El Tesoro Del Chachani

El Tesoro del Chachani Según la historia el tesoro se encontraba dentro de una gran cueva y en ella había un río subterr

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El Tesoro del Chachani Según la historia el tesoro se encontraba dentro de una gran cueva y en ella había un río subterráneo, el misterio de esta historia lo resolvió un hombre que ambicionaba con estos tesoros Este hombre empezó a caminar desde el puente Grau en dirección al Misti, siempre por el lado izquierdo y los ojos bien abiertos tratando de descubrir algún indicio de la desembocadura del otro río. Terminando el día llego hasta las partes altas del valle del Misti chiquito y el esfuerzo fue en vano. De regreso a su casa pudo esclarecer nuevas ideas: los agricultores de Socabaya extraen agua de algunos pozos distantes que vienen de los deshielos del Pichu Pichu, éste agua según los agricultores vienen de los ríos subterráneos Al día siguiente muy temprano fue a las partes altas de Uchumayo hasta llegar a las viejas canteras de sillar y así sospecho que las filtraciones de aguas venían de Chachani, entonces aquellas filtraciones de agua le llevarían hasta el río subterráneo. Camino siguiendo las húmedas tierras. Mientras avanzaba, las filtraciones desaparecían y aparecían en lugares diferentes. Camino cientos de metros hasta que la humedad desapareció en forma definitiva, miro a lo lejos y vio muy distante el Chachani, a cierta distancia se encontraba algunos arbustos de pie, que le indicaban que bajo sus raíces estaba aquel río subterráneo. Entonces cogió tres piedras formando un triángulo, esta era ya señal para saber dónde se había quedado, seguidamente apuro sus pasos para llegar rápidamente al pueblo Para ver la dirección exacta del río subterráneo se dirigió donde ei mejor chaman del pueblo y este le vendió un palito de Hoque en forma de “y” más los conocimientos como debería utilizar esta herramienta y así resolvió el enigma y con el misterioso palito fue al lugar donde dejó el triángulo de piedra Decidió a lo que vendría, cogió el palito y esta herramienta de rato en rato le indicaba donde había agua. Luego de avanzar varios kilómetros casi llegando a las faldas del Chachani el palito dejo de funcionar , ya no daba indicios del río subterráneos, observo que la última piedra estaba junto a un cactus, nuevamente construyó un triángulo de piedras y así muy contento y cansado se regresó al pueblo Al siguiente día cogió algunas herramientas camino obsesionado por encontrar el gran cacto, al encontrar empezó a cavar un hueco, el río subterráneo estaba a cinco metros de profundidad. Ya llevaba varias horas cavando y la profundidad del hoyo crecía junto a la humedad de la tierra, hasta que descubrió la dureza del suelo y al pegar la oreja escucho el sonido del río subterráneo y con el pico logro hacer un pequeño orificio y así descubrió el río. Con el deseo de llegar al río, agrandó aquel orificio y bajo con un pequeño costalillo y siguió caminando hasta encontrar una cueva y la altura del pozo, pasaba diez veces su cuerpo y miro que la salida se estaba tapando y todo se oscureció. El hombre se llenó de miedo y al mismo tiempo sacó un mechero de su bolsillo y lo encendió y con esa luz recobró la calma

