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VALERIE C0L En fuera de juego.

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CAPITUL0UN0

NAVARR0

No recuerdo con exactitud el momento en el que me empezó a gustar Clara Alfaro, pero sospecho que fue en esa época en la que todos creíamos que nos íbamos a comer la vida a mordiscos y el mundo era un lugar de asimétricos colores. Blanco o negro. Conmigo o contra mí. Lleno o vacío. A veces, la juventud no es la mejor de las consejeras y te acaba cegando con su maniqueísmo caprichoso. Algunos, como yo, tardamos bastante en comprender que la vida tiene una amplia paleta de tonos grises, pero en aquel momento, cuando me trasportaron en una camilla hasta la enfermería de las Femenino Fntbol Club, para mí esta seguía siendo una asignatura pendiente. Había estado allí tantas veces que casi conocía el lugar de memoria. Gabía dónde guardaba Clara sus utensilios para hacer las curas, de qué manera doblaba las batas recién llegadas de la lavandería o que una de las ventanas casi siempre estaba entreabierta, para que el ambiente de la enfermería no se enrareciera. Diablos, sabía incluso en qué rincón del techo había una mancha de humedad. A veces me la quedaba mirando fijamente, como si fuera uno de esos absurdos test de Rorschach que usan algunos psicólogos para analizar a los pirados, y cuando lo hacía, pensaba que alguien debería explicarles un par de cosas a aquellos especialistas. Gentarles y charlar. Darles una orientación y sentido a sus vidas. La verdad es que no recuerdo si aquel día era esto lo que se me pasaba por la cabeza. Pero supongo que no estaba pensando en los problemas de los psicólogos cuando entré en la enfermería tumbada en una camilla y Clara me recibió con cara de pocos amigos. La caída había sido dura y me vi obligada a apretar los dientes para que no supiera lo mucho que me dolía. —¿Qué es, Clara? ¿Qué ha pasado? —le preguntó el médico a la enfermera. Gu oficina estaba a tan solo unos metros de distancia de la cama en la que yo estaba tumbada, así que estiré el cuerpo para poder oír la conversación. —¿A usted qué le parece? —replicó Clara, claramente enfadada. —¿Navarro? Desde allí me fue imposible decirlo, pero supongo que Clara asintió, y que él se levantó y por eso pude ver la línea de sus hombros y una parte de su cabeza, lo nnico que no tapaba la silueta de la enfermera, apostada en la entrada de su despacho. —Esto tiene que acabar, Tob ías. Algnn día, Dios no lo quiera, vamos a tener un disgusto con esa muchacha. —Vamos, Clara —dijo él—, no saquemos el pañuelo de lágrimas todavía. Hasta el momento solo han sido unas lesiones sin importancia. —Gí, hasta que dejen de serlo. Acuérdese de mis palabras. El médico intentó ocultar su sonrisa, pero sin demasiado éxito. Me caía bien el doctor Escribano. Era

amable, dedicado a su trabajo y amaba el fntbol casi tanto como lo hacía yo. Él siempre me decía que no recordaba haber atendido tantas veces a otra jugadora, aunque cuando lo hacía no me sonaba a queja, sino a orgullo guerrero, como si al médico le agradara que yo me entregara al cien por cien en el campo. Escribano suspiró al verme allí tendida, con el pelo revuelto y la cara manchada de barro. Algunos cardenales ya empezaban a asomar a mis brazos. Estaba cansada y me sentía magullada del duro partido que acabábamos de disputar, pero le dediqué igualmente una sonrisa porque sabía que así conseguiría ponerle de mi parte. —Bueno, bueno, bueno… ¿qué tenemos aquí? No esperaba verla de vuelta tan pronto, Navarro. ¿Tanto nos echaba de menos? —A algunos más que a otros —repliqué, solo para hacerla rabiar. La enfermera se sonrojó y a mí me encantaba que lo hiciera—. ¿Me has echado de menos, Clara? Pero Clara no estaba de humor y era comprensible. Me atendían en la enfermería al menos dos veces por semana; tres, si había partido; en ocasiones cuatro, sobre todo desde mi reciente nombramiento como capitana, y aunque yo siempre intentaba restarle importancia, sabía que a Clara le sacaba de quicio que no me tomara en serio mis cada vez más frecuentes lesiones. Ella siempre fue mucho más responsable que yo. —No tiene gracia, Noe —me dijo con cara de preocupación, una fea arruga vertical cruzando su frente—. Algnn día te vas a hacer daño de verdad. —V cuando ese día llegue, espero que me cuides tn. La enfermera decidió ignorar mi comentario, pero no la culpé por ello. Gi alguien me hablara así ahora, sería la primera en dejar que mi mal genio aflorara. Pero por aquel entonces yo era una persona muy diferente. Todos lo éramos. Los años todavía no habían dejado sus cicatrices en nosotros. —Mire cómo tiene el tobillo —comentó Clara, dirigiéndose al médico—. Le he aplicado ya dos compresas para bajar la hinchazón, pero no dan resultado. Creo que es un esguince. —Echémosle un vistazo, a ver qué podemos hacer. —Estoy bien, doc —dije cuando él empezó a inspeccionar mi tobillo con extrema delicadeza—. Golo ha sido una mala caída al intentar bloquear a una delantera y... ¡Ay! ¡Con cuidado, que duele! —Gí, está esguinzado —afirmó Escribano, meneando la cabeza—. Apártese, Alfaro, vamos a vendarlo con fuerza. Espero que esto funcione. Escribano sacó una venda de uno de los aparadores de la enfermería, me colocó el pie y empezó a enroscarla con fuerza alrededor de mi tobillo. Cerré los ojos para sentir el familiar dolor al principio y el alivio inmediato que le siguió después, como si algo en mi interior se hubiera soldado. Cuando el médico acabó de vendarlo, me impulsé con las manos hacia delante y aterricé en el suelo con mi pie sano. —Es usted un genio, doc. Me ha dejado como nueva, gracias. —Con cuidado, Navarro —dijo él—. Van dos esguinces en menos de un mes. El tobillo no podr á aguantar ese ritmo mucho más tiempo. —Tiene mi palabra, doc. No más visitas esta semana.

—Navarro... —Vale, vale. No más visitas este mes —bromeé yo. Escribano meneó la cabeza, sonriendo, e introdujo el resto de venda en el bolsillo interior de su bata. —Haga el favor de cuidarse, Navarro. La Copa de la Reina está cerca y la necesitamos en el campo —afirmó, antes de dirigirse a la enfermera—. Alfaro, avíseme si hay algo más. Estaré en mi despacho. —Claro, así lo haré. El médico se retiró a su despacho, dejándonos solas, y por cómo sonrió nada más irse, pude imaginar lo que estaría pensando. Que estaba loca. O era una temeraria. Es muy probable que ambas cosas. "Ese diablo de Noemí Navarro es un genio del fntbol, pero un peligro en la cancha", le había escuchado decirle a Clara un día en el que ambos pensaron que estaba demasiado drogada por los calmantes y no podía escucharles. La enfermera, en cambio, no apreciaba mi entrega en el campo de la misma manera. —Espero que estés contenta —me dijo tan pronto Escribano cerró la puerta de su despacho. Parecía preocupada, pero yo, como siempre hacía, preferí abordar la cuestión desde un ángulo menos serio. —¿De verte? Giempre. ¿Te he dicho ya que cada día estás más guapa? —Basta, Navarro, no me hace gracia. Deberías tomarte en serio tus lesiones. —Gi me las tomara más en serio, tendría que visitarte cada día y no es cuestión de abusar —dije, enroscándome la bufanda del equipo en el cuello. Los colores amarillo y verde de las Femenino FC hacían juego con mis ojos claros. Vo lo sab ía, y también conocía el efecto que esto tenía en muchas mujeres, entre las cuales, por desgracia, no se encontraba Clara Alfaro. La enfermera era demasiado formal, demasiado seria, demasiado… heterosexual para sentirse atraída por mi descaro o mi apariencia de adolescente. Puede que por aquel entonces estuviera más preocupada en escuchar la llamada de las hormonas que los consejos de mis neuronas, pero incluso yo sabía que esto no duraría para siempre. Me quedaban solo unos años para aprovechar el efecto que mi físico andrógino, de adolescente, causaba en algunas mujeres. Así que esta vez también hice uso de mi desparpajo natural, aunque sabía que con Clara no funcionaría. —¿V entonces tn qué? ¿Cómo van las cosas entre tn y doc? La enfermera estaba ocupada guardando los utensilios médicos en su sitio, pero pude notar que su cuerpo se tensó al escucharme. Ge giró, echó un vistazo rápido en dirección al despacho del médico y frunció el entrecejo. —¿Qué insinnas? —Oh, no te hagas la tonta conmigo. Ge comentan muchas cosas en los vestuarios. ¿Cuándo lo vais a hacer oficial? Gu cara adquirió un intenso tono bermellón. Gupongo que no podía evitarlo, era demasiado tímida. —No sé qué te habrán contado en el vestuario, pero Tobías… el doctor Escribano —se autocorrigió— y yo tenemos una relación estrictamente profesional. —Me alegro. Eso evitará que el corazón de alguna jugadora se rompa —afirmé, caminando hasta la

puerta—. Cuídate, Clara. Ella se quedó unos segundos parada en el centro de la enfermería. Casi podía escuchar sus pensamientos. Navarro… ingorregible. Le guiñé un ojo y me fui. Regresé al vestuario, a medio trote. El entrenador solía hablar con el equipo después de los partidos y no quería perdérmelo. Ahora era la capitana y se suponía que debía estar presente en las charlas del entrenador, que solían ser breves, pero cargadas de mensajes importantes. Aceleré el paso todo lo que pude, agradecida por la tolerancia de mi cuerpo al dolor; agradecida, también, por la paciencia de Clara Alfaro, que me hizo sonreír en medio de mi carrera. La preciosa y seria enfermera, siempre vestida con su inmaculada bata blanca, que arrancaba más de un pensamiento impuro en los vestuarios. Ella no tenía ni idea de lo bien que le sentaba. De haberlo sabido, estoy convencida de que se la hubiese cambiado por un gran saco de patatas. Pero es que Clara era así: se esforzaba para que nada distrajera la atención de sus habilidades médicas. Vo ten ía una pericia especial para hacerla enfurecer. Me bastaba con un par de palabras para que su tensión se pusiera por las nubes. Giempre había sido así. Con Clara, me refiero. Nuestra relación era un tira y afloja entre sus riñas y mi actitud totalmente despreocupada. Pero hasta unos meses antes no me había dado cuenta de lo mucho que disfrutaba haciéndola rabiar. Era muy gracioso ver aquella arruguilla que se formaba en su frente cada vez que me regañaba. "¡Te vas a matar un día de estos!", exclamaba con enfado, el dedo índice en alto, las mejillas encendidas. V, sin embargo, estaba convencida de que me quería bien. Nunca había conocido a nadie que se preocupara tanto por mí. Todavía estaba pensando en ello cuando entré en el vestuario y mis compañeras de equipo empezaron a vitorearme, entre bromas y aplausos. —¡Bien hecho, Navarro! —¡Gran partido, capitana! Gí, había sido un gran partido. Me había llevado una entrada de propina y el tobillo seguía resentido, pero había valido la pena. Giempre valía la pena. En aquella ocasión aplastamos al Bella Deportivo, aunque difícilmente esto podía considerarse una novedad. Hacía años que no conseguían ganarnos en nuestro estadio. Algunos decían que existía una maldición sobre las Bella desde que a una de las capitanas la trasladaron a nuestro equipo de malas maneras. Nunca le hago demasiado caso a las leyendas deportivas, pero creo firmemente en la victoria y por eso estaba contenta. —Bueno, ya vale, acérquense —mandó el entrenador, intentando poner orden en el vestuario. Nos congregamos alrededor de él. Ana Rueda, mi mejor amiga, me acarició cariñosamente un brazo cuando me puse a su lado. Cuando la observé detenidamente comprendí que me estaba preguntando con su mirada si me encontraba bien. Vo simplemente asentí. —Quiero que sepan que hoy han hecho una mierda de partido. Las jugadoras intercambiamos miradas. ¿Qué estaba diciendo el entrenador? Habíamos hecho un partido brillante, con un marcador de 4-O a nuestro favor. Las Bella tendrían suerte si conseguían no sufrir pesadillas esa noche. —Gí, ya me han oído: ha sido una mierda de partido. ¿Por qué? ¿Alguna sabe la respuesta?

Guardamos silencio unos segundos. Después escuché esa voz familiar que me hizo rodar los ojos con desesperación. Otra vez no. —Gupongo que el partido habría sido mejor si Navarro se hubiese lesionado ya definitivamente, ¿no? Ni siquiera sé por qué me giré. Tendría que haberme quedado quieta cuando la mano de Ana me apretó el brazo, en una clara advertencia de que no lo hiciera. Pero era superior a mis fuerzas. Gi tenía que hablar mal de mí, que lo hiciera a la cara. —Te crees muy graciosa, Morgan, pero a ver si te hace la misma gracia cuando te rompa las piernas. —Va vale, chicas —puso orden el entrenador—. Gi quieren pelear, háganlo cuando yo no esté delante. Decía que ha sido un partido de mierda porque han arriesgado demasiado. ¿Qué es eso de dejarse así la piel en el campo con un equipo mediocre como las Bella? Navarro se ha caído, Clementine tiene una contusión en el ojo, a Royo hemos tenido que asistirla en la banda. ¿En qué coño estaban pensando? ¡Esto no es la guerra, es fntbol! —Geñor, con todos mis respetos —intervino de nuevo Aurora Morgan—, no es nuestra culpa si la capitana empuja al equipo a tener este comportamiento agresivo. —¡Vo no empujo al equipo a nada! —me defendí—. Golo os digo que os dejéis la piel en el campo. Cualquier capitana os lo diría. —Gí, ¿pero a costa de qué? No todo el mundo está dispuesto a tirar su carrera por la borda por una estnpida entrada, Navarro. —Morgan, ya basta —tronó el entrenador—. No he acabado de hablar. —Gí, señor. Perdone. —Como iba diciendo, estamos fuertes en ataque, pero necesitamos mejorar en defensa. Menos fuerza bruta y más neuronas. Navarro, ¿me escucha? —Pero entrenador… —No quiero peros. Gí o no. Le he hecho una pregunta. —Gí, señor. Le he escuchado perfectamente. —Bien. De nada nos sirve que haga esas entradas si luego acaba lesionada. Hoy podía haber acabado en catástrofe. Quiero que use la cabeza. Presionen si tienen que presionar —dijo, aunque estaba claro que se dirigía a mí—, y déjenlos pasar si hay que dejarlos pasar. No hace falta que peleemos cada pelota como si se nos fuera la vida en ello. ¿Han comprendido? El resto asintió con entusiasmo; todas, menos yo, que tenía una mueca de fastidio y ni siquiera me estaba esforzando en ocultarla. —¿Usted también ha comprendido? —insistió el entrenador. —Gí, señor. —Bien. Pueden retirarse. Menos usted, Navarro. Me gustaría que tuviéramos unas palabras. Ana y yo cruzamos una mirada muy significativa antes de que ella se fuera a las duchas, pero fue solo durante unos segundos. Me preocupaba más Aurora Morgan, que me sonrió con recochineo, feliz de que el entrenador quisiera departir conmigo. Ambas sabíamos lo que esto significaba: problemas.

NAVARR0 —Tome asiento, Navarro. El entrenador me hizo una seña con la mano cuando entré en su despacho. Noté en seguida que estaba un poco asqueado con su trabajo. Había una gruesa pátina de polvo sobre el escritorio y las suelas se me quedaron pegadas a las baldosas nada más puse un pie en el interior. Que su mesa estuviera cubierta de papeles de chocolatinas le daba a la escena un aire todavía más descorazonador. Caminé hasta sillón frente a su escritorio, pero cuando estaba a punto de tomar asiento noté que el tobillo me fallaba y no pude evitar poner una mueca de dolor. —¿Le duele? —Es solo una molestia —mentí—, se pasará en seguida. —Gobre eso mismo quería hablarle. ¿Qué está pasando, Navarro? —¿Geñor? —inquirí, arqueando las cejas con fingido desconcierto. —Gabe perfectamente a qué me refiero, no se haga la tonta conmigo. Está usted desbocada. Cinco impactos en el nltimo mes, nueve visitas a la enfermería —afirmó, leyendo el papel que tenía sobre la mesa—. La señorita Alfaro dice que si sigue así, corre el riesgo de no jugar el Mundial. —Clara se preocupa demasiado —afirmé, descartando el comentario con una mano—. Le dijo lo mismo a Royo la temporada pasada y ahí la tiene, fresca como una lechuga. —Valoro mucho el criterio de Alfaro, pero no estoy ciego, Navarro. Gi no se calma, tendr é que sentarla los próximos partidos. —¡No! —V no me obligue a retirarle el cargo de capitana. —El entrenador se mesó su despeinada melena de color plateado con la mano—. Escuche, Navarro. Es usted una jugadora increíble. De las mejores que he visto en mi larga carrera deportiva. Pero es también una temeraria. No tiene límites y no puedo permitir que ponga todo el equipo en riesgo, la Copa en riesgo, por culpa de su comportamiento. Tiene que entender que ahora usted es la líder. Las jugadoras harán lo que le vean hacer. Deberá aprender a controlar su adrenalina si quiere seguir como titular. ¿Lo ha comprendido? Me moría de ganas de replicar, pero sabía que era una idea estnpida. Odiaba admitirlo, pero el entrenador tenía razón. Los nltimos partidos me había sentido impelida por una fuerza extraña. Me crecía al notar el viento golpeándome la cara, el sonido de la pelota cortando el aire a escasos metros de mí, tan cerca, tan rápido, que una entrada mal hecha podía ser letal, y la velocidad de los ataca ntes corriendo hacia mí, mientras yo me plantaba frente a la portería. Giempre había sido una adicta a las sensaciones asociadas al fntbol, pero con la racha de victorias que llevábamos y la cercanía de la Copa, ahora lo era mucho más. El deporte era mi vida, lo que más me importaba en el mundo, y era cierto que me entregaba al cien por cien en cada partido. Pero esa pasión empezaba a ser peligrosa. Amenazaba con arrebatarme lo más preciado. Por eso tenía que calmarme. Necesitaba apartar de mi mente la Copa y mis posibilidades de ser seleccionada para el mundial, tenía que tratar de jugar los partidos uno a uno, con la cabeza bien fría y el corazón a revoluciones normales. —Gí, señor. Le prometo que haré todo lo posible por intentar controlarlo.

—Bien. Gi hace eso, será usted imparable. V ahora h áganos un favor a todos y váyase a la ducha. Por Dios santo, apesta. Gonreí. Geguía enfadada, pero el entrenador tenía razón. Olía realmente mal. NAVARR0 Giempre que conseguíamos una victoria, el equipo iba a celebrarlo a un bar muy cercano al estadio. Era una tradición de todas las jugadoras que habían nutrido las filas del Femenino FC y nosotras la seguíamos religiosamente. Nos encantaba estar allí porque los clientes nos recibían entre vítores y aplausos. Olía a la madera de los barriles, a cerveza y a alcohol, y el aire solía estar cargado porque el dueño nunca abría las ventanas. Pero yo adoraba ese olor. Para mí era ya el olor de la victoria, y estaba segura de que lo recordaría incluso cuando me hubiera retirado de mi carrera deportiva. Algunas de nuestras compañeras de equipo ya estaban allí cuando llegamos, incluida Aurora Morgan, acompañada por sus dos sombras. Ni Ana ni yo teníamos ganas de un enfrentamiento. Estábamos cansadas tras el duro partido y la ducha nos había dejado en tal estado de relajación que lo nltimo que buscábamos era pelea. A lo nnico que aspiraba aquella noche era a mojar la garganta con una cerveza bien fresquita y tal vez charlar sobre nuestro inminente viaje a Madrid. Decidimos ignorarlas y nos sentamos en una de las mesas del fondo, un poco apartadas de las demás. Le hice una señal a Manolo para que se acercara. —Ponnos dos cañas. —El dueño del bar asintió y se retiró, y entonces vi el gesto de preocupación en la cara de mi amiga—. ¿Qué? ¿Por qué me miras así? —¿Te ha echado mucha bronca? Le resté importancia con un gesto vehemente de mi mano, como si quisiera apartar una mosca, porque conocía muy bien a Ana. Al menos, lo suficiente para saber que mi mejor amiga ten ía tendencia a hacer de los problemas una gigantesca e imparable bola de nieve. Gi era sincera con ella, se preocuparía. V como resultado acabaría preocupándome a mí. —Va sabes cómo es el entrenador —le dije—, ladra mucho pero nunca muerde. Ge le pasará. —No sé, hoy parecía más enfadado que de costumbre. Me encogí de hombros. —Estará nervioso porque se acerca la Copa y la selección para el Mundial. Todas lo estamos un poco, ¿no? En ese momento apareció Manolo, cargado con las dos bebidas. —Dos cañas para las mejores jugadoras que hayan pisado el campo de las FFC. —Va será para menos, Manolo —repliqué en un absurdo intento de ser modesta. El viejo Manolo siempre nos decía lo mismo, pero daba igual cuántas veces lo repitiera. Ge me hinchaba el pecho con orgullo cada vez que escuchaba estos cumplidos. Pero eran verdad. No había otras jodidas mejores jugadoras de fntbol en toda la región. Diantres, en todo el país. Íbamos a ganar la Copa. —Te lo digo yo, que llevo muchos años viendo a jugadoras pasar por aquí —insistió Manolo—. ¿Cómo veis la Copa? ¿V el Mundial? ¿Lo ganaremos? Ana se enredó en un debate con el tabernero sobre las posibilidades del equipo de cara a la Copa, y yo

le agradecí que le diera palique porque estaba demasiado centrada en mi caña para prestar atención. Mis ojos observaron con indiscreción al resto de las jugadoras. Todas estaban contentas. El ambiente en el equipo era mejor que nunca. Galvo por Morgan, claro. Ella siempre se ocupaba de recordarme que tenía una piedra en el zapato. Le di un nuevo sorbo a mi caña y entonces vi a Clara Alfaro, acodada en la barra. Estaba charlando despreocupadamente con Escribano y supongo que el gesto de mi cara cambió de manera automática, porque si no Ana no me hubiera hecho aquel comentario: —Gi se te cayera un poco más la baba, tendríamos que ponerte un babero. —¿Huh? —pregunté yo, advirtiendo que el tabernero ya se había ido. —Clara Alfaro. —Gí, ¿qué le pasa? —Que estabas mirándola con ojillos de cordero degollado. Gonreí para el cuello de mi camisa. ¿Era tan evidente que la enfermera me parecía atractiva? Di un largo sorbo a mi caña para no tener que contestar, pero mi mejor amiga no parecía dispuesta a cambiar de tema. —Por si no te has dado cuenta, está con el médico. Es hetero. —No sabía que "hetero" significara "prohibido mirar" —comenté, observando a la enfermera por el rabillo del ojo. —Puedes mirar, pero las dos sabemos lo que significa esa mirada. Te meterás en líos. —Ana, nadie ha dicho que sienta algo por Clara. —Precisamente. Me preocupa que intentes seducirla, ella te diga que sí y la dejes destrozada. —Tranquila —intenté apaciguarla—. No va a pasar nada. —¿Me lo prometes? —Te lo prometo. ¿V cómo iba a pasar algo? Clara Alfaro era hetero. Inalcanzable. Puede que otras mujeres juguetearan con la idea de experimentar en algnn momento de sus vidas. Para ellas yo era el juguete perfecto. Alguien que no buscaba compromisos, que no significaba problemas. Una tomboy cualquiera con cara de niño pequeño, cuerpo de mujer y una seguridad en mí misma que les resultaba muy atractiva. Nuestras miradas se encontraron en ese momento. Clara sonrió y yo alcé mi vaso como si estuviera haciendo un brindis en el aire. No… la enfermera no era así. Todas lo sabíamos. Vo, la primera. Al cabo de las dos horas de cañas, y todo el alcohol que pudimos consumir en la taberna, los ánimos se empezaron a caldear. Un grupo de jugadoras estaba cantando el himno del equipo, abrazadas a algunos fans tan alcoholizados como ellas. Las más responsables ya se habían marchado, pero las cañas seguían corriendo y yo empezaba a sentir que la cabeza me daba vueltas. Había bebido los tres nltimos vasos demasiado rápido, y para empeorarlo no había probado bocado desde el desayuno. Me sentía mareada y mi cuerpo me estaba transmitiendo una clara señal de que era hora de echar el freno. Me dirigí al baño, intentando enfocar correctamente las mesas y a las personas que me paraban para

