Franco Rella 'Desde el exilio. La creación artística como testimonio'

■- r Franco Relia Pfim • B i iViffi'T^Tnn » _ - - ... n Desde el exilio La creación artística como testimonio mÊÊ

Views 96 Downloads 2 File size 6MB

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Recommend stories

Citation preview

■- r

Franco Relia Pfim • B i iViffi'T^Tnn »

_

-

-

... n

Desde el exilio La creación artística como testimonio

mÊÊmSÊÊSiÊmÊÊá^

U U Cßbra V^OW^tt La

Franco Relia es profesor de Estética en el Istituto Universitario di Architettura de Venecia. Ha escrito numerosos libros sobre filosofía del arte y ha realizado traducciones y ediciones críticas de textos literarios. Colabora con varias revistas y ha dirigido colecciones de diversas editoriales. Entre sus numerosísimos libros contamos: Fenomenología dell'esperienza, Saggio su Husserl (1972), Utopia e speranza nell'comunismo (1974), II mito dell'altro. Lacan, Deleuze, Foucault; (1978), Miti e figure del moderno (1981), II silenzio e le parole (1981),La magia dei saggi (1984), Metamorfosi. Immagini del pensiero (1984), La cognizione del male. Saba e Montale (1985), La battaglia della verità (1986), Limina (1987), Asterischi (1989), L 'enigma delia bellezza (1991), La dissatenzione (1992), Romanticismo (1994), La soglie delVombra (1994), La bellezza (1990), Sillabario dei nuovo millenio (1993), II brutto e il bello (1994), Sensualità (1995), Bios (1996), Confini. La visibilità dei mondo e Venigma delVautorappresentazione (1996), Negli occhi di Vincent. L'io nello specchio del mondo (1998), Pensare per figure: Freud, Platone, Kafka, ( 1999), Egli (1999), Ai confini dei corpo (2000), La tomba di Baudelaire (2003), Scritture estreme. Proust e Kafka (2005), Pensare e cantare la morte (2005), L'estetica del Romanticismo (2006), Micrologie. Terre di confine (2007), La responsabilità del pensiero. II nichilismo e i soggetti (2009).

Hemos partido de la desnudez, y, en efecto el desterrado está desnudo. No puede valerse en tierra extranjera de las costumbres que lo han vestido y protegido: su exposición es absoluta y siem­ pre riesgosa. Tanto más riesgosa es su condición, porque en tierra extranjera todo le es extranjero, incluso su canto, como ha escrito Saint-John Perse, incluso su palabra. El desterrado habla entonces una lengua extranjera no sólo para quien lo escucha, sino también para sí mismo: una lengua que está siempre y constantemente sobre el borde extremo de la afasia, de la extinción de la palabra. Entrar en la muerte de la palabra, como hemos visto en Billy Budd, es entrar en la muerte. Sin embargo, es necesario continuar, continuar tercamente con la esperanza de que aquello que apare­ ce inarticulado, aquello que a veces aparece como un gimoteo quedo, o es más, como un piar estridente, se articule en una histo­ ria, en relato, y que devenga así no sólo expresión de incomodi­ dad, de sufrimiento, o de impotencia, sino verdadero testimonio. En la opacidad silenciosa de la vida desnuda, en la melancolía sin nombre de una tarde en una ciudad extranjera, en el sentimiento sofocante de la muerte, o en la ebriedad de la percepción de una verdad inminente pero inaferrable, en la desesperación de sentir­ se entre las cosas, buscar una historia significa trabajar paciente­ mente los confines para transformarlos en tránsitos y en pasajes: en umbrales. O, si esto no es posible, al menos buscar capturar y comunicar que el confín mismo, que ahora parece insuperable, no es el último confín. Más allá de él hay probablemente otro confín, otro horizonte. Si un día logro cruzarlo, podré oír y hablar de las voces que ahora sólo puedo imaginar, adivinar moverse como un hálito ligero llevando el sueño, como dijo Leopardi, de otras posibles regiones, de otras estaciones.

ISBN 978-987-24770-8-0

Franco Relia

Desde el exilio La creación artística como testimonio V Q_ C

n

s 0

§>

Traducción Paula Fleisner

Relia, Franco Desde el exilio. La creación artística como testimonio . - la ed Buenos Aires : Ediciones La Cebra, 2010. 160 p .; 20x14 cm. Traducido por: Paula Fleisner ISBN: 978-987-24770-8-0 1. Filosofía Contemoránea. I. Fleisner, Paula, trad. 11. Título CDD190

Este libro cuenta con una contribución del Ministerio de Relaciones Exteriores italiano Título original: Dáll'esilio: la creazione artística come testimonianza © Giangiacomo Feltrinelli Editore Milano, 2004 © Ediciones La Cebra, 2010 [email protected] www.edicioneslacebra.com.ar © de la traducción Paula Fleisner

^^ ^

Corrección de traducción Emilio Fleisner

Esta primera edición de 700 ejemplares de Desde el exilio. La creación artística como testimonio se terminó de imprimir en el mes de febrero de 2010 en Gráfica M.P.S., Santiago del Estero 328/38, Lanús. Queda hecho el depósito que dispone la ley 11.723

I n d ic e

1. E s t a r d e s n u d o 2 . T e s t im o n ia r

7

21

3. La d e s n u d e z d e l t e s t i g o

29

4. D esn u d ez d el co rzó n , d esn u d ez d el a lm a 5. El f a n t a s m a d e D o r a 6. La v i d a d e s n u d a

47

63

7 . La v o z y l a m i r a d a 8. El p aso d e l c a r a c o l

71 83

9 . La h i s t o r i a y l a s h i s t o r i a s 1 0 . E ros

89

99

1 1 . E s c r ib ir s e

107

1 2 . E s c r ib i r n a d a 13. El e x i l i o

113

123

1 4 . Pa l a b r a s d e s d e e l e x i l i o R e fe r e n c ia s y n o ta s

137

129

33

1. ESTA R D E S N U D O

1 Estar desnudo frente al mundo, de cara al otro: a los ojos que te miran, a las cosas mismas que alargan tentáculos sinuo­ sos e invisibles que rozan viscosos tu piel, insinuándose en las barrancas oscuras de tu cuerpo, recorriendo senderos descono­ cidos, hasta rozar algo incógnito dentro de ti en una sensación indefinida de embriaguez, de incomodidad, de sufrimiento, de abandono y quizás de desamparo. La desnudez, entonces, no es sólo una condición sino un estado del ser: se deviene o se re-deviene ser¡estar-desnudo. Estar-desnudo da, así, forma a la experiencia del mundo. Una experiencia extrema en la sole­ dad o en el acto erótico, cuando se ahonda en uno mismo para expresar una desnudez todavía más profunda que ofrecerse a sí o a los ojos del otro, jamás separada del dolor y de la inco­ modidad que acompañan a este don que es apertura máxima, ofrecimiento del propio ser como ser-desnudo. Hay actualmente una desnudez hipertrófica que no tiene nada que ver con el estar-desnudo. Una desnudez que es traje de escena, que cubre y viste de la cabeza a los pies como un

* El autor juega aquí con el doble sentido del verbo «essere» en italiano que se corresponde simultáneamente con los castellanos: «ser» y «estar». Recuérdese, entonces, que en las apariciones sucesivas de la expresión «estar-desnudo», habría que pensarla sim ultáneamente com o un «ser-desnudo». O ptarem os por la expresión «ser/estar-desnudo» para dar cuenta de esta idea en aquellos pasajes donde sea fundamental, pero para facilitar la lectura preferim os dejar en la mayoría de los casos la expresión «estar-desnudo». [N. de la T.]

uesae ci exilio sayo. También la desnudez espiritual (o meramente verbal) obstinadamente exhibida sobre el escenario o delante de las cámaras de televisión está vestida de palabras: es también ella un traje de escena. Transmite una vulgaridad y una impudicia muy alejadas de aquello que es esencial a la desnudez: la ver­ güenza o el sacrificio. O mejor: muy alejadas de la ostensión que une vergüenza y sacrificio en un acto de donación o de desafío, de repliegue o de exceso.

2 La desnudez está presente en toda la obra de Kafka, siem­ pre terrible. Es la bata que se abre sobre el cuerpo gigantesco del padre en La condena, descubriendo sus muslos hasta arri­ ba, hasta la cicatriz que se muestra obscena a los ojos del hijo, que dirige la mirada a otra parte para escapar de ella, encon­ trando signos todavía más inquietantes de esa desnudez ho­ rrible: la ropa interior sucia que la enmarca y la evidencia. Es la desnudez la que encoge el cuerpo del padre, que es tomado en brazos por el hijo en una grotesca y enferma inversión de roles. Es esta desnudez, que emana cada vez más terrible de aquel cuerpo devenido miserable, la que lleva al hijo a aceptar la condena, a arrojarse al río, a ahogarse gritando amor por el padre, amor que no podrá alcanzarlo, porque no puede más que huir del hedor de aquella desnudez refugiada en la habi­ tación oscura. La Condena es el primer gran relato de Kafka. La desnu­ dez que aparece aquí vuelve a presentarse luego en las ropas desaliñadas de la madre y se evidencia bajo la bata del padre, o bajo su uniforme en La metamorfosis. Se transparenta, en El proceso, en la camiseta colgando de la ventana del cuarto de la señorita Bürstner, en su garganta y en su cuello, que Josef K. besa con la furia de un animal sediento. Reaparece en las lavanderas de las cancillerías del tribunal, en Leni, y luego una vez más en los protagonistas de En la colonia -penitenciaria, y continuamente en El castillo.

H

1. Estar desnudo

Kafka conocía la vergüenza que puede sobrevivir incluso al sacrifício, como si pudiera ser transportada, incluso exal­ tada, y nunca aniquilada ni siquiera por la muerte. Quizás por esto, quizás por una extraña búsqueda de una suerte de contrapaso’, K., el protagonista de El castillo, está tan atraído por la ropa que esta atención suya resulta ser una de las carac­ terísticas más enigmáticas de la novela. ¿Un contrapaso? Pero las ropas se abren, desvelan bordes de desnudez. Bordes de impudicia, bordes de vergüenza. 3

K. y Frieda se buscan y se aman entre los charcos de cerveza y el aserrín del suelo de la hostería. Su desnudez es recíproca, es un ofrecimiento que los transporta a un país extranjero, allí donde se respira un aire que no se ha respirado nunca antes. Es una pérdida que parece, en el único acto realmente amoro­ so descrito por Kafka, llevar a la percepción de otro mundo, de otra realidad, como si el acto erótico, al igual que la música en el Septuor de Vinteuil en La prisionera de Proust, tuviese una función gnóstica: arrancar de la miseria de esta realidad y transportar a otro lugar, o, al menos, conducir a la percepción de la existencia de este otro lugar. Pero su acto amoroso es interrumpido por la voz de Klamm que llama desde atrás de la pared. K. y Frieda regresan por lo tanto a la luz turbia de este mundo, y, cuando busquen reencontrar el otro mundo -el mundo entrevisto y rápidamente perdido- una vez más a través de la desnudez y del amor, se encontrarán escarbando uno en el cuerpo del otro como perros, perplejos y decepcio­ nados, hasta que cedan al cansancio y se tiendan desnudos sobre la cama. Después llegan las sirvientas, y una de ellas cubre sus cuerpos por compasión.

* "Contrappasso" es la correspondencia, por contraste, entre la culpa y la pena en la Divina Commedia. Cfr. por ejemplo: Inferno, XXVIII, 139-142. [N. de la T.]

4

¿Dónde conoció Kafka esta desnudez? ¿Joven e inexperto con la mujer madura encontrada en un sanatorio, o más adul­ to con la jovencísima suiza encontrada en Riva? ¿Con Felice? ¿Con Milena? ¿o aún antes en algún burdel? ¿O incluso antes en los baños, ahí donde su cuerpo desnudo era contemplado por el vigor del desnudo cuerpo paterno? 5

Kafka expresa un ansia de castidad y de pureza y, a la vez, alude oscuramente a cierta obscena tensión erótica suya de la cual no sabemos nada. Pero Kafka conoció el lugar en el que felicidad y horror, vergüenza y exaltación, se unen indiscer­ niblemente en un estado de inexorable desnudez. Este lugar es la escritura.

6 En una carta a Milena, Kafka cuenta un sueño suyo. La está buscando, pero su nombre no es Kafka: es Schreiber. No escritor -Schriftsteller- sino Schreiber aquel que escribe: el escribiente. Kafka escribía de noche. Las sirvientas de la Hostería de los señores del Castillo son presas del terror cuando escuchan de noche a alguien o algo que se arrastra rápido hacia afuera, y se abrazan presas de angustia y terror. En la noche profunda se escucha a este ser que se arrastra hacia los muros, al lado de la puerta. Se advierte a este "arrastrante", este Schleicher. ¿Hay algún parentesco, algún nexo, entre Schreiber y Schleicher? Ambos son seres de la noche. Uno se arrastra de­ lante del cuarto de las sirvientas, fuera, sobre el margen de la puerta cerrada, obsceno y terrible como el insecto de La me­ tamorfosis. Pero también la pluma se arrastra sobre hojas que crujen, también ella deja sobre el papel su huella babosa. Y el escribiente, Schreiber, también él, en cierto momento se arras­ tra, como un Schleicher, delante de la puerta de la cantina en la

lí)

1. Estar desnudo que se ha encerrado, como escribe Kafka en una carta a Felice, para tomar el alimento y llevarlo dentro de la madriguera en la que se ha encerrado y sellado como en una tumba. Fuera o dentro de la puerta. En realidad el afuera y el adentro no tienen ninguna importancia. Importante es la puerta. Importante es estar sobre este margen. Importante es percibirse y ser perci­ bido sobre este confín sobre el cual no se puede más que estar desnudo, buscando la única protección posible en la noche. 7

La palabra Schreiber, escribiente, recuerda otra terrible metamorfosis, aquella del escritor puro, el escritor por exce­ lencia, el escritor más amado por Kafka, Flaubert, que sale de la escritura y la contempla desde el exterior en los trajes de Bouvard y Pécuchet. Contempla todas las escrituras, la literaria, la poética, la filosófica, la histórica, la religiosa, y luego vuelve de esta circunnavegación no ya en la forma del escritor, sino en la del escribiente: con la apariencia de quien se limita a mover la mano que aprieta la pluma sobre el papel, transformando la forma que la escritura debería darle al mun­ do en un acto autista, en un acto nihilista. Transformando la fundición de tinta en la fundición de la nada.

8 Este es Kafka. Un escritor extremo. Un escritor que se ha arrojado a la escritura hasta un punto de desnudez que ha sido alcanzado sólo por Baudelaire y quizás por Proust. Ha llegado ahí radicalizando algo que está implícito en el acto mismo de escribir, cuando escribir es buscar una relación con el mundo, y no simplemente comunicar algo, sean hechos o pensamiento. 9

Acto extraño el de escribir. Acto incomprensible y absur­ do. Montaigne se pregunta, en la conclusión de uno de sus

ensayos en el que habla precisamente de la desnudez -aque­ lla desnudez que busca esconderse, en cuanto se preferiría confesar un delito antes que exhibirla-, justamente acerca de esta paradoja que empuja a entregar estas terribles imágenes a un librero, a un editor, para que todos puedan leer aquello que no confesaríamos ni siquiera al amigo más íntimo.

10 Kafka escribía de noche, y en la noche y en el silencio, dice Proust, se generan los libros, como si fueran hechos incon­ fesables y oscuros, en los que se insinúa el mal en el gesto mismo que aísla del mundo, para que se pueda proyectar sobre el mundo la luz o la oscuridad que se han escondido en las palabras. 11 El narrador de la Recherche atravesó su desnudez dibujada en gotas perladas sobre los lirios de la letrina de Combray, y alcanzó la desnudez de Albertine en La prisoner a. Una desnu­ dez que es inmediatamente transformada en paisaje, en con­ creciones vegetales o animales, o en la helada rigidez de una estatua. Albertine jamás es consciente de su desnudez, como si aceptara la transposición operada por el narrador en una continua metamorfosis de sí misma que no le permite jamás estar desnuda, ser simplemente ella misma.

12 Proust habla a menudo de amor y de amores. Al final de la novela los cierra todos en una especie de gran nicho platónico: todas las mujeres que ha amado, Gilberte, Oriane, Albertine, son las caras de un único amor. Pero nosotros sabemos que esto no es verdadero. Sabemos que Platón y Proust se equi­ vocaron. No sólo cada amor es intransitivo e intraducibie en otro amor, sino que Proust no conoció verdaderamente el amor. Atravesó a eros con la escolta de oscuras e intrincadas

pasiones que lo condujeron a la perversión del amor en el in­ fierno de los celos, o de un secreto que se hace ridículo y terri­ ble en el burdel en el que Charlus pone en escena sadismo y masoquismo con las comparsas evanescentes que se mueven bajo la dirección de Jupien. Kafka rozó la percepción de otro mundo en el destello de un momento intemporal de pasión de amor que luego traspu­ so en la escritura. ¿Es porque la escritura, más allá del placer, no ha podido jamás realmente alcanzar en ese instante este otro mundo, que ella devino la causa y el instrumento del sacrificio como en La colonia penal? Proust llega a la misma clarividencia frente a una obra de arte, el Septuor de Vinteuil. La volverá a encontrar todavía en La matinée que concluye la Recherche, en otra obra, la suya, que debería abrir a la salvación. Pero, ¿ésta es verdaderamen­ te la vía buscada desde siempre? ¿El espacio que se entrevé es realmente el lugar de la salvación? ¿Por qué, entonces, la muerte, precisamente desde ese momento, se insinúa en cada una de sus frases, casi hasta marcarla con un borde oscuro? ¿Por qué la narración se cierra en las imágenes de los puños del bal de tete? ¿Por qué al final somos devueltos al inicio? 13 Proust repitió el trayecto infernal de Baudelaire, que re­ corrió como un alma desnuda todos los círculos infernales, para, también él, llegar a la percepción gnóstica de otro mun­ do posible frente a la poesía. Una percepción que en él no es jamás certeza. Por esto, Baudelaire será empujado a una búsqueda desesperada que lo llevará fuera de la poesía, lo llevará a la desintegración del lenguaje hasta llegar, en Pobre Bélgica, a aquella misma nada a la que habían arribado los escribas de Flaubert. Baudelaire conoce su destino y lo revela en una hiriente carta a la madre de 1861. Lo conocía Flaubert que, al comien­ zo de Bouvard y Pécuchet, se anuncia a sí mismo y al mundo

que, con esta obra, arribaría hasta la aniquilación y la nada. En varias cartas, en efecto, habla de este libro como de la experiencia extrema, de la experiencia de la cual no podría salir vivo. La aniquilación de la escritura deviene así la ani­ quilación de la existencia misma. Ser/estar-desnudo deviene progresivamente ser-nada. 14

Se habló de desnudez, de una desnudez que deviene una modalidad del ser: un devenir desnudo que transcurre pro­ gresivamente en un ser/estar-desnudo en un trayecto que no concede retorno. Se hablaba de un ser/estar-desnudo frente al otro, frente a las cosas del mundo, pero también frente a uno mismo, como Agathe, que, en El hombre sin atributos, mira en el espejo su cuerpo desnudo como un cuerpo extraño. Agathe, al mirar el paisaje desconocido de su desnudez, hace aflorar dentro de sí instantáneamente la posibilidad [de la] muerte que tiene en la palma de su mano en la forma de una cápsula letal. ¿Es éste el resultado inexorable de una desnudez que está verdaderamente desnuda, que verdadera­ mente deviene estado del ser, apertura al otro? 15

Mirar al otro, mirarse a uno mismo. También la escritura puede devenir videncia. Como dice Steiner, Kafka escribe exactamente aquello que ve. Por esto su obra es así de per­ turbadora. Por un momento creimos que esta videncia estaba ligada a la percepción o a la visión de otro mundo posible, en el que el albatros, el poeta, voló antes de precipitarse sobre la cubierta y volverse objeto de burla de los marineros. La escri­ tura se nos presentó, por lo tanto, como un acceso, doloroso y terrible, a otra realidad: una cierta ascesis gnóstica a la cual se puede o se debe dedicar noches enteras como si fueran no­ ches de plegaria. No tiene importancia si estas noches están pobladas por demonios o por figuras malignas. La gnosis nos

ha enseñado que también la vía del mal puede conducir a un saber otro, a un saber de lo otro: a saber esta otra dimensión del ser. Pero también vimos a Flaubert destruir esta posibili­ dad. La escritura que, como un hilo tendido sobre el abismo, debía conducimos a otro lugar, nos ha conducido al otro lu­ gar de la nada. A este mismo resultado llegó Baudelaire, que había apuntado a esta ascesis hasta provocar la maldición del infierno. A esta nada alude, quizás, el sacrificio que concluye tanto El proceso como La colonia penal de Kafka. Todavía no hemos descubierto por ahora qué hay detrás de los descubri­ mientos finales de Proust, en los que la obra salva y al mismo tiempo introduce a la muerte. ¿Podemos pensar que, al menos en algunos casos, la des­ nudez extrema de la escritura conduce verdaderamente a la videncia de otro mundo, sin que debamos concluir que el descubrimiento de este otro mundo es el descubrimiento de la nada? Porque, si no es así, entonces debemos preguntamos ¿qué podrán ver, para usar una expresión de Kafka, estos ojos plenos de tierra y de muerte cuando se vuelvan todavía sobre las cosas, sobre los seres, sobre los vivientes? ¿Qué veremos nosotros, los lectores, cuando, entrados en una inquietante, casi absurda intimidad con el autor, al punto de advertir el olor de su respiración y el peso de la mano que dibuja so­ bre la hoja, comencemos a sentir que también nuestros ojos se llenan de tierra? ¿Qué podremos decir a nosotros mismos, entonces? ¿Qué podremos decir a los otros de esta extraordi­ naria y perturbadora experiencia? ¿Diremos que es verdadera o, como ha dicho Benjamin de Kafka, nos contentaremos con afirmar que nos importa más su transmisibilidad de lo que nos importa la verdad? 16 Dostoievsky dijo que entre Cristo y la verdad él habría elegido siempre a Cristo, como queriendo llenar el vacío y la nada de la verdad con la figura más voluminosa.

Dijimos que Proust, al final, piensa haber encontrado pre­ cisamente en la obra, y por lo tanto en la escritura, la salva­ ción. Creimos estar cómodos en esta interpretación con dos observaciones de Benjamin, en realidad muy distantes una de la otra, que nos había parecido poder conectar en un único contexto. Las observaciones están contenidas en el PassagenWerk, o, en la edición italiana, los "Passages " di Parigi [Libro de los pasajes en la traducción castellana]. Es una obra fragmenta­ ria que crece y se acumula, a partir de 1926 hasta 1940, hasta la muerte de Benjamin. En el centro de estos apuntes hay una imagen que se repite continuamente, obsesivamente. Es la imagen del "umbral" como lugar donde se realiza "la hora de la cognoscibilidad", y que se nos entrega en la figura con la que Proust abre En busca del tiempo perdido. Es la imagen del despertar, que lleva en el saber a un "giro copemicano" (K, 1, 2 y 1, 3). El instante del despertar es una interrupción en el curso lineal del tiempo, es Jeztzeit, "tiempo ahora, en el que el "estar despierto" (Wachsein) es también, al mismo tiempo, un "estar-ahora" (Jeztsein), es decir, un estar en la actualidad, en la que, como en un destello, el pasado se une con el presente en una constelación (K, 2, 3), que se carga tanto de tiempo hasta destrozar toda falsa unidad, hasta presentar las cosas remotas y las cosas cercanas reunidas juntas en su absoluta e irrenunciable singularidad (N, 2a, 3-N, 3,1). La dialéctica unía los contrarios para superarlos. Esta dia­ léctica debe ser puesta "en estado de detención", en Stillstand. Debe manifestar, en la tensión que une las diferencias en una constelación, las contradicciones sin resolverlas, justamente allí donde "la tensión entre los opuestos es máxima" (10a, 3). Esto debe valer tanto para la experiencia individual como, en general, para la experiencia histórica. Toda teoría de la histo­ ria, como se lee también en las Tesis sobre el concepto de historia, que no quiera ser una celebración del curso de la historia, tal como la han dibujado los vencedores, debe proponerse como

teoría del despertar, del umbral, del "tiempo-ahora", de la detención de la dialéctica, de la visibilidad y del cuidado de los contradictorios irreconciliables, que precisamente en esta irreconciabilidad son, son-ahora, son para el futuro. Sólo en la cesura que se abre en el corazón de esta tensión es posible de hecho entrever la brecha a una redención posible del mundo, del sujeto y de las cosas en el mundo. Las cosas desubicadas de los lugares habituales sobre este umbral manifiestan y expresan su inexpresable alienación ha­ blando como símbolos. Existe la tentación de ponerse delante de estos símbolos con el ánimo de un coleccionista: de cosas, de imágenes, de sensaciones. Pero nosotros sabemos que el coleccionista no se evade del tedio del siempre igual, de los objetos que se alinean callados en abstractas vitrinas o en inal­ canzables estantes. El tedio es costumbre, incluso la costumbre de mirar lo extraño y lo diferente cerrados y esterilizados en el interior de una colección. "Es un paño cálido y gris" en el que nos envolvemos protegiéndonos frente a lo nuevo que también aquello que nos es más próximo y habitual puede revelamos. Pero este paño está "forrado por dentro con una funda de seda de los colores más brillantes". Sólo en sueños "estamos en casa entre los arabescos de su forro". Y, en efecto, "¿quién podría volver hacia afuera de un golpe el forro del tiempo?" (DF 2a, 1). ¿Quién podría por lo tanto, descubrir la belleza que está en cada cosa, como su revés habitualmente invisible? Este es el primer fragmento que yo había aislado para unirlo a otro fragmento y llegar, a través de esta construcción, a explicar el sentido de la salvación en Proust. En efecto, el instante del despertar es el instante en el que estamos, con los ojos despabilados y abiertos, todavía dentro del sueño. Por esto Proust, pensaba yo, el maestro de este pasaje, de este rito y de este saber, puede enseñamos a dar vuelta el paño y a descubrir la belleza escondida en el gris e incluso en el tedio. La grandeza de Proust, en efecto, no está, dice Benjamin, en su análisis agudo del hombre.

Él ha hecho suya, con una pasión desconocida para los escritores que lo precedieron, la fidelidad a las cosas que han cruzado nuestra vida. La fidelidad a un medio­ día, a una planta, a una mancha de sol sobre la alfom­ bra, a los muebles, a los perfumes o a los paisajes. Por esto podemos afirmar que "el descubrimiento que hace finalmente en el camino a Méséglise es el más alto einsegnement moral que Proust tiene para dar: una especie de transposición espacial del semper idem" . La novela que ha descubierto este paisaje es, por lo tan­ to, moral, un saber para la vida: una sabiduría, una sophia. Y es en virtud de este saber, pensaba yo, que Proust supera también el derrumbamiento mortal, haciendo también de la muerte, como Rilke había hecho del dolor, algo para nosotros: algo nuestro. Y, en efecto, escribe Benjamin, reconozco que Proust en el sentido más profundo peutetre se range du cote de la mort. Su cosmos tiene tal vez su sol en la muerte, en torno a la cual giran los instantes vividos, las cosas reunidas. Pero para comprender a Proust "quizás haya que partir ante todo de que su objeto es el otro lado, le revers moins du monde que de la vie" . (S 2, 3). Este pasaje citado en las líneas precedentes es el otro frag­ mento. Uniéndolos, en base a esta conclusión, que yo pensaba y creía coincidente con la de Benjamin, concluía que el objeti­ vo de Proust era exactamente dar vuelta de aquel paño gris. Que Proust, por lo tanto, cumplía el gesto que lo da vuelta, descubriendo el arabesco interminable, la belleza infinita del forro. Pensaba que esta inversión no era "sólo" la inversión del mundo sino la inversión de nuestra vida en el mundo. Ahora releo los pasajes de Benjamin. El tedio, escribió Leopardi, es la percepción de la nada en todo momento. Benjamin dice que es un paño gris del que vemos, en sueños,

o más precisamente en una suerte de videncia o de alucina­ ción gnóstica, el arabesco que se esconde en su revés y que nadie podría jamás alcanzar con un gesto. Tampoco Proust, que intentó dar vuelta este paño, pudo encontrar el revés del mundo -el otro mundo desconocido de la verdad gnóstica-, pero encontró en cambio el revés de la vida, es decir, la muer­ te. Él se puso del lado de la muerte, hizo, sí, que el sol de la muerte iluminase las cosas y la vida, las cosas reunidas y reencontradas en su búsqueda del tiempo perdido. Sus cosas son reencontradas, pero reencontradas muertas, o al menos en la muerte. Así Gilberte, Oriane, Albertine, muertas dentro de un amor que les destruye la individualidad, la particularidad, su ser; un amor reencontrado entre otros sobre el borde mismo de la muerte. 18 Si esta lectura es verdadera, entonces surge otro problema. Si la escritura de Flaubert o de Kafka o de Proust termina en el ser/estar-desnudo frente a la nada y a la muerte, ¿cómo testimoniar todo esto? ¿Cómo testimoniar la muerte si ésta, como dijo Levinas, ha puesto en jaque a toda filosofía y a todo pensamiento? Si, como dice Jankélévitch, pensar la muerte es, de hecho, no pensar. ¿Qué significa decir todo esto, testimoniarlo? ¿Qué signifi­ ca, entonces, finalmente, testimoniar?

2. TESTIM ONIAR

19 Los eventos se tejen en una trama, en la trama de uno y de infinitos relatos posibles. El relato está siempre dirigido a alguien que lo escucha, lo lee, participa de él. Es así que el relato, que hizo "cómplice" al lector, puede sobrevivir y con él los eventos que están entretejidos en él. Aunque el mundo se precipite sobre la nada, hay un testigo que habla de este deslizamiento, o de esta perdición en la oscuridad. Hoy, lunes 28 de agosto de 1865, escribe Baudelaire, en una noche calurosa y húmeda [...] recibí suspendido en el aire, con una alegría viva, frecuentes síntomas de cólera. Entonces, ¿invoqué suficientemente a este monstruo adorado? ¿Estudié con suficiente atención los signos precursores de su venida? ¿Cuánto se hace esperar, el horrible bienamado, el Atila imparcial, el fla­ gelo divino que no elige a sus víctimas? Entonces, Baudelaire está ahí, listo para testimoniar el fi­ nal, incluso su final. En la novela En ¡a frontera McCarthy afir­ ma que hasta Dios necesita un testigo. La ausencia de testigos podría poner en peligro la existencia misma de la divinidad, precipitarla en una "tragedia tremenda". Elie Wiesel vio a dios muerto, colgado con el niño ahorcado en el lager, porque nadie es capaz de testimoniar hasta ese punto el horror.

Pero, ¿se puede testimoniar más allá del final? "Llamadme Ismael../', así empieza Moby Dick. No tiene importancia quién sea Ismael, o qué signifique su nombre: él es el testigo. La novela avanza lentamente, de modo fangoso, como si dudara frente a su conclusión. Pero al final la conclusión llega: la nave se hunde y, con la nave, con una avidez de muerte, también un halcón marino, graznando como un arcángel, se hunde con ella; como si la nave de Achab, al igual que Satanás, no pudiera precipitarse en el infierno sin arrastrar consigo una parte viviente del cielo. La nave se hunde y arrastra todo en su remolino, incluso las chalupas. Los pájaros se alejan volando y graznando del abismo abierto, en la última sima rompiente, y "luego se hundió todo, el gran sudario del mar siguió on­ deando como lo hace desde el principio de la creación". Pero la historia no puede concluir así. En el epílogo, que es verdaderamente un afuera del texto, Melville reabre la cuestión. El drama terminó. Pero ¿alguien se adelanta y ha­ bla? ¿Quién habla? ¿Quién pudo sobrevivir a la destrucción y volver a emerger desde aquel sudario? Ismael sobrevivió o, mejor, el autor lo ha hecho sobrevivir, para que pudiera testimoniar, porque sin su testimonio, sería como si la terrible, satánica lucha con el Leviatán blanco, no hubiese sucedido.

21 Tenemos otro gran relato, esta vez cinematográfico, que se prolonga más allá del final. Es Apocalypse now de Coppola. Sobre el trasfondo, El corazón de las tinieblas, de Conrad. Marlow, en el relato de Conrad, está como "un ídolo" en el umbral entre el día y la noche, incluso antes de que las luces del alba comiencen a decolorar el cielo en el oriente. A sus espaldas está, "inmóvil", la más grande ciudad, "la más des­ mesurada ciudad de la tierra" y, delante de él, la interminable vía de agua que puede llevar dondequiera, hasta los extremos

límites de la tierra. Marlow es inclasificable. Es como un "Buda vestido a la europea", e incluso en sus comportamientos no se podía decir que representase a su clase. Era un marinero, pero no un verdadero marinero. Los marineros hacen de la nave una patria y un sitio, un topos, con el que se defienden del Otro. Marlow es, al contrario, un wanderer, un peregrino, un vagabundo. Marlow relata. Ama narrar. Sabe que "el significado de un episodio no está en el interior como un corazón de nuez, sino en el exterior, en lo que envuelve el relato". El enredo narrativo es, en efecto, como esa luz que "revela la bruma" como "la iluminación espectral de la luna que hace visible a veces los halos oscuros". Marlow sabe, por lo tanto, que la verdad es sombra, oscuridad, que puede ser revelada como tal, precisamente como halo y sombra, pero que no puede ser desgarrada, desvelada, aclarada. El relato nos lleva dentro de esta oscuridad, como la serpiente que entra con sus espirales en el corazón de la oscuridad. Un ansia de lo desconocido, de viaje, de peregrinación, lo empujó a solicitar y luego a aceptar la propuesta de una com­ pañía marfilera europea para navegar a través del Congo, por el río. Y un día el viaje comenzó. "Observar una costa mientras el barco se desliza a lo largo de la nave es como reflexionar sobre un enigma [...] cambia siempre, como diciendo Ven a buscarme'". Sí, para nosotros que nos movemos, el enigma es aquello que permanece inmóvil, como la Esfinge que espera a sus víctimas. Mientras, el movimiento del barco y del mar pa­ rece "mantener lejos de la verdad de las cosas" como si éstas estuvieran "en una fúnebre e insensata alucinación". Después de varias escalas, en las que se celebra "la alegre danza de muerte y del comercio", se abre completamente el bosque con su amargo olor "de catacumba sobrecalentada". Es ahí, en la primera estación, al lado de un caldero carcomido como una carroña tecnológica, como la carroña de la poesía de Baudelaire, que él escucha hablar por primera vez de Kurtz,

Desde el exilio

a very remarkable person, un ser verdaderamente notable, que está "al límite extremo", y que manda a la Compañía más marfil que todos los otros agentes juntos. Es el contador quien habla. Junto con su voz otras voces oye Marlow mientras se prepara para la última parte del via­ je. Todas parecen coincidir sobre Kurtz: un prodigio; un emi­ sario del progreso, de la civilidad y de la ciencia, un bruto; un salvaje... Estas voces exhalan por todas partes y se mezclan con un extraño olor de muerte, con el olor de la mentira, que es ella misma corrupción y muerte. El único modo de enten­ der es seguir viaje, seguir el relato, esperando que sus hálitos vuelvan visible lo escondido, lo oscuro que se esconde en el secreto.

