El Elogio de La Conciencia

I. EL ELOGIO DE LA CONCIENCIA 8 En el debate actual acerca de la naturaleza propia de la moralidad y de los modos de c

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I. EL ELOGIO DE LA CONCIENCIA

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En el debate actual acerca de la naturaleza propia de la moralidad y de los modos de conocerla, la cuestión de la

I. EL ELOGIO DE LA CONCIENCIA

conciencia se ha convertido en el punto central de la discusión, sobre todo en el ámbito de la teología moral católica. El debate gira en torno a los conceptos de «libertad» y de «norma», de «autonomía» y de «heteronomía», de «autodeterminación» y de «determinación desde fuera» mediante la autoridad. La conciencia se presenta como el baluarte de la libertad, frente a las limitaciones de la existencia impuestas por la autoridad. En la controversia se contraponen dos concepciones del catolicismo: por un lado se halla una comprensión renovada de su esencia, que explica la fe cristiana a partir de la libertad y como principio de la libertad; y por otro, un modelo superado, «preconciliar», que subordina la existencia cristiana a la autoridad, la cual regula por medio de normas hasta los aspectos más íntimos de la vida, intentando así mantener un poder de control sobre los hombres. De ese modo, la «moral de la conciencia» y «la moral de la autoridad» parecen enfrentarse entre sí como dos modelos incompatibles. La libertad de los cristianos sería puesta a salvo apelando al principio clásico de la tradición moral: «la conciencia es la norma suprema», que siempre se ha de 9 seguir, incluso en contra de la autoridad. Y si la autoridad -en este caso, el Magisterio eclesiástico-,

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quiere hablar de temas de moral, puede ciertamente hacerlo, pero solo proponiendo elementos para la formación de un juicio autónomo de la conciencia, la cual debe mantener siempre la última palabra. Algunos autores recon- ducen este carácter de última instancia, propio de la conciencia, a la fórmula «la conciencia es infalible»1. En este punto surge una contradicción. Está fuera de discusión que siempre debe seguirse un claro dictamen de la conciencia o que al menos nunca se puede obrar en su contra. Pero cuestión completamente diferente es que el juicio de la conciencia, o lo que el individuo toma como tal, siempre tenga razón, es decir, sea infalible. En efecto, si así fuera, eso querría decir que no hay ninguna verdad, al menos en temas de moral y de religión, o sea, en el ámbito de los auténticos fundamentos de nuestra existencia. Visto que los juicios de conciencia se contradicen, tan solo habría una verdad del sujeto, que se reduciría a su sinceridad. No habría ninguna puerta ni ventana que permitiera pasar del sujeto al mundo circundante y a la comunión con los hombres. Quien se atreve a llevar esta tesis hasta sus últimas consecuencias, llega a la conclusión de que tampoco existe una verdadera libertad y de que los pretendidos dictámenes de la conciencia no son, en realidad, más que reflejos de las condiciones sociales. Lo cual debería suscitar la convicción de que la contraposición entre libertad y autoridad se olvida de algo; que ha de haber algo aún más profundo, si se desea que libertad y, por tanto, humanidad tengan algún sentido.

1Parece ser que la tesis la formuló por primera vez J. G. Fichte: «La conciencia no se equivoca ni puede equivocarse nunca», por ser «juez de toda convicción» que «no acepta ningún otro juez superior. La conciencia decide en última instancia y es inapelable» (System der Sit- tenlehre, 1798, III, § 15; Werke Bd. 4, Berlín 1971, p. 174). Cfr. H. REI- NER, Gewissen, en J. RITTER (Hrsg.), Historisches Wórterbuch der Philo- sophie III, 574-592, p. 586. Los contraargumentos, formulados primero por Kant, fueron ahondados por Hegel, para el que la conciencia, «como subjetividad formal... está a punto de transformarse en el mal». Cfr. H. REINER, op. cit. Sin embargo, la tesis de la infalibilidad de la conciencia ha pasado de nuevo a primer plano en la literatura teológica popular. 10

JOSEPH RATZINGER UN DIÁLOGO SOBRE LA CONCIENCIA ERRÓNEA Y UNAS PRIMERAS CONCLUSIONES

De este modo se ha hecho evidente que la cuestión de la conciencia, al igual que la misma cuestión de la existencia humana, nos traslada realmente al núcleo del problema moral. Quisiera exponer ahora esa cuestión no en forma de una reflexión rigurosamente conceptual e inevitablemente muy abstracta, sino tomando más bien una vía narrativa -como hoy se dice-, contando en primer lugar la historia de mi aproximación personal a este problema. Fue al comienzo de mi actividad académica cuando, por primera vez, llegué a ser consciente de esta cuestión en toda su urgencia. Durante una discusión, un colega de más edad, muy preocupado por la situación del ser cristiano en nuestra época, expuso la opinión de que deberíamos dar gracias a Dios por haber concedido a muchos hombres la posibilidad de no ser creyentes con buena conciencia. Si se les abrieran los ojos y se volvieran creyentes, no serían capaces de soportar, en un mundo como el nuestro, el peso de la fe y las obligaciones morales que de ella se derivan. Así, en cambio, por el hecho de recorrer de buena fe otro camino, pueden alcanzar la salvación. Lo que más me chocó de esta afirmación no fue, sobre todo, la idea de una conciencia errónea concedida por Dios mismo para poder salvar a los hombres mediante esa estratagema, algo así como una ceguera infligida por el propio Dios para la salvación de las personas en cuestión. Lo que me perturbó fue la concepción de que la fe suponga un peso difícil de llevar, solo apto para naturalezas especialmente fuertes: casi un castigo y, en cualquier caso, un conjunto oneroso de exigencias nada fáciles de afrontar. Según esa concepción, la fe dificultaría la salvación, en lugar de volverla más accesible. Feliz tendría que ser, por tanto, justamente aquel al que no se le impone el deber de creer y de someterse al yugo moral que la fe de la Iglesia católica comporta. Así pues, la conciencia errónea, que permite llevar una vida más cómoda y muestra una vía más 11

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humana, sería la verdadera gracia, el camino normal de la salvación. La falsedad y la permanencia lejos de la verdad resultarían mejores para el hombre que la verdad. La verdad no sería la que lo libera, sino que más bien sería él quien debería librarse de ella. La morada propia del hombre estaría más en las tinieblas que en la luz, y la fe no sería un precioso regalo del buen Dios, sino más bien una maldición. Así las cosas, ¿cómo sería posible que de la fe brotara alegría? ¿Quién se atrevería entonces a transmitir la fe a los demás? ¿No sería mejor ahorrarles esta carga o incluso mantenerlos alejados de ella? En los últimos años, concepciones de este tipo han paralizado visiblemente el impulso evangelizador: quien entiende la fe como un pesado fardo, como una imposición de exigencias morales, no puede invitar a los demás a creer, sino que prefiere dejarlos en la presunta libertad de su buena fe. Quien hablaba de ese modo en la discusión aludida era un sincero creyente, diría incluso un católico riguroso, que cumplía sus deberes con convicción y exactitud. Sin embargo, de esa manera expresaba una experiencia de fe que únicamente puede inquietar y cuya difusión podría ser fatal para la fe. La aversión sin duda traumática de muchas personas hacia lo que consideran un tipo de catolicismo «preconciliar» deriva, a mi entender, del encuentro con una fe de ese género, ya casi reducida a ser tan solo una carga. Surgen aquí preguntas de la máxima importancia: ¿una fe de ese estilo puede ser auténticamente un encuentro con la verdad? ¿Tan triste y tan pesada es la verdad sobre el hombre y sobre Dios o, por el contrario, la verdad no consiste justamente en la superación de ese legalismo? Es más, ¿no consiste en la libertad? ¿Pero adonde conduce la libertad? ¿Qué camino nos indica? En la conclusión tendremos que retomar estos problemas fundamentales de la existencia cristiana en el mundo de hoy. Pero antes es preciso regresar al núcleo central de nuestro tema, al asunto de la conciencia. Como ya he dicho, lo que me espantó del argumento mencionado fue sobre todo la caricatura de la fe que creía descubrir en él. No 12

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obstante, siguiendo una segunda línea de reflexiones, también me pareció falso el concepto de conciencia que presuponía. La conciencia errónea protege al hombre de las onerosas exigencias de la verdad y así lo salva: este era el argumento. La conciencia no aparecía aquí como la ventana que abre al hombre de par en par el panorama de la verdad universal, la cual nos fundamenta y sostiene a todos, y de ese modo hace posible, a partir de su común reconocimiento, la solidaridad del querer y de la responsabilidad. En tal concepción, la conciencia tampoco es la apertura del hombre al fundamento de su ser, la posibilidad de percibir lo más elevado y esencial. Parece más bien la cáscara de la subjetividad, bajo la cual el hombre puede huir de la realidad y ocultársela. En este sentido, el argumento presuponía la noción de conciencia del liberalismo. La conciencia no abriría paso al camino liberador de la verdad, la cual o no existe o es demasiado exigente para nosotros. La conciencia es la instancia que nos dispensa de la verdad. Se transforma así en la justificación de la subjetividad, que no se deja cuestionar, y también en la justificación del conformismo social, el cual, en cuanto mínimo común denominador de las diferentes subjetividades, desempeña el cometido de hacer posible la vida en sociedad. Se viene abajo el deber de buscar la verdad, al igual que se desvanecen las dudas sobre las tendencias generales predominantes en la sociedad o sobre cuanto en ella se ha hecho costumbre. Basta con estar convencido de las propias opiniones y adaptarse a las de los demás. El hombre queda reducido a sus convicciones superficiales y, cuanto menos profundas sean, tanto mejor para él. Lo que en esa discusión me quedó marginalmente claro, se hizo plenamente evidente algo después, con ocasión de una disputa entre colegas a propósito del poder justificador de la conciencia errónea. Alguien objetó contra esta tesis que, si fuera universalmente válida, entonces hasta los miembros de las SS nazis -que llevaron a cabo sus atrocidades con fanática convicción y absoluta certeza de 13

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conciencia- estarían justificados y habría que buscarlos en el paraíso. Otro de los presentes respondió con entera naturalidad que, en efecto, así era: no existe la menor duda de que Hitler y sus cómplices, hondamente convencidos de la bondad de su causa, no habrían podido actuar de otro modo, por lo que, a pesar del horror objetivo de sus acciones, desde el punto de vista subjetivo se comportaron moralmente bien. Y como siguieron su conciencia, por muy deformada que estuviera, se debería reconocer que su comportamiento era moral para ellos, por lo que no se podría poner en duda su salvación eterna. Después de tal conversación estuve absolutamente seguro de que algo no cuadraba en esta teoría sobre el poder justificador de la conciencia subjetiva. En otras palabras: estuve seguro de que un concepto de conciencia que conduce a semejantes conclusiones tenía que ser falso. Una firme convicción subjetiva y la consecuente ausencia de dudas y de escrúpulos no justifican de ningún modo al hombre. Alrededor de treinta años después, al leer al psicólogo Albert Górres, descubrí resumidas en lúcidas palabras las

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intuiciones que durante tanto tiempo trataba yo de articular a nivel conceptual. Su elaboración intenta constituir el núcleo de estas reflexiones. Górres muestra que el sentimiento de culpabilidad, la capacidad de reconocer la culpa, pertenece a la esencia misma de la estructura psicológica del hombre. El sentimiento de culpa, que rompe una falsa tranquilidad de la conciencia y puede definirse como una protesta de la conciencia en contra de mi existencia satisfecha de sí misma, es tan necesario para el hombre como el dolor físico, en cuanto síntoma que permite detectar el trastorno de las funciones normales del organismo. Quien ya no es capaz de percibir la culpa está espiritualmente enfermo, es un «cadáver viviente, una máscara teatral», como dice Górres2. «Son los monstruos, entre otros brutos, los que no tienen ningún sentimiento de culpa. Tal vez Hitler, Himmler o Stalin carecieran totalmente de ellos. Tal vez tampoco posean ninguno los padrinos de la mafia, pero quizá sus despojos solo están bien ocultos en la bodega. Existen también los sentimientos de culpa abortados... Todos los hombres tienen necesidad de sentimientos de culpa»3. Por lo demás, una sola mirada a las Sagradas Escrituras habría podido preservar de tales diagnósticos y de una teoría como la de la justificación mediante la conciencia errónea. En el Salmo 19, 13 se contiene este aserto, siempre merecedor de ponderación: «¿Quién advierte sus propios errores? ¡Líbrame de las culpas que no veo!». Esto no es objetivismo veterotestamentario, sino la más honda sabiduría humana: dejar de ver las culpas, el enmudecimiento de la voz de la conciencia en tantos ámbitos de la vida, es una enfermedad espiritual mucho más peligrosa que la culpa, si uno está aún en condiciones de reconocerla como tal. Quien ya es incapaz de percibir que matar es pecado, ha caído más bajo que quien todavía puede reconocer la malicia de su propio comportamiento, pues se

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2A. GÜRRES, Schuld und Schuldgefühle, en «Communio» 13 (1984), p. 3Ibídetn, p. 442.

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halla mucho más alejado de la verdad y de la conversión. No en vano, en el encuentro con Jesús, el que se autojustifica aparece como quien se encuentra realmente perdido. Si el publicano, con todos sus innegables pecados, se halla más justificado delante de Dios que el fariseo con todas sus obras realmente buenas (Le 18, 9-14), eso no se debe a que, en cierto sentido, los pecados del publicano no sean verdaderamente pecados, ni a que las buenas obras del fariseo no sean verdaderamente buenas obras. Esto tampoco significa de ningún modo que el bien que el hombre realiza no sea bueno ante Dios ni que el mal no sea malo ante Él, o carezca en el fondo de importancia. La verdadera razón de este paradójico juicio de Dios se descubre exactamente desde nuestro problema: el fariseo ya no sabe que también él tiene culpa. Se halla completamente en paz con su conciencia. Pero este silencio de la conciencia lo hace impenetrable para Dios y para los hombres. En cambio, el grito de la conciencia, que no da tregua al publicano, lo hace capaz de verdad y de amor. Por eso puede Jesús obrar con éxito en los pecadores, porque como no se han ocultado tras el parapeto de la conciencia errónea, tampoco se han vuelto impermeables a los cambios que Dios espera de ellos, al igual que de cada uno de nosotros. Por el contrario, El no puede obtener éxito con los «justos», precisamente porque a ellos les parece que no tienen necesidad de perdón ni de conversión; su conciencia ya no les acusa, sino que más bien les justifica. Algo semejante encontramos también en san Pablo, quien nos dice que los paganos conocen muy bien, aun sin ley, lo que Dios espera de ellos (cfr. Rm 2, 1-16). La entera teoría de la salvación por medio de la ignorancia se derrumba en estos versículos: existe en el hombre la presencia inevitable de la verdad -de una verdad del Creador- la que más tarde se puso también por escrito en la revelación de la historia de la salvación. El hombre puede ver la verdad de Dios en virtud de su ser creatural. No verla es pecado. Solo deja de verse cuando y porque no se quiere ver. Esta negativa de la voluntad, que impide el conocimiento de la 16

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verdad, es culpable. Porque el hecho de que no se encienda el piloto luminoso se debe a una deliberada ceguera para todo lo que no queremos ver4. A estas alturas de nuestras reflexiones cabe ya sacar las primeras consecuencias para responder a la pregunta por la naturaleza de la conciencia. Ahora podemos decir: no es posible identificar la conciencia del hombre con la autoconciencia del yo, con la certeza subjetiva de uno mismo y del propio comportamiento moral. Esta consciencia puede ser a veces un mero reflejo del entorno social y de las opiniones difundidas en él. Otras veces puede derivar de una carencia de autocrítica, de una incapacidad para escuchar la profundidad del propio espíritu. Todo lo que ha salido a la luz en Europa del Este tras el hundimiento del sistema marxista confirma este diagnóstico. Las personalidades más atentas y nobles de los pueblos finalmente liberados hablan de una inmensa devastación espiritual, que se ha verificado en los años de la deformación intelectual. Recalcan un embotamiento del sentido moral, que entraña una pérdida y un peligro mucho más graves que los daños económicos acarreados. El nuevo Patriarca de Moscú4 lo denunció enérgicamente al comienzo de su ministerio en el verano de 1990: la capacidad de percepción de los hombres, que han vivido en un sistema de engaño, se había -según él- oscurecido. La sociedad había perdido la capacidad de misericordia y los sentimientos humanos habían desaparecido. Una generación entera estaba perdida para el bien, para acciones dignas del hombre. «Tenemos la misión de reconducir la sociedad a los valores morales eternos», es decir: la misión de afinar de nuevo en el corazón de los hombres el oído, ya casi obturado, para escuchar las sugerencias de Dios. El error, la «conciencia errónea», solo a primera vista es cómoda. De hecho, si no se reacciona, el enmude- cimiento de la conciencia lleva a la deshumanización del mundo y a un peligro mortal. 4Se refiere al Patriarca ortodoxo Alexis II, fallecido en diciembre de 2008 (N. del T). 17

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Dicho con otras palabras: la identificación de la conciencia con la consciencia superficial, la reducción del hombre a su subjetividad, no libera en absoluto, sino que esclaviza. Nos hace totalmente dependientes de las opiniones dominantes y rebaja también día a día el nivel de estas últimas. Quien equipara la conciencia a las convicciones superficiales, la identifica con una seguridad pseudoracional, entretejida de autojustificación, conformismo y pereza. La conciencia se degrada a la condición de mecanismo exculpatorio, en lugar de representar propiamente la transparencia del sujeto para lo divino y, por tanto, también la dignidad y la grandeza específicas del hombre. La reducción de la conciencia a certeza subjetiva significa al mismo tiempo la renuncia a la verdad. Cuando el salmo, anticipando la visión de Jesús sobre el pecado y la justicia, ruega por la liberación de las culpas no conscientes, llama la atención sobre esa conexión. Ciertamente hay que seguir la conciencia errónea. Sin embargo, aquella renuncia a la verdad, que ha acontecido con anterioridad y que ahora toma su venganza, es la verdadera culpa, una culpa que de primeras acuna al hombre en una falsa seguridad, pero luego lo abandona en un desierto carente de senderos.

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EL ELOGIO DE LA CONCIENCIA NEWMAN Y SÓCRATES: GUÍAS DE LA CONCIENCIA

Llegados a este punto, quisiera hacer una breve digresión. Antes de tratar de formular respuestas coherentes a las cuestiones sobre la naturaleza de la conciencia, es preciso ampliar un poco las bases de la reflexión, más allá del ámbito personal del que hemos partido. Desde luego, no tengo intención de desarrollar aquí una docta disertación sobre la historia de las teorías de la conciencia, tema sobre el que se han publicado diferentes trabajos en los últimos años5. Prefiero limitarme también aquí a una aproximación de tipo ejemplar y, por así decir, narrativo. La primera mirada ha de dirigirse al cardenal Newman5, cuya vida y obra podrían designarse como un único y gran comentario al problema de la conciencia. Pero tampoco a Newman nos cabe indagarlo de modo especializado. A estas alturas no nos es posible detenernos en los pormenores del concepto newmaniano de conciencia. Tan solo quisiera tratar de indicar el lugar que el concepto de conciencia ocupa en el conjunto de la vida y el pensamiento de Newman. Las perspectivas adquiridas de este modo aguzarán la mirada sobre los problemas actuales y abrirán conexiones con la historia, es decir, conducirán a los grandes testimonios de la conciencia y al origen de la doctrina cristiana sobre la vida según la conciencia. A propósito del tema «Newman y la conciencia», ¿a quién no le viene a la mente la famosa frase de su Carta al Duque de Norfolk? Dice así: «Ciertamente, si yo tuviera que traer la religión a un brindis de sobremesa -algo que no parece muy indicado-, brindaría por el Papa. Pero en primer lugar por la conciencia, y después por el Papa»6. Conforme a la intención 5John Henry Newman (1801-1890), beatificado en 2010, fue profesor de la Universidad de Oxford y pastor anglicano hasta su conversión al catolicismo en 1845; ordenado sacerdote en 1847, León XIII lo creó cardenal en 1879. Hombre de extraordinaria potencia e influjo intelectual, escribió numerosas obras, entre las que cabe destacar Apología Pro Vita Sua y Carta al Duque de Norfolk (N. del T.). 19

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de Newman, esto debía constituir -en contraste con las afirmaciones de Gladstone- una clara confesión del papado, pero también -contra las deformaciones de los «ultramontanos»- una interpretación del papado6: a este únicamente se le entiende de modo correcto cuando se le contempla unido al primado de la conciencia; por tanto, no contrapuesto a esta, sino más bien basado y garantizado en y por ella. Al hombre moderno, que piensa a partir de la oposición entre autoridad y subjetividad, le resulta difícil entender esto. Para él la conciencia está del lado de la subjetividad y es expresión de la libertad del sujeto, mientras que la autoridad parece limitar, amenazar e incluso negar tal libertad. Debemos, pues, ahondar un poco más, para aprender a comprender de nuevo una concepción en la que no tiene sentido este tipo de oposición. Para Newman, el término medio que asegura el enlace entre los dos elementos, la autoridad y la subjetividad, es la verdad. No dudo en afirmar que la verdad es la idea central de la concepción intelectual de Newman. La conciencia ocupa un puesto central en su pensamiento precisamente porque en el centro está la verdad. Con otras palabras, la centralidad del concepto de conciencia está ligada en Newman a la precedente centralidad del concepto de verdad y únicamente a partir de este puede comprenderse. La presencia preponderante de la idea de conciencia no significa que él, en pleno siglo xrx y en contraste con el objetivismo de la neoescolástica, sostuviera una filosofía o teología -por decirlo así- de la subjetividad. Cierto es que el sujeto encuentra en Newman una atención que, en el ámbito de la teología católica, tal vez no había recibido desde la 6 En 1874, William E. Gladstone (1809-1898), ex Primer Ministro del Reino Unido que volvería al cargo otras tres veces, publicó un opúsculo en el que afirmaba que, según los decretos del Concilio Vaticano I, «nadie puede convertirse [al catolicismo] sin renunciar a su libertad moral y mental y sin dejar su lealtad civil y su deber a merced de otro». New man prefirió responder a Gladstone de forma indirecta, escribiendo a un destacado laico católico y antiguo alumno suyo. En su Carta al Duque de Norfolk (1875), de 150 páginas, explica la posición católica moderada y sale también al paso de los excesos de los ultramontanos, extremistas católicos (N. del T.). 20

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época de san Agustín. Pero se trata de una atención en la línea de san Agustín y no en la línea de la filosofía subjetivista de la modernidad. Con ocasión de su elevación al cardenalato, Newman confesó que toda su vida había sido una lucha contra el liberalismo. Podríamos añadir: y también contra el subjetivismo en el cristianismo, tal como se lo encontró en el movimiento evangélico de su tiempo y que, en verdad, constituyó para él la primera etapa de un camino de conversión que duró toda su vida7. La conciencia no significa para Newman que el sujeto sea el criterio decisivo frente a las pretensiones de la autoridad, en un mundo en el que la verdad está ausente y que se sostiene gracias al compromiso entre exigencias del sujeto y exigencias del orden social. La conciencia implica más bien la presencia perceptible e imperiosa de la voz de la verdad dentro del sujeto mismo; entraña la superación de la mera subjetividad en el encuentro entre la intimidad del hombre y la verdad que proviene de Dios. Resulta ilustrativo el verso que Newman compuso en Sicilia en 1833: «Yo amaba escoger y entender mi camino. Ahora, en cambio, te ruego: ¡Señor, guíame Tú!»8. Su conversión al catolicismo no fue una elección dictada por el gusto personal, por necesidades espirituales subjetivas. En 1844, cuando todavía se hallaba digamos que en el umbral de la conversión, se manifestó así: «Nadie puede tener una opinión más desfavorable que la mía acerca de la situación actual de los romano-católicos»9. Lo que realmente le importaba era obedecer más a la verdad reconocida que al propio gusto, aun en contra de sus propios sentimientos o de los vínculos de amistad y de compañerismo formativo. Me parece significativo que, en la jerarquía de las virtudes, subraye la primacía de la verdad sobre la bondad o, por expresamos más claramente, resalte el primado de la verdad sobre el consenso, sobre la capacidad de acomodación 7CH. ST. DESSAIN, J. H. Newman, Freiburg 1981; G. BIEMER, J. H. Newman. Leben und Werk, Mainz 1989. 8Del conocido poema «Lead kindly light». 9Correspondence of J. H. Newman with J. Keble and Others, p. 351 y 364; cfr. CH. ST. DESSAIN, op. cit., p. 163. 21

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grupal. Diría, por tanto: cuando hablamos de un hombre de conciencia, entendemos por tal a alguien dotado de esas disposiciones interiores. Un hombre de conciencia es el que, al precio de renunciar a la verdad, nunca compra el estar de acuerdo, el bienestar, el éxito, la consideración social y la aprobación de la opinión dominante. Newman coincide en esto con otro gran testigo británico de la conciencia, Tomás Moro, para el que la conciencia no fue nunca expresión de obstinación subjetiva o de terco heroísmo. Él mismo se contó entre esos mártires angustiados que solo tras muchas indecisiones y preguntas se han obligado a sí mismos a obedecer a la conciencia: a obedecer a esa verdad que debe estar por encima de cualquier instancia social y de cualquier forma de gusto personal10. Se ponen así de manifiesto dos criterios para discernir la presencia de una auténtica voz de la conciencia: que no coincida con los propios deseos y gustos, y que no se identifique con lo que resulta socialmente más ventajoso, con el consenso grupal o con las exigencias del poder político o social. Llegados a este punto, conviene echar una ojeada a los problemas actuales. El individuo no puede comprar su avance, su bienestar, al precio de traicionar la verdad reconocida. Tampoco la humanidad entera puede hacerlo. Tocamos aquí el punto realmente crítico de la modernidad: la idea de verdad ha sido prácticamente abandonada y sustituida por la de progreso. El progreso mismo es la verdad. Ahora bien, con este aparente enaltecimiento, el progreso pierde el norte y se inutiliza a sí mismo. Porque, cuando no hay dirección alguna, todo puede suponer igualmente tanto un buen progreso como un retroceso. La teoría de la relatividad formulada por Einstein concierne, como tal, al mundo físico. Pero a mí me parece que también puede describir con acierto la situación del mundo espiritual de nuestro tiempo. La teoría de la relatividad 10Cfr. P. BERGLAR, Die Stunde des Thomas Morus, Olten und Fri- burgo, 3 Aufl. 1981, p. 155 ss.

