Etnografias de La Infancia

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COLECCIÓN PSICOLOGÍA

© DAVID POVEDA, MARÍA ISABEL JOCILES Y ADELA FRANZÉ © LOS LIBROS DE LA CATARATA FUENCARRAL, 70 28004 MADRID TEL. 91 532 05 04 FAX 91 532 43 34 WWW.CATARATA.ORG ETNOGRAFÍAS DE LA INFANCIA Y LA ADOLESCENCIA ISBN: 978DEPÓSITO LEGAL: MESTE MATERIAL HA SIDO EDITADO PARA SER DISTRIBUIDO. LA INTENCIÓN DE LOS EDITORES ES QUE SEA UTILIZADO LO MÁS AMPLIAMENTE POSIBLE, QUE SEAN ADQUIRIDOS ORIGINALES PARA PERMITIR LA EDICIÓN DE OTROS NUEVOS Y QUE, DE REPRODUCIR PARTES, SE HAGA CONSTAR EL TÍTULO Y LA AUTORÍA.

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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN: EL ESTUDIO ETNOGRÁFICO DE LA INFANCIA: POSIBILIDADES Y RETOS Adela Franzé, María Isabel Jociles y David Poveda CAPÍTULO 1. APROXIMACIONES ANTROPOLÓGICAS A LA INFANCIA TRABAJADORA: DECONSTRUYENDO LOS MITOS Y ANALIZANDO LOS VACÍOS DE UNA COMPLEJA RELACIÓN Begoña Leyra Fatou CAPÍTULO 2. TRAS LOS PASOS DE PETER PAN: CUANDO CRECER ES EL PROBLEMA María Jesús Sánchez Hernández CAPÍTULO 3. “ESAS NO SON COSAS DE CHICOS”: DISPUTAS EN TORNO A LA NIÑEZ MAPUCHE EN EL NEUQUÉN, ARGENTINA Andrea Szulc

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CAPÍTULO 4. DANDO VOZ A LOS NIÑOS EN LA INVESTIGACIÓN EN CUIDADOS DE SALUD: UNA ESTRATEGIA DE EMPODERAMIENTO Teresa González Gil CAPÍTULO 5. LOS NIÑOS DE LA INMIGRACIÓN EN LA ESCUELA PRIMARIA: IDENTIDADES Y DINÁMICAS DE DES/VINCULACIÓN ESCOLAR ENTRE EL ‘COLOUR BLINDNESS’ Y LOS ESENCIALISMOS CULTURALISTAS Beatriz Ballestín CAPÍTULO 6. ¿’CRIANÇAS’ PARA ‘BRINCAR’ Y ‘MOÇAS’ PARA ‘NAMORAR’? SOBRE EL PASO DE LA NIÑEZ A LA MOCEDAD ENTRE LOS VENDEDORES AMBULANTES ‘CIGANOS’ DE CIDADE VELHA Sara Sama CAPÍTULO 7. ¿CÓMO SE PERCIBE A LA INFANCIA PROTEGIDA? DE LA NORMALIZACIÓN A LA INSTITUCIONALIZACIÓN Gema Campos CAPÍTULO 8. LA REPRODUCCIÓN INTERPRETATIVA INFANTIL DEL CONFLICTO INTERÉTNICO EN UN GRUPO DE IGUALES GITANO David Poveda CAPÍTULO 9. COMENTARIOS DESDE LA ANTROPOLOGÍA Graciela Batallán CAPÍTULO 10. COMENTARIOS DESDE LA PSICOLOGÍA EVOLUTIVA Amparo Moreno AUTORES

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EL ESTUDIO ETNOGRÁFICO DE LA INFANCIA Y LA ADOLESCENCIA: POSIBILIDADES Y RETOS ADELA FRANZÉ, MARÍA ISABEL JOCILES Y DAVID POVEDA

EL CAMPO DE LOS ESTUDIOS SOBRE LA INFANCIA: MIRADAS, CONTROVERSIAS Y CONVERGENCIAS Entre las décadas de los ochenta y noventa del siglo XX el espacio de las ciencias sociales ha asistido a la expansión y desarrollo de lo que algunos autores han llamado “nuevo paradigma” de estudios sobre la infancia (Prout y James, 1997; James, 2007). La multiplicación de institutos, programas de investigación, redes e investigadores (auto)identificados expresamente con este emergente ámbito de trabajo e indagación, así como la publicación a lo largo de los noventa de mayor cantidad de estudios sobre la infancia que los editados sobre el mismo tópico en las ocho décadas anteriores (LeVine, 2007), constata la creciente focalización sobre una categoría social cuyo paralelismo con el desarrollo de los estudios sobre “las mujeres” y el lugar reservado a sus perspectivas en la literatura socioantropológica, ha sido señalado en más de una ocasión (LeVine, 2007; Bluebond y Korbin, 2007). ¿Puede hacerse una antropología de la infancia? Se preguntaba Hardman (1973) al comparar sus trabajos sobre los niños con los estudios sobre las mujeres que por entonces despuntaban. La autora señalaba la condición de “grupos silenciados” compartida por mujeres y niños dentro del discurso de las ciencias sociales. 9

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Desde algunas posiciones (v.g. James, 2007; Jenks, 1996; Prout y James, 1997), se ha insistido en la indiferencia de los investigadores para con la infancia e, incluso, en su “negación” como objeto de estudio. Lo cual tiende a ser atribuido al producto, entre otras circunstancias, de una perspectiva adultocéntrica, equivalente, en sus recortes de los objetos de estudio y en los efectos analíticos, a la mirada androcéntrica. La elusión de sus “puntos de vista” y la desatención a sus “experiencias” (James, 2007; Prout y James, 1997) tanto como la frecuente asociación de los niños con las mujeres y con sus “tradicionales” esferas de influencia el hogar, la crianza, la afectividad, etc. (Caputo, 1995), parecen asentar dicho paralelismo y sustentar la invisibilización de la que han sido objeto unos y otras por parte de la teoría social. No obstante, la “exclusión”, “marginalización” o “negación” (terminología al uso en los estudios actuales) de la infancia y por lo tanto, su redescubrimiento mismo en tanto objeto socio-antropológico ha de matizarse y resituarse, entendemos, en términos algo más precisos. Ante afirmaciones como las de Marcel Mauss en 1937 acerca de que “la sociología de la infancia puede servirse de la sociología y [servir] a la propia sociología” (cit. en Sirota, 1998: 3) puede uno preguntarse cuánto tiene de “reciente” y “novedoso” el emergente espacio socio-antropológico constituido en torno a la niñez y la adolescencia. Ciertamente, los niños y niñas no han estado ausentes de los estudios sociales, como lo atestigua cualquier revisión de la producción de la primera mitad del siglo XX, sea antropológica (e.g. Le Vine, 2007), y/o sociológica (e.g. Sirota, 1998; Montandon, 1998). No se trata pues, de una indiferencia o exclusión absolutas, ni por ende de la inexistencia de investigación al respecto de la niñez. Para situar la cuestión en términos más adecuados, y comprender las raíces del paradigma de infancia “heredado” en el siglo XX, es preciso tomar en cuenta los factores que influyen en la construcción parcial y fragmentaria de este “objeto”, y su reconstrucción contemporánea más compleja bajo otras claves de pensamiento e interrogación. 10

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LA INFANCIA HEREDADA El punto de partida desde el cual se erige el nuevo paradigma, y se señala la imperiosa necesidad de restituir la “voz” anteriormente negada a la niñez, procede de la constatación de que ésta no ha constituido un foco de interés “en sí misma”, ni ha sido objeto de análisis “en sus propios términos” según sus formas de expresión, acción, visión y comprensión de sus mundos sociales a consecuencia de una estructura hegemónica de pensamiento cuyos principios y conceptos rectores, se argumenta, resulta preciso desconstruir para reorientar la aproximación a esta categoría social. Esta visión “clásica”, articula dos aspectos fundacionales que, en tanto incuestionados, contribuyen a naturalizar la infancia simultáneamente en el espacio del sentido común, en el de la teoría y coextensivamente en el de las políticas que se le dirigen; los cuales, además, como ha señalado Jenks (1996), encierran una profunda paradoja: de un lado, el paradigma “clásico” se basa en el supuesto de la diferencia y particularidad de la niñez esto es, en la creencia de que poseería unas cualidades y características que le son propias y singulares. Sin embargo, y de otro lado, tales cualidades son elaboradas de un modo especular, a partir de una definición negativa de las que se tienen por distintivas de la adultez el niño es un no-adulto. La niñez toma cuerpo en el pensamiento social como una suerte de “permanente presencia ausente”: refiere al carácter de lo inacabado e incompleto que, en el presente del “estado infante”, sólo es objeto de reconocimiento social y teórico en términos “de un llegar a ser [adulto]” (Jenks, 1997). En cualquier caso, la idea de “crecimiento”, así como la noción de “desarrollo” que se le asocia, juegan un papel nodal y estructurante en este marco de pensamiento. Los signos del crecimiento y de las transformaciones físicas, así como la relativa dependencia y vulnerabilidad que de ello deriva al menos en los primeros años de la niñez, han favorecido y reforzado la transposición metonímica de los procesos biológicos a los cognitivos y socioculturales que conciernen a la infancia. El del desarrollo infantil, que ha dominado el pensamiento científico occidental es, básicamente, un modelo evolutivo, semejante al que situaba en los extremos opuestos de la progresión 11

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sociocultural humana al “salvaje” y al “civilizado”. La niñez es fijada como una etapa “natural” de la vida se la “imagina” como tránsito a la adultez, como una serie de estadios necesarios e inevitables; en suma, universalmente válidos. Dicho tránsito representa el paso secuencial del pensamiento simple al complejo, de lo concreto a lo abstracto, de lo irracional a lo racional, de la inmadurez a la madurez, de la incompetencia a la competencia, del ámbito de lo natural a la integración plena en el universo social.

ESTADOS DEL PENSAMIENTO SOCIAL, MATRICES TEÓRICAS, DISCIPLINAS En la literatura “fundacional” del nuevo paradigma de estudios sobre la infancia es frecuente la alusión sistemática a la psicología y más en particular a la teoría del desarrollo cognitivo de Piaget como aquella disciplina y autor que ha contribuido más firmemente a la extensión (y legitimación), más allá de las fronteras de los propios dominios disciplinares, de un modelo “evolutivo” sustentado en principios naturalistas/biologicistas. Igualmente, se atribuye a la sociología de raíz durkheimiana en particular a la de T. Parsons el cometer una “violencia teórica” para con la infancia, a partir de una noción de socialización que convierte a ésta en un mecanismo inculcador de valores sociales estables e inalterables “[…] que se hacen cumplir, menos por la voluntad individual y la soberanía política, que por la propia pre-existencia de la sociedad” (Jenks, 1997). A todo ello, en suma, la “universalización” de la infancia que afirma su condición moldeable y pasiva. Sin duda dichos desarrollos han dejado una fuerte impronta en el paradigma de infancia dominante durante gran parte del siglo XX, tanto en el ámbito de la pedagogía y de las disciplinas afines que han estructurado el pensamiento educativo, como más ampliamente en el pensamiento social. No obstante, sería contribuir al error no reconocer que los principios epistemológicos que sustentan el modelo de pensamiento objeto de las críticas reseñadas, conforman un sustrato relativamente común a diversas áreas del conocimiento de “lo humano”. La evolución del objeto científico “infancia” como 12

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cualquier otro es inseparable de la historia de la consolidación y mutaciones de las ciencias sociales, de las posiciones ocupadas por éstas en el campo más amplio de los saberes científicos, y no puede aislarse de la dinámica de los intereses y/o preocupaciones habidos en el seno de las sociedades productoras del conocimiento científico “hegemónico”, ni de la configuración misma de sus instituciones (sociales y académicas). Aunque sin entrar en los múltiples matices y complejidades que el tema entraña, y a riesgo de simplificar, la cuestión merece algunas puntualizaciones. De una parte no debe olvidarse la impronta empirista-positivista en el seno del cual las diversas disciplinas sociales adquirieron el estatus de ciencias. Las físico-naturales conformaron el espejo en el que todo saber que aspiraba a ciencia debía mirarse, en tanto gozaban de pleno reconocimiento, representaban el modelo de progreso (humano, socio-político y económico) y se erigían en el patrón del “método” que, de la mano de la filosofía positivista (en sentido amplio, no restringida a la así autodenominada), fue trasladado al estudio de lo “social”, justificando una aproximación científica naturalista al ser humano. Aún más importante resulta, de otra parte, recordar que dicha epistemología constituye la “resolución” provisional que se erige en dominante en un contexto histórico particular de un debate que hunde sus raíces en las tradiciones filosóficas de las que las ciencias sociales son en buena parte resultado y de las que hereda ciertos rasgos. En particular, como han señalado entre otros Bourdieu (1991) y Corcuff (1998), las concepciones dicotómicas que subyacen a aquellas y operan yuxtaponiendo (concibiendo separadamente), lo ideal a lo material y lo subjetivo a lo objetivo. El pensamiento inaugural de las ciencias sociales declina el polo objetivista de dichas dicotomías, afirmando la prioridad de lo “objetivo” sobre lo “subjetivo”, tanto en lo que refiere a la concepción de los objetos socio-antropológicos, como a la postura y relación que el científico adopta ante ellos: en tanto realidades que poseen consistencia y estabilidad con independencia de toda idea, conocimiento o voluntad; como método que se orienta a conocer un mundo “externo” y se sitúa en posición de observador “exterior” que debe (y cree) neutralizar el mundo “interior” (ámbito de lo individual, aparente o engañoso) y, finalmente, 13

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en el sentido de lo que es universalmente válido, y no limitado a individuos particulares (Corcuff, 1998). En este sentido esta forma clásica de objetivismo representa, a un tiempo, la negación misma de que los objetos científicos poseen el estatus de construcciones delimitados y problematizados teóricamente antes que una naturaleza ontológica, así como la búsqueda de regularidades, estructuras o sistemas de relaciones y/o leyes supraindividuales. Se trata de una epistemología doblemente ciega a los marcos de sentido constitutivos de los “objetos” de conocimiento de las disciplinas de lo “humano”: a la signficatividad misma de las teorías científicas y a la que es inherente a la vida social en tanto los sujetos que de ella participan manejan representaciones sobre su vida en sociedad y al hecho de que, en consecuencia, ésta ofrece un mundo preinterpretado, lo que Giddens ha denominado “doble hermenéutica” de las ciencias sociales (1988). Entre las diversas consecuencias de estos enfoques pueden enumerarse algunas de las más relevantes, relacionadas con la cuestión planteada. De una parte conllevan la delimitación de “ámbitos” y “objetos” en función de divisiones que se ofrecen de modo “inmediato” a la percepción “cosas visibles y tangibles” en términos de N. Elías (1990), y la demarcación del trabajo disciplinar se concibe como fronteras “reales de lo real” (Bourdieu, Chamboredon y Passeron, 1975). El lenguaje de la observación naturalista focalizará la conducta manifiesta (lo aprehensible observacionalmente). Además, y en consonancia con las divisiones naturalistas de la persona, aquella se desagrega en aspectos que corresponden al componente natural-individual objeto de la psicología y aquellos que representan lo social-colectivo objeto de la sociología y/o de la antropología. Tal segmentación de la conducta, así como la consecuente formación de campos distintivos de incumbencia científica, conllevan que las realidades objeto de una disciplina sean frecuentemente residuales para la otra, y/o acaben siendo pensadas de modo relativamente inconexo. O que, como sucede más específicamente con la infancia, los hechos biológicos nacimiento, crecimiento… conformen la base explicativa, por sobre los culturales, de este hecho social. 14

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Junto a ello, y de otra parte, esta matriz de pensamiento –activada y reforzada por la preocupación política por el “orden”, la “cohesión” y el “control” social característicos de la sociedad en transición de finales del siglo XIX y principios del siglo XX– predispone, en el ámbito de la sociología, al estudio de las exteriorizaciones manifiestas de los lazos interindividuales que integran y organizan la sociedad (el “cuerpo” social). Las reglas, las normas y la disciplina sociales, así como las instituciones y los elementos específicos los símbolos, por ejemplo en las que aquellas se corporizan, a través de las cuales se difunden y que son capaces de mantenerlo o restituirlo, constituirán el foco privilegiado del interés sociológico. Ciertamente en el pensamiento de E. Durkehim pueden leerse esbozos que se orientan a plantear la relación y a complejizarla entre los aspectos objetivos y subjetivos del mundo social1. No obstante esto no anula la tendencia o, al menos, la lectura que se ha hecho de su obra, en particular el estructural funcionalismo dominante en las ciencias sociales durante la primera mitad del siglo XX a privilegiar la idea de lo colectivo subordinando a ello la “acción” de los individuos. Lo que se plasma en la noción de lo social como una entidad específica y supraindividual, que posee existencia propia y ejerce una presión exterior que se impone a los individuos que la componen; en suma, provee una versión sobre-socializada del hombre. De tal suerte, y para retornar a las objeciones planteadas por el nuevo paradigma de la infancia, no es extraño que la orientación objetivista siquiera alcance a plantear la pertiniencia, para explicar la conducta humana ni la infantil, ni la adulta, de los elementos subjetivos de la acción (en tanto no proporcionan ningún tipo de evidencia que no sea meramente hipotética, ni se consideran susceptibles de contrastación). Ni, tampoco, vislumbre que lo que es concebido en términos de “cuerpo social” (sociedad) pueda entenderse cabalmente como un espacio de prácticas y “puntos de vista”, constitutivos y constituyentes del mundo social. Así pues, la “experiencia” de los agentes sociales cualquiera sea su status o “edad” entendida como elaboración plural de lo general, no tiene cabida en el cuadro de un pensamiento que no logra elaborar la diferencia entre “conducta” y “acción” (Giddens, 1988) y cuyo énfasis está centrado en los aspectos normativos, en identificar lo social en el individuo, y que 15

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ignora, por ende, los usos prácticos y estrategias mediante los cuales éste es, a un tiempo, sujeto instituido y agente constituyente. En último caso, la dificultad inherente a este modo de aproximación y no sólo a éste, tan habitual y fácilmente impugnado es la de concebir la coproducción de las partes y el todo, así como la infrateorización de la competencia de los sujetos niños o adultos en los procesos de producción/reproducción y cambio cultural. Por último, a consecuencia de lo señalado respecto a la orientación normativista en el estudio de lo social y la tendencia a naturalizar procesos y “productos” socio-históricos, tampoco es extraño que esta matriz de pensamiento predisponga a orientar la mirada y las interrogaciones sobre las realidades objeto de conocimiento según patrones prefigurados por las representaciones y prácticas dominantes en la sociedad de la que forma parte. Como diversos autores han mostrado (e.g. Ariés, 1987; Hendrik, 1997; Qvorturp, 1985) el modelo de “infancia moderna” en tanto separada del mundo adulto y en transición hacia él es un constructo forjado y delimitado bajo las constricciones, cambios productivos y demográficos correlativos al desarrollo del capitalismo industrial. El interjuego de las ideologías reformadoras de raíz judeo-cristiana da lugar a la invención de instituciones específicas que separan al niño del mundo adulto, tornándolo objeto de políticas y prácticas educativas específicas, de cuidado y protección, que propenden a la dilación y graduación de su incorporación al mundo adulto. La escuela emerge como espacio de entrenamiento y preparación, a la vez que como lugar de contención y diagnóstico (de la “desviación”). En los albores del 1900 las transformaciones de la biomedicina formaron las bases de lo que se ha dado en llamar la “medicalización” del cuidado infantil como lo ilustran los movimientos higienistas, y la infancia fue crecientemente formulada en términos pediátricos y pedagógicos desplegados en un conjunto de saberes autónomos (teóricos y prácticos) dirigidos a la regulación, disciplinamiento y moralización de la vida del niño y la familia (v.g: Boltanski, 1974; Donzelot, 1979; Pinell y Zafiropoulos, 1978; Platt, 1982). De tal suerte que las propias configuraciones institucionales refuerzan la perspectiva asumida teóricamente, de la infancia como categoría disociada del mundo adulto y en proceso. 16

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No es difícil advertir los efectos de este enfoque, reseñado hasta aquí, en la consideración y construcción del objeto “infancia”: un pensamiento para el cual el “distanciamiento” de las configuraciones y definiciones socio-históricas particulares no constituye un problema a plantear(se) ni, por ende, una condición del conocimiento socio-antropológico, junto al énfasis excesivo puesto en el análisis de las estructuras y en las funciones cumplidas por las instituciones, se inclina naturalmente a tomar como hecho universal una realidad definida y producida desde la normatividad dominante de las instituciones y prácticas contemporáneas de su sociedad, reduciendo a un tiempo a los agentes que toman parte en ellas a sujetos sometidos al representarse a la institución como el lado activo del proceso. Este conjunto de condicionantes ilumina, a nuestro entender, más cabalmente los obstáculos que enfrenta el discurso “clásico” de las ciencias sociales sobre la infancia, que le impiden formular un modelo distinto del “evolutivo”, y que sitúa a niños y niñas como seres incompletos en términos sociales, cognitivos y disposicionales, relegándolos al lugar de pasivos representantes de las generaciones futuras.

NOSOTROS/LOS OTROS Así como la distribución del estudio del “hombre” se traza en función de parámetros que distinguen el orden biológico natural, el individual/social, el pasado y el presente, etc.…, el reparto geopolítico del mundo comportó también un reparto entre disciplinas sociales. Las concernidas por el “nosotros” sociología, las que lo están por “el/lo otro” antropología. En su origen la antropología se constituye en torno a sociedades marcadas por la lejanía espacial y cultural, aquellas a las cuales alternativamente se calificaba de “salvajes”, “primitivas” o “exóticas”. La experiencia en los mundos ajenos posee un peso indiscutible en la génesis de una mirada de características singulares, fundamentalmente aunque no solamente en lo relativo a la ruptura con la perspectiva universalizante de la experiencia humana. De las críticas realizadas al paradigma “clásico” de la infancia sostenido y extendido por la psicología y la sociología, la antropología 17

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parece emerger como aquella disciplina capaz de otorgar a la niñez, desde los principios mismos de su andadura, un sitio destacado en la investigación social. Desde luego, y por mentar sólo algunos de los “legendarios”, las obras de B. Malinowski (1927, 1929), R. Firth (1936) o M. Fortes (1938) no dejan dudas acerca de que la niñez ya formaba parte de los trabajos de los primeros antropólogos. Podría pensarse que su incorporación a la descripción etnográfica deriva de uno de los tópicos metodológicos de la disciplina, el denominado “holismo”. La perspectiva holística, tal como clásicamente era conceptualizada, apuntaba a la descripción de la totalidad de los sub-sistemas, instituciones y/o relaciones que conforman un sistema social concreto; de modo que, ya sea en relación a las pautas de crianza y socialización, a las relaciones paterno-filiales, o sea a las de parentesco y ritual, etc., los niños y niñas aparecían como actores obligados de la escena etnográfica. Sea como fuere, en su experiencia directa con los mundos que los desafiaban con su alteridad y extrañeza, los antropólogos advirtieron muy pronto que la intelección de las lógicas que animan el comportamiento social “exótico”, corría el riesgo de naufragar al aplicar a los hechos sociales observados los moldes que les proveía su propia sociedad. Dicho de otro modo, que era preciso tomar en cuenta el punto de vista “nativo”. La atención a la diversidad y la importancia otorgada por la disciplina a los contextos particulares en el estudio de la infancia, tornaron extremadamente problemática la asunción de la universalidad de la progresión de la niñez a la adultez, al considerar la multiplicidad evidenciada desde una aproximación transcultural. Los antropólogos, de hecho, sometieron a contratación, a través de la evidencia etnográfica, teorizaciones generalizantes procedentes de la psicología. Tal es el caso, por ejemplo, del desarrollo psico-sexual y el “complejo de Edipo” de S. Freud, polemizada por B. Malinowski (1927, 1929). Probablemente no haya autor que goce de mayor reconocimiento, por su contribución al estudio de la infancia y la adolescencia, que Margaret Mead. A ella perteneciente a la llamada escuela de Cultura y Personalidad se le debe la tematización y focalización específica de la vida infantil/juvenil, así como la puesta en cuestión radical de los fundamentos biologicistas de la conducta humana 18

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y del desarrollo evolutivo infantil. El punto de partida hunde sus raíces en las tesis de F. Boas, en torno a la extrema “plasticidad” biopsicológica humana y al particularismo histórico-cultural, derivado de aquella, que sostiene el condicionamiento de las dimensiones piscobiológicas de la persona por patrones culturales particulares. En sus estudios sobre la adolescencia en Samoa (Mead, 1928) y sobre los procesos de enculturación en Guinea (Mead, 1930) aborda, desde una perspectiva configuracionista cultural, la “psicología” y la “personalidad” humana. En el estudio sobre Samoa pone en entredicho la noción dominante (en occidente) de la adolescencia como etapa convulsa necesaria y universal de la vida humana, al mostrar la fuerza de las pautas y categorías culturales particulares, en el contraste entre el espíritu no conflictivo de los adolescentes samoanos y los atormentados occidentales. En el segundo, centrado en las pautas a través de las cuales los adultos introducen a sus hijos en la etapa adulta, cuestiona la tesis universalista de Levy-Bruhl (por cierto, retomada por Piaget) en torno a los componentes animistas de la “mentalidad primitiva” y semejantes, según aquél, al “pensamiento” infantil: los niños manu son menos animistas que sus padres e, incluso, menos aún que los niños norteamericanos. Ahora bien, y dicho esto, aquel principio fundacional de la disciplina, el de atender a la perspectiva de la “cultura” en cuestión y el impulso que la renovación del paradigma de la infancia recibe del énfasis en la preeminencia de las configuraciones histórico-culturales, no resguarda necesariamente a los antropólogos de incorporar a su “mirada” las verdades aceptadas y/o representaciones dominantes de la sociedad y momento histórico que le ha dado origen. Bajo la forma, por ejemplo, de los marcos de sentido y/o principios teóricos más o menos implícitos? que informan sus recortes conceptuales e interrogaciones. En este sentido merece la pena retornar brevemente a la escuela de “Cultura y Personalidad”, y al concepto de socialización que maneja. De una parte, y aunque se muestre la gran variabilidad transcultural, aquellos se revelan igualmente homogeneizantes, sólo que en este caso dicha visión totalizadora se aplica a un “grupo” concreto y particular (los samoanos, los manu…)2. El interés por la reconstrucción del “ethos” cultural, tiende a hacer aparecer la uniformidad 19

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de los individuos por efecto de las pautas y modelos en los que éstos han sido esculturados, de suerte tal que, otra vez, no hay lugar teórico para el disenso, la variablidad intra-grupal ni, por ende, para captar (y reflejar) la “acción” de los sujetos sociales ni de los adultos, ni de los niños. De otra parte, si bien la noción de socialización/educación entendida como transmisión/adquisición de cultura abarca aspectos, instituciones, modalidades, medios y agentes más amplios que aquellos a los que suele asociarse la educación en nuestro contexto “escolarizado”, puede colegirse que no se ha desprendido totalmente del horizonte interpretativo que provee la institución escolar sobre la “cultura”. Puesto que, en tanto la acota, objetiva tiende a restringirla a un contenido transitivo, parece prefigurada sobre el modelo específico y restringido del procesamiento escolar de la “cultura” (Díaz de Rada, 2008; Franzé, 2008; Jociles, 2008). En este sentido, aunque la perspectiva culturalista resiste la universalización transcultural, se reencuentran en ella los principios que sustentan una concepción de los agentes sociales de la infancia en particular en nuestro caso que toma cuerpo según pautas de conformidad y pasividad en relación a las configuraciones grupales/culturales que la moldean, sin preguntarse cómo y de qué modo se incorpora la “pauta cultural”. Y, por tanto, redunda en la oposición subjetivo/objetivo, individuo/sociedad… que bloquea un pensamiento capaz de reconocer la coproducción de aquello que la propia matriz de pensamiento presenta de forma yuxtapuesta. Para concluir, y por responder sucintamente a la pregunta sobre la novedad del paradigma socio-antropológico de la infancia, cabría acordar que, en efecto, sólo podía abrirse paso mediante la imprescindible deconstrucción del modelo “clásico”. Pero en esa empresa se encuentra implicada no sólo la reflexión de las disciplinas específicas sobre sí mismas, sino también la que se efectúa sobre principios epistemológicos generales que, de modo más o menos ajustados a cada una, tienen en común. En este proceso transformador han confluido diversas circunstancias socio-históricas. Indudablemente el sello antropológico que invita a hacer familiar lo extraño y a extrañar lo familiar, y por tanto a no dar nada (o casi nada) por sabido, anima a las necesarias rupturas con lo obvio y con lo que se nos “ofrece” como tal, al sentido común. Junto 20

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a ello la perspectiva etnográfica, que permite el análisis de los procesos cotidianos, de las formas complejas que asume la relación de los individuos con los contextos por los que transitan, en suma el cómo se produce tal o cual realidad social, antes que el deber ser de lo estudiado, espolea la puesta en cuestión de las prenociones y el ejercicio sistemático de un extrañamiento que contribuye a desplazar la atención de la normatividad a las prácticas sociales. Pero ello, no es tanto un resultado como ha intentado mostrar como un aspecto constitutivo del hacer etnográfico, presidido por un necesario ejercicio reflexivo. En este sentido, el giro hermenéutico sin entrar en los matices y sentidos diversos que adopta y abarca, ni en los debates que éstos suscitan, la emergencia (y visibilización) de movimientos sociales que ponen de manifiesto el desacuerdo y la contestación de las prácticas y marcos de sentido dominantes, harán factible, entre otros factores, una concepción que puede pensar y restituir a los individuos la “agencia” y capacidad de acción y de “manipulación” estratégica; en particular a aquellos doblemente silenciados por la posición a la que los había relegado la perspectiva clásica (las mujeres, los niños, las minorías…).

ALGUNOS EJES TRANSVERSALES EN LA MIRADA ETNOGRÁFICA A LA INFANCIA Y LA ADOLESCENCIA El marco teórico-metodológico desarrollado en el apartado anterior también contribuye a hacer explícitos una serie de problemas generales a la hora de investigar y teorizar sobre la infancia. Los diferentes capítulos de esta monografía abordan algunas de estas cuestiones a lo largo de lo que podrían considerarse ejes transversales al conjunto de los trabajos. En este apartado identificamos estos ejes y los situamos dentro de un contexto teórico más amplio. Desde nuestro punto de vista, son tres los temas que pueden señalarse: a) la infancia y la adolescencia insertadas en un entramado burocrático-institucional; b) la agencia y la infancia/adolescencia; y c) las ideologías sobre la infancia y la adolescencia. A su vez, estos temas están interrelacionados entre sí y se configuran mutuamente; no obstante, en este apartado, abordamos cada uno sucesivamente en favor de la claridad expositiva. 21

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LA INFANCIA Y LA ADOLESCENCIA DENTRO DE UN ENTRAMADO INSTITUCIONAL-BUROCRÁTICO La infancia participa en diferentes campos sociales (Bourdieu y Wacquant, 2005) entrelazados entre sí, a través de los cuales debe navegar como parte de la vida cotidiana y las exigencias sociales que se vierten sobre ella. Un rasgo que parece caracterizar la vida infantil contemporánea, más aún en el mundo occidental-industrializado y el contexto europeo, es que dentro de esta diversidad de escenarios sociales cobran cada vez más peso las instituciones y el conjunto de aparatos sociales que sustentan su funcionamiento (Jensen y Qvortrup, 2004). No entraremos a discutir o a desentrañar el concepto mismo de institución, pero aceptaremos que, como pilares de la sociedad moderna, las instituciones desempeñan un papel clave en la construcción del individuo y sus formas de subjetividad (Foucault, 1988). La institucionalización de la vida infantil y juvenil forma parte del desarrollo de las políticas de “bienestar social” en el mundo industrializado europeo y de las políticas de “desarrollo” en otras regiones del mundo. Dentro de estas formas de organización del Estado, los menores de edad son tanto un espacio de inversión para sostener/perpetuar el bienestar y desarrollo como un grupo receptor de derechos sociales derivados de esas políticas. Dejando de lado la naturaleza polémica de estas categorías y las divisiones político-económicas que conllevan las distinciones entre regiones del mundo y políticas socio-económicas, la inserción de la infancia y la adolescencia en estas dinámicas tiene algunas consecuencias analíticas relevantes sobre las que merece la pena reflexionar, aunque sólo sea brevemente. En el apartado anterior, señalamos la importancia de una mirada teórico-metodológica sobre la infancia y la adolescencia que no ponga el énfasis en lo que “el/la niño/a todavía no es” (propia de una perspectiva evolutiva tradicional), pero este punto de partida analítico no debe obviar que las instituciones y los agentes sociales que las mantienen pueden definir a los/as niños/as y adolescentes en estos términos: como sujetos “en proceso”, en camino de convertirse en actores plenos en el sistema político-económico, de adquirir las habilidades que esto implica y, por tanto, objeto de derechos y deberes específicos. De esta manera, el desarrollo de los niños y las niñas 22

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no es un proceso natural, sino socio-institucionalmente guiado y estructurado por las definiciones y objetivos que manejan las propias instituciones y los actores que trabajan en ella. Los distintos capítulos de este volumen ponen de manifiesto esta dimensión institucional de la infancia y la adolescencia e investigan diferentes campos institucionales (e.g. educativo, sanitario, de protección, laboral, etc.) así como sus interrelaciones. Además, la mirada etnográfica permite poner de relieve dos dimensiones de esta experiencia institucional. Por una parte, cada uno de estos campos institucionales, como microcosmos “relativamente autónomos” (Bourdieu y Wacquant, 2005), está constituido por prácticas y discursos profesionales –a los cuales no son ajenos la investigación social– que pueden y deben ser desentrañados y desnaturalizados. El propósito de este esfuerzo es mostrar la contingencia histórica y cultural de los modos en que se define institucionalmente la infancia y la adolescencia, y la manera en que son abordadas. Igualmente, el análisis no debe obviar las tensiones y contradicciones que pueden existir entre estos discursos y prácticas profesionales-institucionales dentro de un mismo campo y/o entre diferentes campos sociales en los que participa la infancia. Examinar los discursos institucionales sobre la infancia implica, por otra parte, que el orden de análisis que es necesario desarrollar puede ser muy variable y difícilmente puede determinarse de antemano (Blommaert, 2005). Como muestran los trabajos de este volumen, el entramado institucional que configura la experiencia social de la infancia y la adolescencia puede abarcar desde instituciones supra-nacionales claramente enmarcadas dentro de procesos socio-económicos globales (e.g. la “problemática” del trabajo infantil) hasta relaciones y procesos mucho más locales e inmediatos en el tiempo y el espacio (e.g. las relaciones familiares o las dinámicas étnicas en un barrio concreto).

INFANCIA, ADOLESCENCIA Y AGENCIA SOCIAL Prestar atención a la dimensión institucional de la vida de la infancia y la adolescencia no supone negar su capacidad de acción; lo que sí requiere es considerar en qué términos se contempla su agencia. 23

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Así, otra problemática transversal a los diferentes capítulos o, en general, a una aproximación etnográfica a la infancia y la adolescencia tiene que ver con el modo en que se conceptualiza la capacidad de acción de los menores de edad. Esto se ha planteado comúnmente como una cuestión ético-metodológica de partida, y diferentes autores que enmarcan explícitamente su trabajo dentro de los denominados “estudios de la infancia” han puesto el énfasis en la responsabilidad que tiene la propia acción investigadora en “dar voz” y hacer visible la perspectiva de los participantes, sin imponer la agenda o el punto de vista del analista o de un marco socio-teórico ajeno a la vida de los niños y adolescentes investigados (e.g. Chistensen y James, 2000). Algunos trabajos de este volumen se posicionan con respecto a (y contribuyen a) esta línea de reflexión, mostrando tanto el tipo de herramientas metodológicas que este compromiso puede implicar como el tipo de conclusiones prácticas que deben derivarse de esta forma de razonar. Sin embargo, el énfasis en la agencia puede consistir también en intentar reconocer y dar cuenta de las maneras en las que los niños, las niñas y los adolescentes leen y definen activamente el mundo social en el que viven. Lo que les permite actuar, posicionarse e incluso cuestionar el modo en que se estructuran sus vidas. Es decir, no se trata de examinar en qué medida el acto investigativo puede facilitar o dificultar que los menores desarrollen su propio punto de vista, sino de tener herramientas analíticas que faciliten el reconocimiento de estos procesos en el transcurrir de la vida cotidiana de la infancia y la adolescencia. El punto de partida de este tipo de análisis es de nuevo compatible con postulados foucaultianos, puesto que tomar en consideración la agencia social de niños y adolescentes no implica negar que éstos estén insertos en estructuras sociales-institucionales que constriñen sus acciones (i.e. estructuras de poder), si entendemos el ejercicio del poder como: “[...] conjunto de acciones sobre acciones posibles, opera sobre el campo de la posibilidad o se inscribe en el comportamiento de los sujetos actuantes: incita, induce, seduce, facilita o dificulta; amplía o limita, vuelve más o menos probable; de manera extrema, constriñe o prohíbe de modo absoluto [...]” (Foucault, 1988: 15). En estas condiciones, el trabajo analítico consiste precisamente en desentrañar las condiciones de actuación en las que operan 24

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niños y adolescentes en los contextos concretos de sus vidas, y para ello necesitamos herramientas específicas que permitan guiar el trabajo. Corsaro (2005), partiendo de la concepción de agencia postulada por Emirbayer y Mische (1998), plantea que podemos documentar etnográficamente la agencia infantil prestando atención a tres dimensiones de la acción que tienen diferentes proyecciones espacio-temporales: una iterativa, una proyectiva y otra práctico-evaluativa. La dimensión iterativa hace referencia al modo en que los actores sociales (i.e. niños, niñas y adolescentes) incorporan estrategias y experiencias pasadas a su actividad práctica. La dimensión proyectiva permite contemplar diferentes cursos de acción a partir de la actividad presente. Finalmente, la dimensión práctico-evaluativa conlleva la capacidad para juzgar estos distintos cursos de acción, la pertinencia de incorporar o no experiencias pasadas y, especialmente, dar sentido y contextualizar el conjunto de mensajes y acciones inherentemente ambiguas y abiertas que forman parte de la actividad práctica. Estas dimensiones se materializan en la vida cotidiana de niños y adolescentes: en sus rutinas, acciones, conflictos, estrategias, etc.; y ayudan a comprender por qué es posible observar una diversidad de trayectorias vitales y formas de actuación dentro de condiciones sociales similares, sean o no institucionales. Varios trabajos de este volumen, aunque no hagan uso explícito de este modelo conceptual, sí que ponen sobre la mesa la forma en que los menores “navegan” por el mundo social que configura sus vidas y cómo implica tener en cuenta y gestionar diversos elementos del pasado, presente y (posible) futuro de su curso vital.

IDEOLOGÍAS SOBRE LA INFANCIA El último eje transversal hace referencia a las ideologías y discursos que existen sobre la infancia. Son varios los trabajos que, desde una perspectiva social, han señalado cómo la infancia y la adolescencia son representadas a través de una serie de meta-representaciones que se muestran como relativamente recurrentes. Estas representaciones emergen en campos de reflexión muy diferentes, tales como la teorización sobre el desarrollo humano, el análisis del uso 25

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del espacio público o el desarrollo de los derechos de los menores. De los trabajos que las abordan se desprenden tres conjuntos de ideas que merecen ser destacadas. Primero, al niño se le postula determinada ontología que tiende a organizarse dentro de un conjunto limitado de opciones: como un “salvaje” que recapitula en su desarrollo individual el progreso de la humanidad hacia el modelo de ser civilizado occidental, como un ente “natural” que se despliega con su maduración o como ser “social” que todavía no es adulto y es definido por lo que no es (e.g. Gaitán, 2006; Bradley, 1989). Segundo, el niño y el adolescente son conceptualizados desde dos posturas morales antagónicas: como un ser “corrupto-egoísta” que debe ser controlado, o como un ser “inocente-puro” que debe ser protegido (Jenks, 1996; Valentine, 2004). Finalmente, en tanto que los niños y los adolescentes son definidos como sujetos con determinados derechos cívicos y sociales (que en la actualidad aparentemente quedan consagrados en la Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño de 1989), que poseen capacidades de “autonomía” y “participación” (e.g. Saporiti, 1998). En este apartado no pretendemos revisar y discutir el origen y el sentido de cada uno de estos ejes y/o de los conceptos que conllevan, sino sólo constatar que conforman discursos que aparecen una y otra vez en la investigación social sobre la infancia, sea en forma de supuestos teóricos implícitos en la investigación, sea como parte del repertorio de creencias que circulan entre los actores sociales investigados. Los capítulos que constituyen este volumen no niegan que esas meta-representaciones tenga validez a determinado nivel analítico, pero al aproximarse a la infancia desde una mirada etnográfica y contextual, que pone el foco de interés en las condiciones específicas y materiales en que tiene lugar la vida de niños y adolescentes, “operacionaliza” esas categorías a un nivel de análisis empíricamente más tangible. Sea de manera explícita o implícita, los trabajos incluidos en este volumen que a continuación son reseñados uno a uno muestran cómo algunos de los conceptos referidos sirven para comprender determinadas acciones y condiciones de vida de los niños y los adolescentes, pero dando una forma concreta y detallada a generalizaciones teóricas y sociológicas cuyo nivel de abstracción a veces corre el riesgo de restarles utilidad. 26

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¿SOBRE QUÉ VERSAN LOS CAPÍTULOS DE ESTE VOLUMEN? En el primer capítulo (“Aproximaciones antropológicas a la infancia trabajadora: deconstruyendo los mitos y analizando los vacíos de una compleja relación”), Begoña Leyra revisa una serie de “mitos” construidos en torno a la infancia y al trabajo (el trabajo infantil es igual a pobreza, es peligroso y hace a los niños más vulnerables, impide su educación o hay que considerarlo como ayuda más bien que como trabajo). Su estudio es fruto de un extenso trabajo de campo socio-antropológico efectuado en diversos espacios de la ciudad de México en donde se concentra un número considerable de niñas que trabajan en la calle, colectivo en el que centra su mirada. Tras exponer distintas definiciones que se han propuesto para caracterizar el trabajo infantil, que le permiten apreciar cómo éste se confunde a menudo con la explotación laboral de los niños, destaca que la ya referida Convención de Derechos del Niño ha introducido un importante hito ideológico y político en los debates sobre el mismo, que se evidencia en la brecha abierta hoy en día entre dos posturas (también identificables cuando se estudian otros fenómenos sociales, como pudiera ser la prostitución femenina): la abolicionista, que enfoca el trabajo y la niñez como dos instancias incompatibles, y la denominada de “valoración crítica” o “proteccionista”, que presenta el trabajo infantil no como algo negativo en sí mismo, sino dependiendo de las condiciones en que se desarrolle. Estas posturas son irreconciliables a pesar de que ambas buscan fundamentarse en el principio, establecido por la mencionada Convención, del Interés Superior del Menor, tal vez porque, enunciado de una manera general y ambigua (y, como sostiene Sharon Stephens, 1995, también cuestionable en términos de relativismo cultural), propicia que las políticas e intervenciones sociales orientadas a la protección de la infancia varíen sustancialmente en sus formulaciones concretas, e incluso puedan llegar a ser contradictorias, en función de quiénes las establezcan: casi nunca los/as niños/as y/o sus familias, sino las distintas organizaciones y los expertos que se erigen en sus representantes. Termina concluyendo que, al margen de “las causas generales” que se aducen para explicar la existencia del trabajo infantil, que suelen aludir sin excepción a “carencias” económicas, sociales, culturales..., de las 27

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familias y/o de la sociedad de las que los niños forman parte, es necesario elaborar marcos teórico-metodológicos que faciliten explorar interpretaciones alternativas, de carácter tanto macro como microsocial, que apunten a dimensiones no carenciales de dicho trabajo infantil y a que se le reconozca como parte de las acciones estratégicas de los agentes sociales implicados, que pudieran buscar, entre otras cosas, su aporte a la socialización de los niños, a la adquisición de valores y/o al aprendizaje de un oficio beneficioso para el futuro. En el capítulo 2 (“Tras los pasos de Peter Pan: cuando crecer es el problema”) se nos ofrece un cambio de escenario (desde los mercados populares y basureros de México a los recintos hospitalarios de Madrid), de grupo de edad (desde la infancia a la adolescencia) y de objeto de estudio (desde el trabajo infantil a los trastornos alimentarios de los adolescentes). En él, María Jesús Sánchez nos ofrece un magnífico análisis orientado a poner en evidencia cómo los clínicos y, en general, los expertos en este tipo de trastornos elaboran con sus prácticas una determinada construcción de la adolescencia. Aun existiendo un discurso hegemónico sobre lo que son dichos trastornos o, en particular, sobre lo que es la anorexia nerviosa –que concita el mayor interés de Sánchez– ello no es óbice para que existan representaciones sociales diferentes sobre la misma y, por tanto, sobre la relación que los adolescentes mantienen con ella. Así, los clínicos se inclinan a pensar que la anorexia nerviosa es una estrategia a la que recurren, para mantenerse en una fase adolescente, los/as chicos/as que no quieren asumir las responsabilidades propias de la adultez, mientras que, para éstos, es una forma de “recuperar el control sobre sus vidas” a partir de la recuperación del control sobre sus cuerpos. La autora enfatiza también que las concepciones sobre la adolescencia que los clínicos manejan orientan los consejos que brindan a sus pacientes, de modo que, por ejemplo, apoyan lo que conciben como el camino hacia su individuación e independencia (rebelarse, “oponerse a la autoridad” paterna, etc.) sin reparar en que se trata de una concepción muy concreta, es decir, no universal, que a veces no responde a lo que los propios adolescentes quieren y/o pueden lograr. Por otra parte, pone al descubierto que esa concepción de lo que es ser adolescente trasluce el manejo de una idea liberal de sujeto, entendiéndolo 28

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como sujeto sin vínculos (Díaz de Rada, 2008), y fomenta un estilo de vida que no siempre está al alcance de los/as chicos/as. Llega a la conclusión de que los profesionales socio-sanitarios que se ocupan de estos trastornos alimentarios se interesan por “normalizar” la preocupación de los adolescentes por su cuerpo, pero patologizando y medicalizando su malestar al no tener en cuenta que el cuerpo es un canal de expresión de conflictos de carácter socio-culturales, que no son advertidos ni tomados en consideración en la práctica clínica. Andrea Szulc, en el capítulo tercero (“Ésas son cosas de chicos: disputas en torno a la niñez mapuche en el Neuquén”) hace uso de una rica y sugerente etnografía, recopilada entre comunidades mapuches del sur de Argentina, para dotar de apoyo empírico a la tesis que defiende: que la niñez es un campo de disputas por la hegemonía entre diversos agentes sociales (docentes, comunidad, padres, etc.). Se trata de un planteamiento que aparece también apuntado en otros textos incluidos en el libro, como el de Leyra o, en lo que se refiere a la adolescencia, el recién mencionado de Sánchez, pero es Szulc quien lo desarrolla de forma más sistemática, sometiéndolo a un exhaustivo análisis que le posibilita mostrar cómo la construcción del niño elaborada por las familias y las organizaciones mapuches (como sujeto competente, responsable y capaz, por tanto, de asumir responsabilidades relacionadas con la subsistencia y con la acción político-reivindicativa del grupo) se contrapone a la manejada por otros agentes, sobre todo por los docentes, quienes valoran que estos niños “no tienen infancia” debido precisamente a su participación en actividades de ese carácter. De igual modo, la comunidad mapuche pone reparos al trato que la escuela da a sus hijos por cuanto, desde su punto de vista, los desvaloriza, les ofrecen un bajo nivel de instrucción y les concede “demasiada confianza”, de suerte que esta comunidad, invirtiendo ciertas valencias, la ve más que como “el lugar natural de la infancia”, como un espacio complejo que también puede contener peligros. En suma, existe una incomprensión recíproca con respecto la forma en que unos y otros se acercan a la infancia. Finalmente, la autora hace hincapié en un conjunto de ideas que, por su interés, vamos a traer a colación aquí: en primer lugar, que al ser la escuela la institución clave en la conformación de una niñez de larga duración (Ariès, 1989), se ha establecido una 29

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relación tan estrecha entre una y otra institución que la construcción del niño en tanto ser necesariamente escolarizado se presenta como una perspectiva hegemónica, que “proyecta imágenes de carencia y de privación sobre poblaciones que se alejan del modelo ideal de infancia y familia sostenido tradicionalmente por la escuela” (citando a Bordegaray y Novaro, 2004: 11); en segundo lugar, que para conocer el mundo de los niños, no basta con registrar las prácticas y las representaciones de éstos, toda vez que, según Szulc (en concordancia con lo afirmado por Lahire acerca de los procesos de socialización infantil y juvenil), “la niñez constituye un producto sociohistórico, un resultado de procesos dinámicos y conflictivos en los cuales diferentes actores y saberes se disputan su definición y formación”; y, por último, frente a lo que aseguran ciertos autores que sobredimensionan “la otredad” de los niños, ella sostiene que trabajar con (investigar sobre) ellos, aunque exija ciertas adaptaciones, no es esencialmente diferente a trabajar con (investigar sobre) adultos. Teresa González nos brinda un capítulo, el 4 (“Dando voz a los niños en la investigación de cuidados de salud: una estrategia de emponderamiento”), que se orienta precisamente a reflexionar sobre las técnicas y procedimientos metodológicos que se pueden utilizar para investigar con niños. Apelando al principio de participación de la población en las decisiones que afectan a su salud/enfermedad, presenta la metodología cualitativa como una herramienta especialmente adecuada para “dar voz” a los niños en la investigación sobre estas temáticas y, en particular, en la etapa de producción de datos. Así, nos describe cómo, en un estudio sobre calidad de vida en niños con cardiopatías congénitas graves, fue adaptando las entrevistas que les realizaba apoyándolas en actividades como las marionetas o los dibujos; adaptaciones que –según asegura permiten crear un clima de confianza y, sobre todo, establecer una relación más simétrica con ellos. Lo cual, en términos generales, no deja de tener un impacto en la forma en que los niños viven la situación de entrevista y, por tanto, en el tipo y en la calidad de sus respuestas, tal como puso de manifiesto hace varias décadas el sociolingüista William Labov en sus trabajos sobre la infancia afroamericana de los ghettos de Estados Unidos. Con el capítulo 5 (“Los niños de la inmigración en la escuela primaria...”), nos trasladamos desde los paisajes mexicanos, madrileños 30

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y argentinos, que se nos han dibujado en los trabajos anteriores, hasta los espacios escolares de una de las comarcas catalanas más emblemáticas en cuanto a la presencia temprana de población inmigrante: el Maresme. En ese capítulo, Beatriz Ballestín nos plantea que la escuela está expuesta a los imaginarios culturales etnocéntricos que desvalorizan los bagajes de los niños de origen inmigrante, lo que tiene como consecuencia que se les ubique en los diversos dispositivos que conforman los programas de “atención a la diversidad”. Emprende a continuación un estudio sobre la influencia que las dinámicas docentes ejercen sobre las trayectorias académicas de estos alumnos, comparando dos centros de primaria: uno con una pedagogía “ciega al color” y a la cultura de origen de los alumnos, y el otro guiado por un enfoque culturalista. Destaca el hecho de que, a pesar de estos diferentes imaginarios, los alumnos de origen inmigrante de ambos centros sean vistos como “deficitarios” y, por consiguiente, sean objeto de medidas educativas que llevan a desviar sus trayectorias de las aulas ordinarias y, en general, de los itinerarios escolares normalizados (ver asimismo Poveda, Jociles y Franzé, 2009 y Jociles, Franzé y Poveda, 2010). Con la intención de proporcionar evidencia empírica a su hipótesis principal, esto es, a la que sostiene que los imaginarios sociales dominantes sobre los inmigrantes influyen en las experiencias escolares de sus hijos, tanto en lo que atañe a sus trayectorias académicas como a aspectos más subjetivos de las mismas, la autora analiza también las vivencias de 50 niños de procedencia extracomunitaria, ofreciendo una tipología de éstos según la vinculación/desvinculación que establecen con el aprendizaje académico y el entorno escolar. Sara Sama, en el capítulo 6 (“‘¿Crianças’ para ‘brincar’ y ‘moças’ para ‘namorar’?”), trata el tema del paso de la niñez a la mocedad entre los vendedores ambulantes gitanos de una ciudad portuguesa, que identifica con el pseudónimo de Ciudade Velha, abordando la niñez y la mocedad como “fenómenos sociales”, es decir, como categorías socioculturales que existen para los integrantes de ese colectivo en la medida en que, como dice la autora, “se distinguen en relación con otras y se definen a través del conocimiento y reconocimiento de ciertas características que son leídas como propias de una clase particular de personas y que inspiran ciertas formas de acción social”. En concreto, se propone desentrañar el uso de la categoría de 31

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“moza/soltera” por parte de la población gitana, pero recurriendo para ello más que a un ejercicio de corte analítico, a “la descripción densa” de varias situaciones observadas durante el trabajo de campo. Es por ello, es decir, por haber dejado buena parte del trabajo analítico e inferencial en manos de los lectores, por lo que, en las reflexiones finales, emprende la tarea de “desmenuzar algunos puntos relevantes quizá oscurecidos por la descripción densa de los acontecimientos”: en primer lugar, que las prácticas cotidianas desarrolladas por diferentes agentes sociales (padres, tíos, vecinos, amigos…) pueden ser enfocadas como contextos de socialización o, dicho de otro modo, como espacios educativos de carácter informal, en cuanto que esos agentes pueden estar actuando como instructores o, en todo caso, como modelos a seguir a pesar de que dichos roles no estén específicamente establecidos como tales; en segundo lugar, que aunque los procesos de socialización involucrados en las categorizaciones etarias como las estudiadas por la autora pueden ser vistos como procesos de integración de los niños y los adolescentes en las instituciones, es preciso tener en cuenta que, en contra de lo que sostienen ciertos planteamientos estructural-funcionalistas, “no se trata de un proceso lineal de interiorización de normas, valores o contenidos culturales”, sino que esos niños y adolescentes transitan hacia la adultez “de diferentes maneras y participan activamente de ese tránsito”; y, en tercer lugar, recalca que los contextos informales de aprendizaje como los que describe se caracterizan por una tensión entre socialización y individualización, pero en ellos “la individualización no produce necesariamente la quiebra de la socialización”, sino que “persiste entretejida con las exigencias de la edad (étnicas, de género, de clase social…)”. Se trata, por tanto, de una tensión que, como la que se establece entre estructura y agencia, está destinada, más que a anularse, a dar sentido a las diferentes dinámicas sociales. Gema Campos, en el capítulo 7 (“¿Cómo se percibe la infancia protegida? De la normalización a la institucionalización”), nos ofrece un exhaustivo análisis de las percepciones que los profesionales que trabajan con “la infancia protegida” manejan acerca de ésta. Para ello se basa en los datos derivados del trabajo de campo (en especial, de las entrevistas) que realiza en dos “centros de protección de menores” de la Comunidad de Madrid. A partir de los planteamientos 32

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de Bucholtz (1999), enfoca estos centros como “comunidades de prácticas” caracterizadas por un conjunto de interacciones previas y normas compartidas, prestando especial atención al modo en que algunos de los agentes implicados (educadores, pedagogos, trabajadores sociales, etc.) hacen uso de sus representaciones acerca de lo que constituye la meta de dichos centros, esto es, “la normalización” de la vida de los menores protegidos, así como de la “institucionalización” de la que ésta es objeto a despecho de dicha meta. Subraya cómo, en dichas representaciones, la “institucionalización” se erige como el reverso de la “normalización” (cuyo modelo es la vida en familia), siendo concebida como el efecto casi inevitable del paso de los “menores” por los centros de protección, de modo que éstos estarían abocados a unos resultados contrarios a los que expresamente se persiguen. De hecho, la autora argumenta que a pesar de los objetivos que justifican contemporáneamente la existencia de este tipo de centros, la acción protectora de “la infancia en riesgo” entraña segregación por el modo en que funciona en la práctica, puesto que conlleva ineludiblemente que se judicialicen los problemas familiares, que se confunda –al menos desde el exterior “centro de protección” con “reformatorio”, con la siguiente consideración de los/as niños/as como “problemáticos”, que las relaciones con niños/as de fuera sean escasas o que distintos agentes de los servicios sociales formen parte de la vida cotidiana de estos centros. En el capítulo 8 (“La reproducción interpretativa del conflicto interétnico en un grupo de iguales gitano”), David Poveda retoma el estudio de grupos de niños gitanos en sus recorridos por las calles de un barrio, heterogéneo en términos sociales y étnicos, ubicado en una pequeña ciudad de Castilla-La Mancha. Y decimos “retoma” porque esos mismos recorridos, que los niños realizan relativamente al margen de la vigilancia de los adultos, habían sido ya estudiados por él en textos anteriores, si bien enfocándolos desde interrogantes diferentes (e.g. Poveda, 2007). Poveda parte de la idea de que los niños deben interpretar, organizar y dar sentido dentro de su propia experiencia a los espacios que configuran un determinado territorio; proceso en el cual, según asegura, siempre hay un componente socio-cognitivo que supone construir determinadas representaciones de dicho territorio en torno a elementos como los 33

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distintos grupos de personas que lo habitan, los rasgos que se les atribuyen, los espacios que ocupan y el modo en que son valorados. Para ilustrar estas dinámicas, analiza esta vez una situación en la que el conflicto étnico se manifiesta en forma de disputas en torno al acceso y uso de una plaza vallada por los residentes no gitanos de los bloques que la rodean; situación que evidencia cómo la diversidad que caracteriza al barrio no sólo no conlleva un mayor contacto social e interétnico sino que, por el contrario, las familias gitanas y no gitanas ponen en marcha una serie de mecanismos que, por un lado, reducen ese contacto y, por otro, crean condiciones que pueden abocar en conflicto. El estudio pormenorizado de estas disputas permiten al autor mostrar, en primer lugar, el manejo de dos concepciones distintas sobre la infancia, puesto que los niños no gitanos son construidos como “indefensos y bondadosos” por parte de la población con ese mismo origen, esto es, como necesitados de protección, en tanto que los niños gitanos son concebidos como “demoníacos”, cuya presencia en los espacios públicos es cuestionada e, incluso, a veces tenida por peligrosa; y, en segundo lugar, revela el uso de dos concepciones asimismo contrapuestas imbricadas con las estrategias de socialización promovidas respectivamente por las familias gitanas y no gitanas: una, desplegada por las primeras, en que se favorece la autonomía de los niños a que se muevan con relativa libertad por el espacio cercano a sus hogares (ver también Bertely 2000, en lo que se refiere a los niños mazahuas del Estado de México; o Szulc, en este mismo libro, en lo que atañe a los mapuches argentinos), y la otra, puesta en práctica por las segundas, que implica una mayor restricción de la autonomía de los niños, cuyos movimientos requieren de una supervisión más o menos constante de los adultos.