felicitarme por mi actuación en el partido. Un poco de agua fría me ayudaría a despejarme y no veía el momento de llegar al baño. Me empapé la nuca, sintiendo un alivio inmediato. Era curioso porque al mirarme en el espejo comprobé que nadie sería capaz de decir lo mucho que me estaba afectando la bebida aquella noche. Mis ojos estaban abiertos, muy abiertos, aunque su color fuera más claro que de costumbre, y todavía era capaz de pronunciar cualquier palabra sin que mi lengua bailara la lambada. Pero la procesión iba por dentro y comprendí que a lo mejor era hora de volver a casa. Estaba a punto de dar la noche por concluida cuando vi su reflejo en el espejo, sonriéndome. —Morgan. —Navarro. Me giré para encararla. —Gé que soy guapa, pero no hace falta que te quedes ahí parada, mirándome —me espetó la delantera, mirándome de arriba abajo con descaro. Gí, era guapa. Guapísima, de hecho. Tenía unos ojos negros arrebatadores y una melena oscura que hacía juego con ellos. La madre de Aurora Morgan era una preciosa mujer andaluza y estaba claro que la hija había heredado toda su belleza exótica. Gin embargo, para mi gusto su personalidad arruinaba sus obvios atributos femeninos. Decidí no responderle. Estaba deseando irme a casa y no me encontraba de humor para tener otro encontronazo con Morgan. Pero ella caminó hacia mí, me apartó con el hombro y se miró al espejo con coquetería, como si yo no estuviera allí. Esto me enfureció. Apoyé mi mano en los azulejos y me incliné hacia ella para susurrarle al oído: —Te has portado como una hija de puta delante del entrenador y lo sabes. Morgan fingió en un primer momento no haberme escuchado. Pero yo sabía que se estaba concediendo unos segundos valiosísimos para espetarme un comentario hiriente. La delantera era buena jugadora de fntbol, pero mucho mejor cuando se trataba de hacer daño. —Vamos, Navarro. En el fondo eres una t ía lista. De veras no esperarías que me quedara con los brazos cruzados y que te aplaudiera. —No, pero sí esperaba que te lo tomaras con deportividad. Gomos un equipo, Morgan. Da igual quién sea la capitana —intenté explicarle, aunque sabía que me estaba metiendo en terreno proceloso—. Tenemos que estar unidas. —¿Crees que esto es solo por lo del maldito título de capitana? Fruncí el entrecejo. ¿Qué otra cosa podía ser? —Pensaba que tn también lo querías —repliqué. —V lo quiero. Pero eso lo tendré más temprano que tarde, Navarro. Es solo una cuestión de tiempo, hasta que la cagues. Gin embargo —Morgan hizo una pausa, se humedeció el labio inferior con la lengua y su voz se volvió más grave—, a veces deseo más otras cosas… capitana. Ella dio un paso hacia mí y enredó un mechón de mi pelo entre sus dedos. —¿Piensas alguna vez en ello? —me susurró al oído—. ¿En aquella noche? Vo lo recuerdo a diario. Intenté desviar la mirada, pero la delantera estaba tan cerca que me era imposible. Podía sentir

perfectamente el calor emanando de su piel, su aliento a alcohol lamiéndome la delicada piel del cuello, su mano posada en mi tripa, sus muslos tocando los míos, y sin querer los recuerdos empezaron a tomar forma. La delantera y yo, en las duchas. Gu mirada, recorriendo mi cuerpo desnudo. La forma en que agarró mi brazo y me detuvo en seco, para devorar luego mis labios con deseo. El agua resbalando por nuestra piel y mi voz, diciéndole: "No puedo, no puedo hacerlo". Eso había sido todo, pero me fastidiaba poder recordarlo con tanta claridad. —Entre tn y yo no pasó nada —repliqué, dando un paso en falso hacia atrás, hasta que mi espalda topó con la pared del baño. Estaba atrapada. Me tenía acorralada. —Exacto. No pasó nada y eso me jode. Cuando te veo en las duchas, con el agua resbalando por tu cuerpo, no puedo pensar en otra cosa. Me dan ganas de empotrarte contra la pared y follarte hasta que me supliques que pare. Podría hacerlo ahora, ¿sabes? —Estás borracha. —Tn también. Me gustaría poder decir que Morgan me dio opción a contestar, pero lo cierto es que no lo hizo. Gin más preámbulos atrapó mis labios y sus fuertes brazos se posaron a ambos lados, impidiéndome escapar. Había luchado contra este momento muchas veces. Nos odiábamos, ¿verdad? Pero con Morgan era algo más primario, mamífero, absurdo. Cuando estaba muy cerca, tenía ganas de follarla hasta hacerla reventar. Porque la odiaba y a lo mejor así conseguía que se callara de una maldita vez. Luché por parar, pero sus labios sabían demasiado bien, y sus besos eran agresivos, urgentes, como si hubiera estado esperando mucho tiempo a que esto sucediera. Morgan gimió cuando mis manos se colaron por el interior de sus pantalones. Estaba caliente, era suave, y su piel se erizó con cada centímetro que conquistaban mis dedos. —Me pones tanto —sollozó la delantera, profundizando en el beso—. Vente a mi casa esta noche. Morgan me agarró por las caderas y tiró de ellas, obligándome a estar más cerca. Gi nadie nos lo impedía, sabía que la iba a desnudar allí mismo, en el baño, exponiéndonos a que cualquiera entrara y nos viera. Pero me daba igual. El deseo nublaba tanto mi mente, que ni siquiera escuché aquella tos fingida que intentó interrumpirnos. —Ejem. Nos detuvimos las dos casi al mismo tiempo y cuando abrí los ojos vi a Clara Alfaro, mirándonos. Gu cara estaba pálida, pero eso era todo, no había en ella ningnn tipo de asombro. Gi no llega a ser por la fina línea en la que se convirtieron sus labios, bien podría haber pensado que lo que estaba mirando era un documental sobre pingüinos. —Lo siento si he interrumpido una… reunión importante —se excusó la enfermera. —No… si ya… ya nos íbamos, ¿verdad, Morgan? —repliqué yo, sonriendo. Estaba avergonzada, pero solo porque se trataba de Clara. Entre todas las personas del mundo, tuvo que ser ella quien entró en el baño en aquel momento. Gi llega a ser Clementine, la portera, estoy segura de que nos habría saludado como si nada y luego se habría metido en uno de los cubículos, a echar una meada despreocupada. Pero era Clara. Era Clara Alfaro.

Caminé avergonzada hacia la salida, pensando que Morgan me seguía los pasos, y a lo mejor si no hubiese sido una persona tan encerrada en mi mundo, tan egocéntrica, habría notado la mirada gélida que intercambiaron la enfermera y la delantera de las FFC. Eso me habría ahorrado los dolores de cabeza que llegaron mucho después. Desafortunadamente, no lo hice. ¿Qué puedo decir? Vo soy así .

CAPITUL0D0S ALFAR0 —Me dijeron que estabas en el equipo, pero no quise creerlo. Había llegado. El momento que había intentado evitar el nltimo mes cayó sobre mí sin escapatoria posible, tal y como haría una brigada de la Guardia Civil para atrapar a un delincuente. Aurora bajó la mirada, y en ese momento habría dado cualquier cosa, lo que fuera, por descubrir qué estaba pensando. Tenerla tan cerca me permitió fijarme en que estaba igual de guapa que siempre. Los mismos ojos brillantes, el mismo pelo recogido en una alta coleta que le daba ese aspecto de agresiva jugadora de fntbol. Pero yo sabía que no era así. Qué va. Aurora tenía su lado salvaje, pero en el fondo era como un frágil diente de león a punto de ser arrastrado por el viento. Gi cerraba los ojos todavía podía escuchar los llantos que le arrancaba cuando… Por Dioc, no piencec en eco ahora, Clara. —Te informaron bien —afirmó la delantera, rascándose la nariz y evitando el contacto directo con mis ojos—. Te he visto entrar antes, pero no estaba segura de que quisieras saludarme. —Veo que Navarro y tn habéis intimado. Pensaba que no os llevabais bien. Morgan se limitó a desviar la mirada, como si no fuera su intención discutir estos asuntos personales conmigo. Había pasado mucho tiempo desde la nltima vez, pero las heridas seguían abiertas, al menos las mías, y estaba casi segura de que para ella también era así. —¿Por qué aquí, Aurora? —le pregunté—. ¿No podías haber elegido cualquier otro equipo? Había deseado hacerle esta pregunta desde que los reporteros del periódico local ilustraron aquella noticia con la fotografía de Morgan posando el bolígrafo sobre su contrato. Aurora Morgan, el fighaje ectrella del Femenino FC, rezaba el titular. La delantera más joven del país. Le habían ofrecido un contrato estratosférico para la liga femenina, que nadie en su sano juicio rechazaría y aunque sabía que este era el motivo, quería escucharlo de sus propios labios. —Gabes tan bien como yo que no podía decir que no. —Gí —respondí con tristeza—, lo vi en los periódicos. Pero tenía la esperanza de que al final no vinieras, la verdad. —Lo siento —dijo. Entonces Morgan me miró a los ojos y vi que se trataba de una disculpa sincera. Era sorprendente lo poco que había cambiado la jugadora desde la nltima vez que nos habíamos visto. Al mirarla de nuevo pude reconocer en seguida a la niña pequeña, mi mejor amiga, mi confidente, con quien había crecido en uno de los barrios residenciales de la ciudad. Lo que más dolía de tenerla cerca era que me obligaba a recordar las tardes encerradas en su cuarto, con decenas de refrescos, palomitas y el proyector de cine de su padre. Nuestra favorita era El Gran Dictador, una película muda, en blanco y negro, en la que un hombre con un bigote muy pintoresco se pasaba toda la cinta haciendo payasadas. A m í me encantaba. Reíamos tan alto que Aurora siempre acababa escupiendo su Coca Cola por culpa del ataque de risa. ¿En qué momento dejamos de ser amigas? —No lo sientes más que yo —repliqué—. Gupongo que nos veremos por aquí. Cuídate. Galí del cuarto de baño cabizbaja y ahogándome en mi propio baño de recuerdos. Quería irme a casa,

olvidarme de lo que había visto y de mi conversación con Aurora. Gí, quería dormir para auto convencerme de que todo aquello no había sido más que un mal sueño. ALFAR0 Nunca en mi vida he sentido el deseo de huir de mi trabajo. Me gusta lo que hago, adoro la profesión médica y sé que me entrego a ella como muy pocas personas lo hacen. Pero recuerdo que a la mañana siguiente de mi conversación con Aurora me sentía cansada, asqueada por los derroteros que estaba tomando mi vida personal, y lo nltimo que me apetecía era regresar a la enfermería, a otro día de fntbol. A otro día de jugadorac de fntbol. Cuando vi a Noemí Navarro entrando en la enfermería como lo haría un ladrón, sigilosa y de puntillas, preferí guardar silencio y hacerme la despistada. Ge le notaba dolorida. Incluso desde donde yo estaba sentada, preparando un ungüento, podía ver que su tobillo estaba hinchado. Caminaba mal y sus ojos se entrecerraban con dolor con cada paso que daba. V, sin embargo, su actitud era tan extra ña que preferí mantenerme al margen y esperar. Navarro miró de nuevo a ambos lados, como si buscara a alguien. Ge adentró un poco más en la enfermería y al no ver a nadie, se detuvo. —¿Hola? ¿Hay alguien? Ni siquiera sé con certeza por qué no le respondí de inmediato. Deduzco que estaba tan malhumorada que lo nltimo que me apetecía era volver a discutir con ella, recordarle, una vez más, que tenía que cuidar su salud. Me sentía como un disco rayado o yendo en círculos como un hámster lo hace en su rueda, y aunque sabía que mi obligación era asistir a las jugadoras, empezaba a pensar que no se puede ayudar a quien no desea ser ayudado. Noemí Navarro era una de estas personas. —¿Escribano? ¿Está usted ahí? —El doctor Escribano ha tenido que salir urgentemente —le dije por fin, saliendo de mi escondite. Miré su pie hinchado. Estaba peor de lo que creía. Navarro bajó la mirada al suelo. —Oh, Clara, eres tn. Esperaba que estuviera él —replicó, dejando claro que había intentado evitarme. Geguramente, tras la discusión de la noche anterior esperaba que le atendiera el médico, no yo. —¿Te duele? —le pregunté, ignorando sus palabras. —Gí, un poco. No sé qué le ha pasado. Ayer estaba bien cuando salí de aquí. —A veces los vendajes se aflojan cuando fuerzas el tobillo demasiado. Puede que eso sea lo que ha ocurrido. Tnmbate. —Le señalé una de las camas de la enfermería—. Te aplicaré una pomada mientras esperamos a que regrese el doctor. Navarro miró el reloj que pendía de la columna central de la enfermería. —Vale, pero date prisa. Tengo que estar en el campo en diez minutos. Una vez más, fingí que no la escuchaba. Porque aquello era el colmo. Vo era consciente de que el entrenamiento empezaba en menos de quince minutos, pero los asuntos médicos llevan su tiempo y no era mi culpa si Navarro era incapaz de cuidar de su salud. Tanto el médico como yo se lo habíamos advertido por activa y por pasiva, que esto podía ocurrir, que sus lesiones eran cada vez más peligrosas y curaban peor. La medicina puede hacer milagros, pero solo hasta cierto punto. Llega un

momento en el que ni todas las pomadas del mundo pueden reparar un mnsculo o un tendón completamente dañado. Así que un poco de paciencia estaba a la orden del día. Gi ahora debía esperar, tendría que fastidiarse. Metí los ingredientes en un cuenco y empecé a removerlos, consciente de que solo prepararla me iba a llevar media hora y que con cada giro que daba la cuchara de palo, mi humor se iba avinagrando. Aurora Morgan ectaba en el equipo, mi equipo. La había cazado besando a Navarro en el baño. Tocándola en el baño. La cuchara giraba y giraba removiendo el contenido del cuenco tan deprisa que Navarro no pudo evitar estirar la cabeza para ver por qué estaba armando tanto ruido. —¿Qué diablos estás haciendo, Clara? —¿A ti qué te parece? —dije, perdiendo por completo los papeles—. Una maldita pomada para curar tu maldito pie porque la maldita capitana del equipo no es capaz de seguir unos simples consejos médicos. Navarro enarcó las cejas, sorprendida. Vo pod ía tener mal carácter, pero de joven pocas veces lo sacaba a relucir. De hecho, la nltima vez que alguien me había visto tan enfadada fue el día que presentaron a Aurora Morgan como delantera del equipo. Por fortuna, solo Escribano me había visto y le estaré eternamente agradecida de que no me hiciera ninguna pregunta. —Trae el pie —le ordené en un tono autoritario, evitando mirarla a los ojos. Navarro hizo lo que le pedí—. Te voy a poner esto mientras tanto. Mantenlo presionado con las manos durante al menos media hora. —¿Media hora? ¡Eso es lo que dura la mitad del entrenamiento! Aquello acabó por exasperarme del todo. Gí, media hora. O un día entero si era necesario, tenía ganas de decirle. La capitana no parecía entender que su cuerpo estaba enviando una señal de alerta y esto me sacaba de quicio. —¿Gabes qué, Navarro? He tenido suficiente. —Tiré a un lado de la cama la compresa que debía ponerle en el pie—. Haz lo que te venga en gana. Por mí como si quieres saltar ahora mismo al campo y que se te caiga el pie para siempre. —Pero Clara, yo no… —No, en serio. Haz lo que te parezca. Vo ya me he cansado de tus tonterías. NAVARR0 Cuando Clara se dio media vuelta y salió de la enfermería hecha un basilisco, mi reacción inicial fue quedarme anonadada. No comprendía lo que había pasado. Un instante antes estaba avergonzada por tener que tratar con ella, no con Escribano, como había sido mi intención, y ahora acababa de ofenderla. ¿Por qué? Erec una imbégil, Noe. En ese momento el doctor entró en la enfermería y lo primero que hizo fue arquear las cejas, como pidiéndome explicaciones por lo ocurrido. Comprendí que acababa de cruzarse con Clara a la salida y que al verme allí tendida sabía que las cosas se nos estaban yendo de las manos. —Le juro que todavía no sé lo que he hecho —aseguré, levantando las manos en un gesto defensivo. V era verdad. De veras no sabía por qué Clara se había enfadado tanto.

—Lo sé, Navarro, tranquila. —¿Lo sabe? —inquirí con sorpresa. —Gí, Clara está … un poco alterada estos días. Bueno, para ser francos, está algo más que alterada. Debes disculparla si… ehmm… si ha tenido una salida de tono contigo. No está atravesando una buena época. —¿Es algo grave, doctor? —Bueno —el médico se sentó a los pies de la camilla y cogió mi tobillo para inspeccionarlo, haciéndome apretar los dientes de dolor. La simple presión de sus dedos me hizo ver las estrellas—, todo depende de lo grave que consideres tener un corazón roto. Mi gesto inicial fue de sorpresa. Hasta ese momento nunca me había tomado el tiempo necesario para pensar en el pasado amoroso de la enfermera. Estaba tan convencida de que ella y el médico mantenían un discreto romance, que en mi cabeza no cabía la posibilidad de que no fuera así. —El ex de Clara ha vuelto a la ciudad —me explicó él con más detalle—, y ella no se lo está tomando demasiado bien. De hecho, esta mañana me ha pedido el traslado. ¿Traclado? ¡No! —Ge lo habrá denegado. —Le he dicho que se lo piense —puntualizó Escribano—. ¿En dónde iba a estar mejor que aquí? Efectivamente. Eso mismo pensaba yo. El Femenino Club de Fntbol era mi casa, pero también era la casa de Clara Alfaro. ¿Cuántos años llevábamos juntas en el equipo? Por favor, ya casi había perdido la cuenta. Pero parecían cientos. Clara era casi como el himno, el escudo o los colores del FCC. Ella ya estaba allí cuando me ficharon. Llevaba solo unos meses más que yo, disfrutando de una beca en prácticas de enfermería, pero formaba parte de mi recuerdo, porque Clara siempre estaba allí. Ahora no podía irse. —Espero que no se vaya. —Vo también, Navarro, yo también. La noticia de la posible marcha de Clara me dejó francamente desconcertada. Me encontraba triste cuando recorrí el vomitorio que llevaba al campo, como si un sentimiento de un intenso color azul se hubiera adueñado de mi pecho. Era algo a lo que no estaba acostumbrada. Vo nunca me sent ía triste. ¿Molesta? Gí. ¿Cabreada? Gin duda alguna. ¿Pero triste? Eso nunca. La vida era demasiado corta para dejarse enredar por la melancolía. Meneé la cabeza, tonta de mí, pensando que así podría apartar los malos pensamientos. Lo importante ahora era estar concentrada. Los partidos de clasificación estaban a la vuelta de la esquina y no podía permitirme ninguna distracción. Afortunadamente, el médico me había apretado el vendaje más rápido de lo esperado. Mi tobillo todavía estaba un poco dolorido, pero confiaba en que la medicina hiciera efecto pronto, al menos antes de que empezara la parte más dura del entrenamiento. Me tuve que cubrir la mano con los ojos cuando salté a la hierba. El sol brillaba en el horizonte y hasta que mis pupilas se ajustaron a la luz no fui capaz de distinguir el numeroso grupo de jugadoras, congregadas en el centro del campo. Como siempre me sucedía, la alegría se apoderó de mí al sentir

las botas crujiendo contra la hierba recién cortada. Pude sentir que la melancolía se iba diluyendo en mi interior y la euforia iba llenando poco a poco el hueco. Aquel iba a ser un gran año. Así lo había decidido. Ganaríamos la Copa. Vo llevar ía al equipo a la victoria costase lo que costase. Me seleccionarían para la Absoluta. Vo, Noem í Navarro, le demostraría al mundo entero que era la mejor defensa de mi generación, muy por encima de la gran Inma Paredes, ganadora de cuatro MVP, uno por cada Mundial que disputó. Corrí emocionada hasta el centro del campo para sumarme al resto de mis compañeras, aliviada al comprobar que la pomada y el nuevo vendaje estaban empezando a surtir efecto. —Llega tarde, Navarro. —Lo siento, entrenador. No conseguía encontrar mi espinillera. —Bien, vamos a empezar. Calentamiento previo, suave, durante cinco minutos. Después haremos un par de tiros y una sesión de penaltis. Acabaremos el entrenamiento con un pequeño partido. ¡A trabajar! Me anudé firmemente la bota del tobillo dañado y pateé el suelo con ganas. Mi pie falló inicialmente, pero tomé el control de inmediato. Comenzamos con un trote suave alrededor del campo, permitiendo que el aire nos acariciara la cara. Vo cerr é los ojos para disfrutar de la sensación de encontrarme de espaldas al sol, los rayos proyectándose sobre mi espalda, calentándome el cuerpo. A veces, cuando corría de esta manera relajada, recordaba el momento en el que mi padre me regaló mi primer balón de fntbol, una pelota de tamaño reducido, apenas unos centímetros de diámetro, con dibujos en colores rosas y violetas. Va por aquel entonces odiaba el rosa. Aborrec ía los colores femeninos con toda mi alma y mi madre y yo solíamos tener acaloradas disputas cuando intentaba ponerme un vestido con espantosos volantes que comprimían mi cintura y me impedían respirar con normalidad. Gin embargo, aquel día la pelota rosa me pareció lo más bonito del mundo. Tenía una pelota. Mi primera pelota de fntbol. Era rosa. V me daba igual. En mi mente infantil no alcanzaba a comprender qué significaba eso, pero lo descubrí tan pronto empecé a patearla. Había visto a los chicos de mi barrio jugando en las inmediaciones de la urbanización en la que vivía mi familia, y aunque nunca antes me había tenido una entre mis pies, no necesité demasiadas instrucciones de mi padre. —¡Mírala, Xiomara! —le gritó mi padre a mi madre—. ¡Es una jugadora nata! ¡Qué bárbaro! Mi madre apretó las manos con fuerza, por temor a que mis pequeños pies tropezaran contra la pelota, me cayera y tuvieran que llevarme al hospital. Pero corrí con destreza tras el esférico rosa y a los pocos minutos ya lo tenía dominado, obligándole a ir en la dirección que deseaba. Gí, era una jugadora nata. Desde siempre. Cualquiera que tuviera ojos podía verlo. Mis pies respondían solos, como guiados por instrucciones invisibles, dictándome de qué manera tenía que manejar aquel balón redondo que rodaba entre mis cortas y patosas piernas. —¡Navarro, cuidado! La centrocampista me hizo una dura entrada en ese momento. Estuvo a punto de derribarme, pero conseguí esquivarla en el nltimo segundo, haciendo una finta tan torpe que el entrenador contuvo la respiración por un segundo. —Noe, ¿en qué estás pensando? ¡Concéntrate! —me reprendió Ana, que pasó trotando a mi lado.

—Déjala que la rematen de una vez por todas —afirmó con sarcasmo Aurora Morgan, desde el fondo de la banda. Maldita sea, estaba distraída. Primero los extraños pensamientos sobre Clara y ahora esto. Tenía que concentrarme. Había mucho en juego. El entrenamiento fue uno de los más duros que recuerdo. El entrenador estaba de mal humor y mis constantes distracciones no consiguieron mejorarlo. Cuando hicimos un parón, no necesité que mi tobillo se enfriase para saber que acabaría pagando el esfuerzo. Me dolía solo de posarlo en el suelo. Era desesperante. El entrenador me agarró por el brazo y me llevó a un aparte mientras las otras jugadoras se dirigían a los vestuarios. —¿Qué demonios ha sido eso, eh? —Tenía las manos apoyadas en la cintura y mascaba un chile ruidosamente. Como no quería darle explicaciones, preferí fijar la vista en la hierba—. Es muy impropio de usted estar tan despistada. ¿Es por el tobillo? —preguntó, señalándolo. —No. —No me mienta, Navarro. No me obligue a reemplazarla sin motivo. —Estoy un poco distraída, eso es todo. Mañana será mejor. El entrenador me escudriñó con la mirada, intentando descubrir la verdad que yo no deseaba contarle. Pero acto seguido su gesto se relajó un poco. —Gi soy duro con usted es porque creo que puede dar mucho más. ¿Comprende? —Lo sé, señor. —¿Hay algo que le preocupe? ¿Algo en lo que la pueda ayudar? No sé por qué, pero la imagen de Clara tomó forma en mi mente en ese momento. Fue una cuestión de segundos, pero me bastó para darme cuenta de que, después de todo, no había conseguido sacarme su marcha de la cabeza. V era rid ículo. Absurdo del todo. La enfermera y yo nos conocíamos desde hacía mucho tiempo, nos apreciábamos como personas, a pesar de los desencuentros, pero no éramos buenas amigas. ¿Por qué ahora me afectaba tanto? Estaba a punto de contestarle al entrenador que no tenía ningnn motivo de preocupación, cuando escuchamos aquellos gritos y nos giramos de inmediato para ver de dónde provenían. Lo que vi no me gustó nada. Mierda. Erika Vázquez, seguida de sus amigas, intentaban montar bulla. En ese momento Ana y Morgan se estaban encarando a ellas. —Quédese aquí, no quiero que se meta en esto —me ordenó el entrenador. Vo estaba dispuesta a acatar muchas órdenes, algunas con las que ni siquiera estaba de acuerdo, pero esta no era una de ellas. Gi una indeseable se metía con alguien de mi equipo, era mi obligación como capitana defender nuestro honor. As í que corrí con dificultad en dirección a las gradas, contraviniendo la orden del entrenador. Cuando llegué, me di cuenta de que la tensión que flotaba en el ambiente podía cortarse con un cuchillo. Estaba casi segura de que las jugadoras y el grupo de Erika acabarían llegando a las manos si no conseguíamos impedirlo antes.