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afirma que dentro del universo no hay ningún sistema fijo de referencia. Cuando establecemos un sistema como punto de referencia, a partir del cual intentamos medir el todo, en realidad no consiste más que en una decisión nuestra, motivada por el hecho de que solo así podemos obtener algún resultado. No obstante, la decisión siempre podría ser diferente de la que hemos tomado. Lo dicho a propósito del mundo físico refleja también el segundo giro «copemicano» que se ha dado en nuestra actitud fundamental hacia la realidad: la verdad en cuanto tal, lo absoluto, el auténtico punto de referencia del pensamiento, ha dejado de ser visible. Por eso, incluso desde la perspectiva espiritual, ya no hay un arriba y un abajo. En un mundo sin puntos fijos de referencia ya no hay direcciones. Lo que miramos como orientación no se basa en un criterio verdadero en sí mismo, sino en una decisión nuestra y, a la postre, en consideraciones de utilidad. En semejante contexto «relativista», una ética teleológica o consecuencialista acaba convirtiéndose en nihilista, sin que ella misma se dé cuenta. Y, a poco que se reflexione con mayor hondura, lo que esta concepción de la realidad denomina «conciencia» demuestra ser un modo eufemístico de decir que no existe conciencia alguna en sentido propio, es decir, ninguna «conciencia» con la verdad. Cada cual determina por sí mismo sus propios criterios y, en la relatividad universal, nadie puede siquiera ayudar a otro en este campo, y menos aún prescribirle algo. Ahora sí que se percibe con claridad la enorme radicalidad de la actual disputa sobre la ética y sobre su centro, la conciencia. Me parece que un paralelismo adecuado en la historia de las ideas cabe encontrarlo en la disputa entre Sócrates-Platón y los sofistas. En esa controversia se puso a prueba la decisión crucial entre dos actitudes fundamentales: por una parte, la confianza en las posibilidades de conocer la verdad que el hombre tiene; por otra, una visión del mundo en la que el hombre crea sus propios criterios vitales11. 11Sobre la polémica entre Sócrates y los sofistas, cfr. J. PIEPER, 23

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El hecho de que Sócrates, un pagano, en cierto sentido haya podido convertirse en profeta de Jesucristo encuentra justificación, a mi entender, en esta cuestión capital. Esto supone que a la manera de filosofar que él inspiró se le ha concedido -por así decir- un privilegio histórico salvífico y que sirva de forma adecuada para el Logos cristiano, por cuanto se trata de una liberación mediante la verdad y para la verdad. Si prescindimos de las contingencias históricas en que tuvo lugar la controversia de Sócrates, enseguida se detecta la gran similitud de fondo que guarda -pese a sus argumentos diferentes y su distinta terminología- con la cuestión ante la que hoy nos hallamos. La negativa a admitir la posibilidad que tiene el hombre de conocer la verdad conduce en primer lugar al uso puramente formal de las palabras y de los conceptos. A su vez, la pérdida de los contenidos lleva, ayer y hoy, al mero formalismo de los juicios. En muchos sitios hoy ya no se pregunta qué piensa un hombre. Se tiene ya predispuesto un juicio sobre su pensamiento, en la medida en que cabe catalogarlo con una de las oportunas etiquetas formales: conservador, reaccionario, fundamentalista, progresista, revolucionario. La inclusión en un esquema formal basta para hacer superflua la comprobación de los contenidos. Lo mismo puede observarse, de modo aún más neto, en el arte: lo que expresa una obra artística resulta completamente indiferente; da igual que exalte a Dios o al diablo, visto que el único criterio radica en su ejecución técnico-formal. Con esto hemos alcanzado el punto realmente crítico de la cuestión: cuando dejan de contar los contenidos, cuando el predominio lo posee la mera praxis, entonces la técnica se convierte en el criterio supremo. Pero esto significa que el poder se trueca en la categoría que todo lo domina, tanto si es revolucionario como reaccionario. Esta es exactamente la forma perversa de semejanza a Dios, de la que habla el relato del pecado original: el camino de la simple capacidad técnica, el camino del puro poder, resulta ser imitación de un ídolo y no la realización de la semejanza con Dios. 24

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Lo específico del hombre en cuanto hombre no consiste en preguntarse por el «poder», sino por el «deber», al abrirse a la voz de la verdad y de sus exigencias. Esta fue, a mi entender, la trama definitiva de la búsqueda socrática, así como el sentido más profundo del testimonio de los mártires: estos atestiguan la capacidad de verdad del hombre como límite de todo poder y garantía de su semejanza con Dios. Justo en este sentido los mártires son los grandes testigos de la conciencia, de la capacidad otorgada al hombre para percibir, más allá del poder, también el deber y, por tanto, para abrir el camino al progreso verdadero, al auténtico ascenso.

CONSECUENCIAS SISTEMÁTICAS: LOS DOS NIVELES DE LA CONCIENCIA

Anamnesis Tras este recorrido por la historia del pensamiento, llega el momento de sacar conclusiones, es decir, de formular un concepto de conciencia. La tradición medieval estableció con acierto dos niveles del concepto de conciencia, que deben distinguirse cuidadosamente, pero también ponerse siempre en relación uno con otro. A mi parecer, muchas tesis inadmisibles sobre el problema de la conciencia derivan del hecho de que descuidan la distinción o la correlación entre esos dos elementos. La principal corriente de la escolástica expresó los dos planos de la conciencia con los conceptos de sindéresis y de conciencia. El término «sindéresis» (synteresis) llegó a la tradición medieval de la conciencia procedente de la

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doctrina estoica del microcosmos 12. Su significado exacto sigue siendo confuso, por lo que representa un obstáculo para un atento desarrollo de la reflexión sobre este aspecto esencial del problema global de la conciencia. De ahí que, sin embarcarme en un debate sobre la historia de las ideas, querría sustituir este término problemático por el concepto platónico, mucho más netamente definido, de anamnesis, que no solo tiene la ventaja de ser lingüísticamente más claro, puro y profundo, sino sobre todo de concordar con temas esenciales del pensamiento bíblico y con la antropología desarrollada a partir de la Biblia. Por «anámnesis» hemos de entender aquí exactamente lo que dice san Pablo en el segundo capítulo de la Carta a los Romanos: «Cuando los paganos, que no tienen la ley, obran naturalmente según la ley, ellos mismos, sin tenerla, son ley para sí mismos. Con lo que demuestran que cuanto exige la ley está escrito en sus corazones, tal como resulta del testimonio de su conciencia» (Rm 2, 14-15). La misma idea se desarrolla de manera impresionante en la gran regla monástica de san Basilio. Allí podemos leer: «El amor a Dios no depende de una disciplina que se nos ha impuesto desde fuera, sino que está constitutivamente inscrito en nosotros, como capacidad y necesidad de nuestra naturaleza racional». San Basilio, innovando una expresión que adquirirá gran importancia en la mística medieval, habla de la «chispa del amor divino, que se nos ha ocultado en

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nuestra intimidad»13. Siguiendo el espíritu de la teología de san Juan, sabe que el amor consiste en observar los mandamientos y que, por eso, la chispa del amor, infundida en nosotros por el Creador, significa que «hemos recibido en nuestro interior una originaria capacidad y prontitud para cumplir todos los mandamientos divinos..., que no son algo que nos venga impuesto desde fuera». Es la misma idea que al respecto afirma también san Agustín, condensándola en su núcleo esencial: «Al juzgar no sería posible decir que una cosa es mejor que otra, si no se nos hubiera impreso un

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conocimiento fundamental del bien»14. Esto significa que el primer estrato -podemos llamarlo ontológico- del fenómeno de la conciencia consiste en el hecho de que se nos ha infundido algo así como un recuerdo primordial de lo bueno y de lo verdadero (las dos realidades coinciden); que el ser del hombre, hecho a imagen de Dios, posee una íntima tendencia hacia todo lo que es conforme a Dios. Hasta desde su misma raíz percibe el ser del hombre una armonía con algunas cosas y encuentra contradicción con otras. Esta anámnesis del origen, que deriva del hecho de que nuestro ser está constituido a semejanza de Dios, no es un saber ya articulado conceptualmente, un cofre cuyos contenidos tan solo aguardarían ser sacados afuera. La anámnesis es, por decirlo así, un sentimiento interior, una capacidad de reconocer, de tal modo que aquel a quien interpela, si no se halla íntimamente replegado sobre sí mismo, logra escuchar el eco dentro de él; y se percata: «a esto me inclina mi naturaleza y esto es lo que busca». En esta anámnesis del Creador, que se identifica con el fundamento mismo de nuestra existencia, se basa la posibilidad y el derecho de la actividad misionera. El Evangelio puede -más aún, debe- predicarse a los paganos, porque ellos mismos, en su intimidad, lo aguardan (cfr. Is 42, 4). En efecto, la misión se justifica si los destinatarios, al toparse con la palabra del Evangelio, reconocen: «sí, justo esto es lo que yo esperaba». En este sentido puede decir san Pablo que los paganos son ley para sí mismos. No en el sentido de la idea moderna y liberal de autonomía, que excluye toda trascendencia del sujeto, sino en el sentido mucho más profundo de que nada me pertenece tan escasamente como mi propio yo, que mi yo personal es el lugar de la más honda superación de mí mismo y del contacto con aquello de donde provengo y hacia lo que soy dirigido. En estas frases expresa Pablo la experiencia que había tenido en primera persona como misionero entre los paganos y que previamente había vivido Israel en relación con 28

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los denominados «temerosos de Dios». Israel había experimentado en el mundo pagano lo que los anunciadores de Jesucristo confirmaron de nuevo: su predicación respondía a una esperanza. Tal esperanza salía al encuentro de un precedente conocimiento fundamental sobre las constantes esenciales de la voluntad de Dios, que se explicita- ron por escrito en los Mandamientos, pero que es posible descubrir en todas las culturas y pueden explicarse tanto más claramente cuanto menos intervenga un arbitrario poder cultural para distorsionar ese conocimiento primordial. Cuanto más vive el hombre en el «temor de Dios» -véase la historia de Cornelio (Hch 10, 34 ss)-, tanto más concreta y claramente eficaz se vuelve esta anámnesis. Retomemos de nuevo la idea de san Basilio: el amor de Dios, que se concreta en los Mandamientos, no se nos impone desde fuera -subraya este Padre de la Iglesia-, sino que se nos inculca de antemano. El sentido del bien se nos ha impreso, declara san Agustín. A partir de ahí estamos en condiciones de entender correctamente el brindis de Newman, primero por la conciencia y solo después por el Papa. El Papa no puede imponer mandamientos a los fieles católicos solo porque él lo desee o lo considere útil. Tal concepción moderna y voluntarista de la autoridad deforma el auténtico sentido teológico del papado. Es así como en la época moderna se ha vuelto tan incomprensible la verdadera naturaleza del ministerio de Pedro, precisamente porque en este horizonte mental solo cabe pensar en la autoridad con categorías que ya no permiten establecer puente alguno entre sujeto y objeto. De ahí que todo lo que no provenga del sujeto no pueda ser más que una determinación impuesta desde fuera. Las cosas aparecen completamente diferentes a partir de la antropología de la conciencia, tal como hemos tratado de delinear poco a poco en estas reflexiones. La anámnesis infundida en nuestro ser necesita, por así decir, ayuda exterior para ser consciente de sí misma. Ahora bien, esta «ayuda exterior» de ninguna manera se contrapone, sino que más bien se ordena a la anámnesis: la ayuda exterior 29

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cumple una función mayéutica, no le impone nada desde fuera, sino que lleva a cumplimiento todo lo que es propio de la anámnesis, es decir, su específica apertura a la verdad. Cuando se habla de la fe y de la Iglesia, cuyo radio se extiende desde el Logos redentor hasta más allá del don de la creación, debemos tomar en cuenta una dimensión aún más amplia, desarrollada sobre todo en los escritos de san Juan. Juan conoce la anámnesis del nuevo «nosotros», en el que participamos gracias a la incorporación a Cristo (un solo cuerpo, es decir, un único yo con Él). En diversos pasajes del Evangelio se percibe que los discípulos comprendieron mediante un acto de la memoria. El encuentro primordial con Jesús otorgó a los discípulos lo que ahora reciben todas las generaciones mediante el encuentro fundamental con el Señor en el Bautismo y en la Eucaristía: la nueva anámnesis de la fe que, de modo semejante a la anámnesis de la creación, se desarrolla en un diálogo permanente entre la interioridad y la exterioridad. Frente a las pretensiones de los maestros gnósticos, que querían convencer a los creyentes de que su fe ingenua debería ser comprendida y aplicada de muy distinta manera, san Juan puede afirmar: «Vosotros no tenéis necesidad de tal instrucción, pues en cuanto ungidos (bautizados) conocéis todas las cosas» (/ Jn 2, 20. 27). Lo cual, lejos de significar que los creyentes posean una fatua omnisciencia, indica la certeza de la memoria cristiana. Naturalmente, esta memoria cristiana aprende de continuo, siempre a partir de su identidad sacramental, llevando a cabo así interiormente un discernimiento entre lo que es un desarrollo de la memoria y lo que es su destrucción o su falsificación. En la actual crisis de la Iglesia, estamos experimentando de forma nueva la fuerza de esta memoria y la verdad de la palabra apostólica: más que las directrices de la jerarquía, lo que aporta discernimiento a los espíritus es la capacidad orientadora de la memoria de la fe sencilla. Únicamente en este contexto cabe entender de modo 30

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correcto el primado del Papa y su correlación con la conciencia cristiana. El auténtico sentido de la autoridad doctrinal del Papa reside en el hecho de que él es el garante de la memoria cristiana. El Papa no impone desde fuera, sino que desarrolla la memoria cristiana y la defiende. Por eso, el brindis por la conciencia debe preceder al brindis por el Papa, pues sin conciencia no habría ningún papado. Todo el poder que posee es poder de la conciencia: servicio al doble recuerdo, en el que se basa la fe, que debe ser continuamente purificada, ampliada y defendida contra las formas de destrucción de la memoria, amenazada tanto por una subjetividad que olvida su fundamento como por las presiones del conformismo social y cultural. Conscientia Después de estas consideraciones sobre el primer plano -esencialmente ontológico- del concepto de conciencia, debemos ocupamos ahora de su segunda dimensión: el nivel del juicio y de la decisión, designado en la tradición medieval con el término único de conscientia (conciencia). Presumiblemente, esta tradición terminológica ha contribuido no poco a la restricción moderna del concepto de conciencia. Como santo Tomás de Aquino, por ejemplo, solo denomina «conscientia» a este segundo plano, desde su punto de vista resulta coherente que la conciencia no sea ningún «habitas», es decir, una cualidad estable inherente al ser del hombre, sino un «actus», un evento que se lleva a cabo. Naturalmente, santo Tomás presupone como algo dado el fundamento ontológico de la anámnesis (synteresis): a esta la describe como una íntima repugnancia al mal y una íntima atracción hacia el bien. El acto de conciencia aplica este conocimiento básico a las situaciones concretas. Según santo Tomás, ese acto se divide en tres elementos: reconocer (recognoscere), dar testimonio (testifican) y juzgar (indicare). Podría hablarse de interacción entre una función de control y una función de

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decisión15. Siguiendo la tradición aristotélica, santo Tomás concibe este proceso conforme al modelo de los razonamientos deductivos, de tipo silogístico. Sin embargo, subraya enérgicamente la especificidad de este conocimiento de las acciones morales, cuyas conclusiones no derivan únicamente del mero conocimiento o de razo-

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namientos16. En este ámbito, reconocer o no reconocer algo depende siempre también de la voluntad, que obstruye el camino hacia el reconocimiento o bien nos conduce a él. Esto depende, pues, de una impronta moral dada de antemano, que o bien puede deformarse posteriormente o

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bien purificarse cada vez más17. En este plano, el plano del juicio (el de la conscientia en sentido estricto), es válido el principio de que también la conciencia errónea obliga. En la tradición del pensamiento escolástico, esta afirmación es plenamente inteligible. Nadie debe obrar en contra de sus convicciones, como ya había

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dicho san Pablo (cfr. Rm 14, 23)18. Ahora bien, el hecho de que la convicción adquirida sea obviamente obligatoria a la hora de obrar, de ningún modo significa la canonización de la subjetividad. Seguir las convicciones que uno se ha formado nunca supone una culpa; es más, ha de seguirlas. Pero no menos culpable puede resultar que uno llegue a formarse convicciones tan desquiciadas, por haber ahogado la repulsión hacia ellas que advierte la memoria de su ser. La culpa, pues, se encuentra en otro lugar, a mayor profundidad: no en el acto momentáneo, ni en el presente juicio de la conciencia, sino en ese descuido de mi propio ser que me ha hecho sordo a la voz de la verdad y a sus sugerencias interiores. Por esta razón, también los criminales que obran con convicción -Hitler, Himmler o Stalin- siguen siendo culpables. Estos ejemplos extremos no deben servir para tranquilizarnos, sino más bien para despertarnos y hacernos tomar en serio la gravedad de la súplica: «¡líbrame de las culpas que no veo!» (Sal 19, 13).

EPÍLOGO: CONCIENCIA Y GRACIA

Al final de nuestro camino sigue abierta la pregunta de la que ha partido esta reflexión: la verdad, al menos tal como nos la presenta la fe de la Iglesia, ¿no es quizá demasiado elevada y demasiado difícil para el hombre? Ahora, después de las consideraciones que hemos formulado, podemos responder: es cierto, la vía empinada y ardua que conduce a la verdad y al bien no es una vía cómoda. Constituye todo un desafío para el hombre. Pero, eso sí, lo que no libera es permanecer tranquilamente encerrados en sí mismos; es más, al obrar así, uno se deforma y se pierde. Al escalar las alturas del bien, el hombre descubre cada vez más la belleza que se oculta en la ardua fatiga por alcanzar la verdad y descubre también que justamente en la verdad se encuentra su redención. Pero con esto todavía no está dicho todo. Disolveríamos 35

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el cristianismo en un moralismo si no tenemos claro un anuncio, que supera nuestro propio obrar. Sin necesidad de muchas palabras, esto puede quedar patente recurriendo a una imagen tomada del mundo griego, en la que cabe notar que la anámnesis del Creador nos impulsa hacia el Redentor y, al mismo tiempo, que todo hombre es capaz de reconocerlo como Redentor, pues responde a nuestras más íntimas expectativas. Me refiero a la historia de la expiación del matricidio por parte de Orestes. Orestes cometió su crimen como un acto conforme a su conciencia, que el lenguaje mitológico describe como obediencia a la orden del dios Apolo. Pero a continuación le persiguen las Erinnias, que asimismo han de verse como personificaciones mitológicas de la conciencia, las cuales, desde la memoria profunda, atormentándolo, le reprochan que su decisión de conciencia, su obediencia al «mandato divino», era en realidad culpable. La entera tragedia de la condición humana sale a relucir en esta disputa entre los «dioses», en este íntimo conflicto de la conciencia. En el tribunal sagrado, la piedra blanca con que vota Atenea trae a Orestes la absolución, la purificación, en virtud de la cual las Erinnias se transforman en Euménides, en espíritus de la reconciliación. En este mito se representa algo más que la superación del sistema de la venganza de sangre en pro de un justo ordenamiento jurídico de la comunidad. Así ha expresado Hans Urs von Balthasar ese algo más: «(...) la gracia pacificadora siempre es para él restablecimiento ordinario de la justicia, no la justicia de la antigua época de las Erinnias carente de gracia, sino la de un derecho lleno de

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gracia»19. En este mito percibimos la voz nostálgica de que el veredicto de culpabilidad de la conciencia, objetivamente justo, y la pena interiormente destructora que de él se deriva, no son la última palabra, sino que existe un poder de la gracia, una fuerza de expiación, que puede cancelar la culpa y hacer que la verdad resulte finalmente liberadora. Se trata de la nostalgia de que la verdad no se limite tan solo a interpelarnos de forma exigente, sino que también nos transforme mediante la expiación y el perdón. A través de

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ellos, como dice Esquilo, se «lava la culpa»20, y nuestro mismo ser es transformado desde dentro, por encima de nuestras capacidades. Esta es propiamente la novedad específica del cristianismo: el Logos, la Verdad en persona, es a la vez también la reconciliación, el perdón que transforma más allá de nuestras capacidades e incapacidades personales. En eso consiste la auténtica novedad, sobre la que se basa la gran memoria cristiana, la cual es a la vez también la respuesta más profunda a lo que la anámnesis del Creador espera de nosotros. Allí donde no se proclama o no se percibe suficientemente este centro del mensaje cristiano, la verdad se trueca de hecho en un yugo, que resulta demasiado pesado para nuestros hombros y del que hemos de intentar

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liberarnos. Pero la libertad que se obtiene de este modo es una libertad vacía. Nos conduce al yermo país de la nada y así se destruye ella sola. El yugo de la verdad se ha vuelto «ligero» (cfr. Mt 11, 30) cuando la Verdad ha venido, nos ha amado y ha quemado nuestras culpas en su amor. Solo cuando conocemos y experimentamos interiormente todo esto, nos hacemos libres para escuchar con alegría y sin congoja el mensaje de la conciencia.

Segunda Parte LA DICTADURA DEL RELATIVISMO Missbrauch der Sprache - Míssbrauch der Machí, en Ibíd., Über die Schwierigkeit zu glauben, Munich 1974, pp. 255-282. La urgencia de la pregunta por la verdad como núcleo de la lucha socrática ha sido destacada por R. GUARDINI, Der Tod des Sokrates, Mainz, Paderbom 1987. 12Cfr. E. VON IVÁNKA, Plato christianus, Einsiedeln 1964, pp. 315- 351, esp. 320 ss. 13Regulae fusius tractatus, Resp. 2, 1: PG 31, 908. 14'* De Trinitate VIII, 3, 4: PL 42, 949. 15Cfr. H. REINER, op. cit., p. 582. SANTO TOMÁS DE AOUINO, S. Theol. I, q. 79, a. 13; De Veníate, q. 17a. 16Cfr. sobre el particular la esmerada investigación de L. MELINA, La conoscenza morale. Linee di riflessione sul Commento di san Tom- maso al'Etica Nichomachea, Roma 1987, p. 69 ss. 17Al reflexionar, en los decenios de su vida que siguieron a la conversión, sobre su propia experiencia interior acerca de la conexión entre conocimiento, voluntad y emoción, san Agustín alcanza perspectivas fundamentales sobre la esencia de la libertad y la moralidad, que deberían retomarse en nuestros días. Cfr. la excelente exposición de P. BROWN, Augustinus von Hippo. Eine Biographie, Leipzig 1972, pp. 126-136. 18La investigación, muy clarificadora, de J. G. BELMANS, Le para- doxe de la conscience erronée d’Abélard a Karl Rahner, en Revue Tho- miste 90 (1990), 570-586, muestra que esta es también la posición de Tomás de Aquino. Belmans hace ver que con el libro de Sertillanges sobre santo Tomás, publicado en 1942, se difundió ampliamente una adulteración de la doctrina del Aquinate sobre la conciencia, consistente en citar tan solo S. Theol. I-II, q. 19, a. 5 («¿Se debe seguir la conciencia errónea?») y omitir sin más el artículo siguiente («¿Basta con seguir la propia conciencia para obrar bien?»). Eso implica imputar a santo Tomás la doctrina de Abelardo, cuya superación constituía el objetivo del Doctor Angélico. Abelardo había enseñado que quienes crucificaron a Cristo no habrían pecado, al obrar con ignorancia. La única manera de pecar consistiría en obrar en contra de la conciencia. Las modernas teorías de la autonomía de la conciencia pueden apoyarse en Abelardo, pero no en santo Tomás.

19H. U. VON BALTHASAR, Herrlichkeit. Eine theologische Ásthetik 3/1, en Rahmen der Metaphysik, Einsiedeln 1965, p. 112. 20ESQUILO, Euménides 280-1; cfr. BALTHASAR, op. cit.

