Etiqueta Negra (Antiayuda)

Revista para distraídos con temas de periodismo, fotografía, bohemia, poesía y cultura.Descripción completa

Views 138 Downloads 2 File size 43MB

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Recommend stories

Citation preview

DIRECTORES: Gustavo Asensi Marialy Rivas Diez y Media David Bisbano

COMEME es una nueva casa realizadora, sus directores de comerciales cuentan con más de 30 premios internacionales, entre ellos Clio, Fiap, London Film Festival, New York Festival. Pide nuestro Demo Reel a [email protected]

Productora Ejecutiva: Tania Gonzalez Nextel 815*8781 Nicaragua 2717 Lima 14

04_ PROBLEMAS

ANTIAYUDA

SUPERMERCADO

OBITUARIOS

BONUS TRACK

14_

32_

30_

44_

Ricardo Coler

Janine de Novais

Jim Sheeler

Jonathan Franklin

34_

50_

42_

96_

EL PUEBLO DE LOS VIEJOS

PAPÁ EN DIEZ PASOS

DICCIONARIO DE LA LENGUA

RECETARIO DE COCINA

Rafael Gumucio

Ricardo Bada

52_

66_

SI LOS SUICIDAS HABLARAN Gustavo Sánchez Valenzuela

BIBLIOTECA DE AUTOAYUDA

EL MAGO Y EL TIEMPO

GEMELOS Jim Sheeler

AGUA PARA SIBARITAS

LATINÓPOLIS Hernán Migoya / Joan Marín

62_

UN NIÑO SE VA Jim Sheeler

Fritz Berger Ch.

68_

EL ESCRITOR INMÓVIL Jeremías Gamboa

77_ Ficcionario

por Daniel Alarcón

El presidente idiota

Elimina el ardor y las molestias de la vista

en un abrir y cerrar de ojos.

Tener una mirada limpia ya no es imposible

06_ QUIÉNES SOMOS

71 AÑO 7 - ABRIL 2009 DIRECTOR EDITORIAL Marco Avilés [email protected]

DIRECTOR FUNDADOR Julio Villanueva Chang [email protected]

EDITORES ASOCIADOS España Toño Angulo Daneri [email protected] Estados Unidos Daniel Alarcón [email protected] Perú Sergio Vilela [email protected]

ASESORES DE CONTENIDO Jaime Bedoya / Enrique Felices Roy Kesey / Jeremías Gamboa

EDITOR FICCIÓN Diego Salazar [email protected]

DISEÑADOR Mario Segovia Guzmán [email protected]

EDITORES DE PROYECTOS Fernando Cárdenas Frias [email protected] Walter Li [email protected] ARTE FINAL Jhosep Abarca VERIFICADORES DE DATOS José Carlos de la Puente Álvaro Sialer

FOTOGRAFÍA Claudia Alva / [email protected]

REDACTORES Miguel Ángel Farfán / Joseph Zárate Piero Peirano / María José Masías

DIRECTOR GERENTE Huberth Jara [email protected]

DIRECTOR COMERCIAL Gerson Jara [email protected]

PRENSA Y RR. PP. Laura Cáceres

MARKETING Y NUEVOS NEGOCIOS Huberth Jara / Gerente [email protected]

PUBLICIDAD Henry Jara / Ejecutivo de cuentas Mauricio Jáuregui / Ejecutivo de cuentas Malena Llantoy / Coordinadora [email protected] Teléfonos: (511) 222-0852 (511) 441-3693 - (511) 440-1404

2 0 0 9 A B R I L

SUSCRIPCIONES [email protected]

Fotografía de portada: Juan Viacava Modelos: Álvaro Macchiavello, Denisse Silva-Santisteban, Lucía Ramírez (niña). Zapatos: Ciara

T I E M P O

COMITÉ CONSULTIVO Jon Lee Anderson Daniel Titinger Julio Villanueva Chang Juan Villoro

PRODUCTORA Katia Pango Nazar [email protected]

EDITORA WEB Guadalupe Diego [email protected]

etiqueta negra

ASESORES DE ARTE Sergio Urday / Sheila Alvarado Augusto Ortiz de Zevallos

S E G U N D O

DISTRIBUCIÓN PARA PUNTOS DE VENTA PERÚ / Distribuidora Bolivariana PANAMÁ / Panamex CHILE / Metales Pesados, Qué Leo

CORRESPONSALES BARCELONA / Gabriela Wiener BUENOS AIRES / Juan Pablo Meneses WASHINGTON D. C. / Wilbert Torre CIUDAD DE MÉXICO / Carlos Paredes BARRANQUILLA / José Alejandro Castaño TRADUCTORES Jorge Cornejo Calle [email protected] César Ballón CORRECTOR DE ESTILO Álvaro Sialer

PREPRENSA E IMPRESIÓN Iso Print 441-3693 / 440-1404 / 998-441268 Marcas & Patentes 332-2211 / 431-5698 Etiqueta Negra www.etiquetanegra.com.pe Es una publicación mensual de Editorial Etiqueta Negra S.A.C. Calle Federico Villarreal 581, San Isidro. Lima 27 – Perú Telefax (511) 440-1404 / 441-3693 Hecho el depósito legal 2002-2502

Hecho en el Perú etiqueta negra no se responsabiliza por el contenido de los textos, que son de entera responsabilidad de sus autores

C.C LARCOMAR Telef:243-7900 C.C JOCKEY PLAZA Telef: 4342679 C.C. PLAZA SAN MIGUEL Telef: 5663219 SHOW ROOM: AV. ANGAMOS OESTE 1661 - MIRAFLORES

08_ CARTA

EL MEJOR VENDEDOR DEL MUNDO

una caja de bombones suizos. Si años más tarde, tu chica salía de viaje, Pastor Supo te ofrecía papeles perfumados para que le escribieras cuánto la extrañabas y también sobres con cintas que ella guardaría toda la vida. Si al volver esa mujer contigo, pretendías ofrecerle matrimonio, Pastor Supo tenía los anillos que todas las muchachas de la provincia se habían

etiqueta negra

A B R I L

2 0 0 9

probado alguna vez sólo por soñar. Una vez que te habías casado, Pastor ay días en que el comerciante Pastor Supo

Supo podía llevar a tu domicilio los primeros modulares de cuero de la

despierta con ganas de no levantarse de la

provincia, varias botellas de whisky para los amigos, un Monopolio de

cama para ir al trabajo. Lo aquejan síntomas severos de

lujo para los fines de semana y un juego de dominó para cuando tu mu-

aburrimiento, pero sobre todo lo aquejan sus noventa

jer no estuviera en casa. Si ahorrabas para tener un coche, Pastor Supo

años, una edad demasiado gloriosa como para deslu-

te daba facilidades de pago porque representaba a las marcas japonesas

cirla tras el mostrador de una tienda. Él lo sabe, y esos

de moda. Pastor Supo tenía las sonajas para entretener a tu hijo recién

días en que le cuesta comprender que todavía tiene un

nacido, y también los libros que el niño debería llevar a la escuela, y ade-

trabajo, Pastor Supo preferiría pasarlos en casa, con su

más los mismos carritos de cuerda con que tú habías jugado a los diez

esposa, o caminando con ella por un malecón soleado

años, y un juguete que tu hijo adolescente te agradecería por el resto de

de la costa norte del Perú, donde vive. Pero cuando eso

su vida: un atari. Así pasó el medio siglo de ese negocio. Hasta que una

pasa, Pastor Supo, que todavía es un hombre fuerte,

noche de viento, Pastor Supo vio por la televisión al ministro de Eco-

que anda sin bastón y no usa gafas, suele sobreponer-

nomía, muy serio, dictando medidas extrañas para detener la inflación

se al acoso de la flojera y cada mañana vuelve a insta-

que agobiaba al país. A la mañana siguiente, todo era raro en la tienda:

larse en el mismo mostrador fatigado donde por casi

no había clientes. En la calle, nadie parecía tener ganas de comprar. Al

medio siglo ha cumplido su deber de vendedor. Hubo

hacer cuentas de sus bienes, el vendedor descubrió que según las nuevas

una época en que la tienda de Pastor Supo era la única

leyes sus productos ya no valían gran cosa. Es más, debía venderlo todo

importadora de la provincia. Los escaparates del local

porque el banco le exigía que pagara pronto unas deudas que, en otros

rebosaban de productos de los cinco continentes como

tiempos, Pastor Supo habría cancelado con lo que llevaba en la billetera.

exóticas fantasías hechas realidad. Los vecinos del pue-

Pero ahora, él no podía. Tampoco podía importar nada: ni cochecitos a

blo solían acercarse a la tienda para enterarse de los

cuerda, ni papeles perfumados, ni anillos de matrimonio, ni automóviles

últimos adelantos tecnológicos del mundo: bolígrafos

de lujo. Entonces su tienda comenzó a despoblarse de lujos, de sorpre-

recargables, radios a baterías, equipos estereofónicos,

sas, de empleados, de clientes, y su trabajo se volvió una especie de sole-

cuchillos eléctricos, muñecas con párpados. El «Co-

dad. Años después, cuando hacía cuentas, Pastor Supo reparó con cierta

mercial Supo» era toda la modernidad que la provincia

alarma en su edad y entendió que no tendría una segunda oportunidad.

podía desear. Si eras un niño pequeño y querías muchos

Lo mejor ya lo había vivido. La hora de jubilarse estaba muy cerca. De

juguetes, Pastor Supo acababa de traer de los Estados

esa manera, tramó un retiro digno de su historia, uno que lo librará de la

Unidos una variedad de coches a cuerda con calcoma-

vergüenza pública de reconocer que, al final de sus días, estaba quebra-

nías de colores. Si a los once años querías aprender algo

do: Pastor Supo dice que sólo cerrará su tienda cuando venda el último

útil después de la escuela, Pastor Supo sabía que todo

de sus productos. Y, entonces, a los noventa años, sigue trabajando al

chiquillo era un Elvis Presley en potencia y para ellos

pie de sus vitrinas colosales. Y si los clientes no llegan, peor para ellos. El

tenía guitarras de colores brillantes para tocar el rock.

vendedor no siempre estará allí.

Si en la secundaria esa chica linda ni siquiera te miraba,

marco avilés

Pastor Supo sabía que ninguna mujer es descortés ante

[email protected]

10_ CÓMPLICES

dANIeL ALARcóN Perú. Escritor. Es autor de la novela Radio Ciudad PeRdida (Premio PEN USA 2008). Su nueva colección de cuentos el Rey siemPRe está PoR enCima del Pueblo fue publicada en México.

RAFAeL GUMUcIO

Soy demasiado indisciplinado para seguir a un gurú. Se cansan de mí y terminan botándome.

Chile. Escritor. Su última novela es la deuda. Publica en los periódicos el meRCuRio y the CliniC, en su país, y en medios internacionales como letRas libRes, GatoPaRdo, el País y the new yoRk times. No puedo dejar de ver en los escritores de autoayuda potenciales asesinos en serie. Uno de ellos, en Chile, acaba de quemar al ex novio de su esposa, quemándose por accidente también él. ¿Cuando le toca el turno a Coelho?

JONATHAN FRANKLIN Estados Unidos. Periodista. Dejó su país para ser un freelance en Sudamérica. Escribe en the GuaRdian. Su centro de operaciones está en Chile.

MORTeN ANdeRSeN

Qué desastre de psicólogo. Qué nervios. Contestó el celular tres veces durante nuestra última hora de consulta. Conversaba con otros clientes como si yo fuera invisible. Y yo que buscaba un consejo para lograr que mi ex esposa me dejara pasar más tiempo con los niños.

Dinamarca. Fotógrafo. Colabora con las revistas maxim, esquiRe, entre otras publicaciones internacionales. Vive y trabaja en Sudamérica. Mi gurú suele ser una mezcla de vino tinto y el estadio de Boca Juniors. De lo contrario, hablar con mis perros es otra manera de lidiar con los problemas. Hacerlo puede devolverte otra vez a la esencia de la vida.

JOSÉ LUIS cARRANZA Perú. Artista plástico. Su última muestra individual ha sido FisChblut. Prepara su cuarta exposición.

etiqueta negra

A B R I L

2 0 0 9

Cuando un ciego guía a otro ciego, ambos terminan cayendo al foso.

¿quieres que lo extraordinario comience ahora?

más personas alrededor del mundo van con Visa.

tener una tarjeta Visa Platinum, visita www.visa-platinum.com.

Visa Platinum te abre millones de puertas en el mundo entero y te ofrece

Visa Platinum te brinda un conjunto de servicios y Servicio de Asistente Personal Visa Concierge Disponible las 24 horas del día para atender tus pedidos más especiales, como reservaciones en restaurantes, eventos, transporte, compra de regalos, compra de entradas para espectáculos y todo aquello que no tienes tiempo de hacer. Visa Travel Experience Un servicio exclusivo con profesionales que planean y organizan todos los detalles de tu viaje al destino que elijas y conocen todas las ofertas que Visa tiene para ti. Seguros de Viaje Asistencia y protección médica, seguro de accidentes en viajes, seguro de alquiler de autos. Excelentes coberturas sin ningún costo adicional.

Privilegios que sólo la tarjeta Nº 1 del mundo puede ofrecer.

más personas alrededor del mundo van con Visa. visa-platinum.com

12_ 13

JIM SHEELER Estados Unidos. Periodista. Ganador del Premio Pulitzer 2006 con su libro Final Salute, sobre la guerra de Irak. Es profesor de periodismo en la Universidad de Colorado. A menudo me involucro con la muerte, pero he descubierto que puedo sacar fuerzas de las familias que comparten sus historias, y de las historias en sí mismas, hasta la última palabra.

JANINE DE NOVAIS Cabo Verde. Escritora. Ha vivido en los Estados Unidos desde los quince años. Trabaja en la Universidad de Columbia y estudia una maestría en literatura. Cuando me hice ciudadana de los Estados Unidos obtuve el derecho a votar y el derecho a la autoayuda. Ahora sigo a tres gurús: Oprah, Suze Orman y Craig Ballantyne. Ninguno de ellos me conoce.

RICARDO COLER Argentina. Escritor, médico y periodista. Dirige la revista de cultura lamujerdemivida. Ha publicado los libros el reino de laS mujereS, Ser una dioSa y eterna juventud. La autoayuda parte de la idea de que el que es infeliz lo es por ignorante. Cree que la felicidad es una cuestión de técnica, de conocimiento. Lo que nunca aclara es qué cosa es la felicidad. Para mí, un término maldito.

RICARDO BADA España. Escritor, poeta y parodista. Ha publicado los libros la Generación del 39, loS mejoreS FandanGoS de la lenGua caStellana y el poemario BaSura cuidadoSamente Seleccionada.

GUSTAVO SÁNCHEZ VALENZUELA Perú. Periodista y fotógrafo. Ha publicado en el diario el comercio y en varias agencias internacionales. Me cuesta superar la partida de Álvaro, mi casi hermano. Su voz todavía taladra mi cabeza: «¿Qué novedades?», pregunta que siempre hacía para saber de los amigos. Es duro, pero estoy en eso. Primero, por mi salud; segundo por mi novia; y tercero, porque él hubiese hecho lo mismo.

Nací en la posguerra civil española, la gente se moría –literalmente– de hambre; así pues, tuve necesidades bastante distintas a métodos de autoayuda, esos lujos posmodernos. A título personal, el único concepto que asociaría con ella es la benéfica manuela.

14_ SECRETOS

VIAJE AL PUEBLO DE LOS ANCIANOS [DONDE EL TURISTA VIVIRÁ 120 AÑOS SIN VOLVER A VER SU MÉDICO]

En el valle de Vilcabamba, Ecuador, los ciudadanos suelen vivir más de un siglo sin privarse del alcohol, el sexo ni el tabaco. Trabajan, suben montañas y tienen el cabello negro. El porqué es un misterio, pero los médicos no son los responsables de esa proeza de la buena salud. ¿Acaso el planeta entero debería mudarse a ese pueblo diminuto?

un texto de ricardo coler fotografías del autor

14_ 15

16_ SECRETOS

Algo pasa en Vilcabamba.

etiqueta negra

A B R I L

2 0 0 9

Algo que le permite a su gente vivir ciento diez, ciento veinte y hasta ciento cuarenta años. No sólo viven mucho. Viven mucho con una salud envidiable y sin prestarle atención a los consejos médicos. Los habitantes de Vilcabamba, una provincia pequeña y oculta en Ecuador, tienen inclinación por los excesos insalubres: fuman como escuerzos y beben como cosacos. Sin embargo, a la edad en que cualquiera de nosotros muestra signos de deterioro, ellos están listos para seguir otros cuarenta años más. ¿Cómo hacen? Aunque los censos internacionales señalan que la mayor expectativa de vida se da en lugares como el Principado de Andorra, en Europa, o la isla de Okinawa, en Japón –sitios de alto nivel económico y estilo sosegado–, Vilcabamba les saca varias décadas de ventaja sin demasiado esfuerzo. Lo hace con una población que cuenta con pocos ingresos, malas condiciones sanitarias y trabajo duro de por vida. A pesar de eso, en el pueblo hay diez veces más centenarios que los que se puede encontrar en cualquier otro lugar. Es el misterio del valle.

2. Voy a ver qué pasa en Vilcabamba siempre y cuando la salud de mi padre me lo permita. Entro al cuarto de la clínica donde él está internado. Veo sus pies tapados por una sábana y a la mujer que lo cuida sentada en un sillón: –Viste, te vinieron a visitar. Desde que mi padre se internó, hace menos de una semana, lo visito dos veces por día. A la mujer es la primera vez que la veo. Por haber pasado la noche con él –cambiándolo de posición, dándole de comer y llamando al médico–, parece que obtuvo con mi padre una familiaridad varias veces superior a la que yo pude lograr siendo el hijo. Me acerco a saludarlo. No es tan fácil darle un beso en la frente. Tengo que pasar por encima de la baranda de metal de su cama ortopédica. Me paro en puntas de pies, me sostengo sobre la baranda y cuando estoy sobre él, me doy cuenta de que por debajo de las sábanas él está atado. Hay dos zonas del cerebro y tres del corazón que ya no le funcionan. A los ochenta y seis, ya tuvo varios infartos. Perdió la visión de uno de sus ojos y hubo que sacarle las paratiroides. Es diabético, hipertenso y se dializa. Aunque nadie estuvo dispuesto a escucharlos, sus riñones dijeron basta. Tuvo cuatro hemorragias digestivas, dos altas y dos bajas. Una cirugía de próstata y una arritmia cardiaca que responde bien a la medicación. Dejó de caminar. Intuyo que al principio fue por propia decisión. Ahora se le atrofiaron las piernas. Además tiene pie diabético. En el derecho, una lesión muy chica que nunca termina de curarse. En el izquierdo, un dedo menos. ¿Cómo harán los hijos de los ancianos en Vilcabamba? Si pueden vivir más de ciento veinte años significa que tienen hijos de noventa. Mi padre, por ejemplo, en el estado de salud en que se encuentra, tendría que atender a mi abuelo –no hace falta aclarar que mi abuelo estaría vivo–. Sería un desastre. Después de los noventa es poco decoroso no ser huérfano. 3. Viajo. Buenos Aires. Quito. Loja. Vilcabamba. A la entrada del pueblo hay dos carteles. En uno se le da la bienvenida al viajero que acaba de llegar y en el otro se le informa que el pueblo está a mil quinientos metros de altura sobre el nivel del mar, tiene unos cuatro mil doscientos habitantes y una temperatura promedio de veinte grados. Un poco más

DIGESTASE Cápsulas: (Reg. San. N o: E-12624) Cada cápsula contiene Polienzima digestiva (Proteasa, lipasa, amilasa, celulasa) 100 mg, Dimeticona 50 mg, Excipientes c.s. ADVERTENCIAS Y PRECAUCIONES: Evite el consumo de bebidas o comidas que puedan incrementar los gases estomacales. Si los síntomas persisten por más de 7 días consulte a su médico. Tomar preferentemente después de las comidas y a la hora de acostarse. CONTRAINDICACIONES: Su uso esta contraindicado en pacientes sensibles a la dimeticona. Para información médica o de producto, por favor contacte el número de información médica de BMS al número 001 609 897 6633.

18_ SECRETOS 44 TERRORISTAS

etiqueta negra

A B R I L

2 0 0 9

A los ochenta y seis, mi padre ya tuvo varios infartos. Perdió la visión de uno de sus ojos. Es diabético, hipertenso y se dializa. Dejó de caminar. ¿Cómo harán los hijos de los ancianos en Vilcabamba? Si pueden vivir más de ciento veinte años significa que tienen hijos de noventa. Mi padre en el estado de salud en que se encuentra, tendría que atender a mi abuelo –y mi abuelo estaría vivo–. Sería un desastre. Después de los noventa es poco decoroso no ser huérfano

adelante hay otro cartel mucho más colorido y atractivo. «Welcome Vilcabamba». Allí se la cabeza de uno de sus habitantes. Un centenario. Un hombre tranquilo, listo para salir a trabajar. En Vilcabamba dividen a los ancianos en dos grandes grupos: longevos y centenarios. Longevos son los que superan los noventa años y centenarios los que pasan los cien. Voy rumbo a la finca de uno de los centenarios que viven en la zona alta. El conductor es el mismísimo Lenin. –¿Lenin te llamás? ¿Tu papá era del partido comunista? –No, el nombre me lo puso mi abuelo que vivió hasta los ciento veintiséis años. Bajamos del vehículo en casa de José Medina, habitante de Vilcabamba, ciento doce años. –No contesta nadie. –Es que el hombre está un poco sordo, pero tiene una hermana que oye bien. –¿Qué edad tiene la hermana? –Ciento cuatro. Como nadie responde, suponemos que la mujer salió para hacer las compras. Pasamos el portón y entramos en la finca. Una casa humilde, de campo. En el fondo hay un terreno donde los Medina cultivan parte de su alimento: lechuga, maíz y poroto. No se ve a nadie. Lenin se aleja por detrás de un monte y desde allí nos llama. José Medina está trabajando con su azada. Nos mira un segundo, luego baja la cabeza y continúa como si nuestra presencia no le implicara la necesidad de detener la labranza. Víctor Carpio, el guía, me dice que me fije bien en lo que hace Medina. Él separa la hierba buena de la mala. Un trabajo para el que se necesita precisión en el golpe y buena vista. A los ciento doce años eso no le resulta un problema. Ni siquiera necesita anteojos. Usa la misma

ropa que la mayoría de la gente de campo en Vilcabamba: pantalón de vestir y camisa blanca. En cambio yo, que vengo de visita, tengo un pantalón cargo con tratamiento impermeable y una camisa outdoor con tecnología dry fit. Le pregunto si puede sentarse para conversar un poco. Se queda parado, apoyando el peso del cuerpo sobre el mango de la azada. Hace dos semanas el guía le trajo un grupo de canadienses que querían conocerlo y el mes pasado vinieron a entrevistarlo de la televisión de Hong Kong. –Claro, ahora no me contesta porque está cansado de que lo vengan a molestar. Aunque yo hable en español, para él sigo siendo un extranjero. –No te contesta porque no te escucha. Prueba de hablarle más alto. Medina decide sentarse. Debajo del sombrero se le nota el pelo todavía negro. Le llega hasta la mitad de la frente. El guía le hace una pregunta para viejos. No le dice «¿cómo está?» le pregunta cómo se siente. –Bien, cuando fumo me mareo un poco. –¿Cómo es eso que fuma? –le pregunto al guía. Fuma chamico, una hierba que comenzó a ser utilizada en la antigüedad por los chamanes. Ahora es una costumbre de la gente del pueblo. Sus primeros efectos pueden ser comparados con los de la marihuana, después de algunas pitadas se le suman los de la cocaína. Trae alucinaciones, pensamientos fantásticos, pérdida de memoria, excitación y furia. También se le adjudican propiedades afrodisíacas, lo que es una lástima: el chamico es de las plantas más tóxicas. En síntesis, José Medina, el primer centenario con el que me encuentro en el valle, se droga. Es más, según cierta manera de pensar, se drogó toda la vida. Además de chamico, le gustan los cigarrillos que venden en los negocios. El tabaco común y corriente. Últimamente se marea pero no lo suficiente como para abandonar el vicio. –Cuando era más joven –a los setenta años– fumaba mucho más. –¿Le gusta beber? –Ahora no. Desde los ciento seis que no bebo. De vez en cuando me vuelve la costumbre y me tomo un puro. No más de una vez por día. El puro es un aguardiente similar al ron. Lo que queda en la punta del alambique. Se prepara con el desecho de la caña de azúcar y es de las bebi-

18_ 19

das más fuertes. De alta graduación alcohólica y despiadada con el hígado de quien la consume. Explicaciones de que en Vilcabamba haya tantos centenarios: el ambiente natural, la alimentación orgánica, el aire puro, el agua no contaminada. En el valle, la naturaleza logró librarse de la mano nociva del hombre, de su capacidad destructiva. Por eso premió a sus hijos con buena salud y un bonus de cuarenta años de vida. Una recompensa por portarse bien y mantenerse dentro de los límites de la moral y las buenas costumbres. Sin embargo, los representantes de la salud y de la vida sana mienten sobre Vilcabamba. En el valle se consume alcohol, tabaco y droga. A los amantes de la virtud les resulta insoportable que los vilcabambenses subsistan más tiempo y en mejores condiciones que los que no tienen vicios. Les parece injusto. ¿Qué es lo que está ocurriendo? ¿Por qué las prevenciones son tan ciertas fuera del valle y no tanto para los habitantes de la zona? ¿Cuál es la diferencia? José Medina debe ser el hijo malcriado de la naturaleza, al que se le permite todo y no se le dice nada. Tiene ciento doce años, el pelo negro, la vista aguda y ca-

pacidad para trabajar. Pero, para decir la verdad, no escucha del todo bien. Finalmente pagó por sus «excesos» y se quedó un poquito sordo. 4. Hay algo que vale la pena tener en cuenta: la diferencia entre longevidad y expectativa de vida. La longevidad es como una calle larga que mide ciento veinte años. Es a lo máximo que se supone podemos aspirar si somos aplicados con la prevención de enfermedades, vivimos en un sitio de máxima pureza y no salimos nunca de nuestras casas salvo para ir al médico. Claro, si nuestros genes nos ayudan y no hay ningún accidente. Al menos era lo que la ciencia pensaba. A esa edad las células, por mejor calidad que tengan y por mucho que las hayamos mimado, dicen basta y se detienen. Es la teoría científica que corrobora una creencia popular: en algún momento, todos vamos a morir. La expectativa de vida, en cambio, se refiere a cuánto de esa calle podremos alcanzar a transitar. Salvo que se viva en Vilcabamba, la gran mayoría nunca llega hasta el final. Pareciera que la longevidad fuera fija y que en la expectativa de vida es donde funcionan los consejos médicos. Si nos detenemos en las vidrieras de las grasas, la sal, el estrés y los tóxicos, menos expectativa de vida. En cambio, si nos paramos para que cada tanto nos evalúen, si la calle permanece limpia y además tenemos suerte, es probable que podamos avanzar una buena cantidad de años.