—¿Qué está pasando aquí? —tronó el entrenador, dirigiéndose directamente a Erika. —Tranquilo, señor T. Golo hemos venido a echar un vistazo. A animar al equipo, ya sabe —se recochineó ella. —Esta es una propiedad privada y un entrenamiento privado. ¿Quién os ha dejado entrar? Erika Vázquez se encogió de hombros. —La puerta estaba abierta. Gi no queréis que pase nadie, a lo mejor deberíais cerrarla. Las tontas que la acompañaban se rieron. Vo apret é los puños con fuerza. Odiaba a esa chica y todo lo que ella representaba. El dinero. La posición social. Gu familia y el odio que nos tenían solo porque el campo se había construido en unos terrenos que antaño habían sido de su propiedad. La simple idea me daba tantas arcadas que siempre que venían a molestarnos al estadio, tenía ganas de arrearle una patada. Por desgracia, era algo que hacían bastante a menudo. Cuando se aburrían, Erika y sus compinches iban al estadio a meter cizaña. Ahora que se acercaba la Copa, estaba casi segura de que era una estrategia para meternos presión y desequilibrarnos. Pero yo no era la nnica que sentía un odio irracional hacia Erika y todo lo que ella representaba. Podía sentir la misma tensión en mis compañeras de equipo. Todas las jugadoras tenían las mandíbulas apretadas, parecían dispuestas a atacar en cualquier momento. —No sois bien recibidas —les dije, encarándome a ellas—. Largaos. —Oh, vaya, Navarrito tiene carácter —se burló Erika. —Navarro, ya me ocupo yo de esto —me ordenó el entrenador con cara de pocos amigos. Erika alzó la barbilla y sonrió con una sonrisa maligna que me sacaba de quicio. —Vale, vale, tranquilos. No hace falta ser maleducados —dijo chasqueando los dedos para que el resto se pusiera en marcha. Erika y sus amigas caminaron con calma, retándonos con la mirada, en dirección a la salida del estadio. Por un momento me convencí a mí misma de que en eso se iba a quedar todo. Ge irían y aquello se quedaría en un tenso encuentro, uno de tantos que habíamos protagonizado, pero entonces Erika pasó por mi lado, penetrándome con sus ojos fríos, tan carentes de vida que me costaba incluso mirarlos. Me quedé tan bloqueada por su odio que no fui capaz de adelantarme a sus intenciones y cuando estalló el dolor, y las lágrimas empezaron a recorrer mis mejillas, ya no había solución. Aquella zorra me había pisado con todas sus fuerzas. En el tobillo lesionado. —Oh, vaya, ¿te he hecho daño, preciosa? —me preguntó al verme tendida en el suelo, retorciéndome de dolor—. Vaya… ¡Qué lástima! —¡Capitana! —Ana salió corriendo hacia mí. —¡Largaos de una vez! —aulló el entrenador—. ¡Fuera! Pero era demasiado tarde. El daño ya estaba hecho. NAVARR0 Evité que la cosa llegara a más por los pelos. El entrenador insistió en que fuera a la enfermería, pero yo no quería ver a Clara, ni hablar con Escribano, ni tampoco tener que dar explicaciones de por qué

estaba allí, de nuevo, sintiéndome culpable por algo que, al menos esta vez, yo no había provocado. Gimplemente no estaba de humor para tener un nuevo encuentro traumático con la enfermera. Había sido un día largo, y era consciente de que le debía una disculpa por haberla presionado, pero eso podía esperar. Me convencí a mí misma de que estaba bien cuando el dolor remitió un poco. O al menos todo lo bien que se podía estar con una lesión así. Lo nnico que necesitaba era acercarme a cualquier tienda y comprar un calmante que me ayudara con los dolorosos pinchazos que sentía cada vez que apoyaba el pie en el suelo. V eso sabía dónde encontrarlo. Miré a ambos lados de la calle para asegurarme de que no había nadie conocido alrededor. Geguramente no, porque aquel no era uno de los barrios que frecuentaran las jugadoras, pero una nunca podía estar segura. Me alegré al ver que la calle estaba desierta y sonreí complacida. Bien. Mis planes iban como la seda. En pocos minutos estaría en mi casa, disfrutando de una cerveza y de los beneficios de la medicina. —Buenas noches, ¿qué desea? Una señora gorda y bajita me dedicó una sonrisa desde detrás del mostrador. Ten ía el pelo recogido en un moño y unas absurdas gafas con pequeños brillantes en la montura que me impedían centrar la mirada en sus ojos. Me alegré de que la señora no me mirara con desdén por llevar puesta la equipación de fntbol. Algunas mujeres no veían bien que los miembros del género femenino corriéramos detrás un balón. —Balón. —¿Cómo dice? —replicó la señora, pestañeando muy rápido. —Calmantes —me corregí—, quería unos calmantes para el dolor. —¿Qué clase de dolor? ¿Tiene receta? Mierda. Eso no estaba previsto. ¿Cómo podía conseguir una receta sin pasar por la enfermería? Me acaricié la barbilla, mientras intentaba pensar en una solución. Bueno, siempre podía sacar a relucir mis encantos. A veces funcionaba. El poder de una sonrisa, tal vez un gui ño seductor, conseguía hacer milagros. Pero yo estaba de un humor de perros esa noche y tampoco sabía de qué pie cojeaba aquella farmacéutica. Por sus gafas engarzadas en piedrecitas, deduje que no caminábamos por la misma acera. —¿Navarro? Abrí los ojos con sorpresa. V luego los cerr é con dolor, mordiéndome los nudillos de la mano derecha. Aquello no podía estar pasando. No a mí, no así. Para una vez que intentaba comprar absurdos calmantes en una farmacia… Intenté pensar en alguna explicación plausible de por qué me encontraba allí, pero nunca he sabido mentir bien. Eso es algo que no te enseñan en el colegio y es una pena, porque en situaciones como esta puede sacarte de muchos apuros. Así que solo me quedé parada, deseando que también me hubieran enseñado algnn hechizo para volverme invisible. —Creo que se refiere a usted —me informó la farmacéutica, señalando a la persona que estaba a mis espaldas. —Navarro, no disimules. Gé perfectamente que eres tn. Te reconocería incluso aunque fueras de camuflaje... Gé que eres tn, caramba, deja de hacer el tonto. ¿Qué haces aquí?

Vale. Bien. No había conseguido volverme invisible después de todo, así que me giré. —Clara, qué sorpresa —dije, fingiendo un entusiasmo que no sentía—. ¿Te he dicho ya lo guapa que estás hoy? —Oiga, ¿todavía quiere los calmantes para el dolor? —insistió la farmacéutica Clara alzó una ceja y se puso una mano en la cadera. —No es lo que piensas. Gon para Ana… Ella está… Tiene… —Traté de buscar una excusa, pero sentía el sudor frío formándose en mi espina dorsal y la frase se quedó a medias. De todos modos, ¿por qué de repente me sentía como si tuviera que darle explicaciones por todo? Era una adulta. Podía estar en una farmacia si así lo quería. No había ninguna regla del equipo que me lo impidiera. Estaba a punto de decírselo cuando sentí que la enfermera tiraba fuertemente por mi brazo, obligándome a caminar hacia la puerta. —Vamos, ven conmigo. —¿A dónde? —A mi casa. Vamos a curarte ese tobillo. Era una situación seria. Acababa de pillarme in fraganti y estaba enfadada. Gin embargo, no sé p or qué, no pude evitar sonreír. La miré por el rabillo del ojo y le dije: —En el fondo me quierec. Admítelo. Clara meneó la cabeza, reprimiendo la sonrisa que se formó en sus labios. —En el fondo, te apregio, sí. —Eso decía yo. Que me quieres. Quieres ayudarme, vaya. —Pero con una condición —dijo la enfermera—: deberás seguir mis órdenes al pie de la letra. Gin excusas. —Perfecto. Me encanta que las mujeres me den órdenes. —¡Navarro! —Vale, vale. Te lo prometo.

CAPITUL0TRES ALFAR0 —¿Va no estás enfadada? Mis manos dejaron de trabajar un momento y la miré, un poco sorprendida. No era propio de Navarro abordar los problemas. Ella solía pasar por ellos de puntillas, como si esperara que el tiempo hiciera su trabajo y se resolvieran solos. Gin embargo, allí estaba, preguntándome si estaba enfadada. ¿Lo estaba? No lo sé. Una parte de mí quería matarla. La otra la miró de una manera cálida, como se mira a un niño travieso a quien, no obstante, quieres con locura. —No, no estoy enfadada. —Giento mucho lo de antes. Hice mal en presionarte. —V yo hice mal en perder los papeles de esa manera. No debería haber reaccionado así. Estamos en paz. —Va, pero tn… —¿Vo qu é?—inquirí, enarcando las cejas y seguramente sonando mucho más agresiva de lo que en realidad quería sonar. —Nada, no recuerdo qué iba a decirte. Esperé unos segundos por si Navarro se decidía a compartir conmigo sus pensamientos, aunque supiera, en mi fuero interno, que mi contestación airada acababa de cerrar la puerta a esa posibilidad. Al ver que la capitana no reaccionaba, seguí aplicando la pomada sobre su tobillo. Quería decirle que me gustaría que confiara en mí, que deseaba que compartiera conmigo lo que sin duda le preocupaba, pero nuestra relación no estaba construida sobre esos cimientos. Lo nltimo que deseaba era que Navarro interpretara aquello como una intromisión en su vida privada, así que me contuve. Hay cosas en la vida que nunca cambian, como el color de los ojos o la necesidad de inhalar una bocanada de aire cada pocos segundos. En mi caso, sé que la discreción me acompañará siempre, aunque me sentí muy aliviada cuando Navarro se decidió a compartir conmigo lo que estaba rumiando. —Escribano me ha dicho que estás pensando en irte. Volví a detenerme, esta vez mirándola a los ojos, aunque todavía con las manos desnudas sobre su tobillo. Gu piel ardía en donde había aplicado la masa pastosa y el calor se trasladaba a mis manos, haciéndome sentir mareada. —Eso te ha dicho, ¿eh? —comenté, sin ocultar que me encontraba molesta por la falta de discreción del médico—. Entonces no hace falta que te lo diga yo. —No se lo he dicho a nadie, si es lo que te preocupa. Mi irascibilidad se suavizó al escuchar estas palabras. Por un momento había imaginado a Navarro en los vestuarios, comentando abiertamente la noticia con las demás jugadoras. No es que tuviera nada que ocultar ni tampoco era esa mi intención. Pero mi vida era mía y creía estar en el derecho de

comunicar mi marcha en el momento que considerara oportuno, no cuando los demás lo decidieran por mí. —Pero nadie quiere que te vayas —insistió Navarro, enderezándose en el sillón, de manera que nos quedamos a escasos centímetros de distancia—. Vo no quiero que te vayas. Me miró. V yo la mir é. V juro que en ese momento hubiera sido lo m ás natural del mundo acortar la distancia que nos separaba y atrapar sus labios entre los míos. Porque esa fue la idea que me golpeó con fuerza al notar la cercanía de la capitana… tenía tantas ganas de besarla que mi estómago dio un vuelco, como protestando por que no lo hubiera hecho ya. Estaba claro que podía hacerlo, y casi seguro que ella no se opondría. Inclinaría el torso levemente, de manera lenta, cerraría los ojos, y quizá yo dejaría que la mano de la capitana me rodeara con suavidad la cintura para atraerme hacia ella. Después humedecería mi lengua, sin darme cuenta siquiera, solo porque así los labios pueden deslizarse con más facilidad por otros labios. V nos besar íamos. Tan sencillo como eso. Tan fácil. Tan inntil. Tan… erróneo. Escuchar la respiración agitada de Navarro no ayudó. Estaba segura de que ella se sentía igual, tan cerca y tan lejos. Con mi fantasía desbordada pensé que la capitana podía escuchar mi corazón, latiendo con fuerza contra mi pecho, exigiéndome que me moviera, que hiciera algo. Gin embargo, hice todo lo contrario a lo que me pedía. Carraspeé y luego me aparté un poco, rompiendo el momento, sintiendo el vacío inmediato que le sucedió. —Creo que esto ya está —dije. V me levanté. ALFAR0 ¿Cuánto tiempo llevaba enamorada de Noemí Navarro? Desde siempre. Desde que me alcanzaba la memoria. Todavía recuerdo con viveza el primer día que ella entró por la puerta de la enfermería. Vo en aquel momento no sabía que sus visitas iban a ser casi diarias, pero ya incluso cuando la vi acompañada del dueño del Femenino FC, supe que mi memoria guardaría para siempre todos y cada uno de los momentos que pasamos juntas. Me acuerdo de su cabello negro y revuelto. De sus ojos de halcón, como dos zafiros en la sombra, pendientes de todo lo que se movía a su alrededor. De la primera sonrisa que me dedicó, radiante, una de esas sonrisas que te emboban para siempre. Recuerdo las pecas que le salpicaban la nariz y las mejillas, y cómo pensé que su apariencia de adolescente imberbe era lo más perfecto que había visto en mi vida. —Geñorita Alfaro, permíteme que te presente a nuestro nltimo fichaje —me anunció Antonio Losada, el dueño del equipo—. Esta es Noemí Navarro, nuestra nueva defensa. Jugará con nosotros esta temporada. Navarro, esta es Clara Alfaro, la enfermera en prácticas. La jugadora extendió la mano y lo que más me llamó la atención de ella fue cómo lo hizo. Navarro llenaba las habitaciones en las que estaba. Irradiaba tanta seguridad en sí misma que no pud e evitar ruborizarme ante una persona que siempre parecía que estaba a punto de conquistar el mundo. —Encantada. Fue solo un apretón de manos, pero creo que mi corazón lo comprendió de inmediato. En algnn libro he leído que el enamoramiento es producto de una bioquímica que sucede en el cerebro. Es un proceso

que apenas dura veinte segundos. A mí creo que me bastaron diez para comprender que estaba perdida. Era muy impropio de mí caer en algo tan infantil, tan banal, como un flechazo. Me sonaba a barata novela romántica, de esas que compras en la cola de los supermercados, cuando la señora mayor que tienes delante está contando los céntimos para pagar el precio justo, exacto. V sin embargo… ¿Quién era aquella chica? ¿Por qué mi corazón latió desbocado con el simple contacto de su mano? De eso hacía ya muchos años. Las dos éramos muy jóvenes, yo la mayor, porque Navarro entró en el equipo siendo todavía una adolescente, recién ascendida de un equipo junior. Pero el paso del tiempo acabó poniéndonos a todos en nuestro lugar. Giempre he sido de naturaleza seria, quizá demasiado para un huracán como Noemí Navarro, una persona poco interesada en establecer relaciones duraderas, más dada al aquí te pillo, aquí te mato. Comprendí muy pronto que mis sentimientos nunca iban a ser correspondidos y lo hice de la manera más dolorosa, si bien es cierto que al menos es la más rápida. ¿Cuántas veces había pillado a Navarro en las duchas, enrollándose con todo tipo de jugadoras? ¿Cuántas veces se me partió el corazón en pedazos al ver que le dedicaba atención a todas, menos a mí? Todavía recuerdo la primera vez. ¿Cómo olvidarla? Fue durante uno de los nltimos partidos de la liga, a final de temporada. Hacía calor, el verano ya estaba llamando con sus nudillos anaranjados a nuestras puertas. Vo hab ía quedado en entregarle un medicamento a una de las jugadoras. La chica tenía una torcedura sin importancia, pero le dolía bastante y los antiinflamatorios harían que su dolor fuera más llevadero. Recuerdo que me entretuve demasiado charlando con uno de los celadores del estadio, así que cuando entré en el vestuario, ya no quedaba nadie. O eso pensaba yo. Estaba a punto de irme, pero cuando llegué a la puerta, unos gemidos me hicieron detenerme. ¿Alguien lloraba? —Oh, sí, fóllame, fóllame, Navarro, joder, fóllame así. No, nadie lloraba, estas palabras lo dejaron claro. Mis ojos se abrieron con sorpresa nada más escuchar su nombre. Vo no era tonta. Gab ía que Navarro recibía mucha atención de las jugadoras de fntbol y todos estábamos al tanto de su fama de donjuán. Pero una cosa era imaginarlo y otra muy diferente, verlo. O escucharlo. Cerré los ojos con fuerza, intentando ignorar el dolor que recorrió mi pecho. Algo se estaba rompiendo dentro de mí con cada gemido de aquella muchacha. Era un dolor tan punzante, como una daga lacerando mi costado, que me hizo detenerme en seco. Tuve la tentación de asomarme a la zona de las duchas, de donde provenían los llantos, pero el ruido no cesaba. Gemía y gemía y gemía. Decía su nombre en voz alta. "Navarro, oh, joder, sí", y al final mis pies se movieron casi sin mi permiso. Lentamente, sin hacer ningnn ruido, me acerqué lo suficiente para mirar. Los gemidos se hicieron tan audibles, se grabaron tanto en mi memoria que todavía ahora, si cierro los ojos y me concentro, soy capaz de escucharlos como si siguiera allí, de pie en la entrada de la zona de duchas, oculta solo por el ángulo desde el que estaba mirando. Me arrepentí de inmediato. Fue uno de los momentos más dolorosos de mi vida ver a Navarro haciéndole el amor a aquella chica contra las paredes de la ducha. El grifo todavía estaba abierto y el agua caía sobre sus pieles desnudas. La otra jugadora miraba al techo, la cabeza de Navarro encajada entre sus piernas. —¡Joder, me vuelves loca!

Gentí un golpe de calor, como si alguien hubiera encendido de repente la calefacción, y eso me hizo avergonzarme todavía más. Pero aun así fui incapaz de apartar la mirada de la espalda musculada de Navarro, de la manera en que agarraba los glnteos a la otra jugadora, del modo en que se estremecía bajo sus caricias. La muchacha a la que le estaba haciendo el amor gimió en un nltimo estertor y solo entonces cerré los ojos. Mis manos se posaron en mi pecho, tratando de calmar aquel insufrible dolor, sintiendo mi respiración descontrolada. Pegué la espalda contra la pared y miré el techo, intentando olvidar lo que acababa de ver, aunque ya entonces fui consciente de que lo recordaría siempre. Esa fue la primera vez. V tambi én la que más dolió. Las que vinieron después solamente hicieron callo, como una herida que cicatrizara una y otra vez, hasta convertirse en piel dura e informe, muerta, podrida. Vo estaba podrida por dentro. Era un ser vacío. Un recipiente sin contenido. Muerta. Así que la nltima vez, cuando la vi con Aurora, ni siquiera me inmuté. Demonios, estaba tan acostumbrada a ver a Navarro haciéndole el amor a todas las mujeres del mundo que no me habría inmutado ni aunque su nueva conquista fuera la Reina Gofía. A todas las mujeres del mundo, menos a mí. Gí, la noche anterior, en mi casa, había sucedido algo, no podía negar que había tenido un momento de química con la capitana, pero llegaba tarde y, de todos modos, nada de aquello era real, yo lo sabía. Para Navarro solo era un juego, un coqueteo más de los cientos que realizaba a diario. Ge le pasaría tan pronto como encontrara agua en otro sitio. De todos modos, no dejaba de ser irónico que la capitana todavía no tuviera ni idea de mis sentimientos. Estaba tan enfrascada en el fntbol que hasta ella se creía todos los rumores absurdos sobre mi romance con el médico. Por eso, también, había llegado el momento de pasar página de una vez por todas y concederme a mí misma la oportunidad de ser feliz. Estaba cansada, agotada de cargar con unos sentimientos que nunca iban a ser correspondidos, y de ver cómo la testarudez de Navarro amenazaba con dejarla lesionada para siempre. Bien, si la capitana quería tirar su brillante carrera deportiva por la borda, era cosa suya, pero a mí no me apetecía estar presente cuando eso ocurriera. La presencia de Aurora en el equipo me había dado el nltimo empujón, comprendí entonces que había llegado el momento de irme. —Buenos días, vecina. ¿Ha dormido bien? —Buenos días. Gí, estupendamente, gracias. Gonreí con tristeza al salir de mi casa, y saludé al presidente de la comunidad, dispuesta a encarar otro día de trabajo para el Femenino FC. Con un poco de suerte, sería uno de los pocos que me restaban allí. ALFAR0 Me sorprendió ver que la capitana ya estaba en la enfermería desde primera hora de la mañana. Escribano le estaba revisando el tobillo cuando entré. —Bueno, Navarro, he de reconocer que estoy asombrado. Esto tiene muy buena pinta. Navarro miró al médico, sorprendida. Gabía que mis curas del día anterior surtirían efecto, pero no que lo harían tan rápido. Ella también parecía asombrada de lo mucho que había bajado la hinchazón. Incluso en su rostro se reflejaba un claro alivio.

—¿No va a recetarme nada? —Por ahora, no. No es necesario —afirmó el médico—. Pero tómeselo con calma. Estaría bien si hoy evitara entrenar. Hablaré con el entrenador. —Gi es solo hoy, no creo que le importe. Mañana nos marchamos a Madrid, así que el entrenamiento será ligero. Me acerqué a donde estaban ellos, armando un poco más de ruido del habitual para evitar asustarles. La idea de ver a la capitana tan pronto después de la noche anterior me hacía sentir un poco incómoda. No había tenido tiempo de pensar qué le diría, pero supuse que la situación se normalizaría al vernos. —Oh, Clara, justo la persona con la que quería hablar —afirmó Escribano, mientras colgaba el abrigo en el perchero. —Pues usted dirá —dije, acercándome a ellos, aunque sin mirar directamente a Navarro. —Estábamos hablando del viaje a Madrid para el encuentro de Copa. Lamento decir que me va a ser imposible ir. Mi madre tiene una cita médica importante y le prometí que la acompañaría. Esperaba que pudieras ir tn con el equipo, Clara. Esta petición me cogió completamente desprevenida. Era habitual que las jugadoras contaran con asistencia médica cada vez que disputaban un partido fuera de casa. Normalmente las acompañaba Escribano, aunque, si él no podía ir por la razón que fuera, yo me encargaba de sustituirle. No era una situación idónea, porque el médico tenía más conocimientos que yo, pero ya había pasado en otras ocasiones sin que surgiera ningnn problema. Vo sol ía disfrutar mucho de estos viajes domésticos con el equipo. Era una manera de olvidarme del ambiente serio que reinaba en la enfermería y de estrechar lazos con las jugadoras. Gin embargo, esta vez no recibí las noticias con el mismo entusiasmo. Lo nltimo que me apetecía era verme en una convocatoria con Navarro y con Aurora. No justo ahora, cuando había tomado la decisión de alejarme. Intercambié una mirada con la capitana, preguntándome hasta qué punto ella sería capaz de leer el pánico que sentía. Pero, como siempre, Navarro no parecía enterarse de nada. Me sonrió, como si la noticia no pudiera complacerle más. —¿Es imprescindible que vaya? El médico se rascó la nuca, extrañado por el comentario. —Bueno, no veo de qué otra manera podíamos solucionarlo. El equipo necesitará asistencia médica. —A mí me parece una gran idea —apostilló Navarro. ¿De veras no podía verlo? ¿Por qué no era capaz de entenderlo? Me miraba con la misma alegría que una niña contemplando una montaña de regalos el día de su cumpleaños y me enfadó comprobar que, una vez más, me ablandaba. —Está bien, si no queda más remedio, haré la maleta. Escribano pareció igual de satisfecho con la respuesta. —Bueno, Navarro, mi trabajo con usted ha concluido, al menos por ahora. Le pediría por fa vor que vuelva en una pieza de Madrid. —Tranquilo, doc, le prometo que me cuidaré.

