El Habitar, Hugo Mujica

SER DONDE SE ESTÁ, ESTAR DONDE SE ES: EL HABITAR Una y otra vez surge en mi el fantasma de Odiseo, con los ojos arrasad

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SER DONDE SE ESTÁ, ESTAR DONDE SE ES: EL HABITAR

Una y otra vez surge en mi el fantasma de Odiseo, con los ojos arrasados por al sal de las olas y por el deseo maduro de ver de nuevo el humo que brota del hogar de su morada y su perro ya viejo aguardándole a la puerta. Yorgos Seferis

En el cuarto ahumado, tras su esfuerzo, labradores y mujeres sentados al almuerzo, reparten el vino y comparten el pan. Georg Trakl

I El ser humano no es, está. O, podríamos decir, que estar es su manera de ser. Su encarnación. La casa, la nuestra, es la cifra humana de ese estar. Es el espacio creado por uno cuando uno se congrega sobre sí mismo abriéndose desde sí mismo: dejando llegar. No se está dentro de la casa, como el agua dentro de un vaso, se está en la casa habitándola, se la habita siendo ese estar, aconteciendo en él. Por esto, ponderar una manera de habitar, es pensar una manera de vivir. Cuando el estar es un habitar, cuando la casa se enciende hogar, entonces no meramente se está, también se nace. El estar brota, es vida.

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II Lo más cercano, lo inseparable de mí, aquello con lo que me identifico y me identifica, es mi cuerpo, y curiosamente es vivido, experimentado, ambigua y doblemente: soy mi cuerpo y, a la vez, tengo un cuerpo. Como si él estuviese entre el interior y el exterior, como si fuera el mediador entre lo propio y lo poseído; lo que soy y lo que tengo. También entre yo y lo demás; todo lo demás: el afuera y sus cuatro puertas abiertas: el mundo. Algo semejante a esta experiencia es la casa, la vivienda que habitamos, dentro de la cual, y gracias a la cual, somos. Devenimos mundo. El ser humano habita su pasar por la tierra. Ni sólo pasa ni para siempre queda: se demora. Mora, construye su casa. La habita. El cuerpo que no nos fue dado elegir lo escogemos, lo plasmamos y extendemos en la casa. Podríamos decir que es el cuerpo del cuerpo, la piel de la piel. Más que el espejo, que sólo refleja nuestro rostro, la casa espeja nuestra vida, en ella no nos miramos: nos reconocemos, en ese reconocimiento, en el reflejarnos trasparentándonos, somos. Y, como humanos, somos estando, vivimos habitando. La casa es algo así como la cosmografía de nuestra extensión. Es ella, y no el cuerpo, la que experimentalmente marca el afuera de nuestro ser, de nuestro estar. Lo umbral afuera, lo inabarcable. El más allá. De todo lo propio, de todas nuestras propiedades, la casa es la única en la que estamos y nos sentimos dentro, es lo propio que nos contiene, lo abarcado en lo que me sobrepasa. El espacio que nos abraza y en el cual nos desplegamos, el vacío que llamamos nuestro. Mi mundo propio dentro del mundo. Lo propio, algo propio, puede querer decir propiedad, lo que se posee, lo que es de mi pertenencia, o puede significar identidad, aquello que es lo mío, pero no como pertenencia, como aquello que me constituye, como aquello que soy. Como lo mío que

