El Diario Secreto de Juan Pablo I RICARDO DE LA CIERVA

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Ricardo de la Cierva El diario secreto de Juan Pablo I El diario secreto de Juan Pablo / es un intento de penetración en el misterio de la vida y la muerte del Papa Albino Luciani, que sólo reinó durante treinta y tres días sobre la Iglesia Católica y quiso sintetizar, de acuerdo con la elección de su nombre compuesto, el impulso de sus dos grandes predecesores, Juan XXIII (que le hizo obispo) y Pablo VI (que le creó cardenal); dejó, pese a su fugacidad, una huella muy profunda que fue inmediatamente continuada por su sucesor, el actual Papa Juan Pablo II. Durante una intensa búsqueda por el Véneto y Roma, donde se desarrolló la vida incógnita del Papa Luciani, Ricardo de la Cierva ha encontrado materiales y perspectivas sorprendentes que revela en esta evocación, con todo el rigor de la investigación histórica y toda la amenidad de la novela. Frente a ciertos sensacionalismos mal fundados que se ceban en la muerte de Luciani, el autor trata de encontrar en su vida inexplorada el secreto de esa muerte que el cardenal de Venecia había adivinado ya el invierno anterior y anunciado desde su cátedra de San Marcos, con toda claridad. ¿Por qué? La respuesta surge muy convincentemente en estas páginas.

Ricardo de la Cierva y de Hoces (Madrid 1926), catedrático de Historia Contemporánea Universal y de España en la Universidad de Alcalá de Henares, se ha concentrado definitivamente en tres campos, muy relacionados entre sí, de trabajo literario. Uno, el análisis histórico riguroso de la historia de

nuestro tiempo, por ejemplo en sus estudios sobre la guerra civil, que le valieron el Premio Espejo de España 1989 por su libro 1939. Agonía y victoria, o en su «Historia de América» que publica semanalmente en la revista Época; otro, la historia de la religión, que abrió con su libro de 1986 Jesuítas, Iglesia y marxismo, que suscitó una polémica internacional que aún perdura; y por último la novela, o como él prefiere decir, evocación histórica, que le hizo ser finalista en 1988 del Premio Planeta con la primera parte de su saga isabelina El triángulo. Alumna de la libertad, cuya continuación apareció en la primavera de 1990. Tal despliegue le conduce a numerosos viajes por archivos y lugares de todo el mundo, como en 1989, cuando descubrió el Trivéneto nimbado aún por el aura misteriosa dei Papa Luciani. El autor quiere ocuparse en este libro de esos tres ámbitos —la historia, la Iglesia, ia novela— con unas gotas destiladas, por qué no, de una experiencia política que cree, ante lo que se ve, felizmente superada.

Ricardo de la Cierva El diario secreto de Juan Pablo I

Ricardo de ta Cierva, 1990

Diseño colección y cubierta de Hans Romberg (foto Bu ropa Press) Primera edición: agosto de 1990

índice Prólogo a un diario inédito E l estupor y la m e n t ir a

Día

00/ Viernes,

11

25 de agosto

E l p r e c On c l a v e Día OISábado, 26 de agosto

17

L a cuar ta v o t a c ió n

35

Día 1/Domingo, 27 de agosto R a t z in g e r y e l papa M a r c e lo

50

Día ULunes, 28 de agosto L a c u r ia

67

Día 3/Martes, 29 de agosto Los s e c r e t o s d e V e n e c i a Día A!Miércoles, 30 de agosto

79

L a s a l v a c ió n d e M a r ie t t a

94

Día 5/Jueves, 31 de agosto E l e s t ié r c o l d e S a t a n á s

101

Día 6/Viernes, 1 de septiembre P e r io d is m o y m a n ip u l a c ió n

106

Día 11Sábado, 2 de septiembre H e r id a s a b ie r t a s

114

Día SIDomingo, 3 de septiembre « E go sum P etr us»

123

Día 9¡Lunes, 4 de septiembre E l rey de E spaña

130

Día \0IMartes, 5 de septiembre L a m u e r t e d e N ik o d im

143

Día l\l Miércoles, 6 de septiembre E l v ic a r io

153

Día 12/Jueves, 7 de septiembre U n fantasma recorre E uropa

165

Día 13/Viernes, 8 de septiembre L a t ie r r a d e s a n M a r t in

Día

14 /Sábado,

Los e s c á n d a l o s

de

174

9 de septiembre V it t o r io V e n e t o

186

Día 15/Domingo, 10 de septiembre Dios M a d r e Día 16(Lunes, 11 de septiembre

197

L a in f ilt r a c ió n

205

Día 17/Martes, 12 de septiembre M ONTINi: HISTORIA DE UNA AGON 1A

Día 18/Miércoles, 13 de septiembre E l s e c r e t o d e J u a n X X III Día 19¡Jueves, 14 de septiembre E l t r ío d e M a m m ó n Día IQIViemes, 15 de septiembre E l O pu s D ei

215 224 236 246

Día 21¡Sábado, 16 de septiembre L a l ib e r a c ió n d e A m é r ic a

255

Día 22/Domingo, 17 de septiembre E n t r a M a r c in c k u s

267

Día 23¡Lunes, 18 de septiembre E l a sa lt o a la B a n c a C a t t o lic a

279

Día 24IMartes, 19 de septiembre E l in f o r m e A m b r o s o l i

289

Día 25IMiércoles, 20 de septiembre L a p r e m o n ic ió n

297

Día 26/Jueves, 21 de septiembre S p e ll m a n ya n o está aquí

, 305

Día 21¡Viernes, 22 de septiembre C o n f e s ió n y se c u e st r o d e A ldo M oro

313

Día 2SISábado, 23 de septiembre V a m o s a e n t r a r e n a c c ió n

323

Día 29¡Domingo, 24 de septiembre L as d iv is io n e s d e l papa

330

Día 30¡Lunes, 25 de septiembre M u e r t e e n V e n e c ia

340

Día 31¡Martes, 26 de septiembre K arol

349

Día 32/Miércoles, 27 de septiembre E l am o r q u e m u e v e el sol

358

Día 33/Jueves, 28 de septiembre S e c r e t o d e la h is t o r ia , CLAVE DE NUESTRO DESTINO

365

Epílogo Nota del compilador

371 377

Para Mercedes X X X IX

P r o lo g o

a u n d ia r io in é d it o

EL ESTUPOR Y LA MENTIRA A las siete cuarenta de la mañana del sábado 29 de septiembre de 1978 saltaron casi a la vez, desde una emisora romana a los teletipos de todo el mundo, el estupor y la mentira. El estupor ante la noticia más inesperada que cabía imaginar: la muerte del papa Juan Pablo / cuando se acababan de cum plir los trein­ ta y tres días de su pontificado; era la primera vez, en siglos, que un papa moría solo en su dormitorio. Pero el estupor nació envuelto en la mentira. En virtud de acuerdos que nunca se revelaron, todo el mundo se puso a mentir sobre la muerte del papa. Personas de proximidad, responsabilidad y rango semejantes co­ municaron, desde los primeros instantes del estupor y durante los días, semanas y meses siguientes, hasta nuestros días, informaciones divergentes y aun contra­ dictorias. Una monja de la pequeña comunidad que cuidaba al papa declaró que el cadáver fue descubier­ to por el secretario irlandés; luego dijo que fue ella misma. Nadie reveló entonces indisposición alguna del papa en vísperas de su muerte; pero diez años después, nada menos, el secretario irlandés, ya obispo, se acuerda de un extraño dolor de cabeza, mientras el secretario italiano, que estaba también presente en aquel momento, revela que el papa sintió tan aguda opresión en el pecho que hubo de apoyarse en la pa­ red. Ante una indisposición menor del papa Pablo VI, a quien también había servido, el secretario irlandés, según él mismo refiere, se pasó toda la noche velando 11

el sueño de aquel papa; pero no se le ocurrió hacer lo mismo durante la última noche de Juan Pablo /. To­ dos ¡os testigos afirman que el papa, al morir, aferra­ ba unos misteriosos papeles, pero nadie dice cuáles. La monja, y Radio Vaticana, dijeron al principio que se trataba de la Imitación de Cristo, libro predilecto de Juan Pablo... que según otros testigos ni se hallaba en el dormitorio papal; un biógrafo piadoso afirma que los papeles eran un borrador para la breve alocución del domingo siguiente después del ángelus; un cardenal testigo cree que se trataba de una homilía veneciana del papa que quería adaptar en Roma; otros creen estar seguros de que era el discurso-ultimátum que Juan Pablo / estaba a punto de dirigir a ¡os je­ suítas para volverlos al buen camino; otros aluden a ciertas listas y secretos proyectos. Existen pruebas claras de varias preocupaciones gravísimas del papa Luciani sobre los problemas fi­ nancieros de la Santa Sede durante aquellos últimos años, y sobre su disconformidad con determinados dignatarios de la curia romana y de ¡a Iglesia univer­ sal, de quienes había completado y perfilado su ya excelente información anterior a lo largo de sus trein­ ta y tres días de pontificado; pero un cualificado testi­ go jesuíta, amigo personal del papa, se atreve a men­ tir rotundamente cuando afirma: «N o se había ocupa­ do de finanzas ni de nombramientos.» Por el contra­ rio, consta su absorbente preocupación por uno y otro problema hasta unas horas antes de su muerte solita­ ria y secreta. Había decidido y promulgado, durante los treinta y tres días, nombramientos muy importan­ tes y significativos; poseía ideas muy claras sobre la equívoca situación financiera de la Santa Sede —a punto de reventar— y prácticamente había anunciado con firmeza y claridad que estaba a punto de tomar decisiones de suma importancia para el gobierno de la Iglesia en cuanto completase la exhaustiva informa­ ción que ya tenía muy avanzada en varios campos... que como sabía muy bien eran campos de minas. So­ bre su salud corrieron contradicciones semejantes; ex­ celente para unos, desastrosa para otros. Ante todo este cúmulo de mentiras que nacieron y

se alimentaron en el círculo íntim o de la propia San* ta Sede, nada tiene de extraño que investigadores aje­ nos, incluso merodeadores, hayan continuado el tur­ bión de las mentiras desde fuera. Nunca se habían abatido sobre las puertas de la Iglesia —o más prosai­ camente, sobre el portone di bronzo que cierra cada noche los secretos del Vaticano— tan persistentes olea­ das de difamación, conjetura gratuita, deformación delirante y calumnia soez- Un autor célebre trenza una trayectoria biográfica de Juan Pablo i para des­ truir, por elevación, la limpia y desbordante imagen de su sucesor, Juan Pablo II, acusándole poco menos que de cómplice en el presunto asesinato del papa Luciani. (Lo malo es que el audaz lo desconoce todo sobre la lengua italiana, lo ignora todo sobre la curia, se arma un lio fenomenal con el obispado de Roma y confunde las sutilezas romanas con la Main Street de un poblado fantasma en el Oeste.) Otro, mucho más famoso como escritor y patricio de Francia, no se aca­ bó de creer que la prefectura de la Casa Apostólica le denegase una audiencia privada después de los escán­ dalos sadosexuales que habían extrañado incluso en su hotel de Roma, por lo que decidió combinar en otro best-seller el asesinato de Juan Pablo I con una orgía á trois entre un arzobispo pródigo, un fraile cimarrón y una marquesa del peor Fellini en el más adecuado de los escenarios: la capilla de la Pietá. Otro, que fue asesor del concilio, apunta que la famosa Imi­ tación de Cristo era realmente una silenciosa bomba de gas encuadernada. Sin embargo, semejantes excesos, que sólo descu­ bren el asco que tales autores, sobre todo el penúlti­ mo, parecen sentir hacia sí mismos, me preocupaban poco cuando durante una tarde romana y primaveral de 1988 repasaba mis apuntes inconexos sobre la tra­ yectoria del papa Juan Pablo I, en medio de una me­ ditación junto a la tumba que está enfrente y que cierra por ahora la galería subterránea abierta en bus­ ca de la basílica constantiniana de San Pedro desde los tiempos de Pío X II hasta los de Juan Pablo II. Creo que la figura de Juan Pablo I se explica mucho mejor ante la del papa Marcelo I I —que reposa frente 13

a Luciani—, y aunque la hondura del lugar deja margen muy estrecho para sentimientos vulgares, no pude reprimir la rabia cuando encontré, en medio de esos apuntes, un estúpido suelto de Le Monde —que enton­ ces aún presumía de oráculo, antes de que la opinión francesa se hartase definitivamente de sus dogmatis­ mos pedantes— sobre la primera homilía romana de Juan Pablo /. «¡Qué decepción! —dictaminaba un corresponsal erigido en definidor—. ¡Qué diferencia entre estos ejemplitos de catequesis barata y los vue­ los de águila a que nos tenía acostumbrados ese gran papa de la inteligencia que era Pablo VI!» Precisamen­ te esa mañana había terminado yo, entre centenares de fichas, la lectura de las Obras Completas, recién editadas, de Albino Luciani (que por supuesto ni ha­ bía saludado el redactor de Le MondeJ y había confir­ mado plenamente algo que ya me asaltó desde la lec­ tura de Illustrissimi en 1978; que el doctor (doctor en teología, de verdad, con licencia, cursos, tesis y laurea, no doctor de rutina y tarjeta falsa) Albino Luciani Tancon se había labrado, sin alardear jamás de ello, una cultura amplia y honda, verdaderamente univer­ sal, emanada de una espléndida biblioteca que le fue acompañando en todos sus destinos, y que en nada tenía que envidiar a la cultura unilateral, afrancesada y maritainiana del papa Montini, por más que Lucia­ ni ocultara la suya en una montaña aplastante de humildad. Confieso que fue aquella obviedad estulta de Le Monde la que me puso casi inmediatamente en mar­ cha para escribir esta evocación de Juan Pablo I, ese inmenso desconocido de nuestro siglo, con el fin de averiguar la que me parecía clave de su vida y de su muerte: los papeles que repasaba sentado en su cama durante la noche del 28 de septiembre de 1978, y que al sentir la muerte aferró con tal fuerza que sólo en­ tre dos hombres pudieron arrancarlos de su mano derecha en la madrugada del día 29. Guiado por el cuadernillo-agenda con que iba mar­ cando, desde el seminario, las intenciones de cada jomada, he ido siguiéndole día tras día, año tras año, en su trayectoria por las Tres Venecias, paralela a su 14