NOTAS 1. Lo mismo puede decirse del pensamiento de J. Piaget en el campo de la psicología y más en particular en sus reflexiones sociológicas. 2. De más está decir que éste no es un atributo exclusivo de esta escuela de pensamiento antropológico, sino que se trata de un desafío concerniente al desarrollo mismo de la disciplina.

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CAPÍTULO 1

APROXIMACIONES ANTROPOLÓGICAS A LA INFANCIA TRABAJADORA: DECONSTRUYENDO LOS MITOS Y ANALIZANDO LOS VACÍOS DE UNA COMPLEJA RELACIÓN BEGOÑA LEYRA FATOU

INTRODUCCIÓN La Infancia Trabajadora es un fenómeno que se ha dado histórica, cultural y socialmente en muchos lugares del mundo, siendo una realidad que hoy en día forma parte de lo cotidiano en muchos países y que genera a su vez diferentes reacciones y posicionamientos políticos. En torno a él, se postulan muchas interpretaciones ideológicas y modelos de intervención y, sin embargo, la antropología, durante mucho tiempo no le ha prestado la atención que se merece, ocupándose más de analizar de manera específica a la infancia como grupo de edad en las diferentes culturas o estudiando los fenómenos que se derivan del trabajo de hombres y mujeres. Este capítulo trata de revisar algunos mitos que se construyen en torno a la infancia y al trabajo como ámbitos que en muchas ocasiones se han presentado como “irreconciliables”, procurando abrir y mostrar las múltiples posibilidades de estudio de este fenómeno social, enfocando de manera crítica algunos elementos que han hecho caer al trabajo infantil dentro de un saco mayor de políticas de desarrollo de “buenas intenciones” que, en muchas ocasiones, se han centrado en datos cuantitativos silenciando y dejando fuera aspectos mucho más interesantes y susceptibles de análisis. Partiendo del 37

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estudio del caso mexicano, se trata, por tanto, de clarificar conceptos y hacer frente a esos vacíos que se repiten sistemáticamente, dando a este fenómeno una mirada que favorezca su reconceptualización.

MÉTODO Este capítulo es una pequeña parte de las observaciones y reflexiones obtenidas gracias al trabajo de campo etnográfico realizado en secuencia longitudinal desde septiembre de 2002 a septiembre de 2005 (en dos fases de trabajo de campo con un total de 21 meses) con niñas trabajadoras y sus entornos familiares en Ciudad de México. Para llevar a cabo esta investigación, me he apoyado de manera particular en las técnicas propias de la Antropología Social y Cultural (de la etnografía clásica u holística) y de las técnicas cualitativas de las ciencias sociales en general. Las técnicas utilizadas han sido: entrevistas individuales en profundidad (semi-estructuradas); entrevistas informales (no estructuradas); observación participante en varios espacios comunes a las niñas y niños, así como de sus familias y comunidades; acompañamiento en las rutinas laborales, en actividades lúdicas; apoyo en las tareas escolares, historias de vida de sus familiares y genealogías laborales, con el fin de buscar aspectos de la socialización que rodean al trabajo infantil; revisión de fuentes bibliográficas, hemerográficas y documentales; consulta de fuentes estadísticas e indicadores sociales; y análisis de dibujos (combinados durante las entrevistas a las niñas y niños más pequeños). Para llevar a cabo el trabajo de campo escogí siete lugares de observación que contenían una gran representación de tipologías laborales tales como mercados populares, basureros y barrios con gran actividad comercial de la Ciudad de México, seleccioné 29 niñas (y a sus respectivas unidades domésticas, elegidas en función de variables como el tipo de trabajo desempeñado por la niña, el tipo de unidad doméstica a la que pertenecía —teniendo en cuenta los criterios de residencia y parentesco—, el lugar de trabajo y la edad) con edades comprendidas entre los 4 y 15 años (ya que en México la celebración de los 15 años es un rito que supone una frontera entre la infancia y la adolescencia) que trabajan en la calle1 y en espacios 38

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públicos (solas o acompañadas) dentro del ámbito urbano (específicamente en la zona metropolitana de Ciudad de México). Dentro del ámbito de observación y de análisis, han estado las propias niñas trabajadoras, sus familias, así como también algunos niños trabajadores que me han permitido analizar las diferencias de género, realizando un total de 81 entrevistas en profundidad que conformaron la base de lo que ha sido mi tesis doctoral (Leyra, 2008)2.

DEFINICIONES A la hora de plantear la cuestión del trabajo infantil resulta difícil intentar dar una única definición, ya que en el término hay múltiples connotaciones, intenciones y significados. A partir de 1989, la Convención sobre los Derechos del Niño (UNICEF, 2006: 11), en su artículo 1, define como niño o niña a “toda persona menor de 18 años, a menos que las leyes de un determinado país reconozcan antes la mayoría de edad”. En algunos casos, los Estados tienen que ser coherentes a la hora de definir las edades para trabajar y para ser parte del sistema educativo. Los niños y niñas no se consideran propiedad de sus familiares ni beneficiarios indefensos de una obra de caridad, son considerados seres humanos y titulares de sus propios derechos. Según UNICEF (Alarcón, 1994), el concepto de trabajo infantil puede ser contemplado desde diferentes niveles: un primer nivel que considera al trabajo infantil como toda actividad que realizan los niños y niñas en el campo de la producción, comercialización y servicios, incluyendo todas las ocupaciones realizadas en el sector informal, en las empresas formales, en el campo, además de las tareas domésticas y el ejercicio de la prostitución. En esta aproximación, la mendicidad y el robo, a pesar de ser conductas de subsistencia, permanecen al margen del sistema económico, pudiéndose utilizar para ellas la categoría de “actividades marginales de ingreso”. Un segundo nivel, de carácter más restrictivo, define trabajo infantil como toda actividad lícita que realizada por niños y niñas tenga las siguientes características: • Participación directa en procesos de producción, comercialización o prestación de servicios. 39

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• Dichos bienes o servicios han de ser consumidos principalmente fuera del hogar del niño o la niña. • Por tales actividades se puede recibir o no una retribución, la cual no es necesariamente en dinero. • Dicha participación supone regularidad temporal, según ciertas horas al día o días a la semana. El trabajo infantil es un concepto que se emplea como término genérico para referirse a los trabajos que realizan los niños y las niñas y que no tienen necesariamente consecuencias negativas para éstos. UNICEF (1997: 24-25) además, reconoce que existe una gran variedad de actividades cuyo desempeño no implica un efecto negativo en el desarrollo de estos niños y niñas. El trabajo infantil pasa a ser explotación laboral infantil cuando las condiciones en las que se encuentran dificultan su acceso a la escuela, cuando conllevan un peligro en su realización o son de algún modo perjudiciales para su bienestar físico, mental, moral o social. UNICEF explica que para que el trabajo infantil sea explotación, se deben dar las siguientes características: • Trabajo a tiempo completo a una edad demasiado temprana. • Horario laboral prolongado. • Trabajos que producen tensiones indebidas de carácter físico, social o psicológico. • Trabajo y vida en la calle en malas condiciones. • Remuneración inadecuada. • Demasiada responsabilidad. • Trabajos que obstaculizan el acceso a la educación. • Trabajos que socavan la dignidad y autoestima de los niños y niñas, tales como la esclavitud o el trabajo servil y la explotación sexual. • Trabajos que perjudican el pleno desarrollo social y psicológico. En sus formas más extremas, el trabajo infantil implica a niños y niñas que son esclavizados, separados de sus familias, expuestos a graves riesgos y enfermedades y/o abandonados a valerse por sí mismos en las calles de las grandes ciudades, a menudo a muy 40

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temprana edad. El que una forma particular de “trabajo” pueda ser llamada “trabajo infantil” depende de la edad del niño o la niña, el tipo y horas de trabajo desempeñado, las condiciones bajo las que se efectúa y los objetivos perseguidos por cada país. La respuesta varía de país a país, así como entre sectores dentro de los mismos. Sin embargo, hay otros planteamientos teóricos (Liebel, 2003) que prefieren no limitar la definición a aspectos estadísticos, a valoraciones morales, a términos económicos o hacer equivalente el término a actividades concretas, ni siquiera a calificar de trabajo infantil aquello que está dentro del “entender común” ya que éste no existe a nivel mundial y abogan más por una definición que tenga en cuenta los supuestos específicos de cada cultura, entendiendo de manera amplia el mayor número de actividades que resulten objetivas y/o subjetivas para la reproducción individual y social, considerando un amplio espectro de formas de trabajo, aunque pueda parecer una definición demasiado amplia, que sirva para diferenciarla de otras actividades infantiles.

CUANTIFICACIÓN Y ESTADO DE LA CUESTIÓN El Programa de Información Estadística y de Seguimiento en materia de Trabajo Infantil (SIMPOC) de la Organización Internacional del Trabajo (OIT, 2006) para la elaboración del informe sobre “La eliminación del trabajo infantil: Un objetivo a nuestro alcance”, como Informe Global al seguimiento de la Declaración de la OIT relativa a los principios y derechos fundamentales en el trabajo, preparó nuevas estimaciones mundiales sobre la participación en general de niños y niñas en actividades laborales, incluyendo estimaciones sobre el número y la distribución de las y los económicamente activos, la magnitud del trabajo infantil y el número de niños y niñas que se dedican a trabajos peligrosos. Bajo estas nuevas estimaciones, los datos aportan que en 2004 había aproximadamente 317 millones de niños y niñas económicamente activos de 5 a 17 años de edad, 218 millones de los cuales podrían considerarse trabajadores. De estos últimos, 126 millones 41

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realizaban trabajos peligrosos. Las cifras correspondientes al grupo de edad más limitado de 5 a 14 años eran de 191 millones en el caso de los niños y niñas económicamente activos, de 166 millones en el de los niños y niñas trabajadores, y de 74 millones el de los que se dedicaban a trabajos peligrosos. Situándonos en el caso de América Latina, encontramos que el 7 por ciento de niños y niñas trabajadoras viven allí (mientras que el 61 por ciento está en Asia y el 32 por ciento en África). Los resultados del estudio sobre el trabajo infantil y adolescente realizado en 100 ciudades de México (DIF-UNICEF-PNUFID, 2002), reflejan que, numéricamente, en las calles de las ciudades mexicanas hay 140.000 niños, niñas y adolescentes trabajando, de los cuales el 98 por ciento tienen vínculos familiares (el 70 por ciento son niños frente al 30 por ciento de niñas). En relación a la Ciudad de México, desde la década de los noventa se han realizado grandes esfuerzos por contabilizar el fenómeno del trabajo infantil (Comisión para el Estudio de Niños Callejeros, 1992; Alianza en favor de la infancia de la Ciudad de México, 1996; Ramírez y García, 2006; Ramírez y García, 2007), y hasta hoy en día, sigue siendo un tema importante en la agenda de las políticas públicas. Según el Estudio sobre niños, niñas y jóvenes trabajadores en el Distrito Federal (DIF-D.F. y UNICEF, 2000), el número en las calles ascendía a 14.322 (de los cuales, el 72 por ciento tenía entre 12 y 17 años, el 11 por ciento entre 0 y 5 años y el 17 por ciento entre 6 y 11 años, siendo el 40 por ciento femenino y el 60 por ciento masculino). Respecto a las aproximaciones a la infancia que se han realizado desde la Antropología (Bonte e Izard, 1996), tenemos que tener en cuenta, al igual que ha ocurrido con otras ciencias sociales, éstas han sido desde un principio difusas e indeterminadas. Durante largo tiempo prevaleció la consideración de la niñez como una etapa social transitoria previa a la adultez y aunque se encuentran estudios antropológicos que tratan de manera específica algunos grupos de edad, no estaban consideradas dichas investigaciones dentro de las áreas prioritarias de la antropología. Sin olvidar la errada consideración de la infancia como una minoría homogénea y dependiente (impidiendo que los niños y niñas pudieran tomar 42

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parte en las decisiones que les atañen) y eso ha supuesto un vacío teórico en los estudios acerca de la infancia. Desde mediados del siglo XX, la denominada Antropología Aplicada comenzó a mostrar interés por ámbitos y problemáticas hasta ese momento no considerados o inmersos en otros campos temáticos como el parentesco, la economía o el género, pero no será hasta años posteriores cuando empiecen a surgir algunas aportaciones y estudios orientados al trabajo infantil. Sin embargo, aun a pesar de los intentos de avanzar en esta temática, queda mucho camino por recorrer y encontramos grandes lagunas teóricas al respecto. Debido también a la nueva consideración de la infancia gracias a la Convención sobre los Derechos del Niño (a propuesta de las Naciones Unidas en 1989), comienzan a darse numerosos estudios de la infancia en general, y de infancia y trabajo en particular, formados por grupos de investigación multidisciplinares y marcados, igualmente, por las directrices de los organismos financiadores. Para poder hacernos una idea de lo prioritario que resulta este tema para las Naciones Unidas, es interesante resaltar aquí, que la OIT cuenta con un fondo documental digital denominado LABORDOC, en el que aparecen más de dos mil referencias en torno al trabajo infantil (aproximaciones multidisciplinares) así como las muchas publicaciones de UNICEF, que tiene de manera específica el Centro de Investigación INNOCENTI (Italia), donde se trabajan cuestiones relacionadas con los derechos de la infancia y, dentro de éstas, el trabajo infantil. Una organización internacional que también se ha ocupado mucho del tema de la infancia trabajadora y que cuenta con diversos programas y publicaciones ha sido la alianza internacional Save the Chidren. Tal y como veremos a continuación, en las mismas fechas de la aprobación de la convención (principios de los años noventa), será cuando se comience a abrir la brecha ideológica y política respecto al trabajo infantil que hoy en día evidencia la producción académica y genera los posicionamientos encontrados (las dos posturas ya estaban previamente, pero la Convención marca un antes y un después, ya que coloca en el centro del debate al niño y a la niña como sujetos activos de sus derechos). 43

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IMPLICACIONES IDEOLÓGICAS Y POLÍTICAS. DEBATES Y ENFOQUES ACERCA DEL TRABAJO INFANTIL Desde el año 2002, a instancias de la OIT, se viene celebrando el 12 de junio como el Día Mundial contra el Trabajo Infantil y desde el 2006, a instancias del Encuentro Mundial de los Movimientos de Niños, Niñas y Adolescentes trabajadores de Asia, África y América Latina celebrado en Italia, se reivindica el 9 de diciembre como Día Mundial de Niños, Niñas y Adolescentes Trabajadores. Ambas fechas sirven de punto de partida para poder analizar y explicar los dos grandes enfoques políticos e ideológicos que se dan en torno a la infancia trabajadora. Según Alarcón (1996: 35), inicialmente serían tres posiciones: “La primera de ellas propone como objetivo último la eliminación del trabajo infantil; la segunda reivindica el trabajo de los niños asumiendo esta actividad como un derecho humano, consecuentemente se niega como necesaria la eliminación del trabajo infantil; mientras una tercera, mantiene una posición ambigua respecto al objetivo último, centrando su acción en la intervención a corto plazo”. Pero estas tres posiciones con el tiempo se han ido diluyendo en dos claros posicionamientos políticos (Pacherres, 2004; Liebel, 2003), el enfoque abolicionista y el enfoque de valoración crítica; condicionantes para las acciones de los organismos públicos, privados, gubernamentales o no gubernamentales; que tendremos que tener en cuenta a la hora de revisar los textos y publicaciones que hay en torno al trabajo infantil, con especial atención a América Latina, y más concretamente en el caso de México.

ENFOQUE ABOLICIONISTA El enfoque abolicionista considera que el trabajo infantil es nocivo y vulnera los derechos consagrados en la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño, argumentando que afecta negativamente a la educación, la salud y la seguridad ocupacional y personal de los niños y niñas. Dentro de esta posición, estarían principalmente la OIT (con el Programa IPEC3) y UNICEF (con algunos matices), así como algunas Agencias de Desarrollo Internacional 44

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y algunas organizaciones de la sociedad civil, todas ellas en contra del trabajo infantil y de todas las circunstancias que lo rodean tanto en la infancia como en la adolescencia. Este enfoque, también llamado objetivista, desaprueba el trabajo infantil por una variedad de razones, destacando entre ellas las siguientes (Hilowitz, 2004:18): • Permitir que los niños y niñas trabajen significa robarles su niñez. • Las niñas y los niños trabajadores están sujetos a la explotación económica, porque reciben las pagas más bajas, y a veces ninguna en absoluto. • Los niños y niñas suelen trabajar bajo las peores condiciones, lo cual puede causar deformaciones físicas y problemas de salud a largo plazo. • Algunas formas de trabajo infantil pueden perpetuar la pobreza porque las niñas y niños trabajadores, privados de educación o de un desarrollo físico saludable, son susceptibles de convertirse en personas adultas con bajas perspectivas de ingresos. • Las niñas y niños suelen reemplazar el trabajo adulto: las y los empleadores los prefieren porque son baratos y dóciles. • El uso generalizado del trabajo infantil puede llevar a menores salarios para todas las personas trabajadoras. • Los países que permiten el trabajo infantil pueden bajar sus costos laborales; así, atraen inversionistas y también se benefician del “comercio injusto” debido a sus bajos costos de producción. Este enfoque percibe el trabajo infantil exclusivamente como “problema social”, ve el trabajo por su propia “naturaleza” como dañino para niños y niñas, sólo se interesa por la “función” del trabajo infantil para la reproducción y el desarrollo de la sociedad, considera al niño y a la niña principalmente como objeto de desarrollo dirigido por las personas adultas y las clases dominantes (capital humano) y olvida el punto de vista de los niñas y niños trabajadores. 45

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ENFOQUE DE VALORACIÓN CRÍTICA Por su parte, el enfoque de valoración crítica (llamado a veces enfoque proteccionista o enfoque centrado en el sujeto) destaca los aspectos positivos de éste, tratando de recuperar las potencialidades de una experiencia laboral que forma parte integrante del proceso socializador. Desde esta posición se considera que el trabajo no es en sí mismo negativo, sino que está en función de sus características y de su desempeño. Los representantes de este posicionamiento serían los movimientos de Niños, Niñas y Adolescentes Trabajadores (NAT) y algunas organizaciones no gubernamentales locales e internacionales dentro del ámbito de la infancia, cuyas publicaciones abogan por la participación y el protagonismo infantil, dando una explicación estructural, económica, histórica y cultural, denunciando no tanto el trabajo infantil en sí mismo, sino las condiciones en las que la infancia y la adolescencia desarrollan dichos trabajos. Los objetivos principales de los movimientos NAT (Liebel, 2003: 291-314) serían: • Participación e igualdad de derechos en la sociedad. • Reconocimiento del protagonismo de niños y niñas trabajadoras. • Luchar en contra de todas las formas de discriminación, violencia, pobreza y explotación. • Derecho a trabajar en condiciones dignas y adecuadas. • Educación gratuita de alta calidad, tomando en cuenta las condiciones de vida, la cultura, y las experiencias de niñas y niños trabajadores. • Servicios de salud gratuito y buena atención médica sin discriminación. • Reconocimiento social y legal de las organizaciones de NAT. • Protección por las leyes, códigos y autoridades nacionales e internacionales. • Apoyo solidario de parte de personas colaboradoras jóvenes y adultas. • Tener representación en organizaciones nacionales e internacionales referentes al trabajo infantil y los derechos de la infancia. 46

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• Ser parte del movimiento mundial de crítica a la globalización neoliberal. Según el modelo desarrollado por los movimientos de NAT, el punto de inflexión lo tiene la “dignidad”. El trabajo en sí mismo no es dañino sino que educa, forma, y valoriza. El trabajo como actividad ejercida en libertad es inherente a toda persona y otorga una compensación no sólo económica, sino también humana, psicológica y social. Este enfoque centrado en el sujeto, reconoce a las niñas y niños trabajadores como “sujetos sociales” y como “sujetos económicos”, comprende el trabajo infantil desde el punto de vista de niñas y niños, tiene un concepto abierto y una visión diferenciada del trabajo infantil, imagina y aboga por formas de trabajo infantil en condiciones dignas y autodeterminadas por los protagonistas.

MITOS EN TORNO A LA INFANCIA Y AL TRABAJO Una vez revisados los conceptos y los posicionamientos políticos, cabe destacar que pareciera que los enfoques son irreconciliables aunque su objetivo último sea “el interés superior del niño o de la niña”, tal y como apunta la convención. Sin embargo, dichos planteamientos nos hacen reflexionar sobre la percepción que se tiene socialmente del fenómeno, siendo abrumadoramente mayoritaria la perspectiva abolicionista (la OIT como principal representante de esta corriente tiene un gran impacto mediático y social), a pesar de que las propias definiciones que se dan al respecto sean volubles y confusas entre sí, haciendo que en múltiples ocasiones se confunda el trabajo infantil con la explotación laboral infantil y de ahí se deriven una gran cantidad de prenociones y mitos que hacen contemplar a niños y niñas trabajadoras como víctimas del propio sistema explotador y sujetos desarraigados de sus vínculos familiares y sociales. Sin embargo, mi acercamiento etnográfico a la infancia trabajadora mexicana me mostró una realidad diversa que hizo eliminar ese “halo de victimización” que suele rodear a estas niñas y niños y que no les ayuda a mejorar ni a salir de sus complejas realidades 47

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y que en muchas ocasiones puede resultar perjudicial al simplificar unos procesos vitales llenos de matices y especificidades. Meter en un mismo “saco” a múltiples casos que contienen un elemento común, el trabajo, es ignorar y silenciar grandes diferencias vitales que no pueden ser la base de políticas públicas integradoras y coherentes. Por todo ello, trataré de revisar algunos “mitos” que no se corresponden totalmente con la realidad y que comúnmente se escuchan en torno a la infancia trabajadora, para demostrar cómo los testimonios etnográficos pluralizan la cuestión y nos hacen replantear algunas premisas que son básicas para entender el fenómeno. MITO 1: ‘TRABAJO INFANTIL IGUAL A POBREZA’

El trabajo infantil no siempre es una consecuencia directa de la pobreza, sino que también puede suponer una alternativa laboral ante la falta de oportunidades, ante situaciones de peligro en el entorno vital, de poca proyección laboral en el empleo formal; ofreciendo además la adquisición de habilidades y destrezas y el aprendizaje de un oficio para el futuro (e incluso para el presente). Los discursos contrastados con las prácticas entre las niñas y niños mexicanos ponen en evidencia una multitud de características que configuran al trabajo infantil como algo tremendamente arraigado en la cultura, que va más allá de ser una práctica unicausal derivada de la pobreza, ya que se desarrolla dentro de un complejo sistema de parentesco. Así mismo, tendremos que revisar y analizar la pobreza como un fenómeno de carácter multidimensional, que evoluciona según las sociedades y sus realidades políticas y económicas, debiendo considerar otros factores dentro del ámbito de las oportunidades y de necesidades que están más allá del ámbito material. Durante mi trabajo de campo, tuve contacto con familias “pobres” (dentro de la consideración más amplia del término) cuyos hijos e hijas no trabajaban, a pesar de estar en los mismos entornos laborales y tener trabajos y negocios similares a familias que sí tienen hijos e hijas trabajando. La mayoría de argumentos que escuché al respecto por parte de las personas adultas era que “niños y niñas no deben trabajar sino estudiar” (dicotomía trabajo-escuela), “que 48

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es una explotación” (confusión entre trabajo infantil y explotación laboral infantil) o “que se les roba la infancia cuando trabajan” (discursos que de algún modo se tienen también en el imaginario colectivo inculcado por la corriente abolicionista); o que las aportaciones económicas que puedan hacer con su trabajo, “no son apenas relevantes para el sostenimiento familiar” optando por el “no trabajo”. Yo no quiero que trabaje, porque hasta ahorita no me he visto en la necesidad así de que ella me ayude, para mí, la prioridad de ella es la escuela, no, cómo le diré, no quiero que se distraiga, o que se sienta con una chamba (trabajo) que no le corresponde a ella ahorita […] tal vez, no sé, Dios no lo quiera, que me enfermara o que pasara algo, igual y se vería en la necesidad, pero […] hasta el momento, le digo, que afortunadamente para ella no lo tiene que hacer. (Madre de niña que no trabaja. La madre tiene un puesto de artículos-libros, ropa, discos de segunda mano en una zona marginal y su hija tiene 9 años. Unidad doméstica nuclear reconstruida.) Por otro lado, también encontré que familias con unos ingresos superiores a la media (con negocios propios, con casas y varios vehículos) podían tener a sus hijos e hijas trabajando, argumentando que era “parte de su formación”, aprendiendo a valorar lo que tienen y a cómo se gana el dinero, ya que mediante esa actividad “aprenderían el oficio” o que “formaba parte de la colaboración familiar” (ayuda a la familia-reciprocidad). Con todo esto, lo que pretendo mostrar es que, independientemente de las condiciones socioeconómicas, se pueden dar las dos posturas respecto al trabajo infantil, y que esta práctica tiene otras muchas significaciones que no son necesaria o exclusivamente económicas. Yo creo que más que nada es para que vayan agarrando un poquito más de obligaciones, que no todo es […] que no todo es color de rosa, al fin de cuentas, aquí hay dos cosas: una es que sepan valorizar lo que tienen, el estudio, y la otra es ver qué es trabajar. (Padre de niña trabajadora. Tienen un local de comidas en un mercado popular, la niña tiene 13 años y trabaja desde los 7. Unidad doméstica reconstituida). 49

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Trabajan para que aprendan a cómo se gana un peso. (Madre de niña trabajadora. La niña tiene 14 años y trabaja en el puesto de zapatos de su familia desde los 6. Unidad doméstica nuclear). He de decir también que ambas posturas de “trabajo-no trabajo” no son inamovibles en ningún caso, y que según la coyuntura (no estrictamente económica), las familias pueden decidir poner a trabajar a todos sus miembros (incluyendo niños, niñas y también a personas mayores) o dejar de hacerlo temporal o definitivamente. La diversidad de circunstancias que rodean al trabajo infantil, generan entre las unidades domésticas una alta tolerancia con el fenómeno, quedando los enfrentamientos “abolicionistas” y de “valoración crítica” en un plano académico o discursivo que no se evidencia en la calle. En ese aspecto y de manera general, no se critica el trabajo infantil, ya que el día de mañana pueden verse en la misma situación (prueba de ello son las etapas de crisis económicas y sociales que ha vivido México en las últimas décadas, evidenciando que a cualquiera puede sucederle). MITO 2: ‘EL TRABAJO EN LA CALLE ES PELIGROSO Y HACE A NIÑOS Y NIÑAS TRABAJADORAS MÁS VULNERABLES’

Al cuestionar este mito trato de redimensionar el espacio público, analizando la doble textura que tiene la calle para las niñas y niños trabajadores y sus familiares. Resulta significativo cómo dentro de las dinámicas laborales y entornos específicos, el espacio público deja de ser ajeno para ser parte configuradora de identidad y pertenencia, abandonándose la idea de que constituye algo peligroso y desconocido. Es en la calle donde se desarrollan las actividades laborales, es el medio de vida, y va más allá del simple utilitarismo, mostrando una compleja red de comportamientos y relacionamientos (que pueden derivarse en capital social) que sirven de colchón para amortiguar las dificultades personales, económicas o familiares. La solidaridad y los conflictos forman parte de esa compleja estructura, tomando forma en diferentes manifestaciones que pueden ir desde celebraciones festivas y rituales a suponer una alternativa laboral y vital. 50

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También en ocasiones se debe desmitificar el hogar como lugar seguro y la calle como peligrosa, ya que el primero puede ser un lugar de violencia y alcoholismo de algún familiar, mientras que el entorno laboral se convierte en espacio menos hostil debido a las redes sociales, a los apoyos y a los vínculos de pertenencia; habrá, por tanto, que desconfigurar la dicotomía público-privado abriendo ambos conceptos a una multiplicidad de maneras y formas de ser. R. Pues vengo al club (de la ONG) algunas veces, o luego me voy al mercado y allí juego con mis amigos… pero nunca me quedo en mi casa, porque no sé, es que me da miedo mi casa, porque a veces, luego, cuando mis hermanas me dejan así sola… me tengo que quedar hasta las 7 ahí sola y me da miedo P. ¿Y la calle no te da miedo? R. No. Fragmento de entrevista a niña trabajadora de 9 años (trabaja desde los 8), venta ambulante de dulces en una populosa zona comercial de la ciudad, su madre trabaja de lavaplatos en un local de comidas. Unidad doméstica monoparental (hogar encabezado por una mujer).

La reciprocidad social y las importantes redes que se crean en los espacios laborales constituyen un lugar “conocido” o “propio” bajo el que se concentran diversas formas de control y solidaridad que están lejos de convertir a niñas y niños en sujetos vulnerables expuestos a todo tipo de peligros4, tal y como vemos en los siguientes testimonios: Yo creo que este barrio siempre ha tenido fama de ‘barrio bravo’ [peligroso] pero no creo que a veces es más su mala reputación que lo que realmente es cierto, porque bueno, depende, ¿verdad? Si yo paso a las 10, 11 de la noche, no me hacen nada, porque me conocen, pero si otra persona que no es de aquí pasa, obviamente que sí le puede pasar algo. (Chica joven trabajadora, 20 años, trabaja desde que tenía 7 años. Unidad doméstica monoparental (hogar encabezado por mujer), su madre tiene un puesto de dulces y revistas usadas en un barrio marginal y la chica comenzó a trabajar en el puesto de su madre.) 51

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Todo el DF es peligroso, ya no es, que se creó una fama en La Merced, Tepito, a lo mejor se les quedó eso de que son peligrosas, pero es como todas las colonias, es peligroso para los de fuera, aquí nos ayudamos y no falta quién le “eche un ojo a mis hijos. (Padre de niño trabajador. El niño tiene 13 años y trabaja desde los 5 en el local de fruta de un gran mercado urbano de la familia en propiedad. Unidad doméstica nuclear.) MITO 3: ‘EL TRABAJO IMPIDE LA EDUCACIÓN DE NIÑOS Y NIÑAS’

En esta premisa, es importante reflexionar sobre la dicotomía entre trabajo y escuela, desmitificando la oposición entre ambas esferas, reconsiderando algunos conceptos que vinculan a la educación con los espacios formales escolares5, ampliando las miras y revisando cómo en otras muchas áreas de la vida (tales como la familia y el trabajo), se pueden adquirir conocimientos, destrezas y habilidades que preparen a las niñas y niños para su vida presente y futura. A través del análisis de diferentes testimonios y prácticas, se visibilizan elementos educativos igualmente valiosos para las personas, deconstruyendo las consideraciones que vinculan al trabajo infantil con “analfabetismo”, “desestructuración familiar”, “explotación laboral” o “pocos valores éticos y morales” (Hilowitz, 2004). La realidad de la infancia trabajadora mexicana se presenta, en muchas ocasiones, en entornos vitales complejos, suponiendo la actividad laboral una opción que aporta elementos formativos más fuertes que quizá la propia escuela. El trabajo es una alternativa educativa más, siendo un ámbito formativo que no solapa a la escuela, que no la sustituye sino que la complementa, y como tal habrá que considerarla, como relataba una de las informantes en su entrevista: Mire, si tuviera la oportunidad de vivir en otro ambiente de que, camina usted acá y está el conservatorio de música, camina usted allá y ahí está donde le dan danza, pues de chingaos está, digo, pues estaríamos locas ¿cómo la voy a poner a trabajar teniendo qué hacer? Pero si no, está en la calle y ¡caray! mejor que se ponga a trabajar. Y no porque lo necesite 52

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¿eh? deben de enseñarse a trabajar, mire lo hemos visto, la zona está tremenda ¿no? O sea, ¿usted qué preferiría? ¿Un hijo comerciante o un hijo vago? (Tía de una niña trabajadora. La niña tiene 13 años y vende desde los 8 refrescos de manera ambulante con su madre en una zona comercial de la ciudad. Unidad doméstica nuclear reconstituida.) Es un error considerar que la educación va directa y únicamente asociada a la escuela y que la formación se adquiere en etapas posteriores de la vida, como parte del desarrollo de una profesión u oficio (Comisión Europea, 1998: 31). La educación y formación pueden darse desde las primeras etapas de la vida, siendo algo intercambiable y diverso, y habrá que tenerlo en cuenta en el análisis y observación de la escuela a la que van los niños y niñas trabajadoras, ya que no siempre en ésta se aplican los principios de integración, de no discriminación y de adaptación a sus necesidades. Veamos algunos ejemplos a través de los fragmentos de testimonios de cómo se adquieren a través del trabajo competencias y destrezas que servirán para la vida futura de niños y niñas: Competencia matemática: He aprendido a sumar más rápido, sí, en serio, porque luego mis amigas ahí, vamos a sacar la calculadora y ya cuando ven yo ya la hice. (Niña trabajadora de supermercado como empaquetadora, 15 años. Unidad doméstica nuclear reconstituida. Trabaja desde los 8 años, su familia tiene un local comercial de vasos y bolsas plásticas en un conocido mercado de la ciudad.) Competencia de autonomía e iniciativa personal: Estuve trabajando en una cocina, apenas tenía 11 años y me hacían hacer tres cosas al mismo tiempo, bueno, tenía que hacer las cosas en el momento y a lo mejor por una parte estuvo bien porque me enseñó a ser activa, me enseñó a trabajar y ahorita ya nadie me dice apúrate. (Niña trabajadora en cocinas del mercado central de abastos de la ciudad, 14 años. Comenzó a trabajar cuando llegó a la ciudad con 12 años, emigrante de zona rural. Unidad doméstica extensa.) 53

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MITO 4: ‘LAS TAREAS QUE HACEN NIÑOS Y NIÑAS NO SON TRABAJO SINO AYUDA’

Como veíamos en el apartado de las definiciones, al igual que todo trabajo infantil no constituye directamente explotación laboral infantil, debemos rescatar y visibilizar aquellos trabajos que se infravaloran dentro de la denominada “ayuda familiar” y que no se consideran como trabajo. Dentro de esta perspectiva, uno de los “caballos de batalla” está en la necesidad de reasignar valoraciones a los conceptos de “trabajo” y “ayuda” dentro del ámbito de las unidades domésticas. Para ello, es interesante retomar la metáfora del “trabajo como ayuda” (Narotzky, 1985: 151) que se repite constantemente en los discursos y ver los campos semánticos en los que se mueve este concepto. La unidad doméstica tiene como expresión ideológica y práctica su reproducción y al ser el objetivo común de los miembros se convierte en el factor más importante para el funcionamiento de esta metáfora. El elemento de unión entre el grupo doméstico y la esfera exterior es el dinero, y más concretamente los salarios de los distintos miembros de la familia, percibidos como una masa homogénea de ingresos que permiten la reproducción de la unidad familiar, destinando las aportaciones de cada uno al fondo común de ingresos (teniendo en cuenta, que el salario es algo individual y los ingresos son algo colectivo), para “proveer” (el cabeza de familia) o para “colaborar” (el resto de miembros) en el mantenimiento del hogar. Por todos estos motivos, el trabajo de las mujeres y otros miembros como hijos e hijas, sobrinos, tías, abuelos y abuelas, no se va a considerar como un fin en sí mismo, sino como una ayuda para conseguir otro. El “trabajo” se asocia con el “dinero”, y el dinero son los ingresos de la familia que le corresponde obtener al “cabeza” (hombre), haciendo que la contribución de cualquier otro miembro a la “tarea común” esté asociado automáticamente a la “ayuda” (mujeres y niños y niñas). En los discursos es habitual encontrar de manera indiferenciada los términos “trabajo” y “ayuda”, entendiéndose como intercambiables, aunque unas veces hacen énfasis en la importancia del 54

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trabajo y otras veces reiteran que sus actividades son “ayuda”, a pesar de que las prácticas demuestren que todas las actividades son “trabajo” con más o menos regularidad e intensidad, con salario o no, pero dentro de unas dinámicas laborales marcadas e incuestionables. Un ejemplo del cumplimiento de dichas premisas (ajustándonos a la definición de trabajo infantil) lo podemos ver en el caso de una niña de 13 años: ella trabaja en el puesto de comidas de su madre repartiendo los pedidos y cobrando a la clientela en el mercado de La Merced, es decir, participa del proceso de comercialización; los bienes, en este caso, la comida que venden, se consumen fuera del hogar; por tal actividad la niña recibe una educación y todos los insumos necesarios en su vida (cobra en especie), además de algún dinero para sus gastos; y trabaja de lunes a viernes de 8 a 12 de la mañana para después ir a la escuela en el turno de tarde y los fines de semana trabaja la jornada completa, es decir, la participación en la comercialización supone una regularidad temporal. A pesar de cumplir todos los requisitos que definen su actividad como trabajo, ella y su familia insiste en que sólo “ayuda” a su madre. P. ¿Qué diferencia ves entre ayuda y trabajo? R. Ayuda es que hagas lo menos, ayudándole a una persona, y trabajo es que tú hagas el trabajo, este, tú hagas todo para ganar un dinero. P. Si no se gana dinero, ¿no es trabajo? R. Sí. P. Entonces, lo que haces con tu mamá ¿es ayuda o trabajo? R. Ayuda. P. ¿Nunca lo has sentido como trabajo? R. No. Fragmento de entrevista a niña trabajadora (13 años). Unidad doméstica monoparental (hogar encabezado por una mujer), trabaja desde los 6 años en el local de comidas de su madre.

Este debate ayuda-trabajo va paralelo a las reflexiones que se dan entre trabajo-empleo, subyaciendo en ambos una estructura 55

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jerárquica de poder que invisibiliza y silencia las aportaciones económicas, en este caso de las personas subordinadas, no sólo por su condición de género sino también por otra jerarquía institucionalizada que supone ser adulto frente al niño o niña.

REFLEXIONES FINALES Si revisamos las causas del trabajo infantil que argumenta la OIT (Hilowitz, 2004: 87-93) éstas tienen factores internos y factores externos. Los internos se deberían a un número de “desgracias” que pueden acaecer a una familia, como puede ser la muerte o abandono de un miembro, dejando al otro —a menudo con poca o ninguna aptitud y muchas deudas— con la imposibilidad para mantener un número determinado de hijos e hijas; la enfermedad puede empobrecer a una familia, los padres y madres pueden estar permanentemente incapacitados para trabajar por razones de salud física o mental; también puede deberse a “pobres valores familiares” relativos al trabajo, educación, el respeto a mujeres y niños y niñas, consumo de alcohol y drogas, pocos límites sexuales entre familiares, o la relación entre la familia y la comunidad, el orgullo familiar, las creencias y afiliación religiosas, y también porque a menudo la pobreza es especialmente aguda entre tales grupos, reflejando una baja posición social. Las categorías de factores externos son aquellas ocasionadas por la influencia de la sociedad. En algunos países, según la OIT, muchas de las familias que envían a sus hijos e hijas a trabajar pertenecen a poblaciones minoritarias, a menudo minorías étnicas o religiosas pero quizás también poblaciones racialmente diversas, y muchas pueden haber sido socialmente marginadas y denigradas por las poblaciones circundantes durante generaciones, siendo un factor determinante la dislocación socioeconómica, lo cual significa crisis económica y transición política y social, o también puede ser una causa la epidemia del VIH/SIDA, privando ésta a muchos millones de niños y niñas, especialmente en el África subsahariana, de sus padres, madres, hermanos y hermanas mayores y familiares a causa de una enfermedad larga y debilitadora que se ha cobrado sus víctimas ante sus ojos. 56

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Sin embargo, tal y como ocurría con el análisis de los mitos, vemos que estas causas argumentadas por la OIT pueden servir de referencia general y como punto de partida, pero no debemos quedarnos en esos niveles de argumentación, ya que es preciso ampliar la mirada, y analizar de manera detallada cuáles pueden ser otras causas que no son nombradas tales como la socialización y adquisición de valores a través del trabajo, la educación y trasmisión de valores y el aprendizaje de un oficio beneficioso para el futuro de niños y niñas, la herencia de los negocios y alternativas económicas vistas a largo plazo o incluso en algunos casos, como prevención de otros peligros que rodean sus entornos vitales. Si analizamos el enfoque abolicionista de la OIT, todos los elementos que causan el trabajo infantil, de una manera u otra, están caracterizados por connotaciones negativas (desgracias, pobres valores, desorganización familiar, bajos niveles de educación, discriminación, poco acceso a recursos, VIH…), poniendo al trabajo infantil en una estructura dicotómica y estática que se aleja de la realidad de muchos niños y niñas, ya que aunque de algún modo puedan resultar innegables como causas, en muchas ocasiones éstas no se configuran de manera exclusiva y concluyente. El reto, por tanto, está en profundizar en las causas del trabajo infantil, centrándonos y contextualizando cada caso según la cultura y el entorno social para estudios en profundidad de la infancia dándole a ésta la importancia y el rigor que precisa. Desde mi propia percepción como antropóloga, habiendo estado inmersa en la realidad de las niñas trabajadoras mexicanas, la corriente con la que me identifico y desde donde parto a la hora de explicar el fenómeno es la valoración crítica, sin perder de vista el enfoque de género y el de derechos de la infancia como partes indispensables y complementarias del análisis. La corriente de valoración crítica tiene en cuenta, a mi parecer, con mucho más énfasis los aspectos coyunturales, culturales, políticos y económicos del fenómeno y desde ahí se da voz y participación a los niños y niñas. No puedo, sin embargo, dejar de reconocer la importancia del trabajo de la OIT y de la IPEC sin desdeñar en absoluto las muchas aportaciones y deliberaciones que desde estos posicionamientos se han realizado y que de algún modo contribuyen a dar luz y reflexión al trabajo 57

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infantil. Se trata más, con esta pequeña reflexión, de hacer un ejercicio de coherencia profesional, ya que la antropología aboga, precisamente, a través de su metodología y de la interpretación de símbolos y significados, ir más allá de la mera descripción de los hechos sociales y culturales para trascender a dimensiones más profundas que son obviadas por otras explicaciones científicas. Siento que hay, por tanto, elementos de reflexión paralelos entre este enfoque y la mirada antropológica que sirven de punto de partida para el análisis y consideración teórica sobre el trabajo infantil que es preciso ir “resignificando” evitando así determinismos y categorizaciones vacuas que no cuestionan las estructuras y jerarquías de dominación que durante mucho tiempo han sobrevolado a la consideración de la infancia.

NOTAS 1. Por “menores de la calle” se entienden aquellos niños y niñas que, habiendo roto el vínculo familiar temporal o permanentemente, duermen en la vía pública y sobreviven realizando actividades marginales dentro de la economía informal callejera, mientras que los y las “menores en la calle”, mantienen el vínculo familiar, suelen estudiar y realizan actividades marginales de la economía callejera para sustento propio o para ayudar a su familia. 2. Agradezco enormemente una vez más el apoyo y la enseñanza recibida de parte de mis directoras de tesis, la doctora Ana María Rivas, de la Universidad Complutense de Madrid, y la doctora Margarita Estrada, del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS) de México. 3. IPEC es el Programa Internacional para la Erradicación del Trabajo Infantil donde los grupos destinatarios prioritarios son niños y niñas sometidas al trabajo en régimen de servidumbre, que trabajan en condiciones u ocupaciones peligrosas y especialmente los niños y niñas más vulnerables. Fue creado dentro de la OIT en el año 1992. 4. La percepción del peligro debe ser contextualizada y analizada en este caso dentro de una ciudad con unos altos índices de violencia y criminalidad en todos los ámbitos y no de manera exclusiva en los entornos laborales de niñas y niños. A lo largo de mi trabajo de campo encontré que en los discursos y en las prácticas se da una relativización y normalización de éste, ya que dependiendo de cómo percibimos esta situación, nos condicionará más o menos para realizar determinadas actividades. Mediante la apropiación de los espacios y las redes sociales se pueden reducir y disminuir los impactos que pudieran darse de las condiciones peligrosas de dichos entornos. 5. Aunque ya hay toda una corriente consolidada de pensamiento teórico en Pedagogía y Psicología crítica con los reduccionismos de la educación a términos de escolarización, aún persiste en los discursos oficiales una consideración de

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la educación formal como hegemónica y prioritaria en el ámbito educativo, infravalorando otras formas educativas no formales e informales. Ejemplo de ello sería la campaña liderada y promovida por la UNESCO, desde 1999 de “Educación para todos” (EPT) donde los indicadores educativos son los niveles de escolaridad de niños y niñas en diferentes países. Para más información: http://www.campaignforeducation.org/

BIBLIOGRAFÍA ALARCÓN, Walter (1994): Ser niño. Una nueva mirada de la infancia en el Perú, Lima: UNICEF-IEP. — (1996): “Enfoques de Política en torno al trabajo de niños y adolescentes en América Latina”, Revista Realidad y Utopía, 1 (1): 134-156. ALIANZA EN FAVOR DE LA INFANCIA DE LA CIUDAD DE MÉXICO (1996): II Censo de los niños y niñas en situación de calle. Ciudad de México, México: UNICEF. BONTE, Pierre y IZARD, Michael (1996): Diccionario de Etnología y Antropología, Madrid: Akal. COMISIÓN EUROPEA (1998): 100 Palabras para la igualdad. Glosario de términos relativos a la igualdad entre mujeres y hombres, Luxemburgo: Oficina de Publicaciones Oficiales de las Comisiones Europeas. COMISIÓN PARA EL ESTUDIO DE NIÑOS CALLEJEROS (1992) Ciudad de México: Estudio de los niños callejeros. Resumen Ejecutivo, México. DIF; DF; UNICEF (2000): Estudio sobre niños, niñas y jóvenes trabajadores en el Distrito Federal, México: UNICEF. DIF; UNICEF; PNUFID (2002): II Informe ejecutivo del estudio de niñas, niños y adolescentes trabajadores en 100 ciudades, México: UNICEF. HILOWITZ, Janet et al. (2004): Trabajo Infantil: Un manual para estudiantes, Ginebra: OIT. LEYRA, Begoña (2008): Trabajo Infantil Femenino: Niñas Trabajadoras en Ciudad de México. Tesis Doctoral de Antropología. Madrid: Universidad Complutense de Madrid. LIEBEL, Manfred (2003): Infancia y Trabajo, Lima: IFEJANT. NAROTZKY, Susana (1985): Trabajar en familia, Madrid: Siglo XXI. OIT (2006): La eliminación del trabajo infantil: Un objetivo a nuestro alcance. Informe Global al seguimiento de la Declaración de la OIT relativa a los principios y derechos fundamentales en el trabajo. Informe del Director General para la Conferencia Internacional del Trabajo. 95ª reunión, Ginebra: OIT. PACHERRES, Marcos (2004): “Infancia y trabajo: Niños y niñas que trabajan en una zona urbana de Lima”, en VV. AA (coords.): Infancia y Adolescencia en América Latina. Aportes desde la Sociología. XXIV Congreso ALAS-Sociología de la Infancia, Lima: IFEJANT, 173-188. RAMÍREZ, Nashieli y GARCÍA, Georgina (2006): La infancia cuenta en México 2006, México: Red por los Derechos de la Infancia en México. — (2007): La infancia cuenta en México 2007, México: Red por los Derechos de la Infancia en México. UNICEF (1997): Estado Mundial de la Infancia. Tema: Trabajo Infantil, Ginebra. UNICEF (2006): Convención sobre los Derechos del Niño, Madrid: UNICEF Comité Español.

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CAPÍTULO 2

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LA ADOLESCENCIA ES UNA ENFERMEDAD QUE SE CURA CON LA EDAD. QUIEN NO HAYA SIDO UN POCO SALVAJE EN SU INFANCIA Y ADOLESCENCIA, CORRE MUCHO RIESGO DE SERLO EN SU EDAD MADURA. A MENOS QUE SE TRATE DE UN INADAPTADO, DE UN ABÚLICO O DE UN VIEJO PREMATURO. Ramón y Cajal, en Cornellá, 1999: 39

INTRODUCCIÓN Con frecuencia en el devenir de la vida cotidiana podemos encontrar numerosos contextos y situaciones en los que discursos sobre la adolescencia y los adolescentes reproducen y recrean concepciones paradigmáticas que presentan este periodo en correspondencia con su significado etimológico (padecer). La denominada “edad del pavo” contempla atribuciones que —como apunta la cita de Ramón y Cajal (Cornellá, 1999: 39)— llevan, de suyo y por lógica, salirse de los cauces de las normas establecidas. El carácter caprichoso, desafiante, voluble, huraño, suspicaz y terco que con frecuencia se atribuye a los adolescentes en sociedades como la nuestra, resulta ser un mal menor a soportar con tal de que éstos pasen la etapa y puedan convertirse en hombres y mujeres “hechos y derechos”. A modo de profecía auto-cumplida, la observación nos proporciona numerosos ejemplos en que podemos atisbar cómo, en nuestros contextos cotidianos, los adultos esperan, justifican y “consienten” ciertas “salidas de tono” —contraviniendo normas— porque están en esa edad difícil. Esto que, para algunos, toma dimensiones desproporcionadas por considerar que los jóvenes gozan de una “libertad” sin precedentes —como suelen denunciar 61

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los sectores más conservadores— comprende límites más o menos establecidos. Los caprichos del adolescente se consienten hasta cierto punto, como dirían muchos padres y madres. El problema es cuando “ya no eres capaz de hacerte con ellos”. La consigna a seguir para todos aquellos progenitores dispuestos a tomar cartas en el asunto, suena a la vieja cantinela de: “hay que meterles en vereda antes de que sea tarde”. En su ayuda cuentan con todo un equipo de expertos dispuestos a orientarles mientras, de soslayo, les aseguran que son y deben ser los primeros y últimos responsables de los actos de sus hijos e hijas. Toda ayuda, entonces, parece poca: cuentan con la asistencia de maestros, orientadores y, por supuesto, del cuerpo de expertos en salud mental. Mis reflexiones a lo largo de estas páginas se centrarán, en particular, en estos casos, en los que padres y madres, asustados por la situación en casa, deciden acudir a la consulta de los clínicos. La exposición recoge algunos de los resultados alcanzados durante el trabajo de campo realizado durante más de once meses en una unidad psiquiátrica1 enclavada en una institución hospitalaria dedicada a la asistencia sanitaria de menores. A la unidad, especializada en adolescentes, acuden chicos y chicas con diversas afecciones, pero la mayor parte de los que atienden son los que tienen un diagnóstico de trastorno de la conducta alimentaria, que también son los que más tiempo pasan ingresados y en tratamiento debido a la gravedad de su estado. Éstos fueron los casos que centraron el interés de mi investigación, especialmente aquellos con diagnóstico de anorexia nerviosa. Durante el tiempo que duró el trabajo de campo, tuve ocasión de realizar observación sistemática en el contexto de la unidad y fuera de ella. Dediqué cada jornada, de lunes a viernes desde las ocho y media de la mañana a las ocho y media de la tarde, a la observación dentro de la unidad entre los diferentes módulos de tratamiento según sus horarios y actividades; durante los fines de semana y algunas tardes, acudí a los domicilios de los chicos y compartí tiempo con ellos fuera del ámbito hospitalario. Ámbitos en los que pude seguir a los pacientes en su devenir cotidiano, como los paseos durante sus ingresos fuera del recinto hospitalario, allá donde compartían su tiempo con el grupo de padres o con sus familiares o durante el 62

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transcurso de los campamentos que organiza una asociación de afectados. Así mismo, pude realizar más de 90 entrevistas a 32 pacientes, y más de 40 a 21 de sus familiares y a 7 de los clínicos. Como ya apuntaba, el objeto de mi investigación no fue en un principio el análisis de la construcción sociocultural de la adolescencia, sin embargo, no podía ser un tema ajeno a mis intereses cuando, una y otra vez, aparecían alusiones directas a ella para hablar de la enfermedad, de los pacientes, de sus condiciones de existencia o de sus inquietudes. Hablar de anorexia significaba la mayoría de las veces hablar de la resistencia a crecer, del miedo a la transición al estadio adulto y del rechazo a los cambios corporales asociados a la pubertad. Curarse significaba encontrar el modo de expresar el malestar sin recurrir a prácticas lesivas o, en palabras de alguno de los clínicos de la unidad, proyectarse en el futuro sin la enfermedad. Todos parecían estar de acuerdo en que las dificultades de los pacientes eran las propias de todo adolescente. Sólo que, para los clínicos y sus familiares, el modo de manejarlas resultaba del todo inaceptable por cuanto les ponía al borde de la extinción. Les resultaba inadmisible que se resistieran a comer porque no habían sido capaces de aceptar que sus cuerpos y sus vidas estaban cambiando. Para los chicos y chicas de la unidad, su negativa a la ingesta estaba más que justificada. Les había ayudado a calmar el malestar que comenzaron a sentir al percibir que, irremediablemente, sus vidas estaban cambiando.