22 Marlow continúa su viaje. Remonta lentamente el río. Remontar el río, este río, significa aproximarse a "una gran pasión humana sin frenos" que parece proteger a Kurtz: la pasión de los salvajes que descargan sus flechas sobre la barca, que asesinan al timonel para defender a su ídolo de la agresión venidera, de quien lo habría llevado lejos. Pero, ¿quién es este ídolo? ¿Quién es Kurtz? Desde el nom­ bre mismo parecía que "toda Europa hubiera contribuido a formarlo". Kurtz es una voz. Es una gran habilidad para hablar, es "el don de la expresión narcótica, iluminadora": el "flujo palpitante de la luz, o el engañoso fluir desde el corazón de una impenetrable tiniebla". Una voz en la que se mezclan las palabras del progreso y de la civilidad, y los "ritos innom­ brables" del bosque. 23 Este Marlow debe testimoniar en el relato que presenta sobre la cubierta del barco en la oscuridad, sin saber siquiera si alguien lo está verdaderamente escuchando.

Una voz, hemos dicho. Dentro de esta voz está el horror del bosque, "que lo había descubierto y que enseguida se había tomado con él una terrible venganza". Que le había susurrado el terrible canto de su verdad, que se repite den­ tro de aquella voz. Pero ¿cuáles son las palabras que aquella voz pronuncia? ¿Cuál es su significado, el secreto que ahora Marlow debería develar en su testimonio? ¿Con qué provecho? Eran comunes palabras cotidianas, los sonidos vagos y familiares que se intercambian cada santo día de la vida. Y ¿entonces? Para mí, era como si ocultaran la terrible sugestión de las palabras oídas en sueños, frases pronunciadas en una pesadilla. Marlow no puede decir nada. Puede sólo referir el mo­ mento terminal de esta voz, su última exhalación, que contie­ ne todo y no explica nada: "¡Qué horror!". Kurtz continúa hasta el final ocultándose en el secreto, escondiendo "en las magníficas vueltas de su elocuencia" la tiniebla que se quedaba en su corazón, que se dibujaba sobre su rostro "con la expresión de un orgullo hondo, de un poder despiadado, del terror vil" que había seducido a los salvajes y que los había arrastrado dentro de su pesadilla. 24

Marlow entró en el corazón de la tiniebla. Entró en el co­ razón de Kurtz. Descubrió que lo Otro, el bosque, el horror, la wilderness, no están fuera de nosotros, sino dentro nuestro: en las trilladas palabras que tenemos, en las palabras de to­ dos los días, aquellas palabras que no vale ni siquiera la pena repetir, de tan repetidas todos los santos días. Descubrió que el misterio no está en el límite extremo de la tierra, sino en nues­ tros actos cotidianos. La intriga de la selva está cerca nuestro, está dentro nuestro. Pero de esto no podrá decir nada y volverá a la ciudad "sepulcral", la "ciudad de los muertos" de la cual partió y que ahora finalmente reconoce en su verdad, vagan-

do por las calles, entre los hombres, sabiendo, pero sin ningún deseo de iluminarlos, de derramar sobre ellos el horror que él ha conocido, de arrancarlos de su engaño habitual. El horror y el vacío están en todas partes. Cada segundo puede ser el de la revelación: la revelación, como dijo Montale, de la nada, que puede golpeamos, por ejemplo "una mañana caminando bajo un aire de vidrio". 25

Apocalypse now repite esta historia. El capitán Wilard es un soldado completamente peculiar, así como Marlow era un marinero peculiar. Wilard viste un uniforme, pero vive separado de los otros soldados. No es, en efecto, un soldado como los otros. Por esto es enviado al bosque para descubrir y eliminar a Kurtz, al coronel Kurtz, que llegó al extremo y cru­ zó esta última línea de frontera cediendo a comportamientos "insanos", enfermos. Estamos en una guerra loca, la guerra de Vietman, y, en se­ guida, nos preguntamos cuál puede ser la locura que supera incluso aquella locura. Wilard sabe que aquí está el nudo de la cuestión y sabe también que justamente por ello no podrá li­ mitarse a asesinar. Sabe que está entrando en una experiencia que lo llevará a ver, es decir, a ser testimonio de cosas que no podrá referir a nadie y que lo transformarán completamente, haciendo de él otro ser. 26

Hay que decir en seguida una cosa. Este es un film sobre el final. Más aún, mejor: una película que narra un tiempo después del final. Hay tres textos clave situados estratégica­ mente al comienzo, poco antes del encuentro con Kurtz y, finalmente, poco antes del final de Kurtz y del final de todo. Son: The end de Jim Morrison, en el que la serpiente del río en la jungla es también la serpiente de las highways en el corazón de tinieblas de América. Está El albatros de Baudelaire, que

tiene aquí un doble sentido. Por un lado, subraya la ñgura de Kurtz, obligado a la miseria y al horror en el mundo en el que ha sido precipitado. Pero el albatros, que se mueve ver­ gonzoso y sin gracia sobre la cubierta del barco, es también el poeta, el artista, aquel que debería haber testimoniado desde lo alto el mundo, y que se encuentra trastabillando en medio del escarnio: en la imposibilidad de volar y de decir. El tercer texto es leído por Kurtz. Se trata de Hollow men de Eliot, que termina como comienza la canción de Morrison: con la palabra final. Pero todavía más terrible es el hecho de que el propio Kurtz lea este poema de la sombra y del final -e l poema que lleva como lema inicial las palabras: "M istah Kurtz is dead", "Mister Kürzt ha muerto". Kurtz lee un texto que, desde su comienzo, da su muerte como ya sucedida: así pues, él lee estas palabras después de su final, después del final. 27 Mientras Wilard se mueve a través del río hacia Kurtz, estudia fascinado el expediente sobre el coronel "enferm o" y loco que le ha sido dado. Hojea cartas, documentos, certi­ ficados, mira fotografías. A medida que avanza, el misterio se hace más denso. M ientras se acerca a Kurtz, Kurtz parece hacerse cada vez más inaferrable, incomprensible, lejano. En el último archivo que le es entregado, el último que examina antes de destruir todo, está la última imagen de Kurtz: su figura es aquí una mancha negra, indescifrable, incognoscible. Entonces, finalmente, Wilard se econtró de cara al misterio. Está, pues, cerca del encuentro que no podrá concluirse -com o en una de las más grandes obras del siglo veinte, El proceso de K afka- sino con un sacrificio. 28 El tema del sacrificio está presente en la película desde el comienzo. Cuando en su cuarto Wilard piensa en la misión futura, en la misión de la que no es posible volver, escenifica

Desde el exilio

una extraña danza delante del espejo, una suerte de danza de la serpiente, que se concluye con el golpe que hará añicos el espejo y su imagen refleja. Esta danza retorna delante del sacrifício del toro que se lleva a cabo en paralelo con la ma­ tanza de Kurtz y sobre el umbral de la habitación de Kurtz mismo, por parte del centinela que rápidamente después se aleja, como alguien que ha concluido su función ritual. Sabemos que para que el sacrificio sea perfecto, la víctima debe consentir. Wilard consiente. Está en ese cuarto esperando aquella misión. El toro consiente. Consiente sobre todo Kurtz, que había invocado el acto sacrificial, que lo había preparado cuidadosamente, poniendo a Wilard en condiciones de poder y querer cumplirlo. El sacrificio y el final. En el relato de Conrad, Kurtz había dejado escrito sobre sus papeles la frase "Exterminad a todos los salvajes". El Kurtz de Coppola deja sobre sus papeles la frase: "Exterminadlos a todos", exactamente como la invoca­ ción a la cólera de Baudelaire en Pobre Bélgica.

3. LA DESNUDEZ DEL TESTIGO

29 Abril de 1861. Baudelaire escribe a su madre, escribe acer­ ca del terror perpetuo en el que ha caído, del dormir y de los despertares terroríficos que lo importunan y lo paralizan. Y dentro de estos sueños, dentro de estos dormires, voces, voces diferentes, que pronuncian frases "banales, triviales" -como aquellas que Marlow escucha de Kurtz- que no parecen tener relación con sus vicisitudes. Pero si esto es verdadero, si estas frases no tienen ninguna relación con él, el terror que expe­ rimenta ¿es el que se experimenta frente a una alucinación auditiva o más bien frente al riesgo de que la propia lengua se precipite en esta banalidad y en esta trivialidad? Él no puede tener dudas: estas frases se generan desde él mismo. Quizás contribuyen al deseo de autoaniquilación, al suicidio del cual lo detiene la idea de un libro: "El gran libro en el que pienso desde hace dos años: Mi corazón puesto al desnudo". Quizás en este libro está la esperanza de ir más allá de la opacidad de la lengua y de poder de algún modo testimoniar, afirmando simplemente algo que podría sonar así: "Este es mi corazón desnudado. A través de las heridas abiertas y de las cicatrices, podréis ver también vosotros lo que yo no puedo ya decir". Son las cicatrices y las heridas que él busca comunicar a su madre en la carta del 6 de mayo del mismo año en la que trata de sus deudas y del consejo que -con la complicidad

Desde el exilio

de su madre- le había expropiado la posibilidad de disponer de la herencia que le había dejado su padre, pero en la que emergen muchas otras cosas. La carta se abre con una invitación a la madre a venir a buscarlo a París, dado que él no puede ir a Honfleur a buscar "aquello que tanto querría, un poco de ánimo y de caricias". Dos meses antes le había escrito que quizás no se volverían a ver nunca más. Verla es peligroso y, cada vez que toma la pluma para escribirle, para someter a su juicio su situación, él escribe, "tengo miedo, miedo de matarte, de destruir tu débil cuerpo". Baudelaire podía engañarse con su madre y de hecho se engaña. Por ejemplo, en esa misma carta, escribe: "Después de mi muerte, ya no vivirás, es claro". Nosotros sabemos que, por el contrario, la señora Aupick sobrevivió a su hijo y que lo sepultó en la misma tumba en la que había sido sepulta­ do su odiado padrastro. Sobre la lápida recordó al general Aupick con todos sus títulos y honores, y a su hijo, Charles Baudelaire, con el solo nombre desnudo acompañado de la palabra "poeta". Baudelaire podía engañarse, hemos dicho. Pero después de veinte años de batallas, no podía pensar que la madre pu­ diera conmoverse por las noticias de sus deudas o de su situa­ ción financiera. Cuando afirma: "Uno de nosotros dos matará al otro", probablemente está pensando en otra cosa, en algo a lo cual se acerca para rápidamente retroceder y retraerse con movimientos convulsivos y al mismo tiempo astutos. "Estamos evidentemente destinados a amamos, a vivir el uno para el otro", escribe, y sin embargo, como hemos re­ cordado, están destinados a matarse. Charles prosigue. Le recuerda su "horrible sensación de aislamiento absoluto". El conoce su valor. Sabe que dejará detrás de sí "una gran cele­ bridad", no obstante lo cual, apunta, "estoy solo, sin amigos, sin mujer, sin perro, sin gato, sin nadie con quien lamentar­ me", con quien hablar. Lo que todavía lo salva, lo detiene del

3. La desnudez del testigo

suicido, recalca, es la idea del libro, Mi corazón al desnudo. Pero no estamos todavía en el corazón del problema, en aquello que Charles intenta decir o testimoniar. La carta, pues, debe avanzar hasta su centro. Quién sabe si podré alguna vez todavía abrirte toda mi alma, ¡que tú nunca has ni apreciado ni conocido! Escribo esto sin dudarlo porque estoy seguro de su verdad. Así pues, la madre, el ser destinado a vivir o a morir con él, jamás lo ha comprendido. ¿Por qué, entonces, dirigirse a ella de este modo? Se ha hipotetizado que Baudelaire ha representado en sus poesías mujeres estériles -L es lesbiennes, éste debería ser el título de Las Flores del M al- por una suerte de tabú contra un amor reconocido como incestuoso hacia su madre, que parece aflorar aquí y allá, por ejemplo en el recuerdo del perfume de su piel -inequívocamente un perfume de pelo salvaje y sexual- sobre la cual, de niño, había frotado la nariz. Es cierto que la madre está en el centro de los 'Verdes paraísos de los amores infantiles": en el centro de su tiempo perdido. En su infancia hubo una época de amor apasionado por ella. Recuerda un paseo en fiacre, los dibujos que ella había hecho para él. ¿Por qué frente a estos recuerdos él debe escri­ bir: "¿Crees que tenga una memoria terrible?"? ¿Qué hay de terrible en tales memorias? Más tarde, la Place Saint-André-des-Arts y Neully: "Perpetuas ternuras". Perpetuas como el terror en el que vive, que hemos citado en la carta de abril, perpetua como "l'adoration perpetuelle" que recorre como un escalofrío En busca del tiempo perdido de Proust, quien aprendió de Baudelaire casi todo. Tú eras un ídolo y un compañero. Te sorprenderá que yo pueda hablar con pasión de un tiempo tan lejano. Yo mismo me sorprendo de ello. Es quizás porque concebí

una vez más el deseo de muerte, que las cosas antiguas se pintan tan vivamente en mi espíritu. Amor y terror perpetuos, una memoria terrible, el tiempo perdido que se asoma sobre el borde de la muerte. Ya hemos encontrado en el primer capítulo de este libro esta constelación en Proust, pero ahora es necesario avanzar. Debemos atravesar la obra que parece poder mantenerlo aún sobre el borde de la muerte, la obra en la que también la pasión por la madre vuel­ ve a emerger con lacerante e inquietante evidencia. Pero, a esta altura, para avanzar más allá, es necesario que hagamos un paso hacia atrás e intentemos afrontar el proble­ ma desde un punto de vista más amplio y articulado.

4. DESN UDEZ DEL CORAZÓN, D ESN U D EZ D EL A LM A

30 En 1857, el año de la primera edición completa de Las Flores del mal, Baudelaire publica también Les notes nouvelles sur Edgar Poe. En ellas, como en una carta a Toussenel del 25 de enero de 1856, pero sobre todo como confirmará en Salón de 1859, Baudelaire afirma que "la imaginación es la reina de las facultades". Ella se distingue de las divagaciones de la fan­ tasía, y se propone como un verdadero pensamiento: como "una facultad casi divina que captura, de golpe, más allá de los métodos filosóficos, las relaciones íntimas y secretas de las cosas, las correspondencias y las analogías". En apariencia, nada distinto a lo que había dicho en uno de los sonetos que abren Las flores del mal, "Correspondencias". Pero tiene que haber una diferencia entre las dos posiciones si, en la misma página de las Notes nouvelles, Baudelaire afirma: Hay un punto en el que la novela tiene una superiori­ dad incluso sobre la poesía. El ritmo es necesario para el desarrollo de la idea de belleza, que es el fin más grande y noble de la poesía. Entonces, los artificios del ritmo son un obstáculo insuperable para aquel desarro­ llo minucioso de pensamiento y de expresión que tiene por objeto la verdad. La afirmación es de gran importancia porque se trata de la explicitación de un proyecto que lo llevará más allá de la poe­

sía, en una dirección que quizás, en ese momento, ni siquiera él había captado plenamente. Baudelaire tuvo siempre preocupaciones teóricas y, por así decirlo, filosóficas, pero es a partir de los primeros poe­ mas del Spleen de Paris, justamente en 1857, y sobre todo en los años inmediatamente sucesivos, entre 1859 y 1861, que las preocupaciones teóricas prevalecen. Baudelaire está constru­ yendo una "estética", que encuentra su nítida enunciación en el Salón de 1859 y en El pintor de la vida moderna. Es aquel "pen­ samiento de lo moderno" sobre el cual pondrá su atención Benjamin en sus extraordinarias notas sobre Baudelaire y en todo el Passagen-Werk. En esa "estética" se presenta constituti­ vamente, como su rasgo esencial, una teoría de la belleza que es también un saber del mundo y del sujeto, con su ambigüe­ dad, sus contradicciones y sus laceraciones. Este saber no es ya aferrable, no es comunicable, según Baudelaire, a través del artificio del ritmo poético. Para ello es necesario encontrar un nuevo lenguaje, que en este punto ya no es ni siquiera el de la prosa narrativa evocado en las Nouvelles notes sur Edgar Poe. Es el lenguaje que se busca y tematiza en la "Dedicatoria a A. Housaye" en el Spleen de París, de 1861. El Spleen de París es una obra que inaugura un género, como subraya el mismo Baudelaire remarcando su distancia de los modelos precedentes. De ella "sólo injustamente se po­ dría decir que no tiene ni principio ni fin, porque, al contrario, todo en ella es principio y fin, alternativa y recíprocamente". Puede ser cortada en fragmentos, y, como una serpiente, cada uno de ellos tendrá suficiente vitalidad para hablar al lector, para soldarse nuevamente al resto, habiendo precisamente renunciado tanto al ritmo de la poesía, como -y aquí se mar­ ca, como se ha dicho, una distancia también respecto de las afirmaciones relativas a Poe de 1857- "al hilo interminable de una intriga supérflua", que domina por el contrario el relato o la novela. El objeto de esta obra es la descripción de la vida moderna, o mejor, en la pluralidad de las vidas modernas,

de una vida moderna, pero "abstracta", y que tenga entonces la ambición de ofrecer en sí misma un cuadro generalmente significativo. Para esta "descripción" es necesario "el milagro de una prosa poética, musical sin ritmo y rima, tan mutable y precisa que pueda adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las oscilaciones de la ensoñación, a los sobresaltos de la conciencia". El ideal de esta lengua es un ideal "obsesivo", que nace "de la frecuentación de las ciudades enormes, del entrecru­ ce de sus desmesuradas relaciones". Que nace del deseo de captar plenamente la "disonancia", aquella que se expresa por ejemplo en el "grito estridente del Vidriero", porque Baudelaire, como antes de él sólo Balzac, piensa que este grito puede volverse una canción, que puede expresar "todas las desoladoras resonancias que este grito envía a las buhardillas a través de las más altas brumas de la calle". Después de haber alcanzado este nivel de conciencia de sus medios, Baudelaire ya no escribirá poesía. Incluso los poemas más precoces del Spleen de París, que encuentran una correspondencia en los textos de Las flores del mal, han sido escritos después de las poesías, casi para subrayar la insu­ ficiencia de la lengua poética y la necesidad de otra lengua para afrontar estos temas. En esta prosa móvil, fluctuante, como el movimiento de las ciudades enormes, afloran poco a poco todos los grandes temas baudelaireanos, todos los grandes temas de la modernidad: la obsesión por el tiempo, la atopía y el exilio como desubicación de toda conducta moral e intelectual habitual, la necesidad de entrelazar bien y mal para alcanzar una realidad en la que nada de la inmensa complejidad del mundo sea destruido, la soledad, la experiencia del infinito y del todo limitado, el amor por la tradición y la obsesión por lo nuevo, una experiencia del mundo tan profunda y tan trágica que abre en el sujeto la herida a través de la cual el universo penetra en él y a través de la cual su propio ser se cuela en el mundo.

Si, como dijo Simone Weil, sólo lo imposible nos da acceso a la verdad, aquí Baudelaire ha intentado y cortejado de todas formas lo imposible. Sin embargo, esta tentativa no le ha bas­ tado. Baudelaire intentó ir todavía más allá. 31 En 1861 Baudelaire está trabajando en la redacción defini­ tiva del Spleen de París, además de los ensayos sobre El pintor de la vida moderna y del escrito sobre Wagner. Sin embargo, en una carta a su madre del 1 de abril de 1861, habla de un "gran libro" con el que sueña desde hace dos años (es decir, desde 1859): "Mon coeur mis à nu, en el que acumularé todos mis enojos. ¡Ah! si alguna vez viera la luz, las Confesiones de J[ean]-J[acques Rousseau] parecerían insignificantes". Es el libro, como escribirá todavía a su madre el 9 de marzo de 1865, en el que lo horrible se unirá con lo bufonesco y el odio con la ternura. Mi corazón al desnudo es una obra ya profetizada como ab­ soluta e imposible por Poe en Marginalia: Si algún ambicioso acaricia la idea de revolucionar con un solo golpe el universo del pensamiento, de las opiniones y de los sentimientos humanos [...] no debe hacer otra cosa que escribir y publicar un librito. El tí­ tulo será simple, pocas palabras de uso corriente: Mi corazón al desnudo. Pero luego el librito deberá ser fiel al título. [...] Nadie tiene el coraje de escribirlo. Nadie tendrá jamás el coraje de escribirlo. Nadie sabría escri­ birlo, aunque tuviese el coraje. Baudelaire tuvo ese coraje: escribió este libro aunque la crítica no se haya dado cuenta, entregándonos una antología de fragmentos con el título desviante de Diarios íntimos, cuan­ do sabemos que el único "Diario íntimo" de Baudelaire está constituido por el conjunto de cartas a su madre, que es a la vez un intento de seducirla y de reconquistarla, y la confesión

de una enorme desesperación. Pero el título tiene también otra función, la de separar este texto de su parte conclusiva y más dramática:;Pobre Bélgica! Detrás del conjunto de fragmentos que componen esta obra, parece resonar la terrible pregunta de Eurípides en Las Bacantes: Tisophon?, ¿Qué es la sabiduría? La terrible respues­ ta de Eurípides fue: to sophon d'ou sophia, lo que pertenece a la sabiduría no es sabiduría. La paradoja de Eurípides es terrible, porque al final, con la muerte de Penteo y el exilio de Cadmo y de Agave, deja la escena vacía y hueca, porque sobre ella domina el enigma irresuelto. De hecho, en Las Bacantes, Eurípides sacrifica la tragedia en la tentativa extre­ ma de penetrar el enigma. También Baudelaire cumple un sacrificio enorme similar. Sacrifica su bien más precioso: la poesía, la escritura misma, moviéndose hacia otra escritura, hacia una forma que estará siempre a punto de deshojarse, de dispersarse en la nube negra, que de improviso emerge nítida y terrible en la imagen, que hemos ya encontrado, de la cólera. La escritura puede implosionar como parecen poder implosionar las enormes ciudades sin límite, los lugares gi­ gantescos en los que no se puede estar y que parecen siempre a punto de desmoronarse o de transformarse en otro. Moverse en este terreno significa precipitarse, como nun­ ca se había hecho, como nunca el propio Baudelaire había hecho, en las zonas más oscuras y opacas del yo, atravesar las zonas más impenetrables y resistentes de la experiencia humana, moviéndose rápidamente, arrebatadamente, para estar a la altura del cambio que nos sobrepasa y nos supera. Baudelaire acumula, así, fragmento tras fragmento, como ha­ bía hecho antes de él Leopardi en el Zibaldone, y como harán después de él Nietzsche en los fragmentos luego publicados como Fragmentos postumos, y Benjamin con el Passagen-Werk, en aquellas que no son obras incompletas sino, quizás, la for­ ma de la obra de lo moderno.

Los manuscritos que componen esta obra estaban conte­ nidos en un único baúl, conservado primero por la madre y, después de haber pasado por las manos de Asselineau, y, por consiguiente, de Poulet-Malassis que los clasificó y numeró progresivamente, fueron publicados por primera vez, con el título de Journaux intimes, por E. Crépet en el volumen de las Oeuvres posthumes (1887), y después en 1908 por su hijo J. Crépet en una edición que reintegraba los cortes y las censu­ ras de la edición precedente. Es leyendo la primera edición de esta obra que Nietzsche, que transcribió páginas enteras de ella en sus cuadernos, reconoce en Baudelaire al representan­ te más significativo de la modernidad. El título Diarios íntimos, como hemos dicho, no tiene ningún significado crítico o hermenêutico, sino el de aislar las partes que componen este conjunto, Cohetes y Mi corazón al desnudo, de ¡Pobre Bélgica/, que permaneció, como dice Guyaux, como un fardo del cual la crítica no ha sabido liberarse. El soporte de las anotaciones baudelaireanas es siempre el mismo para las tres series de textos: una hoja de papel cortada, con una rotulación que debía señalar su pertenencia a uno u otro de los tres proyectos. Pero la recurrencia de los títulos de la rotulación (frecuentemente algunas hojas tienen la indicación de dos o tres rótulos distintos) indica con precisión que los tres pro­ yectos se entrecruzan y se superponen. Su centro, quizás, está constituido por la serie llamada "Higiene" (y por sus variantes, "Moral", "Conducta", "Método"), que atraviesa todas las otras series, como una suerte de monólogo interior. Este "centro" for­ ma constantemente una oscilación entre alma y cuerpo, como buscando aquello que algunos años después, en La genealogía de la moral, Nietzsche llamará "la gran razón", la razón que une las instancias racionales del Ich denke -del yo intelectivo y radonalal sentimiento y a la pasión del Es denkt del cuerpo. Baudelaire, alcanzando y anticipando la reflexión de Nietzsche, estaba desquiciando las reglas de los lenguajes

conocidos, a nivel poético y a nivel filosófico, para llegar a una verdad que estos lenguajes parecían indicar sin poder alcanzar. 33 Las primeras anotaciones de Cohetes -e l primer proyecto de escritura enteramente ligada al fragmento y al instante (también aquí en vertiginosa anticipación de Benjam in)- se remontan quizás a 1855. Pero si bien Baudelaire trabaja en Mi corazón al desnudo desde 1859, las anotaciones referidas a Cohetes probablemente continúan al menos hasta 1862. En efecto, Baudelaire habla de ellas en una carta del 18 de agosto de 1862 a A. Houssaye, dedicatario y editor, siem pre en 1862, de los primeros veinte Poemas en prosa del Spleen de París: Tengo muy otras cosas en la cabeza además de los Poe­ mas y el Villemain. Todo podría fragmentarse. Encon­ tré dos títulos nuevos: Cohetes y opiniones Sesenta y seis opiniones. Esta observación es importante no sólo porque indica la contemporaneidad de Cohetes y de M í corazón al desnudo, sino porque indica también la contem poraneidad con el Spleen de París. En un proyecto de carta a Houssaye, que se convertirá, reelaborada, en la carta-dedicatoria ya recordada del Spleen de París, Baudelaire escribe: Sin cabeza ni cola. Todo cola y cabeza [...] Podemos cortar todo donde queramos [...] He buscado los títu­ los. 166. Aunque esta obra, teniendo tomillo y caleidos­ copio bien podría ser empujada hasta el cabalístico 666 o incluso al 6666... Nótese cómo en las dos cartas está igualmente presente la cuestión de una obra fragmentaria y cómo el título de las dos

obras es, a esta altura (agosto-septiembre de 1862), el mismo; tal es así que es legítimo presentar la hipótesis de que también el Spleen de París forma parte del inmenso proyecto de una obra fragmentaria, de la que debía surgir una nueva ética y una nue­ va estética. 34 El título Mí corazón al desnudo, como hemos visto, deriva de una provocación de Edgar Alian Poe. El sentido de la obra no es meramente autobiográfico, sino que, como se ha dicho, es la búsqueda de un saber que sea también pathos, vale de­ cir, aquel saber que había estado en el centro de la tragedia griega. El corazón al desnudo es, en efecto, el corazón que exhibe el pathos del mundo: la experiencia y el saber de una reali­ dad que no puede ser traducida en conceptos y discursos. Esta conciencia está ya en Las flores del mal, cuando el poe­ ta busca en el lector un "semejante y un hermano" y en la amante (en "A la que es demasiado alegre") "una hermana y una cómplice" para poder comunicar aquello que no tiene posibilidad de ser comunicado sino justamente en el pathos de una experiencia "cómplice". Esta conciencia está ya en el gran poema "El viaje", en el "amargo saber" que él siempre nos brinda, llevándonos a costear por un lado lo siempre igual de un "oasis de horror en un desierto de hastío", y por otro a proyectarnos en el abismo de lo "nuevo": "Sea Infierno o Cielo". En Mi corazón al desnudo, Baudelaire está siempre de viaje, preso en su enfermedad, en el "horror del domicilio". Siempre es extranjero en su patria, es extranjero a su mismo tiempo, en el cual sólo por una terrible paradoja es posible encontrar la verdad: una verdad, justamente, que se puede acoger sólo en el exilio, en una situación de atopía, de extraterritorialidad. El exilio llega con Baudelaire a proponerse como la constelación clave de lo moderno.

Baudelaire está en el exilio entre los hombres de su tiem­ po, entre los cantores del "destino magnífico y progresivo"* del género humano: está en el exilio de sus propias contra­ dicciones, en el horror y en la atracción que todo aquello que lo circunda suscita en él. Y es por esto que su voz, como vio genialmente Proust en una Carta a A. Beaunier del 15 de octu­ bre de 1915, es aquella del "profeta m ás desolado después de los profetas de Israel", com o se dijo tam bién de Leopardi. Su voz profética habla de la caída de Dios, del dualismo de la creación, que es el dualism o que lacera las conciencias: el dualismo que tiene su realidad en una im placable e irreso­ luble tensión. Acercarse a Dios, a la verdad, no es entonces un gesto de potencia, sino hundirse dentro de la crisis: acercarse al mal hasta confundirse con él, superando incluso el despre­ cio regio del dandismo, que se propone como una solución, pero que es sólo un escudo frente al horror del mundo. En efecto, el mundo es el bien y el mal, que tienen igualm ente su origen en Dios. Entrar en esta tensión significa exponerse a la desventura, a aquella herida a través de la cual el universo entra en nosotros, y nuestro ser gotea hacia el mundo. Por esto es necesario ser "la herida y el cuchillo", porque sólo así, a través del intersticio de la herida causada y sufrida, la luz puede penetrar hasta dentro del corazón de las tinieblas. Hay en M i corazón al desnudo una inm ensa piedad y un inmenso odio. El odio es por quien se pone m ás acá del bien y del mal: satisfecho, tranquilo, dentro de sus fronteras idea­ les o ideológicas. El odio es la fuerza que quizás puede raer aquellas fronteras, volverlas porosas, transitables. Puede qui­ zás dar la sacudida que m odifique y quizás redima, de modo absoluto, el verdadero mal: la opaca indiferencia del no-bien.

* "magnifiche sorti e progressive" en el original. Se trata del verso 51 del poema de Leopardi llamado "La ginestra o II fiore del deserto", publicado postumamente como el Canto XXXIV, que es a su vez una cita irónica del filósofo Terenzio Mamiani, primo del poeta. Cfr. G. Leopardi, Tutte le opere, Mondadori, Torino, 1937-1949, vol. I, p. 42. [N. de la T.].

35 Mi corazón al desnudo es una obra hecha de observaciones reiteradas y obsesivas, de notas, de aforismos punzantes. Pero esto no es, como creyó Sartre, el signo de una falla. La movilidad de una prosa, que sepa estar a la altura de los "so­ bresaltos de la conciencia" y de la intriga "de las ciudades enormes" y en los abismos del corazón, no puede cerrarse en la frontera de una forma definida y definitiva. Mucho menos puede hacerlo si debe continuamente intentar penetrar no tanto en aquello que directamente se le opone, sino en el lago de indiferencia, de obtusa complacencia, que se cierra a cada asomarse de lo otro, del misterio que habita en nuestra vida, en cada uno de nuestros actos cotidianos. El teatro histórico no es, en efecto, la exposición universal de las máquinas del progreso. Es el teatro de dos ideas con­ tradictorias: la terrible libertad que ha sido dada a cada ser y su destino. Sólo cuando nuestra libertad esté a la altura de nuestro destino, podremos hablar, más allá de las máquinas, de los mecanismos, de las políticas y de los gobiernos, de ver­ dadero progreso. 36 El 24 de abril de 1864 Baudelaire está en Bélgica y comien­ za a extender sus notas para ¡Pobre Bélgica/, libro en el que quizás había ya pensado antes de su partida. Pero el proyecto de Mi corazón al desnudo continúa vivo, como testimonia una carta a Sainte-Beuve, hasta el final, hasta la afasia final. Baudelaire fue a Bélgica para dar allí unas conferencias y para encontrarse con Lacroix y Verbeckhoven, los editores de Los miserables de Victor Hugo, con la esperanza de arrancarles un contrato ventajoso. Ambos proyectos fracasan. La primera conferencia no tiene éxito; la segunda y última conferencia es un desastre. Los editores no tienen ningún interés en publicar su obra. Y Bélgica se le presenta de pronto como "una minia­ tura del horror del mundo".

