El Pensamiento

“El pensamiento, la emoción”, en Michals (D.), fotógrafo de 1958 a 1982, París, museo de Arte moderno de la ciudad de Pa

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“El pensamiento, la emoción”, en Michals (D.), fotógrafo de 1958 a 1982, París, museo de Arte moderno de la ciudad de Paris, 1982, páginas III-VII. Dichos escritos tomo IV texto n° 307 Sé que no es conveniente hablar de una fotografía. Sin duda es signo que se es poco hábil al hablar de ella; pues una de dos: o ella no dice nada y el relato la altera; o si ella hablara, no necesitaría de nosotros. Sin embargo, las fotos de Duane Michals me provocan una indiscreta gana de hacerles un relato, una historia, como cuando se tienen ganas de contar torpemente lo que ella pude ser: un placer, un encuentro que no tuvo un mañana, una angustia irracional en un calle conocida, la sensación de una presencia extraña en la cual casi nadie cree, y menos aún a los que uno se la cuenta. No soy capaz de hablar de las fotos de Duane Michals, de sus procedimientos, de su plástica, su estética. Me atraen como experiencias. Experiencias que fueron hechas solamente por él; pero que, no sé cómo, llegan hasta mi- y, pienso, en cualquiera que las vea-, suscitando placeres, inquietudes, maneras de ver, sensaciones que ya he tenido o que presiento que debo experimentar algún día, y de las cuales todavía me pregunto si son suyas o mías, sabiendo bien que se las debo a Duane Michals. “soy un regalo para usted”, dice él. Por otro lado, tranquilo y, fijando en la fotografía su rastro y su imposibilidad, me anima el incremento de la experiencia: “Todo es materia en la fotografía, sobre todo las cosas difíciles de nuestra vida: la ansiedad, las grandes penas de la infancia, el deseo, las pesadillas. Las cosas que no se pueden ver son las de sentido más pesado. No se les puede fotografiar, solamente se les puede sugerir.” “Tratar de comunicar un sentimiento verdadero en términos que sean míos.” Amo estas fuerzas de trabajo que no avanzan como una obra, sino que se abren porque son experiencias. Magritte, Bob Wilson, Por encima del volcán, La Muerte de María Malibran, y, por supuesto, H.G.*. “La gente cree en la realidad de las fotografías pero por la realidad de la pinturas. Esto les da una ventaja a los fotógrafos. Lo aburrido es que los fotógrafos también creen en la realidad de las fotografías.” Un joven, Roy Headwell, está sentado, contra una mesa; lentamente, agachó la cabeza; terminó por ponerla sobre ella. Acaba de dormirse, tierna imagen. Tal cual es la fotografía. Un poco más lejos, sobre la misma mesa, a medio camino de los cabellos rubios del donador de nuestra mirada, unas galletas cuidadosamente modeladas: bordes, ángulos, varias caras luminosas, la masa desmenuzada brillaba como piedritas: es ahí, en esas figuras intensamente reales, que se concentra toda la parte pintada de la fotografía. *Iniciales del novelista Hervé Guibert. Este último, en aquella época crítico fotográfico en el Mundo et fotógrafo, admirador de Duane Michals, le pidió a Foucault que presentara esta retrospectiva al museo de Arte moderno de la ciudad de París. Este aceptó, aunque casi no tenía gusto por la foto narrativa.