EL HIJO DEL FUNDADOR Arequipa en el siglo XVI

Se afirma que Diego de Carbajal, hijo del Fundador de Arequipa, sufría de alteraciones mentales que llevaron a su padre a designar un curador, para que se encargara de la salud del muchacho. Para esto puso Don Garcí Manuel de Carbajal, en la tarea a un fiel servidor suyo, español de origen, a quien entregó las llaves del Palacio de Huasacache -Mansión del Fundador-, como lugar donde habría de ocuparse de Diego. Fue en dicho lugar que Don Pedro de Mendoza, el cuidador, dispuso dos habitaciones de la casa donde mantenía, prácticamente, cautivo al joven. En esas habitaciones el muchacho comía, satisfacía sus necesidades básicas y dormía. Se dice que en una de tantas madrugadas, el cuidador, al despertar, notó que el hijo del fundador yacía en su lecho profundamente dormido, y de forma inexplicable había amanecido con evidentes rastros de haber salido de la habitación; podía verse rastros de barro en su cuerpo y en sus prendas, y sangre en las uñas de las manos, como si hubiera escarbado la tierra con ellas hasta producirse horrendas heridas. Cuando el muchacho fue interrogado sobre el origen de tan misteriosa condición, éste sólo se limitó a llorar como un niño desconsolado. En muchas oportunidades, siempre al amanecer, volvía a suceder lo mismo y Don Pedro trataba de responderse qué podía estar sucediendo, por las noches, con su encomendado. El cuidador trató, sin mayores resultados, de develar el misterio; pero siempre el sueño terminaba por vencer su humanidad y la situación continuaba sin ser resuelta. Una noche Don Pedro tuvo la certeza que Diego conseguía evadirse de su prisión nocturnamente; así que decidió atar al muchacho a su lecho para evitar cualquier posibilidad de que saliera de la casa. Si bien esto pareció dar resultado los primeros días, a la semana, el cuidador despertó a medianoche y alumbrando el rincón de la habitación donde dormía Diego, notó que las ataduras estaban cortadas o raídas y que el susodicho no estaba en su lecho. Lo que siguió fue un pequeño crujir, como el de cerrar una puerta; pero no se trataba de la única puerta de la habitación; sino de una salida secreta que se abría por el piso y de cuya existencia jamás había sospechado el cuidador. Decidió éste entonces, candelabro en mano, ir tras los pasos del muchacho, para lo que utilizó la puerta secreta, que al parecer conducía por un largo pasadizo subterráneo, que debía cruzar toda la casa. Mientras Don Pedro iba persiguiendo al joven comprendió seguramente, que éste sufría de lo que hoy conocemos como sonambulismo y decidió no despertarlo, no fuera que el susto de verse lejos de su habitación, fuera a propiciar una alteración aún mayor de la que ya sufría. Así es que prosiguió su cercana vigilancia del muchacho, quien finalmente, siempre en el mismo estado, llegó hasta las criptas del cementerio adyacente, se aproximó a los sepulcros y con ayuda de sus manos y de sus largas uñas, empezó a desenterrar con vehemencia un cuerpo allí depositado. Una vez consiguió su macabro propósito, penetró en el interior de la tumba y se acostó junto al cadáver, que pensó, era el de su madre.

EL DUENDE DE LA APACHETA Estaba un grupo de amigos reunidos en la esquina del viejo barrio de San Lázaro, contando historias de brujas, duendes y aparecidos, cuando a uno de ellos se le ocurrió citar al duende que aparecía todas las noches dentro del misterioso cementerio de la Apacheta. Esta historia -dijo el narrador-, me la relató alguien muy cercano a mí, y sucedió hace 10 años. Cuenta que tres amigos volvían a muy altas horas de la noche de una celebración, y estando cercanos a las puertas de la Apacheta, decidieron, por una absurda apuesta de muchachos, trepar por una de las rejas del lugar santo. Una vez todos en el interior, empezaron a tomar grandes cantidades de aguardiente, esto para darse valor. El asunto era que uno de los tres, y según dispusiera la suerte, habría de penetrar al enorme mausoleo de una familia Lira, donde se decía moraba el menudo ser, que alguien describió como una criatura de unos 80 centímetros de altura, rostro apergaminado, ataviado con prendas de colores, enormes barbas blancas y luminosas que arrastraba hasta el suelo. Una vez la suerte estuvo echada, fue el menor de los tres integrantes del grupo quien tenía que lograr la difícil misión de arrancar un mechón de pelos de la barba del nombrado duende. Lo cierto es que una vez llegó la media noche, que era la hora en la que todos sabían, el menudo ser hacía su aparición, Pablito, el muchacho de la encomienda, se aventuró, a ingresar al interior del mausoleo, mientras sus amigos le hacían gestos y señales, con las que parecían querer inspirarle el valor necesario. Una vez que éste bajó las gradas del mausoleo, se vio rodeado de nichos y tumbas por todas partes, y de pronto observó cómo detrás de uno de tantos ataúdes, apareció un ser semiluminoso, que era tal y como lo habían descrito en el barrio. Aterrorizado por la espectral presencia, quiso olvidar la apuesta, y echar a correr; pero los malvados de sus amigos -si se puede decir que lo eran en esos momentos-, se habían encargado de trancar, desde fuera, el único acceso de salida del oscuro mausoleo; el cual se presentaba penosamente alumbrado por una pequeña vela, a punto de extinguirse. No obstante, una vez se hizo presente el duende, la expresión de alegría en el rostro de éste pareció tranquilizar en algo a Pablito, quien sin tener otra opción entabló amena conversación con el enano. -¿Cómo te llamas? -le preguntó. -Ñaño -le respondió el duende, con una enorme sonrisa dibujada en el rostro-, ¿y tú? -Me llamo Pablo, pero todos me dicen Pablito. ? Respondió. El duende, progresivamente fue acercándose al muchacho; siempre con las dos manos detrás de la espalda, como si ocultara algo. -¿Y a quién buscas por estos lugares? -preguntó el duende juguetón. -Vine a conocerte; y si es posible, a que me regales un mechón de pelos de tu larga barba confesó el muchacho. -¿Y qué harás con el mechón de pelos? -¡Ganaré una apuesta! Pero sobretodo, demostraré que soy el más valiente entre mis amigos, además dicen que tus barbas son mágicas y que las brujas pagan muy buen dinero por tenerlas. -¿Eso dicen de mis barbas? -profirió el ser menudo-. ¡Qué curioso! ¡Me habían pedido antes muchas cosas: monedas de oro, piedras preciosas y hasta un consejo; pero nunca antes

