afirmación de que Dios se encuentra y manifiesta en lo corporal no puede derivar en la idolatría del que manipula o reduce lo divino a los límites de lo humano. En efecto, la fe recuerda que Dios siempre está más allá y que, si se realiza en la historia, nunca se confunde ni se identifica sin más con lo histórico. Lo divino solo se encuentra en lo concreto, pero nunca se reduce ni se identifica totalmente con lo concreto: estando ahí. Dios siempre es algo más, siempre se escapa. 2.

LAS MEDIACIONES DE LA ESPERANZA

Por la esperanza, el ser humano espera encontrar en Dios su salvación. Pero esta espera no es pasiva, sino activa. De ahí que suscita una serie de mediaciones, que son como la verificación de toda esperanza auténtica. Hay dos importantes mediaciones en las que se anticipa la esperanza: la oración y el trabajo por la construcción del Reino. 7. TOMÁS DE AOUINO, Suma de Teología, II-II, 1, 2. En Suma I, 85, 5 explica este modo de conocer del entendimiento humano "componiendo, dividiendo" y añade también: "y razonando".

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La esperanza no es la espera fácil de lo que se ve venir, ni la simple toma de posesión de lo que está al alcance de uno. La esperanza es conquistadora. Y precisamente porque lo que anhela conseguir es Dios, lo más arduo y difícil, lo más alejado del ser humano, vive en la tensión del que desea con todas sus fuerzas anticipar lo que anhela; y se alegra de alcanzar, siquiera sea en fragmentos y destellos, eso a lo que tiende. La Escritura nos recomienda el "poner el mayor empeño" en afianzar nuestra vocación y elección a la vida eterna (1 Pe 1,10). Y nos recuerda la necesidad de purificación de "todo el que tiene esta esperanza" en Jesús (1 Jn 3,3). La meta de la esperanza, que es ver al Señor, la alcanzan quienes han procurado la santidad (Heb 12,14; cf. Ap 22,11: "que el santo siga santificándose"). Nada, pues, de pasividad, sino una permanente actividad es lo que caracteriza a la esperanza cristiana. En esta línea el Concilio de Trento utiliza la imagen de la carrera para caracterizar la postura de los que tienen puesta su mirada en la "recompensa eterna", pues ésta debe "excitar nuestra cobardía y exhortarnos a correr en el estadio" 8 . Esta misma imagen utiliza Flp 3,11-12: "continúo mi carrera" para "llegar a la resurrección de entre los muertos". La esperanza, quizás mejor aún que la fe, nos recuerda nuestra condición de peregrinos, de caminantes. Quedarse parados, a la vista de las promesas de Dios, es ir hacia atrás. Por la esperanza no somos "perfectos poseedores", sino "perfectos viandantes". Lo nuestro, por tanto, es "caminar..., avanzar... Cuando digas: es suficiente, entonces pereciste... Camina continuamente, avanza sin parar; no te pares en el camino, no retrocedas, no te desvíes. Quien no avanza, está parado; quien vuelve al lugar de donde había partido, retrocede; quien apostata, se desvía. Prefiero a un cojo por el camino antes que a un corredor fuera de él" 9 .

8. DH, 1539; cf. n" 1545: la vida eterna, meta de la esperanza en Dios, no sólo es fruto de la "gracia misericordiosamente prometida por medio de Jesucristo a los hijos de Dios", sino también "retribución que por la promesa de Dios ha de darse finalmente a sus buenas obras y méritos". Si en la esperanza sólo interviene el don de Dios podría caerse en la tentación de la pasividad. Para evitarlo, se añade que también intervienen las buenas obras del ser humano. 9. SAN AÍIUSTÍN, Sermón 169, n. 18. También del mismo San Agustín: "Habiéndose convertido Cristo en nuestro camino, ¿desesperaremos de llegar? Este camino

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Esta situación tensa, dinámica y activa de la esperanza, se manifiesta en dos importantes mediaciones, en las que se anticipa el objeto mismo de la esperanza. Lo desarrollamos a continuación. /. La oración La esperanza y la oración son inmanentes la u n a a la otra: el que espera, ora; el que ora, espera. Es significativo que Tomás de Aquino, en su inacabado Compendio de teología, en el que se propone tratar de la fe, la esperanza y la caridad, trata en la segunda parte de la esperanza junto con la oración, pues "la oración es el medio conveniente que el hombre ha recibido para alcanzar de Dios lo que desea" 10 . "El deseo ora siempre... Si siempre deseas, siempre oras. ¿Cuándo se adormece la oración? Cuando se enfría el deseo" 11 . Si el que desea pide, en función de lo que pide se sabrá lo que desea y lo que espera conseguir. De ahí que "la oración es interprete de la esperanza" 1 2 . Según cuál sea nuestra oración-petición, así será nuestra esperanza. Si a veces pedimos mal es porque tenemos nuestra esperanza mal orientada (Stg 4,3; cf. Rm 8,26). De ahí que, para purificar nuestra esperanza, Jesús nos enseñó a orar bien. En la oración del padrenuestro, la que Jesús nos enseñó, está indicado lo que tenemos que pedir y lo que debemos esperar 1 3 . La oración dominical "sirve de norma a todos nuestros afectos", pues en ella pedimos aquello que constituye nuestro fin o nuestra bienaventuranza, que es Dios, y los medios para alcanzarlo 1 4 . En definitiva, en el padrenuestro pedimos conseguir el objeto de la auténtica esperanza teologal.

no puede ni acabarse, ni interrumpirse, ni borrarse por lluvias o tormentas, ni ser asediado por ladrones. Camina seguro en Cristo; camina; no tropieces, no caigas, ni mires atrás, n o te quedes parado en el camino, no te apartes de él. Si te cuidas de todo esto, llegarás" (Sermón 170, n. 11). 10. TOMÁS DE AQUINO, Compendio de teología, segunda parte, cap. 2. 11.

Pero hay más. Si oramos adecuadamente, no sólo manifestamos la rectitud de nuestros deseos, sino que alcanzamos de Dios lo que esperamos: "por medio de la oración el hombre alcanza de Dios lo que de Dios espera " 15 . Y lo alcanzamos en la misma oración, tal como parece indicar esta palabra de Jesús: "todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido" (Me 11,24). Por eso, la oración es anticipación del objeto esperado. ¿Cómo es esto posible? Porque en ella el Espíritu Santo, la prenda de la gloria, las arras de la esperanza, viene a nosotros (Le 11,13). No es extraño que uno de los mejores teólogos contemporáneos se haya planteado la pregunta de si la oración es u n encuentro inmediato con Dios, "una relación yo-tú entre Dios y el hombre" 1 6 . Ya Tomás de Aquino notaba que, al contrario de lo que sucede en nuestras relaciones humanas, en las que para pedir a otro es necesaria cierta familiaridad previa, "cuando la oración se dirige a Dios, la misma oración nos familiariza con Dios" 17 . ¿Encontramos, pues, en la oración a aquel al que tiende la oración? Y, sobre todo, ¿la mediación que se da en el encuentro con Dios en la fe, se supera en el caso de la oración, en la que aparentemente no hay ningún intermediario en la relación Dios-hombre? Una vez más hay que recordar que, en nuestras circunstancias mundanas, a Dios siempre lo encontramos a través de mediaciones. Sin duda, Dios no está sujeto a ninguna limitación. En virtud de su no limitación, Dios puede hacerse presente directamente en la vida de los seres humanos. Pero cuando el hombre quiere alcanzar a Dios lo encuentra "mediante" lo creado. La oración sería el intento de trascender los componentes que mediatizan todo encuentro con Dios, a fin de situarse sin intermediarios en la proximidad inmediata de Dios. Pero esta tentativa no se realiza nunca del todo, en razón de la absoluta distancia que hay entre Dios y el hombre. Desde el punto de vista humano, hay que afirmar que Dios es siempre trascendente en su misma inmanencia. Orar, visto desde el hombre, es explícitamente una búsqueda de Dios. Pero esta

SAN AGUSTÍN, Sermón 80, n. 7.

12. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, II-II, 17, 2, arg. 2; 4, arg. 3; "la oración es intérprete de nuestros deseos" (Suma de Teología, II-II, 83, 9). 13. Cf. SAN AGUSTÍN, Enquiridión,

14; TOMÁS DE AQUINO, Compendio de teología,

segunda parte, cap. 3. 14. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, 11-11, 83, 9.

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15. TOMÁS DE AQUINO, Compendio de teología, segunda parte, cap. 2. 16. E. SCHIIXEBEECKX, Cristo v los cristianos, Cristiandad, Madrid, 1982, 799-800. 17. Compendio de teología, segunda parte, cap. 2.

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búsqueda es la mediación de un encuentro: no me buscarías si no me hubieras encontrado 1 8 . Dios se hace presente en la misma búsqueda. Si desaparece la mediación, la búsqueda, la oración misma, también desaparece Dios. La oración, intérprete de nuestra esperanza, confiere a la fe cristiana una dimensión crítica y productiva. Como la esperanza, la oración es incompatible con la pasividad. Si no compromete toda nuestra vida en la lucha constante por conseguir aquello que pedimos, y esperamos pasivamente que Dios lo haga por nosotros, convertimos a Dios en el criado, olvidando que es el Señor. La oración pide que el ser humano haga "lo que tenía que hacer" (Le 17,10). De ahí que pedir que venga el Reino de Dios, fin último de la vida humana y meta de la esperanza, exige que lo anticipemos ya, haciendo posible en este mundo las parábolas que permitan señalarlo: el Reino "se parece a". Así, la dinámica de la oración nos conduce a la segunda mediación de la esperanza. 2. La utopía Los ideales de dicha y felicidad que anidan en el corazón del ser humano, así como los deseos de conseguir un m u n d o más justo, pueden designarse con la palabra utopía. A veces se entiende que dichos ideales y deseos son de imposible realización. Aunque también cabe considerar que la utopía no tiene porqué ser una pura ficción, sino una realidad posible si se ponen las condiciones para su realización. En este sentido la utopía sería una crítica de la realidad existente y un estímulo para trabajar por un mundo mejor y más humano. Esta búsqueda de una vida y u n mundo mejor no tiene que oponerse al anhelo de la esperanza teologal, al deseo de Dios y de su Reino. 18. "Console-toi, tu ne m e chercherais pas, si tu ne m'avais pas trouvé" (B. PASCAL, Pensamientos, n. 736, ed. Chévalier; n. 553 ed. Brunschvicg). También MIGUEL DE UNAMUNO, Obras Completas, Escélicer, Madrid, 1966,1.1, 349: "Cuando a n d a m o s dentro nuestro a la busca de Dios, ¿no es acaso que nos anda Dios buscando? Pues que le buscas, alma, es que El te busca y le encontraste: Si me buscas es porque m e encontraste / - m i Dios me dice-. Yo soy tu vacío; / mientras no llegue al m a r no p a r a el río / ni hay otra muerte que a su afán le baste. / Aunque esa busca tu razón desgaste, / ni u n punto la abandones, hijo mío, / pues que soy Yo, quien con mi m a n o guío / tus pasos en el coso por que entraste".

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No solo no hay contradicción entre la esperanza en al Reino de Dios y la búsqueda de un mundo más justo y mejor, sino que, la utopía, entendida como crítica de toda situación injusta y proyecto transformador del presente abierto a un futuro mejor, puede considerarse mediación antropológica de la esperanza. En efecto, la esperanza cristiana no se limita a mostrar sus efectos únicamente después de la muerte. No permite que el hombre descuide los asuntos mundanos, la organización de la sociedad y la preocupación por el recto orden del mundo. Por el contrario, la esperanza en la meta final de la existencia "ofrece al cristiano motivaciones sólidas y profundas para el esfuerzo cotidiano en la transformación de la realidad para hacerla conforme al proyecto de Dios" 19 . Pues el mismo Espíritu que despierta el anhelo del siglo futuro, es el que alienta, purifica y robustece también con ese deseo aquellos generosos propósitos con los que la familia h u m a n a intenta hacer más llevadera su propia historia y someter la tierra a ese fin. Por eso, "la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esa tierra donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo". Así se comprende que "el progreso temporal, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al Reino de Dios" 20 . Así, pues, la esperanza cristiana se refiere también a este mundo. Es u n a promesa que llena ya de gozo en el presente y nos llama aquí y ahora a vivir y construir el Reino de Dios, pues tal esperanza se vive en el seguimiento de aquel que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos porque Dios estaba con él (Hech 10,38). La gran esperanza que Jesús suscita y que en su resurrección se realiza, se anticipa en sus curaciones y milagros como signos del Reino futuro. Estos signos abren a una esperanza mejor y todavía por venir. Pero sin estos signos la esperanza desaparece. Es significativa la manera cómo Jesús habla del Reino: "el Reino de los cielos se parece a". O sea, Dios mismo "se parece a". Las parábolas del Reino no nos reenvían 19. JUAN PAULO II, Tertio Milleimio adveniente, 20. (iaudiiuu ct Spcs, 38 y 39.

46.

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a u n mundo distinto del presente, sino a u n a nueva posibilidad de vida en el aquí y el ahora. Una posibilidad real de ver y vivir la vida de un modo distinto al habitual. Si no entramos en la dinámica de las parábolas, si no podemos mostrar en ninguno de nuestros presentes la dinámica liberadora que suscita el Reino de Dios, si no tenemos ninguna parábola que señalar, ¿cómo hablar del Reino? ¿Cómo hacerlo entender? ¿Cómo hacerlo desear? Donde no hay ni siquiera parábola no es posible hablar el Reino, y por consiguiente no puede suscitarse la esperanza cristiana. Ahora bien, debemos también ahora insistir en algo similar a lo que dijimos al tratar de las mediaciones de la fe. Si el creyente sabe que no puede prescindir de las mediaciones, tampoco confunde ni identifica sin más lo teologal con lo histórico. El creyente debe vivir y realizar en esta historia las exigencias del Reino esperado, pero nunca confunde la salvación con las realizaciones históricas. Todo proyecto histórico debe ser confrontado con las exigencias del amor de Dios revelado en la cruz de Cristo. Todos necesitan ser iluminados por la luz del evangelio. Pero u n a vez aclarado esto, no es menos cierto que no puede contraponerse la salvación definitiva y las realizaciones mundanas, ni entender la salvación como algo superpuesto a lo humano, sino como la auténtica forma de ser de esta dimensión humana, que todavía se encuentra en camino y no ha llegado a ser plenamente 2 1 . Por eso, cuando surge en el m u n d o u n a nueva realización de la libertad en medio de la angustia, de la opresión y de las condiciones de vida indignas del hombre, deben ver ahí los cristianos un anticipo terrenal de su esperanza. Y cuando en la lucha en pro de una mayor libertad aparecen también perversiones de la libertad, deben aprender a descubrir la dimensión trascendente de su esperanza; deben aprender a reconocer que, por encima de los fragmentos de

libertad que pueda ir recogiendo el hombre en la historia, su esperanza sólo se sacia en un mundo nuevo 2 2 . Así, utopía y esperanza, proyectos liberadores y salvación definitiva, no son dos reinos distintos, sino dos aspectos mutuamente implicados de una misma realidad. La esperanza en una salvación definitiva, no sólo no justifica ninguna pasividad, sino que estimula la lucha por la justicia y en ella se manifiesta. Esperanza y utopía se necesitan mutuamente. La utopía para recordar a la esperanza la necesidad de manifestar en el más acá la fuerza del más allá, comprometiéndola en la liberación del hombre peregrino aún en la tierra. La esperanza para recordar a la utopía la necesidad de ir siempre más allá de toda meta lograda, y además para sostenerla en sus realizaciones fragmentarias en las condiciones de un mundo muchas veces frustrante y falto de esperanza.

2 1 . El Reino de Dios es desarrollo y plenitud de lo ya presente: "los bienes de la dignidad h u m a n a , la unión fraterna y la libertad; en u n a palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo... volveremos a encontrarnos limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados... El reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor se c o n s u m a r á su perfección" (Gaudium et Spes, 39).

22. Cf. J. MOLTMANN, Esperanza y planificación del futuro, Sigúeme, Salamanca, 1971,343-344. 23. Este planteamiento lo suscitaba Pedro Lombardo que afirmaba que, efectivamente, la caridad en el sel' h u m a n o era el mismo Espíritu Santo. Sto. Tomás, tras elogiar al maestro ("esto lo decía por la excelencia de la caridad") t o m a sus distancias con relación a él; Suma de Teología II-II, 23, 2; De caritate, a. 1.

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3.

L O SACRAMENTAL, UNA CLAVE PARA ENTENDER LA CARIDAD

1. El "ser" de la caridad Toda la vida teologal culmina en la caridad. En ella, sobre todo, aparece la dimensión sacramental propia de toda la vida teologal: Dios se relaciona con nosotros a través de mediaciones y en las mediaciones (no más allá de ellas o por encima de ellas) encontramos a Dios. Es significativo que en los comienzos de todos sus "tratados sobre la caridad" Sto. Tomás se plantee lo siguiente: si por la caridad a m a m o s con el mismo amor de Dios y este a m o r divino es el Espíritu Santo que nos ha sido dado (según el testimonio de Rm 5,5), resulta que al a m a r no es propiamente el hombre el que ama, sino Dios en él 23 . Queda así suprimida la libertad y la autonomía del ser humano. El hombre se convierte en un "instrumento" en manos de Dios. Pero esto no es

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así. Dios, al infundir su Espíritu, no se sustituye a nosotros. No es que la sustancia de Dios ocupe el lugar de nuestra sustancia; es la comunicación de u n dinamismo, de una facultad de actuar. Nosotros somos quienes obramos y quienes amamos 2 4 . Que esto ocurra "en virtud del Espíritu" (Rm 8,14-15), no impide que seamos nosotros. El amor de Dios, al infundirse en el ser humano, se convierte en u n a realidad creada, humana; en esta realidad creada (en el ser h u m a n o transformado) encontramos el amor de Dios. Lo que significa que el amor de Dios se expresa sacramentalmente. Así, la caridad divina es como una energía 25 , un impulso 2 6 , que se convierte en u n principio interior que nos hace obrar espontáneamente, pero que no anula nuestra personalidad, puesto que el ser h u m a n o podría obrar en otro sentido 27 . "Por la caridad nos configuramos con Dios en el amar" 28 , amamos como a m a Dios, o sea, con su amor. Se entiende así el "ser" de la caridad. La caridad no existe como u n a "cosa", como u n "algo" aparte, separado y delimitable 29 . Su "ser" es ser causa, motor, impulso, forma, fin, sentido. Por eso no existe separada, por sí misma, sino "en" las demás virtudes, existe en y a través de otra realidad 30 , es como "lo medicinal respecto a los jugos de yerbas y lo militar respecto a lo ecuestre" 31 , o "el calor respecto de la calefacción" 32 . Si la caridad sólo existe "en" otra realidad, eso significa que sólo es posible encontrarla encarnada. "Lo otro" o "el otro" en el que se encarna es así el sacramento, el necesario soporte de la caridad. Esta clave sacramental nos ayuda a comprender u n o de los más importantes aspectos de la teología de la caridad: el amor 24. Cf. YVES M.-J. CONGAR, El Espíritu Santo, Herder, Barcelona, 1983, 58-59, 342-343. Problema similar se plantea a propósito de la gracia. Al respecto: MARTÍN GELABERT, Jesús, revelación del misterio del hombre, San Esteban-Edibesa, SalamancaMadrid, 3.a ed. 2001, 223-225. 25. TOMÁS DE AQUINO, De caritate a. 1 cuerpo, al final. 26. De caritate a. 1 ad 1. 27. De caritate a. 6, 12 y 13: la caridad puede perderse una vez conseguida por un acto libre del hombre. 28. De caritate a. 7 arg. 2. 29. De caritate a. 4 arg. 9: la caridad no es un cuerpo; a. 7 arg. 17: la caridad no es algo material, sino espiritual. 30. De caritate a. 3 ad 8. 31. De caritate a. 5. 32. De caritate a. 7 ad 17

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al prójimo. Lo que debemos amar en el prójimo es que en él esté Dios, afirma con rotundidad Sto. Tomás 33 . Esto significa que Dios está presente en el prójimo. Y si es así, la manera de encontrarnos con Dios en este m u n d o es amando al prójimo. El interés de esta cuestión merece un apartado propio. 2. El prójimo, sacramento de Dios El prójimo es el sacramento por excelencia del Señor de la gloria. Tal sería el sentido teológico de Mt 25,31-46: "a mi me lo hicisteis", cada vez que lo hicisteis a uno de estos hermanos míos, m á s pequeños. No dice: me sentía satisfecho porque cumplíais mis mandamientos, sino: a mi me lo hicisteis. O sea: yo estaba allí, y allí se me podía encontrar. Esta teofanía de Dios en el hombre se da en la realidad concreta de la vida (en la pobreza, la enfermedad y el desamparo). El hombre se convierte en sacramento de Dios no en u n dominio particular, sino en la realidad y totalidad de su existencia, de su situación y de su historia. La presencia sacramental de Dios en el prójimo tiene u n carácter fundamentalmente cristológico. La parábola del juicio final de Mt 25,31 ss. se refiere concretamente al Hijo del hombre, u n o de los títulos que el Nuevo Testamento aplica a Jesucristo. Desde esta perspectiva el prójimo se convierte en la prolongación del misterio de la Encarnación, por medio del cual "el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a todo hombre" 3 4 . "Con el hombre -cada hombre sin excepción alguna- se ha unido Cristo de algún modo, incluso cuando ese hombre no es consciente de ello" 35 . En cada ser humano, pues, es posible encontrar a Cristo, que en él está. Esta sacramentalidad de Dios en el ser h u m a n o se puede considerar desde u n a doble perspectiva: desde la del prójimo que recibe mi amor (parábola de Mt 25) o desde la perspectiva del que a m a (Le 10,30-37: parábola del buen samaritano): para convertirte en prójimo del otro, "vete y haz tú lo mismo". Cada

33. De caritate a. 4; Suma de Teología 11-11, 25, 1. 34. Gaitdium ct Spes, 22. 35. JUAN I'AIII.O II, Ralcnwtor Homiuis, 14.

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uno está llamado a convertirse en "otro Cristo" para el otro. La parábola del juicio final nos descubre el secreto escondido en el prójimo: en él está presente el mismo Cristo. La del buen samaritano da un paso más. En ella se enseña al cristiano a proceder como si él mismo fuese Cristo; más aún, a identificarse con Cristo, identificado con el samaritano según la exégesis patrística y medieval. El cristiano debe convertirse en Cristo para el otro: "si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor" (Jn 15,10), o sea, seréis respecto a mí lo que yo respecto de mi Padre. "Para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos" (Jn 17,26). Si en la parábola del juicio final se descubre que en el otro necesitado está Cristo, en la del samaritano misericordioso se descubre cómo ser Cristo para el otro necesitado. A la luz de lo que estamos diciendo, se explicaría la respuesta de Jesús a la pregunta de cuál es el mandamiento mayor (Mt 22,36-39; Me 12,28-33; Le 10,25-37). Invitado a tomar postura frente a las controversias de los legistas sobre la importancia o el primado de los mandamientos, Jesús supera el plano jurídico y la perspectiva casuística, centrando la atención de los interlocutores en lo que constituye la inspiración y la fuente de toda la Alianza: la adhesión total y exclusiva al Dios único en el amor; y por otra parte, sobre el lazo intrínseco de esta adhesión a Dios con el amor al prójimo. En su respuesta, Jesús une y coordina dos textos del Antiguo Testamento, bien conocidos por sus interlocutores: Dt 6,5 (amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón) y Lv 19,18 (amarás a tu prójimo como a ti mismo). La originalidad de la respuesta de Jesús no está en la afirmación del primado del amor a Dios, ni siquiera en la coordinación del amor a Dios y el amor al prójimo (coordinación que el legista de Lucas e incluso el fariseo de Marcos parecen conocer). La originalidad de Jesús está en la insistencia en el doble mandamiento unificado y, sobre todo, en la respuesta explícita y no pedida por los interlocutores, cuando afirma la equivalencia o la igualdad de los dos mandamientos. De modo que, tras la respuesta a cuál es el mandamiento mayor, Jesús añade una precisión que no se le había solicitado: "el segundo es semejante al primero" (Mt 22,39); "no existe otro (en este "otro" están 94

incluidos dos) mandamiento mayor que éstos (o sea, los dos son "mayores")" (Me 12,31). El segundo mandamiento (amar al prójimo) es presentado como teniendo la misma naturaleza o el mismo valor que el primero, constituyendo juntos una categoría, una clase de preceptos por encima de todos los demás, resumiéndolos a todos o siendo el motor de todos ellos. ¿Cómo comprender esta equivalencia o práctica igualdad del primero y del segundo mandamiento? A mi entender hay dos motivos que la explican: uno subjetivo (por parte del sujeto que ama) y otro objetivo (por parte del prójimo amado). 1) El amor al prójimo tiene un motivo divino, al ser una imitación del amor que Dios mismo manifiesta hacia los hombres (cf. Ef 5,1-2; Mt 5,48; Le 6,36). Este amor tiene una cualidad divina, así como unas exigencias de universalidad y perfección, que sobrepasan las fuerzas humanas. El Apóstol Pablo dirá que Dios mismo derrama su amor en nuestros corazones (Rm 5,5), para que podamos amar con su mismo amor 3 6 . Este es el aspecto subjetivo de la elevación teologal del amor al prójimo. En esta perspectiva Sto. Tomás hace notar que al amar al prójimo realizamos un acto divino, lo amamos con el mismo amor que amamos a Dios 37 . Por eso el amor al prójimo tiene una dimensión teologal. 2) Por otra parte, el amor tiene una dimensión divina en lo referente a su objeto, a su término, pues la mirada de fe descubre en el prójimo - e n el pobre o indigente atendido o ultrajado- la presencia misma de Dios, en línea con lo que indica la parábola del juicio final del evangelio (Mt 25, 31-46), o lo que dice Heb 13,2: "no olvidéis la hospitalidad; gracias a ella, algunos, sin saberlo, hospedaron a ángeles" 38 . Al respecto, Tomás de Aquino indica que al amar al prójimo amamos a Dios que en él está 39 . También, desde este punto de vista, el amor al prójimo es virtud teologal. 36. "La caridad con que formalmente amamos al prójimo es cierta participación de la divina" (TOMÁS DE AOUINO, Suma de Teología, 11-11,23, 2, ad 1). 37. Suma de Teología, 11-11, 81, 4, ad 3; 25, 1. 38. Los ángeles en la Escritura son signo de la presencia de Dios. 39. "Quandodiligitur homo, aun homo sil ad similitudinem Dei, diligiturDeus in ¡lio" (ln Matlluici, cap. 22; edición Marietti 1925, pp. 296-297).

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Esta elevación del amor al prójimo bajo el doble aspecto objetivo y subjetivo explicaría la equivalencia establecida por Jesús entre el amor a Dios y al prójimo. El prójimo se convierte en sacramento de la presencia de Dios en el corazón de la existencia; y el que ama es, a su vez, portador de Dios al necesitado, convirtiéndose en transparencia y sacramento de Dios para el indigente. Si yo encuentro a Dios en el prójimo, el prójimo debe encontrar a Dios en mí. Se comprende también ahora la grandeza y profundidad del amor al hermano. La sublime realidad que se encuentra en todo ser humano hace que cambie nuestra mirada hacia él. Y que nuestras fuerzas (divinas) se orienten a su más decidida defensa. Así, el amor a Dios, lejos de ser una fácil escapatoria, se convierte en suma exigencia, en lo más comprometedor y en el mayor de los motivos para luchar por u n a nueva humanidad, sin discriminaciones, ni componendas con la injusticia. También aquí tenemos que hacer u n a observación similar a la que hicimos al tratar de las mediaciones de la fe y de la esperanza. Pues no podemos confundir la presencia sacramental con la realidad misma de Dios. El conocimiento y el amor explícito del Dios personal, revelado en Jesucristo, siempre está iniciado pero no terminado en el amor al prójimo. Estando realmente presente en el prójimo, también es verdad que Dios está más allá. En este sentido tendría razón San Agustín, cuando comentando 1 Jn 4,20 (quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve), indica que el prójimo no es término, sino camino para llegar a Dios 40 . Un camino en el que ya está presente el término, pero un camino que, como todo camino, conduce a un meta. Para llegar a ella hay que pasar necesariamente por el camino, pero no detenerse en él, dejando bien claro que, en este caso, no detenerse no quiere decir dejar de lado o dejar atrás. Pues el olvido del prójimo, lejos de conducir a Dios, nos aleja definitivamente de él.

Cuatro son, pues, las mediaciones que hemos encontrado y examinado en lo teologal: la Escritura, prolongada en la predicación de la Iglesia; la oración, la edificación del Reino de Dios en este mundo y el amor al prójimo. ¿Sería correcto resumir lo indicado a propósito de las mediaciones de la vida teologal diciendo que el encuentro con Dios tiene una doble vertiente antropológica: por una parte, de escucha y contemplación (Escritura y oración); y, por otra, de compromiso (utopía) y amor al prójimo? Lo teologal abarca así toda la existencia cristiana y el encuentro con Dios en las condiciones de este mundo resulta ser también una exigencia de búsqueda de justicia y vivencia de la fraternidad.

40. Cf. In Joannem, tract. 17, n. 8; Sermón 265, n. 9.

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5

La imperfección de lo teologal

Al tratar de la gracia, fuente de toda la vida teologal, nota Sto. Tomás: 'el alma participa de la bondad divina de manera imperfecta" 1 . Si esto es así, necesariamente las tres virtudes teologales, que m a n a n de la gracia, estarán marcadas por su imperfección. La imperfección de la vida teologal es como la otra cara de su sacramentalidad. Al referirnos a ella ya hicimos notar, en diferentes ocasiones, que si bien la Realidad divina era el término de la vida teologal, ésta Realidad no podía confundirse con ninguna de sus mediaciones. Dios siempre es mayor. Por otra parte, si la vida teologal se vive en las condiciones de este mundo, le es esencial la imperfección. La vida teologal, respuesta de un ser humano, limitado y finito, al don de Dios, nunca está a la altura de lo que Dios da. Dios siempre ama más y ama primero. De ahí que, el Concilio Vaticano II, al referirse a la santidad, que es el otro nombre de la vida teologal, diga lo siguiente: "la Iglesia, ya aquí en la tierra, está adornada de verdadera santidad, aunque todavía imperfecta... La Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, pertenecientes a este tiempo, la imagen de este siglo que pasa" 2 . La santidad es imperfecta en este mundo y alcanzará su consumación en la gloria celeste, porque así ocurre con la fe, la esperanza y la caridad. Veámoslo con algún detalle.

1. Suma de Teología I-II 110, 2, ad 2. 2. Lumen Gentium, 48.

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1. LA FE ES IMPERFECTA POR NATURALEZA

La fe es imperfecta por naturaleza debido a que el conocimiento que tenemos de Dios en este mundo es siempre humano, limitado. Hasta tal punto esto es así que, según u n a tesis bien conocida de Sto. Tomás, "de Dios no conocemos lo que es, sino solamente lo que no es" 3 . De ahí que "lo máximo y más perfecto de nuestro conocimiento en esta vida" es "unirnos a Dios como a un desconocido" 4 . Conocemos a Dios como a u n desconocido. Lo que significa que de alguna manera conocemos, pero que ese al que conocemos sigue siendo el inabordable, el inabarcable, el que siempre se nos escapa. La revelación bíblica confirma esta situación de nuestro conocimiento de Dios. El Dios que en ella se desvela se vela al mismo tiempo. Cuando Moisés le pide a Dios que le diga su nombre, su nombre que es su esencia y el desvelamiento de su identidad, Yahvé responde forma misteriosa, manteniendo en la oscuridad su realidad (Ex 3,14). Y cuando Moisés insiste para que le enseñe su rostro, Dios responde: "Mi rostro no lo puedes ver, porque nadie puede verlo y quedar con vida" (Ex 33,20). El Dios que sale del anonimato para conversar con Moisés es u n Dios sin rostro. Permanece siempre en su misterio. Cuando Dios se da a conocer por medio del Hijo "revelando u n Misterio mantenido en secreto durante siglos eternos" (Rm 16,25), tampoco es perceptible la divinidad, pues lo que aparece a los ojos de los hombres es un judío, el hijo de María y de José. De ahí que es posible no ver allí sino a un hombre y acusarle de impostor: "Tú, siendo un hombre, te haces Dios" (Jn 10,33). Dios está presente en Jesucristo como saber escondido (1 Co 2,7), sin hacer alarde de su categoría (Flp 2,6 ss.), como fuerza en la debilidad (1 Co 1,18.23). De modo que la fe que afirma que en Jesucristo "reside toda la plenitud de la divinidad", debe ser consciente de que esta divinidad reside "corporalmente" (Col 2,9) y, en este sentido, es menor que el Padre 3. De caritate a. 7 arg. 7; a. 10 respuesta al sed contra 2. Más radical si cabe en Contra (¡entes III, 49: "en esta vida... sabemos de Dios lo que no es e ignoramos absolutamente lo que es". También: In Boet. de Trin. proem. q 1 a. 2: cuanto m á s se progresa en el descubrimiento de Dios, m á s consciente se es de su lejanía. 4. TOMAS I>I- Aoi'lNt), Contra Gente;* III, 49.

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(cf. Jn 14,28). De modo que la teología es siempre mayor que la cristología. El Dios revelado no es u n a evidencia, sino un Misterio, el misterio por excelencia, que nunca acabamos de comprender y que no podemos manipular. Le conocemos como a u n desconocido. Así resulta que el conocimiento de la fe es imperfecto, u n a imperfección que es esencial a la fe, porque el sujeto creyente cree lo que no ve 5 . En la fe no hay nada completamente claro, puesto que el objeto de la fe carece de evidencia objetiva. Se comprende, ante esta falta de claridad, que la fe suscite necesariamente preguntas y que en ella puedan surgir movimientos de duda o contrarios a lo que el creyente acepta 6 . La inevidencia de la fe no es una prueba que Dios nos envía, ni es manifestación de pobreza de fe. Es esencial a la fe. De modo que cuanto más se progresa en el conocimiento de Dios, más consciente es uno de su inefable misterio. Por tanto, más insatisfecha queda la inteligencia, que busca siempre claridad. De ahí la tensión y la inquietud que aparecen en todo auténtico creyente. En el creyente, dice Sto. Tomás, se da "a la vez" u n doble movimiento: la firme seguridad de su adhesión y la búsqueda constante del que no lo tiene claro 7 . La fe participa de la seguridad de la certeza, del descanso del que se fía de Dios y en él se apoya; pero conlleva también la imperfección del que nunca alcanza del todo aquello que busca, y se mueve entre oscuridades, lo que abre la puerta a las descripciones ansiosas de los místicos cuando avanzan en la "noche" de la fe, o a los movimientos de duda y vacilación que aparecen en todo creyente. Dentro del contexto del doble movimiento del acto de fe que se da "a la vez", se podría entender (siempre que no se hiciera 5. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología I-II, 67, 3; Compendio de teología, segunda parte, cap. 1. 6. Cf. TOMÁS DE AQUINO, De Vertíate 14, 1; Suma de Teología II-II, 2, l . D e s d e e s t a perspectiva, Tomás de Aquino afirma que quienes son m á s conscientes de las dificultades que se alzan contra la fe, tienen mayor mérito al creer (Suma II-II, 2, 10, a d 3). Las dificultades que encuentra la fe, añade el Vat. II, más que un obstáculo, son u n estímulo para la inteligencia (Gaudium et Spes, 62). 7. Cf. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología II-II, 2, 1; De Vertíate 14, 1. También: MARTÍN GELABERT, "Fe", en Diez palabras clave en religión, Verbo Divino, Estella, 1992, sobre todo pp. 240-243.

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de ello una afirmación unilateral) que la duda forma parte de la fe. Refiriéndose a Miguel de Unamuno, un teólogo francés ha escrito: "los que no dudan no creen" 8 . En todo caso, sí me parece acertado decir: el creyente que no se plantea preguntas no tiene una fe madura ni cree correctamente. La fe nunca es fácil ni regalada. No sólo se encuentra ante la posibilidad de ser rechazada violentamente, sino con otro ataque más sutil, pero no menos peligroso: el que proviene de la razón apoyada en la evidencia. De ahí que la fe es una victoria (1 Jn 5,4), pero una victoria frágil, porque debe continuamente recomenzar la batalla. El ya mentado Unamuno tiene un texto que, sin forzarlo demasiado, permite entender la duda como expresión de la lucha de la fe contra los obstáculos que se le oponen: "¿Qué es dudar? Dubitare contiene la misma raíz, la del numeral dúo, dos, que duellum, lucha. La duda,... la duda de vida -vida es lucha-,... supone la dualidad del combate". Y unas líneas antes, escribe: "muchos que creen no dudar, creen que creen... Fe que no duda es fe muerta" 9 . El combate (con el elemento de inseguridad que conlleva) es consustancial a la fe (aunque también pertenece a la fe la certeza que ofrece la seguridad de Dios, cosa que también -insisto en el también, porque una cosa no quita la o t r a - experimenta el que se apoya en Dios). La fe no es nunca una visión manifiesta. Es inevidente. Pues bien, según Pedro Laín, esta situación conlleva un elemento de incertidumbre, que el autor citado contrapone a la certeza que otorga la ciencia. Ahora bien, esta incertidumbre fruto de la inevidencia es consecuencia de la grandeza de la fe. Pues mientras la ciencia responde a "preguntas penúltimas" (preguntas cuya respuesta es valiosa, pero no dejan de llevar consigo la posibilidad de seguir preguntando), la fe plantea "preguntas últimas", aquellas que para nuestra mente no tienen una respuesta idónea y racional. ¿Significa esto que no tienen respuesta? De ningún modo. Significa que no tienen u n a respuesta racional (en 8. JHAN-PIHRRE JOSSUA, La littérature et l'inqidétude de l'absolu, Beauchesne, l'aris, 2 0 0 0 , 9 1 . 9. MIGUEL DE UNAMUNO, Obras Completas, Escélicer, Madrid, 1966, t. VII, 311; Cf. sobre la fe c o m o duda en Unamuno, MARTÍN GEI.AHERT, "La fe que brota de la esperanza", en Cuadernos de la Cátedra Miguel de Unamuno, 1997, 99-123, sobre todo 114-119.

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el sentido de constringente, que se impone necesariamente a la inteligencia), pero sí razonable. Respuesta, pues, que sin dar lugar a la evidencia, se nos muestra aceptable, y aun convincente, e incluso sugestiva, para admitir u n aserto cuya demostración racional no es posible. Según P. Laín Entralgo "para la mente humana, lo cierto es y será siempre penúltimo, y lo último es y será siempre incierto" 10 . La fe se refiere a lo último. De ahí su grandeza, pero también su limitación. 2.

LA IMPERFECCIÓN DE LA ESPERANZA

Como ocurre con la fe, también en la esperanza hay una simultaneidad de certeza y ansiedad, de descanso seguro del que sabe que las promesas de Dios están firmemente garantizadas y de imperfección del que no tiene plenamente lo que con todas sus fuerzas desea. En efecto, el caso de la esperanza es paralelo al de la fe. Si en la fe se trata de lo que todavía no se ve, en la esperanza se trata de lo que todavía no se posee. Si la falta de evidencia del Dios en el que se cree es la razón de la imperfección de la fe, la razón de la imperfección de la esperanza se encuentra en la no posesión del Dios anhelado. Dios siempre es el que está por delante, el Dios del futuro; Aquel del que, como mucho, sólo se ven las espaldas (cf. Ex 33,23). El objeto de las promesas siempre se ve y se saluda desde lejos. De modo que no puede uno encontrar el reposo del que ha llegado, sino que debe vivir como el cansado peregrino o el forastero, incómodo lejos de su tierra (cf. Heb 11,13). Ahora bien, lo mismo que en la fe hay u n a garantía de ver un día lo que ahora se cree, también en la esperanza hay u n a seguridad de poseer plenamente lo que ahora se espera. Pues el Dios de la esperanza (Rm 15,13) no solo es el Dios del futuro. También se manifiesta de algún modo en el presente y con su acción presente anuncia y garantiza u n futuro mejor. Pero este presente de Dios, del Dios que Jesús revela, del Reino de Dios que anuncia Jesús, apunta a un futuro que todavía está por venir. El Reino de Dios, en definitiva, Dios mismo, es u n a 10. Cf. Qué es el hombre. Evolución y sentido de la vida, Ediciones Nobel, Oviedo, 1999,210-224.

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realidad presente en cierto modo, pero que todavía no ha llegado. De ahí la imperfección del presente y la insatisfacción que produce el estar todavía en el tiempo de la espera. Se espera lo que no se tiene y se desea tener. Por tanto, el esperante no está satisfecho de su situación. La garantía de poseer lo esperado no sólo no evita la insatisfacción del presente de no posesión, sino que pudiera incluso avivarla. Precisamente porque sabemos que u n día tendremos lo esperado, quisiéramos ahora poder adelantar su posesión. Cuánto más auténtico es el deseo, mayor es la inquietud. Cuanto más cercana parece la meta, mayor es la tensión con la que se camina hacia ella. De ahí que "la esperanza mejor" (Heb 7,19) que tienen los creyentes del Nuevo Testamento con relación a los del Antiguo, no se traduce en u n a experiencia de éxito ni en u n a mayor posesión de los bienes prometidos. Al contrario, la prueba se torna más aguda, la paciencia es más indispensable con la llegada del Reino, el sufrimiento aumenta, porque este Reino llega con la Cruz. La perfección de la esperanza resulta paradójica: "cuando parezco débil, entonces es cuando soy fuerte" (2 Co 12,10). En efecto, la certeza inquebrantable de la esperanza se fundamenta en el hecho de que el cristiano está asociado al misterio pascual, a la victoria del Amor a través del sufrimiento y de la muerte; la fuerza de Dios se comunica gracias al don del Espíritu que anticipa la presencia de la Gloria divina en el hombre "sepultado con Cristo por el bautismo para participar de su muerte" (Rm 6,4).

3.

LA IMPERFECCIÓN DE LA CARIDAD EN ESTE MUNDO

La caridad es la culminación de la vida teologal. Es la meta a la que tienden la fe y la esperanza. Pero al contrario de lo que sucede con la fe y la esperanza, que nunca acaban de poseer plenamente el objeto al que se dirigen; más aún, la posesión del objeto hará que desaparezcan la fe y la esperanza; la caridad no desaparece nunca y parece que puede darse con plenitud en ausencia del objeto. Aunque Dios no está plenamente presente en este mundo, estamos llamados a amarle con todas las fuerzas, con todo el corazón, con toda la vida. Estamos llama-

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dos, en definitiva, a la perfección de la caridad en este mundo. Y, sin embargo, afirma Tomás de Aquino que "en el estado presente, la caridad es imperfecta; pero se perfeccionará en la patria" 1 1 . Las tres virtudes teologales son imperfectas en la situación presente. Cuando llegue la perfección dos desaparecerán, lo que significa que la imperfección les es esencial, constitutiva. Pero la caridad no desaparece nunca. En la patria celestial se perfeccionará. Pero, ¿por qué en este mundo no puede ya darse en plenitud? ¿Acaso el precepto de Dt 6,5, de amar al Señor con todo el corazón, ratificado por Jesús, es u n imposible? ¿Acaso no dice la Escritura que ya en este mundo podemos vivir unidos a Dios (1 Co 6,17) y Dios habitar ya en nosotros (Jn 14,23)? Sin duda es verdad que no vemos a Jesucristo (= imperfección de la fe y de la esperanza), pero podemos amarle, "rebosando de alegría inefable y gloriosa" (1 Pe 1,8). La razón fundamental de la imperfección de la caridad está en la limitación del ser humano: "ninguna caridad creada, por ser finita, puede ser absolutamente perfecta" 12 . Vistas así las cosas, habría que responder que ni siquiera en el cielo la caridad podrá alcanzar su perfección, amando totalmente a Dios. En efecto, si por perfección se entiende que u n o se ponga al nivel de Dios y le responda con u n amor como el suyo, como se pide al amante que responda con u n amor semejante al del amado, hay que decir que ni siquiera en el cielo será posible esta perfección del amor: Dios siempre a m a primero y a m a más. Dios nos a m a con u n amor infinito. Y no es posible, dada nuestra capacidad limitada, responder con u n amor que se corresponda con el suyo. Ahora bien, no cabe duda de que en el cielo sí que podremos responder con todo el "corazón", con todas las "fuerzas" de las que uno es capaz al amor de Dios. Si en el cielo Dios no será amado todo lo que puede ser amado (pues Dios es infinito) sí que será amado con todo el amor (limitado) con que le podemos amar. La cuestión es si en este m u n d o resulta posible amar a Dios con esta intensidad y perfección, una perfección que no es la de

Dios, sino una perfección limitada, a la medida del ser humano. Y hay que responder que no. En esta vida el ser h u m a n o no logra amar a Dios con toda su capacidad (ya de por sí limitada), no sólo porque en este m u n d o estamos sometidos a múltiples tentaciones que continuamente distraen nuestra atención del amor de Dios, sino porque, por decirlo de algún modo, además de ocuparse de Dios, el hombre tiene otros asuntos necesarios y legítimos de los que ocuparse, precisamente para poder ocuparse también de Dios, como son las cosas necesarias para conservar la vida presente 1 3 . Si se entiende bien, no queda más remedio que lamentar que, por mucho que se quiera, no tenemos todo nuestro tiempo para Dios, para el Amado del alma. Cabe aplicar aquí esto que dice San Pablo: "llevamos este tesoro en recipientes de barro" (2 Co 4,7). Precisamente porque la caridad es imperfecta, sometida a las condiciones de fragilidad de esta vida, es por lo que desgraciadamente se puede perder 1 4 . En el cielo no se podrá perder, pues "ningún hombre puede apartarse voluntariamente de la bienaventuranza, ya que, de u n modo natural y necesario, el hombre busca la bienaventuranza, y huye de la miseria. Por eso, nadie que haya visto a Dios en su esencia puede apartarse de El voluntariamente, en lo cual consiste el pecado. Y así cuantos han visto la esencia divina se reafirman de tal manera en el amor de Dios, que no pueden ya pecar nunca" 1 5 . "Pero ahora nuestra alma no ve la misma esencia de la bondad divina, sino algún efecto de la misma, que puede parecer bueno y malo de acuerdo con diversas consideraciones; como el bien espiritual les parece a algunos malo, en cuanto es contrario al deleite carnal, en cuya concupiscencia están asentados" 1 6 . Que la caridad sea imperfecta en este mundo resulta a la vez consolador y estimulante. Se evitan así falsos perfeccionismos, que sólo crean decepción al no lograrse nunca. Y se evitan también falsas satisfacciones y paradas, pues con la caridad no se acaba nunca: "la caridad no tiene límite en su crecimiento.

13. TOMÁS DE AQUINO, De caritate a. 10; Suma de Teología II-II, 24, 8; 27, 5; 184, 2. 14.

11. Suma de Teología II-II, 23, 1, a d 1. 12.

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TOMÁS DE AQUINO, De caritate a. 10.

TOMÁS DE AOUINO, De caritate a. 12.

15. TOMÁS DE AOUINO, Suma de Teología I, 94, 1. 16. TOMÁS DE AOUINO, De caritate, a. 12 al final.

105

No se puede señalar termino al crecimiento de la caridad en esta vida" 17 . En definitiva, si la fe y la esperanza encuentran en la caridad su forma y culminación (también en esta vida, como tendremos ocasión de ver al decir que la caridad es la forma de todas las virtudes), no es menos cierto que, en este mundo, la caridad se vive bajo el régimen de la fe y de la esperanza. La caridad en este mundo vive de la fe, en la esperanza de que la fe desaparezca para dar paso al pleno encuentro de la visión y, por tanto, del amor imperecedero.

4.

LA IMPERFECCIÓN DE TODA RELIGIÓN

Si lo teologal es imperfecto, ¿qué decir de lo religioso, de las manifestaciones con las que el ser humano expresa su relación con Dios? La unión con Dios que comporta lo teologal se da a través de mediaciones. Esta unión se celebra y expresa en actos religiosos. Pero no hay que confundir lo religioso, las manifestaciones y ritos humanos, con la unión misma que se da en el acto profundo de fe, esperanza y caridad: la religión, dice Tomás de Aquino, no es virtud teologal, no es como la fe que encuentra directamente a Dios, sino que versa sobre los medios 1 8 . Esto significa que todas las religiones son imperfectas, como lo es todo lo humano. La salvación de lo h u m a n o no se garantiza mediante el cumplimiento de leyes y de ritos religiosos. Precisamente desde Jesús (y desde la luz de lo teologal) podemos comprender que la religión sola no basta ni tiene la última palabra 1 9 . En más de una ocasión, la lógica de las instituciones religiosas les lleva a buscar su autoconservación. Por eso hay que recordar también aquí que "el sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado" (Me 2,27). No puede absoluti17. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología lili, 24, 7; cf. De caritate a. 10 sed contra 3 y su respuesta. 18. "Se la da culto (a Dios) no como si los actos de que nos servimos recayesen directamente sobre El, como en el acto de fe con el que, cuando creemos, establecemos contacto directo con Dios" (Suma de Teología II-II, 81, 5). 19. Cf. J. VIDAL TALENS, "Jesús i la religió", en Moguts per l'Esperit (Actes del VII Fórum "Cristianime i mon d'avui"), Valencia 1996, 44.

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zarse lo religioso. Las prácticas e instituciones religiosas nacen y mueren. Y cuando por su instinto de conservación ya no sirven al hombre sino que se sirven de él, existe la obligación de cambiarlas. Si, como reconoce el Vaticano II, la revelación se da en lo h u m a n o y bajo las condiciones de lo humano, y es esta humanidad lo que hace necesaria la exégesis y, si se entiende bien, la crítica de la revelación 20 , mucho más necesaria será esta crítica en las traducciones y manifestaciones religiosas, siempre marcadas por la cultura. Toda esta imperfección es un reflejo del misterio de la Encarnación. La humanidad del Dios encarnado pertenece a la economía de este mundo. Por eso, detrás de todas las manifestaciones divinas, incluida la que se da en el hombre Jesús, sigue estando el Dios "siempre mayor", el misterio insondable del Padre (cf. Jn 14,28). De modo que en la revelación de Jesús hay también "un escondimiento ineliminable" 21 .

20. Dei Verbitm, 12 y 13; también n" 15: algunos libros de la Escritura "contienen elementos imperfectos y pasajeros". 21. BRUNO FOUTI;, Teología de la historia, Sígneme, Salamanca, 1995, 80.

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II Teología de la fe cristiana

6

E n la historia por Jesucristo al Padre en el Espíritu

1.

Tras haber analizado una serie de aspectos comunes a las tres virtudes teologales, a partir de ahora vamos a referirnos a cada una de ellas, estudiando sus aspectos más propios y específicos. Comenzamos con la primera de las virtudes, la de la fe. Nuestra teología de la fe cristiana tiene una clara inspiración trinitaria: por la fe creemos que Dios interviene en la historia, sobre todo en la historia de Jesús; Jesús manifiesta el rostro del Padre y, gracias al Espíritu, que ilumina nuestra mente y cambia nuestro corazón, podemos encontrarnos con este Dios.

