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F RANCISCO F ERNÁNDEZ S EGADO

Estudios jurídicoconstitucionales

U NIVERSIDAD N ACIONAL A UTÓNOMA DE M ÉXICO

ESTUDIOS JURÍDICO-CONSTITUCIONALES

INSTITUTO DE INVESTIGACIONES JURÍDICAS Serie D OCTRINA JURÍDICA , Núm. 163 Coordinador editorial: Raúl Márquez Romero Cuidado de la edición y formación en computadora: Karla Beatriz Templos Nuñez

FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO

ESTUDIOS JURÍDICO-CONSTITUCIONALES

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO M ÉXICO , 2003

Primera edición: 2003 DR © 2003. Universidad Nacional Autónoma de México I NSTITUTO DE I NVESTIGACIONES JURÍDICAS Circuito Maestro Mario de la Cueva s/n Ciudad de la Investigación en Humanidades Ciudad Universitaria, 04510 México, D. F. Impreso y hecho en México ISBN 970-32-0744-8

A Toni, mi mujer, por muchas y muy buenas razones

CONTENIDO Presentación

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XVII

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CONSTITUCIÓN Y VALORES LA DIGNIDAD DE LA PERSONA COMO VALOR SUPREMO DEL ORDENAMIENTO JURÍDICO

I. La dignidad de la persona como valor jurídico fundamental el constitucionalismo de la segunda posguerra . . . . . . . d

3

II. La proclamación constitucional de la dignidad de la persona en el artículo 10.1 de la Constitución española de 1978 . . .

8

1. Génesis del precepto

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2. Dignidad de la persona y orden valorativo

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3. Caracterización de la dignidad de la persona

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III. Naturaleza y virtualidad del mandato acogido en el artículo 10.1 18 .

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IV. La dignidad de la persona y los derechos fundamentales . 1. La dignidad como fuente de todos los derechos 2. Igualdad en dignidad y titularidad de derechos 3. Derechos inherentes a la dignidad

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4. La dignidad de la persona como freno frente al ejercicio abusivo de los derechos . . . . . . . . . . . . . . . . . .

30

VII

36



VIII

CONTENIDO

LOS DERECHOS CONSTITUCIONALES D OGMÁTICA DE LOS DERECHOS DE LA PERSONA EN LA C ONSTITUCIÓN ESPAÑOLA DE 1978 Y EN SU INTERPRETACIÓN POR EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL I. Consideración previa: la judicialización del ordenamiento constitucional 41 .

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II. El sistema axiológico positivizado por la Constitución de 45 1978 .

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III. La fundamentación del orden político en la dignidad de la persona y en los derechos que le son inherentes . . . . . . .

48

IV. La doble naturaleza de los derechos fundamentales . . . . .

54

V. El ámbito de vigencia de los derechos

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VI. El principio de “mayor valor” de los derechos y la interpretación del ordenamiento jurídico 71 .

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VII. La titularidad de los derechos fundamentales VIII. Los límites de los derechos fundamentales

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EL DERECHO A LA LIBERTAD Y A LA SEGURIDAD PERSONAL EN LA DOCTRINA CONSTITUCIONAL ESPAÑOLA I. El valor “libertad” y sus concreciones constitucionales . . .

99

II. El derecho a la libertad personal. Concepto y delimitación .

100

III. El derecho a la seguridad personal. Concepto y delimitación

103

IV. Alcance de estos derechos

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1. Su proyección, en el ámbito penal, frente a todo tipo de privación de libertad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

104



CONTENIDO

IX

2. Su proyección a cualquier ámbito en el que se produzca una restricción de libertad 106 A. Arresto del quebrado

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B. Internamiento en establecimiento psiquiátrico . . . . C. Arresto domiciliario

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D. Libertad provisional bajo fianza

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E. Internamiento en establecimiento penitenciario . . . .

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F. Internamiento preventivo de extranjeros previo a su expulsión 116 .

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G. Identificación en dependencias policiales

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3. La delimitación negativa de estos derechos . .

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A. Presencia de una persona en las dependencias policiales para la práctica de una diligencia 121 .

B. Deber de presentación ante un juzgado

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C. Prestación de asistencia médica o alimentaria forzosa

121

V. La garantía legal de la privación de libertad

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VI. La garantía judicial y los límites temporales de la detención preventiva . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . VII. Los derechos de la persona detenida . . . . . .

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1. Los derechos de información, libertad de declaración y a la asistencia de intérprete . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. El derecho a la asistencia letrada

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VIII. El control judicial de la legalidad de la detención: el procedimiento de habeas corpus . . . . . . . . . . . . . . . . . .

146



X

CONTENIDO

EL ESTATUTO JURÍDICO-CONSTITUCIONAL DEL DEFENSOR DEL PUEBLO EN E SPAÑA I. Antecedentes de la institución

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II. El diseño constitucional de la institución . . . . . . . . . . . III. Naturaleza de la institución

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IV. Elección y cese del defensor del pueblo V. Estatuto jurídico del defensor del pueblo VI. Estructura del órgano

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VII. La función del defensor del pueblo: la defensa de los derechos constitucionales 178 .

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1. Proemio: la supervisión de la administración como vía instrumental para la defensa de los derechos 178 .

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2. La supervisión de la actividad de la administración . . . 3. La legitimación procesal del defensor del pueblo A. Ante la jurisdicción constitucional B. Ante la jurisdicción ordinaria VIII. Procedimiento de actuación

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1. La actuación a instancia de parte . . . . . . . . . . . . .

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A. El acceso al defensor de toda persona con un interés legítimo 197 .

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B. El acceso al defensor de parlamentarios y órganos de las Cámaras 201 .

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C. Requisitos de la queja y plazo de acceso al defensor . 203 D. La decisión sobre la tramitación o rechazo de la queja 2. La actuación de oficio . . . . . . . . . . . . . . IX. La actuación investigadora del defensor del pueblo

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CONTENIDO

XI

1. El procedimiento de tramitación de las quejas

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A. La queja sobre el funcionamiento del servicio . . . . B. La queja sobre el funcionario . . . . . . . . . 2. Las facultades de inspección del defensor

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X. Las posibles resoluciones del defensor del pueblo

XI. Los informes a las Cortes Generales . . . . . . . . .

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LA DEFENSA JURÍDICA DE LA CONSTITUCIÓN EVOLUCIÓN HISTÓRICA Y MODELOS DE CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD I. Introducción: la progresiva expansión de la jurisdicción constitucional y su funcionalidad en los regímenes democráticos

227

II. La obra del juez Marshall y la doctrina de la judicial review 237 1. Los antecedentes ingleses: la doctrina del juez Coke . . .

237

2. La judicial review en Norteamérica: sus orígenes, formulación de la doctrina y evolución . . . .

239

III. El control político de la constitucionalidad de las leyes . . .

248

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1. El control político en los orígenes del constitucionalismo revolucionario francés 248 .

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2. La controversia acerca del jurie constitutionnaire defendido por Sieyès 251 .

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3. La evolución ulterior del control político en Francia . . .

257

IV. La jurisdicción constitucional en la Europa de entreguerras .

264

1. Los antecedentes del control autónomo de constitucionalidad en Europa 264 .

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XII

CONTENIDO

2. El pensamiento kelseniano y el modelo austriaco de control autónomo de la constitucionalidad 271 .

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3. Otros modelos de control autónomo de la constitucionalidad en la Europa de entreguerras 284 .

V. Bibliografía

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EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL. UN ESTUDIO ORGÁNICO I. El contenido del artículo 159: perspectiva comparada y desarrollo legislativo 293 .

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II. La composición del Tribunal Constitucional 1. El número de sus miembros

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B. El largo plazo de desempeño del cargo . . . . . . . .

348

2. Su origen tripartito

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3. Los frenos frente a la politización

A. La exigencia de una mayoría cualificada

C. La renovación parcial del Tribunal

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D. La irrelegibilidad inmediata de los magistrados . . . .

362

E. La cualificación requerida para el acceso al Tribunal .

375

4. El estatuto jurídico de los magistrados constitucionales .

406

A. El principio de independencia: la inamovilidad . . . .

408

B. El principio de independencia: la inviolabilidad . . .

411

C. El principio de independencia: la independencia económica 412 .

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D. El régimen de incompatibilidades

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E. Los principios que rigen el ejercicio de la función: imparcialidad y dignidad 417 .

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CONTENIDO

XIII

F. El principio de responsabilidad III. Bibliografía

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EL PODER LEGISLATIVO PARTIDOS POLÍTICOS, REPRESENTACIÓN PARLAMENTARIA E INTERDICCIÓN DEL MANDATO IMPERATIVO

I. Esbozo histórico de la representación política

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1. Del mandato imperativo al mandato representativo . . . 440 2. La crisis del mandato representativo . . . . . . . . . . .

446

II. El constitucionalismo de la segunda posguerra y la cláusula de interdicción del mandato imperativo . . . . . . . . . . . .

459

III. La interdicción del mandato imperativo en el ordenamiento constitucional español . . . .

466

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EL PROCEDIMIENTO LEGISLATIVO DESCENTRALIZADO EN ITALIA Y E SPAÑA ALGUNAS REFLEXIONES CONSTITUCIONALES

I. Introducción: el nuevo rol de las comisiones en el marco del Parlamento del Estado social y democrático de derecho . . . 481 II. El procedimiento legislativo descentralizado en la Constitución española. Sus antecedentes . . . . . . . . . . . . . . . III. Naturaleza jurídica de la institución IV. La reserva de ley de pleno

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V. La facultad de avocación del pleno

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Estudios jurídico-constitucionales, editado por el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, se terminó de imprimir el 13 de noviembre de 2003 en los talleres de Enach. Impresión de Libros y Revistas. En la edición se empleó papel cultural 70 x 95 de 50 kg. para las páginas interiores y cartulina couché de 162 kg. para los forros. Consta de 500 ejemplares.

PRESENTACIÓN

Mis primeras palabras han de ser necesariamente de agradecimiento, muy en particular al doctor Diego Valadés, director del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, quien tiempo atrás tuvo la deferencia de requerir un conjunto de trabajos de mi autoría para su publicación en forma de libro por el prestigioso sello editorial del Instituto, ofrecimiento que acepté con todo gusto. Aunque en ocasiones anteriores he tenido la gran satisfacción de poder publicar en obras colectivas, revistas u otras publicaciones auspiciadas por el Instituto de Investigaciones Jurídicas, esta oportunidad que, con su conocida generosidad humana e intelectual, me ha ofrecido el doctor Diego Valadés, representa para mí un significado muy especial por el que me siento honrado. He seleccionado para este libro un conjunto de ocho trabajos, aparecidos más bien en los últimos años, si bien en diversos momentos y publicaciones. Con ellos he querido articular lo que, a mi juicio, son las partes medulares de una Constitución: el orden axiológico, los derechos y libertades, sus instrumentos de garantía, con una particular referencia a la defensa jurídica de la Constitución y al órgano llamado en España a ejercer tal función, el Tribunal Constitucional, y finalmente el Poder Legislativo, cuya relevancia en el marco de los poderes tradicionales del Estado se comprende fácilmente si se advierte que es el órgano llamado a actualizar en cada momento la voluntad soberana del pueblo. Como es lógico, no todas las materias anteriormente referidas han sido tratadas en toda su extensión y contenido. Por el contrario, hemos seleccionado algunos paradigmas o aspectos de mayor relevancia, siempre, claro está, a juicio de quien esto escribe. Las Constituciones de nuestro tiempo son códigos de valores, quizá ese sea su rasgo más peculiar. La Constitución española de 1978 no se ha limitado a considerar los valores alojados en el cuadro de los derechos (pensemos por ejemplo, que la libertad y la igualdad irrumpieron XV

XVI

PRESENTACIÓN

en el constitucionalismo liberal burgués como contenido de los derechos individuales), sino que ha preferido declararlos de modo expreso. Y en esa declaración, el artículo 10.1 ha venido a consagrar la dignidad de la persona como el fundamento de la totalidad del orden político y, por ello mismo, como el principio rector supremo del ordenamiento jurídico. En el ordenamiento liberal democrático, la dignidad del hombre —ha dicho el Tribunal Constitucional federal alemán— es el valor superior. Por lo mismo, el hombre goza de una personalidad capaz de organizar su vida de modo responsable. De la dignidad dimanan unos derechos que le son inherentes y que, por otro lado, responden a un sistema de valores de alcance universal. El Tribunal Constitucional español ha ido en su jurisprudencia delineando los grandes aspectos de la dogmática de los derechos. Cuestiones tales como la naturaleza de los derechos, su ámbito de vigencia, el principio del “mayor valor” y su trascendencia para la hermenéutica del ordenamiento, la titularidad de los derechos y los límites de los mismos, son otros tantos aspectos dogmáticos sobre los que el juez de la Constitución ha ido pronunciándose. La trascendencia de estos aspectos de la dogmática de los derechos no hace falta ser destacada. Del conjunto de derechos hemos seleccionado el derecho a la libertad y a la seguridad personal, cuyo estudio abordamos desde el punto de vista de la muy enriquecedora doctrina constitucional. Todo derecho o libertad es ante todo derecho y ello exige de modo inexcusable un cauce de tutela del mismo que lo proteja frente a cualquier violación, o aun amenaza de conculcación, con independencia ya de que la misma provenga de los poderes públicos o de los particulares, todo ello de acuerdo con el conocido aforismo “ where there is no remedy there is no right”. En nuestro tiempo, las garantías de los derechos se han expandido, desbordando las estrictamente jurisdiccionales para abarcar a otros tipos de garantías, como las normativas o institucionales, y entre éstas la institución del ombudsman ha cobrado una especial relevancia, razón por la cual hemos recogido en esta obra un trabajo relativamente reciente en el que hemos abordado el estatuto constitucional del defensor del pueblo en España. La extraordinaria relevancia que para el Estado constitucional de nuestro tiempo presentan los institutos procesales de garantía constitucional es universalmente admitida. El análisis de la compleja evolución

PRESENTACIÓN

XVII

histórica de los tradicionales modelos de control de constitucionalidad no deja de ofrecer (aunque entendamos que hoy esos modelos han de ser notablemente relativizados) elementos de utilidad en orden a la mejor comprensión del funcionamiento actual de la jurisdicción constitucional y del órgano que la encarna de modo más emblemático: el Tribunal Constitucional. Si, innecesario es decirlo, el análisis funcional de los Tribunales Constitucionales presenta una innegable trascendencia en orden a la comprensión del sistema de garantías constitucionales, o, si así se prefiere, de la defensa jurídica de la Constitución, no cabe ignorar que la dimensión orgánica, el procedimiento de integración del órgano, puede incidir de modo frontal sobre el ejercicio de sus funciones. De ahí que, dejando de lado el más frecuente estudio funcional, hayamos atendido a la perspectiva orgánica del Tribunal Constitucional español. Entre los poderes del Estado es obvio que el Poder Legislativo ocupa un sitial preferente. No en vano el Parlamento es el órgano de representación política por excelencia, llamado a actualizar permanentemente la voluntad soberana del pueblo, como ya antes se dijo. En conexión con la vertiente representativa de las Cortes Generales en España —que, según el artículo 66.1 de la CE, representan al pueblo español— hemos abordado un problema antiguo pero que reverdece periódicamente con devastadores efectos para la funcionalidad del sistema democrático y para la imagen que de él tiene la sociedad, esto es, para la conciencia social. Se trata de la natauraleza de la representación y de las disfunciones que el mantenimiento en términos rígidos de la doctrina decimonónica de la representación ha propiciado en una democracia de partidos, disfunciones que se hacen patentes con ocasión de los frecuentes supuestos de lo que en España se conoce como transfuguismo político o parlamentario. Con meridiana claridad, ya Leibholz, tiempo atrás, describió los términos del problema de fondo: la radical modificación de la estructura de los Parlamentos (en los que los diputados, lejos de ser como antaño quienes, sin otra coacción que la de su propia conciencia, tomaban sus decisiones políticas, han visto reducido su rol al de unos meros delegados de partido) ha supuesto la sustitución de la clásica democracia representativo-parlamentaria por otro tipo de democracia “masiva” o plebiscitaria coherente con el Estado de partidos en el que son éstos, y no los diputados individuales, quienes desempeñan la función de unidades protagonistas de la acción política, pues sólo a tráves de su concurso

XVIII

PRESENTACIÓN

puede el pueblo desorganizado comparecer en el terreno político como una unidad de actuación efectiva. Para terminar, nos hemos ocupado de la delegación de la competencia legislativa en comisión o, dicho de otro modo, del procedimiento legislativo descentralizado, que se imbrica en el marco del fenómeno general de racionalización de todos los procedimientos, que preña la vida parlamentaria de nuestros días, estableciendo al efecto un análisis comparativo entre el caso italiano y el español. Los rabajos selccionados, como es obvio por lo demás, tienen como referente directo el ordenamiento constitucional español. Sin embargo, por lo menos un buen número de ellos desbordan el marco estricto de un ordenamiento concreto. Más allá de la perspectiva comparativa, en ello puede residir buena parte de su interés, si es que realmente algún interés presentan.

CONSTITUCIÓN Y VALORES LA DIGNIDAD DE LA PERSONA COMO VALOR SUPREMO DEL ORDENAMIENTO JURÍDICO

I. La dignidad de la persona como valor jurídico fundamental del constitucionalismo de la segunda posguerra 3 .

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II. La proclamación constitucional de la dignidad de la persona en el artículo 10. 1 de la Constitución española de 1978 . . . 1. Génesis del precepto

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2. Dignidad de la persona y orden valorativo . . . . . . . .

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3. Caracterización de la dignidad de la persona . . . . . . .

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III. Naturaleza y virtualidad del mandato acogido en el artículo 10.1 18 .

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IV. La dignidad de la persona y los derechos fundamentales . 1. La dignidad como fuente de todos los derechos

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2. Igualdad en dignidad y titularidad de derechos . . . . . . 3. Derechos inherentes a la dignidad

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4. La dignidad de la persona como freno frente al ejercicio busivo de los derechos . . . . . . . . . . . . . . . . . . a

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.0 CONSTITUCION Y VALORES

LA DIGNIDAD DE LA PERSONA COMO VALOR SUPREMO DEL ORDENAMIENTO JURÍDICO I. LA DIGNIDAD DE LA PERSONA COMO VALOR JURÍDICO FUNDAMENTAL DEL CONSTITUCIONALISMO DE LA SEGUNDA POSGUERRA

Uno de las rasgos sobresalientes del constitucionalismo de la segunda posguerra es la elevación de la dignidad de la persona a la categoría de núcleo axiológico constitucional, y por lo mismo, a valor jurídico supremo del conjunto ordinamental, y ello con carácter prácticamente generalizado y en ámbitos socio-culturales bien dispares, como muestran los ejemplos que más adelante ofrecemos. Esta circunstancia tiene una explicación fácilmente comprensible. Los horrores de la Segunda Guerra Mundial impactarían de tal forma sobre el conjunto de la humanidad, que por doquier se iba a generalizar un sentimiento de rechazo, primero, y de radical rectificación después, que había de conducir en una dirección que entendemos sintetiza con meridiana claridad el párrafo 1 del Preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos del 10 de diciem-bre de 1948, en que puede leerse lo que sigue: “Considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”. A partir de esta reflexión, el artículo 1o. de la misma Declaración proclamará que todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos, determinación que, como es bien conocido, recuerda muy de cerca el primer inciso del artículo 1o. de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano del 26 de agosto de 1789 ( Les hommes naissent et demeurent libres et égaux en droits ) y, si seguimos a

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Jellinek, 1 su modelo de los Bills of Rights de los Estados de la Unión Norteamericana. 2 El rasgo precedentemente enunciado, como acabamos de decir, lo hallamos en Constituciones de ámbitos bien diferentes. Y así, la Constitución del Japón de 1946, en su artículo 13, proclama que: “Toda persona tendrá el respeto que merece como tal”, para añadir de inmediato que: “El derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad serán, en la medida en que no se opongan al bienestar general, la consideración suprema de la legislación y demás asuntos de gobierno”. A su vez, los derechos fundamentales son conferidos a los miembros de la sociedad y de futuras generaciones en calidad de derechos eternos e inviolables. Y aunque se ha afirmado 3 que el Preámbulo y la declaración de derechos de la Constitución japonesa reflejan mejor las tradiciones y los ideales de la República norteamericana que los del Japón, con base en el dirigismo que sobre los constituyentes japoneses ejercieron los Estados Unidos, ello no obsta en lo más mínimo para dejar de apreciar esta sensibilidad humanista. En un contexto social, cultural y aun religioso tan distinto como es el caso de la República Islámica del Irán, también se aprecia esa sensibilidad. Su Constitución de 1979, tras proclamar en su artículo 2o. que la República Islámica es un sistema establecido sobre la base del respeto a los valores supremos del hombre, determina que: “...la persona, la vida, los bienes, los derechos, la dignidad, el hogar y el trabajo de las personas son inviolables”. También en América Latina podemos constatar ese sentido humanista. Recordemos cómo en la Constitución de Perú de 1979, derogada por la hoy vigente de 1993, los constituyentes proclamaban su creencia en la primacía de la persona humana y en que todos los hombres, iguales en dignidad, tienen derechos de validez universal, anteriores y superiores al Estado. Y la actual Constitución de Guatemala de 1985 proclama en su 1 Jellinek, Georg, “La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano”, en Jellinek, G., Orígenes de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, edición de Jesús G. Amuchastegui, Madrid, Editora Nacional, 1984, pp. 57 y ss.; en especial, pp. 72-76. 2 Recordemos, por ejemplo, que a tenor del punto I de la Declaración de Derechos acogida en la Constitución de Massachusetts, del 2 de marzo de 1780: “All men are born free and equal, and have certain natural, essential and alienable rights”. 3 Duchacek, Ivo D., Derechos y libertades en el mundo actual, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1976, p. 39.

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artículo 4o. que todos los seres humanos son libres e iguales en dignidad y derechos, para añadir poco después que ninguna persona puede ser sometida a servidumbre ni a otra condición que menoscabe su dignidad. Esa sensibilidad por el ser humano ha teñido hondamente el constitucionalismo occidental europeo, que ha venido a consagrar la dignidad de todo ser humano como valor material central de la norma fundamental, derivando del mismo un amplísimo reconocimiento de los derechos de la persona y una multiplicidad de mecanismos de garantía. Este es el caso de la Constitución italiana, cuyo artículo 2o. proclama que: “La Repubblica riconosce e garantisce i diritti inviolabili dell’ uomo, sia come singolo, sia nelle formazioni sociali ove si svolge la sua personalità, e richiede l’adempimento dei doveri inderogabili di solidarietà politica, economica e sociale”, con lo que el constituyente, de modo inequívoco, enuncia, como significara Mortati, 4 dos presupuestos irrenunciables de la forma democrática de Estado: el principio personalista y el igualitario. De esta forma, los derechos inviolables del hombre no pueden ser concebidos como la resultante de una autolimitación del Estado republicano, sino que, como sostiene Paladin, 5 representan “un dato congenito dell’ordinamento statale vigente”; se trata precisamente de aquella decisión que separa al nuevo Estado de la posguerra del Estado totalitario creado por el fascismo. Por lo demás, no es inadecuado recordar que la vigencia efectiva de los derechos del hombre, bien individualmente considerado, bien como integrante de unas formaciones sociales en las que desarrolla su personalidad, requiere del cumplimiento de unos deberes de solidaridad; entre la vigencia de los derechos y el cumplimiento de los deberes se establece una estrecha correlación, por lo que a la “inviolabilità” de los derechos corresponde la “inderogabilità” de los deberes. Y aunque la Constitución no se refiere explícitamente a la dignidad de la persona, debe darse por reconocida en cuanto que los derechos inviolables del hombre son inherentes a esa dignidad y, por lo tanto, se fundan en ella. La Constitución italiana va incluso más allá en su finalidad última de alcanzar el pleno desarrollo de la personalidad humana, meta con la que 4 Mortati, Costantino, en su “Comentario al artículo 1o. de la Constitución italiana”, en Branca, Giuseppe, Commentario della Costituzione , t. I: Principi fondamentali , Bologna-Roma, Nicola Zanichelli Editore-Soc. y Ed. del Foro Italiano, 1975, pp. 1 y ss.; en concreto, pp. 6 y 7. 5 Paladin, Livio, Diritto costituzionale, Padova, CEDAM, 1991, pp. 562 y 563.

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se trata de dar una cierta concreción individualizada al reconocimiento de aquellos derechos inviolabes. Y en esa dirección ha de situarse la conocida como cláusula Lelio Basso del párrafo 2 del artículo 3o., a cuyo tenor: “E compito della Repubblica rimuovere gli ostacoli di ordine economico e sociale, che, limitando di fatto la libertà e l’eguaglianza dei cittadini impediscono il pieno sviluppo della persona umana ...” . Una cláusula como la transcrita viene a desmentir, como ya sostuviera el propio diputado italiano a quien se atribuye su paternidad, Lelio Basso, todas aquellas afirmaciones constitucionales que dan por realizado lo que aún está pendiente por realizar (la democracia, la igualdad... etcétera). Por ello, el precepto asume una virtualidad jurídica que desborda la propia de un mero mandato al legislador, convirtiéndose en una norma llamada a superar esa flagrante contradicción constitucional en un sentido material. 6 Los potenciales efectos transformadores de la cláusula en cuestión quedan perfectamente compendiados en un conocido comentario de Calamandrei, para quien: “per compensare le forze di sinistra della rivoluzione mancata, le forze di destra non si opposero ad accogliere nella costituzione una rivoluzione promessa”. 7 La ley fundamental de Bonn de 1949 va a dar pasos muy importantes en análoga dirección. Su misma norma de apertura (artículo 1.1) proclama solemnemente: “La dignidad del hombre es intangible y constituye deber de todas las autoridades del Estado su respecto y protección”, para, en el siguiente apartado, el propio artículo (artículo 1.2) añadir: “Conforme a ello, el pueblo alemán reconoce los inviolables e inalienables derechos del hombre como fundamento de toda comunidad humana, de la paz y de la justicia en el mundo”. Como ha reconocido el Tribunal Constitucional Federal, este artículo figura entre los principios básicos de la Constitución que dominan todos los preceptos de la ley fundamental. 8 Y en otro momento, 9 ha admitido el mismo Tribunal que la dignidad es el valor jurídico supremo dentro del orden constitucional. 6 Romagnoli, Umberto, “Il principio d’uguaglianza sostanziale”, en el colectivo editado por Branca, Giuseppe, Commentario della Costituzione , cit., nota 4, vol. I, pp. 162 y ss.; en concreto, p. 166. 7 Calamandrei, Piero, “Introduzione storica sulla Costituente”, en Piero Calamandrei y Levi, A. (dirs.), Commentario sistematico alla Costituzione italiana, Firenze, 1960, vol. I, p. CXXXV. 8 BVerfGE, 6, 32 y ss.; en concreto, 36. 9 BVerfGE, 45, 187 y ss.; en concreto p. 227.

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La mayor problemática que había de suscitar esta elevación de la dignidad del ser humano a la categoría de núcleo axiológico central del orden constitucional consistía precisamente en definir qué había de entenderse por “dignidad del hombre”. Quizá una de las definiciones más citadas sea la de von Wintrich, 10 para quien la dignidad del hombre consiste en que “el hombre, como ente ético-espiritual, puede por su propia naturaleza, consciente y libremente, autodeterminarse, formarse y actuar sobre el mundo que le rodea”. Las dificultades de una definición del concepto de dignidad se documentan en el extremo de que la doctrina jurídico-constitucional no ha llegado todavía a una definición satisfactoria, permaneciendo atrapados los intentos de definición en formulaciones de carácter general (“contenido de la personalidad”, “núcleo de la personalidad humana”...). 11 No obstante las dificultades precedentemente advertidas, Stein, 12 atendiendo al significado etimológico del término, ha intentado una aproximación al concepto que creemos de utilidad. “Dignidad” ( würde) es un abstracto del adjetivo “valor” ( wert) y significa, originariamente, la materialización de un valor. Según esto, la referencia del artículo 1o.1 habría de entenderse en el sentido de que la cualidad del hombre, como valor, es intangible. Pero como este valor podría ser desplazado por otros valores, Stein considera que para evitar esta posibilidad, la significación del artículo 1.1 ha de ser la de que el hombre es el valor supremo, tesis concordante con la apuntada, como vimos antes, por el Tribunal Constitucional. Por lo demás, la interpretación precedente casa a la perfección con la formulación constitucional del artículo 1.2 de la Bonner Grundgesetz . En efecto, en cuanto el hombre es el valor supremo, el referente axiológico central de todo el orden constitucional, el pueblo alemán reconoce los derechos inviolables e inalienables del hombre, elevándolos a la categoría de fundamento de toda comunidad humana, de la paz y de la justicia en el mundo. Y de ello, a su vez, se hace derivar (artículo 1.3) 10 Wintrich, von, “Zur Problematik der Grundrechte”, 1957, p. 15. Citado por Ekkehart Stein, Lehrbuch des Staatsrechts , Tübingen, 1968. Traducción española de F. Sainz Moreno, bajo el título Derecho político , Madrid, Aguilar, 1973, p. 236. 11 Münch, Ingo von, “La dignidad del hombre en el derecho constitucional”, Revista Española de Derecho Constitucional , núm. 5, mayo-agosto, 1982, pp. 9 y ss.; en concreto, p. 19. 12 Stein, Ekkehart, Derecho político, cit. , nota 10, p. 237.

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el principio de vinculatoriedad inmediata de los derechos fundamentales: “los derechos fundamentales que se enuncian a continuación vinculan al Poder Legislativo, al Poder Ejecutivo y a los Tribunales a título de derecho directamente aplicable”. Los derechos fundamentales son inherentes a la dignidad del ser humano y, por lo mismo, se fundan en ella y, a la par, operan como el fundamento último de toda comunidad humana, pues sin su reconocimiento quedaría conculcado ese valor supremo de la dignidad de la persona en el que ha de encontrar su sustento toda comunidad humana civilizada. A la par, como ya indicamos, la dignidad de la persona bien puede entenderse que consiste o, por lo menos, que entraña ineludiblemente la libre autodeterminación de toda persona para actuar en el mundo que la rodea. Y en perfecta sintonía con esta exigencia, el artículo 2.1 de la ley fundamental de Bonn reconoce el derecho de cada persona al libre desenvolvimiento de su personalidad, en tanto no vulnere los derechos de otro y no atente al orden constitucional o a la ley moral. Y si nos referimos por último a la Constitución de la República portuguesa de 1976, su artículo 1o. comienza afirmando que “Portugal é uma República soberana, baseada na dignidade da pessoa humana...”, lo que ha conducido a Miranda 13 a considerar que la Constitución confiere una unidad de sentido, de valor y de concordancia práctica al sistema de los derechos fundamentales, que a su vez descansa en la dignidad de la persona humana, o sea, en una concepción que hace de la persona fundamento y fin de la sociedad y del Estado. II. LA PROCLAMACIÓN CONSTITUCIONAL DE LA DIGNIDAD DE LA PERSONA EN EL ARTÍCULO 10. 1 DE LA C ONSTITUCIÓN ESPAÑOLA DE 1978 1. Génesis del precepto El artículo 10, norma de apertura del título primero, proclama en su apartado uno que: “La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a 13 Miranda, Jorge, Manual de direito constitucional , t. IV: Direitos fundamentais, 2a. ed., Coimbra, Coimbra Editora, Limitada, 1993, p. 166.

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la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social”. Frente a la omisión de todo orden material de valores que inspirase el ordenamiento jurídico en el régimen franquista, la Ley para la Reforma Política, del 4 de enero de 1977, acogía un cambio radical de perspectiva en este punto al determinar en el inciso segundo de su artículo 1.1: “Los derechos fundamentales de la persona son inviolables y vinculan a todos los órganos del Estado”, previsión que puede considerarse como el antecedente más inmediato del artículo 10.1 de nuestra norma suprema. De la necesidad, carácter no redundante y trascendencia política del precepto en cuestión se haría eco la doctrina, 14 que también pondría de relieve que una norma de esta naturaleza supone, ante todo, un correctivo al voluntarismo jurídico y a la omnímoda hegemonía de la ley, así como un reconocimiento de que el poder, en sus orígenes y en su ejercicio, es inseparable de la idea de límite, y el límite, en su base esencial, descansa en los derechos fundamentales que designan como centro de protección a la persona. 15 En definitiva, el precepto mencionado de la Ley para la Reforma Política venía a entrañar un freno radical frente a todo voluntarismo jurídico, una quiebra de las bases mismas del positivismo jurídico, un rechazo de cualquier cobertura formalmente democrática frente a la arbitrariedad de una mayoría contraria a los más elementales valores inherentes a la persona humana, y una reafirmación de que la persona no es un mero reflejo de la ordenación jurídica, sino que, bien al contrario, tiene una existencia previa, y aunque es evidente que el ordenamiento jurídico habrá de dotarla de significación, no lo es menos que en ningún caso podrá ignorar esa preexistencia que se manifiesta en el hecho de que de la persona dimanan unos derechos inviolables que han de ser considerados como inherentes a ella. A partir del precedente anterior, la Ponencia constitucional incorporaba al Anteproyecto de Constitución un artículo, el 13, del siguiente tenor: “La dignidad, los derechos inviolables de la persona humana y el libre desarrollo de la personalidad, son fundamento del orden político y 14 González Navarro, Francisco, La nueva ley fundamental para la reforma política, Madrid, Secretaría General Técnica, Presidencia del Gobierno, Colección Informe, núm. 14, 1977, p. 110. 15 Hernández Gil, Antonio, El cambio político español y la Constitución , Madrid, Planeta, 1982, p. 148.

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de la paz social, dentro del respeto a la ley y a los derechos de los demás”. 16 Un total de ocho enmiendas se presentarían al texto anterior. De ellas, sólo una, la número 63, del señor Fernández de la Mora, postularía su supresión sobre la base de considerar que el precepto en cuestión no establecía ningún derecho y abarcaba una definición sobre materia no constitucional. Bien es verdad que otra enmienda, la número 2, del señor Carro Martínez, propugnaba la eliminación de algunos de los contenidos de mayor trascendencia del precepto. 17 Ninguna de ellas sería aceptada por la Ponencia, al entender que los principios reconocidos “son la base para el desarrollo de las libertades públicas en los artículos siguientes”. 18 Tampoco aceptaría la Ponencia, por mayoría, la supresión de la expresión “paz social”, solicitada por algunas de las restantes enmiendas. No obstante, la Ponencia, por mayoría, procedía a dar una nueva redacción al artículo, ordenando de una manera más precisa y técnica los conceptos en él contenidos, situando además al precepto como introductorio del título primero de la Constitución, relativo a los derechos y deberes fundamentales. Esa nueva redacción será a la postre la definitiva, puesto que el precepto en cuestión ya no sufriría modificación alguna a lo largo del iter constituyente. 2. Dignidad de la persona y orden valorativo I. Una lectura detenida del texto del artículo 10.1 nos revela que la dignidad de la persona es el primer principio en que están contenidas, como en su simiente, las demás afirmaciones. Como recuerda Sánchez Agesta, 19 los derechos inviolables de la persona, en cuanto inherentes a su dignidad, se fundan en ella. A su vez, el libre desarrollo de la personalidad da un carácter concreto, individualizado, a esa floración de derechos dimanantes de la dignidad personal. Por último, el respeto a los derechos de los demás no es sino la resultante obligada de la afirmación 16 Boletín Oficial de las Cortes, núm. 44, 5 de enero de 1978, pp. 669 y ss.; en concreto, p. 671. 17 El texto que proponía la enmienda núm. 2, del señor Carro Martínez, era el que sigue: “Las libertades públicas, dentro del respeto a la Ley y a los derechos de los demás, son fundamento del orden político y de la paz social”. 18 Boletín Oficial de las Cortes , núm. 82, 17 de abril de 1978, p. 1530. 19 Sánchez Agesta, Luis, El sistema político de la Constitución española de 1978 , Madrid, Editora Nacional, 1980, p. 73.

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primigenia, esto es, de que la dignidad es patrimonio común de todos y cada uno de los seres humanos, sin excepción alguna. Y en cuanto al respeto a la ley, debe entenderse en el sentido de que la ley es la norma que regula la convivencia pacífica —sin la que carecería de sentido hablar de paz social— de esos seres humanos que, ejercitando los derechos inviolables que le son inherentes, desarrollan libremente su personalidad. El precepto supone la consagración de la persona y de su dignidad no sólo como el fundamento de la totalidad del orden político, sino, y precisamente por ello mismo, también como el principio rector supremo del ordenamiento jurídico. Se condensa aquí, en clave principal, dirá Parejo, 20 la filosofía, los criterios axiológicos a que responde por entero y que sustentan el orden dogmático constitucional. El valor último, el principio nuclear, es, como ya ha quedado dicho, la dignidad humana, sin connotación o conexión alguna con un determinado orden económico o social, pero valorada evidentemente como valor propio del individuo en sociedad. Como dijera Goldschmidt, 21 cada persona humana individual es una realidad en sí misma, mientras que el Estado no es más que una realidad accidental, ordenada como fin al bien de las personas individuales; consecuentemente, es del todo oportuno afirmar que el derecho fundamental para el hombre, base y condición de todos los demás, es el derecho a ser reconocido siempre como persona humana. 22 En cuanto la democracia, como bien afirmara Maritain, 23 es una organización racional de libertades fundada en la ley, y en cuanto la libertad es indivisible y se asienta en la libertad fundamental del individuo, en un derecho radical, entre los fundamentales, del que, como recuerda Peces Barba, 24 traen su causa los demás, esto es, en el derecho a ser con20 Parejo Alfonso, Luciano, Estado social y administración pública , Madrid, Civitas, 1983, p. 71. 21 Goldschmidt, Werner, Introducción filosófica al derecho , 6a. ed., Buenos Aires, Depalma, 1983, p. 543. 22 Legaz Lacambra, Luis, “La noción jurídica de persona humana y los derechos del hombre”, Revista de Estudios Políticos , núm. 55, enero-febrero 1951, pp. 15 y ss.; en concreto, p. 44. 23 Maritain, Jacques, El hombre y el Estado , Madrid, Fundación Humanismo y Democracia-Encuentro Ediciones, 1983, p. 75. 24 Peces Barba, Gregorio, Derechos fundamentales , 3a. ed., Madrid, Latina Universitaria, 1980, p. 91.

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siderado como ser humano, como persona, es decir, como ser de eminente dignidad, titular de derechos y obligaciones, el derecho, el ordenamiento jurídico en su conjunto no quedará iluminado —en términos de Lucas Verdú—, 25 legitimado, sino mediante el reconocimiento de la dignidad de la persona humana y de los derechos que le son inherentes, lo que nos permite hablar de la existencia de un sustrato filosófico iuspersonalista que, a nuestro modo de ver, se alimenta ideológicamente de las aportaciones del liberalismo, del socialismo democrático y del humanismo social-cristiano. Este iuspersonalismo se manifiesta socialmente en lo que se ha denominado 26 el “personalismo comunitario”, esto es, en una comunidad social plural. Es desde esta perspectiva como cobran su pleno sentido todos y cada uno de los valores que enuncia el artículo 1o.1 de nuestra carta magna: la libertad, la igualdad, la justicia y el pluralismo político. Es cierto que desde diferentes sectores de pensamiento se ha tratado de relativizar alguno de esos valores; 27 sin embargo, a nuestro juicio, no sólo no debe excluirse ninguno, sino que todos y cada uno de ellos se complementan de algún modo entre sí. De la dignidad de la persona humana fluye el principio de la libertad, valor que, como ya significara Recaséns Siches, 28 asegura un contenido valorativo al derecho. Pero es que, además, la libertad y, sobre todo, la igualdad forman parte del contenido y del fin de la justicia; 29 incluso se ha tendido a considerar identificados los valores justicia e igualdad; sin 25 Lucas Verdú, Pablo, Curso de derecho político , Madrid, Tecnos, 1984, vol. IV, p. 320. 26 Idem. 27 Es el caso de Gregorio Peces Barba (“Reflexiones sobre la Constitución española desde la filosofía del derecho”, Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense, núm. 61, invierno de 1981, pp. 95 y ss.; en concreto, pp. 123 y 124), quien, tras relativizar la necesidad de la presencia del valor “pluralismo político”, ha entendido que “la justicia es también un término innecesario y reiterativo con los términos libertad e igualdad, que constituyen hoy el contenido material de la idea de justicia”, reflexión que contrasta con la que, obviamente al margen de la Constitución, sostuviera Castán Tobeñas (Los derechos del hombre, 3a. ed., Madrid, Reus, 1985, p. 61), para quien las nociones de libertad e igualdad son dependientes de la idea de justicia, pues al proyectarse el ideal de justicia sobre aquéllas —admite Castán, siguiendo en ello a Ruiz del Castillo (Manual de derecho político , Madrid, Reus, 1939, p. 344)—, llena de significación esas ideas que, de otro modo, serían inexplicables. 28 Recaséns Siches, Luis, Introducción al estudio del derecho , México, Porrúa, 1981, p. 334. 29 Hernández Gil, Antonio, op. cit., nota 15, p. 382.

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embargo, la justicia, en cuanto valor social por excelencia, es un criterio de valoración destinado a conformar el comportamiento social. En definitiva, la justicia tiene un sentido de totalidad que le lleva a ser no sólo valor, en sí, sino también medida de los demás valores sociales y jurídicos. Por lo demás, el valor absoluto de la justicia, dar a cada uno “lo suyo”, 30 se encuentra indestructiblemente vinculado con la dignidad de la persona, en cuanto que cada individuo tiene un fin propio que cumplir, fin intransferible y privativo al que parece apuntar el texto constitucional cuando alude al “libre desarrollo de la personalidad”, esto es, a lo que bien puede entenderse con Ruiz-Giménez 31 como el despliegue de las diferentes potencialidades (psíquicas, morales, culturales, económicas y sociales) de cada ser humano, la conquista de los valores que le satisfagan y de los ideales que le atraigan; el alcance, en suma, de su modelo de ser humano y de miembro activo protagonista en una sociedad determinada. Y es aquí donde entra en juego el valor “pluralismo político”, que aunque con una proyección básicamente estructural, desborda con creces tal perspectiva para incidir de modo muy positivo en que cada ser humano pueda desarrollar en libertad su personalidad. El pluralismo ínsito a cualquier colectivo social no sólo debe ser respetado por el ordenamiento jurídico, sino que éste debe venir informado por aquél. En resumen, el artículo 10.1, desde el punto de vista axiológico, eleva la dignidad de la persona a la categoría de Grundnorm en sentido lógico, ontológico y deontológico; 32 justamente por ello, los restantes valores que proclama la norma suprema han de tener como referente necesario la dignidad de la persona, encontrando en ella su razón de ser última. II. Las reflexiones precedentes parecen situarnos ante una evidencia: nos hallamos en presencia de un precepto en el que la filosofía política 30 Creemos que este valor absoluto es perfectamente compaginable con esa dimensión dinámica a que aludiera Carl J. Friedrich (La filosofía del derecho , 1a. ed., 3a. reimpr., México, Fondo de Cultura Económica, 1982, p. 286) que se referiría a cómo podía comprenderse la justicia como una realidad cambiante, cuyos cambios ocurren en respuesta al proceso dinámico de la política. 31 Ruiz-Giménez Cortés, Joaquín, “Derechos fundamentales de la persona (Comentario al artículo 10 de la Constitución)”, en Alzaga, Óscar (dir.), Comentario a las leyes políticas, Madrid, Editorial Revista de Derecho Privado, 1984, t. I, pp. 45 y ss.; en concreto, p. 123. 32 Lucas Verdú, Pablo, Estimativa y política constitucionales (Los valores y los principios rectores del ordenamiento constitucional español) , Madrid, Universidad de Madrid, Facultad de Derecho, 1984, p. 117.

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hace acto de presencia de un modo harto elocuente; una filosofía política, que por lo demás no es patrimonio exclusivo de ninguna ideología, penetra de esta forma en el ordenamiento jurídico, y ello, de inmediato, nos plantea la cuestión de si el precepto debe ser entendido en clave iusnaturalista o en clave positivista. Dicho de otra forma, los postulados del artículo 10.1, y muy específicamente los tres primeros, ¿tienen carácter suprapositivo, habiendo de considerarse, por su proximidad al pensamiento filosófico iusnaturalista, según criterios iusnaturalistas ?, o por el contrario, en cuanto que los textos normativos que tienen su origen en las primeras declaraciones de derechos de fines del siglo XVIII han venido recogiendo esos valores, positivándolos, y así han llegado hasta nuestros días, en los que es común la constitucionalización de esos grandes valores, plenamente enraizados en los ordenamientos jurídicos, ¿tales principios han de ser entendidos en clave meramente positivista? Desde luego, es indiscutible que la proclamación que el artículo 10.1 hace de la dignidad de la persona, elevándola a la categoría de fundamento del orden político y de la paz social, no tiene otro sustento que la propia voluntad de la nación española de la que se hace eco el Preámbulo de la Constitución. Pero como dice González Pérez, 33 es indudable que las mismas expresiones “dignidad de la persona”, “derechos inviolables” y “libre desarrollo de la personalidad” suponen la vinculación a una concepción iusnaturalista . Y en análoga dirección se manifiesta la mayoría de la doctrina. Y así, por poner un ejemplo concreto, Pérez Luño, 34 de modo rotundo, considera que nuestra Constitución se inserta abiertamente en una orientación iusnaturalista, en particular de la tradición objetivista cristiana, que considera los derechos de la persona como exigencias previas a su determinación jurídico-positiva y legitimadoras del orden jurídico y político en su conjunto. Dicha inspiración iusnaturalista constituye la innegable fuente del artículo 10.1. Por nuestro lado, creemos con Bachof 35 que el orden material de valores de nuestra Constitución, como el de la Bonner Grundgesetz a que se refiriera dicho autor, ha sido considerado por la Constitución como anterior a ella misma por cuanto no ha sido creado por la Constitución, 33 González Pérez, Jesús, La dignidad de la persona , Madrid, Editorial Civitas, 1986, p. 81. 34 Pérez Luño, Antonio E., Los derechos fundamentales , Madrid, Editorial Tecnos, 1984, p. 115. 35 Bachof, Otto, Jueces y Constitución , Madrid, Civitas, 1985, pp. 39 y 40.

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sino que ésta se ha limitado a reconocerlo y garantizarlo, pues su último fundamento de validez se encuentra en los valores determinantes de la cultura occidental, en una idea del hombre que descansa en esos valores. Y en conexión con esta idea, entendemos que bien podría hablarse de la existencia de unos límites inmanentes a la reforma constitucional, cuyo punto focal sería sin ningún género de dudas el artículo 10.1, que bien podríamos considerar como revestido de una suerte de inmunidad frente a su supresión o frente a cualquier reforma que lo desnaturalizara. Bien es verdad que, como reconociera Loewenstein, 36 el problema que ahora planteamos no es tanto un problema jurídico cuanto una cuestión de creencias donde no se puede argumentar racionalmente, aun cuando por necesidades prácticas de la convivencia en la comunidad humana está revestida de formas jurídicas. Y es que la cuestión de fondo es la de si estos valores y los derechos fundamentales que de ellos dimanan son traídos consigo por el hombre con su nacimiento a la sociedad estatal, o por el contrario son otorgados por la sociedad estatal en virtud del orden de la comunidad. 3. Caracterización de la dignidad de la persona Ya en un momento anterior hemos puesto de manifiesto las dificultades existentes para llegar a un concepto de lo que ha de entenderse por dignidad de la persona, dificultades que explican el hecho de que, por ejemplo, todavía en Alemania, como recuerda von Münch, 37 los intentos de definición permanezcan atrapados en formulaciones de carácter general, de las que constituyen buenos ejemplos su caracterización como “núcleo de la personalidad humana” o como “contenido de la personalidad”. No han faltado quienes entienden (entro otros, Nipperdey, Neumann y Scheuner) que la dignidad de la persona no es un concepto jurídico y significa una apelación a la esencia de la naturaleza humana. En cualquier caso, en una primera aproximación al concepto, podemos diferenciar dos sentidos en el mismo: una determinada forma de comportamiento de la persona, presidida por su gravedad y decoro, a te-

36 Loewenstein, Karl, Teoría de la Constitución , 2a. ed., Barcelona, Ediciones Ariel, 1970, p. 193. 37 Münch, Ingo von, op. cit., nota 11, p. 19.

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nor del Diccionario de la Real Academia, 38 y una calidad que se predica de toda persona, con independencia ya de cual sea su específica forma de comportamiento, pues ni tan siquiera una actuación indigna priva a la persona de su dignidad. Como dice González Pérez, 39 la dignidad es el rango o la categoría que corresponde al hombre como ser dotado de inteligencia y libertad, distinto y superior a todo lo creado, que comporta un tratamiento concorde en todo momento con la naturaleza humana. La dignidad exige, pues, dar a todo ser humano lo que es adecuado a su naturaleza misma de hombre como ser personal distinto y superior a todo ser animal, en cuanto dotado de razón, de libertad y de responsabilidad. Justamente por ello, la dignidad debe traducirse en la libre capacidad de autodeterminación de toda persona, que, como dijera el Tribunal Constitucional Federal alemán en una conocida Sentencia del 15 de diciembre de 1983, 40 presupone que se conceda al individuo la libertad de decisión sobre las acciones que vaya a realizar o, en su caso, a omitir, incluyendo la posibilidad de obrar de hecho en forma consecuente con la decisión adoptada. En una posición más casuística y minuciosa, Ruiz-Giménez 41 ha distinguido cuatro niveles o dimensiones en la dignidad personal: a) la dimensión religiosa o teológica, para quienes creemos en la religación del ser humano con Dios, que entraña un vínculo de filiación y de apertura a Él, como “hechos a su imagen y semejanza”; b) la dimensión ontológica, como ser dotado de inteligencia, de racionalidad, de libertad y consciencia de sí mismo; c) la dimensión ética, en el sentido de autonomía moral, no absoluta, pero sí como esencial función de la conciencia valorativa ante cualquier norma y cualquier modelo de conducta, y de esfuerzo de liberación frente a interferencias o presiones alienantes y de manipulaciones cosificadoras, y d) la dimensión social, como estima y fama dimanante de un comportamiento positivamente valioso, privado o público, en la vida de relación. A partir de estos niveles, Ruiz-Giménez entiende con buen criterio que las dimensiones primordialmente asumibles por quienes hayan de aplicar la pauta normativa del artículo 10.1 de 38 Real Academia Española, Diccionario de la Lengua Española, 20a. ed., Madrid, 1984, t. I, p. 499. 39 González Pérez, Jesús, op. cit., nota 33, p. 112. 40 Puede verse esta Sentencia en el Boletín de Jurisprudencia Constitucional , núm. 33, enero de 1984, pp. 126-170. 41 Ruiz-Giménez Cortés, Joaquín, op. cit., nota 31, pp. 113 y 114.

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la Constitución son la de carácter ontológico (racionalidad y libertad del ser humano) y de la de carácter ético profundo (autonomía y fin de sí mismo, no medio o instrumento de nadie). En resumen, de lo hasta aquí expuesto se desprende que la dignidad, en cuanto calidad ínsita a todo ser humano y exclusiva del mismo, se traduce primordialmente en la capacidad de decidir libre y racionalmente cualquier modelo de conducta, con la consecuente exigencia de respeto por parte de los demás. No muy diferente ha sido la doctrina sentada por el Tribunal Constitucional, que tras considerar a la dignidad sustancialmente relacionada con la dimensión moral de la vida humana, entiende que la dignidad es un valor espiritual y moral inherente a la persona, que se manifiesta singularmente en la autodeterminación consciente y responsable de la propia vida y que lleva consigo la pretensión al respeto por parte de los demás. 42 Si como acabamos de exponer, no deja de resultar notablemente dificultoso determinar de modo plenamente satisfactorio qué es la dignidad de la persona humana, no faltan autores que entienden, por el contrario, que manifiestamente sí es posible fijar cuándo se vulnera la dignidad. Y así, von Münch, 43 a la vista de la doctrina y de la jurisprudencia alemanas entiende que la dignidad entraña la prohibición de hacer del hombre un objeto de la acción estatal. El Tribunal Constitucional Federal, a la vista de que la persona individual es frecuentemente objeto de medidas por parte del Estado, sin que por ello se viole siempre su dignidad, ha matizado la anterior reflexión en el sentido de que sólo se produce una conculcación de la dignidad de la persona cuando al tratamiento como objeto se suma una finalidad subjetiva: sólo cuando el tratamiento constituye “expresión del desprecio” de la persona, o hacia la persona, aprecia el citado Tribunal una vulneración de la dignidad personal. Entre nosotros, González Pérez 44 ha enumerado un conjunto de criterios a los que habrá que atender para apreciar cuándo se atenta contra la dignidad de una persona. Creemos que vale la pena recordarlos: a) en primer término, son indiferentes las circunstancias personales del sujeto, pues la dignidad se reconoce a todas las personas por igual y con carácter general, reflexión plenamente compatible con la matización realizada 42 Sentencia del Tribunal Constitucional (en adelante STC) 53/1985, del 11 de abril, fundamento jurídico 8o. 43 Münch, Ingo von, op. cit., nota 11, pp. 19-2 1. 44 González Pérez, Jesús, op. cit., nota 33, pp. 112-114.

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por el Tribunal Constitucional, para que cuando el intérprete constitucional trata de concretar el principio de dignidad no puede ignorar el hecho obvio de la especificidad de la condición femenina; 45 b) en segundo lugar, no se requiere intención o finalidad para que pueda apreciarse la conculcación de este valor fundamental. Si objetivamente se menoscaba el respeto debido a la condición humana, es irrelevante la intencionalidad del agente; c) en tercer término, resulta igualmente irrelevante la voluntad de la persona afectada, y d) por último, es preciso valorar las diferentes circunstancias concurrentes llegado el momento de calificar una determinada conducta. III. N ATURALEZA Y VIRTUALIDAD DEL MANDATO ACOGIDO EN EL ARTÍCULO 10. 1 Aunque, como ha dicho Hernández Gil, 46 si hubiéramos de buscar en la Constitución el precepto menos parecido a una norma de conducta u organizativa, sería preciso citar el artículo 10.1, lo cierto es que no estamos en modo alguno ante una mera definición doctrinal o ideológica, ni mucho menos ante una cláusula de limitada o nula eficacia práctica, salvedad hecha de su valor didáctico. 47 Ciertamente que, como ha puesto de relieve Basile, 48 su ubicación al inicio del título I constituye lo que en términos platónicos se llamaría el “preludio”, o sea, la explicación racional que precede a las leyes para que sus destinatarios se persuadan de la bondad de los imperativos que contienen. Y de aquí precisamente vendría su tono didáctico. Pero como el propio Basile recuerda, la experiencia alemana e italiana aconseja, sin embargo, una mayor cautela, porque demuestra que los jueces constitucionales no se detienen ante ninguna declaración constitucional, por genérica que sea o por privada de carácter imperativo que parezca.

STC 53/1985 de 11 de abril, fund. jur. 8o. Hernández Gil, Antonio, op. cit., nota 15, p. 419. Alzaga, Óscar, Comentario sistemático a la Constitución española de 1978 , Madrid, Ediciones del Foro, 1978, p. 156. 48 Basile, Silvio, “Los ‘valores superiores’, los principios fundamentales y los derechos y libertades públicas”, en Predieri, Alberto y García de Enterría, E. (dirs.), La Constitución española de 1978. Estudio sistemático , 2a. ed., Madrid, Civitas, 1981, pp. 263 y ss.; en concreto, p. 273. 45 46 47

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El precepto, de entrada, nos pone de relieve que la persona es un prius respecto de toda ordenación jurídico-positiva, existe un cuanto tal; 49 por lo mismo, los derechos le son inherentes y constituyen el fundamento de toda comunidad humana. De este principio ha de partir el poder del Estado. Y es a todas luces una evidencia, bien que muchas veces ignorada, olvidada o transmutada, que el hombre no existe para el Estado, sino que es el Estado el que existe para el hombre. Y en perfecta coherencia con lo anterior, el derecho existe menos por el hombre que para el hombre. Y como dice Stein, 50 si el hombre es el valor supremo, los presupuestos de lo humano se hallan bajo la protección estatal más enérgica. Tales presupuestos consisten, sobre todo, en la personalidad del hombre, en el sentido de su autodeterminación, y su conexión social en el sentido de su tendencia a la comunicación con los demás hombres. 51 Retornando al artículo 10.1, en él, como se ha puesto de relieve, 52 aún en defecto de que se quisiere entender otra cosa, debe advertirse por lo menos el rechazo de toda visión totalizadora de la vida social; en especial, el rechazo de la idea de organismos colectivos que tengan fines o vida superiores a los de los individuos que los componen. Pero es que, por otra parte, decir que la dignidad de la persona es el fundamento del orden político y de la paz social, no es sólo, como razona Hernández Gil, 53 formular un precepto con fuerza obligatoria para los ciudadanos y los poderes públicos, sino mostrar al exterior, en términos reflexivos explicativos y esclarecedores, cómo entiende el legislador constituyente el fundamento del orden político y de la paz social. Cuando la Constitución establece que la dignidad de la persona es fundamento de la paz social, pone de manifiesto que ésta no es conseguible sin la dignidad de la persona, o lo que es lo mismo: no hay paz social sin dignidad de la persona y no hay dignidad de la persona si falta la paz social. 49 Hernández Gil, Antonio, op. cit., nota 15, p. 422. 50 Stein, Ekkehart, Derecho político, cit., nota 10, pp. 237 y 238. 51 Como señala Eusebio Fernández (“El problema del fundamento

de los derechos humanos”, Anuario de Derechos Humanos , 1981 , Madrid, Universidad Complutense, enero de 1982, pp. 73 y ss.; en concreto, p. 98), los derechos humanos aparecen como derechos morales, es decir, como exigencias éticas y derechos que los seres humanos tienen por el hecho de ser hombres y, por tanto, con un derecho igual a su reconocimiento, protección y garantía por parte del poder político y del derecho. 52 Basile, Silvio, op. cit., nota 48, pp. 273 y 274. 53 Hernández Gil, Antonio, op. cit., nota 15, p. 421.

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El Tribunal Constitucional, bien que con excesivas cautelas, ha tenido oportunidad de pronunciarse en algunas ocasiones en torno al artículo 10.1. A su juicio, 54 el tenor del mismo no significa ni que todo derecho sea inherente a la persona —y por ello inviolable— ni que los que se califican de fundamentales sean in toto condiciones imprescindibles para su efectiva incolumidad de modo que de cualquier restricción que a su ejercicio se imponga devenga un estado de indignidad. Proyectada sobre los derechos individuales, la regla del artículo 10.1 implica que en cuanto “valor espiritual y moral inherente a la persona” (SCT 53/1985), la dignidad ha de permanecer inalterada cualquiera que sea la situación en que la persona se encuentra (también, qué duda cabe, durante el cumplimiento de una pena privativa de libertad), constituyendo, en consecuencia, un minimum invulnerable que todo estatuto jurídico debe asegurar, de modo que, sean unas u otras las limitaciones que se impongan en el disfrute de derechos individuales, no conlleven menosprecio para la estima que, en cuanto ser humano, merece la persona. Por lo demás, el “intérprete supremo de la Constitución” ha dejado inequívocamente claro que las normas constitucionales relativas a la dignidad de la persona y al libre desarrollo de la personalidad consagradas en el artículo 10.1 (de la misma forma que los valores superiores recogidos en el artículo 1.1) integran mandatos jurídicos objetivos y tienen un valor relevante en la normativa constitucional, tras lo que el alto tribunal ha precisado que tales normas no pretenden la consagración constitucional de ninguna construcción dogmática, sea jurídico-penal o de cualquier otro tipo, y por lo mismo, no cabe fundar la inconstitucionalidad de un precepto en su incompatibilidad con doctrinas o construcciones presuntamente consagradas por la Constitución; tal inconstitucionalidad derivará, en su caso, de que el precepto en cuestión se oponga a mandatos o principios contenidos en el código constitucional explícita o implícitamente. 55 En definitiva, es claro que el artículo 10.1 aun cuando, si se quiere, dentro de un estilo lingüístico más propio de una proposición descriptiva que de otra prescriptiva, presenta un valor que desborda el de una mera declaración rectora de la conducta social de los titulares de los poderes públicos, teñida de una alta carga didáctica, para integrar una auténtica 54 55

STC 120/1990, del 27 de junio, fund. jur. 4o. STC 150/1991, del 4 de julio, fundamento jurídico 4o.

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norma jurídica vinculante, un mandato jurídico objetivo que a todos, ciudadanos y poderes públicos, vincula y que reviste una notable relevancia política y, desde luego, jurídica, como se desprende de las diversas funciones que un precepto de esta naturaleza está llamado a cumplir. Ruiz-Giménez 56 ha puesto de relieve la triple función que a su juicio cumple el artículo 10.1 de nuestra lex superior. a) En primer término, una función legitimadora del orden político, en sí mismo, y del ejercicio de todos los poderes públicos, por cuanto únicamente será legítimo nuestro orden político cuando respete y tutele la dignidad de cada una y de todas las personas humanas radicadas en su órbita, sus derechos inviolables y el libre desarrollo de su personalidad. El artículo 10.1 convierte, pues, a la persona y a su dignidad en el elemento de legitimación del orden político en su conjunto y, justamente por ello, en el principio rector supremo del ordenamiento jurídico, como ya tuvimos oportunidad de señalar. Estamos en presencia de uno de esos principios que De Castro 57 considerara como la expresión de la voluntad rectora del Estado, que al ser constitucionalizado adquiere la eficacia propia de una norma directa e inmediatamente aplicable, con lo que ello entraña de eficacia invalidatoria, esto es, de considerar que toda norma que contravenga o ignore la dignidad de la persona habrá de ser considerada nula. Pero con ser ello importante, la eficacia del principio desborda este efecto para venir a operar como “fuerza ordenadora de las disposiciones jurídicas”, 58 esto es, como norma directriz que ha de guiar la actuación del legislador en particular y, más ampliamente aún, de todos los poderes públicos en general. b) En segundo lugar, una función promocional, en cuanto que ni la dignidad de la persona, ni los derechos inviolables a ella inherentes son elementos estáticos, fijados de una vez para siempre, sino dinámicos, abiertos a un constante enriquecimiento, de lo que bien ilustra la explícita referencia del artículo 10.1 al “libre desarrollo de la personalidad”, a la que hay que añadir la cláusula interpretativa de las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce, del artículo 10.2 de la norma suprema, en la que hay que ver, como muestra a las claras su origen y génesis en el iter constituyente, 56 57

Ruiz-Giménez Cortés, Joaquín, op. cit., nota 3 1, pp. 10 1 - 105. Castro, Federico de, Derecho civil de España , Madrid, Civitas, 1984, t. I, p.

424. 58

Ibidem, p. 427.

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una cláusula de tutela y garantía de los derechos, enderezada a salvar las dificultades de interpretación de los derechos constitucionalmente reconocidos, recurriendo al efecto a las normas de los tratados internacionales en materia de derechos humanos. 59 En el ámbito de esta función bien puede entenderse con Ríos Álvarez 60 que la dignidad de la persona puede tener un contenido integrador del vacío que pueda ocasionar la omisión o la falta de reconocimiento de un derecho indispensable para la preservación del ser humano. c) Por último, una función hermenéutica, de acuerdo con la cual el artículo 10.1 opera como pauta interpretativa de todas las normas ordinamentales, correspondiendo a todos los poderes públicos la evaluación del significado objetivo de las diversas disposiciones normativas, sea cual sea su índole, y, consecuentemente, aplicándolas y ejecutándolas con estricta fidelidad a los valores y principios definidos en este artículo 10. 1. Esta función interpretativa no es, en último término, sino una derivación más del carácter que con anterioridad atribuimos a la dignidad de la persona humana, de principio rector supremo del ordenamiento jurídico. En esta misma dirección, el Tribunal Constitucional, en un recurso de amparo, aun cuando descartando a limine la contrastación aislada de las resoluciones impugnadas con, entre otros, el artículo 10.1, por entender que está excluido del ámbito material del amparo constitucional, ha admitido de modo explícito e inequívoco la virtualidad interpretativa del artículo 10.1 de nuestra norma suprema. 61 59 La trascendencia de la cláusula del artículo 10.2 de la Constitución se acentúa si se advierte que, en cuanto “marco de coincidencias lo suficientemente amplio como para que dentro de él quepan opciones políticas de muy diferente signo” (STC 11/1981, del 8 de abril, fund. jur. 7o.), la Constitución se limita a consagrar los derechos, otorgarles rango constitucional y atribuirles las necesarias garantías, correspondiendo por ello al legislador ordinario, que es el representante en cada momento histórico de la soberanía popular, confeccionar una regulación de las condiciones de ejercicio de cada derecho, que serán más restrictivas o más abiertas, de acuerdo con las directrices políticas que le impulsen, siempre, claro está, que no exceda de los límites impuestos por las propias normas constitucionales. Quiere ello decir que ante una ordenación normativa de un derecho de carácter restrictivo, bien que respetuosa con las exigencias constitucionales, la cláusula del artículo 10.2 salva en todo caso el que el contenido del derecho se acomode a la regulación dada al mismo por el derecho convencional, lo que entraña una garantía que, en ocasiones, se ha revelado como de gran utilidad. 60 Ríos Álvarez, Lautaro, “La dignidad de la persona en el ordenamiento jurídico español”, en el colectivo XV Jornadas Chilenas de Derecho Público , Valparaíso, Universidad de Valparaíso, 1985, pp. 173 y ss.; en concreto, p. 205. 61 STC 137/1990, del 19 de julio, fund. jur. 3o.

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IV. LA DIGNIDAD DE LA PERSONA Y LOS DERECHOS FUNDAMENTALES

1. La dignidad como fuente de todos los derechos En la República Federal Alemana se viene discutiendo desde antaño acerca de si la dignidad de la persona, que, como vimos, proclama el artículo 1.1 de la Grundgesetz, es o no un derecho fundamental. Y así, para Stein, 62 mientras el artículo 2.1 (a cuyo tenor: “Todos tienen derecho al libre desenvolvimiento de su personalidad siempre que no vulnere los derechos de otro ni atente al orden constitucional o a la ley moral”), norma que a su juicio dice fundamentalmente lo mismo que el artículo 1. 1, incorpora un verdadero derecho fundamental, el artículo 1. 1 consiste sólo en una norma constitucional objetiva que no concede a los particulares ningún derecho subjetivo. Bien es verdad que incluso desde esta perspectiva, a través del artículo 2.1, que contiene una garantía de la libertad general de actuar, es decir, del derecho a hacer y a no hacer lo que se quiera, 63 encontraría en alguna medida recepción constitucional entre los derechos fundamentales el derecho a la dignidad personal. Con todo, no se puede ignorar que el artículo 1. 1 es la norma de apertura del capítulo primero de la ley fundamental de Bonn, cuyo rótulo es “ Die Grundrechte”, esto es, “De los derechos fundamentales”, por lo que, por pura lógica, bien debiera entenderse que todos y cada uno de los diecinueve artículos que acoge este capítulo enuncian verdaderos derechos fundamentales, susceptibles todos ellos, caso de una supuesta violación, de dar lugar a un recurso de queja constitucional (Verfassungsbeschwerde). No debe extrañar por lo mismo que Dürig 64 entienda que en la idea de los padres de la Constitución el derecho fundamental de la dignidad de la persona humana no debería ser “calderilla”. Y von Münch, 65 con cierta claridad, habla de un derecho fundamental de la dignidad de la persona humana, que se protege como derecho del hombre, esto es, de todo ser humano.

Stein, Ekkehart, Derecho político, cit., nota 10, p. 236. Ibidem, p. 215. Dürig G., Archiv des Öffentlichen Rechts , 1956, vol. 81, pp. 117 y ss.; en concreto, p. 124. Citado por Münch, Ingo von, op. cit., nota 11, p. 12. 65 Münch, Ingo von, op. cit., nota 11, pp. 13 y 15. 62 63 64

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En España, la polémica surgida en Alemania carece de cualquier sustento. Es cierto que el artículo 10.1 se sitúa en el frontispicio del título primero, relativo a los derechos y deberes fundamentales, y por tanto dentro del mismo, y desde este punto de vista podría aducirse que estamos ante un derecho fundamental cuando nos referimos a la dignidad de la persona. Pero hay dos aspectos relevantes que han de ser tenidos en cuenta: de un lado, la sistemática del título, dividido en cinco capítulos cuyos rótulos reflejan que no en todos ellos se acoge la enunciación de derechos, por lo que de la mera inserción en el título no debe desprenderse que estemos ante la proclamación de un derecho fundamental, y de otro, que el artículo 53, al enumerar las garantías de los derechos, se limita a contemplar los derechos del capítulo 2 y los derechos (mal llamados principios) del capítulo 3o. Más aún, el hecho de que el artículo 10 se ubique al margen de los cinco capítulos en que se estructura el título nos revela la intención del constituyente de enunciar más que unos derechos, unos principios rectores no ya del conjunto de los derechos y libertades que se enuncian en los artículos subsiguientes, sino, más ampliamente, del ordenamiento jurídico en su conjunto. El Tribunal Constitucional ha corroborado esta tesis, rechazando que la dignidad de la persona, per se, pueda ser considerada como un derecho fundamental. Y así, en el recurso de amparo núm. 443/1990, frente a la argumentación del demandante en relación con la supuesta infracción, por violación de la dignidad de la persona, del artículo 10.1 de la Constitución, el alto tribunal razonará que sólo en la medida en que los derechos individuales sean tutelables en amparo y únicamente con el fin de comprobar si se han respetado las exigencias que, no en abstracto, sino en el concreto ámbito de cada uno de aquéllos, deriven de la dignidad de la persona, habrá de ser ésta tomada en consideración por el Tribunal como referente. No, en cambio, de modo autónomo para estimar o desestimar las pretensiones de amparo que ante él se deduzcan. 66 Esta doctrina jurisprudencial lo que nos quiere decir es que de la dignidad de la persona dimanan unas exigencias mínimas en el ámbito de cada derecho en particular, o como afirma el Tribunal, y ya tuvimos 66 STC 120/1990, del 27 de junio, fund. jur. 4o. En su Sentencia 184/1990, del 15 de noviembre, el alto Tribunal considerará evidente que el artículo 10.1 no puede en modo alguno servir de fundamento, por sí sólo y aisladamente considerado, del derecho a percibir pensión de viudedad en favor de uno de los que convivían extramatrimonialmente cuando el otro fallece (fund. jur. 2o.).

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oportunidad de recordar en un momento precedente, un minimun invulnerable que todo estatuto jurídico debe asegurar. Pero si es claro que en nuestro ordenamiento constitucional la dignidad de la persona no puede ser entendida como derecho fundamental, no lo es menos que la dignidad puede ser considerada como la fuente de todos los derechos. Esta idea ha sido acogida por la doctrina de otros países. Y así para von Münch, 67 es interesante desde el punto de vista dogmático la idea de que en todos y cada uno de los derechos fundamentales se manifiesta un “núcleo de existencia humana” derivado de la dignidad de la persona. Y Miranda 68 entiende de modo directo y evidente que los derechos, libertades y garantías personales, al igual que los derechos económicos, sociales y culturales encuentran su fuente ética en la dignidad de la persona, de todas las personas. Y ya en relación con nuestro ordenamiento, Ríos Álvarez 69 ha podido afirmar que la dignidad de la persona es la fuente directa y la medida trascendental del contenido de los derechos fundamentales reconocidos, en especial, de los llamados “derechos de la personalidad”. Pero no agota allí su inmanencia: es fuente residual del contenido de cualquier derecho imperfectamente perfilado o insuficientemente definido, en cuanto ese contenido sea necesario para el libre y cabal desarrollo de la personalidad. Por lo demás, la idea creemos que está latente con cierta nitidez en el mismo texto del artículo 10.1, que deja claro que de la dignidad de la persona dimanan unos derechos inviolables que son inherentes a aquélla. Como razona Hernández Gil, 70 es muy significativo y coherente con la imagen que la Constitución ofrece de la persona el hecho de que la categoría antropológico-ética de la dignidad aparezca antepuesta, afirmada per se y no como una derivación de los derechos. De ello entresaca el citado autor que la persona no es el resultado de los derechos que le corresponden; luego, aun sin derechos, la persona existe en cuanto tal; por lo mismo, los derechos le son inherentes, traen de ella su causa; son exigibles por la dignidad de la persona.

67 68 69 70

Münch, Ingo von, op. cit., nota 11, p. 15 Miranda, Jorge, op. cit., nota 13, p. 167. Ríos Álvarez, Lautaro, op. cit., nota 60, p. 205. Hernández Gil, Antonio, op. cit., nota 15, p. 422.

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En definitiva, dignidad y derechos no se hallan en el mismo plano. 71 La dignidad se proclama como valor absoluto, con lo que ello entraña de que incluso a una persona que se comporte indignamente deba reconocérsele igual dignidad que a cualquier otra, como ya advertimos en otro momento. Y por lo mismo, la dignidad se convierte en la fuente de los derechos, de todos los derechos independientemente de su naturaleza, de la persona, que dimanan de esa dignidad inherente a todo ser humano. 2. Igualdad en dignidad y titularidad de derechos La dignidad, como acabamos de señalar, se proclama en el artículo 10.1 en términos absolutos, esto es, no depende ni de la nacionalidad ni de ninguna otra circunstancia personal. Bien podríamos traer a colación aquí el artículo 1.2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, suscrita en San José de Costa Rica el 22 de noviembre de 1969, a cuyo tenor: “Para los efectos de esta Convención, persona es todo ser humano”. Pues bien, para los efectos que aquí nos ocupan, la dignidad es predicable de todo ser humano sin matiz diferencial alguno. La doctrina social de la Iglesia es un buen ejemplo de constancia e insistencia acerca de este punto fundamental. Y así, por recordar algunos mensajes de esta doctrina, podemos hacernos eco de cómo en la Encíclica del Papa Juan XXIII Pacem in Terris puede leerse: “Hoy se ha extendido y consolidado por doquier la convicción de que todos los hombres son, por dignidad natural, iguales entre sí”. Y en la Constitución Pastoral del Concilio Vaticano II “ Gaudium et Spes” se dedica un capítulo (capítulo primero de la parte primera) a la dignidad de la persona humana. Más allá del mismo, en el parágrafo 29, se afirma: Como todos los hombres, dotados de alma racional y creados a imagen de Dios, tienen la misma naturaleza y el mismo origen, y como, redimidos

71 El contraste podríamos encontrarlo en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, suscrito en Nueva York el 16 de diciembre de 1966, en cuyo Preámbulo (párrafo primero) puede leerse: “Considerando que, conforme a los principios enunciados en la Carta de las Naciones Unidas, la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad inherente a todos los miembros de la familia humana y de sus derechos iguales e inalienables”. Es evidente que aquí dignidad y derechos se colocan en idéntico plano.

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por Cristo, gozan de una misma vocación y de un mismo destino divino, se debe reconocer más y más la fundamental igualdad entre todos. Cierto que no todos los hombres se equiparan por su variada capacidad física y por la diversidad de las fuerzas intelectuales y morales. No obstante, toda forma de discriminación, ya sea social o cultural, en los derechos fundamentales de la persona, por el sexo, raza, color, condición social, lengua o religión, ha se ser superada y rechazada como contraria a los designios de Dios... Además, aunque hay justas diferencias entre los hombres, la igual dignidad de las personas exige que se llegue a una más humana y justa condición de vida. Pues demasiado grandes desigualdades económicas y sociales entre los miembros o los pueblos de una misma familia humana llevan al escándalo y se oponen a la justicia social, a la equidad, a la dignidad de la persona humana, así como a la paz social e internacional. 72

En definitiva, para la doctrina social de la Iglesia, hay una dignidad natural predicable respecto de todo hombre, de todo ser humano, que se traduce en la igualdad esencial entre todos ellos y de la que dimanan unas exigencias insoslayables en el plano de los derechos fundamentales, entendiendo esta expresión no en un sentido técnico-jurídico, y por lo mismo incluyendo dentro de ellos los derechos de naturaleza social y económica. Si recordamos ahora los cuatro niveles o dimensiones de la dignidad personal a que aludiera Ruiz-Giménez, podríamos con el propio autor 73 entresacar algunas importantes consecuencias de esas dimensiones plurales que nos ofrece la dignidad del ser humano: a) En primer término, que la “dignidad básica o radical de la persona” no admite discriminación alguna dada la igualdad esencial de todos los seres humanos. b) En segundo lugar, que la dignidad ontológica, esto es, la que corresponde al hombre como ser dotado de inteligencia, racionalidad y libertad, no está ligada ni a la edad ni a la salud mental de la persona, que tienen, sin duda, incidencia en ciertos aspectos jurídicos de la capacidad de obrar, pero no en la personalidad profunda.

72 Los textos citados pueden verse en “El Mensaje Social de la Iglesia”, Documentos MC, 2a. ed. Madrid, Ediciones Palabra, 1987. 73 Ruiz-Giménez Cortés, Joaquín, op. cit., nota 31, pp. 115 y 116.

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c) Tampoco el ser humano que decae en su vida moral o, incluso, comete hechos tipificados como delitos en el ordenamiento jurídico-penal, pierde por eso su dignidad ontológica. d) Por último, por convergentes razones, la “dignidad básica' de la persona trasciende las fronteras territoriales y ha de ser respetada no sólo a los ciudadanos de un Estado, sino también a los extranjeros. De esta última consecuencia ha tenido oportunidad de hacerse eco entre nosotros el “intérprete supremo de la Constitución'. En su Sentencia 107/1984, el alto tribunal abordó la problemática de la titularidad o capacidad de los derechos fundamentales, ciñéndose a la cuestión de la titularidad de tales derechos por los extranjeros. Tras admitir que aunque los derechos y libertades reconocidos a los extranjeros son derechos constitucionales y, por lo mismo, dotados de la protección constitucional, el Tribunal precisaría que todos ellos sin excepción son en cuanto a su contenido “derechos de configuración legal', para razonar de inmediato como sigue: Esta configuración puede prescindir de tomar en consideración, como dato relevante para modular el ejercicio del derecho, la nacionalidad o ciudadanía del titular, produciéndose así una completa igualdad entre españoles y extranjeros, como la que efectivamente se da respecto de aquellos derechos que pertenecen a la persona en cuanto tal y no como ciudadano, o, si se rehuye esta terminología, ciertamente equívoca, de aquellos que son imprescindibles para la garantía de la dignidad humana que, conforme al artículo 10.1 de nuestra Constitución, constituye fundamento del orden político. Derechos tales como el derecho a la vida, a la integridad física y moral, a la intimidad, la libertad ideológica, etc., corresponden a los extranjeros por propio mandato constitucional, y no resulta posible un tratamiento desigual respecto a ellos en relación a los españoles. 74

La doctrina jurisprudencial es, pues, inequívoca: todos aquellos derechos que son imprescindibles para garantizar la dignidad humana han de corresponder por igual a españoles y extranjeros, debiendo ser su ordenación normativa idéntica para unos y otros. En definitiva, en estos derechos la “dignidad básica' del ser humano exige la plena titularidad de los mismos sin distingo alguno. 74 STC 107/1984, del 23 de noviembre, fund. jur. 3o. Esta doctrina será reiterada en la STC 99/1985, del 30 de septiembre, fund. jur. 2o.

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Otra cuestión que se ha suscitado ante nuestro “intérprete supremo de la Constitución” es la relativa a la titularidad de derechos por parte de personas jurídicas. Aunque, como bien advierte von Münch en relación con la República Federal de Alemania, ni los órganos del Estado ni tampoco las personas jurídicas de derecho privado pueden ser titulares del derecho fundamental de la dignidad de la persona humana, pues este derecho sólo tiene vigencia para las personas en cuanto individuos a causa de su vinculación a la existencia única e irrepetible del individuo, 75 no es menos cierto que se podría admitir alguna extensión analógica del concepto de “dignidad” a las personas colectivas (morales o jurídicas), en la medida en que, como recuerda Ruiz-Giménez, 76 esas “personas colectivas” integran a personas humanas individuales, persiguen fines humanos y logran una suficiente cohesión interna, mediante la cooperación estable de todos sus miembros. Y a partir de esta reflexión, cabría admitir la titularidad de ciertos derechos por parte de aquellas personas colectivas. Pues bien, como antes advertimos, el Tribunal Constitucional tuvo oportunidad de pronunciarse sobre esta materia en su Sentencia 64/1988, en la que razonará como sigue: 77 Es indiscutible que, en línea de principio, los derechos fundamentales y las libertades públicas son derechos individuales que tienen al individuo por sujeto activo y al Estado por sujeto pasivo en la medida en que tienden a reconocer y proteger ámbitos de libertades o prestaciones que los poderes públicos deben otorgar o facilitar a aquéllos. Se deduce así, sin especial dificultad, del artículo 10 de la Constitución que, en su apartado primero, vincula los derechos inviolables con la dignidad de la persona y con el desarrollo de la personalidad y, en su apartado segundo, los conecta con los llamados derechos humanos, objeto de la Declaración Universal y diferentes Tratados y Acuerdos internacionales ratificados por España. Es cierto, no obstante, que la plena efectividad de los derechos fundamentales exige reconocer que la titularidad de los mismos no corresponde sólo a los individuos aisladamente considerados, sino también en cuanto se encuentran insertos en grupos y organizaciones, cuya finalidad sea específicamente la de defender determinados ámbitos de libertad o realizar

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Münch, Ingo von, op. cit ., nota 11, p. 17. Ruiz-Giménez Cortés, Joaquín, op. cit., nota 31, p. 116. STC 64/1988 del 12 de abril, fund. jur. 1o.

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los intereses y valores que forman el sustrato último del derecho fundamental.

El alto tribunal ha venido de esta forma a admitir la titularidad de derechos de estas personas colectivas, con una argumentación que bien puede considerarse, al unísono, que, de un lado, admite un cierto trasfondo de “dignidad ontológica” de las personas colectivas, mientras que, de otro, parece sustentarse en la idea de que el reconocimiento de la titularidad de derechos a los grupos en que se insertan los individuos supone una profundización en la efectividad de los derechos fundamentales de los propios individuos y, por lo mismo, se vincula, en último término, con la propia dignidad de todo ser humano. Este último argumento creemos que subyace con cierta nitidez en la amplia concepción con que el alto tribunal reconoció la legitimación activa para recurrir en vía de amparo constitucional en relación a un derecho tan personalísimo como es el derecho al honor. En efecto, en su Sentencia 214/1991, el Tribunal razonaba de la siguiente forma: 78 Tratándose de un derecho personalísimo, como es el honor, la legitimación activa corresponderá, en principio, al titular de dicho derecho fundamental. Esta legitimación originaria no excluye, ni la existencia de otras legitimaciones, ni que haya de considerarse también como legitimación originaria la de un miembro de un grupo étnico o social determinado, cuando la ofensa se dirigiera contra todo ese colectivo, de tal suerte que, menospreciando a dicho grupo socialmente diferenciado, se tienda a provocar en el resto de la comunidad social sentimientos hostiles o, cuando menos, contrarios a la dignidad, estima personal o respeto al que tienen derecho todos los ciudadanos con independencia de su nacimiento, raza o circunstancia personal o social. 79

3. Derechos inherentes a la dignidad La dignidad, como ya expusimos, es la fuente de todos los derechos; de ahí que de ella haga dimanar el artículo 10.1 unos derechos inviolaSTC 214/199 1, del 11 de noviembre, fund. jur. 3o. En la misma Sentencia 214/1991, el Tribunal afirma en otro momento (fundamento jurídico 8o.) que “el odio y el desprecio a todo un pueblo o a una etnia (a cualquier pueblo o a cualquier etnia) son incompatibles con el respeto a la dignidad humana, que sólo se cumple si se atribuye por igual a todo hombre, a toda etnia, a todos los pueblos”. 78 79

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bles “que le son inherentes”. Como ha dicho el Tribunal Constitucional, 80 “el valor jurídico fundamental de la dignidad de la persona”, indisolublemente relacionado con el derecho a la vida en su dimensión humana, es reconocido en el artículo 10.1 como germen o núcleo de unos derechos que le son inherentes. La relevancia y significación superior de uno y otro valor y de los derechos que los encarnan se manifiesta en su colocación misma en el texto constitucional, ya que el artículo 10 es situado a la cabeza del título destinado a tratar de los derechos y deberes fundamentales. A partir de la precedente reflexión, se suscita la cuestión de cuáles son los derechos inherentes a la dignidad del ser humano. Garrido Falla, 81 a partir de un argumento tan formalista como el de la diferente protección jurídica de los derechos que proporciona el artículo 53 de la lex superior , responde a nuestro anterior interrogante afirmando que los derechos inviolables que son inherentes a la persona son sólo los comprendidos en los artículos 15 a 29 de la Constitución (y en el 30 por lo que se refiere al derecho de la objeción de conciencia). No podemos desde ningún punto de vista suscribir esta interpretación, que carece de toda sustancia material, mientras que, a nuestro juicio, este contenido material, esto es, el núcleo axiológico de la norma suprema ha de impregnar todos y cada uno de los preceptos constitucionales. Como afirmara Maritain, 82 el hecho crucial de nuestro tiempo es que la razón humana ha tomado ahora conciencia, no sólo de los derechos del hombre en cuanto persona humana y persona cívica, sino también de sus derechos en cuanto persona social implicada en el proceso económico y cultural, y, especialmente, de sus derechos como persona obrera. En definitiva, añadiríamos nosotros, hoy existe una conciencia social respecto a la ineludibilidad de contribuir al desarrollo integral de todo ser humano. Y es evidente que ese desarrollo integral o, como dice el artículo 10.1, el libre desarrollo de la personalidad, exige atender a todos y cada uno de los derechos de que es titular el hombre en las distintas dimensiones que su vida presenta. Por lo mismo, aun cuando podamos establecer una serie de graduaciones, creemos que todos y cada uno 80 STC 53/1985, del 11 de abril, fund. jur. 3o. 81 Garrido Falla, Fernando, “Comentario al artículo

10 de la Constitución”, en el colectivo dirigido por él mismo, Comentarios a la Constitución, 2a. ed., Madrid, Civitas, 1985, pp. 185 y ss.; en concreto, p. 187. 82 Maritain, Jacques, op. cit., nota 23, p. 121.

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de los derechos que la Constitución enuncia en el título I son, en mayor o menor grado, inherentes a la persona y a su dignidad radical. Por lo mismo, a nuestro entender, también los derechos que acoge el capítulo 3o. del título I (bajo el no muy afortunado rótulo de “principios rectores de la política social y económica”) han de vincularse con la dignidad personal. ¿No exige la dignidad de toda persona ubicada generacionalmente dentro de lo que se ha dado en llamar tercera edad de unas determinadas prestaciones de los poderes públicos, a las que alude el artículo 50? La respuesta es tan obvia y la generalización de ejemplos que podrían aducirse tan patente, que nos exime de cualquier reflexión adicional. Pero incluso desde una óptica más formal, la ubicación del artículo 10, en el frontispicio del título I, y como artículo aislado de los capítulos en que se sistematiza el título en cuestión, ofrece una apoyatura bastante sólida en la que sustentar la proyección general de la dignidad hacia todos los derechos del título, con independencia de cual sea la eficacia jurídica de las normas en que aquéllos se recogen. En definitiva, en mayor o menor medida, todos los derechos del título I dimanan de la dignidad de la persona y, por lo mismo, son inherentes a ella. Y ello debe tener su trascendencia jurídica, sin ir más lejos, por ejemplo, a efectos hermenéuticos. Un ejemplo jurisprudencial de una interpretación amplia de este valor jurídico supremo que es la dignidad de la persona, lo encontramos en las Sentencias 113/1989 y 158/1993, en las que el alto tribunal legitima la existencia de ciertos límites que pesan sobre los derechos patrimoniales en el respeto a la dignidad de la persona humana. En la primera de esas Sentencias, el juez de la Constitución entiende que los valores constitucionales que conceden legitimidad al límite que la inembargabilidad impone al derecho del acreedor a que se cumpla la sentencia firme que le reconoce el crédito se encuentran en el respeto a la dignidad humana, configurado como el primero de los fundamentos del orden político y de la paz social en el artículo 10.1, a cuyo fin resulta razonable y congruente crear una esfera patrimonial intangible a la acción ejecutiva de los acreedores que coadyuve a que el deudor pueda mantener la posibilidad de una existencia digna. 83

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STC 113/1989, del 22 de junio, fund. jur. 3o.

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Insistiendo en similar dirección, en la Sentencia 158/1993, 84 el alto Tribunal considera que las normas de inembargabilidad de salarios y pensiones —que, en muchas ocasiones, son la única fuente de ingresos económicos de gran número de personas— constituyen límites legislativos a la embargabilidad que tienen, en principio y con carácter general, una justificación constitucional inequívoca en el respeto a la dignidad de la persona humana, “principio al cual repugna que la efectividad de los derechos patrimoniales se lleve al extremo de sacrificar el mínimo económico vital del deudor”. Este respeto a la dignidad de la persona justifica, así, la creación legislativa de una esfera patrimonial inmune a la acción ejecutiva de los acreedores. Esta jurisprudencia debiera marcar un ejemplo a seguir. La dignidad de la persona, como valor supremo del ordenamiento jurídico, exige una mayor sensibilización hacia los llamados derechos sociales. Como ha dicho con evidente razón Frosini, 85 el progreso de la civilización humana se mide sobre todo en la ayuda dada por el más fuerte al más débil, en la limitación de los poderes naturales de aquél como reconocimiento de las exigencias morales de éste, en el aumento del sentido de una fraternidad humana sin la cual los derechos a la libertad se convierten en privilegios egoístas y el principio de igualdad jurídica, en una nivelación basada en el sometimiento al poder del más fuerte. Es preciso, pues, que esos derechos que Bidart Campos 86 ha denominado “imposibles”, esto es, aquellos que un hombre no alcanza a ejercer y gozar, encuentren un remedio efectivo. Así lo exige la dignidad radical de todo ser humano. Y por lo demás, aunque del tenor del inciso final del artículo 53.3 de la Constitución resulta claro que los mal denominados “principios rectores de la política social y económica no constituyen derecho inmediatamente aplicable”, no es menos evidente que de ello no debe inferirse que los principios del capítulo 3o. no generen ningún tipo de obligaciones para los poderes públicos. El inciso primero del propio precepto certifica lo contrario (“El reconocimiento, el respeto y la protección de los principios reconocidos en el capítulo 3o. informarán la legislación posiSTC 158/1993, del 6 de mayo, fund. jur. 3o. Frosini, Vittorio, “Los derechos humanos en la sociedad tecnológica”, Anuario de Derechos Humanos , Madrid, Universidad Complutense, núm. 2, 1983, pp. 101 y ss.; en concreto, p. 107. 86 Bidart Campos, Germán J., Tratado elemental de derecho constitucional argentino, t. I: El derecho constitucional de la libertad, Buenos Aires, Ediar, 1986, p. 210. 84 85

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tiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos”). Y en la interpretación de estos derechos, de estos principios, que, llegado el caso, deban realizar los órganos jurisdiccionales, se habrá de tener muy presente que también sobre ellos se ha de proyectar el valor jurídico supremo de la dignidad, que exige, como ya vimos, de un minimum invulnerable que todo estatuto jurídico debe asegurar. En otro orden de consideraciones, un análisis de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional pone de relieve una constante vinculación de un grupo más o menos amplio de derechos a la dignidad de la persona, sin que, a nuestro entender, de ello deba inferirse que sólo esos y tan sólo esos derechos han de considerarse inherentes a la dignidad del ser humano. En su Sentencia 53/1985, el alto Tribunal entendía que la dignidad de la persona se halla íntimamente vinculada con el libre desarrollo de la personalidad (artículo 10) y los derechos a la integridad física y moral (artículo 15), a la libertad de ideas y creencias (artículo 16), al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen (artículo 18.1). 87 Especialmente insistente ha sido la consideración jurisprudencial de que el derecho al honor y los derechos a la imagen y a la intimidad personal y familiar reconocidos en el artículo 18.1 aparecen como derechos fundamentales estrictamente vinculados a la propia personalidad y derivados sin duda de la dignidad de la persona. 88 “La intimidad personal y familiar —razona en otro momento el juez de la Constitución— 89 es un bien que tiene la condición de derecho fundamental y sin el cual no es realizable, ni concebible siquiera, la existencia en dignidad que a todos quiere asegurar la norma fundamental”. Estos derechos a la imagen y a la intimidad personal y familiar, en cuanto derivados sin duda de la dignidad de la persona, “implican la existencia de un ámbito propio y reservado frente a la acción y conocimiento de los demás, necesario —según las pautas de nuestra cultura— para mantener una calidad mínima de la vida humana. Se muestran así esos derechos como personalísimos y ligados a la misma existencia del individuo”. 90 Ahora bien, si el atriSTC 53/1985, del 11 de abril, fund. jur. 8o. Entre otras muchas, SSTC 231/1988, del 2 de diciembre, fund. jur. 3o.; 197/1991, del 17 de octubre, fund. jur. 3o., y 214/199 1, del 11 de noviembre, fund, jur. 1o. 89 STC 20/1992, del 14 de febrero, fund. jur. 3o. 90 STC 231/1988, del 2 de diciembre, fund. jur. 3o. Desarrollando su doctrina, entiende el Tribunal (STC 20/1992, del 14 de febrero, fund. jur. 3o.) que aunque no todo alegato en defensa de lo que se diga vida privada será merecedor de tal aprecio y protección, sí es preciso reiterar que la preservación de ese 87 88

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buto más importante de la intimidad, como núcleo central de la personalidad, es la facultad de exclusión de los demás, de abstención de injerencias por parte de otro, tanto en lo que se refiere a la toma de conocimientos intrusiva, como a la divulgación ilegítima de esos datos, entiende el Tribunal 91 que: ...la conexión de la intimidad con la libertad y dignidad de la persona implica que la esfera de inviolabilidad de la persona frente a injerencias externas, el ámbito personal y familiar, sólo en ocasiones tenga proyección hacia el exterior, por lo que no comprende en principio los hechos referidos a las relaciones sociales y profesionales en que se desarrolla la actividad laboral.

Por el contrario, alguno de los derechos acogidos por la sección primera del capítulo 2o. del título I no ha sido considerado imprescindible para la garantía de la dignidad humana. Tal es el caso de la libertad de circulación a través de las fronteras del Estado y el concomitante derecho a residir dentro de ellas, derechos que, al no ser imprescindibles para la garantía de la dignidad humana, no pertenecen a todas las personas en cuanto tales al margen de su condición de ciudadanos. 92 Y en la otra cara de la moneda hemos de situar la reflexión jurisprudencial que amplía el marco jurídico del artículo 39.1, norma de apertura del capítulo 3o. del título I, a cuyo tenor, “los poderes públicos aseguran la protección social, económica y jurídica de la familia”. Pues bien, según el alto tribunal, 93 en correspondencia con el pluralismo de opiciones personales existente en la sociedad española y con la preeminencia que posee el libre desarrollo de la personalidad —que, como ya apuntamos en un momento anterior, da un carácter concreto, individualizado, al conjunto de derechos que dimanan de la dignidad del ser hu-

“reducto de inmunidad”, sólo puede ceder, cuando del derecho a la información se trata, si lo difundido afecta, por su objeto y por su valor, al ámbito de lo público, no coincidente, claro es, con aquello que pueda suscitar o despertar, meramente, la curiosidad ajena. Y en otro momento (STC 197/1991, del 17 de octubre, fund. jur. 3o.) cree el Tribunal que desde la perspectiva de la dignidad de la persona, no cabe duda que la filiación, y muy en particular la identificación del origen de un adoptado, ha de entenderse que forma parte de ese ámbito propio y reservado de lo íntimo. 91 STC 142/1993, del 22 de abril, fund. jur. 7o. 92 STC 94/1993, del 22 de marzo, fund. jur. 3o. 93 STC 47/1993, del 8 de febrero, fund. jur. 3o.

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mano—, la Constitución no sólo protege a la familia que se constituye mediante el matrimonio, sino también a la familia como realidad social, entendida por tal la que se constituye voluntariamente mediante la unión de hecho, efectiva y estable, de una pareja. Creemos que la jurisprudencia comentada pone de relieve, por lo menos de modo incipiente, que, con mayores o menores matices o inflexiones, la dignidad del ser humano se manifiesta, se proyecta, de una u otra forma, con distintos niveles de intensidad, en todos y cada uno de los derechos que el título I de la Constitución enuncia, bien se presenten bajo el rótulo de auténticos derechos, bien bajo el de principios rectores. Este es, creemos, el camino a seguir, que debe tener como norte, a nuestro entender, la sensibilidad ante el hecho indiscutible de que las violaciones más brutales de la dignidad esencial, radical, de todos los seres humanos, cada vez se presentan de forma más ostentosa y clamorosa en los llamados derechos sociales o socio-económicos, cuya conculcación sistemática, más por los particulares que por los poderes públicos, revela altísimos niveles de insolidaridad social ante los que los poderes públicos no pueden permanecer impasibles, siquiera sea por el inequívoco y fundamental mandato constitucional del artículo 9.2 de nuestra norma suprema. 4. La dignidad de la persona como freno frente al ejercicio abusivo de los derechos La elevación de la dignidad de la persona y de los derechos que le son inherentes a la categoría de fundamento del orden político y de la paz social no significa, como ya tuvimos oportunidad de señalar, que todos los derechos, ni siquiera los fundamentales, sean in toto condiciones imprescindibles para la efectiva incolumidad de la dignidad personal, de modo que de cualquier restricción que a su ejercicio se imponga devenga un estado de indignidad. En definitiva, no hay derechos ilimitados y menos aún pueden ejercerse los derechos abusivamente. Y en este orden de consideraciones, la dignidad ha venido a operar como un límite frente al ejercicio abusivo de los derechos. Así se ha decantado en diferentes supuestos en la jurisprudencia constitucional. Ya en una de sus primeras Sentencias, el Tribunal consideraba 94 que ni la libertad de pensamiento ni el derecho de reunión y manifestación 94

STC 2/1982, del 29 de enero, fund. jur. 5o.

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comprenden la posibilidad de ejercer sobre terceros una violencia moral de alcance intimidatorio, porque ello es contrario a bienes constitucionalmente protegidos como la dignidad de la persona y su derecho a la integridad moral, que han de respetar no sólo los poderes públicos, sino también los ciudadanos. Han sido, sin embargo, las libertades informativas las que en mayor medida se han visto delimitadas en su ejercicio abusivo por el valor jurídico supremo del ordenamiento, por la dignidad de la persona. La doctrina del Tribunal puede ser compendiada del siguiente modo: a) Rechazo de la emisión de apelativos formalmente injuriosos en cualquier contexto, en cuanto que no sólo son innecesarios para la labor informativa o de formación de la opinión, sino que, además y principalmente, suponen un daño injustificado a la dignidad de las personas o al prestigio de las instituciones, habiendo de tenerse en cuenta asimismo que la Constitución no reconoce un pretendido derecho al insulto, que sería por lo demás incompatible con la dignidad de la persona. 95 b) Rechazo de la emisión de imágenes que conviertan en instrumento de diversión y entretenimiento algo tan personal como los padecimientos y la misma muerte de un individuo, al entender que ello se encuentra en clara contradicción con el principio de la dignidad de la persona. 96 c) Rechazo a la tesis de que la libertad ideológica del artículo 16 de la Constitución, o la libertad de expresión del artículo 20. 1, comprenden el derecho a efectuar manifestaciones, expresiones o campañas de carácter racista o xenófobo, puesto que ello es contrario no sólo al derecho al honor de la persona o personas directamente afectadas, sino a otros bienes constitucionales como el de la dignidad humana, que han de respetar tanto los poderes públicos, como los propios ciudadanos. La dignidad como rango o categoría de la persona como tal, del que deriva y en el que se proyecta el derecho al honor, no admite discriminación alguna por razón de nacimiento, raza o sexo, opiniones o creencias. 97 En resumen, y ya para finalizar, es evidente que los derechos fundamentales vinculan también a los particulares, y no sólo a los poderes públicos, y es claro asimismo que si el respeto a la ley es uno de los fundamentos del orden político y de la paz social, nunca podrá ejercerse un derecho con violación del derecho de otra persona, y menos aún, con95 96 97

STC 105/1990, del 6 de junio, fund. jur. 8o. STC 231/1988, del 2 de diciembre, fund. jur. 8o. STC 214/199 1, del 11 de noviembre, fund. jur. 8o.

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culcando la dignidad esencial de otro ser humano, con lo que cualquier violación de la dignidad personal producida a raíz del ejercicio de un derecho convierte dicho ejercicio en abusivo, privando a quien así actúa de toda cobertura constitucional o legal. La dignidad se convierte de esta forma en un límite insalvable frente al ejercicio abusivo de derechos, muy especialmente por parte de otros ciudadanos



LOS DERECHOS CONSTITUCIONALES D OGMÁTICA DE LOS DERECHOS DE LA PERSONA EN LA C ONSTITUCIÓN ESPAÑOLA DE 1978 Y EN SU INTERPRETACIÓN POR EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL I. Consideración previa: la judicialización del ordenamiento constitucional 41 .

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II. El sistema axiológico positivizado por la Constitución de 45 1978 .

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III. La fundamentación del orden político en la dignidad de la persona y en los derechos que le son inherentes 48 .

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IV. La doble naturaleza de los derechos fundamentales . V. El ámbito de vigencia de los derechos

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VI. El principio de “mayor valor” de los derechos y la interpretación del ordenamiento jurídico . . . . . . . . . . . . 71 VII. La titularidad de los derechos fundamentales VIII. Los límites de los derechos fundamentales

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DOGMÁTICA DE LOS DERECHOS DE LA PERSONA EN LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA DE 1978 Y EN SU INTERPRETACIÓN POR EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL* I. C ONSIDERACIÓN PREVIA: LA JUDICIALIZACIÓN DEL ORDENAMIENTO CONSTITUCIONAL

En nuestros días se admite de modo generalizado que la creación judicial del derecho no es ya patrimonio exclusivo de sistemas, como el norteamericano, de common law , en donde el derecho progresa en buena medida a golpe de sentencias, que perfeccionan, matizan y a veces incluso inflexionan el orden jurídico. Bien al contrario, la importancia de lo que suele denominarse “derecho judicial”, para contraponerlo al “derecho legal”, ha aumentado de modo muy sensible en los sistemas jurídicos continentales europeos. En el ámbito de la formación jurisprudencial del derecho, la jurisdicción constitucional se sitúa en una posición muy peculiar, que proviene, de un lado, de que los Tribunales Constitucionales no suelen ser órganos integrados en el Poder Judicial, y de otro, sobre todo, de que sus decisiones gozan de una eficacia muy superior a la propia de una sentencia ordinaria, de una, dirá Sandulli, 1 verdadera y propia fuerza de ley. El Tribunal Constitucional lleva a cabo una función que si, por una parte, supone el ejercicio de una actividad propia de un legislador negativo, por otra, a través de su carácter de “intérprete supremo de la Constitución” (como lo considera el artículo 1.1 de su propia Ley Orgánica),

* Ponencia presentada al Simposio de Derecho del Estado organizado por la Universidad Externado de Colombia (mayo de 1993). 1 Sandulli, Aldo, “Natura, funzione ed effetti delle pronunce della Corte Costituzionale sulla legittimità delle leggi”, Rivista Trimestrale di Diritto Pubblico , 1959, pp. 44 y ss.

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cuyas sentencias vinculan a todos los poderes públicos, ejerce una actividad creativa de normas generales. 2 La función asumida por los tribunales constitucionales encuentra su justificación en lo que Otto Bachof3 entendiera como “enérgica pretensión de validez de las normas materiales de nuestra Constitución” (en referencia, como es de sobra conocido, a la Bonner Grundgesetz), y todo ello como resultante última de un orden de valores que vincula directamente a los tres clásicos poderes del Estado, un orden axiológico que ha de ser considerado anterior a la Constitución y que, consecuentemente, no ha sido creado por ésta, que se limita a reconocerlo y garantizarlo, y cuyo fundamento último se encuentra en los valores determinantes de la cultura occidental. No deja de ser sorprendente que la aparición de un mecanismo de defensa del orden constitucional como es la jurisdicción constitucional tenga lugar en el constitucionalismo de entreguerras, periodo en el que se produce la quiebra histórica del concepto de Constitución clásica, pero tal hecho, lejos de toda incoherencia, casa a la perfección con la circunstancia, advertida por De Vega, 4 de que la impresionante quiebra histórica de los principios organizativos en que descansaba el viejo orden liberal, no implica en modo alguno la quiebra de los valores que ese orden pretendía realizar. De lo que se trataba, pues, no era de negar los supuestos en que reposaba todo el constitucionalismo, sino de procurar que esos supuestos no quedaran convertidos en letra muerta de la ley. A 2 Gustavo Zagrebelsky ha hablado al respecto del “ ruolo normativo” de la “Corte Costituzionale” en Italia, “nel duplice significato di produzione immediata di regole di diritto non legislativo e di partecipazione al processo legislativo” (Zagrebelsky, Gustavo, “La Corte Costituzionale e il legislatore”, Corte Costituzionale e sviluppo della forma di governo in Italia , a cura di Paolo Barile, Enzo Cheli y Stefano Grassi, Bologna, Il Mulino, 1982, p. 103. En este sentido, son ejemplos significativos de creación judicial del derecho, en el ámbito de nuestro ordenamiento constitucional, la extensión de la garantía judicial de algunos derechos fundamentales, como es el caso, muy relevante por lo demás, del derecho a la tutela judicial efectiva; asimismo, la extraordinaria proyección de algunos principios o valores del ordenamiento jurídico, como es el caso del valor libertad o del valor igualdad. 3 Bachof, Otto, Grundgesetz und Richtermacht , Tübingen, 1959. Traducción española de Rodrigo Bercovitz, Jueces y Constitución , Madrid, 1963 (posterior edición en Madrid, Civitas, 1985), pp. 27 y 28. 4 Vega, Pedro de, “Jurisdicción constitucional y crisis de la Constitución”, Estudios político constitucionales , México, UNAM, 1987, pp. 283 y ss.; en concreto, pp. 293-298.

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tal fin responderá la aparición de la jurisdicción constitucional. Y así, Leibholz podrá decir que el Tribunal Constitucional es el “supremo guardián de la Constitución”. 5 La sustancia material de la Constitución, ese orden de valores subyacente a ella, propiciará que el texto constitucional se convierta en la clave normativa del sistema, circunstancia que afectará al funcionamiento de todo el sistema jurídico, tanto por la necesaria reordenación del mismo a través del postulado esencial de la “interpretación conforme a la Constitución”, como porque, como bien señalara entre nosotros García de Enterría, 6 ese postulado impondrá, en su más alto grado, el criterio interpretativo por principios generales, por cuanto la identificación de los principios constitucionales va a remitir constantemente a un cuadro de valores que no por genéricos o imprecisos habrán de ser menos operativos. El orden axiológico de la Constitución encuentra su manifestación culminante en los derechos fundamentales, que aunque ampliamente contemplados por el constituyente español, requieren de una constante redefinición a fin de acomodarlos a las siempre mutantes exigencias de la realidad social, todo ello al margen ya de la ineludibilidad, en ciertos casos, de acotar el ámbito de vigencia de determinados derechos que colisionan entre sí. Es aquí donde cobra especial relevancia la labor del Tribunal Constitucional. El alto tribunal es competente para conocer del recurso de amparo “por violación de los derechos y libertades referidos en el artículo 53.2” de la Constitución (artículo 161.1, b), esto es, del derecho a la igualdad jurídica, de los derechos fundamentales y libertades públicas que la Constitución acoge en la sección primera del capítulo 2o. de su título I y del derecho a la objeción de conciencia. Y como bien ha dicho Rubio Llorente, 7 el recurso de amparo tiene como auténtica función la de servir de instrumento para precisar, definir y, en cuanto sea necesario, redefinir continuamente el contenido de los derechos fundamentales. 5 Leibholz, Gerhard, Problemas fundamentales de la democracia moderna , Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1971, pp. 147 y 148. 6 García de Enterría, Eduardo, en el Prólogo a la traducción española de la obra de Bernard Schwartz, Los diez mejores jueces de la historia norteamericana , Madrid, Civitas, 1980, pp. 13 y 14. 7 Rubio Llorente, Francisco, “Sobre la relación entre Tribunal Constitucional y Poder Judicial en el ejercicio de la jurisdicción constitucional”, Revista Española de Derecho Constitucional, núm. 4, enero-abril de 1982, pp. 35 y ss.; en concreto, p. 67.

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La Constitución española ha sido bastante parca a la hora de suministrar cláusulas interpretativas, pues, en realidad, su articulado tan sólo acoge una: la cláusula del artículo 10.2, de conformidad con el cual, las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España. Ello no quiere decir que en el articulado constitucional no existan principios que puedan tener un valor interpretativo; bien al contrario, por poner tan sólo un ejemplo, los principios fundamentales del orden jurídico-político (así, la definición del Estado como social y democrático de derecho del artículo 1. 1, CE) tienen ese valor hermenéutico; más aún, el principio del Estado social preside en buena medida la labor interpretativa del Tribunal Constitucional, de modo similar a como acontece en la República Federal Alemana. 8 Ahora bien, a partir de esos principios, es al Tribunal a quien corresponde su canalización jurídica y la concreción de su operatividad, por lo que bien puede sostenerse, como se ha apuntado, 9 que el constituyente dejó en manos del Tribunal Constitucional la tarea de elaborar una teoría jurídica de los derechos fundamentales acorde con la Constitución. Cuanto acabamos de exponer revela, a nuestro juicio, con meridiana claridad, la extraordinaria relevancia de la labor que viene realizando el Tribunal Constitucional en todos los ámbitos materiales de la Constitución, pero de modo muy particular en el que se refiere a los derechos fundamentales de la persona. Por ello mismo, una exposición sistemática de la dogmática de los derechos en la Constitución de 1978 exige prestar una prioritaria atención a la doctrina constitucional, esto es, a la 8 En este sentido, Amirante, en un estudio sobre la transformación de los derechos fundamentales en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional Federal alemán, llega a la conclusión de que las dos cláusulas generales del “Estado de derecho” (entendido en un sentido material) y del “Estado social” se han proyectado por la jurisprudencia del Tribunal hacia el futuro, en especial en la interpretación de los derechos fundamentales, con la mirada puesta en el pasado. En definitiva, esas cláusulas han operado como elemento dinamizador de la interpretación de los derechos. Amirante, Carlo, “La Costituzione come ‘sistema di valori’ e la trasformazione dei diritti fondamentali nella giurisprudenza della Corte Costituzionale Federale”, Politica del Diritto, Bologna, año XII, núm. 4, diciembre de 1981, pp. 9 y ss.; en concreto, p. 38. 9 Aguiar de Luque, Luis, “Dogmática y teoría jurídica de los derechos fundamentales en la interpretación de éstos por el Tribunal Constitucional español”, Revista de Derecho Político, núms. 18-19, verano-otoño de 1983, pp. 17 y ss.; en concreto, p. 18.

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jurisprudencia sentada por el juez de la Constitución a lo largo de los más de doce años en que ya viene actuando. II. EL SISTEMA AXIOLÓGICO POSITIVIZADO POR LA C ONSTITUCIÓN DE 1978 La Constitución de 1978 encabeza su texto dispositivo con esta determinación: “España se constituye en un Estado social y democrático de derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”. A la vista de este precepto, puede avanzarse ya que la Constitución ha evitado caer en el reduccionismo del positivismo estatalista. El hecho de que la norma en cuestión recurra al concepto de “ordenamiento jurídico” podría ofrecernos una argumentación suficiente como para sostener que el constituyente ha evitado caer en un positivismo normativista, pues como es de sobra conocido, si bien el concepto de “ordenamiento jurídico” arranca del positivismo, tras una serie de desarrollos logra superarle. Tras las fundamentales aportaciones de Santi Romano, 10 hoy resulta evidente que el ordenamiento no es un mero agregado de normas, sino una realidad dinámica en la que las normas cambian, si bien el ordenamiento permanece, en tanto subsisten los principios que le dan vida. Con todo, la superación constitucional del normativismo positivista hay que buscarla de modo prioritario en la sujeción del ordenamiento a un orden de valores. Es al Estado a quien se imputa el ordenamiento en el artículo 1.1, pero también es el propio Estado quien “propugna” unos valores superiores del ordenamiento. Y como recuerda Hernández Gil, 11 “propugna” equivale a decir que el Estado, definido como social y democrático de derecho, asume la misión de que el ordenamiento jurídico tienda hacia esos valores, los alcance y realice. En consecuencia, para nuestra Constitución, el ordenamiento jurídico no se legitima per se, por proceder del Estado y atenerse a los cauces procedimentales de elaboración y formulación formalmente enunciados por la propia Constitución; bien al contrario, el ordenamiento se nos ofrece como el instrumento 10 Romano, Santi, L’ordinamento giuridico , Florencia, Sansoni, 1918. 11 Hernández Gil, Antonio, El cambio político español y la Constitución ,

na, Planeta, 1982, p. 371.

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para la realización de los fines que la norma suprema enuncia como valores. De esta forma, queda establecida una íntima conexión entre ordenamiento y valores, con lo que ello supone de reconocimiento de la dimensión axiológica del derecho. El carácter objetivo de los valores ha de compaginarse, en la línea que ya Recaséns apuntara, 12 con la relatividad de las estimaciones concretas. En efecto, la objetividad que reconocemos a los criterios básicos no impide ni estorba el que los juicios de valor concretos, las estimaciones particulares, sean inevitablemente relativos a situaciones reales concretas, históricas, y por lo tanto a las circunstancias de hecho, del lugar y de la época. Estas relatividades no se oponen a la objetividad de los criterios, porque tales relatividades no implican subjetivismo fortuíto, antes bien representan el condicionamiento y la influencia que la realidad social particular debe y tiene que ejercer sobre la elaboración de las normas jurídicas. Y en esta proyección de los valores sobre la realidad social concreta el Tribunal Constitucional está llamado a desempeñar un papel fundamental. Por lo demás, conviene destacar que en cuanto la Constitución de 1978 no se ha limitado a considerar los valores alojados en el cuadro de los derechos fundamentales (pensemos, por ejemplo, que la libertad y la igualdad irrumpieron en el constitucionalismo liberal burgués como contenido de los derechos individuales), sino que ha preferido declararlos de modo expreso, los valores han venido a impregnar el conjunto del ordenamiento jurídico objetivamente entendido. Este Wertordnung que debe impregnar el conjunto del ordenamiento jurídico aparece expresado no sólo por el artículo 1.1, sino también por el artículo 10.1 de la lex superior, que eleva la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes y el libre desarrollo de la personalidad, como también el respeto a la ley y a los derechos de los demás, a la categoría de “fundamento del orden político y de la paz social”. Ambas disposiciones (los artículos 1.1 y 10.1, CE) nos proporcionan auténticos principios constitucionales, o lo que es igual, principios que encarnan los valores esenciales del orden jurídico en su conjunto, al que dotan de unidad de sentido, pues, como bien dice García de Ente12 Recaséns Siches, Luis, Introducción al estudio del derecho , México, Porrúa, 1981, p. 289.

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rría, 13 la unidad del ordenamiento es, sobre todo, una unidad material de sentido, expresada en unos principios generales del derecho, que o al intérprete toca investigar y descubrir, o, como en el caso español, es la propia Constitución la que los declara de manera formal. Consecuentemente con todo lo expuesto, los valores materiales a que venimos refiriéndonos no son mera retórica; no estamos en presencia de unos simples principios programáticos; por el contrario, nos hallamos ante el mismo soporte básico del ordenamiento en su conjunto, ante la base que le otorga su sentido y su coherencia. Por ello mismo, estas normas materiales se han convertido en los principios jerárquicamente superiores que han de presidir la labor de interpretación jurídica, lo que a su vez ha consolidado el principio de interpretación del ordenamiento conforme a la Constitución. En definitiva, de la Constitución de 1978 puede afirmarse lo mismo que el Tribunal Constitucional Federal alemán sostuviera de la ley fundamental de Bonn: se trata de un ordenamiento vinculado a los valores, que por ello mismo se sitúa en las antípodas de aquellos ordenamientos constitucionales supuestamente caracterizados por su neutralidad valorativa, de entre los que bien puede citarse como ejemplo la Constitución de Weimar. 14 El orden axiológico a que venimos refiriéndonos encuentra su manifestación más visible y destacada en los derechos fundamentales de la persona, que, como ha reconocido el juez de la Constitución, 15 responden a un sistema de valores y principios de alcance universal que subyacen a la Declaración Universal y a los diversos convenios internacionales sobre derechos humanos ratificados por España, y que, asumidos como “decisión constitucional básica”, han de informar todo nuestro ordenamiento jurídico. Quiere todo ello decir que los derechos fundamentales forman parte del sistema axiológico positivizado por la Constitución y, por lo mismo, constituyen los fundamentos materiales del ordenamiento jurídico.

13 García de Enterría, Eduardo y Fernández, Tomás-Ramón, Curso de derecho administrativo , 4a. ed., Madrid, Civitas, 1986, t. I, p. 128. 14 BVerfGE 2, 12. 15 Sentencia del Tribunal Constitucional (en adelante STC) 21/1981, del 15 de junio, fund. jur. 10.

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III. LA FUNDAMENTACIÓN DEL ORDEN POLÍTICO EN LA DIGNIDAD DE LA PERSONA Y EN LOS DERECHOS QUE LE SON INHERENTES El artículo 10.1 de la Constitución —al que nos referimos con anterioridad— supone la consagración de la persona y de su dignidad no sólo como el fundamento de la totalidad del orden político, sino, y por ello mismo, también como el principio rector supremo del ordenamiento jurídico. Se condensa aquí, en clave principal, dirá Parejo, 16 la filosofía, los criterios axiológicos a que responde el ordenamiento constitucional y que sustentan el orden dogmático constitucional. El valor último es evidentemente el de la dignidad de la persona humana, de la que fluye el principio de libertad, único que puede asegurar, como afirmara Recaséns, 17 un contenido valorativo al derecho. “En el ordenamiento liberal democrático la dignidad del hombre —según el Tribunal Constitucional Federal alemán— 18 es el valor superior. Por lo mismo, el hombre goza de una personalidad capaz de organizar su vida de un modo responsable. Su dignidad exige que se garantice el más amplio desarrollo posible de su personalidad”. Como dijera Goldschmidt, 19 cada persona humana individual es una realidad en sí misma, mientras que el Estado no es más que una realidad accidental, ordenada como fin al bien de las personas individuales. Parece, pues, perfectamente oportuno afirmar que el derecho fundamental para el hombre, base y condición de todos los demás, es el derecho a ser reconocido siempre como persona humana. El derecho, el ordenamiento jurídico en su conjunto, no quedará iluminado, en términos de Lucas Verdú, 20 legitimado, sino mediante el reconocimiento de la dignidad de la persona humana y de los derechos que le son inherentes. Pues bien, en cuanto la Constitución parte de este principio, al fundamentar la totalidad del orden político en él, bien puede sostenerse que en nuestra norma suprema late un sustrato filosófico iuspersonalista . 16 Parejo Alfonso, Luciano, Estado social y administración pública , Madrid, Civitas, 1983, p. 71. 17 Recaséns Siches, Luis, op. cit., nota 12, p. 334. 18 BVerfGE 39, 41. 19 Goldschmidt, Werner, Introducción filosófica al derecho , 6a. ed., Buenos Aires, Depalma, 1983, p. 543. 20 Lucas Verdú, Pablo, Curso de derecho político , vol. IV: Constitución de 1978 y transformación político-social española , Madrid, Tecnos, 1984, p. 320.

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Entre nosotros, el Tribunal Constitucional ha precisado el significado de esta primacía de la dignidad de la persona al subrayar que la proyección sobre los derechos individuales de la regla del artículo 10.1 implica que, “en cuanto valor espiritual y moral inherente a la persona”, 21 la dignidad ha de permanecer inalterada cualquiera que sea la situación en que la persona se encuentre, constituyendo, en consecuencia, un minimum invulnerable que todo estatuto jurídico debe asegurar, de modo que, sean unas u otras las limitaciones que se impongan en el disfrute de derechos individuales, no conlleven menosprecio para la estima que, en cuanto ser humano, merece la persona. 22 La elevación por el propio artículo 10.1 de “los derechos inviolables que le son inherentes” (a la persona) a idéntica categoría de fundamento del orden político no es sino la resultante obligada de la primacía del valor constitucional último, la dignidad de la persona humana. Todos los derechos que la Constitución proclama, de una u otra forma, se encaminan a posibilitar el desarrollo integral del ser humano exigido por su misma dignidad. El reconocimiento de estos derechos se vincula íntimamente con dos de los valores superiores del ordenamiento jurídico: la libertad y la igualdad. El valor libertad, en una de sus dimensiones, la organizativa, 23 se constituye en la misma raíz de los derechos fundamentales. A su vez, éstos no son comprensibles al margen del valor igualdad. Y en relación con el valor igualdad es obligado que nos hagamos brevemente eco del principio de igualdad material que acoge el trascendental artículo 9.2 de la Constitución, fiel trasunto de la conocida “cláusula Lelio Basso ” de la Constitución italiana. 24 El referido artículo 9.2 exige 21 STC 22 STC

53/1985, del 11 de abril, fund. jur. 8o. 120/1990, del 27 de junio, fund. jur. 4o. El Tribunal, en la misma Sentencia 120/190, ha procedido a delimitar negativamente el significado de esta cláusula constitucional, al precisar que el artículo 10.1 no significa ni que todo derecho le sea inherente (a la persona) —y por ello inviolable— ni que los que se califican de fundamentales sean in toto condiciones imprescindibles para su efectiva incolumidad, de modo que de cualquier restricción que a su ejercicio se imponga devenga un estado de indignidad (fund. jur. 4o.). 23 A juicio de Gregorio Peces-Barba (Los valores superiores , Madrid, Tecnos, 1984, p. 135), el valor “libertad” tiene dos grandes dimensiones, una organizativa y otra relacionada con el status de las personas en la organización social. 24 De conformidad con el párrafo 2 del artículo 3o. de la Constitución italiana: “E compito della Repubblica rimuovere gli ostacoli di ordine economico e sociale, che, li-

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de los poderes públicos la promoción de las “condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas” y la remoción de “los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud”. Un precepto como el inmediatamente anterior viene a desmentir, como el propio diputado italiano Lelio Basso ya sostuviera, todas aquellas afirmaciones constitucionales que dan por realizado lo que aún está pendiente por realizar (la democracia, la igualdad,... etcétera). Por ello, el precepto asume una virtualidad jurídica que desborda la propia de un mero mandato al legislador, convirtiéndose en una norma llamada a superar esa flagrante contradicción constitucional mediante la trasformación de la propia estructura constitucional en un sentido material. 25 Los potenciales efectos transformadores de la cláusula quedan perfectamente compendiados en un conocido comentario de Calamandrei, realizado respecto del párrafo 2 del artículo 3o. de la Constitución italiana: “per compensare le forze di sinistra della rivoluzione mancata, le forze di destra non si opposero ad accogliere nella costituzione una rivoluzione promessa”. 26 El progreso de la civilización humana, ha dicho Frosini con evidente razón, 27 se mide sobre todo en la ayuda dada por el más fuerte al más débil, en la limitación de los poderes naturales de aquél como reconocimiento de las exigencias morales de éste, en el aumento del sentido de una fraternidad humana sin la cual los derechos a la libertad se convierten en privilegios egoístas y el principio de igualdad jurídica, en una nivelación basada en el sometimiento al poder del más fuerte. Es preciso,

mitando di fatto la libertá e l’eguaglianza dei citadini, impediscono il pieno sviluppo della persona umana e l’effettiva partecipazione di tutti i lavoratori all’organizzazione politica, economica e sociale del paese”. 25 Romagnoli, Umberto, “Il principio d’eguaglianza sostanziale”, en el colectivo Commentario della Costituzione , vol. 1: Principi fondamentali , a cura di Giuseppe Branca, Bologna-Roma, Nicola Zanichelli Editore-Soc. Ed. del Foro Italiano, pp. 162 y ss., en concreto p. 166. 26 Calamandrei, Piero, “Introduzione storica sulla Costituente”, Commentario sistematico alla Costituzione italiana , diretto da P. Calamandrei y A. Levi, Firenze, 1960, vol. 1o., p. CXXXV. 27 Frosini, Vittorio, “Los derechos humanos en la sociedad tecnológica”, Anuario de Derechos Humanos , Madrid, Universidad Complutense, núm. 2, 1983, pp. 101 y ss., en concreto p. 107.

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pues, que esos derechos que Bidart ha denominado “imposibles”, 28 esto es, aquellos que un hombre no alcanza a ejercer y gozar, encuentren un remedio efectivo. De lo anteriormente expuesto se desprende la enorme virtualidad político-constitucional de una cláusula como la del artículo 9.2 de nuestra lex superior, cuya eficacia debe verse reforzada, por lo menos en el nivel de la interpretación jurídico-constitucional, si se atiende, como es obligado hacer a efectos hermenéuticos, a algunas de las proclamaciones realizadas en el Preámbulo de la Constitución, y de modo específico a la voluntad de la nación española de “garantizar la convivencia democrática... conforme a un orden económico y social justo”, y asimismo a su deseo de “establecer una sociedad democrática avanzada”, idea ésta que bien podemos entender que marca un aspecto radical del telos de la Constitución, encerrando enormes posibilidades de desarrollo, dado el enorme valor político-declaratorio del Preámbulo de la Constitución. Nuestro Tribunal Constitucional ha ratificado la virtualidad jurídica de la cláusula de igualdad material del artículo 9.2 al entender que un acto del Poder Legislativo se revela arbitrario cuando engendre desigualdad. “Y no ya —precisa el juez de la Constitución— 29 desigualdad referida a la discriminación (que ésta concierne al artículo 14), sino a las exigencias que el artículo 9.2 conlleva, a fin de promover la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra, finalidad que en ocasiones exige una política legislativa que no puede reducirse a la pura igualdad ante la ley”. Retornando a la significación de la cláusula constitucional del artículo 10.1, hemos de decir que la elevación de los derechos de la persona a la categoría de fundamento del orden político se enmarca en una evolución constitucional cuya génesis se retrotrae al constitucionalismo de entreguerras, por lo menos a nivel de discusión doctrinal, eclosionando con toda intensidad a partir de 1945. Recordemos a este respecto que en la doctrina alemana ya Smend reaccionaría contra las tesis de Schmitt. Mientras para éste los derechos fundamentales en sentido propio son, esencialmente, derechos del hom-

28 Bidart Campos, Germán J., Tratado elemental de derecho constitucional argentino, t. I: El derecho constitucional de la libertad, Buenos Aires, Ediar, 1986, p. 210. 29 STC 27/1981, del 20 de julio, fund. jur. 10.

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bre individual libre frente al Estado, 30 para Smend los derechos fundamentales son un medio de integración objetiva, concepción que apoya en que: ... los derechos fundamentales son los representantes de un sistema de valores concreto, de un sistema cultural que resume el sentido de la vida estatal contenida en la Constitución. Desde el punto de vista político, esto significa una voluntad de integración material; desde el punto de vista jurídico, la legitimación del orden positivo estatal y jurídico. Este orden positivo es válido sólo en cuanto que representa este sistema de valores y precisamente por él se convierte en legítimo. 31

Poco tiempo después de formular tales reflexiones, en su famosa conferencia pronunciada en la Universidad Friedrich Wilhelm de Berlín, el 18 de enero de 1933, Smend llegará a sus últimas conclusiones al afirmar que la esfera de los derechos fundamentales emerge “no como una barrera o reserva que separe al ciudadano del Estado, sino como lazo de unión con él, como fundamento de su adecuación política”. 32 A partir de 1945, como recuerda Klein, 33 se ha ido intentando liberar de su contraposición a un conjunto de conceptos enfrentados en el inmediato pretérito, como los de “democracia”, “Estado” y “derecho”. En la misma dirección debe situarse la nueva visión de los derechos fundamentales, que dejan de concebirse como meras libertades individuales, o lo que es igual, como simples derechos de defensa frente al Estado, para revestirse a la par de un carácter funcional, institucional, a tenor del cual se convierten en el fundamento último del propio Estado. A partir de este momento, estaban sentadas las bases teóricas de la consideración de los derechos fundamentales como parte esencial de un 30 Schmitt, Carl, Verfassungslehre , traducc. española, Teoría de la Constitución , Madrid, Alianza Editorial, 1982, p. 170. 31 Smend, Rudolf, “Verfassung und Verfassungsrecht” (1928), en la obra de recopilación de algunos de sus trabajos, Constitución y derecho constitucional , Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1985, p. 232. 32 Smend, Rudolf, “Bürgen und Bourgois im deutschen Staatsrecht”, Staatsrechtliche Abhandlungen, 1955, pp. 309 y ss. Recogido en la obra, Constitución y derecho constitucional, cit., nota 31, pp. 247 y ss.; en concreto, p. 258. 33 Klein, Hans H., “Die Grundrechte in demokratischen Staat-kritische Bemerkungen zur Ausgung der Grundrechte in der deutschen Staatsrechtlehre des Gegenwart”, Stuttgart Kohlhammer Verlag, 1974. Citado por Menéndez Rexach, Eduardo, “Interpretación judicial y derechos fundamentales”, Actualidad Administrativa , núm. 10, marzo de 1988, pp. 533 y ss.; en concreto, p. 535.

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ordenamiento jurídico democrático, a la par que como elemento de legitimación del mismo. La Bonner Grundgesetz haría suya esta nueva concepción de los derechos al contemplarlos en el párrafo 2 del artículo 1o. como el “fundamento de toda comunidad humana”. Y en análoga dirección, el artículo 2o. de la Constitución italiana se abre con la fórmula de que “la República reconoce y garantiza los derechos inviolables del hombre”. En definitiva, los derechos fundamentales se han convertido en un patrimonio común de los ciudadanos individual y colectivamente considerados, a la par que en un elemento constitutivo del ordenamiento jurídico, con lo que han venido a establecer una especie de vínculo directo entre los individuos y el Estado, operando en último término como fundamento de la propia unidad política, concepción que, como tendremos más adelante oportunidad de ver, ha sido plenamente asumida por nuestra jurisprudencia constitucional. Pero es que, además, como antes anticipamos, los derechos fundamentales han dejado de concebirse como simples libertades negativas, como meros derechos de defensa frente al Estado. Como advierte Barbera, 34 la libertad ha pasado a ubicarse entre los derechos y las instituciones, pues las exigencias de nuestro tiempo parecen demandar más “institutos de libertad” que “derechos de libertad”. Los ciudadanos perciben la conveniencia de reivindicar más “contrapoderes” que “libertad” (negativa) y los poderes públicos, correlativamente, han de “promover” más que “garantizar” la libertad, en un marco que se oriente a la superación de la vieja concepción de la libertad como mera libertad frente al Estado, como simple derecho individual. Esta concepción institucional de los derechos se manifiesta con especial intensidad en algunos de ellos, como es el caso, por poner un ejemplo bien significativo, de las libertades informativas reconocidas por el artículo 20 de la Constitución, que presentan no sólo una dimensión individual, sino también una vertiente institucional. En efecto, el derecho a la libertad de expresión e información no sólo es un derecho fundamental de toda persona que se entrelaza con su dignidad, sino que se nos presenta asimismo como indispensable para que pueda existir un auténtico sistema democrático, por cuanto que las elecciones sólo pueden 34 Barbera, Augusto, “Comentario al artículo 2o. de la Constitución italiana”, en el colectivo, Commentario della costituzione, cit., nota 25, pp. 50 y ss.; en concreto, p. 76.

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desempeñar con exactitud su función cuando el ciudadano se encuentra en condiciones de poderse formar un juicio sobre la vida política y la conducta de sus gobernantes, de modo tal que pueda aprobar o rechazar su gestión. De ahí que nuestro Tribunal Constitucional, ubicándose en esta línea conceptual, haya admitido, en lo que constituye una reiteradísima doctrina constitucional, 35 que las libertades informativas del artículo 20 no son sólo derechos fundamentales de cada ciudadano, sino que “significan asimismo el reconocimiento y la garantía de una institución política fundamental, que es la opinión pública libre”, indisolublemente ligada al pluralismo político, valor fundamental de nuestro ordenamiento y requisito de funcionamiento del Estado democrático. IV. LA DOBLE NATURALEZA DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES Como ya hemos tenido oportunidad de señalar, los derechos fundamentales son la expresión más inmediata de la dignidad humana, y desde esta perspectiva es indiscutible que presentan sustancialmente una vertiente subjetiva que se traduce en la posibilidad de un agere licere dentro de un determinado ámbito. Sin embargo, y como creemos que se desprende con facilidad de todo lo inmediatamente antes expuesto, los derechos fundamentales poseen además otra significación, esta vez objetiva. Como al efecto sostiene Schneider, 36 los derechos son, simultáneamente, la conditio sine qua non del Estado constitucional democrático, puesto que no pueden dejar de ser pensados sin que peligre la forma de Estado o se transforme radicalmente. Por lo mismo, hoy se admite de modo generalizado que los derechos cumplen “funciones estructurales” de suma importancia para los principios conformadores de la Constitución. De esta forma, en el Estado de derecho, al mismo tiempo que los derechos fundamentales operan como derechos de defensa frente al Estado, contribuyendo de esta forma a la salvaguarda de la libertad individual, se objetivizan, operando, como ya significara el Tribunal Constitucional

35 Entre otras, SSTC 6/1981, del 16 de marzo; 12/1982, del 31 de marzo; 104/1986, del 17 de julio, y 159/1986, del 16 de diciembre. 36 Schneider, Hans-Peter, “Peculiaridad y función de los derechos fundamentales en el Estado constitucional democrático”, Revista de Estudios Políticos , nueva época, núm. 7, enero-febrero de 1979, pp. 7 y ss.; en concreto, p. 23.

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Federal alemán, en lo que constituye una reiteradísima doctrina, como elementos del ordenamiento objetivo. En el Estado democrático, los derechos, muy especialmente los de participación política, constituyen, como ha dicho Haberle, 37 el “fundamento funcional de la democracia' por antonomasia. Por último, en el Estado social, los derechos, aún los de naturaleza civil y política, tienen implicaciones de naturaleza económica y social, como bien reconociera el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. 38 Pero es que, además, los derechos fundamentales como señala Schneider, 39 cristalizan como “directrices constitucionales y reglas de actuación legislativa', de las que se desprende la obligación —no accionable, pero sí jurídicamente vinculante— de una determinada puesta en marcha de la actividad estatal. Como puede apreciarse, los cambios que han experimentado los derechos son más que notables, en especial si se confrontan con la clásica concepción de los mismos en el Estado liberal. Estas mutaciones se han visto reflejadas en los ordenamientos constitucionales, y aún más en la jurisprudencia sentada por los órganos titulares de la jurisdicción constitucional. Y así, en la República Federal Alemana se ha podido constatar una transformación de las normas referentes a los derechos, que de normas destinadas a la defensa del ciudadano frente al Estado, han pasado a ser normas-principio con la función de defender a la persona humana frente a las intervenciones inconstitucionales del legislador, e incluso, frente a aquellas agresiones a los derechos que tengan su origen en terceros, esto es, en ciudadanos privados. 40 En sintonía con estos cambios, el Tribunal Constitucional español ha podido afirmar 41 que los derechos fundamentales no incluyen solamente derechos subjetivos de defensa de los individuos frente al Estado, sino, asimismo, garantías institucionales y deberes positivos por parte del propio Estado. El Tribunal Constitucional español se ha hecho eco, ya en uno de sus primeros pronunciamientos, de la que bien podríamos considerar como 37 Haberle, Peter, “Die Wesensgehaltgarantie des Art. 19 Abs. 2 GG', Karlsruhe, 1962, p. 17. 38 Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos del 9 de octubre de 1979 (caso Airey), fundamentos de derecho, 26. 39 Schneider, Hans-Peter, op. cit., nota 36, p. 32. 40 Amirante, Carlo, op. cit., nota 8, p. 45. 41 STC 53/1985, del 11 de abril, fund. jur. 4o.

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doctrina de la doble naturaleza, subjetiva y objetiva, de los derechos fundamentales, cuya trascendencia jurídica será indiscutible. A juicio del Tribunal, 42 los derechos tienen un doble carácter. En primer lugar, los derechos fundamentales son “derechos subjetivos, derechos de los individuos no sólo en cuanto derecho de los ciudadanos en sentido estricto, sino en cuanto garantizan un status jurídico o la libertad en un ámbito de la existencia”. Pero al propio tiempo, y sin perder esa naturaleza subjetiva, los derechos son “elementos esenciales de un ordenamiento objetivo de la comunidad nacional, en cuanto éste se configura como marco de una convivencia humana justa y pacífica, plasmada históricamente en el Estado de derecho y, más tarde, en el Estado social de derecho o el Estado social y democrático de derecho, según la fórmula de nuestra Constitución” (artículo 1.1). Como con facilidad se puede apreciar, el influjo tanto de la doctrina como de la misma jurisprudencia del Tribunal de Karlsruhe es bien visible en la doctrina acuñada por nuestro “intérprete supremo de la Constitución”. Esta vertiente objetiva de los derechos fundamentales, que complementa su tradicional naturaleza subjetiva, y que los erige en “componentes estructurales básicos” del ordenamiento jurídico, 43 al que dan sus contenidos básicos, se explica en razón de que son la expresión jurídica de un sistema de valores que, por decisión del constituyente, ha de informar el conjunto de la organización jurídica y política. Por lo mismo, el juez de la Constitución ha entendido 44 que los derechos fundamentales constituyen la esencia misma del régimen constitucional y, en sintonía con ello, nada que les afecte puede ser considerado trivial o inimportante. 45 Esta relevancia constitucional de los derechos explica que el alto Tribunal haya considerado 46 que nada que concierna al ejercicio por los ciudadanos de los derechos que la Constitución les reconoce podrá entenderse nunca ajeno al propio Tribunal.

STC 25/1981, del 14 de julio, fund. jur. 5o. SSTC 53/1985, del 11 de abril, fund. jur. 4o. y 129/1989, del 17 de julio, fund. jur. 3o. 44 STC 34/1986, del 21 de febrero, fund. jur. 1o. 45 STC 1/1985, del 9 de enero, fund. jur. 4o. 46 SSTC 26/1981, del 17 de julio, fun. jur. 14, y 7/1983, del 14 de febrero, fund. jur. 1o. 42 43

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En conexión con el carácter subjetivo de los derechos, el Tribunal ha estimado que los mismos son irrenunciables, considerando esta irrenunciabilidad como una proposición jurídica indiscutible. 47 Asimismo, el alto Tribunal ha proclamado la permanencia e imprescriptibilidad de los derechos desde su reconocimiento por la Constitución. 48 Sin embargo, ese carácter de “permanentes e imprescriptibles” es compatible con que para reaccionar frente a cada lesión concreta que un ciudadano entienda haber recibido contra un derecho fundamental, el ordenamiento limite temporalmente la vida de la correspondiente acción, cuya prescripción en modo alguno puede extinguir el derecho fundamental de que se trate, que el ciudadano podrá continuar ejerciendo y que podrá hacer valer en relación con cualquier otra lesión futura. 49 Del carácter objetivo de los derechos, o lo que es lo mismo, de su peculiar significación y finalidades dentro del orden constitucional, se desprende a su vez que la garantía de su vigencia no puede limitarse a la posibilidad del ejercicio de pretensiones por parte de los individuos, sino que ha de ser asumida también por el Estado. De ahí que el Tribunal Constitucional haya entendido 50 que de la obligación del sometimiento de todos los poderes a la Constitución, que contempla el artículo 9.1 de la lex superior, no solamente se deduce la obligación negativa del Estado de no lesionar la esfera individual o institucional protegida por los derechos fundamentales, sino también la obligación positiva de contribuir a la efectividad de tales derechos y de los valores que representan, aun cuando no exista una pretensión subjetiva por parte del ciudadano. El legislador es quien en mayor medida resulta obligado por lo que acabamos de decir, pues es él quien recibe de los derechos fundamentales “los impulsos y líneas directivas”, obligación que adquiere especial relevancia allí donde un derecho o valor fundamental constitucionalmenSTC 11/1981, del 8 de abril, fund. jur. 14. En función de la irrenunciabilidad de los derechos, se considera en el Voto Particular I, 19, a la STC 5/1981, del 13 de febrero, que sería nula de pleno derecho cualquier cláusula de un contrato laboral en la que una de las partes (en el caso que nos ocupa, un profesor de un centro privado con un ideario propio) se comprometiera a renunciar de antemano a ejercer en un sentido determinado cualquier derecho o libertad fundamental (en el supuesto en cuestión, en atención al ideario del centro). 48 STC 7/1983, del 14 de febrero, fund. jur. 3o. 49 SSTC 58/1984, del 9 de mayo, fund. jur. 1o., y 7/1983, del 14 de febrero, fund. jur. 3o. 50 STC 53/1985, del 11 de abril, fund. jur. 4o. 47

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te positivizado pueda quedar vacío o debilitado de no establecerse los supuestos para su defensa. Nuestro “intérprete supremo de la Constitución” ha descendido al análisis específico de dicha obligación en algún ámbito concreto, como el laboral, en el que la desigual distribución de poder social entre trabajador y empresario y la distinta posición que uno y otro ocupan en las relaciones laborales elevan en cierto modo el riesgo de eventuales menoscabos de los derechos fundamentales del trabajador. Por ello mismo, el Tribunal se ha cuidado de advertir que nada legitima que quienes presten servicios en organizaciones empresariales por cuenta y bajo la dependencia de sus titulares “deban soportar despojos transitorios o limitaciones injustificadas de sus derechos fundamentales y libertades públicas”, 51 de suerte que “la celebración de un contrato de trabajo no implica en modo alguno la privación para una de las partes, el trabajador, de los derechos que la Constitución le reconoce como ciudadano”. 52 La precedente doctrina no es sino la resultante obligada de la más amplia reflexión de que el respeto a los derechos fundamentales y libertades públicas garantizados por la Constitución es un componente esencial del orden público, y, en consecuencia, han de tenerse por nulas, a juicio del alto Tribunal, 53 las estipulaciones contractuales incompatibles con este respeto. Ello nos conduce automáticamente a la problemática de la vigencia de los derechos en las relaciones inter privatos , pero el análisis de esta cuestión lo abordaremos con posterioridad. En todo caso, conviene significar que de la necesidad de respetar los derechos fundamentales no se sigue el derecho de una de las partes de una relación contractual (ni tan siquiera de la más débil) a imponer a las otras las modificaciones que considere oportunas. Y así, el juez de la Constitución ha entendido 54 que los derechos constitucionalmente garantizados al trabajador no pueden constituir un factor de alteración del entramado de derechos y obligaciones derivados de la relación laboral, pues, sin perjuicio de que por contraste con las normas constitucionales puedan ser invalidadas las normas legales o estipulaciones convencionales rectoras de la relación laboral, los derechos fundamentales no añaden 51 STC 52 STC 53 STC 54 STC

129/1989, del 17 de julio, fund. jur. 3o. 88/1985, del 19 de junio, fund. jur. 2o. 19/1985, del 13 de febrero, fund. jur. 1o. 129/1989, del 17 de julio, fund. jur. 3o.

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a ésta contenido determinado alguno, ya que “no constituyen por sí mismos ilimitadas cláusulas de excepción” que justifiquen el incumplimiento por parte del trabajador de sus deberes laborales. La obligación positiva de contribuir a la efectividad de los derechos fundamentales, que sobre todos los poderes públicos recae, puede en determinados casos decidir al legislador a proteger estos derechos penalmente, y en tal caso, como ha reconocido el alto Tribunal, 55 no es posible desconocer que la protección penal forma parte del derecho fundamental mismo. En consonancia con ello, si se produce una perturbación del derecho fundamental que esté penada por la ley, hay un derecho del ciudadano a esta protección penal, que en su caso podrá hacerse valer a través del recurso de amparo constitucional ante el Tribunal. V. EL ÁMBITO DE VIGENCIA DE LOS DERECHOS I. El carácter normativo de la Constitución, unánimente aceptado en nuestros días, quiere significar que no estamos en presencia de un mero catálogo de principios, sino de una norma cuyo contenido material a todos (ciudadanos y poderes públicos) vincula de modo inmediato, siendo sus preceptos, como regla general, sin perjuicio de algunas matizaciones particulares a esta regla, alegables ante los tribunales y debiendo considerarse su infracción antijurídica. Como en la misma dirección ha proclamado el Tribunal Constitucional, 56 que la Constitución es precisamente nuestra norma suprema y no una declaración programática o principial, es algo que se afirma de modo inequívoco y general en su artículo 9.1 donde se dice que “los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución”, sujeción o vinculatoriedad que se predica desde su misma entrada en vigor. Bien es verdad que este valor normativo necesita ser modulado en lo concerniente a los principios rectores de la política social y económica (artículos 39 a 52 de la CE), pero de lo que no puede caber la menor duda es de la vinculatoriedad inmediata, esto es, sin necesidad de una interpositio legislatoris, de una mediación previa del legislador ordinario, de los artículos 14 a 38, que integran el capítulo 2o. del título I, 55 SSTC 71/1984, del 12 de junio, fund. jur. 2o., y 73/1984, del 27 de junio, fund. jur. 2o. 56 STC 80/1982, del 20 de diciembre, fund. jur. 1o.

