El psicoanalisis, el educador y el pediatra

UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES FACULTAD DE PSICOLOGÍA MATERIA: Psicopatología Infanto Juvenil TITULAR: Prof. Titular Regula

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UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES FACULTAD DE PSICOLOGÍA MATERIA: Psicopatología Infanto Juvenil TITULAR: Prof. Titular Regular Dra. Marisa Punta Rodulfo Bocetos en psicopatología

El psicoanálisis, el educador, el pediatra y el niño sano

Marisa Punta Rodulfo Consideramos que el ADD/ADHD es un caso testigo de lo que Robert Castel 1 denominara “el orden psiquiátrico”, es más, este texto parece “predictivo” de lo que está sucediendo ahora con los niños. . El “orden psiquiátrico” no es sólo cosa de psiquiatras sino que incluye la totalidad del aparato de poder que aplasta a los hombres, en nuestro caso específico todas aquellas prácticas ligadas a la salud mental de nuestros niños: ejercidas por todos aquellos que no respetando la diferencia separan la “diversidad”, pato logizándola: sea la familia, la escuela, los psicopedagogos, pediatras, psicólogos, neurólogos, biólogos, psiquiatras, etcétera. La cuestión moderna de la locura emerge, en el contexto, en la ruptura que se va gestando con el Antiguo Régimen: el de la monarquía, en pro del nuevo sistema social contractual- burgués que nace tras la Revolución Francesa. Donde se muestra cómo es necesaria una reorganización de los poderes tras el vacío dejado por dichas transformaciones. La intromisión del “profesionalismo” en las prácticas sociales relativas a la locura aparece en el siglo XVIII y su objeto será “aquellos sujetos que no pueden adaptarse a la sociedad normal”. Desde entonces, todo debe racionalizarse; generar discursos legitimadores, supuestamente con las mejores intenciones posibles y los métodos científicos más rigurosos. “El objetivo de los reformadores es remodelar, rentabilizar económicamente, racionalizar los procedimientos, aumentar la eficacia y la moralidad”.

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Robert Castel: El orden psiquiátrico. Las Ediciones de la Piqueta. Madrid. 1980

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Medical izar es desplazar el problema, es reducirlo a una cuestión sólo técnica que depende de un especialista neutro, es ocultar el carácter sociopolítico de la cuestión. Ya no se cuestiona la lógica, sólo se pensará si un niño está bien o mal tratado según criterios científico - técnicos. Desde aquí, el profesional sólo podrá perfeccionar el sistema de intervención dentro del marco dado, por eso es totalmente secundario e irrelevante la buena voluntad y las intenciones subjetivas que pueda o no tener un profesional en cuestión, esto no se juega principalmente a nivel personal, ni a nivel de las intenciones, sino al nivel de los códigos, de las lógicas con la que se piensan y ejecutan las cuestiones. Por ejemplo: no importa que se dé un electroshock, metilfedinato, atomoxetina, etcétera para castigar o para curar los males de la supuesta ‘enfermedad mental’, lo importante sería en este caso la legitimación, la justificación científica, que tiene tanto la técnica aplicada y el lugar de privilegio, de dominación que tiene que crearse para que un profesional de la salud pueda utilizar la lógica del ‘curar’ cueste lo que cueste. Es que en este pensamiento la exclusión y cualquier error (nunca horrores) de la ciencia estarían al servicio de motivos “humanitarios” por lo que siempre son “errores” humanos que podemos tener cualquiera. De esta manera, nunca puede pensarse, en cualquier campo profesional que no se interrogue a sí mismo, que los profesionales podrán estar al servicio del mandato político que subordina a la profesión: “el individuo tiene derechos, pero la sociedad tiene los suyos”. “Los profesionales tenderán a confundir la relativa independencia técnica con neutralidad política”. Las actuales tecnologías se han vuelto más sofisticadas, han refinado sus códigos. Política de la asistencia que enturbia y quiere disimular la diferencia de clases, ahora la función del nuevo trabajo social es ayudar ‘al conjunto de la sociedad’, cada cual en función del lugar que ocupa y, por supuesto, a permanecer en el circuito producción-consumo, reproduciendo la existencia de la estructura socioeconómica. La disolución de la dicotomía entre lo normal y lo patológico extiende aún más los lugares y sujetos a donde puede llegar el tratamiento, es la misma superación que en el orden social ha diluido la antagónica de las clases. Es la proliferación de técnicas, de estrategias que han pasado de la dominación a la manipulación, técnicas de poder cada vez menos visibles. Del paradigma del internamiento al intervencionismo generalizado, del vigoroso paternalismo a la violencia simbólica de la interpretación.