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me distingue, que me dibuja: lo propio de mi persona. El rostro que me expresa y constituye. Me constituye diferenciándome de los otros. Propio, la cifra de lo más propio, es el propio nombre, expresión de toda otra propiedad, toda otra singularidad. Propia, en nuestro ejemplo, es la propia casa. En la casa somos y la casa nos hace. Como ante todas las cosas esenciales, o dentro de ellas, no sabemos a ciencia cierta ni nos pertenecen o somos nosotros los que pertenecemos a ellas, o si esa ambigua compenetración, no es lo más propio de nosotros mismos. La casa, podríamos decir, es lo propio, no lo apropiado. Donde se está, no lo que se tiene. III Casa, la palabra y la metáfora que nos ocupa, deriva de la raíz latina domus: in domo sua, en casa suya, dice una conocida expresión. Desde esa misma raíz se ramifican vocablos como doméstico, dueño y dominio. Polifonías, entonces, que se resumen en lo propio. La casa, el lugar de lo propio, no es una propiedad entre otras, no es lo mismo que un par de sillas, que la ropa, un libro, o que, incluso un ser querido. La casa es la posibilidad de todo eso, de que todo eso, diríamos, esté abrazado por nosotros, y nosotros, también, reunidos dentro de ese mismo abrazo. La casa nos incluye. Su inclusión nos abarca. De la casa se sale pero a la casa no se vuelve: cada vez se llega. Ella es el punto fijo del girar de nuestra vida, es donde lo múltiple recupera su unidad; regresar a ella es sentir que se regresa a la unidad, allí donde lo demás se reúne. En ella, en la casa, nuestra persona, sus múltiples roles y gestos, arraigan. Se unifican. Se centra. Central es lo que centra y, en la casa, el centro no se revela a sí, se revela revelándonos: somos ese habitar en lo recogido, y lo recogido, lo concentrado, es lo abierto que no dispersa, que recoge sin cerrarse. En la casa siempre se está yendo, de una habitación a otra, se va, no se vuelve. Y yendo se está. Se está orgánicamente, en la mutua pertenencia de los lugares cuando se corresponden, cuando se abren uno al otro.

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En la casa, como en la vida y así como en nuestra más honda profundidad, el centro se manifiesta en tanto damos vueltas en torno de él. En el acercarnos sin cercarlo. Nunca, nunca jamás, ni en la ocupación ni en el aferrarlo. Habitando ponemos en juego nuestros hábitos. La casa, la morada, es donde lo incierto, lo extraño, se calma reconocimiento. Las reglas son propias, son costumbres, tradición, ritos y ceremonias. Las reglas, en la casa, nos reflejan, en ellas nos encontramos. Nos reconocemos... Descansamos. En la casa, las cosas no están frente ni enfrentadas a nosotros, estamos ante ellas; habitamos con ellas. No las buscamos, las volvemos a encontrar. Como si ellas mismas nos saliesen al encuentro. Y, al encontrarlas, no las usamos, las tratamos. Por eso, por ese trato, no meramente están sino que son, son presencias. El irse, el pasar de todo, en la casa, se hace tregua. En ella, también el tiempo descansa: se pertenece presente, se encuentra consigo mismo; llega, parte, vuelve y siempre está. No se dispersa, se concreta, se concentra. Casi como en una danza, el tiempo gira, no se anula. Gira pero no se repite, se late. Se vive. El tiempo vivido, podríamos decir, se congrega espacio viviente. La casa es entonces el recogimiento de lo propio en su propia temporalidad. En el recogimiento que es el espacio habitado. El castellano es uno de los pocos idiomas en que el verbo ser y estar se distinguen, como si anunciara con esa dualidad la tarea más humana: la reunión. El llegar a aunar en nosotros el ser y el estar. El llegar a ser donde uno está y estar donde uno es. A unificarnos. A reunirnos con nosotros mismos en nuestro mismo hacer. En un hacer que nos haga. Cuando esos dos verbos se conjugan uno, cuando nos sentimos viviendo lo que hacemos y haciendo lo que somos, entonces acontece esa unidad que se llama habitar; acontece el habitar que reúne, acontece la reunión que es el habitar. IV