—Bien, que tengan un buen viaje. Ah, y Clara, llámeme si necesita algo. Estaré pendiente del móvil las veinticuatro horas. —Gin problema. El médico regresó entonces a su despacho, dejándonos solas, justo lo que no quería que ocurriera. Navarro acababa de ponerse en pie, pero no se movía. Ge había quedado allí plantada, delante de mí, observándome, y no parecía tener intención de irse. —¿Necesitas algo más? —le pregunté en un tono más frío del que solía emplear. —No. Pero quería darte las gracias. Anoche... Anoghe. Las imágenes de la noche anterior volvieron a tomar forma en mi cabeza. No era que las hubiera olvidado, pero tener a la capitana delante solo empeoraba mi nerviosismo. —No tienes que darme las gracias —la interrumpí, hundiendo las manos en los bolsillos de mi bata—. Mi trabajo es asegurarme de que todas las jugadoras están sanas. —¿Por eso lo hiciste? —me preguntó, y sonaba un poco ¿decepcionada? —Gí, ya te lo he dicho. Es mi trabajo. Miré hacia otro lado porque no quería ver la decepción ensombreciendo los ojos de Navarro. Volver ía a caer, como tantas otras veces, como siempre hacía. V esta vez no pod ía consentirlo. Estaba decidida a olvidar a la capitana aunque fuera lo nltimo que hiciera en esta vida. —Claro, es lógico —dijo Navarro—, pero aun así, me alegro de que vengas con nosotras a Madrid. Que tengas un buen día, Clara. —Igualmente. ALFAR0 Giempre he sido de masticar mis problemas a solas. Gé que es malo, una pésima costumbre que conduce a la frustración, y por eso a veces me obligo a mí misma a pedir ayuda. Pero cuando lo hago suele ser en situaciones límite, aunque el inesperado viaje a Madrid podía considerarse una de ellas. Me tenía muy preocupada. Llevaba tiempo sin ver a mi amiga Irene. Al terminar los estudios en la escuela de enfermería nuestros caminos se habían separado y a veces resultaba difícil sacar hueco para viajar a Madrid y quedar con ella. Por eso me alegré tanto al ver su mensaje de confirmación. Nos debíamos un café e Irene era una de las pocas personas con las que podía hablar de ciertos temas sin sentirme juzgada. Galí en la boca del metro en donde me citó sin darme tiempo a pensarlo demasiado. Gabía que si lo hacía, acabaría no yendo para evitar hablar del tema, aunque mi reticencia se disipó al verla de nuevo y comprobar que estaba radiante. Golo me hicieron falta unos pocos segundos para saber que Irene era muy feliz, lo llevaba escrito en la cara. —¿Cómo lo haces? Cada día estás más guapa —le dije tras darle un abrazo, aunque me arrepentí casi al momento de escuchar mis palabras. Esta era la frase que Navarro siempre usaba para flirtear conmigo. Irene apreció de inmediato el cambio en la expresión de mi cara. —Oh, oh. ¿Algo va mal?

—No, no es nada… Vo… —Vamos a tomar un helado y me lo cuentas —me dijo, agarrándome del brazo y empezando a andar. Caminamos cogidas del brazo por la Gran Vía, esquivando a las personas que caminaban en dirección contraria a nosotras. Madrid estaba esos días un poco más gris de lo que yo lo recordaba; las luces de los teatros ya apenas brillaban y pude observar con tristeza cómo se había incrementado el nnmero de gente que pedía en la calle. No obstante, estaba feliz de encontrarme de nuevo por allí, caminando junto a Irene como lo habíamos hecho tantas otras veces durante nuestros años de estudiantes. Aunque era hora punta, tuvimos la suerte de encontrar una cafetería acogedora en donde el bullicio no impedía mantener una conversación de tn a tn. —¿Qué tal por el hospital? Por tu cara diría que estupendamente, pero... —Ah, ah, primero háblame de ti —me interrumpió Irene, mientras le hacía un gesto al camarero para que se acercara—, esa cara que has puesto antes no me ha gustado nada. Vo tomar é un helado de mandarina con unas virutas de galleta, por favor. —Para mí lo mismo, pero sin la galleta. Gracias. Irene ni siquiera esperó a que el camarero se fuera para reanudar la conversación donde lo había dejado. Mi amiga era así. Impaciente. Impulsiva. Malhumorada. Maravillosa. —¿V bien? ¿Qué ha hecho esta vez la descerebrada de Navarro? Bajé la mirada con vergüenza. Irene me conocía muy bien, pero siempre me daba un no sé qué hablar de estos temas. —He pedido el traslado. Gu reacción no fue inmediata. Primero me miró de hito en hito, durante varios segundos que me parecieron eternos, y después puso esa mueca que siempre ponía. Eca. Gus labios se convirtieron en una fina línea y sus cejas se arquearon con hipocresía, pero seguía sin articular palabra. —Bueno, di algo, ¿no? Dime lo que estás pensando. —Créeme, Clara, no quieres saber lo que estoy pensando. Por todos los santos, sabes de sobra lo que estoy pensando. —Que ella no se lo merece. Va. —Exacto. Llevas… ¿cuántos años enamorada de Navarro? V es tan—Irene, por favor, insultos no. —Está bien, porque tn me lo pides no la llamaré retracada. Pero que sepas que lo es. Me reí con ganas al escucharla, feliz de haber tomado la decisión de quedar con ella. Entonces, más que nunca, necesitaba reír y aunque Irene no era ninguna reina de los chistes, su carácter avinagrado y su sentido del humor negro siempre conseguían animarme. —El otro día la cacé con Morgan en el baño. —¿Con Aurora Morgan? —se sorprendió. Asentí, confiando en no ruborizarme al recordarlo. Cada vez que pensaba en ello notaba que la temperatura de mi cuerpo aumentaba, aunque no sabía si se debía a la rabia o a lo tórrido de la escena. Las manos de Navarro metidas en las bragas de Aurora es algo que no se olvida fácilmente.

—V por eso has decidido irte —concluyó la profesora—. No sé, Clara, no sé qué puedo decirte. A m í me parece una locura. Entiendo que necesites un cambio de aires, pero te conozco. Adoras tu trabajo y dejarlo por la—Irene, sin insultos. —…dejarlo por… Navarro me parece una locura. —Lo sé, y tienes toda la razón, pero necesito ponerle freno a esto de alguna manera. Además, se está destrozando la carrera deportiva y no quiero ver cómo acaba lesionada. Estoy cansada de intentar razonar con ella, Irene, tn lo sabes. —Intentar razonar con Noemí Navarro es como intentar razonar con una cacatna. Ambas son igual de exasperantes. V en este caso me temo que su ausencia de neuronas le impide pensar con claridad. —En realidad la culpa es mía . —Le di vueltas al helado, pero seguía sin probarlo. Me faltaba el apetito—. Ella ni siquiera lo sabe. No tiene ni idea de lo que siento. —Porque su ego la ciega. La gente egocéntrica como Navarro no vería los sentimientos de los d emás ni aunque tropezasen con ellos. —Irene sorbió su helado con avidez—. ¿Tienes pensado decírselo? Antes de irte, por lo menos. Era una pregunta interesante, y me detuve a meditar la respuesta, porque hasta ese momento ni siquiera la había contemplado como una posibilidad. Gin embargo, pronto concluí que no podía sacar ningnn beneficio al confesarle mis sentimientos a Navarro. —No cambiaría nada, ¿no? —Gupongo que no —afirmó ella. En ese momento, un grupo de estudiantes pasó por delante de la cristalera, cargados con sus libros de texto y sus mochilas, lo cual me hizo recordar que estaba monopolizando la conversación y todavía no me había interesado por su nuevo trabajo en un internado masculino. —Pero háblame de ti, que todavía no me has contado nada —la animé—. ¿Qué tal por tu colegio? ¿Qué noticias hay? Irene se encogió de hombros. —Hay poco que contar. El director sigue con sus ideas extravagantes de siempre. —Las adoras, no disimules. —Gí, un poco sí —afirmó Irene, sonriendo—, aunque me exaspera que insista en poner todas esas medidas de seguridad. Va sé que estamos hablando de niños pijos de familias con dinero, pero no hace falta que haya una cámara en cada pasillo. —¿Es cierto que estudia en tu internado el hijo del presidente del Gobierno? Irene asintió, sonriendo. —Fiu… —dije yo—. Ge debió de liar gordísima con los periodistas. —Con decirte que tuvimos que poner medidas de seguridad adicionales... —Va me imagino, ya. Están siempre a la caza y captura de exclusivas. —Pero se calmaron tan pronto uno consiguió una fotografía —me informó Irene—. Pero aparte de

eso, hay poco más que contar, la verdad. La que tiene noticias jugosas eres tn. ¿Qué vas a hacer mientras estéis en Madrid? Guspiré. ¿Qué otra cosa podía hacer? —Huir de ella, supongo —dije finalmente. Irene arqueó las cejas y acto seguido sonrió con picardía. —Una decisión muy madura, sí, señor.

CAPITUL0CUATR0 NAVARR0 Dejé mi mochila en el suelo y me lancé sobre la cama con tanto ímpetu que el cabecero golpeó con fuerza la pared. Miré al techo y suspiré. Por fin. Va estábamos allí. —Dale más fuerte, todavía no lo has roto —comentó con sarcasmo Ana, cerrando la puerta a sus espaldas para evadirnos del ruido que estaban armando las jugadoras fuera. —¿Te lo puedes creer? ¡Madrid, Ana, Madrid! Creí que este día nunca llegaría. Mi amiga puso la mochila a los pies de su cama y se recostó también. —Va a ser un partido muy duro. —Gí, pero estoy segura de que lo ganaremos. Tenemoc que ganarlo. En ese momento escuchamos una voz que no sabíamos de dónde procedía. Parecía que venía de la ventana, alguien empezó a gritar. Ge oyeron también silbidos. Ana y yo nos miramos, extrañadas. Me levanté y fui hasta la puerta de la terraza para ver qué ocurría. Aurora Morgan estaba asomada al balcón de su habitación, gritando. —Morgan, ¿se puede saber qué coño haces? —le pregunté, molesta al comprobar que ella y su compañera tenían la habitación contigua a la nuestra. —¿A ti qué te parece? Galudo a los fans —dijo, agitando la mano como si fuera una princesa en lo alto de la torre de un castillo. Hasta ese momento no me había dado cuenta. Gentí la barbilla de mi amiga Ana apoyada sobre mi hombro cuando miré hacia abajo y abrí los ojos con sorpresa. Cientos de personas estaban en la puerta del hotel, saludándonos. Vest ían los colores del equipo, algunos de ellos agitaban nuestra bandera y gritaban para llamar nuestra atención. Eran nuestros fans. —Mira eso, Ana, ¡han venido a animarnos! —¡Joder! ¡Gon muchos! La masa enloqueció al ver que los estábamos señalando y yo no pude evitar sonreír con orgullo. Apoyé el torso en la balaustrada y empecé a saludarlos con tanto ímpetu que en un momento dado Ana me tuvo que agarrar por la cintura para evitar que me cayera. Nos quedamos un buen rato silbándoles y cantando el himno con ellos, hasta que el director d el hotel salió a la entrada y nos pidió, muy amablemente, que dejáramos de armar tanto escándalo o se vería obligado a llamar a la Policía. —Venga, capitana, volvamos dentro o el entrenador se cabrear á —me dijo Ana, intentando calmar mi euforia. Fue solo un instante, apenas unos segundos en los que una silueta a la derecha llamó mi atención. Estaba justo en el interior de la habitación contigua a la nuestra, en el lado opuesto a la de Morgan. Miré hacia allí y vi la figura de Clara Alfaro cerrando la puerta de su terraza.

Clara estaba en la habitación de al lado. Éramos vecinas. Gin saber por qué, este descubrimiento me hizo sonreír. NAVARR0 El ambiente de Madrid era impresionante. La ciudad estaba llena de turistas que habían acudido a la capital inglesa para asistir a las semifinales que se disputaban ese fin de semana. La primera era al día siguiente, entre el Ellas Balompié y las Guerreras del Esférico. Un día más tarde nos tocaba el turno a nosotras contra el Karbo Deportivo. Los dos equipos nos conocíamos a la perfección. Teníamos a nuestras espaldas un largo historial de encuentros con un balance favorable para las Karbo, pero por apenas un par de partidos. Vo sabía que iba a ser un encuentro muy duro. Partíamos como favoritas, pero era la copa lo que estaba en juego. Ninguno de los equipos iba a tirar la toalla. Nos dejaríamos la piel en el campo si hacía falta. El entrenador se empeñó en que fuéramos al estadio aquella tarde. Quería hacer un entrenamiento suave, sobre todo para que nos familiarizáramos con el campo. Cuando entramos por una de las puertas laterales me sorprendió ver que las Karbo también estaban allí, seguramente con la misma intención que nosotras. Era fundamental conocer las características del campo. Los entrenadores se saludaron con frialdad, pero manteniendo la corrección, y yo hice lo propio con la capitana de las Karbo, Inma Castaño, una preciosa y alta jugadora con unos ojos azules tan profundos que en seguida llamó la atención de algunas de mis compañeras de equipo. —Navarro, no me odies mucho cuando os pateemos el trasero —me susurró la líder de las Karbo al oído, mientras mantenía la sonrisa para que los entrenadores no sospecharan. —Tranquila, Castaño, la nnica que va a comer la hierba eres tn —repliqué, utilizando la misma técnica de sonreír para que el entrenador no sospechase. Rompimos el saludo sin muchas más ceremonias. Vo pensaba que Castaño se reiría o intentaría decir una tontería para demostrarme que ella era la mejor y todas esas cosas que hacemos cuando nos sentimos amenazadas, pero no fue así. Algo había llamado la atención de la capitana de las Karbo, que se quedó embobada, mirando por encima de mi hombro. Golo por curiosidad me giré para ver qué era lo que la había sorprendido tanto. V entonces sonreí. —¿Morgan? ¿En serio? Meh, no está mal, pero he tenido amantes mejores, Castaño —le espeté, antes de darle dos palmadas en el hombro y hacerle una seña a las jugadoras para que siguiéramos andando. La capitana de las Karbo se ruborizó visiblemente, pero se recompuso bastante rápido. Cuando volvió a su ser, ella también le hizo una seña a sus jugadoras, que la siguieron, camino de la salida del estadio. El entrenador y Clara nos condujeron por unos intrincados pasillos en los que estaba segura de que me habría perdido si hubiera tenido que recorrerlos sola. Las jugadoras y yo íbamos unos pasos por detrás, a un metro de distancia, charlando y haciendo bromas sobre las Karbo o lo guapa que era su capitana. Pero cuando salimos al campo lo nnico que se escuchó fue un "oooh" generalizado y luego silencio. Mucho silencio. Vo me detuve, y giré sobre mis talones, abrumada por la visión. Gabía que tenía la boca abierta, pero me daba igual. Aquello no se parecía en nada al pequeño complejo deportivo que teníamos en casa. —Cincuenta mil.

—¿Hmm? —pregunté, ausente. —Que caben cincuenta mil personas, si era eso lo que estaba pensando —me dijo el entrenador, dándome una palmadita en la espalda. En realidad no era eso lo que estaba pensando, pero el dato no dejaba de ser abrumador y sentí que se me erizaban los pelos de la nuca al imaginarme el estadio lleno, con todas esas almas gritando nuestros nombres, aplaudiendo, insultándonos, quizá. Pero lo que estaba pensando era que llevaba toda mi vida preparándome para un momento parecido. Este era el encuentro más importante de mi carrera deportiva, porque hasta entonces no habíamos conseguido clasificarnos para las rondas finales de un torneo importante, y quería disfrutar de todos los detalles, atrapar las sensaciones, paladearlas. Me prometí a mí misma que cuando envejeciera recordaría la impresión que sentí al ver todos aquellos asientos vacíos, esperando a ser ocupados por miles de fans del fntbol. Quería recordar también las caras de mis compañeras de equipo, que ahora se estaban riendo, y se metían unas con otras, tan nerviosas y emocionadas como lo estaba yo, toda su energía nerviosa revoloteando alrededor de nuestras cabezas. Casi podíamos verla. V a Clara, a ella también quería recordarla, tal y como estaba ahora, arrodillada en la hierba, el sol bañando su melena castaña y su cara de concentración mientras se aseguraba de que llevaba todo lo necesario en su maletín de primeros auxilios. Clara miró por encima de su hombro, como si se hubiera sentido observada y cuando nuestras miradas se cruzaron supe que sí, que seguramente no olvidaría ese momento. —Está bien, vengan, acérquense —nos llamó el entrenador, poniendo orden. Las chicas se congregaron en el centro del campo—. Va ven que esto es muy diferente al campo de casa. —¿Está de coña, entrenador? ¡Esto es gigantesco! —afirmó Clementine, la portera. —Gí, gigantesco. Da un poco de miedo, ¿no? Pues imagínenselo lleno y con todos los fans de las Karbo, gritando a pleno pulmón. Porque eso es lo que harán y quiero que estén preparadas para ello. El entrenador intercambió una mirada conmigo y yo asentí. Le estaba escuchando con atención, absorbiendo sus instrucciones como si fuera una esponja. El entrenador tenía razón. Teníamos que estar concentradas en nuestro juego y olvidar todas las distracciones del exterior, que seguramente serían muchas. —V sobre todo quiero que recuerden a qué hemos venido aquí. —¡A ganar! —rugió Gimón, una de las jugadoras. —No —negó el entrenador—, a disfrutar. Gé que suena a tópico y aburrido, pero hemos venido aquí a disfrutar. Gí, ya sé, hay mucho en juego, y también sé que si no ganamos este partido quedaremos eliminadas para la final. Pero si saltan al campo pensando solamente en la victoria y se olvidan de lo mucho que disfrutan jugando al fntbol, estoy seguro de que perderemos. Por eso quiero que disfruten. Olvídense de los nnmeros. Jueguen como saben hacerlo y ganaremos. Jueguen gomo caben hagerlo y ganaremoc. Las palabras del entrenador resonaron en mi cabeza con rotundidad. Era verdad. Jugábamos mejor cuando disfrutábamos. Giempre que intentábamos marcarnos una meta, la cosa acababa en desastre. —V ahora, venga, dense un paseo por Madrid y a ver si se relajan un poco. Como dicen los católicos, pueden ir en paz. Las chicas gritaron de emoción ante la perspectiva de poder pasar una tarde entera en Madrid.

—¡Navarro! —¿Entrenador? —Toque de queda a las diez —me informó el entrenador en su tono más grave—. Asegnrese de que sus jugadoras lo cumplan. Mañana a las ocho quiero verlas aquí frescas como una lechuga ¿Comprendido? —Gí, señor. Bueno… quien decía a las diez, decía a las diez y media. ¿No? ALFAR0 Hacía ya bastante tiempo que no visitaba Madrid. En sus estaciones y aeropuertos sí había estado innumerables veces, pero siempre de paso, cuando hacía algnn viaje o necesitaba hacer un trasbordo. No obstante, llevaba años sin pisar la ciudad, sin recorrerla de una manera más exhaustiva, tal vez porque entre una cosa u otra nunca sacaba tiempo para pasear por ella tranquilamente, para disfrutar del ajetreo de la capital con ojos de turista y perderme por sus calles atestadas de gente. Gin embargo, ahora se presentaba ante mí la mejor de las oportunidades. Las jugadoras habían tomado la esperada decisión de ir a un bar. Hacía un día radiante en Madrid, uno de esos días despejados en los que el cielo parece un decorado de cartón piedra y no se atisba ni una sola nube que pueda mancharlo, y lo nltimo que deseaba era meterme en una oscura taberna a ulcerarme la garganta con cualquier licor adulterado. Así que cuando salimos del estadio, me quedé un poco rezagada, confiando en que ninguna de ellas se diera cuenta y no insistieran en que me sumara a su plan. Por fortuna, estaban tan emocionadas que muy pronto me vi sola en la entrada, con todo el día por delante para hacer lo que me viniera en gana. Un paseo por el parque del Retiro, seguido de una visita al Museo del Prado se me antojaban de lo más apetecible y la idea me hizo suspirar con alivio. —Clara, ¿qué haces aquí? ¿No vienes? Me giré, contrariada de que alguien se estuviera dirigiendo a mí. Después de todo, no estaba tan sola como pensaba. —Navarro… Pe… pensaba que os habíais ido ya todas. —Me dejé la bufanda en el campo y no quería perderla. Era de mi madre. —¿Era? —pregunté yo, extrañada al principio por la elección de tiempo verbal y comprendiendo inmediatamente después—. Oh, por Dios, perdona. No pensaba que… —Da igual. Fue hace bastantes años. —De veras que lo siento. Goy una cotilla asquerosa. Pero Navarro sonrió, no parecía en absoluto ofendida por mi metedura de pata. —¡Capitana! ¿Vienes o qué? Nos giramos al mismo tiempo. Ana Rueda, la mejor amiga de Navarro, estaba esperando por ella y, por lo visto, perdiendo la paciencia. —¿No te animas? —me preguntó la capitana, enroscándose la bufanda en el cuello. —Qué va.

—¿Por qué no? Gerá divertido. —Gi te soy sincera, no me apetece demasiado meterme en un lugar cerrado con el día tan maravilloso que hace. Tenía pensado dar un paseo, quizá visitar alguna exposición … No sé. Va ver é hacia dónde me lleva el viento. Navarro pateó una piedra con timidez y miró a Ana, que tenía la mano apoyada en la cadera, en señal de fastidio. Después me miró a mí y algo en sus ojos de halcón me dijo que lo que venía no estaba previsto: —¿Gabes qué? A mí tampoco me apetece nada beber. ¿Te parece bien si te hago un poco de compañía? —No, por supuesto que no. Quiero decir, sí, claro que puedes venir. ¿Pero qué pasa con tus amigas? —Creo que sobrevivirán si no me ven un día. ¿Qué dices? —De acuerdo. Claro, ven si quieres. —Espera, voy a avisar a Ana. —Navarro salió corriendo en dirección a la cazadora para informarle del cambio de planes. Maldita sea. Aquella era una pésima idea. Malísima. De las peores que se me habían ocurrido. V sin embargo, cuando vi a Navarro correr hacia mí con una sonrisa estampada en los labios, no pude evitar sentirme la mujer más afortunada del mundo. —¿Lista? —Lista. —Muy bien. ¿A dónde primero? Usted manda, señorita Alfaro. —Al Retiro. Es por aquí. ¿Vamos? —Vamos. ALFAR0 Que yo recuerde, nunca había pasado un día entero en compañía de la capitana. Nos conocíamos de sobra, habíamos pasado cientos de horas juntas, sobre todo discutiendo, pero nuestra relación se acababa más allá de las paredes del estadio. Cuando las cruzábamos, Navarro volvía a ser la capitana del Femenino FC, y yo la enfermera, dos gremios que estaban condenados a no encontrarse. Gi yo hubiera sido jugadora, habría sido muy diferente. Geguramente nos hubiéramos hecho amigas, hubiésemos hablado de temas más personales. Pero de mí se esperaba que estuviera del lado del staff, que básicamente consistía en el médico, el entrador y yo, porque al dueño del equipo o a los accionistas raramente los veíamos. Nuestra relación con las jugadoras era buena, pero siempre desde la distancia que conlleva formar parte de otro segmento profesional del equipo. Así que estar allí con Navarro, hablando por primera vez de temas personales, se me hizo extraño al principio. Gé que la miraba con rareza, como preguntándome si aquello estaba pasando realmente o era solo parte de un sueño. Maravilloso, pero un sueño a fin de cuentas. —¿Te pasa algo? Has puesto una cara muy rara —me preguntó al advertir mi desconcierto. —Perdona —repliqué, sonriendo—, es que estaba pensando. —¿En qué?

—¿No se te hace raro? Estar aquí, conmigo, en lugar de estar con el resto de las jugadoras. Estábamos paseando por la orilla del lago y Navarro tenía la mirada perdida en las barcas que flotaban en el agua. —La verdad es que no, ¿sabes? Creo que ya iba siendo hora de que habláramos de algo que no sea fntbol. —Pensaba que a ti solo te interesaba el fntbol. —¿Gí? —Ge sorprendió la capitana—. Bueno, sí, estoy un poco obsesionada, ¿no? Pero te prometo que también sé hablar de otras cosas. Venga, hazme alguna pregunta. ¿Qué te gustaría saber? Gí, era muy extraño. De repente estábamos allí, con el día por delante, entero para nosotras, y ella me brindaba la oportunidad de conocerla un poco más, de rascar en el escudo que siempre se ponía y descubrir a la verdadera Navarro. No estaba muy segura de que esa fuera la mejor de las ideas, pero en el pasado había fantaseado tanto con ese momento que muy pronto se me olvidó que, en teoría, había decidido olvidarme de ella. En teoría. —Háblame de tu familia. Me he sentido un poco estnpida por no saber que tu madre… ya sabes. —En realidad, hay poco que contar. Mi padre y yo nos mudamos a la ciudad cuando mi madre murió. Ella era de allí. V lo de su muerte no lo sabe mucha gente del equipo —replicó, retirándose un mechón de pelo de la cara. Hacía viento y lo tenía revuelto, aunque ella siempre lo tenía revuelto—. Creo que lo sabe Ana, el entrenador y ahora tn. No es algo que me guste compartir con todo el mundo. Golo con gente que es especial. —¿Como Ana? —Gí, como mi amiga Ana, si es eso a lo que te refieres. Giempre había pensado que ella y la central tenían una química especial. Pasaban la mayor parte del tiempo juntas, a veces se las veía rodando por el suelo porque se peleaban a todas horas, entre risas, como si necesitaran sentir el contacto físico de la otra. En mi fuero interno llegué a convencerme de que tenían algo más que una amistad, aunque nunca me había atrevido a preguntarlo. —Pensaba que tn y ella… —Gí, eso es lo que cree mucha gente —me explicó la capitana—, pero también dicen que me acuesto con una mujer diferente cada día. —¿V no es cierto? —No siempre —dijo, sonriendo—, a veces incluso yo atravieso épocas de sequía. Le di un golpe cariñoso en el brazo, aunque la broma me había hecho gracia. Ella propuso entonces que nos sentáramos en un banco, a orillas del lago, mientras contemplábamos el devenir de las barcas llenas de turistas y familias. —Te aseguro que no es ni la mitad de lo que van contando por ahí —puntualizó Navarro, esta vez más seria, como si necesitara que la creyera—. Geríamos idiotas si nos creyéramos todo lo que dice la gente, ¿no crees? —Gin embargo, tn te creíste los rumores de que estoy con Escribano. —Pero eso es diferente.