torrente natal, en los Prealpes vénetos, a los ríos de su madurez que enriquecen la llanura ubérrima del Po, y que desembocan cerca de la Venecia marítima, donde sintió, en medio de una depresión agónica, la lla­ mada de África y la de América, la llamada de Fátima y la llamada de Roma, Toda su vida fue un descenso desde las montañas a la mar, a los dos mares de Ita­ lia, al Mare Nostrum de la humanidad. Su vida fueron « los ríos que van a dar en la mar, que es el m orir», como le dijo, ya muy cerca de la mar, un cardenal de España que había intuido con sorprendente claridad esa trayectoria. Fui encontrando poco a poco, en revueltas de torrentera y remansos fluviales, las páginas del otro diaño, el que fue preparando cuando gracias a otro de sus pocos y grandes amigos, un cardenal de Polo­ nia, consiguió evadirse de su agonía veneciana y recu­ perar ya para siempre, aunque fuera un siempre tan breve, la paz de la mar que es el morir. Consiguió concentrar las cinco heridas de la Iglesia, que le había mostrado, en medio de los afanes de su tesis doctoral, aquel profeta incomprendido del siglo XIX, Antonio Rosmini; las concentraba desde su angustia veneciana en esas otras tres heridas íntimas que le ayudó a des­ cubrir, en la Noche Oscura cuyo misterio español le había revelado el cardenal de Polonia, su otro amigo el cardenal de España. El cardenal polaco le había mostrado las claves de la noche descubiertas por un místico español; el cardenal de España le había descri­ to las tres heridas abiertas en los versos de un poeta comunista, la de la vida, la de la muerte, la del amor. En Fátima, y en Coimbra, una pobre monja igno­ rante y hosca le quiso hablar, no de secretos especta­ culares, sino de un extraño sol y un extraño destino. Ya se acercaba el final de los torrentes, hasta que, superado todo, le llamaron a Venecia desde Roma. Y fue a Roma, sabiendo muy bien a lo que iba, pero empeñado en no confesárselo ni a sí mismo. En Roma, y desde la noche del 25 de agosto de 1978, dejó de escribir intenciones en su agenda. Nece­ sitaba concentrar toda su vida, pero no ya para salir de su noche oscura o para adivinar cuáles eran real15

mente sus tres heridas. Todo eso, lo personal, ya esta­ ba vencido y superado y aceptado, Ahora tenía que combinar sus amplísimas vivencias culturales con to­ dos los tramos de su experiencia vital, para conseguir, durante su descenso final a la mar, que es el morir, lo que otros cincuenta, cien, doscientos hombres que fue­ ron papas trataron de lograr en algunos o muchos aftas, pero años. Desde su jornada de Fdtima él sabia que no disponía de años; se le escapó del alma durante su homilía de Navidad en la cátedra de San Marcos, y toda Ve necia lo comentaba al día siguiente: « Que tengamos todos un feliz año 1978, o al menos los me­ se» que Dio* nos conceda de él. » Cosas del patriarca, que a veces se traspone, comentaron algunos espíritus fuertes. El diario que se abría en la noche del 25 de agosto, primera del cónclave convocado para elegir al sucesor de Pablo VI, no es un remanso para el desahogo. Es la proyección de toda una vida para cum plir una mi­ sión, para afianzar un programa de acción profunda y urgente Bajo el signo de un escudo heráldico que casi nadte comprendió entonces. Es cierto que resalta­ ba el lema, HVMILITAS; pero sobre las tres heridas sublimadas en tres estrellas descansaba, tenso y sere­ no a la vez, el león de san Marcos, a punto de saltar. He aquí el diario. No sé, al transcribirlo, si resuel­ ve el misterio, en el sentido policíaco del término; probablemente sí, pero es lo de menos. Lo importante es que, como he revivido cada una de sus páginas en el lugar y el ambiente donde nacieron, me parece que í'I diario ilumina el misterio de una pasión y una muerte; de unas heridas que siguen abiertas; de un torrente, unos ríos y la mar. E l COMPILADOR '

Día 00 Viernes, 25 de agosto

EL PRECÓNCLAVE

Abro este cuaderno al asfixiante anochecer del 25 de agosto, en la celda número 60 del cónclave, situada poco menos que en un rellano, dedicado a oficinas de estadística, entre el segundo y tercer piso de la Secre­ taría de Estado. No me parece, desde luego, vivir en el palacio del Vaticano, sino en los aposentos corri­ dos de mi viejo y querido seminario de Peltre, con un cuarto de bailo elemental para cada cuatro cardena­ les y todas las demás incomodidades que pueden ofre­ cerse en el siglo xx en aras -anacrónicas'- de la rapidez. Nunca he necesitado como ahora este reman­ so nocturno para fijar mi pensamiento, mi actitud y hasta mis vivencias frente a los sucesos que están a punto de presentarse, o de reventar, ante la mirada de casi ochocientos millones de católicos que la tie­ nen puesta en este cónclave, abierto, dicen, en medio de una dramática crisis de la Iglesia. Yo no entiendo bien esa crisis. ¿Qué ha sido la historia de la Iglesia en veinte siglos sino una crisis permanente? ¿Esta­ mos ahora peor que en tiempos de Nerón, o de Diocleciano, o de Atila detenido a las puertas de Roma por e) papa León? Estábamos mucho peor en tiempo de Arrio, o en los siglos de hierro, cuando las fami­ lias romanas hacían y deshacían papas, como se ha encargado de recordar esta mañana, muy elegante­ mente, un diario romano con su habitual oportunidad 17

y elegancia: en un reportaje sobre Marozia, la origi­ nal dama del siglo x que fue madre de un papa, que­ rida de otro, tía del siguiente y abuela de su sucesor; y que se jactaba (sin mencionar, eso sí, la eficaz ayu­ da de su propia madre) de elevar al papado a ocho parientes o amigos suyos en siete años, todos los cua­ les acabaron estrangulados, envenenados o sencilla­ mente apuñalados, hasta que el emperador Otón III, que se moría por conocerla a fondo, acabó con la sangrienta dinastía romana y entronizó a un primo suyo, con el encargo, inmediatamente cumplido, de liquidar a la omnipotente señora por ahogamiento en su propia cama, aunque, no faltaba más, previa sen­ tencia de todo un sínodo. Cada vez me asusta menos la historia de la Igle­ sia. ¿Qué pretende ese periódico radical y tragacuras, pero ingenuo en el fondo? Sólo demuestra que la nave de Pedro ha surcado muchas décadas de la His­ toria con tripulación pirata; pero ni aun entregando su gobierno a la hez de la humanidad degradada han conseguido las puertas del infierno cambiar su desti­ no ni hundirla en la tempestad. Es posible que ese periódico, o sus amables imitadores de París o de Madrid, vuelvan estos días veraniegos a la carga —ya no se puede estrujar más al pobre monstruo del lago Ness— con las historias de la familia Borja, cuando Alejandro VI atravesaba el pasadizo cubierto para re­ cibir, desde las almenas del castillo de Sant'Angelo, a su hija Lucrecia durante alguna de sus entradas triunfales y lúbricas hacia estos muros. O con la evo­ cación de Martín Lutero, el fraile agustino que veía el infierno abierto en medio de los festejos renacen­ tistas del papa León X. Escribo a unos pasos del apar­ tamento Borja, y esta misma mañana recogí mis co­ sas del convento de los agustinos junto al Santo Ofi­ cio, donde me he alojado durante el precónclave; me gusta caminar junto a las sombras de la Historia y convivir con ellas, porque, insisto, no temo a la histo­ ria de la Iglesia, en medio de todas sus miserias, porque por encima de todas ellas creo en la comunión de los santos, y los santos, desde el tiempo de Cristo, convivían con la miseria, y con la escoria humana, y 18

caminaban a pie enjuto sobre ella; quizá por eso el propio Cristo permitió, en el momento más hondo de su vida mortal, la traición de Judas y algo que toda* vía me parece más terrible y misterioso: la comunión sacrilega de Judas en la Última Cena. Acostumbrado a entreverar mis homilías y comu­ nicaciones populares con ejemplos vivos y citas lite­ rarias, expuestas siempre como estampas baratas para escapar de toda exhibición cultural, ahora, en este diario, prescindo de todo enmascaramiento; es­ cribo sólo para mí, para ir fijando mis posiciones íntimas que no tengo siempre claras, porque me fal­ ta muchas veces información, aunque ahora me va a venir en oleadas. Cuando divago en este diario inci­ piente es para centrarme en una descripción o en un análisis. Mañana ya no veremos periódicos ni oiremos la radio. Pero llevamos casi tres semanas febriles de pronósticos y conjeturas; para los medios de comuni­ cación en todo el mundo un precónclave en pleno agosto ha sido como un maná porque además este verano apenas está pasando nada en la superficie; aunque se están gestando convulsiones y sorpresas que aflorarán en otoño. No voy a engañarme ni'por un momento a mí mismo en estos desahogos; aunque siento en lo más íntimo, desde septiembre pasado, algo que jamás experimenté en toda mi vida anterior: los tirones de una doble conciencia, casi de una doble personalidad. Desde mi conversación de dos horas en Coimbra con la hermana Lucía de Jesús, durante mi peregri­ nación a la Virgen de Fátima, presiento lo que va a sucederme en este cónclave que se acaba de cerrar. Volveré sobre la conversación con la hermana Lucía, donde no hablamos de secreto alguno; yo le había dicho de buenas a primeras que no me interesaba la política y nuestra conversación se refirió exclusiva­ mente a los nombres de Cristo, sobre los que ella me hizo muchas preguntas, algunas muy profundas, que no parecían venir de sus labios, porque nunca preten­ dió disimular su incultura; otras muy ingenuas, como de monja novicia y enamorada. Nos detuvimos en un silencio compartido y gratísimo, casi al final de la 19

conversación, y salió de él con unas palabras que hasta unas horas después, ya en el avión de regreso, no me llamaron la atención, porque mientras hablá­ bamos encajaban sin resalte alguno en el contexto de nuestro intercambio. Esto fue lo que me dijo, en su portugués cerrado que de pronto se aclaró: «Tendrás, señor patriarca, la corona de Cristo y los días de Cristo.» No le pedí más explicaciones, porque segura­ mente no las sabía; no asumió, al hablarme así, un tono ni mínimamente profético, ni se salió de la línea puramente espiritual de nuestro diálogo. Pero andan­ do las semanas y los meses sólo me quedaron, de aquel encuentro, esas palabras; y aunque ahora, en la primera noche de este viernes, es la primera vez que me lo confieso de frente, desde mis pensamien­ tos en el avión presentí que iba a sucederme pronto lo que me va a venir en este cónclave, quizá mañana o pasado: la corona de Cristo y los días de Cristo. Desde entonces, mientras se ahondaba mi conciencia de indignidad y de debilidad, se ha abierto un hueco en el fondo de mi alma para albergar, sin la menor duda, la decisión de Cristo que llega. Sin embargo —y por eso hablo de doble concien­ cia y de doble personalidad—, con ojos humanos, los míos, el cumplimiento de ese presagio me parece —tengo derecho a ello— un absurdo. Yo soy un obis­ po enfermo y en gran parte fracasado, con el rechazo implacable de mi diócesis y mi ciudad sobre los hom­ bros, y con la conciencia objetiva de mi gran depre­ sión del año pasado cerrándome todo el camino. Yo soy un enfermo, un hombre de otro tiempo, recomi­ do de dudas íntimas sobre casi todos los problemas de la Iglesia y de la humanidad, muy capaz de plan­ tearlos y resolverlos en el plano personal gracias a una fe milagrosa que cada día se acrecienta, pero incapaz de proponer soluciones a gran escala fuera del plano de catequesis elemental en que voluntaria­ mente me he refugiado desde que me rodeó, a mi entrada en Venecia, un hielo impenetrable. Por eso fengo derecho a seguir el ejemplo de Cristo y pedir que se aparte de mí ese cáliz; y cuando se pide algo, es para conseguirlo. Yo, desde septiembre, no vivo 20

bajo el peso de una profecía ni sobre el dictamen de un oráculo; sólo bajo la opresión creciente de un pre­ sentimiento, y entre la esperanza de que sea atendi­ da mi oración. Por eso acabo de escribir mis últimas cartas a la familia; a Antonia, a mis sobrinos Pía, Juan y Tiziana, diciéndoles que estoy fuera de peli­ gro, y que mi responsabilidad es elegir y no ser elegi­ do. Pero esta mañana, durante la misa pro pontífice eligendo que ha presidido el cardenal Villot en el altar de la cátedra, se me ha adentrado un poco más el presentimiento cuando ha dicho en la breve homi­ lía: «N o vamos a imponer sobre uno de nosotros una corona de gloria ni a ofrecerle un trono de poder, y sino a entregarle, para que él mismo se la imponga, una corona de espinas y a invitarle a que nos prece­ da a todos en un servicio de amor.» No son las pala­ bras de un secretario de Estado, ni siquiera en fun­ ciones de camarlengo; la hermana Lucía me había dicho casi exactamente las mismas antes de prome­ terme la corona de Cristo y los días de Cristo. Terminada la misa solemne en San Pedro me que­ dé un buen rato sentado para evitar encuentros e insinuaciones, aunque mi nombre no sonaba entre los papables de primera, sino a lo más como segunda reserva, y por tanto casi nadie me había pedido en­ trevistas indiscretas. Al salir, cuando me encontraba al final de la nave derecha frente a la Pietá, me abor­ daron dos fieles amigos de Venecia, Camillo Cibin y Giusto Antoniazzi, que se habían colocado muy bien en Roma gracias al cardenal Urbani, mi predecesor, y habían ascendido recientemente a primero y segun­ do jefe de la oficina de vigilancia en el Govematorato. Me auguraban, bastante seriamente, el pontifica­ do, como por lo demás hace todo el mundo ahora en Roma en cuanto se topa con un cardenal, y algunos se regalan el oído con el homenaje. Naturalmente les negué la posibilidad, pero insistieron con un argu­ mento inesperado: —Juan XXIII, señor patriarca, decía que ésa era una cruz irrenunciable. Y con la angustia que divide mi alma desde sep21

tiembre, no me reconocí a mí mismo en esta res­ puesta: —Si la cruz me lleva al Paraíso, la aceptaré. Vi de repente sus rostros demudados y se adelan­ taron a replicarme: —Descuide, señor patriarca. Nadie lo sabrá por nosotros hasta mañana. ¿Quién habló por mi boca, y por la suya?