Vaya a saber si estas “cookies”, galletitas son el mensaje del soñador, o el indudable objeto de nuestra percepción. Pensemos en otra versión, más antigua, de este mismo tema. No de pintura, entonces, sino dos fotos que se responden la una a la otra y ambas se llaman Narciso. En la primera, un hombre joven, los ojos casi volteados, inclina su cara lo más cerca que puede a una gran superficie pulida que le reenvía la imagen de su gran belleza; en la segunda, está el mismo Duane Michals, quien, logrando el gesto inicial en la fotografía anterior, con un cansancio de la edad que se avecina, coloca su cabeza sobre esta misma mesa; mejilla contra mejilla con su propio reflejo, no se mira pero puede ver (podría ver si tuviera los ojos abiertos) el reflejo del hombre joven que se quedó atrapado en el espejo de laca. La pintura se coloca delante de los ojos cerrados del sueño; la fotografía se abre sobre las imágenes inciertas de lo cuasi-invisible. En la historia ahora secular de la relación entre la pintura y la fotografía, era la tradición de pedirle a la fotografía la forma viva de lo real; y a la pintura, el canto o el brillo, la parte de sueño que el ella se podría esconder. Duane Michals, en el juego con la pintura que comenzó en el transcurso de estos últimos años, invierte esta relación; le presta a la fotografía, al acto de fotografiar, a la escena cuidadosamente compuesta que él fotografía y al complicado rito que permite fotografiar tal escena, la potencia del sueño y la invención del pensamiento. No puedo dejar de ver en estas fotos pintadas como una risa dirigida al hiperrealismo como una ironía contra cualquier intento por llevar hasta la incandescencia de la pintura la propuesta real a ojo del fotógrafo. Como si no fuera la foto que la hace escapar lo real de él mismo, entonces que la pintura no es más que la habilidad de producirla. En los Dos retratos de Esta Greenfield, es la pintura que nos deja ver la cara de lado mientras que la foto muestra a una mujer de espaldas, su mirada invisible se escapa a través de una ventana hacia no sé cuál paisaje. Aquí otra vez un ramo en un florero, la más banal de las pinturas. Solamente falta el pedestal para colocarlo. Pero, justamente, el florero flota en el espacio incierto de una composición fotográfica donde el perfil transparente de un muchacho a media sonrisa se desliza y, clandestinamente, parece haber atrapado, para colgarlo de su oreja, el racimo de rosas rojas; sin embargo, a la derecha, atrás en el fondo, aparece, oculta en parte entre dos pantallas de luz, la cara del mismo John Shea, que nos mira de frente en el momento cuando miramos su perfil. En Arthur Sanzari y el Zapato, la disposición es al contrario: salido de no sé dónde, el gran plano fotográfico de una cara, con su nariz que apunta, sus gafas, sus ojos risueños, se interpone entre nosotros y la pintura de un zapato, cuyo reflejo amarillo viene, según las leyes de una improbable física, a posarse a lo largo de la mejilla del personaje fotografiado. Entender lo real, tomar los cuadros, capturar el movimiento, dejar ver, para Duane Michals, es la trampa de la fotografía: un falso deber, un deseo torpe, una ilusión sobre sí mismo. “Los libros de fotografía a menudo tienen títulos de tipo: “El ojo del fotógrafo”, o “La mirada de Machin-Cosa”, o “Dejar ver”, como si los fotógrafos solamente tuvieran ojos y nada en la cabeza. La metáfora de

la mirada, por mucho tiempo, ha captado la práctica del fotógrafo y le ha impuesto una ley: ser un ojo, un ojo impecable e imperioso que describe a los otros lo que tendrían que ver. Hay, en Duane Michals, todo un trabajo – este es su lado a veces humorístico, loco, burlesco- para deshacerse de esta pesada ética de la mirada: se propone anular lo que podría llamar la función ocular de la fotografía. De aquí toda una serie de juegos más o menos complejos, donde el objetivo, sin cesar, es dejar escapar lo visible, mientras lo invisible, indebidamente, surge, pasa y deja sus marcas sobre la película. El más simple de estos juegos, es el fotografiar la evanescencia misma, hacer el relato de la desaparición: el hombre yendo al cielo emerge, primero a penas visible, de una sombra negra donde se dibuja solamente la línea del hombro; luego, un instante, su desnudez aparece; sin embargo, a medida que sube los peldaños de una escalera, se desmaya de nuevo, pero esta vez en el brillo de una luz que absorbe su forma como una aureola habitada por un desaparecido. El procedimiento inverso consiste en fotografiar lo invisible: los ectoplasmas, las siluetas del más allá, los ángeles que, con intención de poseer a las mujeres, pierden sus alas, las almas en forma de cuerpos transparentes que se levantan y se arrancan lentamente a los durmientes desnudos de la muerte; todas esta figuras que rondan las fotos de Duane Michals no pertenecen a una creencia, sino a una ironía: Entonces quién pensaba que la fotografía dejaba ver lo que es para ver. En algunas composiciones se aparean la evanescencia de lo visible y la aparición de lo invisible: en Vivo y Muerto, un hombre abre una puerta y desaparece en un corredor, de donde resurge en la foto siguiente bajo la forma de su propio doble transformado en transparente. Hay también otros procedimientos para no ver lo visible y ver más que él. Los planos sucesivamente tomados sobre una misma película hacen aparecer varias veces la misma cara, como la de Jeff Greefzeld que se entrecruza tres veces con él mismo, según los diferentes ángulos. La interferencia de figuras obtenida sea por el movimiento del modelo, sea por la prueba de fricción tiene el efecto de disociar –como en Bacon- la presencia y la forma; esta es distorsionada, borrada, irreconocible, pero la presencia llega a ser aún más intensa que son anuladas todas la líneas, todos los trazos que permitían fijar la mirada en ella: de lo visible borrado surge la incomprendida presencia. Duane Michals conoció a Magritte y lo adoró. Se encuentra en él procedimientos “magrittianos” –es decir opuestos exactamente a aquellos de Bacon: consisten, en efecto, en pulir, en perfeccionar una forma hasta su más alto punto de consecución, luego en vaciarla de toda realidad y sustraerla de son campo de visibilidad familiar por efectos de contexto. En el Espejo de Alicia, el sillón hay un par de gafas, tan alto como el techo, amenaza como un cangrejo enorme hace recordar a una peinilla y a un jabón que, en Magritte, brotan del fondo de una pieza de armario de hielo donde se refleja un cielo ausente. Y, como para mostrar, si aún se necesitara, no hay nada ahí que haya sido tomado de la realidad, las fotos que le siguen muestran “de dónde viene”: el sillón y sus gafas desproporcionadas solo eran una imagen en un espejito circular que él mismo se reflejaba en otro espejo rectangular, el todo revelando