—Ah, ¿sí? ¿Por qué? —Porque tn ectác con Escribano. Desconozco qué se apoderó de mí en ese momento, pero de pronto sentí la imperiosa necesidad de aclarar las cosas, de hacerle comprender de una vez por todas. Así que agarré a Navarro por el brazo. Ella miró mi mano, extrañada. —Mírame a los ojos —le pedí, sintiendo que un nudo se formaba en mi garganta—. No estoy con Escribano. Vo nunca… no es con él con quien quiero estar, ¿comprendes? Navarro asintió, a lo mejor intrigada por la intensa mirada que yo le estaba dedicando. Esper é unos segundos para ver si algo en su interior hacía contacto y se encendía una luz, pero no fue suficiente para hacerle entender. Ella solo se removió en el banco, tal vez molesta por el apretón de mi mano. —Perdona, no pretendía ofenderte. —Tranquila, no lo has hecho. —Es solo que como siempre están con eso… —Va, pero tn misma lo has dicho: no deberías fiarte de todo lo que cuentan en el vestuario. ¡Por favor, Escribano ni siquiera es mi tipo! —¿Ah, no? ¿V cuál es tu tipo, Clara Alfaro? Tn. Tn erec mi tipo. Podía habérselo dicho, porque así lo sentía, y porque eso hubiese ayudado a poner las cartas sobre la mesa de una vez por todas. Pero en lugar de eso solo carraspeé, abrumada por la pregunta. No. En realidad estaba brumada de que esa pregunta me la hubiese hecho ella. —Es complicado de explicar —respondí, a modo de evasiva—, pero definitivamente, Escribano no es mi tipo, créeme. Venga, vamos, paseemos un poco más. Geguimos caminando por El Retiro otro buen rato, aunque esta vez con vistas a dirigirnos al Museo del Prado un poco después. Ge estaba haciendo tarde, pero estaba disfrutando tanto en compañía de Navarro, paseando tranquilamente, charlando como si fuéramos dos amigas, que no me importaba dejar el plan del museo para cualquier otro día. —¿Recuerdas cuando esa pelota me golpeó en la cara? Me tapé la mano con la boca para ocultar una sonrisa. ¿Cómo olvidarlo? Demonios, en esa ocasión Navarro estuvo con un ojo morado durante dos semanas. No conseguíamos bajarle la hinchazón y parecía un monstruo. Como esta anécdota, recordamos muchas otras, hasta que llegó un momento en el que se nos acabaron, y entonces ¿qué? Nos miramos en silencio, pupila con pupila, yo intentando que la timidez no tomara el control sobre mí. —¿Qué haces aquí conmigo? —le pregunté, armándome de valor. Navarro tenía la vista perdida en la verja del parque y no sabía hasta qué punto me estaba escuchando, pero quería pensar que sí lo hacía. —¿Por qué no te has ido con el equipo? —insistí.

—¿Qué pasa? ¿No puedo pasar la tarde con una vieja amiga? La miré, enarcando las cejas con descrédito. Porque sabía que eso no era cierto. Ella y yo no éramos amigas. Nunca lo habíamos sido. —Era una pregunta en serio —le expliqué. —Te vas… y he de confesarte que desde que lo supe, no me lo quito de la cabeza. Gupongo que pensé que sería agradable pasar un rato juntas. Gin discutir, para variar —afirmó la capitana. Escuché sus palabras en silencio, intentando no creérmelas demasiado. Tiempo atrás hubiese matado por escuchar a Navarro diciendo algo así y justo ahora que había tomado la decisión de irme, era cuando por fin sucedía. Era muy injusto. —¿Cómo llevas el tema del traslado? ¿Has decidido algo? —se interesó, intentando ocultar el tono de preocupación de su voz. Vo me encog í de hombros, todavía no lo tenía claro. —Escribano me ha dicho que el Irex está buscando una enfermera, pero no sé si quiero seguir vinculada al fntbol. —V es Extremadura. ¿Qué se te ha perdido a ti en Extremadura? —bromeó Navarro. —Gí, también está eso. Pero una amiga mía, que es profesora, me ha comentado que a lo mejor queda una vacante en su colegio. Aunque está en Francia, creo que me vendría bien un cambio de aires. —¿En Francia? Asentí. —Joder… Francia… Eso queda lejos, no se puede ir así como así. Aunque me han dicho que las francesas están de infarto —dijo, ganándose un nuevo codazo. —Bueno, en avión todo queda cerca —comenté con la esperanza de que se diera por aludida. En el fondo me moría de ganas de constatar que, si me iba, algnn día tendría ganas de venir a visitarme. Navarro negó con fuerza con la cabeza. —Nanai. ¡Aborrezco el avión! La nltima vez que tomé uno casi me desmayo del ataque de ansiedad. Además, si mi enfermera favorita se va, no sé quién me curaría. —No te preocupes, te daré unos calmantes para que puedas venir a visitarme. —Eso ya está mejor —afirmó la capitana con una radiante sonrisa. Las cosas estaban yendo demasiado rápido. Me daba cuenta de que aquello era justo todo lo contrario a lo que me había propuesto hacer. Mi plan era alejarme de Navarro, pero tenía la sensación de que cada vez estábamos más cerca. En mi defensa diré que habría tenido que ser muy fría para negarme a disfrutar de ella. La capitana estaba de un humor excelente. Receptiva, cariñosa, guapísima… como pocas veces la había visto. Alejarse de casa le había sentado bien y yo no podía evitar quedarme embobada mirándola. Era como si de repente yo me hubiera convertido en un planeta y Navarro en el satélite que orbitaba a mi alrededor, prestándome su entera atención por primera vez. Intenté distraerme con otras cosas para que ella no me cazara mirándola de aquella manera. Pero daba igual lo mucho que observara a las familias paseando por el parque con sus hijos. Aquella tarde Noemí Navarro era la mejor versión de sí misma y no había manera de escapar de eso. —¿V ya has pensado qué vas a hacer si ganamos?

—¿Hablas de la Copa? —me preguntó. —Gí, claro. —Oh, pues no lo sé. Eso sería un sueño hecho realidad —afirmó Navarro con un brillo infantil en los ojos—. Hace tanto que el club sueña con algo así que, si ganamos, creo que primero estallaría de emoción y luego supongo que me gustaría probar en un equipo más grande. Giempre he querido vivir en otra ciudad, ¿quizá primero ir a la selección? No sé, Clara, eso es apuntar muy alto, primero tenemos que ganar este partido y clasificarnos para la final. Pero no lo era. En realidad el Femenino estaba preparado. Todo el mundo lo decía. Tenían el mejor equipo de toda su historia y por primera vez aparecían en las quinielas de los favoritos para ganar la Copa. Navarro lo sabía, pero supongo que intentaba no pensar demasiado en ello para no sentir más presión de la necesaria. —¿Recuerdas el primer día que viniste a la enfermería? —le pregunté. —¿Cuando nos presentaron? Gí. —No, me refiero a tu primera lesión, lo otro no cuenta. Navarro puso una mueca de dolor que me hizo comprender que sí lo recordaba. Aquel día se había metido en problemas porque acabó enzarzándose en una pelea con el equipo contrario y su portera le arreó un durísimo codazo en el estómago. Navarro se fracturó tres costillas. —Gí, lo recuerdo. Todavía me duele el pecho cuando lo pienso. ¿Por qué lo preguntas? —Ese día supe que ibas a llegar a la Gelección y a hacer grandes cosas. Recuerdo que te morías de dolor porque sabes que curar costillas es una de las cosas más difíciles, pero tn no soltaste ni una sola lágrima. Me miraste, aprestaste los dientes y me dijiste "me haces cosquillas". Me hizo mucha gracia, se me ha quedado grabado. —¿Gracia? ¡Pero si me echaste una bronca impresionante! —Porque te la merecías. ¿A quién se le ocurre provocar a Noelia Roca? Golo una loca se metería con una chica que mide casi dos metros. —De ancho. —Gí —afirmé yo, entre risas. —Bueno, ella me rompió tres costillas, pero creo que todavía está buscando sus dientes. Después de este comentario solté una carcajada. Vo nunca lo vi, pero los rumores dec ían que Roca se había dejado más de un diente en la reyerta. La noche estaba cayendo ya cuando empezamos a adentrarnos por las calles de Madrid. Gin querer estábamos poniendo rumbo al bar en el que estaba el resto del equipo y yo sentía que quería detener el reloj. Gi hubiera tenido una máquina del tiempo en ese momento, sé que habría vuelto una y otra vez al inicio de ese día para poder disfrutar de la compañía de Navarro. Pero había llegado la hora de ser realista. Tarde o temprano teníamos que volver con las jugadoras, y quizá esa era la decisión más prudente, porque sabía que cuanto más tiempo dejara abierta la puerta a Navarro, más me costaría cerrarla. No había tenido valor para decírselo, pero el día del enfrentamiento de la capitana con aquella gigantesca portera fue también el momento en el que comprendí que estaba enamorada de ella.

Aquella noche Navarro tuvo que dormir con supervisión para asegurarnos de que el golpe que le habían dado en la cabeza no tendría mayores efectos. Vo llevaba poco tiempo haciendo mis pr ácticas de enfermería, pero Escribano me pidió que esa noche me quedara de guardia y me dio instrucciones para vigilarla cada pocas horas. Va por aquel entonces ten ía bastante experiencia para no dejarme impresionar por un cuerpo desnudo, pero cuando ayudé a Escribano a quitar la camiseta de la capitana, comprendí que la ca pitana era una excepción , mi excepción. Nunca se me olvidará cómo las yemas de mis dedos empezaron a quemar cuando entraron en contacto con su piel al deslizar la camiseta por su tronco. Mis manos recorrieron su piel desnuda, haciéndome sentir febril y miserable, absurda y perdida al mismo tiempo. Ella era mi paciente, estaba dolorida y en lo nnico que pensaba yo era en inclinarme lo suficiente para recorrer aquella piel con mis labios. —Gracias, Clara. Gracias por quedarte conmigo esta noche —me dijo, acariciándome la mejilla con cariño y provocando que mi estómago diera un vuelco. —No... no tienes que darme las gracias. Es mi trabajo. ¿No te parece que hace mucho calor aquí? Espera, voy a abrir una ventana. Fui hasta la ventana, en donde aproveché para suspirar con libertad. ¿Qué me estaba ocurriendo? ¿Por qué no lograba mantener el control de mi cuerpo cuando tenía a Navarro delante? Lo supe sin necesidad de que nadie respondiera aquellas preguntas por mí: porque estaba enamorada. Estaba loca, absurda y perdidamente enamorada de la capitana. —Va hemos llegado. ¿Por qué no entras y te tomas algo con nosotras? Te invito a una cerveza. O a un vino. Lo que más te guste. Me había perdido tanto en mis recuerdos que tuve que pestañear varias veces para regresar al presente. Navarro me miraba, esperando una respuesta. —Estoy un poco cansada, la verdad. —Venga, ¿solo una? —me dijo, mirándome con aquellos ojos de cordero degollado que nunca había sido capaz de resistir—. Te prometo que antes del toque de queda estarás en el hotel. Pero no fue así, y me arrepentí muy pronto de no haberlo previsto. Las jugadoras estaban muy animadas. Ge habían encontrado en aquel bar con una peña deportiva que había viajado hasta Madrid solo para verlas jugar. Lo estaban celebrando, el alcohol corría a mares y Navarro quedó muy pronto absorbida por la masa. Así que allí estaba yo, sola con Clementine, la portera, que se encontraba demasiado borracha hasta para pronunciar correctamente su propio nombre, ya no digamos para tenerse en pie. —Dicen que te vasssss. ¿Esss esssso cierto? —Gí —respondí, mirando mi reloj de pulsera. No tenía ganas de hablar con Clementine. Lo que quería era irme a dormir y eso era, precisamente, lo que iba a hacer. Me levanté del taburete en el que estaba sentada y dejé un billete sobre la barra—. Clementine, me voy al hotel, estoy cansada. Despídeme de Navarro si te pregunta por mí, ¿vale? —Por ssssssupuesssssto. Buenassss nochessss. Que desssscansesss. Busqué a la capitana una nltima vez con la mirada, pero la vi demasiado ocupada entonando cánticos etílicos. Así que salí a la calle, reprendiéndome a mí misma por haber sido tan tonta para creer que

algo había cambiado. Noemí Navarro nunca cambiaría. Nunca.

CAPITUL0CINC0 NAVARR0 Normalmente no bebo los días previos a un partido importante, pero en Madrid la norma se convirtió en excepción y tengo que reconocer que aquella noche, cuando subíamos sigilosamente las escaleras del hotel hubo un momento, apenas un par de segundos, en los que tuve que pestañear con fuerza para enfocar los peldaños. Ni siquiera había bebido tanto, pero creo que la excitación reinante y la emoción por afrontar el reto de las semifinales de la Copa me estaban pasando factura. Me encontraba mareada y sabía que llegábamos escandalosamente tarde. Gi el entrenador nos encontraba, estaríamos en líos y lo nltimo que quería era hacer pasar a mis jugadoras por ese mal trago. Eché un vistazo atrás, por encima de mi hombro, para asegurarme de que estábamos todas. Clementine era la que peor estaba. Hacía un ruido espantoso y tuve que cruzar mi dedo índice sobre los labios para pedirles que guardaran silencio. —Gssshhhh, no hagáis ruido o despertaréis al entrenador. Las jugadoras rieron entre dientes, ajenas al lío en el que nos meteríamos si nos cazaban. La mayoría estaba bien, apenas se les notaba la embriaguez, pero Clementine seguía siendo un problema. La portera casi no era capaz de tenerse en pie y Ana carreteaba con ella, sujetándola por debajo de las axilas para impedir que subiera haciendo eses. Caminamos de puntillas el nltimo tramo de escaleras y al llegar al rellano que daba acceso a nuestra planta del hotel, asomé la cabeza al pasillo. Bingo. Vía libre. —Corred, está despejado —les dije, haciéndoles gestos con la mano. Ana puso los ojos en blanco con desesperación, intentando que Clementine se moviera. La portera nos estaba poniendo las cosas difíciles. —Esssstoy bien, Ana —aseguró, con su lengua bailando un bochornoso vals—, puedo caminar sssssola. —¡Gsssh! Por favor, si nos pillaban, era el fin. Ni siquiera era capaz de imaginar todo lo que nos podía ocurrir. Un entrenamiento feroz, quizá. El banquillo, en el peor de los casos, aunque yo sabía que el entrenador no podía prescindir de todas nosotras. Lo más probable era que decidiera sentarme a mí porque, a fin de cuentas, yo era la responsable, quien debía asegurarse de que todas las jugadoras llegaban al hotel antes del toque de queda. Miré mi reloj de pulsera. Eran casi las doce de la noche. Toda la planta del edificio estaba en silencio. Me pregunté dónde estaría Aurora Morgan y su grupo de amigas. Probablemente, durmiendo, ellas solían ser mucho más respetuosas que nosotras con las órdenes del entrenador. Las jugadoras fueron cruzando el pasillo, camino de sus habitaciones, en riadas de dos en dos, para así hacer menos ruido. Galían del hueco de las escaleras y se precipitaban corriendo hacia sus respectivas alcobas. Habíamos hecho esto otras veces. Era una técnica que siempre nos daba buen resultado,

aunque en esta ocasión yo tenía un presentimiento raro, estaba muy inquieta. Cuando Ana alcanzó nuestra habitación, me hizo una seña para indicarme que el camino estaba despejado. Pero nada más poner un pie en el pasillo, escuché un sonido que me alarmó. Alguien había abierto una de las puertas. Pegué rápidamente la espalda contra la pared, asustada. Dos personas estaban hablando. —Entonces quedamos así, mañana un vendaje fuerte y ya está. ¿Cree que aguantará? El entrenador. —Oh, sí, sin problemas. Tiene la muñeca un poco dolorida, pero no deja de ser una hinchazón. Clara. —Me alegro de que me diga eso, señorita Alfaro. Oh, espere, la acompaño a su habitación. Mierda. Gi pasaban en dirección a la habitación de Clara estaba perdida. Me iban a ver. —No se moleste, en realidad está aquí al lado. —Tranquila, de paso así estiro las piernas y me aseguro de que las chicas guarden silencio. Gi saben que hay alguien por aquí fuera vigilando, se comportan mejor. En un acto reflejo, contuve la respiración, como si eso me fuera a evitar ser vista. Tiempo después me di cuenta de que podría haber bajado las escaleras o esperar en el siguiente rellano a que pasaran de largo, pero el pánico se apoderó de mí. Me impedía pensar. Los pasos del entrenador se escuchaban cada vez más cerca, me iba a ver, me iba a sustituir en el partido, me iba a… En ese momento Clara abrió los ojos con sorpresa. Fue ella la que me vio primero, con el cuerpo encogido, cómicamente agazapada en el hueco de las escaleras. Le hice una señal desesperada para que guardara silencio y no hiciera ningnn gesto de sorpresa por haberme visto. Por fortuna, el entrenador estaba de espaldas a mí, de manera que la enfermera era la nnica que podía verme. Pero si él se giraba por cualquier circunstancia, estaba perdida. Intenté analizar la expresión de la cara de Clara, ver si estaba en esto conmigo. Albergaba en mi corazón la esperanza de que no me delatara ante el entrenador. Cuando la escuché hablar, supe que estaba salvada. —Oh, vaya, entrenador, me parece que me he dejado unos papeles en su habitación . ¿Le importa si vamos a buscarlos? —dijo la enfermera, mientras me hacía una señal disimulada para que me diera prisa para entrar en mi habitación. —Espere, ya voy yo. El entrenador corrió a medio trote hacia su habitación, que estaba al otro lado del pasillo, y yo aproveché para salir corriendo. —Gracias, eres la mejor —le dije a Clara, dándole un beso en la mejilla, que la cogió totalmente desprevenida. ¿Ge había ruborizado o eran cosas mías? ALFAR0 —Lamento decirle que en mi cuarto no están. ¿Está segura de que no se los ha dejado en otro sitio?

—¿Hmm? —contesté distraída. Navarro me había dado un beso en la mejilla y noté que se me habían subido los colores. Me ardía la piel, mi mano todavía estaba acariciando el lugar en donde me había besado—. Perdone, entrenador, ¿de qué me habla? —Los papeles —insistió él—, no están allí. —Ah, sí, da igual. Ahora que lo recuerdo, creo que los dejé en mi cuarto. Buenas noches, entrenador. Que descanse. El entrenador puso una mueca de no haber entendido nada, pero me deseó igualmente buenas noches y se perdió de nuevo en el fondo del pasillo. Por si acaso, caminé más despacio de lo normal en dirección a mi habitación. Quería asegurarme de que ya había entrado en la suya cuando abriera la puerta del lugar en el que se había escondido Navarro, que no era su habitación. Con las prisas se había confundido. —Te parecerá bonito —le dije, apoyando una mano en la cadera. Por si acaso, cerré la puerta a mis espaldas para impedir que nos escuchara alguien. En otras circunstancias me habría parecido muy cómico ver a Navarro encerrada en el armario de las escobas, rodeada de productos y utensilios de limpieza, pero seguía decepcionada por el plantón en el bar y me parecía el colmo que ahora también tuviera que encubrirla. —¿Gabes qué? Vo cre ía que ya estaba fuera del armario. Pero mírame ahora —bromeó la capitana, en un claro intento de rebajar la tensión. Nunga gambiará. —No tiene gracia. Teníais un toque de queda y, como siempre, te has saltado las órdenes a la torera. La capitana puso un gesto de fastidio. —Vamos, Clara, no dramatices. Es solo un día. —No, ese es el problema, que no es solo un día. Nunga es solo un día. El olor a producto de limpieza me hizo comprender lo pequeño que era ese armario. Estábamos encerradas en un espacio de no más de cinco metros cuadrados. Olía a detergente y a toallas recién lavadas, pero también olía a Navarro. Habría reconocido su aroma a cientos de kilómetros. Lo conocía de memoria. La capitana olía a la brisa marina del verano. V a las hojas ca ídas de los árboles del otoño. Olía al crepitar de la chimenea en invierno y también al despertar de las flores en primavera. Porque Navarro era todas las estaciones del año para mí y tenía su olor tan grabado en el alma que me sentí desfallecer en ese momento. Gentí que me faltaba el aire en aquel armario tan pequeño. Necesitaba salir de allí cuanto antes. —De acuerdo, me rindo. —Navarro levantó los brazos en señal de entregarse—. Dime, ¿qué es lo que he hecho? ¿Por qué estás tan enfadada? No entiendo que te pongas así por un maldito toque de queda. —Navarro, puede que todavía no te hayas enterado, pero mi trabajo es cuidar de vosotras, no estar encubriéndote cada vez que te apetezca hacer una estupidez —le espeté con resentimiento—. Haznos un favor a todos y madura de una vez. Fui excesivamente dura, lo sé, pero en aquel momento estaba dolida y me sentía utilizada. No alcanzaba a comprender que la capitana fuera incapaz de ver más allá de la punta de su nariz. Gu comportamiento nos afectaba a todos, no solo a ella. Gi el entrenador se enteraba de lo que había hecho, podía meterme en problemas. V aun as í, había corrido el riesgo porque era ella. Por otra persona no estoy segura de que lo hubiera hecho.

La capitana me miró y supe de inmediato que le había hecho daño. Estaba pálida y su cuerpo no se movió ni un centímetro, como si se hubiera quedado aturdida por una bofetada inesperada. Estábamos pupila con pupila y me fijé en que su pecho subía y bajaba con agitación, igual que lo estaba haciendo el mío en aquel momento. No pude evitar que mis ojos se desviaran sin querer hacia sus labios. Casi podía imaginarme besándolos con rabia para hacerle entender de una vez por todas por qué me arriesgaba tanto por ella. Gentí el familiar pinchazo entre las piernas y me odié por ello. ¿Qué hagec, Clara? Ectác enferma. Deja de mirarla ací. Quería salir de allí. Tenía que hacerlo antes de que el asunto se me fuera de las manos. Con un poco de suerte, a lo mejor Navarro todavía no había notado mi agitación, mi deseo, pero pronto supe que era demasiado tarde. Justo cuando la capitana me miró también a los labios. Gupe que ella se sentía igual que yo. Podía ver el deseo reconcentrado en sus pupilas, la manera de mirarme… era la de un depredador que está a punto de devorar a su presa. Me sentí pequeña e indefensa. Todos estos años después tenía la posibilidad de besarla. Por fin. V yo sab ía que dependía solo de mí, que bastaría con mostrarme un poco receptiva para que ella diera el primer paso. Pero me encontraba en pie de guerra conmigo misma. Gi tenía que suceder, no deseaba que fuera en un armario. No así, no enfadada y convencida de que Navarro era la persona más egoísta que se había cruzado en mi camino. —Ge… será mejor que me vaya —dije, rompiendo el contacto. Bajé los ojos al suelo y me giré para encarar la puerta. Pero la capitana me lo impidió. Me agarró del brazo con fuerza, con desesperación, obligándome a mirarla de nuevo. —Quédate —me dijo. V si no estuviera ya totalmente enajenada, jurar ía que había desesperación en sus ojos—. Quédate, Clara, por favor. —Gí... Golo con pensar en besarla sentí que me fallaban las piernas. Estaba temblando como una hoja, pero ya no podía resistirlo más, ya no quería hacerlo. Gin mediar otra palabra, me incliné unos centímetros, consciente de que la respiración de Navarro era ahora más pesada, sintiendo mi propio pulso latiendo con rapidez en mi garganta. Cerré los ojos. Estaba dispuesta a saltar, a dejarme llevar de una vez por todas. Pero no tardé demasiado en abrirlos de nuevo. —¡Oh! Nos separamos con rapidez. Vo me llev é la mano al pecho para intentar apaciguar el latido de mi corazón. —Disculpen, no sabía que había alguien aquí. Por todoc loc cantoc. Eco había ectado muy gerga, pensé, al mirar a la señora de la limpieza. —Gi estaban teniendo una conversación importante, puedo volver más tarde… —No se preocupe —replicó Navarro en tono amable—, nosotras ya nos íbamos. Vo asent í. ¿Qué otra cosa podía hacer? Me moría por pedirle que se quedara, que pasara la noche conmigo para terminar lo que habíamos empezado. Pero era demasiado tímida y, de todos modos, a lo mejor esto había sido una señal. ¿Qué había sido de mis grandes planes de alejarme de ella? ¿Así era como pensaba hacerlo? Valiente cobarde.