He pasado en Venecia casi todos los días de la Sede Vacante porque no aguanto el hervidero roma­ no de conjeturas, ni menos la subrepticia pero acu­ ciante campaña electoral de algunos papables que j dejan en panales no ya al pobre Nicolás Maquiavelo, / sino a los mismísimos manuales de estrategia electo­ ral norteamericana, quizá porque Roma y Washington son las capitales de las dos únicas monarquías electivas que sobreviven en el mundo, con la diferen­ cia de que la nuestra es vitalicia y sin posibilidad de impeachment. No asistí, por eso, a las primeras Con­ gregaciones Generales convocadas por el cardenal ca­ marlengo aunque cuando llegué el 10 de agosto para los funerales de Pablo VI, Giovanni Benelli, que siem­ pre se ha portado maravillosamente conmigo pese a nuestras diferencias, me puso al corriente con todo detalle. Encontré, a mi llegada, los ánimos cardenali­ cios bastante alterados en pleno ferragosto, quizá por­ que el acoso de casi quinientos periodistas presunta­ mente especializados había provocado ya las prime­ ras indiscreciones graves, tal vez por la carta imper­ tinente de lo que llamaba el padre Diego Laínez en el Concilio de Trento una caterva de teólogos, encabeza­ dos por la crema del progresismo posconciliar, en que se trazaba casi con pelos y señales el retrato robot del sucesor de Pablo VI por ellos reclamado, a lo que replicaron, con mayor impudicia aún, los gru­ pos integristas que cada mañana desafiaban el bo­ chorno de la plaza de San Pedro convertida en parri­ lla con una inundación de pancartas y octavillas: «Queremos un papa católico», sin acordarse dd que católico significa nada menos que universal, según el 22

todo. En las primeras sesiones de Sede Vacante, la Congregación General inició un peligroso proceso de críticas al pontificado de Pablo VI, con alusiones a sus dudas metódicas, a la evidente crisis de fe y de vocaciones que desembocaban en debates casi encres­ pados sobre el posconcilio. El cardenal Vilíot había cortado con energía esas discusiones, y recordó a todo el mundo que la Congregación General no era un tribunal de la Historia y que carecía de competencias sobre el pasado, mientras las tenía todas para salvar el vacío de poder supremo en asuntos concre­ tos y urgentes, y sobre todo para preparar el futuro. Pero en las reuniones, que se celebraban en la sala del Bologna, tercer piso del palacio apostólico, salta­ ron algunas divergencias que demostraban, según me decía Giovanni Benelli, cada vez más preocupado, la dificilísima tarea que aguardaba al próximo papa. El primado de Polonia, Stefan Wyscinski, y el de Hun­ gría, Laszlo Lekai, esbozaron una dura polémica so­ bre la Ostpolitik de Pablo VI, y el cardenal Palazzini, que había vivido en el ostracismo casi desde su eleva­ ción a la púrpura, advirtió a los demás que la situa: ción económica y financiera de la Iglesia (él se empe­ ñaba en decir siempre la Iglesia, porque el pueblo, explicaba, no entiende de distingos) era no solamente crítica, sino que parecía a punto de reventar; por lo que el cardenal camarlengo cortó el debate apenas iniciado y pidió al cardenal prefecto de Asuntos Eco­ nómicos, Vagnozzi, un informe detallado para discu­ tirlo durante las últimas sesiones de la Congregación General. Benelli me mostraba una sombría preocupa­ ción por tan enojoso asunto, con el que yo venía de Venecia muy escaldado también, porque había senti­ do en mi carne los zarpazos de Mammon desde mis tiempos en Vittorio Veneto, y sigo guiándome por la norma evangélica de que no se puede servir simultá­ neamente a dos señores, sobre todo cuando los seño­ res son nada menos que Dios y Mammon. Con esta nueva información agregándose a mis temores, volví a Venecia el 12 de agosto, el mismo día en que la prensa de Roma hablaba, para sacudir­ se incertidumbres más agobiantes, de que en Sevilla, 23

de España —ciudad que aprendí a conocer de lejos cuando hube de profundizar en la historia de Vene­ cia, porque de Venecia fueron allá en el siglo xv algu­ nas familias que contribuyeron a erigir a Sevilla en capital de dos mundos nuevos—, un histrión que se hace llamar nada menos que papa Clemente (inunda­ do de dinero que le envían innumerables excéntricos de medio mundo) decidía aplazar su «coronación» para eclipsar, sin duda, a la del papa de Roma; voy a preguntarle detalles al cardenal de Madrid, Vicente Enrique y Tarancón, que nos está llenando de humo el corredor donde se han improvisado nuestras cel­ das, y que a estas mismas horas reúne en la suya, dos más allá de la mía, un minicónclave del que me llegan algunos nombres borfosos. Bueno, me quedé en Venecia hasta el 22 de agosto, cuando me llamó Benelli para indicarme que mi retraso en incorporar­ me al precónclave podría interpretarse como un de­ saire a la Congregación General. Salí del muelle de San Marcos en la motora pequeña del patriarcado, sin despedirme de nadie en aquella madrugada tibia, excepto de un sargento de carabinieri que me ayudó a saltar al atracadero de piazzale Roma, desde donde don Lorenzi, mi secretario de los tiempos duros, con­ dujo el viejo Fulvia azul, hasta que rompió no sé qué pieza cerca ya de Roma y tuvieron que venir a bus­ carnos del colegio agustino de Santa Mónica, nuestro alojamiento, el superior y el cardenal australiano Ja­ mes Darcy Freeman, uno de los pocos purpurados que nunca juega a los pronósticos. Asistí silenciosamente a las dos últimas Congrega­ ciones Generales, 14 y 15, anteayer y ayer. Casi todo el mundo parecía ausente y mucho más preocupado por las conversaciones del precónclave (palabra con­ tradictoria que ha tomado en esta ocasión carta de naturaleza) que por las informaciones y debates, cada vez más mortecinos, de las sesiones oficiales presidí* das, con ánimo no menos ausente, por el cardenal Villot. Hasta que en la última sesión, cuando ya está­ bamos aburridos de calor y de informes rutinarios, Pietro Palazzini provocó, con su insistencia en los

problemas financieros, un amago de revolución en la Sede Vacante. Con su cabeza calva y su tendencia a la obesidad, Palazzini se había acreditado en el concilio como un conservador inteligente y crítico por lo que Pablo VI, que no congeniaba con él, se creyó obligado a crearle cardenal en 1973, dentro de mi promoción, para corre­ gir algunos desequilibrios progresistas en un momen­ to en que soplaban vientos de rebeldía en las órdenes religiosas. En esa última sesión, el cardenal Vagnozzi había resumido un informe formulario sobre las finanzas de la Santa Sede, que concluía con la espe­ ranza, por lo demás obvia, de que el nuevo papa pu­ siera orden en un problema enrevesado que la mayo­ ría de los cardenales aborrecíamos, porque no sabe­ mos, por lo general, una palabra de dinero, ni nos interesa ocupamos directamente de ello. Pero Palaz­ zini se había documentado muy a fondo sobre este asunto y nos recordó a todos que en el precónclave de Pablo VI la Congregación General consiguió exa­ minar todas las cuentas de las diversas administra­ ciones vinculadas a la Santa Sede, sin excluir al Ins­ tituto para las Obras de Religión, sobre el que ya entonces se cernían las mayores sospechas y reticen­ cias. Pietro Palazzini, con una copiosa documentación que algunos creyeron impropia del momento, exi­ gió que la sesión se prolongase después de comer, y apuntó que las finanzas de la Iglesia presentaban va­ rios puntos oscuros que no podían hurtarse al poder soberano, aunque fuera provisional, de la Congrega­ ción. Insinuó algunos casos y algunos nombres que inquietaron visiblemente al cardenal camarlengo, en cuya ayuda voló, inesperadamente, el primado de Po­ lonia, Stefan Wyscinski, con súbita energía: —Señor cardenal —casi increpó a Palazzini— , us­ tedes restringen los problemas económicos de la Igle­ sia a una perspectiva capitalista. Quienes vivimos en otra perspectiva pensamos, me parece, que se trata de cuestiones menores V disciplinarias, que segura­ mente desbordaban la capacidad de Pablo VI en su vía crucis final, pero que serán sin duda planteadas y resueltas adecuadamente por el próximo papa. Y no 25

creo que estas sesiones se hayan convocado para ha­ blar de dinero. Todo el mundo asintió, y quedó en las actas la preocupación de Palazzini, quien se mostró disconfor­ me con el carpetazo y advirtió, muy seriamente, que por incómodo que resultase el problema, la Santa Sede consentía en mantener una carga de profundi­ dad albergada casi institucionalmente en los propios cimientos de su administración. Y señaló que el Ins­ tituto para las Obras de Religión, en su situación actual, era precisamente esa bomba destinada a infe­ rir a la Iglesia, antes de lo que pensábamos, un daño irreparable. Luego, a la salida de la última sesión, mientras casi todos hacían el vacío a Palazzini, le invité a comer en los agustinos junto con el cardenal Samoré, que había investigado también el caso por encargo de Vagnozzi. La comida no resolvió nada; quedé con Palazzini en ahondar sobre este problema cuando acabase el cónclave. La conclusión de Villot para yugular el debate antes de que se agriase en aquellos momentos fue simplemente indicar que el Instituto, por su condición de banco abierto a clien­ tes ajenos al Vaticano, quedaba tradicionalmente exento de control por la Santa Sede. Villot no admi­ tió en acta la fulminante respuesta de Palazzini: —Sí, señor camarlengo. Pero jurídicamente el pro­ pietario del Instituto es el papa, nada menos, y cual­ quier escándalo que aflore dentro del Instituto, o a su alrededor, repercutirá fatalmente sobre el papa. Sin embargo, durante aquel último almuerzo del precónclave casi nadie se ocupaba, en los numerosos grupos de cardenales dispersos por el Vaticano y por toda Roma, de problema tan desagradable. Yo apenas salí durante los últimos días de la sala del Bologna y del colegio de los agustinos, donde al atardecer venía Giovanni Benelli a proporcionarme una información asombrosa; lo sabía todo sobre todo. La campaña electoral funcionaba a toda máquina. Su centro apa­ rente era el Circolo, ese club Santa Marta junto a la rava de Ciudad del Vaticano donde las intencionadas filtraciones de algún secretario cardenalicio daban origen a que algunos embajadores tan ávidos como 26

ingenuos comunicaran a sus gobiernos la escala mó­ vil de papables a gusto del consumidor. De aquí salie­ ron, como ya es tópico en el Vaticano, los famosos telegramas reservadísimos al general Franco descar­ tando definitivamente a Roncalli y a Montini en la misma mañana de su proclamación. Los más inicia­ dos, según me decía Benelli, se reunían, hasta hoy mismo, en Roberto y Marcello, los dos ristorantes del Borgo Pió donde, según algunos exagerados, se cocie­ ron los esquemas más difíciles del concilio; aunque puede haber algo de verdad si tiene razón santa Te­ resa de Jesús en ver a Dios entre los pucheros. La verdad es que soy un inexperto total en las trattorie romanas, aunque mis amigos de Venecia se empeña­ ron en celebrar conmigo la imposición del capelo en la memorable mesa de Alfredo, y una vez, durante el último sínodo, los cardenales polacos no pararon has­ ta introducirme en los secretos de L’Eau Vive, vía Monterone, regido nada menos que por un instituto secular provisto de cocineros multinacionales que es­ taba ayer a rebosar con príncipes de la Iglesia y de la pluma. Los periodistas están convencidos de que los cardenales se reúnen para intrigar, cuando real­ mente su principal intención es informarse. Después de las últimas bajas —el cardenal de Taiwan, muerto durante los funerales de Pablo VI; y los tres enfermos graves que se han quedado fuera, el americano Wright, el indio Gracias y el polaco Filipiak—, hemos entrado en cónclave ciento once cardenales, la cifra más alta de la Historia; pertenecemos a cuarenta y ocho nacionalidades, y la información se complica muchísimo cuando cunde cada vez más la idea de que conviene designar a un papa no italiano después de casi cinco siglos. A los italianos nos conoce casi todo el mundo; a los de otras naciones, casi nadie. Me dice Benelli que la primera cuestión, planteada abiertamente desde hace una semana, es precisamen­ te esta del papa italiano o extranjero, como dicen en Roma. El influyente cardenal de Austria Franz Konig, presidente del Secretariado para los no creyentes, aboga por romper la serie de papas italianos, secun­ dado por el cardenal de Milán, Colombo; pero los 27

