El Elogio de La Palabra

EL ELOGIO DE LA PALABRA Héctor AbadFaciolince Según el mito adámico (la etimología de la palabra Adán nos lleva a la ex

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EL ELOGIO DE LA PALABRA Héctor AbadFaciolince

Según el mito adámico (la etimología de la palabra Adán nos lleva a la expresión “creador de nombres”) el primer hombre se pone a mirar las cosas y a asignarles un nombre. Señala un gran animal con garras, amarillo, que parece un fabuloso gato peludo, y dice: león. Y león queda para toda la vida. Ve luego un reptil frío y pequeño, que parece el resumen de un cocodrilo, y exclama: ¡lagartija! Y lagartija será por los siglos de los siglos, o por lo menos hasta la catastrófica torre de Babel que con la confusión de las lenguas hizo la difícil maroma de poder explicar con una historia el problema de la gran variedad de los idiomas en que nos expresamos los hombres. Nosotros, por fortuna, nos expresamos en este exitoso dialecto del latín que llamamos español, y que hace cinco siglos hablamos también por estos lados con inflexiones paisas, cachacas o costeñas. Adán y su capacidad de crear palabras, en realidad, sigue reencarnando en todos nosotros pues aún hoy en día, y día a día, es necesario inventar palabras (o reencaucharlas) para nombrar la realidad. Es probable que hasta antier no supiéramos lo que es un celular (que ya no es un tejido, sino una antipática forma de no poder esconderse jamás) y que hace algunas semanas tampoco entendiéramos tan bien lo que hoy con tanta seguridad llamamos informantes o cooperantes. Todos los días anónimos Adanes inventan palabras nuevas para nombrar nuevas cosas. La realidad no deja de sorprendernos y nosotros no abandonamos la feliz manía de nombrarla, de intentar atraparla en una combinación de sonidos. Pero el mito de Adán ya no satisface a casi nadie cuando pensamos en los orígenes del lenguaje humano. Uno de los más grandes interrogantes sobre la evolución del hombre tiene que ver con la aparición del lenguaje. Los evolucionistas y los neurólogos han encontrado cosas interesantes en eso que podríamos llamar el órgano mental, el órgano de las ideas, es decir el cerebro. Han encontrado por ejemplo que la zona del córtex cerebral que corresponde al movimiento de las manos es mucho mayor que la que corresponde al movimiento de todo el resto del cuerpo, del cuello hacia abajo. Y han encontrado un tamaño análogo (en cantidad de cerebro que se ocupa de una función) sólo en la parte que concierne a la producción física del lenguaje (lengua, labios, mandíbula, laringe). Comparado con un chimpancé, el hombre, dedica una porción análoga de cerebro para mover los pies. Pero el chimpancé‚ le dedica lo mismo a las manos que a los pies y, por supuesto, no le

dedica casi nada a sus aullidos, mientras que el hombre le dedica muchísimo cerebro a sus manos y a esa especie de aullidos que son también sus palabras. Lo anterior es una confirmación más de la importancia de la mano como herramienta de precisión -única entre todas las especies- que fue factor determinante en el desarrollo de la inteligencia. Esto se sospechaba hace mucho. Ya lo había intuido el filósofo griego Anaxágoras (hace 2.400 años) cuando sostuvo que “la mano hizo al hombre el más inteligente de los animales”.

Tanto el homo habilis como el homo erectus tenían ya unas manos bastante sofisticadas y precisas que les permitieron construir herramientas rudimentarias. Estos antepasados nuestros habitaron la tierra por unos dos millones de años sin que se manifestaran grandes cambios. Cuando, hace unos 200 mil años, el homo erectus salta al sapiens arcaico, con un aumento considerable de la capacidad del cerebro (de 1.200 a 1.600 ml.), las herramientas de los antepasados erectus y habilis se pulen un poco y varían en su forma, pero pasan otros 170 mil años sin que haya grandes avances. Y de pronto, hace apenas unos 30 o 35 mil años, se produce lo que los evolucionistas llaman “una gran explosión de creatividad, quizá el salto en nivel de inteligencia más notable que se registra en la historia del hombre.” ¿Qué pasó hace 30 mil años? Recapitulemos: durante dos millones de años el progreso de los antepasados del hombre es muy lento. El mismo homo sapiens arcaico pasa 170 mil años sin mostrar grandes avances en sus herramientas, es decir, en su precaria tecnología. Y de repente, hace 30 mil años, como en una avalancha, surgen uno tras otro “el arco, la flecha, los arpones, las herramientas compuestas”. Y aparece también el arte, los dibujos en las piedras y las herramientas con adornos inútiles, sólo para el goce visual. Son de ese momento mágico las impresionantes pinturas de las cavernas. ¿Cuál fue la razón de esa gran explosión de creatividad?

Parece ser que el gran cambio (así lo creen destacados evolucionistas) consistió en algo que no deja huellas en las piedras ni en las paredes de las cavernas. Apareció algo que no pesa ni deja rastros la arcilla blanda. Apareció esa cosa hecha de aire, esa cosa efímera que en el mismo instante en que aparece desaparece. Aparecieron, pues, las palabras, el lenguaje articulado, este ruido hecho de hondas que se mueven con cierto orden en el aire. Los gritos, las interjecciones, los llamados de atención, los lamentos, los alaridos de cólera o de miedo o de dolor o de alegría, los aullidos, se concentraron en algo menos alharacoso y más elaborado: en palabras. No es una coincidencia que aparezcan simultaneamente el arte y el lenguaje articulado. No es una coincidencia porque si nos fijamos en las primeras manifestaciones artísticas (la pintura de las cavernas y los grabados en hueso y marfil) vemos que el arte nace como arte abstracto. ¿Qué es el arte abstracto? Este consiste en la concentración y simplificación de una forma natural, por ejemplo de un animal. En unos pocos rasgos visuales, en unas líneas casi esquemáticas, reconocemos un toro, un caballo, un bisonte. El arte nace como una abstracción de la realidad, como una representación simbólica de la realidad. Antes había solo tigres reales, “de caliente sangre”, como diría Borges. Con el arte aparece también el tigre (digamos) de papel, de piedra, de hueso, el tigre pintado en la pared; el arte nos da la representación abstracta del tigre, no de un tigre concreto, sino de todos los tigres reales. Es algo muy parecido a lo que hace el lenguaje articulado, capaz de evocar las cosas del mundo mediante una señal sonora, una abstracción sonora. El lenguaje representa simbólicamente objetos e ideas. Además del tigre de las llanuras surge el tigre de aire, el de la palabra que lo designa.

Hace 35 mil años aparece, pues, el lenguaje, representado en alguna lengua o lenguas arcaicas, la palabra como nueva herramienta (de alcances insospechados e ilimitados) para expresar el pensamiento. Del arte hay huellas precisas que se conservan en las paredes; de la voz humana, volátil y efímera como es, no nos quedan rastros, y habría que esperar otros miles de años hasta que a algún genio desconocido se le ocurriera inventar la escritura. Pero la gran explosión de creatividad en las herramientas y la aparición del arte (esa gran muestra de capacidad simbólica) nos hace pensar que esa gran estructura de símbolos que es el lenguaje apareció al mismo tiempo. Es posible que el erectus y el sapiens arcaico tuviesen alguna forma de lenguaje, aunque no plenamente desarrollado. Quizá por desviaciones de mi oficio, pero también por las hipótesis que he leído en libros de reputados evolucionistas, creo que la aparición del lenguaje articulado fue el gran motor de la inteligencia y del desarrollo del hombre en los últimos 35 mil años. Existe una inteligencia sin palabras, un pensamiento sin palabras, eso que los científicos de la mente llaman un “mentalese”; pero conseguir la traducción a palabras de ese mentalese constituye un gran paso para transmitir y conservar la experiencia, el pensamiento y el conocimiento. La palabra ha sido nuestra gran herramienta para domesticar las ideas, para ordenar nuestro pensamiento, para conseguir llegar al razonamiento lógico explícito y al pensamiento conceptual. Con la aparición del lenguaje el hombre, por fin, puede hablar de ayer (es decir, transmitir experiencias) y puede hablar de mañana (o sea prever hasta cierto punto el futuro). Imagínense tan solo la gran ventaja que significa poder referirse a un bisonte sin tener que tener al frente al bisonte mismo. Frente al bisonte hay que correr, frente a la palabra bisonte se puede seguir sentados, alrededor del fuego de la caverna. Es una frase que repiten todos los lingüistas: la palabra bisonte no embiste, o la palabra perro no muerde. Lo útil es que antes de arriesgarse a enfrentar al bisonte, el hombre puede discutir con sus compañeros de cacería, puede afilar y sofisticar sus armas, puede representar en la cabeza (y en palabras) una simulación subjetiva de lo que hará. Remeda en el pensamiento lo que puede suceder en la realidad. Antes de intervenir en la realidad, nombra la realidad. Y así llegamos una vez más al mito de Adán nombrando las cosas. Volvemos a un grupo de hombres que habla, y quizá ahora (gracias a ciencias modernas como la paleología y la neurología) nos expliquemos un poco mejor cómo se fue llegando a esta posibilidad. Podemos imaginarnos, las palabras nos pueden llevar a hacernos imaginar, unas tribus de hombres que intercambian palabras, es decir ideas, que