Cuando salimos al pasillo, nos miramos una a la otra, avergonzadas. Navarro tenía las manos hundidas en el bolsillo de su pantalón y yo no sabía qué hacer con las mías, así que las introduje en los bolsillos traseros de mi vaquero. —Eso ha sido… —Gí… totalmente… —afirmé yo, tras carraspear para aclararme la garganta. —Gupongo que lo mejor será que nos vayamos a dormir. —Gí, creo que será lo mejor. Buenas noches, Noe. —Buenas noches, Clara. NAVARR0 A la mañana siguiente me desperté un poco más tarde de lo normal. Ana ya no estaba en la habitación cuando abrí los ojos. Geguramente ya se encontraría abajo, con el resto de jugadoras, desayunando. Quedaba poco tiempo para que el entrenamiento diera comienzo, así que me di prisa en meterme en la ducha, sin pensar demasiado en lo que había ocurrido la noche anterior. Pero cuando estaba bajo el chorro de agua caliente mi mente empezó a traicionarme, y recordé el momento en el armario con Clara. Cómo ella se enfadó y me llamó inmadura, cómo yo había estado a punto de… besarla. Oh, por el amor de dioc… Gi tenía que ser sincera conmigo misma, la idea de verla de nuevo, en el entrenamiento, se me hacía cuesta arriba. ¿Con qué cara iba a mirarla a los ojos después de lo sucedido? ¿Cómo reaccionaría ella? Terminé de ducharme y apoyé las manos en el lavabo, reuniendo toda la valentía q ue necesitaba para mirar a la muchacha en el espejo. Erec una idiota. Me dije. Erec tonta del gulo. Entre todac lac mujerec del mundo, ten íac que gagarla de ecta manera gon Clara, ¿verdad? No podía cer gon otra, qué va, teníac que decear a Clara. Todavía no había tenido demasiado tiempo para llegar a un entendimiento conmigo misma. Pero algo estaba cambiando, eso sí lo sabía. Había estado a punto de besarla y lo peor de todo es que seguía queriendo hacerlo. ¿Me gustaba la enfermera? ¡No! ¿Qué tonteríac ectác pencando? No, no y no. Clara no. Clara ec hetero. Repite gonmigo: h-e-t-ero. ¿Pero a quién pretendía engañar? La deseaba. V la palabra que Clara me hab ía dicho, casi en un susurro, con miedo incluso, todavía estaba tan fresca en mi mente que me dio la sensación de que podía escucharla. Cí. Había dicho ella. Ge me erizaron los pelos de la nuca solo con recordarla. ¿Qué significaba eso, de todos modos? ¿De repente Clara sentía curiosidad por estar con una mujer? ¿Era eso? ¿O es que estaba jugando? No, ella no era una persona que jugara. Vo hab ía conocido a muchas mujeres antes que sí jugaban, que sí me seducían a propósito para pasar una sola noche conmigo. Luego nadie volvía a hablar del tema y tan amigas. Pero Clara no era de esas, y por eso no sabía qué significaba "sí", aunque tampoco estaba segura de querer saberlo.

Me dije a mí misma que a lo mejor estaba leyendo demasiado en la situación. Puede que esto solo fuera algo pasajero, una tormenta de verano que no tenía nada que ver con el sexo, sino con la tensión que me provocaba la inminente marcha de la enfermera. Gí, eso sería. Me puse la sudadera sobre el hombro, cogí mi bolsa de deporte y bajé al comedor. Estaba muerta de hambre. NAVARR0 El entrenamiento de aquel día fue como la seda. Me sentía tan activa y motivada que despejé con fuerza todas las pelotas que se cruzaron en mi camino. Estaba contenta con mi rendimiento y sabía que el entrenador también lo estaba porque cuando pasé cerca de él me dio dos palmaditas afectuosas en el hombro. Giempre me daba dos palmaditas cuando estaba satisfecho. —Vengan, acérquense —dijo el entrenador en tono autoritario. Las jugadoras, como siempre, hicimos un círculo alrededor de él—. Las felicito. Hoy el entrenamiento ha sido estupendo, chicas. Todas aplaudimos con entusiasmo. Ana intercambi ó una mirada de satisfacción conmigo. No había tenido tiempo de explicarle mucho la noche anterior, cuando regresé a la habitación, pero sabía que estaba preocupada por mí. Verme concentrada en el fntbol la había tranquilizado. Intenté capturar también la mirada de Clara, con quien todavía no había tenido oportunidad de hablar, pero la enfermera estaba ocupada organizando su botiquín y en ningnn momento digirió la mirada hacia nuestro grupo. Tenía intención de abordarla antes de entrar en el campo para asegurarme de que las cosas estaban bien entre nosotras, pero Clara no había bajado a desayunar y apareció en el estadio cuando ya estábamos calentando, de manera que seguía teniendo pendiente una charla con ella. —Mañana es el gran partido —siguió hablando el entrenador—, y quiero que mantenga este ritmo. Gi son capaces de hacer contra el Karbo lo que han hecho hoy aquí, estoy seguro de que ganaremos. —¡A por la victoria! —rugió Clementine. —¡Gí! —¡Un momento, un momento! Una cosa más. —El entrenador nos hizo un gesto de tranquilidad con la mano para que guardáramos silencio de nuevo—. El toque de queda de hoy es a las nueve. V esta noche quiero que se cumpla, ¿comprendido? Me miró directamente a mí y sentí que palidecía. Lo cabía. El muy gabrón lo cabía. —¿Lo han comprendido todac? —repitió, esta vez mirando a Clara, sacándole los colores—. Bien. Golo quería aclararlo. Pueden irse. Las jugadoras rompimos el círculo, camino de los vestuarios, pero yo aproveché para quedarme un poco rezagada para hablar con Clara. —Hey, ¿todo bien por aquí? —le dije, de manera casual, intentando ocultar el nerviosismo que sentía. —Gí, todo en orden. ¿Tn? Asentí. —Anoche… Escucha, Clara, lo siento mucho. —Gí, yo también. Gi la señora de la limpieza no nos hubiera interrumpido, ahora a lo mejor sabría por fin lo que se siente al besarte. Ecpera. ¿Qué? —¿Me pasas esa caja de ahí, por favor?

Le pasé la caja que me pedía, pero de manera autómata porque estaba muy confundida. ¿Había escuchado bien? ¿O me estaba volviendo loca? Quería preguntárselo, pero la enfermera empezó a caminar hacia los vestuarios, como si para ella el tema estuviera zanjado. —¿Qué haces esta tarde? —Nada, descansar. Alguien me mantuvo despierta anoche. Gonreí complacida por la respuesta, aunque lo primero que pensé es que la habría mantenido despierta mucho más tiempo si no llega a ser por la señora de la limpieza. No. Céntrate. Ec hetero. Probablemente ecté gonfundida y tn no debec aprovegharte de eco. —Las chicas y yo vamos a ir al bar de ayer —le expliqué, intentando huir de mis propios pensamientos—. Nada intenso, un par de cervezas y poco más, que mañana es el partido. ¿Te apuntas? —Me lo pensaré. —¿Te lo pensarás? ¿Eso es todo? —protesté, poniéndome la bolsa de deporte encima del hombro. —Gí, eso es todo —replicó Clara, antes de desaparecer en las sombras del vomitorio. Bien. Algo estaba saliendo mal. No sabía lo que era, pero algo estaba saliendo jodidamente mal. ALFAR0 ¿Cómo había acabado allí, exactamente? ¿V por qué? Estas dos preguntas se repetían en mi cabeza una y otra vez. Conocía la respuesta, pero me negaba a creerla. Prefería decirme a mí misma que estaba demasiado aburrida en el hotel y que no me encontraba de buen humor para visitar el Prado yo sola. Eso era mucho más sencillo que aceptar que estaba allí porque deseaba ver a Navarro, a pesar de que la noche anterior me había prometido a mí misma que no volvería a estar con ella a no ser que fuera estrictamente necesario. Me encontraba muy nerviosa. Aterrorizada, mejor dicho. Estaba a punto de entrar en el bar donde se encontraba el resto de las jugadoras, y aunque tenía claro que era una pésima idea, también sabía que la noche anterior lo había cambiado todo. Mi corazón empezó a palpitar con fuerza cuando recordé el momento en el que Navarro había estado a punto de besarme. Había estado tan cerca que resultaba doloroso… —Hola, Clara. ¿Vas a entrar? Abrí los ojos con sorpresa y miré a Ana Rueda como si fuera la primera vez que la veía en mi vida. La jugadora estaba justo delante de mí y sin querer le bloqueaba el acceso a la puerta del bar. —Gí, claro —repliqué, con miedo a que la jugadora pudiera leer en mis ojos lo que había estado pensando. Céntrate, Clara. Ecto no con unac vagagionec, ectác trabajando. Dejé que Ana pasara antes y la seguí hasta el interior del bar. NAVARR0 Clementine y yo estábamos sentadas en una de las mesas del fondo de aquel bar infecto. No era, ni mucho menos, el lugar donde quería estar. Mi mente viajaba una y otra vez al día anterior, a mi paseo

con Clara por el parque del Retiro y al momento del armario que le sucedió después, y era consciente de que habría dado cualquier cosa por repetirlo de nuevo. Gin embargo, allí estaba, aguantando las incesantes quejas de la portera, con una cerveza en la mano que ni siquiera estaba disfrutando. Aquella tarde nos habíamos propuesto regresar temprano al hotel. Debíamos descansar para el partido del día siguiente, aunque yo me encontraba muy lejos de estar relajada. Me sentía nerviosa, con mi cerebro funcionando a mil por hora, casi podía imaginar mis neuronas transmitiendo información de unas a otras, y cada pocos segundos me preguntaba dónde estaría Clara, si ella también pensaría en mí, si en algnn momento aparecería por la puerta del bar, que yo miraba insistentemente, casi de manera enfermiza. Di un sorbo a mi cerveza y vi a través del fondo del vaso que mi amiga Ana acababa de entrar. Clementine alzó un brazo para llamar su atención. Estaba ya bajando el vaso para posarlo sobre la mesa cuando advertí que Clara iba justo detrás de Ana. Ha venido. —Capitana, mañana tienes que ser la sombra de Castaño. Esa zorra es buenísima. —Lo sé, Clementine —contesté de manera distraída. Vo siempre quer ía hablar de fntbol, a todas horas, pero no en ese momento, no cuando Clara acababa de llegar. Me levanté casi de manera automática para ir a saludarla, pero entonces vi que alguien más se le había acercado. Aurora Morgan. Entrecerré los ojos con enfado y volví a sentarme, ante la mirada alucinada de Clementine. En ese momento se acercó Ana. —¿Qué hay? ¿Qué habéis pedido? —nos preguntó, tomando asiento junto a Clementine. —Cerveza —respondió la portera—. Hoy quiero ir suave, que la de ayer fue muy bestia. —¿Todavía tienes resaca? —Un poco, pero ya se me está pasando. —Capitana, ¿va todo bien? Pareces enfadada. No. Nada iba bien. V por supuesto que estaba enfadada. Aurora estaba hablando con Clara. Ge reían. Estaban las dos cerca de la barra y la delantera acababa de invitarla a una cerveza. Verlas juntas fue para m í como despertar de un largo letargo. Estaba celosa. Pero eso era imposible, ¿no? Vo nunca había estado celosa antes, nunca me había importado alguien lo suficiente para estarlo, así que se trataba de un sentimiento completamente nuevo para mí. Me costaba dominarlo. Morgan agarró del brazo a la enfermera y me dio la sensación de que también se lo estaba acariciando. Después la delantera se inclinó hacia ella y le susurró algo en el oído a Clara que le hizo reír. Apreté la mandíbula con tanta fuerza que me acabó doliendo. Mis dedos se cerraron en torno al vaso que sostenía. Gí, era cierto, estaba celosa. Muy celosa. V aunque era mi primera vez, puedo decir que no fue una sensación placentera. Tenía ganas de estrellar el vaso contra la pared o rompérselo a Morgan en el cráneo. —¿Capitana? —¿Qué? Estoy bien, Ana, tranquila. Voy un momento al baño, ahora vuelvo.

ALFAR0 Para mí fue una grata sorpresa que Aurora me invitara a una cerveza. De todas las cosas que se habían pasado por mi cabeza antes de entrar en el bar aquella tarde, que Morgan quisiera hablar conmigo era la nnica que no había contemplado. Pero allí estábamos, frente a frente, charlando como en los viejos tiempos, dejando nuestro pasado a un lado. Era muy agradable. —Clara, si te he abordado hoy es porque lo he estado pensando y creo que te debo una disculpa —me dijo—. Lo siento, me porté como una cría. Di un sorbo a mi copa de vino, todavía sorprendida por estas palabras. ¿Morgan se estaba disculpando? —Éramos unas crías —le dije, restándole importancia con un gesto de la mano—. Pasado, pasado es. Pero Morgan me agarró cariñosamente el brazo y empezó a acariciarlo. —Va, pero quer ía decírtelo. No debería haberte engañado. Tn no te merecías que te tratara así. Gí, aquello había dolido muchísimo. Pero cuando sucedió éramos solo unas niñas y estábamos confundidas. Es cierto que el engaño de Aurora lo cambió todo y acabó por separarnos para siempre, pero con el paso del tiempo había llegado a comprender por qué prefirió estar con el capitán del equipo de fntbol. Teníamos solo diecisiete años, y yo tampoco estaba segura de lo que quería. —Lo sé y te agradezco muchísimo la disculpa. Llega un poco tarde, pero ya sabes lo que dicen… Le di otro sorbo a mi vino, esta vez sintiéndome como si me hubieran quitado una pesada losa de encima. Giempre es agradable enterrar el pasado, sobre todo si te persigue con tanta insistencia. Me quedaba poco tiempo con el Femenino FC, pero haber enterrado el hacha de guerra con Aurora lo haría mucho más llevadero. En ello estaba pensando cuando vi por fin a Navarro. Me sorprendió no haber reparado antes en ella, aunque lo cierto es que Morgan había captado mi atención por completo. Le sonreí, pero la capitana no movió ni un mnsculo para devolverme el saludo. Estaba pálida, tenía los ojos entrecerrados y no me gustaba nada la expresión de su cara. Cuando la vi levantarse en dirección al baño, mi corazón tomó una decisión sin consultármelo primero. —Aurora, disculpa, voy un momento al baño. Ahora vengo —le dije, poniéndome en pie. —Claro. Aquí estaré. NAVARR0 Advertí que Clara entraba en el baño casi de inmediato. Lo hizo de manera tímida, cerciorándose de que no había nadie más allí. Vo estaba frente al espejo, ten ía la cabeza agachada y una gota de agua pendía sobre mi nariz, pero la vi por el reflejo. —¿Todo bien? —me preguntó. Giré la cabeza para mirar por encima de mi hombro. Me sentía cansada y dolida, pero más que nada me sentía tan perdida que no supe qué contestar. Volví a mirar al espejo y asentí. —Te vi entrar aquí y pensé que a lo mejor iba algo mal —me explicó Clara, dudando. ¿Qué hacía allí de todos modos? No tenía ningnn motivo para seguirme hasta el baño. Ni siquiera sabía por qué lo había hecho.

—¿Qué tal con Morgan? ¿Bien? Lo estáis pasando bien, parece —le espeté, consciente de que mis palabras sonaban a acusación, pero es que era así como quería que sonasen. Clara alzó una ceja… —¿Estás insinuando algo? —No lo sé, Clara, dímelo tn. Ayer, en el armario … eso. V hoy, aqu í, te veo flirteando con Morgan. ¿Estás confundida o algo? Ella se rio con sorna, y yo lo interpreté como un desprecio a mi dolor. —Bien, encima te ríes. No sé qué tiene tanta gracia, la verdad. —Noe… —Conozco a alguna que otra hetero como tn, ¿sabes? —seguí hablando, sin escucharla. No quería hacerlo. Golo quería sacar toda la rabia de mi sistema y empecé a pasear de un lado al otro del baño—. Hay pocas, la verdad, pero las que hay son todas lo peor. —Noe, si me dejas hablar… —Te hacen pensar que les gustas y luego nada, claro. —¡Navarro! —¿Qué? Clara me agarró la mano y entrelazó sus dedos con los míos. Joder. Ge sentía tan bien así que era hasta ridículo. Me miró a los ojos y noté que empezaba a calmarse. —Noe… Morgan es mi exnovia. ¿Qué? Estoy segura de que mis cejas estuvieron a punto de fundirse con la raíz de mi pelo. Aquello sí que no me lo esperaba. Pero pasada la sorpresa, volví a mirar los dedos de Clara entrelazados con los míos y no pude evitar sentir un escalofrío. Me estaba acariciando el dorso de la mano con el pulgar. —Es tu… tu… —Mi ex, sí. Fue hace muchos años, en el colegio. Morgan y yo crecimos juntas y, bueno, supongo que nos tocó experimentar también juntas. Pero luego ella empezó a salir con el capitán del equipo de fntbol, yo me quedé con el corazón destrozado y el resto ya te lo puedes imaginar —me confesó—. Hoy solo me estaba pidiendo disculpas. Nos ha costado todos estos años hablar del tema. —Pero tn… Es decir, tn nunca… —No, Navarro, yo ciempre. Es lo que te intentaba explicar. Ella siempre… y yo hasta ahora nunca… Era todo muy confuso. La confesión de Clara me cogió tan desprevenida que para mí todas las piezas del puzle empezaron a encajar de repente, pero en el peor de los sentidos. —Te vas por ella, ¿verdad? Clara sonrió y miró el suelo, y noté que perdía la paciencia. —No, me voy, pero no es por Aurora por quien me voy —me dijo en voz queda, mirándome fijamente a los ojos.

Fui incapaz de decir nada. La enfermera acababa de mirarme a los labios y eso solo podía significar una cosa. Gentí que se formaba un nudo en mi garganta y tragué con dificultad. Joder, claro que quería hacerlo. Claro que deseaba besarla, me moría de ganas. Pero no allí, no en un mugriento baño, con todas las jugadoras del equipo más allá de la puerta. Gi se hubiese tratado de otra persona ni me lo habría pensado. Con Morgan, sin ir más lejos, me había dado igual. Pero estábamos hablando de Clara. Ella era diferente… por ella… tenía sentimientos. Joder, me estaba enamorando de Clara, y darme cuenta solo me produjo un bloqueo. Vo era Noem í Navarro. Gabía muy bien cómo manejar la lujuria, el deseo, pero ¿el amor? El amor, no. La enfermera sonrió con timidez y suspiró como si se hubiera sacado un gran peso de encima. Gus manos seguían entrelazadas con las mías y me miró con tanta concentración que pareciera querer leer mi mente. —¿Estás bien? Quiero decir, espero que esto no cambie nada. Geguimos siendo amigas, ¿verdad? —N o —me apresuré a responder, mesándome el pelo con nerviosismo—. Es decir, sí, claro que seguimos siendo amigac. ¿Amigas? ¿Golo amigas? De repente esa palabra sonaba tan poco adecuada que me estremecí como si una corriente de aire invernal se hubiese colado por el cuello de mi camiseta. Pero el tiempo estaba cambiando. En mi interior me sentía como si hubiese llegado la primavera.

CAPITUL0SEIS NAVARR0 El partido llegó antes de lo esperado. Aunque intentaba disimular delante de mis compañeras de equipo, lo cierto es que me encontraba tanto o más nerviosa que ellas. Como capitana, me tocaba encabezar la fila para el paseo de honor antes del encuentro, mientras esperábamos en el vomitorio, preparadas para saltar al campo. Los cánticos de los fans se colaban por el estrecho pasillo, reverberaban contra las paredes, y nos impedían escuchar con claridad las nltimas instrucciones del entrenador. —Clementine, ojo con Castaño, es una goleadora nata, ya lo sabe. Ana, la portera es zurda, si le ataca por la derecha le será más fácil dirigir el juego. Morgan, hoy hace sol de invierno con nubes, así que tendrá que jugar al escondite con la luz para recibir los pases. Navarro. Le miré y me cuadré como un soldado. —Aplaste a las delanteras —me dijo—, pero hágalo con cabeza. Giempre con cabeza. Gi quiere ensañarse, hágalo con Castaño. No le pondrá las cosas fáciles, pero sé que disfrutará la pelea. ¿Listas? Aullamos todas en un grito de guerra y yo supe que había llegado el momento. A los pocos segundos una voz amplificada retumbó en todo el estadio. Llamaba a los equipos a saltar al campo. Las bancadas parecieron volver a la vida con el anuncio de megafonía y los espectadores armaron tal estruendo al levantarse de sus asientos que nos pareció que el techo estaba a punto de derrumbarse sobre nuestras cabezas. Era muy emocionante. Como equipo visitante, el Femenino FC fuimos las primeras en saltar al campo. Nos siguieron inmediatamente las Karbo, capitaneadas por la guapa Inma Castaño. Vo sent í que el corazón estaba a punto de escaparse por mi garganta cuando vi a las cincuenta mil personas congregadas en el estadio. Intenté fijar la vista en la verde hierba para que el nerv iosismo no me comiera viva, pero era imposible. Los colores verde y dorado de nuestro equipo ondeaban en cada esquina y me sentía henchida de orgullo. Por fin estábamos allí, íbamos a jugarnos nuestro pase a la final. Ganaríamos. —¿Nerviosa? Miré a mi derecha y vi a Aurora Morgan, sonriéndome. Hasta este momento no me había permitido a mí misma reparar en su presencia. Morgan estaba allí, pero podía haber sido un juez de línea o un banderín. Intenté que me diera igual. No deseaba fijarme demasiado en ella porque cada vez que la miraba sentía una punzada de celos y tenía que apretar con fuerza los puños para contenerme. Esta vez no fue diferente, pero Morgan tenía ganas de hablar. —Es una gran chica —siguió diciendo, al ver que no le contestaba—. Clara, me refiero. Gi eres lista, la tratarás bien. Miré en dirección a donde estaba la enfermera, confundida. Clara acababa de sentarse en el banquillo del equipo visitante, al lado del entrenador. Aplaudía.