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En la casa propia –también en la del mundo- no habitamos solos, lo hacemos con otros. Los otros propios, la familia, la concreción y la expansión de lo familiar: lo casi indistinguible de uno mismo, lo de uno mismo en otros. Lo diferente que no nos es extraño. Los otros en los que somos: el nosotros de la intimidad. Y en el habitar, cuando es con otros, no nos tratamos: nos cuidamos. Si tuviéramos que tomar una imagen, una imagen en torno de la cual concretar la casa, centrarla, esa imagen, sería, sin dudas, la del fuego. No en vano el lugar donde el fuego se enciende y arde, la chimenea o el brasero de una casa, se llama hogar. Podríamos decir que el fuego, el hogar, es el corazón de una casa. Fuego y casa, hogar que, a su vez, son imágenes del corazón humano. De lo latiente. Imagen, también -y quizá no sólo imagen-, del alma humana. Este hogar, este fuego es, según la milenaria experiencia, la sede de lo hogareño: calor y lumbre en torno de los cuales se reúne y enciende lo familiar. Lo que reuniendo ilumina e iluminando calienta. Templa. Lo que reúne, lo que congrega, el calor, custodia lo incorporado, lo ilumina y enciende, pero no como una cápsula cerrada, sino permitiendo que cada cosa, distendiéndose, se manifieste. Muestre su ser. No es el fuego que consume sino la luz suave que respeta: la penumbra en la que se descansa. Luz viviente, y por viviente temblorosa, dubitante, enciende lo que muestra y la sombra de lo mostrado, respeta lo que es y el misterio que todo lo que es custodia y protege en sus sombras. Luz que llega desde su propio adiós, como un futuro hacia su pasado. Luz viviente que vive de su muerte, consuma lo que consume, nace de lo que muere. Juego de luz y sombras, parpadeo de distancia y cercanía, temblor de vida y muerte… señas, quizás, hacia o desde un dios que se esconde en las mismas sombras que su luz enciende. Y lo que allí se alumbra y enciende es la vida misma. La vida en su dimensión y proporción humanas, lo que en las manos cabe, lo que los brazos mecen: lo familiar. La vida congregada y congregante. La vida como reunión, como serena celebración, no de lo extraordinario sino de lo habitual, los propios hábitos vividos, la serenidad del estar.

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El descanso en el quehacer. Imagen, ese mismo fuego, de una manera de vivir, del vivir desnudo: se eleva, se consume, simplemente dándose: iluminando, entibiando. Abriendo un espacio en la oscuridad. Allí, en torno de ese calor, en lo tibio de la casa, la vida se recibe simplemente estando. Se la acoge abriéndonos a su acoger. V Y el fuego, el que nos acerca, también entrega: cocina. Y la casa es también la mesa, su otro fuego. El vital, el que sostiene. No el que alumbra sino el que cuece. El que alimenta, el que da vida. Y, en torno de la mesa no miramos ya el fuego: nos miramos. Nos compartimos. Hablamos. Como el fuego del hogar o el que cocina, este otro, el del lenguaje, hecho del aliento que nos atraviesa, también congrega. Reúne. Nos hace humanos y en él, humanamente, nos mostramos: nos decimos y nos callamos. Decimos y nos entregamos. Escuchamos y dejamos llegar. Recordamos y volvemos a vivir próximos lo que cada uno vivió por sí solo, o rememoramos lo que vivimos juntos, la historia que nos avecina, la historia a la que pertenecemos. Rememoramos y así revivimos, ahondamos. O contamos las historias ajenas y así las hacemos propias. Nos reconocemos en esas palabras, nos encontramos en ellas. Un hacernos eco de las risas de unos y callar la gravedad de otros y, así, entregarnos en la confianza festiva de una mesa extendida, de una confianza que ampara. Los lazos creados en torno de la mesa entraman la vida, también la nutren. Es la ceremonia cotidiana, la que alimenta no a cada uno sino a todos juntos, la que, paradójicamente, partiendo el pan no parte sino aúna.

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Un partir el pan que nos abre el corazón, que nos permite sondearlos sin juzgarlos, mostrarlos sin reflejarnos.