hablan y contestan, que deciden hablar antes de darse un garrotazo; antes de usar las lanzas afiladas discuten si puede haber otra solución. Todavía hablan, todavía no han pasado a los hechos, y aquí las palabras (creo) valen mucho más que los hechos. Dejemos a esas dos tribus discutiendo sobre si se van a agarrar a garrotazos o no. Mientras ellos discuten sigamos nosotros repasando otros aspectos de la fuerza de las palabras. Todos hemos podido comprobar algo maravilloso. En el limitado espacio de nuestro cráneo cabe, por ejemplo (y por completo) una mujer. Un ser amado se instala en nuestro cerebro y ahí está, entero, con sus cicatrices en el brazo, supongamos, con su pelo negro o rubio o rojo, con muchas de las palabras que ha dicho, su sonrisa, etc. Cabe también una ciudad, las largas avenidas de una ciudad, sus hermosos u horribles edificios, su río de aguas turbias. Mediante ideas y palabras podemos almacenar en el pequeño espacio del cerebro los ilimitados espacios del mundo. Y cabe no solo lo que de veras existe, sino incluso lo que no existe: cabe una manada de unicornios que pasta en una pradera anaranjada a orillas de un río por el que fluye vino tinto, caben tres dragones o más, uno de ellos escupiendo fuego a chorros, caben todos los dioses griegos y romanos, más todos los dioses aztecas y chibchas, caben los gnomos y las patasolas, cabe una planta que puedo inventar, la pubirna, excelente para prevenir la caída del cabello, caben todos los animales fantásticos, cabe el brazo izquierdo que perdió Cervantes. A esta capacidad de almacenar en el cerebro algo que no está presente, algo ausente, la llamamos la capacidad de representación, de evocación. De ahí provienen esos conjuros muy antiguos por los que creemos que pensando mucho en algo o en alguien podemos atraerlo. Atraer por ejemplo la lluvia concentrándonos en la lluvia, o atraer los días soleados concentrándonos en el sol. Por esta capacidad de evocación, se le teme a las palabras. La gente suelta unas palabras de desgracia (tipo: “si yo llegara a rodarme en el carro por un precipicio…”) y se precipita a tocar madera, no vaya a ser que lo que dijo pueda atraer ese mal. O repite: “Que lo tape, que lo tape, que el portero lo tape”. Y cree con las palabras atraer ese bien para el propio equipo y ese daño para el equipo rival. No funciona, claro que no funciona, sabemos que no funciona, pero tenemos a veces la ilusión de que evocar sea también invocar. Pero por otro lado puede ser verdad, en cierto sentido limitado, que las palabras produzcan cierta realidad (una realidad virtual). Se dice que los muertos no mueren del todo hasta que no hayan muerto los vivos que los recuerdan. En mi cabeza como en la de todo el mundo, siguen presentes -cargadas de realidad- muchas personas que ya han desaparecido, un amigo que se suicidó, otro que se mató en un accidente, otro que me mataron en un atentado. En las palabras conservamos incluso a los muertos. El eco de las palabras del poeta Ovidio, que murió en el exilio hace dos mil años, tiene todavía algo de su acento. Este es el sueño que alimenta en su tarea a muchos escritores: no morir del todo, dejar de sí al menos el eco de las propias palabras.

Las palabras son el vehículo de ese poder extraordinario de la mente que consiste en imaginar, en recordar, en combinar recuerdos con imaginación. Sin ver un árbol yo puedo convocar un árbol diciendo la palabra árbol. Un botánico podría hablarles media hora de los guayacanes o sobre los almendros sin tener que traerles aquí un guayacán. Sabemos que ese árbol que yo nombro no da sombra, ni llenará jamás este suelo de flores amarillas, o de hojas secas, como los árboles reales de las haciendas de Montería. Pero las palabras luchan por atrapar la realidad. También muchos convocan a ángeles o santos para que les ayuden. Los griegos llamaban a sus dioses, les pedían servicios, y así hacen los musulmanes y los judíos y los cristianos. Intentan captar, atrapar en palabras a seres ultraterrenos. O detenerlos, mantenerlos alejados también con palabras o no pensando en ellos. No nombrando su santo nombre en vano. O diciéndole “vade retro”; aquí deben de ser expertos en diablos, así que sobre esto no me voy a extender. Volvamos, en cambio, a las dos tribus enfrentadas, con las armas afiladas, que habíamos dejado hablando. Supongamos que discutían sobre cuál de las dos podía hacer uso de un nacimiento de agua. Unos decían, “nosotros lo vimos antes”, el otro grupo contestaba, “es que nosotros tenemos niños y ancianos”, y los otros volvían a responder, “nosotros también tenemos niños y ancianos”. Unos, más mansos, decían, “podemos intentar organizarnos para que el agua alcance para las dos tribus”, pero otros decían, al oído del jefe “las lanzas de ellos tienen menos filo, los brazos de ellos tienen menos músculos, luchemos y les ganaremos y el agua será sólo para nosotros”. Dejan de hablar, las palabras a veces también sirven para dejar de hablar, o para herir e incitar a la lucha. Dejan de hablar y empiezan a matarse. Los dejo imaginarse la carnicería. Es muy fácil. Es la misma que sufrimos hoy en Colombia. Sangre y más sangre. Pero, fíjense. Hubo un momento en que las dos tribus no peleaban. Un momento breve y frágil, un instante distinto. El momento frágil en que estuvieron discutiendo, intercambiando palabras. Yo quisiera poder imaginarme unas palabras tan seductoras, que distraigan tanto, en cierto sentido tan mágicas, que uno vaya olvidando de qué es que estaba discutiendo cuando hablaba. Unas palabras tan intensas que suplanten la dolorosa realidad de la disputa, que doblen la realidad hacia las inofensivas palabras.Yo sueño con unas palabras que produzcan siempre más y más palabras. Mejor dicho, me imagino un país en el que todos nos la pasemos conversando, intercambiando ideas, pensando en voz alta. Eso es lo que hace la literatura, y por qué no, también lo que hace el periodismo. Uno de mis libros preferidos enseña eso, el combate entre los cuentos y la realidad. El sultán de las mil y una noches yace cada día con una doncella distinta, y la hace decapitar al amanecer. En cada una de estas vírgenes que dejan de serlo se venga de la traición que le jugó su esposa. Hasta que llega Sheerezada y es capaz, con los cuentos, de postergar la sentencia, de

suspender la violenica. Eso es lo que hacen los cuentos y lo que hacen las palabras: postergan, hacen más larga y llevadera la ineludible sentencia de la muerte que todos llevamos dentro. Los felicito por dedicar esta semana al más maravilloso de los inventos humanos: la palabra. Encuentro de la Palabra, Riosucio. Siglo XX. La cantidad, la música, el origen (I) Por: Héctor Abad Faciolince