LA DESCONCERTANTE EXPERIENCIA DE CRECER Advertir cómo su cuerpo, sin que su voluntad mediara, se había ido modificando como consecuencia de los cambios puberales había representado, para los chicos y chicas de la unidad, una experiencia de lo más desconcertante. Se sentían temerosos al no saber en qué acabaría todo. Les costaba reconocerse con su nueva apariencia, viendo con mayor aprensión, según trascurría el tiempo, que su cuerpo se convertía en algo ajeno. Así las cosas, decidieron ponerse manos a la obra y tomar el control de la situación. Parecía haber llegado el momento de tomar decisiones, ya eran “mayores”. Así 63

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había dado comienzo su carrera hacia la desnutrición severa. Mediante el elaborado programa de actividades que resolvieron llevar a cabo, se propusieron recuperar algo de control sobre sus vidas, y no solamente en términos corporales. Según lo esperado, al hacerse mayores, decidieron asumir el “cuidado” de sí. Esta responsabilidad, percibida por los pacientes como decisión voluntaria, no puede ser entendida, sin embargo, sin conectarla con las demandas y expectativas que pesaron sobre ellos. Recordaban cómo, en función de dichos cambios puberales, habían recibido, especialmente por parte de los adultos, todo tipo de advertencias acerca de cómo debían comportarse a partir de entonces. En el caso de las chicas, el punto de inflexión resultó ser la menarquia. Momento a partir del cual las advertencias de los adultos comenzaron a hacerse más frecuentes, aconsejándoles sobre el modo adecuado de comportarse en correspondencia con su nueva condición. De repente habían dejado de ser niñas para convertirse en mujeres. Así se lo habían explicado sus mayores, tocaba ir dejando las muñecas. En el caso de los chicos, no apareció un punto análogo, sino que parecía haber sido algo más progresivo y gradual y, en comparación con ellas, a una edad más tardía. En su caso, como el de otros adolescentes que también fueron mis informantes en otras investigaciones2, las diferencias en los patrones de socialización de género y la relevancia de éstas en cuanto a sus procesos de embodiment3, no podían ser cuestiones a desdeñar en la investigación. Aportaban importantes claves a la hora de comprender las divergencias que subyacen al proceso de convertirse en adulto, en el caso de unos y otras. Para las chicas, la llegada de la primera menstruación y la aparición y desarrollo de los caracteres sexuales femeninos marcaron un antes y un después en su relación con los otros. Buena parte de las pacientes se mostraban encantadas con el hecho de que, debido a la restricción, les desaparecieran las curvas de pecho y caderas, sobre todo al relacionar esto con el hecho de que sus compañeros de clase varones hubiesen dejado de dedicarles atentas miradas a su fisonomía para volver a tratarlas como antes de su desarrollo puberal. Algunas de ellas habían vivido esos cambios con una fuerte sensación de incomodidad y hasta de repulsión, relacionada, según parecía, con el modo en que sus compañeros u otros chicos y hombres se 64

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fijaban en dichas partes de su anatomía. Lejos de advertir el atractivo que ejercían para otros y valorarlo como algo positivo, muchas de ellas consideraban sus cuerpos, llenos de curvas, algo sucio y poco deseable. Habían tomado una trágica conciencia de sus cuerpos, lo que para Bourdieu (2005: 111-119) se correspondería con el odium fati, “odio hacia el propio destino”) resistiéndose a ejercer como objetos sexuales. Les desesperaba no poder hacer nada por cambiar el modo en que los otros habían comenzado a tratarlas, más aun cuando tampoco estaba bajo su dominio el modo en que estaba modificándose su cuerpo. Una férrea disciplina cotidiana basada en el autocontrol —no solamente en términos alimentarios— vino a aportarles un poco de calma. El adelgazamiento progresivo fue empequeñeciendo sus cuerpos, parecía cumplirse la máxima: “si no comes, no crecerás”, lo que, hasta cierto punto, parecía devolverles parte de las protecciones de la infancia. En el caso de los chicos, los cambios puberales habían sido motivo también de insatisfacción: ellos, sin embargo, no parecían aterrados por la idea de convertirse en objetos sexuales, sino todo lo contrario. La mayoría había dedicado mucho tiempo a hacer ejercicio con la esperanza de conseguir un cuerpo musculoso y torneado. Les preocupaba que estar obeso representase una pérdida de prestigio social o que, entre sus iguales se pusiera en cuestión su virilidad. Les asustaba también no poder cumplir con las expectativas de sus mayores y llegar a convertirse en hombres hechos y derechos, dispuestos a mostrarse independientes, intrépidos, audaces, etc., en correspondencia con los modelos más tradicionales de masculinidad. Para ellos, el ser capaces de mantener la férrea disciplina del ejercicio y la restricción había representado una demostración de fuerza y virilidad.

LOS ‘PLASTAS’ DE CLASE A todas luces el discurso de los chicos y chicas ponía de manifiesto cómo sus inquietudes no se limitaban exclusivamente a los cambios corporales. Se quejaban con frecuencia de lo mucho que les costaba “encajar”, ahora que estaban creciendo. A raíz de hacerse mayores, 65

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se habían convertido en las empollonas, la/os plastas, lo/as tímidos de la clase. Nada que ver con quienes se fueron convirtiendo en los más populares, los que solían mostrarse más dispuestos a contravenir las normas —aquellas definidas por sus mayores—, a experimentar —probando maneras de ser y actuar, sustancias, ensayando prácticas, etc.— y, hasta cierto punto, a cuestionar y desafiar la autoridad de sus mayores. Frente a éstos, los pacientes de la Unidad, sobre todo las chicas, solían mostrar otras preocupaciones e intereses —como su futuro laboral o el bienestar de aquellos que les rodeaban—, lo que no solía convertirlas en las más populares. Chocaba descubrir cómo, cuando el resto ya había dejado claro que no tenían interés, ellas seguían insistiendo, en sus conversaciones, en hablar una y otra vez de los deberes, exámenes y las calificaciones escolares. Nunca serían los más simpáticos o divertidos. La emoción de arriesgarse y seguir a sus iguales en sus correrías y conseguir, al fin, algo de prestigio entre ellos nunca fue más fuerte que el miedo que le tenían a recibir una reprimenda de sus mayores. Se resistían a hacer algo que pudiera representar el enfado de sus padres o contravenir las normas. Nada de piercings, ropa a la moda, maquillaje, tinte de pelo, etc. Justamente lo que más solían valorar en sus grupos de amigos. La situación parecía tener difícil solución: encontrar aceptación entre sus iguales ponía en peligro su posición entre sus mayores y, por ende, sus posibilidades de éxito en el futuro. Al contrario, renunciar a la aprobación del grupo de iguales les condenaba en el presente al fracaso social: al ostracismo. La situación parecía tener difícil solución: diferentes hábitos (de pensamiento, gusto, lenguaje, movimiento corporal, etc.) o esquemas de acción (Lahire, 2004: 61) se contraponían en sus demandas y expectativas, sin que fueran reconciliables. Esta situación de conflicto manifiesto apenas les dejaba salidas. Ni unos ni otros comprendían que lo que ellos habrían querido hacer era dar gusto a todo el mundo. En vez de quejarse, entendieron que estaban en condiciones de asumir su responsabilidad una vez más, creyendo que era asunto suyo conseguir resolver el dilema. No renunciaron a la excelencia académica que les permitía obtener el favor de sus mayores y asegurarse sus posibilidades de éxito en el futuro, pero consiguieron modificar, en parte, la relación con sus 66

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iguales, ganándose su admiración por ser capaces de llevar a cabo una transformación corporal tan radical. Consiguieron entonces algo de la aceptación y reconocimiento que tantas veces habían anhelado. Todo parecía así ir sobre ruedas pese a que la estricta rutina a la que se sometían cada día con largas jornadas dedicadas a hacer ejercicio, estudiar, contar calorías, seguir la dieta, etc., requería prácticamente toda su atención. Esto significaba muchas veces decir que no a los planes que les proponían sus iguales. A cambio, habían encontrado, por fin, algo de calma. Estaban haciendo todo cuanto podían y las cosas iban cada vez mejor. Se sentían especiales. El problema llegó más tarde cuando, después de muchas disputas familiares para que comieran, les obligaron a ir al hospital y allí les dijeron que ingresarían.

EL ENCIERRO Una vez pautado el ingreso en la sala psiquiátrica, poco importa que la chica o el chico en cuestión desee o reclame dicha ayuda. Las limitaciones en su autonomía, por ser menor ante la ley, permiten que otros tomen la decisión de ponerle en tratamiento y que pase a ser objeto de intervención clínica. Esto que, a todas luces, parece una confabulación al margen de la voluntad del adolescente, camina de la mano de aquellas asunciones paternalistas que dan por sentado que es incapaz de saber qué es lo mejor o cuidar de sí mismo. En la unidad, además, su autonomía quedaba suspendida en todos los sentidos. Hasta el más mínimo movimiento debía ser pautado por un clínico. Ése era el fin del protocolo que había diseñado el jefe de la unidad: un programa con una estricta rutina, en el que las reglas estaban rigurosamente definidas desde el principio y sin ambigüedad, y en el que el paciente no podía tomar ninguna decisión. El objetivo era reducir el grado de ansiedad anulando el nivel de incertidumbre. Allí los adolescentes no tenían que decidir, ya no se tendrían que hacer cargo de nada, sólo obedecer las órdenes. Sencillo. Una vez dentro de la sala psiquiátrica, todo conspira a favor de los objetivos del tratamiento. No hay escapatoria posible. Siempre se repiten las mismas impresiones entre los chicos y chicas que 67

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pasan por el encierro: “las puertas se cerraron tras de mí”, “el pijama me identifica con un vistazo”, “mis cosas permanecen bajo llave”, “me quitaron hasta el bonito anillo que me regalaron tus amigas por el disgusto del ingreso anticipado”, eran algunos de sus comentarios. No dejan que ninguno de los familiares o conocidos se acerque y todo lo que pueden hacer durante el día es levantarse para ir a comer. Nada de cole, nada de deberes, ni televisión siquiera, sólo un cuaderno en el que les obligan a escribir todos los días; todas las habitaciones tienen cámaras de vigilancia y saben que la enfermera que les atiende toma notas sobre su comportamiento, que jamás dejarán que vean. Todos con los que pueden relacionarse que no dan órdenes visten pijamas idénticos, son más o menos de su edad y no dejan de repetirles que tienen un problema. Claro que lo primero que les da por pensar a estos chicos y chicas es que están allí porque alguien cometió un error. Prácticamente ninguno ingresa por voluntad propia; son decisiones de sus mayores. Así las cosas, mejor colaborar y luego ya veremos cómo salir del apuro. Con el paulatino transcurrir del tiempo, esta fingida colaboración, al escuchar a los otros pacientes en las terapias, va dejando paso a las dudas: parecen tener mucho en común —no solamente la delgadez—, se ven reflejados en las experiencias de los otros… Siguen las dudas: el mismo miedo ante la obligación de engordar, el mismo pavor ante las consecuencias de ponerse “como una vaca”, la misma sensación de que les están cebando sin ningún fin ni límite conocido… Aún no tienen claro que lo suyo sea anorexia, pero ya sospechan que algo malo les pasa aunque sólo sea la experiencia compartida del ingreso (el “haber caído en desgracia” (en palabras de Goffman, 1972). Para cuando esta preocupación empezaba a rondar en la cabeza de los pacientes, la psicóloga ya había pasado varias veces para preguntarles cómo iba todo. Nada más eficaz. Fruto del ingreso y la inmovilidad obligada, el chico o la chica ya tuvo ocasión de pensar y repensar su vida, de escuchar a otros con vidas semejantes a las suyas, de ver que hablaban de sus sentimientos abiertamente delante de los otros, que demandaban ayuda y se mostraban agradecidos con aquellos que se la brindaban. Todas las señales apuntaban al mismo punto: tienes un problema, pero estamos aquí para solucionarlo. 68

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Nada de este proceso de confusión sorprendía al personal de la unidad: todo iba según lo esperado. Los contactos e interacciones entre pacientes eran temas recurrentes de preocupación para los clínicos. No dejan nada al azar. En los grupos de terapia les separan por género y edad. También a la hora de compartir habitación durante el ingreso tienen en cuenta estos criterios, buscando de manera intencional que los nuevos se identifiquen con los que llevan más tiempo, que les enseñen en sus propios términos “cómo es esto de la enfermedad”. Esperan pacientemente la confesión, sabiendo que empezar a hablar significa comenzar a aceptar su intervención. Un diario, que no podrán llevarse finalizado el ingreso, va dando fe de los avances en su relación. En él tienen obligación de detallar cotidianamente esas cuestiones que les rondan la cabeza y que serán leídas en el mismo día por su psicóloga. Ésta también escribe en él aportando indicaciones, preguntas o reflexiones que les inciten a seguir indagando. En sus primeras hojas, como bienvenida, aparece un relato de su pasado, presente y futuro: “cómo he llegado a ser cómo soy y hacia dónde quiero ir”. Resulta fascinante cómo todo favorece la práctica introspectiva. Muchas veces me pregunté si las preocupaciones expresadas por los pacientes no serían consecuencia de dichas prácticas de autovigilancia. Difícil responder a esta cuestión. No conocía a los pacientes antes de entrar en la unidad, así que no había forma de contrastar esta hipótesis. Tampoco lo que pude recabar con los clínicos sirvió para resolver mis dudas; estos asuntos parecían interesarme sólo a mí. No daban demasiada importancia a la información que pudiera aportarles la confesión —consideraban que, al fin y al cabo, sus historias eran más o menos las mismas, cosas de adolescente—, sino a lo que esperaban conseguir mediante ésta, a saber: una actitud colaboradora que les permitiera ir introduciendo cambios en su forma de pensar. Se trataba de una demanda que daba por sentada la existencia de dificultades y que dirigía su intervención al modo de actuar de sus pacientes. Bajo la perspectiva de los clínicos, la adolescencia entraña toda una serie de situaciones estresantes para las que el sujeto ha de desarrollar estrategias de afrontamiento que le permitan culminar con éxito su adaptación al mundo de los adultos. Entre las posibles conductas en función de las estrategias adoptadas por los adolescentes, 69

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para los clínicos adquieren especial relevancia aquellas consideradas patológicas, pues serán las que se conviertan en objeto de su intervención al entender que ponen en riesgo la salud y bienestar del sujeto. Estos comportamientos, en ocasiones, ocultarían —en su opinión— un trastorno psicosomático provocado por el miedo a crecer y madurar, como sería el caso de los afectados por la anorexia nerviosa. Bajo esta perspectiva, perder peso significaría empequeñecerse. Según la clínica, la restricción y el ayuno operan, en estos casos, como estrategias patológicas para evitar la madurez, favoreciendo que permanezcan en un estado prepuberal perpetuo que les posibilita conservar las protecciones propias de la infancia. La práctica clínica enfoca todo su interés en extinguir lo que les exponga al riesgo vital que comporta su situación. La cuestión central es, entonces, modificar conductas y pensamientos, castigando aquellos que se asocian con la enfermedad para presentar, como alternativa, otros que les permitan expresar su malestar. No se trata, en definitiva, de conocer en profundidad el origen de sus problemas o dificultades, sino de “modelar” la manera de abordarlos.

METERLES EN VEREDA buscar otro título ¿RUPTURA E INDEPENDENCIA? “Ayudarles a crecer”: así resumían los clínicos el fundamento de su intervención. Sólo cuando los pacientes fueran capaces de elaborar una percepción de sí mismos con relación a su paso al estadio adulto que no apareciera asociada al trastorno, cabría esperar que los cambios introducidos por el tratamiento permanecieran en el tiempo. La curación dependía, por tanto, de que los pacientes consiguieran elaborar una percepción de sí mismos como adolescentes sanos y bien “adaptados”. No era cuestión, entonces, sólo de corregir sus hábitos de alimentación. Muchos de los clínicos entendían que su intervención, además, debía incluir otros aspectos relacionados con sus proyectos como adultos, prestando atención, especialmente, a su trayectoria académica o profesional, a la relación con sus padres y a la que mantenían con sus iguales. 70

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Solían plantearles cuestiones vinculadas con los estudios, insistiendo en la necesidad de que reflexionaran acerca de su vocación profesional y los pasos a dar para conseguir ser lo que quisieran, recalcando constantemente que las metas que se trazaran fueran realistas y se correspondieran con sus posibilidades. Mantenían un contacto directo con sus profesores y tutores, lo que les permitía formarse un criterio a la hora de aconsejarles: planteándose, cuando sus calificaciones y la opinión de los profesores no era favorable, que lo recomendable era buscar otras salidas profesionales que no fueran la carrera universitaria a la que buena parte de los pacientes aspiraba. Más de una vez pude advertir cómo los sanitarios se dedicaban a tratar estos aspectos, no ya con los pacientes, sino principalmente con sus familiares. Para muchos, la intervención de los clínicos en este sentido había sido una gran ayuda, pues aseguraban que si éstos no hubieran mediado, probablemente no habrían conseguido convencer a sus parientes para poder hacer lo que realmente les gustaba. Otros expresaban que, gracias a los clínicos, pudieron abandonar expectativas como la excelencia académica y la enorme ansiedad que ello les generaba, ya que tanto ellos como sus familiares dejaron de darle tanta importancia a las calificaciones. También había para quienes la intervención de los médicos carecía de sentido, pues pensaban que éstos no entendían su postura. Bajo su perspectiva, no cabía la posibilidad de renunciar a la excelencia académica ya que sólo así podrían asegurarse sus éxitos y promoción social. Asuntos éstos que estaban estrechamente conectados con las disposiciones de los pacientes y de sus familiares derivadas de su posición social (Bourdieu, 1990). La influencia de la intervención de los clínicos se dejaba sentir, así mismo, en el ámbito de las relaciones de los pacientes con sus familiares y el grupo de iguales. La consulta se convertía, con relativa frecuencia, en el escenario de las interminables disputas entre adolescentes y sus padres y madres. Cualquiera que escuchase estas intervenciones dudaría acerca de cuál era el contexto en el que se desarrollaban: los temas de conversación eran innumerables, todo resultaba susceptible de ser dicho. Lo de menos era si se trataba de un problema de salud o no. El clínico, las más de las veces, pasaba a convertirse en un árbitro en las disputas. Era complicado saber, 71

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a primera vista, de qué lado se pondría. Resultaba difícil imaginar a qué criterios respondía su intervención cuando mediaba, por ejemplo, para que la chica larguirucha enfundada en vaqueros a la última moda se pudiera hacer un piercing como regalo de cumpleaños; o cuando insistía para que sus padres le permitieran ir a la discoteca de moda. Este tipo de intervenciones no solía ser bien recibido por los padres y madres, quienes, con frecuencia, pensaban que no sólo habían perdido un aliado en la tarea de lidiar con sus hijos e hijas, sino que, además, se había vuelto en su contra. Los clínicos, por su lado, no solían prestar mucha atención a estas quejas. No pensaban que debían estar del lado de nadie, sino que su interés se centraba en curar a sus pacientes. Desde su punto de vista, se trataba de apoyar al adolescente en su camino hacia la independencia, dentro del cual oponerse a la autoridad y rebelarse era un paso necesario. Entendían como fundamental que fueran capaces de desligarse, en cierta medida, de los vínculos parentales, dando por sentado que el tránsito hacia el estado adulto pasa por la capacidad de renunciar, hasta cierto punto, a las expectativas de los progenitores. Fuera del ámbito familiar, los clínicos planteaban otra serie de intervenciones destinadas a modificar la relación que sus pacientes mantenían con los grupos de pares. Fomentaban el que disfrutasen de momentos de ocio en los que compartieran tiempo con los iguales. Les pautaban salidas y actividades que debían realizar con otros chicos y chicas de su edad, obligándoles a prescindir de la presencia de adultos de manera que tuvieran que hacer lo posible por aprender a relacionarse. Con este objetivo, no solían mostrarse de acuerdo con que los pacientes asumieran demasiadas responsabilidades en el ámbito doméstico. Era el momento de disfrutar de un periodo libre de obligaciones. Debían tener el tiempo y la libertad suficientes para que disfrutasen de la oportunidad de experimentar. En correspondencia, se les incitaba a interesarse por aquello que, supuestamente, preocupa a los adolescentes: ropa, música, móviles, deportes, relaciones amorosas, etc., que les permitiera compartir temas de conversación. Al tiempo, iban introduciendo cuestiones acerca del —también supuesto— despertar de su sexualidad, preguntándoles con cierta frecuencia si había algún chico o chica que les gustase o que les llamase la atención. Se trataba 72

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de que mantuvieran un círculo nutrido de amistades con las que compartir intereses “propios de su edad”, y entre las que sentirse apoyados y queridos.

NORMALIZAR EL CONFLICTO Intervenciones como las de los clínicos de la unidad a las que me he ido refiriendo ponen de manifiesto la enorme influencia de la construcción sociocultural de la adolescencia como periodo de crisis y ruptura. Los cambios puberales eran siempre entendidos por ellos como problemáticos en sí mismos, sin atender a cuestiones acerca del modo en que dichas transformaciones eran experimentadas en función de los contextos, situaciones y posiciones sociales que los chicos y las chicas ocupaban. Todo su interés se centraba en convertir la obsesión por sus cuerpos en una preocupación “normal” propia de adolescentes, medicalizando su malestar sin tener en cuenta las posibilidades del cuerpo para operar como canal de expresión de conflictos (De Martino, 1999). Así, cualquier muestra de inquietud de los pacientes pasaba a ser interpretada como parte de lo “normal” en su situación, no atendiendo a los procesos que pudieran estar interviniendo en la aparición de su padecer y obviando, de este modo, las posibilidades que el cuerpo ofrece a la hora de ejercer resistencia ante determinadas formas de dominación, como sucedía en el caso de las chicas al resistirse a ejercer de objetos sexuales. Tampoco se prestaban a considerar los diversos ideales corporales asociados a las diferentes posiciones sociales que se integran a partir del desarrollo del proceso de embodiment, y que operan en el centro del desarrollo de la constitución del sujeto. Este proceso tiene una importancia fundamental en la generación de subjetividad y en las experiencias asociadas a vivencias de malestar, como ya apuntaba en páginas anteriores; sin embargo, toda la preocupación de los clínicos se centraba en que sus pacientes alcanzaran el peso adecuado en función de su talla y edad. Lejos de tener en cuenta la posición social del sujeto más allá de su edad y de la construcción sociocultural dominante de la adolescencia, los clínicos enfocaban su intervención sin tomar en consideración 73

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las condiciones de existencia de cada uno. Todo lo cual daba lugar a que, de esta intervención, se pudieran inferir ciertos efectos homogeneizadores en correspondencia con lo que esperaban de los chicos y chicas como adolescentes, sin plantearse, por tanto, los roles que cada uno de ellos desempeñaba en sus diferentes contextos de interacción ni las obligaciones que dichos roles representaban en sus vidas. Pocas veces tenían en cuenta el lugar que ocupaban entre sus hermanos, lo que resultaba especialmente complicado en los casos en que eran el hermano o la hermana mayor, pues al enviarles a casa para seguir las estrictas indicaciones del plan de vida y suspender del todo su autonomía, su estatus en la casa se veía devaluado, afectando de manera considerable a la percepción y valía que sentían por sí mismos, cuestiones que los clínicos interpretaban como parte de la sintomatología del trastorno, sin tener presente cómo esto influía de manera notable en el modo de relacionarse con sus familiares. Así mismo, sobre la base de dichas asunciones, la intervención de los clínicos se dirigía a fomentar un determinado estilo de vida que no siempre estaba al alcance de todos. Había chicas para quienes, aunque hubieran querido responder a las demandas de los clínicos y abandonar el rol de cuidadoras, no les habría resultado sencillo hacerlo cuando en sus familias no había otra persona que se pudiera ocupar de las tareas domésticas. Era el caso de aquéllas en cuya casa había alguien con una enfermedad incapacitante. Renunciar a ese tipo de responsabilidades representaba una vuelta atrás para ellas, difícil de encajar, pues les devolvía a un estado de infantilismo en el que tenían que pedir permiso para todo, al tiempo que se les exigía madurar y aceptarse como mujeres adultas. No podemos olvidar, además, que en nuestras sociedades el rol de cuidadoras representa un elemento esencial en el proceso de socialización de las niñas: convertirse en mujeres adultas. Para los clínicos, sin embargo, estas cuestiones sólo respondían a conductas sintomáticas de su padecimiento, argumentando que era otra forma de consumir calorías. A cambio de reducir el tiempo que destinaban a las tareas domésticas, los clínicos esperaban que los pacientes aumentasen el que dedicaban a realizar actividades propias de adolescentes, definiendo su estatus sobre la base de un estado de permanente movimiento. Entre ellas, destacaban —como ya señalaba— las orientadas 74

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a ocupar su tiempo de ocio, que les obligaban a realizar siempre en grupo y sin la presencia de adultos, confiando en las posibilidades de la presión grupal para alcanzar la conformidad del sujeto. Daban así por sentado que sus dificultades en este sentido no derivaban más que de su incapacidad para adaptarse, sin considerar que sus experiencias de malestar podrían proceder del conflicto de habitus4 adquirido en diferentes contextos (los de la socialización familiar, escolar y/o con el grupo de iguales), esto es, de la oposición entre expectativas y demandas contradictorias ligadas a dichos habitus. Estas actividades, claramente definidas en las indicaciones que les daban, solían promover frecuentemente patrones de consumo definidos por la industria del ocio y especialmente dirigidos al público adolescente. Se prestaban, de este modo, a incitarles a mantener determinado estilo de vida en consonancia con los patrones de consumo de la sociedad de masas, renunciando a explorar otras posibilidades que representasen alternativas al ocio como consumo. En algunos casos, cabía la posibilidad de que los pacientes planteasen otras opciones para el fin de semana siempre que no fueran actividades que realizaran en solitario, lo que venía a significar que debían encontrar a alguien de su edad con sus mismos intereses. Cuestión que, como ya apuntaba anteriormente, resultaba un problema pues la mayoría de las veces sus intereses estaban más cercanos a los de sus mayores que a los de sus iguales, poniéndose de manifiesto de nuevo la relevancia del conflicto entre hábitos. Este tipo de indicaciones, además, pocas veces tenía en cuenta que este consumo no siempre estaba al alcance de todos los bolsillos o no a todos les resultaba atractivo, reproduciendo así la lógica operante del consumo de bienes simbólicos sin atender a los criterios de distinción que surgen sobre la base de la clase social de procedencia (Bourdieu, 1990). El modo en que los clínicos intervenían para modificar las expectativas y aspiraciones académicas y profesionales de los pacientes y sus familiares ponía de relieve, por otro lado, la vigencia de la definición que presenta a los adolescentes como embriones de lo que serán en el futuro (Martín Criado, 2004), anticipando —a modo de predicado proléptico5— sus posibilidades de desarrollo en esos ámbitos. Los clínicos aceptaban que debían dirigir sus pasos ya desde entonces. Asumían esa responsabilidad de manera paternalista, 75

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considerando que sólo manejando esas cuestiones bajo su supervisión, los pacientes podrían elaborar una imagen de sí mismos como adultos sanos y bien adaptados. Así, en connivencia con sus profesores y mediando con sus progenitores, suspendían el poder de decisión de sus pacientes justificando su forma de proceder sobre la base de la supuesta inmadurez e irracionalidad de los chicos y chicas. En correspondencia con la característica que se les atribuye, el discurso clínico vehicula una representación de los adolescentes “normales” que los caracteriza por una falta de responsabilidades y libre disposición para experimentar, que sería un rasgo central de sus personas. Esperan de ellos que se rebelen frente a la autoridad parental como un modo de desarrollar su proceso de individuación6 y alcanzar cierta autonomía, al desprenderse de la ligazón con las figuras de autoridad. Todo lo cual refuerza la diferenciación entre el mundo de los adolescentes y sus mayores, mostrando así sólo las posibilidades de oposición entre ellos y no las de un posible encuentro. Esa falta de diálogo, paradójicamente, permite la reproducción y recreación del status quo, abandonando sin crítica aquellas cuestiones que permiten que el sistema social de desigualdades permanezca incuestionable e inamovible.

REFLEXIONES FINALES El trabajo de los clínicos presenta un caso de enorme interés a la hora de analizar, sobre la base del funcionamiento de los dispositivos de normalización (Foucault, 2000), los procesos de generación de subjetividad. Como se ha visto, fomentar la atención hacia la normalidad hasta que los pacientes quisieran llegar a alcanzarla entrañaba una serie de intervenciones que promovían el desarrollo de prácticas que, a modo de tecnologías del yo (Foucault, 1996), incitaban y propiciaban todo tipo de procesos introspectivos (como el diario o las psicoterapias), que eran objeto de estricta vigilancia para corregir cualquier posible rasgo de desviación. Ello pone de manifiesto su capacidad para reificar la conciencia de sus pacientes (Taussig, 1995), de modo que se piensen, perciban a sí mismos y comparen sobre la base de la definición del adolescente “normal”, 76

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convirtiendo en marginal la importancia que otros roles y posibilidades de “ser” podrían tener para ellos. La intervención de los clínicos, amparada por la ley de protección de menores y apoyada en los criterios de estandarización antropométrica de la medicina de adolescentes, da prioridad al uso del cuerpo como mero receptor pasivo de sus prácticas sin necesidad de negociar las condiciones del tratamiento. De este modo, al atender a la capacidad y eficacia que presenta la intervención de los clínicos a la hora de corregir la desviación, podemos advertir hasta qué punto es capaz de operar como medio de control social y agencia de socialización que reproduce y recrea el status quo, fomentando el que pervivan las asunciones asociadas a la construcción sociocultural dominante de la adolescencia.

NOTAS 1. Esta investigación tiene que ver con mi tesis doctoral, titulada “Anorexia nerviosa. Embodiment y subjetividad”. Quiero aprovechar estas líneas para expresar mi más sincero agradecimiento a mis directores de tesis, Rosario Otegui y Fernando Villaamil, por su sabia tutela y enorme paciencia para con este trabajo. Desde aquí agradecerle también a Juan Ignacio Rico sus aportaciones y lectura crítica en la redacción de este capítulo. 2. Mi trabajo de investigación para conseguir la Suficiencia Investigadora tuvo por objeto de estudio los procesos de transmisión-adquisición de la cultura alimentaria en un grupo de escolares de entre 12 y 14 años. Así mismo anteriormente había realizado otro trabajo de campo dedicado a analizar el fenómeno del botellón entre los jóvenes de diversas ciudades españolas. Desde estas páginas quiero agradecer a María Isabel Jociles su sabia tutela y dedicación en la dirección de estos trabajos. 3. Dicho proceso ha de entenderse como aquel mediante el cual el sujeto llega a “habitar” su cuerpo, en el sentido de que éste llega a ser habitado (ScheperHughes y Lock, 1987 y Csordas, 1994). 4. El habitus se define como un sistema de disposiciones durables y transferibles —estructuras estructuradas predispuestas a funcionar como estructuras estructurantes— que integran todas las experiencias pasadas y funciona en cada momento como matriz estructurante de las percepciones, las apreciaciones y las acciones de los agentes cara a una coyuntura o acontecimiento y que él contribuye a producir (Bourdieu, 1991). 5. Entendido como aquel que introduce el final en el principio, representando un acto o desarrollo futuro como si estuviera existiendo en el presente (Cole, 1999: 167). 6. Desde la perspectiva clínica, se denomina individuación al proceso que permite que el sujeto sea capaz de dotarse de una identidad y alcanzar cierto grado de autonomía con respecto a los lazos familiares (Blos, 1981: 328-330).

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CAPÍTULO 3

‘ÉSAS NO SON COSAS DE CHICOS’: DISPUTAS EN TORNO A LA NIÑEZ MAPUCHE EN EL NEUQUÉN, ARGENTINA ANDREA SZULC Universidad de Buenos Aires

INTRODUCCIÓN La población mapuche1 de la provincia del Neuquén frecuentemente objeta el trato que los docentes dan a sus hijos, ya sea por desvalorizarlos y brindarles un bajo nivel de instrucción, ya sea por “darles demasiada confianza”. Por su parte, algunos maestros y maestras no ven con buenos ojos la legendaria obediencia de estos niños y niñas a sus mayores, ni el hecho de que participen de las tareas productivas o reivindicativas de su grupo doméstico y su comunidad, a las cuales perciben como riesgosas y como competencia para la escolaridad. Tras estas disputas subyacen interpelaciones disímiles, representaciones sociales incluso contradictorias sobre la niñez y el género, que los diversos actores sociales en juego procuran imprimir en los niños y niñas mapuche no sólo mediante mensajes explícitos, sino también a través de la prescripción de determinadas actividades cotidianas. A partir de una conceptualización de la niñez como campo de disputas por la hegemonía (Williams, 1997) y de los niños como sujetos sociales e interlocutores competentes, este artículo se centra en la amplia gama de significados y articulaciones en disputa por construir diversamente las posiciones subjetivas (Hall, 1986; 79

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ESPECIFICACIONES METODOLÓGICAS El estudio aquí presentado se basa fundamentalmente en materiales etnográficos originales, relevados entre el año 2001 y 2005 en la zona centro y sur de la provincia del Neuquén en el marco de una investigación más amplia sobre la construcción de subjetividades múltiples entre niños mapuche. Teniendo en cuenta que en el caso mapuche más del 70 por ciento de la población reside en zonas urbanas, incluimos en el análisis datos correspondientes tanto a ámbitos rurales2 como a las ciudades de Junín de los Andes y Neuquén capital, contexto este último en el cual se trabajó específicamente con población 80

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mapuche que integra organizaciones con filosofía y liderazgo mapuche (Briones, 1999). Mi punto de partida ha sido una preocupación no sólo por la construcción de una aproximación antropológica teórica a la niñez basada en su reconocimiento como sujetos sociales, sino también por la operacionalización de esa verificación, que implica desafíos estratégicos —ligados al acceso al campo— a la vez que metodológicos (Szulc, 2001). Mi abordaje ha excluido, por un lado, las técnicas de observación directa desarrolladas por la “etología” de la conducta infantil surgida en EE UU a partir de 1970 (e.g. Blurton Jones, 1975). Pues tal estudio de los niños “como si no pudieran hablar” (Blurton Jones, 1981), como si se observase el comportamiento animal, parte de una concepción objetivista del conocimiento que niega la agencia y la capacidad reflexiva de estos sujetos, a la vez que instaura una relación profundamente asimétrica entre “observador” y “observado”, sin considerar sus implicancias (Szulc, 2007). Por otro lado, he procurado evitar otro tipo de abordaje que sí reconoce las perspectivas infantiles pero partiendo de una supuesta transparencia o ingenuidad infantil, a partir de la cual —a través de procedimientos formales, como es el caso del “ensayo temático” aplicado por Goodman 1957— se pretende un acceso no mediado a las perspectivas de los niños (Szulc, op. cit.). He utilizado, en cambio, una perspectiva etnográfica, capaz de dar cuenta del nivel de las prácticas cotidianas y de cómo los sujetos resignifican continuamente su mundo. Considerando a los niños como sujetos sociales activos, posicionados y reflexivos, he realizado observaciones con y sin participación en los diversos ámbitos en que interactúan cotidianamente, he implementado diversas modalidades de entrevista y elaborado historias de vida de algunos niños mapuche, tanto en zonas rurales como urbanas. La estadía en el lugar —sumada a la co-residencia— me permitió compartir con los actores sociales espacios de interacción cotidiana diversos —como sus hogares, la escuela, el comedor, la posta de salud, o la sede de la organización— y no tan cotidiana, tal como el espacio en que se desarrollan los rituales comunitarios y las actividades 81

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formativas mapuche de carácter extraordinario, como los “campamentos” (Szulc, 2007). Por un lado, estas instancias se revelaron como fundamentales para “captar el punto del vista del nativo”, es decir, acceder a la perspectiva de los niños, “comprender su visión de su mundo” (Malinowski, 1986 [1922]: 41). Por otro lado, participar de la cotidianidad de los niños me permitió registrar las prácticas de los actores, no sólo las normas e interpretaciones. Esto resulta fundamental tratándose del campo de la niñez, en el cual la naturalización de lo cotidiano puede en ocasiones inhibir su tematización en el discurso de los sujetos, en el cual además tiende a emerger el “deber ser” o la añoranza por “lo que fue y ya no es”, que como veremos, suele no coincidir con las prácticas efectivas observadas en el campo. Las entrevistas con niños, tanto individuales como grupales, se apoyaron en ocasiones en recursos complementarios como la discusión de casos “arquetípicos”3 y las producciones gráficas de los propios niños, tanto espontáneas como solicitadas por mí, atendiendo especialmente a su contexto de producción y registrando los comentarios que los niños formularon al respecto. Los dibujos no han sido sólo un modo de “entrar en tema” y crear un clima agradable o de dar muestra de la capacidad plástica de los niños. En la situación de entrevista brindaron —al igual que los casos arquetípicos— un referente concreto que estimuló el intercambio comunicativo y facilitó la explicitación de sus perspectivas4. No obstante, quisiera puntualizar que en mi experiencia trabajar antropológicamente con niños, si bien puede requerir ciertas estrategias particulares en cuanto al acceso y el relevamiento, no es esencialmente diferente al trabajo con adultos. Esta comprensión fue generada por la práctica de investigación y se podría decir que, en primera instancia, incidió en la práctica misma, que fue modificándose de acuerdo a ella. Quienes desechan a priori la posibilidad de entrevistar a los niños, planteando intrincados caminos para acceder a sus representaciones, posiblemente los conciben como una clase particular de sujetos, más “exóticos” de lo que en realidad resultan ser, según una visión muy difundida que —tal como advierte A. Laerk (1998)— presenta a los niños como personas “codificadas”, es decir, que 82

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requieren interpretación, suponiendo implícitamente que los adultos son transparentes y literales en sus discursos, o al menos más accesibles por ser también adultos los investigadores. Nuestra estrategia metodológica entonces, además de aportar los materiales a analizar, ha arrojado como corolario la recomendación de no sobredimensionar la “otredad” de los niños desechando por ello los recursos etnográficos ya disponibles, que resultan generalmente válidos y fructíferos. Por último, como hace tiempo vengo planteando, poner en foco la niñez no debe significar aislarla conceptual ni metodológicamente del entorno sociocultural en que trascurren sus experiencias (Szulc, 2004). Por lo cual, si bien adherimos a la tradición antropológica de analizar el punto de vista del actor, enfatizamos sostenidamente que se trata de un mundo compartido, no precisamente en términos equitativos, con diversos adultos. No me he limitado entonces a registrar las prácticas y representaciones de los niños y niñas. Pues la niñez constituye un producto sociohistórico, resultado de procesos dinámicos y conflictivos, en los cuales diferentes actores y saberes se disputan su definición y formación, procurando determinar cuáles son las prácticas legítimas por parte de diferentes adultos. En estos procesos, que no son unívocos ni armoniosos, se enmarcan las disímiles definiciones etarias y de género dirigidas a los niños mapuche del Neuquén que exploraremos a continuación.

OBEDIENTES En los entornos rurales relevados, la niñez es concebida como una etapa de subordinación por la mayor parte de los adultos que conforman los grupos domésticos de los niños mapuche. Allí, los adultos transmiten explícitamente a los niños que es su deber respetar y obedecer a los mayores, con recurrencia en el mandato de no intervenir en las conversaciones de los adultos y la exigencia de cumplir tareas en la esfera doméstica. Esto ha sido apuntado ya por otros investigadores que abordaron la cotidianidad mapuche rural en otros contextos, en los cuales se destacaba también la obediencia infantil (Titiev, 1951; Hilguer, 1957; Briones, 1986). En el presente, 83

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el cumplimiento de órdenes aparece como la característica esencial de la niñez, definición que goza de consenso incluso entre los niños: “Un grande es alguien de 18 ó 19, que ya se manda solo, que el padre no lo puede retar como antes, que hace lo que quiere” (Nicolás, 8 años). Si bien esto atañe a todos los niños, es notable en la cotidianidad que a las niñas se les demanda más insistentemente que sean respetuosas y “bien educadas”, contraponiendo a este ideal las “chicas atrevidas”, criticadas por irrespetuosas y extrovertidas. Los docentes y el personal del sistema sanitario —procedentes del contexto urbano— manifiestan apreciaciones ambivalentes respecto de la obediencia característica de estos niños. Por un lado, ven en ella un valor positivo cuya pérdida en los centros urbanos lamentan, pero por otro lado consideran que “son demasiado sumisos” (Isabel), visiones opuestas ligadas a la polaridad tradición-modernidad en la cual se inserta esta concepción. Para muchos padres la intervención de la escuela en este aspecto resulta disruptiva: “Son muy permisivas las maestras y después en la casa los chicos no obedecen” (Silvio). En algunos casos, este desacuerdo conduce a un cuestionamiento de la educación formal en su conjunto: “Y ahora los chicos, los jóvenes, a veces se burlan, se ríen de las personas mayores, porque a lo mejor pronuncian mal algo, porque no tenemos estudio y ellos sí. Pero eso para mí es mala educación […] entonces ¿qué le enseñan ahí los maestros? ¿Qué educación le dan?” (Mercedes). Se plantea entonces el absurdo de una escuela que no ofrece a los niños educación, de acuerdo con la jerarquía conferida a la obediencia y al respeto por saber sobre conocimiento escolar abstracto. El sistema educativo aparece así como principal responsable de una perjudicial transformación en el modo de ser niño, sobre todo según los adultos mayores: “Si ahora apenas ya saben caminar no se los puede gobernar”, se quejaba insistentemente un abuelo (Gastón). Este cambio, considerado una pérdida de la esencia de la niñez, ya era lamentado por los adultos mapuche entrevistados por Hilger (1957), quienes recordaban con nostalgia la obediencia infantil de antaño. Esta, no obstante, continúa vigente en las interacciones cotidianas y en las percepciones de otros actores sociales, invistiéndose así de un carácter legendario. 84

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En los contextos urbanos estudiados —entre quienes participan de organizaciones político-culturales mapuche— las prácticas aparecen permeadas por hábitos de clase media urbana y atravesadas a su vez por elementos discursivos procedentes del paradigma de protección integral de los derechos del niño, que producen interacciones menos asimétricas entre niños y adultos, junto con una apreciación positiva de esta modalidad y un cuestionamiento del modelo mapuche tradicional: “no los podés tener así tan controlados” (Rocío). Esta modificación —que responde al proyecto político-cultural de las organizaciones— es, en ocasiones, lamentada por algunos integrantes, que contraponen al comportamiento de los niños mapuche del campo —que “se portan como adultos, saludan dando la mano a todos, ceban mate a las visitas”— la conducta de ciertos niños mapuche de la ciudad, que “lloran, patalean esté quien esté. Muchos son cualquier wigkita5”. A su vez, esta modificación va de la mano de la promoción de una mayor horizontalidad entre sus hijos varones y mujeres. Los integrantes de las organizaciones mapuche estimulan la capacidad de “defender sus derechos” tanto de los niños como de las niñas. Ambos suelen participar de las acciones de reclamo en el espacio público, si bien generalmente sólo los varones mayores de doce años pueden concurrir sin la compañía de sus padres. Los niños perciben y valoran positivamente esta relativa horizontalidad, especialmente las niñas, que disfrutan compartiendo con sus pares varones actividades marcadas hegemónicamente como masculinas, como jugar al fútbol, y que al visitar en el verano su comunidad rural advierten que “los chicos son muy machistas, habían chicos, viste, de que a las mujeres, no sé, había que trabajar, mientras ellos estaban bañándose, así, o como que nosotros no podíamos jugar con ellos porque éramos mujeres” (Amancay, 13 años).

CAPACES Y RESPONSABLES En los casos rurales y urbanos analizados —más allá de las diferencias apuntadas— se ha observado por igual un modelo de niñez diferente del pautado hegemónicamente para la clase media urbana 85

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occidental. Pues desde el entorno doméstico y comunitario mapuche, la posición subordinada de los niños no implica suponerlos objetos pasivos, ya que se articula con representaciones y prácticas que, en tanto pici wenxu —pequeños hombres— y pici zomo —pequeñas mujeres— les asignan ciertas capacidades, habilidades y responsabilidades. En ámbitos rurales y urbanos los niños —a partir de que se desplazan por sí mismos alrededor del año y medio de vida— suelen gozar, durante el día, de cierta autonomía en el espacio doméstico en sentido amplio, el cual, además de la vivienda propiamente dicha incluye amplias áreas circundantes. Sus actividades no son supervisadas continuamente por adultos u otros niños de su grupo familiar, quienes se concentran en la realización de diversas actividades cotidianas para la reproducción doméstica6. Calmar el llanto de un niño pequeño no constituye un imperativo absoluto7. A partir del año de vida los niños manipulan cualquier objeto casi sin restricción, incluso aquellos que en ámbitos de clase media urbana les están vedados por “peligrosos” o “frágiles”. En las zonas rurales mapuche a partir de los dos o tres años preparan y ceban mate —lo cual implica manipular el hervidor y el fuego—, agregan leña a la estufa, enchufan y encienden el radiador de aceite eléctrico, sobre el cual colocan su ropa antes de ponérsela en invierno, utilizan el carro para transportar leña o acarrearse unos a otros. Se ha observado durante las ceremonias, en la enramada, a niños a partir de tres años manipular el fuego con espontaneidad y desenvoltura. Incluso, por ejemplo en el caso de un niño de dicha edad, cuya joven madre proyectaba mudarse a la ciudad para cursar estudios secundarios, su prima de 13 años explicó: “se queda con el tío. ¡Si es re-grande ya!”(Marisa). En las zonas rurales existe consenso en torno a que “a los diez años ya sabe lo que hace, ya puede andar solo, ya no es un chico” (Silvio). Esta relativa autonomía de hecho de los niños desde muy temprana edad se vincula con que el entorno cotidiano no es visto como un peligro para ellos, que se manejan habitualmente en forma competente a partir de los cuatro años aproximadamente. El abordaje etnográfico, con su puesta en tensión de las propias categorías de sentido común a través de la interacción cotidiana, fue clave para relevar este aspecto, como puede apreciarse en el siguiente registro de campo, de una comunidad rural del centro de la provincia: 86

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Esta mañana, me encontraba sola en la casa, sentada a la sombra, tomando notas en mi cuaderno de campo, cuando de repente se acercó corriendo y con los ojos desorbitados la mayor de las nenas de la familia, de seis años de edad, y me dijo muy agitada ‘¡Andrea, los caballos!’. Intenté preguntarle ‘¿qué caballos? ¿Qué pasa? ¿Cuál es el problema?”, pero ella sólo repetía con urgencia ‘¡Andrea, los caballos!’. Me puse de pie y la seguí, y mientras la ayudaba en todo lo que hacía, fui comprendiendo lo que sucedía. El problema era que los caballos habían de algún modo traspasado la tranquera e ingresado al terreno de la escuela, adonde se dedicaban a comerse las flores del cantero. La niña sabía que si no lo evitaba, la directora luego se quejaría y pediría explicaciones a su familia. La sensación de desconcierto, el no comprender siquiera a qué caballos se refería, me permitió advertir que la niña sí sabía cuál era el problema, cuáles sus posibles consecuencias y qué debíamos hacer al respecto. Es decir, que poseía el conjunto de conocimientos necesarios para la vida cotidiana en esa intrincada red de relaciones entre personas, espacios, animales y vegetación que conforman su entorno; y asumía la responsabilidad de actuar, en conjunto con quien en ese momento estuviera presente. El manejo competente en el entorno y la casi irrestricta manipulación de objetos se vincula con que los niños y niñas mapuche participan en las actividades de subsistencia desde muy temprana edad, tanto en las zonas rurales como en las urbanas. En las comunidades rurales, los niños colaboran habitualmente en la actividad de crianza de ganado ovino y caprino, agricultura y actividades imprescindibles para la reproducción de su grupo doméstico, como picar leña, acarrear agua, lavar y reparar su ropa y calzado, y cuidar de los niños menores. La conceptualización y el trato hacia los niños en tanto sujetos responsables y capaces se vincula sin duda con la interpelación que su entorno doméstico les dirige como futuros crianceros, por lo cual es una característica compartida por los grupos domésticos crianceros mapuche y no mapuche, “fiscaleros”8. Algunos niños incluso plantearon que el fin de esta etapa no tiene consecuencias en su cotidianidad, “me va a cambiar la altura 87

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nomás” (Esteban, 10 años), porque sus actividades habituales no difieren de las de los adultos. La variable de género juega un papel significativo en la constitución de las rutinas cotidianas de estos niños y niñas. En las comunidades rurales ello se expresa claramente en la diferencial asignación de tareas; división del trabajo que se espacializa. Mientras las mujeres y niñas quedan a cargo de las actividades desarrolladas en el ámbito doméstico —limpieza, cuidado de otros niños, cría de aves de corral— los hombres y los niños a partir de los siete años de edad aproximadamente “salen al campo” para la cría del ganado y realizan “mandados” desde los cuatro. Estas prácticas constituyen también un medio para el aprendizaje de roles de género. Desde el punto de vista mapuche se plantea una articulación entre escolaridad y trabajo —entendido como la realización de actividades de producción y reproducción que contribuyen a la subsistencia de su grupo doméstico (Szulc, 2001)— divergente respecto de las nociones hegemónicas, a partir de una definición de la niñez también particular. Frecuentemente, ello es objetado por el personal docente y sanitario: “le dan demasiada responsabilidad a los chicos, que no son las que les corresponden” (Saúl). No obstante, los adultos mapuche señalan insistentemente que la presión sobre la fuerza de trabajo infantil es considerablemente menor que durante su propia infancia, y atribuyen este cambio a la introducción del sistema educativo: Antes era distinto... las obligaciones tal vez. […] Tenías que trabajar a la par de los mayores. Entonces, como ser yo, cuando era pibito como él (8 años) yo tenía que salir temprano a ayudarle a mi abuelo […] con los animales... con la huerta […]. Se ha perdido mucho porque ahora mismo ya la huerta es muy poco lo que se hace, ya sembrar no se siembra como se sembraba antes […] Porque antiguamente como no había colegio […] todos se criaban ahí con sus padres, y bueno, el colegio de ellos era… o sea de nosotros, era trabajar. Y después cuando apareció ya la posibilidad de ir al colegio, entonces ya todo el mundo se entusiasmó en mandar los chicos al colegio y… bueno, ya no hubo mucho tiempo como para seguir trabajando. Y ya las personas mayores solos, ya fueron 88

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como dejando… como bajando los brazos, vamos a decir (César). Es decir, que la creciente dedicación del tiempo de los niños a la escolaridad sería la causante de la decreciente actividad agrícolaganadera de la comunidad, lo cual más allá de dejar de lado otros factores relevantes a la hora de explicar este proceso, identifica claramente una de las tendencias salientes del sistema educativo argentino actual, que busca crecientemente monopolizar el tiempo de los niños de sectores de escasos recursos, extendiendo progresivamente la jornada, y asumiendo nuevas responsabilidades como alimentación y contención afectiva. La interpelación a los niños en tanto futuros crianceros, se materializa en el aprendizaje cotidiano de esa ocupación por observación e imitación, por la gradual incorporación efectiva y adquisición de responsabilidades sobre la tarea. Como afirma Ana Carolina Hecht, se trata de un tipo de aprendizaje contextualizado, “que se realiza en contextos reales, en situaciones cotidianas que tienen significado y valor para el niño y para su vida en comunidad”, con escasa verbalización de instrucciones explícitas (Hecht, 2004), principalmente mensajes concretos sobre el quehacer cotidiano, como relató por ejemplo Facundo (10 años): “Viste que a esa perra, la Corbata, dicen que agarró una vez una oveja? Así me dijo la abuela. Porque ella me dijo que la Corbata es perro malo, que acá no te tenés que descuidar”. Este tipo de aprendizaje contrasta con la “lógica escolar” —que implica un fuerte énfasis en la escritura y la descontextualización de las palabras e ideas presentadas por el docente (Chiodi, 1997)—; a la cual los adultos mapuche atribuyen generalmente los magros resultados obtenidos, por ejemplo, por el actual programa de Educación Intercultural Bilingüe (Szulc, julio 2009). El proceso de aprendizaje contextualizado se caracteriza por la intervención activa no sólo de los adultos sino del propio niño y sus pares. Se ha observado reiteradamente cómo unos enseñan a otros más pequeños, por ejemplo, a montar a caballo, dando algunas indicaciones —“Lo tenés que agarrar de acá” (de las crines)— y ayudándolos a terminar de montar sobre el animal. 89

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Esta modalidad de aprendizaje se da asimismo entre los niños mapuche de la ciudad de Neuquén, miembros de organizaciones mapuche, de términos en mapuzugun (lengua mapuche) y pautas de comportamiento acordes a la cosmovisión mapuche, mediante la interacción cotidiana entre sí, además de en los espacios explícitamente formativos. A pesar de que existen cuantiosos ejemplos de aprendizaje entre pares —provenientes de los más diversos contextos socioculturales— considero relevante dar cuenta de él en este caso, pues constituye un tipo de práctica hegemónicamente invisibilizada por el sentido común, que suele acotar el concepto de “aprendizaje” al resultado de la instrucción uniforme y explícita impartida por adultos con título habilitante en ámbitos formalizados y estandarizados. Resulta relevante señalar que la cotidianidad de los niños mapuche no está exenta de juegos. Sólo que el “juego” no se presenta tajantemente desvinculado del “trabajo”, sino por el contrario entramado temática y temporalmente a las tareas que los niños realizan. En las zonas rurales, muchos chicos juegan imitando animales de su entorno en sus casas y en el espacio del recreo en la escuela. Por ejemplo, uno en cuatro patas hace de caballo y otro de “gaucho”, intenta montarlo, pero el “caballo” se resiste, relincha, patea. O entre dos, atándose una rama a modo de yugo, imitan una yunta de bueyes. También es frecuente observar juegos espontáneos simultáneos al desarrollo de una actividad doméstica, como por ejemplo, mientras lavan su ropa o su calzado. Los juegos de los niños contribuyen a dar cuenta del modo en que ellos recepcionan la interpelación como crianceros que les dirige su entorno. Los niños y adolescentes que nacieron o viven en la ciudad son también interpelados como crianceros cuando visitan a sus familiares en la comunidad rural de origen: “Un montón de terreno vamos a tener si nos venimos para acá. El abuelo dijo que todo eso, hasta atrás del cerro, va a ser para sus nietos” (Nawel, 15 años). Algunos de estos niños anhelan el “retorno” a la comunidad, proyectándose como crianceros: “Vamos a hacer la casa ahí, y nos vamos a venir a vivir acá. Y mi mami va a comprar animales, y yo los voy a cuidar” (Facundo). La participación de los niños en las actividades productivas no obedece sólo a razones económicas, sino que constituye una parte fundamental de la educación que intentan transmitir los adultos. 90

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En el ámbito rural, la cotidianidad urbana es percibida como disímil y se considera perjudicial precisamente por este motivo, como plantea Sergio, padre de cuatro niños. “Allá (en la ciudad) es diferente. Llegan de la escuela y no tienen nada que hacer, entonces hacen mala junta y se van por ahí, o están todo el día mirando la televisión. Acá no, acá llegan de la escuela, si tienen deberes lo hacen y después ayudan en lo que sea que estemos trabajando.” El trabajo de campo realizado en ámbitos urbanos ha evidenciado, no obstante, que también allí los niños mapuche desempeñan ocupaciones variadas como contribución a la subsistencia del grupo doméstico. Colaboran en la preparación y venta de alimentos en el mercado informal y en las tareas domésticas, se ocupan del cuidado de niños menores o realizan actividades en la calle como cuidar autos o limpiar sus vidrios. Al igual que en las comunidades rurales, prácticamente no se restringe la manipulación de objetos por parte de los niños, ni se los supervisa permanentemente. En todos los contextos analizados se destaca la relevante participación infantil en el cuidado de niños menores, que aunque en el pasado no fue tomada en cuenta por numerosos estudios sobre socialización —que atendieron casi exclusivamente al cuidado materno (Weisner y Gallimore, 1977)—, hoy lo está siendo en forma creciente (e.g. Hecht, 2004; Remorini, 2004). En las zonas rurales aquí estudiadas, se registró esta ocupación en niñas a partir de los cinco años, de quienes se espera cumplan responsablemente con la tarea y se reprende en caso de no hacerlo, como Jaqueline, que fue reprendida por su madre por haber permitido a su hermanita de un año que comiera en abundancia frutos silvestres mientras estaba a su cargo, lo cual le produjo diarrea: “¿Por qué no cuidaste a tu hermana ayer?”. El hecho de que los niños y niñas participen de las actividades cotidianas de subsistencia, y que los adultos esperen de ellos plena obediencia, no implica que ello sea así efectivamente. Su condición etaria no supone un sometimiento absoluto a la voluntad de sus padres, como vemos en las micro-estrategias desarrolladas por ejemplo por esta niña: “Lavar los platos, limpiar la casa, eso mucho no me gustaba. Cuando mi mamá me mandaba, yo enseguida agarraba el caballo y me iba al campo (se ríe)”. 91

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Entre los mapuche los niños son considerados capaces también de comprender y enmendar las faltas en su comportamiento. La forma en que los adultos enseñan a los niños “a comportarse” —coincidente con la ya señalada relevancia de la actividad discursiva en el proceso de socialización mapuche (Hilger, 1957; Briones, 1986) y de otros pueblos indígenas (Hecht, 2004)— da cuenta de esta atribución de la facultad de entendimiento a los niños, a quienes se reprende explicándoles en dónde reside su falta y cómo repararla: “Me hablaban, me sentaban en la silla y me empezaban a decir que había que ser amable con la gente que llegaba, que no había que tenerle miedo, así, vergüenza, y eso. Cuando me mandaba una macana, me agarran y me decían que ya no haga eso” (Marisa). Como se puede observar en este testimonio, se les brinda en dichas oportunidades orientaciones a largo plazo, con palabras afectuosas (Golluscio 2006)9; modalidad que adquiere mayor formalización cuando los niños alcanzan la pubertad; momento en el cual se implementan los consejos, Gvlam, mediante los cuales se les transmiten las kuyfikece kvmekezugu o buenas palabras de los antepasados (Briones, 1986), para hacer de ellos personas con kvme logko —buena cabeza—, kvme rakizuam —buen discernimiento— y kvme piuke —buen corazón— (Briones, 1999). En síntesis, el hecho de que se les asignen y asuman diversas competencias y responsabilidades, moviéndose cotidianamente con cierta autonomía y sin registrarse una estricta separación entre niños y adultos, da cuenta de una definición de niñez un tanto diferente de la noción hegemónica que recluye a los niños en una “cuarentena” (Ariès, 1962), clasificándolos como objeto de constante supervisión, como no-productivos y aún no del todo capaces de comprender sus actos. Esta “otra” concepción es articulada por las organizaciones con filosofía y liderazgo mapuche con una caracterización de la niñez como el momento en que sistemáticamente la educación oficial ha debilitado su autoestima y proyección como mapuche; siendo entonces una etapa clave sobre la cual intervenir política y culturalmente. Los niños y niñas son entonces interpelados desde esta usina como picikeche, pequeñas personas, lo cual implica una etapa de formación, en la que no obstante ya se es una persona, debiendo 92