Para afrontar adecuadamente el problema de las amenazas contra la vida humana y para hallar el modo más eficaz de defenderla de tales amenazas, antes de nada debemos verificar los componentes esenciales, positivos y negativos, del debate antropológico actual. El dato esencial del que hay que partir es y sigue siendo la visión bíblica del hombre, formulada de manera ejemplar en los relatos de la creación. La Biblia define el ser humano, su esencia, que precede a toda la historia y no se pierde nunca en la historia, con dos indicaciones: 1. El hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (cfr. Gn 1, 26); él es «capax Dei» [capaz de Dios] y por eso está bajo la protección personal de Dios, es «sagrado»: «Quien vierta la sangre de hombre, por el hombre se verterá su sangre, porque Dios hizo al hombre a su imagen» (Gn 9, 6). 2. Todos los hombres son un único hombre, porque provienen de un único padre, Adán, y de una única madre, Eva, «la madre de todos los vivientes» (Gn 3, 20). Esta unicidad del género humano, que implica la igualdad, los mismos derechos fundamentales para todos, es solemnemente repetida y re-inculcada después del diluvio. Los dos aspectos, la dignidad divina del ser humano y la unicidad de su origen y destino, encuentran corrobora

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ción definitiva en la figura del segundo Adán, Cristo: el Hijo de Dios ha muerto por todos, para reunir a todos en la salvación definitiva de la filiación divina. Este anuncio bíblico es el bastión de la dignidad humana y de los derechos humanos; es la gran herencia de auténtico humanismo confiada a la Iglesia, que tiene el deber de encamar dicho anuncio en todas las culturas, en todos los sistemas sociales y constitucionales. Si echamos ahora una breve ojeada a la época moderna, nos encontramos enfrentados a una dialéctica que perdura hasta hoy. Por una parte, la modernidad se jacta de haber descubierto la idea de los derechos humanos, inherentes a todo derecho positivo, y de haber proclamado esos derechos en declaraciones solemnes. Por otra parte, los derechos así reconocidos en teoría nunca han sido tan profunda y radicalmente negados en la práctica. Las raíces de esta contradicción hay que buscarlas en el vértice de la época moderna: en las teorías iluministas del conocimiento, con la visión de la libertad a la que están unidas y en las teorías del contrato social, con la idea de la sociedad que lleva aneja. Según la Ilustración, la razón debe emanciparse de todo vínculo con la tradición y con la autoridad: la razón únicamente remite a sí misma. Acabará así por concebirse como una instancia cerrada, independiente. La verdad dejará de ser un dato objetivo, que se muestra a todos y cada uno, también a través de otros. Se trocará poco a poco en una exterioridad que cada cual capta desde su punto de vista, sin saber nunca en qué medida la visión que el sujeto ha tenido coincide con el objeto en sí o con lo que perciben los demás. La misma verdad del bien se vuelve inalcanzable. La idea del bien en sí es situada fuera de la posibilidad del hombre. El único punto de referencia se reduce a lo que cada cual puede concebir por sí mismo como bien. Como consecuencia, la libertad deja de verse positivamente como 33

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una tensión hacia el bien, tal como lo descubre la razón ayudada por la comunidad y por la tradición, sino que la libertad se define más bien como una emancipación de todos los condicionamientos que impiden a cada uno seguir su propia razón. A lo largo de todo el tiempo que se mantenga viva, al menos de forma implícita, la referencia a los valores cristianos para orientar a la razón individual hacia el bien común, la libertad se limitará a sí misma en función de un orden social, en función de una libertad que ha de asegurarse a todos. Las teorías del contrato social se fundaban en la idea de un derecho antecedente a las voluntades individuales y que estas deben respetar. Sin embargo, cuando se llegue a perder la referencia común a los valores y, en última instancia, a Dios, también aquí la sociedad no aparecerá más que como un conjunto de individuos yuxtapuestos, y el contrato que los liga se percibirá necesariamente como un acuerdo con quienes detentan el poder de imponer su voluntad a los demás. De este modo, para una dialéctica intrínseca a la modernidad, de la afirmación de los derechos de la libertad, desligados, eso sí, de toda referencia objetiva a una verdad común, se pasa a la destrucción de los fundamentos mismos de tal libertad. El «déspota ilustrado» de los teóricos del contrato social se ha transformado en el Estado tirano, totalitario en la práctica, que dispone de la vida de los más débiles, desde el niño no nacido al anciano, en nombre de una utilidad pública que en realidad ya no es más que el interés de algunos. Exactamente esta es la característica sobresaliente de la gran desviación actual en relación con el respeto a la vida: ya no se trata de un problema de moral simplemente individual, sino de un problema de moral social, a la vista de que los Estados, e incluso las organizaciones internacionales, se hacen garantes del aborto o de la eutanasia,

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votan las leyes que autorizan tales prácticas y ponen los medios a su disposición al servicio de quienes las exigen. De hecho, aunque hoy observemos una movilización de fuerzas en defensa de la vida humana por parte de los diversos movimientos «pro vida» -una movilización estimulante y que permite abrigar esperanzas-, hemos de reconocer francamente que hasta ahora el movimiento contrario es más fuerte: la ampliación de legislaciones y de prácticas que destruyen voluntariamente la vida humana, sobre todo la vida de los más débiles: los niños aún no nacidos. Somos testigos de una auténtica guerra de los poderosos contra los débiles, una guerra enfocada a eliminar a los discapacitados, a quienes molestan y hasta simplemente a quienes son pobres e «inútiles», en todos los momentos de su existencia. Con la complicidad de los Estados, se emplean medios colosales contra las personas: al comienzo de su vida, o cuando un incidente o una enfermedad la ha hecho vulnerable, o cuando está próxima a apagarse. Se abalanzan contra la vida naciente mediante el aborto -se calcula que en el mundo se practican entre 30 y 40 millones al año- y, precisamente para facilitar el aborto, se han invertido muchos millones en la puesta a punto de píldoras abortivas (RU 486). Se han desembolsado otros muchos millones en lograr que la anticoncepción sea menos nociva para la mujer, con la contrapartida de que gran parte de los anticonceptivos químicos ahora a la venta en las farmacias actúan de hecho preferentemente como antianidatorios, es decir, como abortivos, sin que las mujeres lo sepan. ¿Quién puede calcular el número de víctimas de esta hecatombe oculta? Los embriones sobrantes, inevitablemente producidos mediante la fecundación in vitro (Fivet), son congelados y suprimidos, salvo que alcancen a sus pequeños hermanos abortados, convertidos en conejillos de Indias para la experimentación o en fuente de materia prima para curar enfermedades, como el Parkinson o la diabetes. Incluso la 35

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propia Fivet se trueca a menudo en ocasión de abortos «selectivos» (la elección del sexo, por ejemplo), cuando se constatan indeseables embarazos múltiples. El diagnóstico prenatal se utiliza casi de rutina en las mujeres llamadas «de riesgo», a fin de eliminar sistemáticamente a todos los fetos que podrían presentar malformaciones o estar enfermos. Los que tienen la fortuna de llegar hasta el término del embarazo de su madre, pero tienen la desventura de nacer discapacitados, se arriesgan muy mucho a ser suprimidos nada más nacer o a que se les niegue la alimentación o los cuidados más elementales. Más tarde, a quienes una enfermedad o un accidente los hunde en un coma «irreversible», a menudo se les deja morir con el fin de hacer frente a las demandas de trasplantes de órganos o sirven, también ellos, para la experimentación médica («cadáveres calientes»). Por último, cuando la muerte se anuncia, a muchos se les intenta acelerar su llegada mediante la eutanasia. Ahora bien, ¿por qué esta victoria de una legislación o de una praxis antihumana precisamente en el momento en que la idea de los derechos humanos parecía haber obtenido un reconocimiento universal e incondicional? ¿Por qué incluso personas de elevada formación moral piensan que la normativa sobre la vida humana podría y debería entrar en el juego de los necesarios compromisos de la vida política? En un primer nivel de nuestra reflexión, me parece que cabe señalar dos motivos, tras los cuales se ocultan probablemente otros. Uno se refleja en la postura de quienes afirman como necesaria la separación entre las convicciones éticas personales y el ámbito político, en el que se formulan las leyes: aquí el único valor que respetar sería el de la total libertad de elección de cada individuo, en conformidad con las propias opiniones privadas. La vida social, ante la imposibilidad de basarse en cualquier referencia objetiva común, debería concebirse

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como resultado de un compromiso de intereses, a fin de garantizar a cada cual el máximo posible de libertad. Pero, en realidad, allí donde el criterio decisivo para el reconocimiento de los derechos resulta ser el de la mayoría, allí donde el derecho a expresar la propia libertad puede prevalecer sobre el derecho de una minoría que no tiene voz, allí la fuerza se ha convertido en el criterio de derecho. Esto resulta tanto más evidente y dramáticamente grave cuando, en nombre de la libertad de quien tiene poder y voz, se niega el derecho fundamental a la vida a quienes no tienen la posibilidad de hacerse oír. En realidad, toda comunidad política, para subsistir, debe reconocer al menos un mínimo de derechos objetivamente fundados, no concordados mediante convenciones sociales, sino previos a toda reglamentación política del derecho. Se entiende entonces cómo un Estado que se arrogue el derecho de definir qué seres humanos son o no sujetos de derechos, y que, en consecuencia, reconozca a algunos el poder de violar el derecho fundamental de otros a la vida, contradice el ideal democrático, a pesar de que lo siga invocando, y mina las bases mismas sobre las que se sostiene. Se comprende así que la idea de una tolerancia absoluta de la libertad de elección destruye el fundamento mismo de una convivencia justa entre los hombres. Uno puede preguntarse cuándo comienza a existir la persona, sujeto de derechos fundamentales que deben respetarse de modo absoluto. Si no se trata de una concesión social, sino más bien de un reconocimiento, también los criterios para determinarlo deben ser objetivos. Como ha recordado la Instrucción Donum vitae (I, 1)21, las recientes adquisiciones de la biología humana sostienen que en el cigoto que deriva de la fecundación ya se ha constituido la identidad biológica de un nuevo individuo humano. Aunque ningún dato experimental pueda ser suficiente por sí mismo 21Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Donum vitae sobre el respeto de la vida naciente y la dignidad de la procreación (22 de febrero de 1987).

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para reconocer un alma espiritual, las conclusiones de la ciencia sobre el embrión humano proporcionan una valiosa indicación para discernir racionalmente una presencia personal desde este primer momento en que comparece una vida humana. En cualquier caso, desde el primer momento de su existencia, al fruto de la generación humana debe garantizársele el respeto incondicionado que se debe moralmente al ser humano en su totalidad corporal y espiritual. Un segundo motivo que explica la difusión de una mentalidad de oposición a la vida me parece que está ligado a la concepción misma de la moralidad hoy ampliamente extendida. A una visión individualista de la libertad, entendida como derecho absoluto de autodeterminación sobre la base de las propias convicciones, se le asocia con frecuencia una idea meramente formal de conciencia. Dicha idea ya no hunde sus raíces en la concepción clásica de la conciencia moral (cfr. Gaudium et spes, 16). En esta concepción, propia de toda la tradición cristiana, la conciencia es la capacidad de abrirse a la llamada de la verdad objetiva, universal e igual para todos, y que todos pueden y deben buscar. Por el contrario, en la concepción innovadora, de clara ascendencia kantiana, a la conciencia se la desvincula de su relación constitutiva con un contenido de verdad moral y se la reduce a una mera condición formal de la moralidad. Tan solo se relacionaría con la bondad de la intención subjetiva. De este modo, la conciencia no viene a ser más que la subjetividad elevada a criterio último del obrar. La idea fundamental cristiana de que no hay ninguna instancia que pueda oponerse a la conciencia deja de tener el significado original e irrenunciable de que la verdad no puede imponerse más que en virtud de sí misma, es decir, en la interioridad personal, sino que más bien se convierte en una deificación de la subjetividad, de la que la conciencia es oráculo infalible, que nada ni nadie puede poner en

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entredicho. Con todo, conviene ahondar todavía más en la identificación de las raíces de esta oposición a la vida. Así, en un segundo nivel, al reflexionar en los términos de un planteamiento más personalista, encontramos una dimensión antropológica en la que es preciso detenerse, siquiera brevemente. Ha de señalarse aquí un nuevo dualismo, que se afirma cada vez más en la cultura occidental y hacia el que convergen algunos de los rasgos característicos de su mentalidad: el individualismo, el materialismo, el utilitarismo, la ideología hedonista de la realización de sí mismos por sí mismos. En efecto, el sujeto ya no percibe espontáneamente al cuerpo como la forma concreta de todas sus relaciones con Dios, con los demás y con el mundo, como el factor que lo introduce en un universo en construcción, en una conversación en curso, en una historia cargada de sentido en la que no puede participar de modo positivo más que aceptando sus reglas y su lenguaje. El cuerpo aparece más bien como un instrumento al servicio de un proyecto de bienestar, elaborado y perseguido por la razón técnica, que calcula cómo podrá sacar el mayor provecho. De ese modo, la sexualidad misma es despersonalizada e instrumentalizada. Aparece como una simple ocasión de placer y no como la realización del don de sí ni como la expresión de un amor que, en la medida en que es verdadero, acoge íntegramente al otro y se abre a la riqueza de vida de la que es portador: al niño, que será también su propio hijo. Se separan los dos significados, unitivo y procreador, del acto sexual. La unión se empobrece, mientras que la fecundidad se desplaza a la esfera del cálculo racional: «el niño, por supuesto; pero cuando y como yo lo quiera». Resulta así claro que ese dualismo entre una razón técnica y un cuerpo-objeto permite al hombre eludir el 39

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misterio del ser. En realidad, el nacimiento y la muerte, el surgimiento de otra persona y su desaparición, la llegada y la disolución del «yo», remiten directamente al sujeto a la cuestión de su propio sentido y de su propia existencia. Quizá para rehuir esta pregunta angustiosa es por lo que el hombre intenta asegurar el dominio más completo posible sobre estos dos momentos clave de la vida, a los que intenta desplazar a la esfera del hacer. De esa manera, el hombre se engaña pensando que se posee a sí mismo y que goza de una libertad absoluta: al hombre se le podría fabricar según un cálculo que no deja ningún resquicio a la incertidumbre, a la casualidad, al misterio. Un mundo que asume opciones de eficiencia tan absolutas, un mundo que ratifica hasta tal punto la lógica utilitarista, un mundo que, más aún, concibe la libertad como un derecho absoluto del individuo y la conciencia como una instancia subjetivista completamente aislada, tiende necesariamente a empobrecer todas las relaciones humanas, hasta acabar por considerarlas como relaciones de fuerza y por no reconocer al ser humano más débil el puesto que se le debe. Desde este punto de vista, la ideología utilitarista camina en la misma dirección que la mentalidad «machista», y el «feminismo» aparece como una legítima reacción ante la instrumentalización de la mujer. Sin embargo, el denominado «feminismo» se basa muy a menudo en los mismos presupuestos utilitaristas del «machismo» y, en vez de liberar a la mujer, coopera más bien a su sometimiento. Cuando, en la línea del dualismo antes evocado, la mujer reniega del propio cuerpo, considerándolo como un mero objeto al servicio de una estrategia de conquista de la felicidad mediante la realización de sí misma, reniega también de su feminidad, la forma propiamente femenina de la entrega personal y de la acogida del otro, cuya señal más típica y su realización más concreta es la maternidad. Cuando la mujer se decanta por el amor libre y llega

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hasta el extremo de reivindicar el derecho al aborto, contribuye a reforzar una concepción de las relaciones humanas según la cual la dignidad de cada uno depende, a los ojos del otro, de lo que le pueda dar. En todo esto, la mujer toma postura contra la propia feminidad y contra los valores de los que esta es portadora: la acogida de la vida, la disponibilidad hacia el más débil, la entrega sin condiciones a quien la necesita. Un auténtico feminismo, si trabajase por la promoción de la mujer en su verdad integral y por la liberación de todas las mujeres, trabajaría también por la promoción del hombre entero y por la liberación de todos los seres humanos. Lucharía, en efecto, para que se reconozca a la persona la dignidad que le corresponde por el solo hecho de existir, de haber sido querida y creada por Dios, y no por su utilidad, por su fuerza, por su belleza, por su inteligencia, por su riqueza o por su salud. Se esforzaría por promover una antropología que valore la esencia de la persona como hecha para la entrega personal y para la acogida del otro, aspectos de los que el cuerpo, masculino o femenino, constituye el signo y el instrumento. Justamente desarrollando una antropología que presente al hombre en su integridad personal y relacional es como cabe responder al difundido argumento de que el mejor medio de luchar contra el aborto sería promover la anticoncepción. De tirar por tierra semejante tesis, que de primera instancia parece totalmente plausible, se encarga la experiencia: se constata generalmente un crecimiento paralelo de los índices de recurso a la anticoncepción y de los índices de aborto. La paradoja es tan solo aparente. En efecto, es preciso darse cuenta de que tanto la anticoncepción como el aborto hunden sus raíces en esa visión despersonalizada y utilitarista de la sexualidad y de la procreación antes descrita, que a su vez se basa en una concepción mutilada del hombre y de su libertad. En la mentalidad anticonceptiva no se trata, en efecto, de asumir una gestión responsable y digna de la propia fe41

JOSEPH RATZINGER

cundidad en función de un proyecto generoso, abierto siempre a la potencial acogida de una vida nueva imprevista. Se trata, más bien, de asegurarse un dominio completo de la procreación, que rechaza hasta la idea de un hijo no programado. Entendida en estos términos, la anticoncepción conduce necesariamente al aborto como «solución de reserva». En realidad, solo si se desarrolla la idea de que el hombre no se encuentra plenamente a sí mismo más que en la entrega generosa de sí y en la acogida incondicional del otro, por la simple razón de su existencia, el aborto aparecerá como un crimen absurdo. Una antropología de corte individualista conduce, como hemos visto, a considerar la verdad objetiva como inaccesible, la libertad como arbitraria, la conciencia como una instancia cerrada en sí misma: no solo orienta a la mujer a odiar a los varones, sino también a odiarse a sí misma y la propia feminidad, sobre todo, su propia maternidad. Semejante antropología orienta generalmente al ser humano a odiarse a sí mismo. El hombre se desprecia a sí mismo; ya no está de acuerdo con Dios, que vio que la criatura humana «era muy buena» (Gn 1, 31). Al contrario, el hombre se ve a sí mismo como el gran destructor del mundo, un producto infeliz de la evolución. Y, en realidad, el hombre que deja de tener acceso al infinito, a Dios, es un ser contradictorio, un producto fallido. Se manifiesta aquí la lógica del pecado: el hombre, queriendo ser como Dios, busca la independencia absoluta. Para ser autosuficiente, debe independizarse, debe emanciparse

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incluso del amor, que es siempre gracia libre, no producible ni factible. Pero, al hacerse independiente del amor, el hombre se separa de la verdadera riqueza de su ser, se vacía y se vuelve inevitable la oposición al propio ser. «No es bueno ser un hombre»: la lógica de la muerte pertenece a la lógica del pecado. Se abre el camino hacia el aborto, hacia la eutanasia y hacia el abuso de los más débiles. En síntesis, pues, podemos decir que la raíz última del odio y de todos los ataques contra la vida humana es la pérdida de Dios. Cuando Dios desaparece, se desvanece también la dignidad absoluta de la vida humana. ¿Qué hacer en esta situación para responder al desafío que acabamos de describir? Por mi parte, desearía limitarme a las posibilidades ligadas a la función del Magisterio. No han faltado en los últimos años las intervenciones magisteriales acerca de este problema. Juan Pablo II ha insistido incansablemente en la defensa de la vida como deber fundamental de todo cristiano, y muchos obispos hablan del tema con gran competencia y fuerza. La Congregación para la Doctrina de la Fe ha publicado importantes documentos sobre cuestiones morales vinculadas al respeto debido a la vida humana. No obstante, a pesar de esas tomas de postura, a pesar de las numerosísimas intervenciones pontificias sobre algunos de estos problemas o sobre aspectos particulares, el campo se mantiene ampliamente abierto a una asunción global a nivel doctrinal, que vaya a las raíces más hondas y denuncie las consecuencias más aberrantes de la «mentalidad de muerte». Cabe pensar, pues, en un posible documento sobre la defensa de la vida humana, que a mi parecer debería presentar dos características originales respecto a los documentos precedentes. En primer lugar, debería desarrollar no solo consideraciones de moral individual, sino también de moral social y política. Más en concreto, las diferentes amenazas contra la vida 43

humana podrían plantearse desde cinco puntos de vista: el punto de vista doctrinal (con una fuerte reafirmación del principio según el cual «la matanza directa de un ser humano inocente es siempre materia de culpa grave»), el cultural, el legislativo, el político y, por último, el práctico. Llegamos así a la segunda característica original de un posible documento nuevo: a la denuncia se le ha de conceder un espacio, pero no el principal. Se trataría ante todo de retomar con gozo el anuncio del inmenso valor del hombre y de cada hombre, por muy pobre, débil o sufriente que sea; tal como ese valor puede aparecer a los ojos de los filósofos, pero, sobre todo, tal como nos dice la Revelación que aparece a los ojos de Dios. Se trataría de recordar con admiración las maravillas que el Creador ha prodigado a su criatura, y las del Redentor a favor de aquel a quien ha venido a buscar y a salvar. Se trataría de mostrar que acoger al Salvador implica necesariamente la generosa disponibilidad hacia la otra persona y, por tanto, el acogimiento de toda vida humana, desde el momento en que esta se anuncia hasta el momento en que se apaga. En definitiva, en contra de todas las ideologías y las políticas de muerte, se trata de presentar lo más esencial de la Buena Noticia cristiana. Más allá de todo sufrimiento, Cristo ha abierto el camino a la acción de la gracia en favor de la vida, tanto en su aspecto humano como en su aspecto divino.

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EL RELATIVISMO, ¿PRESUPUESTO NECESARIO DE LA DEMOCRACIA?

«Democracia», sinónimo de libertad e igualdad Tras la caída de los sistemas totalitarios, que de modo tan drástico configuraron el perfil global del siglo xx, en gran parte del globo se ha ido imponiendo la convicción de que la democracia, aunque ciertamente no conseguirá la sociedad ideal, resulta en la práctica el único sistema de gobierno

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adecuado a nuestros tiempos. La democracia posibilita el reparto y el control de los poderes, y proporciona así la más amplia garantía posible contra la arbitrariedad y la opresión, a la par que favorece la libertad del individuo y la tutela de los derechos humanos. Cuando hoy hablamos de democracia, pensamos, sobre todo, en este aspecto positivo: en la participación de todos en el poder, que es expresión de la libertad. Nadie debe ser un mero objeto de dominio, y por eso «súbdito»; cada cual debe poder contribuir con su compromiso y su voluntad al conjunto de la acción política. Solo como «parte activa» pueden los ciudadanos ser realmente todos libres. El bien peculiar que se persigue mediante la participación en el poder es, pues, la libertad y la igualdad de todos. Sin embargo, como no puede ser continuamente ejercido por todos de forma directa, el poder ha de delegarse temporalmente. Y esa delegación, aun limitada en el tiempo, pues solo dura hasta las siguientes elecciones, requiere controles, a fin de que la voluntad general de quienes han delegado su poder se mantenga como instancia determinante, y a fin de que la voluntad de los que lo ejercen no tienda a concebirse y a gestionarse como «autorreferente». Muchos son los que se detienen en este punto y dicen: el fin del Estado se alcanza cuando está garantizada la libertad de todos. Se pone así de manifiesto el hecho de que, según este modo de pensar, el fin principal de la vida social estriba en la posibilidad de que el individuo disponga de sí mismo; propiamente, la comunidad en sí no tendría ningún valor, sino que únicamente existiría para permitir a los individuos ser ellos mismos. Pero una libertad individual carente de contenido, erigida como meta suprema a la que tender, acaba por encerrarse en sí misma, porque la libertad individual solo puede subsistir en un sistema de libertad para todos. Necesita criterios y límites: si no, se convierte en violencia contra las demás libertades. No en vano, quienes 45

desean un régimen totalitario intentan, ante todo, inducir en los individuos actitudes de verdadera libertad anárquica y crear una situación de lucha de todos contra todos, para poder presentarse después, con su propio proyecto de orden, como los auténticos salvadores de la humanidad. La libertad necesita, pues, un contenido. Podemos definirlo como la salvaguardia de los derechos humanos. Pero podemos también describirlo más detalladamente como garantía tanto del progreso de la entera sociedad como del bien de cada individuo: el «súbdito», esto es, aquel que ha delegado en otros su poder, «puede ser libre si se reconoce a sí mismo -es decir, reconoce su propio bien- en el bien común que persiguen quienes ejercen el poder»22. Libertad, democracia y relativismo A lo largo de esta reflexión han aparecido, junto a la idea de libertad, otros dos conceptos: la de derecho y la de bien. Las tres juntas, es decir, la libertad como estructura existencial típica de la democracia, y el derecho y el bien como contenido de la libertad misma, se hallan en una cierta dialéctica recíproca, que constituye el núcleo esencial del debate moderno en torno a las formas auténticas de democracia y de política. A decir verdad, pensamos aquí en primer lugar sobre todo en la libertad, entendiéndola como el verdadero bien del hombre; todos los demás bienes nos parecen hoy más bien discutibles y demasiado fácilmente sometidos a abusos. No queremos que el Estado nos imponga una determinada idea de bien. El problema es aún más manifiesto cuando se intenta clarificar la noción de «bien» mediante la de «verdad». El respeto a la libertad de cada individuo nos parece que, por principio, consiste hoy esencialmente en que el Estado no pretenda resolver el problema de la verdad: la verdad, y tampoco, por tanto, la verdad acerca del bien, no resulta cognoscible en la esfera social. La verdad es algo 22H.

KUHN,

Eine philosophische Darstellung, Munich 1967, p. 60.