20_ SECRETOS

Tenemos una idea inconmovible sobre la vejez y la muerte: son inexorables. Pero si la vejez fuera considerada una enfermedad, una que padecemos todos, una enfermedad por mala calidad de los mecanismos biológicos, podría haber sistemas de reparación. Sería posible pensar en ellos. Lo cierto es que el tiempo, en el organismo, no es el cronológico. La edad que nos indica el calendario no funciona exactamente igual con todos. Por eso dos personas de cincuenta parecen de edades diferentes. Hay un tiempo particular para cada organismo, una edad biológica que hasta ahora es imposible medirla con la precisión de un reloj de muñeca.

etiqueta negra

A B R I L

2 0 0 9

5. Al centenario Manuel Picoita no se lo ve en su chacra pero se oye el golpe de un machete contra el cuerpo verde de una caña. Guiados por el ruido entramos en la plantación. Picoitia está agachado, las piernas flexionadas, sacando la maleza a golpe de machete. El movimiento del brazo no coincide con la fuerza o la resistencia de un anciano. Da diez o doce golpes seguidos. Lleva la hoja a la altura del hombro y luego la deja caer a toda velocidad hasta alcanzar su objetivo. Entonces se detiene, mira lo que hizo y reinicia la serie. El guía lo llama y Manuel Picoitia se da vuelta, se saca la gorra de béisbol y la agita en el aire. Parece que estuviera festejando algo. Está contento porque, como a la mayoría de los ancianos del planeta, le gusta que vengan a visitarlo. Usa un pantalón oscuro de vestir y camisa blanca de manga larga. –Vamos para la casa –dice, y empieza a ascender. Se mueve rápido, como si el terreno fuera plano. Picoita es un hombre ágil. Es evidente que se cansa poco. Mi caso es diferente, no nací en Vilcabamba. –¿Qué edad tiene, don Manuel? –Un siglo tengo. Una de sus bisnietas se acerca y le dice que diga la verdad. Me cuenta en voz baja que tiene la costumbre de quitarse años. –Ciento cuatro tengo. –Diga la verdad. Manuel Picoita insiste con los ciento cuatro y de allí no se mueve, no hay forma de hacerlo confesar.

Tuvo diez hijos, el triple de nietos y también bisnietos y tataranietos. Le gusta ir a bailar. Mañana tiene una fiesta pero se va a quedar nada más que hasta la medianoche. Ya no tiene resistencia para aguantar hasta la madrugada. Últimamente le molesta la espalda. Hace poco enviudó y dice que extraña a su mujer, en especial por sus dotes de cocinera. En la entrada de la casa hay un banco de madera donde Picoitia se sienta y acomoda la gorra. Le pregunto qué hace todo el día y me cuenta que ya no trabaja. –Cuando llegamos estaba en el monte, con el machete en la mano, en plena tarea. Picoitia entiende que trabajar es trabajar para otros. Ganarse un jornal además de cuidar su finca. Ahora se quedó con una sola de las actividades. Para llevarla a cabo, se levanta a las seis de la mañana y no se detiene hasta la tarde. –Hasta el año pasado lo tenía que encerrar con llave –dice su tataranieta–. A las tres de la madrugada venía para mi casa y me despertaba para que le preparara el café. No me dejaba dormir, lo único que quería era salir temprano para el monte. –¿Toma mucho café? –Todos los días. –¿Y qué come? –Verduras, pescado, frutas. Mucha fruta. Se nota que la tataranieta lo quiere. Tiene conciencia de cada cosa que hace, los gustos en las comidas y lo que necesita para el día. A cada momento le acaricia la cabeza. Sin embargo, tengo la impresión de que todos vemos al anciano como una mascota. Una criatura en el mejor de los casos. Querible, graciosa y con mañas. Incluso el guía, que es muy apreciado entre los centenarios, intentó con José Medina y luego con Manuel Picoitia, que recitaran una poesía o cantaran una canción. La tataranieta tiene una teoría que explica la longevidad de Manuel Picoitia. Para ella es el resultado de lo que come. Todo natural, plantado en casa y sin pesticidas. De la cocina de los Picoitia, se despachan, para toda la familia, azúcares, grasas y proteínas y, de paso, también veinte, treinta o cuarenta años más de vida. Ella está orgullosa y Picoitia le cree. Además de sus propios intereses, lo apoya la cultura gastronómica con sus partidos y movimientos, los naturistas y los macrobióticos. Lamentablemente, los vegetarianos quedan proscriptos porque Manuel Picoitia y José Medina comen carne de res. A decir verdad, tampoco los naturistas y los macrobióticos quedan bien parados, porque ambos ancianos fuman «chamico» y beben «puro». De paso ni la sociedad internacional de cardiología ni la comisión mundial contra la hipertensión arterial tienen cabida en este asunto. No hay comida a la que no le agreguen sal en buena cantidad. Por suerte nos quedan los orgánicos. Alimentos sin pesticidas ni químicos. El problema es que en infinidad de otros sitios,

¿Caída del cabello?

El símbolo del Renacimiento Capilar Nutre las células de la matriz del cabello con sustancias muy eficaces. Está indicado en: -Pérdida difusa del cabello -Lesiones estructurales del cabello -Encanecimiento prematuro -Trastornos del crecimiento de la uña Es muy bien tolerado, permite su uso en terapias a largo plazo.

Dosificación: 1 cápsula 3 veces al día por 3 a 6 meses

22_ SECRETOS

en campos y montañas, se come lo mismo y de la misma manera y no se vive tanto. Más aún, se vive menos. Eso hace evidente que la pureza no alcanza. Pero como coincide con la obsesión alimentaria, todo lo que la apoye es bien recibido y aceptado como verdadero. Me siento cerca de Manuel Picoitia y le pido que se saque el sombrero para una última fotografía. –Hoy le estuve cortando el pelo –me dice la tataranieta–. En esta parte de la cabeza lo tenía todo canoso. Fíjese ahora, volvió a ponérsele negro.

etiqueta negra

A B R I L

2 0 0 9

6. En Vilcabamba el número de mujeres supera al de hombres. Por cada tres damas hay dos caballeros. Sin embargo, los que vivieron más de ciento treinta años fueron siempre varones. En el valle –a diferencia de lo que ocurre en el resto del planeta–, los hombres viven más que las mujeres. Pero ellas también viven mucho. Suelen tener hijos después de los cincuenta y hay varios casos de madres después de los sesenta. Josefa Ocampo tiene ciento cinco años. Son casi las cuatro de la tarde y ella está por ir a dormir. Acaba de despedirse hasta la mañana siguiente. A pesar de que el clima en Vilcabamba es templado y hay muy poca variación térmica durante todo el año, la mayoría de los ancianos tiene frío. Por eso Josefa Ocampo –que usa un gorro de lana azul y blanco, remera, camisa y suéter– se va a dormir. Lo hace para entrar en calor, después le viene el sueño. Ella es la estampa de la abuelita dulce. Casi ciega, casi sorda y totalmente resignada. Pareciera fácil de querer porque nunca pide nada. Dicen sus nietos que era una mujer más grande y con el tiempo se fue reduciendo. A la mayor parte de sus cincuenta nietos, sus veinte bisnietos y su decena de tataranietos no los conoce o los vio apenas alguna que otra vez. –Mi familita es un desparramo –dice. Como si fuera una condición para seguir hablando, el conductor le pregunta por sus costumbres a la hora de comer. Parece programado por los extranjeros con los que trata y que viajan hasta Vilcabamba obsesionados por la dieta del valle. Llegan al pueblo convencidos de que la longevidad entra por la boca y si uno se cuida con lo que come, además de mantenerse precioso, difícil

que alguna vez se enferme. Es tan potente la idea de la dieta que lograron convencer incluso a los nativos del valle. Todos están seguros de que la dieta sana prolonga la existencia. Que lo que comen en Vilcabamba es una combinación de verduras y frutas que no existen en ningún otro lugar del mundo. –Yuquitas, motito, platanito. Cualquier comidita. Pero la dieta es tan natural y carente de contaminantes como la que se ingiere en otros valles donde los campesinos cultivan lo mismo y de la misma manera. Será sana, pero no es ni original ni exclusiva. No hay mucho para hacer ni demasiado para preguntar. El guía le propone a Josefa Ocampo que cante una canción de amor: «Flores negras». Ella no se acuerda. A cambio recita un poema, recuerdo de la guerra con el Perú. Un joven que se separa de sus padres para ir a la frontera «y otro, voluntarioso, que de la tumba ya no volverá». Puesta a recordar, se emociona cuando habla de su perro. Asco se llamaba. Malo, inútil y compañero. Cuando ella cuenta algo, lo hace en tiempo pasado y siempre termina diciendo: «Ahora ya no». Cantaba pero ahora ya no, estaba casada pero ahora ya no, trabajaba con mi padre pero ahora ya no, me ocupaba de la casa pero ahora ya no. Da la sensación de que lo único que hace es esperar y mientras lo hace trata de mantenerse abrigada. Prefiere no sentir frío. En Vilcabamba, además de vivir mucho, se muere de otra manera. Se van a bañar y se mueren, salen a trabajar y se mueren, se acuestan a dormir y nunca más se levantan. Sin aviso, ni convalecencia, ni peleas por quién se hace cargo, ni hijos protestando por cuidar a sus padres. No llegan a pasar por esa etapa en la que uno se pregunta si realmente vale la pena seguir viviendo. Cuando uno se convierte nada más que en un cuerpo que sufre, ¿sigue siendo la misma persona que antes? Los ancianos del valle se cuidan solos hasta el final. Después se mueren. De un momento a otro, sin familiares en la sala de espera de una clínica, aguardando el desenlace. No se enferman, se apagan. Llevan una vejez sin necesidad de atención, sin dictados de médicos, sin el miedo que infunden los familiares. Son gente muy humilde pero cuando les llega el momento, se despiden como aristócratas. 7. Desde que Mario Moreno Cantinflas inició su carrera, nunca pasaron más de dos años sin que una de sus películas se estrenara. En 1978 tuvo muy pocas apariciones públicas. Estaba en Vilcabamba, de incógnito, en una casa oculta por una empalizada de árboles. Dicen que los médicos habían agotado todos los recursos disponibles. Sufría del corazón y vivir en el valle era su única esperanza. También dicen que los años que siguió trabajando los obtuvo en este

22_ 23

pueblo, que los excesos se diluyeron en la tierra y que el río le destapó las arterias. El guía Víctor Carpio llama a Vilcabamba el «centro de la inmunidad cardiovascular», la «cantera de longevidad». Nadie se enferma del corazón y los que vienen enfermos, con el tiempo dejan de estarlo. Nadao Kimura, asistente personal del ex primer ministro del Japón, Yasuhiro Nakasone, llegó a Vilcabamba sin poder dar más de veinte pasos. Eso era lo máximo que podía caminar, se ahogaba, le faltaba el aire. Su corazón estaba agotado. La insuficiencia cardíaca que no pudieron resolverle en Tokio se compuso en Vilcabamba en apenas treinta y ocho días. El político japonés estaba tan contento que le pidió permiso al entonces presidente del Ecuador para ponerle a su pueblo natal, una isla al norte de Hokkaido, el nombre de Vilcabamba. Quería que el lugar donde había nacido se llamara de la misma manera que el sitio en el que había renacido. Cantinflas y Kimura no son las únicas celebridades que ha llegado a Vilcabamba. En el pueblo aseguran haber visto durante períodos prolongados a otras estre-

llas. Los villanos de series famosas son la especialidad. Dicen que para JR, de la serie DALLAS, ser malvado durante tanto tiempo le arruinaba la salud. Por eso vino al valle, para recuperarse. Algo parecido le ocurrió a Jon Cypher, que interpretó a uno de los enemigos acérrimos de la familia Carrington en la serie DINASTÍA. Cypher actuó en infinidad de películas y series de televisión y ahora está casado con la dueña de un hospedaje en Vilcabamba. También hay un astronauta, un general del ejército de los Estados Unidos y la presidenta de la liga antimisiles. Por las afueras del pueblo están las construcciones de los millonarios que viven o se preparan para vivir el resto de sus días en las cercanías. Algunas son verdaderas mansiones con todas las comodidades y un ejército de ecuatorianos para atenderlos. En el bar El Punto, los hippies que venden chucherías por la calle dicen que los que vienen en busca del paraíso son los que se están encargando de destruirlo. 8. Vuelvo a la Argentina. Mi padre sigue internado. Al llegar a la clínica, él está desesperado. Gira la cabeza para un lado hasta chocarse con la almohada y después hace lo mismo para el otro. Lo dejaron destapado. Las piernas parecen dos huesos envueltos. Tiene una llaga en el talón producto de rasparse contra las sábanas como

24_ SECRETOS

etiqueta negra

A B R I L

2 0 0 9

En Vilcabamba, además de vivir mucho, se muere de otra manera. Se van a bañar y se mueren, salen a trabajar y se mueren, se acuestan a dormir y nunca más se levantan. Sin aviso, ni convalecencia, ni peleas por quién se hace cargo, ni hijos protestando por cuidar a sus padres. Los ancianos se cuidan solos hasta el final. No se enferman, se apagan. Son gente muy humilde pero cuando les llega el momento, se despiden como aristócratas

si, aterrado, tuviera que escalar la cama de espaldas para poder escapar. Trata de arrancarse la sonda que le entra por la nariz y de correr la mascarilla de oxígeno. La cuidadora quiere que alguien la reemplace. Hace tres noches que mi padre no duerme. Tiene ochenta y seis años y el suyo es un caso típico en una gran ciudad: tienes ochenta y seis, estás muy enfermo, te internan en una clínica. –No puedo más. ¡Sácame de aquí! –dice él en cuanto me ve. Le pido que se calme. Le digo que ahora voy a ir a hablar con el médico y después le cuento. –¡Espera! –quiere que me quede, dice que necesita hablarme. Abre los ojos y exhala el aire de los pulmones con esfuerzo, resoplando. Está enfurecido, intoxicado por la infección, no puede más, va a gritarme–. Quiero hacer un cambio de vida –mi padre me habla haciendo un esfuerzo para parecer calmado–, un cambio completo. Como hiciste vos hace unos años. Quiero ir a vivir cerca de una playa. A cualquiera que tenga un centro de diálisis. Quiero un departamento chico y una ventana desde la que pueda ver el mar. –Está bien, papá, pero ahora tienes que mejorarte. –¡Está bien, no! –grita. Después baja la voz–. Tú puedes, tú puedes. Hiciste muchas cosas en tu vida que parecían imposibles. ¡Llévame a otro lado! Podría hacerlo. Incluso puedo cargarlo en un avión y llevarlo a Vilcabamba. Vendería la casa donde viven y por bastante menos compraría algo en Ecuador. Viviría muchos años más y, en una de ésas, cuando yo tenga noventa y cinco años, tendría la felicidad de seguir atendiéndolo. Se lo debo, él me dio la vida, no importa que me la esté pidiendo de vuelta. Pero en Vilcabamba no hay centro de diálisis –se fundirían por falta de pacientes–, así que lamentablemente no puedo llevarlo hasta allá.

Entra el jefe de piso. La enfermera le avisó que estaba visitando a mi padre y se acercó hasta la habitación para hablar conmigo. –Está mejor tu papá. Los análisis empezaron a dar bien. En unos días se va. El médico sale y llegan los camilleros. Vinieron a buscarlo. Justo antes de que se lo lleven, gira la cabeza y me dice en voz baja: –Acuérdate de lo que hablamos. 9. Regreso a Vilcabamba convencido de que lo hago por decisión propia. Durante el viaje he tratado de poner mis ideas en orden. En Vilcabamba viven más y se enferman menos. El número de centenarios es diez veces superior al de cualquier otro lado. Circula una teoría que explica la longevidad: comen sano, no consumen productos industrializados y nadie usa pesticidas en los cultivos. La gente está convencida y lo repiten hasta el cansancio. Lo que no llego a entender es por qué en la Antigüedad, cuando los pesticidas aún no se habían descubierto y comer sano era la única de las posibilidades, la gente vivía menos que ahora. Por qué cuando no existían productos industrializados y la tierra no estaba contaminada –por la simple razón de que no se había inventado nada que pudiera contaminarla–, los seres humanos no vivían hasta los ciento cincuenta en cambio y se morían a la edad promedio de treinta y cinco años. La contaminación puede ser letal, no hay duda, pero su ausencia no explica que la vida se prolongue más allá de los límites que conocemos. 10. Isabel Aguirre tiene setenta y cinco años. Parece muchísimo menor. Es la dueña de la hostería de Vilcabamba, algo que se nota cuando pasea por el parque, entre las mesas tendidas al aire libre, con su vestido rojo y su collar de perlas blancas. Tiene el pelo oscuro y largo. Lo usa tirante, prolijo, dejando al descubierto un rostro firme y agradable. Además de la hostería también es dueña de una hacienda ganadera en el norte del Ecuador. Cuando vivía allí apenas podía caminar. Aguirre padecía lo que ella llama una enfermedad cardiovascular avanzada. Sus arterias se ha-

24_ 25

bían endurecido y para que la sangre circulara a través de ellas, el corazón debía hacer mucho esfuerzo. Como cualquier músculo que se ejercita, el corazón de Aguirre había comenzado a crecer. Tener un corazón grande siempre es problemático. No hay oxígeno que le alcance. Por eso duele y sufre y no funciona como antes. Aguirre sentía que le faltaba el aire. Estando tan afectada, el día se le presentaba siempre cuesta arriba y por la noche estaba tan agitada que no podía descansar. Le dolía el pecho y todo era desesperanza. Visitaba a su médico, le contaba sobre su evolución y de la consulta se llevaba una receta que guardaba en la cartera antes de pasar por la farmacia y entregársela al boticario. Siempre había un nuevo medicamento para añadir a la lista de fármacos que consumía a diario. Muchos remedios y poca mejoría. Cuando le propusieron venir a Vilcabamba aceptó sin mucha esperanza, y para su sorpresa, al poco tiempo de vivir en el valle, volvió a respirar. Podía andar sin agitarse, como cuando era muy joven y caminaba por su

hacienda sin detenerse a descansar, obligada por la falta de aire. Su presión arterial fue disminuyendo hasta alcanzar niveles normales y ahora se maneja sólo con una pastilla. Lo hace para darle el gusto al médico. En realidad no la necesita. Lo que necesita es quedarse en Vilcabamba para siempre. Por eso construyó la hostería. Le pregunto si viene gente. Me contesta que sí, que desde que se puso en marcha el proyecto San Joaquín, hay muchos extranjeros. El San Joaquín es un emprendimiento privado, una enorme hacienda dividida en lotes, a dos kilómetros del pueblo, entre los Andes y el río. Es para quienes sueñan con comprar el seguro de la longevidad. Un sueño que no es para cualquiera. El proyecto está liderado por Joe Simonetta, egresado de la Harvard Divinity School (una de las escuelas de la Universidad de Harvard que se dedica a la enseñanza de religión). La promoción lo dice claro: «Únase a nosotros, estamos buscando un grupo de personas de alta calidad». Después explica qué es gente de alta calidad. Son los que tienen costumbres saludables, son amables con los vecinos y respetan el mundo natural. ¿Quién puede oponerse a estas tres reglas? Parecen inofensivas. Sin embargo, pensar que hay gente de alta calidad, implica que hay otra, la mayoría, que es gente de baja calidad. La cercanía del tesoro de la longevidad despierta lo peor de cada uno. Isabel Aguirre quiere devolver algo de toda la salud que recibió de Vilcabamba. Para eso, dos veces por semana, reúne a las centenarias bajo una pérgola blanca en uno de los sitios más frescos del jardín. Pasan la tarde contándose sus cosas mientras con paciencia arman cigarrillos de chamico. Es una manera de darles trabajo, elaborando un producto regional, y también de mantenerlas activas, socialmente activas. Pero las ancianas demasiada ayuda no necesitan, lían el cigarrillo con destreza porque a ninguna le afectó ni le afectará el reuma. Además –y eso es envidiable– lo hacen sin anteojos. Con esa actividad pueden ganar dinero en efectivo. El chamico es de venta fácil. Entenderlo de una manera u otra es la diferencia entre tener una idea única para leer el mundo o que las ideas surjan del interior de cada una de las situaciones. En el primer caso, las centenarias serían parte de un supuesto cartel de estupefacientes de Vilcabamba; con la segunda de las opciones, seguirían siendo las abuelas del valle. Pero además ¿quién tiene autoridad para decirles a los vilcabambenses que lo que consumen les puede hacer mal a la salud? Pero hay, siempre hay alguien. 11. El día que Yukio Yamori, profesor de la Universidad de Kioto, reunió al pueblo en esta misma plaza, tuvo una convocatoria casi total. Titular de cátedra en Japón y externo en Harvard, es una autoridad a la hora de dar recomendaciones para mantenerse saludable. Estudió a los longevos de Okinawa y estableció cuáles eran los hábitos que retardaban la aparición de la arteriosclerosis. Yamori dice

etiqueta negra

A B R I L

2 0 0 9

26_ SECRETOS

que la clave está en la dieta. Original con las conclusiones. Cien gramos de pescado por día, veinticinco de soja y nada de sal. Cuando llegó a Vilcabamba se encontró con que algunos datos no coincidían. A diferencia de lo que ocurre en la isla de Okinawa, en el valle hay más longevos que longevas, apenas comen pescado y desconocen la cocina japonesa. Además, son amigos de agregarle sal a la comida. Sin embargo, la presión arterial de los vilcabambenses es sensiblemente menor que la del resto de sus compatriotas y, entre ellos, los infartos son una verdadera curiosidad. Finalizada la investigación y antes de regresar a su tierra, Yamori arengó en la plaza al pueblo de Vilcabamba. Les pidió que se abstuvieran de seguir poniéndole sal a la comida. La cantidad que utilizaban era muy superior a la prudente. Ése era su consejo, el que les dejaba después de muchos años de estudio y de haber comprobado la eficacia de sus indicaciones en el resto del mundo. Wilson Correa –veinticinco años de médico en Vilcabamba– encarna la memoria sanitaria del valle. El martes por la mañana, me atiende entre paciente y paciente, en uno de los consultorios externos del hospital Kokichi Otani, un dispensario ecuatoriano con nombre japonés. Hay una camilla, un armario de metal y vidrio, un escritorio y tres sillas. No hay ningún tipo de instrumental, apenas un tensiómetro y un estetoscopio que Correa guarda enrollado en uno de sus bolsillos. Nada que pueda considerarse equipo de alta tecnología. En cambio tiene una ventana que da a una calle ancha y polvorienta, envidia de cualquier institución sanitaria: la Avenida de la Eterna Juventud. –Albertano Rojas. Ciento veintisiete años, paciente mío. Al hombre no le gustaba venir a la consulta pero lo traía la familia. La mujer, un hijo o un nieto. –¿Y por qué venía? –Al final estaba un poco senil, se olvidaba de las cosas, no reconocía a sus familiares. Si a la cantidad de hijos que tienen se les suma los hijos de los hijos, da un número de familiares que para cualquiera es difícil de recordar. El doctor Wilson Correa está convencido de que los que llegan a Vilcabamba con problemas de corazón se curan, en especial los hipertensos. Él mismo trató a muchos de ellos. Sin demasiada intervención de su parte,

los vio curarse y abandonar la medicación. Cuenta que además son muy pocos los casos de diabetes o de otras enfermedades metabólicas. –No se ve osteoporosis –la desmineralización de los huesos, frecuente en los ancianos– ni pacientes con cáncer. –Pero, doctor, son todas patologías diferentes. Por su origen y por sus efectos poco tienen que ver una con otra. –Yo le digo lo que veo. No me convence. No puede ser. Pensar que en Vilcabamba hay una sola sustancia que mejora cualquier enfermedad, actuando sobre todos los órganos, sin importar que sus células, funciones y estructuras sean tan diferentes una de otra, no tiene el menor de los sentidos. Parece magia. El efecto de un elixir todopoderoso. Otra posibilidad: algo retrasa el envejecimiento. Algún elemento en el valle detiene el proceso degenerativo que afecta a las células del cuerpo y que siempre aceptamos como inexorable. Quizá curarse de la vejez sea tan complicado e impensable hoy como hace siglos lo era de la tuberculosis. –En Vilcabamba la gente come sano –dice Correa–. Como le decía, aquí se come muy sano, sin contaminantes. La gente toma un buen desayuno a la mañana y eso ayuda mucho. El aire es puro. En esta zona tenemos el wilco, árbol típico de Vilcabamba, que oxigena la atmósfera. También la familia. El lazo familiar es muy fuerte. El patriarca es respetado y mantiene a todos unidos. Aunque se puede cuidar solo, siempre lo acompaña alguien. En la casa se lo considera el jefe de familia. Esa unión de hermanos y ese cuidado por el patriarca son fundamentales.