LA FE, ENCUENTRO CON DIOS EN LA HISTORIA

Este primer aspecto de nuestra teología se inspira en la estructura de la fe según el Antiguo Testamento. Para el Antiguo Testamento la fe podría resumirse como el reconocimiento de la intervención salvífica de Dios en la historia. La fe cristiana se ancla en este modelo. El Antiguo Testamento, más que una definición de la fe, nos presenta la historia de u n Dios que se ha fiado del hombre, y que busca a un hombre que se fíe de El. En la Escritura, la fe más que definirse, se vive, y está abierta siempre a nuevos encuentros. La fe bíblica tiene un carácter histórico: Dios interviene en la historia, conduce los acontecimientos y orienta el destino de los hombres, porque es el Señor de la historia, aunque trasciende la historia. Al reconocer la presencia de Yahvé, la fe bíblica aparece como capacidad para interpretar la historia y su desarrollo, para comprender y ver un sentido en las crisis suscitadas por las dificultades del momento presente. Precisamente lo que constituye la peculiaridad de la fe israelita, a diferencia de muchas otras religiones, es que no sólo en los triunfos, sino también en la cautividad y el destierro, Israel ve la m a n o de Dios. Una fórmula bíblica aparece como hilo conductor en los dos testamentos: "el justo vive de la fe" (Hab 2,4; Rm 1,17; Gal 3,11; Hcb 10,38), fórmula que condensa u n a larga experiencia personal y colectiva. En el texto de Habacuc al justo, al contrario de lo que sucede con e! arrogante, se le promete la vida 111

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por su fidelidad ('emunah); esta fidelidad alude a la confianza inquebrantable en la palabra de Dios contra toda apariencia contraria. Esta comprensión, este dinamismo y esta estructura de la fe se manifiestan concretamente en los aspectos que estudiamos a continuación. /. La fe de Abraham En la historia de Abraham, el fenómeno de la fe aparece de modo ejemplar y modélico. Y aunque en el Nuevo Testamento la gran figura de la fe pudiera ser María ("¡Feliz la que ha creído!": Le 1,45), también en él se considera a Abraham como una buena representación de lo que es la fe, a saber, un discernir y encontrar en la propia historia la presencia de Dios. Pablo llama a Abraham padre de la fe (Rm 4,11); para el cuarto evangelio la fe en Jesucristo es el cumplimiento de la fe de Abraham (Jn 8,33 ss.). En el elogio de los Padres (Eclo 44,19 ss.) y entre los "héroes de la fe" (Heb 11,1-12,3) Abraham ocupa el puesto más alto. Abraham abandona su patria no en virtud de una decisión propia, sino contra su propósito más íntimo. Un desarraigo así representa para el hombre antiguo una empresa irrealizable que sólo podía conducir a la ruina. Pero en contra de todo (cf. Rm 4,18), Abraham se decide y ahí fundamenta su vida y su futuro, y lo hace porque se fía de una promesa, de una palabra, que se ha convertido para el en una experiencia (Gen 12,1-3): la palabra de Dios era más firme y segura que la tierra misma en la que vivía. Esto es lo que se describe como fe. Esta fe está sujeta a duras pruebas. Primero en referencia a la tierra que se le promete, que ya está en posesión de unos pobladores; después por lo que respecta a la descendencia, que se le ha prometido en una edad avanzada; y finalmente, la prueba en que se le ordena: "toma tu hijo... y ofrécelo en holocausto" (Gen 22,2-19). La fe que se le exige a Abraham, y que él vive, significa el olvido del pasado (vete de tu tierra) y el sacrificio del futuro (toma a tu hijo) 1 . 1. Notar la dificultad de interpretación del texto del sacrificio de Isaac, que hasta podría significar la prohibición de sacrificar niños. En este texto aparecen dos

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La fe de Abraham es la respuesta a una palabra, que se presenta como palabra de Yahvé. Abraham se apoya en ella y sobre ella construye su vida y su futuro. Esta llamada determinó toda su vida. La posible muerte de su hijo no representó para Abraham una desvirtuación de las promesas, sino que se trocó en motivo que dejase la explicación y sentido en manos de aquel en quien confiaba. Así lo ha visto Rm 4,17-22. Hay que decir también que esta fe fue vivida en la precariedad y la imperfección (que como ya sabemos es consustancial a todo lo teologal). En más de una ocasión Abraham sintió la oscuridad de la fe y cedió a la tentación de apoyarse en sus fuerzas y planes en vez de apoyarse en Yahvé (Gen 12,10-20; 20; 26,1-11). En cierto sentido la fe de Abraham es parecida a la nuestra. 2. La fe del pueblo de Israel Las historia de los patriarcas apunta más lejos, hacia un cumplimiento mayor. A Abraham sólo se le otorgó una parte de Canaán y de manera provisional El cumplimiento se vio interrumpido por la emigración a Egipto de los descendientes de Abraham (historia de José). Pero llegó un momento en que Ramses II vio en Israel una amenaza para Egipto y ordenó una serie de medidas para aniquilar a los israelitas. En esta situación se da el segundo gran avance en la historia de la fe de Israel. Se trata de otra salida, de un éxodo. El nuevo éxodo va ligado al llamamiento de Moisés, primero mediante su salvación milagrosa (Ex 2) y luego con la teofanía con que fue favorecido (Ex 3): "he visto la aflicción de mi pueblo". Damos por sabidas las peripecias de la empresa liberadora emprendida tras la teofanía a Moisés. Lo importante es notar que estas peripecias no se debieron al azar y ni siquiera fueron proezas de Moisés y su ejército, sino que -para la conciencia del pueblo- fueron obra de Yahvé. Quién actuaba con tanta fuerza era el Dios vivo, el Dios de Israel, al que se le podía invocar.

voces de Yahvé. Quizás la segunda ("no toques al niño") sea la auténtica voz de Dios, en contraste con la primera que pide el sacrificio del primogénito y era bastante común en los dioses de las religiones de la antigüedad.

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Desde esta perspectiva hay que comprender la manifestación del nombre de Yahvé. El nombre de Yahvé (Ex 3,14) no contiene u n a definición, sino un mensaje, que suena así: "Aquí estoy, aquí estaré". Yahvé significa "solidario con su pueblo" (Ex 3,16). Este mensaje se verifica en los acontecimientos históricos de la liberación. En ellos Israel ve la m a n o de Dios, su presencia. No es posible aquí exponer todos los detalles de la historia de Israel como u n a historia de fe. Pero al menos vamos a referirnos a u n a escena que describe de forma concentrada lo que la fe significaba para aquel pueblo. Ajaz, rey de Israel, se encuentra ante una grave situación política. Los reyes de Samaría y Damasco quieren obligarle a una coalición contra Asiría mediante el asedio a la capital Jerusalén. Ajaz, por su parte, acaricia la idea de llamar en su ayuda al rey de Asiría para defenderse de aquella amenaza. En tal situación, el profeta Isaías apela al rey vacilante y temeroso para que no tiemble frente a los reyes vecinos ni se alie tampoco con Asiría, con esta palabra: "si no creéis, no subsistiréis" (no tendréis consistencia alguna, no sobreviviréis) (Is 7,9). Tener estabilidad es el fruto de la fe. No creer equivale a no permanecer, a no poder subsistir. Para Isaías creer y ser son la misma cosa. La fe es la cuestión fundamental para la persistencia y ser del pueblo de Israel, amenazado por la incredulidad y por las potencias que le amenazan: "los que esperan en Yahvé cobrarán nuevas fuerzas, les crecerán las alas como a las águilas, correrán y no se fatigarán, andarán y no se cansarán" (Is 40,31). En los grandes modelos de la fe se da esta total confianza en Yahvé: en Abraham (Gen 15,6; Heb 11,8), en Isaías (7,9). Y también en Josafat (2 Cro 20,20), en Noé (Heb 11,7). Quién se apoya en el Señor no será nunca confundido (Dan 3,40.95; 1 Mac 2,49-62). Al apoyarnos en él encontramos solidez, seguridad, porque es un Dios de fiar (Dt 7,9). Por eso se le llama el "Dios del Amén" (Is 65,16), raíz que denota solidez y seguridad. La extraña personificación de Cristo en "Amen" (Apoc 3,14) tiene el mismo sentido. La palabra "Amen" expresa la solidez de un compromiso en el cuadro de la Alianza (Dt 27,15-26). En la misma dirección va la imagen de la roca (Gen 49,24; Is 28,16; 114

Rm 9,33; 1 Pe 2,6; Mt 21,42; Sal 18,1-3): indica la firmeza de la fe, la orientación y consistencia que da a la existencia del hombre. 3. El Credo histórico El carácter histórico de la fe de Israel queda perfectamente expresado en su confesión o "credo histórico", tal como se formula en Dt 26,5-9 (cf. Ex 20,2; Dt 5,6; Jos 24,2-13). Este credo proclama la libertad, el poder, la fidelidad y el amor de Dios que libra a su pueblo de la esclavitud de Egipto. Cada generación debe reconocer este hecho y renovar su compromiso. Con ocasión de la gran fiesta anual de la Pascua, el israelita confiesa su Credo y lo transmite a sus hijos (Ex 12,26; 13,8; Dt 6,20). Esta es la gran lección, la gran experiencia que el pueblo de Israel nos ha legado. Dios se da a conocer en la historia de u n pueblo, en acontecimientos y gestas liberadores, en el lenguaje de los hechos, revelando así su divinidad y soberanía. Y hasta tal punto esto es así que la historia de ese pueblo se entiende como una historia de fe. Y su "credo", la expresión fundamental de su fe, es la confesión de que Dios ha actuado en su historia. Confesión que no sólo apunta al pasado, sino también al presente y al porvenir: Dios sigue actuando, sigue estando presente, conduciendo la vida de los que le son fieles.

2.

LA FE, ENCUENTRO CON DIOS EN JESUCRISTO

En el Nuevo Testamento también Dios obra en la historia del hombre. Pero la mirada del creyente se fija casi exclusivamente en un único acontecimiento, el advenimiento de Jesucristo. En Jesucristo, Dios interviene de forma definitiva y exige que el hombre realice u n a opción decisiva. E n Jesús llega y se hace presente el Reino de Dios, y Dios acredita a Jesús como Kyrios. De modo que la pregunta que nos plantea el N.T. es: ¿crees tú esto? Todo él ha sido escrito para suscitar esta fe en Jesús (Jn 20,30). De ahí la importancia fundamental que la fe reviste en el N.T. Cada autor la aborda según su estilo y perspectivas. Pero todos insisten en que la fe tiene un objeto preciso: "Cristo muerto por I 15

nuestros pecados según las Escrituras, sepultado, resucitado al tercer día, según las Escrituras, aparecido a Pedro y a los doce" (1 Co 15,3-5). El kerigma es el contenido de la fe cristiana y este kerigma exige la conversión de la vida (Me 1,15). 1. La fe como opción radical y respuesta a la interpelación del kergima En su esencia, en su origen y en su desarrollo, la fe aparece como la respuesta al kerigma, llamado según las diversas tradiciones: el logos (la palabra de salvación), el Evangelio, el Testimonio. El kerigma anuncia el acontecimiento por excelencia: Dios interviene en la vida, muerte y en la resurrección de Jesús, así como en el don del Espíritu. Y Dios interviene con una intención salvadora. Este acontecimiento pide una decisión, una respuesta total. Esta respuesta-conversión es la fe. El kerigma es el núcleo central del N.T., tanto en sentido cronológico (todo parte de ahí) como teológico (todo cobra sentido a partir de ahí). El kerigma es el comienzo de los tiempos definitivos, de la nueva creación. Es también el término, el fin al que tendía todo el A.T. El kerigma expresa el kairos (=tiempo) de Dios manifestándose a través de las etapas de la historia de la salvación, hasta su revelación definitiva, que proclama el kerigma pascual. Fundamento inicial y fundamento permanente de la fe, el kerigma se expresa: - En la predicación apostólica, fundamento de la fe y de la Iglesia (modelos de sermones kerigmáticos: Hech 2,22-26; 3,12-26; 4,8-12; 5,29-32; 10,34-43; 13,23-41; 8,30-35). - En los formularios de fe, que recuerdan el acontecimiento y la significación fundamental que conserva para orientar la existencia del creyente: 1 Co 15,3-8; 1 Tes 4,14; Gal 3,1; Rm 1,3-4; 6,9; 7,4; 8,11; 8,34. - En las profesiones de fe: Rm 10,9; Rm 4,14-25; 1 Tes 1, 9-10. - En los himnos de origen litúrgico: Flp 2,7-11; 1 Tim 3,16; Ef5,14.

116

A la luz del kerigma, la fe se define como la opción primera y total que Dios pide al hombre en respuesta a la proclamación y a la interpelación que constituye el Acontecimiento -cristológico y pneumatológico- de la salvación. El kerigma es la Palabra de Dios, reveladora y creadora. Ilumina la inteligencia y suscita la libre decisión del hombre para que reconozca que Dios le salva en Jesucristo. En virtud de su eficacia creadora y salvadora, el kerigma tiende a: - Constituir a la Iglesia, comunidad de salvación y mediadora de la fe. - Desarrollar el acontecimiento de la salvación, en sus dimensiones históricas (los relatos evangélicos) y éticas (la predicación apostólica). Una doctrina se constituye como mediación intelectual de la adhesión de fe. - Suscitar y desarrollar toda la vida cristiana a la luz de la doctrina ética que emana del evangelio. El kerigma, Palabra de salvación, engendra las mediaciones comunitarias, doctrinales y culturales, susceptibles de favorecer el encuentro inmediato con Dios, la referencia de toda la existencia a la Verdad de Dios que se da y se revela en Jesucristo. 2. Necesidad de la fe Puesto que el kerigma anuncia un acontecimiento decisivo y pide una respuesta total, la necesidad absoluta de la fe es una implicación del mensaje kerigmático. Según el más antiguo de los evangelios, la fe divide a los hombres en función de su destino eterno: "El que crea y se bautice se salvará, el que no crea se condenará" (Me 16,16). Inicialmente, en la predicación de Jesús sólo se pide la fe en la buena noticia de la salvación (Me 1,15).Esta fe en Jesús resulta decisiva para la posición del hombre frente a Dios (Mt 10,32 = Le 12,8; Me 8,38 = Le 9,26). Esta fe implica la aceptación total de la persona y del mensaje de Jesús, así como el principio de la conversión. La necesidad de la fe aparece de forma original en el cuarto evangelio, escrito precisamente para que creamos en Jesús, y creyendo tengamos vida en su nombre (Jn 20,31). El autor insiste en el hecho de que el hombre debe tomar partido a favor 117

o en contra de la verdad, cuyo testigo y revelador es el Hijo de Dios (Jn 14,6). Por eso, creer en Dios equivale a creer en el Hijo (Jn 14,1). Las fronteras de la verdad son delimitadas de forma precisa y antitética: luz-tinieblas, verdad-mentira, libertad-esclavitud, vida-muerte, amor-odio. Estas antítesis y otras parecidas (lo que viene del cielo, de arriba, de Dios... o de la tierra, de la carne, de abajo) manifiestan la libertad del hombre, la opción h u m a n a que hay que tomar ante los designios divinos. El Padre es la fuente de la vida, de la gloria, de la luz, de la verdad, que se comunica al Hijo y al Espíritu, y por ellos a los hombres. La fe da acceso a la verdad, haciéndonos conocer al Padre por el Hijo en el Espíritu. Ver al Hijo es ver al Padre (Jn 12,44-50; 14,9-10). Para que el hombre pueda contemplar la gloria del Padre en el Hijo, u n a serie de testigos, que mediatizan el testimonio del Padre, vienen en su ayuda: Moisés, Juan Bautista, los signos, las obras, las palabras del Hijo, la acción del Espíritu, el testimonio que da el Hijo por su fidelidad. Sólo la fe introduce al hombre en la esfera de la verdad y le conduce a la.verdad total. La epístola a los Hebreos proclama, en una perspectiva diferente, la misma necesidad de la fe: "sin la fe es imposible agradar a Dios". Este verso es el lugar teológico por excelencia al que se acude para proclamar la necesidad de la fe y la adhesión a u n núcleo fundamental de verdades: "el que se acerca a Dios ha de creer que existe y que recompensa a los que le buscan" (Heb 11,6). 3. Fe explícita y fe implícita Teniendo como punto de referencia el texto de la carta a los hebreos que acabamos de citar, Sto. Tomás se plantea una serie de preguntas que no han perdido actualidad: la necesidad de la fe para salvarse, ¿significa que todo ser humano debe creer algo de manera explícita? ¿Debe todo hombre creer explícitamente en los misterios fundamentales de la fe cristiana, como la Encarnación o la Trinidad? ¿Significa esto que no hay salvación fuera de la fe cristiana? Aquí no podemos entrar en los complejos problemas que supone el ecumenismo y el diálogo interreligioso (que tienen su propio tratamiento en otro contexto 118

teológico), pero sí notar que la respuesta a esta pregunta no sólo supone una determinada idea de Dios sino, lo que quizás es más importante, una manera de considerar a los que no son creyentes en Cristo y, por tanto, un camino para nuestro comportamiento y para nuestro modo de entendernos como cristianos. Dos textos, uno de Tomás de Aquino y otro del Concilio de Trento, resultan orientativos para esta cuestión: "en el tiempo de la gracia todos están obligados a tener fe explícita en los misterios de Cristo", afirma Sto. Tomás 2 . Y el Concilio de Trento, hablando de la justificación del impío y de su paso al estado de gracia, dice: "paso, que después de la promulgación del Evangelio", no puede darse sin el sacramento de la fe, o sea, sin el bautismo 3 . Toda la cuestión está en saber cuando comienza para cada ser humano concreto el "tiempo de la gracia" o cuando se da en concreto "la promulgación del Evangelio". Sin duda los textos citados están escritos dentro de una mentalidad de cristiandad. Pero también pueden entenderse en el sentido de la efectividad local y temporal del anuncio del Evangelio. El tiempo de los paganos se sobrevive a sí mismo, y los que todavía no han recibido el Evangelio, aquellos a quienes todavía no ha llegado la predicación de la gracia, pueden salvarse por la mediación de Cristo, de la misma m a n e r a que podían hacerlo quienes vivieron antes de la venida del Señor. Así, pues, la necesidad de la fe en Cristo para la salvación no debe entenderse en un sentido rigorista. Consciente de las consecuencias que se derivarían de una compresión de la necesidad de la fe en sentido explícito para todos y en todo tiempo, Tomás de Aquino se refirió a la "fe implícita" en Cristo 4 o a la posibilidad de que a quienes nunca han oído hablar de Cristo "Dios les revele por u n a interna inspiración lo que es necesario para creer" 5 , inspiración que, en línea con lo que dice el Vaticano II, pudiera ser "conocida mediante el juicio de la conciencia" 6 . Esta idea de la fe implícita y de la presencia o ayuda de la gracia divina en aquellos que no conocen explícitamente a 2. Suma de Teología II-II, 2, 7; De Vertíate 14, 11. 3. DH, 1524. 4. Suma de Teología II-II, 2, 7, ad 3. 5. De Vertíate 1 4 J l , a d 1. 6. Lumen Geulium, 16.

II1)

Cristo se plantea hoy, siguiendo la línea abierta por el concilio Vaticano II, en términos de presencia del Espíritu Santo en las religiones no cristianas, consideradas como medios de salvación, sin que ello disminuya en nada la convicción de que Cristo es la plenitud de la mediación y de la revelación divina y, por tanto, todos los elementos de verdad y gracia que se encuentran fuera del cristianismo tienden hacia él, bien como preparaciones del Evangelio o como participaciones del mismo. Ya el Concilio dejó sentado que la conducta y creencias de los no cristianos "no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres" 7 . Y que en las "tradiciones nacionales y religiosas" se encuentran "las semillas de la Palabra" 8 . Juan Pablo II ha reconocido que la afirmación de que Jesucristo es el Mediador, no conlleva la negación de otras mediaciones 9 . Y la Comisión Teológica Internacional se ha referido al "explícito reconocimiento de la presencia del Espíritu de Cristo en las religiones" 10 . 4. Creer es confesar la fe Para muchos seres humanos "el tiempo de la gracia" todavía no ha llegado. Cosa distinta es la necesidad de la Iglesia de acelerarlo. Esto tiene que ver con la obligación de dar a conocer a Cristo y de confesar la fe en él. Pues el que fuera de la explícita confesión de la fe cristiana sea posible conseguir la salvación, no disminuye en nada la obligación del testimonio. El Nuevo Testamento une fuertemente fe y testimonio: "no podemos dejar de hablar" (Hech 4,20); "¡Ay de mi si no predico el Evangelio!" (1 Co 9,16); "creemos, y por eso hablamos" (2 Co 4,13); "proclama la Palabra" (2 Tim 4,2). Está también la palabra de Jesús: "aquel que se declare en mi favor delante de los hombres, también yo me declararé a favor suyo delante de mi Padre que está en los cielos" (Mt 10,32; Le 12,8; cf. Me 8,38). La carta de Pablo a los romanos indica que confesar a Jesús con los labios conduce a la salvación (Rm 10,9-10). En el himno 7. 8. 9. 10.

120

Nostra Aetate, 2. Ad Gentes, 11. Redemptoris missio, 5. El Cristianismo y las Religiones, n. 84.

de la carta a los filipenses (2,11), como respuesta al camino que Jesús recorrió, se dice: "toda lengua confiese que Jesucristo es Señor". La primera carta de Juan proclama: "El que confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios" (4,15). Confesar la fe es, por tanto, una implicación de la fe. Y eso hasta tal punto que, si hacemos caso a Karl Barth, el que no confiesa su fe es porque no cree. "Una fe que permanece un asunto privado, que no se manifiesta al exterior, no es más que una incredulidad escondida, una falsa fe, una superstición. Pues la fe que tiene por objeto a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo no puede no manifestarse públicamente" 1 1 . Ahora bien, si la confesión de fe es una necesidad ineludible del creyente, es también importante el modo de esta confesión. Karl Barht hace notar que la fe se confiesa con el lenguaje de la Iglesia, pero también con el lenguaje del m u n d o y sobre todo con acciones y actitudes consecuentes. En efecto, confesar la fe es presentarla de modo coherente con la propia vida y de forma inteligible. Esto nos conduce a la problemática del lenguaje y a la necesidad de la inculturación. Esta se refiere al hecho de que el Evangelio se expresó en una determinada cultura, pero no está ligado a ninguna, ni siquiera a la cultura con la que se expresó. Puede decirse en todas las culturas. Y es responsabilidad de la Iglesia traducirlo con fidelidad y creatividad, de modo que el mismo mensaje de vida, pueda ser acogido por seres humanos que viven en muy distintas situaciones y tienen diferentes necesidades. Hoy, más que nunca, el lenguaje religioso se encuentra ante la tarea de elaborar nuevos "conceptos, categorías, narraciones, parábolas, símbolos, que traduzcan y comuniquen la experiencia cristiana de forma íntegra e inteligible, que puedan relacionar los contenidos de la fe con la experiencia h u m a n a actual, con los anhelos y preguntas de la gente, con sus inquietudes y con sus demandas de sentido" 1 2 . Hoy se necesita "una nueva interpretación que ponga 11. KARL BARTH, Esquisse d'une dogmatique, Delachaux et Niestlé, Neuchátel, 1960, 25. 12. A. JIMÉNEZ ORTIE, La evangelización de la cultura en España. Criterios, puntos de conexión, métodos, en Proyección, abril-junio 2000, 124. "La crisis de la fe reside por completo en el hecho de que las palabras de la le o al menos ciertas palabras

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el mensaje bíblico en relación más explícita con los modos de sentir, de pensar, de vivir y de expresarse, propios de cada cultura local", ya que "los conceptos no son idénticos y el alcance de los símbolos es diferente", y son ellos los que "ponen en relación con otras tradiciones de pensamiento y otras maneras de vivir" 13 . Finalmente, a propósito de la confesión de fe es importante notar que debe hacerse "con buenos modos y respeto" (1 Pe 3,16). Pues el creyente sigue las huellas de Cristo: "cuando le insultaban no devolvía el insulto; mientras padecía no profería amenazas" (1 Pe 2,21-24). Tampoco el creyente devuelve mal por mal ni insulto por insulto; al contrario, "responde con u n a bendición" (1 Pe 3,9). Y si tiene que proclamar el mensaje "insistiendo a tiempo y a destiempo" (2 Tim 4,2), no puede hacerlo de cualquier modo, sino con toda comprensión y pedagogía, sin perder nunca el control, soportando lo adverso (2 Tim 4,3.5). La confesión de fe puede encontrar todo tipo de resistencias. Tales resistencias no pueden conducir ni a disminuir la fuerza y convicción del testimonio, ni a presentarlo de forma incoherente con sus contenidos. Dicho de otro modo: la oposición que encuentra la confesión de fe no conduce en ningún momento a la intolerancia, al fanatismo o al uso de la fuerza, sino al respeto al otro, a la humildad y, en última instancia, al martirio. Al hacer "solemne profesión de fe delante de muchos testigos", hay que fijarse en "Jesucristo, que ante Poncio Pilato rindió tan hermoso testimonio" (1 Tim 6,12-13).

3. AL PADRE: DIOS, "OBJETO" DE LA FE

Jesús conduce al Padre. Encontrarse con Jesús es encontrarse con Dios, ese Dios invisible e inaccesible que "nadie ha

de la fe n o son legibles en la actualidad, precisamente porque h a n perdido su inteligibilidad. Ya no se las comprende. Ya no se entiende lo que quieren decir. H a n dejado el territorio de las significaciones. A m u c h o s les gustaría quizás oírlas de nuevo, pero quieren que sean inteligibles, audibles. Se dan cuenta de que quizás tengan sentido, pero exigen precisamente que ese sentido se vuelva a despertar" (A. GESCHE, El destino, Sigúeme, Salamanca, 2001, 20). 13. PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA, La interpretación

Arzobispado de Valencia, 1993, 111.

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de la Biblia en la Iglesia, ed.

visto jamás". Y, sin embargo, "el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, él lo ha contado" (Jn 1,18). Dios, desde el comienzo de la creación, ofrece u n testimonio de sí mismo. Y ha hablado de distintas maneras a lo largo de la historia. En Jesucristo ha dicho su palabra definitiva. El es el que cuenta a los hombres "la intimidad de Dios, lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con testimonio divino" 14 . Jesús de Nazaret es el testigo del Padre. Pero no es el término de la fe. Jesús orienta y conduce más allá de sí mismo al Dios invisible, verdadera meta del ser humano: "toda la vida de Cristo es Revelación del Padre" 1 5 . El Padre es la verdadera tierra prometida a la que Jesús, cual nuevo Moisés, nos conduce. Dicho en términos clásicos: Dios es el objeto de la fe. /. Creer a, por y en Dios Cuando decimos que Dios es el objeto de la fe queremos expresar que Dios es quién da todo su sentido y valor a la fe. Por una parte, Dios es aquel en el que creemos, el único que merece nuestra adhesión y confianza total. Si la fe es virtud teologal es precisamente porque termina en Dios y no en una criatura. Todo lo que creemos está al servicio del encuentro con Dios y del mejor conocimiento de Dios y sólo cae bajo la fe en la medida en que nos conduce a Dios. Por otra parte, Dios es la razón, la causa, el motivo del creer. O sea, creemos en Dios porque Dios se da a conocer y porque Dios garantiza lo que creemos: solo Dios habla bien de Dios. Finalmente, este Dios en el que creemos es también la meta de nuestra vida, aquel que ahora no vemos pero que queremos ver. El Dios creído es el fin de la vida humana, el único que puede hacernos felices. Para decirlo con lenguaje escolástico: Dios es objeto de la fe en u n triple sentido: como objeto material, como contenido de lo que se cree; como objeto formal, o sea, como razón y motivo del creer; y como objeto final, como término al que tiende la fe. Una fórmula de Sto. Tomás expresa estas diferentes maneras de relacionarse con el objeto de la fe que tiene el único y 14. Cf. De i Verbtiin, 3 y 4. 15. Catecismo ¡le la Iglesia Católica, n. 516.

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mismo acto de fe: "credere Deum, Deo, in Deum" 1 6 . Con estas formulaciones Sto. Tomás quiere indicar que la fe relaciona inmediatamente al hombre con Dios considerado como Realidad soberana (el misterio de Dios que hay que creer, objeto material o contenido de la fe: credere Deum); como la Razón suprema que lo ilumina (el motivo por el que se cree, objeto formal: credere Deo), y como el Bien perfecto que lo atrae {credere in Deum). Dios es, por tanto, el objeto, el testigo (la razón o el motivo) y el fin de la fe. En cuando objeto y testigo es la inteligencia del ser h u m a n o la que está solicitada para creer. En cuanto fin o bienaventuranza a la que tiende el hombre es la voluntad la que es atraída. Si no posee todas estas características no puede decirse que el acto de fe sea perfecto. No basta con creer que Dios existe y que ha hablado, no basta considerar que Dios es Verdad; es necesario también buscarle con todo el corazón, tender a él con todas las fuerzas, desearle con todo el ser {credere in Deum), acudir a él como al único que puede hacernos felices y en el que se encuentra la meta, el fin, el sentido pleno de la vida humana. Para la perfección de la fe no basta solo la inteligencia, por mucho que la fe apele a ella al ser un acto del conocimiento; se necesita también la voluntad, que al captar que es bueno para ella eso que se le propone para creer, inclina a la inteligencia a que dé su adhesión a los misterios divinos aunque no acabe de comprenderlos con la claridad que la inteligencia desearía. 2. Dios como verdad y las verdades de la fe Para creer es necesario conocer a Dios. Por este motivo, cuando uno desea recibir el sacramento de la fe, el bautismo, se comienza por instruirle en las verdades de la fe para que así pueda conocer a Dios. Aparece así u n a primera paradoja: Dios es la única Verdad (y a Dios como Verdad se dirige la fe, tal 16. Suma de Teología II-II, 2, 2; De Vertíate 14, 7, arg. 7 y ad 7; In Joannis c. 6 lect. 3 n. 7; In Rom. c. 4 lect. \;SuperSem. III d. 23 c. 2 a. 2 qc. 2. Esta fórmula, citada p o r PEDRO LOMBARDO (Lib. Sent. III, d. 23 c. 4), los medievales la atribuyen a San Agustín, aunque así, literalmente, no la utiliza Agustín. El texto m á s cercano de SAN AGUSTÍN es el del Senno de Symbolo I (ML 40, 1190); también Enan. in Ps 77, n. 8 (ML 36, 988); In Joan, tract. 29, 6 (ML 35, 1630); y teniendo como sujeto a Cristo {credere Christum, Christo, in Chrisíum) el Senno 144 c. 2 (ML 38, 788).

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como hemos dicho casi al comienzo de este libro), y, sin embargo, la adhesión a esta Verdad única implica conocer u n a serie de "verdades". Más aún, entre estas verdades parece como si unas se refiriesen más directamente a Dios que otras. Surgen aquí algunas consideraciones que tienen que ver con el objeto material de la fe. De u n a ya hemos tratado anteriormente (en el capítulo 4), a saber, la referente a las mediaciones antropológicas de la fe. Importa insistir en que Dios como Verdad que ilumina la inteligencia es el único objeto de la fe. Y, sin embargo, por parte del creyente, el conocimiento del misterio de Dios se expresa en forma de enunciados, porque es así como nosotros conocemos. Hay una unidad de la fe, pero "si se considera en cuanto está en nuestro conocimiento, entonces se pluraliza por los distintos enunciados" 1 7 . El dogma, bajo la luz de una misma realidad, se enuncia y se desarrolla en fórmulas variadas según épocas y culturas, del mismo modo que se enuncia en proposiciones complejas. Complejidad y pluralidad son notas esenciales del conocimiento de fe porque son notas del conocimiento humano. Ahora bien, estos enunciados están ahí no para que nos quedemos en ellos, sino para que a través de ellos conozcamos y alcancemos la Realidad que en ellos se expresa, una realidad que siempre es mayor que todas sus expresiones. En la fe lo importante no son los dogmas, sino el Dios al que ellos se refieren. Los dogmas son mediaciones de la fe. Mediaciones necesarias, pero mediaciones al cabo. Otra cuestión se refiere al diferente nivel de estas verdades mediadoras de la Verdad: "hay verdades que son objeto de fe por sí mismas; otras, en cambio, lo son no por sí mismas, sino por la relación que guardan con las primeras... Dado que la fe tiene como objeto especial lo que esperamos ver en la patria... pertenece por sí mismo a la fe todo aquello que nos encamina de manera directa a la vida eterna. Tales son la existencia de la Trinidad, la omnipotencia de Dios, el misterio de la Encarnación de Jesús y otras por el estilo... Hay, por el contrario en la Sagrada Escritura verdades que se proponen como algo orientado a manifestar esas verdades" 18 . En las verdades que perte17. TOMÁS DI; AOUINO, De Vertíate, 14, 12, al final.

18. TOMÁS W. AOUINO, Suma de Teología II-II, 1, 6, ad 1; 1, 8; 2, 5; 2, 7.

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necen a la fe "algunas son más necesarias que otras para que el hombre se dirija al fin" 19 . Pudiera relacionarse con esto lo que el Vaticano II dice sobre la existencia de "un orden o jerarquía en las verdades de la doctrina católica, ya que es diverso el enlace de tales verdades con el fundamento de la fe cristiana" 20 . Esto no significa que pueda prescindirse de algunas verdades, sino que es necesario para la fe conocer mejor unos artículos que otros y que no todos los artículos de fe tienen la misma relación con el Misterio de Dios revelado en Jesucristo. A propósito del objeto formal hay que notar los medios humanos por los que Dios garantiza su verdad: los signos de credibilidad y el papel de custodia de la fe que tiene la Iglesia. Ambas cuestiones pertenecen más bien al ámbito de la teología fundamental. Por eso me limito a mencionarlas 2 1 , y a reproducir u n texto de Tomás de Aquino: "los medios por los que nos llega la fe carecen de sospecha: a los profetas y a los apóstoles les creemos porque Dios les dio testimonio haciendo milagros, como dice Me 16,20: confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban; a los sucesores de los apóstoles y de los profetas los creemos en cuanto nos anuncian lo que aquellos dejaron por escrito" 22 . La fe es creíble porque va acompañada de signos, siendo Jesús mismo, su vida y su palabra, el gran signo de credibilidad, al que apuntan los otros signos, entre ellos el de la santidad de la Iglesia. Y la palabra del Magisterio es segura en la medida en que "se extiende tanto cuanto abarca el depósito de la Revelación..., a la cual deben atenerse y conformarse todos" los creyentes 23 .

ramos ver. La visión es la meta, el término, el fin de la fe: "fides habet idem pro obiecto et fine"24. "Ahora vemos en u n espejo, en enigma (= fe). Entonces veremos cara a cara (= lo mismo que vemos ahora en espejo)" (1 Co 13,12). Inspirándose en Heb 11,1 ("la fe es garantía de lo que se espera"), Sto. Tomás define la fe como "una anticipación de la vida eterna" 2 5 . En efecto, si por la fe tenemos un conocimiento del Dios que se revela, no hay que olvidar que "esta es la vida eterna: que te conozcan a ti el único Dios verdadero" (Jn 17,3). Por la fe conocemos parcialmente lo que en el cielo conoceremos plenamente. A propósito del objeto final hay que notar que podría hablarse de fe sin esta orientación 2 6 , pero se trataría de una fe incompleta, una fe que no alcanza su objetivo, u n a fe similar a la de los diablos. Es la problemática que Sto. Tomás plantea sobre la fe no formada y la fe formada por la caridad. El Nuevo Testamento habla de u n a fe inoperante, inerte, estéril, muerta (cf. Stg 2,14-26). En este texto y otros parecidos (1 Co 13,2; Mt 7,21-27) la fe es considerada como pura certeza de la existencia de u n objeto invisible (por ejemplo: Dios existe) sin incluir el compromiso y el don de sí. Esta fe sin amor es un desconocimiento de la Palabra de Dios como creadora y santificadora. Estos textos -sobre todo el de Santiago- serán comentados p o r Padres y teólogos. Constituyen el fundamento bíblico de la "fe no formada". En su significación positiva la fe no formada manifiesta la dimensión intelectual de la fe 27 . La fe no formada no puede considerarse como virtud, no conduce a la vida eterna. Lo que da forma a la fe y hace que alcance su perfección es la caridad (Gal 5,6). La caridad es el fin

3. Fe formada y fe no formada La fe tiene una orientación escatológica. Ya hemos dicho que pertenece a la fe todo aquello que nos encamina de manera directa a la vida eterna. Por la fe creemos lo que un día espe19. TOMÁS DE AQUINO, De Veníate, 14, 11, respuesta al sed contra 1. 20. Unitatis Redintegratio 11. 21. Véase MARTÍN GELABERT, La revelación, acontecimiento con sentido, edit. San Pío X, Madrid, 1995, 190-208 (sobre la credibilidad) y 78-82 (sobre la función del Magisterio). 22. De Veníate 14, 10, ad 11. 23. Lumen Gentium, 25.

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24. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología II-II, 4, 1; cf. 1, 6, a d 1; 2, 5; De Veritate 14, 8, a d 3 . 25. Suma de Teología II-II 4, 1. Tanto sobre el texto de H e b 11,1 como sobre el comentario de Sto. Tomás volveremos m á s adelante. 26. Sto. Tomás h a b l a de u n a fe "tomada e n sentido general, la cual no se ordena a la bienaventuranza esperada" (Suma de Teología II-II, 4, 1). 27.

Cf. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología II-II 4, 3-4; 5,2; CONCILIO VATICANO I,

Constitución Dei Filius, cap. 3. Puesto que ya en capítulos anteriores (cap. 1: "lo envolvente y lo específico"; cap. 2: "la fe como creencia y c o m o c o m p r o m i s o existencial") nos liemos referido a esta doble manera de entender la fe, tanto teológica como antropológicamente, a saber, bien como adhesión intelectual a la verdad bien como entrega de toda la existencia a Dios, nos limitamos a a ñ a d i r algunas consideraciones sobre la forma de la fe.

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al que se ordena la fe 28 y, por tanto, lo que mueve a la fe 29 . La caridad es la meta de toda la vida cristiana y el bien supremo del ser humano. Por la caridad, alcanzamos a Dios como nuestro mejor bien, nuestra suma bienaventuranza. Por la fe alcanzamos a Dios como Verdad, porque la fe es un acto de la inteligencia que adhiere al Dios que se revela. Lo que mueve a la inteligencia a creer es la voluntad, ella misma atraída por el bien. La caridad (el bien) es lo que hace valioso el conocimiento de la fe. La caridad es, pues, lo que atrae, lo que mueve, lo que da sentido a ese conocimiento que es la fe. Por eso, una fe no formada por la caridad, no movida por la caridad y que no desemboca en la caridad, es una fe muerta, en todo caso una fe muy mejorable 30 , una mera adhesión intelectual a verdades que no transforman la existencia. Queda así de manifiesto algo que ya hemos indicado, a saber, que las virtudes teologales son inseparables y se implican mutuamente, si bien cada una comporta algunos aspectos propios y específicos que la distingue de las otras. Fijándose precisamente en lo específico de la fe como acto de la inteligencia, podía afirmar Sto. Tomás que la falta de forma, la falta de caridad, no impide que podamos seguir hablando de fe, ya que lo que la hace tal, lo específico de la fe, es la adhesión a la Verdad. En estos matices aparece esta característica de los escolásticos de buscar las estructuras formales de la fe, lo que la distingue de la esperanza y de la caridad: la fe pertenece per se a la inteligencia, y no esencialmente a la voluntad; es una actitud de la mente y no un estado del alma. De ahí estas afirmaciones de Sto. Tomás: la caridad está fuera de la esencia de la fe; por eso la fe puede permanecer sin la gracia y sin la caridad 3 1 . El Decreto sobre la justificación del concilio de Trento 3 2 se sitúa en esta perspectiva al referirse a la fe. 28. Suma de Teología, II-II, c. 4, a. 3. 29. "Aquello por lo que algo obtiene eficacia de obrar es su forma; pero la fe tiene eficacia de obrar por la caridad" (De Vertíate, c. 14, a.5, sed contra 4). 30. "No debe entenderse que la caridad es forma de la fe como si formara parte de su esencia, sino en cuanto cierta perfección de la fe se consigue por la caridad (De Vertíate, 14, a. 5, ad 1). "Lo que en la fe hay de perfección se debe a la caridad" (De Vertíate, 14, a. 5, ad 3; cf. también ad 7). 31. De Vertíate, 14, 7, sed contra 2 y cuerpo; cf. Suma de Teología, II-II, 4, 4 c, ad 2 y ad 4. 32. En el capítulo 15 se afirma que puede perderse la gracia sin perder la te (DH, 1544), y en el capítulo 7 se afirma: "la fe, si no se le añaden la esperanza y la

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Lutero, por el contrario, y en general la teología moderna, cuando hablan de fe se refieren a lo que los escolásticos llaman fe formada. 4.

LA FE COMO OBRA DEL ESPÍRITU SANTO

Jesús es el camino que conduce al Padre. La presencia de Jesús hoy acontece en el Espíritu. Por Jesús vamos al Padre en el Espíritu. La fe, entendida como encuentro del ser h u m a n o con Dios por medio de Jesucristo, es posible porque Dios toma la iniciativa. Todos los datos bíblicos y tradicionales insisten en este punto: la fe es obra de la gracia, de la acción del Espíritu Santo, que ilumina el corazón del hombre y le invita a creer. Hay un texto del cuarto evangelio que me resulta sugerente para el tema que vamos a desarrollar: "esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él. Porque aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado" (Jn 7,39). "No había Espíritu". Por eso, aún no se creía en Jesús, y había dudas, rupturas, deserciones y abandono por parte de muchos discípulos (Jn 6,60 ss.; 1 Jn 2,19). El Paráclito es enviado a los discípulos para afianzarlos en su fe y permitirles descubrir a Jesús como Señor. Como no había Espíritu, el mensaje de Jesús había chocado contra oídos sordos y corazones endurecidos. Sólo con la presencia del Espíritu podían abrirse los oídos y ablandarse los corazones. El apóstol Pablo lo dice de forma terminante: nadie puede decir "Jesús es el Señor", sino movido por el Espíritu Santo (1 Co 12,3). Porque la fe es obra del Espíritu y éste viene por la glorificación del Hijo. 1. La fe como gracia El reconocimiento de Dios (y esto es la fe) implica la perfecta revelación de Dios a través de Aquel que da testimonio de la verdad (Jn 18,37), pues estando unido a Dios (Jn 10,30) puede caridad, ni une perfectamente con Cristo, ni hace miembro vivo de su cuerpo" (DH, 1531).

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hablar con autoridad (Me 1,22) y veracidad (Jn 8,45; 14,6). Desde este punto de vista la fe es un don de Dios, que se da a conocer al hombre porque quiere darse a conocer, o sea, por pura gracia. Y esto tanto más cuanto lo que Dios da a conocer sobrepasa las capacidades de conocimiento, de deseo y de amor del hombre (cf. 1 Co 2,9). Ahora bien, esta revelación de Dios se realiza mediante la humillación -hasta la c r u z - de Jesucristo. De modo que reconocer a Dios en Jesucristo es el triunfo de la Verdad sobre la simple mirada humana, es descifrar el verdadero sentido, la significación divina que se esconde y se revela en lo humano, en la vida y en la muerte de Jesucristo. De ahí que este Dios, que en Jesús se manifiesta, sólo se revela a una cierta cualidad de la mirada y del oído. Jesús, estando en medio de todos, puede no ser conocido (Jn 1,26). Y la cruz puede pasar por necedad y escándalo (1 Co 1,22 ss). Dios aparece en Jesús como u n Dios oculto porque el hombre no sabe mirar. De estos modos deficientes de ver habla la Escritura. Basta recordar las paradojas de "ver, pero no entender", "mirar, pero no ver" (Mt 13,13), y el oír lento y duro. Y también la parábola del sembrador (Me 4,1-9; Mt 13,1-9; Le 8,4-8): los diferentes suelos en que cae la semilla no se aplican sólo a los distintos tipos de oyentes, sino a cada uno de los oyentes y a los niveles distintos de su propio corazón. Cabe recordar también las repetidas llamadas de atención: "el que tenga oídos para oír, que oiga". Y las duras palabras de Esteban en Hech 7,5152.57 (¡se taparon los oídos!). El hombre se niega a escuchar, porque sólo quiere escucharse a sí mismo, se resiste a que nadie le diga lo que tiene que hacer. El hombre no quiere deberse a nadie. Aspira a ser señor de sí mismo y a convertirse en norma de todas las cosas. Lo mismo sucede con el ver. El hombre quiere verse a sí mismo, lo que él ha realizado. Así descubre su importancia, su prestigio. Esto explica que para que surja la fe no basta con la manifestación de Dios en Jesús. Esta revelación debe ir acompañada del don interior de la gracia, que invita a aceptar la verdad, ilumina la inteligencia y dispone la libertad del ser humano para que acoja a la verdad. Esta acción de la gracia el Nuevo Testamento la atribuye bien al Padre (Mt 11,25; 16,17; Jn 6,44130

46), lo que subraya la trascendencia; o al Espíritu (sobre todo en Jn 14,26; 16,13-15; y en Pablo: Rm 8,15), lo que subraya la intimidad de la acción divina. La fe es una gracia de Dios. Algunas expresiones del Nuevo Testamento (cf. Jn 6,27-39; 6,44; 6,65; 12,39-40; Rm 1,18-3,20; 9,16; 11,34-35), por su fuerza y exclusivismo, pudieran inducir al lector moderno en las perspectivas del determinismo teológico. Esta enseñanza n o debe ser atenuada en su afirmación esencial: en el origen, el desarrollo y la vida de fe, Dios tiene la iniciativa. Ahora bien, esto no significa que Dios fuerce al ser humano, anulando su libertad. La iniciativa divina hay que entenderla como una seducción del corazón. Sto. Tomás hablará de una "inspiración (= instinctus) interior de Dios que invita a creer" 33 . Y San Agustín comenta el texto de Jn 6,44 ("nadie puede venir a mí, si el Padre no lo atrae") en función de la oposición entre voluntas y voluptas (= placer): No vayas a creer que eres atraído contra tu voluntad; el alma es atraída también por el amor... Tal vez nos dirán: "¿Cómo puedo creer libremente si soy atraído?". Y yo les respondo: "Me parece poco decir que somos atraídos libremente; hay que decir que somos atraídos incluso con placer". ¿Qué significa ser atraídos con placer? Sea el Señor tu delicia, y él te dará lo que pide tu corazón. Existe un apetito en el alma al que este pan del cielo le sabe dulcísimo. Por otra parte, si el poeta pudo decir: "Cada cual ve en pos de su apetito", no por necesidad, sino por placer, no por obligación, sino por gusto, ¿no podremos decir nosotros, con mayor razón, que el hombre se siente atraído por Cristo, si sabemos que el deleite del hombre es la verdad, la justicia, la vida sin fin, y todo esto es Cristo?... Muestra una rama verde a una oveja, y verás cómo atraes a la oveja; enséñale nueces a un niño, y verás cómo lo atraes también, y viene corriendo hacia el lugar a donde es atraído; es atraído por el amor, es atraído sin que se violente su cuerpo, es atraído por aquello que desea. Si, pues, estos objetos, que no son más que deleites y aficiones terrenas, atraen, por su simple contemplación, a los que tales cosas aman, porque es cierto que 33. Siiina de Teología 11-11, 2, 9. acl 3. Véase en la edición de la S u m a de Teología de la MAC inainr ele \W() mi ñola "1" a este texto de Sto, Tomás (vol. III, pág. 71).

1 W

"cada cual va en pos de su apetito", ¿no va a atraernos Cristo revelado por el Padre? ¿Qué otra cosa desea nuestra alma con más vehemencia que la verdad? ¿De qué otra cosa el hombre está más hambriento? 34 . 2. Libertad y razón en el acto de fe La insistencia en el papel primordial y eficaz de la acción divina (Ap 3,20) no disminuye en nada la responsabilidad h u m a n a (Mt 7,7-8; Me 11,24; Le 11,9; Jn 14,13; Stg 1,5-6). La atracción de Dios no anula la libertad ni desplaza la acción del hombre. La fe es obra del Espíritu de Dios. Pero es el hombre el que cree, no Dios por él y en su lugar. La fe es u n a respuesta personal, respuesta provocada, pero tal provocación no anula la responsabilidad personal, sino que la despierta. La tradición, al mismo tiempo que afirma que la fe es obra de la gracia, nota también que la fe es libre por naturaleza 3 5 y digna del hombre. Al creer, el hombre responde voluntariamente a Dios. La libertad del acto de fe nos conduce a u n a reflexión, quizás hoy más necesaria que en otras épocas. Pues la libertad supone capacidad y posibilidad de elección. Supone que hay otras opciones posibles, que el creyente conoce y no sigue, porque entiende que la cristiana es la mejor. Los fanatismos religiosos cierran las puertas a otras posibilidades, tratan de impedir su existencia y, de este modo, la fe pierde su libertad. En el fondo, los fanatismos suponen que "las otras posibilidades" son un peligro que hay que evitar, so pena de que sus adeptos les dejen en cuanto conozcan esas otras posibilidades. De este modo el fanatismo muestra su debilidad. La fe cristiana, por el contrario, no tiene miedo a la confrontación, pues confía en la verdad que se impone por sí misma a despecho de todos los obstáculos. La fe cristiana, para mostrar su luminosidad, no necesita del ataque o del desprestigio del otro, porque la oscuridad no desaparece cuando se la critica, sino cuando se la ilumina. Igualmente, si la gracia posibilita y provoca la decisión personal, no anula a la razón, la integra, incitándola a la búsque-

da de la credibilidad de los misterios creídos. Pues si la fe no es fruto de la razón, tampoco es contra ella. La fe supone a la razón como la gracia supone a la persona humana 3 6 . La fe, dice Juan Pablo II, requiere que su objeto sea comprendido con la ayuda de la razón. Ante la fe, la razón del hombre no queda anulada, porque la fe es de algún modo "ejercicio del pensamiento" 3 7 . Para el creyente, fe y razón se necesitan y se potencian. Una fe contra la razón sería inhumana. Lejos de salvar al hombre, le aplastaría. Pero una fe que se limitara a la razón, dejaría al hombre en su limitación. Tampoco le salvaría. La adecuada relación supone "que la fe está por encima de la razón, pero no que en la fe no exista ningún acto de razón, sino que la razón no puede llevarnos a ver lo que propone la fe" 38 . 3. La sobrenaturalidad

Terminamos este capítulo refiriéndonos a un texto de Tomás de Aquino 39 , que ofrece una explicación teológica precisa de por qué la fe es infundida al hombre por Dios y que está en perfecta sintonía con lo que hemos dicho bajo el epígrafe de "la fe como gracia". Para que se dé la fe, dice nuestro autor, se requieren dos condiciones: primera, la proposición de lo que hay que creer, esto es, la predicación del Evangelio. Segunda, el asentimiento del oyente a lo que se le propone. En cuanto a la primera condición es necesario que la fe venga de Dios, porque las verdades de fe exceden la razón humana. En cuanto a la segunda condición, es decir, el asentimiento del creyente a las verdades de fe, se puede considerar doble causa. Una de ellas induce exteriormente, como el milagro presenciado (o sea, los signos de la fe) o la persuasión del hombre que induce a la fe. Pero ninguno de estos motivos es causa suficiente, pues entre quienes ven u n mismo milagro (un mismo signo) y oyen la misma predicación, unos creen y otros no (cf. Rm 10,16-17: si la fe nace de la predicación, no todos obedecen 36.