VI Tener un techo propio, esa antigua expresión, solía ser sinónimo de tener una casa propia, pero encendiendo un matiz específico: el del anhelo de la protección. Como si bajo un techo así sentido se experimentara la bendición de haberlo recibido, la gratitud de saberse abrigado. También el sano orgullo de haberlo logrado. Bajo nuestros pies, mudo, está el suelo. Toda casa tiene un piso, de baldosa o madera, cemento o alfombra, es, más tácita que concientemente, sostén. Suelo y, por tanto, tierra. Inseparable del abajo está el arriba: el techo completa, en el imaginario más biológico, el estar sobre la tierra, y por estar sobre la tierra el estar bajo el cielo. “Cielorraso” es una de las maneras de nombrarlo, uno de sus sinónimos, cielo al raso: común, sin más, como si dijésemos el mismo cielo de todos, el humano. Como si así sintiéramos que no nos cubre cerrándonos, que nos abre dilatándonos. Como el otro cielo, el azul, aquel del que escuchó el nombre. La casa, cerrada sobre sí, se abre en sí: su adentro no cabe adentro: se abre al afuera. Se completa entrada. La casa es el lugar donde habitando recibimos. La casa es el lugar donde habitando recibimos. La casa que no se abre a los otros es como el pan que no se parte: no lo come nadie, lo carcome el moho. Habitar, en su raíz sánscrita –ghabh-, quiere decir “dar y recibir”. Se habita ese gesto, el de la mano que al dar se abre y abierta recibe. La casa, morada y estancia, habitada se enciende hogar, hogar que, encendido, se abre hospedaje: se ofrece apertura. Intimidad que se cumple abriéndose albergue y abrigo: acogida al que viene. Recepción. Interioridad que abriéndose no deja de ser interioridad: se enriquece intimidad, la intimidad que la hospitalidad abre cuando la casa se abre. Cuando cobija. 7

Espacio de separación y recogimiento, la casa, interioridad que nos abarca, se completa abriéndose: lo propio abierto es lo íntimo. Y lo íntimo es lo opuesto a lo cerrado, a lo replegado sobre sí. La casa se expande ahondando su adentro, abriendo su estar, no extendiendo los metros cuadrados de su construcción. El dejar llegar a sí de la casa es su manera de ir. VII El huésped es aquel que llega, llega y entra: es a quien recibimos, alojamos. El huésped bien recibido, dicen los orientales, es “el dios por un día”. O simplemente dios es eso: lo otro que nos despliega, el despliegue que nos despide. Que nos altera, es decir, que nos hace otros en nosotros mismos. Nos saca hacia lo que seremos. Nos abre desde lo que ya fuimos. Nos libra. Después de todo es el huésped, el que llega, el que nos lleva hasta donde no sabíamos que estábamos. A lo propio aún no habitado. En nuestras ciudades el que entra ya suele estar domesticado, conocido; pero la figura del huésped, antiguamente, y aún en muchas culturas contemporáneas, es el desconocido, el que golpea la puerta, el que viene de paso. Lo desconocido que se muestra, lo extranjero. El que cuenta lo lejano, el que trae y acerca esa lejanía. El que revela. Como desconocido, el huésped a la vez atrae y atemoriza. Trae lo desconocido al seno de lo familiar: y lo desconocido siempre cuestiona a lo propio, muestra otros posibles, otras perspectivas. Nos saca de la seguridad de lo ya conocido, atraviesa el espejo de lo repetido. En la medida en que es otro nos cuestiona... Y, por eso mismo, en eso mismo, enriquece. Extiende. El huésped es lo desconocido y, lo desconocido es desde donde brota la creación, lo no previsto. El don. Lo real es que el huésped tiene desde antiguo, en cuentos y leyendas, el halo de una figura sagrada, única, es decir, portadora de alteridad: de lo inasible.

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Lo irreducible, lo que no puedo hacer del todo igual a mí. Así, habitando, recibimos, acogemos: tomamos cuidado de lo que viene. Damos habitación, hospedamos. Acoger, recibir, es recibir lo que nadie puede darse a sí: la alteridad. La diferencia. El don inconquistable que cada huésped es; que siéndolo, lo da: nos abre. La casa recibe al huésped, pero recién allí, en la recepción, el huésped cumple su identidad: ser hospedado, y el hospedero la suya, su identidad y su misión: ser acogida. Abrir en sí mismo la casa del otro. Juego de mutuo rebosamiento, de mutuo don. No en vano, y significativamente, acoger al otro se llama recibir, el mismo verbo que indica que uno mismo, recibiendo, es quien recibe. Recibiendo al otro se recibe del otro. La recepción, la acogida, no quita: da. Lo propio, compartido, se expande en otros, deviene, devenimos esos otros. Habitamos más allá de donde estamos. Nos trascendemos. Uno y otro, huésped y hospedero, mismidad y alteridad, lo propio y lo extraño, se cumplen en lo que dan. Son lo que entregan. Abren el lugar. Habitan el don. VIII Cada noche volvemos al cuerpo como a una tierra olvidada, a la tierra, como a una raíz perdida a la desnudez, como a su intemperie ofrendada. Y el final, el de cada día, su recogerse, es el llegar de la noche y con ella el postrero rito del cerrar las puertas y atrancar postigos, apagar las luces… acostarnos. Está el dormitorio, lo más íntimo, lo último de cada día… y allí las formas del sosiego: la cama blanda, la almohada blanca. Antes de que la ciencia médica nos exiliara, se nacía y a veces hasta se moría -una vida después-, en la misma cama; el origen y el destino acontecían en la casa. En la cama.