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capítulo que acoge los derechos y libertades, pues, por si aún cupiese alguna duda, el artículo 53.1 declara que los derechos y libertades reconocidos en dicho capítulo “vinculan a todos los poderes públicos”. En definitiva, los preceptos constitucionales relativos a los derechos y libertades del capítulo 2 del título I de la Constitución vinculan a todos los poderes públicos y son origen inmediato de derechos y obligaciones y no meros principios programáticos, 57 con lo que sus titulares no han de esperar para su ejercicio a ningún reconocimiento previo por parte de ningún poder público. 58 La constitucionalización no supone, pues, como ha reconocido el alto Tribunal, 59 la mera enunciación formal de un principio, sino la plena positivación de un derecho a partir del cual cualquier ciudadano podrá recabar su tutela ante los tribunales ordinarios. Esta vinculariedad o eficacia inmediata de los derechos no quiebra ni tan siquiera respecto de los llamados “derechos de configuración legal”. Cuando la norma suprema opera con arreglo a esa técnica, por la que se reserva al legislador la configuración del derecho, el mandato constitucional puede no tener, hasta que la regulación se produzca, más que un mínimo contenido, 60 pero ese mínimo contenido ha de ser protegido, incluso, llegado el caso, por el propio Tribunal Constitucional, en la vía del amparo constitucional, ya que, como el propio Tribunal ha reconocido, 61 en caso contrario se produciría la negación radical de un derecho (siempre y cuando, claro está, el derecho en cuestión sea susceptible de tutela en vía de amparo). En definitiva, la propia Constitución (en especial sus artículos 9.1 y 53. 1) y la jurisprudencia unánime y reiterada de su intérprete supremo sustentan la tesis de la plena virtualidad de los derechos desde el mismo momento en que han sido reconocidos por el texto constitucional, sin que sea precisa una ulterior concreción legislativa. Nuestra Constitución se sitúa de esta forma en la misma línea que la ley fundamental de Bonn, cuyo artículo 1o., párrafo 3, más explícitaSTC 21/1981, del 15 de junio, fund. jur. 17. STC 77/1982, del 20 de diciembre, fund. jur. 1o. STC 56/1982, del 26 de julio, fund. jur. 2o. Así, en relación con la objeción de conciencia, el alto Tribunal entendió que, hasta el momento de su regulación legal, el contenido mínimo del derecho debía consistir en la suspensión provisional de la incorporación a filas. STC 15/1982, del 23 de abril, fund. jur. 8o. 61 STC 15/1982, del 23 de abril, fund. jur. 8o. 57 58 59 60

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mente aún, proclama el principio de vinculatoriedad de los derechos fundamentales a los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial a título de derecho directamente aplicable, cláusula de la que, como recuerda Amirante, 62 el Tribunal de Karlsruhe ha deducido la centralidad de los derechos fundamentales como característica esencial de la ley fundamental de Bonn, rasgo éste de la centralidad de los derechos que, a nuestro entender, también puede ser aplicado al ordenamiento constitucional español a la vista de la determinación del artículo 10.1. Ello, a su vez, ha supuesto una auténtica revolución copernicana, que Krüger 63 ha compendiado en su conocida afirmación de que: “Antes los derechos fundamentales sólo valían en el ámbito de la ley, hoy las leyes sólo valen en el ámbito de los derechos fundamentales”. De la fuerza vinculante de los derechos se desprende la invalidez de todos aquellos actos de los poderes públicos que los desconozcan o que sean resultado de un procedimiento en el curso del cual hayan sido ignorados. 64 Por lo demás, aunque algún sector doctrinal 65 ha defendido la existencia de sensibles diferencias en el modo y grado de vinculación a los derechos fundamentales, precisando que la vinculación de los jueces y Tribunales se produce no de modo inmediato (como sucede con la vinculación a ellos del legislador o del Tribunal Constitucional), sino mediato, en el sentido de que esa vinculación se halla necesariamente mediada por el legislador y por el Tribunal Constitucional, es lo cierto que esa vinculatoriedad inmediata está expresamente contemplada por nuestro ordenamiento. A tenor del artículo 7.1 de la Ley Orgánica 6/1985, del 1o. de julio, del Poder Judicial, los derechos y libertades reconocidos en el capítulo 2o. del título I de la Constitución vinculan, en su integridad, a todos los jueces y tribunales y están garantizados bajo la tutela efectiva de los mismos. Esta primacía de los derechos, que han de ser reconocidos, especialmente aquéllos a que se refiere el artículo 53.2 de la CE (los derechos fundamentales y libertades públicas), en todo caso, de Amirante, Carlo, op. cit., nota 8, p. 40. Krüger, Herbert, “Die Einschrrünkung von Grundrechten nach Grundgesetz”, Deutsches Verwaltungsblatt, 1950, p. 626. 64 STC 63/1982, del 20 de octubre, fund. jur. 3o. 65 García Torres, Jesús, “Reflexiones sobre la eficacia vinculante de los derechos fundamentales”, Poder Judicial , segunda época, núm. 10, junio de 1988, pp. 11 y ss.; en concreto, pp. 12 y 24. 62 63

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conformidad con su contenido constitucionalmente declarado, impide, como el mismo artículo 7.2 de la Ley Orgánica del Poder Judicial prescribe, que las resoluciones judiciales puedan restringir, menoscabar o inaplicar dicho contenido, si bien, por contra, no conduce, ni puede conducir, como ha precisado el Tribunal Constitucional, 66 a una sucesión ilimitada de recursos judiciales, incompatible con el principio de seguridad jurídica. Finalmente, y también en relación con los propios jueces y tribunales, cabe decir que los derechos constituyen un límite que ha de ser respetado por éstos al adoptar las resoluciones relativas a la ejecución de las sentencias. 67 II. El ámbito de vigencia de los derechos iba a plantear una segunda cuestión que habría de ser resuelta por el Tribunal Constitucional. Nos referimos a la eficacia retroactiva de los derechos. El tema, como fácilmente puede comprenderse, se conecta muy estrechamente con el de la retroactividad de la propia Constitución. La Constitución es una norma cualitativamente distinta de las demás, por cuanto incorpora el sistema de valores esenciales que ha de constituir el orden de convivencia política. Como ha reconocido el juez de la Constitución, 68 esta singular naturaleza se traduce en una incidencia muy intensa sobre las normas anteriores, que han de ser valoradas desde la Constitución, produciéndose una pluralidad de efectos que el Tribunal pondría de manifiesto en su Sentencia 5/1981, del 2 de febrero. 69 La significación retroactiva de la Constitución se acentúa en lo que atañe a los derechos fundamentales, circunstancia que se explica sobre la base de la finalidad principal de la norma suprema: establecer y fundamentar un orden de convivencia política general de cara al futuro, singularmente en materia de derechos fundamentales y libertades públicas, “por lo que en esta materia ha de tener efecto retroactivo, en el sentido de poder afectar a actos posteriores a su vigencia que deriven de situa-

STC 110/1988, del 8 de junio, fund. jur. 3o. Auto del Tribunal Constitucional 444/1983, del 4 de octubre, fund. jur. 3o. STC 9/1981, del 31 de marzo, fund. jur. 3o. El carácter de “Ley posterior” da lugar a la derogación de las leyes y disposiciones anteriores opuestas a la misma, de acuerdo con su Disposición Derogatoria, núm. 3, es decir, a la pérdida de vigencia de tales normas para regular situaciones futuras. La naturaleza de “Ley superior” se refleja en la necesidad de interpretar todo el ordenamiento de conformidad con la Constitución, y en la inconstitucionalidad sobrevenida de aquellas normas anteriores incompatibles con ella 66 67 68 69

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ciones creadas con anterioridad y al amparo de leyes válidas en aquel momento, en cuanto tales actos sean contrarios a la Constitución'1. 70 Esta doctrina general ha de ser, sin embargo, concretada caso por caso, teniendo en cuenta las peculiaridades del mismo, y entre ellas, la mayor o menor autonomía del acto posterior, el hecho de que proceda o no de los poderes públicos y la circunstancia de que afecte o no a intereses o derechos de terceras personas. En su jurisprudencia inicial 71 el Tribunal sustentaría la eficacia retroactiva de la Constitución en el inciso final de la Disposición Transitoria 2a.1 de la Ley Orgánica 2/1979, del 3 de octubre, del Tribunal Constitucional, que permite una “débil eficacia retroactiva de la Constitución'1 en relación con leyes, disposiciones, resoluciones o actos anteriores a ella y que “no hubieran agotados sus efectos'1. Sin embargo, ya desde el primer momento, se opondría al reconocimiento de una retroactividad en grado máximo por cuanto que ésta iría contra la misma seguridad jurídica que el artículo 9.3 de la Constitución garantiza. En un momento ulterior, el Tribunal ha abordado la problemática que nos ocupa desde la perspectiva de una colisión de principios enfrentados: el principio de seguridad jurídica, “que lleva a maximalizar la intangibilidad de la cosa juzgada y a mantener la ejecutoriedad de las sentencias firmes'1, y el principio de justicia (proclamado por el artículo 1. 1 de la CE) y, por extensión, el de la fuerza vinculante de los derechos fundamentales (artículo 53.1 de la CE), “que lleva a extremar la preocupación por la justicia del caso concreto y declarar la invalidez de todos los actos de los poderes públicos que los desconozcan o que sean resultado de un procedimiento en el curso del cual hayan sido ignorados'1. 72 Con el paso del tiempo, la doctrina referida, de la eficacia retroactiva de la Constitución, se ha ido debilitando. Buena muestra de ello la encontramos en la Sentencia 35/1987, en la que el Tribunal, tras reiterar la fundamentación de esa retroactividad en el específico orden de convivencia que establece la Constitución, singularmente en relación con los derechos fundamentales y libertades públicas, y volver a apoyar jurídicamente en la Disposición Transitoria 2a.1 de la LOTC la posibilidad de un recurso de amparo contra actos o resoluciones anteriores que no hu70 STC 9/1981, del 31 de marzo, fund. jur. 3o. 71 Véanse, entre otras, las SSTC 31/1982, del 3 de

del 6 de julio, fun. jur. 1o. 72 STC 63/1982, del 20 de octubre, fund. jur. 3o.

junio, fund. jur. 3o., y 43/1982,

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bieran agotado sus efectos, precisaría, sin embargo, que esta doctrina de carácter general debe ser concretada caso por caso, teniendo en cuenta sus peculiaridades, “sin admitir en ningún supuesto una retroactividad de grado máximo que conduzca a aplicar, sin más matización, una norma constitucional a una relación jurídica, sin tener en cuenta que fue creada bajo el imperio de una legalidad anterior, así como la época en que consumió sus efectos”. 73 III. La tercera de las cuestiones de que hemos de hacernos eco al contemplar el ámbito de vigencia de los derechos fundamentales es la de su eficacia frente a particulares ( inter privatos). Es de sobra conocido que en su concepción como “derechos públicos subjetivos” los derechos establecían un orden de relaciones jurídicas entre el Estado, concebido como persona jurídica, y los ciudadanos individualmente considerados. Fuera de esta relación era inimpensable la vigencia de los derechos fundamentales. Es evidente, sin embargo, que los presupuestos políticos y socio-económicos de nuestro tiempo son bien diferentes de los de fines del siglo XIX. Hoy, buen número de derechos encuentra su satisfacción en el seno de complejas relaciones sociales y económicas que enfrentan al individuo con los grandes grupos de poder (social o económico), de forma tal que, como bien dice Barbera, 74 los condicionamientos que esos “poderes privados” —o simplemente otros ciudadanos particulares situados en una posición dominante— pueden llegar a ejercer sobre la efectiva vigencia de ciertos derechos es de tal naturaleza que la tutela de los derechos no podría encontrar explicación, esto es, quedaría como puramente nominal o teórica, si esas relaciones inter privatos quedaran al margen de los mecanismos constitucionales de garantía de los derechos. Y es aquí donde nos encontramos con una de las muchas incongruencias del Estado constitucional de nuestro tiempo, que pese a tener que afrontar y dar una adecuada respuesta a las demandas que plantean situaciones sociales, económicas y culturales (al margen ya de políticas) radicalmente diferentes a las del siglo XIX, sigue, sin embargo, operando con los viejos esquemas jurídicos del Estado liberal. Como con toda razón apunta Ferrajoli, 75 el Welfare State no ha desarrollado una normaSTC 35/1987, del 18 de marzo, fund. jur. 3o. Barbera, Augusto, op. cit., nota 34, p. 107. Ferrajoli, Luigi, “Stato sociale e Stato di diritto”, Politica del Diritto, Bologna, año XIII, núm. 1, marzo de 1982, pp. 41 y ss.; en concreto, p. 42. 73 74 75

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tividad propia. No ha producido una estructura institucional de garantías análogas a la del viejo Estado liberal de derecho y específicamente idónea para garantizar los nuevos derechos sociales correspondientes a las nuevas funciones y prestaciones exigibles del Estado. En suma, no ha dado vida a un régimen garantista jurídico-social que se añadiera al régimen de garantías jurídico-liberal característico de los clásicos derechos individuales de libertad. El resultado de estas carencias, la consecuencia de esta convivencia entre el viejo Estado constitucional de derecho y el nuevo Estado social es una profunda divergencia entre las estructuras legales y las estructuras reales tanto de la organización estatal como de la propia organización social. Uno de los aspectos más importantes en que se nos manifiesta esa incongruencia a que antes apuntábamos es en el tema de la eficacia inter privatos de los derechos fundamentales. Ciñéndonos al marco normativo español, recordaremos ahora que el artículo 53.1 de nuestra lex superior contempla el principio de vinculatoriedad de los derechos y libertades del capítulo 2o. del título I a todos los poderes públicos. El artículo 161.1, b/, a su vez, declara al Tribunal Constitucional competente para conocer del recurso de amparo “por violación de los derechos y libertades referidos en el artículo 53.2 de esta Constitución, en los casos y formas que la ley establezca”. Y en íntima conexión con esta previsión constitucional, el artículo 41.2 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional dispone que: “El recurso de amparo constitucional protege a todos los ciudadanos, en los términos que la presente ley establece, frente a las violaciones de los derechos y libertades... originadas por disposiciones, actos jurídicos o simple vía de hecho de los poderes públicos del Estado, las Comunidades Autónomas y demás entes públicos de carácter territorial, corporativo o institucional, así como de sus funcionarios o agentes”. Como fácilmente puede apreciarse, este último precepto contempla el amparo como un mero mecanismo de reacción frente a agresiones sufridas en los propios derechos, resultantes de actuaciones de cualesquiera poderes públicos. La amplitud con que se contemplan los poderes públicos contrasta visiblemente con el silencio que se guarda respecto de las agresiones que puedan experimentar los mismos derechos a resultas de actuaciones de particulares. El contraste se hace aún más chirriante si se advierte que el artículo 9.1 de la Constitución dispone que tanto los ciudadanos como los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al

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resto del ordenamiento jurídico, como, por otra parte, no podía por menos que suceder. En consecuencia, por un lado, la cláusula del artículo 9.1 sujeta a los particulares a la Constitución, y por ello mismo, obvio es decirlo, a los derechos fundamentales, mientras que, por otro, se excluyen del recurso de amparo aquellas lesiones que puedan encontrar su origen en actuaciones privadas. La inconsecuencia era tan notoria que el Tribunal Constitucional no podía por menos que salvarla mediante una interpretación adecuada. Lo contrario hubiera supuesto mantener el cándido criterio de que los particulares no pueden en ningún caso atentar contra los derechos fundamentales, presuposición rayana en lo absurdo y, en cualquier caso, desconocedora, como antes dijimos, de las realidades sociales de nuestro tiempo. No es éste el lugar de recordar algo, por lo demás, perfectamente conocido, como es la teoría de la Drittwirkung der Grundrechte , elaborada en Alemania por un sector doctrinal que tiene en Nipperdey su figura más representativa, y que parte en su argumentación de la reflexión de que si bien un conjunto de derechos fundamentales (la libertad de reunión, la inviolabilidad del domicilio... etcétera) sigue vinculando aún hoy tan sólo a los poderes públicos, no obstante, existen otros derechos que trascienden esa esfera relacional para pasar a garantizar a cada ciudadano un status socialis en sus relaciones jurídicas con los demás y, de modo muy especial, con los grandes grupos y organizaciones socio-económicos frente a los que el desamparo del individuo aisladamente considerado es absoluto. 76 La Drittwirkung llegó al Tribunal Constitucional Federal alemán al hilo del célebre caso Lüth-Urteil, que culminó en la Sentencia del 15 de enero de 1958. A partir de ella, el Tribunal ha mantenido una reiteradísima jurisprudencia sobre esta cuestión. También en Italia se ha ido a una solución análoga, rechazando la doctrina la añeja concepción de las libertades constitucionales como meros derechos públicos subjetivos, generalizándose por el contrario, como destaca Pace, la idea de que las normas constitucionales relativas a las libertades y derechos tienen eficacia erga omnes , o lo que es igual, han de ser tuteladas a los ciudadanos frente a las actuaciones agresoras tan76 Cfr. al respecto, García Torres, Jesús y Jiménez-Blanco, Antonio, Derechos fundamentales y relaciones entre particulares (La ‘Drittwirkung’ en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional), Madrid, Civitas, 1986, en especial, pp. 11-38.

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to de los poderes públicos como de otros particulares. 77 Esta doctrina ha sido igualmente asumida por la jurisprudencia de la Corte Costituzionale italiana. 78 Retornando al planteamiento y resolución actual del problema entre nosotros, hemos de referirnos, en primer término, a lo que bien podemos considerar como la relativización, y subsiguiente ampliación, del concepto tradicional de “poder público”, consagrada por la doctrina constitucional. Muy representativa de este cambio de concepción es la Sentencia 35/1983, del 11 de mayo. El proceso que conduce al anterior fallo es un recurso de amparo en el que se pide al Tribunal que reconozca el derecho de los demandantes a obtener de Televisión Española la rectificación de las informaciones difundidas que aquéllos estiman lesivas. Frente a tal demanda, el abogado del Estado solicitará la inadmisión del recurso, sobre la base del carácter no impugnable del acto presuntamente denegatorio de la rectificación solicitada, por cuanto entiende que TVE es una sociedad cuya naturaleza es la propia de un ente privado, por lo que sus órganos rectores no pueden ser considerados poderes públicos a los efectos previstos por la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional. En su argumentación, el Tribunal Constitucional parte de que la noción constitucional de “poderes públicos” sirve como concepto genérico que incluye a todos aquellos entes (y sus órganos) que ejercen un “poder de imperio” derivado de la soberanía del Estado y procedente, en consecuencia, a través de una mediación más o menos larga, del propio pueblo. La noción de “poderes públicos” no coincide con la de “servicio público”, si bien entre ambas existe una conexión que no cabe desconocer y que deriva del hecho de que las funciones calificadas como “servicios públicos” quedan colocadas por ello, y con independencia de cual sea el título (autorización, concesión... etcétera) que hace posible su prestación, en una especial relación de dependencia respecto de los “poderes públicos”, relación que se hace tanto más intensa, como es obvio, cuanto mayor sea la participación del poder en la determinación de las con77 Pace, Alessandro, “Corte Costituzionale e ‘altri’ giudici: un diverso garantismo?”, en el colectivo, Corte Costituzionale e sviluppo della forma di governo in Italia , a cura di Paolo Barile et al., Bologna, Il Mulino, 1982, pp. 231 y ss.; en concreto, p. 233. 78 Entre otras, Sentencia de la Corte Costituzionale del 9 de julio de 1970, núm. 122.

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diciones en las que el servicio ha de prestarse y en la creación, organización y dirección de los entes o establecimientos que deben prestarlo. A partir de las precedentes reflexiones en torno a la noción de “poderes públicos”, la conclusión del juez de la Constitución resulta inequívoca: Cuando el servicio público queda reservado en monopolio a un establecimiento cuya creación, organización y dirección son determinadas exclusivamente por el poder público, no cabe duda de que es éste el que actúa, a través de persona interpuesta, pero en modo alguno independiente. La necesidad de hacer más flexible el funcionamiento de estos entes interpuestos puede aconsejar el que se dé a su estructura una forma propia del derecho privado y que se sometan a éste los actos empresariales que debe llevar a cabo para el ejercicio de su función, pero ésta, en cuanto dirigida directamente al público como tal, ha de entenderse vinculada al respeto de los derechos y libertades reconocidos en el capítulo 2o. del título I de la Constitución, según dispone el artículo 53.1 de ésta y, en consecuencia, los ciudadanos, protegidos también frente a ella con los instrumentos que el ordenamiento les ofrece para la salvaguarda de sus derechos fundamentales frente a los actos del poder. 79

En definitiva, el Tribunal Constitucional ha interpretado la noción que nos ocupa con notable amplitud, lo que a su vez entraña una ampliación del ámbito de vigencia de los derechos fundamentales. Con ser este dato importante, la cuestión de mayor relevancia que aquí se suscita, como ya hemos tenido oportunidad de señalar, es la relativa a la vigencia, a la eficacia de los derechos fundamentales en las relaciones entre particulares (inter privatos), y a ello pasamos a referirnos ahora. Desde los primeros momentos que siguieron a la promulgación de la Constitución una doctrina cada vez más consolidada entendió que en nuestro ordenamiento constitucional existían argumentos y posibilidades para una eficacia de los derechos fundamentales en las relaciones privadas. 80 De esta forma, Embid Irujo defendería el influjo directo de las normas constitucionales sobre derechos fundamentales en el mundo jurídico privado, influencia que había de traducirse, entre otros aspectos, en los dos siguientes: STC 35/1983, del 11 de mayo, fund. jur. 3o. Aguiar de Luque, Luis, “Los derechos fundamentales en las relaciones entre privados. Estado de la cuestión”, Actualidad Jurídica , X, 1981 pp. 5 y ss.; en concreto, p. 8. 79 80

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1) Una acción indirecta sobre el ámbito contractual privado, considerando nulos, por contrarios al orden público, todo tipo de pactos celebrados en contra de las prescripciones constitucionales previa acción, claro es, de una parte interesada. 2) Una acción de irradiación sobre cualquier tipo de relaciones privadas (incluso no contractuales) que deben sujetarse en su constitución y efectos a las “decisiones de valor” implícitas en los derechos fundamentales y en la misma Constitución. 81 Por su parte, Quadra-Salcedo 82 concluiría su estudio sobre el recurso de amparo y los derechos fundamentales en las relaciones entre particulares, mostrándose partidario de que toda decisión equivocada de los Tribunales ordinarios que versara de forma directa sobre derechos y libertades públicas fundamentales, aun cuando el litigio a que pusiera fin se refiriera a una relación inter privatos, fuera considerada como determinante de la lesión de los derechos fundamentales de una de las partes, atribuyéndose, pues, de forma inmediata tal lesión al fallo judicial, interpretación que permitiría al Tribunal Constitucional llegar a este tipo de contiendas. El “intérprete supremo de la Constitución” iba a hacer suya con notable prontitud la doctrina que acabamos de explicitar. En efecto, en su Sentencia 55/1983, y ante la cuestión suscitada por el Ministerio Fiscal en el sentido de si, cuando las presuntas violaciones de derechos fundamentales son debidas a un particular, cabe recurso de amparo para su protección, el alto Tribunal entendería que “cuando se ha pretendido judicialmente la corrección de los efectos de una lesión de tales derechos y la Sentencia no ha entrado a conocerla, tras la correspondiente averiguación de su existencia, previo el análisis de los hechos denunciados, es la Sentencia la que entonces vulnera el derecho fundamental en cuestión” . 83 Poco tiempo después, el alto Tribunal iba a elaborar una doctrina de mucho más amplio calado que la inmediatamente antes expuesta, de conformidad con la cual se acepta plenamente que en el Estado social 81 Embid Irujo, Antonio, “El Tribunal Constitucional y la protección de las libertades públicas en el ámbito privado”, Revista Española de Derecho Administrativo , núm. 25, abril-junio de 1980, pp. 191 y ss.; en concreto, p. 205. 82 Quadra-Salcedo, Tomás, El recurso de amparo y los derechos fundamentales en las relaciones entre particulares, Madrid, Civitas, 1981, pp. 102 y 103. 83 STC 55/1983, del 22 de junio, fund. jur. 5o.

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de derecho los derechos fundamentales no se limitan a operar frente a los poderes públicos, sino que se proyectan en la vida social, vinculando de esta forma también a los particulares. A juicio del Tribunal, la concretización que de la ley suprema hace la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional (al establecer la posibilidad del recurso de amparo tan sólo contra las disposiciones, actos o simples vías de hecho de los poderes públicos) no debe interpretarse en el sentido de que sólo se sea titular de los derechos fundamentales y libertades públicas en relación con los poderes públicos, dado que “en un Estado social de derecho como el que consagra el artículo 1o. de la Constitución no puede sostenerse con carácter general que el titular de tales derechos no lo sea en la vida social”, reflexión que el Tribunal apoya en las previsiones de la Ley 62/1978, del 26 de diciembre, de protección jurisdiccional de los derechos fundamentales de la persona, la cual prevé la vía penal —aplicable cualquiera que sea el autor de la vulneración cuando cae dentro del ámbito penal—, la contencioso-administrativa y la civil, no limitada por razón del sujeto autor de la lesión. A partir de este núcleo argumental, el juez de la Constitución procede a ofrecer una explicación de conjunto relativamente coherente con el bloque de previsiones constitucionales: Lo que sucede —razona el Tribunal—, 84 de una parte, es que existen derechos que sólo se tienen frente a los poderes públicos (como los del artículo 24 CE: derecho a la tutela judicial efectiva) y, de otra, que la sujeción de los poderes públicos a la Constitución (artículo 9.1) se traduce en un deber positivo de dar efectividad a tales derechos en cuanto a su vigencia en la vida social, deber que afecta al legislador, al ejecutivo y a los jueces y tribunales, en el ámbito de sus funciones respectivas. De donde resulta que el recurso de amparo se configura como un remedio subsidiario de protección de los derechos y libertades fundamentales, cuando los poderes públicos han violado tal deber. Esta violación puede producirse respecto de las relaciones entre particulares cuando no cumplen su función de restablecimiento de los mismos, que normalmente corresponde a los jueces y tribunales a los que el ordenamiento encomienda la tutela general de tales derechos y libertades.

En resumen, a la vista de la doctrina constitucional precedentemente expuesta, puede concluirse que en el Estado social de derecho que diseña la Constitución de 1978, los titulares de los derechos fundamentales 84

STC 18/1984, del 7 de febrero, fund. jur. 6o.

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no lo son tan sólo frente a los poderes públicos, sino que gozan también de ellos en la vida social. Por lo mismo, en cuanto que es evidente que los actos privados pueden lesionar derechos fundamentales, en tal supuesto, los interesados pueden acceder a la vía del amparo constitucional si no obtienen la debida protección de los jueces y tribunales, a los que el ordenamiento encomienda la tutela general de los mismos. Quiere todo ello decir que las relaciones inter privatos , si bien con ciertas matizaciones, no quedan excluídas del ámbito de aplicación de los derechos a que venimos refiriéndonos, debiendo, pues, la autonomía de las partes respetar esos derechos. 85 Cuanto acabamos de exponer nos revela con nitidez que la determinación del artículo 53.1 de la Constitución, que, como ya dijimos, sólo establece de manera expresa que los derechos fundamentales vinculan a los poderes públicos, no debe ser interpretada en su estricta literalidad, pues “no implica una exclusión absoluta de otros destinatarios”. 86 VI. EL PRINCIPIO DEL “ MAYOR VALOR ” DE LOS DERECHOS Y LA INTERPRETACIÓN DEL ORDENAMIENTO JURÍDICO

I. La naturaleza objetiva de los derechos fundamentales, que les convierte en elementos esenciales del ordenamiento de la comunidad, en una decisión básica que ha de informar todo nuestro ordenamiento jurídico, ha de incidir por fuerza en la interpretación de los derechos y en la del propio ordenamiento jurídico en su conjunto. Así lo ha admitido el juez de la Constitución en una reiteradísima jurisprudencia. A juicio del Tribunal, 87 el lugar privilegiado que en la economía general de nuestra Constitución ocupan los derechos fundamentales y libertades públicas que en ella se consagran, está fuera de toda duda. De ello resulta no sólo la inconstitucionalidad de todos aquellos actos del poder, cualesquiera que sea su naturaleza y rango, que los lesionen, sino también la necesidad de interpretar la ley en la forma más favorable a la maximalización de su contenido. 88 85 En su Sentencia 177/1988, del 10 de octubre (fund. jur. 4o.), el juez de la Constitución ha precisado que la autonomía de las partes ha de respetar tanto el principio constitucional de no discriminación como aquellas reglas de rango constitucional u ordinario de las que se derive la necesidad de igualdad de trato. 86 STC 171/1989, del 19 de octubre, fund. jur. 2o., b. 87 STC 66/1985, del 23 de mayo, fund. jur. 2o. 88 Es ésta una jurisprudencia constante del alto Tribunal, como prueban, entre otras

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Se comprende de esta forma que la interpretación de los preceptos legales haya de hacerse a la luz de las normas constitucionales y especialmente de aquellas que proclaman y consagran derechos fundamentales y libertades públicas, debiendo prevalecer en caso de duda la interpretación que dote de mayor viabilidad y vigor al derecho fundamental. 89 Puede, pues, afirmarse que una de las constantes de nuestra doctrina constitucional y, por efecto de ella, de la propia jurisprudencia tout court, es la reafirmación del principio hermenéutico favor libertatis , esto es, del ya aludido principio de que los derechos deben interpretarse del modo más amplio posible. La legalidad ordinaria —ha reiterado en otro momento el alto tribunal—90 ha de ser interpretada de la forma más favorable para la efectividad de tales derechos. Bien es verdad, y conviene no olvidarlo, que la interpretación más favorable a los derechos fundamentales presupone la existencia de alguna res dubia, esto es, de alguna variante en la interpretación de los preceptos legales, ya que, en otro caso, como el mismo juez de la constitucionalidad ha advertido, 91 no se estaría protegiendo el derecho constitucional, sino confiriendo a las leyes un sentido y alcance que las propias leyes no consienten. Por lo demás, el mismo Tribunal Constitucional ha entendido que del “mayor valor” de los derechos no cabe deducir, sin embargo, la “exigencia constitucional implicíta” de una institución como la del recurso previo de inconstitucionalidad, inicialmente contemplado por el artículo 79 de la LOTC,92 y más tarde derogado por la Ley Orgánica 4/1985, del 7 de junio, 93 rechazando así una de las líneas argumentales de quienes habían impugnado la citada Ley Orgánica (por la que se derogaba el artículo 79 de la LOTC), que veían en el recurso previo de inconstitucionalidad una “exigencia constitucional implícita” del “mayor valor” de los derechos fundamentales. Por el contrario, el mismo “mayor valor” y muchas, las siguientes Sentencias: 34/1983, del 6 de mayo, fund. jur. 3o.; 67/1984, del 7 de junio, fund. jur. 3o.; 32/1987, del 10 de marzo, fund. jur. 3o.; 117/1987, del 8 de julio, fund. jur. 2o., y 1 19/1990, del 21 de junio, fund. jur. 4o. 89 STC 1/1989, del 16 de enero, fund. jur. 3o. 90 STC 17/1985, del 9 de febrero, fund. jur. 4o. 91 STC 32/1989, del 13 de febrero, fund. jur. 2o. 92 Los recursos previos de inconstitucionalidad podían presentarse contra los proyectos de estatutos de autonomía y de leyes orgánicas, teniendo como virtualidad principal la de que la interposición del recurso suspendía automáticamente la tramitación del proyecto. 93 STC 66/1985, del 23 de mayo, fund. jur. 2o.

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la subsiguiente interpretación favorable a los derechos que propicia, ha conducido a una expansión de los derechos que, según los casos, presenta múltiples y muy relevantes manifestaciones. 94 II. Junto al principio hermenéutico a que acabamos de referirnos, de creación jurisprudencial, la Constitución contempla directamente en su articulado otro principio de indudable relevancia: el principio de interpretación conforme con los tratados sobre derechos humanos ratificados por España. A tenor del artículo 10.2 de nuestra norma suprema: “Las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre la mismas materias ratificados por España”. Si analizamos la jurisprudencia constitucional comprobaremos la profusión de sentencias en que se acude a los tratados de referencia, muy especialmente al Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y Libertades Fundamentales, hecho en Roma el 4 de noviembre de 1950. Todo ello no es sino la lógica consecuencia de que, como ha dicho el alto tribunal, 95 la Constitución se inserta en un contexto internacional en materia de derechos fundamentales y libertades públicas, por lo que hay que interpretar sus normas en esta materia de conformidad con los referidos textos internacionales. Más aún, como en otro momento ha precisado, 96 esta interpretación afecta no sólo a las normas contenidas en la Constitución, sino a todas las del ordenamiento relativas a los derechos y libertades reconocidos por la norma fundamental.

94 Por hacernos eco de dos concretas manifestaciones, recordaremos que, en un caso, el Tribunal ha entendido que la interpretación y aplicación de las normas reguladoras de la libertad provisional debe hacerse con carácter restrictivo y en favor del derecho fundamental a la libertad que tales normas restringen (STC 88/1988, del 9 de mayo, fund. jur. 1o.). En otro caso (STC 159/1986, del 12 de diciembre, fund. jur. 8o.), el juez de la Constitución ha considerado que la interpretación más favorable de las libertades informativas del artículo 20, CE, genera unos precisos efectos sobre las normas penales limitadoras de las mismas, que se concretan en el criterio de que el derecho de un profesional del periodismo a informar, así como el de sus lectores a recibir información íntegra y veraz, constituye, en último término, una garantía institucional de carácter objetivo, cuya efectividad exige en principio excluir la voluntad delictiva de quien se limita a transmitir sin más la información, aunque ésta por su contenido pueda revestir significado penal. 95 STC 62/1982, del 15 de octubre, fund. jur. 2o. 96 STC 78/1982, del 20 de diciembre, fund. jur. 4o.

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En principio, hay que ver en el artículo 10.2 de la Constitución, como muestra a las claras su origen y génesis en el iter constituyente, una cláusula de tutela y garantía de los derechos, enderezada a salvar las dificultades de interpretación de los derechos constitucionalmente reconocidos, recurriendo al efecto a las normas de los tratados internacionales en materia de derechos humanos. La trascendencia de esta cláusula se acentúa si se advierte que, en cuanto “marco de coincidencias (lo) suficientemente amplio como para que dentro de él quepan opciones políticas de muy diferente signo”, 97 la Constitución se limita a consagrar los derechos, otorgarles rango constitucional y atribuirles las necesarias garantías, correspondiendo por ello al legislador ordinario, que es el representante en cada momento histórico de la soberanía popular, confeccionar una regulación de las condiciones de ejercicio de cada derecho, que serán más restrictivas o más abiertas, de acuerdo con las directrices políticas que le impulsen, siempre, claro está, que no exceda de los límites impuestos por las propias normas constitucionales. Quiere ello decir que ante una ordenación normativa de un derecho de carácter restrictivo, bien que respetuosa con los límites constitucionales, la cláusula del artículo 10.2 salva en todo caso el que el contenido del derecho se acomode a la regulación dada al mismo por el derecho convencional, lo que entraña una garantía que, en ocasiones, se ha revelado de gran operatividad. VII. LA TITULARIDAD DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES I. El problema de la titularidad o capacidad de derechos fundamentales es de difícil planteamiento y de difícil solución, como el propio Tribunal Constitucional ha venido a reconocer. 98 Si repasamos los artículos que integran la Sección primera del capítulo 2o. del título I comprobaremos que unos preceptos atribuyen los derechos que enuncian a todas las personas (artículo 15: derecho a la vida; artículo 17: derecho a la libertad y seguridad personales; artículo 24.1: derecho a la obtención de la tutela judicial efectiva... etcétera), mientras que otros los reconocen tan sólo respecto de los españoles (artículo 14: derecho a la igualdad jurídica; artículo 19: derecho a la libertad de resi97 98

STC 11/1981, del 8 de abril, fund. jur. 7o. STC 64/1988, del 12 de abril, fund. jur. 1o.

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dencia y circulación; artículo 29.1: derecho de petición... etcétera) o de los ciudadanos (artículo 23.1: derecho de participación en los asuntos públicos; artículo 23.2: derecho de acceso a las funciones y cargos públicos... etcétera). En cualquier caso, en línea de principio, es preciso significar que los derechos fundamentales y las libertades públicas son derechos individuales que tienen al individuo por sujeto activo y al Estado por sujeto pasivo en la medida en que tienden a reconocer y proteger ámbitos de libertades o prestaciones que los poderes públicos deben otorgar o facilitar a aquéllos. Como ha dicho el alto Tribunal, 99 se deduce así, sin especial dificultad, del artículo 10 de la Constitución, que, en su apartado primero, vincula los derechos inviolables con la dignidad de la persona y con el desarrollo de la personalidad y, en su apartado segundo, los conecta con los llamados derechos humanos, objeto de la Declaración Universal y de diferentes tratados y acuerdos internacionales ratificados por España. Ahora bien, si es cierto que los extranjeros, por lo que acaba de razonarse, han de gozar de plena capacidad de derechos, en muchos casos en condiciones de absoluta igualdad con los españoles, no lo es menos que la plena efectividad de los derechos fundamentales exige reconocer que la titularidad de los mismos no corresponde sólo a los individuos aisladamente considerados, sino también en cuanto se encuentran insertos en grupos y organizaciones, cuya finalidad sea específicamente la de defender determinados ámbitos de libertad o realizar los intereses y los valores que forman el sustrato último del derecho fundamental. 100 Quiere todo ello decir, en definitiva, que la titularidad de los derechos a que venimos refiriéndonos no puede predicarse tan sólo de las personas físicas de nacionalidad española; bien al contrario, han de considerarse, con determinadas matizaciones, titulares de derechos los extranjeros y las personas jurídicas tanto de derecho privado como de derecho público. Nos detendremos a continuación en ello de modo más particularizado. II. En lo que se refiere a la capacidad de los derechos por parte de los extranjeros, conviene recordar que el juez de la Constitución, en su Sentencia 99/1985, aún admitiendo la afirmación del representante del que99 100

Idem. Idem

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rellado en el sentido de que nuestra Constitución “es obra de españoles”, rechazaría la subsiguiente de que es sólo “para españoles”. A juicio del Tribunal, 101 el párrafo 1 del artículo 13 de la Constitución 102 no debía entenderse en el sentido de que los extranjeros gozaran sólo de aquellos derechos y libertades que establecieran los tratados y las leyes, sino en el de que el disfrute por los extranjeros de los derechos y libertades reconocidos en el título I de la Constitución podía atemperarse en cuanto a su contenido a lo que determinaran los tratados internacionales y la ley interna española. Ahora bien, ni siquiera esta modulación o atemperación es posible en relación con todos los derechos, pues “existen derechos que corresponden por igual a españoles y extranjeros y cuya regulación ha de ser igual para ambos”. 103 Así sucede con aquellos derechos fundamentales que pertenecen a la persona en cuanto tal y no como ciudadano o, dicho de otro modo, con “aquellos que son imprescindibles para la garantía de la dignidad humana que conforme al artículo 10. 1 de nuestra Constitución constituye fundamento del orden político español”. 104 Pues bien, uno de estos derechos es el de que todas las personas tienen derecho a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales, según dice el artículo 24.1 de nuestra Constitución. Ello es así no sólo por la dicción literal del citado artículo (“todas las personas...”), sino porque a esa misma conclusión se llega interpretándolo, según exige el artículo 10.2 de la CE, de conformidad con el artículo 10 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, con el artículo 6.1 del Convenio de Roma y con el artículo 14.1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, textos en todos los cuales el derecho equivalente al que nuestra Constitución denomina tutela judicial efectiva es reconocido a “toda persona” o a “todas las personas”, sin atención a su nacionalidad. Por el contrario, existen derechos que no pertenecen en modo alguno a los extranjeros (los reconocidos en el artículo 23: derechos de los ciudadanos a participar en los asuntos públicos, con la salvedad que contempla el artículo 13.2 respecto del ejercicio del derecho de sufragio activo 101 STC 99/1985, del 30 de septiembre, fund. jur. 2o. 102 A tenor del artículo 13.1 de la Constitución: “Los extranjeros

gozarán en España de las libertades públicas que garantiza el presente título en los términos que establezcan los tratados y la ley”. 103 STC 107/1984, del 23 de noviembre, fund. jur. 4o. 104 Ibidem, fund. jur. 3o.

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y pasivo en las elecciones municipales), y existen otros que pertenecen o no a los extranjeros según lo dispongan los tratados y las leyes, siendo entonces admisible la diferencia de trato con los españoles en cuanto a su ejercicio. 105 En cualquier caso, conviene significar que la admisibilidad por el Tribunal Constitucional de ciertas restricciones para el goce por los extranjeros de determinados derechos fundamentales se ha supeditado a la existencia de un sistema de garantías suficientes que reduzcan al mínimo el riesgo de que se produzca un uso arbitrario o injustificado de las facultades administrativas de intervención. 106 Quiere con ello decir, a nuestro entender, que la diferencia de trato entre españoles y extranjeros nunca puede conducir a despojar a éstos de toda garantía frente a una actuación invasora del ámbito de su libertad por parte de la administración. En resumen, frente a lo que algún sector doctrinal ha podido sostener, la inexistencia de una declaración constitucional que proclame la igualdad de los extranjeros y españoles no puede considerarse, sin embargo, argumento bastante para estimar que la desigualdad de trato entre extranjeros y españoles resulta constitucionalmente admisible, o, incluso que el propio planteamiento de una cuestión de igualdad entre extranjeros y españoles está constitucionalmente excluído. 107 La igualdad o diferenciación de trato se hallará en función del derecho concreto de que se trate. III. En cuanto a la titularidad de ciertos derechos fundamentales por parte de las personas jurídicas, ya hemos significado con anterioridad que la plena efectividad de tales derechos exige reconocer que su titularidad no corresponde tan sólo a los individuos aisladamente considerados. Esta problemática no puede ser resuelta con carácter general en relación a todos y cada uno de los derechos fundamentales. Bien al contrario, la simple lectura de los artículos 14 a 29 de la Constitución, esto es, de los que acogen los derechos susceptibles de amparo constitucional (al margen ya del derecho a la objeción de conciencia del artículo 30.2), acredita que existen derechos fundamentales cuya titularidad se reconoce expresamente a quienes no pueden calificarse como ciudadanos, cual es el caso de las “comunidades” del artículo 16 (a las que se garantiza, en unión de todos los individuos, la libertad ideológica, religiosa y de 105 106 107

Ibidem, fund. jur. 4o. STC 115/1987, del 7 de julio, fund. jur. 4o. STC 107/1984, del 23 de noviembre, fund. jur. 3o.

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culto) y de las personas jurídicas a que alude el artículo 27.6 (a las que se reconoce la libertad de creación de centros docentes). Revela dicha lectura igualmente que hay otros derechos fundamentales que por su propio carácter no entran en aquéllos de los que eventualmente pueden ser titulares las personas jurídicas, como la libertad personal (artículo 17) y el derecho a la intimidad familiar (artículo 18). Por último, en algún supuesto, la Constitución utiliza expresiones cuyo alcance hay que determinar, como sucede respecto de la expresión “todas las personas” que utiliza el artículo 24.1 a fin de reconocer el derecho de aquéllas a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos. 108 En definitiva, el articulado constitucional no permite la concreción de un régimen homogéneo en lo que se refiere a la titularidad por las personas físicas o jurídicas de los derechos que se engloban en la sección 1a. del capítulo 2o. del título I. Habrá que atender a cada derecho en particular para decidir si la titularidad del mismo puede predicarse no sólo de las personas físicas, sino también de las jurídicas. Con carácter general, el juez de la Constitución reconoció en su Sentencia 137/1985 la titularidad de derechos fundamentales a las personas jurídicas de derecho privado. La controversia que iba a dar lugar a un pronunciamiento de carácter general por parte del alto tribunal giraría en torno a la titularidad del derecho fundamental a la inviolabilidad del domicilio (artículo 18.2 CE). En el escrito de oposición a la demanda de amparo que sería finalmente resuelta mediante la referida Sentencia, se arguyó que aquel derecho fundamental no era atribuible a las sociedades mercantiles, dado que las personas jurídicas no podían ostentar la titularidad del mismo. Frente a tal argumentación, el Tribunal comenzaría recordando —pese a la ausencia en nuestro ordenamiento constitucional de un precepto similar— la previsión del artículo 19.3 de la ley fundamental de Bonn, según el cual los derechos fundamentales rigen también para las personas jurídicas nacionales, en la medida en que, por su naturaleza, les resulten aplicables. A partir de aquí, nuestro Tribunal recuerda que la jurisprudencia alemana aplicativa de tal norma ha entendido que el derecho a la inviolabilidad del domicilio conviene también a las entidades mercantiles. Tras constatar que el artículo 18.2 de nuestra norma suprema no cir108

STC 19/1983, de 14 de marzo, fund. jur. 2o.

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cunscribe aquel derecho a las personas físicas y que la doctrina generalizada de otros países sigue al efecto un criterio extensivo, “pudiendo entenderse que este derecho a la inviolabilidad del domicilio tiene también justificación en el supuesto de personas jurídicas, y posee una naturaleza que en modo alguno repugna la posibilidad de aplicación a estas últimas”, el alto Tribunal concluye que “la libertad de domicilio se califica como reflejo directo de la protección acordada en el ordenamiento a la persona, pero no necesariamente a la persona física, desde el momento en que la persona jurídica venga a colocarse en el lugar del sujeto privado comprendido dentro del área de la tutela constitucional”. 109 En definitiva, en el pronunciamiento a que acabamos de referirnos, el Tribunal, al hilo del supuesto particularizado abordado, iba a sentar una doctrina de carácter mucho más general, de conformidad con la cual parece proyectar sobre nuestro ordenamiento una cláusula constitucional como la del párrafo 3 del artículo 19 de la Bonner Grundgesetz, 110 lo que permite concluir reconociendo a las personas jurídicas de derecho privado la titularidad de aquellos derechos fundamentales que, por su naturaleza, pueden ser ejercitados por este tipo de personas. A la misma conclusión puede llegarse en lo que concierne a las personas jurídicas de derecho público, siempre que recaben para sí mismas ámbitos de libertad, de los que deben disfrutar sus miembros, o la generalidad de los ciudadanos. 111 Ya en la Sentencia 4/1982, en la que el Tribunal estimaba parcialmente el amparo solicitado por el abogado del Estado, en representación de un organismo autónomo (el Fondo Nacional de Garantía de Riesgos de la Circulación), se podía leer que “el derecho fundamental acogido en el artículo 24.1 de la Constitución Española de obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales (es) predicable de todos los sujetos jurídicos, en el ejercicio de los derechos e intereses legítimos”. 112 Ello entrañaba reconocer la titularidad de algunos derechos fundamentales a las administraciones públicas personificadas. STC 137/1985, del 17 de octubre, fund. jur. 3o. A tenor del artículo 19.3 de la ley fundamental de Bonn: “Los derechos fundamentales se extienden a las personas jurídicas nacionales, en la medida en que, con arreglo a su respectiva naturaleza, aquéllos les sean aplicables”. 111 STC 64/1988, del 12 de abril, fund. jur. 1o. 112 STC 4/1982, del 8 de febrero, fund. jur. 5o. 109 110

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Este primer pronunciamiento se ha visto en posteriores fallos cumplidamente ratificado. Y así, en la Sentencia 19/1983, y en relación con el mismo derecho del artículo 24.1, el Tribunal razonaría que la expresión “todas las personas” —que el precepto utiliza en referencia, obviamente, a la titularidad de ese derecho— “hay que interpretarla en relación con el ámbito del derecho de que se trata, es decir, con la ‘tutela efectiva de los jueces y tribunales’, que comprende lógicamente a todas las personas que tienen capacidad para ser parte en un proceso, capacidad que no puede negarse a la Diputación Foral (Gobierno de Navarra) en sus relaciones jurídico-laborales”. 113 En definitiva, de la capacidad de las personas jurídicas de derecho público para ser parte en los procesos judiciales deriva naturalmente la titularidad de aquéllas del derecho fundamental a la tutela judicial. De cuanto acaba de exponerse no ha de deducirse, sin embargo, que nuestro ordenamiento constitucional establece una plena equiparación entre las personas físicas y jurídicas en lo que a la titularidad de ciertos derechos se refiere. Bien al contrario, no existe tal equiparación. Siendo las personas jurídicas una creación del derecho, corresponde al ordenamiento jurídico —como ha recordado el alto Tribunal— 114 delimitar su campo de actuación fijando los límites concretos y específicos, y determinar, en su caso, si una concreta actividad puede ser desarrollada en un plano de igualdad por personas tanto físicas como jurídicas. Esta doctrina general ha sido, a su vez, particularizada respecto de ciertos derechos concretos. Y así, por poner un ejemplo bien significativo, en relación con el derecho a la tutela judicial, el juez de la Constitución ha entendido 115 que no se puede efectuar una íntegra traslación a las personas jurídicas de derecho público de las doctrinas jurisprudenciales elaboradas en desarrollo del citado derecho fundamental en contemplación directa de derechos fundamentales de los ciudadanos, pues, como bien ha dicho en otro momento el Tribunal, 116 “lo que con carácter general es predicable de las posiciones subjetivas de los particulares, no puede serlo, con igual alcance y sin más matización, de las que ten-

113 114 115 116

STC 19/1983, del 14 de marzo, fund. jur. 2o. STC 23/1989, del 2 de febrero, fund. jur. 3o. STC 64/1988, del 12 de abril, fund. jur. 1o. STC 197/1988, del 24 de octubre, fund. jur. 4o.

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gan los poderes públicos, frente a los que, principalmente, se alza la garantía constitucional”. 117 Hemos de poner de relieve finalmente que el Tribunal Constitucional ha amparado la titularidad de ciertos derechos fundamentales (en ocasiones el mero ejercicio de los mismos) por determinadas personas jurídicas en razonamientos de dispar naturaleza, que oscilan desde el argumento de que la finalidad específica de los grupos y organizaciones en que el individuo se inserta es la defensa de aquellos ámbitos de libertad que forman el sustrato último del derecho fundamental, hasta la sutil distinción entre titularidad y ejercicio del derecho. Y así, en una de sus primeras sentencias, el alto Tribunal, tras atribuir la titularidad del derecho de huelga a los trabajadores uti singuli , correspondiendo por ello mismo a cada trabajador el derecho de sumarse o no a las huelgas declaradas, apostillaba que “las facultades en que consiste el ejercicio del derecho de huelga, en cuanto acción colectiva y concertada, corresponden tanto a los trabajadores como a sus representantes y

117 Un ejemplo concreto de la imposibilidad de trasladar en su integridad a las personas jurídicas una doctrina jurisprudencial elaborada en desarrollo del derecho fundamental a la tutela judicial lo hallamos en la STC 197/1988, del 24 de octubre, respecto a la doble garantía que acoge el artículo 24.1, que —según reconoce la doctrina constitucional— no sólo proscribe que los jueces y tribunales cierren arbitrariamente los cauces judiciales legalmente previstos a quienes estando legitimados para ello, pretender defender sus propios derechos e intereses, sino que también prohibe al legislador que, con normas excluyentes de la vía jurisdiccional, les impida el acceso al proceso. Esta doctrina, construida en relación con la tutela judicial de las personas privadas, no cabe trasladarla íntegramente a las personas jurídicas de derecho público, pues tal doctrina parte de la concepción de los derechos fundamentales como garantías de los particulares frente al poder público y desnaturalizaría esta concepción la tesis simplificadora que sostuviera que los entes públicos gozan, en paridad de posición con los particulares, de un derecho constitucional subjetivo en cuya virtud el legislador venga obligado, en todos los casos, a establecer recursos judiciales para que dichos entes públicos defiendan sus propios actos frente a los que, afectándolos, hayan sido adoptados por otros órganos o personas públicas. Es, desde luego, incuestionable que, existiendo una vía judicial preestablecida por la ley, los órganos judiciales deberán respetar el derecho a la tutela judicial que demanden los que estén legitimados para ello, sin que este imperativo pueda ser excepcionado cuando el que reclama la prestación jurisdiccional es un ente público. Distinto es, sin embargo, el supuesto en el que sea la propia ley, y no la autoridad judicial que la aplica, la que impida al ente público acudir a la jurisdicción para pretender la nulidad o revocación de un acto adoptado por otro ente público, pues no siempre, en tal hipótesis, podrá hablarse de indefensión (STC 197/1988, del 24 de octubre, fund. jur. 4o.)

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a las organizaciones sindicales”. 1 18 Ello entrañaba el reconocimiento sin ambages de que si bien la titularidad del derecho de huelga pertenece a los trabajadores, el derecho podía ser ejercitado por las organizaciones sindicales con implantación en el ámbito laboral al que se extendiera la huelga. De esta forma, los sindicatos quedaban legitimados para ejercitar este derecho, aunque en sentido estricto no fuesen los titulares del mismo. En una reiteradísima doctrina, el juez de la Constitución ha interpretado que el derecho a la libertad de la acción sindical que proclama el artículo 28.1 corresponde no sólo a los individuos que fundan sindicatos o se afilian a ellos, sino también a los propios sindicatos. A juicio del Tribunal, 119 el artículo 28.1 integra derechos de actividad de los sindicatos (tales como la negociación colectiva o la promoción de conflictos), en cuanto que constituyen medios de acción que, por contribuir de forma primordial al desenvolvimiento de la actividad a que el sindicato es llamado por el artículo 7o. de la Constitución (contribuir a la defensa y promoción de los intereses económicos y sociales que le son propios), son un núcleo mínimo e indisponible de la actividad sindical. Quiere todo ello decir que los contenidos constitucionales de la libertad sindical (que en la literalidad del artículo 28.1 se circunscriben al derecho a fundar sindicatos y a afiliarse al de su elección, así como al derecho de los sindicatos a formar confederaciones y a fundar organizaciones sindicales internacionales o afiliarse a las mismas) han de integrar aquellos medios de acción que, con toda razón, el alto Tribunal ha entendido que contribuyen de modo primordial al desenvolvimiento de las importantes funciones constitucionales que el artículo 7o. reconoce a los sindicatos. No muy distante de la doctrina precedente se sitúa aquella otra por cuya virtud el Tribunal ha considerado que el derecho de los ciudadanos a participar en los asuntos públicos lo pueden ejercer los partidos políticos. Este derecho de participación, ejercido directamente o por medio de representantes, según el dictado del artículo 23.1, CE, lo ostentan sólo “los ciudadanos”, y así lo ha reconocido una reiterada doctrina del Tribunal, 120 de conformidad con la cual no son titulares de la situación juSTC 11/1981, del 8 de abril, fund. jur. 11. STC 51/1988, del 22 de marzo, fund. jur. 5o., culminando una reiteradísima jurisprudencia. 120 SSTC 53/1982, del 22 de julio, fund. jur. 1o.; 5/1983, del 4 de febrero, fund. jur. 4o., a/, y, entre otras, 23/1983, del 25 de marzo, fund. jur. 4o. 118 119

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rídica así garantizada otras personas o entes, como los sindicatos o los mismos partidos políticos. Ahora bien, la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos se alcanza a través de las elecciones y demás consultas populares previstas por la Constitución, procedimientos éstos en los que habrán de hacerse presentes, sin duda, los partidos políticos, mas no como titulares del derecho mismo a la participación, sino en cuanto instrumentos fundamentales que son para hacerla posible, concurriendo, como la Constitución quiere, a la formación y manifestación de la voluntad popular (artículo 6o. de la CE). 121 Quiere ello decir que aunque la titularidad formal del derecho del artículo 23.1 la ostenten los ciudadanos, la centralidad de los partidos en el sistema político democrático diseñado por nuestra Constitución, de la que el artículo 6o. de la misma es una buena muestra, comporta que los partidos no sólo se hayan de hacer presentes en todos los procesos que canalizan la participación política ciudadana, sino que desempeñen en ellos una función primordial. Algo análogo a lo anteriormente expuesto puede sostenerse respecto del derecho de asociación que contempla el artículo 22, CE, que puede ser ejercido no sólo por los individuos que se asocian, sino también por las asociaciones ya constituidas. Y es que el derecho de asociación, como ha dicho el Tribunal, 122 comprende no sólo el derecho de asociarse, sino también el de establecer la propia organización del ente creado por el acto asociativo dentro del marco de la Constitución y de las leyes. Y parece apropiado pensar que la potestad de organización que comprende el derecho de asociación escapa de cada individuo aisladamente considerado para pasar a ejercerse por el ente asociativo así creado. IV. La cuestión precedentemente aludida de la posible separación entre la titularidad y el ejercicio del derecho exige prestar una mínima atención a lo que podríamos llamar el ejercicio por terceros de ciertos derechos. Nuestro ordenamiento jurídico ha reconocido en algunas ocasiones diversas dimensiones o manifestaciones de los derechos reconocidos en el artículo 18 de la CE (y muy especialmente del derecho a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen) que, desvinculándose de la persona del titular, pueden ejercerse por terceras personas.

121 STC 122 STC

63/1987, del 20 de mayo, fund. jur. 5o. 218/1988, del 22 de noviembre, fund. jur. 1o.

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Este es el caso de la posibilidad legalmente prevista (por el artículo 4o. de la Ley Orgánica 1/1982, del 5 de mayo, de protección civil del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen) de que las acciones correspondientes de protección civil de los mencionados derechos puedan ejercerse por los designados en testamento por el afectado por un atentado contra tales derechos o por los familiares del mismo. Ahora bien, como ha advertido el juez de la Constitución, 123 una vez fallecido el titular de esos derechos y extinguida su personalidad, lógicamente desaparece también el mismo objeto de la protección constitucional, que está encaminada a garantizar un ámbito vital reservado que con la muerte deviene inexistente. Por consiguiente, si se mantienen acciones de protección civil (encaminadas a la obtención de una indemnización) a favor de terceros, distintos del titular de esos derechos de carácter personalísimo, ello ocurre fuera del área de protección de los derechos fundamentales que se encomienda al Tribunal Constitucional mediante el recurso de amparo. En definitiva, en los casos referidos, el ejercicio por terceros de estos derechos, o por lo menos de acciones dimanantes de ellos, pierde su dimensión constitucional. VIII. L OS LÍMITES DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES I. El carácter limitado de los derechos es hoy una evidencia que no admite contestación alguna. En nuestra Constitución esta regla general no sólo no quiebra sino que encuentra plena confirmación, como más adelante veremos. Bien es verdad que podría pensarse lo contrario a la vista del artículo 10.1, que, como ya indicamos, eleva a la categoría de “fundamento del orden político y de la paz social” a la dignidad de la persona y a los derechos inviolables que le son inherentes. Ahora bien, que ello sea así no significa, como ha precisado el alto Tribunal, 124 ni que todo derecho le sea inherente y por ello inviolable, ni que los que se califican de fundamentales sean in toto condiciones imprescindibles para su efectiva incolumidad, de modo que de cualquier restricción que a su ejercicio se imponga devenga un estado de indignidad. El Tribunal Constitucional, ya desde su primera jurisprudencia, ha venido insistiendo en la idea de que “ningún derecho constitucional es un 123 124

STC 231/1988, del 2 de diciembre, fund. jur. 3o. STC 120/1990, del 27 de junio, fund. jur. 4o.

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derecho ilimitado”, 125 doctrina que ha repetido en numerosas ocasiones. Y así, por poner un ejemplo más cercano en el tiempo, en su Sentencia 181/1990, nos recordaba que según su reiterada doctrina, los derechos fundamentales no son derechos absolutos e ilimitados. Por el contrario, su ejercicio está sujeto tanto a límites expresos constitucionalmente como a otros que puedan fijarse para proteger o preservar otros bienes o derechos constitucionalmente protegidos. 126 Si los derechos y libertades no son absolutos, menos aún puede atribuirse dicho carácter a los límites a que ha de someterse el ejercicio de tales derechos. Como ha afirmado el Tribunal, 127 tanto las “normas de libertad” como las llamadas “normas limitadoras” se integran en un único ordenamiento inspirado por los mismos principios en el que, en último término, resulta ficticia la contraposición entre el interés particular subyacente a las primeras y el interés público que, en ciertos supuestos, aconseja su restricción. Se produce, pues, un régimen de concurrencia normativa, que no de exclusión. Esta concurrencia de normas deviene, en último término, de que tanto los derechos individuales como sus límites, en cuanto éstos derivan del respeto a la ley y a los derechos de los demás, son igualmente considerados por el artículo 10. 1 de nuestra lex superior como “fundamento del orden político y de la paz social”. La concurrencia entre las “normas de libertad” y las “normas limitadoras” entraña que unas y otras operen con el mismo grado de vinculatoriedad y actúen recíprocamente. Como resultado de esta interacción, la fuerza expansiva de todo derecho fundamental restringe el alcance de las normas que establecen límites al ejercicio de un derecho; 128 de ahí la exigencia, reiteradísima por el “intérprete supremo de la Constitución”, de que los límites de los derechos fundamentales hayan de ser interpretados con criterios restrictivos y en el sentido más favorable a la eficacia y a la esencia de tales derechos. II. Los límites de los derechos pueden ser de dos tipos: intrínsecos y extrínsecos.

STC 11/1981, del 8 de abril, fund. jur. 9o. STC 181/1990, del 15 de noviembre, fund. jur. 3o. SSTC 159/1986, del 12 de diciembre, fund. jur. 6o., y 254/1988, del 21 de diciembre, fund. jur. 3o. 128 Idem. 125 126 127

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Los límites intrínsecos derivan de la propia naturaleza de cada derecho y de su función social. Dentro de ellos suelen diferenciarse a su vez los límites objetivos (que se desprenden de la propia naturaleza, de la misma realidad del derecho) de los subjetivos (que derivan de la actitud del sujeto titular y de la forma de realizar el propio derecho). El juez de la Constitución se ha referido en algún caso a la existencia de límites necesarios que resultan de la propia naturaleza del derecho, con independencia de los que se producen por su articulación con otros derechos o de los que pueda establecer el legislador. Así lo haría 129 respecto de la libertad de enseñanza (artículo 27. 1), del derecho a crear instituciones educativas (artículo 27.6), del derecho de quienes llevan a cabo personalmente la función de enseñar, a desarrollarla con libertad dentro de los límites propios del puesto docente que ocupan (artículo 20.1, c) y del derecho de los padres a elegir la formación religiosa y moral que desean para sus hijos (artículo 27.3). La infracción del límite objetivo intrínseco nos sitúa por lo general ante un fraude de ley, mientras que la vulneración de un límite subjetivo intrínseco nos coloca ante un abuso del derecho. Y a este respecto conviene recordar que el juez de la Constitución, haciendo suya la doctrina jurisprudencial de la Corte Costituzionale italiana, ha reiterado en numerosas ocasiones que el ejercicio ilícito de un derecho no puede protegerse jurídicamente, 130 por lo que si existiere exceso en el ejercicio de los derechos fundamentales nunca podrá otorgarse el amparo, pues en sede constitucional sólo es posible amparar el ejercicio lícito de los derechos. 131 Los límites extrínsecos derivan de la propia existencia social y de los demás sujetos de derecho que en ella coexisten, y como parece lógico, lo normal es que sean establecidos por el propio ordenamiento jurídico, si bien, como ha reconocido el alto Tribunal, 132 la no expresión por parte del legislador de un límite a un derecho constitucional expresamente configurado como tal no significa sin más su inexistencia. Quiere ello 129 STC 5/1981, del 13 de febrero, fund. jur. 7o. 130 STC 36/1982, del 16 de junio, fund. jur. 6o. 131 STC 120/1983, del 15 de diciembre, fund. jur.

1o. De esta doctrina ha extraído el Tribunal la consecuencia lógica de que cuando la conducta de los demandantes no puede integrarse en el ámbito de ejercicio legítimo de un derecho fundamental, ha de concluirse que las sanciones impuestas, cualquiera que sea el juicio que merezcan a los recurrentes, no vulneran derecho fundamental alguno. 132 STC 77/1985, del 27 de junio, fund. jur. 9o.

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decir que, en ocasiones, estos límites extrínsecos derivan de la Constitución de forma inmediata, 133 mientras que en otras, tan sólo de manera mediata o indirecta. Así lo reconocería el juez de la Constitución en uno de sus primeros pronunciamientos, la Sentencia 11/1981. Tras rechazar la tesis de que los derechos reconocidos o consagrados por la Constitución sólo puedan quedar acotados en virtud de límites de la propia Constitución o por su necesaria acomodación con el ejercicio de otros derechos igualmente declarados por la norma fundamental, al entenderla una conclusión demasiado estricta y carente de fundamento en una interpretación sistemática de la Constitución, el Tribunal advertirá que la Constitución, en algunas ocasiones, establece por sí misma los límites de los derechos fundamentales. En otras, el límite del derecho deriva de la Constitución sólo de una manera mediata o indirecta, en cuanto que ha de justificarse por la necesidad de proteger o preservar no sólo otros derechos constitucionales, sino también otros bienes constitucionalmente protegidos. 134 En definitiva, omisión hecha de los límites que el articulado constitucional contempla particularizadamente para cada uno de los derechos, los límites extrínsecos pueden derivar de la norma suprema de modo mediato. Y así, por poner un ejemplo, el Tribunal ha interpretado 135 que el derecho a un proceso público (artículo 24.2 de la CE) se reconoce con unos límites implícitos, que son los previstos en el ámbito del derecho internacional en el que se inserta nuestra Constitución. Por lo demás, de la articulación recíproca de los diferentes derechos han de derivar, aunque no se prevea así de modo específico por el ordenamiento, límites entre los distintos derechos. Así lo ha precisado el Tribunal en relación con la necesaria armonización entre los derechos del titular de un centro docente concertado (esto es, privado pero sostenido 133 No resulta especialmente casuística nuestra Constitución a la hora de precisar de modo particularizado los límites de los diferentes derechos que enuncia. Recordemos, bien que sin ánimo exhaustivo, el mantenimiento del orden público protegido por la ley, como límite de la libertad ideológica, religiosa y de culto (artículo 16.1); el supuesto de flagrante delito, que opera como límite frente a la inviolabilidad del domicilio (artículo 18.2), y el respeto a los derechos del título I, a los preceptos de las leyes que los desarrollen y, especialmente, al derecho al honor, a la intimidad, y a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia, límites que entran en juego frente a las libertades informativas del artículo 20.1 (artículo 20.4). 134 SSTC 11/1981, del 8 de abril, fund. jur. 7o., y 2/1982, del 29 de enero, fund. jur. 5o. 135 STC 62/1982, del 15 de octubre, fund. jur. 2o.

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con fondos públicos) y los derechos de los padres, alumnos y profesores. Según el Tribunal, 136 el no señalamiento expreso de los límites, derivados de los derechos del titular, a los derechos de los integrantes de la comunidad escolar, no significa que éstos sean ilimitados, ni que deje de producirse una articulación recíproca entre todos ellos, sino únicamente que el legislador no ha estimado oportuno explicitar normativamente la correlación entre diversos derechos. Es innecesario decir que en el supuesto de conflicto entre derechos o entre un derecho y un bien constitucionalmente protegido, habrá que acudir a la necesaria ponderación judicial, en la que el órgano jurisdiccional, sin estimar preponderante en todo caso uno de los derechos en cuestión y atendiendo a las concretas circunstancias del caso, habrá de decidir sobre el conflicto planteado. En cualquier supuesto, el Tribunal ha reivindicado para sí la revisión del juicio ponderativo realizado por el órgano jurisdiccional ordinario. Y así, en el conflicto entre derechos más común, el que enfrenta a las libertades de expresión e información con el derecho al honor, el juez de la Constitución ha señalado que está dentro de su jurisdicción revisar la adecuación de la ponderación realizada por los jueces, con el objeto de conceder el amparo si el ejercicio de la libertad reconocido en el artículo 20 (que contempla las libertades informativas) se manifiesta constitucionalmente legítimo, o denegarlo en el supuesto contrario. 137 Digamos ya para finalizar que constituye una constante jurisprudencial la de que sólo ante los límites que la propia Constitución imponga al definir cada derecho o ante los que de manera mediata o indirecta de la misma se infieran al resultar justificados por la necesidad de preservar otros derechos constitucionalmente protegidos, pueden ceder los derechos fundamentales. 138 En coherencia con esta doctrina, que entraña la reconducción, directa o indirecta, a la Constitución de cualquier límite que haya de operar frente a un derecho fundamental, el Tribunal Constitucional ha rechazado la genérica argumentación (esgrimida en un caso concreto por el fiscal general del Estado) de que “el ejercicio de un deSTC 77/1985, del 27 de junio, fund. jur. 9o. SSTC 107/1988, del 8 de junio, fund. jur. 2o. y 105/1990, del 6 de junio, fund. jur. 4o. 138 Entre otras muchas, SSTC 11/1981, del 8 de abril, fund. jur. 7o.; 2/1982, del 29 de enero, fund. jur. 5o.; 110/1984, del 26 de noviembre, fund. jur. 5o., y 120/1990, del 27 de junio, fund. jur. 8o. 136 137

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recho fundamental no puede alegarse para entorpecer un fin social, que, como general, es de rango superior”. Según el Tribunal, 139 una afirmación como la anterior, realizada sin ningún tipo de matizaciones, conduce ineludiblemente al entero sacrificio de todos los derechos fundamentales y de todas las libertades públicas a los fines sociales, lo que es inconciliable con los valores superiores del ordenamiento jurídico que nuestra Constitución proclama. Existen, ciertamente, fines sociales que deben considerarse de rango superior a algunos derechos individuales, pero —y ello es, a nuestro juicio, lo esencial— ha de tratarse de fines sociales que constituyan en sí mismos valores constitucionalmente reconocidos y la prioridad ha de resultar de la propia Constitución. Así, por ejemplo, el artículo 33 delimita el derecho de propiedad de acuerdo con su función social, pero ello no ocurre así con otros derechos. III. La limitación de los derechos fundamentales exige atender a una serie de importantes reglas hermenéuticas que, de una u otra forma, se conectan con el principio del “mayor valor” de los derechos, que requiere inexcusablemente de una interpretación restrictiva de los límites que puedan pesar sobre tales derechos. El Tribunal Constitucional ha desempeñado aquí una importante labor, que se ha materializado en la interpretación restricta de ciertas cláusulas constitucionales, como igualmente en la acuñación de ciertos parámetros hermenéuticos con los que el Tribunal ha intentado delimitar estrictamente toda posible limitación de un derecho. 1. Al hilo de la previsión constitucional del inciso segundo del artículo 53. 1, que exige que “sólo por ley” pueda regularse el ejercicio de los derechos y libertades reconocidos en el capítulo 2o., reserva que pasa a ser de ley orgánica en el caso de los derechos fundamentales y de las libertades públicas (artículo 81.1), el Tribunal ha concretado una doctrina que bien podríamos tildar de proscripción del Ejecutivo de toda intervención ordenadora del ejercicio de un derecho, salvo que medie una previa habilitación legal. La habilitación constitucional al legislador ordinario persigue, pues, fundamentalmente, excluir al Ejecutivo, y a su producción normativa propia, los Reglamentos, de toda posibilidad de incidir sobre la regulación de estos derechos. De esta forma, el principio de reserva de ley no sólo incide sobre la posible remisión a normas reglamentarias, sino que, 139

STC 22/1984, del 17 de febrero, fund. jur. 3o.

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asimismo, acota la propia libertad de acción del legislador, en cuanto que éste se ve constreñido a dotar la ley de “suficientes referencias normativas de orden formal y material”, que permitan, de una parte, conocer que la manifestación de voluntad es propiamente del legislador, y, de otra, delimitar la ulterior actuación del gobierno al adoptar las oportunas medidas de ejecución de aquella voluntad. Es paradigmática a este respecto la Sentencia 83/1984, en la que se plantea la función respectiva de la ley y el reglamento. A juicio del Tribunal, 140 el principio de reserva de ley entraña una garantía esencial de nuestro Estado de derecho, siendo su significado último el de asegurar que la regulación de los ámbitos de libertad que corresponden a los ciudadanos dependa exclusivamente de la voluntad de sus representantes, por lo que tales ámbitos han de quedar exentos de la acción del ejecutivo y, consecuentemente, del ejercicio por éste de la potestad reglamentaria. El principio no excluye, ciertamente, la posibilidad de que las leyes contengan remisiones a normas reglamentarias, pero sí que tales remisiones hagan posible una regulación independiente y no claramente subordinada a la ley. Esto se traduce, a su vez, en ciertas exigencias en cuanto al alcance de las remisiones o habilitaciones legales a la potestad reglamentaria, que el Tribunal resume en el criterio de que las mismas sean tales que restrinjan efectivamente el ejercicio de esa potestad a un complemento de la regulación legal que sea indispensable por motivos técnicos o para optimizar el cumplimiento de las finalidades propuestas por la Constitución o por la propia ley. En definitiva, el principio de reserva de ley debe entenderse en el sentido de una ley expresa, exigencia que se vulnera con cláusulas formales deslegalizadoras que suponen la reducción del rango normativo de una materia regulada por norma legal en el momento en que se dicta la ley deslegalizadora, de tal manera que a partir de ésta y en su virtud pueda ser regulada por normas reglamentarias. 141 La reserva de esta competencia al legislador ha supuesto asimismo la restricción de la posibilidad de habilitar legalmente al Ejecutivo para que pueda inmiscuirse en ámbitos propios de la libertad. De este modo, las llamadas regulae agendi , esto es, las reglas que prescriben conductas

140 STC 83/1984, del 24 de julio, fund. jur. 4o. 141 STC 29/1986, del 20 de febrero, fund. jur. 2o.,

C/.

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que constriñen o limitan la libertad de los ciudadanos, deben estar amparadas por habilitaciones legales expresas. 142 La reserva de ley del artículo 53.1 se ve formalmente reforzada en el artículo 53.2, interpretado en conexión con el 81.1, CE, respecto de los derechos fundamentales y libertades públicas, reconocidos en el artículo 14 y en la Sección primera del capítulo 2o. del ya tantas veces citado título I, al exigir el carácter de “orgánica” a la ley reguladora del derecho, exigencia que el alto Tribunal ha interpretado que se refiere al desarrollo “directo” de los citados derechos y libertades, pues al exigir el artículo 81.2 que la aprobación, modificación o derogación de las leyes orgánicas requiera del respaldo de la mayoría absoluta del Congreso, en una votación final sobre el conjunto del proyecto, convierte a las Cortes en una especie de “constituyente permanente”, con los problemas que ello conlleva en cuanto al logro del necesario consenso parlamentario. 143 La doctrina expuesta revela bien a las claras que tanto el rango de la norma aplicable como, en su caso, el tipo de ley a que se encomienda la regulación o desarrollo de los derechos constitucionalmente reconocidos (ley orgánica o ley ordinaria) constituyen una garantía de los mismos, al suponer límites y requisitos para la acción normativa de los poderes públicos, que se traducen, sustancialmente, en la exclusión del ejecutivo, que entraña que sólo el representante en cada momento histórico de la soberanía popular puede proceder, en su caso, a fijar los límites que han de rodear el ejercicio de un derecho. 2. La reserva de ley aparece reforzada materialmente por el artículo 53.1 al exigir que la ley que regule el ejercicio de los derechos y libertades del capítulo 2o. respete, en todo caso, su “contenido esencial”. La desconfianza ante el legislador ordinario, bien explicable ante la desgraciada experiencia de Weimar, está en la base del artículo 19 de la Ley de Bonn, que entre otros mecanismos de garantía de los derechos, establece (en su apartado segundo) el de que en ningún caso un derecho 142 Sobre la base de esta doctrina, el Tribunal ha entendido que debe reputarse contraria a las exigencias constitucionales no sólo la regulación reglamentaria de infracciones y sanciones carentes de toda base legal, sino también, en el ámbito de las relaciones de sujeción general, la simple habilitación a la administración, por norma de rango legal vacía de todo contenido material propio, para la tipificación de los ilícitos administrativos y las correspondientes consecuencias sancionadoras (STC 42/1987, del 7 de abril, fund. jur. 2o.) 143 STC 6/1982, del 22 de febrero, fund. jur. 6o.

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fundamental pueda ser afectado en su esencia, en su contenido esencial ( Wesensgehalt). Como entre nosotros ha destacado Parejo, 144 la garantía de un “contenido esencial” en determinados derechos constitucionales ofrece tanto un aspecto negativo de prohibición o limitación al legislador ordinario, cuanto positivo, de afirmación de una sustancia inmediatamente constitucional en dichos derechos. La problemática de la precisa conceptualización de esa noción del “contenido esencial” llegó al Tribunal Constitucional bien pronto, procediendo además este órgano a reclamar para sí, expresamente, la resolución de las controversias que en torno a cuál sea el “contenido esencial” de los distintos derechos y libertades puedan suscitarse. 145 En su Sentencia 11/1981, el “intérprete supremo de la Constitución” procedería a abordar el análisis de dicha noción, distinguiendo al efecto dos acepciones distintas: La primera equivale a la “naturaleza jurídica de cada derecho”, esto es, al modo de concebirlo o configurarlo. En ocasiones, el nomen y el alcance de un derecho subjetivo son previos al momento en que tal derecho resulta regulado por un legislador concreto. El tipo abstracto del derecho preexiste conceptualmente al momento legislativo y en este sentido se puede hablar de una “recognoscibilidad de ese tipo abstracto en la regulación concreta”. Desde esta óptica, constituyen el contenido esencial de un derecho subjetivo aquellas facultades o posibilidades de actuación necesarias para que el derecho sea recognoscible como pertinente al tipo descrito, sin las cuales el derecho se desnaturalizaría. La segunda acepción corresponde a “los intereses jurídicamente protegidos como núcleo y médula del derecho”. Se puede entonces hablar de una esencialidad del contenido del derecho para hacer referencia a aquella parte del contenido del mismo que es absolutamente necesaria para que los intereses jurídicamente protegibles, que dan vida al derecho, resulten real, concreta y efectivamente protegidos. De este modo, se rebasa o se desconoce el “contenido esencial” cuando el derecho

144 Parejo Alfonso, Luciano, “El contenido esencial de los derechos fundamentales en la jurisprudencia constitucional; a propósito de la Sentencia del Tribunal Constitucional de 8 de abril de 1981”, Revista Española de Derecho Constitucional, núm. 3, septiembre-diciembre de 1981, pp. 169 y ss.; en concreto, p. 170. 145 STC 37/1981, del 16 de noviembre, fund. jur. 2o.

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queda sometido a limitaciones que lo hacen impracticable, lo dificultan más allá de lo razonable o lo despojan de la necesaria protección. 146 Estos criterios de delimitación del contenido esencial de un derecho no son alternativos ni menos todavía antitéticos, sino que, por el contrario, se pueden considerar como complementarios, de modo que pueden ser utilizados conjuntamente por el Tribunal. La garantía del “contenido esencial” del derecho supone, pues, la existencia de una barrera insalvable por el propio legislador, que protege un núcleo inmediatamente constitucional y, por lo mismo, irreductible del derecho, que en modo alguno puede ser limitado. 3. Una de las reglas hermenéuticas más insistentemente reiteradas por la jurisprudencia constitucional es la del principio de motivación de la limitación de un derecho. Ya en su Sentencia 26/1981, el Tribunal significaba que cualquier acto por el que se coarte el libre ejercicio de un derecho constitucionalmente reconocido es de tal gravedad que “necesita encontrar una especial causalización”, por lo que el hecho o conjunto de hechos que lo justifican deben explicitarse con el fin de que los destinatarios conozcan las razones por las cuales su derecho se sacrificó y los intereses a los que se sacrificó. De este modo, “la motivación no es sólo una elemental cortesía, sino un riguroso requisito del acto de sacrificio de los derechos”. 147 El Tribunal ha vinculado lógicamente este principio de motivación al “mayor valor” de los derechos: “dado el valor central que tienen los derechos fundamentales en nuestro sistema jurídico, toda restricción a los mismos ha de estar justificada”. 148 Y de este principio general ha entresacado consecuencias puntuales respecto de las actuaciones concretas de algunos poderes públicos. 149 4. El principio de proporcionalidad, esto es, la existencia de una razonable relación de proporcionalidad entre los medios empleados y la finaSTC 11/1981, del 8 de abril, fund. jur. 10. STC 26/1981, del 17 de julio, fund. jur. 13. STC 62/1982, del 15 de octubre, fund. jur. 3o., D/. El Tribunal ha entendido al efecto (STC 62/1982, del 15 de octubre, fund. jur. 2o., B) que toda resolución judicial que limite o restrinja el ejercicio de un derecho fundamental ha de estar motivada, de forma tal que la razón determinante de la decisión pueda ser conocida por el afectado. De otro modo, se infringe el derecho a la tutela judicial efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de los derechos, ya que se afectaría al ejercicio del derecho a un proceso público por una resolución no fundada en derecho, dificultando con ello gravemente las posibilidades de defensa en la vía ordinaria, en su caso, y en último extremo por la vía del recurso de amparo. 146 147 148 149

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lidad perseguida, ha sido asimismo insistentemente invocado por el juez de la Constitución, quien ya en su Sentencia 62/1982 razonaba que para determinar si las medidas limitadoras aplicadas eran necesarias para el fin perseguido, era preciso examinar si se habían ajustado o si habían infringido el principio de proporcionalidad. 150 Quiere ello decir que no basta, sin más, la afirmación de un interés público para justificar el sacrificio del derecho, pues si así fuera, la garantía constitucional perdería, relativizándose, toda eficacia. De ahí que el Tribunal haya entendido que para apreciar si una actuación judicial que afecta el ámbito de ejercicio de un derecho fundamental es o no conforme con la Constitución no basta con atender a la regularidad formal de la decisión judicial (decisión motivada y con fundamento en una inexcusable previsión legislativa), sino que es asimismo preciso, ya en el orden sustantivo, atender a la razonable apreciación, por la autoridad actuante, de la situación en que se halle el su jeto que pueda resultar afectado, pues no respetaría la garantía que consideramos la medida desatenta a toda estimación de proporcionalidad entre el sacrificio del derecho y la situación en que se halla aquel a quien se le impone. 151 5. Finalmente, dentro de la interpretación restricta de algunas cláusulas constitucionales a que, como antes dijimos, ha conducido el “mayor valor” de los derechos, hemos de hacer una específica referencia a la ineludibilidad de interpretar restrictivamente aquellas normas limitadoras que, por su propia indeterminación, conducirían, de no mediar esa interpretación limitativa, a la práctica desaparición del derecho. Un supuesto ilustrativo de la doctrina que estamos contemplando lo hallamos en la STC 62/1982 que pone fin a dos recursos de amparo acumulados, en uno de los cuales se argumenta que el derecho a la libertad de expresión ha resultado vulnerado por una sentencia del Tribunal Supremo dictada para proteger el bien jurídico de la moral, que de esta forma opera como límite mediatamente constitucional, ya que si bien no está incluida la moral entre los límites de las libertades informativas específicamente enumerados por el artículo 20.4, CE, sí que puede encontrar cabida o encaje constitucional de un modo indirecto o mediato a través de la cláusula del artículo 10.2 de la Constitución, ya comentado en un momento precedente, pues tanto en la Declaración Universal de los 150 STC 62/1982, del 15 de octubre, fund. jur. 5o. 151 SSTC 37/1989, del 15 de febrero, fund. jur. 7o.,

fund. jur. 8o.

y 120/1990, del 27 de junio,

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Derechos Humanos como en el Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos se prevé que el legislador pueda establecer límites a los derechos con el fin de satisfacer las justas exigencias de la moral (artículo 29.2 de la Declaración), o simplemente para la protección de la moral pública (artículo 19.3, b/ del Pacto Internacional antes citado). En definitiva, el principio hermenéutico del artículo 10.2 conduce a la conclusión de que el concepto de “moral” puede ser utilizado por el legislador como límite de las libertades y derechos reconocidos en la Constitución. A partir de la conclusión inmediatamente anterior, surge el problema de determinar en qué medida y con qué alcance puede ser delimitada la libertad de expresión por ese bien de la moral pública. Problema éste que el propio Tribunal admite que es de difícil solución si se tiene en cuenta que la moral pública —como elemento ético común de la vida social— es susceptible de concreciones diferentes, según las distintas épocas y países, por lo que no es algo inmutable desde una perspectiva social. Lo que conduce al Tribunal a la conclusión 152 de que la admisión de la moral pública como límite ha de rodearse de las garantías necesarias para evitar que bajo un concepto ético, juridificado en cuanto que es necesario un minimum ético para la vida social, se produzca una limitación injustificada de derechos fundamentales y libertades públicas, que tienen un valor central en el sistema jurídico. Como fácilmente puede, pues, apreciarse, esta centralidad de los derechos, de la que se deriva su “mayor valor”, exige de una interpretación restrictiva de las cláusulas limitativas de aquéllos, exigencia que se acentúa de modo muy notable cuando esas cláusulas aparecen dotadas de un alto grado de indeterminación, como acontece claramente con el caso de la “moral pública”. IV. La nueva concepción de los derechos fundamentales propicia su extensión a todos los ciudadanos, como derechos inherentes a la propia personalidad, en tanto en cuanto, además, el “libre desarrollo de la personalidad” ha sido considerado por el artículo 10.1 de la Constitución como uno de los fundamentos del orden político y de la paz social. Todo ello ha conducido asimismo a potenciar de modo muy notable el ejercicio por ciertas personas, aquellas que se encuentran sujetas a una “relación de sujeción especial”, de determinados derechos de los que en otro tiempo se hallaban virtualmente privados, aproximándolas en lo que atañe al goce de tales derechos a la situación de los restantes ciudadanos. 152

STC 62/1982, del 15 de octubre, fund. jur. 3o., B).

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El Tribunal Constitucional se refirió a este cambio en su Sentencia 81/1983, recordando cómo en una primera etapa del constitucionalismo europeo, simultánea a la construcción de un modelo de burocracia creciente, pero no debidamente racionalizada, solía exigirse a los funcionarios públicos una fidelidad silente y acrítica respecto a instancias políticas superiores y, por consiguiente, una renuncia (cuando no se regulaban prohibiciones expresas) al uso de determinadas libertades y derechos, todo lo cual había de admitirse si no quería el funcionario caer en la temida situación del cesante. En la actualidad, la situación es, sin embargo, muy distinta. 153 El funcionario, ciertamente, en el ejercicio de sus derechos y libertades encuentra límites que no pesan sobre el resto de los ciudadanos, puesto que derivan de su condición de tal. Sin embargo, como el propio Tribunal se ha encargado de advertir, 154 los límites específicos al ejercicio de derechos constitucionales, derivados de su condición funcionarial, han de ser interpretados restrictivamente. Además, como fruto de una labor de interpretación casuística, la doctrina y la jurisprudencia han precisado algunos de los factores a los que es preciso atender para determinar hasta dónde deben llegar las restricciones a algunos derechos y libertades de los funcionarios públicos, siendo de destacar al respecto estos dos criterios: la comprobación de si la supuesta transgresión de un límite en el ejercicio de un derecho fundamental pone o no públicamente en entredicho la autoridad de sus superiores jerárquicos y la determinación de si tal actuación compromete el buen funcionamiento del servicio. 155 En definitiva, las relaciones de sujeción especial en que se encuentran ciertas categorías de personas sólo son admisibles en la medida en que resulten estrictamente indispensables para el cumplimiento de la misión o función derivada de aquella situación especial, 156 al margen ya de que dicha relación debe ser siempre entendida en un sentido reductivo compatible con el valor preferente que corresponde a los derechos fundamentales. 157 De todo ello ha sacado el juez de la Constitución alguna STC 81/1983, del 10 de octubre, fund. jur. 2o. STC 69/1989, del 20 de abril, fund. jur. 2o. SSTC 81/1983, del 10 de octubre, fund. jur. 2o., y 69/1989, del 20 de abril, fund. jur. 2o. 156 STC 21/1981, del 15 de junio, fund. jur. 15. 157 STC 120/1990, del 27 de junio, fund. jur. 6o. 153 154 155

DOGMÁTICA DE LOS DERECHOS DE LA PERSONA

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conclusión puntual. Y así, en materia procedimental, ha entendido 158 que en el supuesto de infracciones de derechos fundamentales de la persona, nada importa que se realicen a través de una relación funcionarial, pues aquéllos siempre son preferentes sobre el ámbito material en que actúan, lo que entraña que en tales supuestos es preciso acudir al procedimiento establecido por la Ley 62/1978, del 26 de diciembre, de protección jurisdiccional de los derechos fundamentales de la persona, hoy derogada en su totalidad, y no al procedimiento especial en materia de personal fijado por el artículo 113 de la anterior Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa. Digamos ya para finalizar que el Tribunal ha tenido oportunidad de proyectar la doctrina general antes expuesta a algunos supuestos concretos como es el caso de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. A partir de la introducción por el artículo 103.1 de la Constitución de un principio de jerarquía en el ámbito de las relaciones internas de la administración, que subraya el artículo 104.1 por lo que se refiere a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, entiende el Tribunal, como por lo demás reitera el artículo 5o., d/ de la Ley Orgánica 2/1986, del 13 de marzo, de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, que los principios de jerarquía y subordinación se traducen en un deber de “respeto y obediencia a las autoridades y superiores jerárquicos”, y en coherencia con este deber se tipifica reglamentariamente como falta grave la “desobediencia o irrespetuosidad a los superiores o autoridades”. Pues bien, este límite específico ha sido interpretado por el juez de la Constitución 159 no en el sentido de que haya de entenderse excluida toda libertad de crítica de los integrantes de los Cuerpos o Fuerzas de Seguridad hacia sus superiores jerárquicos, o constreñido el ejercicio de la libertad sindical de los mismos, en defensa de sus derechos o intereses profesionales, pues en tal caso se desconocería el contenido esencial de los derechos reconocidos en los artículos 20.1 a/ y 28.1 de la Constitución, sino en el de que la estructura interna de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad y la misión que constitucionalmente tienen atribuida, ...obligan a afirmar que la crítica a los superiores, aunque se haga en uso de la calidad de representante y autoridad sindical y en defensa de los 158 159

STC 109/1985, del 8 de octubre, fund. jur. 9o. STC 69/1989, del 20 de abril, fund. jur. 2o.

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ESTUDIOS JURÍDICO-CONSTITUCIONALES

sindicatos, deberá hacerse con la mesura necesaria para no incurrir en la vulneración a este respeto debido a los superiores y para no poner en peligro el buen funcionamiento del servicio y de la institución policial. 160

La doctrina del Tribunal Constitucional, como puede constatarse por todo lo expuesto, ha acotado en sus justos términos, en coherencia con el “mayor valor” de los derechos, la relevante cuestión de los límites.

160 SSTC 81/1983, del 10 de octubre, fund. jur. 3o., y 69/1989, del 20 de abril, fund. jur. 2o.



EL DERECHO A LA LIBERTAD Y A LA SEGURIDAD PERSONAL EN LA DOCTRINA CONSTITUCIONAL ESPAÑOLA I. El valor “libertad” y sus concreciones constitucionales . . .

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II. El derecho a la libertad personal. Concepto y delimitación .

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III. El derecho a la seguridad personal. Concepto y delimitación

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IV. Alcance de estos derechos

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1. Su proyección, en el ámbito penal, frente a todo tipo de privación de libertad . . . . . . . . . . . . . . . .

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2. Su proyección a cualquier ámbito en el que se produzca una restricción de libertad . . . . . . . . . . . . . . . . .

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A. Arresto del quebrado

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B. Internamiento en establecimiento psiquiátrico . . . . C. Arresto domiciliario

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D. Libertad provisional bajo fianza

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E. Internamiento en establecimiento penitenciario . . . .

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F. Internamiento preventivo de extranjeros previo a su expulsión 116 .

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G. Identificación en dependencias policiales 3. La delimitación negativa de estos derechos

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A. Presencia de una persona en las dependencias policiales para la práctica de una diligencia 121 .

B. Deber de presentación ante un juzgado

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C. Prestación de asistencia médica o alimentaria forzosa V. La garantía legal de la privación de libertad

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VI. La garantía judicial y los límites temporales de la detención preventiva . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . VII. Los derechos de la persona detenida . . . . .

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1. Los derechos de información, libertad de declaración y a la asistencia de intérprete . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. El derecho a la asistencia letrada

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VIII. El control judicial de la legalidad de la detención: el procedimiento de habeas corpus . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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EL DERECHO A LA LIBERTAD Y A LA SEGURIDAD PERSONAL EN LA DOCTRINA CONSTITUCIONAL ESPAÑOLA I. EL VALOR “ LIBERTAD ” Y SUS CONCRECIONES CONSTITUCIONALES

La libertad es una dimensión esencial de la persona. Entendida como libertad general de actuación o, si se prefiere, como libertad general de autodeterminación individual, se nos presenta, a juicio de nuestro “ intérprete supremo de la Constitución” (Sentencia del Tribunal Constitucional —en adelante— STC 137/1990, del 19 de julio, fundamento jurídico 9o.), como un valor superior del ordenamiento jurídico (artículo 1.1 de la Constitución española —en adelante CE—) que se concreta en un conjunto de manifestaciones a las que la norma suprema concede la categoría de derechos fundamentales, como son, entre otros, las libertades a que se refieren los artículos 16.1 (libertad ideológica, religiosa y de culto), 18.1 (derecho al honor, a la intimidad y a la propia imagen), 19 (libertad de residencia y de circulación), 20 (libertades informativas) y, muy particularmente y desde luego sin ánimo exhaustivo, 17.1 (derechos a la libertad y a la seguridad personal). El valor “libertad” viene de esta forma a garantizar un elenco de derechos fundamentales, si bien tal garantía no alcanza a otorgar a dichos derechos como contenido concreto todas y cada una de las múltiples actividades y relaciones vitales que la libertad hace posibles, por importantes que éstas sean en la vida del individuo (STC 89/1987, del 3 de junio, fund. jur. 2o.). Entre los derechos garantizados por el valor “libertad” quizá el más significativo sea el que contempla el artículo 17.1, CE, precepto que, a lo largo de sus cuatro apartados, acoge un conjunto de mecanismos de dispar naturaleza que se encaminan a proteger jurídicamente la libertad personal: la garantía legal de la privación de libertad, la garantía judicial 99

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y, en perfecta sintonía con ella, los límites temporales de la detención gubernativa, los derechos de la persona detenida o garantías procesales de la detención, el control judicial de la legalidad de la detención y la limitación temporal de la prisión provisional. Junto a las garantías del citado derecho fundamental acogidas por el artículo 17, han de situarse algunas otras que contempla el artículo 25, CE, muy particularmente: el principio de legalidad penal del artículo 25.1 y la interdicción que el artículo 25.3 contempla en relación a la administración civil, a la que veda la imposición de sanciones que, directa o subsidiariamente, impliquen privación de libertad. A ellas se podría añadir el principio non bis in idem, esto es, el principio de exclusión de la doble sanción por unos mismos hechos, no contemplado por la norma suprema pero reconocido jurisprudencialmente por el Tribunal Constitucional. En nuestra exposición vamos a centrarnos en los derechos y garantías a los que se refiere el artículo 17 de la CE. II. EL DERECHO A LA LIBERTAD PERSONAL. C ONCEPTO Y DELIMITACIÓN I. El derecho a la libertad personal se nos presenta como uno de los derechos de más añejo reconocimiento formal. En efecto, ya en el punto 37 de la Carta Magna del Rey Juan (1215) se afirma: “Ningún hombre libre podrá ser detenido, ni preso..., ni perjudicado en cualquier otra forma, ni procederemos, ni ordenaremos proceder contra él, sino en virtud de un juicio legal por sus pares o por la ley del país”. Contemporáneamente, la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, del 26 de agosto de 1789, se hará eco de este derecho en su artículo 7o., que comienza prescribiendo que: Nul homme ne peut être accusé, arrêté ni détenu que dans les cas déterminés par la Loi, et selon les formes qu’elle a prescrites . El derecho internacional de los derechos humanos ha recepcionado con notable amplitud este derecho al que se refieren, entre otros textos, el artículo 3o. de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, el artículo 9o. del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966 y el artículo 5o. de la Convención de Salvaguardia de los Derechos del Hombre y de las Libertades Fundamentales, suscrita en

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Roma en 1950, precepto este último que ha sido amplia y expansivamente interpretado por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Antes de centrarnos en la configuración constitucional del derecho a la libertad personal en España quizá convenga destacar cómo, en su origen histórico, este derecho tenía como finalidad primigenia proteger al ciudadano frente a la arbitrariedad en las detenciones y prisiones anteriores a la finalización de un proceso penal por una sentencia judicial, sin que, frente a las privaciones de libertad acordadas en ésta nadie cuestionara su legitimidad, siempre que fueran impuestas por Tribunal competente y de conformidad con el procedimiento legalmente establecido. Sin embargo, conviene ya anticipar que, como más adelante tendremos oportunidad de exponer, en los ordenamientos constitucionales de nuestro tiempo más sensibles a los derechos fundamentales, como es el caso del español, el alcance del derecho en cuestión desborda ampliamente el que pudo tener en los primeros momentos de su génesis histórica. Las Constituciones de nuestro tiempo han recepcionado con generosidad y amplitud de miras el derecho a la libertad personal. La Constitución española de 1978 no es una excepción a esa regla. Su artículo 17, a lo largo de cuatro minuciosos apartados, acoge el derecho que nos ocupa. Es su apartado primero el que lo formula en los siguientes términos: “Toda persona tiene derecho a la libertad y a la seguridad. Nadie puede ser privado de su libertad, sino con la observancia de lo establecido en este artículo y en los casos y en la forma previstos en la Ley”. II. El derecho a la libertad que proclama el precepto transcrito es el derecho de toda persona a no ser sometido a prisión, detención o cualquier otra coacción física en otra forma que no sea la prevista por la Ley (Auto del Tribunal Constitucional —en adelante ATC— 414/1984, del 9 de julio, fund. jur. único). Dicho de otro modo, la libertad personal es la libertad física, la libertad frente a toda detención, internamiento o condena arbitrarios. Quiere ello decir que el artículo 17.1, CE, viene a preservar el común status libertatis que corresponde, frente a los poderes públicos, a todos los ciudadanos (STC 2/1987, del 21 de enero, fund. jur. 3o.). Por ello mismo, en otro momento, el alto Tribunal ha significado que la libertad a que se refiere esta norma constitucional es la de quien orienta, en el marco de normas generales, la propia acción, no la de quien elige entre la obediencia y la resistencia al derecho o a las órdenes dictadas en su virtud.

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Es innecesario señalar que la relevancia que la libertad de la persona tiene en orden a la satisfacción del valor supremo de nuestro ordenamiento jurídico-político, la dignidad de la persona humana, confiere al derecho a la libertad una clara prevalencia o preponderancia respecto de los restantes derechos fundamentales. Titulares de este derecho son todas las personas por el mero hecho de serlo, como ha reconocido el juez de la Constitución (STC 64/1988, del 12 de abril, fun. jur. 1o.), esto es, toda persona por el mero hecho de serlo tiene capacidad para el goce y ejercicio de este derecho. Por el contrario, por el propio carácter del derecho, es una obviedad que no pueden ser titulares del mismo las personas jurídicas (STC 19/1983, del 14 de marzo, fund. jur. 2o.). III: La prevalencia y primacía del derecho a la libertad personal no debe conducirnos a su absolutización. Como ha señalado el Tribunal Constitucional (STC 178/1985, del 19 de diciembre, fund. jur. 3o.), el artículo 17.1 no concibe la libertad individual como un derecho absoluto y no susceptible de restricciones. Lo que ocurre es que sólo la ley puede establecer los casos y la forma en que la restricción o privación de libertad es posible, reserva de ley que por la excepcionalidad de la restricción o privación exige una proporcionalidad entre el derecho a la libertad y la restricción de esta libertad, de modo que se excluyan —aun previstas en la ley— restricciones de libertad que, no siendo razonables, rompan el equilibrio entre el derecho y su limitación. Ahora bien, conviene significar que el derecho a la libertad personal no es un derecho de pura configuración legal, ya que, como ha significado el Tribunal (STC 158/1996, del 15 de octubre, fund. jur. 2o.), en la determinación de su contenido y desarrollo han de tenerse en cuenta una serie de principios constitucionales no explicitados en la ley. Quizá tampoco sea ocioso señalar que los operadores jurídicos vienen obligados a interpretar restrictivamente cualquier excepción a la regla general de libertad. Si esta interpretación restrictiva de los límites de los derechos constitucionales es una regla general de la hermenéutica de los derechos, creemos que en el caso que nos ocupa debe ser acentuada, dada la íntima conexión del derecho a la libertad personal con el valor “libertad” y con el núcleo axiológico central de todo nuestro ordenamiento, el valor “dignidad de la persona”. Por lo demás, aunque sea algo evidente, conviene finalmente significar, y así lo ha hecho el Tribunal Constitucional (ATC 497/1985, del 17

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de julio, fund. jur. 3o.), que no cabe confundir la libertad con la ausencia de cualesquiera deberes u obligaciones que las leyes establezcan. Tampoco este derecho del artículo 17.1 impone a los jueces y tribunales que integran el Poder Judicial una especial obligación de benevolencia, ni les otorga facultades para resolver en equidad, al margen de la Ley ni, en particular, les obliga a conceder la remisión condicional de la condena cuando se den los requisitos previstos en el Código Penal (STC 54/1986, del 7 de mayo, fund. jur. 2o.). III. EL DERECHO A LA SEGURIDAD PERSONAL. C ONCEPTO Y DELIMITACIÓN El artículo 17.1 de la CE se refiere a la seguridad personal, paralela a la genérica libertad individual que la propia norma acoge y desarrolla en los sucesivos apartados del mismo precepto. El derecho a la seguridad implica la ausencia de perturbaciones procedentes de medidas tales como la detención u otras similares que, adoptadas arbitraria o ilegalmente, restringen o amenazan la libertad de toda persona de organizar en cualquier momento y lugar, dentro del territorio nacional, su vida individual y social con arreglo a sus propias opciones y convicciones (STC 15/1986, del 31 de enero, fund. jur. 2o.). Quiere ello decir que el derecho a la seguridad reconocido por el artículo 17.1, CE, es el derecho a la seguridad personal, derecho que se ve perturbado por toda medida que sea restrictiva de la libertad o que pueda ponerla en peligro. Delimitado negativamente, el derecho a la seguridad del artículo 17. 1, CE, no puede confundirse con la seguridad jurídica garantizada por el artículo 9.3 de la Constitución, que equivale, dicho sea con fórmula esquemática, a certeza sobre el ordenamiento jurídico aplicable y los intereses jurídicamente tutelados. Así lo ha subrayado una reiterada jurisprudencia constitucional (así, entre otras, STC 15/1986, del 31 enero, fund. jur. 2o. y STC 122/1987, del 14 de julio, fund. jur. 3o.). El ámbito de la seguridad personal no puede, pues, identificarse ni confundirse con el más amplio de la seguridad jurídica. Por lo demás, el Tribunal Constitucional, en uno de sus primeros pronunciamientos (STC 2/1981, del 30 de enero, fund. jur. 7o., d/), tuvo oportunidad de precisar algo que no por obvio debe dejar de señalarse:

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que ni marginalmente se ve afectado el derecho a la seguridad de una persona por la apreciación por un Tribunal de la existencia de un delito del que se entiende que la misma es responsable, imponiéndole en consecuencia la pena que legalmente corresponda. IV. A LCANCE DE ESTOS DERECHOS Dos cuestiones fundamentales suscita la delimitación del alcance de estos derechos. La primera es la de si estos derechos protegen a sus titulares frente a toda privación de libertad o, por el contrario, tan solo frente a aquellos supuestos en que la privación de libertad no venga determinada por una condena penal. La segunda cuestión es la de si estos derechos se relacionan exclusivamente con los problemas derivados de la comisión de un delito o, por el contrario, más ampliamente concebidos, desbordan ese estricto ámbito. No quedará suficientemente deslindado el alcance o ámbito de estos derechos si no se procede, finalmente, a su delimitación negativa. 1. Su proyección, en el ámbito penal, frente a todo tipo de privación de libertad En el ámbito penal, el problema esencial que plantea la determinación del alcance de estos derechos es el de si éstos protegen a las personas frente a toda privación de libertad por parte de los poderes públicos, o si, por el contrario, su ámbito se circunscribe únicamente a las situaciones de privación de libertad anteriores a la imposición de una condena penal, esto es, a las situaciones de detención preventiva y prisión provisional, como aconteciera en la génesis histórica de estos derechos. Si así fuera, la protección derivada de las previsiones y garantías del artículo 17.1 de la CE no se extendería a aquellos casos en que la privación de libertad viniera determinada por una condena penal en sentencia firme. El “intérprete supremo de la Constitución” se planteó esta cuestión en su Sentencia 140/1986. Contra lo que pudiera deducirse del contexto del artículo 17, CE —cuyo apartado segundo se refiere de modo específico a la detención preventiva y cuyo apartado cuarto alude a la prisión provisional—, el alto Tribunal se decanta por una interpretación amplia y expansiva del derecho que los ocupa, y ello lo viene a sustentar en la propia literalidad del texto constitucional.

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El artículo 17.1 al hacer mención del derecho a la libertad y a la seguridad, lo hace en términos generales, sin limitar su alcance a situaciones anteriores a la condena penal y, en consecuencia, sin excluir ninguna privación de libertad (anterior o posterior a la Sentencia condenatoria) de la necesidad de que se lleve a cabo con las garantías previstas en la misma norma. Lo que, a juicio del alto Tribunal (STC 140/1986, del 11 de noviembre, fund. jur. 4o.), supone que la protección alcanza tanto a las detenciones preventivas y a las situaciones de prisión provisional anteriores a la sentencia, como a la privación de libertad consecuencia de ésta y a la forma en que tal privación se lleva a cabo en la práctica. En definitiva, el mandato constitucional del artículo 17.1 comprende también el derecho a no ser privado de libertad por sentencia firme sino en los casos y en la forma previstos en la ley. Es por ello mismo por lo que puede entenderse que el derecho a la libertad y seguridad personal proyecta su alcance a aquellos supuestos en que la privación de libertad se produce en virtud de una condena penal. Esta doctrina, reiterada en distintas ocasiones (así, por ejemplo, en la STC 160/1986, del 16 de diciembre, fund. jur. 4o.), explica que el alto Tribunal haya entendido (STC 147/1988, del 14 de julio, fund. jur. 2o. y, entre otras varias, STC 130/1996, del 9 de julio, fund. jur. 3o.) que no ha de excluirse que lesione el derecho reconocido en el artículo 17. 1, CE, la ejecución de una Sentencia penal con inobservancia de las disposiciones de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (en adelante LECr) y del Código Penal respecto al cumplimiento sucesivo o, en su caso, refundido de las distintas condenas de pérdida de libertad que pudieran reducir el tiempo de permanencia en prisión del condenado, en cuanto que supongan alargamiento ilegítimo de esa permanencia y, por ende, de la pérdida de libertad. En otro momento, el Tribunal Constitucional ha otorgado el amparo solicitado en una demanda dirigida “contra la ejecución de una sentencia que condenaba al recurrente a la pena de dos meses de arresto mayor y accesorias, más el pago de las costas, y el pago a la víctima en concepto de responsabilidad civil de una determinada cantidad”. En realidad, como apreciaría el Tribunal (STC 14/1988, del 4 de febrero, fund. jur. 1o.), el acto concreto recurrido era una “Nota” que figuraba en un exhorto dirigido por el juez competente para la ejecución de la Sentencia al juez del lugar de residencia del condenado, en la cual se decía que: “En caso de impago ofíciese a la policía a fin de que proceda a la

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busca e ingreso en prisión para cumplir condena de dos meses de arresto mayor'. Dado el contenido de la condena en cuestión, el impago a que se refería la citada “Nota' sólo podía aplicarse a las costas y a la responsabilidad civil, lo que, según el Tribunal, suponía una flagrante vulneración del artículo 17, pues acarreaba una privación de libertad en un caso no previsto por la ley, al condicionar el cumplimiento efectivo de la pena de prisión a un requisito no contemplado en la ley para conceder su posible remisión condicional, como sería el pago de las costas y de la indemnización por daños. Por todo ello, el Tribunal otorgaba el amparo solicitado en el sentido de anular dicha “Nota' y de reconocer el derecho del recurrente a no sufrir privación de libertad por impago de las cantidades adeudadas en concepto de responsabilidad civil y costas (STC 14/1988, del 4 de febrero, fund. jur. 2o.). 2. Su proyección a cualquier ámbito en el que se produzca una restricción de libertad La segunda cuestión que ha de abordarse es la de si la eficacia de estos derechos se circunscribe al ámbito penal, relacionándose, pues, los mismos con los problemas derivados de la comisión de un delito o, por el contrario, mucho más ampliamente, los derechos del artículo 17.1 se proyectan a cualquier ámbito, sea o no penal, en el que se produzca una restricción o privación de libertad. El Tribunal Constitucional ha resuelto esta duda interpretativa en el sentido más coherente con la primacía que en el ordenamiento constitucional tienen los derechos fundamentales. A juicio del alto tribunal (STC 178/1985, del 19 de diciembre, fund. jur. 3o.), ni se agotan en la modalidad de prisión los supuestos de restricción o privación de libertad, como resulta especialmente de la interpretación del precepto a la luz de los textos internacionales (en lo que ahora interesa, del artículo 5o. de la Convención de Salvaguardia de los Derechos del Hombre y de las Libertades Fundamentales de 1950), ni sólo la comisión de un hecho delictivo es título para restringir la libertad. La restricción de libertad es un concepto genérico del que una de sus modalidades es la prisión en razón de un hecho punible, supuesto al que se han de añadir otros casos en que no rige la regla delito/privación de libertad. El Tribunal Constitucional, a lo largo de sus pronunciamientos,

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se ha ido ocupando de algunos de estos supuestos restrictivos de la libertad personal a los que, consecuentemente, son de aplicación las garantías previstas por el artículo 17 de la CE. A esos supuestos pasamos a continuación a referirnos. A. Arresto del quebrado En la Sentencia 178/1985, inmediatamente antes citada, el alto Tribunal se hacía eco del supuesto de arresto de la persona en situación de quiebra. La necesidad de que el quebrado esté personalmente disponible para cuanto el proceso de quiebra demanda, y por el tiempo indispensable, es una causa legítima para limitar su libertad. Pero esta limitación ha de ser proporcionada al fin que la justifique. De ahí que el propio Tribunal entienda (STC 178/1985, del 19 de diciembre, fund. jur. 3o.) que cuando el arresto se convierte en carcelario, subordinado a la disponibilidad económica de una fianza, excede manifiestamente de esa proporcionalidad entre el objetivo y la medida adoptada. Como en otro momento ha significado el juez de la Constitución (ATC 370/1986, del 23 de abril, fund. jur. 1o.), una privación de libertad que tuviera por fundamento la sola comprobación de la insolvencia del quebrado vulneraría el artículo 11 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966, que establece que “nadie será encarcelado por el solo hecho de no poder cumplir obligación contractual”. Es por ello mismo que el arresto carcelario resulta incompatible con el artículo 17.1 de la CE, interpretado a la luz del derecho internacional de los derechos humanos, pero no lo es la restricción de libertad que supone el arresto del quebrado en su propio domicilio por el tiempo indispensable para asegurar la finalidad del proceso de quiebra, como tampoco lo es el arresto domiciliario del quebrado como consecuencia de su permanente actitud de obstrucción a la correcta marcha del proceso. En relación con esta cuestión, y en una doctrina mucho más discutible a nuestro modo de ver, el Tribunal ha considerado (STC 19/1988, del 16 de febrero, fund. jur. 5o.) que la sola previsión por la ley penal de una responsabilidad personal como subsidiaria de la pena de multa inejecutable (el llamado “arresto sustitutorio” por impago de multa) no entraña conculcación del derecho fundamental de libertad personal, ni menosprecio de tal derecho, al hacerse objeto de la sanción que no pudo alcanzar al patrimonio del condenado.

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A nuestro entender, el arresto sustitutorio supone, de hecho, la privación de un bien jurídico tan fundamental como es la libertad, y tal privación se produce sin una finalidad lo suficientemente legitimada constitucionalmente. Y todo ello al margen ya de que una fórmula legal como la que nos ocupa, en cierto modo, pervierte los valores constitucionalmente consagrados, al establecer una suerte de fungibilidad biunívoca entre libertad y propiedad. La única concesión que en este punto ha hecho el alto Tribunal ha sido la de admitir que la responsabilidad personal a la que subsidiariamente quepa llegar en virtud de la aplicación de la norma, podrá considerarse de gravedad desproporcionada, atendiendo al bien jurídico ofendido por el ilícito, circunstancia que podría fundamentar el oportuno reproche, a través del recurso de amparo constitucional, frente a la resolución judicial que haya dispuesto la conversión de la pena de multa, pero que, sin embargo, y de modo harto discutible, no puede conducir a considerar la norma legal viciada por una tacha de inconstitucionalidad (STC 19/1988, del 16 de febrero, fund. jur. 5o.). B. Internamiento en establecimiento psiquiátrico El Tribunal Constitucional ha abordado en sus pronunciamientos dos tipos de supuestos de internamiento en establecimiento psiquiátrico: el internamiento previsto para determinados casos por el Código Penal y el internamiento conforme a derecho (o “regular”) de un enajenado mental. En relación con el primero de los supuestos, el Tribunal ha constatado que la privación de libertad que implica el internamiento judicial en un establecimiento psiquiátrico es constitucionalmente legítima, cuando se haga en los casos y en la forma prevista por la ley, en este caso por el Código Penal (STC 16/1981, del 18 de mayo, fund. jur. 10). Por lo que se refiere al segundo supuesto, el Tribunal ha admitido que dentro de los casos y formas legalmente previstos que habilitan para privar de libertad a una persona ha de considerarse incluida la detención regular de un enajenado, a la que se refiere expresamente el artículo 5o. 1, e/ del Convenio de Roma de 1950 (STC 104/1990, del 4 de junio, fund. jur. 2o.). Ambos supuestos de privación de libertad han de respetar las garantías que la protección del derecho fundamental a la libertad exige, interpretadas de conformidad con los tratados y acuerdos internacionales en

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la materia ratificados por España, como exige el artículo 10.2, CE, y, en concreto, por el ya citado Convenio de Roma. A este respecto es preciso recordar que, salvo en caso de urgencia, la legalidad o “regularidad” del internamiento de un enajenado, previsto, como acaba de indicarse, por el artículo 5o.1, e/ del Convenio de Roma, ha de cumplir unas condiciones mínimas que, a juicio del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (STEDH del 24 de octubre de 1979. Caso Winterwerp), se orientan a garantizar que el internamiento no resulte arbitrario y responda a la finalidad objetiva para la que fue previsto: evitar que persista el estado de peligrosidad social inherente a la enajenación mental apreciada. La “regularidad” de esta privación de libertad depende de la existencia de una decisión judicial que autorice el internamiento (artículos 211 del Código Civil y 101 del vigente Código Penal), por la situación de salud mental del afectado que justifique la necesidad del internamiento. De conformidad con la precisa doctrina del Tribunal de Estrasburgo, para privar al enajenado de su libertad debe establecerse judicialmente que el afectado padece una perturbación mental real, comprobada médicamente de forma objetiva, y que esa perturbación presenta un carácter o magnitud que justifique ese internamiento, por no poder vivir esa persona libremente en sociedad. Por lo demás, en el ordenamiento español, como ha precisado el alto Tribunal (STC 104/1990, del 4 de junio, fund. jur. 3o.), la exigencia de autorización judicial para el internamiento de un incapaz o enajenado es una consecuencia del reconocimiento constitucional del derecho de libertad. Precisamente, en aras del citado derecho fundamental —que obliga a interpretar restrictivamente cualquier excepción a la regla general de libertad—, resulta obligado el cese del internamiento, mediante la concesión de la autorización precisa, cuando conste la curación y desaparición del estado de peligrosidad. Este juicio en orden a la probabilidad de una conducta futura del interno socialmente dañosa, así como el convencimiento sobre el grado de remisión de la enfermedad corresponde al Tribunal penal a través de controles sucesivos en los que ha de comprobar la concurrencia o no de los presupuestos que en su día determinaron la decisión del internamiento. Desde luego, el órgano judicial no se halla automáticamente vinculado a los informes médicos emitidos en sentido favorable al interno, pero, como significa el juez de la Constitución (STC 112/1988, del 8 de junio, fund. jur. 3o.), su disentimiento ha de

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ser, sin duda, motivado, con el fin de evitar que la persistencia de la medida de internamiento aparezca como resultado de un mero arbitrio o voluntarismo judicial, y deberá basarse en algún tipo de prueba objetivable. El razonamiento inmediatamente precedente es perfectamente coherente con la doctrina constitucional, reiterada en varias ocasiones, de que el internamiento de un enajenado no puede prolongarse lícitamente sino en la medida en que persista esa situación de perturbación, de trastorno mental, que por su carácter y amplitud le impida la vida en libertad. C. Arresto domiciliario Es doctrina consolidada del Tribunal (entre otras, STC 31/1985, del 5 de marzo, fund. jur. 3o., b/) que el arresto domiciliario es una sanción privativa de libertad, aunque se imponga en el ámbito castrense “sin perjuicio del servicio”, y por ello mismo, a esta sanción alcanzan las garantías establecidas por el artículo 17 de la CE. En otro momento, el “guardián de la Constitución” ha reconvenido a un juez de instrucción por incurrir en el error manifiesto y notorio de considerar que el “arresto domiciliario” no implicaba privación de libertad, recordando (STC 61/1995, del 29 de marzo, fund. jur. 4o.) que el Tribunal no sólo ha dicho que entre la libertad y la detención no existen zonas intermedias (STC 98/1986, del 10 de julio, fund. jur. 4o.), sino también que el arresto domiciliario implica inequívocamente una privación de libertad susceptible también de protección a través del recurso de habeas corpus (STC 31/1985, del 5 de marzo, fund. jur. 3o.). D. Libertad provisional bajo fianza La libertad provisional es una medida cautelar intermedia entre la prisión provisional y la completa libertad, que trata de evitar la ausencia del imputado, que queda así a disposición de la autoridad judicial y a las resultas del proceso, obligándose a comparecer periódicamente (STC 85/1989, del 10 de mayo, fund. jur. 2o.). Esta medida está expresamente prevista en la LECr y viene determinada por la falta de los presupuestos necesarios para la prisión provisional, pudiendo acordarse con o sin fianza (artículo 529 de la LECr), debiendo el inculpado prestar obligación apud acta de comparecer en los días que le fueren señalados por la

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resolución correspondiente y, además, cuantas veces fuere llamado ante el juez o Tribunal que conozca de la causa. En cuanto a la fianza, desde una perspectiva constitucional, sigue siendo, como lo fue desde el primer momento, una medida cautelar, si bien, como ha precisado el Tribunal (STC 108/1984, del 26 de noviembre, fund. jur. 4o.), ha dejado de poder sustituirse por la prisión provisional. Pues bien, los órganos jurisdiccionales pueden adoptar esta medida cautelar en orden a asegurar la comparecencia a juicio de los procesados, siempre que se adopte por resolución fundada en derecho, que cuando es reglada ha de basarse en un juicio de razonabilidad acerca de la finalidad perseguida y las circunstancias concurrentes, pues, como es reiterada doctrina constitucional (entre otras, STC 108/1984, del 26 de noviembre, fund. jur. 2o. b/ y STC 66/1989, del 17 de abril, fund. jur. 6o.), una medida desproporcionada o irrazonable no sería propiamente cautelar, sino que tendría un carácter punitivo en cuanto al exceso. E. Internamiento en establecimiento penitenciario I. El Tribunal Constitucional se ha ocupado en varios de sus pronunciamientos de la situación de quienes se encuentran en una relación de sujeción especial y, muy particularmente, de los internos en centros penitenciarios, que se hallan en una relación de esa naturaleza respecto de la administración penitenciaria, relación de la que deriva una potestad sancionadora disciplinaria (STC 2/1987, del 21 de enero, fund. jur. 4o.). Es evidente que el status libertatis común a todo ciudadano en su relación con los poderes públicos queda modificado en el seno de una situación especial de sujeción, de tal manera que en el ámbito de la institución penitenciaria, la ordenación del régimen al que quedan sometidos los internos no queda limitada por el ámbito de un derecho fundamental que ha perdido ya, en ese ámbito específico, su contenido propio. La libertad que es objeto del derecho fundamental resultó ya legítimamente negada por el contenido del fallo de condena, fallo que, por lo mismo, determinó la restricción temporal del derecho fundamental que venimos comentando. De este modo, a juicio de nuestro “intérprete supremo de la Constitución” (STC 2/1987, del 21 de enero, fund. jur. 3o.), las medidas disciplinarias aplicables contra el que está cumpliendo una sentencia no pue-

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den considerarse constitutivas de privación de libertad, porque tales medidas son tan sólo modificaciones de su detención legal, tal y como ha reconocido la Comisión Europea de Derechos Humanos en su Dictamen del 9 de mayo de 1977. Al estar ya privado de su libertad en la prisión no puede considerarse la sanción disciplinaria como una privación de libertad, sino meramente como un cambio en las condiciones de su prisión. Ahora bien, que estas sanciones disciplinarias impuestas a un interno penitenciario no entrañen restricción de su libertad y, por lo mismo, no alcancen a ellas las garantías propias del derecho a la libertad personal, no significa que queden al albur del capricho de cada autoridad administrativa penitenciaria. Bien al contrario, es reiterada doctrina constitucional que las garantías procesales establecidas en el artículo 24.2 de la Constitución, esto es, las garantías del “proceso debido”, son aplicables no sólo en el proceso penal sino también en los procedimientos administrativos sancionadores con las matizaciones que resultan de su propia naturaleza, en cuanto que en ambos casos se actúa el ius puniendi del Estado (entre otras, STC 2/1987, del 21 de enero, fund. jur. 5o. y STC 212/1990, del 20 de diciembre, fund. jur. 3o.), siendo de añadir que la jurisprudencia constitucional ha precisado el alcance de esta regla general concretando que las garantías aplicables a los procedimientos administrativos sancionadores son las relativas a los derechos de defensa, a la presunción de inocencia y a la actividad probatoria (STC 97/1995, del 20 de junio, fund. jur. 2o.). Tratándose de sanciones disciplinarias impuestas a personas internas en establecimientos penitenciarios, el Tribunal ha entendido (entre otras, STC 97/1995, del 20 de junio, fund. jur. 2o. y STC 143/1995, del 3 de octubre, fund. jur. 2o.) que el conjunto de garantías inmediatamente antes citado se ha de aplicar con especial vigor, a la vista del hecho de que la sanción supone una grave restricción a la ya restringida libertad inherente al cumplimiento de la pena. Todo ello concuerda con una idea mucho más general, de mayor calado, que ha de regir la situación en que se encuentran los internos penitenciarios: su situación de sujeción especial no puede implicar la eliminación de sus derechos fundamentales (STC 120/1990, del 27 de junio, fund. jur. 6o.) ni por tanto que “la justicia se detenga en la puerta de las prisiones”, como ya señalara el Tribunal de Estrasburgo (STEDH

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del 28 de junio de 1984. Caso Campbell y Fell) y ha ratificado el juez de la Constitución (STC 97/1995, del 20 de junio, fund. jur. 2o.). II. El Tribunal Constitucional ha tenido ocasión de hacerse eco, en sus varios pronunciamientos sobre la cuestión, de algún otro aspecto relacionado con el régimen de quienes se hallan en el interior de un centro penitenciario. Vamos ahora a referirnos a tres aspectos concretos: a) El primero de ellos es el de la constitucionaldiad de la privación de comunicaciones especiales o, si se prefiere, de la práctica de relaciones íntimas por los reclusos. Ante todo es preciso advertir que para quienes se encuentran en libertad, el mantenimiento de relaciones íntimas no es el ejercicio de un derecho, sino una manifestación más de la multiplicidad de actividades y relaciones vitales que la libertad hace posibles. A partir de esta reflexión, entiende el Tribunal (STC 89/1987, del 3 de junio, fund. jur. 2o.) que quienes son privados de libertad se ven también impedidos de la práctica de relaciones íntimas, sin que ello implique restricción o limitación de derecho fundamental alguno. La privación de libertad como preso o como penado, razona en otro momento el Tribunal (STC 119/1996, del 8 de julio, fund. jur. 3o.), es, sin duda, un mal, pero de él forma parte, sin agravarlo de forma especial, la privación sexual y puesto que una de las consecuencias más dolorosas de la pérdida de la libertad es la reducción de lo íntimo casi al ámbito de la vida interior, estos supuestos no suponen medidas que lo reduzcan más allá de lo que la ordenada vida de la prisión requiere. b) La segunda de las cuestiones a abordar es la relativa a la incomunicación decidida por la autoridad que haya a su vez ordenado la detención o prisión, y todo ello en el ámbito de la ya derogada Ley Orgánica 9/1984, contra la actuación de bandas armadas y elementos terroristas. La doctrina constitucional tiene plena validez por cuanto no puede olvidarse que el artículo 506 de la LECr sigue contemplando la incomunicación de los detenidos o presos. El Tribunal, como tuvimos oportunidad de indicar precedentemente, ha entendido que, negada ya la libertad, no pueden considerarse constitutivas de privación de libertad medidas que son sólo modificaciones de una detención legal, ya que la libertad personal admite variadas formas de restricción en atención a su diferente grado de intensidad (STC 2/1987, del 21 de enero, fund. jur. 3o.). Esta podría ser algo así como la doctrina general que, sin embargo, como el mismo Tribunal ha precisa-

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do (STC 199/1987, del 16 de diciembre, fund. jur. 11), no puede aplicarse de forma extensiva. Y en sintonía con ello, ha rechazado que tal doctrina sea de aplicación al supuesto de la incomunicación, que es algo más que un grado de intensidad de la pérdida de libertad, dadas las trascendentales consecuencias que se derivan de la situación de incomunicación para los derechos del ciudadano, muy en particular en los casos en que esa incomunicación tiene lugar en la fase de detención gubernativa. A partir de la reflexión que precede, el Tribunal se inclina en favor de que la decisión de incomunicación corresponda siempre al órgano judicial, aun en los casos de detenciones gubernativas, bien que, por la propia naturaleza de la medida y dada su finalidad de no perjudicar “el éxito de la instrucción” (artículo 524, LECr), haya de entenderse que la ordenación inmediata de la incomunicación puede realizarla la autoridad gubernativa, lo que no impide ni excluye que la decisión definitiva al respecto haya de adoptarse por el órgano judicial. En definitiva, en aras de la efectividad de la medida de incomunicación, es constitucionalmente legítima una previa decisión de carácter provisional de la autoridad gubernativa, bien que sometida y condicionada a la simultánea solicitud de la confirmación por el órgano judicial, garantía suficiente del derecho afectado, esto es, del derecho a la libertad personal (entre otras, STC 199/1987, del 16 de diciembre, fund. jur. 11 y STC 46/1988, del 21 de marzo, fund. jur. 5o.). Cabe recordar finalmente que, en perfecta sintonía con la doctrina expuesta, sería declarado inconstitucional el artículo 15.1 de la antes citada Ley Orgánica 9/1984, en cuanto permitía que la autoridad gubernativa que hubiere decretado la detención pudiere, en todos los casos, y sin intervención judicial alguna, ordenar la incomunicación del detenido durante las primeras setenta y dos horas (esta inconstitucionalidad sería apreciada en la antes citada STC 199/1987). c) El último de los puntos de que queremos ocuparnos es el atinente al régimen de permisos de los reclusos penitenciarios; más en concreto, en este punto la polémica se ciñe a si la denegación de un permiso de salida ordinario a un recluso viola o no el derecho del artículo 17.1, CE. La Ley Orgánica 1/1979, del 26 de septiembre, General Penitenciaria, y, con mayor desarrollo, el Reglamento Penitenciario, vinculan los permisos de salida de los reclusos a la finalidad de preparar la vida en libertad de los mismos, si bien establecen no solo determinados requisitos, sino también la necesidad de un previo examen por los llamados

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Equipos de Tratamiento y, ulteriormente, por las Juntas de Régimen y Administración de los establecimientos penitenciarios, de las particulares circunstancias que, en relación con el permiso solicitado, concurren en el solicitante. De manera que, como dice el alto Tribunal (STC 2/1997, del 13 de enero, fund. jur. 4o.), la concesión o denegación de tales permisos dependerá de la apreciación de dichos requisitos y, cumplidos éstos, de las concretas circunstancias de cada caso. A la vista del propio contexto en que se enmarcan estas autorizaciones y de su finalidad, el Tribunal (STC 81/1997, del 22 de abril, fund. jur. 3o.) ha descartado que la denegación de un permiso de salida ordinario pueda suponer, en sentido propio, una lesión del derecho fundamental a la libertad. Todo lo relacionado con los permisos de salida a los reclusos, ha dicho en otro momento el Tribunal (STC 193/1997 del 11 de noviembre, fund. jur. 3o.), es una cuestión situada esencialmente en el terreno de la legalidad ordinaria, de forma que la concesión de los permisos no es automática, una vez constatados los requisitos objetivos previstos en la Ley. En sintonía con esta doctrina, resulta evidente que la previa imposición de una pena de prisión conlleva la imposibilidad de fundar una pretensión de amparo frente a la denegación del permiso penitenciario de salida invocando el derecho fundamental a la libertad personal, pues es la sentencia firme condenatoria la que constituye título legítimo de privación de ese derecho fundamental (STC 81/1997, del 22 de abril, fund. jur. 3o.). Ahora bien, dada la relación que la denegación de un permiso de salida guarda con la libertad, como valor superior del ordenamiento, para que las resoluciones judiciales que confirmen una denegación puedan entenderse conformes con el derecho a la tutela judicial efectiva que consagra nuestra Constitución en su artículo 24.1, no es suficiente con que quepa deducir de las mismas los criterios jurídicos fundamentadores de la decisión, conforme al estándar general exigible para entender respetado dicho derecho, sino que será preciso que estén fundadas en criterios que resulten conformes con los principios legales y constitucionales a los que está orientada la institución (STC 81/1997, del 22 de abril, fund. jur. 4o.). En cuanto que una resolución judicial denegatoria de un permiso de salida solicitado por un recluso contenga una motivación suficiente ex artículo 24.1 CE, que a la par sea consistente con los supuestos en los que la Constitución permite la afectación de la libertad, no

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podrá considerarse manifiestamente irrazonable o arbitraria (STC 2/1997, del 13 de enero, fund. jur. 5o.). F. Internamiento preventivo de extranjeros previo a su expulsión El internamiento preventivo de extranjeros, previo a su expulsión, vino autorizado por el artículo 26.2 de la Ley Orgánica 7/1985, del 1o. de julio, sobre derechos y libertades de los extranjeros en España, hasta la derogación de la ley en el año 2000. Este internamiento presenta diferencias sustanciales con las detenciones preventivas de carácter penal, no sólo en las condiciones físicas de su ejecución, sino también en función del diverso papel que cumple la administración en uno y otro caso. En efecto, en materia penal, una vez puesto el detenido por el órgano gubernativo a disposición judicial, la suerte final del detenido se condiciona a decisiones judiciales posteriores. En el procedimiento de expulsión, la decisión final sobre la misma correspondía al órgano gubernativo, lo que significaba que el órgano que “interesaba” (en los términos del citado artículo 26.2) el internamiento perseguía un interés específico estatal, relacionado con la policía de extranjeros, y no actuaba ya, como en la detención penal, como un mero auxiliar de la justicia, sino como titular de intereses públicos propios. De conformidad con el citado artículo 26.2 de la Ley Orgánica 7/1985, en aquellos supuestos de estancia ilegal en territorio español, implicación en actividades contrarias al orden público, a la seguridad interior o exterior del Estado o a los intereses españoles, y carencia de medios lícitos de vida, ejercicio de la mendicidad o desarrollo de actividades ilegales, se podrá proceder a la detención del extranjero con carácter preventivo o cautelar mientras se sustancia el expediente de expulsión. La autoridad gubernativa que acordara tal detención se había de dirigir al juez de instrucción del lugar en que hubiese sido detenido el extranjero, en el plazo de setenta y dos horas, interesando el internamiento a su disposición en centros de detención o en locales que no tengan carácter penitenciario. Este internamiento no podría prolongarse por más del tiempo imprescindible para la práctica de la expulsión, sin que pudiera exceder de cuarenta días. El defensor del pueblo promovió un recurso de inconstitucionalidad contra determinados preceptos de la llamada Ley de Extranjería, entre

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ellos el que nos ocupa. En su argumentación, sostuvo la ilegitimidad constitucional de tal cláusula normativa sobre la base de entender que la intervención meramente adhesiva del juez no desvirtuaba la índole administrativa del procedimiento de expulsión. Esta disponibilidad administrativa sobre la libertad del extranjero pendiente de expulsión conculcaría el artículo 25.3, CE que veda a la administración civil la imposición de sanciones que impliquen privación de libertad. El “guardián de la Constitución” convalidó la legitimidad constitucional del precepto en cuestión en tanto se interpretase en el sentido explicitado por el alto Tribunal, para quien el término “interesar” había de ser entendido como equivalente a “demandar” o “solicitar” del juez la autorización para que pudiera permanecer detenido el extranjero más allá del plazo de setenta y dos horas. Esta interpretación venía de hecho a modificar el texto del precepto, que sólo prevía que dentro de las setenta y dos horas a partir de la detención la autoridad gubernativa se había de dirijir a la autoridad judicial, pero no que ésta hubiera de adoptar la resolución que estimara pertinente dentro de ese plazo (STC 115/1987, del 7 de julio, fund. jur. 1o.). Entendido en el sentido expuesto, la disponibilidad sobre la pérdida de libertad era judicial, sin perjuicio, como ya hemos señalado, del carácter administrativo de la decisión de expulsión. En el ejercicio de su función, la autoridad administrativa se ha de ajustar, a la hora de proceder a la detención policial del extranjero, a una serie de principios delineados por el propio Tribunal Constitucional (STC 86/1996, del 21 de mayo, fund. jur. 5o.), para el que no es la mera carencia de documentación lo que permite dicha detención, sino la creencia razonable de que el afectado se encuentra ilegalmente en territorio español y, simultáneamente, la necesidad de asegurar la ejecución de una eventual medida de expulsión si existe un riesgo de huida. Por lo demás, las detenciones efectuadas en virtud de lo dispuesto por el tantas veces citado artículo 26.2 de la ya deregoda Ley de Extranjería, debían respetar los estrictos límites que impone el artículo 17.2, CE, a las privaciones policiales de libertad, entre las que se encuentra que no pueden durar más del “tiempo estrictamente necesario” para realizar las averiguaciones tendentes al esclarecimiento de los hechos, garantía cuyo análisis postergamos para un momento ulterior. Como ya hemos significado, y queda claro a la vista de la interpretación dada al referido precepto por el juez de la Constitución, el peculiar

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rol que el órgano gubernativo al que el mismo se refería desempeñaba en relación con la expulsión del territorio nacional de un extranjero, no debía excluir en modo alguno la plena vigencia del principio de entera disponibilidad judicial sobre la pérdida de libertad de esa persona extranjera, y ello, por supuesto, sin perjuicio del carácter administrativo de la decisión de expulsión y de la ejecución de la misma. Este carácter judicial de la privación de libertad hace plenamente aplicable también al caso de los extranjeros la doctrina sentada por el Tribunal para el supuesto distinto de la prisión provisional (STC 115/1987, del 7 de julio, fund. jur. 1o.). En consecuencia, el internamiento del extranjero debe regirse por el principio de excepcionalidad, sin menoscabo de su configuración como medida cautelar (STC 41/1982, del 2 de julio, fund. jur. 3o.). Este carácter excepcional exige la aplicación del criterio hermenéutico favor libertatis, lo que supone que la libertad debe ser respetada salvo que se estime indispensable la pérdida de libertad del extranjero por razones de cautela o de prevención, que habrán de ser valoradas por el órgano judicial. En sintonía con las precedentes exigencias, la decisión judicial en relación con la medida de internamiento del extranjero pendiente de expulsión no sólo ha de ser motivada (la ausencia de motivación de la resolución supondrá, como ha reconocido el Tribunal —así, por ejemplo, en las SSTC 96/1995, del 19 de junio, fund. jur. 2o. y 182/1996, del 12 de noviembre, fund. jur. 3o.—, la infracción por la misma de los artículos 17.1 y 24.1 de la CE, en cuanto que de esa resolución judicial no será posible extraer las razones para justificar la medida excepcional del internamiento), sino que debe respetar los derechos fundamentales de defensa, así como la interposición de los recursos que procedan contra la resolución judicial. Al no limitarse la resolución judicial a un mero control de la pérdida de libertad, y permitir al interesado presentar sus medios de defensa, tal resolución evita que la detención presente el carácter propio de un internamiento arbitrario (STC 144/1990, del 26 de septiembre, fund. jur. 4o.). Digamos ya para finalizar que, como ha advertido el juez de la Constitución (entre otras, SSTC 144/1990, del 26 de septiembre, fund. jur. 4o., in fine y 182/1996, del 12 de noviembre, fund. jur. 3o.), el órgano judicial ha de adoptar libremente su decisión teniendo en cuenta las circunstancias que concurren en el caso, pero no las relativas a la decisión de expulsión, sino las concernientes, entre otros aspectos, a la causa de

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expulsión invocada, a la situación legal y personal del extranjero, a la mayor o menor probabilidad de su huida o a cualquier otra que el juez estime relevante para la adopción de su decisión. Con la doctrina establecida por el Tribunal Constitucional, éste, como el propio órgano ha reconocido (STC 96/1995, del 19 de junio, fund. jur. 3o.), se acomoda a la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, para el que toda persona privada de su libertad, con fundamento o no, tiene derecho a un control de legalidad ejercido por un Tribunal y, por ello mismo, con unas garantías equiparables a las que existen en las detenciones en materia penal (STEDH del 18 de junio de 1971. Caso de Wilde, Oonis y Versyp). G. Identificación en dependencias policiales El último supuesto al que vamos a referirnos es el contemplado por el artículo 20.2 de la Ley Orgánica 1/1992, del 21 de febrero, sobre Protección de la Seguridad Ciudadana, que prevé que de no lograrse en la vía pública, o en el lugar donde se hubiere hecho el oportuno requerimiento, la identificación de una persona requerida por los agentes de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, y siempre que ello resulte necesario a los efectos del ejercicio de las funciones de protección de la seguridad que a los agentes encomienda la Ley, los propios agentes, para impedir la comisión de un delito o falta o al objeto de sancionar una infracción, podrán requerir a dicha persona a que les acompañe a aquellas dependencias próximas que cuenten con los medios adecuados para realizar las diligencias de identificación, a estos solos efectos y por el tiempo imprescindible. El Tribunal tuvo ocasión de pronunciarse acerca de la legitimidad constitucional de esta norma legal, al hilo de su conocimiento de un conjunto de recursos y cuestiones de inconstitucionalidad presentados contra diversos preceptos de la citada Ley Orgánica 1/1992. Parte el juez de la Constitución de la consideración de que la medida de identificación en dependencias policiales prevista por el ya varias veces citado artículo 20.2 de la Ley Orgánica 1/1992 supone, por las circunstancias de tiempo y lugar, una situación que va más allá de una mera inmovilización de la persona, instrumental de prevención o de indagación, y por ello ha de ser entendida como una modalidad de privación de libertad (STC 341/1993, del 18 de noviembre, fund. jur. 4o.).

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Ello, no hay que decirlo, presupone que hayan de aplicarse a esta situación privativa de libertad las garantías contempladas por el artículo 17 de la Constitución. Una cláusula como la del artículo 20.2 de la Ley de referencia no se opone a la Constitución por prever este caso de privación de libertad, pues, como ya tuvimos oportunidad de indicar, el artículo 17.1, CE, no concibe la libertad individual como un derecho absoluto y no desprovisto de restricciones. Como constata el alto Tribunal (STC 341/1993, del 18 de noviembre, fund. jur. 5o.), la citada norma no deja en lo incierto cuáles sean las personas a las que la medida puede afectar y tampoco puede tacharse de introductora de una privación de libertad desproporcionada con arreglo tanto a las circunstancias que la ley impone apreciar como a los fines a los que la medida queda vinculada. Finalmente, que la ley no haya articulado para las diligencias de identificación un límite temporal expreso no supone una carencia que vicie de inconstitucionalidad al precepto; lo sustantivo es que el legislador limite temporalmente esta actuación policial a fin de dar seguridad a los afectados y de permitir un control jurisdiccional sobre aquella actuación, finalidades, una y otra, que, según el alto tribunal (STC 341/1993, fund. jur. 6o.), quedan suficientemente preservadas en el enunciado legal: la fuerza pública sólo podrá requerir este acompañamiento a “dependencias próximas y que cuenten con medidas adecuadas para realizar las diligencias de identificación” y las diligencias mismas, en todo caso, no podrán prolongarse más allá del “tiempo imprescindible” para la identificación de la persona. Esta precisión implica un inequívoco mandato del legislador en el sentido de que la diligencia de identificación se realice de manera inmediata y sin dilación alguna. 3. La delimitación negativa de estos derechos La concreción del alcance de estos derechos exige también proceder a una delimitación negativa de los mismos, a fin de diferenciar la privación de libertad de otros conceptos con los que no se puede confundir. A este respecto, el Tribunal Constitucional ha tenido oportunidad de referirse a varios de esos conceptos que nada tienen que ver con la privación de la libertad personal.

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A. Presencia de una persona en las dependencias policiales para la práctica de una diligencia Al hilo de un recurso de amparo en el que, entre otros argumentos, se aducía la violación del derecho del artículo 17.1 de la CE como consecuencia de la presencia de una persona en dependencias policiales para la práctica de una prueba de alcoholemia, el juez de la Constitución sentó la doctrina (STC 22/1988, del 18 de febrero, fund. jur. 1o.) de que no es posible equiparar la privación de libertad a que se refiere el artículo 17 de la CE en sus diversos apartados, con la presencia física de una persona en las dependencias policiales para la práctica de una diligencia, por el tiempo estrictamente necesario para llevarla a efecto. La doctrina general precedente fue particularizada en la propia Sentencia en el sentido de considerar que el sometimiento de los conductores de vehículos a las normas del Código de la Circulación y, por tanto, a las autoridades encargadas de su cumplimiento, en cuanto no desborden el campo de actuación que les es propio, no guarda relación alguna con el derecho a la libertad que consagra y protege el artículo 17 de la CE. B. Deber de presentación ante un juzgado El deber de presentación ante un juzgado es una medida cautelar que, a juicio del Tribunal (ATC 650/1984, del 7 de noviembre, fund. jur. 3o.), no vulnera ni la libertad personal ni la presunción de inocencia, pues responde a la necesidad de que el imputado se encuentre a disposición de la autoridad judicial. C. Prestación de asistencia médica o alimentaria forzosa En sintonía con la ya referida doctrina de que el valor “libertad” no alcanza a otorgar a los derechos fundamentales que de dicho valor traen su causa, en general, ni tampoco, en particular, al derecho a la libertad personal como contenido concreto del mismo todas y cada una de las múltiples actividades y relaciones vitales que la libertad hace posibles, ha entendido que la libertad de rechazar tratamientos terapéuticos, como manifestación de la libre autodeterminación de la persona, no puede entenderse incluida en la esfera del artículo 17.1 de la norma suprema

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(SSTC 120/1990, del 27 de junio, fund. jur. 11 y 137/1990, del 19 de julio, fund. jur. 2o.). Es claro, sin embargo, que la aplicación de tratamiento médico y alimentario forzoso implica el uso de medidas coercitivas que inevitablemente han de comportar concretas restricciones a la libertad de movimiento o a la libertad física en alguna de sus manifestaciones. Pero tales restricciones, en cuanto inherentes a esa intervención médica, no conculcadora del derecho a la libertad personal, no constituyen lesión ni del derecho a la integridad física ni de los derechos del artículo 17; todo ello sin olvidar que en nuestro ordenamiento jurídico, la Ley Orgánica General Penitenciaria permite la adopción de esas mismas medidas. V. LA GARANTÍA LEGAL DE LA PRIVACIÓN DE LIBERTAD I. El artículo 17.1 de la CE trata de garantizar que nadie puede ser privado de su libertad sino en los casos y de acuerdo con el procedimiento legalmente previstos. De esta forma, lo que se consagra, en último término, es la garantía legal de la privación de libertad; dicho de otro modo, que nadie pueda ser desposeído de su libertad si no es por una circunstancia legalmente predeterminada y con arreglo a un procedimiento preestablecido por la misma norma legal. El principio de reserva de ley entraña una garantía esencial de nuestro Estado de derecho. Su significado último es el de asegurar que la regulación de los ámbitos de libertad que corresponden a los ciudadanos dependa exclusivamente de la voluntad de sus representantes, por lo que tales ámbitos han de quedar exentos de la acción del Ejecutivo y, en consecuencia, de sus productos normativos propios, que son los reglamentos (STC 83/1984, del 24 de julio, fund. jur. 4o.). En lo que hace de modo específico al derecho a la libertad personal, con la remisión a la ley se trata de imposibilitar que el Ejecutivo y sus agentes puedan precisar las circunstancias en que cabe privar a una persona de su libertad. En cuanto obra del órgano que permanentemente actualiza la voluntad popular, la Ley se presenta como el instrumento jurídico que ofrece las mayores garantías, y ello, en buena medida, por cuanto que el recurso a la norma legal implica dejar en manos de los representantes del pueblo, elegidos por todos los ciudadanos, la concreción de las causas determinantes de la privación de libertad.

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El principio de reserva de ley no excluye en modo alguno la posibilidad de que la ley contenga remisiones a normas reglamentarias, pero sí que tales remisiones hagan posible una regulación independiente y no claramente subordinada a la ley, lo que supondría una degradación de la reserva formulada por la Constitución en favor del legislador. Parece una evidencia fácilmente comprensible que la predeterminación de las causas y de la forma de la privación de libertad responde a las exigencias lógicas del principio de seguridad jurídica, que requiere que todo ciudadano pueda razonablemente conocer de antemano qué conductas pueden ser sancionadas con la pérdida de su libertad. A la vista de cuanto antecede, se entiende que el alto Tribunal haya considerado el incumplimiento del principio de legalidad punitiva (tipicidad) y procesal como una inequívoca vulneración de la libertad personal (STC 31/1985, del 5 de marzo, fund. jur. 2o.). No puede decirse por el contrario que el derecho en cuestión resulte vulnerado cuando la privación de libertad sea fruto de una condena impuesta como consecuencia del enjuiciamiento penal de unos hechos en la forma prevista en la regulación legal (ATC 425/1985, del 3 de julio, fund. jur. 4o., c /), pues la libertad tiene su excepción en la comisión de un delito, y como ha dicho el Tribunal (STC 19/1988, del 16 de febrero, fund. jur. 4o.), entre las hipótesis que justifican constitucionalmente la privación o restricción pro tempore de la libertad, se halla la de haber sido el individuo “penado legalmente en virtud de Sentencia dictada por un Tribunal competente” (apartado 1o., a/ del artículo 5o. del Convenio de Roma de 1950). II. La garantía legal que acoge el artículo 17.1, CE, plantea una segunda cuestión: la de si el derecho a la libertad por él reconocido se extiende, en los supuestos de privación de esta libertad, no sólo a que se respeten los casos y la forma previstos en la ley, sino también a que la norma legal, que fija tales casos y formas, reúna a su vez ciertas características, derivadas de los mandatos constitucionales, y relativas a su tipo, rango y modo de aprobación. A juicio del alto Tribunal (STC 140/1986, del 11 de noviembre, fund. jur. 5o.), la referencia que hace el artículo 17.1 a los casos y forma previstos en la ley es una expresión que por sí sola no es suficiente para fijar con precisión todas las características que han de asumir las normas en virtud de cuya aplicación puede producirse una privación de libertad y, por lo que aquí en concreto interesa, las normas penales. Se hace por

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ello necesario, para llevar a cabo esta determinación, acudir a otros preceptos constitucionales. A la luz de la propia dicción literal del artículo 17.1 (que hace referencia a “la Ley”) y de lo previsto en los artículos 25.1 (principio de legalidad penal) y 53.1, CE (principio de reserva de ley para la regulación del ejercicio de los derechos y libertades del capítulo segundo del título I de la Constitución), el Tribunal concluye sin atisbo alguno de duda que las normas penales han de revestir el rango de ley. Más aún, a la vista del artículo 25.1, CE (que impide que una persona pueda ser condenada o sancionada por acciones u omisiones que en el momento de producirse no constituyeran delito, falta o infracción administrativa, según la legislación vigente en aquel momento), el Tribunal ha interpretado que tal precepto constitucional da expresión general al principio de legalidad en materia sancionadora, principio del que se deriva que una sanción de privación de libertad sólo procederá en los casos previstos y tipificados en normas preestablecidas y únicamente en la cuantía y extensión previstas en dichas normas; y la legislación en materia punitiva y penal se traduce en “reserva absoluta” de ley (STC 25/1984, del 23 de febrero, fund. jur. 3o.). Es decir, que si, como antes advertimos, el principio de reserva de ley es, con carácter general, compatible con la remisión legal a normas reglamentarias estrictamente subordinadas a la ley, en el caso particular del derecho a la libertad del artículo 17.1, CE, esa remisión a “la Ley” ha de entenderse como una exigencia de rango de ley formal, como, en definitiva, una reserva absoluta de ley. El Tribunal, sin embargo, ha considerado conciliable con los postulados constitucionales la utilización legislativa y aplicación judicial de las llamadas leyes penales en blanco, esto es, de normas penales incompletas en las que la conducta o la consecuencia jurídico-penal no se encuentre agotadoramente prevista en ellas, debiendo acudirse para su integración a otra norma distinta, norma que, por su carácter instrumental, no se verá afectada por la garantía de la reserva de Ley orgánica, que, como veremos más adelante, dimana de una interpretación sistemática del artículo 81.1, en relación con el 17.1 de la CE. El reenvío normativo a normas no penales, posibilitado por la técnica legislativa de las “leyes penales en blanco”, sólo será procedente cuando se den determinados requisitos (STC 127/1990, del 5 de julio, fund. jur. 3o., en la que se sienta una doctrina que sigue y amplía la ya esta-

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blecida en la STC 122/1987, del 14 de julio, fund. jur. 3o.). Tales requisitos han sido precisados por el “intérprete supremo de la Constitución” en la misma Sentencia 127/1990, pudiendo considerarse como tales los siguientes: que el reenvío normativo sea expreso y esté justificado en razón del bien jurídico protegido por la norma penal; que la ley, además de señalar la pena, contenga el núcleo esencial de la prohibición y sea satisfecha la exigencia de certeza o, como se advierte en otro momento (STC 122/1987, del 14 de julio, fund. jur. 3o.), se dé la suficiente concreción para que la conducta calificada de delictiva quede suficientemente precisada con el complemento indispensable de la norma a la que la ley penal se remite; y resulte de esta forma salvaguardada la función de garantía de tipo con la posibilidad de conocimiento de la actuación penalmente conminada. III. Más allá de la exigencia de rango legal a que acabamos de aludir se suscita una última problemática: la de si, a la luz de lo dispuesto en el artículo 81.1 de la CE, en relación con el artículo 17.1, se requiere también que las normas penales sancionatorias estén contenidas en leyes orgánicas. El Tribunal ha dado una respuesta nítidamente afirmativa a este interrogante. El mencionado artículo 81.1 de la CE prevé que son leyes orgánicas “las relativas al desarrollo de los derechos fundamentales y las libertades públicas”. Y no cabe duda de que las normas penales suponen un desarrollo del derecho a la libertad personal, aparte ya del de otros derechos fundamentales que ahora no son del caso (STC 140/1986, del 11 de noviembre, fund. jur. 5o.). El desarrollo legislativo de un derecho proclamado en abstracto en la Constitución consiste, precisamente, en la determinación de su alcance y límites en relación con otros derechos y con su ejercicio por las demás personas, cuyo respeto, según el artículo 10.1, CE, es uno de los fundamentos del orden político y de la paz social. Pues bien, como dice el juez de la Constitución, no existe en un ordenamiento jurídico un límite más severo a la libertad que la privación de libertad en sí. Consecuentemente con todo ello, puede concluirse significando que el derecho a la libertad del artículo 17.1 de la CE, es el derecho de todos a no ser privados de la misma, salvo en los casos y en la forma previstos en una ley que, por el hecho de fijar las condiciones de tal privación, es desarrollo del derecho que así se limita.

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En este sentido el Código Penal y, en general, las normas penales, estén en él enmarcadas formalmente, o fuera de él en leyes sectoriales, son garantía y desarrollo del derecho de libertad en el sentido del artículo 81.1 de la CE, por cuanto fijan y precisan los supuestos en que legítimamente se puede privar a una persona de libertad. De ahí que deban tener carácter de orgánicas. En sentido contrario, no se requerirá ley orgánica para regular, por ejemplo, las penas de multa no privativas de libertad, meras sanciones pecuniarias o las costas procesales. En resumen, el derecho a la libertad se extiende, en los supuestos de privación de la misma, no sólo a que se respeten los casos y la forma legalmente previstos, sino también a que la norma legal que ha de fijar tales supuestos y formalidades reúna una serie de características relativas a su tipo, rango y modo de aprobación, lo que, indiscutiblemente, añade una garantía, frente al mismo legislador, a las demás constitucionalmente previstas para proteger el derecho que nos ocupa. Conviene no obstante precisar que de lo hasta aquí expuesto no debe desprenderse que el contenido del derecho del artículo 17.1 incluya una suerte de “derecho al rango” (en este caso, al rango de ley orgánica), sino más bien que el derecho a la libertad personal incluye entre sus garantías todas las previstas en diversos preceptos constitucionales (el propio artículo 17, los artículos 25.1, 53.1 y 2, y 81.1), cuya vulneración supone la del mismo derecho (STC 140/1986, del 11 de noviembre, fund. jur. 6o.). En definitiva, la remisión a “la Ley” que lleva a cabo el artículo 17.1 de la CE ha de entenderse como remisión a “ley orgánica”, de manera que la imposición de una pena de privación de libertad prevista en una norma sin ese carácter constituye una vulneración de las garantías del derecho a la libertad y, por ello, una violación de tal derecho fundamental. Esta última doctrina constitucional ha sido reiterada en numerosas ocasiones (entre otras, en las SSTC 159/1986, del 16 de diciembre, fund. jur. 2o., d/, y 160/1986, del 16 de diciembre, fund. jur. 3o.). En aplicación de la misma, el Tribunal ha considerado vulnerado el derecho a la libertad del artículo 17.1 de la CE y otorgado amparo constitucional a una persona sancionada con una pena privativa de libertad mediante una Sentencia que reconocía como único fundamento una disposición legal que el propio Tribunal Constitucional ya antes había declarado inconstitucional por carecer del carácter de ley orgánica (STC 17/1987, del 13 de febrero, fund. jur. 2o.).

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IV. La garantía legal que acoge el artículo 17.1 supone, como ya hemos visto con cierto detenimiento, la determinación a través de una ley orgánica de los “casos” en los que se podrá disponer una privación de libertad, pero, como el juez de la Constitución se ha encargado de puntualizar (STC 341/1993, del 18 de noviembre, fund. jur. 5o.), ello en modo alguno supone que quede el legislador apoderado para establecer, libre de todo vínculo, cualesquiera supuestos de detención, arresto o medidas análogas. La ley no podría, desde luego, configurar supuestos de privación de libertad que no correspondan a la finalidad de protección de derechos, bienes o valores constitucionalmente reconocidos o que por su grado de indeterminación crearan inseguridad o incertidumbre insuperable sobre su modo de aplicación efectiva y tampoco podría incurrir la norma legal en falta de proporcionalidad. Especial interés presenta la doctrina constitucional sobre el referido principio de proporcionalidad, ya destacado en la Sentencia 178/1985, en la que el Tribunal, como ya tuvimos oportunidad de recordar, precisaba que la excepcionalidad de toda restricción o privación de libertad exige una proporcionalidad entre el derecho a la libertad y la restricción de esta libertad, de modo que se excluyan restricciones de libertad que, no siendo razonables, rompan el equilibrio entre el derecho y su limitación. En nuestro ordenamiento el principio de proporcionalidad deriva de determinados preceptos constitucionales, como los artículos 1.1, 9.3 y 10.1, operando esencialmente como un criterio de interpretación que permite enjuiciar las posibles vulneraciones de concretas normas constitucionales. No constituye por contra tal principio un canon de constitucionalidad autónomo (STC 55/1996, del 28 de marzo, fund. jur. 3o.). El ámbito en el que normalmente resulta aplicable este principio de proporcionalidad es el de los derechos fundamentales, como ha reconocido el juez de la Constitución en una reiteradísima doctrina con arreglo a la cual, la desproporción entre el fin perseguido y los medios empleados para conseguirlo puede dar lugar a un enjuiciamiento desde la perspectiva constitucional cuando esa falta de proporción implica un sacrificio excesivo e innecesario de los derechos que la Constitución garantiza (entre otras muchas, SSTC 62/1982, del 15 de octubre, fund. jur. 5o., 66/1985, del 23 de mayo, fund. jur. 1o., y 19/1988, del 16 de febrero, fund. jur. 8o.).