Entonces, ¿por qué Baudelaire se quedó allí hasta el final, interrumpiendo su permanencia sólo por un breve tiempo, cuando fue a Honfleur a lo de su madre, donde, muerto el padrastro, habría podido trabajar y estar, incluso sin los apremios económicos que han desbaratado su vida? ¿Por qué Kurtz permaneció hasta el final en el horror, que es su última palabra antes de la muerte? ¿Por qué Kurtz, en la película de Coppola, permaneció allí hasta después de su muerte? En Bélgica, como Kurtz en la selva, Baudelaire encontró la absoluta extrañeza, lo otro absoluto: el mal o la opaca estupi­ dez del no-bien, que había sido el objeto de su odio y de sus batallas. Y es en una épica continuación de estas batallas, que recuerdan al Bouvard et Pécuchet de Flaubert, que Baudelaire toma nota tras nota, observaciones tras observaciones, en la obsesión, probablemente, de llegar hasta el fondo del abismo, en un libro que habría debido resumir en sí todo: un verda­ dero testimonio sobre la verdad del horror que habría debido llevarlo más allá de la poesía, más allá de la literatura, más allá de todo aquello que había escrito hasta ese momento. Pero, como Kurtz, Baudelaire se aferró al horror hasta volver­ se prisionero de aquello sobre lo que quería testimoniar. 37 Si se mira el abismo, ha dicho Kierkegaard, a cierto punto se será mirado por el abismo. Así, el objeto del odio absoluto se vuelve una suerte de patria: el único punto de consistencia en un mundo que parece cada vez más oscilar sobre el borde de la nada. Entonces, "la perfección de la nada" de Bélgica, el furor contra esta perfección, puede ser preferible a un desliza­ miento imparable en la desesperación de una nada sin figura, sin forma, sin palabra. 38 Baudelaire permanece en Bélgica. La vulgaridad que ha­ bía querido golpear para hacer emerger el ansia de belleza

escondida en la modernidad lo aferra a tal punto que el es­ critor más atópico, más errático, más extranjero de la moder­ nidad, se casa y se refugia en su odio por la anti-belleza, que al final sale victoriosa. La pobre Bélgica cuenta, con astillas y fragmentos, la historia del pobre Baudelaire. Es un documento atormentador, extraordinario y bellísimo, porque cuenta la tragedia de quien, como dijo Hölderlin de Edipo, se empujó hasta la desventura por su inmenso buscar, por su desmesu­ rado interrogar al mundo. 39 Las notas se acumulan, se repiten. Quizás la iteración es el sentido mismo de la obra: aquello que la vuelve casi ilegi­ ble y al mismo tiempo única. Es una red en la que el propio Baudelaire permanece enredado. Es por esto, quizás, porque es consciente de este peligro, que en cierto momento él traza un "Epílogo" a un libro que no estaba terminado y que era en sí interminable. El epílogo es la brecha que rompe esta red. Lo hemos re­ cordado ya muchas veces: "Hoy lunes 28 de agosto de 1865, en una noche cálida y húmeda, he vagado a través de los mean­ dros" de las calles de la ciudad. Y ahí, escribe Baudelaire, a través de muchos signos, "he sorprendido con viva alegría, suspendidos en el aire, frecuentes síntomas de cólera. ¿Lo he invocado lo suficiente, a este monstruo adorado? [...] este Atila imparcial, el flagelo divino que no elige a sus víctimas?" El miasma de la estupidez en el cual el mal se esconde y se vuelve invisible puede transformarse en el contagio que aniquila el mundo. Baudelaire, como el artista de la Muerte heroica, el gran poema del Spleen de París, quiere ser víctima y testigo de este contagio. 40 El mundo está por terminar, había escrito Baudelaire en Cohetes. Pobre Bélgica es la crónica de este final: Apocalipsis cum

figuris dirá Mann en el Doctor Faustus, Apocalypse now, porque este final parece llevarse todo consigo en un mar de horror, pero no puede impedir la posibilidad de figurar el horror. Es aquí que, todavía una vez más, el dualismo de Baudelaire se cava una grieta hacia la salvación. Es aquí que la desespera­ ción parece poder transformarse en dolor y, por ello, en una energía que puede llevar más allá de la desesperación: en algo desconocido que Baudelaire muchas veces ha rozado, y que ha permanecido frente a nosotros como una tarea. 41 Baudelaire ha sido el poeta más grande del siglo XIX. Ha sido incluso el más grande crítico de arte del siglo XIX, aquel que le ha inventado un lenguaje, transformando el gusto en una teoría. Ha sido también el que más claramente ha esta­ blecido el concepto de modernidad, no como una categoría histórica sino como categoría filosófica y hermenéutica, con una claridad superior a la de Marx y Nietzsche. Una relectura de esta obra final fragmentaria, nos lleva a ver en él el nudo central de una tradición que parte del Frühromantik y que lle­ ga, a través de Nietzsche, hasta Benjamin y Simone Weil. Es la tradición que puede ser descripta en la propuesta crítica presentada por Benjamin en el ensayo sobre Las afinidades electivas de Goethe. La verdad es traída hasta nosotros rom­ piendo la falsa totalidad, transformándola en un fragmento, que, en cuanto tal, es el símbolo, es la forma de nuestra rea­ lidad: de nuestro ser en el mundo y del ser del mundo para nosotros. Para llegar a esto es necesario romper la ilusión de poder cerrar esta obra de pensamiento en una confesión, bajo el rótulo "diario íntimo". Mi corazón al desnudo es también una confesión, pero es sobre todo testimonio y pensamiento, in­ cluso, una de aquellas cimas del pensamiento humano que empujan a la reflexión a desviarse de su curso habitual para adentrarse en nuevas vías.

Desde el exilio

Baudelaire se arrojó a sí mismo al límite para dar un tes­ timonio de este límite. Pero hay quien puede haber dudado, quien puede dudar frente a esta tarea, incluso si, al final, la responsabilidad frente a sí mismo, al mundo y al lenguaje emerge irresistible.

5. EL FANTASMA DE DORA

42 Caminando por Rávena uno se encuentra con una plaza dedicada a Dora Markus y, como sucede a menudo, en esta plaza hay también un monumento. El monumentol es, por definición, un memorandum: algo que debe ser recordado. En las plazas, el monumento, como el nombre de las calles de una ciudad, recuerda a los "héroes civilizadores", aquellos que han contribuido más o menos a la construcción, a la de­ fensa o al desarrollo de la comunidad. El monumento de la plaza Dora Markus de Rávena está compuesto de seis mo­ saicos de Giosetta Fioroni, Emilio Tadini, Concetto Pozzati, Ruggero Savinio, Bruno Ceccobelli y Klaus Karl Mehrkens. Este monumento recuerda una poesía, la poesía de Eugenio Montale dedicada a Dora Markus. Pero, ¿quién es Dora Markus y qué sabemos de ella? Rápidamente, podemos decir que Dora Markus no es una heroína de Rávena. Probablemente no haya estado jamás en Rávena. Dora Markus es un personaje. Osemos decir algo más: Dora Markus es quizás el personaje femenino trágico más grande de la literatura italiana, uno de los más grandes de la literatura mundial del siglo XX. Pero sabemos que Dora no es sólo un personaje, sino que es también una persona. Sin embargo, apenas intentamos acercarnos a ella advertimos un aura de misterio, una suerte de halo oscuro, que parece arrastrarla como un desfino hacia una zona de evanescencia.

43 Ya hemos dicho que Dora Markus es el personaje al que es dedicada una gran poesía de Montale. Ha dicho Harold Bloom que no somos nosotros quienes interrogamos a Hamlet, sino Hamlet quien nos interroga, dando, así, forma a nuestra con­ ciencia. La voz de Hamlet nos pregunta porque su realidad es absoluta, como la de Don Quijote, la de Joseph K. o la de Dora Markus. Pero, a diferencia de Hamlet, de Don Quijote o de Joseph K., Dora Markus antes de convertirse en un personaje fue una persona. También ésto tendremos que tener en cuenta en nuestra investigación. 44 Dora hace su aparición por primera vez en una carta del 25 de septiembre de 1928 de Bobi Bazlen a Eugenio Montale: Gerti y Cario: bien. En Trieste, su huésped, una amiga de Gerti, de magníficas piernas. Hazle una poesía. Se lla­ ma: DORA MARKUS. 45 Cario es Cario Tolazzi, Gerti es la austríaca Gertrude Frankl, esposa de Cario, protagonista de la poesía "El carnaval de Gerti", escrita también ésta por Montale a pedido de Bazlen en la primavera de 1928. Es curioso que la carta en la que Bazlen habla de Dora se concluya con una referencia a "El carnaval de Gerti", en cuanto, como escribe Dante Isella, hay entre Gerti y Dora una "superposición no perfecta entre dos fantasmas". Es verdad. Pero no podemos evitar pensar que esta afirmación esconde, una vez más, una suerte de represión de Dora. En efecto, según Isella, es Gerti quien impregna también la segun­ da parte de " Dora Markus" , agregada en el 39. Gerti es una presencia importante y retomará todavía en la obra de Montale hasta el Cuaderno de cuatro años. Gerti cier­ tamente no es un fantasma. ¿Y Dora?

46 De Dora poseemos una fotografía que fue agregada por Bazlen en la carta a Montale. Es una fotografía sorprendente. Es de hecho la foto de un fantasma, o mejor, de una existencia negada en su plenitud, en su derecho de ser. En efecto, la foto reproduce sólo las piernas de Dora. Está cortada a la altura de los muslos, poco debajo de la ingle. Desde el margen supe­ rior se extiende, hasta unos diez centímetros sobre la rodilla, como un oscuro telón, el borde de una pollera larga y plisada. El efecto de extrañamiento es mayor aún por el hecho de que la parte posterior de la pollera se extiende mucho más abajo que la parte delantera, es decir, bien por debajo de las rodillas. Podemos suponer que Dora haya sido invitada por el fotó­ grafo a levantar la pollera para mostrar las piernas desnudas, la izquierda ligeramente desplazada hacia adelante respecto de la derecha más retraída, como si la situación embarazosa hubiese vuelto incierto su equilibrio: como si Dora hubiese intentado vencer el embarazo que la había vuelto inestable. Pero el efecto extrañante es subrayado también por el hecho de que en nuestra fotografía no encontramos ningún indicio acerca del lugar en el que puede haber sido sacada. Vemos un piso oscuro y, en el fondo, una línea incluso más oscura que se esfuma contra una pared más clara. En primer plano están sus dos pies, los zapatos escotados, con cinco o seis centíme­ tros de taco, y un cordón, que atraviesa la carne blanca del pie, abotonado de un lado. Entonces, dos piernas desnudas, dos pies calzados y nada más. Dora Markus no tiene rostro, no tiene ni siquiera un cuerpo. Bazlen escribe a Montale el 5 de enero de 1929: "Dora Markus??????????? Envía!!!!!!!!". Y el 19 de febrero: "Envíame la Dora Markus". Parece que Bazlen estuviera obsesionado por esta espera, como si pensara que las palabras de Montale podrían dar una identidad, o mejor, una realidad a un fantasma: a quien no puede vivir y no puede tener imagen por fuera de la palabra.

A continuación, con una ansiedad casi fetichista, Bazlen toda­ vía escribe: "En Moravia volví a ver a Dora Markus. Llevaba botas largas altísimas, adecuadas para caminar en la nieve". A esta altura, cuando escribe estas últimas líneas, esta suerte de epitafio para Dora, Bazlen ¿conocía la poesía de Montale? Y, de cualquier manera, ¿cuál podía pensar que fue­ ra el interés del poeta por el calzado de Dora? 47 Ha escrito Isella que Dora Markus, "quizás la poesía más famosa de Montale", es "también la más compuesta y problemática". La poesía, tal como la conocemos hoy, consta de dos par­ tes, la primera presumiblemente escrita en los últimos meses de 1928, la segunda en 1939. Y aquí surgen otros problemas. En la primera edición Einaudi de Las ocasiones, la primera parte de "Dora Markus" está fechada en 1926. Montale insiste en esta datación. En una carta a Gianfranco Contini del 15 de mayo de 1939, en la que anuncia haber escrito la segun­ da parte de Dora, son enunciadas dos fechas, 1926 y 1939. No sólo aquí, sino también en una carta del 5 de mayo de 1943, en la que Montale anuncia a Contini un pendant de Dora Markus, es decir "Dos en el crepúsculo", es perentorio al fe­ char este pendant el 5 de noviembre de 1926 (corregido luego por Contini el 5 de septiembre de 1926). Suponiendo, como es obvio, que un pendant sea posterior al texto del cual depende, la fecha de la primera parte de "Dora Markus" sería anterior a septiembre de 1926. ¿Es posible que Montale se equivoque y confunda las fe­ chas de un texto tan significativo? Y, si está convencido de la fecha 1926, ¿por qué declara a Silvio Guamieri el 19 de abril: "yo, a Dora, no la conocí nunca; hice ese primer pedazo de poesía por invitación de Bobi Bazlen que me mandó sus piernas en una fotografia"? La invitación, como hemos visto, es sin lugar a du­ das de 1928. Hay así, pues, una suerte de oscuro sentimiento

que se agita en el fondo de estas afirmaciones contradictorias: un sentimiento de acogida y de pietas, que es el que anima también el texto poético y, al mismo tiempo, un sentimien­ to de negación, quizás también de culpa por la memoria de aquella imagen obscena que ha dado origen al texto. Una imagen verdaderamente obscena, pornográfica, dado que, efectivamente, la pornografía se funda sobre la parcelación del cuerpo, y por lo tanto, sobre la negación del cuerpo mis­ mo, de la identidad de la persona, sobre la explotación de su parcialidad. Dora es, por lo tanto, negada dos veces. La primera parte de la poesía habría sido escrita antes de aquella invitación y de aquella imagen, y la segunda parte de 1939, dice toda­ vía Montale a Guamieri, es desempeñada por Gerti. Tanto Rosanna Bettarini como Dante Isella se hacen cómplices de esta sustitución de Montale, hipotetizando que la primera parte de "Dora Markus" ha sido escrita en 1926 para otra mu­ jer y luego dedicada a Dora evidentemente para responder al pedido de Bazlen, y la segunda, al menos para Isella, está to­ talmente desempeñada por Gerti. Dora, así, por una increíble paradoja, no existe en la poesía que lleva su nombre, ni en la primera ni en la segunda parte. Pero hemos visto que las afirmaciones de Montale son contradictorias. Hay incluso un motivo ulterior de sospecha. El "Meridiano de Roma" publica el 10 de enero de 1937 el facsímil del autógrafo de " Dora Markus" extraído de un cua­ derno inhallable. Pero, escribe Isella, este facsímil, "por un accidente en la impresión (defecto de entintado u otro, por el cual la última cifra resulta ilegible) no confirma ni desmien­ te la fecha". ¿Se trata en verdad de un defecto de entintado de la impresión?, ¿o la tachadura de ni más ni menos que la última cifra, aquella continuamente puesta en duda, puede pensarse como una intervención directa del manuscrito antes de la impresión? ¿Un defecto voluntario, pues, debido a una intervención directa del propio Montale?

Mi hipótesis es que Dora es Dora. Que no es un nombre que se superpone a otros nombres, o un espacio vacío ocupado por otras presencias. Dora es Dora: una figura de extraordina­ ria intensidad y potencia que reclama para sí lo femenino y lo eleva a la dimensión trágica a través de su propia ausencia. 48 Vamos al texto. El paisaje es la extensión del "mar alto" donde se entreven "raros hombres, casi inmóviles" y, más acá del mar, otra exten­ sión, una "hondonada donde se hundía/ una primavera inerte, sin memoria". Una escena inmóvil, inerte, lenta, sin tiempo, que se llena de golpe de un gesto, el gesto de Dora que señala "a la otra orilla", la orilla invisible, su "patria verdadera". Pero noso­ tros sabemos que sobre la otra orilla no está la patria de Dora, ni lo son Moravia o Carintia. La patria de Dora es invisible. No la pueden circunscribir ni describir ni siquiera sus palabras "que irisaban como las escamas/ de la trilla moribunda". Es esta imposibilidad de decir la que anima su "inquie­ tud", que asemeja a la bandada de pájaros que en las noches tempestuosas chocan contra los faros, la que da vida y sen­ tido a su tempestuosa dulzura que no tiene reposo. ¿Esta patria indecible, es quizás, como se ha supuesto, el judaismo? Estamos en 1928. El antisemitismo está vivo y es amenazante, pero Hitler todavía no está en el poder y las leyes raciales están lejos todavía. Supongamos entonces que esta patria sea el lugar del exilio, que sea aquel "no lugar" en que es­ tamos obligados a estar, como dice Simone Weil, para tener una medida del mundo y de la propia existencia por fuera de las costumbres que de alguna manera nos protegen en la misma medida en que nos sustraen del mundo. Entonces, el exilio: la extrañeza a la "fe feroz" que aparece en la segunda parte de "Dora Markus", que no es sólo la fe "del Gauleiter sino también la fe en que todas las coherencias y las acciones vuelven perfectamente" (Montale a G. Contini, 15 de mayo de

1939). Pero ¿cómo se puede vivir constantem ente en el exilio? ¿Cómo puede Dora vivir el exilio? ...ti salva un amuleto che tu tieni vicino alia matita delle labbra, al piumino, alia lima: un topo, bianco d’avorio; e cosi esisti!*

Un objeto, una "cosa". Es esta minúscula realidad la que "realiza" y vuelve real su propia existencia, nuestra propia existencia. Como una manzana en un cuadro de Cézanne, que resiste con su "realidad" a la disolución del mundo. 49

El exilio como destino. Esto es confirmado precisamente en la segunda parte de Dora Markus cuando Dora está ya en "casa «~ ^ „: Ormai nella tua Carinzia di mirti fioriti e di stagni, china sul bordo sorvegli la carpa, che timida, abbocca o segui sui tigli, tra gl’irti pinnacoli le accensioni del vespro, e nell'acque un avvampo di tende da scali e pensioni.**

Es precisamente en esta "casa" que no es patria, donde Dora se descubre exiliada, extranjera en el "espejo ennegreci* Ofrecemos a continuación una posible traducción al castellano: "...te salva un amuleto que tienes/ cerca del lápiz de labios/ de la brocha, de la lima: un ratón, blanco/ de marfil; ¡y así existes!". [ N. de la T.] ** Ya en tu Carintia/ de mirtos floridos y de charcas,/ baja sobre el borde vigilante/ la carpa, que tímida, pica o sigues sobre los tilos, entre las erectas/ cumbres los encendidos/ del crepúsculo, y en las aguas un arder/ de tiendas de estación y pensiones. [N de la T.]

do que te vio/ distinta7'. Un espejo opaco, por ello, un espejo en el que no es posible descubrir una identidad cierta. Por el contrario, cuando nos hundimos en él, podemos como máxi­ mo descubrir "una historia" de errores, una errancia, que está grabada ahí "donde la esponja no llega". ¿Cómo puede Dora reconocerse en las miradas "de hom­ bres con bigotes, altaneros y débiles", que la miran desde los retratos enmarcados con oro desde las paredes de la casa? ¿Cómo puede reconocerse cuando las palabras están cubier­ tas del "gemido de gansos" y del acorde de la "armónica da­ ñada", a la hora que oscurece, en este crepúsculo que es ya el crepúsculo del mundo? En el exilio está el destino de Dora, un destino que se su­ surra en una voz que se hace lamento antes de transformarse en leyenda, por consiguiente, como para las grandes heroínas trágicas, en mito. È scritta là. II sempreverde, alloro per la cucina resiste, la voce non muta, Ravenna è lontana, distilla veleno una fede feroce. Che voule da te? Non si cede voce, leggenda, o destino... Ma è tardi, sempre piü tardi/ 50 Hemos recurrido a la tragedia. Pero ¿qué es la tragedia, o mejor, lo trágico? Tres grandes invenciones se presentan con­ temporáneamente en la Grecia del siglo V: la democracia, la tragedia y, finalmente, la filosofía.

* Está escrita ahí. El siempreverde,/ laurel para la cocina/ resiste, la voz no cambia,/ Rávena está lejos, destila/ veneno una fe feroz./ ¿Qué quiere de ti? No cede/ voz, leyenda, o destino.../ Pero es tarde, cada vez más tarde. [N. de la T.J.

Democracia y tragedia están estrechamente conectadas. La una mueve sobre la escena política una pluralidad de su­ jetos portadores de instancias contradictorias y, a menudo, incomponibles entre sí; la otra, la tragedia, lleva a escena el pensamiento mismo de la contradicción. Ambas, a medida que se celebran los triunfos cada vez más grandes de la filoso­ fía, desaparecen en el transcurso de pocos decenios, para re­ aparecer, de forma cambiada, en nuestra contemporaneidad. Quizás -aunque sea una mera hipótesis- tenemos necesidad de lo trágico para hablar acabadamente también de la demo­ cracia, del conflicto y de la diferencia hoy. Lo trágico es quizás la forma más alta de pensamiento que jamás haya sido expresada: en él las contradicciones se enfrentan sin resolverse jamás, y todo es puesto constante­ mente en cuestión. Las fronteras entre la ciudad y aquello que es extraño a la ciudad, entre masculino y femenino, entre humano y divino, devienen confines fluidos y desflecados que permiten, o mejor, obligan a tránsitos -vías de exilio de aquello que es habitual, acostumbrado- que en otras formas de pensamiento no son siquiera pensables. Precisamente esta particularidad de lo trágico constituye su enigma. Un enigma es también la presencia, en el interior de la tragedia, de un grupo de figuras femeninas -u n grupo de hermanas de Dora- que no tienen comparación en ninguna otra forma literaria o filosófica conocidas. Electra, Antígona, Hécuba, Yocasta, Medea, Agave pueden ser aniquiladas, pero no son ni sometidas ni vencidas jamás. Creonte no ha vencido nunca, no vencerá nunca a Antígona. Y el poder que aniquila o persuade pero no vence, tiene en sí, como dice Eurípides, en una vertiginosa anticipación de Simone Weil, algo de enfermo. Así, también los discursos más radicalmente contesta­ tarios del poder, no sólo humano, sino también divino, son confiados a las mujeres. Por ejemplo a Yocasta, que expresa su desconfianza en el oráculo y en Apolo, o en Hécuba, que

sorprendiendo a Menelao, afirma: "Zeus, seas tú ley de la na­ turaleza, o pura especulación del hombre". Y las mujeres son las ménades, las secuaces de Dioniso, de una potencia divina que pone en cuestión y hace vacilar todo poder. Pero también en el dolor, en la desventura, la mujer es supe­ rior al hombre en la tragedia. "De todas las criaturas dotadas de hálito vital de conciencia, nosotras las mujeres somos la especie más doliente", se lee en Eurípides. Y la desventura, el dolor, son tanto para el trágico como para Simone Weil que retoma de él muchos pasajes, la vía de acceso al universo, al mundo, a la conciencia de lo real como conjunto de los contradictorios y, al mismo tiempo, de aquella fragilidad que es el signo más evidente de realidad y de existencia. Ya Esquilo había afirmado en el Agamenón que el saber se da a través del pathos, la pasión y el dolor del mundo. Inmensurable es el dolor humano, dice Eurípides, "el más trágico de los trágicos", según la definición de Aristóteles, y por ello, inmensurable es su saber. Por eso, como había afirmado ya Heráclito, si como hasta el dios, Helios, cuando supera los confines, es alcanzado por la venganza de las Erinias, los confines del alma no se pueden encontrar, por más caminos que se recorran, porque demasiado profundo es el logos que le es propio: desmesurado como su capacidad de desventura. Por lo tanto, "la especie más dolorosa" -la femeni­ na- es también la estirpe que tiene una más grande capacidad de saber sin pasar a través de la violencia del poder: incluso de aquel poder de la palabra que obliga a los vencidos a soñar el sueño de los vencedores. Es la voluntad de poder que mueve al hombre a la locura. Es, por el contrario, esta capacidad de dolor que lleva consigo la mujer hasta en la disonancia de un Eros que es siempre "arrítmico", por fuera de las voces aprobadoras del coro. 51 Las palabras de Dora, iridiscentes como las escamas de la trilla moribunda, las palabras de Dora en el interior de niveas

mayólicas, las palabras de Dora a sí misma frente al espejo ennegrecido, las palabras de Dora sobre el fondo del acorde de la armónica arruinada, son las palabras que hemos apren­ dido a oír en la tragedia, las palabras que debemos aprender a escuchar de nuevo. 52 Pero la historia de Dora no ha terminado. Hemos visto cómo Montale escribió a Contini acerca de un pendant de Dora Markus, "Dos en el crepúsculo". Aunque, en su declaración, este pendant debería ser incluso precedente a la primera parte de "Dora Markus", el texto es claro, es inequívoco. Montale encuentra de nuevo a Dora. Tal vez la encuentra después de Rávena y antes del sueño de Carintia. Su perfil es indistin­ guible, como lo ha sido o lo será en el espejo ennegrecido. Ahora es todavía más indefinido en la "claridad subacuática que deforma/ con el perfil de los cuellos también tu rostro". Sus gestos se hunden literalmente en el espacio que los divide en el aire denso que vuelve a colmar el surco excavado por el movimiento de las manos y de los rostros. El extrañamiento de Dora se ha vuelto también el extrañamiento del poeta. Cada movimiento suyo, cada palabra suya se vuelven, en el acto mismo en que son hechos o pronunciados, memoria, como si el tiempo hubiera implotado enteramente en el entumencimiento que pesa sobre todo y sobre todos. La voz desciende así "a su rango más remoto", irreconocible, y se dispersa en el aire "que no la sostiene". Dora y su cantor se han vuelto máscaras, máscaras trágicas: ...le parole tra noi leggere cadono. Ti guardo in un molle riverbero. Non so se ti conosco; so che mai diviso fui da te come accade in questo tardo ritomo. Pochi istanti hanno bruciato

tutto di noi: fourché due volti, due maschere che s’incidono, sforzate, di un sorriso/ 53 La extraterritorialidad de Dora se ha vuelto la de Montale, también él extranjero y exiliado. Una primera versión de la poesía "D os en el crepúsculo" concluía: ...non so se ti conosco: e so che piü straniero non ti fui mai che in questo nostro tardo ritomo... [...] Nel silenzio passato.~ El silencio pasado no es el silencio del pasado, sino el si­ lencio "ahora term inado", el silencio concluido y conclusivo. 54 ¿Está concluida la historia de Dora con este pendant? No, no está concluida. La "extranjera" negada por la "fe feroz", negada tal vez por el propio poeta y por sus críticos, volverá a hablar, ella, desde la legión de los grandes extranjeros que pueblan la gran literatura del siglo XX, desde el extranjero que abre el Spleen de París de Baudelaire, a K. en El castillo de Kafka, hasta el extranjero de Camus. Detengámonos un momento en la "Casa de los aduaneros" de 1930. También aquí tenemos una fotografía, la de la casa de la policía fiscal sobre un acantilado. La casa había sido des­ truida cuando Montale tenía seis años, y la mujer de la cual * ...las palabras/ entre nosotros caen ligeras. Te miro/ en un tierno reflejar. No sé/ si te conozco; sé que jamás estuve separado/ de ti como sucede en este tardío/ retomo. Pocos instantes han quemado/ todo de nosotros: excepto dos rostros, dos/ máscaras que se cortan, esforzadas,/de una sonrisa. [N. de la T. ]. ** ...no sé/ si te conozco: y sé que más extranjero/ no te fui jamás que en este nuestro tardío retorno.../[—]/En el silencio pasado. [N. de la T. ].

se habla en esta poesía, la mujer que debería haber entrado allí, "con el enjambre de tus pensamientos", no ha entrado de hecho jamás allí, como Dora no ha estado jamás en Rávena, y tal vez, tampoco en Carintia. La mujer es Arlette, anagráficamente se dice que podría ser Annette. Pero su semejanza con Dora es impresionante: "El enjambre de tus pensamientos", la "inquietud", la memo­ ria enmarañada por un cúmulo de recuerdos contradictorios, la distancia... Pero incluso, tal vez, todavía encontramos a Dora en "Los aros" (1940), en donde hay un espejo ennegrecido ("el negrohumo de la espera"), "sombras en el espejo", la esponja ("símbolo de aquello que borra", Montale a Guamieri, 29 de noviembre de 1965) presentes también en "Dora Markus", y por último, las dos vidas que no cuentan y las "tiernas medu­ sas de la noche", es decir, el mismo ambiente del así llamado pendant de "Dora Markus" en "Dos en el crepúsculo". También "Pequeño testamento" de 1953 que, como ha es­ crito Calvino en las Lecciones americanas, es verdaderamente un testamento de aquello que puede ser, en nuestro tiempo de la tragedia, transmitido al futuro -el mensaje del extran­ jero que se confía de huellas, de signos- lleva las huellas de Dora. En "Pequeño testamento" tenemos, en efecto, la "huella nacarada", tenemos la condena de las fes ("no es luz de iglesia o de oficina/ que alimente/ rojo clérigo, o negro"). Tenemos, sobre todo, contra toda "fe feroz", otra fe que se entrega al "polvo del espejito", como Dora al ratón blanco que está pre­ cisamente junto al polvo y al lápiz de labios. El polvo no es algo que pueda soportar el golpe de la violencia. Pero es la persistencia también en la ceniza de la extinción. Es la "señal justa", y quien "la ha reconocido/no puede fallar en el reencontrarte". Y entonces, podemos decir que "el orgullo/no era fuga, la humildad, no era/vil" y "el

tenue resplandor pulido/allí abajo" es verdadera luz y no un fósforo que se apaga. Pero la presencia de Dora, de esas dos piernas obscenas devenidas poco a poco cuerpo, persona, personaje y mito, continúa actuando, incluso en la última poesía de La tem­ pestad, en la última poesía de las Conclusiones provisorias a la Tempestad: en el "Sueño del prisionero" de 1954. Albe e notti qui variano per pochi segni. II zigzag degli stormi sai battifredi nei giorni di battaglia, mie sole ali, un filo d’aria polare, l’occhio del capoguardia dallo spioncino, crac di noci schiacciate, un oleoso sfrigolio dalle cave, girarrosti veri o supposti -ma la paglia è oro, la lantema vinosa è focolare se dormendo mi credo ai tuoi piedi. La purga dura da sempre, senza un perché. Dicono che chi abiura e sottoscrive puó salvarsi da questo sterminio d'oche; che chi obiurga se stesso, ma tradisce e vende carne d'altri, afierra il mestolo anzi che terminare nel paté destinato aglTddii pestilenziali. Tardo di mente, piagato dal pungente giaciglio mi sono fuso col volo della tarma che la mia suola sfarina sull' impiantito, coi kimoni cangianti delle luci sciorinate all'aurora dai terrioni, ho annusato nel vento il bruciaticcio dei buccellati dai forni, mi son guardato attorno, ho suscitato

iridi su orizzonti di ragnateli e petali sui tralicci delle inferriate, mi sono alzato, sono ricaduto nel fondo dove il secolo è il minutoe i colpi si ripetono ed i passi, e ancora ignoro se saró al festino farcitore o farcito. L ’attesa è lunga, il mió sogno di te non è finito/

He citado extensamente el texto. Subrayé la referencia a los pájaros enloquecidos sobre las torres de guardia y aquellos de paso sobre los faros en las noches tempestuosas, subrayé la referencia a las ocas, a los gemidos de oca, que está también en "Dora Markus". Era mi intención, de hecho, crear un cor­ tocircuito entre Dora y este texto. "Dora Markus" fue escrita, sus dos partes, antes de la gue­ rra, y antes de Auschwitz. El "Sueño del prisionero" fue escrito después. Si los gemidos de oca de Dora son el exterminio del "Sueño", si la "fe feroz" es la que impulsa a acusarse a uno * Albas y noches cambian aquí con pocas señales// El zigzag de los es­ torninos sobre las torres de guardia en los días de batalla, mis úni­ cas alas,/ un hilo de aire polar,/ el ojo del jefe de la guardia desde la mirilla,/crac de nueces aplastadas, un oleoso/ crepitar desde las minas, asadores/ reales o im aginados -p ero la paja es oro,/el farol vi­ noso es un fogón/ si al dormir me creo a tus pies.// La purga dura desde siempre, sin un por qué/ dicen que quien abjura y firma/ puede salvarse de este exterminio de ocas;! que quien se acusa a sí mismo, pero traiciona y vende carne de otros, aferra el cucharón/ antes de terminar en el patê/ destinado a los Dioses pestilenciales.// Lento de pensamiento, llaga­ do/ por el punzante jergón, me he fundido/ con el vuelo de la polilla que mi suela/ pulveriza contra el pavimento,/ con los quimonos tor­ nasolados de las luces/ desplegadas a la aurora desde los torreones, he husmeado en el viento la chamusquina/ de las rosqui­ llas de los hornos,/ he m irado a mi alrededor, he suscitado iris en horizontes de telarañas/ y pétalos en el entramado de las rejas,/ me he levantado, me he vuelto a caer/ en el fondo donde el siglo es el minuto-// y los golpes se repiten y los pasos,/ y todavía ignoro si seré en el festín/ embuchador o embuchado. La espera es larga,/ mi soñar contigo no ha termina­ do. [N. de la T.)

mismo para no terminar en el paté de los Dioses pestilenciales, debemos suponer que Montale sabía ya en la época de "Dora Markus". Debemos entonces suponer que el destino de Dora, desde su inicio reifícada en una fotografía que la ha vuelto una "cosa", haya sugerido a Montale algo que lo llevó a saber. Escribió Steiner a propósito de Kafka: "Como ningún otro portavoz o escriba después de los profetas, Kafka sabía. En él, como en ellos, la imaginación era segunda vista". Y como los profetas, también Kafka busca escapar al peso de esta insopor­ table visión, al mandamiento de la enunciación. ¿Es posible que Dora haya dado a Montale esta clarividencia? ¿Es posible que las tentativas de manipulación sobre fechas y atribuciones, pertenezcan al anhelo de huir a la necesidad de escribir aquello que se ha visto: el horror y la tragedia, que precisamente "el tenue resplandor" de Dora ilumina y vuelve visible? 55 El comienzo de "Dora Markus" hablaba de un momento sin tiempo y sin memoria. De un tiempo sin tiempo, una es­ pecie de terrible y sempiterno eón del presente que, en cuan­ to tal, como escribe Eliot al inicio de los Cuatro cuartetos es "irredimible". Si las hipótesis que rigieron mi lectura tienen sentido, el trayecto de Dora se concluye en una total asun­ ción por parte de Montale de su destino y de este tiempo sin tiempo: allí "donde el siglo es minuto". Esta es la verdadera prisión: vivir un tiempo en el que el pasado ha sido borrado y el futuro es impensable; vivir por lo tanto en un espacio que no tiene horizonte. Pero es precisamente en este espacio en que se anima la espera y el sueño: la espera y el sueño de una redención posible. La espera será ciertamente larga, pero "mi soñar contigo no ha terminado", y tal vez un día se podrá ser todavía una vez más aliviado, tal vez salvado, justamente por el ala de la inquietud de Dora, por su débil fuerza.