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realizarse entonces tal formación a través de la participación en el proyecto colectivo y no en un ámbito asépticamente separado del “mundo adulto”. La niñez no necesariamente excluye, por tanto, participar de actividades reivindicativas en el espacio público, si bien los niños pequeños acuden siempre acompañando a sus padres. Tales experiencias se fundan no sólo en la aquí analizada definición mapuche acerca de la niñez, sino a su vez en la particular definición de la identidad mapuche promovida por estas organizaciones, en la cual resalta su carácter contestatario, que históricamente les ha valido el apelativo de “belicosos araucanos”, por su prolongada resistencia a las conquistas incaica, española, argentina y chilena. Se erige entonces como rasgo diacrítico el ser capaz de defender sus derechos colectivos en condiciones asimétricas, junto con el auto reconocimiento como mapuche y las prácticas y conocimientos acordes a la cosmovisión mapuche. Como planteó Paloma, madre de cinco niños: “Lo que nosotros queremos es que nuestros hijos sean mapuche, pero más profundo que por el apellido o la sangre. Que tengan conocimiento, que piensen como mapuche, que puedan defenderse y defender sus derechos y que aprendan a relacionarse con la sociedad no mapuche con respeto […]”. Por su parte, los niños y adolescentes en general valoran este tipo de experiencia como clave para su formación como mapuche. Frecuentemente la escuela se configura como arena en la cual, enfrentando a sus docentes, ponen en práctica su autoreconocimiento y su capacidad de argumentación. Se han registrado innumerables casos en que estos niños cuestionan los contenidos escolares y los símbolos nacionales y provinciales allí desplegados, siendo además habitual que narren con orgullo esas situaciones. Es precisamente el carácter organizado y de alta visibilidad de esta población mapuche lo que inspira desconfianza según los sentidos hegemónicos, que ven en la política un agente contaminante de “la cultura”, instalando “severas sospechas sobre la autenticidad de intelectuales indígenas cuya escolarización o capacidad política los distancia de la imagen del ‘indígena verdadero’, tan pasivo e incompetente, como sumiso y fácil de satisfacer desde políticas 93

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asistenciales mínimas” (Briones, 2005: 39). Tales sospechas parecen extremarse cuando quien cuestiona y reclama es un niño, concebido como maleable por definición. Para el Gobierno neuquino tales actividades resultan inadmisibles, pues la acción de reclamo de los niños en la vía pública supone —desde el ideal de sentido común occidental y de clase media— una anomalía que —al confundir “los géneros distintos de las cosas” (Douglas, 1973: 76)— entraña cierto peligro. Los pichikeche, entonces, son en estos casos categorizados ya no como niños —objeto de socialización y protección en manos de la familia y la institución escolar— sino como “menores”, excluidos de aquel estatus por hallarse en situación de abandono “moral o material” y considerados potencialmente peligrosos, por lo cual devienen objeto de control socio-penal estatal a través de instancias diferenciadas (García Méndez, 1993)10. Este tipo de planteo operó, por ejemplo, el 12 de octubre de 2001, cuando un grupo de niños y niñas mapuche fue reprimido por la policía neuquina mientras se encontraban pintando murales sobre los derechos del niño en la sede de una empresa petrolera acusada de contaminar el suelo y el agua. El gobernador de la provincia que ordenó el operativo policial a la vez se desligó de toda responsabilidad, señalando en cambio como responsables a los padres de los niños y a la titular de la Defensoría de la Niña, el Niño y el Adolescente, por haber permitido o no haber impedido que los niños realicen tal acción, que “no es cosa de chicos”. Los propios niños y niñas expresaron sentimientos ambivalentes respecto a esta experiencia. Sin duda la persecución y agresión policial los sorprendió y atemorizó —pues no existían antecedentes de ese tipo de reacción oficial— pero a la vez señalan que “fue muy lindo” preparar en conjunto la actividad y muchos se enorgullecen de haber resistido en conjunto —“se quisieron llevar a mi hermano, al Auka. Pero nosotros estábamos sujetados, sujetados de él, y no los dejamos que se lo llevaran” (Amancay)—, al igual que de haber podido eludir a la policía gracias a su alto grado de conocimiento del centro de la ciudad, coincidente con el ya señalado manejo competente de estos niños en el propio entorno. 94

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VULNERABLES Como se viene planteando, las representaciones y prácticas mapuche acerca de la niñez articulan elementos diversos. Junto con la representación sobre los niños en tanto seres capaces y responsables, existen nociones que los hacen objeto de cuidados específicos. Pues se considera que el pvjv (espíritu) de los niños no está completamente adherido a ellos, y puede por lo tanto extraviarse dejando al niño solo, como enajenado. Las correspondientes prácticas de protección están siendo objeto de reflexión, sistematización y puesta en práctica por parte de las organizaciones mapuche, que recrean marcos explicativos para los comportamientos observados en las comunidades rurales y en la ciudad. Miriam, integrante de este tipo de organización lo explicó en los siguientes términos: Cuando son chiquitos, el pvjv de los niños aún no forma parte de ellos completamente y entonces, como los chicos, el pvjv se puede quedar jugando por ahí, y el chico queda solo. Y se empieza a sentir mal, por no tener su pvjv. Entonces, al partir y por el camino, los padres suelen ir llamando al pvjv del niño en mapuzugun. Los niños son también considerados más débiles que los adultos frente a las fuerzas malignas, weza newen o wekufe, por lo cual se suele evitar que circulen fuera de la casa por la noche —hecho ya apuntado por ejemplo por Titiev 1951—, como relata Facundo: Mi abuela me enseñó que los chicos no tienen que andar tan de noche afuera porque el newen […], te agarra pesadilla así… porque te empieza a joder11 y no podés parar. Toda la noche. Y así todos los días. Hasta que te toque… que seas grande, por ahí, tener por ahí 20 años, ahí te termina de joder. En los contextos rurales y urbanos aquí analizados se ha registrado reiteradamente la práctica de estas precauciones. No sólo los adultos, sino también los propios niños aplican en su cotidianidad 95

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estas pautas, como no jugar fuera de la casa por la noche ni permitir que lo hagan niños pequeños a su cargo. Pues la noche constituye un espacio temporal propio de “otras fuerzas”, cuyo encuentro dañaría al ce (persona), como le explicó Alen, de seis años de edad, a Martín, de cinco, cuando comenzó a saltar y cantar en voz muy alta junto al arroyo, al atardecer: “hay otros newenes, que nos podemos chocar y que nos hagan mal”. Esta concepción funciona también como marco explicativo de ciertas enfermedades, evidenciándose así la enfermedad como proceso definido por la cultura, que tipifica, la dota de sentido y crea el contexto terapéutico (García García, 1985). Una nenita […] estaba jugando de noche, siempre juegan a la noche... Entonces ella salió, jugaba de noche, y entre eso pasó un newen rozando por al lado! […] Hizo un poco de contacto o algo así. Entonces ella tiene un weza newen, pero un pichi, que sería chiquito. Entonces ella se lo cura desde chiquitita y hasta vino el machi […] Ella no sabía, porque los weza newen no se ven, pero igual ella estaba enferma así, como que le dolía mucho la cabeza, así, entonces… Y sueños tenía, ¡sueños malos! (Amancay, 13 años). En el contexto espacio-temporal de los rituales mapuche se redoblan los cuidados, que forman parte de las pautas ceremoniales, de cuyo estricto cumplimiento, “evaluado permanentemente por la comunidad ritual depende el logro de la finalidad ritual” (Golluscio, 2006: 73). Es claro para todos, adultos y niños, que “los chicos se tienen que cuidar de no ir solos en la enramada. Tienen que ir con un grande” (Pepe, 11 años). Se han relevado casos en que no se les permitió a los niños asistir a una ceremonia comunitaria a la cual los adultos de su familia no asistirían. Los propios niños se refieren críticamente a sus pares que no respetan estas normas, que además deben extremarse en el caso de los niños que desempeñan el cargo ritual de kalfv malen o piwicen: “En la rogativa (ceremonia) de allá abajo los piwicen ¡son cualquiera!12 Porque no tienen ni respeto, viven jugando así […] Se reían de las cosas que hacían. Y ahí salían solos, ¡se iban a jugar afuera de la enramada!” (Valeria). Resulta también interesante el caso de otra kalfu malen, 96

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respetuosa y comprometida con su comunidad, que no obstante también desoye aquel mandato, concurriendo sola a la enramada cuando siente necesidad de reflexionar: “a veces cuando estoy mal, cuando me pongo medio triste, voy ahí”. En las prácticas cotidianas la vulnerabilidad atribuida a los niños aumenta significativamente en relación al género femenino, considerándose a las niñas aun más frágiles e indefensas que los niños. Ello opera dialécticamente, legitimando prácticas que, como anticipamos, suelen acotar su ámbito de acción a la esfera doméstica. La cotidianidad de los niños “fiscaleros” es similar en este aspecto, mientras que en el contexto urbano —si bien las construcciones de género son un poco más flexibles— se ha observado una mayor restricción del movimiento de las mujeres que de los varones a medida que se acercan a la pubertad. Como expresó claramente Gladis, joven madre de Junín de los Andes: “Las cuido mucho. Ahora más que antes hay que cuidarlas, porque ahora hay problemas que antes no había, como la droga. Y cuanto más grandes se ponen, más hay que cuidarlas. Y su mamá, ¿cómo hace con usted? ¿Cómo la dejó salir tan lejos?”. El testimonio citado da cuenta de la vigencia en el contexto aquí abordado de representaciones y prácticas hegemónicas, ya descritas para otros contextos (Morgade, 2001), que suponen un mayor control sobre el tiempo libre de las niñas respecto de los niños, a medida que alcanzan la pubertad y la adolescencia. Adviértase también cómo mi condición femenina y el hecho de que —en ese momento— no tenía hijos, hicieron que esta interlocutora me clasificara como niña o muchacha, priorizando estas cuestiones de género por sobre variables como la edad . Esto da cuenta de la ya señalada homologación entre niños y mujeres como seres vulnerables y también de una definición no cronológica de las etapas del ciclo vital. En síntesis, esta definición de los niños y niñas como seres a proteger, de quienes además se demanda obediencia a sus mayores, se aplica en la práctica más a las niñas. A su vez, se articula con el reconocimiento de las capacidades de niños y niñas y de un cierto margen de autonomía, sin por ello homologarlos a los adultos, ni entre sí. 97

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ALUMNOS Y ALUMNAS El sistema educativo ha sido clave en la construcción de la niñez de larga duración a partir de la modernidad occidental, y en la separación del niño —recluyéndolo en las aulas— del fluir cotidiano de su entorno, en particular de los juegos de azar, las actividades laborales, políticas y festivas, en las que con anterioridad participaba plenamente. La escuela ha desempeñado un papel central entonces en la instalación de la denominada “cuarentena” (Ariès, 1962). La aparición de un espacio específico para la educación de los niños y el surgimiento de un cuerpo de especialistas de la infancia, supuso a su vez un sistemático esfuerzo por desterrar otros modos de educación a través de la instauración de la escuela y la imposición de su obligatoriedad (Varela y Alvarez-Uría, 1991). Este proceso de institucionalización de la niñez se dio a su vez en Argentina a partir de fines del siglo XIX con la incorporación del país al devenir de la modernidad mundial (Carli, 1991). En las escuelas de la provincia del Neuquén relevadas, esta concepción de la niñez continúa en gran medida vigente. En primer lugar, según los docentes —que generalmente no son mapuche y residen en la ciudad más cercana—, todo niño es un ser que por definición progresa, o al menos tiene esa facultad. Esta idea de progreso no refiere sólo a la dimensión biológica, sino fundamentalmente al progreso cognitivo y social cuyo marco y motor es la escolaridad. La escuela sería la institución responsable del tránsito de la naturaleza a la cultura, siendo esta misión civilizadora, incluso humanizadora, de la escuela, aun más vital en casos de niños de “familias disfuncionales”, como expresa por ejemplo Alberto, maestro rural: “Cuando llegan a la escuela son como animalitos [porque] se crían solos. Alex cuando llegó era un animalito, chillaba como una bandurria, miraba para el costado como las ovejas, [porque] vive solo con su abuela, que es muy mayor, no puede contenerlo, darle afecto, de comer seguro le dan. Pero ésa es su vida de todos los días, estar con los animales”. La niñez aparece definida entonces como una etapa universal y natural del ciclo vital, en la cual la persona es más bien un conjunto de necesidades intrínsecas, entre las cuales sobresale la escolaridad. 98

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En la práctica, no obstante, la población mapuche suele diferir el ingreso de un niño a la escuela hasta tanto alguno de sus hermanos menores cumpla la edad necesaria para “acompañarlo”, y protegerse mutuamente de las agresiones de otros niños y de ciertos sinsabores de la vida escolar. Muchos niños que ingresan sin esa compañía abandonan o no aprueban el año lectivo y lo vuelven a cursar al año siguiente junto con alguno de sus hermanos/as o primos/as, como relata por ejemplo Jaqueline, primogénita de seis años de edad: “dejé la escuela porque una nena wigka13 me pegaba”, y recomenzó al año siguiente junto con su hermana menor. Estas prácticas revelan que, mientras para el personal docente la escuela constituye el lugar per se para los niños, la efectiva asistencia en nuestro caso se subordina a otras necesidades de los niños y su grupo doméstico. Necesidades ligadas por un lado a la estrategia de subsistencia de la ganadería trashumante, y por otro lado a la necesidad de contención mutua de los niños que ingresan en un ámbito percibido como ajeno. La conceptualización del niño en tanto ser necesariamente escolarizado o a escolarizar, excede las perspectivas del personal docente, siendo compartida por la mayor parte del personal del sistema de atención primaria de la salud que actúa en este ámbito. Se trata de una perspectiva hegemónica, enraizada en el sentido común, que proyecta “imágenes de carencia y de privación sobre poblaciones que se alejan del modelo ideal de infancia y familia sostenido tradicionalmente por la escuela” (Bordegaray y Novaro, 2004: 11). En este marco debe interpretarse la ya citada desaprobación de algunos docentes de la participación infantil en las actividades productivas o reivindicativas mapuche, explícita en situaciones como la relatada por Pedro, padre de cuatro hijos: Ese día que se hizo en Neuquén la protesta por las petroleras, fuimos el logko, la werken, yo y Rafa (su hijo de 12 años), como representantes de la comunidad, y faltó a la escuela. Entonces al otro día lo agarró a los gritos la directora: que cómo va a faltar a la escuela, y menos para ir ahí, que él no tiene que estar en esas cosas, que lo van a matar. Entonces fui a hablarle, porque […] quién es ella para decir si el chico falta o no a la escuela o si va o no a un lugar? El 99

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chico tiene madre y tiene padre para que decidan esas cosas. ¿O acaso ella es la madre? Entonces le fui a decir que el chico […] también tiene otras cosas, no sólo tiene que ir a la escuela. Si hay una actividad de su comunidad, él tiene que estar. Así, estos padres y madres ponen en tensión la citada noción hegemónica, interpretando a su vez los cuestionamientos de los docentes como una impugnación de su autoridad paterna. Esto es continuamente objeto de reflexión y argumentación por parte de los adultos mapuche: “Nosotros fuimos con los chicos (a una movilización), porque es un tema de ellos también. Y después nos dicen que porqué metemos a los chicos en el medio. Pero no es que los metamos en el medio, es que es un problema de todos” (Benjamín). En segundo lugar, desde el sistema educativo neuquino, a pesar de la presencia de un discurso pedagógico constructivista, los niños mapuche suelen ser tratados cotidianamente como tabula rasa en la cual han de imprimirse contenidos estandarizados, ubicándolos en un rol pasivo y subordinado a la autoridad adulta y al modelo cultural hegemónico, que desestima así mismo el conocimiento que estos niños han adquirido en su entorno específico mapuche. Como han señalado Graciela Batallán y Raúl Díaz (1990: 43), la escuela, al desvalorizar su vida extraescolar, construye niños “infantilizados”, privados de sus “capacidades de elaborar críticamente experiencias y saberes”. La persistencia de esta conceptualización de la niñez en la práctica docente obedece a una tendencia derivada de discursos político-pedagógicos que han moldeado los procesos de conformación de los sistemas de instrucción pública en principio en Europa y luego en la Argentina. Siguiendo una vez más a Bordegaray y Novaro, se ha trabajado por lo general “con un ‘supuesto alumno’ que en realidad no correspondía con las características de ningún alumno concreto fuera tal vez de unos pocos niños hiperadaptados de las escuelas urbanas imbuidos de los ideales y estándares de las clases medias” (op. cit.: 3). A pesar de las propuestas de transformación de ese aspecto, no se observa en la práctica docente desplegada en los contextos analizados una reformulación de la noción occidental-urbana y “burguesa” 100

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de niñez analizada en Szulc 2004, según la cual el niño es objeto pasivo de las intervenciones de los adultos, al cual corresponde por naturaleza la escolarización como requisito para su futura inserción en la sociedad, de la cual por el momento está o debería estar apartado. En tercer lugar, se ha registrado la significativa intervención de la escuela en la conformación de identidades de género. Confluyendo pero a la vez diferenciándose de lo transmitido previamente en el hogar, en el ámbito escolar se suelen construir las posiciones de género femenino y masculino con una distancia mayor entre sí, mediante la asignación de roles, espacios y actividades lúdicas y deportivas diferenciales. Como relató una adolescente de la zona rural que desde muy pequeña colabora con las tareas domésticas y con la cría del ganado: “Jugábamos a hacer tortas de barro (se ríe). A los seis años ya me mandaron a la escuela, y ahí cambió el panorama… más tranquila era ya. Empecé a jugar con muñecas, les hacía ropa”. La escolarización, como en otros casos (e.g. Thorne, 1993; Ribeiro, 2006), conlleva la incorporación de nuevos juegos y juguetes para estos niños, segmentados en función del género. A su vez, al igual que en contextos no indígenas (Morgade, 2001), la “prolijidad” y la responsabilidad en el cumplimiento de las tareas son características que desde el sistema educativo se atribuyen y demandan a las niñas en mayor medida que a los niños. Algunas Organizaciones No Gubernamentales que operan en las comunidades refuerzan a su vez esta diferenciación más tajante entre niños y niñas, como se puso de manifiesto, por ejemplo, cuando —durante un intervalo en una actividad ritual— la directora de una ONG con sede en Buenos Aires distribuyó juguetes entre los chicos. Iba circulando con una gran bolsa de la cual supuestamente cada uno extraía un juguete al azar, pero si un niño tomaba un muñeco o muñeca, o una niña sacaba algún vehículo, ella volvía a ponerlo en la bolsa, indicándoles que sacaran otro juguete. Lo llamativo fue que en muchos casos los niños y niñas habían manifestado mayor satisfacción frente al primero de los juguetes recibidos, y algunos de ellos así me lo expresaron posteriormente. Un tiempo después, la mujer se mostró complacida, suspirando al ver a dos de las niñas pequeñas con una muñeca cada una: “Ah! Ahí anda cada una con su hijo!”. 101

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Esta estereotipada diferenciación se profundiza en los establecimientos educativos de la congregación salesiana14. Pues, la enseñanza de roles de género ha formado parte del proyecto educativo de esta congregación católica, que históricamente se ha segmentado en escuelas de niños por un lado y escuelas para niñas por el otro, compitiendo y contraponiéndose al sistema de instrucción pública en virtud de su laicismo, de la educación conjunta de niños y niñas, y de la definición de la población originaria como fuerza de trabajo no calificada. Marcados desde sus inicios por el afán de “civilizar” a la población indígena no sólo mediante su conversión religiosa sino principalmente a través de la adquisición de hábitos de trabajo “correctos” (Nicoletti, 1995), los colegios salesianos ofrecen hasta el presente “actividades especiales” diferenciadas: tejido y costura para las niñas, carpintería y electricidad para los niños. Sin olvidar que esta capacitación resulta de utilidad para la consecución de estrategias de subsistencia en la región, es preciso señalar que reproduce en la práctica las nociones hegemónicas occidentales acerca de lo femenino y lo masculino, y el modelo de trabajo asalariado (Gorz, 1997) en virtud del cual los hombres mapuche —tradicionalmente a cargo de actividades de carácter irregular— fueron tildados de “flojos” (Nicoletti, 1995). En este ámbito es fuerte la interpelación a las niñas desde una definición de lo femenino ligada a la sumisión y al recato, como manifestaron niñas que —como por ejemplo Gisela, de once años— cursaron estudios primarios en estas escuelas: “Ahí cambié más que cuando estaba acá [en su comunidad rural]. Me amansé un montón. Porque acá hay muchas chicas que son así como medias atrevidas, así. Y allá es otra cosa las chicas!” (Gisela, 11 años).

REFLEXIONES FINALES Así como las situaciones de la población mapuche en la provincia del Neuquén son diversas, las prácticas y representaciones de y sobre los niños mapuche también lo son. Hemos abordado aquí como eje central las dimensiones etaria y de género, señalando las confluencias, divergencias y contradicciones existentes entre las interpelaciones promovidas por diversos sectores. 102

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Dimos cuenta del modo en que opera en nuestro campo la construcción hegemónica del niño en tanto alumno, como ser escolarizado o a escolarizar por definición. Señalamos también las disonancias introducidas por prácticas y representaciones que cuestionan el carácter absolutamente prioritario atribuido por el sentido común a la educación escolar, sugiriendo su insuficiencia o inadecuación. Nos detuvimos en los desacuerdos acerca de la célebre obediencia de estos niños, por un lado, promovida por adultos mapuche de zonas rurales —que la ven amenazada por las prácticas docentes “permisivas”—, por otro lado admirada y cuestionada desde los sectores hegemónicos, y a su vez matizada también en la práctica por las organizaciones mapuche urbanas, y por las microestrategias de los propios niños. Analizamos a su vez la construcción del niño como sujeto capaz y responsable por parte de los grupos domésticos y organizaciones mapuche, visible en la autonomía de desplazamiento en el ámbito doméstico, la manipulación de objetos sin supervisión constante a partir del año y medio de vida; la actitud de los adultos ante el llanto de los niños pequeños, el conocimiento y manejo competente en el entorno a partir de los cuatro años, y la progresiva participación en las actividades productivas, reproductivas y reivindicativas. Si bien surgen a primera vista divergencias entre las experiencias cotidianas de los niños según residan en ámbitos rurales o urbanos, advertimos que tanto el caso de quienes “salen al campo” a contar y arrear el ganado, como de aquellos que lavan los cristales de los autos en una esquina de la ciudad, o de aquellas que tanto en el campo como en la ciudad cuidan de los niños más pequeños, dan cuenta de una definición de la niñez como etapa en la cual es posible asumir responsabilidades en relación con la subsistencia del grupo doméstico, distribuidas en función del género; noción y experiencia compartida por sectores no indígenas de bajos recursos no sólo en la provincia del Neuquén, tanto en contextos rurales como urbanos. Dejamos entrever en ese sentido las implícitas disputas por el tiempo de los niños y por definir su futura trayectoria en términos también de clase, como pequeños productores rurales, como mano de obra migrante a centros urbanos o como profesionales y militantes 103

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mapuche; al igual que las tensiones desplegadas en torno a las posiciones de género. Pues la niñez mapuche no sólo es heterogénea respecto del modelo hegemónicamente consagrado, sino también desigual; punto que consideramos relevante para la construcción de la niñez como campo de indagación antropológica que evite caer en miradas románticas. A su vez, recalcamos que la concepción mapuche del niño no constituye un bloque cerrado y coherente, conjugándose el reconocimiento de su capacidad de asumir responsabilidades con la atribución de cierta debilidad espiritual que los torna objeto de cuidados específicos, diferenciándolos entonces de los adultos. Puntualizamos, también, que las prácticas de los niños tampoco son homogéneas; mientras algunos se apropian de dichos cuidados, otros los desobedecen, incluso en el contexto ceremonial. Frente a la integración de los niños a los quehaceres cotidianos o acciones en el espacio público, vimos emerger en los diversos contextos la sanción hegemónica “esas no son cosas de chicos”, así como también los contra-argumentos de los adultos y niños mapuche involucrados procurando rebatir la sentencia de sentido común según la cual “no tienen infancia”. Como me explicara hace unos años un niño trabajador de la provincia de Buenos Aires “que trabaje no quiere decir que no sea chico”. La niñez mapuche se evidencia entonces como un campo no meramente heterogéneo sino también disputado, disputas en las cuales intervienen múltiples agencias además de la familia y la escuela, a las cuales el sentido común suele restringir el accionar sobre la niñez. Nos interesa enfatizar que los niños no son sólo objeto de las disputas identitarias que hemos analizado sino que actúan como agentes, resignificando y articulando los mensajes producto de las usinas interpeladoras en pugna. Reconocer la capacidad de agencia de los niños, no significa omitir las condiciones sociales, económicas y políticas estructurales que de diversas formas la limitan. Ello explica el hecho de que muchas veces sus prácticas y representaciones no difieran o confronten con las de los adultos, por lo cual no hemos analizado “el punto de vista de los niños” por separado, pues no constituye un bloque cerrado, homogéneo y escindido. En cambio, hemos intentado dar cuenta de 104

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sus heterogéneas perspectivas acerca de las posiciones subjetivas en juego, mostrando cómo mientras en ocasiones hacen suyas las definiciones y articulaciones hegemónicas, en otros casos las discuten, reformulan o rechazan. Al articular sus subjetividades no asimilan mecánicamente identidades impuestas por otros, sino que vinculan, resignifican y reorganizan los diversos mandatos, significados, experiencias, intereses e identidades de múltiples formas (Grossberg, 1989). Como por ejemplo Marisa, que a partir de asumir a los doce años un activo compromiso con su comunidad a través del cargo ritual de kalfv malen, reformuló el espacio ceremonial de la enramada como espacio de introspección individual, desoyendo a través de su práctica el mandato que veda el ingreso de niños solos a ese espacio. A partir de este y otros casos advertimos la dimensión subjetiva, a la vez cognitiva y afectiva que las renovadas interpelaciones de las organizaciones con filosofía y liderazgo mapuche entrañan para los niños y niñas. Pues así como procuramos evitar una lectura esencialista y romántica, corresponde también desestimar un abordaje que reduzca estos procesos de auto-reconocimiento y reivindicación a lo meramente instrumental.

NOTAS 1. En la actualidad, el pueblo mapuche se asienta principalmente en las provincias de La Pampa, Buenos Aires, Neuquén, Río Negro, Chubut y Santa Cruz —en Argentina— y en las provincias de Arauco, Bio-Bio, Malleco, Cautin, Valdivia, Osorno y Chiloe, en Chile, con una importante proporción de población dispersa en zonas rurales no reconocidas como comunidad mapuche (Briones y Carrasco, 1996) y más del 70 por ciento asentada en centros urbanos según estimaciones de población de la Encuesta Complementaria de Pueblos Indígenas (Instituto Nacional de Estadística y Censos). 2. Evitamos aquí puntualizar la comunidad u organización de pertenencia de cada interlocutor a fin de preservar su anonimato. En ese mismo sentido, los nombres propios han sido modificados. 3. Los pobladores rurales, articulados o no como comunidad, se dedican principalmente a la cría de ganado menor —por su cuenta o como peones rurales en estancias privadas vecinas— y a la producción artesanal. En algunas comunidades el Gobierno neuquino ha implementado planes de vivienda, proyectos forestales, comercialización estatal de su producción artesanal y, más recientemente, el programa de enseñanza de lengua y cultura mapuche. Estas políticas han ido en paralelo a la distribución de asistencia alimentaria, sanitaria y subsidios productivos. El estado neuquino históricamente ha respondido desde el ámbito de la acción social a sus demandas, implementando relaciones clientelares y estrategias de cooptación a la vez que desechando los planteos de

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fondo (Falaschi, Sánchez y Szulc, 2005). Como consecuencia del pronunciado avance de la propiedad privada a partir de la década de 1930 (Briones y Carrasco, 1996), la migración de los jóvenes mapuche a las ciudades es un fenómeno constante e históricamente profundo, a ambos márgenes de la cordillera de Los Andes (Radovich y Balazote, 1992; Aravena, 2002; Hernández, 2003). En el contexto estudiado, continúa en aumento debido también a la insatisfacción de esta población con la calidad educativa de las escuelas primarias rurales y a la ausencia de establecimientos educativos de nivel medio en la zona rural. Denomino de este modo a aquellos casos recurrentemente relatados en las entrevistas abiertas y conversaciones cotidianas de cada uno de los contextos de observación, que utilicé como material a discutir con los niños y también con los adultos, siendo muy fructífero para relevar y comparar las representaciones y posicionamientos de los distintos actores. No he atendido a otras características de las producciones gráficas —como intensidad del trazo, distribución de elementos y personas o posición de la hoja— que suelen estudiarse desde una perspectiva psicológica para abordar problemas de otra índole a los que aquí nos atañen. Diminutivo de wigka, no mapuche. El hecho de que los adultos mapuche no observen continuamente en forma directa las actividades infantiles, al permanecer para el desarrollo de su tarea doméstica muchas veces en otro ambiente o fuera de la vivienda, no implica, sin embargo, que los desatiendan, pues siguen a través del sentido del oído el desarrollo de sus actividades, tal como se registró reiteradamente a través de la observación participante de la vida cotidiana. Similar actitud ante el llanto observó en comunidades mapuche de esta área Hilger en la década de los cincuenta, y anteriormente Margaret Mead entre el pueblo Manus de Nueva Guinea (1930). Se llama crianceros a quienes se dedican a la cría de ganado menor a pequeña escala, frecuentemente en tierras fiscales, llamados por tanto también “fiscaleros”, que constituye una de las categorías utilizadas históricamente en la región para aludir en muchos casos a población rural mapuche no reconocida o auto-reconocida como tal. El tono afectuoso se orienta a mitigar la fuerza de la obligación, según el análisis de Lucía Golluscio. “Por un lado, la naturaleza misma del consejo, que orienta la acción futura, sin exigir su realización inmediata; por otro lado, las características de las relaciones sociales mapuches y su consecuente sistema de cortesía, que establece un modo de ‘autoridad fuerte sin fuerza autoritaria’ entre los agentes socializadores y los niños o jóvenes de la comunidad” (2006: 107). Esta segmentación de la población infantil se mantiene vigente en el sentido común, a pesar de contar Neuquén con una ley de protección integral desde 1999, y de haberse creado a nivel nacional en 2005 el Sistema Integral de Protección de Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes, que derogó a su vez la Ley Agote (Nº 10903) que aun contrariando la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño, mantenía en cierto modo vigente el régimen tutelar de menores. Ver www.observatoriojovenes.com.ar (con acceso 19/10/05). Molestar. En el habla cotidiana afirmar que alguien es “cualquiera” implica juzgar como impropio su comportamiento. 28 años en ese momento. No mapuche.

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16. Centros educativos privados católicos establecidos en la región patagónica a partir de fines del siglo XIX confiando en el efecto multiplicador de la evangelización de los niños “para llegar hasta sus padres” (Nicoletti, 2006: 2); a los cuales continúa concurriendo, como alumnos externos o internados, parte considerable de los niños y niñas mapuche del Neuquén. 17. “Congregación de sacerdotes y laicos [de la Iglesia católica apostólica y romana] fundada por Juan Bosco en 1859 en Turín, Italia, como “Pía Sociedad”, bajo la advocación de San Francisco de Sales, de allí que sus miembros se denominen comúnmente como Salesianos de Don Bosco” (Nicoletti, 2004).

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CAPÍTULO 4

DANDO VOZ A LOS NIÑOS EN LA INVESTIGACIÓN EN CUIDADOS DE SALUD: UNA ESTRATEGIA DE EMPODERAMIENTO TERESA GONZÁLEZ GIL

INTRODUCCIÓN El actual planteamiento a la hora de abordar los problemas de salud de la población hace especial hincapié en la participación de la propia comunidad en las decisiones en torno al proceso de salud-enfermedad y la organización de los servicios sanitarios. Este empoderamiento del usuario, en este caso de los niños, parte de la premisa de considerarlos como personas responsables, capaces de realizar aportaciones, y de tomar decisiones. Esto último, traducido a un contexto más pragmático, implica el “dar voz a los niños”. La metodología de la investigación cualitativa se presenta como una herramienta de elección para ello, para explorar la experiencia del proceso salud-enfermedad desde la subjetividad de los niños y, en consecuencia, tomar decisiones de cuidados basadas en las necesidades reales percibidas por ellos. El presente capítulo trata de, a través de una situación real de investigación, reflexionar sobre diferentes aspectos y consideraciones metodológicas que pueden resultar de utilidad en esta empresa de “dar voz a los niños”. Así, el foco de interés va a estar centrado en las adaptaciones y reinvenciones metodológicas que el investigador, cual bricoleur, habrá de ir realizando para hacer real esta intención de “dar voz a los niños” en el contexto de la recogida de datos. 111

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El proyecto de investigación que nos va a servir de ejemplo ilustrador es el estudio “Calidad de vida en niños con cardiopatías congénitas graves tras cirugía correctiva o paliativa. Abordaje desde una metodología mixta (cuantitativa-cualitativa)” financiado por el Fondo de Investigación Sanitario con expediente 070948. Los objetivos generales del estudio se centran, por una parte, en determinar la calidad de vida en niños con cardiopatías congénitas graves tras su cirugía correctiva o paliativa y, por otra, describir la experiencia vivida por los padres y por los propios niños con cardiopatías severas para conocer los aspectos concretos que influencian su vida cotidiana. En cuanto a los objetivos específicos, se trataría de identificar las áreas de la vida cotidiana de estos niños donde está más limitada la calidad de vida, los factores que determinan una mayor o menor percepción de ésta, las diferencias en su significado entre los niños afectados y sus padres, y las necesidades de salud no cubiertas de cara a alcanzar un adecuado nivel de bienestar subjetivo. Se trata de un estudio de metodología mixta con un componente principal que sigue una metodología cuantitativa (estudio observacional descriptivo transversal) y, un componente secundario paralelo cualitativo (estudio fenomenológico). En el capítulo que nos ocupa abordaremos en profundidad el componente cualitativo haciendo un breve apunte al uso de las entrevistas cognitivas como estrategia cualitativa para la validación lingüística del cuestionario de calidad de vida, utilizado como herramienta de recogida de datos en el contexto del componente cuantitativo.

INVESTIGANDO CON LOS NIÑOS La acepción “investigando con los niños” (James, 2001) nos posiciona dentro del paradigma constructivista en el marco del cual la realidad objeto de estudio no es una realidad única sino construida por cada uno de nosotros en función de nuestras experiencias e interacciones con aquello y aquellos que nos rodean (Taylor y Bogdam, 1987; Crowe, 1998). En este sentido, los niños construyen su realidad, y participan de ella de forma subjetiva. El acceso al conocimiento de 112

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ésta es necesario para adecuar nuestras intervenciones y cuidados a unas necesidades reales, tal y como son percibidas por los propios pacientes, en este caso los niños (Woodgate, 2001). La “investigación con niños” implica “dar voz a los niños”, es decir, darles la oportunidad de contarnos, transmitirnos, hacernos llegar sus experiencias, sus vivencias (Boyden y Ennew, 2004). Dar voz a los niños implica empoderarles (Robinson y Kellet, 2005), reconocerles la capacidad de participar en sus cuidados y en las decisiones acerca de sus cuidados a través de la investigación. Dar voz a los niños es dejarles de considerar como meros “objetos” de estudio y pasar a considerarles “sujetos de estudio”, informantes, actores con un papel activo en la construcción del mundo y la realidad que les ha tocado vivir (Woodgate, 2001). Así, el acceso al conocimiento de la realidad de los niños es un proceso intersubjetivo en el que el investigador, como instrumento de investigación (De la Cuesta, 2003), intenta acceder al conocimiento y entendimiento de la realidad subjetiva de los niños (perspectiva emic). La acción de investigar es así entendida como una acción bidireccional y de retroalimentación, donde el investigador y los niños recorren el proceso de investigación de la mano. Este caminar juntos es, sin embargo, a veces complicado. Las dificultades que, con mayor probabilidad, nos encontraremos son aquellas relacionadas con el proceso de comunicación y que se podrían resumir en: a) Dificultades en el establecimiento del rapport o confianza entre el investigador y el niño (James, 2001). Generalmente existe una diferencia de poder preestablecida entre los adultos y los niños que predispone a que el acto de comunicación no sea simétrico. Es decir, por una parte el adulto es el que tiende a dirigir la conversación mientras que el niño adquiere un rol más pasivo. Por otro lado, estas diferencias de poder están vinculadas a unos roles que son difícilmente replanteables, de modo que, durante el acto de comunicación, el niño se puede sentir cuestionado o juzgado, puede mentir o adaptar su discurso a lo que cree que el adulto quiere escuchar (Graue y Walsh, 1998). b) Dificultades en la utilización de un código común. En ocasiones, puede ocurrir que el código utilizado por el adulto no sea el adecuado para el 113

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niño o que, por el contrario, el niño utilice metáforas y símbolos cuyo significado no sea entendido por el adulto (Greene y Hill, 2005: 10). La búsqueda de códigos comunes como el basado en el juego puede ayudar a solventar estos problemas.

EXPLORANDO LA EXPERIENCIA DE VIVIR CON UNA CARDIOPATÍA CONGÉNITA Como se ha comentado en el apartado de introducción, el componente secundario de nuestro estudio trata de dar respuesta a la pregunta: ¿Cómo es la experiencia de vivir con una cardiopatía congénita? La pregunta de investigación nos pide que, para su abordaje, abramos el baúl de recursos metodológicos que propone la investigación cualitativa. Yendo un poco más allá, la pregunta nos incita a explorar experiencias vividas para lo cual la fenomenología se presenta como la orientación teórico-metodológica más apropiada y congruente (Madjar y Walton, 1999; Morse y Richards, 2002). La fenomenología tiene sus orígenes teóricos en la filosofía, de la mano de Husserl y Dilthey (Cohen, Kahn y Steeves, 2000). Posteriormente cogieron el relevo Heidegger y Gadamer quienes trabajaron expandiendo el concepto de fenomenología hermenéutica introduciendo nuevas aportaciones conceptuales y acercando la propuesta teórica al campo de la investigación como una nueva orientación teórico-metodológica (Collins y Selina, 2001). La fenomenología hermenéutica se centra en los conceptos de “Dasein” (ser/estar ahí), “Estar en el mundo”, y “Conciencia intencional” (Cohen, Kahn y Steeves, 2000); conceptos, todos ellos, que nos permiten plantearnos explorar el fenómeno de estudio desde la propia experiencia vivencial de las personas. Es decir, el adoptar una perspectiva fenomenológica nos permite acceder al conocimiento de la esencia de un determinado fenómeno a partir de las experiencias vividas por las personas que han participado conscientemente de dicho fenómeno (Van Manen, 1990). La población de nuestro estudio la forman todos los niños (entre 5 y 18 años) con cardiopatías graves que son seguidos en las consultas de cardiología del Hospital Materno Infantil Doce de 114

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Octubre, que asientan voluntariamente participar (o consientan en el caso de los mayores de 12 años, si así lo solicitan), y cuyos padres o tutores legales acepten la participación en el estudio (Rossi y Nelson, 2003; Sterling y Walco, 2003). El muestreo llevado a cabo, hasta ahora, ha sido de tipo intencional por propósito (aquel en el que se selecciona a los informantes en términos de accesibilidad y calidad de su relación con el investigador) (Field y Morse, 1994). El tamaño total de la muestra estará condicionado por la saturación de los datos (Morse y Richards, 2002; Field y Morse, J. M., 1994). Los niños menores de 5 años no han sido incluidos dentro de la muestra de estudio en tanto que la capacidad de comunicación y capacidad de mantener la dinámica de una entrevista se veía, teóricamente, comprometida. Hay autores que sostienen que un niño por encima de los tres años es perfectamente consciente de su experiencia y es capaz de trasmitirla (Kortesluoma, Hentinen y Nikkonen, 2003). En nuestro caso, tomamos el límite de los cinco años intentando dar coherencia a los grupos de edad que se planteaban para las diferentes versiones del cuestionario de calidad de vida PedsQLTM (Uzark, Jones, Burwinkle, et al., 2003) que nos sirve de herramienta de recogida de datos para el componente cuantitativo (5-7 años, 8-12 años, y 13-18 años). A la hora de usar esta herramienta, consideramos que la estrategia de elección, teniendo en cuenta la aproximación fenomenológica, era la entrevista en profundidad (Morse y Richards, 2002). Se entiende por entrevista cualitativa en profundidad “los reiterados encuentros cara a cara entre el investigador y los informantes, encuentros estos dirigidos hacia la comprensión de las perspectivas que tienen los informantes respecto a sus vidas, experiencias o situaciones, tal y como las expresan sus propias palabras” (Taylor y Bogdan, 1987). A continuación haremos un pequeño recorrido a lo largo de las adaptaciones metodológicas que hemos ido realizando para ajustar la técnica de recogida de datos a las necesidades evolutivas y de desarrollo de los niños. Estas adaptaciones responden a la molde habilidad y flexibilidad que caracteriza a la investigación cualitativa, constituyendo así el propio proceso de investigación como un modelo de creación e innovación metodológica (De la Cuesta, 2003). 115

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Las marionetas como elementos favorecedores de la comunicación en el contexto del juego y como elementos proyectivos y externalizadores de la experiencia

Las marionetas constituyen un elemento de apoyo para la comunicación exitosa con niños entre cuatro y siete años (Sheila y Hill, 2005: 14) tradicionalmente utilizado en el contexto de la educación, de la psicología, y de los cuidados (González-Gil, 2007; Epstein, Stevens, McKeever et al., 2007). La magia de las marionetas nos permite eliminar las barreras de poder entre el adulto entrevistador y el niño, favorecer una comunicación lúdica (basada en el juego), y externalizar la experiencia (Freeman, Epston y Lobovits, 2001). Como ejemplo ilustrativo, pasaremos a exponer, de una manera muy pragmática, a modo de diario de campo reflexivo, el desarrollo de una entrevista en profundidad utilizando esta técnica con Raúl, un niño de seis años. Antes de comenzar acogemos a Raúl y le entregamos la “brújula” que guiará la entrevista para que se sienta protagonista. Así le pedimos que elija aquel lugar de la sala donde prefiera sentarse y dónde quiere que nos sentemos cada uno de nosotros (dos entrevistadores, mamá y papá) (Docherty y Sandelowski, 1999). A continuación le preguntamos si sabe para qué está aquí con nosotros y le ayudamos a leer una pequeño “cuento” que, a modo de documento informativo, trata de explicarle la actividad que vamos a realizar y de confirmar su asentimiento (entendiendo por asentimiento que el niño de que quiere participar, al margen del consentimiento informado de los padres) (Rossi y Nelson, 2003; Sterling y Walco, 2003). (Ver figura 1). FIGURA 1

DOCUMENTO INFORMATIVO ADAPTADO PARA NIÑOS CON EDADES ENTRE CINCO Y SIETE AÑOS ¿Te gustaría ayudar a otros niños? Todo lo que tú sabes y has vivido en relación a tu

es importante para que

los médicos aprendamos a cuidar mejor a los demás niños. ¿Te gustaría compartir con nosotros todo lo que sabes? Con tu participación haremos que otros niños sean más felices.

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Posteriormente, se le explica a Raúl en qué consiste la actividad trabajando y aclarándole algunos conceptos básicos (qué es una entrevista, qué es una marioneta…). (Ver figura 2). FIGURA 2

PASOS PARA LA REALIZACIÓN DE ENTREVISTAS EN PROFUNDIDAD CON NIÑOS UTILIZANDO LAS MARIONETAS COMO ELEMENTO DE APOYO 1. Administrar al niño información sobre los componenetes básicos de la actividad (entrevista): • Preguntar al niño si en alguna ocasión ha visto a alguien hacer una entrevista (por ejemplo, en la televisión). • Pedir al niño que nos explique qué es una entrevista. Reforzar sus explicaciones. • Preguntar al niño si hay algo especial que a él le gustaría que le preguntasen en una entrevista. 2. Establecer conceptos previos sobre la comunicación lúdica a través de marionetas: • Preguntar al niño si ha visto en alguna ocasión un teatro de marionetas o si ha jugado con ellas. • Pedir al niño que nos explique qué es una marioneta. Reforzar sus explicaciones. 3. Expicar al niño cómo vamos a jugar a hacer una entrevista utilizando marionetas: • Explicar al niño quién va a representar el rol de entrevistador (investigador) y quién de entrevistado (niño). • Pedir al niño que elija marioneta que le guste (con la que se sentirá identificado). • Como entrevistadores deberemos conocer el perfil y las características de nuestra marioneta, por si el niño nos hace preguntas sobre ella. 4. Comenzar con la entrevista: • Presentar a nuestra marioneta (entrevistador). Pedir al niño que nos presente a su marioneta (entrevistado). • Hacer preguntas básicas al niño para hacerle entrar en dinámica y que se identifique con la marioneta. Preguntar sobre la edad, el nombre de su mamá/papá, cuáles son sus juguetes favoritos… • Continuar la entrevista con preguntas abiertas relacionadas con el tema de estudio. 5. Finalizar la entrevista: • Despedir a la marioneta entrevistada. • Pedir al niño que deje la marioneta en su lugar de descanso que ha de ser un lugar especial que mantenga la magia y misterio de las marionetas. FUENTE: GONZÁLEZ-GIL, 2007

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A partir de aquí la entrevista se desarrolla con una continua interacción entre el niño y el entrevistador durante la cual el entrevistador trata, a través de preguntas muy focalizadas, de situar al niño en un contexto concreto (ámbito escolar, familiar, de juego y recreación, de cuidados de salud…) para posteriormente buscar la apertura a través del discurso del niño. Según avanza, el niño gana confianza y genera iniciativas de juego (hecho que enriquece la entrevista pero que requiere de habilidad, por parte del investigador, para redirigir la conversación en el caso en que sea necesario sin que el niño se sienta cohibido). FIGURA 3

EJEMPLO DE ENTREVISTA EN PROFUNDIDAD UTILIZANDO LAS MARIONETAS COMO ELEMENTO DE APOYO (NIÑO DE 6 AÑOS) (E1: ENTREVISTADOR 1; N: NIÑO; M: MAMÁ)

E1. Qué despiste tenemos, Rhys. A ver, Rhys, cuéntame mmmm… ¿se pone muchas veces malito Raúl? N. No. E1. ¿No?, y… por ejemplo, cuando Raúl se pone malito, cuéntame qué le pasa. N. Que se me duermen las piernas y… la cabeza. M. ¿Por qué has venido hoy aquí? N. Para que me curen. E1. ¿Para que te curen? N. Sí. E1. Pues, ¿qué le pasa a Raúl, si le tienen que curar? ¿Eh? N. Pío (aprieta el pico del loro y ríe) E1. ¡Uy! No he entendido nada, cuando me hablas en el idioma de los loros… A ver, cuéntame, ¿te ha contado Raúl qué le pasa cuando viene al hospital?, ¿qué le pasa?, ¿eh?, ¿lo sabes?, ¿te lo ha contado Raúl?, ¿o no? ¿eh?, ¿te lo ha contado, sí o no? N. (Hace un gesto negativo con la cabeza.) E1. ¡Qué no!, ¿no lo sabes?, bueno, y, ¿te gustaría venir al hospital? ¡Uy!, perdona, a ti no, a Raúl, ¿le gusta venir a Raúl al hospital?, ¿tú lo sabes? N. (Risas.) E1. ¿Te lo ha dicho alguna vez? N. No. E1. No. Bueno. Vale. Y… ya es la última pregunta que te hago de enfermedades, porque es un rollo. Cuando alguna vez Raúl está malito, ¿qué hace él para mejorar y para ponerse bueno?

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N. (Risas.) E1. ¿Has entendido la pregunta, porque es un poco rara? ¿Cuándo él se pone malito, qué hace él para ponerse bueno? (Silencio.) A ver, dime cosas. M. ¿Qué tomas cuando estás malito? N. ¿Qué? M. ¿Qué tomas cuando estás malito? N. Ehhh… Daisy.

El uso del juego simbólico a través de las marionetas permite que los niños se sientan integrados en un contexto con el que, a priori, no están familiarizados. Esta comodidad les permite tomar iniciativas y negociar las condiciones de juego. Sin embargo, hay que destacar como limitaciones metodológicas, la dificultad que los niños de esta edad tienen para generar un discurso espontáneo, descriptivo y denso (Figura 3). Las respuestas, en este sentido, son, mayoritariamente, sugeridas o desencadenadas, pero no espontáneas, consideración que también recogen otros autores (Kortesluoma, Hentinen y Nikkonen, 2003). Por otra parte, a los niños les cuesta mantener la atención durante un periodo prolongado de tiempo. Aunque la duración de la entrevista a esta edad no debe de ser mayor de media hora, hemos de estar especialmente alerta a las pérdidas de atención y ser capaces de elaborar estrategias para la re-captación de la atención del niño. En este sentido, se sugieren las siguientes estrategias de intervención: mayor directividad de la preguntas, no contentarnos con la primera respuesta que da el niño (intentar profundizar en ella y esclarecer su significado), no sugerir demasiado (a veces resultado de la ansiedad del investigador debido a la falta de respuestas por parte del niño, también de la inexperiencia), “Soltar cuerda, tirar de cuerda”. La técnica de dibujo-escritura como estrategia para el establecimiento del rapport y como generadora de datos iconográficos

La técnica del dibujo escritura es una técnica que recientemente está creciendo en popularidad dentro del repertorio de métodos disponibles en el campo de la educación para la salud y la investigación cualitativa (Horstman, Aldiss, Richardson et al., 2008). El dibujo se puede considerar como un elemento clásico de interacción entre el niño y el 119

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mundo (niños entre 5 y 11 años) (Gail, Carlson y Sroufe, 1997) que comparte características y propiedades relativas al juego. Es, a través del juego, que el niño aprende del mundo y, a través del juego, como el niño se proyecta (Coates, 2002) y expresa la interpretación que hace del mundo (Rollins, 2005; Clements, Benasutti y Henry, 2001). Aunque no es una técnica exclusivamente utilizada con niños, se considera que es una técnica innovadora que permite la obtención de datos de alta calidad y sofisticación al mismo tiempo que empondera a los niños dándoles voz para ser ellos mismos quienes opinen sobre su propia experiencia de salud. Como en el apartado anterior, vamos a ir describiendo de una forma reflexiva, haciendo apuntes metodológicos, el desarrollo de una entrevista en profundidad utilizando la técnica de dibujoescritura con Cristina, una niña de ocho años: Antes de comenzar con la entrevista le explicamos a Cristina qué es lo que vamos a hacer reforzando esta información verbal con un documento escrito adaptado a su edad y capacidad de comprensión. Cristina lee en voz alta el documento al mismo tiempo que reforzamos la comprensión del mismo. (Ver figura 4). FIGURA 4

DOCUMENTO INFORMATIVO ADAPTADO PARA NIÑOS CON EDADES ENTRE 8 Y 12 AÑOS Querido.............. Desde el Hospital Doce de Octubre nos acercamos a ti para pedir tu colaboración. Como médicos y enfermeros hemos avanzado mucho en el cuidado y tratamiento de todos aquellos niños que, como tú, tienen o han tenido algún problema con su corazón. Sin embargo, pocas veces nos hemos acercado a vosotros para realmente conocer qué es lo que vosotros sabeis acerca de vuestro problema y cómo vivís el día a día con vuestro “corazón especial”. Te escribimos esta carta para invitarte a participar en un estudio que vamos a realizar para conocer cuál es la calidad de vida de los niños como tú. Consideramos que vosotros, mejor que nadie, como expertos que sois, podríais ayudarnos a conocer vuestras vivencias. El hecho de que las compartáis con nosotros nos ayudará a mejorar en nuestros cuidados ayudando a otros niños. Con mucho cariño y, esperando que te animes a participar. El equipo investigador.

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Una vez que Cristina asiente participar, le explicamos la actividad del dibujo. Consensuamos el título del dibujo: “Yo y mi corazón especial” y comenzamos a realizar algunas preguntas a la vez que ella comienza a trabajar el dibujo. A Cristina le resulta difícil imaginar qué dibujar de modo que, finalmente, decide hacer un dibujo libre. El dibujo resultó focalizarse en torno a su vida cotidiana, centrado en el contexto específico de la casa de sus abuelos donde pasaba gran cantidad de su tiempo de ocio (figura 5). FIGURA 5

DIBUJO: CRISTINA Y SU CORAZÓN ESPECIAL

Al principio la técnica del dibujo resultó ser una excusa para poder introducirnos en la entrevista. “En vez de hacer una entrevista, vamos a hacer un dibujo”, es una manera de posicionar al niño ante una actividad que le es familiar, dibujar, en lugar de hacerle enfrentarse a algo poco cercano e incluso amenazante como es la entrevista en sí misma (Horstman, Aldiss, Richardson et al., 2008) al mismo tiempo que nos facilita el establecimiento del rapport (Sartain, Clarke y Heyman, 2000). 121

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Según fue evolucionando la entrevista, se observa que, en un momento determinado, el dibujo sirve de apoyo a la entrevista en la medida en que permite a la niña hablar de ciertos temas sin tener que mantener una interacción plena con los entrevistadores (mirada directa a los entrevistadores, interacción gestual con los entrevistadores…). Es decir, la niña contesta mientras dibuja, el dibujo le está sirviendo de pantalla protectora. En este momento la niña se focaliza en dibujar detalles poco significativos y reiterativos (tejas) parando su proceso creativo mientras contesta, pero sin dejar de dibujar. Es decir, el proceso del dibujo pasa por momentos de mayor y menor creatividad. En los momentos de mayor creatividad el dibujo nos está siendo útil como instrumento de recogida de datos y como dato iconográfico. En los momentos de menor creatividad nos está sirviendo como elemento de apoyo a la entrevista en profundidad, como instrumento protector, como elemento controlador de asimetría de poder entre el entrevistador y el niño. La etapa final del proceso de creación, ha sido, si cabe, la más intensa, personal y reflexiva dando pistas más focalizadas para abordar aspectos más comprometidos en relación a su cardiopatía y al significado que tiene para ella su corazón (Figura 6). Es este momento cuando se ha dibujado a sí misma sentada bajo un árbol reflexionando y escribiendo en su diario. En este sentido el dibujo estaría funcionando como una técnica proyectiva de la experiencia vivida (Sartain, Clarke y Heyman, 2000). FIGURA 6

ENTREVISTA EN PROFUNDIDAD UTILIZANDO LA TÉCNICA DE DIBUJO-ESCRITURA COMO ELEMENTO DE APOYO (NIÑA DE 8 AÑOS) (E1: ENTREVISTADOR 1; E2: ENTREVISTADOR 2; N: NIÑO) E1. Qué pelo más largo… te has puesto… te faltan los rizos ¿eh? E2. ¿Cómo la hiciste, contenta?, ¿o triste? N. Contenta. E1. ¿Y eso son piernas? N. Sí. (Chirría la silla.) E2. ¿Las tienes cruzadas? N. Sí.

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E1. Son un poco cortas, comparadas con el cuerpo. (Risas.) (Silencio.) Así. ¿Y tiene algo en las manos, Cristina?, ¿qué tiene?, ¿eso qué es? N. Mi diario. E1. ¡Un diario! ¡Bueno! E2. ¿Qué cosas escribes en el diario, Cris? N. No sé. No sé, cuando viene mi prima a casa le digo que me escriba cosas, y me escribe cosas y después lo que me parece que he hecho bien lo escribo, las cosas que me… gustan y que me parecen bien, las cosas que hago mal y no me gustan a veces las escribo en mi diario, escribí una cosa y cuando… una vez cuando se murió mi perro escribí una cosa. E1. ¿Y qué haces mal y no te gusta? N. No sé, cuando… cuando en clase estoy una vez, estoy en una clase y la profesora nos castigó a tres, a mí, a Julia y a Lucía y una cosa y… lo escribí en mi diario porque me pareció que lo hice mal. E2. Y lo escribiste en el diario para que no se te olvide lo que está mal. N. Y también en el… en el cuaderno, porque me mandó de deberes que pusiéramos a ver cómo nos parecía que nos portábamos en clase, y Julia, Lucía y yo pusimos que nos portamos mal… más los niños que estaban de pie, y… (chirría la silla) los otros niños pusieron que bien. E2. Cristina, ¿alguna vez en tu vida has escrito algo sobre tu corazón? N. Sí, una vez. E2. ¿Qué escribiste? N. Que… estaba… mala, y que… (chirría la silla) tuve un problema en el corazón, y… y que estuve abierta, y todo e… y más cosas pero no me acuerdo. E2. ¿Por qué no escribes aquí como si fuera un bocadillo, algo que esté escribiendo en su diario ahora? Imagínate que ahora tuvieras el diario y quisieses escribir un bocadillo.