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Piera Aulagnier sostiene que esta violencia secundaria ejerce presiones o intrusiones o invasiones del psiquismo ajeno patógenas, malsanas, desestructurantes o mal estructurantes. Su territorio es vasto y poliforme: uno de ellos la etiqueta diagnóstica.

Desde la perspectiva que venimos sosteniendo el diagnóstico es siempre diagnóstico diferencial y diagnóstico de la diferencia: nunca debe ser una rotulación. Ya Maud Mannoni hizo hincapié repetidamente en la violencia del significante en la psicopatología infanto-juvenil, refiriéndose extensamente al daño producido por rotulaciones diagnósticas que acababan proporcionando una especie de identidad aberrante al niño, si bien, claro está, esto podría extenderse legítimamente al campo de la psiquiatría y de la psicopatología del adulto. Maud Mannoni nos alertó valientemente sobre lo que podía ocurrirle a un niño paseado por diversas instituciones escolares y asistenciales con un rótulo diagnóstico que lo marcaba a fuego, aprovechando para esta denuncia todo lo que Lacan desarrollara sobre los poderes del significante. En estos casos, se trataba de un verdadero “efecto del significante” que hacía que Pedrito ya no fuera Pedrito sino el “down” o el “autista” o el hace poco estrenado ADD/ADHD. La perspectiva del psicoanálisis, como bien lo marcara Winnicott 2 tempranamente, lejos de resolver los temas en forma más sencilla, sí es “dinámica y aporta algo, agrega tensiones y vuelve las cosas mas difíciles”. Lo arduo de esta disciplina, entonces, es que si uno se sale de caminos académicos establecidos y aporta algo de la subjetividad del otro que tenemos frente a nosotros, esto no puede dejar de perturbar. Quizás alguno de nosotros podía pensar que haría más fácil su labor, “pero en la práctica, a medida que pasa el tiempo uno comprueba que está asumiendo una responsabilidad personal: la de hacer cosas, vivir experiencias con los niños que están a su cuidado; pensar cosas, arriesgar cosas que de otro modo hubiera soslayado o habría hecho dejándose guiar…” sólo por una técnica meramente práctica y hasta efectiva, pero a la vez que violentara dicha subjetividad.

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Winnicott, D.: (Paediatrics and Psychiatry. Brit. J. Med. Psicol. 21. 1948) en Acerca de los niños. Editorial Paidós. Buenos Aires. 1998. 3

A todos nosotros se nos convoca para que asumamos una responsabilidad por los niños, pero mantener una verdadera relación con un niño, atendiendo a su singularidad, es algo mucho más difícil.

Para ello hay que detenerse una y otra vez para dejar que el niño ingrese a las distintas teorizaciones sobre él con toda su tumultuosidad, en vez de sentarlo para que se porte bien sin tocar nada indebido de las grandes verdades establecidas. Para lograr este objetivo hace falta desprejuiciarse y preguntarle al niño por su ser a partir del vínculo de trabajo con él, en lugar de limitarse a percibirlo a través de una rejilla originada y organizada por completo en el trabajo con adultos a partir de lo psicopatológico. Lo cual nos conduce a otro rasgo estructural que compromete al campo todo de la salud mental que ha complicado y detenido profundamente las percepciones y posteriores conceptualizaciones sobre el niño: patomorfismo retrospectivo, como dice Stern: infancia y niñez se reparten en diversos estadios caracterizados por una patología que sigue en general los carriles de la psicopatología del adulto. Distintas enfermedades mentales se constituyen en paradigmas de distintas épocas del desarrollo normal, sin que ni siquiera un esbozo de una teoría psicoanalítica de los estados saludables contrapese semejante tentativa. Según Winnicott, psicoanálisis y pediatría deben trabajar juntas en pie de igualdad ya que la psicopatología infantil debe estar más cerca de la salud y por lo tanto de la pediatría, que de la psiquiatría en general. Si nos acostumbramos a un enfoque patológico, vamos a ver al niño a través de ese cristal empañado; acostumbrados a rotular partiríamos de una pista falsa. En psicopatología infantil la idea de una enfermedad bien definida es cerrada y cualquier afección puede ser confundida con anomalías que pueden corresponder a un desarrollo saludable. Por ello es que debemos interesarnos en primer lugar por la salud y recién en segundo lugar por sus desviaciones. Detengámonos ahora a precisar ¿cuáles son los criterios a tener en cuenta para hablar de “salud”? (lo que implica un niño alegre y creativo, y no solo sin enfermedad física). Puntualizaremos algunos de esos criterios, que están en la base de todo verdadero aprendizaje que deba encarar un niño. El primero concierne a la capacidad para la inactividad alerta, para estar tranquilo, para simplemente estar; el segundo a la capacidad para el 4