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Incluso en las Sentencias en que el Tribunal ha derivado el principio de proporcionalidad del valor “justicia” (así, las SSTC 160/1987, del 27 de octubre, fund. jur. 6o., y 50/1995, del 23 de febrero, fund. jur. 7o.), del principio del “Estado de derecho” (STC 160/1987, del 27 de octubre, fund. jur. 6o.), del principio de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos (SSTC 6/1988, del 21 de enero fund. jur. 3o., y 50/1995, del 23 de febrero, fund. jur. 7o.) o de la dignidad de la persona humana (STC 160/1987, del 27 de octubre, fund. jur. 6o.), se ha aludido a este principio de proporcionalidad en el contexto de la incidencia de la actuación de los poderes públicos en el ámbito de concretos y determinados derechos constitucionales de los ciudadanos. La aplicación del principio de proporcionalidad vendrá regida por tres condiciones, como reconoce una reiterada jurisprudencia constitucional: la idoneidad de la medida para alcanzar el fin propuesto, la necesidad de su existencia y su proporción en sentido estricto, esto es, en el caso de una sanción penal, si la pena prevista es necesaria y proporcionada para asegurar el bien jurídico protegido por la norma. La específica posición constitucional del legislador, que goza, dentro de los límites constitucionalmente establecidos, de un amplio margen de libertad, derivado, en última instancia, de su específica legitimidad democrática, obliga, como ha reconocido el Tribunal (STC 55/1996, del 28 de marzo, fund. jur. 6o.), a que la aplicación del principio de proporcionalidad para controlar constitucionalmente sus decisiones debe tener lugar de forma y con intensidad cualitativamente distinta a las aplicadas a los órganos encargados de interpretar y aplicar las leyes. Es preciso no olvidar que el legislador no se limita a ejecutar o aplicar la Constitución, sino que, dentro del marco que ésta traza, adopta libremente las opciones políticas que en cada momento estima más oportunas. En el ejercicio de su competencia de selección de bienes jurídicos que dimanan de un determinado modelo de convivencia social y de los comportamientos atentatorios contra ellos, así como la determinación de las sanciones penales necesarias para la preservación del referido modelo, el legislador, por su ya señalada particular posición constitucional, goza de un amplio margen de libertad. Consecuentemente, no sólo corresponde en exclusiva al legislador el diseño de la política criminal, sino que dispone para ello de plena libertad. Se ahí que, como afirma el Tribunal (STC 55/1996, del 28 de marzo, fund. jur. 6o.), la relación de proporción que deba guardar un comportamiento penalmente típico con

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la sanción que se le asigna será el fruto de un complejo juicio de oportunidad del legislador que, aunque no puede prescindir de ciertos límites constitucionales, éstos no le imponen una solución precisa y unívoca. En todo caso, el legislador ha de tener siempre presente la razonable exigibilidad de una conducta y la proporcionalidad de la pena en caso de incumplimiento (STC 53/1985, del 11 de abril, fund. jur. 9o.). Esa relación ponderada de los medios empleados con el fin perseguido es ineludible para evitar el sacrificio innecesario o excesivo de los derechos fundamentales, cuyo contenido esencial es intangible. No serán éstos los únicos condicionamientos que pesan sobre el legislador, pues la necesaria conexión entre los artículos 17.1 y 10.2 de la Constitución impone acudir a los tratados y acuerdos internacionales en la materia y, en particular, al Convenio de Roma, para interpretar el sentido y límites del artículo 17.1 de nuestra lex superior. VI. LA GARANTÍA JUDICIAL Y LOS LÍMITES TEMPORALES DE LA DETENCIÓN PREVENTIVA

I. Una segunda garantía se ha de añadir a la inmediatamente antes examinada: nos referimos a la garantía judicial, de conformidad con la cual, privada de libertad una persona, ha de ser puesta a disposición de la autoridad judicial en el más breve plazo posible. La detención por la autoridad administrativa es, con mucho, la causa más habitual de privación temporal de libertad de una persona. No debe extrañar por lo mismo que el artículo 17.2 de la CE contemple una serie de previsiones en relación con la detención preventiva. A tenor del mismo: La detención preventiva no podrá durar más del tiempo estrictamente necesario para la realización de las averiguaciones tendentes al esclarecimiento de los hechos, y, en todo caso, en el plazo máximo de setenta y dos horas, el detenido deberá ser puesto en libertad o a disposición de la autoridad judicial.

Ante todo, conviene recordar que, para el Tribunal, debe considerarse como detención cualquier situación en que la persona se vea impedida u obstaculizada para autodeterminar, por obra de su voluntad, una conducta lícita, de suerte que la detención no es una decisión que se adopte en

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el curso de un procedimiento, sino una pura situación fáctica, sin que puedan encontrarse zonas intermedias entre detención y libertad (STC 98/1986, del 10 de julio, fund. jur. 4o.). Ello no obstante, esta doctrina ha sido objeto de algunas matizaciones en determinados casos. Así, por poner un ejemplo puntual, el Tribunal ha considerado que una decisión de arresto tomada en el ámbito castrense por un superior jerárquico del arrestado y cumplida en un recinto militar, no es la detención a que se refiere el artículo 17 de la CE (ATC 145/1986, del 12 de febrero, fund. jur. 2o.). En definitiva, aunque como regla general haya que entender que el detenido al que se refiere la previsión constitucional del artículo 17.2 es el afectado por una medida cautelar de privación de libertad de carácter penal, ello no debe significar que la garantía del artículo 17.2 (ni tampoco obviamente las del artículo 17.3, CE) no deba ser tenida en cuenta en otros casos de privación de libertad distintos a la detención preventiva (STC 341/1993, del 18 de noviembre, fund. jur. 6o.), como, por lo demás, quedó claro al analizar el alcance de los derechos del artículo 17.1 de la CE. En perfecta consonancia con lo que acaba de señalarse, el principio de limitación temporal de toda privación de libertad no puede dejar de inspirar la regulación de cualesquiera “casos” de pérdida de libertad que, diferentes al típico de la detención preventiva, pueden ser dispuestos por el legislador (STC 31/1996, del 27 de febrero, fund. jur. 8o.). En un caso realmente particular de aplicación puntual de esta doctrina, el juez de la Constitución ha considerado que la exclusiva disponibilidad judicial sobre la pérdida de libertad es aplicable incluso a un supuesto tan peculiar como es el de la detención de una persona en alta mar (STC 21/1997, del 10 de febrero, fund. jur. 4o.). II. El artículo 17.2, CE, contiene dos límites temporales frente a la detención preventiva. Uno de ellos es un plazo de máximos: setenta y dos horas, transcurridas las cuales el detenido deberá ser puesto en libertad o a disposición de la autoridad judicial. Este plazo encierra un inequívoco mandato constitucional: el de que, más allá de las setenta y dos horas, corresponde a un órgano judicial la decisión sobre mantenimiento o no de la limitación de la libertad. De esta exigencia constitucional, como afirma el Tribunal (STC 115/1987, del 7 de julio, fund. jur. 1o.), lo sustantivo es que la disponibilidad sobre la pérdida de libertad sea judicial.

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El derecho fundamental a la libertad personal, ha significado en otro momento el Tribunal (STC 71/1994, del 3 de marzo, fund. jur. 13), tal como resulta de su enunciado inicial en el apartado primero del artículo 17 de la CE, en sus dos incisos, en conjunción con los tres apartados que le siguen, y en particular el segundo y el cuarto, estriba muy particularmente en la garantía de que la situación de libertad o pérdida transitoria de la misma, por parte de cualquier persona, y con la exclusiva excepción del supuesto de la detención preventiva, se encuentra en las manos del juez, a la “disposición”, por tanto, de una autoridad judicial. Esta disponibilidad judicial no exige inexcusablemente la presencia física del detenido ante el juez. Como ha dicho el Tribunal (STC 21/1997, del 10 de febrero, fund. jur. 4o.), el sentido y finalidad de la exigencia constitucional del artículo 17.2 no requiere incondicionalmente la presencia física del detenido ante el juez, sino que la persona privada de libertad, transcurrido el plazo de las setenta y dos horas, no continúe sujeta a las autoridades gubernativas que practicaron la detención y quede bajo el control y la decisión del órgano judicial competente, garante de la libertad que el artículo 17.1 reconoce. El plazo de setenta y dos horas constitucionalmente establecido es un límite máximo de carácter absoluto, para la detención policial, cuyo cómputo resulta inequívoco y simple (STC 31/1996, del 27 de febrero, fund. jur. 8o.). Sin embargo, el auténtico plazo, o mejor, la verdadera intención del constituyente cuando prevé la limitación temporal de la detención la encontramos en la previsión constitucional de que aquélla “no podrá durar más del tiempo estrictamente necesario para la realización de las averiguaciones tendentes al esclarecimiento de los hechos”. Aunque, como es evidente, esta norma constitucional no acota un plazo determinado, es lo cierto que sí revela un sentido, un inequívoco espíritu: circunscribir la detención preventiva al plazo más reducido posible, que en ningún supuesto puede exceder de las setenta y dos horas. Es por ello mismo por lo que el Tribunal Constitucional ha interpretado (SSTC 31/1996, del 27 de febrero, fund. jur. 8o., y 86/1996, del 21 de mayo, fund. jur. 8o.) que el plazo de setenta y dos horas es también un límite del límite temporal prescrito con carácter general por el propio artículo 17.2, sobre el cual se superpone, sin reemplazarlo: el tiempo “estrictamente indispensable” para realizar el fin al que sirve la privación cautelar de libertad.

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En sintonía con esta doctrina, el juez constitucional ha considerado que desde el mismo momento en que “las averiguaciones tendentes al esclarecimiento de los hechos” sean finalizadas, no contando la existencia de otras circunstancias, la detención policial de una persona quedará privada de fundamento constitucional. En ese mismo instante, que nunca puede producirse después del transcurso de setenta y dos horas, pero sí antes, la policía deberá poner en libertad al detenido, o bien, dirigirse al juez competente para poner a su disposición a aquél. De no actuar así, el derecho fundamental a la libertad personal resultará vulnerado (STC 89/1996, del 21 de mayo, fund. jur. 8o.). Por ende, el límite máximo de privación provisional de libertad que permite el artículo 17 de la CE puede ser sensiblemente inferior a las setenta y dos horas, atendidas las circunstancias del caso y, en especial, el fin perseguido por la medida de privación de libertad, la actividad de las autoridades implicadas y el comportamiento del afectado por la medida (SSTC 41/1982, del 2 de julio, fund. jur. 5o.; 127/1984, del 26 de diciembre, fund. jur. 3o., y 8/1990, del 18 de enero, fund. jur. 2o.). En último término, la medida cautelar de la detención preventiva se conecta con el derecho a ser juzgado en un plazo razonable o a ser puesto en libertad durante el procedimiento (STC 108/1984, del 26 de noviembre, fund. jur. 2o.), si bien la puesta en libertad puede ser condicionada a una garantía que asegure la comparecencia del interesado en juicio o en cualquier otro momento de las diligencias. Quizá por lo mismo, algunas de las reflexiones jurisprudenciales llevadas a cabo en relación con esa garantía del proceso debido que es el derecho a un proceso sin dilaciones indebidas, sean extrapolables a la garantía del artículo 17.2 que ahora venimos analizando. III. La garantía del artículo 17.2 encuentra una salvedad que conecta directamente con la suspensión individualizada de derechos que prevé el artículo 55.2 de la CE. En efecto, el apartado primero del artículo 520 bis de la LECr, incorporado a ésta por intermedio de la Ley Orgánica 4/1988, del 25 de mayo, fiel trasunto de la derogada Ley Orgánica 9/1984, del 26 de diciembre, de desarrollo del artículo 55.2 de la CE, dispone: Toda persona detenida como presunto autor de alguno de los delitos a que se refiere el artículo 384 bis (delitos cometidos por personas integradas o relacionadas con bandas armadas o individuos terroristas o rebeldes) será

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puesta a disposición del juez competente dentro de las setenta y dos horas siguientes a la detención. No obstante, podrá prolongarse la detención el tiempo necesario para los fines investigadores, hasta un límite máximo de otras cuarenta y ocho horas, siempre que, solicitada tal prórroga mediante comunicación motivada dentro de las primeras cuarenta y ocho horas de la detención, sea autorizada por el juez en las veinticuatro horas siguientes. Tanto la autorización como la denegación de la prórroga se adoptarán en resolución motivada.

El precepto transcrito establece una prórroga de cuarenta y ocho horas sobre el límite máximo de la detención preventiva (setenta y dos horas), si bien esa prolongación del plazo de la detención requiere de una expresa autorización judicial que debe además adoptarse antes de la finalización del límite máximo de las setenta y dos horas constitucionalmente previsto. El artículo 55.2 de la CE permite, con intervención judicial, que la detención gubernativa pueda prolongarse más allá de las setenta y dos horas, esto es, más allá del límite general contemplado por el artículo 17.2 de la CE, y esa posibilidad de prolongación, como ha dicho el Tribunal (STC 199/1987, del 16 de diciembre, fund. jur. 8o.), es la que se configura como la “suspensión” del derecho reconocido en dicho artículo. La suspensión se circunscribe, pues, de modo exclusivo, a esa prolongación del tiempo de la detención gubernativa y ni altera el significado procesal de esta detención ni hace decaer en principio las demás garantías que asisten al detenido. La prolongación del tiempo de la detención gubernativa más allá de las setenta y dos horas no puede ni iniciarse ni llevarse a cabo, de acuerdo a los artículos 17.2 y 55.2, CE, sin una previa y expresa autorización judicial. Además, corresponde al legislador, a través de una ley orgánica, fijar el plazo máximo de duración de esa detención ampliada. Y aunque el legislador tiene un margen de discreción al respecto, carece de una libertad de opción que le permita ampliar a su arbitrio la duración de esta situación excepcional. En este sentido, son puntos necesarios de referencia tanto el artículo 9.3 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, como el artículo 5.3 del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos, normas que requieren la conducción del detenido ante la presencia judicial “en el plazo más breve posible”. Al mismo tiempo, el propio artículo 17.2 de la CE afirma que la deten-

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ción “no podrá durar más del tiempo estrictamente necesario” para la realización de las correspondientes averiguaciones. Es por todo lo expuesto, y tras ponderar las exigencias derivadas de las investigaciones correspondientes a la actuación de bandas armadas o elementos terroristas, con el criterio de la estricta necesidad y la mayor brevedad posible, por lo que el juez de la Constitución consideró inconstitucional la previsión del artículo 13 de la ya citada Ley Orgánica 9/1984, que disponía la prolongación de la detención preventiva hasta un plazo máximo de otros siete días (más allá de las setenta y dos horas siguientes a la detención) al entender que dicho plazo máximo resultaba excesivo y entrañaba una prolongación injustificable del tiempo en que el detenido podía permanecer bajo la custodia y la disposición de los Cuerpos de Seguridad del Estado. El artículo 520 bis, apartado primero, de la LECr, que trae su causa del antes referido artículo 13 de la Ley Orgánica 9/1984, se acomoda, perfectamente a nuestro modo de ver, a la doctrina constitucional precedentemente expuesta, y ello, al menos, por dos razones: en primer término, porque la prolongación de la detención gubernativa se inicia y se lleva a cabo con una previa y expresa autorización judicial; antes de que se agoten las setenta y dos horas a que se refiere el artículo 17.2 de la CE, el juez competente ha de haber autorizado mediante resolución motivada la prolongación de la detención gubernativa para que ésta pueda tener lugar. Y en segundo término, porque el plazo de cuarenta y ocho horas por el que puede prolongarse la detención ha de ser considerado razonable y no desproporcionado ni desmedido. VII. L OS DERECHOS DE LA PERSONA DETENIDA I. El artículo 17.3 de nuestra lex superior proclama los derechos que asisten a toda persona detenida, esto es, las que bien podríamos denominar “garantías procesales de la detención”. A tenor del citado precepto: “Toda persona detenida debe ser informada de forma inmediata, y de modo que le sea comprensible, de sus derechos y de las razones de su detención, no pudiendo ser obligada a declarar. Se garantiza la asistencia de abogado al detenido en las diligencias policiales y judiciales, en los términos que la ley establezca”.

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A la vista de esta norma, la primera cuestión que debemos abordar es la de los titulares de los derechos reconocidos por la misma. El precepto atribuye los derechos y garantías a que se refiere a la persona afectada por una detención preventiva, lo que es tanto como decir que, como regla general, corresponden a quien haya sido privado provisionalmente de su libertad por razón de la presunta comisión de un ilícito penal y para su puesta a disposición de la autoridad judicial en el plazo máximo de setenta y dos horas, de no haber cesado antes la detención misma. Al atribuir estos derechos a la persona detenida, la Constitución opera de modo análogo a como lo hace el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos de 1950 (artículo 5.2) o el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966 (artículo 9.2). Ello se explica a la perfección si se atiende al sentido último de las garantías acogidas por el artículo 17.3 de la CE: asegurar la situación de quien, privado de su libertad, se encuentra ante la eventualidad de quedar sometido a un procedimiento penal, procurando así la norma constitucional que aquella situación de sujeción no devenga en ningún caso en productora de indefensión del afectado. Lo que acabamos de decir no significa que las garantías del artículo 17.3 no deban ser tenidas en cuenta en otros casos de privación de libertad distintos a la detención preventiva. Ya hemos tenido oportunidad de exponer con detenimiento cómo el alto Tribunal ha reconducido al marco del artículo 17 privaciones de libertad no calificables como “detención preventiva”. Bien es verdad que el Tribunal ha excluido del ámbito del artículo 17 y, por lo mismo, de la titularidad de estos derechos, a quienes se encuentran en determinadas situaciones que, aunque asemejándose a una privación de libertad, no entrañan en realidad una auténtica restricción de libertad. Este es el caso de quien, conduciendo un vehículo de motor, es requerido policialmente para la verificación de una prueba de alcoholemia (STC 107/1985, del 7 de octubre, fund. jur. 3o.). Y ello por cuanto que la prueba orientativa de alcoholemia es una pericia técnica en que la participación del detenido con declaraciones autoinculpatorias está ausente, y a cuya práctica puede éste negarse, y ha de saberlo, porque la prueba misma no puede considerarse lícitamente realizada si no se le informa sobre este extremo. Por ello, el artículo 520.5 de la LECr autoriza la renuncia a la asistencia letrada en el caso en que la detención lo fuera por hechos susceptibles de ser tipificados exclusivamente como delitos

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contra la seguridad del tráfico, algo que en otros supuestos no sería constitucionalmente admisible. Otro supuesto de exclusión ha sido apreciado por el Tribunal en el caso de una detención de los tripulantes de un buque, abordado por una lancha de funcionarios del Servicio de Vigilancia Aduanera, quienes, tras la aprehensión de droga en el buque, procedían a detener a sus tripulantes y a custodiar seguidamente el buque, la carga y los detenidos hasta su llegada a puerto español. Justifica el Tribunal esta exclusión en la consideración de que el artículo 520.1 de la LECr permite realizar diligencias tendentes al esclarecimiento de los hechos, incluida la declaración del detenido, en aquellos casos en que la detención preventiva de una persona ha ido seguida de su conducción a dependencias policiales, algo que no se produce en el caso que ahora nos ocupa, en el que ninguna diligencia para el esclarecimiento de los hechos se practicaría por las autoridades del buque captor, limitándose a custodiar a los detenidos y a proceder de forma inmediata e ininterrumpida a su traslado a un puerto español (STC 21/1997, del 10 de febrero, fund. jur. 5o.). Digamos finalmente que, a juicio del Tribunal (ATC 487/1984, del 26 de julio, fund. jur. 2o. a/), tampoco una simple comparecencia para declarar, por hechos que revistieron la escasa gravedad de una falta de imprudencia, aunque permita hablar de imputado en el juicio de faltas, posibilita hacer extensivo al presunto culpable lo que el precepto constitucional y la legalidad ordinaria prevén para detenidos y presos. II. Los derechos que constitucionalmente asisten a la persona detenida pueden reconducirse al tríptico siguiente: a) Derecho de información inmediata. b) Garantía de la inexistencia de cualquier obligación de declarar. c) Derecho a la asistencia letrada. La Ley Orgánica 14/1983, del 12 de diciembre, ha desarrollado el artículo 17.3 en materia de asistencia letrada al detenido y al preso, modificando a tal efecto los artículos 520 y 527 de la LECr. De conformidad con la nueva redacción del artículo 520.2 de la referida Ley procesal criminal, toda persona detenida o presa ha de ser informada de los hechos que se le imputan y de las razones motivadoras de su privación de libertad, así como de los derechos que le asisten y especialmente de los siguientes:

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a) Derecho a guardar silencio, no declarando si no quiere, a no contestar alguna o algunas de las preguntas que le formulen, o a manifestar que sólo declarará ante el juez. b) Derecho a no declarar contra sí mismo y a no confesarse culpable. c) Derecho a designar abogado y a solicitar su presencia para que asista a las diligencias policiales y judiciales de declaración e intervenga en todo reconocimiento de identidad de que sea objeto. d) Derecho a que se ponga en conocimiento del familiar o persona que desee, el hecho de la detención y el lugar de custodia en que se halle en cada momento. e) Derecho a ser asistido gratuitamente por un intérprete, cuando se trate de extranjero que no comprenda o no hable el castellano. f) Derecho, finalmente, a ser reconocido por el médico forense o su sustituto legal, y en su defecto, por el de la institución en que se encuentre, o por cualquier otro dependiente del Estado o de otras administraciones públicas. Expuestos los derechos reconocidos legalmente, con una visión ciertamente amplia y abierta, a toda persona detenida o presa, vamos a analizar, de un lado y particularizadamente, el derecho a la asistencia letrada, y de otro y de modo conjunto, los restantes derechos. 1. Los derechos de información, libertad de declaración y a la asistencia de intérprete I. El derecho de información constitucionalmente reconocido a toda persona detenida es el primer elemento del derecho de defensa que condiciona a todos los demás, pues mal puede defenderse de algo el que no sabe de qué hechos se le acusa en concreto (STC 44/1983, del 24 de mayo, fund. jur. 3o.). Este derecho abarca dos aspectos diferenciados: de un lado, los derechos que le asisten; de otro, las razones que han movido a su detención. Ambas informaciones han de facilitarse de forma inmediata, previsión con la que el constituyente ha querido dejar muy clara la perentoriedad de tales informaciones, y de modo tal que sean comprensibles por la persona detenida, lo que a su vez exige una transmisión de la información concorde con las características peculiares del detenido. Tras la detención preventiva de una persona y su conducción a dependencias policiales, el artículo 520.1 de la LECr permite realizar dili-

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gencias tendentes al esclarecimiento de los hechos, incluida la declaración del detenido. Y es en esta situación cuando adquieren su pleno sentido protector las garantías del detenido a que aquí nos referimos, además ya de la garantía de asistencia letrada, como el propio Tribunal ha reconocido (STC 21/1997, del 10 de febrero, fund. jur. 5o., b/). A este respecto, y con carácter general, puede sostenerse que cuando una persona detenida es informada de sus derechos y se le designa letrado, quien asiste a sus declaraciones, se están respetando en su integridad los derechos constitucionalmente reconocidos por el artículo 17.3 de la CE (STC 144/1990, del 26 de septiembre, fund. jur. 3o.). En conexión con este derecho de información ha de situarse el derecho a que alude el artículo 520.2, d/ de la misma LECr, a que se ponga en conocimiento del familiar o persona que desee el detenido, el hecho de la detención y el lugar de custodia en que se encuentra en cada momento. II. La libertad de declaración o, si así se prefiere, la garantía de la exclusión de toda obligación de declarar, ha quedado plasmada en el artículo 520.2 de la ya citada Ley procesal, mediante el reconocimiento a toda persona detenida de dos derechos diferentes, de los que además debe ser informado tras su detención: 1) el derecho a guardar silencio, no declarando si no lo desea, no contestando alguna o algunas de las preguntas que se le formulen o manifestando que sólo declarará ante el juez, y 2) el derecho a no declarar contra sí mismo y a no confesarse culpable, derecho éste que la propia Constitución contempla en su artículo 24.2 como una de las garantías del llamado “proceso debido”. El juez de la Constitución ha tenido oportunidad en varias ocasiones de delimitar negativamente el contenido de esta libertad. Y así ha entendido (STC 103/1985, del 4 de octubre, fund. jur. 3o.) que el deber de someterse al control de alcoholemia no puede considerarse contrario al derecho a no declarar, a no declarar contra sí mismo y a no confesarse culpable, pues con tal deber no se obliga a la persona a emitir una declaración que exteriorice un contenido, admitiendo su culpabilidad, sino a tolerar que se le haga objeto de una especial modalidad de pericia, exigiéndole una colaboración no equiparable a la declaración comprendida en el ámbito de los derechos proclamados en los artículos 17.3 y 24.2 de la CE. Desde otra perspectiva, el Tribunal ha considerado que la aportación o exhibición de documentos contables para posibilitar el cumplimiento

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de la obligación tributaria y su posterior inspección no puede en modo alguno considerarse como una colaboración equiparable a la “declaración” comprendida en el ámbito de los derechos proclamados en los artículo 17.3 y 24.2 de la CE (STC 76/1990, del 26 de abril, fund. jur. 10). En resumen, el derecho a no declarar contra sí mismo y a no confesarse culpable garantiza que la persona detenida no pueda verse obligada a hacer una declaración de autoculpabilidad, como implícitamente ha venido a reconocer el “intérprete supremo de la Constitución” (STC 75/1987, del 25 de mayo, fund. jur. 1o.). Sólo cuando se obligue a la persona a emitir una declaración que exteriorice un contenido, admitiendo su culpabilidad, podrán entenderse vulnerados estos derechos. III. La amplitud con que en sede legislativa se han desarrollado los derechos del artículo 17.3 de la CE explica el reconocimiento que el artículo 520.2, e/ de la LECr hace del derecho a ser asistido gratuitamente por un intérprete cuando se trate de extranjero que no comprenda o no hable el castellano. Es una evidencia fácilmente constatable que este derecho se vincula de modo directo con el derecho constitucional de información de toda persona detenida, información que se ha de facilitar de un modo que le sea comprensible. Como ha afirmado el alto Tribunal (STC 74/1987, del 25 de mayo, fund. jur. 3o.), el derecho a ser asistido de un intérprete deriva del desconocimiento del idioma castellano que impide al detenido ser informado de sus derechos, hacerlos valer y formular las manifestaciones que considere pertinentes ante la administración policial, pues si algunos de esos derechos pudieran respetarse por otros medios (la simple información, por ejemplo, por un texto escrito en la lengua que entienda el detenido), otros derechos que presuponen un diálogo con los funcionarios policiales, no pueden satisfacerse probablemente sin la asistencia de intérprete. Este derecho debe entenderse comprendido en el derecho a la tutela judicial efectiva del artículo 24.1 de la CE en cuanto dispone que en ningún caso puede producirse indefensión. Y aunque es cierto que este precepto parece referirse a las actuaciones judiciales, debe interpretarse extensivamente como relativo a toda clase de actuaciones que afectan a un posible juicio y condena y, entre ellas, a las diligencias policiales cuya importancia para la defensa no es necesario ponderar. El derecho en cuestión se reconoce por la LECr a los extranjeros que no comprendan o no hablen el castellano. Sin embargo, esta norma no

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debe interpretarse en sentido excluyente, es decir, en el sentido de que al reconocer el derecho a intérprete del extranjero se le niega ese derecho al español que se encuentra en las mismas circunstancias, esto es, que desconoce el castellano. Así lo ha interpretado el alto Tribunal que, de modo rotundo, ha precisado (STC 74/1987, del 25 de mayo, fund. jur. 3o.) que la atribución de este derecho a los españoles que no conozcan suficientemente el idioma castellano y no sólo a los extranjeros que se encuentren en ese caso no debe de ofrecer duda. Lo contrario supondría una flagrante discriminación prohibida por el artículo 14 de la CE. Y no cabe al efecto objetar que el castellano es la lengua oficial del Estado y que todos los españoles tienen el deber de conocerla (artículo 3.1 CE), pues lo que se ha de valorar en estos supuestos es un mero hecho (la ignorancia o conocimiento insuficiente del castellano) en cuanto afecta al ejercicio de un derecho fundamental cual es el de defensa. Y tampoco debe caber la más mínima duda acerca de que el derecho que nos ocupa no sólo opera en el ámbito de las actuaciones judiciales, sino también en el de las actuaciones policiales que preceden a aquéllas y que, en muchos casos, les sirven de antecedente. En definitiva, la norma que acoge el artículo 520.2, e/ de la LECr no puede entenderse en un sentido excluyente, pues tal interpretación sería contraria a la Constitución, sino que ha de entenderse en el sentido de que todo español que se encuentre en las mismas circunstancias que el extranjero, de desconocimiento del idioma, goza del derecho a ser asistido gratuitamente por un intérprete. 2. El derecho a la asistencia letrada I. El inciso segundo del artículo 17.3 de la CE, tal y como ya vimos, garantiza la asistencia de abogado al detenido tanto para las diligencias policiales como para las judiciales, “en los términos que la ley establezca”, esto es, remite a su concreción legal el contenido específico de este derecho. Es evidente que a la defensa corresponde la misión constitucional de hacer actuar, frente al ius puniendi del Estado, el derecho fundamental a la libertad de todo ciudadano, que, por no haber sido condenado, se le presume inocente (STC 206/1991, del 30 de octubre, fund. jur. 7o.). Funcionalmente, el derecho a la asistencia letrada del detenido tiende a asegurar, con la presencia personal del letrado, que los derechos cons-

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titucionales del detenido sean respetados, que no sufra coacción o trato incompatible con su dignidad y libertad de declaración y que tenga el debido asesoramiento técnico sobre la conducta a observar en los interrogatorios, incluida la de guardar silencio, así como sobre su derecho a comprobar, una vez realizados y concluidos con la presencia activa del letrado, la fidelidad de lo transcrito en el acta de declaración que se presenta a la firma. Es precisamente la razón de ser de esta garantía —en síntesis, la protección del detenido y el aseguramiento de la corrección de los interrogatorios a que pueda ser sometido— lo que explica, a juicio del Tribunal (STC 341/1993, del 18 de noviembre, fund. jur. 6o.), que en las diligencias de identificación en dependencias policiales previstas por el artículo 20.2 de la Ley Orgánica 1/1992, del 21 de febrero, sobre Protección de la Seguridad Ciudadana, a las que ya tuvimos oportunidad de aludir, no resulte constitucionalmente inexcusable que la identificación misma haya de llevarse a cabo en presencia o con la asistencia de abogado, y ello por cuanto que estas diligencias no permiten interrogatorio alguno que vaya más allá de la simple obtención de los datos personales. II. La primera manifestación de esta garantía la encontramos en la necesaria información que ha de facilitarse a toda persona detenida del derecho que le asiste a designar abogado y a solicitar su presencia en las diligencias policiales y judiciales. A salvaguardar este derecho se encaminan las previsiones del artículo 520.4 de la LECr, que impone a los funcionarios bajo cuya custodia se encuentre el detenido una doble obligación: un deber de abstención de toda recomendación sobre la elección de abogado y un deber de comunicar en forma que permita su constancia al Colegio de Abogados el nombramiento del abogado elegido por aquél para su asistencia. La garantía de asistencia letrada plasma finalmente en la ineludibilidad de subsanar la falta de designación de abogado por el detenido. En tal supuesto se procederá a la designación de oficio, recayendo sobre los funcionarios bajo cuya custodia se encuentra aquél, la obligación de requerir del Colegio la designación de letrado de oficio. El Colegio de Abogados viene a su vez obligado a notificar al letrado designado por el detenido dicha elección, a fin de que manifieste su aceptación o renuncia. En este último caso, o en el de que no compareciere el letrado, el Colegio procederá al nombramiento de un abogado

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de oficio. El letrado designado habrá de acudir al centro de detención a la mayor brevedad y, en todo caso, en el plazo máximo de ocho horas, contadas desde el momento de la comunicación al Colegio. Si transcurrido dicho plazo no compareciere injustificadamente letrado alguno en el lugar donde el detenido se encuentre, podrá procederse a la práctica de la declaración o del reconocimiento de aquél, si lo consintiere, sin perjuicio de las responsabilidades contraídas en caso de incumplimiento de sus obligaciones por parte de los abogados designados. El artículo 520.6 de la LECr precisa el contenido específico de la garantía de asistencia letrada. De conformidad con el mismo, la asistencia de abogado consistirá en: 1) Solicitar, en su caso, que se informe al detenido de los derechos a que alude el apartado segundo del propio precepto y que se proceda a su reconocimiento por el médico forense. 2) Solicitar del funcionario que hubiese practicado la diligencia en que el abogado hubiese intervenido, una vez finalizada ésta, la declaración o ampliación de los extremos que considere convenientes, así como la consignación en el acta de cualquier incidencia que haya tenido lugar durante su práctica. 3) Entrevistarse reservadamente con el detenido al término de la práctica de la diligencia en que hubiere intervenido. Conviene finalmente precisar que de la garantía constitucional de asistencia de abogado en todas las diligencias policiales y judiciales no se deriva la necesaria e ineludible asistencia del defensor a todos y cada uno de los actos instructorios (STC 206/1991, del 30 de octubre, fund. jur. 2o.). En la práctica, el Tribunal Constitucional tan sólo ha tenido ocasión de reclamar dicha intervención en la detención y en la prueba sumarial anticipada, actos procesales en los que, bien sea por requerirlo así expresamente la Constitución, bien por la necesidad de dar cumplimiento efectivo a la presunción de inocencia, el ordenamiento procesal ha de garantizar la contradicción entre las partes. III. Analizado el contenido de este derecho, hemos de poner de relieve que aunque el artículo 520 de la ley procesal criminal contempla la garantía en cuestión indiferentemente respecto de toda persona detenida o presa, no podemos confundir los derechos que de ella emanan en uno y otro caso. La diferenciación que advertimos tiene especial relevancia respecto del derecho al libre nombramiento de abogado , manifestación primigenia de la garantía analizada.

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Este derecho, como ha significado el Tribunal (STC 196/1987, del 11 de diciembre, fund. jur. 4o.), presenta una doble proyección constitucional: de un lado, el artículo 17.3 lo reconoce al “detenido” en las diligencias policiales y judiciales como una de las garantías del derecho a la libertad personal; de otro, el artículo 24.2 lo hace en el marco de la tutela judicial efectiva con el significado de garantía del “proceso debido”, especialmente del penal (STC 21/1981, del 15 de junio, fund. jur. 10), y, por tanto, en relación con el “acusado” o “imputado”. De ese expreso reconocimiento constitucional del derecho a la asistencia letrada tanto al “detenido” como al “acusado”, en distintos preceptos constitucionales, garantes de derechos fundamentales de naturaleza claramente diferenciada, se deriva la imposibilidad de determinar el contenido esencial del derecho a la asistencia letrada en relación conjunta con ambos preceptos. Esta necesidad de un diseño diferenciado del núcleo del derecho, según afecte a un detenido o a un acusado, se ha reflejado en un aspecto preciso de indiscutible relevancia como es el de la libre elección de abogado. ¿Se incluye esta libertad de elección en el núcleo del derecho a la asistencia letrada? La respuesta no puede ser unívoca, sino que exige atender a la situación de la persona de la que se predica el derecho. Así lo ha admitido el juez de la Constitución (STC 196/1987, del 11 de diciembre, fund. jur. 5o.). En el ejercicio del derecho a la asistencia letrada presenta un lugar destacado la confianza que al asistido le inspiren las condiciones profesionales y humanas de su letrado y, por ello, procede entender que la libre designación de éste viene integrada en el ámbito protector del derecho. Sin embargo, conviene matizar de inmediato que si el elemento de confianza alcanza especial relieve cuando se trata de la defensa de un acusado en un proceso penal, no ocurre lo mismo en el supuesto de detención en primeras diligencias policiales, constitutivo de una situación jurídica en la que la intervención del letrado responde a la finalidad de asegurar, con su presencia personal, que los derechos constitucionales del detenido sean respetados y que no sufra coacción o trato incompatible con su dignidad, tal y como ya tuvimos oportunidad de indicar. Estas circunstancias, unidas a la propia habilitación del artículo 17.3 al legislador para establecer los términos de ejercicio de este derecho, sin imponerle formas concretas de designación, conducen a entender que la relación de confianza entre detenido y letrado no alcanza la entidad

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suficiente para hacer residir en ella el núcleo esencial del derecho (STC 196/1987, del 11 de diciembre, fund. jur. 5o.). En resumen, el núcleo esencial del derecho del detenido a la asistencia letrada se encuentra, no en la modalidad de la designación del abogado, sino en la efectividad de la defensa, a diferencia de lo que acaece cuando este derecho se predica de una persona acusada en un proceso penal, pues aquí el elemento de confianza alcanza un relieve muy especial, dado que la defensa suele plantear complejos problemas procesales y sustantivos. IV. La precedente diferenciación iba a resultar decisiva en orden a interpretar si la forzosa designación de oficio de abogado en el caso de un detenido que se halle incomunicado era o no conforme con la norma suprema. Como ya tuvimos oportunidad de señalar, la LECr contempla la incomunicación como una situación procesal particular que puede recaer sobre cualquier persona detenida o presa. La incomunicación de los detenidos o presos sólo puede durar el tiempo absolutamente preciso para evacuar las citas hechas en las indagatorias relativas al delito que haya dado lugar al procedimiento, sin que por regla general deba durar más de cinco días (artículo 506 de la LECr). Como ya tuvimos oportunidad de señalar, la regla general que rige en relación a la autoridad facultada para decidir la incomunicación es la atribución al juez instructor de tal decisión, si bien, en aras de la efectividad de esta medida, el Tribunal ha convalidado la legitimidad constitucional de la ordenación inmediata de la incomunicación por la autoridad gubernativa que ordene una detención, si bien la decisión definitiva deberá ser judicial (STC 199/1987, del 16 de diciembre, fund. jur. 1 1). El artículo 520 bis de la LECr, introducido por la ya referida Ley Orgánica 4/1988, del 25 de mayo, prevé que, detenida una persona por un delito cometido por bandas armadas o elementos terroristas o rebeldes, podrá solicitarse del juez que decrete su incomunicación, debiendo pronunciarse aquél sobre la misma en resolución motivada, en el plazo de veinticuatro horas. Solicitada la incomunicación, el detenido quedará en todo caso incomunicado sin perjuicio del derecho de defensa que le asiste, hasta que el juez hubiere dictado la resolución pertinente. Las consecuencias de la incomunicación sobre los derechos del detenido están contempladas por el artículo 527 de la LECr, que determina

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que el detenido o preso, mientras se halle incomunicado, disfrutará de los derechos establecidos en el artículo 520 de la misma ley, a los que ya nos hemos referido con anterioridad, con las siguientes modificaciones: a) En todo caso, su abogado será designado de oficio. b) No tendrá derecho a que se ponga en conocimiento del familiar o persona que desee el hecho de la detención y el lugar de la custodia. c) Tampoco tendrá derecho a la entrevista reservada con su abogado a que se refiere el artículo 520.6, c/ de la Ley procesal criminal. La previsión del apartado a) del citado artículo 527 sería objeto de una cuestión de inconstitucionalidad, en la que se suscitaría su supuesta ilegitimidad constitucional por su contradicción con el artículo 17.3, CE. El Tribunal abordaría el tema partiendo de su doctrina sobre el núcleo esencial del derecho a la asistencia letrada del detenido, para, a renglón seguido, advertir que la especial naturaleza o gravedad de ciertos delitos o las circunstancias subjetivas y objetivas concurrentes en ellos pueden hacer imprescindibles que las diligencias policiales o judiciales dirigidas a su investigación sean practicadas con el mayor secreto. En atención a ello, la LECr concede a la autoridad judicial la competencia exclusiva para decretar la incomunicación del detenido. En tal situación, la imposición de abogado de oficio se revela como una medida más de las que el legislador, dentro de su poder de regulación del derecho a la asistencia letrada, establece al objeto de reforzar el secreto de las investigaciones criminales. La conclusión de todo lo expuesto es evidente: teniendo en cuenta que la persecución y castigo de los delitos son pieza esencial de la defensa de la paz social y de la seguridad ciudadana, bienes constitucionalmente reconocidos (artículos 10. 1 y 104. 1, CE), la limitación establecida por el artículo 527, a) de la LECr encuentra justificación en la protección de dichos bienes, que al entrar en conflicto con el derecho de asistencia letrada al detenido, habilitan al legislador para que, en uso de la reserva específica que le confiere el artículo 17.3, CE, proceda a su conciliación, impidiendo la modalidad de libre elección de abogado (STC 196/1987, del 11 de diciembre, fund. jur. 7o.).

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VIII. EL CONTROL JUDICIAL DE LA LEGALIDAD DE LA DETENCIÓN: EL PROCEDIMIENTO DE HABEAS CORPUS

I. La garantía de la libertad de los ciudadanos, máxima pretensión del ordenamiento delineado por nuestra Constitución, culmina en una técnica jurídica que se nos presenta como la última salvaguarda de la libertad personal. Nos referimos a la institución del habeas corpus, que encomienda la protección de la libertad personal, en último término, a los jueces. Nos encontramos ante una institución procesal característica del derecho anglosajón, donde cuenta con una antiquísima tradición que se remonta al Habeas Corpus Amendment Act, del 26 de mayo de 1679, cuyo primer punto establecía lo que sigue: Cuando una persona sea portadora de un habeas corpus, dirigido a un sheriff, carcelero o cualquier otro funcionario, a favor de un individuo puesto bajo su custodia, y dicho habeas corpus se presente ante tales funcionarios, quedan obligados a manifestar la causa de esta detención a los tres días de su presentación (a no ser que la prisión sea motivada por traición o felonía, mencionada inequívocamente en el warrant), pagando u ofreciendo abonar los gastos necesarios para conducir al prisionero, que serán tasados por el juez o tribunal que haya expedido el habeas corpus... y después de haber dado por escrito... la garantía de que éste (el prisionero) no escapará en el camino; así como remitir dicha orden, y volver a presentar al individuo ante el Lord Canciller o ante el funcionario del orden judicial que haya de entender en la causa, a tenor de dicho mandamiento.

El origen anglosajón de la institución no puede, sin embargo, ocultar su raigambre en el derecho histórico español, donde cuenta con antecedentes lejanos, como el denominado “recurso de manifestación de personas” del Reino de Aragón y las referencias que sobre presuntos supuestos de detenciones ilegales se contienen en el Fuero de Vizcaya y otros ordenamientos forales, tal y como expresamente se nos recuerda en el Preámbulo de la Ley Orgánica 6/1984, del 24 de mayo, reguladora del procedimiento de habeas corpus. La pretensión de esta institución ha sido siempre el establecimiento de remedios eficaces y rápidos para los eventuales supuestos de detenciones de la persona no justificados legalmente o que transcurran en

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condiciones ilegales. Consecuentemente, el habeas corpus se configura como una comparecencia del detenido ante el juez, comparecencia de la que proviene etimológicamente la expresión que da nombre al procedimiento, y que posibilita al ciudadano, privado de su libertad, exponer sus alegaciones contra las causas de la detención o las condiciones de la misma, al objeto de que el juez resuelva sobre la conformidad a derecho de la detención. II. Al logro de las pretensiones expuestas se orienta el inciso primero del artículo 17.4 de la CE, de conformidad con el cual: “La ley regulará un procedimiento de habeas corpus para producir la inmediata puesta a disposición judicial de toda persona detenida ilegalmente”. Este apartado se encuentra en íntima conexión con lo establecido por los tres anteriores, y en especial con lo dispuesto por el primero de ellos. Es en garantía de la libertad personal del artículo 17.1 por lo que el 17.4 prevé el procedimiento de habeas corpus para producir la inmediata puesta a disposición judicial de toda persona ilegalmente detenida. Dada la función que cumple este procedimiento, no existe la más mínima duda para el Tribunal (STC 31/1985, del 5 de marzo, fund. jur. 2o.) de que comprende potencialmente a todos aquellos supuestos en que se produce una privación de libertad no acordada por el juez, con objeto de conseguir el resultado indicado (la inmediata puesta a disposición judicial) si la detención fuera ilegal, en la forma y con el alcance que precisa la Ley Orgánica 6/1984, del 24 de mayo, reguladora del procedimiento de habeas corpus . III. El procedimiento de habeas corpus tiene un carácter especial, de cognición limitada, pues a través de él se busca sólo “la inmediata puesta a disposición judicial de una persona detenida ilegalmente”, y ello por cuanto a través de este procedimiento la norma fundamental ha abierto un medio de defensa de los derechos sustantivos establecidos en los restantes apartados del artículo 17, que permite hacer cesar de modo inmediato las situaciones irregulares de privación de libertad, pero que, por el contrario, no posibilita obtener declaraciones sobre los agravios que, a causa de la ilegalidad de la detención, se hayan infligido a quienes la hayan padecido; éstos, resuelta en cualquier sentido su petición de habeas corpus, podrán buscar, por las vías jurisdiccionales adecuadas, la reparación en derecho de aquellas lesiones (STC 98/1986, del 10 de julio, fund. jur. 1o., y STC 104/1990, del 4 de junio, fund. jur. 1o.).

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En definitiva, en el proceso de habeas corpus se juzga tan sólo la legitimidad de la situación de privación de libertad, pero sin otras consecuencias que la terminación o modificación de la misma, adoptando, en su caso, algunas de las decisiones a que se refiere el artículo 9o. de la Ley Orgánica 6/1984, a las que ya nos referiremos (STC 21/1996, del 12 de febrero, fund. jur. 4o.). El juez del habeas corpus, en coherencia con la específica naturaleza de este procedimiento, viene obligado a controlar la legalidad material de la detención administrativa (STC 66/1996, de 16 de abril, fund. jur. 3o.), es decir, que ésta se halle o no incluida en alguno de aquellos casos en que la Ley permite privar de libertad a una persona porque del ajuste o no a la Constitución y al ordenamiento jurídico del acto administrativo de la detención depende el reconocimiento o la vulneración del derecho a la libertad y la legalidad o no de la detención. IV. El procedimiento de habeas corpus, como ya hemos señalado, comprende potencialmente cualquier supuesto en que tiene lugar una detención no acordada por el juez. Uno de los rasgos de la ley reguladora de este procedimiento es precisamente el de su generalidad, que implica, por un lado, que ningún particular o agente de la autoridad pueda sustraerse al control judicial de la legalidad de la detención de las personas, sin que quepa en este sentido excepción de ningún género, ni siquiera en lo referente a la autoridad militar, y por otro, la legitimación de una pluralidad de personas para instar el procedimiento. La ordenación normativa de este procedimiento está presidida asimismo por una pretensión de universalidad, como se explicita en la propia Exposición de Motivos de la Ley. Por lo mismo, el procedimiento que la Ley regula alcanza no sólo a los supuestos de detención ilegal, esto es, aquellos en los que la detención se produce contra lo legalmente establecido, o en los que la misma carece de cobertura jurídica, sino también a las detenciones que ajustándose originariamente a la legalidad, se mantienen o prolongan ilegalmente o tienen lugar en condiciones ilegales. En coherencia con los principios expuestos, la Ley contempla con enorme amplitud los supuestos que se han de considerar como de detención ilegal (artículo 1o.). A tal efecto, considera la Ley personas ilegalmente detenidas las siguientes: a) Las que lo fueren por una autoridad, agente de la misma, funcionario público o particular, sin que concurran los supuestos legales, o sin

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haberse cumplido las formalidades previstas y requisitos exigidos por las leyes. b) Las que estén ilícitamente internadas en cualquier establecimiento o lugar. c) Las que lo estuvieran por plazo superior al señalado en las leyes si, transcurrido el mismo, no fueren puestas en libertad o entregadas al juez más próximo al lugar de la detención. d) Las privadas de libertad a quienes no les sean respetados los derechos que la Constitución y las Leyes procesales garantizan a toda persona detenida. V. La competencia para el conocimiento de la solicitud de habeas corpus recae en el juez de instrucción del lugar en que se encuentre la persona privada de libertad; si no constare, el del lugar en que se produzca la detención, y, en defecto de los anteriores, el del lugar donde se hayan tenido las últimas noticias sobre el paradero del detenido. En el ámbito de la jurisdicción militar, o, como ha precisado el juez de la Constitución (STC 194/1989, del 16 de noviembre, fund. jur. 5o.), cuando la detención tenga como causa una sanción revisable por la jurisdicción castrense, será competente para conocer de la solicitud de habeas corpus el juez togado militar de instrucción constituido en la cabecera de la circunscripción jurisdiccional en la que se efectuó la detención. Algo análogo puede decirse en relación con la Guardia Civil, en cuanto que el control jurisdiccional de una sanción correspondiente a una falta por acciones contrarias a la disciplina, que en la Guardia Civil es, sustancialmente, la disciplina militar, está incluido en el ámbito estrictamente castrense (STC 194/1989, de 16 de noviembre, fund. jur. 6o.), lo que nos debe conducir a entender competente para conocer de un habeas corpus al juez togado militar de instrucción a que en un momento precedente nos referíamos. No se puede decir lo mismo de la Policía, y ello por cuanto, como ha señalado el Tribunal (STC 93/1986, del 7 de julio, fund. jur. 9o.), la revisión, en su caso, de las sanciones disciplinarias impuestas en el seno de las Fuerzas de Policía, como distintas de las Fuerzas Armadas, no puede corresponder a la jurisdicción militar, sino a la jurisdicción ordinaria. Como consecuencia, la jurisdicción ordinaria resulta igualmente competente para conocer del procedimiento de habeas corpus revisor de

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la legalidad de una privación de libertad en virtud de una sanción disciplinaria impuesta en aplicación del régimen disciplinario policial. Un régimen particularizado se da finalmente en relación con las detenciones gubernativas practicadas en conexión con las investigaciones concernientes a la actuación de bandas armadas o elementos terroristas. De la legalidad material de estas detenciones han de conocer como ha corroborado el juez de la Constitución (STC 153/1988, del 20 de julio, fund. jur. 3o.), los juzgados centrales de instrucción. VI. El procedimiento de habeas corpus puede ser instado por: 1) La persona privada de su libertad, su cónyuge o persona unida por análoga relación de afectividad; descendientes, ascendientes, hermanos y, en su caso, en relación con los menores y personas incapacitadas, sus representantes legales. 2) El ministerio fiscal. 3) El defensor del pueblo. Asimismo, podrá iniciar de oficio este procedimiento, el juez competente para conocer de la solicitud de habeas corpus. La ley ha establecido un procedimiento caracterizado por su sumariedad y sencillez. Sólo un procedimiento rápido podrá lograr la inmediata verificación judicial de la legalidad y regularidad de la detención. A su vez, sólo un procedimiento sencillo será accesible a todos los ciudadanos, permitiéndoles, sin complicaciones innecesarias, el acceso a la autoridad judicial. El procedimiento de habeas corpus concluye mediante un auto motivado del juez en el que éste debe adoptar alguna de las siguientes resoluciones: • Si estima que no se da ninguna de las circunstancias que permiten calificar la detención de una persona de “ilegal”, acordar el archivo de las actuaciones, declarando ser conforme a derecho la privación de libertad. • Si estima la concurrencia de alguna de las circunstancias que posibilitan la calificación como “ilegal” de la detención de una persona, el juez podrá acordar alguna de las siguientes medidas: Primera: La puesta en libertad del privado de ésta, si lo fue ilegalmente.

DERECHO A LA LIBERTAD Y SEGURIDAD PERSONAL

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Segunda . La continuación de la situación de privación de libertad de acuerdo con las disposiciones legales, pero, si así lo considerase necesario, en establecimiento distinto, o bajo la custodia de personas diferentes. Tercera . La inmediata puesta a disposición judicial de la persona privada de libertad, si ya hubiere transcurrido el plazo legalmente establecido para su detención. En todo caso, no cabe descartar que una resolución desestimatoria en el procedimiento de habeas corpus pueda contrariar, por inmotivada o por falta de fundamento razonable, el derecho a la tutela judicial efectiva y tampoco que en la misma, de otro modo, se haya denegado la protección del derecho a la libertad personal por causa de una errónea interpretación del contenido del derecho reconocido en el artículo 17.1 de la CE, derecho éste que en ambas hipótesis resultaría conculcado por la antes citada resolución desestimatoria (STC 98/1986, del 10 de julio, fund. jur. 3o.). Tal violación abriría lógicamente la puerta del recurso de amparo constitucional.



EL ESTATUTO JURÍDICO-CONSTITUCIONAL DEL DEFENSOR DEL PUEBLO EN E SPAÑA I. Antecedentes de la institución

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II. El diseño constitucional de la institución . . . . . . . . . . . III. Naturaleza de la institución

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IV. Elección y cese del defensor del pueblo V. Estatuto jurídico del defensor del pueblo VI. Estructura del órgano

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VII. La función del defensor del pueblo: la defensa de los derechos constitucionales 178 .

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1. Proemio: la supervisión de la administración como vía instrumental para la defensa de los derechos 178 .

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2. La supervisión de la actividad de la administración . . . 3. La legitimación procesal del defensor del pueblo A. Ante la jurisdicción constitucional B. Ante la jurisdicción ordinaria VIII. Procedimiento de actuación

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1. La actuación a instancia de parte . . . . . . . . . . . . .

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A. El acceso al defensor de toda persona con un interés legítimo 197 .

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B. El acceso al defensor de parlamentarios y órganos de las Cámaras 201 .

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C. Requisitos de la queja y plazo de acceso al defensor . 203 D. La decisión sobre la tramitación o rechazo de la queja 2. La actuación de oficio . . . . . . . . . . . . . . IX. La actuación investigadora del defensor del pueblo

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1. El procedimiento de tramitación de las quejas

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A. La queja sobre el funcionamiento del servicio . . . . B. La queja sobre el funcionario . . . . . . . . . 2. Las facultades de inspección del defensor

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X. Las posibles resoluciones del defensor del pueblo

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XI. Los informes a las Cortes Generales . . . . . . . . .

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EL ESTATUTO JURÍDICO-CONSTITUCIONAL DEL DEFENSOR DEL PUEBLO EN ESPAÑA* I. ANTECEDENTES DE LA INSTITUCIÓN Una Orden de la Cancillería promulgada por el rey sueco Carlos XII en 1713 creaba la llamada oficina del Canciller de Justicia —llamada originariamente del Procurador Supremo (Högste Ombudsmannen)— cuya función más relevante consistía en el ejercicio de una labor de vigilancia general encaminada a asegurar el cumplimiento de las leyes y reglamentos por los servidores públicos, esto es, una función de control de la administración estatal desde el punto de vista de la legalidad. Durante un breve intervalo en la segunda mitad del siglo XVIII, entre 1766 y 1772, se modificó la posición del canciller de Justicia ( Justitiekansler), que pasó de ser designado por el rey a serlo por los cuerpos representativos entonces existentes, esto es, por los llamados cuatro estados. Es en este mismo momento cuando se ha visto 1 en el canciller de Justicia el antecedente directo del ombudsman (justitieombudsman), creado en 1809 como una institución de los cuatro estados. El ombudsman sueco nace, por consiguiente, como auxiliar del Parlamento en el ejercicio de la función fiscalizadora, siendo competencia de la institución vigilar la correcta observancia de las leyes por parte de todos los órganos de aplicación del derecho, tanto, pues, de los tribunales como del Poder Ejecutivo. Como señala La Pergola, 2 este vasto poder

* Ponencia presentada al Seminario Internacional “Defensor del ciudadano, defensor cívico o defensor de los derechos humanos: la experiencia comparativa y el Proyecto chileno”, Talca (Chile), Universidad de Talca, 4 a 6 de abril de 2001. 1 Rudholm, Sten, “El canciller de justicia”, en Rowat, Donald C., El ombudsman. El defensor del ciudadano, México, Fondo de Cultura Económica, 1986, p. 50. 2 La Pergola, Antonio, “ Ombudsman y defensor del pueblo: apuntes para una investigación comparada”, Revista de Estudios Políticos , nueva época, núm. 7, enero-febrero de 1979, pp. 69 y ss.; en concreto, pp. 71 y 72.

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del ombudsman sueco no encuentra traducción precisa en otros ordenamientos y viene encuadrado en el proceso de decadencia de la autoridad regia, que debía desembocar en la independencia de los tribunales, y más tarde también en la supremacía del Parlamento. De aquí la correlación que históricamente subsiste en el mundo escandinavo entre el ombudsman y el ordenamiento político de la monarquía constitucional. Consolidado el ombudsman en el ordenamiento jurídico-político sueco del siglo XIX, el nuevo siglo traerá consigo la progresiva expansión del modelo, lenta en la primera mitad del siglo XX, época en la que la institución es recepcionada en los vecinos países escandinavos (Finlandia en 1919, Noruega en 1952 y Dinamarca en 1954), y rapidísima en el último cuarto del pasado siglo. 3 La amplitud progresivamente mayor del ámbito de acción de los ombudsmünnen propiciaría en diversos países el nombramiento de varios. Así, en algunos países (Suecia, Noruega, Israel...) se nombraría un militieombudsman, encargado de supervisar todo aquello que, en el ámbito castrense, afectare a los derechos de los ciudadanos-militares; en otros (como la propia Suecia o Nueva Zelanda), se ampliaría el número de ombudsmünnen civiles. Representativo de esta expansión de la institución es asimismo el hecho de que en algunos Estados federales los estados miembros de la Federación han procedido a crear sus propios ombudsmünnen . Este es el caso, al margen ya de que no se trate de un Estado federal, de España, en donde a la figura del defensor del pueblo se han unido un conjunto de Comisionados Parlamentarios de las Comunidades Autónomas. En España, no encontramos antecedentes históricos de la institución. No faltan autores, desde luego, que atisban en la lejanía histórica algún

3 Es amplísima la bibliografía existente acerca del ombudsman. En una brevísima selección podrían recordarse, junto a la ya citada obra de Rowat, la obra del mismo autor, Rowat, Donald C., El ombudsman en el mundo , Barcelona, Editorial Teide, 1990. Legrand, André, L^ombudsman scandinave: études comparées sur le contrble de l^administration, París, LGDJ, 1970. Napione, Giovanni, L^ombudsman: Il controllore della pubblica amministrazione , Milán, Giuffrè, 1969. Weeks, Kent M., Ombudsman around the World, Berkeley, Institute for Comparative Studies, 1973. Kempf, Udo y Mille, Marco, The Role and the Function of the Ombudsman: Personalized Parliamentary Control in 48 Differents States , Freiburg, 1992. Giner de Grado, Carlos, Los ombudsmen europeos, Barcelona, Tibidabo, 1986.

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precedente. Y así, Alzaga, 4 aún compartiendo esa tesis, cree que en cierta medida cabe recordar al “Justicia Mayor de Aragón”, institución del derecho medieval aragonés en la que también Pérez Calvo 5 capta perfiles similares a los del defensor del pueblo. Incluso se ha llegado a mencionar, entre esos supuestos precedentes, la figura del derecho medieval hispano-musulmán del “ Sahib-al-Mazalim ”. 6 Fairén, uno de los mayores estudiosos de la institución medieval del “Justicia Mayor de Aragón”, es concluyente al sostener que no existe semejanza alguna entre esta institución y el ombudsman, pues mientras el primero era el juez que conocía de los agravios que se llevaban ante él, auténticos recursos por lo demás, sobre los que decidía con carácter vinculante, el segundo no tiene naturaleza jurisdiccional, ni tampoco las quejas presentadas ante el defensor del pueblo pueden ser calificadas como recursos. 7 Digamos, por último, que Oehling 8 ha entroncado la institución del defensor del pueblo con los diputados del Común de Canarias, cuyo origen se vincula con los procuradores del común y personeros de los siglos XVI al XVIII en las islas, que por Reales Provisiones de 5 de mayo de 1766 para las islas realengas y de 14 de enero de 1772 para las demás, se fijaron como diputados del Común, figura que aparecía como representante directo de los vecinos en los Cabildos insulares para la defensa de sus derechos. Con las distancias que haya que salvar, el citado autor vislumbra en la citada institución histórica el antecedente a considerar. En cualquier caso, y sin perjuicio de que es posible apreciar en algunas instituciones históricas ciertas similitudes con el defensor del pueblo, no nos cabe la menor duda de que esta figura es plenamente deudora del ombudsman sueco, no hallando en su diseño constitucional ningún 4 Alzaga, Óscar, La Constitución española de 1978. Comentario sistemático , Madrid, Ediciones del Foro, 1978, p. 351. 5 Pérez Calvo, Alberto, “El defensor del pueblo (Comentario al artículo 54 de la Constitución)”, en Alzaga, Óscar (dir.), Comentarios a las leyes políticas , Madrid, Editorial Revista de Derecho Privado, 1984, t. IV, pp. 497 y ss.; en concreto, p. 500. 6 Torres del Moral, Antonio, Principios de derecho constitucional español , 3a. ed., Madrid, Servicio de Publicaciones de la Facultad de Derecho de la UCM, 1992, t. 1, p. 641. 7 Fairén Guillén, Víctor, El defensor del pueblo-ombudsman, Madrid, CEC, 1982, vol. I, pp. 84-87 y vol. II, Madrid, 1986, p. 61. 8 Oehling Ruiz, Hermann, Consideraciones sobre la evolución jurídico-política del defensor del pueblo (trabajo inédito), pp. 3 y 4.

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antecedente histórico con el que, en rigor, pueda establecerse un parangón consistente. II. EL DISEÑO CONSTITUCIONAL DE LA INSTITUCIÓN La Constitución española contempla la figura del defensor del pueblo en su artículo 54, norma que se integra en el capítulo cuarto del título I, capítulo que se dedica a las garantías de las libertades y derechos fundamentales. A tenor del citado precepto: “Una ley orgánica regulará la institución del Defensor del Pueblo, como alto comisionado de las Cortes Generales, designado por éstas para la defensa de los derechos comprendidos en este Título, a cuyo efecto podrá supervisar la actividad de la administración, dando cuenta a las Cortes Generales”. El precepto fue objeto de muy escaso debate, no obstante lo cual su redacción sufrió algún cambio importante en el iter constituyente. Concebido ya en el Anteproyecto de Constitución como “alto comisionado de las Cortes Generales para la defensa de los derechos” comprendidos en el título I, era en el mismo habilitado para ejercer las acciones que el precepto inmediato anterior contemplaba para la tutela de los derechos. La ponencia constitucional iba a introducir un nuevo apartado segundo en el precepto con el siguiente tenor: “El Defensor del Pueblo velará igualmente por el respeto a los principios del Estado de derecho por parte de los poderes públicos, supervisando la actividad de la administración e informando a las Cortes Generales”. Este nuevo apartado entrañaba que el defensor del pueblo, más allá de su función de defensor de los derechos, asumiese una función de defensa de la legalidad y de los principios informadores del Estado de derecho, lo que venía a solaparle al Ministerio Fiscal (que, de conformidad con el artículo 124.1 de nuestra norma suprema, “tiene por misión promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley”). Esta confusión se mantendría durante todo el debate constituyente hasta el último instante, el de revisión por la Comisión Mixta CongresoSenado de aquellos preceptos en los que existían diferencias entre los textos aprobados por cada Cámara, siendo la Comisión Mixta la que, con mejor y más razonable criterio, daría al precepto que nos ocupa su

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actual redacción; esta confusión, decimos, no dejaría de ser advertida y criticada por algunos senadores en la Alta Cámara. Tal sería el caso del senador Martín-Retortillo Baquer quien, en nombre del Grupo Progresistas y Socialistas Independientes, advertiría que “el precepto, tal como está redactado, es un híbrido, no se sabe a dónde se va, es una institución que se ha regulado de una manera tan aturullada que, sin duda alguna, está condenada al fracaso”. 9 También el senador señor Ollero Gómez pondría de relieve la confusión latente en la regulación de la institución. Tras afirmar, con evidente razón, que “las instituciones de defensa de la Constitución no pueden multiplicarse absurdamente”, precisaba: “Atribuir funciones jurisdiccionales al Defensor del Pueblo en un ordenamiento con un sistema de justicia constitucional concentrado, representa, a nuestro entender, una muy notable incongruencia”. Ollero finalizaba decantándose por concebir al defensor del pueblo como una “magistratura de opinión” que no como una “magistratura de acción judicial”, 10 siguiendo la terminología de La Pergola. Aunque sin perder los rasgos de este último tipo de magistraturas, como después veremos, lo cierto es que la supresión por la Comisión Mixta Congreso-Senado del ya citado apartado segundo del artículo referido a esta institución, condujo a aminorar la carga latente propia de una “magistratura de acción judicial” que el precepto entrañaba, desembocando en una configuración constitucional caracterizada, como apuntara con buen criterio Garrido Falla, 11 por su falta de precisión en la que, paradójicamente, el propio autor entreveía la salvación de la institución, al poder ser suplida en la redacción de la pertinente ley orgánica, evitando duplicidades y solapamientos con otras instituciones. Del diseño de la institución llevado a cabo por el constituyente el primer aspecto a destacar es el de la propia denominación dada a la misma. Conviene señalar ante todo que el término original de ombudsman , de difícil traducción, aunque con él se identifique al hombre que se encarga de los asuntos de otros, es la resultante de la evolución terminológica 9 Diario de Sesiones del Senado , Comisión de Constitución, núm. 47, 31 de agosto de 1978, p. 2129. 10 Ibidem. 11 Garrido Falla, Fernando, “Comentario al artículo 54 de la Constitución”, en Garrido Falla, Fernando (coord.), Comentarios a la Constitución , 2a. ed., Madrid, Civitas, 1985, pp. 898 y ss.; en concreto, p. 900.

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que viene a conjuntar un término latino, omnibus y otro sueco, man, que se contraen en la palabra ombudsman . La expresión “defensor del pueblo”, acuñada por nuestros constituyentes, sugestiva y equívoca, como la califica Fairén, 12 aporta una carga dialéctica considerable, como si las demás instituciones careciesen de ese fin de defensa de la colectividad. En cualquier caso, como bien dice Oehling, 13 el nombre es evocador y sugerente, pues en la historia contemporánea española aparecen “defensores” de intereses varios, locales, profesionales o sociales, que dan título a asociaciones o grupos muy dispares. Por lo demás, parece claro que la función específica encomendada a la institución impedía la adopción de un término similar al del “ ombudsman” que en su acepción jurídica española sería el de “ procurador”; quizá esta circunstancia contribuya a explicar el porqué de la acuñación por nuestro constituyente de esta expresión que, por otro lado, no era del todo nueva, pues no es inadecuado recordar que en la primera edición en inglés de su obra, Rowat la tituló The Ombudsman: Citizen’s Defender. 14 Al margen ya de la precedente reflexión terminológica, en el diseño dado por el constituyente español a esta peculiar figura, destacan varias ideas nucleares que, sin perjuicio de un desarrollo ulterior más detenido, pueden ahora ser sistematizadas de modo esquemático. En primer término, el artículo 54 deja inequívocamente clara la vinculación del defensor del pueblo con las Cortes Generales, pues en cuanto comisionado de las mismas no sólo debe ser designado por ellas, sino que a ellas asimismo debe de dar cuenta del resultado de sus investigaciones. En segundo término, la institución encuentra su razón de ser, su última ratio, en “la defensa de los derechos comprendidos en este título”, esto es, en el título I de nuestra lex superior, verdadero catálogo constitucional de los derechos fundamentales. De este modo, como con toda razón apunta Pérez Calvo, 15 nuestro defensor del pueblo rompe el esqueFairén Guillén, Víctor, op. cit., nota 7, vol. II, p. 27. Oehling Ruiz, Hermann, op. cit., nota 8, p. 5. Rowat, Donald C., The Ombudsman: Citizen’s Defender, Londres, George Allen E. Unwin Ltd., 1965. 15 Pérez Calvo, Alberto, “Rasgos esenciales del defensor del pueblo según la Constitución y la Ley Orgánica 3/1981, de 6 de abril”, Revista de Derecho Político , núm. 11, otoño de 1981, pp. 67 y ss.; en concreto, p. 71. 12 13 14

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ma clásico del ombudsman tradicional volcado primordialmente hacia la fiscalización de la administración. Ciertamente, y por último, a la vista del artículo 54 es claro y terminante que el defensor del pueblo “podrá supervisar la actividad de la administración”, pero ese objetivo ya no será primario, pues aún constituyendo su actividad fundamental, será un instrumento al servicio del fin primigenio: la defensa de los derechos y libertades. El artículo 54 de la Constitución se remite expresamente a una ley orgánica a los efectos de la regulación concreta de la institución. En desarrollo de esa previsión se aprobaría la Ley Orgánica 3/1981, del 6 de abril, del Defensor del Pueblo, norma legal que sería modificada por la Ley Orgánica 2/1992, del 5 de marzo, de modificación de la Ley Orgánica 3/1981, a efectos de constituir una Comisión Mixta Congreso-Senado de Relaciones con el Defensor del Pueblo, y por la Ley Orgánica 10/1995, del 23 de noviembre, del Código Penal. A las precedentes normas legales habría que añadir la Ley 36/1985, del 6 de noviembre, por la que se regulan las relaciones entre la institución del defensor del pueblo y las figuras similares en las distintas Comunidades Autónomas. III. NATURALEZA DE LA INSTITUCIÓN El primero de los rasgos que contribuye a perfilar la naturaleza de la institución es su configuración estructural como órgano individual. En los ordenamientos en que existe esta figura, predomina su conformación individualizada, bien que, como ya se dijo con anterioridad, la envergadura que progresivamente ha ido adquiriendo el ombudsman ha conducido en ciertos países a que su unidad original dé paso a una titularidad múltiple, instrumentalizada sobre la base del principio de especialidad en la función, así como con el mantenimiento de una última labor de coordinación y decisión en uno de los titulares. Este salto de la titularidad única a la múltiple, según Gil-Robles, 16 no ha dado los resultados positivos que era de esperar, provocando por el contrario algunos problemas de delimitación interna de competencias y, desde luego, de coordinación.

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Gil-Robles, Álvaro, El defensor del pueblo, Madrid, Cuadernos Civitas, 1979, p. 80.

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También La Pergola 17 se inclina decididamente en pro de la conformación individual del órgano frente a la colegial, entendiendo prevalente el criterio de confiar en la fuerza sugestiva y de prestigio del individuo en el que viene a personificarse el cargo. Un segundo rasgo configurador de la institución es que se trata de un órgano de relevancia constitucional en el sentido que propone Cheli, 18 que no es otro que el concepto de órgano constitucional en sentido formal, diferente del concepto de órgano constitucional en sentido estricto y para cuya determinación se han aportado, fundamentalmente por parte de la doctrina italiana, numerosos criterios, como entre nosotros recuerda Carro, 19 criterios de entre los que bien cabría destacar el de Mortati, 20 para quien el elemento de la inmediata derivación de la Constitución debe de ponerse en relación con el de la coesencialidad en orden a la configuración de la forma de gobierno. Así entendido, el defensor del pueblo sería un órgano de relevancia constitucional por cuanto, derivado de modo inmediato de la Constitución, su supresión o cambio radical no incidiría sobre la forma de gobierno. Esta concepción no sólo es la más generalizada entre la doctrina, como significa Pérez-Ugena, 21 sino que ha sido también recepcionada por el Tribunal Constitucional que, por ejemplo, ha acuñado esta categoría, de órgano del Estado con relevancia constitucional, para definir la posición jurídica del Consejo de Estado. 22 Bien es verdad que no faltan posiciones doctrinales diferentes que, en alguna medida, se alinean con la tesis dominante en la doctrina alemana en torno al llamado “Comisario del Bundestag para Asuntos Militares” La Pergola, Antonio, op. cit., nota 2, p. 77. Para Cheli, “órganos de relevancia constitucional” son “quegli organi che, senza essere costituzionali, siano espressamente contemplati dalla costituzione formale ed occupino nel sistema una posizione di vertice”. Cheli, Enzo, “Organi costituzionale e organi di rilievo costituzionale”, Archivio Giuridico Filippo Serafini , julio-octubre de 1965, pp. 61 y ss.; en concreto, p. 112. 19 Carro Fernández-Valmayor, José Luis, “Defensor del pueblo y administración pública”, en Martín-Retortillo, Sebastián (coord.), Estudios sobre la Constitución española. Homenaje al Profesor Eduardo García de Enterría , Madrid, Civitas, 1991, t. III, pp. 2669 y ss.; en concreto, p. 2673. 20 Mortati, Costantino, Istituzioni di diritto pubblico , 10a. ed., Padova, CEDAM, 1991, t. I, p. 213. 21 Pérez-Ugena y Coromina, María, Defensor del pueblo y cortes generales , Madrid, Congreso de los Diputados, 1996, p. 44. 22 STC 56/1990, del 29 de marzo, fund. jur. 37. 17 18

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(Bundeswehrbeauftragter), 23 de quien se dice ostenta una “doble posición”: como órgano auxiliar del Bundestag en el ejercicio del control político que éste ejerce y como órgano independiente del mismo cuando lleva a cabo la función de protección de los derechos fundamentales. Buen ejemplo de esa opción doctrinal sería la tesis de Varela, 24 para quien, desde una perspectiva orgánico-funcional, el defensor del pueblo sería un órgano auxiliar de las Cortes Generales, entendiendo con ello que las funciones que el ordenamiento le encomienda son paradigmas de funciones no creadoras de derecho y, en consecuencia, no constitucionales, pues sólo los órganos que cumplen una función creadora de derecho pueden ser tildados de órganos constitucionales, mientras que, desde una perspectiva teleológica, el defensor del pueblo se nos presentaría como un órgano de defensa o garante de los derechos fundamentales. La más plena comprensión de la naturaleza del defensor del pueblo exige atender a su relación con las Cortes Generales. La Pergola25 calificaría esta relación como fiduciaria, interpretando que en el tenor literal del artículo 54 de la Constitución prevalece la tesis que configura al defensor como un fiduciario de las Cámaras, tesis que, entre nosotros, seguirán, entre otros varios autores, Pérez Calvo, para quien quizá el elemento que más caracteriza la relación fiduciaria entre ambas instituciones sea la posible destitución del defensor por las Cortes en el supuesto previsto por el número cuatro del artículo 5.1 de la Ley Orgánica 3/1981, del Defensor del Pueblo (en adelante LODP), para lo que el artículo 5.2 exige de mayoría de las tres quintas partes de los componentes de cada Cámara, mediante debate y previa audiencia del interesado. 26 También para Bar Cendón, en cuanto la LODP configura a una institución claramente dependiente de las Cortes, dependencia que viene determinada por el origen de la misma y por el control a que está sujeta, pudiendo llegar a ser destituido su titular, el defensor es un 23 A tenor del artículo 45 b de la Grundgesetz, añadido por la Ley del 19 de marzo de 1966 y modificado por la del 23 de agosto de 1976: “ 1. La Dieta Federal designará a un Comisario de la Dieta para Asuntos Militares con vistas a la salvaguardia de los derechos fundamentales y como órgano auxiliar de la Dieta Federal en el ejercicio del control parlamentario”. 24 Varela Suanzes-Carpegna, Joaquín, “La naturaleza jurídica del defensor del pueblo”, Revista Española de Derecho Constitucional , núm. 8, mayo-agosto de 1983, pp. 63 y ss.; en concreto pp. 64-67. 25 La Pergola, Antonio, op. cit., nota 2, p. 85. 26 Pérez Calvo, Alberto, op. cit., nota 15, p. 69.

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fiduciario de las Cámaras, que necesita de su confianza para su actuación. 27 Y en la misma línea, y sin ánimo exhaustivo, se sitúa Carro, 28 para quien la relación existente entre el defensor del pueblo y las Cortes Generales no puede ser otra que una especial relación de fiducia, que preserva la individualidad de aquél en cuanto institución prevista y contemplada en la Constitución. Matizando esta posición, Varela 29 considera que aun siendo fiduciaria la relación existente entre el defensor y las Cortes, tal relación no se establece en términos de paridad, sino de auxiliaridad. Ruiz-Giménez 30 refutaría, con toda razón a nuestro juicio, las posiciones precedentes. A la vista, entre otras consideraciones, de la legitimación activa de la institución para interponer recursos de inconstitucionalidad y de amparo (artículo 162.1, a y b de la CE), quien fuera primer defensor del pueblo razonaría que a un simple servicio de las Cortes o a un mero órgano auxiliar no se le hubiera dado esta facultad tan importante, tras lo que calificaría al defensor del pueblo como institución del Poder Legislativo, comisionado de las Cortes Generales, que halla su razón de ser en un elemento finalista, teleológico: la protección de todos los derechos reconocidos en el título I de la Constitución, subrayando el “todos” para poner de esta forma de relieve que también los derechos económicos, sociales y culturales, esto es, los del capítulo tercero del título I, han de ser protegidos por la institución. También Oehling 31 rechazaría la calificación de origen italiano de “fiduciario” para calificar la naturaleza del defensor, porque si se hace con base en ser persona de confianza de otra, esto es tan genérico que vale lo mismo para los propios parlamentarios, que, siempre según el autor anterior, serían “fiduciarios” del pueblo, o de tantas instituciones que eligen a otra. No es por tanto un término apropiado.

27 Bar Cendón, Antonio, “El defensor del pueblo en el ordenamiento jurídico español”, en Ramírez, Manuel (ed.), El desarrollo de la Constitución española de 1978 , Zaragoza, Libros Pórtico, 1982, pp. 299 y ss.; en concreto, p. 320. 28 Carro, Fernández-Valmayor, José Luis, op. cit., nota 19, p. 2674. 29 Varela Suanzes-Carpegna, Joaquín, op. cit., nota 24, p. 65. 30 Ruiz-Giménez Cortés, Joaquín, “El defensor del pueblo como institución constitucional, como problema y como utopía”, en el colectivo, Las Cortes Generales, Madrid, Dirección General del Servicio Jurídico del Estado, IEF, 1987, vol. I, pp. 311 y ss.; en particular, pp. 317 y 318. 31 Oehling Ruiz, Hermann, op. cit., nota 8, p. 45.

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Desde nuestro punto de vista, la calificación de fiduciaria de la relación que media entre las Cortes y el defensor, cuando menos, es equívoca e ignora, o no valora en la medida adecuada, aspectos notables de su caracterización. De entrada, no deja de ser bien significativo que La Pergola 32 considere oportuno preguntarse “si no estamos de frente a un magistrado del que importa garantizar la independencia, antes que de un comisionado parlamentario”, para añadir de inmediato que “de cualquier forma, por lo que se refiere a su autonomía respecto a las Cámaras, el defensor debería deponer su derecho de impugnar, en vía directa, la constitucionalidad de las leyes o de otras actuaciones o comportamientos del legislador, sujetos al recurso de amparo, en cuanto lesionan un derecho fundamental del ciudadano”. Y es ante esta fundamental disyuntiva, latente en el texto del artículo 54, puesto en conexión con otras normas constitucionales, como el artículo 162.1, a y b, por lo que La Pergola matiza que: ...la ley orgánica (se refiere obviamente a la futura LODP) tendrá un problema prejudicial que resolver: o se prevé un órgano con las mismas, extensas y penetrantes atribuciones del ombudsman sueco..., o, por el contrario, se opta por la tesis del mero fiduciario de las Cámaras, notando, sin embargo, que no se prejuzga por ello la autonomía que la misma Constitución también garantiza a un órgano así configurado. 33

A partir de aquí se imponen una serie de reflexiones encaminadas a sustentar nuestra posición de rechazo a esa calificación de “fiduciaria”, como identificativa de la relación que media entre el defensor del pueblo y las Cortes Generales. Conviene comenzar recordando que, de acuerdo con el artículo 6.1 LODP: “El Defensor del Pueblo no estará sujeto a mandato imperativo alguno. No recibirá instrucciones de ninguna autoridad. Desempeñará sus funciones con autonomía y según su criterio”. Esta norma otorga al defensor una independencia de criterio prácticamente ilimitada en el marco de sus facultades, independencia que casi podría considerarse mayor que la del ombudsman sueco si se recuerda que, de conformidad con el artículo 6o. del capítulo 12 del Nuevo Instrumento de Gobierno del 32 33

La Pergola, Antonio, op. cit., nota 2, p. 86. Idem.

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28 de febrero de 1974, los ombudsmännen suecos ejercen sus funciones de supervisión sobre la aplicación en la administración pública de las leyes y demás disposiciones “con arreglo a las instrucciones que el propio Parlamento acuerde”. Es por lo mismo por lo que Bexelius 34 ha podido decir que en su posición supervisora el justitieombudsman es un representante del Parlamento y, por tanto, de los ciudadanos. Quizá la expresión máxima de la propia independencia de la institución haya de verse, como señala Gil-Robles, 35 en el ejercicio de la facultad impugnatoria de leyes aprobadas por las Cortes Generales, pues la misma presupone la manifestación procesal de un enfrentamiento básico de criterios entre el Legislativo y su Comisionado, divergencia que, añadiríamos nosotros, es bien reveladora de la independencia funcional del defensor frente al Parlamento. Por lo demás, no es inoportuno recordar que el artículo 28.2, LODP, faculta al defensor para “sugerir al órgano legislativo competente” la modificación de aquellas normas que pudieran provocar situaciones injustas o perjudiciales para los administrados. Por otra parte, los intentos de caracterizar la relación que media entre la institución y las Cortes no valoran en su justa medida la calidad de magistratura moral de la institución, dotada más de auctoritas que de potestas . Fairén es tajante cuando significa 36 que la influencia de los ombudsmännen reside, en no escasa parte, en la auctoritas en el sentido romano de la expresión, lo que se traduce en el respeto por los demás, incluidas las administraciones públicas, de dicha auctoritas , aunque el nombre oficial de sus decisiones sea el de “recomendaciones, públicas advertencias, recordatorios y sugerencias”. Y en idéntica dirección, Ruiz-Giménez 37 destaca que la institución del defensor no tiene potestas , sino meramente auctoritas . Y ésta tiene que venir de una enorme neutralidad e independencia. Es por ello por lo que la vinculación orgánico-funcional del defensor a las Cámaras, que se traduce, por ejemplo, en la dación de cuentas 34 Bexelius, Alfred, “El ombudsman de asuntos civiles”, en Rowat, Donald C., El ombudsman. El defensor del ciudadano , cit., nota 1, pp. 55 y ss.; en concreto, p. 59. 35 Gil-Robles y Gil-Delgado, Álvaro, El control parlamentario de la administración. el ombudsman “, 2a. ed., Madrid, INAP, 1981, p. 314. 36 Fairén Guillén, Víctor, Temas del ordenamiento procesal, Madrid, Tecnos, 1982, t. III, p. 1569. 37 Ruiz-Giménez Cortés, Joaquín, op. cit., nota 30, p. 319.

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anual a las Cortes Generales acerca de la gestión realizada en un Informe, al que se refiere el artículo 32.1, LODP, que ha de presentar ante las mismas cuando se hallen reunidas en periodo ordinario de sesiones, no pretende en modo alguno subordinar al defensor a las Cámaras, sino, por el contrario, otorgar la más alta consideración al resultado de sus tareas. Como dice Oehling, 38 la adscripción orgánica a las Cortes es puramente instrumental, presentándosenos como el más cualificado soporte y foro para que el defensor pueda hacerse oír. Y desde esta óptica, creemos que el resumen oral de sus Informes, anuales o extraordinarios, que el defensor ha de exponer ante los Plenos de ambas Cámaras, por imperativo del artículo 33.4, LODP, no pretende la escenificación de una representación orientada a mostrar la subordinación del defensor respecto a las Cámaras, ni tan siquiera el mantenimiento de la relación fiduciaria que le liga a ellas, sino, por el contrario, suministrar en el foro más impactante ante la opinión pública una información cualificada que ha de ser de gran utilidad a los grupos parlamentarios y a los miembros de cada una de las Cámaras. Hemos, finalmente, de hacernos eco de otro último rasgo que contribuye a la más plena configuración de la institución. Nos referimos a su carácter no jurisdiccional. Una vez más, Fairén es rotundo cuando afirma que para estudiar las funciones del ombudsman hay que partir de la base de que no es un juez ni un tribunal; que no tiene jurisdicción. En efecto, sus acuerdos o decisiones son sugerencias dirigidas en su caso a una autoridad administrativa interesada en el caso concreto, o al ciudadano quejoso, pero no vinculan a la administración. 39 Se trata, como señala Ruiz-Giménez, 40 de una magistratura más que de opinión, de persuasión, caracterización que se conjuga, sin antagonismos, con su conformación como magistratura de acción judicial, la de los recursos de inconstitucionalidad y de amparo ante el Tribunal Constitucional, y también como magistratura de promoción legislativa, no porque disponga de iniciativa legislativa alguna, sino por la promoción que late en sus propuestas, sugerencias, recomendaciones..., de la que, como ya vimos, se hace eco su propia Ley Orgánica (así, en el artículo 28.2). 38 39 40

Oehling Ruiz, Hermann, op. cit., nota 8, p. 48. Fairén Guillén, Víctor, op. cit., nota 36, t. III, p. 1514. Ruiz-Giménez, Cortés, Joaquín, op. cit., nota 30, p. 318.

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En definitiva, estamos ante una autorizada y eficaz magistratura de persuasión, como la califica La Pergola, 41 o una magistratura de influencia, como la tilda Napione, 42 dotada de una autoridad moral que es la resultante de su neutralidad y de su independencia, y a la que nuestro ordenamiento dota, junto a su autoridad disuasora, de unos ciertos componentes de acción judicial y de promoción legislativa, entendidos con el significado que antes se dio a los mismos. Y todo ello sin perder de vista el elemento teleológico que da su razón de ser a la institución: la defensa de los derechos fundamentales. Como dice Carpizo, 43 el futuro del ombudsman está fincado en ser, cada día más, uno de los instrumentos que otorga el orden jurídico para la mejor defensa de los derechos humanos. IV. ELECCIÓN Y CESE DEL DEFENSOR DEL PUEBLO En cuanto “alto comisionado de las Cortes Generales”, la elección del defensor del pueblo no podía corresponder sino a las propias Cortes Generales. En coherencia con ello, el artículo 2.1, LODP, dispone que: “El Defensor del Pueblo será elegido por las Cortes Generales para un periodo de cinco años”. Se sigue de esta forma la pauta más común del derecho comparado, en donde el ombudsman es elegido en muchos ordenamientos por el Parlamento, frecuentemente por una mayoría cualificada. Este es el caso del modelo escandinavo y de la República Federal de Alemania, entre otros. Bien es verdad que no faltan países en los que la designación corre a cargo del jefe del Estado o del jefe del Ejecutivo, como es el caso de Gran Bretaña e Israel, como asimismo de buena parte de los ordenamientos de la Commonwealth. En su redacción inicial, la Ley Orgánica 3/1981, LODP, contemplaba la designación tanto en el Congreso como en el Senado de una Comisión encargada de relacionarse con el defensor del pueblo. Ambas Comisiones se habían de reunir conjuntamente cuando así lo acordara el presidente del Congreso de los Diputados, y en todo caso y bajo su pre41 La Pergola, Antonio, op. cit., nota 2, p. 74. 42 Napione, Giovanni, L’Ombudsman: Il controllore

della pubblica amministrazione, Milán, Giuffrè, 1969, p. 171. 43 Carpizo, Jorge, Derechos humanos y ombudsman, México, Comisión Nacional de Derechos Humanos-UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1993, p. 71.

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sidencia, para proponer a los Plenos de las Cámaras el candidato o candidatos a defensor del pueblo. El hecho de que el régimen de funcionamiento habitual de estas Comisiones tuviese carácter independiente dificultaba a menudo la relación entre las Cortes Generales como todo institucional con el defensor del pueblo. En aras a corregir esta deficiencia, y buscando establecer un cauce de relación más eficaz, como se afirmaba expresamente en su Preámbulo, la Ley Orgánica 2/1992, del 5 de marzo, vino a modificar la Ley Orgánica 3/1981, del Defensor del Pueblo, a los efectos de constituir una Comisión Mixta Congreso-Senado de relación con el defensor del pueblo a la que se iba a encargar de canalizar tal relación y de informar a los respectivos Plenos en cuantas ocasiones fuera necesario. Tal Comisión Mixta queda encargada (artículo 2.3, LODP) de proponer a los Plenos de las Cámaras el candidato o candidatos a defensor del pueblo, debiendo adoptar sus acuerdos por mayoría simple. El requerimiento tan sólo de mayoría simple y la posibilidad de que la propuesta de la Comisión Mixta pueda incluir más de un candidato, son circunstancias reveladoras de la flexibilidad de que se reviste el procedimiento en esta primera fase de la elección, orientada, como parece lógico, a tender puentes de acuerdo entre los distintos grupos parlamentarios. Efectuada la propuesta por la Comisión Mixta, se entra en la segunda fase del procedimiento: la elección del defensor por los Plenos del Congreso de los Diputados y del Senado. El artículo 2.4, LODP, dispone al efecto que “será designado quien obtuviese una votación favorable de las tres quintas partes de los miembros del Congreso y posteriormente, en un plazo máximo de veinte días, fuese ratificado por esta misma mayoría del Senado”. Esta exigencia de mayorías cualificadas, como bien advierte Pérez Calvo, 44 persigue el objetivo de lograr la neutralidad del defensor del pueblo, soporte, como ya vimos, de su independencia, lo que se trata de conseguir, de un lado, impidiendo que una mayoría parlamentaria pueda per se designar al defensor (pues parece difícil que en un sistema de elección proporcional como la del Congreso o de elección mayoritaria con voto limitado, como la del Senado, una sola fuerza política pueda alcanzar el 60% de los escaños), supuesto en el que cabría el peligro cierto de que la institución se convirtiese en un instrumento al

44

Pérez Calvo, Alberto, op. cit ., nota 15, p. 70.

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servicio de esa mayoría, y de otro lado, concitando en torno a una persona un amplio consenso parlamentario. En el supuesto de no alcanzarse las mayorías legalmente exigidas se iniciará una nueva etapa del procedimiento, debiendo nuevamente reunirse la Comisión Mixta a los efectos de formular sucesivas propuestas de candidato (o candidatos) en el plazo máximo de un mes. En tales casos, una vez conseguida la mayoría de los tres quintos del Congreso, la designación quedará realizada al alcanzarse la mayoría absoluta del Senado. Nos encontramos ante un nuevo supuesto de preterición de la cámara alta en beneficio de la baja, que aunque, como dice Astarloa, 45 a diferencia de otros supuestos, no debe llevar a ningún tipo de escándalo, lo cierto es que presupone llevar a cabo una diferenciación, vía legislación ordinaria, cuando el constituyente en ningún momento diferenció, pues las referencias del artículo 54 se hacen siempre a las Cortes Generales. Los presidentes del Congreso y del Senado han de acreditar conjuntamente con sus firmas el nombramiento del defensor del pueblo, que se publicará en el Boletín Oficial del Estado (artículo 4.1, LODP). El último de los trámites legalmente previstos para que el defensor del pueblo tome posesión de su cargo es el juramento o promesa de fiel desempeño de su función que habrá de prestar ante las Mesas de las Cámaras reunidas conjuntamente. Los dos trámites últimos a que acabamos de aludir vienen a confirmar el total apartamiento del Poder Ejecutivo y aun de la Corona del proceso de nombramiento del defensor en perfecta armonía con su carácter de “comisionado de las Cortes Generales”. Una cuestión que ha dado lugar a una cierta toma de postura por parte de un sector de la doctrina ha sido, en relación con los requisitos necesarios para el acceso al cargo, la relativa a la conveniencia de una especial capacitación o formación técnico-jurídica del candidato. A ella aludía Gil-Robles 46 en términos inequívocos: igualdad, sí, pero competencia también. En este terreno sería inútil negar que una sólida formación jurídica es ya una importante base de partida y una cierta garantía para el ciudadano que acuda en solicitud de ayuda. Sin embargo, la LODP ha omitido cualquier referencia a la capacitación jurídica del defensor, apartándose de lo establecido en otros orde45 Astarloa Villena, Francisco, El defensor del pueblo en España, Palma, Universitat de les Illes Balears, 1994, p. 26. 46 Gil-Robles, Álvaro, op. cit., nota 16, p. 82.

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namientos que sí exigen de una cierta preparación, como es habitual en los nórdicos. En cualquier caso, la realidad de los nombramientos llevados a cabo hasta la fecha ha suplido esa omisión legal, al elevar al cargo de defensor del pueblo a juristas de reconocida competencia. La Ley es muy escueta a la hora de precisar los requisitos necesarios para ser elegido defensor del pueblo. A tenor de su artículo 3o., podrá ser elegido cualquier español mayor de edad que se encuentre en el pleno disfrute de sus derechos civiles y políticos. La concisión de la norma encuentra un cierto contrapeso en la determinación del artículo 7o. de la LODP, que enumera con cierto detalle las causas de incompatibilidad, a las que nos referiremos más adelante. Si originariamente el plazo de duración en el cargo de ombudsman era muy corto (en Suecia, un año tan sólo), la experiencia fue aconsejando a los Parlamentos que se incrementase el periodo de ejercicio del cargo (cuatro años en Suecia, Finlandia y Noruega; cinco en Israel...). La Ley Orgánica reguladora de la institución dispone (artículo 2. 1) al respecto que el defensor del pueblo será elegido para un periodo de cinco años. Se desconecta de esta forma el periodo de ejercicio del cargo del defensor del periodo de duración de la legislatura parlamentaria, de cuatro años, separándose esta fórmula de la seguida en el modelo escandinavo, aunque, por el contrario, asimilándose a la alemana donde el Bundeswehrbeauftragter des Bundestages es designado por un periodo de cinco años mientras el Bundestag lo es por cuatro. No nos cabe duda alguna acerca de lo beneficioso de la fórmula legal acuñada en España en orden al fortalecimiento de la independencia de la institución. En igual dirección, Varela 47 advierte que la autonomía que este órgano puede llegar a tener respecto a las mayorías parlamentarias que lo eligieron, es posible sea tan amplia que a estos efectos se mude en una auténtica independencia, en un verdadero desligamiento. Desde luego, la mayoría cualificada que se exige para la elección del defensor lo desvincula de una determinada mayoría parlamentaria existente en una legislatura, pero aún así, es positiva, muy positiva, la no coincidencia de la renovación de las Cámaras y de la del defensor. Las reelecciones en el cargo, como recuerda Fairén, 48 han sido frecuentes en otros países, siendo regla general la posibilidad de reelecVarela Suanzes-Carpegna, Joaquín, op. cit., nota 24, pp. 66 y 67. Fairén Guillén, Víctor, El defensor del pueblo — ombudsman—, Madrid, CEC, 1986, t. II, pp. 28 y 29. 47 48

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ción, si bien la misma encuentra excepciones: así, la ley francesa por la que se instituye la figura equivalente del Médiateur dispone que su mandato no es renovable, y en Portugal y Austria la reelección sólo es posible una vez. La LODP no aborda frontalmente el tema de la reelección. Es cierto que el artículo 5.3 dispone que “vacante el cargo se iniciará el procedimiento para el nombramiento de nuevo Defensor del Pueblo en plazo no superior a un mes”. Sin embargo, no creemos que haya de entenderse ese término en el sentido de que la norma está exigiendo una persona distinta a la cesada, en definitiva, está consagrando la irreelegibilidad en el cargo. Esa no es la interpretación lógica de la misma. Por lo mismo, al no vedarse legalmente la reelección, hay que interpretar que nada obsta a la misma. 49 El artículo 5.1, LODP, contempla las diversas causas de cese del defensor. A la vista del apartado segundo del propio precepto, tales causas pueden ser reagrupadas en dos grandes bloques: regladas y de apreciación discrecional por las Cortes Generales. Regladas son: la muerte, renuncia y expiración del plazo de su nombramiento, circunstancias todas ellas en las que la vacante en el cargo se declarará por el presidente del Congreso. Causas de apreciación discrecional son las restantes, esto es: la incapacidad sobrevenida, la actuación con notoria negligencia en el cumplimiento de las obligaciones y deberes del cargo y la condena, mediante sentencia firme, por delito doloso. En estos casos se decidirá, por mayoría de los tres quintos de los componentes de cada Cámara, mediante debate y previa audiencia del interesado. La crítica de más enjundia que merece el tratamiento legal de las causas de cese tiene que ver con lo inadecuado, por no decir, lisa y llanamente, absurdo e improcedente, de la inclusión entre las causas de apreciación discrecional de la condena por delito doloso, circunstancia que debiera de haber sido incluida entre las causas regladas de modo que deEste mismo autor recuerda algunos ejemplos relativos a distintas reelecciones. Así, el primer ombudsman danés —y apóstol de la institución—, profesor Stephan Hurwitz, fue reelegido hasta 1970; su sucesor, doctor Lars Norskold Nielsen, lo fue desde 1970 hasta 1981; el ombudsman de Israel, doctor Nebenzahl, fue “Controlador del Estado” durante veinte años, diez de ellos ombudsman ... 49 Similar es la interpretación de Pérez-Ugena y Coromina, María, op. cit., nota 21, pp. 205 y 206. Y en la misma dirección se sitúa Astarloa Villena, Francisco, op. cit., nota 45, p. 30.

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sencadenara automáticamente, ope legis , el cese en el cargo. Al no ser así, ¿qué se pretende con ello?, ¿que las Cortes revisen de nuevo un proceso judicial y la sentencia subsiguiente? Como bien dice Bar Cendón, 50 esto crearía una desautorización de los órganos jurisdiccionales en materia de su exclusiva competencia, no suponiendo, por el contrario, una especial protección para el defensor del pueblo. Por otro lado, como bien advierte Pérez Calvo, 51 quizá también hubiera debido incluirse entre las causas regladas de cese la “incapacidad sobrevenida” cuando hubiere sido declarada mediante sentencia judicial. Al no preverse así, puede darse el caso, en hipótesis al menos, de que quien no hubiera podido acceder al cargo por impedírselo el artículo 3o. LODP, pueda, sin embargo, seguir desempeñando la función aún después de sobrevenida una determinada incapacidad. El cese por cualquiera de las causas legalmente previstas desencadena dos consecuencias inmediatas: de un lado, ha de iniciarse el procedimiento para el nombramiento de nuevo titular de la institución en plazo no superior a un mes; de otro, formalizado el cese, el adjunto primero y, en su defecto, el segundo, pasa a desempeñar las funciones de la institución bien que de modo interino y hasta tanto las Cortes Generales procedan a la designación de un nuevo titular. V. ESTATUTO JURÍDICO DEL DEFENSOR DEL PUEBLO El rasgo caracterizador del estatuto del defensor es el de su independencia, que la Ley trata de salvaguardar (artículo 6. 1, LODP) vedando su sujeción a mandato imperativo alguno, impidiendo que pueda recibir instrucciones de ninguna autoridad y garantizando su plena autonomía funcional. Ciertamente, su carácter de “comisionado de las Cortes Generales” se traduce en alguna dependencia orgánica de aquéllas. Tal es el caso de la intervención que tienen las Cámaras en el nombramiento y separación de los adjuntos del defensor, o en la aprobación del Reglamento de Organización y Funcionamiento del Defensor del Pueblo, aprobado por las 50 Bar Cendón, Antonio, op. cit., nota 27, p. 333. 51 Pérez Calvo, Alberto, “El defensor del pueblo. Comentario

al artículo 54 de la Constitución”, en Alzaga Villaamil, Óscar (dir.), Comentarios a la Constitución española de 1978, Madrid, Cortes Generales-Editoriales de Derecho Reunidas, 1996, t. IV, pp. 531 y ss.; en concreto, p. 537, nota 4.

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Mesas del Congreso y del Senado, en su reunión conjunta del 6 de abril de 1983, modificado por reunión conjunta de ambas Mesas, el 21 de abril de 1992. Tal es, finalmente, el hecho de que la dotación económica necesaria para el funcionamiento de la institución constituye una partida dentro de los Presupuestos de las Cortes Generales. Esta vinculación orgánica, con las relativas modulaciones del principio de independencia en su vertiente organizativa que conlleva, no obsta en lo más mínimo la amplísima autonomía funcional que puede predicarse de la institución. Como significa Pérez Calvo, 52 la declaración de autonomía del defensor hecha por el artículo 6.1, LODP, no se agota en sí misma, sino que constituye un principio informador en torno al cual se articulan unos preceptos básicos que configuran la institución. Así, la autonomía del defensor se manifiesta en la posibilidad de desempeñar su función —desde la iniciación de sus actuaciones, pasando por la investigación y hasta el momento de adoptar las medidas oportunas— sin interferencias de ninguna clase. En definitiva, creemos que la independencia funcional es plena y no vamos a abundar más en ello por cuanto ya nos hicimos eco de esta cuestión al tratar de la naturaleza de la institución. A conseguir la neutralidad en el ejercicio de su cargo por parte del defensor y, de resultas, a fortalecer su independencia, se encamina el reconocimiento legal de un amplísimo elenco de causas de incompatibilidad que lleva a cabo el artículo 7.1 de la LODP. La condición de defensor del pueblo es incompatible: con todo mandato representativo; con todo cargo político o actividad de propaganda política; con la permanencia en el servicio activo de cualquier administración pública; con la afiliación a un partido político o el desempeño de funciones directivas en un partido político o en un sindicato, asociación o fundación, y con el empleo al servicio de los mismos; con el ejercicio de las carreras judicial y fiscal, y con cualquier actividad profesional, liberal, mercantil o laboral. Esta amplia gama de incompatibilidades pretende mantener la figura del defensor lo más alejada posible de todo tipo de vínculos, relaciones o dependencias con los intereses en conflicto respecto de los que, en un momento dado, haya de tener algún tipo de intervención la Defensoría.

52

Ibidem, p. 540.

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Ello, como antes dijimos, redundará en el fortalecimiento de su autonomía funcional y, por lo mismo, de su más plena independencia. Las causas de incompatibilidad enumeradas no operan a la par como causas de inelegibilidad, impidiendo que la persona incursa en una de ellas pueda ser candidato a la Defensoría. Bien al contrario, ni tan siquiera impiden que una persona afectada por una de esas circunstancias pueda ser nombrada defensor. En tal caso, la Ley (artículo 7.2, LODP) da al defensor que se encuentre en tales circunstancias un plazo de diez días, inmediatamente posteriores a su nombramiento, y en todo caso con anterioridad a su toma de posesión en el cargo, para que cese en toda situación de incompatibilidad que pudiere afectarle, entendiéndose en caso contrario que no acepta el nombramiento. Si la incompatibilidad sobreviniere una vez posesionado del cargo, se entenderá que renuncia al mismo en la fecha en que aquélla se hubiere producido (artículo 7.3, LODP). El estatuto del Defensor exige, finalmente, atender a las prerrogativas que le reconoce el artículo 6o. de la LODP, que recuerdan y se aproximan notablemente a las mismas de que gozan los parlamentarios. En efecto, el defensor del pueblo goza de inviolabilidad, de inmunidad y del privilegio de fuero. El defensor no podrá ser detenido, expedientado, multado, perseguido o juzgado en razón a las opiniones que formule o a los actos que realice en el ejercicio de las competencias propias de su cargo (artículo 6.2, LODP). Aunque en este caso, y a diferencia de lo que sucede respecto de la inmunidad, la Ley guarda silencio sobre el espacio temporal cubierto por esta prerrogativa, en sintonía con lo establecido respecto de los parlamentarios y con la propia lógica de este instituto, es claro que esta garantía no decae tras el cese en el cargo, sino que sus efectos son perpetuos o, si así se prefiere, intemporales. Recordemos al efecto que el artículo 10 del Reglamento del Congreso de los Diputados establece que: “Los diputados gozarán de inviolabilidad, aun después de haber cesado en su mandato, por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones”, previsión que reitera el artículo 21 del Reglamento del Senado. La prerrogativa de la inmunidad es contemplada por el artículo 6.3 de la LODP en los siguientes términos: “En los demás casos, y mientras permanezca en el ejercicio de sus funciones, el Defensor del Pueblo no podrá ser detenido ni retenido sino en caso de flagrante delito, corres-

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pondiendo la decisión sobre su inculpación, prisión, procesamiento y juicio exclusivamente a la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo”. Se acoge de esta forma la llamada por los ingleses freedom from arrest, que, innecesario es decirlo, no es un privilegio personal, sino que se orienta frente a la hipotética eventualidad de que la vía penal fuese utilizada con la intención de perturbar el libre funcionamiento de esta institución. La inmunidad no viene referida, a diferencia de la inviolabilidad, a las opiniones o actos realizados en el ejercicio de las competencias propias del cargo sino, como bien precisa el inciso inicial del artículo 6.3, a “los demás casos”, es decir, a aquellos actos que se realizan sin conexión alguna con las competencias propias del cargo. En lógica sintonía con esta circunstancia, la inmunidad se agota temporalmente al cesar en la titularidad del cargo. Una diferencia a destacar frente a la inmunidad de los parlamentarios, y que creemos es reveladora de la independencia del defensor del pueblo, es que mientras en los parlamentarios la inmunidad se concreta en la posibilidad de conceder o denegar suplicatorios para procesar a diputados o senadores, en el caso del defensor del pueblo no se prevé un pronunciamiento de las Cámaras sobre un hipotético suplicatorio. Por el contrario, la decisión sobre su inculpación, prisión, procesamiento y juicio se deja en manos exclusivamente de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, lo que, a su vez, entraña un privilegio de fuero al que ya antes nos referimos. Digamos por último que, de conformidad con el artículo 6.4, LODP, las reglas acogidas por los tres primeros apartados del artículo 6o. son aplicables a los adjuntos del defensor del pueblo en el cumplimiento de sus funciones. Pérez Calvo, no sin razón, no considera muy lógico que a los adjuntos haya que aplicarles, sin más precisiones, el principio de autonomía a que se refiere el artículo 6.1, LODP, cuando prevé el desempeño de sus funciones por el defensor del pueblo con autonomía y según su criterio. Este “según su criterio” habrá de ser relativizado, pues, caso de conflicto entre su criterio y el del titular de la institución, como es lógico, deberá de prevalecer el criterio del defensor del pueblo. En definitiva, si de lo que se trata es de configurar una institución unipersonal que pueda contar con dos auxiliares cualificados, pero al fin y al cabo auxiliares, estos últimos no pueden gozar de una autonomía desligada de la institución en su conjunto. 53 53

Ibidem, p. 544.

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VI. ESTRUCTURA DEL ÓRGANO Ya nos hicimos eco en un momento anterior de la opción de nuestro constituyente en favor de un órgano unipersonal, que por lo demás nos parece la más positiva y operativa desde una óptica funcional. Esa estructura unipersonal se ha compatibilizado legalmente con el nombramiento de otras dos personas que están llamadas a auxiliar al defensor del pueblo. Se trata del adjunto primero y del adjunto segundo. En ellos podrá delegar el defensor sus funciones, y ellos, por otro lado, estarán llamados a sustituirle por su orden, en el ejercicio de las mismas, en los supuestos de imposibilidad temporal y en los de cese, tal y como establece el artículo 8.1, LODP. El Reglamento de Organización y Funcionamiento del Defensor del Pueblo (ROFDP), aprobado por las Mesas de ambas Cámaras, a propuesta del defensor, en su reunión conjunta del 6 de abril de 1983, y modificado de igual forma, el 21 de abril de 1992, enumera en detalle, en su artículo 12.1, las competencias que corresponden a los adjuntos del defensor del pueblo, en el bien entendido de que la admisión definitiva o el rechazo y, en su caso, la resolución última de las quejas formuladas, corresponde acordarla al defensor del pueblo o al adjunto en quien delegue o que le sustituya. Los adjuntos serán propuestos por el defensor del pueblo a través del presidente del Congreso, a efectos de que la Comisión Mixta CongresoSenado encargada de relacionarse con la institución otorgue su conformidad previa al nombramiento. En el plazo de quince días procederá a realizar la propuesta de nombramiento de adjuntos. Obtenida la conformidad, el nombramiento de los adjuntos será publicado en el Boletín Oficial del Estado. Los adjuntos tomarán posesión de su cargo ante los presidentes de ambas Cámaras y el defensor del pueblo, prestando juramento o promesa de acatamiento a la Constitución y de fiel desempeño de sus funciones. Los adjuntos deberán cesar, dentro de los diez días siguientes a su nombramiento y antes de tomar posesión, en toda situación de incompatibilidad que pudiere afectarles, en el bien entendido de que les es de aplicación en plenitud el régimen de incompatibilidades previsto por el artículo 7.1 de la LODP para el titular de la institución. De no cesar en ese plazo en la situación generadora de la incompatibilidad, se entenderá que no aceptan el nombramiento.

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La intervención que la LODP, tras su reforma de 1992, atribuye a la Comisión Mixta Congreso-Senado en orden a otorgar su conformidad previa al nombramiento de los adjuntos propuestos por el defensor (artículo 2.6 de la LODP) encuentra su razón de ser más evidente en el hecho de que el adjunto primero (y en su defecto, el adjunto segundo) está llamado a sustituir al titular de la institución desde el mismo momento de cese de éste. La Ley (artículo 8.2) prevé la posibilidad de que el defensor separe a sus adjuntos previa conformidad de las Cámaras, determinación que no encuentra la lógica y consistencia que presenta la intervención parlamentaria en el nombramiento de aquéllos. Si atendemos al ROFDP, nos damos cuenta de que, entre las causas de cese previstas por su artículo 16.1 para los adjuntos, sólo en una de ellas hallamos la intervención discrecional de la Comisión Mixta Congreso-Senado, pues las restantes se nos presentan como causas regladas, que desencadenan el cese automáticamente. La circunstancia anterior es la del apartado d: cese “por notoria negligencia en el cumplimiento de las obligaciones y deberes del cargo”, supuesto en el que el cese exigirá una propuesta razonada del defensor del pueblo, que habrá de ser aprobada por la Comisión Mixta Congreso-Senado, de acuerdo con el mismo procedimiento y mayoría requerida para otorgar la conformidad previa para su nombramiento, y con audiencia del interesado. La intervención de la Comisión Mixta en el caso expuesto es coherente no sólo con la previsión del artículo 8.2, LODP, sino también con la del artículo 3.2, ROFDP, a cuyo tenor: “Los adjuntos son directamente responsables de su gestión ante el Defensor del Pueblo y ante la Comisión Mixta Congreso-Senado de relaciones con el Defensor del Pueblo”. Sin embargo, esta última previsión casa mal con el principio de autonomía funcional del defensor del pueblo y con la misma independencia de que ha de gozar el titular de la institución. Los adjuntos debieran de responder tan sólo ante el defensor y sólo de la decisión de éste debiera depender la separación en el cargo de sus adjuntos. Digamos, por último, que la delimitación de los respectivos ámbitos de funciones de los dos adjuntos se llevará a cabo por el defensor del pueblo, poniéndose en conocimiento de la Comisión Mixta tantas veces referida. Cada adjunto se responsabilizará de las áreas que se le atribuyan.

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Ruiz-Giménez, 54 refiriéndose a la estructura interna de la Defensoría del Pueblo, ponía el acento, ocupando él la titularidad de la institución, en el funcionamiento colegiado de la institución. Esa colegialidad se plasma en la llamada Junta de Coordinación y Régimen Interior, regulada por los artículos 17 y 18, ROFDP, y compuesta por el defensor del pueblo, los dos adjuntos y el secretario general, que actuará como secretario y asistirá a sus reuniones con voz y sin voto. Entre las competencias destacables de la citada Junta hemos de referirnos a la que le atribuye el artículo 18.1, b), ROFDP: “conocer e informar sobre la posible interposición de los recursos de amparo e inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional”. Esta supuesta colegiabilidad ha de ser, sin embargo, relativizada por cuanto la adopción de la decisión final y la responsabilidad última, lógicamente, corresponde en exclusiva al defensor. Y así, por ejemplo, en relación con la competencia anteriormente mencionada, el artículo 29 de la LODP es tajante e inequívoco al señalar que “el defensor del pueblo está legitimado para interponer los recursos de inconstitucionalidad y de amparo, de acuerdo con lo dispuesto en la Constitución y en la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional”, La enorme variedad de temas a los que debe enfrentarse el defensor hace necesarios unos medios personales amplios. En este sentido, el artículo 34 de la LODP habilita al defensor para designar libremente los asesores que estime necesarios para el ejercicio de sus funciones, de acuerdo con el ROFDP y dentro de los límites presupuestarios. Estos asesores cesarán automáticamente en el momento de la toma de posesión de un nuevo defensor del pueblo designado por las Cortes (artículo 37 de la LODP). El defensor del pueblo podrá estar asistido por un Gabinete Técnico, bajo la dirección de uno de los asesores, correspondiendo a dicho gabinete organizar y dirigir la Secretaría particular del defensor del pueblo, realizar los estudios e informes que se le encomienden y ejercer las funciones de protocolo. Las personas que se encuentren al servicio del defensor, sean o no funcionarios provenientes de la administración pública, forman la llamada (por el artículo 35.2 de la LODP) Oficina del Defensor del Pueblo.

54

Ruiz-Giménez Cortés, Joaquín, op. cit., nota 30, p. 322.

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Tratándose de funcionarios, se les reservará la plaza y destino que ocupasen con anterioridad a su adscripción a dicha Oficina. VII. LA FUNCIÓN DEL DEFENSOR DEL PUEBLO: LA DEFENSA DE LOS DERECHOS CONSTITUCIONALES

1. Proemio: la supervisión de la administración como vía instrumental para la defensa de los derechos El artículo 9.1 de la LODP contempla la función supervisora del defensor sobre la actividad de la administración en los siguientes, y algo confusos, términos: 1. El defensor del pueblo podrá iniciar y proseguir de oficio o a petición de parte, cualquier investigación conducente al esclarecimiento de los actos y resoluciones de la administración pública y sus agentes, en relación con los ciudadanos, a la luz de lo dispuesto en el artículo 103.1 de la Constitución, y el respeto debido a los derechos proclamados en su título I.

La norma transcrita suscita como cuestión previa la de si la función supervisora de la actividad de la administración es una función autónoma de la función de defensa de los derechos o si, por el contrario, es un instrumento orientado al servicio de esta última, tesis que, en coherencia con lo que expusimos al aludir al diseño constitucional de la institución, es la que consideramos más apropiada. Veamos el porqué. En el iter constituyente, como ya vimos, se intentó en un primer momento atribuir al defensor del pueblo dos funciones diferenciadas: la defensa de los derechos y la salvaguarda de los principios conformadores del Estado de derecho, supervisando al efecto la actividad de la administración. La redacción final dada al artículo 54 por la Comisión Mixta supuso el fin de esa concepción dualista en beneficio de una visión funcional monista de cuerdo con la cual, la única función que el defensor está llamado a cumplir es la defensa de los derechos, siendo su actividad supervisora de la administración un instrumento al servicio de su función primigenia. La propia ubicación sistemática de la institución en el Código constitucional abona la interpretación precedente. La Ley Orgánica del Defensor, en desarrollo del precepto constitucional, ha intentado precisar la función del defensor, y en esa dirección

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debe ubicarse el texto de su artículo 9.1. Bien es verdad que la poca claridad de esta norma no ha contribuido precisamente a clarificar el precepto constitucional. En efecto, una lectura aislada de la referida norma legal puede conducir a entender que el artículo en cuestión asigna al defensor dos funciones inconexas o, al menos, sin una necesaria conexión: la de supervisar la actividad administrativa a los efectos de lo dispuesto en el artículo 103.1, CE, de un lado, y la de supervisarla en defensa de los derechos fundamentales, de otro. Así lo ha interpretado Varela 55 quien, de inmediato, rechaza por inconstitucional tal exégesis. Bien es verdad que, como señala Carro, 56 tal contradicción podría ser superada con una interpretación más abierta. El artículo 1o., LODP, reproduce en su literalidad el texto del artículo 54, CE, añadiendo un inciso final del siguiente tenor: “Ejercerá (el defensor del pueblo) las funciones que le encomienda la Constitución y la presente Ley”. Ello podría entenderse en el sentido de que el legislador, en sede orgánica, ha extendido la facultad supervisora del defensor sobre la administración a supuestos no relacionados con los derechos del título I de la Constitución, lo que no impediría que la función fundamental de la institución siguiese siendo la defensa de los derechos fundamentales. Sin embargo, no cabe la menor duda de que es posible una interpretación integradora. De entrada, conviene precisar que, a tenor del artículo 9.1 LODP, las investigaciones que emprenda el defensor tienen como objeto aquellos actos y resoluciones de la administración adoptados “en relación con los ciudadanos”, lo que presupone dotar de una proyección ad extra a los actos y resoluciones objeto de supervisión; dicho de otro modo, el defensor deberá investigar la sumisión de la administración a los intereses generales y su actuación de conformidad con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación y con sometimiento pleno a la ley y al derecho —principios todos ellos contemplados por el artículo 103.1, CE—, en todos aquellos actos y resoluciones de la misma que proyectan su eficacia sobre los ciudadanos, que es tanto como decir sobre el conjunto de derechos de los mismos, a los efectos de velar por la eficaz defensa de tales derechos. La reflexión precedente no debe conducir a la conclusión excluyente de que todo acto o resolución administrativa que circunscriba sus efec55 56

Varela Suanzes-Carpegna, Joaquín, op. cit., nota 24, p. 76. Carro Fernández-Valmayor, José Luis, op. cit. , nota 19, p. 2677.

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tos ad intra, esto es, que no incida en modo alguno sobre los ciudadanos, queda excluido del control del defensor. Como bien significa Pérez Calvo, 57 puede haber actos interadministrativos o reflejos que repercutan sobre la situación de los funcionarios, que evidentemente también son ciudadanos amparados por el defensor. Y por otro lado, resulta difícil imaginar una actuación de la administración, incluidas las que sean exponente de una relación administrativa refleja o interadministrativa, que no redunde en beneficio o desventaja de los ciudadanos y que no se refiera necesariamente de modo más o menos individualizado y más o menos directo a los mismos ciudadanos, en suma, que carezca de relevancia social. Si a la reflexión que precede se añade un último razonamiento, al que de inmediato nos referiremos, la interpretación integradora a que con anterioridad aludíamos aún quedará más nítida. La administración está vinculada por los derechos y libertades reconocidos en el capítulo segundo del título I (artículo 53.1, CE). A la par, el reconocimiento, respeto y protección de los principios rectores de la política social y económica que reconoce el capítulo tercero del propio título I debe inexcusablemente informar la actuación de la propia administración (artículo 53.3 de la CE). Y en este mismo título I se encuentran enunciadas una gran parte de las misiones que debe perseguir la administración, cuyo conjunto integra el interés general al que la administración debe servir con objetividad. En definitiva, la administración viene obligada constitucionalmente a servir con objetividad los intereses generales, intereses que, en buena medida, delimita el título I de la norma suprema, cuyo capítulo segundo reconoce unos derechos vinculantes para la administración, y cuyo capítulo tercero enuncia unos principios que han de informar la actuación admini strativa. Si a ello se añade que es difícil identificar una actuación de la administración que no redunde en beneficio o perjuicio de los ciudadanos, se ha de concluir que la función constitucional de defensa de los derechos del título I que el artículo 54 de la CE atribuye al defensor del pueblo, presupone su habilitación para supervisar prácticamente toda la actividad de la administración, con lo que esta función de control es el instrumento esencial para que el defensor pueda cumplir en su integri-

57

Pérez Calvo, Alberto, op. cit ., nota 51, p. 550.

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dad y plenitud su única función, su verdadera razón de existir, la defensa de los derechos constitucionalmente reconocidos. 2. La supervisión de la actividad de la administración La supervisión de la actividad de la administración a que alude el artículo 54 de la CE como función instrumental del defensor es desarrollada, en lo que hace al objeto del control, por el artículo 9.1 de la LODP, que precisa que son los actos y resoluciones de la administración pública y sus agentes los que deben ser supervisados. Tal concreción de la norma legal entraña, ante todo, que la función supervisora del defensor no se circunscribe tan sólo a la administración pública contemplada como ente abstracto, sino que se proyecta también a sus agentes, esto es, a los funcionarios o, más ampliamente aún, a las personas concretas al servicio de la administración. De modo inequívoco, el artículo 10.2, LODP, abunda en esta idea al facultar a los parlamentarios individualmente considerados, a las Comisiones de investigación o relacionadas con la defensa de los derechos y, principalmente, a la Comisión Mixta Congreso-Senado de relaciones con el Defensor, para solicitar del mismo su intervención para el esclarecimiento no sólo de actos y resoluciones administrativas, sino también de “conductas concretas producidas en las administraciones públicas”. En la misma dirección, el artículo 20.1 de la LODP se refiere a la actuación a seguir por el defensor “cuando la queja a investigar afectare a la conducta de las personas al servicio de la administración, en relación con la función que desempeñan”. El artículo 9.2, LODP, adiciona un elemento subjetivo que ha de ser tenido en cuenta a la hora de delimitar el objeto de la actividad supervisora a cargo del defensor. A tenor del referido precepto, “las atribuciones del defensor del pueblo se extienden a la actividad de los ministros, autoridades administrativas, funcionarios y cualquier persona que actúe al servicio de las administraciones públicas”. Esta norma viene a implicar que la función supervisora del defensor no se ciñe tan sólo a la administración en sentido estricto y a las autoridades administrativas, funcionarios y personal al servicio de las administraciones públicas, sino que se proyecta también a los entes administrativos que gestionan servicios públicos de modo directo o indirecto e incluso, por mor de lo esta-

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blecido por el artículo 28.3 de la LODP, a los particulares que en virtud de acto administrativo habilitante prestaren servicios públicos. En todo caso, parece claro, como interpreta Bar Cendón, 58 que la norma ordenadora del defensor no establece una relación exhaustiva de órganos sometidos a la supervisión del defensor del pueblo, similar a la existente en otros países, como Israel o Nueva Zelanda. Por lo demás, sí es conveniente precisar que la LODP alude en varios de sus preceptos, genéricamente, a la supervisión por el defensor de los actos y resoluciones de las administraciones públicas, lo que, como es obvio, significa englobar en el ámbito de la función supervisora también a las administraciones autonómicas. Para despejar toda duda al respecto, el artículo 12.1, LODP, dispone que el defensor podrá, en todo caso, de oficio o a instancia de parte, supervisar por sí mismo la actividad de la Comunidad Autónoma en el ámbito de competencias definido por la propia ley. En cuanto al tipo de actos sujetos a la actuación supervisora del defensor, cabe decir que no se circunscriben a aquéllos que se hallen sujetos al derecho administrativo; la amplitud con que el artículo 9.1 de la LODP los contempla nos debe conducir a entender que la supervisión se extiende asimismo a aquel conjunto de actuaciones que la doctrina anglosajona identifica con la genérica denominación de maladministration , donde pueden ubicarse actuaciones negligentes, retrasos injustificados en la actuación, desatenciones a los administrados... etcétera. Bastará para ello con que de estas actuaciones, o incluso meras inacciones, deriven perjuicios para los ciudadanos, que es tanto como decir para sus derechos constitucionalmente reconocidos. Este control es de enorme relevancia práctica por cuanto sitúa al defensor ante actuaciones difícilmente fiscalizables por otras vías al no vulnerar por lo general, pese a su irregularidad, el ordenamiento jurídico. Por todo ello, la supervisión que aquí puede llevar a cabo el defensor puede convertirse en un instrumento de notable utilidad en la lucha contra las corruptelas administrativas que, sin transgredir el ordenamiento jurídico, inciden de forma muy negativa sobre los derechos y legítimos intereses de los administrados. En la misma dirección, conviene recordar que en cuanto la supervisión que corresponde al defensor se ha de llevar a cabo a la luz de lo dispuesto en el artículo 103.1, CE, y en cuanto uno de los principios 58

Bar Cendón, Antonio, op. cit ., nota 27, p. 341.

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mencionados por tal norma constitucional es el principio de eficacia, puede colegirse con Carro 59 que el principio de eficacia está llamado a cumplir un papel principalísimo en la actuación supervisora del defensor; más aún, puede decirse que la institución del defensor se muestra especialmente adecuada para analizar la actuación administrativa desde la óptica de este principio constitucional que tan directamente afecta a los ciudadanos y que exige de la administración una permanente adaptación al interés público para hacer realidad el cumplimiento de la cláusula constitucional del Estado social. De esta forma, el defensor podrá cumplir con toda idoneidad la siempre necesaria y muy relevante labor de control acerca del nivel de eficacia en la prestación de los servicios públicos en general y en la satisfacción, particularmente, de los derechos prestacionales de los ciudadanos en materias tales como, por ejemplo, sanidad, cultura o medio ambiente. Como significa Pérez Calvo, 60 cuando, a partir del criterio de la “eficacia” o de la “objetividad”, de la justicia, de la dignidad de la persona, el defensor del pueblo denuncie, por ejemplo, eventuales aspectos disfuncionales de la actividad administrativa, estará encontrando el terreno en que quizá su presencia sea auténticamente fructífera. Todo ello al margen ya de que esas disfuncionalidades o irregularidades prestacionales por parte de la administración son difícilmente fiscalizables dadas las muy deficientes técnicas de garantía con que al efecto cuentan los administrados. La Ley Orgánica del Defensor dedica de modo particularizado dos de sus preceptos (los artículo 13 y 14) a normar la actuación de la institución en relación con dos administraciones específicas: la administración de justicia y la administración militar. Por lo que se refiere a la administración militar, el artículo 14, LODP, dispone: “El Defensor del Pueblo velará por el respeto de los derechos proclamados en el Título I de la Constitución, en el ámbito de la Administración militar, sin que ello pueda entrañar una interferencia en el mando de la Defensa Nacional”. El contraste entre esta norma y el artículo 9.1, LODP, revela dos diferencias de interés: en primer término, la previsión específica de que en ningún caso la actuación supervisora del defensor sobre la administración castrense podrá interferir el mando de la Defensa Nacional, y en 59 60

Carro Fernández-Valmayor, José Luis, op. cit., nota 19, pp. 2678 y 2679. Pérez Calvo, Alberto, op. cit., nota 5, p. 521.

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segundo término, la supresión que el artículo 14 hace de la referencia del artículo 9.1 a lo dispuesto en el artículo 103.1, CE, norma ésta que, como ya vimos, señala los principios a los que ha de servir la administración, que operan como criterios a los que ha de atender el defensor en su actuación supervisora de la actividad administrativa. De las dos diferencias advertidas, creemos que la más relevante es la primera, que veda al defensor cualquier tipo de inferencia en el mando de la Defensa Nacional, entendida en el sentido con que la define la Ley Orgánica 6/1980, del 1o. de julio, por lo que se regulan los criterios básicos de la Defensa Nacional y la Organización Militar, norma legal modificada a su vez por la Ley Orgánica 1/1984, del 5 de enero. Es claro que en cuanto el defensor del pueblo queda, obviamente, al margen de los órganos superiores de la Defensa Nacional (a los que se refiere el título primero de la citada Ley Orgánica 6/1980), y en cuanto que la Defensa Nacional tiene unas finalidades de enorme trascendencia para la colectividad social (en términos del artículo 2o. de la Ley Orgánica 6/1980: garantizar de modo permanente la unidad, soberanía e independencia de España, su integridad territorial y el ordenamiento constitucional), y asimismo, finalmente, en cuanto que la regulación de la Defensa Nacional se orienta a proporcionar una efectiva seguridad nacional, ninguna injerencia del defensor puede admitirse sobre el mando de la Defensa Nacional. Bien es verdad que tal límite, como bien advierte Bar Cendón, 61 es lo suficientemente impreciso como para no saber exactamente hasta dónde llega, quedando su fijación al criterio de la autoridad militar. En relación con la segunda de las diferencias normativas entre el artículo 14 y el artículo 9.1, LODP, anteriormente advertidas, cabe formularse la siguiente interrogante: ¿excluye el artículo 14, LODP, a la administración castrense de la aplicación por el defensor, al hilo de su función supervisora, de los principios o criterios contemplados por el artículo 103.1 de nuestra norma suprema? Las posiciones de la doctrina han sido contradictorias. Y así, mientras Carro 62 rechaza tal exclusión, entendiendo que una interpretación restrictiva del artículo 14, LODP, en el sentido de que en el seno de la administración militar la labor del defensor deba limitarse estrictamente a la 61 Bar Cendón, Antonio, op. cit ., nota 27, p. 343. 62 Carro Fernández-Valmayor, José Luis, op. cit .,

nota 19, p. 2684.

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defensa de los derechos fundamentales, entraña una restricción indebida de su sentido literal, Pérez Calvo 63 llega a la conclusión contraria, pues, a su juicio, lo que parece pretender el artículo 14 al poner de relieve los derechos del título I es señalar al defensor cuál ha de ser también su fuente principal de criterios de actuación en el terreno de la administración militar, frente a otros casos en los que, junto a tales derechos, el defensor ha de realizar sus actividades de supervisión “a la luz de lo dispuesto en el artículo 103.1 de la Constitución”. Por nuestra parte, hemos de comenzar significando que, como ya dijimos en otro lugar, a los órganos de la administración militar, en cuanto administración pública que son, les son de aplicación los principios que enuncia el artículo 103.1, CE, con la salvedad del principio de descentralización, 64 que algún autor amplía asimismo al principio de desconcentración, 65 principios por tanto que no serían aplicables a la administración militar. En coherencia con ello, y desde luego con el límite insalvable de no injerencia sobre el mando de la Defensa Nacional, nada debiere impedir que en el ejercicio de su función supervisora sobre la administración castrense, el defensor atendiera también a los criterios del artículo 103.1, CE. Ello no obstante, la omisión de toda referencia a tales principios por parte del artículo 14, LODP, no puede dejar de tener alguna significación. Una explicación podría encontrarse en que, como acaba de señalarse, algunos de los principios del artículo 103.1 no son de aplicación a la administración militar y, por ello, el legislador ha preferido guardar silencio respecto de tal precepto, silencio que no excluiría que el defensor atendiera a los demás principio como criterios a seguir en el desarrollo de su tarea de supervisión. Otra explicación, que nos conduce a consecuencias prácticas similares, es que el legislador ha querido poner el acento en los derechos del título I, para subrayar de esta forma la especial importancia que en la labor de supervisión del defensor ha de tener la defensa de tales derechos en el ámbito de la administración castrense, lo que, desde luego, Pérez Calvo, Alberto, op. cit., nota 51, t. IV, p. 552. Fernández Segado, Francisco, “Las Fuerzas Armadas (Comentario al artículo 8o. de la Constitución)”, en Alzaga Villaamil, Óscar (dir.), Comentarios a la Constitución española de 1978 , cit., nota 51, t. I, pp. 409 y ss.; en concreto, p. 463. 65 Barcelona Llop, Javier, “La organización militar: apuntes jurídico-constitucionales sobre una realidad estatal”, Revista de Administración Pública , núm. 110, mayoagosto de 1986, pp. 55 y ss.; en concreto, p. 71. 63 64

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tampoco excluiría radicalmente que el defensor atendiese a algunos de los principios del artículo 103.1, CE, a la hora de llevar a cabo su control, interpretación que se refuerza aún más si se recuerda que la propia Ley Orgánica 6/1980 dispone (artículo 23.2) que la organización de las Fuerzas Armadas se inspirará en criterios de coordinación y eficacia conjunta de los tres ejércitos que constituyen tales Fuerzas Armadas. No sería coherente ni tan siquiera con la propia organización de las FAS que el defensor se viese radicalmente impedido de atender a los criterios tantas veces mencionados en el momento de verificar su función fiscalizadora. Por lo demás, cabe hacer una última reflexión en coherencia con lo ya expuesto en momentos precedentes. Cuando la LODP alude a los derechos del título I es obvio que se está refiriendo no sólo a los derechos del capítulo segundo, sino también a los derechos, acogidos bajo el rótulo no muy afortunado de “principios rectores” del capítulo tercero. Y en este último capítulo se encuentran enunciadas en buena medida las tareas que las administraciones públicas han de realizar, y en cuanto administración pública que es, la administración militar es indudable que, de una u otra forma, tendrá que ver con algunas de esas tareas, y sus actos incidirán sobre la situación de los ciudadanos. Por lo mismo, el defensor del pueblo, también en relación con la supervisión de la administración militar, no podrá por menos que atender, en ocasiones, a algunos de los criterios que enuncia el artículo 103.1 de la CE, aunque en relación con esta administración se acentúe aún más el carácter primigenio de la función de defensa de los derechos como función primaria de la institución. Hemos de referirnos, finalmente, a la actuación del defensor en relación con la administración de justicia. A ella alude el artículo 13 de la ley reguladora de la institución en los siguientes términos: Cuando el defensor del pueblo reciba quejas referidas al funcionamiento de la administración de justicia, deberá dirigirlas al Ministerio Fiscal para que éste investigue su realidad y adopte las medidas oportunas con arreglo a la Ley, o bien dé traslado de las mismas al Consejo General del Poder Judicial, según el tipo de reclamación de que se trate; todo ello sin perjuicio de la referencia que en su Informe general a las Cortes Generales pueda hacer al tema.

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Innecesario es decir, de entrada, que la intervención que esta norma atribuye al defensor en nada obsta o incide sobre el principio de independencia del Poder Judicial. Como señala Gil-Robles, 66 es preciso diferenciar dos planos distintos: el primero de ellos hace referencia a la estricta función de administrar justicia “por jueces y magistrados integrantes del Poder Judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la Ley” (artículo 117.1 de la CE); el segundo comprende el funcionamiento material de la administración de justicia en cuanto verdadero “servicio público”. Es obvio que la intervención del defensor nada tiene que ver con la función jurisdiccional, viniendo referida al servicio público de prestación de justicia o, por extensión, a la administración de justicia. Con todo, el artículo 13, LODP, sujeta la intervención del defensor a tales límites que la doctrina ha podido sostener que la LODP no le reconoce la competencia para supervisar la actividad de la administración de justicia. 67 Como dice Granados, 68 tiene mala explicación que el defensor del pueblo, cuando recibe quejas referidas al funcionamiento de la administración de justicia, tenga forzosamente que dirigirlas al Ministerio Fiscal, que se encargará de su investigación, debiendo más tarde, de acuerdo con lo establecido por el artículo 25.2, LODP, informar al defensor, dando, en su caso (según el tipo de reclamación de que se trate), traslado al Consejo General del Poder Judicial. Al tratarse de asuntos de la competencia del Consejo, es un tanto absurdo que se haya de dar este rodeo para terminar donde se debiera haber comenzado. Bien es verdad que pueden esgrimirse argumentos en favor de esta intervención del Ministerio Fiscal, que constitucionalmente tiene por misión “promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la Ley” (artículo 124.1 de la CE). Así, Gil-Robles 69 razonaba que no existen entre las funciones que la Constitución encomienda al defensor del pueblo y al Ministerio Fiscal contradicción alguna, y si se llega a superar injusGil-Robles, Álvaro, op. cit., nota 16, p. 117. Pérez Calvo, Alberto, op. cit., nota 51, p. 553. Granados Pérez, Carlos, “Defensor del pueblo y administración de justicia (La supervisión de la administración de justicia)”, en el colectivo Diez años de la Ley Orgánica del Defensor del Pueblo. Problemas y perspectivas , Madrid, Universidad Carlos III de Madrid, 1992 p. 219 y ss.; en concreto, pp. 232 y 233. 69 Gil-Robles, Aaro, op. cit., nota 16, p. 119. 66 67 68

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tificados temores o recelos, el propio autor mostraba su convencimiento de que se llegaría a una perfecta compenetración y colaboración entre ambas instituciones. Aun admitiendo lo positivo de tal colaboración institucional, no resulta admisible que el defensor no pueda tener una actuación análoga a la que el artículo 9.1, LODP, le reconoce respecto de las administraciones públicas territoriales en relación con el funcionamiento de la administración de justicia. La función primigenia del defensor es la defensa de los derechos constitucionales del título I, y entre ellos, y en destacadísimo lugar, se encuentra el derecho a la jurisdicción del artículo 24, CE. Excluir radicalmente este derecho de la función de defensa de los derechos que al defensor encomienda nuestra norma suprema, y no otra cosa viene a suponer el artículo 13, LODP, que, como bien significa Carro, 70 convierte en este campo al defensor en un mero buzón de reclamaciones o quejas, que a continuación ha de hacer llegar al Ministerio Fiscal, no encuentra justificación de ningún género, por lo que, a nuestro entender, la colaboración institucional entre defensor y Ministerio Fiscal debiera compatibilizarse con el reconocimiento legal de una más decidida y libre intervención de la defensoría en relación con el servicio público de prestación de justicia, al que también es exigible un nivel mínimo de calidad y eficacia, como la propia norma suprema se ha encargado de corroborar cuando, en su artículo 121, encadena al funcionamiento anormal de la administración de justicia un derecho a una indemnización a cargo del Estado, conforme a la ley. Y como señala Martín Rebollo, 71 haciendo suya la tesis de Jean Rivero, 72 el “funcionamiento anormal” (que ha de separarse del error judicial, como hace el referido artículo 121, CE) se refiere, básica, aunque no únicamente, al retraso, a la tardanza en la administración de la justicia, esto es, añadiríamos nosotros, en la prestación del servicio público de la justicia. Por lo demás, no deja de ser significativo a estos efectos que, como constata Granados, 73 el examen de los informes del defensor del pueblo a las Cortes Generales revela que la mayoría de las quejas que afectan a jueces y magistrados se contraen a dilaciones o dejaciones en la resolución de los 70 Carro Fernández-Valmayor, José Luis, op. cit., nota 19, p. 2685. 71 Martín Rebollo, Luis, Jueces y responsabilidad del Estado , Madrid,

Estudios Constitucionales, 1983, pp. 158 y 159. 72 Rivero, Jean, Droit administratif, 8a. ed., París, 1977, p. 297. 73 Granados Pérez, Carlos, op. cit., nota 68, p. 233.

Centro de

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procesos y causas de que conocen, y aunque ello sea competencia del Consejo General del Poder Judicial, que utilizará como instrumento idóneo para la investigación a su servicio de inspección, tal circunstancia no debiera impedir, como antes avanzábamos, una cierta intervención supervisora del defensor del pueblo, que se ve en este ámbito absolutamente maniatado. Es precisamente por lo que acaba de señalarse por lo que no se comprende muy bien el sentido de la previsión del artículo 25.3, LODP, a cuyo tenor: “El Fiscal General del Estado pondrá en conocimiento del Defensor del Pueblo todas aquellas posibles irregularidades administrativas de que tenga conocimiento el Ministerio Fiscal en el ejercicio de sus funciones”. 3. La legitimación procesal del defensor del pueblo La Constitución, en el ámbito de la jurisdicción constitucional, y la LODP, en el de la jurisdicción ordinaria, otorgan al defensor del pueblo una legitimación procesal que si en el primer caso se vincula, de modo directo e inmediato, a la función de defensa de los derechos, en el segundo, se conecta más bien con el ejercicio por el defensor de su función supervisora de la administración. Ello entraña, como ya tuvimos oportunidad de decir, complementar su caracterización como magistratura de persuasión con unos componentes o rasgos propios de las magistraturas de acción judicial. Dicho esto, nos referiremos, separadamente, a la legitimación ante la jurisdicción constitucional y ante la jurisdicción ordinaria. A. Ante la jurisdicción constitucional La Constitución legitima al defensor del pueblo (artículo 162.1, a y b) para interponer ante el Tribunal Constitucional el recurso de inconstitucionalidad o el recurso de amparo, previsión que reitera la Ley Orgánica 2/1979, del Tribunal Constitucional (artículos 32.1 y 46.1). De esta forma, el defensor se convierte en el único de los órganos del Estado que resulta habilitado para la interposición de ambos tipos de recursos. Esta opción del constituyente no dejó de suscitar críticas. Así, De Vega 74 74 Vega, Pedro de, “Los órganos del Estado en el contexto político-institucional del Proyecto de Constitución”, en el colectivo, La Costituzione spagnola nel trentennale

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pudo e e con una de jurisdicción constitucional concentrada y con un sistema de justicia administrativa, el ombudsman carece de sentido como institución de defensa jurídica del ciudadano, tras lo que el citado autor se decantaba por una configuración de la institución como magistratura de opinión y no como magistratura de acción judicial y legalista, que era como, a su juicio, ya aparecía diseñada en el Anteproyecto de Constitución. En cualquier caso, y al margen ya del juicio que merezca esta opción del constituyente, lo que no cabe duda es de que, a la vista de la función asignada al Defensor, la Constitución es coherente consigo misma cuando pone en manos de aquél la legitimación para acudir al Tribunal Constitucional por la vía del recurso de amparo o de inconstitucionalidad, 75 opción que tiene como virtualidad más reseñable la de permitir a la institución reaccionar frente a cualquier actuación vulneradora de derechos proveniente de todo poder público. No es mucho lo que puede decirse en relación a la legitimación para interponer recursos de amparo, que la Ley Orgánica del Tribunal (LOTC) contempla con toda amplitud (artículo 46.1, a y b), posibilitando tal recurso frente a actos sin valor de ley emanados de las Cortes o de cualquiera de sus órganos, o de las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas; frente a disposiciones, actos jurídicos o simple vía de hecho del gobierno o de sus autoridades o funcionarios, o de los órganos ejecutivos colegiados de las Comunidades Autónomas, y frente a actos u omisiones de un órgano judicial (artículos 42, 43 y 44, LOTC). Ello amplía notablemente el campo de acción de la institución en su función de defensa de los derechos. En su Informe anual a las Cortes Generales correspondiente al año de 1984, como recuerda Astarloa, 76 el defensor resaltaba la doble vía por la que accedían a la institución las peticiones de interposición de recurso de amparo constitucional. En unos casos, era el ciudadano el que comparecía directamente ante la institución formulando la pretensión de que la misma ejercitara la legitimación que ostenta para la interposición del recurso. En otros, era el propio Tribunal Constitucional el que remitía al

della Costituzione italiana, Bologna, Arnaldo Forni Editore, 1978, pp. 9 y ss.; en concreto, p. 11. 75 Pérez Calvo, Alberto, op. cit ., nota 51, p. 545. 76 Astarloa Villena, Francisco, op. cit., nota 45, pp. 50 y 51.

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defensor dicha petición “en virtud del Acuerdo del Tribunal del 20 de diciembre de 1982 relativo al beneficio de la justicia gratuita en el recurso de amparo”. Son escasas, sin embargo, las ocasiones en que el defensor interpone efectivamente un recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional. Baste con recordar que entre 1983 y 1991 tan sólo se interpusieron por la institución diez recursos de amparo, circunstancia que se explica por la estimación por el defensor, oída la Junta de Coordinación y Régimen Interior, de que no resultaba viable la acción de amparo. 77 En cuanto a la legitimación para interponer recursos de inconstitucionalidad, suscita muchas más cuestiones problemáticas. Si se nos permite el excursus , efectuaremos algunas reflexiones previas acerca de la naturaleza del recurso de inconstitucionalidad y, en conexión con ella, del significado que en cada caso presenta la legitimación activa. El recurso de inconstitucionalidad es un cauce de impugnación directa de las normas con rango de ley que se orienta a la defensa objetiva del orden constitucional. En sintonía con la naturaleza de este proceso constitucional, la legitimación activa se atribuye exclusivamente a órganos o fracciones de órganos, en razón de su status constitucional y, por tanto, al margen de cualquier pretensión subjetiva o interés propio. Como dijo el Tribunal en uno de sus primeros fallos, 78 quienes están investidos por la Constitución (artículo 162.1 a , CE) y por la Ley (artículo 32, LOTC) de legitimación para promover procesos constitucionales no lo están en atención a su interés, sino en virtud de la alta cualificación política que se infiere de su respectivo cometido constitucional. La legitimación del presidente del gobierno tiene un alcance netamente político. En el marco de un sistema parlamentario de gobierno, parece poco previsible el ejercicio de esa acción, quizá con la sola salvedad de gobiernos de coalición, supuesto que podría explicar la legitimación del presidente del gobierno como órgano unipersonal y no del gobierno como órgano colegiado. 77 Defensor del Pueblo, Informe anual 1998 y debate en las Cortes Generales , t. I: Informe , Madrid, Cortes Generales, 1999. En este Informe, por ejemplo, se hace constar esa inviabilidad de la acción de amparo respecto de las 22 solicitudes de interposición del recurso presentadas por ciudadanos a lo largo de 1998 (p. 731). 78 STC 5/1981, del 13 de febrero, fund. jur. 3o.

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Sin embargo, si desde la óptica del enjuiciamiento material, esto es, de la depuración abstracta del ordenamiento jurídico, la legitimación presidencial no tiene mucho sentido, con la salvedad apuntada, desde la óptica del enjuiciamiento competencial, esto es, de la defensa del orden constitucional de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas, misión que también cumple el recurso de inconstitucionalidad, la legitimación del presidente del gobierno adquiere su plena razón de ser, bien que con un significado diferente: el presidente del gobierno aparece ahora como el garante del ámbito de competencias legislativas del Estado frente a su posible desconocimiento por la legislación autonómica. Y a la inversa, la legitimación de los órganos colegiados ejecutivos de las Comunidades Autónomas y de las Asambleas Legislativas de las mismas aparece como un medio de salvaguarda de su esfera competencial legislativa frente a la ley estatal. La legitimación que se otorga a 50 diputados y 50 senadores, en definitiva, a una fracción de los órganos legislativos, encuentra su razón de ser en la necesidad de evitar abusos legislativos contrarios a la norma suprema por parte de una mayoría parlamentaria. Se nos presenta de esta forma como un inequívoco instrumento de protección de las minorías parlamentarias, cualificadas por un determinado número, o específica fracción del órgano, considerado constitucionalmente lo suficientemente relevante como para promover el recurso. En cuanto al defensor del pueblo, su legitimación se funda en razones e intereses más jurídicos que las de los demás órganos o fracciones de órganos, que se vinculan con su muy relevante función constitucional como “alto comisionado de las Cortes Generales”, designado por éstas para la defensa de los derechos comprendidos en el título I de la Constitución. Ciertamente, de ello no puede inferirse, como el juez de la Constitución ha reconocido, 79 que la legitimación del defensor del pueblo esté sujeta a límites o condiciones objetivas de ningún género. Dicho de otro modo, la legitimación del defensor para promover un recurso de inconstitucionalidad no puede circunscribirse al ámbito de los fines de la institución, es decir, a la defensa de los derechos comprendido en el título I de la Constitución. Admitido, pues, que de la Constitución no dimana una suerte de limitación “implícita” que circunscriba en alguna medida la legitimación 79

STC 150/1990, del 4 de octubre, fund. jur. 1o.

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del defensor, vinculándola a los fines de la institución, como ha interpretado el Tribunal Constitucional, cabe, sin embargo, plantearse la conveniencia de que, como dice Pérez Calvo, 80 en tesis que compartimos, intervenga una cierta autolimitación o self-restraint a la hora de utilizar este recurso de forma que quedara limitado a la estricta defensa de los derechos que hubieran podido ser violados por disposiciones jurídicas que puedan ser objeto de impugnación por este medio. No faltan, desde luego, quienes se inclinan por una posición contradictoria con la anterior, como es el caso de Carro, 81 para el que no cabe duda de que la voluntad del constituyente ha sido la de otorgar al defensor del pueblo un papel de defensor de la Constitución al igual que al presidente del gobierno o a las minorías parlamentarias. Sin embargo, no cabe ignorar que, como significa Caamaño, 82 la interposición de un recurso de inconstitucionalidad supone siempre entrar en un debate político en cierto modo inconcluso y, por lo tanto, cuestionar la validez constitucional de la ley —por muchas que sean las razones jurídicas que motiven esa decisión— conduce inevitablemente a una toma de partido sobre el debate suscitado entre la mayoría y la minoría parlamentaria. Ello entrañará que el mero hecho de la interposición o no interposición del recurso por el defensor del pueblo se convertirá en un elemento más a sumar a la contienda política entre mayoría y minoría parlamentaria, como revela con meridiana nitidez lo acontecido en el mes de marzo de 2001 con ocasión de la no impugnación por el defensor de la Ley Orgánica 8/2000, de reforma de la Ley Orgánica 4/2000, sobre derechos y libertades de los extranjeros en España y su integración social. Por ello mismo, y con el fin de limitar el número de casos en que la institución puede verse inmersa en el fragor de la contienda política entre mayoría y minoría parlamentaria, con el consiguiente desgaste para la misma que de ello deriva, convendría, a nuestro entender, que quedara claramente puesto de manifiesto, como canon de actuación del defensor, su autolimitación en este ámbito, de modo tal que su legitimación procesal en el recurso de inconstitucionalidad se circunscribiera al ámbito de los fines de la institución.

80 Pérez Calvo, Alberto, op. cit., nota 51, p. 547. 81 Carro Fernández-Valmayor, José Luis, op. cit., nota 19, p. 2692. 82 Caamaño Domínguez, Francisco, en el colectivo Jurisdicción y procesos

tucionales, Madrid, McGraw-Hill, 1997, p. 26.

consti-

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No creemos en modo alguno que este argumento pueda verse desvirtuado por la concepción, sustentada por algún sector de la doctrina, 83 que ve en esta legitimación concedida al defensor una vía de defensa de la constitucionalidad sustitutiva de la iniciativa popular, excluida por la Constitución en este terreno. Varias reflexiones suscita esta concepción. En primer término, en los sistemas de jurisdicción constitucional concentrada, está dentro de la lógica democrática constitucional que no se abuse de los Tribunales Constitucionales apelando a ellos sin suficientes motivos. 84 Respondiendo a esa lógica, y a la vista de la fracasada experiencia de la Constitución republicana de 193 1, en la que, con exagerada amplitud, se admitió la acción popular directa para la interposición de recursos de inconstitucionalidad (artículo 123 de la Constitución y artículo 36 de la Ley Orgánica del Tribunal de Garantías Constitucionales, de junio de 1933), la Constitución de 1978, con buen sentido, restringió la legitimación para recurrir, prescindiendo de la acción popular. Consecuentemente, a nuestro juicio, en modo alguno cabe ver en la legitimación otorgada al defensor del pueblo una alternativa frente a la acción popular de inconstitucionalidad, llamada a hacer las veces de ésta. En segundo término, es obvio que cabe dirigir al defensor, por individuos, entes asociativos, sindicatos, partidos políticos... etcétera, requerimientos encaminados a que recurra en vía de inconstitucionalidad cualquier ley que se entienda que conculca derechos constitucionales, pero, como precisara el Tribunal Constitucional, 85 pese a ser una puntualización innecesaria por obvia y evidente, no está garantizado que toda petición de interposición de un recurso de inconstitucionalidad sea atendida sin más por el defensor. Más aún, esa lógica global de la democracia constitucional a que antes se aludía también ha de ser tenida en cuenta, en cuanto órgano de relevancia constitucional que es, por el defensor del pueblo, lo que debe traducirse en la no interposición de un recurso de inconstitucionalidad cuando entienda que la presunción de constitucionalidad de la ley es suficientemente razonable, al margen ya del número y entidad de los requerimientos que se le formulen para impugnar en sede constitucional una determinada ley.