34. In Joannis 26, 4-6. 35. Dos textos del Vaticano II se expresan con meridiana claridad al respecto: Dei Verhum, 5; y sobre todo Dignitatis Humanae, 10.

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de la fe

Cf. TOMÁS DI; AOUINO, De Veníate 14, 9, a d 8.

37. Fieles el Ratio, nn. 42 y 43. 38.

TOMÁS DI; AOUINO, De Veritaie 14, 2, ad 9.

39. Suma ilc Teología II-II, 6, 1. También: Iu Rom 10,17, lect. 2.

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a la Buena Nueva). Por eso es preciso asignar otra causa interna que, desde dentro, mueva al hombre a asentir a la verdad de fe. Esta causa no puede ser únicamente la libertad (nótese que decimos: "no únicamente", luego también), pues para asentir a las verdades de fe, el hombre es elevado sobre su propia naturaleza. Por eso es necesario que haya en el hombre un principio sobrenatural que le mueve desde dentro, y ese principio es Dios. Por lo tanto, concluye Tomás de Aquino, la fe, para prestar ese asentimiento, que es su acto principal, proviene de Dios, que desde dentro mueve al hombre por la gracia. 5.

CREO "EN" LA IGLESIA

Las dos grandes profesiones de fe más en uso en la Iglesia, el Símbolo de los Apóstoles y el Credo Niceno-Constantinopolitano 4 0 , tienen una evidente estructura trinitaria. En ellos queda muy claro lo que hemos dicho sobre el objeto de la fe: lo que el fiel debe creer y a quién debe adherir sin reservas es el Misterio de Dios, el Dios revelado en Jesús que es confesado como Padre, Hijo y Espíritu Santo. Ahora bien, la profesión de fe, además de nombrar al Padre, al Hijo y al Espíritu, les atribuye algunos hechos o acontecimientos: Del Padre se dice que es creador, del Hijo se dice que nació de María, murió bajo el poder de Poncio Pilato y resucitó al tercer día. Igualmente, tras profesar la fe en el Espíritu, se indican sus obras o manifestaciones: la primera de las obras del Espíritu es "la Santa Iglesia Católica". La Iglesia, por tanto, no es objeto propio y directo de la fe. El objeto de la fe sólo es Dios. La Iglesia es confesada en el Credo, no por sí misma, sino en tanto que relacionada con el Dios Espíritu Santo. 1. Sentido de la fórmula "credo ecclesiam" Los textos latinos de la profesión de fe tienen una particularidad gramatical que distingue la actitud del creyente cuando se refiere a Dios o cuando se refiere a la Iglesia. Se trata de 40. Los textos originales en: DH 30 y 150.

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la preposición "in", que precede siempre la mención de cada uno de los "Tres divinos": Credo in Deum Patrem, in Jesum Christum, in Spiritum Sanctum. Por lo que hemos dicho al tratar del objeto de la fe, ya sabemos que este "in Deum" indica finalidad: el hombre tiende y se orienta hacia Dios con todas sus fuerzas. Ahora bien, cuando se trata de la Iglesia, el Símbolo de los Apóstoles, el niceno-constantinopolitano y la mayoría de las antiguas profesiones de fe dicen: Credo Ecclesiam. La Iglesia no es fin de la fe. Sólo Dios es fin, meta. Sólo él merece la entrega de todo mi ser. Esta diferencia de terminología cuando la fe se refiere a Dios o a la Iglesia ha sido objeto de atención por parte del "Catecismo Romano" (o del Concilio de Trento) que, fiel a una larga tradición, se explica con una claridad que honra a sus redactores: Es necesario creer que existe una Iglesia, una, santa y católica. En lo que se refiere a las Tres Personas de la Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, creemos en ellas de tal forma que en ellas colocamos nuestra fe (= ut in eis fidem nostra collocemus). Pero ahora, cambiando nuestra manera de hablar, profesamos creer la santa y no en la santa Iglesia (= sanctam et non in sanctam Ecclesiam credere profitemur). Así, por esta diferencia de lenguaje, Dios, autor de todas las cosas, se distingue de todas sus criaturas, y aquellos preciosos bienes que ha conferido a la Iglesia, al recibirlos, los referimos a su divina bondad 41 . En esta línea, vale la pena citar un bellísimo pasaje de Alberto Magno: Decimos "la santa Iglesia". Pero todo artículo de fe se funda en la verdad divina y eterna, no sobre la verdad creada, porque toda criatura es vana y carece de verdad firme. Por esto, ese artículo tiene que ser relacionado con la obra propia del Espíritu Santo, es decir, con "Creo en el Espíritu Santo", no sólo en sí mismo, como lo enuncia el artículo anterior, sino que creo en él igualmente en cuanto a su obra propia, la de santificar a la Iglesia42. 41. 1,9,22. Hay u n a edición castellana: Catecismo Romano, traducción, introducciones y notas de Pedro Martín Hernández, BAC, Madrid, 1956, 245-246. 42. De sacrificio Missae, II, c. 9, art. 9. Cf. YVES M.-J. CONGAR, El Espíritu Santo, Herder, Barcelona, 1983, 208.

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Es interesante notar que cuando en algunos textos la expresión "sanctam Ecclesiam" va precedida de un in, los autores y comentadores se cuidan siempre de aclarar que no se le puede atribuir el mismo sentido de finalidad que al in que precede a Deum. Un buen ejemplo puede ser esta cita de Sto. Tomás: Si se dice en la santa Iglesia católica, esto hay que entenderlo en cuanto que nuestra fe hace referencia al Espíritu Santo, que santifica a la Iglesia, de tal forma que el sentido es: Creo en el Espíritu Santo, que santifica a la Iglesia. Es preferible, sin embargo, y corresponde mejor al uso, no poner la palabra en, sino decir simplemente la santa Iglesia católica, como enseña también San León papa. En el fondo, Sto. Tomás da la razón al objetante: "Siendo la Iglesia algo puramente creado, parece impropio decir en la Iglesia ' 43 . En definitiva, queda claro que el artículo del Credo que habla de la Iglesia hay que entenderlo en relación con el Espíritu Santo. Hablando con propiedad en quién creemos es en el Espíritu Santo y en su obra santificadora. La Iglesia forma parte de esta obra santificadora del Espíritu, porque por sí misma es una criatura que necesita ser santificada y purificada, como muy bien reconoce el último Concilio Vaticano 44 . La Iglesia no es objeto de fe tal como lo es Dios. Y cuando decimos esto no se trata solo de una cuestión de matices. Hay un abismo entre Dios y la Iglesia: "Yo no creo en la Iglesia porque no es Dios", decía Bruno de Wurtzbourg 4 5 , dando todo su pleno sentido a la partícula "en". La Iglesia no es Dios: en esto están de acuerdo los Padres de la Iglesia y los teólogos de todas las confesiones cristianas 4 6 . Por esto, las significativas palabras con las que comienza la importante constitución del Vaticano II dedicada al misterio de la Iglesia, se refieren a Cristo: "Cristo es la luz de los pueblos". La Iglesia siempre se refiere a Cristo. Y sólo así encuentra su lugar adecuado y puede actuar en ella el Espíritu. 43. Suma de Teología II-II, 1, 9, ad 5 y arg. 5. 44. Lumen Gentium, 8. 45. "Credo sanctam Eclesiam, sed non in illam credo, quia n o n Deus, sed convocado vel congregado christianorum et d o m u s Dei est" (BRUNO DE WURTZBOURG, In symbolum apostolorum: ML 142, 561 C). 46. Cf. HENRI DE LUBAC, La foichrétienne, Aubier, Paris, 1970, 204-210.

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Una vez que ha quedado claro quién es el objeto único de la fe, hay que indicar también que, en el acto de fe, la Iglesia tiene un papel de primer orden. Creemos en Dios, pero también profesamos que la Iglesia es de Dios y para Dios, y que el mismo Señor es quién garantiza la fidelidad de la Iglesia (Mt 28, 18-20; Le 10,16). En la economía de la fe cristiana, la Iglesia ocupa un lugar de privilegio. Por u n a parte, el sujeto de la fe es la Iglesia: quién cree con toda plenitud y verdad es la Iglesia; la fe tiene una dimensión comunitaria, y tal dimensión es necesaria para que se dé la fe en toda verdad y plenitud. Por otra parte, la Iglesia es quién transmite la fe. Desarrollemos estos dos aspectos. 2. La Iglesia confiesa la fe El Símbolo Apostólico comienza así: "Creo". El NicenoConstantinopolitano, en su original griego, utiliza el plural: "Creemos". En ambos casos se trata de la fe de la Iglesia. "Creo": es la fe de la Iglesia profesada personalmente por cada creyente. "Creemos": es la fe de la Iglesia confesada por los obispos reunidos en Concilio o, más generalmente, por la asamblea litúrgica de los creyentes. "Creo" es también la Iglesia, nuestra Madre, que responde a Dios por su fe y que nos enseña a decir: "creo", "creemos" 47 . La Iglesia es la primera que cree, la primera que por todas partes confiesa al Señor. ¿Quién puede decir "yo creo" con toda verdad? Más arriba hemos indicado que la vida teologal es imperfecta en este mundo. Es imperfecta por la limitación de la vida humana. Pero es también imperfecta por el pecado, la inseguridad y la infidelidad del creyente. ¿Quién puede adherir a Cristo y a Dios sin reserva alguna? En muchos creyentes, al menos algunas verdades de la fe, sólo son confesadas de manera implícita 4 8 y el seguimiento de Cristo se vive en la fragilidad. De ahí que únicamente en el conjunto de la Iglesia, en la medida en que está animada por el Espíritu, se encuentra la fe en su plenitud. Por eso, el Credo no es u n a confesión de creyentes solitarios:

47.

Catecismo de la Iglesia Católica, 167.

48.

Cf. TOMÁS DE AQUINO, De Vertíate 14,

11.

137

"En el Símbolo se hace la confesión de la fe en nombre de toda la Iglesia unida por la fe" 49 . En la Iglesia se encuentra la fe en su plenitud. En este contexto se encuadra el sentido que, antes de San Cipriano, tenía la fórmula "fuera de la Iglesia no hay salvación". En u n primer momento este axioma no se refería a los hombres a los que todavía no ha llegado la revelación, sino a aquellos que deliberada y culpablemente se separaban de la comunidad eclesial, pretendiendo ser cristianos sin referencia a la Iglesia, de manera "privada". Como ya hemos dicho, citando a Barth, la fe privada es u n a falsa fe, una incredulidad escondida. La fe supone una conversión de toda la persona, pero no es nunca un asunto individual, solitario. Si la fe es un acto personal -es la respuesta libre del hombre al Dios que se revela-, no es u n acto aislado. Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo 50 . El análisis de la palabra símbolo puede ayudar a comprender mejor el carácter comunitario de la confesión de fe. La palabra griega symballein significa: juntar, reunir. Una antigua costumbre constituye el trasfondo de la palabra: dos partes adaptables de un anillo, de u n bastón o de u n a tableta servían como signo de reconocimiento para los huéspedes, los mensajeros o los contratantes. El símbolo remite a otro elemento que lo completa y permite el mutuo reconocimiento. Es expresión y medio de unidad 51 . La confesión de fe, llamada símbolo, permite la común confesión del mismo Dios. El símbolo remite siempre al otro. Por eso, cada creyente posee la fe como un símbolo, como una parte incompleta que sólo encuentra su unidad e integridad al unirse a las otras. Para realizar el símbolo, para poder confesar la fe en Dios, hay que hacerlo necesariamente en unión con los otros creyentes, pues mi fe es la fe de la Iglesia 52 .

49. Así responde TOMÁS DE AQUINO ante la dificultad de si n o sería contradictorio que reciten el Símbolo los que tienen u n a fe no formada (Suma de Teología II-II, 1,9, ad 3). 50. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n" 166. 51. En esta línea. Platón, en El banquete, cuenta el interesante mito de los andróginos, del h o m b r e como symbolon de la mujer (o de otro hombre), al que nos hemos referido en un capítulo anterior. 52. Cf. J. RATZINGER, Foiclirétienne hieret aujowd'hui, Mame, París, 1969,49-50.

138

Dado el carácter esencialmente eclesial de la fe, resulta fácil comprender porque el pecador, con u n a fe "no formada", mutilada y hasta "muerta", puede, sin embargo, continuar recitando el Credo sin mentir. Puede hacerlo en la medida en que permanece ligado a la comunidad de los creyentes, en donde reside el Espíritu de la verdad; puede, en la medida en que sigue siendo u n heredero, u n miembro (malo) de la Iglesia y, por eso, puede tomar como prestada la voz de la Iglesia entera: "Quién teniendo u n a fe informe, recita el símbolo, no lo mutila, puesto que lo dice in persona Ecclesiae"53. Dígase lo mismo de la doctrina de la fe implícita, a propósito del bautismo de los niños: se les recibe en nombre de la Iglesia y se les comunica la fe de la Iglesia 54 . 3. La Iglesia transmite la fe Nuestra fe no es fe en la Iglesia, pero sí es la fe de la Iglesia. No sólo eso: la fe se recibe por medio de la Iglesia. De modo que si la Iglesia no es ni puede pretender ser autora de salvación, sí que es y quiere ser Madre que nutre a sus hijos de su fe vivificadora: "Creemos en la Iglesia como la madre de nuestro nuevo nacimiento, y no en la Iglesia como si ella fuese el autor de nuestra salvación", escribió Fausto de Riez 55 . Es la Santa Madre Iglesia. El carácter eclesial de la fe queda explícitamente marcado en el primitivo diálogo que ha dado origen a nuestra actual formulación del Credo y que todavía conservan los ritos actuales del bautismo. El catecúmeno que deseaba recibir el sacramento del bautismo, era interrogado tres veces p o r el obispo con tres preguntas de clara intención trinitaria: "¿Crees en Dios Padre?, y ¿en Jesucristo, su Hijo?, y ¿en el Espíritu Santo, en la Santa Iglesia?". Estas últimas palabras, "en la Santa Iglesia" no se refieren solamente al Espíritu (no se pregunta: ¿crees en el Espíritu Santo que está, que reside en la Iglesia?), sino al conjunto del símbolo. No constituyen u n artículo suplementario, 53. 54.

TOMÁS DE AQUINO, In III Sent. dist. 25 q. 1 a. 2 a d 4. Cf. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología III, 68, 9; 69, 8; 7 1 , 1, a d 3.

55. De Spiritu Sancto Iglesia Católica, n" 109.

1, 2: CSEL 2 1 , 104. Este texto lo cita el Catecismo de la

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sino que se refieren al "sujeto" que transmite la fe y al "ambiente" donde se da el conjunto de la fe. A las tres preguntas de "crees en", el catecúmeno respondía: "creo". La fe es u n a oferta, que pide u n a respuesta. No es resultado de elucubraciones solitarias, sino fruto de u n diálogo, expresión de u n a escucha, de la acogida de u n dato previo. "La fe nace de la predicación" (Rm 10,17), se presenta al hombre desde fuera, no es una reflexión personal, sino u n a palabra que me interpela y me compromete. Es algo que me ofrecen, no para que lo adapte a mi gusto, sino para que lo acoja tal como se me ofrece. Y quién anuncia y ofrece la fe es la Iglesia. Del mismo modo que nadie se ha dado la vida a sí mismo, nadie se ha dado la fe a sí mismo. Dios se ha revelado a u n pueblo, no a individuos solitarios. Este pueblo ha sido destinado a confesar, a dar testimonio de las maravillas de Dios. La Palabra de Dios sigue viva en este pueblo, que es la Iglesia. Allí nace la fe, se desarrolla y se profundiza. El alma cristiana es u n "alma eclesiástica" (Orígenes). Cada creyente es como u n eslabón que h a recibido la fe de otros y debe trasmitirla a otros. Yo no puedo creer sin estar sostenido por la fe de los otros y sin contribuir por mi fe a sostener la fe de los otros 5 6 . Todos los creyentes, con su fe personal y común, constituyen la Iglesia, Templo de Dios. Y así puede exclamar Pablo en Ef 3,21: "A Dios sea la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones y por todos los tiempos". 4. María, tipo de la Iglesia en la fe Como apéndice de este capítulo, nos parece oportuno referirnos a María como la gran figura de la fe: "feliz la que h a creído" (Le 1,45). Ella es la que sin comprender (Le 2,50), acoge y guarda la Palabra (Le 2,19.51). Y también es la que transmite la Palabra y engendra hijos a la fe. Por todo ello María puede ser calificada, siguiendo al Concilio Vaticano II, de "tipo de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la

56. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n" 166.

140

unión perfecta con Cristo" 57 . Ella es la oyente de la Palabra y la peregrina de la fe 58 . A través de los acontecimientos de su historia, María vive en plenitud la última bienaventuranza de Jesús: "Dichosos los que creen sin haber visto" (Jn 20,29). Este creer sin haber visto contrasta con el tipo judío de creer, que pide y necesita signos (cf. 1 Co 1,22). Recordemos dos acontecimientos de la vida de María en los que la palabra de Jn 20,29 aparece perfectamente encarnada. El primero es el momento de la Anunciación (Le 1,26-38). Dejando aparte aspectos muy importantes de este texto, nos detenemos en el que aquí ahora importa: ante la sorpresa de María, que no acaba de comprender el anuncio que se le hace, y que además encuentra una serie de dificultades para que se lleve a cabo, el mensajero celestial le ofrece u n signo de que para Dios nada hay imposible: "Isabel, tu pariente, ha concebido u n hijo en la vejez" (Le 1,36). La reacción de María es la de creer antes de ver el signo (antes de comprobar el embarazo de Isabel), respondiendo con fe: "he aquí la esclava del Señor; hágase en m í según tu palabra" (Le 1,38). El segundo episodio ocurrió en una boda en Cana de Galilea (Jn 2,1-12), en la que también estaba Jesús. Ante la falta de vino, María se dirige a su hijo pidiendo u n signo, u n a señal de que él es el Mesías: "No les queda vino". Todo profeta debía probar la autenticidad de su misión por medio de "señales", de prodigios realizados en nombre de Dios: "¿qué señal haces para que viéndola creamos en ti?" (Jn 6,30). María, como todo judío, esperaba un Mesías que cual nuevo Moisés, renovase los milagros del Éxodo. Si Jesús es este Mesías tiene que realizar los signos milagrosos esperados (cf. Jn 2,18). Ahora, piensa María, se presenta u n a buena ocasión de realizar u n signo mesiánico. En su respuesta, Jesús indica a María que no hay más signo que la "hora", o sea, la cruz, esta cruz que manifiesta la gloria de Dios, escándalo para los judíos (y María era judía) y tontería para la gente inteligente, pero para los llamados fuerza de 57. Lumen Gentium, 63. También LG 53: "tipo y ejemplar acabadísimo de la Iglesia en la fe y en la caridad". 58. Cf. Lumen Gentium, 58. En María la fe encuentra una realización perfecta (JUAN PAULO II, Redemptoñs Mater, 13).

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Dios y sabiduría de Dios (1 Co 1,22-25). Jesús pretende que María pase de una fe judaizante a una fe cristiana, en una palabra, pretende que se convierta a la obediencia de la fe, que cree sin ver signos. Jesús quiere que María se aleje de una fe demasiado humana, demasiado dependiente del milagro, para que entre en el terreno de la fe que no necesita de ningún milagro (cf. Jn 20,29). Jesús quiere que María se eleve al plano de la fe, que ve, a través de los signos o sin ellos, la gloria del hijo de Dios; Jesús quiere que María acepte la palabra de Dios y la acepte incondicionalmente. La prueba de que María ha dado el paso de la fe, el paso al que Jesús la invita, la tenemos en sus palabras a los sirvientes: "Haced lo que él os diga". Ya no pide signo, cree y obedece antes de verlo, confía totalmente en Jesús y en su Palabra; y así nos muestra que lo importante no es el milagro, sino la aceptación total de la voluntad de Dios, sea cual sea. María ya no insiste ante su hijo, se dirige a los sirvientes y les invita a creer y a obedecer, sea cual sea la palabra, la actitud y la voluntad de Jesús. Así transmite su fe a los sirvientes y se convierte en figura de la maternidad de la Iglesia que engendra nuevos hijos a la fe.

7

A la búsqueda de u n a definición de la fe

Nuestra teología de la fe cristiana termina con algunas descripciones que a lo largo de la historia de la teología se han dado de la fe cristiana. Ellas expresan la comprensión que la Iglesia se hace de lo que es para ella la fe y nos ayudan a nosotros a comprendernos mejor como creyentes. Comenzamos con un texto bíblico que ha sido punto de referencia constante de la reflexión teológica y eclesial posterior.

1.

DEFINICIÓN DE LA FE SEGÚN H E B .

11,1

Heb 11,1 es para Sto. Tomás la más fecunda de las definiciones de la fe. Nuestro autor califica Heb 11,1 como completissima fidei definido1. Y lo demuestra encontrando en este texto todos los elementos esenciales de la noción de la fe, "aunque las palabras no se pongan en forma de definición"; además Sto. Tomás está convencido de que "todas las demás definiciones son explicaciones de esta que da el Apóstol". La posición de Sto. Tomás, fundada en un análisis doctrinal, viene confirmada por la historia de las doctrinas. En efecto, toda la reflexión sobre la fe, d e s d e Clemente de Alejandría hasta los maestros medievales, t o m a como punto de partida este texto de la epístola a los hebreos. En Heb 11,1 confluyen motivos temáticos semíticos y griegos, lo que se traduce en una síntesis feliz de la concepción de la fe como firme seguridad del hombre que se entrega a Dios 1. De Vcrilale 14, 2; Sttma de Teología II-II 4, 1.

142

143

(concepción de profundas raíces veterotestamentarias); y de la fe como conocimiento (Heb 5,11-6,1), que se abre a la contemplación del m u n d o invisible (Heb 2,5), lo que caracteriza a las tendencias de las élites griegas y helenas cultas. El texto no proporciona una síntesis de todos los elementos que entran a formar parte de la fe, sino sólo aquellos que son decisivos para la comunidad perseguida a la que se dirige 2 : la garantía de lo que se espera y la prueba convincente de las realidades que no se ven. Las dos palabras clave de la definición son hypostasis y elenkos. \.SL fe es hypostasis de las cosas celestes -de los epourania-, en cuanto que son futuras; y es también elenkos de estas mismas cosas celestes, en cuanto que son invisibles. Lo futuro es algo que está garantizado y preparado junto a Dios desde toda la eternidad. Creer en la ciudad escatológica de Dios es, por tanto, una hypostasis y un ¿Lenchos. Hypostasis significa lo que está oculto debajo de algo y le sirve de soporte y apoyo. De ahí el significado de fundamento, prenda, garantía, y también derecho de propiedad, documento de compraventa, etc. En otras palabras: lo que objetivamente confiere seguridad a otra cosa; por ejemplo, algo en virtud de lo cual se pueden reivindicar unos bienes que no son directamente "visibles" o no están a disposición. Puede significar también el aspecto subjetivo de esa seguridad: estar convencido de algo o confiar en algo (cf. Heb 3,14). Hypostasis tiene, pues u n significado objetivo y otro subjetivo. El convencimiento o seguridad subjetivos descansan sobre una base objetiva. La solidez de la base explica (eso es lo que quiere poner de relieve Heb 11,1) la firme confianza subjetiva que estos creyentes demuestran. Elenkos designa la prueba que asegura la certeza intelectual. En lo que concierne a lo esperado, a lo que está por venir, la fe es hypostasis. En lo que concierne a estas mismas realidades, 2. La epístola a los Hebreos se presenta como un "discurso de exhortación" (Heb 13,22), para u n tiempo de crisis, como es el final de la época apostólica. El gran pecado que amenaza (Heb 1 2 , l ) e s l a a p o s t a s í a ( H e b 3 , 1 2 ; 12,25), la infidelidad (3,12). Tal es el contexto de esta "exhortación" profética y de la definición de la fe que nos da, cuya finalidad es la de dar esperanza a los cristianos, y que podríamos p o n e r en paralelo con la noción de fe-victoria en J u a n (1 Jn 5,4-6), y con otros textos que en las perspectivas de la crisis tienden a exaltar y purificar la esperanza cristiana (Rm 8,23-25; 2 Co 5,5-7; 2 Pe 3,3-18).

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todavía invisibles, es un argumento decisivo, una razón segura de su verdad indefectible, pues la fe se apoya en Dios, el cual no puede mentir (Heb 6,18) y es fiel a lo que promete (Heb 10,23). Hypostasis relaciona la definición con la concepción bíblica de la fe, mientras que elenkos la abre al intelectualismo griego. Por ello "la fe es garantía (anticipo) de lo que se espera; la prueba de lo que no se ve" (Heb 11,1). La fe confiere sustancia a la esperanza, y por tal motivo el futuro, a pesar de las decepciones sufridas, no es para el creyente incierto y angustioso. La fe es la matriz que sostiene la esperanza; evita que la esperanza sea una fantasía. La fe está firmemente fundamentada y el creyente se apoya en ese fundamento. Por eso, la fe es la fuerza del Pueblo de Dios que marcha a través de la historia de la salvación, su luz en la oscuridad en medio de tantos acontecimientos difíciles o de los misterios propuestos. La carta a los Hebreos quiere mostrar asimismo que la fe trasciende lo que se percibe exteriormente y se palpa con las manos, aquello de lo que se puede disponer. Por eso, los creyentes suelen ser objeto del escarnio de la gente que se apoya tan sólo en datos empíricamente verificables; son perseguidos y maltratados, "tipos utópicos" de los que se ríe la gente, como ocurrió con Noé, el cual, bajo un cielo sereno, construía un arca para salvarse (11,7). Enumerando una serie de figuras del pasado, entre las que destaca Abrahán, la carta a los Hebreos quiere poner de manifiesto este aspecto: para ellos lo prometido era más real que la tierra misma en que tenían que vivir. Por eso se afirma de estos hombres: "el mundo no se los merecía" (11,38). Eran hombres del nuevo eón, del m u n d o futuro 3 .

2.

DEFINICIÓN DE LA FE COMO VIRTUD SEGÚN STO. TOMÁS

El texto de Heb 11,1 ha sido un desafío constante para la reflexión cristiana. Ya Clemente de Alejandría sustituye el término hypostasis por prolepsis (= anticipación voluntaria) en el comentario que hace del texto bíblico en su segundo libro de los Estromatas, tratando de acreditar en los medios cultos de su 3. Para este análisis doctrinal nos h e m o s servido de E. SCHILLEBEECKX, Cristo y los crisliíinos, Cristiandad, Madrid, 1983, 271-272.

145

tiempo esta visión cristiana de la fe. Al no poder aquí hacer u n recorrido por la historia de la teología, vamos a limitarnos a algunos momentos de la misma que creemos tienen mayor interés para el lector moderno. Empezamos por la definición de la fe como virtud que ofrece Tomás de Aquino a partir de Heb 11,1, en su versión latina, que es la que él recibe: "fides est substantia sperandarum rerum, argumentum non apparentium" 4 . Al tratar del acto de fe, Tomás lo describe como un conocer por una moción voluntaria. La fe es un acto de la inteligencia (puesto que su objeto es la Verdad, Dios como Verdad), movida por la voluntad (que inclina a la inteligencia a creer aquello que la inteligencia no ve claro, puesto que se trata de un misterio; y la inclina porque la voluntad siempre busca el bien y, a partir de las promesas de Dios, se convence de que el objeto de la fe es el bien que puede hacer al hombre bienaventurado). Este doble aspecto, intelectual y voluntario, lo encontramos en la definición de la virtud de la fe, inspirada en Heb 11,1, que ofrece Tomás de Aquino. La primera parte del famoso texto bíblico (fides est substantia sperandarum rerum) destaca la relación de la fe con el bien por medio de la voluntad. "Las cosas esperadas" por la voluntad son el bien. Y de esto esperado tenemos ya, por la fe, la "sustancia". ¿De qué manera tenemos ya la sustancia de lo esperado? Porque los bienes prometidos y esperados "subsisten en nosotros" en virtud del deseo que suscitan, ya que el hombre apetece el Bien. Este deseo -appetitus quídam boni repromissi5- se despierta, aparece en el hombre como fruto de la eficacia de la Palabra, de la Promesa, de la predicación del Evangelio, que concretiza el íntimo deseo del hombre por el Bien absoluto. La realidad y el dinamismo del amor deseado, el Bien, constituyen la sustancia, que Tomás traduce y explica teológicamente como una "inchoatio vitae aeternae in nobis", una inocación (= iniciación, anticipación, preexistencia) de la vida eterna en nosotros. La fe se encamina a la visión, anticipa la vida eterna. Esta relación de la fe con la vida eterna explica

la necesidad de la primera virtud teologal como u n a exigencia interna del destino del hombre y no como u n a imposición exterior, una simple ley positiva de Dios. La segunda parte de Heb 11,1 {argumentum non apparentium) relaciona la fe con la Verdad, objeto de la inteligencia. En efecto, el deseo del Bien no es todavía la fe. Pues la fe se encuentra formalmente en el conocer, al ser un acto de la inteligencia. El deseo del Bien es la fuente de la fe, lo que dispone al hombre a asentir a la Verdad divina. Así se establece la afinidad radical del hombre con el contenido del mensaje divino, de modo que el hombre aparece dispuesto a reconocer este mensaje como palabra divina que se dirige a él aquí y ahora, de manera efectiva. La fe inaugura el conocimiento perfecto de Dios, en el que consiste la vida eterna: "La vida eterna consiste en el pleno conocimiento de Dios (Jn 17,3). Por tanto, conviene que haya en nosotros una incoación de ese conocimiento sobrenatural, lo cual nos ofrece la fe por la luz infusa que supera el conocimiento natural" 6 .

4. Ya In Sent. III, 23, 2, 1, Tomás comentó el texto. En De Vertíate 14,2 se encuentra el análisis más completo y minucioso. En Suma de Teología II-II, 4, 1, tenemos la definitiva reflexión de Tomás, aunque más condensada que en De Vertíate. 5. De Veníate 14, 2, ad 10.

6. De Veritate 14, 2. 7. Tal como se encuentra en Suma de Teología II-II, 4, 1: "Fides est habitas mentís, qua inchoatur vita aeterna in nobis, faciens intellectum assentire non apparentibus".

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Con estas observaciones se debería estar en condiciones de entender la definición de la fe según Sto. Tomás 7 : "la fe es un hábito de la mente (= una disposición permanente de la inteligencia) por el que se inicia (= se produce u n a incoación, una anticipación) en nosotros la vida eterna, haciendo asentir al entendimiento a cosas que no ve". ¿Sería muy atrevido por mi parte ofrecer mi propia definición inspirada en Tomás de Aquino? La fe es la adhesión intelectual y libre a la Verdad Primera, que se manifiesta al hombre como Palabra de Dios digna de todo crédito y como promesa divina capaz de satisfacer a la existencia y al destino humanos. Esta manifestación es posible gracias a la luz divina y a la acción íntima de Dios que a c o m p a ñ a n y corroboran el anuncio del Evangelio, iluminan la inteligencia del hombre y le inclinan a creer.

147

3.

DEFINICIÓN DE LA FE SEGÚN EL CONCILIO DE TRENTO

1. Definición de la fe católica en un contexto

polémico

El pensamiento del Concilio de Trento está condicionado por la polémica con Lutero. Y en este tema de la fe hay un contraste entre la posición del Reformador y los documentos del Concilio, que está en la base de muchos malentendidos. En efecto, es claro que no estamos ante el mismo concepto de fe cuando Martín Lutero dice que estamos salvados por la sola fe y el Concilio de Trento dice que la fe, si no se le añaden la esperanza y la caridad, no une perfectamente con Cristo. En el primer caso, la fe implica la totalidad del don de Dios y la respuestaconversión del hombre. Puestos a emplear la terminología que ya conocemos, se trata de una fe formada. En el segundo caso, esta fe que necesita para ser salvífica de la esperanza y de la caridad, es una fe no formada, limitada al aspecto intelectual del tener por verdadero. Es claro que, supuesto el concepto tridentino de fe, tampoco Lutero hubiera dicho que la sola fe nos salva. Pero el Reformador define la fe como totalidad, como compromiso de la persona que responde al don total de Dios. A modo de ejemplo, y a falta de un estudio más detenido, ofrecemos un texto de Martín Lutero sobre la fe, que está tomado de su introducción a la lectura de la carta a los Romanos de 1522: La fe es una obra divina en nosotros, que nos transforma y nos hace renacer de Dios (Jn 1,12). Mata al hombre viejo y nos transforma en un ser totalmente nuevo, en el corazón, en el valor, en los sentidos y en todas nuestras fuerzas. Ella aporta al Espíritu Santo. ¡La fe es cosa viva, creadora, activa y poderosa! Es impensable que esté sin hacer el bien continuamente. No pregunta si hay que hacer buenas obras, pues las ha hecho antes de que la pregunta se plantee. Está siempre en acción. El que no hace obras de esta manera es un hombre sin fe... La fe es una confianza viva en la gracia de Dios, un abandono total, una certeza capaz de resistir mil muertes. Tal confianza, tal percepción de la gracia de Dios, nos hace alegres, valientes, ardientes, frente a Dios y a todas las criaturas. Esto es lo que el Espíritu Santo realiza en la fe. Cada uno hace el bien sin sen148

tirse forzado, deliberadamente, con gusto, se coloca al servicio de todos y soporta todo por amor a Dios y a su alabanza, por Dios que se ha mostrado tan bueno con él. Es tan imposible separar la fe de la obra como el fuego de la luz... La justicia es una fe así. Se llama "justicia de Dios" porque es la justicia que vale delante de Dios, que Dios nos la da y nos la cuenta como justicia a causa de Cristo, nuestro Mediador, y porque hace que el hombre dé a cada uno lo que le debe. Por la fe el hombre deja de ser pecador y encuentra gusto en los mandamientos de Dios. Da así a Dios toda la gloria y paga su deuda hacia él. Pero también sirve a su prójimo libremente... Tal justicia no puede ser obra de nuestra naturaleza, de nuestra voluntad libre o de nuestras propias fuerzas. Nadie puede darse la fe y menos aún salir por sí mismo de la incredulidad8. 2. La fe definida parcialmente como una disposición para la justificación La enseñanza del Concilio de Trento sobre la fe se encuentra en el Decreto de la justificación (13 de enero 1547). En él se trata de exponer la verdad católica sobre la justificación en función del realismo objetivo de la obra de la salvación. El decreto distingue varios momentos en el proceso de la salvación: 1) antes de que el hombre dé un solo paso, Dios p o r su amor nos ha salvado en Cristo; 2) antes de que el hombre se decida, la salvación está ya operante en la comunidad eclesial, que la propone por medio de la predicación y la actualiza por los sacramentos; 3) finalmente viene el momento subjetivo: el hombre se vuelve hacia Dios bajo la acción de la gracia; el primer movimiento de esta conversión es la fe, entendida como creencia. Esta es la descripción de las disposiciones para la justificación, entre las que se encuentra la noción de fe: Los hombres "se disponen para la justicia (= para la santidad) al tiempo que, excitados y ayudados por la divina gracia (la gracia que previene y coopera),

8. El texto completo de la Introducción a la lectura de la c a r t a a los Romanos de 1522 se puede encontrar en DANIEL OLIVIER, La foi de Luther, Beauchesne, París, 1978, 115-132. El fragmento citado en pp. 120-121.

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- concibiendo la fe por el oído (la predicación está en el origen de la fe), - se mueven libremente hacia Dios (la conversión, que comprende varias etapas, la primera de las cuales es la fe), - creyendo que es verdad lo que ha sido divinamente revelado y prometido y, en primer lugar, que Dios, por medio de su gracia, justifica al impío" 9 . Hay tres aspectos en esta definición que merecen destacarse: 1) La fe es entendida como una creencia objetiva: "creer que es verdad lo que ha sido revelado...". De esta forma, la fe es definida como una actitud diferente y primera de la vida cristiana. Pero esta actitud primera resultará insuficiente para la justificación. De ahí que el Concilio precisa que, esta fe como creencia, para hacer miembro vivo del cuerpo de Cristo, necesita además de la esperanza y de la caridad 10 . 2) Esta creencia es un momento de un movimiento general de conversión: el hombre se mueve libremente hacia Dios. 3) Esta definición, con todo, integra la dimensión soteriológica en el objeto de la fe 11 , las promesas divinas. Se mantiene así la unidad dinámica de todo el proceso de la conversión-justificación, al indicar que el objeto de la fe comprende "lo revelado y prometido", la Palabra y la Promesa. De ahí que esta Promesa y la esperanza que suscita sea el fundamento de la confianza: "confiando que Dios ha de serles propicio por causa de Cristo" 12 . Esta comprensión de la fe debe poder integrarse en u n contexto más amplio y menos polémico Es un posible modelo que no agota todo lo que puede decirse de la fe y que, como todo modelo, está condicionado por la relatividad del lenguaje, de las mentalidades y de las culturas. Importa, pues, proseguir nuestra búsqueda de nuevos modelos de definición de la fe.

9. 10. 11. tantes. 12.

150

DH1526. DH1531. Cabría decir que, en cierto modo, trata de integrar las posiciones protesDH 1526.

4.

DEFINICIÓN DE LA FE SEGÚN EL CONCILIO VATICANO I

El Concilio Vaticano I tiene u n a decisiva importancia histórica y doctrinal para nuestro estudio, pues por primera vez en la historia, el Magisterio eclesiástico tomó como tema de su exposición la doctrina teológica de la fe. Ahora bien, en la definición conciliar encontramos más claramente que nunca la tensión entre el doble elemento de la fe que ya hemos notado, a saber: la fe considerada como pudiendo designar la totalidad de la vida cristiana, y la caracterización de la fe por u n o de sus elementos esenciales. En efecto, el Vaticano I define la fe como creencia y destaca la dimensión intelectual de la fe, aceptando así el desafío de los teólogos racionalistas de la época, a los que trata de responder y condenar. Después de haberse ocupado de la revelación, el Concilio se ocupa de la fe, en el capítulo tercero de la Constitución dogmática sobre la fe católica (24 de abril de 1870). Los Padres, al mismo tiempo que rechazan el racionalismo, entran en su problemática, pues la fe es definida en sus elementos intelectuales y confrontada con la razón (el capítulo 4 o de la constitución se titula precisamente: "la fe y la razón"). 1. Fundamento

de la fe

De lo primero que trata el Vaticano I en el capítulo 3.° de la constitución Dei Filius es del fundamento de la fe: "Dependiendo el hombre totalmente de Dios como de su creador y señor, y estando la razón h u m a n a enteramente sujeta a la Verdad increada; cuando Dios revela, estamos obligados a prestarle por la fe plena obediencia de entendimiento y de voluntad". Esta enseñanza queda confirmada en el canon primero de este capítulo 3 o : "Si alguno dijere que la razón h u m a n a es de tal modo independiente que no puede serle imperada la fe por Dios, sea anatema" 1 3 . Hay que reconocer que el Vaticano I acepta la perspectiva apologética y habla con el lenguaje de la época, cuyos errores quiere corregir. Esta es una de las funciones de la teología, fun13. DII 3008 y 3031.

151

ción ad extra, de diálogo con los que la atacan o se le oponen. El Vaticano II, lo veremos enseguida, abordará los temas de la revelación y de la fe a la luz de una teología ad intra, buscando una comprensión más serena de las cuestiones. La obligación de la fe, según el primero de los concilios vaticanos, no encuentra su fundamento en el hecho de que ella es la realización de lo mejor y más íntimo del ser h u m a n o según los deseos más profundos de Dios, una inchoatio vitae aeternae, según el lenguaje de Sto. Tomás, o la "sustancia de las cosas que se esperan", según la epístola a los Hebreos. Esta dimensión de la teología ad intra queda afirmada en el siguiente párrafo del texto comentado, que es una cita del Concilio de Trento: "esta fe es el principio de la h u m a n a salvación", y se encuentra más desarrollada en el párrafo consagrado a la necesidad de abrazar y conservar la fe 14 . El Vaticano I, por tanto, se sitúa en la perspectiva más profunda de las nociones tradicionales, pero no insiste en ello. Su perspectiva está influencia por la época y por la historia. Su punto de vista es parcial, y posiblemente, era inevitable. 2. Definición de la fe Con gran precisión teológica dice el Vaticano I: la fe "es una virtud sobrenatural por la que, con inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos ser verdadero lo que por Él ha sido revelado, no por la intrínseca verdad de las cosas, percibida por la luz natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que revela, el cual no puede ni engañarse ni engañarnos" 1 5 . Conviene notar dos cosas sobre esta definición: 1) La base para su afirmación el Concilio la encuentra en Heb 11,1, texto citado en su integridad, pero en realidad la razón de citarlo está en lo que dice en su segunda parte: "argumento de lo que no aparece", que era la única citada en la primera redacción; la primera parte fue añadida para no truncar el texto 16 . 2) Según la definición, el objeto de la fe es "lo que ha sido revelado por

14. 15. 16.

152

DH3012. DH3008. Cf. R. AUBERT, Le probléme de Vacíe de foi, Louvain, 1945, 164.

Dios". A propósito de este objeto el Concilio precisa un poco más adelante: "deben creerse con fe divina y católica todas aquellas cosas (ea omnia credenda sunt) que se contienen en la palabra de Dios escrita o tradicional, y son propuestas por la Iglesia para ser creídas" 17 . El Concilio insiste en "el contenido de las afirmaciones reveladas expresado en fórmulas y deja en u n segundo plano - a u n que sin olvidarlo enteramente- el encuentro personal entre el Dios que llama y el hombre llamado" 1 8 . Más todavía: Vaticano I expone la fe de la Iglesia tomando la mayoría de los elementos de la descripción del acto de fe dados en el Concilio de Trento. Pero no todos, pues según Trento el objeto de la fe son aquellas cosas que revelata et promissa sunt. La perspectiva del Vaticano I es más limitada que la del anterior concilio. Esta definición contiene todo lo que será desarrollado en la secciones siguientes: el fundamento racional de la fe en virtud de los "signos" (con lo que se pretende condenar a los que rechazaban las señales externas de la revelación, admitiendo solamente una inspiración interna o privada que mueve a la fe 19 ); el carácter gratuito, salvador y libre de la fe, incluso cuando no está animada por la caridad; su objeto: los dogmas. El capítulo 4.° de la constitución compara la fe con las otras modalidades del conocimiento que son la razón y la ciencia. "La Iglesia se ha pronunciado en el Concilio Vaticano I de forma verdaderamente universal y válida sobre su m o d o de entender la fe. Y, con todo, estas afirmaciones del Concilio no pueden ser un punto final, como si ya no hubiera razón para desarrollar nuevas perspectivas en los tiempos nuevos, o como si no se pudiera intentar acentuar de otra manera la intelección de la fe consignada en la Escritura o procurar u n a intelección más exacta de la misma" 2 0 . La declaración del Vaticano I no puede ser u n a conclusión definitiva porque es incompleta. La contribución positiva del Concilio es la de considerar la fe como conocimiento. Pero incluso aquí el acento está puesto en las 17. 18. la fe", en 19. 20.

DH3011. JOSEF TRÜSTSCH, "Síntesis de u n a historia de los dogmas y de la teología de Mysterium Saltáis, Cristiandad, Madrid, 1969,1/2, 913. Véase el canon 3" De fide: DH 3033. Josi-r TRÜSTSCH, O.C. en nota 18, p. 912.

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verdades reveladas, en los dogmas (en plural), mientras que la adhesión a la Ventas Prima de los escolásticos, a la Verdad increada, a Dios mismo -que es primordial- queda en segundo plano. De ahí que un concilio, como el Vaticano II, que completase al primero, fuera una verdadera necesidad para la Iglesia.

5.

con Rm 1,5; 2 Cor 10,5 s). Por la fe el hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece "el homenaje total de su entendimiento y voluntad" (Concilio Vat. I, Constitución "Dei Filius", cap. 3), asintiendo libremente a lo que Dios revela. Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede "a todos gusto en aceptar y creer la verdad" (Concilio II de Orange, can. 7; Concilio Vat. I, Constitución "Dei Filius", cap. 3). Para que el hombre pueda comprender cada vez más profundamente la revelación, el Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe con sus dones 22 .

ORIGINALIDAD DEL VATICANO II EN LA CONCEPCIÓN DE LA FE

La aportación del Vaticano II no puede entenderse como un hecho aislado, fuera de su contexto anterior y contemporáneo, pero tampoco aislado de su contexto posterior, o sea, de las repercusiones que ha tenido la doctrina conciliar. Los concilios de Trento y del Vaticano I se situaban en un contexto polémico. Vaticano II nace como una exigencia positiva de la vida de la Iglesia y en él convergen una serie de movimientos de renovación (ecuménico, bíblico, patrístico, litúrgico, etc.) que dan un nuevo rostro y un dinamismo evangélico a la Iglesia, así como una serie de búsquedas teológicas que han contribuido decisivamente a la renovación actual de la teología y, en concreto, a la renovación de la teología de la fe. Aquí no podemos detenernos en toda esta interesante historia y nos limitamos a ofrecer y comentar la definición explícita de la fe propuesta por el Vaticano II. Vaticano II trata de superar las perspectivas polémicas de anteriores concilios para exponer de forma positiva y total el mensaje evangélico. Esta opción fundamental permite afirmar a los Padres que siguen "las huellas de los Concilios Tridentino y Vaticano I" 21 , y muchas veces copian literalmente sus frases. Sin embargo, estos concilios son completados y sus enseñanzas reciben una nueva perspectiva, de tal forma que la noción de la fe queda renovada desde el punto de vista objetivo (el contenido) y subjetivo (la actividad de la fe en sí misma). Esta es la definición de la fe que se encuentra en el número 5 de la constitución Dei Verbum: Cuando Dios revela, el hombre tiene que someterse en la fe (= Deo revelanti praestanda est oboeditio fidei) (cf. Rm 16,16; comp. 21. Dei Verbum 1; DH 4201.

154

Vaticano II empieza con la misma perspectiva que el Vat. I al hablar de la "obediencia de la fe"; así mismo en ambos Concilios la noción de fe está precedida y preparada por la de Revelación. Esta perspectiva es profundamente tradicional y evangélica: traduce la primacía de la Palabra de Dios, de la Vertías Prima, que es el punto de partida de la teología católica de la fe. Y, sin embargo, la posición de Vat. II contrasta con la orientación y el contenido de la constitución Dei Filius. Esta se situaba desde el principio en la línea de u n a teología ad extra, en u n a línea apologética, y oponía Revelación y razón, considerando solamente los aspectos cognoscitivos de la Revelación y su trascendencia como forma de conocimiento. Vaticano II parte de una visión más profunda y completa de la Revelación. Así Dei Verbum, aunque defina la fe como "sumisión a Dios" que revela, afirma enseguida que es un "asentimiento libre a lo que Dios revela". Vaticano II ordena y unifica los diversos elementos de la noción de fe alrededor de u n a articulación fundamental, a saber: la fe es, ante todo, la relación inmediata del hombre considerado como persona con Dios considerado en su realidad personal. Lo que está en juego en la fe es el encuentro personal del hombre con Dios. De ahí que el Concilio no mencione la mediación de la Iglesia, que tiene su lugar en la proposición de la revelación, mientras que la fe en cuanto tal - e n su contenido y en su motivación- aparece como un acto p u r a m e n t e 22.

DH4205.

155

teologal, como respuesta personal a un Dios que me interpela personalmente 2 3 . Precisemos algunos aspectos de la definición: 1) Desde el punto de vista objetivo, como término y objeto de la fe aparece "el Dios que se revela", de modo que la adhesión del ser humano se da no tanto a un conjunto de doctrinas cuanto a la Revelación (en singular). El hombre se relaciona así con la Palabra divina, por medio de la cual Dios nos revela sus intenciones salvíficas. Cierto, el Concilio habla de "verdades reveladas" (en plural: Dei Verbum 7, al comienzo 2 4 ) y de la revelación como "depósito" confiado a la Iglesia (Dei Verbum, 10). El capítulo 2° de la constitución Dei Verbum está consagrado a este depósito, constituido por la Tradición y la Escritura, interpretado auténticamente por el Magisterio de la Iglesia. Sin embargo, cuando se trata de definir la fe, el Concilio destaca la unidad de la Palabra de Dios, su fuerza y capacidad unificadora, puesta al servicio del encuentro inmediato del hombre con el Dios vivo. Hay aquí u n contraste entre esta insistencia primordial del Vaticano II y las perspectivas particulares de los anteriores concilios. 2) Desde el punto de vista subjetivo, en la descripción del acto de fe, la definición afirma que "por la fe el hombre se entrega entera y libremente a Dios". En esta caracterización de la fe se destaca el aspecto de totalidad, que se encuentra también en el Nuevo Testamento y en otras definiciones de la fe. El mérito del Vaticano II consiste en dar la primacía a este elemento, cosa que queda más realzada si se tiene en cuenta el conjunto de los textos del Concilio. En efecto, mientras el Vaticano I, en su deseo de oponerse al racionalismo, insiste en las dimensiones intelectuales del ser humano, el Vaticano II considera al hombre de forma concreta, "el hombre todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad" 25 , al hombre que 23. Cf. C.J. PINTO DE OLIVEIRA, "L'Esprit agit dans l'histoire", en Hegelet la théologie contemoraine, Delachaux et Niestlé, Neuchátel, 1977, 66; H. WALDENFELS, Manuel de théologie fundaméntale, Du Cerf, Paris, 1990, 483-484. 24. El texto latino m e parece que deja claro el m a t i z diferenciador e n t r e el n." 5 y el n." 7 de la constitución Dei Verbum: se pasa del "Dios que se revela" (n." 5) a "lo que Dios revela" (n." 7), de la "Verdad" a las "verdades". 25. Gaudiwn el Spes, 3.