«grandes electores» de Europa, como llama Benelli a Suenens de Bélgica y Alfrink de Holanda, prefieren un papa italiano —«aunque sea el último», dicen— con el apoyo del bullicioso cardenal de Madrid, mi vecino Tarancón, a quien Benelli conoce a fondo des­ de sus borrascosas experiencias en España: «Dice a todo el mundo que está ahora pilotando una constitu­ ción española para evitar la guerra civil, y que tiene detrás a todos los cardenales de Hispanoamérica.» Parece imponerse la solución italiana, con un matiz importante formulado casi abruptamente por otro cardenal de España, el primado de Toledo González Martín, al cardenal Pericle Felici esta misma mañana: —Muchos pensamos, y hablo en su nombre, que lo ideal sería un cardenal italiano pero de diócesis, y no de curia; un pastor, no un diplomático ni un fun­ cionario. Una experiencia diferente a la de los tres últimos papas, que sugirió a Felici —según me contaba cuan­ do vino a los agustinos para tomar café— esta répli­ ca tan romana: —Pero, señor cardenal, ¿es que los curiales tene­ mos la roña? —Lo malo —apostillaba Felici— es que parece que sí. Benelli tenía situados a sus escuchas en los jardi­ nes del palacio apostólico, sobre todo junto a la gru­ ta de Lourdes, donde anida la mejor información del precónclave. Los cardenales octogenarios, excluidos del cónclave por Pablo VI, aceptan disciplinadamen­ te la jubilación, pero se vuelcan en las informaciones previas, y casi todos les hacen mucho caso. Esta ma­ ñana, al terminar la misa en San Pedro, casi todos los cardenales germánicos se han reunido, por lo vis­ to, en el edificio que se alza junto al cementerio ale­ mán —Hoffner de Colonia, Ratzinger de Munich, Volk de Maguncia y el propio König— y se han decidido por Sergio Pignedoli, que suena muy fuerte en la prensa, pero que según Benelli descubre demasiado su juego, y lleva un mes invitando a cenas renacentis­ tas en su espléndido apartamento a todos los carde­ nales que llegan a Roma. Auxiliar de Montini en Mi-

lán, aristócrata y diplomático, nuncio en Bolivia y en Venezuela, delegado apostólico en Vietnam y en Ca­ nadá, presidente del Secretariado para las religiones no cristianas, posee sin duda las mejores relaciones internacionales (incluidos los movimientos juveniles) y las mejores relaciones públicas de todo el sacro colegio; no obstante, para Benelli no tiene nada que hacer, porque carece de experiencia pastoral, conti­ núa la línea curial y diplomática que parece agotada y sobre todo se ganó impremeditadamente la durade­ ra enemistad del mundo judío cuando hace un par de años cayó en una trampa mortal del coronel Gadafi, que le hizo firmar, ante una traducción equivocada, un manifiesto antisionista en Trípoli. Como los judíos han dejado de ser oficialmente pérfidos y todo el mundo busca su respaldo en problemas de comunica­ ción internacional, Benelli pronostica algún grave dis­ gusto inminente para Pignedoli, y así se lo acaba de advertir. Cuando me contaba, dentro ya del cónclave, estas incidencias, Benelli se puso serio y por primera vez aludió a mi candidatura. —Si fracasa el intento germánico en favor de Pig­ nedoli —me dijo con apenas un susurro— los alema­ nes han apuntado ya tu nombre. Esto sucedía a las seis de esta tarde, y al compro­ bar mi gesto, que era de dolor más que de increduli­ dad, continuó con una primicia de prensa: —Benny Lai, que pese a su frialdad agnóstica es X el primer vaticanólogo del momento, publicará maña­ na, jugándose el tipo, en La Nazione de Florencia, que la elección se va a decidir entre Siri y tú. Me insistió en que la filtración provenía de Pen­ d e Felici, que exigió y obtuvo de tan serio profesio­ nal el embargo del pronóstico hasta mañana, por lo que no podremos leerlo en el cónclave; pero sospecho que Benelli, arzobispo de Florencia y campeón, Dios le perdone, de mi jamás presentada candidatura, no es ajeno a tal apuesta. A mí personalmente, como a la mayoría de los observadores y la mayoría de los cardenales, me fas­ cina la figura majestuosa de Giuseppe Siri, cardenal de Génova. Está en la edad justa, seis años más que 29

ум* per« «et un padre ни Hu, pero no (in pfitlre eterno, nirno й1||инй ve#< «e le emrtpó й nlgtin Joven ейrtlfпйI impaciente denove« cu i‘l mejor Ment ido del término, пмшНеие de«de Ion tiempo* tormento«!* de cuando м л edló и «и nede мй1й1, I m ttdorm'lrtn del pue* Ы). ligui. и quien lut «nbldo guiar mi 1йа peore* eon* уиЫоие« del «iglo. hn«trt que «e й*еп10 Ifl democrHcl« 11'ηI ем In Itrtlln viMu Idfl, «obre todo ctmndo Ion fame)** in« пг|гй11|/йпм 1 Ьй|п lo* miento« Imlcone« di* ни рй1й· VIn »г/оЫчрй! «и milco Intento «erio de In po«g tierra, «eciiiulmlo рог Io« сопишЫй«. con иПй nlutiimla que «r detuvo rtl iiiloiiin botdr »Ir In yuerrtt i lviT C'flrdeNfll гм V vn l*lo XII htibla peii«mlo rn él como mieeaor, V d o t a n t e r l c o n c i l i o f u r e d l t ú Im «»oll(Ir/, d e HU fortnM» ι ló n V «и m i«r t ic lH totrtl d e i n l e d o « ttlite el f u t u r o d e In 1ц1г nun n tw

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М о щ и m i p r e « l i g i o Io n n ó l l d o q u e d u -

m n i r 1^·» « ч г ц и Ы « d r Р й Ы о V I r l m e t r o p o l i t a d e Le* Miliar;i estentórea el Extra omnes ritual y cerró los portones, para recorrer después las apretadas dependencias del cónclave junto a Sachetti y el prefecto de la casa pontificia, monseñor Martin. Hicimos, ya de noche, una cena ligera bastante vulgar, y continuaron las conversaciones de grupo hasta muy tarde. Como ya se había difundido que Benelli no entraba en el juego, los demás cardenales italianos empezaron a franquearse con él. Cuando terminaba yo de escribir el párrafo anterior, al filo ya de la media noche, llegó Benelli como una sombra y me sacó al rellano, porque el corredor de las celdas estaba sumido en un silencio absoluto. Quedaban aún luces encendidas, y seguían, en grupos mínimos, has­ ta en parejas, las últimas confidencias. Benelli, cada vez más serio, y por primera vez algo distante, me comunicó su última información de la jomada, que ni él mismo conocía antes de cenar: que el día 22, cerca del torreón de San Juan, en los jardines del Vaticano, un grupo de cardenales italianos, más al­ gún extranjero como el yugoslavo Seper, sucesor de Ottaviani en la Sagrada Congregación para la Doctri­ na de la Fe, habían decidido apoyarme, y solamente querían asegurarse de mi aceptación, porque esta misma tarde se había difundido mi posible rechazo. —Don Albino —me dijo, fuera ya del tuteo con que nos tratamos desde 1973—, creo que es la última vez que puedo llamarle así, y lo siento un poco por los dos. Voy a dejarle dormir, que buena falta le hace. Pero debo decirle todavía dos cosas, por impul­ so íntimo y lealtad a la Iglesia. Primera, que acaba de cumplirse mi tristísimo pronóstico sobre Pignedoli; acabo de saber que durante la cena alguien aludió, 32

en voz muy baja y sólo para su vecino, a ios rumores sobre la condición homosexual de Sergio, en relación con su apostolado entre la juventud de todo el mun­ do y en vista de que a veces su apartamento se llena de sacos de dormir cuando no les puede encontrar otro alojamiento. Es un vil infundio; y no paré hasta encontrar la fuente, uno de los conclavistas que sirve en su secretariado y que tiene abierto en el Govematorato un abultado expediente por sodomía consumada o frustrada entre las delegaciones islámicas. A mí requerimiento, monseñor Martin acaba de expulsarle del cónclave, pero el mal ya está hecho, y temo que procede además de fuentes más altas. Pignedoli no tenía nada que hacer, después de su campaña equivo­ cada, pero se me abren las carnes al ver cómo este torrente de inmundicias puede utilizarse como inter­ ferencia para la acción del Espíritu entre nosotros. »El segundo asunto que me trae aquí es más im­ portante. Don Albino, no conozco otro cardenal me­ nos apegado al poder que usted. De todos nosotros, usted es quien más aborrece, como instintivamente, dos cosas: el dinero y el poder. Es usted tan humilde que ha llevado la humilitas a su propio blasón; algu­ nos que no le conocen bien, o que le conocen dema­ siado, le acusan de que presume de no presumir. No importa. Usted no ha entrado papa en el cónclave, como Siri; pero quien entra papa sale cardenal, aun­ que acabamos de experimentar, con Pío X II y Pa­ blo VI, dos excepciones seguidas a esa regla secular, que no admite una tercera. Sin darse cuenta, don Albino, usted ha ido dando uno por uno, desde su ordenación sacerdotal, todos los pasos necesarios para llegar al papado. La experiencia diocesana y pastoral; el conocimiento y práctica de los medios de comunicación; el servicio permanente de la fe; la fir­ meza y maestría en resolver enojosos problemas ad­ ministrativos y financieros; el dominio profundo del contexto cultural de nuestro tiempo; la solidísima formación teológica, rematada en un gran doctorado. Ha convertido usted su sede veneciana en la puerta de Roma y ha viajado a los puntos esenciales de Eu­ ropa y a las regiones más significativas del Tercer 33

Mundo, desde el África negra al Brasil y Centroamérica. Usted suma muchas adhesiones y casi ningún rechazo. Los conservadores sintonizan con su actitud en el concilio, los progresistas admiran su sinceridad pastoral con Pablo VI en vísperas de la Humanae vitae, cuando usted defendió hasta el último momento que el uso de la píldora anticonceptiva había de de­ jarse a la libertad de los esposos; aunque después, tomada la decisión casi solitaria por el papa, usted la acató, con todas sus consecuencias. »Don Albino —terminó Benelli—, ha hecho usted, año tras año, la más fantástica y oportuna campaña electoral para el papado que se pueda imaginar. Y la ha realizado sin planearla; sin darse cuenta. Eso sig­ nifica que usted llega a esta noche, a este nuevo día ya, pasan de las doce, guiado por alguien. Mañana, desde la tercera votación, déjese guiar hasta el fin. Terminó Benelli su breve discurso con los ojos iluminados. Me tomó del brazo y me acompañó a la celda. Éramos ya los últimos en recogernos. Antes de irse me besó la mano, que me temblaba. Pero ahora, al completar estas notas, estoy seguro de que no va a repetirse el insomnio de las últimas noches. Me inva­ de, irresistible, una paz absoluta, junto con una gran luz.

DUO

Sábado, 26 de agosto LA CUARTA VOTACIÓN

Ellos tienen papa desde esta tarde; yo soy el papa. He ordenado que siga el cónclave hasta la misa de mañana, rigurosamente; para que no se repita la in­ vasión veneciana del recinto con canciones y botellas de champaña, como en la elección de Juan X X IIL Sigo en la celda número sesenta, para dar ejemplo a los impacientes» Estoy solo, más solo que ayer, más solo que nunca en mi vida desde mi viaje infantil de Canale a Feltre. Nadie entra a verme, nadie viene a conversar. Acabo de salir al corredor para encontrar­ me con alguien, y al primer conclavista que pasaba le he pedido un vaso de agua, sin sed alguna, para poder cambiar unas palabras. Estaba como petrifica­ do cuando me trajo el agua y le pedí que entrase en mi celda. «E l pobre papa quiere un poco de compa­ ñía», le dije. Entró muy amablemente, pero no se atrevía a despegar los labios, hasta que, tras mi mo­ nólogo, le invité a rezar una parte del rosario. Acaba de irse, y me pongo a fijar ideas en el dia­ rio. Hasta la celda del cardenal Tarancón parece si- / lenciosa esta noche. La Constitución de Pablo VI para la elección pon­ tificia, que se ha aplicado por primera vez en este cónclave, ordena que las actas electorales no se des­ truyan, como se hacía antes, sino que se conserven bajo triple llave en la Secretaría de Estado hasta que 35

algún papa autorice su consulta. Es un servicio a la Historia que yo deseo complementar desde una perspectiva personal en estas páginas. No revelo secretos; nadie podrá leer esto mientras yo viva. Lo que hago es fijar esos secretos para iluminar mis decisiones de los días y las semanas próximas. La elección ha transcurrido de forma sencilla, casi natural. Las consideraciones políticas, las discrepan­ cias doctrinales y conciliares que tanto habían juga­ do en el precónclave parecían desvanecerse para de­ jar libre el camino del Espíritu. No soy, en el fondo, ningún ingenuo, pero se palpaba en la capilla Sixtina un ambiente de disponibilidad, un deseo de acertar, del que no cabe exceptuar a nadie. Los poderes del mundo, que hasta el primer tercio de este siglo deja­ ban sentir sus presiones en el cónclave, quedaban ahora completamente fuera. Está claro que en medio de sus convulsiones la Iglesia se ha recuperado a sí misma. Al entrar en la Sixtina me detuvo un momen­ to el cardenal de Manila, Jaime Sin, un filipino de orígenes en China, famoso por sus métodos pastora­ les directos y por su afición a las intervenciones po­ líticas en su complicado país de las mil islas. —Va a ser usted papa, señor patriarca —me dijo con una seguridad aplastante—. Será usted el primer papa del Tercer Mundo. Es usted pobre y triste, como nuestros pueblos. No le contesté hasta que se acercó a besarme la mano después de la elección. —Ha sido usted profeta, Jaime. Pero no por mu­ cho tiempo. Mi pontificado será breve. Hoy he sentido dos o tres veces la necesidad de anticipar a otros mi convicción sobre esa brevedad. —La obra de los papas —me replicaba Sin, abru­ mado por la seriedad de mi pequeña profecía perso* nal— no se mide por un reloj ni por un calendario. y fuera del cónclave, un bochor* ción, siempre considerada como de tanteo, empezó sobre las diez. Desgranaba los vo­ tos el cardenal de Lisboa, Ribeiro, y no se escapaba un comentario desde la doble fila de mesas corridas