Bar Cendón, Antonio, op. cit., nota 27, p. 353. Cfr. al efecto Vega García, Pedro de, Estudios político constitucionales , México, UNAM, 1987, pp. 283 y ss. 85 Auto del Tribunal Constitucional 77/1980, del 29 de octubre, fund. jur. 5o. 83 84

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B. Ante la jurisdicción ordinaria El artículo 26, LODP, legitima al defensor del pueblo para ejercitar la acción de responsabilidad en los siguientes, y un tanto confusos, términos: “El Defensor del Pueblo podrá, de oficio, ejercitar la acción de responsabilidad contra todas las autoridades, funcionarios y agentes civiles del orden gubernativo o administrativo, incluso local, sin que sea necesaria en ningún caso la previa reclamación por escrito”. Es indudable que la norma en cuestión se refiere a la responsabilidad civil de autoridades y funcionarios. Su ubicación en un capítulo (el sexto del título II de la LODP) relativo a: “Responsabilidades de las autoridades y funcionarios”, y el hecho de que otras normas del capítulo vengan referidas a otros tipos de responsabilidad (supuestos de responsabilidad penal en el artículo 25.1 y posibles casos de responsabilidad disciplinaria en el artículo 23), parecen no dejar resquicio a la duda en torno a que es la responsabilidad civil la contemplada por el artículo 26 LODP. A partir de aquí, cabe entender con Carro 86 que el artículo 26, LODP, es simplemente una norma de carácter procesal que extiende también al defensor del pueblo la legitimación para poder ejercitar la acción de responsabilidad contra autoridades y funcionarios, anteriormente prevista por el artículo 43 de la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado, del 26 de julio de 1957, y hoy contemplada por el artículo 145 de la Ley 30/1992, del 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común (LRJAP), modificado por la Ley 4/1999, del 13 de enero, de modificación de la Ley 30/1992. El carácter procesal del artículo 26 de la LODP exige lógicamente atender a la regulación sustantiva de la responsabilidad de las autoridades y personal al servicio de las administraciones públicas, contemplada por el capítulo segundo (y de modo específico por el ya mencionado artículo 145) del título X, LRJAP, que debe a su vez ser complementado por lo establecido en el capítulo primero del propio título X. La nueva regulación dada a esta materia por la LRJAP trae su causa de lo establecido por el artículo 106.2 de la Constitución, de conformidad con el cual: “Los particulares, en los términos establecidos por la 86

Carro Fernández-Valmayor, José Luis, op. cit ., nota 19, p. 2693.

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Ley, tendrán derecho a ser indemnizados por toda lesión que sufran en cualquiera de sus bienes y derechos, salvo en los casos de fuerza mayor, siempre que la lesión sea consecuencia del funcionamiento de los servicios públicos”, norma que consagraba, al máximo rango normativo, la responsabilidad patrimonial directa de la administración, esto es, con independencia de la culpa o negligencia en que hubiera podido incurrir la autoridad o funcionario, y además, como señalara Garrido Falla, 87 objetiva, pues no hay que probar necesariamente el mal funcionamiento del servicio público. En desarrollo de la determinación constitucional, el artículo 139.1 LRJAP, reiterando lo dispuesto por el artículo 106.2, CE, precisa que la lesión habrá de ser consecuencia del “funcionamiento normal o anormal” de los servicios públicos, exigiendo el artículo 139.2, LRJAP, que el daño alegado sea efectivo, evaluable económicamente e individualizado con relación a una persona o grupo de personas. A su vez, el artículo 145.1, LRJAP, dispone: “Para hacer efectiva la responsabilidad patrimonial a que se refiere el capítulo primero de este título, los particulares exigirán directamente a la administración pública correspondiente las indemnizaciones por los daños y perjuicios causados por las autoridades y personal a su servicio”. Ello significa que por la vía del artículo 26, LODP, el defensor puede poner en juego la responsabilidad del Estado y no ya por el funcionamiento anormal de los servicios públicos, a consecuencia de actuaciones culposas o gravemente negligentes de autoridades y funcionarios, como preveía el artículo 43 de la ya derogada Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado de 1957, sino asimismo como resultante del funcionamiento normal de esos mismos servicios públicos, salvo caso de fuerza mayor. Quiere ello decir que si con anterioridad a la promulgación de la Ley 30/1992, la acción del artículo 26 LODP podía ejercitarse, como razonaba Carro, 88 solidariamente contra la administración y sus funcionarios, siempre que se apreciara en éstos culpa o negligencia graves, tras la entrada en vigor de la Ley 30/1992, del 26 de noviembre, LRJAP, no cabe duda alguna de que dicha acción se ejercitará directamente contra la administración, que a su vez repercutirá de oficio esa responsabilidad so87 Garrido Falla, Fernando, “Comentario al artículo 106.2 de la Constitución”, en la obra por él dirigida, Comentarios a la Constitución, cit., nota 11, pp. 1467 y ss.; en concreto, p. 1473. 88 Carro Fernández-Valmayor, José Luis, op. cit., nota 19, p. 2694.

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bre sus autoridades y demás personal a su servicio cuando éstos hubieren incurrido en dolo, culpa o negligencia graves, previa instrucción del procedimiento que reglamentariamente se establezca, tal y como prevé el artículo 145.2, LRJAP. Innecesario es decir que la legitimación para accionar que el artículo 26, LODP, concede al defensor encuentra su razón de ser en su propia función supervisora de la administración, concebida como instrumento de defensa de los derechos de los ciudadanos VIII. P ROCEDIMIENTO DE ACTUACIÓN El artículo 54 de la CE deja inequívocamente claro que el defensor del pueblo puede, de oficio, supervisar la actividad de la administración como medio orientado a su finalidad última: la defensa de los derechos constitucionales del título I. Sin embargo, es evidente que esa actuación de oficio debía compatibilizarse con la actuación a instancia de parte, pues esta última propicia la más eficaz intervención de la institución en el cumplimiento de sus fines. Por lo mismo, la LODP, tras prescribir en su artículo 9.1 que “el Defensor del Pueblo podrá iniciar y proseguir de oficio o a petición de parte, cualquier investigación...”, parece centrarse en la actuación a instancia de parte, regulando con detalle la tramitación de las quejas, que podrán ser dirigidas al defensor bien por personas naturales o jurídicas que invoquen un interés legítimo, bien por parlamentarios u órganos de las Cámaras. En ello nos centramos a continuación. 1. La actuación a instancia de parte A. El acceso al defensor de toda persona con un interés legítimo La LODP aborda la regulación de este acceso en su artículo 10.1, que lo contempla con enorme amplitud. A tenor del inciso primero de tal norma: “Podrá dirigirse al Defensor del Pueblo toda persona natural o jurídica que invoque un interés legítimo, sin restricción alguna”. Tras contemplar tan ampliamente el acceso a la institución, la propia norma trata de garantizar la inexistencia de impedimentos que obstaculicen o impidan dicho acceso. Y a tal efecto dispone que: “No podrán constituir

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impedimento para ello la nacionalidad, residencia, sexo, minoría de edad, la incapacidad legal del sujeto, el internamiento en un centro penitenciario o de reclusión o, en general, cualquier relación especial de sujeción o dependencia de una administración o poder público”. En relación con quienes se encuentren en cualquier centro de detención, internamiento o custodia de las personas, la Ley viene a establecer una garantía adicional en su artículo 16, al vedar, por una parte, cualquier tipo de censura en la correspondencia dirigida al defensor por quienes se hallen en tal situación (artículo 16.1, LODP), y al garantizar de modo específico, por otra, el secreto de las comunicaciones que mantengan dichas personas con el defensor o sus delegados (artículo 16.2, LODP). Para terminar de facilitar el acceso al defensor, la ley garantiza la gratuidad de las actuaciones de la institución. En efecto, su artículo 15.2 dispone: “Todas las actuaciones del defensor del pueblo son gratuitas para el interesado y no será preceptiva la asistencia de Letrado ni de Procurado. De toda queja se acusará recibo”. Cabe cuestionarse el por qué de las precisiones expresas que recoge la Ley en su artículo 10.1 en relación con una serie de personas a las que se trata de garantizar más rotundamente su libre acceso a la institución. Gil-Robles 89 justifica muy razonablemente tal circunstancia cuando señala que si en alguna circunstancia puede concurrir un riesgo mayor de que la persona sea objeto de una injusta actuación administrativa, es precisamente en estos casos, pues en ellos su relación con los entes administrativos es más intensa o se ve aún más constreñida y sometida si cabe que en circunstancias normales. Aunque no faltaron voces a favor de la individualidad en la presentación de las quejas, a fin de evitar el que grupos de presión encubiertos, partidos, sindicatos, agrupaciones de distinta índole, etcétera, provocasen la instrumentalización política directa de la institución, situándola fuera de su campo propio de actuación y arriesgando su posible desprestigio con una innecesaria y contraproducente politización, 90 lo cierto es que la Ley ha optado por legitimar a toda persona natural o jurídica siempre que invoque un interés legítimo. Ello nos sitúa ante la necesi-

89 90

Gil-Robles, Álvaro, op. cit., nota 16, p. 89. Ibidem, p. 90.

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dad de tratar de delimitar la noción de “interés legítimo”, requisito procesal de acceso que ha suscitado juicios encontrados. 91 Vaya por delante que en la apreciación de este requisito no parece que el defensor deba ajustarse a parámetros estrictamente procesales, pues su función no es jurisdiccional, debiendo regirse por el máximo antiformalismo y por la mayor generosidad y flexibilidad en los condicionamientos de acceso. Pero, como bien señalara Gil-Robles, 92 tales principios deben conjugarse con un razonable criterio de determinación de unos mínimos para dicho acceso. Para evitar que el defensor se convierta en un inútil paño de lágrimas de las más dispares desgracias personales, es preciso que se prevea algún límite en cuanto a la legitimación para acceder en queja al defensor. El mismo autor reduce ese límite a una exigencia fundamental: tener un interés directo en relación con el objeto de la queja. Este razonamiento, que compartimos por entero, es por lo demás, coherente con la práctica mundial en relación con el ombudsman, como el propio Gil-Robles recuerda. 93 Llegados aquí se impone una reflexión en torno al significado del concepto de “interés legítimo”, mucho más amplio, desde luego, que el de “interés directo” al que antes se aludía, como el Tribunal Constitucional se ha encargado de significar en su amplia doctrina sobre dicho concepto. Ya en su Sentencia 60/1982, el Tribunal, interpretando el concepto de “interés legítimo”, constitucionalmente acogido por el artículo 162.1, b CE, que, entre otros, habilita para interponer un recurso de amparo a toda persona natural o jurídica que invoque un interés legítimo, fórmula, pues, idéntica a la posteriormente acogida por la LODP, señalaba que el mismo era más amplio que el de “interés directo”. 94

91 Pérez Calvo ( op. cit., nota 51, p. 554) cree que la exigencia del requisito de un interés legítimo en los peticionarios parece responder al intento de construcción de un defensor que busque no tanto la salvaguardia del derecho objetivo, sino fundamentalmente la defensa de los derechos de los ciudadanos. Frente a ello, Carro ( op. cit. , nota 19, p. 2687) considera que esta exigencia legal coloca al particular en una relación con el Defensor que se quiere hacer semejante a una relación procesal, cuando aquí estamos ante un órgano constitucional cuya función trasciende los distintos círculos de intereses. 92 Gil-Robles, Álvaro, op. cit., nota 16, p. 91. 93 Idem 94 STC 60/1982, del 11 de octubre, fund. jur. 3o.

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Sería, sin embargo, en su Sentencia 62/1983, donde el Tribunal perfilaría el significado de tal concepto. Para el juez de la Constitución, 95 el concepto de “interés legítimo” hace referencia a la idea de un interés protegido por el derecho, en contraposición a otros que no son objeto de tal protección. Dentro de los intereses protegidos hay que distinguir los de carácter personal, pues en relación a ellos se establece el derecho a la tutela judicial efectiva en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos. Y junto a ellos, los intereses comunes, es decir, aquellos en que la satisfacción del interés común es la forma de satisfacer el de todos y cada uno de los que componen la sociedad, por lo que puede afirmarse que cuando un miembro de la sociedad defiende un interés común sostiene simultáneamente un interés personal. Esta solidaridad e interrelación social, especialmente intensa en la época actual, se refleja en la concepción del Estado como social y democrático de derecho, en el que la idea de interés directo, particular, como requisito de legitimación, queda englobado en el concepto más amplio de interés legítimo y personal, que puede o no ser directo. En otro momento, el Tribunal ha delimitado negativamente el concepto, precisando que no cabe confundir la noción de “interés legítimo” con el interés genérico en la preservación de derechos que ostenta todo ente u órgano de naturaleza política, 96 para finalizar señalando que para acreditar un “interés legítimo” es suficiente que el recurrente con respecto al derecho fundamental violado se encuentre en una determinada situación jurídico-material identificable, no con un interés genérico en la preservación de derechos, sino con un interés en sentido propio, cualificado y específico. 97 En definitiva, la categoría “interés legítimo” es más amplia que la de derecho subjetivo y que la de interés directo, identificando un interés protegido por el derecho, que puede o no ser directo, y que se presenta como un interés en sentido propio, cualificado y específico. Desde luego, como ya se dijo antes, el defensor del pueblo no debe interpretar con parámetros estrictamente procesales este requisito del “interés legítimo”, pero ello no obsta para que, desde una visión antiformalista, deba apreciar la existencia de unos elementos mínimos de di95 96 97

STC 62/1983, del 11 de julio, fund. jur. 2o., A. STC 257/1988, del 22 de diciembre, fund. jur. 3o. STC 148/1993, del 29 de abril, fund. jur. 2o.

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cha categoría en relación con el objeto de la queja para que la misma pueda ser tramitada. B. El acceso al defensor de parlamentarios y órganos de las Cámaras El artículo 10.2, LODP, dispone al efecto lo que sigue: Los Diputados y Senadores individualmente, las Comisiones de investigación o relacionadas con la defensa general o parcial de los derechos y libertades públicas y, principalmente, la Comisión Mixta Congreso-Senado de relaciones con el Defensor del Pueblo podrán solicitar, mediante escrito motivado, la intervención del Defensor del Pueblo para la investigación o esclarecimiento de actos, resoluciones y conductas concretas producidas en las Administraciones públicas, que afecten a un ciudadano o grupo de ciudadanos, en el ámbito de sus competencias.

Esta previsión legal suscita dos tipos de cuestiones distintas. Una, relativa a la conveniencia del acceso a la institución de los parlamentarios individualmente considerados. Otra, relacionada con la razonabilidad de convertir esta vía de acceso en el cauce de acceso al defensor de portadores de intereses difusos o colectivos. Por lo que hace a la primera cuestión, coincidimos plenamente con Carro 98 cuando cuestiona la conveniencia y coherencia del acceso al defensor de los diputados y senadores individualmente. En coherencia formal con el artículo 2.2, LODP, que atribuye a la Comisión Mixta Congreso-Senado la función de relacionarse con el defensor, no debiera de haberse contemplado el referido acceso individualizado de parlamentarios. De otra parte, desde una perspectiva más sustancial, si el defensor es el “alto comisionado de las Cortes Generales” en cuanto tales, esto es, de las dos Cámaras que las integran, órganos colegiados, lo más razonable hubiera sido habilitar el acceso a la institución al Pleno de cada Cámara o, por delegación del mismo, a algunos órganos de las mismas, como determinadas comisiones y, particularmente, la Comisión Mixta tantas veces mencionada. Parece fuera de toda duda que el acceso individualizado de diputados y senadores al defensor encierra dentro de sí una latente carga de instrumentación política de la institución. 98

Carro Fernández-Valmayor, José Luis, op. cit ., nota 19, p. 2688.

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En cuanto a la segunda de las cuestiones, cabe decir que en cuanto el artículo 10.2, LODP, dispone que los parlamentarios, individualmente, o las Comisiones de las Cámaras que menciona, cuando soliciten la intervención del defensor, lo harán instando su investigación de actos y resoluciones administrativos “que afecten a un ciudadano o grupo de ciudadanos” la norma legal parece estar abriendo un cauce de acceso a la institución de portadores de intereses difusos o colectivos. 99 El artículo 29.1, CE, reconoce el derecho de petición de todos los españoles, que podrán ejercer individual o colectivamente. En coherencia con ello, el artículo 49.2 del Reglamento del Congreso de los diputados encomienda a la Comisión de Peticiones de la Cámara el examen de cada petición, individual o colectiva, que reciba el Congreso de los Diputados, pudiendo acordar su remisión, si así procediere, por conducto del presidente de la Cámara, al defensor del pueblo. Algo análogo puede deducirse de la determinación del artículo 193 del Reglamento del Senado respecto de la Comisión de Peticiones de la Alta Cámara. Quiere todo ello decir que a través de este cauce, una petición formulada por un grupo de ciudadanos —que no ha de reunir inexcusablemente la condición de persona jurídica, pero que sí puede ser portador de un interés difuso— y remitida a una de las Cámaras, puede terminar llegando al defensor del pueblo, circunstancia que puede permitirle encarar frontalmente la defensa de intereses difusos, perfectamente identificables, por lo general, con derechos contemplados por el título I de la Constitución, particularmente por el capítulo tercero del mismo, defensa que, desde luego, en otros casos, podrá instarse por personas jurídicas portadoras de aquellos intereses. Aunque no han faltado opiniones críticas, como la de Gil-Robles, 100 para quien la defensa de intereses de orden colectivo encuentra en la Constitución y en el ordenamiento cauces sobradamente adecuados como para que no haya necesidad alguna de mezclar directamente y de entrada al defensor en estos menesteres, por nuestra parte, no podemos sino valorar muy positivamente este cauce de tutela abierto por la LODP pues, como en otro lugar ya señalamos, 101 la tutela de este tipo de intereses, “difusos” o más bien “de pertenencia difusa”, suscita arduos pro99 En tal sentido, Pérez Calvo, Alberto, op. cit., nota 51, p. 555. 100 Gil-Robles, Álvaro, op. cit., nota 16, p. 90. 101 Fernández Segado, Francisco, La dogmática de los derechos

Ediciones Jurídicas, 1994, pp. 287 y ss.

humanos , Lima,

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blemas procesales que requieren, como dijera Cappelletti, 102 de una profunda metamorfosis del derecho procesal para evitar que permanezcan prácticamente desprovistos de protección; por lo mismo, todo lo que redunde en una mayor y más eficaz protección de tales intereses nos parece por entero positivo. De ahí nuestro juicio favorable a la posibilidad que abre el artículo 10.2 de la LODP. C. Requisitos de la queja y plazo de acceso al defensor La LODP contempla un conjunto de requisitos necesarios para que la queja pueda ser admitida por el defensor. A ellos se refiere el artículo 15.1 de la Ley, a cuyo tenor: “Toda queja se presentará firmada por el interesado, con indicación de su nombre, apellidos y domicilio, en escrito razonado, en papel común...”. Como es lógico, y en coherencia con el requisito de la identificación, el defensor viene obligado a rechazar todas las quejas anónimas, como expresamente dispone el artículo 17.3, LODP. Por el contrario, la ausencia de fundamentación o motivación de la queja, requisito que late en la exigencia de que la queja se presente “en escrito razonado”, no desencadena de modo automático el rechazo del defensor, pues el artículo 17.3 de la Ley se limita a establecer para tal supuesto la posibilidad de que el defensor la rechace (“El Defensor... podrá rechazar aquellas en las que advierta carencia de fundamento”), lo que hace presuponer la posibilidad de que el defensor pueda requerir de la persona que a él acude la oportuna subsanación del defecto. Por lo demás, el razonamiento o motivación exigida parece requerir un mínimo argumental, con exposición de los hechos y sucinta fundamentación jurídica, concluyendo el escrito con una determinada pretensión que hay que entender implícita en la exigencia del artículo 15.1, LODP de “escrito razonado”, interpretado en conexión sistemática con el artículo 17.3, que prevé como causa de posible rechazo de la queja por el defensor la inexistencia de pretensión. Como bien razona Pérez Calvo, 103 el requisito de la pretensión concuerda con la exigencia del interés legítimo en la medida en que dicha pretensión consistirá en la petición hecha al defensor de que se resta102 Cappelletti, Mauro, “La protection d’intérêts collectifs et de groupe dans le procès civil. Métamorphoses de la procédure civile”, Revue Internationale de Droit Comparé, 1975, pp. 571 y ss. 103 Pérez Calvo, Alberto, op. cit., nota 51, p. 556.

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blezca el derecho conexo al interés legítimo señalado o, quizá, de que al menos no vuelvan a producirse las circunstancias que han podido determinar la ignorancia de un determinado derecho del ciudadano. La Ley establece el plazo máximo de un año para acceder al defensor. Su artículo 15.1 dispone, efectivamente, que: “Toda queja se presentará... en el plazo máximo de un año, contado a partir del momento en que tuviera conocimiento de los hechos objeto de la misma”. El legislador ha optado, en consecuencia, por establecer un plazo preclusivo, opción que nos parece razonable, pues, como dijera Gil-Robles, 104 resulta conveniente reconocer que si el sujeto afectado por la injusticia administrativa lo está realmente, el otorgarle el plazo de un año desde que empieza a sufrir los efectos de la misma hasta que se decida a actuar parece más que razonable; y si cualesquiera circunstancias le impidiesen formular la queja dentro del plazo legalmente establecido, impidiéndole ser actor directo de su queja, siempre le quedaría el cauce de acudir a un diputado o senador para que asumiese su acción. Ciertamente, como advierte Carro, 105 la fijación de un plazo determinado es reveladora de una cierta concepción procesal de la relación de los ciudadanos con el defensor del pueblo, pero, diríamos nosotros, ni éste es el único elemento revelador de esa concepción procesalista (pensemos en la exigencia de un interés legítimo), ni tan siquiera la funcionalidad de la institución puede ser desvirtuada por la presencia de esos componentes procesales de la relación ciudadanos-defensor. Por lo demás, ese plazo resulta notablemente relativizado si se atiende al momento de cómputo del mismo, que no es aquél en que acaecieron los hechos, sino aquel otro en que el interesado tuvo conocimiento de los mismos, momento cuya indeterminación puede resultar en ocasiones evidente. Esta circunstancia puede fácilmente conducir a que el defensor, salvo en casos realmente extraños, no rechace nunca una queja por extemporánea, pues ello presupondría la demostración por el defensor de que el interesado conocía los hechos objeto de la queja con anterioridad superior a un año y —hay que presuponer— con anterioridad también al momento en que el quejoso reconoció tener conocimiento de los hechos, labor ardua la mayor parte de las veces y que conduciría a una notable complicación procedimental. 104 105

Gil-Robles, Álvaro, op. cit., nota 16, p. 95. Carro Fernández-Valmayor, José Luis, op. cit ., nota 19, p. 2689.

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D. La decisión sobre la tramitación o rechazo de la queja Recibida una queja, el defensor viene obligado a registrarla y acusar recibo de la queja formulada, pudiendo al efecto decidir su tramitación o su rechazo. Son varias las causas que la Ley contempla como justificadoras del rechazo de una queja. A alguna de ellas ya nos referimos con anterioridad, pues se conectan estrechamente con los requisitos que ha de cumplir toda queja. Nos referimos de modo sistemático a todas y cada una de las causas de rechazo de una queja: En primer término, el defensor ha de rechazar de plano toda queja anónima, pudiendo asimismo rechazar aquéllas en las que advierta carencia de fundamento o inexistencia de pretensión, si bien, en estos casos, parece posible que el defensor pueda dirigirse a quien formula el requerimiento a fin de que subsane esos defectos advertidos en la queja. En segundo lugar, el defensor puede asimismo rechazar las quejas en las que advierta mala fe, así como aquellas otras cuya tramitación irrogue perjuicio al legítimo derecho de tercera persona. El artículo 7.1 del Código Civil prescribe que “los derechos deberán ejercitarse conforme a las exigencias de la buena fe”. La buena fe es una suerte de standard jurídico, es decir, un modelo de conducta social o, si se prefiere, una conducta que la conciencia social exige conforme a un imperativo ético dado. Consiguientemente, como señala Díez-Picazo, 106 el ejercicio de un derecho subjetivo será contrario a la buena fe cuando se ejercite de una manera o en unas circunstancias que lo hagan desleal, según las reglas que la conciencia social impone al tráfico jurídico. En sintonía con ello, es perfectamente comprensible la facultad que al defensor reconoce la ley de rechazar las quejas en las que advierta mala fe, esto es, una actitud contraria a ese “ standar” jurídico al que antes nos referíamos. Junto a la mala fe, el artículo 17.3, LODP, viene a facultar al defensor para que rechace toda queja cuya tramitación irrogue perjuicio al legítimo derecho de tercera persona, o lo que es igual, toda queja que reclame un ejercicio abusivo de un derecho. El artículo 7.2 del Código Civil determina que “la Ley no ampara el abuso del derecho o el ejerci106 Díez-Picazo, Luis y Gullón, Antonio, Sistema de derecho civil , 9a. ed., Madrid, Tecnos, 1997, vol. I, p. 432.

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cio antisocial del mismo”. Y a continuación, la propia norma viene a definir el abuso del derecho como “todo acto u omisión que por la intención de su autor, por su objeto o por las circunstancias en que se realice sobrepase manifiestamente los límites normales del ejercicio de un derecho, con daño para terceros”. El abuso del derecho es también contemplado en el ámbito procesal por la Ley Orgánica del Poder Judicial, cuyo artículo 11.2 establece la obligación de los juzgados y tribunales de rechazar fundadamente “las peticiones, incidentes y excepciones que se formulen con manifiesto abuso de derecho”. Es, pues, perfectamente comprensible que el defensor quede plenamente habilitado por la ley para rechazar las quejas cuya tramitación irrogue un perjuicio al legítimo derecho de un tercero. En tercer término, y al efecto de evitar solapamiento entre la actuación de la institución y la de los Tribunales ordinarios o el Tribunal Constitucional, el artículo 17.2, LODP, dispone que: “El Defensor del Pueblo no entrará en el examen individual de aquellas quejas sobre las que esté pendiente resolución judicial y lo suspenderá si, iniciada su actuación, se interpusiere por persona interesada demanda o recurso ante los Tribunales ordinarios o el Tribunal Constitucional”. Ahora bien, la Ley discierne entre la vertiente individual de la queja, en cuyo examen no debe entrar el defensor a fin de no solapar su actuación con la de los órganos jurisdiccionales, y la vertiente más amplia, general, del problema sobre la que no pesa dicho impedimento, pues la propia norma legal prevé que la suspensión del examen individual de la queja no impedirá la investigación sobre los problemas generales planteados en tal queja, si bien, como señala Pérez Calvo, 107 parece lógico pensar que el defensor debería abstenerse de examinar incluso los problemas generales aludidos en la queja en la medida en que los Tribunales entren también en el examen de tales problemas supraindividuales por las características de la acción planteada ante ellos (acción popular) o del recurrente legitimado (una asociación defensora de un interés difuso). El rechazo de una queja exige de un escrito motivado, en el que puede informarse al interesado sobre las vías más oportunas para ejercitar su acción, caso de que el defensor entendiera que hubiese alguna y sin perjuicio de que el interesado pueda utilizar las que considere más per-

107

Pérez Calvo, Alberto, op. cit ., nota 51, p. 558.

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tinentes. Carro, 108 con un buen criterio, que compartimos, ha estimado que en este trámite podría introducirse una cierta flexibilidad o simplificación que aligerase la tramitación de las quejas por el defensor, simplificación que podría consistir en excusar la necesidad de motivación en el rechazo de algún tipo de quejas, como las anónimas, que se han de rechazar de plano, bastando con invocar la causa de rechazo, o en limitarse a una sucinta motivación en los restantes supuestos. En todo caso, la ley es tajante al prever (inciso final de su artículo 17.3) que las decisiones del defensor del pueblo no serán susceptibles de recurso; es decir, el rechazo de una queja no admite impugnación alguna. 2. La actuación de oficio El artículo 9.1, LODP, faculta al defensor para iniciar y proseguir de oficio cualquier investigación conducente al esclarecimiento de actos y resoluciones administrativas. Esta actuación, a diferencia de la que se sigue a instancia de parte, no está sujeta a plazo alguno. Esta circunstancia puede propiciar que una queja extemporánea pueda, pese a ello, dar lugar a una investigación por parte de la institución, que en este caso actuaría de oficio. La opinión doctrinal es coincidente en la consideración de que la posibilidad legal de que el defensor actúe de oficio es uno de los factores que más puede contribuir a dotar al defensor de una amplia autonomía y de un amplio campo de maniobra con vistas al desempeño de su función. Esta actuación de oficio es, en todo caso, fruto de la convicción a la que ha llegado la defensoría acerca de una posible irregularidad en la actuación administrativa con incidencia sobre los derechos del título I, con independencia ya de cual sea el elemento de convicción. A ello se reduce la actuación de oficio en nuestro país, bien que, como recuerda Fairén, 109 en algún otro país, cual sucede en Israel, esta actuación de oficio es fruto de la imposición legal. Así, en Israel, la Ley de Instrucciones impone al ombudsman, como una de sus principales obligaciones, la realización de inspecciones anuales o cada determinado periodo de tiempo, lo que no es de recibo en España, en donde no existe una obligación Carro Fernández-Valmayor, José Luis, op. cit., nota 19, pp. 2689 y 2690. Fairén Guillén, Víctor, “¿Posibilidad y conveniencia de introducir a los ‘ ombudsmännen ’ en los ordenamientos jurídicos de naciones de habla ibérica?”, Revista de Estudios Políticos , núm. 14, marzo-abril de 1980, pp. 21 y ss.; en concreto, p. 32. 108 109

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legal de que el defensor lleve a cabo inspecciones o controles predeterminados cada cierto tiempo. Ciertamente, la realización de estos controles programados podría complementar las investigaciones aleatoriamente realizadas por el defensor, a instancias de los ciudadanos, pero, en cualquier caso, de llevarse a cabo responderían a la libre decisión del defensor y no a la existencia de un mandato legislativo en tal sentido. Innecesario es decir que la mayor capacidad de maniobra que confiere al defensor su actuación de oficio tiene como contrapartida su mayor responsabilidad en el ejercicio de su función; consiguientemente, no parece inoportuno sostener que, puesto que no existe un mandato legislativo que obligue al defensor a realizar periódicamente determinadas inspecciones sobre, por ejemplo, el funcionamiento de los servicios públicos, la iniciación de oficio de su actuación supervisora habrá de presuponer el conocimiento por la defensoría de una irregularidad administrativa con incidencia sobre los ciudadanos. IX. LA ACTUACIÓN INVESTIGADORA DEL DEFENSOR DEL PUEBLO 1. El procedimiento de tramitación de las quejas El artículo 18.1, LODP, comienza señalando que “admitida la queja, el Defensor del Pueblo promoverá la oportuna investigación sumarial e informal para el esclarecimiento de los supuestos de la misma”. Se inicia así, como bien significa Gil-Robles, 110 un procedimiento de naturaleza distinta y autónomo a cualquier otro que se sustancie en esos terrenos, que ha de venir informado por los principios de antiformalismo y sumariedad, principios que, como ya se ha advertido, presiden toda la actuación de la institución. En coherencia con la peculiar naturaleza del procedimiento, el mismo no debe afectar ni a la ejecutoriedad de los actos y resoluciones administrativas, ni menos aún puede suponer una sustitución, suspensión o ampliación de las vías y plazos para recurrir los mismos, entre otras razones, porque los principios procedimentales que presiden la actuación del defensor han de compaginarse de modo inexcusable con el principio de seguridad jurídica. Innecesario es decir que aunque el artículo 18.1, LODP, menciona los principios referidos en relación con las quejas, esto es, con la actuación 1 10

Gil-Robles, Álvaro, op. cit., nota 16, pp. 124 y 125.

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del defensor a instancia de parte, lo mismo puede sostenerse respecto de aquellas actuaciones que inicie la institución de oficio. El carácter llamémosle “informal” de la investigación no obsta para que la Ley precise algunas reglas procedimentales mínimas que, como bien dice Pérez Calvo, 111 tienden a proporcionar unas ciertas garantías en relación con la administración y sus funcionarios, con los propios peticionarios o con la investigación misma. La Ley, siguiendo la tesis de Gil-Robles, 112 quien consideraba necesario distinguir entre dos tipos de quejas: la queja sobre el “funcionamiento del servicio” y la dirigida exclusivamente a poner de manifiesto la conducta incorrecta o improcedente del funcionario, diferencia, efectivamente, entre las que bien podrían denominarse la “queja del servicio” y la “queja sobre el funcionario”. A. La queja sobre el funcionamiento del servicio El artículo 18.1, LODP, se refiere a este supuesto, normando los pasos a seguir en la investigación que se inicia a partir de una queja referida a la actividad de un organismo o dependencia administrativa, actividad normalmente prestacional de un servicio público. En este caso, el defensor ha de dar cuenta del contenido sustancial de la solicitud al organismo o dependencia administrativa de que se trate a fin de que por su jefe, en el plazo máximo de quince días, ampliable cuando concurran circunstancias que lo aconsejen a juicio del defensor, se remita informe escrito al defensor. Como puede apreciarse, el defensor ha de respetar el principio jerárquico que rige la organización de la administración, pues debe dirigirse al jefe de la dependencia administrativa de que se trate; ello no obstante, cuando la investigación así lo requiera, el defensor podrá desvincularse del principio jerárquico, tal como se prevé, por ejemplo, en el artículo 19.2 de la Ley, que faculta al defensor, o a la persona en quien delegue, para personarse en una dependencia y llevar a cabo las entrevistas personales que entienda pertinentes. La negativa o negligencia del funcionario o de sus superiores responsables al envío del informe inicial solicitado podrá ser considerada por 111 Pérez Calvo, Alberto, op. cit ., nota 51, p. 559. 112 Gil-Robles, Álvaro, op. cit., nota 16, pp. 125.

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el defensor, de conformidad con lo establecido por el artículo 18.2, LODP, como hostil y entorpecedora de sus funciones, lo que desencadenará una doble consecuencia: la inmediata publicidad de tal actitud hostil y la inserción en su Informe anual o especial, en su caso, a las Cortes Generales de tal conducta hostil y obstructiva. El legislador ha querido dar a esta conducta, entorpecedora de la función supervisora de la actividad administrativa que ha de llevar a cabo el defensor, una enorme trascendencia. De ello da buena idea el hecho de que sólo en este supuesto la Ley no considere necesaria la persistencia en la actitud de hostilidad para tildar o tipificar de “hostil” y “entorpecedora” tal actitud. En efecto, cabe recordar que, con carácter general, el artículo 24.1, LODP, dispone que “la persistencia en una actitud hostil o entorpecedora de la labor de investigación del Defensor del Pueblo por parte de cualquier organismo, funcionario, directivo o persona al servicio de la administración pública podrá ser objeto de un informe especial, además de destacarlo en la sección correspondiente de su Informe anual”. Como puede apreciarse, junto a la actitud hostil o entorpecedora, la Ley exige la persistencia de la misma. Sólo cuando confluyan ambas circunstancias el defensor habrá de hacerse eco, formalmente, de esa actitud obstructiva. Al no exigir el artículo 18.2, LODP, ese elemento de la “persistencia” para tipificar de “hostil” la actitud del servidor público, la Ley está considerando como un hecho realmente grave la negativa de dicho servidor público a remitir el informe requerido a la institución. Bien es verdad que esa calificación de “hostil” no es automática, pues la Ley deja en manos del defensor la adopción de la decisión correspondiente, fórmula flexible que permite al defensor ponderar todas las circunstancias dignas de ser atendidas en cada caso. De la importancia y trascendencia, incluso penal, de esta conducta obstructiva por parte de un funcionario, autoridad administrativa o persona al servicio de la administración da buena prueba la previsión del texto inicial del artículo 24.2, LODP, derogado por la Ley Orgánica 10/1995, del 23 de noviembre, del Código Penal. En su redacción primigenia, tal precepto tipificaba como delito de desobediencia la actuación del funcionario que obstaculizare la investigación del defensor mediante la negativa o negligencia en el envío de los informes que éste solicitara, o en facilitar su acceso a expedientes o documentación administrativa necesaria para la investigación.

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B. La queja sobre el funcionario El artículo 20.1, LODP, contempla este supuesto. A tenor del mismo, “cuando la queja a investigar afectare a la conducta de las personas al servicio de la administración, en relación con la función que desempeñan, el Defensor del Pueblo dará cuenta de la misma al afectado y a su inmediato superior u organismo de quien aquél dependiera”. Como bien razona Pérez Calvo, 113 el hecho de que el defensor deba poner al corriente de la queja al superior jerárquico de la persona afectada parece responder al objetivo de permitir que sea la propia administración la que resuelva el problema a través de sus propios mecanismos internos. En cualquier caso, el artículo 20.2, LODP exige que el afectado por la queja al que se hubiere dirigido el defensor, responda por escrito, aportando cuantos documentos y testimonios considere oportunos, en el plazo que se le haya fijado, que en ningún caso será inferior a diez días, pudiendo ser prorrogado, a instancia de parte, por la mitad del concedido. El defensor, a su vez, podrá comprobar la veracidad de la información remitida por la persona afectada, así como proponerle una entrevista orientada a la ampliación de datos. Si el afectado se negare a ello podrá ser requerido por el defensor para que manifieste por escrito las razones que justifiquen su decisión. El último apartado del artículo 20, LODP, precisa que la información que en el curso de una investigación pueda aportar un funcionario a través de su testimonio personal tendrá el carácter de reservada, sin perjuicio de lo que dispone la LECr sobre la denuncia de hechos que pudiesen revestir carácter delictivo, previsión ésta que debe ponerse en conexión con lo dispuesto por el artículo 25.1 de la propia Ley, de acuerdo con el cual, cuando el Defensor, en razón del ejercicio de las funciones propias del cargo, tenga conocimiento de una conducta o hechos presumiblemente delictivos lo pondrá de inmediato en conocimiento del fiscal general del Estado. 2. Las facultades de inspección del defensor La Ley ha tratado de poner a disposición del defensor un conjunto de facultades de inspección revestidas de indudable carácter coactivo a fin de convertir en realmente operativa la función supervisora que 113

Pérez Calvo, Alberto, op. cit ., nota 51, p. 564.

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corresponde cumplir al defensor. Sintomática de esta pauta legal es la prescripción del artículo 19.1, a cuyo tenor: “Todos los poderes públicos están obligados a auxiliar, con carácter preferente y urgente, al Defensor del Pueblo en sus investigaciones e inspecciones”. La norma, con una proyección realmente expansiva, pues se dirige a “todos los poderes públicos”, no sólo establece un mandato de colaboración con el defensor, sino que prioriza tal colaboración al otorgarle “carácter preferente y urgente”. Este principio general de colaboración obligatoria y preferente con el defensor es particularizado en otras normas distintas de la propia Ley. La primera de esas normas es la del artículo 19.2, LODP. De acuerdo con el mismo, en la fase de comprobación e investigación de una queja o en expediente iniciado de oficio, el defensor del pueblo, su adjunto, o la persona en quien él delegue, “podrán personarse en cualquier centro de la administración pública, dependientes de la misma o afectos a un servicio público, para comprobar cuantos datos fueren menester, hacer las entrevistas personales pertinentes o proceder al estudio de los expedientes y documentación necesaria”. Esta facultad inquisitiva del defensor, que ejerce por sí o, como debe ser la regla habitual, por persona interpuesta en la que previamente haya delegado, se manifiesta en una triple actividad: comprobación de datos; realización de entrevistas, quebrando aquí el principio jerárquico de la administración, como ya en un momento precedente señalábamos, y estudio directo de los expedientes y documentación que se considere necesaria para el correcto desarrollo de la función inspectora. En relación con esta última actividad, el artículo 19.3, LODP, establece una importante garantía, al impedir que, a los efectos de la investigación que lleve a cabo el defensor, pueda negársele el acceso a ningún expediente o documentación administrativa o que se encuentre relacionada con la actividad o servicio objeto de la investigación sin perjuicio de las previsiones específicas que el artículo 22, LODP, establece en relación con los documentos reservados. La Ley establece otra garantía de más amplio calado encaminada a impedir que pueda verse paralizada una investigación llevada a cabo por la institución por mor de las órdenes que pudiera recibir cualquier servidor público de su superior jerárquico u organismo al que pertenezca en el sentido de prohibirle llevar adelante la colaboración requerida por el defensor. A tal efecto, el artículo 21, LODP, dispone que “el superior jerárquico u organismo que prohiba al funcionario a sus órdenes o ser-

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vicio responder a la requisitoria del defensor del pueblo o entrevistarse con él, deberá manifestarlo por escrito, debidamente motivado, dirigido al funcionario y al propio Defensor del Pueblo”. La consecuencia de esta decisión del superior jerárquico no es la paralización de la investigación, sino, bien al contrario, la asunción por el superior jerárquico de la labor de colaboración con el defensor que inicialmente había de asumir su subordinado. El inciso final del mismo artículo 21, LODP, no deja resquicio a la duda cuando prevé: “El Defensor del Pueblo dirigirá en adelante cuantas actuaciones investigadoras sean necesarias al referido superior jerárquico”. Esta solución parece pensada para conciliar las exigencias del principio jerárquico administrativo y los inexcusables requerimientos legales de colaboración con el defensor. A modo de complemento de las facultades de inspección e investigación del defensor, la ley le facilita la posibilidad de utilizar ciertos medios coactivos con la doble y complementaria finalidad de fortalecer su posición frente a la administración, garantizando su capacidad inquisitiva. Ya hemos tenido oportunidad de referirnos a tales medios en un momento anterior. Nos limitaremos, pues, a hacer una breve síntesis de los mismos. Frente a la actitud, persistente o no según los casos, de no colaboración con la función inquisitoria del defensor por parte de un organismo, funcionario, directivo o persona al servicio de la administración pública, al defensor le cabe ejercer una facultad coactiva que, en orden a su progresivo endurecimiento, presenta tres niveles diferentes: 1) la calificación de la actitud del organismo o persona en cuestión de “hostil” o “entorpecedora de la labor de investigación del Defensor”, calificación que en ciertos casos (los del artículo 18.2, LODP) puede ser hecha pública de inmediato; 2) la recepción de tal calificación de hostilidad en la sección que corresponde de su Informe anual a las Cortes Generales, y 3) la elaboración y posterior remisión a las Cortes de un Informe especial relativo a esa actitud obstructiva de la investigación. Innecesario es subrayar la muy negativa trascendencia que para el organismo o persona afectada por esa calificación de hostilidad frente al defensor puede tener el ejercicio por éste de esas facultades coactivas que le reconoce la ley. Por otro lado, no puede dejar de recordarse que la derogación por el Código Penal, aprobado por la Ley Orgánica 10/1995, del artículo 24.2, LODP, en un momento precedente mencionado, ha dado paso a la tipificación por el artículo 502.2 del citado Código de aquella conducta de

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autoridad o funcionario que obstaculice la investigación del defensor del Pueblo u órganos equivalentes de las Comunidades Autónomas, negándose o dilatando indebidamente el envío de los informes que éstos solicitaren o dificultando su acceso a los expedientes o documentación administrativa necesaria para tal investigación. Tales personas son castigadas como reos del delito de desobediencia, que en forma análoga ya tipificara el citado artículo 24.2 del texto originario de la LODP. Hemos de ocuparnos, en último término, de las particularidades que la Ley establece respecto a aquellas investigaciones que lleva a cabo el defensor que exijan la consulta y examen de documentos calificados como “reservados”. A ello dedica la norma legal el capítulo quinto de su título II, integrado por un único artículo, el artículo 22. Las amplias facultades de inspección de que goza el defensor le permiten proceder al estudio “de los expedientes y documentación necesaria” (artículo 19.2, LODP), esto es, la documentación que el propio defensor considere necesaria a efectos de poder llevar a término su investigación. En sintonía con ello, el artículo 22.1 de la Ley dispone que el defensor “podrá solicitar a los poderes públicos todos los documentos que considere necesarios para el desarrollo de su función, incluidos aquéllos clasificados con el carácter de secretos de acuerdo con la Ley”. Quiere ello decir que la Ley parte de la regla general del acceso indiferenciado del defensor a todo tipo de documentos, aún los clasificados como “secretos”. Ello no obstante, el propio artículo 22.1, LODP, prevé una posible excepción frente a esa regla general, al contemplar la no remisión al defensor de documentos “secretos”, que, en todo caso, habrá de ser acordada por el Consejo de Ministros, debiendo remitirse a la institución una certificación acreditativa del acuerdo denegatorio. Ante esta circunstancia y cuando el defensor entendiere que un documento declarado “secreto” y no remitido por la administración pudiera afectar de forma decisiva a la buena marcha de su investigación, la Ley le abre una última posibilidad, que desde luego no se traduce en principio en el acceso al documento en cuestión: el defensor lo pondrá en conocimiento de la Comisión Mixta Congreso-Senado de relaciones con la institución. La Ley, como regla general de toda investigación, establece el principio de reserva. En efecto, a tenor de su artículo 22.2, “las investigaciones que realice el Defensor del Pueblo y el personal dependiente del mismo, así como los trámites procedimentales, se verificarán dentro de

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la más absoluta reserva, tanto con respecto a los particulares como a las dependencias y demás organismos públicos”. Dicha reserva se establece, como es lógico, “sin perjuicio de las consideraciones que el Defensor del Pueblo considere oportuno incluir en sus Informes a las Cortes Generales”. El principio de reserva ha de ser especialmente protegido en relación con los documentos reservados. Así lo dispone el inciso final del artículo 22.2, LODP, a cuyo tenor: “Se dispondrán medidas especiales de protección en relación con los documentos clasificados como secretos”. La norma no fija en qué han de consistir tales medidas, habiendo de entenderse que será el propio defensor, en principio, quien haya de adoptarlas de modo efectivo, lo que viene exigido por la propia naturaleza de esa documentación calificada. X. LAS POSIBLES RESOLUCIONES DEL DEFENSOR DEL PUEBLO Las resoluciones que la ley permite adoptar al defensor del pueblo se hallan, como no podía ser de otra forma, en estrecha conexión con la peculiar naturaleza de la institución, que ya calificamos como magistratura de persuasión y que también podría tildarse como magistratura de opinión, complementando la anterior caracterización. Ello se traduce en que sus resoluciones carecen de fuerza vinculante desde el punto de vista jurídico. Como señala Pérez-Ugena, 114 el defensor carece de la facultad de coertio consustancial a cualquier órgano jurisdiccional. Bien es verdad que la adecuada comprensión de la institución exige tener en cuenta que su falta de potestas puede verse contrapesada por su auctoritas , tal y como en un momento anterior tuvimos oportunidad de señalar. Como significa Fairén, 115 esta auctoritas no la han conseguido los ombudsmünnen sino por su permanente contacto con el pueblo y con la administración; se basa, en buena medida, en un “darse a conocer” como defensor de los derechos frente a las interpretaciones o prácticas administrativas que los ignoren o conculquen. El común denominador de las medidas a adoptar por el defensor reside, como bien señala Pérez Calvo, 116 en la excitación, por intermedio de 114 115 116

Pérez-Ugena y Coromina, María, op. cit., nota 21, p. 121. Fairén Guillén, Víctor, op. cit., nota 48, t. II, p. 30. Pérez Calvo, op. cit., nota 5, p. 565.

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las mismas, de un proceso sobre el que, en último término, habrá de decidir otro órgano: el Tribunal Constitucional, cuando recurra en vía de inconstitucionalidad o de amparo; los Tribunales, cuando ejercite la acción de responsabilidad; el fiscal general del Estado, cuando el defensor le ponga en su conocimiento conductas o hechos presuntamente delictivos de los que haya conocido en razón del ejercicio de las funciones propias de su cargo; las administraciones públicas, cuando el defensor les formule advertencias o recomendaciones, y las propias Cortes Generales, cuando el defensor les remita su Informe anual o, en su caso, un Informe extraordinario, o cuando les sugiera la modificación de aquellas normas legales que a su juicio puedan provocar situaciones injustas o perjudiciales para los administrados. Estos rasgos generales son comunes a todas las medidas del defensor; sin embargo, cada una de ellas presenta a su vez características propias a las que vamos a referirnos a continuación. En sus relaciones con las administraciones públicas, el defensor del pueblo, siempre con ocasión de sus investigaciones, puede formular a las autoridades y funcionarios “advertencias, recomendaciones, recordatorios de sus deberes legales y sugerencias para la adopción de nuevas medidas” (artículo 30.1, LODP). Como puede apreciarse, la Ley utiliza una terminología plural e imprecisa. Ciertamente, pueden establecerse distinciones y matices entre las formulaciones que el defensor puede dirigir a las autoridades administrativas; así, por poner algún ejemplo, la advertencia parece encerrar un cierto carácter coercitivo, ausente en la recomendación, mientras que los recordatorios de los deberes legales parecen presuponer una infracción de las obligaciones legales en relación con los administrados. Ello no obstante, el conjunto de estas resoluciones puede reconducirse a la más amplia figura de la Recomendación, que de alguna manera puede englobar en su contenido advertencias, recordatorios y sugerencias. La Ley (artículo 30.1, inciso final) establece como regla preceptiva general la obligación de las autoridades y funcionarios a los que el defensor haya dirigido una determinada Recomendación de responder por escrito en término no superior al de un mes. La norma no precisa el sentido de esa respuesta, pero hay que entender que en la misma la autoridad o funcionario habrá de manifestarse en torno a la Recomendación que le ha sido formulada.

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A partir del momento de formulación de la Recomendación se abre un periodo de tiempo indeterminado, respecto del cual la Ley se limita a hablar de “un plazo razonable”, razonabilidad sobre la que lógicamente corresponderá decidir al defensor, periodo en el que pueden producirse dos circunstancias: una, que la autoridad administrativa afectada adopte la medida adecuada a la Recomendación que le ha sido dirigida o, en su caso, que informe al defensor acerca de las razones que estime para no adoptarla, y otra, que dicha autoridad no adopte medida alguna ni informe al defensor del por qué de su abstención. En el primer supuesto, el defensor, a tenor de lo establecido por el artículo 3 1. 1, LODP, debe de informar al interesado, esto es, a la persona que formuló la queja que dio lugar al inicio de actuaciones por el defensor, del resultado de sus investigaciones y gestión, así como de la respuesta que hubiese dado la administración o funcionario implicados, salvo en el caso de que éstas, por su naturaleza, fuesen consideradas como de carácter reservado o declaradas secretas. En el segundo caso, el defensor dispone de una suerte de poder de persuasión que dimana de la posibilidad que tiene de dirigirse al vértice jerárquico superior de la administración correspondiente. En efecto, a tenor del artículo 30.2, LODP, el defensor del pueblo “podrá poner en conocimiento del Ministro del Departamento afectado, o sobre (más bien habría que decir ‘o de’) la máxima autoridad de la administración afectada, los antecedentes del asunto y las recomendaciones presentadas”. Hay que presuponer que esa capacidad del defensor de dirigirse a la autoridad jerárquicamente superior, al máximo nivel, debe de ejercer una cierta persuasión sobre la autoridad inferior o funcionario afectado por la recomendación del defensor. La Ley aún prevé una última alternativa, pensada para el supuesto de que el defensor tampoco obtuviera una justificación adecuada del ministro o máxima autoridad de la administración afectada, alternativa que entraña asimismo un poder de persuasión sobre el ministro o autoridad administrativa que ocupe el vértice superior de la administración afectada. Se trata ahora de la inclusión del asunto en cuestión que el defensor habrá de hacer en su Informe anual o especial a las Cortes Generales. El asunto se deberá incluir “con mención de los nombres de las autoridades o funcionarios que hayan adoptado tal actitud, entre los casos en que considerando el defensor del pueblo que era posible una solución positiva, ésta no se ha conseguido” (artículo 30.2, inciso final, LODP). La

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norma no exige la inclusión automática del asunto en su Informe anual; eso parece sugerir al menos la última dicción de la misma, que parece dejar en manos del defensor tal decisión, que incluirá el asunto en su Informe, con inclusión de los nombres de autoridades y funcionarios, cuando considere “que era posible una solución positiva” a la recomendación que hubiere formulado. En coherencia con la obligación general que recae sobre el defensor de notificar los resultados de sus actuaciones, conviene decir que al igual que ha de realizar esa notificación a la persona natural o jurídica que formuló la queja, como antes se dijo, ha de llevar a cabo idéntica notificación cuando su intervención se hubiere iniciado a instancias de un parlamentario o Comisión de una de las Cámaras, debiendo informar a aquél o a ésta, al término de sus investigaciones, de los resultados alcanzados, y de igual forma, cuando hubiere decidido no intervenir, supuesto en el que habrá de razonar su desestimación, tal y como exige el artículo 31.2 de la LODP. Junto a las Recomendaciones a que, con carácter general, se refiere el artículo 30.1, LODP, la Ley contempla otras posibles resoluciones por parte del defensor del pueblo. Son éstas, en síntesis, las siguientes: a) El defensor, aun no siendo competente para modificar o anular los actos y resoluciones de la administración pública, podrá, sin embargo, sugerir la modificación de los criterios utilizados para la producción de aquéllos, tal y como prevé el artículo 28.1, LODP. Estamos ante una Recomendación en la que hay que presuponer que el defensor, a partir de una actuación administrativa concreta objeto de una queja, con base en una labor de abstracción y generalización, llega a la conclusión de que la causa de la irregularidad administrativa perjudicial para el ciudadano no es imputable tanto al funcionario como a la norma en que éste ha fundamentado su actuación. En coherencia con ello, el defensor sugiere modificar los criterios utilizados para la producción de actos y resoluciones administrativas, o lo que es lo mismo, la reforma de las normas en que se apoya la producción de aquellos actos y resoluciones. A análoga Recomendación puede dar lugar el hecho de que el defensor, como consecuencia de sus investigaciones, llegue al convencimiento de que el cumplimiento riguroso de la norma puede provocar situaciones injustas o perjudiciales para los administrados, supuesto en el que el artículo 28.2, LODP, habilita al defensor para sugerir a la administración la modificación de la norma en cuestión.

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b) En un supuesto semejante al que acaba de mencionarse, esto es, que el cumplimiento riguroso de una norma, en este caso legal, genere situaciones injustas o perjudiciales para los administrados, el defensor del pueblo puede dirigir una Recomendación “al órgano legislativo competente” (artículo 28.2, LODP), esto es, a las Cortes Generales, caso de tratarse de una ley estatal; a las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas, caso de tratarse de una ley autonómica, o incluso habría que pensar que también al gobierno, caso de tratarse, por ejemplo, de un decreto-ley. Esta capacidad del defensor podía manifestarse incluso a través de la propuesta dirigida a las Cortes Generales, mediante informe razonado, de modificación de su propia Ley reguladora, para lo que la Disposición Transitoria de la LODP fijaba un plazo de cinco años a partir de la entrada en vigor de la propia Ley. c) Cabe finalmente otra modalidad de Resolución, esta vez instando de las autoridades administrativas competentes el ejercicio de sus potestades de inspección y sanción con ocasión de la prestación irregular de servicios públicos por particulares. Como ya vimos, el artículo 9.2 de la LODP extiende las atribuciones de la Defensoría a cualquier persona que actúe al servicio de las administraciones públicas, actuación que suele manifestarse en la prestación de algún servicio público. Por ello, el artículo 28.3 dispone que “si las actuaciones se hubiesen realizado con ocasión de servicios prestados por particulares en virtud de acto administrativo habilitante, el defensor del pueblo podrá instar de las autoridades administrativas competentes el ejercicio de sus potestades de inspección y sanción”. Como fácilmente puede constatarse, se trata de una manifestación particularizada de las Recomendaciones a que genéricamente alude el artículo 30.1 de la LODP, a las que ya nos referimos en detalle, pues, en buena medida, de lo que se trata es de una suerte de recordatorio de los deberes legales que pesan sobre las autoridades administrativas. Por lo mismo, cabe pensar que la individualización de esta Resolución del defensor por la LODP se justifica por venir referida la actuación del defensor a servicios públicos prestados por particulares en virtud de acto administrativo habilitante.

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XI. L OS INFORMES A LAS CORTES GENERALES El derecho comparado nos muestra la existencia de una obligación generalizada por parte de los ombudsmen de elaborar un “informe anual” dirigido al Parlamento en el que se han de recoger las actividades desarrolladas por el defensor, Informes que, como recuerda Fairén, 117 son muy apreciados por el público en general y por los juristas en especial, pues en ellos se halla el modo de pensar y de interpretar las normas de alguien que, siempre a juicio de Fairén, se halla muy de cerca del legislador, circunstancia que propicia que incluso los Tribunales los tengan muy en cuenta. También el derecho comparado muestra cómo junto a los “Informes generales anuales” al Parlamento, los ombudsmen están capacitados para dirigir al Poder Legislativo “Informes especiales” sobre casos extraordinarios en cualquier momento. Bien es verdad que en algunos casos, porcentualmente no en exceso significativos, 118 el Informe no se presenta ante el Parlamento, sino ante otro órgano, como el jefe del Estado o el gobierno. No faltan supuestos, así el del médiateur francés, en los que la rendición de cuentas que de alguna manera trasluce el Informe es doble, habiendo de presentarse dicho Informe ante el Parlamento y ante el presidente de la República. En España, el artículo 54 de nuestra norma suprema se hace eco de esa necesaria dación de cuentas a las Cortes Generales por parte del defensor del pueblo, lo que conforma a ésta como una verdadera obligación constitucional que pesa sobre el titular de la institución. En desarrollo de la determinación constitucional, la Ley Orgánica 3/1981 dedica un capítulo (el tercero del título III) a regular el “Informe a las Cortes”, rótulo del propio capítulo (artículos 32 y 33). El Informe a las Cortes presenta diferentes significados. En primer término, es claro que se nos presenta como una rendición de cuentas que el alto comisionado de las Cortes Generales rinde a las propias Cámaras, circunstancia en la que La Pergola 119 ve un índice de la relación fiduciaria que a juicio de ese autor, no compartido por nuestra parte, como ya se expuso, media entre el defensor y el Legislativo. En segundo lugar, la publicidad que acompaña a los Informes del defensor supone trasladar al 117 118 119

Fairén Guillén, Víctor, op. cit., nota 36, p. 1528. Cfr. al efecto, Pérez-Ugena y Coromina, María, op. cit., nota 21, pp. 256 y 257. La Pergola, Antonio, op. cit., nota 2, p. 80.

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conocimiento público la patología de las actuaciones administrativas en relación con los derechos y libertades constitucionales; ello presupone un nuevo instrumento de persuasión frente a aquellas actuaciones viciadas, disfuncionales o injustas que son públicamente denunciadas por el defensor del pueblo. En tercer término, los informes suponen, como señalara Oehling, 120 una suerte de “radiografía social” de lo que constituyen las preocupaciones de nuestros compatriotas, en especial en sus relaciones con las administraciones públicas, habiendo llegado algunos medios de comunicación a tildarlos de “memorial de agravios del pueblo español”. Finalmente, en cuanto en los últimos Informes anuales se abordan monográficamente una serie de temas de especial trascendencia social, bien por el elevado número de personas afectadas, bien por su especial conexión con los derechos constitucionales, propiciando una detenida toma de postura por parte de la institución frente a tales problemas, ello entraña la formulación a las Cámaras y a los demás poderes públicos de un conjunto de sugerencias encaminadas a la búsqueda de soluciones urgentes y eficaces con las que enfrentar y paliar los referidos problemas. El artículo 32.1 de su propia Ley Orgánica dispone que el defensor habrá de presentar su Informe anual ante las Cortes Generales “cuando se hallen reunidas en periodo ordinario de sesiones”. La Ley no precisa el momento concreto de presentación, si bien es obvio que éste se habrá de producir meses después de transcurrido el periodo anual. 121 El artículo 33.4 de la Ley establece asimismo que el defensor habrá de exponer oralmente un resumen del Informe ante los Plenos de ambas Cámaras, pudiendo intervenir los grupos parlamentarios a efectos de fijar su postura, norma que encuentra su reflejo en el artículo 200.1 del Reglamento del Congreso, complementado por la Resolución de la presidencia del Congreso sobre tramitación ante el Pleno de los informes anuales o extraordinarios del defensor del pueblo, del 21 de abril de 1992, y que ha de ponerse asimismo en conexión con el artículo 183 del Reglamento del Senado, desarrollado en este punto por la Resolución de

120 Oehling Ruiz, Hermann, op. cit., nota 8, p. 82. 121 Circunscribiéndonos a los dos últimos Informes,

recordaremos que el correspondiente a 1998 fue presentado ante la Comisión Mixta de Relaciones con el Defensor del Pueblo en sesión celebrada el 29 de junio de 1999, mientras que el relativo al año 1999, fue presentado ante la misma Comisión en sesión celebrada el 8 de noviembre de 2000.

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la presidencia de Alta Cámara, sobre tramitación ante el Pleno de la Cámara de los Informes del Defensor del Pueblo, del 28 de abril de 1992. Las resoluciones de la presidencia de cada Cámara establecen las mismas reglas de procedimiento para la sesión plenaria en la que se ha de exponer el Informe del defensor, reglas que pueden reconducirse a las siguientes: exposición por el defensor de un resumen del Informe; inicio de las deliberaciones una vez ausente aquél; intervención, por tiempo máximo de quince minutos, de un representante de cada grupo parlamentario para fijar su posición ante el mismo, no pudiendo presentarse con motivo de este asunto propuestas de resolución, sin perjuicio de las iniciativas reglamentarias que puedan proponerse. La norma legal prevé, finalmente (artículo 32.3), que los Informes anuales y, en su caso los extraordinarios, habrán de ser publicados. Fairén 122 se ha mostrado partidario de que la publicidad que presupone la publicación se produzca antes de su presentación al Parlamento. A juicio del citado autor, el defensor del pueblo debe asumir las responsabilidades de su trabajo, publicándolo antes de presentarlo a las Cámaras, publicación que habría de ser de tipo general y, por lo mismo, destinada al gran público. No estamos convencidos de la operatividad de esta publicidad previa que, por lo demás, no se produce por cuanto la publicación de tales Informes se lleva a cabo por las Cortes Generales, en unión del debate parlamentario que ha tenido lugar en cada Cámara inmediatamente después de la presentación del informe por el defensor y, por lo mismo, con ulterioridad a dicha presentación. 123 En cuanto al contenido del Informe, el artículo 32.1 de su Ley Orgánica, con carácter general, establece como finalidad primigenia del Informe la dación de cuentas anual a las Cortes de la gestión realizada, a cuyo efecto el artículo 33.1 precisa que el defensor dará cuenta “del número y tipo de quejas presentadas; de aquéllas que hubiesen sido rechazadas y sus causas, así como de las que fueron objeto de investigación y el resultado de la misma, con especificación de las sugerencias o recomendaciones admitidas por las administraciones públicas”. Aunque la previsión del artículo 33.1 de la Ley, en conexión con la del propio artículo 54 de la Constitución, que parece circunscribir la daFairén Guillén, Víctor, op. cit., nota 48, t. II, p. 34. Pueden confrontarse los dos últimos Informes publicados correspondientes a los años 1998 y 1999, 2 vols. En cada caso, Madrid, Cortes Generales, 1999 y 2001, respectivamente. 122 123

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ción de cuentas a las Cortes Generales a la función fiscalizadora de la actividad de la administración llevada a cabo por el defensor, pudiera conducir a entender, como hace Pérez Calvo, 124 que el contenido obligacional del Informe queda delimitado únicamente a las actuaciones del defensor en relación con la administración, quedando a la discreción del defensor el informar, por ejemplo, de los recursos que hubiera podido plantear ante el Tribunal Constitucional, una interpretación no tanto formal, sino material, del precepto constitucional y del artículo 32.1 de la Ley, deben conducirnos a entender la existencia de una obligación material por parte del defensor de dar cuenta a las Cortes Generales de todas aquellas actuaciones llevadas a cabo por el mismo en orden al cumplimiento de la función que constituye su verdadera razón de ser: la defensa de los derechos constitucionales, lo que se expande también a los recursos de inconstitucionalidad o de amparo interpuestos ante el Tribunal Constitucional. La praxis corrobora esta apreciación por cuanto en los Informes del defensor se contemplan tanto los recursos presentados como las solicitudes de interposición de recursos de amparo. El artículo 33.2 de la Ley Orgánica de la institución acoge una delimitación negativa del contenido de estos Informes al prescribir que “en el Informe no constarán datos personales que permitan la pública identificación de los interesados en el procedimiento investigador, sin perjuicio de lo dispuesto en el artículo 24.1”, norma esta última que, como ya vimos, permite publicitar la persistencia de una actitud hostil o entorpecedora de la labor de investigación del defensor por parte de cualquier organismo, funcionario, directivo o personal al servicio de la administración pública. La limitación en cuestión, que encuentra un antecedente próximo en la norma francesa reguladora del médiateur, supone un obstáculo importante frente al carácter de “magistratura de persuasión” con que se nos presenta el defensor; ciertamente, la persistencia en una actitud de hostilidad o de entorpecimiento de la labor fiscalizadora del defensor por parte de un funcionario o autoridad administrativa, excluye la aplicación de la cláusula limitadora del artículo 33.2; sin embargo, quizá hubiera sido más oportuno no supeditar esa exclusión a la persistencia en la actitud obstructiva, como, por ejemplo, ha hecho la Ley reguladora del Sindic de Greuges de las Islas Baleares. 124

Pérez Calvo, Alberto, op. cit ., nota 51, p. 572.

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Nos resta tan sólo señalar que buena parte de las reflexiones que preceden son de aplicación a los Informes extraordinarios que puede presentar el defensor del pueblo “cuando la gravedad o urgencia de los hechos lo aconsejen”, en el bien entendido de que, a diferencia de los Informes anuales ordinarios, los extraordinarios se podrán dirigir a las Diputaciones Permanentes de las Cámaras si éstas no se encontraran reunidas.



LA DEFENSA JURÍDICA DE LA CONSTITUCIÓN EVOLUCIÓN HISTÓRICA Y MODELOS DE CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD I. Introducción: la progresiva expansión de la jurisdicción constitucional y su funcionalidad en los regímenes democráticos

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II. La obra del juez Marshall y la doctrina de la judicial review 237 1. Los antecedentes ingleses: la doctrina del juez Coke . . .

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2. La judicial review en Norteamérica: sus orígenes, formulación de la doctrina y evolución 239 .

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III. El control político de la constitucionalidad de las leyes . . .

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1. El control político en los orígenes del constitucionalismo revolucionario francés 248 .

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2. La controversia acerca del jurie constitutionnaire defendido por Sieyès 251 .

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3. La evolución ulterior del control político en Francia . . .

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IV. La jurisdicción constitucional en la Europa de entreguerras .

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1. Los antecedentes del control autónomo de constitucionalidad en Europa 264 .

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2. El pensamiento kelseniano y el modelo austriaco de control autónomo de la constitucionalidad . . . . .

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3. Otros modelos de control autónomo de la constitucionalidad en la Europa de entreguerras . . 284 V. Bibliografía

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EVOLUCIÓN HISTÓRICA Y MODELOS DE CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD*

I. INTRODUCCIÓN: LA PROGRESIVA EXPANSIÓN DE LA JURISDICCIÓN CONSTITUCIONAL Y SU FUNCIONALIDAD EN LOS REGÍMENES DEMOCRÁTICOS En nuestros días, puede afirmarse de modo inequívoco que el control jurisdiccional de la constitucionalidad de las leyes se ha convertido, como dice Béguin, 1 en “une pièce classique de l’arsenal constitutionnel”. El origen de la referida institución no puede, sin embargo, hacerse coincidir, por lo menos en las democracias europeo-occidentales, con el inicio del fenómeno constitucional. Si en Estados Unidos el instituto de la judicial review admite ser considerado como algo consustancial a la propia Constitución, pues, como manifestara Charles Evans Hughes, siendo gobernador del estado de Nueva York, en palabras que han devenido clásicas: “Vivimos bajo una Constitución; más la Constitución es lo que los jueces dicen que es”, 2 en Europa no ha sucedido otro tanto. Y no por desconocimiento o indiferencia, pues, como advirtiera James Bryce a fines del siglo XIX, ningún otro rasgo del sistema americano de gobierno había “awakened so much curiosity in the European mind, caused so much discussion, received so much admiration, and been more frequently misunderstood” que el de la judicial review . 3 * Trabajo publicado en la obra colectiva coordinada por García Belaunde, Domingo y Fernández Segado, Francisco, La jurisdicción constitucional en Iberoamérica , Madrid, Dykinson y otras editoriales, 1997. 1 Béguin, Jean-Claude, Le contrôle de la constitutionnalité des lois en République Fédérale d’Allemagne , París, Economica, 1982, p. 1. 2 Citado por Carrillo Flores, Antonio, en el Prólogo a la obra del propio Evans Hughes, Charles, La Suprema Corte de los Estados Unidos, 2a. ed., México, Fondo de Cultura Económica, 1971, p. 7. 3 Bryce, James, The American Commonwealth , 3a. ed., Nueva York, 1906, p. 241.

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Muchas y no siempre de la misma naturaleza, son las razones que se han esgrimido para justificar el rechazo europeo a la figura procesal del recurso contra la inconstitucionalidad de las leyes. En 1920, Alvarado, 4 tras poner de relieve que nunca había sido el europeo un ambiente propicio para el arraigo y desenvolvimiento de este recurso, apuntaba como clave de las opuestas orientaciones de Europa y América, hacia la diversidad de circunstancias en que surgieron sus respectivos códigos basales. 5 Más recientemente, bien que en una dirección no excesivamente distante de la precedente, Dietze 6 afirma: “ Summarizing the reasons for the establishment of judicial review in America and its rejection in Europe, we may say, first of all, that they derive from the conditions that existed in the differents societies at the time of their respective revolutions and reforms”. Deteniéndose en un análisis más concreto acerca de esa disparidad de condiciones sociales, nos recuerda Dietze cómo en América el Parlamento inglés aparecía como “the great oppressor”, siguiéndole en tal papel el rey y su gobierno. Por el contrario, a los tribunales correspondía “the role of the liberator”. En Europa, la situación era casi diametralmente opuesta. El monarca era el tirano, asistido por sus jueces, y precisamente por ello, la liberación había de ser la tarea de las legislaturas, de los Parlamentos, en cuanto órganos representativos del pueblo. Por otra parte, mientras en América los individuos fueron protegidos por una ley que era superior a las elaboradas por el Congreso, en Europa, absorbidos por la “ volonté générale”, los ciudadanos se iban a ver salvaguardados por las leyes elaboradas por el Parlamento. En el posi4 Alvarado, A. Jorge, El recurso contra la inconstitucionalidad de las leyes, Madrid, Editorial Reus, 1920, pp. 79-81. 5 En América —significa Alvarado, op. cit., nota 4, p. 81—, como apareció el órgano antes que la función era preciso rodearlo de seguridades a fin de que, permaneciendo inalterable, el proceso funcional marchara siempre por los mismos cauces hasta conseguir que si en algún momento el órgano desaparecía, la misma inercia de la función originara otro nuevo igual o más perfecto quizá. En Europa, los pueblos contaban con un viejísimo historial...; se hallaba arraigado en la conciencia el hecho de ser causa de sí, de regirse libremente... Las Constituciones no fueron por tanto sino cambios más o menos bruscos en su organización interna... No eran, pues, apremiantes e imprescindibles las garantías de inalterabilidad. 6 Dietze, Gottfried, “American and Europe. Decline and Emergence of Judicial Review”, Virginia Law Review, vol. 44, núm. 8, diciembre de 1958, pp. 1233 y ss.; en concreto, p. 1241.

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cionamiento francés —que es, en aquel momento final del siglo XVIII, casi decir tanto como europeo— incidiría sobremanera la doctrina rusoniana de la infalibilidad del Parlamento, que se conecta con la concepción de la ley como expresión de la voluntad general. 7 El liberalismo y el constitucionalismo primitivo —argumentaría al efecto Otto Bachof en su celebérrimo discurso rectoral— 8 tenían una gran fé en la ley; no desconfiaban del legislador, sino, como ya dijo Montesquieu, del juez, consecuencia de su posición de servidor del príncipe en el Estado absoluto. Existía, pues, una preocupación no sólo ya por asegurar al juez frente a su anterior sujeción al soberano, sino también por vincularle como un esclavo a la letra de la ley, sólo en la cual se veía la garantía contra el arbitrio de la autoridad. La ley era la “carta magna de la libertad”; el juez, solamente su obediente servidor y ejecutor. De tales concepciones surgiría el vituperado positivismo jurídico con su equiparación entre ley y derecho. Pues bien, resulta evidente que el control de la constitucionalidad de las leyes, al crear un órgano capacitado para decidir acerca de la nulidad de las normas legislativas de procedencia parlamentaria, conculcaba frontalmente la referida doctrina rusoniana. Como al efecto indica Lyon, 9 desde la Ley del 16-24 de agosto de 1790, “faisant défense aux tribunaux judiciaires... de suspendre les décrets du Corps législatif”, el control de constitucionalidad parecía contrario a la concepción de la Ley como “expression de la volonté générale”, que emana de un Parlamento “expression de la souveraineté nationale”. En análoga dirección se pronunciaría Crisafulli, 10 para quien los institutos de la justicia constitucional no sólo quebrantaron el dogma ochocentista de la omnipotencia de la ley, y, con ello, de la llamada sobera7 A partir de la idea de que el objeto de las leyes es siempre general, entiende Rousseau que “es manifiesto que no hay que preguntar a quién corresponde hacer las leyes, puesto que son actos de la voluntad general..., ni si la ley puede ser injusta, puesto que no hay nada injusto con respecto a sí mismo”. Rousseau, Juan Jacobo, Contrato social, Madrid, Espasa-Calpe (Selecciones Austral), 1975, pp. 63 y 64. 8 Bachof, Otto, Jueces y Constitución , Madrid, Civitas, 1985, p. 49. 9 Lyon, Jean. “Le contrôle de la constitutionnalité des lois en France”, Informations Constitutionnelles et Parlementaires , núm. 105, primer trimestre de 1976, pp. 30 y ss.; en concreto, p. 30. 10 Crisafulli, Vezio, “Giustizia costituzionale e potere legislativo”, en el colectivo, Scritti in onore di Costantino Mortati (Aspetti e tendenze del diritto costituzionale ), vol. 4: La garanzie giurisdizionali e non giurisdizionali del diritto objettivo , Milán, Giuffrè Editore, 1977, pp. 129 y ss.; en concreto, p. 132.

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nía de la Asamblea, sino que, al unísono, vinieron a constituir “un elemento perturbatore dello schema di una ‘democrazia pura’, specie se gli organi cui spetta il sindacato sulle leggi siano privi di legitimazione democratica, perché non promananti dal popolo e sforniti di carattere rappresentativo”. Desde luego, la idea de que la judicial review es antidemocrática no es una mera cuestión académica de filosofía política, sino que, como ha advertido Rostow, 11 al igual que la mayoría de las abstracciones, tiene consecuencias prácticas de largo alcance. Y en efecto, los argumentos precedentes, y de modo específico el último de ellos (el carácter antidemocrático de la jurisdicción constitucional), condujeron, sobre todo en Francia, a acuñar la despectiva fórmula del gouvernement des juges para calificar al sistema norteamericano de gobierno; buen ejemplo de lo que acabamos de decir nos lo ofrece la clásica obra de Lambert. 12 Con tal calificativo se quería significar el carácter no representativo del sistema político norteamericano. Más aún, los juicios del Tribunal Supremo norteamericano acerca de la legislación social y económica fueron utilizados como una evidencia de que el instituto de la judicial review “ was a conservative and reactionary device operating to frustrate social welfare programs undertaken by the state”. 13 Y aún esta problemática sigue estando planteada en términos muy semejantes por la doctrina francesa, o al menos por un sector —si se quiere reducido— de la misma. Valgan a modo ejemplificativo las siguientes reflexiones de Chiroux: “Le contrôle de la constitutionnalité des lois aboutit toujours au même dilemme: ce contrôle est exercé par un organe politique, mais quel organe peut être, en démocratie, supérieur au Parlement? Il faut alors s’en remettre aux tribunaux, mais est-il concevable, en démocratie, que le dernier mot appartienne aux juges? N’est-ce pas instaurer ce ’gouvernement des juges’ tant redouté?”. 14 11 Rostow, Eugene V., “The democratic character of judicial review”, Harvard Law Review, vol. 66, núm. 2, diciembre de 1952, pp. 193 y ss.; en concreto, p. 194. 12 Lambert, Eduard, Le gouvernement des juges et la lutte contre la législation sociale aux Etats Unis , París, Giard, 1921. 13 Deener, David, “Judicial Review in Modern Constitutional Systems”, The American Political Science Review , vol. XLVI, núm. 4, diciembre de 1952, pp. 1079 y ss.; en concreto, p. 1090. 14 Chiroux, René, “Faut-il réformer le Conseil?”, Pouvoirs, núm. 13, 1980, pp. 101 y ss.; en concreto, p. 108. Asimismo, del propio autor, “Le spectre du governement

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Sin embargo, como Rostow, con inequívoca lucidez ha sostenido en relación a los Estados Unidos, 15 es un error insistir en que ninguna sociedad es democrática a menos que tenga un gobierno con poderes ilimitados, y que ningún gobierno es democrático a menos que su legislatura tenga poderes ilimitados. Bien al contrario, “constitutional review by an independent judiciary is a tool of proven use in the American quest for an open society of widely dispersed powers”. Más aún, cree Rostow 16 que en un país tan enorme como Norteamérica, de población tan entremezclada y dispar, y con problemas territoriales bien diferentes, una organización de la sociedad de este tipo es la base más segura para las esperanzas de la democracia. La primera posguerra marcará un giro radical en los posicionamientos constitucionales europeos en torno al instituto de la judicial review . Hay quien llega a hablar de un auténtico acontecimiento revolucionario 17 al referirse a la adopción por algunos códigos constitucionales del viejo Continente del mentado instituto, aun cuando creemos que es más razonable entender con Mirkine-Guetzévitch 18 que tal circunstancia debe enmarcarse en el proceso de racionalización del poder característico de la primera posguerra. El cambio de perspectiva está íntimamente vinculado al pensamiento de un eximio jurista, Hans Kelsen, de cuya construcción nos ocuparemos en un momento ulterior. El constitucionalismo de la segunda posguerra nos ofrece una verdadera eclosión de los institutos y órganos de control de la constitucionalidad. Ya Ollero, en 1949, es decir, muy poco después de finalizada la contienda, se hacía eco de esta circunstancia. 19 Reflejada en la letra de

des juges”, Revue Politique et Parlementaire , núm. 868, mayo-junio de 1977, pp. 15 y ss.; en concreto, p. 30. 15 Rostow, Eugene V., op. cit., nota 11, p. 199. 16 Ibidem, p. 200. 17 Dietze, Gottfried, (“Judicial Review in Europe”, Michigan Law Review , vol. 55, núm. 4, febrero de 1957, pp. 539 y ss.; en concreto, p. 558) afirma al respecto que “the establishment of judicial review by the modern constitutions of Western Europe can be considered a revolutionary feat”. 18 Mirkine-Guetzévitch, Boris, Modernas tendencias del derecho constitucional , Madrid, Reus, 1934, p. 31. 19 Ollero Gómez, Carlos, “El nuevo derecho constitucional (El control de constitucionalidad de las leyes en el derecho constitucional de la postguerra)”, Archivo de Derecho Público, II, Universidad de Granada, 1949, pp. 9 y ss.

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varios ordenamientos constitucionales y asumida en diversos países por amplios sectores doctrinales, 20 la institución del control de la constitucionalidad de las leyes iba a sufrir un cambio radical de perspectiva tras las terribles lecciones sacadas de los abusos cometidos por los regímenes nazi y fascista. Como se ha advertido, la célebre fórmula según la cual “el legislador no puede hacer mal” (que había sucedido al conocidísimo adagio inglés, “the king can not do wrong”) iba a ser revisada. El Parlamento podía ser un opresor. Podía atentar contra las libertades. 21 Esta circunstancia, en cierta medida, pudo impulsar, a modo de reacción, el desenvolvimiento generalizado de los Tribunales Constitucionales en la Europa de la segunda posguerra; Alemania e Italia constituyen dos buenas pruebas al respecto. Quizá por todo lo expuesto, Taylor Cole 22 ha podido manifestar que “the Constitutional Courts in Europe are in part the products of reaction against a gloomy past”, y Dietze ha aludido al convencimiento europeo acerca de los peligros de la supremacía del legislativo y de la deificación de la ley: “the Europeans, convinced through bitter experience of the dangers of legislative supremacy and the resultant deification of codified law, discarted the values of the French Revolution”. 23 Pero en todo caso, y al margen ya de las particularmente trágicas circunstancias históricas por las que atraviesan Alemania e Italia en el periodo de entreguerras, es lo cierto que otros argumentos incidirán para potenciar de modo en verdad extraordinario, a partir de 1945, la jurisdicción constitucional. Otto Bachof, en su genial discurso de toma de posesión de la dignidad rectoral en la Universidad de Tubinga, los ha compendiado de modo magistral. 24 Advierte Bachof que los dos supuestos en que se basaba la concepción de la ley a principios del siglo XIX han desaparecido hoy en gran parte. Frente a la idea de la ley como la ratio convertida en norma, como un mandato orientado en función de la justicia, en el moderno 20 Cfr. al respecto, Dietze, Gottfried, op. cit., nota 17, pp. 545-548. 21 Favoreu, Louis, “Actualité et legitimité du contrôle juridictionnel

des lois en Europe occidentale”, Revue du Droit Public et de la Science Politique , núm. 5, septiembre-octubre de 1984, pp. 1147 y ss.; en concreto, p. 1175. 22 Cole, Taylor, “Three Constitutional Courts: a Comparison”, The American Political Science Review, vol. LIII, núm. 4, diciembre 1959, pp. 963 y ss.; en concreto, p. 983. 23 Dietze, Gottfried, op. cit., nota 6, p. 1259. 24 Bachof, Otto, op. cit., nota 8, pp. 50-53.

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Welfare State , la ley ha pasado a primer plano como acto de conformación política orientado a un fin, como una medida determinada para superar una situación concreta y, por ello, planeada a corto plazo y negociada a menudo en el conflicto de grupos contrapuestos de intereses. De otro lado, si antaño se consideraba que las mejores garantías para que la justicia de las leyes quedara protegida radicaban en la entrega de la función legislativa al Parlamento, a los elegidos, en el desempeño de su mandato, pero sometidos solamente a su conciencia de representantes de la voluntad del pueblo, en nuestros días, en la medida en que la ley se convirtió en un medio para la realización de cambiantes fines políticos, necesariamente, la lucha por la preeminencia de este o de aquel interés concreto tenía que ser llevada también a los órganos legislativos, perjudicándose con ello la aptitud de estos órganos para fijarse en el valor jurídico que vincula la voluntad política. Si a lo expuesto unimos, de una parte, los bruscos cambios que el Parlamento mismo ha experimentado en su posición y estructura, por virtud de la entrada en la escena político-parlamentaria de los partidos, que ha implicado que en vez de la representación de todo el pueblo por personas independientes, haya penetrado en el Parlamento el mandato vinculado a los partidos, y de otra, el fabuloso incremento de la carga de trabajo de los Parlamentos, producido por la transformación de la función legislativa, que impide de todo punto a las Cámaras revisar todas las leyes con ese cuidado que sería necesario para poder manifestar aún sin reparo la primitiva confianza en el producto “ley”, tendremos así perfilada una situación radicalmente diferente de la existente en el siglo XIX, que ha propiciado la completa quiebra del dogma rusoniano. Sin embargo, si bien es cierto que todos los argumentos precedentes tienen per se una incuestionable entidad, no podemos olvidar una última razón, posiblemente la de mayor envergadura. La adecuación de la ley a la Constitución debe considerarse no sólo como una consecuencia de la propia supremacía formal del código constitucional (en los textos constitucionales dotados de una especial rigidez), sino, lo que más importa, como la resultante de su misma supremacía material. En efecto, como significa Trujillo, 25 una importante dimensión del marco de referencia de la constitucionalidad es la representada por la 25 Trujillo, Gumersindo, “La constitucionalidad de las leyes y sus métodos de control”, Dos estudios sobre la constitucionalidad de las leyes , La Laguna, Universidad de La Laguna, 1970, pp. 5 y ss.; en concreto, p. 23.

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ampliación que se produce como consecuencia del abandono de una concepción rígidamente formalista del orden constitucional, para remontarse hasta los principios que, en cuanto expresión de los fines y objetivos hacia los que se ha de orientar la actividad del Estado, vinculan y limitan su potestad normativa. En tal sentido, el ejemplo más significativo lo proporciona el moderno constitucionalismo alemán, con su concepción de un Wertordnung u “orden de valores” subyacentes a la Constitución y que vincula a todos los poderes del Estado. La enérgica pretensión de validez de las normas materiales de nuestra Constitución se explica precisamente por ese orden de valores que se manifiesta expresamente en la ordenación de los derechos y libertades, un orden de valores que, como bien dijera Bachof, 26 no ha sido creado por la Constitución, sino que ésta se limita a reconocerlo y garantizarlo, y cuyo último fundamento se encuentra en los valores determinantes de la cultura occidental, en una idea del hombre que descansa en esos valores. No es cuestión de intentar ahora aproximarnos a una concreción de cuáles sean esos valores; digamos, no obstante, que todos traen su causa del valor supremo, del núcleo axiológico central, la dignidad de la persona humana. De ahí que el constitucionalismo haya sido definido por Dietze 27 como “a condition under which the individual is protected from the arbitrary government”. La conjunción de todas estas variables conducirá al término de la Segunda Gran Guerra, de un lado, a lo que Favoreu 28 ha llamado “une redécouverte de la Constitution comme texte à caractère juridique”, esto es, a una reafirmación o redescubrimiento (si se piensa que fue en el constitucionalismo norteamericano donde tuvo lugar tal descubrimiento) del carácter normativo del código constitucional, y de otro, al nacimiento y expansión de la jurisdicción constitucional, que va además a ver ampliado su ámbito competencial de modo sensible. Ciertamente no han faltado autores, como es el caso de Dietze, que han puesto de relieve (Dietze lo hizo en 1957) que la introducción de la judicial review en Europa tras la Segunda Gran Guerra no fue acompañada por el desarrollo de nuevas ideas fundamentales acerca de la institución. 29 Pero, por nuestra parte, nos sentimos mucho más identificados con el juicio de 26 27 28 29

Bachof, Otto, op. cit., nota 8, p. 40. Dietze, Gottfried, op. cit., nota 17, p. 563. Favoreu, Louis, op. cit., nota 21, p. 1176. Dietze, Gottfried, op. cit., nota 17, p. 558.

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Lucas Verdú, 30 quien ha subrayado que la jurisdicción constitucional de la segunda posguerra nos ofrece como novedad sustantiva un ensanchamiento de su ámbito en la medida que abarca, a la sazón, contenidos no sólo técnicos, sino, además, materias que rozan aspectos de indudable cariz político. 31 A este respecto, la sensibilidad de los Tribunales Constitucionales en orden a la más eficaz salvaguarda de los derechos ha propiciado que pueda hablarse una “jurisdicción constitucional de la libertad”. 32 Más aún, creemos que bien puede sostenerse que la libertad es impensable sin la existencia de un control de la constitucionalidad de las leyes. En análogo sentido se ha manifestado Dietze cuando afirma: “In our time individual freedom without judicial review seems unthinkable”, para añadir de inmediato: “ Judicial review seems to be vital for the protection of the individual’s liberty in a democratic society”. 33 Y Cappelletti no sólo considera a la jurisdicción constitucional como un medio capaz de hacer efectivos los derechos fundamentales, esto es, “tutte le situazioni soggettive fondamentali”, y ello aun cuando las normas constitucionales se limiten a una enunciación programática (reflexión ésta que requeriría de ciertos matices según las peculiaridades funcionales de la jurisdicción constitucional en cada país, matices en los que, sin embargo, no vamos a entrar), sino, además, como un eficaz instrumento de equilibrio de poderes. 34 El propio autor no duda en asegurar, en otro lugar, 35 que la existencia de la jurisdicción constitucional se 30 Lucas Verdú, Pablo, “Problemática actual de la justicia constitucional y del examen de constitucionalidad de las leyes”, Boletín Informativo del Seminario de Derecho Político , mayo-octubre de 1957, pp. 99 y ss.; en concreto, p. 104. 31 Quizá esta ampliación del ámbito de la jurisdicción constitucional refleje en cierto modo la diversidad de motivaciones a que va a responder la aparición de los tribunales constitucionales en Europa. Louis Favoreu (“Le Conseil Constitutionnel régulateur de l’activité normative des pouvoirs publics”, Revue du Droit Public et de la Science Politique, 1967, pp. 5 y ss.; en concreto, pp. 9 y 10) se ha referido a tres motivaciones diferentes: la estructura federal o cuasi-federal de los Estados que han previsto los tribunales constitucionales; la preocupación por organizar una protección eficaz de los derechos del hombre después de periodos de perturbaciones más o menos graves, y por último, la preocupación por garantizar el mantenimiento de un régimen democrático. 32 Cappelletti, Mauro, La giurisdizione costituzionale delle libertà (Primo studio sul ricorso costituzionale), Milán, Giuffrè, 1976. 33 Dietze, Gottfried, op. cit., nota 6, pp. 1234-1236. 34 Cappelletti, Mauro, op. cit., nota 32, p. 134. 35 Cappelletti, Mauro, “Nécessité et legitimité de la justice constitutionnelle”, Revue Internationale de Droit Comparé, año XXXIII, núm. 2, abril-junio de 1981 (número

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impone en la época actual, pues, de un lado, viene a equilibrar el considerable e inquietante crecimiento del legislativo y del ejecutivo, fruto a su vez de la gradual transformación del Estado providencia en un Estado administrativo, 36 mientras que, de otro, se deriva ineludiblemente de la expansión de las declaraciones de derechos, 37 declaraciones que bien puede decirse, a nuestro modo de ver, que constituyen el común denominador de la mayoría de los textos constitucionales de la pasada centuria, y muy en especial, de los que han sido concebidos como reacción contra los abusos y perversiones de los regímenes dictatoriales que condujeron a la Segunda Guerra Mundial, y que además han dejado de ser proclamaciones meramente filosóficas o retóricas desde el mismo momento en que su aplicación efectiva se confía a órganos independientes de los poderes políticos, es decir, a tribunales de justicia. Y a todo lo anterior hay que añadir, ya para finalizar, la importantísima función de integración del ordenamiento jurídico que cumplen en nuestros días los órganos titulares de la jurisdicción constitucional. Esa integración ha de estar asentada inexcusablemente en un orden material de valores, aquel precisamente que proclama toda norma suprema, o, en defecto de tal proclamación expresa, que entresaca de su articulado el intérprete supremo de la misma y el resto de los órganos jurisdiccionales. Como significara Lucas Verdú, 38 mediante la justicia constitucional se cumple, y se asegura, el orden fundamental en la medida en que se aplican a casos concretos las normas constitucionales, se esclarece el ámbito de aplicación de tales normas, se garantiza el cumplimiento de la ley fundamental, que prevalece sobre la norma ordinaria, e incluso se va integrando el derecho constitucional. En este sentido, la justicia constitucional significa la autoconciencia que la Constitución posee de su propia eficacia y dinamismo.

monográfico dedicado a la “La protection des droits fondamentaux par les juridictions constitutionnelles en Europe. Allemagne Fédérale, Autriche, France, Italie”), pp. 625 y ss. Existe traducción de este trabajo, publicado en la obra Tribunales constitucionales europeos y derechos fundamentales , Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1984, pp. 599 y ss. 36 Cappelletti, Mauro, “Nécessité et legitimité de la justice constitutionnelle”, Revue Internationale de Droit Comparé, cit., nota 35, p. 631. 37 Ibidem, pp. 635 y ss. 38 Lucas Verdú, Pablo, op. cit., nota 30, p. 102.

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II. LA OBRA DEL JUEZ M ARSHALL Y LA DOCTRINA DE LA JUDICIAL REVIEW

1. Los antecedentes ingleses: la doctrina del juez Coke Dietze 39 ha sintetizado con cierta clarividencia el devenir histórico de la jurisdicción constitucional en los siguientes términos: “ Judicial review, having originated in Europe and been accepted as a doctrine in the United States, has returned to Europe elaborated and expanded by american judges”. Y en efecto, la idea de atribuir a unos órganos jurisdiccionales la función de “guardián de la Constitución” hunde sus raíces en Europa. Bástenos al respecto con recordar la que Cappelletti ha denominado 40 “batalla de lord Edward Coke por la supremacía del « common law»”. Coke esgrimirá su doctrina sobre la autoridad del juez en cuanto árbitro entre el rey y la nación con ocasión de su enfrentamiento con el rey Jacobo I. Frente al monarca, que pretendía que los jueces eran meros delegados suyos, lo que, a su juicio, le legitimaba para ejercer personalmente la función judicial, Coke respondería atribuyendo en exclusiva a los jueces tal función con base en que los magistrados se habían adoctrinado en la difícil ciencia del derecho. Y frente al Parlamento, Coke subrayaría la tradicional supremacía del common law sobre la autoridad del Parlamento. And it appears in our books —proclamará Coke en el celebérrimo Bonham s case (1610)—, that in many cases, the common law will controul acts of Parliament, and sometimes adjudge them to be utterly void: for when an act of parliament is against common right and reason, or repugnant, or impossible to be performed, the common law will controul it, and adjudge such act to be void... Herle saith, some status are made against law and right, which those who made them perceiving, would not put them in executio. 41 '

Dietze, Gottfried, op. cit., nota 6, p. 1272. Cappelletti, Mauro, Il controllo giudiziario di costituzionalit á delle leggi nel diritto comparato, 7a. ristampa, Milán, Giuffrè, 1978, pp. 41-48. 41 Dr. Bonham’s Case, 8 Co. Rep. 1610. Sentencia recogida en la colección documental “The Founder’s Constitution”, editada por Philip B. Kurland y Ralph Lemer, volumen 5, The University of Chicago Press, 1987, p. 303. 39 40

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El supuesto de hecho que motiva el fallo es bien conocido. En 1606, el doctor Thomas Bonham, médico ejerciente en la ciudad de Londres, fue requerido, a fin de ser examinado, por el “Royal College of Physicians”. Declarado incompetente para el ejercicio de la medicina tras el oportuno examen, fue multado por haberla llevado a cabo sin la oportuna licencia, prohibiéndosele en el futuro el ejercicio de la misma. El doctor Bonham, que había obtenido su título de medicina por la Universidad de Cambridge, hizo caso omiso de la prohibición, por lo que fue condenado a prisión y privado de su libertad, en aplicación de una Carta de Enrique VII posteriormente convertida en ley. El doctor Bonham recurrió contra el Royal College ante la Corte que presidía sir Edward Coke. La Sentencia, del año 16 10, entendió, en primer término, que la jurisdicción del Royal College no abarcaba el caso en cuestión, y en segundo lugar, que si la ley había atribuido al Royal College tal competencia, dicha ley debía ser considerada nula, tesis esta última en la que bien puede verse el germen de la judicial review . Coke fundamentó su Sentencia en cuatro precedentes de la jurisprudencia inglesa, introduciendo en uno de ellos una novedad radical, como puso de relieve tiempo atrás Plucknett, 42 quizá el mejor estudioso del celebérrimo caso. En efecto, Coke adicionaría al citado precedente la siguiente reflexión propia: “...for whem an act of parliament is against common right and reason..., the common law will controul it, and adjudge such act to be void”. Quiere ello decir que el statute , la norma parlamentaria, no es anulada, sino ignorada, inaplicada. En todo caso, la consideración antes expuesta de que en la doctrina sentada por Coke en 1610 debe verse el germen de la judicial review norteamericana, no puede sostenerse sin efectuar algunas consideraciones adicionales, siguiendo en este punto la línea argumental del quizá mayor estudioso de la historia del control de la constitucionalidad, Mario Battaglini. 43 Para este autor, es claro que Coke quiso reflejar la supremacía del common law sobre la voluntad regia, y precisamente a partir de tal premisa supeditaría los actos del Parlamento al common law , pero ello en tanto en cuanto el Parlamento actúa como un órgano de la 42 Plucknett, “Bonham’s Case and Judicial Review”, Harvard Law Review, vol. XL, noviembre de 1926, pp. 31 y ss.; en concreto, p. 36. 43 Battaglini, Mario, Contributi alla storia del controllo di costituzionalit á delle leggi, Milán, Giuffrè, 1957.

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voluntad regia. Así las cosas, equiparar el common law al fundamental law sería del todo improcedente, por cuanto, en último término, Coke lo que pretendía era forzar la escisión del Parlamento respecto del Monarca y proclamar la supremacía de la voluntad parlamentaria frente a la del rey. 44 La doctrina de Coke estaba llamada a quedar en buen grado relegada al olvido en Inglaterra tras el triunfo de la “ Glorious Revolution”, bien que en el siglo XVIII puedan apuntarse algunos rescoldos que revelan aislados intentos de llevar a cabo un control de la constitucionalidad de las leyes. 45 2. La judicial review en Norteamérica: sus orígenes, formulación de la doctrina y evolución La disipación de los efectos de la Sentencia del juez Coke explica que cierta doctrina haya reivindicado para Norteamérica la paternidad de la judicial review, creemos que con evidente razón. Y así, Grant 46 ha subrayado que el depósito de la confianza en los tribunales para hacer cumplir la Constitución como norma superior a la legislación ordinaria emanada del Parlamento, debe ser considerado como una contribución de América a la ciencia política. Y en análoga dirección, Beard, 47 tras calificar la creación jurisprudencial de la judicial review como la piedra angular de toda la estructura constitucional de los Estados Unidos, ha considerado tal mecanismo como la más original contribución a la ciencia política realizada por el genio político americano. Y como advierte Cappelletti, 48 la razón de tal hecho es verdaderamente paradójica, pues se encuentra en la antes referida supremacía del Parlamento inglés, y se produce un tanto a modo de reacción frente a la primacía parlamentaria. 44 Battaglini, Mario, “Contributo allo studio comparato del controllo di costituzionalità: i paesi che non hanno controllo”, Rivista Trimestrale di Diritto Pubblico, 1962, pp. 750-752. 45 Cfr. al efecto, Battaglini, Mario, ibidem, p. 758. 46 Grant, James A. C., El control jurisdiccional de la constitucionalidad de las leyes. Una contribución de las Américas a la ciencia política, México, UNAM, 1963. 47 Beard, Charles, An Economic Interpretation of the Constitution of the United States, Nueva York, MacMillam, 1968, p. 162. 48 Cappelletti, Mauro, (Il controllo giudiziario di costituzionalità delle leggi nel diritto comparato , 7a. ristampa, Milán, Giuffrè, 1978, p. 42) afirma al respecto: “Paradossalmente, la ‘supremazia del Parlamento’ in Inghilterra ha favorito la nàscita della cosiddetta ‘supremazia dei giudici’ negli Stati Uniti d’America”.

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El origen de la judicial review en Norteamérica hay que situarlo en la etapa colonial. Es conocido y bien significativo el hecho de que los tribunales coloniales apelasen a los Tribunales superiores ingleses frente a determinadas leyes de las Asambleas coloniales. Estas prácticas tuvieron su continuidad en el periodo comprendido entre la Independencia y la Convención Constituyente. Bien es cierto que, como afirma Olivetti, 49 se puede discutir, a propósito de los cases anteriores a 1787, en los cuales se va a ejercitar de modo efectivo la revisión judicial, pero está fuera de toda duda o discusión que entre 1776 y 1787 se consolidó el principio según el cual: “issues of constitutionality might be raised in litigation”. Con todo, no puede dejar de reconocerse que el principio federal había de ejercer un poderoso impacto sobre la judicial review . En la Convención Constitucional de 1787, muchos de los miembros asistentes, directamente relacionados con la redacción de la Constitución, fueron conscientes del principio de la judicial review , y algunos de ellos, significa Deener, 50 se mostraron claramente favorables a ella. 51 Quizá la última ratio de esta orientación proclive a la judicial review haya que buscarla, a nuestro entender, en una radicalmente nueva concepción de la forma de gobierno, que ya late con fuerza en la Declaración de Independencia, del 4 de julio de 1776, y que encuentra su soporte teórico en la que bien podríamos tildar de filosofía política de la libertad. 52 En análoga dirección se ha pronunciado Sanz-Cid, 53 para quien el sistema constitucional norteamericano se construyó partiendo 49 Olivetti Rason, Nino, La dinamica costituzionale degli Stati Uniti d’America , Padova, CEDAM, 1984, p. 114. 50 Deener, David, op. cit., nota 13, p. 1081. 51 La discusión convencional en torno a esta cuestión puede verse en Beard, Charles A., The Supreme Court and the Constitution , Nueva York, 1912, pp. 17 y ss. 52 “Sostenemos como evidentes —puede leerse en el párrafo segundo de la referida Declaración— estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios, y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrezca las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad...”. 53 Sanz-Cid, Carlos, “Sobre etiología del control judicial de la constitucionalidad de las leyes”, Revista del Instituto de Ciencias Sociales , núm. 8, 1966, pp. 39 y ss.; en concreto, pp. 48 y 49.

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del concepto de valor, autonomía y dignidad del hombre individual como irreductible realidad anterior a la sociedad. La prueba más patente de que, como antes dijimos, en la Convención se abordó el principio de la judicial review, aun cuando finalmente no se formalizara en el articulado constitucional, nos la ofrecen los comentarios a la Constitución que, escritos por Hamilton, Madison y Jay, se publicaron en tres periódicos de la ciudad de Nueva York, recibiendo el título de El Federalista al publicarse ulteriormente bajo el formato de un libro. 54 Hamilton, en el artículo LXXVIII, primero de los dedicados al Poder Judicial, completando la Constitución y haciendo expreso lo que en ella era simplemente una posibilidad latente, sentaba las bases de la revisión por el Poder Judicial de los actos y leyes contrarios a la Constitución. Basta con leer algunos de los párrafos del citado artículo para constatar lo inequívoco de este aserto: 55 El derecho de los tribunales a declarar nulos los actos de la legislatura, con fundamento en que son contrarios a la Constitución, ha suscitado ciertas dudas como resultado de la idea errónea de que la doctrina que lo sostiene implicaría la superioridad del Poder Judicial frente al Legislativo. Se argumenta que la autoridad que puede declarar nulos los actos de la otra necesariamente será superior a aquella de quien proceden los actos nulificados. Como esta doctrina es de importancia en la totalidad de las Constituciones americanas, no estará de más discutir brevemente las bases en que descansa.

Planteado en tales términos el problema, Hamilton procede a sentar la premisa sobre la que construir una solución al mismo: No hay proposición —razona— que se apoye sobre principios más claros que la que afirma que todo acto de una autoridad delegada, contrario a los términos del mandato con arreglo al cual se ejerce, es nulo. Por lo tanto, ningún acto legislativo contrario a la Constitución puede ser válido. Negar esto equivaldría a afirmar que el mandatario es superior al mandante, que el servidor es más que su amo... 54 Hamilton et al., El Federalista, 1a. reimpresión de la 2a. ed., México, Fondo de Cultura Económica, 1974. 55 Hamilton, Alexander, “Artículo LXXVIII”, El Federalista , cit., nota 54, pp. 330-336.

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Y tras el precedente razonamiento, se aborda el limitado papel que corresponde al legislativo y el perfil funcional con que debe concebirse a los tribunales: Si se dijere que el cuerpo legislativo por sí solo es constitucionalmente el juez de sus propios derechos y que la interpretación que de ellos se haga es decisiva para los otros departamentos, es lícito responder que no puede ser ésta la presunción natural en los casos en que no se colija de disposiciones especiales de la Constitución. No es admisible suponer que la Constitución haya podido tener la intención de facultar a los representantes del pueblo para sustituir su voluntad a la de sus electores. Es mucho más racional entender que los tribunales han sido concebidos como un cuerpo intermedio entre el pueblo y la legislatura, con la finalidad, entre otras varias, de mantener a esta última dentro de los límites asignados a su autoridad.

En lógica armonía con las precedentes consideraciones, Hamilton atribuirá a los tribunales la trascendental función de interpretar las leyes, prefiriendo la Constitución en el supuesto de que se produjere una discrepancia entre ésta y cualquier ley ordinaria: La interpretación de las leyes —razona Hamilton— es propia y peculiarmente de la incumbencia de los tribunales. Una Constitución es de hecho una ley fundamental y así debe ser considerada por los jueces. A ellos pertenece, por lo tanto, determinar su significado, así como el de cualquier ley que provenga del cuerpo legislativo. Y si ocurriere que entre las dos hay una discrepancia, debe preferirse, como es natural, aquella que posee fuerza obligatoria y validez superiores; en otras palabras, debe preferirse la Constitución a la ley ordinaria, la intención del pueblo a la intención de sus mandatarios.

La comprensión de la tesis de Hamilton exige atender no sólo al artículo LXXVIII, publicado en mayo de 1788, del que se han extraido los anteriores párrafos, sino también al artículo XXXIII, publicado en enero del mismo año, y en el que puede leerse lo que sigue: Si el gobierno federal sobrepasara los justos límites de su autoridad, haciendo un uso tiránico de sus poderes, el pueblo, de quien es criatura, debe invocar la norma que ha establecido y tomar las medidas necesarias para reparar el agravio hecho a la Constitución, como lo sugieran las exi-

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gencias del caso y lo justifique la prudencia. La constitucionalidad de una ley tendrá que determinarse en todos los casos según la naturaleza de los 56 poderes en que se funde.

El planteamiento inmediatamente precedente se aparta de modo notorio del defendido en el artículo LXXVIII, publicado cuatro meses después, y ello nos revela, en buena medida, que Hamilton manejaría dos tesis diferenciadas en los dos artículos de El Federalista citados. En el artículo LXXVIII, Hamilton, partiendo de la tesis destilada por el sistema jurídico del common law, de que la interpretación de las leyes es un derecho peculiar de los tribunales, tesis que recuerda la que los constituyentes de Massachusetts, y especialmente John Adams, plasmaran en la Constitución del estado de Massachusetts de 1780, en cuyo artículo XXIX de la Declaración de Derechos que integraba la Constitución, siguiendo lo ya establecido por el Preámbulo de esta carta constitucional, se podía leer que: “Es esencial para la preservación de los derechos de cada individuo, su vida, libertad, propiedad y carácter que haya una imparcial interpretación de las leyes, y administración de justicia”, 57 llegaba a la conclusión de que los tribunales gozaban del derecho a declarar nulos los actos de la Legislatura, en cuanto los entendieran contrarios a la Constitución. En el artículo XXXIII, Hamilton, por el contrario, no parece entender que de la Constitución se derive el derecho de los jueces y tribunales a llevar a cabo la judicial review, anulando a través de ella las leyes contrarias a la Constitución. La contradicción entre ambos planteamientos ha sido explicada por Crosskey 58 a partir de una circunstancia que si bien era coyuntural, revelaba una concepción de fondo del Poder Judicial diseñado por los constituyentes de Filadelfia bien distinta de la que finalmente se decantaría en el constitucionalismo norteamericano. En efecto, durante la campaña de ratificación de la Constitución Federal de 1787, los antifederalistas esgrimieron contra el perfil constitucional del Poder Judicial el argumento de que el mismo estaba concebido como un instrumento de cen56 Hamilton, Alexander, “Artículo XXXIII”, El Federalista, cit., nota 54, pp. 129132; en concreto, p. 131. 57 Puede verse en Kurland, Philip B. y Lerner, Ralph (eds.), The Founders Constitution, Chicago, The University of Chicago Press, 1987, vol. I, p. 13. 58 Winslow Crosskey, William, Politics and the Constitution in the History of the United States , Chicago, The University of Chicago Press, 1953, vol. II, p. 1027. '

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tralización frente a los Estados miembros de la Unión; no era ajena a ello la idea de que, en su inicio, la judicial review parecía pensada tan sólo frente a las leyes de las Legislaturas de los Estados de la Unión. En tal situación, y a fin de rebatir tal argumento, Hamilton objetivaba en su artículo LXXVIII la función del Poder Judicial, extendiendo la judicial review a las leyes no sólo de las Legislaturas de los estados, sino también a las emanadas del Congreso de la Unión. Pese a la inequívoca opción a favor de la judicial review que manifiesta el triunvirato, oculto bajo el seudónimo de Publio, durante la publicación (entre octubre de 1787 y mayo de 1788) de los ochenta y cinco ensayos que integran El Federalista , así como de los antecedentes descritos en el seno de la Convención Constituyente, lo cierto es que todo ello no propiciaría la implantación del control de la constitucionalidad de las leyes por los órganos jurisdiccionales, por lo menos de modo inmediato. Es más, Lambert 59 llega a significar que tras la Constitución de 1787, todos se hallaban convencidos de que no existía sobre el Continente gobierno alguno superior a los Estados que pudiera legítimamente juzgar en último término acerca de la extensión de los poderes que habían sido conferidos por la Constitución a cada uno de los órganos de gobierno que ella misma consagraba. Habría de ser la administración republicana de Jefferson y de sus sucesores la que, repudiando las doctrinas de los federalistas, consagrara en sus actos y creara las tradiciones de supremacía federal que los federalistas no habían sabido establecer. En todo caso, una tradición judicial ininterrumpida, a la que ya nos hemos referido, habría de ser la clave, o una de las claves al menos, del cambio de óptica respecto a aquella apreciación inicial antes aludida. En 1803, John Marshall, Chief Justice del Tribunal Supremo, tomando como soporte jurídico-constitucional la llamada “cláusula de supremacía”, 60 proclamaba en su celebérrima Sentencia Marbury versus Ma59 Lambert, Jacques, “Les origines du contrôle judiciaire de constitutionnalité des lois fédérales aux Etats-Unis. Marbury versus Madison”, Revue du Droit Public et de la Science Politique , 1931, t. 48, pp. 5 y ss.; en concreto, p. 8. 60 La “cláusula de supremacía” se halla recogida en el párrafo 2 del artículo 6o. de la Constitución de 1787. A tenor del mismo: “Esta Constitución, las leyes de los Estados Unidos que en virtud de ella se promulgaren, y todos los tratados hechos, o que se hicieren bajo la autoridad de los Estados Unidos, serán la suprema ley del país; y los jueces de cada Estado estarán obligados a

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dison el “principle, supposed to be essential to all written constitutions, that a law repugnant to the Constitution is void; and that courts, as well as other departments, are bound by that instrument”. Desde luego, el “caso” sobre el que la Sentencia se dictó no era en realidad importante, aunque se hallaba apasionadamente vinculado a la lucha entre los incipientes partidos norteamericanos, federalistas y republicanos. Cuando estaba a punto de finalizar su mandato, el presidente (federalista) John Adams efectuó algunos nombramientos judiciales. Ya se había producido (el año 1800) el triunfo para el próximo cuatrienio de los republicanos de Jefferson. Sin embargo, el Congreso, cuyos poderes expiraban el 4 de marzo de 1801, aprobaba en el mes de febrero dos leyes por las que se creaban determinados cargos judiciales de índole menor, y el presidente cesante se apresuraba a proveerlos con personas que le eran afectas. En concreto, nombraba a William Marbury para el cargo de juez de paz en el distrito de Columbia, el 2 de marzo de 1801, ratificándose de inmediato por el Sentado tal nombramiento y extendiéndose la preceptiva credencial, que, sin embargo, no llegaba a ser entregada. Posesionado Jefferson de la presidencia, ordenaba a su secretario de Estado, Madison, que no facilitara tales credenciales, a modo de reacción contra la actitud de los federalistas de, hasta el último momento, situar en el poder al mayor número de sus partidarios, al amparo de una de las dos leyes con anterioridad citadas, la Circuit Court Act, ulteriormente derogada por la mayoría republicana del Congreso, mediante otra Ley de marzo de 1802. Ante esta situación, Marbury recurría al Tribunal Supremo en súplica de que expidiera el oportuno mandamiento de comparecencia (writ of mandamus) a fin de obligar a Madison a extender la oportuna credencial que diera efectividad a su nombramiento como juez. La demanda se apoyaba en la sección décimotercera de la Judicial Act de 1789, que autorizaba al Tribunal Supremo “to issue writs of mandamus in cases warranted by the principles and usages of law, to any courts appointed, or persons holding office, under the authority of the United States”.

observarla, aun cuando hubiese alguna disposición contraria en la Constitución o en las leyes de los Estados”.

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Como recuerda Pérez Serrano, 61 la cuestión que en el fondo se planteaba era la de si una ley votada por el Congreso, pero no acomodada a la Constitución, podía seguir siendo aplicada y conservar su vigencia una vez comprobada tal anomalía. Y ello era así en cuanto que la citada sección décimotercera de la Ley de 1789 parecía pugnar con lo prevenido en la sección segunda del artículo 3o. de la Constitución de 1787. Marshall podía haber rehuido la cuestión sobre la base de entender que las disposiciones supuestamente contrarias a la Constitución no afectaban al presidente de los Estados Unidos, sino que se referían tan sólo a sus subordinados, pero no sólo no lo hizo, sino que en su Sentencia —que indiscutiblemente supuso una victoria política para los jeffersonianos, oponentes políticos del Chief Justice— no se limitó a declarar al margen de la jurisdicción del Tribunal Supremo la petición de la demanda, respetando la antes mencionada Ley de los republicanos de 1802, sino que, yendo mucho más allá, declaró la inconstitucionalidad de la sección décimotercera de la Ley Judicial de 1789. El Chief Justice Marshall consideró que las facultades del Congreso están delimitadas por el texto de la Constitución. Ahora bien, de nada serviría que la norma suprema acotara a las diferentes ramas del Poder, si el Congreso pudiera aprobar leyes contrarias a la Constitución. Ante esta tesitura, Marshall se interrogaba acerca de si debían los tribunales acatar y aplicar tales normas. La respuesta había de ser negativa en tanto en cuanto la misión de los órganos jurisdiccionales había de consistir precisamente en decir qué cosa es ley y qué cosa no lo es. Y como una ley contraria a la Constitución no es ley, los tribunales no están obligados a cumplirla; antes bien, su obligación entonces estriba en reafirmar la Constitución como ley suprema del país frente a cualesquiera intentos en contrario del Congreso. Esa y no otra, diría Marshall, es la esencia de la función judicial. Como recuerda Pritchett, 62 Marshall explicó su pensamiento citando en su favor el argumento de Hamilton, contenido en el artículo LXXVIII de El Federalista . Y así, partió del principio de que el gobierno de los Estados Unidos, por su naturaleza constitucional, está sujeto a limitaciones, y que “una ley contraria a la Constitución no constituye 61 Pérez Serrano, Nicolás, La noble obra política de un gran juez: Juan Marshall , Madrid, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, 1955, p. 23. 62 Pritchett, C. Herman, La Constitución americana, Buenos Aires, Tipográfica Editora Argentina, 1965, p. 191.

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derecho”. Entonces, ¿cuál es la obligación de un tribunal cuando se le solicita la aplicación de una ley de tal naturaleza? Para el Chief Justice la respuesta era evidente: “...Si una ley resultara contraria a la Constitución, o hubiere conflicto entre la norma legal y la constitucional que obligue a desestimar una u otra, compete al Tribunal determinar cuál es el derecho aplicable, ya que ésta constituye la esencia de la función jurisdiccional”. Igualmente trascendente habría de ser la Sentencia Cohens versus Virginia, una de las más fértiles en sus consecuencias para la afirmación del poder federal y, sobre todo, para la consolidación de la autoridad del Tribunal Supremo, 63 pues con ella, Marshall lograba asegurar para el Tribunal Supremo el control de las decisiones de los Tribunales estatales en todas las materias, cualquiera que fuese su naturaleza, siempre que a juicio del Tribunal supusieran una interpretación de la Constitución. Tras el Caso Marbury versus Madison no hubo invalidación de leyes del Congreso hasta que el denominado compromiso de Missouri fuera anulado por la Sentencia dictada en el Caso Dred Scott en 1857. Consecuentemente, entre 1789 y 1865 sólo dos leyes federales fueron declaradas inconstitucionales. En contraste, en un periodo análogo, el que media entre 1865 y la Segunda Guerra Mundial, en setenta y siete casos se resolvió que leyes del Congreso de la Unión habían vulnerado la Constitución. Estos datos numéricos contrastan significativamente si los comparamos con el número de leyes de las Legislaturas de los Estados declaradas contrarias a la Constitución entre 1790 y 1941: ese número asciende a 658 casos, según el dato que suministra Pritchett. 64 Los datos precedentes revelan y explican el progresivo poder que iría asumiendo el Tribunal Supremo a partir de 1865. Alexis de Tocqueville65 se haría eco del mismo al afirmar: “Cuando, después de examinarse en detalle la organización del Tribunal Supremo, se consideran en su conjunto las atribuciones que le han sido concedidas, se descubre fácilmente que en ningún pueblo ha sido creado nunca un poder judicial tan inmenso”. A este respecto, conviene recordar la conocida apreciación 63 Lambert, Jacques, “Les origines du contrôle de constitutionnalité des lois d’Etat par la judicature fédérale aux Etats-Unis.”, Revue du Droit Public et de la Science Politique, 1933, t. 50, pp. 5 y ss.; en concreto, p. 19. 64 Pritchett, C. Herman, op. cit., nota 62, p. 193. 65 Tocqueville, Alexis de, De la démocratie en Amérique , París, Gallimard, 1961, t. I, p. 152.

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del juez Stone, quien manifestaría —en directa referencia al poder del Tribunal Supremo— lo que sigue: “The only check upon our own exercise of power is our own sense of self restraint”. 66 Y Steele Commager67 aludiría al impacto sobre la sociedad norteamericana del supremo órgano jurisdiccional, estableciendo la siguiente comparación: “El Tribunal Supremo, con el tiempo, ha llegado a ser para los americanos lo que la Familia Real era a los ingleses, el Ejército para los alemanes, y la Iglesia a los españoles”. En definitiva, desde esa capital Sentencia de 1803, la judicial review, entendida como control judicial sobre la constitucionalidad de las leyes, va a desarrollarse y va a concluir siendo una pieza central del sistema, incluso de la sociedad americana entera. Como ha dicho entre nosotros García de Enterría, 68 la judicial review ha pasado a ser la clave de bóveda de la formidable construcción histórica que han sido y siguen siendo los Estados Unidos de América. Y además, como ha significado Choper, 69 el Tribunal Supremo “has also accomplished much, both for the substance of liberty and for the furtherance of the goals of democracy”. III. EL CONTROL POLÍTICO DE LA CONSTITUCIONALIDAD DE LAS LEYES

1. El control político en los orígenes del constitucionalismo revolucionario francés En algunos países, en vez de un control jurisdiccional, existe o ha existido un control ejercitado por órganos que podríamos llamar políti-

66 Citado por Leibholz, Gerhard, “El Tribunal Constitucional de la República Federal Alemana y el problema de la apreciación judicial de la política”, Revista de Estudios Políticos , núm. 146, marzo-abril de 1966, pp. 89 y ss.; en concreto, p. 96. 67 Steele Commager, Henri, “The American Mind”, Citado por Tixier, Gilbert, “La clause de due process of law et la jurisprudence récente de la Cour Suprême des Etats-Unis”, Revue du Droit Public et de la Science Politique , núm. 4, 1961, pp. 797 y ss.; en concreto, p. 797. 68 García de Enterría, Eduardo, La Constitución como norma y el Tribunal Constitucional, Madrid, Civitas, 1981, p. 126. 69 Choper, Jesse H., Judicial Review and the National Political Process (A functional reconsideration of the role of the Supreme Court), Chicago y Londres, The University of Chicago Press, 1980, p. 127.

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cos, pero no judiciales. De ahí que se hable entonces de un control político de la constitucionalidad de las leyes. Como significa Cappelletti: 70 ...usualmente in questi sistemi il controllo, anziché essere successivo alla emanazione e promulgazione della legge, è preventivo ossia interviene prima che la legge entri in vigore; e talvolta si tratta altresì di un controllo avente funzione meramente consultiva; la funzione, cioè, di un mero parere, non dotato di forza definitivamente vincolante per gli organi legislativi e governativi.

Puede sostenerse al respecto que la exclusión de un control judicial de la constitucionalidad es una idea que siempre se ha venido afirmando en los textos constitucionales franceses; de ahí que sea Francia el país arquetipo del control político de la constitucionalidad de las leyes. La historia constitucional francesa muestra, como destaca Trujillo, 71 una arraigada tradición “antijudicialista' que llega hasta nuestros días a pesar de las simpatías con que ha contado en los último lustros, en un caracterizado sector doctrinal, la revisión judicial, y no obstante también el influjo generalizado de la versión “racionalizada' de este control significada por los modernos tribunales constitucionales, iniciados por el constitucionalismo democrático europeo de entreguerras. Cappelletti ha aducido razones de muy dispar naturaleza para justificar la solución tradicionalmente adoptada en Francia. 72 A algunas de ellas ya aludimos al inicio de este trabajo. Con todo, las reconsideraremos brevemente: a) Razones históricas ante todo, que podríamos subsumir en la confianza sin límites en la voluntad general y el extremado recelo frente a los jueces, fruto este último del recuerdo permanente de las graves interferencias que antes de la Revolución los jueces perpetraron frente a los restantes poderes de un modo verdaderamente arbitrario. b) Razones ideológicas. Basta con pensar en Montesquieu y en su doctrina de la división de poderes, doctrina que en su más rígida formulación se consideró de todo punto inconciliable con la posibilidad de interferencia de los jueces en la esfera del Poder Legislativo, visto por lo demás como la manifestación directa de la soberanía popular. Por otra parte, el carácter democrático-radical y asambleario impreso en las ins70 Cappelletti, Mauro, op. cit., nota 40, pp. 4 y 5. 71 Trujillo, Gumersindo, op. cit., nota 25, p. 50. 72 Cappelletti, Mauro, op. cit., nota 40, pp. 83-86.

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tituciones del periodo revolucionario casa mal con el control judicial. “France being the country of government by assembly par excellence —significa Dietze a este respecto— 73 the idea of legislative supremacy and the resultant glorification of written norms was here more firmly entrenched than in the other countries”. c) Razones prácticas. Es un hecho que las instituciones jurídicas tienden a adecuarse a las exigencias mutables de la vida práctica, tal vez con un cierto desfase temporal, de excesivo anticipo o de excesivo retraso respecto al desenvolvimiento de las circunstancias. Y la exigencia práctica que prevalece, sentida en la historia francesa de más de un siglo y medio a esta parte, ha sido la de asegurar, especialmente a través del Consejo de Estado, una tutela contra la ilegalidad y los abusos del Poder Ejecutivo más que contra los excesos del Legislativo. Desde otra perspectiva, el otorgamiento de una primacía jurídica especial a la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, del 26 de agosto de 1789, pudo conducir al establecimiento de la judicial review. Sin embargo, no fue así. La Declaración no es una primicia jurídica en sentido técnico, sino, como apunta Esposito, 74 la transposición en una fórmula general paranormativa de los principios en los que se decantaban siglos de cultura. La primera manifestación fundamental del principio de la supremacía de la ley, y de su trasunto, el de la soberanía parlamentaria, en el ámbito de las relaciones entre el Poder Judicial y el Poder Legislativo respecto de la ley, se concretará, como bien dice Blanco Valdés, 75 en la creación del instituto jurídico del référé législatif, así denominado porque en su virtud se “refería”, esto es, se remitía, al Poder Legislativo la facultad última para interpretar el texto oscuro de una ley. Y así, el artículo 21 del capítulo V (“Du pouvoir judiciaire”) del título 3o. de la Constitución de 1791 prescribía: “Lorsque après deux cassations le jugement du troisième tribunal sera attaqué par les mêmes moyens que les deux premiers, la question ne pourra plus être agitée au tribunal de Cassation sans avoir été soumise au Corps législatif, qui portera un décret déclaratoire de la loi, auquel le tribunal de Cassation sera tenu de se Dietze, Gottfried, op. cit., nota 6, p. 1257. Esposito, Enrico, “Il Consiglio Costituzionale in Francia”, Rivista Trimestrale di Diritto Pubblico, año XXII, 1972, pp. 351 y ss.; en concreto, p. 352. 75 Blanco Valdés, Roberto L., El valor de la Constitución , Madrid, Alianza Universidad, 1994, p. 229. 73 74

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conformer”. Se constitucionalizaba de esta forma el llamado référé obligatorio, creado por la Ley del 27 de noviembre —1o. de diciembre de 1790, que se añadía al “référé” facultativo, legalizado en agosto del mismo año 1790. La Ley de 16-24 de agosto de 1790 determinó en su artículo 10 que los tribunales no podían tomar directa o indirectamente parte alguna en el ejercicio del Poder Legislativo, ni impedir ni suspender la ejecución de los decretos del cuerpo legislativo sancionados por el rey. Esta previsión sería constitucionalizada en 1791. En efecto, el artículo 3o. del ya citado capítulo V del título 3o. disponía: “Les tribunaux ne peuvent, ni s’immiscer dans l’exercise du Pouvoir législatif, ou suspendre l’exécutions des lois ...” . Con todo, esta prohibición, como bien advierte Blanco Valdés, 76 haciendo suyas las tesis de Duez, 77 no había de entenderse como una proscripción expresa de un eventual control judicial de la constitucionalidad de las leyes. El pensamiento revolucionario no pretendía tanto la interdicción específica de la judicial review, cuanto frenar directa o indirectamente, de cualquier manera que fuere, la aplicación de la ley, y es obvio que el control de la constitucionalidad de la ley podía conducir a tal resultado. 2. La controversia acerca del jurie constitutionnaire defendido por Sieyès Aunque no pueda hablarse de que la problemática del control judicial de la constitucionalidad suscitara una acentuada preocupación de los revolucionarios franceses, lo cierto es que, en un determinado momento, la cuestión sí iba a suscitar una cierta controversia. Protagonista destacadísimo de la misma sería Enmanuel Sieyès, 78 quien, posiblemente, como

Ibidem, p. 242. Duez, Paul, “Le contrôle juridictionnel de la constitutionnalité des lois en France (Comment il convient poser la question)”, Mélanges Maurice Hauriou, París, Sirey, 1929, p. 231. 78 Bastid, Paul, en su clásica obra Sieyès et sa pensée (París, 1939, pp. 418 y ss.) se hace eco del que puede considerarse como el más antiguo antecedente en la materia que nos ocupa, obra del abate Brun de la Combe; éste postulaba la existencia de un poder moderador que previniera o reprimiera todos los abusos de la autoridad. Para un mayor desarrollo, cfr. Battaglini, Mario, Contributi alla storia del controllo di costituzionalità delle leggi , Milán, Giuffrè, 1957, pp. 48-50. 76 77

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advierte Blondel, 79 consciente de los excesos a que podía conducir la omnipotencia de una Asamblea única, y tras los excesos del “Terror”, proponía en 1795 (en un primer proyecto) la creación de un jurie constitutionnaire , cuya competencia esencial sería “juger les réclamations contre toute atteinte qui sérait portée à la constitution”. 80 En un segundo proyecto, Sieyès, tras considerar que la Constitución o es “un corps de lois obligatoires, ou ce n’est rien”, se inclinará por la creación de un nuevo organismo (el jurie ) al que se atribuirá esta función de velar por la vigencia de la constitución; de modo específico, el abate de Fréjus proponía tres funciones concretas a desempeñar por el jurie . Eran éstas: 1a) Qu’elle veille avec fidelité à la garde du depôt constitutionnel. 2a) Qu’il s’occupe, à l’abri de passions funestes, de toutes les vues qui peuvent servir à perfectionner la Constitution. 3a) Enfin, qu’il offre à la liberté civile une ressource d’equité naturelle dans des occasions graves où la loi tutelaire aura oublié sa juste garantie.

En otros términos, el propio Sieyès venía a considerar al jurie constitutionnaire como: en primer término, un Tribunal de Casación en el orden constitucional; una suerte de órgano de elaboración de propuestas con vistas a las posibles reformas que el tiempo podría exigir en la Constitución, y, finalmente, un suplemento jurisdiccional frente a los posibles vacíos de la jurisdicción positiva. 81 Al margen de las funciones expuestas, en el proyecto de Sieyès existía un artículo clave: el VIII. A su tenor: “Les actes declarés inconstitutionnels par arrêt du jury constitutionnaire, sont nuls et comme non avenues”. La importancia de esta previsión era notoria, pues era la primera vez que con claridad se establecía como sanción de la declaración de inconstitucionalidad, la nulidad del acto inconstitucional. Sieyès había sido elegido, en la sesión de 14 germinal (3 de abril de 1795), miembro de una Comisión encargada de elaborar las leyes orgá-

79 Blondel, André, Le contrb le juridictionnel de la constitutionnalit é des lois (Etude critique comparative: Etats-Unis-France ), París, Sirey, 1928, p. 170. 80 Cfr. al afecto, Battaglini, Mario, op. cit., nota 78, capítulo V, pp. 47-67. Asimismo, Blanco Valdés, Roberto L., op. cit., nota 75, pp. 291-307. 81 Battaglini, Mario, op. cit. , nota 78, p. 61.

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nicas que habían de desarrollar la Constitución del 24 de junio de 1793. 82 El abate, tras ser nombrado miembro del Comité de Salud Pública, se vio obligado a abandonar la llamada “Comisión de los once” a la que la Convención había encargado (el 18 de abril) la redacción de un nuevo Proyecto de Constitución. No obstante, Sieyès tendría dos destacadísimas intervenciones parlamentarias el 2 y 18 de Thermidor del año III de la República. 83 En su discurso del 2 de Thermidor (20 de julio de 1795), Sieyès intervino en pleno debate acerca de la organización del Poder Legislativo. Sieyès parte del principio de división de poderes que considera inexcusable para evitar el despotismo, y advierte que no conoce sino dos sistemas de división de poderes: el de equilibrio y el de concurso o, dicho en otros términos, el sistema de los contrapesos y el de la unidad organizada, decantándose por este último, que es el sistema más natural. Y para perfeccionar el sistema adoptado por la Comisión, propone institucionalizar un Jury de Constitution , 84 esto es, una suerte de Tribunal Constitucional: “verdadero cuerpo de representantes con la misión especial de juzgar las reclamaciones contra todo incumplimiento de la Constitución”. Se asienta tal propuesta en una idea fundamental establecida en 1788: la división del Poder Constituyente y los poderes constituidos. “Si deseamos dotar de garantía y salvaguardar a la Constitución de un freno saludable que contenga a cada acción representativa sin desbordar los límites de su procuración especial, debemos —dirá Sieyès— establecer un Tribunal Constitucional en la forma que, en su día, concretaremos”. Más adelante, el abate nacido en Fréjus en 1748 concluiría postulando la existencia de “un conservador, un guardián de la Constitución a través del Tribunal Constitucional”, a cuyo efecto, en un proyecto articulado que explicitaba al término de su intervención, proponía que dicho Tribu82 Días después, la Convención thermidoriana, tras su rechazo de la Constitución jacobina de 1793, asociada al Terror, aunque nunca hubiera llegado a estar vigente, creó una Comisión para redactar una nueva Constitución. El 23 de junio Boissy d’Anglas presentó en la Convención el nuevo Proyecto de Constitución, cuyo redactor principal había sido Daunou. 83 Pueden verse estas intervenciones en Sieyès, Enmanuel, Escritos y discursos de la Revolución, edición de Ramón Maiz, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1990, pp. 251-272 y 273-293. 84 Sieyès, como recuerda Ramón Maiz (en Sieyès, E., op. cit., nota 83, p. 262, nota 7), emplearía indistintamente los términos jury de Constitution, jurie constitutionnaire , jury constitutionnaire e, incluso, jury constitutionnel.

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nal quedara integrado por un cuerpo de representantes en número de los 2/20 de la legislatura, “con la misión especial de juzgar y pronunciarse sobre las denuncias de violación de la Constitución, dirigidas contra los decretos de la legislatura”. Los convencionales, tras la intervención de Sieyès y a propuesta de Thibeaudeau, acordaban reenviar el Proyecto de Constitución a la “Comisión de los once”. Ello propiciaba el replanteamiento de la cuestión en la sesión del 18 de Thermidor, en la que Sieyès volvía a tener una destacadísima intervención con la que pretendía presentar y desarrollar una de las cuatro proposiciones sugeridas a la Convención: la que tenía por objeto el establecimiento de un Tribunal Constitucional. En esta nueva intervención, como bien advierte Blanco Valdés, 85 Sieyès iba a proceder no sólo a pormenorizar sus ideas originales sino, también, a ampliar sustancialmente el ámbito competencial del Tribunal Constitucional cuya creación proponía, lo que, de algún modo, suponía desnaturalizar la idea originaria de una institución destinada exclusivamente a la función de proteger a la Constitución frente al Poder Legislativo. La necesidad de un Tribunal Constitucional se justifica sobre la base de una específica concepción de la Constitución: “Una Constitución —dice Sieyès en esta su segunda intervención parlamentaria— o es un cuerpo de leyes obligatorias o no es nada”. Consecuentemente, si es un código de leyes obligatorias, “resulta preciso preguntarse dónde residirá el guardián, la magistratura de ese código”. Y la necesidad de responder a este interrogante dimana de una consideración tan evidente como simple: todas las leyes, sea cual fuere su naturaleza, suponen la posibilidad de su infracción y, consiguientemente, la necesidad imperiosa de hacerlas obedecer. A partir de las anteriores premisas, Sieyès se centra en “el verdadero nudo de la cuestión”: las funciones que habrán de otorgarse al Tribunal Constitucional, de las que nos hicimos eco con anterioridad y que recordamos con sumariedad: Tribunal de Casación en el orden constitucional, órgano de propuesta de las reformas constitucionales que el tiempo exija y suplemento de jurisdicción frente a los vacíos de la jurisdicción positiva. A continuación, el autor de Qu’est-ce que le tiers état? aborda los actos por medio de los cuales la Constitución puede ser violada, distinguiendo: los actos responsables y los irresponsables. Los primeros, del 85

Blanco Valdés, Roberto L., op. cit., nota 75, p. 296.

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mismo modo que sus autores, en cuanto poseen sus jueces naturales, deben permanecer ajenos a las atribuciones del Tribunal Constitucional. No así los segundos, respecto de los cuales Sieyès constataba la existencia de muchos tipos de funcionarios irresponsables en el ejercicio de su misión, alusión ésta con la que el abate se refería a aquellos funcionarios que, en el ámbito de sus funciones, poseían un poder de apreciación y discrecionalidad no reglado, si bien limitado a su específico marco competencial. Sieyès distinguirá dos posibles vicios de inconstitucionalidad en estos actos: material (“si exceden los límites del poder que les ha sido confiado”) o formal (“si faltan a las formas impuestas”). En relación con el cuerpo legislativo (dividido en el Proyecto en dos Cámaras: el Consejo de los Quinientos y el Consejo de los Ancianos), Sieyès, inequívocamente, propondrá la atribución al Tribunal Constitucional “sobre los actos inconstitucionales y personalmente irresponsables del Consejo de los Quinientos y el de los Ancianos”. “Y digo siempre personalmente irresponsables —añade el abate—, porque todo lo que salga de esa categoría, la traición, por ejemplo, por parte de un representante, tiene ya su juez y su pena”. Y frente a los postulados asamblearios de los convencionales, Sieyès hará hincapié en la realidad del peligro de excesos por parte de los cuerpos representativos: Los inconvenientes, o aún mejor, los peligros en exceso reales de los actos extra o contra-constitucionales por parte de los dos cuerpos que acabo de nombrar, no pueden, en modo alguno, ser rechazados por vosotros al reino de las puras quimeras. Estas instituciones, al fin y al cabo, se hallarán compuestas por hombres, y dado el alto puesto que ocuparán, se puede aguardar en general todo tipo de pasiones e intrigas.

Sieyès se refería igualmente en su intervención a quién debía concederse el derecho de apelación o reclamación ante el Tribunal Constitucional. El Consejo de los Quinientos y el de los Ancianos debían quedar legitimados al respecto, pero también entendería Sieyès necesario, en el interior de cada Cámara, para problemas importantes a dirimir entre la mayoría y la minoría, legitimar a las minorías. Los ciudadanos, a título individual, eran legitimados para el exclusivo supuesto de protección de sus derechos.

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Digamos finalmente que en el nuevo proyecto que al término de su intervención presentaría Sieyès, 86 el Tribunal Constitucional se preveía que quedara compuesto de 108 miembros, que se renovarían anualmente por tercios y en las mismas épocas que el cuerpo legislativo. Su primera integración había de llevarse a cabo a través de escrutinio secreto por la Convención, de forma que un tercio de sus miembros fueran elegidos entre los de la Asamblea nacional, llamada constituyente, otro tercio entre los de la Asamblea legislativa y otro entre los miembros de la Convención. Tras la intervención del abate, la cuestión sería dejada en suspenso, retomándose en las sesiones de 24 y 25 Thermidor (11 y 12 de agosto). Con carácter previo, la propuesta de Sieyès había sido trasladada nuevamente a la “Comisión de los Once”. En nombre de la misma, será Berlier el encargado de la apertura de un debate que, como bien significa Blanco Valdés, 87 iba a demostrar la soledad del abate en la defensa de su proposición. Sin embargo, será Thibaudeau quien más frontalmente se oponga al proyecto del abate, tratando de mostrar su peligrosidad e inutilidad. Especialmente impactante para los convencionales debió ser el interrogante que Thibaudeau se planteó en torno a quién habría de reprimir el traspaso o transgresión por el Tribunal Constitucional de los límites funcionales determinados por la Constitución, cuestión que aún no ha dejado de suscitar inquietud. 88 No ha de extrañar que a la citada intervención siguiera el rechazo unánime de la propuesta de Sieyès. Con todo, bien puede sostenerse con Battaglini, 89 en relación a la aportación revolucionaria francesa al problema del control de la constitucionalidad de las leyes, que al margen ya de la influencia protestante que había dado vida a los intentos norteamericanos de llegar a plasmar tal control, el proyecto de Sieyès ha de ser considerado como el primer intento serio de institucionalizar un control de constitucionalidad en Europa.

86 El Proyecto puede verse en Sieyès Enmanuel, Escritos y discursos de la Revolución, cit., nota 83, pp. 290-293. 87 Blanco Valdés, Roberto L., op. cit., nota 75, pp. 301-307. 88 Cfr. al efecto, Cappelletti, Mauro, “Who watches the watchmen?”, capítulo del libro del propio autor, The Judicial Process in Comparative Perspective , Oxford, Clarendon Press, 1989, pp. 57-113. 89 Battaglini, Mario, op. cit., nota 78, p. 67.

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3. La evolución ulterior del control político en Francia La propuesta del abate de Fréjus no dejará de ejercer cierto influjo ulterior, que encuentra su manifestación más relevante en la Constitución del año VIII (del 13 de diciembre de 1799). Como significa Esposito, 90 con la llegada de Napoleón cambiará el clima político, encontrando una mejor acogida el primitivo proyecto del abate. La Constitución del año VIII creará un Senado conservador integrado por 80 miembros vitalicios e inamovibles, conformándolo como una suerte de órgano titular de la función de control de la constitucionalidad. El artículo 21 de la Constitución que nos ocupa atribuía a este “ Sénat conservateur” la facultad de juzgar los actos supuestamente inconstitucionales. A su tenor: “Il (el Senado conservador) maintient ou annule tous les actes qui lui sont déférés comme inconstitutionnels par le Tribunat ou par le Gouvernement; les listes d’éligibles sont comprises parmi ces actes”. A juicio de Laroque, 91 la creación de este órgano era la resultante de la imposibilidad histórica y jurídica en que se encontraban los jueces para el ejercicio de dicho control de constitucionalidad. Sin embargo, desde el punto de vista de sus funciones como instrumento de control de la constitucionalidad de las leyes, los resultados del Senado conservador fueron realmente decepcionantes; más que instrumento de conservación del orden constitucional, lo fue de transformación del mismo en sentido cesarista. Este fracaso, a juicio de Trujillo, 92 se explica tanto por su falta de independencia, como por el criterio restrictivo con que se regulaba la legitimación para instar su actuación. La Restauración y la Monarquía de Julio (con las Cartas constitucionales de 1814 y 1830) implicarían un radical cambio de perspectiva. Aunque algún sector de la doctrina llegara a la conclusión con Tocqueville que la Carta era inmutable, lo cierto es que, a la par y de modo un tanto contradictorio, se admitiría que la Carta podía ser modificada a través del mutuo acuerdo entre el rey y las dos Cámaras, esto es, por una ley ordinaria; de esta forma, carecía ya de todo sentido la institucionalización de un mecanismo orientado al control de la constitucionalidad de las leyes. 90 Esposito, Enrico, op. cit., nota 74, pp. 358 y 359. 91 Laroque, Pierre, “Les juges français et le contrôle

de la loi”, Revue du Droit Public et de la Science Politique , año XXXIII, 1926, pp. 722 y ss.; en concreto, p. 724. 92 Trujillo, Gumersindo, op. cit., nota 25, p. 52.

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Ello no obstante, en 1833 y 1838, el Tribunal de Casación dictaría algunas sentencias en las que algunos han pretendido ver un ejercicio del control jurisdiccional de las leyes. Sin embargo, creemos que puede sostenerse con Laroque 93 que: “Il est donc vrai de dire qu’à aucun moment sous la Restauration et la Monarchie de Juillet les juges ne se sont reconnus le droit d’apprécier la validité des lois. Ils se le sont même formellement refusé en 1833. L’histoire et la tradition empêchaient qu’il en fût autrement ”. Durante la Segunda República y la vigencia —muy breve por lo demás— de la Constitución de 1848, nos encontramos con el único momento histórico 94 en que el Tribunal de Casación francés va a ejercitar un control de constitucionalidad de las leyes. Ahora bien, el hecho de que ni tan siquiera la mera posibilidad de este control sea discutida ante el Tribunal, ni tampoco se justifique en los motivos de la sentencia tan brusco cambio jurisprudencial, hace dudar acerca de si las sentencias en que el Tribunal lleva a cabo un control de constitucionalidad no fueron meramente accidentales. El Segundo Imperio propiciará, a través de la Constitución del 14 de enero de 1852, a imitación del Código constitucional del año VIII, el restablecimiento de un Senado al que se le encargará velar por el control de la constitucionalidad de las leyes. El artículo 25 de la citada norma suprema definía al Senado como “le gardien du pacte fondamental et des libertés publiques”, para, de inmediato, disponer que ninguna ley podía ser promulgada antes de haber sido sometida al Senado. Y el artículo 26 preveía que el Senado se opondría a la promulgación, entre otras, de las leyes que fueran contrarias o atentaran contra la Constitución. Bien es verdad que, como destaca Waline, 95 el control de la constitucionalidad de las leyes por el Senado del Segundo Imperio no era un control contencioso; esto es, el Senado no conocía de la supuesta inconstitucionalidad previa presentación de un recurso contra el acto, o, por lo menos, no necesariamente había de darse tal recurso. Por el contrario, verificaba la constitucionalidad de todas las leyes sin excepción. La razón de que el ejercicio de esta trascendental función jurisdiccional Laroque, Pierre, op. cit., nota 91, p. 728. Ibidem, pp. 728 y 729. Waline, Marcel, “Eléments d’une théorie de la juridiction constitutionnelle en Droit positif français”, Revue du Droit Public et de la Science Politique , 1928, pp. 441 y ss.; en concreto, pp. 450 y 451. 93 94 95

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de control no se dejase a un tribunal ordinario era, según el propio Waline, de naturaleza política; derivaba de la trascendencia de las cuestiones en juego. Con todo, resulta evidente que el carácter preceptivo del control de constitucionalidad realizado por el Senado convertía en más que discutible la tesis de la naturaleza jurisdiccional del mismo, aproximando tal control más bien a un control de naturaleza política. Durante el debate parlamentario de las Leyes constitucionales de la Tercera República, se suscitó, una vez más, la posibilidad de establecer el control judicial de la constitucionalidad de las leyes; ello no obstante, lo cierto será que el instituto en cuestión desaparecerá, aunque no falten autores, como Waline, 96 que entiendan que ello no significa que Francia carezca de un control, por lo menos parcial, de la constitucionalidad de las leyes, pues ese control aún era realizado, si se quiere de un modo incompleto, a través de la promulgación de las leyes. 97 Jèze, en 1924, con evidente razón a nuestro entender, argumentaba como sigue: 98 À la différence de la Constitution fédérale américaine ou des constitutions rigides de la période révolutionnaire française, les lois costitutionnelles de 1875 ne contiennent aucun article formulant quelque principe fondamental dont le respect s’impose au Parlement en vertu de la hiérarchie des lois constitutionnelles et des lois ordinaires. Dès lors, il est très rare, en France, que l’on puisse arguer une loi d’inconstitutionnalité.

Esta consideración de Jèze, irrefutable por lo demás, 99 se enmarca en una polémica doctrinal muy acentuada, que se suscita en Francia en los años inmediatamente ulteriores al término de la Primera Gran Guerra. 96 Ibidem, p. 452. 97 La promulgación

de las leyes por el presidente de la República presenta, a juicio de Marcel Waline (ibidem pp. 452 y 453), un doble alcance: de una parte, el presidente renuncia a su derecho a pedir una segunda deliberación; de otra, examina la regularidad de la votación de la ley, juicio éste estrictamente jurídico y de naturaleza jurisdiccional. 98 Jèze, Gaston, “Le contrôle juridictionnel des lois”, Revue du Droit Public et de la Science Politique, año XXXI, julio-septiembre de 1924, pp. 399 y ss.; en concreto, p. 414. 99 El propio Marcel Waline (“The Constitutional Council of the French Republic”, The American Journal of Comparative Law, vol. XII, núm. 4, otoño de 1963, pp. 483 y ss.; en concreto, p. 483) reconoce de modo inequívoco la inexistencia de este control: “It is noteworthy that, during the entire period when the Constitution of the Third Republic was in effect, namely, from 1875 to 1940, no agency was provided by this Constitution to ensure control over the conformity of the laws with the Constitution”.

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La cuestión del control judicial de la constitucionalidad de las leyes atraerá a los más destacados tratadistas galos, en buena medida como consecuencia del enfrentamiento producido en Norteamérica entre el Tribunal Supremo y el Congreso. El mismo Carré de Malberg, 100 haciendo suya la tesis de Larnaude, 101 significa que los esfuerzos desarrollados en Francia con vistas a salvaguardar el contenido de la Constitución a través del modelo americano del control judicial de la constitucionalidad de las leyes, serían inútiles, “étant donné que le personnel parlementaire est, depuis 1875, le maître effectif de la revision”. Es imposible, pues, establecer en Francia un modelo análogo al norteamericano. Tras la Segunda Guerra Mundial, la Constitución del 27 de octubre de 1946 institucionalizaba un llamado Comité Constitutionnel, que quedaba integrado por el presidente de la República, que lo presidía de oficio, los presidentes de la Asamblea Nacional y del Consejo de la República, siete miembros elegidos por la Asamblea Nacional y tres por el Consejo de la República. La función de este órgano venía definida por el texto constitucional en unos términos realmente curiosos (último párrafo del artículo 91): “Le Comité constitutionnel examine si les lois votées par l’Assemblée Nationale supposent una révision de la Constitution”. Waline 102 ha puesto de relieve cómo aunque la citada fórmula parece derivar del paradójico principio de que, enfrentándose al deseo de la legislatura, la Constitución debería plegarse, siendo en consecuencia reformada, una sumaria reflexión nos muestra la imposibilidad de este argumento. El sentido real del precepto en cuestión debe ser el de que si una proyectada reforma legislativa fuera declarada contraria a la Constitución por el Comité Constitutionnel , sólo podría ser aprobada del modo previsto por la propia Constitución para sus modificaciones, con lo que la superioridad del código constitucional era salvaguardada. Quizá no sea ajena a esta interpretación el hecho de que el citado artículo 91 se integraba en el título undécimo de la Constitución, relativo a la revisión o reforma de la misma.

100 Carré de Malberg, René, Contribution à la Théorie générale de l’Etat , París, Sirey, 1922, t. II, p. 615. 101 Larnaude, F., “Etude sur les garanties judiciaires contre les actes du pouvoir législatif”, Bulletin de la Societé de législation comparée , 1902, pp. 224, 256 y 257. 102 Waline, Marcel, op. cit., nota 99, p. 484.

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En cualquier caso, es una opinión doctrinal muy generalizada la de que el control establecido por la Constitución de la Cuarta República es un control de naturaleza política. Tanto la composición del órgano encargado de llevar a cabo el control como sus funciones nos conducen a esa conclusión. El Comité Constitutionnel venía integrado por políticos o por personas nombradas por órganos de esa naturaleza a las que no se exigía ninguna cualificación técnico-jurídica. El control que se realizaba era preventivo, esto es, había de llevarse a cabo con anterioridad a la promulgación de la ley, quedando, por otra parte, muy recortado por la circunstancia de que se excluía del mismo el Preámbulo de la Constitución, de extraordinaria importancia, pues en él se garantizaban los derechos individuales. Goguel 103 ha llegado a afirmar que el Comité constitucional no tenía otra función que la de proteger la segunda Cámara contra las eventuales invasiones de la Asamblea Nacional, juicio que encuentra su razón de ser en el hecho de que sólo podían recurrir al Comité, mediante una demanda conjunta, el presidente de la República y el de la Cámara Alta, previo acuerdo adoptado al efecto por la mayoría absoluta de dicha Cámara, esto es, del Consejo de la República. Y Esposito, 104 desde una perspectiva empírica, advierte de que los hechos ratifican la condena de este órgano: “I fatti hanno decretato la sua condanna: è stato infatti convocato una sola volta il 18 giugno 1948 ed il suo apporto è stato nullo”. Análogo juicio comparte la doctrina entre nosotros. Y así, Martín-Rotortillo 105 afirma que no puede decirse que el Comité Constitucional de la Cuarta República responda, ni mínimamente siquiera, a las fórmulas de control de la constitucionalidad, mientras que Trujillo 106 constata que incluso cabe pensar que la preocupación de los constituyentes de 1946 estuvo centrada en la supeditación de la Constitución a la voluntad nacional actuada parlamentariamente, más bien que en la constitucionalidad de las leyes.