es visto en un tercer espejo, apagando el reflejo y el reflejo del reflejo, y deja dispersar alrededor de ella fragmentos de vidrio inhabitados. Desde hace mucho tiempo, las fotos de Duane Michals se presentan envueltas en una larga cabellera de palabras: palabras y frases escritas a mano sobre el mismo papel de prueba. Como si salieran todas mojadas de un baño poblado de signos. Corrientemente estas palabras colocadas por encima y por debajo de las fotografías tienen el rol de explicar e indicar: decir lo que hay en la imagen, como si se temiera que no lo muestra lo suficiente por si misma; o de designar lo real (el ligar, el momento, la escena, el individuo) sobre el cual ha sido tomada; como si la foto tuviera que dar cuenta de su lugar de origen. Los textos Duane Michals tiene otra función: no fijar la imagen, no amarrarla, sino exponerla a explosiones invisibles; en lugar de un ancla, todo un aparejo para que pueda navegar. Lo que Duane Michals pide a estos textos escritos, es eliminar lo que él mismo juzga “asfixiante” en la fotografía; deben hacer circular la imagen en el pensamiento – en el suyo, y del suyo al de los otros. “Yo hago marcas negras sobre el papel blanco” y agrega: “Estas marcas son mis pensamientos.” Pero Duane Michals se divierte, diciendo esto, pues el juego que juega es más complicado. Estos textos son hechos de tal manera que no se sepa de dónde vienen: ¿Qué era lo que Duane Michals tenía en la mente cuando cuidadosamente componía la fotografía? ¿O el pensamiento que a menudo lo embargaba en el momento cuando tomaba la foto? ¿O el que se desase después, de golpe, más tarde, mucho más tarde, cuando, un día, de nuevo él miró la imagen, como en La Carta a mi padre? Y luego, si es cierto que Duane Michals detesta “descubrir el secreto” de sus personajes, revelar el fondo de su alma, él dice a menudo lo que él imagina que ellos piensan, o lo que ellos podrían pensar (Negro es malvado) o lo que ellos piensan sin saber verdaderamente que lo piensan, o lo que ellos sabrán algún día y no saben aún (El Niño cautivo) ¿De quién son los pensamientos de la foto sin título, hay palabras que se tiene que decir? ¿Quién dice esas palabras? ¿Quién dice que hay que decirlas? En el homenaje a Cavafy, se ven dos muchachos tan parecidos como les es posible. Son gemelos. Están de perfil, el uno al frente del otro, delante de un muro cuarteado. Uno está sentado en una silla, con los brazos cruzados, el busto volteado hacia atrás, las piernas extendidas, un cigarrillo entre los labios; el otro, de una gran zancada, sale de la sombra, se inclina hacia su compañero; de su encendedor brota una flama que ya casi toca el extremo del cigarrillo. Es difícil imaginar la proximidad más grande, la comunicación más segura y legible para los descriptores habituales del deseo. Pero aquí está lo que, bajo la fotografía, dice el texto: “Lo único que hizo encender el cigarrillo fue un gran placer” Y de golpe, la imagen se libera de su peso de realidad, aspirada por las palabras; toda la reciprocidad desaparece; la complementariedad se disloca. Queda la solitaria y secreta sensación de un placer fugitivo que quema el cuerpo de uno de los dos; mientras que el otro inmóvil, con los brazos cruzados, los ojos muy fijos en la mano que se acerca a su cara, no sabe, o no