asombro; el tercero la capacidad para jugar y el cuarto a la capacidad para estar a solas. Hay que reflexionar acerca de que los bebés no vienen al mundo desprovistos, traen potencialidades, que deben desplegar y desarrollar con ayuda de los demás para transformar en capacidades.

Dichas capacidades emergentes: sociales, psicológicas y biológicas no pueden ser comprendidas en forma separada del vínculo con los miembros de la especie. Ahora bien, estas capacidades, no se garantizan a sí mismas, no son invulnerables. Deben ser mantenidas y en lo posible acrecentadas, lo cual hace entrar en escena al ambiente y su importancia. Y recalquemos que esto no es sólo cosa de bebés, sino que se reorganiza, acrecienta o atrofia a lo largo de toda la vida. Bowlby alertó, hace más de cuarenta años acerca de la importancia de una investigación más profunda para evaluar la fuerte imbricación y modulación positiva que un miembro adulto maduro, especialmente la madre, ejerce sobre un individuo en proceso crítico de estructuración. Desde hace más de una década, los avances de la investigación en ciencia, no solamente han corroborado esto sino existen cuantiosos estudios que vienen demostrando cómo el comportamiento afecta la epigénesis, o sea, la expresión génica. Según Sadman 3 podemos sostener que, ya in útero, el desarrollo del bebé se ve influenciado por las hormonas maternas (las hormonas de por sí regulan el desarrollo), de manera que altos niveles de estrés en la madre se traducen en niveles de hormonas en sangre (cortisol, adrenalina) que se correlacionan con la sensibilidad al estrés, y la capacidad atencional que mostrará el bebé a partir de los seis meses. Otro ejemplo son los cambios que ocurren en las vías dopaminérgicas, serotonérgicas y colinérgicas durante el crecimiento. Van Ijzendoorn 4 demostró recientemente que existe una interacción entre distintas variantes (polimorfismos) de receptores dopaminérgicos D4 y la relación madre-bebé. De manera que en casos en los que la madre dedica poca atención al bebé, ó en los que la relación es más distante, los niños que expresan el gen de

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Sandman C, de la Universidad de California, en la revista Early Human Development 2007 4

. Van Ijzendoorn Developmental Psychobiology, 2006 5

ciertas variantes desarrollan comportamientos agresivos mucho más fuertes que los que expresan el gen en otras variantes. 5