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En ella los cuerpos se anudan para desatar su gozo, se celebran fecundándose. O simplemente se gozan celebrándose, dándose uno al otro la intensidad del asombro. Regalándose el abandono. Amando. Pero el cuerpo nos permite ser a condición de delimitar nuestro estar: la reunión de la carne tiene por condición la separación, también por dolor. Por condición y por reverencia. De ese ancestral intento de dos cuerpos que buscan ser uno, de ese imposible necesario, somos, cada uno, todo hijo, la unidad trascendida. A veces, otras veces, son sólo caricias, ese pudoroso gesto que despide lo que recorre. IX Dormimos, deponemos el dominio de nosotros, el de la lucidez sobre nuestro cuerpo, sobre nuestra vida iluminada. Razonada y comprendida. Ahora somos, podríamos decir, todo cuerpo. Cuerpo entero. Cuerpo horizontal: memoria animal y reposo del erguirse humano. En la noche el cuerpo es tierra, cosmos. En la noche los bordes callan sus nombres, y serenamente lo somos todo por no sabernos algo. Dormimos y también soñamos, nos nacemos posibles. Algo de nosotros despierta otro. En la serenidad de la noche, algunas noches, se despierta en nosotros el pavoroso temblor de nuestra frágil finitud y el no menos pavoroso asombro ante el infinito que la dona; sentimos la pertenencia a la honda oscuridad de la tierra y la aspiración hacia lo alto en lo que todo se expande… A veces, es sólo un instante, una fisura y un estremecimiento en el que lo somos todo, ahí, en el silencio de la noche, cuando por no aferrarnos a nada nos descubrimos sostenidos. Un instante, un relámpago, en el que vislumbramos cómo es la vida cuando nada refleja a nada y todo trasluce a todo.

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Cuando todo se abre hacia todo. Cuando se es. Dormir, finalmente, es el cotidiano presagio del morir que se nos adelanta, la decisión entre el miedo o la confianza; vislumbre, también y apenas, del misterio que toda noche cobija, misterio de la luz que toda sombra reserva y promete. Quizá por esto, acostarse, en una de sus acepciones, significa ir llegando a la costa; avecinarse a la posibilidad extrema, a la que nos da el nombre de mortales. Ahora sí, cerramos los ojos, y sin temer ni desear, confiamos en la noche, porque dormir también es una fe. Un olvido de sí. Un abandono. Una entrega. Un amén. X

A todo lo visto hasta aquí podríamos ponerlo bajo esa tan henchida como simple expresión que es “estar en casa”, sentirse uno mismo en ella: sentirse uno mismo en el olvido de sí, en el descanso de la familiaridad. Un paso más, que lo que acopia esa expresión –la de “estar en casa”-, es otra, también familiar pero no siempre pensada: “llegar a casa”, retornar a ella. La expresión y la realidad de "llegar a casa", si la dejamos resonar, sobrepasa casi infinitamente lo que esas palabras encierran, tal vez incluso, que lo que la vida misma encierre, para abrirse a un deseo más trascendente. A una pertenencia más definitiva. A una casa, a un abrazo que se abra más allá de tiempo. Que se dilate más allá de todo espacio, más lejos que toda y cualquier lejanía. A un hogar que nunca apague su calor, a un fuego que ya no encienda sombras. A eso Otro, de lo que la casa, y quizá la tierra entera, es apenas umbral...

HUGO MUJICA

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