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busca una significación para su existencia y que se interroga sobre el sentido exacto de su vida 26 . El hombre es el sujeto de la fe. Sus características personales son: su conciencia, su libertad, su responsabilidad, su inteligencia creadora y transformadora, su devenir histórico, cultural y social. La fe tiene en cuenta todas estas características. El Concilio insiste sobre todo en la libertad 2 7 y en la fuerza transformadora que debe tener la fe en todos los dominios de la existencia 28 . No olvida el Vaticano II lo específico de la fe, es decir, la dimensión de conocimiento que tiene la fe. Por eso se afirma que el hombre asiente a lo que Dios revela, a la Revelación divina. Este elemento se encuentra en los datos neotestamentarios (Rm 10,9-13; Flp 3,9-12) y tradicionales. Pero también aquí el Concilio destaca lo esencial de la fe: se trata del conocimiento de Dios, del Dios Salvador. No se habla de misterios o de dogmas (como en Vaticano I), de verdades o promesas divinas (como en Trento). Lo que domina es el aspecto personal: el hombre asiente al misterio de la Revelación y por ésta al misterio de Dios. 3) La fuente de la fe: también aquí Vaticano II guarda una fidelidad dinámica a la tradición. La fe es sobrenatural y la fe es un acto libre del hombre: "para dar esta respuesta (libre) de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda". Ahora bien, citando al Concilio Arausicano II, Vaticano II se complace en destacar la acción del Espíritu Santo en el corazón y en la inteligencia del creyente. Se trata de notar de nuevo la perspectiva personal, el encuentro inmediato del creyente con la presencia y la acción personal de Dios. En resumen, la fe es el homenaje total, libre y personal del hombre, que bajo la acción de la gracia, se entrega a Dios que le habla, y da su asentimiento a esta Palabra. A la luz y bajo la acción del Espíritu Santo que actualiza la Verdad de la Revelación en el corazón y en la inteligencia del creyente, éste se con-

26. 27. 28.

Gaudium et Spes, 10. Cl. Dignitatis Humanae, 10: definición de la fe bajo el aspecto de la libertad. Cf. Gaiidiiim et Spes. 34 y 39.

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vierte a Dios, siendo dócil a la acción constante del Espíritu que le perfecciona con sus dones. Importa notar que esta comprensión de la fe que tiene el Vaticano II está en sintonía con sus mejores aportaciones eclesiológicas y con su actitud de apertura ecuménica, misionera y de diálogo con el mundo. Precisamente porque ha definido la fe de una forma más profundamente teologal y evangélica, la Iglesia no se ha encerrado en sí misma, sino que ha sido capaz de abrirse a la acción del Espíritu que no conoce fronteras y a la posibilidad de encontrarse con Dios en cualquier lugar y momento de la historia. Lejos de considerarse la guardiana celosa de un tesoro que sólo ella tendría y sólo a ella habría sido dado, la Iglesia se sabe llamada a dar testimonio del Dios que ha conocido y lo reconoce, agradecida, actuando allí donde hay un resquicio de verdad, de belleza, de justicia, de religiosidad y, en definitiva, de humanidad. La fe debe ser siempre misionera, pero en definitiva es una responsabilidad personal. Y no se puede negar que Dios, por los caminos que sólo él conoce, actúa en la conciencia de cada individuo para que cada uno pueda encontrarse con él, asociándolo al misterio de Cristo muerto y resucitado que es, en definitiva, la buena noticia que proclama la fe 29 .

III Teología de la esperanza cristiana

29. Cf. Gaudium et Spes, 22 e.

158

8

De esperanza en esperanza

1.

"El deseo del hombre no descansa o reposa en el conocimiento que da la fe... Cuando se tiene fe, aún reside en el alma un movimiento hacia alguna cosa, a saber, para ver perfectamente las cosas que se creen, y alcanzar los medios de llegar a esta verdad... Esta es la razón por la que después de la fe es necesaria la esperanza para la perfección de la vida cristiana" 1 .

ACTUALIDAD DE LA TEOLOGÍA DE LA ESPERANZA

1. Su importancia en la vida cristiana Decir que el Dios de la Promesa suscita el pueblo de la esperanza me parece una buena síntesis de lo que es la revelación bíblica. En efecto, la historia de Israel aparece como una encarnación de la esperanza. Israel nace de u n a llamada y, antes de que se constituya como pueblo, se le asigna una finalidad. No justifica su existencia en razón de una tradición pasada. Es el único pueblo cuya razón de ser reside en el porvenir. El es el pueblo de la promesa (Gen 12,2; 15,5). Por su parte, el Nuevo Testamento, define el Evangelio como "plenitud" (Gal 4,4) y "cumplimiento" (Me 1,15) de las promesas de las que Israel era depositario (Rm 9,4), en contraste con la situación de los paganos, "extraños a las alianzas de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo" (Ef 2,12; cf. Col 1,21). Ahora bien, este cumplimiento no es el final de la promesa, pues también los creyentes del Nuevo Testamento viven de esperanza. La teología de los Hechos, que quiere mostrar la continuidad y la superación del judaismo, insiste en que Pablo "sólo por la esperanza de Israel lleva estas cadenas" (Hech 28,20), "la esperanza en las promesas hechas por Dios a nuestros padres, cuyo cumplimiento nuestras doce tribus esperan alcanzar" (Hech 26,6-7; cf. 23,6; 24,15). De ahí que haya podido escribirse que "la palabra de revelación es la vez evangelion (buena noticia realizada) y epangelía (promesa)... El evangelio de la revelación de Dios en Cristo corre, por ello, peligro de resultar incompleto y de quedar pervertido si no se tiene en cuenta en él la dimensión de la promesa. También la cristología se corrompe cuando no se ve

TOMÁS DE AQUINO, Compendio de Teología II, 1.

160

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que en ella la dimensión del futuro de Cristo (me permito aclarar: ¡este futuro somos nosotros, que todavía esperamos resucitar con él!) es uno de sus elementos constitutivos" 2 . Sin embargo, en el Nuevo Testamento es nueva la justificación de la confianza en las promesas de Dios: el cumplimiento de la promesa es posible porque Dios ha manifestado en la resurrección de Jesús que tiene el poder de resucitar a los muertos y de llamar al ser a lo que no existe (cf. Rm 4,16-25). De ahí que el Nuevo Testamento presenta el mismo modelo de esperanza que el Antiguo, pero llevándolo a la plena perfección y confiriéndole el máximo dinamismo. La promesa y la esperanza como correlato que la acoge es, pues, lo característico de la manifestación de Dios. Heb 11, que sintetiza toda la historia de la salvación alrededor de la fe-esperanza, subraya fuertemente este carácter de inacabamiento de las promesas en que vivían los antiguos, y la realización que caracteriza al régimen evangélico de la esperanza (ver Heb 10,23-12,4). Los creyentes del Nuevo Testamento siguen bajo el régimen de la esperanza, pero se trata de u n a "esperanza mejor" (Heb 7,19). La excelencia de la esperanza encuentra su verdadera razón en "Cristo Jesús nuestra esperanza" (1 Tim 1,1). El es el "sí de todas las promesas de Dios" (2 Co 1,20). Y por eso es posible "mantener firme la confesión de la esperanza" (Heb 10,23). Se comprende así que toda la vida del cristiano es u n a vida en esperanza (cf. Heb 13,14: "no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la futura"). Ella es su razón de ser. El gran resorte de todos sus afanes y actividades. La esperanza es la fuente, el motor y el dinamismo de toda la vida cristiana. Sin ella la fe se transforma en fe muerta y el amor se ve expuesto al fracaso. Si la fe en Cristo nos muestra la senda de la verdadera vida, la esperanza nos mantiene en esta senda. Si el amor a Dios nos impulsa al gozo del encuentro pleno, la esperanza nos garantiza la posibilidad de tal encuentro. De ahí q u e "si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esper a n z a en Cristo, ¡somos los hombres más dignos de compasión!" (1 Co 15,19). 2. J. MOLTMANN, Teología de la esperanza, Sigúeme, Salamanca, 1969, 182.

162

2. Su importancia como cuestión

teológica

Puede parecer sorprendente (a la vista de lo anteriormente dicho) que para la teología anterior al Concilio Vaticano II la esperanza fuera una cuestión menor. Poéticamente lo expresó Peguy al calificarla de "pequeña esperanza que tiene un aire de casi nada", "la pequeña esperanza que avanza entre sus dos hermanas mayores y nadie se preocupa de ella... El pueblo cristiano sólo ve a las dos hermanas mayores". Y, sin embargo, con acento profético, el mismo poeta anunciaba que la esperanza era la que arrastraba a las otras dos, la más difícil, la que Dios más amaba y admiraba 3 . En efecto, en la teología contemporánea las cuestiones relacionadas con la esperanza han adquirido un relieve fundamental. La teología actual parece haber redescubierto la importancia de la esperanza, no sólo como virtud teologal, sino como un aspecto global que ilumina toda la existencia cristiana, como fuente de dinamismo y de sentido, como clave hermenéutica de toda la teología y la vida cristiana: spes quaerens intellectum. Posiblemente una de las causas que hizo entrar en crisis la teología de la esperanza fue el haberla identificado con una esperanza para el "más allá", dejando en el olvido que la esperanza cristiana aviva "la preocupación de perfeccionar esta tierra" 4 . No cabe duda de que la teología de la esperanza debe construirse hoy en franco diálogo con las aspiraciones actuales, con las ideologías, utopías, proyectos de futuro y de planificación. Y también, y quizás hoy más que nunca (tendremos que volver sobre ello) en diálogo con muchas situaciones de desesperanza presentes en nuestro mundo. Otra posible causa de la crisis teológica de la esperanza pudo haber sido el olvido de su dimensión moral de virtud teologal, cosa que permitía entenderla como u n a dimensión permanente de la vida cristiana e incluso de la vida sin más, para reducirla a una cuestión marginal o un apéndice de la teología dogmática. Bajo ambos aspectos la teología de Tomás de Aquino hubiera podido servir de orientación así como prolongarse y actúa3. CHARLES PEGUY, Le porche du mystére de la deuxiéme vertu, ed. "Bibliothéque de la Pléiade", París, 1957. 4. Claiiiliuin el Spes, 39.

163

lizarse. En efecto, en tanto que teologal, la esperanza se dirige a Dios. Pero Dios extiende su señorío y su radio de acción sobre todas las cosas. Hablando del reino de Dios, nuestro autor afirm a que todos los actos exteriores, mundanos o materiales, que se oponen a la justicia o a la paz repugnan al reino de Dios y, por tanto, hay que combatirlos 5 . En positivo, y refiriéndonos expresamente a la esperanza teologal podemos esperar legítimamente bienes temporales, en la medida en que nos conduzcan a la bienaventuranza, como amigos santos, buena salud, equilibrio psicológico, etc. "Todas las cosas que se esperan materialmente se ordenan al solo fin esperado, que es el gozar de Dios. En orden a esta fruición esperamos ser ayudados por Dios no sólo en los beneficios espirituales sino también en los corporales" 6 . Este modo de tratar el asunto permite superar las aparentes contradicciones entre la escatología futura y la realizada; y superar la dicotomía entre lo material y lo espiritual 7 . Por otra parte, también Sto. Tomás hubiera podido servir de inspiración para la construcción de una teología en la que la esperanza fuera una dimensión fundamental y una clave iluminadora. Tomás intentó un proyecto así, que desgraciadamente quedó inacabado. Estamos pensando en su Compendio de teología o Brevis summa de fide, también conocida como Brevis compilatio theologiae. Quizás sea una obra menor, pero altamente significativa, pues en ella se trataba de compendiar "toda la doctrina cristiana" alrededor de las tres virtudes teologales. La esperanza, por tanto, ocuparía un espacio relevante y ella iluminaría una serie importante de cuestiones que clásicamente no se tenían en cuenta a la hora de un estudio propiamente tal de la esperanza, como por ejemplo, la oración y todo lo que pedimos en el padrenuestro. Desgraciadamente este tratado quedó sin terminar, precisamente cuando el santo había desarrollado ya los primeros capítulos de la segunda parte, la correspondiente a la esperanza.

5. Suma de Teología I-II, 108, 1, ad 1. 6. De Spe, 1; cE. Suma II-II, 17, 2, ad 2. 1. En páginas anteriores, al tratar de las mediaciones de la esperanza, nos hemos referido a la relación de la esperanza con la utopía y los proyectos liberadores.

164

3. Orden y sentido del presente

capítulo

Tras esta introducción, nos ocuparemos del nacer y del progresar de la esperanza, teniendo como trasfondo de nuestras reflexiones los datos de la Sagrada Escritura. La esperanza no tiene su origen en la proyección de nuestros deseos, como pudieran interpretar los no creyentes. Por otra parte, la esperanza tiene una historia, siempre se realiza parcial y progresivamente. Este progreso permite una profundización en su contenido y en su objeto. Finalmente, la esperanza debe hacer frente a los obstáculos o desmentidos que parece oponerle la experiencia. Estas dificultades permiten un enriquecimiento y una mejor comprensión de la misma. 2.

E L DESEO, ¿PADRE DE LA ESPERANZA?

Creyentes y no creyentes deben reconocer los límites de la existencia y la imposibilidad de superarlos. Estos límites se manifiestan de forma dramática ante la realidad de la muerte, que a todos aguarda y a todos llega. Es la única llegada segura e infalible, que desgraciadamente se anticipa para muchas personas en demasiadas fases de la vida: dolor, enfermedad, opresión, sin sentido, etc. Los límites de la vida y la inexorable realidad de la muerte pueden recibir diferentes respuestas: algunos los consideran u n absurdo, otros los afrontan con resignación, los creyentes los viven con esperanza. Pero en todo caso, nadie los asume con alegría, nadie los desea. El dolor, el mal y la muerte, se presentan siempre como u n ataque, como lo que no debe ser, lo que no se desea. El hecho mismo del problema nos obliga a planteárnoslo y a preguntarnos si tiene algún sentido. El hombre religioso responde afirmativamente a la pregunta por el sentido. El no creyente rechaza la respuesta religiosa, porque la interpreta como una proyección: el deseo es padre del pensamiento. Sea cual sea la respuesta, y previamente a cualquier respuesta, el hecho (y problema) de la finitud y de la muerte da que pensar. Que desde que existe el hombre, la muerte plantea una seria pregunta y que el ser h u m a n o la trata con un cuidado especial, se deduce del hecho de que allí donde hay trazas de seres huma165

nos, allí aparecen claras huellas de que se guarda a los muertos. La tumba es exclusivamente humana: "Lo que más al hombre destaca de los demás animales es lo de que guarde, de una manera o de otra, sus muertos sin entregarlos al descuido de su madre la tierra todoparidora; es un animal guardamuertos. ¿Y de qué los guarda así? ¿De qué los ampara el pobre?... Cuando no se hacía para los vivos más que chozas de tierra o cabanas de paja que la intemperie ha destruido, elevábanse túmulos para los muertos, y antes se empleó la piedra para las sepulturas que no para las habitaciones. Han vencido a los siglos por su fortaleza las casas de los muertos, no las de los vivos; no las moradas de paso, sino las que queda"8. Es bastante común entre los antropólogos relacionar el recuerdo de los muertos y el culto de las tumbas "con creencias... Lo que todas las creencias tienen en común es que de alguna manera se oponen a nuestra aparente finitud progresando por encima de todo lo visible hacia lo invisible y de lo sensible a lo suprasensible. La tumba es un testimonio manifiesto precisamente de esta tendencia" 9 . No hay duda de que el ser humano, desde su más remota existencia, trata a los muertos de forma diferente a como lo hacen los otros animales. Se puede discutir el significado que tienen algunos restos de fósiles humanos del hombre de Neanderthal, pero con el Homo sapiens sí se puede afirmar que se trata de tumbas. Otra cosa es que de ahí se deduzcan necesariamente conclusiones religiosas. El no creyente deduce de todo esto que la fe en Dios y la esperanza en que es poderoso para salvarnos de la muerte no es sino ensoñación y proyección de nuestro deseo. La religión sería, pues, una salida (falsa) al deseo de vivir o al rechazo de morir. Ahora bien, esta respuesta no es aplicable a la religión bíblica. Pues, en los inicios de la religión bíblica la existencia de Dios y la confianza en que él cuida y recompensa a lo que le son fieles, no va unida a la esperanza en la inmortalidad, sino todo lo contrario. Para los patriarcas, la

8. MIGUEL DE UNAMUNO, Obras completas, Escélicer, Madrid, 1966, t. VII, 133. 9. HANS JOÑAS, Pensar sobre Dios y otros ensayos, Hcrder, Barcelona, 1998, 51.

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muerte es algo natural, normal. La recompensa que ellos esperaban por su fidelidad se cifraba en u n a larga vida, u n a numerosa descendencia y la posesión de la tierra. Sabido es que todavía en tiempos de Jesús, los saduceos, ateniéndose estrictamente a la tradición escrita, sobre todo del Pentateuco, contrariamente a los fariseos, negaban que hubiera resurrección de los muertos (cf. Mt 22,23; Hech 23,8). De ahí se deduce u n a importante lección: no es la esperanza o el deseo el que "crea" a Dios, sino que es Dios quién modula nuestros deseos y suscita nuestra esperanza. La esperanza no es la medida de Dios, sino Dios la medida de la esperanza. En parte al menos de la revelación bíblica, la existencia de Dios no va unida a la fe en la resurrección. Por tanto, esta fe en Dios no puede de ningún modo considerarse una proyección del deseo del hombre de ser inmortal.

3.

PROGRESIVIDAD DE LA ESPERANZA

Ya hemos tenido ocasión de decir que la fe bíblica tiene un carácter histórico. Dios se da a conocer en la historia. Esto tiene como consecuencia que esta revelación es progresiva, gradual. Dios se revela por etapas, teniendo en cuenta la capacidad de comprensión de cada hombre y de cada m o m e n t o histórico 1 0 . También la esperanza tiene sus etapas. El h o m b r e bíblico va progresando de esperanza en esperanza. Entre las etapas o experiencias que hacen brotar la esperanza, cabe destacar. 1. La promesa a los patriarcas Escribe un buen conocer del Antiguo Testamento: "Por muy variado que sea el material de la tradición reunido en las grandes composiciones narrativas, desde la vocación de Abraham hasta la muerte de José, el conjunto posee u n a a r m a z ó n que lo soporta y unifica: la promesa a los patriarcas. Así, por lo menos, cabe afirmar que este policromo mosaico narrativo recibió una cohesión temática, mediante la aparición repetida de la promesa divina... En efecto, esta promesa no resuena sólo en 1 ü. Sobro esta progresividad de la revelación véase: M. GELABERT, La Revelación, acontecimiento con sentido, Ed. S. PíoX, Madrid, 1995, 58-61.

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narraciones a las que pertenecía desde su origen, sino que más tarde, en un proceso de elaboración (probablemente sistemático) de los materiales tradicionales, fue incluida en algunas unidades narrativas que le eran extrañas; la inserción de la promesa en estas unidades cambió el sentido de las mismas y enriqueció su contenido" 1 1 . Así, pues, por una parte, la promesa es un elemento primordial en la formación de la historia bíblica en tanto que experiencia de fe y en cuanto composición literaria. Además, la promesa es un elemento siempre presente y progresivo, un principio de lectura y de relectura de los acontecimientos significativos para el Pueblo de Dios. Sin duda con Abraham aparece la primera formulación explícita de la promesa (Gen 12,2-3). Pero ya antes es posible vislumbrar en la historia de los comienzos de la humanidad una promesa de futuro y de esperanza. Según la Biblia, la historia de la humanidad comienza con una buena noticia, con u n a página de salvación: Dios crea al ser h u m a n o a su imagen (Gen 1,27); le crea "el día sexto", en función del día séptimo, para que pueda participar del descanso de Dios (Gen 2,2-3; Ex 20,11); coloca para él el árbol de la vida (Gen 2,9), símbolo de la inmortalidad, aunque también el de la ciencia del bien y del mal, símbolo de que esta vida sólo puede provenir de la obediencia a Yahvé. La segunda página de la historia de la humanidad es una página de desgracia: el hombre desobedece a Dios y se encuentra con la muerte. Y, sin embargo, en este sombrío panorama, alumbra la esperanza (Gen 3,15). Esperanza que vuelve a aparecer cuando esta historia de pecado parece encaminarse a la destrucción total de la humanidad por medio del diluvio: Dios salva a Noé y establece con él y su descendencia u n a alianza de vida y de paz. El primer gran contrapunto a estas historias de pecado que jalonan los comienzos de la humanidad, es la historia de Abraham, el hombre fiel y el hombre de la esperanza. Dios, a la espera siempre de una respuesta fiel y positiva de la humanidad a sus continuas llamadas, hace una promesa a Abraham. Esta 11. G. VON RAD, Teología del Antiguo Testamento, Sigúeme, Salamanca, 1969, t. 1,220-221.

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promesa contiene una doble garantía divina (un contenido concreto): la posesión de la tierra y una numerosa descendencia (Gen 12,3-17; 13,14-16; 15,3.7.18; 18,10; 22,17; 24,7; 26,3). Tal es el núcleo primitivo de la esperanza patriarcal. Esta promesa tiene su fundamento en la palabra de Yahvé que garantiza el porvenir. A pesar de todas las dificultades con las que debe enfrentarse esta promesa (Abraham es anciano, su mujer estéril, la tierra está en posesión de unos habitantes fuertes y numerosos), Abraham se apoya en ella y "cree en Yahvé" (Gen 15,6). Tal esperanza triunfa sobre la espera y el retraso de la promesa divina; se torna confianza en Dios cuando la experiencia parece contradecir esta promesa; y finalmente se convierte en perseverancia hasta la muerte, cuando ésta se anticipa al cumplimiento de los bienes prometidos. Tal es el sentido de los relatos de Gen 15; 17 y 22. Abraham aparece así como el modelo de las pruebas a las que está sometida la promesa divina. Hasta tal punto que bien puede decirse que Abraham esperó "contra toda esperanza" (Rm 4,18). El Nuevo Testamento se referirá a esta historia al indicar que la Nueva Alianza es el cumplimiento pleno de la religión de Israel (cf. Heb 11,8-19; Rm 4,17). Según estos textos Abraham vivió de antemano el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, pues confió en Aquel "que da vida a los muertos y llama a las cosas que no son para que sean" (Rm4,17). Poco a poco la revelación bíblica va ampliando los estrechos límites iniciales de la promesa (tierra y descendencia), al integrar la alianza mosaica. Tal prolongación comprende una doble dimensión: - La Tierra se promete a u n pueblo, el Pueblo de la Alianza que brota de la semilla prometida (prolongación en extensión). - Finalmente se explícita el sentido profundo de la promesa primitiva, a saber: la relación de especial intimidad entre Dios y su pueblo: "Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo" (Ex 6,7; Lv 26,12; cf. Gen 17,7; Ex 29,4546). Esta dimensión teologal de la promesa cobra cada vez mayor importancia y profundidad; se convertirá en elemento crítico que emplearán constantemente los profetas para juzgar los acontecimientos y los comportamientos. 169

A través del don de la Tierra y de la descendencia innumerable lo que Dios promete es Dios mismo como Bien primero y último para la realización integral del hombre y de los hombres. Pero, al identificarse la promesa con Dios mismo, ésta queda siempre abierta y no se agota en ninguna de sus anticipaciones. Más aún, es esta intuición fundamental de que, en definitiva, la promesa es Dios mismo, lo que mantiene siempre al pueblo expectante y abierto a nuevas realizaciones; y, sobre todo, con capacidad para superar las dificultades, resurgiendo de sus cenizas y levantándose de tantos naufragios en los que se ha visto a lo largo de su historia. 2. La revelación del Dios de la esperanza En el contexto de este elemento teologal de la promesa hay que situar la revelación del nombre de Yahvé. El pueblo de Israel es consciente de que debe su existencia a u n a llamada, a una intervención de Yahvé que le saca de la esclavitud. Esta acción salvífica de Yahvé, que saca a Israel de Egipto, "tiene el carácter de una profesión de fe" 12 . Se convierte además en garantía de que, de la misma manera que Dios intervino en la constitución del Pueblo, también intervendrá en el porvenir. De ahí que el pueblo debe conmemorar el hecho liberador, porque es promesa de futuro. La memoria de las pasadas intervenciones de Yahvé mantiene viva la esperanza (Dt 4,9; 6,12; 7,18; 8,18). Como promesa de futuro aparece también la revelación del nombre de Yahvé. El nombre de Dios, su Misterio, se conoce por la historia y por la promesa: "Sabrán que yo soy Yahvé" por las múltiples y eficaces intervenciones salvadoras. Cuando al "Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob" (Ex 3,6), el Dios de la Promesa, se le pide que revele su Nombre, se definirá de forma misteriosa: "Yo soy el que soy" (Ex 3,14). No hay que ver ahí ninguna definición ontológica de la esencia de Dios. No se trata de que Dios diga cómo es, sino cómo se va a mos-

12. Id, 230.

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trar a Israel. Y Dios se manifiesta como el que está presente, como el que está ahí y estará ahí para su pueblo 1 3 . El conocimiento de Yahvé es un proceso dinámico, histórico. Dios se da a conocer por la experiencia de la acción divina en la existencia individual y colectiva. Haciendo caminar al hombre, empujándole a una continua superación, Dios se muestra como el Dios del futuro; lo que El dice sobre su Ser sólo puede ser comprendido en esperanza. 3. La promesa en la escatología profética Con los profetas aparece la interpretación escatológica de la historia y la maduración de la esperanza individual y colectiva. Su esperanza puede calificarse de escatológica p o r q u e ellos apuntan a un cumplimiento definitivo de la promesa en u n futuro plenificador. En contraste con la meditación de los Sabios, que parece ceñirse a la realidad (hay un tiempo para cada cosa: Qo 3,1-9), la palabra profética se refiere a la promesa, a la superación continua, gracias a la esperanza en Yahvé. Esta superación se realiza a través de u n a doble actitud: en primer lugar, u n a actitud de confianza actual en la acción vigilante y poderosa de Dios. La fe-confianza se convierte en fuente de fuerza en la plena conciencia de la debilidad (ver en este contexto Is 7,9). Una segunda actitud consiste en prolongar la esperanza, insistiendo en la intervención futura de Dios, particularmente en la llegada del "día de Yahvé". Este día, si bien c o m p o r t a una amenaza de castigo (Am 5,18-20), es en realidad u n a llamada a la conversión (Am 5,4-6), merced a la cual "quizá Yahvé Sebaot tenga piedad del resto de José" (Am 5,15; cf. 9,11). La conversión se convierte en esperanza de salvación, realizándose así definitivamente las promesas de Dios. Esta finalidad divina de la historia, gracias al triunfo de la Promesa, constituye lo esencial de la escatología profética: "Esto fue lo que puso en conmoción a los profetas: que Yahvé quería hacer despuntar una nueva hora para su pueblo" 1 4 . 13. Id, 235. 14. G. VON RAD, Teología del Antiguo Testamento, Sigúeme, Salamanca, 1972, t. II, 148.

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Israel es juzgado y amenazado porque ha sido llamado, escogido, y no ha sido fiel a la elección (Am 3,1-2). De ahí que los profetas nieguen el anterior fundamento de la salvación. "Los profetas hacen suyas, en la predicación, esas tradiciones de elección con gran intensidad y apasionamiento, pero por otro lado su relación con ellas está interrumpida, pues ven que la existencia llevada por Israel hasta entonces está marcada por el juicio que ha de venir; la garantía de esas tradiciones de elección se ha perdido a causa del pecado de Israel. Lo único en que Israel puede apoyarse es en un nuevo obrar salvífico de Yahvé, que los profetas ven ya bosquejarse, y al que se refieren con apasionamiento. Lo que distingue el mensaje de los profetas de toda la teología de Israel... es que los profetas esperan todo lo decisivo para la existencia de Israel, vida y muerte, de un suceso divino que está por venir" 15 . Tal suceso no es debido al azar, sino que será realizado en mayor o menor analogía con el anterior obrar salvífico de Dios. Lo nuevo, cuya venida se profetiza, es imaginado como una nueva conquista del país, como la aparición de un nuevo David y de una nueva Sión, como un nuevo éxodo, como una nueva alianza, que hará posible un corazón y u n a humanidad nueva, unos cielos nuevos y una tierra nueva 16 . Como confirmación de lo dicho, véase, por ejemplo: Is 1,26; 11, 1; 43,16-19; Jer 31,31 s. Moltmann, sin olvidar que a veces falta precisión y claridad, reconoce en el mensaje profético: - Una universalización de la promesa, pues en él se anuncia el dominio de Yahvé sobre todos los pueblos: "el Dios que juzga mediante los pueblos a su pueblo apóstata, es también el Señor de esos pueblos y será su juez. Pues si hace de esos pueblos los ejecutores del juicio sobre Israel, entonces es también, evidentemente, Dios y Señor de ellos". - Una intensificación de la promesa, por la puesta en cuestión que supone la muerte: "si el límite de la muerte es

15. Id., 154. 16. Cf. J. MOLTMANN, Teología de la esperanza, Sigúeme, Salamanca, 1969, 169; J.L. Ruiz DE LA PEÑA, La pascua de la creación, BAC, Madrid, 1996, 50.

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entendido como juicio de Yahvé, entonces el poder de éste llega también más allá de la muerte. También los muertos pueden ser vistos como muertos insertos en su ámbito de promesa y de dominio, y también la muerte misma aparece como una posibilidad que está en su m a n o y que puede ser invertida, y no ya como u n a realidad fija, que le pone un límite en su obrar" 17 . Así, pues, el mensaje profético de la esperanza alcanza el máximo de amplitud y profundidad. Los profetas alcanzan los límites de lo escatológico. Aún así hay que insistir en que todavía no con la suficiente claridad. Habrá que esperar a los últimos libros del Antiguo Testamento (Daniel, 2 Macabeos o Sabiduría) para encontrar claramente formulada la posibilidad de una victoria de Dios sobre la muerte. De esta victoria nos ocuparemos más adelante. Lo que ahora interesaba destacar es que la esperanza de Israel termina alcanzando límites escatológicos, porque tiende no a una recuperación del pasado, sino a una intervención salvífica, de alcance universal, futura y definitiva, de Yahvé. Pero esta intervención, de ocurrir, no ocurrirá "más allá" de este mundo, sino en este mismo mundo. Este es el límite del Antiguo Testamento (exceptuando sus últimos libros, como ya hemos indicado): "En el Antiguo Testamento, la promesa se refiere a un acontecimiento intrahistórico... La esperanza de Israel no tenía como norte un final de los tiempos, sino un giro del tiempo. El día de Yahvé fue considerado como el día que inauguraría un giro de la historia... El profeta esperado una y otra vez tenía que actuar en la historia" 18 . Fuera de los libros más tardíos del Antiguo Testamento (en su momento lo trataremos) domina la convicción de que la muerte es el final. Más allá de la muerte no hay nada que esperar.

17. J. MOLTMANN, O.C. en nota 16, 168 y 172.

18. H. FRÍES, "Consideraciones teológicas sobre la relación entre esperanza y utopía", en Fe cristiana y sociedad moderna, SM, Madrid, 1984 y ss., t. 2 3 , 93; Cf. J.L. Ruiz DE LA PEÑA, O.C. CU nota 16, 55.

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4.

E L FUTURO REINO DE DIOS EN LA PREDICACIÓN DE JESÚS

Ya hemos dicho que el Nuevo Testamento presenta a Jesús como cumplimiento y plenitud de todas las promesas de Dios. En él se ha manifestado la fidelidad de Dios a sus promesas (2 Co 1,18.20). Y, sin embargo, también hemos dicho que los creyentes siguen bajo el régimen de la esperanza, una esperanza mejor (Heb 7,19), "fundada en promesas mejores" (Heb 8,6), pero esperanza y promesa al fin y ai cabo. También el creyente del Nuevo Testamento debe "mantener la confesión de la esperanza" (Heb 10,23), una esperanza en la que las pruebas se tornan más rudas, si cabe, ya que el reino llega por medio de la Cruz. Esta paradoja -la esperanza se ha realizado en Jesús, la esperanza sigue abierta a un futuro- se manifiesta en uno de los más importantes aspectos de la predicación de Jesús, en el que ahora vamos a detenernos: su anuncio del Reino de Dios. El Evangelio no ofrece ninguna definición del Reino de Dios. Lo que encierra este símbolo abierto hay que deducirlo a partir de la predicación y de la actuación de Jesús. Pero, en todo caso, conviene dejar clara una cosa: no tiene ninguna connotación territorial, algo así como un lugar (presente o futuro, mundano o no mundano) gobernado por Dios. Se trata de u n acontecimiento por el que Dios comienza a reinar o actuar, u n a acción por la que Dios manifiesta su soberanía. Este reinado o soberanía de Dios puede ser, por tanto, el poder divino actuando salvíficamente en nuestra historia, pero puede ser también el estado definitivo que pone fin al mundo malo, dominado por las fuerzas de la desdicha, e inicia un mundo nuevo, en el que Dios se impondrá sobre todo y en todo, con un dominio que será al mismo tiempo el gozo y la felicidad colmada del ser humano 1 9 . Con acentos diferentes y matices diversos, todos los autores están de acuerdo en que en la predicación de Jesús hay dos bloques de afirmaciones sobre el Reino de Dios: por una parte Jesús proclama un reino futuro, que tendrá lugar más allá de la historia presente (claramente escatológico, por tanto); por otra 19. Cf. E. SCHILLEBEECKX, Jesús, la historia de un viviente, Cristiandad, Madrid 1981, 128-129; R. AGUIRRE, "El mensaje de Jesús y el Reino de Dios", en Salvador del mundo, Secretariado Trinitario, Salamanca, 1997, 65-85.

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este reino, de alguna manera, está ya presente 2 0 . Que Jesús proclama un reino futuro queda manifiesto en la petición de Mt 6,10 y Le 11,2, que habría que entender como petición de que Dios venga con todo su poder a reinar, porque su reinado todavía no es pleno; en el texto de Me 14,25 (Jesús siente que su muerte se aproxima, pero cree firmemente que su causa acabará triunfando, cuando Dios lo siente en el banquete escatológico a beber de nuevo el vino festivo); en Mt 8,11-12 y Le 13,28-29 (la llegada de los gentiles a la salvación acontece en el banquete final, escatológico, en coherencia con la postura del Jesús histórico, que no considera tarea suya ni de sus discípulos emprender una misión entre los gentiles); y, como confirmación de lo dicho, en las bienaventuranzas y en bastantes parábolas. Cabe preguntar: ¿señaló Jesús u n plazo para la venida del Reino? Aunque hay que estar siempre atentos, porque el reino puede venir en cualquier momento, no existe un plazo fijado para ello. Contra esta respuesta no cabe aducir los textos de Mt 10,23; Me 13,30 y Me 9,1, porque tales dichos "no provienen del Jesús histórico. Muy probablemente fueron formulados por profetas cristianos como palabras de consuelo, ánimo y orientación dirigidas a sus correligionarios de la primera generación, que afrontan u n a hostilidad creciente y u n intervalo inesperadamente largo entre la resurrección y la parusía" 2 1 . El Jesús histórico no situó la venida del reino de Dios dentro de ningún límite temporal específico. Pero de la predicación de Jesús sobre el Reino puede y debe decirse algo más. En cierto modo, está ya presente. En las obras que Jesús realiza en beneficio de los necesitados se hace perceptible la llegada del Reino (Mt 11,4-5). Pero sobre todo en su actividad exorcista se evidencia la instauración del reino. En efecto, la presencia del reino implicaba en la teología judía la derrota de Satanás. A ella apela Jesús como demostración de la autenticidad de su misión: "si por el dedo de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios" (Le 20. Cf., a d e m á s de las obras citadas en nota anterior, JOHN P. MEIER, Un judío marginal, t. II/l, Verbo Divino, Estella, 1999, 354 ss.; M. GELABERT, "Venga a nosotros l u Reino", en En la tierra como en el cielo, Publicaciones Claretianas, 1999, sobre todo l>ág. 100-114. 21. JOHN P. Mr.ii'.K, o.c. en nota 20, 422.

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11,20; Mt 12,28). En otro texto del tercer evangelio encontramos esta respuesta de Jesús a la pregunta de un grupo de fariseos sobre cuándo llegaría el Reino de Dios: "el Reino de Dios está entre vosotros" (Le 17,20.21). No hay que ir a ningún sitio a buscarlo. El reino se halla ya a su alcance. En la persona de Jesús se hace presente el Reino de Dios. Dicho lo anterior, la cuestión que ahora me interesa y que tiene repercusiones en la teología de la esperanza, es la de saber en cuál de las dos series anteriores hay que poner el acento. Bastantes autores consideran que lo llamativo y original de la predicación de Jesús sobre el Reino es la afirmación de su presencia o, al menos, de su inminente llegada. Otros conceden un valor similar a las dos series de afirmaciones y sintetizan la posición de Jesús con fórmulas del tipo: "ya, pero todavía no". Sin embargo, por la razón apuntada por Meier, me inclino a pensar que el acento hay que ponerlo en el anuncio futuro del Reino. Para los contemporáneos de Jesús, el símbolo del reinado de Dios "evocaba las esperanzas de la salvación definitiva de Israel en el futuro. Si, como afirman algunos críticos, Jesús no quería que su uso del símbolo entrañase esperanzas escatológicas con respecto al futuro, necesariamente debía haber aclarado -salvo que no le importara la comprensión de su mensaje- que no pensaba en una dimensión escatológica al emplear el símbolo. Y si lo utilizaba con referencia al futuro o en conexión con imágenes apocalípticas, pero sin intentar enseñar nada acerca del futuro escatológico (cuando Dios reinaría de forma definitiva sobre Israel), se condenaba, inexplicablemente, a ser mal entendido" 2 2 . Si tenemos en cuenta las ideas y presupuestos desde los que funcionan las mentes de sus discípulos, es lógico concluir que cuando Jesús utiliza el símbolo del "reino de Dios" se está refiriendo a u n a salvación futura más allá de este mundo. Además de esta razón contextual, existe otra razón teológica que nos invita a acentuar lo futuro del Reino de Dios. Pues si el Reino es la voluntad de Dios hecha realidad efectiva, es fácil constatar que en muchas partes esta voluntad no se cumple, y que allí donde se cumple, sólo se cumple parcialmente. 22. Id, 332.

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Todavía no se ha impuesto la voluntad de Dios, entre otras cosas, porque esta voluntad no se impone con el poder. Siempre cuenta con la libertad del ser humano. Dios, en este mundo, no es "todo en todos" (1 Co 15,28), o sea, la realidad que todo lo determina. Que Dios sea "todo en todos" es u n a realidad escatológica, que aguardamos con esperanza. Mientras tanto, la construcción y el avance del Reino en este m u n d o coexiste con otro principado, sometido al "príncipe de este mundo" (Jn 12,31; 14,30; 16,11). Esta simultaneidad de los dos reinos, a la espera de la victoria escatológica del Reino de Dios, Jesús la insinúa, más aún, la proclama en la parábola del trigo y la cizaña (Mt 13,24-29). El trigo y la cizaña puede referirse a la presencia en este m u n d o de dos grandes tipos de personas, unas que trabajan por el Reino de Dios y otras que se oponen a él. Pero también podría referirse a los diferentes niveles del propio corazón de cada uno: todo hombre se siente "atraído por muchas solicitaciones" 23 , su corazón, al menos en parte, está dividido. Ya dijimos en su lugar que la vida teologal es imperfecta en este mundo. De modo que, tanto a nivel social como a nivel individual, se da en este mundo u n a lucha dramática "entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas" 24 , lo que hace que el Reino sea u n a realidad escatológica. Finalmente, acentuar lo futuro del Reino es más coherente con la experiencia creyente, consciente n o sólo de lo limitado y fragmentario de este mundo, sino también del egoísmo y la maldad del ser h u m a n o que, en ocasiones, se manifiesta de forma brutal. Hay situaciones que "claman al cielo" y son una vergüenza para la humanidad. Las guerras, masacres, hambrunas, injusticias y exterminios ocurridos en el pasado siglo XX y comienzos de este siglo XXI son un buen ejemplo de ello. Todo esto resulta incompatible con el Reino de Dios, impide optimismos fáciles y descalifica toda fe en el progreso. El anuncio del Reino por parte de Jesús manifiesta la dinámica siempre abierta de la esperanza, esta esperanza que no agota ninguna de sus realizaciones. Precisamente con Jesús esta dinámica alcanza su máxima tensión. Cuando parece que la 23. Gaudium et Spes, 10. 24. Gattdtiwi el Spc.s, 13.

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promesa se ha hecho presente y personal, cuando parece que el Reino ha llegado ya en la persona de Jesús, cuando lo escatológico se ha hecho historia concreta y real, entonces más que nunca lo escatológico se manifiesta abierto al futuro más grande, al futuro de Dios, al futuro más allá de la historia. Esta dinámica de la esperanza es un reflejo de la identidad misma de Jesús: "en él reside toda la plenitud de la divinidad corporalmente" (Col 2,9). Pero esta humanidad es referencial, orienta más allá de sí misma, nos lleva al Padre "siempre mayor". Ahora bien, el que la virtud teologal de la esperanza apunte al Dios inaccesible y extramundano, tiene más influencias m u n d a n a s que nunca. Pues la última palabra de lo teologal no es la esperanza, sino la caridad. Dicho en la perspectiva del Reino: que Jesús anuncie el Reino futuro, sea el profeta escatológico y, por tanto, no se interese directamente por un inútil cambio de estructuras, no es óbice para que enseñe positivamente a sus seguidores u n comportamiento enraizado en el a m o r que, de realizarse, implica un revolucionario cambio personal y estructural. La acogida del anuncio del Reino transform a en primer lugar el corazón, la conciencia y la libertad del ser h u m a n o . Pero tiene implicaciones sociales. Nadie insiste tanto c o m o Jesús en la dimensión social de la justicia nueva; por eso los fariseos son condenamos sobre todo como grupo, como casta, como colectividad que practica la injusticia, que crea un clima de injusticia y desvirtúa la religión. La acción no queda, pues, atenuada. Recibe una nueva urgencia, pero también u n a nueva inspiración y se refiere a u n a nueva escala de valores.

5.

LAS PRUEBAS DE LA ESPERANZA ESCATO LÓGICA

Que la esperanza sea escatológica no impide, sino que más bien exige, que tenga consecuencias en el modo de vivir el presente. Pero sigue siendo una espera. Precisamente por eso, está sometida a duras pruebas. La Iglesia primitiva tuvo que afrontar la problemática que le planteaba la dilación de la parusía. Viene bien ahora recordar algunos textos de los que hemos dicho que, si bien no provienen del Jesús histórico, reflejan el pensamiento de los primeros cris-

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tianos: "entre los aquí presentes hay algunos que no gustarán la muerte hasta que vean venir con poder el Reino de Dios" (Me 9,1; cf. Mt 10,23 y Me 13,30). Resulta también significativa la diferente opinión de Pablo en sus dos cartas a los tesalonicenses. En la primera se refiere a los que todavía estén con vida en el día de la vuelta del Señor, entre los que se coloca él (1 Tes 4,15). En la segunda carta se ve obligado a rectificar (2 Tes 2,1-3). Lo cierto es que con la vida y resurrección de Jesús se despertó una esperanza tal que muchos creyeron inminente la instauración definitiva del Reino de Dios con todo su poder. La realidad se encargó de desmentir tales expectativas. Y sigue encargándose de desmentirlas. La esperanza está sometida a la prueba del retraso y también del egoísmo de los hombres. Interesa ahora notar que Jesús mismo se encargó de prevenir a sus discípulos sobre las dificultades a las que estaba sometida la esperanza, como siempre lo había estado. Si con Jesús llega lo escatológico y definitivo, esta llegada produce una crisis que hay que saber afrontar. Este es el sentido del discurso con el que Jesús termina su predicación. Toda la tradición sinóptica señala unánimemente que Jesús termina su predicación con este discurso que ilumina el drama escatológico (Me 13; Le 21,5-36). Tal discurso se sitúa en la prolongación de los oráculos proféticos y dentro del género apocalíptico. Retengamos algunos datos del mismo. La cuestión esencial a la que Jesús quiere responder se ilumina mejor si tenemos en cuenta la problemática del grupo apostólico antes de Pascua. Este grupo forma como el pequeño rebaño al que el Padre ha querido entregar el Reino (Le 12,32). En el momento de la prueba suprema este minúsculo grupo se ve confrontado con la majestad, la solidez del templo, del judaismo, de la religión grandiosamente establecida (Me 13,1-4). Este es el contexto en el que se sitúa la afirmación decisiva de Jesús: "No quedará piedra sobre piedra". El discurso pretende ilustrar esta certeza: a pesar de las apariencias, todo es frágil en la construcción del mundo anti-evangélico; todo se derrumbará; únicamente "la Palabra no pasará" (Me 13,31). Los discípulos de Jesús están llamados a mantenerse firmes en esta esperanza en contra de todas las apariencias.

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La afirmación esencial, el núcleo de este discurso terminal se concentra en esta identificación: el Reino llegará, y en él las promesas se realizarán. Esta llegada coincide con la Venida (Parusía) del Hijo del Hombre en la Gloria de su Padre, su venida "sobre las nubes", según el lenguaje y estilo apocalíptico (Me 13,26; comparar con el supremo testimonio de Jesús en Me 14,62). Esta parusía gloriosa comporta la derrota total de los adversarios del Reino, de los que se oponen al mensaje predicado por Jesús y prolongado por la comunidad mesiánica, aquellos que podríamos definir como el anti-Evangelio, el anti-Amor, la anti-Verdad, y que el cuarto Evangelio estigmatizará como el "mundo" de las tinieblas, del odio, de la mentira, de la muerte y del pecado. Las palabras escatológicas de este discurso final proclaman el triunfo total, absoluto y definitivo de Dios en su Hijo y por su Hijo. La afirmación de que este triunfo lo vera con sus ojos "esta generación" (cf. Me 13,30) no debe hacernos perder de vista lo esencial 25 ; si se entiende como esperanza, este triunfo puede extenderse a todas las etapas de la historia hasta el fin del mundo. Este mensaje se expresa con imágenes apocalípticas; el juicio de Dios aparece como una catástrofe cósmica. Esta catástrofe manifiesta aquí el juicio de Jerusalén (del judaismo, es decir, de los que rechazan al Salvador) y del Mundo incrédulo. Una vez proclamada la inminencia de este juicio, sus modalidades y momentos están ausentes de la perspectiva del Discurso. Lo que se intenta despertar en los primeros auditores y en los auditores de todos los tiempos es una actitud de esperanza y de confianza en el triunfo de Dios en su Hijo; y también u n a actitud de vigilancia y de paciencia (cf. Me 13,33 s), de esper a activa, entregada, en la oscuridad y el servicio (ver especialmente Mt 25,31 ss.).

25. Recuérdese que ya hemos dicho que este texto, más que al Jesús histórico, hay que atribuirlo a las necesidades de la primera Iglesia.

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6.

LOS DESAFÍOS DE LA ESPERANZA

Las pruebas a las que está sometida la esperanza, representan otros tantos desafíos que la reflexión creyente debe abordar. La esperanza bíblica y la esperanza cristiana debe responder a los desafíos, a las crisis, a las interrogaciones que afronta el Pueblo de Dios a través de la historia. En efecto, el Pueblo de Dios debe hacer frente a los obstáculos y desmentidos que la experiencia, los acontecimientos o la cultura parecen oponer a la esperanza escatológica. Esta despliega entonces toda su riqueza, encontrando nuevas formulaciones susceptibles de iluminar, sostener y estimular al creyente para que pueda sobreponerse a todo tipo de pruebas. Este proceso es permanente en todas las épocas de la historia de la salvación. La evolución de la esperanza se afirma especialmente en los momentos clave de la historia, cuando las experiencias y las respuestas del pasado resultan insuficientes para satisfacer a las nuevas preguntas. Pero hay tres adversarios permanentes e irreductibles que parecen negar de raíz las promesas de Dios, su fidelidad y el poder de su Amor. De ellos nos ocupamos a continuación. 1. El pecado El pecado, la inclinación irresistible al mal, siempre en a u m e n t o (cf. Gen 6,5-7) y, al parecer, más fuerte que la llamada de Dios, es u n atentado continuo contra su Alianza y su Bondad, y u n serio desafío para la esperanza. El mayor escándalo p a r a el pueblo que se sabe elegido es la experiencia persistente del triunfo del mal en el pueblo mismo, más aún la experiencia de tener un corazón de piedra, impermeable irremediablemente a la Ley divina. Tal conciencia se acentúa con el progreso de la revelación, y constituye uno de los temas centrales del Deuteronomio, de Jeremías o de Ezequiel (Dt 9,7 s.; 3 2 , 5 s . ; J e r 13,20 s.;Ez 16). Ya desde el principio (Gen 3; 6; 11), y cada vez con mayor firmeza, la esperanza bíblica vive de la certeza de que Dios triunfará sobre el Pecado. Este aparece c o m o la alienación fundamental, como la esclavitud del ser h u m a n o incapaz de responder al a m o r de Dios. 181

A lo largo de la historia, el hombre va comprendiendo que el pecado se implanta como u n tirano en su corazón, que habita en lo más profundo de su voluntad, que corrompe su capacidad de amar y que desvirtúa su libertad. De ahí la imposibilidad de que el hombre se libere del pecado y encuentre la libertad perdida; se necesita para ello una nueva creación. Sólo a Dios le es posible lo que al hombre le resulta imposible: la verdadera justificación, la justicia verdadera aparece como un don escatológico. Tal justificación se convierte en objeto de esperanza: al "final de los tiempos" Dios comunicará su Espíritu liberador, creador, capaz de transformar los corazones, de crear u n "corazón nuevo", interiorizando la ley e imprimiéndola en los corazones. Tal es la promesa esencial en la que se concentra la escatología profética (cf. Jer 31,31-34; Ez 36,25 s.). El Nuevo Testamento es la realización de esta promesa: el creyente es justificado y santificado, pues ha recibido el "Espíritu para la remisión de los pecados". Parecería, pues, que la certeza del triunfo sobre el pecado se convierte en realidad. Pero si esta santificación es real no por eso es una constatación actual de la supresión del pecado en el mundo. E incluso el pueblo de la Nueva Alianza siente la triste experiencia de la persistencia del pecado en su vida. De modo que incluso en los más santos, el don de la santificación en este mundo se convierte también en una tarea: "los santificados, llamados a ser santos" (1 Co 1,2). Vuelve a aparecer aquí la dinámica tensional de la esperanza. Ninguna realización la agota. La Esperanza afirma en todas las etapas de la historia de la salvación que el Amor de Dios al hombre triunfará sobre el Pecado. En el Nuevo Testamento, la esperanza proclama que este Amor ha triunfado ya en Jesucristo, y que estamos realmente justificados por la fe en él (Rm 3,27-4,8; Gal 3,1-9). La esperanza se convierte entonces en humilde reconocimiento de que estamos reconciliados únicamente por la Bondad divina: "si nuestro corazón nos condena", la esperanza nos asegura que "mejor que nuestro corazón es Dios" (cf. 1 Jn 3,20). Se convierte también en una tarea, la de santificarnos "más cada día" 26 .

26. Lumen Gentium,

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41 g.