6. LA VIDA D ESN U D A

56 Dora, una existencia aferrada a un ratón blanco de marfil, a las imágenes evanescentes de un espejo ennegrecido en el que de otra manera se había visto y reconocido, a retratos de antepasados que ya no logran volver audible la historia de ellos ni la de ella. Una existencia ligada a un puñado de ver­ sos que la niegan mientras la narran. Una existencia precaria, sobre el borde de la nada. Una vida desnuda. 57 ¿Qué nos defiende de la percepción terrible de la desnu­ dez de nuestra vida, aquella que se presenta por ejemplo en el insomnio entre los fantasmas que emergen contra el negro que nos circunda, o en momentos de pánico o de exaltación, o en el corazón del país lluvioso del tedio? En un pasaje del Passagen-Werk que ya hemos citado, refe­ rido probablemente a Proust, Benjamin ha dado una posible respuesta. La costumbre, y el tedio que frecuentemente la acompaña, es un paño gris y cálido que cubre exactamente la desnudez de la vida desnuda. Benjamin agregaba que nadie puede dar vuelta este paño y ver el arabesco del forro. Pero si no se lo puede dar vuelta tal vez es posible desgarrarlo. O tal vez algo o alguien puede desgarrarlo y meterse de imprevisto en lo descubierto.

¿Quién o qué cosa puede hacer esto? Imposible decirlo. Como la superficie de un estanque puede ser interrumpida y turbada por un mosquito que la roza, escribe Simenon en La vérité sur Bebé Donge, una nada, una casi nada, puede irremedia­ blemente desgarrar el paño que la cubre. Cuando esto sucede o se implosiona en la tragedia o bien se busca volver a coser el paño, recuperando antiguas costumbres, anteriores a aquellas que han sido turbadas, o construyendo nuevas costumbres o mezclando antiguas costumbres a nuevas costumbres. 58 Las costumbres pueden ser crueles, incluso mortales, pero de todos modos necesarias. Son las costumbres las que mantienen junta a la pareja de Le chat de Simenon. Los dos no se hablan, se comunican intercambiándose en el silencio glaciar que circunda su existencia, flacos billetes que se lanzan como un desafío uno al otro. O con gestos violentos de insensata ferocidad hasta el fi­ nal, la muerte del gato del hombre, que rompe definitivamente el descabellado equilibrio que los rige y los hace vivir. Su vida cambia, y son así proyectados en una suerte de ciénaga en la que parece que no es posible moverse. El viejo busca encontrar otras costumbres, pero París ha cambiado. No es ya posible recuperar antiguas costumbres y él ha ido demasiado lejos de ellas en su soledad para poder recons­ truirlas de nuevo y, por ello, cuando la mujer muere tampoco él podrá ya vivir. 59 ¿Por qué, según Simenon, no es posible habitar fuera de este paño, expuesto? A través de sus desgarramientos, a tra­ vés de las roturas se entreve algo insoportable, algo que nin­ guna mirada puede resistir. Es la vida desnuda que se refleja en una desnudez escuálida y sin esperanza.

60 En el tercer libro de las Metamorfosis Ovidio ha hablado del resultado mortal de la mirada prohibida: la mirada de Acteón sobre la divinidad desnuda de Artemis, la mirada de Penteo sobre los ritos de los misterios dionisíacos, la mira­ da de Narciso fija sobre su rostro desnudo. Toda la obra de Simenon es una crónica de miradas prohibidas, a veces mor­ tales y siempre turbadoras, sobre la vida desnuda. 61 En Le grand Bob es un médico, un tranquilo burgués, quien es turbado por la muerte de un conocido, el gran Bob. No hay nada en la historia de ellos ni en sus vidas que justifique este resultado, y no obstante, la noticia del suicidio de Bob entra en la vida de Charles y desgarra un tejido de costumbres conso­ lidadas. Charles intenta entrar en esta vida desconocida pero, fuera del tejido defensivo de sus costumbres, el conocimiento se transforma rápidamente en otra cosa: en un loco intento de ser Bob. Es en este recorrido hacia lo otro que Charles se hunde en sí mismo. Simenon no dice nada de sus movimientos inte­ riores. Simenon no hace psicología. Proyecta el fondo desnudo que Charles descubre en sí mismo en imágenes de aborrecible desnudez. Es el vestido de Lulú en el funeral, de satín ligero, tanto que parece no tener nada en el cuerpo bajo aquel velo, que reanima la imagen de su vientre desnudo mientras, sentada en el borde de la cama, se levanta la pollera sobre las caderas para hacerse visitar por él. Es la visita que Charles le hace a Adeline, la amante de Bob, que se volverá su amante. Adeline estaba tendida sobre la cama en bombacha y corpiño; su amiga está sentada sobre un taburete con las piernas apoyadas en el alféizar de la ventana, con la pollera arrugada sobre las rodillas. Apenas lo ve le pregunta si no ha podido esperar al sábado, el día de las visitas de Bob. Después,

sin moverse de la cama, arqueando los riñones, levan­ tó las piernas una después de la otra deslizando hacia abajo la bombacha que luego arrojó sobre una silla. No debía estar contenta con sus senos, porque no se sacó el corpiño.

Así pues, Adeline "se limita a sacarse la bombacha". No hay cortejo, no hay tampoco dinero, no hay palabras. Hay sólo una desnudez imprevista, que es la desnudez misma que se hunde dentro de Charles. Al final también Lulú muere. La investigación de Charles termina. El ya está dentro de las nuevas costumbres que se mezclan con las viejas costumbres. Continuará viendo a su mujer desvestirse delante de él, con su cinturón elástico que le marca la piel. Adeline ha desaparecido, pero es sustituida por la amiga con la cual ya había comenzado a hacer el amor al mismo tiempo que con Adeline. La novela se cierra así, el paño se ha vuelto a coser, pero ante los ojos de Charles, ante nuestros ojos, terribles e intransitivas, permanecen las imágenes de desnudez en las que se ha proyectado la vida desnuda.

62 Pero no siempre la desnudez de los cuerpos es la imagen de la vida desnuda. Algunas veces es aquello que da el ac­ ceso a ella. Es el caso, por ejemplo, de En cas de malheur, que comienza con la mirada del abogado Luden Gobilot sobre una pareja de clochards, un montón de andrajos negros des­ de el cual emerge un brazo, una cabeza de mujer hinchada y despeinada a la que se acerca el otro, el hombre: "un animal macho y su hembra refugiados en su madriguera en el fondo del bosque". También de él y de su mujer, Viviane, hablan como de una pareja de fieras, pero es distinta la animalidad absoluta de los dos vagabundos y la alegoría de los animales de presa que caracteriza a la pareja burguesa. Es hacia esta animalidad absoluta, similar a la de K. y Frieda en El castillo,

cuando se excavan los cuerpos como los perros excavan la tierra, que Lucien ha debido descender. Una noche, una joven mujer, rubia, pero con un olor animalesco de pelirroja, se presenta en el estudio. Quiere ser defendida de la acusación de un robo que en efecto ha cometido. Lo primero que Gobilot piensa, después de haber olfateado su olor, es que probablemente tiene los pies sucios. Ella habló y después se levantó, fue hacia el único rincón del escritorio libre, se levantó la pollera hasta la cintura, se dejó caer hacia atrás, invitándolo con un susurro a aprovecharse de ella antes de su arresto. No llevaba bombacha. "Vi", ano­ ta Gobolit en la reconstrucción de su historia, "sus muslos flacos, el vientre redondo de adolescente, el triángulo oscuro del pubis" y sin una razón precisa siente que la sangre se le sube a la cabeza. No la tocó, pero fue tocado. Terminado el proceso con la absolución de la muchacha, Yvette, comienza para él el descenso. Aparentemente está todavía protegido por sus cos­ tumbres. Vive en su casa con su mujer, frecuenta la sociedad, sobre todo la casa de Corine, donde para Jean Mariat, que parece haber entendido todo, tal vez porque si bien está pro­ tegido en aquella casa, también él ha ya recorrido su camino hacia la vida desnuda. Gobilot no sabe qué lo atrae hacia Yvette. Lo que lo empuja a aceptar compartirla con sus amantes, a instalarla en una casa después de haber pensado incluso en instalarla en su casa. Lo que lo empuja a hacer el amor, además de Yvette, con Jeanine, la mucama que le ha puesto, que tiene, como dice Yvette, un "gran agujero y todos los pelos rubios". Probablemente es "un hambre de sexo puro", de sexo "en estado puro": "la necesi­ dad de comportarse a veces como un animal". La necesidad de ser animal ante la desnudez animalesca de la muchacha. En efecto, no puede estar una hora sin advertir "la necesi­ dad de ver su desnudez", de respirar su "olor ácido". Esta desnudez, el triángulo oscuro del pubis descubierto aquella

noche en su estudio, arqueando la espalda contra el canto del escritorio, fue la puerta, el pasillo a través del cual Gobilot ha desgarrado sus costumbres y se ha proyectado hada el horror de la vida desnuda, en la que se ensayan pero no se constru­ yen costumbres. Yvette muere, al final, acuchillada por un amante suyo. Gobilot se prepara para dejar París e ir de vacaciones con su mujer. Le es indiferente dónde. Sabe que ahora continuará como siempre, la vida de siempre, aunque nada será como antes. En efecto, escribe pacientemente, tercamente, cuanto le ha sucedido para que, "en caso de desgrada", sobreviva un testimonio: para que se sepa aquello que él ha sabido, aquello que ha visto, que marcará su existencia por siempre. 63 Simenon y la vida desnuda. Kafka. También Proust acom­ paña las figuras de las mujeres amadas por el narrador de la Recherche con imágenes animalescas, a veces con imágenes que oscilan incluso sobre un reino pre-animalesco, en equili­ brio entre lo bestial, lo vegetal, o incluso lo mineral, como las madréporas con las que compara a las "muchachas en flor". 64 La desnudez en Simenon es más desnuda que el sexo exhi­ bido completamente al descubierto por Simone en la Historia del ojo o en Madame Edwarda de Bataille. El sexo desnudo en Bataille -también en su extrema miseria: los jirones de carne de la concha de Madame Edwarda- alude a una ulterioridad que es justamente ansia de fuga de la vida desnuda, aunque este escaparse parece imposible. Pero, dice Bataille, lo impo­ sible es aquello que únicamente vale la pena pensar, aquello a lo que únicamente vale la pena tender. Si esta desnudez es un límite que alude al más allá, sea el más allá de la muerte o del exceso de pensamiento, la desnudez en Simenon se hunde

en la opaca desesperación de la vida desnuda, el lugar y la condición que no tiene remedio. 65 Lucien Freud, el pintor que más encarnizadamente ha explorado la desnudez, junto a los cuerpos de las mujeres o de los hombres desnudos como bestias, pinta con frecuencia, precisamente bestias: por ejemplo perros y una vez un ratón apretado en la palma de una mano. Hay en él un sentido de pietas criatural que parece conmover justamente desde el ho­ rror por la carne desnuda y abierta en los sexos entreabiertos, o en los manchones rojos como sangre que marcan sus cuer­ pos. Esta pietas no está en Simenon. Freud ha rozado la misma impiedad de Simenon en un autorretrato, Reflexion 1993, en el que aparece frontalmente desnudo, como en un terrible dibu­ jo de Durero -autor de numerosos autorretratos- de 1505, con pantuflas deformadas en los pies, que recuerdan los zapatos de Van Gogh, quien también pintó una decena de autorre­ tratos. La actitud es la de Rembrandt, quien pintó también decenas de autorretratos y que, en el último, el que está en la National Gallery, borró el pincel que estrechaba entre las ma­ nos, para entrelazar los dedos que no pintarán más aquellos ojos que se están apagando en el vacío. Freud tiene en la mano izquierda una paleta que cuelga a lo largo del costado, que tal vez caería al suelo si no la tuviera apretada entre los dedos. A la izquierda tiene un pincel alza­ do en alto, como el puñal de un suicida: en la habitación no hay lienzos ni caballetes sobre los cuales se pueda depositar una pintura. Es un cuadro final, pintado antes del fin, en un momento en el que también Freud ha mirado a través de los bordes del paño gris. 66 Esta desnudez es tan terrible que el más grande crítico del siglo XX la ha reprimido. Walter Benjamin no hace alusión

en su libro sobre los Passagen a la desnudez de Nana, el gran personaje de Zolá, que anima París con su desnudez amarillo rojiza, y, justamente aquel pasaje evocado con su presencia por Aragón en Le paysan de Paris, el libro en el cual Benjamin se inspira para la obra de su vida. En su ensayo sobre Kafka no hay alusión a la desnudez que atraviesa toda su obra. No a la de Frieda y K. La de Lena en El proceso es cubierta por una evocación alegórica a las figuras femeninas bachofenianas. Sólo dos evocaciones explícitas no a la desnudez sino al sexo: el prostíbulo de la calle que atrae al niño en Infancia en Berlín y lo distrae del rito religioso, y, en Sobre algunos temas en Baudelaire, la alusión a "una incomodidad sexual" que deja al poeta "crispé comme un extravagant" ante la imagen fugaz de la mujer en "A una transeúnte" en Las flores del mal. Sin embargo, la desnudez está latente en todo acto de escri­ tura que, como dice Proust, se realiza al reparo de la soledad y de la noche. El intelecto, también cuando quiere emanciparse, dice Milosz, sobrepasa la materialidad y su máxima actividad es justamente la de espiar el cuerpo. Por ello la poesía es in­ cómoda: "tiene orígenes demasiado cercanos a aquellas prác­ ticas que llamamos íntimas". Y, por ello, la escritura arrastra consigo siempre "una estela de inmundicia" que obstruye el camino que lleva a "versos completamente puros". En este sentido escribir significa con frecuencia desenredar una ma­ deja peluda que recubre esta inmundicia, y aquello que está detrás de ella, la imagen de la nada: "las olas borrascosas de la nada y del caos". Sin embargo, no se puede abdicar al deber del testimonio. Y, entonces, se busca el modo "de combinar las palabras de manera tal que se pueda mantener entre las líneas la presencia inexpresada de aquellos hechos". Simenon rellena los espacios entre las líneas. Es la estela de la inmundicia lo que lo ocupa y le interesa. La terrible nor­ malidad de un mundo espantoso.

7. LA VOZ Y LA M IRADA

67 Pero la vida desnuda puede presentarse no sólo de im­ previsto, inesperada, sino que puede proyectar su sombra en lugares y figuras que parecían remotas de su corazón de tinie­ bla. Puede presentarse en un hálito de muerte, que se conden­ sa en figuras que se recortan en la sombra, que se graban en nuestros ojos, en nuestros cuerpos, en nuestras almas. El narrador de la Recherche está en Donciéres, en lo del amigo Saint-Loup de quien espera obtener el pasaporte para entrar en la casa de Oriane de Guerman tes. Un día, solicitado por Saint-Loup, decide telefonear a su abuela y esta decisión da inicio a un viaje a los Infiernos parecido al infinito desmoronamiento hacia lo opaco que hemos encon­ trado en Simenon. Proust oculta hasta donde es posible, en una preciosa trama de metáforas, el desgarramiento, tal vez para retardar su revelación. Otros desgarramientos ha visto y debe testimoniar en una acumulación que, en sus intenciones, debería asomarse resolviéndose en el sendero que conduce a la salvación pero que, en realidad, lo llevará exactamente al punto del cual ha partido: a la desorientación de quien se encuentra fuera de todo, un lugar que no es noche ni día, que no es vida ni muerte, sino la penumbra que debemos siempre nuevamente atravesar. Está ante el aparato telefónico, esperando. Sabe que allí en cierto instante la distancia que lo separa de la abuela desa-

parecerá y que su voz estará allí, al lado suyo: presente. La llevarán a él las "Danaides de lo invisible", "las siervas del silencio", "las sombrías sacerdotisas de lo invisible" que pre­ siden las comunicaciones telefónicas. ¿Por qué "siervas del silencio" y no de la voz y de la pala­ bra? ¿Por qué estas sacerdotisas de lo invisible están cargadas de sombra? La voz finalmente arriba. La voz llega con un escalofrío de terror, porque su proximidad es también el signo de la sepa­ ración y de la distancia. Es más, es la anticipación de la sepa­ ración eterna, en la que esta voz se precipitará en un abismo sin retomo, desde el cual podrá llegar sólo en sueños, en una presencia alucinatória, en la ambigüedad del recuerdo como una sombra engañosa. Cuando después la comunicación se interrumpe, el narrador, como Orfeo, llama en vano a la figu­ ra que por un momento estuvo cerca del él. En vano. Todavía una vez más, la muerte ha venido a rasgar la superficie de la escritura de la Recherche dejando los signos inconfundibles que son la cifra de la narración proustiana. Pero esta voz sus­ cita otra perturbación. Es imagen, o mejor, anticipación de la muerte, pero es también el ingreso en un mundo extrañado, un mundo que en su paisaje es tal vez más terrible que la muerte misma. El mundo de la vida desnuda. Ahora no es ya la abuela al lado suyo. Tampoco la ima­ gen o la prefiguración de una muerta. Al lado suyo está, im­ previstamente evocado e insospechado, el fantasma de una desconocida. La voz, sin los gestos y las expresiones que la acompañan y que la revisten a lo largo de la obra de mági­ ca transformación de la costumbre, es una voz extranjera. Él quiere partir en el acto, para alejar de sí el fantasma. Pero es precisamente aquel fantasma el que sus ojos vieron cuando, sin prevenirla, entra en su cuarto. La ve sin ser visto. No es ya el nieto amado, sino un testigo, y como testigo debe testi­ moniar aquello que jamás debería decir, porque un testigo no puede escapar a su obligación, al deber del testimonio. Y así,

escribe, "vi sobre el canapé, bajo la luz roja, pesada y vulgar, perdida en quién sabe qué fantasías, los ojos un poco locos vagando más allá de las páginas de un libro, a una vieja mu­ jer postrada que no conocía". Un rostro "árido y desierto", el rostro al que ni siquiera le es concedida la piedad que se debe al muerto: el rostro de la vida desnuda. 68 El testigo es, debe ser, extraño a aquello que testimonia. Tal vez es su mirada misma la que provoca o hace nacer la extrañeza. Pero ¿sólo es posible testimoniar algo que sucede mientras lo vemos suceder? O, el hecho de verlo suceder, en el instante mismo en que sucede, ¿no nos hará partícipes, cómplices del suceder mismo? Si esto es verdadero, el testigo no es sólo aquel que mira, sino también aquel que es mirado, o aquel que, de todos modos, se figura ser mirado. Tal vez el testigo es una mirada doble: una mirada que mira el suceder y una mirada que se mira mirar. Intentemos representamos esta mirada a través del frag­ mento de una historia. 69 Morris fue al aeropuerto a entrevistar a un escritor ame­ ricano que está de paso llamado Sway. Con él estaba Anna, que fotografió al viejo escritor. Morris escribió su entrevista, testimonió su encuentro. Pero sobre el mismo número de la revista, al lado de su texto, hay un cuento de Sway que narra precisamente su encuentro, en el que Morris no es el sujeto que mira, el testigo, sino un personaje: el objeto de una narra­ ción y de un testimonio. El cuento está escrito en primera per­ sona; el protagonista es un joven periodista, en el que Morris no puede sino reconocerse, que entrevista a un viejo pintor, un célebre y monstruoso anciano casi ciego. Morris está perturbado y decide ir a lo de Anna para in­ tentar aclararse a sí mimo su perturbación, también porque,

a pesar de su inquietud y tal vez incluso a pesar de una pizca de irritación, Morris tiene la impresión de que en el cuento hay un mensaje oculto para él: un mensaje que él no ha logra­ do descifrar: una suerte de llamada, de apelación, a la que no sabe cómo responder. Morris tiene una copia de la revista en la mano, en el estu­ dio de Anna, mientras espera que ella termine de fotografiar a un muchacho desnudo, más joven todavía que aquel que había visto en otras fotografías suyas. Se apoyó en una pared. Sintió el papel negro que cubría los muros del estudio ceder bajo la presión de la espalda; se volvió a poner derecho, balanceando su peso ya sobre un pie ya sobre el otro. Leyó todavía otras palabras, que habrían de­ bido o podido, según Sway, ser sus palabras: "Escuché su voz, mirando sus manos que parecían trazar en el aire un perfil de la belleza que él había descubierto una vez en el mundo, y que había después entregado a las superficies de sus cuadros, a aquellos grandes fondos de azul donde parecía hundirse en la dimensión de una verdad desconocida. Me pregunté si todavía pintaría, y si en sus cuadros habría memoria del co­ lor, de aquel color, o sólo la refracción de su mirada ciega. Sin embargo, yo lo había visto mientras ilustraba a la mujer, las cosas más allá de los vidrios, las cosas que ya no podía ver". Anna se movía danzando alrededor del muchacho, con la blusa semi desabotonada fuera de los jeans, ofreciendo todo su cuerpo a la mirada del otro, menos el rostro enteramente cubierto por la máquina fotográfica, que sostenía fija delante de sí incluso cuando no disparaba, como la antigua y mons­ truosa máquina de un extraño vidente: un único ojo inmenso, móvil en una excitación que no podía encontrar reposo. El reflector iluminaba oblicuamente el cuerpo del mu­ chacho, descubriendo la superficie de su cuerpo, revelando zonas de sombra, dorando su piel con curiosos reflejos, en­ cendiendo la suave y rizada pelusa rojiza en tomo de su sexo, turgente y tierno a la vez, como si estuviese indeciso de poder

7. La voz y la mirada

secundar el impulso de su excitación y la oferta implícita en la seducción del ojo gigantesco que lo escrutaba. Anna se le acercó, y sin mover el aparato de la cara, alargó la mano izquierda, y recorrió con la punta de los dedos, qui­ zás con las uñas, partiendo desde abajo, el pene del mucha­ cho, que finalmente se enarboló en una breve erección por los últimos disparos de la máquina fotográfica. Morris se sentía irritado y atraído por aquello que veía. Apartó los ojos y miró alrededor en el enredo de cables, sobre las falsas paredes de papel, a través de los caballetes y las lámparas. Y pensó también en la patética estupefacción que se trasparentaba en su rostro reproducido en las fotos de la revista que sostenía entre las manos. "Te meterán en la cárcel", dijo Morris, mientras Anna se acomodaba la blusa dentro de los jeans, después de haber saludado con un breve beso en la boca al joven en la puerta del estudio. "Los buscas cada vez más jóvenes. ¿Leiste el cuento de Sway?" "¿Estás perturbado? No debes venir cuando estoy fotogra­ fiando. Sí, lo leí. ¿Te gustó?" "No lo entendí", contestó Morris. "No entendí el sentido de todo esto. Si no quieres que venga mientras sacas fotos, dímelo, exhibe una bandera amarilla, cuando estás en estado de gracia, cuando eres presa de tu ebriedad creativa." "Tonto. Es mejor cuando estás aquí, cuando hay alguien. Es esto lo que transforma la pose en un evento. Es algo im­ perfecto mirar sin ser mirado. Incluso cuando no hay nadie yo imagino siempre que hay alguien que me mira del mismo modo en que yo miro a quien fotografío. Lamentablemente mis novios no tienen suficiente imaginación para entrar en este juego, para pensar en un tercero que nos ve a ambos. Pero ¿tú me mirabas, o mirabas al muchacho? Es a ti a quien ha presentado sus armas... ", dijo riendo. "¿Y Sway?", dijo Morris, buscando mantenerla cerca de sí.

Pero Anna ya estaba de pie, lejos de él. Volvió con un pa­ quete de fotografías. "Mira e intenta comprender", dijo. "¿Por qué cuando fotografías tienes siempre la máquina delante de la cara? Parece que debieras continuar disparando, aun al vacío, cuando la película está terminada/' "Porque ese sonido es la mirada que el sujeto percibe sobre él. Debe oírlo siempre, continuamente, porque continuamen­ te debe sentirse mirado, sin tregua, sin ninguna distracción. Cuando te sientes espiado, observado, el ojo que te mira es el sonido que percibes, aquella sensación que ha llevado hasta ti la idea de la mirada. El crepitar de una rama en el bosque, o en el parque, un crujido detrás de una puerta, el clic clic de la máquina...incluso el cuento de Sway es este ruido. Quería que te sintieras mirado por él, observado, tal vez, espiado..." Morris abrió el paquete de fotografías. Había imágenes del muchacho que acababa de salir en secuencias de un extraño erotismo frío, seco, como si la imagen tendiera a borrarse ella misma, la evidencia del cuerpo, para expresar la tensión cruel de la mirada. Había imágenes de Sway, que Anna había disparado y que no había entregado a la revista: una bellísima, en la que la sonrisa del viejo parecía haber borrado sus ojos, y el rostro parecía ofrecerse ciego y desnu­ do en todos sus pliegues y en todas sus arrugas, pero en la que se seguía adivinando la mirada oculta. Había imágenes de la explanada de las pistas de aterrizaje y de despegue, con una ligera y luminosa bruma en el horizonte, desde el cual parecía levantarse un segundo horizonte, y todavía otro más, blanco sobre el fondo. "Allí, en el aeropuerto no escuché el clic" dijo Morris. "No los has hecho escuchar. Y por qué no fotografías paisajes, Anna. Estos son bellísimos." "Fotografío siempre paisajes", respondió Anna. "También cuando capturo un rostro o un cuerpo. Pero me atrae también la ausencia de paisaje, una extensión vacía e uniforme, el de-

sierto. Y Sway ciertamente escuchó el ruido, el clic. Él se sintió mirado, y ha devuelto la mirada. Tal vez a ti a través mío." 70 Los dos, Anna y Morris, están de viaje a través de las montañas. Irán a lo de Sway, que los ha invitado a alcanzarlo. Hacen breves trayectos. Se detienen, pasean, duermen en las posadas o en una carpa. Ahora están tumbados sobre un pra­ do, callan y en el silencio Anna se sienta, mira alrededor, ya tensa, inquieta, atenta. "¡Mira! ¡Mira alrededor! Algo está sucediendo." "¿Qué debería suceder? Estamos solos aquí. No hay nadie". "No ves nada porque no sabes mirar. ¡Mira!" Morris mira alrededor, también él inquieto ahora, buscan­ do descubrir qué ha visto Anna. La brisa se hizo más fuerte, y sopla al ras del suelo moviendo el pasto, que ondula en un lí­ quido movimiento incesante; se pliega, y se eleva cambiando continuamente de color. Las florescencias espigadas, quema­ das por el sol, se matizan del amarillo al violeta y, moviéndose descubren los tallos verdes, y luego más pálidas, casi blancas cerca de las raíces. 71 ¿Qué vieron? Morris siguió con la mirada fascinado la mancha de som­ bra que una nube errante en el cielo proyectaba sobre el pra­ do. A los márgenes del claro de abajo, ahí donde la sombra veloz abandonaba el movimiento oscilante de los pastos para apresurarse hacia el bosque, donde se volvería invisible, vio un hombre escondido detrás de un arbusto, inmóvil, delante de la foresta. Lo veía sólo de espaldas: el cuerpo inclinado sobre el terreno. Se volvió hacia Anna para mostrarle su des­ cubrimiento, pero la vio con los ojos ya fijos ahí, hacia aquel punto.

"Mira a su costado, a la derecha", dijo Anna en voz baja. Morris vio la forma alargada de un fusil, sobre el cual aho­ ra el hombre había apoyado la mano; la movía sobre el arma, con una suerte de caricia, tal vez doblando los dedos para vencer el entorpecimiento de la larga inmovilidad. "Un cazador", dijo Morris. "Ese no es un fusil de caza", replicó Anna. "¿Cómo lo sabes?, preguntó Morris. "Y, ¿qué quieres hacer?" "Nada. Sólo mirar", susurró Anna. Morris no entendía su inquietud; no entendía la ansiedad de Anna. Había miles de explicaciones para la presencia del hombre con el fusil. "Anna no busca explicaciones", se dijo Morris. "Ella mis­ ma parece un cazador que ha advertido la presencia de una presa". Y se asombró de que no hubiese agarrado la máquina fotográfica, que estaba a su lado, al alcance de la mano. De pronto le pareció que el cuerpo del desconocido se ten­ día: las piernas alargadas hacia atrás, los pies dirigidos hacia el piso, como si quisiera encontrar un apoyo más estable. Su cabeza se apoyaba al lado del arbusto, en dirección al bosque. Morris vio una pequeña nube, un soplo de humo azul, ele­ varse desde las manos del hombre, mientras el ruido seco del disparo rebotaba hasta ellos, nítido y sin ecos. El desconocido se levantó, aparentemente sin ni siquiera mirar el punto al que había dirigido el disparo, y se puso a golpear los pies contra el suelo, probablemente para reactivar la circulación después de la larga inmovilidad. Luego caminó velozmente hacia el borde del prado, ahí donde el pasto era más bajo y se perdía entre las piedras emergentes. Morris se ha puesto de pie. No ve más al hombre, que ya ha desaparecido más allá del borde del claro. Escucha el rui­ do fuerte y estridente de una moto de pequeña cilindrada, una moto trial probablemente. Anna, por el contrario, no se ha movido. Está sentada y calla.

"Vayamos a ver", dice Morris. "Ni siquiera se ha detenido a mirar. Tal vez erró el golpe." Anna se sacude; tiene un aire de perplejidad; parece estar liberándose de un pensamiento, o de una obsesión que la ha tenido ocupada, o que la esté persiguiendo, para aferraría. "Al mirar las cosas da la impresión de hacerlas suce­ der", dice. Y agrega más bajo: "Podría haber matado a un hombre". Pero no encontraron rastros. Sólo el pasto aplastado don­ de se había tumbado el hombre se está volviendo a levantar, y no hay rastros en el bosque. Anna afirma que le parece haber asistido a un homicidio, Morris concluye que no hay ningún elemento que lo haga creer: no hay homicida y no hay vícti­ ma. Anna afirma que tal vez la víctima, o el sentido de lo que ha sucedido está más allá de la mirada de ellos, más allá de su capacidad o posibilidad de ver. "Un hombre ha disparado. Ha disparado en el vacío. Nada más", afirma Morris. " Un hombre ha disparado en el vacío; ha disparado al vacío. Y aquel vacío puede prolongarse más allá de nuestra mirada: al futuro, como cuando programas una máquina, o yo activo el autodisparo." "La tuya es una imaginación perversa... y una imagen es sólo una imagen...", dice Morris. "Una imagen es un hecho, como una piedra que te cae so­ bre la cabeza", lo interrumpe Anna. "Yo conozco aquel vacío. Cuando fotografío hay ese vacío. Es allí que toman cuerpo las cosas que veo y que fotografío."

72 Han pasado algunos días de aquel episodio. Una noche -están durmiendo al aire libre en las bolsas de dormir- Morris está despierto y piensa en el vacío que Anna le ha descrito, en aquello que le ha dicho y contado: un espacio atravesado por tensiones, que se entrecruzan y que parecen próximas a gene-

rar un evento, imágenes, figuras, cosas, sucesos, que poco a poco deberán rellenar. Se apoya sobre Anna, y querría hablar, pero le parece que sus ojos están cerrados; su respiración es regular y queda. Entonces se vuelve a tender, buscando controlar de nuevo el ritmo lento de su respiración, que habría debido acunarlo hasta el sueño. Pero, antes de dormirse, Morris piensa todavía en el hombre oculto, inclinado en el pasto, en su actitud cauta y silenciosa, en sus movimientos, primero lentos y luego, des­ pués del disparo, rápidos y veloces. Luego imagina un cuerpo tendido en el suelo, boca arriba: un cuerpo muerto y sin rostro, del cual nadie habría podido jamás reconstruir su identidad. Lo ve: tiene un brazo extendido hacia adelante, con los dedos de la mano plegados, como si quisiera agarrarse del pasto, y hundirlo en el terreno, para encontrar un punto de consis­ tencia, para no resbalarse hacia la nada, o para encontrar un punto de apoyo que le permita proceder arrastrándose hacia él, hacia Morris, que lo está mirando. Se despertó en la mañana, se sintió alegre. El aire le re­ frescaba la cara: lo sentía sobre las encías, sobre los dientes, en la boca completamente abierta. Sacó agua de un bidón de plástico y se enjuagó la boca. Anna se había despertado con el ruido de sus movimientos. El sol acababa de despuntar sobre el borde de las monta­ ñas y la luz descendía oblicua y clara sobre ellos, alisando el pasto y dejando en sombras las copas de los árboles. El aire era transparente en el misterioso silencio del valle y parecía que las montañas estuviesen más cerca, que todas las cosas se hubieran acercado durante la noche. Morris se refregó las manos y la cara en el pasto cubierto de rodo. Luego intentó comunicarle a Anna sus pensamientos de la noche. Anna lo escuchaba sentada, las manos apoyadas sobre las rodillas le­ vantadas, y la máquina fotográfica en el regazo. Era la imagen del doble vacío, el del hundimiento y el de la emergencia, que Morris quería comunicarle. Pero al final es

7. La voz y la mirada

Anna la que concluye. "No sé", dice. "Pero nadie es solamen­ te testigo de una cosa que sucede delante de él, mientras la ve suceder, mientras la deja suceder". 73 Es el fragmento de una historia. Nos hemos alejado mu­ cho de Proust que es testigo de la vida desnuda que aflora junto con la muerte sobre el rostro de la abuela, mientras él se queda mirando mudo, como un testigo. Podemos decir que en Proust está la percepción de esta emergencia, este aflorar, tiene lugar justamente porque hay un testigo, porque él en ese momento no es el amado nieto, sino una mirada. Entonces el testigo no es sólo aquel que asiste al suceder, sino que es, de algún modo, cómplice de este suceder. Los testigos sobrevi­ vientes de los campos de exterminio expresan oscuramente el sentido de una culpa por una complicidad similar, una culpa que explota desgarradora en Adán resucitado de Kaniuk. Pero sobre este problema será necesario volver más adelante, espe­ rando encontrar algún elemento o una historia que nos ayude a penetrar en su enigma.