a cada lado de la Sixtina, donde nos apretábamos. Yo fijaba la vista hacia el techo, sobre el dedo divino casi rozando al del hombre recién creado. ¿Seria yo capaz de seguir indicando a los hombres esa misma dirección en nombre de Dios, en el lugar de Cristo? Como había previsto Benelli, la primera votación fue para Giuseppe Sin, que casi me dobló en papeletas, pero yo quedaba claramente en segundo término, so­ bre varías agrupaciones de votos dispersos entre Pignedoli (de lo que me alegré mucho), el orondo y espi­ ritual Sebastiano Baggio, el holandés Willebrands y / el polaco Karol Wojtyla, a quien habían votado varios cardenales centroeuropeos como homenaje a la maes­ tría y generosidad con que había contribuido a la reconciliación dificilísima entre las Iglesias de Polo­ nia y Alemania después de los traumas de la guerra mundial. Tuvieron algunos votos Benelli y Felici; el premio de consolación para los papables, copiado del homenaje final a los favorite sons que introdujeron en el cónclave anterior los cardenales de Norteamé­ rica. Yo pensé sinceramente que mi oración había sido escuchada y que el próximo papa sería Sin, que se había quedado a menos de una docena de votos de la elección. Pero tanto él como Benelli me miraron varias veces mientras caían los nombres, con un apun­ te de sonrisa enigmática en los labios. Decidimos, a propuesta del cardenal camarlengo, suprimir la primera fumata ñera dado el carácter de simple tanteo que había tenido la primera votación y pasamos rápidamente a la segunda. Para la elección se necesitaban setenta y cinco votos, uno más que los dos tercios del cónclave, a no ser que ios resultados se estancasen y hubiera que acudir, tras varios días, a procedimientos sumarios. No fue éste el caso. En la segunda votación recibí casi cincuenta votos y que» dé en claro primer lugar, con fuerte descenso de Sin y avance, hasta casi veinte votos, del calumniado Pignedoli, quien quedó, con este reconocimiento, moralmente compensado por la brutal agresión que le ha­ bía deshecho la víspera. Me quedé clavado en el si­ llón, con los ojos en el dedo de Dios que parecía doblarse hacia mí, aunque pronto se me borraba esa 37

imagen, entre todas las nubes que dispersó Miguel Ángel sobre su conjunto de escenas, y que ahora se arremolinaban sobre mi cabeza, ominosamente. Pero no eran las nubes del Buonarotti, sino una humareda pestífera que anegaba la capilla Sixtina desde la fa­ mosa estufa activada por manos inexpertas para la fumata ñera, que nos obligaba a un rápido desalojo de la capilla. Habían salido ya casi todos, pasado el mediodía, cuando el cardenal de Hungría, Lekai, me tomó del brazo. —Los votos aumentan, señor patriarca —me dijo con aire de satisfacción. —Una gran tempestad se abate sobre mí —le con­ testé al salir, mientras más de un cardenal se permi­ tía chistes fáciles con el humo negro. Subí en el ascensor con el arzobispo de Kinshasa, Joseph Malula; estos cardenales negros saben decir­ lo todo con los ojos. Traté de calmar su alegría evi­ dente: —Sólo se trata de una tormenta de verano. Pero ni yo me lo creía; y cuando sobre la una de la tarde bajamos para el almuerzo, casi nadie habla­ ba; surgían conversaciones entre vecino» de mesa, sobre recuerdos comunes o problemas de las Iglesias locales. Hasta que tras un descanso breve regresamos a la capilla Sixtina sobre las cuatro, para las dos votaciones de la tarde. Casi recibí setenta votos en la tercera votación, mientras los de Pignedoli revertían a Siri, también como último homenaje, y desaparecían casi todos los dispersos, excepto los del cardenal de Cracovia. La cuarta votación, que iba a iniciarse sin fumatain ter­ media, podría ya ser la decisiva. Sobre todo cuandó,. en una aplicación liberal del reglamento paulino, pi­ dió la palabra Karol Wojtyla, que estaba justo enfren* te de mí. Normalmente nadie se dirige al pleno del cónclave, fuera de los relatores, más que para plan* tear alguna gravísima cuestión de orden o para soli· citar un voto de unanimidad; que no se ha producido desde tiempo inmemorial. Karol no quería ni un· cosa ni otra. Su intervención fue brevísima y recibí* da en medio de un silencio que casi se podía cortar. 38

—Los cardenales —dijo— tenemos derecho a la libertad de los hijos de Dios. Perdonadme, hermanos, que sea tan sincero, pero llevo toda mi vida luchando por la libertad de la Iglesia en mi patria, y creo que a este momento de mi vida se aplica má¿ que nunca la proclamación evangélica de que la verdad os hará libres. Algunos hermanos me han honrado con su voto. Se lo agradezco en el alma, y lo tomo como un homenaje a la Iglesia de Polonia aherrojada. Pero si sumamos esos pocos votos a los que acaba de obte­ ner el patriarca de Venecia podremos tener el papa que necesita la Iglesia esta misma tarde. Yo pido a mis votantes que entreguen su confianza al cardenal Albino Luciani. Nadie dijo una palabra, pero, con esa nobleza pro­ funda de la que sólo él parece capaz, Giuseppe Siri asintió de manera ostensible mientras Giovanni Benelli parecía sumido en una especie de relajamiento beatífico. Yo me limité a cruzar mi mirada con la de Karol, que se quedó como una esfinge después de cumplir con su deber acuciante, y cuando vino a ren­ dirme homenaje después de la elección, sólo le dije mi pequeño secreto: —La corona de Cristo y los días de Cristo. y( Me contestó, sin dudar: —Lo sabía desde que don Lorenzi me envió el texto de su homilía de Navidad en Venecia, santo padre. Luego lo sabía todo; y sin embargo quiso darme el impulso final para el pontificado. Iba a iniciarse la cuarta votación. Al irse ocupan­ do los sillones después del breve intermedio, Pericle Felici me dejó un papel doblado sobre la mesa, con estas palabras por fuera: Mensaje para el santo padre. No pude más y le retuve un momento: —Aún no he sido elegido. —Léalo, por favor —me insistió. Lo abrí y sólo contenía dos palabras: Vía Cracis. t Las que dijo Pablo VI en el momento de su elección. El cardenal Bafile leía las papeletas de la cuarta votación. Al llegar a la papeleta setenta y cinco de cuantas llevaban mi nombre estalló un gran aplauso 39

en la capilla Sixtina. El relator impuso silencio y continuó mis votos favorables hasta más de noventa. Escribí dos palabras en el mismo papel que me había entregado Felici, bajo el anuncio del Vía Crucis. Mi camino, mi nombre. Y esperé. Se acercaron —inmediatamente después de acaba* da la votación y proclamadas las cifras— los tres cardenales cabeza de cada orden: Villot por los obis­ pos, Siri por los presbíteros y Felici por los diáconos. Me pidieron, ante todo, la aceptación. Emergió enton­ ces por última vez mi tentación de doble persona­ lidad. —Que Dios os perdone —dijo Albino Luciani, el hombre viejo, fracasado, deprimido— por lo que ha­ béis hecho. Sin tiempo para que me repitiesen la pregunta, volví a responder con una sola palabra: —Acepto. Había desaparecido ya Albino Luciani; sólo queda­ ban en el fondo de mi alma la corona de Cristo y los días de Cristo. —¿Cómo deseáis llamaros, santo padre? —pregun­ tó ritualmente Jean Villot. Hundido en mi insignificancia, se me había olvi­ dado. Saqué lo escrito sobre el mensaje de Felici y lo leí mecánicamente: —Juan Pablo. —Mi voz no se oía en la Sixtina y muchos reclamaron que repitiera claro el nombre. Lo hice—: Me llamaré Juan Pablo. Sorprendentemente, el cardenal Felici, tan exper­ tísimo canonista, quiso completar el nombre: —Será Juan Pablo Primero. Inmediatamente, al mirarnos, comprendió su equi­ vocación. El papa que inaugura una dinastía de nombres no se distingue por un ordinal hasta que llega el segun­ do de ese nombre nuevo. Yo tenía que ser, sencilla­ mente, el papa Juan Pablo. Pero no quise corregir a Fclici, abrumado. —Sea Juan Pablo Primero —le confirmé—, ya que el segundo vendrá pronto. Tras el desahogo, impuse a los tres cardenales 40

solicitantes un silencio total sobre la confidencia mientras yo viviera. Mientras recibía el homenaje de todos, que pasó de la hora, las gentes que iban llenando la plaza de San Pedro se desesperaban ante lo copioso e incierto de la segunda fumata, que debía ser blanca y salió gris, luego blanca, luego negra. Me revestí con los ornamentos papales en la capilla de las Lágrimas, sacristía de la Sixtina; ninguno de los tres modelos me sentaba bien. El cardenal Felici hizo el anuncio a las seis y me­ dia desde el balcón central de San Pedro, y yo apare­ cí allí mismo una hora después para dar la bendición urbi et orbi. Dije al maestro de ceremonias, monseñor Noé, mientras nos acercábamos al balcón, que pensa­ ba dirigir unas palabras al pueblo de Roma y a los peregrinos de todo el mundo. Me miró como si hubie­ ra proferido una herejía: —Santo padre, eso es inadmisible, va contra la tradición. Decidí no desafiar a la tradición, pero también cambiar las cosas de forma que un funcionario no pudiera nunca más decir al papa lo que puede o no puede hacer, y creo que Noé lo comprendió. Porque cuando ya nos habíamos apartado del bal­ cón, después de las bendiciones, subieron los ecos de un tumulto desde la plaza de San Pedro todavía reple­ ta. La compañía de honores del ejército italiano, con su banda de música, engañada por la fumata equivo­ ca, no había llegado a tiempo para mi aparición y ahora se presentaba a toda marcha. Comprendí la tragedia personal del pobre capitán, que se jugaba el puesto, y volví al balcón, no sin frenar a monseñor Noé con una sola mirada. Formó la guardia, presen­ taron armas, y la banda acometió el himno más ale­ gre de su vida. Les dirigí la bendición especialmente a ellos, y el capitán, abrumado, dobló la rodilla. Nun­ ca había dedicado un papa su bendición inaugural a una compañía de soldados, y la radio (porque esta noche he permitido el uso de receptores en el cóncla­ ve prolongado) expresa la gratitud del gobierno italia41

no por el gesto. A mí lo que realmente me importaba era la gratitud del capitán. Cerraba ya el cuaderno cuando aparece por la celda número sesenta el cardenal de Cracovia. Resul­ ta ser mi único visitante de la noche, y el único que me sigue tuteando. Pero sólo me dice estas palabras: —¿Por qué luán Pablo? ¿Sabías que hoy, veinti­ séis de agosto, es la patrona de Polonia, la Virgen de Czestokowa? Le expliqué las razones de mi nuevo nombre. Voy a fijarlas hoy mismo, porque no tengo sueño, en el recuerdo esencial de mi infancia. Claro que mi nombre doble lo he escogido en ho­ nor del papa Juan, que me hizo obispo, y del papa Pablo, que me creó cardenal, porque pretendo, ade­ más, aunar en mi actuación las trayectorias de esos dos inmensos predecesores. Pero Juan Pablo es un nombre que me ha brotado irresistiblemente del re­ cuerdo de mi madre, a quien debo la firmeza de mi fe, y si ella viviera lo hubiera comprendido inmedia­ tamente, como lo ha comprendido a esta hora, sin duda, mi hermano Berto en nuestra casa de Canale. Me ha dicho varias veces el cardenal de España que los grandes creadores de la cultura europea hunden sus pensamientos finales, cuando llegan a las puertas de la agonía, en sus recuerdos infantiles; me citaba un hermoso verso de Antonio Machado, el último que escribió, en que hablaba del sol de la infancia. Y no fue otra cosa, en el Calvario, la Tercera Palabra. El sol. En la plataforma glaciar sobre la que se asienta, junto al corazón prealpino de los Dolomitas, mi pueblo natal, Canale d'Agordo, que durante mi infancia se llamaba todavía Fom o di Canale, se alza­ ba en época romana un templo de Helios, el Sol. Allí brilló por vez primera para mí el sol de la fe, en el otoño de 1912, pronto hará sesenta y seis años, una edad cabalística de mal agüero, como me decía me­ dio en broma mi amigo el impresor judío de Venecia, Aldo Manucio. Vengo, pues, de la montaña, nací en una aldea comunicada entonces sólo por sendas fo­ restales, pero inundada de luz y enclavada en un va* llejo glaciar rodeado por cuatro montañas amables, 42

rebosantes de pinos insignes y bosques caducos, con nieve suave la mitad del año. Detrás de las montañas amables, domésticas, las altas cumbres que protegen de lejos más que amenazan, y que impulsan a los dos torrentes que circundan el caserío elemental, Biois y Gares, jamás secos en pleno verano. El agua de las montañas y la compañía de los pinares me estimula­ ban allá arriba, durante toda mi infancia soleada y libre, pero su recuerdo me ahoga aquí, en esta que llaman colina del Vaticano, que no pasa de alcor des­ mochado por veintisiete siglos de Historia. En ningu­ na de mis etapas anteriores, que fueron más bien remansos, perdí de vista las montañas vénetas; Feltre y Belluno se alzaban en sus últimos contrafuertes, Vittorio Veneto en sus estribaciones sobre la llanura del Po, y para Venecia seguían siendo el horizonte. Ahora voy a vivir rodeado de ciudad, acosado por la ciudad, con un jardín cautivo entre palacios y museos, y otro jardín enjaulado en la terraza de mi apartamen­ to. Lo voy a soportar mal. Mi casa era un albergue familiar de montaña, como las cuatro docenas casi iguales, a la vez vivien­ da, hórreo y corral, que componían entonces el pue­ blo. Ahora, con el deporte de la nieve, ha crecido el pueblo, y mi hermano Berto, maestro e industrial, ha mejorado mucho la casa, con puerta a un sendero titulado pretenciosamente vía Rividella, y muros de fábrica sobre el primitivo zócalo de piedra basta para sustentar las fachadas de madera. En ella nací, tan débil que una decidida comadrona, la tía María Fuocco, me tuvo que dar el agua de socorro, y estuve sin nombre hasta que el párroco don Zanetti revalidó poco después el rito bautismal; eso fui los primeros días de mi vida, un niño sin nombre, hijo de la mon­ taña y de una madre solitaria, a quien debo todo. Todo el pueblo la llamaba Bórtola; hasta muy creci­ do no supe que se llamaba realmente Bartolomea, que le abreviaron el nombre las dos hijas sordomu­ das del primer matrimonio de mi padre, cuando iban aprendiendo a balbucear. Mi madre era una monta­ ñesa de fe tan natural y arraigada como nuestros pinares, entre los que una ermita bárbara levantada 43

por monjes de Cassino sustituyó en los albores de la Alta Edad Media al templo del sol. Mi madre, a quien siempre vi consumida por el trabajo y vestida de ne­ gro, limpia como el oro y con el pañuelo negro en la cabeza, fuerte e incansable en su fragilidad menuda, no se resignó a la miseria de Canale cuando se cerra­ ron definitivamente los hornos metalúrgicos para be­ neficiar las pequeñas minas de hierro y cobre con que se habían fundido durante varios siglos los caño­ nes para los barcos de la Señoría, y tras alguna tem­ porada en Suiza se marchó a Venecia para trabajar. Tras colocarse algunos meses como asistenta, entró en la cocina del hospital de San Juan y San Pablo, tan cerca de San Marcos; de ese recuerdo he asumi­ do esta mañana esos dos nombres, aunque otros in­ térpretes hayan acuñado ya la explicación oficiosa. Viví sin nombre los primeros días de mi existencia y ahora llevo un nombre que no significa más que en segundo término lo que todo el mundo cree. La ma­ ñana del bautizo oficial, en la parroquia de San Juan Bautista de Canale, me pusieron por nombre Albino, como había pedido mi padre antes de salir de nuevo a su trabajo en la emigración. Albino había sido su mejor amigo, que se abrasó vivo al caerle encima lin torrente de escoria al rojo mientras trabajaba junto a mi padre en unas acerías de Essen. En ia familia de mi padre hubo varios pequeños empresarios durante generaciones anteriores, pero vinieron a menos y él tuvo que saltar los Alpes año tras año, en busca de trabajo, desde los once, como aprendiz. Yo nunca he vivido en un lecho de rosas, pero mi padre, Giovanni llevó desde la infancia una vida tan dura como se pueda imaginar. Trabajó en media Alemania, y llegó a acreditarse como especia­ lista en colocación de refractarios para hornos de fundición. Se ganaba bien la vida y conocía bien las primeras letras, aunque sólo cursó, como mi madre, tres años en la escuela del pueblo. Cuando luego se conocieron, un domingo de primavera en la plaza de San Marcos, encontraron, muy divertidos, que com­ partían una ocupación adicional en sus trabajos: leer y escribir las cartas de sus compañeros analfabetos. 44