26_ 27

–Discúlpeme, doctor, a uno de los centenarios lo vi viviendo en la calle. –Sí, pero el clima es benéfico y ésos son casos aislados. La importancia de la familia es vital, por eso cuando uno de los centenarios fallece, lo velan durante tres días. Es un ejemplo: fue un hombre bueno, honraba sus deudas. El honor los hace vivir mucho. No hay infidelidades, ni engaños, ni estafas. –Un paraíso. –Exacto, acá los sonidos que se escuchan son los de la naturaleza. Imagínese, los centenarios salen a caminar y no hay ruidos molestos de máquinas o de gente estresada corriendo por dinero. –Entonces, ¿por qué lo consultan? –Poliparasitosis. Es la carta de presentación del hombre de campo. Vienen con varios tipos de parásitos, en especial intestinales. –¿Hasta qué edad tienen hijos? –Eulogio Carpio, cumplidos ya los noventa, se casó con Julia León, una muchacha jovencita. Tuvieron tres hijos. Después de haber hablado con él y con muchos como él, llegué a una conclusión: el sexo de los centenarios es frecuente y de buena calidad. Hace unos años, me cuenta, vino al pueblo una gringa, no me acuerdo si era polaca o alemana. Estaba escribiendo un libro: «Cómo hacer el amor con un centenario». Era antropóloga y le pagaba a los viejitos para que tuvieran sexo con ella. –¿Se quedó mucho tiempo? –No tanto. El dinero se le acabó antes de lo que esperaba. Fin de la entrevista. Sé que hay en curso algunos estudios para identificar los genes relacionados con la longevidad. Por ahora las investigaciones se realizan sobre el C. Elegans, un gusano hermafrodita y transparente. Aunque algunos opinen que por ser gusano, hermafrodita y transparente no se aleja necesariamente del género humano, lo cierto es que hasta el momento, las conclusiones obtenidas en el C. Elegans no son del todo aplicables para la generalidad de los hombres y las mujeres. No encontré ninguna investigación sobre patrones genéticos de la población de Vilcabamba pero hay algunos datos para tener en cuenta. La gente del valle viene de diferentes lugares, no son una raza ni una comunidad cerrada que se preserva manteniéndose ajena a los demás. Los extranjeros mejoran al llegar y los que nacieron

en Vilcabamba, cuando se van, viven mucho menos que aquellos que se quedan. Hay varios ejemplos porque es común que los ecuatorianos se vayan a trabajar fuera del país. El dinero que les envían a sus familiares es una importante fuente de divisas. Todo inclinaría a pensar que la longevidad, al menos la de la zona, no es hereditaria, tampoco genética, sino la consecuencia de algo que ocurre en el valle. Y en el valle, más allá del poco visitado doctor Correa, no hay un sistema médico como en las ciudades. La gente subsiste sin necesidad de aferrarse a los medicamentos, sin internarse en clínicas para tratarse enfermedades terribles (no las tienen). Más que certezas sobre técnicas sofisticadas para vivir mucho, hay evidencias de una vida sencilla, austera. Mucho más no hay para averiguar. 12. ¿Por qué será que las fotografías que saqué no me convencen? Probablemente porque son nada más que fotos de gente mayor. La foto de un hombre de ciento quince años en Vilcabamba es igual a la de alguien de setenta y cinco de cualquier otro país. Por eso genera desconfianza. No es un documento, no es irrebatible. Con las entrevistas pasa algo parecido. Nada de lo que cuentan los ancianos es revelador. Hace falta estar atento y traer algo pensado para que, al escucharlos hablar, lo que digan cobre significado. La experiencia sin elaborar es un conocimiento precario. Prueba de ello es que los centenarios que entrevisté llevan una vida tan dura, que muchos estarían dispuestos a regalar los últimos cuarenta años de su vida para mejorar los primeros ochenta. Ahora, en el bar La Terraza, un anciano bebe cerveza. Es diferente a los demás. No está trabajando la tierra. Está descansando y ocupa una mesa y dos sillas. Una para sentarse y otra para apoyar la pierna derecha. Es el primer longevo que veo con jeans gastados y buzo de algodón. Demora cada trago mientras se entretiene con una de las distracciones preferidas de la gente mayor: mirar pasar a otra gente. Puede ser una buena fotografía. Estoy a poca distancia. Cuando me parezca el momento oportuno, podré levantar la cámara y retratarlo de cerca. El hombre mira de reojo. Saca un teléfono móvil. Escucho que da una orden. Lo hace en inglés, acento británico. En un minuto una camioneta ultramoderna aparece en la plaza. El hombre sube y un chofer demasiado corpulento baja del vehículo y paga la cuenta. Luego desaparecen por la avenida Eterna Juventud. Cerca del bar había estacionada una segunda camioneta. Recién me doy cuenta cuando arranca para seguirlos de cerca. No distingo a sus ocupantes, los vidrios están polarizados. Miro en el visor de la cámara la foto digital que acabo de tomar. Un hombre mayor bebiendo una cerveza en el bar de un pueblo. Extractos del libro ETERNA JUVENTUD. Planeta

28_ MORALEJAS

ilustraciones de josé luìs carranza

28_ 29

SI TU HERMANO GEMELO TE ABANDONA

un obituario de jim sheeler

L

a vida de George Evans comenzó con la de su hermano gemelo dentro de una caja de zapatos. «Era la única manera que (sus padres) conocían para mantenerlos abrigados –dice la hija de Evans, Judith Cochran–. Eran demasiado pequeños». Era 1901 en Nueva York y había pocas oportunidades para los bebés prematuros. Cuando los gemelos Evans contrajeron neumonía a los dos meses, sólo se salvó uno de ellos. Walter, el hermano de George Evans, no pudo vivir más que en su pequeña cuna de cartón. Por el resto de su vida, Evans jamás habría de olvidar al gemelo que nunca llegó a conocer. Ni siquiera lo hizo cuando su familia se desmembró, ni al ser enviado al orfanato y golpeado, ni cuando huía una y otra vez, o cuando vivía solo en las calles. Evans pensaba en su familia perdida mientras contemplaba el mar durante la Primera Guerra Mundial o cuando luchaba contra la Gran Depresión de los años treinta. Evans tuvo una nueva familia y la construyó como pensó que debía ser; no como había vivido. Ayudó a salvar la vida de su hermana, y su familia cuidó de él hasta el final. A pesar de ello, él siempre trató de recordar ese latido que lo acompañaba en la caja de zapatos. «George siempre dijo: “Tengo que vivir al menos hasta los cien años” –cuenta su hija–. Él decía: “Tengo que vivir dos veces: una por mí y otra por Walter”. Evans murió mientras dormía en junio del 2001, en casa de su hija en Highlands Ranch, Colorado. Tenía cien años.

En el verano del 2000, George Evans se sentó en su casa rodante y, a sus noventa y nueve años,

abrió el álbum de fotografías en blanco y negro que alguna vez quiso olvidar. Entonces se esforzó por hacer lo contrario, como le contó a un reportero de diario: recordar. «Mis amigos se separaron cuando yo era pequeño y mi madre me envió a diferentes orfanatos. En todos ellos fui golpeado. Fue un infierno para mi niñez. Cuando mi padre vino a recoger a mi hermana del orfanato, hicieron que me llevara a mí también, porque ya no podían conmigo. Me había vuelvo muy amargo. Luchaba contra el mundo». Evans escapó de casa, lejos de los orfanatos, y hasta pasó un tiempo escondido en una reserva de indios. Cuando escuchó que habría una guerra en el mundo, pensó que era justo para él: ya estaba luchando contra el mundo. A sus diecisiete años mintió sobre su edad y se enroló en la marina. En altamar, bajo las nubes de humo del barco USS New Hampshire, Evans pasó horas contemplando las olas, vigilando si se acercaban submarinos alemanes. «Soy una persona muy afortunada. Muy afortunada. Mi única contribución a la guerra fue que comí un montón de frijoles y vi mucha agua salada. No realicé ningún acto heroico. Pero sigo vivo». No todos los que estaban a bordo de ese barco pueden decir lo mismo. «Los afectó la epidemia de la gripe. En las mañanas, iban a las hamacas para ver cuántos muertos había. Iban, cogían los cadáveres y los tiraban. Si faltaba alguien, ya sabíamos lo que había pasado –dijo Evans, quien sobrevivió a la viruela en 1915–. Era un serio problema, muy serio». Cuando volvió a casa, se unió a un equipo de motociclistas temerarios pero rápidamente se dio cuenta de que no viviría mucho si no bajaba las revoluciones. Comenzó a educarse, devoró libros y estudió cursos por correspondencia. «Llevé a cabo un plan según el cual debía leer mucho. Cuando encontrara una palabra que no conociera, la pondría en una ficha –dijo ese día en su casa rodante–. Si no sabía cómo pronunciar la palabra, deletrearla y dar una definición, entonces no conocía el

30_ MORALEJAS

George Evans sobrevivió a todas las personas de su niñez. A pesar de las discusiones con sus padres, enterró a ambos. Se mantuvo en permanente contacto con sus dos hermanas. Cuando una de ellas estuvo a punto de morir hace décadas, él le donó sangre en la riesgosa transfusión que le salvó la vida. Después, ella dijo que podía sentir la sangre de su hermano en sus venas. Murió a los noventa y ocho años

etiqueta negra

A B R I L

2 0 0 9

mundo. En una ocasión tuve tres mil palabras en esta lista». Evans estudió tres años de Derecho en San Francisco antes de que su dinero se acabara a causa de la crisis económica de los años treinta. Comenzó a buscar trabajos eventuales en tiendas minoristas y tuvo una licorería. En aquel entonces, su vida era nada en comparación con lo que vendría después. En 1936, conoció a Helen Bettencourt. «Fue un matrimonio pactado en el cielo. Te confieso que hasta el día de hoy no puedo hablar de él sin… mostrar mis emociones –dijo Evans con los ojos llorosos–. Estuvimos casados por sesenta y dos años. Ella era la persona más maravillosa que jamás conocí. Tuvo un difícil comienzo en la vida también. Perdió a su madre a los siete años y su a padre a los nueve. Algo que comprendimos al casarnos fue que ni ella ni yo éramos poca cosa».

Al llegar al final de su álbum de fotografías, el anciano de noventa y nueve años seguía reflexionando: «Supongo que podrían pensar que me hice solo –dijo mientras cerraba la tapa del libro–. Yo observaba a las personas y copiaba los rasgos que me gustaban. Así me volví un hombre medianamente civilizado». En setiembre del 2000, Evans se mudó con su hija a Highlands Ranch. Tanto él como su esposa se habían mudado desde California hasta Colorado en 1992 para estar cerca de su hija y sus nietos. «Cada veterano (que conocí) fue tocado por el amor de este hombre, por su humor y su honestidad», cuenta Bud Goodwin, comandante del Puesto de la Legión Americana, donde George Evans fue miembro activo.

«Para mí, George fue como mi segundo padre –dice Goodwin, quien sirvió en la marina durante la Segunda Guerra Mundial–. Prolongó la presencia de mi padre». George Evans sobrevivió a todas las personas de su niñez. A pesar de las discusiones con sus padres, enterró a ambos. A lo largo de su vida, se mantuvo en permanente contacto con sus dos hermanas. Cuando una de ellas estuvo a punto de morir hace décadas, él fue quien le donó sangre en la riesgosa transfusión que le salvó la vida. Después, ella dijo que podía sentir la sangre de su hermano en sus venas. Murió a los noventa y ocho años. Aun cuando le gustaba celebrar su cumpleaños, solía estar triste al día siguiente; no porque fuera un año más viejo sino porque ese día había nacido su hermano gemelo. Su tristeza se debía a que era el cumpleaños de Walter. Cuando se le hacía la inevitable pregunta sobre el secreto de su longevidad, Evans mencionaba su afición por el golf (jugó en la década del ochenta cuando tenía noventa años) y su insistencia en tomar helado todas las noches. También estaba el juego. «Béisbol. Lo único que me mantenía activo era el béisbol. Me hice seguidor de los Giants en el verano de 1912. Tenía once años –me contó–. Cuando llegas a mi edad, tiendes a sentarte, vegetar y comer. Pero a mí me gusta tanto el béisbol como cuando tenía once años». Evans siguió a los Giants desde sus primeros días en Nueva York hasta su época en San Francisco. En ese lapso memorizó miles de estadísticas. Vio a varios jugadores legendarios desde las tribunas descubiertas. Mostró almanaques de años pasados que revivían su propia historia. Incluso durante sus últimos años, se le conocía por ver sus partidos de béisbol en la televisión mientras seguía otro en la radio. Un día antes de morir, Evans estaba mirando el último partido de béisbol de su vida. Los Giants ganaron. «No hay nada como la vida hogareña –me contó–. Nada puede reemplazarla». Allí, en la sala, el anciano de noventa y nueve años se paró y extendió su mano. La estrechó fuertemente hasta que terminó como él quería. «¿Sabes cuál es la palabra más importante en todos los idiomas? Una sola: Amor. Si tenemos amor, podemos hacerlo todo. Lo he predicado y lo predicaré, Amor».

32_ DICCIONARIO DE LA LENGUA Sabura

una palabra de

f. Término propio del léxico de Cabo Verde; imposible de traducir a otras lenguas, aunque expresa una manera especial de la alegría.

janine de novais traducción de carlos cavero

uando los ciudadanos de Cabo Verde que viven

lamer la sal de nuestros cuerpos luego de pasar el día entero en el océano. Germano

en el extranjero vuelven a su país y se encuentran

Almeida, un novelista caboverdiano, descartó por entero todo el proyecto (en por-

con los jóvenes escasamente vestidos del Festival Musical

tugués, naturalmente): «Sabura no es traducible porque está por encima del estado

de Baia das Gatas, eso es un sabura. En ese archipiélago

del ser. Puedes utilizar delicioso, maravilloso, placentero, encantador o lo que se

del África decimos que el Carnaval de Mindelo puede no

te ocurra, pero no estás traduciendo la palabra. Realmente necesitas usar sabura y

igualar la grandeza del de Río de Janeiro, pero sí lo supera

colocar un pie de página que especifique que se trata de un neologismo portugués».

en sensualidad –sea verdad o no, la celebración es sin lugar

Si alguien así necesita tantas palabras y un pie de página sólo para aproximarse al

a dudas un sabura–. Ésta es una palabra cuyo significado

significado de sabura, estamos frente a un concepto que roza lo intraducible.

se aproxima a alegría pero es más que eso: alegría del alma

Los caboverdianos celebramos esta palabra, este intraducible y esencial tipo de alegría

y la sensación de esa alegría. Sabura es una alegría que va

nacional. Desear una alegría intraducible puede parecer que va en contra de la intuición.

más allá de los confines del cuerpo, y en este sentido puede

Pero no es así. Celebramos la imposibilidad de traducir una palabra como sabura porque

ser algo muy íntimo: ¿aquella parrillada

para los migrantes como nosotros, isleños tradu-

de cumpleaños del año pasado cuando

cidos y traspasados todo el tiempo, la intraduc-

mamá estaba tan borracha que se tiró

ibilidad es el contenido heroico del alma. Son las

a la piscina y al salir se levantó la falda

raíces que puedes llevar como alimento para el

por el muslo como no lo había hecho en

camino. Dos caboverdianos pueden encontrarse

más de veinte años? Un sabura.

en medio de una multitud en cualquier parte del

Cerca de medio millón de perso-

mundo y con unas pocas palabras entran literal-

nas viven en el archipiélago de Cabo

mente en un aislamiento creado por su idioma,

Verde y al menos otro medio millón

un espacio privado que los conecta instantánea-

son inmigrantes por todo el mundo.

mente con sus orígenes.

La de este país es una cultura marcada

Si alguna vez oíste hablar de Cabo

por la diáspora, y los caboverdianos

Verde, seguro fue por Cesaria Evora. Es

nos mantenemos unidos –apenas–

nuestra Celia Cruz, pero significa incluso

por un idioma que sólo hablamos

más. No es sólo la caboverdiana más famo-

nosotros, en cuya gramática descub-

sa en el planeta: ya era famosa cuando los

rimos nuestros orígenes: la expansión

mapas del mundo solían omitir el archip-

marítima portuguesa y el comercio

iélago por completo. En todos sus concier-

de esclavos entre África, Europa y las

tos, hay un momento en que ella se dirige

Américas. Pedí a algunos compatriotas

al público –ya sea en Beijing o Beirut– y

que definieran la palabra sabura y les

habla en caboverdiano. Pregunta: Bzot ta

di la opción de traducirlo al portugués,

sabe? (¿Se sienten bien?). Dependiendo

la lengua oficial del país, o a cualquier

de dónde se presente, pueden responder

idioma que ellos hablasen. Un amigo que habla español

tres o trescientas voces; pero el efecto siempre es el mismo: oír esas voces,

fue quien se acercó más al sentido con sabrosura, aunque

no importa cuantas sean, es para nosotros un sabura. En ese momento, en

no llegó tan cerca como creyó. Un tío mío que estudió en

aquella ciudad extranjera, los caboverdianos levitamos por encima de la mul-

Europa trajo a la memoria la palabra guindaille, una

titud, conectados, sintiéndonos singular y específicamente nosotros mismos.

jerga universitaria belga que se refiere a las borracheras

Los aspectos intraducibles sobre cómo hablamos, y por extensión, sobre cómo

de amanecida de los estudiantes. Descriptivo pero no

somos, constituyen anclas psicológicas que llegan donde las anclas físicas no

exactamente preciso. Recibí muchas reflexiones sobre la

se permiten. Palabras como sabura viven como esquirlas bajo la delgada capa

relación de sabura con los sabores placenteros del país:

de piel que separa nuestra identidad de ese gran mundo traductor, caníbal y

desde nuestra tradicional katxupa, pasando por el pes-

ruidoso que nos rehace sin límites. Allí, justo por debajo de todo, estas palabras

cado fresco de los botes, hasta la costumbre infantil de

perduran y se convierten en nuestras huellas digitales de navegación.

Seminario

Familias Empresarias: Organización y Desarrollo

Internacional

Gonzalo Jiménez

Las empresas familiares lideradas por su fundador tienen la oportunidad de transformarse, en el tiempo, en una potencia capaz de fomentar el crecimiento de la compañía y de las siguientes generaciones de la familia y convertirse así, en una familia empresaria con capacidad de emprendimiento constante que les permitirá perpetuar este legado emprendedor a través de muchas generaciones. Las familias empresarias, tienen como visión hacer de la creación de valor su razón de ser, con la intención no sólo de generar valor económico, sino social. Cada Familia Empresaria es única, y cuenta con un cúmulo de recursos y capacidades muy peculiares que hacen de su negocio algo tan especial, porque le dan una ventaja “competitiva” en relación con las empresas no familiares. Esos recursos son un capital único, necesario de transmitir a las siguientes generaciones, las cuales hay que preparar desde muy temprano para enfrentar el desafío del emprendimiento.

Miraflores Park Hotel Jueves 14 de Mayo, 2009 9:00 a.m. a 6:00 p.m.

Saber es Poder

34_ MÉTODOS

34_ 35

CURSO ACELERADO PARA PApás que no pretenden huir de casa Los bebés no vienen con un manual bajo el brazo. Tampoco los padres. ¿Quedarse con los hijos y criarlos es un acto natural o aprendido?

un manual de rafael gumucio ilustraciónes de pando

36_ MÉTODOS

1.

2.

etiqueta negra

A B R I L

2 0 0 9

3.

El padre es un anfitrión de la tribu Ser padre por primera vez es como viajar. Después de meses y meses de abalanzarme sobre cualquier pareja embarazada para llenarla de los consejos de un padre experimentado, he llegado a esta única conclusión. Una conclusión que tiene la ventaja de englobar todas las otras que he intentado en estos meses de felicidad e incerteza en que me he convertido en lo único que nunca creí poder ser: un adulto casi tranquilo que se despierta a las seis y media de la mañana (yo que solía hacerlo a las diez) y llega a la casa a las seis de la tarde para darle a Beatrice cucharadas de comida en forma de avión y leerle doscientas veces el mismo libro lleno de animales. Tener un hijo, como me anunciaron todos los padres que me torturaron cuando era yo el que esperaba, es efectivamente algo maravilloso, espantoso, agotador, energizante, temible, valiente, tonto e inteligente. Todo eso y más y lo contrario. Es muchas cosas y una sola, la entrada en tu casa de la urgencia de la especie. La llegada de la tribu a la hoguera, el saludo a una bandera que sin saber no dejamos toda la vida de izar. Suegros, hermanos, amigos llenaron la clínica ese día de octubre, y siguen ahí porque, si se alejan mucho, los llamamos, urgidos, necesitados de cualquiera que nos recuerde que esto es posible, que estamos yendo hacia alguna parte.

El asombro siempre será una fotografía El padre primerizo como el turista inexperto, anda con sus diapositivas a cuesta, y sus anécdotas interminables de insomnios abalanzándose sobre cualquier incauto para masacrar su paciencia a golpe de detalles ínfimos. No pueden, no podemos, evitarlo, sólo al contar nuestra experiencia nos aseguramos de haberla vivido. Como un detective que necesita desesperadamente pruebas para comprender el modus operandi del crimen que investiga, el padre primerizo saca así fotografías de cada gesto de su hijo. Pasión por imágenes de llanto, chupete y desnudos en piscina, que la fotografía digital ha convertido en delirio. Cada segundo puede ahora ser documentado, tanto que hasta los abuelos más cariñosos pueden sentirse aplastados por el exceso de documento. Mi hija aprendió así a posar antes incluso que a caminar, sonriendo ante cualquier cámara y esperando con paciencia infinita que el obturador haga su trabajo. Al padre no le importa a cuantos aburre en el intento, necesita con urgencia contar todo porque sólo en el relato la pareja que viaja o engendra, junta –pero que nunca se sintió más separada que entonces– logra acordar una impresión en común. Sólo después, en el álbum de fotos, sincronizan sus leyendas y neutralizan sus soledades. Las fotografías sirven de contrato; en ellas ese pasado que pasa tan rápido, ese tiempo que los padres primerizos sentimos que se nos escapa con urgencia, queda fijado, luminoso y en colores.

La naturaleza es una prueba de embarazo Los padres contamos nuestros viajes al mismo tiempo que lo emprendemos. Porque ésa es la única diferencia entre viajar y tener hijos: con los hijos no hay regreso posible. Eso es lo que nos golpea y maravilla a los padres primerizos: han cometido un acto irreparable. Recuerdo el minuto, en París, cuando mi esposa me dijo al oído que estaba embarazada. Sentí, sin poder reprimir la sensación, que todo lo real se separaba de mí, que mi pecho, mi sonrisa, mi cuerpo entero se erguía y entibiaba. Salvaje como el primer hombre del mundo, me habría violado hasta las ardillas del parque. Era un hombre. Todo estaba hecho, podía matarme o morir y ya mi tarea estaba hecha. Había pasado la frontera y ahora mis rodillas temblaban, quedaba expuesto para siempre. Tu mujer está embarazada y casi todo lo que emprenden o dejan de emprender empieza a tener importancia. Un test en un baño cualquiera y la nave deja el puerto para siempre. Empieza el viaje, pero no hay pasaje ni en el pasaporte. Nada que indique cuál es el destino final. Sólo sabes, sólo puedes saber que mañana estarás en otro puerto, que mañana será por completo otro día. Por primera vez ese lugar común de Scarlette O’Hara, en la película LO QUE EL VIENTO SE LLEVÓ, convertido en una cruel verdad: con los hijos mañana siempre es otro día.

36_ 37

4.

5.

6.

Un hijo enseña lo que el padre nunca aprenderá Dejé así de contar mi vida en décadas, para contarla en días. Muy luego, demasiado luego tu hijo cambia de dientes, de lengua, de cara. Muy luego, demasiado luego, todo lo que concluyes y cuentas a los amigos resulta falso. Muy luego, demasiado luego, los consejos que das se convierten en palabra muerta, para volver después a tener un sorprendente sentido, siempre distinto al que esperas. Apenas somos padres, nos instalamos, aceptamos cualquier trabajo, nos plegamos a una rutina, rezamos para que no nos pase nada, para que nada cambie nunca, mientras en la cuna, o en la cama pequeña, sucede todos los días una verdadera revolución. Una montaña de libros y un curso de parto quedaron así durmiendo el sueño de los justos en el velador de mi esposa. Saber que no se puede saber nada, es el único consejo que vale. A eso vino Beatrice, a enseñarme todo lo que nunca voy a poder saber. Antes de que naciera mi hija me aterraron con las despertadas de noche. Mi hija durmió tranquila, y pensé haber sobrevivido el terror, sin saber que no hay salvación posible. Ahora que tiene casi dos años (o sea, casi una adulta), mi hija se despierta en la noche y duerme con nosotros en la misma cama. Cuando le muestro la fotografía de ella a los seis meses, no se reconoce. Si soy sincero, yo tampoco la reconozco. Es otra, completamente otra, siempre otra de un mes a otro, obligándome a seguirle un ritmo imposible en que en vez de crecer descrezco y me aniño para encontrarme en un punto en medio de su maduración y mi inmadurez.