2. El triunfo de la injusticia El segundo desafío al que debe enfrentarse la esperanza bíblica, y que es además uno de los más serios interrogantes que se le plantean a la reflexión teológica sobre la esperanza, es el triunfo de la injusticia, de la opresión, de la voluntad de poder. Para los profetas, la justicia y el conocimiento de Dios van juntos. Por esto se presente con toda agudeza esta antinomia: la esperanza del triunfo de Dios y de la justicia parece estar en contradicción con la victoria del poder, con la persistencia del dominio de los fuertes sobre los débiles, con la violencia y la astucia que triunfan sobre la piedad y la confianza en Dios. Tal experiencia hace que los profetas y "los pobres de Yahvé" esperen que el reino de Dios sea la llegada de la paz, de la reconciliación, de la justicia, del entendimiento fraterno, por la instauración de la Justicia salvífica de Dios. Al inaugurar el Reino de Dios por el don del Espíritu, la Nueva Alianza anuncia el don de la reconciliación, del amor, de la paz (cf. Is 2,4; 9,6; 60,17; Rm 5,1). Más aún: la comunidad de los "santos" es el comienzo de este pueblo solidario y fraterno, en donde el amor fraterno se manifiesta en la puesta en común de lo que se posee, de tal forma que la miseria desaparece por este intercambio de dones espirituales y materiales (cf. Hech 2,42 s.; 4,32 s.; 5,12 s.). Pero incluso aquí, el Evangelio, siendo ya realización confirma las promesas y refuerza la esperanza: la reconciliación total y perfecta es y permanece prometida y esperada con impaciencia (cf. Rm 8,18-30). 3. La muerte El tercer y mayor desafío que debe afrontar la esperanza bíblica es la muerte. Como en los desafíos anteriores, la Muerte presenta diferentes aspectos que son c o m o otros tantos rostros de la destrucción total y segura de todo proyecto humano. En la historia bíblica aparece la posibilidad de la destrucción del pueblo, frecuentemente ante la perspectiva de un triunfo de sus enemigos (Egipto, Babilonia...). Ahora bien, este pueblo es el depositario de las promesas. Si el pueblo desaparece, la promesa se frustra. En esta perspectiva, y a n t e el peligro de

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aniquilación del pueblo, el capítulo 40 del libro de Isaías quiere levantar la esperanza anunciando una futura liberación: "todas las naciones son como nada ante él...El aniquila a los tiranos y a los arbitros de la tierra los reduce a la nada" (Is 40, 17.23). Pero posiblemente lo que, desde siempre, ha ofrecido más interrogantes y aspectos oscuros, es la muerte de los individuos. Para las tradiciones bíblicas más antiguas, la muerte es el término natural y normal de una existencia plenamente realizada. Recuérdense, al respecto, los relatos patriarcales del Génesis, en donde el patriarca muere en avanzada edad y con numerosa descendencia. Sin embargo, la muerte violenta y precoz es considerada como una desgracia y un serio interrogante a la bondad divina. Pero el elemento más punzante y presente en la experiencia y en la reflexión es el hecho de que la muerte separa al hombre del universo de los vivos y, sobre todo, de la comunión con el Viviente por excelencia, con Dios (cf. Sal 6,6; 115,1718; Is 38,18-19): "no son los muertos en la tumba, cuyos cuerpos quedaron sin vida, los que dan gloria y hacen justicia al Señor" (Ba 2,17). ¿Cómo puede el fiel, ante la destrucción operada por la muerte, beneficiarse de las promesas divinas?. Ante este desafío -el más universal- de la muerte, se afirma en toda su originalidad el dinamismo de la promesa, y se despliega a través de la historia de la salvación la esperanza escatológica. Tal originalidad podría condensarse así: Para todos los creyentes, en su diversidad de culturas y, sobre todo, a través de las diferentes imágenes que se hacen de la muerte, el Amor de Dios se afirma como más fuerte que la muerte; este Amor triunfará sobre la muerte y hará triunfar a su pueblo y a sus fieles. En los últimos libros del Antiguo Testamento es cuando este triunfo sobre la muerte comienza a expresarse con claridad, revistiendo una doble orientación, que depende no sólo de una diversa representación, sino sobre todo de una distinta concepción antropológica del ser humano, de su composición y de su unidad. La primera tendencia concibe el triunfo sobre la muerte por medio de la resurrección, el restablecimiento del ser humano en su plenitud por la recuperación del cuerpo revivificado y revestido de las condiciones de la inmortalidad. En armonía con las 184

tradiciones más antiguas de Israel esta noción de resurrección se anuncia en la última etapa del judaismo bíblico, y se convierte, en el Nuevo Testamento, en pieza clave para expresar el pleno triunfo de Dios sobre la muerte, primero en Jesucristo y por él en los creyentes, miembros de su cuerpo y animados por su Espíritu. En esta línea hay dos textos fundamentales en el Antiguo Testamento: Dan 12,1-3 y 2 Ma 7,9. En el Nuevo Testamento la resurrección se encuentra afirmada en el mensaje kerigmático (Hech 2,32 s., y demás discursos), en las confesiones de fe (Rm 10,9 y otros), en todas las tradiciones -sinóptica, joánica-, y en los desarrollos doctrinales -epístolas paulinas, de Pedro, e t c La segunda forma de concebir el triunfo sobre la muerte se sitúa en el contexto de una antropología que acentúa la primacía de lo espiritual, del alma; el cuerpo -al menos en su condición actual- es considerado como u n obstáculo, u n a prisión del espíritu. El encuentro de la reflexión filosófica sobre la inmortalidad del alma con la certeza bíblica del triunfo de Dios sobre la muerte es una de las mayores originalidades del judaismo helénico, que prolongará el Nuevo Testamento a la luz nueva de la Pascua. Esta manera de concebir el triunfo de Dios sobre la muerte por la acentuación de la inmortalidad del alma será la línea predominante de reflexión en la Iglesia posterior al Nuevo Testamento. Así, el libro de la Sabiduría exalta la glorificación de los justos como el efecto de la comunicación de la Gloria de Dios. Dios se manifiesta a las almas introduciéndolas en su compañía (Sab 3,1-9; 6,19...). La idea de resurrección aparece en segundo plano. Pero las cualidades de los justos resucitados según Dan 12 se aplican a las "almas de los justos" que la Visita o el Juicio de Dios glorificará. El libro de la Sabiduría quiere hacer accesible a otra cultura -la helénica- el mensaje de la esperanza bíblica. Parecido fenómeno se verifica en el Nuevo Testamento. También en él se pueden detectar diversas influencias culturales. El Nuevo Testamento anuncia como acontecimiento central la Resurrección, Glorificación y Señorío de Cristo; y la unión o asociación de los creyentes con él para vivir, morir y resucitar. La resurrección está en el centro de todo el mensaje kerigmático. 185

Ante el desafío de la muerte, la predicación evangélica responde ante todo con la afirmación de la resurrección. Hay que recordar aquí los grandes textos paulinos sobre el tema. Uno de los más antiguos es 1 Tes 4,13 s. El versículo 13 plantea el problema: los cristianos no pueden entristecerse como los que no tienen esperanza; el 14 da la respuesta esencial: la certeza de la resurrección de los fieles con Cristo y por Cristo. Otro texto fundamental es 1 Co 15, especialmente a partir del versículo 12: "si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los hombres más dignos de compasión! ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que murieron" (w. 19 y 20). Toda la doctrina de la resurrección de los fieles se funda en la realidad de la unión con Cristo, en la participación en su destino en virtud de la comunión en su vida, en su muerte y en su gloria. Los fieles resucitarán con Cristo porque ya son de Cristo. Están con Cristo y por eso estarán con Cristo. Esta doctrina se expone en la perspectiva de la "parusía del Señor", entendida como la manifestación definitiva y gloriosa de Cristo, que ocurrirá al final de los tiempos, cuando este m u n d o desaparezca (con lo que al menos implícitamente se plantea la pregunta de qué ocurre antes del acontecimiento de la Parusía). El retraso de la parusía y la eventualidad de una muerte inminente hace que la reflexión paulina despliegue una nueva dimensión de la esperanza evangélica, que parece influenciada p o r la concepción reinante en los medios filosóficos a propósit o de la pervivencia del alma personal 2 7 : inmediatamente desp u é s de la muerte, el creyente estará con Cristo. Una vez más, lo que se destaca es la certeza de que el Amor de Dios es más fuerte que la muerte. Tal convicción aparece en 2 Co 5,8 (precedido claramente por la doctrina de la resurrección: 4,14) y en Flp 1,23: "preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor" 2 8 . Estos textos se sitúan "cristológicamente" en la misma 27. Cf. MARIE-EMILE BOISMARD, ¿ES necesario aún hablar de "resurrección"?, Desclée, Bilbao, 1996, 95-96. 28. Así se expresa 2 Co 5,8. Interesan las notas de la Biblia de Jerusalén a este versículo y a Flp 1,23. En concreto la n o t a a 2 Co 5,8 dice: "Aquí v e n Flp 1,23, Pablo p i e n s a en una reunión del cristiano con Cristo inmediatamente después de la muerte

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perspectiva del libro de la Sabiduría. Sin embargo lo esencial en esta evolución no es tanto la aportación helenística, cuanto el dinamismo interno de la escatología. Como en Le 23,43 y en Jn 14,3 (situado dentro del conjunto 14-17), lo esencial se encuentra en el "estar con Cristo", más fuerte que todas las contrariedades y contradicciones, más fuerte que la muerte (Rm 8,39). En resumen, más allá de las diversas representaciones e independientemente de las nociones antropológicas usadas, la esperanza bíblica afirma la certeza de la victoria del Amor de Dios sobre la muerte. Este Amor se ha manifestado en Jesucristo y ha sido comunicado al hombre por el don del Espíritu; y resulta vencedor de todos los adversarios del ser humano, de todo lo que le impide realizarse como imagen dinámica de Dios. Las observaciones que hemos hecho sobre la capacidad de adaptación de la esperanza ante distintas concepciones culturales y filosóficas, son un estímulo para la reflexión teológica, que debe hoy expresar este esperanza de una victoria sobre la muerte en diálogo con la cultura (y también con otras concepciones religiosas), de modo que esta esperanza pueda, al menos, mostrar su credibilidad. En nuestro capítulo siguiente, al tratar del objeto formal de la esperanza, nosotros haremos un intento de reflexión en la dirección apuntada. Por otra parte, los tres desafíos que hemos destacado muestra tres aspectos fundamentales del ser h u m a n o como proyecto. La esperanza evangélica afirma la certeza de la victoria de Dios sobre el pecado en el corazón del hombre, sobre la injusticia en las relaciones sociales, y sobre la muerte que amenaza a todo hombre. Este triunfo es real y progresivo a partir de u n don ya presente. Este triunfo va confirmándose en la existencia y en la historia h u m a n a que caminan hacia su realización plena.

individual. Sin ser contraria a la doctrina bíblica de la resurrección final (Rm 2,6; 1 Co 15,44), esta esperanza de una felicidad para el alma separada denota una influencia griega que, por lo demás, era ya sensible en el J u d a i s m o contemporáneo Ver Le 16,22:23,43; 1 P e 3 , 1 9 , \

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9

Contenido, motivo y sujeto de la esperanza

Si el capítulo anterior tuvo un transfondo eminentemente bíblico, en éste el acento recae sobre la reflexión teológica. Se trata, en el presente capítulo, de reflexionar sobre el contenido (dicho en término clásicos: objeto material), el motivo o razón (objeto formal), y el sujeto de la esperanza cristiana.

1.

CONTENIDO U OBJETO MATERIAL DE LA ESPERANZA

A lo largo del Antiguo Testamento se indica de forma cada vez más clara la dimensión teologal de la esperanza. Dios se promete a sí mismo: "yo seré su Dios y ellos serán m i pueblo" (Jer 31,33; Ez 36,28). Esta dimensión teologal culmina en el Nuevo Testamento y cobra una dimensión cristológica: "Dios nuestro Salvador y Cristo Jesús nuestra esperanza" (1 Tim 1,1). Cristo es nuestra esperanza y, definitivamente, Dios al que Cristo nos conduce. Si la esperanza es una virtud teologal es porque tiene a Dios c o m o meta y término: él es el bien que se pretende conseguir. U n Dios soberanamente a m a n t e y amable, en el que el ser h u m a n o se sentirá plenamente realizado, sin que nada le falte, colmado del todo y, sin embargo, saciándose de nuevo cada día, p u e s con el amor nunca se acaba y resulta siempre nuevo. Parece lógico que, siendo Dios Amor infinito e incondicional, quiera darse totalmente. Lo propio del amor es no reservarse n a d a y darse totalmente al amado. Dios se da por entero. Parece

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indigno de Dios el dar menos de lo que puede: "de Dios no se puede esperar u n bien menor que El" l . El ser humano tiene u n a capacidad insaciable. Es "capaz de Dios" 2 . Mientras le queda algo que desear o conocer, busca conseguirlo. Sólo se conforma con todo. El ser humano, en todo lo que hace, busca la felicidad: "el hombre no puede no querer ser bienaventurado", dice Tomás de Aquino 3 . Pascal se expresa de forma parecida: "el hombre quiere ser feliz y no quiere sino ser feliz y no puede no querer serlo" 4 . La felicidad es sentirse saciado en todos los aspectos y dimensiones de la personalidad. Eso que parece imposible en este m u n d o (siempre nos falta algo), el cristiano cree que es posible en el encuentro con Dios. Ya en este m u n d o podemos experimentar que u n auténtico encuentro amoroso es plenificador. ¡Cuánto más lo será el encuentro con Dios!. El es el que sacia de bienes todos nuestros anhelos (cf. Sal 103,5). Pero a Dios en este mundo siempre le encontramos de forma imperfecta, nunca le vemos "cara a cara". De ahí que el objeto de la esperanza, en su contenido pleno, está más allá de este mundo: "esperamos lo que no vemos" (Rm 8,24-25; 2 Co 5,6-7). Esto que ahora n o vemos, u n día lo veremos y nos transformará (cf. 1 Co 13,12). "Aún no se ha manifestado todavía lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es" (1 Jn 3,2). En estos dos textos (1 Co 13,12 y 1 Jn 3,2) el objeto de la esperanza se traduce en términos de visión o de conocimiento de Dios. Según la fórmula de Pablo se trata de ver a Dios cara a cara. Esta fórmula está tomada del Antiguo Testamento (Ex 33,18.20). Ante todo significa algo imposible al ser humano, algo que causa la muerte: ver a Dios es morir. Pero aquí significa que esto, imposible en el m u n d o presente, es un elemento de la felicidad escatológica al final de los tiempos.

1. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología II-II, 17, 2. 2. E n el contexto de su teología de la esperanza introduce Tomás de Aquino esta fórmula clásica (De Spe 1, ad 5). Sobre la fórmula como tal, ver TOMÁS DE AQUINO, De Veritate 14, 10, obj. 2, y la nota q u e introduzco en la edición de esta cuestión, con traducción, notas y comentarios, próxima a salir en edit. BAC. 3. Suma de Teología I-II, 5, 4, ad 2. 4. Pensces, n" 169, ed. Brunschvicg.

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Este "ver a Dios" no debe entenderse de forma estática. Habría que entenderlo en paralelo con lo que significaba la visión del rey en las cortes orientales: el rey resultaba inaccesible para la generalidad de sus subditos; sólo a los miembros de su corte y a los consanguíneos les era dado contemplarlo tal cual es. Así, la clave que descifra la imagen de la visión de Dios es la convivencia, la comunión interpersonal, el participar de su vida y gozar de su compañía. En este estar con Dios, objeto de la esperanza, conviene destacar explícitamente su impronta cristológica. Sabemos por el Nuevo Testamento que sólo a través de Cristo alcanzamos al Padre: "nadie va al Padre sino por mí" (Jn 14,5). Así se comprende que "el que me ve a mí, ve a aquel que me ha enviado" (Jn 12,45); "el que me ha visto a mí, ha visto al Padre" (Jn 14,9). Podríamos parafrasear: el único modo de ver al Padre es viendo a Cristo. Su humanidad es siempre y en toda condición el sacramento, la necesaria mediación, del encuentro con Dios. En este contexto se entiende que san Pablo resuma la esperanza cristiana como un estar con Cristo glorioso. Al final de su carrera los fieles serán apresados por Cristo (Flp 3,12), estar á n con él (cf. 1 Tes 4,17; 2 Tes 2,1; 2 Co 5,8; Flp 1,23), resucitados con él (2 Co 4,14; Rm 5,5), vivirán y reinarán con él (2 Tim 2,11-12), serán glorificados con él (Rm 8,17) y hechos conformes a la imagen gloriosa del Hijo de Dios (Rm 8,29; Flp 3,21; cf. 1 Co 1,9). Estar con Dios o ver a Dios es el objeto material, el contenido de nuestra esperanza. La teología utiliza una fórmula neotestamentaria para expresar este objeto: la vida eterna (cf. 1 Jn 2,25). La vida eterna es en primer lugar Dios mismo, el único q u e posee en plenitud la Vida. Pero es también la participación p o r el ser humano de la vida de Dios. Y en esta participación está la felicidad del hombre. De ahí que esperar en Dios es esperar nuestro bien. Una vez más vale la pena recurrir a san Pablo. P a r a él la noción clave para designar el objeto de la esperanza es la de "gloria" {doxa)s. La gloria es algo que propiamente sólo 5. En las epístolas de San Pablo encontramos una gran riqueza de vocabulario para designar el objeto de la esperanza. Pablo habla del reina "Dios os llamó a su Reino y gloria" (1 Tes 2,12; cf 2 Tes 1,5; Rm 5,17); de la salvación (1 Tes 5,8; 2 Tes 2,13; Rm5,9-10); de la vida, la vida eterna (Gal 6,8; 1 Co 15,22; Rm 5,17; 6,22); de la

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a Dios pertenece. Pero el encuentro con la gloria de Dios es nuestra glorificación. Los cristianos esperan participar en la doxa de Dios y de Cristo; más concretamente en la manifestación de esta gloria que se extenderá en sus cuerpos y en el universo entero. En el encuentro con Dios, todas las dimensiones del ser humano, incluidas sus dimensiones mundanas, corporales y sociales, quedan plenificadas 6 . La glorificación alcanza a todo el hombre, a todo su ser corporeo-espiritual, y le alcanza no sólo individual sino también comunitariamente. La realización de la salvación se concibe como u n a nueva creación, como la liberación del universo, de la creación entera (cf. Rm 8). El hombre, considerado como tal, está privado de la gloria de Dios (Rm 3,23), pero el cristiano puede "glorificarse en la esperanza de la gloria de Dios" (Rm 5,2), "gloria que ha de manifestarse en nosotros" (Rm 8,18). Incluso la creación vive "en la esperanza de ser liberada de la esclavitud de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios" (Rm 8,21). El objeto de la esperanza es la glorificación total y entera del hombre llamado en Cristo a participar en la Gloria de Dios. Conviene acabar con una observación a propósito del objeto material de la esperanza, coherente con la imperfección de lo teologal a la que ya nos hemos referido en otras ocasiones. Todo lo que decimos no son más que imágenes, vagas alusiones, que reflejan pobremente una realidad desconocida. Nosotros no conocemos la realidad desde el lado de Dios, sino desde nuestro lado. Por eso "la bienaventuranza eterna no llega en realidad de manera perfecta al hombre, es decir, hasta el punto de que pueda conocer el hombre viador cuál y cómo sea; puede, no obstante, llegar a su conocimiento bajo u n a razón común, es decir, la de bien perfecto, y así tiende hacia ella la esperanza... Lo que esperamos queda aún velado para nosotros" 7 .

herencia (Ef 1,18; Tit 3,7). Pero la noción clave para designar el objeto de la esperanza es "gloria". 6. Sobre la salvación, que integra todas las dimensiones de lo humano, ver: M. GUI.ABERT, Jesús, revelación del misterio del hombre, San Esteban-Edibesa, SalamancaMadrid, 3.1' ed., 2001, 253-256. 7. TOMÁS ni; AOIUNO, Suma de Teología 17, 2, ad 1.

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2.

MOTIVO U OBJETO FORMAL DE LA ESPERANZA

Ya dijimos al tratar de la antropología de la esperanza (en el capítulo 2), que una de las características de la esperanza es que resulta posible. Lo que parece imposible causa desesperación. La posibilidad es lo que distingue la esperanza del deseo, "porque el deseo lo es respecto de cualquier bien sin consideración de su posibilidad o imposibilidad. En cambio, la esperanza tiende a un bien como algo que es posible alcanzar, pues en su naturaleza incluye cierta seguridad de conseguirlo" 8 . ¿Qué es lo que hace conseguidera la esperanza? ¿Acaso las fuerzas y capacidades del ser humano? ¿Cómo tales fuerzas limitadas van a conseguir lo que por definición supera las posibilidades humanas, lo que el ojo no vio, el oído no oyó y la mente jamás imaginó? Sin embargo, antes dijimos que el hombre es "capaz de Dios". Esto significa que tiene u n a capacidad de acoger a Dios, pero esta capacidad es puramente receptiva. El hombre no puede ni obligar a Dios a que se dé, ni merecerlo con sus obras, ni conquistarlo con sus fuerzas. En el mismo contexto de su teología de la esperanza, en el que Sto. Tomás dice que el hombre es "capax Dei", se cuida de aclarar lo siguiente: "el que la bienaventuranza eterna sea un bien proporcionado a nosotros (o sea, para el que estamos capacitados) proviene de la gracia de Dios. Y, por este motivo, la esperanza que tiende a ese bien como proporcionado al hombre para poseerlo, es un don divinamente infundido" 9 . La posibilidad de la esperanza no se fundamenta en nuestro propio poder, sino en un poder ajeno a nosotros: la omnipotencia y la misericordia de Dios. Escribe Tomás de Aquino: "El hombre espera conseguir algo, unas veces por el propio poder; otras, en cambio, con la ayuda ajena... Pero el sumo bien, que es la bienaventuranza eterna, no puede ser conseguido por el hombre más que con el auxilio divino... Así, pues, el objeto formal de la esperanza es el auxilio del poder y de la piedad divinas" 10 . En esta fórmula tan concisa, el objeto formal de la esperanza es el auxilium divinae potestatis et pietatis, se 8. 9.

TOMÁS DE AQUINO, De Spe, TOMÁS DE AQUINO, De Spe,

10. De Spe, 1.

192

L. 1, ad

8.

encuentran los dos motivos fundamentales de la esperanza: el poder y la misericordia divinas 11 . Ambos motivos encuentran una buena iluminación teológica en la doctrina de la creación y, sobre todo, en la cristología. 1. El Amor de Dios, fundamento

de la esperanza

En el dar el ser a lo que no existe (cf. R m 4,17) comienza a manifestarse el amor de Dios y su poder. El a m o r o misericordia, porque al ser la creación un acto libre de Dios, Dios sólo crea lo que le agrada, lo que le complace. Es u n acto libre, porque antes de que Dios se decida a crear, no existe nada y, por tanto, nada le condiciona. "No existe necesidad exterior alguna que motive su actuación creadora, ni coacción alguna que la determine" 1 2 . Por eso, la razón de la creación es el amor. Las cosas y, sobre todo el ser humano, tienen razón de amor. En el misterio mismo de la creación, como bien ha notado Juan Pablo II, está el fundamento del amor de Dios a su criatura 1 3 . "Amas a todos los seres y no aborreces n a d a de lo que hiciste; pues, si algo odiases, no lo habrías creado. ¿Cómo subsistiría algo, si tú no lo quisieras? ¿Cómo se conservaría, si no lo hubieras llamado? Pero tú eres indulgente con todas las cosas, porque son tuyas, Señor, amigo de la vida" (Sab 11,24-26). Porque Dios es amigo de la vida y, sobre todo, amigo de los seres humanos; porque cada uno de los seres h u m a n o s es para Dios una auténtica delicia (cf. Prov 8,31), resulta posible esperarlo todo de su amor, pues el auténtico amor se da sin medida, sin reserva; da todo lo que tiene y puede.

11. Cf. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología II-II, 18, 4, ad 2 y ad 3; 21, 1 y 4; también In Psalm. 9: "Ex duobus enim spes consurgit: quod sit potens; et hoc patet, quia Dominus n o m e n illi; et quod sit volens, quia s u m m e bonus; u n d e Luc 18,19, n e m o bonus nisi solus Deus". El tema está ya presente en San Agustín (para el poder: Enan: in Psalm. 148; 26, sermo II. Para la misericordia: Confesiones, X, 29, 40; X, 32, 48). En esta m i s m a perspectiva se sitúan San Alberto: "innititur enim super omnia spes bonitati et largitati increatae" (In III Sent. d. 26 a. 1 ad 8), y San Buenaventura: la esperanza se apoya en la largueza inmensa e inagotable de Dios que nos ha prometido la gloria, y que no quiere ni puede faltar a sus p r o m e s a s , por ser la suma bondad y omnipotencia (In III Sent. d. 26 a. 1 q. 1). 12. J. MOI.TMANN, Dios en la creación, Sigúeme, Salamanca, 1987, 89. 13. Divc.s in misericordia 4 k.

193

Pero hay que decir algo m á s a propósito del Amor de Dios como fundamento de la esperanza. Pues este amor se ha manifestado de forma definitiva en Jesucristo. Así, esperamos con u n a certeza inquebrantable porque Dios nos ha amado y nos a m a en Jesucristo: "nada podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor" (Rm 8,39; cf. R m 8,31-39). Nosotros poseemos ya las primicias de este amor; más aún, este amor nos ha sido dado con el don del Espíritu, que nos asegura que somos amados y que a m a m o s (cf. Rm 5,1-11; Gal 4,4-7). Una esperanza así fundamentada "no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rm 5,5), y por tanto, es capaz de "esperar contra toda esperanza" (Rm 4,18). Esto significa que si la esperanza tiene que ver con el "más allá", su fundamento está en el "más acá", en la experiencia de u n Dios que nos acompaña en nuestra realidad creada y garantiza el cumplimiento de nuestros m á s profundos deseos. Dicho con palabras de Edward Schillebeeckx, es la densidad religiosa del presente, o sea, el vivir hoy en comunión con Dios, lo que da todo su sentido a la esperanza cristiana 1 4 . Así se comprende esta magnífica precisión de Sto. Tomás: la esperanza, en cuanto se refiere a lo esperado, es imperfecta, porque todavía no se tiene lo que se espera; pero en cuanto se refiere al fundamento de lo esperado, "a saber, el auxilio divino, es disposición para lo perfecto, pues la perfección del hombre consiste en unirse a Dios" 15 . Y esta unión comienza en el presente de nuestras vidas. 2. El poder de Dios, fundamento

omnímodo poder de Dios: si necesitase de u n a materia preexistente para realizar su obra no sería todopoderoso 1 7 . Pues bien, este poder que hace que surja el ser del no ser es el mejor argumento para afirmar el poder de Dios de resucitar muertos. En efecto, si Dios puede suscitar vida de la nada, por el mismo poder puede devolver la vida a los muertos. Así argumentaba ya el libro de los Macabeos para sostener la esperanza de los mártires (cf. 2 M 7,22-23.28). De forma parecida argumentaban los primeros escritores cristianos: "Que el poder de Dios sea suficiente para resucitar los cuerpos, lo prueba el hecho mismo de su creación. Pues si de la nada hizo Dios los cuerpos de los hombres,.. . con la misma facilidad resucitará a los que de cualquier modo se hayan deshecho, siendo esto igualmente posible para El" 18 . "Dios, que te hizo, puede nuevamente volverte a hacer" 19 . La fe en la creación "de la nada" se muestra así "como u n a verdad llena de promesa y de esperanza" 2 0 . Es posible prolongar esta reflexión sin apelar directamente a Dios y fijándose únicamente en la maravilla de la vida. Partamos del planteamiento de un conocido filósofo actual, Fernando Savater, que puede servir de punto de contraste con nuestra posición. Savater, a la pregunta sobre si la vida tiene algún sentido responde abiertamente que no, pues tiene sentido aquello que ha sido concebido de acuerdo a un determinado fin, y la vida no tiene ningún fin, ninguna salida, pues acaba con la muerte: "La pregunta por el sentido... ¡carece de sentido! Lo realmente absurdo no es que la vida carezca de sentido, sino empeñarse en que deba tenerlo" 2 1 . De todos modos, constata F. Savater, "todos hemos derrotado ya a la muerte una vez,

de la esperanza

En la creación comienza también a manifestarse el todo poder de Dios. Según Teófilo de Antioquía (escritor cristiano del siglo II), "el poder de Dios se manifiesta en que primeramente hace las cosas de la nada y luego las hace como quiere. Porque lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios" 16 . Precisamente en el crear "de la nada" es donde se manifiesta el

17. el tema, al mundo 18.

Cf, SAN AGUSTÍN, De fide et symbolo II, 2; textos patiisticos y medievales sobre en M. GELABERT, "Dios Padre, todopoderoso creador", en Dios Padre envió a su Hijo, Secretariado Trinitario, Salamanca, 2000, 113, nota 4, ATÉNAGORAS. Sobre la resurrección de los muertos, 3.

19. TEÓFILO DE ANTIOQUÍA, A Autólico 1,8. Igualmente TERTULIANO: "¿Por qué n o

podrías resucitar de la nada por voluntad del mismo Autor, que quiso devinieses al ser de la nada?... Cuando no existías, fuiste hecho: ¡Nuevamente serás hecho, cuando no existas!... Más fácil es hacer tras haber existido, puesto que no fue difícil hacerle antes de haber existido" (Apología, 48); Cf. TERTULIANO, De resurr. carnis, 3 3 ; GREGORIO DE NISA, De opificio hominis,

14. Cristo y los cristianos, Cristiandad, Madrid, 1983, 784. 15. DeSpe l , a d 4 . 16. A Autólico II, 13.

194

24; CIRILO DE JERUSALÉN, Catequesis XVIII 5-

15; AGUSTÍN: "Quién pudo hacer lo que no era, ¿no podrá re-hacer lo que era?" (Sermón 361,8-18). 20. Catecismo de la Iglesia Católica, n." 297. 21. IAIS preguntas de la vida, Ariel, Barcelona, 1999, 274.

195

la decisiva. ¿Cómo? Naciendo" 2 2 . Esta constatación resulta de sumo interés: la prueba de que la muerte puede ser vencida es que estamos vivos. El día que nacimos vencimos a la muerte. Y la vida, como también dice Savater, es u n "milagro", u n "asombro" 2 3 . Me pregunto si no hay una cierta incompatibilidad entre la afirmación de que la muerte puede ser vencida y la necesaria afirmación del sin sentido de la vida 24 . Si la muerte ha sido ya vencida una vez, ¿por qué no puede serlo otra? El mismo poder (sea cual sea) que ha hecho que la muerte haya sido vencida u n a vez, ¿no podrá hacer que lo sea otra vez mediante la resurrección? ¿Qué resulta más creíble o para qué se necesita más poder: para pasar del no ser al ser o para mantener el ser en el ser? "Tan gratuito es existir como seguir existiendo siempre", escribió Miguel de Unamuno. Y añadió: es "torpeza grande condenar el anhelo por creer probado, sin probarlo, que no sea conseguidero" 2 5 . La maravilla de la vida hace creíble la posible maravilla de la resurrección.

Jesús, en la esperanza de la segunda venida del Señor y de la llegada del domingo sin ocaso en el que la h u m a n i d a d entera entrará en el descanso de Dios. Esta memoria anticipa ya lo esperado y confiere nuevo dinamismo a la esperanza 2 6 . En la resurrección de Cristo se manifiesta el paradójico poder de Dios, que se manifiesta en la tribulación (cf. Rm 5,3) y se despliega en la debilidad (cf. 2 Co 12,9-10). La resurrección de Jesús es el signo anticipador definitivo de que las promesas de Dios se cumplirán. En esta fe descansa, finalmente, toda la seguridad del cumplimiento de la promesa de Dios 27 . Y decimos que la resurrección de Jesús es signo anticipador porque hay un futuro de Cristo resucitado, y este futuro somos nosotros: él ha resucitado como primicia de todos los que mueren. En la perspectiva de la esperanza hay que decir dos cosas importantes sobre la resurrección, que tienen que ver con la esperanza en el "más allá", pero que también tienen que ver con su vivencia en el "más acá":

Además de en la creación, el poder de Dios se manifiesta de múltiples maneras. Los creyentes del Antiguo Testamento apelaban a la memoria de las acciones poderosas de Dios para sostener su esperanza. Si Dios ha sido poderoso en el pasado (por ejemplo, liberando a su pueblo de la esclavitud de Egipto), también puede serlo en el futuro. Se comprende, pues, que al pueblo de Israel se le insta al constante recuerdo para que la esperanza se mantenga viva (Dt 4,9; 6,12; 7,18; 8,18). Igualmente, el pueblo cristiano celebra en el tiempo presente la memoria de la más maravillosa de las acciones de Dios, la resurrección de

I o .- La resurrección no es un correctivo de la cruz. Es la autentificación de una vida. Manifiesta el fracaso del m u n d o y que el camino de Jesús es el bueno. En la resurrección, Dios se muestra como el que da la razón a Jesús: su camino es el único que desemboca en la vida, el único camino lleno de esperanza, el único que tiene futuro. Así, la resurrección no se puede separar del camino que puede terminar en la cruz, y nos remite a ese camino. Esperar la resurrección significa creer que hay u n camino que ahora y aquí tiene valor por sí m i s m o y que este valor no puede impedirlo ningún poder ni destino de este mundo. La resurrección es la manifestación de la meta a la que conduce el camino de Jesús. 2o.- Por esta razón, en el camino (o sea, en el seguimiento de Cristo) es donde uno comprende y experimenta la validez y el realismo de la esperanza. La resurrección de Cristo no invita a

22. Id, 277. 23. Id, 32 y 41. 24. "Lo mismo que al nacer traemos al m u n d o lo que nunca antes había sido, al m o r i r nos llevamos lo que nunca volverá a ser" (F. SAVATER, Id., 35). Pregunto: ¿y eso último en razón de que se afirma? Si no se afirma como posibilidad (y entonces se deja una puerta abierta a otras posibilidades) se trata de u n a afirmación que parte de u n presupuesto dogmáticamente ateo. 25. Obras Completas, Escélicer, Madrid, 1966, t. VII, 137.

26. Sobre la relación entre memoria y esperanza h a n t r a t a d o San Agustín en el libro X de sus Confesiones, y San Juan de la Cruz, en los libros II y III de su Subida al Monte Carmelo. 27. "El cumplimiento de la promesa de Dios es posible p o r q u e Dios tiene el poder de resucitar a los muertos y de llamar al ser a lo que n o existe (cf. Rm 4,1617). El cumplimiento de la promesa de Dios es seguro p o r q u e Dios r e s u c i t ó a Cristo de entre los muertos" (J. MOLTMANN, Teología de la Esperanza, S i g ú e m e , Salamanca, 1968, 189).

3. El poder de Dios que resucita a Jesús, de la esperanza

196

fundamento

197

huir del presente, a quedarse mirando al cielo (Hech 1,11), sino a volver la mirada a la tierra para anticipar en este mundo aquello que esperamos. La resurrección de Cristo no sólo abre la esperanza de u n a vida imperecedera en comunión con Dios, sino que invita al seguimiento. Más aún, sólo en el seguimiento esta esperanza se muestra poderosa, pues allí es posible comprobar sus virtualidades y experimentar su certeza. 4. Para hacer más creíble la esperanza Finalmente, me parece importante decir que en aras de su credibilidad y seriedad, la esperanza en la resurrección no puede apoyarse en las experiencias de revividos (o sea, pacientes que han creído morir y luego "han vuelto"). Tales experiencias no prueban nada sobre el "más allá" porque ninguno de estos pacientes lo ha visto. Si por muerte se entiende la pérdida irreversible (nótese bien: ¡irreversible!) de todas las funciones vitales y en la que es imposible la reanimación del cuerpo, resulta que esos que dicen haber muerto y haber vuelto, en realidad nunca han muerto. Han experimentado quizás "el morir" (el proceso que lleva a la muerte), pero no la muerte. Sus experiencias son experiencias de una determinada fase de la vida, del lapso de tiempo que media entre la muerte clínica y la muerte biológica. Son experiencias de gente que ha estado cerca de la muerte, que ha creído morir, pero que al fin no murieron. Sus experiencias no prueban absolutamente nada sobre el "más allá". La esperanza cristiana ni puede ni debe buscar ahí ningún apoyo. Debe respetar a quiénes han pasado por una situación así, pero también debe esforzarse por aclarar esta situación y no sacar de ella lo que en ella no hay.

3.

SUJETO DE LA ESPERANZA

Sto. Tomás se plantea si puede darse esperanza en los animales, respondiendo afirmativamente 2 8 . Dejemos esto de lado. De lo que se trata aquí es de la esperanza humana, de la esperanza de este ser finito que no se conforma con su finitud y 28. Suma de Teología I-II 40, 3.

198

anhela un bien mejor; y, en concreto de lo siguiente: ¿qué es lo que realmente ejercita en el hombre la acción de esperar? Dentro del hombre, ¿qué es lo que espera? Puesto que la esperanza anhela un bien futuro, en la estructura psicofísica del ser humano esperarán aquellas "facultades" cuya actividad consista en apetecer lo futuro: el apetito sensible y la voluntad. Tomás nota que el sujeto de la esperanza teologal no puede ser el apetito sensitivo, que se dirige a bienes concretos y no va más allá de los bienes corporales o materiales, sino la voluntad (facultad apetitiva de la razón) que se dirige al bien en cuanto bien. Ella es el "sujeto" propio de la esperanza teologal. Una respuesta como esta merece el calificativo de "simplista" por parte de un autor tan respetable como Pedro Laín 29 , pues nada deja de esperar en la realidad h u m a n a . Espera el hombre con su apetito sensible, con su voluntad, pero también con su inteligencia, su cuerpo, su acción, su memoria. Sin duda tiene razón. Y Tomás de Aquino no creo que le contradijera. Pues para Tomás la esperanza presupone la fe y, por tanto, la acción de la inteligencia. Pero en su deseo de precisar, y de situar cada u n a de las virtudes teologales anclada en las distintas potencias o facultades del ser h u m a n o , Tomás coloca la fe en la inteligencia, ya que su objeto es la verdad; y la esperanza en la voluntad, ya que su objeto es el bien. Y al bien se dirige la voluntad, aunque no sin la inteligencia (necesaria para conocerlo). De la misma manera que Sto. Tomás no se cansa de repetir que la fe es u n acto de la inteligencia movida por la voluntad, cabría decir también que la esperanza es u n acto de la voluntad movida por lo que la inteligencia le da a conocer: "el movimiento de la facultad apetitiva es dirigido por la facultad cognoscitiva" 30 . Pero "el deseo del h o m b r e no descansa o reposa en el conocimiento que da la fe... Cuando se tiene fe, a ú n reside en el alma un movimiento hacia alguna cosa, a saber, para ver perfectamente las cosas que se creen, y alcanzar los medios de llegar a esta verdad... Esta es la razón

29. PEDRO LAIN ENTRALGO, Antropología de la esperanza, Guadarrama, Barcelona, 1978, 176. 30.

TOMAS DI; AOUINO, De Spe,

2, ad

4.

199

por la que después de la fe es necesaria la esperanza para la perfección de la vida cristiana" 3 1 . El sujeto de la esperanza es el hombre, en cuanto ser inteligente, finito y temporal. Pero, así como el acto de fe es personal, pero tiene una dimensión eclesial, también ocurre así en la esperanza. El hombre, al esperar no está solo consigo mismo. Aunque el esperante no lo sienta así, su espera también es comunitaria. Y esto en un doble sentido. Primero, porque lo esperado, el bien que constituye el objeto de la esperanza, es un bien que no sólo me alcanza a mí. Puedo legítimamente esperarlo para toda la humanidad. Y digo bien esperarlo, pues aquí no hay saberes que valgan. No sabemos cuántos se salvarán, pero podemos esperar de la grandeza de Dios, que tenga misericordia de todos. Y en segundo lugar, porque la existencia de quién espera es en todo momento coexistencia. Cuando se habla del sujeto de la esperanza hay que destacar su referencia social y, por tanto, eclesial: "fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo" 32 . Pensemos, además, que las personas amadas no nos son extrañas ni ajenas; son como una prolongación de uno mismo. Y "presupuesta la unión de amor con otro, puede uno esperar y desear algo para él como para sí mismo" 33 . Si también consideramos a lo mundano y ecológico como prolongación de nuestro propio cuerpo, se puede entonces hablar de "la ansiosa espera de la creación" (Rm 8,19). En resumen, que quién espera es el hombre con todas sus fuerzas (inteligencia, voluntad, afectividad, etc), pero también con sus dimensiones sociales y mundanas.

4.

E L PROBLEMA DE LAS MEDIACIONES

En un capítulo anterior ya nos explicamos sobre las mediaciones de la esperanza. Ahora volvemos sobre ello, en el contexto del objeto y del sujeto de la esperanza, porque muchos seres humanos y, por supuesto, muchos creyentes, pueden pen31. TOMÁS DE AQUINO, Compendio de Teología, II, 1. 32. Lumen Gentium, 9; Cf. nn. 48-50. 33. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología II-II, 17, 3.

200

sar con motivo que el verdadero problema, el acuciante, el que ahora nos afecta, no es tanto el del objeto teologal de la esperanza, sino la falta de realismo de sus anticipaciones o mediaciones, sin que esto signifique quitar ninguna importancia a la dimensión escatológica de la esperanza. ¿Qué se puede esperar del ser h u m a n o concreto en las condiciones de nuestro mundo presente? ¿Qué podemos esperar en el aquí y el ahora? ¿O sólo en la escatología muestra sus efectos la esperanza cristiana? ¿O es que fuera de la explícita aceptación del evangelio (y, a veces, incluso entre los propios cristianos) no hay más que ruina, desolación y muerte? ¿Por qué las utopías mundanas parecen abocadas al fracaso? ¿Será que el ser humano, a pesar de todos sus anhelos de u n m u n d o mejor, no puede lograrlo nunca? ¿Por qué, incluso persiguiendo el ideal, persiguiendo por ejemplo la justicia, se generan situaciones de inhumanidad? La teología conoce un "pecado original" que nos marca desde los inicios. Pero no es menos cierto que también la teología afirma que este pecado original puede ser vencido en Cristo. Y, aún así, ¿no reaparece este pecado, o la concupiscencia, o la animalidad, con demasiada frecuencia, incluso entre los mismos bautizados? El pasado siglo XX y los comienzos del presente siglo XXI han sido años de guerras y enfrentamientos, de injusticias sociales y de demasiadas víctimas inocentes. Esta voz de las víctimas nos pide resistir y esperar, combatir a favor de lo h u m a n o , porque claudicar sería dar una segunda victoria a los vencedores y cometer una segunda injusticia con las víctimas. Y nos pide también cobrar conciencia de las responsabilidades y consecuencias de nuestros actos, incluso de las consecuencias no deseadas explícitamente, pero que inevitablemente ocurren. El creyente, además, puede esperar en u n Dios que h a r á justicia a las víctimas y anunciarlo, consciente de que la credibilidad de este anuncio se juega en su compromiso a favor de las víctimas. La esperanza en Dios no debe impedirnos, sino todo lo contrario, esperar en el ser humano. Y, en todo caso, debe avivar nuestro compromiso a favor del ser h u m a n o necesitado de h u m a nidad, incluso contra toda esperanza. La esperanza teologal n o puede existir separada de la caridad. La caridad, como veremos en nuestro próximo capítulo, es la forma de la esperanza, o sea, 201

lo q u e le d a s e n t i d o . Sólo así la e s p e r a n z a e s c a t o l ó g i c a p u e d e dejar de ser a l i e n a n t e . P e r m í t a s e m e a c a b a r estas reflexiones c o n u n a s p a l a b r a s sabias, p r o n u n c i a d a s desde u n a h u m a n i d a d preocupada, pero esperanzada a pesar de todo: "Pienso que no se puede postergar la decisión de comprometernos ante la terrible crisis que atraviesa el mundo. El fundamento de una esperanza surgirá en medio de ese compromiso. No estamos en condiciones de detenernos y aguardar a que se aclare el horizonte. Todo lo contrario. Tengo la convicción de que debemos penetrar en la noche y, como centinelas, permanecer en guardia por aquellos que están solos y sufren el horror ocasionado por este sistema que es mundial y perverso. Un grito en la mitad de la noche puede bastar para recordarnos que estamos vivos, y que de ninguna manera pensamos entregarnos. Ojalá pudiera decirle a los jóvenes: "No se preocupen, tomen este o tal camino". Pero mentirles me parece un deshonor y un egoísmo. Ante todo debemos recuperarnos como raza, como humanidad. Tenemos el deber de resistir, de ser cómplices de la vida aun en su suciedad y su miseria. Nos debemos u n gesto absoluto de confianza en la vida y de compromiso con el otro. De esa manera creo que lograremos trazar un puente sobre el abismo. No tenemos tiempo para andar meditando razones cuando es tanto lo perdido. Es una decisión la que en este momento nos debe abrazar el alma" 34 .

34. ERNESTO SÁBATO, ES difícil vivir en medio de tanta ausencia, en "El País", 24 de junio de 2001, 38.

202

IV Teología de la caridad

10

La caridad, virtud teologal

1.

LA CARIDAD, PLENITUD EN LA PLENITUD

Si la Nueva Alianza se define como la plenitud (de los tiempos, de las promesas, de la ley), el agapé o caridad es una noción de tal manera central en la Nueva Alianza, u n a realidad tan común a la vez a Dios, a Cristo y a los cristianos, sus manifestaciones son tan amplias y diversas, que bien puede decirse de la caridad que es la plenitud en la plenitud y de la plenitud. Lo más característico del Evangelio es el agapé: se trata de la revelación en su definitiva realización, que despliega y manifiesta la perfección, el acabamiento, la novedad y la originalidad que significa el don de Dios (por su Hijo y en su Espíritu), y que se traduce en el Nuevo Ser cristiano como nuevo estilo de comportamiento, de vida y de dinamismo ético. El agapé supone y explícita la idea de una perfección totalmente divina realizándose en la historia: los tiempos definitivos se han hecho presentes por la fuerza transformadora que es el Agapé. Dios ha desvelado su misterio que es Amor, a m o r que tiene su polo objetivo y ejemplar en Jesucristo, y su polo subjetivo en el Espíritu que anima y modela los corazones de los creyentes (y de la comunidad), transformándolos y asemejándolos al Hijo. De modo que el agapé define a Dios, define al pueblo de Dios y define la vida y costumbres del cristiano. La vida teologal encuentra su culminación, sentido, perfección y "forma" (para emplear el lenguaje de Sto. Tomás) en la caridad. En los inicios de nuestro libro nos referimos a la dimensión de totalidad que tienen las tres virtudes teologales, designando cada una la totalidad completa de la salvación, como don de Dios y respuesta del h o m b r e . De modo que no es 205

posible referirse a la fe, la esperanza o la caridad sin tener en cuenta la mutua implicación que hay entre ellas. De hecho, la caridad consiste en vivir las realidades de la esperanza lo mismo que las de la fe: "la caridad... lo cree todo, todo lo espera" (1 Co 13,7). Por eso la caridad otorga confianza (fe) y expulsa el temor (esperanza) (cf. 1 Jn 4,17-18). Pero mientras la fe designa la totalidad de la existencia cristiana en tanto que comienzo o apertura al Reino por la aceptación inicial de la salvación, el Agapé designa la misma totalidad en tanto que realización y plenitud, en virtud de la comunicación del Espíritu que inaugura la comunión y conformidad con Dios y sitúa al hombre en la plena docilidad a sus mandamientos. Viene bien ahora recordar algo ya dicho, a saber, que la fe, la esperanza y la caridad tienden a un encuentro inmediato con Dios, si bien cada una considera y acoge a Dios desde una perspectiva diferente: la fe como Palabra que se revela (Dios como Verdad primera), la esperanza como Promesa de vida eterna (Dios como bien arduo y difícil de conseguir) y la caridad como Amor incondicional, transformador y beatificante (Dios como bien supremo del ser humano). Pero en esta tendencia de las tres virtudes teologales al mismo objeto, que es Dios, hay una diferencia importante que expresa la perfección y plenitud de la caridad: la fe y la esperanza se dirigen a Dios como no visto y n o poseído totalmente, pero cuando se produzca el encuentro desaparecerán: "cuando venga lo perfecto desaparecerá lo parcial" (1 Co 13,10). En cambio, la caridad nunca desaparece, "no acaba nunca" (1 Co 13,8), pues con ella se alcanza la perfección. Con ella alcanzamos el carisma, el don superior a todo lo demás (cf. 1 Cor 12,31 y 13,13). Ahora ya es posible vivir la caridad, si bien en las condiciones de este mundo. Cuando el amado, por algún motivo no es visible, no por eso desaparece el amor, aunque el amor busca la presencia. Y, sin embargo, en la no visión del a m a d o puede darse ya la realidad del amor. En este terreno del amor, hay distancias que unen y presencias que a b r u m a n . La fe y la esperanza no se detienen en su propio movimiento, sino que buscan ir más allá de lo no visto y lo no poseído, pero la caridad alcanza al mismo Dios para detenerse en él. La caridad es por sí misma unitiva y lleva al ser humano a Dios, uniendo ya en este m u n d o con Dios.

206

2.