Mi padre sólo leía periódicos; mi madre sólo libros de religión, pero muchísimos, que se los prestaba el párroco de Canale. Se conocieron en Venecia porque mi padre, al en­ viudar, dejó a sus pobres hijitas (que luego, gracias a su inteligencia y bondad, se han abierto ejemplarmen­ te camino en la vida), buscó trabajo en Venecia y lo encontró en las fábricas de vidrio de Murano. Mi padre estaba algo alejado de la práctica religiosa, pero mi madre le impuso como condición volver a ella para siempre, y nunca vi promesa mejor cumpli­ da. Después de la boda falló el trabajo de Murano y Giovanni tuvo que volver a sus acerías alemanas, muy activas entonces para la preparación de la Gran Guerra. Había dejado a su mujer en Canale, se opo­ nía cerradamente a la guerra, y participó en algunas manifestaciones dentro de su sindicato socialista, pero contra lo que se dijo cuando asumí el patriarca­ do de Venecia, nunca tuvo actividades propiamente políticas, ni abandonó ya un solo domingo la prácti­ ca religiosa. Aquel trabajo tan duro y lejano daba para sobrevivir, pero mi madre no se conformaba y propuso la emigración a Argentina como hacían en­ tonces muchas familias de la montaña. Para Buenos Aires se marchó Giovanni a preparar el nuevo hogar, cuando estalló la Gran Guerra y con muchos de sus compañeros volvió para atender la llamada de la pa­ tria. Afortunadamente, una molesta afección pulmo­ nar le retuvo, durante el conflicto, en servicios auxi­ liares. La Gran Guerra arrasó por dos veces nuestros altos valles fronterizos y fue para nosotros un azote de Dios. Yo, con cinco años en los días trágicos de nuestra derrota en Caporetto, pasaba hambre, como mi madre y como mis hermanos menores: Federico, que nos dejó pronto por su debilidad, Berto y Anto­ nia. Los austríacos ocuparon nuestro valle agordino y descendieron a la línea del Piave. Nos molestaron poco en Canale, fuera de algunas patrullas, pero re­ quisaron el ganado y los forrajes. Vivíamos de raíces cocidas y algo de leche de las cabras que escondía­ mos en la montaña. Más de una vez, mi madre, deses­ 45

perada, me envió a pedir limosna, aunque yo prefería buscarme, por un poco de pan duro, cualquier traba­ jo en el campo. Luego, al año siguiente, nuestro triun­ fo en Vittorio Veneto nos llenaba de alegría, pero con el final de la guerra el hambre se agravó hasta que mi padre volvió a encontrar trabajo en la recons­ trucción de Alemania y se afianzó poco a poco nues­ tra esperanza de sobrevivir. Entonces, hacia 1920, nos tocó ayudar a los vecinos más necesitados. Años después leí en Belluno un reportaje sobre la pos­ guerra en los Dolomitas, y vi que sólo entre enero y junio de 1919 murieron en Canale —que no rebasaba el millar de habitantes— nada menos que cuarenta y dos personas, entre las que recordé a algunos de mis pequeños amigos: Fioretto Faé, María Valt, y hasta doce niños menores de siete años. Todo aquel tiempo ni yo ni Berto, que me acompañaba en mis correrías, llevamos zapatos; pesados zuecos de monte en invier­ no y pies descalzos en verano. Cuidábamos las cabras en el prado de la familia, y cuando cumplí los ocho años me confiaron la vaca, patrimonio principal de nuestra casa. Ayudábamos a mi madre para los cua­ tro cortes de la hierba a partir de la primavera entra­ da, y la acomodábamos después en el hórreo. Fueron, gracias a Dios, años excelentes para la pequeña huer­ ta, que abonábamos con estiércol recogido por el monte, y con la gallinaza del corral. Llegué a especia­ lizarme en el cultivo de las hierbas aromáticas que dominaba mi madre: la camomila, la hierbabuena y el ajenjo, que vendíamos a una empresa de Belluno. Lo más duro era casi el acarreo de la leña durante seis meses, para poder aguantar los otros seis con la milagrosa estufa de la estancia principal, una gloría. En 1923 llegó a casa el primer pan blanco; lo traje yo desde Cencenighe, por la senda directa y escarpada, con temor reverencial. Mi madre me había enseñado a leer y a escribir, con su letra primorosa, que logré imitar desde los cuatro años, hasta hoy. No había cumplido los siete cuando acudí a la escuela primaria. Aprovechaba mu­ chísimo, pero mi madre se inquietó seriamente cuan­ do los maestros empezaron a llamarla casi todas U* 46

semanas para comentarle mis bajas notas en conduc­ ta. No aguantaba cinco minutos en el banco; me re­ volvía y revolucionaba a los compañeros. No veía el momento de salir a la plaza y corretear. Para 1923, el año del pan blanco, conseguí, gracias a la paciencia de mi madre —que jamás me levantó la voz, aunque jamás dejó una falta mía de lo que fuera sin corre­ gir—, tranquilizarme y dominarme. Creo que fue tam­ bién gracias a la lectura. Me convertí en un devorador de libros, que me prestaba don Filippo Carli, nuestro párroco, que ya era entonces un ángel del Señor en mi vida. A los ocho años ya me había leído todo Julio Vem e y todo Salgari; a los diez las traducciones de Dickens, Mark Twain y Chesterton; hasta que don Filippo tuvo que traerse libros de la biblioteca circulante en Agordo. Me enfadé con una maestra y hasta la llamé ladrona porque no me devolvía un libro; era entonces aún muy desordenado, pintarrajeaba los cuadernos y los libros de clase. Pero me sentía totalmente feliz. Creo que data de aquellos años mi manía por es­ cribir cartas. Mis artículos de prensa me salen con toda naturalidad en forma de cartas a los más diver­ sos personajes. Cuando murió mi madre, encontré entre sus escasos papeles dos de mis cartas infanti­ les, que tengo aquí delante; las llevo siempre conmi­ go entre mis cosas más íntimas. Las dos son de 1923, el año mágico de mi máxima felicidad; y las dos de marzo. Una va dirigida a ella misma; le cuento cómo perdí dos liras de las doce que me había dado para comprar una medicina en Falcade, y como me costó menos no se lo dije; otra a un compañero de clase que, por mal ejemplo de su padre, blasfemaba el po­ bre durante los recreos, con escándalo de los niños más pequeños. Ya entonces yo había sentido, sin un impulso con­ creto, la llamada para el sacerdocio. Mi madre me había enseñado, y además explicado maravillosamen­ te, el catecismo, pero jamás me insinuó nada sobre mi futuro. Ya sentí algo el día de la primera comu­ nión, pero fue precisamente en ese mes de marzo de 1923, durante una misión en Canale del padre Remi47

gio, capuchino de Trieste, cuando sentí claramente la llamada, cerca ya de los once años. Hablé con don Filippo, que decidió esperar; y con mi madre, que se alegró, pero quiso quedarse totalmente al margen de mi decisión. Yo mismo escribí a mi padre, entonces en Francia, pidiéndole permiso para ingresar el próxi­ mo otoño en el seminario menor de Feltre. La respues­ ta tardó en llegar, y decía lacónicamente: «Tendremos que hacer algún sacrificio más para que puedas se­ guir ese camino.» Gracias a Dios, pronto encontró mi padre trabajo estable en las nuevas centrales eléctri­ cas que se instalaron en Falcade y Canale, donde se quedó hasta su jubilación. Recuerdo, sobre todo, su pipa, su costumbre de silbar suavemente mientras paseaba, casi siempre solo, y su aversión instintiva ante las exhibiciones de las escuadras fascistas que subían con frecuencia hasta Canale para hacer prosé­ litos, por cierto que con bastante éxito. Aquel verano, don Filippo y uno de los maestros me dieron clases intensivas para adelantar el quinto grado elemental que necesitaba antes de ingresar en el seminario. Una mañana dejé el cuaderno de apun­ tes sobre una piedra de la pradera mientras bajaba a casa para buscar un libro, y al regresar comprobé con terror que la vaca pequeña (ya teníamos dos) casi se lo había comido. Muchas veces he recordado este episodio cuando me han cerrado el camino obs­ táculos aparentemente enormes que luego se disol­ vían. No sé si desde esta noche va a valerme el ejem­ plo de mi vaca ilustrada. El 18 de octubre de 1923 tomé al otro lado del puente la póstale, un carromato motorizado de la guerra, que me llevaría hasta el seminario de Feltre. Era mí primera salida del valle y mi primer viaje importante. Lo hice solo. Mi madre, mis hermanos y don Filippo vinieron a despedirme, con todos mis amigos. Sentí que me arrancaba de mis montañas, aunque me fueron acompañando hasta mi nuevo de·" tino las aguas de mis torrentes. Luego, en el semina­ rio, cuando aprendí francés, una de mis primeras lecturas en esa lengua fue un libro agresivo de un tal Babut contra san Martín de Tours, que se había pu* 48

blicado en mi año natal de 1912. San Martín es una presencia mágica y preternatural en todo el valle del Po, en toda la Europa a la que pertenezco. No sé por qué, pero la figura de san Martín me había atraído misteriosamente desde mis primeras lecturas en Canale, y ahora me encontraba con mi nacimiento bajo su signo, aunque fuera negativo y de contradicción; porque tal era la fuerza de su personalidad que sus* citaba, a través de los siglos, tan rabiosas descalifica* ciones. Pero aquel 18 de octubre, camino de Feltre, no pensaba en eso ni en nada. Sólo sentía que mi camino, libremente elegido, me arrancaba de mis raí­ ces. No era así; me llevaba bien dentro a mis raíces, que florecen otra vez durante esta noche, mi primera noche de pontificado.

DIA 1 Domingo, 27 de agosto RATZINGKR Y EL PAPA MARCELO

Fijé anoche, durante la cena, que resultó distendida y agradable,\ aunque sin buena cocina, la apertura del cónclave para esta mañana después de la concele­ bración en la capilla Sixtina, pero con una excepción que los beneficiarios han agradecido enormemente: se abrirían un momento las puertas para que pudie­ ran incorporarse a última hora los cardenales octoge­ narios y nonagenarios excluidos por la Constitución paulina. Como esta entrada iba a tener lugar a las nueve en punto, anoche decidí también pedir al car­ denal de Munich, Joseph Ratzingcr, que me acompa­ ñase a las ocho, después de la hora de meditación personal, a las Grutas Vaticanas, y mandé mantener cerradas las puertas de la basílica hasta las nueve y media, para evitar manifestaciones anticipadas a nuestro paso. El cardenal me esperaba con puntuali­ dad germánica frente a mi celda, y después de atr* vesar silenciosamente el crucero, seguidos algo más atrás por monseñor Martin, el marqués Sachetti ye! capitán de la Guardia Suiza, descendimos a las sagra­ das cuevas. No podía encontrar mejor acompañante que Ratzinger, uno de los hombres de nuestro tiempo qtft más admiro. Bajo su porte aristocrático, con una api* rente altanería que no es más que intento de preser­ var su intimidad, el cardenal de Munich me parece*

desde tu actuación en el concilio, un ejemplo acabado de tradición viva y modernidad segura, Tuvo que retirarle de la revista progresista Concilium, de la que había sido cofundador, cuando se convendó de que el resto deJ consejo de dirección; la flor y nata de) progresismo andante, se desviaba del propio concilio y parecía caer en el pecado que menos sabe perdonar Ratzingcr: el diletíantismo mezclado de apriorismo. Yo creo que, con Hans Urs von BaJthasar, el cardenal de Munich es hoy el más alto y pro­ fundo teólogo de la Iglesia católica, pero no le pedí que bajase conmigo a las Grutas petrínas por eso, sino para confortarle en medio de los ataques por la espalda que sufre profusamente y para aprovechar su fantástico sentido de la Historia, que fundamentaba precisamente su solidez y su hondura teológica. Como todo el mundo sabe, no hay gremio que peor se lleve, desde el siglo i para acá, que el de los teólo­ gos, que por poco provocan en el Concilio de JerusaIcn la ruptura entre Pedro y Pablo, nada menos. Rei­ na hoy en la teología progresista un alemán temante, el jesuíta Karl Rahner, científico de primera magni­ tud, poeta de la le^y hombre de ortodoxia cabal, que sin embargo no sabe resistir ios halagos de sus discí­ pulos más jóvenes, y convierte muchas veces sus en­ señanzas en desahogos demagógicos que le han con­ figurado, desde el principio de esta década o incluso antes, como una especie de ídolo para ios juegos teo­ lógicos en los^ límites difusos de la teología y U. cul­ tura, y en un^éspécííTHe 'Coartada para la disidencia. Inevitablemente ha chocado con Ratzingcr, que posee mucho mayor sentido de la responsabilidad, y al plan­ tearse entre los dos algunos problemas de competencía académica y selección de catedráticos para algu­ na facultad teológica, han convertido la emulación personal en confrontación de escuelas, que en la Baja Edad Medía y más adelante terminaba, como se sabe, poco menos que en guerras civiles universitarias. Ten­ go que llamar pronto a Rahner para calmarle; pero esta mañana decidí alentar a Ratzinger y aprovechar su inspirada inteligencia. Rezamos juntos el credo, de rodillas, ante la casi SI