La soledad son los otros Tener hijos de alguna forma te enseña otra forma de soledad, una soledad en que nunca estás sin compañía. O más bien, una soledad en que esa falta de compañía es siempre algo buscado, nunca una fatalidad irremediable. Con un niño en casa siempre hay otros, muchos otros invadiendo, o visitando tu privacidad. Esa privacidad ya es un acto público, el comienzo de una familia, esa célula básica de la sociedad (como suelen decir las constituciones políticas de los países), ese pequeño territorio independiente lleno de golpes de estado, elecciones trucadas, traiciones y declaraciones de independencia. El misántropo que yo fui, más que cualquier otro, aprende valiosas lecciones de esta invasión que no te pide permiso. Mezclado con ese invasor, parte de él, y él parte mía, salgo cada día a mi trabajo, más fuerte, más entero, más yo que nunca, pero al mismo tiempo más endeudado. Deudas financieras, pero también morales, existenciales, familiares, afectivas.

Todo sentimiento es propiedad ajena Tras la prueba de los hijos la soledad adolescente se convierte en una soledad adulta, es decir, una soledad que sabe que tiene fronteras, que tiene vecinos, que sabe también intercambiar productos con esos vecinos, pelear la guerra y llegar a acuerdos. Además de una alegría y de un deber, los hijos son, como cualquier otro viaje, una prueba. Te miran, te ven, te necesitan y no te agradecen nada. Su impecable egoísmo termina por un rato –a veces demasiado corto– con tu propio egoísmo. Eres de ellos, pero por mucho tiempo tú no les importas demasiado. Concentrados en vivir a cualquier costo, su valentía sin palabra te enseña a ser valiente. Su falsa debilidad de recién nacido te enseña hasta qué punto es falsa tu fuerza. Así, cada vez que algo me duele o me cuesta, pienso en mi hija Beatrice dando sus primeros pasos. La veo pálida y seria diciéndome: «No, no, no» y negando al mismo tiempo con la mano que todo esto fuera posible, que se le exigiera tanto, quejándose de que esa gente, que se supone la quiere tanto, la ponga en tales aprietos. Toda ella negando, toda ella pidiendo que le ahorre la dificultad pero sin embargo caminando, avanzado, un paso tras otros. Fiebre, golpes, humo, gente, los hijos resisten a todo, y tú con ellos al lado empiezas, al revés, a tenerle miedo a todo. Porque antes de tener un hijo, nada realmente grave podía sucederme. Porque antes mi dolor era sólo

38_ MÉTODOS

7.

etiqueta negra

A B R I L

2 0 0 9

8.

9.

mi dolor. Estaba solo. Era inmortal. Ahora está ese otro ser que no entiende de aplazamientos, de negociaciones, de renuncias. Ese otro ser y su madre y sus abuelos y sus hermanos, que viven pendientes de sus gestos más mínimos. Esos otros que son el infierno –según Sartre–, pero quizá también son el paraíso. Pero que son, por lo menos, lo más parecido que tienes a una vida eterna. Algo que no se acaba cuando te acabas, algo en que respiras cuando ya no respiras. El fin de lo que quisiste ser, el comienzo de lo que quizá sin saber, siempre fuiste. Porque los niños, como los viajes para volver a nuestro viejo símil, tienen esa otra horrible desventaja: no te dejan mentir. En medio del tráfico, lejos de lo que te esconde y te protege, en un hotel de Nápoles, o ante los primeros pasos de un niño que se resistía a caminar, estás obligado de pronto a decir y a saber la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Apurado, sin escapatoria, mientras Beatrice nacía terminé todos los proyectos pendientes que tenía. Y si es verdad que me siento más vivo que nunca es porque siento que la muerte es posible. Alguien va a contar mi historia. No me queda a mí otra cosa que ordenar los papeles para que Beatrice no se pierda en el laberinto de mi pasado. Mi pasado que ahora es su pasado.

La paternidad en el supermercado Los niños desorganizan todo. Pero por eso mismo piden de sus padres más y más organización. En eso se parecen también a los viajes, que mientras más improvisados parecen, más planeación requieren. Con un hijo recién nacido es imposible no salir a la calle sin pensar que algo dejaste en la casa. Víctima de un marido más bien distraído, no le ha quedado otra a mi mujer que convertirse en un general en permanente batalla. Ella me ha enseñado que con los niños nunca se está demasiado preparado. Verdadera olfateadora de los miles de imponderables que en cualquier momento pueden suceder, en el invierno ve el frío que podría resfriar a mi hija; en un banquete, la falta de leche. Un viaje semi romántico a Buenos Aires se convirtió en un catastro de toda suerte de supermercados y almacenes en que fue imposible encontrar comida de bebé envasada.

Macho ergo papá El sexto sentido de las mujeres es una simple herramienta evolutiva. Su capacidad adivinatoria, algo estrictamente práctico. ¿No sería el hombre igualmente instintivo y organizado si le tocara a él darle la papilla y cambiar los pañales?, se preguntará la lectora militante de los derechos de la mujer. Soy un latinoamericano, lo confieso. Vengo de un país en que los hombres suelen abandonar a las mujeres cuando paren, y donde ellas los obligan a llegar sobrios a la casa. Machista por herencia y educación, me demoré seis meses en mudar por primera vez la ropa de mi hija. Mi mujer, que no es latinoamericana, tuvo la astucia de no exigírmelo y esperar que el amor por mi hija fuese tan enorme e inevitable, que hasta sus heces dejaran de olerme tan mal. Pero aunque fuese holandés, o belga, y hubiese mudado sus pañales el primer día, habría cosas que como hombre no podría hacer. Los hijos son la entrada de la especie en nuestras vidas individuales. Por más liberados, comprensivos, intelectuales que seamos, ante el hijo volvemos a ser los animales que fuimos. Bestias y ángeles, como dijo Blaise Pascal, las dos cosas más que nunca en la vida. Así, ese hijo que en general una mujer y un hombre engendran para estar más unidos, para estar más juntos que nunca, recuerda nuestras más íntimas diferencias, nuestra ontológica separación eterna.

En el comienzo, todo padre es un intruso Los hijos no ponen en duda el hecho innegable de que las mujeres pueden ser aviadoras, filósofas, biólogas marinas y hasta obreras de la construcción. Tampoco cuestionan la indesmentible verdad de que la falda y los pantalones son un asunto estrictamente cultural. Pero el útero, pero los pechos llenos de leche,

38_ 39

10.

pero el niño ciego que busca un regazo que parece conocer desde épocas arcanas, todo eso no es cultural, ni aprendido siquiera. Es innegablemente cierto, de una certeza que enceguece a los padres recientes. El feto, y durante mucho tiempo el niño, es de la mujer y completamente de la mujer. Ella sabe lo que quiere, lo que no quiere, ella lo tiene dentro de sí hasta muchos meses después de que salga de su útero. Ella no puede, si quiere, irse a la calle y emborracharse con los amigos sin ser una mala mujer condenada por el mundo entero. El dolor, el placer, la alegría y hasta el miedo de parir es de ella y sólo de ella. De pronto, muchos órganos de su cuerpo que, en reposo, sin hijos, no tienen mayor sentido, adquieren protagonismo. Lo admita o no, muchas cosas incomprensibles en la mujer empiezan a tener sentido con el hijo que acoge, y aloja, como una casa que sabe por fin para quién ha sido construida. Para el hombre la experiencia es justamente la contraria. En el enorme círculo de la vida, te conviertes tú en un pobre dador de esperma que no entiende nada de nada de la vida. Eres sólo parte esencial de un proceso que no entiendes, que estás condenado a no entender. La paternidad es voluntaria, cultural, es una construcción intelectual que contrasta con esa cosa natural, instintiva, inevitable casi, que es la maternidad. Miles de niños nacen sin padres, más difícil es carecer de una madre. Mi hija no aprendió a decir mamá, pero tuve que orientar su boca para que dijera por primera vez papá. Mi hija se sentía en el pecho de mi esposa en su país, no necesitaba hablar, ni explicarse. Con mi presencia, no hacía otra cosa que interrumpirlas, que espiarlas, que separarlas.

Al final, siempre aprendes lo que ya sabías Al crecer el niño, te das cuenta de que justamente el rol del padre es separar al niño de la madre. Es decir, separar al hijo de la especie. Porque la naturaleza también mata, y no tiene piedad, ni razona, ni habla, ni perdona. Y todo eso, esa maravillosa artificialidad de lo humano, es lo único que un padre puede enseñar. Al menos así justifico estas largas tardes en que mi hija me enseña cómo ladran los perros, cabalgan los caballos, y cómo la noche se convierte en día y el día en noche. Todo eso que se supone sabía y que he vuelto a saber, porque ella lo descubre, porque parece haber sido hecha para esto, para descubrir.

40_ DOSSIER 60 MORALEJAS

40_ 41

EL MAGO QUE OCULTABA EL TIEMPO

un obituario de jim sheeler

L

os avisos de periódicos amarillentos y afiches gritaban escandalosamente con un vocabulario que aún suena como las palabras del mago Bob Schmidt. «Damas y caballeros, niños y niñas vean al aladino del siglo xx. Un hombre de magia y misterio».

En las fotografías promocionales de tono sepia se ve un hombre pulcro, en esmoquin, detrás de una mujer que levita. En otra imagen, él yace dentro de una caja, encadenado con una fuerza increíble. «¿Podra escapar? Vea este y muchos otros trucos» En la casa que el mago Robert Schmidt tenía en Denver, Colorado, cerca de nueve décadas de magia inundan la sala. La guillotina. La caja a prueba de escapes. El sombrero negro que engendró millares de conejos. La varita que tantas damas y caballeros, niños y niñas, creyeron que realmente tenía algún tipo de magia. Mientras la familia de Schmidt busca en las cajas de trucos y álbumes de recortes de la vieja casa del mago, todos recuerdan los actos que los maravillaban y entonces encuentran una reliquia de 1930. Es un cartel del tamaño de una mesa de cartas: el anuncio más grande de todos. «Mi hermano y yo lo encontramos y tuvimos la misma idea –dice Kim Schmidt, uno de los hijos del mago–. Al comienzo dudamos de si sería apropiado. Luego nos pusimos de acuerdo: a papá le habría encantado». En el funeral del mago Bob Schmidt, su familia colocó el cartel donde suponían que pertenecía: junto al ataúd. «Encadenado, esposado y con grilletes –decía el texto–. Encerrado en una bolsa de correo… ¡el profesor schmidt emerge al instante y se libera de todas sus cadenas!»

Robert E. Schmidt, alias El Mago Bob Damon, Profesor Schmidt o El Aladino del siglo XX, falleció el nueve de mayo del 2002 aquejado por una infección sanguínea. Tenía noventa años.

Dentro de los carnavales viajeros de principios del siglo XX, el joven Robert Schmidt era conocido por meter la cabeza en las carpas y convencer a los artistas de que le revelaran unos cuantos secretos. Durante el día, ayudaba a sus padres a tomar fotografías en las exposiciones por todo el país. Poco tiempo después se convirtió en el Profesor Schmidt. Siempre afinaba sus diestras manos con trucos para el escenario. A principios de los años treinta, comenzó sus estudios en una universidad de Carolina del Norte. Luego se unió al Cuerpo Civil de Conservación, donde trabajó en la construcción de proyectos nacionales y entretuvo a hombres exhaustos al final del día. Con la llegada de la Segunda Guerra Mundial, su voz retumbante y sus ambiciosos trucos le valieron un lugar en la Organización de Servicios Unidos. Antes de que el grupo partiera a su gira extranjera durante la guerra, un agente le sugirió al mago Schmidt que no usara su apellido alemán. Entonces él buscó en el álbum familiar y encontró a una tía llamada «Damon». El nombre artístico quedó. Mientras actuaba con la Organización de Servicios Unidos, ofreció varias funciones durante todo el camino al África: visitó noventa y tres países e islas en total. No fue sino hasta el final que conoció a la mujer que lo acompañaría por el resto de su vida. Livvy Taylor había nacido en Denver, Colorado, y tocaba el órgano con una banda de chicas. Por esos años, había sido destacada a Japón. Extrañaba su hogar y esperaba una carta desde Colorado o el traslado de vuelta a casa cuando vio cómo el mago Schmidt sacaba un conejo del sombrero.

42_ MORALEJAS

etiqueta negra

A B R I L

2 0 0 9

El mago usaba una guillotina que, en el escenario, impactaba tanto como el truco mismo. Hacía que un voluntario pusiera la cabeza allí y le pedía que se sujetara las orejas cuando cayera la cuchilla para que pudiese alzar en alto su propio cráneo cuando se lo cortara. Schmidt murmuraba y antes de que la cuchilla cayera, sostenía un periódico de un pueblo donde se había presentado antes. «Damon decapita a un hombre», decía el titular «Cuando nos conocimos, yo estaba más interesada en recibir una carta que en encontrar un hombre», dice ella riendo como siempre. El mago y ella pronto se unieron dentro y fuera del escenario. Se casaron en el cumpleaños de Schmidt, el 1 de enero. Luego ella lo acompañó con el órgano mientras participaban en diversas presentaciones por todo el país. En los años cincuenta, cuando la popularidad de la televisión absorbió las vidas de muchos espectáculos en vivo, la pareja se estableció en Denver, donde Schmidt consiguió trabajo en la tienda por departamentos Neusteters como vendedor de ropa deportiva. Se mantuvo allí hasta la década de los ochenta. Pero nunca pudo dejar el escenario. A fines de esa década, la pareja se integró al parque temático East Tincup, donde el mago Schmidt cautivó al público con sus funciones de escapismo al estilo Houdini y su gigantesca utilería. Usaba una guillotina hecha a mano que, en el escenario, impactaba tanto como el truco mismo. Con ese «cortador de cabezas» Schmidt partía una manzana en dos, a manera de demostración. Luego hacía que un voluntario pusiera la cabeza allí y le pedía que se sujetara las orejas cuando cayera la cuchilla para que pudiese alzar en alto la cabeza cuando se la cortara. Schmidt comenzaba a murmurar, fingiendo que no tenía idea de lo que sucedía, y antes de que la cuchilla cayera, sostenía la página frontal de un periódico de un pueblo donde se había presentado antes. «DAMON DECAPITA A UN HOMBRE», gritaba el titular. El voluntario hacía lo mismo. A fines de los años setenta, Schmidt saboreó un poco de las mieles de Hollywood, por así decirlo, con un papel en una película de bajo presupuesto: L A LEGENDA DE A LFRED P ACKER , don-

de encarnaba a Israel Swan, el primer hombre supuestamente devorado por el infame caníbal. «Recuerdo que prendía la televisión tarde en la noche y pensaba: “Yo conozco a ese tipo, al que se están comiendo” –recuerda Rick Schmidt, uno de los hijos del mago–. ¡Miren! ¡Es papá!». Después de retirarse de Neusteters, la tienda donde trabajaba, Schmidt volvió a la magia a tiempo completo. Viajaba con un grupo y actuaba en cientos de fiestas infantiles en las que anonadaba a los niños hablándoles y permitiéndoles pensar que habían descubierto el truco. Luego los dejaba estupefactos. «Es un trabajo duro y dedicado. Además, debes ser realmente un divo –dice ahora Rick Schmidt–, y papá era un divo puro y consagrado. Un verdadero showman».

Conforme iban creciendo, los Schmidt continuaron actuando para personas que necesitaban un buen escape: niños discapacitados, ancianos en hospicios, pacientes de hospitales. «Tu magia era la mejor medicina», escribió un hombre de la Clínica Mercy luego de uno sus espectáculos. Aún a sus casi noventa años, Bob Schmidt siguió trabajando en fiestas de cumpleaños y en el Festival del Renacimiento, donde era un mago viejo y de barba gris que caminaba entre la multitud haciendo trucos de mano. La gente creía que era el verdadero mago Merlín. A pesar de que nunca dejó la magia oficialmente, la cantidad de funciones disminuyó hasta el momento en que él apenas podía incorporarse. Aun así, había un truco que nunca olvidó. «Al comienzo de cada show, sacaba un reloj de alarma, lo cubría con un pañuelo satinado y decía: “Tengo un límite de tiempo para hacer esto para ustedes», recuerda su hijo Rick. A lo largo de toda la función, el reloj permanecía avanzando en el escenario. Pocos espectadores se daban cuenta hasta el último truco. «Al final del show, sonaba la alarma y él se iba diciendo. “Hombre, el tiempo vuela –recuerda su hijo–. Sacaba el pañuelo y el reloj había desaparecido».

Venta de entradas sólo en:

44_ TERRORISTAS 40 BONUS TRACK

44_ 45

SÍRVAME UN VASO CON AGUA DEL SIGLO X, POR FAVOR Ya sabemos que en el futuro los hombres haremos la guerra por el agua. Una empresa en el extremo sur de Chile te ofrece la oportunidad de esperar ese momento brindando con un agua tan pura y cristalina como la que se bebía en la era de las cavernas o en tiempos del Renacimiento. El agua extraída de los glaciares es el último grito de la moda gourmet, aunque todavía nadie está dispuesto a matar por ella

una crónica de jonathan franklin fotografía de morten andersen traducción de jorge cornejo

etiqueta negra

A B R I L

2 0 0 9

46_ BONUS TRACK

an Szydlowsi es un empresario chileno de treinta y siete años que es dueño de una compañía a la que podría irle muy bien cuando el resto del mundo se muera de sed. «El agua será el próximo petróleo», dice mientras me cuenta los planes de su empresa, Waters of Patagonia. Se recuesta en su silla y sonríe lentamente como si fuera a revelarme un gran secreto. «Así es como debe ser el agua», dice, y luego me sirve un poco de agua de glaciar en una copa de vino. El producto se llama Crevasse Glacier Water y es el niño mimado de esta compañía. Algo así como petróleo en estado transparente. «Los árabes la llaman Halal, H-A-L-A-L, que significa “jamás tocada por manos humanas”», añade el empresario. Cierta vez, dice, un jeque árabe probó un poco y la llamó «agua bendita». Como ocurre con los minerales más codiciados, no es tan fácil descubrir un líquido con semejante valor comercial. Para hallar esta agua tan pura es preciso abordar un vuelo desde Santiago de Chile, dos mil kilómetros hacia el sur, hasta el corazón de la Patagonia virgen. Luego, hacer nueve horas de viaje en automóvil por un camino lleno de baches, hasta el remoto puerto de Tortel, un pintoresco sitio costero sin pistas ni automóviles y con una comunidad de quinientos habitantes que viven de la extracción y el trabajo de la madera. Allí, hay que tomar un barco de pasajeros y navegar hasta el límite del Campo de Hielo Patagónico Sur, una capa de hielo de una superficie de trece mil kilómetros cuadrados, donde las constantes lluvias hacen crecer el glaciar de tal manera que trozos de hielo del tamaño de edificios caen con estruendo al océano. Son tantos los ríos y montañas heladas que atraviesan este rincón del mundo que el mapa está cubierto por las letras S/N, «sin nombre». Y allí, en ese territorio virgen, está el próximo petróleo. Szydlowski sirve el agua de una botella de cristal transparente, elegante como un Ferrari, de líneas encantadoramente sensuales y proporcionadas. «Las hacen en Murano, Italia, especialmente para nosotros», dice cuando me ve admirando el diseño. En el mundo sólo existen dos mil botellas como ésa. «Cuando la gente bebe nuestra agua no sólo se trata del agua más pura, sino de una nueva visión acerca de cómo debe ser el agua», agrega el empresario, quien se jacta de que Crevasse Water, su producto, cumple con todos los estándares que la Unión Europea exige sobre la pureza del agua en su estado natural, que no requiere tratamiento alguno.

La ciencia respalda en gran medida las afirmaciones de ese empresario anclado en la Patagonia. Al estar en el extremo sur del mundo, sus reservas de agua se encuentran a miles de kilómetros del intoxicado hemisferio norte y provienen de la lluvia que se congeló hace cientos o miles de años, mucho antes de la invención del motor de combustión interna, de la química moderna y de la lluvia radioactiva. El agua extraída de los glaciares es un producto virgen en un mundo cada día más intoxicado. «La naturaleza es el mejor filtro», afirma Allan Szydlowski, otro de los socios del negocio. «Contamos con valles protegidos que se extienden por cientos de kilómetros y esto es lo que filtra nuestra agua». «Nuestro filtro es todo un ecosistema», dice señalando hacia las montañas vírgenes y el denso glaciar en el horizonte. La sede de Waters of Patagonia, la compañía de los hermanos Szydlowski, se levanta en el corazón del Campo de Hielo Patagónico Sur, una capa de agua congelada de trescientos sesenta kilómetros de largo y cuatrocientos metros de espesor. Es la tercera extensión de hielo más grande del planeta. Una reserva invalorable en un mundo castigado por la sed. Debido a la contaminación global, cada año seis mil setecientos millones de personas que habitan el planeta necesitan más de aquello que fluye de manera constante por la propiedad de esa empresa chilena: agua pura no contaminada. El glaciar donde Waters of Patagonia está instalada produce tanta agua dulce que este remoto rincón del Océano Pacífico es un rincón privilegiado. Sus reservas no son saladas. Se puede beber el agua. O embotellarla. Ian Szydlowski ha soñado durante años con revolucionar el embotellado de agua pura de glaciar. Ahora está a punto de lograr su cometido. Tiene una gran cantidad de patentes en trámite, inversionistas árabes interesados y, lo más importante, derechos legales para explotar cada año nueve mil millones de litros del agua más pura del mundo, la que literalmente fluye por su patio trasero, un deslumbrante ecosistema privado del tamaño de un país europeo, completamente rodeado por parques nacionales chilenos. Waters of Patagonia tiene un sistema tan rústico para embotellar el agua del glaciar que parece increíble. Primero, Ian Szydlowski extiende trescientos metros de tuberías plásticas, como si estuviera preparándose para limpiar la piscina de algún vecino distante. Luego desenrolla una extensión eléctrica industrial, que es alternadamente amarilla o anaranjada, y la arrastra entre arbustos de bayas y un joven bosque de cipreses que se abre sobre un banco de arena que divide otro río aún sin nombre. Al conectar el generador, el agua es bombeada hasta una carpa blanca, que podría alojar a media docena de personas. O el doble, si se tratara de la clase de personas acostumbradas a dormir en este duro entorno. Pero en vez de bolsas de dormir, la carpa contiene decenas de miles de dólares en equipos de embotellamiento de alta tecnología. Un dispositivo italiano gira y tintinea mientras coloca las perfectas tapas a cada botella de medio litro de Crevasse Glacier Water. Los productos son comercializados en boutiques, restaurantes y bodas exclusivas de todo el mundo.