Después de este rodeo, a través de la interrelación con el otro, regresemos al campo de las capacidades de allí emergentes: una de éstas, decíamos anteriormente, es la capacidad para el asombro, que impulsa al pequeño a conectarse con todo lo que está a su alcance, descubriendo y creando estímulos para sí mismo. Esta capacidad (que nunca debiera perderse) está en la base de su alegría de vivir, actitud de alegría que es fundamental para un crecimiento sano. El asombro lo hace salir, lo saca de cualquier retraimiento prolongado, así como más tarde lo protegerá del aburrimiento. Hay que jugar el asombro y hay que jugar al asombro con el niño, cosa por cosa. Hay que dedicar tiempo a esto (lo cual, de paso, es curativo para el adulto, siempre en riesgo de atrofiar esta capacidad en la rutina de lo que se llama “la vida”; tal como lo señalara Freud al comparar lo que llamaba “radiante inteligencia de un niño con la desoladora mediocridad que cuando adulto suele exhibir años después”). Pues el asombro puede ser desestimulado por una actitud fría y ausente, o inhibido si el pequeño está expuesto a tantas situaciones de angustia que lo transforman en una expectativa temerosa, nada bueno, nada lindo se espera de lo que puede ocurrir. Detengámonos ahora en el primer rasgo que señalamos el de la capacidad para la inactividad alerta poniendo en primer plano la recomendación de Winnicott a padres y pediatras, haciéndola extensiva a los educadores en general: antes de preguntarse ¿qué hay que hacer con él?, la primera cuestión a preguntarse y tomar nota es de lo que no hay que hacer, de todas las intervenciones que producen finalmente interferencias. Esta capacidad, recientemente introducida por Daniel Stern, que es su estar despierto, tranquilo, sin demanda, sin urgencia, pero en plena conexión con aspectos de lo que lo rodea -incluyendo su propio cuerpo- que empiezan a focalizar y que solicitan su temprana atención y concentración: rostros, voces, colores, movimientos, etcétera. Los bebés difieren mucho en cuanto a 5

Lemos, Darío: Comunicación Personal. Universidad de Portlan. Oregon. EEUU

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esta capacidad inicial, notable en algunos desde el nacimiento, más embrionaria en otros, pero es la base de cualquier ser-estar en el mundo en un estado de tranquilidad, de disponibilidad para la interacción y protocondición para los intercambios visuales. Precisamente una de las riquezas de estos estados consiste en la conexión existente entre la función visual con las vías asociativas que van generando procesos neuromaduracionales que lo llevan a volcarse más hacia el mundo externo volviéndose un partícipe más activo. Justamente uno de los aspectos centrales en estos intercambios es que el niño logra captar y promover el interés de los otros, lo cual significa que el bebé no sólo es depositario de las investiduras parentales sino que el bebé da a los padres sus propias investiduras al convocarlos haciéndose escuchar por ellos a través de sus múltiples demandas. Si las cosas andan bien esta capacidad no hace sino desarrollarse y amplificarse a medida que se madura, así como también es posible advertir en el comportamiento de adultos que esta capacidad se ha dañado o atrofiado en forma considerable, afectando el desarrollo emocional y cognitivo. Así mismo, un bebé que llora continuamente por algún motivo, no la puede desarrollar de manera adecuada; y un niño inquieto y disperso la tiene alterada por una ansiedad crónica. Sobre estas bases, inactividad alerta y asombro emerge la capacidad para jugar que se pone vigorosamente de manifiesto durante el primer semestre tanto en exploraciones del propio cuerpo y de objetos a su alcance como en toda clase de juegos interactivos con la madre y otros miembros significativos del ambiente. La capacidad para jugar es absolutamente decisiva porque el pequeño no la recibe de su entorno: viene en su potencial genético como fruto de una larga evolución que empieza en los mamíferos y culmina en los primates; el medio puede facilitarla o estorbarla pero es una potencialidad básica del ser humano, el modo principal que tiene de relacionarse con el mundo y consigo mismo y motoriza lo que Freud llamaba deseo de ser grande como motivo central del desarrollo psíquico. Volviendo a Winnicott, puede decirse que lo que el niño no adquiere jugando no lo adquiere genuinamente sino en un proceso de adaptación pasiva. Y esto involucra cosas tan importantes como el desarrollo del lenguaje y de la capacidad para aprender y trabajar. Además el psicoanálisis descubrió bien pronto que el jugar regula los estados afectivos del niño, pues este procura tramitar a su través toda situación penosa o difícil.