segura tumba de san Pedro, redescubierta por los beneméritos trabajos arqueológicos impulsados por Pió XII, sobre cuyo sepulcro, en la primera galería de la izquierda según se baja, meditamos unos mo­ mentos. Luego nos arrodillamos ante el mármol blan­ co de Juan X X III, siempre cubierto de rosas que lle­ gan puntualmente de todo el mundo. Aquí Ratzinger no pudo reprimirse y empezó su actuación, dirigién­ dose al papa Roncalli: — ¡Papa Juan, papa Juan!, ¡cuántos disparates se siguen haciendo en tu nombre! Ratzinger adoraba al papa Roncalli, que siempre había preferido sus consejos teológicos durante el concilio; pero nunca había ocultado su disconformi­ dad por algunas decisiones de mi gran predecesor en Venecia y en Roma, no ya de tipo doctrinal, que siem­ pre fueron segurísimas, sino de proyección política, donde no llega ni la sombra de la infalibilidad. Cru­ zamos, con una breve oración, ante los restos de Im> cencio Nono, cuyo pontificado solamente duró dos meses, a fines del siglo xvi, y nos volvimos enfrente, hacia la tumba de Benedicto XV, el papa de la Gran Guerra, el más desconocido quizá de nuestro siglo. —No era fácil ser papa entre Pío X y Pío X I —co­ mentó el cardenal de Munich, que había dirigido su última tesis doctoral sobre la figura del papa Giaco mo della Chiesa—. Vuestra santidad ha de aprender de él no ya la neutralidad absoluta en las disputas humanas, sino la capacidad para seguir ejerciendo la caridad absoluta en medio de la incomprensión total. — Fue el papa de mi primera infancia, señor car­ denal —le respondí—, el papa de mis años de hambre y miseria. El papa a quien invocábamos las familias dolientes y ateridas de la montaña mientras los go* biernos despreciaban sus palabras de paz. — El papa de la paz y el derecho —confirmaba Ratzinger—, que se dejó la vida, con su salud ti» débil, en contener la Gran Guerra y al menos sanar las heridas, millones de heridas, que pudo. Benedicto X V reposa en la última tumba de a·6 ancho corredor, preparado para recibir varias Sié*· Volvimos al lado opuesto, donde junto a los ciflil**1* 52

tos de la basílica constantiniana yacen los dos papas con cuya comunión yo quería cerrar este primer des­ censo a las Grutas. El último es Pablo VI, cuyo cuerpo descansa no dentro del túmulo de mármol, sino sobre el suelo del piso, bajo ese túmulo, como última lección de hu­ mildad. —Si algún día un papa canoniza a este papa —me decía Ratzinger, que tantas confidencias había recibi­ do de mi predecesor durante su interminable agonía de casi diez años—, debería hacerlo como mártir y no simplemente como confesor. Pablo VI, que nos había elevado a ambos al carde­ nalato, se había confiado varias veces a los dos du­ rante algunas estaciones de su vía crucis. Estos días pienso muchísimo en Montini y su martirio. Creo que en ese martirio debo rastrear mi propio camino. Tiempo habrá para volver sobre él en este diario. Ratzinger había adivinado, sin que su discreción suprema dejase traslucir nada, que mi principal inte­ rés en que me acompañase radicaba precisamente en la tumba pontificia que nos faltaba visitar. Entre Pa­ blo VI e Inocencio IX, frente a Benedicto XV, la tum­ ba del papa Marcelo. Se había especializado en esta figura patética, y adivinaba mi interés. Nos quedaban veinte minutos hasta la cita con los cardenales emé­ ritos. Le escuché de rodillas; él se puso en pie, la mano sobre la losa blanca, especialmente pura. —Sabéis como yo, santidad —dijo Ratzinger, con­ movido como nunca le había visto—, que el cardenal Marcelo Cervini degli Spamochi llegaba al solio pon­ tificio el mes de abril de mil quinientos cincuenta y cinco en circunstancias dramáticas. Su salud era pre­ caria y su tarea infinita. Quiso conservar su nombre por respeto al primer papa Marcelo, un mártir del siglo cuatro que se negó, tras cuatro años de sede vacante, a secundar los caprichos del tirano Majencio, quien por ello le depuso y le envió hasta el fin de sus días, que llegó pronto, a cuidar cerdos. El premio para la Iglesia fue la inmediata paz de Constantino, que algunos ignorantes de nuestra historia pretenden 53

hoy descalificar como una peste, cuando realmente abrió paso a nuestra sublimación de la romanidad. »En abril de mil quinientos cincuenta y cinco la Cristiandad estaba mortalmente dividida; la Iglesia católica destrozada por las amputaciones del Norte; el Concilio de Trento estancado y yerto; la Iglesia, desorientada por las indecisiones y los resbalones políticos del pontificado anterior. Fue un cónclave muy breve, duró un solo día, como el nuestro, santi­ dad; el cardenal Cervini es el último papa elegido por aclamación hasta ayer por la mañana, santidad. —Yo fui elegido por mayoría, querido Ratzinger —hube de replicarle. Pero insistió: —Acordamos prácticamente, santidad, y por una­ nimidad, elegirle por abrumadora mayoría, aunque claro está que no contábamos con su voto. Y le digo esto porque técnicamente aún no ha terminado el cónclave y puedo hablar libremente dentro de él. —Si­ guió, tras la amable pausa—: El papa Marcelo II re­ chazó toda ceremonia ostentosa de coronación y pre­ firió un rito sencillo, que llamó «para la iniciación al servicio del pontificado». Con el ahorro de todos esos fastos decidió, según el expreso ejemplo de san Mar­ tín, dividirlos en dos partes; una para deudas de 1* Santa Sede y otra en favor de los pobres. —Advirtk Ratzinger la sorpresa que me había causado con 1í alusión a san Martín, pero prosiguió— : A la llegad del papa Marcelo las facciones romanas, que ensar grentaban las calles de la ciudad, depusieron las ai mas, y se abrazaron públicamente los principales coi tendientes. Seripando, cardenal de los agustinos —I orden de Lutero y del propio papa Marcelo—, decl ró al cerrarse el cónclave que había pedido a Dios \ papa con tres objetivos: Iglesia, concilio y refornn »El papa Marcelo exigió a su familia toscana q no se instalase en Roma. La Iglesia recuperó su car no, y hasta casi su identidad, conmocionada por I convulsiones de la herejía. El concilio se convocó mediatamente, y fijó para cuatro siglos la seguric en la fe de la Iglesia. La Reforma, la nuestra, < algunos siguen empeñados en denominar absur 54

mente Contrarreforma, volvió a ponerse en marcha, ahora de manera irreversible, y de ella vivimos. La Compañía de Jesús, acosada e incomprendida, volvió a la lid abandonada, y san Ignacio de Loyola pidió a Giovanni Pierluigi Palestrina la composición de la más famosa de sus noventa y seis misas, la Misa del Papa Marcelo. Todo esto, santo padre, en los veinti­ dós días que duró su pontificado. En los veintidós días. »Aunque Parmenio, diciendo más de lo que sabia, le aplicó el dicho de Virgilio: Ostensus est nobis, non datus, se nos mostró, no se nos dio. Y es que como demuestran estas dos tumbas vecinas de otro tiempo, la eficacia del papado no tiene por qué medirse por el calendario. Era la misma frase que me dijo ayer el cardenal Sin. Agotamos en silencio, junto a la tumba del papa Marcelo, los minutos que faltaban hasta que nos avi­ só monseñor Martin. Mientras subíamos, encargué al cardenal Ratzinger que dijese a Berto, mi hermano, después que yo le reciba estos días, que mantenga inexorablemente a la familia fuera de Roma. Le pedí que indicase a monseñor Noé, de mi parte, la supre­ sión de la coronación, que debería sustituirse por una misa sencilla para la inauguración del servicio papal. Y con un gesto, que él comprendió claramen­ te, le manifesté mi deseo de que, cuando Dios me llamase, mis restos reposen en el espacio vacío fren­ te a los del papa Marcelo. No hizo falta concretar más; yo sabía que Ratzinger iba a indicar también al maestro de ceremonias la misa conveniente para la inauguración del domingo próximo, la de Palestrina, que figura siempre en el espléndido repertorio de la capilla papal.

Escribo las notas de hoy en el pequeño apartamen­ to para huéspedes importantes de la Secretaría de Estado, porque no he querido aceptar el principal, que me ofrecía Villot hasta que terminen de acondi­ cionar el apartamento pontificio. Ya ha finalizado el cónclave y no tendría sentido quedarme solo en la 55

celda de un pasillo. Desde que he llegado aquí des­ pués de la concelebración en la Sixtina me cruzo con miradas respetuosas pero algo huidizas cuando no esquinadas; la curia no perdona su exclusión del pa­ pado después de tantísimos años de monopolio. Y tal vez ha decidido que yo voy a ser entre ellos solamen­ te eso; un huésped importante, pero, en el fondo, un intruso. A las nueve en punto, cuando volvía con Ratzinger de mi emocionante descenso a las Grutas Vaticanas, recibí a los cardenales eméritos en la Sixtina. Como formalmente el cónclave no termina hasta el final de la concelebración, el encuentro con nuestros mayores ha cargado el ambiente de intimidad y cariño. Se conservan maravillosamente estos ancianos, a quie­ nes pienso dar ancha participación como consejeros efectivos en el nuevo gobierno de la Iglesia. Cario Confalonieri, decano del Sacro Colegio, había tomado con alta dignidad su exclusión del cónclave, y había trabajado intensamente en favor de mi nombramien­ to junto a la gruta de Lourdes, «porque —decía, has­ ta que se convirtió en tópico la frase— sería la única designación que no proviene de una candidatura». Alfredo Ottaviani, que mantenía aún su figura impo­ nente, con la cabeza calva fundida directamente al torso como una proclamación corporal de su solidez inquebrantable, era la historia de toda una época que se iba, y me había ofrendado un sacrificio supremo; no recomendar a nadie mi elección, de la que era ferviente partidario, para no perjudicarme dada su fama de integrista. Injusta fama; su ortodoxia tuvo que acentuar, desde la primera sesión del concilio, los perfiles para contrapesar las exageraciones aven­ turadas del otro bando, y todos sabíamos entonces que de Ottaviani, en quien Pío X II había pensado como sucesor, había venido la elección de Juan XXIII· Luego se opuso cerradamente a la designación de Montini, no por dudas sobre su ortodoxia, sino por recelos ante el inveterado galicismo del milanés. Cuando me abrazaba esta mañana en la Sixtina, sentí que me entregaba silenciosamente el testigo de Pío XII, la fuerza de la tradición. 56

Acabo de llevarme el primer disgusto serio: la Secretaría de Estado, a cuyos servicios encargué ayer la redacción de mi radiomensaje inaugural, ha cons­ truido un hermoso discurso que es del cardenal Vil· lot, no el que sugerían mis notas. Dirigí, en la homi­ lía de la concelebración, unas breves palabras de gra­ titud y corresponsabilidad a los cardenales que iban a consagrar conmigo, y con el ¡te, missa est terminó el cónclave e irrumpieron las cámaras de la RAI para transmitir el radiomensaje que quise dirigir, en latín, al mundo entero. Al advertir la suplantación improvi­ sé sobre la marcha algunas correcciones y he indica­ do al secretario de Estado que se incluyan en la ver­ sión italiana que mañana publicará L ’Osservatore. Su­ brayé el carácter misterioso de la voluntad de Dios, que me había llamado a tan gravísima responsabili­ dad, reconocí mis dudas al aceptarla, recalqué mi convicción sobre la insustituibilidad de la Iglesia ca­ tólica al servicio del mundo entero si sabemos supe­ rar nuestras tensiones internas, vencer la tentación de acomodarnos a los gustos y costumbres del mun­ do, renunciar al aplauso fácil y unirnos con el amor como vínculo único. Reconocí la legítima autonomía de lo temporal, pero reivindiqué la autonomía espiri­ tual de la Iglesia, su derecho a ser ella misma, frente a las tendencias que impulsan al hombre moderno a constituirse en dios, y prescindir de toda ley moral que no emane de él, con lo que el mundo se converti­ ría en un desierto, las personas en autómatas, y la convivencia fraterna en una colectivización de la hu­ manidad. Ofrecí mi vida —es decir, mi muerte— por el bien de los hombres, y volví, por encima del discur­ so escrito, sobre la idea de la muerte, a propósito de la desaparición casi súbita de mi predecesor. Propu­ se mi programa pontificio en la línea que nos había marcado el papa Pablo; la profundización del verda­ dero concilio, el robustecimiento de la disciplina de la Iglesia, la evangelización y el avance ecuménico, el diálogo y la paz con todos. Terminé con una invoca­ ción a la esperanza por parte del «humilde vicario de Cristo», lo que soy. Volví al apartamento provisional para tomar algu57