Para concluir, y como reflexión teórica al ejemplo mostrado, podemos ver cómo el dibujo como elemento de apoyo en el contexto de la entrevista en profundidad semiestructurada ha ido adquiriendo procesualmente diferentes roles. Inicialmente la realización del dibujo ha evadido la rigidez, seriedad y desconocimiento que plantea la entrevista al niño. El hacer un dibujo es algo cotidiano para él, es una actividad que domina, porque es algo que realiza frecuentemente en su vida cotidiana. Según va evolucionando, éste nos permite ir haciendo preguntas de entrevista a la vez que el niño dibuja. Es decir, la principal actividad del niño es dibujar mientras que responder es algo sobreañadido, así responde sin sentirse 123

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presionado. A continuación, el dibujo se transforma en elemento focalizador de la entrevista, proyectando la experiencia del niño, ahora es cuando habremos de aprovechar para explorar la experiencia vivida en profundidad a partir de las pistas que el niño va dejando en el proceso de creación. Finalmente, el dibujo en sí, más allá del proceso de creación, nos servirá como dato iconográfico que analizaremos en relación con el contexto que rodea al niño (Coates, 2004; Pink, 2001; Guillermin, 2004) (figura 7). FIGURA 7

EL DIBUJO EN EL CONTEXTO DE LA ENTREVISTA EN PROFUNDIDAD Dibujo=Resultado= Análisis iconográfico Dibujo=Proceso=Guía teórica

TÉCNICA DE APOYO

Dibujo como justificación del proceso de comunicación

Dibujo como elemento protector

TÉCNICA DE RECOGIDA DE DATOS

Dibujo como elemento creador

VALIDANDO LA ADECUACIÓN SEMÁNTICA DE UNA HERRAMIENTA DE RECOGIDA DE DATOS PARA VALORAR LA CALIDAD DE VIDA EN NIÑOS CON PROBLEMAS CARDIOLÓGICOS Otra de las nuevas oportunidades que nos brinda esta apertura hacia la investigación con niños, es la de la creación y validación de herramientas para la investigación (cuestionarios) y para la valoración clínica a través de la propia experiencia de los niños (Steward, Lynn y Mishel, 2005). Así, durante el componente primario de nuestro estudio (diseño observacional descriptivo transversal) utilizamos como herramienta para la recogida de datos el 124

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cuestionario de calidad de vida PedsQLTM (Varni, Seid y Rode, 1999) (módulo general y módulo específico para niños con problemas cardiacos) en sus diferentes versiones para padres e hijos en función de los diferentes grupos de edad (2-4, sólo versión para padres; 5-7; 8-12; y 13-18). El módulo específico no estaba adaptado lingüísticamente al español para ser utilizado en España de modo que el equipo investigador se propuso trabajar en esta adaptación contando con la colaboración de los padres y de los niños para cada una de las versiones. La técnica llevada a cabo para este propósito fue la entrevista cognitiva. La entrevista cognitiva tiene por objeto la identificación de problemas (léxicos, computacionales, lógicos, temporales…) que puedan condicionar la aparición de errores/sesgos en la cumplimentación de los cuestionarios (Drennan, 2003). Durante el desarrollo de la entrevista con los niños se procedió a realizar una lectura en voz alta de las instrucciones y preguntas del cuestionario. Así, en el caso de los niños de 8 a 18 años, se les dio el cuestionario y se les pidió que lo leyeran en voz alta a la vez que lo iban contestando en base a su experiencia. Además, se les pidió que nos fueran diciendo si alguna palabra no se entendía bien o si creían que algún enunciado se podía redactar de otro modo para que otros niños con dificultades lo pudiesen entender correctamente (Knalf, 2007). Al grupo de 5 a 7 años se les asistió en la lectura, siendo el propio entrevistador el que leía el cuestionario al niño y le ayudaba en la formulación de las respuestas. Por otra parte, el equipo investigador elaboró las preguntas para ir haciendo a los niños a lo largo de la lectura en alto. En la guía de entrevista se recogían cuestiones clave sobre elementos del cuestionario que los investigadores presuponían podían resultar conflictivos (términos abstractos, redacción poco clara…) (figura 8). Además durante la propia entrevista, el entrevistador realizó preguntas aclarativas. Como resultado de la realización de las entrevistas cognitivas (en el caso de los niños fue necesario realizar cinco entrevistas para el grupo de 5-7, cuatro para el grupo de 8-12, y tres para el grupo de 12-18 para llegar a la saturación de los datos) los problemas metodológicos identificados fueron los siguientes: Los niños de 5-7 años realizaban contestaciones binómicas presentando dificultades para expresar sus respuestas en los 125

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términos que especifican las opciones de respuesta del cuestionario, en este sentido ofrecían escasas o nulas opciones alternativas de redacción para aquellos términos o enunciados conflictivos. Para resolver dichas limitaciones, los investigadores trataron de trabajar las opciones de respuesta pidiendo clarificaciones constantes y reforzando continuamente los significados de las caras (contenta, seria y triste) que intentaban facilitar las opciones de respuesta (escala Likert con 3 opciones de respuesta). Por otra parte, el entrevistador tuvo que realizar especiales esfuerzos para reelaborar sobre la marcha alternativas a los enunciados confusos para proponer a los niños e identificar el enunciado alternativo con el que se encontraban más cómodos (Figura 9). FIGURA 8

FRAGMENTO DEL CUESTIONARIO CON PREGUNTAS DISEÑADAS POR EL EQUIPO INVESTIGADOR PARA RESOLVER ELEMENTOS CONFLICTIVOS MI TRATAMIENTO (PROBLEMAS CON...)

NUNCA

CASI A VECES NUNCA

FRECUENTEMENTE

CASI SIEMPRE

1. No quiero tomarme la medicación para el corazón

0

1

2

3

4

2. Me cuesta tomarme las medicinas para el corazón

0

1

2

3

4

3. Se me olvida tomar las medicinas para el corazón

0

1

2

3

4

4. La medicación para el corazón me sienta mal

0

1

2

3

4

5. Me preocupan los efectos secundarios de la medicación

0

1

2

3

4

MI TRATAMIENTO II (VERSIÓN PARA NIÑOS DE 8-12 AÑOS) 1. ¿Qué diferencia hay para ti entre “no me quiero tomar la medicación” y “me cuesta tomarme la medicación”? 2. ¿Qué significa para ti la medicación “te sienta mal”? 3. ¿Puedes intentar definir lo que significa para ti “efectos secundarios”?

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FIGURA 9

FRAGMENTO DE ENTREVISTA COGNITIVA EN GRUPO DE NIÑOS DE 5-7 AÑOS (E: ENTREVISTADOR, N: NIÑO)

E. ¿Te resfrías más que tus compañeros? (Lectura asistida en voz alta) N. No. E. ¿Cuál señalarías? N. Nunca. E. ¿Qué es resfriarse? (Preguntas sobre cuestiones clave) N. Pues pasar frío. E. ¿Qué pasa cuando te resfrías? (Preguntas aclarativas) N. Estornudas todo el tiempo. E. ¿Qué más cosas te pasan cuando te resfrías? (Preguntas aclarativas) N. Y que estás en la cama. E. Y que tienes… (Preguntas aclarativas) N. Fiebre. E. ¿Alguna vez te resulta difícil saber qué hacer cuando tienes un problema? N. Nunca E. A ver, ponme un ejemplo de un problema y dime cómo lo has resuelto. (Preguntas sobre cuestiones clave) N. Eh… pues resolviéndolo. E. A ver, por ejemplo… N. Sumándolo. E. O sea, que un problema lo resuelves sumándolo. Y, por ejemplo, si un día te peleas con un amigo, ¿eso sería para ti un problema? (Preguntas aclarativas) N. … Eh… Una resta. E. Escucha, si un día tienes una riña con un amigo, eso es un problema o ¿qué es? (Preguntas aclarativas) N. Un problema. E. ¿A eso también lo llamas problema? N. Sí. E. Pero si yo te digo “problema”, ¿en qué piensas en sumas y restas o en una riña con un amigo? (Preguntas aclarativas) N. En un problema de matemáticas.

El grupo de niños de 8-13 años mostró gran capacidad de expresión y de generación del discurso. Sin embargo, los niños se centraron especialmente en la realización de una lectura correcta de los enunciados lo que limitaba la capacidad de comprensión de los mismos. Para evitar este problema el entrevistador intentó 127

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reforzar la lectura comprensiva animando a leer “en voz baja” aquellos enunciados con los que los niños manifestaban problemas. Por otro lado, las intervenciones del entrevistador emponderando a los niños hicieron que el discurso fuera muy enriquecedor (Figura 10). FIGURA 10

FRAGMENTO DE ENTREVISTA COGNITIVA EN NIÑOS DE 8-12 AÑOS (E: ENTREVISTADOR; M: MADRE; N: NIÑO)

N. A ver, leo esto, ¿no? E. Claro, porque si no lees las instrucciones, ¿cómo vas a contestar? N. A veces los niños con problemas de corazón tienen problemas especiales, en la página… en las páginas (rectifica) siguientes “de… numeran”… (dubitativo). E. “Se enumeran.” (Reforzando la lectura comprensiva) […] E. ¿Hasta aquí todo bien?, ¿lo has entendido todo?, ¿te ha costado leerlo?, ¿había alguna pregunta que no entendieses bien? (Reforzando la lectura comprensiva) (Cuchichea algo a su madre) N. Me pasa que a veces me trabo. E. Pero no pasa nada, lo importante es que entiendas lo que estás leyendo porque a veces leer en alto cuesta un poquito. M. Claro, ya le digo yo que no importa leer más rápido o más despacio sino entender el contenido.

REFLEXIONES FINALES Apostar por unos cuidados de calidad implica tener muy presentes las necesidades percibidas por los propios pacientes. La realidad del cuidado es compleja y se construye desde la diversidad de las experiencias y en función del contexto que nos rodea. El “dar voz a los niños” permite conocer la realidad del cuidado desde una lente única (Buchbinder et al., 2006). Dejando a un margen nuestros prejuicios y opiniones formadas a lo largo de nuestra experiencia como profesionales y como padres, nos dejamos sorprender por aquello que los niños sienten, perciben, construyen, interpretan… 128

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un mundo, sin duda, lleno de magia por descubrir y compartir. Los niños son capaces de ser críticos y exigentes con sus cuidados, son capaces de tomar decisiones y participar de sus cuidados y, en ese sentido, han de ser punto de referencia para investigar en cuidados. Ahora bien, siendo conscientes de las limitaciones contextuales, y con el temor de que lo anteriormente comentado se quede sólo en una maravillosa utopía o una perfecta autojustificación, el esfuerzo por “dar voz a los niños” debe de ser crítico y auténtico (James, 2007). En este continuo proceso de reflexividad en la búsqueda del rigor y de la autenticidad, y desde el compromiso ético, no sólo hemos de pensar en adaptar las técnicas de recogida de datos a las necesidades o asegurar la voluntariedad de la participación de los niños como informantes (cuestiones abordadas a lo largo del capítulo) sino que debemos pensar en ir más allá: a) involucrando a los propios niños en otras fases del continuun investigación-acción y b) siendo muy conscientes y autocríticos con el filtro “adulto” a través del cual el investigador gestiona la propia investigación y la aplicación de sus resultados. Con respecto a la participación de los niños en el proceso de investigación, el “dar voz a los niños” no sólo implica considerarles como informantes sino como co-investigadores capaces de tomar parte en las diferentes decisiones conceptuales y metodológicas. Atendiendo a nuestra condición de investigadores adultos, hemos de ser especialmente cuidadosos para no tomar decisiones a la ligera y sustentadas desde una posición de poder que anule o silencie la voz de los niños. Concluyendo, “dar voz a los niños” implica no sólo oír lo que nos cuentan sino escuchar (Stamatoglou, 2004). La escucha implica una interpretación del discurso y una integración de las inferencias analíticas en la práctica cotidiana sin perder, nunca, el marco de referencia de los cuidados centrados en el niño. BIBLIOGRAFÍA BOYDEN, Jo; ENNEW, Judith (eds.). (2004): Children in focus: a manual for participatory research with children, Stockholm: Rädda Barnen (Save the children Sweden). BUCHBINDER, Mara; LONGHOFER, Jeffrey y BARRET, Thomas; et al. (2006): “Ethnographic approaches to child care research”, Journal of Early Childhood Research, 4(1): 45-63.

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CAPÍTULO 5

LOS NIÑOS DE LA INMIGRACIÓN EN LA ESCUELA PRIMARIA: IDENTIDADES Y DINÁMICAS DE DES/VINCULACIÓN ESCOLAR ENTRE EL ‘COLOUR BLINDNESS’ Y LOS ESENCIALISMOS CULTURALISTAS BEATRIZ BALLESTÍN

INTRODUCCIÓN La presencia creciente de los niños hijos e hijas de familias inmigradas extranjeras en las aulas de primaria a menudo ha sido enfocada desde la investigación educativa local a partir de la “diversidad cultural” aportada, haciendo de esta variable el eje principal a la hora de formular la necesidad de nuevos planteamientos pedagógicos que enfrenten las desigualdades y las diferencias en el sistema escolar. Ahora bien, hay que tener en consideración que la escuela, como institución de la mayoría, no deja de verse expuesta a los imaginarios culturales etnocéntricos dominantes que estigmatizan los bagajes de la inmigración procedente de países pobres, y, en cambio, privilegian los de áreas económicamente dominantes (Carrasco, 2003). Estas imágenes y discursos se plasman en las oportunidades de aprendizaje brindadas al alumnado, lo que nos permite comprender la ubicación sistemática de los niños y niñas de orígenes socioculturales supuestamente “alejados” de las normas de socialización escolar en los diversos dispositivos reunidos bajo el paraguas de “atención a la diversidad”, favoreciendo su asociación al déficit y a unas necesidades de compensación específicas. 133

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Habría que analizar precisamente hasta qué punto las dinámicas y prácticas docentes ejercen su influencia no sólo sobre los resultados y trayectorias académicas de estos niños y niñas, sino especialmente sobre las dimensiones más subjetivas y emocionales de las experiencias infantiles. Es decir, cabría preguntarse: “¿Cómo viven los niños y niñas de la inmigración su paso por la escolarización obligatoria en destino?”, “¿Qué impacto tienen sus experiencias de vinculación y desvinculación escolar1 sobre sus construcciones identitarias?” La investigación presentada precisamente pretende abrir una vía de aproximación a las vidas escolares de estos niños desde una perspectiva etnográfica.

CONTEXTO ETNOGRÁFICO Y METODOLOGÍA El territorio que ubica el estudio es la comarca costera barcelonesa del Maresme, que con 49.614 residentes de nacionalidad extranjera registrados en 2008 (Idescat) —casi el 11,8 por ciento de la población total, 420.521— constituye un fiel reflejo de la creciente realidad multicultural —generadora de nuevas desigualdades— presente en Cataluña. Dentro de la comarca se escogieron dos municipios con la intención de comparar dos territorios y dos modelos de asentamiento de la inmigración bien diferentes, pero representativos: Mataró, la capital, y una pequeña localidad a la que denominaré Miramar a fin de preservar el anonimato de su única escuela. Mataró, con una larga tradición industrial especializada en el sector textil, actualmente en reconversión debido a las deslocalizaciones y el abaratamiento de la mano de obra, ha sido pionera en la recepción de contingentes procedentes de África, que llegaron (años setenta del siglo XX) para trabajar en la agricultura intensiva que aún pervive en la zona. Actualmente (2008) el 15,6 por ciento de los aproximadamente 119.900 habitantes son de nacionalidad extranjera, con una diversificación en sus procedencias, si bien aún predomina la población de origen africano: marroquí y subsahariano. 134

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En la capital de la comarca se escogió el CEIP Icaria (nombre ficticio), con una matrícula de alumnado de origen inmigrante proporcionalmente similar al peso de esta población en el tiempo de realización del trabajo de campo (7,4 por ciento), principalmente marroquíes y subsaharianos de segunda generación (los alumnos de familias latinoamericanas aún no estaban presentes en el centro). Una escuela forjada mediante unas señas identitarias muy específicas del contexto de su nacimiento —lucha política contra la dictadura y el déficit de centros públicos—, siendo pionera en la adopción de los principios de la pedagogía activa y la inmersión lingüística, y disfrutando de un cierto estatus de élite en el barrio periférico de ubicación, compuesto mayoritariamente por familias de extracción obrera. Por su parte, Miramar, con unos 2.750 habitantes empadronados en 2008 (el 16,7 por ciento es de nacionalidad extranjera), representa uno de los enclaves más tradicionales del turismo en Cataluña, atrayendo inmigración de muy diversos orígenes (europeo, latinoamericano, norteafricano). Ofrecía, pues, un escenario único de comparación a nivel de la gran diversidad cultural presente en su único CEIP público (al que llamaré Muntanyà), donde los hijos e hijas de las familias europeas que optaban por matricular allí a sus hijos conviven con niños/as procedentes de países extracomunitarios. Durante el curso 2000-2001 se desplegó el trabajo de campo de observación participante en los centros: la etnógrafa visitó ambas escuelas dos veces por semana en franja de mañana o tarde, y en un inicio su rol se centró en prestar apoyo docente en los grupos de refuerzo lingüístico y recuperación, para después pasar por las aulas ordinarias de todos los niveles de Educación Infantil y Primaria. También se incluyeron observaciones en los recreos, en las excursiones, y en las fiestas escolares (Carnaval, Fin de curso…). Complementariamente, se realizaron entrevistas semidirigidas tanto al profesorado y otros profesionales de la atención al alumnado de origen inmigrante (Equipos de Asesoramiento Psicopedagógico, profesores de Educación Especial y Compensatoria, asistentes sociales…), como a actores claves en los dos territorios, incluyendo entidades asociativas y vecinos a título individual. 135

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MARCOS CONTEXTUALES: REPRESENTACIONES DOCENTES DEL ALUMNADO DE ORIGEN INMIGRANTE Y DINÁMICAS RELACIONALES El análisis etnográfico comparativo en ambos centros y territorios hizo emerger, como uno de sus principales resultados, dos grandes modalidades simbólicas y relacionales de reproducción de las desigualdades escolares en contextos de inmigración: por un lado, aquella identificada con lo que desde la literatura especializada se denomina colour-blindness (Gillborn, 1990; Sefa Dei, 1999; Lewis, 2003), ramificación docente de una retórica ideológica supuestamente ciega “al color” y, por extensión, la cultura de origen de los alumnos; por otro, aquella basada en imaginarios y dinámicas que podríamos calificar de culturalistas (Franzé, 2002), que hacen de dicha cultura de origen el elemento diferencial explicativo de las trayectorias académicas y expectativas hacia el alumnado. Las intersecciones entre discursos y dinámicas relacionales permitieron distinguir y perfilar ambas modalidades: en la primera de ellas, los procesos se desencadenaban mediante importantes contradicciones entre unos (imaginarios) y otras (dinámicas de interacción entre alumnado y profesorado); en cambio, en la segunda, las fisuras devenían menores, de forma que las representaciones docentes sobre el alumnado de origen inmigrante y sus familias mostraban una coherencia con las dinámicas relacionales establecidas. Ahora bien, en lo que respecta a las prácticas docentes, hay que señalar que en ambos centros las adaptaciones curriculares dirigidas a “compensar” los “déficits” detectados, así como la segregación en espacios de refuerzo lingüístico, dificultaban el acceso de los alumnos y alumnas de origen marroquí, subsahariano y, en menor medida, latinoamericano, a una trayectoria escolar normalizada, si bien en muchos casos las aulas especiales “de acogida”, de “refuerzo”, por sus pequeñas dimensiones, aplicación de metodologías cooperativas, trato individualizado y sensibilidad afectiva del profesorado responsable, favorecían el desarrollo de dinámicas de participación y sociabilidad que desafortunadamente no encontraban su eco en las aulas ordinarias. Veamos cada una de las modalidades presentadas en su plasmación en las dos escuelas del estudio. 136

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LOS NIÑOS DE LA INMIGRACIÓN EN LA ESCUELA PRIMARIA

‘COLOUR-BLINDNESS’ EN LAS REPRESENTACIONES Y DINÁMICAS RELACIONALES EN EL CEIP ‘ICARIA’ (MATARÓ)

En el caso del CEIP mataronés, resultó un hallazgo detectar una serie de claroscuros en la autoimagen progresista de prestigio que caracterizaba al centro en comparación con algunas de las prácticas que allí tenían lugar: por un lado, y de acuerdo con el ideario supuestamente progresista que guiaba el ethos escolar (Bourdieu, 1970), el profesorado se mostraba claramente reticente a hablar de la diversidad cultural presente en el centro: “estos niños ya son de aquí”. Las diferencias entre el alumnado siempre eran tratadas desde una perspectiva “ciega” al origen étnico-cultural, y en cambio vinculada a déficits análogos a los atribuidos a la familias de la inmigración interior2 más empobrecidas: En este momento la mayoría de niños de familias de origen inmigrante ya son nacidos aquí, o ya llevan bastante tiempo. Y yo diría que la ‘despreocupación’ entre comillas es muy igual de unos a otros. Todo está enmascarado por la capacidad económica y de encontrar trabajo, ¿eh? Y te diría que es muy igual, es decir, si van bien, ningún problema, y si van mal, como los otros. No es que se preocupen ni más ni menos que los autóctonos, para entendernos3 (Maestra de Ciclo Medio). Una parte del profesorado admitía que la escolarización, en concreto, de las familias de origen marroquí resultaba complicada, pero no tanto por la distancia lingüística y cultural, sino porque estas familias parecían, según ellos, demasiado preocupadas por adquirir un nivel económico equivalente al de sus vecinos autóctonos, aun a costa de “descuidar” la educación de sus hijos. En cambio, las familias subsaharianas eran vistas como más complacientes a la vez que “encerradas” en “su mundo”: […] viven más en su mundo. Pero se les ve bien. Se les ve como más organizados ellos, cerrados […] Tienen su mundo, pero quizá ya les llena y son capaces de decir, ‘pues también estamos en éste otro’, ¿no? Y no conllevan muchos problemas, en principio. […] No tienen esa necesidad que vemos en los 137

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magrebíes de hacer como nosotros, ¿no? De decir, ‘pues va, trabajemos o hagamos lo otro para llegar al mismo nivel […]’ Parece como si ellos ya vivieran bien así […] (Maestra Ciclo Inicial). En cualquier caso, llamaba la atención la negativa de los docentes a hablar de características culturales que influyeran en las trayectorias de los alumnos de origen inmigrante más allá de las idiomáticas. Las familias recién llegadas eran recibidas con una cierta comprensión paternalista, subsumible en la expresión “no t’entenen però et creuen”: “no te entienden pero te creen, te siguen”. Sin embargo, en el día a día se daba una contradicción manifiesta entre esos discursos relativamente ciegos a las variables culturales y unas prácticas relacionales en las que emergían tratos diferenciados en función de los orígenes del alumnado, evidentes especialmente en el Ciclo Superior, que hacían entrar en juego los estereotipos asociados a determinados orígenes y entornos culturales. Así, muchos de estos alumnos (no tanto las chicas, consideradas en conjunto más “formales”, “aplicadas”, “estudiosas” y con mayores potencialidades de adquisición de aprendizajes) eran objeto de un grado adicional de control, desconfianza y trato disciplinario: en todas las clases alguno de los alumnos considerados más “problemáticos” era de origen marroquí o subsahariano. La posición colour-blindness adoptada por el centro implicaba que, aunque partiese de una retórica (y algunas prácticas, especialmente las realizadas fuera de las aulas) interactiva, cooperativa y de proximidad a los alumnos y sus familias, materializase prácticas contradictorias, por ejemplo, mediante un alto grado de burocratización en la comunicación y relación cotidiana con las familias, que disponían de muy pocas ocasiones de relación espontánea con el profesorado. El catalanismo y la política de inmersión lingüística que marcaron los primeros pasos de la escuela como bandera del progresismo durante la transición, parecían haberse escorado hacia un monoculturalismo poco sensible a la composición sociocultural del alumnado, a juzgar por el clima material —con una decoración 138

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prácticamente carente de referencias a realidad multicultural del barrio y del centro— y unos eventos extraescolares fosilizados en los emblemas de la propia tradición cultural, impermeables a los bagajes de las familias inmigrantes extranjeras, como ya lo habían sido respecto a los de la inmigración interior en una coyuntura de intensa reivindicación nacionalista post-dictadura. Como corolario, las valoraciones sobre la participación de los alumnos de origen inmigrante en los eventos y actividades más emblemáticos del centro se enraizaban en la convicción de que “saben separar”, y de hecho lo hacen, entre su vida en la escuela y la vida familiar y comunitaria, legitimando esa discontinuidad cultural (Spindler, 1994): ¿Qué ellos fuera tienen su vida y tal? Muy bien, pero saben separar, y saben lo que se hace aquí, y lo que se hace allá, y las fiestas que celebramos aquí y las que tienen que celebrar ellos. A ver, ¡más orgullo que dos niños magrebíes hagan de angelitos en Els Pastorets4 del colegio! Eso ya es el colmo, ¿no? (Maestra Ciclo Superior). La anterior cita revela hasta qué punto la escuela vehiculaba un tratamiento discursivo ambiguo, doblevincular (Bateson, cit. por J. E. Abajo, 1998) de la diversidad cultural presente en el centro: la convicción de que los niños de origen inmigrante ya “son de aquí”, son iguales que el resto, quedaba diluida por el reconocimiento y la legitimación de una gran discontinuidad en sus experiencias cotidianas en la escuela y en el entorno familiar. En ningún momento parecía plantearse la aproximación de esos dos mundos (escuela y familia) concebidos como irreductibles, la demolición de unas fronteras a veces opacas y otras bien visibles. CULTURAS VISIBLES, CULTURAS INVISIBLES: EL ‘CULTURALISMO’ EN LAS REPRESENTACIONES Y DINÁMICAS RELACIONALES EN EL CEIP ‘MUNTANYÀ’ (CALDES)

En la escuela Miramar la percepción más común entre los docentes era que los niños y niñas en general se adaptaban bien a la escuela “y tienen muchas ganas de aprender”. Se esgrimía para este logro el 139

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papel central del AMPA —formada básicamente por familias autóctonas—, muy implicada en el día a día del centro. Desde este balance general satisfactorio, el profesorado integraba en su discurso una aceptación natural de la diversidad cultural, colocando en el aparador al alumnado del cual se sentían más orgullosos, el llegado de Europa. Paradójicamente, en las prácticas cotidianas estos niños eran asimilados a los autóctonos, invisibilizándose totalmente su condición de “hijos de inmigrantes”. La mayoría del profesorado reconocía las ventajas que suponía para su “integración” el elevado estatus socioeconómico y nivel de estudios del grueso de las familias europeas, pero también aparecían argumentos culturales, incluso de índole genética, como se pudo constatar en una conversación con un grupo de maestras, de la cual forma parte un fragmento suficientemente elocuente: Maestra C. Superior. Yo es que creo que es como una cosa genética, ya. Que ya se nace con ello… Maestra C. Inicial 1. No, es una cosa cultural y económica... Maestra C. Infantil. Los niños funcionan mejor… Y además llegan con una buena preparación…

La diversidad cultural de la que hacía gala el centro se convertía en problemática cuando se trataba del resto de orígenes, en los que se enfatizaba una distancia que implicaba una falta de valoración de la escolarización de los hijos e hijas y del futuro que ésta les podía proporcionar. Así lo expresaba una docente respecto a las familias marroquíes: Si te refieres al mundo marroquí, pues la integración es superdifícil: económicamente no pueden, por lo tanto ya les es dificultoso. Y después […], bueno, su cultura está muy lejos, y la valoración que tienen del día de mañana de sus hijos pues no es la misma que la de los autóctonos […] (Maestra Ciclo Medio). Las visiones del profesorado sobre los niños y niñas de origen marroquí en el CEIP Muntanyà se dejaban impregnar de forma mucho más evidente que en el centro mataronés por el imaginario culturalista —como identificación fija y reduccionista de los grupos 140

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sociales en tanto culturas— atribuido a las familias musulmanas: cerrazón, encapsulamiento “en sus costumbres”, fanatismo religioso, poco respeto por la mujer, etc. Los conflictos con estos alumnos y sus familias siempre eran interpretados desde esa perspectiva: Pues en principio nosotros […], insistíamos en que se integraran, pero después hemos quedado en que insistimos en que se cumplan las normas básicas, y en que convivan […]. Pero claro, cuando están entre ellos pues unos marcan a los otros, ¡desengáñate! Y si uno hace una cosa que a los demás no les parece que culturalmente esté bien, pues […] Ahora tenemos un niño que “pollo no come, tampoco”, y ¡monta unos shows! Cuando le preguntas, te dice: “No, no, tampoco comemos pollo si no está [matado] hacia la Meca”, quiero decir, se marcan mucho. Es una cultura muy fuerte (Maestra de Ciclo Medio). Experiencias como la citada habían ido asentando en la plantilla esta idea de una cultura magrebí “fuertemente” opuesta a la escuela. Hasta el punto de que algunas docentes habían llegado a expresar una sensación de provocación, incluso de invasión, del espacio escolar. De hecho, el peligro invasor (o contaminador) más evidenciado parecía concentrarse en un grupo de alumnas —los chicos en principio participaban, no sin problemas, en los partidos de fútbol colectivos— de diferentes edades que se reunía en el patio y que según las maestras “como se juntan entre ellas ya no tienen tanta necesidad de esforzarse por relacionarse con el resto de compañeros y aprender el idioma”5. El supuesto tour de force de “la cultura marroquí”, en tanto elemento clave integrante de las experiencias y el imaginario del profesorado, llegaba también a la esfera de los aprendizajes, donde se constataba una resistencia a determinados contenidos del currículum y prácticas escolares. Como ejemplo, una profesora relataba: Antes tenía niñas [marroquíes] que cuando daba Ética pues ya ni me escuchaban, no podían escuchar lo que decía. Tenía una clase con diferentes religiones, tenía niños budistas, tenía niños sincretistas, tenía de todo, y hacíamos historia 141

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de las religiones. Y estas niñas es que ya por norma cerraban el cerebro […] (Maestra de Ciclo Medio). La percepción de una actitud supuestamente refractaria hacia los aprendizajes escolares se materializaba en otras afirmaciones del tipo: “Siempre hablan en marroquí en la clase, y entonces somos nosotras las que no los entendemos”; “sólo aprenden las palabras que les interesan, y después quieren que tú sepas cómo se dice ‘folio’ en árabe”, etc. Sin embargo, el uso del inglés por parte de los niños y las familias británicas en la escuela no sólo no parecía causar ningún malestar, sino que incluso era contemplado como una ventaja (de hecho, se había propuesto a una de las madres que impartiera inglés como actividad extraescolar), dejando al descubierto la desigualdad con que era encajada la diversidad lingüística, palpable especialmente en el hecho de que sólo los niños y niñas de familias marroquíes asistían al refuerzo lingüístico que el centro organizaba para los alumnos/as extranjeros/as recién llegados. La oposición y la “fuerza” contraescolar que se asociaba al contexto cultural de origen de los niños y niñas de familias marroquíes contrastaba vivamente con la supuesta facilidad de adaptación de los alumnos/as de origen latinoamericano, gracias a una percepción de proximidad lingüística y cultural: Supongo que los que son sudamericanos, que conocen una de las dos lenguas oficiales, pues aun nuestro idioma, el catalán […] Tiene más similitud, ¿no? Y la cultura es más cercana a la nuestra. Entonces, la adaptación quizá sea más rápida, ¿eh? O no sea tanto un choque para ellos, ¿no? O sea, se incorporan con más […] Les cuesta menos, ¿no? Y pienso que los que tienen más dificultades son los árabes, supongo, por la cultura, que es diferente, y por el idioma (Miembro Equipo Directivo). Una y otra vez el profesorado resaltaba su “voluntad de integración” en contraposición con la atribuida “automarginación” del alumnado y las familias de origen marroquí: las familias latinoamericanas, a diferencia de la mayoría de marroquíes, eran más 142

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fáciles de socializar y acababan respondiendo positivamente a las demandas de la escuela, aunque tuvieran los mismos impedimentos por razones económicas y laborales: ello reforzaba los estereotipos culturales negativos asociados al colectivo marroquí. Llegados a este punto, cabe preguntarse: ¿Qué impactos comportaban estos imaginarios y percepciones socioculturales en las experiencias escolares de estos niños y niñas? ¿Hasta qué punto incidían en sus construcciones identitarias?

EXPERIENCIAS INFANTILES DE VINCULACIÓN/DESVINCULACIÓN ESCOLAR A LA LUZ DE LA COMPARACIÓN ETNOGRÁFICA Los contextos escolares esbozados efectivamente parecían condicionar las experiencias y dinámicas protagonizadas por las y los alumnos de familias inmigrantes, incluso entre los que mostraban una mayor proximidad a los parámetros de una trayectoria académicamente modélica a ojos docentes. En este apartado nos aproximamos al complejo repertorio de perfiles académicos infantiles: en concreto, se siguieron en detalle las vivencias escolares de 56 niños y niñas procedentes de familias marroquíes, subsaharianas, latinoamericanas y europeas, con edades comprendidas entre los 3 y los 12 años, clasificándolas según si se construían mayoritariamente sobre experiencias de vinculación o desvinculación escolar, bien en el ámbito de los aprendizajes, bien en el ámbito del entorno relacional escolar. En cada una de las categorías construidas se contrastan: • Los contextos familiares mayoritarios de los alumnos y alumnas en cada una de las categorías. • Las identidades académicas y experiencias de vinculación/ desvinculación escolar más frecuentes por categoría. • Diferencias emergentes según procedencia étnico-cultural y género. Todos los nombres propios reales de los niños que aparecen en los siguientes apartados han sido cambiados por otros inventados con la finalidad de mantener su anonimato. 143

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Se trata del “cajón” analítico que reúne las trayectorias relativamente más exitosas no sólo desde la perspectiva de la adquisición de contenidos curriculares, sino desde las vivencias de acomodación de sus protagonistas. En el CEIP Icaria (Mataró) estas experiencias están representadas mayoritariamente por alumnos/as con dos tipos básicos de perfiles familiares: de un lado, aquellas familias de origen marroquí con más antigüedad en el barrio y un estatus socioeconómico y cultural relativamente elevado; del otro, familias marroquíes recién llegadas cuyos hijos e hijas ya pasaron por la escuela en origen. En el CEIP de Miramar se incluyen, en primer lugar, la práctica totalidad de los alumnos y alumnas de familias europeas (inglesas, alemanas), y en segundo lugar, de familias latinoamericanas llegadas de países relativamente ricos en el contexto de origen (Paraguay). Ahora bien, en ambas escuelas las experiencias de vinculación a los aprendizajes no necesariamente comportaban unos resultados académicos brillantes entre los niños de orígenes extracomunitarios, que frecuentemente combinaban una disposición inequívocamente pro-escolar con unos rendimientos no demasiado brillantes, aunque aceptables en términos de progreso evaluativo a lo largo del curso. Éste era el caso de Karim, un alumno de tercero de primaria procedente de una de las familias marroquíes más largamente asentadas en el barrio y con una posición relativamente más acomodada —poseían un negocio propio de carne halal—. En su clase era el único de origen extranjero y su tutora aseguraba que “es uno más en la clase, absolutamente: en cuanto a rendimiento, no se diferencia, va haciendo, no necesita ir al refuerzo pero tampoco destaca en los resultados, es como si le diera miedo superar unos mínimos”. Efectivamente, por ejemplo, en las redacciones presentadas en clase Karim tendía a escribir poco, pero lo suficiente para cubrir satisfactoriamente el nivel exigido. Y a nivel relacional Karim disfrutaba de una posición consolidada en el grupo de chicos de la clase, especialmente en el juego del fútbol. En el aula ordinaria su “invisibilidad” como marroquí dio lugar a situaciones poco menos que chocantes, tal y como registré en mis notas: 144

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En la clase de lengua catalana, Karim ha mostrado un comportamiento muy tranquilo y bastante tímido, interviniendo muy poco por iniciativa propia, aunque parecía que seguía con atención las explicaciones de la maestra. En un momento dado, los compañeros de mesa de Karim han comentado que sus madres les tenían que acompañar casi hasta la puerta del cole “para que no nos hagan algo los moros”: no parecían caer en la cuenta del origen de Karim, pero aun ha sido más significativa la falta de reacción de éste a sus comentarios […] (Fragmento Diario de campo, abril 2001). Las “presiones” asimiladoras comportaban para estos alumnos de orígenes minoritarios que los grados de adhesión al centro y su cultura docente variaran selectivamente de un entorno a otro, como sucedía en el caso de Assma (12 años, origen marroquí), una alumna del CEIP Icaria que, aun siendo una de las más brillantes del centro, se mostraba perfectamente consciente de su falta de encaje en el grupo de iguales autóctono, así como de los sesgos etnocéntricos del currículum, desarrollando una identidad académica no convencional (Davidson, 1996), que desafiaba tanto los estereotipos del “alumno ideal” como las imágenes asociadas a la “alumna marroquí” (supuestamente tímida, reservada, poco participativa). Como muestra, en una ocasión, trabajando en una redacción en la cual los alumnos debían adoptar el rol de un vasallo medieval que dirigía una carta a su señor feudal utilizando una serie de formalismos, Assma, para sorpresa mayúscula de la clase, inició su texto de esta forma: “Yo, Assma de Marruecos, me encomiendo al Corán y a San Mohamed […]”. En otros casos esta orientación, en dos entornos asimiladores aunque mediante dinámicas diferentes, comportaba para los alumnos más implicados en los aspectos académicos un mismo efecto: dejar de lado a la mayoría de compañeros del mismo origen, pagando un elevado precio en términos de sociabilidad. Sirve a colación la misma alumna acabada de mencionar: Assma. En la clase sólo se relacionaba con un pequeño grupo de compañeras autóctonas a las que unía su actitud proacadémica, pero su acercamiento a estas niñas 145

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la alejaba del grupito de alumnas de origen marroquí que ponían poco interés en las actividades escolares, y además no acababan de ver con buenos ojos que Assma participara, aunque con un papel secundario, en la representación teatral más emblemática de la escuela: Els Pastorets (Los Pastorcillos). Pero Assma tampoco acababa de encontrar su sitio entre la mayoría autóctona, de forma que, como reconocía la profesora de gimnasia, “en realidad no tiene ningún grupo fijo de amigas, y a la hora de la verdad, cuando tienen que hacer equipos, todas tienen su amiguita y Assma se queda fuera, sin nadie”. En el CEIP de Miramar, los niños y niñas de origen europeo se adscribían sin fisuras al polo de la máxima vinculación, disponiendo de un gran dominio de los códigos de socialización escolares (Pollard, 1999), de tal manera que les resultaba extremadamente fácil gestionar pequeñas transgresiones y travesuras sin menoscabar la buena reputación de que disfrutaban, vinculada al imaginario cultural positivo o “neutro” de sus procedencias. Un caso paradigmático es el de William, un niño de familia inglesa integrado en el grupo de P-4 y considerado de los más “brillantes” por su tutora, cuya precoz popularidad entre iguales —y no precisamente por su “buen comportamiento”— emergió en multitud de ocasiones, como la siguiente, extraída del Diario de campo: Esta tarde los alumnos de P-4 han jugado con unos coches elaborados por ellos mismos con piezas de madera. En vez de seguir las instrucciones dadas por la maestra, William ha iniciado otro juego que consistía en revolcarse por la alfombra del circuito, haciéndose cosquillas y blandiendo los puños de forma falsamente amenazadora […] Al ser reñidos por la maestra, los tres implicados han parado inmediatamente y han simulado jugar de forma adecuada, pero en cuanto se ha visto fuera de la vigilancia adulta, William ha animado a los demás a volver a arrastrarse por el suelo y a lanzarse sobre la alfombra. A pesar de su corta edad, William parece dominar perfectamente los resortes que le permiten cumplir con las expectativas de un “buen comportamiento” escolar a la vez que el despliegue de una fuerte personalidad propia reconocida en el grupo de iguales (Fragmento Diario de campo, mayo de 2001). 146

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En la clase contigua de P-5 se encontraba Dora, de padres alemanes llegados a Miramar hacía un lustro. Una niña “de anuncio” (rubia, piel nívea, ojos azules) literalmente: durante el curso faltó diversas veces para ir a castings publicitarios con su madre, empeñada en hacerla triunfar en el mundo de la imagen. Estas ausencias jamás fueron calificadas de “absentismo” por el profesorado como sucedía en el caso del alumnado de otros orígenes. En cambio, la tutora expresaba mayoritariamente palabras de elogio hacia la familia (“estimulan mucho a los niños”, “siempre colaboran en las fiestas”) y destacaba a Dora como una niña “muy creativa e imaginativa en la expresión artística”. La observación en el aula reveló facetas de la niña que raramente aparecían en el discurso de su tutora, como que con frecuencia Dora esquivaba o se resistía a seguir algunas de las actividades académicas, por ejemplo equivocándose adrede a la hora de colorear un dibujo (pintando una nube lila…) o demorándose en la finalización de las tareas. Como William, parecía dominar los resortes de una identidad académica poco acomodaticia en los parámetros escolares dominantes sin ver afectadas las atribuciones docentes de “buena alumna”. Su popularidad entre los compañeros de clase se hacía especialmente evidente en el monopolio que ejercía de las relaciones entre iguales, que se sentían atraídos tanto por su atractivo físico según el canon (etnocéntrico) dominante como por —en el caso de las compañeras— sus deslumbrantes muñecas. EXPERIENCIAS Y DINÁMICAS DE VINCULACIÓN A LOS APRENDIZAJES Y DESVINCULACIÓN AL ENTORNO ESCOLAR

En esta categoría se han agrupado las experiencias relativas a los alumnos que evidenciaban una cierta adhesión instrumental (Bernstein, 1975) a las prácticas pedagógicas en contraste con unas vivencias de desafección respecto el entorno de relaciones escolares. No pudo establecerse con nitidez un perfil mayoritario en cuanto al estatus socioeconómico y la antigüedad de residencia de las familias, si bien la gran mayoría procedían de Marruecos y África subsahariana. Las principales implicaciones que se desprenden del análisis comparativo de casos se explican a continuación. 147

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Las vivencias más introspectivas (inhibición participativa, invisibilización en los espacios y momentos más informales) las expresaban de forma más frecuente las niñas. Por ejemplo, Awa (origen gambiano), en P-3 de la escuela mataronesa: calificada por las maestras de Ciclo Infantil como “una niña silenciosa e independiente, poco participativa en las actividades colectivas pero con una buen seguimiento en los aprendizajes”, Awa a menudo combinaba un interés selectivo por las actividades escolares con un distanciamiento e incluso una cierta desconfianza en las relaciones más espontáneas con sus compañeros y la profesora, tal y como se muestra en la siguiente escena presenciada en el aula: Hoy en P-4 ha tenido lugar una actividad consistente en la identificación de diversas texturas a través del tacto: se trataba de pasar por un circuito de bandejas con diferentes productos (harina, sal, arena, agua, etc.) y manosearlos. Awa ha realizado la actividad en solitario, sin interaccionar con nadie. Luego, en el patio ha jugado en solitario con una muñeca negra, sin buscar ni ser buscada por ningún compañero. La maestra me ha explicado que ella es la única que juega con esa muñeca, y que le gusta atársela a la espalda con un trozo de tela, a la manera en que las mujeres africanas portan las criaturas […] En conjunto Awa parece mantener a su corta edad un posicionamiento ambivalente, de distanciamiento y aislamiento en algunos momentos y de aproximación en otros (Fragmento Diario de campo, marzo 2001). En cambio, las conductas escolares más disruptivas, bien en forma de boicot a las actividades, bien en términos de unas relaciones conflictivas con los compañeros/as, las protagonizaban sobre todo los niños. Ése era el caso de Salah (origen marroquí), en segundo curso del CEIP Icaria, un alumno que aparentemente seguía sin dificultades el currículum impartido en clase a la vez que ese rendimiento se veía oscurecido por unas experiencias relacionales de marginación y rechazo en el grupo de iguales. Tal y como quedó anotado en el siguiente pasaje del Diario de campo: 148

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Salah acostumbra a realizar las tareas de clase atentamente y en silencio —es muy bueno en matemáticas, y no tanto en lengua—, aunque limita mucho la comunicación con sus compañeros y, sobre todo, con la tutora, a quien no pide jamás ayuda. Se muestra disgustado por tener que compartir mesa con dos de los niños de estatus más marginal en la clase (uno de ellos de su mismo origen) y constantemente busca distanciarse: “Yo no me junto con ese, es tonto […]”. Tampoco, sin embargo, consigue acercarse a los más populares, por lo que se dedica a provocarlos y a molestarlos. Según su tutora, Salah forma parte del trío que “siempre están enredando y acaban en peleas”. Sus compañeros lo describen como “un niño que siempre pega, es malo” (Fragmento Diario de campo, abril 2001). Las dinámicas de resistencia entre el alumnado de origen marroquí y subsahariano se desencadenaban con frecuencia basadas en una recurrente percepción de “agravios comparativos” (en aspectos como la participación en actividades y juegos colectivos, la distribución de material escolar, etc.) que lejos de ser vista por los docentes como el reflejo de unas vivencias de indefensión y exclusión, se interpretaba desde un supuesto victimismo: “juegan la carta del racismo para salirse con la suya […]”. Los docentes no parecían calibrar en su justa medida experiencias como las de Fili (segundo, CEIP Icaria, padres gambianos) y el mencionado Salah: su estatus marginal en el grupo-clase les llevaba a ingeniar diversas provocaciones para llamar la atención de sus compañeros en la hora del recreo. Así, en una ocasión en que perseguían a unas niñas de su curso, éstas acudieron a la etnógrafa para quejarse de su actitud, y gritaron con toda naturalidad: “¡Jo! ¡Dile al negrito y al colacao que paren de pegarnos y de perseguirnos!”. Expresiones de este tipo eran repetidas frecuentemente ante la impasibilidad de los adultos, que continuaban opinando que estos niños mantenían una actitud “victimista”. De hecho, éstos y otros alumnos/as de orígenes desvalorizados en la escuela, especialmente marroquí y subsahariano, tanto si mostraban un perfil de vinculación a los aprendizajes, como de resistencia al currículum académico, acostumbraban a convertirse 149

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en objeto de burla y escarnio continuo por parte de los grupitos de auctóctonos más populares; víctimas de los rituales lúdicos de polución (Thorne, 1995; Hirschfeld, 2002) infantiles que marcaban a los y las parias, como por ejemplo la atribución de “ser de la muerte”, o señalar con sus nombres en un atlas la región de Mongolia (en el mundo infantil es claro y vigente el significado del insulto “mongólico”). EXPERIENCIAS Y DINÁMICAS DE DESVINCULACIÓN A LOS APRENDIZAJES Y VINCULACIÓN AL ENTORNO ESCOLAR

Bajo esta entrada se recogieron y documentaron los casos de aquellos alumnos y alumnas que seguían una adaptación y acomodación relativamente exitosa en la escuela en términos de sociabilidad, bien en el grupo de iguales, bien entre el profesorado, en contraste con un desinterés por el trabajo escolar y unas dificultades manifiestas de adquisición de los aprendizajes académicos. En la escuela Icaria el grueso de los niños y niñas próximos al perfil descrito procedían de familias marroquíes con una larga trayectoria de asentamiento en el barrio, y por esta razón, familiarizadas con el funcionamiento del centro. En el CEIP Muntanyà destacaban los alumnos de familias dominicanas recién llegadas, como Yadyris, en quinto de primaria: A pesar de ser considerada una alumna con dificultades de aprendizaje, especialmente en lectoescriptura (incluso en lengua castellana la profesora consignaba en las notas del curso: “No pronuncia correctamente los sonidos de las grafías; su comprensión es un poco pobre; le falta fluidez en la lectura; su participación es muy pobre”), se crecía en sus aportaciones cuando realizaba actividades colectivas con sus compañeros de clase. Si en las tareas individuales su angustia por la falta de dominio de la lengua vehicular catalana así como la conciencia de sus limitaciones la dejaban prácticamente paralizada, cuando el grupo realizaba otras más expresivas y sociales, como la música, la danza o la plástica, Yadyris resplandecía participando con evidente ilusión, pues podía mostrar unas habilidades —especialmente en la expresión corporal— admiradas por el resto de compañeras. La misma tutora reconocía que era en este terreno donde la niña “despuntaba” y conectaba más con la escuela, 150

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especialmente en la organización de los eventos festivos, donde disfrutaba aportando sus propuestas en la organización de talleres, bailes, y actuaciones. Generalmente, estos alumnos eran mayoritariamente aceptados y gozaban de una cierta popularidad, en el grupo de iguales y/o entre el profesorado, por ser “cariñosos”, “bromistas”, “despiertos”. Predominaban unas personalidades alocadas6, preocupadas por ganarse un lugar en el entorno social a la vez que por rehuir y “escaquearse” de las tareas académicas, aunque sin oposición abierta. El uso estratégico del humor les servía de válvula de escape, de resistencia en los sentidos definidos por Franzé (2002). Un ejemplo claro de este tipo de experiencias es Mahir (origen marroquí), que cursaba primero en la escuela de Mataró. El siguiente extracto viene a ilustrar de forma elocuente sus estrategias en el día a día escolar: Mahir parece un niño movido, enredador y “payaso”, especialista en rehuir el trabajo escolar y muy bien integrado en el grupito más movido. Las maestras le marcan los límites a sus gracias, pero su afán por acaparar la atención y jugar a todas horas carece precisamente de ellos. Hoy, que los alumnos del grupo de refuerzo debían resolver una sopa de letras compuesta por nombres de flores, ha tenido lugar una secuencia bien hilarante: Cuando ha oído la palabra “rosa”, Mahir se ha reído escandalosamente señalando a la maestra, y después le ha soltado, con gesto burlón: “Como eres una flor no puedes estar, aquí: ¡Vete!”, “Yo soy un lirio, ¡adéu!”, y se ha levantado haciendo amago de marcharse. Tanto los compañeros como la maestra se han reído ante su ocurrencia pero ésta le ha hecho volver a su asiento, y él ha obedecido inmediatamente (Fragmento Diario de campo, abril 2001). Con frecuencia se les atribuían “déficits” basados en la falta de atención y de autonomía (“es disperso/a”, “perezoso/a”, “distraído/a”, “sólo trabaja cuando estás por él/ella en exclusiva”), así como una tendencia a la disrupción fácilmente reconducible mediante una atención personalizada y dosificadas muestras de afecto. 151

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Sarah (cuarto, CEIP Icaria, padres marroquíes) se ajustaba con bastante nitidez a este tipo de perfil. Vista por su tutora como una alumna con muchos problemas de concentración y una trayectoria escolar perjudicada por un contexto familiar difícil (su padre, en paro, tenía problemas de alcoholismo y adicción al juego, y la madre se pasaba el día limpiando casas y trabajando en un bar sin contrato, por lo que la niña transitaba siempre con la llave de casa al cuello), Sarah se desconectaba absolutamente de las actividades escolares a menos que un adulto estuviera exclusivamente por ella. Así, el acompañamiento de la maestra de educación especial en el aula de refuerzo parecía ser uno de los pocos alicientes que la motivaban en su rendimiento académico. En las diferentes sesiones a las que asistí Sarah trabajó aplicadamente durante todo el tiempo que esta profesora estuvo sentada junto a ella, no sólo por la atención personalizada, sino porque ésta no rehuía sus acercamientos afectivos, como en una ocasión en que trajo a la clase de refuerzo un par de fotografías que compartió con ella y con la etnógrafa: “Mira, ésta es mi madre vestida de novia cuando se casó. Y ésta soy yo con mi madre cuando era muy pequeña”. La conversación en torno a estas dos fotografías familiares y el compartir con la profesora vivencias cotidianas implicaba un reconocimiento con efectos beneficiosos en términos de vinculación a las tareas escolares. Una calidez que contrastaba con la distancia con que habitualmente era tratada Sarah en el marco del aula ordinaria. Más allá del caso de Sarah, un sector importante de los alumnos/as de ciclo medio y superior mostraban un cambio sustancial hacia la vinculación al trabajo escolar cuando el espacio de observación era el aula de refuerzo, que favorecía la proximidad relacional, permaneciendo en cambio marginados/as, silenciados/as y desmotivados/as cuando el ámbito de observación se desplazaba al aula ordinaria. El origen étnico-cultural del alumnado más presente en este tipo de experiencias correspondía al marroquí, con una pequeña presencia de alumnos de procedencia latinoamericana (Miramar) y subsahariana (Mataró). En cambio, las diferencias de género resultaban opacas, dándose un cierto desequilibrio a favor de los chicos. 152

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EXPERIENCIAS Y DINÁMICAS DE DESVINCULACIÓN A LOS APRENDIZAJES Y AL ENTORNO ESCOLAR

Bajo esta denominación se recogieron las experiencias escolares más negativas en el cómputo absoluto, es decir, tanto en el ámbito de los aprendizajes y actividades escolares, como en los aspectos interaccionales. Generalmente, los niños de origen inmigrante incluidos compartían un contexto familiar marcado por la precariedad económica (derivada en parte de una situación jurídica irregular) y la defragmentación (“desestructuración”) debida a las dificultades de los procesos de reagrupamiento familiar. En un buen número de casos, se trataba de familias invisibles en los centros, sin respuesta a los requerimientos mínimos de participación escolar: en el CEIP Icaria estas ausencias eran interpretadas como un signo de anomía y deculturación, mientras que el Muntanyà las contemplaba como una “pauta cultural” de desinterés por la escuela y la educación de sus hijos/as. El repertorio de alumnas y alumnos que aquí confluyen compartían el ser categorizados por la escuela desde una perspectiva de déficit y deprivación fundamentada en un diagnóstico psicológico (trastornos de conducta) y cognitivo (retraso intelectual, deficiencias en psicomotricidad, “juego primario”, problemas de logopedia, etc.), que en muchos casos implicaba un tratamiento y seguimiento especializado. Así ocurría con Farah, alumna de P-4 (CEIP Icaria) de familia marroquí residente desde hacía muchos años en el barrio mataronés. Diagnosticada por el Equipo de Asesoramiento Psicopedagógico con un trastorno por déficit de atención, su tutora estaba convencida de que adolecía de un retraso intelectual ante las deficiencias de comprensión y expresión oral evidenciadas en el aula, si bien reconocía que “a veces te sorprende alguna frase bien planteada y un discurso coherente”. Como en otros casos, los problemas de Farah eran atribuidos a una situación familiar complicada: sus padres se habían “occidentalizado”, según los docentes, en el peor sentido del término: Los padres hablan en castellano con la niña y visten a la occidental. Pero es una familia que les cuesta mucho. Va 153

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muy acelerada, sólo la tienen a ella y la dejan con una tía que le hace de canguro. Sufren mucho y no se les ve tranquilos. Es un tipo de familia que ves que hace todo lo posible por integrarse, pero hay una parte de dejadez, porque deberían estar más por la niña. Ellos te dicen que no pueden porque tienen que trabajar (la madre hacía la limpieza de un geriátrico, y el padre trabajaba en la agricultura), tienen que pagar un piso, porque tienen muy claro cómo se vive aquí y han cogido un ritmo de aceleración que no pueden, no pueden […] (Tutora de P-4). De las observaciones en el aula se desprendía que Farah era una alumna muy nerviosa que acostumbraba a hablar atropelladamente mezclando vocabulario en castellano, catalán y árabe dialectal. A menudo no terminaba sus frases y ello dejaba a su interlocutor bien desconcertado. Sus compañeros acababan por reírse de ella y la marginaban de sus juegos a pesar de sus intentos de aproximación. Quizá como resultado de ello, mostraba un comportamiento disruptivo que, unido a sus negativas a seguir las dinámicas de trabajo propuestas en el aula, traía de cabeza a su tutora: “Quiere hacer lo que ella quiere y cuando ella quiere”. Una de las situaciones recogidas en el diario de campo más tristemente demostrativas al respecto fue la siguiente: Hoy han realizado un ejercicio consistente en clasificar una serie de fotografías de animales según si tenían pelo o pluma. Farah no escuchaba, se dedicaba a llamar la atención de sus compañeras de mesa sin éxito. En un momento dado, la maestra ha requerido su intervención: “Farah, ¿el caballo tiene pelo o plumas?”, a lo cual ha contestado sin pestañear: “plumas”. Ante las risas y burlas del resto de niños, Farah ha iniciado una parrafada salpicada de palabras en árabe explicando que en Marruecos ella tenía un caballo muy bonito. La maestra, intentando no perder la paciencia, la ha hecho callar, cosa que ha acabado haciendo con disgusto. En cualquier caso, todos estos niños y niñas coincidían en unas construcciones identitarias que escapaban a los parámetros de “normalidad” aceptados y legitimados desde los centros, bien a 154

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través de un carácter disruptivo y agresivo extremo, bien a través de una apatía y pasividad fuera de límites, o bien mediante la alternancia de ambas conductas. Quizá uno de los casos más llamativos es el de Amin (P-3, CEIP Icaria, padres marroquíes). Perteneciente a una familia con dificultades económicas —el padre sólo realizaba trabajos esporádicos en la construcción, la madre trabajaba algunas horas de empleada doméstica, y el resto del tiempo debía cuidar de los tres hijos del matrimonio—, Amin faltaba frecuentemente a clase y a menudo se quedaba desorientado ante los rituales cotidianos como colgar la cartera, abrocharse la bata y pasar lista colectivamente. Preocupaba su falta de atención, de participación y de implicación en las actividades de clase: las maestras no estaban seguras de si el problema era de comunicación lingüística o cognitivo. Pero lo que más les preocupaba era que Amin entraba rápidamente en conflicto con sus compañeros, desplegando reacciones desproporcionadamente violentas cuando alguno le quería coger algún juguete u objeto que se hubiese apropiado. Las reprobaciones docentes (“Amin, eso de pegarle a X en la cabeza no lo vuelvas a hacer nunca más, ¿eh?”) no parecían surtir ningún efecto, y al final la única explicación que habían encontrado iba en el siguiente sentido: “Amin pega mucho, pero lo hace porque le falta vocabulario para expresarse, y ésta es la forma que tiene de reaccionar cuando no encuentra las palabras […]”. Por tanto, el comportamiento agresivo se asociaba a déficits lingüísticos que a la vez se esgrimían como causa de los supuestos déficits de atención en el aula. Como sucedía en el segundo tipo de experiencias de tipo B, la modalidad de pasividad y apatía se daba más comúnmente entre las niñas, tratadas como casos de “bloqueo” y “cerrazón” mental. Un ejemplo claro de este perfil era Kadhija (nacida en Marruecos), en cuarto del CEIP de Miramar: En seguimiento por el EAP (Equipo de Asesoramiento Psipedagógico) desde su incorporación en el centro a los 6 años, todos los docentes están de acuerdo en que su expresión oral —en catalán y castellano— es deficiente y en que su extrema timidez (“La deficiente participación es por su temperamento apático”, se ha llegado a consignar en el informe de trimestre) constituye un obstáculo insalvable. 155

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Hoy Khadija ha realizado ejercicios de “recuperación” de matemática, se ha sentado en un rincón y aparentemente ha estado absorta en los ejercicios, sin hablar ni relacionarse con nadie, al margen de la clase colectiva (parece ser que casi siempre es así […]. Al final de clase se había limitado a poner su nombre y a copiar los enunciados de los problemas […] Era invisible para todo el mundo […] Las experiencias y dinámicas de desvinculación generalizada se encontraban más presentes entre el alumnado de origen marroquí que entre el resto de orígenes, y más concretamente entre los chicos de la escuela mataronesa y las chicas de la escuela de Miramar. Un detalle comparativo que, se postula, tiene que ver con la propia inclinación de la balanza cuando pesamos los imaginarios y prejuicios estigmatizadores de género asociados a los diferentes colectivos étnico-culturales en cada centro: recordemos que mientras en el CEIP Icaria los discursos más problematizadores se asociaban con más frecuencia a los chicos de origen marroquí, en cambio, como hemos visto, en el CEIP Muntanyà se veía en las chicas del mismo origen —con sus estrategias de adaptación colectiva, mediante la creación de una red endogámica de afectos y solidaridades— la quintaesencia del “choque cultural” de la escuela con la “cultura magrebí”.

