El Segundo Asesinato de Trotsky

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El segundo asesinato de Trotsky Miguel Fuentes

Parte I El Primer Asesinato: Los Héroes Malditos1 Hace ochenta años el sicario estalinista Ramón Mercader, no sin esa buena cuota de audacia y valentía que, indistintamente de las motivaciones que puede tener un hecho en particular, poseen las grandes acciones individuales de la historia, hundía su piolet asesino en el cráneo del revolucionario ruso León Trotsky. Con su acción, Mercader se ganaba una, desde su punto de vista bien merecida, medalla estalinista al mérito y un cómodamente heroico retiro en la URSS, condenando de paso a la muerte a una de las figuras que había contribuido, precisamente, a la creación de dicho estado: el primer estado proletario de la historia moderna. El orgullo de Mercader con respecto a su “logro” no estaba del todo injustificado. Mal que mal, también la traición y la alevosía están sometidos a estándares. Y aunque en los hechos el carácter artero del ataque es indiscutible, no se trataba aquí de una emboscada totalmente a mansalva como aquella que había producido la muerte de Rosa Luxemburgo algunas décadas antes. En este caso, el asesino había tenido no sólo la suficiente inteligencia para embaucar a una de las personalidades políticas más importantes del siglo XX, el cual terminó entregándole las cuotas de confianza necesarias para que aquel perpetrara el ataque (hazaña no menor si tenemos en cuenta la bien conocida capacidad de previsión del asesinado), sino que, además, para arreglárselas para disponer del tiempo a solas que necesitaba con su víctima para encontrar el momento preciso y aniquilarlo. Es cierto, claro, que Trotsky ya era un anciano y que Mercader debe haber atacado, muy probablemente, por la espalda. Por otro lado, no es menos cierto que Mercader había tenido los suficientes cojones para adentrarse sólo en una casa repleta de seguidores leales al viejo revolucionario y a la naciente (y en ese entonces 1

Algunos hechos integrados en la narración del “primer asesinato” de Trotsky han sido modificados en beneficio del relato.

combativa) IV Internacional, los cuales alertas antes las sucesivas y recientes conspiraciones estalinistas (ataque armado de por medio) se encontraban allí motivados por un sólo objetivo: defender a Trotsky. El acto de Mercader no sólo fue, desde aquí, de acuerdo con sus propios parámetros y motivaciones ideológicas, heroico. Además, comparado con otras de las grandes traiciones de la historia (pensemos en Judas o en Bruto), puede decirse que aquella tiene el mérito de constituir uno de los magnicidios más “limpios” (con toda la suciedad necesaria correspondiente a las traiciones) de los que se tienen memoria. Como sabemos, Mercader nunca se arrepintió del asesinato y murió en Rusia condecorado y orgulloso de ésta, su muy seguramente única gran acción de vida.

Ramón Mercader

Pero la figura de Trotsky, como es usual reconocer en los escritos que tratan sobre su asesinato, no es, por supuesto, menos heroica. Es sabido que Trotsky, ya anciano, se trenzó en una fiera lucha cuerpo a cuerpo, en su última acción vital antes de entregarse a la agonía y la muerte, con el mucho más joven Mercader, convirtiéndose así la sala de estudio en el que se cometió el ataque en el último campo de batalla: material, espiritual y política, de su vida. Reproduciendo en una escena final shakesperiana, comprimidos en segundos, ya sea los combates que había llevado adelante a bordo de su tren blindado en contra de los ejércitos blancos y la invasión de las potencias capitalistas en contra de la naciente Unión Soviética, ya sea sus primeros enfrentamientos en contra de la policía zarista en Odessa, este Trotsky ya encanecido se entregaba, por una última vez, a los brazos de la acción, lanzándose ensangrentado y con el cráneo medio abierto en contra de un disminuido Mercader que, viéndose acorralado ante la defensa del león bolchevique herido y el alboroto de la contienda, no pudo más que arrancar antes de poder siquiera asegurarse de que su ataque, efectivamente, había logrado su objetivo final: matar a Trotsky. Pero la batalla de Trotsky durante los días posteriores a su ataque no fue sólo física, sino que, además, incluso con los intensos dolores en su cuerpo producto de los traumas sufridos y con el cráneo medio destruido, fue una batalla política, moral e, incluso en estas circunstancias extremas, intelectual. Es justamente durante

