Ensayo La Peste

La peste, la devastación y la guerra El relato de La peste, de Albert Camus, sitúa al lector en la ciudad argelina de Or

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La peste, la devastación y la guerra El relato de La peste, de Albert Camus, sitúa al lector en la ciudad argelina de Orán, ubicada en la costa noroeste del país, durante un año no determinado de la década de los cuarenta del siglo veinte. La ciudad tiene para entonces unos doscientos mil habitantes, y sus dinámicas y movimientos son los corrientes para una ciudad con puerto: hay gente de diferentes partes del mundo que se ha establecido allí, ocupando y habitando todos los espacios de interacción cotidiana. Es por esta aparente tranquilidad, por ese ambiente calmo y relativamente normal que se vive allí, que nadie parece percatarse, en principio, de que empiezan a aparecer misteriosas ratas que salen de quién sabe dónde, aparecen ante los hombres en sus casas o en sus calles y mueren en medio de grititos y explosiones de sangre por el hocico. Estas son las circunstancias en las que el relato presenta al doctor Rieux, quien se convertirá en el personaje principal. El doctor, quien no le presta a las ratas más atención que a cualquier otro acontecimiento más o menos llamativo, envía a su mujer fuera de la ciudad para que le atiendan una enfermedad que la aquejaba. Este personaje, gracias a su formación de médico, conserva ciertas relaciones con otros que van apareciendo a medida que aumenta el número de ratas muertas. Algunos de ellos son: •

Paneloux, sacerdote en una iglesia cristiana del pueblo, quien habla de la peste como una consecuencia de Dios y de sus decisiones, probablemente como castigo para el pueblo que no ha querido hacer su voluntad.



Grand, un misterioso personaje de quien solo se sabe, hacia la mitad del relato, que se está dedicando, encerrado en su habitación, a escribir una novela que haga que los editores «se quiten el sombrero».



Rambert, un periodista que no es oriundo de la ciudad, y cuya joven mujer se halla fuera. Cuando deciden el aislamiento de la ciudad, este hombre buscará los medios para evadirse y reencontrarse con su amada, aunque, enterado de que Rieux está en una situación parecida, decida luego vincularse al equipo de saneamiento.



Tarrou, quien es un cronista dedicado a observar las costumbres de algunos habitantes de Orán y registrarlas en sus apuntes.



Castel, un médico mayor que reconoce, desde los primeros momentos, que la enfermedad puede tratarse de la peste. Sus conocimientos se aplicarán a las medidas

que toma la prefectura y al desarrollo de una posible cura de la enfermedad. •

Cottard, un pobre hombre que ha sufrido de angustias y que decide ahorcarse, aunque una intervención en el momento justo lo salva de morir. El doctor Rieux se ve obligado a denunicra este hecho ante la policía, razón por la cual Cottard sentirá temor de que lo condenen.

Estos personajes se van entremezclando a medida que la gente comienza a enfermarse. Ya no se trata de las ratas, sino de muchas personas que comienzan a presentar los síntomas característicos: el abultamiento de los ganglios, las ingles enrojecidas y sangrantes, la fiebre que los consume y, finalmente, la agonía frente a la que no hay reversa. Mientras comienzan a aumentar los casos de la enfermedad, la prefectura se reúne con algunos destacados sujetos de la vida de la ciudad, entre los cuales están los dos médicos mencionados, para decidir qué se debe hacer. Se conforma así un equipo de saneamiento, así como se disponen medidas más drásticas, entre las cuales está el aislamiento total de la ciudad. Esto hace que el periodista Rambert decida buscar una manera, así sea ilegal, de salir del encierro, y se contacta para ello con contrabandistas españoles. Un aspecto notable de la obra es cómo Camus va presentando la peste como algo progresivo, no como una realidad de la que todos se dan cuenta de antemano. Así, mientras al principio las ratas muertas eran motivo de molestia, pero nada más allá de eso, se va expandiendo con la epidemia misma una especie de tristeza y aburrimiento colectivos. En este estado de cosas, los hombres comienzan a actuar de maneras diferentes a las usuales, aplanando, por así decir, sus sentimientos y sus consideraciones éticas. Un ejemplo de eso se puede encontrar en la siguiente cita, en la que se habla sobre las reflexiones del doctor Rieux cuando comienza a reconocer a la enfermedad como la temida peste: Ciertas cifras flotaban en su recuerdo y se decía que la treintena de grandes pestes que la historia ha conocido había causado cerca de cien millones de muertos. Pero ¿qué son cien millones de muertos? Cuando se ha hecho la guerra apenas sabe ya nadie lo que es un muerto. Y además un hombre muerto solamente tiene peso cuando le ha visto uno muerto; cien millones de cadáveres, sembrados a través de la historia, no son más que humo en la imaginación (Camus, 1947, p. 29). Hay aquí una comparación interesante entre la peste y la guerra. Ambas cosas, si se piensa