Sobre la Obra Poética de León de Greiff 1 León de Greiff, con ese desdén irónico hacia las cosas propias y ajenas que siempre lo caracterizó, llamaba a sus libros “mamotretos”, y a medida que salían los iba numerando. Los solos títulos de estos mamotretos son ya memorables y una muestra más de su inagotable creatividad verbal. Tergiversaciones (1925), es el primero, publicado cuando el poeta tenía 30 años. Luego vendrían el Libro de signos (1930), Variaciones alredor de nada (1936), cuya última parte es el maravilloso “Libro de relatos”. Después salen las Prosas de Gaspar (1937), Fárrago (1954), con nuevas rondas de “Fantasías de nubes al viento” y Velero paradójico (1957). Su último mamotreto de poesía publicado es Nova et Vetera (1973), esto sin contar, obviamente, las numerosas antologías, las separatas de revistas, y la bellísima edición de sus Obras Completas (1960), realizada por Aguirre, insólito y elegante editor. Después de la muerte del gran poeta antioqueño, en 1976, se han publicado algunas traducciones de sus versos, nuevas selecciones y antologías de sus prosas y poemas, numerosos ensayos y aproximaciones a su obra, y en particular Hjalmar de Greiff ha venido recuperando poco a poco, de entre el maremágnum de papeles y manuscritos de su padre, versiones, variantes, poemas inéditos y fragmentos inconclusos. Ahora la Universidad Nacional publica en tres volúmenes -que sumados dan 1.985 páginas- la apabullante Obra Poética (que esta vez sí podemos atrevernos a llamar completa) de quien es para mí el más grande de los poetas colombianos. Decir “el más grande” o “el mejor”, no importa mucho. La poesía no es una maratón en el que alguien llega de primero o de quinto. A otros les gustará más Silva, Aurelio

Arturo, Gaitán Durán o el Tuerto López. Estos pedestales muchas veces los dictan el temperamento de los lectores o su lugar de nacimiento. Porque contra la idea de los “poetas universales”, yo creo en realidad que todos los poetas son locales y hablan con una voz y unos referentes que solamente acaban de entender a fondo quienes hablan con su mismo acento. A pesar del exotismo de su léxico el tono de su poesía es nítidamente antioqueño, o, si lo prefieren, anti-oqueño, que es una manera muy paisa de soportar la lotería de ese nacimiento. Nunca una Obra Poética completa puede ser pareja; será siempre imperfecta, desigual por momentos. Incluso a ratos dormita el buen Homero, y en la opera omnia de cualquiera (Quevedo, Lope, Garcilaso, el que sea) hay caídas de gusto, distracciones, arañazos de tedio. Un gran poema, como una demostración algebraica, se logra por sucesivos intentos, fracasos y aproximaciones. Además la poesía, como el ajedrez y las matemáticas, suele dar lo mejor de sí durante la juventud de sus cultores, por lo que en estos libros totales los primeros tomos suelen ser mejores que los últimos. Lo propio ocurre con León de Greiff, que hacia 1940 ya había escrito lo más memorable de su riquísima obra, salvo algunos grandes destellos posteriores que confirman su genialidad sin añadirle demasiadas páginas a sus poemas más necesarios. Este paciente y exhaustivo trabajo de Hjalmar de Greiff es una maravillosa herramienta de estudio para los greiffianos, una obra de consulta obligada para eruditos y académicos, pero al mismo tiempo sería un festín excesivo, empalagoso, para quienes se quieran aproximar por primera vez a la deslumbradora obra de Leo Legris (y a la turbulenta turba de los demás nombres con que escribió De Greiff: Harald el Obscuro, Ramón Antigua, Gaspar de la Noche, Sergio Stepansky, Matías Aldecoa, Apolodoro, Proclo, Claudio Monteflavo, Palinuro, Erik Fjordson…). Para los principiantes puede bastar la antología de Germán Arciniegas, o la del mismo Hjalmar. Pero para quienes deseen conocer a fondo la obra total de nuestro “juglar ebrio”, para quienes quieran hurgar en el laboratorio poético de su mente, este gran esfuerzo editorial será un instrumento imprescindible. 2 Hace ya casi medio siglo, cuando Alberto Aguirre preparó la edición de las Obras Completas de León de Greiff, que no eran completas, por supuesto, pues el maestro habría de vivir todavía tres lustros y sus cajones rebosaban de cuadernos, Hernando Valencia Goelkel escribió unas palabras devastadoras. Voy a empezar con ellas pues es mejor prevenir y repeler de una vez la crítica más aguda que se le podrá hacer a esta Obra Poética. Como decía Apolodoro, “si juega a las Damas, ataque, / y si a los escaques, enroque”. Oigamos la crítica perspicaz, aunque injusta, de Valencia Goelkel para poder rebatirla: “Sólo la pedantería de nuestro tiempo ha podido justificar y popularizar este sistema de reunir en uno o dos o tres volúmenes apretados todas las poesías de un poeta. Semejante arbitrio interesa sólo a los bárbaros -a los forzados de la filología-, a los superintelectuales […] Los espesos volúmenes se alinearán, sumisos, entre unos Trágicos griegos y una Sagrada Biblia (en edición luterana). La lírica no puede administrarse en dosis masivas. Es ya demasiado ardua la aproximación del lector a esta poesía como para agravar la dificultad al pedirle a aquel el esfuerzo faraónico de desentrañar lo (subjetivamente) esencial de una obra. Es cierto que todo lector de poesía lírica es un antólogo, pero en esta labor debieran precederlo la severidad del propio poeta y la temperancia de los editores.” Valencia Goelkel se pone aquí la máscara del lector raso (que no lo era, pues su erudita labor crítica fue de profesional) y defiende el terror y la pereza de los lectores dominicales de hoy, que apenas sí tienen tiempo para leer revistas o libritos entecos de setenta páginas, y que al ver tres mamotretos como estos sentirán un helado escalofrío de repelencia. Los culpables de esta desmesura serán un editor intemperante (la Universidad Nacional) y un remero filológico superintelectual (Hjalmar de Greiff). En realidad, como lo advierte en el prólogo, el único propósito, humilde y sereno, de Hjalmar, ha sido “preservar una obra de la manera más fiel, con destino a