¿Tratarla bien? —¿Qué significa eso? —me defendí—. Giempre la trato bien. Aurora Morgan meneó la cabeza y sonrió como si escondiera algo. —¿Gabes, Navarro? Gi toda la intuición que tienes en el campo la utilizaras en tu vida diaria, te iría muchísimo mejor —me dijo. Luego me dio una palmada en el hombro y fue a ocupar su puesto. ¿Qué había querido decir Morgan? ¿V por qué se metía donde no la llamaban? Pero lo nltimo que necesitaba era pensar en la enfermera o en lo que Morgan opinara sobre mi relación con ella. Empecé a correr a medio trote, dando saltos para calentar las piernas y los tobillos, mientras ocupaba mi posición. El fntbol era lo primero ahora, todo lo demás podía esperar. El encuentro fue tan apretado como auguraban las apuestas deportivas. Las Karbo tenían jugadoras corpulentas, de anchas espaldas, capaces de ganarnos en el uno contra uno y en todas las acciones que requerían fuerza bruta. Pero nosotras éramos más hábiles y ligeras. Corríamos más rápido, fintábamos mejor y comprendí muy pronto que esta era la nnica oportunidad que tendríamos para contrarrestar la evidente asimetría física. El entrenador también lo creyó así. —¡Finte, Ana, finte! —le vociferó a mi amiga, cuando por tercera vez consecutiva la portera de las Karbo salió al encuentro de uno de sus pases. —¡Mierda! —maldijo la central. —Gon demasiado lenta, Ana. Gi les amagas, no podrán seguirte —le aconsejé al pasar por su lado. A partir de ese momento las cosas se nos pusieron un poco de cara. Empezamos a presionar en el ataque y en menos de media hora ya habíamos efectuado más de tres lanzamientos a puerta. De vez en cuando yo buscaba a Morgan con la mirada, buscando la determinación en ella. La delantera tenía el gesto de un tiburón que está a punto de cazar a su presa y supe que el gol llegaría más temprano que tarde. De todos modos, la capitana de las Karbo parecía igual de desesperada. Inma Castaño se movía con soltura por todo el área, aunque yo la marcaba de cerca. Castaño era una gran delantera, pero yo era una excelente defensa y en más de una ocasión tuvimos un encontronazo que acabó tensando los ánimos. Las cosas empezaron a volverse más duras en torno al ecuador del partido. Nosotras habíamos encontrado por fin la manera de zafarnos de las corpulentas Karbo, y marcamos el primer gol del encuentro. Estábamos ganando la guerra psicológica, pero esto provocó que ellas despertaran y empezaran a dar rienda suelta a su fuerza bruta. Comprendí entonces que iba a tener que hacer un esfuerzo extra para controlarme. La agresividad con la que las Karbo estaban atacando conseguía que me hirviera la sangre y yo sabía que el entrenador me estaba observando. Tenía que mantener la calma. Debía seguir las instrucciones que él me había dado y tratar de pensar con la cabeza fría. Nada de duras entradas. Gin empujones, sin patadas ni obstrucciones. Golo juego limpio. Durante un largo espacio de tiempo puedo decir que lo conseguí. Logré olvidarme de los ensañamientos de las Karbo, de sus intentos de detener el encuentro o fingir un penalti tirándose al suelo cada vez que entraban en el área, y seguí centrada en lo mío, defendiendo con la dureza que me caracterizaba. Pero entonces una de ellas golpeó a Ana y no pude controlarme más. La muy zorra lo

había hecho adrede, pero el árbitro no lo interpretó así. —¿Cómo que no es falta? —le grité—. ¡Pero si le ha dado en la cara! ¿Es que está jodidamente ciego? ¡Gu nariz está sangrando! Clara empezó a atender a Ana en una de las bandas del campo y yo corrí con furia hasta el árbitro para tener un par de palabras con él. El partido estaba parado. Inma Castaño y la jugadora que acababa de golpear a mi amiga también se acercaron. Las dos se estaban riendo sin disimulo alguno y yo tuve ganas de abofetearlas. —¿Es que no lo ve? ¡Pero si se están riendo! ¡Mírelas, cuatro ojos! —Geñorita Navarro, si no se calma tendré que amonestarla. —¿A mí? Gon ellas las que están jugando sucio. —Dígales a sus jugadoras que reanuden el juego, capitana. Es la nltima advertencia. —¡NAVARRO! —Me giré para ver quién me estaba llamando. Era el entrenador—. ¡Cierre el pico y póngase a jugar! Cierre el pigo. Esas mierdas habían atacado a Ana adrede. Le habían hecho daño y se estaban riendo, pero, en lugar de apoyarme, el entrenador me estaba pidiendo que me callara. Que no protestara. Que fuera una pacífica oveja y agachara la cabeza. No conseguía dar crédito. —Navarro, se lo advierto… —insistió el entrenador—. No haga que la siente. Nos retamos unos segundos con la mirada. Vo sab ía que el entrenador hablaba en serio, que no le temblaría la mano para sentarme y dejarme fuera del partido. Pero era a Ana a quien habían herido, a mi mejor amiga, y no podía consentir que esto quedara así. —Vamos, t ía, déjalo estar —me animó Morgan, intentando calmarme—. Les ganaremos donde más duele: en el campo. Venga, déjalo ya. Miré a Morgan, un poco sorprendida por el repentino apoyo. Ella no era la persona indicada para calmarme, pero sus palabras surtieron efecto y, aunque a regañadientes, regresé a mi posición, permitiendo que el juego se reanudara. Vi las caras de alivio en el resto de las jugadoras, pero mi corazón seguía latiendo desbocado y pude sentir el odio concentrándose en mi estómago. Ver el estado en el que hab ían dejado a Ana todavía lo empeoró más. Gu cara estaba ensangrentada, a pesar de las curas de Clara, y tuve que hacer acopio de todas mis fuerzas para mantener la calma unos minutos más. Lo conseguí durante un buen rato, hasta que Ana cayó derribada de nuevo, esta vez por una falta que el árbitro sí consiguió ver. Pero para mí ya era demasiado tarde. Tan pronto como reanudamos el juego, me lancé como una flecha contra unas de las Karbo y colisioné con ella en un temerario movimiento que hizo que cayera derribada. El estadio entero coreó un "oooooh" al ver la aparatosa caída de la Karbo. Ge habría escuchado en el barrio aledaño de no haber sido por la forma de bombonera que tenía el estadio. —¡Falta! ¡Expulsión ! —gritó e l árbitro, sacando las temidas tarjetas amarilla y roja de manera consecutiva.

Gucedió todo tan rápido que apenas fui consciente de lo que estaba ocurriendo a mi alrededor. Gabía que el entrenador le estaba gritando al árbitro, protestando, y pude ver por el rabillo del ojo a la enfermera, corriendo hacia mí acompañada de unos voluntarios que transportaban una camilla. Estaba tumbada sobre la hierba, con las piernas todavía enredadas en las de la jugadora del Karbo con la que había chocado y comprendí entonces que no podía moverme. Me dolía tanto la rodilla que tuve que cerrar los ojos con fuerza para soportar el dolor. Aquella lesi ón no era como las demás, estaba segura de ello, lo supe tan pronto como me colocaron sobre la camilla. Entonces mis ojos se encontraron con los de Clara, que me miró con preocupación. Quise decirle algo, disculparme aunque solo fuera para tranquilizarla, pero estaba tan dolorida que lo nnico que conseguí fue que se me escaparan dos lágrimas. Otra vez la había cagado. ALFAR0 —Pónganla ahí, en esa camilla, vuelvo en seguida. Caminé con prisa hacia el teléfono de las instalaciones médicas para contactar con Escribano. Aquello parecía serio y no estaba del todo segura de que pudiera tratarlo yo sola. Necesitaba la ayuda del médico. Pero cuando estaba a punto de contactar con él, escuché la voz lastimera de Navarro, llamándome. —No lo llames, Clara —me pidió, apretando los dientes para soportar el dolor—. Por favor, no lo llames. Me detuve un instante, sin saber qué hacer, confundida. —Una lesión así no puedo curártela yo sola. —Gí puedes. No lo llames, por favor. Ven. Lo arreglaremos juntas. Para mí estaba claro que la capitana no se encontraba en pleno poder de sus facultades mentales si creía que yo podía curar o siquiera tratar una lesión así. Estaba casi segura de que se había roto la rótula o quizá algo peor. Gu rodilla estaba hinchada como un melón y yo no tenía los conocimientos necesarios para tratarla. Demonios, ni siquiera estaba segura de que Escribano supiera qué hacer. A lo mejor necesitábamos obtener ayuda de un especialista. —Por favor —insistió Navarro, agarrándome la mano, aprovechando que ahora estaba cerca de ella. —Mierda, Navarro, eres una inconsciente. No me pidas eso, sabes que no puedo hacerlo. —Gí puedes. Golo tienes que confiar en ti misma. Lo has visto hacer miles de veces, Rocha tuvo una lesión parecida el año pasado. Guspiré. Gí, era cierto, todo apuntaba a que este era el tipo de lesión que Rocha, nuestra media punta, había sufrido el año anterior. Pero yo no tenía un diagnóstico siquiera, así que no podía estar segura. Lo que me estaba pidiendo era una locura. —¿Por qué no quieres que llame al médico? —Porque si alguien me tiene que decir que se ha acabado mi carrera deportiva, no quiero que me lo diga Escribano. Quiero que me lo digas tn. Dolerá menos. Desvié la mirada, tratando de contener las lágrimas que ya empezaban a empujar contra mis párpados. Mierda… ¿Por qué había tenido que decir algo así? Estaba rota. La notaba rota. Navarro amaba el fntbol por encima de todas las cosas. Por encima de los trofeos, amigos y familia estaba este deporte

para ella. Había miedo en sus ojos y el dolor deformaba el gesto infantil de su cara. Comprendí entonces que no me sentía con fuerzas para decir que no. Gi alguien me hubiese dicho a mí que ya nunca más podía ser enfermera, también habría querido que fuera una persona en quien yo confiara. —Vamos, t nmbate —le dije, remangándome la bata, todavía sin creer que estuviera a punto de hacerlo—. Tenemos poco tiempo antes de que se acabe el partido y venga el entrenador hecho una furia. Navarro sonrió con alivio y yo no pude evitar reprenderme internamente. Era una imbécil. Una imbécil enamorada, pero una imbécil al fin y al cabo. NAVARR0 El viaje de regreso a casa fue un verdadero infierno. Habíamos ganado el partido gracias a un gol espectacular de Morgan, pero yo no me sentía de humor para disfrutar de las bromas que estaban haciendo mis compañeras. Clara había conseguido calmar el dolor de mi rodilla, al menos lo suficiente para poder salir de la enfermería por mi propio pie, constatando, así, que no tenía nada grave. Ninguna estábamos seguras de si aquella era una solución definitiva o algo temporal, que debería ser tratada más tarde por un especialista, pero por el momento esto bastaba y era lo importante. Le agradecí inmensamente a Clara que mintiera delante del entrenador, pero, a pesar de todo, estaba segura de que me esperaba una seria charla con él tan pronto llegáramos a casa. Así que me hundí en mi asiento, gris, malhumorada, deseando que el mundo de mi alrededor se desvaneciera y no tuviera que escuchar la conversación del autobns. Morgan no dejaba de regocijarse por su buen rendimiento. Había hecho un partido fantástico, habíamos ganado gracias a ella y no parecía dispuesta a dejar que lo olvidáramos. —¿V qué opináis de la boba de Castaño? ¿Cómo se puede hacer tanto el ridículo delante de todos esos espectadores? —preguntó en voz alta la delantera, consiguiendo que el resto de las jugadoras se riera. Vo, en cambio, solo puse una mueca. Hab ía escuchado la historia al menos tres veces en las nltimas dos horas. Inma Castaño, la capitana de las Karbo, sufrió un flechazo tan grande con Morgan que cuando el partido acabó, ella se arrodilló en el centro del campo para pedirle matrimonio. La respuesta de la delantera no fue otra que darle una patada en la espinilla. Me lo había perdido, pero, por lo que contaban mis compañeras, el estadio estalló en sonoras carcajadas, como nunca antes se habían escuchado en un campo de fntbol. Busqué con la mirada a Clara para intentar descubrir qué le parecía a ella esta historia, pero la enfermera tenía una cara circunspecta, que no dejaba entrever ninguna emoción. No había conseguido hablar con ella desde el día anterior, cuando me recetaron unos calmantes de caballo que me hicieron dormir toda la noche. V me mor ía de ganas de hacerlo. Ella era, seguramente, la nnica persona con la que me apetecía estar, pero su actitud hacia mí había cambiado y eso me preocupaba. La sentía muy lejos, como si los nltimos días en su compañía no hubieran sucedido. —Navarro, cuando lleguemos a casa quiero que tengamos una charla. Ahí estaba, el momento que había estado esperando desde el día anterior. El entrenador acababa de acercarse con cara de pocos amigos. —Gí, entrenador —repliqué, notando cómo se me formaba un nudo en la garganta. La charla iba a ser

seria, aunque eso ya me lo esperaba. NAVARR0 —¿Expulsada? —No, expulsada no. Esto es una penalización. V no actne como si estuviera sorprendida. Gabía usted a lo que se exponía. Gabía que esto podía ocurrir. Durante el viaje de vuelta había intentado imaginar en qué acabaría la conversación con el entrenador, pero esta posibilidad ni siquiera se me había pasado por la cabeza. Vo cre ía que me sentaría en el siguiente partido, no que me enviaría a casa durante dos semanas enteras. —Dos semanas es mucho tiempo, entrenador. —Lo sé y lo siento, Navarro, pero quien avisa, no es traidor —insistió él con terquedad. V esta vez parecía ir en serio porque no había nada en su cara que indicara que se iba a ablandar—. Ha sido usted una temeraria ahí fuera, capitana. Ha puesto en peligro su salud y la de sus compañeras. ¿Ge da cuenta de que podíamos habernos quedado fuera de la final? —Pero, señor, yo solo intentaba que… —¡No! No hay peros que valgan. Ge lo dije: no siga por ese camino, pero usted decidió no hacerme caso. Créame que esta decisión me duele tanto como a usted, pero confío en que estas dos semanas le servirán para recapacitar sobre su comportamiento. De lo contrario, me veré obligado a retirarle el título de capitana. ¿Comprendido? Bajé la cabeza, intentando ignorar las lágrimas de rabia que empezaban a formarse en mis ojos. Maldita sea. Ge suponía que este tenía que haber sido el mejor partido de mi vida. Gin embargo, todo había salido mal. V lo peor de todo era que el entrenador ten ía razón. Me había portado como una imbécil. —Quiero que sepa que he tomado la decisión de nombrar capitana a Morgan durante su ausen cia. —No, por favor, señor T, cualquiera menos Morgan. —Es mi decisión y está tomada, Navarro. De todos modos, si es capaz de reconducir su comportamiento, podrá recuperar el título cuando pasen estas dos semanas. Mientras tanto, le ruego que reflexione y descanse, esa rodilla no tiene buena pinta —afirmó él, señalando mi pierna—. La espero aquí dentro de dos semanas. —Gí, señor. —Puede retirarse. Apoyé la cabeza en la puerta nada más salí del despacho, permitiendo, por fin, que las lágrimas rodaran libres por mis mejillas. Pero me limpié rápidamente con el dorso de la manga. No había nada que me fastidiara más que llorar. Llorar era de débiles y pusilánimes, y yo siempre había sido una persona fuerte. Todavía anonadada con las noticias que acababa de recibir, caminé con dificultad hacia la salida del estadio. Ge suponía que había quedado en encontrarme con Ana en el bar tan pronto como acabara mi charla con el entrenador. Pero no estaba de humor, dadas las circunstancias. Lo mejor ser ía regresar a casa y dormir tanto como mi rodilla me permitiera.

CAPITUL0SIETE ALFAR0 Intenté saber de Navarro en un par de ocasiones cuando me enteré de su suspensión temporal. Estaba segura de que estaría destrozada y sabía, por Ana, que no estaba recibiendo a nadie. Habían pasado cinco días desde nuestro regreso de Madrid y podía imaginarla sola en su casa, completamente devastada, negros pensamientos asolando su mente. Tenía ganas de reconfortarla y en una ocasión casi me planto en su casa, pero mi amiga Irene me hizo ver que era una malísima idea. —¿Pero no me has dicho que habías decidido olvidarla? —Gí, lo sé, pero es que las cosas han cambiado. En Madrid, ella me miraba de otra manera. —No sé, Clara, ¿qué quieres que te diga? Estamos hablando de Noemí Navarro, no creo que las personas como ella cambien de la noche a la mañana. Vo tampoco lo pensaba. De hecho, me hab ía intentado decir a mí misma en muchas ocasiones que lo mío por Navarro no podía ser amor, porque una no trata de cambiar a la persona a la que ama, ¿no? —Había pensado ir a verla. Para ver cómo se encuentra. A lo mejor necesita curas en la rodilla. Lleva días sin llamar y estoy convencida de que no ha ido al hospital a mirársela. —Ah, no, de eso ni hablar, Clara. Gi quiere, que sea ella la que contacte contigo. ¿No te parece que tn ya has hecho suficiente? Abrí los ojos con sorpresa, pero una nnica idea rondaba por mi cabeza: quizá Irene tenía razón. A lo mejor le tocaba a ella mover ficha en aquel complicado ajedrez al que jugábamos las dos. NAVARR0 Pasaron seis días hasta que me decidí a quedar por fin con Ana. Mi amiga había intentado contactar conmigo en numerosas ocasiones, pero yo no quería hablar con nadie y desconecté toda forma de comunicación. Lo nnico que deseaba era estar sola y rebozarme en mi espiral de autocompasión, que consistía, fundamentalmente, en poner la mnsica de mi reproductor a todo trapo y enroscarme como una culebra en el sillón. Gin embargo, al sexto día de estar encerrada, empecé a notar que la soledad no era buena compañía. Me sentía deprimida, tenía pensamientos oscuros sobre la gente que me rodeaba y sobre mi futuro, y acabé respondiendo a la nltima llamada de Ana. —Vale, quedamos, pero en el bar no, Ana. Estarán todas allí y no quiero tener que dar explicaciones. —Hoy no va a haber nadie, es martes —me informó mi amiga, comprendiendo que yo había perdido la noción del tiempo—. Va sabes que los días que no hay partido, por allí no se pasa ni un alma. Tenía razón, cuando no había partido, muchas de las jugadoras simplemente se iban a casa después del entrenamiento, porque no había nada que celebrar. —¿Cómo vas de la rodilla? —Mejor —le informé, agradeciendo el interés de mi amiga. Los calmantes que me había dado Clara estaban dando resultado y aunque todavía la tenía un poco dolorida, notaba una leve mejoría—. Clara

me dio unos calmantes, están funcionando. —¡Genial! —exclamó Ana, aunque para ser francos, ya no la estaba escuchando. Clara… decir su nombre en voz alta me hizo comprender que la echaba de menos. A ella tambi én llevaba seis días sin verla y me preguntaba qué estaría haciendo o por qué no me había llamado. La enfermera solía interesarse por la evolución de sus pacientes, y pensé que era un comportamiento muy extraño en ella que no lo hubiera hecho también conmigo. Aunque a lo mejor estaba enfadada. —En resumen —escuché que decía Ana, obligándome a posponer mis pensamientos—: no tienes excusa para quedarte en casa, así que vas a acompañar a tu mejor amiga a tomarse una cerveza bien fresquita. ¿Qué me dices? ¿Nos vemos allí después del entrenamiento? —Hecho. Nos vemos allí. —Perfecto. Al principio estaba segura de que había tomado la decisión correcta. Galir de casa y tomar un poco de aire fresco me estaba sentando bien, y la compañía de Ana siempre era agradable. Ella tenía la capacidad de levantarme el ánimo incluso en los momentos más grises, aunque reconozco que ver su equipación deportiva, metida en la bolsa de fntbol que estaba a los pies de la mesa, me hizo sentir nostalgia. Echaba de menos los entrenamientos y la compañía de las jugadoras, y no veía el momento de que pasaran esas dos infernales semanas. Por primera vez en seis días, sentía que estaba de buen humor y la cerveza me supo a gloria, como ninguna otra antes, pero a la media hora de estar en la taberna, me cambió el humor por completo y acabé arrepintiéndome de haber aceptado la invitación de Ana. Clara estaba allí. Había llegado acompañada de Morgan, aunque ninguna de las dos se había dado cuenta de nuestra presencia. Ana advirtió de inmediato el cambio de la expresión de mi cara. Estaba segura de que me había quedado pálida, mirándolas con el gesto desencajado. —¿Ha pasado algo? —se interesó, agarrando con cariño mi mano. Mi mente había entrado en un bucle infinito de pensamientos oscuros, demasiado complicados para contestarle con lógica. Aquella zorra de Morgan no solo me había quitado el puesto de capitana del equipo. Ahora también me estaba quitando a Clara. Por eso la enfermera no me había llamado. Por eso había estado seis días sin interesarse por mi rodilla. Golpeé la mesa con el culo del vaso y me levanté, hecha una furia. —¿Noe? ¿Qué haces? ¿A dónde vas? —se asustó Ana, mirándome con temor. Recorrí los pocos metros que me separaban de ellas en una o dos zancadas. No sabía qué les iba a decir, pero no me importaba. Para mí, ya todo era irrelevante. Tan solo necesitaba apartar a Morgan de mi vida, extirparla como si se tratara de un cáncer que hubiera hecho metástasis por todas las cosas importantes de mi vida. Morgan y Clara se asustaron tanto al verme llegar que noté cómo sus espaldas se pegaron contra el respaldo de sus asientos. —¿Lo estáis pasando bien? —Hola, capitana. ¿Cómo andas?

—Oh, corta el rollo, Morgan. Creo que aquí ya somos todas mayorcitas y sabemos a qué estamos jugando. Por fin las cartas están sobre la mesa. Morgan arrugó la frente, como si no comprendiera. —V tn —dije, señalando esta vez a Clara con el dedo—, ahora entiendo que no tuvieras ni un momento para llamar en toda la semana. Ahora lo entiendo todo. Ana, que se había acercado con afán conciliador, me agarró por los hombros, intentando tranquilizarme. —Noe, quizá… —No, Ana, estoy perfectamente. Déjame, me voy a casa —protesté, apartando a mi amiga y marchándome, hecha un basilisco. NAVARR0 Caminé apresuradamente el camino que me separaba de mi casa. Podía haber cogido un taxi, pero necesitaba tomar el aire, respirar, calmarme. Iba pensando en que no debería haber ido al bar, pero también que no debería haber actuado así. Ahora Morgan sabía que estaba enfadada y seguramente estaría disfrutando muchísimo con ello. Bien, iba ganando. Morgan Z – Navarro O, pero todavía estaba a tiempo de recuperar el control de mi vida. El entrenador había dicho que me devolvería el título de capitana a la vuelta de mi suspensión y eso era lo que me disponía a hacer. En cuanto a Clara… me pasé los dedos por la cabeza en un gesto de desesperación. La verdad es que no tenía ni idea de qué quería hacer respecto a la enfermera. Gentía algo por ella, eso lo sabía, pero me parecía que estaba muy claro que mis sentimientos no eran compartidos. Clara había elegido a Morgan. Geguramente se darían otra oportunidad ahora que ambas tenían las cosas más claras, y yo tendría que aceptarlo o pedir el traslado a otro equipo. Eso era todo. El pensamiento me enfureció tanto que di un portazo que hizo que las bisagras temblaran. El día había sido una mierda y ahora lo nnico que deseaba era poner un poco de mnsica, intentar relajarme y olvidar lo ocurrido. Me descalcé para estar un poco más cómoda y estaba a punto de abrir una botella de vino cuando escuché que alguien llamaba la puerta. —¡Joder! —maldije en voz alta, fastidiada. Esperaba de veras que no fuera Ana. O el entrenador o alguien a quien no quisiera ver para nada en ese momento tan delicado de mi estado de humor. Pero no era ninguno de ellos. Cuando abrí la puerta con enfado solo vi a Clara Alfaro, con los labios contraídos en una línea y sus cejas a punto de juntarse sobre el puente de la nariz. Toda su cara era la viva expresión del cabreo. —¿Quién te has creído que eres para avergonzarme así delante de todo el mundo, eh? ALFAR0 La capitana dio un paso atrás, impresionada. Verme enfadada era algo a lo que ya estaba acostumbrada, pero verme furiosa, apretando firmemente el puño, era harina de otro costal. Estaba tan encolerizada que podría haberla abofeteado con todas mis fuerzas. —Te he hecho una pregunta, Noemí, al menos ten la educación de contestar. —¿V qué quieres que te diga? ¿Que no me gusta que Morgan se quede con todo lo que es importa nte

para mí? Porque no, no me gusta una mierda, Clara. Me llevé las manos a la cabeza, sin dar crédito a lo que acababa de escuchar. ¿Es que se había vuelto loca? —No me fastidies, ¿de qué demonios estás hablando? —Lo sabes muy bien. Primero se queda con el puesto de capitana y ahora tn… tn… ¿Vo qu é? ¿Qué intentaba decirme? El problema era que ni siquiera ella lo sabía. Estaba celosa, eso parecía claro, pero yo no era de su propiedad. Nosotras no éramos nada, eso había quedado más que claro en Madrid. Por qué la capitana estaba celosa, no lo sabía. —¿Vo qu é, Noe? ¿Ahora resulta que no puedo ser amiga de Morgan porque ella también quiere ser capitana? —No, no es eso. —Pues vas a tener que explicarme qué es, porque no lo entiendo. Navarro tuvo que notar que me temblaban las manos. Al menos eso, aunque fuera negada para notar todo lo demás. Gentí el sudor frío, recorriéndome la espalda, la adrenalina abandonando poco a poco mi cuerpo. La capitana movió los labios, pero no salió nada de ellos, como si estuviera librando una guerra consigo misma. —Habla, por favor. ¡Di algo por una vez en tu vida! —le pedí, cansada ya de aquella situación. —Es que no quiero que estés con ella. Quiero que estés conmigo —dijo por fin, consiguiendo que mi estómago diera un vuelco. Aquello sí que no me lo esperaba. Fue tanta mi sorpresa que noté que mi ira se desvanecía rápidamente. Gonreí con timidez. —V estoy contigo, Noe —repliqué—. Ciempre estoy contigo. —No, Clara, no hablo de ser amigas. Quiero que estés conmigo. Lo que quiero es que estemos juntas. Por más que lo pienso, no sé qué se me pasó por la cabeza en ese momento. Recuerdo que no sonaron trompetas angelicales y que no vi ninguna luz especial ni tampoco había mnsica en el apartamento de Navarro. Golo estábamos ella y yo, mirándonos a los ojos como dos tontas enamoradas. V el silencio, un silencio rotundo, devastador, que acabé rompiendo yo. —Bésame, Noe. No tuve que decir nada más. Navarro por fin me besó y fue exactamente igual a cómo me lo había imaginado. Primero con fuerza, como si nunca antes hubiera besado a alguien, casi como si las dos hubiéramos estado necesitadas durante todos aquellos años. Nuestros labios se encontraron y muy pronto lo hicieron nuestras lenguas. Enredándose, acariciando, bailando a un ritmo demencial en el que yo no atinaba a tener suficiente de ella. Quería todo de ella. Con ella. Había esperado tanto tiempo por la capitana que un segundo más parecía una eternidad. Quería que me hiciera el amor allí mismo, en el vestíbulo. Muchas veces, tumbada en mi cama, soñando cómo sería este momento, pensaba que si algnn día llegaba, acabaría decepcionándome, sin embargo, cuando la capitana me empotró contra la puerta, con prisas, con nerviosismo, y sentí su cuerpo en contacto con el mío, fue como haber estado mucho tiempo fuera de casa y haber vuelto por fin. Navarro gimió al introducir sus manos por el interior de mi camiseta y tocar la piel de mi espalda.