estos días posteriores al ataque cuando Trotsky reafirmó, otra vez más, porque su nombre era Trotsky. Durante sus últimas horas de vida, Lev Davidovich Bronstein se dio el tiempo, con la sangre aún brotando de sus heridas y su cerebro todavía remecido por el ataque, no sólo de una última respuesta a Stalin, sino que, además, de una última declaración de fe en la clase obrera y el futuro comunista de la humanidad e, incluso, de una última disquisición teórico-estética en torno a la “belleza del mundo”, todo esto sintetizado en la escritura de una última obra, elaborada con la tinta de su propia sangre: su testamento. Luego de aquello, despidiéndose de sus amigos y pudiendo darse el lujo, otra vez, de decir misión cumplida (un lujo que pocos revolucionarios de la historia han tenido alguna vez), Trotsky murió en su casa de Coyoacán el 21 de agosto de 1940, hace exactamente 8 décadas. Con Trotsky moría, tal como había ocurrido con el caso de Lenin, una de las materializaciones más perfectas de la práctica del marxismo clásico y de la revolución socialista moderna.

León Trotsky

En cierto sentido, puede decirse que el ganador en esta última batalla en vida entre Trotsky y el Stalinismo, materializada en su combate con Mercader, fue el viejo revolucionario ruso, el cual logró no sólo, como dijimos, ahuyentar a su atacante, sino que ganarse además el derecho de seguir batallando por algunos días más, esta vez en agonía, por su existencia. No es difícil, de hecho, imaginar la angustia de Mercader algunas horas después de cometido el ataque, ya escondido en una de las tantas guaridas que le habían preparado los servicios secretos estalinistas, ante la perspectiva de que Trotsky lograra finalmente sobrevivir. El riesgo para Mercader de perder su única oportunidad de trascendencia histórica y de no terminar como otra referencia oscura en el largo registro de agentes criminales estalinistas que habían tenido la misión de perseguir a Trotsky y sus seguidores, era real. Adicionalmente, la posibilidad de terminar como un verdadero hazmerreir entre las propias filas de la GPU estalinista ante su incapacidad para terminar con la vida de un anciano que le había abierto las puertas de su propia casa, debe habérsele cruzado por la mente a Mercader muchas veces durante los días siguientes al ataque. Pero Trotsky finalmente falleció y Mercader obtuvo su premio: su medalla estalinista (enlucida aun más durante los años siguientes por el triunfo de la URSS sobre la Alemania nazi) y, tal vez lo más importante, su lugar en la historia. Merecidamente o no,