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Una de estas capacidades derivadas de la de jugar es precisamente la de estar a solas, la de empezar a procesar la soledad constitutiva de nuestra existencia. También Winnicott ha demostrado como esta capacidad emerge antes que nada como capacidad para estar a solas, siempre y cuando el pequeño no se sienta amenazado por el abandono y el aislamiento. Por eso esta capacidad se desarrolla primero en juegos donde el niño está concentrado y no requiere nada del otro salvo que este allí, sosteniendo y enmarcando la situación, sin participar directamente (lo que sería otra vez una interferencia y una violentación de su autonomía) pero sin dejar al niño físicamente solo, lo que es propiamente una adquisición posterior. Padres y maestros están habituados a encontrar niños de edad escolar que aun requieren, para llevar a cado sus tareas, que alguien los acompañe estando allí, aunque no los ayude directamente. Y saben bien como su comportamiento y rendimiento varían sustancialmente según se cumpla o no esta condición. Lo cual equivale a decir que un niño para llegar sano a la edad escolar debe estar ya muy adelantado en su capacidad para estar a solas durante un tiempo. La capacidad para tener experiencias se adquiere jugando y jugando con otro principalmente Lo cual nos lleva a un segundo criterio: nacemos con potencialidades pero sin experiencias. Tenemos que irlas haciendo y armando paso a paso en una capacidad para experienciar, para tener experiencias propias. Cualquier cosa no es una de ellas: una experiencia propia supone una serie de pasos o secuencias donde el niño interviene activamente, donde tiene cierto poder de decisión sobre el principio, desarrollo y fin de aquella. Desgraciadamente, es extremadamente fácil cortar mal una experiencia, interrumpirla, desviarla inadecuadamente, aplastarla represivamente. A todas aquellas políticas educativas, a partir de la familia, que intervienen interfiriendo o, peor aún, destruyendo la formación de experiencias propias Ricardo Rodulfo las ha llamado desapropiación, porque de un modo u otro el pequeño es despojado de algún aspecto de su capacidad para apropiarse de algo que le hace falta para crecer. “Hay más de un plano en que esto puede darse: desapropiarlo de su autonomía (haciendo siempre algo que él es capaz de hacer por sí mismo); de su deseo (imponiéndole regularmente, con buenos o malos modales, el de los adultos); de su actividad (generando constantemente situaciones donde él debe limitarse a responder o reaccionar, no permitiendo nunca que empiece nada él); de la posesión de su cuerpo (manipulándolo como a un objeto); y, 8

quizá la peor de todas, de su sentimiento de agencia, es decir, de ser él autor, de ser él capaz de causar algo, de cambiar un estado de cosas (por ejemplo, no acudiendo nunca cuando llama ni dándole nunca lo que pide). Esta desapropiación lleva a que las propias acciones, los propios sentimientos, pierdan todo sentido o no lo adquieran nunca, lo cual está en la base de enfermedades psíquicas graves. Todos y cada uno de estos procesos de desapropiación reconocen diversos grados de intensidad, de lo relativamente débil, suave, a lo demasiado intenso y hemos repetido las palabras “siempre” y “nunca” porque, de más importancia que un hecho puntual, “traumático” por ejemplo, es lo que se da en el gota a gota del día a día, de maneras poco visibles, poco notorias”. En efecto, hay que tener lo más claro posible que – en términos estadísticos – la mayor parte de los daños psíquicos no son generados en una situación traumática (una intervención quirúrgica mal manejada, un accidente, etcétera) sino que se producen de manera lenta e insidiosa a raíz de micro comportamientos relacionales entre el niño y su medio (no sólo el medio familiar: cada vez más temprano se pasa más tiempo en instituciones educativas), y sin que hagan falta grandes y espectaculares patologías; es algo mucho más discreto y silencioso, recordándonos bastante la conceptualización de Anna Arendt sobre “la banalidad del mal”. Cabe aclarar que, en todos los casos, estas políticas, por sí solas, no pueden causar su efecto sin la sumisión del niño; éste puede revelarse y torcer el curso de las cosas. Nunca hay una sola respuesta posible, afortunadamente. Los adultos no hacen al niño, como dice Winnicott: lo ayudan o no ser. Todo lo que he desarrollado procura llevar adelante la propuesta de Winnicott de empezar por el lado de la salud, de construir criterios para un retrato del niño sano desde el cual puedan pensarse los distintos trastornos. Sin ese retrato, sin esos criterios, caemos fácilmente en una reducción psicopatologizante y en una psiquiatrización del niño que lo confunde todo. El ADD/ADHD es un caso testigo para esta situación. Es que “vigilando y castigando” la “diferencia” se establece un “orden” que ya no esta en manos del “rey” sino de dispositivos actuales, algunas veces mas sutiles, pero que conducen a lo mismo. El poder ahora ha pasado de mano.

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