46_ 47

Waters of Patagonia también ha desarrollado (y patentado) un plan sumamente original para explotar la historia. El agua que embotellan fue originalmente lluvia que cayó durante los años del Renacimiento o copos de nieve de una tormenta ocurrida durante la Edad Media. Empleando un procedimiento similar al de la datación del carbono (que, por ejemplo, permite calcular la edad de los fósiles de mamuts), Waters of Patagonia ha establecido un procedimiento científico para «fechar» el agua con relación a un período histórico particular. Tomando varias muestras, la compañía ha «mapeado» la edad de diferentes secciones del glaciar. Este procedimiento le permite vender botellas individuales de «cosechas» que datan de varios siglos atrás. Los aficionados a los vikingos pueden comprar una botella del siglo X. Los caballeros del Renacimiento pueden probar su cosecha con tanta facilidad como los devotos del Antiguo Testamento. ¿Quiere probar una cerveza Guinness preparada con agua del siglo XVIII y usar la receta original? Waters of Patagonia está a punto de ofrecer al mundo una emocionante nueva adición a la cocina y a la fabricación de cerveza: agua fechada. «Vamos a financiar la investigación de núcleos de hielo profundos, lo que se conoce como “testigos” o muestras, que brindan a los científicos un registro de las diferentes edades del hielo. Todo lo que les pedimos a cambio es que ellos compartan su información con nosotros», dice Ian Szydlowski como un filántropo de la ciencia. Pero el verdadero objetivo de la compañía es el Santo Grial de la venta de agua: despachar contenedores llenos de agua a granel. O explotar los glaciares a escala industrial. Y eso, en el fondo, tiene poco de gourmet y más de comercial. «El agua es el nuevo petróleo», me había dicho Ian Szydlowski, y la frase expresa bastante bien sus metas. Dada la ubicación de su empresa entre una serie de puertos de gran calado, él planea distribuir contenedores llenos de agua fresca a todo el mundo. Usando un sistema de nueve membranas, contenedores comunes llenos de agua serán enviados a todo el planeta tal como ocurre con otros productos como el trigo o la lana. Aunque los envíos de agua a granel hoy están fuera del entendimiento del público en general, parece inevitable que ese producto se transporte como cualquier mercancía internacional antes del 2020. «De una forma u otra»,

señala un informe del Banco Mundial, «pronto el agua será transportada por el mundo como lo es hoy el petróleo». En la guerra por este nuevo y codiciado mineral, Waters of Patagonia es un actor insignificante. Apenas un lunar dentro de un mercado de cuatrocientos mil millones de dólares anuales como es la industria del agua. Pero el celo y la visión de los hermanos Szydlowski son típicos de un círculo de emprendedores pequeño y en crecimiento, quienes están descubriendo un hecho fundamental: el planeta no tiene agua suficiente para una población humana que se acerca a los siete mil millones de habitantes y que cada día debe pagar más por beber. Para algunos activistas medioambientales, la idea de vender agua a granel o agua gourmet es un insulto a la dignidad humana esencial. El agua, dice el credo ambientalista, es como la asistencia médica o la comida: un derecho y no una mercancía. A medida que la contaminación industrial, la superpoblación y el deterioro natural afectan el planeta, el agua pura se vuelve cada vez más escasa. Para producir una sola caloría de nuestra dieta se requiere de un litro de agua; de modo que todos los que seguimos una dieta occidental de dos mil quinientas calorías gastamos dos mil quinientos litros de agua por día. Al mismo tiempo, unas dos millones doscientas mil personas mueren cada año porque no tienen agua potable o no disponen de ella en la medida en que la necesitan. Existen pocas evidencias de que los gobiernos se ocupen con urgencia de este tema. El agua dulce del planeta es escasa. Por cada doscientos vasos de agua salada hay sólo seis de agua apta para beber. Y no hace falta hacer cálculos extraordinarios para saber que las reservas se van a agotar y entonces hablar de «crisis del agua» será tan cotidiano y mundial como hablar del cáncer o del sida. Las guerras por el agua no son sólo probables sino inevitables. Pero en el 2009 este escenario parece aún propio de las proyecciones futuristas de Hollywood. La mayoría de naciones todavía cuentan con agua potable y algunas ciudades –Manhattan, por ejemplo– tienen un agua de excelente calidad. También hay regiones enteras del mundo que no cuentan con ese líquido o que, si lo tienen, se trata de uno tan contaminado que debe ser tratado como cualquier residuo tóxico. El consumo de agua embotellada aumentó mil veces entre 1984 y el 2005. Durante gran parte de la década de los noventa, la industria del agua embotellada creció al doble de velocidad que los países más pujantes como China. Comprar agua embotellada es tan popular que sólo en el 2009 los europeos gastarán en ello unos veinticinco mil millones de euros: más o menos el mismo monto que producen todas las industrias juntas de un país de Sudamérica. En cinco años, las ventas de agua embotellada superarán a las de gaseosas y el agua se convertirá en la bebida que produce mayores utilidades en el planeta. Los ambientalistas argumentan contra el agua embotellada: 1) Cada año se arroja a la basura miles de millones de botellas de plástico que no son recicladas. 2) Las corporaciones asumen rápidamente el control de

48_ BONUS 44 TERRORISTAS TRACK

La empresa Waters of Patagonia ha establecido un procedimiento científico para fechar el agua con relación a un período histórico particular. Así, los aficionados a los vikingos pueden comprar una botella con agua del siglo X. Los amantes del Renacimienro pueden probar una cosecha de esa época con tanta facilidad como podrán hacerlo los devotos del Antiguo Testamento

etiqueta negra

A B R I L

2 0 0 9

otro recurso natural más. 3) Existen diferencias notoriamente injustas entre quienes pueden pagar por una botella de agua de glaciar de ocho euros y los más de mil millones de personas en el mundo que no pueden servirse un vaso de agua potable en todo el día. Prever la crisis es una cosa, por supuesto, pero, ¿merecen las compañías de agua ser culpadas por décadas de fallas de los gobiernos? Para los empresarios en cuestión, culparlos por exportar agua embotellada mientras millones carecen de ese servicio público es como criticar a la compañía North Face por vender carpas mientras gente sin hogar muere congelada en las calles de Manhattan. Aunque gigantes industriales como Pepsi y Coca Cola pueden ser criticados por tomar agua de uso público, purificarla y venderla luego bajo marcas como Aquafina o Dasani, actualmente se está produciendo un cambio mucho más revolucionario en el mercado mundial de agua. Así como los aficionados a la cerveza detestan las marcas insípidas como Budweiser, un grupo emergente de entendidos en agua están fijando hoy los estándares y clasificaciones para una experiencia de sabor totalmente nueva: agua pura.

A medida que el agua gourmet escala posiciones en la cadena alimenticia, ha logrado asegurarse un lugar en las cartas de algunos de los mejores restaurantes del mundo, incluyendo los de los hoteles Claridge’s de Londres, Beverly Wilshire Four Seasons de Beverly Hills y Setai de Miami. «No estoy sugiriendo que uno nade o se bañe en ella, pero acompañar una buena comida con agua embotellada de la Patagonia es como hacerlo con vino de Chile o Francia», afirma Michael Mascha, antropólogo austríaco retirado y uno de los más famosos entendidos

en agua en el mundo. «Hay que disfrutar los alimentos y preocuparse por su origen, y el agua debe ser incluida en esta tendencia». Mascha cuestiona las afirmaciones de que las compañías de agua gourmet están destruyendo el medio ambiente. «Yo comparo las compañías de agua con las compañías fabricantes de vinos, que viven del medio ambiente y lo conservan», señala el sommelier del agua. «Tener plantas embotelladoras no significa destruir el medio ambiente; lo más probable es que sea todo lo contrario», dice Mascha, y de inmediato critica a Coca-Cola y a Pepsi por bajar el nivel de los consumidores y venderles agua de grifo purificada y embotellada a diez mil veces el precio que cuesta obtenerla del grifo de la cocina. Mascha puede recitar estadísticas sobre el agua gourmet referidas a los STD (sólidos totales destilados), mineralidad y virginalidad, y concluir con un resumen sobre cómo el agua evoca pureza y antigüedad. «El agua de lluvia de Tasmania, el agua de glaciar de Patagonia o el agua natural carbonatada de Alemania saben muy diferente unas de otras», dice con el entusiasmo de un experto que difunde su credo. El gerente de campo de la empresa, Allan Szydlowski, también desafía a los ambientalistas a encontrar problemas con el agua embotellada de su compañía. «Si los ambientalistas quieren protestar, los invito a venir», dice señalando hacia la rudimentaria manguera y la carpa que es su «centro de producción». Luego lo piensa un poco más y se responde: «Pero para cuando lleguen, la planta ya no estará más aquí. Nuestro embotellamiento es nómade». Su hermano Ian es más enfático. Él cree que su compañía puede crear un fuerte vínculo con la investigación científica. Ambas cosas van de la mano. Waters of Patagonia podría brindarles a los investigadores buenos puntos de acceso en sitios como el Campo de Hielo Patagónico Norte: «No se están tomando muestras de núcleos de hielo en Chile en lo absoluto», dice. «Nada. Ni una sola muestra de un núcleo de hielo porque no existe refrigeración lo suficientemente especializada. Hay muchas cosas que se van proyectando a medida que avanzamos. Una vez que tengamos la suficiente energía hidráulica para hacer una inversión junto con investigadores científicos podremos almacenar muestras de núcleos de hielo». La visión de largo plazo se entiende a la perfección. Con el arribo de sus primeros embarques a las tiendas, desde Dubái a Londres, Waters of Patagonia ha pasado a formar parte de un creciente número de pequeños

48_ 49

operadores de agua de todo el mundo que se han dado cuenta de la más elemental idea de negocios de todos los tiempos: que la gente instintivamente ansía tomar agua. Y es fácil comprender el porqué.

Luego de pasar una semana en la remota Patagonia, había tomado más agua que en cualquier otra etapa de mi vida, excepto por un pequeño período en los años noventa cuando creí que podía ser un maratonista. En la Patagonia, bebía el agua ya no de una botella sino del río mismo, corriente arriba, adentrándome en los campos del glaciar. Con una temperatura de sólo tres grados centígrados, el agua refrescaba mucho mejor que cualquier cerveza. Tiene un sabor rotundo que parece extenderse por la boca. Quien la prueba podría no tener palabras para describirla, como me ocurre a mí. El agua de glaciar pura, que muchos podrían imaginarse como de sabor neutro o insípida, en realidad se parece mucho al champagne, aunque sin el alcohol, por supuesto. El agua Crevasse es sorprendentemente burbujeante y deja una sonrisa en el rostro. Sobre todo cuando entiendes que durante cientos de miles de años ésta era la forma en que los seres humanos encontraban agua. Hoy, sin embargo, lo más elemental es un lujo cada vez más costoso. «De lo que se trata es de disfrutar las diferencias que tiene cada cosa, en vez de tratar de encontrar la mejor de todas», dice el catador Michael Mascha, también autor de FINE WATERS (Aguas selectas), una exhaustiva guía de las más distintivas aguas embotelladas del mundo. «Hace quince años la gente tenía una sola clase de aceite en sus cocinas; hoy tienen tres», dice. A él le pagan por beber agua y también por escribir sobre ella: hace críticas sobre agua y administra www.finewaters.com, la que posiblemente sea la guía mundial más completa sobre agua embotellada gourmet. Allí se puede hallar botellas diseñadas con un esmero que uno cree que sólo se reserva para frascos de perfume. Mientras recorre el mundo organizando catas de agua, Mascha prueba y expone muestras de «cosechas» que van desde agua de acuífero de Fiyi hasta Eco, un agua pura de Brasil que proviene de una caverna de cuarzo rosado en lo profundo de la selva amazónica. «Las fuentes

más fascinantes de agua son las áreas remotas del planeta, lugares vírgenes donde nadie quiere vivir, como Tasmania o Lapland (provincia al norte de Suecia)». Es decir, donde el hombre no ha estado nunca. El catador Mascha considera que el Campo de Hielo Patagónico Sur es una estrella en potencia en el club de las aguas gourmet. «Cuando uno dice “Patagonia”, la gente de inmediato piensa en pureza, en lejanía, en aventura, y todo ello es muy positivo». Para él, Chile es un buen lugar para hallar agua pura, y el mundo sediento oirá hablar cada vez más de este país. «Si usted tuviera una buena fuente de agua en México, la gente no tendría la misma opinión de ella que cuando se dice “agua de Chile”», dice como un profeta de una marca que será cada vez más poderosa. Tomo un último sorbo en las alturas del glaciar, curioso por descubrir a qué sabe el agua pura. Uso mis manos como cuenco en una corriente de agua, bebo un trago y descubro lo que es sin duda un shock para la mayoría de personas: el agua tiene un sabor particular. Acostumbrados al agua embotellada tratada con químicos, como las que produce la Coca-Cola, pocos tienen la oportunidad de beber agua pura no tratada. En los productos corrientes el sabor que destaca es el del cloro, y si no, el de residuos de plástico, o peor incluso, el de agua almacenada en una lata de aluminio bajo el sol durante varias horas. El agua se adapta, se adhiere y se enlaza químicamente con casi cualquier cosa, de manera que hallar agua dulce cerca de su hogar sería para cualquiera o bien un milagro o bien un increíble privilegio. Pero quien beba el agua de este lugar, ochocientos metros sobre el Océano Pacífico sufrirá un impacto doble: el regusto que deja en la boca, pero además la certeza de que nunca antes ni después beberá algo tan puro. Al igual que un vino de primera, el agua de la Patagonia pasa muy suavemente, luego uno experimenta una sensación de suavidad que le llena la boca. «Es como una almohada de seda», susurra el fotógrafo que me acompaña. Todos somos en esencia criaturas de agua. El cuerpo de un ser humano adulto está compuesto en tres cuartas partes por agua. Numerosos experimentos, como los que ha conducido el científico japonés Masaru Emoto, postulan que las moléculas de agua reaccionan a diferentes estímulos del entorno. Las moléculas de agua expuestas a música clásica se ven como copos de nieve perfectos bajo el lente del microscopio. Si se las expone a música heavy metal, en el mismo microscopio aparecen como células cancerosas. En muchas religiones se cree que el agua y el alma tienen un vínculo estrecho. Más allá del dilema moral y ambiental que encarnan empresas como Waters of Patagonia, el agua que explotan proviene del hielo que se congeló siglos antes de la Revolución Industrial, siglos antes del azote de la orgía de emisiones de carbono. Sospecho que quienes han llegado a esta parte del artículo tienen ahora una percepción diferente de lo que es un vaso de agua dulce. Es sólo H2O. Pero también es mucho más que eso. Es, como dicen los expertos, el inicio de la vida, y podría ser el próximo campo de batalla. Salud.

50_ RECETARIO DE COCINA Espaguetis sin dignidad no son espaguetis

un ingrediente de

ricardo bada

os presidentes aparentan atender los «grandes»

leche. Si es pasta roja, las hojitas picadas de albahaca o, en su defecto, de perejil liso.

asuntos del mundo, pero sus actos sólo adquieren

Los espaguetis al dente, por favor. Al final está permitido el Parmigiano Reggiano

una dimensión real cuando descubres sus desenlaces do-

recién rallado».

mésticos. Y es así, por ejemplo, que por culpa del ex presi-

Lo cierto es que resulta imposible para mí repetirlos en Madrid. Porque en mar-

dente español José María Aznar no puedo volver a degus-

zo del 2001, justo un año después de aquella merienda, Héctor Abad y yo estábamos

tar en España los espaguetis de un amigo.

preguntándonos si Colón tenía visa de entrada en América cuando vino a estas tie-

El 10 de marzo del 2000, en Madrid, probé unos es-

rras. Y fue que el entonces virrey español don José María Aznar (a quien llamo ansí

paguetis de los de chuparse los dedos, preparados con

porque el poder real lo detentan las multinacionales) se bajó los pantalones ante la

sabiduría refinadísima por el escritor colombiano Héctor

normativa europea de que los colombianos deberían en adelante contar con una visa

Abad Faciolince en su mansarda del barrio de Atocha. Los

para poder acceder a las tierras de la llamada Madre Patria.

Spaghetti alla Faciolince son uno de esos platos que se

Hubo una fulminante reacción de siete connotados colombianos (Gabriel Gar-

quedan para siempre en la memoria.

cía Márquez, Fernando Botero, Álvaro Mu-

La que sigue es su receta, de la propia

tis, Fernando Vallejo, William Ospina, Darío

mano del artífice –paradójico autor de

Jaramillo Agudelo y Héctor Abad Faciolin-

un TraTado

de culinaria para mujeres

ce), quienes le escribieron al virrey Aznar en

¿Había algo políticamente in-

su condición protocolar de jefe del gobierno

TrisTes–.

correcto en sus ingredientes?

español, explicándole por qué les parecía un

«Hay una versión blanca y una roja

despropósito semejante medida, y asegu-

–cuenta el autor–. Y la cosa va más o

rándole que mientras estuviera vigente esa

menos así: pelas trece langostinos (es

medida no volverían a visitar el país. Literal-

el número de la suerte para dos personas) grandes y pones a hervir las cás-

mente: «Con la dignidad que aprendimos de Es-

caras y las cabezas en un poco de caldo

paña, no volveremos a ella mientras se nos

con cebollas y apio y un trozo de pes-

someta a la humillación de presentar un per-

cado. Con sal, por supuesto. Mientras

miso para poder visitar lo que nunca hemos

el caldo se va reduciendo, fríes cebolla

considerado ajeno».

y ajo en aceite y mantequilla. Cuando

Por mi parte, le propuse al entonces pre-

el ajo y la cebolla pierdan el orgullo,

sidente de Colombia, Daniel Pastrana, que

pones los langostinos un ratico, hasta

nos concediese la nacionalidad colombiana,

que cambien de color, adoloridos de

pasaporte incluido, a los españoles que está-

fuego. Luego, le echas a esta mezcla

bamos contra la medida. A cambio nos obli-

el caldo reducido. Aquí vienen las dos

garíamos a presentar en primer lugar ese pa-

vertientes. Si es roja la receta, además

saporte al llegar a las fronteras de la «Madre

de lo dicho, a la mezcla de cebolla y ajo

Patria». Y cuando nos rechazaran por falta

agregas cuatro tomates maduros pelados, albahaca y una

de visa, presentaríamos entonces el español, como si fuésemos dos personas distin-

punta pequeña de ají picante. En cambio, si quieres que

tas, para reducir al absurdo la discriminatoria medida decretada contra Colombia.

la comida sea blanca (los colores dependen del humor, y

Han pasado ocho años, y ya los firmantes de la carta agacharon la cabeza y fue-

del color del rostro de la mujer a la que invites), adensas la

ron a rendir pleitesía a la metrópoli de su colonia cultural: todos, menos Fernando

mezcla, al añadir el caldo (sin tomates ni picante) con una

Vallejo y Héctor Abad. Y es la dignidad del último –ante la cerrazón de la política

cucharada de harina de trigo; luego le das mejor sabor con

española– la que me mantiene alejado de sus espaguetis. Aunque gracias a los dio-

una copa de brandy y un poco de pimienta recién molida.

ses –porque toda historia culinaria debe tener un final feliz–, este amigo me tiene

Aparte cueces en agua con sal y sin aceite, doscientos gra-

prometido cocinar de nuevo para nosotros, en su casa de Medellín, mirando caer la

mos de espaguetis de grano duro. Al momento de mezclar,

sempiterna lluvia paisa. Y celebraremos sus espaguetis con la dignidad que aprendi-

si es pasta blanca, le pones dos cucharadas de crema de

mos de (otra, muy otra) España.

52_ SOLUCIONES VIAJES

DÉJENNOS MORIR EN PAZ Si matarse es una decisión personal, ¿por qué todo suicida acaba siendo un problema público?

etiqueta negra

A G O S T O

2 0 0 7

fotografías de gustavo sánchez valenzuela / el comercio

52_ 53

Mariano Mendoza Castro se ahorcó cerca de un hipódromo de Lima. Sus familiares dijeron que estaba muy enfermo. Había trabajado durante muchos años como cargador de palos en un club de golf. Tenía setenta y cinco años. 22 de diciembre del 2007.

54_ SOLUCIONES

Sus amigos lo llamaban Christian. Solía subir a una torre de alta tensión cuando se embriagaba. El 16 de junio del 2001, la policía pudo rescatarlo como de costumbre. Eran las dos de la madrugada.

54_ 55

Julio Villafana se arrojó desde el puente Villena, frente al mar de Lima, cuando la policía llegó para detenerlo. Faltaban dos semanas para la Navidad de 1995. Tenía veinte años.

El hombre lloraba sin consuelo también al filo del puente Villena. Los testigos que lograron hablar con él dijeron que se llamaba Fernando y que había peleado con su esposa. Antes de que los bomberos terminaran de inflar un colchón de aire, Fernando se lanzó. 22 de abril del 2005.

56_ SOLUCIONES

Claudio Cárdenas había pasado la noche con la mucama de la casa. Luego intentó salir sin que los jefes de su novia se enterasen, saltando hacia la calle desde una ventana. Esa madrugada de mayo de 1994, erró el cálculo. Tenía treinta años.

56_ 57

Los policías dijeron que el hombre llegó hasta el tejado de un edificio, en el distrito limeño del Rímac, y se lanzó por el tragaluz. Lo rescataron con vida. 3 de diciembre del 2000.

58_ SOLUCIONES VIAJES

etiqueta negra

A G O S T O

2 0 0 7

La policía buscó a esta mujer durante dos semanas, hasta que el mar de Lima arrojó su cuerpo. Se había lanzado desde unas peñas. Debía tener unos veinticinco años. 26 de noviembre del 2008.

59__ 59 58 59

Richard Lara se lanzó por los acantilados de la Costa Verde, frente al mar de Lima. Tenía problemas de dinero. Los bomberos lograron rescatarlo y trasladarlo a un hospital. Tenía veintiséis años. Mayo de 1995.

60_ SOLUCIONES

Los esposos Máximo Navarrete y María Alvarado acordaron beber veneno para ratas y se recostaron en sus camas para morir. Él tenía sesenta y siete años, y ella, diez años menos. 27 de octubre de 1997.

60_ 61

Luis Angulo sufría una depresión. Trepó a la azotea de una casa en el barrio residencial de Miraflores, se lanzó por la chimenea, pero acabó atorado en el ducto. Tenía veintiocho años. Sobrevivió. 1 de mayo de 1994.

62_ MORALEJAS

62_ 63

UN NIÑO GENIO SE VA SIN DESPEDIRSE

un obituario de jim sheeler

E

l comienzo de la página, el título está garabateado con la letra impulsiva de un muchacho de catorce años: «Códigos Morales». Cerca del final de la misma página, se puede ver su firma. «Daniel Seltzer 5-24-98». Entre todo ello, hay palabras de inspiración para la vida. 1. Toda decisión moral debe tomarse teniendo en cuenta si el beneficio general pesa más que el costo. Fern Seltzer dice que encontró la lista en una gaveta cuando registraba la habitación de su hijo. «A veces hablaba de ellos. Los recitaba de memoria. Les dedicaba mucho esfuerzo». 2. La religión sólo trae odio, guerra y conflicto; nunca paz ni unidad. Los Códigos Morales de Daniel Seltzer incluyen citas de grandes pensadores y algunas de su propia invención, adaptadas y resumidas en diez principios. No hizo la lista para una tarea escolar. Nadie le pidió que la escribiera. Tal como la mayoría de pasiones de ese muchacho, la escritura despertó por su ardiente búsqueda de conocimiento: una búsqueda que habría abarcado toda una vida de aprendizaje en un cuerpo que nunca alcanzó la edad para conducir un automóvil. Seltzer murió de manera súbita e inesperada en su casa de Denver, en el estado norteamericano de Colorado, en febrero de 1999, debido a complicaciones cardiacas no detectadas a tiempo. Tenía sólo quince años. 3. Nunca permitas que el miedo arruine tu vida. Daniel Seltzer aprendió a gatear a los seis meses, caminó a los diez y antes de los dos años ya reconocía el alfabeto. Al poco tiempo comenzó a leer por sí mismo, y su libro favorito en el jardín de infantes fue Tales of a 4Th Grade NoThiNG, de Judy Blume. «Tenía prisa por leer», dice su madre. 4. Los objetos inanimados nunca son verdaderamente buenos o malos. En el estante de Daniel Seltzer se mezclan algunos volúmenes de su madre –copias de las obras

de Eurípides y el Paraíso de Dante– junto con sus propios libros: fantasía y colecciones de ciencia ficción de Isaac Asimov. Cerca yace una copia autografiada de el BarBero de sevilla, del programa de la Ópera Central de la Ciudad. Frente a su habitación están los certificados de una competencia llamada La Odisea de la Mente. Por encima de la cama cuelgan dos placas de la Búsqueda de Talentos Académicos de Rocky Mountain, en los que se reconoce el alto puntaje que el muchacho obtuvo en la prueba de aptitud académica: mil quinientos puntos, cien menos que el máximo posible. Entonces tenía trece años. Un oso de peluche muy usado y hecho jirones mira desde la cama. «Una maravillosa mente de adulto en el cuerpo de un niño mágico», escribió sobre él un consejero de la escuela. 5. Conoce tus propias limitaciones. La profesora Jean Strop recuerda que llevaba al estudiante Daniel Seltzer a la escuela secundaria cuando él aún estaba en la primaria. Ella era docente del programa para estudiantes dotados y talentosos. Seltzer quería construir un láser. «Era de esos niños de los que espero grandes cosas desde el principio, de aquellos quienes resolverán algún problema que cambiará el mundo, que contribuirán de alguna manera», dice su maestra. «Aprendía de una manera muy intensa, sobresalía y lo hacía bien. Tenía grandes planes». «Yo pienso que era un gran observador de la vida», añade la maestra después de leer su Códigos Morales. «Era un alma especial». 6. Las cosas simples tienen respuestas simples; las complejas tienen respuestas complejas. La colección de música de Daniel Seltzer abarcaba cientos de años pero difícilmente llegaba al siglo veinte. Su gusto por la ópera y el teatro continuó creciendo hasta una semana antes de su muerte, cuando asistió con su padre a una puesta en escena de los rivales a cargo del Centro de Artes Escénicas de Denver. Luego, devoró el guión. «Hace dos años vio (la ópera) doN GiovaNNi… Tuvimos que ir a la biblioteca y leer las dos versiones de doN GiovaNNi en video,

64_ MORALEJAS

etiqueta negra

A B R I L

2 0 0 9

Cuando tenía nueves meses, Daniel Seltzer estaba bajo el lavatorio desenroscando las tuberías. Al año, desarmaba cámaras. Apagó los ascensores en una tienda por departamentos y activó la alarma contra incendios en la escuela. Una vez se coló en el aeropuerto y por poco abordó un vuelo. La mente adulta en el cuerpo de este niño pequeño podía desbordarse tuvimos que comprar el CD, tuvimos que comprar las cintas», dice Fern Seltzer. «Escuchábamos DON GIOVANNI diez horas al día. Él se sentaba allí con el libreto y lo seguía en italiano. Lamento decir que no sabía cantar. Una vez nos sentamos a ver LAS BODAS DE FÍGARO y él estaba junto a mí graznando. Era un ruido tan feo pero a la vez tan lindo. También se sabía ese libreto. En lugar de hacer su tarea, se sentaba a aprenderlo». En la escuela, sus clases eran avanzadas. Aun así, sus padres dicen que por lo general le costaba equilibrar sus deberes escolares con sus verdaderas pasiones. «No le interesaba tener puras “A”. Él sólo sentía que deseaba aprender y no importaba si era algo aplicable directamente a la escuela», dice su madre. «Yo me pregunto si, de alguna manera, sabía que le quedaba poco tiempo». 7. Sólo apela a medidas desesperadas en situaciones desesperantes. Mientras se detenía cerca de la esquina de la cama de su hijo, Fern Seltzer recordó la última mañana de su hijo. Había estado en casa con una gripe leve. La madre se sentó a su lado en la cama; no había manera de saber que su corazón estaba fallando. «Tenía una falla cardiaca congénita. Si no hubiese tenido esa gripe, probablemente no se habría ido ahora, aunque igual habría ocurrido más adelante. El forense me dijo que sólo existían cuarenta casos en la literatura médica… Si lo hubiésemos sabido, lo único que lo habría salvado era un trasplante de corazón. Sin embargo, no había forma de saber que lo necesitaba». Hizo una pausa. «Es difícil conformarse con eso». 8. Nunca dejes que la cólera nuble tu buen juicio. Cuando tenía nueves meses de edad, Daniel Seltzer estaba bajo el lavatorio desenroscando las tuberías. Al año, desarmaba cámaras. Apagó los ascensores en una tienda por departamentos y

activó la alarma contra incendios en la escuela. Una vez se coló en el aeropuerto y por poco abordó un vuelo. Fue diagnosticado con déficit de atención y desorden de hiperactividad. La mente adulta en el cuerpo de este niño pequeño podía desbordarse. «Simplemente, era muy decidido –dice su madre– y eso lo volvía difícil». Sus padres cuentan que era así en los momentos de diversión, tal como ocurrió cuando vio por primera vez el Capitolio. «No era sólo emoción de niño sino un tipo diferente de emoción –dice su padre, Roger Seltzer–. Podía apreciar dónde estaba y también cuál era el significado». 9. La gente es, a pesar de todos sus defectos, inherentemente buena. La computadora de Daniel Seltzer era un modelo antiguo, totalmente obsoleto. En vez de comprar una nueva, él prefería el reto de repotenciar la máquina una y otra vez. Después de todo, había jugado con computadoras desde los dos años de edad. «Se chupaba el dedo y ya tipeaba palabras en la computadora –cuenta su padre–. Tenía una memoria muy poderosa. Parte de ello sólo era determinación. Simplemente amaba las computadoras, incluso a esa edad». Durante años ayudó a las personas que tenían problemas con las computadoras e inició un negocio aprovechando su talento. «Antes no cobraba –dice su madre–. Sólo leche y galletas». A lo largo de sus pocos años de vida, Seltzer hizo amistades por Internet, en particular con grupos de personas interesadas en juegos de rol y fantasía. Esos amigos hicieron un sitio web en su tributo. «Siempre comentaba mis ideas e historias cuando a nadie más le importaba –escribió un amigo que Seltzer nunca conoció en persona–. Siempre era amable conmigo y por eso le agradezco. En memoria suya, voy a dejar su nombre en mi lista de contactos por todo el tiempo que sea posible… Sólo se podrá borrar si mi computadora se estropea». 10. Recuerda el pasado pero no lo adores: vive para el presente pero no sólo para él, y prepárate para el futuro pero no le tengas pánico. La décima frase era la última en el código de Daniel, seguida por su firma y la fecha: 24-05-98. Dos semanas antes de su decimoquinto cumpleaños, decidió añadir una más: 11. No existe nada más importante que el amor. De OBIT. INSPIRING STORIES OF ORDINARY PEOPLE WHO LED EXTRAORDINARY LIVES. Penguim