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controvertido. Por eso, al intento de imponer a todos lo que una parte de los ciudadanos juzga como «verdad» se le considera un avasallamiento de las conciencias: el concepto de verdad viene relegado al ámbito de la intolerancia y de lo antidemocrático. La verdad no es un bien «público», sino únicamente «privado» o, a lo sumo, un bien «de parte», pero nunca universal. En otros términos: el concepto moderno de democracia parece estar indisolublemente ligado a la opción relativista; y el relativismo aparece como la única garantía auténtica de la libertad, y más exactamente de su núcleo esencial: la libertad religiosa y de conciencia. El núcleo no relativista de la democracia Este planteamiento representa hoy una evidencia indiscutible para todos. No obstante, una consideración más atenta nos lleva a preguntarnos si en la democracia no debe existir también un núcleo no relativista. La democracia, en efecto, si no se estructurase, en última instancia, sobre la base de los derechos humanos -hasta el punto de que garantizarlos y salvaguardarlos constituye justamente su más profundo fundamento-, ¿por qué debería parecer algo a lo que no cabe renunciar? Los derechos humanos no están subordinados al imperativo de la tolerancia y del pluralismo, sino que son el contenido de la tolerancia y de la libertad. Privar a los demás de sus derechos nunca puede convertirse en materia legítima de ordenamiento positivo, y menos aún en contenido de la libertad. Esto significa que un fundamento de verdad -de verdad en sentido moral- resulta imprescindible para la supervivencia misma de la democracia. A este propósito, para no entrar en conflicto con la idea de tolerancia y con el relativismo democrático, hoy se habla más gratamente de «valores» que de «verdad». Pero no cabe eludir la cuestión recién planteada mediante este simple desplazamiento al plano terminológico, pues los valores deben su inviolabilidad 47

al hecho de que son realmente «valores» y, por esto, corresponden a las auténticas exigencias de la naturaleza humana. Con mayor motivo, pues, es preciso preguntarse ahora: ¿cómo pueden fundamentarse los valores social y universalmente válidos? O dicho con un lenguaje más actual: ¿cómo deben legitimarse los valores fundamentales que no están sometidos al juego de las mayorías y de las minorías? ¿De dónde los tomamos? ¿Qué se sustrae al relativismo, cómo y por qué? Dos orientaciones de fondo radicalmente opuestas Estas preguntas constituyen el núcleo de los actuales debates de la filosofía política en nuestra lucha por una verdadera democracia. Simplificando un poco, cabe decir que son dos las orientaciones de fondo que se contraponen; se presentan periódicamente en distintas versiones, si bien también muestran en parte significativos puntos de contacto. Por una parte encontramos la posición radicalmente relativista, que quiere desterrar del ámbito político el concepto de bien (y con ello, a fortiori, el de verdadero), por considerarlo peligroso para la libertad. A su vez, para sostener coherentemente un perfecto relativismo, rechaza el «derecho natural», por sus sospechosas conexiones con doctrinas metafísicas. Según esta orientación, en la política no existe ningún otro principio más que la decisión de la mayoría, que en la vida estatal ocupa el lugar que en otras épocas correspondía a la verdad. El derecho debería entenderse de manera exclusivamente política; es decir, derecho sería lo establecido como tal por los organismos predeterminados. Consiguientemente, la democracia no se definiría en sentido sustancial, sino puramente formal: como un conjunto de reglas que posibilita la formación de mayorías, la representación de los poderes y la alternancia

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de los gobiernos. Consistiría esencialmente, pues, en los mecanismos de las elecciones y del voto. A esta concepción se opone diametralmente la otra tesis, según la cual, la verdad no es un «producto» de la política (esto es, de la mayoría), sino que la precede y, por tanto, la ilumina: no es la praxis la que «crea» la verdad, sino que la verdad es la que posibilita una auténtica praxis. De ahí que la política sea justa y favorezca efectivamente la libertad cuando se pone al servicio de un conjunto de valores y derechos que la razón nos atestigua. Contra el escepticismo explícito de las teorías relativistas y positivistas, encontramos aquí una confianza fundamental en la razón, en su capacidad de captar y mostrar la verdad23. Un «observatorio» privilegiado El proceso a Jesucristo representa un punto de observación muy adecuado para poner de manifiesto los rasgos esenciales de estas dos posiciones; en especial, la pregunta que Pilato plantea al Salvador: «¿Qué es la verdad?» (.Jn 18, 38). Nada menos que Hans Kelsen, jurista de origen austríaco emigrado posteriormente a América y considerado uno de los más prestigiosos exponentes de la posición relativista radical, ha explicado inequívocamente su concepción en una meditación sobre este pasaje bíblico24. Más adelante tendremos que volver de nuevo a las tesis de fondo de su filosofía política; pero por ahora nos basta echar un vistazo al modo como interpreta el citado texto bíblico. Para Kelsen, la pregunta de Pilato es la expresión del necesario escepticismo del político. De ahí que la pregunta 23Esta cuestión, fundamental en el actual debate acerca de la auténtica comprensión de la democracia, se expone de manera muy lúcida en la obra de V. POSSENTI, Le societá liberali al bivio. Lineamenti di filosofía della societá, Marietti, Milán 1991; pp. 289 ss. 24Véase la discusión explícita en V. POSSENTI, op. cit., 315-345, especialmente pp. 345 ss.; para una confrontación crítica con Kelsen también es útil H. Kuhn, op. cit., 41 ss. 49

sea ya en cierto modo también respuesta: la verdad está fuera del alcance humano. Que así lo entiende Pilato se deduce del hecho de que no aguarda a que Jesús le responda, sino que inmediatamente se dirige a la multitud. De este modo, según Kelsen, Pilato sometió al juicio del pueblo la decisión sobre el caso controvertido. En su opinión, Pilato habría actuado aquí como un perfecto demócrata. Puesto que no sabe qué es lo justo, deja que sea la mayoría la que decida al respecto. De este modo, en la interpretación del erudito austríaco, Pilato se convierte en una figura emblemática de la democracia relativista y escéptica, que no se funda ni en valores ni en la verdad, sino en procedimientos. Que en el caso de Jesús se condene injustamente a un hombre justo e inocente, a Kelsen no le parece un supuesto que merezca impugnación. No existe ninguna otra verdad más que la de la mayoría. Es absurdo querer pasar por encima de ella. Kelsen llega incluso a afirmar que, en caso de necesidad, habría que imponer a todos esta certeza relativista aun a costa de sangre y lágrimas; y que hay que estar tan seguro de ella como Jesús lo estaba de su verdad25. Totalmente diferente y mucho más convincente -también desde el punto de vista político- es la interpretación del mismo pasaje que propuso el gran exegeta Heinrich Schlier. La planteó en el momento en que el nacionalsocialismo se disponía a tomar el poder en Alemania. Su interpretación fue un testimonio consciente contra aquellos sectores de la cristiandad protestante que se hallaban dispuestos a situar «fe» y «pueblo» en el mismo plano26. Schlier recalca que, en el proceso, Jesús reconoce plenamente la potestad jurídica del Estado romano, representado por Pilato. Pero al mismo tiempo la limita, al decir 25Cfr. V. POSSENTI, op. cit., p. 336. 26H. SCHLIER, Dic Beurteilung des Staates im Neuen Testament, Ia ed. de 1932 en Zwischert den Zeiten; aquí se cita según la antología H. SCHLIER, Die Zeit der Kirche, Freiburg 1958, pp. 1-16. Véase también, en el mismo volumen (pp. 56-74), el ensayo Jesús und Pilatus.

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que Pilato no es titular por sí mismo de dicha potestad, sino que la ha «recibido de lo alto» (cfr. Jn 19, 11). Pilato falsea su propio poder -y, con ello, el del Estado- en el momento en que deja de percibirlo como administración fiduciaria de un orden de grado superior y dependiente de la verdad, y pasa a utilizarlo con miras a su provecho personal. El gobernador romano ya no se pregunta por la verdad, sino que entiende el poder como puro poder. «En el mismo momento en que se legitima a sí mismo, Pilato otorga su propio asentimiento al asesinato legal de Jesús»27.

¿CUÁL ES EL FIN DEL ESTADO?

Con esto ha quedado muy clara la precariedad y problematicidad de la posición estrictamente relativista. Por otra parte, hoy somos conscientes de los problemas en que está envuelta la otra posición, que considera a la verdad como algo fundamental, importante también para la praxis democrática: nos escalda todavía demasiado de cerca el miedo a la inquisición y a la violencia perpetrada contra las conciencias. ¿Cómo evitar este dilema? Comencemos en primer lugar por preguntarnos qué es exactamente el Estado, cuál es su fin y cuál no lo es. Fijamos ahora nuestra atención, por tanto, en las distintas respuestas que se han dado a esta pregunta y, a partir de ellas, intentaremos formular una respuesta a modo de conclusión. ¿Qué es el Estado? ¿Para qué sirve? Podríamos responder de manera muy elemental que el cometido del Estado consiste en «permitir y conservar la ordenada convivencia entre los hombres»28, es decir, en lograr un equilibrio entre la libertad y los bienes, de suerte que cada cual pueda llevar una vida digna del hombre. También podríamos decir que el Estado garantiza el derecho como condición de la libertad y 27H. SCHLIER, op. cit., p. 3. 28H. SCHLIER, op. cit., p. 1 1.

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del bienestar general. De ahí, por un lado, que sea carácter general del Estado el hecho de que debe ser gobernado; y, por otro, que la actividad gubernativa no sea simplemente ejercicio del poder, sino tutela de los derechos de cada individuo y del bienestar de todos. No es tarea del Estado procurar la felicidad de los hombres, por lo cual tampoco lo es crear «hombres nuevos». Tampoco le corresponde transformar el mundo en un paraíso y ni siquiera puede conseguirlo; sin embargo, cuando lo intenta, acaba por erigirse en «absoluto» y, por eso, decide arbitrariamente sus límites. Se comporta entonces como si fuera Dios mismo y, por esa razón, se convierte en la «bestia» terrorífica y en el poder del Anticristo, de los que habla el Libro del Apocalipsis. En este contexto, es importante considerar siempre en paralelo dos pasajes bíblicos, que solo aparentemente se contradicen, pero que, en realidad, se complementan mutua y esencialmente: el capítulo 13 de la Carta a los Romanos y el capítulo asimismo 13 del Apocalipsis. La Carta a los Romanos describe al Estado en su forma ordenada, al Estado que se atiene a lo que atañe a sus competencias y no pretende erigirse en la fuente de la verdad y del derecho. Pablo tiene presente al Estado como administrador fiduciario de un orden global más amplio, que como tal hace posible al hombre tanto la existencia individual como colectiva. A este Estado se le debe obediencia. La obediencia a la ley y a los órganos que constituyen formas auténticas de derecho no es obstáculo para la libertad, sino su condición. Por su parte, al Estado que pretenda autoerigirse en Dios y reivindique el derecho de fundamentarse solo en sí mismo, la misteriosa revelación del Apocalipsis le muestra qué es lo legítimo y qué debe tener valor en cuanto verdad. Un Estado de ese género aniquila al hombre. Niega su propia esencia y, por ello, no puede ya exigir obediencia alguna29. 29 H. SCHLIER, op. cit., pp. 3-7 y 14-16.

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Resulta significativo que, en el fondo, tanto el nacionalsocialismo como el marxismo negaran el Estado y el derecho, concibieran la obligatoriedad de la ley como esclavitud y, frente a esto, pretendieran afirmar algo de rango aún superior: la llamada voluntad del pueblo o la sociedad sin clases, que debería reemplazar al Estado, al que ven como puro instrumento de la hegemonía de la clase dominante. De este modo, aunque al Estado y su ordenamiento se les considerara tan solo como antagonistas del carácter absoluto de la pretensión típica de la propia ideología, hasta en semejante rechazo no se perdió del todo una cierta consciencia de la esencia específica del Estado. El «Estado» en cuanto tal instaura un preciso y determinado ordenamiento de la vida en común, pero por sí solo no está en condiciones de dar respuesta a los problemas fundamentales de la existencia humana. El Estado no solo tiene que dejar abierto un espacio libre para algo distinto de él y quizá de rango superior; sino también recibir y acoger la verdad sobre la ley y el derecho siempre «desde fuera», porque no la posee en sí mismo. Pero ¿cómo y dónde? Esta es la cuestión que hemos de plantearnos ahora.

SOLUCIONES ANTITÉTICAS AL PROBLEMA DE LOS FUNDAMENTOS DE LA DEMOCRACIA

La concepción relativista A estos problemas responden, como ya se ha dicho más arriba, dos concepciones diametralmente opuestas una a otra, entre las cuales se dan también posturas intermedias. La primera perspectiva, la relativista en sentido estricto, ya la hemos presentado al hablar de Hans Kelsen. Para estos, la relación entre religión y democracia solo puede ser negativa. El cristianismo, en especial, enseña verdades y 53

valores absolutos, por lo que exactamente se sitúa en las antípodas del «escepticismo obligatorio» de la democracia relativista. «Religión» significa heteronomía de la persona, mientras que «democracia», por el contrario, implica en sí misma su autonomía. Esto significa también que el centro de la democracia es la libertad y no el bien, el cual una vez más parece peligroso para la libertad misma30. En la actualidad, el filósofo del derecho Richard Rorty es el exponente más conocido de esta visión de democracia. Su concepción del nexo entre democracia y relativismo expresa muy bien la mentalidad estadísticamente más difundida, también entre los cristianos, por lo que merece una especial atención. Para Rorty, el único parámetro en virtud del cual pueden instituirse leyes y derecho es lo que se propaga entre los ciudadanos como opinión de la mayoría: la democracia no dispondría de ninguna otra «filosofía» ni de ninguna otra fuente de derecho más que de esta. Ciertamente, Rorty también es consciente en cierto modo de la insuficiencia última del puro principio de la mayoría como fuente de verdad. Sostiene, en efecto, que la «razón pragmática», que se define como propulsora del principio de la mayoría, incluye siempre algunos principios de tipo intuitivo, como, por ejemplo, el rechazo de la esclavitud31. Sin embargo, se equivoca acerca de este asunto: durante siglos e incluso milenios, el «sentimiento común» más difundido entre la mayoría no ha incluido en absoluto tal intuición y nadie sabe durante cuánto tiempo podrá conservarse como dato adquirido por todos. En realidad, lo que aquí predomina incuestionado es un concepto vacío de libertad, que impulsa incluso a postular la necesidad de la disolución del yo, reducido a fenómeno ya sin centro ni esencia, para poder configurar concretamente nuestra intuición sobre la primacía de la libertad. Pero ¿qué hacer, una vez que se haya perdido esta intuición? ¿Y 30Cfr. V. POSSENTI, op. cit., p. 321. 31Cfr. V. POSSENTI, op. cit., p. 293.

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cuando se constituyese una mayoría hostil a la libertad y nos dijese que el hombre no ha nacido para la libertad, sino que quiere y debe ser dirigido por otro? La idea de que en la democracia solo puede decidir la mayoría y de que las fuentes del derecho solo podrían ser las convicciones de los ciudadanos capaces de alcanzar el mayor consenso, contiene indudablemente algo seductor. Pues, cuando se vuelve obligatorio para la mayoría algo no querido y decidido por ella, siempre es esa misma mayoría la que se percata de que se ha ninguneado la libertad y, con ello, se ha negado la esencia de la democracia. Cualquier otra teoría parece acreditar un dogmatismo que se introduce de manera sutil y a la par explosiva, transformándose así en una forma de auténtica «interdicción» de los ciudadanos y de dominio de la libertad. No obstante, por otro lado, la falibilidad de la mayoría está igual e incontestablemente atestiguada, y sus errores pueden no solo concernir a aspectos marginales, sino también poner en entredicho bienes fundamentales, hasta el punto de que dejen de tutelarse la dignidad del hombre y los derechos humanos y desaparezca así el para qué de la libertad. En efecto, de ninguna manera resulta siempre evidente para la mayoría en qué consisten los derechos del hombre y la dignidad humana. La historia del siglo xx ha demostrado dramáticamente que la mayoría puede ser embaucada y manipulada, y que a la libertad cabe destruirla exactamente en nombre de la misma libertad. Además, ya hemos visto en Kelsen que también el relativismo lleva consigo su propio dogmatismo: se siente tan seguro de sí mismo que debe imponerse incluso a quienes no lo comparten. En última instancia, aquí se termina cayendo en el cinismo, que tanto en Kelsen como en Rorty puede palparse con la mano: si la mayoría -como en el caso peculiar de Pilato- siempre tiene razón, entonces el derecho puede (y debe) pisotearse sin ningún reparo. De hecho, en el fondo, solo cuenta el poder del más fuerte que sepa granjearse el favor de la mayoría. 55

La concepción metafísica y cristiana Se opone frontalmente al relativismo escéptico, hasta ahora considerado, otra concepción de la política, igualmente radical. Su creador es Platón, que parte de la convicción de que solo puede gobernar bien aquel que conoce y ha experimentado el bien en primera persona. Todo dominio debe ser «servicio», es decir, renuncia consciente a la propia elevación -conquistada en la esfera contemplativa del bien y de la verdad- y a la libertad que de ahí se deriva. Debe ser, por tanto, un voluntario «regreso a la caverna», en cuya oscuridad viven los hombres. Solo entonces surge un gobierno efectivo, y no ese adueñarse -en apariencia y de todo lo aparente-, que en la mayoría de los casos caracterizaría a la política. Según Platón, la ceguera de la política -tal como suele practicarse- consiste en el hecho de que sus representantes luchan por el poder «como si este fuera un gran bien»32. Con estas consideraciones, Platón se acerca a la concepción fundamental de la Biblia de que la verdad no es un «producto» de la política: todas las veces que los relativistas se convencen de que sí la produce, terminan por caer realmente en alguna forma de totalitarismo, aunque afírmen con la boca que luchan por el primado de la libertad. La mayoría se convierte entonces en una especie de divinidad, contra la que ya no hay ningún derecho de apelación. Partiendo de estas evidencias, Maritain desarrolló una filosofía política que intenta aprovechar, para la teoría de la sociedad y del Estado, las grandes intuiciones que ofrece la Biblia al respecto. No necesitamos adentrarnos aquí en los presupuestos históricos de esta concepción filosófica, aunque valdría la pena. Con todo, cabe recordar -brevemente, simplificando mucho- que el concepto de democracia se elaboró en la Edad Moderna conforme a dos 32La República VII 520 c. Cfr. V. POSSENTI, op. cit., p. 290, y también H. KUHN, voz Plato, en H. MAIER - H. RAUSCH - H. DENZER (eds.), Klassi- ker des politischen Denkens, Beck, Munich 1969, pp. 1-35.

LA DIGNIDAD DE LA PERSONA

directrices y, por tanto, también sobre dos fundamentos distintos. En el ámbito de la cultura anglosajona, la «democracia» se pensó al menos en parte y se puso en práctica sobre la base de la tradición iusnaturalista y de una mentalidad común, marcada por el cristianismo, concebido este, a decir verdad, de manera totalmente pragmática33. En Rousseau, por el contrario, la democracia se rebela contra la tradición cristiana; a partir de él se inicia una corriente de pensamiento que concibe la democracia en abierta oposición al cristianismo34. Maritain intentó «desenganchar» de nuevo el concepto de democracia del marchamo que le confirió Rousseau, y -como él mismo dice- desligarla de las ataduras que la mantienen unida a los dogmas masónicos del progreso necesario, del optimismo antropológico, de la divinización del individuo y del olvido y censura de la persona35. A su parecer, el derecho originario del pueblo al autogobierno nunca puede erigirse en un derecho a decidir todo: «gobierno del pueblo» y «gobierno para el pueblo» son realidades y momentos que no se pueden concebir por separado; así pues, se trata de emparejar y equilibrar la voluntad popular y los objetivos perseguidos por la acción política. Con tal perspectiva, Maritain desarrolló un personalismo tridimensional: ontológico, axiológico y social 36. Está claro que al cristianismo se le considera aquí una fuente de conocimientos que priman sobre la acción política y la iluminan. Para eliminar toda sospecha de que la concepción de Maritain pueda justificar cualquier forma de absolutismo de tipo cristiano, Possenti sostiene -en línea con el propio Maritain- que al cristianismo no se le debe entender como fuente de la verdad para la política en cuanto «religión 33Cfr. H. KUHN, Der Staat..., cit., pp. 263 ss. 34Cfr. R. SPAEMANN, Rousseau - Bürger ohne Vaterland, Piper, Munich 1980. 35Cfr. V. POSSENTI, op. cit., p. 309. 36Ibídem, pp. 308-310. 57

revelada», sino en cuanto «fermento» de la sociedad y forma de vida históricamente configurada y experimentada. La verdad sobre el bien, que proviene de la tradición cristiana, se toma así evidente también para la razón y, al mismo tiempo, se acredita como principio racional; esta verdad de ninguna manera supone «hacer violencia» a la razón y a la política por parte de ningún dogmatismo 37. Obviamente, el autor presupone aquí un cierto optimismo con respecto a la evidencia de lo que es «moral» y de lo que es «cristiano», optimismo que los relativistas rechazan. Una vez más, hemos llegado al punto crítico central de la teoría de la democracia y de su interpretación en clave cristiana.

EL PROBLEMA DE LA «EVIDENCIA MORAL». LAS SOLUCIONES INTERMEDIAS

Antes de intentar dar una respuesta final, conviene echar una ojeada a las posiciones intermedias entre relativismo y dogmatismo, que no pueden adscribirse del todo a una u otra corriente de pensamiento. La lección de Bayle Como principales representantes de dichas concepciones intermedias, Possenti menciona a Bobbio, Popper y Schumpeter; y como primer precursor de tal orientación podría considerarse al pensador cartesiano Pierre Bayle (1647-1706). Su reflexión, en efecto, parte ya de la estricta separación entre verdades metafísicas y verdades morales. En su opinión, la vida política no tiene necesidad de la metafísica. Las cuestiones metafísicas pueden hasta permanecer controvertidas y aparentar así que son el campo abierto de un pluralismo al que la política no le afecta para nada. Como fundamento de la propia existencia, a la 37Ibídem, pp. 308 ss.

LA DIGNIDAD DE LA PERSONA

comunidad política le basta la verdad práctica. Sin embargo, por lo que se refiere a su cognoscibilidad, Bayle se muestra deudor de un optimismo que, si entonces podía estar justificado, la historia posterior lo ha difu- minado en gran parte. En la segunda mitad del siglo xvn, Bayle todavía podía pensar que las verdades morales eran evidentes para todos los hombres: no habría más que una única moral, universal y necesaria, una luz de verdad y de aclaración de las conciencias que todos los hombres perciben tan pronto como abren los ojos a la vida. Esta moral única y universal procede de Dios y ha de representar el punto de referencia de toda norma y ley38. De este modo, Bayle no hace más que describir la mentalidad y la conciencia más común de su siglo. Las evidencias morales fundamentales aportadas por el cristianismo se presentaban entonces tan manifiestas e irrefutables a los ojos de todos que, aun en medio de las controversias confesionales, cabía considerarlas evidencias

38Ibídem, p. 291. 59

EL SIGNIFICADO DE LOS VALORES RELIGIOSOS Y MORALES.

obvias y elementales de toda persona razonable: como una evidencia racional a la que no afectaban las disputas teológicas de la cristiandad dividida. Pero lo que entonces aparecía como verdad apodíctica de una razón donada por Dios al hombre, solo conservó su evidencia mientras toda la cultura y el entero contexto de la vida social y civil permanecieron impregnados y determinados por la tradición cristiana. A medida que este patrimonio común cristiano se fue disolviendo y en su lugar quedó únicamente la desnuda y escueta «razón» -que no acepta ayudas ni enseñanzas de ninguna entidad histórica, sino que solo quiere escucharse a sí misma-, se desmoronó también, como desmenuzándose, la evidencia de todo lo auténticamente «moral». La razón cortó las raíces que la vinculaban a la fe vivida de una cultura y de una civilización histórica íntimamente religiosas y, queriendo ser tan solo «razón empírica», terminó convertida en razón «ciega». Donde ya no se reconoce como certeza común más que lo experimentalmente verificable, para las verdades que exceden lo puramente material no queda otro parámetro de referencia que su mera instrumentalidad, es decir, depender del juego de mayorías y minorías. Y ese parámetro, en virtud de su abstracción y de su falta de referencia, conduce necesariamente -como hemos visto- a la opción cínica y a la disolución del hombre. El problema más grave y agudo al que hoy nos enfrentamos es exactamente la ceguera de la razón para la entera dimensión no material de la realidad. La lección de Popper De la filosofía social de Karl Popper podría quizá decirse que intenta salvar, en una época abiertamente relativista, la misma concepción de fondo que mantuvo Bayle. En la visión de Popper de la «sociedad abierta», el momento de la libre discusión ocupa un puesto central, al

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lado de otros puntos igualmente importantes, como el de las instituciones y dispositivos para la protección de la libertad y la tutela de los más desfavorecidos. Los valores en los que se basa la democracia -como mejor forma de realización de la «sociedad abierta»- se cultivan y conocen mediante un asentimiento de fe, en sentido práctico y moral. Tales valores no pueden justificarse racionalmente. De modo semejante a cuanto sobreviene gracias al constante progreso de la ciencia, un proceso de constatación y de discernimiento crítico en el plano moral conduce poco a poco a una aproximación cada vez mayor a la verdad. En consecuencia, los principios de fondo de la sociedad no pueden fundamentarse, sino solo discutirse. En última instancia requieren, por parte de los hombres, una elección39. Como puede apreciarse, en esta visión se mezclan muchos elementos. Por un lado, Popper se da cuenta de que el proceso de la libre discusión no proporciona, en realidad, ninguna evidencia de las verdades morales; y, por otro, sostiene que esas verdades morales logran de algún modo percibirse mediante una especie de «fe racional» de tipo práctico. Reconoce también que el principio de mayoría no puede tener un valor ilimitado. En su pensamiento, la gran idea de Bayle acerca de la común certeza racional en cuestiones de moral se ha -por decirlo así- «reducido» y «condensado» en la de una fe que, mediante la discusión, procede por «pruebas y errores», pero que siempre, aunque sea sobre un terreno inseguro, desvela evidencias fundamentales de lo «verdadero» en sentido moral, arrancándoselo a la lógica del puro funcionalismo. Considerando todo esto, podríamos decir que tampoco este resto miserable que queda de una racional certeza moral básica surge de la «pura» razón, sino que se basa en un residuo, siempre presente aún, de evidencias morales de origen judeo-cristiano. Hace ya mucho tiempo que este resto 39Ibídem, p. 301. 61

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ha dejado de ser una certeza indiscutida; sin embargo, un mínimo de evidencia moral sigue siendo todavía hoy accesible de algún modo, incluso en la fase de autodisolución de la cultura y de la civilización cristianas. Un primer balance Antes de emprender el intento de formular una respuesta final, echemos una mirada a lo que ha emergido hasta ahora. En primer lugar, hemos visto que no es posible aceptar la idea de un «Estado absoluto», que pretenda erigirse en la fuente de la verdad y del derecho. Hay que rechazar también la hipótesis de un relativismo y de un funcionalismo en sentido estricto, porque, al convertir a la mayoría en la única fuente del derecho, amenaza la dignidad moral del hombre y propende a caer en el totalitarismo. Los confines de las concepciones plausibles y aceptables se encontrarían así entre los dos extremos de las posiciones de Maritain y de Popper: la primera, emblemática de un máximo de confianza en la evidencia racional de la verdad moral del cristianismo y de su imagen del hombre; la segunda, exactamente paradigmática de ese mínimo de verdad moral, todavía suficiente para evitar la caída en el mero positivismo. No es mi intención elaborar ahora una «tercera teoría» sobre la relación entre Estado y verdad moral, junto a las de estos pensadores o mediando entre ellos. Quisiera solamente intentar resumir las evidencias válidas que hemos hallado hasta aquí. Podrían constituir una especie de plataforma en la que convergieran y se encontraran las filosofías políticas que de alguna forma consideran al cristianismo y su mensaje moral como un punto de referencia de la acción política, sin suprimir por ello los límites entre política y fe. SÍNTESIS Y RESULTADOS