LA CARIDAD Y LAS CONCEPCIONES CAMBIANTES DEL AMOR HUMANO

La caridad define a Dios y define también al cristiano. Dios es Amor (1 Jn 4,8); cristiano es "el que ama" (1 Jn 4,7). Los cristianos son también definidos como "los amados de Dios" (Rm 1,7) y como los que viven en el amor (Ef 5,2). Además, la caridad busca constantemente las formas concretas e históricas de explicar y aplicar tal revelación: ¿cómo manifestar y, sobre todo, como vivir el misterio del Agapé, teniendo en cuenta las características culturales, las aspiraciones y la concepción del amor que dominan en nuestra época?. 1. Hablar de amor, hablar de caridad Nos encontramos hoy con una aparente paradoja. Mientras prácticamente todos los seres humanos están hambrientos de amor, dicen hacer experiencias de amor, escuchan canciones y ven películas mediocres sobre el amor y, por tanto, creen conocer lo que es el amor; resulta, por otra parte, que la mayoría no vive en profundidad el amor. Algunos lo confunden con una sensación agradable, fruto de la casualidad. Pero el amor es una gracia, un don que no está sin más a nuestra disposición, aunque cuando nos llega nos llena de u n a profunda felicidad. Es también un arte, en la m e d i d a en que exige nuestra participación y nuestra capacidad: el amor, más que un problema de objeto (de encontrar alguien/algo a quién amar o que nos ame) es un problema de facultad, q u e se aprende y se consigue practicándolo. Y finalmente, el a m o r es un misterio, que coincide con el ser de la persona, que n u n c a acabamos de comprender y que siempre se nos escapa. La caridad es u n a forma de amor. También cuando se habla de caridad, sobre todo entre los cristianos, muchos creen saber de qué se trata, pues continuamente se subraya, en las asambleas y círculos creyentes, que no es posible ser cristiano auténtico si no se vive la caridad. Y, sin embargo, ¿cuántos cristianos no la confunden con el gesto de dar limosna o de socorrer con misericordia al h e r m a n o necesitado? Esta confusión la denunciaba San Pablo en su segunda carta a los Corintios (13,3): "aunque reparta todos mis bienes, si no tengo caridad, nada me

207

aprovecha". Si en vez de considerar la caridad como virtud cristiana, la consideramos como la más profunda definición de Dios, también entonces a muchos les resulta difícil entender de qué se está hablando, a la vista de lo que Dios "tolera" en nuestro tiempo (guerras, hambre, miseria, todo tipo de males y de víctimas inocentes) y de lo que los seres humanos dicen y hacen en su nombre. ¿Cómo es posible hablar de Dios como Amor? Desde luego, si se trata de hablar de Dios a partir de nuestras proyecciones, es difícil entender que Dios es Amor. Sólo mirando a Jesucristo, acogiendo la revelación, puede entenderse lo que es el amor y lo que es Dios. En la entrega amorosa de Jesús por los hombres, incluso por sus enemigos, es reconocible para la fe el amor de Dios. 2. Una mirada a la historia Ahora bien, si sólo la revelación nos dice lo que es el amor cristiano, la revelación se comprende desde nuestra experiencia y desde la propia cultura, aunque también corrija y transforme la cultura. De hecho, el pensamiento cristiano a lo largo de la historia, ha tenido que enfrentarse con algunos problemas derivados del encuentro del cristianismo con las diferentes culturas y, en concreto, con las diferentes concepciones del amor humano. Ante este desafío la teología ha respondido de diversos modos: una manera de responder ha sido tratando de integrar estas modalidades humanas del amor en su discurso, con el riesgo de contaminación; otra manera, ha sido afirmando la originalidad del agapé, insistiendo en las necesarias rupturas y en el rechazo de todo compromiso, con el riesgo de mutilarlo o de caer en reduccionismos simplistas, como sucede cuando se define el agapé por uno sólo de sus elementos (bien el prójimo, bien Dios). Esto quiere decir que la teología del Agapé supone siempre u n a concepción del amor humano. Así, la revelación bíblica recurre a la experiencia del amor humano (amor paterno, filial, fraterno, amistoso) y sitúa el Agapé en el contexto de la Alianza que había ya conferido una perspectiva religiosa, o mejor teologal, a estas nociones. En ella se privilegian algunos vocablos en detrimento de otros. Por ejemplo, en el Nuevo Testamento, 208

los conceptos que sirven para describir el a m o r pasional, corporal, sexual ieráó y érós) están totalmente ausentes, mientras que apopé, o agapáó y philéó, reproducen el a m o r que echa sus raíces en la acción salvífica de Dios con los hombres, pues en la Biblia todo a m o r está relacionado, directa o indirectamente, positiva o negativamente, con esta inclinación amorosa de Dios hacia los hombres 1 . La concepción del amor h u m a n o influye, por tanto, en la comprensión y presentación del Agapé. Así San Agustín traduce el mensaje evangélico del agapé con elementos sacados del pensamiento neoplatónico. El hombre aparece como un ser que aspira a la felicidad, como un ser de deseo, como tendente a realizarse en el amor que busca el bien y el reposo en la posesión del bien. El hombre no puede elegir: está hecho para el amor, es movido por el amor. Lo que puede elegir es el objeto y la calidad de este amor: amor propio (cupiditas) y amor de Dios (caritas). El verdadero amor, fuente de la verdadera felicidad, es la caritas, el a m o r y el gozo del Bien soberano, del Bien que es Dios. Pero Agustín radicaliza la oposición entre el amor propio y el amor de Dios, que están en el origen de dos ciudades, la ciudad terrena (nacida del "amor propio hasta el desprecio de Dios") y la ciudad celeste (nacida del "amor de Dios hasta el desprecio de sí propio") 2 . Sus Confesiones describen el itinerario espiritual de u n ser que ha renunciado al "torpe y deshonesto" amor orientado hacia el placer (III, 1) por el amor siempre más grande de Dios (XIII, 8). Esta oposición entre el amor propio y el a m o r de Dios es un tema que se encuentra en diversas capas de la tradición cristiana. Lutero, en la Controversia de Heidelberg (en la tesis 28) opone el amor de los pecadores, que sólo a m a n en la medida en que esperan algo a cambio, al amor de Dios totalmente gratuito "que no se fija allá donde encuentra el bien del que gozar", y puede así ser calificado de amor puro. Otro ejemplo puede encontrarse en el libro atribuido a Tomás de Kempis, La imitación de Cristo, que (en el libro III, capítulo 8) se refiere a "la

1. Cf. W. GÜNTHER, "Amor", en Diccionario Teológico del Nuevo Testamento, vol. I, Sigúeme, Salamanca, 1980, 110-121. 2. La ciudad de Dios XIV, 28.

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baja estimación de sí mismo ante los ojos de Dios". ¿Esta línea de pensamiento traduce el amor evangélico? Es dudoso. Sin duda, el agapé se refiere principalmente a Dios, pero el amor a y de Dios transforma, integra, purifica y corrige todas las modalidades del amor humano, sometiéndolas al amor divino. Y si bien es cierto que el amor propio puede cerrarnos a toda alteridad e impedir el amor a Dios y al prójimo, no es menos cierto que el amor de Dios, la caridad, incluye el amor a sí mismo 3 . En realidad, los pecadores "no se aman de verdad a sí mismos", puesto que desconocen lo que es para ellos el verdadero bien; sólo "los buenos, conociéndose bien, se aman de verdad" 4 . Realmente audaz parece la posición de Pseudo-Dionisio, que proclama que el eros es más divino que el agapé: "eros es u n término más digno de Dios que agapé"5. La palabra eros expresaría la intimidad y el ardor del amor. La palabra agapé sería apropiada para designar el amor al prójimo; mientras que el eros tendría la ventaja de expresar con más fuerza las prerrogativas del amor divino. Tal tesis no h a chocado demasiado a los latinos porque la traducción de eros por amor y de agapé por dilectio evitaba el problema. En De Divinis Nominibus, eros expresa un amor "extático" y "unitivo", es decir, u n amor que sale de sí para comunicarse, y tiende a la unidad en la alegría contemplativa. En Dios es el principio de la emanación de las criaturas (o sea, de la creación). E n el hombre es a m o r ascendente, aspiración a la unión contemplativa por el éxtasis, salida de sí, y por la identificación con el "Eros" divino. Dionisio propone, pues, a los intelectuales cristianos del siglo VI u n a síntesis del amor divino en el que el humilde lenguaje de Pablo, destinado a los cristianos corrientes, cedía el paso al discurso de u n a sabiduría filosófica que su pseudo-discípulo desvelaba a los iniciados. ¿Qué decir de este proyecto? Si bien es verdad que el agapé comporta un elemento de contemplación, la contemplación bíblica tiene por objeto central el acontecimiento pascual, la cruz de Cristo y el d o n gratuito del Espíritu. El "Eros" divino de Dionisio parece m á s bien filosófico, centrado en el ser de Dios captado p o r la reflexión especulativa más que acogido

humildemente por la fe en la escucha de la Palabra. Aparte de que u n a contemplación reservada a las élites ("gnosticismo" cristiano), influida quizás por jerarquías celestes y eclesiásticas, no parece estar en línea con u n a teología de la cruz y del servicio evangélico. La teología medieval h a estado influenciada por diversas concepciones del amor: el amor erótico (conocido por las obras de Ovidio y de Juvenal). También influye el amor místico, que utiliza los análisis del amor erótico para expresar las realidades de la unión con Dios (unión y posesión del amado, desnudez) 6 . Los comentarios al "Cantar de los cantares" son el lugar más apropiado para este juego de alegorías. Finalmente se elabora u n a metafísica del amor, que utilizarán los teólogos 7 , descartando las otras modalidades. Ahora bien, la síntesis medieval sólo puede considerarse acabada en el plano de la elaboración ontológica, sin haber logrado transmitir a la época moderna u n a visión suficientemente comprensiva y unificada del amor. 3. Nuestra

situación

Hoy, en lo que se refiere al lenguaje, a las expresiones de la cultura (literatura, cine, manifestaciones artísticas) y de la mentalidad actual (estilos de vida, modas, comportamientos más o menos generalizados), nos encontramos en una situación parecida a la del neo-platonismo cristiano. El Pseudo-Dionisio constataba que el agapé era u n vocablo sin prestigio; para el cristiano contemporáneo, la caridad (traducción del agapé) se encuentra en parecida situación de descrédito. Quizás sea esta la razón de que en bastantes diccionarios teológicos actuales, ha desaparecido el vocablo caridad, siendo sustituido por la palabra amor 8 . Pero el amor (lo que corresponde hoy al "eros"

5. De divinis nominibus IV, 12. Esta fórmula es a s u m i d a p o r TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, I-II, 26, 3. Véase también De caritate, a. 12, arg. 7, con la nota 11 que h e m o s puesto en este lugar en el t. III de Obras escogidas de Sto. Tomás, que próximamente aparecerá editada p o r la BAC. 6. Cf. JUAN DE LA CRUZ, Subida al Monte Carmelo II, 7. 7. Cf. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología I-II, 26-28. 8. Indico tres ejemplos distintos: LOTHAR COENEN, ERICH BEYREUTHER, HANS

3. TOMÁS DE AQUINO, S u m a de Teología II-II, 25, 4. 4. TOMÁS DE AQUINO, Simia de Teología II-II, 25, 7.

210

BIETENHARD, Diccionario Teológico del Nuevo Testamento, CASIANO FI.ORISTAN y JUAN JOSÉ TAMAYO, Conceptos

Sigúeme, Salamanca, 1980;

Fundamentales

del

Cristianismo,

21 1

dionisiano) evoca primordialmente el campo semántico de u n erotismo sexual. Este amor sexual es hoy menos trágico, más realista y menos romántico que el amor cortesano, por ejemplo. El amor sexual se considera el único camino de una felicidad posible y calculada; se cree en ello sin mucho convencimiento; es u n riesgo que hay que correr... Otros elementos que con todo derecho deberían integrarse en una teología de la caridad, y así lo ha hecho la tradición cristiana, como las aspiraciones a la realización humana, parecen polarizarse alrededor de otros centros de interés, tales como la promoción del ser humano y hasta su manipulación; o bien la mejora del mundo y la creación de condiciones de vida más humanas. Estos problemas se sitúan en el terreno de la acción y se resuelven jurídica o institucionalmente. La caridad, el amor al hermano, ni siquiera se menciona. Además, con el advenimiento del mundo moderno, los problemas adquieren dimensiones políticas y planetarias: hambre en el mundo, desarrollo, paz, tercer mundo, diálogo norte-sur, nuevo orden económico internacional, inmigración, globalización..., al mismo tiempo que aparecen nuevos tipos de marginación que no interesan a los políticos (ancianos abandonados, presos, sidosos, etc). Las preguntas a propósito del amor cristiano se multiplican: ¿habrá que sustituir la caridad por la justicia o anteponer la justicia a la caridad? ¿Puede la caridad limitarse a paliar las consecuencias desastrosas de u n a sociedad fundada sobre el dinero y el poder, sin analizar las causas estructurales que permiten transformar la sociedad y eliminar las causas de la miseria? ¿Cuál es la relación entre amor y compromiso político, o se trata de esferas distintas? ¿Hay una relación entre amor y búsqueda de eficacia histórica? ¿El amor cristiano excluye siemp r e la lucha armada o la violencia revolucionaria? ¿Qué significa amar cristianamente al prójimo: buscar su bien espiritual, la salvación de su alma, o su bien material, su realización económica, psicológica, cultural, social y política? Todo esto no facilita una teología de la caridad. Aunque la presencia de cristianos comprometidos en este mundo pluraTrotta, Madrid, 1993; JEAN-YVES LACOSTE, Dictionnaire critique de théologie, PUF, Paris, 1998.

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lista es una prueba de que una reflexión sobre el Agapé (incluso se está reencontrando el término evangélico) es posible y necesaria. Esta reflexión debe también denunciar las concepciones parciales y caricaturescas que hoy impiden valorar el concepto y el contenido de la caridad: la caridad no puede reducirse a la limosna, ni puede estar ausente del combate por la justicia o la promoción de los pobres 9 . Sin duda, como ya hemos dicho, hay un problema de vocabulario. Pero la teología de la caridad no se revitalizará con un cambio de palabras. Todas tienen sus dificultades: caridad, amor, dilección... No se trata tanto de buscar nuevas palabras cuanto de devolver a las palabras su verdadero sentido y, sobre todo, de precisar el contenido cristiano que tienen, contenido que tendrá su mejor aval en la práctica que los cristianos puedan mostrar cuando pronuncian estas palabras. En lo que se refiere a la caridad, la teología siempre la ha considerado como lo envolvente de toda la vida cristiana, así como su culmen y su plenitud. 3.

LA CARIDAD, VIRTUD TEOLOGAL

Para comprender bien nuestra teología de la caridad, es importante insistir en que la caridad no es una actitud ética. Es una virtud teologal, lo que significa que su objeto, su razón de ser y su meta, es Dios. Esta perspectiva es distinta de la de Martín Lutero y de la idea que muchos cristianos se hacen hoy de la caridad cristiana. Lutero y posiblemente muchos fieles de hoy, con la palabra caridad se refieren fundamentalmente al prójimo. No es que el prójimo esté ausente de la caridad. Todo lo contrario. También la caridad se dirige al prójimo, pero (esta matización es fundamental y tendremos que volver sobre ella) en la medida en que en el prójimo está Dios 10 , pues la caridad 9. El Vaticano II reconoció la justeza de algunas de la críticas a ciertas concepciones de la calidad. Interesa leer, al respecto, Apostolicaní actuositatem, 8. Ofrezco aquí el final de este n ú m e r o (que vale la pena leer completo): "cumplir antes que nada las exigencias de la justicia, para no dar como ayuda de caridad lo que ya se debe por razón de justicia; suprimir las causas, y no sólo los efectos, de los males, y organizar los auxilios de tal forma que quienes los reciben se vayan liberando progresivamente de la dependencia externa y se vayan bastando p o r sí mismos". 10. Cf. TOMÁS ni; AOUINO, De Caritate a. 4; Suma de Teología II-II, 25, 1.

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siempre se refiere principalmente a Dios. Esta perspectiva es profundamente evangélica. El rey del juicio escatológico se dirige a aquellos que tuvieron caridad con el prójimo necesitado con estas palabras: "a mí me lo hicisteis" (Mt 25,40). Esto sólo puede significar que allí, en el pobre y el indigente, esta Dios, y a él se dirigía nuestro amor. Dicho esto, n o es menos cierto que la caridad constituye la esencia misma de la moralidad cristiana. Y esto hasta el punto de que, según uno de los mejores estudiosos del tema "podría decirse que, formalmente, la teología moral es la ciencia de la caridad". Esto significa que "en la distribución de la materia moral tiene la caridad su puesto y delimitación. Se estudia allí como una virtud más... Pero en esta explicación se establece el principio moral universal de su principalidad jerárquica y de su información o influencia vital indispensable en todas las demás virtudes. En sencilla comparación diríamos que así como el corazón o el cerebro tienen su lugar y medida reducidos en el organismo humano, pero son órganos de órganos por su influencia vital, así la caridad tiene su situación y dimensión en el organismo teológico de las virtudes, pero es virtud de virtudes por cuanto las vivifica divinamente a todas" 1 x. Esto quiere decir Tomás de Aquino cuando afirma que "la caridad es la forma, el motor y la raíz de las virtudes" 1 2 . No es una virtud ética, sino teologal, pero tiene su influencia ética; m á s aún, es meta y sentido de toda ética cristiana.

4.

¿CÓMO DEFINIR LA CARIDAD?

Ofrecemos u n a noción general, basada en el testimonio del Evangelio y en la experiencia y catequesis de la Iglesia, para llegar a una comprensión más profunda de la caridad. La definición más amplia y más común de la caridad, así como la más constante en la catequesis de la Iglesia podría condensarse así: "la caridad es la verdadera y más perfecta forma 11. MARCELIANO LLARERA, "Introducción al tratado de la caridad", en Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino, BAC, Madrid, 1949, t. VII, 645. 12. De Caritate a. 3; cf. Suma de Teología II-II, 23, 8. Volveremos sobre este tema más adelante.

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del amor por la que el hombre a m a a Dios por sí mismo y al prójimo (así como a si mismo) por Dios y en Dios". Esta definición corresponde sustancialmente a la que comentaban todos los Maestros y Doctores medievales a partir del texto de las Sentencias de Pedro Lombardo: caritas est dilectio qua diligitur Deus propter se et proximus propter Deum vel in Deo13, que la recoge de San Agustín: caritatem voco motum animi ad fruendum Deum propter seipsum et se atque próximos propter Deum14. En esta misma línea se mueve el último Catecismo de la Iglesia Católica (en su n° 1822): "la caridad es la virtud teologal por la cual a m a m o s a Dios sobre todas las cosas por El mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios". Veamos la significación y las implicaciones de esta primera aproximación a lo que es la caridad evangélica. 1. La verdadera y más perfecta forma del amor Aquí se supone que el hombre es un ser no sólo capaz de amar, sino también u n ser que se realiza en y por el amor. El amor es susceptible de varias modalidades cualitativas de realización, es polivalente, incluso ambiguo. Estas vicisitudes del a m o r repercuten en la existencia y en el destino del hombre. Para el hombre, realizarse o fracasar en el a m o r es, en definitiva, triunfar o perder su ser y su vida de hombre. Este es el dato básico que hay que comprender: la caridad es amar. Por tanto, la caridad pide u n a comprensión profunda del a m o r humano, de sus formas y ritmos de desarrollo. Esta antropología del amor ya la hemos expuesto en u n anterior capítulo y a ella remitimos. 2. Por la que el hombre ama a Dios por sí mismo La caridad es amor absoluto del Bien absoluto; es identificación afectiva con el Bien divino en sí mismo y por sí mismo, por encima de todas las cosas y ordenando a él todas las cosas; y por consiguiente es amor a las criaturas en la medida en que se relacionan con y participan del Bien divino. 13. ¡IISent.,á. XXVII, n. 2. 14. De doctrina christiana, lib. 3, c. 10, 16: ML 34, 72.

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La caridad supone, pues, la participación en la comunión trinitaria. Esta participación comienza por ser un don que desciende de Dios y suscita una capacidad divina de amar; y hace surgir en el hombre una exigencia íntima de realizarse según el amor de Dios en su perfección divina. La comprensión teológica de la caridad pide, por tanto, el esfuerzo de comprensión del misterio de esta participación en el amor intra-trinitario. El Dios revelado se convierte así en fuente, modelo y motivo de amor, así como en el objeto primero de un amor capaz de transformar a los hombres en su existencia y en sus relaciones. Como veremos, este amar a Dios por sí mismo resulta ser la felicidad del ser humano. En nuestro próximo capítulo nos referiremos a este primer y principal objeto de la caridad, Dios mismo.

de comunión fraterna. Se trata de la universalidad intensiva del agapé. La caridad es amor de los unos con los otros, pues el hombre es capaz de amar y de ser amado de forma real y universal. Esta universalidad alcanza a todos los hombres y a todas las formas del amor (intimidad, eficacia, promoción del bien, condenación efectiva del mal, etc.), así como a las relaciones de "proximidad" (amor de uno mismo, amor al otro, a m o r a los más cercanos). La comprensión del amor fraterno en sus diferentes dimensiones es el último de los elementos que hay que profundizar en la noción global de la caridad, y será el objeto del último capítulo de nuestro libro.

3. Amar al prójimo (y a uno mismo) por Dios y en Dios La doble formulación "por Dios" y "en Dios" pretende manifestar la doble orientación del Amor evangélico. "Por Dios", a causa de Dios, en razón de Dios. Se trata de un amor universal, que alcanza a todos los seres humanos, en virtud de su origen y de su destino divino. Esta motivación nos previene contra un amor que estaría basado únicamente en la amabilidad del otro. La caridad nos impulsa a amar a todos los seres humanos, incluso si no aparecen como amables. El Agapé cristiano exige la imitación del amor universal de Dios. Prescribe todo odio y resentimiento, incluso los que parecerían humanamente fundamentados. El amor a los enemigos (cf. Mt 5,43-48) significa el triunfo del Amor de Dios sobre la simple medida de la simpatía humana. Este amor divino es la superación del egocentrismo falsamente natural; es el signo de la realidad del amor de Dios que supera la sabiduría racional del hombre egoísta y pecador. En esa formulación ("por Dios") está en juego la universalidad extensiva del amor. Amar por Dios no es una escapatoria mística, sino una exigencia de realismo y compromiso. "En Dios": el otro se convierte en prójimo en virtud de la comunicación de los bienes divinos, y merece ser amado en virtud de una amabilidad intrínseca, propia, pues participa de la b o n d a d divina. Este es el aspecto de amistad, de intimidad, 216

217

11

Amar a Dios sobre todas las cosas

Según la Escritura, a m a r a Dios es el primero y el principal de los mandamientos que al ser h u m a n o se le han dado. Ahora bien, ¿qué puede significar amar a Dios? ¿No parecería más propio de la relación con Dios el que fuera temido y obedecido? ¿Es siquiera posible que entre Dios y el ser h u m a n o se establezca u n a relación de amor? ¿Qué tipo de amor puede darse entre Dios y el hombre? ¿Puede darse un amor pleno, un amor de amistad, que como vimos en un capítulo anterior, supone reciprocidad e igualdad, confianza y confidencia, identificación de quereres? Tomás de Aquino define la caridad como amistad entre el hombre y Dios. Y añade que Dios es el principal objeto del amor humano. La caridad es, pues, esencialmente teocéntrica: ama a Dios por sí mismo y al prójimo en razón de Dios. Dios es el criterio y la razón de todos nuestros otros amores 1 . Ahora bien, si el ser humano puede amar a Dios es porque Dios le ha amado primero. Y Dios le ha amado primero porque "Dios es Amor", es s u m a m e n t e amable y s o b e r a n a m e n t e a m a n t e . Y este amor se nos ha manifestado en Jesucristo y en el don del Espíritu Santo. Nos disponemos ya a explicar los aspectos de la caridad que acabamos de enumerar.

1. "De acuerdo con el modo de comportare algunas cosas respecto de ese bien (= Dios, objeto propio de la caridad), así se comportan en lo que atañe a ser dignas de ser amadas porcaridad" (TOMÁS DE AQUINO, De Caritate, a. 7). "Todo lo que se ama por caridad se ama por la razón de que pertenece a Dios" (Id, a. 8).

218

1.

E L MANDAMIENTO MAYOR

¿Qué es lo que Dios quiere del ser humano? O dicho de otra manera, ¿cuál es el mandamiento mayor o el primero de los mandamientos? Esta es la pregunta que le hacen a Jesús en diversos contextos y con diferentes intenciones, según cual sea el evangelista que la refiere (Mt 22,36; Me 12,28; cf. Le 10,25). La respuesta de Jesús no hace sino citar un texto del libro del Deuteromio, aunque también añade otro texto del Levítico (como muy bien saben los lectores, pues sobre este segundo texto nos hemos explicado en el capítulo 4, bajo el epígrafe: "el prójimo, sacramento de Dios"). Ahora interesa subrayar que Jesús ratifica con su autoridad (Mt 22,38; Me 12,29) la primacía de lo que todo judío conocía muy bien, por recitarlo varias veces cada día: "Amarás a Yahvé tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas" (Dt 6,5). Este es el primero, el principal, el mayor de los mandamientos. Notemos algunas características del mismo: Se trata de u n amor que responde al a m o r previo, gratuito y fiel de Dios hacia su pueblo: "Yahvé amó a tus padres y eligió a su descendencia después de ellos; te sacó de Egipto personalmente, te introdujo en su tierra y te la dio en heredad" (Dt 4,37-38); "Yahvé se ha prendado de vosotros y os ha elegido, no porque seáis el más numerosos de todos los pueblos, pues sois el menos numeroso, sino por el a m o r que os tiene" (Dt 7,7-8); "sólo de tus padres se prendó Yahvé, amándolos, y eligió a su descendencia después de ellos, a vosotros, de entre todos los pueblos" (Dt 10,15). La revelación veterotestamentaria, para expresar la cercanía e intimidad de este a m o r de Yahvé, utiliza las analogías del amor paterno-filial (Dios quiere a Israel como a un hijo: Ex 4,22; Os 11,1; Jr 31,9; Sal 102, 13; Is 63,15) y del a m o r esponsal (Jer 2,2; 3,1-5; Ez 16, y todo el Cantar de los cantares). El a m o r a Dios es un hecho personal y que totaliza la experiencia del h o m b r e . Por u n lado, es u n a experiencia y un compromiso personalísimo ("amarás a tu Dios"); Dios no es un Dios abstracto, sino u n Dios de los hombres, en lo concreto de la existencia ("el Dios de Abraham, de Issac y de Jacob"). Un Dios para y del hombre (para y de este hombre), que no puede ser 219

por eso amado en general, sino por este hombre. Por otro lado, el amor a Dios es un mandamiento "total". En la fórmula del Deuteronomio, el acento está puesto en la palabra, repetida tres veces, kol, totalidad, conjunto. Dicho de otro modo: en tus relaciones con Yahvé debes hacer intervenir toda tu personalidad, lebad (corazón) y nefesh (alma) 2 . Este mandamiento del amor a Dios, como explicitan los profetas (y como se desprende de la enseñanza de Jesús), tiene implicaciones éticas y sociales. Debe traducirse en u n a actitud de justicia, en un comportamiento con el prójimo que tiene incluso repercusiones políticas y económicas. No puede decirse que uno ama a Yahvé sin practicar la justicia, sin atender al pobre y al desvalido (cf. Jer 22,16). Este primer mandamiento de amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas, recibió u n a interesante interpretación por parte de algunos rabinos, que posiblemente Jesús conocía, y puede encontrarse subyacente en diversos pasajes del Nuevo Testamento (aparte de las declaraciones explícitas de Jesús). Un comentario rabínico a este famoso texto, el Shema, es el siguiente: hay que amar a Dios sin reservarte nada; por eso hay que amarle con todo el corazón, o sea, con las dos tendencias de tu corazón, la buena y la mala 3 ; con toda tu alma, o sea, hasta dar tu vida por Dios en caso de persecución; con todas tus fuerzas, o sea con todo tu dinero. Entre otros pasajes del Nuevo Testamento, significativos para nuestro tema, y en los que podría estar subyacente este interpretación del Shema, citemos dos: la parábola de Mt 13,3-23 se refiere a tres categorías de personas, unas no que n o aman a Dios con todo su corazón (13,18), otras que no a m a n a Dios con toda su alma, pues en cuanto se presenta u n a tribulación o persecución sucumben enseguida (13,21), y otras que n o aman a Dios con todas sus riquezas (13,22). Por el contrario, la primera comunidad cristiana de Jerusalén vivía a fondo este primer mandamiento, puesto que tenían un solo corazón y u n a sola en Dios,

2. Cf. P. CODA, El Agapé como gracia y libertad, edit. Ciudad Nueva, Madrid, 1996, 49; G. QUELL y E. STAUFFER, Caridad, Fax, Madrid, 1974,44. 3, Puesto que la raíz lebab repite dos veces la letra bet, los rabinos deducían que el corazón tiene dos tendencias o inclinaciones: una al bien y otra al mal.

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y nadie consideraba sus bienes como propios (Hech 4,32; cf. 2,42-47) 4 . 2. Dios ES AMOR Ya hemos dicho que el amor a Dios es posible porque Dios ama primero. Y a m a primero porque Dios es Amor. La definición de Dios como Amor (1 Jn 4, 8 y 16), es reconocida generalmente como el punto culminante de la revelación del Nuevo Testamento. Mal entendiendo esta definición Feuerbach establece u n a diferencia ontológica entre Dios y el amor: "el amor es sólo un predicado. Dios es el sujeto... Lo oscuro es el sujeto" 5 . Si el amor es solo un predicado, podría ser sustituido por otro, permaneciendo intacto el sujeto. Por eso es importante notar que Dios y el amor son inseparables y se califican el uno al otro. Aquí no se dice algo así como "Dios posee el amor", sino "Dios es Amor". El ser de Dios es irrevocablemente definido como amor 6 . Sin duda, aquí también se dice que Dios nos ha amado y que nos ama. Pero 1 Jn 4,8 va más lejos. El amor no es u n a actividad de Dios entre otras (Dios crea, juzga, gobierna, etc.). El a m o r es la razón de ser, el motivo de todo lo que hace. Porque el amor se identifica con su ser: "el agapé no es algo de Dios, es Dios mismo, su substancia, de tal modo que es imposible que Dios n o ame" 7 . Si Dios es amor, eso significa que el Dios que ama es el Amor mismo. Y esto nos conduce a u n a nueva reflexión. Pues ningún ser h u m a n o puede ser calificado como "el amor". Si dos personas se aman, u n a puede ser el amante y otra el amado, pero ninguna de los dos es el amor. Esto lo saben muy bien los amantes, al experimentar con demasiada frecuencia la incapacidad y las limitaciones de su amor. Su a m o r está siempre limitado por lo que aparece como amable en el otro. En cambio Dios ama a las ovejas perdidas (Mt 15,24), a los que están enfermos

4. Cf. F. MANNS, L'Israel de Dieu. Essais sur le christianisme primitif, Franciscan Printing Presse, Jerusalem, 1996, 21-32. 5. L. FEUERBACH, La esencia del cristianismo, Sigúeme, Salamanca, 1975, 293. 6. Cf. E. JÜNGEL, Dieu mystére du monde, Du Cerf, Paris, 1983, t. II, 148. 7. C. Srico, Ana pe cu el Nuevo Testamento, Cares, Madrid, 1977, 1276.

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y a los pecadores (Le 5,31-32), a los que están perdidos (Le 19,10). El elige a los locos y débiles del mundo, a lo plebeyo y despreciable, a lo que no es (1 Co 1,27-28). Un Dios así sólo se descubre en Jesucristo. En él se revela un Dios que ama a sus enemigos (cf. Rm 5,6-10), un Dios que ama hasta dar la vida, con un amor incondicional. Precisamente el fundamento de la definición de 1 Jn 4,8, es cristológico; y sólo se comprende a la luz del acontecimiento de la muerte y resurrección de Jesús y no a partir de especulaciones abstractas sobre Dios y el amor: "En esto se manifestó entre nosotros el amor de Dios: en que Dios envió al m u n d o a su Hijo único" (1 Jn 4,9). Se tiene el conocimiento de lo que es Dios en la medida en que se alcanza -en el presente de la vida cristiana- la revelación histórica del Amor en el Acontecimiento cristológico, en el don que Dios nos ha hecho de su Hijo. Juntamente con el fundamento cristológico aparece en 1 Jn 4,8 una orientación existencial: el verdadero conocimiento de Dios se identifica con el amor que practica el que h a nacido de Dios (1 Jn 4,7), pues "quien no ama (= sin complemento, ¡de forma absoluta!) no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor" (1 Jn 4,8). La comprensión de la definición de Dios implica una determinada orientación de la vida y una mirada contemplativa y comprometida a Jesucristo. De modo que, u n buen esquema de 1 J n 4,7-9, sería el siguiente: - versículos 7-8 a: postura adecuada para "conocer" a Dios - versículo 8 b: DIOS ES AMOR - versículo 9: lugar donde se conoce que Dios es Amor y donde "Dios-Amor" se da a conocer.

3.

CRISTO, REVELACIÓN DEL AMOR DE DIOS Y DEL AMOR QUE ES DLOS

Páginas atrás hemos presentado a Jesús como pionero y modelo de caridad. Ahora importa notar que este amor de Jesús es revelación de Dios mismo, que es Amor. E n el envío de Cristo (y del Espíritu, como más adelante veremos) se revela de forma ejemplar y de manera perfecta el Amor de Dios.

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El Agapé es ante todo un Amor descendente. Tiene en Dios su principio, su fuente y su modelo: "en esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó" (1 Jn 4,10). Porque Dios ama y quiere salvar al mundo, envía a su Hijo (1 Jn 4,9-10; Jn 3,16-17) para que, amando a los hombres y dando su vida por ellos, les revele el amor de Dios 8 . En el acontecimiento salvífico de Cristo, el Amor del Padre está siempre presente y operante. Es este amor el que explica el acontecimiento de Jesucristo, hasta el punto de que confesando a Jesús como Hijo, el creyente puede decir: "nosotros hemos conocido y hemos creído en el a m o r que Dios nos tiene" (1 J n 4 , 1 6 ) . En la muerte y resurrección de Jesús la revelación de este amor alcanza un momento culminante. Teniendo en cuenta Rm 5,8 y Rm 8,31-39, A. Nygren tiene razón al escribir: "La agapé revelada por la muerte de Cristo no es algo independiente de Dios, sino que Dios mismo es el sujeto de esa agapé. Es Dios, nos dice San Pablo, quien demuestra su amor haciendo morir a Cristo por nosotros. La acción de Cristo es la acción del mismo Dios; la agapé de Cristo es la agapé de Dios. Después del sacrificio de Cristo en la Cruz nos es imposible decir algo concluyente acerca del a m o r divino sin hablar de la Cruz, así como t a m p o c o podemos hablar del a m o r demostrado por Cristo a través de su muerte sin ver en ello la agapé de Dios. Las dos realidades se confunden en una, o, para emplear la misma expresión de San Pablo, agapé es el amor de Dios en Jesucristo (Rm 8,39)"9. Así, pues, según san Pablo, u n lazo muy profundo se anuda entre la Cruz y el Agapé, pues la cruz desvela la significación del amor. Ante todo en Cristo mismo: su crucifixión manifiesta el agapé de Jesús, el amor con el que ama a los hombres y que le impulsa a dar su vida. Esta actitud queda especialmente destacada por la asociación de los verbos agapdn y paradidónai: "el 8. Este tema del envío está ya presente en los sinópticos (Mt 10,40; 15,24; Me 12,6; Le 4,18.43; 9,48); pero sobre todo en Pablo en una perspectiva trinitaria (Gal 4,4; Rm 8,3); siendo tema central en los escritos joánicos (desde Jn 3,17 hasta el final del cap. 17; también en Jn 20,21). 9. A. NYGREN, Eros y Agapé. La noción cristiana del amor y sus transformaciones, Sagitario, Barcelona, 1969, 112.

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Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mi" (Gal 2,20; Ef 5,2.25; cf. Rm 8,32 y 39). El amor auténtico comporta siempre una entrega de sí mismo. En el amor de Dios se revela una entrega sin límite, sin reservarse nada y, por eso, llega hasta el don de la vida. Esta asociación de "dar" y "entregar" se encuentra también en la teología joánica (Jn 3,16; 15,13; 1 Jn 3,16). Dar aparece como la propiedad, la epifanía del amor. El Padre ama y da al Hijo a los hombres; el Hijo da la vida, su vida, en obediencia amorosa al Padre y en provecho de los hombres. En esta entrega de Jesús, en este amor a los hombres dando su vida por ellos, no sólo se manifiesta el a m o r de Dios a los hombres, sino también el amor que es Dios, el misterio mismo de Dios-Amor. En efecto, Jesús entrega su vida en obediencia al Padre. Pero esta obediencia no es el resultado de una sumisión servil, o de una coacción. Se trata de una obediencia libre. En el dar de Jesús hay más que dar, se trata de un despojarse libremente 1 0 : "El Padre me ama porque doy mi vida... Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente... Esa es la orden que he recibido de mi Padre" (Jn 10,17-18). Jesús obedece porque el Padre le ama y él ama al Padre. Pero, porque la fuente de la obediencia es el amor, se trata de una obediencia libre, como libre es el amor. Se manifiesta así no sólo una reciprocidad mutua (de la que hablamos en el siguiente apartado), sino también u n a profunda unidad, resultado de unas relaciones íntimas, del amor sin fisuras, que desde siempre existe en el seno de la Trinidad. L a obediencia de Jesús manifiesta lo que Jesús es desde siempre: "del Padre". Por este motivo, y a diferencia de lo que ocurre en los envíos humanos, en el envío del Hijo por parte del Padre, el enviado e n ningún momento aparece separado del que le envía: el Padre q u e ha enviado a su Hijo al mundo no le deja nunca solo (Jn 8,29; 16,32); Jesús y el Padre son siempre u n o (Jn 10,30), siemp r e el uno en el otro (Jn 10,38; 14,11; 17,21). Por tanto, cuand o Jesús ama a los hombres y da su vida por ellos, a través de Jesús les alcanza el a m o r del Padre: "Quién m e ha visto, ha visto al Padre" (Jn 14,9). 10. Este sería el matiz que expresa el verbo tithénai, preferido zparadidónai, el texto que citamos de Jn 10,17-18.

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en

Esta unidad íntima y permanente, este a m o r que hay entre el Padre y el Hijo se expresa en el cuarto evangelio y en 1 Jn por la combinación del verbo agapán con el verbo ménein (= permanecer 11 )- El Padre "permanece" en el Hijo y el Hijo en el Padre, en una perfecta comunión de Vida, de Gloria, de Verdad, de Querer... Imitando esta m u t u a inmanencia del Padre y del Hijo, los hombres son invitados a "permanecer" en el Hijo, a existir en él y por él, a mantenerse en su enseñanza y, en definitiva, a permanecer en su amor (Jn 15,4-10; 1 Jn 4,13-16). Este amor del Hijo al Padre, este "permanecer" en el Padre, esta adhesión fiel e inquebrantable de Jesús, inaugura ya la perfecta respuesta de Amor que todo h o m b r e - t o d o creyenteestá llamado a dar al Amor previniente de Dios. Por eso "permanecer" en el Hijo es la actitud fundamental de la existencia cristiana (cf. Jn 15 y conclusión de Jn 17), pues el Hijo introduce en la intimidad del Padre. El Agapé aparece así de forma explícita como la inspiración, más aún, la motivación del movimiento que desciende de Dios hacia nosotros, y como la inspiración del movimiento que asciende de los hombres hacia Dios, uno y otro encontrando en el Hijo el punto de encuentro 1 2 . De este modo el agapé divino aparece no sólo como Amor primordial y desinteresado, sino también como accesible y susceptible de reciprocidad. Esta reciprocidad, como veremos en el siguiente apartado, se inaugura ya en las relaciones entre el Padre y el Hijo, y se continúa en las relaciones del creyente con Dios.

11. Sobre el verbo "permanecer", véase: IGNACE DE LA POTTERIE, "L'emploi du verbe "demeurer" dans la mystique johannique", en Nouvelle Revue Théologique, 1995, 843-859; L. COENEN, E. BEYREUTHER, H. BIETENHARD, Diccionario Teológico del Nuevo Testamento, vol. III, Sigúeme, Salamanca, 1983, 348-351; J. M. CASABÓ SUQUÉ, La Teología moral en San Juan, Fax, Madrid, 1970, 262-266; A. FEUILLET, Le mystére de l'amour divin dans la théologie johannique, Gabalda, Paris, 1972, 95-105. 12. Aparece así u n a nueva dimensión en esta revelación del a m o r de Dios en Cristo, pues "Jesús n o es solamente la concretización de la oferta divina de a m o r al h o m b r e , es asimismo la realización prototipica (como en u n a imagen original) suprema y perfecta de la respuesta h u m a n a d e a m o r a esta oferta divina" (E. SCHILLEBEECKX, Cristo, sacramento del encuentro con Dios, Dinor, San Sebastián, 1968, 27).

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4.

AMOR GRATUITO, AMOR MOTIVADO, AMOR RECÍPROCO

1. Entre el Padre y el Hijo La mutua inmanencia que se da entre el Padre y el Hijo, nos conduce a un aspecto de gran importancia para la comprensión teológica del amor: la reciprocidad. Sin duda el amor de Dios es gratuito, desinteresado. Tiene su fuente en el Padre, que ama por su propia iniciativa. Pero este amor es capaz de suscitar una respuesta y en la respuesta encuentra su plenitud. En las relaciones entre el Padre y el Hijo la reciprocidad del amor encuentra su mejor modelo: "Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor" (Jn 15,9-10). En este pasaje se reconoce una continuidad de amor del Padre al Hijo, de éste al Padre, y de los discípulos al uno y al otro. El primer amor (el mutuo entre el Padre y el Hijo) es el fundamento y el modelo del segundo (de los discípulos al Padre y al Hijo). El Padre ama al Hijo (Jn 3,35; 5,20), y le ama desde antes de la creación del mundo (Jn 17,24). Igualmente, el Hijo a m a al Padre. En Jn 14,31 encontramos una explícita declaración del a m o r de Jesús al Padre: "ha de saber el mundo que amo al Padre". Este amor se traduce en una conformidad de voluntad con el Padre: "obro según el Padre me ha ordenado". Esta concretización del amor en un obrar según la voluntad del Padre es una constante en la vida de Jesús: "mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra" (Jn 4,34; cf. Jn 5,30; 6,38-40; 17,4). El Amor filial se traduce en una identificación de intereses, en la búsqueda de la "gloria" del Padre y en el compromiso hasta la muerte para hacer triunfar su "obra". El amor da u n a extraordinaria coherencia a la vida de Jesús, hace de ella u n a misión de amor que es adhesión al Padre, consagración a la enseñanza y a la santificación de los hombres, don de la vida en la cruz. Tal unidad -que deriva del a m o r en tanto que compromiso total- es particularmente realzada en el capítulo 10 del cuarto evangelio (especialmente a partir de 10,14 ss.).

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Esta respuesta de amor proveniente del Hijo provoca u n a nueva réplica de amor en el Padre. El amor divino, que en su fuente y en su motivación aparece primero como gratuito, no motivado, reviste así una nueva modalidad: se presenta como motivado, y puede justificarse con un "porque": "El Padre m e ama porque doy mi vida para recobrarla de nuevo... Esa es la orden que he recibido de mi Padre" (Jn 10,17-18). La presencia de este doble polo, de un amor previníente, gratuito, y de un amor motivado, no significa ninguna ambigüedad en el pensamiento joánico, como parece interpretar A. Nygren 13 . Tanto respecto a Jesús como respecto a los discípulos, el evangelio de Juan reconoce en Dios un amor motivado: "El Padre os quiere porque me queréis a mi" (Jn 16,27). 2. Entre Dios y el hombre Esta doble dimensión del amor divino (amor gratuito - a m o r motivado) es fundamental para u n a teología de la caridad. Muchas cuestiones teológicas están ahí implicadas. En plena armonía con la doctrina de la gracia, de la justificación gratuita del pecador por Dios, el evangelio de Juan afirma que la salvación deriva del amor del Padre "antes de la creación del mundo" (por ejemplo Jn 17,24-26), un a m o r que es anterior a toda respuesta humana. Pero Juan insiste en la perfección de este amor, que por su fecundidad creadora puede suscitar u n a respuesta en los hombres y convertirse en un verdadero intercambio en la amistad. Los hombres, cuyo a m o r Dios ha suscitado, son introducidos en el amor, "permanecen en el amor". Se hacen capaces de a m a r y son, por eso mismo, amables, dignos de ser amados. Y esta reciprocidad en el amor se manifiesta no sólo en las relaciones de los hombres entre ellos, de los seres humanos convertidos en hermanos, sino igualmente y ante todo en las relaciones de Jesús con el Padre y, por Jesús, en las relaciones de los hombres con Dios. Esta amistad entre Dios y el 13. No estamos, pues de acuerdo con estas apreciaciones: "De hecho, la idea de agapé en San Juan ocupa una posición en cierto modo flotante entre el amor motivado y el amor inmotivado". Menos aún me parece fundamentada esta explicación: una "metafísica del amor que significa la tendencia a afirmar al máximo la espontaneidad y la eternidad del amor divino, y al mismo tiempo un principio de atenuación de dicha espontaneidad" (o.c. en nota 9, 145).

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hombre, fundada en la amabilidad de los seres humanos, hechos amables por Dios mismo, transformados en "nuevas criaturas" diría San Pablo, lejos de destruir la espontaneidad y la iniciativa del Agapé divino, la manifiesta. Porque el Padre siempre está en acción. Y los discípulos son santificados en virtud de una "consagración en la verdad" que proviene del Padre (Jn 17,17.19). Si creen en el Hijo es en virtud de la "atracción" que proviene del Padre (Jn 6,44-45). Este amor, gratuito y al mismo tiempo motivado, no es más que otra posible expresión de la doctrina de la gratuidad de la salvación, pero también de su fecundidad en el ser h u m a n o . El Amor de Dios es un amor transformador, que convierte al ser humano en una nueva criatura y, por eso mismo, le hace digno de ser amado 1 4 . La motividad, el motivo del amor, es un fruto de la gratuidad. La amistad hace resplandecer no sólo el primado de la iniciativa divina, sino también la exclusividad de Dios como fuente del Agapé 15 . La reciprocidad de la que habla el cuarto evangelio se explica por el hecho de que al amor divino tiende a hacer de los hombres -amados inicialmente siendo pecadores e indignos de a m o r - seres dignos de amor, amigos de Dios, capaces de darle una respuesta de amor. Dios da la mayor importancia a esta respuesta del ser h u m a n o (cf. Jn 14,21; 14,23; 15,4; 15,14). Esta concepción encuentra todo su sentido en el contexto bíblico de la Alianza, en la reciprocidad propia de la Alianza. Los diálogos entre Dios y los hombres, el compromiso mutuo de la constante fidelidad, es lo que parece evocar de forma profunda el empleo de "permanecer en". Esta fórmula u otras similares, como "estar en" (Jn 14,20: "yo estoy en mi Padre y vosotros en mi y yo en vostros"), manifiesta que la acción del hombre es inseparable de la de Dios, y a la inversa. Dios necesita el consentimiento del 14. Cf. M. GELABERT, Jesús, revelación del misterio del hombre, San EstebanEdibesa, Salamanca-Madrid, 2001, tercera edición, 217-235. 15. Las dificultades de A. Nygren (cf. nota 13) me parece que tienen su origen en una determinada manera (protestante) de concebir la justificación. Por el contrario, "cabe resumir así la posición joánica sobre el agapé divino. El amor divino tiene la iniciativa absoluta. Alcanza gratuitamente a los hombres pecadores. Pretende hacer de estos hombres hijos de Dios, amigos y hermanos de Cristo, y ligados por consiguiente entre ellos por un lazo de fraternidad que tiene su fuente en el misterio trinitario" (A. FEUILLET, Le mystére de l'amour divin dans la théologie johamüque, Gabalda, Paris, 1972, 109).

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hombre, exige el "si" que el hombre debe darle libremente. Pero esta respuesta, este esfuerzo humano, depende totalmente de Dios que se da al hombre y viene hacia el hombre para permanecer en él. Esta inmanencia recíproca entre Dios y el hombre, se ilumina cuando se interpreta como una profundización de la antigua fórmula de la Alianza: "vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios.

5.

E L AMOR DE DIOS INTERIORIZADO POR EL DON DEL ESPÍRITU

En la perspectiva de la Alianza y de la reciprocidad que implica el amor, encuentra todo su sentido el don del Espíritu: "para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos" (Jn 17,26). El Agapé de Dios y de Cristo, afirman los escritos de San Pablo y también los de San Juan, ha sido derramado e interiorizado por el don del Espíritu. El amor se convierte así en u n principio vital en el hombre justificado gracias a la comunicación del Espíritu Santo. Rm 5,5 es un texto fundamental: "El Agapé de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado". El contexto de esta solemne afirmación es la vida nueva del hombre justificado: "habiendo recibido de la fe la justificación" (Rm 5,1), que encuentra su desarrollo en el capítulo 8 (especialmente en los versículo 9 al 17).El "Agapé de Dios" designa aquí el Amor que Dios tiene por nosotros, y que surge "cuando todavía estábamos sin fuerzas" (Rm 5,6). Este Amor no falla porque procede de Dios. Otorga así seguridad. Se convierte en una realidad en el hombre y en u n principio de vida interior, que dinamiza todo su ser. El Espíritu es u n principio de vida nueva, u n a vida según Dios, hecha de amor y libertad. Por la justificación, el creyente vive una existencia nueva. San Pablo habla de ella como "nueva creación" (2 Co 5,17). El Espíritu Santo -presentado como el Espíritu de Dios, el Espíritu de Vida, el Espíritu de Cristo: cf. Rm 8,2; 8,9- es el principio de esta vida nueva. En Ga] 5 y Rm 8 se encuentra una rica descripción de esta vida nueva. Es liberación del pecado, de la muerte, de la carne, de la ley, de la esclavitud y del miedo. El Espíritu hace del creyente un hijo

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de Dios (cf. Rm 8,14-15). Se trata de un don escatológico, cuya iniciativa procede de Dios, que inaugura la salvación por la fe, y confiere al hombre una fuerza real y misteriosa de transformación que desemboca en la plena conformidad con Cristo glorioso; esta fuerza es el Espíritu de Cristo (Rm 8,11). Este don se convierte en principio de decisión, de modo que el creyente vive, camina, obra "según el Espíritu". De este don escatológico brota, pues, una nueva ética, que no es la de las obras de la carne o de la ley, sino los "frutos del Espíritu", el primero de los cuales es el amor (Gal 5,19-22). Pero, sobre todo, el Espíritu conduce a Cristo y al Padre. Dicho de otro modo: el Espíritu es impulso que nos mueve hacia el Padre y la razón profunda de que el Padre nos ame al ver en nosotros su propio amor. El Espíritu guía, conduce a Cristo (cf. Jn 16,13). Interioriza a Cristo en los discípulos. Sin la venida del Espíritu el discípulo permanece al exterior de Cristo y, p o r t a n t e , lejos del Padre. Pues, si Cristo es el camino que conduce al hombre al Padre, el Espíritu es la vía que conduce al. Hijo y, por el Hijo, al Padre. En 1 Jn 2,27, la idea de "permanecer en el Hijo y en el Padre" va ligada a la recepción de una "unción" misteriosa que hace ya no se tenga necesidad de ser instruido por otros (cf. Jer 31,34: "ya n o tendrán que adoctrinar más el uno a su prójimo"; también Jn 6,45 y 14,26). El cristiano conoce a Dios a la manera de una presencia íntima, amante y operante; es como si llevara en sí mismo la revelación viviente del Amor divino. E n suma, la intimidad que comporta la amistad alcanza dimensiones sorprendentes en el don del Espíritu, nueva manifestación del amor de Dios y del amor que es Dios.

6.