66_ BIBLIOTECA DE AUTOAYUDA Manual para disfrutar el calentamiento global

un consejo de

fritz berger ch.

ay demasiado disfuerzo ambientalista respecto

bien relativa. Humanos al fin y al cabo, la paciencia acababa agotándose, y resultaba

al manido tema del calentamiento global. ¿Por

imposible no rebajarse al nivel de lo despreciable. Alégrese: el calentamiento global

qué tanto alboroto? Sólo un cretino se escandalizaría ante

acude en nuestra ayuda. En Inglaterra, el desbalance de las temperaturas ha elevado el

el pronóstico de que este planeta será irremediablemente

número de muertes durante el verano. Para ser exactos, ahora la mortalidad veraniega

destruido por la especie más necia, egocéntrica y perni-

duplica el número de muertes invernales. El razonamiento es obvio: haga todo lo po-

ciosa de la creación: la nuestra.

sible para que sus enemigos estén en Inglaterra durante el estío: tendrán el doble de

Saludo a aquellos wishful thinkers que creen que re-

posibilidades de desaparecer sin que usted se vea involucrado en delito alguno.

ciclando botellitas de plástico o jalando la cadena del in-

3. Pierda el miedo a la naturaleza.- El impacto del clima es más rotundo en

odoro sólo una vez al día podrá revertirse el apocalipsis de

los seres indefensos como los animales. Al ver alterados sus hábitats, ellos sucumben

una civilización a la deriva.

en un lento exterminio. Es el caso de los osos polares. El deshielo y reducción de los

Entiendo que ante el bombardeo inmisericorde de

glaciares los obliga a nadar distancias cada vez más largas, lo que se traduce en su

alarmas y restricciones usted puede

ahogo y lenta disminución. La buena noticia

sentirse responsable, incluso culpable,

es que ahora hay que preocuparse menos por

de que, por ejemplo, la garza enana de

el riesgo de ser atacados por un oso polar. No

la tundra etíope haya entrado en una

hay como vivir sin temores.

profunda depresión. Visto con la cabe-

4. Todos tendremos vista al mar.-

za fría, pregúntese: ¿y qué tiene que ver

Efecto inmediato y ya registrable del deshielo

eso con mi vida?

global es el aumento de los niveles del mar.

Sería cínico responder «nada».

Para todos aquellos que durante años tuvi-

Evitemos el maniqueísmo. La serie

eron el privilegio de vivir a pocos metros de

de desvaríos climáticos tienen mucho

las orillas marinas, sólo les queda el agrade-

que ver con la vida de cada uno. Pero a

cer por ese tiempo de provecho. Ahora nos

diferencia de lo que se quiere que crea-

toca a los que jamás hemos gozado ese ben-

mos, la mayoría de esos desvaríos tiene

eficio. Vivo a unos setecientos metros de la

un beneficio. Calma. Puedo ver su cara

costa. Según mis cálculos, para el año 2019

de sorpresa y la inminente pregunta

podré ver retozar a mis nietos en las orillas

que le sigue: ¿acaso hay una manera de

de una playa sin necesidad de moverme de

disfrutar el aumento de las temperatu-

mi mecedora. Gracias, Madre Tierra.

ras, el avance de las mareas, la fauna

5. Carpe diem, carpe hielo.- Toda

en riesgo y el deshielo global? Pues sí la

persona con conciencia ecológica debería

hay. He aquí el cómo.

comprarse un congelador semi industrial. La

1. No lave su automóvil.- En-

cantidad de hielo disponible en el mundo se

tre los efectos que el desorden clima-

reduce a un ritmo acelerado. Nótese que an-

tológico suscitará sobre el planeta se

tes, en bodas, restaurantes o clubes sociales,

encuentran la proliferación y descontrol de las tormentas

el pedir una bebida helada «y con hielo», equivalía a recibir una generosa dotación

tropicales. Éstas propiciarán lluvias permanentes fuera

de ocho cubitos. Hoy esa cifra se limita a unos miserables dos minicubitos. Por mi

de estación. Una estupenda noticia para aquellos que no

parte, almaceno bolsas de hielo en cubitos en dos congeladoras que he dispuesto en

tienen tiempo o recursos para lavar el coche o asear el pa-

mi garage (mi coche duerme a la intemperie; véase punto # 1). No resulta incómodo

tio. Bastará echar algo de detergente sobre las superficies

ni desatinado acudir a eventos sociales premunido de un pequeño cooler, donde,

en cuestión y dejarlas al aire libre durante la noche. Es

mientras alterno con los anfritriones, acopio el hielo que éstos ofrecen a sus invita-

hora de que la naturaleza haga algo por nosotros.

dos. En cenas de gala he sido educado y además he llevado tenazas de hielo. No tiene

2. Gerencie a sus amigos y enemigos.- Antes, la mejor forma de lidiar con alguien insoportable era ignorándolo. El método, si bien sólido, tenía una eficiencia más

nada que ver con robar, acto desaprobable por donde se le mire y que en esta página jamás será avalado. Para consultas: [email protected]

68_ MILAGROS

LOS MUNDOS SECRETOS DEL ESCRITOR INMÓVIL

El joven Luis Enrique Bustamante quería ser economista hasta que le sobrevino una parálisis que sólo le permite mover un dedo meñique. Con esa única habilidad se hizo un escritor. Publicó una novela y ahora prepara un libro de cuentos ¿Qué habría sido de él sin la literatura?

una crónica de jeremías gamboa ilustración de mario segovia guzmán fotografías de la familia bustamante

68_ 69

70_ MILAGROS

l escritor Luis Enrique

etiqueta negra

M A R Z O

2 0 0 9

Bustamante está sentado en su silla de ruedas, listo para la cotidiana tarea de desayunar con ayuda de un especialista. Es una mañana de fines de marzo en Arequipa, esa ciudad de iglesias y casonas de piedra blanca al sur del Perú, y en la mesa familiar hay una tortilla de huevos, un vaso con leche y otro con jugo de piña. En la madrugada, Bustamante se dejó bañar, lo que significa que despertó de buen humor. Horas más tarde, en el comedor, la enfermera conduce el brazo inmóvil de su paciente, del plato hasta el rostro, para que éste empiece a comer. Bustamante tiene veinticinco años y sufre una parálisis severa que le impide hacer nada por cuenta propia. Sin embargo, todos los días, acabado el desayuno, libra con lenta obsesión su oficio de dictar las historias que se han originado con toda libertad y movimiento en su mente. Para Bustamante, escribir es dictarle a otro lo que ha imaginado. Si tuviera que construir el inicio de este texto, por ejemplo, el esfuerzo le tomaría entre cuatro y cinco días de trabajo. Ahora él prepara un libro de cuentos, y nadie en su familia sabe cuándo terminará esta nueva aventura. Un año

antes, en el 2008, Bustamante publicó su primera novela, HABLANDO CON UN ÁNGEL, que le tomó dos años de trabajo, y que narra en clave de ficción la historia de lo que ocurrió con su cuerpo. A los veinte años, cuando él estudiaba Economía en una universidad de España, su cerebro se inflamó debido a un virus no identificado y él cayó en un estado de coma. Se durmió sin mayor explicación. Después de dos meses de permanecer en aquel estado de sueño, despertó. Su mente estaba intacta, pero él no podía moverse ni hablar. Tiempo después, al asumir que esa quietud sería su único futuro, decidió que quería contar su historia en un libro. Entonces, durante más de seiscientos días, a un ritmo de treinta palabras por jornada, y usando el único dedo sobre el que todavía tenía control (el meñique de la mano izquierda), se demostró a sí mismo que para escribir un libro no necesitaba ayuda de nadie. Han pasado varios meses desde la publicación de su novela, y ahora el escritor Luis Enrique Bustamante trabaja todos los días en su nuevo libro. Ya ha dejado de usar el dedo meñique. Por eso, durante el día, acabada su jornada de escritura, él suele memorizar sus propias frases para dictárselas después a una persona entrenada en descifrar el timbre casi indistinguible de su voz. El sol de la ciudad ilumina frontalmente el patio de la casa donde él vive junto con sus padres y dos de sus tres hermanos. En el centro del gran tragaluz se yergue, frondoso, un enorme limonero. En la cocina, Bustamante termina de comer. Viste un pantalón deportivo plomo y un par de camisetas blancas –una corta y otra de mangas largas– que cubren su cuerpo largo y descarnado. Luce cómodo: su cuerpo está adherido a una silla de ruedas a través de varios cinturones; muchos cojines y almohadillas pretenden darle cierto confort a la vez que impiden que sus extremidades se encojan sobre sí mismas. Unas almohadillas atenazadas a las palmas de sus manos evitan que sus dedos se cierren y formen un puño. Algunos tirantes atraviesan su torso y lo sujetan al espaldar de la silla para evitar que la gravedad lo arrastre al suelo. Metido en ese conjunto de dispositivos, Bustamante pasa un sorbo de leche y hace un gesto que parece de súplica: sus cejas se contraen y la boca se abre en un puchero que normalmente anunciaría un llanto. Pero sus ojos brillan. Podría tratarse de una sonrisa.

La enfermera dispone algunas almohadas sobre la cama y coloca el cuerpo de su paciente de una manera tal que Luis Enrique Bustamante parece reposar con cierta tranquilidad. Está recostado en una de las dos

70_ 71

camas que hay en la habitación. De noche, él duerme en una de ellas. De día se acuesta en la otra, que es la misma donde duerme su hermano gemelo, y allí pasa la mayor parte de la jornada, sometido a ejercicios de rehabilitación. La enfermera frota los músculos de los brazos y piernas de su paciente. Bustamante observa la cama vacía y luego la ventana que da al pasadizo de la casa. Es el mismo cuadro que debe de contemplar cuando se despierta todas las noches. Nadie sabe a ciencia cierta a qué hora de la madrugada abre los ojos. Entonces, cuando el resto de su familia duerme, él tiene que resignarse a estar solo. Esas primeras horas sin compañía ni asistencia son, según dice, las «peores del día». A las cuatro de la madrugada todo se compone: su enfermero del turno de la noche y un familiar –el hermano gemelo o el padre– lo tienden en la cama y «movilizan» sus articulaciones; así desentumecen su cuerpo agarrotado por las pocas horas de sueño que pudo conciliar, en general dos o tres. Con esos ejercicios el escritor siente que «despierta» de verdad. A las cinco de la mañana, cuando su cuerpo ha recuperado algo de flexibilidad, él se siente más despejado. Alguien se sienta a su lado y le lee una novela o un libro de cuentos. Por estos días terminará de escuchar LAS TRAVESURAS DE LA NIÑA MALA, de Mario Vargas Llosa. Bustamante escucha el relato con los ojos muy abiertos mientras le siguen «movilizando» las extremidades. Luego señala en qué punto del libro se debe detener la lectura. Ha pasado media hora desde que la enfermera lo instaló en la cama y Bustamante ya se cansó de mirar el techo de la habitación. En una pose lograda, puede permanecer quieto durante dos horas; después, inevitablemente, su cuerpo le demanda otra posición y entonces él y la enfermera negocian un nuevo y delicado orden de almohadas. ¿Brazo izquierdo? ¿Pierna derecha? ¿Más arriba? La enfermera desplaza cuidadosamente el cuerpo de su paciente y coloca a los lados, debajo, entre los miembros, almohadas y cojines. Ahora el escritor ha pedido que lo coloquen boca abajo. De su garganta brota un rumor sordo y hueco en el que las palabras apenas se distinguen: la enfermera descifra la orden y separa las piernas del paciente. Si la posición es la correcta, el escritor puede estar boca abajo unos veinte minutos. Después pedirá un nuevo cambio. Moverse o no moverse, para él, es un asunto que dependerá siempre de lo que otras manos hagan con su cuerpo.

Una vez boca abajo, Bustamante le pide a la enfermera que lea en voz alta lo que lleva escrito del cuento «Feliciano y Lutgarda», en el que está trabajando. La enfermera coge un cuaderno en cuyas páginas se ve la sucesión de diferentes caligrafías y tintas de lapicero, y recita en voz alta: «Era un cholo blancón, dueño de una mirada acechante y adornada por unos ojos plomizos, nariz herculínea, frente ancha y poco pensante. Todas estas facciones iban enmarcadas en un rostro anguloso. Siempre andaba mal trajeado, despeinado…». Casi de inmediato, el escritor empieza a dictar: «varonil, casi hermético». Lo ha hecho de golpe, como si aquellos adjetivos fuesen el fruto de un impulso automático ante el estímulo del texto preliminar. Pero es probable que se trate de una frase a la que le ha dado vueltas durante la mañana, desde que se despertó, nadie sabe bien a qué hora. La enfermera tiene problemas para descifrar la palabra «hermético»; entonces emplea un sistema que la familia creó en los tiempos en que Bustamante no podía hablar pero sí pestañear: La enfermera pregunta si la letra pertenece al primer o al segundo grupo del alfabeto (de la a a la l, el primero; de la m a la z, el segundo). Al primero, dice el escritor. Ella deletrea una por una las letras hasta que él le indica que la h es la letra que abre la palabra. Después, ella pregunta si la siguiente letra es vocal; él afirma. Cuando ha terminado de anotar las tres palabras, la mujer sigue con los masajes. Una hora más tarde, el paciente pide que le lean el cuaderno otra vez y entonces añade una frase: «Lutgarda iba al encuentro de él todos los días». Es todo lo que escribirá el día de hoy.

Luis Enrique Bustamante había pasado un semestre demandante en la Universidad de Granada, España, y quería descansar visitando el Perú. Tenía veinte años. Durante su estadía en Arequipa, donde él se había criado de chico, se mostró muy activo. Los amigos y familiares que pasaron tiempo con él lo recuerdan ágil con la palabra, encantador, inteligente y determinado. Estuvo en las fiestas de aniversario de la ciudad y hasta montó un caballo alazán en uno de los actos centrales. Poco tiempo después, de regreso en España, empezó a sentir los primeros dolores en las articulaciones. También le sobrevinieron mareos y fiebres. Sus padres, que vivían con él en un pueblo rural de Granada, lo llevaron a un hospital del lugar. Los médicos explicaron que se trataba de un virus que quizá había contraído en el Perú, y que en una semana el propio organismo se encargaría de derrotarlo. Los días se cumplieron, pero los malestares persistían. El joven Bustamante se sentía peor. Lo internaron. Los médicos no podían dar un diagnóstico claro; no entendían por qué el sistema inmunológico de ese joven paciente no respondía con propiedad a la presencia del virus. Bustamante, por entonces, sentía algo de miedo. En la novela que escribió después de recuperarse del coma, el protagonista se despide de su padre con el siguiente diálogo:

72_ MILAGROS

–Hasta mañana, papá. –Buenas noches, hijo. Una noche de noviembre en el hospital, sin embargo, el escritor Bustamante le dijo otra cosa a su padre: «Tengo miedo, papá, agárrame». El padre recuerda que calmó a su hijo y lo dejó dormido. Al día siguiente, al regresar al hospital, el muchacho había entrado en coma. Tiempo más tarde, un helicóptero trasladó el cuerpo inmóvil de ese estudiante al Hospital de Granada. De aquellos días sobrevive un sentimiento de culpa que no ha dado tregua a los padres del escritor, y que se revela en muchos de los actos y gestos cotidianos de la familia. En casa de los Bustamante Pérez siempre se hace lo que el hijo enfermo quiere. Sin dudas ni murmuraciones. A veces él hace huelgas de hambre, corta toda comunicación con sus padres y entra en irreversibles estados de cólera y frustración. Una vez Luis Enrique y su hermano gemelo hasta planearon dejar la casa y empezar una vida aparte, lejos de la familia. Ahora es una noche de marzo y los padres están sentados en la mesa del comedor; me cuentan esos pasajes difíciles quizá por los vasos de pisco y Coca-Cola que beben. Fuman bastante. Rosa Pérez, la madre del escritor, dice que perdió la noción del tiempo, del día y de la noche, aquellos días en que iba a ver a su hijo al hospital de Granada. Guardaba la esperanza secreta de verlo de pronto despertar, librado milagrosamente de la enfermedad. Por entonces, todos los miembros de la familia menos el padre, que mantenía su trabajo, lo dejaron todo para atender al muchacho dormido: velaban su sueño por turnos; le hablaban al oído; le rezaban abrazados unos a otros al lado de la cama; y, cuando estaban fuera de la sala de cuidados intensivos, le arrojaban piedrecitas a la ventana de la habitación para que él sintiera que ellos estaban con él. Cinco años después, esta noche de marzo, son casi las dos de la mañana y el hijo-escritor está en su habitación, seguramente dormido. En la sala, sus padres se miran a los ojos y se preguntan si acaso las cosas habrían sido distintas si es que ellos se hubieran atrevido a desconfiar de los médicos del hospital de Motril, el pueblo donde vivían en España. Podían haber cambiado a su hijo de hospital o presionado a los médicos en los momentos más críticos de la enfermedad. Pero no lo hicieron. Por eso se sienten culpables.

Tras una serie de pruebas, los médicos del Hospital de Granada llegaron a una conclusión sobre la enfermedad. La madre de Luis Enrique Bustamante me confesó cierta mañana, con lágrimas en los ojos, que su hijo sufría de lupus, una enfermedad reumatológica que, diagnosticada a tiempo, puede ser controlada con cierta eficacia. Rosa Pérez, como se llama ella, me pidió que no contara eso porque sus hijos no lo sabían. Pero sí lo sabían. Al enterarse de la tragedia, el hermano gemelo de Luis Enrique Bustamante, que estudiaba Derecho en Roma, dejó esa carrera y se matriculó en Medicina. Quería ayudar a la recuperación de su hermano. Una noche Luis Arturo, como se llama el gemelo sano, me explicó las características del lupus. Es una enfermedad de causas desconocidas. Al contraerla, las defensas de un paciente no reconocen ciertos componentes de las propias células del cuerpo. Entonces, al atacar a un virus, las defensas terminan destruyendo las células del propio organismo que deben defender. En el caso de Bustamante, sus defensas aniquilaron las células de su sistema nervioso central y provocaron la parálisis que lo aqueja. Pero ese «episodio debut» del lupus es muy extraño, según otros médicos que consulté. La posibilidad de diagnosticar un cuadro clínico como ése, aun en un hospital altamente especializado, es realmente remota. Durante los años posteriores al diagnóstico de la enfermedad, la familia Bustamante Pérez ha vivido en un ambiente ensombrecido por medias verdades, culpas falsas, rencillas y resentimientos. Todos hicieron cuanto pudieron.

El escritor Luis Enrique Bustamante mira las calles de Arequipa, mientras su padre lo conduce en una camioneta a una clínica de la ciudad. Es la una de la tarde, después del almuerzo, y en su rutina diaria, ahora siguen dos horas de trabajo físico: una de ejercicios que lo ayudarán a recuperar la voz, y otra de ejercicios contra su rigidez muscular. Bustamante observa todos los movimientos a su alrededor; detrás de él, en el asiento posterior, la enfermera del turno de la tarde coge su torso cada vez que el vehículo toma una curva. Todo funciona según la voluntad del escritor: él escogió el modelo de la camioneta negra 4x4; él ha señalado los días en que hará terapias de rehabilitación; él aprueba minuciosamente la ruta hacia la clínica. Antes de llegar a cada esquina, el padre anuncia la avenida que tomará y su hijo aprueba o niega. Si la ruta que éste decide es más larga o hay más tráfico en ella, no importa. El padre se limita siempre a obedecer a su hijo. La unidad de rehabilitación física de la Clínica San Juan de Dios parece un jardín de infancia para gigantes: imágenes de personajes de dibujos animados, enormes pelotas de colores, colchones propios de un gimnasio. Y allí un grupo de adultos realiza actividades inusuales para su edad: gatean, ruedan sobre el piso, aprenden a caminar, flexionan las articulaciones. Luis Enrique Bustamante representa uno de los casos más severos. Ha perdido el noventa y cinco por

72_ 73

Arriba, los hermanos gemelos Luis Enrique y Luis Arturo Bustamante en la escuela. Abajo, el antes y el después de la enfermedad de Luis Enrique.

74_ MILAGROS

Cuando Luis Enrique Bustamante estudiaba Economía, cayó en estado de coma debido a un virus. Después de dos meses de permanecer así, despertó. Su mente estaba intacta, pero él no podía moverse ni hablar. Tiempo después, al asumir que esa quietud sería su único futuro, decidió contar su historia en un libro. Durante seiscientos días, usando el único dedo sobre el que todavía tenía control, se demostró a sí mismo que para escribir un libro no necesitaba ayuda de nadie

ciento de su capacidad de movimientos. Ahora está dentro de una pequeña sala que parece el camerino de un teatro de aficionados. Frente a él hay un espejo que refleja la imagen del masajista de turno, un muchacho de cabellos rizados y piel cetrina que frota tenazmente el rostro y el cuello del paciente. Se llama Gerson Cuadros y es un tecnólogo médico especialista en rehabilitar los músculos que permiten la fonación. Es decir, hablar. Mientras trabaja en la mandíbula de Bustamante, le explica a la enfermera cómo replicar los ejercicios en casa. El objetivo de la terapia, dice, es que el paciente recupere la voz y se comunique mejor con los demás. Para ello, primero es indispensable que pueda deglutir mejor; aunque antes tiene que aprender a pasar bien la saliva. En su libro de memorias LA ESCAFANDRA Y LA MARIPOSA, el escritor cuadraplégico Jean-Dominique Bauby dice que sería el hombre más dichoso del mundo si al menos pudiera realizar la hazaña de tragar la saliva que a todas horas se acumula en su boca. Bustamante no puede controlar los músculos para tragar su propia saliva y ha solucionado ese problema moviendo el cuello y la cabeza como un ave que deglute una presa con desesperación. De pronto hace ese movimiento, mira por el espejo al masajista y parece sonreírle. Luego de cuarenta y cinco minutos, Bustamante está echado sobre un colchón enorme, listo para el trabajo con otro terapeuta. Esta sala es mucho más amplia, de paredes verdes, y en una de ellas se puede leer, junto a una imagen de Mickey Mouse: «Hoy daré mi mejor esfuerzo». El terapeuta y su paciente se trenzan sobre el colchón como dos contendores de lucha grecorromana en cámara lenta. Bustamante es mucho más alto y flaco que su terapeuta, un hombre pequeño y macizo que por momentos luce como un niño jugando con

un muñeco demasiado grande para su edad. El día anterior trabajaron los pulmones; hoy se dedican a los músculos del tórax: el terapeuta elimina una a una las contracturas musculares que el cuerpo de su paciente ha producido debido a la inercia y la tensión nerviosa, ataques de cólera incluidos. Lo arrodilla, lo coloca sobre una enorme pelota de color verde, lo estimula en las articulaciones. Mientras eso ocurre, en otro consultorio la doctora Ruth Vera, que coordina la rehabilitación de Bustamante, dice que lo único que los técnicos de la clínica pueden hacer por ese paciente es proporcionarle una terapia de mantenimiento que combata su síndrome de inmovilidad. Él no volverá a caminar. En la sala, Bustamante ha terminado los ejercicios y ahora ejercita su voz: todos sus esfuerzos están concentrados en hacer audible y clara su pronunciación de la vocal o. Se concentra y emite el sonido con la mirada atenta en todo su auditorio: una amiga que lo acompaña esta tarde, la enfermera y un periodista. Lo que sale de su garganta es ese sonido sordo, apagado, que es difícil de describir y que parece sonar más a una a vacía. Entonces el terapeuta lo alienta: «Si tienes fuerza para escribir también debes tenerla para hablar». Bustamante lo mira fijamente y luego a nosotros e intenta otra vez. O.