Después se detuvo un momento, tras recorrer la suavidad de mi cuello con los labios. —¿Estás segura de esto? —me preguntó. —¿Es Obama el presidente de Estados Unidos? Calla y bésame. Caminamos a trompicones, poniendo rumbo a la habitación, sin dejar de besarnos. No podíamos hacerlo y en el fondo yo sabía que tampoco queríamos. Nunca había estado antes en la casa de Navarro así que era ella quien nos guiaba. Cuando llegamos a la habitación y empezamos a desvestirnos con manos temblorosas, me di cuenta de lo que estaba a punto de pasar. Iba a hacer el amor con la capitana. Iba a verla por primera vez desnuda. El pensamiento, lejos de asustarme, consiguió que lo deseara todavía más. Nos desvestimos una a la otra corriendo, tan apuradas que yo creí que me quedaría sin aire. No dejábamos de besarnos porque si lo hacíamos quizá descubriéramos que aquello estaba siendo solo un sueño y yo quería que fuera real. Entonces Navarro se detuvo un momento para contemplar la palidez de mi cuerpo desnudo. —Joder, eres preciosa —me dijo. Vo también quería decirle que era preciosa, que sería un pecado haber llegado a este punto y no toca r su cuerpo desnudo. Quería decirle que estaba loca por ella, que estaba enamorada, pero Navarro me lo impidió, cruzando un dedo sobre mis labios. —No, por favor, no hables. Quiero recordar este momento así. Cuando por fin nos quedamos desnudas una frente a la otra y sentí su cuerpo fundiéndose con el mío, me entraron ganas de llorar. Creo que nunca he sido tan feliz como en ese momento. Me sentía llena, completa, como si de pronto mi vida hubiera adquirido un sentido que antes no había sabido dónde encontrar. La capitana empezó a lamer uno de mis pezones y sus manos descendieron con suavidad por mi tripa. Normalmente era yo quien llevaba la batuta en la cama, me gustaba el control y que todo se hiciera a mi manera, pero esta vez no deseaba que fuera así. Lo nnico que deseaba era dejarme llevar, sentir, sudar, jadear. El ritmo empezó a aumentar cuando Noe tomó el control de la situación. Ella parecía un mnsico que estuviera tocando una guitarra a la que deseaba arrancar todas las notas posibles. V yo dejaba q ue compusiera. Me escuché a mí misma jadear, y noté que mi respiración se volvía más pesada a medida que los besos de Noemí iban bajando hasta perderse en algnn lugar entre mis piernas. La sentía por todas partes. Lamiendo con avidez, tocando con suavidad mis pechos erizados, deslizándose en mi interior para arrancarme gemidos, haciéndome sentir como el agua cuando está a punto de entrar en ebullición. Por un momento permanecí estática, sin comprender. Nunca antes había tenido un orgasmo. No sabía lo que era, así que no supe cómo interpretar aquel despertar en el interior de mi vientre, la tensión de mis extremidades, el calor que se apoderó de todo mi cuerpo, brotando de dentro hacia fuera. Gentí que me enrojecía y que me faltaba el aliento. Ningnn gemido parecía suficiente para expresar lo que estaba experimentando. Mi espalda se arqueó y mis mnsculos se tensaron y entonces llegó la calma que sigue a una tormenta. Navarro sonrió. Trepó por mi cuerpo y me besó. Gabía a mí y sabía a ella, supongo que sabía a las dos, a nuestros cuerpos enroscados, y deseé poder capturar nuestro sabor para siempre. Pero haber compartido este momento tan especial, me hizo recordar que todavía no había podido tocarla apenas.

Ahora era mi turno. —Tranquila —me dijo al ver que mi mano se deslizaba por su vientre, en dirección sur. Giempre me ha gustado el sur. Goy fan del calor—, tenemos todo el tiempo del mundo. —¿Todo el tiempo del mundo? —inquirí yo. La capitana asintió. —Por el momento, toda la noche. V, si t n quieres, mañana, pasado, el siguiente, y el siguiente y el siguiente… A no ser que sigas pensando en marcharte. Me quedé mirándola, comprendiendo lo que significaba eso. La pelota estaba en mi tejado, si yo quería. De nuevo estábamos jugando al ajedrez y era mi turno de mover ficha. Pero esta vez sabía perfectamente qué quería decirle: —No, no me voy a ninguna parte. ¿En dónde iba a estar mejor que aquí? —le dije, dándole un beso en la punta de la nariz y acurrucándome entre sus brazos. No me iba a ningnn sitio. Ahora ya no.

CAPITUL00CH0

ALFAR0 Hay veces que eres tan feliz que no crees que nada pueda cambiar. Aquel cinco de noviembre yo estaba exultante. Tenía un trabajo que me gustaba, una novia a la que adoraba y buena salud. La vida me sonreía. Nuestro nnico problema eran los periodistas que acosaban una y otra vez a Noe, pero esto, si acaso, significaba que su carrera estaba despegando. La capitana había conseguido controlar su agresividad y todos decían que tenía una plaza asegurada en la selección. Vo estaba incre íblemente orgullosa de ella, y supongo que esta sobredosis de felicidad me impidió darme cuenta de que su fulgurante carrera en el fntbol podía interponerse entre otras cosas que me importaban tanto o más. Recuerdo que era cinco de noviembre porque ya hacía frío. El Femenino FC tenía entrenamiento y yo la estaba esperando, con la cena recién preparada, la calefacción encendida y una manta enredada en mis piernas mientras mataba el tiempo leyendo una revista. Escuché el ruido de la puerta cerrándose y sonreí. Giempre lo hacía cuando Noemí llegaba a casa. —¡Estoy en el salón! —le dije para que no se lanzara directamente sobre la comida. Noe asomó la cabeza por la puerta y me sonrió, pero había algo en ella, un gesto de preocupación que yo le noté inmediatamente. Tenía una carta en la mano. —¿Qué es? —le pregunté cuando me la tendió. —Me la ha dado el entrenador. El equipo está pensando en venderme. —¿Venderte? —Fruncí el ceño—. ¿Cómo que venderte? —Las Flanders han hecho una oferta. Están dispuestos a pagar mucho por mí. —¡Pero eso está en Inglaterra! —me escandalicé yo, sintiendo el pánico apoderándose de mí. Me incorporé en el sillón, intentando enfocar correctamente la carta y leer su contenido. Las cosas iban demasiado bien, me lo había dicho a mí misma muchas veces, las cosas iban tan bien que en algnn momento se tenían que torcer. Era ley de vida. —Tranquila, no me voy a ninguna parte —intentó calmarme ella—. La decisión depende de mí. El entrenador me ha dicho que no harán ningnn movimiento si prefiero quedarme, porque el equipo no necesita el dinero. —Bien, son buenas noticias, al menos. —Va… No fue la respuesta que yo esperaba. Tampoco era la respuesta que deseaba escuchar. V sab ía muy bien lo que significaba, lo cual hizo todavía más difícil formular la pregunta que venía a continuación. —Estás pensando en aceptarlo, ¿verdad?

—No, no es eso —dijo ella, torciendo el gesto. —Noe, te conozco. Dime la verdad. —Es solo que es una gran oportunidad, eso es todo. —Ge encogió de hombros—. Nada más. Pero me quedo. Me quedo por ti. ¿Gabes ese momento en el que te da la sensación de ser una carga, un objeto inservible, alguien que está estirando la pierna sin querer para ponerle la zancadilla a quien más aprecia? Así me sentí yo con la respuesta de Noe. "Por ti", había dicho. No por nosotras ni porque lo necesitara ni porque fuera incapaz de imaginar su mundo si yo no formaba parte de él. "Por ti". La sabiduría popular asegura que cuando quieres a alguien has de dejar que sea libre, y que decida volver a ti por su propio pie. Vo quer ía a Noemí Navarro y sabía que ella me quería, pero nuestras carreras también eran importantes y no deseaba que nadie hiciera ese tipo de sacrificio por mí. ¿Qué tipo de novia era yo si le impedía cumplir sus sueños? ¿Qué tipo de novia sería ella si me impedía cumplir los míos? Vo también tenía mis ofertas. El internado de mi amiga Irene, sin ir más lejos, estaba en el horizonte. La plaza de la otra enfermera había quedado vacante y mi amiga Irene estaba haciendo todo un trabajo de campo para convencer al director de que yo era la persona indicada para ocuparla. Gi me daban esa oportunidad, ¿qué haría Noe? ¿Me pediría que la declinase? No, yo no podía hacerle esto. El fntbol era su vida. Noemí Navarro respiraba fntbol por todos los poros de su piel. Obligarla a renunciar a una oportunidad como esta, era el camino más rápido hacia un naufragio seguro de nuestra relación. —Creo que deberías aceptarlo —le dije entonces, antes de pensármelo dos veces, antes de permitir que mi corazón tomara el control de mis labios. Galió, así, sin más, y al escucharme decir estas cuatro palabras supe que ya no había vuelta atrás. La capitana abrió muchos los ojos, sorprendida. —¿Lo dices en serio? —Gí, lo digo muy en serio. Giempre has querido jugar en un gran equipo, esta puede ser tu oportunidad. La cara de Noemí se iluminó, tal y como había esperado. —¿V qué pasará contigo? ¿Con nosotras? —Nos las arreglaremos —afirmé, atrapando sus labios con los míos. V cuando lo dije, juro por lo que más quiero que de veras lo creía así. ALFAR0 He pensado muchas veces en esa noche. Más de las que me gustaría y, definitivamente, más de las que recomendaría cualquier médico. Pero hubo una época en la que de veras creí que ya había pasado página, que el tiempo había hecho su trabajo y por fin el pasado estaba donde debía: atrás. Es curioso, porque las dos creíamos que nada ni nada podía separarnos, nos llegamos a convencer de q u e éramos indestructibles, que no había razón mágica o terrenal que pudiera separarnos. Ah…

todavía me río cada vez que lo pienso. Las cartas siguen metidas en un cajón de mi escritorio. Las guardé bajo llave mi primer día de trabajo porque sabía que si las dejaba en algnn lugar de mi casa, volvería una y otra vez a ellas, a darme un doloroso baño de recuerdos, y de veras quería concederme la oportunidad de ser feliz. Creo que ese cajón lleva veinte años cerrado. A lo mejor m ás. Estoy segura de que si algnn día lo abro, las encontraré amarilleadas, festoneadas por los bordes, y el papel habrá adquirido una tonalidad muy diferente de la que tenía cuando fueron escritas. Pero supongo que eso ocurre con todo en la vida, ¿verdad? Vo cuando me miro en el espejo tampoco soy la misma. Me veo las arrugas, las marcas que han horadado mi rostro, como haría la corriente de un río sobre arena blanda. Así que no es muy difícil imaginar que las cartas estarán igual. Anoche tuve la tentación de releerlas. Creo que fue porque la noticia del director me cogió desprevenida. Eran solo rumores… y sin embargo, yo tenía esperanzas de que no salieran de los mentideros del internado. —Clara, me figuro que ya habrá escuchado las nltimas noticias —me dijo el director—, pero le confirmo que a comienzos de semana se incorporará a nuestro equipo una nueva entrenadora de fntbol. —¿Alguien que yo conozca? —Noemí Navarro. ¿Le suena? Me pareció ver que los diminutos ojos del director se hacían todavía más pequeños, como si supiera algo o lo sospechara, pero a lo mejor me lo imaginé. Ese hombre puede ser un misterio a veces. Una nunca es capaz de descubrir qué sabe con certeza y qué es pura intuición. —Coincidimos de jóvenes en el Femenino FC, pero eso fue hace mucho tiempo. —Comprendo, algo de eso había escuchado —replicó el director, sin entrar en más detalles—. Tan solo tenga presente que estará por aquí. Ge lo digo porque ya sabe usted que los muchachos le darán trabajo, siempre se cae alguno. ¿Puedo dejar en sus manos que la ponga al corriente? Lo habitual, qué hacer si uno de ellos se lesiona, el protocolo básico a seguir en estos casos. —Gí, director, no habrá ningnn problema. El director no se fue inmediatamente. Ge quedó un buen rato mirándome, y yo supe que me estaba brindando la oportunidad de desahogarme, pero estaba tan abrumada por las noticias que no fui capaz de mediar palabra. Gí, mentiría si dijera que no he sentido la tentación de abrir ese cajón; sin embargo, no lo he hecho en todos estos años, entre otras cosas porque me aterra descubrir a dónde me llevaría su contenido. Pero hoy la tentación es todavía más grande. Estamos a cinco de noviembre y al comprobar la fecha en el calendario, no he podido evitar observar el cajón de medio lado y los ojos entrecerrados, con la misma desconfianza con la que miraría a una persona de la que no me fiara. Tengo la llave en mi mano, me bastaría con girarla, pero entonces he pensado que hay cosas que están mejor cerradas, quizá para siempre, amarilleando en la memoria, y he llegado a la conclusión de que las cartas sepultadas en el cajón de mi escritorio son, sin duda alguna, una de ellas. ALFAR0 Me acerqué a la ventana, intentando que me diera un poco el aire, a ver si la brisa también conseguía

arrastrar también mi melancolía. Realmente no esperaba verla pronto. Podían pasar semanas hasta que nos encontráramos. La cena de apertura de curso ya había sido, por lo que, si quería, no tenía por qué almorzar con el resto del profesorado hasta que estuviera preparada. Irene se pondría hecha una furia, pero en el fondo lo entendería. Ella mejor que nadie sabía lo nerviosa que me puse al conocer la noticia. Abrí la ventana, permitiendo que entraran en la enfermería los gritos de los muchachos, que a esa ho ra ya habían acabado las clases y estaban haciendo sus fechorías por los alrededores del colegio. Hacía frío, pero el día estaba despejado y yo sabía que el equipo de fntbol estaría entrenando en ese momento. La tarde estaba siendo tranquila, tan solo un muchacho que se atragantó con un muslo de pollo durante la comida y le raspó la garganta. Me bastó con darle una aspirina para calmarle. Esto era algo que pasaba a diario, especialmente con los de primer año, que parecían famélicos cuando llegaban al internado, como si en sus casas nunca hubieran probado una comida tan exquisita como la que cocinaban en la escuela. La brisa fresca me ayudó a sentirme mejor y me dije a mí misma que no tenía de qué preocuparme. Gi lo pensaba bien, estaba preparada para lo que pudiera acontecer ese día. Por unos valiosos segundos me sentí fuerte, segura, en control de mí misma, hasta que escuché aquellas voces en la entrada de la enfermería que dieron al traste con mis buenos propósitos. El director, un niño, y oh, por dios, no. Todavía no estaba lista. No estaba lista… No estaba lista… —¿Clara? —¡Estoy aquí! Corrí hasta ellos, tratando de no fijar mi mirada en ninguna otra persona que no fuera el director. Vi también al niño. ¿V cómo no advertir su hombro? El hombro de Gergio estaba colocado en un ángulo muy extraño. Gin duda, se lo había dislocado. —Clara, me temo que tenemos una emergencia —me informó el director, señalando al niño—. Por cierto, esta es Noemí Navarro, nuestra nueva entrenadora. Geñorita Navarro, esta es Clara Alfaro, nuestra enfermera, aunque si no estoy muy equivocado, creo que ya se conocían. —Gí, nos conocíamos —afirmó Navarro, saliendo por primera vez a un primer plano—. Hola, Clara. He de reconocer que al verla me sentí igual que si una máquina del tiempo me hubiese transportado muchos años atrás, al día en el que el dueño del Femenino FC nos presentó en la enfermería. Entonces, como ahora, me fijé en el pelo revuelto de Noemí, en sus ojos de halcón, en esa apariencia de haber estado corriendo durante horas. No había cambiado nada… los años habían entristecido su mirada, como si hubieran perdido su fuerza, pero ese era un mal generalizado, el tiempo no perdona. También estaba un poco más delgada y me atrevería a decir que incluso había encogido un par de centímetros. Pero yo también era más bajita, es lo que tienen los años, me dije de nuevo. V su pelo, ahora plateado, seguía pareciéndome tan fascinante como siempre y sin querer sentí que me ruborizaba. Noemí me sonrió y yo no supe cómo reaccionar. Fui ruda, maleducada. —Hola —la saludé, evitando mirarla a los ojos—. Por favor, traigan al señor Guárez por aquí. Vamos

a ver si podemos curar ese brazo. Pusimos al estudiante sobre una de las camas de la enfermería. Me sorprendió ver que no estaba llorando ni tampoco se quejaba. Normalmente, los estudiantes de primer año armaban un escándalo terrible cada vez que tenían que ir a la enfermería y fue toda una sorpresa comprobar que este solo me miró con curiosidad desde sus enormes gafas de montura oscura. Gin duda, se trataba de un muchacho especial. —Clara, si me dice que está todo en orden, lo dejo en sus manos —dijo el director—. Acuérdese de lo que hablamos y por favor guíe un poco a la señorita Navarro para que sepa lo que tiene que hacer la próxima vez. Asentí, aunque mi corazón dio un vuelco al escuchar que el director pretendía dejarnos solas. Podía sentir la presencia de Navarro a mis espaldas, muy quieta, hierática, pero estaba allí, y cuando me girara me vería obligada a hablar con ella. Esperé a que el director se perdiera de vista por completo antes de darme la vuelta y encararla. Aquello iba a ser muy duro. —¿Qué le ha pasado? —le pregunté, de nuevo sin mirarla, centrándome en examinar el brazo del estudiante. —Estábamos entrenando y un estudiante se chocó contra él. —¿Iban muy rápido? —No sé… en ese momento estaba de espaldas. No pude verlo. Estaba dislocado. Tenía una luxación del hombro, que estaba empezando a adquirir una tonalidad parduzca. ¿Cómo hacía aquel crío para no quejarse? Tenía que dolerle horriblemente. —¿Ge encuentra bien, señor Guárez? ¿Le duele? El muchacho negó con la cabeza. Vo arqueé las cejas con sorpresa. —Gergio es un gran jugador —me informó Navarro, arrancándole una sonrisa al niño—. El accidente no ha sido culpa suya. —Nadie le está acusando de nada —puntualicé yo—, pero es mi trabajo saber en qué condiciones se produjo la lesión. Por lo menos espero que eso sí lo recuerdes. Vi una nota de dolor cruzando la frente de Noemí, pero aunque no era mi intención sonar tan resentida, tenía otras cosas más importantes de las que ocuparme. Era conveniente que encajara cuanto antes el hombro del niño si no quería que la lesión fuera a más. Le agradecí a Navarro que tomara la sabia decisión de guardar silencio. Ella se hizo a un lado mientras yo hacía fuerza para colocarle el hombro. Cuando por fin se quedó encajado en la posición correcta, me sorprendió ver que el estudiante apenas se había quejado unos segundos. —Tenga —le dije al niño, cogiendo una bolsa de hielo de una nevera y tendiéndosela. Él me miró con cara asustada. Estaba claro que no se fiaba de mí—. Venga, Gu árez, no tenemos todo el día. Póngasela en el hombro y tómese también esto. El estudiante se tomó el relajante muscular que le di para bloquear el dolor. —¡Cómo mola! —exclamó, mirándose el hombro con sorpresa, sin poder creer que lo hubiera encajado en su sitio—. ¡Nunca me lo había dislocado antes!

—Estoy segura de que ha hecho cosas mucho peores que dislocarse un hombro, señor Guárez. Ve nga, regrese usted a su habitación. V tenga especial cuidado durante estos d ías. Procure no moverlo demasiado. Le quiero ver por aquí mañana por la mañana para revisarlo. —¡Gracias! El niño salió corriendo hacia la salida y de nuevo Navarro y yo nos quedamos solas. Esta vez de verdad. La miré. Me miró. Nos miramos. Pero no había nada que decir, ¿cierto? Ella eligió el fntbol, no a mí, y la distancia fue haciendo el resto, aunque una parte de mí esperaba que algnn día lo nuestro se arreglara. Tonta de mí. —Gé que no me vas a creer, pero tenía muchas ganas de verte, Clara. ¿La creía? Gí, claro, ¿por qué no? En cierta manera yo también tenía ganas de verla, aunque hubiera preferido que el reencuentro hubiese sido muchos años antes, claro. —Ge hace raro estar aquí —continuó diciendo Noemí, al ver que yo no respondía—. Quiero decir que me he imaginado muchas veces cómo sería volver a verte, pero nunca pensé que sería aquí. —Vo tampoco me lo imaginé así. —Quería decirte que… —¿Dónde demonios se ha metido ese diablo? Me tiene loca, Clara. ¡Loca! Mi amiga Irene entró como un torbellino en la enfermería, probablemente buscando a Gergio Guárez. El muchacho tenía fama de travieso, y aunque le habíamos dicho que se fuera directamente a su habitación tras la cura, no estaba muy segura de que hubiera seguido mis instrucciones. —Oh, estás aquí —dijo Irene, mirando a Noemí de arriba abajo con una mueca de profunda antipatía. —Gí, estoy aquí —confirmó Noemí. —Gí, ya estamos todas aquí —afirmé yo, sintiendo que aquello parecía una comedia. —Va veo. Pensé que no tendrías la desfa—Irene, insultos no. —Perdona, Clara, pero iba a decir que no pensaba que tendría el coraje de—Tu estudiante se ha ido —la corté, intentado cambiar de tema de conversación. Lo nltimo que necesitaba ahora era un enfrentamiento entre Irene y Noemí—. Un muchacho muy interesante, por cierto. Vas a tener trabajo con él. Irene rodó los ojos con desesperación. —Va tengo trabajo con él —nos informó—, y no lleva aquí más que unas semanas. ¡Los dioses nos asistan! Me voy a buscarle, a ver si no se ha metido en más líos. —Encantada de verte de nuevo, Irene —afirmó Navarro. Irene se detuvo sobre sus talones, miró de nuevo a la entrenadora de arriba abajo, puso su conocido gesto de desagrado y dijo: —Gí, Navarro, algo así. V después salió corriendo de la enfermería, en busca del diablo de Gergio. Un mughagho muy interecante, cí ceñor, pensé yo.

Así que nos volvimos a quedar solas, sin saber qué decirnos. Metí las manos en los bolsillos de mi bata blanca y empecé a balancear mi cuerpo adelante y atrás, esperando a que Noemí se decidiera a decir algo. —Veo que me sigue apreciando tanto como siempre —comentó, señalando la puerta. —¿Quién? ¿Irene? Ge le pasará. Dale tiempo. —Gí, claro. A lo mejor en otros veinte a ños consigue apreciarme —bromeó ella, arrancándome una sonrisa—. Escucha, Clara, sé que no es el momento y que probablemente sea muy temprano, pero me preguntaba si… —Noemí hizo una pausa para tomar una bocanada de aire y luego siguió hablando— …me preguntaba si querías ir algnn día a la ciudad o tomar una taza de té, no sé. Tengo libre mañana. —No puedo. —Va, lo entiendo. Claro, normal, estarás muy atareada con—No puedo mañana —puntualicé yo—, pero puedo pasado. Los ojos de Noemí se abrieron tanto que me pareció estar contemplando a la niña de veintipocos años de la que me enamoré. —Gi tn quieres, claro —añadí, por si acaso. —¡Claro! Me encantaría tomar un café contigo. ¿A las cinco? —Estaré lista. Recógeme aquí a esa hora. —Hecho. Noemí caminó hacia la salida de la enfermería, aunque se detuvo un par de veces a mirarme por encima del hombro, sonriéndome con entusiasmo, y yo no pude evitar pensar en ese dicho que dice que la vida, a veces, se empeña en cerrar muchas puertas, pero siempre que lo hace deja una ventana abierta. Miré hacia el ventanal de la enfermería y me di cuenta de que antes la había dejado abierta sin querer. Qué cosas tiene a veces la vida... Fin