Mercader adquiría con ello una figura heroica paradójicamente conectada con la del propio Trotsky. En el caso de Trotsky, tenemos ante nosotros la figura de un héroe proletario que, tanto por sus propias cualidades personales, así como también por el periodo histórico particular en el que le tocó vivir, había sido capaz de materializar, por un segundo, el ideal (y sueño) marxista de la elevación de la intervención revolucionaria a la calidad de fuerza rectora consciente del proceso histórico. Lo anterior para pasar luego a ser absorbido, tal como había sucedido antes con otras figuras tales como Robespiere o Danton, por la misma marea histórica que él había ayudado a conjurar y que, en tanto destino trágico, había terminado finalmente por destruirlo y hacer carne, nuevamente, el principio de que la “revolución devora a sus propios hijos”. En el caso de Mercader, los factores que alimentan su perfil heroico (maldito) son los diametralmente opuestos. En otras palabras, un don nadie lo suficientemente gris como para haber asegurado en condiciones normales su propia intrascendencia histórica, pero que, por ciertas cualidades de su carácter y del destino, fue capaz de saltar a lo más alto del proceso histórico para ganarse un lugar en el mismo, aunque esto para transformarse al segundo siguiente en una especie de ícono estático ante el peso de su propia gloria. Es decir, lo opuesto a Trotsky para quien la “gloria” adquirida había estado siempre al servicio de la acción y transformación histórica. En tanto figura histórica, Mercader nació y murió con el asesinato de Trotsky, quedando luego petrificado, tal como la esposa de Lot al ser convertida en una estatua de sal ante la vista de Sodoma, al momento de siquiera rozar las fibras profundas del proceso histórico. Luego del asesinato de Trotsky, Mercader vuelve a retomar su papel en la historia como “muerto en vida”, aunque ahora responsable de una acción cuya trascendencia histórica terminaba por transformarse (en tanto gloria adquirida) en una prisión demasiado pesada para su propia insignificancia. Todo esto debiendo cargar con el sino de una mancha que, no importa cuanto brillo momentáneo pueda haber alcanzado o no la gloria ganada, no puede ser borrada con nada; es decir, la mancha del crimen y la traición cometida. Algo parecido, quizás, al sentimiento que, de acuerdo con los relatos, debe haber experimentado Bruto luego del asesinato de César, aunque en este caso sin que el origen nobiliario del asesino pueda servirle al mismo de excusa alguna. Con todo, no estamos diciendo que Mercader (tal como en el caso de Judas de acuerdo con los escritos bíblicos) haya experimentado efectivamente algún sentimiento de culpa ante su crimen. De hecho, la evidencia indica, tal como dijimos, a pesar de las imágenes del asesinato que lo persiguieron durante el resto de su vida, que no sintió culpa alguna. Más bien, a lo que nos referimos es al tipo de sentimiento de culpa que la naturaleza artera de su acción tiende a despertar en un tercero, esto independientemente de las emociones que podría haber experimentado (o no) el propio Mercader durante las décadas siguientes al asesinato. Es precisamente aquí en donde la memoria de León Trotsky alcanza su última victoria moral ante la de Ramón Mercader y, en definitiva, ante la figura del propio Stalin. Algo menos de un siglo después de cometido el asesinato, la imagen de Trotsky, al menos en lo que respecta a las razones de su muerte, continúa engrandeciéndose, esto mientras que la de Stalin y la de los ejecutores materiales e intelectuales del ataque no hace sino que decaer. Recordemos que durante los primeros momentos luego de cometido el asesinato de Trotsky (de acuerdo al estalinismo en ascenso un colaborador de la burguesía internacional), aquel fue presentado como un acto enteramente legítimo, acorde por aquellos años a las necesidades de la defensa del socialismo en momentos en que Hitler y el ejército nazi avanzaban por Europa, lectura incluso aceptada por ese entonces, como sabemos, por artistas de la talla de David Siqueiros.

Esta es una versión de las muchas posibles, en un universo infinito de posibles desarrollos alternativos, del asesinato de Trotsky. Pero existe otra versión en la cual yo asesino a Trotsky. Así es, una versión en la cual yo viajo al pasado, entró a la habitación de Trotsky algunos minutos antes del arribo de Mercader y, luego de una charla con mi víctima en la cual le muestro algunos de los aspectos ya obsoletos de su programa y teoría política, entierro el piolet en su cabeza, no una, sino que múltiples veces. Revisemos esta versión alternativa de los sucesos y la explicación de este nuevo magnicidio histórico. Con este asesinato, con la sangre de Trotsky aún caliente en mis manos, antes de liquidar al propio Mercader, me siento al lado del cuerpo muerto del león bolchevique y, en su escritorio, con su pluma, apoyando mis sucias botas en el rostro desfigurado de mi ahora víctima-trofeo, comienzo a redactar los principios programáticos, políticos y tácticos de un nuevo programa marxista: ¡Un Marxismo para el Colapso! ¡Un Marxismo Salvaje! Agosto 21, 2020 Щоб нове народилося, нове потрібно вбити

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