REFLEXIONES FINALES La aportación principal del trabajo presentado ha consistido en analizar comparativamente cómo los discursos y prácticas dominantes en dos centros de Educación Infantil y Primaria afectaban las dinámicas identitarias de los niños de origen inmigrante, mediante las experiencias de vinculación y desvinculación escolar vividas en diferentes espacios y momentos, siempre teniendo en cuenta que los niños no son sujetos pasivos ante los procesos de enculturación y socialización, sino agentes sociales activos y competentes (Connolly, 1998; Corsaro, 1997; Thorne, 1993; Jencks, 1982) que contribuyen colectivamente en la creación de cultura y en la reproducción cultural. 156

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Sin perder de vista que las respuestas infantiles son tan heterogéneas como el propio colectivo, se propuso un modelo de grandes categorías para contrastar y situar las experiencias y trayectorias individuales de los niños de origen marroquí, subsahariano, latinoamericano y europeo que formaron parte del estudio etnográfico en diferentes puntos del continuum de los polos vinculación/desvinculación escolar (Gillborn, 1990). La investigación realizada aporta evidencia empírica a la idea de que los imaginarios sociales dominantes relativos al origen étnico-cultural familiar (y, de forma relacionada, al género y el estatus socioeconómico) de los colectivos procedentes de la inmigración extranjera influyen en las experiencias escolares de sus hijos e hijas en las escuelas de Educación Infantil y Primaria, pero lo hacen en su articulación específica con las variables ideológicas y relacionales, además de las pedagógicas —orientadas por las anteriores— internas a cada contexto escolar. Así se entienden, por ejemplo, las atribuciones docentes de “victimismo” ante las quejas por agresiones verbales racistas vistas en el CEIP Icaria, con un ethos “ciego” al “color” del alumnado y sus implicaciones. O, desde el CEIP Muntanyà, la polarización, más contundente por la mayor diversidad existente, de experiencias de vinculación y desvinculación escolar según el origen étnico-cultural del alumnado, sobreexpuesto a imaginarios culturales de índole esencialista. Es la reconstrucción etnográfica de estos escenarios lo que nos permite aproximarnos a sus protagonistas, a sus vivencias y trayectorias.

NOTAS 1. El concepto de vinculación escolar (academic engagement), que, de acuerdo con la literatura especializada (Gillborn, 1990; Davidson, 1996), va más allá del éxito académico estricto en términos de resultados, resulta una herramienta de análisis clave, en tanto actúa eficazmente de puente entre los procesos objetivos y las vivencias subjetivas de los niños de la inmigración, a través del análisis de las dinámicas relacionales, influenciadas por los imaginarios del profesorado sobre el alumnado de varios orígenes y extracciones socioculturales. 2. El barrio de ubicación de la escuela fue construido principalmente para acoger a las familias emigradas sobre todo del sur de España durante los años sesenta y setenta; actualmente la mayoría de la población “autóctona” está constituida por los descendientes de estas familias.

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3. Se han traducido las citas originales en catalán. 4. Els Pastorets es una representación teatral tradicional en Cataluña durante las fiestas navideñas. 5. Lo que seguramente se podría considerar como una práctica estratégica de estas niñas para sentirse mínimamente cómodas en un entorno de sociabilidad entre iguales poco acogedor, se interpretaba en base a una supuesta voluntad de encapsulamiento cultural (“gueto”): “Hubo un grupo de niñas de sexto que consiguieron montar aquí el Zoco”. 6. Davidson (1996) analiza el desarrollo de este tipo de identidades y roles académicos en el contexto de EE UU (California) bajo el epíteto de crazy.

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¿‘CRIANÇAS’ PARA ‘BRINCAR’ Y ‘MOÇAS’ PARA ‘NAMORAR’? SOBRE EL PASO DE LA NIÑEZ A LA MOCEDAD ENTRE LOS VENDEDORES AMBULANTES ‘CIGANOS’ DE ‘CIDADE VELHA’ SARA SAMA

INTRODUCCIÓN La niñez y la pubertad pueden ser vistas como momentos en el desarrollo biológico y cognoscitivo de los humanos pero también como fenómenos sociales (Mauss, 1925) y por tanto relacionales, que suelen ser definidos localmente mediante categorías sociales que existen como tales para sus integrantes y para los demás cuando se distinguen en relación con otras y se definen a través del conocimiento y reconocimiento de ciertas características que son leídas como propias de una clase particular de personas y que inspiran ciertas formas de acción social (Aries, 1962; James, Jenks y Prout 1999; Colángelo, 2003; Spyrou, 2005). Antropólogos como Mead, M (1932, 1954, 1985) y posteriormente otros como los Opie (1969, 1977) o los Whiting (1975) trabajaron en esa línea y desarrollaron un legado que demostró la gran variación cultural existente respecto a lo que se considera que son los niños y las niñas, a las formas de crianza, a lo que los adultos esperan de ellos/as, al lugar social que ocupan, a los modos de relación entre pares y con los adultos/as, etc. Pero sólo posteriormente, a partir de los ochenta y noventa la Antropología retomó los estudios sobre la infancia y particularmente los estudios sobre la llamada infancia tardía y la 161

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pubertad, e incluyó a los/as integrantes de esas categorías, no sólo como sujetos que responden pasivamente al juego de expectativas convencionalmente adheridas a sus posiciones estructurales, sino también como agentes sociales cuyas acciones tienen repercusión social (James, Jenks y Prout, 1999). Enlazando con las citadas líneas de investigación, este capítulo trata de describir y analizar en qué consisten las categorías de “moça/solteira” (moza/soltera) en contraposición a la de “criança” (niña) en el interjuego de relaciones que configuran el entorno de un grupo de vendedores ambulantes “ciganos” residentes en un barrio de Cidade Velha, una ciudad mediana del sur de Portugal. Para abordar estas cuestiones propongo la descripción densa1 de dos situaciones concretas y relacionadas entre sí que tuvieron lugar una tarde/noche de primavera. En la primera de ellas (apartado IV) describiré las acciones y conversaciones que ocupaban a un grupo de adultos y menores mientras tomaban el fresco en la calle situada frente a sus bloques. Será a partir del juego recíproco de acciones y comentarios como se irán perfilando y ratificando, o no, el estatus de “moça/solteira” en contraposición al de “criança”. El desarrollo de los acontecimientos permitirá ir desgranando la diversidad de dinámicas sociales que tienen lugar en un proceso de clasificación como éste y la relevancia de los procesos educativos en la transición de una categoría a otra. A pesar de que la edad sea un principio universal de organización social y a pesar de que tiendan a asumirse ciertos elementos biológicos como universales en el desarrollo humano, se advertirá que no existe un concepto de edad autónomo y naturalizante del sujeto sino que se construye relacionalmente. Además, se irá descubriendo cómo las categorías que se proponen como objeto de análisis están vinculadas contextualmente con otras clasificaciones como las de género, clase social y étnicas a partir de las cuales, significativamente, también se tiende a naturalizar al sujeto oscureciendo su capacidad de agencia e individualización (Turner, 1969; Bourdieu, 1983; Prout, 1989; Spyrou, 2002; 2005). La segunda parte de este capítulo (apartado V) es la continuación cronológica de lo sucedido y describe cómo dos de las “moças” que disfrutaban de aquella tarde junto a los demás, eluden momentáneamente el control de los adultos y escapan en bicicleta a un barrio alejado del suyo donde reside otra de sus 162

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amigas. La descripción y análisis de la escapada y su inesperada resolución ahondará en cuestiones ya introducidas en la primera parte del capítulo y que tienen que ver con la tensión inherente en el proceso de categorización, entre socialización e individualización. En este sentido se pondrá de manifiesto que “las prácticas educativas son prácticas sociales” sometidas a las mediaciones interpretativas diversas de los agentes que las encarnan (Angulo, 1989: 207; Díaz de Rada, A., 1996: 11) y que, por tanto, “el acondicionamiento pasivo de los sujetos a los patrones sancionados por una comunidad dada” no es sino parte de esa vieja “ilusión” sociológica que promulga “la unicidad del actor y de la cultura” y “que consagra una identidad casi indistinguible entre sujeto y unidad social” (Franzé, 2005; Lahire, 2004). Finalmente esta última parte del capítulo puede motivar la reflexión sobre otro irresoluble dualismo que engloba al anterior, aquel existente entre estructura y agencia y las tensiones que incorpora, tanto en la práctica social como en análisis antropológico (James, Jenks y Prout, 1999; Solberg, 1990; Carrither, 2005).

ÁMBITO TEÓRICO-METODOLÓGICO Los datos aportados en este capítulo, su producción y análisis, forman parte de mi tesis doctoral en la que propongo abordar las formas de vida y relaciones (intra e intergrupales) de una minoría étnica, los “ciganos”2, en una ciudad mediana y patrimonial del sur de Portugal a la que, en este texto, llamaré Cidade Velha3. Para llevar a cabo esta investigación antropológica he realizado trabajo de campo desde agosto de 2000 a abril de 2002 y posteriormente desde junio de 2003 a septiembre del mismo año. Durante ese tiempo realicé observación participante en diferentes espacios de la ciudad en los que transcurrían las vidas y relaciones de los protagonistas de mi investigación. De forma continuada participé de la vida cotidiana de los habitantes de un campamento de chabolas situado en el extrarradio de la ciudad al que también acudían periódicamente comerciantes de caballos. Conviví con dos grupos domésticos integrados por vendedoras ambulantes de ropa, cuyas viviendas estaban situadas en dos barrios diferentes de la 163

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ciudad. Y durante todo ese tiempo asistí a dos escuelas situadas en cada uno de los barrios donde residí, durante casi dos ciclos escolares completos en condición de investigadora del proyecto OPRE-ROMA y como antropóloga que desarrollaba un periodo de observación intensa para su tesis doctoral. En el transcurso de la observación participante utilicé también otras herramientas que fui adecuando a las diferentes situaciones en las que me encontraba: entrevistas en profundidad, confección de genealogías, redes de relaciones, mapas en los que trazaba los itinerarios espaciales cotidianos de los interlocutores y muy habitualmente empleé la fotografía. Las principales líneas de análisis a partir de las cuales abordo los espacios y relaciones son tres: la que se refiere al tratamiento del espacio urbano, la que tiene en cuenta el conjunto de relaciones que sobre dicho espacio configuran la etnicidad y la que se refiere a los procesos educativos y de producción y reproducción cultural. En estos ámbitos de análisis se enmarca mi interés por la infancia, por lo que me parece oportuno apuntar algunos aspectos del andamiaje teórico que soportan el conjunto de mi etnografía. Para afrontar la diversidad y heterogeneidad que caracteriza el espacio urbano propongo una mirada que pretende ser holística. Esto “equivale a un análisis que se acerca y se aleja enfocando su objeto de estudio desde distintas perspectivas […]” (Lamela, 1998: 19). Se trata de abordar la ciudad “en contexto y como contexto” (Fox, 1972), sin marginar los múltiples anclajes, desanclajes y reanclajes que la ‘tardo-modernidad’ trae consigo4. La intención holística, relacional y contextualizante me acompaña también en el modo de abordar formas de vida que generalmente son definidas bajo el epígrafe de “minorías étnicas”. En este sentido he recorrido la senda iniciada por Barth (1976), ampliada y revisada posteriormente por otros autores (Cohen, 1978; Baumann, 1999; Baumann y Gingrich, 2004; Dietz, 2003; Díaz de Rada, 2006; 2008) con los que concuerdo en afirmar que: “la etnicidad no cualifica a un grupo sino a una relación, que la identidad es un proceso y no una estructura fija e inmanente en el sujeto; que son los agentes quienes producen la etnicidad y no a la inversa” (Díaz de Rada, 2008: 6). Finalmente, en cuanto al tema de la reproducción y el cambio cultural, considero fundamental concebir las relaciones sociales 164

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transcurriendo en tiempos y espacios concretos a través de los cuales la cultura es producida, captada, comunicada y por tanto practicada, actuada, representada, etc. por agentes sociales. Este énfasis situacional, sin embargo, no puede descartar marcos estructurales más estables que trascienden la acción concreta (Bourdieu, 2006). Esta perspectiva invita a tomar en consideración tres aspectos clave: 1) entender a los individuos como verdaderos agentes sociales (Weber, 1997) superando la dicotomía entre unos sujetos adultos y completos que transmiten y otros niños e incompletos que interiorizan contenidos culturales exteriores a ellos; 2) superar el hábito de substancializar la cultura en una serie de atributos homogéneamente definidos (los que encajan con un grupo social dominante) para, en cambio, trabajar con la idea de que la cultura no es una propiedad de los agentes sino de la acción social (Díaz de Rada, 1991; 2006; 2008); y 3) contemplar la educación como un proceso social y cultural y no como si fuera algo externo o separado de la realidad de los agentes sociales (Bourdieu, 2006). La niñez y adolescencia aparecen en este contexto de estudio como ámbitos de acción y relación importantes en el entramado de relaciones que se ponen en juego en las llamadas “minorías étnicas” en el ámbito del espacio urbano.

‘CIDADE VELHA’ Y LOS LLAMADOS ‘CIGANOS’ Cidade Velha está situada en el sureste de Portugal y es la capital de distrito. Es una ciudad mediana, que en el momento de mi trabajo de campo contaba con 44.806 habitantes (censo de 2001). Su centro histórico amurallado constituye uno de los principales reclamos turísticos de la región y del país. A diferencia de otros asentamientos urbanos vecinos, Cidade Velha ha ido incrementando paulatinamente su población desde los procesos migratorios impulsados por la mecanización del campo en los años cincuenta-sesenta, ya que por sus características de ciudad administrativa, con larga tradición universitaria y turística, constituye una fuente de empleo para los alrededores. Aproximadamente5 200 personas se consideraban “ciganos” (el 0,44 del total de la población del área urbana). La población 165

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“cigana” de Cidade Velha no sólo era social y económicamente heterogénea sino que además vivía dispersa en tres barrios de la ciudad extramuros, en el casco histórico y en un pequeño campamento de chabolas situado en un descampado cedido por la Câmara Municipal (Ayuntamiento) en 1989. El barrio en el que se sitúan los protagonistas de este texto al que llamaré la Bairro das Flores era un barrio de viviendas de cuatro y cinco pisos construidos en diferentes fases desde los años setenta y continuaba expandiéndose en el momento de mi trabajo de campo. Las viviendas de “habitação social”, las construidas por “cooperativas de habitação económica” y las más recientes construcciones privadas se alternaban fomentando un tejido socio-espacial bastante heterogéneo compuesto por funcionarios y técnicos de la Administración local, obreros de la construcción, empleados en servicios, operarios, vendedores ambulantes, pensionistas y desempleados. Durante mi estancia en el barrio (2002) contabilicé nueve casas habitadas por personas que se consideraban y eran consideradas “ciganas” distribuidas en diferentes bloques y bajo diferentes regímenes de arrendamiento y compra subvencionados. En total 30 personas con edades comprendidas entre los 5 y 77 años agrupadas en ocho familias nucleares y un viudo que vivía solo. Casi todas ellas mantenían lazos de parentesco entre sí y pertenecían a patrigrupos amplios residentes en Cidade Velha al menos desde mediados del siglo pasado e integrados en raças6 o asociaciones patrilineales espacialmente dispersas por la región y, más allá, hacia el litoral y la zona de Lisboa. Prácticamente todos ellos se dedicaban al comercio ambulante de ropa. Para preservar el anonimato de aquellos que me lo pidieron cuando hiciera referencia a sus vidas privadas utilizo en este texto seudónimos para personas y lugares.

IV Aquella tarde de primavera parecía que el invierno húmedo y desapacible que nos obligaba a estar junto a la estufa viendo las telenovelas por fin quedaba atrás. Las furgonetas que diariamente se utilizaban 166

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para ir a vender a los mercadillos de la zona estaban aparcadas frente a los bloques y rodeando la escuela. Los hombres ya no conversaban y fumaban resguardados entre ellas como hacían en el invierno sino sentados en hilera sobre la jardinera situada frente a sus casas. Cesaro, un hombre robusto, de unos 43 años, había sacado la guitarra y Lalo, Manel y Zé, todos ellos de la misma edad aproximadamente, batían las palmas al ritmo de una música que llamaban “rumbas” y “tangos”. Frente a ellos, Fofa que era la hija de Cesaro y tenía ocho años, Carla que era hija de Luis con siete años y Dulce de nueve años que era hija de Joana y sobrina de Manel, contoneaban sus menudos cuerpos. Bailando entre ellas unas hacían de modelos de otras, imitando con pasos y saltitos las danzas árabes de Jade, la protagonista de la telenovela de moda. Alrededor de ellas, sus hermanos y sus primos varones, que tenían entre seis y ocho años, jugaban a burlarse de ellas; Faba, que era el más pequeño, hacía círculos alrededor montado en su bicicleta y jugaba a atropellarlas; Manel de ocho y Mário de siete las imitaban socarrones y de vez en cuando las niñas les respondían con algún manotazo y algún empujón. Con sus movimientos unas y otros producían un espacio androcéntrico (Bourdieu, 2007; San Román, 1997; Giménez Adelantado, 1994). Ellos burlándose de ellas con movimientos toscos, interrumpiendo sus bailes sin ser por ello censurados por los adultos e ignorando los reproches expresados por las niñas: “Mãe olha [mira] para o Manel […] o”; “Mário deixa [quita] […]”. Al poco tiempo de estar allí, los niños abandonaron aquel espacio y se fueron en dirección a los columpios situados a la vuelta del bloque, las niñas no les siguieron sino que continuaron con sus danzas durante un rato. Al marcharse, la categoría común de “crianças” que unos y otros ocupaban conjuntamente resultó singularizada genéricamente. Las “crianças” se esforzaban por llamar la atención de unas sobre las otras y, particularmente, de sus madres que conversaban sobre ellas largo y tendido sentadas en el rellano del portal, y de sus padres, que de vez en cuando las animaban en sus bailes. Con sus movimientos, parecían ratificar y objetivar observaciones que los adultos habían vertido sobre ellas en su presencia pero con sus acciones propiciaban que volvieran a ser emitidas o bien motivaban nuevas y variadas consideraciones. Dulce era frecuentemente 167

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halagada por su larga melena rubia y no hacía más que tocarse el pelo y sacudirlo de un lado a otro. También era adulada por tener un carácter afable y sociable o, como solía decirse: “um feitio que todo o mundo gosta dela” (un carácter que le gusta a todo el mundo) y con sus miradas y sonrisas hacia mí, hacia Elicia y su tío Manel, nos arrancaba palmas, risas y comentarios sobre lo que los adultos llamaban “graça” (gracia) (Pitt-Rivers, 1993: 280-321). Y precisamente esto era lo que, desde su posición de “criança”, le permitiría ir produciendo y acumulando, poco a poco, en ocasiones de sociabilidad intragrupal como ésta, una parte del llamado “valore”7: el que correspondería a su belleza y a su encanto. Junto a ella, la pequeña Carla, parecía contagiarse de esa “graça” que Dulce exudaba como si fuera algo completamente natural en ella. Copiando sus movimientos, alternándolos con un estilo propio, llegaba a quitar a Dulce parte de la atención que acaparaba, según decían las mujeres riendo: le estaba “tirando o valore”8. Fofa, en cambio, salía mal parada en aquel juego, menguada frente al desparpajo de Dulce y Carla, se situó enfurruñada junto a su padre, que, sin embargo, la instaba a bailar como las otras; animándola a no ser tan vergonzosa y empujándola a la acción, quería darle “valores” pero hay veces en las que las niñas se oponen a jugar a ese juego social... Ante su negativa y aunque su padre no aludiera verbalmente a ello… dejó de tocar, recogió su guitarra y las niñas abandonaron aquella competencia que formaba parte de lo que, en ese momento y lugar, significaba ser “criança”. Al otro lado de la calle, Cristele de 14 años que era hermana de Fofa, Solange de 13 años que era hermana de Dulce y Nessa de 17 que era prima de las dos últimas, permanecían ajenas a los juegos y bailes de aquellas niñas, situadas a unos metros de las mujeres adultas, que estaban sentadas en el rellano del portal donde vivían las que me hospedaban y el grupo doméstico en el que se incluía el hombre que estuvo tocando la guitarra. Estas muchachas se mostraban tremendamente preocupadas por su aspecto físico, se arreglaban continuamente la ropa y el pelo; tan pronto se acomodaban las mangas de la camisa como se estiraban el cuello de ésta, sacudían la melena para darle volumen o se miraban en el espejo retrovisor de la furgoneta para comprobar que el delineador seguía en el contorno del ojo. Unas hacían de modelos de otras y al mismo tiempo 168

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competían entre ellas tal y como mostraban sus gestos y miradas y el modo, casi uniformado, en que vestían. Solange tocó el pelo de Nessa y ésta el de su prima, ambas compararon el color de las mechas rubias que llevaban, Cristele miró las botas de tacón de Nessa y las señaló, Nessa se subió el pantalón y se las mostró a ambas orgullosa, Solange hizo lo propio y situó su pie junto al de su prima. Pero, a diferencia de las “crianças”, en aquella situación9, no se mostraban interesadas en acaparar la atención de los adultos. Ellas miraban furtivamente a los muchachos que jugaban al fútbol en el patio de la escuela e intercambiaban risitas y secretos entre ellas. Cambiaban una y otra vez de posición, daban la espalda a las mujeres adultas y se guarecían de las miradas de los hombres adultos tras la furgoneta que, de vez en cuando, servía de respaldo. Además Nessa llevaba consigo una revista de moda y cotilleos que les servía unas veces para disimular la atención que ponían en los chicos y sus comentarios sobre ellos, y otras para ponerse al día en las últimas tendencias en moda y comentar consejos de belleza. “Aborrecidas” (aburridas), como muchas veces me habían dicho que estaban, buscaban continuamente espacios propios y alejados de los adultos que tanto influían en sus vidas en aquel barrio pequeño de una ciudad que resultaba aun más pequeña de lo que parecía, llena de viejas reliquias para turistas interesados por la historia; sin tiendas lujosas como las de Lisboa ni grandes centros comerciales ni “cultos”10 a los que la gente de su clase acudía de punta en blanco. Al carecer de otra existencia que la relacional, como diría Bourdieu (2007: 38), los sexos y también las edades “son producto del trabajo de la construcción diacrítica a un tiempo teórico y práctico”. Tan significativas resultaban, por tanto, las acciones de aquellas “crianças” y “moças” como la conversación que las mujeres adultas mantuvieron mientras duraron los bailes de las niñas y que yo presencié, sentada junto a ellas, tomando notas, poniendo atención en cómo los cuerpos y las acciones estaban siendo evaluados, definidos y clasificados. Elicia, una mujer de unos 29 años, la madre de Carla, Faba y el “bebé” de dos años que pasó gran parte de la tarde dormitando en su regazo, mostraba su sorpresa por el modo en el que Dulce, la hija de su amiga Joana había crecido desde la ultima vez que la vio, hacía unos ocho meses. Su cara y su cuerpo habían 169

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cambiado, estaba más “gordinha” y al verla allí bailoteando le parecía más “mulher” que su hija Carla, que apenas tenía un año menos que Dulce. Según decía ya comenzaba a tener “corpo” (cuerpo), le apuntaban las “maminhas” (pecho), había ensanchado de caderas y predecía que, en un par de años, ya sería toda una “mulherona”. Joana se mostró en desacuerdo con Elicia, decía que su hija estaba más “gordinha” porque se pasaba el día detrás de ella para que comiera y, añadió, que aún tenía que partirle la carne y dársela como a un “bebé”. Las mujeres que formaban parte del contexto próximo de relaciones en el que se incluían las niñas, debatían habitualmente y en presencia de éstas, si eran o no “crianças” en tanto poseedoras o no de “corpo” y “formas” y transferían visibilidad y significación a ciertas partes de sus cuerpos: las “maminhas” (pechos) el “cu” o “rabo” (trasero) y las “ancas” (caderas). El cuerpo culturalmente visible aparecía así como una interpretación de tamaños, volúmenes y formas y se comunicaba a las poseedoras de ese cuerpo la importancia moral y social de los cambios que experimentaban físicamente (Velasco, 2007: 184). En conversaciones como ésta el cuerpo era leído como medida del desarrollo sexual de la mujer y las niñas in-corporaban las apreciaciones tal y como he mostrado que hacían con aquellas otras que las situaban como bellas, con encanto, tímidas o apocadas y feitas. Ahora bien, podía suceder que en ciertas personas, por sus características físicas, no se apreciaran signos externos de desarrollo sexual y que, sin embargo, fueran consideradas “moças” en oposición a “crianças”. Solange por ejemplo, era muy menuda y apenas se le marcaba el pecho o las caderas en comparación con aquellas otras con las que compartía la mayor parte del tiempo y que consideraba sus pares aunque fuera dos y tres años menor que la mayoría de ellas. Sin embargo, esta diferencia no era leída por aquellas mujeres adultas en términos de carencia de atributos sexuales y no se la excluía de ese grupo de edad. De Solange se decía que era “magrinha” (flaca) no “criança”. Había algo en Solange que compensaba la ausencia de “formas” permitiendo que compartiera estatus con aquellas que ya eran consideradas “moças” y esto era su modo de hacer, gesticular, moverse… que ante los demás la situaba como “moça” y no como “criança”. Según yo lo vi y entendí, para que el cuerpo y sus partes funcionaran plenamente como símbolos de madurez sexual 170

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y expresaran en éste sentido el abandono del estatus de “criança”, no era suficiente el reconocimiento social de su presencia, a este reconocimiento se le sumaba el de ciertos gestos, posturas, actitudes y carácter o “feitio”. La visibilidad del cuerpo y sus partes eran interpretadas según signos y acciones convencionales. Mariana, soltera de 40 años y su madre, “Ti” Alvarinha, de unos 70 y viuda, concordaron aquella tarde en que Dulce, como Carla y Tití mostraban con sus movimientos carencia de “maldade” (malicia). Nadie las reprimió por bailar ni por exhibirse en esa situación sino todo lo contrario. Con la expresión “já tem maldade” (ya tiene malicia), en cambio, se apreciaba frecuentemente que una “criança” comenzaba a interesarse por los chicos, que se había vuelto vanidosa y que buscaba excusas para “passear” (de pasear, usado en el sentido de exhibirse, mostrarse) Mariana me explicó una vez lo que significaba “ter maldade” de este modo: Sara: Como que é isso de ter ou não ter maldade… que ás vezes dizem quando falam das moças. Mariana: Jajaj… o Sara… isso… isso vê-se logo!…, não tem maldade… é… pronto que são crianças, elas, enquanto fossem crianças não… não tem aquela espertize (esperteza) que tem a X, a Y… pois… elas… mesmo sendo boas, que eu não estou a falar mal delas, deus me livre! a B e a Z sabem que eu gosto delas, como se fossem as minhas sobrinhas… mas é assim, é vida…, elas já… pensam de outra maneira tem outra… outro feitio… como dizer… já olham para um olham para outro… se os pais não têm conta delas… olhe… há algumas que até namoram ás escondidas […] Sara: ¿Qué es eso de tener o no tener malicia… que a veces decís cuando habláis de las mozas? Mariana: ¡Jajaj ay Sara!… si eso… ¡eso se ve enseguida!, que no tienen malicia es pues… pues que son niñas, mientras sean niñas pues no tienen la malicia (no hay otra traducción para esperteza en este caso) que tienen X e Y por que ellas aunque sean buenas chicas, que yo no estoy hablando mal de ellas, ¡dios me libre! La B y la Z saben que las aprecio como si fuesen mi sobrinas… pero así es la vida, ellas ya piensan de otra

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manera tienen otra…otro carácter… como decirlo… ya miran a uno a otro… si los padres no toman cuenta de ellas…. Oye… que hay algunas que hasta ligan a escondidas […] (Mariana, 40 años, 10/3/2002)

Esto era precisamente lo que sugerían Solange, Cristele y Nessa aquella tarde, cuando se retocaban la ropa y el pelo y miraban disimuladamente a los muchachos que jugaban al fútbol en el patio de la escuela. Maneras de actuar que cobraban significación cultural al ser reconocidas e interpretadas por las mujeres adultas que allí estaban con la expectativa recíproca de quienes actuaban. “Ti” Alvarinha, mirando a las “moças”, se refirió con guasa a ellas, haciéndonos notar que no hacían más que mirarse al espejo: “ Olha! que seria delas sem os espelhos, jajaja!” (“Anda qué…! Qué sería de ellas sin los espejos! Jajaja”) Mariana replicó a su madre: “ooo... deixa estareee… são moças… a gente na idade delas era igual…já não te lembras!?…” (“¡Ooooh déjalas, nosotras a su edad éramos iguales, ¿ya no te acuerdas?!”). Ahora bien, estas formas consensuadas y objetivadas de entender el cuerpo femenino y las actitudes de las “crianças” y las “moças” como tales, no son rígidas ni tienen sentido en abstracto sino que forman parte de la experiencia cotidiana de los agentes que, como tales, eligen y deciden, sin que por ello dejen de hacer cultura. Cuando Joana se opuso a la interpretación que Elicia llevó a cabo sobre el cuerpo de su hija, hizo referencia a la delgadez, como he mostrado anteriormente, pero, además, para contestar a Elicia dijo: Deixa… Elicia… não me faças mas velha do que sou… ela ainda é criança… Elicia… já tenho uma solteira… deixa estareee… é só gastar dinheiro a toda hora filha… deixa… só dão desgostos. “Deja Elicia no me hagas más vieja de lo que soy… ella todavía es niña… Elicia ya tengo una soltera… deja, que es gastar dinero todo el tiempo, deja, que solo dan disgustos”. (Joana. 37 años. Anotado durante la conversación)

Joana no se mostraba interesada en que su hija dejara de ser “criança” tan pronto porque eso la colocaría ante los ojos de los demás 172

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en el lugar de una mujer cuyas hijas pronto se casarían y la convertirían en abuela y eso implicaba un cambio de estatus que le parecía subjetivamente precipitado y nada deseable. Joana, tal y como yo la conocí, era una mujer coqueta a la que le gustaba maquillarse, lucir sus collares y pulseras de oro en cuanto tenía oportunidad de salir con su marido. Cuando sus hijas la convirtieran en suegra y en abuela, aquello terminaría. De hecho, su suegra ya comenzaba a criticarla por ir maquillada y emperifollarse demasiado. Joana tampoco quería que Dulce creciera tan rápido porque tener una “moça” en casa suponía tener una “solteira”. Significativamente Joana, empleó ese término y no el de “moça” para oponerse al rápido desarrollo sexual que Elicia pronosticaba para su hija, y, en este sentido, lo relacionó con dos cuestiones fundamentales: el gasto económico y el desgaste emocional. En primer lugar, la inversión en el ajuar o “enxoval” de la “moça” y junto a ello el gasto continuo en ropa, zapatos, maquillajes, joyas que suponía la mocedad de las mujeres era muy grande e implicaba un esfuerzo importante que las familias11 enfrentaban a veces más allá de sus posibilidades económicas reales, porque era también una inversión en términos sociales y simbólicos. Se trataba de mostrar a través de la “moça”, de su apariencia, de sus ropas y joyas, de su sofisticación, la posición del grupo familiar. Esto era lo que la hacía deseable y elegible en el mercado matrimonial, lo que permitía que las “moças” fueran “pedidas” como esposas en los eventos sociales a los que acudían, principalmente en los “casamentos” (bodas). Tal y como dijo una vez la madre de Solange mientras veíamos el vídeo de una boda, en compañía de sus hijas, Mariana y la madre de Cristele: Aaanda bonitas! os ouros… os cordões… as pulseiras… os luxos são os que as fazem bonitas!… olha para elas… são cavalos… Mas… olha… mesmo que sejam feias, oh Saara!… aqueles luxos, aquelas roupas, pronto, escreve isso: já não há solteira feia, só as que não têm é que são feias. ¡Aaanda guapas! Los oros… las cadenas… las pulseras… ¡los lujos son los que las hacen guapas! Míralas… son caballos… ¡Pero mira Sara!… aunque sean feas, esos lujos,

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esas ropas, venga escribe eso: ya no hay solteras feas, sólo las que no tienen es que son feas.” (Joana. 37 años. Anotado durante la conversación)

Cuantas más veces fuera “pedida” una “solteira” y más valorado fuera socialmente el estatus de la familia del muchacho, más se iba incrementando el “valore” de la “moça” y con ello también el de su familia. Ahora bien, que el “pedimento” desembocara en una alianza beneficiosa entre partenaires, que se reconocieran legítimamente como aliados prestigiosos (Bourdieu, 2007; San Román, 1997), podía concretarse, ¡o no! Y en esto tenía mucho que ver la moça, a ello, en mi opinión, se refería Joana aquella tarde con su expresión: “só dão desgostos”. Las “moças” podían dar “cabaças” (calabazas) a sus pretendientes oponiéndose en algunos casos, a los deseos de sus padres y madres. Estos últimos afirmaban querer para ellas muchachos desenvueltos y emprendedores, que no se metieran en “brigas” (peleas), que no abusaran de los “vícios” (drogas, juego, alcohol, mujeres) y que, además, pertenecieran a una familia cuyo estatus social fuera positivamente valorado por mostrar respeto a normas consideradas importantes como la endogamia étnica y la virginidad antes del matrimonio, y por mantener una situación estable12 y ventajosa en una red de aliados y parientes común o conocida desde la que desarrollaran, con solvencia similar o superior a la propia, actividades comerciales no relacionadas con lo que despectivamente llamaban “negócios obscuros” (droga, robos, etc.). Sin embargo, los que se consideraban vendedores ambulantes “ciganos” mejor situados en Cidade Velha y alrededores formaban un grupo reducido y articulado por una tupida red de relaciones de parentesco y afinidad que dificultaba el establecimiento de nuevas alianzas matrimoniales; además, la venta ambulante era un negocio cada vez más restringido a base de directrices municipales e impuestos que priorizaban el comercio local y destinado al turismo, así que se tendía a considerar deseable el reanudar las alianzas fuera de la ciudad y la región, principalmente en la zona de Lisboa donde se concentraba la venta al por mayor y abundaban los mercadillos entre poblaciones cercanas. Según mis datos las llamadas “moças” solían mostrarse de acuerdo con estas preferencias matrimoniales, casi 174

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todas anteponían Lisboa a Evora y a los chicos “ciganos” buenos y ricos frente a los “pategos” (etnónimo para referirse a no-“ciganos”), los “maltêses”13 y los pendencieros, pero eso no significaba que llegado el momento compartieran con sus padres similares apreciaciones y sentimientos respecto a un pretendiente y su familia. Además de dar cabaças en contra de los deseos paternos, las “moças” podían echar por tierra las expectativas a futuro depositadas en ellas simplemente por mantener un comportamiento cotidiano inadecuado. Las actitudes que se consideraban arriesgadas y peligrosas en este sentido, eran leídas fundamentalmente en términos de ruptura de las normas morales que organizaban la sexualidad femenina. Si una “moça” no mostraba un comportamiento obediente, recatado, pudoroso y virtuoso, es decir, si no se mostraba sumisa ante el control que los adultos ejercían sobre ella y controlaba sus deseos sexuales, reservándose intacta hasta el momento de su “casamento” con el que sería su único y definitivo compañero y nada más que para él, perdía todo su valore como “moça” y como “solteira”; no llegaría a ser casada y perdería, además, una parte de aquello que la diferenciaba y la situaba como “cigana” en oposición a las que llamaban “hambas”, “paitas”, “senhoras” o “pategas” (etnónimos que señalan a las que no son “ciganas”). El control de la sexualidad femenina que confiere significado a la categoría de “moça” es un valor y como tal expresa una “relación diferencial entre sujetos sociales concretos y localizados que se traduce en asimetría por referencia a un espacio social de poder” (Díaz de Rada, 2007: 121) El paso a la mocedad suponía, por tanto, un proceso de reordenación crítica en el que se producían determinados cerramientos o clausuras operacionales. No estaba bien visto que las “moças” fueran a la escuela ni pasaran demasiado tiempo en la calle sin la compañía de algún adulto/a de confianza porque ésos eran lugares asociados a las “crianças” que pasaban el tiempo “brincando” pero no el lugar de las que dejaban de serlo y que ya parecían dispuestas para “namorar”; incluso dentro de los lugares aceptables, adscritos a aquellos que conformaban el grupo local de parientes y amigos se levantaban nuevos límites. Se trataba de un cerramiento a partir del cual se definían y eran comunicadas diferenciaciones de edad, genero, étnicas y también en términos de estatus. A pesar del control que 175

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ejercía la familia14, sobre la “moça/solteira” o precisamente por ese aumento del control, las que se consideraban tales frecuentemente ponían en práctica artimañas para flirtear a escondidas. Aún más frecuentemente, las “moças” encontraban modos de abrir puertas y ventanas para, simplemente, hacer aquello que querían hacer y que no siempre tenía connotaciones explícitamente sexuales para ellas a pesar de que casi siempre fuera leído en esa clave. El modo en el que se desarrollaron los acontecimientos al final de esta tarde de primavera resultará esclarecedor en este sentido.

V Aquella tarde de primavera las “moças” lograron escabullir el control de los adultos, aprovechando que las mujeres estaban entretenidas con sus conversaciones. Solange, hizo saber a su madre que ella y Cristele iban a acompañar a Nessa, a su casa, situada dos calles más allá. Pero la madre de Solange apenas contestó con un gesto de aprobación, sin llegar a quitar la atención de lo que en aquel momento se discutía. A diferencia de otras veces, no mandó a las niñas tras ellas y éstas, entretenidas en sus bailes y sus juegos, tampoco las siguieron. Tampoco yo las acompañé, como en otras ocasiones, porque estaba absorta en la conversación y en lo que hacían las niñas y porque no se refirieron a mí en ningún momento. Así pues, nadie reparó en la prolongada ausencia de las muchachas hasta que Elicia llamó a gritos a su hijo Faba y anunció que se iba a preparar la cena antes de que su suegra se molestara por su ausencia15. Fue entonces cuando Joana, la madre de Solange, se dio cuenta del tiempo que había pasado desde que su hija y las otras se habían ido. Mostrándose preocupada partió junto a la pequeña Dulce hacia la casa de su sobrina Nessa, a ver si aún estaban allí. Tras la cena, Mariana y yo decidimos pasar por la casa de Joana y comprobar que no había sucedido nada malo con Solange y, de ser así, “passar o serão”16 con ellas y con su prima Elicia. Al llegar a su casa nos abrió la puerta el hijo mayor de Joana, que sin saludarnos siquiera salió detrás de nosotras dando un portazo. La casa de Joana estaba extrañamente silenciosa y calmada. En la salita de la tele 176

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encontramos a Joana y su marido Zeca sentados frente al televisor junto a la pequeña Dulce. Era extraño que Zeca no estuviera en la calle con los otros hombres que para entonces habían vuelto del bar ya con unos tragos de más y conversaban animadamente junto a sus furgonetas. Aquella escena era demasiado idílica para una casa bulliciosa en la que no era habitual ver momentos como ése; Mariana no pudo evitar preguntar si había sucedido algo y Joana, lamentándose, comenzó su relato. Solange y su inseparable amiga Cristele, no se habían quedado en casa de Nessa, por el contrario, tras acompañarla, habían regresado a la casa de Solange y aprovechando que la casa estaba vacía, habían cogido la bicicleta del hermano mayor para escaparse rumbo a la casa de Fatinha de 16 años, que vivía en un barrio bastante alejado del suyo al que llamaré Bairro das Nogueiras. Las tres querían ensayar juntas canciones para el “culto”17 evangélico recién inaugurado, al que acudían junto a sus madres y que se celebraba tres días a la semana en un local situado en el barrio donde vivía la abuela de Solange, al que llamaré Bairro do Pinheiro, muy próximo a aquel en el que vivía Fatinha. Durante su recorrido alguien las vio y avisó a su hermano mayor, quien a su vez avisó a su padre y juntos fueron a buscarlas con la furgoneta para traerlas de vuelta. Al llegar a casa, según decía la compungida Joana, Solange fue objeto de duras recriminaciones y algún que otro cachete por parte de su padre y su hermano, algo que Joana subrayó como inusual puesto que nunca pegaban a sus hijos. La madre se lamentaba de que su hija fuera tan rebelde, en vez de bajar la cabeza, callar, e irse a su cuarto hasta que su padre y su hermano se calmaran, les había plantado cara y desafiado. Llegó a decir a su padre que no podría prohibirle ir al “culto” ni dejar de ver a su amiga, ni tenerla todo el día encerrada en casa e incluso amenazó con volver a escaparse. Debido a su desobediencia Solange estaba castigada indefinidamente sin salir de casa. Solange, “aborrecida”, de una rutina que consistía en hacer las tareas de la casa junto a su madre, ver telenovelas, probarse ropa y maquillajes o pasar la tarde frente a los bloques en compañía de su hermana y sus primas y/o amigas había ignorado y sobrepasado todos los límites espaciales en los que sus movimientos permitidos estaban circunscritos. Había roto las barreras del lugar asociado a 177

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su condición de “moça” y sin la compañía de ningún adulto de confianza, transitó por lugares considerados peligrosos y nada recomendables para ella según su estatus. Habían pedaleado al borde de una carretera que soportaba un intenso tránsito de coches y camiones puesto que atravesaba el parque industrial de la ciudad y continuaba en dirección a Lisboa. Esta carretera, además, conectaba el campamento de chabolas18 con el Bairro do Pinheiro19 y finalmente se desviaba hacia el Bairro das Nogueiras donde vivía Fatinha. Los que se reconocían como “ciganos” y vivían en el Bairro das Flores, solían definirse a sí mismos en oposición a estos espacios a los que consideraban marginales, vinculados a la droga y a la delincuencia. Particularmente, vinculaban el Bairro do Pinheiro y el Bairro das Nogueiras con la presencia de “senhores podres”20 y “maltêses” y evitaban cualquier tipo de contacto con estos espacios y con aquéllos a quienes situaban en esas categorías. Esto era así, a pesar de (y precisamente porque) algunos, como los propios padres de Solange y Cristele, habían vivido en ese barrio tiempo atrás y aún tenían allí parientes: los primeros beneficiados de los realojamientos producidos a principios/mediados de los setenta, a partir de los cuales se pretendía trasladar a gran parte de la población del maltrecho casco histórico y dar cobijo a una importante masa de inmigrantes rurales. Solange y Cristele conocían, por tanto, las características de esos espacios, frecuentemente ella y otras “moças” hablaban de esa zona de la ciudad como “podre” y a las personas que vivían allí las caracterizaban como “peles” o “maltêses”, pero aquella tarde poco les importó. Mostrándose seguras de sí mismas y de su posición en el espacio social, habían antepuesto sus deseos inmediatos al esfuerzo continuado de sus padres por distanciarse de esos espacios que evocaban la imagen estereotipada del “cigano” marginal, delincuente, drogado, pobre… Para llevar a cabo su hazaña, Solange (y Cristele) había utilizado un medio de transporte que tenían prohibido: la bicicleta. Muchos padres y, sobre todo, las mujeres más ancianas no veían con buenos ojos que las niñas, incluso cuando todavía eran consideradas “crianças”, montaran en bicicleta; a pesar de ello, de vez en cuando, montaban en las de sus hermanos o sus primos como aún hacía la pequeña Dulce (y como también había hecho Solange de pequeña)21. Sin embargo, Cuando las “crianças” comenzaban a tener 178

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“corpo”, la prohibición sobre el uso de la bicicleta se hacía estricta. Subida en la bicicleta, con su trasero en pompa, expuesta a las miradas, tal y como hacían otras muchachas que no eran “ciganas”, la “moça/solteira” perdía su valor que como ya he explicado anteriormente funcionaba como la expresión de una relación diferencial. Pero además, como poseedoras de “corpo” este valor adquiría importancia física; de un modo mucho más marcado se volvía in-corporado, localizado en el interior del cuerpo de la “moça/solteira”, cobrando la forma de “bago de uva” (uva) blanca o amarillenta a la que llamaban la “honra”. Como portadora de la “honra” dentro de su cuerpo la moça/solteira debía protegerla hasta el momento de ser ratificada en el “casamento” a través del ritual del “(a)hontamento” (ajuntamiento)22. Con ello, la “moça/solteira” pasaría a ser una “casada” con “honra e vergonha”. Miembro legítimo de una nueva categoría que adquiere relevancia frente a todas/os los que no han atravesado este rito de transición y por tanto con prerrogativas que irían adquiriendo con el paso del tiempo y en relación a un comportamiento que no deja de ser observado. Solange y Cristele, subidas en la bicicleta, también habían dejado atrás todos estos significados, por un rato habían dejado de ser “moças” para ser dos muchachas como aquellas que iban al instituto en bicicleta o en ciclomotor y como aquellas que veían en las telenovelas Anjo Salvagem y New Wave donde se contaban aventuras de adolescentes. Con su escapada Solange y Cristele se habían opuesto, además, a las recomendaciones de sus padres de no mantener relaciones con Fatinha. Aunque unas y otras se reconocieran como “ciganas”, compartieran el mismo género y pertenecieran al mismo grupo de edad, Fatinha, por su situación familiar ocupaba una posición ambigua entre los que se reconocían como “ciganos” en Cidade Velha. Matrilateralmente pertenecía a un grupo local de parientes dedicado con fortuna a la venta ambulante que, además, formaba parte de una raça rica, poderosa y conocida desde antaño en la región. Sin embargo, la madre de Fatinha había roto las expectativas de promoción social que los suyos habían depositado sobre ella y se había unido a un hombre de un estatus inferior, como solían decir los que la criticaban: un “pele” que descendía de aquellos “ciganos dos burros” o “ciganos dos ribeiros (ríos)”, acusados de haberse hecho 179

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“novos ricos” con negocios considerados “obscuros” y desprestigiados por haber ignorado prescripciones matrimoniales generación tras generación. En definitiva, el entorno de su padre acumulaba casi todos los elementos que servían a los “ciganos” que se consideraban económicamente bien situados y oriundos de Cidade Velha desde “sempre” (siempre) para definirse en oposición a ellos y legitimar positivamente su presencia ante los no-“ciganos” que, frecuentemente, se empeñaban en equiparar a unos y otros al encasillarles en la categoría amplia y, a menudo, peyorativa de “ciganos”. La amistad de Solange y Fatinha podía ser interpretada, por tanto, como una aproximación hacia esos “ciganos” de los que tanto se esforzaban por diferenciarse. En la práctica, que su hija frecuentara aquel ambiente aumentaba las posibilidades de que fuera “pedida” por ésos que veían en ella un modo de ascender socialmente y, aunque pudieran darse “cabaças”, a veces era todo un problema si la contraparte no las aceptaba o si Solange llegaba a enamorarse, como había sucedido en el caso de la madre de Fatinha, e incluso dentro del propio grupo de parientes de Solange. Con todo ello podrían reducirse peligrosamente las posibilidades que abría el matrimonio para establecer alianzas duraderas que permitieran la reproducción y consolidación del capital social y simbólico de su grupo (Bourdieu, 2007: 62). Tantos esfuerzos para componer el estatus y el prestigio y, sin embargo, Solange, como cualquier otra “moça” tenía el poder de cambiar el curso de los acontecimientos… Finalmente, con su escapada a casa de su amiga a ensayar canciones para el “culto”, Solange estaba contraponiéndose a los deseos de su padre de mantener la fe católica que sus abuelos y bisabuelos habían profesado. Zeca, como buena parte de los vendedores ambulantes “ciganos” del Bairro das Flores (excepto el padre de Cristele), desconfiaban de aquellas expresiones de fe que consideraban exageradas, así lo expuso un día que le pregunté por qué no iba al “culto”: Os ciganos tornam-se fanáticos, já não pensam com claridade… ooo curou um filho daquele!! ooo u outro alevantou-se e já estava morto!!… se lá… eu… eu acho que o cigano… sente muito, pronto, tem muito sentimento com as coisas… é… é muito

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emotivo… e… também… há muita ignorância… eu… tenho respeito por aquilo em que cada um acredita, mas… quer dizer… eu... sou precavido… a gente sempre fomos católicos, normais, temos uma educação, respeitamos as nossas tradições mas… é diferente… a gente… pronto!… não me quero fazer mais que outros… e diferente… “Los ciganos se vuelven fanáticos, ya no piensan con claridad… ¡¡ooo curó a un hijo de aquel!! ¡¡Ooo el otro se levantó y ya estaba muerto!! No sé… yo… pienso que el cigano siente mucho, sabes, tiene mucho sentimiento con las cosas… es muy emotivo… y también hay mucha ignorancia… Yo tengo respeto por aquello en lo que cada uno cree, pero… quiero decir, soy precavido… nosotros siempre fuimos católicos, normales, tenemos una educación, respetamos nuestras tradiciones pero es diferente, nosotros… yo no me quiero hacer más que nadie… es diferente…” (Zeca 40 años. 12/02/2002)

En sus reticencias hacia el “culto” se percibía también un posicionamiento social. No quería que su hija ni su mujer fueran al “culto” por el espacio en el que estaba ubicado y también porque a ese “culto”, a diferencia de los que había en ciertos lugares de Lisboa, no iban las “ciganas” con las que le hubiera gustado que su hija se codeara. Solange, en cambio, decía que tenía “fe” y también decía que, en el “culto”, sentía cosas como: calor en la cara, el vello erizado, mareos… y mucho sosiego cuando terminaba. Eso no le pasaba en las solitarias misas por los difuntos celebradas en la parroquia del barrio a las que iban cada tanto. Al contrario que su padre, ella prefería “a palavra de Deus” a la “igreja dos senhores”. Pero, para ella, tampoco el “culto” era solamente cuestión de fe. Por humilde que fuera el nuevo “culto” de Cidade Velha y mal situado que estuviera según su criterio y el de sus padres, por aburrido que le pareciera el pastor o el hecho de que casi nadie cantara, a pesar de que los padres como el suyo no dejaran ir a las “moças” y sólo fueran mujeres ya adultas y niños pequeños y , a pesar, de que casi todos ellos le parecieran en relación a si misma “maltêses”; a pesar de todo ello, el “culto” era un nuevo espacio de sociabilidad intragrupal y, al menos, cada tarde 181

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acompañada de su madre o de la madre de Cristele que era mucho más devota que la suya, podía salir de su barrio, ponerse al día de los cotilleos, ver a su amiga Fatinha e incluso planear con ilusión que juntas podrían hacer un coro de “moças” y convertir aquello en un “culto” algo más parecido a los de Lisboa. La aventura de Solange y Cristele ponía de manifiesto que una cosa era conocer los límites que los adultos les imponían en tanto “moças/solteiras”, saber qué implicaciones tenía trasgredirlos, y otra muy distinta vivir sujetas a ellos continuamente. Con sus acciones se opusieron a los adultos y al mundo que les asignaban, esto, sin embargo no implicaba una ruptura o escisión total al respecto, también respetaban esos límites, los consideraban deseables y les gustaría que permanecieran en el tiempo tal y como muestra este fragmento de entrevista con Fatinha: Sara: e com que idade gostavas de te casar? Fatinha: Aos 16. Sara: E para ter filhos? Fatinha: Aos 17, 18 anos. Sara: E já gostas de alguém… Fatinha: Agora já nesta idade um dia gostas de um, outro dia gostas de outro ja ja ja... mas tenho de casar com um cigano… Sara: E queres isso ou não… Fatinha: Quero, quero, sim quero, e as minhas filhas também; um dia quando eu tenha a minha família vou impor o respeito e o pai também, ainda mais ele, o meu pai impõe o respeito á gente, e pronto, sempre vou com pessoas mais velhas… não ando sozinha… e lá está o respeito, lá está o meu pai para impor o respeito, e a minha mãe, lá está: ela casou com um cigano porque teve o respeito e eu quando seja casada e tenha família também vou impor o mesmo respeito, para que os meus filhos casem com ciganos. Sara: ¿A que edad te gustaría casarte? Fatinha: A los 16. Sara: Y para tener hijos? Fatinha: A los 17 o 18 años. Sara: ¿Y ya te gusta alguien?