74

La mirada extranjera del testigo sobre el otro, o sobre nosotros mismos. Se abre de improviso, sin que se lo pue­ da impedir o dirigir a otro lado. Esta mirada nos mira, por ejemplo cuando buscamos refugiamos en la oscuridad para escapar al insomnio, o cuando buscamos luces y colores para escapar al tedio, o incluso cuando invocamos alguna consistencia del mundo y nos aferramos a las cosas, para huir de la angustia. Esta mirada nos alcanza después de haber atravesado la angustia, y en ese instante nos damos cuenta de que nosotros mismos hemos caído en la sensación de una subjetiva inexistencia nuestra y, contemporáneamen­ te, en la percepción de la nada del mundo. Nuestro cuerpo se hace pensante para luego liberarse en una loca danza entre fantasmas, entre las sombras mudas que surcan y ex­ cavan franjas misteriosas sobre las paredes que todavía nos encierran. Imre Kertész narra un estado similar y concluye que ante este varío él sólo puede apoyarse sobre su propia "indiscuti­ ble sensación de responsabilidad". Sabemos que existe la responsabilidad que me impulsará a afrontar, salido de la noche de insomnio, o del estado de melancolía, las incumbencias del día, que llenarán la escena, como dice Montale, para "el engaño habitual", mientras iré entre los hombres con el secreto inconfesable de haber ad-

vertido, experimentado mi inexistencia y la de ellos. Existe también la responsabilidad de testimoniar esta misma sensa­ ción de vacío. Es a esta responsabilidad a la que alude, pienso, Kertész: la responsabilidad de la escritura. Schreiber el testigo de sí mismo en cuanto Schleicher. Escribirse, mientras uno se arrastra de puntillas para alejarse de sí mismo. 75 La responsabilidad de la escritura. Flaubert lo dice explí­ citamente: la escritura es una red tendida sobre el abismo de la nada. Pero esta tela está tejida con los hilos del miedo y del horror, como bien sabía Kafka, con los más horribles fantasmas que suban desde nuestros estériles sótanos. Para testimoniarlos debo darles una forma, y esta forma los hace existir definitivamente para mí y para los demás en el mundo. Pero Flaubert va más allá. Esta tela parecía tejida de fantasmas, y en realidad, estaba tejida ella misma con la materia de la nada. Uno se podía ilusionar con transitarla agarrándose de ella, aún en el horror que contenía, sobre el vacío y sobre el abismo, pero en realidad esta misma red, que parecía contener la vida desnuda como una especie de terrible bordado, es la que nos precipita en la vida desnuda, en su ácido olor, aquel que Gobilot respira en el cuerpo de Yvette. 76 La escritura tiene entonces esta doble irreductible verdad. Debe testimoniar el horror, y en este testimonio hace apare­ cer, o mejor todavía, hace existir el horror. Pero esto no basta aún para explicar su inquietante ambigüedad. 'Todo el mundo me pregunta de Auschwitz, mientras debería hablarles de los placeres infames de la escritura. Comparados con éstos, Auschwitz es una trascendencia ex­ traña, inabordable", escribe Kertész. Su propia identidad es escritura, es más, como subraya repitiéndolo en alemán, una

"identidad que se escribe desde sí misma", que se determina en la escritura. Él, el testigo, como afirma él mismo perentoriamente, testimonia no obstante en una modalidad, la de la escritura, que es intransitiva, independiente de aquello que testimo­ nia: que se establece a sí misma del otro lado, más allá de todo evento del cual ella pueda hablar. Sin embargo, Kertész, que ha estado en los campos a los catorce años, sabe que Auschwitz es un evento epocal: una línea divisoria en la historia que establece su antes y su después. Sabe también que es tan grande y significativo que desplaza a todo pensa­ miento, incluso el pensamiento antisemita, que puede negar Auschwitz, pero no puede confrontarse con ello. Sabe que nada y nadie ha logrado explicarlo, ni siquiera a través de los análisis más sutiles y profundos sobre su génesis ideológica, como aquellos de Hannah Arendt, que no han podido decir nada de ello, sobre la vida cotidiana en los campos, sobre el Sonderkommando. Y que, como aquellas de Hannah Arendt, todas las explicaciones históricas, sociológicas y científicas han fracasado. Nada ha explicado el hecho de hombres que hacen sufrir a otros hombres, que los masacran, que se embriagan del miedo y del miasma de la carne en putrefac­ ción: medio muertos que queman muertos. Y si nadie puede explicar, este hablar es de todos modos la tarea del testigo. Pero el testigo nos ha ya dicho que, en primera instancia, él testimonia el hecho de escribir. 77

Con Kertész entramos en otra dimensión del testimonio, aquella en la que el testigo se testimonia a sí mismo espeján­ dose en la mirada del otro. Está en el tren cuando, amodorra­ do, es arrancado de su letargo por la sensación de una mirada que lo mira. Sentadas de frente a él dos jóvenes mujeres lo observan y en sus ojos hay estupor, probablemente temor. Hurga en sí mismo para entender qué puede haber hecho

que ha causado un tal susto en las dos mujeres. "En el espejo objetivo de sus miradas de improviso me vi, extranjero que envejece, la cabeza volcada hacia atrás, la boca abierta, inmó­ vil sobre el asiento de enfrente, sin que sea posible entender si duerme o si está ya muerto". 78 Con Kertész una vez más, en otro espejo, el de la obra. Y luego en otro más, el de lo indecible. Está en el tren. Piensa en la obra que está escribiendo. Se le ocurre que a través del suicidio del protagonista podrá ce­ lebrar el luto de su propio ser creador, que se ha construido parasitando otro yo, aunque de este yo tal vez no se puede decir nada. En el fondo, piensa, repitiendo a Ibsen, "escribir es pronunciar una sentencia contra uno mismo". Luego vol­ vió a casa, lavó su ropa blanca, luego todavía paseó. Compró una goma en una papelería. Y después: Crepúsculo moribundo de finales de otoño que languide­ ce; este sufrimiento nostálgico, difuso, esta añoranza de cosas perdidas que nos acoge a la vista de esquinas llenas de calor, de cafés iluminados por candelas mientras va­ gabundeamos en la orilla de ríos en ciudades extranjeras; este sufrimiento antiguo, anónimo, con su pelo y su piel, sus lineamientos y su carácter, sufrimiento del individuo que se descompone en la célula del Yo, la célula del deseo de otro lugar. Es en este momento que la escritura de Kertész tiene un sal­ to imprevisto, que nos transporta en verdad a otro lugar, bien lejos del lánguido crepúsculo. La melancolía que estaba ahí acu­ rrucada se transforma en alarido, animalidad, vida desnuda: El ciervo lanza entonces un bramido sordo, exigente y se deja desviar con una cervata -mientras no es este el asunto ...

79 Cierto. No es este el asunto. Yvette atraía a Gobilot como la cierva atrae al ciervo, e idéntico parece -mujer hombre bestia - el gemido animalesco del sexo en estado puro. Pero no es este el asunto. Detrás del sexo y detrás del alarido está la vida desnuda que limita con la muerte, como el crepúsculo que Kertész enfrentó, interrumpido por luces, limita con la noche sin luces. Sobre este borde se hunde también Auschwitz, se hunde la mirada de las muchachas en el tren, se hunden hasta los "infames placeres de la escritura". Aquí está la palabra misma que se hace gemido, se hace alarido y lamento. Es la voz primordial del hombre antes de que haya podido pro­ nunciar todo nombre; es la voz inarticulada a la que vuelve Filoctetes en la tragedia de Sófocles. Es nuestra misma voz en los instantes en los que oscilamos en el espacio entre ser y nada, en el que parece no estamos concedida ni la vida ni la aniquilación. La escritura cede frente a este gemido. O tal vez hemos creído por un instante que no podía ya articular nada, que ha desaparecido en otro lugar volviéndose inalcanzable. En realidad ha logrado incorporar incluso esta experiencia, y ahora avanza como el caracol sobre el muro en su lento re­ corrido, dejando detrás de sí una huella babosa, que al sol se transforma rápidamente en una huella de plata.

9. LA H ISTO RIA Y LA S H ISTO RIA S

80 La huella del caracol, la tinta sobre la hoja, el murmullo de la voz. El recorrido de una historia, y es la historia, o mejor, las historias las que mantienen la vida levantada sobre la abismal opacidad de la vida desnuda. Narrar una historia significa, como sabía Agustín, recorrer los meandros de la memoria, afrontar barrancas, oscuridad, paradojas, destellos de luz: significa descubrirse "sin término", una "multitud infinita". Significa descubrirse como infinito y por ello literalmente indecible. Significa, de hecho, testimoniar lo inexpresable. Pero ¿qué relación tiene mi historia, nuestras historias, con la historia? ¿Qué testimonia la historia? ¿Cómo se enlaza con las historias? 81 Entre el final de 1873 y el comienzo de 1874, en la Segunda intempestiva. Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida, Nietzsche habla de un "sentimiento tormentoso" de quien se siente asaltado frente "a la fiebre histórica", a la "h i­ pertrofia" de la historia que ha invadido y penetrado su épo­ ca. Este sentimiento lo lleva a algunas consideraciones sobre las cuales vale la pena detenerse porque, a mi juicio, no toman solamente un problema de carácter filosófico o científico, sino que se presentan casi como anticipaciones proféticas, más allá de su época, del tiempo que hoy todavía estamos viviendo.

O, por lo menos, si la alusión a su carácter profético parece excesiva, digamos más simplemente que iluminan algunos problemas, que yo siento actuales, por los cuales yo también me he atormentado, y sobre los cuales querría detenerme. Esquemáticamente, querría enunciar estos problemas: En negativo, Nietzsche subraya: a) la ansiedad por el pasado que lleva a una suerte de in­ diferencia, o de igualdad indiferenciada, al confrontar con el pasado mismo. Todo se vuelve "historia" y la exposición de los eventos que nos han precedido se parece a aquellas expo­ siciones universales que habían comenzado a echar raíces en los últimos años del siglo XIX, emblemas, escribe Flaubert, de la inmensa fealdad que avanza; b) y que este exceso de historia lleva a saturación las la­ gunas, las fracturas, los desgarramientos que han surcado el tiempo que está a nuestras espaldas, y que se prolongan en nuestro tiempo. En este sentido también aquella que Nietzsche llama "la historia crítica" termina por tener una función de pacificación sobre todo lo que ha sucedido. En positivo, al contrario, Nietzsche afirma que una correc­ ta actitud con el pasado debe conducir: a) a dirigir el aguijón del saber contra sí mismo. Adorno dirá que debe empujar "al pensamiento a pensar contra sí mismo", desbaratando por ello las categorías dentro de las cuales habitualmente cerramos nuestra relación con el mun­ do pasado y con el mundo presente; b) a la conciencia de que un saber que dirige el aguijón contra sí mismo debe encontrar otras formas en que moverse y comunicar. Estas formas son para Nietzsche las obras de arte. La historia como la crítica de un conjunto de historias.

9. La historia y las historias

82 Volvamos por un momento al texto de Nietzsche, a la si­ tuación en la cual se ha generado, y a algunas implicaciones consiguientes. La Segunda intempestiva se abre en el signo de Leopardi, el inmenso poeta-pensador que ha expresado a lo largo de toda su obra una crítica radical contra el progreso, precisamente mientras que se estaba definiendo el alma misma del proyec­ to iluminista, es decir, el historicismo. El proyecto iluminista se funda sobre la idea de la progre­ siva perfectibilidad del género humano. El conjunto de los saberes científicos, tecnológicos, filosóficos y políticos, habría debido llevar a una superación del mal. La mía es una esquematización; en efecto, como ha mostrado Baczko, también Job habita entre los iluministas: en ellos también está la per­ cepción de la fatalidad del mal. Y, de todos modos, es cierto, como han dicho Adorno, Sofsky y Baumann, entre otros, que Auschwitz, la piedra del obstáculo, que parecía que debía hundir este proyecto, ha podido tener lugar no a pesar sino justamente en virtud del progreso técnico-científico implícito en aquel proyecto. La ideología de la perfectibilidad de la raza humana, puesta en marcha por el nazismo, es cierta­ mente una perversión de la ideología de la perfectibilidad del género humano, pero es una perversión que mantiene con aquello que ella descarrila y pervierte, una inquietante proximidad. Hoy, con las biotecnologías y con las guerras profilácticas, el proyecto iluminista se ha retomado con un vigor extraor­ dinario. Pero si miramos a nuestras espaldas vemos que se han movido críticamente contra este proyecto, además de Leopardi y Nietzsche, Schopenhauer, Baudelaire, Flaubert, Dostoievsky, Wittgenstein, Kafka, Freud, Beckett... Resolver esta crítica -como han hecho filósofos como Lukács o Paolo Rossi, historiadores como Delio Cantimori y una densa legión de epistemólogos- hablando de irracionalis-

mo no resuelve nada. Tal vez deberíamos más bien aprender, como ha sugerido Nietzsche, a practicar un saber que dirija el aguijón contra sí mismo. 83 Pero demos ahora un paso hacia adelante. Valéry había observado que el tiempo de lo moderno tiene tal rapidez que no nos es concedido confrontamos con aque­ llo que nos golpea sino que estamos forzados a conformamos con la memoria de aquello que nos ha golpeado, como si entre nosotros y nuestro presente cayera constantemente la sombra del pasado. Pensemos en cualquier situación de la vida cotidiana: una fiesta, un nacimiento, una excursión, una celebración cualquiera. Veremos alrededor de nosotros muchedumbres de personas que no miran lo que sucede, sino que lo captu­ ran con fotos o filmadoras para verlo después reproducido. Pensemos en la tecnología moderna de los teléfonos celulares. Se fotografía lo que sucede frente a nuestros ojos y en lugar de contar lo sucedido se envía en tiempo real una fotografía del evento. Es una modalidad muy similar a la narrada por K. Bigelow en la película Strange days, en la que la imposibilidad de contar la propia experiencia obliga a comunicarla a través de una suerte de casquete electrónico puesto sobre el cráneo que transmite directamente lo que se ha sentido. Parecería entonces que el evento puede ser vivido sólo como memoria, como pasado, como historia. Entonces, ¿tenía razón Nietzsche al suponer que la histo­ ria puede ser un perjuicio para la vida? 84 En los Cuatro cuartetos, Eliot dice que el hombre no puede soportar demasiada realidad. Dice también que el orden en el que organizamos -por decir así post festum- los eventos, para poder vivir y contar, es una falsificación de ellos. Pero dice

sobre todo, en la apertura del poema, que el pasado y el fu­ turo terminan por confluir en una suerte de tiempo único, en el siempre-presente -el presente del pasado y el presente del futuro- y que este tiempo es irredimible. El eón del presente, habrían dicho los pensadores de la gnosis, sobre el cual sopla el hálito de la muerte. 85 Joseph K. en El proceso de Kafka es sometido al juicio por el cual terminará sacrificado. De su culpa, de su pasado, de su memoria no sabemos nada. K. llega a la aldea del Castillo, gira en torno a casas, hosterías, callejones y meandros. No sabemos nada de su pasado, no sabemos de dónde viene, qué ha dejado a sus espaldas. Proust lleva a cabo uno de los más vertiginosos recorridos de la memoria, para concluir que de ella, cuando logramos componerla en una obra, podemos te­ ner sólo un cuadro lagunoso, hecho de luces y de sombras, de presencias y de omisiones. Vladimir y Estragón en Esperando a Godot de Beckett se encuentran esperando precisamente a Godot, el siempre viniente pero jamás venido. El pasado vuelve a ellos en jirones que no tienen sentido ni para el uno ni para el otro, tanto es así que ellos no saben ni siquiera si el lugar en el que esperan es el mismo lugar en el que han esperado ayer. La hipertrofia de la memoria que caracteriza nuestra épo­ ca parece entonces haber borrado la memoria. ¿Es todavía posible confrontarse con el propio pasado, con el pasado co­ lectivo? ¿Es posible actuarlo? 86 Freud tiene frente a la memoria individual la misma actitud que Proust. En Construcciones en el análisis de 1937, Freud habla de la recuperación del pasado individual como de una excavación arqueológica. Pero mientras en la excava­ ción, a un cierto punto, tenemos una idea del complejo que

descubriremos y reconstruiremos, en el análisis del pasado individual podemos proponer no reconstrucciones sino sólo construcciones hipotéticas en las que "la única certeza es la inseguridad". En un texto contemporáneo, Análisis terminable y análisis interminable, Freud extiende esta misma incerteza a las construcciones que constituyen la memoria colectiva. Freud y Proust están sintomáticamente ambos presentes en la apertura del ensayo de Walter Benjamin Algunos temas en Baudelaire. Ambos testimonian cómo en la edad en que se multiplican experiencias nunca vividas antes de entonces, cómo en la guerra y en la civilidad metropolitana, el hombre se encuentra cada vez más pobre de experiencia comunicable. La experiencia en vez de comunicarse en una narración pare­ ce hundirse muda en el pasado. Sólo si lográramos detenerla en el borde del pasado podría reanimar del pasado mismo otras experiencias, que podrían enlazarse a ella en una cons­ telación cargada de significado. La mujer que amamos, como dice Benjamin en la segunda de las Tesis sobre el concepto de historia, parece no haber tenido hermanas. Así todo se desliza en el pasado sin hacerse historia. Así el ángel de la historia de la tesis novena, arrastrado hacia el futuro al que da la espalda desde la tempestad del progreso, ve este mismo pasado como un cúmulo de ruinas que se eleva terrible e incontenible frente a nuestros ojos hacia el cielo, sin poder hacer nada para recomponerlo. 87 El problema está precisamente aquí. No se puede recom­ poner el pasado despedazado en un orden. Esto sería todavía una vez más el orden de los vencedores. El problema no es recomponer el pasado, sino redimirlo. Tal redención según Benjamin sólo es posible en el instante, en el ahora, en el que un fragmento de aquello que vivimos se entrama con un frag­ mento del pasado, y en la tensión que se abre entre ellos, en su diferencia, emana el sentido del ahora y del entonces. El

9. La historia y Jas historias

momento se carga así de tiempo hasta estallar y deviene histo­ ria. Benjamin llama a este momento el ahora de la cognoscibi­ lidad. Pero nosotros sabemos que precisamente del momento no es posible hacer historia. 88 Historia como discontinuidad. Desde Nietzsche, que por primera vez ha pensado tal discontinuidad, hasta hoy, se han pensado muchas estrategias para capturar el sentido de la discontinuidad y de la momentaneidad. Precisamente, des­ de las genealogías de Nietzsche, hasta las arqueologías de Foucault, hasta las micro-historias. Pero ¿es verdaderamente pensable que cargando un detalle o, como dice Ginzburg, una brecha, de toda la historia del mundo, sea posible hacer his­ toria de aquello que no es historizable? ¿O no hay en algunas de estas propuestas una tentativa latente, tácita y callada, de deslizarse desde la historia a las historias, o mejor aún, nietzscheanamente, a las obras de arte, a la literatura, sin, por lo demás, afrontar sus riesgos? Porque pasar de la historia a las historias, de la narración histórica a las narraciones, significa de hecho entrar en el mundo de los posibles abandonando tanto el terreno de los hechos como el terreno de las hipótesis en tanto que instrumentos operativos.

89 Sin embargo lo histórico tiene necesidad de historias. Auschwitz no sólo es un evento histórico, sino un even­ to que signa la historia en un antes y un después, hasta en relación con el antisemitismo, que debe ponerse, dice Imre Kertész, entre comillas, porque ahora "no es más aquello, sino otra cosa (aunque no se sabe qué)". Así hoy "entre anti­ semitismo y antisemitismo es necesario tomar en considera­ ción el hecho de Auschwitz. En la historia del antisemitismo, Auschwitz signa un momento crucial, como, por ejemplo, la teoría de los cuantos en la física. Lo que quiero decir es que

así como un físico que no haya oído hablar de la teoría de los cuantos no es un físico, un antisemita que no toma en cuenta Auschwitz no puede ser, por así decir, un verdadero antise­ mita, creíble, serio". De hecho, agrega Kertész, no hay una respuesta antisemita a Auschwitz. Pero ¿quién ha dado una respuesta a Auschwitz? Del complejo de fenómenos y sucesos que se ponen bajo el nombre de Auschwitz no podemos decir realmente nada. Saul Friedlander afirma que de ello no es posible ni siquiera una comprensión empática. Dan Diner, en Probing the limits of representation, afirma que ello "trasciende las estructuras tra­ dicionales de la comprensión histórica". Todavía Friedlander afirma que nuestras categorías conceptuales se demuestran insuficientes, y que nuestro propio lenguaje se vuelve, frente a este evento, problemático. Lo mismo, como ya hemos visto, afirma el narrador Kertész. Hannah Arendt, dice, ha analizado de modo vasto y profundo las raíces y el estímulo antisemita en la Europa del Iluminismo para encontrar orígenes y explicaciones para la solución final. Pero no ha podido explicar aquello que en Auschwitz, en lo cotidiano de Auschwitz, hunde toda explicación histórica o científica. También aquí el antisemitismo juega apenas su rol. ¿Qué puede decir Arendt, qué pueden decir los antisemitas frente a hombres que hacen sufrir a otros hombres, que los masacran? ¿frente a los almaceneros que clasifican objetos en el horizonte oleoso del humo que sale de las chimeneas de los hornos? El deterioro del mundo, que aquí tiene lugar, conclu­ ye Kertész, "tiene un origen más profundo que el que puede alcanzarse con la historia o con la ciencia...". 90 Nietzsche había hablado de un saber que dirige el aguijón contra sí mismo. Adorno frente a Auschwitz declara que el pensamiento debe pensar contra sí mismo para no volverse cómplice del horror.

9. La historio y fas historias

¿Qué significa un pensamiento que piensa contra sí mismo? Aquí tocamos otro punto rozado por Nietzsche. El pen­ samiento que piensa contra sí mismo y contra las categorías que lo han constituido es el pensamiento que se expresa no en la historia sino en las historias, en las narraciones. Estas, que afrontan incluso a costa, como ya decía Aristóteles, del alogon, del absurdo, pueden hablar de lo inhumano como ninguna narración histórica o científica puede hacerlo. Sidra DeKoven Ezrahi, en Probing the limits o f representation, habla justamente, como ya Adorno había hecho con Beckett, de la posibilidad de afrontar lo indecible a través de la poesía de Celan, de la narración de Kaniuk, de la pintura de Kiefer. Es todavía Benjamin quien, en un ensayo de 1922 sobre Las afinidades electivas de Goethe, afirma que lo indecible, aquello que no encuentra expresión, es el centro de verdad en tomo al cual gira toda verdadera obra de arte, que por eso mismo rompe la falsa totalidad, que es heredera del caos, y se da como fragmento, como un torso del mundo verdadero. 91 ¿Debemos concluir que no existe posibilidad de hacer historia, y que sólo el arte, la poesía y la narración llegan allí donde se quiere ir? ¿Que el historiador debe hacerse escritor y artista, y contar historias, como Scherezade que, como dice Kierkegaard, salvaba su vida contando historias? Pienso más bien que hacer historia es siempre confrontarse con las historias, las varias y múltiples historias que cuentan el mundo. Las historias que se depositan en los documentos y en los monumentos, en los testimonios, en las formas y en las figuras en las que el hombre se ha entregado a la memoria. Hacer historia es tal vez constmir una trama de historias. Algunas de éstas son pronunciadas en modo tan débil que rozan la afasia. Y justamente de éstas es necesario tener más

cuidado, para que su voz pueda desplegarse de nuevo, soste­ nida en otras voces. Por ello hacer historia es tal vez tejer una trama de histo­ rias. Pero para hacer esto, lo histórico, en primer lugar, debe hacerse guardián y custodio de las historias. Hacerse custo­ dio de las historias significa proteger aquello que en ellas es contado, pero sobre todo hacerse cargo de aquello que ellas testimonian en sus intersticios, el espacio de un rumor que contiene miles de voces, y entre estas voces también la voz del silencio. Sobre el borde de este silencio se abre otro interro­ gante. Benjamin ha escrito que toda historia tiende a su final: su verdadera meta es la muerte. Tal vez lo hemos sospechado cuando comenzamos a leer historias, cuando comenzamos a escribir o contar nuestra historia. Si esto es verdadero, aquí surge una sospecha terrible. Si la historia es el enlace de todas las historias, ella contiene todas las muertes que están inclui­ das en ella, y su fin sería entonces el final. La sangre que de ella gotea sería la visibilidad de la muerte que está incluida en ella. Los actuales actores de las guerras profilácticas no serían entonces quienes nos defienden del final, sino actores de un inmenso y terrible sacrificio. El ansia que los guía y los impul­ sa sería, en efecto, no sólo un ansia de muerte y de implosión, sino también la tentativa de alcanzar la muerte de la muerte: la muerte de nuestra muerte, aquella que custodiamos celosa­ mente dentro de nuestra historia.

92 Se ha creído siempre que el diario era el instrumento na­ rrativo a través del cual uno se pone cara a cara con la propia historia. En realidad esto es verdadero sólo en parte. El diario es el lugar en el que la tentación de ordenar los eventos den­ tro de un horizonte que puede abrirse sobre un paisaje florido sobre un país lluvioso, es casi irresistible. En la soledad en la que se acumulan sobre la página los eventos, frecuentemente se es arrastrado a pervertir los eventos, como con frecuencia sucede con las prácticas solitarias. La escritura es un evento que se cumple en el secreto, pero que presupone siempre un lector: un otro respecto al cual se escribe, un testigo entonces. La ferocidad y la piedad en la soledad no tienen límites, y superan nuestras propias posibilidades de soportar. Otro tipo de perversión se hace lugar en los casos en que el diario está destinado al público, en cuanto entonces el pacto autobiográfico funciona como una vocación veritativa. El lector no es empujado a buscar la verdad a través de los meandros de la ficción narrativa: la verdad está garantizada -literalmente por una suerte de pacto- por el hecho de que se presume que yo cuento aquello que realmente he vivido y de lo que soy auténtico y confiable testigo. Es tal vez por esto que las grandes confesiones diarísticas no son diarios en sentido estricto: son las cartas que Flaubert envía a algunos interlocutores, es la triple ficción a través de la que Henry

Beyle escribe sus confesiones firmándolas Stendhal y atribu­ yéndolas a Henry Brulard. Son todavía los grandes escritos fragmentarios del Zibaldone de Leopardi, del Mon coeur mis à mi de Baudelaire, de los cuadernos de apuntes de Nietzsche, de los Cahiers de Valéry. Por cincuenta años, de 1894 a 1945, todos los días, desde las cuatro de la mañana hasta las siete o las ocho, Valéry es­ cribe. Escribió un número inmenso de páginas, publicadas en facsímil por el C.N.R.S (1957-1961) y antologizadas en 19731974 en dos volúmenes de la colección Pléiade. En 1987, el editor Gallimard inició la publicación integral que, hasta hoy, con el volumen VII, ha llegado a los umbrales de 1905. Valéry está literalmente obsesionado por el orden del pensa­ miento. Estas anotaciones, en efecto, deberían ser no un diario sino la tentativa de observar al propio pensamiento pensar. Pero ¿se puede controlar todo en la incierta luz de la noche que muere dejando un espacio al alba y después a la luz del día? No, no es posible, y nos podemos encontrar de improviso pensan­ do que "aquello que escribo aquí no es más pensamiento, sino destellos oscuros de la destrucción de una sustancia inteligen­ te". Quien escribe, Schreiber, se puede encontrar de improviso frente a Schleicher, a quien se arrastra en puntillas, sin siquiera la posibilidad de decidir claramente si el ser resbaladizo y am­ biguo que se mueve en las esquinas oscuras de la habitación, gimoteando inexorable sus sugerencias, soy yo o es otro. 93 Valéry conoce los peligros de aquella que Kierkegaard ha­ bía llamado excacerbatio cerebri, de aquel ansia intelectual que, como ha dicho Musil, entra en el vicio, como la dipsomanía, como el erotismo más arriesgado y perverso. El además había erigido y luego derribado un monumento a este vicio, en el Monsieur Teste (testa: cabeza, testigo), que transforma el mun­ do en un "jardín de epítetos" que muere clasificando ("transiit classificando"). Sin embargo, incluso afrontando una de las

zonas más arduas de la experiencia humana, los paisajes de eros, Valéry reafirma su propósito: Mi solución consiste en el fenomenalizar todo lo psíqui­ co y buscar encontrar -(o dar)- a eso la respuesta (lo más rápidamente) que es un sistema cerrado -que está com­ prendido entre "sensaciones", acciones-eliminaciones y un funcionamiento oculto de la masa vital -con sus in­ numerables unidades, sus grandes ficciones monótonas, sus fluctuaciones repetitivas, etc. Un sistema cerrado, entonces, dentro del cual debe en­ contrar espacio también la dimensión erótica. No obstante, a esta altura, el discurso de Valéry se mueve él mismo a través de fluctuaciones, pero estas fluctuaciones son fluctuaciones contradictorias: desbordan por todas partes. 94 El sentimiento que prevalece en Valéry frente a eros, es el horror. El horror de la inconsciencia que está implícito en él, por ejemplo en una anotación de 1894 (p. 393). Eros es, en efecto, como ha dicho Eurípides, arrítmico, no tiene medida, y su diosa del amor, Afrodita, está muy cercana, incluso en el nombre a Afrosina, la pérdida de la sabiduría. Horror porque en el acto amoroso "no hay más ni hombre ni mujer. Hay una cosa que se mueve sobre sí m ism a": una "m áquina que lanza suspiros, que precipita sus pulsaciones, que babea", o "un ani­ mal que se suicida, la angustia de un anegamiento" (p. 393). El teatro amoroso pone en escena entonces una máquina y esta máquina se transforma con una horrible metamorfosis en un animal, un animal que gime al borde de la muerte. Horror. Más allá del horror está la sustracción. La uni­ dad de los amantes es simplificación. Uniéndose, en efecto, se "deforman, suprimen la mayor parte de su ser" (p. 399). También aquí, Valéry no escapa a la contradicción, como si la luz doble del crepúsculo de la mañana en que está escribien­

do estas notas, la Zwilicht (como la llama Benjamín) se calara solapadamente dentro de su pensamiento. ¿Cómo pueden superponerse simplificación y deformación, deformación que es aquí, en efecto, una complicación? Sobre todo porque esta deformación, como escribe Valéry algunos meses después, es un conjunto, una maraña de cosas: grumo de "jugos, sudores, babas y calores; palpamientos, vergüenzas, torpezas y auto­ matismos", a los que se agregan mentiras, bruscas mutacio­ nes de voces y de expresiones para terminar en una mezcla impura de "animal-ángel-niño". Una cosa repugnante, sobre la cual todavía más repugnante emerge el sentimiento, que es "la parte verdaderamente vergonzosa, porque sin eso, todo el resto sería pura necesidad, sin historia" (p. 401). Ahora la máquina ha desaparecido, y con ella también el animal que permanece, por así decir, enteramente a la som­ bra del escollo insuperable del sentimiento, de lo humano demasiado humano del sentimiento. Por lo tanto, el amor es enigma indescifrable que, contra toda lógica, tiene como meta no la continuidad sino la interrupción, el espasmo del instante desde el cual se emana un destello que no ilumina nada (p. 404). Pero ¿cuál es en el fondo el aguijón envenenado del amor y del sexo (p. 474)? ¿Podemos diferenciarlos simplemente recurriendo a la metáfora de una comedia zoológica, como escribe Valéry en un apunte de 1925 (p. 486) o retornando a la vieja imagen de la máquina (p. 496) o desplazándolo del ám­ bito de la dinámica corpórea al de la dinámica de la palabra, y por lo tanto, entregándolo a la imitación de los textos que han hablado del amor en pasado (p. 520)? Y ¿no han tomado estos textos, también ellos, el inicio de algo que es necesario decir y que no se logra decir? Es más adelante que Valéry afrontará el amor desde otro punto de vista, enteramente contradictorio o más bien anta­ gonista a cuanto había dicho en el pasado. En los años treinta comienza a hablar de él como obra de arte. Yo amo, y amando