103 Goguel, François, “Le Conseil Constitutionnel”, Revue du Droit Public et de la Science Politique, núm. 1, 1979, pp. 5 y ss.; en concreto, p. 6. 104 Esposito, Enrico, op. cit., nota 74, p. 370. 105 Martín-Rotortillo, Sebastián, “Consideraciones sobre los tribunales constitucionales (El supuesto del Consejo Constitucional Francés)”, Revista Española de Derecho Administrativo , núm. 15, octubre-diciembre de 1977, pp. 551 y ss.; en concreto, p. 560. 106 Trujillo, Gumersindo, op. cit., nota 25, p. 63.

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En una dirección bien distinta, de la que discrepamos, se sitúa Dietze, 107 quien ha visto en esta institución un principio, un primer paso de la judicial review : “ Nevertheless, it would go too far to deny that there exists some form of judicial review under the Fourth Republic. A beginning was made here that stands in contrast to the practice under the Third Republic”. No queremos finalmente dejar de ocuparnos, siquiera sea de modo bien somero, 108 de la Constitución de 1958 y del nuevo sesgo que parece dar, en orden al control de la constitucionalidad, con la creación del Conseil Constitutionnel , objeto del título VII de la Constitución de la Quinta República (artículos 56 a 63). 109 Una generalizada preocupación por parte de la doctrina ha sido la del encaje del nuevo órgano en el movimiento que se desarrolla en Europa tras la Segunda Gran Guerra a favor de los Tribunales Constitucionales, del que nos ocuparemos más adelante. ¿Puede enmarcarse en esa dirección el Consejo Constitucional francés? Favoreu 110 ha tratado de dar una respuesta a tal interrogante. A su juicio, si en tanto que institución especial, independiente de la organización jurisdiccional ordinaria, el Consejo Constitucional se aproxima mucho más a los tribunales constitucionales que el Tribunal Supremo de los Estados Unidos, difiere de ellos, sin embargo, muy profundamente, en la medida en que su creación no responde a los mismos objetivos. Y es que, en efecto, el Consejo Constitucional responde a una misión original que va más allá de la noción clásica del control de constitucionalidad; y en consideración a las particularidades de esa misión —añade Favoreu— 111 se explican las características de este instrumento que constituye el Consejo. Dietze, Gottfried, op. cit., nota 17, p. 559. Para un estudio más extenso, nos remitimos a nuestro trabajo “El modelo francés de control político de la constitucionalidad de las leyes. Su evolución”, Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense , núm. 75, curso 1989-1990, pp. 303-334. 109 En esta dirección se manifiesta, entre otros, Gottfried Dietze ( op. cit., nota 6, p. 1258), quien significa al respecto: “The new Constitution of the Fifth Republic reveals a further trend toward judicial review”. 110 Favoreu, Louis, “Le Conseil Constitutionnel régulateur de l’activité normative des pouvoirs publics”, Revue du Droit Public et de la Science Politique, 1967, pp. 5 y ss.; en concreto, pp. 9 y 10. 111 Ibidem, p. 13. 107 108

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¿Cuál era el peculiar objetivo a que respondía en su creación el Conseil? Tal objetivo, por parte de los constituyentes, no era el establecimiento de un control general de la constitucionalidad de los actos de los poderes públicos, ni tampoco el garantizar a través de este órgano los derechos y libertades de los ciudadanos; bien al contrario, como constata Luchaire, 112 la creación del Consejo tan sólo se explica en atención al espíritu general de la Constitución del 4 de octubre de 1958: reforzar el Ejecutivo en detrimento del Parlamento y, particularmente, de la Asamblea Nacional. En tal marco general se intuía útil instituir un mecanismo eficaz para obligar al Parlamento a permanecer en el marco de sus atribuciones constitucionales. Y a ello responde el Consejo Constitucional. 113 En similar dirección, Knaub 114 conectará la creación del Conseil con el mantenimiento del principio de la división de poderes, tal y como será consagrado por la Ley constitucional del 3 de junio de 1958. Desde esta óptica, mientras al presidente de la República el constituyente de 1958 le otorga una función de arbitraje desde una visión política, al Conseil se le atribuye la misión de garantizar desde una perspectiva técnica las reglas constitucionales que rigen el funcionamiento de los poderes públicos. En análoga postura, Renoux 115 entiende que “c’est l’institution d’un juge de la constitutionnalité des lois qui a permis de révéler la véritable physonomie de la séparation des pouvoirs en droit constitutionnel français”. En definitiva, la función del Consejo Constitucional no parece deba ser circunscrita al único ámbito de la normatividad, esto es, de garantizar la primacía de la Constitución. 1 16 Desde su constitucionalización fue Luchaire, François, Le Conseil Constitutionnel , París, Economica, 1980, p. 19. “En 1958 —significa Luchaire en otro lugar (“Le Conseil Constitutionnel”, en Luchaire, François y Conac, Gérard (dirs.), La Constitution de la République Française. Analyses et commentaires , París, Economica, 1980, pp. 732 y ss.; en concreto, p. 735)— la création du Conseil Constitutionnel est la conséquence des limites apportées au pouvoir du Parlement afin d’obliger ce dernier à respecter ces limites”. 114 Knaub, Gilbert, “Le Conseil Constitutionnel et la régulation des rapports entre les organes de l’Etat”, Revue du Droit Public et de la Science Politique , núm. 5, 1983, pp. 1149 y ss.; en concreto, p. 1152. 115 Renoux, Thierry, Le Conseil Constitutionnel et l’autorité judiciaire (L’élaboration d’un droit constitutionnel juridictionnel ), París, Presses Universitaires d’Aix-Marseille-Economica, 1984, p. 32. 116 Contrasta esta idea con las apreciaciones del que ha sido considerado el “arquitecto de la Constitución de 1958”, Michel Debré, quien, en su discurso del 27 de agosto 112 113

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investido de competencias más amplias que conectaban directamente con las relaciones entre los poderes públicos. El propio Consejo, en su decisión del 6 de noviembre de 1962, se autodefinió como “un organe régulateur de l’activité des pouvoirs publics”, fórmula que, a juicio de Favoreu, 117 caracteriza bien la misión de esta alta instancia, significando especialmente el rechazo de las nociones clásicas y una opción más cercana a la naturaleza política de la función desempeñada por el Consejo que a la naturaleza jurisdiccional, bien que, con el devenir del tiempo, se haya producido una clara evolución que ha aproximado, aunque no equiparado o identificado, este órgano a los tribunales constitucionales creados en buen número de países en el constitucionalismo de la segunda posguerra. IV. LA JURISDICCIÓN CONSTITUCIONAL EN LA EUROPA DE ENTREGUERRAS

1. Los antecedentes del control autónomo de constitucionalidad en Europa A lo largo del siglo XIX encontramos algunos antecedentes muy aislados de intentos de perfilar una jurisdicción constitucional. Es el caso de la Constitución del 28 de marzo de 1849, sancionada en el curso de la revolución alemana de 1848-1849 por la Asamblea Nacional reunida en la Iglesia de San Pablo en Francfurt, en la que se preveía una jurisdicción constitucional con amplias atribuciones. 118 De análoga fecha es el llamado Proyecto de Kremsier, nombre de la ciudad de Moravia a la que se trasladó el Parlamento tras los tumultos acaecidos en Viena en octubre de 1848. En tal Proyecto se contemplaba de 1958, pronunciado ante el Consejo de Estado, que debía manifestarse, a su vez, acerca del Proyecto de Constitución de ese mismo año, al referirse al Consejo Constitucional, afirmaba: “La creación del Consejo Constitucional indica la voluntad de subordinar la ley, o lo que es igual, la decisión del Parlamento, a la regla superior de la Constitución”. 117 Favoreu, Louis, op. cit., nota 110, p. 14. 118 Para un mayor detalle, cfr. Faller, Hans Joachim, “Defensa constitucional por medio de la Jurisdicción Constitucional en la República Federal de Alemania”, Revista de Estudios Políticos, nueva época, núm. 7, enero-febrero de 1979, pp. 47 y ss.; en especial, pp. 48 y 49.

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la creación de un Tribunal Supremo del Imperio (Oberstes Reichsgericht) con la misión esencial de juzgar “a título de instancia única y suprema” los litigios entre los Länder, a la par que los conflictos de atribuciones entre las autoridades administrativas del Imperio y las autoridades administrativas de los Länder. Se trataba, pues, de una suerte de tribunal arbitral. 119 El Proyecto decaería tras la disolución, el 4 de marzo de 1849, por el emperador Francisco José, por medio de la fuerza, del Reichstag constituyente. La Constitución del Imperio austro-húngaro, del 4 de marzo de 1849, respetó el precedente del tribunal arbitral diseñado en el Proyecto de Kremsier; sin embargo, la escasa vida de esa Constitución (abrogada el 31 de diciembre de 1851), que además, como constata Eisenmann, 120 nunca fue aplicada, impediría que el Tribunal cobrara vida. La Constitución del Imperio de 1867, que marca el definitivo retorno al régimen constitucional, mantuvo la división del Poder Legislativo entre las Dietas de los Länder y el Parlamento del Imperio. Además, reconoció los derechos fundamentales de los ciudadanos. Una ley constitucional del 21 de diciembre de 1867 instituyó un Tribunal del Imperio (Reichsgericht), considerado por Battaglini 121 como el primer intento de institucionalización de un Tribunal Constitucional. Si admitimos con Eisenmann 122 que “la justice constitutionnelle est comme un miroir où se reflète l’image des luttes politiques suprêmes d’un pays, qu’elle a précisément pour effet de transformer en dernière analyse en litiges de droit”, nada tiene de extraño que la lucha de las nacionalidades, que dominaba toda la vida pública del Imperio, ocupara un lugar central, preponderante, en los litigios constitucionales. Con todo, la eficacia meramente declarativa de las sentencias privaron al Tribunal de una importancia real en el ámbito del control de la constitucionalidad. En 1885, un folleto titulado Ein Verfassungsgerichtshof fú r ósterreich, obra de Jellinek, demandaba una ampliación de las competencias del Tribunal del Imperio y su transformación en un auténtica jurisdicción constitucional (ya demandada en el propio título del folleto: Un su119 Para un análisis más detallado, cfr. Eisenmann, Charles, La justice constitutionnelle et la Haute Cour Constitutionnelle d’Autriche (edición original de 1928), ParísAix-en-Provence, Economica-Presses Universitaires d’Aix-Marseille, 1986, pp. 110- 117. 120 Ibidem, p. 120. 121 Battaglini, Mario, op. cit., nota 78, p. 159. 122 Eisenmann, Charles, op. cit., nota 119, p. 137.

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premo Tribunal Constitucional para Austria). Jellinek postularía, alternativamente, dos soluciones: reconocer a los jueces la facultad de controlar la constitucionalidad de las leyes, o admitir un control de lege ferenda, creando una jurisdicción que en el curso del procedimiento legislativo pudiera decidir de lege ferenda acerca de su constitucionalidad, siendo conveniente al efecto otorgar a las minorías parlamentarias y al gobierno legitimación para plantear al Tribunal la cuestión de la presunta inconstitucionalidad de un proyecto de ley. Se trataba, consiguientemente, de un control preventivo, si bien las sentencias habían de tener eficacia constitutiva y no sólo declarativa. También en Suiza encontramos antecedentes. Más aún, según Cruz Villalón, 123 el ordenamiento constitucional suizo es el primero en superar en Europa el estricto enfoque judicial de la cuestión del control de constitucionalidad, incorporando algunos institutos que suponen los primeros pasos en la formación del que será el sistema europeo de control de constitucionalidad. Tras la reforma de la Constitución Federal Helvética de 1848, llevada a cabo en 1874, se instaura un modelo de control de la constitucionalidad autónomo, concentrado y con efectos generales, de la constitucionalidad de las leyes cantonales, bien que nunca de las federales. Se trata, pues, de un control que bien puede considerarse como de “federalidad” más que de constitucionalidad, 124 en cuanto que lo pretendido por dicho control es la adecuación de las leyes cantonales al ordenamiento federal. Ese control lo lleva a cabo el Tribunal Federal. Con todo, en Suiza, el control de la constitucionalidad de las leyes encuentra su principal instituto en el denominado “recurso de derecho público” (Staatsrechtliche Beschwerde), que encuentra sus antecedentes en un recurso jurisdiccional de tutela de los derechos constitucionales de la persona propugnado en 1831 por Kasimir Pfyffer en un Proyecto de Constitución federal y por Pellegrino Rossi, en el Proyecto de un Tribunal de Justicia Federal. La primera plasmación de este instituto suizo tendría lugar con la Constitución Federal del 12 de septiembre de 1848, cuyo artículo 105 atribuía al Tribunal Federal el conocimiento de las causas formadas por “violación de los derechos garantizados en la presente Constitución, 123 Cruz Villalón, Pedro, La formación del sistema europeo de control de constitucionalidad (1918-1939), Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1987, p. 49. 124 Ibidem, p. 50.

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cuando sobre este punto se susciten quejas ante la Asamblea Federal”. Como señala Cappelletti, 125 aunque la redacción del artículo 105 no es excesivamente clara, su significado se clarifica si se observa que fue introducido a raíz de una propuesta hecha en sede constituyente por la representación ginebrina, de conformidad con la cual, al artículo relativo a la esfera competencial del Tribunal Federal se debía añadir la competencia para decidir “de la violation des droits des citoyens garantis par la présente Constitution, lorsque des plaintes à ce sujet sont renvoyées devant lui par l’assemblée fédérale”. De esta forma, puede decirse que la Constitución no creó un recurso directo de los ciudadanos para la tutela de sus derechos ante un órgano jurisdiccional, sino un recurso indirecto o mediato que, por intermediación de un órgano político (la Asamblea Federal), podía, si dicho órgano lo estimaba oportuno, llegar al órgano jurisdiccional. La hasta hace dos años vigente Constitución, del 29 de mayo de 1874, acogería el recurso que nos ocupa en el artículo 113.1, cuyo punto tercero atribuía al Tribunal Federal el conocimiento de las reclamaciones (o recursos: Beschwerden) por violación de derechos constitucionales de los ciudadanos..., excluyendo el artículo 113.2 los litigios administrativos que especificara la legislación federal. La jurisprudencia del Tribunal Federal debió de precisar qué había de incluirse bajo la rúbrica de “derechos constitucionales”. 126 Y en cuanto al objeto del control, éste se encontraba limitado no sólo por la inmunidad de las leyes federales, sino por la restricción operada por la Ley Federal del 27 de junio de 1874, que precisó que el recurso cabía interponerlo frente a los “actos cantonales”, incluyendo entre ellos tanto los emanados de los órganos cantonales (excepción hecha de la Constitución cantonal una vez ha recibido la “garantía federal”) como de los municipales. Retornando de nuevo a Alemania, en el antecedente constitucional inmediato a Weimar, la Constitución bismarckiana de 1871, se detecta una ausencia de toda prohibición expresa del control judicial o, si se prefiere, difuso. Una sentencia del Tribunal del Reich, del 17 de febrero de 1883, rechazaba la posibilidad de un control judicial de la constitucionalidad material de las leyes del Reich, doctrina respaldada por los principales autores de la época: Jellinek, Laband y Anschütz, entre otros. Más 125 126

Cappelletti, Mauro, op. cit., nota 32, p. 22. Cfr. al efecto, Cruz Villalón, Pedro, op. cit., nota 123, pp. 58 y 59.

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divergentes serían las opiniones en torno al control de constitucionalidad formal. Como recuerda Cruz Villalón, 127 en tanto los autores mencionados sólo admiten un control de la estricta constitucionalidad formal, para quienes la promulgación de la ley origina una presunción iuris et du iure de su constitucionalidad, otros sectores doctrinales (Gierke, Bluntschli o Gneist) se inclinarán por un control más amplio de la constitucionalidad formal, extendido a los actos previos a la promulgación. Sin embargo, lo anterior se circunscribe exclusivamente al control de la legislación del Reich. Frente a él, el control judicial de las leyes de los Länder será mucho más amplio como consecuencia del principio de primacía del derecho del Reich sobre el derecho de los Länder (artículo 2o. de la Constitución del 16 de abril de 1871). Las mismas Constituciones de los Länder no escaparían a este control, admitiéndose asimismo de forma unánime el control judicial de la legalidad y de la constitucionalidad de los reglamentos. En la Alemania de Weimar, pese a los intentos de creación de un órgano encargado de conocer del control de constitucionalidad de las leyes en la segunda mitad del siglo XIX, a los que ya nos hemos referido, la idea de la justicia constitucional no iba a jugar un papel destacado, sino hasta la segunda posguerra, como reconoce Horn. 128 Los constituyentes de Weimar se plantearon el tema de la apreciación o control de la constitucionalidad formal de las leyes. 129 Más aún, un considerable número de miembros de la Asamblea Constituyente, incluyendo al propio Hugo Preuss, auténtico arquitecto de la Constitución, se mostraron proclives a la constitucionalización de ese control. El debate se desarrolló al hilo de la interpretación de la facultad de promulgación de las leyes, que el artículo 70 atribuiría al presidente del Reich en estos términos: “El presidente del Reich promulga las leyes elaboradas, de conformidad a las prescripciones de la Constitución...”. Un sector doctrinal, representado particularmente por Jellinek, Thoma y Anschütz, haría oir su opinión de que una ley ordinaria materialmente disconforme con la Constitución, debía ser considerada como una ley Ibidem, pp. 73 y 74. Horn, Hans-Rudolf, “República Federal de Alemania: justicia y defensa de la Constitución”, en el colectivo La Constitución y su defensa , México, UNAM, 1984, pp. 569 y ss.; en concreto, p. 583. 129 Cfr. a este respecto, Béguin, Jean-Claude, Le contrôle de la constitutionnalité des lois en République Fédérale d’Allemagne , París, Economica, 1982, pp. 13-21. 127 128

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constitucional (en el sentido material del término), adoptada en violación del procedimiento previsto para el ejercicio del poder constituyente derivado. En tal hipótesis, el presidente del Reich debería rehusar su promulgación, esgrimiendo la falta de competencia del legislador ordinario. Una solución de esta naturaleza hubiera investido al presidente de una función, del todo impropia, de control del contenido de las leyes. La Constitución de Weimar, del 11 de agosto de 1919, no llegaría a contemplar el instituto del control de constitucionalidad; se limitaría a encomendar (en su artículo 19) al Tribunal Supremo de Justicia del Reich el conocimiento de los “litigios que no sean de derecho privado entre diferentes Länder o entre el Reich y los Länder”, y ello a requerimiento de una de las partes litigantes. Ahora bien, en el marco de la relación entre el Reich y los Länder, el artículo 13 de la Constitución, tras disponer en su párrafo 1 que “el derecho del Reich prevalece sobre el derecho de los Länder”, determinaba, en su párrafo 2, que “en caso de duda o de divergencias sobre el punto de saber si una disposición del derecho de un Land es conciliable con el derecho del Reich, la autoridad central competente del Reich o del Land interesado puede, según el procedimiento que establezca una ley del Reich, provocar la decisión de una jurisdicción suprema del Reich”. 130 La sujeción de las leyes de los Länder, en virtud del principio de primacía federal, propiciaría una suerte de control de constitucionalidad federal (Reichsverfassungsmüssigkeit), con independencia ya de que algunos Länder llegasen a admitir el control de constitucionalidad “local”. Pero, como señala Cruz Villalón, 131 la consecuencia más relevante del principio de primacía en Weimar desde el punto de vista de la formación del sistema europeo de control de la constitucionalidad es la organización de un control concentrado (sobrepuesto al difuso) de la constitucionalidad federal de las leyes de los Länder ante el Tribunal del Reich (Reichsgericht), con eficacia erga omnes . Como antes advertimos, la Constitución de Weimar guardó silencio en torno a la posibilidad de un control judicial de la constitucionalidad. Ese silencio no sólo suscitaría una importantísima polémica doctrinal en torno a esta cuestión, sino que trasladaría dicha cuestión al plano jurisprudencial. Y lo que la Constitución no había contemplado, sería admi130 Hemos seguido el texto de la obra de Mirkine-Guetzévitch, Boris, Las nuevas Constituciones del mundo, Madrid, Editorial España, 1931, p. 62. 131 Cruz Villalón, Pedro, op. cit., nota 123, p. 72.

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tido por la jurisprudencia. En efecto, el artículo 102 de la norma constitucional prescribía: “Los jueces son independientes. No están sometidos más que a la ley”. La doctrina, mayoritariamente, estimaría que el juez, al menos, debía verificar que la ley a aplicar había sido elaborada de modo regular. Pues bien, habría de ser la jurisprudencia la que marcase un nuevo camino a seguir en esta materia. Una Ley del 8 de abril de 1920 atribuía al Reichsgericht competencia para contrastar la compatibilidad de una norma jurídica de un Land con el derecho del Reich, desarrollando la previsión constitucional del artículo 13. Bajo los primeros años de vida de la Constitución de 1919 se producía la jurisprudencia más significativa. Una Sentencia de la Sala 3a. del Tribunal Económico del Reich, del 23 de marzo de 1921, declaraba la competencia de los tribunales de justicia para controlar la constitucionalidad formal y material de las leyes del Reich. Y el Reichsgericht, en Sentencia del 28 de abril de 1921, admitía no sólo la existencia del control judicial de constitucionalidad bajo la Constitución de Weimar, sino, lo que era mucho más discutible, que ésta había sido la doctrina constante del Reichsgericht bajo la Constitución de 1871. En una no menos celebérrima sentencia del Reichsgericht, del 4 de noviembre de 1925, el Tribunal del Reich abordaba el problema admitiendo que la sumisión del juez a la ley no excluye que el juez pueda recusar la validez de una ley del Reich o de algunas de sus previsiones en la medida que se encuentren en oposición con otras disposiciones preeminentes, que deben ser observadas en todo caso por el juez. En último término, el Tribunal del Reich precisaba que no conteniendo la Constitución de 1919 ninguna disposición con arreglo a la cual, la decisión sobre la constitucionalidad de una ley del Reich sea retirada al juez y transferida a otro órgano determinado, el derecho y el deber del juez de examinar la constitucionalidad de las leyes del Reich debían ser reconocidos. 132 Cruz Villalón 133 ha podido decir que aunque en esta Sentencia de 1925 el Tribunal no declarase la inconstitucionalidad, la importancia de la ley sometida a control, la trascendencia política del caso, así 132 Béguin, Jean-Claude, op. cit., nota 129, p. 15. A análoga conclusión llega Leibholz, Gerhard, “La giurisdizione costituzionale nello Stato democratico secondo la Costituzionne di Bonn”, Rivista Internazionale di Filosofia del Diritto , año XXXII, serie III, fascículo II-III, marzo-junio de 1955, pp. 149 y ss.; en concreto, p. 150-152. 133 Cruz Villalón, Pedro, op. cit., nota 123, pp. 86 y 87.

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como la claridad de los términos en los que el Reichsgericht se había de expresar, hacen de este caso el pretendido Marbury versus Madison de Weimar. La opinión doctrinal no siempre fue pacífica. Bástenos con recordar uno de los juicios más significativos. La Constitución de 1919, ni tan siquiera en lo relativo a los derechos fundamentales establecía previsión alguna de la que pudiera inferirse una especial prevalencia formal del articulado constitucional. Ningún precepto constitucional, por ejemplo, impedía que por ley pudieran limitarse los derechos hasta el extremo de privarles de su esencia última. Quizá por todo ello, no deba extrañar que, en sus conocidos comentarios a la Constitución, Anschütz 134 llegara a la conclusión de que “la Constitución del Reich no representa, respecto a la ley ordinaria, una norma de rango superior a la que aquellas instancias que aplican el derecho debieran obedecer antes que a la ley”. 2. El pensamiento kelseniano y el modelo austriaco de control autónomo de la constitucionalidad El periodo que transcurre entre octubre de 1918, momento en el que cae el Imperio Austro-Húngaro, y octubre de 1920, fecha de promulgación de la Constitución Federal de la República Austriaca, nos marca los momentos claves en la gestación del modelo austriaco de control autónomo de la constitucionalidad de las leyes. El 21 de octubre de 1918 se constituía la “Asamblea nacional provisional de Austria alemana”, que procedía a dictar una “Resolución sobre las instituciones básicas del poder del Estado”, una suerte de primera Constitución provisional de la nueva República. Una Ley del 25 de enero de 1919 de la citada Asamblea creaba por primera vez con el nombre de Tribunal Constitucional ( Verfassungsgerichtshof) un órgano al que se iba a encargar, en un primer momento, la sucesión del antiguo Reichsgericht, recibiendo las mismas competencias e incluso idéntica composición que el Tribunal del Imperio. Sin embargo, una nueva Ley del 14 de marzo de 1919, por la que la Asamblea nacional modificaba en profundidad la Constitución provisional poco antes elaborada, confirió al Tribunal Constitucional una nueva 134 Anschütz, G., Die Verfassung des Deutschen Reichs vom 11 August 1919 (Kommentar für Wissenschaft und Praxis) , 14a. ed., 1933, p. 102.

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competencia de extraordinaria importancia: conocer de los recursos interpuestos por causa de inconstitucionalidad por el gobierno federal contra las leyes aprobadas por las Asambleas legislativas de los Länder. El 3 de abril, una nueva Ley vino a modificar profundamente la organización del Tribunal, que permanecería ya con este último diseño hasta la Constitución del 1o. de octubre de 1920, en la que, como diría Eisenmann, 135 “forme véritablement le couronnement de la Constitution tout entière et sa garantie suprême”. La aparición del Verfassungsgerichtshof (VfGH) está íntimamente conectada al pensamiento kelseniano; no en vano Kelsen fue el auténtico mentor de la Constitución Federal, participando asimismo como miembro del VfGH. Entiende Kelsen 136 que el orden jurídico, especialmente aquel cuya personificación constituye el Estado, no es un sistema de normas coordinadas entre sí que se hallen, por así decirlo, una al lado de la otra, en un mismo nivel, sino que se trata de una verdadera jerarquía de diferentes niveles de normas. Su unidad viene dada por el hecho de que la creación de una norma (la de grado más bajo) se encuentra determinada por otra de grado superior, cuya creación es determinada a su vez por otra todavía más alta. Lo que constituye la unidad del sistema es precisamente la circunstancia de que tal regressus termina en la norma de grado más alto, o norma básica, que representa la suprema razón de validez de todo el orden jurídico. Kelsen sistematizará las líneas de su pensamiento en torno al tema en un artículo que, tras su traducción francesa por Eisenmann y ulterior publicación en la “ Revue du Droit Public”, 137 tendrá un enorme impacto en la doctrina europea. En el referido trabajo, Kelsen parte de la consideración 138 de que “la garantie juridictionnelle de la Constitution est un élément du système Eisenmann, Charles, op. cit., nota 119, p. 174. Kelsen, Hans, Teoría general del derecho y del Estado , México, Imprenta Universitaria, 1949, p. 128. 137 Kelsen, Hans, “La garantie juridictionnelle de la Constitution (La justice constitutionnelle)”, Revue du Droit Public et de la Science Politique , año XXXV, 1928, pp. 197 y ss. En castellano, puede verse la traducción de Rolando Tamayo, revisada por Domingo García Belaunde, publicada en “ Ius et Veritas”, Revista de la Facultad de Derecho , año V, núm. 9, pp. 17 y ss. 138 Kelsen, H., “La garantie juridictionnelle de la Constitution (La justice constitutionnelle)”, Revue du Droit Public et de la Science Politique , cit., nota 137, p. 198. 135 136

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des mesures techniques qui ont pour but d’assurer l’exercise régulier des fonctions étatiques”, funciones estatales éstas que, básicamente, consisten en actos jurídicos de creación de derecho o de aplicación del mismo. El derecho, a través de la vía que recorre desde la Constitución hasta los actos de ejecución material, no deja de concretarse, de tal modo que cada grado del orden jurídico supone una creación de derecho respecto del grado inferior y una reproducción frente al grado superior. Pues bien, la idea de “regularidad”, según el gran jurista austriaco, se aplica a cada grado en la medida en que es creación o reproducción del derecho, pues “...la régularité n’est que le rapport de correspondance d’un degré inférieur à un degré supérieur de l’ordre juridique”. 139 Sin embargo, no es sólo a la relación de los actos de ejecución material con las normas individuales (decisiones administrativas y sentencias judiciales), ni tan siquiera a la de estos actos de ejecución con las normas generales, legales o reglamentarias, a lo que debe circunscribirse la idea de regularidad y las garantías técnicas encaminadas a asegurarla, sino que ese principio de regularidad debe postularse también respecto de las relaciones del reglamento con la ley, y de ésta con la Constitución. Consecuentemente, la legalidad de los reglamentos y la constitucionalidad de las leyes pueden concebirse como verdaderas garantías de la regularidad de los actos jurídicos individuales. Tras las reflexiones que preceden, parece obvia la conclusión a que llega el jurista nacido en Praga en 1881: las garantías de la Constitución, esencialmente, son las garantías de la constitucionalidad de las leyes. “Garanties de la Constitutión signifie donc: garanties de la régularité des règles immédiatement subordonnées à la Constitution, c’est-à-dire, essentiellement, garanties de la constitutionnalité des lois”. 140 Y entre las medidas técnicas orientadas a garantizar la regularidad de las funciones estatales, la anulación del acto inconstitucional representa la garantía principal y más eficaz de la Constitución. 141 La cuestión subsiguiente que había de plantearse Kelsen era la de concretar a qué órgano había de corresponder la competencia de, en su caso, decidir la anulación del acto inconstitucional. Kelsen rechazará que esta facultad pudiera atribuirse al Parlamento, optando por atribuir la tarea de comprobar si una ley es constitucional, anulándola cuando, 139 140 141

Ibidem, p. 200. Ibidem, p. 201. Ibidem, p. 221.

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de acuerdo con la opinión de ese órgano, sea inconstitucional, a un órgano diferenciado del Poder Legislativo. Puede existir, dirá Kelsen, 142 un órgano especial establecido para este fin; por ejemplo, un tribunal especial, el llamado Tribunal Constitucional; o bien el control de la constitucionalidad de las leyes puede encomendarse a los tribunales ordinarios y, de modo específico, al Tribunal Supremo. El rechazo del órgano legislativo para llevar a cabo este control será tajante por parte de Kelsen: 143 “Ce n’est donc pas sur le Parlement lui-même que l’on peut compter pour réaliser sa subordination à la Constitution. C’est un organe différent de lui, indépendant de lui et par conséquent aussi de toute autre autorité étatique qu’il faut charger de l’annulation ses actes inconstitutionnels, c’est-à-dire une juridiction ou tribunal constitutionnel”. La opción kelseniana se sustenta en el diferenciado valor que la anulación de la ley propugnada por el gran jurista vienés presenta respecto a la mera desaplicación característica de la judicial review norteamericana. “Annuler une loi —precisa Kelsen—, 144 c’est poser une norme générale”, y ello por cuanto la anulación de una ley tiene el mismo carácter de generalidad que su elaboración, no siendo, por así decirlo, más que la confección o elaboración de la norma con un signo negativo, o lo que es lo mismo, una función legislativa. Y un tribunal que dispone del poder de anular las leyes es, consecuentemente, un órgano del Poder Legislativo. Queda enunciada de esta forma la teoría kelseniana por la que se concibe al Tribunal Constitucional como una suerte de “legislador negativo”. Tal concepción entrañará un conjunto de diferencias muy acusadas entre el modelo de control de la constitucionalidad kelsenianoeuropeo y el acuñado en Norteamérica más de un siglo antes. A partir de la doctrina vertida por Kelsen, el instituto del control de constitucionalidad y su atribución a un órgano ad hoc o autónomo comenzará a expandirse, aceptándose progresivamente de modo general, al menos en amplios sectores doctrinales, bien que su generalización a nivel de derecho constitucional positivo sólo tenga lugar tras la Segunda Gran Guerra. Taylor Cole ha puesto de relieve que la discusión se cir142 Kelsen, Hans, “Judicial Review of Legislation: a Comparative Study of the Austrian and the American Constitution”, Journal of Politics, 1942, núm. 4, pp. 183 y ss. 143 Kelsen, H., “La garantie juridictionnelle de la Constitution” (La justice constitutionnelle), Revue du Droit Public et de la Science Politique , cit., nota 137, p. 223. 144 Ibidem, p. 244.

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cunscribirá al tipo de tribunal, a su organización e integración y al método de selección de sus magistrados. 145 Sin embargo, la realidad nos muestra que en los años veinte, esto es, coetáneamente con el momento de implantación del sistema kelseniano, iba a tener lugar una conocida y muy radical controversia entre Kelsen y Schmitt, polémica que si bien desde entonces puede estimarse zanjada, al menos como cuestión de principio, revive periódicamente con una asombrosa capacidad de permanencia. 146 Schmitt, en un brillante y apasionado trabajo publicado en 1929, 147 y en el que se analiza el rol del Tribunal Constitucional como guardián de la Constitución, afirma de modo categórico: “Una expansión sin inhibiciones de la justicia no transforma al Estado en jurisdicción, sino a los Tribunales en instancias políticas. No conduce a juridificar la política, sino a politizar la justicia. Justicia constitucional es una contradicción en sus mismos términos”. Como puede apreciarse, la preocupación de Schmitt gira en torno a la Politisierung der Justiz . De ahí que la respuesta a Kelsen venga dada en su obra Der Hüter der Verfassung, 148 en la que sostendrá su conocida tesis de que ningún órgano jurisdiccional puede ser el guardián de la Constitución. En su lugar, y sobre las huellas de la formulación del pouvoir neutre de Benjamín Constant, Schmitt sostendrá que es el Jefe del Estado, esto es, el presidente del Reich, quien únicamente puede ostentar ese título de “guardián de la Constitución”. Entre otros muchos argumentos, Schmitt parte 149 de que el Estado democrático ha sido designado y aun definido frecuentemente como Estado de partidos. El Estado democrático parlamentario es, en un cierto y especial sentido, Estado de partidos todavía en mayor escala. Así las co145 Cole, Taylor, op. cit., nota 22, p. 967. Para este autor, las discusiones constituyentes en Austria, Alemania e Italia se refirieron sustancialmente al grado de independencia concedido al Tribunal Constitucional respecto de los órganos políticos, y en especial, respecto del Parlamento. 146 En análoga dirección se manifiesta Ángel de Juan Martín (“Comentarios en torno a la jurisdicción constitucional”, en el colectivo El Tribunal Constitucional , Madrid, Instituto de Estudios Fiscales, 1981, vol. II, pp. 1329 y ss.; en concreto, p. 1338). 147 Schmitt, Carl, “Das Reichsgericht als Hüter der Verfassung”, Die Reichsgerichtspraxis im deutschen Rechtsleben , Berlín y Leipzig, 1929, t. I, pp. 154 y ss. 148 Schmitt, Carl, Der Hüter der Verfassung , Berlín-München, Verlag Duncker Humblot, 1931. Traducción española, La defensa de la Constitución , Madrid, Tecnos, 1983. 149 Schmitt, Carl, La defensa de la Constitución , cit., nota 148, pp. 148 y 151.

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sas, ¿cómo puede surgir, en esta situación, la unidad en que queden superados y fundidos los violentos antagonismos de partidos y de intereses? La respuesta de Schmitt en relación a los órganos judiciales es tajante: resultaría aún menos posible que asentar en las instituciones y métodos propios de un Estado burocrático, buscando en ellas el genuino contrapeso a los efectos disolventes de un Estado de partidos en coalición lábil, el basar el “Estado neutral” en la justicia, transfiriendo mediante cualquier subterfugio judicial la adopción de decisiones políticas a tribunales ordinarios o constitucionales integrados por jueces de carrera. 150 En todo caso, la judicatura profesional alemana pertenece, como entidad neutral en el orden político interior, al complejo que Schmitt califica de Estado burocrático. Pues bien, según el autor de la Politische Theologie (obra que, no es inadecuado recordarlo, se inicia con la conocida afirmación schmittiana de que: “Soberano es quien decide sobre el estado de excepción”) pondríase en peligro tanto esta judicatura profesional como los fines de una objetividad imparcial, si se pretendiera utilizarla para implantar como Estado neutro un Estado judicial criptopolítico. 151 En definitiva, como advierte De Vega, 152 la conclusión que se desprende del razonamiento schmittiano parece evidente: porque la conversión de la justicia constitucional en guardián de la Constitución, frente a los posibles ataques del Poder Legislativo, lo que termina virtualmente condicionando es una politización de la justicia y una disfunción más que notable en el esquema de la distribución del poder, se hace necesario buscar otro “guardián” que resulte en el plano doctrinal más coherente con la teoría constitucional clásica, y en el plano real más efectivo. Kelsen, combatirá con dureza los argumentos de Schmitt. 153 Desde el punto de vista del derecho positivo, considerará que la afirmación de Schmitt, de que el jefe del Estado es más idóneo que un Tribunal para la defensa de la Constitución, no encaja en el articulado de la Constitución de Weimar. Niega asimismo el jurista vienés consistencia a la crítica schmittiana de que la acción de un Tribunal no es democrática, pues Ibidem, pp. 168-170. Ibidem, p. 170. Vega, Pedro de, en el Prólogo a la obra de Schmitt, C., La defensa de la Constitución, cit., nota 148, p. 20. 153 Kelsen, Hans, “Il custode della Costituzione”, en la obra La giustizia costituzionale, Milán, Giuffrè, 1981, pp. 231 y ss. 150 151 152

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entrega a una aristocracia de la toga la protección de la Constitución. Lo que Schmitt pretende, dice Kelsen, es sobrevalorar la competencia del presidente del Reich e infravalorar la función del Parlamento. La consecuencia política de los argumentos de Schmitt es que el pluralismo del Parlamento pone en peligro la seguridad y el orden público, mientras la unidad del presidente del Reich representa la unidad del pueblo. Así, los dos grandes poderes creados por la Constitución de Weimar aparecen como enemigos. El uno quiere destruir su unidad y el otro defenderla. Uno, el Parlamento, viola la Constitución, y el otro la custodia. De la controversia que acabamos de referir, podría inducirse que Kelsen propugna un tipo de democracia en el que el Ejecutivo sea débil y el Parlamento fuerte; sin embargo, como advierte La Pergola, 154 tal apreciación no es correcta, ya que el jurista austriaco lo que desea es un sistema de equilibrio que no es sino el característico de la democracia constitucional, y que en la tesis schmittiana resulta quebrantado. En el antes referido artículo publicado por Kelsen en 1928, éste aborda, tras decantarse por un Tribunal ad hoc, la organización que, a su juicio, debía tener un órgano jurisdiccional de esta naturaleza. 155 Nos referimos a su posición muy suscintamente. 156 Parte Kelsen de que no se puede proponer al respecto una solución uniforme para todas las Constituciones; la organización de la jurisdicción constitucional deberá modelarse sobre las particularidades de cada Constitución. Sin embargo, a renglón seguido, el jurista austriaco efectúa unas consideraciones de alcance y valor generales, que tratamos de compendiar: Primera. El número de miembros de estos Tribunales no ha de ser muy elevado en cuanto deben cumplir una misión puramente jurídica de interpretación de la Constitución. 154 La Pergola, Antonio, “La garanzie giurisdizionali della Costituzione”, en el colectivo, La Costituzione Spagnola nel trentennale della Costituzione italiana , Bologna, Arnaldo Forni Editore, 1978, pp. 31 y ss.; en concreto, p. 38. 155 Cfr. al efecto, Kelsen, Hans, “ La garantie j uridictionnelle de la Constitution (La justice constitutionnelle)”, Revue du Droit Public et de la Science Politique , cit., nota 137, pp. 226 y 227. 156 Para un análisis más detallado, cfr. Fernández Segado, Francisco, “El Tribunal Constitucional. Un estudio orgánico”, Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense , Madrid, núm. 15 (monográfico: “Diez años de desarrollo constitucional. Estudios en Homenaje al Profesor D. Luis Sánchez Agesta), 1989, pp. 375 y ss.; en especial, pp. 378-381.

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Segunda. Por lo que se refiere al sistema de reclutamiento de los magistrados constitucionales, no se puede propugnar sin reservas ni la simple elección parlamentaria, ni el nombramiento exclusivo por el jefe del Estado o el gobierno. Tercera. Es de la mayor relevancia la cualificación técnica de los magistrados, que debe conducir a otorgar un lugar adecuado en estos órganos a los juristas de profesión. Es del mayor interés para un Tribunal Constitucional reforzar su autoridad mediante la incorporación al mismo de especialistas eminentes. Cuarta. Exclusión del Tribunal de miembros de instancias políticas. Quinta. Rechazo de todo influjo político en la jurisprudencia constitucional y, en su caso, canalización del mismo. Cappelletti se ha cuestionado al efecto el porqué no se prefirió elegir la vía más simple de atribuir la función de control de la constitucionalidad a algún órgano jurisdiccional ya existente. 157 Su respuesta, en relación a la Constitución Federal austriaca de 1920, 158 es que con la solución adoptada se quisieron evitar una serie de inconvenientes ínsitos a la judicial review . Tales inconvenientes se vinculaban a la estructura del ordenamiento judicial, que en los sistemas de la Europa continental está usualmente constituida por los jueces de carrera, los cuales entran jóvenes en la magistratura, y sólo en edad avanzada llegan a funciones conectadas con la actividad del Tribunal Supremo. Es un hecho, reconoce el autor italiano, que las normas constitucionales modernas son algo profundamente diverso de las usuales normas legales, que los magistrados de los Tribunales Supremos europeos, que llegan a tal puesto al final de su dilatada carrera en la magistratura, han estado habituados por decenios a interpretar, a observar y a hacer observar, con una técnica hermenéutica diferente a la del tipo del policy-making-decisions , que está, en cambio, inevitablemente implicada en una actividad de control de la validez sustancial de las leyes y de las aplicaciones de la norma constitucional. Y es que, en último término, y esta es la razón decisiva a nuestro entender, por lo menos por lo que se refiere a las Constituciones de nuestro tiempo, no se limitan a “dire staticamente ciò che è il diritto”, a dar un ordenamiento para una situación social consolidada, sino que, de 157 158

Cappelletti, Mauro, op. cit., nota 40, p. 73. Ibidem, pp. 74 y 75.

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modo muy diverso a lo que sucede con la legislación usual, establecen e imponen sobre todo “direttive e programmi dinamici di azione futura”. Estas directivas y programas son los supremos valores ( Grundnorm) que han de regir e inspirar la futura actividad del Estado y de la sociedad; implican, en suma, como afirmara Calamandrei, 159 “una polemica contro il passato e un programma di reforme verso il futuro”. En definitiva, la opción por un órgano ad hoc al que se encarga el control de la constitucionalidad de las leyes, convirtiéndosele en supremo intérprete de la Constitución, se justifica ya desde antaño por la especificidad de la hermenéutica constitucional, una actividad, como dice Cappelletti, 160 más próxima a la del legislador y a la del hombre de gobierno, que a la de los jueces comunes. Y tal circunstancia hace conveniente atribuir tal función a un órgano diferente de los Tribunales ordinarios preexistentes. A su vez, las peculiaridades de la interpretación constitucional se comprenden si se tiene presente la tensión entre política y derecho que se agudiza muy notablemente en el derecho constitucional. Ya Triepel 161 recordaba que el derecho público no es actuable sin consideración a la política. Es obvio, a nuestro modo de ver, que conceptos como Estado de derecho, Estado social, libertad, igualdad... etcétera, no pueden ser interpretados sin tener muy presentes las ideas o convicciones sociales y políticas de una comunidad en un momento histórico concreto. Partiendo de esta premisa, pensamos con Lucas Verdú 162 que la justicia constitucional óptima no se asienta en una consideración del órgano titular de la misma como una instancia puramente técnica según los esquemas kelsenianos de la pureza metódica, apartándolo de la realidad vital del Estado, que es dinamismo político; de ser así, el logro de a living constitution , una constitución viva, vigente, acorde con la realidad social, conseguido en Norteamérica gracias en buena medida a la actuación del Tribunal Supremo, sería una mera utopía. 159 Citado por Cappelletti, Mauro, ibidem, p. 75. 160 Ibidem, p. 76. 161 Triepel, Heinrich, Staatsrecht und Politik, Berlín

y Leipzig, 1927. Traducc. española, Derecho público y política , Madrid, Civitas, 1975, en especial, p. 42. 162 Lucas Verdú, Pablo, “Política y justicia constitucionales. Consideraciones sobre la naturaleza y funciones del Tribunal Constitucional”, en el colectivo, El Tribunal Constitucional, Madrid, Instituto de Estudios Fiscales, 1981, vol. II, pp. 1483 y ss.; en concreto, pp. 1501 y 1502.

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Es sencillamente impensable, manifiesta Leibholz en dirección similar, 163 para un Tribunal Constitucional considerarse totalmente desligado del orden político que va a ser afectado por sus decisiones. Sería una ilusión y, aún más, un intolerable formalismo positivista el opinar que en el campo del derecho constitucional es posible o lícito aplicar de alguna manera una norma general, como, por ejemplo, la de igualdad de los ciudadanos, una garantía institucional o un principio como el del Estado de derecho, sin intentar al mismo tiempo relacionarlas de manera coherente y significativa con la realidad política. Se puede incluso decir, subraya asimismo Leibholz, 164 que uno de los deberes de un Tribunal Constitucional, cuando trata de aplicar rectamente las normas que necesitan de su interpretación, es incluir entre sus consideraciones las consecuencias políticas de su eventual decisión. Expresado de otro modo, un juez constitucional que pretenda cumplir rectamente su cometido deberá apreciar e interpretar las normas constitucionales no sólo con la ayuda de reglas e instrumentos de análisis gramaticales, lógicos e históricos, sino también, y sobre todo, por medio de un enfoque político sistemático. Quiere ello decir que debe apreciar la Constitución como un conjunto de significado unitario y que debe tener siempre presente el sistema implantado por la norma suprema como un conjunto global, cuya preservación debe orientar sus decisiones. Llegados aquí, hemos de retornar a la Constitución Federal de la República Austriaca para detenernos, bien que de modo sumario, en el Tribunal Constitucional que la misma diseñaba. El artículo 147 de la Constitución regulaba la composición del VfGH. En su redacción inicial, prescribía que el VfGH se compondría de un presidente, un vicepresidente y del número necesario de miembros titulares y suplentes. En la redacción hoy vigente del referido precepto se precisa en doce y seis, respectivamente, el número de titulares y suplentes. La organización y funcionamiento del VfGH fueron reguladas por una Ley especial federal ( Verfassungsgerichtshofgesetz), que al igual que la propia Constitución Federal, ha sido objeto de numerosas modificaciones.

163 Leibholz, Gerhard, “El Tribunal Constitucional de la República Federal Alemana y el problema de la apreciación judicial de la política”, Revista de Estudios Políticos , núm. 146, marzo-abril de 1966, pp. 89 y ss.; en concreto, pp. 93 y 94. 164 Ibidem, p. 94.

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La forma de integración del VfGH también ha sido alterada. Originalmente, el presidente, vicepresidente y la mitad de los miembros y suplentes eran elegidos de modo vitalicio por el Consejo Nacional ( Nationalrat), y la otra mitad, por el Consejo Federal (Bundesrat). La reforma constitucional de 1929 afectó al procedimiento de nombramiento, estableciendo una fórmula que nos recuerda, en alguna medida, la propugnada por el propio Kelsen. En la actualidad, el presidente, vicepresidente, seis miembros y tres suplentes, serán nombrados por el presidente de la República a propuesta del gobierno federal. Los seis miembros titulares y tres suplentes restantes serán designados por el presidente de la República a propuesta en ternas que serán formuladas por el Consejo Nacional para tres miembros y dos suplentes y por el Consejo Federal para tres miembros titulares y un suplente. El estatuto jurídico de los magistrados constitucionales del VfGH es asimilable al de los jueces, siendo independientes en el ejercicio de su función, teniendo la consideración de jueces en el ejercicio del cargo y gozando de las mismas garantías que los jueces ordinarios en cuanto a su inamovilidad, si bien con una serie de reservas. 165 Al Tribunal Constitucional se le otorgaba decidir sobre la legalidad de los reglamentos y la constitucionalidad de las leyes. Como dice Eisenmann, 166 el VfGH venía a centralizar el control de la regularidad de todos aquellos actos a cuyo través las autoridades públicas dictaban reglas generales obligatorias. Se hallaban legitimados para recurrir ante el VfGH: el gobierno federal, los gobiernos de los Länder, el propio Tribunal, que podía proceder de oficio al control de un reglamento o de una ley cuando la norma en cuestión hubiera de servir de base a una de sus propias sentencias, suscitando dudas acerca de su legalidad (en el caso de los reglamentos) o de su constitucionalidad (en el de las leyes), y, finalmente (y en relación exclusiva con los reglamentos), los tribunales ordinarios. Las sentencias del VfGH tenían el valor de cosa juzgada, no cabiendo recurso alguno contra ellas y quedando vinculados por la misma todos los poderes públicos, que estaban además obligados a velar por su ejecución. 165 Para un análisis más detallado, cfr. Alonso García, Enrique, “El Tribunal Constitucional Austríaco”, El Tribunal Constitucional, cit., nota 162, vol. I, pp. 409 y ss.; en especial, pp. 413-421. 166 Eisenmann, Charles, op. cit., nota 119, p. 183.

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En cuanto a las consecuencias de las sentencias estimatorias de la ilegalidad del reglamento o de la inconstitucionalidad de la ley impugnada, Eisenmann 167 entiende que la idea predominante era la asimilación de la anulación por la sentencia del VfGH a la abrogación propiamente dicha, esto es, el acto anulado por la sentencia desaparecía del ordenamiento jurídico de modo similar a como si hubiera sido abrogado por un acto contrario. La anulación de la ley o el reglamento entraba en vigor en el momento de la publicación por la autoridad competente de la referida anulación (artículos 139 y 140 de la Constitución). Sin embargo, excepcionalmente, el VfGH, en relación con las leyes declaradas inconstitucionales, podía fijar para que se hiciese efectiva la anulación un plazo que no podía exceder de los seis meses. La anulación de una ley o reglamento no generaba, en principio, efectos más que pro futuro (ex nunc). Como una vez más significa Eisenmann, 168 “leurs effets passés subsistent. Ils n’étaient pas nul; ils sont annulés”. Es decir, el efecto abrogatorio del reglamento o de la ley no se producía retroactivamente. En la reforma constitucional acaecida en 1925, el VfGH recibió una nueva competencia de extraordinaria importancia. A tenor del artículo 138.2, el Tribunal había de decidir, a requerimiento del gobierno federal o de los gobiernos de los Länder, si un acto legislativo o administrativo era de la competencia de la Federación o de los Länder. La finalidad de esta nueva atribución era permitir evitar las irregularidades antes de tener que sancionarlas, prevenir los conflictos constitucionales antes que tener que resolverlos, lo que significaba que el VfGH ejerciera “un contr6le préventif sur la constitutionnalité de la législation et de l’administration dans les rapports réciproques de la Conféderation et des Provinces”. 169 Bien es verdad que el propio Eisenmann matizaba de inmediato el sentido de su calificación como “control preventivo”. 170 Se trataba, Ibidem, p. 226. Ibidem, p. 228. Ibidem, p. 235. “ Ces mots, ‘contr6le préventif’ —dice Eisenmann ( idem)— ne doivent toutefois pas dissimuler la nature véritable de cette fonction de la Cour: en réalité, le pouvoir qui lui est conféré de donner a priori, en dehors de tout litige né et actuel sur la validité d’un acte juridique concret, une interprétation authentique avec force de loi, des dispositions de la Constitution sur la répartition des compétences fait d’elle autre chose et plus qu’une simple juridiction; son r6le est de poser une règle générale, abstraite, qui complète la Constitution. Elle fait donc sur ce point fonction de législateur constitutionnel sécondaire”. 167 168 169 170

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en definitiva, de habilitar al Tribunal para que diera una interpretación auténtica de las disposiciones de la Constitución relativas al reparto de competencias entre la Federación y los Länder. Digamos por último que el artículo 144 de la Constitución habilitaba al VfGH para conocer de los recursos presentados contra aquellas decisiones administrativas supuestamente violatorias de derechos constitucionalmente garantizados, y ello salvo disposición contraria de las leyes federales y, en todo caso, una vez agotados los recursos administrativos. El Tribunal se convertía así en “guardián de las libertades individuales”. 171 Un tanto controvertida por la doctrina fue la determinación del ámbito material protegido por este recurso ( Beschwerde ). El precepto se refiere a un derecho constitucionalmente garantizado, obviando cualquier referencia a la categoría “derecho fundamental”. En su Sentencia del 18 de diciembre de 1926, el VfGH entendía que “hay un derecho constitucionalmente garantizado en el sentido del párrafo primero del artículo 144 de la Constitución Federal, cuando existe un interés particular suficientemente individualizado en el respeto de una disposición objetiva de la Constitución. La protección que le da (un artículo de aquélla) hace de él un derecho subjetivo”. De esta forma, como apreciara Eisenmann, 172 era al Tribunal a quien pertenecía apreciar discrecionalmente si se reunían las condiciones requeridas para que existiera un “derecho constitucionalmente garantizado”. 173 Un año antes del desmantelamiento del régimen democrático de la Primera República (en 1934), el Tribunal era desactivado, no volviéndose a reactivar hasta la liberación de Austria en 1945. 174 No podemos finalizar este análisis del primer diseño constitucional de un órgano autónomo de control de la constitucionalidad sin significar un último rasgo a tener en cuenta. Ya desde su primera redacción, la Constitución de 1920, “une oeuvre d’art juridique qui témoigne suffisamment de la claire et pénétrante pensée qui l ’a conque et exécutée”, 175 estableIbidem, p. 237. Ibidem, pp. 237 y 238. Para un análisis más detallado, cfr. Eisenmann, Charles, op. cit., nota 119, pp. 236 y ss. Asimismo, Fernández Segado, Francisco, La dogmática de los derechos humanos, Lima, Ediciones Jurídicas, 1994, pp. 214-219. 174 Cfr. al efecto, Cruz Villalón, Pedro, op. cit., nota 123, pp. 269-276. 175 Eisenmann, Charles, “Dix ans d’histoire constitutionnelle autrichienne. 19181928”, Revue du Droit Public et de la Science Politique , 1928, t. 45, pp. 54 y ss.; en concreto, p. 75. 171 172 173

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cería una estrecha correspondencia entre el VfGH, al que había dado carta de naturaleza, y la estructura federal del Estado, 176 circunstancia que no deja de guardar cierta similitud con lo acaecido en Norteamérica respecto a la judicial review, y que nos revela la estrecha conexión que, al menos en sus orígenes, existe entre la jurisdicción constitucional y la estructura federal. 3. Otros modelos de control autónomo de la constitucionalidad en la Europa de entreguerras Checoslovaquia y España son los otros modelos que en la Europa de entreguerras nos ofrecen el diseño de un órgano autónomo de control de la constitucionalidad. Nuestro análisis de ambos modelos va a ser necesariamente muy esquemático. 177 En Checoslovaquia, que había nacido como Estado independiente el 28 de octubre de 1918, una Ley del 29 de febrero de 1920, preliminar a la carta constitucional 178 , creaba en su artículo 3o. un Tribunal Constitucional integrado por siete miembros, dos de ellos jueces del Tribunal Supremo Administrativo y otros dos del Tribunal de Casación, siendo nombrados por el presidente de la República el presidente y los dos restantes jueces. Al Tribunal se le encomendaba (artículo 2o. de la ya citada Ley) apreciar la conformidad de las leyes de la República checoslovaca y de las leyes de la Dieta de Rusia subcarpática con las disposiciones de la carta constitucional. Como advierte Cruz Villalón, 179 Checoslovaquia no sólo es el primer Estado que introduce en su ordenamiento el que será “sistema europeo” de control de constitucionalidad, adelantándose unos meses a Austria, 176 Öhlinger, Theo, “La giurisdizione costituzionale in Austria”, Quaderni Costituzionali, año II, núm. 3, diciembre de 1982, pp. 535 y ss.; en concreto, p. 537. 177 Para un estudio más detallado, nos remitimos, en el caso checo, a Cruz Villalón, Pedro, op. cit., nota 123, pp. 277-299. En el caso español, al propio autor, en la misma obra, pp. 301-340. Asimismo, dentro de una amplia bibliografía, cfr. Fernández Segado, Francisco, “El Tribunal de Garantías Constitucionales: la problemática de su composición y del estatuto jurídico de sus miembros”, Revista de Derecho Público, núm. 111, abril-junio de 1988, pp. 273 y ss. 178 Puede verse en Mirkine-Guetzévitch, Boris, op. cit., nota 130, pp. 229 y 230. También aquí puede verse el texto de la carta constitucional, pp. 230-260. 179 Cruz Villalón, Pedro, op. cit., nota 123, pp. 286 y 287.

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sino que además lo hace con el más puro de los modelos: un Tribunal ad hoc que conoce de forma exclusiva y excluyente, con efectos generales, de la constitucionalidad de las leyes. Sin embargo, el modelo no llegó de hecho a funcionar. La ley del Tribunal se aprobó con rapidez y el órgano en cuestión quedó constituido en noviembre de 1921, pero ninguno de los legitimados impugnó la constitucionalidad de ley alguna o, cuando lo hizo, el Tribunal ya no se hallaba constituido. De hecho, el Tribunal sólo dictó una Sentencia (el 7 de noviembre de 1922), fruto del control preceptivo de una disposición legislativa dictada por la Diputación Permanente de la Asamblea Nacional. Al agotarse, en 1931, el periodo de nombramiento de los magistrados, éstos no fueron renovados por parte de los órganos llamados a hacerlo, por lo que, de facto, el Tribunal quedó sin vida. Aunque en 1938 volvió a constituirse, ya sólo podría ser testigo impotente del desmantelamiento del régimen constitucional. 180 En la España de la Segunda República, el título IX de la Constitución de 1931 (relativo a las “garantías y reformas de la Constitución”) instituía un llamado Tribunal de Garantías Constitucionales, al que, entre otras competencias, el artículo 121 a, le atribuía el conocer del recurso de inconstitucionalidad de las leyes, siendo competente asimismo para conocer de los recursos de amparo de garantías individuales, cuando hubiere sido ineficaz la reclamación ante otras autoridades. El Tribunal, como se ha dicho, 181 no fue fruto inspirado de un designio unívoco, sino resultado final de diversos ensayos y tanteos, que a su vez no son sino la consecuencia de una serie de contradicciones subyacentes en el propio proceso constituyente. 182 Y es que, en el fondo, como

180 Ibidem, p. 290. 181 Almagro Nosete,

José, “La evolución del derecho a la jurisdicción constitucional”, Revista de Derecho Procesal Iberoamericana, 198 1, núm. 4, pp. 579 y ss.; en concreto, p. 586. 182 “El Tribunal de Garantías Constitucionales —señala Luis Sánches Agesta (en su Historia del constitucionalismo español. 1808-1936 , 4a. ed., Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1984, p. 494)— fue creado con propósitos confusos y en parte contradictorios. Para unos era un sustituto del Senado; otros querían sustituirlo por un Consejo; para otros era el árbitro de los problemas que pudieran surgir entre el Estado y las Regiones. Faltaba desde luego, con excepción de algunos diputados, una información somera de sus posibles funciones”.

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advierte Rubio Llorente, 183 la jurisdicción constitucional es una institución absolutamente discordante con los presupuestos teóricos que están en la base de toda la obra de los Constituyentes de 193 1. La idea de democracia dominante en éstas es, muy evidentemente, la de la democracia rousseauniana, la de la democracia jacobina radical que no entiende la posibilidad de establecer límites a la acción del legislador y que puede llevar, en último término, a lo que Talmon ha llamado democracia totalitaria. ¿Por qué entonces la creación del Tribunal de Garantías y del correspondiente instituto del control de la constitucionalidad? Varias respuestas pueden apuntarse. De un lado, por el hecho de que en los ambientes intelectuales y académicos el tema de la admisión de un sistema de justicia constitucional (y, de modo específico, de un mecanismo de control de la constitucionalidad de las leyes) era una petición de principio exigida para la adecuación y modernización del sistema constitucional español. 184 De otro lado, por la necesidad de contar con un órgano que pudiera fácilmente dirimir los conflictos del Estado con las Regiones y de los de éstas entre sí, tal y como se hacía constar en la Exposición de Motivos que acompañaba al Anteproyecto de Constitución que elevaba al gobierno la Comisión Jurídica Asesora. 185 Y junto a las razones inmediatamente anteriores, posiblemente, la más decisiva fuera la mímesis, la imitación de lo foráneo que, una vez más, conducía a nuestros constituyentes a incorporar al ordenamiento constitucional una institución acerca de cuya naturaleza existía un mar 183 Rubio Llorente, Francisco, “Del Tribunal de Garantías al Tribunal Constitucional”, Revista de Derecho Político , núm. 16 (monográfico sobre “La Justicia Constitucional”), invierno de 1982-1983, pp. 27 y ss.; en concreto, p. 33. 184 Bassols Coma, Martín, La jurisprudencia del Tribunal de Garantías Constitucionales de la II República española “, Madrid, CEC, 1981, p. 15. 185 “El Tribunal de Justicia Constitucional aparece por primera vez en nuestro mecanismo legal. La Comisión ha entendido muy conveniente que no prevalezcan las leyes anticonstitucionales; que puedan ser fácilmente dirimidos los conflictos del Estado con las Regiones y de éstas entre sí; que se exija responsabilidad criminal a jueces y magistrados, ministros y presidente de la República; que haya juicio de amparo; y que exista una función jurisdiccional para el examen de las actas de diputados y senadores”. Así rezaba uno de los párrafos de la Exposición de Motivos del Anteproyecto de Constitución, que parece fue redactada por Ossorio y Gallardo. Cfr. al efecto, Anteproyecto de Constitución de la República Española que eleva al Gobierno la Comisión Jurídica Asesora, Madrid, julio de 193 1, pp. 18 y 19.

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de confusiones, como ya creemos haber dejado expuesto. Rubio Llorente y Sánchez Agosta llegan a similar conclusión. Mientras para el último, 186 posiblemente se estableció (el Tribunal de Garantías) por un acto de mera imitación del Tribunal Constitucional austriaco, como una novedad política curiosa, para el primero, 187 la razón de esta aparente paradoj a que entraña la creación de este Tribunal probablemente haya que buscarla, de una parte, en el mimetismo que siempre caracterizó la obra de nuestros legisladores. El prestigio de la Constitución austriaca de 1920 y el deseo de tomar como modelo lo más moderno, que es un deseo incontenible cuando se rompe con la tradición, fueron sin duda, en parte, una de las razones de aquella paradoja. La confusión que presidió todo el proceso de construcción jurídica de la institución propiciaría lo que, con razón, se ha llamado 188 un “guadiana” de soluciones que afecta a la práctica totalidad de aspectos que perfilan su modelo concreto de funcionamiento. Ello es bien visible ya desde el mismo momento de la elaboración del Anteproyecto de Constitución por la Comisión Jurídica Asesora. El modelo de justicia constitucional que en este texto se acoge tendrá poco que ver con el adoptado por la Comisión parlamentaria en el Proyecto de Constitución, y éste, a su vez, diferirá notoriamente de la configuración incorporada al código constitucional que, por otra parte, apenas si supone un esbozo de algo que más tarde será desarrollado de modo muy contradictorio. Como constata Bassols, 189 la configuración definitiva de la jurisdicción constitucional quedará diferida, como consecuencia de un compromiso entre las fuerzas políticas, al proceso posconstituyente, propiciándose un resurgimiento de las corrientes enfrentadas y contrapuestas en el instante del desarrollo normativo de la Constitución en esta materia. Y Rolla, desde una perspectiva distinta, significa: 190 “Il dibattito che precedette l’approvazione della legge organica di disciplina delle attribuzioni di quest’organo evidenziò appieno le profonde divisioni che in materia si erano aperte all’ interno del sistema politico”.

Sánchez Agesta, Luis, op. cit., nota 182, p. 498. Rubio Llorente, Francisco, op. cit., nota 183, p. 33. Almagro Nosete, José, op. cit., nota 181, p. 588. Bassols Coma, Martín, op. cit., nota 184, pp. 16 y 17. Rolla, Giancarlo, Indirizzo politico e Tribunale Costituzionale in Spagna , Napoli, Jovene, Casa Editrice, 1986, p. 66. 186 187 188 189 190

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En cumplimiento del artículo 124 de la Constitución (que se remitía a una ley orgánica especial, votada por las propias Cortes Constituyentes, a los efectos de establecer las inmunidades y prerrogativas de los miembros del Tribunal y la extensión y efectos de los recursos a que se refería el artículo 121 de la propio Constitución) se promulgó la Ley Orgánica del Tribunal de Garantías Constitucionales, del 14 de junio de 1933. 191 Por Decreto del 8 de diciembre de ese mismo año se aprobó el correspondiente Reglamento, que fue sustituido posteriormente por otro del 6 de abril de 1935. En todos los casos, los textos citados atravesaron por un sinnúmero de vicisitudes, que culminaron en la declaración de nulidad, por Decreto del 7 de junio de 1935, del capítulo tercero (“Del recurso de ilegalidad y exceso o desviación de poder”) del título II del Reglamento de 1935. A la vista de cuanto se ha indicado, no debe extrañarnos en exceso la decepción que pronto comenzó a detectarse en torno a este Tribunal. Las reflexiones que a continuación transcribimos, con las que ponemos punto final a nuestra exposición, son una excelente muestra de ello: 192 En las Universidades y en las Academias españolas se hablaba hasta hace poco más de dos años, del Tribunal de Garantías Constitucionales como de una institución ideal y sabia, dechado y prez de las grandes democracias; quienes disertaban acerca de él lo hacían en un tono doctrinal y sin descalzar el coturno, y... después, súbitamente, la institución ideal, el areópago de los altos prestigios, apenas plasmado en realidad, ha sido objeto de informaciones gaceteriles, vecinas, por su lugar y su contenido, a las que forman las secciones de sucesos de los periódicos. Nos interesa a todos sacarla de ahí, y aun es de esperar que el Tribunal salga por sí solo de los malos lugares en que lo han metido, apenas se encalme el choque y la tempestad de las pasiones que presidieron su nacimiento.

191 Puede verse el texto de la Ley en la obra del Congreso de los Diputados, Constitución española y legislación derivada de la misma , Madrid, C. Bermejo Impresor, 1o. de abril de 1936, pp. 75-120. 192 Fábregas del Pilar, José Ma., “El Tribunal de Garantías Constitucionales”, Revista General de Legislación y Jurisprudencia, Madrid, año LXXXII, t. 163, 1933, pp. 563 y ss.; en concreto, p. 563.

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EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL. UN ESTUDIO ORGÁNICO I. El contenido del artículo 159: perspectiva comparada y desarrollo legislativo 293 .

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II. La composición del Tribunal Constitucional 1. El número de sus miembros

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B. El largo plazo de desempeño del cargo . . . . . . . .

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2. Su origen tripartito

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3. Los frenos frente a la politización

A. La exigencia de una mayoría cualificada

C. La renovación parcial del Tribunal

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D. La irrelegibilidad inmediata de los magistrados . . . .

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E. La cualificación requerida para el acceso al Tribunal .

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4. El estatuto jurídico de los magistrados constitucionales .

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A. El principio de independencia: la inamovilidad . . . .

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B. El principio de independencia: la inviolabilidad . . .

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C. El principio de independencia: la independencia económica 412 .

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D. El régimen de incompatibilidades

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E. Los principios que rigen el ejercicio de la función: imparcialidad y dignidad 417 .

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F. El principio de responsabilidad III. Bibliografía

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EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL. UN ESTUDIO ORGÁNICO I. EL CONTENIDO DEL ARTÍCULO 159: PERSPECTIVA COMPARADA Y DESARROLLO LEGISLATIVO

El artículo 159 de nuestra «magna carta» política, con el que se abre el título dedicado al Tribunal Constitucional, aborda la regulación del perfil orgánico del Tribunal, contemplando al efecto los principios básicos que han de regir inexcusablemente en cuatro de los aspectos medulares en la composición de cualquier órgano: 1) la composición propiamente dicha o integración del órgano, que abarca tanto el número de miembros como el procedimiento de designación o elección de los mismos; 2) la cualificación requerida para el acceso al Tribunal como miembro del mismo; 3) el periodo de desempeño del cargo y el procedimiento de renovación de sus miembros, y 4) las líneas generales del estatuto jurídico de los integrantes del Tribunal, con especial referencia a sus incompatibilidades. En sus tres primeros apartados, el artículo 159 se refiere a los tres primeros aspectos, mientras que los apartados cuarto y quinto se enmarcan dentro de lo que podemos estimar como líneas generales del estatuto jurídico de los miembros del Tribunal. Un juicio del contenido de este precepto exige analizarlo desde una perspectiva comparada; ello nos proporcionará una visión más exacta de la dimensión real de la norma. A tal efecto, ha de ser puesto en relación con los siguientes artículos: 94 de la ley fundamental de Bonn (1949); 147 de la Constitución federal austriaca (1920, aunque posteriormente reformada en diversas ocasiones); 56 y 57 de la Constitución francesa de la Quinta República (1958); 100.2 de la Constitución de Grecia (1975); 135 de la Constitución de la República italiana (1947); 284 de * Trabajo inicialmente publicado en la obra colectiva dirigida por Alzaga Villaamil, Óscar, Comentarios a la Constitución española de 1978 , Madrid, Cortes Generales-Editoriales de Derecho Reunidas, 1999, t. XII. 293

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la Constitución de la República portuguesa (1976, bien que revisada en 1982), y 145 y 146 de la Constitución de la República turca (1961). Nos referiremos, asimismo, al artículo 122 de la Constitución de la Segunda República Española (1931). El primer rasgo común de todos estos preceptos es el de que, quizá con la única salvedad griega, no se circunscriben a la concreción del primero de los aspectos medulares antes citados, sino que, como regla general, abordan otras cuestiones, incluso la totalidad de ellas, con las solas excepciones del texto alemán (que ignora la cualificación necesaria para acceder al BVerfG, pues se limita a hablar de que éste se integra por jueces federales y otros miembros) y del texto portugués (que nada dice en torno a las incompatibilidades). Por supuesto, existen sensibles diferencias en orden a la mayor o menor concreción o casuismo con que se regulan cada uno de los aspectos precitados. En este marco general, el artículo 159 se sitúa en una posición intermedia. Aborda los principios que deben regir en todas las cuestiones consideradas, en algún caso incluso con una cierta meticulosidad: pensemos, por ejemplo, en su apartado cuarto. Desde esta perspectiva, estamos ante una ordenación más minuciosa y detallada que sus homólogas germanofederal, griega y portuguesa, aun cuando no tanto como la austriaca o la turca. Nos hallamos ante una ordenación constitucional de la materia análoga a la italiana; más aún, diríamos que el artículo 159 encuentra su inspiración más próxima en el artículo 135 de la carta italiana. 1 En lo que a la composición propiamente dicha se refiere, como resulta obvio, todos los preceptos de referencia aluden a qué personas deben integrar el Tribunal (cuando existen vocales natos) y qué órganos deben proceder a la elección; sin embargo, esta regla quiebra en lo atinente al número de miembros, no contemplado por el artículo 94 de la “ Bonner Grundgesetz ”. En cuanto a la precisión formal que establece nuestro artículo 159.1, en el sentido de exigir una mayoría cualificada para la elección —respecto del Congreso y del Senado—, cabe advertir que no la encontramos en términos similares sino en la Constitución turca, bien que a nivel de desarrollo legislativo sea una exigencia habitualmente contemplada, como tendremos ocasión de ver al analizar el modelo alemán y el italia1 Analóga es la consideración de Alzaga, Óscar (La Constitución española de 1978. Comentario sistemático, Madrid, Ediciones del Foro, 1978, pp. 916-923), bien que este autor circunscribe esa influencia italiana a los apartados primero y tercero.

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no. Por lo demás, conviene reseñar el casuismo con el que la Constitución austriaca contempla esta cuestión de la elección, fruto quizá de lo complicado del procedimiento a seguir, que incluye la presentación de ternas al presidente de la República, de entre las que éste (para un total de seis miembros y tres suplentes) debe elegir a los magistrados. Una somera comparación con el artículo 122 de nuestra Constitución de 1931 nos muestra a simple vista las enormes diferencias existentes, tanto en el aspecto examinado como en los restantes, pues el texto constitucional republicano se limitaba a enunciar los órganos que habían de elegir a los vocales del Tribunal de Garantías, así como quiénes serían vocales natos, sin concretar ni siquiera el número de los mismos (pensemos que aunque se hablaba de un vocal por región, no se concretaba el número de regiones), ni mucho menos si la elección, en el caso de los vocales elegidos por las Cortes, debía hacerse por una determinada mayoría cualificada. En lo que afecta a la cualificación requerida para ser miembro de un órgano de esta naturaleza, el artículo 159.2 se sitúa también en un lugar intermedio, pese a la amplitud con que regula este aspecto. Los textos griego y francés nada estipulan al respecto, y casi se puede decir lo mismo del código germano-federal, mientras que el artículo 284 de la Constitución portuguesa sólo alude a la cualificación necesaria para seis de los trece miembros del Tribunal Constitucional (y ello, además, de modo muy genérico: se habla de jueces y juristas). Por el contrario, las Constituciones austriaca y turca son minuciosísimas, 2 y en cuanto a la italiana, se sitúa en una línea análoga a la del artículo 159.2, bien que esté redactada con mayor precisión. 2 El artículo 147.2 de la Constitución austriaca, en relación con el presidente y vicepresidente del Tribunal y con los seis miembros y tres suplentes nombrados por el presidente de la República a propuesta del gobierno federal, exige que sean escogidos entre magistrados, funcionarios administrativos y catedráticos de las facultades universitarias de derecho y ciencias políticas. Además, y con carácter general para todos los miembros del Tribunal Constitucional austriaco, independientemente de su procedencia electiva, el artículo 147.3 prescribe que: “El presidente, el vicepresidente y los demás miembros y suplentes deberán tener terminados los estudios de derecho y de ciencias políticas y haber ejercido durante por lo menos diez años una profesión o cargo profesional para la que se exija la terminación de dichos estudios”. En cuanto al párrafo 3 del artículo 145 de la Constitución turca, prescribe al efecto: “Para ser vocal titular o suplente del Tribunal Constitucional habrá que tener cuarenta años de edad cumplidos, haber ejercido la magistratura como vocal o como presidente o

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Por lo que afecta al periodo de desempeño del cargo y procedimiento de renovación, los textos griegos y portugués se limitan a fijar escuetamente el tiempo por el que se debe desempeñar el cargo de miembro del Tribunal; los códigos alemán, austriaco y turco guardan silencio al efecto; por último, el artículo 135 de la Constitución italiana concreta algo más, al determinar el periodo de nombramiento, el momento en que empezará a correr ese periodo y la ineludibilidad del cese en el cargo tras la expiración de aquel plazo. En este punto, el artículo 56 de la Constitución francesa es el que adopta una fórmula más semejante a la que nuestro constituyente ha seguido. Por último, en cuanto atañe al estatuto jurídico de los miembros de estos órganos, su naturaleza jurisdiccional —aunque se trate de jurisdicciones ad hoc— ha exigido de los constituyentes una serie de previsiones referentes, en especial, a la cuestión de las incompatibilidades. Todos los textos citados, salvo el portugués, el español de 1931 y el griego, contemplan con mayor o menor detenimiento este aspecto. Las fórmulas constitucionales acuñadas difieren, sin embargo, sensiblemente. Así, mientras los textos germano-federal y francés se limitan a establecer la incompatibilidad con el ejercicio de cualquier mandato representativo o de la función ejecutiva, como miembro del gobierno, y el italiano añade a esas causas de incompatibilidad el ejercicio de la profesión de abogado, el último párrafo del artículo 145 de la Constitución turca, de modo conciso, pero con gran amplitud en lo que a la incompatibilidad establecida se refiere, prescribe que “los vocales del Tribunal Constitucional no podrán desempeñar ninguna otra función pública ni privada”, mientras que la Constitución austriaca es, con diferencia, la más precisa, exhaustiva y minuciosa en la enumeración de un amplio elenco de causas de incompatibilidad, llegando al extremo (artículo 147.5) de establecer que no podrá ser nombrado presidente o vicepresidente del Tribunal Constitucional quien haya ostentado en los últimos cuatro años alguna de las funciones enumeradas por el párrafo inmedia-

bien como Fiscal General de la República o Comisionado General del Gobierno en el Tribunal de Casación o en el Consejo de Estado o en el Tribunal de Casación Militar o en el de Cuentas; o haber impartido durante cinco años, por lo menos, la enseñanza del Derecho, de las Ciencias Económicas o de las Ciencias Políticas como miembro del cuerpo docente universitario; o haber ejercido durante quince años, por lo menos, la profesión de abogado”.

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tamente precedente, esto es, alguna de las funciones que incompatibilizan para el cargo de miembro del Tribunal Constitucional. 3 En este marco de derecho comparado, el artículo 159.4 y 5 se nos presenta como un precepto más bien prolijo, pues contempla un amplio espectro de circunstancias que incompatibilizan para ser miembro del Tribunal Constitucional, además de esa remisión a la normativa que puede considerarse subsidiariamente aplicable. En cuanto a la independencia e inamovilidad que proclama el apartado quinto del artículo 159, creemos con Garrido Falla 4 que la prescripción casi resulta ociosa, dado que la independencia e inamovilidad durante el tiempo que dure el desempeño del cargo son la clave del arco en que se basa el ejercicio de cualquier función jurisdiccional. Por lo demás, sólo nos resta referirnos a alguna peculiaridad contenida en la normativa comparada a que hemos venido aludiendo. Es el caso, por ejemplo, de los textos austriaco y turco, que prevén la edad de jubilación en el cargo de magistrado del Tribunal Constitucional, situándola, respectivamente, en los setenta años (el 31 de diciembre del año en que el juez cumpla los setenta años de edad se fija por la Constitución austriaca como el límite de edad, pasado el cual terminará el desempeño del cargo) y en los sesenta y cinco (al cumplir esta edad los miembros del Tribunal Constitucional se jubilarán, de acuerdo con el artículo 146 de la Constitución turca, que también prevé el cese automático como miembro del Tribunal de todo aquel que fuere condenado por delito que llevare aparejada la expulsión de la carrera judicial). Incorporando al código constitucional una previsión de naturaleza prácticamente reglamentaria, la Constitución austriaca viene a exigir que tres de los miembros titulares y dos de los suplentes del Tribunal Cons-

3 “No podrán pertenecer al Tribunal Constitucional —prescribe el artículo 147.4 de la Constitución austriaca—: los miembros del Gobierno federal o de los Gobiernos regionales, ni los componentes del Consejo Nacional, del Consejo Federal, ni, en general, de una asamblea de representación popular. Para los componentes de estas asambleas representativas que hayan sido elegidos para un periodo determinado de legislatura o de actividad, la incompatibilidad durará, aunque renuncien al acta, hasta la expiración de la legislatura o periodo de actividad. Finalmente, no podrán pertenecer al Tribunal Constitucional personas que sean empleados o funcionarios de cualquier índole de algún partido político”. 4 Garrido Falla, Fernando, “Comentarios al artículo 159”, en la obra dirigida por él, Comentarios a la Constitución , 2a. ed., Madrid, Civitas, 1985, p. 2348.

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titucional tengan su residencia fija fuera de la capital federal, Viena, prescripción en verdad curiosa. En resumen, a la vista del ordenamiento constitucional en la materia de otros países, bien puede concluirse que nuestra Constitución, en su artículo 159, comparativamente, mantiene un equilibrio muy ponderado entre aquellos preceptos verdaderamente casuísticos, diríamos incluso que a veces casi reglamentarios, y aquellos otros que apenas si contemplan algo más que el sistema de elección de los miembros de los órganos encargados de velar por el control de la constitucionalidad de las leyes. No obstante lo que acabamos de decir, el apartado segundo es en exceso ambiguo, pues expresiones como la de “reconocida competencia” son de imposible aquilatamiento jurídico. Y quizá en algún aspecto quepa decir otro tanto en relación con el apartado cuarto, que viene a conjugar una cierta imprecisión —en alguna de las circunstancias que enumera— con un más o menos latente deseo de exhaustividad en la enumeración, que por otro lado no puede considerarse tal si se atiende a la remisión con carácter subsidiario que en su párrafo final lleva a cabo. En todo caso, en lo que sí existe plena coincidencia en todos los textos constitucionales referidos es en la remisión a una ley de desarrollo que se encargará de regular detenidamente los diversos aspectos atinentes a estos órganos y, entre ellos, los referidos a su integración en sentido genérico. Así, el artículo 94.2 de la Ley de Bonn prescribe que “...una Ley federal regulará la composición y el procedimiento del Tribunal...”. El artículo 148 de la Constitución austriaca, a su vez, determina que: “Se regularán los pormenores de organización y el procedimiento del Tribunal Constitucional mediante ley federal especial y, con base en ésta, por un Reglamento interior que deberá ser elaborado por el propio Tribunal Constitucional”. El artículo 57 de la Constitución francesa se remite a una ley orgánica para la determinación de “las demás incompatibilidades” (de los miembros del Consejo Constitucional). También el artículo 100.3 de la Constitución griega se sitúa en esta línea, al establecer que: “Se fijarán por una ley especial la organización y el funcionamiento del Tribunal Especial Superior (que así se le denomina en Grecia, aunque stricto sensu no sea un tribunal constitucional), las modalidades de la designación, suplencia y asistencia de sus miembros...”. El artículo 137 de la Constitución italiana se remite a una ley constitucional para el establecimiento, entre otras cuestiones, de “las garantías de independencia

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de los magistrados del Tribunal”. En Portugal, es el artículo 285 el que prescribe que: “Una ley podrá prever el funcionamiento del Tribunal por secciones especializadas”. En Turquía, el artículo 148 establece que “la Ley regulará la organización y el procedimiento del Tribunal Constitucional, el cual establecerá su propio reglamento interior...”. Y también en nuestra Segunda República, el artículo 124 de la Constitución de 1931 se remitía a una “ley orgánica especial, votada por estas Cortes” para establecer, entre otros aspectos, las inmunidades y prerrogativas de los miembros del Tribunal de Garantías. En este marco de derecho comparado, no debe extrañarnos la remisión que el artículo 165 de nuestro Código constitucional opera a una ley orgánica, a efectos de la regulación del funcionamiento del Tribunal, estatuto de sus miembros, procedimiento ante el mismo y condiciones para el ejercicio de las acciones. Esta ley es, como resulta sobradamente conocido, la Ley Orgánica 2/1979, del 3 de octubre, del Tribunal Constitucional (LOTC). 5 Ya Tomás Villarroya, 6 en pleno periodo constituyente, se manifestaba partidario de que la Ley Orgánica antes citada fuera elaborada con preferencia a todas o casi todas las demás. Y así habría en efecto de acontecer, a diferencia de lo ocurrido con la Ley Orgánica del Tribunal de Garantías Constitucionales, que tardó casi dos años en promulgarse. El gobierno de UCD encargó a los profesores García de Enterría y Rubio Llorente y al magistrado don Jerónimo Arozamena (a través del Ministerio de Justicia) la elaboración de un Anteproyecto de Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, que era entregado en marzo de 1979. 7 Con rapidez, el gobierno aprobaba el correspondiente Proyecto, que era enviado a las Cortes en el mes de mayo. 8 5 Todos los preceptos de otras Constituciones transcritos están entresacados del texto de Daranas Peláez, Mariano, Las Constituciones europeas, Madrid, Editora Nacional, 1979, 2 vols. 6 Tomás Villarroya, Joaquín, “El Tribunal Constitucional en el Anteproyecto de Constitución”, en el colectivo Estudios sobre el proyecto de Constitución, Madrid, CEC, 1978, pp. 199 y ss.; en concreto, p. 202. 7 Rubio Llorente, Francisco, “Del Tribunal de Garantías al Tribunal Constitucional”, Revista de Derecho Político , núm. 16, invierno de 1982-1983, pp. 27 y ss.; en concreto, p. 34. 8 El Proyecto fue publicado en el Boletín Oficial de las Cortes Generales (en adelante, BOCG), Congreso de los Diputados, I Legislatura, Serie A, núm. 44-I, 24 de mayo de 1979. Toda la tramitación parlamentaria puede verse en Tribunal Constitucional. Tra-

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La discusión del Proyecto fue verdaderamente rápida, lo que resulta sorprendente si se atiende al hecho de que el texto fue objeto de un número elevadísimo de enmiendas, 9 no siendo consensuado hasta el último tramo del debate parlamentario, bien que, finalmente, el Proyecto fuera aprobado en la sesión del 19 de septiembre de 1979, en la preceptiva votación de conjunto —tras pronunciarse la Cámara Baja sobre las enmiendas introducidas por el Senado—, por 249 votos a favor, 25 en contra y 11 abstenciones, esto es, por una amplísima mayoría. 10 La LOTC dedica el capítulo II del título I (“Del Tribunal Constitucional”) a “los Magistrados del Tribunal Constitucional” (artículos 16 a 26), desarrollando en esos preceptos (a los que hay que unir las previsiones de las Disposiciones Transitorias primera y tercera) lo estipulado constitucionalmente por el artículo 159. Cuestiones tales como la irreelegibilidad inmediata de los magistrados, el momento de la renovación, la prorogatio , el desarrollo de las incompatibilidades del artículo 159.4, el procedimiento a seguir por quienes hallándose incursos en una causa de incompatibilidad fueren nombrados magistrados del Tribunal, el juramento o promesa de los magistrados, las causas de cese de los magistrados, así como la suspensión de los mismos y la posibilidad de su recusación (contemplada al margen del capítulo citado, como una de las cuestiones en las que es competente el Pleno del Tribunal), sus inmunidades y privilegios a efectos de un ejercicio imparcial de su función. Todos estos aspectos son, sucesivamente, contemplados por el articulado de la LOTC, desarrollando y precisando las determinaciones constitucionales del artículo 159.

bajos parlamentarios, ed. preparada por Juan Alfonso Santamaría Pastor, Madrid, Cortes Generales (Servicio de Estudios y Publicaciones), 1980. 9 En el Congreso se presentaron un total de 297 escritos de enmiendas. En el Senado, un total de 128. Cfr. Tribunal Constitucional. Trabajos parlamentarios, cit., nota 8, pp. 33-119 y 327-392, respectivamente. Cfr., asimismo, Santaolalla, Fernando, “Crónica parlamentaria”, Revista Española de Derecho Constitucional, núm. 1, enero-abril de 1981, en especial, pp. 306-321. Igualmente, Ruiz Lapeña, Rosa Ma., “La Ley Orgánica del Tribunal Constitucional”, en Ramírez, Manuel (ed.), El desarrollo de la Constitución española de 1978 , Zaragoza, Libros Pórtico, 1982, pp. 617 y ss.; en concreto, pp. 619-624. 10 Diario de Sesiones del Congreso (en adelante DSCD), núm. 30, 19 de septiembre de 1979, p. 1776. Cfr. Tribunal Constitucional. Trabajos parlamentarios, cit ., nota 8, pp. 561 y ss.

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Ruiz Lapeña 11 ha subrayado de modo especial la incidencia de la nueva Ley sobre el estatuto jurídico de los miembros del Tribunal, concretando y ampliando la Constitución, mientras que Rolla 12 ha puesto de relieve que “...rispetto alla disciplina contenuta nella carta costituzionale (en lo relativo a los artículos 159 y 160), la legge organica 3 ottobre 1979, n. 2, se limita ad apportare qualche marginale specificazione o integrazione”. En cualquier caso, un examen del debate parlamentario, que a nosotros nos interesa especialmente (el relativo al capítulo referente a los magistrados), nos revela, en primer término, que los preceptos integrantes del mismo fueron significativamente enmendados y discutidos; nada menos que un total de 33 enmiendas se presentaron en el Congreso frente al conjunto de preceptos integrantes de este capítulo, mientras que en el Senado fueron un total de 16; y en segundo término, que se logró un acuerdo bastante generalizado en torno a sus previsiones. Por otra parte, si bien las precisiones de la LOTC en relación con los tres primeros apartados del artículo 159 son más bien de detalle, aun cuando también dentro de ellas encontremos previsiones trascendentes desde la perspectiva del funcionamiento del Tribunal (por ejemplo, la prorogatio, cuestión que en Italia suscitó una polémica doctrinal muy intensa, o también, el momento de verificar la renovación), es en relación a los apartados cuarto y quinto, esto es, en lo que atañe al estatuto jurídico de los miembros del Tribunal, en donde las determinaciones de la LOTC adquieren verdadera trascendencia, en tanto en cuanto precisan y desarrollan detenidamente algo que la Constitución, aun siendo minuciosa, no termina de aclarar. Por lo demás, conviene significar que no es la LOTC el único texto legal al que debe recurrirse a la hora de analizar el desarrollo del artículo 159; también el Reglamento del Congreso de los Diputados, del 10 de febrero de 1982; el Reglamento del Senado, del 26 de mayo de 1982, y, por último, la Ley Orgánica 6/1985, del 1o. de julio, del Poder Judicial, contemplan determinadas previsiones en orden a la concreción del procedimiento a seguir para la propuesta de magistrados por parte, respec-

11 Ruiz Lapeña, Rosa Ma., op. cit. , nota 9, pp. 625-656. 12 Rolla, Giancarlo, Indirizzo politico e Tribunale Costituzionale

li, Jovene, Casa Editrice, 1986, p. 11 8.

in Spagna , Napo-

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tivamente, del Congreso, Senado y Consejo General del Poder Judicial. En su momento nos referiremos a esas previsiones. En resumen, el artículo 159 ha venido a vertebrar la estructura medular sobre la que debe articularse legalmente la composición del Tribunal Constitucional. Estamos ante una norma que, desde una perspectiva comparada, se sitúa a mitad de camino entre aquellos preceptos en exceso casuistas, acaso en algún momento reglamentistas, y aquellos otros que apenas si se circunscriben a trazar un somero diseño que deberá más tarde ser ampliamente desarrollado por el legislador ordinario. Desde nuestro punto de vista, el artículo 159 deja establecidos con nitidez los aspectos medulares de la integración del Tribunal, y ello es especialmente patente en el número de magistrados, sistema de elección, periodo de desempeño del cargo, renovación en el mismo y cualificación necesaria para el acceso al Tribunal. Se puede decir que en estos aspectos el precepto es equilibrado, no incurriendo ni en exceso ni en defecto; quizá hubiera podido abordarse la cuestión de la re/irreelegibilidad, aunque tampoco era imprescindible; quizá, asimismo, debiera haber sido más preciso a la hora de regular la cualificación necesaria para el acceso al Tribunal, pero, en todo caso, y al margen ya de valoraciones de fondo acerca de la regulación dada a estas cuestiones —en las que no es el momento de entrar—, juzgamos como atinada la regulación constitucional. Posiblemente, el aspecto más discutible sea el contemplado por el artículo 159.4, esto es, lo referente al régimen de incompatibilidades. Puede discutirse la conveniencia de la prolijidad del precepto, que lo aproxima a los textos que con mayor casuismo abordan este tema. En todo caso, es claro que por parte de los constituyente hubo una cierta prevención a dejar “manos libres” al legislador ordinario; asimismo, se quiso sentar un régimen un tanto peculiar y, desde luego, no enteramente coincidente con el de los miembros de las carreras judicial y fiscal. Posiblemente sea ésta la última ratio que explica la actitud un tanto puntillosa mantenida por el constituyente respecto del apartado cuarto del artículo 159. II. LA COMPOSICIÓN DEL T RIBUNAL CONSTITUCIONAL Muy diversos son los aspectos que es necesario abordar al referirnos a la composición de nuestro Tribunal Constitucional que, dicho sea al margen, ha sido considerado, por la extensión de sus competencias,

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como “l’une des juridictions constitutionnelles européennes les plus complètes”. 13 Junto al número de magistrados que lo integran, hemos de contemplar: su origen tripartito; el procedimiento concreto a seguir para la selección de magistrados por cada uno de los órganos intervinientes; el significado que entraña el nombramiento regio de los miembros del Tribunal; los mecanismos que sirven de contrapeso a la acentuada intervención de órganos políticos en las propuestas de magistrados, y, en último término, las conclusiones que revela el análisis de la praxis de los primeros nombramientos de miembros del que se nos presenta —de acuerdo con el artículo 1.1 de la LOTC— como “intérprete supremo de la Constitución”. El análisis conjunto de este elenco de cuestiones nos dará una visión global del perfil orgánico de nuestro Tribunal, que intentaremos completar con el estudio del procedimiento de renovación. 1. El número de sus miembros “El Tribunal Constitucional se compone de doce miembros”. De esta guisa comienza el artículo 159.1. De entrada, hemos de subrayar el acierto que supone la constitucionalización del número de miembros integrantes del Tribunal, pues ello soslaya una posibilidad de control político sobre la composición del Tribunal, a través del recurso a la alteración del número de magistrados que lo integran. A este respecto, en relación con el Tribunal Supremo norteamericano, la doctrina 14 ha puesto de relieve críticamente el amplio poder de los órganos políticos federales sobre la composición de los órganos jurisdiccionales (incluyendo el propio Tribunal Supremo), poder que abarca una amplísima gama de matices y que se formaliza, entre otras manifestaciones, a través de las siguientes vías: reducción del tamaño del Tribunal, ampliación del mismo mediante la creación de nuevos puestos de magistrados y no cobertura de las vacantes que se puedan producir. 13 Bon, Pierre, “Le Tribunal Constitutionnel: étude d’ensemble”, en el colectivo La justice constitutionnelle en Espagne , París-Aix-en-Provence, Economica-Presses Universitaires d’Aix-Marseille, 1984, pp. 17 y ss.; en concreto, p. 37. 14 Choper, Jesse H., Judicial Review and the National Political Process (A Functional Reconsideration of the Role of the Supreme Court ), Chicago y Londres, The University of Chicago Press, 1980, p. 51.

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Y no es la Constitución norteamericana la única que guarda silencio en torno al número de magistrados del tribunal supremo. Recordemos que tampoco la Bonner Grundgesetz significa nada al respecto, aunque es cierto que ésta no es la regla general en el derecho comparado. Por lo demás, el número de doce miembros, que, a tenor del artículo 5o. de la LOTC, reciben el título de “magistrados del Tribunal Constitucional”, puede considerarse como equilibrado, ajustándose con bastante precisión a las conocidas consideraciones de Kelsen, que vale la pena recordar de nuevo. Considera el jurista vienés, refiriéndose al órgano que asume la titularidad de la jurisdicción constitucional, que “le nombre de ses membres ne devra pas être trop élevé, étant donné que c’est sur des questions de droit qu’elle est appelée essentiellement à se prononcer, qu’elle doit remplir une mission purement juridique d’interpretation de la Constitution”. 15 En esta misma línea, Tomás Villarroya, 16 desde una perspectiva general, venía a considerar que el número de vocales de un Tribunal Constitucional no debe ser demasiado elevado: no debe parecerse a una Asamblea llamada a discutir cuestiones políticas, sino que debe ser una instancia llamada a cumplir la misión jurídica de interpretar y aplicar la Constitución. Por otro lado, un número reducido de magistrados puede contribuir a la formación de un espíritu corporativo que dote al Tribunal de cohesión y prestigio y a sus fallos de la mayor autoridad y calidad posibles. Tras estas consideraciones, el mismo autor 17 juzgaba el criterio del Anteproyecto de Constitución —cuyo artículo 150 establecía que serían once los integrantes de este órgano— como mesurado y prudente y, en todo caso, mucho más atinado que el de la Constitución de 193 1, que, tras su desarrollo por la Ley Orgánica de 1933, perfilaría un Tribunal de Garantías compuesto por un presidente y veinticinco vocales, esto es, por un total de veintiséis miembros, número a todas luces desmesurado. No vamos a contemplar el devenir de esta cuestión en el itinerario constituyente; sí significaremos que este punto apenas si sufrió alteración, pasando tan sólo de once a doce miembros (ganando el magistrado adicional el Senado, que en el Anteproyecto sólo proponía tres miem15 Kelsen, Hans, “La garantie juridictionnelle de la Constitution (la justice constitutionnelle)”, Revue du Droit Public et de la Science Politique, t. 45, 1928, pp. 197 y ss.; en concreto, p. 226. 16 Tomás Villarroya, op. cit. , nota 6, pp. 199 y ss.; en concreto, pp. 202 y 203. 17 Ibidem, p. 203.

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bros). Tanto en el Congreso como en el Senado se intentó completar el número de referencia con un magistrado más por cada Comunidad Autónoma, en línea con el perfil característico del Tribunal de Garantías Constitucionales de la Segunda República, propuesta apoyada por las fuerzas nacionalistas, que obtuvo escaso eco entre las restantes formaciones parlamentarias. Aparte de ello, en el Senado es de interés recordar la enmienda de la Agrupación Independiente, que defendería ardorosamente el señor Ollero Gómez, en la que se propugnaba, creemos que razonablemente, la conveniencia de fijar un número impar y múltiplo de tres, número que se concretaba en quince. Con el número de doce miembros, finalmente adoptado, el Tribunal se mantiene dentro de un plano equilibrado; conecta asimismo con el número de jueces existente en otros países europeos: nueve en Francia; 18 once en Grecia; 19 trece en Portugal; catorce en Austria (más seis suplentes); quince en Turquía (y cinco suplentes); quince en Italia, 20 y dieciséis en Alemania. Ello no obstante, la polémica ha surgido con cierta fuerza en torno al hecho del número par de jueces. Ya en el debate constituyente las voces de los senadores señores Sánchez Agesta y Ollero Gómez se alzaron advirtiendo acerca de la conveniencia de que el Tribunal contara con un número impar de magistrados. Lo contrario podría conducir en algún caso a un callejón sin salida a la hora de fallar una sentencia, dada la posibilidad de empate, que aunque podía solventarse otorgando un voto de calidad al presidente del Tribunal, solución, por lo demás, poco aconsejable, dado el peso decisivo de responsabilidad que ello entraña para 18 Junto a esos nueve miembros, forman parte asimismo del Consejo Constitucional, como vocales de pleno derecho y con carácter vitalicio, los antiguos presidentes de la República. 19 No obstante, el párrafo final del artículo 100.2 de la Constitución griega prescribe que en los casos en que el Tribunal Especial Superior enjuicie los conflictos entre los Tribunales y las autoridades administrativas o entre el Consejo de Estado y los Tribunales administrativos ordinarios, por una parte, y los Tribunales civiles y penales, por otra, o, por fin, entre el Tribunal de Cuentas y los demás Tribunales, así como en aquellos otros casos en que el Tribunal deba enjuiciar los litigios que versen sobre el carácter de una norma de derecho internacional como norma universalmente reconocida, participarán también en la composición del Tribunal dos profesores numerarios de derecho de alguna facultad de derecho del país, designados por sorteo. 20 A ellos hay que añadir (párrafo final del artículo 135) otros dieciséis miembros (jueces agregados) que sólo intervendrán en los juicios de acusación contra el presidente de la República y los ministros.

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el presidente, con el consiguiente desgaste del mismo, en especial, por las connotaciones o interpretaciones que tal circunstancia puede desencadenar en la opinión pública y entre las propias fuerzas políticas, lo cierto es que debiera haber venido resuelta por la norma suprema. La doctrina, por lo general, se ha pronunciado críticamente en torno a la circunstancia que nos ocupa. Así, Aragón 21 estima que hubiera sido más conveniente establecer un número impar al objeto de facilitar la resolución en los casos de empate, opinión a la que se suma González Pérez. 22 Alzaga23 lamenta la adopción de un número par, que obligará al presidente del Tribunal a ejercitar en determinados casos su voto dirimente, lo cual no sólo es anómalo (los Tribunales, por definición, se componen de miembros en número impar), sino que puede complejizar y politizar en exceso la elección del presidente de este órgano. 24 Garrido Falla, en idéntica dirección, advierte 25 que es un número que inevitablemente planteará problemas de empate de votos, para los que no ha sido prevista la concesión de voto de calidad para el presidente (sí contemplada, sin embargo, por el artículo 90.1 de la LOTC). También Lucas Murillo 26 hace constar que no parece adecuado, en principio, fijar un número par de magistrados, y Álvarez Conde 27 señala que ese número puede provocar situaciones de conflictividad. Por su lado, Pérez Tremps 28 considera que el número, ni excesivo ni corto, cual corresponde a las 21 Aragón Reyes, Manuel, “El control de constitucionalidad en la Constitución española de 1978”, Revista de Estudios Políticos, nueva época, núm. 7, enero-febrero de 1979, pp. 171 y ss.; en concreto, p. 177. 22 González Pérez, Jesús, Derecho procesal constitucional , Madrid, Civitas, 1980, p. 87. 23 Alzaga, Óscar, La Constitución española de 1978. Comentario sistemático . Madrid, Ediciones del Foro, 1978, p. 916. 24 De esta opinión se hace eco, solidarizándose con ella, Serrano Martín, Francisco, “Notas sobre la composición del Tribunal Constitucional”, en el colectivo Estudios sobre la Constitución española de 1978 , Universidad de Valencia, 1980, pp. 481 y ss.; en concreto, p. 483. 25 Garrido Falla, Fernando, “Comentario al artículo 159”, en la obra dirigida por él mismo Comentarios a la Constitución, cit., nota 4, 1985, p. 2345. 26 Lucas Murillo de la Cueva, Pablo, “Los órganos constitucionales”, en De Blas, Andrés (comp.), Introducción al sistema político español , Barcelona, Editorial Teide, 1983, pp. 107 y ss.; en concreto, p. 211. 27 Álvarez Conde, Enrique, El régimen político español , 2a. ed., Madrid, Tecnos, 1985, p. 488. 28 Pérez Tremps, Pablo, en De Esteban, Jorge et al., El régimen constitucional español, Barcelona, Editorial Labor, 1980, vol. 1, p. 254.

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necesidades del Tribunal Constitucional, de acuerdo a una costumbre de larga raigambre, parece incorrecto, ya que todo Tribunal conviene que esté formado por un número impar de magistrados. Como vemos, la similitud de estos juicios es patente. Bien es verdad, sin embargo, que junto a este sentir casi unánime no faltan autores que relativizan la cuestión, o aun enjuician favorablemente la solución diseñada por el constituyente. 29 Tal sucede, entre otros, con Almagro Nosete, 30 para quien la circunstancia de que el número de miembros del Tribunal sea par o impar tiene escasa importancia, puesto que la composición puede variar por vacantes sobrevenidas y por el carácter de voto de calidad que tiene el del presidente. En análogo sentido, Rolla31 significa que las múltiples variantes según las cuales se expresa la voluntad de un órgano colegial, no pueden ser puntualmente previstas en sede normativa. Y por otro lado, es evidente que existen órganos de la misma naturaleza en otros países que también cuentan con un número par de miembros; es el caso, por ejemplo, del Tribunal Constitucional austriaco (con catorce) o del BVerfG (con dieciséis). Por nuestra parte, no cremos estar en presencia de una problemática trascendental; sin embargo, hubiera sido más acertado fijar en quince el total de miembros del Tribunal. Por supuesto que pueden producirse vacantes que dejen algún puesto sin proveer durante un cierto lapso de tiempo; es evidente asimismo que son factibles las recusaciones de magistrados (el artículo 10.h de la LOTC atribuye al Pleno del Tribunal el conocimiento de tales recusaciones), y que de ellas, en algún caso, puede derivarse la circunstancia de que un magistrado quede apartado del conocimiento de algún asunto, y ello pese a que aquí la LOTC es muy poco precisa, a diferencia de la BVerfGG, cuyos artículos 18 y 19 contemplan, respectivamente, la exclusión temporal del ejercicio del cargo de juez del BVerfG y la recusación de un juez por temor de parcialidad. Todas estas situaciones podrían conducir a un órgano con un número 29 Es el caso de Antonio Agúndez (“Repercusiones de la Constitución de 1978 en el derecho procesal”, en Fernández Rodríguez, Tomás-Ramón (coord.), Lecturas sobre la Constitución española , Madrid, UNED, 1978, t. II, pp. 393 y ss.; en concreto, p. 444), quien estima que el número de doce es muy aceptable porque ni es excesivo para los debates, deliberaciones y acuerdos, ni se queda en menor cifra que impidiese estar en el Tribunal representaciones de todas o las más de las profesiones jurídicas. 30 Almagro Nosete, José, Justicia constitucional (comentarios a la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional) , Madrid, 1980, p. 42. 31 Rolla, Giancarlo, op. cit., nota 12, p. 125.

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menor de miembros que el constitucionalmente previsto, lo que, caso de ser un número impar, el contemplado por la norma suprema, no evitaría tampoco que este órgano quedase integrado en algún supuesto por un número par de magistrados. Pese a ello, no nos cabe la menor duda de que hubiese sido mucho más funcional integrar el Tribunal con quince magistrados. Y es que no deja de resultar una obviedad que las posibilidades de que una situación de empate se produzca son más elevadas en aquellos órganos, como el nuestro, que por imperativo legal (constitucional en nuestro caso) cuentan desde su inicial constitución con un número par de componentes. Nuestra normativa ha recurrido, para salir de ese hipotético “ impasse” a que pudiera conducir un empate de votos, a otorgar un voto de calidad al presidente . De conformidad con el artículo 90.1 de la LOTC: “Salvo en los casos para los que esta Ley establece otros requisitos, las decisiones se adoptarán por la mayoría de los miembros del Pleno, Sala o Sección que participen en la deliberación. En caso de empate, decidirá el voto del presidente”. El problema, desde luego, queda formalmente resuelto; sin embargo, como pone de relieve Rolla, 32 no se deben infravalorar los inconvenientes prácticos conexos a una respuesta legal de esta naturaleza, por la que se equipara a la existencia de una efectiva mayoría numérica la mera voluntad del presidente. No estamos, por otro lado, en presencia de una cuestión puramente especulativa, sino que la praxis del Tribunal Constitucional nos muestra que ya en cuatro ocasiones una sentencia se ha tenido que decidir en atención al voto del presidente, tras existir un previo empate a votos entre los doce magistrados integrantes del Tribunal. 33 Y en dos de esas Ibidem, p. 126. Las cuatro sentencias que se decidieron por voto de calidad del presidente fueron: 1a . Sentencia 75/1983, de 3 de agosto (BOE del 18 de agosto), dictada en la cuestión de inconstitucionalidad 44/1982, en relación con el artículo 28.2. b) del Decreto 1166/1980, por el que se aprueba la Ley Especial para el Municipio de Barcelona. 2a. Sentencia 111/1983, del 2 de diciembre ( BOE del 14 de diciembre), fallada en el recurso de inconstitucionalidad 116/1983, contra el Real Decreto-Ley 2/1983, del 23 de febrero, sobre expropiación, por razones de utilidad pública e interés social, de los Bancos y Sociedades que componen el grupo “Rumasa, S.A.”, y, por extensión, contra la corrección de errores del referido Real Decreto-Ley. 3a. Sentencia 53/1985, del 11 de abril ( BOE del 18 de mayo), dictada en el recurso previo de inconstitucionalidad 800/1983, contra el texto definitivo del Proyecto de Ley Orgánica de reforma del artículo 417 bis del Có32 33

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ocasiones, la trascendencia del fallo y el impacto del mismo sobre la opinión pública fueron bien patentes. A su vez, recientemente, una sentencia dictada en un recurso de amparo electoral, del que conoció la Sala Segunda del Tribunal, ha sido decidida, en un sentido desestimatorio del recurso, previo empate en la Sala a tres votos, por el voto de calidad del presidente de la Sala. 34 La cuestión que nos ocupa, al margen ya del efecto nocivo que puede desencadenar tiñendo la elección del presidente del Tribunal de un acentuado matiz político, presenta una hondura jurídica mayor, pues se conecta con la posición jurídica de igualdad de los magistrados. Como subraya Almagro Nosete, 35 todos los miembros, aunque el origen de su nombramiento provenga de distintas procedencias, ostentan, una vez nombrados, la misma cualidad y el mismo título. Bien es verdad que una vez nombrado, el presiente del Tribunal asume un conjunto de funciones propias a las que se refiere el artículo 15 de la LOTC; 36 ahora bien, a la vista de la normativa jurídica que le afecta, ¿puede considerarse al presidente como un primus inter pares ? o, por el contrario, ¿se halla en una situación de primacía frente al resto de los miembros del Tribunal? Quizá, con carácter previo, sea de utilidad reflexionar acerca de la solución que a esta problemática se ha dado en Italia, en donde se planteó con ribetes muy similares a los nuestros. 37 digo Penal. 4a. Sentencia 127/1994, del 5 de mayo (BOE del 31 de mayo), dictada en los recursos de inconstitucionalidad números 1363, 1364, 1412 y 1430/88, acumulados, promovidos contra la totalidad (núm. 1430/88) y una pluralidad de artículos (núms. 1430/88, subsidiariamente y núms. 1363, 1364 y 1412/88) de la Ley 10/1988, del 3 de mayo, de Televisión Privada. 34 Sentencia 27/1996, del 15 de febrero, dictada en el recurso de amparo electoral número 553/96, contra el acto de la administración electoral declarando la no proclamación de la candidatura Andecha Astur y contra la Sentencia de la Sección Primera de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Asturias, del 10 de febrero de 1996, que desestimó el recurso interpuesto contra ese acto de la Administración electoral. 35 Almagro Nosete, José, op. cit., nota 30, p. 42. 36 A tenor del artículo 15 de la LOTC, “El presidente del Tribunal Constitucional ostenta la representación del mismo, convoca y preside el Tribunal en Pleno y convoca las Salas; adopta las medidas precisas para el funcionamiento del Tribunal, de las Salas y de las Secciones; comunica a las Cámaras, al Gobierno o al Consejo General del Poder Judicial, en cada caso, las vacantes; ejerce las potestades administrativas sobre el personal del Tribunal, e insta del Ministerio de Justicia la convocatoria para cubrir las plazas de secretarios, oficiales, auxiliares y subalternos”. 37 También en Francia se ha suscitado el tema; sin embargo, aquí la solución es

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En el país transalpino, la generalidad de la doctrina sustenta que el derecho positivo confiere al presidente de la Corte la posición de un primus inter pares; es el caso, entre otros, de Sandulli 38 y de D’Orazio; 39 precisamente, la doctrina entiende que la única excepción al principio general viene dada por la previsión del artículo 16, in fine, de la Ley número 87, del 11 de marzo de 1953, por mor de la cual, aunque las decisiones de la “ Corte Costituzionale” han de ser adoptadas por la mayoría absoluta de los votantes, en caso de igualdad de votos, prevalecerá el del presidente de la Corte. D’Orazio, refiriéndose a la aludida previsión, manifiesta: E stato rilevato, non solo in altri ordinamenti o con riferimento a norme identiche disposte dal nostro legislatore per il funzionamento di altri collegi (amministrativi o di rilevanza costituzionale), ma anche in relazione puntuale a quella qui in esame, che disposizioni del genere importano una

muy otra. Ya el artículo 56 de la Constitución, en su párrafo final, prescribe: “Le Président (del Consejo Constitucional) est nommé par le Président de la République. Il a voix prépondérante en cas de partage”. De entrada, pues, el perfil jurídico del presidente del “ Conseil” se nos presenta con matices propios que lo diferencian del resto de los miembros del órgano que preside. Además, mientras los nueve miembros del Consejo Constitucional son elegidos por un periodo de nueve años, su presidente, que puede ser elegido de entre los miembros natos o de entre los electivos, no tiene un plazo delimitado para el ejercicio de su función presidencial; el desempeño de su cargo por todo el tiempo que reste para el agotamiento de su mandato puede implicar, caso de ser elegido un miembro nato del Consejo (un ex presidente de la República), una duración indefinida en el cargo, pues estos vocales son vitalicios. Como al efecto advierte François Luchaire (“Comentario al artículo 56”, en Luchaire y Conac, Gérard (dirs.), La Constitution de la République Française. Analyses et commentaires , París, Economica, 1980, p. 738), “si un ancien Président de la République devenait Président du Conseil Constitutionnel, il pourrait le rester jusqu’à sa mort. Rien n’empêcherait cependant le Chef de l’Etat de ne le nommer à la présidence que pour une durée limitée”. Desde otra perspectiva, atendiendo a las prerrogativas del presidente del Consejo, el propio François Luchaire (Le Conseil Constitutionnel , París, Economica, 1980, p. 77) significa que: “Par rapport aux membres du Conseil, le Président apparaît beaucoup plus qu’un primus inter pares . 38 Sandulli, Aldo M., “L’independenza della Corte Costituzionale”, La giustizia costituzionale, Firenze, 1966, p. 48. 39 D’Orazio, Giustino, “Giudice costituzionale”, Enciclopedia del diritto, VareseMilán, Giuffrè Editore, 1969, vol. XVIII, pp. 949 y ss.; en concreto, p. 969.

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limitazione (o violazione) della par condicio dei membri di un collegio, o sono manifestazione di una concezione autoritaria. 40

Desde un punto de vista político-constitucional, no se trata probablemente de un defecto institucional del sistema, sino de una posible desviación respecto de sus principios inspiradores. Sobre el plano formal del status de los miembros del colegio, la disposición viene a introducir una diferenciación en los poderes decisorios en razón no tanto de las atribuciones específicas concedidas al presidente, cuanto con base en el hecho de que éste vota en último lugar y a la consideración de que, a la vista de los votos expresados por los restantes jueces, puede orientar diversamente su propio voto. 41 Buena parte de estas reflexiones —por no decir que todas ellas en su conjunto— son aplicables al caso español. Quizá por ello, y asimismo por la propia experiencia decantada en los casi cuatro lustros de funcionamiento del Tribunal Constitucional, pensamos que hubiera sido preferible un sistema que atribuyese un contenido jurídico concreto a la paridad de votos, en vez de dejar el fallo dependiente de la determinación presidencial. En Italia, D’Orazio se ha pronunciado a favor de tal respuesta legal, 42 subrayando la garantía de objetividad que ello entrañaría, “La garanzia di obiettività (e, sul piano formale, di eguaglianza nello status tra i giudici) che sarebbe stata offerta da una disposizione legislativa la quale, in previsione dell’ipotesi, avesse dato concreto e monovalente valore giuridico all’esito paritario della votazione”. 43 Y en Alemania, la Ley sobre el Tribunal Constitucional Federal, de 1951, en su artículo 15.2, in fine , determina que: “En caso de empate no se podrá declarar la existencia de infracción de la ley fundamental u otras normas del ordenamiento federal”. Como vemos, hay una presunción de constitucionalidad de la ley recurrida, salvo que una mayoría de jueces constate de modo formal que se conculcó la norma fundamental.

Ibidem, pp. 969 y 970. Ibidem, p. 971. D’Orazio, Giustino, Aspetti dello status di giudice della Corte Costituzionale, Milán, 1966, p. 342. 43 D’Orazio, Giustino, op. cit., nota 39, p. 970. 40 41 42

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Con una solución de esta naturaleza, como pone de relieve con toda razón Rolla, 44 “da un lato, si darebbe attuazione concreta al criterio della conservazione giuridica degli atti e, dall’altro lato, si ridurrebbero le occasioni di critica o di polemica politica che, inevitabilmente, coinvolgono la figura del presidente”. Es claro, añadiremos por nuestra parte, que una solución de este tipo habría atenuado el aspecto crítico fundamental que subyace en el número par de magistrados del Tribunal, además de restar carga política a la elección del presidente del “supremo intérprete de la Constitución” y, al unísono, de preservar de un insoslayable desgaste político (ínsito a toda sentencia que se dilucida por el voto de calidad presidencial) a quien ocupa el cargo presidencial. En todo caso, una respuesta legal de este tenor siempre es factible, dado que a diferencia, por ejemplo, de la Constitución francesa, nuestro Código constitucional nada prevé al efecto, siendo la LOTC, como ya vimos, la que diseña esta respuesta legal. Para poner punto final a las consideraciones en torno al número de miembros de nuestro Tribunal Constitucional, hemos de reseñar que la opción por un total de quince magistrados hubiera permitido el funcionamiento del Tribunal en tres Salas (hoy, como prescribe el artículo 7.1 de la LOTC, el Tribunal consta de tan sólo dos Salas), cada una de ellas integrada por un número de jueces también impar (cinco), lo que habría posibilitado un funcionamiento más ágil. Es cierto que también con los actuales doce magistrados podrían constituirse tres Salas en el seno del Tribunal (previa reforma de la LOTC); sin embargo, en tal eventualidad, cada Sala quedaría conformada por tan sólo cuatro jueces, número en exceso reducido, a nuestro modo de ver. En resumen, hoy, a nuestro juicio, la reforma legal debe orientarse no tanto a la modificación del número de magistrados, supuesto imposible de no mediar una previa modificación del Código constitucional —algo, hoy por hoy, poco o nada aconsejable, a nuestro entender—, como al logro de una solución legal al problema planteado por una situación de equilibrio entre posturas antagónicas por parte de los magistrados (equilibrio formalizado en un empate de votos) ante un determinado recurso, solución que estimamos habría de encaminarse hacia la dirección seguida por el legislador germano-federal.

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Rolla, Giancarlo, op. cit., nota 12, p. 127.

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2. Su origen tripartito I. Como ya hemos puesto de relieve con anterioridad, los doce miembros integrantes del Tribunal Constitucional son nombrados por el rey; “...de ellos —tal y como prescribe el artículo 159. 1—, cuatro a propuesta del Congreso por mayoría de tres quintos de sus miembros; cuatro a propuesta del Senado, con idéntica mayoría; dos a propuesta del Gobierno, y dos a propuesta del Consejo General del Poder Judicial”. A la vista de la fórmula acuñada por el constituyente, la doctrina ha puesto de relieve el origen tripartito del Tribunal, queriendo significar con ello que en las propuestas de jueces del Tribunal participan los tres órganos tradicionales del Estado: legislativo, ejecutivo y judicial, bien que, desde luego, esa participación esté bien lejos de ser equilibrada, dada la primacía del papel que ostentan las Cámaras parlamentarias. García Pelayo, 45 tras poner el acento en el hecho de que el Tribunal es el único órgano constitucional en el que intervienen en el proceso de nombramiento de sus miembros todos los restantes órganos constitucionales, ha visto en tal circunstancia, junto a otros significados posibles, el de reforzar su dignidad y acentuar su significación integradora. 46 Por su lado, Peces-Barba 47 entiende que el origen de la composición pretende marcar la importancia y la independencia del órgano al ser designados sus miembros por los tres poderes del Estado. Y Lucas Murillo considera, 48 con razón, que el procedimiento seguido por la Constitución se ajusta a la finalidad de aseguramiento del equilibrio institucional, inherente a la técnica constitucional, contrapesándose la facultad del Tribunal de fiscalizar la actuación de los poderes públicos con la atribución a sus órganos supremos de una participación destacada en la formación de aquél. Sin embargo, la doctrina, de modo ciertamente generalizado, ha incidido con carácter crítico sobre la circunstancia del excesivo peso de los órganos políticos en el nombramiento de magistrados del Tribunal, y en 45 García Pelayo, Manuel, “El status del Tribunal Constitucional”, Revista Española de Derecho Constitucional, núm. 1, enero-abril de 198 1, pp. 11 y ss.; en concreto, p. 29. 46 Torres del Moral, Antonio (Principios de derecho constitucional español, Madrid, Atomo Ediciones, 1986, t. II, p. 395) parece solidarizarse con esta opinión. 47 Peces-Barba, Gregorio, La Constitución española de 1978. Un estudio de derecho y política , Valencia, Fernando Torres Editor, 1981, p. 213. 48 Lucas Murillo, Pablo, op. cit., nota 26, pp 107 y ss.; en concreto, p. 212.

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especial sobre el destacadísimo papel que al efecto desempeñan las dos Asambleas integrantes de las Cortes Generales, que se acentúa aún más si cabe por la atribución al gobierno de la facultad de proponer dos magistrados, dada la circunstancia de que el Gabinete no es sino una emanación de la mayoría parlamentaria. 49 Si atendemos, de otro lado, al hecho de que las relaciones entre los diferentes poderes en un régimen parlamentario se canalizan a través de los partidos, puede vislumbrarse la posibilidad de que un partido mayoritario en ambas Cámaras, que a la vez forma gobierno, pueda llegar a controlar el nombramiento de magistrados, lo que podría poner en grave peligro esa función de contrapeso, de equilibrio constitucional, que en cierto sentido corresponde cumplir al Tribunal. Y a cuanto acabamos de advertir se une la minusvaloración del Poder Judicial que implica el procedimiento de integración por el que optó nuestro constituyente. 50 Bien es verdad, sin embargo, que si atendemos a modelos comparados que nos son próximos (alemán, austriaco, portugués e incluso, aunque desde otra perspectiva, al francés), comprobaremos de inmediato la ausencia de toda intervención por parte de los órganos judiciales (o de aquellos que pudieran actuar en su nombre) en el procedimiento de designación o elección de los miembros de aquellos otros órganos encargados de controlar la constitucionalidad de las leyes. Sólo en Italia se produce una significativa intervención de la “ supreme magistrature ordinaria ed amministrativa” y, como ha puesto de relieve Zagrebelsky, 51 quizá ello pueda explicarse “come ad un compromesso fra opposti orientamenti”. En consecuencia, pues, desde la perspectiva comparada, esta minusvaloración del Poder Judicial no es peculiar de nuestro sistema; por contra, constituye un rasgo bien generalizado.

49 Sin embargo, Pérez Tremps (en el colectivo El régimen constitucional español, cit., nota 28, vol. 1, p. 255) entiende que es el ejecutivo, en principio, quien ocupa una posición predominante en el nombramiento de los miembros del Tribunal Constitucional; además de los dos magistrados que designa el gobierno, en cuanto que el sistema parlamentario instituido exige un apoyo parlamentario al ejecutivo, éste contará con la mayoría en las Cámaras, de tal forma que es presumible que al menos la mitad de los jueces designados por éstas provengan de propuestas de la mayoría gubernamental. Es claro, a nuestro modo de ver, la exactitud de este argumento. 50 En análogo sentido, Álvarez Conde, Enrique, op. cit., nota 27, p. 488. 51 Zagrebelsky, Gustavo, La giustizia costituzionale , Bologna, Società editrice Il Mulino, 1977, p. 291.

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Continuando con el repaso a los distintos posicionamientos doctrinales, debemos recordar que, a juicio de Martínez Sospedra, 52 en rigor, cabría decir que no existen más que dos grupos de magistrados: los de origen parlamentario (diez en total) y los de origen judicial (los dos restantes). Y en otro lugar, 53 el propio autor ha puesto de relieve que, con fuertes matizaciones, algo similar a lo que puede afirmarse de los magistrados propuestos por el gobierno cabe decir de los miembros del Tribunal de procedencia judicial, por cuanto éstos son propuestos por el Consejo General del Poder Judicial, órgano constitucional en el que hay asimismo una fuerte impronta parlamentaria (aún más acentuada, añadiríamos nosotros, desde que el artículo 112 de la Ley Orgánica 6/1985, del 1o. de julio, del Poder Judicial, estableciera que los vocales del Consejo habían de ser propuestos por el Congreso y por el Senado, impronta que no ha desaparecido, sino que más bien parece haberse acentuado, tras la reforma de la composición del Consejo General llevada a cabo por la Ley Orgánica 2/200 1, del 28 de junio). La conclusión de Martínez Sospedra es que con el sistema de nombramientos establecido se llega a la paradójica situación de que la inmensa mayoría del órgano controlante procede de los órganos a los que ha de controlar. Agúndez, por su parte, estima 54 que la distribución de los miembros por razón de la procedencia de los respectivos poderes públicos no resulta plenamente conseguida. Si el Tribunal Constitucional, en cuanto garante y defensor de la Constitución, ha de ser órgano superior, independiente y definitivo, respecto a los demás poderes públicos, lógico parece que debiera existir un equilibrio entre el número de sus componentes por razón de la procedencia. Sin embargo, la crítica fundamental que suele esgrimirse frente al modelo trazado por el constituyente en el artículo 159.1 no radica tanto en la falta de un equilibrio participativo en la intervención que el Legislativo, Ejecutivo y Judicial tienen a efectos de la propuesta de magistrados del Tribunal Constitucional, cuanto en el peligro de politización de nuestro supremo intérprete de la Constitución que puede implicar el 52 Martínez Sospedra, Manuel, Aproximación al derecho constitucional español. La Constitución de 1978, 2a. ed., Valencia, Fernando Torres editor, 1982, p. 267. 53 Martínez Sospedra, Manuel, “El Tribunal Constitucional como órgano político”, en el colectivo El Tribunal Constitucional, Madrid, Instituto de Estudios Fiscales, 1981, vol. II, pp. 1785 y ss.; en concreto, pp. 1818. 54 Agúndez, Antonio, op. cit., nota 29, p. 444.

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sistema adoptado. Como al efecto señalara Trujillo, 55 de la circunstancia aducida pudieran derivar ciertas coloraciones políticas, motivadas por los compromisos que han de preceder a las correspondientes propuestas de nombramiento. En esta dirección, Tomás Villarroya, 56 en relación con el texto del Anteproyecto de Constitución, mostraba su preocupación por la excesiva influencia en la designación de los miembros del Tribunal que podía darse por parte del partido o partidos que ocuparan el poder. Y Alzaga comienza su comentario sobre el apartado primero del artículo 159 57 subrayado cómo en este precepto se palpa, bien a las claras, la influencia de la Constitución italiana, en cuanto a hacer primar un cierto criterio político en los órganos con potestad para proponer el nombramiento de los miembros del Tribunal Constitucional, para, más adelante, significar que la politización de estos nombramientos en nuestra Constitución ha ido sensiblemente más allá de la línea marcada al respecto en la Segunda República, 58 opinión en verdad discutible y con la que, desde luego, no nos sentimos identificados. Es cierto, diríamos por nuestra parte, que ha primado un evidente criterio político; el propio Burdeau, al referirse a nuestro Tribunal, significa que “par sa composition, ce Tribunal est un organe à dominante politique”. 59 Sin embargo, ha de relativizarse la analogía con el modelo italiano, bastante diferente del nuestro, aun cuando exista alguna coincidencia significativa (como el nombramiento de magistrados por el Poder Judicial), y en el que se persiguió —con el procedimiento adoptado por la Constitución para la designación de los magistrados de la “ Corte Costituzionale”— no tanto una mera finalidad de dar primacía a un criterio político, cuanto el logro de un equilibrio entre tecnicismo jurídico y sensibilidad política por parte de quienes hubiesen de acceder a la Corte. “L’obiettivo perseguito —dirá al efecto Zagrebelsky— 60 è il bilanciamento di esigenze di tecnicità ed estraneità all’indirizzo politico 55 Trujillo, Gumersindo, “Juicio de legitimidad e interpretación constitucional: cuestiones problemáticas en el horizonte constitucional español”, Revista de Estudios Políticos, nueva época, núm. 7, enero-febrero de 1979, pp. 145 y ss.; en concreto, p. 155. 56 Tomás Villarroya, Joaquín, op. cit., nota 6, p. 203. 57 Alzaga Villaamil, Óscar, op. cit., nota 23, p. 916. 58 Ibidem, p. 917. 59 Burdeau, Georges, Traité de science politique , t. IV: Le status du pouvoir dans l’Etat, 3a. ed., París, L.G.D.J., 1984, p. 361. 60 Zagrebelsky, Gustavo, op. cit., nota 51, p. 291.

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contingente degli organi di indirizzo con esigenze di sensibilità latamente politica derivanti dai caratteri delle valutazioni che sono rimesse all’ organo di giustizia costituzionale”. Más tajante aún que la de los autores antes referidos es la opinión de González Pérez, 61 para quien la prevalencia del legislativo excede de lo “razonable”. Que de doce miembros —añade—, las dos terceras partes sean de propuesta del legislativo y que la mitad de la otra tercera lo sean a propuesta del gobierno, supone tan acusada politización del Tribunal Constitucional que, por muchas que sean las garantías formales de independencia con que se les rodee, resulta difícil considerarle materialmente jurisdiccional. 62 Ahora bien, frente a los juicios críticos que anteceden, no faltan opiniones que se inclinan por la bondad del sistema elegido. La Pergola 63 hace suya la consideración de que “...il disegno del tribunale costituzionale è forse il tratto più felice dell’intero testo normativo”. Garrido Falla, por su parte, tras señalar que la preocupación preferente del legislador constituyente se ha centrado en el reparto “equitativo” de las propuestas de candidatos, parece darnos a entender que, en cierto sentido, se ha materializado satisfactoriamente esa preocupación. 64 Y Almagro Nosete entiende 65 que el artículo 159.1 procura una composición en la que participan los distintos poderes del Estado, con una razonable prevalencia del Poder Legislativo, dado su carácter de poder primario, 66 bien que en otro lugar reconozca 67 que en el marco del derecho compa61 González Pérez, Jesús, op. cit., nota 22, p. 88. 62 Análoga es la conclusión de Serrano Martín ( op.

cit., nota 24, p. 484): “...querer dar al Tribunal una naturaleza jurisdiccional con todas estas circunstancias —afirma, en relación al sistema de selección de sus miembros— es casi imposible, máxime cuando sólo dos miembros de los doce son los que propone el Poder Judicial. Parece o da la impresión de que se intenta cumplir con el principio liberal de la división de poderes (¿?), pero siempre favoreciendo al partido del Gobierno, es decir, al Ejecutivo”. 63 La Pergola, Antonio, “La garanzie giurisdizionali della Costituzione”, en el colectivo La Costituzione spagnola nel trentennale della Costituzione italiana, Bologna, Arnaldo Forni Editore, 1978, p. 31. 64 Garrido Falla, Fernando, op. cit., nota 4, p. 2345. 65 Almagro Nosete, José, “Poder Judicial y Tribunal de Garantías en la nueva Constitución”, en Fernández, Tomás-Ramón (coord.), Lecturas sobre la Constitución Española, cit., nota 29, t. I, pp. 283 y ss.; en concreto, p. 332. 66 Por su parte, Antonio Torres del Moral (op. cit., nota 46, vol. II, p. 395.) justifica la mayor incidencia de las Cámaras en el nombramiento de magistrados por el carácter parlamentario del sistema político instaurado por la Constitución. 67 Almagro Nosete, José, op. cit., nota 30, p. 72.

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rado europeo se observa una tendencia en nuestro sistema a acentuar el origen parlamentario de las propuestas. A la vista de las opiniones a que acabamos de referirnos, cremos de interés, dado que es lugar común en muchas de ellas situar el juicio en el marco del derecho comparado, detenernos someramente en él. II. De entrada, conviene subrayar con Caretti y Cheli 68 la “prevalenza di organi di giustizia costituzionale a composizione esclusivamente o parzialmente ‘tecnica’, ma di designazione politica”, rasgo éste también destacado por Bon, 69 para quien “la désignation par des organes politiques est... le système largement dominant en Europe”. Basta con repasar los diferentes textos constitucionales para verificar la exactitud de las aseveraciones precedentes. Y así, podemos recordar cómo en Austria los 14 miembros del Tribunal Constitucional son designados a propuesta del gobierno federal (ocho), del Consejo Nacional (tres) y del Consejo Federal (tres), en la República Federal Alemana , los 16 magistrados del BVerfG lo son a propuesta, por mitad, del Bundestag y del Bundesrät; en Francia, los 9 miembros electivos son nombrados, por tercios, por el presidente de la República y por los presidentes de la Asamblea Nacional y del Senado; en Italia, en puridad, sólo un tercio de los magistrados de la “ Corte” —15 en total— provienen de un órgano político (el Parlamento reunido en sesión conjunta), pues el presidente de la República se nos presenta más bien como instancia arbitral y moderadora, aunque bien es cierto que también tenga un carácter político; por último, en Portugal, 10 de los 13 miembros del órgano que nos ocupa proceden de la elección parlamentaria. Como puede apreciarse, el derecho comparado refrenda esta tendencia general a que antes aludíamos, bien que, desde luego, en cada caso nos encontremos con mecanismos propios con los que atenuar la posible politización a que podría conducir la procedencia de los magistrados. En este marco, y aun admitiendo parcialmente la influencia de modelos extranjeros, italiano y alemán de modo específico, 70 nuestra norma 68 Caretti, Paolo y Cheli, Enzo, “L’influenza dei valori costituzionali sulla forma di governo: il ruolo della giustizia costituzionale”, en el colectivo L’influenza dei valori costituzionali sui sistemi giuridici contemporanei , Milán, Giuffrè, 1985, t. II, pp. 1013 y ss.; en concreto, p. 1020. 69 Bon, Pierre, op. cit., nota 13, p. 45. 70 Fix-Zamudio, Héctor, “Los instrumentos procesales internos de protección de los derechos humanos en los ordenamientos de Europa continental y su influencia en

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constitucional se sitúa en una posición que, aun pudiendo considerarse como intermedia entre el sistema de nombramiento que opta por un reparto equilibrado de los magistrados entre los diversos poderes del Estado y aquel otro sistema reservado a los órganos políticos, 71 se aproxima mucho más a este último que al primero. Se ha visto en nuestro modelo una influencia directa del esquema diseñado por el constituyente italiano; sin embargo, como ya antes adelantamos, cremos que la realidad nos muestra que entre ambos existen profundas diferencias, que también pueden constatarse respecto al modelo francés de nombramiento de los miembros del “ Conseil Constitutionnel”. En el sistema seguido en ambos países latinos, la intervención del presidente de la República no es en modo alguno equiparable a la que en España tiene el gobierno. Por otro lado, mientras en Italia el Parlamento interviene en sesión conjunta y propone tan sólo un tercio de los jueces, en España cada Cámara tiene un derecho de propuesta precisamente de la misma entidad cuantitativa (un tercio del total de magistrados). Por el contrario, el órgano de gobierno del Poder Judicial sólo propone a un sexto de los magistrados, mientras que en Italia las magistraturas supremas ( Corte di Cassazione, Consiglio di Stato y Corte dei Conti), que no el órgano de gobierno del Poder Judicial, nombrado además íntegramente por el Parlamento (en España), proceden a elegir un tercio del total de jueces de la “ Corte”. Si centramos la comparación con los órganos germano-federal, austriaco o portugués, rápidamente observaremos divergencias aún de mayor entidad que las precedentes. En definitiva, estamos en presencia de un modelo que, si bien influenciado —como no podía por menos de acontecer— por otros europeos, presenta ciertos visos de originalidad, ofreciéndosenos en todo caso como un modelo híbrido que se sitúa un tanto a mitad de camino entre el alemán y el italiano. Este intento de readaptar el perfil orgánico de los dos Tribunales Constitucionales que más se han prestigiado en la Europa de la segunda posguerra puede explicarnos satisfactoriamente el diseño un tanto híbrido en último término elaborado por nuestros constituyentes. otros países”, Boletín Mexicano de Derecho Comparado, año XII, núm. 35, mayo-agosto de 1979, pp. 337 y ss.; en concreto, p. 392. 71 En tal sentido, Rolla, Giancarlo, op. cit., nota 12, p. 121.

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III. En todo caso, es claro, a nuestro juicio, que no puede buscarse la explicación del sensible peso parlamentario en la elección de los magistrados del Tribunal en el deseo de dar a este órgano una legitimación popular indirecta. 72 Como desde una prespectiva general advierte Elia, 73 “la legittimazione costituzionale dell’organo incaricato di garantire la Costituzione non può essere contestata per la mancanza di un collegamento diretto con il popolo elettore”. La legitimidad del Tribunal, en efecto, no deriva de su elección popular, sino de la función que desempeña: la custodia de la Constitución; estamos, pues, ante lo que podríamos considerar como una legitimación secundum quid. Y como en análoga dirección manifiesta Zagrebelsky, 74 el significado de la composición del órgano de justicia constitucional se explica no en términos de más o menos amplia representatividad, de modo análogo a la naturaleza de los órganos propiamente políticos, sino, mucho más simplemente, “...come il prodotto di una scelta di equilibrio o, se si vuole, di mediazione tra esigenze potenzialmente contrastanti”, bien que con la puntualización esencial de que la inclusión de un componente político no debe pretender explicarse como un intento de dotar al órgano de una legitimación democrático-representativa. Es, cremos, desde una óptica funcional, esto es, desde la perspectiva de las funciones que debe cumplir este órgano, como puede entenderse ese componente político. En efecto, resulta una evidencia fácilmente verificable el significado político de los conflictos de naturaleza constitucional; ello no obsta para que su resolución pueda sujetarse a criterios jurídicos y a formas jurisdiccionales; bien al contrario, como advierte Leibholz, 75 uno de los ba72 Ello no obstante, hemos de reconocer con Pablo Lucas Murillo de la Cueva (“El examen de la constitucionalidad de las leyes y la soberanía parlamentaria”, Revista de Estudios Políticos , núm. 7, enero-febrero de 1979, pp. 197 y ss.; en concreto 214) la existencia de una representatividad indirecta. 73 Elia, Leopoldo, “La Corte nel quadro dei poteri costituzionali”, Corte Costituzionale e sviluppo della forma di governo in Italia , a cura di Paolo Barile, Enzo Cheli y Stefano Grassi, Bologna, Il Mulino, 1982, pp. 515 y ss.; en concreto, p. 517. 74 Zagrebelsky, Gustavo, “La Corte Costituzionale e il Legislatore”, en el colectivo Corte Costituzionale e sviluppo della forma di governo in Italia, cit., nota 73, pp. 103 y ss.; en concreto, p. 154. 75 Leibholz, Gerhard, “El Tribunal Constitucional de la República Federal Alemana y el problema de la apreciación judicial de la política”, Revista de Estudios Políticos , núm. 146, marzo-abril de 1966, pp. 89 y ss.; en concreto, p. 92.

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sic principles de la jurisdicción constitucional es que los litigios y controversias de índole y planteamiento puramente políticos (que no deben confundirse con aquellos otros conflictos de contenido político y planteamiento jurídico) estén excluidos de su jurisdicción. En definitiva, como en la misma línea significan Carpizo y Fix-Zamudio, 76 si bien no es posible desconocer que la función de la judicial review es en parte política, hay que enfatizar que esa función tiene que realizarse con criterios y procedimientos jurídicos. IV. Otra cuestión que debe suscitarse es la de si el perfil orgánico del Tribunal responde o no a un compromiso predeterminado. Es sabido que en algunos textos constitucionales —especialmente el italiano de 1947— 77 la composición del Tribunal Constitucional es el resultado de un compromiso; así, Zagrebelsky, 78 refiriéndose a la composición de la “ Corte Costituzionale ”, afirma que a ella se llegó “come ad un compromesso fra opposti orientamenti”. Sin embargo, en España no nos parece que las diferentes posiciones de los partidos en el debate constituyente se hallaran tan distanciadas como para hablar de una fórmula final de compromiso. Bien es cierto que las Actas de la Ponencia constitucional no nos aclaran sobremanera cuáles eran los diferentes posicionamientos previos de las fuerzas políticas en torno a la composición del Tribunal, pero si atendemos a las enmiendas presentadas de modo específico en torno a este punto, advertimos con facilidad que existió una cierta homogeneidad de criterio, pues, a salvo la posición de los comunistas (que pretendían que la elección de los magistrados corriera en exclusiva a cargo de ambas Cámaras) y de los nacionalistas vascos (partidarios de que existiesen, al igual que en la Segunda República, magistrados nombrados por las Comunidades Autónomas), las restantes formaciones políticas coincidirían en lo fundamental, y tampoco las fuerzas citadas hicieron de su postura una cuestión vital. Por todo ello, creemos que más que a un compromiso, la composición del Tribunal respondió a un intento de acoplamiento de algunas de 76 Carpizo, Jorge y Fix-Zamudio, Héctor, “La necesidad y la legitimidad de la revisión judicial en América Latina. Desarrollo reciente”, Boletín Mexicano de Derecho Comparado, núm. 52, enero-abril de 1985, pp. 31 y ss.; en concreto, p. 46. 77 Cfr., al respecto, D’Orazio, Giustino, La genesi della Corte Costituzionale , Milán, Edizioni di Comunità, 1981. 78 Zagrebelsky, Gustavo, op. cit., nota 51, p. 291.

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las fórmulas acuñadas en otros países (R.F. Alemana e Italia, básicamente) a nuestra contextura político-constitucional. La imposibilidad de que en nuestro sistema constitucional el rey pudiese asumir una intervención en la designación de magistrados similar a la que detenta el presidente de la República italiana —que elige a un tercio del total de jueces de la “ Corte”—, unida a la conveniencia de que la propuesta de miembros del Tribunal por parte de ambas Cámaras fuese independiente, dada la circunstancia de que la intervención del Senado puede servir como cauce a cuyo través participen en la propuesta de magistrados las Comunidades Autónomas, aun cuando fuere de modo indirecto, todo ello, a nuestro entender, conduciría a potenciar extraordinariamente el protagonismo parlamentario, que, no obstante, no monopolizaría —como sucede en la Bonner Gründgesetz— las propuestas de miembros del Tribunal, ya que se iba a estimar conveniente, en la línea italiana, dar un cauce, aunque reducido, de intervención a los otros poderes del Estado (Ejecutivo y Judicial). V. La fórmula constitucionalizada en el artículo 159.1 permite un órgano relativamente homogéneo. Como al efecto indica Massera, 79 para la consolidación de la posición institucional de un órgano colegial es esencial una constitución homogénea del mismo en el ámbito personal. Es cierto que los magistrados son propuestos por órganos diferentes, pero no lo es menos que entre ellos hay un vínculo de conexión, fruto tanto de la articulación del principio parlamentario con la democracia de partidos, como del hecho de que, precisamente en virtud de aquel principio, el gobierno es atribuido al partido mayoritario en la Cámara Baja, a lo que debe añadirse que el Consejo General del Poder Judicial es elegido por las propias Cámaras en la actualidad. Sin embargo, con el modelo previsto se evita que, como sucediera con el Tribunal de Garantías de la República, puedan acceder al órgano encargado de velar por la constitucionalidad de las leyes miembros elegidos por corporaciones sociales (independientemente ya de su naturaleza) o por instancias ajenas a los órganos del Estado. Si a todo ello añadimos que, a diferencia también de lo previsto en la legislación de la Segunda República, ahora se exige una cualificación técnico-jurídica pa-

79 Massera, Alberto, “Materiali per uno studio sulla Corte Costituzionale”, Rivista Trimestrale di Diritto Pubblico, núm. 2, 1972, pp. 833 y ss.; en concreto, p. 839.

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ra el acceso al Tribunal, que impide establecer una distinción entre miembros políticos y jurídicos, podremos concluir constatando no sólo que nuestro actual Tribunal Constitucional es mucho más homogéneo que el de Garantías esbozado en 1931, 80 sino que, al margen ya de cualquier comparación, el órgano que asume la función de “guardián de la Constitución”, pese a la diversa procedencia de sus miembros, nos ofrece unos niveles de integración más que notables, presentándosenos a grandes rasgos como un órgano verdaderamente homogéneo. En conexión con la cuestión precedente se plantea la problemática de la conveniencia de la presencia/ausencia de los órganos de las Comunidades Autónomas en la elección de los miembros del Tribunal, aspecto sobre el que vamos a detenernos brevemente. Conviene al respecto comenzar señalando que es lugar común entre la doctrina el reconocimiento de un vínculo originario entre la organización federal del Estado y el control de la constitucionalidad de las leyes. Así, Burdeau nos recuerda 81 que “on a coutume de considérer que le contrôle est né de la forme fédérale de l’Union américaine”; a renglón seguido, precisa el autor francés que no se puede olvidar que en su origen tal control encontraría su fundamento en la tradición doctrinal judicial americana, para concluir reconociendo que sin las dificultades provocadas por el federalismo, el control de la constitucionalidad de las leyes no hubiera encontrado un clima favorable para imponerse. En análogo sentido se pronuncia Stefani, 82 para quien el nacimiento del Estado federal implica, al unísono, el nacimiento de la jurisdicción constitucional moderna. Y en relación a Austria, Öhlinger 83 precisa que “fra lo Stato federale e la giurisdizione costituzionale esisteva una stretta corrispondenza”. Desde luego, es una realidad que, en su origen, ha existido un claro vínculo entre federalismo y jurisdicción constitucional, nexo que hoy se ha relativizado de modo bien significativo; ello no obstante, es evidente 80 En análogo sentido se manifiestan Rubio Llorente, Francisco y Aragón Reyes, Manuel, “La jurisdicción constitucional”, en el colectivo dirigido por García de Enterría, Eduardo y Predieri, Alberto, La Constitución Española de 1978. Estudio sistemático, 2a. ed., Madrid, Civitas, 1981, pp. 829 y ss.; en concreto, p. 851. 81 Burdeau, Georges, op. cit., nota 59, p. 399. 82 Stefani, Winfried, “Verfassungsgerichtsbarkeit und demokratischer Entscheidungsprozess”, en el colectivo Verfassungsgerichtsbarkeit, Darmstad, 1976, p. 374. 83 Öhlinger, Theo, “La giurisdizione costituzionali in Austria”, Quaderni Costituzionali, año II, núm. 3, diciembre de 1982, pp. 535 y ss.; en concreto, p. 537.

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que existe una repercusión de la distribución territorial del poder sobre la composición de los tribunales constitucionales, 84 que alcanzaría su máximo nivel en la antigua Yugoslavia, en cuyo Tribunal Constitucional cada República debía estar representada por dos jueces y cada Territorio Autónomo por uno. Sin embargo, hoy, el derecho comparado nos muestra cómo se ha canalizado aquella repercusión de modo indirecto, limitándose de forma sensible tal influjo, de lo que constituyen buena muestra Austria y la República Federal Alemana. En España, el Tribunal de Garantías Constitucionales de la Segunda República, único precedente de nuestro Tribunal Constitucional, reflejaba esa incidencia de la organización regional del Estado que latía en el “Estado integral”; precisamente, en los vocales del Tribunal representantes de las Regiones se encontró uno de los más importantes factores de disfuncionalidad del citado órgano. Es muy posible —por no decir que seguro— que tal circunstancia pesara de modo decisivo en el rechazo de todo procedimiento orientado a posibilitar una participación directa de las Comunidades Autónomas en la elección de magistrados del Tribunal Constitucional. 85 De hecho, las enmiendas de los nacionalistas vascos en ese sentido encontraron un escaso eco en el debate constituyente. Esta ausencia de las Comunidades Autónomas —o, por lo menos, de una participación directa de las mismas en la elección de miembros de nuestro supremo intérprete de la Constitución— ha sido objeto de críticas por parte de un sector doctrinal que no considera suficiente contrapartida la intervención indirecta que las Comunidades Autónomas pueden y deben tener a través de la propuesta de cuatro magistrados que corresponde hacer a la Cámara alta. Desde esta óptica, Aguiló, 86 partiendo de que el Tribunal Constitucional es la pieza de equilibrio de una ordenación compleja del poder, como órgano que arbitra los conflictos entre el Estado y las Comunidades Autónomas, entiende que la laguna 84 Cfr., al efecto, la obra Tribunales constitucionales europeos y autonomías territoriales, Madrid, CEC, 1985, pp. 39 y 40. 85 Es ésta una opinión bastante generalizada entre nuestra doctrina. Es el caso, entre otros, de Álvarez Conde, Enrique, op. cit., nota 27, p. 489. Asimismo, Martínez Sospedra, Manuel, op. cit., nota 52, p. 268. 86 Aguiló Lucia, Luis, “La presencia de las nacionalidades y regiones en el Tribunal Constitucional”, en el colectivo El Tribunal Constitucional, op. cit., nota 53, vol. I, pp. 349 y ss.; en concreto, pp. 365 y 366.