que el mundo en 1947, cuando Camus publicó la novela, recién había salido de una guerra tan devastadora como ninguna otra de las conocidas antes, parecerían a los ojos modernos como verdaderas antigüedades de las que el mundo de hoy no tendría por qué tener noticia. Tal vez esto sirva para explicar el sentimiento que se va apoderando de la gente de Orán: incrédulos primero, se resisten mientras pueden a afrontar la perversa realidad de que la peste los está consumiendo; más tarde, cuando las evidencias son indiscutibles, se entregan a la credulidad, a encogerse de hombros frente a aquello que desborda todas sus posibilidades; para caer luego en una homogeneización tal que les hace indiferentes a lo que pasa. Podría pensarse que algo parecido le pasaba al mundo durante la Segunda Guerra Mundial, cuando las imágenes de los campos de concentración, de los terrenos de batalla y de las ciudades bombardeadas y en ruinas parecían sacadas de una pesadilla de mal gusto, no de la realidad. Orán, entonces, se convierte en el escenario en el cual se representa esa impotencia de los hombres ante eventos de una magnitud tal, que todos quedan, por así decir, en las mismas condiciones frente a los demás. Un par de citas pueden dar ejemplos de eso. La primera: “Ya no había destinos individuales, sino una historia colectiva que era la peste y sentimientos compartidos por todo el mundo. El más importante era la separación y el exilio, con lo que eso significaba de miedo y de rebeldía” (Camus, 1947, p. 118). La segunda, referida a la situación de particular riesgo que se vivía en las cárceles: “Desde el punto de vista superior de la peste, todo el mundo, desde el director hasta el último detenido, estaba condenado y, acaso por primera vez, reinaba en la cárcel una justicia absoluta” (Camus, 1947, p. 119). Así, de la misma manera que sucede con la guerra, y en sintonía con el pesimismo que reinaba en los tiempos de Camus, la peste se convierte en el destino de todos por igual, en una fuerza que va más allá de las fuerzas individuales, y que termina por invadir todos los espacios de la cotidianidad hasta cambiarla por completo. Sentimientos como la piedad o el amor adquieren diferentes formas de manifestarse: Al cabo de esas semanas agotadoras, después de todos esos crepúsculos en que la ciudad se volcaba en las calles para dar vueltas a la redonda, Rieux comprendía que ya no tenía que defenderse de la piedad. Uno se cansa de la piedad cuando la piedad es inútil. p. 64