generaciones futuras.” En cuanto al editor, la Universidad, lo que pretende es rendirle un homenaje a quien fuera uno de sus profesores. Y en lo que se refiere al poeta como incontinente, o poco severo con su propia obra, habrá que decir que los mayores escritores de todos los tiempos, en castellano o en cualquier otra lengua, tienen una obra muy extensa, pues lo típico de un gran creador es que no sólo produce mucha calidad, sino también muchísima cantidad. No es necesario dar ejemplos, los grandes escritores tienen obras inmensas en los dos sentidos de la palabra inmensa. Además hay que considerar que León de Greiff está curado en salud, o, mejor dicho, vacunado contra ese tipo de crítica personal (y contra todo elogio) por su propia ironía y por su propio desdén de solitario. Oigámoslo en esa “estampa” que tan bien lo define, y que debiera estar en toda antología de sus mejores poemas: Leo Legris es el nombre que porta para esquivar el irónico gesto mi extravagancia, que rïendo soporta la burla, la estultez y el elogio indigesto. Mi aburrimiento es largo, pero la vida es corta. Mi vanidad… ¡Mi vanidad no vale el resto…! Y el resto es casi siempre lo que a ninguno importa… Vanidad -para mí- es la toga de asbesto pues nunca deja que me quemen las rabias ni que de necios me atosigue la acerbia ni que el aplauso me torne menos mío. “Leo Legris que habita la ilusorias babias…” -Concedido…- “Y la torre feudal de su soberbia!” -Aceptado…- Y en prueba, mirad cómo sonrío…! Se ha acusado a De Greiff de ser altivo, altanero, presuntuoso. Él mismo lo reconoce con una sonrisa distante. Como siempre, se pretende que los modestos sean aquellos que casi no hablan, que casi no escriben, que callan mucho -como los jesuitas- y ofrecen tan solo de vez en cuando unos pocos versos sottovoce, en susurros casi inaudibles. Yo nunca he podido saber bien quiénes son los modestos y quiénes los vanidosos, si aquellos que se escudan siempre en el silencio para no tener que reconocer jamás sus humanas imperfecciones (claro: el que nunca publica jamás se equivoca), o aquellos que en cambio van escribiendo como quien va viviendo, cada día, mostrándolo todo, sus logros y sus fracasos, sus eufonías y sus cacofonías, sus asonancias y sus disonancias. De Greiff, como Quevedo, como Lope, como Victor Hugo, como Whitman, como Octavio Paz, es un poeta copioso, de muchos versos, de una obra inmensa en todos los sentidos, con luces y sombras, cumbres y agujeros, pero con destellos de genialidad verbal incluso en sus momentos menos afortunados. No ocultó sus luchas ni escondió sus defectos. Y por esto, y por otros motivos que diré más adelante, han hecho muy bien los editores y Hjalmar de Greiff en publicar esta Obra poética, que incluye además las versiones, las dudas, las correcciones, los arrepentimientos, los poemas truncos e inconclusos, los versos de circunstancias, las ocurrencias lúcidas o tontas, los difíciles avances y dificultades de toda vida y de todo proceso creativo. Dice Valencia Goelkel que “las sumas poéticas son implacables” pues “el fácil poeta vario y multívoco queda reducido a su definitiva insignificancia” ya que “no se pueden practicar exitosamente el mimetismo y el disimulo a lo largo de toda una vida.” Eso es lo que no entienden ciertos críticos: que De Greiff nunca quiso practicar el mimetismo ni el disimulo. Lo dijo en este verso del “Relato de los oficios y mesteres de Beremundo el Lelo” : “No salí de mí mismo sino a entrar en mí propio.” Lo que pasa es que a veces, de verdad nuestro gran poeta “Cantaba, cantaba, / y nadie oía los sones que cantaba. / Ni la selva, ni la noche le oía, / ni tú, ni nadie, ni nada!” No voy a negar que De Greiff, como es elocuente, y sin duda a veces excesivo, es un poeta que nos queda grande, por sobrado, es decir, porque tiene poemas de sobra, sobrantes (¿cuál gran poeta no?), pero incluso más poemas buenos de los que se

pueden digerir en una vida. Es obvio que una suma poética no es para iniciarse en León de Greiff, sino para los ya iniciados en él. Los que apenas se inician quedarían empalagados con su insaciable verbo. Así como no conviene inciarse en Bach con todas sus cantatas religiosas, y más convendría empezar con las Variaciones Goldberg o con algún concierto para violín, así mismo los primeros pasos greiffianos habría que darlos con una antología preparada por otros. Y luego, cada cual, si se anima, hará su propia selección greiffiana, como bien sugiere Valencia Goelkel. La cantidad, la música, el origen (II) Por: Héctor Abad Faciolince

Sobre la Obra Poética de León de Greiff 3 Ya que menciono la música, hablemos, pues, de música, porque sin ella será imposible entender la poesía de León de Greiff. Siempre convendrá recordar, con palabras de una de sus muchas “sonatinas” que su voz era “como el eco de inauditas / músicas ni en los sueños sospechadas: / o de músicas mútilas / urdidas en la propia fábrica / loca de su cabeza”. En una de sus más célebres conferencias, Jorge Luis Borges sostuvo que todo arte aspira a la condición de música y en particular el arte de la poesía, porque los grandes poetas devuelven al lenguaje esa cualidad mágica en donde las palabras resuenan con una singularidad que va más allá de su sentido. La música que se consigue con la poesía, para Borges, es fruto de la fusión entre forma y contenido: “Muchas veces he sospechado que el significado es un valor añadido del verso. Sé a ciencia cierta que sentimos la belleza de un poema antes incluso de que empecemos a comprender su significado.”[1] Mi primera experiencia con la poesía de León de Greiff, por fortuna, no fue escolar y ni siquiera leída, sino auditiva, y no fue erudita, sino espontánea y sin explicaciones. Si cierro los ojos y recupero al niño que fui, todavía puedo oír una voz recia que recita: “Tabardo astroso cuelga de mis hombros claudicantes / y yo le creo clámide augusta”. Yo no sabía qué quería decir tabardo ni qué era astroso ni qué era claudicantes ni qué era clámide ni que era augusta. Fuera de los pronombres, las preposiciones, los artículos, y los dos verbos (colgar y creer) yo no entendía ninguna de las palabras sustanciales de esos versos. Y sin embargo me gustaban, sin comprenderlos, así como hoy me puede gustar el comienzo de una sonata de Brahms, sin que yo pueda

decir que la comprendo en un sentido racional. Era un placer artístico puro, musical, casi sin referencias reales ni interferencias racionales. La opinión de aquellos que consideran que la poesía es intraducible a otras lenguas siempre me ha parecido una posición irresponsable, por lo laxa y condescendiente. La poesía no solamente es intraducible; la cosa es muchísimo más grave: la poesía es, en cierto sentido, incomprensible. Al decir que es intraducible no quiero decir que no se deba traducir; todos agradecemos las traducciones de Kavafis o de Anna Ajmátova; lo que quiero decir es que debemos ser conscientes de que al leer traducciones nos acercamos a un eco, a una transcripción para tambor y maracas de una obra escrita para violín y piano, o viceversa. Pero, insisto, además de intraducible, la poesía es también, en cierto sentido, incomprensible. Comprender una frase es traducir los sonidos de una lengua a una especie de código mental (mentalese, le dicen los expertos) que es lo que llamamos pensamiento. Digamos que los versos arriba citados (tabardo…) podrían traducirse al mentalesecon la siguiente prosa: “Sobre mis espaldas caídas llevo una ruana sucia y rota, pero a mí me parece que es una capa de la Roma antigua.” ¿Es eso lo que dicen los versos de DeGreiff? Hasta cierto punto, sí; tal vez esa frase se acerque a su sentido literal (y así sonará muy probablemente su traducción al polaco), pero como la percepción y la emoción estéticas se disuelven en esta traducción semántica, tengo que decir que lo que llamamos poesía se pierde al dar este paso, y que, sin que sepamos bien cómo ni por qué, la experiencia estética de la poesía solamente se siente en las palabras mismas y en el mismo ritmo con que se escribe el poema. En este sentido la emoción poética es incomprensible, porque no se reduce al sentido que las palabras tienen, sino que estas resuenan en nosotros con un plus de significado, con una ñapa o aldehala de concordancias emocionales que no se agotan en el plano racional. Ahora bien, al mismo tiempo, yo no creo que haya nada esotérico, recóndito o completamente inexplicable en los procedimientos poéticos. Muchas veces se ha dicho que esos mecanismos de la poesía son inefables, simplemente porque son difíciles de apresar, o porque a los poetas no les gusta hablar de ellos, pero creo que Edgar Allan Poe (uno de los poetas que León de Greiff más admiraba, recuerden su plegaria: “¡Oh Pöe! ¡ohPöe! ¡ohPöe! / Faro de luces negras…! / Alma que en mí domina…!) y después de Poe los formalistas rusos, en particular Roman Jakobson, dieron algunos pasos fundamentales para penetrar “el secreto del verso” y entender los legítimos trucos de su magia. En ThePhilosophy of Composition, Poe afirmaba que la mayoría de los poetas prefieren hacer creer que ellos componen sus versos en una especie de “estado de gracia, en una intuición de éxtasis, y se horrorizan al pensar que el público pudiera echar una mirada tras bambalinas, en las vacilantes versiones de pensamiento todavía crudo, en las imágenes descartadas, en las cautelosas selecciones y rechazos, en los dolorosos borrones e interpolaciones, en una palabra, en las ruedas y los engranajes con los que se construye la ficción literaria.” Pero no es necesario que los poetas no quieran mostrar las herramientas de su taller; algunos, de verdad, ni siquiera se dan cuenta de que las usan, pues también hay un sentido intuitivo de lo que es poético, así como los comunes mortales hablamos en prosa sin darnos cuenta, como decía el francés. Un verso despierta la sensación de belleza en nuestra percepción gracias a la manera en que están ordenadas sus palabras, pero no solamente el sentido de esas palabras, sino sobre todo sus sonidos: el ritmo, la sintaxis, las rimas, las asonancias, las consonancias, en resumen, su sustancia sonora. “Tabardo astroso cuelga de mis hombros claudicantes / y yo le creo clámide augusta”, despierta una emoción estética gracias a la repetición rítmica de las Tes, a las cuatro palabras que comienzan por C, a la insistencia en los grupos de consonantes oclusivas seguidas de líquidas o fricativas (cl o tr o mbr, para entendernos). Nosotros no somos conscientes de esa repetición rítmica, pero es esa materia sonora, probablemente, la que despierta el placer estético