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Fatinha: Ahora ya en esta edad un día te gusta uno y otro día otro… pero tengo que casarme con un cigano. Sara: Y quieres eso, ¿o no? Fatinha: Sí, quiero, sí, y mis hijas también; un día, cuando tenga mi familia voy a imponer respeto y el padre también, aun más él, mi padre nos impone respeto, o sea, yo siempre voy con personas mayores que yo… no voy sola… y ahí esta el respeto, ahí está mi padre para imponer respeto y mi madre, ahí está: ella se casó con un cigano porque tuvo respeto y cuando yo sea casada impondré el mismo respeto para que mis hijos se casen con ciganos. (Fatinha 16 años. 25/11/2001)

La actitud de Solange y su amiga Cristele nos sitúa frente al menor con capacidad de acción y reacción, que, toma decisiones como agente moral a la vez que se construye como tal en la propia acción social, en contextos comunicativos que, como tales, nunca transcurren “al margen de las persuasiones de la cultura y de las posiciones sociales” (Carrithers, 2005). Desde esta perspectiva los adultos también precisan ser contemplados más allá de esa imagen de seres completos, cumplidores inquebrantables y anunciadores eficaces de normas que ya tienen completamente interiorizadas gracias a una exitosa socialización. Veamos, entonces, cómo actúan con perspicacia y estupidez, esgrimen buenas y malas razones y aplican las normas y juicios morales de modos flexibles, siempre articulados con el transcurrir de los eventos y las situaciones que se enmarañan. Mientras la madre de Solange relataba lo sucedido, afónica y con aspecto agotado, el padre no apartaba la mirada de la televisión, ignorando nuestra presencia, expresaba toda su autoridad masculina con el silencio, con su rostro serio y su hieratismo. La pequeña Dulce permanecía callada, mirando la tele unas veces y a su madre otras. Mariana se mostraba sorprendida pero intentaba quitar dramatismo a la situación sonriendo. A Solange, mientras, se la escuchaba murmurar frases incomprensibles desde su habitación, hasta que por fin, llorosa y con su larga melena enmarañada, entró en la salita y se sentó junto a su madre, hablándole al oído le pidió entre susurros que accediera a bajar a la calle con nosotras. 183

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Sin quitar los ojos de la televisión, su padre pareció despertar de su aparente letargo y en un tono que nos estremeció a todas espetó firmemente que ya estaba bien, que se habían acabado las excusas para ir a la calle y usó una expresión que otras veces había escuchado a los hombres enfadados con sus hijas: “olha (mira) para a tua filha (hija)… que feitio (carácter) tão feio… todo o dia na rua… vergonha!! Não sais (sales) mais, entendeste, não e não, pronto, acabou!!”. Éste era el “respeito” que debían imponer los hombres según decía Fatinha en la cita anterior. Éste era el papel que le tocaba jugar en aquel juego como hombre y como “pilar da familia” tal y como me habían dicho éstas y otras mujeres que se consideraban “ciganas”, independientemente de su estatus social. Frente a aquella exaltación práctica de la imposición masculina del “respeito”, Solange comenzó a lloriquear en voz alta dando saltitos, como hacían las “crianças” enrabietadas cuando se les negaba un capricho, hasta terminar de rodillas frente a su madre, rogando que saliéramos todas con ella y que, en vez de tomar helado en el barrio, fuéramos al McDonald´s (McD). Solange insistía en salir de lo más común, de lo más vulgar y también de lo más habitual, a lo que solía referirse con expresiones de hastío como: “que aborrecimento!!” (que aburrimiento). El McD era un local nuevo de ocio donde se reunían muchachos/as de su edad y jóvenes parejas con hijos, allí era posible cumplir ciertos deseos de novedad y llevar a cabo un tipo de consumo distinguido23. Pidiendo, en plena riña, un capricho como aquél Solange estaba poniendo en práctica el poder que le confería su situación social como “moça/solteira” y situaba a sus padres frente a los riesgos que entrañaba su socialización. Ocupaba un lugar fundamental en los procesos de reproducción social del grupo y acumulación de capital simbólico y social. Si se la presionaba demasiado y se la encerraba más de la cuenta en aquella ciudad en la que sólo había museos e iglesias, donde las tiendas eran pequeñas y pocas, en la que el grupo social con el que podía codearse se limitaba a unos pocos grupos de parientes vinculados entre sí, ella, como cualquier otra “moça” podría buscar apresuradamente su libertad, “fugindo” o, simplemente, vulnerando repetidamente esos lugares comunes asociados a su condición de “moça/solteira” —que como tales son “sedes de jerarquía 184

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y por tanto sedes de subordinación” (Velasco, H., 2007: 392)— hasta que hazañas como la que había llevado a cabo aquella tarde traspasaran el ámbito familiar y, al adquirir publicidad, quedaran convertidas en “famas”24. Quizá por ello nadie censuró aquel berrinche ni se la mandó de nuevo a su cuarto. Joana miró al padre de su hija esperando una respuesta a la petición de Solange y éste continuó callado frente a la tele, no le devolvió la mirada, ni un gesto, ni una palabra. Silencio. Joana, Solange y la pequeña Dulce interpretaron eso como un sí, se levantaron y todas nosotras salimos en silencio de la sala: ¡Nos íbamos al McD!

REFLEXIONES FINALES Para describir y analizar en qué consisten las categorías de criança y “moça/solteira” en el entorno de un grupo de personas que se reconocen y son identificados como “ciganos” y que se sitúan profesionalmente como vendedores ambulantes de Cidade Velha, me he situado en una porción de ese mundo cotidiano en el que se mueven, eso que se llama campo de acción social y que “no está poblado por seres sin rostro, sin nombre y sin cualidades, sino por personas concretas y clases de personas positivamente caracterizadas y apropiadamente distinguidas” (Geertz, 1994b: 301). He partido, además, del presupuesto antropológico de que aquello que define a las personas y las clasifica no viene dado por la naturaleza de las cosas, sino por acciones sociales, prácticas que se suceden y acumulan con el tiempo: producciones culturales a veces objetivadas que son actuadas y a la vez producidas cada vez que los agentes interactúan (Díaz de Rada y Velasco Maillo, 1991). Desde las acciones y conversaciones de un grupo de adultos y niños he comenzado mostrando algunas de las maneras en las que en el proceso de clasificación etaria se trasfiere visibilidad y significación a ciertas partes del cuerpo femenino. El cuerpo aparece como materia de interpretación y se convierte en arena de discusión pública en eventos comunicativos en los cuales los no-adultos participan activamente. Pero junto al cuerpo o mejor dicho en el cuerpo, in-corporadas (Bourdieu, 2007), también las acciones de 185

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las personas, sus gestos, posturas, actitudes o disposiciones se interpretan según signos y acciones convencionales que se someten una y otra vez a discusión. Formar parte de una categoría de edad y transitar entre una y otra no es algo que dependa, sin más, de las transiciones de la maduración biológica, pues como muestra el caso aquí analizado éstas aparecen como un conjunto de datos socialmente manipulados y manipulables. En el caso que presento no se constatan rituales específicos de pubertad ni de iniciación que marquen y regulen el paso de la categoría de “criança” a “moça” pero, a partir de lo expuesto y analizado, se percibe claramente la socialización de un fenómeno que tratamos habitualmente como natural e individual: el desarrollo sexual o pubertad, pero quizá debería plantearse también cómo se produce y persiste la naturalización de ciertas exigencias sociales. Resulta significativo en este sentido —y curiosamente es algo poco explorado en las monografías que giran en torno a la infancia e incluso en aquellas que tienden a englobarse en la llamada nueva sociología de la infancia— que las categorías de edad (particularmente las llamadas infancia y la adolescencia) aparezcan frecuentemente articuladas con otras formas de clasificación grupal como son la clase social, el género o la etnicidad; clasificaciones que, precisamente, también contienen esa dualidad, son clasificaciones sociales, construcciones relacionales, que, a la vez, aparecen naturalizadas y tienden a la naturalización del sujeto. Especialmente visibles y complejas resultan dichas articulaciones y pregnancias entre la edad, el genero, la etnicidad y el estatus social cuando, en el caso que me ocupa, el control de la sexualidad de las muchachas adquiere el carácter de valor y como tal comienza a expresar una relación diferencial entre sujetos sociales dando pie a un proceso de reordenación crítica que afecta a una variedad de órdenes en la vida cotidiana. En este contexto puede apreciarse, además, que las articulaciones entre categorías no producen algo así como “conglomerados hechos a partir de la suma de las partes”, sino más bien “compuestos orgánicos”, complejos, cambiantes y versátiles en tanto existen a través de las relaciones de las que participan los agentes sociales (Ramírez Goicoechea, 2007: 184). Otro de los ámbitos de reflexión que se abren a partir de las situaciones descritas y analizadas es el relativo a los procesos 186

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educativos en los que participan las personas que transitan por y dan vida a las categorías de “criança y moça”. En este sentido pienso que vale la pena desmenuzar algunos puntos relevantes quizá oscurecidos por la descripción densa de los acontecimientos. En primer lugar al poner el foco en la socialización que se da como función superpuesta a las prácticas cotidianas que ocupan a los agentes en diferentes contextos puede observarse cómo las personas ejercen a veces como modelos y a veces como instructores sin que ninguno de esos roles sean papeles sociales especiales (Spindler, 1993: 205-242). Aunque en las situaciones descritas los adultos ocupan un lugar relevante, creo que también queda espacio para confirmar que los adultos no participan activamente en todos los procesos educativos y desde luego su presencia no implica que ocupen siempre el rol de instructores. En las relaciones entre pares y también con adultos, los niños participan activamente en los procesos educativos y, por tanto, en los complejos procesos de continuidad y cambio cultural. En segundo lugar, el proceso de socialización implícito en el proceso de categorización analizado puede ser leído como un proceso de integración de las personas en la configuración de las instituciones en curso, esto es algo que habitualmente subrayan los trabajos sobre infancia y especialmente los proclives a ver la infancia desde el modelo del niño que va desarrollándose socialmente (“model of the socially developing child” según James, Jenk y Prout, 1999: 32). Sin eludir este hecho, pienso que los acontecimientos descritos y analizados aportan evidencias de que no se trata de un proceso lineal de interiorización de normas y valores o contenidos culturales que termina en la adultez dando como resultado personas maduras y completas, socialmente integradas (Jenks, 1982; James, Jenks y Prout, 1999: 23; Díaz de Rada, 2003). Las personas, menores y adultas, más bien transitan hacia el futuro de diferentes maneras y participan activamente de ese tránsito. Interviniendo en las relaciones sociales de las que forman parte, aceptando y desafiando los imperativos de lo ideal mientras hacen frente a las incertidumbres de lo cotidiano las personas producen socialización y también cultura. En tercer lugar, pienso que buena parte de las interacciones que se sucedieron aquella tarde/noche de primavera nos sitúan frente a la tensión entre socialización e individualización. Seguramente cuanto 187

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más centralidad tenga en la organización de las relaciones sociales una determinada categoría grupal mayores serán las exigencias de la socialización y mayor será esta tensión. Pero la socialización que transcurre al margen de la meritocracia y el cultivo de competencias formalizadas permite que se mantengan diferentes aplicaciones de normas, de medidas, de los temperamentos… de modo que la individualización no produce necesariamente la quiebra de la socialización sino que forma parte de la misma permitiendo el mantenimiento de diferencias que son referidas en lo cotidiano. Quizá uno de los retos pendientes en este sentido hubiera sido ampliar el análisis de aquellas secuencias de acción menos llamativas, ésas que se escabullen entre lo habitual y donde también la individualización persiste entretejida con las exigencias de las categorías de edad (étnicas, de género, de clase social…). Para terminar estas conclusiones, merece la pena enunciar una última tensión que recorre el conjunto del texto y que trasciende la anteriormente enunciada entre socialización e individualización, me refiero a la existente entre estructura y agencia. Buena parte de los debates en ciencias sociales han transcurrido en este sentido sin que aún hoy se alcance consenso al respecto, no obstante, cada vez más voces abogan por aceptar esta tensión como irresoluble, como parte de la propia dinámica social. Una visión asentada en la supuesta existencia de polos estáticos (estructura) y polos dinámicos (agencia) nos limitaría en las posibilidades interpretativas, impediría apreciar cómo las relaciones entre agentes confieren sentido y dinámica a la estructura y qué estructuras previas se encuentran presentes en las interacciones comunicativas entre agentes. En este sentido concuerdo con Carrithers (2005) cuando defiende que el conocimiento antropológico no persigue tanto un conocimiento sobre las estructuras como de los espacios de posibilidades y de las inesperadas consecuencias que se agrupan en torno a la aparente solidez.

NOTAS 1. “El confinamiento en los conceptos cercanos a la experiencia abandona al etnógrafo a la superficie de lo inmediato y lo enreda en lo vernáculo. El confinamiento en los conceptos distantes de la experiencia le hace encallar en

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abstracciones y lo asfixia en su propia jerga. La cuestión real es... cómo, en cada caso, deberíamos desplegar ambas clases de conceptos para producir una interpretación del modo en que la gente vive que no se aprisione en los límites de sus horizontes mentales, ni se halle sistemáticamente ensordecida ante las tonalidades distintivas de su experiencia”, C. Geertz (1976a), “From the native´s point of view: On the nature of anthropology understanding.” Citado en Hymes, D. (1981) “¿Qué es la etnografía?” En H. Velasco, et al. (2006: 187). Se trata de una denominación étnica, un etnónimo, a partir del cual se identifican y clasifican ciertas personas, este término no agota toda su persona, más bien identifica una relación, por eso va entrecomillado, de mismo modo que los términocon los que aquellos que se consideran a sí mismos “ciganos”, identifican y clasifican personas no “ciganas” tales como “senhor”, “paito”, “patego”. Tesis, dirigida por María Cátedra Tomás (UCM) y Ana Giménez Adelantado (UJC). Esta investigación se enmarcó en dos proyectos simultáneamente: “Antropología Urbana en la península Ibérica: una perspectiva comparativa” (Departamento de Antropología de la Universidad Complutense de Madrid y OPRE-ROMA, sobre la educación de la infancia gitana e itinerante en Europa, financiado por la UE y coordinado por Ana Giménez Adelantado de la Universitat Jaume I de Castellón. Esta perspectiva teórico metodológica engarza con la trayectoria desarrollada desde los años sesenta y setenta por antropólogos como Leeds (1968), Geertz (1994; 1995) y Cohen (1969a,1974a). Desarrollada y ampliada en otro tipo de investigaciones como las de de Certeau (1984; 1999), McDonough, G. (1988), Canclini (1990), Sassen (1991), Cátedra (1991,1997), Herzfeld (1993), Sennet (1997), Cruces Villalobos (1997), Signiorelli (1999), Gupta y Ferguson (2000), entre otros. Mis estimaciones están basadas en mi propio censo realizado entre 2000 y 2002 mientras realicé mi trabajo de campo que contrasté con personas que se consideran a sí mismas “ciganas” y con los datos no formalizados que me han proporcionado trabajadores/as de los servicios sociales así como con la investigación realizada por SOS racismo (2001). En Portugal no existen censos oficiales acerca de la minoría “cigana” ni registros de ningún tipo en los que se les distinga por su condición étnica. “Raça” es el término emic utilizado en referencia a una asociación de patrigrupos que suelen estar dispersos. Sin embargo, es un término polisémico cuyos significados se aprecian en los diferentes contextos de relaciones, por lo que una definición como ésta no serviría para todos los contextos. La “raça” no se ve en todas partes ni sale siempre a relucir. Tampoco las personas que conocí tenían en todos los casos claros y definidos los límites de sus “raças” ni las de los otros. La precisión de sus límites y también sus imprecisiones, su flexibilidad, responde a su sentido práctico. San Román (1997) aporta una interesante y esclarecedora exposición sobre la raza y sus diferencias frente al linaje que debe tenerse en cuenta. En portugués es como en castellano es “valor” pero los que se consideraban “ciganos” utilizaban este término pronunciando claramente la e final “valore” por eso escribo la palabra tal y como suena. Una de esas expresiones significativas en el contexto cultural que tienen difícil traducción. No tendría todo su significado si tradujera literalmente del portugués al castellano como “le estaba quitando valor”, por eso me esmero en aportar detalles que producen el contexto esperando con ello que el lector aprecie su sentido.

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9. Había situaciones, como los “casamentos”, en las que las “moças/solteiras” bailaban fundamentalmente para “darse valores” ante los adultos, principalmente las madres de los “solteiros”, quienes (a través de sus maridos) las “pedirían” para sus hijos. Coincido en este sentido con la apreciación de Lagunas Arias, D. (2002: 43). 10. Se llama “culto” a las ceremonias o misas de la Iglesia Evangélica de Filadelfia, buena parte de los llamados “ciganos” de Portugal se consideran “cristianos evangélicos” y están adscritos a dicha iglesia. 11. El gasto lo soportaban principalmente el grupo doméstico, aunque también cooperaban en ciertas ocasiones los abuelos paternos o maternos según estuvieran mejor situados, la madrina, tías/tíos de la “moça”, las hermanas/hermanos mayores, todos ellos cooperaban con regalos, principalmente ropa, zapatos, pendientes… y otros objetos que iban conformando el ajuar o “enxoval” de la “moça”. 12. Que no tuviera muchos “contrarios” o enemigos. 13. Es el nombre que recibían indiscriminadamente aquellos que no estaban vinculados a una residencia estable ni una profesión reconocida (Fatela, 1989: 219; Ribeiro, 1953: 121). Los que se consideran a sí mismos “ciganos” suelen utilizar este término para referirse a otros “ciganos” que sitúan en un estatus socioeconómico inferior al propio. Es un término equivalente a “pele”. Los términos tienen muchos matices, a veces el estatus social va vinculado a la situación económica pero no siempre. San Román (1997) y Giménez Adelantado (1994) y también algunos “ciganos” portugueses y “gitanos” españoles me han sugerido que “pele” equivale al término “peluo” utilizado del mismo modo por los “gitanos” españoles para indicar separaciones de estatus. Debe tenerse en cuenta que en tanto implica una división peyorativa y clasista que acompaña a la pobreza nadie se califica a sí mismo como “pele”, siempre hay otro que lo tiene peor que uno y que en comparación puede ser denominado “pele”. 14. En este sentido según mis observaciones solían controlar a una “moça” su madre, su hermano mayor, su padre, sus tíos, sus abuelos, sus tías, pero también sus cuñados/as y la/s vecina/s consideradas “ciganas” que, como en este caso, eran íntimas amigas de la madre. 15. El control de las mujeres no termina con el matrimonio ni con la llegada de los hijos, aunque se modifica. Los maridos controlan a sus mujeres que además, de diferentes maneras, son vigiladas por sus suegras y cuñadas. 16. Este periodo de tiempo que transcurría entre la cena y la hora de irse a dormir era otro de los momentos de sociabilidad femenina, a veces se pasaba en casa de unas y otras viendo las telenovelas y otras, cuando llega el buen tiempo, en la calle. 17. El “culto” se inició en la ciudad el 2002. 18. Un terreno legalmente dispuesto para que acamparan los llamados “nómadas”, personas que forma itinerante recorrían la región y vivían del chalaneo, labores agrícolas temporales y subsidios. Son considerados “ciganos” y la mayoría se consideraban a sí mismos como tales. Periódicamente acudían a la ciudad, bien a hacer negocios bien a resolver asuntos administrativos o por problemas de salud. En este campamento también vivían permanentemente unas 30 personas que eran consideradas “ciganas” auque no todos se consideraran a sí mismos como tales. Algunos llevaban allí casi 15 años, esperando a ser realojados. Otros habían llegado recientemente tras abandonar sus anteriores lugares de residencia por diversos motivos. Hasta hace poco éste era un lugar relacionado con la droga; aunque el foco de venta era reducido y fue clausurado por las autoridades en el 2002, el estigma continuó marcándolo como un lugar peligroso hasta su erradicación en el 2004.

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19. Este último era el primer barrio de realojo construido en la ciudad sobre los años setenta. A diferencia del Bairro das Flores estaba habitado mayoritariamente por personas de escasos recursos; a finales de los ochenta y hasta mediados de los novena fue uno de los barrios más castigados por la droga y a pesar de las intervenciones municipales o precisamente por el carácter de éstas había quedado estigmatizado como barrio degradado y peligroso. 20. De esta manera suelen referirse los que se consideran a sí mismos “ciganos” de cierto estatus a aquellos que no siendo “ciganos” se les atribuye un bajo estatus socioeconómico y marginalidad: desempleados, drogadictos, borrachos. Dependiendo del contexto también: obreros de la construcción no cualificados, empleados de fábricas, algunos empleados de comercios (bares o tiendas poco refinadas). 21. Cosa que era evidente porque, de lo contrario, no hubiera sabido pedalear por una concurrida carretera llevando a su amiga detrás. 22. Gay Blasco (1994; 2001) realiza un buen análisis de estas cuestiones para el caso de los “gitanos de Jarana” (Madrid); las similitudes son muchas entre lo que ella describe y lo que yo conocí. También Santos-Sousa (2006) realiza una buena descripción del ritual y sus implicaciones. Señala este autor así como otros autores portugueses que el término que identifica el ritual es “ajuntamiento” como en el caso de los “gitanos españoles” yo sin embargo difiero aunque sólo en matices. Según me han dicho y yo lo he escuchado, unas veces era “ahontamento” otras “hontamento” con la “a” a penas perceptible y en cuanto a la mujer velha y “de respeito” que lleva a cabo el ritual he escuchado llamarla “hontamentera” unas veces y “ahountaora” otras. 23. Ir a pasar la velada y tomar café y helados era diferente a comprar unas hamburguesas y llevarlas a casa como a veces se hacía (así como comprar un pollo asado en el asador cercano al barrio) para satisfacer un tipo de consumo cotidiano y evitar cocinar en caso de no tener dinero para comprar o no tener tiempo. 24. Término emic utilizado para señalar casi siempre la mala imagen de una “moça/solteira”, se suele decir por ejemplo: “Aaanda aquela já tem famas!” (“Mira aquella ya tiene famas”). No obstante, en ocasiones puede adquirir un sentido positivo, por ejemplo, a veces se dice “A x temfama de bonita e de trabalhadora”.

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SARA SAMA

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CAPÍTULO 7

¿CÓMO SE PERCIBE A LA INFANCIA PROTEGIDA?: DE LA NORMALIZACIÓN A LA INSTITUCIONALIZACIÓN GEMA CAMPOS

INTRODUCCIÓN El sistema de protección a la infancia y a la adolescencia español se basa en una estandarización de los criterios que se consideran adecuados para las funciones que una familia debe realizar, lo que presupone una diferenciación acerca de qué es ser un buen o un mal padre —o madre—; qué es lo que se considera normal y nocivo para el desarrollo de niños y niñas. Esta institución, que tiene sus orígenes a principios del siglo XX (Santos, 2008), en su constitución ha dado lugar a un amplio elenco de prácticas cuya actuación se pone en marcha cuando las familias no alcanzan los criterios que, desde el Estado, se han considerado indispensables y algún agente social, como el colegio, los vecinos o la propia familia, denuncia la situación. La entrada de diferentes agentes de lo social en el ámbito de la familia supone un quiebre absoluto en la manera de concebir y de gestionar la vida familiar. Mientras, en la familia del Antiguo Régimen era el jefe o cabeza de familia quien respondía ante el Estado sobre sus propios miembros a cambio del reconocimiento de su condición como tal, desplegando un poder casi discrecional, a lo largo del siglo XX se van a desarrollar diferentes profesionales de lo social: trabajadores y educadores sociales, psicólogos y psiquiatras, 195

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que serán quienes estén en posesión de ese poder antes otorgado al cabeza de familia (Donzelot, 1977). Se ha producido, por tanto, un cambio fundamental: la protección de la infancia ya no se considera un asunto de carácter privado, existiendo toda una estructura jurídica que ha modificado las posibilidades de actuación (Ocón, 2003). Desde mediados del siglo XX hasta nuestros días, la protección a la infancia como actividad articulada desde el Estado ha generado, además de diferentes prácticas, diversos recursos. Uno de ellos lo constituyen los centros de protección. Estos centros vienen a sustituir, en ocasiones en los mismos edificios, a los antiguos orfanatos y ya no se encuentran ocupados por niños y niñas huérfanos o abandonados, sino por una infancia que ha sido apartada de sus familias porque se consideraba que su desarrollo podía estar comprometido o dificultado en caso de permanecer en el núcleo familiar. Lo que se pretende es que el niño o niña pueda regresar lo más rápidamente posible a vivir en una situación similar a la familiar, intentando, en primer lugar, trabajar con la familia. Si no es posible el retorno a corto plazo al núcleo familiar pero este retorno no se ha descartado y, por tanto, la adopción no constituye una opción, el acogimiento temporal puede realizarse tanto en una familia acogedora como en una residencia o centro de protección (Decreto 88/1998). La legislación al respecto ha tratado de suavizar la incongruencia existente entre el objetivo de que el niño o niña continúe con su vida cotidiana y normal, que está en la base de la acción protectora, y el hecho de que este objetivo le lleve a vivir en un centro que, por su estructura, localización y funcionamiento, cambia radicalmente la vida del niño o niña (Decreto 88/1998; Ley Orgánica 1/1996 de 15 de Enero; Ley 6/1995 de 28 de marzo de 1995). Esta breve introducción sirve para enmarcar el objetivo global del estudio: analizar las condiciones de vida en un centro de protección. Se tratará de llegar a este objetivo entendiendo a los trabajadores y trabajadoras de un Hogar de Protección como una comunidad de prácticas (Bucholtz, 1999) con una serie de interacciones previas y normas compartidas, manteniendo el enfoque en el lenguaje que utilizan en sus representaciones sobre la meta, propia de este tipo de centros, de “normalización” y lo característico de vivir en una institución. Para ello, se analiza parte de la legislación 196

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sobre el Acogimiento Residencial y parte de las entrevistas (ver apartado de “Método”) realizadas en un Hogar de protección1, cuya distribución y características se resumen más adelante. La manera en que la legislación regula la práctica diaria de esta comunidad de prácticas es algo propio de nuestra cultura (Rogoff, 1993) y lo es de una forma especial cuando la comunidad de la que hablamos es un Hogar de protección. En ella, el campo legislativo converge con el económico y el social de forma indisociable, y se constituye en complejos entramados que es difícil que sean comprendidos en la misma medida por todos los miembros de la comunidad. La situación de los niños y niñas dentro de estos centros es, en muchas ocasiones, desconocida por ellos mismos, precisamente porque las relaciones que les sitúan en un recurso del sistema de protección a la infancia y no en otro pueden resultar muy complejas. El niño o niña acogido en el sistema de protección puede desconocer los mecanismos legales que le situarán un día fuera del centro, puede no entender o no tener acceso al funcionamiento de la institución, aunque ésta sea la que dicte decisiones relevantes en su vida. Por lo tanto, a pesar de ocupar posiciones similares en el campo de lo social, educadores y residentes tienen notables diferencias en la posesión de capital cultural y simbólico del contexto sociocultural que comparten (Bourdieu, 1993). Esto ha motivado que, en un primer acercamiento al ámbito de estudio, se haya optado por entrevistar a los educadores y no a los niños y niñas que permanecen en las residencias de protección. El análisis de las entrevistas y de los textos que conforman la parte empírica del trabajo está fundamentado en algunas de las categorías micro inusuales en la psicología evolutiva, como el estudio de unidades lingüísticas donde la unidad de análisis son colecciones de texto escrito o hablado, y algunas categorías macro descartadas por los estudios interaccionales en sociología y en antropología, como el rol de las instituciones, de los grupos, del poder y de la dominación (Duranti, 2003). Los análisis que se realizan en este capítulo parten de una determinada concepción de las interacciones, considerando el contexto de una entrevista como un tipo de interacción local donde las personas que participan en ella utilizan términos y concepciones que van más allá de lo que sucede 197

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en la propia interacción, que forman parte de otras interacciones anteriores y que constituyen la historia de la propia comunidad de prácticas. Sin embargo, aunque las palabras que los educadores utilizan cumplen la función de codificar y clasificar su realidad social, siempre existe el reto de saber hasta qué punto el habla producida durante la entrevista es representativa del habla cotidiana de la persona que está siendo entrevistada (Duranti, 1997). Cada centro de protección desarrolla una vida propia y, la única forma de conocerla es viviéndola desde dentro (Goffman, 1961). Sin embargo, el sistema de protección a la infancia como institución no permite fácilmente que un investigador entre a formar parte de su vida diaria. Esto constituye una limitación del tipo de contenido al que se ha tenido acceso: entrevistas grabadas en audio. Sin menospreciar esta limitación se tratará de comprender a qué hacen referencia los educadores cuando mencionan los términos institucionalización y normalización.

MÉTODO Los fragmentos que se analizan forman parte de una serie de 17 entrevistas que se realizaron en el año 2005 y en las que se trataba de conocer cómo eran las prácticas de los educadores en una institución de protección a la infancia y las representaciones que manejaban sobre sus residentes. Las entrevistas se realizaron en un Hogar de Protección y en un hogar juvenil de gestión tanto pública como privada, en los que se encontraban en régimen de acogimiento residencial niños, niñas y jóvenes que provenían de otros centros o residencias de protección, y adolescentes inmigrantes no acompañados. En este capítulo se analizarán aquellos fragmentos de entrevista en los que las personas entrevistadas construyen representaciones de lo que caracteriza a los chicos y chicas que viven en acogimiento residencial frente a lo que se considera una familia “normalizada”. Se discute la relación entre estas representaciones y las características que la institución imprime, y se analiza la confrontación que los educadores realizan entre lo que caracteriza a una institución y lo que la estigmatiza, precisamente por ser diferente 198

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a lo que sería esperable en un contexto familiar. Las reflexiones desarrolladas aquí argumentan la siguiente tesis: a pesar de que las residencias de protección se concibieron como una solución temporal para las situaciones de desamparo, por las condiciones de su particular funcionamiento, es posible que la acción protectora conlleve elementos de segregación: se judicializan los problemas familiares, los niños y niñas se sienten etiquetados como niños de “protección”, las personas con las que tienen que relacionarse fuera del hogar confunden “protección” y “reforma” de manera que creen que se trata de niños problemáticos o peligrosos, las relaciones con niños y niñas de fuera del hogar son escasas, y diferentes agentes de servicios sociales forman parte de la vida cotidiana de los niños y niñas acogidos.

LA INFANCIA Y LA ADOLESCENCIA EN ACOGIMIENTO RESIDENCIAL EL HOGAR DE PROTECCIÓN Y EL HOGAR JUVENIL

En el momento en que el estudio se llevó a cabo, el hogar juvenil formaba parte, organizativamente hablando, del Hogar de Protección que también estaba constituido por un hogar maternal y otro que daba cobijo a un proyecto de atención médica de niños y niñas provenientes de Guinea. En el estudio no se incluyeron estos dos tipos de hogares porque se buscaba tener acceso a trabajadores que desarrollaran su labor con los niños y niñas durante un amplio periodo de tiempo y, en ambos hogares, el trato con cada persona acogida era de duración inferior al año. Por tanto, también se han excluido en esta descripción. El Hogar de Protección pertenece a una organización privada de ayuda a la infancia de carácter internacional que lleva funcionando como tal, en este municipio, desde mediados de los años ochenta. A pesar de que el hogar juvenil se incluya en éste, aquí se van a describir como dos entidades diferentes porque sus características y funciones eran notablemente distintas. Ambos estaban constituidos físicamente por viviendas unifamiliares. 199

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El Hogar de Protección estaba compuesto por nueve viviendas que albergaban a no más de seis niños o niñas por casa con presencia de una educadora las 24 horas (educadora de referencia), y con la figura de un educador social por cada tres casas. Además, el centro contaba con un equipo técnico compuesto por: la pedagoga, el trabajador social, tres profesores de apoyo escolares y el director del centro, comunes para las nueve casas que constituían el centro, y el personal de servicio: una administrativa y una persona dedicada a las cuestiones de mantenimiento. En el curso 2004/2005, cuando se realizaron las entrevistas, el Hogar de Protección tenía una ocupación de 48 niños y niñas y 39 trabajadores y trabajadoras, de los que, si excluimos al personal de servicio, tenemos 37 adultos dedicados a labores educativas. El hogar juvenil (éste es el nombre que recibe en el proyecto de centro) no se encontraba físicamente en la misma población que las casas que constituían el Hogar de Protección, y el edificio estaba compuesto por dos chalets pareados con un ala de ocupación femenina y otra masculina, además de áreas comunes como el salón o la cocina. La presencia de educadores también era de 24 horas, pero en este caso con turnos que cubrían cinco educadores diferentes más la coordinadora del proyecto. Su ocupación en el momento de realización de las entrevistas era de nueve adolescentes entre los 15 y los 18 años, cinco de ellos de origen marroquí. Si bien la organización que gestiona ambos hogares fue creada tras las Segunda Guerra Mundial para acoger a la infancia huérfana a causa del conflicto, a día de hoy se encuentra atendiendo a una infancia que ha sido declarada con el término legal de “desamparo”, al igual que hacen los centros de gestión pública. Esta descripción ilustra de qué manera la concepción de la infancia que necesita protección ha evolucionado en el último siglo, junto con los recursos destinados a proveer dicha protección. Este cambio fundamental en las instituciones de protección a la infancia y a la adolescencia desde los primeros orfanatos que, en buena medida, perseguían objetivos de control social (Donzelot, 1977), hasta los centros actuales que buscan la integración social de la infancia y la adolescencia a la que atienden. El cambio en sus labores educativas ha estado muy marcado por las legislaciones de finales del siglo XX, que han estructurado sus funciones en torno a un concepto clave: la normalización. 200

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LA NORMALIZACIÓN DE LA VIDA COTIDIANA EN UNA RESIDENCIA DE ATENCIÓN A LA INFANCIA Y LA ADOLESCENCIA

En el decreto que regula la constitución y funcionamiento de las residencias de atención a la infancia y la adolescencia en la comunidad en la que se llevó a cabo el estudio, encontramos la siguiente referencia a la normalización: Fragmento 1: página 4 del Decreto 88/1998 Normalización de la vida cotidiana, entendida como la organización del centro de modo que proporcione a los niños unas experiencias similares en lo fundamental a las de cualquier niño de nuestra sociedad. Se evitarán los signos externos que favorezcan el etiquetamiento y la marginación de los niños.

En esta propuesta, el punto más importante de lo que se entiende por “normalización de la vida cotidiana” lo constituye la similaridad o diferencia con la experiencia de “cualquier niño de nuestra sociedad”. Aunque en el texto se ha evitado hacer referencia explícita a la vida familiar, lo que tiene en común el resto de la infancia que no se encuentra en una residencia es que vive con su familia, de manera que podemos entender que equipara una vida cotidiana normalizada a la que tiene lugar en el contexto de la familia, sin entrar a discutir qué características definen a ésta como tal. De forma explícita se recoge esta equiparación en el proyecto del Hogar de Protección: Fragmento 2: Proyecto de centro La residencia de protección se organiza en hogares. El hogar es un núcleo de convivencia donde se intenta implantar un estilo de vida tomando como modelo tipo el de una familia normalizada. Al frente de cada uno de estos hogares se encuentra un educador responsable de hogar, auténtico dinamizador de la vida en común y referente para cada uno de los menores.

Las funciones que cumple un proyecto de centro como guía de la actividad educativa que se desarrolla en él no hacen necesaria 201

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una problematización de qué se entiende por una “familia normalizada”. Sin embargo, para el propósito de este capítulo, sí que se va a llevar más allá esta reflexión. El hecho de que haya una persona, el educador responsable, como referente para los menores en cada casa, es concebido por la institución como una posible solución al problema de recrear una convivencia lo más similar a la de una familia normalizada. Esta característica concreta hace que la organización en la que se llevó a cabo el estudio sea diferente del resto de residencias de atención a la infancia y la adolescencia, que se organizan, para conseguir este objetivo, de formas muy diversas: instituyendo la figura del educador-tutor o mediante la presencia de un director —o directora— que cumple esta función, pero, en ningún caso, con la figura de un educador responsable que vive en el hogar ininterrumpidamente las 24 horas del día, durante cinco días semanales. Me gustaría destacar aquí que ésta es una de las razones por las que este estudio no puede ser entendido como representativo del ámbito del acogimiento residencial en general, y sí como un ejemplo válido para discutir de qué estamos hablando cuando nos referimos a la vida normalizada en el ámbito de una institución. Fragmento 3: extracto de la entrevista al director del Hogar de Protección 00:09:03:85-00:10:39:52 ENT: Y:: Bueno de alguna forma tú que sí que tienes contacto con ellos, ¿cómo explicarías en qué consiste lo de educar dentro del Hogar*? DIR: (4) Um:: básicamente (.) el objetivo es:: (1) es intentar recrear (.) e:: lo que sería la vida de un hogar, con todas las limitaciones que, que, que tiene la, la artificialidad de la cosa. ENT: Aha. DIR: Y:: básicamente buscar crite-, o sea aplicar por encima de todo el criterio de normalización. ENT: Y ¿en qué se podría diferenciar con lo que:: la función que vosotros desempeñáis con la que desempeña pues un padre y una madre? DIR: Pues básicamente que no, no, no hay vínculo, (.)no hay vínculo biológico que es muy importante el vínculo biológico

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(.) está muchas veces a la base del vínculo afectivo. Que la gente que trabaja en el centro son profesionales. ENT: Aha. DIR: entre comillas, pero profesionales, con lo cual ¡hay cosas que no se le pueden pedir a la gente! trabajando. Y, y, y bueno la, el tema más grave es que somos un centro, por mucho que queramos recrear ambientes familiares, al final el niño está en un centro con unas medidas, con una dependencia de unos servicios sociales, con una familia detrás (.) con la que hay unas relaciones a veces (.) conflictivas, entonces (1) nos, nos parecemos muy poco a una familia normal [risa]. * Cada vez que la persona entrevistada menciona el nombre de la institución éste se ha sustituido por la palabra “Hogar” para mantener la privacidad de la misma. Símbolos de Transcripción2 .

El director, que desempeña sus funciones con una antigüedad superior a los ocho años, habla de recrear “lo que sería la vida de un hogar” haciendo referencia a un hogar familiar, aunque pueda resultar confuso porque al recurso del que él es director también se le denomina con la misma palabra. En su siguiente intervención, comienza la frase diciendo: “buscar crite-”, corrige a mitad de la frase y acaba diciendo: “aplicar por encima de todo el criterio de normalización”. Una manera de entender esta corrección es acudir al texto legislativo citado anteriormente y al propio proyecto de centro. Puede hablar de un criterio normalizador sin necesidad de especificar a qué se refiere, en lugar de tener que buscar criterios que normalicen la vida del menor. Ese criterio está recogido también en el ideario de los trabajadores del Hogar. En el último párrafo del Fragmento 3, menciona como función del centro “recrear ambientes familiares” contrastándolo con algunas características de la acción de protección a la infancia que dificultan esta tarea. No se puede crear un ambiente familiar cuando: el niño o niña está en el centro porque existe una medida judicial que así lo dictamina, el centro presta un servicio dentro del sistema de protección a la infancia de manera que depende de Servicios Sociales para tomar muchas decisiones cotidianas y, por último, coexiste con un hogar familiar del que el niño o niña ha sido temporalmente separado. 203

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Además de esta equiparación entre el término “normalización” y una concepción no desarrollada de lo que es la vida familiar, en los textos consultados se menciona la necesidad de que el niño o niña esté en “recursos escolares y socioculturales normalizado” (Decreto 88/1998). Este objetivo también es recogido en el proyecto de centro y en diversos fragmentos de las entrevistas realizadas, lo que constituye un ejemplo más del cambio en la organización y las funciones de las residencias de protección. Las macroinstituciones de la primera mitad del siglo XX, que permanecían desconectadas del espacio exterior, se ven progresivamente modificadas por un proceso que, en España, recibió el nombre de “desinstitucionalización” y que se ha desarrollado, con más o menos recursos, desde mediados del siglo XX hasta nuestros días (Ocón, 2003). En el siguiente fragmento, el director del Hogar cuenta cómo se produjeron estos cambios que acabamos de describir para el ámbito global de las residencias de protección a la infancia, pero en el seno del propio Hogar de Protección. Fragmento 4: extracto de la entrevista al director del Hogar de Protección 00:11:48:62-00:13:04:70 DIR: (2) Mayoritariamente se sienten muy etiquetados y eso se nota al hablar con los críos. ENT: Aha. DIR: Y el hecho de estar en un centro les marca, (.) y marca su relación con la, con, con las diferentes instituciones. (1) Entonces eso es un objetivo que tenemos, pues muy muy difícil de alcanzar. ENT: ¿Qué tipo de cosas se hacen para facilitarles::? DIR: E:: básicamente:: e:: digamos facilitar desde la integración en colegios:: en los colegios de la zona, (.) e:: facilitar las, digamos las actividades de ocio y tiempo libre fuera del contexto residencial. Otra cosa, porque antiguamente el, el hogar era como una institución muy global. ENT: Aha. DIR: Los chicos vivían aquí como en, (1) un poco en gueto. ENT: Aha.

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DIR: Entonces un poco también um:: hemos retirado actividades (2) para que los chavales digan: vivo aquí pero mi vida, mis amigos, mi, mi ocio mi tal lo tengo que hacer fuera. ENT: Aha. DIR: O sea, retirar el concepto de que el chaval tiene aquí (.) cubiertas todas las necesidades de relación. ENT: Aha. DIR: Para facilitar y propiciar que el chaval se integre en el pueblo pero, pero no es fácil.

El director pone de manifiesto que, a pesar de que se sigan las indicaciones recogidas en la legislación, no se consigue evitar que los niños se sientan “etiquetados” (objetivo explícito de la legislación, ver Fragmento 1). Menciona acciones como: la escolarización en colegios de la población donde se encuentra el centro y la participación en actividades de ocio que se organizan fuera del Hogar de Protección. Algunos autores han llamado a este objetivo “normalización del contacto con el exterior” (Fernández, 1988), y los dos elementos que aparecen en el Fragmento 4 están también recogidos en las entrevistas de cada uno de los miembros del equipo técnico y de los tres educadores sociales. Lo que se intenta evitar desde el centro es que los niños y niñas desarrollen su vida social y cultural dentro del mismo, que era el aspecto central que caracterizaba la vida en el interior de lo que Goffman (1961) describió como “instituciones totales”: la ruptura de barreras que comúnmente separan las distintas esferas donde se realiza nuestra inserción social. Las acciones que los niños de una familia realizan en lugares diferentes: dormir, ocio y estudio, son actividades que antiguamente se realizaban todas dentro de las instituciones de protección, como explica el director en el Fragmento 4 al referirse al pasado del centro como “una institución muy global”. En el presente aún resulta un reto conseguir externalizar algunas de estas actividades, principalmente el ocio. El Hogar de Protección no tiene ni muros altos ni puertas cerradas como tenía la institución en la que se adentró Goffman (1961) y, aun así, los educadores describen las dificultades que tienen los chicos para traspasar la barrera del Hogar y relacionarse con el mundo de fuera. 205

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Fragmento 5: extracto de las entrevistas a los educadores sociales del Hogar de Protección Educador social A 00:13:48:61-00:14:26:31 EDU_A: (3) Yo creo que sobre todo es importante que los críos salgan de aquí, (.) porque esto, si no, se convierte en un gueto, si no salen de aquí están, ¡es que yo creo que no ven el mundo real! yo creo que el que los críos tengan amigos fuera y salgan del Hogar y vean otras cosas es, pues básico para ellos, que tengan actividades fuera del Hogar. Yo creo que fuera de lo que son sus horas de estudio sinceramente donde tiene que estar es con otros niños fuera del Hogar y haciendo cosas y (.) y:: viendo un poquito lo que hay fuera, es que si no, no. Educador social C 00:06:30:90-00:07:04:76 (…) EDU_C: (4) Sobre todo tienen el:: problema:: de que:: (1) de que esto se convierta en una especie de gueto ¿no? entonces, les falta, carecen de la (1) de la estructura suficiente o de los kilómetros suficientes (.) para que se relacionen con el pueblo de una forma normal, no, °que se integren bien con el pueblo digamos que ese es el problema que hay, que se convierten en, se hacen demasiado amigos de la gente del Hogar, tienen su misma problemática y no con otros niños de fuera (…)

Pasar la mayor parte de su tiempo libre en compañía de otros niños y niñas del Hogar que son no sólo sus iguales a cuanto a edad y capacidades, sino iguales también en su condición, facilita que la visión que compartan de sí mismos esté condicionada por el marco institucional. El siguiente fragmento de la entrevista realizada al trabajador social redunda en este mismo tema pero, en él, aparece por primera vez mencionada la “institucionalización” con respecto a la dificultad de los niños y niñas del Hogar de Protección para relacionarse con niños de fuera del mismo. Fragmento 6: extracto de la entrevista al trabajador social del Hogar de Protección 00:11:56:62-00:12:53:80 (6) (…)

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ENT: Y ¿de qué manera crees que la actividad educativa que llevas, que tienes tú con ellos, hace que se integren mejor en los contextos:: pues con sus amigos en el colegio:: en el:: en aquí en el pueblo:: TRA: Hombre, puedes hacer poco pero ¡puedes hacer! intentar favorecerlo. Nosotros, por ejemplo, lo que:: una de las cosas que hacemos es (.) meterles bueno con el colegio público:: normal: entran en actividades que se hagan desde el pueblo. ENT: Aha. TRA: Vamos que no son actividades de niños del Hogar sino que a lo mejor pues van al fútbol, van con el equipo de fútbol, entonces todo eso les está favoreciendo el salir de aquí y el relacionarse con otros niños. (2) Y aquí poco más puedes hacer (se aclara la voz) insistirles en que se relacionen con otros niños:: que inviten a niños:: a su casa:: a su cumpleaños:: a niños de fuera de aquí. (1) Pero es:: es un, es difícil porque ellos se suelen, suelen tender a:: ENT: A juntar//se. TRA: //a institucionalizarse.

El trabajador social incide de nuevo en que desde el centro se les “insiste” en que se relacionen con otros niños, pero pone de manifiesto la dificultad para conseguir este objetivo, y finaliza su intervención diciendo: “suelen tender a institucionalizarse”. La entrevistadora, que en este momento de la investigación (era una de las primeras entrevistas) no estaba familiarizada con el término, se solapa con el trabajador social intentando proveer la palabra que cree que está buscando decir. Sin embargo, la palabra que utiliza el trabajador social contiene muchos más aspectos que el hecho de que los niños tiendan a relacionarse únicamente con otros niños del Hogar. Al uso de este término en otros fragmentos de las entrevistas se ha dedicado el siguiente apartado. INSTITUCIONALIZACIÓN

No es posible comenzar este bloque incluyendo fragmentos ni de la legislación sobre protección a la infancia ni del reglamento de centro que hagan referencia a este término, porque la “institucionalización” 207

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no constituye un concepto definido en la legislación. Se trata de un término utilizado por las personas entrevistadas para referirse a lo opuesto a la normalización. Fragmento 7: extractos de la entrevista a la coordinadora del hogar juvenil 00:05:50:70-00:07:31:20 (7) (…) COO: Los que llevan, los:: españoles que llevan institucionalizados mucho tiempo, um::: viven un poquito como en una burbuja irreal porque en el día a día e: de su familia no han vivido e:: la carestía económica si bien el recurso, el recurso de las instituciones o del Hogar e::: no es e::: ilimitado pero:: e, han tenido e::: el dinero que se les asigna para ropa cada “x” meses, han tenido luz y agua, han tenido, entonces no han tenido que vivir esa em:: e:: pues la situación de:: que puede producir el paro de, de su padre, de su madre, e:: de muerte de un familiar cercano, e:: de lo que forma parte de la vida cotidiana. También e:: les caracteriza el desapego, porque han estado con muchos educadores (1) y:: y es, y van (.) a establecer e:: relaciones afectivas con los educadores um:: um: de tipo utilitarista. ENT: Aha. COO: O sea te:: te (.) conocen muy bien e:: lo que tienen que hacer para tener el mínimo conflicto de convivencia y con los educadores y te van a, a, a entrar por aquel punto que saben que van a conseguir algo, pero no porque haya una ambi- una:: una afectividad e:: fuerte o profunda, le puedes caer bien o caer mal pero sí que se nota un:: una:: una afectividad ficticia la que:: de rel- de una relación de afectividad ficticia. 00:15:50:06-00:16:06:08 COO: Vuelvo a completar una pregunta que me decías anteriormente, chicos que han estado eternamente institucionalizados, ha estado “mama-Hogar” o “mama-Comunidad Autónoma” que ha sido el proveedor de todas mis necesidades (.) y se piensan que eso va a seguir así en el futuro (…)

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La coordinadora de la residencia, en la parte de la entrevista que precede al primer extracto expuesto, describe a los residentes diferenciándolos en dos grupos, entre los que la principal característica diferenciadora es el tiempo que llevan residiendo en una institución: por un lado, están quienes acaban de ser “institucionalizados” porque han venido de Marruecos justo con la edad para entrar en la residencia y poseen apoyo familiar y, por otro lado, quienes ya tienen una larga trayectoria en instituciones. El llevar “institucionalizados mucho tiempo” conlleva como características principales: la falta de realismo, el desapego y el establecimiento de relaciones interesadas con los educadores. El segundo fragmento citado estaba precedido de una explicación por parte de la coordinadora sobre cómo era la inserción socio-laboral de las y los jóvenes una vez salían del hogar juvenil. Al volver a mencionar el “estar institucionalizado”, utiliza un adjetivo que agrava las condiciones de la institucionalización con referencia a su duración, pues pasa de la expresión “llevan institucionalizados mucho tiempo” a “han estado eternamente institucionalizados” para destacar que su salida de los centros del sistema de protección es más difícil que la de los jóvenes cuyo paso por las instituciones ha estado limitado a un par de años. Lo que se está destacando es que la función última de las residencias de atención a la infancia, tal como ha sido descrita en la legislación y en la introducción de este capítulo, no se lleva a cabo. Si la función es acoger, por un periodo de tiempo lo más pequeño posible, a quienes no pueden vivir con sus familias, lo que la coordinadora está poniendo de manifiesto es que los jóvenes con los que ella trabaja llevan muchos años viviendo en este tipo de residencias, y este hecho dificulta que alcancen el objetivo principal del hogar juvenil: la inserción socio-laboral, mientras este objetivo es más plausible para los jóvenes para quienes el centro ha sido un recurso temporal en sus vidas. Visión que es completada por la siguiente educadora. Fragmento 8: extractos de la entrevista a la educadora 1 del hogar juvenil (8) 00:02:20:12-00:02:54:71 (…) EDU_1: Es un poco un plan recompensa. ENT: Sí.

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EDU_1: Entonces es gente que responde (.) gente muy, muy autónoma que aprovecha su estancia aquí para:: pues para buscarse un trabajo, para poner sus papeles en regla que normalmente vienen sin papeles y:: y aprovechan bien el recurso. No actúan como los típicos chicos institucionaliza//dos. ENT: //YA YA EDU_1: También tenemos chicos de ese tipo, que son los que suelen pasar del Hogar que son niños más institucionalizados y que:: pues que viven un poquito a veces en los mundos de Yupi y:: falta ese realismo. 00:15:12:06-00:15:51:84 EDU_1: (3) Es difícil compatebi- compatibiliz(h)ar (h) a veces afecto y:: y educación porque:: (.) hay que buscar un equilibrio, (1) hay que buscar un equilibrio por eso, porque es gente mayor, no son niños de dos años, es gente mayor con mucha vida. ENT: Aha. EDU_1: Mm más que igual que la(h) que tenemos los demás (.) y institucionalizados y saben perfectamente cómo manipular eso. Cómo manipular esos afectos, entonces también tú tienes que estar ahí muy frío y, y buscar ese equilibrio y::: (2) y no dejar que te (h) que te manipulen porque:: ¡aunque lo hayanaunque lo hagan de una forma inconsciente! lo hacen de una forma por supervivencia (2) entonces intentan:: manipular.

Esta educadora realiza la misma diferenciación que la coordinadora entre los chicos de origen marroquí y los que provenían de otros centros. El uso del término “institucionalizado” que, en la entrevista a la coordinadora, era un complemento del verbo “estar”, aquí pasa a ser un adjetivo de los residentes: “los típicos chicos institucionalizados […] niños más institucionalizados”, pero se asocia a las mismas características: falta de realismo, que conlleva un escaso aprovechamiento de las oportunidades que tienen, e intento de manipular a los educadores. Como en el fragmento anterior, se crea una concepción del “joven protegido” indisociable de las circunstancias que caracterizan a los centros de 210

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protección pero, en esta ocasión, como una característica de los jóvenes que no parece ser fácilmente modificable. El uso del término “institucionalizado” es parte de la cultura de los educadores; e incluso la entrevistadora, en este momento de la investigación (el hogar juvenil fue el último en el que se realizaron las entrevistas), reacciona reconociendo el término y solapándose con la educadora (“Ya Ya”), en un entendimiento mutuo que posibilita que esta última no tenga que hacer explícito el nexo que hace coherente en su discurso el incluir este término en la tesis que está defendiendo. En el siguiente extracto, la entrevistadora le acababa de pedir al educador que describiera qué cosas tenían en común las vidas de los jóvenes que pasaban por el hogar juvenil. Fragmento 9: extracto de la entrevista al educador 2 del hogar juvenil 00:01:24:00-00:02:06:20 EDU_2: Aha. *hhh (.) Pues e:: (h) bastante desarraigo (1). ENT: Aha. EDU_2: Bastante, bastante, son:: vamos son chavales ~normalmente bastante majos~ (.) y con bastante fuerza *h h y que además necesitan:: pues yo diría que como (.) muchos lazos afectivos, ~pero~ lazos afectivos serios porque yo, la mayoría de ellos es que se nota muchísimo que están instituciona- institucionalizados, como decimos nosotros. ENT: Aha. EDU_2: ~Es decir~ que están acostumbrados pues a tener un educador dos años:: otro un año:: otro tal ¿no? que pasa mucha gente por su vida pero sin que se quede *hh muy fija, ¿no? = digamos que es un poco lo típico de que:: todos tenemos la familia y eso es algo fijo que no:: no te van a quitar *hh pero en cambio estos chavales no (2) y eso sí que se le nota mucho el:: ENT: Aha. EDU_2: Cómo la desestabiliza a ese respecto, ¿no?

El educador hace referencia directa al uso que del término se hace en la comunidad: “están institucionalizados, como decimos nosotros”, y lo define como el resultado de haberse acostumbrado a 211

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un sistema de cambio de educadores en comparación con la estabilidad a lo largo del ciclo vital de los miembros de una familia. Fragmento 10: extractos de la entrevista a una educadora de referencia del Hogar de Protección 00:00:51:35-00:01:19:17 ENT: ¿Qué, qué me dirías que hay en común en el desarrollo de todos los niños que pasan su infancia aquí en…? ED_R: ¿En el Hogar? ENT: Sí. ED_R: (1) ¡Uff! muchísimas cosas (1) porque:: ~llamémoslo como lo llamamos~, aunque sean viviendas unifamiliares, *h esto es un centro. ENT: Sí. ED_R: (.) Es un centro de menores y están muy institucionalizaos. (1) Y tienen las características de: niños institucionalizaos = desde que, y, y ¡sobre todo! cuanto más tiempo llevan aquí, más °° institucionalizados ~están~. ENT: Aha (.) y se nota. ED_R: Y se nota. 00:02:08:87-00:02:56:80 (…) ENT: (3) ¿Cómo te gustaría imaginarte a los niños con los que trabajas ahora, a los que están en la casa, cuando ya tienen 18 años: y tienen que valerse por sí mismos::? ED_R: *hh ¡Hombre, eso no es una imaginación!. Eso es real hh han salido ya y están:: viviendo por:: (.) cada uno (.) por, por ellos mismos *h (1) y bueno pues:: aquí siempre trabajamos por que sea lo mejor posible. (2) El problema es que ellos tienen a veces cargas emocionales tan grandes que:: y otras, ¡y lo que hablábamos antes! la institucionalización, que les:: sacrifica. ENT: Sí. ED_R: Que no son capaces de aprovechar el tiempo que están aquí todo lo que:: ~debieran, sería: hablo~ en plan de estudios.

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ENT: Sí. ED_R: No son capaces de aprovechar el tiempo que:: están aquí, *hh entonces bueno pues cuando salen, (.) pues se enfrentan a la vida pura, pu- pura, duda ¡y dura!

Éste es el único fragmento que se ha incluido de una educadora de referencia. En él, la educadora utiliza el término “centro de menores” para dejar patente que aunque se intente parecer estructuralmente a un hogar familiar (criterio de normalización), no lo es y esto provoca que los niños estén “muy institucionalizados” y tengan “las características de niños institucionalizados”. Comprende también una referencia al tiempo que están dentro del Hogar: “cuanto más tiempo llevan aquí, más institucionalizados están”. Como sucedía en los fragmentos 7 y 8, cuando más adelante, en la entrevista, se pregunta sobre la posible salida de los jóvenes del centro en términos de su inserción socio-laboral, vuelve a aparecer el término “institucionalización”, en esta ocasión como un sustantivo: “la institucionalización, que les sacrifica”, y aparece relacionado con el hecho de que no aprovechan el trabajo educativo que se realiza en el Hogar para facilitar su inserción futura. En el discurso recogido en los fragmentos presentados hasta el momento, ser o estar “institucionalizado” es descrito, por un lado, como el resultado de las condiciones de funcionamiento del centro y, por el otro, como la causa que dificulta la consecución de diversos objetivos, siendo el más acuciante de éstos la inserción socio-laboral. Ser un niño o niña institucionalizado supone, entonces: • Relacionarse principalmente con niños y niñas de dentro del Hogar de Protección, aludiéndose en este caso a características físicas idiosincrásicas del centro, como su lejanía geográfica de la población más cercana. • Desconocer el mundo real que, como se discutirá más extensamente en las conclusiones, no es el “mundo” de dentro del centro. Desconocer, así mismo, lo que es la vida cotidiana normal de una familia, lo que conlleva no saber de dónde proviene la solución de sus problemas, ni tener conciencia 213

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de que eso tiene una fecha límite en el tiempo y, por tanto, no aprovechar los recursos que se les ofrecen. • Estar acostumbrado o acostumbrada a que las figuras de referencia cambien con frecuencia y aprender a establecer relaciones “utilitaristas” basadas en relaciones afectivas enrarecidas. El concepto de institucionalización parece aglutinar, así, muchas de las dificultades que se dan en el día a día de la vida en un centro frente a la definición, aparentemente sencilla, del criterio de normalización. La compleja relación entre ambos conceptos se elabora en las conclusiones.