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Me parece que el resultado de nuestra lectura del debate moderno puede resumirse en las siete declaraciones siguientes: 1. El Estado no es por sí mismo fuente de verdad y de moral. No puede «producir» ninguna verdad a partir de sí mismo, ni en virtud de una ideología -fundada en el pueblo, en la clase o en cualquier otra dimensión- de la que sea particular depositario ni tampoco por la vía del principio mayoritario. El Estado no es realidad absoluta. 2. Al mismo tiempo, la finalidad del Estado no puede consistir en la promoción de una mera libertad, desprovista de contenidos; para fundamentar un ordenada convivencia entre los hombres, que tenga sentido y sea habitable, necesita un mínimo de verdad y de conocimiento del bien; eso sí, no manipulable. De lo contrario queda rebajado, como afirma san Agustín, al nivel de una eficaz banda de ladrones, porque como esta se encontraría siendo definido en una perspectiva exclusivamente instrumental y no basada en la justicia, que señala el bien en sentido realmente universal y es igual para todos. 3. El Estado, en consecuencia, tiene que proponerse acoger desde «fuera» de sí mismo, y hacer propio, el patrimonio de conocimiento y de verdad relativo al bien, del que no puede prescindir. 4. Idealmente, este «fuera» podría ser la pura evidencia racional, cuya preservación y custodia constituiría la tarea peculiar de una filosofía libre de condicionamientos. Sin embargo, de hecho, una evidencia racional de tal pureza, e independiente de la dimensión histórica, no existe. La razón metafísica y la razón moral «funcionan» y se detectan presentes solo dentro de un contexto histórico, del que dependen y al que a la vez trascienden. De hecho, todos los Estados han obtenido las evidencias morales racionales -permitiéndolas desplegar sus propios efectos- de las tradiciones religiosas previas (que en su momento fueron también ámbitos de educación moral). 63

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La racionalidad y los contornos del concepto de bien son, obviamente, muy diferentes de una religión a otra, como diferentes son asimismo las formas de relación entre Estado y religión. La tentación de identificar Estado y religión, y con ella la tentación de absolutizar idolátricamente al Estado -corrompiendo a la par a la misma religión-, está presente a lo largo de toda la historia. Pero la historia testimonia también modelos de relación positiva entre un saber moral religiosamente fundamentado y los ordenamientos estatales. Bajo este punto de vista, puede incluso afirmarse que en las grandes formaciones religiosas y estatales se manifiesta un consenso de fondo sobre importantes y esenciales aspectos del «bien» en sentido moral, que remite a una racionalidad común. 5. La fe cristiana ha dado pruebas de sí misma como creadora de una cultura religiosa universal y racional en grado sumo. También hoy ofrece a la razón ese patrimonio básico de intuiciones morales que conduce a adquirir evidencias ciertas y fundamentadas en el campo ético, o al menos justifica una fe moral razonable, sin la cual una sociedad y un Estado no pueden alcanzar la más elemental consistencia. 6. Por consiguiente, como ya hemos dicho, lo que sustenta en su raíz y esencialmente al Estado, este lo recibe de «fuera» de sí mismo: no de una «pura razón», que en el terreno moral no es suficiente, sino de una razón que ha madurado en formas históricas de cristalización cultural de la fe religiosa. Es esencial que no se suprima esta distinción: a la Iglesia no le está permitido erigirse en entidad política ni querer actuar en o a través de la política como grupo de poder. En tal caso, la Iglesia se transformaría en Estado y configuraría así el Estado absoluto, del que ella debe precisamente poner en guardia. Mediante semejante fusión con el Estado, la Iglesia aniquilaría tanto la esencia del Estado como la suya propia. 7. Para el Estado, la Iglesia se mantiene como un 64

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«cuerpo extraño» (Aufien). Solo entonces uno y otra son lo que deben ser. La Iglesia tiene que permanecer en su sitio y no traspasar sus propios límites; y lo mismo debe hacer el Estado. La Iglesia tiene que respetar la autonomía y la libertad propias del Estado, precisamente para poder ofrecerles el servicio que este necesita. Por otro lado, la Iglesia tiene asimismo que apelar a todas sus fuerzas, a fin de que brille en ella la verdad moral que pone a disposición del Estado y cuya evidencia pueden reconocer todos los ciudadanos. Solo si esta verdad tiene vigor en primer lugar en la propia Iglesia, educando así a los hombres, logra ser convincente también para los demás y representar una fuerza para la entera sociedad40. UNA CONSIDERACIÓN FINAL: CIELOS Y TIERRA

Con todo lo dicho adquiere de nuevo relieve una enseñanza cristiana de la que apenas se ha hablado en nuestro siglo y que se expresa en la siguiente frase de san Pablo: «Nuestra patria está en los cielos» (Flp 3, 20)41. El Nuevo Testamento sostiene con gran vigor esta convicción. Para el autor neotestamentario, la ciudad que está en los cielos no es una entidad solamente ideal, sino absoluta y plenamente real: la nueva patria, a la que estamos destinados. Constituye la medida interna conforme a la cual vivimos, la esperanza que nos sostiene en el presente. Los autores neotestamentarios saben que esta ciu

40En esta dirección va la reflexión de Soloviev sobre la Iglesia y el Estado, que merece ser meditada de nuevo, aun cuando la idea de «teocracia» no sea sostenible en la forma desarrollada por el pensador ruso. Cfr. V. SOLOVIEV, La grande controverse et la politique chrétienne, Aubier, París 1953, pp. 129-168. 41Para lo que sigue, cfr. H. SCHLIER, Die Beurteilung..., cit., pp. 7 ss. 65

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dad ya existe ahora y que nosotros ya pertenecemos actualmente a ella, aunque estemos todavía en camino. La Carta a los Hebreos desarrolla esta idea con especial insistencia: nosotros «no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la futura» (Hb 13, 14). De la actualidad de esta ciudad, que ya ahora hace notar su influencia, dice la Carta: «Vosotros os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad del Dios vivo, a la Jerusalén celestial» (Hb 12, 22). En consecuencia, también para los cristianos vale lo que se dijo de los patriarcas de Israel: que son forasteros y viajeros en esta tierra, porque anhelan la patria futura (cfr. Hb 11, 13-16). Hace mucho tiempo que estos pasajes no se citan con agrado, porque parecen alejar al hombre de la tierra y distraerlo de sus obligaciones, también políticas, en el tiempo y en la historia. «Hermanos, permaneced fieles a la tierra», proclamó Nietzsche a comienzos del siglo xx; y el gran fenómeno marxista, en todas sus corrientes, nos ha machacado insistentemente en la cabeza la idea de que no tenemos tiempo que perder con las cosas del cielo. Por decirlo evocando una frase de Bertolh Brecht: dejemos, pues, el cielo para los pajarillos. Nosotros ocupémonos de la tierra, intentado hacerla habitable. En realidad, es precisamente esta actitud «escatológica» la que garantiza al Estado sus propios derechos, a la vez que combate cualquier absolutismo idolátrico, ya que muestra los límites terrenos tanto del Estado como de la Iglesia. Allí donde es acogida esta disposición fundamental, la Iglesia sabe que en la tierra no puede constituirse de por sí en «Estado». Allí la Iglesia es consciente de que su patria definitiva está en otro lugar y que no le compete instituir en la tierra el «Estado de Dios». La Iglesia respeta al Estado terreno como ordenación característica de la esfera temporal, con sus derechos y sus leyes, que ella reconoce. Por eso exige una leal convivencia y colaboración con el Estado terreno, incluso allí donde este no es un Estado 66

cristiano (Rm 13, 1; 1 P 2, 13-17; 1 Tm 2, 2). Al exigir colaboi'ación leal con la patria terrena y al respetar su peculiaridad, señalando al mismo tiempo sus límites, la Iglesia educa en aquellas virtudes que permiten prosperar al Estado. Pero a la vez pone una barrera a la omnipotencia del Estado: porque «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5, 29). Y porque la Iglesia sabe, gracias a la Palabra de Dios, lo que es un bien y lo que es un mal, llama a resistir allí donde se ordena lo malo o contrario a Dios. Dirigirse a la otra patria, la celeste, no solo no aliena, sino que en realidad es la condición para que nosotros -y el Estado en el que vivimos- podamos prosperar, conservándonos existencial- mente «sanos». Porque, si los hombres no han de esperar nada más que lo que este mundo les ofrece y si todo eso no lo pueden o deben pedir más que al Estado, se destruirán a sí mismos y a la vez aniquilarán también cualquier ámbito de convivencia. Si no queremos caer de nuevo en las garras del totalitarismo, tenemos que alzar la vista y mirar por encima del Estado, que es una parte y no la totalidad. La esperanza del cielo no es contraria a la fidelidad a la tierra, sino que es esperanza también para la tierra. Confiando en lo que es más grande y definitivo, los cristianos podemos y debemos infundir la esperanza también en lo que es provisional, en la dimensión política y en la esfera de las instituciones.

Tercera Parte LA BÚSQUEDA DE LA VERDAD

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EL EJEMPLO DE SANTO TOMÁS DE AQUINO

El Evangelio de Juan nos interpreta el hondo dinamismo de la vida de santo Tomás, nos muestra el punto desde el que comienza la construcción de esta vida. «Conságralos en la verdad», dice el Señor la víspera de su muerte, transformando con esta plegaria suya la liturgia veterotestametaria en la liturgia del Nuevo Testamento, en la liturgia de su vida y de su muerte. «Conságralos en la verdad»: lo sagrado constituye el ser característico de Dios, la atmósfera intocable de su majestad. «Consagrar» quiere decir hacer capaz al hombre, pobre y limitada criatura, de entrar en contacto con Dios, con su inmensa gloria. ¿Cómo puede el hombre atreverse a acercarse a Dios, tocar con sus manos impuras al intocable, al puro, al infinito? Las religiones del mundo han creado sistemas rituales para hacer al hombre capaz de lo sagrado, para resolver el trágico enigma según el cual el hombre necesita el contacto con Dios para vivir, al tiempo que, por otra parte, es incapaz de tolerar la luz inaccesible. La liturgia de la reconciliación, el Yom Kippur del Antiguo Testamento, ponía al sacerdote una vez al año en la presencia de Dios, preparándolo con profundos ritos de purificación a este contacto con lo sagrado. La muerte de Jesús es el auténtico yom kippur, el día de la reconciliación que nunca termina. Y en este contexto es donde nos encontramos las palabras «Conságralos en la verdad». El único baño que está en condiciones de hacernos idóneos para el contacto con Dios es la verdad. Dios es la verdad, lo «sagrado» de él es ser la verdad. La consagración, de la que tenemos necesidad para la comunión con Dios, es el baño de la verdad. «Conságralos en la verdad»: Santo Tomás zambulló su vida en estas palabras del Señor. La suya fue una vida en la verdad, para la verdad. Su vida consagrada, su ministerio 68

sacerdotal fue un humilde y constante servicio a la verdad. Quisiera tan solo aludir brevemente a tres aspectos del compromiso de santo Tomás con la verdad. Para entender mejor su figura intelectual y espiritual me ha ayudado mucho una observación de Chesterton. Dice el escritor inglés: «Si tuviésemos que dar al Doctor Angélico un nombre del tipo del que usan los carmelitas, tal como "del Niño Jesús”, "de la Cruz”, etc., no resultaría difícil encontrar el nombre apropiado para él. Debería llamársele “Santo Tomás del Creador"». La verdad expresada en la palabra «Creador» permaneció ignorada por los grandes filósofos griegos, los cuales adivinaron muchos aspectos del misterio de Dios y prepararon así al pensamiento humano para recibir la revelación divina. Tomás fue el primero en interpretar todas las consecuencias de este artículo de fe y en descubrir la cercanía existente entre fe y razón, la capacidad natural del ser humano para recibir la verdad. La convicción de que el ser en su totalidad ha sido creado por Dios comporta el optimismo creatural; implica la gozosa certeza de que el ser es bueno hasta el fondo; indica el sí a la materia, no menos querida por Dios que el espíritu; trae también consigo una autonomía del ser natural creado por Dios para ser él mismo, de tal manera que este ser permanece en una íntima relación con Dios. La redención no supone la supresión de la naturaleza del yo; la redención es perfeccionamiento complementario del ser natural. Por consiguiente, el creer no se opone al pensar, a nuestro esfuerzo intelectual, sino que incluso lo exige, lo presupone, lo hace madurar. La filosofía se convierte así en una necesidad para la teología: el respeto de su autonomía está implicado en la fe, porque la verdad consagra. La valentía de la verdad es la consecuencia de la fe en Dios creador. Con su fe intrépida, santo Tomás ha ampliado el horizonte del pensamiento cristiano. Un fideísmo cerrado en sí

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mismo es una actitud de temor y lleva consigo la infidelidad, reduce la fe al positivismo de una elección arbitraria y, en definitiva, renuncia a la verdad. Si Dios es la verdad, si la verdad es lo auténticamente «sagrado», renunciar a la verdad comporta una huida de Dios. La búsqueda de la verdad es piedad, y donde desaparece la valentía de la verdad se falsifica la fe en su fundamento. La fe aparente ya no es la fe auténtica, deja de ser cristiana. La apertura necesaria a la verdad está amenazada, pues, desde dos frentes: de un lado, por un positivismo fideísta que teme perder a Dios al exponerse a la verdad de las criaturas; de otro lado, por un positivismo agnóstico que se siente amenazado por la grandeza de Dios, y al perder al Creador pierde también a las criaturas. Aparece así la segunda dimensión de nuestro tema: la valentía de la verdad exige la virtud de la verdad. La verdad aparece en las criaturas solo si no se olvida su carácter creatural. Ser criatura implica relatividad y racionalidad, y la relatividad exige humildad. Por otro lado, cabe decir que ser criatura excluye el espíritu de dominio, de arrogancia, de autosuficiencia, por lo que excluye el aislamiento de las criaturas individuales y de la criatura en cuanto tal. El mensaje de las criaturas solo se capta bien si se comprende que por medio de ellas habla Otro, del que proceden, del que dependen, al que tienden. Sin embargo, el espíritu del hombre pecador, del hombre átomo, es precisamente un espíritu de dominio y de aislamiento. Al hombre no le es posible dominar el ser en su totalidad. El deseo de dominar, de ser un dios autónomo y dominador, lleva así, como consecuencia inevitable, al aislamiento y al reduccionismo: el hombre deja de buscar el mensaje propio de las criaturas, para concentrarse únicamente en la aplicabilidad de las cosas a su propio sistema de vida. A la falsa humildad del reduccionismo, santo Tomás opone la auténtica humildad de la criatura, que es condi70

ción de la grandeza humana, de su ser llamado a escuchar el entero mensaje del ser. La criatura es como una potente trompeta que nos habla de Dios, dice san Gregorio de Nisa. Santo Tomás fue un atento oyente de esta trompeta y su filosofía representa una permanente invitación a abrir los oídos de nuestro espíritu, a ir más allá del puro uso de las cosas, hasta el punto en el que ya no son solamente cosas, sino criaturas de Dios, hasta el punto en el que las cosas nos ofrecen el sagrado baño de la verdad. De este modo, el dinamismo intrínseco de la verdad, que es un camino, nos conduce al tercer aspecto del que quería hablar. En el Evangelio de Juan, el Señor dice al Padre: «Yo les he dado tu palabra [...]. Conságralos en la verdad. Tu palabra es verdad» (Jn 17, 14-17). La criatura es una trompeta que hace oír la verdad, pero para descifrar el mensaje de la música sagrada de las criaturas necesitamos la palabra. La verdad es persona. La verdad es Cristo. El hecho cristológico no hace superfluo el esfuerzo de nuestra razón. Es más, no responderíamos del modo debido a la llamada de Cristo si quisiésemos devaluar el pensamiento, la búsqueda razonable de la verdad. Por otro lado, el esfuerzo del propio pensamiento tampoco sustituye a la Palabra viva, Cristo. Por ser la Verdad, Cristo es el Camino. Con la luz de Jesús se manifiesta también el esplendor de la verdad en las criaturas: Cristo nos abre al mensaje de las criaturas, las criaturas nos guían al Señor. Amar la verdad y amar a Cristo es una única cosa indivisible en la figura espiritual de santo Tomás: amando a Cristo, ha amado la verdad; creando una relación cada vez más honda con Cristo, ha recibido la fuerza consagrante de la verdad. «Bien has escrito de mí, Tomás. ¿Qué deseas?», dijo el Señor crucificado al Doctor Angélico, según la leyenda. «Nada más que a Ti, Señor», respondió Tomás. «Nada más que a Ti»: esa es la síntesis del pensamiento y de la vida del gran doctor. Su vida era deseo de Cristo, deseo de Dios,

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deseo de la verdad. «Nada más que a Ti». Solo entrando en el dinamismo espiritual de estas palabras, entramos en el dinamismo de su pensamiento. «Nada más que a Ti». Con estas palabras respondemos bien a la gran promesa del Evangelio de Juan: «Por ellos me consagro a mí mismo, para que también ellos sean consagrados en la verdad» (Jn 17, 19).

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«Escucha, Israel. Tu Dios es el único Dios»: cada palabra es importante aquí. Antes que el hacer está el escuchar, la percepción de la realidad. El hombre es un ser llamado a responder. Para poder obrar rectamente, nuestra mirada debe, antes de nada, volverse pura y nuestro oído, abrirse. Sin verdad, ningún obrar es correcto. De ahí que el deseo de la verdad, suI. búsqueda humilde disponible, constituya el LA VALENTÍA DE LAyVERDAD presupuesto fundamental de toda moral. Donde el criterio de la utilidad o del resultado ocupa el lugar de la verdad, el mundo se fragmenta en muchas parcialidades: la utilidad, en efecto, depende siempre del punto de vista del sujeto que obra. Aunque la búsqueda de lo útil, de lo que sirve al progreso social, se persiga con buenísimas intenciones, si se abandona el criterio de la verdad y de Dios, la utilidad erige, inadvertidamente, al poder como medida suprema del hombre. Ahora bien, por encima del poder del hombre está la verdad, que debe constituir el límite y el criterio de todo poder: solo así podemos hacernos libres y buenos. El hecho de que la escucha de la verdad deba preceder a nuestro obrar significa también que, por encima de nuestros proyectos personales y de nuestras intenciones, se halla la voluntad de Dios. Las palabras de Jesús corroboran el primado de Dios. El primer mandamiento es, en verdad, el primero de los mandamientos: allí donde el hombre deja de lado

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a Dios en nombre de cosas aparentemente más urgentes, para poder organizar antes que nada la felicidad de los hombres, allí él, en lugar de hacerse más libre para construir de forma justa el mundo, pierde más bien el criterio y termina finalmente por despreciar al hombre. Solo quien mira al hombre desde Dios es capaz de amar a los hombres. ¿Qué quiere decir «amar a Dios»? ¿Somos realmente capaces de amarlo? También aquí resulta de gran importancia la expresión introductoria «Escucha, Israel». El hombre que se aísla, que pretende ser deudor únicamente de sí mismo y convertirse en autor exclusivo de su propia vida, no puede ni conocer a Dios ni amarlo. «Escucha, Israel»: para poder escuchar y aceptar, debemos abandonar el orgullo del aislamiento y de la autonomía, transformarnos en Israel, es decir, entrar en la historia realizada por Dios, participar en ella con nuestra vida y recibir así la gracia de la escucha. Si el hombre quiere encontrar a Dios por sí solo, ¿cómo podría adquirir alguna certeza sobre Él? ¿Cómo lograría amar a alguien de quien nunca recibe respuesta? Sin embargo, Dios ha salido al encuentro de nuestra búsqueda, que procede a tientas. En la comunidad de los creyentes, Él nos habla, nos interpela, vive entre nosotros. La presunción plena de sabihondez, que pretende situarse por encima de la fe de la Iglesia y de su comunidad de vida, desemboca inevitablemente en la indiferencia hacia Dios y hacia sí mismos. En la comunidad, que Dios mismo ha edificado y proviene de su amor, a Él se le puede volver a amar. De ahí deriva, como consecuencia natural, que el amor a Dios nunca es un asunto privado entre mí y algo misterioso y eterno. La comunidad que Él ha creado me sostiene, y este amor retorna así de nuevo a Él y sobrepasa sus mismos confines, porque Dios quiere reunimos a todos juntos en la única ciudad de la paz sin fin. Otra cosa es importante: ese amor reclama al hombre en

ESCUCHAR, ACEPTAR, RESPONDER

su totalidad. El Antiguo Testamento, para subrayar este aspecto, habla del corazón, del alma y de las fuerzas como sedes del amor de Dios en el hombre. Jesús todavía añade una cuarta: la mente, para acentuar que la razón pertenece íntimamente a nuestra relación con Dios y a nuestro amor a Él. La fe no es una mera cuestión de sentimiento, a la que nos dedicaríamos como una actividad privada colateral a los proyectos concretos de nuestra vida cotidiana, en virtud de que el hombre tendría en último término una necesidad religiosa. Por el contrario, antes que nada, la fe entraña el orden de la razón, sin el cual pierde su criterio y el juicio sobre sus propios objetivos. San Ignacio de Antioquía, en tomo al año 107, mientras viajaba a Roma para recibir el martirio, escribió a la Iglesia de Roma, denominándola «aquella que preside en la caridad». De este modo, quiso definir a toda la Iglesia a partir de la Eucaristía y, al mismo tiempo, nos dio la más bella definición del papado que conocemos. Con su expresión quiso decir que la Iglesia de Roma (bajo la dirección de su obispo) es la autoridad determinante en lo que constituye la esencia misma del cristianismo.

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Cuarta Parte LA EVANGELIZACIÓN

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La verdad que hace libres es un don de Jesucristo (cfr. Jn 8, 32). La búsqueda de la verdad es una exigencia de la naturaleza del hombre, mientras que la ignorancia lo mantiene en una condición de esclavitud. En efecto, el hombre no puede ser verdaderamente libre, si no recibe una luz sobre las cuestiones centrales de su existencia y, en particular, sobre aquella de saber de dónde viene y a dónde I. LA VOCACIÓN ECLESIAL DEL TEÓLOGO va. Llega a ser libre cuando Dios se le entrega como un Amigo, según la Palabra del Señor: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; sino que os llamo amigos, porque todo lo que he oído del Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15). La liberación de la alienación del pecado y de la muerte se realiza en el hombre cuando Cristo, que es la Verdad, se hace el «camino» para él (cfr. Jn 14, 6). En la fe cristiana están intrínsecamente ligados el conocimiento y la vida, la verdad y la existencia. La verdad ofrecida en la revelación de Dios sobrepasa, ciertamente, las capacidades de conocimiento del hombre, pero no se opone a la razón humana. Más bien la penetra, la eleva y reclama la responsabilidad de cada uno (cfr. 1 P 3, 15). Por esta razón, desde el comienzo de la Iglesia, la «norma de la doctrina» (Rm 6, 17) ha estado vinculada, con el Bautismo, al ingreso en el misterio de Cristo. El servicio a la doctrina, que implica la búsqueda creyente de la comprensión de la fe, es decir, la teología, constituye, por lo tanto, una exigencia a la cual la Iglesia no puede renunciar.

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En todas las épocas, la teología es importante para que la Iglesia pueda responder al designio de Dios, que quiere que «todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (/ Tm 2, 4). En los momentos de grandes cambios espirituales y culturales es todavía más importante, pero está también expuesta a riesgos, porque debe esforzarse en «permanecer» en la verdad (cfr. Jn 8, 31) y tener en cuenta, al mismo tiempo, los nuevos problemas que se presentan al espíritu humano. En nuestro siglo, particularmente durante la preparación y realización del Concilio Vaticano II, la teología ha contribuido mucho a una más honda «comprensión de las cosas y de las palabras transmitidas»42, pero ha conocido también y conoce todavía momentos de crisis y de tensión. La Congregación para la Doctrina de la Fe considera oportuno, por tanto, dirigir a los Obispos de la Iglesia católica, y a través de ellos a los teólogos, la Instrucción Donum Veritatis, que se propone iluminar la misión de la teología en la Iglesia. Después de considerar la verdad como don de Dios a su Pueblo, describe la función de los teólogos, se detiene en la misión particular de los pastores y, finalmente, propone algunas indicaciones acerca de la justa relación entre unos y otros. De esta manera quiere servir al progreso en el conocimiento de la verdad (cfr. Col 1, 10), que nos introduce en la libertad por la cual Cristo murió y resucitó (cfr. Ga 5, 1).

LA VERDAD, DON DE DIOS A SU PUEBLO

Movido por un amor sin medida, Dios ha querido acercarse al hombre que busca su propia identidad y caminar con él (cfr. Le 24, 15). Lo ha liberado de las insidias del «padre de la mentira» (cfr. Jn 8, 44) y lo ha intro

92 42CONC. VATICANO II, Const. Dogm. Dei Verbum, n. 8. ■

LA VOCACIÓN ECLESIAL DEL TEÓLOGO

ducido en su intimidad para que encuentre allí, sobreabundantemente, su verdad plena y su verdadera libertad. Este designio de amor concebido por el «Padre de la luz» (St 1,17; cfr. I P 2, 9; / Jn 1, 5), realizado por el Hijo vencedor de la muerte (cfr. Jn 8, 36), se actualiza incesantemente por el Espíritu que conduce «hacia la verdad plena» (Jn 16, 13). La verdad posee en sí misma una fuerza unificadora: libera a los hombres del aislamiento y de las oposiciones en las que se encuentran encerrados por la ignorancia de la verdad y, al abrirles el camino hacia Dios, une a unos con otros. Cristo destruyó el muro de separación que los había hecho ajenos a la promesa de Dios y a la comunión de la Alianza (cfr. Ef 2, 12-14). Envía al corazón de los creyentes su Espíritu, por medio del cual todos nosotros somos en Él «uno solo» (cfr. Rm 5, 5; Ga 3, 28). Así llegamos a ser, gracias al nuevo nacimiento y a la unción del Espíritu Santo (cfr. Jn 3, 5; 1 Jn 2, 20. 27), el nuevo y único Pueblo de Dios que, con las diversas vocaciones y caris- mas, tiene la misión de conservar y transmitir el don de la verdad. En efecto, la Iglesia entera, como «sal de la tierra» y «luz del mundo» (cfr. Ai? 5, 13-14), debe dar testimonio de la verdad de Cristo, que hace libres. El Pueblo de Dios responde a esta llamada, «sobre todo, por medio de una vida de fe y de caridad y ofreciendo a Dios un sacrificio de alabanza». En relación más específica con la «vida de fe», el Concilio Vaticano II precisa que «la totalidad de los fieles, que han recibido la unción del Espíritu Santo (cfr. 1 Jn 2, 20. 27), no puede equivocarse cuando cree, y esta peculiar prerrogativa suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el Pueblo, cuando, 'desde los obispos hasta los últimos laicos’, presta su consentimiento universal en materia de fe y costumbres»43. Para ejercer su función profética en el mundo, el Pueblo de Dios debe constantemente despertar o «reavivar» su vida de fe (cfr. 2 Tm 1, 6), en especial, por medio de una reflexión cada vez más honda, guiada por el Espíritu Santo, sobre el 43CONC. VATICANO II, Const. Dogm. Lumen gentium, n. 12.