de la poesía, un placer que, como todos los placeres, parece estar situado más allá de la comprensión racional. Al ensueño del sentido, se une el duermevela del sonido. Que León De Greiff no fuera un poeta espontáneo, y mucho menos ingenuo, lo declara, explícitamente, en algunos de sus poemas, y las mismas versiones y variantes que vienen en esta Obra Poética son una demostración indirecta del delicado trabajo con el que poco a poco se construye una poesía. En realidad muchos de los poemas que aquí leemos son apenas primeras versiones o primeras aproximaciones de un poema que todavía no existe, que el poeta busca en la inmensa reserva de palabras del idioma, y que al final, algunas veces, encuentra, en un resultado que podríamos llamar casi ideal, casi platónico, perfecto. Oigan cómo lo confiesa en un poema de 1929: “He forjado mi nueva arquitectura de vocablos (un día diré el secreto sibilinamente porque nadie capte el sentido recóndito de su forma) clara, cerebral, pura.” Y más adelante, para los que no oyeron: “Coge, si puedes, esa melodía; capta, si puedes, su perfume avaro. Nada les dice, nada les dice: ¿qué va a decirles esa melodía?” En la búsqueda de un poema sobre nada, o sobre casi nada (no crean que es casual que el libro más importante de León de Greiff se llame precisamente así, Variaciones alrededor de nada), puede haber muchos intentos fallidos. Por una nota acordada de la música verbal que se busca, es posible que salgan cien notas disonantes, discordantes, cacofónicas. Pero esa búsqueda musical, que es quizá lo más maravillosamente moderno de la poesía de León de Greiff, fue algo deliberado, un trabajo desesperante por lo difícil, y en muchísimos destellos y en unos cuantos poemas completos, perfectamente logrado. No lo olviden: “Su voz es como el eco de inauditas / músicas, ni en los sueños sospechadas.” La poesía de León de Greiff es música que no se había oído, que no ha vuelto a oírse, y que ni siquiera nos soñábamos con que existiera. El trabajo, ese sí de filólogo erudito, de ir desentrañando en la poesía greiffiana los procedimientos musicales, es una tarea que desborda mis capacidades y que en una simple presentación desbordaría también la paciencia del público. Pero si alguien quisiera meterse -y ya se habrán metido, sin duda- a mirar con lupa -o mejor: con amplificador- los sonidos que van tejiendo estos poemas musicales, yo les diría que tengan muy en cuenta los ritmos, la curiosa combinación de las esdrújulas, la complejidad de la sintaxis, y el poder de atracción que van ejerciendo unos fonemas sobre otros. Pueden estar seguros que donde surge una Che, poco después habrá otra Che que resonará en eco, sin ser rima (“allí la cháchara es buena cuando salen las muchachas”), o cuando una erre resuena, otras erres resonarán muy cerca (“ni aturdió mi retina con el rútilo azogue que rueda por su dorso”) sobre todo si esas erres nos ayudan a sentir las “resonantes trombas” y también los “silencios” del mar, que rima con amar. Habrá que recordar también que toda la poesía de León de Greiff es más para leída a la manera antigua, es decir, en voz alta, no para la sola lectura de los ojos donde no podrán percibirse todas las armonías, los juegos de asonancias e incluso sus muy deliberadas cacofonías. [1] Jorge Luis Borges, “Thought and Poetry”, CD Harvard. La cantidad, la música, el origen (III) Por: Héctor Abad Faciolince

Sobre la Obra Poética de León de Greiff 4 “Nada de lo que digo es para sostener; que esto no es tesis, sino hipótesis: ideas mías, muy personales, tal vez erróneas…”[1] Así empezaba hace un siglo don Tomás Carrasquilla una conferencia sobre la poesía modernista, y del mismo modo quiero calificar yo hoy lo que he venido diciendo sobre la poesía de León de Greiff y sobre esta edición de su Obra Poética. He intentado defender lo que digo con argumentos y ejemplos, pero no lo voy a sostener si me comprueban lo contrario con mejores razones. Vengo usando un tono enfático, para que se me entienda, pero no quiero que confundan el énfasis con un arrebato de convicciones fanáticas en materia poética. Hago mías y repito las palabras de Carrasquilla: Nada de lo que digo es para sostener; lo mío no son tesis, sino hipótesis. La primera hipótesis fue que el valor de publicar una suma poética consiste en que estas nos permiten asomarnos dentro del cráneo del poeta, al proceso creativo del escritor. Ese témino musical, que tanto le gustaba a De Greiff, las variaciones, y que en poesía se llaman variantes, nos permiten asistir en directo a la conversión de la prosa en verso, de la retórica en poética, del sonido en bruto al sonido musical. Tal vez esto no le interese a todos los lectores, pero para los enamorados de una obra (y esta edición no es para principiantes en De Greiff, ya lo dije, sino para enamorados de él), esto es de inmenso valor.

De ahí pasé, naturalmente, a la tesis de Borges y de Poe: la aspiración a la música y la ausencia de espontaneidad, es decir, al arduo trabajo de invención y creación. Antes de terminar quisiera expresar unas pocas apreciaciones, más subjetivas, sobre la impresión que me queda después de leer estos tres tomos atiborrados de versos. Voy a plantear una última hipótesis: contra lo que se ha querido sostener muchas veces, De Greiff no es un poeta exótico ni extranjero (raro sí, único, pero eso es otra cosa), sino un poeta absolutamente local. Un poeta universal tal vez sea un poeta cuyos versos se leen en muchas partes y en muchas lenguas, pero en realidad, para mí, todos los poetas son esencialmente locales. Hay un lugar común que circula sobre la poesía de este que, para mí, es el mejor poeta de esta ciudad y de este país. Este lugar común dice que el exotismo de sus versos se debe al origen escandinavo de su primer apellido. Desde el prólogo de Jorge Zalamea a las Obras Completas, y desde antes, se ha intentado explicar el fenómeno De Greiff con su supuesta condición de expatriado, de nórdico extraviado en las tórridas tierras tropicales. En realidad, los únicos suecos de su familia fueron sus bisabuelos, Carlos Segismundo y señora, pero de ahí en adelante, y pese a los apellidos que por costumbre machista se transmiten por línea paterna, los De Greiff que vinieron son colombianos, tan colombianos como cualquiera de nosotros. En una balada, él mismo se pregunta: “¿Será mi estilo (por llamarle estilo) -de ése mi estilo (estilo a la jineta) yo mismo en veces (pocas) me horripilo-, barroco estilo, ni motor de escándalos, por descender (si criollo hasta la zeta) de Renanos, Iberos, Godos, Vándalos?” La respuesta de este “criollo hasta la zeta” es una duda. Su estilo es: “De inconexo y sin orden, soy veleta”. El poeta es veleta, es decir, no sabe, lo arrastran vientos contrarios, múltiples, contradictorios, como su corazón. Claro que muchísimas veces el mismo poeta quiso coquetear con sus orígenes, (hablaba de sus ojos de víking, de los “bravos escandinavos de gigantesco porte” que eran sus abuelos. Está bien, concedido, pero el autor de ese relato escrito al modo del romance español (el de Ramón Antigua), tiene tanto de sueco como Silva de japonés. Si nos fuéramos por las líneas maternas, los apellidos de León serían Rincón y Obregón. Para llegar a un León Rincón Obregón (tres rimas placenteras) habría bastado que la de apellido De Greiff hubiera sido la abuela y no el abuelo del poeta, y viceversa. Pocas bobadas más grandes he leído, que esta: “La intacta memoria de la propia raza lo sacude como un vendaval en mitad del paisaje y las gentes nuevas entre las cuales ha sido transplantado. Y, al mismo tiempo, lenguas, canciones y músicas prenatales lo envuelven como una segunda y más terca placenta.” ¡Lo que nos faltaba, la placenta poética, el ombligo que nutre con sagas nórdicas los bramidos futuros del tórrido vate! Esto sólo se puede oír en un país tristemente retórico y racista, con su eterno complejo de hijueputa (como decía Fernando González). Por eso se quiso explicar la anomalía de nuestro poeta con sus genes teutónicos. Muéstrenme un sueco que escriba como él, uno solo. No hay ni uno. Porque León de Greiff es raro, insólito, inimitable, tan solamente idéntico a sí mismo. No es de aquí, ni de allá, ni se parece a nadie. ¡En su nao fantasma único a bordo! Pero si fuera de algún sitio, digo yo, sería de Bolombolo, “región salida del mapa”, pues incluso cuando estaba de diplomático en Estocolmo, burlándose a los gritos del “Señor don Protocolo”, escribía sobre el Cauca, pensaba en Bolombolo, y recordaba con nostálgico desdén el Porce, el Nechí, el Magdalena, y la villa de Aná del Aburrá. Esto fue para él un referente imprescindible, aunque tal vez nunca se diera cuenta de que en esos meses largos como años que pasó a las orillas del Bredunco, escribió sus poemas más memorables y más indispensables, los que vienen al final del Libro de Signos (1930) y en buena parte de las Variaciones alrededor de nada (1936). Y vaya explíquenle a un sueco lo que es, ¡y lo que era!, Bolombolo. Sólo De Greiff, “venido a