hago y vuelvo a hacer a la amada. "No puedo -escribe Valéry— abandonar esta que es la acción por excelencia, perder este canto de mis manos" (p. 530). Es, finalmente, en un texto de 1943 que las viejas metáforas son dejadas de lado. No es ya cuestión de máquinas, de bestias y tampoco de la obra solipsista de un artista, que presupondría la sumisión del otro. El amor es obra de arte, la obra de arte que los amantes pro­ yectan juntos en el mundo. "El amor es una obra -la obra es acto de amor. Esto en el sentido más preciso". El amor se vuelve obra, venciendo a la voluntad y a la sensibilidad. Deviene forma que encierra un sentido precioso. Pero también ésta es una escapatoria. Valéry ha escrito que "la voluptuosidad no es otra cosa que escapatoria". Bestias, máquinas, obras de arte: escapatoria. ¿Dónde ha rozado Valéry la verdad oculta de eros, donde ha logrado, pensando y escribiendo en el arco de decenios, tocarle un borde, testi­ moniar la verdad? 95 Hay un pasaje de evidente importancia, dado que Valéry lo contraseña también con la theta, que reenvía a los textos que atañen a la espiritualidad y al mundo de la religión. En ciertos espasmos de amor uno se siente frente a la muerte. El corazón y la cabeza se pierden. No es cuestión de placer. Porque este placer es obtenido poniendo en juego el úl­ timo supremo esfuerzo de la vida ... (p. 484). En efecto este instante-así concluye la reflexión de V alérysi es donado a Cipria, la diosa del amor, entonces se te escapa Cronos, el Tiempo. Entonces se abre el espacio de Hades, del dios de la muerte. Y un poco más adelante, después de haber hablado del amor posesivo, de la lucha amorosa (de la palpación del cuer­ po como materia que se quisiera moldear a sí mismo) después

de la cual ese cuerpo es traspasado como por el cuchillo sacri­ ficial, Valéry, contraseñándolo con la doble theta, agrega: En el centro del amor yace una suerte de ignorancia, de sustancia irreductible que la voluptuosidad termina por velar e inundar un instante, como el ojo se defiende del fuego con las lágrimas. Pero este secreto está mucho más allá del placer...(pp. 484-485). ¿Qué es posible decir de este lugar velado y secreto, de este fondo en el que el amor toca a la muerte y con ella se escapa, aunque sólo por un instante, al orden del tiempo para entregarse a las leyes de Hades? De este lugar no se puede decir nada. En un texto de 1941, Valéry lo afirma marcando, con esta afirmación, el sentido mismo de toda su obra. Escúchame. El hombre en todo momento encuentra lo indefinible. Parece, a cada instante, que se nos avecina desde cualquier punto desde el cual es, de repente, por así decirlo, rechazado. Toca al extremo una sensación o una impresión y es rechazado, y recae en su lugar o se retrae en su caparazón. Así, la idea de la muerte -así su propio yo [...]. Así, igualmente, el yo que él supone de los otros...(pp. 539-540). Entre estos estados indefinibles está también aquel que pertenece al amor, a todo amor, y emerge por ejemplo al co­ mienzo de un amor, o en la inminencia del acto, cuando este es por primera vez decidido, o en el espasmo, en el orgasmo, en el momento que preludia la separación de los cuerpos. Hölderlin había dicho que la verdad de la tragedia está en aquel espacio en el que ella manifiesta aquello que no tiene expresión, de modo tal que es necesario advertir contra la maestría poética de Sófocles y los trágicos, para que este es­ pacio no sea cubierto y vuelto invisible. Benjamin retoma esas consideraciones de Hölderlin en el ensayo sobre las Afinidades

electivas de Goethe para decir que precisamente aquello que no tiene expresión constituye la verdad de la obra. La obra testimonia este inexpresable haciéndose trizas, abriendo en sí misma las grietas que manifiestan este más allá que debe de todos modos volverse visible y testimoniado. Valéry llega a la misma conclusión. Se trata ahora de vol­ ver todavía más explícito aquello que en su texto se presenta sobre los bordes de la escritura que habla de amor. 96 En ciertos momentos de amor, uno se siente próximo a la muerte. El hombre encuentra a cada momento lo indefinible. Indefinible como la idea de la muerte. Detrás de la máquina, del animal, de la sustracción, de la obra de arte, está esta terri­ ble verdad. El acto de amor que debería ser el aguzarse de la vida es el acto que nos pone de cara a la muerte. La escritura que debería dar forma a lo informe, se choca exactamente con aquello que no puede tener forma, con la idea de la muerte. 97 La prisionera de Proust se abre a la insignia de la muerte. Las valijas de Albertine son como ataúdes. Albertine misma, desnuda o durmiendo en la cama, se asemeja primero a un paisaje de árboles, después a una extensión de rocas, después todavía a una estatua y finalmente a las figuras esculpidas sobre los sarcófagos. La prisionera es el último acto de las per­ versiones que Proust narra con desesperada precisión. Los celos reducen al ser amado a cosa: a una cosa muerta. Pero cuando se habla del abandono de los amantes, ¿no estamos también aquí frente a un momento en el que se deviene cosa? ¿Qué se abandona y qué se deviene en el abandono? Valéry (p. 397) dice que la mujer se desnuda y desnudán­ dose, silenciosa, es incapaz de olvidar su desnudez: es extran­ jera a sí misma, sus manos se vuelven obtusas, está inmóvil e inquieta. ¿No es esta inquietud, o la percepción de que esta

desnudez está sobre el borde de una desnudez más extrema, es decir a la desnudez de la cosa que se rinde a una pérdida de sí, la que reclama con estridente insistencia la imagen de la muerte? El momento de incerteza de esta desnudez es un momento sin pensamiento: es un momento profundo, que se hunde hasta el corazón mismo del ser. A esta altura, podemos retomar las primeras palabras con las que hemos abierto este libro. Estar desnudo. Estar desnudo es ser vulnerable, escribió Sartre. Estar des­ nudo es descubrirse inexorablemente mortal. Con este sen­ timiento de inexorabilidad nos hemos traído sobre el confín mismo del ser, sobre el confín de la escritura, sobre el límite de todo posible testimonio.

98 El yo frente a sí mismo, el yo frente al estupor de encontrar­ se imprevistamente enredado en la trama de su propia mira­ da que mira las cosas, en la trama de la escritura que registra la propia mirada. La escritura busca entonces hacerse íntima, privada, dirigida a sí: de solo a solo, como concluye Plotino al final de su viaje narrado en las Eneidas. Quien escribe no sabe todavía que deberá hacerse sobreviviente: sobrepasar este momento para testimoniar él mismo no a sí sino al otro, a cualquier otro. Hay, en efecto, un momento en el interior de esta confrontación consigo mismo, con la propia confronta­ ción con las cosas y con la propia mirada que mira las cosas, en la que emerge la necesidad del otro: de otra mirada, de otra escucha. Leamos a Leopardi, en un pasaje del Zibaldone: Y yo no creo que haya hombre tan taciturno y enemigo del hablar, del conversar, del comunicarse con otros, que experimentando una sensación extraordinariamente fuerte y viva no esté constreñido a su pesar, o sin re­ flexión y sin comprender, a prorrumpir en [símiles] exclamaciones, que denotan el deseo y la intención de comunicar aquello que él experimenta. Pero para "comunicar a otros", a un otro, debemos plegar la escritura a las leyes de la comunicación: pasar al registro de la retórica, o, si queremos, del estilo. En una palabra: a la fuer-

za sistematizadora de la "costumbre comunicativa", literaria o filosófica que sea. No es sin embargo necesario salir del journal para en­ contrar al otro. El diario mismo se vuelve lo otro, como dice Valéry en una página iluminadora de los Cahiers: "Mi cuader­ no perpetuo es mi 'Eckermann'./(No es necesario ser Goethe para/ofrecerse un fiel interlocutor)". Pero Valéry es consciente de qué significa de todos modos la aparición de un otro, aunque este otro es la página del cua­ derno sobre el que escribo. El estilo permite testimoniar, pero al mismo tiempo incluye en el testimonio la reticencia. Así pro­ sigue Valéry en el pasaje que hemos citado recién: "Le digo aquello que viene/Como viene-/ (Pero no todo aquello que viene-/ Y menos aún/Todo aquello que podría venir/ Si...?)" A esta altura el diario se ha vuelto menos ostensivo que la escritura literaria, como si pudiésemos descubrimos mejor frente a los muchos sin rostro, que frente a un "tú", que nos está tan próximo. A menos que nos enmascaremos detrás de un seudónimo, como Kierkegaard, o como Stendhal. 99

Pero volvamos a la escritura privada, al yo frente a sí mis­ mo, al yo que se mira a sí mismo. Una mesa, los libros y las hojas que vuelven inaccesible su superficie, la vibración del monitor de la computadora que lucha con la luz de la lámpa­ ra, tal vez en la pared de las imágenes, y, desde un segmento de la ventana, un muro, y, alrededor, el silencio. Miro, ob­ servo, registro, y las cosas que miro parecen superponerse o enlazarse y ser finalmente trasportadas desde el fluir de los pensamientos que han perdido todo objeto definido, aunque resisto a la posible transformación de este flujo en el remoli­ no del tedio. No sé cuándo sucedió, pero improvistamente -aunque el proceso debe de haber sido gradual, tan gradual como para no poder ser percibido- todo se hizo aguzado y araña directamente mi piel, en la carne. Es desde hace tiempo

que no escribo más nada, cuando me doy cuenta de que estoy desollado y que no sólo los objetos, sino también el aire mis­ mo se corta directamente allí donde la herida no puede ser medicada. Los pensamientos mismos se vuelven urticantes, y no obstante, me esfuerzo por entender cuál ha sido el motivo de esta transformación, cuál ha sido el gesto que la ha produ­ cido, y el tiempo en el que se ha realizado. Estoy indeciso. No sé si haya sido un exceso de atención, que me ha llevado más allá del filo de las cosas, y que ha provocado una suerte de paradojal e increíble venganza de ellas, o bien la desatención que ha creado entre ellas aquel intersticio en el que se han precipitado, como se precipita uno en un abismo, cuando la tierra cede bajo nuestros pies, o en la noche cuando no estamos protegidos ni por aquello que vemos ni por los sueños. Me viene a la cabeza que he expe­ rimentado un estado similar en el insomnio, cuando, a cierta altura, perdí los confines del espacio y entré en un estado de espera, similar, pienso, al estado en que se espera la muerte. 100 En este momento estoy escribiendo para analizar una experiencia. He abandonado la pretensión de escribir sobre mí para mí. Me figuro, en efecto, que esta experiencia es una experiencia común y la estoy testimoniando a otros. En este punto estoy en condiciones de dar un paso adelante. Se testimonia algo que ha sucedido. Algo a lo cual hemos asistido o que hemos vivido pero que, en el momento del testimonio, no está más presente. En este sentido, escribir y testimoniar se mueven desde el mismo lugar, y ese lugar es la ausencia. Los libros nacen en la noche y en la soledad, dijo Proust, y se llenan de aquello que en aquella noche y en aquella soledad está sólo en la memoria o en el pensamien­ to. Thomas Mann es aún más cruel, ya lo hemos observado, cuando liquida sus amores para poderlos escribir: para trans­ formar a ios hombres que ha amado en personajes, o hasta

en sus diarios, en una secuencia de frases, en narraciones y cuentos. Valéry dijo, y lo hemos visto más arriba, que se llega con la escritura a un punto en que no encuentra expresión, como la idea de la muerte y la idea misma del yo. La muerte y el yo son aquello que está siempre presente: aquello que no pode­ mos jamás volver enteramente ausente.

101 El yo es ciertamente narrable, cuando lo experimento como otro, por ejemplo en el narcisismo. El yo es narrable cuando lo encuentro, por ejemplo en el acto amoroso, en el espejo del otro, o lo descubro en las caricias que dibujan el paisaje de mi cuerpo como un paisaje que me es desconocido. Lo encuentro y lo relato en el conflicto en el que se da inseparablemente con el otro. Lo pierdo, por el contrario, de cara a mí mismo, cuando se me da como un sentimiento que huye de la captura del pensamiento y de la palabra. Miro las ventanas iluminadas enfrente y pienso que soy mirado por alguien detrás de aquellas ventanas. La mirada corre siempre por un sendero que me lleva a una superficie que lo refleja y que concede puntualmente la reflexión. 102 El espejo es otro. Otro es su fría, lúcida superficie con respecto a sus bordes de oscuridad que he encontrado den­ tro de mí al final de una atención que devino espasmo del espíritu, o de una desatención pantanosa en que advertí un hundimiento: el deshacerse de mis lincamientos de modo tal que no habría podido ponerme frente a él. No habría podido mirarme, testimoniarme. También las ventanas de enfrente son una tentación a aquello que he debido resistir en el mudo temor de que los vidrios no me llevasen hacia aquella otra mirada escondida que habría legitimado la narración de esta

experiencia, sino hacia la opaca superficie de mi propio ros­ tro, solo, atrapado paradojalmente en una ceguera vidente. Sin embargo, aquello que no tiene expresión -lo han dicho Hölderlin y Benjamin, y lo hemos recordado y subrayado muchas veces- se muestra en la cesura o en la laguna del texto y deviene así su centro, desde el cual el texto mismo se mueve para destruir una falsa totalidad que no es otra cosa que caos e indiferencia, para restituirle una verdad que se nos ofrece por fragmentos. 103 ¿Es posible existir en esta certeza? ¿O no se es conducido a cierto punto ahí donde Thomas Mann ha empujado a Adrian Leverkühn en el Doctor Faustus, a aquel lugar, a aquella situa­ ción en la que la voz vuelve a aquello que es tal vez su mo­ vimiento primordial: el lamento que representa y testimonia sólo a sí mismo? Adrian Leverkühn al final calla, pero Thomas Mann habla, escribe. Beckett va más allá. Es evidente que lo Innominable, el sujeto que no puede tener nombre, es aquel que ha escrito y confiado sus dolores a los personajes de las novelas de Beckett. Es evidente que a lo Innominable esto no le ha bastado y ya no le basta: demasiado débil ha sido el tes­ timonio de ellos. Ahora habla directamente, pero sus palabras son un puro murmullo. Pero, él dice, es necesario continuar y yo continuaré, porque es necesario intentar entretejer una historia en la medida en que sólo a través de una historia o un relato puedo decir, o al menos aludir a aquello que no tiene expresión. 104. Aquello que no tiene expresión es el sufrimiento, la souffrance que, dice Leopardi, no es un accidente sino un dato constitutivo del ser mismo, la dimensión ontológica de todo el universo. Frente al pasaje sucesivo que debería definir el estado de lo inexpresable absoluto, es decir, la nada, también

Leopardi ha dudado, oponiendo al infinito de la nada el in­ finito de los posibles. El camino de la escritura permanece abierto. Se pone frente al dolor, a la souffrance, a la nada y con­ tinúa. Intenta este espacio, recorre sus límites, busca el punto de umbral desde el cual pueda captar una imagen o un soni­ do y llevarlo en sí como una conquista preciosa, precisamente como el testimonio del sobreviviente que vuelve de este viaje, refiere, para después retomar el viaje, sin preocuparse si el saber que de ello trae, como dice Baudelaire, es amargo. Pero hay quien ha llevado o imaginado llevar la escritura más allá de estos límites. No le ha bastado asomarse o aso­ marla hacia la nada, sino que está hundido y ha hundido a la escritura en ella. En su gesto, subrayado incluso por la muerte que lo ha sorprendido en esta tensión extrema, está quizás el confín mismo de la posibilidad de testimoniar. Es una expe­ riencia que está a la base de las escrituras extremas del siglo veinte, explícitamente a la base de la de Kafka y de Proust. Estoy hablando de la experiencia de Flaubert.

105 La opacidad, o aquello que Flaubert define betise: "es un abismo sin fondo, y el océano que veo desde mis ventanas me parece bien pequeño en comparación con él". Escribir sobre eso es empujarse a los límites de lo posible, exiliarse en estos límites: no hay defensa porque, como afirma Flaubert, "no se eligen los propios argumentos. Se los sufre". 106 El siglo XIX es el siglo del Progreso. Se construyeron los ferrocarriles, se iluminaron las ciudades y se hicieron des­ cubrimientos que turbaron y modificaron la vida y el pen­ samiento de los hombres. Hegel y, después de Hegel, Marx creyeron haber encontrado el espíritu y el motor de la historia universal. Flaubert descubre, por el contrario, la betise, y ésta es, según Kundera, "el máximo descubrimiento de un siglo tan orgulloso de su razón científica". Incluso antes de Flaubert se conocía la betise, pero se la consideraba un defecto de conocimiento, que habría sido col­ mado por el progreso del saber. Flaubert descubre que la betise es, al contrario, "una dimensión inseparable de la existencia humana", que ella "no cede frente a la ciencia, a la técnica, sino que, contrariamente, con el progreso progresa también ella". Flaubert descubre, por decirlo todavía con Kundera, que la betise no es ignorancia, sino "el no-pensamiento de los

lugares comunes", que corroe la conciencia y que envuelve el mundo en una corteza opaca: "algo inderrumbable; nada la acomete sin despedazarse contra ella" (a Parain, 6 de octubre de 1850). Es el mal en su aspecto más terrible: el mal que no sabe que es mal. Es aquello que Hannah Arendt definió como la banalidad del mal. Flaubert sabe que la betise es la "verdadera inmortalidad", sabe que "el diablo no es otra cosa que esto" (a su sobrina Carolina, 2 de enero de 1877). Flaubert sabe que este es el objeto de su obra. Sabe que para afrontarlo es necesaria una "pureza metafísica" que "da escalofríos" (a L. Bouilhet, 14 de noviembre de 1850). Cuando todavía no tenía nueve años, Flaubert había confiado profeticamente a su amigo Chevalier que se había propuesto transcribir las bétises que una señora, que venía a visitar a su padre, profería continuamente. Alrededor de 1850 parece listo para afrontar la empresa, para escribir esta obra. El mundo parece estar sobre la baranda de una imparable evanescencia, a la que se oponen utopías, ideologías, bétises precisamente. Estamos en una suerte de crepúsculo que se ríe burlona y siniestramente. A todo esto tal vez se puede oponer el Diccionario de los lugares comunes, al que se agregará, escribe a su amigo Bouilhet (4 de septiembre de 1850), un prefacio grotesco "en el que se indicará cómo la obra ha sido hecha, con el fin de refundar la relación del Público con la tradición, el orden, la convención general", de modo que "el lector no sepa si se cagan en él o no, será probablemente una obra ex­ traña, capaz de tener éxito, porque sería absolutamente de actualidad". Pero dos años después, el 16 de diciembre de 1852 (en una carta a L. Colet), la obra es aplazada. Obra terrible, dice Flaubert, en la que atacará todo, "y que haré dentro de diez años". En este tiempo tendrán nacimiento y lugar Madame Bouary, la segunda redacción de La tentación de San Antonio y Salammbo, obras que representan el intento de Flaubert de

oponerse a la betise a través del instrumento del arte, a traves de la belleza. 107

En el siglo XX, Kundera, Brodsky y Calvino han hipótetizado una suerte de salvación estética contra el "mal" del mundo: justamente el mal de la indiferencia, del poder que todo lo iguala con la fuerza de las armas o con la fuerza de la ideología. Desde la "sabiduría de la incerteza" de la novela, desde el rigor con el que la poesía opone a la oscuridad o a la luz de las certezas, las huellas más tenues -la diferencia de minúsculos hechos o cosas, como el polvo de "Pequeño testamento" de Montale o el ratón blanco de marfil de "Dora Markus"- emerge la conciencia propia de la literatura de que lo real es, de hecho, un haz de múltiples posibilidades y que por ello esta conciencia puede oponerse a las máquinas de guerra del poder. Aquí podemos encontrar, escribe Brodsky, "la única forma de aseguramiento moral del que una socie­ dad puede disponer", el único verdadero antídoto "contra cualquier solución de masa que actúe sobre los hombres con la delicadeza de una excavadora". La realidad estética redefine así "la realidad ética del hombre", y justamente en este sentido, prosigue Brodsky, la afirmación de Dostoievsky, acerca de que la belleza salvará al mundo, debe ser tomada al pie de la letra. Flaubert sabía todo esto. Sabía que no tenemos ningún pun­ to de apoyo. Sabía que danzamos, ya sin centro alguno, sobre el borde del horror: "No sobre un volcán, sino sobre una tabla de excusado que tiene el aspecto de estar bastante podrida" (a Bouilhet, 14 de noviembre de 1850). Sabía que "lo nuevo, inmenso, desborda por todas partes", horrible e incontenible (a L. Bouilhet, 19 de diciembre de 1850). Y, por ello, "debiéra­ mos morir (y moriremos, ¡paciencia!); es necesario con todos los medios posibles hacer un dique al flujo de mierda que nos invade (a L. Colet, 29 de enero de 1854). Pero para hacer un

dique al horror es necesaria "una rabia fría y permanente", un arte que tenga "un método inexorable", que apriete todo en una red perfecta, sin desgarros: una red que está tendida sobre el abismo, la red de la escritura como muro de contención últi­ mo frente a la nada ( a Colet, 19 de diciembre de 1852 y a Mlle. Leroyer de Chantepie, 18 de marzo de 1857). En efecto, detrás de la corteza de la bétise no está el "hom­ bre" y su "verdad". Detrás de este borde opaco se abre el abis­ mo, la mirada vacía y hueca de la nada. La paradoja del arte está en el disgregar esta corteza, que refleja alegre y satisfecha esta mirada, para sustituirla por una red que nos permita mi­ rar el abismo directo a los ojos, que nos permita reconocer nuestro destino. Que en esta mirada que lanzamos al vacío justifique, como había intentando decir también Leopardi, "nuestra vida mortal". Todo está, entonces, listo para ponerse de cara a la bétise. Finalmente, después de Madame Bovary, después de Salammbo, es tiempo de mirarla a los ojos, de desafiarla con la perfección del arte. Estamos en 1863. Han pasado diez años desde el anuncio de esta confrontación, que Flaubert había hecho a L. Colet, cuando le escribe a J. Duplan (el 15 de abril de 1863) que está por emprender la realización de una vieja idea suya. Pocas semanas más tarde (el 6 de mayo de 1863), a los herma­ nos Goncourt: "Hice el plan de dos libros [...]. En cuanto al segundo, del cual amo el conjunto, tengo miedo de hacerme lapidar por la población y deportar por el gobierno, sin contar que veo en él dificultades de ejecución espantosas". Y así, Flaubert aplaza todavía una vez más la cita decisiva, la prueba de la escritura frente a la nada, y comienza el prime­ ro de sus dos proyectos. Escribe La educación sentimental. 108 Pasarán otros diez años antes de que Flaubert emprenda la preparación y luego la redacción de Bouvard y Pécuchet. En tanto, ha visto "el viento de la bétise y de la locura" soplar

sobre el mundo, y "todas las banderas sucias de sangre y de mierda". Ha visto la derrota de Francia. Ha visto la bétise ha­ cerse arma de guerra y de destrucción. En agosto de 1872 finalmente inicia la fase preparatoria de "un libro que me ocupará por muchos años". Es la histo­ ria de "dos hombres bonachones que copian una suerte de enciclopedia ridicula". Por esto, agrega, "tendré que estudiar muchas cosas que ignoro: química, medicina, agricultura". El "plan es soberbio", pero la empresa "es aplastante y alarman­ te". Se trata, de todos modos, de un libro más importante que el San Antonio, del cual ha terminado la tercera y definitiva redacción. Pero es necesario "estar furioso, y volverse frené­ tico, para emprender un libro semejante" (carta de agosto de 1872). Es un libro de odio, "en el que exhalaré mi cólera. Sí, me desembarazaré finalmente de lo que me sofoca. Vomitaré so­ bre mis contemporáneos el disgusto que me inspiran, debería romperme el corazón; será grande y violento. [...] Le prometo que aullaré mi última elucubración [...] Me abandonaré a una lectura feroz" (a Mme. Roger des Genettes, 5 de octubre de 1872). Y finalmente, después de la frenética lectura de centenares, de miles de libros, después de haber retomado sus cuadernos y las notas compuestas para las novelas precedentes, está lis­ to, en 1874, "para un gran viaje hacia regiones desconocidas" desde las cuales tal vez, escribe proféticamente, "no volveré jamás" (a Turgenev, 25 de julio de 1874). Este es el libro en el que finalmente sacará hasta lo último la idea, el libro que, si lo logra, será, "hablando seriamente, el vértice del arte", y, al mismo tiempo, "su testamento" (a Carolina, 15 de octubre de 1874 y a G. Sand, 18 de febrero de 1876). 109 Flaubert comienza a escribir. Rápidamente está lleno de Bouvard y Pécuchet, a tal punto "que me he convertido en

ellos y su bétise es la mía y en ella muero" (también a Roger des Genettes, abril de 1875). Pero a fines de junio de 1875, Flaubert interrumpe la redacción. El marido de la sobrina, Carolina, estaba en bancarrota y Flaubert había empeñado, en un intento de rescate, todas sus posesiones, hasta el punto de arriesgar la venta de Croisset, su madriguera y refugio. Hasta el punto de tener que aceptar, después de miles de dudas, una especie de pensión vitalicia del gobierno. El asunto lo había abatido. Las cuestiones económicas lo atosigaban y se le aparecían a cada instante como "bandejas cargadas de mierda". Sin embargo, entre 1875 y 1877, fecha en la que retoma Bouvard y Pécuchet, Flaubert escribe los Tres cuentos, uno de los vértices absolutos de la narrativa del si­ glo XIX. ¿Alcanzan, entonces, las preocupaciones financieras para explicar la dilación, que venía después de otra dilación de diez años, a la que había seguido otra dilación de otros diez años? ¿O Flaubert se había espantado por lo que estaba escribiendo, por lo que estaba emergiendo sobre la página?

110 Desde marzo de 1877 hasta el día de su muerte, el 8 de mayo de 1880, Flaubert está con Bouvard y Pécuchet. En este período lee y anota 1500 libros, "y este número -apun­ ta Di Biasi- es muy probablemente inferior a la realidad". Recordarlo aquí no es recordar una curiosidad, sino un hecho fundamental. Porque, leyendo Bouvard y Pécuchet, se descubre en seguida que el objeto de la furia de Flaubert no es sólo el "lugar común", la bétise cotidiana. Flaubert pasa revista a todo el saber, y no sólo al saber de su tiempo, y descubre en él el punto de incongruencia: el punto en el que no sólo el saber se contradice (y se defiende de esta contradicción protegiéndose dentro de las fronteras del lugar común) sino el punto en que este saber muestra su incapacidad de explicar, de intervenir y de modificar lo real, y, entonces, se acumula inútil sobre la corteza de la bétise: bétise sobre bétise.

A través del saber, que debería explicar los enigmas del mundo, nos asomamos sobre la nada. Bouvard y Pécuchet no son los idiotas que contribuyen a una enciclopedia ridi­ cula. Son dos personajes que afrontan el saber sin prejuicios, empujados por un ansia de "ulterioridad", a tal punto que "sobre el fondo de un horizonte, cada día más remoto, perci­ bían las cosas confusas pero a la vez maravillosas" (Bouvard y Pécuchet, cap. 1). Es con el ansia de rozar este horizonte que atraviesan todos los campos del conocimiento: "en una suerte de vértigo". Las estrellas, la materia, el espíritu los fascinan. Se arman de libros y de instrumentos, estudian, trabajan, se esfuerzan por lograr dar un sentido a lo que los circunda, a lo que sienten dentro de sí. Como en Flaubert, poco a poco, "se desarrolló en ellos una penosa facultad, la de ver la bétise y no poder tolerarla". Sin embargo, Flaubert continuaba escribien­ do, y también Bouvard y Pécuchet continuaban su empresa. Como dice Borges, al infinito: figuras metafísicas de la más grande novela filosófica que jamás se haya escrito.

111 La historia de Bouvard y Pécuchet es conocida: dos copis­ tas son beneficiados con una herencia imprevista; se retiran en el campo donde, con un persistente y delirante experimen­ talismo, ponen en acto las ciencias, las doctrinas, las creencias de su tiempo, pasando de un fracaso a otro, hasta que al final se refugian de nuevo detrás de un escritorio para copiar las palabras que ni han explicado ni modificado el mundo. La historia de dos idiotas, la historia de la estupidez, ha sido escrito. En realidad, este es el libro más íntimo y lacerante que Flaubert haya escrito. Libro diabólico, dice en sus cartas, en el que exhala su cólera contra el mundo, y como ya hemos dicho, de una dificultad espantosa, de doctrina y de ejecución. Ya hemos visto cómo Flaubert estaba convencido de que una inmensa, metafísica, inderrumbable estupidez, una armadu­ ra de lugares comunes, de frases hechas, de creencias y de

ideologías aceptadas, cubría la sustancial nulidad del mundo. Y cómo en todo esto él veía una sola esperanza: lograr man­ tener junto el mundo de los hechos construyendo con el rigor extremo de la escritura, con su ethos, con la moralidad que está implícita en la obra de arte perfecta, una red suspendida sobre esta misma nada. Bouvard y Pécuchet van más allá. Van más allá del punto que Flaubert había alcanzado antes de encontrarlos. Toman en serio no los lugares comunes sino las ciencias, la filosofía, la religión, la política, las técnicas. Se aplican a ellas con per­ sistente furor, y las empujan hasta su verdad última: hasta su incapacidad de dar respuesta al misterio del mundo; hasta su incapacidad de modificar el mundo. Y, cuando, al final, se po­ nen a copiar cualquier cosa, denuncian que incluso la ilusión de Flaubert de mantener junto el mundo en la escritura y en la obra de arte ha terminado. No hay nada más que saber, no hay nada más que hacer. La escritura, que debía oponer su red transparente a la opacidad de la bétise, se ha reducido al puro acto físico del escribir. Al "placer que hay en el acto físico del copiar" (cap. 9): al placer solipsista, casi masturbatorio, del acto físico de la lapicera que se mueve sobre la hoja. "¡Nada de reflexiones! ¡Nada de reflexiones! ¡Copiemos! Es necesario que la página se llene. Que el 'monumento' se concluya [...] igualdad de todo, del bien y del mal, de lo Bello y de lo Feo, de lo insignificante y de lo característico" (cap. 12). He aquí, quizás, la fascinación y el horror que han tenido a Flaubert dudando en el umbral de este libro. Llevarlo a térmi­ no habría sido, ha sido descubrir que también la escritura, su escritura, y el arte no están a resguardo de la insignificancia, de la igualdad de todo: del bien y del mal, de lo bello y de lo feo. Y, entonces, el monumento que se concluye bajo nuestros ojos es el monumento a la bétise: se parece a aquel obelisco cubierto de la mierda de los buitres, que Flaubert vio en su viaje por Oriente, o a aquel otro monumento, la columna de Pompeyo, en la que un tal Tompson de Sunderland ha in­

mortalizado, escribiendo su nombre en letras de seis pies de altura, su estupidez erigiéndole un monumento que aplasta el recuerdo de Pompeyo. 112

Bouvard y Pécuchet no han sublevado a las masas ni han puesto los gobiernos en su contra. El carácter inconcluso de la obra la ha transformado en seguida en una reserva de caza, en una presa para la crítica que ha excavado en ella, iluminán­ dola, pero también circundándola de una densa barrera de palabras y de notas, que la protegen y que protegen de ella, ya sea que la exaltan o que ven en ella un poderoso fracaso. Pero, ¿es verdaderamente así? Una obra extrema deses­ tructura el pasado y genera un futuro. Don Quijote desestruc­ tura la literatura caballeresca e inventa la novela. Bouvard y Pécuchet, que se mueven con la ingenuidad y con la sabiduría de Don Quijote, desestructuran el saber del siglo XIX, y gene­ ran también ellos un futuro. Kafka tenía en Flaubert su escritor favorito. En él espeja­ ba la necesidad de escribir de todos modos. Proust aprendió casi todo de Baudelaire y de Flaubert. En Esperando a Godot de Beckett, Estragon es Bouvard y Vladimir es Pécuchet. Han dejado incluso de copiar. Están ahí, en un mundo privado de sentido, habitado por la insensata presencia de siervos y amos, de Pozzo y Lucky, en la espera de un indescifrable e in­ cognoscible futuro. Godot. En la espera de Godot. ¿Y mientras tanto? ¿Arrepentirse? ¿De qué arrepentirse? ¿Hablar? Pero ¿tiene sentido hablar? ¿Soñar? ¿Y por qué se debería escuchar a un sueño? Y, así pues, Vladimir y Estragon esperan. Se limi­ tan a esperar. No están seguros del lugar de la cita. No están seguros de la fecha o de la hora. No están seguros de que haya verdaderamente una cita. No están seguros ni siquiera de que haya un Godot que pueda venir o no venir. Esperan. No tie­ nen edad (como Bouvard y Pécuchet que atraviesan siempre iguales decenios de historias) y no tienen tiempo. Viven en la

paradoja de esperar en el tiempo, estando ellos mismos fuera del tiempo. Y en su espera su voz se irá apagando, como la voz del último Beckett. Tal vez Vladimir y Estragon no esperan a Godot. Tal vez esperan que en el extinguirse de su palabra se genere otra palabra, aquella que, oponiéndose todavía una vez más a la nada cierta, comience nuevamente a pronunciar un incierto algo. 113 El 7 de abril de 1879, Flaubert escribe a Mme. Roger des Genettes que está afrontando el octavo capítulo de la novela. El noveno tratará sobre la religión y el décimo sobre la edu­ cación y la moral. "Quedará el segundo volumen, nada más que notas [...]. Están todas tomadas. Finalmente, el duodéci­ mo capítulo será la conclusión en 3 o 4 páginas". Al final la "Copia" de Bouvard y Pécuchet: de aquello que lentamente están escribiendo, cuando deciden ponerse a copiar. Es su "monumento" a la indiferencia. Es el Estupidario. Flaubert había recogido, primero solo, después con la ayuda de Duplan, una serie de anotaciones y de citaciones de las bétises contenidas en todos los libros leídos, incluso en sus propios libros. Si la afirmación de Flaubert de que el II volumen de Bouvard y Pécuchet estaba casi hecho, entonces él pensaba en el Estupidario como en su Pobre Bélgica: un cúmulo incomponible de notas que reflejan el cúmulo de escombros al que se ha reducido el mundo por fuera de la posible re­ dención estética. Un cúmulo de notas, como el Zimbaldone de Leopardi, como los últimos escritos de Baudelaire, como el Passagen-Werk de Benjamin. Una escritura extrema: la escri­ tura del exilio de la escritura. La escritura que llega ya desde una suerte de silencio glacial que parece haber endurecido todo el mundo.