LA CARIDAD COMO PARTICIPACIÓN EN LA AMISTAD DIVINA

Estamos ya en condiciones de comprender la relación profunda e íntima que puede darse entre el hombre y Dios, en la que consiste principalmente la caridad. El ser humano puede relacionarse con Dios porque ha sido creado a su imagen. El término imagen pretende indicar la gran dignidad del ser humano: éste ha sido creado "casi como un

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dios", como dice el Salmo 8. Dios, de alguna manera, se ve reflejado en el hombre. Como ya he explicado en otro lugar 16 , la razón última de porque el ser h u m a n o ha sido creado como imagen de Dios solo puede ser esta: Dios quiere al hombre como su interlocutor. Puesto que Dios crea por amor, y el amor alcanza su perfección en la respuesta consciente y libre del otro distinto, Dios crea u n ser capaz de dar respuesta adecuada a su amor: el hombre. El es el único ser sobre la tierra que, por ser su imagen, puede entrar en diálogo con Dios. Ahora bien, esta imagen que el ser h u m a n o lleva en el fondo de su ser hay que reconocerla, rehacerla y perfeccionarla. Dicho de otro modo: la imagen es una realidad, pero no debe entenderse como un automatismo. Ese es el sentido del término semejanza añadido al término imagen, tal como la teología lo ha interpretado: la capacidad para lo divino que hay en el hombre (imagen) no se actualiza contra el hombre, sino que debe ser asumido consciente y libremente; y se va convirtiendo en semejanza a medida que nos acercamos a Dios 17 . La imagen no hay que situarla en una parte del ser hombre. La imagen es el ser h u m a n o en su integridad, llamado a conocer a Dios y a buscar libremente el Bien; llamado, en suma, a la trascendencia por el Amor y en el Amor. El hombre está llamado a convertirse en imagen de Dios, que es definido como Amor. El hombre está llamado a hacerse lo que es. Y puede hacerlo porque en Cristo, auténtica imagen de Dios invisible (Col 1,15), alcanza un conocimiento de Dios, y así puede saber a qué atenerse en la realización de la imagen que es él. En la medida en que el Dios revelado quiere ser conocido, reconocido y a m a d o como Agapé, como Padre dándose por el Hijo en el Espíritu, el ser h u m a n o puede participar por la fe en el conocimiento de Dios y por la caridad en el Amor de Dios. La caridad es participación en la Comunión de vida y bondad que la revelación evangélica proclama como el Misterio del Ser de Dios. El agapé significa, en definitiva, que la revelación del Ser íntimo de Dios, del Dios-Trinidad, del Dios Comunión de

16. Cf. M. GELABERT, O.C. en nota 14, 82-112, especialmente 106-108. 17. En esta línea se sitúan S. Ireneo y otros Padres de la Iglesia (ver o.c. en nota 14, 109). También el Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 705 y 2784.

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Amor, es la revelación del ser del hombre, de lo que el hombre es llamado a ser. unión, semejanza con Dios a través de la participación y la imitación del amor que constituye la Comunión trinitaria. Así, pues, de parte de Dios, en perspectiva descendente, el Agapé-caridad es la forma suprema de la amistad, del amor que alcanza su perfección en todos los aspectos y dimensiones de la amistad que mencionamos en un capítulo anterior. Esto significa que el Amor de Dios supera toda limitación que la amistad pueda revestir en sus formas humanas. En Dios el amor no tiene más motivo que el mismo Dios, es gratuito, pura iniciativa de su bondad. Ahora bien, tal gratuidad se convierte en fuente de un don susceptible de fundamentar las exigencias de u n a respuesta a este don; la iniciativa divina tiende a crear las posibilidades de la reciprocidad, de un amor reconocido y agradecido. Por parte del hombre, el Agapé-caridad tiende a convertirse en una verdadera amistad hacia Dios, considerando a Dios de forma personal, y tendiendo a complacerse en Dios tal como se manifiesta en Jesucristo, y tal como es interiorizado en el hombre justificado por el don del Espíritu. Esta complacencia se traduce en la conformidad con la Voluntad divina, en la búsqueda constante de lo que place a Dios. Dado que en la amistad cada uno de los amigos busca el bien del otro (tal como ya tuvimos ocasión de indicar), la búsqueda del bien de Dios por parte del hombre, amigo de Dios, se traduce en u n cumplir la voluntad de Dios. Ahora bien, este cumplir la voluntad de Dios, redunda paradójicamente en el máximo bien del hombre, pues la voluntad de Dios es siempre la salvación y felicidad del ser h u m a n o . De modo que la petición del padrenuestro: "hágase tu voluntad", no es una fórmula de servilismo ni de resignación, sino expresión del convencimiento más profundo de que la voluntad de Dios es siempre el supremo bien del ser humano. Entre los hombres, el Agapé-caridad tiende a la creación de u n a amistad personal y comunitaria, en la medida en que es fiel a su inspiración y a su fuente divina. Si a m a r a Dios es cumplir su voluntad, la voluntad de Dios tiene una dimensión salvífica personal (cf. 1 Tim 2,3), pero también u n a dimensión fraterna (cf. Jn 13,34). De esta dimensión fraterna, del amor entre los 232

seres humanos, trataremos en nuestro próximo capítulo. Ahora basta decir que la universalidad de la caridad pide que se ame a todo hombre, incluso al que no está aún dispuesto a responder con amor. Esta falta de reciprocidad impide que la caridad realice de forma actual su noción esencial de amistad: ésta permanece, sin embargo, la ley inmanente del amor evangélico, que sólo el obstáculo exterior del pecado impide realizar. Queda así claro que el amor al enemigo (lo trataremos más adelante) no es ni el ideal ni el máximo grado de la caridad. La caridad alcanza su plenitud en la reciprocidad propia de la amistad. La comprensión del agapé-caridad como amistad encuentra su mejor fundamento bíblico en el cuarto evangelio (tal como hemos visto más arriba), que la propone como una relación de intimidad entre el creyente y Jesús ("a vosotros os he llamado amigos, porque os he dado a conocer todo lo que he oído a mi Padre": Jn 15,15), que prolonga esta intimidad hasta la unión con el Padre. La elaboración teológica de la definición de la caridad como amistad es obra de Tomás de Aquino, que conjuga los datos bíblicos (cita expresamente Jn 15,15) con la noción aristotélica de amistad (tal como se encuentra en el libro VIII de la Etica a Nicómaco). "Caritas amicitia quaedam est hominis ad Deum", dice Sto. Tomás 1 8 . E n este enunciado muestra Sto. Tomás su sentido de la analogía, su respeto de la trascendencia divina. La restricción "quaedam" (= un cierto tipo de amistad) expresa el hecho de que la reciprocidad (tal como ya hemos notado) deriva de la sola iniciativa divina. Por otra parte, Sto. Tomás está convencido de que la igualdad que supone o a la que tiende la amistad ("la amistad consiste en una cierta igualdad, según el Filósofo" 19 ) no puede aplicarse cuando se trata de la amistad del hombre con Dios. Dios siempre ama más y ama primero. No hay proporción entre el hombre que ama y el Dios amado, pues nunca la medida de quién ama (el hombre) está adecuada a la medida de lo que a m a (Dios) 20 . 18. Suma de Teología II-II, 23, 1; la misma definición en: De Caritate, a. 2, arg. 8. Alusiones a la caridad como amistad en: De Caritate a. 2, arg. 15; a. 7, arg. 9, arg. 12yad 12. 19. De caritate a. 2, arg. 15. 20. Suma de Teología II-II, 27,5.

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Sin embargo, la noción de amistad se muestra muy fecunda en su aplicación a la explicación de la naturaleza de la caridad. Llevado p o r su sentido teológico, Sto. Tomás termina coincidiendo con los términos griegos que ocultaban las traducciones latinas que él empleaba. Así sucede para el fundamento de la amistad-caridad: la communicatio (el mutuo compartir, las realidades poseídas en común por varias personas), que corresponde en los textos neotestamentarios y en el libro VIII de la Etica a Nicómaco a koinonia.(cf. 1 Co 1,9, citado por Sto. Tomás en Suma II-II, 23,1). La koinonia bíblica expresa el designio de Dios de asociar al hombre a la comunión en su divina Felicidad, que consiste en la intimidad de conocimiento y de amor que une a las Personas divinas. El amor personal del hombre a Dios, considerado en el misterio de su Comunión intratrinitaria, es elevado a la cualidad de una verdadera amistad, que participa de las condiciones escatológicas del Reino: "en el estado presente la caridad es imperfecta, pero se perfeccionará en la patria" 2 1 . En suma, se podría condensar la definición de la caridad, en su esencia y en su aspecto divino más profundo, como la amistad divina a la que el Amor previniente de Dios eleva al hombre, llamándole a la comunión de felicidad en la intimidad del Padre, del Hijo y del Espíritu; y estableciendo relaciones de amigo a amigo, en una benevolencia recíproca, fundamentada en la participación en la Gracia y la renovación que opera en el hombre nuevo.

7.

AMAR A DIOS POR SÍ MISMO Y AL PRÓJIMO POR DIOS

En la caridad el hombre ama a Dios por si mismo: "no me mueve, mi Dios, para quererte el cielo que me tienes prometido... Tú me mueves, Señor... Muéveme en fin tu amor, en tal manera, que aunque no hubiera cielo yo te amara y aunque no hubiera infierno te temiera", exclamaba poéticamente un anónimo místico español. Dios debe ser amado con un amor desinteresado, porque en el desinterés está la perfección del amor.

Y, sin embargo, es importante que este amor a Dios p o r sí mismo sea bien entendido, so pena de no resultar creíble p a r a el hombre de hoy. Si no amamos a Dios por sí mismo, o sea, deseando el bien del mismo Dios, si solo le amamos en la medida en que puede hacernos felices, nuestro amor es aprovechado, egoísta, es u n amor de concupiscencia 22 , no es auténtico amor de caridad. ¿Qué puede significar amar a Dios por sí mismo? Buscar el bien de Dios. Dicho de otro modo: complacerse en lo que complace a Dios, o sea, hacer su voluntad, en suma, "vivir de acuerdo con Dios" 23 . Paradójicamente, cuando uno cumple la voluntad de Dios, su mandamiento (cf. J n 13,34; 1 Jn 3,22-24; 4,21), la voluntad de Dios se cumple: "Dios quiere que todos los hombres se salven" (1 Tim 2,3; cf. Jn 6,39), o sea, el hombre consigue la bienaventuranza eterna. La comprensión de la caridad como amistad proyecta u n a luz definitiva sobre el amor a Dios por sí mismo, pues la amistad es un amor de benevolencia que quiere el bien del otro y no el propio. Pero es también un amor recíproco, mutuo, en el que cada uno de los amigos quiere el bien del otro. De ahí que Diosamigo quiere el bien del hombre-amigo. Al quererse mutuamente, cada uno quiere el bien del otro. La amistad, paradójicamente, al buscar el bien del otro, redunda en el propio bien. Resulta así que el teocentrismo (la orientación de toda la vida hacia Dios) bien entendido, es el mejor antropocentrismo. Pues la voluntad de Dios coincide con los mejores deseos del ser h u m a n o . Dios quiere que el hombre sea feliz 24 . Cuando a m a m o s a Dios nos a m a m o s a nosotros mismos, pues Dios es nuestro "sumo bien" sumamente deleitable 25 , el objeto de la bienaventuranza 2 6 . La clave teocéntrica proyecta u n a nueva luz no sólo sobre el amor a uno mismo, sino también sobre el amor al prójimo. 22. Remitimos, una vez más, a lo que hemos dicho sobre el a m o r de concupiscencia en u n capitulo anterior. 23.

TOMÁS DE AQUINO, De Caritate, a. 6.

24. "A la criatura racional le corresponde ser feliz" (TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, I, 2 1 , 4 ) . 25.

Cf. TOMÁS DE AQUINO, De caritate, 2, ad 16; 3; 4, ad 2 y a d 5; 5, a d 4; 7; 7, a d

10; 8, arg. 9; 10; 10, arg. 7; 12, a d 16, entre otros m u c h o s lugares. 2 1 . Suma de Teología II-II, 23, 1, a d 1.

234

26.

TOMAS DI; AQUINO, De Spe, 1, ad 9; cf. De caritate,

2;"2, ad 8; 4.

235

Amar al prójimo por sí mismo es un amor natural y, por tanto, limitado; no es u n amor cristiano 2 7 . Pero cuando nos amamos a nosotros mismos y al prójimo por caridad, o sea, por Dios, queremos para nosotros y el prójimo la bienaventuranza 2 8 , deseamos para él y nosotros lo mejor que podemos desearnos. Y este es el criterio del auténtico amor. Desde Dios se comprende también el amor al enemigo: si odiamos al enemigo, en realidad estamos amando el bien que nos sustrae el enemigo, que es, en definitiva, u n bien creado. Manifestamos así que algo prevalece en nosotros sobre el amor de Dios y el amor a lo de Dios, ya que todos los hombres pertenecen a Dios. Ahora bien, esto no significa que tengamos que comportarnos con el enemigo como si fuera u n amigo. Amar al enemigo es desearle lo mejor y, en ocasiones, lo mejor que podemos desearle es que se convierta a Dios. Y, en todo caso, la caridad con el enemigo no nos obliga a manifestarle afecto o confianza, sino únicamente a no desearle mal, ni hacerle mal, estando dispuestos a hacerle bien "cuando amenazase u n a situación de necesidad" 29 . Esta clave teocéntrica ilumina también la comprensión de la caridad como virtud y su relación con las otras virtudes. La caridad es virtud porque hace bueno al hombre y hace bueno lo q u e el hombre hace 3 0 . Y es virtud máxima, porque se ordena al máximo bien, la bienaventuranza eterna. De modo que si el ser h u m a n o alcanza la definitiva bienaventuranza, lo ha ganado todo. Si la pierde, lo demás que haya podido alcanzar no vale gran cosa. Se comprende así que la caridad dé forma a las otras virtudes, ordenándolas al fin último 3 1 . Y hace eso sin anularlas ni sustituirse a ellas. Las orienta, pero las supone, como la gracia supone la naturaleza 3 2 . De todo esto trataremos en nuestro próximo capítulo.

27. 28.

TOMÁS DE AQUINO, De caritate, a. 4. TOMÁS DE AQUINO, De caritate, a. 7.

29. TOMÁS DE AQUINO, De caritate, a. 8. Sobre el amor al enemigo trataremos más ampliamente e n el próximo capítulo. 30. TOMÁS DE AQUINO, De caritate, a. 2; a. 5 arg. 4. 3 1 . TOMÁS DE AQUINO, De caritate, a. 3. 32. TOMÁS DE AQUINO, De caritate, a. 5.

236

8. Dios,

OBJETO FORMAL DE LA CARIDAD

De todo esto resulta que si bien el objeto material de la caridad es doble, Dios y el prójimo (e inmediatamente abriremos u n nuevo capítulo sobre el amor al prójimo) el objeto formal de la caridad es único. Y, por tanto, no se trata de dos movimientos o tendencias, o de dos virtudes en la caridad, sino de u n a sola virtud, una sola actitud y tendencia. Dios es quién nos mueve a amarle a él, a a m a r al prójimo y a amarnos a nosotros mismos. Cierto que el objeto material de la caridad es doble, pero el motivo en el que se apoya nuestro amor a Dios y al prójimo es único. Y es el motivo u objeto formal lo que hace que la caridad sea virtud teologal, más que el objeto material que puede versar sobre lo creado (algo similar ocurre en la esperanza y en la fe: el objeto formal las hace teologales y no sus objetos materiales que también pueden referirse a lo creado). Escribe Tomás de Aquino: "La diversidad material del objeto no diversifica la potencia o el hábito, sino sólo la formal... Esto hay que tenerlo presente también en la caridad. Porque es evidente que podemos amar a alguien de dos modos: Primero, por razón de sí mismo; segundo, por razón de otro. Amamos a uno por razón de sí mismo, cuando lo amamos por la razón del bien propio, por ejemplo, porque es en sí mismo honesto, o es deleitable para nosotros, o útil. En cambio, amamos a uno por razón de otro, cuando le amamos porque atañe a aquel a quien amamos. Por la misma razón que amamos a uno en sí mismo, amamos a todos sus familiares, consanguíneos y amigos en cuanto le importan a él. Pero, sin embargo, en todos ellos es una sola la razón formal del amor, a saber el bien de aquel a quien amamos por razón de sí mismo, y al que, de alguna manera, amamos en todos los demás. Por consiguiente, así es preciso decir que la caridad ama a Dios por razón de sí mismo; y por causa de Él ama a todos los demás en cuanto se ordenan a Dios; por lo que, de alguna manera, ama a Dios en todos los prójimos. Así, pues, se ama al prójimo con caridad, porque en él está Dios, o para que esté Dios en él. Por lo cual resulta claro que es el mismo hábito de la caridad aquel con que amamos a Dios y al prójimo.

237

Pero si amásemos al prójimo por razón de sí mismo, y no por razón de Dios, eso pertenecería a un amor distinto, por ejemplo, el natural, el político o alguno de los otros que menciona el Filósofo en VIII Ethic."33. Una vez m á s hay que insistir en que amor al prójimo por Dios no es u n a m o r instrumental. Amar por Dios es a m a r a los seres humanos en virtud de su origen y destino divino. Se a m a de verdad al prójimo cuando se le desea lo mejor y cuando se le a m a por lo bueno que hay en él. Y ambas cosas tienen el mismo nombre: Dios. La caridad nos impulsa a amar a todos los hombres, incluso si no aparecen como amables, porque en ellos está Dios (participan de la bondad divina) y a ellos les deseamos lo mejor que podemos desearles: la bienaventuranza eterna, la presencia de Dios en ellos. Puesto que Dios es nuestro sumo bien 34 , al amar al prójimo "para que esté Dios en él" estamos amándole como no se puede amar más 3 5 . Este motivo del amor al prójimo encuentra su mejor fundamento en la Sagrada Escritura. En ella se nos exhorta a ser imitadores de Dios, a hacer con los demás lo que Dios hace con ellos y con nosotros. Esto se insinúa ya en el Antiguo Testamento y se indica explícitamente en el Nuevo. En efecto, la razón última del precepto del amor al prójimo en el Antiguo Testamento es de orden teológico. Pues la sentencia que resume toda relación con los demás, la de "amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Lv 19,18), se encuentra en el contexto de la Alianza, y más concretamente, en el contexto del Decálogo como respuesta a las estipulaciones de la Alianza. De ahí la motivación teológico-salvífica de esta norma en relación con el forastero que aduce Lv 19,33-34: "pues también vosotros fuisteis forasteros en la tierra de Egipto" (cf. Ex 22,20; 23,9; Dt 10,19; 24,18; 15,15). En el"como" del precepto del amor no hay sólo u n a connotación filantrópica, compasiva; algo así como: "también ellos están en la condición en que has estado tú", que ensancha la solidaridad hacia los extranjeros. La razón es profundamente teológica: "como Yahvé intervino para librarte, así 33. De caritate, a. 4. 34. De caritate, a. 5, a d 4 ; 12, ad 16. 35. Cf. SAN AGUSTÍN, De moribus Ecclesiae Catholicae, lib. 1, c. 26, nn. 48-49.

238

se te llama a ti a que liberes a quien está oprimido" 3 6 . De ahí que "en el discurso veterotestamentario la valoración del extranjero depende de la concepción que se tiene de Dios" 37 . El Antiguo Testamento anticipa ya el Nuevo: "sed santos, porque yo, Yahvé, vuestro Dios, soy santo" (Lv 19,2). El motivo profundo del agapé en la enseñanza de Jesús es la imitación de Dios como Padre, lleno de bondad misericordiosa: "para que seáis hijos de vuestro Padre celestial" (Mt 5,45); "hijos del Altísimo, porque él es bueno..." (Le 6,35). El "Padre celestial" es la razón de nuestro amor a todo ser humano, incluido el enemigo. "La clave del argumento está en la relación de padre a hijos: el hijo se parece a su padre no sólo en la estatura y en el rostro, sino en el temperamento, en los sentimientos y en la conducta. Y los discípulos de Jesús están llamados a aspirar a esa filiación"38. Dios, que nos previene de forma ejemplar como Padre, es la razón del amor fraterno de los hijos de Dios (ver Mt 6,14; 18,35; Me 11,25). Se trata de u n principio a la vez fisiológico, lógico y pedagógico: "el hijo honra a su padre" (Mal 1,6); "si sois hijos de Abraham, haced las obras de Abraham... Vosotros sois de vuestro padre el diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre" (Jn 8,39.44); "he sido yo quien, por el Evangelio, os engendré en Cristo Jesús. Os ruego, pues, que seáis mis imitadores" (1 Co 4,15-16). Se entiende así que Ef 5,1 exhorte a los cristianos a ser, ni más ni menos, que "imitadores de Dios, viviendo en el amor". La imitación de Dios encuentra en Jesús su mejor modelo y realización: él es no sólo el mejor "imitador" de Dios, sino también el mejor modelo concreto al alcance de los hombres para saber a qué atenerse en la imitación de Dios 39 . Este tema de la imitado Dei, que es u n a de las claves del mensaje de Jesús, empalma con u n a importante tradición judía que considera que la tarea del ser h u m a n o es una constante imitación de Dios 40 . El 36.

Cf. P. CODA, O.C. en nota 2, 33.

37. CARLO MARIA MARTINI, Sueño una Europa del espíritu, BAC, Madrid, 2000, 16. 38.

C. SPICQ, O.C. en nota 7, 38.

39. Sobre la imitación de Cristo como imitación de Dios, ya h e m o s tratado anteriormente ("Jesús, pionero y modelo de caridad") y sobre ello tendremos que volver en nuestro próximo capítulo. 40. E n un texto judío del a ñ o 150 aproximadamente, se lee: "debemos imitar a Dios; de la m i s m a forma que El es misericordioso y generoso, debes tú también ser

239

tema de la imitación de Dios tiene paralelos en la literatura greco-romana 4 1 . La imitación de Dios, para Jesús, consiste en a m a r con el amor con el que Dios ama: "sed compasivos como vuestro Padre es compasivo" (Le 6,36). La máxima identificación con Dios se alcanza en el amor al enemigo, porque es el más gratuito y desinteresado, como el amor de Dios que es totalmente desinteresado e incondicional, superando totalmente la ley de la reciprocidad. Y aquí debemos dejar esta cuestión, para continuarla, en parte, en el próximo capítulo. E n el presente capítulo hemos tratado de las dimensiones estrictamente teologales de la caridad, a saber, de Dios como objeto principal de la caridad, y de Dios como motivo de todo amor. Pero además de Dios, objeto material increado, la caridad tiene también otro objeto material creado, el prójimo, todo ser humano, en definitiva. A este segundo objeto de la caridad dedicamos el próximo capítulo, así como a todo lo que tiene que ver con el amor al prójimo.

generoso y misericordioso" (Mekhilta a Ex 15,2) (Tomado DE RAFAEL AGUIRRE, Jesús, parábola de Dios Padre, en R. AGUIRRE, L. M a ARMENDÁRIZ, S. DEL CURA, DIOS Padre de

Jesucristo, Cuadernos de Teología Deusto n ú m 22, Universidad d e Deusto, Bilbao, 1999, 24-25); cita este texto y otros K. HRUBY, L'amour du p rocha in dans la petisée juive en Nouvelle Revue Théologique, 1969, 493-516. Un buen estudio del tema de la imitatio Dei en el judaismo en G. VERMES, La religión de Jesús el judio, Barcelona, 1993, 236-244. 41. Cf. PLATÓN, Leg. 4 , 7 1 3 e;Fedro, 253 a-b; EPICTETO, DÍ'ÚZ. 2,14, 12-13; SÉNECA,

12

Amar al prójimo como a uno mismo

1.

E L SEGUNDO MANDAMIENTO

Cuando a Jesús le preguntan por el primero de los mandamientos, él añade u n a respuesta no solicitada por sus interlocutores. Después de citar al primero de todos, al m á s importante, amarás a Dios sobre todas las cosas, añade un segundo que es semejante, de la misma categoría que el primero: "amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Mt 22,39). Aunque ya nos referimos a este segundo mandamiento al tratar de la sacramentalidad de la vida teologal, debemos volver ahora sobre él. Se encuentra ya en el Antiguo Testamento, en Lv 19,18, y es el resumen de todos los demás preceptos que tienen que ver con nuestra relación con el prójimo (Rm 13,8-9; Gal 5,14). Del contexto de Lv 19,18 se desprende que este prójimo al que hay que a m a r como a u n o mismo es el israelita, también cuando se le siente como enemigo. Pero es interesante notar que en Lv 19, 33-34, este precepto se extiende explícitamente también al comportamiento exigido para con el extranjero: "al forastero que reside entre vosotros, lo miraréis como a u n o de vuestro pueblo y lo amarás como a ti mismo; pues también vosotros fuisteis forasteros en la tierra de Egipto". El mandamiento de a m a r al prójimo como a u n o mismo tiene un alcance universal. Me parece muy importante resaltar que a m a r al prójimo como a uno mismo no es únicamente un precepto religioso. Sin duda, visto desde la óptica teologal el a m o r al prójimo tiene u n matiz muy importante, que ya hemos notado: se a m a en razón de Dios. Pero antes de y al mismo tiempo que una dimensión

De Beneficiis, 4 , 2 6 ; MARCO AURELIO, Pens. 9, 11.

240

241

teologal, el amar al otro como a uno mismo es la raíz de toda convivencia y el principio regulador de los derechos humanos. El otro es otro yo; el otro es como yo. Todos formamos parte de una humanidad única. Llegar a reconocer que el otro es como yo no ha sido fácil para los seres humanos. Durante demasiado tiempo hemos reservado celosamente el título de hombre exclusivamente para los miembros de nuestra comunidad, de nuestra tribu, de nuestra raza o de nuestro pequeño círculo afectivo. Pero sólo si reconozco al otro como otro más allá de mis intereses, de mi forma de pensar, o de la utilidad que el otro puede reportarme, solo entonces me sitúo en el camino adecuado para reconocer que el otro tiene derechos tan inalienables como los míos. Más aún, sólo entonces estoy en condiciones de reconocer que u n atentado a sus derechos es una ofensa a mi propia dignidad, y de escandalizarme o sentirme interpelado ante aquellos actos que "claman al cielo" porque dañan al más digno de los habitantes que habitan bajo el cielo. Para muchos, la humanidad acaba en las fronteras de la tribu, del grupo lingüístico o del poblado. Para muchos, tener unas manos, unos órganos, un cuerpo, unos sentidos, unos afectos o unas pasiones iguales no es ninguna garantía de tener la misma identidad. Y aunque hay que reconocer a la Biblia el cuestionamiento de la división entre los seres humanos 1 , n o es menos cierto que, sin necesidad de ser creyentes en Dios, la igualdad de los seres humanos debería ser una evidencia para todos. Me parece importante subrayarlo para evitar que este m u n d o se convierta en una selva y los seres humanos se conviertan en animales los unos para los otros.

2.

UNIVERSALIDAD DEL AMOR

1. El amor al enemigo

según el evangelio de Mateo, con lo que había sido dicho a los antiguos: "habéis oído que se dijo: amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos... para que seáis hijos de vuestro Padre celestial" (Mt 5,43-45). La primera parte de este "habéis oído", el amarás a tu prójimo, es una referencia directa a Lv 19,18. La segunda parte, el odiarás a tu enemigo, no se encuentra en su tenor literal en la Ley, como muy bien notó Tomás de Aquino, que añadía: "eso procedía de la tradición de los escribas" 2 . Es una expresión forzada de una lengua pobre en matices (el original arameo) que probablemente equivale a: "no tienes porque amar a tu enemigo" 3 . Con todo, en Eclo 12,4-7, en Sal 139, 21-22, y en los escritos de Qumram se encuentran expresiones de odio a los pecadores, en las que Jesús ha podido pensar. También el Antiguo Testamento prescribía el anatema contra los moabitas, amonitas o amalecitas, llegando incluso a permitir la opresión del extranjero (Dt 7,2; 15,3; 20,13-18; 23,4-7; 25,17-19). Amar al enemigo parece además una ofensa al sentido común y al interés bien entendido que cada uno debe tener por lo suyo 4 . Lo cierto es que Jesús a esta enseñanza, quizás corriente en algunos círculos del judaismo, contrapone claramente la novedad de la suya. El motivo de este amor universal, generoso y misericordioso que los discípulos el Reino están invitados a practicar es la imitación del Padre celestial (como ya hemos indicado al final del capítulo anterior). Ahora debemos centrarnos en el objeto inmediato del agapé en este texto de Mt 5,43-45 (y el paralelo de Le 6,27-28.32-36): el enemigo, aquel que no tiene nada de amable; y que es amado en virtud del Amor que viene del Padre, imitando al Padre. La intención primordial de Jesús es ampliar la comprensión del prójimo y establecer la universalidad del amor. El prójimo es todo hombre, puesto que el amor evangélico debe medirse por la amplitud de la infinita Misericordia de Dios.

Quizás lo que más llama la atención en la enseñanza de Jesús sobre el amor al prójimo es su universalidad, una universalidad que alcanza incluso al enemigo y que contrasta, 1. Cf. A. FINKIELKRAUT, La humanidad 13-38.

242

perdida, A n a g r a m a , Barcelona, 1998,

2. 3. seguir a 4.

De Caritate, a. 8, ad 5. También en Le 14,26 se habla de "odiar" al padre y a la madre para poder Jesús. Cf. C. SPICO, Ágape CU el Nuevo Testamento, Cares, Madrid, 1977, 31-33.

243

A veces se califica al amor al enemigo de imposible o irreal . Por eso es importante aclarar qué significa a m a r al enemigo, y mostrar así su posibilidad para todos. En el amor al enemigo no se trata de poder o no poder, no se trata tampoco de sentimientos, sino de querer o no querer. El término que Jesús emplea para hablar del amor al enemigo es agapé, y no eros o philia. Jesús no dice: te tiene que gustar tu enemigo o complacerte humanamente; o tienes que tener intimidad con tu enemigo, tener con él confianzas y confidencias o "manifestarle familiaridad" 6 . "El evangelista emplea el verbo agapáó, claramente distinto dephiléó. Es evidente que no sería posible mantener amistad con un enemigo en el sentido en que philia implica amor recíproco, intercambio y hasta vida común... El verbo agapáó denota ante todo manifestaciones de respeto y benevolencia. .. Se trata de un amor verdadero, puesto que se quiere el bien para él y se está dispuesto a procurárselo eficazmente" 7 . Amar al enemigo significa, a mi entender, adoptar estas cuatro actitudes: 1) no hacerle mal a tu enemigo, no devolverle mal por mal; no ponerte a su nivel y, por tanto, no hacer lo que tú consideras que está mal hecho. 2) no desearle mal; 3) desearle bien (desearle bien puede ser desear que se convierta; de ahí esta explicación de Jesús al precepto del amor al enemigo: "orad por los que os persiguen": Mt 6,44); 4) estar dispuesto, si la ocasión se presenta, a hacerle bien; o como dice Tomás de Aquino "cuando amenace una situación de necesidad"; "si le viésemos en alguna necesidad en la que no pudiera ser socorrido sin nosotros" 8 . Sin duda se puede ir más allá, y llegar a un grado tal de perfección en el a m o r al enemigo, que uno busque explícitamente manifestarle con signos el amor, no quedándose solo en "no dejarse vencer por el mal" (exigencia necesaria), sino buscando positivamente "vencer al mal con el bien" (Rm 12,21). O dicho 5

5. TOMÁS DE AOUINO se planteaba esta dificultad: "amar al enemigo parece imposible por ser contrario a la inclinación de la naturaleza". En su respuesta reconocía que no amamos al enemigo en cuanto tal, sino a causa de algo que a m a m o s más, a saber, el amor de Dios {De Caritate, a. 8, arg. 13 y ad 13). 6.

Cf. TOMÁS DE AQUINO, De Caritate, a. 8, arg.

2.

7. o.c. en nota 4, p. 35; cf. también MARTIN LUTHER KING, La fuerza de amar, Aymá, Barcelona, 1968, 45-46. 8. De Caritate, a. 8; cf. Suma de Teología II-II, 25, 8.

244

de otro modo: no sólo dejando de odiar por la injuria recibida, sino esforzándose con beneficios por traer a su a m o r al enemigo 9 . Pero esta perfección a la que puede llegar el a m o r al enemigo no es exigida para cumplir con la caridad hacia él. Para cumplir con la caridad hacia el enemigo (permítasenos la expresión, aunque la caridad no es un cumplimiento, sino la espontaneidad de u n a vida nueva animada por el Espíritu Santo) bastan las cuatro actitudes mencionadas en el párrafo anterior, que culminan en la disposición efectiva de servirle y hacerle bien (si la ocasión se presenta). De Jesús bien puede decirse que llevó hasta el extremo el amor al enemigo. Es difícil encontrar a alguien que muera por un hombre de bien, pero algún caso suele darse. Pero Cristo, cuando éramos enemigos, dio su vida por nosotros (Rm 5,6-8). Ahí está la grandeza de esta vida que se entrega. Otros pueden aproximarse a este modo de amar, como sucede con los mártires, que mueren perdonando a sus enemigos. Pero Jesús no sólo muere perdonando, muere justificando, haciendo justos a sus enemigos. Es ilustrativo, al respecto, comparar la manera cómo muere el protomártir Esteban (Hech 7,60: "Señor, no les tengas en cuenta ese pecado") y Jesús (Le 23,34: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen"). Jesús no sólo perdona, ofrece una razón, u n motivo al Padre por el que debe perdonar: no saben lo que hacen. Y de este modo justifica a sus enemigos, los hace justos. Es el colmo del amor. El amor al enemigo en algunos aspectos se parece más al amor de Dios y de Cristo (y digo en algunos aspectos, porque ahí no está la perfección del amor al prójimo, tal como veremos en el apartado siguiente sobre el amor fraterno). Pues es expresión de gratuidad, de dar sin esperar recompensa, y así se asemeja al amor a fondo perdido con el que Dios nos ama. R. Bultmann ha hecho notar que el mandamiento del amor al enemigo era conocido en la literatura pagana anterior a Jesús. Y como muestra cita estos textos de Séneca: "No nos cansemos de desvivirnos por el bienestar general, de ayudar a cada uno y de ofrecer nuestra ayuda incluso al enemigo". En otro pasaje, ante la objeción: "¡Pero la cólera procura u n a satisfacción! ¡Es 9. TOMÁS DI; AOUINO, Suma de Teología II-II, 25, 9.

245

reconfortante devolver mal por mal!", replica: "¡No! Si es honorable en el caso del bien devolver bien por bien, no ocurre lo mismo con el mal. En un caso es vergonzoso dejarse superar; en el otro es vergonzoso vencer" 10 . A partir de esta y otras consideraciones (el número relativamente pequeño de pasajes evangélicos que tratan de nuestro tema) Bultmann se muestra preocupado por distinguir las motivaciones paganas y cristianas del amor, concluyendo que la motivación cristiana es el cumplimiento de la voluntad de Dios 11 . Hay que reconocer (con R. Bultmann) que la originalidad evangélica no es una innovación total. Es más bien un "dar cumplimiento" a lo que ya podía encontrarse en el Antiguo Testamento y en las mejores expresiones del judaismo. Hay que reconocer también que el agapé evangélico no es un simple amor a la humanidad ni se funda en la búsqueda de perfección o realización del ser humano. Pero no hay que olvidar que este amor no es sólo consecuencia de la obediencia (según la visión de R. Bultmann sólo parcialmente exacta), sino que se propone a nuestra imitación filial, para interiorizarse en nosotros (por el don del Espíritu, como dirá San Pablo) como u n amor filial y fraterno al mismo tiempo. El agapé no es sólo obediencia exterior, sino sobre todo un nuevo modo de ser interior. Tal interioridad es obra de Dios mismo y deriva de la presencia y del don del Espíritu Santo. 2. Amor y realismo

político

Aunque el amor al enemigo pueda y deba traducirse en estrategias políticas de no violencia, el Evangelio no da indicaciones concretas sobre como traducirlo en las diversas situaciones sociales y políticas, situaciones cada vez más complejas 10. RUDOLF BULTMANN, Jésus. Mylhologie et démytholigsation, Du Seuil, París, 1968, 107. 11. "Le commandement de l'amour s'integre tout entier dans l'exigence genérale de faire la volunté de Dieu... Le c o m m a n d e m e n t de l'amour chez Jésus est fondé non pas sur l'idée de la forcé de caractére et de la dignité personnelle, mais sur l'idée d'oléissance et le renoncement á ses propres prétentions... Pour Jésus, l'amour n'est d o n e ni une vertu qui soit nécessaire á l'accomplissement de l'homme, ni une aide p o u r l e b i e n - é t r e de la c o m m u n a u t é , mais le moyen pour la volunté de se surmonter elle-méme dans les situations concretes de la vie dans lesquelles l'homme affronte les autres hommes" (Id, 106-108).

246

que, en nuestros días, adoptan rostros inéditos para los que no sirven soluciones antiguas ni, desde luego, la buena voluntad. Los problemas con los que debe enfrentarse la sociedad y en los que está en juego nuestra actitud para con el enemigo son antiguos y nuevos (guerra, violencia, terrorismo, racismo, ataques injustificados y legítima defensa, etc.). ¿No tendrá nada que decir el Evangelio sobre tales situaciones? Es cierto que "el kérigma de Jesús no ofrece indicaciones concretas, sino que va a la raíz de los problemas y abre un horizonte dentro del cual la comunidad cristiana -configurando la propia intención de fondo con la del Señor- puede, en lo concreto de las situaciones históricas, discernir la actitud justa que hay que asumir" 1 2 ; pero también es cierto que en la reflexión teológica y eclesial encontramos algunas indicaciones que ahora conviene recordar. Comencemos ofreciendo un principio general relativo a las injustas agresiones y al legítimo derecho a la defensa. Ante una agresión injusta sigue estando vigente el precepto del amor al enemigo, pero está también presente otro amor más importante: el amor a uno mismo. "El hombre está más obligado a mirar por su propia vida que por la vida ajena". Las consecuencias que para la vida del agresor se sigan como consecuencia de la propia defensa, no son responsabilidad de quién se defiende, siempre que los medios utilizados sean proporcionados a la agresión, o dicho de otro modo, "si no se ejerce una violencia mayor que la necesaria" 1 3 . Cierto que también aquí puede darse el amor al prójimo en grado heroico y negarse uno a utilizar la violencia contra él, aún arriesgando la propia vida. Pero esta postura vale solamente para u n o mismo. Pues, en caso de que sea otro el agredido y yo pueda defenderle, incluso hiriendo al agresor, en caso de no hacerlo me estoy convirtiendo en cómplice del agresor. Esto vale tanto más para los poderes públicos: "la legítima defensa puede ser n o solamente un derecho, sino un deber grave para el que es responsable de la vida de otro. La defensa del bien

12. P. CODA, El Agapé como gracia y libertad, Ciudad Nueva, Madrid, 1996, 107. 13. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología II-II, 64,7; cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n" 2264.

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común exige colocar al agresor en la situación de no poder causar perjuicio. Por este motivo, los que tienen autoridad legítim a tienen también el derecho de rechazar, incluso con el uso de las armas, a los agresores de la sociedad civil confiada a su responsabilidad" 1 4 . La legítima defensa adquiere connotaciones especiales cuando se trata de agresiones provocadas por una nación o pueblo a otro pueblo o nación. Nos encontramos así con una situación de guerra. ¿Dejamos al enemigo que cometa impunemente su agresión injusta? A esta pregunta, teniendo en cuenta la situación de su tiempo, trató de responder Tomás de Aquino con su teoría de la guerra justa, que quizás sería mejor calificarla de resistencia y defensa de unos derechos ante injustas agresiones. La guerra, para Sto. Tomás, es un pecado contra la caridad. Si se justifica, en caso de injusta agresión, debe tener como finalidad la creación de la paz y de un nuevo clima de amor. Con esta finalidad pone Tomás de Aquino tres condiciones que legitimarían la guerra defensiva: 1) Autoridad competente para declarar la guerra; el santo indica que "no incumbe a la persona particular declarar la guerra, porque puede hacer valer su derecho ante un tribunal superior". Hoy habría que ampliar este principio a las propias naciones, que tienen medios para hacer •valer sus derechos ante tribunales internacionales. 2) Causa justa: unos derechos atropellados que sólo por este medio pueden ser reparados. En este conflicto posible no caben represalias que vayan más allá del derecho, y en ningún caso se justifican ataques cuyos efectos negativos se prevean desproporcionadamente más graves que la injuria recibida. 3) Recta intención: "puede acontecer que, siendo legítima la autoridad de quién declara la guerra y justa también la causa, resulte, no obstante, ilícita, por la mala intención". Este sería el caso de la t ú s q u e d a de anexión de nuevos territorios, dominio sobre otro país o satisfacción de odios y venganzas 15 . Más aún, yo me atrevo a añadir, como una consecuencia de la recta intención, que

14. Catecismo de la Iglesia Católica, n" 2265. 15. Suma de Teología II-II, 40,1; también II-II, 40, 3: "hay derechos de guerra y pactos que deben cumplirse incluso entre enemigos". Cf. JESÚS ESPEJA, "La paz, obra del amor", en Escritos del Vedat, 1986, 57-75; ROBERT BOSC, Evangile, violence et paix, Le Centurión, Paris, 1975.

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lo primordial no es la justicia de la causa, sino la voluntad de crear o de restaurar los lazos de fraternidad entre los hombres. Hay que decir algo más sobre la teología de la "guerra justa" en Sto. Tomás. Primero, porque normalmente pasa desapercibido. Y después porque resulta de sumo interés para la postura de los cristianos. En dicha teología aparece una tensión. Tomás se pregunta si es lícito combatir a los obispos y clérigos. Y responde que no, por dos motivos: 1) porque parece incompatible con la contemplación de las cosas divinas, la alabanza de Dios y la oración; y 2) porque quién recibe la eucaristía no puede matar o derramar sangre; "más bien debe estar dispuesto para la efusión de su propia sangre por Cristo" 16 . Lo interesante de esta respuesta es que es perfectamente aplicable a todo cristiano. Ningún cristiano comprometido con la política puede esquivar la pregunta: ¿qué significa el evangelio y la cruz de Cristo en tu vida política? Esta tensión que se encuentra en la teología de Tomás de Aquino enlaza con las modernas posiciones del Magisterio de la Iglesia, que van en línea de u n a prohibición absoluta de la guerra. Ya el Vaticano II recordó algunos principios fundamentales: - La paz es fruto del amor. La paz sobre la tierra, nacida del amor al prójimo, es imagen y efecto de la paz de Cristo, que procede de Dios Padre. - La obediencia ciega no puede excusar a quienes acatan órdenes criminales. Se ha de encomiar, en cambio, al máximo la valentía de los que no temen oponerse abiertamente a los que ordenan semejantes cosas. - Se alaba la objeción de conciencia de quienes se niegan a tomar las armas - Se acepta el derecho de las naciones a la legítima defensa, pero notando que no por eso todo es lícito entre los beligerantes - Toda acción bélica que tiende indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras o de extensas regiones junto con sus habitantes, es un crimen contra Dios y la humanidad 16. Suma de Teología II-II, 40, 2.

249

- La carrera de armamentos es la plaga más grave de la humanidad - Todo esto obliga a examinar la guerra con mentalidad totalmente nueva. Hasta el punto de que hay que procurar preparar una época en que pueda ser absolutamente prohibida cualquier guerra 1 7 .

de justicia y de amor. De ahí la necesidad de educar las conciencias, de respetar todos los derechos, de abrir cauces de diálogo. Las exigencias de la caridad evangélica son más actuales que nunca.

3.

El Magisterio de los Papas posteriores al Concilio ha radicalizado, si cabe, las posiciones conciliares. Pablo VI afirmó que en el Evangelio se encuentran "los cánones de u n a Paz, que podríamos llamar renunciataria". Y Juan Pablo II ha dicho que "los riesgos espantosos de las armas de destrucción masiva deben conducir a la elaboración de procesos de cooperación y de desarme que hagan la guerra prácticamente inconcebible". Más aún, nuestra meta es "hacer de la paz u n imperativo absoluto" 1 8 . Es dudoso que la guerra moderna tenga alguna justificación. Y, aunque sigue siendo verdad que la injusticia n o se puede tolerar, hoy hay medios para controlar las situaciones. ¿No se lograría esto en gran parte si se prohibiera el comercio de las armas e incluso su fabricación? Es cierto que hoy el terrorismo ofrece u n a nueva cara de la violencia contra los gobiernos. Pero ni los actos de revancha, ni las represalias, sobre todo si golpean indiscriminadamente al inocente, logran parar el terror, sino más bien continuar la espiral de violencia. Además, hay que extirpar los elementos que provocan condiciones de odio y violencia, como la pobreza y las diversas exclusiones sociales (refugiados, desplazados internos y externos, opresión física y psicológica, etc.). Toda campaña seria contra el terrorismo necesita afrontar las condiciones sociales, económicas y políticas que alimentan la emergencia terrorista, la violencia y el conflicto. Construir u n a cultura de la paz no es u n sueño disparatado ni utópico. Es u n a exigencia de humanidad y, para los cristianos, u n a obligación evangélica. Sabiendo que en la base de todo está el egoísmo de los seres humanos, que conlleva la falta 17. Cf. Gaudium et Spes, nn. 79-82. 18. COMISIÓN PONTIFICIA "IUSTITIA ET PAX". Caminos de la paz

Mensajes

pontifi-

cios paralas jomadas mundiales déla paz (1968-1986), Ciudad del Vaticano, págs. 94, 226 y 2 50.

250

INTENSIDAD DEL AMOR

La perfección del amor no es el amor al enemigo, sino el amor que incluye la reciprocidad, el amor de "los unos a los otros". Ahí está la verdadera imitación de Dios, tal como vimos en el anterior capítulo. Esta imitación se traduce en una verdadera amistad-fraternidad entre los seres humanos, que comienza por realizarse en el interior de la comunidad cristiana. /. Amor universal y amistad fiel e íntima Algunos autores opinan que en el cuarto evangelio se habría producido u n deslizamiento desde el Agapé evangélico universal hacia el exclusivismo sectario, al insistir en la intimidad del amor. Jn habría abandonado el amor universal predicado por Jesús, según los sinópticos, para limitarse al amor entre los amigos, entre los "hermanos" de la comunidad cristiana. Insinuado por algunos críticos (como M. Dibelius) y por teólogos (como A. Nygren), tal posición es compartida por algunos teólogos protestantes. E. Kásemann, por ejemplo, no duda en proponer una revisión de los juicios habituales sobre el cuarto evangelio, indicando que el autor se situaría al margen de la gran Iglesia y habría acreditado actitudes sectarias y doctrinas próximas al gnosticismo 1 9 . Tal deformación exclusivista del Agapé habría seguido, por otra parte, la pendiente que sigue todo amor predicado por las religiones. Freud declara que esta es u n a ley de

19. Cf. A. FEUILLET, Le mystére de l'amour divin dans la théologie johannique, Gabalda, Paris, 1972, 83-85. "La acusación que se h a hecho a Jn de haber deformado el concepto de caridad tal como lo predicó Jesús según el testimonio de los Sinópticos (= el universalismo del amor de Dios), se extiende naturalmente a la agapé del h o m b r e . Según ella, Jn habría limitado la caridad que Jesús exigía hacia todos los hombres, incluso los enemigos, p u r a m e n t e al círculo cerrado de los "amigos", de los "hermanos", d e los verdaderos "hijos de Dios" (J.M. CASABÓ SUQUÉ, La teología moral en San Juan, Fax, Madrid, 1970, 393-394).

251

la psicología profunda: "Toda religión, aunque se denomine religión de amor, ha de ser dura y sin amor para con todos aquellos que no pertenezcan a ella. En el fondo, toda religión es una religión de amor para sus fieles y, en cambio, cruel e intolerante para aquellos que no la reconocen" 20 . Esta objeción nos conduce a la cuestión decisiva y nos invita a comprender mejor una de las originalidades del agapé que mejor ha sabido exponer la teología joánica. Se ha escrito acertadamente: "Juan no ha dejado perder nada de la doctrina tradicional según la cual un amor divino gratuito está en el punto de partida de toda la historia de la salvación. Sin embargo, y en esto es original, se interesa mucho menos por este punto de partida que por el punto de llegada, es decir, por el fin último del plan divino, que es la inserción de los hombres en la familia misma de Dios" 21 . En efecto, en el cuarto evangelio se indica claramente que el amor universal y gratuito de Dios tiene la iniciativa, y se manifiesta en el don que hace de su Hijo; este amor se manifiesta también en la comunidad de los creyentes de la que el Padre mismo hace don al Hijo (por ejemplo en Jn 17,1-2; 17,6-7). Este amor divino, absolutamente gratuito, alcanza también a los pecadores, a los que no son amables. Este es el "mundo" de los hombres, que el Padre "ama" y al que "da a su Hijo" (Jn 3,16). Esta declaración de J n 3,16, este proyecto del Padre, se desarrolla en la primera parte del Evangelio (Jn 1,19-12,50): el Hijo de Dios habla, actúa, se revela en el m u n d o y al m u n d o para llevar a los hombres a la fe. El Hijo es la manifestación del Amor divino, universal, previniente y gratuito. Pero este amor es creador y, en virtud de tal fecundidad, se constituye la comunidad de los "hijos de Dios", de los que creen en Jesús gracias a la atracción íntima del Padre. La segunda parte del Evangelio está consagrada a esta comunidad de los que pertenecen a Jesús, a los "suyos" (Jn 13,13). A ellos se dirigen los gestos y las palabras de Jesús, agrupadas en los capítulos 13 al 17.Esta comunidad de Jesús es presentada como opuesta al "mundo", entendiendo por mundo, en sentido peyorativo, el conjunto de los que no han creído, de los

252

20.

SIGMUND FREUD, Psicología de las masas, Alianza editorial, Madrid, 1984, 37.

21.

A. FEUILLET, O.C. en nota 19, 86.

que han rechazado la palabra y la persona de Jesús (Jn 1,10; 12,31; 17,9; U n 2,16). Para comprender adecuadamente la postura del evangelio de Juan hay que considerar conjuntamente la oposición de la comunidad al m u n d o y el envío de esta misma comunidad al mundo. La comunidad se encuentra en una situación semejante a la de Jesús. La Comunidad, "permaneciendo en su Amor" y "dando testimonio" de su Amor, es enviada como él y por él para ser la revelación del amor universal del Padre (Jn 17,18). Como Jesús, la comunidad "consagrada en la verdad" por el "Padre" (Jn 17,17) se separa del mundo (el verbo consagrar o santificar significa literalmente: separar para Dios). Es u n a comunidad fraterna y el Agapé (de Dios) se convierte en un a m o r fraterno, que alcanza inmediatamente a los miembros de la comunidad. Este amor fraterno, propio y específico de la comunidad de Jesús, no debe ser interpretado como si fuera u n a m o r cerrado o sectario, replegado sobre sí mismo (como pudiera suceder en algunas expresiones de los documentos de Q u m r a m ) . El amor mutuo, el Agapé fraterno manifiesta la dimensión intensiva del amor, las cualidades de intimidad y reciprocidad que reviste el amor divino en el creyente y en la comunidad. Pero este amor fraterno debe resplandecer como un signo; tiene, por tanto, una dimensión misionera: "en esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros" (cf. Jn 13,35). El agapé es la "nota" de la Iglesia visible 22 . Del mismo modo que los discípulos de los fariseos se reconocían por su filacterias; que los discípulos de Juan por una especialidad de bautismo, y que cada escuela tenía su shibholeth particular, la caridad mutua o amor fraterno es la marca, el signo característico, distintivo y visible de los discípulos de Jesús 23 . Esta dimensión intensiva del amor, no debe separarse de la universalidad extensiva del Agapé, puesto que el a m o r fraterno está llamado a convertirse en el testimonio por excelencia para la conversión del mundo. No hay, pues, que separar ni oponer ambas dimensiones de la caridad. Ambas están presentes en todos los relatos evangélicos, aunque el amor universal encuen22. 23.