REFLEXIONES FINALES Las formas lingüísticas derivan su significado social de su uso en la interacción. En ocasiones, algunos grupos de interés tratan de hacer que se tome conciencia lingüística de un fenómeno determinado; por ejemplo, diversos grupos feministas consiguieron que los hablantes de diferentes lenguas tuvieran conciencia del uso que hacían del mayestático masculino al señalarlo como discriminativo. De la misma manera, el término “institucionalización” ha sido etiquetado como inapropiado por expertos relevantes en la materia (Fernández, 2003). Este autor defiende que el término “institucionalización” es herencia de un pasado de servicios sociales que hemos superado y su uso ejerce un fuerte estigma para los niños y niñas acogidos. Lo define como: “poco apropiado a los tiempos que corren donde se han cuidado mucho los términos aplicables a los usuarios de los servicios sociales” (Fernández, 2003: 378). Este texto no tiene intención de hacer un juicio sobre si su uso es apropiado o no lo es, porque hacer un juicio de esas características constituiría una racionalización del uso del lenguaje, que necesariamente tiene que ser construido desde la experiencia sociocultural del hablante y no desde un texto de divulgación científica. Lo que sí constituye un objetivo de este capítulo es 214

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utilizar los análisis que de ese concepto se hacen en los discursos que provienen de las construcciones cotidianas de sus actores individuales e integrarlos con las construcciones históricas de la institución. LAS CONSTRUCCIONES HISTÓRICAS DE LA PROTECCIÓN A LA INFANCIA COMO INSTITUCIÓN

Me gustaría comenzar este apartado con una reflexión de Donzelot (1977) sobre los orígenes de la protección a la infancia: ¿Qué es el trabajo social?, ¿es un freno a la brutalidad de las sanciones judiciales centrales, mediante intervenciones locales, mediante la suavidad de las técnicas educativas?, o bien, ¿es el desarrollo incontrolado del aparato del Estado que, con la disculpa de la prevención, extendería su control sobre los ciudadanos hasta en su vida privada, llegaría a marcar de forma suave, aunque no menos estigmatizante, a los menores que no hubieran cometido el menor delito? (Donzelot, 1977: 101-102)

Donzelot, en el intento de conceptualizar las relaciones familia-Estado, desarrolla una historia de la protección a la infancia en la que se defiende que la lectura “buenista” —por así decirlo—, en términos de voluntad filantrópica, de las funciones que realizan las instituciones sociales, no resulta útil ni para la comprensión de su evolución ni para realizar un análisis crítico del momento presente. En otras palabras, la ausencia de intercambio de intereses que presupone la filantropía da paso a una visión empobrecida de la actividad que realizan diferentes instituciones sociales en materia de protección a la infancia y la adolescencia. Si queremos comprender el efecto socialmente decisivo que tiene la protección a la infancia sobre las vidas de sus beneficiarios, tenemos que hacerlo entendiendo cuáles fueron sus orígenes. Las instituciones sociales que organizan la solución de los problemas humanos fundamentales (Berger y Luckmann, 1972) lo hacen a través de diversos mecanismos de ejecución que no necesariamente hacen referencia a medidas coercitivas, aunque los autores también prevean que éstas puedan existir. 215

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Si pensamos en el entramado de mecanismos de ejecución que componen el sistema de protección a la infancia, veremos que hoy constituyen una solución al problema del maltrato infantil, buscando la seguridad de la infancia y la adolescencia, lo que al mismo tiempo garantiza que se mantenga el orden social. Este sistema se perfecciona desde mediados hasta finales del siglo XIX, cuando se incrementan las normas de protección a la infancia en España, un movimiento que Donzelot (1977: 80) calificó como “normalización de la relación adulto-niño”. Lo que se pretendía con estas medidas tenía una doble vertiente: evitar el abandono o maltrato de la infancia, en la misma medida que evitar la agitación que “resultaba del relajamiento de las antiguas obligaciones comunitarias” (Donzelot, 1977: 81). Atender a la infancia tiene, por tanto, un valor instrumental tanto para la familia como para el Estado y, sin embargo, sólo cuando la infancia se convirtió en un problema para mantener el orden social es cuando las organizaciones filantrópicas y, más tarde el Estado, se hicieron cargo de su protección (Santos, 2008). Si retomamos la cita incluida al principio de este apartado, en ella Donzelot (1977) califica la acción protectora como “estigmatizante” basándose en que los orígenes de la actividad protectora estaban ligados al mantenimiento del orden social, cuando no diluidos en el ámbito de lo correccional. Alguien podría sugerir que han pasado muchos años desde que las instancias de protección y de corrección se bifurcaron en caminos muy diferentes, y que hablar de estigmatización es extremo o, incluso, incorrecto. Como se ha visto en los fragmentos analizados, en las entrevistas se utilizan términos más suaves, como cuando el director del Hogar dice que los niños “se sienten muy etiquetados” (Fragmento 4), pero se sigue haciendo referencia a un tipo de estigmatización que está íntimamente ligado al término de institucionalización. La pregunta que Donzelot se hacía “¿qué es el trabajo social? ¿[…] llegaría a marcar de forma suave, aunque no menos estigmatizante, a los menores que no hubieran cometido el menor delito?” facilita una reflexión que sigue siendo relevante hacerse en nuestros días: de qué manera y por qué motivos la acción del sistema de protección a la infancia sigue siento estigmatizante. 216

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Conocer el proceso en el que la Protección a la Infancia surge como institución social nos ayuda a comprenderla (Berger y Luckmann, 1972). Siguiendo con el razonamiento de estos autores, las instituciones, por el mero hecho de existir, dirigen el comportamiento humano en una dirección de las muchas que, teóricamente, podrían esperarse. No quiere decir esto que la institución tenga en sí ese objetivo, sino que la acumulación de las acciones que en ella tienen lugar lleva a percibir, a interpretar y a prever al otro de una forma determinada. El sistema de protección a la infancia como institución lleva a percibir, interpretar y prever a las y los niños, niñas y adolescentes que residen en las residencias de protección de una forma determinada, fruto de la historia de la propia institución: ¿cómo es esa percepción de la infancia protegida? es la pregunta a la que se ha intentado dar respuesta en este texto. LAS CONSTRUCCIONES COTIDIANAS DE LOS ACTORES DE LA PROTECCIÓN A LA INFANCIA

Los análisis que se han desarrollado en este capítulo se circunscriben únicamente a la parte de la infancia que, para ser protegida, ha sido ingresada en un centro. Estos análisis nos llevan a concluir que, en el Hogar de Protección en el que se realizaron las entrevistas, la percepción de los niños y niñas en acogimiento residencial está muy ligada a las condiciones de funcionamiento de los centros en los que residen. La noción de “institucionalización” en los fragmentos de entrevista analizados, toma cuerpo en la confrontación entre lo que representaría vivir con una familia, que es visto como lo natural, frente a vivir en una institución, lo artificial. Las personas entrevistadas proyectan a través de esta noción, al igual que sucede con las ideologías sobre el lenguaje (Hill, 1998), la deseabilidad de un orden social diferente del que ahora mismo existe. Pero ¿cuál es el orden social deseado-preferido al existente? La “institucionalización” está asociada a la gestión formal de todo aquello que en la familia se gestiona de forma “natural”: el régimen de turnos de los educadores o la relación con los amigos son ejemplos estudiados en este capítulo, pero hay otros no analizados aquí que aparecen también en el resto de las entrevistas, como: la paga semanal, comprar 217

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ropa, ir de vacaciones, etc., que hacen que, en la vida cotidiana de los centros, esté constantemente poniéndose de manifiesto la constitución formal de su funcionamiento. Se puede dar un paso más en esta reflexión y afirmar que el orden social preferido frente al existente es, precisamente, el orden familiar. El valor que en nuestra cultura y en nuestra sociedad se pone en el sistema familiar es compartido también por los trabajadores del Hogar de Protección. Esto tiene una implicación fundamental, y es que su práctica diaria entra en conflicto con el criterio normalizador que la institución de protección a la infancia persigue. Las y los educadores entrevistados, así como otros miembros del Hogar de Protección no creen que el funcionamiento de esta institución pueda considerarse “normalizado”, entendiendo por “normalizado” el criterio recogido en la legislación y en la regulación del centro, así como en el discurso de estos trabajadores: la cotidianidad de la vida familiar. Consideran que las niñas y los niños acogidos estarían mejor si residieran en una familia (propia, acogedora o adoptiva) y, por tanto, aceptan las características de la institución como limitaciones. Avanzando más en esta cuestión, el criterio de normalizar la vida cotidiana de una residencia de protección entra en contradicción con el objetivo mismo que llevó a crear este tipo de instituciones, que nació para ser para ser temporal y no permanente. Lo que debería ser una situación de carácter excepcional, como es vivir en un centro, se regulariza hasta llegar a constituir el contexto en el que algunos niños y niñas pasan buena parte de su infancia y de su adolescencia. Las circunstancias familiares y los recursos que socialmente se han diseñado para solventar esas circunstancias llegan a ser tan complejos que las estancias dilatadas en los centros se hacen inevitables, poniendo a los educadores y a otros profesionales en un conflicto continuo entre lo que consideran que debería ser la mejor solución y lo que sucede en la realidad; que acaben desarrollando una labor de muy larga duración en unas circunstancias que no son las ideales aunque sí las mejores que se han podido articular. El poder real de las instituciones reside en sus actores, en sus agentes en el campo, que con sus acciones diarias y cotidianas construyen pieza a pieza los verdaderos cambios históricos de los que toda institución está compuesta. La protección a la infancia es 218

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una institución relativamente reciente en la que se han ido produciendo, como se ha descrito a lo largo de este texto, diversos cambios y en la que, sin duda, se producirán muchos más. La tendencia actual en el sistema de protección a la infancia español es potenciar el acogimiento familiar y las estancias lo más breves posibles en los centros. Sin embargo, como ya se ha comentado, hay circunstancias específicas que dificultan, e incluso impiden, que el acogimiento se pueda llegar a realizar en una familia. De manera que el análisis del discurso de los miembros que forman parte de esta amplia comunidad de prácticas sigue siendo una herramienta de inestimable relevancia para comprender las dificultades a las que se enfrentan, que son las mismas que las autoridades y los legisladores intentan solventar.

NOTAS 1. Hogar de Protección: centro en el que residen niños niñas y adolescentes que han sido declarados en situación de desamparo, cuyas probabilidades de retorno a la familia de origen son bajas y se prevé un largo internamiento (Consejería de servicios sociales, 2002). Para diferenciarlo del hogar familiar, se hará referencia al Hogar de Protección utilizando mayúsculas en las primeras leras de ambas palabras. 2. Símbolos de transcripción, adaptados de Marjorie Harness Goodwin He-SaidShe-Said:Talk as Social Organization Among Black Children (1990), Indiana University Press, pp. 25-26. Número del ejemplo

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Bea °Doce- Tre ce:::. Dav: Ca::t//orce. =*hh ~quieres~decir. Bea: ((cantando)) TRECE (sólo) Trec(h)e.

(0.4) 11

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1. Volumen bajo. 2. Auto-interrupción. 3. Cambios de tono y/o amplitud. 4. Corchete de solapamiento. 5. Sonido notablemente alargado. 6. Superposición de habla. 7. Cambios de entonación (no se utilizan como símbolos gramaticales). 8. Ausencia de intervalo entre fragmentos de habla. 9. Inhalación (sin el asterisco indican una exhalación). 10. Habla rápida. 11. Comentarios que no son parte de lo que se está transcribiendo. 12. Silencio en segundos y décimas de segundo. 13. Incremento del volumen. 14. Incompresible. 15. Respiración ruidosa, risa o llanto.

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CAPÍTULO 8

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El asentamiento de la comunidad gitana en la ciudad ha sido y es un proceso socialmente conflictivo en España. Frecuentemente, la vecindad no gitana ha visto con recelo esta presencia, etiquetando a la población gitana como “externa” a la comunidad incluso cuando gitanos y no gitanos se enfrentan a condicionantes socioeconómicos similares u ocupan nichos laborales parecidos. Las crónicas de este proceso en diversos lugares describen el modo en que la población no gitana deja de utilizar determinadas fuentes públicas, se traslada a otros parques y plazas o reorganiza diferentes celebraciones religiosas para evitar el contacto con sus vecinos gitanos (e.g. Molina, 1984). Igualmente, estas barreras se levantan en espacios con consecuencias sociales más significativas y son conocidos los mecanismos mediante los cuales se dificulta el acceso de la población gitana a instituciones educativas o se produce un proceso de segregación escolar cuando las familias no gitanas evitan determinadas escuelas con un porcentaje visible de alumnado gitano (e.g. Unamuno, 2003). En décadas recientes, la forma y consecuencias de estas relaciones están fuertemente determinadas por las políticas urbanísticas de “realojo” y planificación urbana. En términos inmediatos, estas políticas van encaminadas a erradicar fenómenos como el 221

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“chabolismo” y los asentamientos de “viviendas irregulares” e intentan trasladar a las familias gitanas de esta clase de entornos y viviendas a espacios urbanos residenciales planificados y gestionados por la Administración . En términos más amplios, el desarrollo de “vivienda pública social” contribuye a definir el modelo de ciudad, distrito o barrio que se quiere configurar en esa localidad y supone la puesta en práctica del modelo (explícito o implícito) que los poderes públicos tienen para organizar espacial y socialmente la diversidad étnica y socioeconómica que es inherente a la ciudad. Las experiencias en el caso español son muy variadas —e.g. ver número monográfico “El espacio urbano diverso y desigual”, Boletín del Centro de Documentación de la Asociación de Enseñantes con Gitanos, nº 27 (2006)— pero, esquemáticamente, se pueden proponer tres clases de formas de desarrollo socio-urbanístico en relación con la vivienda pública a la que acceden las familias gitanas: • Desarrollar la vivienda pública en el propio barrio en el que ya estaba asentada la comunidad gitana, lo que puede suponer un cambio importante en la forma urbanística del distrito o barrio pero no necesariamente cambia la estructura socioeconómica del entorno. Es decir, gitanos y no gitanos acceden a nuevas viviendas pero siguen manteniendo las similitudes socioeconómicas que existían antes de los “realojos”. • Desarrollar vivienda pública a la que accederá la comunidad gitana y lograrlo mediante el traslado de esta población a un espacio diferente al de su asentamiento originario y, además, a un espacio que termina estando físicamente aislado del contexto urbano. Esta es la opción que se ha mostrado más problemática, creando barrios gueto, étnicamente homogéneos (i.e. gitanos) frecuentemente encajonados por otras infraestructuras, como carreteras o vías ferroviarias o espacios no urbanizados. • Finalmente, el “realojo” puede producirse hacia nuevas zonas en expansión de la ciudad, lo que supone el traslado desde otros asentamientos pero este traslado es compartido por todos los vecinos del nuevo barrio, los cuales acceden a 222

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la variedad de viviendas que configuran el nuevo sector. De esta manera tiende a producirse cierta diversificación étnica y socioeconómica que va asociada a las diferentes clases de vivienda (vivienda pública, de promoción privada, de distinta tipología, etc.) que suelen formar los nuevos barrios. Sea cual sea la organización urbanística y social del contexto urbano específico en el que vive la comunidad gitana, para los niños y las niñas que forman parte de esa comunidad, comprender, organizar y enfrentarse a la organización social de este espacio urbano supone para ellos una tarea dentro de su desarrollo. En términos teóricos, mientras que el modo en que se han asentado los diferentes segmentos sociales que configuran un barrio o distrito y las clases de viviendas y espacios construidos que lo configuran han sido definidos y realizados por ‘adultos’, los niños y las niñas deben interpretarlos, organizarlos y darles sentido dentro de su propia experiencia y uso. Corsaro (2005) plantea comprender este proceso dentro de un modelo general de reproducción interpretativa en el que la infancia construye una representación social propia y semiautónoma del mundo adulto a través de tres mecanismos: 1) la infancia se apropia de modo creativo y selectivo de información y elementos del mundo adulto; 2) las niñas y los niños crean grupos de iguales donde tiene lugar la parte central de su experiencia cultural como infancia; 3) en esta cultura de iguales, los niños y las niñas transforman, expanden o reproducen los elementos del “mundo adulto” que han recogido y con el que conviven. En este proceso hay un componente socio-cognitivo que supone construir determinadas representaciones del espacio urbano en torno a elementos como los diferentes grupos de personas que lo ocupan, el tipo de rasgos que se les atribuye, los espacios que ocupan y el modo en que son valorados. Desde la geografía de la infancia se ha definido este conocimiento como emplaced knowledge “conocimiento localizado” (Christensen, 2003) que hace referencia al conocimiento sobre la realidad social que construyen los niños y las niñas en base a las experiencias más íntimas e idiosincrásicas que tienen lugar en las transacciones cotidianas en los 223

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espacios urbanos que les son más próximos (su barrio, su escuela, su plaza, etc.). También hay un componente más práctico que implica enfrentarse a los condicionantes más importantes que definen la vida de determinados grupos de niños y niñas. Para la infancia gitana, un elemento importante de su experiencia vital son los diferentes espacios de contacto interétnico que forman parte de su vida y en los que muchas veces se enfrentan a intentos de exclusión y discriminación (i.e. racismo) por parte de sus vecinos no gitanos. El espacio público es uno de los espacios claves donde se gestionan estos procesos; retomando de nuevo conceptos de la geografía de la infancia, en estos espacios se gestionan, al menos, dos procesos que influyen en el modo en que los niños y las niñas construyen su identidad en relación con el espacio. Por una parte, la infancia gitana construye su sentido de pertenencia y legitimidad (o no pertenencia e ilegitimidad) en este espacio (Creswell, 2004) a partir del tipo de experiencias que tiene y el modo en que se interpreta y representa su presencia en el espacio público. Por otra parte, en sus relaciones con otros habitantes, la infancia es construida por la población mayoritaria no gitana como representativa de determinadas clases de niños y niñas moralmente definidos como problemáticos o inocentes (Valentine, 2004). Las situaciones de conflicto son uno de los espacios clave en los que los niños y las niñas construyen su interpretación sobre la naturaleza de las relaciones interétnicas, el lugar que ocupan en ellas y en donde generarán recursos para enfrentarse al racismo como un elemento desafortunadamente presente en su vida cotidiana. Igualmente, como señala Barth (1976) en su discusión clásica sobre la construcción de la etnicidad, es precisamente en este espacio de contacto donde se construye la identidad grupal y étnica, la cual se configura como un elemento fluido y multidimensional dentro de su experiencia social e individual (Hansen, 2005). Tomando como punto de partida estos supuestos, el objetivo de este trabajo es examinar el modo en que un grupo de niños y niñas gitanas conciben una parte de las relaciones interétnicas dentro del barrio en el que viven. Se trata de un barrio de una ciudad de pequeño tamaño del interior de la península ibérica (que llamaré Ciudad Media) relativamente nuevo y que, como resultado 224

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de las políticas urbanísticas y sociales de la localidad, es visiblemente heterogéneo en términos socioeconómicos y étnicos. Estas relaciones se contextualizan dentro de las representaciones de la comunidad que mantienen diferentes sectores sociales implicados en ella y el modo en que se configuran los grupos de iguales gitanos y no gitanos en el barrio. Para ilustrar las dinámicas generales planteadas se analiza con mayor detalle una situación específica en la que la separación y el conflicto étnico tienen una forma más agravada: las disputan en torno al acceso y uso de una plaza vallada por los residentes no gitanos de los bloques que la rodean. Sintetizando los conceptos teóricos presentados hasta el momento, el trabajo parte del modelo de reproducción interpretativa y de algunas ideas de la geografía de la infancia para comprender el modo en que el conflicto inter-étnico infantil contribuye a la construcción de la identidad y el conocimiento del espacio de los niños y las niñas gitanas investigadas. Además, el análisis incorpora elementos de la etnografía lingüística (Rampton, Tusting, Maybin et al., 2004) para realizar un tipo de análisis en el que la interacción social y verbal se consideran como espacios constitutivos de la realidad social.

MÉTODO Los datos de este trabajo provienen de una etnografía lingüística, realizada entre los años 2000-2003, centrada en las prácticas lingüísticas de la infancia gitana en diferentes entornos de su comunidad. En esta parte se presentan resultados que han sido recogidos en diferentes fases del proyecto. La primera está compuesta por algunas grabaciones y observaciones etnográficas realizadas durante el verano del año 2000 en las que se recogieron datos sobre discurso narrativo de los niños y las niñas gitanas a través de entrevistas semi-estructuradas. Los datos se recogieron en una escuela de verano organizada por una asociación cultural gitana de la localidad que estaba ubicada en el barrio que se discute en este trabajo. La segunda fase se centró en interacciones entre iguales y se desarrolló como una etnografía lingüística durante el verano del año 225

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LA INFANCIA GITANA EN CIUDAD MEDIA LA COMUNIDAD GITANA EN CIUDAD MEDIA

La comunidad gitana de Ciudad Media (CM), en la actualidad compuesta por unos 1.200 miembros, comenzó su asentamiento en la ciudad en los años treinta del siglo XX. Desde entonces se puede considerar que sus movimientos en Ciudad Media se desarrollan en tres etapas. Entre los años treinta a sesenta se establecieron en un barrio periférico del casco histórico de la ciudad, conviviendo con familias no gitanas con las que compartían los mismos recursos materiales y dedicados a sectores económicos similares, ligados a la agricultura, el empleo ocasional y la venta ambulante. A partir de los años cincuenta la ciudad comienza su expansión fuera del casco histórico y se empiezan a planificar diferentes barrios a lo largo de las diversas zonas de acceso a la ciudad. El barrio, conocido como las “300 viviendas” (todos los nombres de los barrios son pseudónimos), se concibe como una colonia de viviendas bajas en la que se asienta población trabajadora y gitana. Así, de nuevo, en este entorno se constituye un barrio étnicamente diverso pero cuya población todavía mantiene ciertas similitudes socioeconómicas, en este periodo menos ligadas al trabajo agrícola (excepto en las temporadas de recogida) y más a la venta ambulante y el empleo por cuenta ajena en algunos casos. Finalmente, a partir de la década de 1980 comienza a desarrollarse un nuevo barrio en la ciudad, San Pedro, 226

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que define la situación actual de la comunidad gitana en Ciudad Media. San Pedro es una zona nueva y en expansión de la ciudad donde se están concentrando un número importante de infraestructuras (carreteras, centros comerciales, centros públicos, etc.) y que se perfila como un área residencial atractiva en la ciudad. A diferencia de los barrios descritos anteriormente éste crece en diferentes fases donde se combinan tres clases de opciones residenciales: vivienda de promoción pública en bloques de pisos (ocupadas por familias gitanas en su mayoría), bloques de pisos de iniciativa privada y viviendas unifamiliares adosadas. Como resultado de estos cambios, la infancia gitana que está creciendo en San Pedro lo hace bajo condiciones muy diferentes a las que lo hacían las generaciones precedentes. Primero, desde el punto de vista familiar, los “techos” (San Román, 1997) de las familias gitanas eran de corte eminentemente intergeneracional compuestos por abuelos/as, padres y madres e hijos/as. Sin embargo, en San Pedro se instalan principalmente familias de tipo nuclear compuestas por un solo matrimonio con sus hijos (aunque, en concordancia con la tasa de natalidad más alta en la comunidad gitana, éstas tienen un tamaño mayor en comparación con la población no gitana). A su vez, esto hace que las 300 viviendas sean identificadas en la actualidad como “el barrio de los abuelos”. Segundo, esta zona de la ciudad es étnicamente heterogénea, compuesta por familias gitanas, no gitanas e inmigrantes extranjeras llegadas más recientemente y es también socio-económicamente mucho más diversa, tal y como recoge la memoria de una trabajadora social realizada a finales de los años noventa: Fragmento 1: Extracto de la memoria de una trabajadora social del barrio Este barrio se diferencia claramente en tres zonas según su estatus social. La zona de “los pitufos” es de clase media; la zona centro es de clase media-baja (estas viviendas son de promoción social) y la tercera zona es de los chalets, que son de clases media-alta, esta zona la llaman algunos “Melrose Place” (…) El barrio de San Pedro está compuesto por unas 1.200 familias, aproximadamente con una media establecida de tres

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miembros por familia, de las cuales el 20 por ciento está compuesto por familias gitanas que conviven amigablemente con el resto de las familias payas1. Debido al bajo nivel de rentas y educativo el 30 por ciento de las personas activas están en situación de paro.

En teoría esta mayor diversidad podría implicar mayores oportunidades de contacto interétnico y social, pero en la práctica las familias y la infancia gitana y no gitana ponen en marcha una serie de mecanismos que, por una parte, reducen este contacto y, por otra, crean las condiciones para que cuando se dé, éste pueda derivar en conflicto. LOS GRUPOS DE IGUALES Y LOS ESPACIOS DE JUEGO EN SAN PEDRO

Aunque niños y niñas gitanas y no gitanas sean vecinas y vivan en bloques colindantes no es frecuente que formen parte de los mismos grupos de iguales, jueguen entre ellos o que, de hecho, usen el mismo espacio público. Sin entrar en las posibles motivaciones detrás de esto (aunque algunas se discuten más abajo) uno de los factores que influye decisivamente en el resultado es el modo diferente en que las familias payas y gitanas organizan las oportunidades de juego de sus hijos e hijas. Las familias no gitanas prefieren trasladar (andando o en coche) a sus hijos a los grandes parques con zonas infantiles y otros elementos situados en los límites del distrito o el centro de la ciudad. Así, forman grupos de iguales con otros niños del parque, su familia extensa o amigos/as del centro escolar con los que se encuentran en este espacio. En consecuencia, el grupo de amistad de referencia no está necesariamente compuesto por los menores vecinos más próximos y los adultos juegan un papel importante en la existencia de estos grupos, ya que para que los niños menores se reúnan los adultos deben transportarlos al lugar de encuentro y supervisar su actividad durante este tiempo. En contraste, los niños y las niñas gitanas forman sus grupos de iguales en torno a una combinación de relaciones de parentesco (hermanos/as y primos/as) y con los niños y niñas que viven más cerca de ellos y los lugares de encuentro son las plazas y parques colindantes a sus casas, situados dentro de una manzana delimitada 228

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por las calles que no pueden ser cruzadas. A este espacio pueden “bajar” a reunirse con poca supervisión adulta durante varias horas al día, especialmente durante los meses de verano. Cuando los adultos bajan también a la calle se sitúan en las escaleras de entrada a sus bloques de vivienda dejando que los niños y las niñas jueguen en la plaza fuera de su campo de visión y delegando la supervisión más inmediata de los niños pequeños a los componentes más mayores del grupo de iguales. Dadas estas estrategias, en la práctica, los niños y las niñas gitanas juegan principalmente en grupos étnicamente homogéneos y, como las familias no gitanas han optado por desplazarse a otras zonas externas al distrito, el espacio público infantil de San Pedro está mayoritariamente ocupado por niños y niñas gitanas (aunque numéricamente sean sólo una parte del barrio). Para los objetivos de este trabajo esto tiene dos consecuencias muy importantes. Por un lado, dado que los grupos de iguales gitanos son los que usan y ocupan este espacio, tienen una representación muy sofisticada de su organización y estructura social la cual se plasma en su discurso cotidiano sobre el espacio físico y social (ver Poveda, 2007; Poveda y Martín, 2004). Por otro lado, para una parte hostil de los vecinos no gitanos, esta presencia de niños gitanos y ausencia de niños no gitanos en el espacio público se percibe en términos muy negativos (“como una invasión”) y da lugar a medidas explícitamente encaminadas a reducir la presencia de niños y niñas gitanas en algunas de las plazas públicas de San Pedro. LOS CONFLICTOS EN TORNO A UNA VALLA EN UNA MANZANA DE SAN PEDRO

Por diferentes motivos la parte principal del trabajo de campo realizado en San Pedro está físicamente ligada a una manzana concreta del distrito. Durante dos años una asociación cultural gitana de la localidad que colaboró intensamente en el proyecto de investigación tuvo alquilado un local en un bloque de pisos de la manzana donde realizó una variedad de programas sociales y educativos durante el verano y el año escolar. Igualmente, la mayor parte de los miembros del grupo de iguales que participaron en la segunda parte del proyecto vivían en esta manzana, especialmente interesante porque se 229

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trata de una de las primeras zonas en construirse del distrito (a comienzos de la década de 1980) y cristaliza la heterogeneidad social del distrito pero también resalta los aspectos menos idílicos de esta relación —y que, por ejemplo, quedan ignorados en la caracterización de San Pedro realizada por la trabajadora social más arriba—. La manzana está compuesta por varios bloques de viviendas que forman un espacio entre ellos compuesto por plazas, parques de tierra y una pequeña zona de columpios que se conectan entre sí por escaleras y rampas. Todas son de dominio público y acceso libre, aunque para los niños y niñas gitanas cada plaza se “adscribe” a determinados grupos de niños y niñas de su red social que son los que viven en el bloque más próximo a la plaza. Uno de los bloques de viviendas es de promoción privada (el resto son de promoción pública) y en él no residen vecinos gitanos. Los vecinos de este bloque consideraban que los soportales y la plaza inmediatamente colindante a su edificio era de uso privativo para ellos y, dado que estaba siendo utilizada por niños y adolescentes gitanos, decidieron vallar todos sus accesos, limitando su uso a los residentes con llave de acceso. El estatus legal de este cerramiento es muy controvertido y mientras que ha sido cuestionado por la asociación cultural gitana, la Administración local lo ha “tolerado” pero, en contrapartida, ha renunciado al mantenimiento público de la plaza y sus infraestructuras. Algunas de las respuestas de una de las vecinas de este bloque (que antes de hacer la entrevista se declaró abiertamente hostil hacia la comunidad gitana) muestra cómo este cerramiento está ligado a la presencia de vecinos gitanos, definida como inherentemente problemática y también deriva en otras formas de organizar las relaciones sociales de sus hijos —esta entrevista fue realizada por una colaboradora en el proyecto que mantenía una relación de amistad con la entrevistada (ver Poveda y Marcos, 2005)–. Fragmento 2: Extractos de una entrevista a una vecina no gitana ENT: Y entonces por lo que dices tú del problema de los gitanos pero ¿tú has tenido algún problema con ellos? VEC: Pues yo directamente con ellos no, pero que quieres que te diga a mí no me gusta estar rodeada de gitanos, no

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son buenos tampoco, hemos tenido que poner vallas en el patio. […] ENT: Ya pero esta zona a lo mejor antes sí era más marginal pero ahora mismo teniendo el centro comercial. VEC: Imagínate que hay tres clases sociales mezcladas. ENT: Que claro y tú lo ves y tampoco parece un barrio marginal, que siempre los gitanos suelen vivir en las afueras de las ciudades. […] ENT: Exacto, de todas maneras de hecho ya no lo voy a llevar al colegio San Pedro, si puedo voy a llevarlo al nuevo que espero que haya menos gitanos, con lo cual los amigos que se haga lógicamente son amigos del colegio, con los que puede salir, que son más gente de Santa Clara, es más gente de otras zonas, y hombre, procuraré eso. Antes de tener amigos cuando no pueda hacer otra cosa tendrá que jugar con los del patio, que también quiero que sea amigo de los del patio. […]

En estos fragmentos puede verse expresada una opinión abiertamente excluyente hacia la comunidad gitana que ilustra todos los mecanismos de separación señalados hasta el momento. La entrevistada es una madre que tiene un niño de menos de un año de edad, pero en la entrevista ya describe el modo en que intentará organizar las relaciones sociales de su hijo fuera del barrio: llevándolo a un centro escolar en construcción en los límites del distrito más próximo a las viviendas unifamiliares y otro barrio de clase media, buscando que establezca amistad con los niños de estas áreas. En este caso, la motivación es abiertamente racista y está encaminada a evitar el contacto con la comunidad gitana. Por su parte, el grupo amplio de niños y niñas gitanas de San Pedro (especialmente los más mayores), al igual que los líderes políticos de la comunidad gitana, comprenden que el levantamiento de la valla está ligado a un intento de excluir a los menores gitanos de esa plaza (i.e. tiene un significado claramente racista). En consecuencia, el acceso a la plaza y los elementos físicos que la 231

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términos e insistía en algunas normas de convivencia que los menores no respetaban. Por ejemplo, contrariando mucho a los niños más mayores de la escuela, prohibió jugar al fútbol en la plaza durante estos descansos dado los problemas que causaba el uso del balón. Sin embargo, los propios niños más mayores no eran tan comedidos a la hora de valorar e interpretar la naturaleza del conflicto y explícitamente protestaban a la monitora señalando que los vecinos “eran unos racistas” y que “ya estaban hartos” y aceptaron con mucho recelo las nuevas normas de la monitora. No obstante, durante el periodo de la escuela de verano también se sucedieron quejas de los vecinos sobre las conductas de los menores gitanos fuera del horario de la escuela de verano, acusándolos de acciones como “saltar la verja del patio por las tardes” o sabotear los cerrojos de las verjas “con palillos”. Esta relación antagónica se da entre vecinos adultos y menores gitanos como grupos internamente homogéneos y, en términos prácticos, anónimos. En esta dinámica no hay relaciones particulares y el conflicto se articula en torno al racismo y la exclusión étnica de manera bastante explícita. Vecinos y niños se categorizan mutuamente como “gitanos” y “racistas” y a partir de estas categorías construyen una serie de inferencias, conductas y reacciones (Sacks, 1992; Silverman, 1998) que no se basan en las identidades y características particulares de cada individuo, sino en su pertenencia a determinado grupo social. Esta relación parece oscilar entre dos puntos: uno de calma en que ambas partes se “ignoran” mutuamente y la valla sirve para minimizar el contacto y otro de confrontación en la que, por diferentes motivos, los límites de la valla son transgredidos y se reproducen todas las acusaciones y conductas que rodean a la “cuestión de la valla”. Sobre esta relación se superpone otra de conflicto mucho más particularizada que se da entre los grupos de niños que viven y juegan cotidianamente a cada lado de la valla. Por un lado, el grupo de iguales gitanos formado por los niños que viven en los bloques colindantes y juegan en las plazas colindantes de la plaza vallada. Por otro lado, el grupo de niños no gitanos que viven dentro de los bloques vallados. Entre estos dos grupos de iguales la relación también es adversativa, pero se reproduce y reinterpreta en términos 233

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diferentes a la descrita para la relación adultos-menores. Primero, se trata de una relación de conflicto entre dos grupos de iguales que se establece en términos particulares (se conocen e identifican personalmente a cada uno de los miembros que la componen), cuyos miembros trasladan su relación problemática a otros espacios como la escuela. Segundo, aunque no se puede excluir que esta relación tenga un componente étnico, los niños no se orientan de manera explícita hacia este componente y reinterpretan la relación en otros términos. Desde el punto de vista del grupo de iguales gitano que vive al lado de la valla (los que participaron activamente en el trabajo etnográfico), la valla se incorpora como un elemento que ocasionalmente se utiliza para el conflicto entre grupos de iguales y, como tal, se interpreta en términos donde la burla verbal desempeña un papel muy importante, como muestra el siguiente fragmento: Fragmento 3: Entrevista con miembros del grupo de iguales gitano […] INV: ¿Por qué os peleáis con ellos? NIN: Porque estamos jugando y nos dicen cosas, entonces nosotros les decimos a ellos que los encierran en verjas porque están locos. INV: Ah ¿sí? NIN: Como en el manicomio. INV: Y ¿qué os dicen? NIN: Cosas. INV: ¿Qué tipo de cosas? NIN: Nos tiraron piedras. INV: ¿Os tiraron piedras? NIN: Sí en verano, que estábamos jugando hicimos una pelea de piedras y todo ¿verdad? (...) (los niños ríen). INV: Y ¿os lleváis mal con éstos en especial? NIN: (Varios a coro) Sí. INV: Y ¿por qué? NIN: Uno de ellos va a la clase conmigo. INV: Ah ¿sí? ¿está en tu clase? NIN: (Varios) Enrique.

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INV: ¿Te llevas mal con él en el cole? NIN: (Asiente) […]

Como muestra el fragmento, los niños del grupo de iguales reinterpretan el significado de la valla de un elemento construido para evitar su acceso a la plaza a un elemento que califica negativamente a los niños que viven dentro de la plaza vallada (“están locos”) y que se ha construido precisamente para evitar que sean ellos los que salgan del recinto (“como en un manicomio”). De esta manera, mientras que los adultos buscaban minimizar el contacto y la relación entre los niños de diferentes bloques, para los propios niños la valla no cumple la función de separarlos, sino que es un elemento que media y sirve para definir las relaciones que los diferentes grupos de iguales mantienen. Así, la relación oscila entre periodos de conflicto menor donde los niños gitanos acceden a la plaza vallada en momentos puntuales (para recuperar su balón de fútbol, transgresiones menores) y/o se producen instigaciones verbales ocasionales a momentos de conflicto abierto en los que los dos grupos de iguales se enfrentan abiertamente explotando las posibilidades que permite el entorno. En el siguiente epígrafe se analiza en detalle una secuencia de conflicto abierto, una “pelea de piedras”, para ilustrar el modo en que los niños y las niñas del grupo de iguales gitanos se enfrentan a este elemento y el intento de segregación espacial que supone.

LA ORGANIZACIÓN SOCIAL Y SECUENCIAL DE UNA PELEA DE PIEDRAS La pelea de piedras que se menciona en el Fragmento 3 tuvo lugar una tarde de verano del año 2000 y supone una confrontación extraordinaria entre los dos grupos de niños que se desarrolla durante aproximadamente media hora dentro de un periodo en el que el grupo de iguales estuvo varias horas jugando en la plaza y que implicó muchas otras actividades. El análisis secuencial de este episodio tiene varios elementos 235

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interesantes y relevantes para comprender los mecanismos mediante los cuales el grupo de iguales interpreta y se enfrenta al problema del conflicto étnico. Primero, aunque los materiales del conflicto parecerían ser peligrosos para la integridad física de los participantes (y supondría un problema ético para el investigador ignorar este riesgo), de hecho, la organización secuencial del episodio claramente orienta a los niños a minimizar este riesgo físico, permitiendo que el conflicto se desarrolle como una batalla ritual de manera segura, aunque sea especialmente agravada y beligerante (cf. Corsaro y Molinari, 2000). Segundo, mientras el aspecto físico del conflicto se minimiza, el verbal se exalta de tal modo que la instigación verbal, la forma en que se inserta secuencialmente y los contenidos que incorpora se convierten en elementos centrales del conflicto. Finalmente, dado que este aspecto ocupa un lugar central en el conflicto, en gran medida se rige bajo las premisas del insulto ritual (Labov, 1972) como formato interactivo. Por tanto, mantener la ventaja retórica y poder tener la última respuesta verbal exitosa supone un elemento crítico en la organización del conflicto. Igualmente, la percepción subjetiva de haber “ganado la discusión” o “tener la última palabra” forma parte de la evaluación final que pueda hacerse del episodio. La Figura 1 muestra gráficamente el orden secuencial básico o formato (Garvey y Shantz, 1992) de la pelea de piedras. El plano de la figura (que ha sido modificado para preservar el anonimato) muestra los diferentes bloques que componen la manzana y el espacio que ha sido vallado. Dentro de los bloques vallados hay soportales y esquinas que hacen posible ocultarse visual y físicamente a los niños de esta plaza. Como muestra la figura el conflicto se produce como una sucesión de ciclos de cuatro pasos: 1) El grupo de niños que vive dentro de la plaza vallada (grupo valla) lanza piedras al grupo de iguales de niños y niñas gitanas (grupo parque), pero mientras lanzan las piedras el grupo parque se protege del impacto ocultándose detrás del muro. Además, en todo momento de la secuencia el investigador queda protegido por el muro y oculto visualmente del grupo valla, el cual probablemente desconoce su presencia y/o rol. 236

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2) Una vez el grupo valla ha terminado de tirar las piedras que tenían acumuladas, el grupo parque las recoge, añadiendo alguna más. De este manera el grupo parque se sitúa en el campo visual del grupo valla, el cual no puede o se abstiene voluntariamente de tirar piedras (no se puede identificar qué acciones realiza el grupo valla en este paso). 3) El grupo parque empieza a lanzar las piedras al grupo valla, el cual se protege situándose en un soportal de su bloque de pisos fuera del campo de acción de las piedras. 4) Una vez el grupo parque ha tirado todas sus piedras, el grupo valla las recoge, situándose en el campo visual del grupo parque. Este último durante el tiempo de la recogida de piedras se mantiene en el campo visual e instiga e insulta verbalmente al grupo valla mientras recoge las piedras. Una vez el grupo valla comienza a lanzar piedras, el grupo parque se protege y comienza el ciclo de nuevo. Estos cuatro pasos se solapan parcialmente y tienen límites difusos en cuanto a cuándo terminan y dan paso al siguiente, pero como patrón general sirven para organizar el conflicto en torno a los principios señalados anteriormente. El riesgo físico en este formato se minimiza, ya que los niños están protegidos de los golpes de las piedras cuando éstas se lanzan. Además, debe señalarse que gran parte de las piedras lanzadas chocan contra la propia valla y nunca llegan a cruzarla por lo que no suponen un peligro. Más significativo aun, en la práctica los participantes respetan el formato y no violan su orden lanzando piedras fuera de orden (“para coger desprevenido”) cuando la parte contrincante está en el mismo espacio visual, y esto puede observarse que ocurre aunque con sus comentarios verbales y evaluaciones sobre los lanzamientos parezca que, de hecho, están teniendo éxito a la hora de golpearse físicamente con piedras. Igualmente, el componente verbal desempeña el papel más importante. Las estrategias retóricas utilizadas en este conflicto ya han sido analizadas en detalle en otro contexto (Poveda y Marcos, 2005) pero para los objetivos de este capítulo es importante señalar algunos recursos que se ponen en marcha en los pasos donde es más importante el componente verbal (principalmente el paso 4 y la transición al 1), como muestra el fragmento 4. 237

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FIGURA 1

FORMATO DE LA PELEA DE PIEDRAS

1: Lanzamiento de piedras del grupo valla (A) al grupo parque (B) y posición del investigador (I)

A

2: Recogida de las piedras por parte del grupo parque

¿?

B I

B I

3: Lanzamiento de piedras del grupo parque al grupo valla

4: Recogida piedras grupo valla e instigación verbal del grupo parque

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B A

I

A

B I

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Fragmento 42 […] 138 ENR: oi (.) MAMAA [ME CA-GO EN-LOS PAN-TALOONES 239 SAR: [XXX una piedra y metemos otro gol ¡OOY! 140 CAR: (¿Qué es que) entramos? 141 LUI: >mira XXX< 142 ELE: [¡MAMÁ! me he cagao en los pantalones XXX XXX (cambio voz) 143 LUI: [XXX-(.) me estoy cagando […]

En este fragmento Enrique, uno de los niños del grupo parque, mientras los niños del grupo valla recogen piedras, comienza a instigarles (línea 138). A partir de esta primera proposición otros niños del grupo parque colaboran y contribuyen con insultos dentro del mismo campo temático (líneas 142 y 143). La burla se produce como una animación (Goffman, 1981) por parte de los niños del grupo parque de las supuestas reacciones de los niños del grupo vallado. La categoría social que ponen en marcha los miembros del grupo parque para denigrar verbalmente a sus contrincantes es la edad, resaltando tanto la inmadurez de los niños del grupo vallado para participar en la pelea de piedras como su dependencia de los adultos para enfrentarse a esta situación. De este modo los niños del grupo parque despliegan dos acciones simultáneamente: 1) desafían a sus contrincantes y los representan peyorativamente —y esta representación crea las condiciones para una respuesta verbal o no verbal por parte del grupo vallado—; 2) por oposición, se representan a sí mismos como niños más maduros y autónomos que no tienen miedo, ni necesitan a sus padres para enfrentarse a esta situación —aunque formalmente todos los participantes están, más o menos, en el mismo grupo de edad—. Aparentemente la respuesta no se produce y las instigaciones dentro del espacio visual del grupo vallado continúan. Para los niños del grupo parque, ocupar este espacio cuando sus contrincantes podrían estar lanzando piedras supone una muestra de “valentía” y, por tanto, construyen esta actitud desplegando conductas que parecerían sugerir que la situación no entraña peligro alguno o 239

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que es incluso deseada. Como muestra el Fragmento 5 hacen esto de dos maneras. Por una parte, moviéndose por el espacio desprotegido cantando canciones infantiles (línea 244) o populares (línea 245) cuya temática es incongruente con la actividad que están supuestamente llevando a cabo (i.e. pelearse y lanzar piedras). Por otra parte, de hecho instigan a los niños del grupo vallado a que lancen piedras, cuestionando su habilidad para hacerlo (línea 241) y acusando a los niños del grupo vallado de dilatar innecesariamente el lanzamiento (línea 246) e incluso de implicarse en conductas ajenas a la tarea principal y reprobables en sí mismas (línea 247). Fragmento 5 […] 241 SAR: XXX toma que tienes buena puntería. 242 NIN: ti ti ti titi titi ti ti ti (cantando). 243 SAR: ¡Quitaros todos! ¡QUITAROS! (3) >quitar quitar quitar< 244 ENR: Y a la pequeña le llamaron maya (cantando). 245 NIN: ((Ríen varios.)) 245 ENR: La barbacoa la barbacoa (cantando y acompañando con palmas). 246 NIN: No salen. 247 SAR: ¿QUE PARECÍS QUE OS ESTAIS BESANDO? (agudizando la voz). 248 LUI: [a::a [a::a 249 ENR: [ mua mua mua 250 LUI: [XXX 251 SAR: Vamos a escondernos [y cuando […]

Las condiciones de grabación de este episodio no permitieron documentar claramente las respuestas verbales de los niños del grupo vallado, pero por lo general parecían ser bastante escasas frente a la intensidad y visibilidad del componente verbal en los niños y las niñas del grupo parque. Sin embargo, más tarde en el episodio, aparecen adultos residentes del grupo vallado para enfrentarse a los niños del grupo parque. No queda claro si las personas adultas han 240

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sido reclutadas explícitamente por alguno de los niños del grupo vallado o si han bajado a intervenir por su propia iniciativa, dado que, desde su punto de vista, las acciones de los niños del grupo parque son las que justifican la presencia de las vallas y las estrategias de exclusión y separación que implican. En cualquier caso, la presencia de un adulto parece romper alguna de las normas tácitas del conflicto, que supuestamente es exclusivamente entre grupos de iguales, y reafirma al grupo parque en algunas de las atribuciones que ha estado haciendo a lo largo del episodio al utilizar la edad como principal categoría de burla. En estas condiciones, la presencia del adulto no sólo no amedrenta a los miembros del grupo parque, sino que posibilita el despliegue de nuevos recursos retóricos: Fragmento 6 […] 301 INV: ¿Hay una señora ahí ahora? 302 NIN: O::OSA::A 303 INV: Y ¿no os importa? 304 LUI: ¡VIEJA! 305 ENR: Vieja peluda pelin [ponpuda tenía un hijo ético pelético ((cantando)) 306 JAI: [ seguid tirando (.) seguid tirando XXX ¿no? que sigan tirando ¿o no? 307 NIN: UNA [GALLINA 308 JAI: [¿eh? 309 NIN: ((A coro varios)) ÉTICA PELÉTICA PELINPONPÉTICA PELADA PELUDA PELINPONPUDA TENÍA MILES DE POLLITOS ÉTICOS PELÉTICOS PELINPOPÉTICOS PELADOS PELUDOS PELINPONPUDOS (.) SI LA GALLINA NO FUERA ÉTICA PELÉTICA PELINPONPÉTICA NO CRIARÍA SIETE POLLITOS ÉTICOS PELÉTICOS PELINPONPÉTICOS PELADOS PELUDOS PELINPONPUDOS […]

Al descubrir la presencia del adulto el investigador pregunta directamente a los niños si esto no les inhibe y como respuesta a la pregunta, Luis dirige directamente un insulto al adulto recién lle241

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gado (líneas 304). De nuevo, la categoría que se pone en funcionamiento para crear el insulto es la edad, que en este caso adquiere un valor en el extremo opuesto al utilizado anteriormente (‘vieja’ frente a ‘bebe’). Sin embargo, en esta ocasión las conductas potencialmente asociadas a esta categoría no se desarrollan explícitamente y los niños del grupo parque ligan la etiqueta utilizada a una retahila infantil extensa que gritan varios niños a coro. Todo ello, mientras uno de los miembros más mayores del grupo parque (Jaime, el tío de 18 años que supuestamente está supervisando a los niños) incita a sus compañeros y compañeras a continuar tirando piedras. En resumen, hay varios elementos que pueden destacarse en cuanto a los recursos desplegados en este conflicto. Primero, mientras que la etnicidad ocupa un lugar bastante visible en otros niveles de las relaciones entre vecinos adultos y adultos-niños y los prejuicios hacia los gitanos se manifiestan sin mitigaciones, en este conflicto la etnicidad no aparece articulada retóricamente en ningún momento —lo cual no quiere decir que los niños y las niñas gitanas no sean capaces de articular la etnicidad como un elemento en su discurso, ya que en otras situaciones sí lo hacen (Poveda, 2007)—. En este episodio entre los dos grupos de iguales la edad es la categoría social que más relevancia retórica tiene a la hora de definir a los antagonistas y hacer atribuciones negativas. Así, la relación adversativa entre estos dos grupos se produce en términos que recogen elementos presentes en las relaciones generales entre vecinos de la comunidad (que los habitantes de cada lado de la valla conforman grupos diferentes) pero incorpora elementos propios cuyo ámbito de referencia está en la cultura infantil en términos amplios (música popular, retahilas, la edad como categoría central) —proceso que concuerda con los mecanismos de reproducción interpretativa señalados por Corsaro (2005)—. Segundo, el despliegue profuso de burlas y desafíos verbales por parte de los niños del grupo parque a los niños y adultos del grupo vallado, sin que parezcan recibir una respuesta equivalente, permite al grupo parque considerar que han “ganado” el conflicto, tanto en el aspecto físico (han tirado más piedras) como retórico (han insultado más). De esta manera, de algún modo, completan su propia reconstrucción simbólica del significado de la valla en la que las intenciones de los 242

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vecinos que la han construido se invierten completamente. Por una parte, se ha levantado para impedir que sean los niños del grupo vallado los que salgan (porque están “locos”). Por otra parte, si el objetivo de la valla era evitar que los niños gitanos del barrio (i.e. el grupo parque y muchos otros) tuvieran contacto con los niños de estos bloques, este objetivo ha fracasado ya que a pesar de la valla pueden agredir física y verbalmente a los niños del interior. Finalmente, el análisis detallado de este caso permite señalar algunos aspectos más generales para el análisis etnográfico de la infancia urbana en contextos multiétnicos y, en particular, sobre los recursos que puede desplegar la infancia gitana (y de otras minorías étnicas) para enfrentarse al racismo como fenómeno estructural en sus vidas. Algunas de estas ideas se desarrollan en las conclusiones.

REFLEXIONES FINALES La historia del cerramiento de la plaza discutido en este capítulo, el modo en que lo representan los adultos y es interpretado por los niños, como he señalado en la introducción, también puede entenderse como ilustrativo de las dos grandes concepciones que desde los estudios sociales de la infancia se señala que existen en torno al lugar del niño en la sociedad (Gaitán, 2006) y que tienen una versión especialmente articulada cuando se discute su papel en el espacio público urbano (Holloway y Valentine, 2000). De una parte, tenemos una concepción de los niños y las niñas como “seres indefensos y bondadosos” (el niño Apolo) que deben ser protegido de los peligros del entorno y, por tanto, su movilidad por el espacio público debe ser limitada o supervisada. Una medida para lograr esto es convertir una plaza abierta dentro de una manzana amplia y diversa en una plaza privada con los accesos restringidos. Pero en este caso los peligros del entorno no son otros adultos, vehículos u otros elementos construidos por los adultos (los elementos que típicamente configuran el espacio urbano como hostil hacia la infancia) sino que el elemento peligroso son, precisamente, otros menores. Los niños y las niñas en este segundo grupo son construidos como “seres demoníacos” (niño Dionisio) que deben ser evitados y cuya presencia en el espacio público 243

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sin supervisión puede ser abiertamente cuestionada y resulta, por principio, ilegítima. Estas construcciones las mantienen tácitamente los adultos que han promovido el levantamiento de la valla y, desde su perspectiva, se superponen con los dos grupos étnicos que conviven en este espacio: los niños no gitanos se representan como “seres angelicales” y los niños gitanos como “seres demoníacos”. Por otra parte, desde el punto de vista de las estrategias de socialización que promueven las familias gitanas y no gitanas, también nos encontramos con dos concepciones contrapuestas. Una, puesta en práctica por las familias gitanas, en las que se favorece la autonomía de los niños, los cuales pueden moverse y ocupar con relativa libertad el espacio que rodea sus hogares. Así, su supervisión queda a cargo de otros niños más mayores y el seguimiento indirecto (pero constante) de los adultos. Otra, puesta en práctica por las familias no gitanas, implica mayor supervisión y más restricciones sobre la autonomía de los niños y las niñas: su movilidad por el espacio requiere la participación del adulto y o no se implican en los espacios más próximos a su hogar o lo hacen en condiciones restringidas (i.e. una plaza vallada). Así, dentro del microcosmos social de un barrio de una ciudad de pequeño tamaño nos encontramos una diversidad de representaciones sobre la infancia que correlacionan con la diversidad socioeconómica y étnica del entorno. En cualquier caso, éstas son concepciones ideológicas y estrategias prácticas puestas en marcha por los adultos que han sido documentadas en términos muy generales o se ven traslucir por sus efectos, sin que hayan sido sistemáticamente documentadas en esta investigación, ni se tengan los elementos suficientes para desentrañar la complejidad y los matices que previsiblemente pueden contener. Lo que sí se ha documentado con detalle son las prácticas sociales y lingüísticas del grupo de niños y niñas gitanas protagonista de este estudio y a través de sus prácticas podemos ver el modo en que se enfrentan e incorporan estas ideologías. La historia de las acciones de los niños gitanos en torno al conflicto de la valla muestra que son conscientes del tipo de discurso que circula sobre ellos. Esta conciencia se manifiesta de dos maneras. Primero, como he señalado, este grupo de niños mantiene una representación muy sofisticada sobre la organización y estratifica244

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ción socioeconómica y étnica de su entorno (Poveda, 2007). Es decir, tiene un conocimiento localizado (Christensen, 2003) sutil y rico de la realidad social en la que viven en la que hay diferentes clases de vecinos payos y gitanos (que, además, son internamente diversos). Segundo, no evitan desplegar acciones y conductas encaminadas a sabotear y cuestionar las valoraciones que se hacen sobre ellos, transgrediendo las restricciones que los adultos no gitanos han intentado imponer sobre ellos. El modo en que se pueden interpretar estas acciones es complejo ya que, de una parte, con sus acciones (i.e. tirar piedras, saltar vallas, estropear cerrojos, insultar, etc.) parecerían confirmar el tipo de representación negativa que se vierte sobre ellos y que justificarían los estereotipos y prejuicios que se mantienen hacia los menores gitanos de la localidad. Pero, por otra, la gravedad de las acciones está sutilmente calibrada de tal manera que no alcanza límites abiertamente delictivos-problemáticos y permite a los niños percibir que han tenido éxito en sus transgresiones, aumentando su sensación de control sobre el entorno. En términos más amplios, estas pequeñas victorias sobre el entorno social pueden servir para generar recursos personales para enfrentarse a otros episodios y espacios donde los prejuicios hacia los gitanos también son muy visibles y en donde pueden tener consecuencias sociales más significativas.

NOTAS 1. Payo o paya es uno de los términos utilizados por la comunidad gitana española para referirse a la población española no gitana. Hay ciertas controversias sobre el sentido que puede tener su uso (al igual que el término “gitano”) y en este trabajo, por conveniencia expositiva, se utiliza junto a los términos gitano y no gitano para referirse a cada grupo social. 2. Las convenciones de transcripción utilizadas en este trabajo son: 1, 2, 3: Numeración de cada turno/cambio de hablante; NOM: Tres primeras letras del nombre del participante; aa: Prolongación del sonido vocal; cc: Prolongación del sonido consonante; sub: Variación prosódica, indicada en la transcripción; MAY: Volumen más alto; ( ): Pausa, con el tiempo indicado en el interior del paréntesis en intervalos de segundo; =: Anclaje (falta de pausa entre emisiones), de uno mismo/el turno de otro hablante; -: Interrupción, corrección de uno mismo/de otra hablante; [: Solapamiento de dos o más hablantes; *: Acción simultánea; >