alguien se había interesado por mis barbas! Está bien, te daré lo que quieres; pero primero jugaremos algo que empieza con una pregunta. -¿Qué pregunta? -dijo inocentemente el muchacho. -Es muy sencillo -respondió el duende-. ¿Con cuál mano quieres que te pegue? ¿Con la izquierda que es de lana, o la derecha que es de fierro? El joven quedó confundido, y pensando si le gustaría jugar con el enano; pero al recordar que se hallaba encerrado dentro del mausoleo, no le quedó, sino elegir: -¡Con la de lana! Entonces vio como el duende, que se encontraba en esos momentos ya muy cerca de él, descubrió la mano izquierda y le propinó, sin ninguna compasión, sendos golpes y cachetadones en la cara, que lo hizo ver las estrellas. El muchacho cayó al piso desconcertado, y pensando que el pequeñajo lo había engañado. La mano de lana era la dura, y la otra era la blanda. -¿Y ahora con qué mano quieres que te pegue? -volvió a preguntar el duende. Pablito no lo pensó dos veces. -¡La de fierro! -dijo riéndose. Entonces el duende terminó por molerlo a fierrazos y puntapiés. Con lo que el muchacho ya no quiso saber más nada al respecto y salió corriendo del lugar; tumbó la puerta y con ella a sus dos amigos que la contenían, yendo todos a parar al piso; mientras el duende iba ascendiendo raudamente detrás de sus víctimas, para tirarles con toda suerte de huesos y piedras. Los tres compañeros volaron cual palomas y nunca más volvieron a pisar el cementerio de noche. -Este es el relato del duende de la Apacheta -terminó por decir el narrador. Uno de los que escuchaba la fantástica historia en la esquina del barrio, pareció burlarse más de la cuenta con todo lo expresado. El narrador pareció reír también, y mientras se disponía a arroparse mejor, con la idea de marcharse, terminó diciendo: -La historia no fue del todo contada; pues Pablito, en un acto de valor y antes de huir del mausoleo, agarró de las barbas al duende y lo empujó, arrancándole un trozo de pelos, que luego repartió con sus dos amigos. Uno de ellos, mi padre, me regaló esto -dijo el narrador-, y sacó del bolsillo una cajita de vidrio, donde se veía un trozo de barbas blancas y extrañamente luminosas.

¿EL LADO OSCURODE LA LUZ?: UN ENCUENTRO EN LA CATEDRAL

Avanzaba inexorablemente la noche, y las puertas de la Catedral fueron cerradas. El lugar quedó en el más absoluto silencio. Los dos últimos feligreses que durante largas horas habían permanecido postrados a la demanda de favores celestiales, traspasaban bajo el inalcanzable frontispicio y se perdían tan de súbito como habían llegado. Por último, se escuchó el enorme ruido que provocó una de las tantas bancas de madera que hacían procesión al altar. Fue un sonido agudo, comparable a la voz de soprano. Alguien habría tropezado con algún mueble, camino a la salida posterior. De seguro se trataría del guarda que antes de marcharse, clausuraba inevitablemente el templo. En ese momento consulté mi reloj. Eran las diez. Tenía aún que aguardar dos largas horas. ¿Qué haría con todo este tiempo por delante? Esa fue la primera pregunta que me hice; después de todo, antes de la medianoche nada sucedería; y por consiguiente, no había ningún motivo para seguir oculto. Afortunadamente, hacía unas semanas el descomunal órgano había sido desmantelado; creo que fue enviado en partes a Europa para ser reparado, y los pequeños compartimentos -bueno, pequeños para el cuerpo del órgano y no para nosotros-, habían servido de cómodo escondite. Decidí que lo más sensato sería utilizar la linterna, la que conservaba como el más querido recuerdo de mi fallecido padre, y tomar de una mano a Giovanna. Ella no me hablaba. Sin duda estaba atemorizada. Desde que le conté cuáles eran mis propósitos y le expliqué el porqué de éstos, se opuso en el acto; sin darme la oportunidad de reflexionarlo siquiera. Me preguntó si yo había perdido la razón, e incluso, me amenazó con terminar nuestra larga relación, si no me olvidaba de la idea. Pero ahora que nos encontrábamos dentro del lugar, ya no decía más nada. Había sido muy difícil convencerla; pero finalmente, después de tanto argumentar, accedió a acompañarme. Quizá en el fondo imaginaba que antes de que algo grave nos sucediera, podía disuadirme de abandonar aquella arriesgada espera y salir huyendo junto a ella; pero en realidad, los dos sabíamos que esa posibilidad de evasión era muy remota. La decisión ya había sido tomada y ahora, nada ni nadie podían evitar su desenlace. Pasada la primera media hora, nos aventuramos a salir de nuestro improvisado refugio y deambulamos por una de las tres naves que hacen interminable el recinto; mientras pétreas imágenes de santos y arcángeles nos observaban pasar irreverentes, o quizá realmente no podían notarnos. La verdad es que esto poco interesa. Lo importante, lo fundamental era que faltaba algo menos de dos horas para el encuentro, y nosotros dos nos encontrábamos encerrados deliberadamente en el interior de la Catedral. Distantes, muy distantes de algún salvador, de amigos, de familiares o simplemente de la gente. En fin, alejados del bullicio mundano, que de seguro a esas horas y en aquella noche de sábado, empezaría a vivirse en calles, plazas y centros nocturnos. Nadie en la ciudad sospecharía lo que habíamos venido a esperar; ni siquiera podían soñarlo. Pasaron varios minutos, antes de que posáramos nuestros pies sobre los gastados escalones que ascienden al púlpito; aquél cuya columna aplasta la figura tallada del demonio. El estrépito que provocamos al contacto corporal contra la madera reseca por el paso del tiempo, inundó todo el lugar. Pero no tenía importancia. Nadie nos escucharía. Nadie hasta la media noche. En ese momento alguien me cuestionó. Era Giovanna, y lo que me dijo parecía