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contenido de la fe misma y a través del empeño por demostrar su racionalidad a aquellos que le piden cuenta de ella (cfr. 1 P 3, 15). Para esta misión, el Espíritu de la verdad concede, a fieles de todos los órdenes, gracias especiales otorgadas «para común utilidad» (/ Co 12, 7-11).

LA VOCACIÓN DEL TEÓLOGO

Entre las vocaciones suscitadas de ese modo por el Espíritu en la Iglesia se distingue la del teólogo, que tiene la función especial de lograr, en comunión con el Magisterio, una comprensión cada vez más profunda de la Palabra de Dios contenida en la Escritura, inspirada y transmitida por la Tradición viva de la Iglesia. Por su propia naturaleza, la fe interpela a la inteligencia, porque descubre al hombre la verdad sobre su destino y el camino para alcanzarlo. Aunque la verdad revelada supere nuestro modo de hablar y nuestros conceptos sean imperfectos frente a su insondable grandeza (cfr. Ef 3, 19), sin embargo invita a nuestra razón -don de Dios otorgado para captar la verdad- a entrar en su luz, capacitándola así para comprender en cierta medida lo que ha creído. La ciencia teológica, que busca la inteligencia de la fe respondiendo a la invitación de la voz de la verdad, ayuda al Pueblo de Dios, según el mandamiento del Apóstol (cfr. 1 P 3, 15), a dar cuenta de su esperanza a quienes se lo piden. El trabajo del teólogo responde así al dinamismo presente en la fe misma: por su propia naturaleza, la Verdad quiere comunicarse, porque el hombre ha sido creado para percibir la verdad y desea en lo más profundo de sí mismo conocerla para encontrarse en ella y descubrir allí su salvación (cfr. 1 Tm 2, 4). Por esta razón, el Señor envió a sus Apóstoles, para convertir en «discípulos» a todos los pueblos y les prediquen (cfr. Mt 28, 19 s). La teología, que indaga la «razón de la fe» y la ofrece como respuesta a quienes la buscan, constituye parte integral de la obediencia a este mandato, porque los hombres no pueden llegar a 94

LA VOCACIÓN ECLESIAL DEL TEÓLOGO

ser discípulos, si no se les presenta la verdad contenida en la palabra de la fe (cfr. Rm 10, 14 s). La teología contribuye, pues, a que la fe sea comunicable y a que la inteligencia de los que todavía no conocen a Cristo la pueda buscar y encontrar. La teología, que obedece así al impulso de la verdad que tiende a comunicarse, nace también del amor y de su dinamismo: en el acto de fe, el hombre conoce la bondad de Dios y comienza a amarlo, y el amor desea conocer siempre mejor a aquel que ama 44. De este doble origen de la teología, enraizado en la vida interna del Pueblo de Dios y en su vocación misionera, deriva el modo según el cual ha de ser elaborada para satisfacer las exigencias de su misma naturaleza. Puesto que el objeto de la teología es la Verdad, el Dios vivo y su designio de salvación revelado en Jesucristo, el teólogo está llamado a intensificar su vida de fe y a unir siempre la investigación científica y la oración 45. Así estará más abierto al «sentido sobrenatural de la fe» del cual depende, y que se le manifestará como regla segura para guiar su reflexión y medir la seriedad de sus conclusiones, A lo largo de los siglos, la teología se ha constituido progresivamente en un verdadero y propio saber científico. Por consiguiente, es necesario que el teólogo esté atento a las exigencias epistemológicas de su disciplina, a los requisitos de rigor crítico y, por lo tanto, al control racional de cada una de las etapas de su investigación. Pero la exigencia crítica no puede identificarse con el espíritu crítico, que nace, más bien, de motivaciones de carácter afectivo o de prejuicios. El teólogo debe discernir en sí mismo el origen y las motivaciones de su actitud crítica y dejar que su mirada se purifique por la fe. El quehacer teológico exige un esfuerzo espiritual de rectitud y de santificación. La verdad revelada, aunque trascienda la razón hu44Cfr. SAN BUENAVENTURA, Proem. in I Sent., q. 2 ad 6: «quando fides non assentit propter rationem, sed propter amorem eius cui assentit, desi- derat habere rationes». 45Cfr. JUAN PABLO II, Discurso con ocasión de la entrega del «Premio internacional Pablo VI» al profesor Hans Urs von Balthasar, 23 de junio 1984: L'Osservatore Romano, ed. española, 22 de julio 1984, p. 1. 95

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mana, está en profunda armonía con ella. Esto supone que la razón está, por su misma naturaleza, ordenada a la verdad, de modo que, iluminada por la fe, pueda penetrar el significado de la Revelación. En contra de las afirmaciones de muchas corrientes filosóficas, pero en conformidad con el recto modo de pensar que encuentra confirmación en la Escritura, se debe reconocer la capacidad que posee la razón humana para alcanzar la verdad, como también su capacidad metafísica de conocer a Dios a partir de lo creado46. La tarea, propia de la teología, de comprender el sentido de la Revelación exige, por consiguiente, la utilización de conocimientos filosóficos que proporcionen «un sólido y armónico conocimiento del hombre, del mundo y de Dios» 47, y puedan ser asumidos en la reflexión sobre la doctrina revelada. Las ciencias históricas son igualmente necesarias para los estudios del teólogo, debido, sobre todo, al carácter histórico de la Revelación, que se nos ha comunicado en una «historia de salvación». Finalmente, se debe recurrir también a las «ciencias humanas», para comprender mejor la verdad revelada sobre el hombre y sobre las normas morales de su obrar, poniendo en relación con ella los resultados válidos de estas ciencias. En esta perspectiva, corresponde a la tarea del teólogo asumir elementos de la cultura de su ambiente que le permitan evidenciar uno u otro aspecto de los misterios de la fe. Dicha tarea es, ciertamente, ardua y comporta riesgos, pero es legítima en sí misma y debe ser impulsada. Al respecto, es importante subrayar que la utilización por parte de la teología de elementos e instrumentos conceptuales provenientes de la filosofía o de otras disciplinas exige un discernimiento que tiene su principio normativo último en la doctrina revelada. Es esta la que debe suministrar los criterios para el discernimiento de esos elementos e instrumentos conceptuales, y no al contrario. 46Cfr. CONC. VATICANO I, Const. Dogm. De fide catholica, De revela- tione, can. 1: DS 3026. 47CONC. VATICANO II, Decr. Optatam totius, n. 15. 96

LA VOCACIÓN ECLESIAL DEL TEÓLOGO

El teólogo, sin olvidar jamás que también es un miembro del Pueblo de Dios, debe respetarlo y comprometerse a darle una enseñanza que no lesione en lo más mínimo la doctrina de la fe. La libertad propia de la investigación teológica se ejerce dentro de la fe de la Iglesia. Por tanto, la audacia que se impone a menudo a la conciencia del teólogo no puede dar frutos y «edificar» si no está acompañada por la paciencia de la maduración. Las nuevas propuestas presentadas por la inteligencia de la fe «no son más que una oferta a toda la Iglesia. Muchas cosas deben ser corregidas y ampliadas en un diálogo fraterno hasta que toda la Iglesia pueda aceptarlas. La Teología, en el fondo, debe ser un servicio muy desinteresado a la comunidad de los creyentes. Por ese motivo, de su esencia forman parte la discusión imparcial y objetiva, el diálogo fraterno, la apertura y la disposición de cambio de cara a las propias opiniones»48. La libertad de investigación, que la comunidad de los hombres de ciencia aprecia justamente como uno de sus bienes más valiosos, significa disponibilidad a acoger la verdad tal como se presenta al final de la investigación, en la que no debe intervenir ningún elemento extraño a las exigencias de un método que corresponda al objeto estudiado. En teología, esta libertad de investigación se inscribe dentro de un saber racional cuyo objeto ha sido dado por la revelación, transmitida e interpretada en la Iglesia bajo la autoridad del Magisterio y acogida por la fe. Desatender estos datos, que tienen valor de principio, equivaldría a dejar de hacer teología. A fin de precisar las modalidades de esta relación con el Magisterio, conviene reflexionar ahora sobre el papel de este último en la Iglesia.

48JUAN PABLO II, Discurso a los teólogos en Altótting, 18 de noviembre 1980: AAS 73 (1981) 104; cfr. también PABLO VI, Discurso a los miembros de la Comisión Teológica Internacional, 11 de octubre 1972: AAS 64 (1972) 682-683; JUAN PABLO II, Discurso a los miembros de la Comisión Teológica Internacional, 26 de octubre 1979: AAS 71 (1979) 1428-1433. 97

JOSEPH RATZINGER EL MAGISTERIO DE LOS PASTORES

«Dispuso Dios benignamente que todo lo que había revelado para la salvación de los hombres permaneciera íntegro para siempre y se fuera transmitiendo a todas las generaciones»49. Él dio a su Iglesia, por el don del Espíritu Santo, una participación en su propia infalibilidad 50. El Pueblo de Dios, gracias al «sentido sobrenatural de la fe», goza de esta prerrogativa, bajo la guía del Magisterio vivo de la Iglesia, que, por la autoridad ejercida en el nombre de Cristo, es el único intérprete auténtico de la Palabra de Dios, escrita o transmitida51. Como sucesores de los Apóstoles, los pastores de la Iglesia «reciben del Señor... la misión de enseñar a todas las gentes y de predicar el Evangelio a toda criatura, a fin de que todos los hombres logren la salvación...» 52. Por eso, se confía a ellos el oficio de guardar, exponer y difundir la Palabra de Dios, de la que son servidores53. La misión del Magisterio es la de afirmar, en coherencia con la naturaleza «escatológica» propia del evento de Jesucristo, el carácter definitivo de la Alianza instaurada por Dios en Cristo con su Pueblo, protegiendo a este último de las desviaciones y extravíos y garantizándole la posibilidad objetiva de profesar sin errores la fe auténtica, en todo momento y en las diversas situaciones. De aquí se sigue que el significado y el valor del Magisterio solo son comprensibles en referencia a la verdad de la doctrina cristiana y a la predicación de la Palabra verdadera. La función del Magisterio no es algo extrínseco a la verdad cristiana ni algo sobrepuesto a la fe; más bien, es algo que nace de la economía de la fe misma, por cuanto el Magisterio, en su servicio a la Palabra de Dios, es una institución querida positivamente por Cristo como elemento 49Dei Verbum, cit., n. 7. 50Cfr. CONGREGACIÓN

PARA LA

DOCTRINA

Ecclesiae, n. 2: AAS 65 (1973) 398 s. 51Cfr. Dei Verbum, cit., n. 10. 52Lumen gentium, cit., n. 24. 53Cfr. Dei Verbum, cit., n. 10. 98

DE LA

FE, Decl. Mysterium

LA VOCACIÓN ECLESIAL DEL TEÓLOGO

constitutivo de la Iglesia. El servicio que el Magisterio presta a la verdad cristiana se realiza en favor de todo el Pueblo de Dios, llamado a ser introducido en la libertad de la verdad que Dios ha revelado en Cristo. Para poder cumplir plenamente el oficio que se les ha confiado de enseñar el Evangelio y de interpretar auténticamente la revelación, Jesucristo prometió a los pastores de la Iglesia la asistencia del Espíritu Santo. Él les dio en especial el carisma de la infalibilidad para aquello que se refiere a las materias de fe y costumbres. El ejercicio de este carisma reviste diversas modalidades. Se ejerce, en particular, cuando los obispos, en unión con su cabeza visible, en acto colegial, como sucede en los concilios ecuménicos, proclaman una doctrina, o cuando el Romano Pontífice, ejerciendo su función de Pastor y Doctor supremo de todos los cristianos, proclama una doctrina «ex cathedra»54. El oficio de conservar santamente y de exponer con fidelidad el depósito de la revelación divina implica, por su misma naturaleza, que el Magisterio pueda proponer «de modo definitivo»55 enunciados que, aunque no estén contenidos en las verdades de fe, se encuentran íntimamente ligados a ellas, de tal manera que el carácter definitivo de esas afirmaciones deriva, en último análisis, de la misma Revelación56. Lo concerniente a la moral puede ser objeto del magisterio auténtico, porque el Evangelio, que es Palabra de vida, inspira y dirige todo el campo del obrar humano. El Magisterio, pues, tiene el oficio de discernir, por medio de juicios normativos para la conciencia de los fieles, los actos que en sí mismos son conformes a las exigencias de la fe y 54Cfr. Lumen gentium, cit., n. 25; Decl. Mysterium Ecclesiae, cit., n. 3:AAS 65 (1973)400 s. 55Cfr. Professio Fidei et lusiurandum fidelitatis: AAS 81 (1989) 104 s.: «omnia et singula quae circa doctrinam de fide vel moribus ab ea- dem definitive proponuntur». 56Cfr. Lumen gentium, cit., n. 25; Decl. Mysterium Ecclesiae, cit., nn. 35: AAS 65 (1973) 396-408; Professio fidei et lusiurandum fidelitatis: /US 81 (1989) 104 s. 99

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promueven su expresión en la vida, como también aquellos que, por el contrario, por su malicia son incompatibles con estas exigencias. Debido al vínculo existente entre el orden de la creación y el orden de la redención, y debido a la necesidad de conocer y observar toda la ley moral para la salvación, la competencia del Magisterio se extiende también a lo que se refiere a la ley natural57. Por otra parte, la Revelación contiene enseñanzas morales que de por sí podrían ser conocidas por la razón natural, pero cuyo acceso se hace difícil por la condición del hombre pecador. Es doctrina de fe que estas normas morales pueden ser enseñadas infaliblemente por el Magisterio58. Se da también la asistencia divina a los sucesores de los Apóstoles, que enseñan en comunión con el sucesor de Pedro, y, en particular, al Romano Pontífice, Pastor de toda la Iglesia, cuando, sin llegar a una definición infalible y sin pronunciarse de «modo definitivo», en el ejercicio del magisterio ordinario proponen una enseñanza que conduce a una mejor comprensión de la Revelación en materia de fe y costumbres, y ofrecen directrices morales derivadas de esta enseñanza. Hay que tener en cuenta, pues, el carácter propio de cada una de las intervenciones del Magisterio y en qué medida se encuentra implicada su autoridad; pero también el hecho de que todas ellas derivan de la misma fuente, es decir, de Cristo, que quiere que su Pueblo camine en la verdad plena. Por este mismo motivo, las decisiones magisteriales en materia de disciplina, aunque no estén garantizadas por el carisma de la infalibilidad, no están desprovistas de la asistencia divina y requieren la adhesión de los fieles. El Romano Pontífice cumple su misión universal con la ayuda de los organismos de la Curia Romana, y en particular de la Congregación para la Doctrina de la Fe por 57Cfr. Pablo VI, Ene. Humanae vitae, n. 4: AAS 60 (1968) 483. 58Cfr. CONC. VATICANO I, Const. Dogm. Dei Filius, cap. 2: DS 3005. 100

LA VOCACIÓN ECLESIAL DEL TEÓLOGO

lo que respecta a la doctrina acerca de la fe y de la moral. De donde se sigue que los documentos de esta Congregación, aprobados expresamente por el Papa, participan del magisterio ordinario del sucesor de Pedro 59. En las Iglesias particulares corresponde al obispo custodiar e interpretar la Palabra de Dios y juzgar con autoridad lo que le es conforme o no. La enseñanza de cada obispo, tomada individualmente, se ejercita en comunión con la del Pontífice Romano, Pastor de la Iglesia universal, y con los otros obispos dispersos por el mundo o reunidos en concilio ecuménico. Esta comunión es condición de su autenticidad. El obispo, miembro del colegio episcopal por su ordenación sacramental y por la comunión jerárquica, representa a su Iglesia, así como todos los obispos en unión con el Papa representan a la Iglesia universal en el vínculo de la paz, del amor, de la unidad y de la verdad. Al confluir en la unidad, las Iglesias locales, con su propio patrimonio, manifiestan la catolicidad de la Iglesia. Por su parte, las Conferencias Episcopales contribuyen a la realización concreta del espíritu («affectus») colegial60. La tarea pastoral del Magisterio, que tiene la finalidad de vigilar para que el Pueblo de Dios permanezca en la verdad que hace libres, es una realidad compleja y diversificada. El teólogo, que está también comprometido en el servicio de la verdad, para mantenerse fiel a su oficio, deberá tener en cuenta la misión propia del Magisterio y colaborar con él. ¿Cómo ha de entenderse esta colaboración? ¿Cómo se realiza concretamente y qué obstáculos puede encontrar? 59Cfr. C.I.C. can. 360-361; PABLO VI, Const. Apost. Regimini Eccle- siae universae, 15 de agosto 1967, nn. 29-40: AAS 59 (1967) 897-899; JUAN PABLO II, Const. Apost. Pastor bonus, 28 de junio 1988, art. 48-55: AAS 80(1988) 873-874. 60Cfr. Lumen gentium, cit., nn. 22-23. Como se sabe, a continuación de la II Asamblea general extraordinaria del Sínodo de los Obispos, el Santo Padre encargó a la Congregación para los Obispos profundizar en el «Estatuto teológico-jurídico de las Conferencias Episcopales». [Este estudio culminó el 28 de mayo de 1998, cuando Juan Pablo II publicó la Carta Apostólica en forma de «Motu proprio» Apostolos suos, sobre la naturaleza teológica y jurídica de las Conferencias de Obispos (N. del T.)]. 101

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Es lo que ahora hay que examinar más de cerca.

102

LA VOCACIÓN ECLESIAL DEL TEÓLOGO MAGISTERIO Y TEOLOGÍA

Las relaciones de colaboración El Magisterio vivo de la Iglesia y la teología, aun con funciones diversas, tienen, en definitiva, el mismo fin: conservar al Pueblo de Dios en la verdad que hace libres y hacer de él la «luz de las naciones». Este servicio a la comunidad eclesial pone en relación recíproca al teólogo con el Magisterio. Este último enseña auténticamente la doctrina de los Apóstoles y, sacando provecho del trabajo teológico, rechaza las objeciones y las deformaciones de la fe, proponiendo, además, con la autoridad recibida de Jesucristo nuevas profundizaciones, explicaciones y aplicaciones de la doctrina revelada. La teología, en cambio, adquiere de modo reflejo una comprensión cada vez más profunda de la Palabra de Dios, contenida en la Escritura y transmitida fielmente por la tradición viva de la Iglesia bajo la guía del Magisterio, se esfuerza por aclarar esta enseñanza de la Revelación frente a las instancias de la razón y, en fin, le da una forma orgánica y sistemática 61. La colaboración entre el teólogo y el Magisterio se realiza especialmente cuando aquel recibe la misión canónica o el mandato de enseñar. Esa misión se convierte entonces, en cierto sentido, en una participación en la labor del Magisterio, al que está ligada por un vínculo jurídico. Las reglas deontológicas que de por sí y con evidencia derivan del servicio a la Palabra de Dios son corroboradas por el compromiso adquirido por el teólogo al aceptar su oficio y al hacer la Profesión de fe y el Juramento de fidelidad2'. A partir de ese momento tiene oficialmente la responsabilidad de presentar y explicar, con toda exactitud e integridad, la doctrina de la fe. Cuando el Magisterio de la Iglesia se pronuncia de modo infalible declarando solemnemente que una doctrina está 61Cfr. PABLO VI, Discurso a los participantes en el Congreso internacional sobre la teología del Concilio Vaticano II, 1 de octubre 1966: AAS 58 (1966) 892 103 s.

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contenida en la Revelación, la adhesión que se pide es la de la fe teologal. Esta adhesión se extiende a la enseñanza del Magisterio ordinario y universal cuando propone para creer una doctrina de fe como de revelación divina. Cuando propone «de modo definitivo» unas verdades referentes a la fe y a las costumbres, que, aun no siendo de revelación divina, están estrecha e íntimamente ligadas con la Revelación, deben ser firmemente aceptadas y mantenidas62. Cuando el Magisterio, aun sin la intención de establecer un acto «definitivo», enseña una doctrina para ayudar a una comprensión más profunda de la Revelación y de lo que explícita su contenido, o bien para llamar la atención sobre la conformidad de una doctrina con las verdades de fe, o bien para prevenir contra concepciones incompatibles con esas verdades, se exige un religioso asentimiento de la voluntad y de la inteligencia63. Este último no puede ser puramente exterior y disciplinar, sino que debe colocarse en la lógica y bajo el impulso de la obediencia de la fe. En fin, con el objeto de servir del mejor modo posible al Pueblo de Dios, particularmente al prevenirlo en relación con opiniones peligrosas que pueden llevar al error, el Magisterio puede intervenir sobre asuntos discutibles en los que se encuentran implicados, junto con principios seguros, elementos conjeturales y contingentes. A menudo, solo después de cierto tiempo es posible hacer una distinción entre lo necesario y lo contingente. La voluntad de asentimiento leal a esta enseñanza del Magisterio en materia de por sí no irreformable debe constituir la norma. Sin embargo, puede suceder que el teólogo se haga preguntas referentes, según los casos, a la oportunidad, a la forma o incluso al contenido de una intervención. Esto le impulsará, sobre todo, a comprobar cuidadosamente cuál es la autoridad de estas intervencio62El texto de la nueva profesión de fe (cfr. nota 15) precisa la adhesión a estas enseñanzas en los siguientes términos: «Firmiíer etiam am- plector et retineo. 63Cfr. Lumen gentium, cit., n. 25; C.I.C., can. 752. 104

LA VOCACIÓN ECLESIAL DEL TEÓLOGO

nes, tal como resulta de la naturaleza de los documentos, de la insistencia al proponer una doctrina y del modo mismo de expresarse64. En este ámbito de las intervenciones de orden prudencial, ha podido suceder que algunos documentos magisteriales no estuvieran exentos de carencias. Los pastores no siempre han percibido de inmediato todos los aspectos o toda la complejidad de un problema. Pero sería algo contrario a la verdad si, a partir de unos determinados casos, se concluyera que el Magisterio de la Iglesia puede engañarse habitualmente en sus juicios prudenciales o no goza de la asistencia divina en el ejercicio integral de su misión. En realidad, el teólogo, que no puede ejercer bien su tarea sin una cierta competencia histórica, es consciente de la decantación que se realiza con el tiempo. Esto no debe entenderse en el sentido de una relativización de los enunciados de la fe. Él sabe que algunos juicios del Magisterio podían justificarse en el momento en el que se pronunciaron, porque las afirmaciones hechas contenían aserciones verdaderas profundamente enlazadas con otras que no eran seguras. Solamente el tiempo ha permitido hacer un discernimiento y, después de serios estudios, lograr un verdadero progreso doctrinal. Aun cuando la colaboración se desarrolle en las mejores condiciones, no se excluye que entre el teólogo y el Magisterio surjan algunas tensiones. El significado que se confiere a estas últimas y el espíritu con el que se las afronta no son realidades sin importancia: si las tensiones no brotan de un sentimiento de hostilidad y de oposición, pueden representar un factor de dinamismo y un estímulo que incita al Magisterio y a los teólogos a cumplir sus respectivas funciones practicando el diálogo. En el diálogo debe prevalecer una doble regla: cuando se pone en tela de juicio la comunión de la fe, vale el principio de la «unitas veritatis»-, cuando persisten divergencias que no la ponen en tela de juicio, debe salvaguardarse la «unitas 64Cfr. Lumen gentium, cit., n. 25 § 1. 105

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caritatis». Aunque la doctrina de la fe no esté en tela de juicio, el teólogo no debe presentar sus opiniones o sus hipótesis divergentes como si se tratara de conclusiones indiscutibles. Esta discreción está exigida por el respeto a la verdad, como también por el respeto al Pueblo de Dios (cfr. Rm 14, 1-15; 1 Co 8, 10. 23-33). Por esos mismos motivos ha de renunciar a una intempestiva expresión pública de ellas. Lo anterior tiene una aplicación particular en el caso del teólogo que encontrara serias dificultades, por razones que le parecen fundadas, a acoger una enseñanza magisterial no irreformable. Un desacuerdo de este género no podría ser justificado si se fundara exclusivamente en el hecho de que no es evidente la validez de la enseñanza que se ha dado o en la opinión de que la posición contraria es más probable. De igual manera no sería suficiente el juicio de la conciencia subjetiva del teólogo, porque esta no constituye una instancia autónoma y exclusiva para juzgar la verdad de una doctrina. En todo caso, no podrá faltar una actitud fundamental de disponibilidad a acoger lealmente la enseñanza del Magisterio, que se impone a todo creyente en nombre de la obediencia de fe. Por consiguiente, el teólogo deberá esforzarse por comprender esta enseñanza en su contenido, en sus razones y en sus motivos. A esta tarea deberá consagrar una reflexión profunda y paciente, dispuesto a revisar sus propias opiniones y a examinar las objeciones que le hicieran sus colegas. Si las dificultades persisten, a pesar de un esfuerzo leal, constituye un deber del teólogo poner en conocimiento de las autoridades magisteriales los problemas que suscita la enseñanza en sí misma, las justificaciones que se proponen sobre ella o también el modo como se ha presentado. Lo hará con espíritu evangélico, con el profundo deseo de resolver las dificultades. Sus objeciones podrán entonces 106