114 Flaubert exiliado en la nada. Hundido en la nada, y en la sospecha de su propia muerte y de la muerte de la pala­ bra, con el ansia de pronunciar la última palabra antes del fin, un último testimonio, con la conciencia de que también aquella última palabra no podría haber testimoniado más que la nada. Sin embargo, el drama que buscamos representar no ha terminado. Hay siempre, como escribió Melville en la con­ clusión de Moby Dick, alguien que sigue adelante, alguien que ha sobrevivido para testimoniar. Paradojal testimonio, este, referido por Melville en la conclusión de Moby Dick, de Ismael que, atraído por el remolino que hunde todo, ve emerger de él como una boya negra un ataúd -también él negro- al cual se aferra, mientras los tiburones en tomo a él parecen tener el " candado" sobre las bocas voraces, para que él pueda con­ tinuar. Para que, huérfano de todo, pueda seguir adelante y decir. ¿Qué podrá decir Ismael después de haber navegado mon­ tado sobre un ataúd? Lo hemos visto más arriba: el impulso a testimoniar es invencible aunque sea impulso a testimoniar la nada. Pero ¿esta nada es verdaderamente la nada? Leopardi, por ejemplo, se siente sofocado por la sensación de la nada, de una ''sólida nada" que se le aferra y desciende a colmar todo intersticio del cuerpo y del alma. Sin embargo, tam­ bién esta sensación que parece empujar a la afasia encuentra

modo de decirse, de ser testimoniada. En efecto, como escribe Leopardi: "Esto es lo propio de las obras de genio, que aun cuando representen al desnudo la nulidad de las cosas, aun cuando demuestren evidentemente y hagan sentir la inevi­ table infelicidad de la vida, aun cuando expresen las más terribles desesperaciones, sin embargo a un alma grande que se encuentre también en un estado de extremo abatimiento, desengaño, nulidad, tedio y desaliento de la vida, en las más amargas y mortíferas desgracias (ya sea que pertenezcan a las elevadas y fuertes pasiones, ya sea a cualquier otra cosa); sirven siempre de consuelo, despertando el entusiasmo y no tratando ni representando otra cosa más que la muerte, le de­ vuelven, al menos momentáneamente, aquella vida que había perdido". Esto no vale sólo para quien escribe, el testigo. También el otro, el hipócrita lector, es llevado a este círculo y es obliga­ do a admitir que "el mismo espectáculo de la nulidad es una cosa en estas obras, para que acreciente el alma del lector, la eleve, y la haga estar satisfecha de sí misma": incluso, agrega Leopardi, "de la propia desesperación". 115 El pasaje de Melville que recordé me empujó a repensar un gran cuento suyo, Billy Budd. Es una desviación con respecto a lo que me había propuesto, pero es el propio Melville quien recuerda que "cuando se escribe, por más que se pueda estar decidido a seguir una calle maestra, algunos caminos secun­ darios prestan un atractivo al cual no es fácil sustraerse". Es este camino oblicuo que, con Billy Budd , me dispongo ahora a recorrer por un trecho. 116 Billy, el Bello marinero: el puro, aquel que no conoce do­ bles sentidos o insinuaciones. Es alegre y divertido y hasta logra resistir a la melancolía que asalta a los marineros en el

crepúsculo. Un ángel de Dios, dirá el capitán: un ángel que no tiene memoria del pasado. Sin embargo también en él hay una ambigüedad que atraviesa todo el cuento y que lo empu­ ja inexorablemente a la terrible e ineluctable conclusión. Billy es bello, vigoroso y heroico como un Hércules, aun­ que sus facciones, las líneas de las orejas pequeñas y bien diseñadas, de la boca y de la nariz, y hasta de las manos callo­ sas, harían pensar "en una madre favorecida por el Amor y por la Gracia". En esta belleza tan masculina, escribe Melville, "como en la bella mujer de uno de los cuentos de Hawthorne", había un defecto, y este defecto estaba ligado a la voz, aunque él cantaba como un ruiseñor, y como un ruiseñor era el autor de sus canciones. La curva de las orejas, la curva de la nariz, las facciones to­ cadas por el amor y por la gracia, como en la protagonista del cuento Birthmark de Hawthorne. Parece que la ambigüedad estuviera aquí en las líneas de confín* entre lo masculino y lo femenino. Por otro lado, las líneas de confín son siempre am­ biguas. "¿Quién en el arco iris -escribe M elville- logra trazar la línea donde el violeta termina y comienza el anaranjado? Vemos claramente el color, pero ¿dónde exactamente uno se compenetra en el otro?". La ambigüedad entre masculino y femenino. Detengámonos por un momento en este confín, haciéndonos ayudar, para orientamos, por Winckelmann que, hablando de los Hércules y de los Apolos de la escultura griega, afirma que su belleza "sublime y perfecta" es de todos modos ro­ zada por la inquietud, por la mezcolanza, por la pluralidad: por un pasaje fronterizo que es rebasamiento del límite, que es la perversión de ese límite. En efecto, estas imágenes nos muestran "una naturaleza mixta y equívoca aproximándose * Elegimos dejar la palabra "confín” porque se trata de una palabra frecuen­ te en la obra de Relia, con connotaciones que se pierden en otras traduccio­ nes posibles al castellano como "límite" o "frontera".. Una "linea di confíne" sería una "línea fronteriza". [N. de la T.]

por las caderas grandes y por los miembros redondeados y delicados a la de los eunucos y las mujeres". Por ello, Baco, en las "figuras vestidas puede parecerse a una virgen disfra­ zada". Incluso el viril Hércules, prosigue Winckelmann, tiene "facciones que parecen equívocas entre uno y otro sexo." Es esta ambigüedad la que anima la pasión del maestro de armas Claggart. La pasión está en todas partes, dice Melville, "también en quien hurga en los desperdicios", y las circuns­ tancias en las cuales ella nace, en cuanto mezquina, no son jamás la medida de su fuerza. La pasión de Claggart es tan grande como inconfesable, tanto que para poder expresarla, la traduce en una pasión paralela, también ella inconfesable: en envidia y en antipatía. Claggart acusa ante el capitán a Billy, quien, sin palabras, reacciona con un único gesto violento del brazo que mata a Claggart. Pero este gesto adviene cuando ya se ha cumplido la metamorfosis de Billy y sobre su colorido róseo se deposita una "lepra blanca". Billy ha matado, ha matado a un oficial, y por esto será condenado a muerte. 117 Nos hemos detenido largamente en una línea de confín. Desde aquí parecería que Melville hubiera escondido detrás de esta historia una historia de homosexualidad. Demasiado simple. La línea de confín no era la última línea de confín y, lo ha escrito Melville, "la verdad presentada de modo riguroso tiene siempre fronteras deshilacliadas". Intentemos seguir es­ tos confines ulteriores y llegar más cerca del lugar al cual ellos conducen, o al cual ellos protegen, aunque, lo dice Melville como lo dirá Conrad, frecuentemente la luz no ilumina, sino que se limita a volver evidente lo que está oscuro, sin lograr penetrar en la oscuridad. Billy es marinero de trinquete, vive sobre la cofa junto a los otros gavieros, una suerte de "círculo etéreo" en el que se cuentan "historias como dioses holgazanes y divirtiéndose

por lo que sucede en el mundo atareado de los puentes de abajo. Billy es ruiseñor, vive en el aire, en el azul, como azules son sus ojos. La metamorfosis que sufre es la de ser arrastrado al suelo, sobre la cubierta, afeado por la lepra blanca. Esta no es, por lo tanto, o no es solamente, una historia críptica de homosexualidad. Claggart es de aquellos que están siempre en el suelo, y que por ello no soportan a las figuras aéreas. De aquí su rabia y su envidia que logra hacer emerger todo lo terrestre que se escondía dentro de Billy. Billy es llevado de la cofa a la cubierta, y desde la cubier­ ta no podrá moverse más hacia lo alto, sino sólo -m uertoprecipitarse en los abismos del mar. Billy es el albatros de Baudelaire, el gran pájaro marítimo que, capturado por los marineros, se mueve torpe y avergonzado sobre la superficie de la nave arrastrándose detrás de las grandes alas blancas ya inútiles. El albatros volaba. Ahora ya no vuela. "El poeta, escribe Baudelaire, es parecido al príncipe de las nubes que [...] exiliado al suelo", no puede moverse impedido por sus propias alas. Sin metáfora: no podrá ya hablar impedido por sus propias palabras. El albatros no puede volar. El poeta exiliado no puede can­ tar. No puede testimoniar. Es aquí que emerge aquel Birthmark, aquel defecto de nacimiento de Billy, del que hablaba Melville al comienzo del cuento. Billy es interrogado y no logra hablar. Balbucea frases incomprensibles y termina por encerrarse en el silencio que lo llevará a la muerte. Aquella que nos había parecido una desviación respecto del camino principal de nuestro relato nos ha traído nuevamente al centro del mismo. Nos encontramos todavía una vez más frente a la necesidad y a la imposibilidad de dar testimonio. Como ha dicho de un modo definitivo Baudelaire, el exilio es también, o es sobre todo, imposibilidad de testimoniar.

118 -Dime, ¿a quién amas más, tú, hombre enigmático? ¿A tu pa­ dre, a tu madre, a tu hermana o a tu hermano? -No tengo padre, ni madre, ni hermana, ni hermano. -¿A tus amigos? -Te sirves de una palabra cuyo sentido ha permanecido para mí hasta ahora desconocido. -¿A tu patria? -Ignoro sobre qué latitud ella se sitúe. -¿A la belleza? -La amaría de buena gana, diosa e inmortal. - ¿Al oro? -Lo odio, como tú odias a Dios. -¡Eh! ¿qué amas tú, entonces, extraordinario extranjero? -¡Amo las nubes...las nubes que pasan...allí abajo...allí aba­ jo...las nubes maravillosas! 119 ¿Hacia dónde conducen las nubes del extranjero de Baudelaire? Deberían conducir hacia el lugar desde el cual se ha movido el pensamiento, el lugar que ha dado origen a la filosofía. Platón, en el Teeteto, ha afirmado que "en verdad es propio del filósofo el pathos de experimentar asombro; no hay otro inicio (arché) de la filosofía que este" (155d). Como dice Heidegger, comentando este pasaje en ¿Qué es lafilosofia?, si ex-

perimentar asombro, en cuanto pathos, es el arché de la filosofía, "es necesario comprender la palabra griega arché en la plenitud de su significado. Ella se refiere a aquello desde lo cual algo trae su origen [...]. De tal manera el pathos del asombro no se encuentra simplemente al inicio de la filosofía, como, por ejem­ plo, el hecho de lavarse las manos precede a una operación quirúrgica. El experimentar asombro sostiene a la filosofía y la domina de comienzo a fin". Pero, prosigue Heidegger, "apenas la filosofía se puso en camino, el asombro como estímulo devi­ no supérfluo hasta el punto de desaparecer. Pudo desaparecer porque no era más que un incentivo". Esta destitución del pathos del asombro está ya completa­ mente pronunciada en Aristóteles (Met. 928 b-983 a). En efec­ to, dice Aristóteles, si los hombres han comenzado a filosofar a "causa de la maravilla", moviéndose luego al conocimiento, "es necesario prevenir frente al estado de ánimo contrario". No hay más asombro frente a las cosas, sino maravilla frente al eventual error en la consideración de las mismas. "De nada se maravillaría más el geómetra que de que la diagonal fuera conmensurable al lado". El pensamiento se despierta en el asombro. En la filosofía parece que el pensamiento debiera despertarse del asombro. ¿Existe un lugar en el que este asombro conserva todavía su pathos? Y ¿el pensamiento que haya cortado así de drástica­ mente toda relación con su origen es todavía capaz de obte­ ner verdad?

120 La filosofía debe retornar al lugar desde donde ha parti­ do. Este es el lugar del Unheimliche freudiano, que no es lo "perturbador"*, como ha sido traducido este término: es lo * En castellano se traduce por "siniestro", no obstante, dejo "perturbador" por su cercanía con el "perturbante" italiano y porque permite comprender la insatisfacción del autor frente a esa elección de traducción italiana del tér­ mino alemán correspondiente. [N. de la T.]

"desorientante", o mejor todavía, la "expatriación", la "dessituación" de las habituales reglas de conducta intelectual y cognitiva. Es, para usar un término platónico, atopia: el lugar intermedio entre el sitio, el topos en el que estamos protegidos por nuestros saberes, y el lugar en el que todo es otra cosa, comenzando por el pathos frente a la caducidad humana. El filósofo idealmente debería producir tránsitos de una a otra de estas dos dimensiones. Reorientando, en cambio, la filo­ sofía al interior de los saberes dados, apagando toda ansia de viaje a este territorio intermedio, terminado este exilio y esta expatriación en "atopía", se arriesga a perder el sentido mismo de la filosofía. Frente a esta desorientación, el pensamiento débil, o la hermenéutica infinita de Derrida y de los postderrideanos -que provoca un deslizamiento hacia un infinito "otro", hacia un indeterminado "en otro lu g a r"- no es otra cosa que una retórica reasegurante, que niega toda "fricción", que niega sobre todo el riesgo implícito en todo pensamiento que acep­ te la dimensión de la expatriación. Tal vez, el pensamiento del exilio no habita ya la filosofía, que desde hace demasiado tiempo ha dejado a sus espaldas aquello que la generó, sino que busca sus palabras, sus formas y sus figuras en el interior de otros lenguajes.

121 El viaje es una de las grandes figuras de la historia de la cultura humana. Con el viaje no nos movemos solamente de un lado al otro, sino que respondemos, como dice Dante en el relato de Ulises en el Infierno, a la tarea implícita en la "si­ miente humana", en la esencia misma del hombre que debe "perseguir virtud y conocimiento". En el viaje se es extranjero. En la tragedia está el sentido de ser "extranjero en la patria", por ello, siempre extranjero. El mismo sentimiento está ciertamente en las teorías de la gnosis, cuando el ser extranjero se define como estar exilia­

do sobre la tierra, lejos de la patria verdadera, para siempre inalcanzable. Con Baudelaire la figura del extranjero y del desterrado se vuelve emblemática de la condición moderna. Veamos algunos lugares en su obra en los que ésta se enuncia más claramente, por lo demás ya mencionados a lo largo de nuestro recorrido. a. El albatros-poeta, el pájaro de las grandes alas, extran­ jero y desterrado entre los hombres en las Fleurs du mal y, siempre en este gran texto, la paradojal "Bendición" de la madre que arroja a su hijo-poeta a la condición de un exilio sin esperanza. b. Las nuevas notas sobre Poe, en las que son la poesía y el arte las que nos vuelven perceptibles nuestra condición de extranjeros y de desterrados a la vez que la existencia de otra patria tal vez jamás alcanzable. c. El extranjero y su amor por las nubes que se mueven irrefrenables en el horizonte en el primero de los poemas del Spleen de París.

d. El dandy que encuentra su teorización en las notas ex­ traordinarias de Mon coeur mis à nu. La ostensión del dandy es el ocultamiento de su verdadera naturaleza, como un espía en tierra lejana: en él habita la muerte que se extiende sobre el mundo sólo encrespado por el frenético aparecer de lo nuevo. e. La elección de una lengua "extranjera" teorizada en la carta introductoria al Spleen de París. g. La elección del libro fragmentario e "inaudito"de las últimas prosas, que se termina con la pulverización de la pa­ labra en Pobre Bélgica. 122 Para Rimbaud no sólo se es extranjero en la patria, sino que se es extranjero a uno mismo: yo es un otro, y es posible recuperar de él fragmentos y astillas a través de Una tempora­ da en el infierno y la desregularización de todos los sentidos, o

el derrumbe de todo principio moral establecido, en "Matinée d'ivresse" de las Illuminations, o atravesando el infierno para llegar quizás, después de un viaje inmenso, como en el "Bateau ivre", al charco desde el cual se había partido. La misma percepción de exilio está en Proust. El Septuor de Vinteuil en La prisionera repite a Baudelaire: el arte vuelve visible nuestra condición de desterrados, pero también la otra patria, aquella del sentido que como desterrados hemos per­ dido, y que vivimos sólo en fragmentos y añicos. El yo, que al final encontramos, es un otro yo respecto al yo habitual: un yo del cual podemos aferrar la verdad sólo a través de las lagunas, las sombras y las laceraciones que presenta. Pero las figuras del extranjero pueblan lo moderno, desde El paisano de París de Aragón, a Saint-John Perse, a Camus, hasta El Innombrable de Beckett, un personaje que perdió has­ ta la identidad de la sigla, K., con la que Kafka presenta su gran protagonista del Castillo. El personaje de Beckett no es nombrado: es innombrable. 123 Me doy cuenta de que, escribiendo, estoy buscando aque­ llo que siempre he buscado a lo largo de toda mi obra, aquel estar arraigado en la ausencia de lugar que nos permite, como ha escrito Simone Weil, tener otra medida del mundo y de nosotros mismos en el mundo. He llamado a este lugar "exi­ lio", porque me parece que en esta figura se concentran mu­ chas figuras de lo moderno y de nuestra contemporaneidad, creando una constelación de sentido de la que he intentado aquí delinear los contornos, pero cuya densidad no ha sido explorada aún. Es, en efecto, esta densidad que atrae hacia sí otras confi­ guraciones del pasado, que hemos lentamente visto aflorar en el horizonte de los textos que hemos atravesado, transfor­ mándolas en imágenes y en figuras que pueblan nuestra vida y que atraviesan nuestro pensamiento.

124 Hemos partido de la desnudez, y, en efecto, el desterrado está desnudo. En tierra extranjera, no puede valerse de las costumbres que lo han vestido y protegido: su exposición es absoluta y siempre riesgosa. 125 Tanto más riesgosa es su condición, porque en tierra ex­ tranjera todo le es extranjero, incluso su canto, como ha es­ crito Saint-John Perse, incluso su palabra. El desterrado habla entonces una lengua extranjera no sólo para quien lo escucha, sino también para sí mismo: una lengua que está siempre y constantemente sobre el borde extremo de la afasia, de la extinción de la palabra. Entrar en la muerte de la palabra, como hemos visto en BiUy Budd, es entrar en la muerte. Sin embargo, es necesario continuar, continuar tercamente con la esperanza de que aquello que aparece inarticulado, aquello que a veces aparece como un gimoteo quedo, o es más, como un piar estridente, se articule en una historia, en relato, y que devenga así no sólo expresión de incomodidad, de sufrimien­ to, o de impotencia, sino verdadero testimonio. 126 En la opacidad silenciosa de la vida desnuda, en la melan­ colía sin nombre de una tarde en una ciudad extranjera, en el sentimiento sofocante de la muerte, o en la ebriedad de la percepción de una verdad inminente pero inaferrable, en la desesperación de sentirse entre las cosas, buscar una historia significa trabajar pacientemente los confines para transfor­ marlos en tránsitos y en pasajes: en umbrales. O, si esto no es posible, al menos buscar capturar y comunicar que el confín mismo, que ahora parece insuperable, no es el último confín. Más allá de él hay probablemente otro confín, otro horizonte. Si un día logro cruzarlo, podré oír y hablar de las voces que ahora sólo puedo imaginar, adivinar moverse como un hálito

ligero llevando el sueño, como dijo Leopardi, de otras posi­ bles regiones, de otras estaciones. 127

He hablado de historia, de relato como de una posible voz desde el exilio, como la posible escritura que reencuentre el pathos del pensamiento que la filosofía ha perdido. Es una intuición de Schelling al comienzo de la modernidad, que se ha preguntado si "la novela, en su vida incierta, suspendida entre el drama y la epopeya, no se inclina a lo dialógico" y si, por esto, no es "la forma que más que toda otra se acerca al diálogo filosófico de nuestro tiempo". Schelling expresa en este punto una duda, en cuanto le parece que la naturaleza misma de esta "forma" híbrida cons­ tituye una objeción a cuanto le parecía poder afirmar. La no­ vela, tal vez, dice Schelling, no puede ser el diálogo filosófico de nuestro tiempo en cuanto ella "contradice con su naturale­ za la unidad de tiempo y de acción". Pero es justamente esta contradicción, implícita en el cuento y en la narración, la que hace de esta forma la forma del pensamiento de lo moderno, de sus contradicciones y de sus laceraciones. Podríamos decir más: la narración da una forma a aquello que no tiene expre­ sión, a lo indescriptible mismo. Es el testimonio que testimo­ nia lo intestimoniable.

REFERENCIAS Y NOTAS*

1. ESTAR DESNUDO

2. F. Kafka, Kritische Ausgabe, a cargo de J. Bom, G. Neumann, M. Pasley y J. Schillermeit, Fischer Taschenbuch Verlag, Frankfurt a. M., 2002. La referenda es siempre a esta edición. Me he valido de varias traducciones italianas. Para los cuentos de Kafka, La metamorfosi e tutti i racconti pubblicati in vita, a cargo de A. Lavagetto, Feltrinelli, Milano, 1991; II silenzio delle sirene. Scritti e frammenti postumi, a car­ go de A. Lavagetto, Feltrinelli, Milano, 1994; Racconti, a cargo de E. Pocar, Mondadori, Milano, 1970. Las ediciones italianas más recien­ tes tienen parcialmente en cuenta la edición crítica iniciada en 1982 y mantenida idéntica en la edición de bolsillo citada. Para las novelas citadas a continuación en el texto me he valido para Der Prozess de II Processo en la traducción italiana de A. Raja, Feltrinelli, Milano, 1995; para Das Schloss de II castello en la traducción italiana de P. Capriolo, Enaudi, Torino, 2002. [Existen en castellano numerosas traducciones, entre ellas: F. Kafka, Relatos completos, trad, de F. Zanutigh Núñez, Losada, Buenos Aires, 2003, allí, la traducción de "La metamorfosis" es de J. L. Borges; El proceso, trad, de F. Formosa, Sarpe, Madrid,1985; El castillo, trad, de D. J. Vogelmann, Emecé, Buenos Aires, 1998.] 3. F. Kafka, Das Schloss, pp. 68-69 y 75. Trad it. tit., pp. 47 y 51-52. [Trad, cast, cit., pp. 46 y 52-53.]

* Las notas se refieren al parágrafo y no a la página y son generalmente da­ das en el orden en el que aparecen en el texto.

M. Proust, À la recherche du temps perdu (de ahora en adelante cita­ da como Recherche) a cargo de J.-Y. Tadié, Gallimard, Paris, 1989 (El texto de La prisionera está en el vol. III). Para Proust me he valido de la traducción italiana de G. Raboni, M. Proust, Alla ricerca del tempo perduto (Citada como Ricerca), Mondadori, Milano, 1983-1993. [Trad, cast.: En busca del tiempo perdido, trad, de C. Berges y P. Salinas, 7 Volúmenes, Alianza, Madrid, 1997. La prisionera, Vol. 5.] 4. F. Kafka, Briefe an Felice und andere Korrespondenz aus Verlobungszeit, a cargo de E. Heller y J. Born, Fischer, Frankfurt a. M., 1998 (trad. it. Lettere a Felice, a cargo de E. Pocar, Mondadori, Milano, 1971). [Trad, cast.: Cartas a Felice y otra correspondencia de la época del noviazgo, trad, de P. Sorozábal Serrano, Alianza, Madrid, 1978.] F. Kafka, Briefe a Milena, a cargo de J. Born y M. Müller, Fischer, Frankfurt a. M., 1982 (trad. it. Lettere a Milena, a cargo de F. Masini, Mondadori, Milano, 1994). [Trad, cast.: Cartas a Milena, trad, de N. Mendilaharzu de Machain, Buenos Aires, Losada, 1981.] Hay una traducción italiana de la Lettera al padre en F. Kafka, Confessioni e diari, a cargo de E. Pocar, Mondadori, Milano, 1972. [Existen nume­ rosas traducciones castellanas, entre ellas: Carta al padre, trad, de M. Sáenza, Círculo de Lectores, Barcelona, 2003.] 5. "Cierto es que todos nosotros somos aparentemente capaces de vivir porque una vez nos hemos refugiado en la mentira, en la ceguera, en el entusiasmo, en el optimismo, en una convicción, en el pesimismo o en alguna otra cosa. Pero él no se ha refugiado jamás en un asilo que pudiera protegerlo. [...] Es un individuo desnudo entre individuos vestidos [...]. No es un hombre que construya su ascesis como medio para un fin, es un hombre obligado a la ascesis por su espantosa clarividen­ cia, pureza e incapacidad de descender a compromisos". Y todavía: "En todo el mundo no hay otro que tenga su inmensa energía: aque­ lla absoluta inquebrantable necesidad de llegar a la perfección, a la pureza y a la verdad" (Milena a Max Brod, primeros días de agosto de 1920 y enero-febrero de 1921, en F. Kafka, Lettere, cit., las cursivas son mías).

Carta del 11 de junio de 1920. Estoy convencido de que Kafka, en el sueño o en el relato del sueño, piensa en sí mismo flaubertianamente con las ropas de los escribientes Bouvard y Pécuchet, por lo cual reenvío a G. Flaubert, Bouvard et Pécuchet, a cargo de C. GrohotMersch, Gallimard, Paris, 1979 y a la edición italiana a cargo de F. Relia, Feltrinelli, Milano, 1998. Sobre Bouvard y Pécuchet volveremos en varios lugares y sobre todo en el capítulo 12, al que reenvío para todas las ulteriores especificaciones. [Trad, cast.: Bouvard y Pécuchet, trad, de A. Bernández, Tusquets, Barcelona, 1999.] F. Kafka, Schloss, p. 458 (trad. it. p. 322). F. Kafka, Carta a Felice, 14-15 de enero de 1913. 9. M. de Montaigne, Saggi, a cargo de F. Garavini, Adelphi, Milano, 1966, libro III, cap. 9. [Trad, cast.: Ensayos, III, trad, de M. D. Picazo y A. Montojo, Cátedra, Madrid, 1992.]

10. "Los libros no deben ser hijos de la plena luz [...] sino de la oscuri­ dad y del silencio", M. Proust, El tiempo recobrado, Recherche, IV, p. 476 (Ricerca, IV, p. 580). Sobre el aspecto demoníaco de la soledad y del silencio a partir del cual se generan los libros, cfr. F. Relia, Figure del male, Feltrinelli, Milano, 2002, cap. 17.

11. El sexo y el amor en Proust son un acto solitario, como la escritura, y como la escritura, llevan consigo un aura de muerte. Por el cami­ no de Swann, Recherche, l, p. 156 (Ricerca, I, p. 192): "En el pequeño gabinete perfumado de lis [...] con los titubeos heroicos del viajero que emprende una exploración o del desesperado que se suicida, temblando, abría en mí mismo una calle desconocida que creía mor­ tal hasta que una huella natural como aquella de un caracol venía a agregarse a las hojas de grosella..." El episodio es mucho más exten­ so en el "Esquisse III", en Recherche, I., p. 646: "una huella de ópalo para brotes sucesivos..." En La prisionera, Albertine es continuamente transpuesta en figuras ve­ getales, animales, marmóreas, habiendo "desnudado uno tras otro sus

diferentes aspectos de humanidad" (Recherche, III, p. 578, Ricerca, III, p. 476). El narrador alcanza el goce sólo al lado del cuerpo de Albertine dor­ mida, imaginándose que la respiración de la durmiente es una respues­ ta a su placer: "El ruido de su respiración volviéndose más fuerte podía dar la ilusión del jadeo del placer y cuando el mío estaba terminando podía abrazarla sin interrumpir su sueño" (Recherche, III, pp. 580-581, Ricerca, III, p. 459). Cfr. C. Bigliosi, Nell'inferno dei sentimenti. L'abisso della gelosia in Proust e Colette, en "Trame", 2, Pendragon, Bologna, 2001 (debe tenerse en cuenta también para la relación Proust-Platón en 1,12).

.

12 M. Proust, El tiempo recobrado, Recherche, IV, p. 481 (Ricerca, IV, p. 586) en donde indudablemente hay un eco del Banquete de Platón. El episodio del burdel de Jupien está en la primera parte de El tiempo recobrado, en el atravesamiento de la París nocturna e infernal, prelu­ dio de la salvación de la matinée que concluye la Recherche. Después del descubrimiento que debería llevar a la salvación de la posibilidad de recuperar el tiempo perdido, Proust escribe: "La idea de la muerte se instaló definitivamente dentro de mí como hace un amor" (Recherche, IV, p. 619, Ricerca, IV, p. 754). 13. Para Baudelaire cfr. cap. 3. 14. R. Musil, L'uomo senza qualitá, a cargo de A. Frisé, trad. it. de A. Rho, Enaudi, Torino, 1996, parte III, cap. 21. [Trad, cast.: R. Musil, El hom­ bre sin atributos, trad, de F. Formosa, Seix Barral, Barcelona, 2002, cap. 21: pp. 206-220.J 15. G. Steiner, De la Bible à Kafka, trad. fr. de P.-E. Danzat, Bayard, Paris, 2000, pp. 182 y stes. La referencia a Ch. Baudelaire, "El albatros" en las Fleurs du mal será citada exactamente más abajo en el cap. 13, § 118. W. Benjamín, Carta a Scholem del 12 de junio de 1938, en W. Benjamin-G. Scholem, Briefivechsel, Suhrkamp, Frankfurt a. M., 1980. [Trad, cast.: Correspondencia 1933-1940, trad, de R. Lupiani, Taurus, Madrid, 1987.]

W. Benjamin, Das Passagen-Werk, Gesammelte Schriften, Vol. V, Suhrkamp, Frankfurt a. M., 1982, trad. it. Opere complete, vol IX, I "Passages" di Parigi, a cargo de R. Tiedemann, ed. it. a cargo de E. Ganni, Enaudi, Torino, 2000. Las siglas entre paréntesis en el texto reenvían a la sección y a los fragmentos de la obra benjaminiana. [Trad, cast.: Libro de los pasajes, edición de R. Tiedemann, trad, de L. Fernández Castañeda, I. Herrera y F. Guerrero, Akal, Madrid, 2007.] La lectura que había dado de los fragmentos benjaminianos que aquí se discute está en F. Relia, L'enigma della bellezza, Feltrinelli, Milano, 1991, cap. 9. Para las Tesis cfr. W. Benjamin, Sul concetto di storia, a cargo de G. Bonola y M. Ranchetti, Enaudi, Torino, 1997. Es curioso pero sin­ tomático que en esta edición en tantos sentidos ejemplar, esté au­ sente el nombre de Proust, nombre y numen tutelar de las Tesis. Un signo de la resistencia a captar el impacto de la literatura sobre el pensamiento propiamente dicho. [Trad, cast.: "Tesis de filosofía de la historia" en Discursos interrumpidos I, trad, de J. Aguirre, Taurus, Madrid, 1982, pp.175-192.] G. Leopardi, Zibaldone dei pensieri, a cargo de G. Pacella, Garzanti, Milano, 1991, p. 2221: "El hombre se aburre, y siente su nada a cada momento". [Existe en castellano una selección de este texto: Zimbaldone de Pensamientos, trad, de R. Pchtar, Tusquets, Barcelona, 2000.] 18. E. Lévinas, La morte et les temps, L'Heme, Paris, 1991 [Trad, cast.: Dios, la muerte y el tiempo, trad, de M. L. Rodríguez Tapia, Cátedra, Madrid, 1993] y V. Jankélévitch, La mort, Flammarion, Paris, 1977 [Trad, cast.: La muerte, trad, de M. Arranz, Pre-textos, Valencia, 2002], ampliamente discutidos en F. Relia, Ai conflni del corpo, Feltrinelli, Milano, 2000, pp. 125-129. [Trad, cast.: En los confines del cuerpo, trad, de H. Cardoso, Nueva Visión, Buenos Aires, 2004.]

2. TESTIMONIAR 19. Ch. Baudelaire, Povero Belgio! en Ultimi Scritti, a cargo de F. Relia, Feltrinelli, Milano, 1995, p. 130. Cfr. los capítulos 3 y 4. [Trad, cast.:

Pobre Bélgica, trad, de L. Echávarri, Introducción, revisión y notas de

A.Cristófalo y H. Savino, Losada, Buenos Aires, 2001.] C. McCarthy, Oltre il confine, trad. it. de R. Bernascone y A. Carosso, Enaudi, Torino, 1995, pp. 132-134. [Trad, cast.: En la frontera, trad, de L. Murillo Fort, Plaza Janés Editores, Barcelona, 1996.] E. Wiesel, Ln notte, trad. it. de D. Vogelmann, Giuntina, Firenze, 1980, p. 67. [Trad, cast.: La noche, en Trilogía de la noche: La noche, El alba, El día, trad, de F. Wascharver, El Aleph, Barcelona, 2002.]

20. H. Melville, Moby Dick, trad. it. de C. Pavese en Opere scelte, a cargo de C. Gorlier, vol. I, Mondadori, Milano, 1972, pp. 27, 734-736. [Trad, cast.: Moby Dick, trad, de A. del Hoyo, Aguilar, Madrid, 1967.]

21

.

J. Conrad, Cuore di tenebra, ed. bilingüe a cargo de U. Mursia, Mursia, Milano, 1992 (traducción modificada. Dada la naturaleza del cuento y de mis referencias no doy un cotejo puntual de páginas). [Trad, cast.: El corazón de las tinieblas, trad, de S. Pitol, Sudamericana, Buenos Aires, 2006.] La referencia a Baudelaire es a la poesía "Una carroña" en las Fleurs du mal.