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que supone la no incorporación de criterios de territorialidad en la composición del Tribunal Constitucional adquiere mayor gravedad. Por su parte, Martínez Sospedra 87 considera inaceptables los dos argumentos que, a su juicio, se esgrimieron en el debate constituyente para no admitir un componente territorial en la composición del Tribunal: que la presencia de magistrados elegidos por las Comunidades Autónomas menoscabaría la independencia del Tribunal y que resultaba superflua, dado el carácter de cámara de representación territorial que se asigna al Senado. 88 Lucas Murillo estima 89 que hubiera sido importante incluir en el sistema de formación del Tribunal una participación directa de las Comunidades Autónomas. Advierte, con razón, que la participación de los entes autonómicos en la elaboración de la propuesta de nombramiento de los magistrados que corresponden al Senado será más bien escasa, lo que choca con el hecho de que, a juicio del citado autor, una de las labores más arduas con las que se enfrentará el Tribunal será la de resolver los conflictos que se susciten entre el Estado y las Comunidades Autónomas. Y análoga consideración suscribe Álvarez Conde. 90 Por nuestro lado, de entrada, cremos necesario subrayar que la relación de las Comunidades Autónomas con el Tribunal Constitucional estuvo marcada durante buena parte del debate constituyente por la contradicción y la incoherencia; sólo así puede llegarse a entender por qué en cierta fase del proceso constituyente desapareció la competencia del Tribunal (inicialmente reconocida en el texto del Anteproyecto) para resolver los conflictos de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas. Como al respecto ha significado Aragón, 91 la explicación política de una ausencia de tal calibre quizá residiera en el tratamiento

Martínez Sospedra, Manuel, op. cit., nota 53, pp. 1816 y 1817. “Ninguno de ambos argumentos —afirma Martínez Sospedra— me parece de recibo, el primero porque si la propuesta por parte de los entes autónomos menoscaba la independencia del Tribunal no se ve cuál puede ser la misteriosa razón por la cual aquélla no resulta menoscabada tanto en el caso de las propuestas de origen parlamentario como en las de origen gubernativo, a no ser que presumamos que la conducta del ejecutivo y el parlamento centrales estén dotados de un especial carisma que no adorna a sus equivalentes autónomos; el segundo tampoco me parece aceptable porque cualquier parecido entre el actual y casi inútil Senado y una Cámara de representación territorial adaptada a la nueva estructura autonómica del Estado no pasa de ser mera coincidencia”. 89 Lucas Murillo de la Cueva, Pablo, op. cit. , nota 26, p. 212. 90 Álvarez Conde, Enrique, op. cit., nota 27, p. 489. 91 Aragón, Manuel, op. cit., nota 21, pp. 171 y ss.; en concreto, p. 184. 87 88

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poco serio, huidizo y excesivamente coyuntural que nuestros constituyentes estaban dando al tema autonómico. Partiendo de esta premisa, estamos plenamente de acuerdo con las opiniones precedentes en lo que a la insuficiencia de la participación de las Comunidades Autónomas en el nombramiento de magistrados del Tribunal Constitucional se refiere; es evidente la estrechez del cauce senatorial, pero ello no tanto por la insuficiencia de este cauce en sí mismo considerado, cuanto por la falta de adecuación de la composición del Senado a su teórica naturaleza de cámara de representación territorial, pues esta territorialidad en la representación carece de sentido con un diseño estructural como el que el artículo 69 da al Senado en la actualidad, requiriéndose de una acentuación de la representación autonómica de la alta Cámara y posiblemente, en lo que a la cuestión que ahora nos ocupa se refiere, de algo más. Sin embargo, a nuestro entender, la solución a este problema no radica en la articulación de un cauce jurídico a cuyo través las Comunidades Autónomas puedan elegir directamente magistrados del Tribunal Constitucional, sino, más bien, en una reforma del Senado que, de una parte, acentúe sus componentes autonómicos, mientras que, de otra, dé un cierto protagonismo a las Comunidades llegado el momento en que el Senado deba formalizar su propuesta de miembros del Tribunal Constitucional. En efecto, articular una participación directa e inmediata de las Comunidades Autónomas en la propuesta de miembros del Tribunal supondría en pura lógica incrementar en diecisiete el número de miembros de nuestro supremo intérprete de la Constitución. Es cierto que podría buscarse un procedimiento que permitiera que la referida participación fuese mediata o indirecta, de modo tal que se crease un órgano intermedio elegido por las Comunidades con el encargo, a su vez, de proponer un número más reducido de magistrados (y no uno por Comunidad). Pero cremos que este procedimiento sería sustituido muy ventajosamente por la reconversión de nuestra Cámara alta a la que con anterioridad hacíamos alusión. Esta reforma orgánica podría tener su complemento en una modificación de la LOTC de acuerdo con la cual se articulase algún cauce particular por el que la opinión de las Comunidades Autónomas hubiese de ser tenida especialmente en cuenta a la hora de la propuesta senatorial de magistrados constitucionales. Así, por ejemplo, en una futura institucionalización de la Conferencia de presidentes (cuya sede

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fuera el Senado), posibilitando que este nuevo órgano pudiese remitir al Pleno del Senado una terna por cada magistrado constitucional a designar, ternas de donde el Senado habría de entresacar los nombres de los magistrados propuestos. Por lo demás, posibilitar que cada Comunidad Autónoma elija un magistrado del Tribunal no sólo elevaría innecesaria y disfuncionalmente el número total de miembros del Tribunal, sino que introduciría un elemento de heterogeneidad en el mismo, al margen ya de que, posiblemente, incrementara el sesgo político del órgano encargado de velar por la constitucionalidad de las leyes. Y todo ello sin olvidar que, como ya hemos expuesto, el derecho comparado, incluso en los Estado de estructura federal, nos muestra una clara orientación a que la participación de los entes territoriales en la composición del Tribunal —o, si se prefiere, en el procedimiento de selección de sus magistrados— tenga un carácter indirecto. VI. Otra cuestión de interés que se suscita a la vista de la composición del Tribunal Constitucional —que a su vez deriva de un aspecto ya esbozado con anterioridad— es la de si el protagonismo de órganos políticos en la elección de los jueces puede conducir a su politización. La clave del problema de la composición del Tribunal —afirma al respecto Martínez Sospedra—92 está en la posición ocupada en el sistema por los partidos y en la interacción entre la presencia de éstos y las interferencias institucionales. Y Rolla 93 constata que el sistema de nombramiento previsto por el artículo 159.1 parece privilegiar a los dos mayores partidos políticos y, sobre todo, a aquel que sea mayoritario y que, por tanto, forme gobierno. “L’esistenza di un meccanismo elettorale che favorisce la formazione di governi non di coalizione ed assetti parlamentari a struttura tendenzialmente bipartitica può generare —añade Rolla— 94 effetti distorsivi sul meccanismi di nomina dei giudici costituzionali”. Como resulta obvio, la mediatización del nombramiento de los jueces de los tribunales constitucionales por los sujetos titulares del Poder Legislativo en las democracias parlamentarias, esto es, por los partidos, es Martínez Sospedra, Manuel, op. cit., nota 52, p. 269. Rolla, Giancarlo, “Giustizia costituzionale ed indirizzo politico in Spagna: prime riflessioni sull’esperienza del Tribunale Costituzionale”, en el colectivo L’influenza dei valori costituzionali sui sistemi giuridici contemporanei , cit., nota 68, t. II, pp. 1297 y ss.; en concreto, p. 1316. 94 Ibidem, p. 1317. 92 93

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un hecho común a casi todos esos sistemas; sin embargo, en algunos de ellos se han perfilado reglas de comportamiento entre los diferentes partidos; es el caso de Austria, en donde las dos formaciones mayores se reparten la propuesta de los catorce miembros del Verfassungsgerichtshof.95 Sin embargo, hoy por hoy, no parece que en nuestro sistema se den las condiciones favorables a la consolidación entre las fuerzas políticas de un gentlement agreement que garantice, de un lado, la designación de magistrados no vinculados de modo muy significativo a partidos políticos y, de otro, la posibilidad para todas las formaciones dotadas de una cierta representatividad de ser tenidas en cuenta en alguna medida, antes de la propuesta de magistrados del Tribunal,96 de modo tal que esta propuesta siempre responda a un acuerdo relativamente consensuado de la Cámara. Es cierto, no obstante, que no faltan opiniones proclives a defender una estrecha vinculación entre mayorías parlamentarias y composición del Tribunal. Tal sucede con De Esteban, 97 para quien los jueces constitucionales no deberían asumir la tentación de apartarse demasiado de la regla democrática de la mayoría. De lo contrario, se podría entablar un sinuoso camino que podría llevar al Estado autoritario. Entiende De Esteban 98 que la propia naturaleza de los tribunales constitucionales exige que haya de admitirse su composición política, llegando a la conclusión de que frente a la concepción “purista y asexuada” del Tribunal Constitucional, la Constitución ha tenido en cuenta también que su composición debe reflejar de alguna manera la correlación de fuerzas en el Parlamento a fin de hacer válidas jurídicamente las pretensiones mayoritarias de cada momento que no excedan de una interpretación adecuada y progresiva de la misma. Ante un conjunto tan dispar de criterios se imponen, a nuestro juicio, una serie de consideraciones. En primer término, es preciso relativizar el riesgo de politización. Nuestra Constitución, como veremos más adelante, establece una serie de frenos u obstáculos frente a tal eventualidad, y ello sin olvidar que la 95 Öhlinger, Theo (op. cit., nota 83, p. 555) se ha referido a una regla implícitamente aceptada por las fuerzas políticas, por virtud de la cual el candidato designado por un partido es normalmente aceptado sin discusión por el otro. 96 Rolla, Giancarlo, op. cit., nota 12, pp. 131-132. 97 De Esteban, Jorge, “La renovación del Tribunal Constitucional: una voz disidente” (I), El País, edición del domingo 20 de marzo de 1983. 98 Ibidem (II), edición del lunes 21 de marzo de 1983.

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posición de independencia de los titulares de un órgano de esta naturaleza no deriva tanto del sistema de integración, cuya absoluta neutralidad es imposible de obtener, como de otra serie de factores a tener en cuenta, entre los que el status jurídico de los magistrados tiene un valor primordial. 99 Y en último término, la independencia de los magistrados del Tribunal Constitucional se encuentra en su propia conciencia. En segundo lugar, afirmar apriorísticamente que el diseño actual de nombramiento de los jueces conduce inexorablemente a la politización del Tribunal no parece ni razonable, ni que tenga una fundamentación objetiva excesivamente sólida, pues, como advierte Peces-Barba, 100 los miembros de otros órganos judiciales —cual venía sucediendo tradicionalmente con el Tribunal Supremo antes de que entrase en vigor nuestra Constitución— eran designados por el ministro de Justicia y ello no implicaba de entrada la conclusión de que se estaba hipotecando su independencia. 101 Y algo similar podría decirse de otros órganos análogos de distintos países, cual es el caso del Tribunal supremo norteamericano o del BVerfG germano-federal. En tercer lugar, es preciso tener en cuenta que el Tribunal Constitucional debe responder, en términos generales, a las corrientes de opinión existentes en el país 102 y, desde ese punto de vista, estamos de acuerdo con el juicio antes expuesto, de rechazo de una concepción “purista y asexuada” de los magistrados. “La politisation des désignations et donc de la composition des juridictions constitutionnelles, loin d’être une tare —significa Favoreu— 103 est au contraire un élément nécessaire du système”. 99 En análogo sentido, Pérez Tremps, Pablo, “Tribunal Constitucional”, en González Encinar, J. J. (dir.); Diccionario del sistema político español , Madrid, Akal Editor, 1984, pp. 881 y ss.; en concreto, p. 884. 100 Peces-Barba, Gregorio, La Constitución española de 1978. Un estudio de derecho y política , Valencia, Fernando Torres Editor, 1981, p. 214. 101 Muy diferente sería la posición de José Ma. Gil Robles (“El Tribunal Constitucional”, ABC, edición del 15 de agosto de 1979), para quien los constituyentes, sin más inspiración que un parlamentarismo más teórico que práctico, dibujaron en la ley fundamental el esquema de un Tribunal Constitucional que no sería más que la apariencia jurisdiccional de una emanación del Parlamento. A través de una ficción del Tribunal, serán las Cámaras con el gobierno las que en cualquier debate de inconstitucionalidad se asegurarán el doble y cómodo papel de juez y de parte. 102 Torres del Moral, Antonio, op. cit., nota 46, p. 395. 103 Favoreu, Louis, “Actualité et légitimité du contrôle juridictionnel des lois en Europe Occidentale”, Revue du Droit Public et de la Science Politique , 1984, núm. 5, pp. 1147 y ss.; en concreto, p. 1190.

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Ahora bien, de lo que acabamos de señalar no debe inferirse una opción a favor de que la composición del Tribunal Constitucional se adecúe en cada circunstancia a la mayoría parlamentaria de turno; es por el contrario imprescindible soslayar una dependencia política partidista del juez, 104 y este objetivo difícilmente se lograría si se trataran de repercutir fielmente los cambios de mayorías parlamentarias sobre la composición de nuestro garante último de la Constitución; tal circunstancia más bien convertiría al Tribunal en una especie de tercera cámara. El Tribunal, desde luego, debe sintonizar con el sentir social de cada momento; no puede ser un órgano desvinculado de la sociedad, y ello implica de modo necesario una conexión con la composición de las Cámaras que encarnan la soberanía popular, traduciendo las preferencias políticas del cuerpo electoral, que es tanto como decir de la colectividad social; ahora bien, de cuanto acabamos de señalar no debe deducirse que el Tribunal deba reflejar miméticamente el perfil político-parlamentario; como señalara el primer presidente del Tribunal, 105 la no consideración del Tribunal como una continuación de la política por otras vías es una de las claves de su eficacia y esta apreciación, a nuestro juicio, puede perfectamente proyectarse a cuanto se refiere a la integración de este órgano. Por otro lado, estimamos de sumo interés que las propuestas de magistrados —en especial, las que formulan las dos Cámaras— cuenten con el máximo apoyo posible. Y en este punto sí que consideramos necesario que se llegue a un gentlement agreement, por mor del cual, la fuerza o fuerzas mayoritarias se avengan a la búsqueda de un cierto consenso previo a la propuesta de magistrados, a fin de designar como miembros del Tribunal a quienes, además de una reconocida cualificación técnico-jurídica, cuenten con el mayor respaldo posible, siendo su reconocimiento fruto de su prestigio como juristas antes que de su trayectoria o vinculaciones políticas. Este logro, sin embargo —como puede comprenderse con facilidad—, no se halla en función del perfil orgánico del Tribunal, sino de la propia disposición de los partidos políticos para llegar al preceptivo acuerdo. Y esta necesaria predisposición casa mal con el llamado “sistema de cuotas” por virtud del cual las formaciones parlamentarias se distribuyen el 104 González Rivas, Juan José, La justicia constitucional: derecho comparado y español, Madrid, Revista de Derecho Privado, 1985, p. 127. 105 Manuel García Pelayo, en una entrevista publicada por el diario El País , edición del domingo 6 de julio de 1980.

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número de magistrados que han de proponer en función de su respectiva fuerza numérica en la Cámara. De ahí que dudemos de que las reformas que ciertos sectores doctrinales proponen respecto a la composición del Tribunal, por sí solas, de ser llevadas a cabo, puedan proveer satisfactoriamente al fin apuntado. Esas reformas a que acabamos de aludir, como puede comprenderse, ofrecen perfiles muy dispares, que van desde la propuesta de una redistribución de los magistrados tras optar por un número total de once (tres al Senado, tres al Congreso, dos al gobierno y tres al Consejo General del Poder Judicial), 106 hasta una fórmula de elección de los jueces por mitad entre las Cortes y las Asambleas de las Comunidades Autónomas, y por un periodo igual o similar al de los legisladores, 107 pasando por la propuesta de que los doce magistrados sean nombrados por terceras partes por cada uno de los tres poderes del Estado, 108 o por un nuevo diseño orgánico del Tribunal que incluiría una elevación del número de sus magistrados hasta diecinueve, dando entrada en él a miembros propuestos por las facultades de derecho y los colegios de abogados, notarios y registradores, “a fin de acortar las diferencias, hoy excesivas, entre los designados por los estamentos políticos y el Poder Judicial”. 109 Por nuestra parte, hemos de convenir ante todo en la relatividad de la fórmula de integración del Tribunal. Si partimos de la consideración de Rubio Llorente 110 de que lo decisivo en una institución de este género no es tanto su grado de perfección interna como el uso que de ella se haga, habremos de llegar a la conclusión de que lo importante no es la búsqueda de un modelo ideal, 111 sino, insistiendo en lo ya señalado, el logro de un Aragón, Manuel, op. cit., nota 21, pp. 177 y 178, nota 12. Jover, Pedro, “Tribunal de Garantías Constitucionales”, en el colectivo La izquierda y la Constitución, Barcelona, Taula de Canvi, 1978, pp. 105 y ss.; en concreto, p. 128. 108 En tal sentido, Agúndez, Antonio, op. cit., nota 29, vol. II, pp. 393 y ss.; en concreto, p. 445. Asimismo, Salvador Ruiz-Pérez, Joaquín, “El Tribunal Constitucional” (II), en el diario El País, edición del 11 de agosto de 1978. 109 Martínez Val, José Ma., “¿Reforma del Tribunal Constitucional o reforma de la Constitución?”, Revista General de Derecho , año XLI, núms. 484-485, enero-febrero de 1985, pp. 43 y ss.; en concreto, p. 48. 110 Rubio Llorente, Francisco, op. cit., nota 7, pp. 27 y ss.; en concreto, p. 35. 111 Aún cuando no cremos en la existencia de una “fórmula ideal”, si hubiéramos de optar por un modelo, éste se asentaría en elevar hasta quince el total de magistrados, incrementando algo el número de miembros elegidos por el órgano de gobierno del Poder Judicial. De este modo, el reparto, algo más equitativo que en la actualidad, podría 106 107

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acuerdo amplio entre las distintas formaciones políticas por virtud del cual éstas sean capaces de admitir que, independientemente de la coyuntura política, la propuesta de magistrados que corresponde a cada Cámara debe verificarse sobre la base de un consenso lo más extendido posible entre las fuerzas políticas con representación parlamentaria, declinando todo intento de, en una coyuntura de posición preponderante de un partido, incorporar al Tribunal personas situadas en una posición de dependencia política, más o menos declarada, respecto de aquel partido. Ello, sin embargo, no debe entenderse en el sentido de que, en alguna medida, la composición parlamentaria no vaya a influir en las propuestas de magistrados del Tribunal, pues es incuestionable que, aun dentro del marco de un acuerdo mayoritario entre las distintas formaciones políticas, el peso específico del partido que cuente con la mayoría de los escaños (sea absoluta o relativa) deberá ser tenido presente, aunque sólo sea desde el punto de vista de que la iniciativa de la negociación y ulterior propuesta, en pura lógica, debe correr de su cargo, tratando, eso sí, de buscar o negociar unos candidatos que puedan ser, sin una gran constricción, aceptados por la inmensa mayoría de los partidos representados en la Cámara de que se trate. En esta dirección debiera orientarse, a nuestro modo de ver, la dinámica de selección de los jueces constitucionales, pues es claro que no existe una fórmula ideal con la que conseguir una composición óptima en orden al mejor desempeño de la función que corresponde al Tribunal Constitucional. Antes de pasar al análisis concreto de aquellos mecanismos que pueden considerarse como frenos frente a la politización, debemos indicar que, a la vista del perfil orgánico de nuestro Tribunal, carece de relevancia jurídica entre nosotros, a diferencia por ejemplo de lo ocurrido en Italia, el orden de nombramiento de los magistrados. Si en Italia ese orden cronológico, en un primer momento, respondía a una finalidad predeterminada, en España es claro que tal circunstancia era del todo irrelevante en la primera composición del Tribunal, y más aún en las sucesivas, en las que no puede jugar ningún papel, dada la renovación parcial de los magistrados y el hecho de que a los efectos de esa renovación, los doce miembros del Tribunal se agrupan en tres bloques en ser éste: el Congreso, el Senado y el Consejo General del Poder Judicial propondrían cuatro magistrados, totalizando, pues, doce; los tres restantes habrían de ser propuestos por el gobierno, con lo que se completaría el número de quince.

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atención a su procedencia electiva, lo que, como resulta obvio, marca hacia el futuro un orden perfectamente definido de intervención de cada uno de los poderes que procede a efectuar propuestas de nombramiento de jueces del Tribunal Constitucional. 3. Los frenos frente a la politización La Constitución, por un lado, y la LOTC, por otro, han establecido una serie de frenos u obstáculos con los que dificultar cualquier posible intento de una fuerza política de lograr una vinculación partidista respecto de los jueces propuestos como miembros del Tribunal. Se trata en la medida de lo posible de evitar que, bien por haber accedido al Tribunal con el sólo apoyo de un partido, bien por cualquier otra circunstancia, los magistrados puedan quedar colocados en una situación de dependencia política partidista. Es claro, como ya hemos tenido ocasión de destacar, que ningún mecanismo legal podrá evitar esa situación de dependencia, pues la independencia del juez se halla en lo más recóndito de su conciencia; sin embargo, no deja de ser evidente que el legislador puede intentar, a través de mecanismos formales de muy dispar naturaleza, establecer un conjunto de obstáculos que dificulten los intentos de las fuerzas políticas —si es que llegan a producirse— de atraer a su ámbito de influencia a los miembros del supremo intérprete de la Constitución. En tal dirección se sitúan los seis mecanismos legales que vamos a abordar a renglón seguido: a) La exigencia de una mayoría cualificada para las propuestas provenientes del Congreso y del Senado, que la Constitución fija en los tres quintos de los miembros de cada Cámara, y que la Ley Orgánica 6/1985, del 1o. de julio, del Poder Judicial, ha hecho extensiva (artículo 127.2) para los dos magistrados cuya propuesta de nombramiento corresponde al Consejo General del Poder Judicial. b) La determinación de un amplio periodo de tiempo (nueve años) para el desempeño del cargo de magistrado del Tribunal, plazo que no se hace coincidir con el de la legislatura de las Cámaras, siendo muy superior a este último. c) La fijación de un procedimiento de renovación parcial del Tribunal. d) La previsión por la LOTC de la irrreelegibilidad inmediata de los miembros del Tribunal.

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e) La exigencia constitucional de una cierta cualificación técnico-jurídica para poder acceder al Tribunal. f) La concreción de un estatuto jurídico similar al de los miembros de la jurisdicción ordinaria y en el que tiene un peso específico propio el régimen de incompatibilidades que afecta a los jueces del Tribunal Constitucional. Vamos a continuación a abordar el análisis de los cinco primeros mecanismos, dejando para un momento ulterior —en el marco del estatuto jurídico de los magistrados del Tribunal— el examen del régimen de incompatibilidades que les afectan. A. La exigencia de una mayoría cualificada I. El artículo 159.1 de nuestro Código constitucional exige que los ocho magistrados cuya propuesta corresponde al Congreso y al Senado cuenten como mínimo con el respaldo de los tres quintos de los miembros de cada Cámara. Estamos en presencia de una disposición que se incorporó al texto constitucional ya desde su misma formulación inicial (en el Anteproyecto publicado el 5 de enero de 1978) y que no fue objeto de discusión a lo largo del iter constituyente , pues incluso en aquellas enmiendas que propugnaban fórmulas diferentes en lo que al perfil orgánico del Tribunal se refiere, se respetaba la exigencia de una mayoría cualificada, que, más aún, llegó incluso a postularse respecto de la propuesta de magistrados correspondiente al órgano de gobierno del Poder Judicial. Este requisito se sitúa en la línea ya seguida en la República Federal Alemana 112 e Italia, 113 y su función es en todos los casos idéntica; como 112 Recordemos que el artículo 6o. de la Ley sobre el Tribunal Constitucional Federal (Texto refundido del 3 de febrero de 1971) prescribe que los jueces del BVerfG propuestos por el Bundestag son elegidos mediante elección indirecta. El Bundestag elige un colegio electoral de doce compromisarios que, a su vez, es quien propone a los jueces del BVerfG, requiriéndose para ser elegido juez, por lo menos, ocho votos de otros tantos compromisarios, esto es, el voto de las dos terceras partes del total. Y en cuanto a los magistrados propuestos por el Bundesrät, de acuerdo con el artículo 7o. de la misma Ley, son elegidos por los dos tercios de los votos del Consejo Federal. 113 A tenor del artículo 3o. de la Ley constitucional número 2, del 22 de noviembre de 1967: “I giudici della Corte costituzionale che nomina il Parlamento sono eletti da questo in seduta comune delle due Camere, a scrutinio segreto e con la maggioranza dei due terzi dei componenti l’Assemblea. Per gli scrutini successivi al terzo è sufficiente la maggioranza dei tre quinti dei componenti l’Assemblea”.

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advierte al respecto Pierre Bon, 114 esa función no es sino la de “faire en sorte que les personnes nommées fassent l’objet d’un large consensus parlementaire, d’une entente entre la majorité et l’opposition”, o como D’Orazio pone de relieve, 115 hacer posible “di spoliticizzazione dell’elezione, o meglio, di una politicizzazione equilibrata e neutralizzata, resa necessaria dall’acordo indispensabile tra i gruppi parlamentari”, postura que comparte, respecto al BverfG, Schlaich, para quien “la richiesta di una maggioranza così larga (di due terzi) dovrebbe garantire maggiormente la neutralità politica dei giudici”, además de favorecer “l’intesa fra maggioranza ed opposizione in parlamento”. 116 Se trata, en efecto, de evitar que el partido mayoritario pueda sentirse inclinado a, con su solo respaldo, proponer a las personas que han de formar parte del Tribunal Constitucional, con lo que de condicionamiento partidista conllevaría tal eventualidad, no del todo improbable de no exigirse más que la mayoría simple (o incluso la absoluta) para esta propuesta. Esta exigencia, por lo demás, fuerza el acuerdo parlamentario, pues es difícil pensar —pese a que nuestro sistema electoral, aun siendo proporcional, distorsiona sensiblemente la proporcionalidad— que una sola formación política sea capaz de alcanzar 210 escaños (los tres quintos del total de 350 del Congreso), aun cuando, desde luego, tal circunstancia en modo alguno sea imposible. Los posicionamientos por parte de nuestra doctrina en torno a la exigencia de una mayoría cualificada son prácticamente coincidentes. Así, Rubio Llorente ve en este requisito una de las razones conducentes a que en la designación de los miembros del Tribunal predominen las consideraciones de carácter técnico sobre las estrictamente políticas. 117 Peces-Barba entiende 118 que esta mayoría pretende exigir un acuerdo entre las fuerzas políticas y asegurar así candidatos aceptados por todos. Tomás Villarroya 119 cree que la mayoría cualificada supera las divisiones partidistas y respalda la autoridad de los vocales del Tribunal. Y Torres Bon, Pierre, op. cit., nota 13, p. 46. D’Orazio, Giustino, op. cit., nota 39, pp. 949 y ss.; en concreto, p. 951. Schlaich, Klaus, “Corte Costituzionale e controllo sulle norme nella Repubblica Federale di Germania”, Quaderni Costituzionali , año II, núm. 3, diciembre de 1982, pp. 557 y ss.; en concreto, p. 563. 117 Rubio Llorente, Francisco, op. cit., nota 7, p. 34. 118 Peces-Barba, Gregorio, op. cit. , nota 47, p. 214. 119 Tomás Villarroya, Joaquín, op. cit., nota 6, pp. 199 y ss.; en concreto, p. 203. 114 115 116

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del Moral considera que el voto favorable de los tres quintos de los miembros de cada Cámara conducirá normalmente a la participación de la oposición en la integración del Tribunal. 120 Por último, Aragón ha juzgado 121 como un acierto esa mayoría cualificada, en cuanto que ello evitará, probablemente, la excesiva politización partidista de la elección o, al menos, la marcada polarización del Tribunal en una dirección política determinada. 122 Como puede apreciarse, hay una clara unanimidad al juzgar la funcionalidad del requisito que comentamos. Por nuestro lado, debemos indicar ante todo el acierto que supone la constitucionalización de este requisito de la mayoría cualificada que, recordémoslo, no es contemplado ni por el artículo 135 de la Constitución italiana, ni tampoco por el artículo 94 de la Bonner Gründgesetz, siendo en ambos casos las leyes de desarrollo constitucional las que han previsto tal exigencia. Con ello, además de la fijeza que se otorga al requisito que nos ocupa, se soslaya toda discusión doctrinal en torno a si una exigencia de esta naturaleza vulnera o no la Constitución, problemática que se suscitó inicialmente —y con acierta acritud— en Italia. 123 En cuanto a la mayoría cualificada en sí misma considerada, no sólo nos parece un requisito conveniente, sino que, más aún, cremos que el constituyente se quedó algo alicorto en su concreción cuantitativa. A nuestro juicio, debiera haberse fijado una mayoría de dos tercios del total de miembros de cada Cámara, al igual que en Italia o en la República Federal Alemana.

120 Torres del Moral, Antonio, op. cit., nota 46, vol. II, p. 396. 121 Aragón, Manuel, op. cit., nota 21, p. 178. 122 Análogas consideraciones sostienen, entre otros, Álvarez Conde,

Enrique, op. cit., nota 27, p. 487, y Pérez Tremps, Pablo, en De Esteban, Jorge et al., El régimen constitucional español, cit. , nota 28, vol. I, p. 255. Pérez Tremps, de modo específico, estima que el respaldo de las tres quintas partes de los miembros de las Cámaras relativizará la posición predominante del Ejecutivo en el nombramiento de los miembros del Tribunal Constitucional. Por último, Rosa Ruiz Lapeña (“El Tribunal Constitucional”, en Ramírez, Manuel (ed.), Estudios sobre la Constitución española de 1978, Zaragoza, Libros Pórtico, 1979, pp. 379 y ss.; en concreto, p. 385) significa que los magistrados de procedencia parlamentaria ven su independencia bastante favorecida por el requisito de la mayoría cualificada, que obliga a que esta designación se haga por consenso en ambas Cámaras, resaltando así el componente de prestigio profesional sobre la tendencia política de las personas a designar. 123 Cfr. al respecto, entre otros, Pierandrei, Franco, “Corte Costituzionale”, Enciclopedia del Diritto , Varese-Milán, Giuffrè Editore, 1962, vol. X, pp. 874 y ss.; en concreto, p. 891.

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Se nos podrá decir que una mayoría cualificada de dos tercios es lo que se exige para la reforma total de la Constitución (artículo 168), pero lo cierto es que tal argumento puede ser relativizado con sólo recordar que el artículo 138 de la Constitución italiana prevé que “las leyes de revisión de la Constitución y demás leyes constitucionales serán adoptadas por cada una de las Cámaras en dos votaciones sucesivas con intervalo no menor de tres meses, y serán aprobadas por mayoría absoluta de los componentes de cada Cámara en la segunda votación”. Tal previsión supone que en Italia se exige una mayoría de dos tercios para la elección de los jueces constitucionales, cuando ni tan siquiera llega a exigirse tal mayoría para la reforma constitucional. Y en la República Federal Alemana, la mayoría de dos tercios se exige tanto para la elección de los jueces del BVerfG como para aprobar una ley en la que expresamente se altere el tenor literal de la ley fundamental. En definitiva, pues, no cremos de suficiente entidad el citado argumento. El derecho comparado nos ofrece ejemplos aún más significativos, lo que coadyuva a relativizarlo. Por lo demás, la realidad nos muestra cómo, especialmente en el Senado —dado el sistema electoral mayoritario que rige los comicios para la Cámara alta—, es posible, y así ha sucedido ya (por ejemplo, en la legislatura de 1982-1986) que una sola fuerza política llegue a alcanzar los tres quintos del total de escaños, y aunque tal posibilidad es más remota en el Congreso, no cabe ignorar que ya un partido estuvo muy cerca de lograrlo en la misma legislatura 1982-1986 (202 escaños, mientras que los tres quintos suponían un total de 210). En último término, no podemos perder de vista la finalidad de este requisito procedimental de la mayoría cualificada: se trata de incentivar, de hacer casi poco menos que imprescindible un acuerdo entre las diferentes formaciones parlamentarias o, por lo menos, entre las de mayor peso específico, al objeto de que la propuesta de magistrados cuente con un amplio respaldo. Ello se vería potenciado por la elevación a dos tercios de esa mayoría; tal circunstancia creemos que justificaría por sí misma un quórum más elevado. II. Retornando a las consideraciones doctrinales suscitadas por esta exigencia constitucional, cabe decir que no han faltado algunas posturas críticas, provenientes en su esencia de la preocupación ante el hecho de que este requisito llegue a impedir o a retrasar de modo significativo la

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elección. Así, Santaolalla 124 manifiesta que este requisito, establecido con el laudable propósito de asegurar una convergencia muy amplia en torno a los elegidos, de tal modo que éstos no se deban a una fuerza política única, comporta el riesgo de que la propuesta de magistrados no pueda verificarse ante la imposibilidad de superar una barrera tan alta de votos con el consiguiente peligro de paralización del funcionamiento del Tribunal Constitucional. Este tipo de actos —concluye Santaolalla—, que han de reproducirse periódicamente cada tres años, no deberían estar sujetos a exigencias tan onerosas, en cuanto abren la posibilidad de que las elecciones no se produzcan por no alcanzarse la mayoría requerida. Hubiera sido más lógico con su carácter de actos ordinarios en el funcionamiento estatal que la elección se verificase por mayoría simple, que es lo que corresponde a un sistema democrático, de mayorías y minorías, y lo que asegura en todo caso la verificación de la elección. No podemos sentirnos identificados con el planteamiento precedente, pues, ya de entrada, cremos que la elección de magistrados del Tribunal Constitucional no debe quedar sujeta, sin más, al libre juego de mayorías y minorías; ello supondría darle un valor enteramente político que, de modo casi inevitable, repercutiría sobre el propio nombramiento, propiciando que cada mayoría parlamentaria tratara de proponer como miembros de nuestro supremo intérprete de la Constitución a personas que les fueran afines, lo que, como resulta obvio, politizaría —y a la vez desnaturalizaría— en grado sumo la elección. Es cierto que la exigencia de una mayoría cualificada obstaculiza la propuesta de magistrados; también lo es que puede llegar, en una circunstancia extrema, a dificultar seriamente la constitución del Tribunal; esta posibilidad constituía un peligro especialmente acusado en la constitución inicial del Tribunal. Rubio y Aragón 125 así lo constataron, significando que de fallar ambas Cámaras —por no lograrse en ellas la necesaria mayoría de tres quintos— nos hubiéramos encontrado ante una especie de “golpe de Estado por omisión”. También Alzaga, haciéndose

124 Santaolalla López, Fernando, Derecho parlamentario español , Madrid, Editora Nacional, 1984, p. 366. 125 Rubio Llorente, Francisco y Aragón Reyes, Manuel, “La Jurisdicción Constitucional”, en el colectivo dirigido por García de Enterría, Eduardo y Predieri, Alberto, La Constitución Española de 1978. Estudio sistemático, cit., nota 80, pp. 829 y ss.; en concreto, p. 855.

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eco del interrogante suscitado por Pérez Serrano 126 respecto de la constitución inicial del Tribunal, ¿cómo se solventaría el problema planteado por el hecho de que las Cámaras no consiguieran la mayoría de tres quintos para sus respectivos candidatos?, abordaría esta problemática, inclinándose por la conveniencia de que la futura Ley Orgánica del Tribunal admitiese la posibilidad de que éste funcionase aun cuando tuviese vacantes en su seno, al menos dentro de unos límites prudentes. 127 Y en efecto, así habría de acontecer. La Ley Orgánica 2/1979, del 3 de octubre, del Tribunal Constitucional, dedicaba los dos primeros apartados de su Disposición Transitoria primera a sentar una serie de previsiones en torno a la constitución inicial del Tribunal, incluyendo entre esas determinaciones la de que aquél pudiese comenzar a ejercer sus competencias con tan sólo ocho miembros. A tenor de los dos referidos apartados: Dentro de los tres meses siguientes a la fecha de entrada en vigor de la presente Ley, el Congreso de los Diputados, el Senado, el Gobierno y el Consejo General del Poder Judicial elevarán al Rey las propuestas de designación de los magistrados del Tribunal Constitucional. Este plazo se interrumpirá para las Cámaras por el tiempo correspondiente a los periodos intersesiones. El Tribunal se constituirá dentro de los quince días siguientes a la fecha de publicación de los últimos nombramientos, si todas las propuestas se elevasen dentro del mismo periodo de sesiones. En otro caso, se constituirá y comenzará a ejercer sus competencias, en los quince días siguientes, al término del periodo de sesiones dentro del que se hubiesen efectuado los ocho primeros nombramientos, cualquiera que sea la razón que motive la falta de nombramiento de la totalidad de los magistrados previstos en el artículo 5o. de esta Ley.

El plazo previsto para la elevación al monarca de las propuestas de designación de los magistrados del Tribunal era, como puede leerse en 126 Pérez Serrano, Jáuregui, Nicolás, La justicia constitucional y el Tribunal Constitucional, Conferencia inédita, Madrid, febrero de 1978. Citado por Alzaga, Óscar, La Constitución española de 1978. Comentario sistemático, cit., nota 1, p. 917, nota 3. 127 Alzaga, Óscar, op. cit., nota 1, p. 918. Añadirá Alzaga que no parece totalmente absurdo intuir que la redacción de la Ley Orgánica sobre el Tribunal Constitucional, y no digamos ya la práctica, pongan de manifiesto la oportunidad de ir pensando en un mecanismo distinto de proposición de candidatos a éste de mayoría reforzada, para la primera oportunidad en que pueda ser conveniente introducir reformas técnicas en nuestra Constitución.

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el precepto transcrito, de tres meses contabilizados a partir de la fecha de entrada en vigor de la norma legal; sin embargo, el cálculo exacto de tal plazo exigía atender a varios factores: en primer término, al momento de publicación de la Ley, lo que aconteció el día 5 de octubre; 128 en segundo lugar, al hecho de que la vacatio legis había de prolongar en veinte días el plazo de entrada en vigor de la norma legal; por último, a la circunstancia de que, a tenor del inciso final del apartado primero, el plazo debía interrumpirse para las Cámaras por el tiempo correspondiente a los periodos intersesiones, y a la vista del artículo 73.1 de nuestra norma fundamental, el mes de enero podía catalogarse como un periodo de este tipo. Todo ello implicaba que el plazo en cuestión se prolongase hasta finales de febrero de 1980, plazo que habría de cumplirse parcialmente, dado que el 22 de febrero se publicaban 129 los Reales Decretos 301/1980 a 310/1980, del 14 de febrero, por los que se procedía a nombrar magistrados del Tribunal Constitucional a las personas propuestas por el Congreso, el Senado y el gobierno. El cumplimiento de la previsión legal era, no obstante, incompleto; en efecto, el Consejo General del Poder Judicial se veía materialmente imposibilitado para cumplir con la propuesta de dos magistrados que le correspondía. La Ley Orgánica reguladora del citado Consejo (Ley Orgánica 1/1980, del 10 de enero) no se publicaba en el BOE hasta el 12 de enero y, como es evidente, aunque la Disposición Transitoria quinta de la referida norma legal contenía una serie de previsiones orientadas a acelerar los trámites de constitución del Consejo, ésta no se producía hasta el 13 de octubre; ello, como es obvio, imposibilitaba que el órgano de gobierno del Poder Judicial pudiese efectuar las propuestas de magistrados del Tribunal en el plazo previsto por el número 1 de la Disposición Transitoria primera de la LOTC. 130 Tal circunstancia, a su vez, impedía que el Tribunal se constituyera —como preveía el inciso inicial del apartado segundo de la Disposición Transitoria primera de la LOTC— dentro de los quince días siguientes a la fecha de publicación de los nombramientos, pues no se cumplía la exigencia legal de que todas las propuestas se hubieran elevado dentro BOE, núm. 239, del 5 de octubre de 1979. BOE, núm. 46, de 22 de febrero de 1980, pp. 4160 y 4161. El nombramiento de los dos magistrados propuestos por el Consejo General del Poder Judicial se formalizaría mediante sendos Reales Decretos 2514 y 2515/1980, del 7 de noviembre, publicados en el BOE, núm. 278, del 19 de noviembre de 1980, p. 25855. 128 129 130

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del mismo periodo de sesiones. De ahí que pasase a regir la determinación del incisio segundo del mismo precepto, por mor de la cual, la constitución e inicio del ejercicio de las competencias del Tribunal habían de tener lugar en los quince días siguientes al término del periodo de sesiones dentro del que se hubiesen efectuado los ocho primeros nombramientos; al verificarse los mismos en el periodo ordinario de sesiones que va de febrero a junio, era evidente que la previsión legal exigía que la constitución del Tribunal tuviese lugar en la primera quincena de julio de 1980. Así sucedería, constituyéndose solemnemente el Tribunal en sesión presidida por el rey, el sábado 12 de julio de 1980. Previamente, el 3 de julio, el Tribunal había procedido a elegir presidente y vicepresidente. 131 Con posterioridad, un Acuerdo del 14 de julio del Pleno del Tribunal 132 fijaba como fecha de comienzo de ejercicio de sus competencias el día 15 del propio mes de julio, fecha importante, pues a partir de ella comenzarían a correr los plazos previstos en la LOTC para interponer los recursos de inconstitucionalidad o de amparo o promover los conflictos constitucionales, cuando las leyes, disposiciones, resoluciones o actos que originaran el recurso o conflicto fueren anteriores a aquella fecha y no hubieren agotados sus efectos, todo ello en conformidad con lo estipulado por el número 1 de la Disposición Transitoria segunda de la propia LOTC. Como puede apreciarse a la vista del precepto a que acabamos de aludir y del propio itinerario legal recorrido, la LOTC —en la línea de las preocupaciones doctrinales antes expuestas— posibilitaba que el Tribunal pudiese constituirse y ejercer sus competencias con tan sólo ocho magistrados, y tal previsión, es interesante recordarlo, figuraba ya en su esencia en el texto del Proyecto gubernamental, no siendo objeto de enmienda alguna ni en el Congreso ni en el Senado. 133 Una determinación de esta naturaleza suponía flexibilizar sobremanera la rigidez procedimental ínsita en la exigencia constitucional de una mayoría reforzada para las propuestas parlamentarias de magistrados del 131 El nombramiento de don Manuel García Pelayo y don Jerónimo Arozamena Sierra, como presidente y vicepresidente, respectivamente, del Tribunal sería formalizado por los Reales Decretos 1322 y 1323/1980, del 4 de julio ( BOE, núm. 162, del 7 de julio de 1980, p. 15501). 132 BOE, núm. 168, del 14 de julio de 1980, p. 16037. 133 Cfr. al respecto la obra Tribunal Constitucional. Trabajos parlamentarios , cit., nota 8.

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Tribunal Constitucional. Con tal previsión, parecía difícil que pudiera darse el supuesto de imposibilidad de la constitución inicial del Tribunal, dado que no era previsible que se frustrase el acuerdo en ambas Cámaras. La realidad refrendaría esta hipótesis, pues las dos formaciones mayoritarias iban a llegar a un entendimiento global sobre los candidatos a proponer por el Congreso y el Senado, siendo elegidos por una muy amplia mayoría, que rondó los 250 votos en el Congreso 134 (los tres quintos exigidos totalizaban 210 votos), y por una mayoría algo más ajustada, de 151 votos, en el Senado 135 (los tres quintos suponían aquí 149 votos en total). Y en cuanto a la hipótesis de que el Tribunal quedara paralizado en su funcionamiento futuro por no reunir en un momento dado el número de miembros suficientes, a consecuencia de no ser posible el acuerdo parlamentario en torno a las personas sobre las que debiera recaer la propuesta, debe descartarse totalmente. Razonemos por qué. Desde luego, en sintonía con la determinación prevista por la Disposición Transitoria primera, 2 (constitución y comienzo en el ejercicio de sus competencias por el Tribunal cuando se hubieren efectuado los ocho primeros nombramientos de magistrados), el artículo 14 de la LOTC exige, para que puedan adoptarse acuerdos —tanto por el Tribunal en Pleno como por cualquiera de sus Salas—, que estén presentes, al menos, dos tercios de los miembros que en cada momento lo compongan. 136 Concuerda esta disposición con el párrafo 2 del artículo 16 de la Ley italiana número 87, del 11 de marzo de 1953 (Norme sulla costituzione e sul funzionamento della Corte), a cuyo tenor: “Para la actuación del 134 Atendiendo al número de votos obtenidos, resultaron propuestos por el Congreso don Francisco Rubio Llorente (con 255 votos), don Manuel Díez de Velasco (254 votos), don Francisco Tomás y Valiente (250 votos) y don Aurelio Menéndez y Menéndez (248 votos). Cfr. al respecto el Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, núm. 60, 30 de enero de 1980, p. 4095. 135 La votación en el Senado deparó el mismo número de votos (un total de 151) para los cuatro candidatos propuestos: doña Gloria Begué, don Luis Díez-Picazo, don Manuel García Pelayo y don Ángel Latorre. Cfr. a este respecto, Diario de Sesiones del Senado, núm. 39, 30 de enero de 1980, p. 1727. 136 En las Secciones se requerirá la presencia de dos miembros, salvo que haya discrepancia, necesitándose entonces la de sus tres miembros, tal y como prescribe el inciso final del artículo 14 de la LOTC, precepto introducido por el Informe de la Ponencia constituida al efecto en el Congreso, admitiendo de este modo la enmienda número 101 del Grupo de Coalición Democrática.

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Tribunal será necesaria la asistencia de un mínimo de once jueces” (sobre un total de quince), y asimismo con el inciso inicial del artículo 15.2 de la Ley sobre el Tribunal Constitucional Federal (texto refundido del 3 de febrero de 1971), por cuya virtud: “Cada Sala tiene capacidad resolutoria si se hallan presentes por lo menos seis jueces” (de un total de ocho que integran cada Sala). Como puede constatarse, la prescripción del artículo 14 de la LOTC la encontramos en el derecho comparado aún con más rigidez que en la propia LOTC. La exigencia de un quorum para que el Tribunal pueda adoptar acuerdos se remonta al mismo Proyecto de Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, cuyo artículo 15.1 exigía al efecto, y en relación con el Pleno del Tribunal, la presencia de, al menos, ocho de sus miembros, que en el caso de las Salas se reducía a cuatro como mínimo. La enmienda número 31, del Grupo Socialista, propondría una nueva redacción que, a la postre, sería la definitiva; aunque el principio que inspira a la enmienda es idéntico al que ya regía en el texto del Proyecto (presencia de dos tercios de los miembros del Tribunal para poder adoptar acuerdos), la redacción propuesta era más flexible al atender al número real de miembros que en cada momento compusieran el Tribunal; por otro lado, con ella —como se advertía en su motivación— se pretendía evitar el bloqueo del Tribunal en los casos en que éste hubiera de constituirse y funcionar con tan sólo ocho miembros. Recordaremos, por último, la enmienda número 238, del Grupo Comunista, que propugnaba una solución aún más drástica al exigir, para que el Tribunal en Pleno pudiera adoptar acuerdos, la presencia, al menos, de diez de sus miembros, y en el caso de las Salas se requería la asistencia de la totalidad de ellos, cubriéndose las sustituciones por ausencia justificada por miembros de la otra Sala. Esta propuesta no sería, sin embargo, admitida por la Ponencia. III. El artículo 14 de la LOTC debe ponerse necesariamente en conexión con el artículo 17.2 de la misma norma legal, por mor del cual: “Los magistrados del Tribunal Constitucional continuarán en el ejercicio de sus funciones hasta que hayan tomado posesión quienes hubieren de sucederles”. La anterior previsión legal —que no fue objeto de enmienda alguna a lo largo del iter legislativo, si se exceptúa una enmienda del Grupo de Unión de Centro Democrático del Senado (la núm. 14), que se limitaba

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a efectuar una pequeña modificación gramatical a efectos de concordancia entre los diferentes puntos de la redacción del texto— viene a introducir entre nosotros el llamado instituto de la prorogatio . Como manifiesta Almagro Nosete, 137 la introducción de esta regla permite la continuidad de las funciones del Tribunal Constitucional, sin exclusiones que, en algún momento, pudieran dejar reducido más allá de lo conveniente el número de los miembros de derecho que deban de componerlo. La cuestión, aparte ya de una gran importancia práctica, se ha planteado en términos de viva polémica doctrinal en algún país, como es el caso de Italia. En 1966, D’Orazio 138 se refería a cómo la normativa vigente ofrecía una disposición dirigida a asegurar la no interrupción del ejercicio de una función (la penal) de la Corte, “nonostante la sopravvenuta scadenza dalla carica (per i giudici ordinari) o la scadenza del termine di durata dell’elenco (per i giudici aggregati)”. La normativa a que se refiere D’Orazio se concretaba en el párrafo final del artículo 26 de la Ley número 20, del 25 de enero de 1962 (Norme sui procedimenti e giudizi di accusa), a tenor del cual: “I giudici ordinari e aggregati che costituiscono il Colegio giudicante continuano a farne parte fino all’esaurimento del giudizio, anche se sia sopravvenuta la scadenza del loro incarico.” El precepto en cuestión, que a juicio de D’Orazio 139 no constituía una auténtica aplicación del instituto de la prorogatio, pues se trataba “di un prolungamento solo eventuale dell’esercizio individuale delle funzioni e di durata variable e non istituzionalmente predeterminato fino all’assunzione delle funzioni da parte dei nouvi membri del collegio”, iba, sin embargo, a ser concretado de modo acorde con la verdadera naturaleza de la institución por la propia “ Corte Costituzionale ”. En efecto, el artículo 18 del Reglamento general de la Corte, del 20 de enero de 1966, introdujo con inequívoca nitidez el instituto de la prorogatio . Sin embargo, la reforma operada por la Ley Constitucional número 2, del 22 de noviembre de 1967 (Disposizioni sulla Corte Costituzionale), incidiría sobre aquella institución, que iba a resultar suprimida.

Almagro Nosete, José, op. cit. , nota 30, p. 74. Cfr. al respecto, D’Orazio, Giustino, “Sulle prorogatio dei giudici costituzionali”, Rivista Trimestrale di Diritto Pubblico , año XVI, 1966, pp. 502 y ss.; en concreto, p. 507. 139 Ibidem, pp. 507 y 508. 137 138

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La Ley Constitucional citada introducía un nuevo párrafo (el 4) en el artículo 135 de la Constitución italiana, por mor del cual: “Alla scadenza del termine (de nueve años, plazo por el que son nombrados los jueces de la Corte) il giudice costituzionale cessa dalla carica e dall’esercizio delle funzioni”. 140 Ante tal previsión constitucional, la Corte, mediante una decisión del 7 de julio de 1969, acordaba suprimir el referido artículo 18 de su Reglamento General y, en consecuencia, el propio instituto de la prorogatio. Este acuerdo de la Corte, aunque adoptado con autonomía, tal y como subraya Crisafulli, 141 fue, sin embargo, forzado por la previsión que la Ley constitucional número 2, de 1967, incorporó al Código constitucional. 142 Algún sector doctrinal italiano manifesto su temor ante las consecuencias negativas que pudieran derivarse de la abolición de la prorogatio. “Il temore è —manifiesta Zagrebelsky— 143 che l’abolizione della prorogatio possa concorrere in un tentativo di soppressione di fatto della corte costituzionale non attraverso l’abrogazione della costituzione nella parte che la istituisce ma attraverso il suo ‘fisico’ esaurimento senza corrispondente reintegrazione dei giudici cessati dalle funzioni”. Aun cuando consideremos un tanto exageradas las apreciaciones que anteceden, es lo cierto que ponen sobre aviso acerca de la trascendencia del instituto de la prorogatio. Desde luego, la determinación del artículo 17.2 de la LOTC tiene una incuestionable funcionalidad sobre el mismo funcionamiento de nuestro supremo intérprete de la Constitución. Es claro que al optarse por la continuidad de los magistrados en el ejercicio de sus funciones hasta que tomen posesión sus sucesores, se soslaya el peligro de parálisis del Tribunal, lo que podría acaecer en el supuesto de no ser posible una pro-

140 Esta determinación se vería complementada, en relación con los jueces nombrados con anterioridad a la entrada en vigor de la propia Ley constitucional del 22 de noviembre de 1967, por la previsión de que el plazo de doce años durante el que estos jueces permanecerían en el cargo, se habría de contabilizar “per ciascuno di essi dal giorno del giuramento e non possono essere nuovamente nominati”. 141 Crisafulli, Vezio, Lezioni di Diritto Costituzionale , 4a. ed., Padova, C.E.D.A.M. Casa Editrice, 1978, vol. II, p. 220. 142 Por ello mismo, Gustavo Zagrebelsky (op. cit., nota 51, p. 299) habla de una decisión tan sólo formalmente autónoma, pero, sustancialmente, resultante de la aprobación de la nueva regla constitucional. 143 Idem.

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puesta parlamentaria con el respaldo de los tres quintos de los miembros de la Cámara y no acogerse el instituto que examinamos. Podrá aducirse que el artículo 14 de la propia LOTC, ya citado, sólo exige para la adopción de acuerdos por el Pleno del Tribunal la presencia de los dos tercios de los miembros “que en cada momento lo compongan”, esto es, de los que, como se ha significado, 144 en plenitud de derechos forman parte del mismo con exclusión sólo de las vacantes no cubiertas; con ello, de no admitirse la prorogatio, cumplido el plazo para el que fueron elegidos, los magistrados cesarían en el ejercicio de su función, produciéndose en consecuencia cuatro vacantes; de este modo, el número de componentes del Tribunal —a efectos de la determinación del artículo 14 de la LOTC— sería tan sólo de ocho, por lo que los dos tercios exigidos se calcularían sobre este último número; en tal hipótesis, bastaría con seis magistrados para la válida adopción de acuerdos. Sin embargo, aun admitiendo la pulcritud formal de esta interpretación, resulta evidente que un Pleno integrado por tan sólo seis jueces carecería, de facto, de toda fuerza moral para el ejercicio de sus trascendentes funciones. Estos inconvenientes resultan solventados por virtud de la prescripción del artículo 17.2 de la LOTC. Es cierto que pueden producirse vacantes (por fallecimiento, incompatibilidad sobrevenida, condena por delito doloso..., etcétera) que hagan imposible la prorogatio, pero no lo es menos que estamos en presencia de situaciones que sólo muy excepcionalmente se producirán y que, de producirse efectivamente, no afectarán por lo general a más de un magistrado al unísono, por lo que su incidencia será mínima en lo que al funcionamiento del Tribunal se refiere. Bien es verdad que el instituto de la prorogatio puede incentivar los deseos de una fuerza política parlamentaria de obstruir de modo intencionado la propuesta de magistrados que corresponde a una Cámara, al objeto de que puedan prevalecer en el Tribunal ciertas orientaciones que se supone pueden truncarse con la incorporación al mismo de otros miembros. En definitiva, la prorogatio puede incentivar demoras parlamentarias en la provisión de los jueces del Tribunal por intereses exclusivamente políticos. 145 De todo ello, puede concluirse significando que es muy positivo que el mecanismo que nos ocupa haya pasado a formar parte de Almagro Nosete, José, op. cit., nota 30, p. 67. Contraria consideración efectúa Almagro Nosete (Ibidem, p. 74) en relación al caso italiano. 144 145

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nuestra legislación, pues puede contribuir muy positivamente a salvaguardar la independencia del Tribunal, conformándose desde esta perspectiva como un freno más frente al peligro de la politización, 146 aunque no deje de presentar alguna posible disfunción. No queremos, sin embargo, poner punto final a nuestras reflexiones en torno a este primer mecanismo de la exigencia de una mayoría reforzada, sin significar que, en cualquier caso y circunstancia, el requisito de que toda propuesta parlamentaria de miembros del Tribunal cuente con el respaldo de una mayoría de los tres quintos de los miembros de la Cámara que efectúa la propuesta (esto es, de aquellos parlamentarios proclamados electos que han adquirido la condición plena de diputados o senadores) es de inexcusable cumplimiento. Nuestra Ley Orgánica reguladora del Tribunal no contiene ninguna previsión similar a la del párrafo 2 del artículo 5o. de la Ley Constitucional italiana número 2, del 22 de noviembre de 1967, por virtud de la cual: “En el caso de vacante por cualquier causa (de un juez de la ‘ Corte ’), el nuevo nombramiento tendrá lugar dentro del mes siguiente a la fecha en que se produjo la misma”. Esta ausencia excluye una suerte de colisión normativa, que podría producirse en el supuesto de que la mayoría reforzada no pudiera conseguirse dentro del plazo legalmente previsto. Nuestro legislador, como decimos, no ha fijado un plazo máximo para la formalización de la propuesta de magistrados, limitándose a contemplar la necesidad de que el proceso de designación de los nuevos jueces se inicie con una cierta antelación respecto de la fecha de expiración del plazo para el que fueron nombrados los jueces que ahora toca sustituir (lo que se contempla en el artículo 17.1 de la LOTC). Al no existir, pues, un plazo tope, no hay peligro de que llegue un momento en que deba optarse entre el cumplimiento del plazo legal o el de la exigencia de una mayoría cualificada; ello, por supuesto, encierra a su vez el peligro de un retardamiento excesivo en la formalización de las pro146 No compartimos por nuestra parte el temor expuesto por Jorge Rodríguez-Zapata (“La Constitución italiana: ¿modelo o advertencia?”, en el colectivo El Tribunal Constitucional, cit., nota 53, vol. III, pp. 2411 y ss.; en concreto, p. 2440), en el sentido de que la previsión del artículo 17.2 de la LOTC pudiera ser suprimida o modificada por las Cortes en sede de legislador orgánico, hipótesis que, a juicio del citado autor, sería un atentado claro a la continuidad del Tribunal. Se trataría, concluye, de un conflicto político que afectaría a algo más que al propio Tribunal.

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puestas, circunstancia que ya se ha producido en España en algunas ocasiones (así, por ejemplo, con motivo de la primera renovación parcial del Tribunal, que teniendo que estar formalizada en febrero de 1983, no lo estuvo en realidad hasta octubre de ese año, 147 esto es, ocho meses más tarde). Sin embargo, cremos que la falta de acuerdo entre las fuerzas político-parlamentarias producirá siempre un retraso en la designación de los magistrados del Tribunal, con independencia de que exista o no una previsión legal de un límite máximo de tiempo, pues siempre deberá prevalecer la exigencia de la mayoría reforzada sobre la del plazo máximo dentro del cual proveer las vacantes. En nuestro ordenamiento, esa primacía se acentúa aún más si cabe, dado el rango constitucional de la exigencia de la mayoría reforzada, lo que, como ya dijimos, no sucede por ejemplo en Italia. B. El largo plazo de desempeño del cargo El artículo 159.3 de nuestra «magna carta» política comienza determinando que “...los miembros del Tribunal Constitucional serán designados por un periodo de nueve años”, previsión que reproduce el inciso inicial del artículo 16.2 de la LOTC. Estamos en presencia de un dilatado periodo de desempeño del cargo, aunque no muy distinto al que rige en otros países. Así, en Italia, tras la reforma operada por la Ley constitucional número 2, del 22 de noviembre de 1967, el párrafo 3 del artículo 135 de la Constitución vino a establecer un periodo de tiempo en el ejercicio de su función para los jueces de la “ Corte” de nueve años; 148 ello no obstante, a título de excepción, el artículo 6o. del citado texto legal mantuvo el periodo de doce años (inicialmente previsto por la norma fundamental) para los jueces nombrados con anterioridad a la entrada en vigor de la propia Ley. También en Francia rige idéntico plazo. El inciso inicial del artículo 56 de la Constitución de 1958 estipula que: “Le Conseil constitutionnel comprend neuf membres, dont le mandat dure neuf ans et n’est pas re147 La renovación del Tribunal —que supondría la reelección de los cuatro magistrados cuya propuesta correspondía al Congreso— sería formalizada mediante los Reales Decretos 2709 a 2712/1983, del 24 de octubre (BOE, núm. 255, del 25 de octubre de 1983, p. 28851) 148 “I giudici della Corte costituzionale —prescribe el párrafo citado— sono nominati per nove anni, decorrenti per ciascuno di essi dal giorno del giuramento, e non possono essere nuovamente nominati”.

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nouvelable”; sin embargo, también aquí existe una excepción que se refiere a los miembros de pleno derecho del “ Conseil”, esto es, los ex presidentes de la República, que, como prescribe el párrafo 2 del artículo 56, “font de droit partie à vie du Conseil constitutionnel”; es decir, la cualidad de miembro de derecho del Consejo tiene un carácter vitalicio. 149 En la República Federal Alemana, la Bundesverfassungsgerichtsgesetz (BVerfGG), del 12 de marzo de 1951 —en la actualidad, texto actualizado del 11 de agosto de 1993, que incorpora diferentes reformas del texto original llevadas a cabo en distintos momentos (así, las reformas de 1974, 1976 y 1979) 150—, prescribe (artículo 4.1) que: “La duración del cargo de los jueces es de doce años con el límite de la jubilación forzosa”, plazo que ha sido escogido, a juicio de Béguin, 151 “pour assurer une continuité suffisante de la jurisprudence alors même que disparaissaient les juges nommés sans limitation de durée”. En Austria, el inciso final del artículo 147.6 de la Osterreichische Bundesverfassung (Constitución Federal austriaca) determina como “...límite de edad, pasado el cual finalizará el desempeño del cargo”, el 31 de diciembre del año en que el juez cumpla los setenta años de edad, esto es, no se contempla un periodo determinado de tiempo, sino que se marca un límite máximo que coincide con el fin del año en que el magistrado cumpla los setenta años, solución híbrida que se sitúa a mitad del camino entre la fijación de un periodo concreto durante el cual ejercer la función de juez constitucional y la determinación del carácter vitalicio del cargo, como sucede en la Constitución de los Estados Unidos, cuyo artículo 3o., sección primera, inciso segundo, prevé que “...los jueces, tanto del Tribunal Supremo como de los inferiores, continuarán en sus funciones mientas observen buena conducta”. Por último, tras la reforma operada por la Ley constitucional número 1/1982, del 30 de septiembre, 152 en Portugal, el artículo 284 de la Cons149 Cfr. al respecto, Luchaire, François, Le Conseil Constitutionnel, cit. , nota 37, pp. 73 y 74. 150 Véase su texto en Boletín de Legislación Extranjera, núms. 155-156, septiembre-octubre de 1994, pp. 3 y ss. (traducción del texto original alemán de Mariano Daranas Peláez). 151 Béguin, Jean-Claude, Le contrôle de la constitutionnalité des lois en République Fédérale d’Allemagne , París, Economica, 1982, p. 28. 152 Cfr. al respecto, Sousa Pinto, F., Constituição da República Portuguesa. Anotada, Livraria Almedina, Coimbra, 1982, pp. 177 y ss.

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titución, que contempla la composición del Tribunal Constitucional, en su apartado tercero prescribe: “Os juízes do Tribunal Constitucional são designados por seis anos”, plazo, como se ve, ligeramente inferior a los precedentemente citados. A la vista del derecho comparado, resulta claro que hay una cierta proximidad en la solución constitucional dada a la cuestión de la duración del mandato —llamémosle así, aunque sólo impropiamente quepa hablar de mandato al referirnos a los miembros de los Tribunales Constitucionales— de los jueces; con la salvedad, desde luego significativa, de Austria (el modelo norteamericano es verdaderamente un tanto sui generis , en lo que atañe a los miembros del Tribunal Supremo y, en todo caso, muy distinto en su perfil general de los modelos europeos), el periodo de desempeño de la función de magistrado constitucional es bastante semejante en los restantes países, no ya por la propia similitud del periodo temporal en sí mismo considerado, sino por el hecho de que en todos los casos se ha previsto un plazo bastante superior a aquel que rige para las respectivas legislaturas (en Portugal es donde más proximidad existiría entre ambos periodos: cuatro años para los miembros de la Asamblea de la República y seis para los integrantes del Tribunal Constitucional), lo que tiene significativa relevancia, en especial cuando en la designación de los integrantes del órgano encargado de velar por la constitucionalidad de las leyes participan, en mayor o menor grado, las asambleas parlamentarias. Además, existe otra coincidencia de interés: con la fijación de un periodo de ejercicio del cargo bastante dilatado se ha querido, como destaca Luchaire en relación a Francia, 153 subrayar “ l’autorité et le sérieux des travaux” de los órganos titulares de la jurisdicción constitucional. En España, la doctrina es bastante unánime en su juicio positivo respecto al periodo de nueve años constitucionalmente fijado. Varios argumentos pueden aducirse en apoyo de la previsión constitucional: con ella se acentúa la independencia del Tribunal, actuando de este modo como un antídoto frente a su politización; se asegura una experiencia en el cargo por parte de sus titulares, y en conexión con la renovación parcial, se introduce un elemento de continuidad que debe conducir a una coherencia jurisprudencial. Todo ello sin olvidar que al establecerse un límite temporal se soslayan los peligros ínsitos en la fór153

Luchaire, François, Le Conseil Constitutionnel , cit., nota 37, p. 65.

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mula vitalicia, por la que, como es evidente, también se podía haber optado. Reflexionemos más detenidamente sobre los argumentos que acabamos de aducir. La independencia del Tribunal resulta fortalecida con la fijación del periodo de nueve años, pues el dilatado periodo de tiempo de ejercicio de la función entraña la no coincidencia temporal entre la selección de los magistrados y la elección de las Cámaras, prolongando el ejercicio del cargo de juez constitucional muy por encima del mandato de los parlamentarios (cuatro años), del de los miembros del gobierno (como máximo, otros cuatro años) y del de los vocales del Consejo General del Poder Judicial (cinco años). 154 Como en semejante dirección se manifiesta García Pelayo, 155 la duración en el cargo de los magistrados los hace independientes de las coyunturas o contingencias políticas de los portadores de los órganos que intervienen en su nombramiento. A ello, lógicamente, hay que unir que es el propio Tribunal quien debe verificar el cumplimiento de los requisitos exigidos para el nombramiento de magistrado (artículo 10.f de la LOTC), así como que sus miembros no pueden ser destituidos ni suspendidos sino por alguna de las causas legalmente establecidas (artículo 22 de la LOTC). Por último, como recuerda quien fuera primer presidente del Tribunal, mientras las Cortes pueden ser disueltas y el gobierno está sujeto al control del Parlamento, pudiendo ser derribado por la aprobación por el Congreso de una moción de censura, el Tribunal Constitucional ni puede ser disuelto, ni puede quedar sujeto a ningún tipo de control. En definitiva, con el periodo de nueve años se instituye una razonable estabilidad de empleo que, indirectamente, al colocar a los miembros del Tribunal por encima de contingencias políticas, asegura su independencia. 156 El dilatado plazo constitucionalmente establecido asegura igualmente una experiencia estimable por parte de los miembros del Tribunal, 157 lo 154 En análogo sentido, Peces-Barba, Gregorio, op. cit., nota 47, p. 215. Entiende Peces-Barba, que con el mandato de nueve años se intenta asegurar la continuidad de la institución. 155 García Pelayo, Manuel, op. cit., nota 45, p. 29. 156 Almagro Nosete, José, “Poder Judicial y Tribunal de Garantías en la nueva Constitución”, en Fernández Rodríguez, Tomás Ramón (coord.), Lecturas sobre la Constitución española , cit., nota 29, pp. 283 y ss.; en concreto, p. 332. Asimismo, el propio autor en “El derecho procesal en la nueva Constitución”, Revista de Derecho Procesal Iberoamericana, 1978, núm. 4, pp. 837 y ss.; en concreto, p. 888. 157 Tomás Villarroya, Joaquín, op. cit. , nota 6, p. 204.

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cual, unido a lo anteriormente expuesto, coadyuva positivamente al logro de ese predominio de la racionalidad sobre la pasión que, como con acierto ha destacado Sánchez Agesta, 158 debe caracterizar sus sentencias. No en vano con ello el Tribunal afirma, frente al principio puramente democrático de voluntad de una mayoría circunstancial, un principio de legitimación jurídica, nomocrática, en definitiva, constitucional. Asimismo, el mandato de nueve años hace posible, juntamente con la renovación parcial del Tribunal, una cierta continuidad en el mismo, enmarcándose de este modo en esa tendencia —destacada por Rolla— 159 común a diferentes sistemas de justicia constitucional, “a prevedere mecanismi che privilegino 1’esigenza di continuità rispetto alla discontinuità, l’evoluzione nei confronti dell’innovazione”. A su vez, esa continuidad trata de favorecer una jurisprudencia coherente y con cierta permanencia, 160 lo que se ve propiciado igualmente por la renovación por tercios, que evita un radical turn over. Junto a todo ello, es preciso igualmente significar que se ha soslayado el carácter vitalicio de los jueces del Tribunal, posibilidad que, aunque alejada del marco europeo de la justicia constitucional, es obvio que también podía haberse tenido en cuenta. El abandono del principio vitalicio puede considerarse un acierto. La duración indefinida en el cargo originaría, transcurrido el tiempo, un enquistamiento no concorde con la evolución política general que se experimente. 161 “Théoriquement —manifiesta al respecto Pierre Bon—, 162 une nomination à vie est la plus favorable à un exercise indépendant des fonctions, mais elle ne favorise pas le dynamisme de la jurisprudence”. 163 158 Sánchez Agesta, Luis, “La justicia constitucional en la perspectiva del tercer aniversario de la Constitución”, en Ramírez, Manuel (ed.), El desarrollo de la Constitución española de 1978 , cit., nota 9, pp. 581 y ss.; en concreto, p. 613. 159 Rolla, Giancarlo, “Giustizia costituzionale ed indirizzo politico in Spagna: prime riflessioni sull’esperienza del Tribunale Costituzionale”, en el colectivo L’influenza dei valori costituzionali sui sistemi giuridici contemporanei , cit., nota 68, p. 1316. 160 Pérez Tremps, Pablo, en De Esteban, Jorge et al., op. cit., nota 28, vol. 1, p. 256. 161 Almagro Nosete, José, op. cit., nota 30, p. 72. 162 Bon, Pierre, op. cit., nota 13, p. 51. 163 Muy similar es la opinión de Gustavo Zagrebelsky ( op. cit., nota 51, p. 298), quien, comentando la exclusión en Italia del nombramiento vitalicio de los jueces de la “ Corte” , manifiesta: “La durata vitalizia avrebbe contribuito certamente all’indipendenza dei giudici e dell’organo nel suo complessoma, a parte gli inconvenienti che sarebbero potuti derivare dalla troppo avanzata età di qualcuno dei componenti, sarebbe apparso controproducente rispetto all’esigenza di garantire quel minimo di corrispondenza fra gli

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Este dinamismo jurisprudncial no es sino la lógica consecuencia de la propia dinámica social, pues, como señalara Bachof, 164 la Constitución no crea un orden de valores (al que hay que atender prioritariamente —añadiríamos nosotros— a la hora de la hermenéutica constitucional), sino que se limita a reconocerlo y garantizarlo; esos valores se hallan en la propia comunidad social, en una idea social del hombre que descansa en estos valores. De ahí que, con toda razón, Cappelletti concluya su clásica obra Il controllo giudiziario di costitucionalità delle leggi afirmando que la “...la giustizia costituzionale esprime la vita stessa, la realità dinamica, il divenire delle leggi fondamentali”, 165 y en relación a España, García de Enterría, en similar dirección, afirme 166 que una de las funciones básicas de la justicia constitucional es la de mantener abierto el sistema, hacer posible su cambio permanente. Y qué duda cabe que la opción en pro del carácter vitalicio de los magistrados del Tribunal Constitucional hubiera dificultado gravemente la consecución de esa meta. Es cierto, sin embargo, que junto a estas presumibles ventajas, también nos encontramos con juicios más críticos en torno al tema que nos ocupa. Torres del Moral 167 se sitúa en esta línea; entiende este autor, a la vista del largo periodo de mandato, de la renovación parcial y de las dificultades que toda mayoría parlamentaria tendrá para controlar en exclusiva la propuesta de magistrados, que existe un peligro, ya advertido en sede constituyente, de que un órgano de tanta importancia política como el Tribunal Constitucional perpetúe mayorías políticas electoralmente perdidas, reflexión que parte de una premisa que la realidad no debería corroborar: la de que todo proceso de integración del Tribunal va a reflejar con más o menos mimetismo una determinada mayoría parlamentaria.

orientamenti del giudice costituzionale e quelli emergenti nel paese espressi dagli organi costituzionali piú rappresentativi”. 164 Bachof, Otto, Jueces y Constitución, Madrid, Civitas, 1985, p. 40. 165 Cappelletti, Mauro, Il controllo giudiziario di costituzionalità delle leggi nel diritto comparato, 7a. reimp., Milán, Giuffrè Editore, 1978, p. 123. 166 García de Enterría, Eduardo, “La posición jurídica del Tribunal Constitucional en el sistema español: posibilidades y perspectivas”, Revista Española de Derecho Constitucional, núm. 1, enero-abril 1981, pp. 35 y ss.; en concreto, p. 90. 167 Torres del Moral, Antonio, op. cit., nota 46, vol. 2, p. 396.

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Por su parte, Bon 168 considera que la gran duración del mandato de los magistrados, unida a los quince años de ejercicio profesional que exige el inciso final del artículo 159.2, puede tener como consecuencia que la edad media de los miembros del Tribunal sea elevada, aspecto éste que suscita juicios contradictorios. 169 La realidad nos muestra cómo la media de edad de los magistrados integrantes de la primera composición del Tribunal se acercaba a los sesenta años; tras su segunda renovación (la llevada a cabo en febrero de 1986), se ha reducido algo esa edad, que ha quedado en los cincuenta y seis años de media de los doce magistrados, siendo de reseñar el acceso al Tribunal de un magistrado de edad inferior a cuarenta años. Esta media de edad es similar a la que, por ejemplo, en 1967 tenía el BVerfG (sesenta años), e inferior a la de la “ Corte Costituzionale” italiana por las mismas fechas (64,9 años), según la comparación efectuada por Favoreu. 170 También Garrido Falla ha criticado el tenor del artículo 159.3, bien que desde una óptica estrictamente formalista. 171 A su juicio, el precepto contiene una contradicción interna que impide su literal cumplimiento y que no resuelve tampoco la Ley Orgánica. Porque si a los tres años de constituirse el Tribunal se procede a su renovación está claro que, o se reeligen a todos los miembros o alguno de éstos no cumplirá el periodo de nueve años “por el que fue designado”, circunstancia ésta que, a juiBon, Pierre, op. cit., nota 13, p. 52. Mientras Louis Favoreu (“Rapport général introductif”, en el colectivo dirigido por él mismo, Cours Constitutionnelles Européennes et Droits fondamentaux , París-Aixen-Provence, Economica-Presses Universitaires d’Aix-Marseille, 1982, pp. 25 y ss.; en concreto, p. 3 1) da la sensación de que juzga críticamente esta edad avanzada, al referirse a la edad más elevada de los miembros del “ Conseil constitutionnel” que 1a de otros integrantes de Tribunales Constitucionales, Jean Rivero (en “Rapport de synthèse”, en la misma obra anterior, pp. 517 y ss.; en concreto, p. 521) se inclina a favor de una cierta madurez en los jueces constitucionales: “La maturité afirma— convient mieux aux membres des cours constitutionnelles qu’un excès de jeunesse. Il ne faut pas qu’un membre d’une cour constitutionnelle ait trop à s’interroger sur les postes qui pourront lui être conférés, selon qu’il aura plu ou déplu au pouvoir, une fois qu’il aura terminé sa carrière dans les juridictions constitutionnelles. Je pense que ce n’est peut-être pas une fonction pour retraité (et encore ... ) mais que c’est au moins une fonction pour retraitable!”. 170 Favoreu, Louis, “Le Conseil Constitutionnel régulateur de l’activité normative des pouvoirs publics”, Revue du Droit Public et de la Science Politique, 1967, pp. 5 y ss.; en concreto, pp. 76 y 77. 171 Garrido Falla, Fernando, op. cit., nota 4, pp. 2341 y ss.; en concreto, p. 2347. 168 169

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cio del citado autor, podría haber influido en que alguna de las personas jurídicamente más cualificadas se mostraran reacias a aceptar estos nombramientos. Es claro, desde luego, que la renovación parcial por tercios a que se refiere el inciso segundo del artículo 159.3 hacía imposible el cumplimiento literal del inciso primero del propio precepto (designación por un periodo de nueve años), a menos que comenzase la renovación una vez transcurridos los primeros nueve años de existencia del Tribunal, circunstancia que no iba a posibilitar la Disposición Transitoria novena de la Constitución, que optaba por el inicio de las renovaciones una vez hubieran transcurrido tan sólo tres años a partir del momento de la elección por vez primera de los magistrados del Tribunal. Sin embargo, aun admitiendo que el artículo 159.3 encierra una contradicción, no vemos en ello un argumento sustancial como para rechazar la fórmula acogida en sede constituyente. A nuestro juicio, la entidad de la crítica apuntada no va más allá de un juicio acentuadamente formalista y desprovisto de valor material en lo que al fondo de la apreciación crítica sobre la determinación constitucional se refiere; tampoco llegamos a ver que la circunstancia apuntada hubiera podido suscitar el rechazo al acceso al Tribunal por parte de candidatos especialmente cualificados, aspecto que, además, no viene corroborado por la realidad, dada la altísima cualificación de quienes accedieron a la primera integración del Tribunal. Nos resta tan sólo —en relación con el periodo de nueve años constitucionalizado por nuestros constituyentes— significar que ese plazo supone una fórmula muy positiva con vistas al fortalecimiento de la independencia del Tribunal. Se ha evitado una solución similar a la que se acuñó por la Ley Orgánica del Tribunal de Garantías Constitucionales, del 14 de junio de 1933, cuyo artículo 5o., recordémoslo, establecía un periodo de cuatro años de duración en el cargo para todos los vocales electivos (con excepción de los representantes parlamentarios, que se elegían cada vez que se renovasen las Cortes), periodo coincidente con el del mandato de los diputados a Cortes, aunque es verdad que en este caso la correlación no tenía tanta importancia, en especial si se atendía a que esos vocales electivos no eran de procedencia parlamentaria. En cualquier caso, el plazo de cuatro años, que se relativizaba aún más a la vista de la renovación parcial por mitades cada dos años, era notoriamente alicorto. Por todo ello, cremos muy positivo que se haya soslayado una fórmula como la legalizada por el texto legal de 1933.

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El Tribunal Constitucional, en cuanto intérprete supremo de la Constitución, es independiente de los demás órganos constitucionales, hallándose sometido tan sólo a la Constitución y a su propia Ley Orgánica, tal y como prescribe el artículo 1.1 de esta última. Pues bien, en cuanto, como advierte Almagro Nosete, 172 la independencia del Tribunal significa la ausencia de controles —además de la falta de cooperación o coordinación compartida con otros órganos en el ejercicio genuino de su función privativa de juzgar—, es evidente que la opción por un largo periodo de ejercicio de la función por los magistrados contribuye, al menos mediatamente, a salvaguardar esa independencia y, por ello mismo, constituye un freno más, entre otros varios, frente a aquellos posibles intentos de subordinar en una determinada dirección política a los magistrados del Tribunal. No queremos finalizar con esta problemática sin hacernos eco de una última cuestión: ¿por cuánto tiempo deberá desempeñar su función aquel magistrado designado en sustitución de otro que hubiere cesado, por alguna de las causas legalmente estipuladas, antes de la expiración del periodo para el que fue nombrado? La LOTC nada dice al respecto, lo que, a juicio de Rubio y Aragón, 173 origina una laguna legal que puede suscitar serios problemas de interpretación. Desde luego, lo verdaderamente sorprendente en torno a esta cuestión es que el artículo 18.3 del Proyecto de Ley Orgánica del Tribunal Constitucional 174 daba respuesta a la pregunta anteriormente formulada en los siguientes términos: “Las vacantes producidas por causas distintas a la de la expiración del periodo para el que se hicieron los nombramientos, serán cubiertas con arreglo al mismo procedimiento utilizado para la designación del magistrado que hubiere causado la vacante y por el tiempo que a éste restare”. El precepto no sería objeto de enmienda alguna en el Congreso ni en el Senado, 175 pero, de modo verdaderamente incomprensible, que no lleAlmagro Nosete, José, op. cit., nota 30, p. 22. Rubio Llorente, Francisco y Aragón Reyes, Manuel, op. cit., nota 80, p. 837. Boletín Oficial de las Cortes Generales, Congreso de los Diputados, I Legislatura, Serie A, núm. 44-1, 24 de mayo de 1979. Asimismo, en la obra Tribunal Constitucional. Trabajos parlamentarios, cit ., nota 8, pp. 5 y ss.; en concreto, p. 10. 175 Cfr. al efecto, BOCG, Senado, I Legislatura, Serie II, núm. 21, 3 de septiembre de 1979. Asimismo, puede verse en la obra Tribunal Constitucional. Trabajos parlamentarios, cit., nota 8, pp. 487 y ss.; en concreto, p. 493. 172 173 174

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gamos a entender, desapareció del texto final del dictamen del Pleno del Congreso de los Diputados. 176 Un repaso detenido del debate en el Pleno del Congreso sobre las enmiendas introducidas por la Cámara alta 177 nos muestra que no sólo no hubo rechazo, sino ni tan siquiera discusión en torno al que en aquel momento aparecía como texto del artículo 17.3. De ahí que nos sintamos inclinados a pensar que la desaparición de este precepto del texto final de la ley responde a un mero error material de transcripción que ha pasado desapercibido hasta la fecha, lo que, como es obvio, también resulta verdaderamente sorprendente. Sin embargo, un olvido de este género es tan incomprensible que cuesta creer que ésta sea la razón de la desaparición final de la norma en cuestión, bien que hayamos de insistir en el hecho de que la alta Cámara mantuvo en su integridad (como puede verificarse en el texto publicado en el BOCG, Senado, el 3 de septiembre de 1979) la redacción del artículo 17.3, tal y como había sido conformado en el Congreso de los Diputados, por lo que carecía de sentido que la Cámara baja se pronunciase sobre un texto no enmendado por la Cámara alta. Y en efecto, el Diario de Sesiones del día 19 de septiembre revela que el Congreso no se manifestó en torno a la supresión del texto del artículo 17.3. La prescripción anterior cremos que estaba directamente inspirada en el artículo 12 de la Ordenanza 58/1.067, del 7 de noviembre de 1958, a cuyo tenor: Les membres du Conseil constitutionnel désignés en remplacement de ceux dont les fonctions ont pris fin avant leur terme normal achèvent le mandat de ceux qu’ils remplacent. A l’expiration de ce mandat, ils peuvent être nommés comme membres du Conseil constitutionnel s’ils ont occupé ces fonctions de remplacement pendant moins de trois ans.

Esta norma acogía las determinaciones que el Proyecto de Ley Orgánica del Tribunal Constitucional contemplaba en sus artículos 17.2 y 18.3, y parece claro su influjo sobre nuestro legislador. 176 Cfr. al respecto, BOCG, Congreso de los Diputados, I Legislatura, Serie A, número 44-V, 5 de octubre de 1979. Asimismo, en Tribunal Constitucional. Trabajos parlamentarios, cit., nota 8, pp. 597 y ss.; en concreto, p. 600. 177 Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, núm. 30, 19 de septiembre de 1979, pp. 1747-1780.

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En cualquier caso, y al margen ya de las auténticas razones que condujeron a la desaparición del texto del artículado final de la LOTC del que era artículo 17.3 del Proyecto de LOTC remitido por el Senado al Congreso para su aprobación definitiva, 178 lo cierto es que la laguna legal que se ha producido puede rellenarse acudiendo a una interpretación sistemática y armónica de la propia Ley Orgánica, interpretación con la que se puede llegar a idéntica conclusión que la contenida en el artículo 17.3 del texto del Proyecto enviado por el Senado al Congreso, a que antes hacíamos alusión. En efecto, la renovación del Tribunal se lleva a cabo atendiendo no a los magistrados individualmente considerados, sino a los grupos que se constituyen en el Tribunal a la vista de la común procedencia electiva. Nuestra magna carta política no contempla unas previsiones como las de la Constitución italiana, que tras establecer que “...los jueces serán nombrados por nueve años, que se iniciarán para cada uno de ellos el día de su juramento” (artículo 135, párrafo 3), precisa que “al vencimiento de ese término el juez constitucional cesará en el cargo y en el ejercicio de su función” (párrafo 4). Deja bien claro, pues, el constituyente italiano que el periodo de nueve años se contabiliza individualmente para cada juez. Por el contrario, la Disposición Transitoria novena de nuestro código político, explícitamente, determina que se procederá por sorteo “...para la designación de un grupo de cuatro miembros de la misma procedencia electiva que haya de cesar y renovarse”. Es por tanto el grupo el que cesa y se renueva, con total independencia del periodo concreto que lleve ejerciendo su función cada magistrado integrante de ese grupo, periodo que tan sólo importará, como veremos en un momento ulterior, a efectos de la posibilidad o imposibilidad de su reelección. Por otra parte, refuerza nuestra interpretación la previsión del inciso final del artículo 16.2 de la LOTC (“... salvo que hubiera ocupado el cargo por un plazo no superior a tres años”), que nos expresa bien a las claras que un magistrado no tiene por qué ocupar su cargo necesariamente durante nueve años, sino que puede hacerlo por un periodo mucho más breve, inferior incluso a tres años. La realidad ratifica la interpretación que acabamos de efectuar, pues en diciembre de 1982 se producía el fallecimiento de don Plácido Fer178 Cfr. al efecto, Tribunal Constitucional. Traba ^os parlamentarios, cit ., nota 8, pp. 487 y ss.; en concreto, p. 493.

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nández Viagas, nombrado magistrado del Tribunal Constitucional —a propuesta del Consejo General del Poder Judicial— en noviembre de 1980. Para sustituirle era propuesto don Francisco Pera Verdaguer, cuyo nombramiento quedaba formalizado en enero de 1983. 179 Pues bien, como es sabido, en el segundo de los sorteos previstos por la ya referida Disposición Transitoria novena de la Constitución, celebrado ante el Pleno del Tribunal el 30 de octubre de 1985, era designado como grupo de magistrados a renovar el integrado por los dos de procedencia gubernamental y los dos de procedencia judicial, lo que quedaría formalizado en el Real Decreto 358/1986, del 21 de febrero. 180 Había permanecido en su cargo muy poco más de tres años. Digamos, por último, que aun cuando el precepto que motiva este comentario desapareciera del texto de la Ley, no cabe ningún género de duda tampoco acerca de la vigencia de la otra previsión que en él se acogía: cobertura de las vacantes que en el Tribunal se produjeren con arreglo al mismo procedimiento utilizado para la designación del magistrado que hubiere causado la vacante. Queremos subrayar, ya para poner punto final, la acertada desaparición de la figura de los suplentes de los magistrados, contemplada por la Ley Orgánica del Tribunal de Garantías Constitucionales, en relación con los vocales electivos integrantes de ese Tribunal. 181 C. La renovación parcial del Tribunal El inciso segundo del artículo 159.3 de nuestro código político fundamental, complementando la opción del constituyente por un dilatado periodo de ejercicio del cargo de magistrado del Tribunal Constitucional, establece una fórmula de renovación parcial por tercios cada tres años. Estamos en presencia, según Pierre Bon, 182 de “une solution assez classique qui permet d’éviter des bouleversements dans la composition de la juridiction”. Sin embargo, la realidad nos muestra que entre los países de nuestro entorno con cuyo marco legal hemos venido estable179 Mediante el Real Decreto 59/1983, del 15 de enero, BOE núm. 14, del 17 de enero de 1983, p. 1088. 180 BOE núm. 46, del 22 de febrero de 1986, p. 6993. 181 Oehling, Hermann (El Tribunal Constitucional, trabajo inédito, p. 12) considera muy positivo que la LOTC haya descartado la corrupta institución de las suplencias de la Ley de 1933, no considerándose ni siquiera en su elaboración. 182 Bon, Pierre, op. cit., nota 13, pp. 51 y 52.

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ciendo un análisis comparativo, la fórmula de la renovación parcial apenas existe. Sólo Francia la sigue. El artículo 56 de la Constitución de 1958 (párrafo 1, inciso segundo —que parece haber sido el inspirador directo de nuestros constituyentes—) prescribe: “Le Conseil constitutionnel se renouvelle par tiers tous les trois ans”. En Italia, inicialmente, también se contemplaba la renovación parcial de la “ Corte”, siguiéndose al efecto un “farragginoso meccanismo”, en términos de Zagrebelsky, 183 orientado a evitar “il rinnovo totale e traumatico alla prima scadenza”. La propia dificultad del procedimiento conduciría a su reforma en 1967, estableciéndose entonces un periodo de mandato para cada juez de nueve años, que se contabilizarían para cada uno de los magistrados de la Corte a partir del día de su juramento para el cargo, con la sola salvedad, ya advertida en un momento precedente, de aquellos jueces que hubieren sido nombrados con anterioridad a la entrada en vigor de la reforma de 1967, que permanecerían en el ejercicio de su función durante doce años, contados, para cada uno de ellos, también a partir del día de su juramento. Aunque la fórmula inicialmente prevista de la renovación parcial, que afectaba además a cada uno de los tres grupos de jueces (en atención a su procedencia electiva), sería juzgada por la doctrina positivamente, como es el caso por ejemplo de Pierandrei, quien, pese a manifestar algunas dudas acerca de la operatividad del mecanismo escogido para la renovación, consideraría 184 que “il criterio della rinnovazione parziale dei membri della Corte è certo da lodare, come quello che può assicurare una possibilità di evoluzione e di progresso alla giurisprudenza della Corte, nel solco della tradizione”. Ello no obstante, la doctrina italiana vino a considerar muy conveniente los efectos de la reforma operada en 1967, que, al igual que la fórmula inicialmente adoptada, evita cambios bruscos en la composición de la “ Corte”. D’Orazio llega a hablar al respecto 185 de que el órgano adquiere el carácter técnico de la “perennità”, “non cessando mai integralmente la sua composizione”. En todo caso, pese a que no estemos ante una fórmula legal muy extendida, lo cierto es que la renovación parcial contribuye positivamente a un doble y necesario fin: de un lado, evitar cambios bruscos en la com-

183 184 185

Zagrebelsky, Gustavo, op. cit., nota 51, p. 298. Pierandrei, Franco, op. cit., nota 123, pp. 874 y ss.; en concreto, p. 892. D’Orazio, Giustino, op. cit., nota 39, pp. 949 y ss.; en concreto, p. 955.

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posición del Tribunal, dando continuidad al mismo e impidiendo que un giro en la orientación política de las Cámaras pueda tener un impacto radical sobre su composición; de otro lado, posibilitar al unísono que las nuevas mayorías parlamentarias tengan un reflejo atemperado —pero reflejo al fin y al cabo— en el perfil del Tribunal Constitucional, necesidad ésta fácilmente comprensible si se advierte, de una parte, la correlación referida entre dinámica social, valores constitucionales y hermenéutica constitucional, y de otra, “l’assunzione da parte dell’organo di giustizia costituzionale di un ruolo di mediatore di interessi” que, como advierte Carrozza, 186 puede llevarse hasta sus últimos extremos en un futuro más o menos próximo, “senza che con ciò venga meno l’efficacia normativa dei valori, dei principi e dei diritti proclamati dal testo costituzionale”. Como en análoga dirección ponen de relieve Caretti y Cheli, 187 “appare confermato il peso sempre più rilevante che le Corti vanno assumendo nella dinamica istituzionale che regge le diverse forme di governo in virtu di uno spazio ‘politico’ che esse hanno occupato e che appare in via di espansione, anziché di contenimento”. Entre nosotros, la doctrina se muestra bastante unánime en sus apreciaciones —casi siempre positivas— respecto a la renovación parcial del Tribunal, que contribuye a dar continuidad a la jurisprudencia constitucional 188 o, como dice Alzaga, 189 a algo tan importante como es la unidad de la doctrina que debe ir sentando el Tribunal. Al mismo tiempo, la doctrina ha apreciado en la renovación parcial un doble efecto beneficioso ya con anterioridad expuesto: consolidar la independencia de nuestro supremo intérprete de la Constitución, en especial, respecto a la legislatura, 190 y, a la par, asegurar su progresivo “ aggiornamento ” 191 a fin de que esa comunicación que debe existir en186 Carrozza, Paolo, “Alcuni problemi della giustizia costituzionale in Spagna”, en el colectivo L’influenza dei valori costituzionali sui sistemi giuridici contemporanei, cit ., nota 68, t. II, pp. 1085 y ss.; en concreto, pp. 1137 y 1138. 187 Caretti, Paolo y Cheli, Enzo, op. cit., nota 68, t. II, pp. 1013 y ss.; en concreto, p. 1028. 188 En tal sentido, entre otros, Álvarez Conde, Enrique, op. cit., nota 27, p. 490. Asimismo, Rolla, Giancarlo, op. cit., nota 93, p. 123. 189 Alzaga, Óscar, op. cit., nota 23, p. 921. 190 Ruiz Lapeña, Rosa, “El Tribunal Constitucional”, en Ramírez, Manuel (ed.), Estudios sobre la Constitución española de 1978 , cit., nota 122, pp. 379 y ss.; en concreto, p. 385. 191 Almagro Nosete, José, op. cit., nota 30, p. 72.

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tre el Tribunal y las corrientes de opinión social, tal y como se traducen en la representación parlamentaria, sea fluida dentro de los límites que, al unísono, entraña el hecho de que sólo se renueva un tercio del total de los miembros que integran el Tribunal. D. La irreelegibilidad inmediata de los magistrados I. El artículo 159.3 de la Constitución contempla el periodo por el que son designados los miembros del Tribunal Constitucional y la renovación parcial del mismo, pero nada dice en torno a si es factible o no la reelección de los jueces del supremo intérprete de la Constitución. La cuestión, sin embargo, se suscitó en el debate constituyente. Recordaremos al efecto tan sólo cómo en el Congreso la enmienda número 697, del Grupo Parlamentario Comunista, propugnaba la incorporación al apartado tercero de un inciso final en el que se concretaba que los magistrados no podrían ser reelegidos para el desempeño de esta función, modificación ésta que, al igual que las restantes propuestas en la referida enmienda, se justificaba en el logro de la máxima imparcialidad política de las decisiones del Tribunal. En el Senado, de nuevo se plantearía este tema por virtud de la enmienda número 963, del senador centrista don Luis Angulo Montes, quien defendería la constitucionalización de la reelegibilidad indefinida, “ ya que —se afirma en la justificación de la enmienda— no se alcanza razón alguna por la que tuviesen que ser irreelegibles”. En sentido opuesto, la enmienda número 640, de la Agrupación Independiente, se inclinaría por la incorporación al articulado constitucional de una previsión orientada a impedir la reelección inmediata, postura que se sustentaría en exigencias de la propia hermenéutica constitucional: “...corresponde al Tribunal Constitucional no sólo juzgar conforme a la Constitución, aplicando el supuesto a la ley, sino también interpretar el sentido de la Constitución. Y esta necesidad de ir adaptando la normativa constitucional a las exigencias históricas difícilmente podría ser satisfecha por un Tribunal cuyos componentes pudieran perpetuarse en el cargo”. De este modo preciso —y a nuestro juicio, irrefutable— se razonaba en la justificación de la citada enmienda. Finalmente, la enmienda número 641, también suscrita por la Agrupación Independiente, postulaba la constitucionalización de una fórmula por virtud de la cual los magistrados podrían ser reelegidos por una sola vez consecutiva.

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Como puede verse, el tema fue diversamente abordado en el debate constituyente, ofreciéndose al respecto cuatro soluciones completamente diferentes: la irreelegibilidad absoluta, la reelección indefinida, la prohibición tan sólo de la reelección inmediata y la limitación de la reelección a una sola vez consecutiva. Las posturas no se hallaban, pues, muy armonizadas en torno a este punto. Quizá a ello se pueda deber en parte el que el legislador constituyente terminara inclinándose por la opción del silencio en torno al tema. La doctrina, sin embargo, no parecía proclive a ese silencio constitucional. Y así, Tomás Villarroya 192 se cuestionaría, en relación con el artículo 150.3 del Anteproyecto de Constitución (equivalente al actual artículo 159.3) si los vocales del Tribunal Constitucional eran o no inmediatamente reelegibles. La posibilidad afirmativa —razona el citado autor— asegura una mayor continuidad y experiencia; ofrece el riesgo de inercia, de rutina y de petrificación de los criterios fijados por el Tribunal. Tomás Villarroya concluía manifestando que quizá convendría que el texto constitucional definitivo se pronunciase sobre el tema. Ya con posterioridad a la entrada en vigor de nuestra magna carta política, Alzaga 193 consideraba que las fórmulas constitucionales italiana y francesa, que optaban por la irreelegibilidad, eran una buena garantía de independencia de criterio, ya que con ella se impide que los miembros del Tribunal caigan en la tentación de agradar a quienes deben renovar el mandato, lo que también se logra con los nombramientos vitalicios que se practican en Estados Unidos para los jueces del supremo. Por todo ello, Alzaga se inclinaba por una fórmula un tanto radical y, desde luego, discutible: Deberían, a mi juicio, plantearse nuestros Gobiernos o nuestras Cámaras optar, salvo excepciones, por reelegir sistemáticamente a los miembros del Tribunal Constitucional —salvo que haya incurrido en causas que motiven sobradamente su cese— 194 o no ejercer prácticamente nunca la facultad de reelección; otra cosa no creo que redundase en prestigio de tan alta instancia.

Tomás Villarroya, Joaquín, op. cit. , nota 6, pp. 199 y ss.; en concreto, p. 204. Alzaga, Óscar, op. cit., nota 23, p. 921. En realidad, apostillaríamos por nuestra cuenta, en este supuesto, el camino obligado no es el de la no reelección, sino el del cese inmediato cuando, efectivamente, se incurra en alguna de las causas de cese legalmente contempladas. 192 193 194

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Por su parte, Pérez Tremps 195 entendía que como nada establece la Constitución sobre la reelección de magistrados del Tribunal Constitucional, dado el peso del componente técnico de la función del Tribunal Constitucional, debería haber razones que impidieran que un miembro del Tribunal pueda ser reelegido si en el cumplimiento de su misión no ha confirmado esa “competencia” jurídica a que se refiere el artículo 159. 196 Como es lógico, estos juicios se harían independientemente de las determinaciones efectuadas al respecto por la LOTC. II. De interés es atender a las fórmulas constitucionales que en esta materia nos ofrece el derecho comparado. Al efecto, hemos de advertir que en los modelos que nos son más próximos, como es el caso del italiano y el germano-federal, e incluso en otros bastante más alejados como el francés, hay un principio que actúa como constante: la irreelegibilidad de los miembros de los órganos titulares de la justicia constitucional. Detengámonos en esos tres modelos. En Italia, tras la reforma constitucional de noviembre de 1967, el párrafo 3 del artículo 135 del Código político concluye prescribiendo que los jueces de la “ Corte Costituzionale” “non possono essere nuovamente nominati”, previsión que se repite en el artículo 6o. de la Ley Constitucional número 2, del 22 noviembre de 1967, esta vez en referencia a los jueces nombrados con anterioridad a la entrada en vigor de la propia norma legal. No nos cabe la menor duda de que estamos ante un principio de absoluta irreelegibilidad, no meramente ante una prohibición de reelección inmediata. Así lo refrenda la doctrina italiana; es el caso, por ejemplo, de Zagrebelsky, 197 quien constata que los jueces “non possono essere una seconda volta chiamati a farne parte (della Corte)”, o también de D’Orazio, 198 que considera la determinación constitucional antedicha como un “requisito soggettivo di carattere negativo in quanto atti-

Pérez Tremps, Pablo, op. cit., nota 28, vol. I, p. 256. No obstante, Pérez Tremps ( op. cit., nota 99, pp. 881 y ss.; en concreto, p. 884) parece matizar su posición al reconocer que con la cláusula del artículo 16.2 de la LOTC —irreelegibilidad inmediata— se refuerza ese intento de apartidismo en la designación de los magistrados, ya que deja sin sentido posibles “compromisos” cara a la renovación en el cargo. 197 Zagrebelsky, Gustavo, op. cit ., nota 51, p. 298. 198 D’Orazio, Giustino, op. cit., nota 39, pp. 949 y ss.; en concreto, p. 968. 195 196

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nente all’eleggibilità del soggetto”, de lo que infiere que la observancia de la prohibición está asegurada por la propia Corte. 199 En la República Federal Alemana, la Bonner Grundgesetz guardaba silencio en torno al tema que nos ocupa. Inicialmente, se admitió por la legislación de desarrollo constitucional la reelección; sin embargo, desde la reforma legislativa del 21 de diciembre de 1970, el artículo 4o. de la BVerfGG (texto refundido del 3 de febrero de 1971) prescribe de modo tajante que: “No cabe la reelección inmediata o mediata”. La irreelegibilidad fue justificada por la Exposición de Motivos de la Ley de 1970 con base en la circunstancia de que el propio texto legal autorizaba a publicar las opiniones discrepantes de los magistrados. Al controlar la actividad de los órganos electivos, los jueces podrían ver sus posibilidades de reelección influenciadas por las posiciones jurídicas que adoptaran en el curso de su primer mandato. Es cierto, sin embargo, que también la función que los magistrados deseen desempeñar, en especial en la vida política, a la expiración de su mandato, puede verse favorecida por las opiniones jurídicas emitidas en su calidad de jueces constitucionales, lo que, asimismo, implicaría un atentado a un ejercicio completamente independiente de su función, tal y como advierte Béguin. 200 Frente a ello, la Ley de 1970 (en su Exposición de Motivos) reconoce que tales inconvenientes podrían eliminarse a través del nombramiento vitalicio de los jueces del BVerfG. Ahora bien, tal circunstancia acarrearía otro riesgo: que la jurisprudencia se estanque y no evolucione al ritmo de las transformaciones políticas y sociales, riesgo que se disipa a través de cada nueva designación de jueces, que permite trans-

199 También Alessandro Pizzorusso (en Lecciones de derecho constitucional, Madrid, CEC, 1984, t. II, p. 6) parece inclinarse a favor de esta interpretación cuando habla de que los jueces del Tribunal son elegidos o nombrados por un mandato de nueve años, sin posibilidad de reelección. Sin embargo, Vezio Crisafulli (“Le système de contrôle de la constitutionnalité des lois en Italie”, Revue du Droit Public et de la Science Politique, 1968, pp. 83 y ss.; en concreto, p. 89) defiende la posición de la irreelegibilidad inmediata. “Les juges —afirma— restent en fonction pendant neuf ans et ils ne sont pas immédiatement rééligibles”. Entre nosotros, Rubio Llorente y Aragón Reyes ( op. cit., nota 80, p. 853), de un lado, y Antonio Torres del Moral (Principios de derecho constitucional español, cit., nota 46, vol. II, p. 396), de otro, se alinean en torno a la postura que ve que en el sistema italiano tan sólo se prohíbe la reelección inmediata, cabiendo, por tanto, la reelección mediata, interpretación que no compartimos. 200 Béguin, Jean-Claude, op. cit., nota 151, p. 29.

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mitir al BVerfG los impulsos necesarios para la armonización de la jurisprudencia con los cambios socio-políticos. En Francia, el artículo 56 de la Constitución de 1958, de forma explícita, 201 reconoce el carácter no renovable o reelegible de los miembros del “ Conseil”, aun cuando, de modo un tanto sorprendente, el artículo 12 de la Ordenanza 58/1.067, del 7 de noviembre, establece una excepción a esa regla que parecía general, por lo menos en su perspectiva de irreelegibilidad inmediata. Afecta esa salvedad a aquellos miembros del “ Conseil” que fueren designados para remplazar a otros antes de que expire el término normal de su mandato. Los citados miembros deberán terminar el mandato de aquellos a quienes reemplazaren, pero en ese momento, si hubieren ejercido sus funciones de sustitución por un periodo inferior a tres años, podrán ser nombrados nuevamente miembros del “ Conseil”. El texto del artículo 56 acoge una fórmula indiscutiblemente favorable a la irreelegibilidad. Ahora bien, el legislador parece dejar en el aire la importante cuestión práctica de si estamos ante una irreelegibilidad absoluta o tan solo inmediata. A este respecto, Luchaire, 202 tras manifestar que ambas interpretaciones son perfectamente posibles, se inclina en pro de la irreelegibilidad inmediata, aduciendo en su favor que “une interdiction de cette nature, tout comme l’inéligibilité, est toujours d’interprétation restrictive”. 203 Quizá la excepción más significativa respecto de la regla general expuesta la constituya el Tribunal Constitucional portugués, en el que hay que entender que es factible la reelección. 204 En efecto, la Ley número 28/1982, del 15 de noviembre (Organização, Funcionamento e Processo do Tribunal Constitucional), 205 en el capítulo II de su título II —capítulo dedicado a la organización del Tribunal— nada prescribe al respecto, de lo que debe inferirse la posibilidad de reelección.

201 “Le Conseil constitutionnel —reza el inciso primero del artículo 56 de la Constitución— comprend neuf membres, dont le mandat dure neuf ans et n’est pas renouvelable”. 202 Luchaire, François, op. cit., nota 37, p. 67. 203 Pierre Bon (op. cit., nota 13, p. 53, nota 156), por el contrario, entiende que en Francia “le renouvellement immédiat ou ultérieur est exclu”. 204 En el mismo sentido, Favoreu, Louis, op. cit., nota 170, p. 1193. 205 Puede verse en Sousa Pinto, F, Constituição da República Portuguesa. Anotada (Primeira revisão, 1982), Livraria Almedina, Coimbra, 1982, pp. 189 y ss.

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III. Centrándonos ya, tras este recorrido por el derecho comparado, en nuestra normativa legal, hemos de decir que el silencio constitucional en torno a la cuestión que analizamos sería resuelto por el inciso segundo del artículo 16.2 de la LOTC, por mor del cual: “Ningún magistrado podrá ser propuesto al rey por otro periodo inmediato, salvo que hubiera ocupado el cargo por un plazo no superior a tres años”. El precepto tiene su origen en el inciso segundo del artículo 17.2 del Proyecto de Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, de idéntico tenor que la norma antes transcrita. Quizá convenga recordar que el referido artículo del Proyecto sólo fue objeto de dos enmiendas en el Congreso de los Diputados: la número 166 (del Grupo Minoría Catalana), que propugnaba su supresión, tratando así de eliminar la imposibilidad de reelección de los magistrados, lo que se justificaba en una doble consideración: no estimarse conveniente políticamente y, a mayor abundamiento, constituir una limitación al texto constitucional, sin que el propio Tribunal Constitucional pueda fallar sobre la constitucionalidad de esta restricción; y la enmienda número 216 (cuyo primer firmante era don Miguel Herrero de Miñón, del Grupo Centrista-U.C.D.), que, asimismo, defendía la eliminación del precepto, entendiendo —a modo de justificación— que “1a independencia de los magistrados se garantiza mejor cuanto más permanente se haga su condición, como demuestra el ejemplo del Tribunal Supremo de los Estados Unidos”. Esta enmienda no dejaba de ser sorprendente, dada la personalidad del enmendante y su cualificada situación dentro del partido del gobierno, cuyo Proyecto asumía otra posición. La Ponencia no aceptaría las enmiendas anteriores, optando por mantener íntegro el texto del Proyecto. 206 En el Pleno extraordinario del Congreso del día 23 de julio de 1979, centrado monográficamente en el debate y aprobación del dictamen de la Comisión Constitucional sobre el Proyecto de LOTC, no hubo discusión alguna, siendo aprobada la previsión que ya contemplamos (a la par que algunas otras) casi por unanimidad: 276 votos a favor y dos abstenciones. 207 Por último, en el Senado no se presentaría enmienda alguna contra el texto ya comentado.

206 Puede verse en Tribunal Constitucional. Trabajos parlamentarios, cit., nota 8, p. 129. 207 Ibidem, p. 245.

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El inciso segundo del artículo 16.2 de la LOTC tiene su complemento en el apartado segundo de la Disposición Transitoria tercera de la propia Ley, a tenor del cual: “No será aplicable la limitación establecida en el artículo 16.2 de esta Ley a los magistrados del Tribunal que cesarán en sus cargos, en virtud de lo establecido en la Disposición Transitoria novena de la Constitución, a los tres años de su designación”. Esta determinación encuentra su origen en el texto del Proyecto, cuyo precepto equivalente era de idéntico tenor. La enmienda número 193 (del Grupo Minoría Catalana) propugnaría la supresión de esa previsión, en coherencia con la otra enmienda del Grupo (la núm. 166) ya comentada. Sin embargo, no sería tomada en consideración por la Ponencia en su Informe, y el tema ya no volvería a ser discutido. Varias consideraciones debemos hacer a la vista de los preceptos que la LOTC dedica al tema que estamos tratando. En primer término, el principio general por el que opta el legislador en sede orgánica es el de la irreelegibilidad inmediata —que no absoluta— de los magistrados del Tribunal. Esta norma entraña que un magistrado no puede volver a ser reelegido inmediatamente después de cesar como miembro del Tribunal Constitucional, salvo, claro es, que se diese la circunstancia de que el citado magistrado hubiese permanecido en el ejercicio de su función por un periodo de tiempo no superior a los tres años, esto es, por un plazo máximo de tres años justos. La vigencia de esta regla opera con carácter general, esto es, independientemente del órgano del que pueda provenir la propuesta. 208 La limitación que comentamos es subjetiva; existe en función de la persona, puesto que trata de evitar que tal persona pueda seguir ocupando el cargo de magistrado del Tribunal Constitucional, de modo que es irrelevante, a efectos de la irreelegibilidad, que la reelección pudiera provenir de un órgano diferente de aquél que inicialmente propuso al referido magistrado. 209 208 Análoga posición mantiene al efecto Enrique Álvarez Conde ( op. cit., nota 27, p. 490). 209 Es evidente, por otra parte, que sólo en un supuesto específico podría plantearse la circunstancia expuesta como origen de la duda interpretativa: en aquel en que las propuestas de renovación corresponden al gobierno y al Consejo General del Poder Judicial. En efecto, en los restantes supuestos, como es obvio, cesarán unos magistrados que fue-

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En segundo lugar, la norma objeto de este comentario puede plantear la cuestión interpretativa de si el plazo que ha de transcurrir hasta que desaparezca la limitación que impide a una persona volver a ser elegido como magistrado es el de tres o nueve años. La duda no es fácil de resolver y, desde luego, cremos que existen argumentos válidos para defender ambas soluciones. Podría, en efecto, entenderse que como 1os periodos de permanencia en el cargo —tal y como establece el artículo 159.3 de la Constitución— son de nueve años, ese periodo, precisamente, sería el que habría de dejarse transcurrir antes de proceder a una hipotética reelección. Sin embargo, cremos que una interpretación favorable a que sean sólo tres los años que hayan de pasar para que, legalmente, deba entenderse periclitada la limitación legal del artículo 16.2, 210 encuentra más sólidos argumentos de apoyo. Veámoslos. De un lado, el adjetivo “inmediato” parece que nos conduce a una interpretación restrictiva del sustantivo “periodo”, interpretación que, por otra parte, siempre debe ser restrictiva en aspectos de esta naturaleza, tal y como recuerda Luchaire. 211 Y desde esta óptica, es obvio que los periodos que se pueden distinguir en la vida del Tribunal lo son de una duración de tres años, plazo éste con específicas consecuencias jurídicas: pensemos en que, por ejemplo, éste es el periodo por el que se elige al presidente del Tribunal (artículo 9.3 de la LOTC), al margen ya de ser el periodo que media entre cada renovación parcial del mismo (artículos 159.3 de la Constitución y 16.2, inciso primero, de la LOTC). De otro lado, una interpretación proclive al plazo de nueve años, como “periodo de exclusión” —llamémosle así— del Tribunal de quien ha sido miembro del mismo por más de tres años, parecería vincular esa imposibilidad de elección al órgano que efectúa la propuesta y no a la persona en sí misma considerada, 212 postura de todo punto inaceptable,

ron designados por el órgano que ahora debe volver a efectuar unas propuestas, con lo que no cabe la posibilidad de que sean propuestos por un órgano diferente a aquel a cuyo través inicialmente accedieron al Tribunal. Tal circunstancia, pues, sólo podría darse cuando la renovación correspondiera a los magistrados propuestos por el gobierno y el Consejo General del Poder Judicial. 210 Esta es la postura que defiende José Almagro Nosete ( op. cit., nota 30, p. 72). 211 Luchaire, François, op. cit ., nota 37, p. 67. 212 En efecto, el plazo de nueve años operaría si el destinatario de la limitación fuese el órgano proponente, ya que como un mismo órgano no efectúa propuestas más que

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dado que, como ya hemos señalado, la limitación comentada tiene un carácter subjetivo y, además, una persona puede ser propuesta a posteriori por un órgano distinto del que la propuso en una primera ocasión. Por todo lo expuesto, nos inclinamos a favor de la segunda interpretación, esto es, a favor de la consideración de que todo magistrado cesante habrá de esperar tan sólo tres años, contabilizados a partir del momento de su cese legal (esto es, no del día concreto en que cesó realmente, sino del momento en que legalmente finiquitó el periodo de desempeño de su función), antes de poder ser propuesto de nuevo como miembro del Tribunal. IV. El principio general antes expuesto tiene una salvedad legalmente determinada y que afecta a aquellos magistrados que hubieran ocupado el cargo por un plazo no superior a tres años. Éstos sí pueden ser reelegidos de modo inmediato, previsión que parece entresacada del artículo 12 de la Ordenanza francesa 58/1067, que, recordémoslo, prescribe: “Les membres du Conseil constitutionnel désignés en remplacement de ceux dont les fonctions ont pris fin avant leur terme normal... peuvent être nommés comme membres du Conseil constitutionnel s’ils ont occupé ces fonctions de remplacement pendant moins de trois ans”. Se comprende tal excepción si se atiende a la brevedad del periodo por el que un magistrado —en un supuesto como el contemplado legalmente— desempeñará su cargo; por otro lado, el plazo máximo de desempeño ininterrumpido de la función de juez constitucional será en tal caso de doce años, periodo dilatado, pero tampoco exageradamente largo (ése es, por poner un ejemplo, el plazo de desempeño de su función de los jueces del BVerfG). Esta salvedad plantea, sin embargo, una nueva cuestión interpretativa, referente a cómo ha de computarse ese periodo, igual o inferior a tres años, que impide que al magistrado que no ha excedido del mismo en el ejercicio de sus funciones le sea de aplicación el principio general de irreelegibilidad inmediata. La cuestión, con más precisión, puede formularse así: ¿debe computarse, a efectos de lo establecido en el inciso final del artículo 16.2 de la LOTC, el periodo de prorogatio, durante el que un magistrado desempeñe su función (por mor de lo previsto en el aren periodos cadenciales de nueve años —a salvo ceses anticipados de magistrados—, la irreelegibilidad inmediata implicaría ineludiblemente una espera de nueve años al menos hasta poder volver a ser propuesto.

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tículo 17.2 de la LOTC) hasta tanto toma posesión quien debe sustituirle, o, por el contrario, ese periodo de prorogatio no ha de ser contabilizado? Inequívocamente, nos inclinamos por la no contabilización de ese periodo de tiempo. Rubio y Aragón llegan a idéntica conclusión, 213 bien que desde un razonamiento negativo. Para estos autores, la existencia de una previsión como la del apartado segundo de la Disposición Transitoria tercera podría entenderse en el sentido de que el legislador quiso fijar que la prorogatio no fuera computable para los magistrados que hubieran de cesar en el primer sorteo previsto para la renovación parcial del Tribunal —a efectos de lo establecido en el artículo 16.2—, lo que, a sensu contrario, podría interpretarse en el sentido de que la prorogatio sí es computable en los demás casos. Sin embargo, Rubio y Aragón rechazan tal explicación, pues supondría el reconocimiento de desigualdades, técnicamente inadmisibles, en las consecuencias de una misma y única institución: la prorogatio. Compartimos plenamente estos razonamientos. Sin embargo, junto a ellos, entendemos que pueden aducirse otros argumentos, de índole positiva, que refuerzan esta idea de la no contabilización del periodo de prorogatio a efectos de la posibilidad de reelección. Ante todo, el plazo a que alude el inciso final del artículo 16.2 de la LOTC (tres años) no es casual, sino que está fijado en función de los periodos temporales en que se divide la existencia del Tribunal Constitucional, periodos que, formalmente, deben contabilizarse desde el 22 de febrero de 1980, fecha de publicación en el BOE de los primeros nombramientos de magistrados del Tribunal; consiguientemente, ese plazo de tres años no puede desvincularse de aquellos periodos; no puede considerarse en abstracto, en su mera dimensión temporal, sino que debe tomarse como referencia última del mismo el momento en que, por imperativo legal, deba producirse la renovación del Tribunal, con independencia de que la misma se verifique o no. De otro lado, por analogía, pensamos que puede llegarse a similar conclusión. Si es el momento en que legalmente debe verificarse la renovación del Tribunal el que ha de ser tomado en cuenta a efectos del cómputo del periodo por el que se designan los magistrados (con independencia de que su toma de posesión coincida o no con el momento 213

Rubio Llorente, Francisco y Aragón Reyes, Manuel, op. cit., nota 80, p. 853.

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legal), parece lógico pensar que será también a ese mismo instante al que deberá atenderse a efectos del cómputo del plazo de tres años contemplado por el inciso final del artículo 16.2 de la LOTC, no contabilizándose, pues, el periodo durante el que un magistrado pueda desempeñar su cargo por virtud de la prorogatio. Una última consideración ha de hacerse en torno al tema objeto de nuestro análisis. Se trata del sentido de 1a cláusula del apartado segundo de la Disposición Transitoria tercera. Como ya pusimos de relieve, compartimos el juicio de Rubio y Aragón en el sentido de no admitir que con tal previsión se haya querido marcar un trato diferencial para los magistrados que debían ser renovados tras el primer sorteo. En consecuencia, nos inclinamos a pensar con los dos autores citados 214 que estamos ante una mera duplicidad respecto del inciso segundo del artículo 16.2 de la LOTC. Podría haberse pensado en la necesidad de tal determinación, a modo de derecho transitorio, en el supuesto de que el inciso segundo del artículo 16.2 hubiese sido redactado de un modo similar al artículo 12 de la Ordenanza francesa número 58/1067, que, recordémoslo una vez más, contempla (a título de excepción) la posibilidad de reelección para quienes, habiendo sido designados miembros del “ Conseil” para reemplazar a otros que cesaren antes de finalizar su mandato, ejercieran sus funciones durante menos de tres años; dos circunstancias complementarias debían, pues, acontecer: ser elegido en sustitución de otro miembro que cesara anticipadamente y ejercer su función por un periodo inferior a tres años. De haberse redactado en tales términos nuestro artículo 16.2 (inciso segundo) se habría comprendido la necesidad de una determinación como la del apartado segundo de la Disposición Transitoria tercera. Pero no ha sido así. Nuestro legislador, con más amplitud que el francés, 215 contempla la excepción a la regla general de la irreelegibilidad inmediata para todos aquellos que ocuparan el cargo de magistrado por un plazo no superior a tres años, lo que incluía a los cuatro magistrados que hubiera que renovar en la primera renovación parcial del Tribunal. No era,

Ibidem, p. 854. En Francia, en realidad, el problema no se planteó, dado que en su composición inicial tres miembros del “ Conseil” eran elegidos por tres años, tres por seis y los restantes por nueve años. Era un plazo fijo que no admitía excepciones al principio de la no reelegibilidad, al menos inmediata. 214 215

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en consecuencia, necesaria la cláusula del número 2 de la Disposición Transitoria tercera. V. Hemos de concluir haciendo un juicio crítico. Por nuestra parte, nos parece plenamente acertado el principio de irreelegibilidad inmediata. Creemos —y es esta una opinión bastante generalizada— 216 que con él se persigue salvaguardar la independencia del Tribunal. 217 Y nos parece en extremo acertada la conexión llevada a cabo en la Exposición de Motivos de la Ley alemana de 1970 entre irreelegibilidad y posibilidad de formulación de votos particulares con trascendencia pública. El instituto de la dissenting opinion —admitido en diferentes ordenamientos, como el germano-federal, austriaco y yugoslavo—, 218 como es sabido, se acoge por nuestro legislador en sede constituyente al determinar el inciso inicial del artículo 164.1 de nuestra “magna carta” que: “Las sentencias del Tribunal Constitucional se publicarán en el Boletín Oficial del Estado con los votos particulares, si los hubiere”, previsión desarrollada por el artículo 90.2 de la LOTC, a cuyo tenor: El Presidente y los Magistrados del Tribunal podrán reflejar en un voto particular su opinión discrepante defendida en la deliberación, tanto por lo que se refiere a la decisión como a su fundamentación. Los votos particulares se incorporarán a la resolución y, cuando se trate de sentencias o de declaraciones, se publicarán con éstas en el Boletín Oficial del Estado .

Desde luego, el tema de la publicidad de las opiniones disidentes o votos particulares es especialmente controvertido. Rolla 219 nos recuerda que son consideraciones muy diversas, tanto de orden institucional como vinculadas a la propia calidad de la hermenéutica jurídica, las que se 216 En tal sentido se manifiestan, entre otros, Rubio Llorente, Francisco y Aragón Reyes, Manuel ( op. cit., nota 80, p. 853.) y Torres del Moral ( op. cit ., nota 46, vol. II, p. 396). 217 Además, Almagro Nosete ( op. cit., nota 30, p. 72); entiende que con este principio se evita que por el sistema de las reelecciones se burle la renovación del Tribunal, fundada en reglas exclusivamente objetivas. 218 Por contra, en Italia la publicidad de las opiniones discrepantes es imposible. El artículo 18 de las “Norme integrative per i giudizi davanti alla Corte costituzionale”, normas emanadas de la propia Corte y publicadas en la Gazzetta Ufficiale del 24 de marzo de 1956, prohíbe incluso que figure en la sentencia el nombre del juez que la ha redactado. A tenor del párrafo final del citado precepto: “Le ordinanze e le sentenze sono sottoscritte dal presidente e da tutti i giudici, senza menzione del giudice che le ha redatte. 219 Rolla, Giancarlo, op. cit., nota 12, p. 138.

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han aducido a favor de la publicidad de los juicios discrepantes. 220 Entre nosotros, Trujillo, aun considerando el principio, en sí mismo, como no objetable, 221 vislumbra la posibilidad de que en la práctica sean considerables sus inconvenientes o, por lo menos, los inconvenientes de la constitucionalización de un aspecto que bien pudo quedar a la prudencia del legislador ordinario o del propio Tribunal Constitucional en el ejercicio de sus potestades autonormativas. Precisamente, Trujillo critica la solución adoptada a la vista del sistema acogido para 1a designación de los jueces, del que pudieran derivar ciertas coloraciones políticas, así como en atención a la amplitud con que se regula la exigencia de cualificación profesional de los jueces, que favorece las relaciones de lealtaddevoción hacia las fuerzas políticas que postulan las respectivas candidaturas. Aunque Almagro Nosete juzga favorablemente la publicidad de los votos particulares, 222 por entender que contribuirá a conocer la situación verdadera del Tribunal, a saber si los proyectos disidentes obedecen a “juicios” que no fueron compartidos por la mayoría o revelan “prejuicios” que manifiesten un apriorismo partidista de interpretación, nosotros más en la línea de razonamiento de Trujillo, pensamos que la publicidad de los votos particulares, si fuera unida a la reelección inmediata, podría posibilitar la adopción por algún magistrado de posiciones proclives al órgano que pudiera volverle a proponer, incentivando la relación de lealtad hacia una determinada formación política. Consecuentemente, también desde esta perspectiva, y aun admitiendo que se trata de una mera posibilidad teórica no verificable empíricamente, nos parece que la postura adoptada por el legislador en sede orgánica, de optar por la prohibición de la reelección inmediata, es de todo punto acertada. Una breve consideración final. La irrelegibilidad inmediata no quiebra la continuidad del Tribunal, pues ésta se halla garantizada por la do220 Rolla ha agrupado los diferentes argumentos a favor en cinco bloques, según que vean la idoneidad del “ dissent” en que: 1) favorece la evolución jurisprudencial; 2) responsabiliza a los jueces individualmente considerados; 3) mejora la argumentación jurídica y la claridad argumental de la decisión; 4) refuerza la íntima homogeneidad del Tribunal, y 5) reclama la atención de la opinión pública en los procesos en que interviene el juez constitucional. 221 Trujillo, Gumersindo, op. cit., nota 55, pp. 145 y ss.; en concreto, pp. 154 y 155. 222 Almagro Nosete, José, op. cit., nota 30, p. 393.

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ble circunstancia del largo plazo de desempeño del cargo y de la opción por una renovación parcial, que no total, del Tribunal. Al mismo tiempo, la irreelegibilidad, aunque sea tan sólo inmediata, evita la inercia ínsita a todo proceso de reelección indefinida y soslaya la petrificación del Tribunal. En definitiva, contribuye a fortalecer su independencia y, de este modo, constituye un freno a 1a vinculación partidista de los jueces constitucionales. E. La cualificación requerida para el acceso al Tribunal I. Una vez más, cremos oportuno traer a colación en este trabajo unas palabras de Kelsen: “Il est de la plus grande importance d’accorder dans la composition de la juridiction constitutionnelle une place adéquate aux juristes de profession”. 223 En estos términos subyace toda una filosofía en torno a los órganos encargados de controlar la constitucionalidad de las leyes: sólo podrán cumplir eficazmente su función si son órganos técnicamente cualificados y para que tal circunstancia pueda cumplirse se necesita, como resulta obvio, que sus miembros sean juristas, en definitiva, que sus integrantes vengan avalados por una incuestionable cualificación técnico-jurídica. Es cierto, como ya hemos tenido ocasión de señalar con anterioridad, que no basta con esa cualificación; como indica al efecto Trujillo, 224 los órganos a que nos referimos, por el sistema de designación de sus miembros y por los requisitos exigidos a los mismos, tienden a combinar el grado de competencia técnica y la sensibilidad política requerida para su delicado cometido. El juez constitucional, como dice Leibholz, 225 debe tener una comprensión más amplia y elaborada de la política y de las fuerzas sociales actuantes en ella que el juez ordinario. Por ello, una reglamentación especial del sistema de selección y nombramiento de los jueces constitucionales que sirva este objetivo es irreprochable, siempre que introduzca 223 Kelsen, Hans, “La garantie juridictionnelle de la Constitution (la justice constitutionnelle)”, Revue du Droit Public , 1928, pp. 197 y ss; en concreto, p. 227. 224 Trujillo, Gumersindo, “La constitucionalidad de las leyes y sus métodos de control”, Dos estudios sobre la constitucionalidad de las leyes, La Laguna, Universidad de La Laguna, 1970, pp. 5 y ss.; en concreto, p. 77. 225 Leibholz, Gerhard, “El Tribunal Constitucional de la República Federal Alemana y el problema de la apreciación judicial de la política”, Revista de Estudios Políticos, núm. 146, marzo-abril de 1966, pp. 89 y ss.; en concreto, p. 94.

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un procedimiento que esté configurado de manera tal que garantice al mismo tiempo la competencia profesional de los jueces elegidos. En definitiva, pues, la cualificación técnico-jurídica es uno de los aspectos que puede contribuir de modo más destacado a equilibrar el excesivo peso que los órganos políticos suelen tener en el nombramiento de los magistrados constitucionales, evitando así configurar un órgano con un “ spiccato carattere politico”, como se intentara, sin éxito a juicio de Virga 226 —opinión en cualquier caso verdaderamente discutible—, en el debate constituyente italiano. Por otra parte, junto a la consideración que precede, es preciso tener en cuenta que la personalidad de los jueces influye, como parece obvio, en mayor o menor grado, sobre las decisiones de todo Tribunal Constitucional. Vialle, 227 en relación con los jueces del Tribunal Supremo norteamericano, ha puesto de relieve que “...la personnalité des juges influe de manière décisive sur les décisions auxquelles parvient la Cour Suprême”. 228 Y Pierandrei, refiriéndose a la “ Corte Costituzionale” del país transalpino, recuerda 229 que “le istituzioni funzionano in modo più o meno soddisfacente a seconda delle qualità, intellettuali e morali, degli uomini che ne siano titolari”. Esta circunstancia no es, como puede comprenderse, exclusiva de los órganos que nos ocupan, pero, desde luego, en ellos adquiere particular relevancia. II. Si nos detenemos ahora en el derecho comparado, observaremos cómo, sin excepción alguna, es norma común la exigencia de unos determinados requisitos, orientados a garantizar un conocimiento técnico-

226 Cfr. al efecto, Virga, Pietro, Diritto Costituzionale, 6a. ed., Milán, Giuffrè Editore, 1967, pp. 638 y 639. 227 Vialle, Pierre, La Cour Suprême et la répresentation politique aux Etats-Unis (Nouvel essai sur le gouvernement des juges) , París, L.G.D.J., 1972, p. 207. 228 El propio Pierre Vialle se ha hecho eco de cómo desde 1960, con el fin de analizar científicamente el comportamiento de los jueces del Tribunal Supremo, ciertos juristas americanos han utilizado métodos más próximos a la sociología y a la ciencia política que al derecho. Es el caso de Glendon Schubert, de la Universidad de Michigan, quien se ha dedicado a descubrir y después a medir las variables que determinaron la actitud de los miembros del Tribunal Warren. La “Schubert School” defendió la hipótesis de que las tomas de posición de los jueces dependían de sus opciones personales frente a algunos grandes problemas. 229 Pierandrei, Franco, op. cit., nota 123, p. 890.

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jurídico, para poder acceder a los órganos encargados de velar por la constitucionalidad de las leyes. En Italia, el párrafo 2 del artículo 135 de la Constitución determina: “I giudici della Corte Costituzionale sono scelti fra i magistrati anche a riposo delle giurisdizioni superiori ordinaria ed amministrative, i professori ordinari di università in materia giuridiche e gli avvocati dopo ventianni di esercizio”. Tres son, pues, las categorías profesionales de entre las que se han de extraer a los jueces de la Corte, a la vista del transcrito precepto: magistrados de las jurisdicciones superiores, ordinaria o administrativas, independientemente de que se esté en activo o jubilado; profesores ordinarios (catedráticos) de Universidad en materias jurídicas, y abogados con más de veinte años de ejercicio. Parece obvio que las categorías referidas aseguran un componente técnico-jurídico muy cualificado. “L’obiettivo perseguito —dirá al respecto Zagrebelsky—230 è il bilanciamento di esigenze di tecnicità ed estraneità all’indirizzo politico contingente degli organi di indirizzo con esigenze di sensibilità latamente política”. Y mientras —añadiríamos nosotros— la “tecnicità” está garantizada por la cualificación requerida para el acceso a la “ Corte Costituzionale”, la elección de los jueces por órganos básicamente políticos (diez de los quince) será la vía con la que tratar de asegurar que quienes accedan a la Corte estén dotados de esa “sensibilità politica” también necesaria. Como fácilmente puede apreciarse, las equivalencias del modelo italiano con el que se ha adoptado en España son notorias. Sin embargo, antes de centrarnos en el nuestro, nos referiremos a otros modelos comparados. En la República Federal de Alemania, la Bonner Grundgesetz nada dice en torno a la cualificación necesaria para poder ser elegido magistrado del BVerfG. Si acaso, podría destacarse, como ya hicimos en su momento, la distinción del artículo 94.1 de la ley fundamental entre los dos tipos de miembros del BVerfG: jueces federales y otros miembros. Es la BVerfGG la que, en su artículo 3o., apartados, 1o. y 2o., aborda este importante tema. Cuatro son los requisitos exigidos para el acceso a la función de magistrado del Tribunal Constitucional Federal: a) haber cumplido cuarenta años; b) ser elegible para el Bundestag; c) haber dado 230

Zagrebelsky, Gustavo, op. cit ., nota 51, p. 291.

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por escrito su conformidad para ser miembro del BVerfG, y d) poseer la capacitación para el cargo de juez según lo establecido por la Deutsches Richtergesetz (Ley alemana de Jueces) del 8 de septiembre de 1961, cuyo artículo 5o. prescribe que tal aptitud se adquiere mediante dos exámenes, el primero de ellos precedido por tres años y medio de estudios universitarios de derecho, debiendo haber entre éste y el segundo un periodo de, al menos, otros tres años y medio de servicio en tribunales, fiscalías, notarías..., etcétera. 231 Como puede apreciarse, en puridad, sólo este último requisito implica la exigencia de una determinada cualificación técnico-jurídica. Sin embargo, la Ley establece ciertas precisiones adicionales respecto de los magistrados del Tribunal Constitucional Federal, que han de ser elegidos de entre los jueces de los Tribunales Supremos de la Federación. En relación con ellos, el inciso segundo del artículo 2.3 de la BVerfGG exige para poder ser elegido haber estado en servicio activo al menos durante tres años en un Tribunal Supremo de la Federación. En lo que se refiere al Verfassungsgerichtshof austriaco (VfGH), el artículo 147.3 de la Constitución Federal determina que el presidente, el vicepresidente, los miembros del Tribunal y sus suplentes deberán tener terminados los estudios de derecho y de ciencias políticas y haber ejercido durante al menos diez años una profesión o cargo profesional para la que se exija la terminación de dichos estudios. Estas exigencias tienen carácter general, ya que rigen para los catorce miembros del Tribunal y los seis suplentes del mismo. Sin embargo, de modo particularizado, y en relación a los magistrados del Tribunal Constitucional nombrados a propuesta del gobierno federal (el presidente, el vicepresidente, seis miembros y tres suplentes), el artículo 147.2 de la Constitución viene a exigir una serie de requisitos adicionales para el acceso al Verfassungsgerichtshof En concreto, las propuestas del Ejecutivo Federal habrán de recaer necesariamente sobre magistrados, funcionarios administrativos y catedráticos de las Facultades Universitarias de Derecho y Ciencias Políticas.

231 Cfr. al efecto, Manzanares Samaniego, José L., “El Tribunal Constitucional Federal Austriaco”, en el colectivo El Tribunal Constitucional, cit ., nota 53, vol. II, pp. 1551 y ss.; en concreto, p. 1558.

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Ahora bien, la Constitución austriaca, muy en la línea kelseniana, 232 trata de soslayar en la medida de lo posible toda influencia político-partidista en la composición del VfGH y, a tal efecto, y en relación con el presidente y vicepresidente del citado órgano, prescribe (artículo 147.5) que “no podrá ser nombrado presidente o vicepresidente del Tribunal Constitucional quien haya ostentado en los últimos cuatro años alguna de las funciones ya especificadas en el párrafo cuarto” (esto es, las funciones que se conciben como causas de incompatibilidad respecto de los magistrados del VfGH; así, por ejemplo: haber desempeñado la función de miembro del gobierno federal o de los gobiernos regionales; haber sido miembro del Consejo Nacional, del Consejo Federal o, en general, de una asamblea de representación popular..., etcétera). También la Constitución portuguesa, tras la reforma operada por la Ley constitucional número 1/1982, del 30 de septiembre, contempla ciertas exigencias para el acceso al cargo de juez del Tribunal Constitucional. En su artículo 284.2 prescribe al efecto: “Três dos juízes designados pela Assembleia da Republica e os três juízes cooptados são obrigatoriamente escolhidos de entre juízes dos restantes tribunais, e os demais de entre juristas”. Y el artículo 13 de la Ley número 28/1982, del 15 de noviembre (Organização, Funcionamento e Processo do Tribunal Constitucional), complementando la previsión constitucional, determina: 1. Podem ser eleitos juízes do Tribunal Constitucional os cidadãos portugueses no pleno gozo dos seus direitos civis e políticos que sejan doutourados o licenciados em direito ou juízes dos restantes tribunais. 2. Para efeito do número anterior só são considerados os doutoramentos e as licenciaturas por escola portuguesa ou oficialmente reconhecidos em Portugal.

Caben igualmente otras fórmulas —al margen ya de las apuntadas hasta aquí— para la concreción de una cierta cualificación técnico-jurídica. Es, por ejemplo, el caso de la Constitución del Perú, del 12 de julio de 1979, que crea un Tribunal de Garantías Constitucionales, exigiendo para poder ser miembro del mismo tener idénticos requisitos que 232 Recordemos que Hans Kelsen ( op. cit., nota 15, p. 227) consideraba como muy importante “exclure de la juridiction constitutionnelle les membres du Parlement ou du gouvernement”, manifestando asimismo como deseable “écarter toute influence politique de la jurisprudence de la juridiction constitutionnelle”.

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para ser vocal (juez) del Tribunal Supremo (abogado en ejercicio, experiencia en el foro o en la magistratura y tener una edad que oscile entre cincuenta y setenta años). 233 Señalaremos, por último, que en Francia, ni la Constitución, ni la Ordenanza 58/1067 establecen nada en torno a los requisitos de elegibilidad de los miembros del “ Conseil Constitutionnel”, lo que no debe extrañar en exceso si se advierte que el “ Conseil” nunca fue concebido como un órgano de naturaleza jurisdiccional que hubiera de llevar a cabo un control de constitucionalidad siguiendo los patrones del procedimiento propio de los órganos jurisdiccionales. Luchaire 234 manifiesta al respecto que “les auteurs de la constitution et de l’ordonnance portant loi organique ont estimé qu’il n’y avait pas de meilleure garantie que de s’en remettre à la sagesse des premier, troisième et quatrième personnages de l’Etat”. Sin embargo, el propio Luchaire, con evidente razón, entiende que tal consideración no podría ser admitida más que si los nombramientos para el “ Conseil” carecieran de todo carácter político. Como tal circunstancia no se da, el citado autor se inclina por una fórmula que soslaye, al unísono, la posibilidad de un “ Conseil” compuesto exclusivamente por políticos o por magistrados, una fórmula que incluiría en el Consejo una mayoría de juristas, un conjunto de personalidades incontestables (esto es, igualmente admitidas por la oposición y por la mayoría), y por último, una cierta mezcla generacional. En todo caso, estas consideraciones no tienen sino el valor que les da el porvenir de una personalidad como la de François Luchaire, pues la realidad nos muestra cómo el derecho positivo francés carece de previsiones en torno al tema que ahora nos preocupa. En resumen, si hacemos omisión de Francia, el derecho comparado nos muestra como rasgo generalizado la restricción del acceso a los órganos titulares de la justicia constitucional —como integrantes de ellos— a quienes por lo menos sean juristas, al margen ya de otras precisiones particulares entre las que alcanza cierta entidad la necesidad de que haya transcurrido un periodo más o menos dilatado en la vida profesional de estas personas para que puedan acceder a aquellos órganos. 233 Cfr. al efecto, García Belaunde, Domingo, “La influencia española en la Constitución peruana (a propósito del Tribunal de Garantías Constitucionales)”, Revista de Derecho Político, núm. 16, invierno 1982-1983, pp. 201 y ss.; en concreto, p. 206. 234 Luchaire, François, op. cit., nota 37, p. 61.

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III. Entre nosotros, como ya expusimos, hubo absoluta unanimidad en la conveniencia de constitucionalizar unos determinados requisitos sin los cuales no podría accederse al Tribunal Constitucional. Partiendo de ese acuerdo, las discrepancias se circunscribieron a aspectos de detalle más que al núcleo central de lo que habría de ser la previsión del artículo 159.2, a cuyo tenor: “Los miembros del Tribunal Constitucional deberán ser nombrados entre magistrados y fiscales, profesores de universidad, funcionarios públicos y abogados, todos ellos juristas de reconocida competencia con más de quince años de ejercicio profesional”. Este precepto tiene su fiel correlato en el artículo 18 de la LOTC, que casi reproduce en su literalidad la norma constitucional. En efecto, de conformidad con el referido artículo 18: “Los miembros del Tribunal Constitucional deberán ser nombrados entre ciudadanos españoles que sean magistrados, fiscales, profesores de universidad, funcionarios públicos o abogados, todos ellos juristas de reconocida competencia con más de quince años de ejercicio profesional o en activo en la respectiva función”. La comparación entre ambas normas es suficientemente expresiva. La literalidad con que el artículo 18 de la LOTC reproduce el artículo 159.2 de la Constitución tan sólo se ve alterada en dos puntos muy concretos: a) La exigencia de que los miembros del Tribunal sean nombrados entre ciudadanos españoles. b) La precisión de que el plazo de quince años se refiere no sólo al ejercicio profesional, sino también al ejercicio en activo en la respectiva función, concreción referida básicamente a los funcionarios públicos. A la vista del tenor literal del artículo 18 de la LOTC, bien podría también suscitarse la cuestión interpretativa de si el legislador ha querido, con la adición del inciso final del precepto (“o en activo en la respectiva función”), señalar la necesidad de que, a efectos del cómputo del periodo de quince años, deban tenerse en cuenta los años de ejercicio profesional o funcional de modo separado en cada una de las categorías constitucionalmente enunciadas. Una interpretación de esta naturaleza, aparte de lo absurda, rompería con lo que, desde un enfoque lógico-sistemático, deriva del precepto diseñado en sede constituyente. Muy esclarecedor resulta al efecto el itinerario legislativo seguido por el precepto de la LOTC, al que vamos a continuación a aludir. Su origen se encuentra en el artículo 19 del Proyecto de Ley Orgánica del Tribu-

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nal, que reproducía en su literalidad 235 el tenor del artículo 159.2 de nuestra “magna carta” política. Bien es verdad que el precepto anterior (artículo 19 del Proyecto) encontraba su complemento en otra norma del propio Proyecto, el artículo 20.1, a cuyo tenor: “Para ser magistrado del Tribunal Constitucional se requiere además ser español y no hallarse comprendido en ninguna de las causas de incapacidad o incompatibilidad previstas para los miembros del Poder Judicial”. El artículo 19 del Proyecto en cuestión sería objeto de dos enmiendas, que iban a ser admitidas e incorporadas al Informe de la Ponencia. En la primera de esas enmiendas (la núm. 103, del Grupo de Coalición Democrática), se propugnaba añadir un inciso final de este tenor: “... o permanencia en activo en su respectivo cuerpo de origen” , lo que era justificado simplemente con base en entenderse una especificación necesaria y una correcta denominación. En la segunda enmienda (la núm. 154, del Grupo de Minoría Catalana), se proponía añadir una referencia expresa a la nacionalidad española, lo que encontraba su complemento en la siguiente enmienda (la núm. 155, también de la Minoría Catalana), dirigida al texto del artículo 20.1 del Proyecto, cuya supresión parcial y refundición con el texto del artículo 21 del Proyecto (equivalente al actual artículo 19 de la LOTC) se solicitaba, por entender —con toda razón— que parecía aconsejable señalar en primer término las incompatibilidades y después las consecuencias o efectos de las mismas. La Ponencia, como ya hemos significado, aceptaría las dos enmiendas presentadas al artículo 19, así como también el espíritu de la enmienda número 155 de la Minoría Catalana, refundiendo, pues, el texto del artículo 20.1 del Proyecto con el del artículo 21, surgiendo de esta guisa una nueva norma que habría de ser el germen del actual artículo 19 de la LOTC. 236 Fruto de todas estas modificaciones sería que el artículo 19 del texto del Informe de la Ponencia aparecería redactado en términos idénticos al que hoy es artículo 18 de la Ley. 235 La única modificación consistía en la sustitución de la conjunción copulativa y (y abogados) por la conjunción disyuntiva o (funcionarios públicos o abogados), modificación, cremos, correcta desde el punto de vista sintáctico. 236 Puede verse en Tribunal Constitucional. Trabajos parlamentarios, cit., nota 8, pp. 129 y 130. ,,

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El precepto en cuestión volvería a ser enmendado en el Senado. Una vez más, dos habrían de ser las enmiendas presentadas. La primera de ellas (la enmienda núm. 15, del Grupo Parlamentario de Unión de Centro Democrático) solicitaba la supresión en el texto del precepto de las últimas siete palabras (“...o en activo en la respectiva función”), lo que significaba retornar a la redacción inicial del Proyecto en este punto. Se justificaba la enmienda centrista en que “la inclusión de esta reforzada referencia a una situación administrativa para los funcionarios, perturbaba la más correcta redacción del artículo 159.2 de la Constitución, sin añadir contenido sustancial a la misma”. “La expresión ‘ejercicio profesional’ —se afirmaba finalmente—, entendida en sentido amplio, comprende suficientemente las situaciones de activo de los funcionarios”. No muy lejana a esta enmienda se situaba la segunda (enmienda núm. 96, suscrita por los señores Soriano Benítez de Lugo, Bencomo Mendoza y Álvarez Pedreira, todos ellos de U.C.D.), que propugnaba la sustitución de la expresión “o en activo en la respectiva función” por la de “o en el caso de los funcionarios públicos con más de quince años de servicios efectivos”. El cambio en la redacción era justificado sobre la base de que la redacción del Proyecto “...puede conducir a la interpretación de que a los funcionarios públicos no se les exige quince años de servicios, sino tan sólo el encontrarse en activo, lo que pugna claramente con el artículo 159.2 de la Constitución”. La Ponencia, tras considerar ambas enmiendas, decidía sostener con vistas al debate en la Comisión la aprobación de la primera, al entender que la expresión “ejercicio profesional” comprendía también la situación de activo en la función pública. 237 Con ello, el que ahora figuraba como artículo 18 quedaba redactado en iguales términos que como se configurara el artículo 19 (su equivalente) del Proyecto, con la sola salvedad de la referencia a la necesidad de la ciudadanía española. Tanto la Comisión en su dictamen como el Pleno de la Cámara alta refrendarían el texto aceptado por la Ponencia. En consecuencia, el Congreso habría de pronunciarse sobre la enmienda introducida por el Senado. En el Pleno de la Cámara baja consumiría un turno en contra de la

237

Ibidem, p. 400.

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ESTUDIOS JURÍDICO-CONSTITUCIONALES

enmienda aprobada por el Senado el diputado socialista señor Sotillo Marín, 238 quien en nombre de su Grupo afirmaría: Esta modificación —la propugnada por el Senado (esto es, la supresión del inciso final del texto aprobado en un primer momento por el Congreso: “ ... o en activo en la respectiva función”)— nos parece no explicada; es decir, el texto del Senado recorta el del Congreso, por cuanto entre los miembros del Tribunal Constitucional existen personas que están realizando lo que en puridad se llamaría ejercicio profesional, cuando se refiere a abogados, etcétera, mientras que hay otra serie de personas, por ejemplo, los funcionarios públicos, que, en puridad, lo que ejercitan es una actividad, es decir, están en activo en la respectiva función y es más dudoso que pueda hablarse en ese caso de ejercicio profesional stricto sensu. Por tanto, nosotros mantenemos el texto del Congreso, que exige los quince años, como manda la Constitución, de ejercicio profesional o en activo en la respectiva función para ser miembro del Tribunal Constitucional.

Efectuada la pertinente votación acerca de la enmienda aprobada por el Senado, ésta sería rechazada al obtener tan sólo 15 votos a favor por 260 en contra (además de 9 abstenciones), con lo que el texto que prevalecía volvía a ser el inicialmente aprobado por la Cámara baja. Como puede comprobarse, fue un tanto dificultosa la gestación del precepto que nos ocupa. IV. Referido ya el itinerario legislativo del artículo 18 de la LOTC, debemos centrarnos en el comentario y análisis de las previsiones contenidas tanto del artículo 159.2 de la norma fundamental, como en el precepto ya citado de la Ley reguladora de nuestro supremo intérprete de la Constitución. Ante todo, hemos de mostrar nuestro acuerdo con Alzaga 239 cuando considera que el apartado segundo del artículo 159 no es quizá de los más felices del título IX, que en general está resuelto con muy buen criterio técnico. En todo caso, enfocado el precepto en cuestión desde una perspectiva histórica, es indiscutible el considerable avance que supone sobre la Constitución de 1931, y el artículo 18 de la LOTC, a su vez, respecto de 238 Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, núm. 30, 19 de septiembre de 1979, p. 1755. Puede verse asimismo en Tribunal Constitucional. Trabajos parlamentarios, cit., nota 8, p. 569. 239 Alzaga, Óscar, op. cit., nota 23, p. 919.

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las normas análogas de la Ley Orgánica del Tribunal de Garantías Constitucionales. Como recuerda Tomás Villarroya, 240 en el Tribunal de Garantías, obligatoriamente, sólo tenían la titulación de licenciados en derecho los representantes de los colegios de abogados y de las facultades de derecho, con el resultado de que los vocales legos eran víctimas, frecuentemente, de su ignorancia audaz o marchaban a remolque de los vocales juristas o se asesoraban de los funcionarios del Tribunal. Se ha podido ver en el artículo 159.2 un reflejo del párrafo 2 del artículo 135 de la Constitución italiana, atemperado por una ampliación del abanico de posibles miembros 241 y, asimismo, una cierta conexión con el artículo 147.2 de la Constitución Federal austríaca. Sin embargo, a nuestro juicio, esta similitud es un tanto engañosa. 242 Veamos las razones de ello. Respecto del texto italiano, porque éste circunscribe las categorías profesionales de los elegibles a tan sólo tres (magistrados, profesores ordinarios de Universidad en materias jurídicas y abogados con más de veinte años de ejercicio profesional), sin aludir a ningún otro requisito de cualificación o competencia, teniendo en cuenta además que la exigencia de veinte años de ejercicio profesional está circunscrita a los abogados, no siendo necesaria respecto de las otras dos categorías, esto es, respecto de quienes han accedido al ejercicio de una función previa realización de pruebas objetivas de suficiencia. Y en relación al texto austriaco, la semejanza podría vislumbrarse en el hecho de que el artículo 147.2 se refiere a unas categorías similares: magistrados, funcionarios administrativos y catedráticos de las facultades universitarias de derecho y ciencias políticas. Sin embargo, conviene recordar que la pertenencia a esas categorías se exige no con carácter general para el acceso al VfGH, sino, de modo particularizado, para aquellos magistrados que hayan de ser propuestos por el gobierno federal. Por todo lo dicho, cremos que el artículo 159.2 nos sitúa en presencia de una fórmula un tanto peculiar que, al margen ya de su inspiración en otros modelos foráneos, nos ofrece unos perfiles propios y, a nuestro juicio, no excesivamente afortunados. Varias consideraciones se hacen necesarias al efecto. Tomás Villarroya, Joaquín, op. cit ., nota 6, p. 204. Alzaga, Óscar, op. cit., nota 23, p. 919. Así se manifiestan en referencia directa al texto austriaco, Francisco Rubio Llorente y Manuel Aragón Reyes ( op. cit., nota 80, p. 851). 240 241 242

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ESTUDIOS JURÍDICO-CONSTITUCIONALES

La gran amplitud, extraordinaria amplitud, con que el constituyente contempla los requisitos necesarios que han de cumplir quienes sean seleccionados como miembros del Tribunal es el primer aspecto criticable de la norma fundamental, crítica por lo demás en la que hay casi absoluta coincidencia por parte de la doctrina. Sánchez Agesta manifiesta al respecto 243 que se exige una pertenencia a cuerpos profesionales que, por la amplitud de la enumeración, comprende a muchos millares de españoles. Rubio y Aragón244 entienden que el constituyente podría haber prescindido de la enumeración limitativa de las categorías profesionales de entre las que pueden ser elegidos los miembros del Tribunal sin que ello alterase el contenido de la norma. La generalidad de los términos utilizados en tal enumeración —concluyen— cubre, en efecto, la totalidad de las profesiones jurídicas, de manera que es difícilmente imaginable el supuesto de un jurista que pudiera haber visto reconocida su competencia como tal mediante el ejercicio de una profesión que no se encuentre dentro de las enumeradas. Torres del Moral, 245 en análoga dirección, estima que para la finalidad que persigue el precepto —asegurar una relevante preparación de los magistrados del Tribunal como juristas— no hacía falta censar las profesiones de procedencia. Y Garrido Falla 246 destaca igualmente la amplitud de los requisitos de procedencia de los magistrados. 247 En conexión con esta idea, Trujillo 248 mostraría su preocupación por las consecuencias que de esa amplitud pudieran derivarse. A su juicio, esa amplitud favorece las relaciones de lealtad-devoción hacia las fuerzas políticas que postulan las respectivas candidaturas. Y Pedrol Rius, 249 coincidiendo un tanto con el anterior, estima que el partido o partidos dominantes en las Cámaras no tropezarán con limitación alguna para llevar al Tribunal Constitucional a fieles y adictos partidarios, pues hay bastantes millares de profesionales que cumplen con los requisitos del artículo 159.2 de la Constitución. 243 Sánchez Agesta, Luis, El sistema político de la Constitución española de 1978, Madrid, Editora Nacional, 1980, p. 376. 244 Rubio Llorente, Francisco y Aragón Reyes, Manuel, op. cit., nota 80, p. 851. 245 Torres del Moral, Antonio, op. cit., nota 46, p. 395. 246 Garrido Falla, op. cit., nota 4, p. 2346. 247 Similar es la posición de González Rivas, Juan José, op. cit., nota 104, p. 127. 248 Trujillo, Gumersindo, op. cit., nota 55, p. 155. 249 Pedrol Rius, Antonio, “El Tribunal Constitucional, ese preocupante superpoder ...” , El País , edición del 19 de julio de 1978.

EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL

387

Bien es verdad, sin embargo, que, como adujera García Pelayo, 250 aunque los límites de las posibilidades de propuesta a su majestad son muy amplios, se trata de límites al fin. No obstante, creemos que los límites de esta ingenua fórmula constitucional —como la consideran Rubio y Aragón—, 251 apenas significan otra cosa que una decantada profesionalidad, en relación obviamente con el mundo del derecho, y la acreditación de una madurez en el oficio. 252 Tomás Villarroya 253 echaba en falta una exigencia de que los jueces y magistrados pertenecieran a las escalas superiores de la carrera, a fin de que pudieran aportar el prestigio y la experiencia necesarios para formar parte de tan alto Tribunal. Todo ello con base en la consideración, indudablemente acertada, de que debería procurarse por todos los medios que el Tribunal Constitucional estuviera integrado por especialistas eminentes. V. Un análisis sistemático de los diferentes requisitos constitucionalmente exigidos para poder incorporarse como miembro del Tribunal Constitucional hace conveniente con carácter previo la disociación de las distintas profesiones o funciones que habilitan para el acceso al órgano, así como el análisis de las demás condiciones constitucionales habilitantes. Además de la ciudadanía española, requisito explicitado por el artículo 18 de la LOTC, de no incurrir en ninguna de las causas de incapacidad previstas para los miembros del Poder Judicial —pues, a tenor del artículo 23.1 de la misma LOTC, tal circunstancia constituye causa de cese como magistrado del Tribunal Constitucional, de lo que debe inferirse que es causa que impide igualmente el acceso al mismo—, y de no estar inmerso en alguna de las circunstancias de incompatibilidad previstas por el artículo 19.1 (o, caso de incurrir en ellas, de no cesar en el cargo o en la actividad incompatible dentro de los diez días siguientes a la propuesta como magistrado), la LOTC exige tres condiciones dispares para el acceso al Tribunal Constitucional como miembro del mismo: 250 García Pelayo, Manuel, op. cit., nota 45, p. 29. 251 Rubio, Francisco y Aragón, Manuel, op. cit., nota 80, p. 851. 252 Similar es la postura de Almagro Nosete, José, “El derecho procesal

en la nueva Constitución”, Revista de Derecho Procesal Iberoamericana, núm. 4, 1978, pp. 837 y ss.; en concreto, p. 888. 253 Tomás Villarroya, Joaquín, op. cit., nota 6, p. 204.

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ESTUDIOS JURÍDICO-CONSTITUCIONALES

a) El ejercicio de una de las funciones o profesiones en ella enumeradas. b) El goce de una reconocida competencia en la función o profesión respectiva. c) Un plazo temporal mínimo de ejercicio de la profesión o función. Vamos a abordar a renglón seguido el análisis de cada una de esas condiciones. VI. Los artículos 159.2 de nuestro código político y 18 de la LOTC enumeran una serie de funciones y profesiones cuyo ejercicio habilita potencialmente para el acceso al Tribunal: magistrados, fiscales, profesores de universidad, funcionarios públicos y abogados. He aquí las categorías a las que se ha de pertenecer para poder ser propuesto magistrado. Como puede apreciarse de la mera lectura de esas categorías, y ya ha sido subrayado con anterioridad, la amplitud de las mismas es en verdad exorbitante. A nuestro entender, magistrados, profesores de universidad y abogados eran las tres categorías más idóneas, pues, como advierte Alzaga, 254 los tres grandes ingredientes para desempeñar adecuadamente una misión de esta índole son la ciencia jurídica, que en principio se presume en alto grado en los catedráticos de disciplinas jurídicas, la experiencia en administrar justicia, que es patrimonio especialísimo de los magistrados, y esa sensación práctica y humana de la justicia que pertenece a lo que Ossorio y Gallardo denominaba “el alma de la toga”. Es perfectamente defendible, a nuestro modo de ver, la incorporación a los anteriores de los fiscales, tal y como hace nuestro texto fundamental, y ello, de modo especial, a la vista de las funciones que al Ministerio Fiscal atribuye el artículo 124 de nuestro Código fundamental (“promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley”). Por el contrario, estamos plenamente de acuerdo con Alzaga cuando considera 255 mucho más dudosa la oportunidad de convertir en candidatos a cualquier tipo de funcionarios públicos, cuando es obvio que la inmensa mayoría de los mismos no tiene conocimientos especiales ni experiencia alguna que les avale como idóneos para tan alta misión, amén de que en todo caso, tanto si se trata de fiscales como de funcionarios 254 255

Alzaga, Óscar, op. cit., nota 23, p. 919. Idem.

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públicos, estamos ante personas en situación de dependencia permanente frente a la administración, y dado que el desempeño del cargo de miembro del supremo intérprete de la Constitución es tan sólo por nueve años, no podrán perder de vista el futuro cese en su alta función jurisdiccional con el consiguiente retorno a su cuerpo administrativo de origen, lo que es tanto como decir que su situación de independencia será tan sólo relativa. Por todo lo dicho, nos parece evidente que nuestros constituyentes no estuvieron excesivamente afortunados cuando decidieron incorporar la categoría de los funcionarios públicos al artículo 159.2. Alzaga también ha formulado una crítica a la forma en la que el texto constitucional contempla la categoría de los profesores de universidad, consideración con la que no estamos muy de acuerdo. Cree Alzaga256 que se emplea una terminología excesivamente genérica, pues, a su juicio, un profesor de mecánica celeste, de resistencia de materiales o de filosofía latina se vería en el mayor apuro a la hora de dictaminar sobre la hipotética inconstitucionalidad de una ley. Por todo ello, manifiesta el citado autor no acertar a descubrir la razón por la que no se circunscribió el abanico de posibles candidatos a los profesores de disciplinas jurídico-políticas o, cuando menos, jurídicas. Ahora bien, los inconvenientes esgrimidos no pueden presentarse en la realidad, dado que no es posible ignorar que las categorías antedichas vienen matizadas por la ineludibilidad de la condición de juristas, que es predicable respecto de todas ellas. Es cierto, desde luego, que la Constitución italiana contempla la exigencia requerida por Alzaga, ya que habla de “professori ordinari di università in materie giuridiche”, y otro tanto puede decirse de la Constitución Federal austriaca, que cuando alude a los catedráticos se circunscribe de modo específico a los de las facultades universitarias de derecho y ciencias políticas. Ahora bien, independientemente de que hubiera sido más o menos acertado incorporar al texto la precisión apuntada, lo cierto es que sólo profesores de Universidad que sean juristas de reconocida competencia podrán ser propuestos como magistrados, lo que implica que sólo los profesores de disciplinas jurídicas podrán acceder a formar parte del Tribunal, con independencia, eso sí, de que im-

256

Ibidem, p. 920.

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ESTUDIOS JURÍDICO-CONSTITUCIONALES

partan sus clases en una facultad de derecho, de ciencias políticas, o de ciencias económicas o empresariales. Por otro lado, es claro que los referidos profesores podrán pertenecer a una universidad pública o privada, indistintamente, 257 pudiendo entresacarse de todo tipo de docentes, al margen de su nivel académico, 258 aunque esta consideración entendemos que resulta necesariamente matizada por la exigencia constitucional de una “reconocida competencia”, y quedando habilitados los de cualquier especialidad científica, con tal que se trate de juristas. La doctrina ha mostrado sus dudas acerca de si no hubiera sido conveniente fijar una proporcionalidad entre los distintos profesionales de la justicia, la universidad, la administración y el foro, dado que el principio de complementariedad de tales profesiones parece requerido por la peculiar naturaleza de la función que se les encomienda. A este respecto, Alzaga 259 considera como muy recomendable que a la hora de nombrar miembros del Tribunal Constitucional se tenga presente, entre otros, el criterio de guardar una proporcionalidad, prácticamente de tres tercios, entre los miembros provenientes de la carrera judicial, la cátedra y el foro. 260 En Italia, D’Orazio mantiene idéntica consideración, 261 al estimar que aunque “non sussiste un numerus clausus di giudici aventi la stessa qualifica professionale (cinque magistrati, cinque avvocati, cinque professori)”, aun así, y al menos desde una posición abstracta, “una composizione ispirata a tale criterio potrebbe rappresentare l’optimum”. Por el contrario, entre nosotros, Aragón, aun admitiendo que el principio que anima la composición del Tribunal es el de la complementaEn análogo sentido, Sánchez Agesta, Luis, op. cit., nota 243, p. 376. Almagro Nosete (op. cit., nota 30, p. 76) entiende que al ser diferentes los modos de vinculación de los profesores con la Universidad, la cualidad de funcionario stricto sensu no es requisito esencial. 259 Alzaga, Óscar, op. cit., nota 23, p. 921. 260 Junto a este criterio, Alzaga enuncia el de hacer recaer los nombramientos en personas de singularísimo prestigio, y tener muy presente que es básico para la consolidación de nuestra democracia que las sentencias del Tribunal Constitucional alcancen un nivel remarcable de calidad técnico-jurídica y estén por encima de toda sospecha de disciplina partidaria. Junto a ello, conviene no olvidar que el derecho constitucional es una ciencia, que encierra una técnica más compleja de lo que a primera vista pudiera pensarse y, por tanto, es absolutamente ineludible que entre los miembros del Tribunal haya auténticos especialistas. 261 D’Orazio, Giustino, op. cit., nota 39, p. 954. 257 258

EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL

391

riedad de las diferentes profesiones, estima, no sin razón a nuestro juicio, que los inconvenientes que se derivarían de una rígida proporcionalidad (sobre todo a la hora de la elección) en la composición del Tribunal serían superiores a las ventajas, que la proporcionalidad reporta. 262 En cualquier caso, la realidad no corrobora empíricamente ese principio de equilibrio entre las distintas profesiones. Ello, por otro lado, no es peculiar de España, sino que es algo común a la mayoría de los Tribunales Constitucionales europeos, uno de cuyos rasgos, en lo que a su composición se refiere, es el predominio entre sus miembros de los profesores de universidad. En 1959, el norteamericano Taylor Cole ya ponía de relieve la referida circunstancia; en relación a los Tribunales Constitucionales de Austria, República Federal Alemana e Italia, Cole escribía: 263 “In the three countries, provissions are made for the appointment to the Courts of practicing judges and high administrative officials, as well as professors of law”, para, más adelante, añadir: “Indeed, the substantial percentage of professors on all of the Courts reflects the long-established practice in continental European countries to look toward the universities in making high judicial appointments”. Un cuarto de siglo más tarde, Favoreu 264 se refería a tal rasgo, considerando que lo que era cierto hace veinticinco años, lo es aún más hoy en día, ya que todas las jurisdicciones constitucionales cuentan con profesores de universidad entre sus miembros. “Ceci —añadirá Favoreu—265 n’est pas une coïncidence. A notre avis, il y a là la manifestation (sans doute même consciente) de ce que, en Europe, les professeurs des Facultés de droit et de sciences politiques, jouent un rôle en relation avec leur indépendance intellectuelle et morale” Pues bien, en España, este dato no sólo se verifica empíricamente, sino que aparece de modo muy significativo, con tonalidades muy acusadas. Veamos al efecto un cuadro relativo a las profesiones de las personas que hasta la fecha han sido magistrados del Tribunal.

Aragón Reyes, Manuel, op. cit., nota 21, p. 178. Cole, Taylor, “Three Constitutional Courts: a comparison”, The American Political Science Review, vol. LIII, núm. 4, diciembre 1959, pp. 963 y ss.; en concreto, p. 968. 264 Favoreu Louis, op. cit., nota 103, pp. 1147 y ss.; en concreto , p. 1193. 265 Ibidem, p. 1194. 262 263

Tribunal Constitucional (1980-1989) Magistrados

Origen de la propuesta

Nombramiento

Cese

Profesión/función

Manuel Díez de Velasco Vallejo

Congreso

Real Decreto 303/1980, del 14 de febrero (BOE del 22 de febrero)

Real Decreto 353/1986, del 21 de febrero (BOE del 22 de febrero)

Profesor de universidad

Aurelio Menéndez Menéndez

Congreso

Real Decreto 308/1980, del 14 de febrero (BOE del 22 de febrero)

Francisco Rubio Llorente

Congreso

Real Decreto 309/1980, del 14 de febrero (BOE del 22 de febrero)

Real Decreto 810/1992, del 2 de julio (BOE del 6 de julio)

Profesor de universidad

Francisco Tomás y Valiente

Congreso

Real Decreto 310/1980, del 14 de febrero (BOE del 22 de febrero)

Real Decreto 809/1992, del 2 de julio (BOE del 6 de julio)

Profesor de universidad

Gloria Begué Cantón

Senado

Real Decreto 302/1980, del 14 de febrero (BOE del 22 de febrero)

Real Decreto 173/1989, del 21 de febrero (BOE del 22 de febrero)

Profesor de universidad

Luis Díez-Picazo y Ponce de León

Senado

Real Decreto 304/1980, del 14 de febrero (BOE del 22 de febrero)

Real Decreto 174/1989, del 21 de febrero (BOE del 22 de febrero)

Profesor de universidad

Manuel GarcíaPelayo y Alonso

Senado

Real Decreto 305/1980, del 14 de febrero (BOE del 22 de febrero)

Real Decreto 354/1986, del 21 de febrero (BOE del 22 de febrero)

Profesor de universidad

Ángel Latorre Segura

Senado

Real Decreto 307/1980, del 14 de febrero (BOE del 22 de febrero)

Real Decreto 175/1989, del 21 de febrero (BOE del 22 de febrero)

Profesor de universidad

Profesor de universidad

Continuación Magistrado

Origen de la propuesta

Nombramiento

Cese

Profesión/función

Jerónimo Arozamena Sierra

Gobierno

Real Decreto 301/1980, del 14 de febrero (BOE del 22 de febrero)

Real Decreto 355/1986, del 21 de febrero (BOE del 22 de febrero)

Magistrado

Rafael GómezFerrer Morant

Gobierno

Real Decreto 306/1980, del 14 de febrero (BOE del 22 de febrero)

Real Decreto 356/1986, del 21 de febrero (BOE del 22 de febrero)

Profesor de universidad

Ángel Escudero del Corral

C.G.P.J.

Real Decreto 2514/1980, del 7 de noviembre (BOE del 19 de noviembre)

Real Decreto 357/1986, del 21 de febrero (BOE del 22 de febrero)

Magistrado

Plácido Fernández Viagas

C.G.P.J.

Real Decreto 2514/1980, del 7 de noviembre (BOE del 19 de noviembre)

Antonio Truyol y Serra

Congreso

Real Decreto 52/1981, del 9 de enero (BOE del 14 de enero)

Real Decreto 849/1986, del 28 de junio (BOE del 4 de julio)

Profesor de universidad

Francisco Pera Verdaguer

C.G.P.J.

Real Decreto 59/1983, del 15 de enero (BOE del 17 de enero)

Real Decreto 358/1986, del 21 de febrero (BOE del 22 de febrero)

Magistrado

Jesús Leguina Villa

Congreso

Real Decreto 361/1986, del 21 de febrero (BOE del 22 de febrero)

Real Decreto 811/1992, del 2 de julio (BOE del 6 de julio)

Profesor de universidad

Magistrado

Continuación Magistrado

Origen de la propuesta

Nombramiento

Fernando GarcíaMon y GonzálezRegueral

Senado

Real Decreto 362/1986, del 21 de febrero (BOE del 22 de febrero)

Luis Ma. López Guerra

Gobierno

Real Decreto 363/1986, del 21 de febrero (BOE del 22 de febrero)

Real Decreto 523/1995, del 7 de abril (BOE del 8 de abril)

Profesor de universidad

Miguel RodríguezPiñero y BravoFerrer

Gobierno

Real Decreto 364/1986, del 21 de febrero (BOE del 22 de febrero)

Real Decreto 522/1995, del 7 de abril (BOE del 8 de abril)

Profesor de universidad

Carlos de la Vega Benayas

C.G.P.J.

Real Decreto 365/1986, del 21 de febrero (BOE del 22 de febrero)

Real Decreto 525/1995, del 7 de abril (BOE del 8 de abril)

Magistrado

Eugenio Díaz Eimil

C.G.P.J.

Real Decreto 366/1986, del 21 de febrero (BOE del 22 de febrero)

Real Decreto 524/1995, del 7 de abril (BOE del 8 de abril)

Magistrado

Fernando GarcíaMon y GonzálezRegueral

Senado

Real Decreto 176/1989, del 21 de febrero (BOE del 22 de febrero)

José Luis de los Mozos y de los Mozos

Senado

Real Decreto 177/1989, del 21 de febrero (BOE del 22 de febrero)

Cese

Profesión/función

Abogado

Abogado

Real Decreto 813/1992, del 2 de julio (BOE del 6 de julio)

Profesor de universidad

Continuación Magistrado

Origen de la propuesta

Nombramiento

José Vicente Gimeno Sendra

Senado

Real Decreto 178/1986, del 21 de febrero (BOE del 22 de febrero)

Profesor de universidad

Álvaro Rodríguez Bereijo

Senado

Real Decreto 179/1986, del 21 de febrero (BOE del 22 de febrero)

Profesor de universidad

José Gabaldón López

Congreso

Real Decreto 850/1990, del 28 de junio (BOE del 4 de julio)

Pedro Cruz Villalón

Congreso

Real Decreto 816/1992, del 2 de julio (BOE del 6 de julio)

Profesor de universidad

Julio González Campos

Congreso

Real Decreto 817/1992, del 2 de julio (BOE del 6 de julio)

Profesor de universidad

Rafael de Mendizábal Allende

Congreso

Real Decreto 818/1992, del 2 de julio (BOE del 6 de julio)

Magistrado

Carlos Viver Pi-Sunyer

Congreso

Real Decreto 819/1992, del 2 de julio (BOE del 6 de julio)

Profesor de universidad

José Gabaldón López

Senado

Real Decreto 820/1992, del 2 de julio (BOE del 6 de julio)

Magistrado

Cese

Real Decreto 812/1992, del 2 de julio (BOE del 6 de julio)

Profesión/función

Magistrado

Continuación Magistrado

Origen de la propuesta

Nombramiento

Manuel Jiménez de Parga y Cabrera

Gobierno

Real Decreto 528/1995, del 7 de abril (BOE del 8 de abril)

Profesor de universidad

Tomás Vives Antón

Gobierno

Real Decreto 529/1995, del 7 de abril (BOE del 8 de abril)

Profesor de universidad

Francisco Javier Delgado Barrio

C.G.P.J.

Real Decreto 530/1995, del 7 de abril (BOE del 8 de abril)

Magistrado

Enrique Ruiz Vadillo

C.G.P.J.

Real Decreto 531/1995, del 7 de abril (BOE del 8 de abril)

C.G.P.J.

Real Decreto 2064/1996, del 13 de septiembre (BOE del 16 de septiembre)

Pablo García Manzano



Cese



Real Decreto 1839/1996, del 24 de julio (BOE del 25 de julio)

Profesión/función

Magistrado

Magistrado

Nota: En la primera renovación parcial del Tribunal Constitucional, el Congreso de los Diputados, en su sesión plenaria celebrada el día 27 de septiembre de 1983 (D.S.C.D., II Legislatura, núm. 58, 27 de septiembre de 1983, pp. 2734 y 2735), acordaba renovar en bloque a los cuatro magistrados propuestos en 1980, esto es, a: Manuel Díez de Velasco, Antonio Truyol y Serra, Francisco Rubio Llorente y, Francisco Tomás y Valiente.

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Como revela con inequívoca nitidez el cuadro elaborado, de 1as treinta y tres personas que hasta el momento (enero de 1998) han integrado nuestro “intérprete supremo de la Constitución”, veintiuno han sido o son profesores de universidad de muy diversas disciplinas jurídicas, bien que con una acusada presencia de los profesores de derecho constitucional (seis en total); once han sido o son magistrados, y uno tan sólo abogado. Es decir, un 64% del total de integrantes del alto Tribunal han sido seleccionados de entre los profesores universitarios, circunstancia que supone un acentuamiento del que es un rasgo común del resto de los tribunales constitucionales europeos. En 1a composición inicial, la proporción era de nueve profesores universitarios frente a tres magistrados, relación que no se alteraría tras el cese (en un caso por renuncia y en otro por fallecimiento) de dos de los magistrados del Tribunal, ni tampoco tras la primera renovación parcial del Tribunal, dado que, como es sabido, los miembros que habían de ser renovados serían reelegidos en bloque. Las sucesivas renovaciones parciales no han alterado la correlación inmediatamente antes citada, de modo tal que, como regla general, puede afirmarse que de cada tres integrantes del alto Tribunal, dos son profesores de universidad y uno magistrado. Más aún, si prescindimos de las propuestas realizadas por el Consejo General del Poder Judicial, podemos constatar que si bien la totalidad de esas propuestas han recaído sobre magistrados, lo que es perfectamente coherente con el carácter de órgano de gobierno del Poder Judicial que tiene el Consejo, en contrapartida, el porcentaje de profesores universitarios resultante de las propuestas de los restantes órganos que intervienen en el proceso de selección de los jueces constitucionales se acentúa muy notablemente. Así, de las veinticinco personas propuestas por el Congreso, el Senado, y el gobierno, nada menos que veintiuna serían profesores de universidad, esto es, un 84% del total de los propuestos. Ello da una idea del predominio del profesorado universitario en el acceso a este alto Tribunal. En el periodo que media entre la terminación de este estudio y la redacción de estas letras, unos cinco año, puede decirse que se ha acentuado de modo significativo la presencia de magistrados de la jurisdicción ordinaria en el Tribunal Constitucional bien que, pese a ello, el componente de los profesores universitarios siga siendo mayoritario.

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Nos encontramos, en definitiva, con la circunstancia de que en España el peso específico de los profesores universitarios es aún mayor que en el resto de los tribunales constitucionales europeos, en los que ya de por sí es bastante significativo. Nos bastará, a título comparativo, con aportar algunos de los datos expuestos por Favoreu, 266 quien, con datos del año 1984, revelaba que en el BVerfG cinco magistrados sobre un total de dieciséis eran profesores de universidad; seis sobre quince lo eran en Italia; cinco sobre trece en Portugal, y uno sobre nueve en Francia. Sin embargo, en relación con este último país, el propio autor manifestaba que esa circunstancia era algo anormal, dado que lo normal en el “ Conseil” era que de los nueve miembros electivos, dos-tres fueran profesores universitarios. Como puede comprobarse, es muy nítido el acentuamiento en el seno de nuestro supremo intérprete de la Constitución del peso específico de los miembros de los cuerpos docentes universitarios. “C’est en quelque sorte un record européen”, dirá al respecto Pierre Bon. 267 Para concluir nuestro análisis de las categorías profesionales de entre las que deben seleccionarse los miembros del Tribunal Constitucional, debemos ocuparnos con brevedad de esa exigencia constitucional de que todos los miembros del Tribunal sean juristas. ¿Qué debe entenderse por ello?, ¿debe identificarse esa exigencia con el requisito de hallarse en posesión del título de licenciado en derecho? Sánchez Agesta 268 ha interpretado tal exigencia en el sentido de que la condición de jurista supone un título académico, cuyo nivel no se indica, que hoy habrá que referir a la licenciatura. Rubio y Aragón 269 advierten, por el contrario, acerca de que la designación se debe hacer de entre titulados en derecho o en ciencias políticas, condición que curiosamente no viene explicitada en la Constitución, pero sin la cual parece difícil adquirir prestigio como jurista. Tomás Villarroya, 270 en relación con el precepto del Anteproyecto de Constitución, estimaba que todos los

266 267 268 269 270

Favoreu, Louis, op. cit., nota 103, p. 1194. Bon, Pierre, op. cit., nota 13, pp. 17 y ss.; en concreto, p. 50. Sánchez Agesta, Luis, op. cit., nota 243, p. 377. Rubio Llorente, Francisco y Aragón Reyes, Manuel, op. cit., nota 80, p. 851. Tomás Villarroya, Joaquín, op. cit., nota 6, p. 204.

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vocales del Tribunal habrían de estar en posesión, al menos, del título de licenciado en derecho. 271 Por nuestro 1ado, cremos de interés atender al significado del término jurista. De conformidad con el Diccionario de la Real Academia Española, 272 jurista es la “...persona que estudia o profesa la ciencia del derecho”. De su acepción literal es claro que no se deriva la consideración de “jurista” tan sólo de quien se halla en posesión del título de licenciado en derecho. Esto, desde lego, será lo normal, pero nos hallamos en presencia de una regla que admite excepciones. Y la praxis puede ponernos ante supuestos de salvedades concretas, cual sucedería, por ejemplo, en el caso de profesores de universidad del área disciplinar “derecho constitucional” que no fuesen licenciados ni doctores en derecho, sino en ciencias políticas, supuesto verdaderamente real. En definitiva, pues, de la condición de “jurista” no debe inferirse, como exigencia ineludible, la de ser licenciado en derecho, aunque esta circunstancia sea la normal en la enorme mayoría de los casos. VII. La segunda de las condiciones constitucionalmente establecidas es la de la reconocida competencia, que se predica respecto de los juristas. No basta con ser juristas, sino que se ha de gozar de una “reconocida competencia”. Estamos ante una determinación tan imprecisa como inútil. Y en este juicio existe asimismo unanimidad (con alguna aislada excepción) por parte de la doctrina. Alzaga 273 entiende que no estamos ante un criterio objetivo, por lo que no hay otro reconocimiento de competencia que obtener el nombramiento por las mayorías de los órganos constitucionalmente predeterminados, en lo que coincide Garrido Falla 274 cuando significa que la apreciación de la competencia siempre tendrá una buena dosis de subjetivismo. Ruiz Lapeña275 ve en esa referencia un concepto tan elástico como impreciso que alude, de forma indirecta, al prestigio que ha de rodear al Tribunal Constitucional y que precisa, a priori, estar presente en cada 271 También Pérez Tremps ( op. cit., nota 28, p. 255) ve en la expresión la exigencia de que los candidatos a integrarse como miembros del Tribunal sean licenciados en derecho. 272 Real Academia Española, Diccionario de la Lengua Española, 20a. ed., Madrid, 1984, t. II, p. 805. 273 Alzaga Óscar, op. cit., nota 23, p. 920. 274 Garrido Falla, Fernando, op. cit., nota 4, p. 2346. 275 Ruiz Lapeña, Rosa, op. cit., nota 122, pp. 379 y ss.; en concreto, p. 385.

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uno de sus miembros. Y Pérez Tremps significa que el concepto de reconocida competencia no es fiscalizable jurídicamente. 276 Así lo entendemos igualmente por nuestra parte. Por ello, pensamos que es una determinación un tanto inútil. Es cierto que algún autor, 277 tras admitir que no se trata de un requisito fácil de delimitar, ha considerado que el problema se traslada a la determinación de quién es el titular legitimado para efectuar dicha acreditación. A juicio del propio autor, el reconocimiento de esa condición se produce de forma sucesiva, ya que lo deben apreciar los órganos legitimados para efectuar las propuestas y, especialmente, el propio Tribunal, en virtud de lo establecido en los artículos 2o. y 10 de su Ley Orgánica. Sin embargo, personalmente diferimos de esa interpretación. Es cierto que el artículo 2.1. g) de la LOTC atribuye al Tribunal Constitucional la competencia final para conocer: “De la verificación de los nombramientos de los Magistrados del Tribunal Constitucional, para juzgar si los mismos reúnen los requisitos requeridos por la Constitución y la presente Ley”. Y también lo es que el artículo 10.f) de la propia Ley Orgánica precisa algo más sobre la precedente competencia al atribuirla al Pleno del Tribunal. Ahora bien, este control del Tribunal respecto a la regularidad de los nombramientos de los jueces constitucionales debe circunscribirse a la verificación de los requisitos subjetivos positivos, de tipo general (ciudadanía española, hallarse en el goce de los derechos civiles y políticos) y de tipo particular (pertenencia a alguna de las categorías profesionales enumeradas por la Constitución por un periodo de tiempo superior a los quince años), así como a los requisitos negativos (no encontrarse incurso en alguna circunstancia de inelegibilidad o incompatibilidad). Ahora bien, cremos con D’Orazio, bien que éste se refiera a la Constitución italiana —y aun a sabiendas de que el artículo 135 de la misma no contempla ninguna previsión similar a la exigencia de “reconocida competencia”—, que “in ogni caso, il criterio in base al quale va condotto l’accertamento o la verifica è esclusivamente giuridico e di legittimità. E pertanto esclusa ogni valutazione di merito in ordine così all’op276 277

Pérez Tremps, Pablo, op. cit., nota 28, vol. I, pp. 255 y 256. Álvarez Conde, Enrique, op. cit ., nota 27, p. 491.

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portunità dell’elezione o della nomina di questo o quel soggetto, come ai meriti o alla preparazione professionale o scientifica del giudice ...' . 278 En definitiva, no parece en modo alguno procedente que el Tribunal entre a valorar cuestiones de mérito u oportunidad en los nombramientos, y aunque la expresión “reconocida competencia' se juridifica, se incorpora al texto constitucional, ello no la convierte en fiscalizable jurídicamente. Por todo ello, podemos concluir significando que este requisito se entenderá cumplido por el mero hecho de que un candidato logre ser propuesto por un órgano competente por la mayoría en cada caso requerida. Desde el anterior punto de vista, la condición de la “reconocida competencia', por su propio carácter un tanto etéreo, operará de modo muy relativo y tan sólo en el primer momento del proceso de propuesta, no desde luego en la segunda etapa del mismo, esto es, en el momento de verificación del cumplimiento de los requisitos constitucionalmente exigidos. Basta, pues, con que los diputados o senadores, por poner un ejemplo, que presentan a un candidato constaten que tal persona cumple con esa exigencia de la “reconocida competencia' para que el requisito constitucional se entienda satisfecho. En todo caso, es preciso indicar, por último, que, como parece obvio, la condición a que venimos refiriéndonos deberá ser apreciada no en abstracto, ni tampoco en relación con la personalidad del candidato, sino, de modo específico, en atención a la actuación del candidato a magistrado del Tribunal Constitucional a lo largo de, como mínimo, esos quince años de vida profesional que la Constitución le exige. Como al efecto indican Rubio y Aragón, 279 es cierto que la Constitución no precisa que el prestigio —más bien la competencia— haya de haberse adquirido precisamente mediante el ejercicio de alguna de estas profesiones, pero es muy difícil alcanzarlo por otras vías. VIII. La tercera de las condiciones exigibles constitucionalmente es la del plazo de quince años de ejercicio profesional o en activo en la respectiva función (artículo 18 de la LOTC). Esta exigencia se orienta a garantizar una madurez y experiencia profesional mínimas. Sin embargo, su conveniencia ha sido cuestionada desde perspectivas diferentes. 278 279

D’Orazio, Giustino, op. cit., nota 39, p. 952. Rubio Llorente, Francisco y Aragón Reyes, Manuel, op. cit., nota 80, p. 852.

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Así, de un lado, se ha dudado de si es necesaria respecto de quienes han demostrado su capacidad mediante pruebas objetivas. Alzaga, 280 en esta dirección, se pregunta si la antigüedad de quince años debía haber sido tan sólo exigida respecto de los abogados, porque los magistrados, fiscales y profesores universitarios han acreditado ya suficientemente su preparación en las oposiciones a ingreso en sus respectivos cuerpos. Bien es verdad que el propio autor, a renglón seguido, reconoce que por encima de una disposición tan abstracta, la prudencia aconseja que estas designaciones para cargo de tanta responsabilidad se lleven a cabo entre especialistas con dilatada experiencia. En todo caso, conviene recordar a este respecto, una vez más, que el artículo 135 de la Constitución italiana —en el que (recordémoslo una vez más) se ha visto el antecedente de la previsión que nos ocupa— circunscribe la exigencia de un determinado periodo de ejercicio en el cargo (veinte años) a los abogados, excluyendo de tal requisito a las otras dos categorías profesionales que contempla (magistrados de las jurisdicciones superiores y profesores ordinarios de universidad). De otro lado, la condición que analizamos ha sido cuestionada con base en criterios puramente ideológicos, al entender que se trata de un requisito puramente conservador, esto es, que propicia una configuración presumiblemente conservadora del futuro Tribunal. En tal sentido se manifiestan Ruiz Lapeña 281 y también Serrano Martín, 282 quien añade que no tiene por qué relacionarse la edad de los magistrados con la capacidad y los conocimientos profesionales. Frente a la absurda tesis precedente, otro sector de la doctrina 283 estima que la exigencia de los quince años no tiene por qué suponer necesariamente la introducción de un elemento conservador en la composición del Tribunal, bien que entienda que, aunque el problema no tiene mayor trascendencia, constituye un límite superfluo y criticable. Por nuestra parte, pensamos que en modo alguno puede verse en la exigencia objeto de análisis un tamiz ideológico. No hay datos empíricos que permitan concluir afirmando —como regla general— que los magistrados de mayor edad son más conservadores que los de menor número de años. Creemos que son dos circunstancias entre las que es en 280 Alzaga, Óscar, op. cit., nota 23, p. 920. 281 Ruiz Lapeña, Rosa, op. cit ., nota 122, p. 385. 282 Serrano Martín, Francisco, op. cit., nota 24, pp. 481 y ss.; 283 Álvarez Conde, Enrique, op. cit ., nota 27, pp. 490 y 491.

en concreto, p. 485.

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extremo dificultoso establecer una vinculación en abstracto y con pretensiones de pauta general; por el contrario, la exigencia temporal se une al requisito de la reconocida competencia para, de este modo, perfilarse como un refuerzo de la garantía técnica ínsita en la necesidad de que sólo aquellas personas que pertenezcan a unas determinadas categorías profesionales puedan acceder al Tribunal Constitucional. 284 Es cierto que, como la doctrina ha puesto de relieve, quizá hubiera debido exonerarse del requisito en cuestión a quienes hubieran demostrado su capacidad mediante pruebas objetivas. Ahora bien, por nuestro lado, pensamos que incluso en esos casos el requisito temporal tiene un sentido. Y es que este requisito viene a introducir un elemento de objetivación —todo lo discutible que se quiera, pero objetivo al fin y al cabo— en esa exigencia de reconocida competencia, que es mucho más difícil de objetivar por sí sola. No queremos con ello decir que la competencia es fruto tan sólo del mero devenir del tiempo, pero qué duda cabe que para gozar de esa reconocida competencia hará falta que la persona en cuestión venga desempeñando su función durante un amplio periodo de tiempo. Quizá desde esta perspectiva, válida tanto para los magistrados y fiscales como para los profesores de universidad y los funcionarios, cobre sentido este requisito temporal. Desde otra perspectiva, conviene tener presente que ni la Constitución ni la LOTC exigen una edad mínima para el acceso al Tribunal, como sucede, por ejemplo, en Austria (treinta y cinco años) 285 o en la República Federal Alemana (cuarenta años). 286 Desde este punto de vista, el requisito temporal de los quince años de ejercicio profesional se convierte en una especie de sustitutivo de la exigencia de una edad mínima, garantizando una cierta madurez por parte de quienes se incorporen al órgano encargado, entre otras relevantes funciones, de velar por la constitucionalidad de las leyes. La exigencia que estamos contemplando plantea dos problemas interpretativos de cierta importancia práctica, a los que vamos a referirnos finalmente.

Análoga postura sostiene Pablo Pérez Tremps (op. cit., nota 28, p. 255). Cfr. respecto a Austria, Öhlinger, Theo, op. cit., nota 83, pp. 535 y ss.; en concreto, p. 555. 286 Con carácter general, bien que al hilo de la referencia efectuada en torno a Francia, cfr. Favoreu, Louis, op. cit., nota 170, pp. 5 y ss.; en concreto, pp. 74-79. 284 285

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A) El primero de esos problemas es el de discernir a qué ha de entenderse referido el plazo de quince años: al cargo concreto que habilita para acceder al Tribunal o, por el contrario, a la genérica función que se ejerce (carrera judicial, carrera docente...). Es claro, a nuestro modo de ver, que ese plazo de quince años ha de computarse atendiendo no de modo específico al cargo, sino, mucho más genéricamente, a la función que habitualmente se ejerce. El inciso final del artículo 18 le la LOTC (“más de quince años de ejercicio profesional o en activo en la respectiva función”) parece inequívocamente conducir a la interpretación precedente, que, por lo demás, es la única que posibilita una solución equitativa para todas las categorías enumeradas por la Constitución. Como se ha puesto de relieve por la doctrina, 287 una solución contraria significaría penalizar a los magistrados que, frente a los otros profesionales y funcionarios, verían alargada en no pocos años la edad mínima necesaria para incorporarse al Tribunal Constitucional, ya que, en tal hipótesis, a los magistrados no podrían computárseles como años de ejercicio los servidos como jueces. B) El segundo problema atañe a si los quince años de ejercicio de una profesión o función han de entenderse referidos a cada una de esas profesiones o funciones, independientemente, o al conjunto de las mismas. Ya nos hemos referido con anterioridad a cómo la precisión final del artículo 18 de la LOTC (“en la respectiva función”) ha venido a suscitar este problema interpretativo, propiciando que un sector de la doctrina entienda que en el referido precepto late la necesidad de un cómputo separado del periodo de ejercicio de la profesión o función en cada categoría. Dicho de otro modo, si una persona ha desempeñado a lo largo de su vida varias de las funciones enumeradas por el artículo 159.2, con arreglo al precepto legal, el cómputo de los quince años debería hacerse con independencia para cada función, no pudiendo sumarse los periodos de tiempo de ejercicio de funciones diferentes. Tal es la tesis que defiende Almagro Nosete, 288 quien entiende que el artículo 18 de la LOTC aclara que no pueden sumarse a los efectos del cómputo de los quince años el tiempo empleado en distintas actividades de las que permiten el acceso a la condición de magistrado del Tribunal Constitucional, pues la frase “en la respectiva función” indica que se 287 Tal sucede, entre otros, con Rubio, Francisco y Aragón, Manuel, op. cit., nota 80, p. 852. 288 Almagro Nosete, José, op. cit., nota 30, p. 76.

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requiere que todo el tiempo exigido se haya desarrollado en relación con una misma función. Por nuestro lado, aún pudiendo estar de acuerdo en que una interpretación estrictamente literal de la norma podría conducir a la tesis anteriormente sustentada, cremos que no sólo el iter legislativo del precepto no avala dicha conclusión, sino que una interpretación de este sesgo conduce a un absurdo y, desde luego, desvirtúa el sentido último desde el que deben comprenderse los requisitos de cualificación profesional constitucionalmente exigidos. Porque, ¿se verá afectada esa cualificación por el hecho de que una persona totalice los quince años necesarios sumando periodos de tiempo correspondientes al ejercicio de funciones dispares: magistratura, cátedra...? No sólo estimamos que debe responderse negativamente, sino que, más aún, creemos que esa persona es muy posible que reúna una experiencia aún más enriquecedora para el más adecuado ejercicio de su ulterior función de magistrado constitucional. Por cuanto acabamos de advertir, no podemos por menos de mostrar nuestra identificación con la postura explicitada por Rubio y Aragón, 289 quienes, atendiendo a la circunstancia de que el paso de una profesión a otra es frecuente entre nosotros, consideran que debería haberse aceptado claramente la posibilidad de que los quince años de ejercicio se entendieran referidos al conjunto de las profesiones o funciones enumeradas. Rubio y Aragón, ven en la fórmula legal del artículo 18 de la LOTC una fórmula equívoca, pese a lo cual, y teniendo en cuenta especialmente la única finalidad que cabe atribuir a la exigencia temporal de los quince años de ejercicio profesional (que no puede ser otra que la de asegurar la competencia jurídica), se decantan por la conveniencia de interpretar que el requisito de la antigüedad debe entenderse cumplido tanto cuando a la largo de quince años se han desempeñado varias de las profesiones enumeradas, como cuando se ha permanecido durante todo el tiempo en el ejercicio de sólo una de ellas. Por nuestro lado, insistiendo en lo ya expuesto, pensamos que la inmediatamente antes esbozada es la única interpretación lógica y coherente con la finalidad que persigue la exigencia constitucional. Consecuentemente, este criterio debe prevalecer, pese a la equivocidad del artículo 18 de la LOTC, bastando para ello con que así se admita por el propio Tribunal Constitucional, que es quien, como ya hemos reseñado, 289

Rubio, Francisco y Aragón, Manuel, op. cit., nota 80, pp. 852 y 853.

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está capacitado en exclusiva para efectuar las correspondientes acreditaciones, esto es, para juzgar si los nombramientos de magistrados se ajustan a los requisitos requeridos por la Constitución y por su propia Ley Orgánica (artículo 2.1.g y artículo 10.1 de la LOTC). Esta última competencia del órgano titular de la justicia constitucional en España encuentra su precedente más directo en el artículo 2o. de la Ley Constitucional italiana número 2, del 22 de noviembre de 1967 (Disposizioni sulla Corte costituzionale), por mor del cual: “E competenza della Corte costituzionale accertare l’esistenza dei requisiti soggettivi di ammissione dei propri componenti e dei cittadini eletti dal Parlamento ai sensi dell’ultimo comma dell’articolo 135 Cost., deliberando a maggioranza assoluta dei suoi componenti”. Aunque D’Orazio, 290 al comparar el precepto transcrito con las disposiciones italianas anteriores a la reforma constitucional de 1967, constata una reductio potestatis de la Corte, es lo cierto que ésta aún sigue siendo la única competente para verificar la existencia de 1os requisitos subjetivos de admisión de los propios componentes, competencia que ha reproducido sustancialmente para nuestro Tribunal Constitucional su propia Ley Orgánica, y que implica, y ello es importante subrayarlo, un mecanismo de salvaguarda de la independencia del Tribunal, bien que, desde luego, el criterio con base al cual deba conducirse esa verificación sea exclusivamente jurídico, excluyendo cualquier valoración en orden al mérito u oportunidad de la propuesta de un magistrado. 291 4. El estatuto jurídico de los magistrados constitucionales El estatuto jurídico de los integrantes del Tribunal Constitucional aparece delineado en sus grandes trazos por los apartados cuarto y quinto del artículo 159 de nuestra lex superior, que a su vez han sido desarrollados por los artículos 19 a 26 de la LOTC. Nuestra norma suprema proclama como eje sobre el que se vertebra el estatuto jurídico de los magistrados constitucionales los principios de independencia e inamovilidad, lo que, por otra parte, constituye una obviedad, pues es difícil pensar en el ejercicio de cualquier función jurisdiccional digna de tal nombre al margen de tales principios; la justicia 290 D’Orazio, Giustino, op. cit., nota 39, p. 951. 291 En análogo sentido se manifiesta Giustino D’Orazio

( ibidem, p. 952).

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no puede administrarse sino por jueces y magistrados independientes e inamovibles (a la par que responsables), sujetos únicamente al imperio de la ley, como se encarga de precisar el artículo 117.1 de la misma Constitución. El principio de independencia se vincula a un conjunto de principios y garantías, de entre los que asume un papel relevante la existencia de un estricto régimen de incompatibilidades que coadyuva muy positivamente a garantizar el principio de independencia judicial, en cuanto priva al juez de vinculaciones y nexos respecto de otros poderes o intereses que pudieran comprometer aquella independencia. No es de extrañar, por ello mismo, que el constituyente, al margen ya del reconocimiento solemne de la independencia e inamovilidad de los miembros del Tribunal Constitucional en el ejercicio de su función, se haya hecho eco tan sólo de las causas de incompatibilidad que deben afectar a la condición de magistrado constitucional, dejando al legislador orgánico la regulación precisa de cuantos restantes aspectos contribuyen a perfilar el estatuto jurídico de los jueces constitucionales. El principio de independencia no es reiterado expresamente por la LOTC, quizá por haberse entendido en sede orgánica que la referencia del artículo 1. 1, en el sentido de que el Tribunal Constitucional, como intérprete supremo de la Constitución, es independiente de los demás órganos constitucionales y está sometido sólo a la Constitución y a su Ley Orgánica, era suficiente, aunque, como bien señalara Almagro Nosete, 292 la independencia predicada como cualidad abstracta de la jurisdicción nada significa si no se asegura en concreto la independencia de los miembros que desempeñan el oficio jurisdiccional. No hubiera, pues, resultado ocioso reiterar el principio constitucional de independencia de los miembros del Tribunal. En todo caso, esta omisión puede entenderse subsanada tanto por la existencia de la norma constitucional como por el hecho de que la propia Ley Orgánica 2/1979 regula en detalle un conjunto de garantías y de principios con los que se asegura la independencia de los magistrados constitucionales. La garantía de inamovilidad, el principio de inviolabilidad, la independencia económica y el régimen de incompatibilidades son otros tantos instrumentos que se orientan a hacer efectiva aquella independencia, cuya finalidad última es conseguir que los magistrados ejerzan su fun292

Almagro Nosete, José, op. cit., nota 30, p. 86.

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ción de acuerdo con el principio de imparcialidad, lo que a su vez justifica la existencia de un deber de abstención y de un derecho de recusación. En último término, la independencia encuentra su necesario contrapeso en el principio de responsabilidad. Si a todo ello unimos el principio de dignidad, inherente a la función que los magistrados constitucionales han de desempeñar, que encuentra su correlato en el privilegio de fuero, tendremos enumerados los rasgos de caracterización del estatuto jurídico de los miembros del Tribunal Constitucional, rasgos en cuyo análisis vamos ahora a detenernos. A. El principio de independencia: la inamovilidad Como recuerda Fairen, 293 aunque el problema de la independencia judicial ha sido estudiado en un doble aspecto (el de la organización y el de la función), toda la doctrina ha destacado, como garantía fundamental de la independencia judicial, el principio de inamovilidad de jueces y magistrados, destinado a favorecer su fuerza de resistencia frente al Ejecutivo. La permanencia en el oficio, a salvo del peligro de ceses en el cargo o suspensiones en el desempeño de la función de carácter arbitrario, sigue constituyendo un instrumento esencial de salvaguarda de la independencia judicial, que es de aplicación igualmente a los magistrados del Tribunal Constitucional. La LOTC, alineándose en una dirección similar a la que sigue en Italia la Ley Constitucional número 1, del 9 de febrero de 1948 (artículo 3o.), prescribe (artículo 22) que los magistrados constitucionales “serán inamovibles y no podrán ser destituidos ni suspendidos sino por algunas de las causas que la ley establece”. El principio de inamovilidad exige que las causas de cese de los magistrados estén enunciadas por la ley, tasadas y sujetas en cuanto a su verificación a un procedimiento regular y predeterminado. Algo similar puede decirse respecto de la posible suspensión de los jueces constitucionales. Pues bien, el artículo 23 de la LOTC enumera las circunstancias que llevan consigo el cese de los integrantes del Tribunal Constitucio-

293 Fairén Guillén, Víctor, Estudios de derecho procesal civil, penal y constitucional, Madrid, Edersa, 1983, p. 81.

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nal, reservando asimismo la potestad de decretar la vacante o cese en el cargo al presidente del Tribunal o a éste en Pleno, según los supuestos. En los casos de renuncia aceptada por el presidente del Tribunal, expiración del plazo de nombramiento y fallecimiento, el cese o vacante se decretará por el presidente, mientras que corresponderá al Tribunal en pleno decidir por mayoría simple en los supuestos en que los magistrados incurran en alguna causa de incapacidad de las previstas para los miembros del Poder Judicial, o cuando se vieren afectados por un supuesto de incompatibilidad sobrevenida. Finalmente, será asimismo competencia del Pleno del Tribunal, bien que esta vez se requiera una mayoría de las tres cuartas partes de sus miembros, decretar el cese de un magistrado en los tres supuestos siguientes: a) cuando dejare de atender con diligencia los deberes de su cargo; b) cuando violare la reserva propia de su función, y c) cuando hubiere sido declarado responsable civilmente por dolo o condenado por delito doloso o por culpa grave. En relación con el primero de estos tres supuestos, sólo cabe decir que el legislador, con buen criterio, se ha abstenido de enumerar las circunstancias que caben dentro de este apartado, lo que se contrarresta con la exigencia de una mayoría tan elevada como las tres cuartas partes de los magistrados del Tribunal, esto es, un total de nueve, que habrán de estar de acuerdo acerca de la existencia de una falta de diligencia, que lógicamente habrá de ser grave y reiterada. Respecto al segundo supuesto, la violación de la reserva propia de la función, cabría decir algo similar a lo anterior. El deber de dignidad exigible a cualquier magistrado constitucional en el ejercicio de su función lleva consigo una obligación de reserva que afecta tanto a los propios juicios y opiniones como a los de los restantes magistrados. La vulneración de este deber podrá revestir grados diversos; no de todos se derivará idéntica responsabilidad; en cualquier caso, en la exigencia de una mayoría tan aplastante como la prevista por el artículo 23.2 de la LOTC, en orden a hacer efectivo el cese, puede hallarse la mejor garantía de que la previsión del propio artículo 23.1 será ponderadamente interpretada. Nos resta, finalmente, referirnos al tercer supuesto, que contempla como causa de cese la existencia de una sentencia firme de condena por delito doloso, culpa grave o responsabilidad civil dolosa. Hemos de comenzar significando que si bien la LOTC no distingue entre delitos cometidos con ocasión o en el ejercicio del cargo de otros delitos, es per-

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fectamente comprensible que condenas por sentencia firme de esta naturaleza operen, en cargos de la relevancia de los que analizamos, como causa de cese, con independencia de que la comisión del delito o el hecho de incurrir en responsabilidad civil dolosa se haya producido con ocasión o no del ejercicio del cargo. Por ello mismo, lo que no se comprende fácilmente es la sujeción del cese en estos supuestos a una decisión del Pleno del Tribunal adoptada con arreglo a un quorum tan cualificado. Entendemos que la responsabilidad dolosa o la comisión de un delito debían desencadenar automáticamente el cese como magistrado constitucional, bastando con que el mismo fuese decretado por su presidente. Almagro Nosete ha aventurado 294 que quizá con esta exigencia lo que el legislador desee es evitar que un poder se entrometa en otro por una vía indirecta, esto es, instaurar un juicio de oportunidad, pese a la condena, en torno al cese. Sin embargo, como el propio autor avanza, de la redacción del precepto no se desprende con claridad esta idea, que, por lo demás, aun siendo el objetivo perseguido, no nos parece admisible, pues resulta un tanto irreal que pueda pretender atentarse contra la independencia del Tribunal Constitucional por medio de una condena injusta a uno de sus miembros. Como corolario último del principio de inamovilidad, el artículo 24 de la LOTC contempla las circunstancias en que, como medida previa, cabe la suspensión en el cargo de un magistrado constitucional, determinando asimismo a quién compete decidir acerca de la suspensión y el procedimiento a seguir a tal efecto. La suspensión es una medida cautelar y por ello mismo circunscrita temporalmente. El precepto en cuestión restringe los supuestos en que puede ser acordada la suspensión al caso de procesamiento, esto es, al supuesto en que se dicte auto de procesamiento contra un magistrado constitucional, resolución que ha de ser adoptada, a tenor del artículo 26 de la propia LOTC, por la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, así como a aquellas circunstancias en que se entienda necesaria la suspensión por el tiempo indispensable para resolver sobre la concurrencia de alguna de las causas de cese establecidas en el artículo 23. Aunque la ley se remite genéricamente a las “causas de cese”, no haciendo dis-

294

Almagro Nosete, José, op. cit., nota 30, p. 93.

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tingo alguno entre ellas, parece claro que habrán de ser excluidas las dos primeras, esto es, la renuncia y la expiración del plazo de nombramiento. La suspensión, al igual que el cese o, en otra perspectiva, la verificación de nombramientos de los magistrados, ha de ser decidida por el Pleno del Tribunal, requiriéndose el voto favorable de una mayoría muy cualificada: las tres cuartas partes de sus miembros, circunstancia que contribuye a salvaguardar adecuadamente el principio de inamovilidad y, por ende, el de independencia de 1os magistrados constitucionales. B. El principio de independencia: la inviolabilidad El principio de independencia es asimismo protegido a través de otros instrumentos jurídicos, entre los que destaca la garantía de inviolabilidad. A ella se refiere el artículo 22 de la LOTC cuando afirma que los magistrados del Tribunal Constitucional “no podrán ser perseguidos por las opiniones expresadas en el ejercicio de sus funciones”. El precepto anterior nos recuerda al artículo 5o. de la Ley Constitucional italiana número 1, del 11 de marzo de 1953, que declara que los jueces de la Corte no pueden ser perseguidos ni son responsables “per le opinioni espresse e i voti dati nell’esercizio delle loro funzioni”; como puede constatarse, la inviolabilidad cubre en Italia no sólo las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones por los jueces de la Corte, sino también los votos emitidos por aquéllos. En todo caso, es obvio que, a la vista de nuestra legislación, los términos en que se reconoce la inviolabilidad no pueden ser interpretados en su pura literalidad y que, por ello mismo, también los votos de los magistrados, en cuanto expresión formal de unas opiniones y posturas previas, quedan al amparo de la garantía de inviolabilidad. Pensar otra cosa sería hipotecar por entero el principio de independencia. 295 Si la inviolabilidad es, pues, contemplada en la Ley reguladora del Tribunal, no encontramos, por el contrario, ninguna referencia a la garantía de inmunidad, de la que, por ejemplo, gozan los jueces de la 295 Es de interés recordar que el artículo 28 del Proyecto de LOTC reproducía el texto italiano y hablaba de que los magistrados no podrían ser perseguidos por las opiniones expresadas y los votos emitidos en el ejercicio de sus funciones. Sin embargo, y aunque ninguna enmienda se manifestara en tal sentido, la cierto sería que la Ponencia, en su Informe, suprimiría toda referencia a los votos emitidos en el ejercicio de sus funciones.

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“ Corte Costituzionale ”, respecto de los cuales el artículo 3o. de la Ley Constitucional número 1, del 9 de febrero de 1948, les reconoce la inmunidad prevista por la Constitución para los miembros de las dos Cámaras, correspondiendo la concesión de la correspondiente autorización para su procesamiento penal o su detención a la misma Corte. No deja de ser anómalo este silencio, que aún resulta más significativo si se atiende a que la Ley Orgánica 6/1985, del Poder Judicial, dedica un capítulo (el 3o. del título II) a la inmunidad judicial, prescribiendo su artículo 398 que los jueces y magistrados en servicio activo sólo podrán ser detenidos por orden de juez competente o en caso de flagrante delito, debiendo darse cuenta de toda detención, por el medio más rápido, al presidente del Tribunal o de la Audiencia de quien dependa el juez o magistrado. De otro lado, es de interés recordar que en el iter legislativo del Proyecto de Ley Orgánica del Tribunal se intentó introducir la garantía de inmunidad procesal, pretensión que no habría de prosperar. 296 C. El principio de independencia: la independencia económica Puede considerarse opinión doctrinal unánime que las previsiones legales referidas a las retribuciones de los magistrados constitucionales se enmarcan plenamente dentro de las garantías de que se rodea el principio de independencia judicial. Es más, el mismo principio de dignidad inherente a la función que los magistrados constitucionales ejercen reclama una retribución adecuada. Así lo prevé de modo explícito el artículo 402.1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, a cuyo tenor: “El Estado 296 El artículo 29 del Proyecto (que se limitaba a reservar a la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo la competencia para procesar, enjuiciar y exigir la responsabilidad penal de los magistrados) fue objeto de las enmiendas números 23 y 246 (de los Grupos Socialista y Comunista, respectivamente), que preveían la necesidad de una previa autorización del Pleno del Tribunal Constitucional para el inculpamiento, procesamiento o enjuiciamiento en materia penal de los miembros del Tribunal. Esta previsión no sería admitida por la Ponencia, y las enmiendas serían finalmente retiradas en el Pleno del Congreso. Aunque una enmienda socialista en el Senado (la núm. 113) insistiría en la misma pretensión, lo cierto es que el texto que habría de convertirse en el definitivo artículo 26 de la LOTC sería el presentado por la enmienda número 23 del Grupo Parlamentario de U.C.D. En el Informe de la Ponencia del Senado se argumentaría, muy discutiblemente, a nuestro modo de ver, que la institución del suplicatorio había estado ligada históricamente tan sólo a los miembros de las Cámaras, lo que impedía proyectarla hacia otras personas.

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garantiza la independencia económica de los jueces y magistrados mediante una retribución adecuada a la dignidad de la función jurisdiccional”. El derecho comparado corrobora esta apreciación, y así, el artículo 6o. de la Ley Constitucional italiana número 1, de 1953, prescribe que la retribuciones de los jueces de la Corte “non può essere inferiore a quella del più alto magistrato della giurisdizione ordinaria, ed è determinata con legge”. 297 D’Orazio 298 destaca al efecto que la retribución de los jueces constitucionales se garantiza en su límite mínimo per relationem. Por lo demás, el artículo 12 de la Ley número 87, del 11 de mayo de 1953, estipula que: “Los jueces de la ‘Corte Costituzionale’ tendrán, todos por igual, una retribución correspondiente a la totalidad de todos los emolumentos que perciba el magistrado de la jurisdicción ordinaria investido de las más altas funciones. Al presidente corresponderá, además, una indemnización en concepto de gastos de representación, equivalente a un quinto de la retribución”. Nuestra normativa legal, a diferencia de la italiana, no contempla de modo específico la remuneración de los magistrados constitucionales, limitándose a prever en un precepto (el artículo 25) la compensación económica que se ha de otorgar a los integrantes del Tribunal cuando, cumpliendo determinados requisitos, cesen en su cargo. Esa compensación consiste en mantener al juez constitucional durante un año el sueldo equivalente al que percibía cuando cesó, siempre y cuando hubiere desempeñado el cargo durante un mínimo de tres años. Esta “remuneración de transición” se complementa con la previsión legal de un régimen de derechos pasivos específico que se tiene en cuenta respecto de aquellos magistrados que procedan de un cuerpo funcionarial con derecho a jubilación, que computa, a efectos de la determinación de sus haberes pasivos, tanto el tiempo de permanencia en el cargo como el total de las remuneraciones que hayan correspondido al magistrado constitucional durante el último año.

297 Sandulli, Aldo M., “La giustizia costituzionale in Italia”, Giurisprudenza Costituzionale, Milán, año sexto, Giuffré, 1961, pp. 830 y ss., en concreto p. 835, considera el tratamiento económico que los jueces reciben como “a garanzia della loro indipendenza”. 298 D’Orazio, Giustino, op. cit., nota 39, p. 968.

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D. El régimen de incompatibilidades El apartado cuarto del artículo 159 de nuestra lex legum enumera un conjunto de funciones y actividades cuyo ejercicio es incompatible con la condición de miembro del Tribunal Constitucional, 299 para, a renglón seguido, en el párrafo subsiguiente, precisar que, “en lo demás, los miembros del Tribunal Constitucional tendrán las incompatibilidades propias de los miembros del Poder Judicial”. La doctrina300 ha leido este precepto en orden inverso, entendiendo que, a tenor del mismo, los magistrados constitucionales tendrán las incompatibilidades propias de los miembros del Poder Judicial más las que expresamente se señalan en el precepto en cuestión. Sin embargo, si se atiende al hecho de que la mayoría de las causas de incompatibilidad enunciadas por el artículo 159.4 son aplicables a los jueces y magistrados (salvo, claro es, el ejercicio de las carreras judicial y fiscal), y que sólo hallamos una diferencia significativa: la condición de magistrado constitucional incompatibiliza con el desempeño de funciones directivas en un partido político o en un sindicato y con el empleo al servicio de los mismos, mientras que la condición de juez, magistrado o fiscal supone un endurecimiento del régimen de incompatibilidades en este punto concreto, pues a estos últimos les está vedada la pertenencia a partidos o sindicatos, tal y como precisa el artículo 127 de la Constitución; si atendemos, pues, a estas dos razones, llegamos con facilidad a la conclusión de que la pretensión última del constituyente con el artículo 159.4 ha sido la de marcar una separación fundamental entre los miembros de la jurisdicción ordinaria y los magistrados constitucionales en relación con su posible afiliación a partidos políticos o sindicatos. Aunque no faltan autores que entienden que una fórmula unitaria hubiera sido más conveniente, pues ninguna razón científica justifica un trato diferenciado, 301 es lo cierto que esa sensibilidad política que inelu299 A tenor del artículo 159.4, “la condición de miembro del Tribunal Constitucional es incompatible: con todo mandato representativo; con los cargos políticos o administrativos; con el desempeño de funciones directivas en un partido político o en un sindicato y con el empleo al servicio de los mismos; con el ejercicio de las carreras judicial y fiscal, y con cualquier actividad profesional o mercantil. En lo demás, los miembros del Tribunal Constitucional tendrán las incompatibilidades propias de los miembros del Poder Judicial”. 300 Garrido Falla, F., op. cit., nota 4, p. 2347. 301 Almagro Nosete, José, op. cit., nota 30, p. 79.

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diblemente requiere un magistrado constitucional, pues viene exigida por las propias peculiaridades de la hermenéutica constitucional, explica esta diferenciación. Es claro que, en todo caso, un magistrado constitucional accederá a su cargo no por su afiliación a un partido, sino por su cualificación profesional. Lo contrario, esto es, el nombramiento de miembros del Tribunal Constitucional en función de criterios únicamente políticos, en orden a la búsqueda no de una independencia de juicio, sino de una neutralización de intereses partidistas, supondría la absoluta desnaturalización de un órgano que está llamado a cumplir una tan decisiva función en orden al equilibrio armónico del conjunto del sistema. Por lo demás, cremos que la interdicción del artículo 159.4 debe entenderse en un sentido amplio; bien podría aplicársele, como ha defendido la doctrina italiana, 302 en relación con el derecho positivo que rige este tema, 303 un principio “di corretezza costituzionale” de conformidad con el cual se impone la suspensión de toda actividad y manifestación inherente al status de afilado, la sustracción de todo vínculo no sólo sustancial, sino también formal, con el fin de tutelar no sólo la independencia del magistrado constitucional, sino también el prestigio del órgano y la misma confianza del ciudadano. En definitiva, la afiliación a un partido no debe impedir la independencia e imparcialidad respecto del mismo. La LOTC ha endurecido notablemente, como bien señalaran Rubio y Aragón, 304 el estatuto de los magistrados en una cuestión que, no siendo estrictamente una incompatibilidad de presente, sí lo es de futuro; se trata de la inhabilitación a perpetuidad para actuar como abogados ante el Tribunal Constitucional, que afecta a quienes hubieren sido magistrados. o letrados del mismo (artículo 81.3 de la LOTC), y que si bien encontraría justificación razonable al circunscribirse a un determinado periodo de tiempo, inmediatamente ulterior al cese como magistrado, carece de toda justificación al concebirse como inhabilitación perpetua. Además de tal determinación, el artículo 19.1 de la LOTC desarrolla las revisiones del artículo 159.4 de la Constitución, ampliando algunos puntos y precisando otros. Así, comienza señalando la incompatibilidad Sandulli, Aldo M., op. cit., nota 38, p. 46. A tenor del artículo 8o. de la Ley 87, de 11 de marzo de 1953, “ I giudici della Corte non possono svolgere attività inerente ad una associazione o partito politico”. 304 Rubio Llorente, Francisco y Aragón Reyes, Manuel, op. cit., nota 80, pp. 854 y 855. 302 303

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con el cargo de defensor del pueblo, así como con el de diputado o senador, bien que haya que entender que no sólo esos cargos representativos, sino cualesquiera otros (a nivel local, provincial, autonómico, etcétera), son incompatibles con la condición de miembro del Tribunal, pues el artículo 159.4 la incompatibiliza con todo mandato representativo. En tal sentido hay que entender que se pronuncia la LOTC cuando precisa que la incompatibilidad con cualquier cargo político o administrativo se extenderá con independencia de que ese cargo lo sea del Estado, las Comunidades Autónomas, las provincias u otras entidades locales. El ejercicio de la carrera judicial y fiscal se amplía a todo empleo en los tribunales y juzgados de cualquier orden jurisdiccional. Por último, la prohibición de no desempeño de funciones directivas en partidos y sindicatos (o de empleo al servicio de los mismos) se amplía a las asociaciones, fundaciones y colegios profesionales. El inciso final del artículo 19.1, en sintonía con el párrafo último del artículo 159.4, extiende a los magistrados constitucionales las incompatibilidades propias de los miembros del Poder Judicial, reguladas por los artículos 389 y siguientes de la Ley Orgánica 6/1985, del Poder Judicial. Prácticamente, existe una coincidencia generalizada entre unas y otras incompatibilidades. Si acaso, destacaríamos la prohibición de todo tipo de asesoramiento jurídico, sea o no retribuido (artículo 389.7), la interdicción de toda función que implique intervención directa en sociedades o empresas mercantiles (artículo 387.9) y , por último, la compatibilidad que se establece a modo de excepción (frente a la compatibilidad que se establece, a modo de excepción (frente a la incompatibilidad con todo empleo, cargo o profesión retribuida), respecto de la docencia o investigación jurídica, así como en relación a la producción y creación literaria, artística, científica y técnica. Como es regla habitual en los supuestos de incompatibilidad, la ley permite (artículos 19.2 de la LOTC) que el magistrado propuesto que esté incurso en alguna causa de incompatibilidad disponga de un plazo de diez días (los inmediatamente sucesivos a la propuesta) para que pueda cesar en el cargo o actividad incompatible, siempre con anterioridad a su toma de posesión. Si no lo hiciere, se sobrentiende que no acepta el cargo de magistrado constitucional.

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E. Los principios que rigen el ejercicio de la función: imparcialidad y dignidad El artículo 22 de la LOTC determina que los magistrados del Tribunal Constitucional ejercerán su función de acuerdo con los principios de imparcialidad y dignidad inherentes a la misma. Estos principios no pueden en modo alguno considerarse como meras abstracciones, pues de ellos se derivan unas importantes consecuencias jurídicas. Es claro que la independencia, como derecho del juez, pretende conseguir que éste actúe con verdadera imparcialidad; de ahí que, en cierto modo, una contrapartida de la misma nos venga dada por el principio de responsabilidad. De otro lado, ese principio de imparcialidad justifica la existencia de un deber de abstención y de un derecho de recusación, respecto de los cuales el artículo 80 de la LOTC prescribe que se apliquen con carácter supletorio los preceptos de la Ley Orgánica del Poder Judicial y de la Ley de Enjuiciamiento Civil. La Ley Orgánica del Poder Judicial ha englobado en un solo capítulo (el 5o. del título II del libro III) la regulación del régimen jurídico de la abstención y recusación; los artículos 219 y 220 enumeran las causas de abstención y, en su caso, de recusación. El magistrado en quien concurra alguna de ellas se abstendrá del conocimiento del asunto sin esperar a que se le recuse, comunicándolo a la Junta de Gobierno del Tribunal. En cuanto a la recusación, que deberá proponerse tan pronto como se tenga conocimiento de la causa en que se funde, será competente para conocer de ella el Pleno del Tribunal (artículo 10. h de la LOTC), no cabiendo recurso alguno contra la decisión del mismo. El segundo de los principios que debe guiar al juez constitucional en el ejercicio de su función es el de dignidad, exigido por la propia dignidad de la función jurisdiccional, en conexión con la cual se sitúa la exigencia de una retribución económica adecuada (principio de independencia económica, ya analizado) y el privilegio de fuero, contemplado por el artículo 26 de la LOTC, a cuyo tenor: “La responsabilidad criminal de los magistrados del Tribunal Constitucional sólo será exigible ante la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo”. Este privilegio de fuero se conecta asimismo con el principio anterior de imparcialidad, pues el bien jurídico que con él tiende a tutelarse no es

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otro que el de conseguir recta e imparcial justicia. 305 Se trata de evitar, de un lado, que el titular de un oficio público tan trascendental pueda verse expuesto a un proceso penal que aparezca como resultante de meras maniobras o ardides, y de otro, que la alta cualificación del cargo pueda dificultar, llegado el momento del procesamiento, la independencia del juzgador. La LOTC circunscribe el privilegio a la responsabilidad criminal, no distinguiendo entre conductas delictivas cometidas con ocasión del ejercicio del cargo o al margen del mismo, por lo que unas y otras caen dentro del ámbito de este privilegio. Al circunscribirlo a la responsabilidad criminal y al ser factible, obviamente, la exigencia de una responsabilidad civil por dolo (contemplada por el artículo 23.1 de la misma LOTC como causa de cese de los magistrados constitucionales), la Ley Orgánica 2/1979 dejaba abierta una laguna, que ha sido rellenada por el artículo 56 de la Ley Orgánica 6/1985, que atribuye a la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo, entre otras, la competencia para conocer de las demandas de responsabilidad civil por hechos realizados en el ejercicio de su cargo dirigidas contra los magistrados del Tribunal Constitucional. Con ello, quedan lógicamente cubiertas las distintas facetas que ampara el privilegio de fuero. F. El principio de responsabilidad Si el principio de independencia es esencial para el recto ejercicio de toda función jurisdiccional, el principio de responsabilidad aparece como la contrapartida inexcusable de aquél. La Constitución no se refiere de modo explícito al principio de responsabilidad de los magistrados constitucionales, aunque sí lo hace respecto de los jueces y magistrados (artículo 117. 1) de la jurisdicción ordinaria, y no vemos razón alguna para que puedan los primeros quedar exentos de la responsabilidad dimanante del ejercicio independiente de su función. La LOTC, como ya hemos visto, alude a la responsabilidad criminal en su artículo 26, y en el artículo 23 se refiere a la responsabilidad civil

305 En análogo sentido se manifiesta José Almagro Nosete en su obra , Justicia constitucional, cit., nota 30, p. 98.

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dolosa, admitiéndola de modo indirecto, al contemplarla como causa determinante del cese de un magistrado constitucional. Nada se dice, por el contrario, acerca de la responsabilidad disciplinaria, o sea, aquélla en que pueden incurrir los jueces y magistrados por la comisión de faltas que afectan al ius iurisdictionis; en relación con los magistrados constitucionales, entendemos con Almagro Nosete 306 que en cuanto estas faltas pueden contrariar el principio de dignidad inherente a su función, una de cuyas manifestaciones es el estricto cumplimiento de las obligaciones inherentes a su estatuto, tales faltas deben entrañar una responsabilidad disciplinaria. El artículo 15 de la LOTC atribuye al presidente del Tribunal el ejercicio de las potestades administrativas sobre el personal del Tribunal, y es evidente que entre estas potestades se encuentra la potestad sancionadora por los incumplimientos disciplinarios que se produzcan. Es verdad que al referirse la ley al ejercicio de las potestades administrativas sobre el personal del Tribunal parece estar excluyendo a los magistrados. Sin embargo, a nuestro modo de ver, esta relativa inconcreción pareciera desaparecer en alguna medidad si atendemos al Reglamento de Organización y Personal del Tribunal, aprobado por Acuerdo del 15 de enero de 1981 (BOE del 2 de febrero). El artículo 5o. de este Reglamento atribuye al presidente del Tribunal, con carácter general, la competencia de promover y, en su caso, ejercer la potestad disciplinaria, que no queda circunscrita, consecuentemente, al personal al servicio del Tribunal (aun cuando el Reglamento lo sea de organización y personal). Por lo demás, parece razonable pensar que si determinados incumplimientos de sus obligaciones pueden desencadenar el cese como magistrado a tenor del artículo 23, es factible que se produzcan otros incumplimientos de menor gravedad que, sin dar lugar al cese, sí exijan algún tipo de sanción disciplinaria. Es evidente que estamos contemplando supuestos muy excepcionales, pero no por ello deben ser obviados. En cualquier caso, si este ejercicio de potestades disciplinarias por parte del presidente del Tribunal respecto de los magistrados que lo integran puede suscitar, y suscita, dudas serias, no nos cabe duda de que, por lo menos, el Pleno del Tribunal debiere poder ejercer sobre los miembros del órgano esas facultades disciplinarias cuya manifestación extrema sería decidir el cese del magistrado que deje de atender con diligencia los deberes pro306

Ibidem, p. 88.

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pios del cargo. Pero si quien puede lo más debe poder lo menos, parece lógico pensar que antes de llegar a esa medida extrema, de cese del magistrado no diligente, el Pleno pueda adoptar algún otro tipo de medida discipinaria menos severa. III. B IBLIOGRAFÍA ABRAHAM , Henry J., The Judicial Process (An Introductory Analysis of the Courts of the United States, England and France) , 7a. ed., Nueva York, Oxford, Oxford University Press, 1998. AGÚNDEZ , Antonio, “Repercusiones de la Constitución de 1978 en el derecho procesal”, en F ERNÁNDEZ , Tomás Ramón (coord.), Lecturas sobre la Constitución española , Madrid, Universidad Nacional de Educación a Distancia, 1978, t. II ALCALÁ -ZAMORA Y CASTILLO , Niceto, Significado y funciones del Tribunal de Garantías Constitucionales, Madrid, Reus, 1933. ALMAGRO NOSETE , José, “El derecho procesal en la nueva Constitución”, Revista de Derecho Procesal Iberoamericana, núm. 4, 1978. ———, Justicia constitucional (Comentarios a la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional), Madrid, 1980. ———, “Poder Judicial y Tribunal de Garantías en la nueva Constitución”, en F ERNÁNDEZ , Tomás Ramón (coord.), Lecturas sobre la Constitución española, Madrid, Universidad Nacional de Educación a Distancia, 1978, t. I. ALONSO GARCÍA , Enrique, “El Tribunal Constitucional austriaco”, El Tribunal Constitucional, Madrid, Dirección General de lo Contencioso del Estado-Instituto de Estudios Fiscales, 1981, vol. I. ÁLVAREZ CONDE , Enrique, El régimen político español, 2a. ed., Madrid, Tecnos, 1985. ALZAGA , Óscar, La Constitución española de 1978 . Comentario sistemático, Madrid, Ediciones del Foro, 1978. ANGELICI , Mario, La giustizia costituzionale, Milán, Giuffrè, 1974, 2 vols. ARAGÓN REYES , Manuel, “El control de constitucionalidad en la Constitución Española de 1978”, Revista de Estudios Políticos, nueva época, núm. 7, 1979.

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I. Esbozo histórico de la representación política

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1. Del mandato imperativo al mandato representativo . . . 440 2. La crisis del mandato representativo . . . . . . . .

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446

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II. El constitucionalismo de la segunda posguerra y la cláusula de interdicción del mandato imperativo . . . . . . . . . . . .

459

III. La interdicción del mandato imperativo en el ordenamiento constitucional español 466 .

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EL PODER LEGISLATIVO

PARTIDOS POLÍTICOS, REPRESENTACIÓN PARLAMENTARIA E INTERDICCIÓN DEL MANDATO IMPERATIVO*

I. ESBOZO HISTÓRICO DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA Uno de los más comunes principios del constitucionalismo de nuestro tiempo es el de la interdicción del mandato imperativo, principio, como es bien sabido, que trae su causa de la concepción liberal burguesa de la democracia representativa, circunstancia que, a la par, explica el porqué de su generalización que apenas sí encuentra otras salvedades en la actualidad que las de: el recall, contemplado a nivel de algunos Estados norteamericanos, y el Abberufungsrecht de determinados cantones suizos, excepciones éstas a las que hay que añadir las contempladas en algunas Constituciones latinoamericanas, siendo el caso más significativo el de la Constitución Política de la República de Panamá de 1972, reformada en 1978 y 1983, cuyo artículo 145 habilita de modo taxativo a los partidos políticos para la revocación del mandato de los legisladores principales o suplentes que hayan postulado, sujetando tal posibilidad a una serie de requisitos, siendo en todo caso de notar que la renuncia expresa y escrita al partido es causa que habilita a este último para la revocación. 1 Con todo, las escasas salvedades al principio antes referido no hacen sino confirmar la regla general de vigencia del principio representativo * Ponencia presentada al Coloquio Internacional sobre “El Poder Legislativo en la actualidad”, organizado por el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México y la Cámara de Diputados del Honorable Congreso de la Unión. Ciudad de México, mayo de 1994. 1 Algunas otras Constituciones latinoamericanas prevén la posibilidad de pérdida por los congresistas de su investidura (artículo 183 de la Constitución de Colombia de 1991) en ciertos supuestos. También la Constitución de Chile de 1980 (en su artículo 57) contempla determinadas circunstancias que desencadenan el cese en su cargo por parte del diputado o senador incurso en ellas.

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tal y como fuera formulado en los inicios del constitucionalismo liberal, circunstancia que demanda ineludiblemente la comprensión del instituto en su perspectiva histórica. 1. Del mandato imperativo al mandato representativo La estructura de los parlamentos medievales, 2 que, con escasas variantes, va a llegar al antiguo régimen, se caracterizaba por su carácter estamental, asentándose la representación en las técnicas propias del derecho privado, características del contrato de mandato. Esta representación aparece perfectamente delimitada tanto en sus sujetos como en sus contenidos y extensión, como bien ha recordado De Vega. 3 En relación con aquéllos, el representante actuaba sólo en nombre de las personas, municipios o corporaciones que lo designaban, no como mandatario de la universitas del pueblo, representación esta última que tan sólo correspondía al monarca. En cuanto al contenido y extensión de la representación, viene delimitado por los denominados cahiers d’instructions , que acotan los márgenes dentro de los cuales el representante puede ejercer su mandato, en el bien entendido de que el desbordamiento de tales límites implica no sólo una responsabilidad patrimonial del propio mandatario, sino la revocación de su mandato. Esta técnica de representación, que no es sino la propia de lo que se conoce como un mandato imperativo, perdurará por varios siglos, siendo finalmente sustituida por la del mandato representativo, que supone una radical mutación de los principios en que se asienta aquélla. El tránsito de uno a otro modelo va a acontecer tanto en Inglaterra como en Francia, si bien, en uno y otro caso se producen diferencias

2 No faltan autores, como es el caso de Duguit, que entienden que en la Edad Media la idea de representación, que traía su causa del derecho romano, desapareció, no siendo posible encontrar los elementos de un régimen representativo sino hasta el momento de constitución del Parlamento en Inglaterra, o hasta aquel otro, en Francia, en que se regulariza la institución de los Estados Generales, pudiéndose recordar como arquetípica, a tal efecto, la reunión de los Estados Generales en Tours en el año 1484. Duguit, Leon, Traité de droit constitutionnel , II, 3a. ed., París, E de Boccard, 1928, pp. 640 y 641. 3 Vega, Pedro de, “Significado constitucional de la representación política”, Revista de Estudios Políticos , nueva época, núm. 44, marzo-abril de 1985, pp. 25 y ss.; en concreto, p. 26.

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significativas, como ya reflejara Jellinek, 4 y entre nosotros FernándezCarvajal. 5 En Inglaterra, el empirismo, que está en la base misma de la evolución de su constitucionalismo, explica también este devenir histórico. La idea de que todo inglés estaba representado en el Parlamento, y por tanto presente por medio de su representante, fue ya expresada de una manera muy clara por Sir Thomas Smith bajo el reinado de Isabel I, en su De Republica Anglorum . Ya antes exigían los reyes en sus cartas de convocatoria del Parlamento que los elegidos llevasen amplios poderes ita quod pro defectu hujusmodi potestatis negotium infectum non remaneat. Durante la Revolución puritana, el Agreement of the People (1653) presuponía que los representantes tenían la suprema confianza ( the supreme trust) en el orden al cuidado del conjunto: “ The supreme trust in order to preservation of the whole; and that their power extend without the consent or concurrence of any other person or persons ”. En 1774, Edmund Burke, en su celebérrimo “Discurso a los electores de Bristol”, sostendría rotundamente el principio de absoluta libertad de los diputados respecto de sus electores. Burke, desde luego, admite que el representante debe tener en cuenta la opinión de los electores, pero no sujetar su juicio maduro a los deseos particulares y criterios menos meditados de aquéllos. Como señalara Friedrich, 6 en su “Discurso” Burke enunciaba la concepción idealista de la representación política. A su juicio, el Parlamento no era un congreso de embajadores de intereses diferentes y hostiles, intereses que cada uno de sus miembros hubiera de sostener, como agente y abogado, contra otros agentes y abogados, sino que, bien al contrario, el Parlamento era una asamblea deliberante de una nación, con un interés: el de la totalidad; donde, por lo mismo, deben guiar no los intereses y prejuicios sociales, sino el bien general resultante de la razón general del todo. La presentación de una opinión por los electores debía no sólo alegrar a los representantes, sino ser considerada por éstos con la máxima atención, pero unas instrucciones au4 Jellinek, Georg, Teoría general del Estado, traducción de Fernando de los Ríos de la 2a. ed. alemana (del año 1905), Buenos Aires, Editorial Albatros, 1981, pp. 433435. 5 Fernández-Carvajal, Rodrigo, La representación política en la actualidad, Murcia, 1970. 6 Friedrich, Carl Joachmin, Gobierno constitucional y democracia, II, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1975, p. 25.

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toritarias, unos mandatos que el representante hubiera de emitir ciegamente, aun siendo contrarios a la más clara convicción de su juicio y conciencia, eran algo, según Burke, totalmente desconocido por las leyes inglesas. En definitiva, el mandato representativo aparece en Inglaterra como la consecuencia lógica del desarrollo de la democracia representativa y como resultado de las disfuncionalidades que para la misma tenía el mandato imperativo. Por el contrario, como señala De Vega, 7 en Francia, el mandato representativo no se presenta como el mero correlato técnico de una conquista política previamente lograda, sino que se involucra en las luchas y tensiones por el establecimiento de la democracia representativa frente a los esquemas políticos del antiguo régimen. Recordemos que ya la Enciclopedia, publicada como es sabido entre 1751 y 1765, recogería la voz “Representantes”, 8 artículo sin firma cuya probable autoría corresponde al barón d’Holbach, refiriéndose al efecto a los “representantes de una nación”, ciudadanos escogidos que en un gobierno moderado están encargados por la sociedad de hablar en su nombre, de estipular sus intereses, de impedir que se la oprima, de participar en la administración. Condorcet, en su “Essai sur la Constitution et les fonctions des Assemblées provinciales” (1788), se inclinaba de modo inequívoco por el mandato representativo frente al mandato imperativo. 9 Habrá que esperar al Reglamento electoral, aprobado por una Ordenanza del 24 de enero de 1789, llamado en principio a favorecer a la burguesía, 10 para poder constatar por vez primera la oposición regia a la estrecha sujeción de los representantes a los cahiers, 11 rechazo que se explica con toda nitidez en la sesión del 23 de junio de 1789 —que, por otra Vega, Pedro de, op. cit. , nota 3, p. 28. Diderot-D’Alembert, La Enciclopedia (selección de voces), Madrid, Guadarrama, 1969, pp. 228-242. 9 Acerca de sus tesis, cfr. Torres del Moral, Antonio, “Democracia y representación en los orígenes del Estado constitucional”, Revista de Estudios Políticos , núm. 203, septiembre-octubre de 1975, p. 145 y ss.; en concreto, pp. 167-171. 10 En tal sentido se manifiesta Albert Soboul, La Revolución Francesa, Madrid, Tecnos, 1a. ed., 4a. reimpr., 1983, p. 97. 11 El artículo 45 de la Ordenanza prescribía que: “...les pouvoirs dont les députés seront munis devront être généraux et suffisants pour proposer, remontrer, aviser et consentir, ainsi qu’il est porté aux lettres de convocation”. 7 8

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parte, y a juicio de Tulard, 12 marca el fin del absolutismo—, en la que no sólo se anulan las limitaciones que pesaban sobre los representantes, sino que se prohíbe con vistas al futuro todo mandato imperativo. 13 Cabe recordar ahora la importancia que en este cambio del modelo de mandato tendría la doctrina sentada por el abate Emmanuel-Joseph Sieyès, quien, en su celebérrima obra Qu’est-ce que le Tièrs état?, 14 tras interrogarse acerca de lo que era una nación, respondía: “Un corps d’associés vivant sous une loi commune et représentés par la même législature”, 15 para añadir más adelante: “une loi commune et une représentation commune, voilà ce qui fait une nation”. 16 Entiende Sieyès 17 que a toda comunidad de asociados le es preciso una voluntad común: “Il faut à la communauté une volonté commune; sans l’unité de volonté elle ne parviendrait point à faire un tout voulant et agissant”. Ahora bien, los asociados son demasiados numerosos y están distribuidos sobre una superficie demasiado dilatada para ejercer fácilmente ellos mismos su voluntad común. ¿Qué hacer? Confiar el ejercicio de todo lo que es necesario para proveer a los ciudadanos públicos a una porción de la voluntad nacional. Esta voluntad común representativa es una porción de la gran voluntad común nacional, ejerciéndola los delegados no como un derecho propio, sino como el derecho de los otros, o lo que es igual, la voluntad común no es más que un mandato. 18 Para Sieyès, constituye una máxima indiscutible la necesidad de no reconocer la voluntad común más que en la opinión de la mayoría, de donde se sigue que son los representantes del “tercer estado” o “estado llano” los verdaderos depositarios de la voluntad nacional. 19 Considerados no como una clase, sino como la nación, los representantes del “tercer 12 Tulard, Jean et al., Historia y diccionario de la Revolución Francesa, Madrid, Cátedra, 1989, p. 46. 13 “Sa Majesté déclare, que dans les termes suivants des Etats généraux elle ne souffrira pas que les cahiers ou mandats puissent être jamais considérés comme impératifs; ils ne doivent être que des simples instructions confiées à la conscience et à la libre opinion des députés dont on aura fait choix”. 14 Sieyès, Enmanuel-Joseph, Qu’est-ce que le Tièrs état? , edic. crítica con introducción y notas de Roberto Zapperi, Genève, Librairie Droz, 1970. 15 Ibidem, capítulo I, p. 126. 16 Ibidem, capítulo II, p. 128. 17 Ibidem, capítulo V, p. 178. 18 Ibidem, capítulo V, p. 179. 19 Ibidem, capítulo VI, p. 201.

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estado” forman, según Sieyès, 20 toda la Asamblea Nacional; tienen todos los poderes, y “puisqu’ils sont seuls dépositaires de la volonté générale, ils n’ont pas besoin de consulter leurs commenttants sur une dissention qui n’existe pas”. La culminación de todo este proceso la encontramos en la Ley del 22 de diciembre de 1789, que, como advierte Jellinek, 21 afirma enérgicamente el concepto de la representación, rechazando definitivamente las instrucciones, así como el derecho de los electores de revocar el mandato de los diputados, 22 principios que serán incorporados a la Constitución francesa de 1791. Esta concepción de la representación política descansa, según Burdeau, 23 en cierta manera de entender la dignidad del elegido, si bien su entronque fundamental, su punto de partida hay que verlo en la concepción de la soberanía nacional. “Le régime représentatif —afirma Carré de Malberg, 24 siguiendo muy de cerca a Esmein y Duguit— prend son point de départ dans le système de la souveraineté nationale, comme aussi inversement la notion de souveraineté nationale aboutit essentiellement au gouvernement représentatif”. La consecuencia de todo este proceso será que los diputados pasen a representar al conjunto de la nación, no a una corporación o parte de la misma, y al unísono que dejen de estar sujetos a instrucción alguna, obrando en conciencia y, por lo mismo, no pudiendo ser revocados con anticipación al término de su mandato. Desde esta óptica, la funcionalidad de la interdicción del mandato imperativo será clara: impedir la vinculación jurídica de los representantes a una corporación con la subsiguiente plasmación, o peligro de que así pueda acontecer, por la Asamblea de una política clientelar, corporativa, circunstancia que se opondría frontalmente a la indivisibilidad de la soberanía, ya proclamada por

20 Ibidem, capítulo VI, p. 203. 21 Jellinek, Georg, op. cit., nota 4, p. 436. 22 En el artículo 8o. de la citada Ley determina

que: “Les représentants nommés à l’Assemblée Nationale par les départements ne pourront être regardés comme les représentants d’un département particulier, mais comme les représentants de la totalité des départements, c’est à dire de la nation entière”. 23 Burdeau, Georges, Droit constitutionnel et institutions politiques , 16a. ed., París, 1974, p. 131. 24 Carré de Malberg, René, Contribution à la Théorie générale de l’Etat , París, Recueil Sirey, 1922, t. II, p. 199.

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Rousseau, 25 de la que se había de derivar el rechazo de toda asociación parcial, 26 postulado con el que los revolucionarios franceses intentaron acabar con la jerarquía orgánica de los estamentos de la sociedad del antiguo régimen, y, en un momento ulterior, el mismo principio de rechazo de las asociaciones parciales justificará la desaparición de los antagonismos sociales en el seno del “tercer estado”, en beneficio de la nueva clase dominante, la burguesía. De esta forma, el 14 de junio de 179 1, día de la aprobación de la conocida Ley que lleva su nombre, Le Chapellier podrá decir en la Asamblea, sin protesta alguna: “Sin duda se ha de permitir que todos los ciudadanos se reúnan, pero no puede permitirse a los ciudadanos de determinadas profesiones reunirse para sus pretendidos intereses comunes. No existe ya corporación en el Estado; ya no existe sino el interés particular de cada individuo y el interés general”. En todo caso, la fórmula del mandato representativo, sobre la que descansa la representación política en el Estado liberal, no deja de ser, como bien pusiera de relieve Kelsen, 27 una ficción política por cuanto la independencia jurídica de los electos frente a los electores es incompatible con la representación legal. Si no hay ninguna garantía jurídica de que la voluntad de los electores sea ejecutada por los funcionarios electos, y éstos son jurídicamente independientes de los electores, no existe ninguna relación de representación o de mandato. Si pese a ello, se insiste en caracterizar al Parlamento de la democracia moderna como órgano “representativo”, prescribiéndose la interdicción del mandato imperativo es con base en la conveniencia de preconizar una ideología cuya función es ocultar la situación real y mantener la ilusión de que el legislador es el pueblo, a pesar de que, en realidad, la función del pueblo —o, dicho más concretamente, del cuerpo electoral— se encuentra limitada a la creación del órgano legislativo.

25 Rousseau, Jean Jacques, en el Contrato Social (Madrid, edición de Selecciones Austral, Espasa-Calpe, 1975, p. 52), en el inicio del capítulo segundo del título II, afirmaba que “por la misma razón que la soberanía no es enajenable es indivisible; porque la voluntad es general o no lo es”. 26 “Importa, pues, para poder fijar bien el enunciado de la voluntad general, que no haya ninguna sociedad parcial en el Estado y que cada ciudadano opine exclusivamente según él mismo”. Jean Jacques Rousseau, en el Contrato Social , capítulo tercero del título II, p. 55 de la edición citada en la nota inmediatamente anterior. 27 Kelsen, Hans, Teoría general del derecho y del Estado , traducción de Eduardo García Máynez, México, Imprenta Universitaria, 1949, p. 306.

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La ficción jurídica de la técnica de la representación ha encontrado su contrapunto en la operatividad política de la misma, que, como recuerda De Vega, 28 ha posibilitado la expresión y ritualización de los valores sociales colectivos y de los intereses comunes de la nación en que se plasma la unidad política de ésta. 2. La crisis del mandato representativo I. La crisis del Estado liberal, uno de cuyos hitos relevantes lo constituyen los sucesos revolucionarios de 1848, iba a impactar fuertemente sobre la propia concepción del mandato representativo. Por un lado, el sufragio censitario, clave de arco del dominio de la burguesía sobre la representación, cede paulatinamente el paso al sufragio universal, lo que a su vez se traduce, como advierte Garrorena, 29 en una modificación sustancial de la escala de la representación, lo que implica una fuerte afectación del ya por sí escaso contenido efectivo de la relación representativa. La universalización del sufragio no sólo propiciaría el acceso a la vida política de amplios sectores sociales otrora marginados de aquélla, sino que convertiría a los partidos políticos en verdaderos actores políticos. Ya en 1920 Kelsen 30 consideraría a los partidos políticos como uno de los elementos más destacados de la democracia real, por cuanto de ellos brota una parte muy esencial de la formación de la voluntad colectiva: la preparación decisiva para la dirección de aquella voluntad, proceso que encuentra un cauce regular en el Parlamento, en donde aflora. La democracia moderna, concluía Kelsen, puede decirse que descansa sobre los partidos políticos, cuya significación crece con el fortalecimiento progresivo del principio democrático. Dada esta realidad, Kelsen consideraría explicables las tendencias ya perceptibles en el momento en que esto escribe (la primera edición es de 1920, si bien en 1929 publicaría una segunda edición ampliada) hacia la inserción de los partidos en el umbral constitucional, tendencias, desde luego por aquel entonces De Vega, Pedro, op. cit. , nota 3, p. 33. Garrorena, Ángel, Apuntes para una revisión crítica de la teoría de la representación, en Garrorena, Ángel (ed.), El parlamento y sus transformaciones actuales , Madrid, Tecnos, 1990, pp. 27 y ss.; en concreto p. 44. 30 Kelsen, Hans, Wesen und Wert der Demokratie , J.C.B.Mohr, Tübingen, 1920; traducción española de Luis Legaz Lacambra, Esencia y valor de la democracia , Barcelona, Ediciones Guadarrama, 1977, pp. 35 y 36. 28 29

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no muy vigorosas, que venían a reflejar lo que en 1931 Mirkine-Guetzévitch 31 consideraría como principio de racionalización del Poder, que el propio autor identificaría con el principio de democracia y con el Estado de derecho. En definitiva, para Kelsen la conclusión era inequívoca: la democracia, necesaria e inevitablemente, requiere un Estado de partidos , 32 tesis que compartirían Thoma y Radbruch. 33 Bien es verdad que no faltarán sectores doctrinales contrarios a las tesis kelsenianas. Triepel puede ser considerado como el abanderado de los mismos, 34 si bien Koellreuter y Carl Schmitt 35 se situán en una dirección semejante. Para Triepel, los partidos políticos pertenecen a la esfera de la sociedad, pero no a la del Estado. Los partidos, a juicio de Triepel, se fundan en el egoísmo, por lo que repugna su inclusión en la comunidad orgánica del Estado. El Estado y los partidos se hallan en una contraposición esencial, por lo que afirmar que el Estado se estructura sobre los partidos es una afirmación jurídicamente insostenible. Además, para Triepel, el Estado de partidos es jurídicamente impensable mientras el parlamentarismo se mantenga sobre sus principios clásicos: representación inmediata de todo el pueblo por cada diputado, sólo responsable ante su conciencia, lo que, por tanto, excluye el mandato imperativo. Y ello es así por cuanto la realidad política del Estado de partidos es absolutamente contradictoria con aquellos principios, ya que dicho Estado entraña: dominación por los partidos del electorado, sustitución de la voluntad del representante por la de la fracción, vaciamiento de contenido de las instituciones parlamentarias ... 36 31 Mirkine-Guetzévitch, Boris, Modernas tendencias del derecho constitucional , Madrid, Editorial Reus, 1934, p. 43. 32 Kelsen, Hans, Esencia y valor de la democracia, cit., nota 30, p. 37. 33 Thoma, R., “Der Begriff der modernen Demokratie in seinem Verhältnis zum Staatsbegriff. Prologomena zu einer Analyse des demokratischen Staates der Gegenwart”, Hauptprobleme der Soziologie Erinnerungsgabe für Max Weber, München, 1923, vol. 2, pp. 37-64; Radbruch, G., “Die politischen Parteien System des deutschen Verfassungsrechts”, Handbuch des Deutschen Staatsrechts, Tübingen, 1930, vol. I. pp. 285294. Citados por García Pelayo, Manuel, El Estado de partidos, Madrid, Alianza Editorial, 1986, pp. 30 y 33. 34 Triepel, H., Die Staasverfassung und die politischen Parteien, Berlín, 1927. 35 Koellreuter, O., Die politischen Parteien in modernen Staate, Breslau, 1926; Schmitt, Carl, “Das Problem der innerpolitischen Neutralität des Staates”, en Verfassungsrechtliche Aufsätze , Berlín, 1958, citados por García Pelayo, Manuel, El Estado de partidos, cit., nota 33, pp. 37 y 39. 36 Triepel, H., op. cit. , nota 34. Citado por Kelsen, Hans, Esencia y valor de la

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Frente a las anteriores argumentaciones de Triepel, Kelsen 37 replicará significando que el ideal de un interés colectivo superior a los intereses de grupo y, por consiguiente, “suprapartidista”, esto es, la solidaridad de intereses de todos los miembros de la colectividad sin distinción de confesión, clase..., etcétera, viene a ser una ilusión metafísica o, mejor dicho, “metapolítica”, que suele denominarse con terminología bastante confusa comunidad “orgánica” o articulación “orgánica” de ella y contraponerse al llamado Estado de partidos, esto es, a la democracia mecánica. Sin embargo, como con buen juicio de nuevo argumenta Kelsen, 38 la voluntad colectiva, dentro de la inevitable pugna de intereses acreditada por la experiencia, si no ha de ser la expresión unilateral de interés de un grupo, sólo puede consistir en la resultante o transacción de intereses divergentes, y la articulación del pueblo en partidos políticos significa propiamente la creación de condiciones orgánicas que hagan posible aquella transacción y permitan a la voluntad colectiva orientarse en una dirección equitativa. A partir de sus anteriores premisas, Kelsen se muestra partidario de una reforma del parlamentarismo en el sentido de intensificar sus elementos democráticos. 39 Y a tal fin entiende que no cabe restablecer el mandato imperativo en su forma antigua, recomendando no preceptuar la pérdida del mandato sino a causa de una separación o expulsión expresa del partido, 40 todo ello además de una modificación del principio de irresponsabilidad de los diputados frente a sus electores, lo que dedemocracia, cit., nota 30, pp. 38-40, y por García Pelayo, Manuel, El Estado de partidos, cit., nota 33, pp. 42-44. 37 Kelsen, Hans, Esencia y valor de la democracia , cit., nota 30, p. 42. 38 Ibidem, p. 43. 39 Ibidem, pp. 64-73. 40 El mismo Kelsen, en su obra Das Problem des parlamentarismus, publicada en 1925, se referiría a la conveniencia de que dejara de aplicarse la cláusula de interdicción del mandato imperativo a la relación parlamentario-partido. Una disposición de este tipo —razona Kelsen— aparece como una consecuencia natural, sobre todo allí donde se vota según el sistema de lista cerrada. Pues si el elector —como en este caso— no tiene ninguna influencia sobre la elección de los candidatos, su acto de votar se limita tan sólo a una adhesión a un cierto partido, y si el candidato de la lista —desde el punto de vista del votante— recibe su mandato únicamente por su pertenencia al partido del elector, entonces es sólo consecuencia lógica de ello que el diputado deba perder su cargo si deja de pertenecer al partido que lo ha enviado al Parlamento. Kelsen, Hans, Escritos sobre democracia y socialismo , edición de Juan Ruíz Manero, Editorial Debate, Madrid, 1988, p. 92.

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biera conducir a la supresión o, por lo menos, restricción considerable de la inmunidad parlamentaria. También Leibholz se pronunciaría en la controversia esbozada inmediatamente antes. Este autor pondría de relieve con notable agudeza el fuerte impacto de los partidos políticos tanto sobre la concepción tradicional de la representación y los procesos electorales, 41 como sobre la propia estructura y funcionamiento del Estado contemporáneo. En nuestros días, afirma Leibholz, 42 ya no son los Parlamentos legisladores aquellas instituciones representativas en las que los diputados, sin otra coacción que la de la conciencia y el prestigio propios, seguros de la confianza de sus electores, tomaban sus decisiones políticas y acordaban sus leyes con los ojos puestos en el interés general del pueblo; en la realidad política, y pese a que las Constituciones sigan proclamando enfáticamente la democracia representativa parlamentaria, los Parlamentos se han convertido más bien en centros en los que los diputados, bajo la coacción del partido, llegan a sentirse en un laberinto de compromisos, que se reflejan luego de modo decisivo en sus discursos y votaciones, de suerte que su efectivo papel se reduce al de unos delegados de partido, asistentes a los Plenos parlamentarios para obtener en ellos la sanción de acuerdos adoptados fuera de allí. Esta radical modificación de la estructura del Parlamento actual es una consecuencia del hecho de que en el transcurso del siglo pasado haya ido sustituyendo paulatinamente a la clásica democracia representativo-parlamentaria el moderno “Estado de partidos”, asentado en la democracia masiva, o, como en otro lugar dice el mismo Leibholz, 43 en la democracia plebiscitaria, pues no otra es aquella forma de democracia cuyas masas se organizan en partidos políticos. En ella desempeñan los partidos la función de unidades protagonistas de la acción política. únicamente con su concurso puede el pueblo desorganizado comparecer en el terreno político como una unidad de actuación efectiva. Consecuente con este democrático “Estado de partidos”, el Parlamento tiene que perDas Wesen der Repräsentation, Leipzig, 1929. Strukturprobleme der modernen Demokratique , 1958. Traducción española, Problemas fundamentales de la democracia moderna , Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1971, pp. 26 y 27. 43 Leibholz, Gerhard, “El contenido de la democracia y las distintas formas en que se manifiesta”, en la obra de recopilación de artículos del propio Leibholz, Conceptos fundamentales de la política y de la teoría de la Constitución , Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1964, p. 160. 41 Leibholz, Gerhard, 42 Leibholz, Gerhard,

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der cada vez más el que fuera su peculiar carácter representativo, al paso que aumenta el número de diputados incapaces de mantenerse a la altura de la tradicional exigencia moral, de tomar libremente sus decisiones. Entre nosotros, en una línea semejante, Pérez Serrano constataba idéntica problemática44 al advertir que dentro del Parlamento, el diputado ha quedado sin personalidad por mor del protagonismo de los partidos en el proceso de formación de la opinión pública, pues no en vano los partidos son los principales agentes que en la licitación de criterios dispone de medios eficaces para canalizar las voluntades ciudadanas. El diputado no es más que un voto a favor del partido que lo hizo elegir. Todo ello ha propiciado una vigorosa disciplina, que a su vez ha proporcionado cohesión y orden en la Asamblea; mas como ni el parlamentario puede hablar según su convicción, ni votar con arreglo a su criterio, las esencias más puras de la discusión resultan desvirtuadas en absoluto; y todo el proceso parlamentario se mecaniza y pierde interés. Frente a esta realidad política insoslayable, que no es, como dice García Pelayo, 45 sino una consecuencia politológica del Estado democrático en las condiciones de nuestro tiempo, que desemboca en el “Estado de partidos”, Pérez Serrano se mostrará radicalmente crítico, considerando que si es indudable que el mandato imperativo resulta inconciliable con el Parlamento moderno y con la complejidad de la vida, no menos odioso puede resultar el sometimiento al partido, que convierte al parlamentario en un número, le priva de personalidad, le induce a votar contra su conciencia, y a la postre suprime el postulado constitucional de que los diputados, una vez elegidos, representan a toda la nación. 46 La conclusión de Pérez Serrano no puede ser más descorazonadora: por vía indirecta, aunque con vigor más enérgico, resucita en nuestro tiempo el mandato imperativo, haciendo que los parlamentarios representen no al distrito que los eligió, ni a la nación de la que son órgano, sino al partido en que militan, y que ejerce sobre ellos autoridad castrense severísima. 47 Junto a las mutaciones expuestas, no podemos ignorar la importancia de la institucionalización progresiva del sistema electoral proporcional y del sufragio de lista. Ya nos hemos referido con anterioridad a la tras44

Pérez Serrano, Nicolás, Tratado de derecho político , Madrid, Civitas, 1976, p.

328. 45 46 47

García Pelayo, Manuel, op. cit., nota 33, p. 119. Pérez Serrano, Nicolás, op. cit., nota 44, p. 765. Idem.

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cendencia que a ello dio Kelsen. 48 También Schmitt se haría eco de ello. 49 A juicio del último, aunque, según el derecho constitucional, la elección de los miembros de los cuerpos legislativos da lugar a una representación, se ha perdido en realidad la consciencia del sentido de la representación, y la elección, sobre todo por los métodos del sistema proporcional con listas, recibe el carácter de la designación de funcionarios de partido y de intereses. Pero es que a todo lo ya expuesto hay que unir el cambio inequívoco del significado de la elección, perfectamente compendiado por Cotteret y Emeri 50 cuando se refieren a cómo la elección-participación ha reemplazado a la elección-representación. La elección, efectivamente, ya no tiene como única función la representación de los ciudadanos. Las sociedades políticas contemporáneas dan a la elección otro sentido: debe facilitar la relación de poder entre gobernantes y gobernados, permitir la comunicación entre los autores de la decisión política y aquellos a los que se aplica... La elección pasa a ser de esta forma no tanto el nombramiento de un representante cuanto la respuesta del cuerpo electoral a una política y la confianza concedida a un equipo gubernamental y a un determinado programa de gobierno, circunstancia en la que juegan un decisivo papel los mass media, pues como nuevamente advierten Cotteret y Emeri, 51 los gobernantes disponen de un casi monopolio de los medios audiovisuales para explicar su política, por lo que bien puede afirmarse que de una democracia de la no comunicación hemos pasado a una democracia de comunicación en la que los gobernados son “bombardeados” con informaciones de manera casi permanente. De ahí la decisiva trascendencia de la campaña electoral en la radio y la televisión, campaña que suele orientarse hacia la exposición de una política concreta destinada a conseguir el máximo de aprobación. Se comprende de esta forma que, partiendo de la conocida afirmación de Bagehot, “party government is the vital principle of representative government”, Stern52 Véase, en especial, nota 40. Schmitt, Carl, Verfassungslehre . Traducción española de Francisco Ayala, Teoría de la Constitución , Madrid, Alianza, 1982, p. 235. 50 Cotteret, Jean Marie y Emeri, Claude, Los sistemas electorales, Barcelona, Oikos-Tau Ediciones, 1973, pp. 12 y 13. 51 Ibidem, pp. 149 y 150. 52 Stern, Klaus, Derecho del Estado de la República Federal Alemana, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1987, p. 748. Los partidos son considerados por Klaus Stern (ibidem, p. 782) “construcciones intermedias”, en el marco de la formación 48 49

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haya considerado a los partidos como el principio de organización central de la sociedad en la esfera política. II. Las reflexiones que preceden nos ilustran desde ópticas bien diversas acerca de como la pureza del mandato representativo se ha ido desvaneciendo con el devenir del tiempo, y si la independencia absoluta del parlamentario, como bien se ha dicho, 53 apenas ha existido nunca, en nuestros días se ha relativizado aún más que en tiempos pretéritos. Basta con atender a un conjunto de prácticas más o menos generalizadas para captar en toda su extensión —si es que aún no lo hemos logrado— la profundidad de la crisis del mandato representativo: a) En primer término, como señala Torres del Moral, 54 los programas de los partidos han venido a ocupar el lugar de los antiguos cahiers d’instructions . Naturalmente, la relación jurídica es distinta porque la iniciativa de su elaboración es ahora del representante, o mejor de su partido, y el elector no puede modificarlo, ni menos aún revocar al representante, pero el hecho revela que la actuación en conciencia del representante está en alguna medida mediatizada por el programa político. b) En segundo término, una serie de circunstancias externas a los partidos inciden sobre la caracterización del mandato; entre ellas, y como ya hemos tenido oportunidad de comentar, el sistema electoral de representación proporcional y sufragio de lista ejercen un influjo muy notable. Las listas bloqueadas y cerradas refuerzan extraordinariamente el poder del partido sobre el diputado por cuanto que otorgan una notabilísima capacidad de control al aparato del partido sobre sus cargos electos. Es cierto que, en cuanto los textos constitucionales siguen prescribiendo —en una cláusula que Klaus Stern, peyorativamente, ha calificado de fósil de la edad de piedra de la historia constitucional, de patética y vacía de contenido, de una conseja de la sabiduría de nuestros abuelos— 55

de la decisión orgánico-estatal y de la preformación político-social de la voluntad estatal. 53 Torres del Moral, Antonio, “Crisis del mandato representativo en el Estado de partidos”, Revista de Derecho Político , núm. 14, verano de 1982, p. 7 y ss.; en concreto, p. 16. 54 Ibidem, p. 17. 55 Stern, Klaus, Das Staatsrecht der Bundesrepublik Deutschland , I, München, 1980, p. 842. La traducción española citada en la nota 52. Citado por García Pelayo, Manuel, op. cit., nota 33, p. 99.

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la interdicción del mandato imperativo, la titularidad del escaño pertenece al diputado individualmente considerado, por lo que no cabe revocación, pero no es menos evidente que si esa revocación es imposible de actualizar en el momento preciso de la quiebra o grave discrepancia del diputado con su partido, puede, sin embargo, materializarse en forma larvada al término de la legislatura, mediante la exclusión del diputado díscolo de las listas de candidatos del partido al que pertenece, lo que si bien es cierto que no le impide intentar participar en los comicios como independiente, si para ello logra cumplimentar los requisitos legales preestablecidos (mediante el respaldo, por ejemplo, de una agrupación de electores), lo más probable, por lo menos al nivel de las elecciones generales, es que conduzca finalmente a la pérdida de su condición de representante. Y es que, como bien dice De Vega, 56 forma parte de la lógica de la democracia de partidos la eliminación a nivel real de la figura del diputado aislado e independiente. Y los partidos políticos, como constata Stern, 57 han suprimido prácticamente sin excepción al candidato individual no vinculado al partido; como es sabido, no suele ser regla general la incorporación a las listas de un partido de candidatos independientes, y aun en tal caso, a nuestro modo de ver, esa independencia es más supuesta que real. Bien es verdad que el sistema electoral mayoritario y la técnica del panachage pueden contribuir a aminorar esa preponderancia partidista, si bien tampoco conviene olvidar, como recuerda Duverger, 58 que los partidos han recurrido con frecuencia a la técnica del desarraigo sistemático, con la que se trata de impedir a los diputados que transformen en feudos sus circunscripciones, reforzando los lazos locales que podrían permitirles hacer un acto de independencia frente al partido. c) En tercer lugar, en el ámbito interno de los partidos se ha recurrido a procedimientos técnicos que permiten reforzar la obediencia de los parlamentarios. Duverger 59 se ha referido a ellos: la vieja idea del sueldo entregado al partido y la técnica de la dimisión en blanco. Respecto del primer mecanismo de control intrapartidista sobre sus parlamentarios, cabe recordar que nace como un recurso de los partidos socialistas encaVega, Pedro de, op. cit., nota 3, p. 40. Stern, Klaus, op. cit., nota 52, p. 754. Duverger, Maurice, Los partidos políticos , México, Fondo de Cultura Económica, 1a. ed. española, 4a. reimpr., 1972, p. 227. 59 Ibidem, pp. 226 y 227. 56 57 58

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minado a su financiación, si bien con el devenir del tiempo cobra funciones bien distintas de la meramente financiera. No obstante, este procedimiento tiene en nuestro tiempo una vigencia escasa y una relevancia mínima en cuanto mecanismo de control, si bien no cabe olvidar por completo alguna otra manifestación del mismo, quizá de mayor operatividad, como, por ejemplo, la posibilidad de imposición de multas o sanciones al parlamentario. En cuanto a la técnica de la dimisión en blanco, consiste, como es sabido, en la necesidad de que los candidatos firmen, con anterioridad a la elección, una carta de dimisión en blanco, esto es, sin fecha, que, llegado el caso, se encargará de rellenar el partido. Esta técnica abusiva, como la calificara con evidente razón Pérez Serrano, 60 en ocasiones permitió a la Cámara baja francesa negarse a tramitar renuncias semejantes, faltas en absoluto de toda espontaneidad. Recordemos al respecto que la Ley constitucional del 16 de julio de 1875, en su artículo 10, in fine , prescribía que sólo cada Cámara podía acceder a la dimisión de sus miembros. Por lo demás, como recuerda Duguit, 61 de conformidad con el Reglamento de la Cámara baja, ésta no quedaba privada de la verificación de la dimisión de un diputado ni tan siquiera cuando la dimisión se producía con anterioridad a la verificación de sus poderes. La dimisión en blanco plantea como principal problema en nuestro tiempo, al margen ya del mayor o menor recurso a esta técnica por las distintas formaciones políticas, el de su valor jurídico. Ante todo, como señala De Vega, 62 se impone diferenciar las dimisiones en blanco de los posibles acuerdos celebrados entre el diputado y el partido, en virtud de los cuales aquél se obliga a renunciar al mandato en cualquier momento en que el partido así lo requiera. En este último caso (compromiso de dimitir, firmando la declaración de dimisión, cuando el partido lo exija) es evidente que estamos ante un negocio jurídico entre el diputado y el partido. Pero no puede decirse otro tanto de la dimisión en blanco, con la que el partido suele precaverse frente a la eventualidad de que el candidato, una vez electo, se guíe tan sólo por sus propias convicciones personales, obviando toda atención a la disciplina partidista, en cuyo caso el partido, en el momento oportuno, ha de completar con la fecha la dePérez Serrano, Nicolás, op. cit., nota 44, pp. 764 y 765. Duguit, Leon, Traité de droit constitutionnel , t. IV L’organisation politique de la France, 2a. ed., París, E. de Boccard, 1924, pp. 179 y 180. 62 Vega, Pedro de, op. cit., nota 3, p. 43. 60 61

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manda de dimisión, haciéndola llegar al presidente de la Cámara a la que el parlamentario pertenezca. Como señala Virga, 63 en esta hipótesis, aparentemente el partido funciona como mero nuncius de una voluntad precedentemente manifestada, con lo que ningún negocio o acuerdo puede apreciarse entre el parlamento y el partido; ahora bien, la coartación de la voluntad del parlamentario, llevada a cabo mediante la amenaza de la presentación de la carta de dimisión, choca de modo indiscutible con la prohibición del mandato imperativo; en efecto, al actuar de tal modo, el partido establece una inadmisible sanción contra el parlamentario que no aceptó sus directivas. En consecuencia, hemos de entender con Virga 64 que la dimisión en blanco ha de ser considerada totalmente nula. Esta tesis resulta obvia cuando, presentada por el partido una dimisión en blanco, el diputado manifieste su voluntad de seguir siendo parlamentario, supuesto en el que, como indica De Vega, 65 la referida dimisión perderá toda su eficacia jurídica. Y ello no tanto en consideración al principio de irrenunciabilidad de los derechos futuros, como con base en dos órdenes diferentes de consideraciones. En primer lugar, porque en el plano de los hechos, se pone de manifiesto el carácter ficticio (en auténtico fraude de ley) de la renuncia presentada por el partido, y, en segundo lugar, porque jurídicamente forma parte de los principios de derecho público que las dimisiones puedan ser siempre revocadas por los sujetos que las presentan hasta el momento en que son aceptadas. 66 d) En cuarto término, el predominio del partido sobre los parlamentarios se ha intentado conseguir asimismo a través, de un lado, de la eliminación de las personalidades y del desembarco de los dirigentes partidistas en los escaños parlamentarios. Y así, como advierte Duverger, 67 si de un lado el partido tiende a escoger a sus candidatos entre “los oscuros, los sin grado”, esto es, entre gentes que no tienen notoriedad personal, de otro, la unión personal constituye el último procedimiento para garantizar la disciplina de los diputados. En lugar de que los parlamentarios lleguen a puestos de dirección en el partido, son los dirigentes del Virga, Pietro, Diritto costituzionale , 6a. ed., Milán, Giuffrè, 1967, p. 201. Ibidem, p. 202. Vega, Pedro de, op. cit., nota 3, p. 44. Rossano, Claudio, Partiti e Parlamento nello Stato contemporaneo, Napoli, 1927, pp. 357 y ss. Citado por Vega, Pedro de, op. cit., nota 3, p. 44. 67 Duverger, Maurice, op. cit., nota 58, pp. 227-230. 63 64 65 66

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partido quienes ocupan los escaños parlamentarios, lo que significa que la solidaridad del partido es más fuerte que la solidaridad parlamentaria. e) Junto a todos los argumentos precedentes, no puede ignorarse la notable vinculación que a veces existen entre los grupos de interés y los parlamentarios, como tampoco pueden desconocerse las fuertes presiones que aquellos grupos pueden llegar a ejercer sobre estos últimos, todo lo cual redunda en esa supuesta sujeción exclusiva a la propia conciencia que entraña el mandato parlamentario que resulta absolutamente relativizada. f) Finalmente, hemos de hacernos eco del más nítido signo de subordinación del diputado al partido, que, a juicio de Duverger, 68 sigue siendo la disciplina de voto, regla generalizada en todas las votaciones consideradas trascendentes, y que entraña la necesidad de que el diputado decante su opción de voto según la decisión acordada por su propio grupo parlamentario, que a su vez, por lo general, actuará de acuerdo con la política general del partido. Esta regla ha sido considerada por Colliard69 como uno de los elementos esenciales del funcionamiento del régimen parlamentario, pues es indispensable para que puedan aplicarse los diferentes mecanismos característicos de tal régimen y, en especial, para que un gobierno que cuenta con el respaldo de una cierta mayoría no se encuentre bruscamente privado de toda posibilidad de acción. Al margen ya de la conveniencia de la disciplina de voto para el correcto funcionamiento del régimen parlamentario, lo que desde luego es cierto es que aunque la votación sea nominal, el sentido de la misma —salvo casos excepcionales— ha sido decidido en cada grupo parlamentario y, por consiguiente, se trata de un voto de grupo, es decir, de partido, aunque formalmente expresado por cada uno de sus componentes, pues, como ha puesto de relieve García Pelayo, 70 los grupos constituyen una penetración de la organización del partido en la estructura del Parlamento. Es decir, formalmente el parlamentario vota libremente, pero su voto, en la mayoría de los casos, ha sido decidido al margen del Parlamento, con la consiguiente transformación que ello entraña: el Pleno de la Cámara ya no es el locus de la decisión, sino el locus de legitimación de las decisiones tomadas por los grupos parlamentarios, con la consecuenIbidem, p. 222. Colliard, Jean-Claude, Les régimes parlementaires contemporains , París, Presses de la Fondation Nationale des Sciences Politiques, 1978, p. 210. 70 García Pelayo, Manuel, op. cit., nota 33, p. 94. 68 69

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cia de que las intervenciones en su seno tienen un valor testimonial más dirigido a la opinión pública que a sus colegas. 71 Y será precisamente en los casos más controvertidos, en aquellos en que más debiera respetarse la libertad de conciencia del diputado, en los que más crudamente se manifestará la disciplina de voto dentro del grupo, disciplina que, según Waline, 72 hace del diputado un simple comisionado del partido, con eliminación de su personalidad. En algunos órganos parlamentarios, como es conocido, la trascendencia del mantenimiento de la disciplina de voto ha llegado al extremo de la creación de personas específicamente dedicadas a la tarea de velar por esa disciplina; es el caso de los whips británicos. Como recuerda Fraga, 73 es muy raro el caso de debates o votaciones sin instrucciones oficiales (whips off) en el Parlamento británico; la impresión general es que el sistema dejaría simplemente de funcionar sin poner los whips . La institución del whip se ha trasladado al Congreso de los Estados Unidos, asamblea en la que, como se ha señalado, 74 se manifiesta con gran fuerza el espíritu individualista de sus miembros, lo que no obsta para que, entre sus funciones (las de los whips ), se encuentren la de procurar la presencia en el recinto del mayor número posible de miembros del partido siempre que deba realizarse una votación de carácter político, y la de informar a los legisladores sobre la posición del partido en determinados asuntos, a efectos de que voten de acuerdo con la misma. Aunque no han faltado autores que, como Vedel, 75 no han entendido, desde los postulados de la pureza del principio representativo liberal, que los grupos parlamentarios tengan encaje en las asambleas parlamentarias, existen otros, como Virga, 76 que no creen que la mera inscripción de un diputado en un grupo parlamentario y su consiguiente subordinación a la disciplina del grupo, constituya violación alguna del principio de interdicción del mandato imperativo, y ello por cuanto que cuando un Ibidem, pp. 95 y 96. Waline, J., “Les groupes parlementaires en France”, Revue de Droit Public , núm. 6, 1961, p. 1123. 73 Fraga Iribarne, Manuel, El Parlamento Británico , Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1961, p. 111. 74 Bidegain, Carlos Ma., El Congreso de Estados Unidos de América. Derecho y prácticas legislativas , Buenos Aires, Editorial Depalma, 1950, p. 451. 75 Vedel, Georges, Manuel élémentaire de droit constitutionnel, París, 1949, p. 415. 76 Virga, Pietro, op. cit., nota 63, p. 200. 71 72

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parlamentario se inscribe en un grupo y se sujeta a su disciplina en cuanto atañe a la discusión y votación parlamentarias, no se obliga por ese solo hecho a un comportamiento predeterminado frente a uno o más electores, frente a un partido o, más ampliamente, frente a cualesquiera sujetos extraños a la Cámara. En cualquier caso, no podemos ignorar la realidad política. Y ésta nos muestra que la dependencia del diputado respecto del grupo y de éste en relación al partido son casi totales en los parlamentarios actuales, a despecho de la prohibición del mandato imperativo. Como gráficamente expresa Tosi 77 en Italia, el grupo parlamentario, o su comité directivo, se ha convertido en la correa de transmisión del partido político en la Cámara, conduciendo la lógica del sistema a que el criterio del centralismo democrático, típico de las organizaciones comunistas de antaño, haya devenido el paradigma ideal de todas las formaciones políticas. Llegados aquí quizá sea necesario concluir significando que el reconocimiento de la realidad de los partidos y de su influjo sobre el electorado —que, en buena medida, en los sistemas electorales proporcionales con sufragio de lista muy especialmente, se traduce, como ya advirtiera Kelsen, 78 y tuvimos ocasión de subrayar inmediatamente antes, en el hecho de que los electores no designen al diputado por su persona, sino que su voto tenga más bien el significado de un acto de adhesión a un partido determinado— entraña lo que Duverger 79 ha considerado como el tránsito de una concepción individualista a otra comunitaria de la representación, tránsito que, en definitiva, se manifiesta en el hecho de que mientras en la concepción individualista de la representación, cada elector concede un mandato personal a su elegido, en la comunitaria, el conjunto de electores que se reconocen en el partido que los encuadra otorga el mandato a su candidato para representarlos en bloque. 80 Y es por todo lo expuesto por lo que puede hablarse con toda razón de la cri-

77 Tosi, Silvano, Diritto Parlamentare , Milán, 1974, pp. 156-158. Cit. por Torres del Moral, Antonio, “Los grupos parlamentarios”, Revista de Derecho Político , núm. 9, primavera de 1981, pp. 21 y ss.; en concreto, p. 56. 78 Kelsen, Hans, Esencia y valor de la democracia, cit ., nota 30, p. 69. 79 Duverger, Maurice, “Esquisse d’une théorie de la répresentation politique”, en el colectivo, L’evolution de droit public. Etudes en l’honneur d’Achille Mestre , París, Sirey, 1956, p. 211. 80 Duverger, Maurice, Instituciones políticas y derecho constitucional , 5a. ed. española, Barcelona, Ariel, 1970, pp. 138 y 139.

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sis del mandato representativo, esto es, de la quiebra de los supuestos novecentistas en que dicho mandato se asentaba. II. EL CONSTITUCIONALISMO DE LA SEGUNDA POSGUERRA Y LA CLÁUSULA DE INTERDICCIÓN DEL MANDATO IMPERATIVO El constitucionalismo de la segunda postguerra presenta como uno de sus rasgos más novedosos el reconocimiento por los códigos fundamentales de los partidos políticos, que contrasta con la olímpica ignorancia que de ellos mantuvieron los textos del constitucionalismo de entreguerras, circunstancia auténticamente incomprensible si se advierte que nos hallamos ante una institución que, como dijera Pérez Serrano, 81 podía ser considerada ya en esa época como el verdadero deus ex machina de los régimenes políticos, a salvo, claro es, que se entendiera que esa ignorancia no era sino un intento de hacer pervivir históricamente un régimen a base de desconocer las exigencias de su propia praxis social. Entre otros sectores doctrinales, ya Radbruch, en 1930, consideraba lógico que se pusiera fin a la posición defensiva del derecho constitucional frente a los partidos políticos, reclamando la normación al máximo nivel jurídico de aquéllos en tres momentos específicos: en el del origen del poder del Estado, en el de la posición de los diputados y en el de la formación de coaliciones. 82 Como recuerda Stern, 83 el cambio en el derecho constitucional no lo introdujo, como se opina con frecuencia, el artículo 21 de la ley fundamental de Bonn, sino la Constitución del Land de Baden, del 22 de mayo de 1947, que dedicaba cuatro de sus artículos a los partidos políticos. La recepción de los partidos por el derecho constitucional significaba, desde el punto de vista político, la repulsa a los regímenes que los habían eliminado de la vida política o instituido el monopolio de un partido, en una palabra, la repulsa a los regímenes antidemocráticos, contrapunto de la afirmación de que la verdadera democracia, la democracia pluralista, sólo es viable por la existencia de una pluralidad de partidos

81 Pérez Serrano, Nicolás, op. cit., nota 44, p. 331. 82 Radbruch, Gustav, op. cit., nota 33, pp. 290 y 288. 83 Stern, Klaus, op. cit., nota 52, p. 752.

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que, en relaciones competitivas por el ejercicio o el influjo en el ejercicio del poder en el Estado, ofrezcan al electorado distintas opciones. 84 La constitucionalización de los partidos no se agota necesariamente en su regulación por el código constitucional, sino que puede complementarse o desarrollarse con normas de legalidad ordinaria que, según la amplitud y el detalle de la ordenación, pueden llegar a ser verdaderos estatutos normativos de los derechos y deberes de los partidos frente al Estado. Esta ordenación se justifica por las funciones que los partidos ejercen respecto de todos los órganos del Estado y de los demás entes públicos, siendo de destacar la designación de candidatos en las elecciones para la formación de los diversos tipos de asambleas electivas, respecto de la cual ya Mortati formularía en 1945 un esquema de proyecto para la regulación del procedimiento de elección de los candidatos en las elecciones de diputados a la Constituyente italiana, en 1945. 85 Esta función, a juicio de Pizzorusso, 86 ha adquirido hoy los rasgos de un específico poder de derecho público propio del partido. De la constitucionalización de los partidos, aparte del caso antes citado, encontramos buenos ejemplos, entre otros, en el artículo 21 de la Bonner Grundgesetz , cuyo apartado primero determina que “los partidos colaboran a la formación de la voluntad política del pueblo”, función que ha sido precisada por el Tribunal Constitucional Federal al poner de relieve que los partidos son asociaciones de ciudadanos que “con ayuda de su propia organización aspiran a influir en un determinado sentido sobre la formación de la voluntad del Estado”, no siendo considerados a tal efecto partidos, como recuerda Stein, 87 aquellos grupos cuya actividad se limita al plano municipal (los llamados Rathaus-parteien). También la Constitución italiana, en su artículo 49, reconocería el derecho de todos los ciudadanos a asociarse libremente en partidos para concurrir con procedimientos democráticos a la determinación de la política nacional, lo que, a juicio de Biscaretti, 88 permite reconocer a los

García Pelayo, Manuel, op. cit., nota 33, pp. 49 y 50. A ello se refiere Leoni, Francesco, Los partidos políticos italianos , Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1963, p. 14. 86 Pizzorusso, Alessandro, Lecciones de derecho constitucional, I, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1984, p. 148. 87 Stein, Ekkehart, Derecho político, Madrid, Aguilar, 1973, p. 155. 88 Biscaretti di Ruffia, Paolo, Derecho constitucional, Madrid, Tecnos, 1965, p. 729. 84 85

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partidos, desde el punto de vista jurídico, una posición y una función de relieve esencial en la vida constitucional del Estado. Igualmente, el artículo 4o. de la Constitución francesa de 1958 proclamaría que “los partidos y grupos políticos concurrirán a la expresión del sufragio y se constituirán y ejercerán su actividad libremente”. Los partidos se nos presentan, pues, como bien ha señalado, en lo que constituye una línea doctrinal mayoritaria, entre otros muchos, Canotilho, 89 como asociaciones privadas con funciones constitucionales, que se reconducen, en su esencia, a una función de mediación política: organización y expresión de la voluntad popular, participación en los órganos representativos e influencia en la formación del gobierno. Como elementos funcionales de un ordenamiento constitucional, los partidos se sitúan en el punto neurálgico de imbricación del poder del Estado jurídicamente sancionado con el poder de la sociedad políticamente legitimado. Ahora bien, el reconocimiento constitucional de los partidos va unido al mantenimiento de la figura del mandato representativo, con la específica interdicción en mucho casos del mandato imperativo. En esta dirección, el artículo 38.1 de la Bonner Grundgesetz, en su inciso segundo, establece que los diputados “representarán al pueblo entero, no estarán ligados por mandato ni instrucción y sólo estarán sujetos a su propia conciencia”. El ya referido artículo 4o. de la Constitución francesa de 1958 apostilla en su inciso final que los partidos deberán respetar los principios de la soberanía nacional. El artículo 67 de la Constitución italiana determina, a su vez, que: “Todo miembro del Parlamento representa a la nación y ejerce sus funciones sin estar ligado a mandato alguno”. Por último, bien que sin ánimo exhaustivo, en una dirección muy similar, el artículo 152.3 de la Constitución de Portugal dispone que: “los diputados representan a todo el país y no a las circunscripciones por las que son elegidos”. Estas últimas previsiones constitucionales parecen no sólo encajar mal con aquellas otras referentes a los partidos, sino ahondar la separación entre una realidad jurídica que parece que sigue aferrada a los postulados del primer constitucionalismo liberal y una realidad política que, como hemos tenido oportunidad de exponer precedentemente, nos ofrece 89 Gomes Canotilho, José Joaquim, Direito constitucional, 6a. ed., Coimbra, Livraria Almedina, 1993, pp. 447-449.

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un conjunto de manifestaciones que atemperan, cuando no chocan frontalmente, el principio de interdicción del mandato imperativo. El significado intrínseco de este principio constitucional sigue siendo, que duda cabe, el de que el parlamentario, en cuanto que representa al conjunto de la nación, no puede recibir instrucciones vinculantes acerca de cómo debe ejercer su mandato por parte de quienes le han elegido, de lo que se desprende la irresponsabilidad política de los parlamentarios mientras permanezcan en su cargo. 90 En el mismo sentido, Paladin 91 considera que la interdicción del artículo 67.2 de la Constitución del país transalpino excluye la legitimidad constitucional de una ley que dispusiese el cese anticipado en su cargo de un diputado o senador en virtud de un voto de revocación del cuerpo electoral, siguiendo el modelo del recall norteamericano. Ahora bien, es claro que, a la vista del profundo cambio de circunstancias socio-políticas, una determinación como la que nos ocupa ha de tener otros significados adicionales. Ha sido Manzella 92 quien ha puesto de relieve el cambio de óptica desde el que, a su juicio, debe tratar de interpretarse la cláusula de interdicción del artículo 67.2 de la Constitución italiana, pues tal prohibición ya no se ve como una garantía de libre gestión política en la confrontación del parlamentario con el pueblo, con el cuerpo electoral que lo eligió, sino más bien como la posibilidad de votar contra las directrices trazadas por el partido al que dicho parlamentario pertenece, cambio de perspectiva que ha sido admitido por la “ Corte Costituzionale ” italiana, en su Sentencia número 14 de 1964. 93 A la vista del nuevo significado de la cláusula a que venimos refiriéndonos y del hecho incuestionable de que la realidad nos muestra la clara vinculación de los parlamentarios a partidos políticos, se nos presenta el problema de discernir qué efectos jurídicos se desprenden de aquella cláusula. Y es aquí donde las posiciones doctrinales se nos presentan

90 Martines, Temistocle, Diritto costituzionale, 2a. ed., Milán, Giuffrè Editore, 1981, p. 299. 91 Paladin, Livio, Diritto costituzionale, Padova, CEDAM, 1991, pp. 316 y 317. 92 Manzella, Andrea, Il Parlamento, Bologna, Il Mulino, 1977, p. 13. 93 En su Sentencia núm. 14, de 1964, la “ Corte Costituzionale ” italiana entendió que “il divieto di mandato imperativo importa che il parlamentare è libero di votare secondo gli indirizzi del suo partito ma è anche libero di sottrarsene”, de modo que “nessuna norma potrebbe legittimamente disporre che derivino conseguenze a carico del parlamentare per il fatto che egli abbia votato contro le direttive del partito”.

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como absolutamente divergentes, como la doctrina italiana ejemplifica con notable nitidez. Y así, por un lado, nos encontramos con quienes restan toda operatividad a la citada cláusula constitucional. Este es el supuesto de Basso, para quien el artículo 67 acoge una mera norma tradicional heredada del Estatuto Albertino, una simple cláusula de estilo que no tiene otro objeto que afirmar la supremacía de los intereses generales del país sobre los intereses locales y corporativos, por lo que dicha cláusula no puede prevalecer sobre la previsión del artículo 49 que, como vimos, consagra constitucionalmente a los partidos políticos. Más aún, Basso 94 entiende que en un régimen parlamentario de partidos el pueblo soberano no se limita tan sólo a la designación o elección de aquéllos, sino que es el propio pueblo quien se pronuncia sobre la dirección política a seguir, lo que entraña que los parlamentarios electos, llamados a aplicar esa dirección política por la que optaron los electores, no puedan en ningún caso ejercitar el propio mandato según su propia y exclusiva voluntad, sino que están obligados a acomodarse a la voluntad popular que se expresa constitucionalmente a través de los partidos. Un segundo grupo de autores, entre los que habría que incluir a Mortati y Biscaretti, 95 son de la opinión de que la sujeción del parlamentario a la disciplina del partido no vulnera la cláusula de interdicción del artículo 67.2 desde el momento en que el parlamentario puede orientar siempre su voluntad de modo distinto a las directrices partidistas recibidas, circunstancia de la que constituye una manifestación de interés, la posibilidad que el artículo 83.2 del Reglamento de la Cámara de Diputados italiana acoge, en el sentido de propiciar que, en la discusión sobre las líneas generales de un proyecto de ley, puedan tomar la palabra un diputado de cada grupo, aunque también aquellos otros diputados que intenten expresar posiciones disidentes respecto de las de sus respectivos grupos, cláusula reglamentaria ésta que nos resulta en verdad sugestiva. En resumen, para este sector doctrinal, la interdicción del mandato 94 Basso, Lelio, “Il partito nell’ordinamento democratico”, en el colectivo, Indagine sul partito politico. La regolazione legislativi (Istituto per la documentazione e gli studi legislativi), I, Milán, 1966, p. 78. 95 Biscaretti, Paolo, (en su Derecho constitucional, op. cit ., nota 88, p. 295) cree que el artículo 67.2 ha querido evitar cualquier dependencia de los parlamentarios, tanto respecto de los componentes del colegio en el que han sido elegidos, como de los exponentes de los grupos políticos y económicos que tienden a influir sobre el desenvolvimiento de las elecciones y sobre la misma actividad parlamentaria (el lobby americano).

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imperativo no significa tanto que en la vía de facto el parlamentario no pueda vincularse a una determinada formación política, cuanto que es inadmisible una sanción jurídica a aquellos parlamentarios que no respeten los compromisos políticos por ellos asumidos en el ejercicio de sus atribuciones parlamentarias. 96 Otros autores, como es el caso de Virga, han considerado que el parlamentario se ha transformado en un mero portavoz del partido, de lo que se desprende que la interdicción del mandato imperativo resulta conculcada. Cree Virga 97 que el artículo 67 de la Constitución impide a los parlamentarios la aceptación de instrucciones o mandatos de cualquiera, si bien se dirige sobre todo a sancionar la independencia de los parlamentarios frente a los grupos políticos y económicos que tienden a influir sobre el Parlamento. Sin embargo, el propio autor constata que la realidad constitucional actual muestra cómo la actividad de los parlamentarios se desarrolla sobre la base de las instrucciones que cada diputado recibe de su partido; de ahí que llegue a la conclusión de que “ai cahiers nello Stato moderno si sarebbero sostituite le direttive di partito”, 98 tesis acogida en España, como ya vimos, por Torres del Moral. 99 A la vista de estas circunstancias, ¿cabe algún tipo de acomodo a la norma constitucional o, por el contrario, hemos de concluir significando que estamos ante una norma más retórica que eficaz? Desde luego, parece claro que la mera inscripción en un grupo parlamentario, con la subsiguiente sujeción a su disciplina, no implica una violación de la cláusula constitucional de interdicción del mandato imperativo, y ello por cuanto de tal hecho no puede derivarse que el propio comportamiento del parlamentario quede sujeto a la determinación de instancias extraparlamentarias. Por el contrario, Virga entiende 100 que la prohibición del mandato imperativo resulta vulnerada cuando el grupo venga obligado a seguir las instrucciones de sujetos o entes extraños al propio grupo y, muy particularmente, de los ejecutivos de los partidos políticos. En esta hipótesis, “il parlamentare viene trasformato in mero portavoce del partito”. De todo ello se desprende que violan la tantas 96

Spagna Musso, Enrico, Diritto costituzionale, 4a. ed., Padova, CEDAM, 1992, p.

499. 97 98 99 100

Virga, Pietro, op. cit., nota 63, p. 197. Ibidem, p. 199. Véase nota 54. Virga, Pietro, op. cit., nota 63, p. 201.

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veces mencionada cláusula aquellas normas de los estatutos de los grupos que disponen que el parlamentario se halla vinculado a las directivas políticas de la dirección del correspondiente partido, normas éstas de armonización de los grupos a las directivas impartidas por la dirección del partido de que se trate que, como constata el propio Virga, 101 están consagradas en los estatutos de muchas formaciones políticas italianas y de otros países. En todo caso, conviene recordar que al margen ya de lo que puedan prever los estatutos de los grupos, la realidad política nos revela de modo inequívoco que la disciplina partidista termina imponiéndose las más de las veces sobre la voluntad divergente del parlamentario; basta con atender al hecho de que las rebeliones internas en el grupo (por ejemplo, los casos de los llamados franco tiradores) se sancionan de modo puntual mediante medidas disciplinarias que pueden llegar a la expulsión del partido. Pero es que, por otra parte, como la doctrina reconoce de modo generalizado, el mantenimiento de la disciplina partidista se manifiesta como esencial en un sistema en el que la representación política viene mediatizada por los partidos. La relevancia de los partidos no sólo se revela en argumentos políticos, sino que ha tenido su reflejo en los propios ordenamientos constitucionales, como hemos tenido oportunidad de constatar. Por lo mismo, parece de todo punto necesario buscar una interpretación que, en alguna medida, armonice la cláusula constitucional de interdicción del mandato imperativo con la propia relevancia constitucional de los partidos políticos, en cuanto instrumentos de determinación de la política nacional, y con el mismo principio democrático que la Constitución proclama. Desde esta óptica, Paladin 102 entiende que la citada cláusula constitucional no pretende habilitar a los parlamentarios para que defrauden a sus electores, cambiando arbitrariamente de bandera en el curso de la legislatura. Por lo mismo, y desde la perspectiva de una problemática muy real en algunos países, y desde luego en España, no parece que los parlamentarios tránsfugas puedan amparar su cambio de uno a otro partido en la cláusula de interdicción del mandato imperativo. Ciertamente, razones de conciencia pueden, a nuestro juicio, conducir a un parlamentario a un grado tal de discrepancia frente al partido bajo cuyas listas resultó elec101 102

Virga, Pietro, Il partito nell ordinamento giuridico, Milán, 1948, p. 186. Paladin, Livio, op. cit., nota 91, p. 317. '

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to, que le imposibiliten seguir bajo la disciplina de esa formación, pero, en tal supuesto, quizá la actitud más coherente, tanto desde una perspectiva ética, como, por lo que aquí importa, desde la óptica de una interpretación armónica de las diferentes cláusulas constitucionales en juego, sea, lisa y llanamente, la dimisión o cese en su condición de parlamentario. Al margen ya de la problemática expuesta, que, en el marco de la tríada de relaciones desde las que necesariamente ha de comprenderse hoy la representación parlamentaria (relaciones entre electores y diputados, entre electores y partidos, y entre partidos y diputados), se ubica, como es obvio, en la relación más conflictiva: la que media entre los partidos y los diputados, cabe señalar con Virga 103 que de la cláusula constitucional de interdicción del mandato imperativo se derivan algunas precisas consecuencias: Primera. La prohibición que pesa sobre el parlamentario de estipular negocios jurídicos relativos al ejercicio del mandato, asumiendo, por ejemplo, obligaciones escritas o verbales de sostener en el Parlamento una determinada posición política o de impulsar cierta disposición. Ello, naturalmente, no impide al parlamentario exponer y defender, tratando de convertirlo en realidad, un determinado programa político; Segunda . La interdicción para el parlamentario de aceptar una retribución de cualquier naturaleza por la persecución de un acto relativo al ejercicio de su cargo. Virga entiende al respecto que serían perseguibles por instigación a la corrupción quienes organizasen colectas de fondos para tal fin; y, Tercera . La ilicitud de los contratos eventualmente estipulados por el parlamentario en relación al ejercicio de sus funciones legislativas, pues su causa sería contraria a una norma de orden político, cual es la prohibición del mandato imperativo. III. LA INTERDICCIÓN DEL MANDATO IMPERATIVO EN EL ORDENAMIENTO CONSTITUCIONAL ESPAÑOL La Constitución española de 1978, en la línea generalizada del constitucionalismo de la segunda posguerra ya comentada, acoge de modo específico una cláusula de interdicción del mandato imperativo en su ar103

Virga Pietro, op. cit., nota 63, pp. 198 y 199.

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tículo 67.2, a cuyo tenor: “Los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo”. La concepción representativa liberal que trasluce tal determinación se complementa y refuerza con algunas otras previsiones constitucionales: así, la del inciso inicial del artículo 66.1 (“Las Cortes Generales representan al pueblo español...”) o la del artículo 79.3 (“El voto de senadores y diputados es personal e indelegable”). La adecuada interpretación de los preceptos inmediatamente antes enunciados exige, sin embargo, atender en alguna medida al principio democrático que proclama el artículo 1o. de nuestra Constitución, que asimismo eleva (en su apartado primero) a la categoría de valor superior del ordenamiento jurídico el pluralismo político, como también al artículo 6o., cuyo primer inciso reconoce que “los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política”. Es obvio que la conjunción de ambos grupos de preceptos constitucionales, como, por otra parte, la necesaria atención a la realidad política, nos conducen a la obvia conclusión de que la cláusula de interdicción del mandato imperativo no puede ser entendida en su sentido tradicional, sino que, bien al contrario, precisa de un nuevo significado, o por lo menos, de una significación que venga a complementar la históricamente admitida de modo general. Como bien dice Punset, 104 en atención a su origen histórico y doctrinal, la no sujeción a mandato imperativo de los miembros de las Cortes Generales ha de entenderse establecida por el constituyente respecto de los electores, que no pueden impartir instrucciones ni revocar a diputados ni senadores, determinación tan ociosa y anacrónica que, de entenderse en ese único sentido, resultaría un puro vestigio histórico. Y desde luego, no creemos que el constituyente haya deseado incorporar el articulado constitucional un puro anacronismo histórico; bien al contrario, entendemos que el constituyente ha sido muy consciente al constitucionalizar esta cláusula. Ante esta cláusula, la doctrina ha reproducido, a grandes rasgos, las posiciones preexistentes en otros países, que van desde el rechazo sin paliativos a la misma, sobre la base de entender que existe una profunda 104 Punset, Ramón, Prohibición de mandato imperativo y pertenencia a partidos políticos, en González Encinar, José Juan (coord.), Derecho de partidos , Madrid, Espasa, 1992, pp. 119 y ss.; en concreto, pp. 125 y 126.

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brecha entre la Constitución formal y la material, hasta la de aquellos otros que, como dice Caamaño, 105 han advertido del riesgo de la partitocracia y del elitismo democrático, considerando a los partidos causantes de un nuevo clientelismo horizontal inserto en la categoría de los bloques de intereses. Dentro del primer sector doctrinal, Blanco Valdés 106 razona que si la prohibición de la imperatividad del mandato cumplió, durante el periodo de vigencia del Estado liberal representativo basado en el sufragio restringido, una funcionalidad directamente relacionada con los principios esenciales de ese Estado, en el Estado democrático de partidos, basado en el principio cardinal del sufragio universal, la aplicación mecánica de la prohibición ha de producir resultados bien distintos. Podría decirse que, lejos de aparecer como elemento corrector del peligro de plasmación parlamentaria de una política estrictamente clientelar, la prohibición del mandato imperativo aparece en la actualidad como elemento corrector del mecanismo democrático. En el segundo sector, Recoder de Casso 107 interpreta la cláusula que nos ocupa en el sentido de una reafirmación de la soberanía del pueblo por encima de los partidos. Con la prohibición, se trataría de reconducir a los partidos políticos a las funciones que el artículo 6o. de la Constitución les asigna, recordándoles que no pueden suplir al pueblo, del que los diputados y senadores son, en definitiva, representantes. Por nuestra parte, no podemos compartir la última tesis, que parece partir de una supuesta contraposición entre el pueblo y los partidos, con ignorancia de que precisamente son los partidos los que concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular. Y en relación a la primera, hemos de advertir nuestras reservas respecto a la conclusión final de que la cláusula del artículo 67.2 es un elemento corrector del mecanismo democrático. Es obvio, a nuestro entender, que en el Estado de partidos no puede prescindirse de los aspectos concretos de la relación representativa, como, por ejemplo, la adscripción política

105 Caamaño Domínguez, Francisco, El mandato parlamentario, Madrid, Congreso de los Diputados, 1991, pp. 57 y 58. 106 Blanco Valdés, Roberto, Los partidos políticos , Madrid, Tecnos, 1990, p. 97. 107 Recoder de Casso, Emilio, “Comentario al artículo 67 de la Constitución”, en Garrido Falla, Fernando (dir.), Comentarios a la Constitución , 2a. ed., Madrid, Civitas, 1985, p. 1036.

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de los elegidos, 108 que indiscutiblemente tiene un importante significado en aquella relación, bien que de ello no deba necesariamente desprenderse la absoluta irrelevancia en esa relación de las personas electas, que no han de quedar como meros elementos numéricos que nos ofrezcan la fuerza cuantitativa de un grupo parlamentario, carentes de toda capacidad de discernimiento y sometidos por entero a las pautas de comportamiento emanadas del partido. Y es a partir de esta reflexión como, desde nuestra óptica, ha de entenderse la cláusula constitucional que nos ocupa, que, como significara Alzaga, 109 puede significar un último reducto en el que se pueda amparar el parlamentario que se sienta “objetor de conciencia” ante cuestión que atente gravemente a sus convicciones. Sin dejar, desde luego, de ratificar las incongruencias, en buena medida ya expuestas con anterioridad, a que puede conducir la cláusula en cuestión, su presencia en los textos constitucionales, como reconoce García Pelayo, 110 cumple, cuando menos, la función de garantizar jurídicamente la libertad de juicio y de voto del representante. A partir de aquí, se nos antoja imprescindible una interpretación de esta cláusula en armonía con el principio democrático y con la relevancia constitucional de los partidos políticos. Entre nosotros, el Tribunal Constitucional ha tenido oportunidad de pronunciarse en numerosas ocasiones en torno a la problemática que nos ocupa. La primera jurisprudencia de nuestro juez de la Constitución se produciría a raíz de una serie de recursos de amparo constitucionales planteados por distintos cargos de representación municipal (concejales y alcaldes), cesados en su mandato por efecto de la aplicación del artículo 11.7 de la Ley 39/1978, del 17 de julio, de Elecciones Locales, ya derogada, que preveía que en los casos de listas que representaran a partidos, federaciones o coaliciones de partidos, si alguno de los candidatos electos dejare de pertenecer al partido que le presentó, habría de cesar en su cargo, atribuyéndose la vacante a los candidatos incluidos en la lista por

108 En análoga posición se manifiesta Garrorena, Ángel, Representación política, elecciones generales y procesos de confianza en la España actual , Madrid, Instituto de Estudios Económicos, 1994, pp. 30 y 31. 109 Alzaga, Óscar, La Constitución española de 1978. Comentario sistemático , Madrid, Ediciones del Foro, 1978, p. 443. 110 García Pelayo, Manuel, op. cit., nota 33, p. 100.

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el orden de colocación en que aparecieran. Como puede apreciarse, el precepto estatuía un auténtico “mandato de partido”. El Tribunal Constitucional, en una dilatada serie de Sentencias, 111 abordaría el análisis de la cuestión de que venimos ocupándonos. Parte el “intérprete supremo de la Constitución”, como lo define el artículo 1.1 de su propia Ley Orgánica, de la previa conceptualización de la representación política. A tal efecto, entiende que el significado de la representación es indiferente del modo como la misma se construya, esto es, sea bajo la técnica del mandato libre, sea bajo la del mandato imperativo, pues lo realmente significativo es la relación de imputación en que aquélla consiste: Lo propio de la representación —razona el Tribunal—, 112 de cualquier modo que ésta se construya, tanto basada en el mandato libre como en el mandato imperativo, es el establecimiento de la presunción de que la voluntad del representante es la voluntad de los representados, en razón de la cual son imputados a éstos en su conjunto y no sólo a quienes votaron en su favor o formaron la mayoría, los actos de aquél.

Consecuentemente, será el desconocimiento o ruptura de esa “relación de imputación” lo que destruya la naturaleza misma de la institución representativa. Se plantea de inmediato el alto Tribunal la fundamental cuestión de entre quiénes se traba la relación representativa: si entre los electores y los candidatos electos o si entre los primeros y los partidos. Los partidos, en razón de la función que constitucionalmente tienen atribuida, disponen de la facultad legal de presentar candidaturas en las que, junto al nombre de los candidatos, figura la denominación del partido proponente. Por lo mismo, cree el Tribunal que la decisión del elector es producto de una motivación compleja que sólo el análisis sociológico permitiría desentrañar. Pero desde una perspectiva jurídico-constitucional, el juez de la Constitución, con evidente razón, entiende inequívoco que la elección de los ciudadanos sólo puede recaer sobre personas determinadas y no sobre los partidos o asociaciones que los proponen al electo111 Pueden recordarse entre ellas, las Sentencias del Tribunal Constitucional (en adelante SSTC) 5/1983, del 4 de febrero; 10/1983, del 21 de febrero; 16/1983, del 10 de marzo; 20/1983, del 15 de marzo; 28/1983, del 21 de abril; 29/1983, del 26 de abril, y 30/1983, del 26 de abril. 112 STC 10/1983, del 21 de febrero, FJ 2o.

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rado. 113 Esta doctrina ha sido reiterada y justificada con mayor brillantez y rotundidad en la STC 167/1991, en la que el juez de la constitucionalidad razona como sigue: ...conclusión (que la elección recae sobre personas y no sobre partidos) que es preciso reiterar ahora y que no quede empañada... por el hecho de que la elección se produzca hoy en España, en los comicios municipales y en otros, entre listas ‘cerradas’ y ‘bloqueadas’, pues una cosa es que el elector no pueda realizar cambios de las candidaturas y otra, bien distinta, que los nombres que en ellas figuren sean irrelevantes para la definición que cada cual ha de hacer ante las urnas. La elección es, pues, de personas... y cualquier otra concepción pugna con la Constitución y con la misma dignidad de posición de electores y elegibles, porque ni los primeros prestan, al votar, una adhesión incondicional a determinadas siglas partidarias ni los segundos pierden su individualidad al recabar el voto desde listas de partido. 114

Establecida así la relación representativa, entre los electores y los candidatos, parece claro que el cese en el cargo público representativo o, si se prefiere, la quiebra de la relación representativa, no puede depender de una voluntad ajena a la de los electores, y eventualmente a la del elegido, 115 reflexión a la que, en otro momento, 116 el Tribunal añade que no es constitucionalmente legítimo otorgar a una instancia que no reúne todas las notas necesarias para ser considerada como un poder público, la facultad de determinar por sí misma el cese de un representante elegido en votación popular. Es decir, que junto a la voluntad de electores y elegidos, el cese, la quiebra de la relación representativa sólo sería posible por decisión de un poder público, que en todo caso habría de moverse dentro del marco constitucional. Llegados aquí, sólo cabe interrogarse acerca de si los partidos son “poder público”, cuestión que encuentra una respuesta tajante del Tribunal: 117 Los partidos políticos son, como expresamente declara el artículo 6o. (de la Constitución), creaciones libres, producto como tales del ejercicio de la 113 114 115 116 117

Ibidem, FJ 3o. STC 167/1991, del 19 de julio, FJ 4o. STC 5/1983, del 4 de febrero, FJ 4o., a). STC 10/1983, del 21 de febrero, FJ 2o. Ibidem, FJ 3o.