Ser el inicio de sus súplicas para que abandonáramos mi propósito. De mi parte, yo no me atreví a mirarla de frente. Sabía muy bien que ella tenía la razón de su lado; no obstante, no accedí a dar marcha atrás, y lo único que atiné a hacer, fue abrazarla y ceñirla contra mi pecho; decirle que la quería. ¡Que la amaba intensamente! Que sabía que no había sido fácil para ella permanecer a mi lado aquella noche. Pero también le confesé que su compañía me era necesaria. Que me daba el valor suficiente y que, sobre todo, me hacía inmensamente feliz. Por un momento pareció comprender. Me regaló una hermosa sonrisa y pareció también apaciguar sus temores. Subimos hasta lo más alto que la estructura del púlpito nos permitió, y desde aquel lugar contemplamos todo lo que pudo alumbrar la linterna de papá. Era una ubicación inmejorable para esperar y atisbar a la medianoche. Divisábamos casi todo el panorama y, si bien no podríamos hacernos de la ayuda de ninguna luz a la hora acordada, esto no debía preocuparnos. ¡Ellos!traerían seguramente las suyas... Transcurrió al menos otra media hora, antes que descendiéramos del púlpito, recorriéramos los rincones más olvidados del templo -la entrada al coro, la capilla de las plegarias, las criptas de los clérigos-, y volviéramos a subir a nuestra posición anterior, diez minutos antes de la medianoche. Durante los pocos minutos que nos quedaban, todo el lugar siguió en calma; tanta como la de un sepulcro; y ya estaba a punto de llegar la hora. Nos agazapamos detrás del resguardo tallado del púlpito. Giovanna apretó mi mano con notorio nerviosismo. Escuchamos que desde el exterior, el reloj de la torre dio las doce campanadas. Entonces fue cuando aparecieron. Observamos cómo fueron congregándose uno tras otro, hasta formar una procesión de cientos. Todos desplazándose lentamente, sosteniendo sus luces, y el interior de la Catedral pareció volverse de día. No hubo lugar que no fuera invadido por aquella luz intensa. Por un segundo tuve mis dudas y lo razoné nuevamente: Giovanna, expuesta inútilmente; la espera, una idea vehemente; mis planes, totalmente inejecutables; ¿ellos?... Y me invadió el terror; un terror como nunca antes lo había experimentado. Sujeté la mano de Giovanna aún más fuerte de lo que ella lo hacía conmigo, y mientras fue posible, corrimos despavoridos hacia la puerta posterior del templo. Lo más probable sería que estuviera clausurada; pero no teníamos otra posibilidad más que intentar. En esos momentos la linterna de papá se me cayó del bolsillo; Giovanna quiso detenerse y recuperarla; pero yo no se lo permití. Ya no era posible retroceder. Nos habían visto. Seguimos huyendo y le grité que no mirara hacia atrás; gracias a Dios no hubo discusiones, y nos pareció ver por delante que la salida lateral estaba milagrosamente abierta. Nos dirigimos hacia el pórtico, lo cruzamos y agradecimos al cielo que todo hubiera finalizado; aunque todavía no para ellos.