22. La voz que emerge de la tiniebla no es sólo la de Kurtz, sino también la de Kafka. ¿Conrad pensaba en la culpa de la escritura, aquella culpa que Kafka sintió siempre sobre sí? ¿Pensaba al menos en la voz inarticulada de Billy Budd que se vuelve piar estrangulado en proximidad de la muerte? (cfr. cap. 13). 24. La referencia a Montale es a la poesía "Una mañana yendo en un aire de vidrio" de los Huesos de sepia, para lo cual cfr. cap. 5. 25. La referencia es a la edición integral Redux de Apocalypse now. 26. Para el texto de Jim Morrison, cfr. la Web Jim Morrison.

T. S. Eliot, Hollow men, en Collected Poems, Farber&Farber, London, 1966, trad. it. Opere a cargo de R. Sanesi, Bompiani, Milano, 1986. [Trad, cast.: Poesías reunidas 1909-1962, trad, de J. M. Valverde, Alianza Editorial, Madrid, 1978.1

3. LA DESNUDEZ DEL TESTIGO 29. Ch. Baudelaire, Ouvres complètes, a cargo de C. Pichois, Gallimard, Paris, 1975-1976 (citado de ahora en adelante como OC). [Trad, cast.: Obras completas, trad, de N. Lamarque, Aguilar, México, 1961.] Ch. Baudelaire, Correspondence, a cargo de C. Pichois. Gallimard, Paris, 1973. [Trad, cast.: Correspondencia general (selección de cartas), trad. De A. Cristófalo y H. Savino, Paradiso, Buenos Aires, 2006.] En lo que respecta a los textos Pusées, Mon coeur mis à nu y Pauvre Belgiqhel, la edición francesa más próxima a una edición crítica es la de A. Guyaux, Gallimard, Paris, 1986. Para Pauvre Blegique! en Guyaux se da el título más probable de La belgique désahabillée (es discutible el título de la modesta edición italiana a cargo de G. Montesano, La capitale delle scimmie, Mondadori, Milano, 2002). Otro mérito de Guyaux es el de finalmente haber hecho justicia al título engañoso de Diari intimi atribuido desde el comienzo a un conjunto de textos, del cual se excluía Pauvre Belgique! El objetivo de mi edición, Ch. Baudelaire, Ultimi scritti, es el de confirmar la unidad del proyecto baudelaireano (en esta edición mía he podido sólo antologizar Povero Belgio!) al cual deben agregarse también según mi opinión los poemas del Spleen di Parigi, a cargo de F. Relia, Feltrinelli, Milano, 1992. Reenvío a la introducción y a las notas de estas dos ediciones para una ulterior discusión de toda la problemática. [Se citan a continuación algunas traducciones cas­ tellanas de estas obras: Mi corazón al desnudo y otros papeles, trad, de A. Martínez Sarrión, Visor, Madrid, 1983; Pobre Bélgica, trad, de L. Echávarri, introducción, revisión y notas de A. Cristófalo y H. Savino, Losada, Buenos Aires, 2001; El Spleen de París, trad, de J. Negrón Sánchez, Visor, Madrid, 1998.]

4. DESNUDEZ DEL CORAZÓN, DESNUDEZ DEL ALMA 30. Parte del texto de la Introducción a los Ultimi scritti, ed. cit., se reto­ ma en algunos parágrafos de este capítulo. Ch. Baudelaire, Les notes nouvelles sur Edgar Poe, OC, vol. II, p. 329. En lo que respecta a Jl Salon 1859, OC, vol. II, pp. 620-623 y stes. Ch. Baudelaire, A. A. Houssaye, Lo spleen di Parigi, cit. pp. 34-37. El pensamiento de lo imposible recorre todo el texto de S. Weil, por ello se reenvía a Quaderni I-IV, a cargo de G. Gaeta, Adelphi, Milano, 1982-1993 (véase el vol. IV, Indice, sub voce). [Trad, cast.: Cuadernos, traducción, comentarios y notas de C. Ortega, Trotta, Madrid,

2001.] 31. E. A. Poe, Marginalia, en Filosofia della composizione e altri saggi, a car­ go de L. Koch y E. Mazzarotto, Guida, Napoli, 1986, pp. 70-71. [Trad, cast, en Eureka, Marginalia, La filosofia de la composición, trad, de C. M. Reyles, Emecé, Buenos Aires, 1944.] Eurípides, Le Baccanti, trad. it. de L. Correale, Introducción de F. Relia (a la que se reenvía), Feltrinelli, Milano, 1993. [Existen, obvia­ mente, numerosas traducciones castellanas, entre ellas: Eurípides, "Las bacantes", en Tragedias áticas y tebanas, versión de M. Fernández Galiano, Planeta, Barcelona, 1991.] 34. M. Proust, Correspondance, a cargo de Ph. Kolb, Pion, Paris, 19701993. Baudelaire comparte con S. Weil el concepto de «desventura», para lo cual cfr. S. Weil, L'ombra e la grazia, trad. it. de Fortini, Rusconi, Milano, 1984, pp.90-94. "La herida y el cuchillo" y "El heautontimoroumenos" en las Fleurs du mal.

35. J.-P. Sartre, Baudelaire, trad. it. de J. Darca, II Saggiatore, Milano, 1971. Es un misterio cómo Sartre haya comprendido tan poco a Baudelaire primero y a Flaubert después, en los últimos años de su vida en el

Idiota de familia. [Trad, cast.: Baudelaire, trad, de A. Bernárdez, Alian/a,

Madrid, 1994.] 36. La carta a Sainte-Beuve es de enero de 1866. 37. S. Kierkeegaard, Enten Eller, a cargo de A. Córtese, Adelphi, Milano, 1976-1989, II, p. 28. [Trad, cast.: O lo uno o lo otro, Un fragmento de vida II, edición y traducción de D. González, Trotta, Madrid, 2007.] II concetto d'angoscia, en II concetto d'angoscia -La malattia mortale, a cargo de C. Fabro, Sansoni, Firenze, 1973, p. 74. [Trad, cast.: El concepto de angustia, trad, de D. Gutiérrez Rivero, Trotta, Madrid, 2007.] La cita es de Povero Belgio!, 260 bis, referido a la numeración tradicional de las hojas del manuscrito en la clasificación original de los textos. 38. F. Hölderlin, Note sulV Edipo, en Scritti di estetica, a cargo de R. Ruschi, SE, Milano, 1987. [Trad, cast.: "Notas sobre Edipo" en Ensayos, traducción, presentación y notas de F. Martínez Marzoa, Hiperión, Madrid, 1983.] 41. W. Benjamin, "Le affinita elettive" di Goethe, trad. it. de R. Solmi, ter­ cera parte, en Opere, vol. II, a cargo de G. Agamben, Enaudi, Torino, 1982, p. 234. [Trad, cast.: "Las afinidades electivas de Goethe" en Dos ensayos sobre Goethe, trad, de G. Calderón y G. Mársico, Gedisa, Barcelona, 1996.]

5. EL FANTASMA DE DORA 42. E. Montale, Tutte le poesie, a cargo de G. Zampa, Mondadori, Milano, 1984. E. Montale, L'opera in versi, edición crítica a cargo de R. Bettarini y Gianfranco Contini, Enaudi, Torino, 1980. Eusebio e Trabucco. Correspondencia entre Eugenio Montale y Gianfranco Contini, a cargo de D. Isella, Adelphi, Milano, 1997.

R. Bazlen, Lettere a Montale, en Scritti, a cargo de R. Calasso, Adelphi, Milano, 1984. R. Bettarini, Appunti sul Taccuino del 1926 di Eugenio Montale, en "Studi di Filologia Italiana", XXXVI, 1976. G. Contorbia, E. Montale, Immagini di una vita, Mondadori, Milano, 1996. Las citas de las declaraciones de Montale a Silvio Guamieri están en las notas de las ediciones montalianas citadas. 43. H. Bloom, Shakespeare, trad.it. de R. Zupper, Rizzoli, Milano, 2001. [Trad, cast.: Shakespeare, La invención de lo humano, trad. deT. Segovia, Norma, Bogotá, 2008.J 45. Cfr. las anotaciones de Isella relativas a las poesías citadas en Le occasioni, cit. 46. La fotografía puede verse en G. Contorbia, Immagini di una vita, dt. 50. Para los temas sobre la tragedia y para las referencias en el texto, confrontar F. Relia, Le soglie delVombra, Feltrinelli, Milano, 1994, caps. 1 y 2. Confrontar también las introducciones a Sófocles, Edipo re (Feltrinelli, Milano, 1991) y a Eurípides, Le baccanti, cit. 54. I. Calvino, Lezioni americane, Garzanti, Milano, 1998 ("Leggerezza"). G. Steiner, De la Bible à Kafka, cit.

6. LA VIDA DESNUDA 56. Sobre el concepto de vida desnuda cfr. G. Agamben, Homo Sacer, Einaudi, Torino, 1995. [Trad, cast.: Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida, trad, de A. G. Cuspinera, Pretextos, Valencia, 1999.]

57. G. Simenon, La verité sur Bebé Donge, trad. it. de M. Bevilacqua, Adelphi, Milano, 2001, p. 9. [Existe una traducción castellana de la obra completa de Simenon: Obras Completas, 3 Vol., prol. de F. C. Sainz de Robles, Aguilar, Madrid, 1968-1972.] 58. G. Simenon, Le chat, La Presse de la Cité, Paris, 1967. 60. Sobre estos temas cfr. F. Relia, Negli occhi di Vincent. L'io nello specchio del mondo, Feltrinelli, Milano, 1998, cap. 3. 61. G. Simenon, Le grand Bob, La Presse de la Cité, Paris, 1954, pp. 35, 54, 93-94,121,160. 62. G. Simenon, En cas de malheur, La Presse de la Cité, Paris, 1956, pp.6, 18,19, 26-27,121,117. 64. G. Bataille, Madame Edwarda; Histoire de VOeil, en Ouvres Completes, Gallimard, Paris, 1970-1988 (trad. it. Tutti i romanzi, a cargo de G. Neri, Bollati Boringhieri, Torino, 1992), cfr. F. Relia, A i confini del corpo, cit. sub voce. [Trad, cast.: Madame Edwarda seguido de El muerto, trad, de A. Escohotado, Tusquets, Barcelona, 1999.] 65. Sobre Lucien Freud además del catálogo de la gran muestra retros­ pectiva llevada a cabo en la Tate Gallery de Londres en el 2002, cfr. Lucien Freud, a cargo de B. Bernard y D. Birdsall, Jonathan Cape, Random House, London, 1996. 66 . E. Zola, Nana, en Les Rougon-Marquant, a cargo de A. Lanoux, Gallimard, Paris, 1966, vol. II. Es la estupenda y terrible desnudez de Nana (cfr. F. Relia, Ai confini dei corpo, cit., pp. 34-47) [pp. 38-50 de la traducción castellana] la que se celebra en El campesino de París (Paesano di Parigi, a cargo de F. Relia, II Sagiatore, Milano, 1982, pp.

36-38). [Trad. cast. El campesino de París, trad. N. Boer y V. Cirlot, Bruguera, Barcelona, 1979, pp. 43-46] en el centro del "Pasaje de la Opera": "Rubio por doquier. Me abandono a esta dorada plenitud de los sentidos, a este concepto de lo rubio que no es el color mis­ mo, sino una especie de espíritu del color, casado con los acentos del amor. Del blanco al rojo pasando por el amarillo, el rubio no traiciona su misterio. El rubio se parece al balbucear de la voluptuo­ sidad [...] Es una especie de reflejo de la mujer sobre las piedras, una sombra paradójica de las caricias del aire, un soplo de fracaso de la razón. Rubios como el reino del abrazo, los cabellos se disolvían y yo me dejaba morir desde hacía un cuarto de hora [...] La memoria: la memoria es rubia en verdad. [...] Pero, ¿ dónde diablos había yo encontrado a aquella mujer [...]? Ella caminaba como quien ríe y, cuando estuvo en el umbral, vi su pie atrapado en una trampa de hojas y su pierna dorada, y todavía me pregunté: pero ¿quién puede ser esta esponja? Entonces lo rubio encantador dirigiéndose hacia mí me dijo: «Te has olvidado ya, a pesar de que era ayer: las plantas verdes no se han marchitado, las lámparas no han perdido su esplendor ni los palcos su roja oscuridad. Cuando aparecí en medio de las risas convulsivas [de la farsa recitada en el teatro de la que habla Zola en Nana], era durante el equinoccio, no tuve más que contonearme un poco y el oleaje de sombra subió por los rostros, el mar de brazos de hombres se extendió hacia Nana. -;Nana!- grité- ¡ ya veo que vas a la moda de hoy! -Yo soy -dijo ella- la moda misma y todo respira por mí. ¿Conoces los estribillos de moda? Están tan llenos de mi que no se pueden cantar: se murmuran. Todo lo que vive de reflejos, todo lo que cen­ tellea, todo lo que hiere se une a mis pasos. Yo soy Nana, la idea del tiempo. ¿Has amado tu alguna vez, mi querido, a una avalancha? Mira solamente mi piel. E incluso en la inmortalidad tiene el aire de un almuerzo al sol. Un fuego de paja que se quiere tocar. Pero, sobre esta hoguera perpetua, es el incendiario el que se quema. El sol es mi perrito. Me sigue, como puedes ver. » Se alejó hacia la calle Chauchat y yo permanecí estupefacto, porque en vez de sombra tenía un haz de luz que la escoltaba sobre el ado­ quinado. Desapareció en el bullicio de la Casa de Ventas". Es esta la desnudez que Benjamin elimina, aunque haya declarado que "En su comienzo [del Passagen-Werk] estuvo Aragón -el Paysan

de Paris- del que por la noche, en la cama, no podía leer más de dos o

tres páginas, porque mi corazón latía tan fuertemente que tenía que soltar el libro de las manos. ¡Vaya advertencia! Qué anuncio de los años y años que habrían de interponerse entre esta lectura y yo mis­ mo". (W. Benjamin, carta a T.W. Adorno del 31 de mayo de 1935, en Lettere, trad. it. de A. Marietti y G. Backhaus, Enaudi, Torino, 1978). [Trad, cast.: Correspondencia, 1928-1940, trad, de J. Muñoz Veiga y V. Gómez Ibáñez, Trotta, Madrid, 1998, p. 97.] C. Milosz, II cagnolino tungo la strada, trad. it. de A. Ceccherelli, Adelphi, Milano, 2002, pp. 34,144,146,157,168.

7. LA VOZ Y LA MIRADA 67. M. Proust, Le côté de Guermantes, Recherche II, pp. 431-439 (Ricerca II, pp. 158-168). 73. Y. Kaniuk, Adamo risorto, trad. it. de E. Loewenthal, Theoria, Roma-Napoli, 1995. [Trad, cast.: El hombre perro, trad. R. García Lozano, Libros del Asteroide, Barcelona, 2007.]

8. EL PASO DEL CARACOL 74. I. Kertétsz, Un autre. Chronique d'une métamorphose, trad, fcesa. de N. y Ch. Zaremba, Actes Sud, Arles, 1999, p. 15. [Trad, cast.: Yo, otro. Crónica del cambio, trad. A. Kovacsics, El Acantilado, Barcelona, 2002.] 75. Para Flaubert cfr. cap. 12. G. Simenon, En cas de malheur, cit., p. 52: "Salgo de la cama de Yvette y mi piel está aún impregnada de su olor ácido". 76. I. Kertész, Un autre, cit., pp. 64, 84, 78.

77. I. Kertész, Un autre, cit., p. 69. 78. I. Kertész, Un autre, cit., pp. 69-71. 79. I. Kertész, Un autre, cit., p. 64.

9. LA HISTORIA Y LAS HISTORIAS 80. Agustín, Confessioni Libro X, en Confessioni vol. IV a cargo de M. Cristiani, M. Simonetti, A. Solignac, trad. it. de G. Chiarini, VallaMondadori, Milano, 1996: "Qui ergo sum, Deus meus? Quae natu­ ra sum? Varia multimoda vita et immensa vehemenet" (XVI, 26): "¿Quién soy, entonces, Dios mío? ¿Cuál es mi naturaleza? Una vida multiforme e inconteniblemente inmensa". [Trad, cast.: Confesiones, trad, de P. Rodríguez de Santidrián, Alianza, Madrid, 1996.] 81. F. Nietzsche, Considemzioni inattucili. II. Sull'utilitá e il danno della storia per la vita en Opere, a cargo de G. Colli y M. Montinari, Adelphi, Milano, 1964 y stes., vol. III, Tomo I. [Trad, cast.: Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida (II Intempestiva), trad de G. Cano, Biblioteca Nueva, Madrid,1999.] Dado el rápido recorrida por el en­ sayo de Nietzsche no doy indicaciones de página. T. W. Adorno, Dialettica negativa, trad. it. de C. A. Donolo, Einaudi, Torino, 1970, p. 329. [Trad cast.: Dialéctica negativa, trad, de J. M. Ripalda, Taurus, Madrid, 1975.] 82. B. Baczko, Job, mon ami. Promesse de bonheur et fatalité du mal, Gallimard, Paris, 1997. Sobre Adorno, Sofsky y Baumann con respecto a las relaciones entre proyecto iluminista y Auschwitz, cfr. F. Relia, Figure del male, Feltrinelli, Milano, 2002.

La querelle contra el irracionalismo y la "destrucción de la razón" es un capítulo de la historia de la cultura europea y en particular ita­ liana, y todavía más particularmente de la editorial Einaudi durante los años cincuenta y principios de los sesenta del siglo pasado. 83. P. Valéry, Cahiers, a cargo de J. Robinson, Gallimard, Paris, 1973-1974, vol. I, pp. 1234-1235, 1254, 1270-1271, 1284 y finalmente 1289: "Le es imposible producir aquello que él recibe, no puede más que re­ producirlo [...] Ser sorprendido es reproducir sin haber producido [...] ver después de haber vuelto a ver. La reproducción es anterior a la producción."

84. T. S. Eliot, Four Quartets, Farber&Farber, London, 2001: "...Human kind/cannot bear very much reality" (1,1, 44-45). [Trad, cast.: Cuatro Cuartetos, edición bilingüe, trad, de E. Pujais Gesalí, Cátedra, Madrid,1987: "no pueden los humanos/ soportar demasiada reali­ dad", p. 85.]

86 . S. Freud, "Costruzioni nell'analisi" y "Analisis terminable e analisi interminabili" en Opere, a cargo de C. L. Musatti, Boringhieri, Torino, 1967-1980, vol. XI. [Trad, cast.: "Construcciones en el análisis" en Obras completas, vol. XXIII: Moisés y la religión monoteísta, Esquema del psicoanálisis, y otras obras (1937-1939), trad, de J. L. Etcheverry, Amorrortu, Buenos Aires/Madrid, 1980.] Todas las obras de Benjamin de las que se habla en este parágrafo ya han sido citadas.

88. El concepto de «arqueología del saber» recorre toda la obra de Foucault, antes incluso de que fuera tematizado en Archéologie du savoir, Gallimard, Paris, 1969 [Trad, cast.: La arqueologia del saber, trad, de A. Garzón del Camino, México, Siglo XXI, 1970.] C. Gizburg, Miti, emblemi, spie, Einaudi, Torino, 1992. [Trad, cast..: Mitos, emblemas e indicios, trad, de C. Catroppi, Gedisa, Barcelona, 1999.]

89. I. Kerész, Un autre, cit., pp. 82-83. Los ensayos citados en este parágrafo están todos en S. Friedlander (compilador), Probing the limits of representation. Nazism and the "Final Solution", Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1999. [Trad, cast.: En torno a los límites de la representación. El nazismo y la solución final, trad, de M. Burello, Universidad Nacional de Quilmes, Bernal, 2007.] 90. Aristóteles, Poética, 10, 1-2; 24, 7 (trad, it: Poética, a cargo de C.Gavallotti, Valla-Mondadori, Milano, 1982, la división indicada es la propuesta en esta edición). [Existen numerosas traducciones al castellano, entre ellas: Poética, trad, de A. J. Capelletti, Monte Ávila, Caracas, 2006.] "En la ausencia de expresión aparece la potencia superior de lo verdadero [...] Es decir, ello despedaza, aquello que resta, en toda bella apariencia, como herencia del caos: la totalidad falsa, aberrante -la totalidad absoluta. Ello sólo cumple la obra reduciéndola a un "pedazo", a un fragmento del mundo verdadero, al torso de un sím­ bolo" (W. Benjamin, "Le affinitá elettive" di Goethe, cit., p. 234.) 91. S. Kierkegaard escribe en sus diarios en una anotación de 1842: "Al leer Las mil y una noches el trasfondo oriental se despliega delante de nosotros incluso en la intriga ingeniosa en la que los diversos relatos se entrecruzan entre ellos como plantas enraizadas al suelo, volup­ tuosamente las unas contra las otras. Sobre el conjunto amenaza el cielo plúmbeo de una pesada angustia: es Scherezade quien salva su vida contando historias" (Diari, a cargo de C. Fabro, Moncelliana, Brescia, 1980, vol. Ill, p. 29). Kierkegaard vuelve sobre esta imagen en otra anotación en 1848 (Diari, cit., vol. V., p. 84): "Por eso son tan verdaderas las palabras que a menudo he aplicado a mí mismo: que como Scherezade salvó su vida contando historias, también yo he salvado mi vida o me mantengo vivo a fuerza de escribir". [Existe una edición española parcial de los Diarios aunque no traducida di­ rectamente del danés sino del italiano: Diario íntimo, traducción y notas de M. A. Bosco, Planeta, Barcelona, 1993.]

W. Benjamin, "II narratore" en Angelus Noviis, a cargo de R. Solmi, Einaudi, Torino, 1962. [Trad, cast.: "El narrador" en Para una crítica de la violencia y otros ensayos, trad, de R. Blatt, Taurus, Madrid, 1991 .J

10. EROS 92. Gallimará ha iniciado la publicación integral limitándola, por ahora, al segmento 1894-1914: R Valéry, Cahiers 1894-1914, Gallimard, Paris, 1987 y stes. El último volumen publicado (1999), el VII, cubre el año 1904-1905. P. Valéry, Cahiers, a cargo de J. Robinson, Gallimard, Paris 1973-1974 (todas las citas se refieren a esta edición), vol. I, pp. 5-16. 93. P. Valéry, Cahiers, a cargo de J. Robinson, cit., vol. II, p. 528 (de ahora en adelante la indicación de página será dada entre paréntesis en el texto). S. Kierkegaard, Enten-Eller, vol. II, cit., p. 47; R. Musil, Unomo senza cualitá, cit., p. 242: "El ansia de saber es una pasión, una actitud ilícita, en el fondo, porque como la dispomama, el erotismo y la violencia, el afán de saber crea un carácter que no es equilibrado". Para Teste cfr. P. Valéry, Ouvres, Gallimard, Paris, 1977, vol. II, en particular p. 36. [Trad, cast.: P. Valéry, Monsieur Teste, trad, de S. Elizondo, Montesinos Editor, Barcelona, 1980.] De aquí en adelante las citas se refieren a todas la anotaciones que ]. Robinson ha reunido bajo la voz "Eros", en Cahiers, a cargo de J. Robinson, cit., vol. II, pp. 393-564. El número de página entre parén­ tesis se refiere, entonces, a esta serie de textos. Las anotaciones de la p. 404 son de 1918 y de 1920. 95. La anotación de la página 484 lleva además de la sigla er (os) la sigla q (theta) que está referida en los Cahiers a las anotaciones de carácter religioso. 97. Las valijas de Albertine, al comienzo de La prisionera, cit.

La referencia a Sartre es a la tercera parte del Essere e il nulla, trad, it. de G. Del Bo, II Saggiatore, Milano, 1965. [Trad, cast.: J.-P. Sartre, El ser y la nada: ensayo de ontologia fenomenológica, trad, de J. Valmar, Losada, Buenos Aires,1966], discutida en F. Relia, Ai confini del coiyo, cfr. sub voce.

11. ESCRIBIRSE 98. G. Leopardi, Lo Zimbaldone, cit., p. 488 (la anotación es de 1821). P. Valéry, Cahiers, a cargo de J. Robinson, cit., vol. I, p. 16. 100 . He analizado en esta clave textos y diarios de Th. Mann en las Figure del male, cit. 103. S. Beckett, "L'innominabile", en Trilogia, a cargo de A. Tagliaferri, Einaudi, Torino, 1996. [Trad, cast.: El Innombrable, trad, de R. Santos Torroella, Lumen, Barcelona, 1966.] 104. G. Leopardi, Zimbaldone, cit., p. 4174; F. Relia, Figure del male, cit., cap. 2. Ch. Baudelaire, "Le voyage" en Les Fleurs du mal, cit.: "¡Amargo sa­ ber, aquel que se trae del viaje!" [Trad. cast, cit., p. 492.] *

12. ESCRIBIR NADA 105. Para Flaubert cfr. Bouvard et Pécuchet, cit., y mi traducción italiana, cit. Todas las ediciones concluyen con un texto extraído de los borra­ dores llamado "Conferencia". No he respetado la tradición. En una carta a Mme. Roger des Genettes del 7 de abril de 1879, Flaubert es­ cribe: "Después de tres años y medio de lecturas sobre la filosofía y sobre el magnetismo me propongo comenzar esta misma noche [...] mi capítulo VIII que comprenderá la gimnasia, las mesas mueble, el magnetismo y la filosofía hasta el nihilismo absoluto. El IX tratará

sobre la religión, el X sobre la educación y sobre la moral. Quedara el segundo volumen, nada más que notas... que ya han sido casi todas to­ madas. Finalmente, el capítulo XII será la conclusión en tres o cuatro páginas (Sin contar el Diccionario de los lugares comunes enteramente hecho, y que deberá ser puesto en el segundo volumen)". Se deduce de aquí que el capítulo XI habría estado ocupado por la "Copia", o por el Estupidario, al que habría debido seguir, en el capítulo XII, una breve recapitulación. A mi juicio este capítulo ha sido bosquejado por Flaubert en un plan fechable a fines de 1877, y quizás incluso en 1880, vale decir en proximidad de la muerte que interrumpió la redacción de Bouvard y Pécuchet. Este plan es con­ servado en G. Flaubert, Bouvard et Pécuchet, edition critique par A. Cento précédée des scénarios inédits, Istituto Orientale di Napoli e Nizet, Paris, 1964. El plan está contenido en el manuscrito gg 10, f9 67, y está publicado en la edición de Cento en la página 124. Yo lo he conservado en el texto como conclusión del primer volumen de Bouvard y Pécuchet. Por ello se entiende aquí que cuando se llaman en los textos Bouvard y Pécuchet, XI y XII, estos capítulos aparecen sólo en mi edición italiana. En el texto está citado G. Flaubert, Correspondance, a cargo de J. Bruneau, Gallimard, Paris, 1973 y stes. No ha sido todavía publicado el V volumen, para el cual cfr. G. Flaubert, Correspondance, Conrad, Paris, 1926-1939 y 1954 (para los suplementos). En este capítulo reto­ mo temas y partes de mi introducción a la edición italiana citada. Cfr. todavía G. Flaubert, Ouvres complétes, a cargo de B. Masson, Seuil, Paris, 1964. G. Flaubert, Carnets de travail, a cargo de P.M. de Biasi, Ballard, Paris, 1988. 106. M. Kundera, L'arte del romanzo, trad. it. de E. Marchi, Adelphi, Milano, 1988, pp.224-226. [Trad, cast.: El arte de la novela, trad, de F. de Valenzuela y M. V. de Villaverde, Barcelona, Tusquets, 2002.] Las cartas son citadas con la fecha y el nombre del destinatario entre paréntesis. H. Arendt, La banalitá del male, trad. it. de A. Bemardini, Milano, 1992. [Trad, cast.: Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal. Trad, de Carlos Ribalta. Barcelona, Lumen, 2003.]

M. Kundera, L'arte del romanzo, cit.; J. Brodsky, Dall'esilio, trad. it. de G. Forti y G. Buttafava, Adelphi, Milano, 1988; 1. Calvino, Lezioni americane, cit. Detrás de estos textos es necesario recordar a H. Broch, 11 kitsch, trad. it. de R. Malagoli y S. Vertone, Einaudi, Torino, 1990. [Trad, cast.: Kitsch, vanguardia y arte por el arte, trad.de F. Cantarell, Tusquets, Barcelona, 1970.] Sobre el tema de la belleza cfr. F. Relia, Uenigma della bellezza, Feltrinelli, Milano, 1991. Cuando Flaubert habla del plan de dos libros a los hermanos Goncourt se refiere a la Educación sentimental y a Bouvard y Pécuchet, que debe­ rán esperar hasta lo último: obra final en todos los sentidos. 108. Las cartas fechadas el 22 de agosto se superponen y están dirigidas a varios destinatarios: a Mme. Roger des Genettes, a Caroline, a G. Sand el 22 de agosto y el 26 de agosto todavía a la sobrina Carolina. 110 . Cfr. Di Biasi en G. Flaubert, Carnets de travail, cit, p. 766. J. L. Borges, Discussione, trad. it. de L. Bacchi Wilcock, Rizzoli, Milano, 1973. [Ed. cast.: Discusión (1932) en Obras completas, Vol. 1 (1923-1949) Buenos Aires, Emecé, 1996.]

111 .

Se hace referencia a dos cartas respectivamente a L. Bouilhet del 2 de mayo de 1850 y a Parain del 6 de octubre de 1850.

112 . Las referencias a Proust y a Kafka recorren todo nuestro texto. Para Beckett, cfr. S. Beckett, Tutto il teatro, a cargo de P. Bertinetti, EinaudiGallimard, Torino, 1994. 113. Sobre el "Estupidario" cfr. G. Flaubert, Le second volume de "Bouvard et Pécuchet. Le projet du "Sottisier", a cargo de A. Cento y L. Camminiti Pennarola, Liguori, Napoli, 1981 (esta edición actua­ lizada por L. Camminiti Pennarola y traducida por G. Angiolillo Zannino ha sido publicada por Rizzoli, Milano, 1992). Hay una

antología del "Sciocchezzaio" ["Estupidario"] en mi edición de Bouvard e Pécuchet, cit.

13. EL EXILIO 114. H. Melville, Moby Dick, cit., pp.735-736. G. Leopardi, Zibaldone, cit., pp. 259-260. 115. H. Melville, Billy Budd, marinaio, en H. Melville, Tutte le opere narra­ tive, a cargo de R. Bianchi, vol. Ill, Billy Budd, Racconti. Frammenti . Diari, Mursia, Milano, 1992, p. 18. [Trad, cast.: Billy Budd, Marinero, trad, de J. M. Valverde, Editorial Salvat, Barcelona, 1971.] 116. Billy Budd, cit., pp. 12-13,15, 56, 36-37, 53. J.J. Wnckelmann, II bello nell'arte, a cargo de F. Pfister, Einaudi,

Torino, 1980. Las citas en el texto son de las páginas 31, 59, 60, 110, 133, 146, 150-151. [Trad, cast.: Lo bello en el arte, trad, del alemán de M. Schonfeld; trad, del italiano de S. Sosa Miatello, Nueva Visión, Buenos Aires, 1964.] 117. Billy Budd, cit., pp. 77-78, 28.

La referencia es a "El albatros" de Ch. Baudelaire de Les fleurs du mal, cit. [Trad. cast, cit., p. 91]: Por divertirse, a veces, los marineros cogen/ algún albatros, vastos pájaros de los mares, /que siguen, indolentes compañeros de ruta,/la nave que en amargos abismos se desliza.// Apenas los colocan en cubierta, esos reyes/ del azul, desdichados y avergonzados, dejan/ sus grandes alas blancas, desconsoladamente, /arrastrar como remos colgando del costado.//; Aquel viajero alado qué torpe es y cobarde!/¡El, tan bello hace poco, qué risible y qué feo/¡Uno con una pipa le golpea el pico,/cojo el otro, al tullido que antes volaba, imita!//Se parece el Poeta al señor de las nubes/que ríe del arquero y habita en la tormenta; /exiliado en el suelo, en medio de abucheos,/caminar no le dejan sus alas de gigante.

118. El primero de los poemas del Spleen de Paris, cit. 119. M. Heidegger, Che cos'é la filosofía?, a cargo de C. Angelino, II Melangolo, Genova, 1981. dada la brevedad del texto no doy indi­ cación de página. [Trad, cast.: ¿Qué es la filosofia? trad. esp. de J. ]. García Norro, Herder, Barcelona, 2004.] 120. "Das Unheimliche", "II perturbante" en S. Freud, Studienausgabe, Fischer, Frankfurt a. M. 1969-1975, vol. IV, trad. it. Opere, cit., vol. IX. [Trad, cast.: "Lo ominoso" (1919) en Obras completas, cit., vol. XVII «De la historia de una neurosis infantil» (Caso del «Hombre de los lobos»), y otras obras (1917-1919).] Cfr. acerca de lo "desorientante" de la filosofía, G. Marramao, Kairos. Apologia del tempo debito, Laterza, Roma-Bari 1992.

121 . Todos los textos ya fueron citados.

122. A. Rimbaud, Oeuvres complètes, a cargo de A. Adam, Gallimard, Paris, 1972. 123. S. Weil, Quaderni II, cit., p. 252: "Estar radicado en la ausencia de lugar" y en YOmbra e la grazia (cit., p. 51): "Estar en la patria mientras se está en el exilio [...]. Desarraigándose de modo más real." 125. Saint-John Perse, Exil, en Oeuvres complètes, Gallimard, Paris, 1982, p.l25: "Dice el Extranjero entre las arenas, '¡todo en el mundo me es nuevo!...' Y el nacimiento de su canto no le es menos extranjero".

Referendas y notas

227. F. W. Schelling, Clara ovvero sulla conttessionc della natura con il mondo degli spiriti, a cargo de P. Necchi y M. Ophälders, Guerini, Milano, 1987, p. 96.