LA VOCACIÓN ECLESIAL DEL TEÓLOGO

contribuir a un verdadero progreso, estimulando al Magisterio a proponer la enseñanza de la Iglesia de modo más profundo y mejor argumentada. En estos casos, el teólogo evitará recurrir a los medios de comunicación en lugar de dirigirse a la autoridad responsable, porque no es ejerciendo una presión sobre la opinión pública como se contribuye a la clarificación de los problemas doctrinales y se sirve a la verdad. Puede suceder que, al final de un examen serio y realizado con el deseo de escuchar sin reticencias la enseñanza del Magisterio, la dificultad se mantenga, porque los argumentos en sentido opuesto le parezcan preponderantes al teólogo. Frente a una afirmación a la cual siente que no puede dar su adhesión intelectual, su deber consiste en permanecer dispuesto a examinar más profundamente el problema. Para un espíritu leal y animado por el amor a la Iglesia, dicha situación representa, ciertamente, una prueba difícil. Puede ser una invitación a sufrir en el silencio y la oración, con la certeza de que, si la verdad está verdaderamente en peligro, terminará necesariamente imponiéndose. El problema del disenso En diversas ocasiones, el Magisterio ha llamado la atención sobre los graves inconvenientes que acarrean a la comunión de la Iglesia las actitudes de oposición sistemática, que llegan incluso a constituirse en grupos organizados 65. En la Exhortación Apostólica Paterna cum benevolentia, Pablo VI presentó un diagnóstico que conserva toda su actualidad. Ahora se quiere hablar en particular de aquella actitud pública de oposición al Magisterio de la Iglesia, llamada también «disenso», que es necesario distinguir de la situación de dificultad personal, de la que se ha tratado más arriba. El fenómeno del disenso puede tener diversas formas y sus causas remotas o próximas son múltiples. 65PABLO VI, Exhort. Apost. Paterna cum benevolentia, 8 de diciembre 1974: AAS 67 (1975) 5-23. Véase también Decl. Mysterium Ecclesiae, cit., AAS 65 (1973) 396-408. 107

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Entre los factores que directa o indirectamente pueden ejercer su influjo, hay que tener en cuenta la ideología del liberalismo filosófico que impregna la mentalidad de nuestra época. De allí proviene la tendencia a considerar que un juicio es mucho más auténtico si procede del individuo que se apoya en sus propias fuerzas. De esta manera se opone la libertad de pensamiento a la autoridad de la tradición, considerada fuente de esclavitud. Una doctrina transmitida y generalmente acogida viene desde el primer momento marcada por la sospecha, y su valor de verdad puesto en discusión. En definitiva, la libertad de juicio así entendida importa más que la verdad misma. Se trata entonces de algo muy diferente a la exigencia legítima de libertad, en el sentido de ausencia de coacción, como condición requerida para la búsqueda leal de la verdad. En virtud de esta exigencia, la Iglesia ha sostenido siempre que «nadie puede ser forzado a abrazar la fe en contra de su voluntad» 66. También ejerce su influjo el peso de una opinión pública artificialmente orientada y sus conformismos. A menudo, los modelos sociales difundidos por los medios de comunicación tienden a asumir un valor normativo; se difunde en particular la convicción de que la Iglesia no debería pronunciarse sino sobre los problemas que la opinión pública considera importantes y en el sentido que conviene a esta. El Magisterio, por ejemplo, podría intervenir en los asuntos económicos y sociales, pero debería dejar al juicio individual los que se refieren a la moral conyugal y familiar. En fin, también la pluralidad de las culturas y de las lenguas, que en sí misma constituye una riqueza, puede llevar indirectamente a malentendidos, motivo de sucesivos desacuerdos. En este contexto se requiere un discernimiento crítico bien ponderado y un verdadero dominio de los problemas por parte del teólogo, si quiere cumplir su misión eclesial y no perder, al conformarse con el mundo presente (cfr. Rm 12, 2; Ef 4, 23), la independencia de juicio propia de los 66Cfr. CONC. VATICANO

108

II, Decl. Dignitatis humanae, n. 10.

LA VOCACIÓN ECLESIAL DEL TEÓLOGO

discípulos de Cristo. El disenso puede tener diversos aspectos. En su forma más radical pretende el cambio de la Iglesia según un modelo de protesta inspirado en lo que se hace en la sociedad política. Cada vez con más frecuencia se cree que el teólogo solo estaría obligado a adherirse a la enseñanza infalible del Magisterio, mientras que, en cambio, las doctrinas propuestas sin la intervención del carisma de la infalibilidad no tendrían carácter obligatorio alguno, dejando al individuo en plena libertad de adherirse o no, adoptando así la perspectiva de una especie de positivismo teológico. El teólogo, por lo tanto, tendría libertad para poner en duda o para rechazar la enseñanza no infalible del Magisterio, especialmente en lo que se refiere a las normas particulares. Más aún, con esta oposición crítica contribuiría al progreso de la doctrina. La justificación del disenso se apoya generalmente en diversos argumentos, dos de los cuales tienen un carácter más fundamental. El primero es de orden hermenéutico: los documentos del Magisterio no serían sino el reflejo de una teología opinable. El segundo recurre al pluralismo teológico, llevado a veces hasta un relativismo que pone en peligro la integridad de la fe: las intervenciones magisteriales tendrían su origen en una teología entre muchas otras, mientras que ninguna teología particular puede pretender imponerse universalmente. Surge así una especie de «magisterio paralelo» de los teólogos, en oposición y rivalidad con el magisterio auténtico67. Una de las tareas del teólogo es, ciertamente, la de interpretar correctamente los textos del Magisterio, y para ello dispone de reglas hermenéuticas, entre las que figura el 67La idea de un «magisterio paralelo» de los teólogos en oposición y rivalidad con el magisterio de los pastores a veces se apoya en algunos textos en los que santo Tomás de Aquino distingue entre «magisterium cathedrae pastorales» y «magisterium cathedrae magisterialis» (Contra impugnantes, c. 2; Quodlib. III, q. 4, a. 1 (9); In IVSent. 19, 2, 2, q. 3, sol. 2 ad 4). En realidad, estos textos no ofrecen algún fundamento para la mencionada posición, porque santo Tomás está absolutamente seguro de que el derecho de juzgar en materia doctrinal corresponde únicamente al «officium praelationis». 109

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principio según el cual la enseñanza del Magisterio -gracias a la asistencia divina- vale más que la argumentación de la que se sirve, en ocasiones deducida de una teología particular. En cuanto al pluralismo teológico, este es legítimo únicamente en la medida en que se salvaguarde la unidad de la fe en su significado objetivo 68. Los diversos niveles constituidos por la unidad de la fe, la unidadpluralidad de las expresiones de fe y la pluralidad de las teologías están, en realidad, esencialmente ligados entre sí. La razón última de la pluralidad radica en el insondable misterio de Cristo, que trasciende toda sistematización objetiva. Esto no quiere decir que se puedan aceptar conclusiones que le sean contrarias ni tampoco que se pueda poner en tela de juicio la verdad de las afirmaciones por medio de las cuales el Magisterio se ha pronunciado69. En cuanto al «magisterio paralelo», al oponerse al de los pastores, puede causar grandes males espirituales. En efecto, cuando el disenso logra extender su influjo hasta inspirar una opinión común, tiende a constituirse en regla de acción, lo cual no deja de perturbar gravemente al Pueblo de Dios y conducir a un menosprecio de la verdadera autoridad70. El disenso apela a veces a una argumentación sociológica, según la cual, la opinión de un gran número de cristianos constituiría una expresión directa y adecuada del «sentido sobrenatural de la fe». En realidad, las opiniones de los fieles no pueden pura y simplemente identificarse con el «sensus fidei»71. Este último 68Cfr. Paterna cum benevolentia, cit., n. 4: AAS 67 (1975) 14-15. 69Cfr. PABLO VI, Discurso a los miembros de la Comisión Teológica Internacional, 11 de octubre 1973: AAS 65 (1973) 555-559. 70Cfr. JUAN PABLO II, Ene. Redemptor hominis, n. 19: AAS 71 (1979) 308; Discurso a los fieles en Managua, 4 de marzo 1983, n. 7: AAS 75 (1983) 723; Discurso a los religiosos en Guatemala, 8 de marzo 1983, n. 3: AAS 75 (1983) 746; Discurso a los obispos en Lima, 2 de febrero 1985, n. 5: AAS 77 (1985) 874; Discurso a los obispos de la Conferencia Episcopal belga en Malinas, 18 de mayo 1985, n. 5: L’Osservatore Romano, ed. española, 9 de junio 1985, p. 9; Discurso a algunos obispos estadounidenses en visita ad limina, 15 de octubre 1988, n. 6: L'Osservatore Romano, ed. española, 22 de enero 1989, p. 18. 71Cfr. JUAN PABLO II, Exhort. Apost. Familiaris consortio, n. 5: AAS 74 110

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es una propiedad de la fe teologal que, consistiendo en un don de Dios que hace adherirse personalmente a la Verdad, no puede engañarse. Esta fe personal es también fe de la Iglesia, puesto que Dios ha confiado a la Iglesia la vigilancia de la Palabra y, por consiguiente, lo que el fiel cree es lo que cree la Iglesia. Por su misma naturaleza, el sensus fidei implica, por lo tanto, el acuerdo profundo del espíritu y del corazón con la Iglesia, el «sen- tire cum Ecclesia». Si la fe teologal en cuanto tal no puede engañarse, el creyente, en cambio, puede tener opiniones erróneas, por-

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que no todos sus pensamientos proceden de la fe 72. No todas las ideas que circulan en el Pueblo de Dios son coherentes con la fe, puesto que pueden sufrir fácilmente el influjo de una opinión pública manipulada por modernos medios de comunicación. No sin razón, el Concilio Vaticano II subrayó la relación indisoluble entre el «sensus fidei» y la conducción del Pueblo de Dios por parte del magisterio de los pastores:

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ninguna de las dos realidades puede separarse de la otra 73. Las intervenciones del Magisterio sirven para garantizar la unidad de la Iglesia en la verdad del Señor. Ayudan a «permanecer en la verdad» frente al carácter arbitrario de las opiniones cambiantes, y constituyen la expresión de la

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obediencia a la Palabra de Dios74. Aunque pueda parecer que limitan la libertad de los teólogos, ellas instauran, por medio de la fidelidad a la fe que ha sido transmitida, una libertad más profunda que solo puede llegar por la unidad en la verdad. La libertad del acto de fe no justifica el derecho al disenso. Ella, en realidad, de ningún modo significa libertad en relación con la verdad, sino la libre autodeterminación de la persona en conformidad con su obligación moral de acoger la verdad. El acto de fe es un acto voluntario, ya que el hombre, redimido por Cristo salvador y llamado por Él mismo a la adopción filial (cfr. Rm 8, 15; Ga 4, 5; Ef 1, 5; Jn 1, 12), no puede adherirse a Dios a menos que, «atraído por el Padre» (Jn 6, 44), rinda a Dios el homenaje racional de su fe (Rm 12, 1). Como ha recordado la Declaración Dignitatis humanaei5, ninguna autoridad humana tiene el derecho de intervenir, por coacción o por presiones, en esta opción que sobrepasa los límites de su competencia. El respeto al derecho de libertad religiosa constituye el fundamento del respeto al conjunto de los derechos humanos. Por consiguiente, no se puede apelar a los derechos humanos para oponerse a las intervenciones del Magisterio. Un comportamiento semejante desconoce la naturaleza y la misión de la Iglesia, que ha recibido de su Señor la tarea de anunciar a todos los hombres la verdad de la salvación y la realiza caminando sobre las huellas de Cristo, consciente de que «la verdad no se impone de otra manera, sino por la fuerza de la verdad misma, que penetra suave y fuertemente

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en las almas»75. En virtud del mandato divino que se le ha dado en la Iglesia, el Magisterio tiene como misión proponer la enseñanza del Evangelio, vigilar su integridad y proteger así la fe del Pueblo de Dios. Para llevar a cabo dicho mandato, a veces se ve obligado a tomar medidas onerosas; por ejemplo, cuando retira a un teólogo, que se separa de la doctrina de la fe, la misión canónica o el mandato de enseñar que le había confiado, o bien cuando declara que algunos escritos no están de acuerdo con esa doctrina. Obrando de esa manera quiere ser fiel a su misión, porque defiende el derecho del Pueblo de Dios a recibir el mensaje de la Iglesia en su pureza e integridad, y, por consiguiente, a no ser desconcertado por una opinión particular peligrosa. En esas ocasiones, al final de un serio examen realizado de acuerdo con los procedimientos establecidos y después de que el interesado haya podido disipar los posibles malentendidos acerca de su pensamiento, el juicio que expresa el Magisterio no recae sobre la persona misma del teólogo, sino sobre sus posiciones intelectuales expresadas públicamente. Aunque esos procedimientos puedan ser perfeccionados, no significa que estén en contra de la justicia o del derecho. Hablar en este caso de violación de los derechos humanos es algo fuera de lugar, porque se desconocería la exacta jerarquía de estos derechos, como también la naturaleza misma de la comunidad eclesial y de su bien común. Por lo demás, el teólogo que no se encuentra en sintonía con el «sentire cum Eccle- sia» se coloca en contradicción con el compromiso que libre y conscientemente ha asumido de enseñar en nombre de la

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Iglesia76. Por último, el recurso al argumento del deber de seguir la propia conciencia no puede legitimar el disenso. Ante todo, porque ese deber se ejerce cuando la conciencia ilumina el juicio práctico en vista de la toma de una decisión, mientras que aquí se trata de la verdad de un enunciado doctrinal. Además, porque, si el teólogo, como todo fiel, debe seguir su propia conciencia, está obligado también a formarla. La conciencia no constituye una facultad independiente e infalible; es un acto de juicio moral que se refiere a una opción responsable. La conciencia recta es una conciencia debidamente iluminada por la fe y por la ley moral objetiva, y supone igualmente la rectitud de la voluntad en el seguimiento del verdadero bien. La recta conciencia del teólogo católico supone, consecuentemente, la fe en la Palabra de Dios, cuyas riquezas debe penetrar, pero también el amor a la Iglesia, de la que ha recibido su misión, y el respeto al Magisterio asistido por Dios. Oponer un magisterio supremo de la conciencia al Magisterio de la Iglesia constituye la admisión del principio del libre examen, incompatible con la economía de la Revelación y de su transmisión en la Iglesia, así como también con una concepción correcta de la teología y de la misión del teólogo. Los enunciados de fe constituyen una herencia eclesial, y no el resultado de una investigación puramente individual y de una libre crítica de la Palabra de Dios. Separarse de los pastores que velan por mantener viva la tradición apostólica es comprometer irreparablemente el

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nexo mismo con Cristo77. La Iglesia, que tiene su origen en la unidad del Padre y

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del Hijo y del Espíritu Santo78, es un misterio de comunión, organizada de acuerdo con la voluntad de su Fundador en torno a una jerarquía que ha sido establecida para el servicio del Evangelio y del Pueblo de Dios que lo vive. A imagen de los miembros de la primera comunidad, todos los bautizados, con los carismas que les son propios, deben tender con sincero corazón hacia una armoniosa unidad de doctrina, de vida y de culto (cfr. Hch 2, 42). Esta es una regla que procede del ser mismo de la Iglesia. Por tanto, no se pueden aplicar pura y simplemente a esta última los criterios de conducta que tienen su razón de ser en la sociedad civil o en las reglas de funcionamiento de una democracia. Menos aún, tratándose de las relaciones dentro de la Iglesia, se puede inspirar en la mentalidad del medio ambiente (cfr. Rm 12, 2). Preguntar a la opinión pública mayoritaria lo que conviene pensar o hacer, recurrir a ejercer presiones de la opinión pública contra el Magisterio, aducir como pretexto un «consenso» de los teólogos, sostener que el teólogo es el portavoz profé- tico de una «base» o comunidad autónoma que sería, por lo tanto, la única fuente de la verdad, todo ello denota una grave pérdida del sentido de la verdad y del sentido de Iglesia. La Iglesia es «como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo

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el género humano»79. Por consiguiente, buscar la concordia y la comunión significa aumentar la fuerza de su testimonio y credibilidad; ceder, en cambio, a la tentación del disenso es dejar que se desarrollen «fermentos de infidelidad al Espíritu Santo»80. La teología y el Magisterio son de naturaleza diversa y tienen diferentes misiones que no pueden confundirse, pero se trata de dos funciones vitales en la Iglesia, que deben compenetrarse y enriquecerse recíprocamente para el servicio del Pueblo de Dios. En virtud de la autoridad que han recibido de Cristo mismo, corresponde a los pastores custodiar esta unidad e impedir que las tensiones que surgen de la vida degeneren en divisiones. Su autoridad, trascendiendo las posiciones particulares y las oposiciones, debe unificarlas en la integridad del Evangelio, que es «la palabra de la reconciliación» (cfr. 2 Co 5, 18-20). En cuanto a los teólogos, en virtud del propio carisma, también les corresponde participar en la edificación del Cuerpo de Cristo en la unidad y en la verdad, y su colaboración es más necesaria que nunca para una evangelización a escala mundial, que requiere los esfuerzos de todo el Pueblo de Dios81. Si ocurriera que encuentran dificultades por el carácter de su investigación, deben buscar la solución (1982) 85-86. 72Cfr. la fórmula del Concilio de Trento, sess. VI, cap. 9: fides «cui non potest subesse falsum»: DS 1534. Cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, 11-11, q. 1, a. 3, ad 3: «Possibile est enim hominem fi- delem ex coniectura humana falsum aliquid aestimare. Sed quod ex fide falsum aestimet, hoc est impossibile». 73Cfr. Lumen gentium, cit., n. 12. 74Cfr. Dei Verbum, cit., n. 10. 75Ibídern, n. 1. 76Cfr. JUAN PABLO II, Const. Apost. Sapientia christiana, 15 de abril 1979, n. 27, 1: AAS 71 (1979) 483; C.I.C., can. 812. 77Cfr. Paterna cum benevolentia, cit., n. 4: AAS 67 (1975) 15. 78Cfr. Lumen gentium, cit., n. 4. 79Ibídem, n. 1. 80Paterna cum benevolentia, cit., nn. 2-3: AAS 67 (1975) 10-11. 81Cfr. JUAN PABLO II, Exhort. Apost. Christifideles laici, nn. 32-35: AAS 81 (1989) 451-459. 119

a través de un diálogo franco con los pastores, en el espíritu de verdad y de caridad propio de la comunión de la Iglesia. Unos y otros siempre deben tener presente que Cristo es la Palabra definitiva del Padre (cfr. Hb 1, 2), en quien, como observa san Juan de la Cruz, «Dios nos ha dicho todo junto y de una sola vez»82 y que, como tal, es la Verdad que hace libres (cfr. Jn 8, 36; 14, 6). Los actos de adhesión y de asentimiento a la Palabra confiada a la Iglesia bajo la guía del Magisterio se refieren, en definitiva, a Él e introducen en el campo de la verdadera libertad.

CONCLUSIÓN

La Virgen María, Madre e imagen perfecta de la Iglesia, desde los comienzos del Nuevo Testamento es proclamada bienaventurada, debido a su adhesión de fe inmediata y sin vacilaciones a la Palabra de Dios (cfr. Le 1, 38. 45), que conservaba y meditaba permanentemente en su corazón (cfr. Le 2, 19. 51). Ella se ha convertido así en modelo y apoyo para todo el Pueblo de Dios, confiado a su cuidado maternal. Le muestra el camino de la acogida y del servicio a la Palabra y, al mismo tiempo, el fin último que jamás debe perderse de vista: el anuncio a todos los hombres y la realización de la salvación traída al mundo por su Hijo Jesucristo. Al concluir la Instrucción Donum Veritatis, la Congregación para la Doctrina de la Fe invita encarecidamente a los obispos a mantener y desarrollar relaciones de confianza con los teólogos, compartiendo un espíritu de acogida y de servicio a la Palabra y en comunión de caridad, en cuyo contexto podrán superarse más fácilmente algunos obstáculos inherentes a la condición humana en la tierra. De este modo, todos podrán estar cada vez más al servicio de la Palabra y al servicio del Pueblo de Dios, para 82SAN JUAN

DE LA

CRUZ,

Subida al Monte Carmelo, II, 22, 3.

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que este último, perseverando en la doctrina de la verdad y de la libertad escuchada desde el principio, permanezca también en el Hijo y en el Padre y obtenga la vida eterna, realización de la Promesa (cfr. 1 Jn 2, 24-25).

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II. LAS CLAVES DE LA NUEVA EVANGELIZACIÓN

La vida humana no se realiza por sí sola. Nuestra vida es una cuestión abierta, un proyecto todavía inacabado, que es preciso seguir completando y realizando. La pregunta fundamental de todo hombre es: ¿cómo se lleva a cabo este hacerse hombre? ¿Cómo se aprende el arte de vivir? ¿Cuál es el camino que lleva a la felicidad? Evangelizar quiere decir mostrar ese camino, enseñar el arte de vivir. Jesús dice al inicio de su vida pública: «he venido para evangelizar a los pobres» (cfr. Le 4, 18). Esto significa: Yo tengo la respuesta a vuestra pregunta fundamental; Yo os muestro el camino de la vida, el camino hacia la felicidad; más aún, Yo soy ese camino. La pobreza más honda es la incapacidad para la alegría, el tedio de la vida, a la que se considera absurda y contradictoria. Esta pobreza se halla hoy muy extendida, bajo formas muy distintas, tanto en las sociedades materialmente ricas como en los países pobres. La incapacidad para la alegría supone y produce la incapacidad de amar, produce la envidia, la avaricia, todos los vicios que arruinan la vida de las personas y el mundo. Por eso necesitamos una nueva evangelización. Si se desconoce el arte de vivir, todo lo demás deja de funcionar. Pero ese arte no es objeto de la ciencia; solo lo puede comunicar quien tiene la vida, Aquel que es el Evangelio en persona. ESTRUCTURA Y MÉTODO DE LA NUEVA EVANGELIZACIÓN

La 123

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estructura Antes de hablar de los contenidos fundamentales de la nueva evangelización, quisiera explicar su estructura y el método adecuado. La Iglesia siempre evangeliza y nunca ha interrumpido el camino de la evangelización. Cada día celebra el misterio eucarístico, administra los sacramentos, anuncia la palabra de la vida, la Palabra de Dios, se compromete en favor de la justicia y de la caridad. Y esta evangelización produce fruto: proporciona luz y alegría; otorga el camino de la vida a numerosas personas. Muchos otros, a menudo sin saberlo, viven de la luz y del calor resplandeciente de esta evangelización permanente. Sin embargo, observamos un proceso progresivo de descristianización y de pérdida de los valores humanos esenciales, que resulta preocupante. En la evangelización permanente de la Iglesia, gran parte de la humanidad actual no encuentra el Evangelio, es decir, la respuesta convincente a la pregunta: ¿cómo vivir? Por eso buscamos, además de la evangelización permanente, nunca interrumpida y que nunca se debe interrumpir, una nueva evangelización, capaz de hacerse oír por ese mundo que no tiene acceso a la evangelización «clásica». Todos tienen necesidad del Evangelio. El Evangelio está destinado a todos y no solo a un círculo determinado. De ahí que estemos obligados a buscar nuevas vías para llevar el

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Evangelio a todos. No obstante, aquí se oculta también una tentación: la tentación de la impaciencia, de buscar de inmediato el gran éxito, los grandes números. Y no es este el método de Dios. Para el Reino de Dios, así como para la evangelización, instrumento y vehículo del Reino de Dios, siempre es válida la parábola del grano de mostaza (cfr. Me 4, 31-32). El Reino de Dios recomienza siempre de nuevo bajo este signo. Nueva evangelización no puede querer decir atraer rápidamente con nuevos métodos, más refinados, a las grandes masas que se han alejado de la Iglesia. No, no es esta la promesa de la nueva evangelización. Nueva evangelización significa no contentarse con el hecho de que del grano de mostaza haya crecido el gran árbol de la Iglesia universal ni pensar que basta con que en sus ramas puedan posarse pájaros de todo tipo, sino atreverse de nuevo, con la humildad del pequeño grano, dejando que Dios decida cuándo y cómo crecerá (cfr. Me 4, 26-29). Las grandes cosas arrancan siempre de un granito y los movimientos de masas siempre son efímeros. En su visión del proceso de la evolución, Teilhard de Chardin habla del «blanco de los orígenes» (le blanc des origines): el inicio de las nuevas especies resulta invisible e inalcanzable a la investigación científica. Las fuentes se hallan ocultas, son demasiado pequeñas. En otras palabras, las realidades grandes comienzan con humildad. Prescindiendo de si Teilhard tiene razón y hasta

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qué punto con sus teorías evolucionistas, la ley de los orígenes invisibles afirma una verdad, una verdad presente justamente en el obrar de Dios en la historia. «No te he elegido por ser grande; al contrario, eres el más pequeño de los pueblos; te he elegido porque te amo...», dice Dios al pueblo de Israel en el Antiguo Testamento y expresa así la paradoja fundamental de la historia de la salvación: Dios no cuenta con los grandes números; el poder exterior no es la señal de su presencia. Gran parte de las parábolas de Jesús indican esta estructura del obrar divino y responden así a las preocupaciones de los discípulos, que esperaban del Mesías éxitos y señales muy diferentes; éxitos del tipo que ofrece Satanás al Señor: «Todo esto te daré, todos los reinos del mundo...» (cfr. Mí 4, 9). Aunque san Pablo, al final de su vida, tuviera, ciertamente, la impresión de que había llevado el Evangelio hasta los confines de la tierra, los cristianos solo eran pequeñas comunidades dispersas por el mundo, insignificantes según los criterios seculares. Pero, en realidad, fueron la levadura que penetra en la masa y llevaron consigo el futuro del mundo (cfr. Mt 13, 33). Un viejo adagio dice: «Éxito no es un nombre de Dios». La nueva evangelización debe someterse al misterio del grano de mostaza y no pretender producir enseguida el gran árbol. Nosotros, o vivimos con una excesiva seguridad de