menos víking (¡y en el trópico!)”, marinero anclado lejos del mar no visto, lo comprende y lo sabe, y solamente nosotros, locales, localísimos, lo entendemos: Oh Bolombolo, país exótico y no nada utópico en absoluto! Enjalbegado de trópicos hasta donde no más! Oh Bolombolo de cacofónico o de ecolálico nombre onomatopéyico y suave y retumbante, oh Bolombolo! Oh Bolombolo, país de tedio badurnado de trópicos, país de tedio, país que cruza el río bulloso y bravo, o soñoliento; país de ardores coléricos e inhóspites, de cerros y montes mondos y de cejijuntos horizontes despiadados. País de vida aventurera. País de rutilantes playas de esmerilado cobre -tortura de mis ojos zarcos y cuasi nictálopespaís de hastiados días y días turbulentos, y de noches que alargan los recuerdos insomnes. Tendría mucho más para decir sobre la poesía verdaderamente inagotable de León de Greiff. Aunque su poesía sea inagotable, el tiempo no lo es, ni la paciencia de ustedes. Legris nos prevenía contra esos “discursos de fastidio y de letargo”. Así que lo mejor será parar aquí, pero para que les quede un buen sabor en la boca (y en el oído, y en el pensamiento), los dejo con uno de los poemas rescatados por Hjalmar De Greiff, y nunca publicado en vida del poeta, que por sí solo justificaría ya esta gran edición, y que por ser tardío, de 1961, tal vez desmienta mi idea de que no hay buenos poetas viejos o valetudinarios: Soy suave con el suave. Con el duro soy sordo, duro no, porque tácito, sólo un desdén responde. Si me hieren, no en iras me desbordo, sino que en mí me inmerjo: viajero único a bordo sin rumbo o ruta singlo, voy sin saber a dónde como a mi indiferencia corresponde. Soy llano con el llano. Con el falaz soy mudo proclive no, que ausente, me escuda mi indolencia. La ausencia me es egida, me es cota, me es escudo. Sírveme -si asaz frágil- como que voy desnudo con sus mallas hialinas en que el odio silencia su rencor y el veneno gasta su virulencia. Soy bueno con el bueno. Con el malo, me esquivo no temeroso: desdeñoso, altanero, enigmático, incógnito, elusivo, divago a la deriva, naufrago redivivo. [1] Tomás Carrasquilla, “Homilías”, en Revista Bolívar Nº 14, página 763. Ficha: León de Greiff, Obra poética, Bogotá, Universidad Nacional, 2004. Edición revisada por Hjalmar de Greiff. Tres volúmenes. Ayer no más, de Andrés Trapiello Por: Héctor Abad Faciolince

Madrid, Destino, 2012 Volando de Madrid a Bogotá, el domingo pasado, leí una novela de una sola sentada: Ayer no más, de Andrés Trapiello. Últimamente la vieja lectura larga y ensimismada, alejada del mundo, es para mí un privilegio de los aviones: al fin un sitio donde no hay Internet, donde no existe el teléfono, donde no hay distracciones si apagas la pantalla del portátil y la de las películas, si ignoras a tu vecino y te aíslas del ruido con esa feliz evasión de la realidad circundante que produce un buen libro. Tanto en el territorio de la ficción, como en el de la realidad, yo sentía -a medida que avanzaban el vuelo y la lectura- que poco a poco me alejaba de España y me acercaba a Colombia. Porque esta novela, que habla de la Guerra Civil Española, y sobre todo de memoria y de olvido, de perdón y de venganza, aunque se refiera a hechos acaecidos al otro lado del charco, tiene mucho que ver también con lo que nos pasa a esta orilla del Atlántico. Trataré de explicarlo más despacio. Andrés Trapiello (León, 1953, con más de 60 títulos a su haber, muchos de ellos excelsos) ha escrito una novela para intentar entender un trozo de la historia. Y más concretamente una novela para hacer las cuentas con la Guerra Civil Española. Lo más loable de su intento -para mí plenamente conseguido- es que ha escrito lo contrario de un libro maniqueo: su punto de vista es el más serio, el más difícil, y el más retador desde el punto de vista moral e intelectual, pues aquí no se disimula la maldad de los malos -ni se la pasa por alto-, pero tampoco se ocultan sus miedos y sus motivos. Y al mismo tiempo no es condescendiente ni indulgente con la bondad de los buenos, sino que les señala sin miedo y sin piedad su hipocresía, su doble rasero moral, empeñado siempre en ocultar sus miserias y al mismo tiempo en subrayar las miserias de sus contrincantes.

Al hacerlo así, el narrador, Pepe Pestaña, no está empeñado en un ejercicio de equilibrismo, ni de qualunquismo, ni de equidistancia tibia entre los extremos: es más bien un ejercicio de escepticismo y desencanto sobre los resortes secretos del ser humano. Este personaje -que en el mundo de la ficción trabaja con el grupo de Memoria Histórica- es pesimista sin llegar al nihilismo, y al mismo tiempo es descarnado, pero deja un pequeño resquicio para la esperanza. En este libro la esperanza está representada por la verdad total, pues es la verdad completa -no la parcializada- la que nos permite perdonar, comprender, e incluso olvidar y seguir adelante, sin falsos escándalos ni falsos moralismos. Como dice en un momento clave del libro uno de sus personajes: “Pasada la guerra todos han querido persuadirnos de que no pudieron hacer otra cosa, y cada cual cree que en su bando los crímenes se cometieron en abstracto, de una manera indiferenciada, en nombre de la República o de Falange, del Comunismo, de la Anarquía o de la Iglesia, con lo cual, unos y otros, aceptando en principio que todos pudieron ser culpables, acaban teniéndose por inocentes, en tanto creen que los crímenes del bando contrario los cometieron individuos diferenciados que debían pagar por ello. Así se explica que nadie haya querido juzgar y pedir responsabilidades jamás a los suyos, sino sólo a los contrarios. Esa es lisa y llanamente la justificación del Mal.”