Toda escritura encierra una forma de fe. Para Luis Enrique Bustamante ésta provino de sus deseos de superar su estado de parálisis física, de sanar. Después de ocho meses de rehabilitación en el Hospital de Granada, y ya de regreso en el pueblo de Motril, donde vivía, la idea de escribir un libro se apareció como una epifanía frente a un paisaje de la costa del sur de España. Aquel día su hermano mayor, José Bustamante, y él habían ido a ver el mar Mediterráneo a bordo de una camioneta. En un momento se detuvieron frente a un espacio alto y rocoso desde el cual se podían contemplar, a lo lejos, las montañas y el azul quieto del mar. José Bustamante recuerda que en un momento, ante ese paisaje, él le dijo a su hermano enfermo que de aquello podría sacar algunas ideas para las cartitas románticas que le escribía a su enamorada de tanto en tanto. Ambos se rieron. «Voy a escribir un libro», le dijo Luis Enrique desde su silla de ruedas.

74_ 75

–Fue un momento de mucha paz –recuerda ahora el escritor Luis Enrique Bustamante, recostado en su casa después de los ejercicios en la clínica. Ahora su hermano gemelo le sirve de intérprete. La batalla de Bustamante con la computadora duró cerca de dos años. Un día pidió que pusieran delante de su cama una computadora portátil. Entonces, usando el dedo meñique de su mano izquierda, que por un problema de agarrotamiento había quedado en posición de garfio, escribió laboriosamente, día tras día, desafiando la inmovilidad, las dieciocho mil cuatrocientas palabras de su novela. Treinta palabras cada día. El trabajo le tomó veinte meses. Las primeras páginas las compuso en España, y tras una severa depresión escribió la segunda mitad de HABLANDO CON UN ÁNGEL en Lima y Arequipa, adonde la familia se mudó para poder costear el tratamiento del escritor. Contratar a tantas enfermeras y rehabilitadores habría sido imposible en Europa. En la novela hay pasajes estremecedores: en un momento, el muchacho inmóvil no puede alertar a un tío suyo de que la puerta del automóvil en el que van se ha abierto; él no lleva puesto el cinturón de seguridad y su torso se desplaza peligrosamente hacia la pista sin que él pueda hacer nada para evitarlo. En otro momento, el protagonista se reencuentra con quien había sido su enamorada mucho antes del accidente; al verse, ambos lloran desconsoladamente. Pero el protagonista lo hace en especial porque no puede levantarse de la cama para abrazar el cuerpo de la muchacha y consolarla. Tampoco puede decir nada cuando ella termine con la relación. Durante todo el proceso que tardó la escritura de la novela, los tres hermanos Bustamante ocultaron el secreto literario a sus padres. Luis Enrique, el autor, quería sorprenderlos y darles el libro sin avisarles. El título, el diseño de la carátula, la composición de las páginas interiores y el arte final habían sido decididos completamente por Bustamante: él jamás aceptó sugerencias de nadie; ni los comentarios de un editor ni la revisión de un corrector de estilo. Como si hubiera deseado que su lucha individual mantuviera hasta el final su carácter individual. Esta tarde, cada una de las frases que dice supone para él un gran esfuerzo. Le pregunto por qué, si en un momento ya había recuperado la voz, se mantuvo obstinado en el plan de escribir la novela con el dedo meñique de su mano aterida. «Es muy feo depender de

otra persona», responde. ¿Cuánto escribía bajo ese método? «Dos o tres líneas al día». ¿Memorizaba antes de escribir? «Sí. No me podía equivocar. La tecla de borrar es la que está más lejos del dedo meñique de mi mano izquierda». ¿Por qué ahora prefiere dictar sus historias y no las escribe como antes? «Porque son cuentos; aquello era una novela». Su voz es profundamente extraña. Su hermano gemelo dice que cuando Luis Enrique estaba sano su voz «era como la mía». «Cada vez que me escucho en una grabación me parece que oigo la voz de él».

El sol de Arequipa luce espléndido y esta mañana Luis Enrique Bustamante está vestido para ver a su abuelo, Francisco Segundo Bustamante. Él vive en un fundo en las afueras de la ciudad. El escritor viste pantalones, camisa de lino blanco y un sombrero de paja. Todos en la familia indican que su personalidad tenaz está profundamente ligada al perfil vertical del patriarca de la familia. Éste siempre fue un hombre cultivado en el campo, de valores rígidos y decisiones tajantes que acopió un patrimonio a partir de la colonización de tierras desérticas de Arequipa. El nieto está sentado en el sitio del copiloto, como de costumbre, pero esta vez no vigila los movimientos de su gemelo, que conduce el automóvil. Permanece absorto en la contemplación de la amplia campiña arequipeña: los animales que puntúan el pasto llano, las montañas erizadas al fondo, los altos árboles expuestos al sol. El automóvil se interna en una chacra agobiada por un intenso olor a rebaño. La casa es dos pisos, construcción noble, y mira a un establo de vacas, cabras, patos. En una esquina hay un poderoso toro de pelea. Al llegar, a Luis Enrique Bustamante lo sientan en su silla de ruedas y ahora mira con atención a ese animal inmenso, que intenta trepar un muro de ladrillos, ansioso por liberarse de su yugo y embestir todo lo que se mueva. Tío Celso, hermano del padre del escritor, recuerda que una de las primeras cosas que su sobrino pidió al volver de España, después de su tragedia, fue ver a un toro parecido a éste. Aquel animal había sido criado por el abuelo a su nombre y fue sacrificado después de perder una pelea mortal. Luis Enrique no puede accionar su silla de ruedas ni pedir que lo hagan por él: cualquier movimiento sobre el suelo agreste podría tener consecuencias fatales. El abuelo sale de la casa con pasos lentísimos. Lleva un enorme sombrero que lo protege del sol y que cubre una herida en la nariz y su rostro surcado de arrugas. El padre del escritor abre un portón enorme más allá del establo y la casa y detrás aparece una extensión estimable de cultivos. Calabazas, duraznos, cerezas y vastas extensiones de maíz. Ciertos días, el anciano pierde por completo la memoria y éste es uno de ellos. Ante cualquier pregunta repite la misma anécdota de sus años de trabajador en el ferrocarril. Al despedirse, él no logra reconocer a su nieto. «Un gusto conocerlo, joven», le dice. «Usted ya conoce el camino;

76_ MILAGROS

Una vez que la enfermera lo instala boca abajo, el escritor Luis Enrique Bustamante le pide que lea en voz alta lo que lleva escrito de su cuento. Ella coge un cuaderno con diferentes caligrafías y tintas de lapicero, y recita en voz alta: «Era un cholo blancón, dueño de una mirada acechante…». De inmediato, el escritor empieza a dictar: «varonil, casi hermético». Es probable que se trate de una frase a la que le ha dado vueltas durante la mañana, desde que se despertó

en cualquier momento puede venir a visitarme». El escritor no dice nada. De regreso a casa, acaso motivado por la anquilosada memoria del abuelo, el padre de Luis Enrique Bustamante propone ir a un lugar que tiene mucho significado para ellos. Su hijo asiente. El Cural es el fundo de cinco mil metros cuadrados que su abuelo dejó como herencia a la familia y que el padre de Luis Enrique vendió en el 2004, cuando, junto a su esposa, pensó que toda la familia se instalaría definitivamente en España. Por aquellos días, nadie consideraba la posibilidad de volver a Arequipa y menos marcados por una historia tan fuerte. La mujer que cuida el sitio reconoce al antiguo propietario y les deja entrar. En las fotografías que guarda la familia este sitio parece un magnífico centro de diversiones (con cabañas) en el que los niños Bustamante disfrutaban jugando. Ahora el mismo lugar luce como la osamenta de un hotel abandonado y viciado por el hedor penetrante de los cerdos. Las cabañas que los Bustamante construyeron para recibir invitados y ciertos turistas están vacías. El jardín de la entrada, hecho rastrojos y atravesado por nuevos caminos de asfalto. El estanque de aguas claras sobre las que se veían botes de colores luce como un pozo de aguas estancadas. Luis Enrique Bustamante es conducido en su silla por su hermano gemelo y mira con distancia los mismos espacios en los que pasó su infancia y donde empezó a urdir sus sueños de adultez: Esperaba tener una vida dedicada a la administración de propiedades como ésta, ligadas al campo, el aire libre, los animales. Ahora se le ve impasible bajo el sombrero de paja mientras una ráfaga de moscas se cierne sobre él y se ensaña con sus manos y su rostro. El sitio es la imagen nítida de un mundo que ya no le pertenece. El padre ha dejado de espantar las moscas y recorre los campos de El Cural. En un momento recuerda que no había vuelto a este sitio desde el día en que lo vendió. Después se le corta la voz.

Luis Enrique Bustamante, el escritor inmóvil, tenía un lugar al que le gustaba ir por su propia cuenta. Rosario, su hermana, me contó ese secreto que compartía con él. Se trataba de un sitio escondido al que él iba solo los días en que se levantaba de buen ánimo y tenía cierto control sobre los dedos de su mano. Entonces podía maniobrar una silla de ruedas a motor a la que ha bautizado como «KITT», en honor al vehículo protagonista de la serie de televisión EL AUTO FANTÁSTICO. Un día él le mostró el lugar a su hermana, y le contó que cuando podía se iba a ese rincón íntimo en busca de paz y también de inspiración. Solía quedarse allí durante diez o veinte minutos. Esa silla motorizada suele estar a un lado del comedor, pero últimamente Luis Enrique Bustamante no ha estado en condiciones de usarla. La tarde de hoy, su hermana me lleva a ese lugar secreto. Para ello, recorremos las casas de la urbanización hasta llegar a un terreno descampado que aún conserva los aires del campo, ese mundo perdido. Es un espacio abierto en el que parecen encontrarse dos corriente de aire y en el que, según Rosario Bustamante, a veces se ven vacas pastando y, con algo de suerte, uno que otro toro. Unos altos eucaliptos y unos cerros bajos cortan el cielo despejado de Arequipa. El aire está impregnado del olor de la tierra. Como todos sus parientes, al hablar de la enfermedad de su hermano, Rosario Bustamante se pone a llorar. Luego se tranquiliza y recupera la esperanza en el trabajo tenaz de su hermano. Confía en los libros que él escribirá y en que un día se pondrá mejor y acaso volverá a caminar. Ahora, en el cielo, todavía hay una luz lánguida y dorada que permite observar cómo en una zona de ese pequeño paisaje algunas máquinas de construcción han empezado a cavar donde irán los cimientos de lo que será un nuevo bloque de casas. Acaso una urbanización similar a La Encalada, donde viven los Bustamante. Ella mira por un rato los fierros ya desplegados frente a los nichos y deja que el viento golpee su rostro. –No le vayas a decir nada a Enrique –me dice de pronto, advirtiendo el inminente fin de ese espacio secreto–. Enrique no ha venido a este lugar hace un mes.

76_ 77

d a

u n

n i e

c u e n t o

l

a

d e

l

a

r

c ó n

d a n i e l

a l a r c ó n

El presidente idiota T r a d u c c i ó n

c o n

u n

d i B u j o

d E

d E

ecién salido de la escuela de teatro, trabajé un par de meses con un grupo de teatro llamado Diciembre. Era una compañía bien establecida, fundada durante los ansiosos años de la guerra, cuando adquirió renombre por sus atrevidas incursiones en la zona de conflicto, acercando el teatro a la gente, y en la ciudad, por organizar maratones teatrales, espectáculos que duraban toda la noche: adaptaciones populares de las obras de García Lorca o estentóreas lecturas de guiones de telenovelas

j o r g E

m a r i o

c o r n E j o s e g o v i a

c a l l E

g u z m á n

brasileñas, siempre con un ángulo político, a veces sutil y, más a menudo, todo lo contrario. Hacían cualquier cosa que mantuviera a la gente despierta y riéndose durante las sombrías y solitarias horas del toque de queda. Estas funciones eran legendarias entre los estudiantes de teatro de mi generación, y muchos de mis compañeros de clase afirmaban haber estado presentes en algunas de ellas cuando niños. Decían que sus padres los habían llevado, que habían presenciado actos inenarrables de depravación, una unión sacrílega entre recital e insurrección, sexo y barbarismo, y que después de todos estos años seguían

78_ FICCIONARIO

etiqueta negra

A B R I L

2 0 0 9

E

l

P R

E

S

I

D E

aún perturbados, marcados e incluso inspirados por esos recuerdos. Era pura mentira. De hecho, todos estábamos estudiando para ser mentirosos. Han pasado nueve años desde mi graduación, y me imagino que hoy los alumnos de la escuela hablarán de otras cosas. Son demasiado jóvenes para recordar lo común que era el miedo durante la guerra. Quizás les cuesta imaginar una época en la que el teatro se improvisaba como respuesta a titulares aterradores, cuando para pronunciar una línea de diálogo que expresara un escalofriante sentimiento de terror no era necesario actuar. Pero, claro, ésos son los efectos narcóticos de la paz, y ciertamente nadie quiere volver al pasado. Más de una década después de la guerra, Diciembre aún funcionaba como una agrupación más o menos integrada de actores y actrices que de vez en cuando montaban alguna función, a menudo en una casa particular a la que se podía ingresar sólo por invitación. Paradójicamente, ahora que era relativamente seguro salir de la ciudad, rara vez viajaban al interior. Por eso, cuando anunciaron que realizarían una gira me presenté entusiasmado a las pruebas. Era una oportunidad poco común y, para sorpresa mía, obtuve el papel. Sólo tres personas salimos de gira: yo, un actor de pelo crespo llamado Henry y un hombre bajito de piel oscura que se presentó como Patalarga y que nunca me dijo su verdadero nombre. Ambos estaban más o menos emparentados: tiempo atrás Henry estuvo casado con una prima segunda de Patalarga llamada Tania, de la que ambos hablaban con el mismo susurrante respeto que los agricultores usan para referirse al clima. Estos dos hombres eran amigos de largo tiempo, prácticamente tanto como mis años de vida, y yo estaba feliz de que me hubieran aceptado en su compañía. Pensé que sería una buena oportunidad de aprender de actores veteranos. Henry escribía muchas de las piezas de teatro, y en esa gira íbamos a representar una sutil obra satírica titulada El prEsidEntE idiota. Aunque la intención política de la pieza era clara, tenía en realidad una trama muy divertida, que presentaba la delicada interacción entre un arrogante y ensimismado jefe de Estado y su criado. Cada

N

T

E

I

D I O T A

día, el criado era sustituido por otro; la idea era que con el tiempo todos los ciudadanos del país tendrían el honor de servir a su líder. Esto incluía ayudarlo a vestirse, peinarlo, leer su correspondencia, etcétera. El presidente era una persona muy exigente y dada a los detalles, requería que todo se hiciera de acuerdo a un protocolo específico, de manera que la mayor parte del día se iba en enseñar al nuevo criado cómo debía hacer las cosas. Y luego, la comedia. Yo interpretaba a Alejo, el hijo idiota del presidente idiota, un papel que se ajustaba perfectamente a mis habilidades y a mi juventud, y en el transcurso de los ensayos llegué a encariñarme con ese adolescente bufonesco de un modo que no habría esperado. Era un patán jactancioso, un ladronzuelo que, a pesar de sus muchas y evidentes limitaciones, representaba una gran fuente de orgullo para su padre, el presidente. La escena culminante de la obra incluía una conversación descarnada entre el criado y mi personaje, luego de que el presidente se había ido a dormir: Alejo baja la guardia y admite que aunque a menudo ha pensado en matar a su padre, le da miedo hacerlo. Eso despierta la curiosidad del criado. Después de todo, él vive en un país en ruinas, sujeto a los desastrosos caprichos del presidente, y además ha pasado el día entero sometido a sus humillaciones. El presidente, cuyo poder parece infinito a la distancia, se le revela al criado como lo que realmente es, como lo que indica el título de la obra. El criado sondea las dudas de Alejo, y éste le habla con franqueza sobre sus preocupaciones en torno a la libertad, el imperio de la ley, sobre el sufrimiento de la gente, hasta que el criado finalmente termina por aceptar que sí, que quizás convendría matar al presidente. Aunque se trata de un acto arriesgado, quizás no sería una mala idea hacerlo. Por el bien del país, claro. Alejo finge meditar sobre la cuestión y luego mata al sorprendido criado como castigo por su traición. Enseguida, desvalija el cadáver, despojándolo de su billetera, su reloj y sus anillos. La obra termina con el joven gritando hacia el cuarto donde duerme el presidente. «¡Otro más, papá! ¡Vamos a necesitar uno nuevo para mañana!».

78_ 79

d a

n i e

l

Patalarga, Henry y yo salimos de la capital a inicios de marzo, un día después de mi cumpleaños número veintiuno. En la costa era verano, caliente y húmedo, y tomamos un autobús hacia las montañas lluviosas, a la región donde había nacido Patalarga. Era una zona del país que yo no conocía y que, incluso en aquel entonces, tenía la certeza de que no volvería a visitar. Todo lo relativo a mi vida en esa época –toda decisión que tomaba o dejaba de tomar–

D

iciembre era una compañía bien establecida, fundada durante los ansiosos años de la guerra, cuando adquirió renombre por sus atrevidas incursiones en la zona de conflicto, acercando el teatro a la gente, y en la ciudad, por organizar maratones teatrales, espectáculos que duraban toda la noche. Hacían cualquier cosa que mantuviera a la gente despierta y riéndose durante las sombrías y solitarias horas del toque de queda

se basaba en la idea de que pronto me marcharía del país. Esperaba reunirme con mi hermano en California antes de fin de año: la visa ya estaba en proceso, era sólo cuestión de tiempo. Era, de hecho, una forma muy agradable de vivir. Me daba una especie de fortaleza interna que me permitía soportar ciertas situaciones humillantes, confiado en que todo aquello era solamente temporal. Actuamos en pueblos pequeños y en aldeas más pequeñas aun, recorriendo de un extremo a otro un valle amplio y sombrío sometido a lluvias torrenciales y heladas que nunca había yo visto antes. Lúgubres nubes negras se arremolinaban en el cielo, y cuando no llovía, los vientos le atravesaban a uno el cuerpo. En los poblados nos recibían calurosamente, con un trato ceremonioso y diligente que yo encontraba encantador, y

a

l

a

r

c ó n

cada noche la ovación de pie con la que el público respondía nos hacía sentir que nuestro esfuerzo valía la pena. En ocasiones las aldeas no eran más que un puñado de casas desperdigadas sobre campos de maíz en barbecho, donde vivían una docena de personas en total –unos cuantos agricultores de rostros chaposos, sus sufridas esposas y sus hijos desnutridos–, quienes se acercaban a Henry después de la obra, sin atreverse a mirarlo a la cara, y le decían con respeto: «Muchas gracias, señor Presidente». El frío casi acaba conmigo. En dos semanas perdí tres kilos y una noche, luego de una función particularmente activa, estuve a punto de desmayarme. Cuando me repuse, nos invitaron a una fiesta en una casa de adobe de una sola habitación en las afueras del pueblo. Henry y Patalarga estaban nerviosos y bebían más de lo normal, porque éste era el pueblo donde vivía Tania; al parecer había asistido a la función y llegaría en cualquier momento. Yo me sentía demasiado mal como para que eso me interesara: cada bocanada de aire que aspiraba era como tragar cuchillos afilados, y sentía como si la cabeza estuviera a punto de separarse de mi cuerpo y flotar hacia el nublado y amenazador cielo andino. Me llevaron rápidamente al interior, casi muerto de terror, pero todos me trataron con suma amabilidad, dedicándose a darme de comer y emborracharme. El licor ayudó, y era agradable dejarse cuidar. Cuando empecé a ponerme de color azul, el dueño de casa, un hombre bajo y rechoncho llamado Cayetano, me preguntó si quería una chaqueta. Asentí entusiasmado. Él se puso de pie, dio unos pasos hacia el refrigerador y se detuvo frente a la puerta entreabierta, como si estuviera contemplando la posibilidad de comer un bocadillo. Pensé para mis adentros, se está burlando de mí. La fiebre me consumía sin piedad. Escuchaba las risas de Henry y Patalarga. Cayetano abrió el cajón de las verduras y sacó de él un par de medias de lana. Me las arrojó, y cuando la puerta se abrió un poco más vi que usaba el refrigerador como armario. Las repisas inferiores seguían en su lugar, pero todo lo demás faltaba. Había guantes en la bandeja de mantequilla, y

80_ FICCIONARIO

etiqueta negra

A B R I L

2 0 0 9

E

l

P R

E

S

I

D E

chompas y chaquetas colgando de una barra de madera clavada en las paredes interiores. Sólo entonces me di cuenta de que los pocos productos y alimentos perecederos estaban sobre un mostrador. Con este frío, claro, no había peligro de que se echaran a perder. Los hombres y mujeres reunidos en la casa contaban historias tristes sobre la guerra y se reían de su propio sufrimiento de una manera que yo encontraba incomprensible. A veces hablaban en quechua, y en esos casos la risa era mucho más intensa, y también mucho más triste, o al menos así me lo parecía. Cuando llegó Tania todos se pusieron de pie. Tenía el cabello negro y largo, y lo llevaba amarrado en una sola trenza; un chal anaranjado y amarillo cubría sus hombros. Mayor que yo, pero un poco menor que mis compañeros, Tania era de contextura pequeña, aunque por algún motivo daba la impresión de tener mucho temple. Recorrió la habitación dando la mano a todos excepto a Henry, quien recibió un beso al aire, junto a la oreja derecha. –¿Sigues actuando o realmente estás tan enfermo? –me preguntó al llegar a mí. No supe qué responderle, pero me sentí aliviado cuando alguien gritó: «¡Está borracho!». La habitación entera estalló en risas y luego todos se sentaron. La gente empezó a beber en serio y pronto surgió una guitarra de un rincón oculto de la habitación. Pasó de mano en mano y dio varias vueltas hasta que por fin Tania se quedó con ella. Todos la ovacionaron. Ensayó unos acordes, se aclaró la garganta, dio la bienvenida a los visitantes y nos agradeció a todos por escucharla. Cantó en quechua, acompañada por una compleja melodía interpretada por sus ágiles dedos, totalmente ajenos al frío. Volteé hacia Henry y le pregunté en voz baja sobre qué trataba la canción. –Sobre el amor –me susurró sin dejar de mirarla. A medida que avanzaba la noche, la belleza de Tania se me hizo cada vez más evidente. Henry y Patalarga me observaban mirándola, y alternaban miradas de furia y sonrisas en una secuencia imposible

N

T

E

I

D I O T A

de interpretar. Mucho más tarde, cuando finalmente estaba a punto de sucumbir al frío y al licor, Tania se ofreció a guiarme de vuelta al hostal donde nos alojábamos. Hubo algunas reacciones de fingida preocupación, pero ella las ignoró. Afuera, en la gélida noche, sus ojos brillaban como estrellas negras. El pueblo era pequeño, no había forma de perderse en él. Avanzamos tambaleándonos por sus calles, ambos envueltos en la manta de Cayetano. –Cantas muy bonito –le dije–. ¿De qué trataba la canción? –Sólo eran canciones viejas. –Henry me dijo que era una canción de amor. Tenía una risa hermosa: cristalina y sin pretensiones, como el claro de luna. –Él no habla quechua –dijo Tania cuando paró de reírse–. Acertó de pura casualidad. Nos detuvimos frente a la puerta del hostal. Me acerqué a besarla, pero ella me rehuyó y me dio una palmada en la cabeza como si yo fuera un niño. Durante un momento nos quedamos parados tratando de manejar cierta incomodidad, hasta que ella sonrió. –Toma bastante agua y descansa todo lo que puedas –me dijo. Y luego volvió a la fiesta. En el hostal, el dueño me entregó una bolsa de jebe llena de agua caliente, y mientras me preparaba para acostarme, ya solo, la sostuve entre mis manos como si se tratara de un palpitante corazón humano; quizás el mío. Intenté hacer un repaso de los sucesos del día. Lo que había ocurido, y lo que, para mi pesar, no había llegado a ocurrir. El frío me impedía pensar racionalmente, de modo que decidí echarme con la bolsa sujeta contra el vientre y me enrosqué alrededor de ella como un gusano. Antes de quedarme dormido, me pregunté qué estarían haciendo mis amigos en ese preciso momento. Habían sentido celos de mí y de mi gira con Diciembre, y me fue difícil recordar eso. Patalarga y Henry habían hecho este recorrido antes; constantemente se encontraban con viejos amigos, y parecían inmunes a las con-

80_ 81

d a

n i e

l

diciones que poco a poco estaban acabando conmigo. Habían vivido durante décadas en la ciudad, pero no la consideraban su hogar. Así fue durante semanas. Por las mañanas, si el clima lo permitía, viajábamos al siguiente pueblo en un autobús destartalado, o sobre la plataforma de un camión cargado de papas. En esos viajes aprendí a mascar la hoja de coca, y a disfrutar del entumecimiento que se extendía