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que el gran árbol ya existe, o con la impaciencia de tener un árbol aún más grande, más vital. En cambio, debemos aceptar el misterio de que la Iglesia es al mismo tiempo un gran árbol y un pequeñísimo grano. En la historia de la salvación siempre es contemporáneamente Viernes Santo y Domingo de Pascua. El método De esta estructura de la nueva evangelización deriva también el método idóneo. Ciertamente, debemos emplear de modo razonable los métodos modernos para hacemos oír; o mejor, para hacer accesible y comprensible la voz del Señor. No buscamos que se nos escuche por nosotros, ni queremos aumentar el poder y la extensión de nuestras instituciones, sino que deseamos servir al bien de las personas y de la humanidad dando espacio a Aquel que es la Vida. Esta renuncia al propio yo, ofreciéndolo a Cristo por la salvación de los hombres, es la condición fundamental del verdadero compromiso en favor del Evangelio. «Yo he venido en nombre de mi Padre y no me recibís; si otro viniese en su propio nombre, lo recibiríais» (Jn 5, 43). La señal del Anticristo es hablar en su propio nombre. El signo del Hijo es su comunión con el Padre. El Hijo nos introduce en la comunión trinitaria, en el círculo del amor eterno, en donde sus personas son «relaciones puras», el

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acto puro de entregarse y de acogerse. El designio trinitario, visible en el Hijo, que no habla en su nombre, muestra la forma de vida del verdadero evangeliza- dor. Más aún, evangelizar no es simplemente una forma de hablar, sino una forma de vivir: vivir a la escucha y ser portavoz del Padre. «No hablará por su cuenta, sino que dirá lo que oiga» (Jn 16, 13), afirma el Señor a propósito del Espíritu Santo. Esta forma cristológica y pneumatológica de la evangelización es a la vez una forma eclesiológica: el Señor y el Espíritu construyen la Iglesia, se comunican en la Iglesia. El anuncio de Cristo, el anuncio del Reino de Dios, supone escuchar su voz en la voz de la Iglesia. «No hablar en nombre propio» significa hablar en la misión de la Iglesia. De esta ley de la expropiación se siguen consecuencias muy prácticas. Han de estudiarse todos los métodos razonables y moralmente aceptables; es un deber hacer uso de estas posibilidades de comunicación. Ahora bien, las palabras y el entero arte de la comunicación no pueden ganar a la persona humana hasta esa profundidad a la que debe llegar el Evangelio. Hace pocos años leí la biografía de un óptimo sacerdote de nuestro siglo, don Dídimo, párroco de Bassano del Grappa. En sus apuntes se encuentran palabras de oro, fruto de una vida de oración y meditación. A propósito de lo que estamos tratando, dice don Dídimo, por ejemplo: «Jesús predicaba de día, de noche oraba». Con este breve apunte quería decir: Jesús debía conseguir de

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Dios sus discípulos. Esto es válido siempre. No podemos ganar nosotros a los hombres. Debemos obtenerlos de Dios para Dios. Todos los métodos son ineficaces si no están fundados en la oración. La palabra del anuncio siempre ha de estar empapada de una intensa vida de oración. Debemos dar un paso más. Jesús predicaba de día y de noche oraba, pero esto no es todo. Su vida entera, como muestra de modo bellísimo el Evangelio de Lucas, fue un camino hacia la cruz, una ascensión hacia Jerusa- lén. Jesús no redimió al mundo con palabras bonitas, sino con su sufrimiento y su muerte. Su pasión es fuente inagotable de vida para el mundo; la pasión proporciona fuerza a su palabra. El Señor mismo, extendiendo y ampliando la parábola del grano de mostaza, formuló esta ley de fecundidad en la parábola del grano de trigo que cae en tierra y muere (cfr. Jn 12, 24). También esta ley es válida hasta el fin del mundo y, junto con el misterio del grano de mostaza, resulta capital para la nueva evangelización. La historia entera lo demuestra. Sería fácil demostrarlo en la historia del cristianismo. Aquí quisiera tan solo recordar el inicio de la evangelización en la vida de san Pablo. El éxito de su misión no fue fruto de grandes dotes retóricas o de prudencia pastoral; la fecundidad llegó vinculada al sufrimiento, a la comunión con la pasión de Cristo (cfr. 1 Co 2, 1-5; 2 Co 5, 7; 11, 10 s; 11, 30; Ga 4, 12-14).

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«No se dará otro signo más que el del profeta Jonás» (Mt 12, 39), dijo el Señor. El signo de Jonás es Cristo crucificado; los testigos son quienes completan «lo que falta a la pasión de Cristo» (Co/ 1, 24). En todas las épocas de la historia se han cumplido siempre las palabras de Tertuliano: «la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos». San Agustín dice muy bellamente lo mismo al interpretar el capítulo 21 del Evangelio de Juan, en donde la profecía del martirio de san Pedro y el mandato de apacentar, es decir, la institución de su primado, se hallan íntimamente relacionados. San Agustín comenta así el texto (.Jn 21, 16): «Apacienta mis ovejas, esto es, sufre por mis ovejas» (Sermón 32: PL 2, 640). Una madre no puede dar a luz un niño sin sufrir. Todo parto implica sufrimiento, es sufrimiento, y llegar a ser cristiano es un parto. Digámoslo una vez más con palabras del Señor: el Reino de Dios exige violencia (cfr. Mt 11, 12; Le 16, 16), pero la violencia de Dios es el sufrimiento, la cruz. No podemos dar vida a otros sin dar nuestra vida. El proceso de expropiación, de renuncia al propio yo, antes indicado, es la forma concreta (expresada de muy distintas maneras) de dar la propia vida. Y pensamos en las palabras del Salvador: «quien pierda su vida por Mí y por el Evangelio, la salvará» {Me 8, 36).

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LOS CONTENIDOS ESENCIALES DE LA NUEVA EVANGELIZACIÓN

Conversión Por lo que atañe a los contenidos de la nueva evangelización, ante todo hay que tener presente la inseparabilidad del Antiguo y el Nuevo Testamento. El contenido fundamental del Antiguo Testamento se resume en el mensaje de Juan Bautista: ¡Convertios! No hay acceso a Jesús sin el Bautista; no es posible llegar a Jesús sin responder a la llamada del Precursor. Jesús asumió el mensaje de Juan en la síntesis de su propia predicación: «Convertios y creed en el Evangelio» {Me 1, 15). La palabra griega que se emplea para decir «convertirse» significa repensar, poner en tela de juicio el modo personal y el modo común de vivir; dejar entrar a Dios en los criterios de la propia vida; no juzgar ya simplemente según las opiniones corrientes. Por consiguiente, convertirse significa dejar de vivir como viven todos, dejar de obrar como obran todos, dejar de sentirse justificados con acciones dudosas, ambiguas, malvadas, por el hecho de que los demás hacen lo mismo; comenzar a ver la propia vida con los ojos de Dios; por tanto, tratar de hacer el bien, aunque resulte incómodo; no estar pendientes del juicio de la mayoría, de los hombres, sino del juicio de Dios. En otras palabras, buscar un nuevo estilo de vida, una

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vida nueva. Todo esto no implica un moralismo. La reducción del cristianismo a la moralidad pierde de vista la esencia del mensaje de Cristo: el don de una nueva amistad, el don de la comunión con Jesús y, por tanto, con Dios. Quien se convierte a Cristo no intenta crearse una autarquía moral suya, no pretende construir con sus fuerzas la propia bondad. «Conversión» (metanoia) significa justo lo contrario: salir de la autosuficiencia, descubrir y aceptar la propia indigencia: indigencia de los otros y del Otro, de su perdón, de su amistad. La vida no convertida es autojustifica- ción (yo no soy peor que los demás). La conversión es la humildad de confiar en el amor del Otro, amor que se transforma en medida y criterio de mi propia vida. Aquí hemos de tener también presente el aspecto social de la conversión. Ciertamente, la conversión es, antes que nada, un acto personalísimo, es personalización. Yo renuncio a la fórmula «vivir como todos» (dejo de sentirme justificado por el hecho de que todos hacen lo mismo que yo), y encuentro ante Dios mi propio yo, mi responsabilidad personal. Pero la verdadera personalización entraña siempre una nueva y más profunda socialización. El yo se abre de nuevo al tú, en toda su hondura, y así nace un nuevo Nosotros. Si el estilo de vida difundido en el mundo implica el peligro de la despersonalización, de no vivir mi propia

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vida, sino la de todos los demás, en la conversión debe realizarse un nuevo Nosotros del camino común con Dios. Al anunciar la conversión, debemos también ofrecer una comunidad de vida, un espacio común del nuevo estilo de vida. No se puede evangelizar solo con palabras. El Evangelio crea vida, crea comunidad de camino. Una conversión meramente individual no tiene consistencia.

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El

Reino de Dios En la llamada a la conversión está implícito, como condición fundamental, el anuncio del Dios vivo. El teocentrismo es capital en el mensaje de Jesús y debe constituir también el corazón de la nueva evangelización. La palabra clave del anuncio de Jesús es Reino de Dios. Pero Reino de Dios no es una cosa, una estructura social o política, una utopía. El Reino de Dios es Dios. Reino de Dios quiere decir que Dios existe, vive, está presente y obra en el mundo, en nuestra vida, en mi vida. Dios no es una lejana «causa última» ni tampoco el «gran arquitecto» del deísmo, que montó la máquina del mundo y ahora estaría fuera. Al contrario. Dios es la realidad más presente y decisiva en cada acto de mi vida, en cada momento de la historia. En la conferencia de despedida de su cátedra en la Universidad de Múnster, el teólogo Juan Bautista Metz dijo cosas que nadie esperaba oír de sus labios. En el pasado, Metz nos enseñó el antropocentrismo: el verdadero acontecimiento del cristianismo habría sido el giro antropológico, la secularización, el descubrimiento de la secularidad del mundo. Después nos enseñó la teología política, la índole política de la fe; más tarde, la «memoria peligrosa» y, por último, la teología narrativa. Al final de este largo y trabajoso camino, hoy nos dice que el verdadero problema de nuestro tiempo es «la crisis de Dios», la ausencia de Dios, camuflada bajo una religiosidad vacía. La teología debe volver a ser realmente teología, hablar de Dios y con Dios. Metz tiene razón. Para el hombre, lo «único necesario» (unum necessarium) es Dios. Todo cambia si Dios existe o no existe. Por desgracia, también nosotros, los cristianos, vivimos a menudo como si Dios no existiera (etsi Deus non daretur). Vivimos según el eslogan: Dios no existe, y, si existe, no cuenta. Por eso, la evangelización debe hablar ante todo de Dios, anunciar al único Dios ver-134

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dadero: el Creador, el Santificados el Juez (cfr. Catecismo de la Iglesia católica). También aquí es preciso tener presente el aspecto práctico. No se puede dar a conocer a Dios únicamente con palabras. No se conoce a una persona cuando solo se tienen referencias de segunda mano. Anunciar a Dios supone introducir en la relación con Dios: enseñar a orar. La oración es fe en acto. Y solo en la experiencia de la vida con Dios aparece también la evidencia de su existencia. Por eso son tan importantes las escuelas de oración, las comunidades de oración. Son complementarias la oración personal («en tu propio aposento», solo ante los ojos de Dios), la oración común «paralitúrgica» («religiosidad popular») y la oración litúrgica. Sí, la liturgia es, antes que nada, oración: su especificidad consiste en el hecho de que su sujeto primario no somos nosotros (como en la oración privada y en la religiosidad popular), sino Dios mismo. La liturgia es actio divina. Dios obra y nosotros respondemos a la acción divina. Hablar de Dios y hablar con Dios deben ir siempre a la par. El anuncio de Dios conduce a la comunión con Dios en la comunión fraterna, fundada y vivificada por Cristo. Por eso, la liturgia (los sacramentos) no es un tema adjunto al de la predicación del Dios vivo, sino la concreción de nuestra relación con Dios. En este contexto, permítaseme una observación general sobre la cuestión litúrgica. Nuestro modo de celebrar la liturgia es con frecuencia demasiado racionalista. La liturgia se convierte en enseñanza, cuyo criterio es hacerse entender. No raramente, la consecuencia es la banalización del misterio, el predominio de nuestras palabras, la repetición de frases que parecen más accesibles y gratas a la gente. Y esto no solo es un error teológico, sino también psicológico y pastoral. La ola de esoterismo, la difusión de técnicas asiáticas de distensión y de autovaciamiento muestran que en nuestras liturgias falta algo. En el mundo actual tenemos necesidad precisamente de 135

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silencio, del misterio supraindividual, de la belleza. La liturgia no es un invento del sacerdote celebrante o de un grupo de especialistas. La liturgia -el rito- ha crecido en un proceso orgánico a lo largo de los siglos; encierra el fruto de la experiencia de fe de todas las generaciones. Aunque tal vez los participantes no comprendan todas y cada una de las palabras, perciben su significado profundo, la presencia del misterio, que trasciende todas las palabras. El celebrante no es el centro de la acción litúrgica; no está delante del pueblo en su propio nombre, no habla de sí y por sí, sino in persona Christi. Lo que cuenta no son las cualidades personales del celebrante, sino únicamente su fe, en la que se transparenta a Cristo. «Conviene que él crezca y yo disminuya» CJn 3, 30). Jesucristo Con esta reflexión, el tema de Dios ya se ha ampliado y concretado en el tema de Jesucristo. Únicamente en Cristo y por medio de Cristo, el tema de Dios se hace realmente concreto: Cristo es el Emmanuel, el Dios-con-noso- tros, la concreción del «Yo soy», la respuesta al deísmo. Hoy es fuerte la tentación de reducir a Jesucristo, el Hijo de Dios, a solo un Jesús histórico, a solo un mero hombre. No se niega necesariamente su divinidad, pero con ciertos métodos se destila de la Biblia un Jesús a nuestra medida, un Jesús posible y comprensible dentro de los parámetros de nuestra historiografía. Pero este «Jesús histórico» es un artefacto, la imagen de sus autores y no la imagen del Dios vivo (cfr. 2 Co 4, 4 s; Col 1, 15). El Cristo de la fe no es un mito. El denominado «Jesús histórico» es una figura mitológica, autoinventada por diversos intérpretes. Los doscientos años de historia del «Jesús histórico» reflejan fielmente la historia de las filosofías y de las ideologías de este período. En los límites de esta conferencia me resulta imposible entrar en los contenidos del anuncio del Salvador. Quisiera aludir brevemente a dos aspectos importantes. El primero 136

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es el seguimiento de Cristo. Cristo se ofrece como camino de mi vida. Seguir a Cristo no significa imitar al hombre Jesús. Ese intento fracasa necesariamente; sería un anacronismo. El seguimiento de Cristo tiene una meta mucho más alta: identificarse con Cristo, es decir, llegar a la unión con Dios. Este objetivo suena tal vez raro a los oídos del hombre moderno. Sin embargo, en realidad todos tenemos sed de infinito, de una libertad infinita, de una felicidad ilimitada. Solo así se explica la historia de las revoluciones de los últimos dos siglos. Solo así se explica la droga. El hombre no se contenta con soluciones por debajo del nivel de la divinización. Ahora bien, todos los caminos que ofrece la «serpiente» (cfr. Gn 3, 5), es decir, la sabiduría mundana, fracasan. El único camino es la comunión con Cristo, realizable en la vida sacramental. Seguir a Cristo no es un asunto de moralidad, sino un tema «mistérico», una conjunción de acción divina y respuesta nuestra. En el tema del seguimiento encontramos así presente el otro centro de la cristología, al que quería aludir: el Misterio Pascual, esto es, la Cruz y la Resurrección. De ordinario, en las reconstrucciones del «Jesús histórico», el tema de la Cruz carece de significado. En una interpretación «burguesa» se transforma en un incidente de por sí evitable, sin valor teológico. En una interpretación revolucionaria se trueca en la muerte heroica de un rebelde. La verdad es muy diferente. La Cruz pertenece al misterio divino; es expresión de su amor hasta el extremo (cfr. Jn 13, 1). El seguimiento de Cristo es participación en su Cruz, es unirse a su amor, a la transformación de nuestra vida, que se convierte en nacimiento del hombre nuevo, creado según Dios (cfr. Ef 4, 24). Quien omite la Cruz, omite la esencia del cristianismo (cfr. 1 Co 2, 2). La vida eterna Un último elemento central de toda verdadera evangelización es la vida eterna. Hoy, en la vida diaria, debemos 137

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anunciar con nueva fuerza nuestra fe. Quisiera tan solo aludir a un aspecto de la predicación de Jesús descuidado a menudo: el anuncio del Reino de Dios es anuncio del Dios presente, del Dios que nos conoce, que nos escucha; del Dios que entra en la historia para hacer justicia. De ahí que esta predicación sea anuncio del juicio, anuncio de nuestra responsabilidad. El hombre no puede hacer o dejar de hacer lo que le apetece. Será juzgado. Ha de rendir cuentas. Esta certeza es válida tanto para los poderosos como para los sencillos. Donde esta certeza se respeta, quedan marcados los límites de todo poder de este mundo. Dios hace justicia, y solo Él puede impartirla en última instancia. También a nosotros nos alcanzará, cuanto más capaces seamos de vivir bajo la mirada de Dios y de comunicar al mundo la verdad del juicio. De este modo, el artículo de fe sobre el juicio, su fuerza formativa de las conciencias, constituye un contenido central del Evangelio, además de ser realmente una buena nueva. Lo es para todos los que sufren bajo la injusticia del mundo y buscan la justicia. Se comprende así también la conexión del Reino de Dios con los «pobres», los que sufren y todos los mencionados en las bienaventuranzas del sermón de la montaña. Están protegidos por la certeza del juicio, por la certeza de que hay justicia. Este es el verdadero contenido del artículo del Credo sobre el juicio, sobre Dios juez: hay justicia. Las injusticias del mundo no son la última palabra de la historia. Hay justicia. Solo quien no quiera que haya justicia puede oponerse a esta verdad. Cuando tomamos en serio el juicio y la grave responsabilidad que de él brota para nosotros, comprendemos bien el otro aspecto de este anuncio, esto es, la redención, el hecho de que Jesús en la Cruz asume nuestros pecados. En la pasión de su Hijo, Dios mismo aboga por nosotros, pecadores, y hace así posible la penitencia, la esperanza para el pecador arrepentido; esperanza que expresan de modo admirable las palabras de san Juan: «Dios es mayor 138

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que nuestro corazón y conoce todo» {Jn 3, 20): ante Dios sosegaremos nuestro corazón, por mucho que sea lo que nos reproche. La bondad de Dios es infinita, pero no debemos reducirla a un melindre empalagoso sin verdad. Solo creyendo en el justo juicio de Dios, solo teniendo hambre y sed de justicia (cfr. Mt 5, 6), abrimos nuestro corazón, nuestra vida, a la misericordia divina. No es verdad que la fe en la vida eterna vuelva insignificante la vida terrena. Al contrario, solo si la eternidad es la medida de nuestra vida, también esta vida en la tierra es grande, e inmenso su valor. Dios no es el rival de nuestra vida, sino el garante de nuestra grandeza. Regresamos así a nuestro punto de partida: Dios. Si consideramos bien el mensaje cristiano, no hablamos de un montón de cosas. En realidad, el mensaje cristiano es muy sencillo: hablamos de Dios y del hombre, y así lo decimos todo. Al escrutar los signos de los tiempos, vemos que nuestro primer deber en este momento histórico es anunciar el Evangelio de Cristo, ya que el Evangelio es fuente auténtica de libertad y de humanidad. El Señor mismo indica el núcleo de este anuncio con palabras brevísimas, que deben ser el corazón de toda evangelización. Al principio de su vida pública, Cristo resume así la esencia de su Evangelio: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca. Convertios y creed en el Evangelio» (Me 1, 15). Ahora bien, el Reino de Dios no es un lugar o un tiempo ni una estructura del mundo que nosotros debamos inventar y hacer realidad. El Reino de Dios es Dios mismo, que se nos acerca, se comunica con nosotros, se une a nosotros, para reinar en nosotros. Anunciar el Reino de Dios no es otra cosa que anunciar al Dios vivo y verdadero. Quien no conoce a Dios desconoce al hombre, y quien olvida a Dios destruye la humanidad del hombre, ignorando su verdadera dignidad y grandeza. Por eso dice san Ireneo: «Si Dios le faltara por completo 139

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al hombre, el hombre dejaría de existir». De esta forma introduce la famosa declaración del humanismo cristiano, que se cita con frecuencia, pero solo a medias: «La gloria de Dios es el hombre vivo, pero la vida del hombre es ver a Dios» (Adversus haereses, IV 20, 7). Ver a Dios significa mantener abiertos los ojos del corazón a la existencia de Dios, y los oídos del corazón a su Palabra: tender por entero la propia existencia al Dios vivo. Si nuestro corazón no percibe ni acepta de ninguna manera la existencia de Dios, dejamos verdaderamente de vivir. El corazón trata en vano de sacar vida de otras fuentes, pero en realidad se destruye, como demuestran tantos signos de nuestro tiempo, en los que se manifiestan de modo evidente las trágicas consecuencias de la ausencia de Dios. Si en la nueva evangelización tenemos que hablar en primer lugar de Dios para poder hablar con verdad del hombre, entonces hemos de examinar nuestras conciencias. Buena parte de nuestra catequesis y de nuestra predicación parece estar determinada por la persuasión de que antes que nada hayan de resolverse los urgentes problemas económicos, sociales y políticos, para luego, con paz y tranquilidad, poder hablar también de Dios. De este modo se pervierte la verdad de las cosas: anunciamos una sabiduría nuestra y un reino humano, al tiempo que ocultamos la luz verdadera -de la que todo depende- bajo el velo de nuestras ideas e iniciativas. Quizá tengamos que admitir que a veces la Iglesia habla hoy demasiado de sí misma, gira demasiado alrededor de sí misma, de su estructura que mejorar. De esa manera, la confesión del Dios vivo, que nos dona la vida y el camino, no resplandece en Ella y por Ella. A este hecho se le puede aplicar lo que el Señor dice del ojo, lámpara del cuerpo, del que depende que todo el cuerpo esté iluminado o en tinieblas (Mt 6, 22 s.). La Iglesia está llamada a ser el ojo del cuerpo de la humanidad, por el cual se ve y entra en el mundo la luz divina. Un ojo que quiere verse a sí mismo es un ojo ciego. La 140

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Iglesia no fue creada para sí misma, sino que existe para ser el ojo a través del cual nos llega la luz de Dios; para ser la lengua que habla de Dios. También para la Iglesia es válido que quien se busca a sí mismo, se pierde. La Iglesia se encuentra a sí misma, si llama a los hombres al Reino de Dios, haciéndoles pertenecer al Dios vivo. Por eso debe ser muy cauta al crear nuevas estructuras de derecho humano; el criterio ha de ser siempre el mismo: ver si de ese modo se hace más libre y más idónea para anunciar la palabra de Dios. Quisiera añadir dos observaciones complementarias. Si la Iglesia sobre todo predica a Dios, no habla de un Dios desconocido, sino del Dios que en su Hijo asumió una carne y nos descubrió su corazón amándonos hasta el final, hasta su muerte en la Cruz. En la predicación cristiana, todo lleva a Dios, pero Dios es, en Cristo, verdadero Emmanuel. Se hizo «Dios-con-nosotros», como dice san Mateo en el primer capítulo de su Evangelio (Mt 1, 23); y en el último, donde lo muestra acabadamente: «Yo estoy con vosotros todos los días...» (Mt 28, 20). La Iglesia no anuncia un cúmulo de dogmas y preceptos, cuyo yugo sería demasiado pesado para los hombres, sino que anuncia un yugo suave y sencillo: Dios que, en Cristo, está con nosotros, nos guía y nos lleva con su amor. La segunda anotación es la siguiente: quien habla de Dios, habla de la vida eterna del hombre, porque Dios no es el Dios de los muertos, sino de los vivos (cfr. Me 12, 27). También aquí tenemos que examinar nuestras conciencias. Por temor a que se nos acuse de que, al hablar de la vida eterna, alejamos a los hombres de su compromiso con el mundo, nuestro anuncio se ha vuelto a menudo demasiado tibio. Pero el hombre, privado de la esperanza de la vida eterna, está gravemente mutilado. La certeza otorgada al hombre de vivir eternamente con Dios, pero también de que puede perderse para siempre, no debilita el deber del compromiso terreno, sino que confiere a ese compromiso su verdadero peso e importancia. Por este motivo, tenemos que 141

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hablar con gran confianza tanto de la vida eterna como de la resurrección de la carne. Esta es nuestra alegría: el Señor se ha ido «a prepararnos un lugar», pues en la casa del Padre «hay muchas estancias» {Jn 14, 2). El Señor mismo es nuestro hogar, Él es nuestra morada. Esta es nuestra alegría, la alegría del Evangelio, que nadie nos puede arrebatar (cfr. Jn 16, 22). Esta es la alegría que debemos anunciar en la nueva evangelización.

4 Cfr. M. HONECKER, Einführung in die theologische Ethik, Berlín 1990, p. 130. 5 Cfr., además del importante artículo ya citado de H. REINER, las investigaciones de A. LAUN, Das Gewissen. Oberste Norm sittlichen Handelns, Innsbruck 1984, y Aktuelle Probleme der Morcltheologie, Viena 1991, pp. 31-64; J. GRÜNDEL (Hg.), Das Gewissen. Subjektive Willkür oder oberste Norm? Düsseldorf 1990. Una buena síntesis panorámica ofrece K. GOLSER, Gewissen, en H. ROTTER y G. VIRT, Neues Lexikon der christlichen Moral, Innsbruck-Viena 1990, pp. 278-286. 6 Letter to the Duke of Norfolk, p. 261. 21 Cfr. C.I.C., can. 833; Professio fidei et lusiurandum fidelitatis: AAS 81

(1989) 104 s. 35

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Decl. Dignitatis humanae, cit., nn. 9-10.