El leit-motiv de la novela es uno de los más trascendentes: la memoria, y dos necesidades simétricas para poder comprender y poder seguir viviendo: el recuerdo y el olvido. José Pestaña, golpeado por un dilema ético que lo toca muy de cerca, lucha contra el intento de ocultar el pasado de los victimarios (que se escudan en el silencio para intentar que sus horrores se olviden, pero en la intimidad viven en el remordimiento del horror que cometieron) y lucha también contra la memoria excesivamente selectiva no sólo de las víctimas, sino sobre todo de sus aliados ideológicos que, aunque no fueron ni son víctimas, viven y medran -como vampiros de sangre ajena- gracias a la denuncia y a las vestiduras rasgadas de un victimismo que recurre todo el tiempo al chantaje moral. Ayer no más narra una historia, o varias historias entretejidas, de víctimas que se convierten en victimarios por el camino del desquite y la venganza. Y al mismo tiempo profundiza con insistencia, sin soltar nunca la presa, en un tema que ha dividido a los intelectuales españoles otra vez en varios bandos irreconciliables: el de quienes quieren remover el pasado viendo por un solo ojo (si Franco era tuerto del ojo derecho estos lo son del ojo izquierdo); el de quienes prefieren una memoria total, en caso de que se quieran soplar esas cenizas que todavía esconden brasas; y el de quienes piden que junto a la verdad se admita también un poco de perdón y un mucho de olvido.

Ya llegando a las costas colombianas cerré la novela con una sensación agradable: la de haber ampliado mi conciencia. La Guerra Civil Española terminó hace muchísimo tiempo y todavía las heridas siguen abiertas; la historia y la novela tratan de entender esas heridas, de sanarlas o de volverlas a abrir. Tal vez nosotros, con una obra como esta, podríamos ahorrarnos un poco de tiempo, de amarguras y disputas. Aquí que están más frescas las masacres de los paramilitares y la extrema derecha, así como más vivo el recuerdo de los secuestros y horrores del extremismo de izquierda, podríamos leer este libro -que combina hábilmente la historia con la ficción- como una fantasía que nos ayuda a la comprensión, al recuerdo y al olvido. Incluso al perdón y al entendimiento. Aguirre Por: Héctor Abad Faciolince

Aguirre -siempre le dije Aguirre, nunca Alberto- era mi amigo más viejo y también el más viejo de mis amigos. Nuestra amistad era tan vieja que se remonta a los tiempos de mi abuelo Faciolince y de su padre, Pedro Claver Aguirre (el Negro Aguirre, Gobernador de Antioquia en la presidencia de López Pumarejo) a quienes no conocí. Como eran tan amigos, mi abuelo y su padre, y como en esa época todavía no había celular y ya no había señales de humo, se mandaban mensajes cifrados desde lejos, tirando voladores de un extremo a otro de Medellín: el Negro Aguirre los tiraba desde su finca, Casabela, por Robledo, en las montañas occidentales de la ciudad, y al otro lado del valle, desde La Polka, en las montañas orientales de Loreto, le contestaba el MonoFaciolince, con su propio alfabeto de voladores. Las familias eran tan amigas que mi mamá recuerda a Aguirre y tiene fotos con él en pantalones cortos, jugando juntos, hace más de ochenta años, cuando las dos familias se reunían. Después Aguirre fue amigo de mi padre. Lucharon juntos por la justicia con la única arma que tocaron en su vida: la de sus plumas. Aguirre lo acompañó desde su primera lucha, la lucha por el agua potable, en el Concejo de Medellín, cuando mi padre era apenas un estudiante de medicina. Esa misma pluma, su arma de lucha, los llevó, en agosto de 1987, a Abad Gómez a la muerte, y a Aguirre al exilio. Ambos estaban en la lista inmunda de las personas a quienes los paramilitares planeaban matar; la lista era

inmunda, pero en realidad estar en ella era un honor. Tengo en mis manos Cuadro, el libro de columnas de Aguirre publicado en 1984, dedicado a mi padre: «Para HAG, de quien aprendí (y aprendo) rebeldías y amores populares.» También tengo en mis manos las Obras Completas de León de Greiff (editado por él en 1960), dedicada a mí, con unas frases que omito por pudor. Hace unos años, en un momento de angustia, vendí la primera edición de El coronel no tiene quien le escriba (Aguirre editor, 1961) pues el mismo Aguirre me dijo que conservarla era una especie de animismo ridículo: «Vendéla, si te hace falta la plata, no lo dudés.» Él mismo fue vendiendo poco a poco los cinco ejemplares perfectos que conservaba de su viejo tiraje de apenas mil. Esa vieja amistad de los abuelos y los padres la heredé yo, y haber tenido este amigo fue quizá, y sin quizá, mi mayor tesoro durante tres decenios. Empezamos a hablar cuando yo tenía 21 años y él 53, y esa larga conversación duró hasta el domingo pasado, cuando se me murió. El diálogo de los amigos verdaderos se teje con intimidad y también con confidencias: uno confía en el otro. Desconfiar de un amigo es incluso peor que traicionarlo. Y yo confiaba plenamente en él: supo de mis amores y desamores; supo de mis goces y también de mi impotencia para gozar; corrigió todos mis libros -desde el primero, de cuentos (Malos pensamientos), pasando por El olvido que seremos, que está dedicado a él, hasta el último, Testamento involuntario, donde hay un poema que lleva su nombre- y por corregir quiero decir que revisó sus puntos y sus comas, cada verbo, cada palabra, cada idea. Nunca tuve un lector tan preciso, tan duro (podía ser despiadado) y al mismo tiempo tan generoso. Aguirre, que era un epicúreo y libertario, me ayudó a dejar de ser católico y puritano, no en el sentido religioso, que ya no lo era, sino en un sentido más hondo de lo que es difícil desaprender. Me enseñó que no hay -o casi no hay- pecados de la carne, y fue cómplice de mis amores más serios y de mis amoríos sin importancia. Todo lo supo. Cuando, durante los años de exilio, nos veíamos en Turín o en Madrid, no había dicha más alta que conversar, comer, beber. Como ni él ni yo fuimos nunca bohemios, no nos emborrachábamos jamás, no íbamos más allá de una botella de vino entre los dos, y por larga que fuera la comilona, nos íbamos temprano a acostar, porque ambos somos de mente diurna y cuerpo madrugador. De política menuda hablábamos poco, pues no estábamos muy de acuerdo y eso podía encender la chispa del desencuentro. Él era marxista, yo liberal. El tema de Cuba nos sacaba de quicio, él defendiéndola, yo declarándola intolerable. Él quería ser un intelectual revolucionario, a la manera de Gramsci; yo no creía ni creo que pueda haber libertad personal si no hay también libertad económica. Él creía más en la repartición igualitaria, y yo más en el mérito de cada cual. Pero a pesar de estos desacuerdos nos unía un anhelo ético de justicia y el sueño de un mundo mejor. El maltrato, la injusticia, la pobreza extrema, la humillación de los pobres por los ricos, nos indignaban por igual. Nosotros no rezábamos, sino que recitábamos. Hacíamos largas sesiones con Machado, Lorca, De Greiff, Quevedo, Lope, el Tuerto López, etc. Por eso, ante su cuerpo en coma, vencido, solos los dos en un cuarto de hospital, hice por última vez lo que tantas veces hicimos: le recité. Su hija médica, Beatriz, me dijo que el del oído es el último sentido que pierde un cuerpo agonizante. Él me enseñó que saberse poemas de memoria -esa plegaria laica- es la mejor compañía para los momentos de mayor abatimiento. El último que le recité era de César Vallejo (está en su libro España, aparta de mí este cáliz), unos versos que aprendí de su boca y que él mismo decía a menudo con emoción: Al fin de la batalla, y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre y le dijo: «¡No mueras, te amo tanto!» Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo. Se le acercaron dos y repitiéronse: «¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!» Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil, clamando: «¡Tanto amor y no poder nada contra la muerte!» Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo. Lo rodearon millones de individuos, con un ruego común: «¡Quédate hermano!» Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo. Entonces todos los hombres de la tierra le rodearon: les vio el cadáver, triste, emocionado; incorporose lentamente, abrazó al primer hombre; echose a andar…

Nuestra amistad, en dos personas devotas de los libros (además de editor, Aguirre fue librero y tuvo en Medellín una librería que fue el templo de nuestra juventud), se nutría sobre todo de lecturas compartidas: gracias a él yo amé y amo a Antonio Machado, a Canetti, a Thomas Bernhard, a la Celestina, al Quijote, a Quevedo, a Balzac, y un etcétera tan largo que se haría muy largo copiar aquí. Pero además de este goce compartido, Aguirre fue la oreja comprensiva y sabia de mis angustias, mis miedos, mis iras. El que tenga un oído donde pueda vaciar sin el menor titubeo todo su corazón (con sus partes negras y con sus partes tiernas, con sus partes podridas y con las más vitales), con una confianza tan plena como cuando uno habla en silencio consigo mismo, sabrá lo que es perder un amigo así. Es otra orfandad. No voy a decir la banalidad de que él era como un padre para mí, pues él mismo, una vez, cuando le preguntaron si yo era como un hijo suyo, contestó: «¡No, él es mi papá!» Y soltó su sarcástica risotada del momento feliz.