Esta actitud de Rieux se hace interesante si se compara con la propuesta por el padre Paneloux en su sermón, en el cual le atribuye a Dios toda la responsabilidad por lo que está ocurriendo: ''Si hoy la peste os atañe a vosotros es que os ha llegado el momento de reflexionar. Los justos no temerán nada, pero los malos tienen razón para temblar. En las inmensas trojes del universo, el azote implacable apaleará el trigo humano hasta que el grano sea separado de la paja. Habrá más paja que grano, serán más los llamados que los elegidos, y esta desdicha no ha sido querida por Dios. Durante harto tiempo este mundo ha transigido con el mal, durante harto tiempo ha descansado en la misericordia divina. Todo estaba permitido: el arrepentimiento lo arreglaba todo. Y para el arrepentimiento todos se sentían fuertes; todos estaban seguros de sentirlo cuando llegase la ocasión. Hasta tanto, lo más fácil era dejarse ir: la misericordia divina haría el resto. ¡Pues bien!, esto no podía durar. Dios, que durante tanto tiempo ha inclinado sobre los hombres de nuestra ciudad su rostro misericordioso, cansado de esperar, decepcionado en su eterna esperanza, ha apartado de ellos su mirada. Privados de la luz divina, henos aquí por mucho tiempo en las tinieblas de la peste” (Camus, 1947, p. 67). Nuevamente aquí es visible la relación entre lo absurdo de la guerra, particularmente después de eventos como las bombas atómicas o como los campos de concentración, y esa sensación de castigo que se apodera de la gente ante los muertos crecientes de la peste. Si en este libro se habla de una epidemia causada por microbios, ante la cual todos son iguales y parecen marcados por el mismo destino, en el caso de la guerra se trata de una epidemia igualmente mortífera y horripilante. Las imágenes de los enfermos agonizantes, con sus cuerpos reducidos a escombros y con la angustia de quien pierde la vida, son comparables con aquellas de los soldados amontonados en los improvisados hospitales de batalla, llenos de lamentos, personas mutiladas y demás horrores. Como sucedió con las grandes guerras, la sensación de que no podría hacerse nada era abrumadora en Orán. Al respecto, el doctor Rieux era un hombre empeñado en hacer lo que estuviera a su alcance, pero al mismo tiempo sabía que ese alcance era limitado. Sabía también que si las estadísticas seguían subiendo, ninguna organización, por

excelente que fuese, podría resistir; sabía que los hombres acabarían por morir amontonados y por pudrirse en las calles, a pesar de la prefectura; y que la ciudad vería en las plazas públicas a los agonizantes agarrándose a los vivos con una mezcla de odio legítimo y de estúpida esperanza (Camus, 1947, p. 126). Uno de los puntos más tensos del relato podría ser cuando Tarrou y Cottard asisten a una función de ópera en el teatro. Una compañía que pasaba por Orán quedó atrapada en el estado de sitio, así que se presentaba semanalmente para entretener a la golpeada población. Sin embargo, en esta función, en un momento determinado, el cantante y actor principal hace un extraño movimiento y cae al suelo entre la escenografía. La gente huye, al principio con calma pero luego totalmente espantados. Cottard y Tarrou, que solamente se habían levantado, se quedaron solos ante una imagen de lo que era su vida de aquellos momentos: la peste en el escenario, bajo el aspecto de un histrión desarticulado, y en la sala los restos inútiles del lujo, en forma de abanicos olvidados y encajes desgarrados sobre el rojo de las butacas (Camus, 1947, p. 139). La ciudad de Orán, antes un puerto activo y relativamente tranquilo, se había convertido en un macabro escenario de muerte y discriminación. Las personas rechazaban con asco y con miedo a los que caían enfermos; los entierros se hacían cada vez con mayor efectividad y menor ceremonia; los que estaban sanos no querían pertenecer a los barrios más afectados, que estaban aislados de los demás, mientras que estos últimos no tenían más remedio que vivir un encierro dentro de un encierro. Otro aspecto importante del relato sucede cuando Rambert descubre, luego de muchos intentos (sin éxito) de salir de la ciudad, que el doctor Rieux se encuentra en una situación parecida a la suya, porque su mujer también está lejos, y sin embargo se queda en la ciudad para combatir la epidemia. Esto hace que Rambert, quien había tenido una acalorada discusión con el doctor acerca del amor y la felicidad, decida postergar sus planes de fuga y vincularse al trabajo con el equipo de sanidad. Tras varios meses de zozobra y mortandad, la ciudad y sus habitantes, cansados de la muerte y la agonía que reinaron, quedarán transformados para siempre. Probablemente esta fue la misma sensación de los pueblos después de la Segunda Guerra Mundial: así de

graves podrían haber sido el asco y el miedo al contemplar cuán bajo podía llegar el ser humano en su afán de aniquilarse. La peste, gracias a los avances médicos, parecía condenada definitivamente a la extinción; sin embargo, vuelve y aparece en las caras de los sorprendidos habitantes de una ciudad costera. ¿Podrá algún tipo de avance proteger a la humanidad de las desgracias de la guerra?