Y

o interpretaba a Alejo, el hijo idiota del presidente idiota, un papel que se ajustaba perfectamente a mis habilidades y a mi juventud. La escena culminante de la obra incluía una conversación descarnada entre el criado y mi personaje, luego de que el presidente se había ido a dormir: Alejo baja la guardia y admite que aunque a menudo ha pensado en matar a su padre, le da miedo hacerlo por mi rostro, bajaba por el cuello y llegaba hasta mi pecho. Los caminos eran apenas lo suficientemente anchos como para que pasara una carreta a caballos, y cada vez que echaba un vistazo al arrugado rostro de las montañas, trataba de pensar en otra cosa que no fuera la muerte. Patalarga y Henry se recuperaban de la noche anterior con los ojos cerrados, inmersos en sueños profundos y pacíficos. Ellos lo pasaban bien; yo, en cambio, luchaba por mantenerme vivo. Hacia el final de la gira llegamos a un pueblo llamado San Germán, el remoto bastión de una compañía minera estadounidense; unas doscientas casas que parecían haber sido transportadas por vía aérea y depositadas en la cima ventosa de una desolada montaña, rodeada en tres de sus lados por picos aun más altos y ominosos. Me parece que había plata en lo profundo de esas tierras, pero podría haber sido cobre, bauxita o alguna otra cosa, y en realidad eso

a

l

a

r

c ó n

no importa: todos los pueblos mineros son iguales. Son lugares duros y aislados, a menudo construidos en parajes que podrían ser considerados hermosos si no tuvieran condiciones tan extremas, y definidos por una serie de privaciones humanas características de esta industria. En San Germán, nubes espesas flotaban justo sobre nuestras cabezas, y se sentía un olor metálico en el aire. Nunca me había sentido más lejos del mundo. Estábamos a más de cuatro mil metros sobre el nivel del mar, y la altitud me tornó inútil. Pasé el primer día en el helado hostal, aferrándome a los bordes de la cama como si estuviera en el vértigo de una montaña rusa. San Germán era un pueblo pequeño con muy poco que mostrar, pero Patalarga y Henry se sentaron en mi cama describiendo una serie de maravillas inventadas. Tienes que levantarte, me dijo Patalarga, tienes que ver este lugar. Hay réplicas de las pirámides, me dijo Henry, y resplandecen como el oro a la luz del sol. Abrí los ojos y vi cómo su aliento se condensaba en una nube mientras se reía. Un Arco del Triunfo en miniatura, añadió Patalarga. Cafés, bulevares bordeados de árboles, y la vida noctura… ¡ni te la imaginas!: Discotecas como las de La Habana de Batista, como en Beirut antes de la guerra, me decían. Yo los ignoraba. El sonido retumbante de sus voces llenaba la habitación –y, de hecho, también el interior de mi cabeza–. Les rogué que me dejaran solo, y aceptaron. Se marcharon y pude al fin cerrar los ojos. Estuve inmóvil durante varias horas, escuchando desesperado el sonido de mi propia respiración. Cuando volvieron mis compañeros, estaban hoscos y enojados. Podía oler el barro pegado a sus botas. Tú dile. No, tú. Desde mi lecho de enfermo, los oía caminar de un lado a otro, preocupados. Carajo, que alguien me diga qué pasa, dije. Tuve la intención de gritar, pero me sentía débil, y mi voz sonó rasposa, como la súplica de un paciente cardíaco. Mantuve los ojos cerrados. Alguien se sentó en mi cama. Malas noticias. Era Henry. Nuestra primera función estaba programada para el día siguiente, pero había un problema técnico. No había electricidad, no había luz. Tampoco era una situación transitoria, como nos dijeron

82_ FICCIONARIO

etiqueta negra

A B R I L

2 0 0 9

E

l

P R

E

S

I

D E

cuando nos registramos en el hostal. La única fuente de energía disponible abastecía a las casas de los ingenieros estadounidenses, al otro lado de la mina. Tienes que ver cómo viven, me dijeron, y me describieron cómo, detrás de una elevada cerca, habían creado un facsímil de la vida en su país. Cómodas casas suburbanas, calles bien pavimentadas, una cancha de béisbol. Me senté temblando, cubierto por media docena de mantas. Sonaba como un lugar agradable. –¿No tienes un hermano en los Estados Unidos? –me preguntó Patalarga. –Claro que sí. –¿Juega al béisbol? –¿Qué sé yo? Casi ni podía hablar. Mi hermano se había marchado de casa al cumplir dieciocho, casi doce años antes, y hacía demasiado frío como para malgastar energía hurgando en mis recuerdos de niñez. Seguramente les había mencionado que mi hermano me estaba tramitando una visa, pero normalmente no hablaba de ese detalle reconfortante. De vez en cuando me lo repetía calladamente, y el secreto dejaba en mis labios una sensación a la vez cálida y dulce. Henry estaba enojado. Hablaba a toda velocidad y la amargura de su voz era evidente. Les habían prometido un lugar donde actuar para los trabajadores. Los trabajadores, los trabajadores: estos hombres honrados y dignos eran nuestra entera razón de ser. Íbamos a presentar dos funciones, una para cada turno. La función de la tarde no se vería afectada, pero los mineros del turno de día no tendrían la oportunidad de vernos. Si hacíamos una función de noche, sería en la oscuridad o sólo para los ingenieros. Los ingenieros de mierda. Henry se iba alterando cada vez más mientras describía a hombres que se pasaban el día tomando daiquiris y turnándose para azotar a los nobles mineros. Sonaba verdaderamente feudal. –¿Realmente son tan malos? –le pregunté. –No le hagas caso –dijo Patalarga–. Su viejo era ingeniero.

N

T

E

I

D I O T A

–Vete a la mierda –dijo Henry con cara de pocos amigos. –Aquí donde lo ves, nuestro Henry fue una estrella del equipo de béisbol de la compañía. –¿En serio? –Hasta que empezó a robar dinamita para dársela a los rebeldes. –Mentira. Ninguno de los dos me respondió. Un momento después, Henry empezó a quejarse de nuevo, pero esta vez me daba golpecitos en la frente con el dedo mientras hablaba. Yo lo sentía como un mazo golpeando la piel de un bombo, una extraña muestra de afecto. Mantuve cerrados los ojos. Hemos venido hasta acá por gusto. Se han burlado de nosotros, y ahora Nelson va a morir sin razón alguna. Hablaban sólo entre ellos. Estamos sacrificando la vida de este joven –¡la mejor de este país!– y todo para qué, para nada. Ah, qué tragedia; ¡se está inmolando por el arte! ¿Y ahora, qué le diremos a su madre? –Son muy graciosos –les dije–. En serio. –Te estamos haciendo un favor –contestó Henry–. ¿Cómo puedes vivir en este país sin conocer este pueblo? Aquella noche, me arrastraron por las oscuras calles de San Germán, prácticamente a cuestas. Me dolían el cuerpo y la cabeza, y el suelo se tambaleaba bajo mis pies. Caminaba apoyado en los hombros de Patalarga, mientras Henry señalaba las pálidas luces amarillentas en la cuesta más alejada del cerro: eran las casas de los ingenieros. Tras ellas, un pico imponente y adusto se perdía entre las nubes. Eché un vistazo al pequeño y miserable asentamiento, y me costó mucho sentir odio por los estadounidenses. La naturaleza podía aplastarlos, aplastarnos a todos, en un abrir y cerrar de ojos. –¿Los ves? –me preguntó Henry–. ¿Puedes creerlo? –No, no puedo creerlo –le respondí. Habría preferido ser pobre en cualquier lugar del mundo, antes que rico en San Germán. Avanzamos entre las calles lodosas. Al inicio de la obra, el personaje de Henry sale a escena con unos largos guantes blancos, pero debido al frío glacial él había

82_ 83

d a

n i e

l

tomado por costumbre usarlos incluso entre funciones. Eran delgados, de satén, y probablemente nada abrigadores, pero lucían muy apetecibles. Me di cuenta de que Patalarga los miraba con envidia. –Dámelos –dijo al fin, señalando los guantes. Henry levantó las manos y movió sus dedos, blancos y brillantes.

A

ctuamos en pueblos pequeños y en aldeas más pequeñas aun. En ocasiones éstas no eran más que un puñado de casas desperdigadas sobre campos de maíz en barbecho, donde vivían una docena de personas en total –unos cuantos agricultores de rostros chaposos, sus sufridas esposas y sus hijos desnutridos–, quienes se acercaban a Henry después de la obra, sin atreverse a mirarlo a la cara, y le decían con respeto: «Muchas gracias, señor Presidente». –¿Éstos? –Sí. –Yo soy el presidente –dijo Henry–. Yo uso los guantes. Patalarga se quedó pensando un momento. Volteó hacia mí. «Cuando lo encontré, estaba en uno de los callejones que hay detrás de la catedral, aspirando pegamento y hablando sobre lo malo que era su papito». No dije nada, ni tampoco me solté de Patalarga. Sin él me habría caído. Henry parecía no prestar atención. –¿Quién se acuerda de esas cosas? –Yo –dijo Patalarga–. Me acuerdo perfectamente. Todas las cosas que queríamos cambiar... Pero el cholo siempre hace de criado. Y el cholo es el que muere al final. ¿Qué te parece? Henry se encogió de hombros. –Es porque haces bien ese papel –dijo. Llegamos al único restaurante de San Germán

a

l

a

r

c ó n

–ubicado frente a un amplio bulevar bordeado de árboles, por supuesto–, y a la luz de un lamparín de querosene comimos comida calentada en una hornilla a querosene, de manera que todo olía y sabía a ese mágico combustible. Sentíamos amargura e impotencia. Henry y Patalarga no hablaban, y yo requería de toda mi energía para evitar caer de la silla al frío suelo de cemento. Con todo, luego de comer algo y tomar té, me sentía un poco mejor. Estábamos a punto de terminar cuando entraron al restaurante unos viejos mineros con sus cascos en la mano. Aun en la oscuridad, Patalarga los reconoció de sus días como activista, y todos ellos parecían conocer al viejo de Henry. Empezaron a conversar. Se sentaron a nuestra mesa y hablaron en voz baja sobre las condiciones bajo tierra, que al parecer habían mejorado un poco desde la última visita de Henry y Patalarga. Mejor ventilación, mayor seguridad. Turnos de diez horas, en vez de catorce. –Pero no hay electricidad. Los mineros se encogieron de hombros. Tenían rostros duros y arrugados. –Ya llegará, y de todos modos, la mina está bien iluminada –dijo uno de ellos. Se llamaba Ventosilla. Su nombre aparecía escrito en su casco, que colocó sobre la mesa. Activó un interruptor y la lámpara se encendió, proyectando un intenso haz de luz sobre la pared del restaurante. Ventosilla la encendió y apagó varias veces, y todos nos quedamos contemplándola. Le dio un golpecito a la lámpara con la uña. –Halógena –dijo. –¿Y todos ustedes tienen esos cascos? –preguntó Patalarga. El minero asintió con la cabeza. Mis compañeros sonrieron de oreja a oreja.

La noche siguiente presentamos El prEsidEntE en una amplia tienda hecha de mantas, a la luz

idiota

84_ FICCIONARIO

etiqueta negra

A B R I L

2 0 0 9

E

l

P R

E

S

I

D E

combinada de los cascos de cincuenta mineros asistentes. También estaban presentes sus hijos y esposas, e incluso unos cuantos ingenieros estadounidenses que se dignaron a unirse a la diversión. Yo estaba mejor, pero no me sentía completamente yo mismo, lo que sea que eso signifique. De hecho, no me sentía yo mismo desde que salimos de la ciudad y de la costa, desde el momento en que el autobús empezó a trepar entre las nubles, pero la imagen de este teatro improvisado, lleno de expectativas, con las luces halógenas moviéndose de un lado a otro, revoloteando sin parar, era hermosa, y me llenó de esperanza. Las bambalinas estaban detrás de la tienda, a la intemperie, y allí estábamos los tres, congelados y nerviosos, entusiasmados como pocas veces, echando un vistazo al interior de cuando en cuando para ver al público a medida que llegaba. Cuando se llenó la tienda, nos deslizamos al interior, al relativo calor del escenario. La vista era impresionante: el público sentado en unas tribunas chirriantes, cuerpos en sombras ahora coronados de luz, un brillante campo de estrellas reluciendo en el cielo. Volteé hacia Henry y Patalarga, y vi que también ellos estaban ensimismados con el espectáculo. Era el cielo que apenas habíamos podido ver, el cielo oculto tras las gruesas y negras nubes de lluvia de las últimas seis semanas. El representante del sindicato local se encargó de presentarnos, y aquella noche, como todas, el público nos ovacionó al oír el nombre Diciembre, las luces, moviéndose de arriba a abajo mientras los mineros asentían con satisfacción. Cedí el escenario a mis colegas y me senté a un costado. Empezó la obra. Con los hombros encorvados y el rostro atormentado de preocupación, Henry le insuflaba una trastornada solemnidad al presidente idiota, como Nixon en sus últimos días o Allende al contemplar los tanques que rodeaban La Moneda. Recorría el escenario espetando instrucciones absurdas a su desconcertado criado, Patalarga (y nadie ha representado

N

T

E

I

D I O T A

el desconcierto de manera tan experta como lo hizo mi amigo aquella noche). Conocía la obra de memoria, así que pasé la mayor parte del tiempo concentrado en las lámparas de los cascos de los mineros, que juntas formaban un límpido manto de luz en el escenario, que sólo se alteraba ligeramente cuando el diálogo cambiaba de un personaje al otro. Cuando me puse de pie, justo antes de que me tocara entrar a escena, todas las luces se movieron hacia la derecha del escenario, a tal punto que Patalarga, que estaba parado al otro extremo, desapareció brevemente en una súbita oscuridad. Aun con la luz tenue me di cuenta de que sonreía. Hacia el final de la obra, cuando el presidente idiota empieza a alistarse para ir a la cama, tuvimos un momento difícil. Nos dimos cuenta de inmediato. Henry pronunció la línea –«¡Ésa es la teoría, generoso señor!»– que por lo general era recibida con risas, pero en esta ocasión no funcionó. Estábamos perdiendo la atención del público: las luces se movían de arriba a abajo o de un lado a otro, erráticas. De pronto nos encontramos actuando al anochecer, cuando sólo un momento antes era de día. Nunca, ni antes ni después, he podido leer con tanta facilidad el sentir de una multitud, obtener una respuesta tan transparente e inmediata. La luz flaqueante nos llenó de energía, y volvimos a la carga. Unos minutos después, la tienda retumbaba nuevamente con las risas, el escenario lucía tan brillante como una pista de aterrizaje, y pude notar, no sin una pizca de orgullo, que mis líneas finales, las que le grito a mi padre dormido, el presidente, las pronuncié en un escenario completamente iluminado, con toda la atención y colaboración de los mineros de San Germán y sus lámparas de luz halógena. No había telón que correr, ni iluminación que apagar, así que cuando terminó la obra me quedé donde estaba, bañado en ese resplandor, disfrutando el momento. ¿Y por qué no? Unas semanas más tarde volví a casa, y durante años, cada vez que alguna producción en la que participaba fracasaba, recordaría aquella noche. Me invita-

84_ 85

d a

n i e

l

ron a hacer otra gira con Diciembre, pero fue más por cortesía que por otra cosa. Mi vida de clase media me hacía incapaz de soportar los rigores de la vida del artista ambulante. Decliné la invitación. De todos modos me marcharé pronto, pensé, pero eso nunca ocurrió. De vez en cuando actué en alguna de sus obras, pero sólo en la capital, y así mantuvimos nuestra amistad. Cuando me cruzaba con Henry o Patalarga en algún

C

uando llegó Tania todos se pusieron de pie. Tenía el cabello negro y largo, y lo llevaba amarrado en una sola trenza. Era de contextura pequeña, aunque por algún motivo daba la impresión de tener mucho temple. A medida que avanzaba la noche, su belleza se me hizo cada vez más evidente. Más tarde, cuando estaba a punto de sucumbir al frío y al licor, se ofreció a guiarme de vuelta al hostal donde nos alojábamos. Cuando nos detuvimos frente a la me acerqué a besarla lugar de la ciudad, en alguna función, en un bar o en la calle, siempre nos abrazábamos, hacíamos bromas, compartíamos risas, recordábamos con cariño aquella noche en San Germán. Sabía que ellos recordaban la función tan bien como yo, aunque habían olvidado otros detalles –mi nombre, por ejemplo– y ahora me llamaban Alejo, totalmente ajenos a su error. A mí eso no me importaba. Ambos me caían bien. Había aprendido de ellos y podía seguir haciéndolo. Por supuesto, la sola mención del nombre San Germán era una invitación a filosofar, pero de eso se trataba precisamente. Me quedaba escuchándolos como lo había hecho durante aquel viaje, y veía cómo Patalarga o Henry henchían el pecho de orgullo. Uno sale adelante, compadre, uno se las arregla. Uno toma lo que el público le da y se lo devuelve, sólo que mejor, bruñido con amor y entrega. Ellos te dan la luz, y uno les da la verdad. Etcétera. Me gustaba oír hablar a Henry o a

a

l

a

r

c ó n

Patalarga porque nadie de mi edad se expresaba como ellos. Ni sobre teatro ni sobre política. Ni siquiera sobre el amor. A mi generación le incomodaba hablar del amor.

Pasaron los años y un día me hallé sin trabajo ni la esperanza de conseguir uno. Me había hecho de demasiados enemigos, había tomado las cosas muy a la ligera. Mi visa jamás llegó y ya no podía engañarme pensando que sería joven para siempre. Mi hermano llamaba de vez en cuando, pero sólo a la casa de mis padres, y a veces pasábamos meses sin hablar. Durante un mes participé en audiciones para los talk shows en los que había jurado no volver a trabajar jamás: los papeles eran de amantes despechados, de mujeriegos rompehogares, pero no obtuve ningún rol. Estaba a un paso de la bancarrota. Pensé en dejar la habitación que alquilaba y mudarme de vuelta a casa, pero la idea me resultaba demasiado humillante. Mi padre, por su parte, tenía un optimismo a toda prueba: tu hermano enviará la visa. Viajarás a los Estados Unidos. A California. Serás actor de cine. Escríbele, recuérdaselo, me decía, pero no pude hacerlo. Creo que ya ni siquiera él creía en eso. A pesar de todo, me mantenía al tanto de las condiciones climáticas de la ciudad donde vivía mi hermano, como si yo necesitara esa información para saber qué ropa empacar. Hay incendios forestales por todo California, me dijo un día. Cientos de incendios. Yo me quedé mirándolo. Esa noche me imaginé aquel lugar en el que nunca había estado, con sus cielos desdibujados por un humo marrón rojizo, y su sol –que no es nuestro sol– ocultándose contra el cenizo telón de fondo de una catástrofe regional. Pensé que quizás mi padre quería alejarme de su lado. Mientras que yo me preocupaba por no fallarle, tal vez todo lo que él esperaba de mí era que me marchara y me convirtiera en el problema de alguien más.

86_ FICCIONARIO

etiqueta negra

A B R I L

2 0 0 9

E

l

P R

E

S

I

D E

La semana siguiente me hallaba leyendo el guión para un pequeño papel en una telenovela local. Era un contrato por seis capítulos –nada mal–, después de los cuales mi personaje sería asesinado fuera de cámaras. Se trataba de un informante de la policía, que, como es lógico, vivía atormentado por el complejo dilema ético de traicionar o no a sus amigos, por la expectativa de que sus pecados pronto le costarían la vida. El personaje, para mi gran satisfacción, se llamaba Alejo, y repentinamente sentí más confianza en mí mismo de la que había tenido en varios meses. Aunque este personaje y el Alejo que había representado con Diciembre eran dos personas totalmente distintas, al leer el guión sentí que me reencontraba con un viejo amigo. Cómo ha cambiado este país, pensé: el hijo del presidente es ahora un vulgar soplón, un hombre condenado a vivir cuidándose las espaldas durante seis capítulos de una hora y a morir de manera invisible, su desaparición apenas una nota a pie de un drama más grande que poco o nada tiene que ver con él. Estaba tan animado con esta posibilidad que les conté sobre ella a mis padres, a mis amigos. Nos volvemos a encontrar, Alejo, pensaba. Incluso se me ocurrió ubicar a Henry y Patalarga, aunque hacía un año o más que no los veía, para reírnos sobre la coincidencia, para recordar una vez más los días de San Germán y los mineros. Para entonces, Diciembre se hallaba en un paréntesis más o menos permanente, y el país lucía francamente irreconocible. Podía caminar por las ahora animadas calles de mi ciudad y olvidarme de que en algún momento me quise marchar de ella. Los precios globales de los metales habían alcanzado niveles récord y los periódicos anunciaban un crecimiento de siete por ciento. Toda esa prosperidad me resultaba desalentadora; algo que nunca habría esperado. Todo era nuevo o estaba en proceso de construcción, los viejos vivían más, los niños engordaban. Nunca volví a los pueblos que visité con Diciembre, aunque muchos de mis colegas sí lo ha-

N

T

E

I

D I O T A

bían hecho: en sus vacaciones, en temporada seca, con sus esposas e hijos rollizos, para ver un poco del país tal y como era. A la primera señal de descontento popular, el gobierno transmitía anuncios televisivos que mostraban imágenes de controles de carretera en provincias, campesinos furiosos arrojando piedras a la policía, la pantalla manchada de un ominoso y conocido tono de rojo. Una severa voz advertía a los pobres del campo que debían ser patriotas, que no les arruinaran la fiesta a los demás. Henry y yo nos encontramos una tarde de invierno en un café del distrito de Auxilio. Fue el día anterior a mi prueba. Él no tenía teléfono ni correo electrónico, yo le había hecho llegar un mensaje por intermedio de un amigo mutuo que vivía en su barrio. Parecía realmente contento de verme, me dio un fuerte abrazo y me palmeó efusivamente la espalda. Nos sentamos dentro del local, en una mesa protegida de la humedad. Era genial verlo –no había cambiado en lo absoluto–, pero ¿dónde estaba Patalarga? Henry se restregó los ojos y alisó sus rizos rebeldes con la palma de la mano. –Nuestro amigo ya no está más con nosotros –dijo con voz de desaliento. Me quedé pasmado. Sentí que me hundía en la silla. Era imposible. –¿Cuándo ocurrió? –logré preguntar. Él bajó la mirada hacia su taza de café. –Hace nueve meses, diez quizás. –Por Dios. –Así es –dijo Henry, pero de pronto empezó a reírse–. El imbécil se mudó a Barcelona. ¿Puedes creerlo? –Cojudo –dije entre dientes. Pero Henry ni se inmutó; la situación le parecía muy divertida. –Ahora sólo estamos tú y yo, Alejito. Padre e hijo –me tendió la mano–. ¡Ríete! –me ordenó–. Siempre has sido un chico tan serio. Era una línea de El prEsidEntE idiota. Le dí la mano y

86_ 87

d a

n i e

l

sonreí ligeramente. El impacto de lo que me había dicho empezaba a desvanecerse: Patalarga estaba vivo, después de todo, y yo debía estar feliz por ello. Bebimos unos sorbos de café. Pero había otras noticias. Henry ahora tenía una hija, y ella había cambiado su vida. La veía dos o tres veces por semana, y todo lo que escribía lo dedicaba a su pequeña. –¿Estás escribiendo mucho? –le pregunté.

E

n esos viajes con Diciembre aprendí a mascar la hoja de coca. Los caminos eran apenas lo suficientemente anchos y cada vez que echaba un vistazo al arrugado rostro de las montañas, trataba de pensar en otra cosa que no fuera la muerte. Patalarga y Henry se recuperaban de la noche anterior con los ojos cerrados, inmersos en sueños profundos y pacíficos. Lo pasaban bien; yo, en cambio, luchaba por mantenerme vivo Henry se encogió de hombros. –Un poco. Le conté sobre Alejo el soplón. Incluso saqué el guión y le expliqué el primer capítulo, en el que el personaje es capturado robando alambre de una obra de construcción y ofrece dar información sobre una pandilla del barrio para evitar ir a la cárcel. Los diálogos eran buenos, era un material duro e intenso. Apenas lograba contener mi entusiasmo. Henry me escuchaba con atención y asentía con la cabeza. –Espléndido –me dijo–. Escrito justo para ti. –Lo sé –le dije–. En verdad siento que es así. Después de un rato, Henry me dijo que quería preguntarme algo, pero tenía miedo de ofenderme. Me hizo prometerle que eso no ocurriría. «Claro», le dije. Tamborileaba los dedos en la mesa de madera. –No tomes a mal lo que te voy a decir, pero ¿no te ibas a ir del país?

a

l

a

r

c ó n

–¿Qué quieres decir? –le pregunté. –Bueno, era lo único de lo que hablabas durante nuestra gira –hizo una pausa–. Todos los días, constantemente. Pensábamos que te había afectado la altura. Casi no te soportábamos, Patalarga y yo. –¿En serio? Henry asintió. Lo que yo recordaba de nuestros dos meses en la sierra era que casi ni había hablado sobre el tema. Era una idea que me acompañaba, por supuesto, pero de manera muy privada, como una especie de consuelo personal, como un amuleto o moneda de la suerte. El saber que me iría del país fue lo que me ayudó a sobrellevar toda la experiencia. –Aprendimos a ignorarte –dijo Henry– porque nos caías bien. En serio. Aún nos caes bien. Extendió el brazo y me pellizcó afectuosamente la mejilla. –Mi hijo –añadió–. Y entonces, ¿por qué no te fuiste? Afuera, una bandada de palomas había aterrizado en el camellón de cemento de la avenida, y giraban como una tormenta de polvo alrededor de un bote de basura caído. Me quedé observándolas un rato, admirando su voracidad. –Es que todo se puso bueno por acá. Henry hizo un gesto de asentimiento. –Por supuesto –dijo–. Eso pensaba. Nos despedimos en la puerta del café, en la concurrida avenida. Anoté mi dirección de correo electrónico para Patalarga. Henry se quedó observando intrigado los extraños caracteres durante un momento antes de guadar el papel en su bolsillo. Me deseó buena suerte y yo le prometí que le avisaría cómo salió todo. Me fue muy bien en la prueba y esperé con optimismo a que me llamaran de vuelta. Medía el paso del tiempo por el avance de los incendios en el distante país del norte. Mi viejo me daba reportes de la situación a diario, y yo fingía escucharlo. Quinientos, mil, dos mil incendios. Luego de un mes todos se habían apagado, y yo aún seguía esperando.

88_ CÓMIC