Me quedan sus palabras, su recuerdo, sus gestos, su dignidad. Me queda, mientras yo siga vivo, su presencia. Y no digo más, para que estas lágrimas amargas dejen de salir. Aguirre odiaba todo patetismo y si leyera esto me estaría insultando por sentimental. ¿Qué puedo hacer? Los padres con los hijos somos así. Aguirre odiaba todo homenaje, todo premio (jamás recibió ninguno), todo monumento. Cuando su yerno le preguntó dónde quería que arrojaran sus cenizas, contestó: «Hacéme un favor: ¡tirálas por el sanitario!» ¿Qué más decir? Que si no fuera por Aguirre, yo no sería escritor; que si no fuera por Aguirre, tal vez yo ya me hubiera tirado por la ventana. Y que por medio siglo lo sostuvo una mujer frágil, pequeña, que parece débil y fue siempre la columna que lo mantuvo en pie: Aura. El aura de Aguirre. Ruvén Afanador: El minimalismo barroco Por: Héctor Abad Faciolince

A la poesía barroca le gusta el oxímoron: la luz oscura, el hielo abrasador, el fuego helado. La fotografía de Ruvén Afanador está impregnada de esa misma condición contradictoria: es, al mismo tiempo, barroca y minimalista, o mejor, barroca de mente y minimalista de cuerpo. Las víctimas de Afanador tienen que aceptar que se las suba al altar de los sacrificios y, una vez allí, repetir y actuar todos los rituales (posiciones, ropajes, gestualidad, ornamentos) necesarios para llevar a cabo la ceremonia del retrato. En el altar tradicional de los sacrificios se extraía el corazón; en el altar de Afanador, te sacarán el alma. Si no te entregas, peor para ti, pues será más doloroso, y en tu gesto inauténtico saldrá a flote tu condición de no persona, es decir, de vacío animado, de autómata. Ruvén Afanador no busca el parecido ni pretende retratar la esencia de cada cual. La cara, tu máscara más cara, no podrá seguir siendo lo que suele ser: una barrera de defensa, un enigma, o -en el mejor de los casos- el resumen de tu paso por el mundo. Tampoco va detrás de la personalidad. Esta, dependiendo de si el retratado es capaz de entregarse, puede aparecer o no, pero ni siquiera es esto lo que importa. Afanador, en sus altares barrocos y minimalistas, escenifica un drama, un drama irreal que rompe la rutina. Miren, por ejemplo, las muletas que le entrega a la actriz Emily Blunt, las cuales nos sorprenden con una forma de cuadrúpedo herido, dislocado. Todo es simple ahí, pero nos asombra y, aunque es minimalista, la presencia barroca se manifiesta en lo pliegues de la tela que envuelve el torso de la modelo, casi como un retazo de la túnica de Santa Teresa (en el éxtasis de Bernini) que más que arropar insinúa y descubre las formas del cuerpo. Un doloroso éxtasis barroco; barroco y descargado, todo al mismo tiempo.

Los pocos elementos del escenario no deben engañarnos. Es simple, aparentemente, como un juego de mesa oriental, pero al jugarlo vemos que es más complejo de lo que pensábamos. Los personajes se tuercen, se retuercen, invitados al juego por el fotógrafo. Hay muchas maneras de lograrlo. Incluso si eres tieso (en general escritores, políticos, gente que se tensiona ante las cámaras) la misma tiesura del personaje se convierte en una especie de torsión congelada. Ahí quedas, como un cuerpo anestesiado, congelado, ya listo para una disección anatómica. Afanador, durante el juego que propone, no se descuida nunca. Juega sin descuidarse. Está concentrado en las herramientas, en los artificios de su arte. Cuida puntillosamente todos los detalles. De ahí que, técnicamente, cada foto sea impecable. Todos los tonos de grises, la iluminación y los contrastes, están logrados con una maestría y un aparente carencia de esfuerzo que parecen naturales (obsérvese la foto de Bill T. Jones para apreciar esta característica con todos sus matices). Y aunque parezca natural, el resultado es casi irreal, como brotado desde las inaccesibles regiones de lo onírico. En la nitidez visual, van desfilando personajes raros. Como una persona extraña que viéramos pasar por las calles oscuras de un sueño.

Son personajes raros, aunque sean famosos, porque están sacados de su contexto, y son otros bajo la mirada de Afanador. El mundo de la moda o las celebridades se llevan la parte del león en esta muestra, pero quizá por ese aire de anonimato que adquieren en sus fotos incluso los más célebres, creo que donde mejor se destaca su técnica y su magia es en los personajes completamente anónimos: oscuros novilleros de provincia, alguna cantaora decadente, muchachos sin historia en una calle lejana. Se dirá que estas fotos, cuyo origen es casi siempre el encargo comercial de una revista o un periódico, adolecen de este “pecado original” lucrativo. Este punto de vista ético, más que estético, deja traslucir una gran ignorancia de los extraños caminos que siempre ha recorrido el arte. Recuérdese que la gran mayoría de los mejores retratos de la historia del arte (Rafael, Rembrandt, Van Dyck, Velásquez, Goya, Ingres), y las más grandes composiciones musicales, y no pocas novelas, también fueron hechos por encargo, es decir, por motivos comerciales. Los artistas serios siempre han vivido de su arte. El virtuosismo y la factura final de un retrato no se lo puede juzgar por el resorte inicial, sino por el resultado final.

Por muy encargado que sea un retrato, Afanador lleva a sus fotos todo el peso de su doble historia. La colombiana de la infancia, la norteamericana de su formación profesional. La escenografía es muchas veces autobiográfica y remite a un mundo que puede ser básico, campesino, pero muchas otras veces alude a los fastos de la religión católica: a sus procesiones, rituales, a las torturadas torsiones de las imágenes de los santos, desde sansebastianes hasta santateresas. Una modelo no va donde Ruvén Afanador para que él la muestre como ella se quiere ver. El juego entre el fotógrafo y el modelo es de “tú me das para yo darte”, y cuando más te entregues más sacaré de ti.

El resultado es este desfile de personas y personajes que nos cuentan una historia compleja, una historia donde lo masculino y lo femenino llegan deliciosamente entremezclados, con las fronteras borradas, en un juego creativo en el que todos aprenden, por un rato, a descolocarse, a ser otros por los caminos barrocos de la exageración, y por el sereno camino del minimalismo. Por contradictorio que suene, este camino artístico ha producido resultados asombrosos, en estos ambientes irreales, teatrales, que hoy, como hace ya mucho tiempo, merecen estar colgados en las paredes de un museo de arte contemporáneo. Espectador, mira con cuidado, y déjate llevar por el extraño ensueño de estos retratos. Busca y encuentra “húmedos labios a besar mil veces… Líneas de lujuriantes morbideces. Vientos que desmelenan cabelleras. Piel de flores anémicas, bellamente vestidas. Cuerpos flexibles, místicos, carnales, del mundano placer perecedero.” Puro barroco, pero barroco no cargado: barroco minimalista. Texto para la exposición de retratos de Ruvén Afanador en el Museo de Arte Moderno de Bogotá.