quiere saber. A menos, sin embargo, que ya lo sepa. Pero el placer de uno en la ignorancia del otro, solamente puede ser el pensamiento del fotógrafo que se desplaza en este placer que no se conoce, frente a esta ignorancia tan ligera. Son estos pensamientos mixtos, confusamente compartidos, es esta circulación oscura que Duane Michals presenta a quienes ven sus fotos, invitándolos a un rol indeciso de lector-espectador, y proponiéndoles pensamientos-emociones (ya que la emoción es un movimiento que hace desplazar el alma y que se propaga espontáneamente de un alma a otra). “La vista de estas palabras en una página me gusta. Es como una pista que he dejado detrás de mí, marcas indecisas y graciosas, que prueban que he pasado por aquí.” Desde hace mucho tiempo, los fotógrafos han practicado el arte de la serie: sea para contar una historia como Robinson lo hacía en La Caperucita Roja, o para desenredar el tiempo de manera lo más apretada posible, a la manera de Muybridge, o aún para acabar con todos los perfiles de un objeto hasta agotarlo. Las series de Duane Michals tienen una economía diferente. En lugar de aproximarse paso a paso a un evento, a un hecho o a una escena, o a un gesto para entenderlas, como por equivocación, o por impotencia, las deja escapar. Una puerta se abre lentamente, la mujer sentada sobre el sofá está sorprendida; se acerca un poco, luego, bruscamente, se levanta en un movimiento de miedo que hace mover su imagen y la borra; la puerta se abre de la nada. En la Acción Violenta, una sombra imperceptible surge detrás de un hombre desnudo; y es otro hombre desnudo quien se aproxima y levanta el brazo, pero por desgracia, la sacudida de la acción casi no permite entender golpe; lo cierto es que la imagen del primer hombre se trastorna y en su momento desaparece. La serie elude el hecho que ella hubiera tenido que captar. La ironía también en la secuencia. En lugar de ir directamente a su objetivo, la serie de Duane Michals salta, selecciona, exaspera, impide toda conexión, dejando correr, bajo sus interrupciones, la continuidad sin forma de sensaciones ni de emoción. La mano de un muchacho se desliza en la abertura rellena de un guante; luego está en un autobús donde una muchacha, sentada, leyendo atentamente el periódico que lleva este guante; luego la muchacha está desnuda, y la mano del muchacho, nuevamente cubierta por el guante, le acaricia el seno; y en el autobús, ahora vacío, él huele el perfume del guante abandonado. La ironía de lado, cuando la serie toca lo que podría ser el objeto de una historia, pero solamente recoge elementos adyacentes, figuras equivocadas, impresiones flotantes. Pareciera como si el exceso desigual de la aventura que ha tenido lugar, la secuencia por el contrario, cuida que jamás se la muestre. A decir verdad, no es que sea difícil adivinar lo que pasa en la Flauta Enorme, pero la secuencia es todo un revoltijo: un muchacho desnudo, de pie, inmóvil contra un muro; es transportado por dos hombres como si fuera un maniquí de cera; un par de zapatos, la sensación evidente del contacto con el cuero, una

ansiedad, una angustia contra una almohada, las ganas de correr, y la imagen de los zapatos por debajo del paisaje infinito de un rio y de una ciudad. También hay ironías de tiempo. Hay una serie que se detiene antes de término (algunos instantes antes del crimen); hay una serie que olvida detenerse, se traga el presente, corre a través del futuro y alcanza los límites de la misma muerte. En la colección Cambios, la primera de las secuencias queda en suspenso en el límite de la infancia; pero en las últimas, Duane Michals anticipa su propio envejecimiento: empacado, frágil, arrastrando unos zapatos que no pudo amarrar, es sostenido por un joven atento hasta una silla donde se sienta con una pena infinita y donde, mientras que su joven acompañante se esfuma, él se quedó ahí paralizado, inmóvil, listo para sucumbir sobre el piso. Si Duane Michals ha tenido que recurrir a menudo a las secuencias, no es porque vea en ellas una forma capaz de reconciliar lo instantáneo de la fotografía con la continuidad del tiempo para narrar una historia. Es más para mostrar, por medio de la fotografía, que si el tiempo y la experiencia no cesan de jugar juntos, estos no están en el mismo mundo. Y que el tiempo puede traer también sus cambios, el envejecimiento, la muerte, el pensamientoemoción es más fuete de él mismo; este, el sólo puede ver, puede hacer ver sus arrugas invisibles. “El hombre viejo fotografía al joven”: Tal es el texto que acompaña a la última fotografía del homenaje a Cavafy. El joven, de torso desnudo, blue jeans, se ve solamente de espaldas; está sentado, la nariz contra el muro; se aprecia, sin embargo, su perfil perdido; lo que le tuvo que llamar la atención fue un ruido del exterior, o un espectáculo; entonces voltea la cabeza de lado para mirar a través de la ventana; pero se puede suponer también que se aburre y que fantasea con la luz de una tarde que no tiene fin. En el primer plano, el fotógrafo, el hombre viejo, es Duane Michals: esta de pleno perfil, sentado como su compañero en una silla baja; los ojos hacia el piso, mira un poco delante de él, y no más, sobretodo, no más, en dirección del muchacho; la luz se corta exactamente en su mano inerte colocada sobre su rodilla. Sobre la diagonal que, de una esquina de la fotografía a la otra, separa a los dos personajes, bien instalado en medio de la composición y colocado sobre un trípode, esta al rectángulo negro de una cámara fotográfica.