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libertad de asociación que consagra el artículo 22. No son órganos del Estado, por lo que el poder que ejercen se legitima sólo en virtud de la libre aceptación de los estatutos y, en consecuencia, sólo puede ejercerse sobre quienes, en virtud de una opción personal libre, forman parte del partido. La trascendencia política de sus funciones... no altera su naturaleza, aunque explica que respecto de ellos establezca la Constitución la exigencia de que su estructura interna y su funcionamiento sean democráticos.

Complementando su tesis, el “intérprete supremo de la Constitución” razona 118 que, una vez elegidos, los representantes no lo son de quienes los votaron, sino de todo el cuerpo electoral, y titulares, por tanto, de una función pública a la que no pueden poner término decisiones de entidades que no son órganos del Estado, en el sentido más amplio del término, para insistir más adelante el Tribunal en que la representación implica la necesidad de que sean personas concretas las elegidas, que lo han sido “para el desempeño de una función que exige que la libre voluntad del reppresentante y por ende su permanencia en el cargo no quede subordinada a ningún poder que no emane también de la voluntad popular”. Un sector de la doctrina ha manifestado su discrepancia con este razonamiento. Y así, Bastida, 119 tras entender que existen importantes tesis favorables a la tipificación de los partidos políticos como órganos del Estado u “órganos casi públicos”, considera que una cosa es que el origen popular del poder obligue a que la titularidad de los poderes públicos sólo sea legítima cuando procede una mediación más o menos larga del propio pueblo y otra asignar en monopolio las funciones públicas a dichos poderes. La legitimidad del ejercicio de tales funciones no tiene como punto de referencia el status del poder público, sino la “voluntad popular”. Y Blanco Valdés 120 se manifiesta claramente proclive a la línea de razonamiento contenido en el voto particular de tres magistrados que acompaña a la STC 10/1983. A este efecto, el voto particular entiende que los partidos, aun no siendo poderes públicos, tampoco pueden calificarse de simples organiSTC 10/1983, del 21 de febrero, FJ 4o. Bastida Freijedo, Francisco J., “Derecho de participación a través de representantes y función constitucional de los partidos políticos”, Revista Española de Derecho Constitucional, núm. 21, septiembre-diciembre de 1987, pp. 199 y ss.; en concreto, p. 209. 120 Blanco Valdés, Roberto L., op. cit., nota 106, p. 154. 118 119

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zaciones privadas, situándose “en la zona gris entre lo público y lo privado”. Quizá, entienden los magistrados discrepantes de la mayoría, la forma menos polémica de calificar en lo que aquí interesa esa particular posición de los partidos consista en considerarlos como asociaciones que aún no siendo poderes públicos ejercen, sin embargo, funciones públicas y ello no en virtud de una situación de hecho sino porque expresamente lo dice el artículo 6o. de la Constitución al afirmar, entre otras cosas, que son “instrumento fundamental para la participación política”. Pero la forma en que se ejerce esa intervención “fundamental” está determinada por la Ley, por lo que las “funciones” públicas asignadas a los partidos por la Constitución derivan “mediatamente”, a través de la Ley, de la voluntad popular, perspectiva desde la que los magistrados que suscriben el voto particular entienden difícil tachar de inconstitucional el artículo 11.7 de la Ley de Elecciones Locales. 121 Por nuestra parte estamos plenamente de acuerdo con Jiménez Campo 122 cuando advierte que el énfasis puesto por el alto Tribunal en la negación del carácter de órgano público del partido no es expresivo de una mera preocupación formal, sino la manifestación, más bien, de un criterio o principio de la organización del Estado democrático, cual es el de que aunque no es infrecuente que el ordenamiento coloque en manos privadas el ejercicio de funciones públicas, sólo al poder estatal, en un amplio sentido, puede corresponder la alteración de la decisión comunitaria que constituyó al órgano representativo, porque sólo ese poder queda o bien sometido a control político o bien, cuando tal control no exista, vinculando positivamente a la ley, garantías, una y otra, que ni se dan ni pueden darse, obviamente, respecto al actuar de los partidos. Quizá lo más relevante de la construcción jurisprudencial expuesta sea que el juez de la Constitución no ha fundamentado su argumentación en la cláusula de interdicción del mandato imperativo del artículo 67.2 de la Constitución, haciéndolo, por el contrario, a partir del derecho que los ciudadanos tienen a participar en los asuntos públicos (artículo 23.1, CE) por medio de representantes libremente elegidos en elecciones periódicas, lo que evidencia, a juicio del alto Tribunal, 123 que los repre121 STC 10/183, del 21 de febrero, voto particular, 4. 122 Jiménez Campo, Javier, “Los partidos políticos en la

jurisprudencia constitucional”, en González Encinar, José Juan (coord.), Derecho de partidos, cit., nota 104, pp. 201 y ss.; en concreto, pp. 231 y 232. 123 STC 5/1983, del 4 de febrero, FJ 4o., a).

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sentantes dan efectividad al derecho de los ciudadanos a participar, y que la permanencia de los representantes depende de la voluntad de los electores que la expresan a través de elecciones periódicas. Por todo lo expuesto, la conclusión final es que el “mandato de partido” que venía a establecer la Ley 39/1978, de Elecciones Locales, no sólo viola el derecho de los ciudadanos a participar en los asuntos públicos, sino también el de los representantes mismos a mantenerse en sus funciones (artículo 23.2 de la CE). 124 La tesis jurisprudencial de que el representante lo es del conjunto de los ciudadanos debe ser, sin embargo, armonizada de alguna manera con el reconocimiento constitucional de los partidos políticos y con la consecuencia que de ello se desprende para la relación representativa, en cuanto que los partidos expresan el pluralismo político, y que no es otra que la de que aún ostentando la representación del conjunto del pueblo español, la representación se verifica desde posiciones ideológico-políticas diferenciadas, algo implícito en el mismo principio pluralista y de exigencia obligada en el Estado de partidos si no se quiere caer en la más pura e irreal abstracción. Por lo demás, el principio democrático corrobora cumplidamente esta exigencia. El Tribunal Constitucional, bien que con cierta lentitud y cautela, parece haber abierto con el paso del tiempo nuevos horizontes a su concepción inicial del mandato representativo, que da la impresión de querer “iluminar” desde los parámetros propios del principio democrático. En su Sentencia 32/1985, el Tribunal razonaría como sigue: ...La inclusión del pluralismo político como un valor jurídico fundamental (artículo 1.1, CE) y la consagración constitucional de los partidos políticos como expresión de tal pluralismo, cauces para la formación y manifestación de la voluntad popular e instrumentos fundamentales para la participación política de los ciudadanos (artículo 6o., CE), dotan de relevancia jurídica (y no sólo política) a la adscripción política de los representantes y, en consecuencia, esa adscripción no puede ser ignorada, ni por las normas infraconstitucionales que regulen la estructura interna del órgano en el que tales representantes se integran, ni por el órgano mismo, en las decisiones que adopte en ejercicio de la facultad de organización que es consecuencia de su autonomía. 125

124 125

STC 10/1983, del 21 de febrero, FJ 4o., in fine . STC 32/1985, del 6 de marzo, FJ 2o.

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La reflexión que precede no va a conducir al Tribunal a alterar su doctrina fijada en las ya comentadas Sentencias del año de 1983, pero sí, por el contrario, le va a llevar a matizar la condición “nacional” del mandato representativo, al admitir el alto Tribunal 126 que aunque los recurrentes, como titulares de cargos electivos (concejales de un Ayuntamiento), representan al cuerpo electoral (en este supuesto, al cuerpo electoral municipal), también, aunque en otro sentido, “representan a sus electores, quienes a su través ejercen el derecho de participación en los asuntos públicos”. La consecuencia de todo ello en el problema abordado por el Tribunal (acuerdo del Pleno de un Ayuntamiento por el que se concentraba a todos los concejales de la oposición en una sola Comisión a fin de excluirlos de las demás) consistirá en el otorgamiento del amparo constitucional impetrado, sobre la base de reconocer, de un lado, que la Ley no puede regular el ejercicio de los cargos representativos en términos tales que se vacíe de contenido la función que han de desempeñar, o se la estorbe o dificulte mediante obstáculos artificiales, o se coloque a ciertos representantes en condiciones inferiores a otros, “pues si es necesario que el órgano representativo decida siempre en el sentido querido por la mayoría, no lo es menos que se ha de asignar a todos los votos igual valor y se ha de colocar a todos los votantes en iguales condiciones de acceso al conocimiento de los asuntos y de participación en los distintos estadios del proceso de decisión”, 127 y de otro lado, que “los representantes miembros de la minoría tienen derecho a que la opinión de ésta (que es el instrumento de participación en los asuntos públicos de quienes fueron sus electores) sea oída sobre todos los asuntos que el órgano de que forman parte ha de conocer y resolver y lo sea, además, en los diferentes estadios del proceso de decisión”. 128 La doctrina precedentemente sentada iba a ser reiterada y ampliada en posteriores sentencias. Y así, en su Sentencia 119/1990, el juez de la Constitución reconocería la trascendencia de la orientación de la actuación pública de los representantes en un determinado sentido dentro del marco constitucional, sentido que no puede ser otro que aquel en el que han solicitado y obtenido el voto de los electores, 129 haciendo asimismo 126 127 128 129

Ibidem, FJ 3o. Idem. Idem. STC 1 19/1990, del 21 de junio, FJ 4o.

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suya la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (Sentencia de la instancia jurisdiccional europea del 2 de marzo de 1987. Caso Mathieu-Mohin y Clerfayt) de que los requisitos que señalen las leyes para el acceso a los escaños parlamentarios “no deben contrariar la libre expresión de la opinión del pueblo en la elección del cuerpo legislativo”. A partir de estas premisas, el alto Tribunal formulará su tesis más avanzada en el punto que nos ocupa: “Los diputados —señala— son los representantes del pueblo español considerado como unidad, pero el mandato que cada uno de ellos ha obtenido es producto de la voluntad de quienes los eligieron determinada por la exposición de un programa político jurídicamente lícito”. La fidelidad a este compromiso político, que ninguna relación guarda con la obligación derivada de un supuesto mandato imperativo, ni excluye, obviamente, el deber de sujeción a la Constitución que esta misma impone en su artículo 9.1, no puede, sin embargo, ser desconocida ni obstaculizada. 130 En su Sentencia 141/1990, el Tribunal reconocería, en la línea ya avanzada por su Sentencia 32/1985, y como derivación de la misma, que la elección del criterio de representación proporcional, para segurar el pluralismo, ha de encontrar también su reflejo en la estructuración de los órganos del Parlamento 131 Y en la Sentencia 163/1991, el juez de la constitucionalidad, partiendo una vez más de su doctrina fijada en la STC 32/1985, entenderá que del reconocimiento del pluralismo como un valor jurídico fundamental y de la consagración constitucional de los partidos políticos como expresión de tal pluralismo, se deriva que la adscripción política de los representantes puede ser tenida en cuenta sin existencia de una discriminación ideológica (en razón de la opinión que se profesa), puesto que del artículo 14 de nuestra norma suprema no se deduce la exigencia de que a los titulares de cargos representativos se les dé siempre el mismo trato, prescindiendo de las opiniones que expresen, pues “pertenece a la esencia de la democracia representativa la distinción entre mayoría y minoría y la ocupación por la primera de los puestos de dirección política”. 132 La doctrina jurisprudencial a que acabamos de aludir supone de modo inequívoco dotar de un cierto contenido jurídico, y no sólo político, los aspectos concretos que conforman la relación representativa, con lo que 130 Ibidem, FJ 7o. 131 STC 141/1990, del 20 de septiembre, FJ 132 STC 163/199 1, del 18 de julio, FJ 2o.

6o.

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ello entraña en orden a una cierta relevancia y dignificación de la opción ideológica, o si se prefiere, de compromiso político, de los representantes respecto a quienes les han votado. Llevando esta tesis hasta casi sus consecuencias últimas, el juez de la constitucionalidad llegará a considerar 133 que las ...atribuciones del órgano representativo se pueden actuar, sin quiebra lógica alguna, por sus miembros individuales o por los grupos o fracciones que éstos formen, cuando tales atribuciones no hayan de expresarse mediante una decisión imputable al órgano mismo y hasta es preciso decir que semejante posibilidad —o su respeto, al menos, cuando exista— deviene un imperativo constitucional en el marco de la democracia pluralista que la Constitución consagra en su artículo 1.1.

En definitiva, con su modulación jurisprudencial, el juez de la Constitución ha tratado de armonizar el principio representativo tradicional con el reconocimiento del principio democrático y del compromiso de coherencia y fidelidad con las respectivas opciones ideológico-políticas resultantes del pluralismo político, en el bien entendido de que el núcleo último de la relación representativa no puede verse afectado por el principio democrático, ni tampoco por la relevancia constitucional que a los partidos otorgan sus fundamentales funciones; sólo frente a terceros pueden cobrar estos últimos principios operatividad jurídica, lo que se traduce a su vez en la posibilidad de entender como inconstitucionales aquellos actos procedentes de partes ajenas a la relación representativa propiamente dicha (emanados por lo general del órgano representativo de que se trate) que, al ignorar la identidad política del representante, le impiden ejercer su representación diferenciada, que en el marco de la democracia pluralista constitucionalmente consagrada ha de ser considerada como un verdadero imperativo constitucional, lesionando a la postre el derecho de los representados a que esa diferenciación que deriva de la diversa adscripción política de los representados sea respetada. La doctrina supone un paso adelante respecto de los posicionamientos iniciales del Tribunal, pero, como advierte Garrorena, 134 parece excluir del ámbito de eficacia del principio democrático la lesión directa produ133 134

STC 161/1988, del 20 de septiembre, FJ 7o. Garrorena, Ángel, op. cit., nota 108, p. 34.

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cida por el mismo representante, lo que equivale a trastocar el significado de esta doctrina, que pasaría de ser una protección del derecho garantizado a los electores por el artículo 23.1 a operar como una mera protección de la posición de los elegidos, sin posibilidad de esta forma de buscar una adecuada solución constitucional para aquellos supuestos en que una desvinculación voluntaria del representante respecto de la adscripción u opción política con la que ha accedido a su cargo representativo, aún respetando formalmente la relación representativa, a la vista de las premisas constitucionales sobre la que ésta se asienta, incide de modo frontal sobre el principio democrático en cuanto que afecta al principio pluralista, constitucionalmente consagrado como valor superior de nuestro ordenamiento, que convierte en relevante, a los efectos de aquella relación representativa, la respectiva adscripción política de los candidatos a cargos electivos. Ello supone una protección absoluta de los elegidos que optan por el abandono voluntario de su originaria adscripción política, esto es, de los comúnmente llamados tránsfugas, situación ante la que es de todo punto ineludible la búsqueda de cauces jurídicos que armonicen los derechos de tales representantes con los de aquellos electores que los han elegido, atendiendo al efecto, entre otras circunstancias, a su etiqueta política inicial. El principio democrático así lo exige y la realidad política, que siempre ha de ser tenida en cuenta llegado el momento de interpretar las normas constitucionales, subraya aún más dicha exigencia jurídico-constitucional. El problema del transfuguismo, que subyace a la problemática teórica planteada, ha reverdecido con toda virulencia muy recientemente, tras las elecciones autonómicas de mayo de 2003, con la deserción de las filas socialistas de dos diputados de la Asamblea Legislativa de la Comunidad Autónoma de Madrid con el potencial y muy desestabilizador efecto de un cambio de signo del gobierno de la Comunidad, impidiendo un gobierno de coalición entre el Partido Socialista e Izquierda Unida, con unos fines que, salvo lo que resulta de la investigación judicial abierta, se presentan como espúreos y ventajistas, si es que no, lisa y llanamente, como delictivos. De esta deserción, como acaba de señalarse, se ha derivado una flagrante y muy grave alteración de la voluntad popular democráticamente expresada. Es obvio que le sistema democrático no puede quedar hipotecado en manos de aventureros, chantajistas o delincuentes. Por lo mismo, algún sector de la doctrina se ha pronunciado rotundamente en favor de una

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tesis que nos trae a la memoria la formulación que hicieran Charles y William Beard, con la que Pritchett, por cierto, abrira su clásica obra The American Constitution : 135 “una Constitución es lo que el gobierno y el pueblo... reconocen y respetan como tal, lo que piensan que es”. Es inútil, ha dicho Rubio Llorente 136 ubicándose de modo inequivoco en esta dirección, seguir luchando por ajustar la realidad a una idea que no tiene soporte alguno en la conciencia social; que no es creencia, sino puro diseño teórico. El esfuerzo debe ir dirigido, por el contrario, a conseguir que la regulación de las instituciones representantivas se acomode a la imagen que los ciudadanos tienen efectivamente de ellas, al modo que éstos tienen de concebirlas y entenderlas. Ello se habría de traducir en la consideración de que la pertenencia del representante a un determinado partido político (o su inclusión en una candidatura de partido) es, cuando existe, el componente decisivo de la relación representativa, lo que a su vez ha de suponer el fortalecimiento de la dependencia del representante respecto del partido. A nuestro juicio, es ésta, sin duda, la dirección hacia la que se debe caminar, en orden a la resolución de este complejo problema. La relevancia jurídica de la la adscripción política de los representantes ha de ser subrayada. El principio del pluralismo, la relevancia del rol constitucional que el artículo 6o. de la Constitución atribuye a los partidos y la inexcusabilidad de evitar el fraude de la voluntad popular democráticamente expresada así lo exigen. Con todo, no creemos que fuera positiva la opción proclive al radical cambio de orientación en el sentido de atribuir la plena titularidad de los escaños a los partidos con la subsiguiente sujeción absoluta de los representantes a la voluntad del partido, que las más de las veces sería tan sólo a la voluntad del “aparato” del partido. Ni creemos que tal interpretación sea constitucionalmente adecuada, ni tampoco que la misma sea sentida por la conciencia social sin atisbo de matiz alguno. La cláusula del artículo 67.2 de la Constitución debe entrañar un último reducto en el que pueda ampararse un representante que se sienta “objetor de conciencia” frente a la línea política marcada por su partido ante una cuestión que atente gravemente a sus convicciones. 135 Pritchett, C. Herman, The American Constitution , Nueva York, McGraw-Hill, 1959. Traducción española, La Constitución americana, Buenos Aires, Tipográfica Editora Argentina, 1965, p. 1. 136 Llorente, Francisco, “Vemos como somos”, El País, edición del 21 de junio de 2003.

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En definitiva, una cláusula como la del citado artículo constitucional garantiza la libertad de conciencia del representante y, por lo mismo, su libertad de voto. Atribuir la titualridad del escaño al partido significaría privar de toda libertad al representante, que a través de su expulsión arbitraria del partido podría ser privado del escaño. Distinta es la situación del representante que opta por el abandono voluntario de su originaria adscripción política, sin que se atisbe otra causa que el ventajismo o el chantaje. Quizá aquí podría extraerse las últimas consecuencias jurídicas de la adscripción política partidista del representante. Somos conscientes de las enormes dificultades que presenta el deslinde de una u otra situación, pues ello no obsta para concluir defendiendo que nos encontramos ante situaciones diferentes que deben exigir una solución jurídica también diferenciada.



EL PROCEDIMIENTO LEGISLATIVO DESCENTRALIZADO EN ITALIA Y E SPAÑA ALGUNAS REFLEXIONES CONSTITUCIONALES

I. Introducción: el nuevo rol de las comisiones en el marco del Parlamento del Estado social y democrático de derecho . . . 481 II. El procedimiento legislativo descentralizado en la Constitución española. Sus antecedentes . . . . . . . . . . . . . . . III. Naturaleza jurídica de la institución IV. La reserva de ley de pleno

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V. La facultad de avocación del pleno

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I. INTRODUCCIÓN: EL NUEVO ROL DE LAS COMISIONES EN EL MARCO DEL PARLAMENTO DEL E STADO SOCIAL Y DEMOCRÁTICO DE DERECHO Las Comisiones parlamentarias, según la clásica definición de Barthélemy, 1 son órganos constituidos en cada Cámara, compuestos de un número por lo general limitado de sus miembros, elegidos con base en una presumible competencia y encargados, en principio, de preparar su trabajo normalmente mediante la presentación de dictámenes. 2 Es claro, pues, el carácter auxiliar de la Cámara que en esta definición presentan las Comisiones y que el propio autor proyectaría hacia las tres grandes funciones que cumplen los Parlamentos: la función legislativa, la de control y la presupuestaria. Ha sido, sin embargo, en relación con la función legislativa donde en mayor medida se ha fundamentado la existencia de las Comisiones parlamentarias que, como bien se ha significado, 3 lejos de perder su fuerza, ésta no ha hecho más que afirmarse en el curso de los dos últimos siglos, y de modo muy particular en el pasado siglo XX, y ello, de un lado, por el crecimiento imparable de la legislación, y de otro, por el carácter cada vez más tecnicista de la misma. * Ponencia presentada al Seminario Internacional sobre “Eficiencia y eficacia de la actividad legislativa en el siglo XXI”, organizado por la Cámara de Representantes de la República Oriental del Uruguay, Montevideo, octubre de 2001. 1 Barthélemy, Joseph, Essai sur le travail parlementaire et le système des commissions , París, Librairie Delagrave, 1934, p. 10. 2 Ibidem, p. 212. 3 Pactet, Pierre, “Les Commissions parlementaires”, Revue du Droit Public et de la Science Politique , París, soixantième année, 1954, pp. 127 y ss.; en particular, p. 128.

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La organización parlamentaria en Comisiones, aun siendo un fenómeno común, ha ofrecido manifestaciones diferenciadas según las épocas y los países, distinguiéndose al respecto dos grandes sistemas de organización parlamentaria en Comisiones: el sistema de Comisiones no permanentes ni especializadas del Parlamento inglés y el sistema de las Comisiones permanentes y especializadas del Congreso norteamericano. En otros países, como es el caso francés, la riqueza y variedad de textos constitucionales ha sido tal que ha posibilitado la aplicación en determinados momentos históricos de la mayor parte de las fórmulas posibles 4 presentándosenos Francia en éste, como en otros ámbitos, como un auténtico laboratorio constitucional. 5 El sistema de las Comisiones parlamentarias, al sustraer a las Cámaras en Pleno la siempre larga y compleja tarea de proceder directamente al examen y deliberación de los proyectos legislativos, vino a aligerar de modo notable el trabajo parlamentario, mostrándose desde esta óptica como enormemente funcional. Pero la modesta labor originariamente asumida por las Comisiones, ha ido en la práctica, con el devenir del tiempo, alcanzando un nivel tal que ha propiciado la incidencia frontal de las Comisiones en las relaciones entre el Poder Legislativo y el Poder Ejecutivo. Como en esta dirección subraya D’Eufemia, 6 el aspecto de mayor interés de la institución constitucional de las Comisiones parlamentarias es que éstas, de simples órganos de estudio y delegación temporal encargados de preparar la obra legislativa, se han transformado, en los ordenamientos que las admiten constitucional, reglamentaria o consuetudinariamente, en órganos permanentes y autónomos que vienen a

4 Lavroff, Dimitri-Georges, “Les Commissions de l’Assemblée Nationale sous la V République', Revue du Droit Public et de la Science Politique , núm. 6, noviembrediciembre de 1971, pp. 1429 y ss.; en concreto, p. 1432. 5 Las oscilaciones del rol de las Comisiones en la historia constitucional francesa son notables, encontrando sus polos extremos, en lo que hace a la intervención de las Comisiones en el trabajo legislativo, en el Senado-consulto orgánico del 28 Frimario del año XII (18 de mayo de 1804), que opta por la interdicción de cualquier intervención de las Comisiones, y en la Constitución de la Cuarta República, del 27 de octubre de 1946, que se decanta por la libertad más absoluta de tales órganos. Cfr. al efecto, Cahoua, Paul, “Les commissions, lieu du travail législatif', Pouvoirs, núm. 34 (monográfico sobre “L’Assemblée'), París, 1985, pp. 37 y ss. 6 D’Eufemia, Giuseppe, “Le Commissioni parlamentari nelle Costituzioni moderne', Rivista Trimestrale di Diritto Pubblico , año VI, núm. 1, enero-marzo de 1956, pp. 16 y ss.; en particular, pp. 18 y 19.

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alterar o incidir de hecho en el sistema de relaciones entre los poderes constitucionalmente establecidos. Esta mutación del rol funcional de las Comisiones es inexplicable al margen del profundo proceso de transformación que ha experimentado el Estado liberal de derecho del siglo XIX, y que ha conducido al Estado social y democrático de derecho de nuestros días. Mientras el primero se limitaba a garantizar a los ciudadanos la integridad de la esfera de su autonomía personal, el segundo se ha propuesto llevar a cabo una redistribución de la riqueza presidida por los principios materiales de igualdad y justicia, lo que se ha traducido de inmediato en una notabilísima ampliación de las tareas administrativas y, desde luego, también de las legislativas. Estas profundas mutaciones han llevado consigo, a su vez, un cambio no menos radical en el concepto tradicional de la ley. Mientras que en coherencia con la concepción originaria de la ley como garantía y medida de la libertad civil y expresión de la voluntad general, el ideal se cifra, como señala Díez Picazo, 7 en pocas leyes y claras, nociones estrechamente unidas, que se presuponen, pues la claridad es necesaria consecuencia de la escasez, ese esquema perfectamente nítido y coherente entra en crisis cuando el Estado social de derecho ha de hacer frente a múltiples funciones en ámbitos tan diferentes y tan alejados de los propios del Estado liberal como el económico, el social y el cultural, por sólo citar los más característicos. A partir de ese momento comienzan a surgir, como de nuevo dice Díez Picazo, 8 formas aberrantes de leyes como es el caso de las denominadas “leyes medida”, que son leyes singulares enderezadas a resolver un problema concreto o a adoptar medidas de situación o de coyuntura, leyes, en definitiva, sin ninguna pretensión de perennidad. La quiebra de la vocación de intemporalidad o perennidad de la ley, fruto de la propia coyunturalidad de muchas de ellas, y el hecho irrefutable de la cada vez mayor promiscuidad de las leyes singulares, 9 que 7 Díez-Picazo, Luis, “Constitución, ley, juez”, Revista Española de Derecho Constitucional, núm. 15, septiembre-diciembre de 1985, pp. 9 y ss.; en concreto, p. 10. 8 Ibidem, p. 11. 9 Como señala Santamaría, las leyes singulares en sentido estricto no pueden considerarse inadmisibles en el actual Estado de derecho, pues aun siendo un carácter “natural”, la generalidad ya no es un rasgo esencial de la Ley. Santamaría Pastor, Juan Alfonso, Fundamentos de derecho administrativo, Madrid, Editorial Centro de Estudios Ramón Areces, 1991, vol. I, p. 528.

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constituyen un instrumento casi imprescindible en un Estado con vocación claramente administrativa, tienen como consecuencia la multiplicación del número de leyes que han de aprobar los Parlamentos. Si a esta hiperinflación legislativa se añade el carácter tecnocrático de buen número de textos altamente especializados, se puede comprender el profundo impacto que la nueva situación había por fuerza de tener sobre el procedimiento legislativo, y no sólo desde luego sobre él. Consecuencia de todo ello ha sido, de un lado, la asunción por el Ejecutivo de un rol progresivamente más destacado en la función legislativa, de lo que da prueba el cada vez más frecuente recurso a la técnica de la delegación legislativa en el gobierno o el empleo frecuente por éste de los decretos-leyes o decretos de urgencia, según las diversas denominaciones acuñadas. Y de otro lado, el sometimiento del procedimiento legislativo a mecanismos racionalizadores que se imbrican en el más amplio fenómeno de racionalización general de todos los procedimientos que, como se ha advertido, 10 preña la vida parlamentaria en la actualidad, con el objetivo común de producir el máximo de funcionalidad al sistema político o, si se prefiere, de ofrecer el máximo de confortabilidad política al órgano motor y responsable de la política nacional, el gobierno. La mayor articulación de los procedimientos legislativos que se puede apreciar en los ordenamientos contemporáneos va estrechamente unida a la aparición, en ocasiones, de nuevos centros de decisión jurídicamente relevantes en el curso del procedimiento legislativo, fenómeno que Cervati 11 vincula a la creciente complejidad social y a la dificultad de articular los intereses en contraste. Y entre esos centros, en algunos países como Italia y España, ninguno tan relevante como las comisiones parlamentarias, que de ser órganos de trabajo, auxiliares de los Plenos de las Cámaras, han pasado a convertirse en órganos decisorios por mor de la entronización constitucional del que Mortati, en la Asamblea Constitu10 Paniagua Soto, Juan Luis, “El sistema de Comisiones en el Parlamento español”, Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense , Madrid, núm. 10 (monográfico sobre “Estudios de Derecho Parlamentario”), 1986, pp. 111 y ss.; en concreto, p. 111. 11 Cervati, Angelo Antonio, “Comentario al artículo 72”, en Cervati, A. A. y Grotanelli, Giovanni, La formazione delle leggi , t. I, vol. 1, en Commentario della Costituzione (a cura di Giuseppe Branca), Bologna-Roma, Zanichelli Editore-Il Foro Italiano, 1985, pp. 108 y ss.; en particular, p. 183.

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yente italiana, llamara procedimiento descentralizado (procedimento decentrato). 12 En efecto, el artículo 72 de la Constitución Italiana, uno de los más controvertidos de la norma suprema del país transalpino, tras establecer en el primero de sus párrafos el procedimiento normal de examen y aprobación de todo proyecto de ley (“ ogni disegno di legge”) presentado a una de las Cámaras: será examinado, según lo que disponga el Reglamento respectivo, por una comisión y luego por la propia Cámara (esto es, por su Pleno), que lo aprobará artículo por artículo y en una votación final, y habilitar, en el párrafo 2, a los Reglamentos de cada Cámara para que establezcan procedimientos abreviados para los proyectos de ley que se declaren urgentes, regula en el párrafo 3 el procedimiento descentralizado en los siguientes términos: Podrá asimismo disponer (el Reglamento de cada Cámara) en qué casos y de qué forma procede trasladar el examen y la aprobación de los proyectos de ley a las Comisiones, incluso a las permanentes, compuestas de modo tal que reflejen las proporciones de los grupos parlamentarios. También en tales casos, hasta el momento de su aprobación definitiva, el proyecto será reenviado al Pleno de la Cámara si el Gobierno, una décima parte de los componentes de la Cámara o una quinta parte de la Comisión reclaman que sea discutido y votado por la Cámara misma o bien que sea sometido a la aprobación final de ésta únicamente con declaraciones de voto (con sole dichiarazioni di voto ). El Reglamento determinará la forma de publicidad de los trabajos de las Comisiones.

Se consagra así, frente al rol tradicional de las Comisiones parlamentarias consagrado en el párrafo 1 del precepto (lo que los italianos llaman commissioni in sede referente ), una singularidad (“ commissioni in sede deliberante”) que, pensada inicialmente como una excepción frente a la regla procedimental general, se ha convertido en la praxis en la regla casi constante para buena parte de la legislación parlamentaria, con efectos diversamente valorados pero, como advierte la doctrina, 13 no ciertamente desechables, bien sobre la calidad de la producción legisla12 Mortati, Atti Assemblea Costituente, p. 1195. Sesión del 14 de octubre de 1947. Citato por Pierandrei, Franco, “Les commissions législatives du Parlement italien”, Revue Francaise de Science Politique , vol. II, núm. 3, julio-septiembre de 1952, pp. 557 y ss.; en concreto, p. 558, nota 2. El mismo trabajo publicado en italiano en Il Foro Padano , año VII, núms. 7-8, julio-agosto de 1952, pp. 74 y ss.; en concreto, p. 74, nota 2. 13 Entre otros muchos, Cervati, Angelo Antonio, op. cit., nota 11, p. 146.

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tiva, en cuanto que parece fuera de toda duda que la legislación de comisión ha contribuido a la proliferación de las llamadas despectivamente “ leggine” (leyecillas), bien sobre la relación entre mayoría y oposición parlamentarias, especialmente si se advierte el poder de la minoría de solicitar el reenvío al Pleno de la Cámara del proyecto legislativo ya asignado a la Comisión deliberante y las relevantes consecuencias que tal poder entraña en la praxis parlamentaria. El artículo 72 se completa con un último párrafo que consagra la llamada reserva de ley de Pleno (“ riserva di legge d’Assemblea ”), excluyendo del análisis por la Comisión en sede deliberante determinados proyecto de ley. A tenor del mismo: “Se adoptará siempre el procedimiento normal de examen y aprobación directa por el Pleno para los proyectos de ley en materia constitucional y electoral y para los de delegación legislativa, de autorización para ratificar tratados internacionales, de aprobación de presupuestos y cuentas”. II. EL PROCEDIMIENTO LEGISLATIVO DESCENTRALIZADO EN LA C ONSTITUCIÓN ESPAÑOLA . S US ANTECEDENTES I. El artículo 75 de la Constitución española de 1978, tras disponer en su apartado primero que “las Cámaras funcionarán en Pleno y por Comisiones”, dedica sus dos apartados subsiguientes a contemplar las líneas maestras a las que se ha de ajustar la delegación legislativa de las Cámaras a sus respectivas comisiones. De acuerdo con el artículo 75.2: “Las Cámaras podrán delegar en las Comisiones Legislativas Permanentes la aprobación de proyectos o proposiciones de ley. El Pleno podrá, no obstante, recabar en cualquier momento el debate y votación de cualquier proyecto o proposición de ley que haya sido objeto de esa delegación”. En claro reflejo, en este punto casi mimético, de la Constitución Italiana, el artículo 75.3 completa el diseño constitucional de este instituto refiriéndose a la reserva de ley de Pleno en los siguientes términos: “Quedan exceptuados de lo dispuesto en el apartado anterior la reforma constitucional, las cuestiones internacionales, las leyes orgánicas y de bases y los Presupuestos Generales del Estado”. La norma en cuestión es inequívocamente tributaria del artículo 72 de la carta constitucional italiana, si bien no sólo de ella, pues también pa-

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rece clara la predeterminación de la fórmula constitucional por la propia praxis parlamentaria generada por la normación reglamentaria del procedimiento legislativo preexistente que, como expondremos más adelante, remonta su origen a la Ley de Cortes de 1942, lo que entraña que también desde una perspectiva histórica pueda establecerse un cierto paralelismo en la regulación de esta peculiar modalidad del procedimiento legislativo entre Italia y España. II. Singular es, como señala Paladin, 14 el origen histórico de la institución en Italia, pues, como resulta opinión unánimemente compartida por la doctrina, dicho instituto encuentra su germen en la Ley del 19 de enero de 1939, núm. 129, de “Istituzione della Camera dei Fasci e delle Corporazioni”, 15 cuyos artículos 15 y 16 normaban en términos semejantes a los ulteriormente dados al instituto en la Constitución de 1947, el procedimiento legislativo descentralizado. 16 La Constitución de 1947 iba, ciertamente, a readaptar el procedimiento acuñado por el régimen fascista a las pautas y principios del régimen democrático. Y a tal efecto se introducía una diferencia que, en principio, parecía fundamental: mientras de acuerdo con la Ley de 1939 las Cámaras en Pleno tenían una competencia estrictamente tasada que parecía convertir en excepcional su intervención en el procedimiento legislativo, correspondiendo a las Comisiones Legislativas una amplísima competencia residual que las convertía en los órganos competentes para conocer y aprobar la inmensa mayoría de los proyectos legislativos, la Carta de 1947 alteraba esa correlación al atribuir a los Plenos de las Cámaras la competencia general, habilitando a las propias Cámaras para determinar, a través de sus respectivos Reglamentos, “los casos y la forPaladin, Livio, Diritto costituzionale, Padova, CEDAM, 1991, p. 340. Puede verse el texto de esta Ley en Teresi, Francesco, Códice Costituzionale, Bologna, Zanichelli, 1998, pp. 11 y 12. 16 El artículo 15 de la Ley núm. 129, de 1939, atribuía a los Plenos ( Assemblee plenarie) de la Cámara de los Fascios y de las Corporaciones y del Senado del Reino, el conocimiento de los proyectos de ley de carácter constitucional (tal y como ya había establecido el artículo 12 de la Ley del 9 de diciembre de 1928, núm. 2693, de “Ordinamento e attribuzioni del Gran Consiglio del Fascismo”), las delegaciones legislativas de carácter general, los proyectos de presupuestos y de rendición de cuentas del Estado y de las Haciendas autónomas del Estado y de los entes administrativos de cualquier naturaleza, de importancia nacional, subvencionados directa o indirectamente por el Presupuesto del Estado. A su vez, el artículo 16 atribuía el examen de todos aquellos proyectos de ley no incluidos en el artículo 15, con carácter exclusivo, a las Comisiones Legislativas de ambas Cámaras. 14 15

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ma” en los que las Comisiones respectivas podían sustituir a los Plenos en el conocimiento y aprobación de un proyecto de ley. Dicho de otro modo, y según Mazziotti, 17 la sustitución de los Plenos por las Comisiones dependía de la voluntad de los primeros, plasmada en los respectivos Reglamentos. Y esa voluntad de la Cámara sólo podía justificarse en cuanto que existía una expresa norma constitucional habilitante, pues, como indica Paladin, 18 los Reglamentos parlamentarios no estarían habilitados para prever y disciplinar un procedimiento de tal naturaleza de no existir la previa habilitación constitucional. Por todo lo expuesto, Mortati ha podido subrayar la notable diferencia existente entre el régimen de la Ley de 1939 y el de la Carta de 1947 en el punto que nos ocupa, significando 19 que mientras en la Ley de 1939 las Comisiones tenían una competencia propia (no enumerada expresamente, recordémoslo, sino contemplada de modo residual), que quizá podría haber sido restablecida en alguna medida por los Reglamentos de las Cámaras, al amparo del artículo 72 de la Constitución, al no haberse decantado por esa fórmula y optar por atribuir al presidente de la Cámara, salvo oposición de la misma, la iniciativa para deferir en cada ocasión a la Comisión el conocimiento en sede deliberante del proyecto legislativo, las Comisiones han pasado a disponer tan sólo de una competencia eventual y sustitutoria que deviene actual previa investidura del órgano competente en el procedimiento normal u ordinario. Por lo demás, la propia estructura del artículo 72 es ilustrativa de la excepcionalidad, por lo menos en la dicción del texto constitucional, del procedimiento descentralizado. No debe considerarse desprovisto de significado a este respecto que en su párrafo 1 el artículo 72 contemple como procedimiento legislativo normal u ordinario el llamado procedimento di assemblea en el que la Comisión tiene una función preparatoria de la ulterior intervención del Pleno, que habrá de aprobar artículo por artículo y en una votación final el proyecto legislativo, conociéndose en estos casos la actividad de la Comisión como in sede referente . Y en los dos párrafos sucesivos se contemplen dos procedimientos especiales

17 Mazziotti di Celso, Manlio “Parlamento. Funzioni (diritto costituzionale)”, Enciclopedia del diritto , Milán, Giuffrè, 1981, t. XXXI, pp. 757 y ss.; en concreto, p. 793. 18 Paladin, Livio, op. cit., nota 14, p. 342. 19 Mortati, Costantino, Istituzioni di diritto pubblico, 9a. ed., Padova, CEDAM, 1976, t. II, p. 744.

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o extraordinarios: el procedimiento abreviado y el procedimiento descentralizado, del que venimos ocupándonos. No puede, sin embargo, dejar de hacerse una precisión respecto al contraste que se ha venido estableciendo entre la excepcionalidad de la intervención en el procedimiento legislativo por parte de los Plenos de las Cámaras contemplada en la Ley de 1939 y la generalidad o normalidad de esa misma intervención prevista por la Constitución de 1947. En un plano teórico o abstracto, sin lugar a dudas, tal afirmación o contraste es indiscutible, pero en el plano de la realidad de los hechos el juicio debe modificarse, o por lo menos, matizarse sustancialmente. Como afirma Elia, 20 causa una cierta sensación calificar como normal el procedimento di assemblea desde el momento en que se advierte que el de comisión se ha venido utilizando con amplísima ventaja, alrededor de tres veces frente a una. 21 Esta proporción, en torno al 75% a favor del procedimiento descentralizado, como revelan los datos ofrecidos por Martines, 22 se mantendría, incluso en un leve pero constante ascenso, hasta la sexta legislatura, iniciándose en la séptima una inversión de la tendencia que, por ejemplo, ha situado ese porcentaje en la décima legislatura en torno al 54%. Todo ello conduce a una conclusión evidente: se ha producido un verdadero vuelco en la relación existente entre el procedimiento supuestamente normal y el formalmente conformado como excepcional. La excepción se ha convertido, pues, en la regla, 23

20 Elia, Leopoldo, “Le commissioni parlamentari italiane nel procedimento legislativo”, Archivio Giuridico Filippo Serafini , vol. XXIX, fasc. 1.2, Società Tipografica Modenese, Módena, 1961, pp. 42 y ss.; en concreto, p. 98. 21 El propio Elia (ibidem, p. 98, nota 129) nos ofrece datos empíricos de las dos primeras legislaturas del Parlamento italiano. En la primera, sobre un total de 2427 proyectos de ley aprobados por la Cámara de Diputados, 587 lo fueron por el Pleno y 1840 en Comisión. En el Senado, de un total de 2417 proyectos, 628 fueron aprobados por el Pleno y 1789 en Comisión. En la segunda legislatura, estos rasgos se acentúan. Y así, en la Cámara de Diputados, de un total de 2004 proyectos legislativos aprobados, 496 lo fueron de acuerdo con el “ procedimento di assemblea ” frente a 1508 que lo fueron por el procedimiento descentralizado. Y en el Senado, sobre 1998 proyectos aprobados, 475 lo fueron según el primer procedimiento y 1523 de conformidad con el segundo. 22 Martines, Temistocle, Diritto costituzionale , 8a. ed., Milán, Giuffrè, 1994, pp. 338 y 339. 23 Análoga es la conclusión a la que llegó Georges Langrod (“Quelques aspects de la procédure parlementaire en France, en Italie et en Allemagne Fédérale”, Revue Internationale de Droit Comparé, París, núm. 3, julio-septiembre de 1953, pp. 497 y ss.; en particular, p. 523) si bien quizá demasiado tempranamente.

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llegándose, de facto, a una situación análoga a la dimanante de la Ley de 1939. III. En la Asamblea Constituyente italiana se suscitó la problemática de la adopción de una fórmula que pudiera dar respuesta a la exigencia, apreciada por todos los sectores políticos y por parte de la opinión pública, de una legislación rápida y acorde con las nuevas tareas del Estado social de derecho. La adecuación a este nuevo reto del procedimiento legislativo, como recuerda Mohrhoff, 24 fue planteada por vez primera por Mortati en la sesión de la Subcomisión para la Organización del Estado celebrada el 26 de octubre de 1946. Mortati, a la sazón ponente, propuso un sistema de descentralización de la competencia legislativa de las Cámaras caracterizado por la posibilidad de que el Pleno de la Cámara pudiese delegar a las Comisiones el examen del texto de aquellos proyectos legislativos de carácter técnico, en el bien entendido de que el dictamen emitido por la Comisión había de pasar a votación del Pleno sin debate previo alguno, con las meras declaraciones de voto. El debate plenario en la Asamblea Constituyente osciló entre dos posiciones extremas: la absoluta e inderogable competencia legislativa de las Cámaras en sesión plenaria y la delegación a las Comisiones del examen y aprobación de todos los proyectos de ley que no tuvieran gran importancia política. Una propuesta del diputado constituyente Vanoni iba a ser decisiva en la redacción final del artículo 72. En síntesis, se trataba de deferir a las Comisiones los proyectos relativos a materias estrictamente técnicas y a los Plenos los referentes a materias de notable relevancia política o que implicaran el planteamiento de aspectos principiales. Como de nuevo señala Mohrhoff, 25 era una tesis mucho más avanzada que la sostenida por el ponente Mortati quien no la acogió, preocupado por las consecuencias de una excesiva especialización y burocratización de la actividad legislativa. La propuesta final de Ruini, presidente de la Comisión de los setenta y cinco, en el sentido de que pudiese ser deferido a las Comisiones no sólo el examen y formulación de los textos legislativos, sino también su aprobación definitiva, resultaría decisiva para la adopción final por el constituyente de esta innovadora fórmula procedimental que constituyó verdaderamente 24 Mohrhoff, Federico, “Commissione Parlamentare”, Novissimo Digesto Italiano , diretto da Antonio Azara e Ernesto Eula, 3a. ed., Torino, UTET, 1967, t. III, pp. 647 y ss.; en concreto, p. 650. 25 Ibidem, pp. 650 y 651.

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un quid novi en la historia de los modernos ordenamientos constitucionales. IV. La comparación entre la fórmula acuñada por el artículo 75 de la Constitución de 1978 y la más de seis lustros antes institucionalizada en Italia no deja resquicio alguno a la duda respecto al influjo ejercido por el constituyente transalpino sobre el español. 26 Sin embargo, no es éste el único antecedente que encontramos en la génesis de este instituto procedimental parlamentario, sino que, también al igual que en Italia, es preciso en esta búsqueda de antecedentes remontarse al régimen autoritario anterior, apreciación coincidente entre la doctrina. 27 Desde luego, no cabe duda alguna acerca del rechazo radical de los constituyentes hacia las leyes fundamentales del franquismo; más aún, buen número de preceptos constitucionales encuentra su razón de ser en una relación dialéctica con el ordenamiento del inmediato pasado autocrático. Sin embargo, en el caso que nos ocupa el influjo de la normativa anterior no sólo se iba a diluir por la incidencia, más fuerte sin duda, del modelo italiano, sino que se iba asimismo a canalizar a través de otras vías normativas distintas de las leyes fundamentales (aunque fueran en último término desarrollo de ellas), como sería el caso de los Reglamentos de las Cortes, particularmente el de 1971, en el que en algunos aspectos, como el procedimiento que venimos analizando, encontrarían su inspiración los Reglamentos provisionales del Congreso de los Diputados y del Senado, del 17 y 18 de octubre de 1977, respectivamente, normas estas últimas que no podían por menos que incidir en la adopción por los constituyentes del procedimiento legislativo descentralizado. Nos detendremos más en ello. El artículo 10 de la Ley constitutiva de las Cortes del 17 de julio de 1942 reservaba al Pleno las leyes que tuvieran por objeto alguna de las 26 La doctrina es unánime al respecto. Y así, por poner algún ejemplo, Recoder señala que aunque pueda tener otras implicaciones, la influencia más inmediata deriva de la Constitución italiana. Recoder de Casso, Emilio, “Comentarios al artículo 75 de la Constitución”, en Garrido Falla, Fernando, Comentarios a la Constitución , 2a. ed., Madrid, Civitas, 1985, pp. 1161 y ss., en concreto, p. 1162. En el mismo sentido, Villacorta Mancebo, Luis, Hacia el equilibrio de poderes (Comisiones legislativas y robustecimiento de las Cortes), Valladolid, Universidad de Valladolid-Caja de Ahorros y M.P. de Salamanca, 1989, en particular, pp. 363-365. 27 Así también, sin ánimo exhaustivo, entre otros, García Martínez, Ma. Asunción, El procedimiento legislativo , Madrid, Congreso de los Diputados, 1987, p. 294. En igual sentido, Ruiz Robledo, Agustín, “La delegación legislativa en las comisiones”, en Silva Ochoa, Juan Carlos da (coord.), Las comisiones parlamentarias , Parlamento Vasco, Vitoria, 1994, pp. 457 y ss.; en concreto, pp. 464 y 465.

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materias en él enumeradas. A su vez, el artículo 12 consideraba de la competencia de las Comisiones de las Cortes todas las disposiciones que no estuvieran comprendidas en el artículo 10 y debieran revestir forma de ley. La analogía con la Ley italiana de 1939 era bien patente. El Reglamento de las Cortes Españolas del 26 de diciembre de 1957, primero propiamente dicho, omisión hecha del Reglamento provisional del 5 de enero de 1943, contempló la tramitación de los proyectos de ley en un título específico (el título VI) subsiguiente al dedicado a las Comisiones (título V) y anterior al relativo al Pleno de las Cortes (título IX) cuyas reuniones preceptivas se fijaban en dos veces por lo menos al año, “así como para la aprobación de los actos o leyes especificados en el artículo 10 de la Ley de Cortes” (artículo 61.2 del Reglamento). Es notorio y patente el significado radicalmente distinto de este antecedente, pues, como bien se ha dicho, 28 no son razones técnicas las que inclinan a un régimen no democrático a refugiar la legislación en las Comisiones, sino razones políticas: reducir a la mínima expresión los debates con luz y taquígrafos. Las Comisiones son más manejables que las reuniones plenarias. Tras la reforma operada por la Ley del 22 de julio de 1967 sobre el Reglamento de 1957 se llega al Reglamento del 15 de noviembre de 1971, primera norma de este tipo que se refiere específicamente al procedimiento legislativo, diferenciando los procedimientos legislativos ordinarios (título IX) de los especiales (título X) y dentro de estos últimos, el procedimiento de tramitación de los proyectos de ley que sean competencia de las Comisiones (capítulo primero, artículos 89 a 91). 29 Será la primera vez en que la tramitación de los proyectos de competencia de las Comisiones sea desarrollado con arreglo a un procedimiento ad hoc, pues, como recuerda Fraile, 30 hasta entonces no hay sino un procedimiento único que se bifurca en su fase final, yendo unos proyectos para aprobación al Pleno y otros para su simple dación de cuentas. Recoder de Casso, Emilio, op. cit., nota 26, p. 1165. Como indicara Ruiz Robledo, doctrinalmente hubiera sido más congruente calificar el procedimiento en Comisión como el ordinario y al que se celebraba en el Pleno como especial porque éste era el que tenía un ámbito de actuación tasado. Ruiz Robledo, Agustín, “Sobre los tipos de procedimientos legislativos”, en el colectivo, El procedimiento legislativo (V Jornadas de Derecho Parlamentario) , Madrid, Congreso de los Diputados, 1997, pp. 653 y ss.; en concreto, p. 656. 30 Fraile Clivillés, Manuel Ma., Comentario al Reglamento de las Cortes , Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1973, p. 856. 28 29

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A la hora de diferenciar los proyectos que no eran de la competencia del Pleno, el propio autor anterior llega a la conclusión 31 de que prácticamente coincidía la distinción con la de leyes materiales y formales, bien que éste sólo fuera un criterio aproximativo en tanto que la determinación del procedimiento a seguir requería un acto de calificación individual del presidente para cada proyecto que se explicitaba en el Decreto de publicación del proyecto de ley. 32 Tras las elecciones del 15 de junio de 1977, las nuevas Cámaras democráticamente elegidas iban a aprobar unos Reglamentos provisionales que pervivirían hasta la entrada en vigor de los hoy vigentes, de 1982 el del Congreso y de 1994 el texto refundido del Reglamento del Senado. Sobre ambos Reglamentos provisionales iban a influir algunas de las normas reglamentarias establecidas en el Reglamento de 1971, quizá por la notable calidad técnica de esta última norma. Además, en lo que atañe al instituto que nos ocupa, como bien se advierte, 33 sin duda pesó la inercia de la institución. Ello se tradujo en que el Reglamento provisional del Congreso, dentro del título referente al procedimiento legislativo, y en el capítulo dedicado al procedimiento legislativo ordinario, acogiese una Sección relativa a la competencia legislativa plena de las Comisiones Permanentes. A tenor del artículo único de esa Sección (artículo 102): 1. En los proyectos y proposiciones que no traten de materias de especial importancia de orden general, la Mesa del Congreso puede decidir que la Comisión encargada de dictaminar el texto en cuestión lo haga en plenitud de poder legislativo, sin exigirse su probación final en el Pleno del Congreso. El acuerdo será publicado en el “Boletín Oficial de las Cortes”. 2. No obstante, si, en el plazo de tres días a partir de la publicación del anterior acuerdo, dos Grupos parlamentarios o cincuenta diputados expresaran un parecer contrario a aquélla, el asunto será resuelto por el Pleno de la Cámara.

Ibidem, pp. 855 y 856 Fernández, Tomás-Ramón, constata que en el régimen franquista se hizo un uso muy moderado de las Leyes de Comisión, limitándolas de hecho a la ratificación de ciertos tratados, aprobación de leyes de gasto público y leyes de carácter organizativo de pequeña trascendencia. García de Enterría, Eduardo y Fernández, Tomás-Ramón, Curso de derecho administrativo , 4a. ed., Madrid, Civitas, 1986, t. I, p. 158. 33 Paniagua Soto, Juan Luis, op. cit., nota 10, p. 131. 31 32

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De la norma en cuestión ha de destacarse, en primer término, el hecho de la indeterminación con que se contemplaban los proyectos que podían ser aprobados definitivamente por una Comisión. El precepto se refería a aquellos proyectos y proposiciones “que no traten de materias de especial importancia de orden general”. La fórmula era excesivamente vaga y potenciaba hasta el extremo la facultad atribuida a la Mesa del Congreso de decidir que la Comisión encargada de dictaminar el texto en cuestión lo hiciera en plenitud de poder legislativo, al disponer la Mesa de una amplísima facultad de calificación. Lógicamente, antes de adoptar tal decisión, la Mesa había de valorar la importancia de orden general del proyecto o proposición y, a la vista de la misma, adoptar la pertinente decisión. Bien es verdad que tan exagerada capacidad decisoria por parte de la Mesa se veía contrapesada por la intervención del Pleno que, a instancia de dos Grupos parlamentarios o cincuenta diputados, que se manifestaran contrariamente, había de zanjar la cuestión, resolviendo en uno u otro sentido la controversia en torno a la sede parlamentaria, Comisión o Pleno, que había de aprobar finalmente el texto del proyecto o proposición. El Reglamento provisional del Senado establecía un cierto automatismo para la adopción del procedimiento descentralizado al disponer su artículo 86.2 que los proyectos y proposiciones de Ley que hubieran sido aprobados por la Comisión competente del Congreso con plenitud de poder legislativo, “pasarán a la Comisión correspondiente del Senado, que tendrá el mismo poder, sin exigirse aprobación final en Pleno del Senado”. Se optaba así a favor de un mecanismo automático por el que el procedimiento legislativo del Senado se vinculaba, sin posibilidad de cambio alguno, al procedimiento descentralizado seguido en el Congreso. Este desencadenaba aquél. Y ello, parece obvio, no se acomodaba en absoluto al principio de autonomía de la Cámara alta. Estos antecedentes no podían por menos que influir en la opción final del constituyente de consagrar en el texto fundamental este peculiar procedimiento legislativo. Pensemos que además del influjo del modelo italiano, las propias Cámaras constituyentes habían institucionalizado ya en sus propias normas reglamentarias ese instituto que, aun encontrando su más remoto origen en la Ley de Cortes de 1942, se había encauzado por intermedio de los Reglamentos de las Cortes hasta llegar por este cauce a los Reglamentos provisionales de 1977.

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V. El iter constituyente no aporta muchos datos en torno a la constitucionalización de la delegación legislativa de las Cámaras en las Comisiones Permanentes. En la sesión celebrada por la Ponencia constitucional el 4 de octubre de 1977 se analizaba la posibilidad de la existencia de un procedimiento legislativo abreviado, acordándose su incorporación al texto, así como la reserva de ciertas materias para su conocimiento por el Pleno, quedando, no obstante, sin redactar el artículo correspondiente. 34 En el Anteproyecto constitucional, publicado el 5 de enero de 1978, las previsiones del actual artículo 75.2 y 3 ya aparecían redactadas de un modo sustancialmente análogo en el entonces artículo 66.2 y 3. Omisión hecha de una enmienda de estilo (la núm. 691) del señor López Rodó, sólo se presentó una enmienda por parte del Grupo Parlamentario Mixto (la núm. 512) que, lisa y llanamente, optaba por suprimir la figura de le delegación legislativa en Comisión. La Ponencia rechazó en su Informe de modo un tanto lacónico la enmienda del Grupo Mixto por apartarse sustancialmente del sentir común. 35 Tanto la Comisión de Asuntos Constitucionales del Congreso como el Pleno de la Cámara mantuvieron la redacción que ya sólo se vería modificada en el Senado a raíz de una enmienda (la núm. 334) presentada por el senador señor Sánchez Agesta al texto del artículo 69.2 del Proyecto de Constitución aprobado por el Congreso. 36 Como en su fundamentación se afirmaba, la enmienda era, en parte, una corrección de estilo “para indicar más precisamente lo que se quiere decir”, pero también pretendía “afirmar directamente la posibilidad de revocar la delegación concedida a las Comisiones”. En definitiva, como el propio senador señor Sánchez Agesta indicaría en la Comisión de Constitución del Senado, 37 la nueva redacción, aun no cambiando nada en lo esencial, lo precisaba, en cuanto que lo que venía a posibilitar la norma en cuestión era revocar una delegación. La Comisión aprobaría tal enmienda, que-

34 Puede verse en “Las Actas de la Ponencia Constitucional”, Revista de las Cortes Generales, núm. 2, segundo cuatrimestre de 1984, pp. 251 y ss.; en particular, p. 285. 35 Sáinz Moreno, Fernando, Constitución española. Trabajos parlamentarios , 2a. ed., Madrid, Cortes Generales, 1989, t. I, p. 546. 36 Ibidem, t. III, pp. 2808 y 2809. 37 Ibidem, t. IV, pp. 3778 y 3779.

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dando de esta forma el precepto con la redacción que a la postre habría de ser la definitiva. III. N ATURALEZA JURÍDICA DE LA INSTITUCIÓN I. Una cuestión relevante y especialmente controvertida en Italia ha sido la relativa a la calificación jurídica del título competencial de las Comisiones al aprobar los proyectos de ley. La tesis de que la traslación a las Comisiones de la facultad de aprobar los proyectos legislativos constituía una auténtica delegación ya fue sostenida durante los trabajos preparatorios de la Asamblea Constituyente italiana. Como recuerda la doctrina, 38 en ese momento encontró amplio seguimiento en la Constituyente la opinión de que se trataba de una suerte de otorgamiento de actividad legislativa a las comisiones por parte de las Cámaras y que, por ello mismo, se estaba en presencia de una delegación a órganos diversos del Parlamento a los que el propio texto constitucional otorgaba competencia legislativa. Entre la doctrina ulterior ha sido Mortati quien con más ahínco ha insistido en la figura de la delegación para calificar jurídicamente el título competencial de las comisiones. 39 A juicio del citado autor, los Reglamentos de las Cámaras habrían podido establecer alguna competencia propia de las comisiones, como aconteció con la Ley del 19 de enero de 1939, núm. 129, aunque no lo han hecho, determinando por el contrario que la traslación competencial tenga lugar en cada ocasión por iniciativa del presidente salvo oposición de la Cámara. Por lo mismo, Mortati entiende que las comisiones, como ya indicamos en un momento precedente, poseen tan sólo una competencia eventual y subrogatoria que se convierte en efectiva o real, previa investidura del órgano competente en vía normal; por todo ello, Mortati entiende adecuado reconducir el caso en cuestión a la figura jurídica de la delegación. Esta tesis no ha sido, sin embargo, aceptada pacíficamente por la doctrina. Todo lo contrario. Y así, por un lado, Balladore-Pallieri 40 rechaza que exista delegación al considerar que las comisiones no son, por lo 38 39 40

D’Eufemia, Giuseppe, op. cit. , nota 6, p. 44. Mortati, Costantino, op. cit. , nota 19, pp. 744-746. Balladore-Pallieri, G., Diritto costituzionale , 5a. ed., Milán, Giuffrè, 1957, p. 221.

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menos hacia el exterior, órganos distintos de los Plenos de las Cámaras a las que pertenecen, y que la deliberación a través de la Comisión no es más que una de las modalidades a cuyo través se admite que la Cámara puede deliberar, circunstancia que conduce a entender que la deliberación es siempre de la Cámara y, en consecuencia, no cabe delegación alguna. 41 Este es precisamente el argumento al que recurre Pierandrei42 para rebatir la crítica de que la traslación del ejercicio de la actividad legislativa a las comisiones es contraria al principio constitucional de que el poder legislativo pertenece a las Cámaras parlamentarias lo que presupone que la competencia legislativa de éstas no puede ser delegada a otros órganos. Pierandrei cree que esa objeción está viciada en su origen por cuanto que el principio delegatus delegare non potest no tiene valor alguno en este caso. Y ello tanto porque la doctrina según la cual el poder legislativo que ejerce el Parlamento estaría delegado a este último por el pueblo, tiene una significación exclusivamente política, cuanto porque las Comisiones no son órganos diferentes de las Cámaras, sino órganos de las propias Cámaras, por lo que en la medida en que las Comisiones legislan, sus manifestaciones de voluntad pertenecen a las propias Cámaras de las que forman parte. Abundando en esta línea, D’Eufemia 43 considera que entre la Asamblea en Pleno y las Comisiones en sede deliberante la competencia se reparte de modo análogo a la relación que media entre un órgano primario y un órgano secundario. Las Comisiones en sede deliberante son el órgano secundario de la correspondiente Asamblea en Pleno y el acto presidencial que traslada la aprobación del proyecto legislativo a la Comisión constituye la condición que posibilita a la Comisión el ejercicio de la función legislativa en nombre y por cuenta de la Asamblea en Pleno, que a su vez dispone de la facultad de avocación en los términos constitucionalmente establecidos. No se trata, pues, siempre según D’Eufemia, de 41 Análoga es la posición de Sandulli, para quien las comisiones son órganos internos de la Cámara a la que pertenecen, por lo que la determinación del Pleno de deferir un proyecto a una Comisión no puede ser considerada mas que como la elección de una mera opción procedimental de igual modo, por ejemplo, que la elección a favor de un determinado sistema de votación. Sandulli, Aldo M., “Legge” (Diritto costituzionale), Novissimo Digesto Italiano (diretto da Antonio Azara e Ernesto Eula), 3a. ed., Torino, UTET, 1965, t. IX, pp. 630 y ss.; en concreto, p. 640. 42 Pierandrei, Franco, “Le commissioni legislative del Parlamento italiano”, Il Foro Padano , cit., nota 12, pp. 84 y 85. 43 D’Eufemia, Giuseppe, op. cit., nota 6, pp. 45 y 46.

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una delegación, sino de una relación orgánica en la que la Comisión es un órgano de otro órgano. En contra asimismo de la tesis minoritaria de la delegación, 44 se ha considerado también que no sólo no es necesaria una deliberación del Pleno para deferir la aprobación del proyecto a la Comisión, siendo el presidente de la Cámara el efectivo delegante, sino que más allá de esa objeción, ha sido el propio constituyente quien ha repartido de modo permanente la potestad legislativa de las Cámaras entre dos órganos internos de las mismas Cámaras: el Pleno y las Comisiones legislativas. 45 Esta reflexión, a su vez, debe ser, según Elia, 46 el punto de partida para resolver la problemática que nos ocupa. Elia parte de la consideración de que la relevancia autónoma de las Comisiones respecto de las Cámaras en Pleno no descansa en una mera diferenciación estructural, sino sobre un diverso tratamiento jurídico. El punto de apoyo que permite atribuir relevancia externa a la competencia de las Comisiones y a la de los Plenos ha de verse en la limitación del último párrafo del artículo 72, esto es, en la reserva de ley de Pleno (“ riserva di legge d’Assemblea ”). Si tal reserva faltase, la diferenciación entre el procedimiento normal u ordinario y el procedimiento en comisión deliberante habría tenido un carácter puramente interno, eliminando “ in radice” la necesidad hoy existente de distinguir entre las “ leyes de Pleno” (legge di assemblea) y las “leyes de Comisión” ( legge di commissione). Parece claro que no se trata de un problema formal, pues la reserva del último párrafo del artículo 72 confiere relieve práctico a la distinción entre el procedimiento ordinario y el descentralizado al objeto de garantizar de algún modo y para ciertas categorías de proyectos legislativos, un pronunciamiento cualificado de un órgano, pues es obvio que la deliberación en sede plenaria viene cualificada por un conjunto de garantías que van desde el mayor número de miembros hasta la más amplia publicidad procedimental, pasando por la muy relevante presencia de las formaciones políticas conformadas tal y como emergieron de la elección del cuerpo electoral. 44 Junto a Mortati se ha inclinado también en favor de esta tesis Biscaretti, Paolo, en su Derecho constitucional , Madrid, Tecnos, 1973, p. 394. 45 Virga, Pietro, Diritto costituzionale, 6a. ed., Milán, Giuffrè, 1967, pp. 337 y 338. 46 Elia, Leopoldo, “Commissioni parlamentari”, Enciclopedia del Diritto , Milán, Giuffrè, 1960, vol. VII, pp. 895 y ss.; en concreto, pp. 901 y 902.

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A los elementos de diferenciación referidos se ha de añadir la posibilidad, en manos de la “ Corte Costituzionale”, de hacer respetar el reparto competencial fijado por el último párrafo del artículo 72, posibilidad expresamente contemplada por la propia “ Corte” en su Sentencia de 3-9 de marzo de 1959, núm. 9, 47 que pese a levantar una fuerte polémica doctrinal 48 y pese asimismo a lo insatisfactorio de alguno de sus planteamientos, 49 supuso una inequívoca toma de postura por parte de la “ Corte” en favor de su competencia para controlar la observancia de las normas constitucionales sobre el procedimiento de formación de las leyes. 50 Como reconoce la Corte, “la posizione costituzionale di indipendenza delle Camere non implica... l’assoluta insindacabilità, da parte di qualsiasi altro organo dello Stato, del procedimento con cui gli atti delle Camere vengono deliberati, ed in particolare l’insindacabilità da parte della Corte costituzionale del procedimento di formazione di una legge”. 51 Cuantos argumentos se han expuesto parecen suficientes, a juicio de Elia, 52 para rechazar la opinión dominante que desconoce la existencia, dentro del órgano complejo que es una Cámara, de varios órganos diferentes por su competencia y por su dignidad: el Pleno y las Comisiones. II. Si en Italia, como ha podido verse, la polémica doctrinal en torno a la naturaleza jurídica del acto de traslación (“ atto di deferimento”) o asignación del proyecto legislativo a la Comisión ha sido intensa, no puede decirse otro tanto de España donde el tema ha suscitado mucha menor inquietud entre la doctrina. La diferente dicción del artículo 75.2 de la CE respecto a la redacción del párrafo 3 del artículo 72 de la Constitución italiana (CI) tiene mucho que ver con ello. El artículo 75.2 CE, a diferencia del texto italiano, omite toda alusión al Reglamento, soslayando de esta forma las críticas que en Italia suscitó la remisión a la norma reglamentaria, que era la que debía determinar Puede verse la Sentencia en Giurisprudenza Costituzionale , 1959, pp. 237 y ss. Sobre la polémica, y dentro de la doctrina española, cfr. Biglino Campos, Paloma, Los vicios en el procedimiento legislativo , Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1991, pp. 24 y ss. Asimismo, Torres Muro, Ignacio, “El control jurisdiccional de los actos parlamentarios. La experiencia italiana” (1), Revista Española de Derecho Constitucional, núm. 17, mayo-agosto de 1986, pp. 189 y ss., en especial, pp. 198-215. 49 Cfr. al respecto, Barile, Paolo, “Il crollo di un antico feticcio (gli ‘interna corporis’) in una storica (ma insoddisfacente) sentenza”, Giurisprudenza Costituzionale , 1959, pp. 240 y ss. 50 Sentencia de la Corte núm. 9, de 1959. Considerato in diritto 2. 51 Ibidem. Considerato in diritto 5. 52 Elia, Leopoldo, op. cit., nota 46, p. 902. 47 48

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“los casos y la forma” (“ in quali casi e forme ”) en que sería procedente trasladar el examen y aprobación de los proyectos legislativos a las Comisiones; dicho de otro modo, el Reglamento parlamentario de cada Cámara, respetando las reservas de Pleno del párrafo 4 del artículo 72, debía proceder al reparto de competencia entre el Pleno y las Comisiones, reparto que finalmente se reveló como imposible de llevar a cabo. Las críticas anteriormente aludidas tuvieron su origen, como recuerda la doctrina, 53 en el temor de que la atribución a los Reglamentos de la determinación de los “casos” en que las Comisiones habían de asumir un poder legislativo pleno, supusiera una rígida determinación de las materias a asignar a las Comisiones, privando automáticamente a los Plenos de las Cámaras del conocimiento de ciertas disposiciones legislativas que, teniendo a primera vista una modesta importancia, presentaran en realidad un notable interés político. No será, pues, el Reglamento el que atribuya la aprobación de las leyes a las Comisiones Legislativas Permanentes, sino que será la propia Constitución la que prevea directamente una posible “delegación” a modo de facultad de las Cámaras, que resultan constitucionalmente habilitadas para llevar a cabo la delegación (“podrán delegar a las Comisiones”, dice literalmente el artículo 75.2, CE). Según Recoder, 54 esto quiere decir que lo que la doctrina italiana ha construido con dificultades, nuestra Constitución lo acoge rotundamente: hay una delegación de la Cámara a las Comisiones, tesis que suscribe la totalidad de la doctrina. 55 El debate constituyente corrobora esta tesis. Pese a su evidente parquedad en este punto, se puede advertir que en las escasas oportunidades en que el tema se suscitó, siempre se manejó el concepto de “delegación” o, en su caso, el de revocación de la delegación, lo que es revelador de que en todo momento existió cierta convergencia en torno a la calificación jurídica del título competencial de las Comisiones. 53 Pierandrei, Franco, “Les commissions législatives du Parlement italien”, Revue Francaise de Science Politique, cit., nota 12, p. 572. 54 Recoder de Casso, Emilio, op. cit., nota 26, p. 1166. 55 García Martínez, Asunción, op. cit., nota 27, p. 294. Paniagua Soto, Juan Luis, op. cit., nota 10, p. 134. Ruiz Robledo, Agustín, op. cit., nota 27, pp. 467 y 468. Villacorta Mancebo, Luis, op. cit., nota 26, p. 380. Navas Castillo, Florentina, La función legislativa y de control en comisión parlamentaria: Comisiones de investigación y Comisiones Legislativas Permanentes con competencia legislativa plena, Madrid, Colex, 2000, p. 99.

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El concepto de “delegación”, uno de los más complejos del derecho público, 56 identifica una técnica que presupone que el órgano delegado no ejerce ninguna competencia propia, sino la competencia de otro órgano; es decir, la delegación transfiere el ejercicio pero no la titularidad de la competencia. 57 De ahí que, al menos en la delegación interorgánica, como es el caso, aunque no en la intersubjetiva, esto es, la que tiene lugar entre personas jurídicas diferentes, 58 los actos del delegado en su calidad de tal se entiendan dictados a todos los efectos por el delegante, cuya libre capacidad se manifiesta en una doble dimensión: la falta de capacidad del delegado, en este caso de la Comisión, para desplegar espontáneamente sus facultades, y la habilitación del delegante para revocar ad nutum la delegación. Estos rasgos caracterizan, o más bien debieran caracterizar, pues, como más adelante veremos, alguno de ellos no se da en rigor en el Congreso de los Diputados, la delegación legislativa a las Comisiones. De todo lo expuesto puede derivarse una consecuencia adicional: la asunción por las Comisiones de un poder legislativo pleno no entraña su conversión en órganos independientes, autónomos y externos a las Cámaras. Como bien dice Villacorta, 59 la delegación de una función por el Pleno en las Comisiones no supone elevar a éstas a la categoría de órgano de naturaleza diferente, sino simplemente incorporar una función diversa a realizar por el mismo órgano. El Parlamento, como precisara Manzella, 60 en cuanto expresión directa de la voluntad popular, es un órgano único de estructura compleja, y ello, entre otros aspectos, se manifiesta en las articulaciones de cada Cámara como, por ejemplo, en las Comisiones permanentes, articulaciones éstas que se caracterizan por una específica esfera de autonomía consti56 Gallego Anabitarte, Alfredo, “Transferencia y descentralización; delegación y desconcentración; mandato y gestión o encomienda”, Revista de Administración Pública, núm. 122, mayo-agosto de 1990, pp. 7 y ss.; en concreto, p. 49. 57 Jiménez Campo, aun admitiendo la frecuencia con que se utiliza, incluso reglamentariamente, la noción de “competencia” para aludir a las funciones de las comisiones, considera que tal noción es escasamente útil, y hasta perturbadora, para definir las relaciones entre Comisión y Cámara. Jiménez Campo, Javier, “Sobre el control parlamentario en Comisión, Política y Sociedad (Estudios en homenaje a Francisco Murillo Ferrol) , Madrid, CIS-CEC, 1987, vol. I, pp. 477 y ss.; en concreto, p. 482. 58 Cfr. al respecto, Lavilla Rubira, J. J., “Delegación (Derecho administrativo)”, Enciclopedia Jurídica Básica , Madrid, Civitas, 1995, vol. II, pp. 1964 y ss. 59 Villacorta Mancebo, Luis, op. cit., nota 26, p. 381. 60 Manzella, Andrea, Il Parlamento, Bologna, Il Mulino, 1977, p. 65.

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tucionalmente garantizada, reflexión que el propio Manzella considera perfectamente válida para las comisiones deliberantes en sede legislativa. Insistiendo en la misma idea, Pizzorusso 61 ha señalado que las articulaciones internas de cada Cámara actúan como representantes del Parlamento en su integridad, lo que, con la mayor evidencia, ocurre en el caso de las leyes aprobadas por las Comisiones. En todo caso, conviene precisar que aunque la competencia para aprobar proyectos legislativos por parte de las Comisiones no sea propia sino delegada, ello no obsta para que, como de nuevo significa Manzella, 62 una vez puesto en marcha este mecanismo, la esfera de autonomía de las Comisiones no pueda ser atacada por otros órganos si no es en la forma expresamente prevista por la propia Constitución. III. En conexión con la cuestión que acabamos de abordar se ha suscitado el tema de la naturaleza del procedimiento que se ha de seguir por las Comisiones con competencia legislativa plena, y en íntima relación con tal problema se ha planteado incluso una cierta controversia terminológica en torno a la denominación de este procedimiento. La primera reflexión que se ha de hacer al respecto atañe a la deficiente ubicación del precepto constitucional, pues, como se ha dicho, 63 el artículo 75, CE, está regulando una variante del procedimiento legislativo en mayor medida que señalando una característica organizativa de las Comisiones. Por lo mismo, creemos que hubiera sido más lógico que se ubicara en el capítulo segundo del título III, relativo a la elaboración de las leyes. Los Reglamentos parlamentarios han subsanado esta deficiencia al ubicar las normas de desarrollo del precepto constitucional dentro del procedimiento legislativo: en la sección quinta (De la competencia legislativa plena de las Comisiones) del capítulo tercero (De las especialidades en el procedimiento legislativo) del título V (Del procedimiento legislativo), el Reglamento del Congreso, y en la sección segunda (De la delegación de la competencia legislativa en las Comisiones) del capítulo segundo (De los procedimientos legislativos especiales) del título IV (Del procedimiento legislativo), el Reglamento del Senado. Como puede apreciarse, este procedimiento se sitúa entre los procedimientos legislativos especiales si bien, en razón al carácter preferente 61 Pizzorusso, Alessandro, Lecciones de derecho constitucional, Madrid, CEC, 1984, vol. I, p. 267. 62 Manzella, Andrea, op. cit. , nota 60, p. 66. 63 Recoder de Casso, Emilio, op. cit., nota 26, p. 1162.

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que le concede el Reglamento del Congreso, Santaolalla 64 ha podido decir que constituye un procedimiento tan común como el propiamente considerado por el Reglamento de la Cámara baja como procedimiento legislativo común. El procedimiento ha sido en ocasiones calificado de procedimiento abreviado 65 junto con el de urgencia y el de lectura única. Sin embargo, como señala García-Escudero, 66 esta equiparación no es adecuada, porque en este procedimiento no se produce sólo un acortamiento de plazos o eliminación de fases, sino una diferencia cualitativa o sustantiva, como es el cambio en el órgano que realiza la aprobación del proyecto. En la misma dirección, Pizzorusso 67 significa que en el procedimiento descentralizado se da lugar no solo a una abreviación del procedimiento (por la unificación de las dos fases del procedimiento ordinario que se desarrollan, respectivamente, ante el Pleno y la Comisión), sino también a que el acuerdo final corresponda a un órgano distinto del Pleno de la Cámara, aunque representativo del mismo. Una última cuestión se ha suscitado respecto del procedimiento legislativo que venimos examinando: la de su propia denominación. Ruiz Robledo, 68 tras mostrar su falta de convencimiento por la denominación de “procedimiento descentralizado”, se inclina por llamarlo “desconcentrado”, término que, a su juicio, marcaría más claramente la idea de subordinación entre el Pleno y las Comisiones. A su vez, Navas Castillo, 69 tras considerar asimismo poco rigurosa la expresión “procedimiento descentralizado”, rechaza de igual forma la denominación de “procedimiento desconcentrado”, decantándose por la de “procedimiento legislativo delegado”. Desde luego, si buscamos la definición jurídica de los conceptos de “descentralización” y “desconcentración” podemos llegar con cierta fa64 Santaolalla López, Fernando, Derecho parlamentario español , Madrid, Editora Nacional, 1984, p. 237. 65 Ruiz Robledo, por ejemplo, se muestra reticente a tildar de “especial” el procedimiento descentralizado, prefiriendo llamarlo “abreviado”. Ruiz Robledo, Agustín, op. cit., nota 27, p. 469. 66 García-Escudero Márquez, Piedad, “Las especialidades del procedimiento legislativo en el Senado”, en el colectivo El procedimiento legislativo, 1994 (V Jornadas de Derecho Parlamentario) , Madrid, Congreso de los Diputados, 1997, pp. 481 y ss.; en particular, pp. 499 y 500. 67 Pizzorusso, Alessandro, op. cit., nota 61, t. II, pp. 240 y 241. 68 Ruiz Robledo, Agustín, op. cit., nota 27, pp. 466-468. 69 Navas Castillo, Florentina, op. cit., nota 55, pp. 105 y 106.

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cilidad a la conclusión de que estos términos no ilustran sobre la calificación jurídica del título competencial de una Comisión al aprobar un proyecto legislativo, que, como ya hemos examinado, es la de “delegación”. La “descentralización” supone una transferencia competencial intersubjetiva de la titularidad y ejercicio de la competencia, y es claro, como ya se ha dicho, que el Pleno y las Comisiones no parece que puedan ser consideradas como personas jurídicas distintas. La “desconcentración” se produce entre órganos de una misma persona jurídica, con lo que se soslaya la objeción anterior, pero, sin embargo, este concepto presupone la transferencia de la titularidad y el ejercicio de la competencia, y como también se ha expuesto, no parece que pueda admitirse que el poder legislativo pleno de las Comisiones entrañe una transferencia de la titularidad de la competencia. Por todo ello, en rigor, ninguno de los dos conceptos calificaría con precisión el título competencial de las Comisiones al aprobar los proyectos de ley, lo que por otro lado es evidente por cuanto, como ya se dijo, la calificación precisa al respecto la encontramos en el concepto de “delegación”. En coherencia con ello habría que hablar de procedimiento delegado. Sin embargo, no creemos que la identificación del procedimiento deba venir en función de la calificación jurídica del título competencial de las Comisiones al aprobar el proyecto. Es significativo al respecto que la sección del Reglamento del Congreso que norma este procedimiento lleve por rótulo “De la competencia legislativa plena de las Comisiones”, obviando toda referencia a la delegación, aunque no suceda así en el Reglamento del Senado. En definitiva, no parece que el hecho de que, en el supuesto contemplado, la relación establecida entre el Pleno y las Comisiones haya de calificarse como “delegación” deba desencadenar de modo inexcusable que el procedimiento de aprobación de las leyes en Comisión haya de recibir la denominación de “procedimiento delegado”. Llamarlo “descentralizado” no significa en modo alguno alterar la naturaleza jurídica de aquella relación. Por ello y por el arraigo doctrinal de esa expresión, especialmente entre la doctrina italiana, optamos por mantener esa denominación.

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IV. LA RESERVA DE LEY DE PLENO I. El artículo 75.3 de la CE exceptúa de la delegación de la competencia legislativa a las Comisiones una serie de materias que quedan de tal forma reservadas a su aprobación por el Pleno. Son tales materias las siguientes: la reforma constitucional, las cuestiones internacionales, las leyes orgánicas y de bases y los Presupuestos Generales del Estado. La norma constitucional española tiene como antecedente más próximo la previsión del último párrafo del artículo 72, CI, que reserva el procedimiento normal de examen y aprobación directa por el Pleno para los proyectos de ley en materia constitucional y electoral y para los de delegación legislativa, autorización para ratificar tratados internacionales, aprobación de presupuestos y de cuentas. Se establece así lo que en Italia se conoce como una riseva di legge di assemblea. La Ley núm. 129, de 1939, como expusimos con anterioridad, ya estableció una reserva de esta naturaleza en la que cabe ver el origen remoto de la previsión constitucional que nos ocupa, si bien existe una importante diferencia entre la reserva establecida en la Ley de 1939 y la que determina la Constitución de 1947: en la primera, a tenor del artículo 17 de la propia Ley, tal reserva podía decaer cuando el jefe del gobierno así lo decidiera por razones de urgencia, fórmula perfectamente acorde con un régimen autoritario como el fascista; por el contrario, en la Carta de 1947 esta limitación material no puede ser evadida; como dice Mazziotti, 70 constituye un límite absoluto a la competencia legislativa plena de las Comisiones. Existe una clara coincidencia entre la doctrina italiana y española acerca de la razón de ser de esta reserva. La importancia político-institucional de los proyectos de ley excluidos del conocimiento exclusivo por las Comisiones es patente a la vista de las materias por ellos normadas y justifica una previsión constitucional de este tipo. Como sostiene Cervati, 71 refieriéndose a la cláusula constitucional italiana, aunque su reflexión sea perfectamente válida para la norma análoga de la Constitución de 1978, se trata de un conjunto de presupuestos que siendo heterogéneos vienen, sin embargo, caracterizados por un rasgo común: su notable trascendencia en relación el indirizzo politico general o con el 70 Mazziotti di Celso, Manlio, op. cit., nota 17, p. 793. 71 Cervati, Angelo Antonio, op. cit., nota 11, p. 160.

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mantenimiento del orden constitucional. 72 Ese elemento común, su relevancia político-institucional, debe ser tenido en cuenta a la hora de interpretar las materias mencionadas por el último párrafo del artículo 72, no tanto con la finalidad de identificar nuevos supuestos de proyectos legislativos cuya aprobación pueda considerarse reservada al Pleno, cuanto con el objetivo de dar una interpretación lata, amplia, a las previsiones del referido precepto constitucional. Análogas han sido las reflexiones de la doctrina española, que ha puesto asimismo el acento en el relieve institucional de las materias contempladas por el artículo 75.3, muy similares por cierto a las del artículo 72 de la CI, y en su contenido de indirizzo politico , 73 bien que no hayan faltado quienes consideran un tanto alicorta esta limitación material al entender que debiera de haberse reservado al Pleno la aprobación de todo texto legal que contuviera normas ad extra directamente referibles a los ciudadanos por lo que tiene de respeto a éstos. 74 II. Una cuestión que se ha suscitado entre la doctrina italiana ha sido la de si cabría sostener que junto a la riserva di legge d’Assemblea originaria, en cuanto basada en presupuestos objetivos vinculantes, puede identificarse otra reserva eventual y derivada, caracterizada por el hecho de que el mismo objetivo que se propone la primera (vincular el procedimiento legislativo al Pleno) vendría no abstractamente predeterminado en la norma en relación con unos supuestos materiales concretos, sino condicionado a un específico deber: la solicitud de los sujetos a que se refiere el párrafo 3 del artículo 72 (el gobierno, la décima parte de los componentes de la Cámara o la quinta parte de los miembros de la Comisión). En definitiva, esta supuesta reserva de ley de Pleno eventual y derivada tendría su encaje constitucional en la facultad constitucionalmente reconocida a las minorías parlamentarias y al gobierno de revocar la delegación legislativa en Comisión con su mera solicitud formal de reenvío al Pleno del proyecto mientras no haya recaído aprobación definitiva del mismo. 72 También Mortati (op. cit., nota 19, t. II, p. 671) aludiría a la función de “ indirizzo politico” en relación, particularmente, con las leyes de presupuestos, justificando en tal función el impedimento constitucional de que puedan ser deferidas para su aprobación por las Comisiones parlamentarias. 73 Ruiz Robles, Agustín, op. cit., nota 27, p. 470. 74 García de Enterría, Eduardo y Fernández, Tomás-Ramón, op. cit., nota 32, t. I, p. 159.

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Traversa, 75 a nuestro juicio muy acertadamente, se ha manifestado contrario a admitir esta reserva eventual y derivada, y ello por cuanto en tal caso no nos encontraríamos ante una auténtica reserva de un procedimiento determinado, ya que su operatividad se deja a la discrecionalidad de algunos sujetos que, de no manifestar una precisa voluntad al respecto, convierten en inaplicable la determinación constitucional. 76 Por otra parte, esta supuesta reserva derivada o eventual no se acomoda en absoluto a la función que cumple la reserva de ley de Pleno originaria, que, como antes dijimos, se explica en función de la materia que el proyecto legislativo pretende disciplinar; por el contrario, esa supuesta reserva derivada se desvincularía del dato objetivo de la materia sobre la que versa la norma, para adquirir un carácter estrictamente subjetivo, al vincularse con la solicitud formal, por una fracción de la Cámara o por el gobierno, de examen y aprobación directa por el Pleno de un determinado proyecto de ley, independientemente de la materia sobre la que el mismo pueda versar. Otra cuestión vinculada con la anterior es la de si cabe ampliar por intermedio de los Reglamentos parlamentarios la competencia del Pleno y, por lo mismo, la reserva de ley de Pleno. La Constitución italiana deja abierta de algún modo tal posibilidad al remitir a los Reglamentos de las Cámaras la determinación de los casos en que procede deferir a las Comisiones la aprobación de un proyecto de ley. Esta remisión posibilita que la norma reglamentaria pueda ampliar el ámbito material de la riserva di legge d’Assemblea , excluyendo alguna otra materia no contemplada por la Constitución de la competencia de la comisión en sede deliberante. Así, el Reglamento de la Cámara de Diputados que antecediera al hoy vigente del 18 de febrero de 1971 (aunque modificado en varias ocasiones), en el último párrafo de su artículo 40, dispuso que el procedimiento de aprobación de las leyes en comisión no se aplicaría “a los proyectos en materia tributaria”. A su vez, en el vigente Reglamento del Senado del 17 de febrero de 1971, 75 Traversa, Silvio, “La riserva di legge d’Assemblea”, Rivista Trimestrale di Diritto Pubblico, año XX, núm. 1, enero-marzo de 1970, pp. 271 y ss.; en particular, pp. 282-293. 76 Elia, por el contrario, ha entendido que cabe ampliar esta “ riserva di legge d’Assemblea” respecto a cualquier proyecto legislativo deferido a las comisiones deliberantes con base en la solicitud de una minoría parlamentaria o del gobierno. Este reenvío al Pleno propiciaría, pues, siempre a juicio de Elia, una ampliación ex post de la reserva de ley de Pleno. Elia, Leopoldo, op. cit., nota 20, p. 89.

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modificado en distintas ocasiones, el artículo 35 exceptúa de los proyectos que pueden ser aprobados por las Comisiones en función deliberante los de conversión en ley de los decretos-leyes y aquellos otros devueltos a las Cámaras por el presidente de la República, antes de su promulgación, a fin de que las Cámaras lleven a cabo una nueva deliberación, al amparo de lo dispuesto por el artículo 74 de la Constitución. Para estos proyectos, al igual que para los mencionados por el artículo 72 de la CI, serán siempre obligatorias la discusión y votación en el Pleno del Senado, lo que, de alguna manera, presupone una ampliación del ámbito material de la reserva de ley de Pleno constitucionalmente establecida. Sin embargo, entre la reserva de ley de Pleno constitucionalmente establecida y su ampliación por vía reglamentaria hay una diferencia importante que no puede dejar de destacarse: mientras la primera se halla sujeta al control de constitucionalidad por la “ Corte”, no sucede otro tanto respecto de la segunda. En la ya citada Sentencia del 3-9 de marzo de 1959, núm. 9, y frente a las pretensiones de quienes sostenían que todas las normas ordenadoras del procedimiento legislativo, incluso las no constitucionales, tenían relevancia a los efectos de un control de constitucionalidad formal basado en un vicio procedimental, la “ Corte” italiana excluyó este tipo de control en relación con las normas de rango infraconstitucional, particularmente las contenidas en los Reglamentos parlamentarios, reflexionando como sigue: Mentre il giudizio se un disegno di legge rientra fra quelli per i quali l’ultimo comma dell’artículo 72 Cost. Esige la procedura normale di approvazione, escludendo quella decentrata, involge una questione di interpretazione di una norma della Costituzione che è di competenza della Corte costituzionale agli effetti del controllo della legittimità del procedimento di formazione di una legge, la determinazione, invece, del senso e della portata della disposizione dell’articolo 40 del Regolamento della Camera, che esclude la procedura decentrata per l’approvazione di ’progetti in materia tributaria’ riguarda una norma, sull’interpretazione della quale, essendo stata posta dalla Camera nel suo regolamento esercitando la facoltà ad essa attribuita dall’artículo 72 Cost., è da ritenersi decisivo l’apprezzamento della Camera. 77

77

Sentencia del 3-9 de marzo de 1959, núm. 9, considerato in diritto 2.

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Al excluir del control de constitucionalidad los interna corporis la “ Corte” dejaba un resquicio importante en orden a lograr un auténtico y completo control de constitucionalidad de los vicios formales del procedimiento legislativo, pues, como advirtiera Barile, 78 todos los vicios formales de la ley, manifestándose como vicios del procedimiento, podrían, en rigor, ser incluidos entre los vicios de los interna corporis parlamentarios, observación que basta por sí sola para poner en duda la validez de la tesis de la incontrolabilidad de los interna corporis . III. En España, también encontramos en los Reglamentos del Congreso de los Diputados y del Senado alguna ampliación de la reserva de ley de Pleno constitucionalmente establecida. Sin embargo, estas ampliaciones no responden a un intento de ensanchar el ámbito material reservado a la ley de Pleno, sino más bien a la necesidad de acomodar el procedimiento legislativo a ciertas exigencias formales constitucionalizadas en otras normas de la Constitución. El artículo 90.2, CE, faculta al Senado para, mediante mensaje motivado, oponer su veto o introducir enmiendas en todo proyecto de ley aprobado previamente por el Congreso del que esté conociendo la alta Cámara. El veto debe además ser aprobado por la mayoría absoluta del Senado. No cabe duda de que esta cláusula constitucional reserva al Pleno del Senado la facultad de vetar los proyectos previamente aprobados por el Congreso. En sintonía con ello, el artículo 131 del Reglamento del Senado, Texto Refundido del 3 de mayo de 1994, dispone que si se presentase alguna propuesta de veto y fuese aprobada en Comisión, para su ratificación o rechazo deberá ser convocado el Pleno del Senado, no obstante lo dispuesto en el artículo 130 respecto de la delegación de la competencia legislativa en las Comisiones, es decir, no obstante haber sido delegada la competencia para la aprobación del proyecto o proposición de ley en la correspondiente Comisión legislativa. Por otro lado, el propio artículo 90.2 de la norma suprema dispone que el proyecto vetado o enmendado por el Senado “no podrá ser sometido al Rey para sanción sin que el Congreso ratifique por mayoría absoluta, en caso de veto, el texto inicial, o por mayoría simple, una vez transcurridos dos meses desde la interposición del mismo, o se pronuncie sobre las enmiendas, aceptándolas o no por mayoría simple”.

78

Barile, Paolo, op. cit ., nota 49, p. 241.

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En desarrollo de tal determinación, el artículo 149.2 del Reglamento del Congreso de los Diputados dispone lo que sigue: “Las Comisiones carecerán de competencia para conocer con plenitud legislativa de los proyectos o proposiciones de ley que hubieran sido vetados o enmendados por el Senado, siempre que el veto o las enmiendas hubieran sido aprobados por el Pleno de dicha Cámara”. La doctrina se muestra de acuerdo en la contradicción de esta norma con el artículo 90.2, CE. 79 En efecto, su inciso final (“siempre que...”) resulta claramente incongruente. En primer término, porque el veto no puede ser sino aprobado por el Pleno del Senado. Y en segundo lugar, porque, como dice Recoder, 80 tal como está redactado el precepto, pudiera incluso suceder que la aprobación final por el Congreso se produjera en Comisión, aunque la tramitación de la primera lectura no hubiera sido delegada, si el Senado hubiera utilizado la delegación. Consiguientemente, debe interpretarse que las comisiones del Congreso carecen de competencia para conocer con plenitud legislativa de los proyectos vetados por el Senado, pues, en primer término, el veto senatorial sólo puede interponerse por el Pleno de la alta Cámara, y en segundo término, con independencia ya del órgano competente para interponerlo, el veto del Senado desencadena inexcusablemente un pronunciamiento, en uno u otro sentido, por parte del Pleno del Congreso, que es el único órgano de la Cámara que, por mayoría absoluta o simple, según los casos, puede ratificar el texto inicialmente aprobado por el Congreso. En cuanto a las enmiendas introducidas por el Senado, de acuerdo con el artículo 149.2 del Reglamento del Congreso, cuando quien las apruebe sea el Pleno del Senado, las Comisiones carecerán de competencia para pronunciarse sobre ellas, mientras que, a sensu contrario, hay que entender que cuando quien las apruebe sea una comisión del Senado, la comisión del Congreso que sea competente podrá pronunciarse sobre esas enmiendas a fin de aceptarlas o no por mayoría simple. Ello no obstante, como constata García-Escudero, 81 la praxis revela que es el Pleno del Congreso de los Diputados quien se pronuncia de hecho sobre las enmiendas del Senado, hayan sido o no aprobadas por el Pleno de la alta Cámara. 79 Así, por ejemplo, García Martínez, Ma. Asunción, op. cit., nota 80 Recoder de Casso, Emilio, op. cit., nota 26, p. 1168. 81 García-Escudero Márquez, Piedad, op. cit., nota 66, p. 501.

27, pp. 295 y 296.

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IV. Un problema relevante que plantea la reserva de ley de Pleno es el de definir con exactitud el ámbito de cada una de las materias reservadas al Pleno. Basta con atender a las respectivas normaciones constitucionales, italiana y española, para constatar la similitud de las materias reservadas a los respectivos Plenos de las Cámaras. Con todo, parece que la cláusula constitucional española ha sido bastante más precisa que la italiana especialmente en la primera de las materias objeto de esta reserva: los proyectos de ley “en materia constitucional” en Italia, frente a la reforma constitucional en España. Es precisamente esta alusión a los proyectos legislativos “en materia constitucional” la que ha suscitado, con diferencia, mayores problemas hemenéuticos entre la doctrina italiana. Una mayoría de tratadistas se ha inclinado por interpretar en un sentido material la referencia del artículo 72, CI. Así, Balladore-Pallieri 82 entiende que tal expresión se refiere a aquellos proyectos en materia electoral (expresamente mencionados por el propio artículo 72), en materia de ciudadanía o en otros ámbitos materiales que pertenezcan por su naturaleza al derecho constitucional. En un sentido sustancialmente análogo, Pierandrei 83 ha rechazado una interpretación formalista de esta cláusula de modo tal que sólo las leyes de reforma de la Constitución y las demás leyes constitucionales a que se refiere el artículo 138 de la norma suprema italiana tengan encaje en el ámbito material de la “ riserva di legge d’Assemblea”. Entender por leyes “en materia constitucional” aquellas para cuya aprobación se halla expresamente previsto el artículo 138 representaría, según el citado autor, un sinsentido, por la sencilla razón de que tales leyes exigen acudir a un procedimiento especial que excluye de modo automático la aplicación del procedimiento “por Comisiones”. Por otro lado, como bien advierte Pierandrei, la interpretación más amplia se halla justificada por la propia literalidad del precepto: “leyes en materia constitucional” en vez de “leyes de revisión constitucional” o de “leyes constitucionales”. También Mazziotti, con apoyo en la determinación del inciso inicial del artículo 92.1 del Reglamento de la Cámara de Diputados de 1971, se decanta por una interpretación análoga, incluso con abandono de la interpretación jurisprudencial de la Corte Costituzionale a la que después nos referiremos. Según Balladore-Pallieri, G., op. cit., nota 40, pp. 220 y 221. Pierandrei, Franco, “Les commissions législatives du Parlement italien”, cit., nota 12, pp. 569 y 570. 82 83

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el citado autor, 84 la interpretación “materialista” aparecería confirmada por aquella norma reglamentaria, que al impedir el procedimiento descentralizado para los proyectos legislativos relativos a cuestiones que tuvieren una especial relevancia de orden general, implicaría que, con mayor razón aún, debieran ser excluidos de dicho procedimiento todos aquellos proyectos relativos a materia constitucional. Esta interpretación material fue seguida por el Parlamento hasta finales de 1958, acentuándose con ello la preeminencia del procedimiento normal en perjuicio del procedimiento en comisión deliberante. Sin embargo, esta praxis parlamentaria quebraría a partir de la Ley del 24 de marzo de 1958, núm. 195, sobre el Consejo Superior de la Magistratura, aprobada en el Senado en comisión legislativa. La “ Corte Costituzionale”, llamada a pronunciarse sobre esta cuestión, haría suya la tesis según la cual “materia constitucional” y “forma constitucional” son expresiones equivalentes. En su Sentencia del 12-23 de diciembre de 1963, núm. 168, 85 la “ Corte” rechazará que la expresión del último párrafo del artículo 72, i disegni di legge in materia costituzionale se refiera a un tipo de leyes que, teniendo forma ordinaria, no obstante, por su ámbito sustancial, sean susceptibles de ser englobadas dentro de la materia constitucional. La disposición en cuestión, bien al contrario, debe entenderse referida al artículo 138 de la Constitución (que alude a las leyes de reforma de la Constitución y demás leyes constitucionales), estableciendo el procedimiento a seguir para su aprobación y reforma. De acuerdo con esta interpretación, la “ Corte” entiende que el último párrafo del artículo 72, en su conexión con el artículo 138, viene, en definitiva, a constituir un límite expreso que opera en el sentido de excluir el procedimiento descentralizado respecto a aquellas normas a las que el Parlamento, con fines de naturaleza política, atribuya eficacia de ley constitucional. No opera dicho límite, por el contrario, respecto de las leyes ordinarias para las que puede utilizarse el procedimiento descentralizado. 86 Frente a las dos tesis enfrentadas, la de identidad de contenido entre la cláusula del artículo 72, párrafo último, y el artículo 138, y la de diversidad de contenido, que posibilitaría que entraran en la categoría norMazziotti di Celso, Manlio, op. cit., nota 17, p. 794. Sentencia de 12-23 de diciembre de 1963, núm. 168, considerato in diritto 2. Puede verse en Giurisprudenza Costituzionale , año 8, 1963, pp. 1644 y ss. 86 Idem. 84 85

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mativa del último párrafo del artículo 72 todas aquellas leyes ordinarias que por su ámbito material vinieran referidas a la materia constitucional, la “ Corte” se decanta por la primera de las tesis, la más formalista, desdeñando una interpretación material de la cláusula constitucional en cuestión. La doctrina ha sido bastante crítica respecto a la hiperformalista interpretación de la “ Corte Costituzionale”. Biscaretti, 87 en un trabajo monográfico sobre el tema, se inclinaría de modo inequívoco por la necesidad de delinear una categoría conceptual de “ leggi in materia costituzionale” distinta de las “ leggi costituzionali ” entendidas en sentido formal, reclamando que cuando la “ Corte” fuera llamada en el futuro a afrontar de nuevo un problema análogo, tuviera el coraje de invertir su originaria y contingente opción interpretativa, adhiriéndose a la tesis de la diversidad de contenido entre las expresiones acogidas por la Constitución en los tantas veces citados artículos 72 y 138. Según Biscaretti, 88 la gran mayoría de los iuspublicistas acogería favorablemente tal cambio de interpretación jurisprudencial. Basta con atender a las consecuencias dimanantes de la interpretación formalista de la “ Corte” para comprender lo erróneo de la misma. Como advierte Cervati, 89 tal interpretación posibilita aprobar en Comisión, sin intervención del Pleno, leyes ordinarias que institucionalicen un órgano constitucional (como aconteció con la Ley del 24 de marzo de 1958), leyes limitativas de las libertades constitucionalmente garantizadas y otras leyes ordinarias que, de acuerdo con la Constitución, puedan incidir, limitativamente, sobre el ámbito de las atribuciones constitucionales de órganos o entes. En definitiva, como dice Manzella, 90 la libertad de elección del procedimiento legislativo (en “ commissione referente” o en “ commissione deliberante ”) ha llegado a ser notabilísima como consecuencia de esta interpretación restrictiva de la fórmula “ disegni di legge in materia costituzionale ”. La Constitución española ha soslayado los problemas interpretativos suscitados en Italia al referirse en su artículo 75.3 tan sólo a “la reforma 87 Biscaretti di Ruffia, Paolo, “I’disegni di legge in materia costituzionale’ di cui all’artículo 72 comma 4 Cost.”, Scritti in onore di Costantino Mortati , Milán, Giuffrè, 1977, vol. 4, pp. 43 y ss.; en concreto, p. 52. 88 Ibidem, pp. 61 y 62. 89 Cervati, Angelo Antonio, op. cit., nota 11, p. 164. 90 Manzella, Andrea, op. cit., nota 60, p. 318.

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constitucional”, ámbito que en cualquier caso resultaría excluído de la competencia legislativa plena de las comisiones a la vista de las previsiones del título X de la Constitución, relativo a la reforma constitucional. Por lo demás, parece una evidencia que entender lo contrario, como se ha afirmado, 91 supondría una aberración constitucional. Complementando la exclusión de la reforma constitucional de toda posible delegación legislativa en Comisión, el artículo 75.3 también excluye a las leyes orgánicas cuyo ámbito material, contemplado por el artículo 81 de la CE, justifica sobradamente tal exclusión (entre otras, son leyes orgánicas las relativas al desarrollo de los derechos fundamentales y de las libertades públicas, las que aprueben los Estatutos de Autonomía y el régimen electoral general...), no obstante lo cual, dicha exclusión vendría asimismo exigida por el artículo 81.2 de la CE al exigir la mayoría absoluta del Congreso, en una votación final sobre el conjunto del proyecto, para la aprobación, modificación o derogación de las leyes orgánicas. Otra de las categorías normativas contempladas por la norma italiana es la relativa a las leyes de delegación legislativa, que tiene asimismo su correlato en la Constitución española, que se refiere a las leyes de bases. La razón de reservar al Pleno las leyes de delegación legislativas es la de evitar que escape al control de cada Cámara una decisión que puede tener graves consecuencias institucionales, como es la de apreciar la oportunidad de delegar a favor del gobierno el ejercicio de una potestad legislativa. Cabe al efecto recordar que el artículo 76 de la CI predetermina el contenido mínimo de la ley de delegación: ésta debe especificar los principios y criterios directivos, el plazo limitado de tiempo por el que se delega y el objeto determinado para el que se delega. Más aún, la Corte Costituzionale ha tenido la oportunidad de afirmar que una simple ley de prórroga del plazo de la delegación debe ser aprobada por el Pleno de cada Cámara. 92 A la vista de las previsiones constitucionales, se comprende la importancia que en el marco constitucional reviste la definición de los “prin91 Senén Hernández, Mercedes, “El Pleno y las Comisiones (Comentario al artículo 75 de la Constitución)”, en Alzaga Villaamil, Óscar (dir.), Comentarios a la Constitución española de 1978 , Madrid, Cortes Generales-Editoriales de Derecho Reunidas, 1998, t. VI, pp. 531 y ss.; en particular, p. 565. 92 Sentencia de la “Corte Costituzionale” del 10 de abril de 1962, núm. 32. Puede verse en Giurisprudenza Costituzionale , 1962, pp. 252 y ss.

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cipios y criterios directivos” ( principi e criteri direttivi) que han de guiar la actuación del legislador delegado, lo que, como se ha señalado, 93 explica esta mayor reserva sustancial en favor del legislador parlamentario en general y del Pleno de cada Cámara en particular, en la determinación de los principios de la legislación estatal. Por lo mismo, es evidente que sería inconstitucional una redefinición de los principios, criterios directivos u otros límites de la potestad legislativa delegada que se contuvieran en una ley aprobada en comisión. La Constitución española, como antes se dijo, reserva al Pleno de cada Cámara no todas las leyes de delegación, sino tan sólo las leyes de bases. A tenor del artículo 82 de la CE, la delegación legislativa puede otorgarse bien mediante una ley de bases, cuando su objeto sea la formación de textos articulados, bien mediante una ley ordinaria, cuando se trate de refundir varios textos legales en uno solo. El hecho de que las leyes ordinarias de delegación que autoricen la refundición de textos legales puedan, aunque quizá no deban, ser aprobadas en Comisión, a diferencia de las leyes de bases, se explica quizá por el carácter más técnico de la legislación que aquí se delega. Por el contrario, las leyes de bases son el correlato en la Constitución española de la delegación legislativa a que se refiere la carta italiana en sus artículos 76 y 77, párrafo 1, por lo cual, lo que antes se dijo respecto de la delegación legislativa en Italia podría reiterarse ahora respecto de las leyes de bases en España. No es casual, por ejemplo, que el artículo 82.4 de la CE disponga que “las leyes de bases delimitarán con precisión el objeto y alcance de la delegación legislativa y los principios y criterios que han de seguirse en su ejercicio”, fórmula claramente inspirada en la del artículo 76 de la CI. Todo ello al margen ya del hecho indiscutible de que el texto español ha sido bastante más restrictivo que el italiano a la hora de contemplar las condiciones que ha de reunir la delegación en el Ejecutivo de la potestad legislativa. Una nueva categoría normativa que, con diferentes formulaciones, encontramos en ambos códigos constitucionales es la de los proyectos de leyes de autorización para ratificar tratados internacionales (artículo 72 de la CI), que en el artículo 75.3 de la CE, más genérica y ampliamente, se formula en relación a “las cuestiones internacionales”.

93

Cervati, Angelo Antonio, op. cit., nota 11, pp. 162 y 163.

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Pocos problemas hermenéuticos suscita la cláusula italiana, que ha de ponerse en conexión con lo establecido en el artículo 80 de la propia Constitución, que enumera los tratados cuya ratificación ha de ser autorizada por las Cámaras mediante ley lógicamente reservada al Pleno. Mayores dudas hermenéuticas suscita la referencia del artículo 75.3, CE, a “las cuestiones internacionales”. En principio, hay que entender como inequívoco que todos los tratados internacionales respecto de los que la prestación del consentimiento del Estado para obligarse requiera la intervención de las Cortes Generales serán reconducibles a esta materia de las cuestiones internacionales que es objeto de esta reserva de Pleno. Bien es verdad que los tratados a que alude el artículo 93, CE, (tratados por los que se atribuya a una organización o institución internacional el ejercicio de competencias derivadas de la Constitución), al requerir su celebración de la previa autorización mediante ley orgánica, ya presuponían una reserva de Pleno. Hay que entender, por lo mismo, que son los tratados mencionados por el artículo 94.1 de la CE los directamente afectados por la reserva al Pleno de este ámbito material de las relaciones internacionales. 94 La materia objeto de reserva que ahora abordamos no se agota en la autorización para la ratificación de los tratados mencionados por el artículo 94.1, CE, 95 sino que debe asimismo proyectarse hacia la intervención de las Cortes Generales a que se refiere el artículo 63.3, CE, a cuyo tenor, corresponde al rey, previa autorización de las Cortes Generales, declarar la guerra y hacer la paz, norma que aunque en los últimos lustros haya pasado a ser casi un exotismo en la mayoría de las Constituciones, no deja de estar vigente. Concordamos con el juicio de Ruiz Robledo96 cuando señala que la propia importancia de esos actos hace

94 Los tratados que, a tenor del artículo 94.1, CE, requieren de la previa autorización de las Cortes Generales son éstos: a) Tratados de carácter político; b) Tratados o convenios de carácter militar; c) Tratados o convenios que afecten a la integridad territorial del Estado o a los derechos y deberes fundamentales establecidos en el título I; d) Tratados o convenios que impliquen obligaciones financieras para la Hacienda Pública; e) Tratados o convenios que supongan modificación o derogación de alguna ley o exijan medidas legislativas para su ejecución. 95 Villacorta se ha manifestado partidario de una más estricta reserva de Pleno en las cuestiones internacionales, tanto respecto de Italia como de España, tesis con la que no concordamos. Villacorta Mancebo, Luis, op. cit., nota 26, p. 428. 96 Ruiz Robledo, Agustín, op. cit., nota 27, p. 472.

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impensable que fueran tomados por las comisiones; pero, por si acaso, el artículo 75.3 de la CE lo impide. Hemos de referirnos, finalmente, a la última de las categorías normativas sujeta a reserva de Pleno. Se trata de los proyectos de leyes de aprobación de presupuestos y cuentas, categoría del artículo 72 de la Constitución italiana que tiene su correlato en el artículo 75.3 de la CE en los presupuestos generales del Estado. La doctrina italiana ha entendido que esta categoría proyecta su ámbito material no sólo a los presupuestos y cuentas, sino, más ampliamente, a toda ley de programación global de los gastos públicos. 97 Asimismo, esta reserva se extendería a toda alteración de las determinaciones básicas de los balances de previsiones. Con el paso del tiempo se ha ido dando una interpretación cada vez más rigurosa a esta categoría, frente a lo que aconteciera en los primeros momentos de desarrollo constitucional en los que, por ejemplo, el artículo 26 del texto inicial del Reglamento del Senado dispuso expresamente que los proyectos legislativos que comportaran variaciones presupuestarias pudieran ser deferidos a las comisiones en función deliberante. Con todo, como constatara Elia, 98 algunas incertidumbres subsistían al respecto, como, por ejemplo, en relación con la convalidación de los decretos presidenciales para los cobros parciales anticipados con cargo a los fondos de reserva con la finalidad de hacer frente a los gastos imprevistos. La norma constitucional española ha sido en este punto bastante más precisa que la italiana al delimitar un ámbito muy concreto como es el de la Ley presupuestaria a que se refiere el artículo 134 de la CE. Aunque este precepto constitucional no establece ninguna específica exigencia procedimental que garantice de intervención del Pleno, parece claro, como se ha precisado, 99 que al margen ya de la garantía del artículo 75.3, CE, la intervención de los Plenos debía de hallarse garantizada por tratarse del acto parlamentario por excelencia: la aprobación de los Presupuestos, y asimismo, porque el Congreso y el Senado son titulares de una auténtica competencia material en el ámbito presupuestario, muy superior a la estrictamente formal de aprobación del texto legal.

97 98 99

Cervati, Angelo Antonio, op. cit., nota 11, p. 163. Elia, Leopoldo, op. cit., nota 20, p. 88. Recorder de Casso, Emilio, op. cit., nota 26, p. 1167.

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V. Una última cuestión debemos de abordar en relación con la reserva de ley de Pleno. Y es la relativa al significado que la misma presenta, si es que tiene alguno, en el marco de las fuentes del derecho. En la doctrina italiana se ha difundido en algunos sectores la tesis de que las leyes reservadas al Pleno (all assemblea) constituirían una categoría normativa caracterizada, frente a otras leyes formales, por dos rasgos que podrían definirse así: a) leggi rinforzate , en virtud del particular procedimiento prescrito obligatoriamente para su aprobación, y b) fonti atipiche, en consideración a su inmodificabilidad por parte de leyes posteriores que no hayan sido aprobadas de acuerdo con el mismo procedimiento; 100 en este tipo de fuentes, los dos aspectos, activo (eficacia abrogativa) y pasivo (resistencia a la abrogación), de la fuerza formal estarían disociados, según Crisafulli. 101 Se ha hablado asimismo por otros sectores doctrinales de una competenza innovativa maggiore 102 propia de las leyes sujetas a esta reserva, frente a las leyes aprobadas bien por el Pleno bien por las Comisiones, rasgo con el que se pretendería tan sólo mostrar un elemento de atipicidad, no obstante lo cual la doctrina ha terminado inevitablemente por plantear la cuestión en términos de jerarquía formal, esto es, de jerarquía en el marco de las fuentes del ordenamiento jurídico. Sin embargo, como advierte Traversa, 103 la peculiaridad de las leyes reservadas al Pleno de no poder ser modificadas por leyes ulteriores que no hayan sido aprobadas de acuerdo con el mismo procedimiento, no puede inducir a considerar aquellas leyes como jerárquicamente superiores a otras leyes formales aprobadas en Comisión, porque si bien es cierto que la ley reservada al Pleno resiste frente a su abrogación o modificación por parte de otras leyes formales no aprobadas con idéntico procedimiento, lo cierto es que ello depende no ya de elementos formales (el hecho de que la ley primera haya sido aprobada por el Pleno y no '

100 Crisafulli, Vezio, “Gerarchia e competenza nel sistema costituzionale delle fonti”, Rivista Trimestrale di Diritto Pubblico , año X, 1960, fasc. 4, pp. 775 y ss.; en particular, p. 792. Asimismo, Crisafulli, Vezio, “Fonti del Diritto” (Diritto costituzionale), Enciclopedia del Diritto , Milán, Giuffrè, 1968, vol. XVII, pp. 925 y ss.; en particular, pp. 962-966. 101 “Gerarchia e competenza nel sistema costituzionale delle fonti”, Rivista Trimestrale di Diritto Pubblico , cit., nota 100, p. 790. 102 Sorrentino, Federico, “La Corte Costituzionale”, I, pp. 48 y ss. Citado por Cervati, Angelo Antonio, “La formazione delle leggi”, op. cit., nota 11, p. 157. 103 Traversa, Silvio, op. cit., nota 75, pp. 274 y 275.

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por la Comisión), sino de elementos materiales, pues lógicamente una norma que derogue o modifique normas que disciplinen materias reservadas al Pleno también está dentro de las exigencias del último párrafo del artículo 72, CI, por su propio contenido material. Interpretarlo de otro modo conduciría a consecuencias absurdas, como, por ejemplo, la de entender que en aquellos supuestos en que queda a la libre discrecionalidad de las Cámaras optar por uno u otro procedimiento legislativo (aprobación en Comisión o en Pleno del proyecto legislativo), adoptada la decisión a favor del procedimiento de Pleno, toda ley ulterior en la materia habría de ser, inexcusablemente, aprobada por el Pleno, lo que entorpecería notablemente el procedimiento legislativo en contraste frontal con el espíritu y la letra del artículo 72. En definitiva, no parece muy útil, a los fines de una ajustada interpretación del último párrafo del artículo 72, CI, entender que el mismo ampara la existencia de varios niveles de fuerza o eficacia de la ley, en el ámbito de la categoría general de las leyes ordinarias. Como dice Cervati, 104 no se trata de negar que las leyes aprobadas por el Pleno con base en la reserva que nos ocupa, no puedan ser sustituidas más que por una nueva ley aprobada asimismo por el Pleno, sino de observar que ésta no es más que una consecuencia del hecho de que la Constitución veda en algunos supuestos el recurso a las comisiones deliberantes, rechazando de igual forma que la necesaria aprobación plenaria del proyecto constituya el colorario de la institucionalización por parte de la Constitución de un nuevo tipo de ley ordinaria de eficacia reforzada. Dicho de otro modo, la reserva de ley de Pleno no puede reconducirse al ámbito de las fuentes del ordenamiento jurídico. VI. En España, la problemática anteriormente suscitada debe ser resuelta en términos análogos, siendo las reflexiones precedentes, en buena medida, perfectamente extrapolables al caso español. Nos detendremos algo más en ello. Ante todo, hay que significar que la reserva de ley de Pleno que formula el artículo 75.3, CE, carece de trascendencia en el ámbito de las fuentes del derecho, esto es, no comporta la creación de un tipo nuevo de norma, diferenciado de las restantes. Dicho de otro modo, las leyes constitucionalmente reservadas al Pleno no tienen, en contra de lo que sostuvo Sorrentino en Italia, una mayor capacidad innovadora, o lo que es 104

Cervati, Angelo Antonio, op. cit., nota 11, p. 159.

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igual, una eficacia superior a la de otras leyes. Por contra, las leyes de Comisión y las leyes de Pleno, independientemente ya de que estén o no constitucionalmente reservadas al Pleno, una vez superada la fase integradora de eficacia a que se refiere el artículo 91 de la CE, esto es, una vez sancionadas por el rey, promulgadas y publicadas, se incorporan al ordenamiento jurídico con idéntica fuerza. Como se ha dicho, 105 unas y otra ocupan el mismo lugar en la jerarquía normativa y las posibles antinomias entre ellas habrán de resolverse con base en los criterios conocidos de la ley posterior que prima sobre la anterior y de la ley especial que prima sobre la general. La regla precedente rige de modo general en las relaciones entre las leyes de Comisión y de Pleno siempre que, en el último supuesto, no vengan referidas a materias constitucionalmente reservadas al Pleno. Ello es así por cuanto que en este último caso las Cámaras carecen de la capacidad de optar entre el procedimiento legislativo ordinario o el descentralizado, imponiéndose ex constitutione el procedimiento ordinario a fin de garantizar, dada la trascendencia político-institucional de la materia a normar, un pronunciamiento plenario de la Cámara en cuanto que se entiende que el mismo viene rodeado de mayores garantías, como revela con perfecta nitidez la muy superior publicidad ínsita en tal procedimiento. No ha de extrañar por ello que el quebrantamiento de ese mandato constitucional se traduzca, como dijera Ruggeri, 106 en la pena de la invalidez constitucional de la ley. Ello presupone que una ley constitucionalmente reservada al Pleno no puede ser modificada o derogada por una ley de Comisión, lo que otorga al primer tipo de leyes una eficacia pasiva superior, una resistencia frente a su modificación o abrogación por el segundo tipo de normas legales, las leyes de Comisión. Admitida esa mayor fortaleza desde el punto de vista de su eficacia pasiva, es necesario precisar que de ella no cabe derivar una relación jerárquica entre ambos tipos de normas legales. No es el principio de jerarquía normativa el que debe regir su relación, sino el principio de competencia.

105 Pérez Royo, Javier, Las fuentes del derecho , 4a. ed., Madrid, Tecnos, 1988, pp. 102 y 103. 106 Ruggeri, Antonio, Gerarchia, competenza e qualitá nel sistemi costituzionale delle fonti normative, Milán, Giuffrè, 1977, p. 149.

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La doctrina italiana ha dotado de un amplio contenido al concepto de “competencia”, que abarca los supuestos de producción normativa diferenciada, tanto si proviene de órganos diversos como si se origina en un solo órgano, pero por procedimientos dispares. Mortati 107 ejemplifica perfectamente esta posición cuando tras vincular el principio de competencia a un criterio material que se concreta en la identificación de la naturaleza objetiva de las relaciones que han de ser objeto de regulación, entiende que ese criterio material puede conducir bien a fuentes diversas, como acontece en el reparto de los poderes normativos entre distintos entes territoriales, bien, en el ámbito de la misma fuente de emanación, a procedimientos diferenciados. En esta misma dirección, Crisafulli recurre al principio de competencia para las leyes constitucionalmente reservadas en Italia a las Asambleas, esto es, a los plenarios de las Cámaras, en su confrontación o relación con aquellas otras aprobadas en Comisión, 108 y otro tanto hace Zagrebelsky, 109 que reconduce el fenómeno de las llamadas “leyes atípicas” ( leggi atipiche ), entre las que deben incluirse aquellas que, como las leyes de Pleno, se hallan dotadas de una eficacia pasiva reforzada, al criterio de la competencia. Bien es verdad que la relación internormativa entre las leyes reservadas ex constitutione al Pleno y las leyes de Comisión podría reconducirse no tanto al principio de competencia cuanto al que Santamaría denomina 110 principio “de procedimiento”. A ello conduciría la consideración de que el concepto de competencia presupone la existencia de una pluralidad de centros o fuentes de producción normativa, lo que en modo alguno se da en el caso que nos ocupa por cuanto, como ya se señaló, el Parlamento es un órgano único de estructura compleja; por lo mismo, la delegación en Comisión ni supone que el órgano delegado ejerza una competencia propia, sino la competencia del órgano delegante, ni mucho menos entraña la conversión de la Comisión en un órgano independiente, externo y ajeno a la Cámara.

107 Mortati, Costantino, Istituzioni di diritto pubblico , 10a. ed., CEDAM, Padova, 1991, t. I, pp. 332 y 333. 108 Crisafulli, Vezio, op. cit., nota 100, p. 805. 109 Zagrebelsky, Gustavo, Manuale di diritto costituzionale , vol. I: Il sistema delle fonti del diritto , Torino, UTET, 1994, p. 64. 110 Santamaría Pastor, Juan Alfonso, op. cit., nota 9, t. I, pp. 320-322.

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El principio de procedimiento, construido en torno a una delimitación constitucional de materias (en este caso, las expresamente contempladas por el artículo 75.3, CE), vendría a diferenciar los dos tipos de normas legales por el distinto procedimiento legislativo a seguir en cada caso, dada la exigencia constitucional de exclusión del procedimiento descentralizado respecto de las materias enunciadas por el artículo 75.3. En esta dirección, Musacchia 111 significa que el reforzamiento de una fuente como la “ legge d’Assemblea” del último párrafo del artículo 72 de la CI salvaguarda una determinada estructura procedimental. En cualquier caso, el hecho de que los efectos de este principio ofrezcan una notable semejanza con los dimanantes del principio de competencia y la posibilidad, antes señalada, de reconducir a este último principio el supuesto de disparidad procedimental en la elaboración de las normas, aunque éstas provengan de un mismo órgano, nos conduce a optar por el principio de competencia como criterio delimitador de las relaciones entre las leyes constitucionalmente reservadas al Pleno y las leyes de Comisión, sin que de ello deban desprenderse consecuencias en el plano de la jerarquía normativa, consecuencias que, por ejemplo, extrae Crisafulli, 112 pero que, a nuestro juicio, no entrañan sino un elemento de confusión. V. LA FACULTAD DE AVOCACIÓN DEL PLENO I. El artículo 75.2, CE, faculta al Pleno de cada Cámara para recabar en cualquier momento el debate y votación de cualquier proyecto o proposición de ley que haya sido objeto de delegación legislativa a una Comisión. La norma difiere sensiblemente de la equivalente cláusula italiana que prevé que mientras no haya recaído aprobación definitiva del proyecto, éste podrá ser reenviado al Pleno de la Cámara si el gobierno, la décima parte de los componentes de la Cámara o la quinta parte de 111 Musacchia, Giuseppe, “Gerarchia e teoria delle norme sulla produzione giuridica nel sistema costituzionale delle fonti”, Rivista Trimestrale di Diritto Pubblico , año XX, núm. 1, enero-marzo de 1970, pp. 172 y ss.; en concreto, p. 188. 112 A juicio de Crisafulli, de las “ leggi di Assemblea” y de otras leyes reforzadas parece desprenderse un elemento de superioridad jerárquica respecto de las restantes leyes formales en razón de ese “plus” de competencia que viene a añadirse a la fuerza creadora de derecho común a las restantes fuentes del ordenamiento. Crisafulli, Vezio, “Gerarchia e competenza nel sistema costituzionale delle fonti”, Rivista Trimestrale di Diritto Pubblico, cit., nota 100, p. 806.

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los de la Comisión reclaman que sea discutido y votado por la propia Cámara o bien que sea sometido a la aprobación final de ésta únicamente con declaraciones de voto. Nos hallamos ante una suerte de cláusula de garantía con la que se trata de posibilitar que el Pleno de una Cámara pueda en todo momento anterior a la aprobación del proyecto en Comisión pronunciarse sobre el mismo en sintonía con la que, por lo menos en un plano teórico, debe ser considerada como la regla general de ejercicio de la función legislativa: ésta debe ejercerse por la totalidad de los miembros de la Cámara, pues, como dice Martines, 113 así lo requiere el sistema constitucional. II. El significado último de esta garantía difiere notablemente, como antes señalamos. La Constitución italiana la contempla, inequívocamente, como una garantía de las minorías parlamentarias y también del gobierno, aunque ello encuentre una menor justificación, 1 14 pues parece lógico entender que el gobierno contará con el respaldo de la mayoría parlamentaria y que sin el beneplácito de ésta no resulta previsible que el presidente de la Cámara proponga a la misma la asignación de un proyecto a una Comisión en régimen de competencia legislativa plena, y si, pese a ello, la propuesta se realiza, no es probable que salga adelante. Es en relación con las minorías parlamentarias como cobra su plena significación esta garantía. 115 Las minorías, y qué duda cabe que también el gobierno, pueden considerar políticamente conveniente la aprobación de una ley con la solemnidad de la plena publicidad, que sólo otorgan las sesiones plenarias, y con las demás garantías que encierra el procedimiento legislativo ordinario. Como advierte Mazziotti, 116 es evidente que para las minorías parlamentarias el respeto de estas garantías, particularmente de la atinente a la publicidad de las sesiones, puede revestir una particular relevancia.

Martines, Temistocle, op. cit., nota 22, p. 341. Mazziotti cree que esta referencia al gobierno por parte de la Constitución sólo se explica como un eco, una inercia derivada de la Ley de 1939 en la que se halla el origen de la institución. Mazziotti di Celso, Manlio, op. cit., nota 17, p. 793. 115 Es innecesario subrayar, dice Pierandrei, que estas disposiciones pretenden, desde el punto de vista político, proteger a las minorías. Pierandrei, Franco, “Les commissions législatives du Parlement italien”, Revue Francaise de Science Politique , cit., nota 12, p. 571. 116 Mazziotti di Celso, Manlio, “Parlamento. Funzioni (diritto costituzionale)”, Enciclopedia del diritto, cit., nota 17, p. 793. 113 114

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Esta garantía presenta, sin embargo, una paradoja, destacada por la doctrina ya desde los primeros momentos de vigencia de la Constitución: lo infrecuente del reenvío del proyecto de la Comisión al Pleno. En 1954, Goguel 117 ya se hacía eco del escasísimo número de casos en los que la oposición parlamentaria había utilizado la facultad de obstrucción que le otorgaba el párrafo 3 del artículo 75, CI, rasgo también constatable respecto del gobierno, lo que, para el propio autor, era una prueba inequívoca de que el procedimiento legislativo descentralizado no colocaba al Ejecutivo, con vistas al debate legislativo, en peor posición que el procedimiento legislativo ordinario y, por lo mismo, con debate en el plenario. Esta pauta se ha mantenido con el transcurso del tiempo. Y así, Martines, en 1994, ha podido constatar 118 que el gobierno y las minorías parlamentarias rara vez han requerido el reenvío del proyecto al Pleno, prefiriendo, por el contrario, que el procedimiento se desarrollase y agotase en Comisión. Por su lado, Mortati 119 ha enjuiciado muy críticamente esta circunstancia, al constatar que el gobierno no ha utilizado más que rarísimamente su facultad de instar el reenvío del proyecto al Pleno, habiendo de este modo abdicado vergonzosamente del ejercicio de su función de dirección y coordinación de la actividad legislativa, a través de la cual debe realizar la unidad del indirizzo politico de la que es responsable. No distinta, como antes dijimos, ha sido la actuación de la oposición parlamentaria, que se ha inhibido en el ejercicio de su facultad de reclamar el reenvío de un proyecto legislativo al plenum para su aprobación por el mismo, actuación que es a menudo tributaria de acuerdos más o menos subterráneos entre mayoría y minoría, realizados a expensas del interés general y susceptibles de perjudicar el siempre conveniente armónico desarrollo de la dirección política gubernamental. Si a todo ello se añade la deficiente calidad técnica de las leyes, se tiene, según Mortati, 120 un diseño exacto del déficit de funcionalidad del Parlamento italiano en el delicado ámbito de la formación de las normas reguladoras de las relaciones sociales.

117 Goguel, François, “ La procédure italienne de vote des lois par les commissions”, Revue Fran gaise de Science Politique , vol. IV, núm. 4, octubre-diciembre de 1954, pp. 836 y ss.; en concreto, p. 840. 118 Martines, Temistocle, op. cit., nota 22, p. 340. 119 Mortati, Costantino, op. cit., nota 19, t. II, p. 748. 120 Idem.

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Señalemos, por último, que la solicitud de reenvío de un proyecto al Pleno se considera formalizada si es suscrita por el número de firmas constitucionalmente exigido, caso de que la iniciativa parta de los parlamentarios; si la misma tiene su origen en el gobierno, cabe señalar que la práctica parlamentaria ha admitido las propuestas provenientes de los subsecretarios, aunque éstos no integren formalmente el gobierno. De igual forma, la praxis ha venido a decantar la posibilidad de que la propuesta de reenvío al Pleno sea adelantada oralmente, a salvo una ulterior confirmación escrita del presidente del Consejo de Ministros. Innecesario es precisar, a la vista de la previsión constitucional, que basta con formalizar la solicitud de reenvío de un proyecto de la Comisión al Pleno por quien esté legitimado para ello para que, sin otro requisito, se produzca tal reenvío. El artículo 92.4 del Reglamento de la Cámara de Diputados, del 18 de febrero de 1971, aunque modificado con posterioridad en varias ocasiones, es taxativo al respecto: “El proyecto de ley —prescribe— se devolverá al Pleno si el gobierno, un décimo de los diputados o un quinto de la Comisión así lo piden”. III. La Constitución española, como antes avanzamos, ha seguido una óptica diferente a la italiana. El artículo 75.2, en efecto, faculta al Pleno para recabar el debate y votación de cualquier proyecto o proposición de ley que haya sido objeto de delegación en las Comisiones. No son, pues, las minorías parlamentarias las habilitadas para desencadenar este reenvío del proyecto al Pleno, ni muchos menos el gobierno. Más aún, las minorías, al margen ya de la posibilidad de que disponen de instar un pronunciamiento del plenario en torno a la avocación con ocasión de la celebración de la sesión plenaria en que se proceda a un debate de totalidad sobre un proyecto (pertinente, a tenor del artículo 112 del Reglamento del Congreso de los Diputados, siempre que se hubieren presentado enmiendas de totalidad) o de aquella otra sesión plenaria encaminada a la toma en consideración de una proposición de ley, carecen de toda capacidad de iniciativa, esto es, de instar un pronunciamiento del plenum sobre la avocación, pues fuera de los dos supuestos antes mencionados, a tenor del artículo 149.1 del Reglamento del Congreso (en adelante RCD), sólo la Mesa del Congreso, oída la Junta de Portavoces, puede someter a votación del Pleno (que se ha de realizar sin debate previo) la propuesta de avocación. Esta fórmula reglamentaria contrasta con la que acogiera por el artículo 102 del Reglamento provisional del Congreso de los Diputados de

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1977, que tras facultar a la Mesa de la Cámara para decidir que la Comisión encargada de dictaminar un texto legislativo lo hiciere en plenitud de poder legislativo, habilitaba a las minorías parlamentarias (dos Grupos Parlamentarios o cincuenta diputados) para, expresando un parecer contrario a la delegación legislativa en el plazo de tres días contados a partir de la publicación del acuerdo de delegación, desencadenar la intervención del Pleno para decidir al respecto. También contrasta la normación del Reglamento de la Cámara baja con la acogida por el artículo 130.2 del Reglamento del Senado (en adelante RS), Texto Refundido del 3 de mayo de 1994. A tenor del mismo, el Pleno del Senado puede decidir sobre la avocación, a propuesta de la Mesa, oída la Junta de Portavoces, de un Grupo Parlamentario o de veinticinco senadores, norma evidentemente mucho más respetuosa hacia las minorías. A la vista de la normación expuesta, es clara la diferente filosofía que inspira a la norma constitucional italiana y a la española. En Italia, el reenvío al Pleno se concibe como una garantía de las minorías parlamentarias, incluso de las minorías presentes en la Comisión en función deliberante, pues la quinta parte de sus miembros puede desencadenar, si así lo entienden oportuno, el reenvío del texto legislativo al plenario. En España, es el Pleno el único que puede avocar, siendo absolutamente ignoradas las minorías por el Reglamento del Congreso, en lo que hace a la cuestión que nos preocupa, y disponiendo en el del Senado tan sólo de una facultad de instar el pronunciamiento del Pleno. Se ha dicho, 121 y es cierto, que la regulación española es más congruente con la figura de la delegación, porque asegura la prevalencia de la voluntad de la Cámara en todas las hipótesis, mientras que en Italia puede existir un Pleno con voluntad mayoritaria de delegar, cuya decisión es revocada por una minoría de aquél. Algún sector de la doctrina italiana 122 ha utilizado incluso como argumento de rechazo a la calificación como “delegación” del título jurídico en que se asienta la competencia de la Comisión, el hecho de que el reenvío del texto de la Comisión al Pleno pueda ser provocado no sólo por la décima parte de los integrantes de la Cámara, sino también por la quinta parte de los miembros de la propia Comisión deliberante y, por último, por el mismo go121 Villacorta Mancebo, Luis, op. cit ., nota 122 Paladin, Livio, op. cit., nota 14, p. 341.

26, p. 431.

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bierno. En los dos últimos supuestos, al menos, es obvio que la autoridad “revocante” no coincide con la autoridad “delegante”, titular de la potestad legislativa. Ahora bien, que ello sea así, a nuestro juicio, no comporta necesariamente una valoración más positiva de nuestra regulación, a diferencia de lo que algún sector de nuestra doctrina entiende, 123 por cuanto la razón de ser última de la avocación no es tanto salvaguardar la voluntad de la Cámara en torno al diseño de un determinado proyecto legislativo, pues es obvio que tal voluntad se encuentra asimismo garantizada con el procedimiento en Comisión, en cuanto que al hallarse compuestas las Comisiones de modo tal que reflejen la proporcionalidad de los distintos Grupos parlamentarios, la mayoría de la Cámara tendrá su reflejo en la Comisión y podrá ver plasmada, también en las leyes de Comisión, como no podría ser de otra manera, su voluntad. La auténtica ratio de la avocación reside en posibilitar, en un determinado momento, una tramitación del proyecto legislativo en cuestión rodeada de todas las garantías procedimentales que ofrece el procedimiento legislativo ordinario, y a tal efecto debiera de ser determinante la voluntad de las minorías parlamentarias, incluso cuando se enfrente a una mayoría contraria a la avocación. Ciertamente, las minorías podrán utilizar el reenvío de un proyecto al Pleno con una finalidad básicamente obstruccionista; no cabe descartar esta hipótesis, pero ello no debe ser en modo alguno un argumento conducente a privarles de tal facultad. Más aún, se integra en la propia lógica de la vida y el debate parlamentarios la actuación osbtruccionista de la oposición. De ahí que nos parezca mucho más adecuada al fin pretendido, o que debiera en teoría perseguirse con la avocación, la norma constitucional italiana que la española. IV. El párrafo 3 del artículo 72 de la CI abre una doble posibilidad a los titulares de la facultad de instar, con efecto vinculante, el reenvío del proyecto al plenario: de un lado, requerir que el texto sea discutido y votado por el Pleno, o lo que es igual, que se acomode en su tramitación parlamentaria al procedimiento legislativo común u ordinario, y de otro, solicitar que sea sometido a la aprobación final del plenario únicamente con declaraciones de voto, lo que entraña que el debate del articulado del proyecto se desarrolla en Comisión. En el primer caso, la competencia de la Comisión se conoce como in sede referente ; en el segundo, 123

Villacorta Mancebo, Luis, op. cit ., nota 26, p. 431.

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como in sede redigente . En este segundo supuesto, es evidente que la Comisión continuará ejerciendo una función deliberante en relación con el articulado del texto legislativo, de forma análoga a como lo haría en el procedimiento descentralizado, reservándose al plenario tan solo la aprobación final. Sobre la base de tal previsión constitucional, el Reglamento de la Cámara de Diputados (artículo 96) y el Reglamento del Senado (artículo 36) configuran como procedimiento especial el llamado del examen (por la Comisión) en función redactora (in sede redigente), supuesto en el que, como apostilla la doctrina, 124 permanecen las garantías constitucionalmente previstas con relación a los procedimiento especiales, esto es, la reserva de ley de Pleno y la facultad atribuida al gobierno y a las minorías parlamentarias de requerir con carácter vinculante el retorno al procedimiento legislativo normal. Esta doble opción es reveladora, por lo menos teóricamente, de la flexibilidad subyacente en la normación constitucional italiana, elasticidad de la que, como significa Elia, 125 constituye otro buen ejemplo la posibilidad de revocar la solicitud de reenvío al Pleno hasta tanto no se haya iniciado la discusión plenaria del proyecto. 126 En la misma dirección, Traversa 127 cree que no puede existir duda acerca de la admisibilidad de la facultad de retirada de la solicitud de reenvío al Pleno del proyecto. En general, la doctrina es concordante en este punto, en ausencia de una específica norma que lo prevea, a condición de que se halle prevista la correlativa facultad de plantear positivamente la solicitud. 128 La flexibilidad de la normación constitucional italiana se echa de menos en el texto fundamental español, cuyo artículo 75.2 no contempla la doble posibilidad prevista por la carta italiana en cuanto al reenvío al Pleno del proyecto legislativo. Por el contrario, el tenor del precepto español es inequívoco: el Pleno puede recabar el debate y votación de Cervati, Angelo Antonio, op. cit., nota 11, p. 153. Elia, Leopoldo, op. cit., nota 20, p. 94. A este respecto, Mohrhoff entiende como válida la retirada de algunas de las firmas constitucionalmente requeridas para la formalización de la solicitud vinculante de reenvío del proyecto al Pleno, supuesto en el que tal solicitud se convertiría en inoperante al no reunir el número suficiente de firmas. Mohrhoff, Federico, “Giurisprudenza parlamentare”, Roma, 1950, p. 280. Citado por Elia, Leopoldo, op. cit., nota 20, p. 94. 127 Traversa, Silvio, op. cit., nota 75, pp. 288 y 289, nota 28. 128 Análoga es la posición de Sandulli en relación a la retirada de la iniciativa legislativa, postura que puede extrapolarse al caso que nos ocupa. Sandulli, Aldo M., “Legge” (Diritto costituzionale), Novissimo Digesto Italiano , diretto da Antonio Azara e Ernesto Eula, 3a. ed., Torino, UTET, 1965, t. IX, pp. 630 y ss.; en concreto, p. 638. 124 125 126

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cualquier proyecto o proposición de ley. Quiere ello decir que la avocación no admite matices, sino que, lisa y llanamente, presupone el retorno del proyecto al proceso secuencial del procedimiento legislativo común u ordinario (así lo prevé específicamente el artículo 130.2, RS), y es tal circunstancia la que, a nuestro juicio, con vulneración de las previsiones constitucionales, como veremos más adelante, condiciona los momentos en los que el Reglamento de la Cámara baja (que no el del Senado) contempla la posibilidad de la avocación. Tampoco en el ordenamiento español, como es obvio si se advierte que es el Pleno el único legitimado para acordar la avocación, tiene sentido hablar de la posibilidad de revocar una solicitud de reenvío de un proyecto al Pleno. V. Una cuestión relevante en orden a calibrar la eficacia real de la garantía de avocación por el Pleno es la relativa al momento en que puede producirse la avocación. La Constitución italiana señala al respecto que el reenvío del proyecto al Pleno podrá tener lugar “mientras no haya recaído aprobación definitiva” (“fino al momento della sua approvazione definitiva”). A su vez, el Reglamento de la Cámara de Diputados (artículo 92.5) señala como momento delimitador de la autoridad a la que ha de ser dirigida la solicitud de devolución al Pleno del proyecto, la inclusión del proyecto en el orden del día de la Comisión: con anterioridad a ese momento la solicitud debe dirigirse al presidente de la Cámara; con posterioridad al mismo, al presidente de la Comisión. Nada precisa, sin embargo, el citado Reglamento en torno al momento constitucionalmente previsto, a diferencia de la norma reglamentaria del Senado, cuyo artículo 35.2 alude específicamente a “mientras no llegue el momento de la votación final”, para precisar también que con anterioridad al inicio de la discusión la solicitud se ha de dirigir al presidente del Senado. Abierta la discusión, al presidente de la Comisión. Formalizada la solicitud vinculante de reenvío al Pleno, el proyecto habrá de ser de inmediato remitido al mismo. Bien es verdad que cuando la devolución del proyecto se haga a los solos efectos de que sea sometido a la aprobación final del plenum únicamente con declaraciones de voto, tal devolución sólo podrá disponerse tras proceder la Comisión a la formulación definitiva del texto legislativo y a la aprobación de cada uno de sus artículos.

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La Constitución española, en forma semejante a la italiana, ha contemplado con notable amplitud el momento en el que puede producirse la avocación: “el Pleno (dice el artículo 75.2) podrá... recabar en cualquier momento el debate y votación de cualquier proyecto”. Ello no obstante, el Reglamento del Congreso ha alterado muy significativamente y, por lo mismo, en forma inequívocamente contrapuesta al mandato constitucional, la previsión de la norma suprema, lo que, por el contrario, no ha sucedido con el Reglamento del Senado. En coherencia con el artículo 75.2, CE, el artículo 130.2, RS, dispone que: “El Pleno de la Cámara... podrá decidir en cualquier momento la observancia del procedimiento ordinario”. Por el contrario, el artículo 149.1, RCD, contempla dos momentos diferentes para la formalización de la avocación, delimitando por consiguiente de un modo restrictivo la determinación constitucional: respecto de los proyectos en que sea pertinente el debate de totalidad (lo que acontece, como ya se señaló, cuando se presente una enmienda de totalidad, a tenor de lo dispuesto por el artículo 112 del propio Reglamento) y respecto, asimismo, de las proposiciones de ley, la avocación deberá ser acordada, en su caso, en la sesión plenaria en que tenga lugar el debate de totalidad del proyecto o el debate de toma en consideración de la proposición. En los demás casos, la avocación habrá de acordarse “antes de iniciarse el debate en Comisión”. La plena comprensión de las anteriores previsiones reglamentarias exige tener presente otra norma del Reglamento de la Cámara baja de más que dudoso encaje constitucional: el artículo 148.1 por cuya virtud, “el acuerdo del Pleno por el que se delega la competencia legislativa plena en las Comisiones, se presumirá para todos los proyectos y proposiciones de ley que sean constitucionalmente delegables”. Esta presunción de delegación transforma lo que, por mor de la Constitución, debiera ser un acuerdo potestativo del Pleno a favor de la delegación, en cuyo defecto no debería de producirse la misma, en un acuerdo avocatorio del propio Pleno en cuya ausencia, por la presunción a favor de la universal delegación de todos los proyectos y proposiciones constitucionalmente delegables, quedará marginado del trámite de deliberación y votación final del texto legislativo. Se explica así que el artículo 149.1, RCD, exija de modo inexcusable un acuerdo formal del plenario de la Cámara para que ésta, en sesión plenaria, pueda deliberar y realizar la votación final del proyecto. Sin ese acuerdo expreso, el texto en cuestión se entenderá

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de la competencia legislativa plena de la Comisión correspondiente. Esta discutibilísima fórmula, que convierte en regla general lo que no debiera ser sino una excepción puntual, contrasta con la solución acuñada por el artículo 130 del Reglamento del Senado, que es justamente la contraria. Retornando a las previsiones reglamentarias acerca del tiempo o momento de la avocación, cabe decir que la doctrina se ha mostrado prácticamente unánime en la crítica a la determinación del artículo 149.1, RCD, juzgada, asimismo de modo general, como contraria a la Constitución. 129 . Quizá sea Recoder 130 uno de los pocos autores que no ve excesiva la limitación temporal reglamentariamente establecida, e incluso cabe entender, según el mismo autor, que es razonable situar en momentos procesalmente idóneos el ejercicio de la potestad de recabar el conocimiento, si bien admite la persistencia de la duda sobre si es lo que el constituyente quiso. La praxis parlamentaria parece haber modulado un tanto la aplicación de las normas más dudosamente conformes con los mandatos constitucionales. 131 Con todo, no deja de ser significativo que las Proposiciones de Reforma del Reglamento del Congreso modifiquen de modo radical el sentido del actual artículo 149. Así, por poner un ejemplo, en la Proposición de Reforma publicada el 28 de mayo de 1992, 132 el artículo 160 (equivalente al actual artículo 149), en su apartado tercero, posibilitaba que la avocación pudiera tenr lugar en cualquier momento anterior a la finalización del debate en Comisión. A ello se unía la supresión de la presunción de la delegación, que había de acordarse de modo expreso y particularizado para cada proyecto o proposición, debiendo someter el presidente del Congreso a la votación de la Cámara, sin deliberación previa alguna, el acuerdo de delegación. 129 Este es el caso, entre otros, de Punset, Ramón (“La fase central del procedimiento legislativo”, Revista Española de Derecho Constitucional , núm. 14, mayo-agosto de 1985, pp. 111 y ss.; en concreto, p. 130), Ruiz Robledo, Agustín ( op. cit., nota 27, p. 475). Santaolalla López, Fernando (Derecho parlamentario español , Madrid, Editora Nacional, 1984, p. 238), García Martínez, Ma. Asunción ( op. cit., nota 27, p. 295) y GarcíaEscudero Márquez, Piedad (“Las especialidades del procedimiento legislativo en el Senado”, El Procedimiento Legislativo. 1994 —V Jornadas de Derecho Parlamentario—, Madrid, Congreso de los Diputados, 1997, pp. 481 y ss.; en particular, p. 501) 130 Recorder de Casso, Emilio, op. cit., nota 26, p. 1167. 131 En tal sentido se manifestaba Paniagua en 1986. Paniagua Soto, Juan Luis, op. cit., nota 10, pp. 137 y 138. 132 Boletín Oficial de las Cortes Generales , IV Legislatura, Serie B, núm. 140-1, 28 de mayo de 1992.

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VI. Hemos de referirnos, en último término, a la existencia de algunos supuestos en los que puede hablarse, como advierte Mazziotti, 133 de un reenvío automático de un proyecto al Pleno. Tal acontece en Italia en los dos casos a que alude el artículo 93 del Reglamento de la Cámara de Diputados: el primero, cuando la Comisión competente, actuando con plena competencia legislativa, no acepte el parecer de la Comisión de Presupuestos y Programación o de la Comisión de Asuntos Constitucionales, debiendo éstas pronunciarse, bien porque el proyecto en cuestión implique mayores gastos o una disminución de los ingresos, bien porque requiera de un examen en relación a los aspectos atinentes a su legitimidad constitucional, o en los referentes a la función pública, en cuyo caso, el proyecto se habrá de enviar simultáneamente a la Comisión competente y, para la emisión de un dictamen consultivo, a la Comisión de Presupuestos y Programación o a la Comisión de Asuntos Constitucionales, respectivamente. Pues bien, insistiendo estas dos últimas comisiones en su dictamen, se habrá de producir el reenvío automático del proyecto al Pleno. El segundo caso viene dado por el hecho de que se produzca un conflicto de competencia entre la Comisión que conoce del proyecto con plena competencia legislativa y otra Comisión que afirma también su propia competencia directa sobre el mismo proyecto o sobre alguna de sus partes. Sustancialmente análoga es la incidencia de los dictámenes obligatorios de las Comisiones permanentes de Programación económica, Presupuestos y participaciones estatales y de Asuntos Constitucionales del Senado, sobre el conocimiento de un proyecto legislativo por una Comisión con competencia legislativa plena, tal y como determina el artículo 40, apartados cuarto y quinto, del Reglamento del Senado italiano. También en España puede identificarse algún supuesto de avocación automática en relación con el Senado. Respecto de esta Cámara, el artículo 131 de su Reglamento acoge un supuesto de esta naturaleza cuando dispone que, no obstante la actuación de una Comisión con competencia legislativa plena, si se presentase alguna propuesta de veto y fuese aprobada en Comisión, para su ratificación o rechazo deberá ser convocado el Pleno del Senado. Aunque un sector de la doctrina entiende 134 que en este caso nada obsta para que se mantenga la delegación en 133 134

Mazziotti di Celso, Manlio, op. cit., nota 17, p. 793. Recoder de Casso, Emilio, op. cit., nota 26, p. 1168.

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la Comisión respecto de la tramitación restante, es obvio que la intervención del Pleno, aun cuando se circunscribiere a la propuesta de veto, implica una revocación de la delegación y, por lo mismo, una quiebra del proceso descentralizado que, además, se produce automáticamente, por imperativo de la norma reglamentaria. Bien es verdad que este reenvío automático del proyecto al Pleno es deudor de la ya comentada reserva de ley de Pleno que establece el artículo 90.2 de la Constitución en relación con aquellos proyectos de ley que, independientemente de la materia sobre la que versaren, fueren objeto de un veto por parte del Senado, pues sólo el Pleno puede, por la mayoría absoluta de sus integrantes, formalizar el veto. Otro supuesto de avocación automática se encontraba en el artículo 88.3 del texto inicial del Reglamento del Congreso, norma hoy inexistente tras ser derogada en la reforma del citado Reglamento aprobada el 23 de septiembre de 1993. A tenor de la misma, en los procedimientos legislativos en los que una Comisión actuara con competencia plena, cuando se produjera por tres veces consecutivas empate en una votación, el mismo sería dirimido sometiendo la cuestión a la decisión del Pleno. Como se señalara por la doctrina, 135 la norma reglamentaria se hallaba en una especie de frontera entre una facultad de remisión de las Comisiones en casos extremos, y una especie de avocación automática presunta a favor del Pleno, establecida por éste con carácter general por intermedio de su propio Reglamento, para los supuestos en que concurriera la circunstancia descrita. Tras la supresión del citado artículo 88.3, RCD, el empate a votos tras la tercera votación en una Comisión con competencia legislativa plena deberá dilucidarse de conformidad con las reglas generales fijadas por los dos primeros apartados del artículo 88, siendo de recordar ahora que el artículo 88.2 dispone que en las votaciones en Comisión se entenderá que no existe empate cuando la igualdad de votos, siendo idéntico el sentido en el que hubieren votado todos los miembros de la Comisión pertenecientes a un mismo grupo parlamentario, pudiera dirimirse ponderando el número de votos con que cada grupo cuente en el Pleno.

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Villacorta Mancebo, Luis, op. cit ., nota 26, p. 439.