O.c. en n o t a 4, 1298. O.c. en nota 4, 1084.

253

tra su expresión privilegiada en los evangelios sinópticos (amor a los enemigos) y el amor fraterno en el evangelio de Juan. El mensaje evangélico íntegro está constituido por el aspecto de universalidad extensiva y de perfección intensiva del Agapé. El exclusivismo religioso no es más que u n a forma de egoísmo, tanto más peligroso cuanto más sutil y disfrazado. La originalidad evangélica comporta este equilibrio: amar a nuestros amigos, amar a la Comunidad de salvación, a m a r a aquellos que participan del Amor divino; pero este amor nos abre al amor sin límites y sin discriminaciones. 2. El amor fraterno, ley de la comunidad

mesiánica

Si cuando se trataba del amor al enemigo, Jesús aparecía como el mejor modelo, lo mismo ocurre en el amor fraterno: "amaos los unos a los otros, como yo os he amado" (Jn 13,34); "os he dado ejemplo para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros" (Jn 13,15). Los cristianos están llamados a imitar a Cristo en su amor, como ya hemos dicho al tratar de Jesús como modelo y pionero de caridad, y no es necesario, por tanto, repetir ahora. Lo que sí vamos a añadir ahora es u n a reflexión sobre algunos términos que manifiestan que el amor fraterno es, en el seguimiento de Cristo, la ley de vida de la comunidad mesiánica. Dos palabras importantes que traducen el amor mutuo en lo concreto de la vida son "servicio" y "diaconía". Jesús mismo se presenta como siervo (doülos: Me 10,45) y como el que sirve (diáconos: Le 22,27), invitando a sus discípulos a seguir su ejemplo. El mejor ejemplo del servicio al que Jesús nos llama se encuentra en el episodio del lavatorio de los pies de Jn 13,4-15. Lavando los pies a sus discípulos Jesús obra como un servidor y muestra que, en la comunidad cristiana, uno es Señor y Maestro al servir (Jn 13,14). En coherencia con esta imagen que Jesús da de sí mismo, en el himno de la carta a los Filipenses (2,6-11), la soberanía de Jesús no se manifiesta en el aferrarse a lo propio, sino en el dejarlo, tomando la condición de esclavo. Esto es lo que Pedro y todos nosotros debemos comprender para tener parte en el Reino de Dios y poder formar parte de la comunidad del Reino (Jn 13,8).

254

Diaconía significa originalmente servir a la mesa, y manifiesta el contraste que hay entre el señor que está a la mesa y el criado que le sirve: "¿Quién de vosotros si tiene un siervo arando o pastoreando, cuando regresa del campo, le dice: Pasa al momento y ponte a la mesa? ¿No le dirá más bien: Prepárame algo para cenar, y cíñete para servirme hasta que haya comido y bebido, y después comerás y beberás tú?" (Le 17,7-8). Esta es la regla humana. En contraste con ella Jesús propone la paradoja evangélica, de la que él es el primer cumplidor, presentándose como ese Señor que, como imagen de Dios, prepara para sus siervos el banquete escatológico: "se ceñirá, los hará ponerse a la mesa y, yendo de uno a otro, les servirá" (Le 12,37; cf. Le 22,27; Jn 13,1-6). El servicio es, pues, la ley de vida de la comunidad mesiánica. En ella la autoridad siempre se manifiesta como agapé y diaconía, y eso en contraste con el mundo, en donde los jefes dominan y oprimen. Entre los cristianos, el primero se convierte en esclavo de todos, siguiendo en eso a Jesús que vino para servir y dar la vida (Me 10,42-45; Le 22,24-28; Me 9,33-37). Y eso hasta el punto de que la comunidad cristiana se comprenderá a sí mismo como el lugar en el que el seguimiento de Cristo es vivido en la diaconía: "el que me sirva, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor" (Jn 12,26) 24 . Puede resultar paradójico que Jesús, que nos llama "amigos y no siervos" (Jn 15,15), y que nos invita a vivir en un amor como el suyo y, por tanto a establecer entre los miembros de la comunidad relaciones de amor recíproco, de amistad en definitiva, nos exhorte a la esclavitud y al servicio. Esto no debe confundirnos. De lo que se trata con estas expresiones es de mostrar lo concreto y detallado que debe ser el amor en la comunidad cristiana. Por eso, cuando se habla de esclavitud y servicio en la comunidad cristiana hay que evitar u n terrible malentendido. Se trata siempre de u n a esclavitud mutua y de un servicio recíproco. Si deja de ser mutuo, entramos en otro tipo de amor, el amor al enemigo, y ya no estamos describiendo la vida de la comunidad mesiánica, que es amor íntimo

24. O.c. en nota 12, 110-111.

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como signo para el mundo. Sin amor mutuo no hay vivencia actual del Reino. Una última observación sobre el amor fraterno que, en parte, también vale para todo tipo de amor. El agapé excluye toda ética de buenos sentimientos. Es u n a m o r "realista": "Si alguno que posee bienes del mundo, ve a su hermano que está necesitado y le cierra sus entrañas, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios? Hijos míos, no amemos de palabra ni con la boca, sino con obras y según la verdad" (1 Jn 3,17). Un amor así es la expresión misma de nuestra fe, de la verdad que está en nosotros (2 Jn 1-2). Amar así es "ser de la verdad" (1 Jn 3,19; cf. Jn 18,37). Tal consigna de amor efectivo y eficaz se traducirá en un esfuerzo de lucidez creadora en cada momento de la historia y en cada situación. Hoy debemos preguntarnos cómo concretizar, en una época técnica, el realismo del amor evangélico. 3. La humanidad,

llamada a participar en el amor

mutuo

Toda la humanidad está llamada a participar en el amor de benevolencia y de comprensión recíproca, de los que Dios nos ha dado el ejemplo, el modelo y la fuente en la vida y la cruz de su Hijo. El amor divino, cuando se vive entre los seres humanos, es una fuerza transformadora que confirma, corrige y eleva al hombre para que supere el egocentrismo (= limitación psicológica) y el egoísmo (= deformación moral), de forma que se realice como un ser de amor, superando sus capacidades y aspiraciones humanas en virtud del conocimiento del Agapé del Padre por el Hijo y en el Espíritu. Esta fuerza transformadora debe desembocar en la universalidad extensiva del amor: reconocer en todo ser humano a pesar de los obstáculos -de orden objetivo y subjetivo- la amabilidad divina. Este triunfo del amor supone y exige la superación de los prejuicios, de las impresiones, de las discriminaciones humanas, bien instintivas, bien enraizadas socialmente. Esta fuerza transformadora debe tender también a la universalidad intensiva del amor que, sin duda, comporta diferentes niveles: amor a los familiares, a los conciudadanos, amor profesional, político, etc. También las instituciones y las es256

tructuras de la sociedad están llamadas a modelarse según el amor. De esta llamada y posibilidad universal -extensiva e intensivamente- del amor, la Iglesia debe aparece como sacramento, o sea, como signo y realización del a m o r al que todo ser h u m a n o está llamado para realizar su vocación h u m a n a y divina.

4.

E L AMOR, PRINCIPIO DE EDIFICACIÓN DE LA IGLESIA

"El amor edifica" (1 Co 8,1). Y el amor edifica, ante todo, a la Iglesia, a la comunidad de Jesús. La edificación de la comunidad es u n criterio de autenticidad del agapé. La cualidades humanas, incluso los mismos dones del Espíritu, pueden prestarse a ser mal utilizados y revestir u n a significación ambigua. Únicamente la caridad, en tanto que despojo de todo egoísmo (sobre todo religioso) y plena identificación del hombre con el plan y la obra de Dios, constituye el definitivo criterio de bondad. Esta idea la encontramos en los capítulos 11 al 14 de la primera carta a los Corintios, aunque ya está presente en capítulos anteriores (sobre todo a partir del cap. 8). En la comunidad de Corinto, especialmente en las asambleas litúrgicas, había quién se las daba de "sabio" o de "espiritual" y muchos sentían la tentación de dar más valor a los dones espectaculares, a imitación de ciertas ceremonias paganas. Pablo reacciona precisando que todos los carismas han sido dados para el bien de la comunidad, por lo que no deben ocasionar rivalidades (cap. 12). Luego afirma que la caridad supera a todos ellos (cap. 13) Finalmente explica que la jerarquía de los carismas se establece según la contribución a la edificación de la comunidad (cap. 14). En este contexto Pablo elabora la doctrina del cuerpo de Cristo, que igual que el cuerpo humano tiene múltiples funciones y miembros y, al mismo tiempo, está unido y es solidario. El Espíritu - a través de la diversidad de dones y ministeriosviene en ayuda del Cuerpo de Cristo, para hacerle vivir en la unidad y en la riqueza del conocimiento, de la palabra, de la comunicación, del intercambio, del servicio, del don de sí. "Hay diver-

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sidad de carismas, pero un mismo Espíritu" (1 Co 12,4). En consecuencia: "¡Aspirad a los carismas superiores! Y aún os voy a mostrar un camino más excelente" (= el amor fraterno) (1 Co 12,31; cf. 13,1). Y tras el himno a la caridad: "Buscad la caridad" (14,1). Esta misma doctrina se encuentra también en Rm 12. La vida y el alma de la Iglesia es el amor. El amor, que u n e a todos y crea comunión. La comunión (koinonia) es una palabra clave en el Nuevo Testamento. Designa tres realidades fundamentales en la vida cristiana. En primer lugar, koinonia es un gesto concreto de caridad fraterna que se traduce en la puesta en común de la necesario para vivir (Heb 13,16; Hech 2,44; 4,32). Por eso Pablo empleará esta palabra para hablar de la colecta a favor de los cristianos de Jerusalén; éstos glorifican a Dios, dirá a los corintios, "por la generosidad de vuestra comunión con ellos y con todos" (2 Co 9,13; cf. 8,3-4; Rm 15,26-27). Koinonia designa también la unión de los fieles con Cristo por medio de la eucaristía (1 Co 10,16). La koinonia significa finalmente la unión de los cristianos con el Padre (1 Jn 1,6; 1,3), con el Hijo ( I C o 1,9; 1 Jn 1,3) y con el Espíritu (2 Co 13,13; Flp 2,1). La comunión, por tanto, implica siempre una referencia al otro y u n a referencia mutua. Lo mismo indica la palabra latina communio. Com-munio remite, en primer lugar, a la raíz -mun, que significa fortificación (moenia- muralla). Hombres que se encuentran en communio están juntos tras una fortificación común, unidos por un espacio vital común que les está demarcado y que los une en u n a vida en común en la que cada uno depende del otro. En segundo lugar, com-munio hace referencia también a la raíz -mun, que se refleja en la palabra latina munus- tarea, servicio, o también gracia, don, regalo. El que está en communio está obligado a un servicio mutuo 2 5 . Si la Iglesia es una comunión, y en tanto que comunión es reflejo e icono del Dios Trinitario, es porque es el lugar en donde quiénes allí están, viven siendo servidores los unos de los otros y siendo un regalo cada uno para el otro. El concepto de pueblo de Dios quiere expresar esta conciencia fraterna propia de la Iglesia. La Iglesia no es una masa, 25. GISBERT GRESHAKE, El Dios Uno y Trino, Herder, Barcelona, 2001, 220.

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una multitud amorfa, sino u n pueblo formado por personas conscientes de sus propias responsabilidades y convicciones. Por eso, toda manifestación elitista, todo intento de manipulación, orgullo de no ser como los demás, comportamientos farisaicos, etc., es indicio inequívoco de falsa conciencia eclesial. Igualmente, los conceptos de Iglesia como cuerpo de Cristo y de Iglesia sacramento, nos orientan hacia la fraternidad como elemento esencial y constitutivo de la Iglesia. La Iglesia es un Cuerpo cuya cabeza es Cristo. Cristo vivifica, une y armoniza a todos los miembros. Los miembros del cuerpo, para seguir siendo tales, necesitan estar unidos unos a otros y convivir en armonía. Los miembros del cuerpo son interdependientes, todos son necesarios y cada uno necesita de los demás. Más aún, si la Iglesia es la manera como Cristo se hace hoy presente en el mundo, la imagen de "cuerpo de Cristo" nos recuerda que Cristo no se presenta hoy al m u n d o como individualidad delimitada, sino como cuerpo, como medio de relación y comunicación, abierto a todos los hombres. Sólo si la Iglesia es cuerpo, Cristo se hace presente en el mundo. Es esta otra manera de decir que el amor entre los discípulos es el signo para que el m u n d o crea (enlazando así como lo que anteriormente hemos dicho sobre la doctrina joánica del permanecer en el amor y dar testimonio del Amor). De la Iglesia se dice que es también sacramento, o sea, "signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano" 2 6 . La Iglesia es signo de dos unidades, siendo la primera el fundamento de la segunda: 1) unión con Dios, que supone y exige la fraternidad entre los amados de Dios. 2) Esta unión con Dios y con los hermanos realiza a escala reducida y exige realizar a escala universal la unidad de todos los hombres, hijos del mismo Padre y creados a imagen y semejanza del Padre. En la Iglesia se realiza y anticipa aquello a lo que todos los hombres están llamados: vivir en el amor bajo la paternidad de Dios. Además de signo se añade instrumento. Instrumento porque en la Iglesia se hace presente la realidad significada. La Iglesia es instrumento porque tiene poder, capacidad de transmitir y 26. Lumen tíi'iitimii , 1 .

259

contagiar aquello que vive, es decir, la filiación y la fraternidad. La Iglesia no sólo señala (signo), sino que construye y anticipa el Reino (instrumento) En cuanto sacramento, la Iglesia "manifiesta y al mismo tiempo realiza el misterio del amor de Dios al hombre" 2 7 . En estos tiempos en que parece que, unos y otros, buscan privilegiar u n a imagen de la Iglesia en detrimento de las otras, ¿no cabría sintetizar diciendo: la Iglesia es el Pueblo de Dios constituido en Cuerpo de Cristo por la gracia del Espíritu Santo, lo que le otorga u n a estructura sacramental? ¿O no es ésta la línea del Concilio Vaticano II cuando (en Lumen Gentium, 7) afirma que "el Hijo de Dios... a sus hermanos, congregados de entre todos los pueblos, los constituyó místicamente su cuerpo, comunicándoles su Espíritu"?

5.

DIMENSIONES ÉTICAS DE LA CARIDAD

La caridad alcanza todas las dimensiones de la vida y tiene un alcance universal. Es además fecunda en toda clase de bienes, capaz de transformar todas las actitudes personales y las realidades sociales; da sentido a toda la moral y a la vida entera. Vamos a mostrar esto realizando, en este apartado, una doble reflexión. Comenzaremos con un primer punto inspirado en la teología de San Pablo. En un segundo momento nos inspiraremos en la teología de Sto. Tomás. 1. La fecundidad del Agapé en toda clase de bienes Siendo el primer fruto del Espíritu (Gal 5,22), el primero de sus dones (1 Co 12,31), el Agapé es fecundidad en toda clase de bienes espirituales, así como la inspiración de una nueva ética, la ética de la "justicia mayor" del Reino de los cielos (Mt 5,20). San Pablo habla del amor como "plenitud de la ley" (Gal 5,14; y sobre todo Rm 13,8-10). Esto significa que todos los mandamientos se recapitulan en el a m o r al prójimo. Anulando la fecundidad de los malos deseos, de las concupiscencias, el 27. Gaudium et Spes, 45.

260

amor se presenta como u n nuevo principio interior de bondad que orienta al ser humano hacia la búsqueda y el deseo del bien, en la casi imposibilidad de hacer el mal: "la caridad no hace mal al prójimo" (Rm 13,10). El Agapé es el dinamismo de la ley del Espíritu (Rm 8,2). Desde este punto de vista, no propone al creyente un nuevo código de mandamientos, sino que transforma al hombre en criatura nueva capaz de fructificar según el bien, de ser él mismo su ley (consecuencia insinuada en 1 Tim 1,9), habiendo interiorizado en él "la ley de Cristo" (1 Co 9,21). La fecundidad del Agapé se encuentra condensada en 1 Co 13,4-7 (texto al que hace eco Rm 12,9-20). El Agapé aparece aquí triunfando sobre el mal y desplegándose en paciencia magnánima, en benignidad (1 Co 13,4), lo que significa tomar actitudes positivas ante el desafío de la malicia o de la debilidad del prójimo. Estas actitudes positivas se iluminan, por contraste, con las actitudes negativas (que h u m a n a m e n t e muchas veces uno estaría tentado de adoptar). La caridad no se deja contaminar por el mal: nada de celos, jactancias, complicidad con la mentira, sino alegría en la verdad (1 Co 13, 4 b-7). Un texto enormemente comprensivo declara que el Agapé está totalmente abierto al prójimo: "no busca su interés... Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta". El Agapé aparece como la antítesis de la gnosis pretenciosa que concentra al Sabio en su autosuficiencia y que el Apóstol quiere combatir en los cristianos de Corinto (cf. 1 Co 1,11; 1,26; 2,1; 4,6; 8,1; 10,23-24; 10,29). Descendiendo a asuntos concretos, el amor se muestra como el principio que debe inspirar la solución de todos los conflictos y dificultades en la convivencia. Según el testimonio de la primera carta a los Corintios, los cristianos se encuentran frente a problemas y situaciones que piden una respuesta a la luz de la Palabra divina. En 1 Co 7,1-17 San Pablo ofrece respuesta a cuestiones relacionadas con el matrimonio, la virginidad, el divorcio o el matrimonio mixto. En 1 Co 8 el Apóstol conjuga el doble principio de la conciencia (synéidesis) y del Agapé que debe servir para iluminar y orientar posibles conflictos o malentendidos que pueden darse en toda comunidad. La ética evangélica es una ética de la responsabilidad (conciencia) asumida bajo la luz y el dinamismo del Amor (agapé). 261

El Agapé se encuentra con realidades sociales y políticas y las ilumina. En u n a sociedad muy distinta de la nuestra, donde los problemas económicos y políticos tenían otro contexto, el Apóstol orienta a los cristianos sobre el modo de enfrentarse con ellos desde las exigencias y aspiraciones del Agapé, teniendo en cuenta también las posibilidades y limitaciones que provienen de las contingencias históricas. Y así trata del papel de la mujer en la Iglesia y en la sociedad (Ef 5,21 ss; 1 Co 11,2 ss; Col 3,18 ss) o de las relaciones de los amos y los esclavos (Ef 6,5 ss; epístola a Filemón). Prolongando la influencia universal del Agapé, el Apóstol deduce el retrato cívico del cristiano (Rm 13,1 ss). Lo importante en estos textos no es la solución concreta que da San Pablo, solución condicionada cultural e históricamente, sino la constatación de que el amor es el principio regulador e iluminador de toda realidad, también de las realidades políticas y sociales. Dado su condicionamiento histórico, tales textos no pueden absolutizarse. Hoy, siguiendo sus mismos principios y su misma inspiración, es necesario dar otras respuestas en función de las nuevas realidades sociales. En todo caso, las respuestas concretas de Pablo encuentran en los mismos escritos paulinos la instancia crítica que permite una nueva respuesta más acorde con las exigencias actuales: en Cristo ya no hay judío ni griego (se suprimen las diferencias nacionales), ni esclavo ni libre (no hay diferencias sociales), ni hombre ni mujer (no hay diferencias sexuales) (Gal 3,28), ni circunciso e incircunciso (diferencias religiosas), ni bárbaro ni escita (diferencias raciales) (Gal 3,11). El Amor une lo que los hombres, las costumbres o las culturas separan 2 8 . El Agapé, don de Dios, fruto del Espíritu, en su fecundidad universal va al encuentro de toda realidad humana, individual o social. Y, sin embargo, el Nuevo Testamento (y en concreto san Pablo) no podía abarcar con su mirada el poder del agapé, puesto que la práctica del agapé apenas acababa de entrar en la historia de las sociedades humanas. La historia de la Iglesia, la vida del pueblo de Dios, está llamada a desvelar esta fecun-

28. Sobre el condicionamiento histórico de las respuestas de San Pablo, ver: M. GELABERT, Jesús, revelación del misterio del hombre, San Esteban-Edibesa, SalamancaMadrid, 3.a ed. 2001, 100-101.

262

didad inagotable e imprevisible de la caridad. Esta manifiesta su originalidad en la diversidad de culturas, de condiciones sociales y de desafios económicos o políticos. Lo que sí indica el Apóstol es que el Agapé se traduce en conocimiento perfecto {epignosis) y en sentido del bien (aisthesis). La epignosis, el verdadero "conocimiento" evangélico se deduce del Agapé, se fundamenta en el misterio de la Cruz y se convierte en fuente de contemplación cristiana. Esta tiene por objeto el a m o r de Dios revelándose en los acontecimientos de Cristo, del Espíritu, de la Iglesia y de la existencia cristiana. Ella suscita en la inteligencia, en el espíritu, en el "corazón" del creyente una actitud de contemplación de los misterios de Dios, que se manifiestan en la historia de la salvación y en la vida cristiana; contemplación hecha de admiración, de acción de gracias, de alabanza. Este tema, anunciado en las grandes epístolas, encuentra su expresión acabada en las epístolas de la cautividad: "que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor, podáis conocer..." (Ef 3,17-18; cf. Col 1,4; 2,1-2). El Agapé es también fuente de una nueva sensibilidad moral, de un discernimiento de lo que es agradable a Dios y de lo que conviene al obrar cristiano. La aisthesis impulsa a obrar y hace ver; es exigencia y principio de lucidez. Este tema, que subyace en la enseñanza constante del Apóstol (ver por ejemplo Rm 12,2), se encuentra explícitamente en Flp 1,9. "En unión con la epignosis, la aisthesis sería, pues el sentido moral, una conciencia lúcida y delicada que reacciona instantáneamente en el sentido de la voluntad de Dios. Se concibe que tal percepción sea afinada por el agapé. Sólo un amor total y exclusivo "siente" lo que puede agradar o desagradar al ser amado: sólo el agapé salido de Dios puede revelar cómo corresponder en todo a la voluntad de Dios" 29 . E n suma, el amor va al encuentro de toda realidad humana y la ilumina, otorga el verdadero conocimiento y nos hace experimentar lo que agrada a Dios. Más aún, el a m o r es el fin, la meta de toda realidad h u m a n a . Todo está llamado no sólo a modelarse según el amor, sino también a desembocar en el 29. O.c. en nota 4, 678-679.

263

amor. Eso es lo que Sto. Tomás, desde u n registro teológico, quiso indicar al decir que la caridad es la forma de todas las virtudes. 2. La caridad, forma de todas las virtudes Puesto que el objeto de la caridad es el amor a Dios y al prójimo, la caridad tiene un alcance universal. La universalidad de la caridad es tal que alcanza incluso a los enemigos, pues la enemistad no suprime la imagen de Dios presente en todo ser humano. La verdad de esta universalidad se expresa diciendo que la caridad es la forma de todas las virtudes 3 0 . Que la caridad es la forma de todas las virtudes significa que, en la vida cristiana, todo tiende hacia ella y todo encuentra en ella su sentido, incluidas las otras dos grandes virtudes teologales. En efecto, una fe sin caridad sería un acto del entendimiento que cree que Dios existe, pero sin amarle; una fe, pues, parecida a la de los demonios, de los que se dice que creen y tiemblan (Stg 2,19). Y una esperanza no formada por la caridad sería algo así como una esperanza egoísta, en la que uno sólo desearía aprovecharse de la bondad divina. Lo mismo hay que decir del resto de las virtudes éticas o morales. La caridad es, ante todo, la actitud de u n a vida nueva, participación de la vida de Dios. No puede, pues, considerarse como un precepto particular o una virtud añadida a las otras, puesto que no tiende solamente a algunos actos particulares de la vida humana; concierne a todo el ser h u m a n o para transformarlo en vistas a un fin superior. De forma, pues, a todos los actos humanos. Pero no hay que dar al término "forma" un sentido tal que todas las otras virtudes pierdan su significación propia 3 l. Por eso algunos prefieren decir que la caridad es la reina de las virtudes o que goza de una primacía 3 2 .

30. Cf. TOMÁS DE AQUINO, De caritate a. 3; De Veníate 14, 5; De Spe a. 3; Suma de Teología II-II, 4, 3; 17, 8; 23, 8. Ver también lo que en el capítulo "La vida teologal se vive sacramentalmente" dijimos bajo el epígrafe "El ser de la caridad". 31. "Aquello por lo que algo obtiene eficacia de obrar es su forma" (TOMÁS DE AQUINO, De Vertíate 14, 5, sed contra 4). 32. Cf. JEAN-MARIE AUBERT, Abrégé de la inórale catholique, Desclée, Paris, 1987, 199-200.

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En suma, la caridad debe ser considerada como el motor y el fin de la vida moral, pues sólo ella procura a los actos humanos su bondad fundamental, ya que los mueve y orienta hacia su fin último. De modo que la caridad no añade ningún precepto particular a lo que podríamos calificar de derechos y deberes humanos 3 3 , comunes a todos. Lo que hace la caridad es dar un nuevo sentido a una vida moral que tiene ya sus propias exigencias, llamándonos a vivirlas de otra manera, más intensamente, en la perspectiva del seguimiento de Cristo. El a m o r cristiano lleva incluso más allá de sus "límites naturales" a estas exigencias y, sobre todo, evita que puedan desviarse, debido a la inclinación que todo hombre tiene al pecado. El amor cristiano, además, otorga u n a nueva finalidad al obrar moral. Su término es trascendente e inmanente a la vez: Dios amado como Padre y amado en sus hijos, nuestros hermanos los hombres. Pero esta finalidad trascendente entra de lleno en su finalidad inmanente, que es el desarrollo y la realización de la persona en el seno de la comunidad humana. El crecimiento del hombre como imagen de Dios coincide con el crecimiento de su ser natural e histórico. La cuestión concreta que entonces se plantea es: ¿cómo conciliar el hecho de que las virtudes morales asumidas por la caridad guardan su significación propia, sin ser absorbidas ni aniquiladas por ella, con el hecho de que la caridad las transforma y las pone al servicio de otra finalidad, la del amor de Dios y del prójimo? Este problema lo analizamos a partir de u n ejemplo concreto: el de la relación entre justicia y caridad.

6.

CARIDAD Y JUSTICIA

Aún es corriente (sino explícita al menos implícitamente) oponer caridad y justicia, so pretexto de que la segunda simboliza un orden de cosas superado por el amor evangélico. Otras veces, por el contrario, se oponen porque algunas maneras de entender la caridad parecen una especie de alibi para ocultar la falta de justicia. 33. Cf. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología I-II, 108,2: La ley de Cristo no añade ningún precepto particular a la ley natural.

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Estas dos virtudes no se refieren a dos terrenos extraños el uno al otro. En realidad no se pueden separar, pues la caridad supone la justicia, o sea, el reconocimiento de la dignidad y de los derechos del prójimo; y la justicia alcanza su plenitud en el amor. Si quisiéramos emplear la terminología clásica podríamos decir: ambas virtudes se dirigen al mismo objeto material, pero se distinguen por su objeto formal (por su motivo o por el modo de alcanzar al prójimo). La justicia brota de la racionalidad de la naturaleza humana. Parte del principio de que hay que dar a cada uno "lo suyo". Pues bien, la vida teologal (la fe y la caridad cristianas) no sólo confirman y refuerzan la aspiración a la justicia que hay en todo ser humano, sino que elevan y amplían el concepto de justicia en u n doble sentido. Por una parte la caridad tiene un alcance universal; nadie está excluido del amor cristiano. Además, la fe nos recuerda que Dios ha entregado la tierra y cuanto ella contiene a "todos" los seres humanos y que, por tanto, allí donde los bienes no son accesibles a todos no se cumple la voluntad de Dios. Se amplia así el concepto de justicia, que entiende que hay que dar a cada uno lo suyo, pero entiende este "suyo" en clave individualista. Por el contrario, la dimensión teologal de la vida cristiana afirma la clave social y universal de lo que corresponde a cada uno. De modo que la presencia de pobres entre nosotros es la prueba palpable de nuestra injusticia. Igualmente, la aparición de nuevas fronteras no contribuye a vivir en su plenitud el amor ni a fomentar una cultura que genere fraterna solidaridad. En otro sentido el mandamiento del amor orienta la vida humana hacia la "justicia mayor" (Mt 5,20) que anticipa y anuncia el Reino de los cielos. El concepto de "lo suyo" es el derecho que a cada uno hay que otorgar y que está en el origen de la justicia. En este dar a cada uno lo suyo el acento n o está puesto en las intenciones (ni del que da ni del que recibe), sino en el derecho del que recibe. Esta es la fuerza, pero también el límite de la virtud de la justicia. De ahí el peligro de que u n a justicia aplicada rígidamente resulte inhumana, como indicaba la máxima de Cicerón: "summum jus, sumraa injuria" 34 . Precisamente

Jesús contesta esta actitud, puesta de manifiesto en las palabras: "ojo por ojo, diente por diente" (Mt 5,38). Tanto en sus tiempos como en los actuales, muchos modelos de justicia se inspiran ahí. De modo que en nombre de una presunta justicia (histórica o de clase, por ejemplo), tal vez se aniquila al prójimo, se le mata, se le priva de la libertad, se le despoja de los elementales derechos humanos. Queda así manifiesto que la justicia sola no es suficiente para el logro de una auténtica humanidad "si no se le permite a esa forma más profunda que es el amor plasmar la vida h u m a n a en sus diversas dimensiones" 3 5 . Al abrir la vida h u m a n a al amor, el Evangelio eleva toda justicia y nos abre a la gratuidad y a la misericordia como auténtica dimensión de lo humano. Hay obligaciones que ningún código de justicia puede prescribir. Ningún código ha llegado a persuadir a un padre para que ame a sus hijos, ni a ningún marido para que muestre afecto hacia su mujer. Los tribunales de justicia pueden obligar a proporcionar el p a n del cuerpo, pero no pueden obligar a nadie a dar el pan del amor. En este sentido, el samaritano misericordioso (Le 10,29-37) representa la conciencia de la humanidad, porque va más allá de toda justicia, elevándola desde el amor. En esta línea afirma el Vaticano II. "No hay ley h u m a n a que pueda garantizar la dignidad personal y la libertad del hombre con la seguridad que comunica el Evangelio de Cristo" 36 .

7.

ESTRUCTURAS SOCIALES Y TEOLOGÍA DEL PRÓJIMO

Hemos insistido en las dimensiones universales del amor al prójimo. También hemos recalcado que la perfección del amor está en su dimensión intensiva que, como hemos notado, puede comportar diferentes niveles: amor a los familiares, a los conciudadanos, amor profesional, político, etc. Y entonces también dijimos que las estructuras e instituciones están llamadas a modelarse según el amor. El problema se plantea porque precisamente las estructuras parecen dificultar, e incluso impedir la inmediatez del 35. JUAN PABLO II, Dives in Misericordia

34. Deofficlisl,

266

10,33.

12.

36. Catulimn et Spes 45.

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encuentro con el prójimo que parece reclamar la intensidad del amor. Conviene, pues, reflexionar sobre las dimensiones sociales, técnicas e históricas de la caridad 3 7 . La parábola del samaritano misericordioso del evangelio de Lucas o la del juicio final del evangelio de Mateo nos cuentan encuentros cercanos, personales, próximos, entre gente necesitada y las personas que les socorren. En ambas parábolas el creyente descubre un sentido cristológico: cuando yo me acerco al herido, al hambriento o al preso, me convierto en Cristo para él, me identifico con Cristo; y por otra parte encuentro a Cristo en él: "¿cuándo te vimos hambriento?". Al socorrer al necesitado "a mi me lo hicisteis". La caridad en este mundo tiene un sentido teologal y escatológico. Pero sucede que nuestro m u n d o está cada vez más estructurado y burocratizado. Las relaciones, incluso las relaciones de solidaridad, han dejado de ser personales y se dan a través de instituciones, muchas sin una explícita intencionalidad religiosa. Hoy nos relacionamos con el otro en tanto que socio, a través de mediaciones sociales. La relación con el socio está mediatizada: alcanza al hombre en tanto que contribuyente, cliente, alumno, etc. Las instituciones políticas han creado u n tipo de relaciones cada vez más complejas y abstractas. En realidad siempre h a sido así, solo que hoy somos más sensibles ante esta realidad, pues lo propio del hombre es romper con la naturaleza y entrar en el estado "civil". La cultura, los útiles y las instituciones, es lo propio del hombre. En el fondo es cuestión de grados y hoy hemos llegado a un grado muy elevado de cultura. A la vista de todas las mediaciones sociales surge con más fuerza la pregunta que ya le hicieron a Jesús y que dio origen a la parábola del samaritano misericordioso: ¿quién es mi prójimo? (Le 10,29). Por u n lado, el tema del prójimo podría conducir al creyente a condenar al mundo moderno, al considerarlo como u n mundo sin prójimos, u n mundo deshumanizado por relaciones abstractas, anónimas, lejanas. Por otro, el tema del prójimo podría conducir al no creyente a denunciar al Evan37. Seguimos unas páginas lúcidas de PAUL RICOEUR, Histoire et Vérité, París, Seuil, 1955, 99-111.

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gelio como antimoderno: hay que superar este mundo de bandidos y de pobres, y entonces desaparecerá la caridad 3 8 . Nosotros, los hombres modernos, caminamos hacia una sociedad en la que no habrá, (¿no habrá? ¿no debería haber?) hambre, ni sed, ni cautividad. Y quizás tampoco enfermedades. En este momento la parábola del samaritano y del juicio final ya no tendrán sentido. Importa, pues, comprender que el prójimo y el socio son las dos caras de la misma caridad: los amores íntimos son necesariamente restringidos; los amores amplios son necesariamente abstractos. Pero ambos son necesarios. No vivo la caridad si sólo me ocupo de mis hijos y olvido la infancia abandonada. Pero para llegar a la infancia abandonada debo pasar por las instituciones. La misma caridad da sentido a uno y otro de estos amores, a la institución social y a la cercanía del encuentro personal. Reducir la teología de la caridad a la posibilidad de encuentros personales, significa olvidar las dimensiones universales, extensivas, de la caridad y el sentido del Señorío de Dios sobre la historia. Con frecuencia la institución es el camino de la amistad: la carta, el vehículo, los órganos de justicia y de la administración del Estado. Los encuentros son frágiles y fugitivos. En cuanto se consolidan como durables se institucionalizan. Pero hay más, pues con frecuencia alcanzamos al prójimo bajo una condición común que toma la forma de desgracia colectiva: salario injusto, explotación, discriminación racial, inmigración. Entonces la caridad alcanza su objeto cuando encuentra al cuerpo social sufriente. Pensar hoy en el prójimo 38. Ya SAN AGUSTÍN se planteó un problema similar: "No debemos desear que haya pordioseros para ejercer con ellos las obras de misericordia. Das pan al h a m briento, pero mejor sería que nadie tuviese h a m b r e , y así no darlas a nadie de comer. Vistes al desnudo, ¡ojalá llegue pronto aquella vida donde nadie muera! Amistas a los litigantes; ¡ojalá venga al instante aquella paz eterna de la celestial Jerusalén, d o n d e nadie se enemiste! Todos estos servicios se deben a las necesidades. Quita los indigentes y cesarán las obras de misericordia. Cesarán las obras de misericordia, p e r o ¿acaso se apagará el fuego de la caridad? Más auténtico es el a m o r que muestras a u n h o m b r e no necesitado a quien nada tienes que prestar; más p u r o es ese a m o r y m u c h o más sincero. Porque si prestas al indigente, quizá anhelas elevarte frente a él, y quieres que se t e someta porque él es el recibidor de tu beneficio. El necesitó, tú le prestaste; por haberle prestado apareces en cierto sentido mayor a tus ojos que aquel a quién se le prestó. Desea ser igual, para que ambos podáis estar bajo el a m p a r o de Aquel a quien nada se le puede prestar" (In Epistolam Joannis ad Parthos, VIII, 5).

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es también crear instituciones o criticar instituciones. Y por supuesto, criticar las políticas que dan origen a situaciones e instituciones injustas. Sin duda, en un mundo como el nuestro, muchos buscamos fuera de las obligaciones sociales el calor y la intimidad de los intercambios personales. Pero también aquí hay que notar que tales intercambios son posibles gracias a las instituciones: no hay vida privada posible sin un orden público, sin intercambios comerciales, sin justicia social y sin cuidadanía política. El problema, por tanto, no está en las instituciones. Estas protegen lo privado y permiten alcanzar grados de solidaridad más universales. El problema está en que, a veces, las instituciones políticas están penetradas de una mentalidad inhumana a fuerza de ser anónima. Por eso, el tema del prójimo es una llamada a la toma de conciencia para el buen uso de la máquina, de la técnica, de los aparatos administrativos, de la seguridad social. El problema del hombre moderno vuelve a ser la caridad. La teología de la caridad no debe entrar en las dimensiones de una empresa o en la mayor o menor centralización política. Este es un tema técnico y no ético. La teología de la caridad lo que denuncia es la pretensión que lo político y lo económico tienen de agotar todas las relaciones humanas, detrás de las cuales está (como ya sabemos) una escondida dimensión cristológica. Las instituciones están para servir a las personas. Nadie puede evaluar los beneficios personales prodigados por las instituciones. A veces pensamos alcanzar al prójimo en u n a relación personal o cercana y hacemos exhibicionismo. También las relaciones personales pueden pervertirse. Y otras veces creemos llegar muy lejos a través de las instituciones y vivimos de ilusiones. En suma, el prójimo es la doble exigencia del (y de lo) cercano y del (y de lo) lejano. Como el samaritano de la parábola: es próximo porque se aproxima. Y es lejano porque trata con uno que no es de los suyos, con un desconocido que recoge al borde del camino y con el que seguramente nunca más volverá a encontrarse. La caridad exige estar al servicio del ser humano en su situación individual, personal; pero también en su situación histórica, social. Y empleando siempre los medios 270

más adecuados: la técnica, la creatividad, la previsión, la planificación, la política, la economía, etc. 8.

E L PECADO POR EXCELENCIA: LA FALTA DE AMOR

El Agapé nos llama a triunfar sobre todo mal, en el ser humano y en el mundo que el ser h u m a n o construye. Debe hacer frente a la fecundidad del odio, que se traduce en pérdida de la paz personal, y en rupturas en la familia, en la Iglesia y en la humanidad. El hombre es un ser hecho para el amor. Su vocación divina realiza, superándolo, este proyecto de amor que está inscrito en lo profundo de su ser. El amor es fuente de felicidad y de perfección. Esta vocación al amor está tan arraigada en el ser humano que únicamente en la caridad el hombre encuentra su unidad y desarrollo pleno. Sólo en la caridad encuentra el hombre la paz y la alegría que son, en definitiva, dones mesiánicos. Sin la caridad el hombre tiende a destrozarse, cayendo en el odio, en el aburrimiento, la envidia, la discordia y la guerra. La gravedad del pecado hay que medirla según su oposición al amor. Sto. Tomás, en la Suma de Teología, ha tratado de los vicios contrarios a la caridad, y así va enumerando y estudiando el odio, como opuesto a la dilección; la acidia y la envidia, que se oponen a la alegría; la discordia (o desarmonía del corazón), la disputa (o desarmonía en las palabras) y el cisma (o desarmonía en los actos), la guerra (el peor de los males sociales), la riña entre las personas, y la sedición, como vicios opuestos a la paz. Convendría hoy plantear en una dimensión histórica y social estos pecados opuestos al amor: así habría que preguntarse por el rostro concreto que asume el odio en el mundo; por las dimensiones sociológicas, políticas y culturales de la violencia; por las discriminaciones producidas a causa de la inmigración o la pobreza. También hay que preguntarse por las diferentes formas concretas de discordia: las diversas modalidades de discriminación, los prejuicios o estereotipos, la incomprensión por falta de información, por deformación, por falsa propaganda.

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Y desde el punto de vista personal hay que meditar sobre la importancia fundamental de superar la envidia, la celotipia, para el equilibrio afectivo y, sobre todo, para lograr la perfecta unidad. El ideal de la normalidad ganaría si se aproximase al mensaje evangélico: todo hombre está llamado a superarse accediendo al amor y a la benevolencia, al amor como amistad y don de sí.

Conclusión

UNA FE QUE SOSTENGA LA ESPERANZA Y MUEVA AL AMOR

La fe, la esperanza y la caridad son tres actitudes conexas e inseparables. La una conduce a la otra y la supone. Y, sin embargo, hay maneras de presentar y de vivir la fe, que lejos de conducir a la esperanza, la destrozan. Y que, lejos de desembocar en la caridad, la impiden. Por eso es importante presentar una fe que sostenga la esperanza y mueva al amor. Hay maneras de presentar y vivir la fe cristiana que, por sus insistencias o intransigencias, hacen difícil la esperanza. Por ejemplo, cuando se acentúa el temor a la condenación y la dificultad de la salvación; cuando el acento se pone no en lo que Dios quiere del ser h u m a n o y prepara para él, sino en las duras exigencias de un Dios vindicativo. De ahí la importancia de recalcar que Dios es amor, sólo amor y nada más que amor. En el Dios que Jesús revela no hay cabida para ningún proyecto negativo. Se trata de un Dios que se revela y comporta como u n Padre bueno, misericordioso y fiel. Un Dios de todos los hombres y que para todos quiere la salvación. Sólo u n a salvación que pueda llegar a todos de forma real y en la que la primacía esté puesta en el deseo salvífico de Dios por encima de cualquier otra consideración, parece digna de un Dios de todos los hombres. Por su parte, la fe y la esperanza cristianas deben mover al amor. No pueden convertirse en una pura aceptación de verdades o en un esperar pasivamente que todo nos venga dado. Hemos indicado que la esperanza cristiana, lejos de alienar al ser humano, es un estímulo para sus responsabilidades. La esperanza se refiere a un Dios que, para decirlo de forma gráfica, se cruza de brazos si el hombre se echa a dormir. Por eso, la esperanza nos remite a nuestras responsabilidades en la lucha con-

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tra el mal y en la búsqueda de la justicia. Incluso me atrevo a decir que si la esperanza se limitase a movernos a la caridad (y, por supuesto, no se limita a eso) ya sería u n a buena esperanza. La fe implica sin duda la aceptación de la verdad de Dios y de las verdades que a Dios se refieren. Pero la fe implica por sí misma u n a dimensión eficaz y práctica. Cuando Pablo escribe que "no está en palabras el Reino de Dios, sino en el poder" (= dinamis) (1 Co 4,20), anuncia la energía transformadora de la fe. Pues la verdad no es, ante todo, u n conjunto de proposiciones, sino la fidelidad de una vida acorde con la fidelidad de Dios. La verdad pertenece al dominio del ser. Cristo no dijo: tengo la verdad, sino "soy la verdad" (Jn 14,6). Si la verdad no fuera un "ser", la fe se convertiría en ideología y caeríamos en la ilusión de creer que la vida cristiana queda circunscrita cuando está cuidadosamente definida. La verdad es vida, amor. Pascal ya dijo que podía hacerse un ídolo de la verdad cuando la verdad no iba acompañada de caridad 1 . Una fe o una esperanza sin caridad están muertas. Por su parte la caridad hace fecunda a la esperanza y conduce a la fe a un mejor conocimiento. Según el Nuevo Testamento, el conocimiento de Dios sólo alcanza su plenitud en el agapé. En la caridad está la plenitud de la vida cristiana. Pero en una caridad inseparable del conocimiento de Dios que da la fe y de la confianza que da la esperanza.

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3.

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índice

INTRODUCCIÓN

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I DIMENSIONES ANTROPOLÓGICAS, CRISTOLOGICAS Y SACRAMENTALES DE LA VIDA TEOLOGAL 1. LA UNIDAD DE LO TEOLOGAL

1. Las virtudes teologales se refieren directamente a Dios 1. Virtud y teologal 2. Desde diversas perspectivas 2. Las virtudes teologales brotan de la gracia 3. Las virtudes teologales regeneran lo humano 4. Mutua implicación de la fe, la esperanza y el amor 1. Un sagrado circuito 2. Lo envolvente y lo específico 3. La vida en Cristo 2. E L ENCUENTRO CON DIOS SUPONE LO HUMANO

1. La fe, estructura fundamental de la existencia humana 1. La fe como creencia y como compromiso existencial 2. Credulidad y credibilidad 3. La fe hace posible la vida y el progreso 4. La fe hace posible el encuentro con el Otro . . . 2. La esperanza, estructura fundamental de toda existencia 1. ¿Esperanza no humana? 2. Esperanza h u m a n a

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3. La espera humana está condicionada por la situación 4. Espera y esperanza 3. El amor, dimensión antropológica fundamental . . 1. El amor, concepto análogo 2. El otro forma parte de la estructura de mi yo . 3. Lugar del amor en el desarrollo personal del hombre 4. El amor h u m a n o o interpersonal 5. Diferentes formas concretas del amor h u m a n o 4. La posesión de lo real 5. La apertura al misterio 3. VIDA TEOLOGAL EN EL SEGUIMIENTO DE CRISTO

1. 2. 3. 4.

Jesús, modelo de vida teologal Jesús, pionero de la fe Jesús, pionero de la esperanza Jesús, pionero y modelo de caridad 1. El amor de Jesús al Padre 2. El amor de Jesús a los seres humanos 3. Los cristianos llamados a imitar a Cristo en su amor

4. LA VIDA TEOLOGAL SE VIVE SACRAMENTALMENTE

1. Las mediaciones antropológicas déla fe 2. Las mediaciones de la esperanza 1. La oración 2. La utopía 3. Lo sacramental, una clave para entender la caridad 1. El "ser" de la caridad 2. El prójimo, sacramento de Dios 5. LA IMPERFECCIÓN DE LO TEOLOGAL

1. 2. 3. 4.

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La La La La

fe es imperfecta por naturaleza imperfección de la esperanza imperfección de la caridad en este mundo imperfección de toda religión

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II TEOLOGÍA DE LA FE CRISTIANA 6. E N LA HISTORIA POR JESUCRISTO AL PADRE EN EL E S PÍRITU

Í.Lafe, encuentro con Dios en la historia 1. La fe de Abraham 2. La fe del pueblo de Israel 3. El Credo histórico 2. La fe, encuentro con Dios en Jesucristo 1. La fe como opción radical y respuesta a la interpelación del kerigma 2. Necesidad de la fe 3. Fe explícita y fe implícita 4. Creer es confesar la fe 3. Al Padre: Dios "objeto" de la fe 1. Creer a, por y en Dios 2. Dios como verdad y las verdades de la fe 3. Fe formada y fe no formada 4. La fe como obra del Espíritu Santo 1. La fe como gracia 2. Libertad y razón en el acto de fe 3. La sobrenaturalidad de la fe 5. Creo "en" la Iglesia 1. Sentido de la fórmula "credo ecclesiam" 2. La Iglesia confiesa la fe 3. La Iglesia transmite la fe 4. María, tipo de la Iglesia en la fe 7. A LA BÚSQUEDA DE UNA DEFINICIÓN DE LA FE

1. Definición de la fe según Heb 11,1 2. Definición de la fe como virtud según Santo Tomás 3. Definición de la fe según el Concilio de Trento . . . . 1. Definición de la fe católica en u n contexto polémico 2. La fe definida parcialmente como u n a disposición para la justificación 4. Definición de la fe según el Concilio Vaticano I. . . 1. Fundamento de la fe

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2. Definición de la fe 5. Originalidad del Vaticano II en la concepción de la fe

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III TEOLOGÍA DE LA ESPERANZA CRISTIANA 8. D E ESPERANZA EN ESPERANZA

1. Actualidad de la teología de la esperanza 1. Su importancia en la vida cristiana 2. Su importancia como cuestión teológica 3. Orden y sentido del presente capítulo 2. El deseo, ¿padre de la esperanza? 3. Progresividad de la esperanza 1. La promesa a los patriarcas 2. La revelación del Dios de la esperanza 3. La promesa en la escatología profética 4. El futuro reino de Dios en la predicación de Jesús. 5. Las pruebas de la esperanza escatológica 6. Los desafíos de la esperanza 1. El pecado 2. El triunfo de la injusticia 3. La muerte 9. CONTENIDO, MOTIVO Y SUJETO DE LA ESPERANZA

1. Contenido u objeto material de la esperanza 2. Motivo u objeto formal de la esperanza 1. El Amor de Dios, fundamento de la esperanza 2. El poder de Dios, fundamento de la esperanza 3. El poder de Dios que resucita a Jesús, fundamento de la esperanza 4. Para hacer más creíble la espeanza 3. Sujeto de la esperanza 4. El problema de las mediaciones

IV TEOLOGÍA DE LA CARIDAD 10. LA CARIDAD, VIRTUD TEOLOGAL

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1. La caridad, plenitud en la plenitud 2. La caridad y las concepciones cambiantes del amor humano 1. Hablar de amor, hablar de caridad 2. Una mirada a la historia 3. Nuestra situación 3. La caridad, virtud teologal 4. ¿Cómo definir la caridad? 1. La verdadera y más perfecta forma del amor . 2. Por la que el hombre ama a Dios por sí mismo 3. Amar al prójimo (y a uno mismo) por Dios y en Dios 11. AMAR A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS

1. El mandamiento mayor 2. Dios es amor 3. Cristo, revelación del amor de Dios y del amor que es Dios 4. Amor gratuito, amor motivado, amor recíproco. . . 1. Entre el Padre y el Hijo 2. Entre Dios y el hombre 5. El amor de Dios interiorizado por el don del Espíritu 6. La caridad como participación en la amistad divina 7. Amar a Dios por sí mismo y al prójimo por Dios. . 8. Dios, objeto formal de la caridad 12. AMAR AL PRÓJIMO COMO A UNO MISMO

1. El segundo mandamiento 2. Universalidad del amor 1. El amor al enemigo 2. Amor y realismo político 3. Intensidad del amor 1. Amor universal y amistad fiel e íntima 286

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6. 7. 8.

2. El a m o r fraterno, ley de la c o m u n i d a d mesiánica 3. La humanidad, llamada a participar en el amor mutuo El amor, principio de edificación de la Iglesia . . . . Dimensiones éticas de la caridad 1. La fecundidad del Agapé en toda clase de bienes 2. La caridad, forma de todas las virtudes Caridad y justicia Estructuras sociales y teología del prójimo El pecado por excelencia: la falta de amor

CONCLUSIÓN

Una fe que sostenga la esperanza y mueva al amor. . .

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BIBLIOGRAFÍA SELECCIONADA

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1. Sobre la Fe 2. Sobre la Esperanza 3. Sobre la Caridad

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