ñas decisiones previas e ineludibles. Confirmé como secretario de Estado, con un nombramiento autógra­ fo muy expresivo, al cardenal Jean Villot, que me había manifestado, inmediatamente después de la concelebración, sus deseos de abandonar el cargo. Expresé en el nombramiento manuscrito la admira­ ción profunda que siempre sentí por él, a quien con­ firmé también como prefecto del Consejo para los Asuntos Públicos de la Iglesia, presidente de la comi­ sión pontificia para el Estado de la Ciudad del Vati­ cano y presidente de la Administración del Patrimo­ nio de la Sede Apostólica. Villot era, como yo, de origen montañés, fue un gran arzobispo de Lyon en plena crisis del clero de Francia; por eso vino a Roma para dirigir la Congregación del Clero hasta que Pa­ blo VI, deseoso de internacionalizar la curia, le nom­ bró, con general sorpresa, secretario de Estado. Allí chocó duradera e inevitablemente con Giovanni Benelli, pero sin atacarle jamás por la espalda; hasta que Pablo VI, el año anterior a su muerte, zanjó la confrontación enviando a Benelli a la sede florentina, su tierra, con el capelo cardenalicio. Esta decisión tuvo bastante que ver, según me ha referido el propio Benelli, con el deseo final de Pablo VI de distanciar­ se de la política italiana, y con el giro conservador de Jacques Maritain. Al entregarle a Villot el nombra­ miento, poco antes del ángelus (quedó muy sorpren­ dido de los términos efusivos en que estaba escrito por mi mano, y por el procedimiento personalísimo de la confirmación), le indiqué que de momento todos los altos cargos de la curia, empezando por los pre­ fectos de los dicasterios y presidentes de los secreta­ riados, quedaban confirmados hasta que yo me fami­ liarizase con la organización, que sólo conozco super­ ficialmente; y que me interesaba mucho aclarar todos los términos de la discusión sobre los problemas fi* nancieros que había suscitado, en las congregaciones generales de la Sede Vacante, el cardenal Palazzini. Pedí a Villot, como recién confirmado presidente de la Administración del Patrimonio, un informe comple* to no justificativo sino descarnado; y le rogué que recabase la colaboración de Palazzini para completar* 58

lo. De aquellos debates cortados por la intervención del cardenal de Varsovia saqué bien en claro, y se lo dije a Villot, que me interesaba especialmente, en ese informe, la situación del Instituto para las Obras de Religión y las repercusiones de sus actividades bancarias sobre las demás administraciones económi­ cas y sobre el buen nombre de la Iglesia. También indiqué al cardenal que hasta tener delante ese infor­ me prefería retrasar la audiencia que me había soli­ citado muy insistentemente el presidente de ese Ins­ tituto, el obispo americano Paul Marcinckus, sin duda muy preocupado por el incidente que tuvo conmigo en 1973, a propósito de la Banca Cattolica del Véne­ to. Creo que Villot se marchó convencido de que ven­ go dispuesto a jugar limpio, pero a jugar hasta el fondo. Subí al apartamento papal, que seguían limpian­ do y preparando para mañana, bajo la dirección ex­ perta e implacable de mi ama de llaves veneciana, sor Vincenza Taffarel, y sus cuatro hermanas de Ma­ ría Bambina, que se arrodillaron cuando me vieron entrar en el estudio, como ante una aparición. Allí abracé también a don Diego Lorenzi, mi secretario de Venecia, a quien pedí que me acompañase asimis­ mo en el palacio apostólico y su prim er servicio fue abrir la ventana del estudio, a donde me llegó una ovación enorme desde la plaza de San Pedro repleta de romanos y peregrinos, trescientas mil personas que llenaban hasta casi la mitad de la via della Conciliazione. Rezamos el ángelus a las doce en punto y la verdad es que no había preparado la homilía; nun­ ca lo hago antes de una catequesis. Mañana veré en L'Osservatore lo que dije en esa primera catequesis. Sólo recuerdo la prim era frase: «Ayer por la mañana —empecé, sin más encabeza­ miento— fui a la Sixtina a votar tranquilamente.» No es precisamente un párrafo ciceroniano, pero no me dejaron acabarlo; casi ni empezarlo, porque tras las dos primeras palabras, Ieri m attina , ayer mañana, noté que sintonizaban y redoblaron su aplauso. Sé que les expliqué mi aceptación; y «1 sentido (oficial) de mi nombre Juan Pablo. Me referí al papa Pabk> 59

como ejemplo de cómo se sufre por la Iglesia de Cris­ to; y pedí la ayuda de todos para ser digno de mis dos predecesores. Luego me dijo don Lorenzi que mis palabras habían durado tres minutos. Visité con don Lorenzi y sor Vincenza el aparta­ mento pontificio donde ya había conversado con Pa­ blo VI varias veces. No quise imponer ningún cambio y pedí únicamente algunos muebles a la casa pontifi­ cia para suplir los que se había llevado a Milán el secretario de Pablo VI, don Macchi, con muchísimas prisas en cuanto el cardenal Villot, que no le podía ver ni en pintura, le dio doce horas para desaparecer del Vaticano nada más expirar en Castelgandolfo el papa Montini. Yo no me traje muebles de Venecia; nunca los tuve, sólo algunas ropas y mis libros, que ya pasaban de los cinco mil, y que colocaban entre sor Vincenza y don Lorenzi en el estudio del piso tercero, en la estantería del dormitorio y en la biblio­ teca privada, dentro ya del apartamento de represen­ tación en la segunda planta. Voy a vivir junto a la Secretaría de Estado, separado de ella solamente por una galería; me parece que esto no será vivir sino convivir, cosa nada fácil. Pero la convivencia no pue­ de empezar mejor. Almorzamos en el apartamento del cardenal Villot, que tiene como cocinera a una monja lionesa simpatiquísima, y merecedora del cordon bleu tanto como los tres célebres restaurateurs de su patria chica. La hice venir al final para felici­ tarla y suplicarle que mantuviese estrechas relacio­ nes profesionales con sor Vincenza, cuya cocina, a fuer de veneciana, exagera un poco las especias. Vil­ lot me había pedido que nos acompañase en la mesa el sostituto que sucedió a Benelli hace un año, mon­ señor Giuseppe Caprio. Este diplomático de carrera, bajo y relleno, había desempeñado acertadamente la pronunciatura en la India antes de ocuparse de la administración del Patrimonio como secretario en una época especialmente dura: las negociaciones con las malas compañías de Marcinckus durante el decli* ve de Pablo VI. Captaba los problemas como un águi­ la, y se adelantaba a mis vacíos de información con 60

delicadeza singular. Me va a servir de mucho en mis proyectos de saneamiento. Me encontraba cansadísimo después de una maña­ na de tantas emociones y decidí prolongar indefinida­ mente mis habituales veinte minutos de siesta; pedí a don Lorenzi que nadie me molestara hasta que lla­ mase, y lo tomó tan en serio que me dejó dormir dos horas largas, con lo que la leve opresión del pecho que me había sobrevenido al tomar café desapareció por completo al despertar. Me encontraba tan bien que tomé el teléfono directo en mi apartamento pro­ visional y marqué el número del obispado de Belluno. Se puso el secretario del obispo, a cuyo «¿Quién es?» respondí sencillamente: —Soy el papa y quiero hablar con monseñor Maffeo Ducoli. No dijo una palabra y pasó la comunicación. Pero el obispo no se lo creía y preguntó, para comprobar mi voz, quién era. Cuando se lo dije se puso tan ner­ vioso que rompió a hablar sin freno. —Santo padre, toda la montaña véneta es una ver­ bena. Aquí en Belluno la gente canta en grupo por la calle. Mañana voy a celebrar la misa solemne en Canale, y le pregunto si puedo llevar a sus paisanos el saludo del papa. —Naturalmente —le dije. Y se me escapó—: Tan­ to más que yo nunca volveré a Canale. Se quedó un momento cortado. —No diga eso, santidad. —Pero aun así replicó, conocedor de mi regusto por las metáforas árabes—, si la colina no viene a nosotros, nosotros iremos a la colina. Santidad, todo el valle agordino se va para Roma. Hemos pedido a los carabinieri que suban a custodiar los pueblos vacíos durante nuestra peregri­ nación. Que Dios le bendiga. Le bendije yo también y corté sus entusiasmos. No volveré a Canale. Lo acabo de saber por dentro, durante la conversación, y cuando se me van concre­ tando estas convicciones sobre la corona de Cristo y los días de Cristo, siento también en el fondo del alma que debo comunicarlas. Pero no me puedo re­ crear en el misterio y debo volver al trabajo. Termi61

nada la conferencia con Belluno pedí a don Lorenzi el último Anuario pontificio y me puse a estudiar y subrayar cuidadosamente, con mi lápiz de cuatro co­ lores, los nombres de organismos y de personas. An­ tes de cambiar debo conocer a fondo cada rincón de la curia romana y del gobierno de la Iglesia. Luego, tras el rosario y el rezo de completas, me­ dito serenamente, como viendo una película, y al ca­ lor dé la visita de esta mañana a las Grutas, la suce­ sión de los papas del siglo xx a la que acabo de incor­ porarme. Desempeñé por bastante tiempo, en el semi­ nario de Belluno, la cátedra de Historia de la Iglesia, y me hubiera encantado profundizar en ella. Tengo muy subrayadas las excelentes obras de Fliche-Martin» centradas en cada uno de los papas sucesivos; las de Jedin y Hertling, orientadas en sentido más estructural; la de Philip Hughes, tan directa dentro de su esquematismo; la de Joseph Lortz, tan germá· nica en su contexto de tendencias culturales. La his­ toria de la Iglesia, síntesis de miserias y elevaciones, es la suprema prueba del espíritu. Ahora me toca a mí impulsarla y orientarla, por voluntad de Cristo. Después de los traumas, todavía vivos en paité, de Pío IX y su época, el papa León XIII inaugura la historia de la Iglesia en el siglo xx con un propósito general de profundización y de reconciliación que hasta en sus frustraciones me parece grandioso. Res­ tableció, en la práctica, la vida independiente de la Iglesia, anegada territorialmente por la Italia liberal y anticlerical; y no respondió a la enemistad con la misma moneda. Inició la difícil reconciliación de la Iglesia con el mundo de la cultura y con el mundo del trabajo; cuando muchos habían olvidado que fue la Iglesia quien salvó en los siglos de hierro y fuego la cultura de Occidente; y que el mundo del trabajo fue el de nuestro fundador, Cristo, durante los prime­ ros treinta años de su vida. Pío X, el prim er patriar­ ca de Venecia que llegó en este siglo a la Santa Sede, y a la santidad oficial, Giuseppe Sarto, cuyo cónclave en 1903 fue descrito en jugosa e imprudente crónica nada menos que por uno de sus miembros, el carde­ nal Mathieu, y nada menos que en la Revue des deu* 62

mondes , lo que motivó justamente que el propio elec­ to fulminase la excomunión contra los futuros viola­ dores del secreto mejor guardado de la humanidad desde entonces. ¿Por qué se obstinarán los llamados progresistas en abominar de la memoria de san Pío X, cuando además de su cruzada contra el modernismo (había que ver los disparates reales del modernis­ mo y no sólo sus loables aproximaciones al futuro) y aquel montaje tan discutible del Sodalitium pianum (que se montó en su nombre, mas no por él), nadie registra su profundo impulso a una formación autén­ tica del clero, ni su fomento de la vida espiritual que es la verdadera vida de la Iglesia? Esta mañana me evocaba el cardenal Ratzinger, ante la tumba de Be­ nedicto XV, el rechazo en que le envolvieron todos los beligerantes de la Gran Guerra cuando se atrevió a calificarla como lo que era, una hecatombe inútil entre pueblos cristianos. ¿ Y qué otra cosa fue? Logró Benedicto reconstruir la paz interna de la Iglesia des­ pués de las controversias del modernismo; cuyos di­ rigentes se habían despeñado en la aberración o en la apostasía, que no son precisamente signos de ser­ vicio y construcción de la Iglesia. -Al final acabaron a disgustos con la vida del papa; tras reclamar durante tantos años la participación de los católicos en la vida pública, casi todos los críticos alzaron su protes­ ta cuando bendijo la creación del Partido Popular italiano ideado por don Luigi Sturzo, un sacerdote político, sobre la tram a de los Comités Cívicos de la Acción Católica. A mí me gustaría dirigir a la Iglesia exclusivamente en un terreno espiritual; pero los ochocientos millones de personas que forman la Igle­ sia real se mueven inextricablemente en un mundo real de relaciones m arcadas por el poder, el dinero y la cultura, y no me queda otro remedio que deslindar bien esas relaciones humanas y reales desde la base a la cumbre de la Iglesia. Para eso precisamente quie­ ro fijar y enriquecer mis ideas en este diario. El Partido Popular nació por impulso del Vatica­ no y con el apoyo de la jerarquía episcopal italiana. Era una decisión muy comprometida, como vemos hoy en la situación del partido que le sucedió al.&ca63

bar la segunda guerra mundial, es decir, la Democra­ cia Cristiana. Los jóvenes discípulos de don Sturzo, entre los que destacaban Alcide de Gasperi y Montini padre, lograron un éxito espectacular al conseguir cien escaños en las elecciones parlamentarias de 1919; su ejemplo cundió por toda Europa y se crea­ ron partidos semejantes, como el Partido Social Po­ pular en España. Pero advino la era fascista después de la marcha sobre Roma en 1922 y al año siguiente sucedió a Benedicto XV el papa milanés Achille Ratti, Pío XI. Regiría la Iglesia con mano segura y propósitos universales, como todos sus predecesores de este si· glo, durante trece años convulsos, hasta 1939. Con el inicio de su pontificado empieza mi propia vida den* tro de esa selección de la Iglesia que es, y significa en el propio nombre, el clero, la suerte o porción escogida dentro del pueblo de Dios. He de tomar de él un gran ejemplo: integrar, en su actuación, las principales líneas de gobierno y de avance de sus predecesores inmediatos. El papa Ratti llenó de nue* vos y merecidísimos santos los altares de la Iglesia, restableció la paz con el reino de Italia mediante la firma de los pactos de Letrán en 1929, cuando se instituyó el Estado de la Ciudad del Vaticano y la Santa Sede, dentro de un territorio mínimo, recupe» ró la soberanía temporal imprescindible para ejercer su ministerio universal. Adquirió también, como com* pensación por el despojo de los Estados Pontificios en 1870, un fondo de capital que le permitió subvenir a sus necesidades de personal y a las obras apostóli­ cas en todo el mundo. Para este acercamiento al fas­ cismo Pío XI pagó un durísimo precio: dejó morirá) Partido Popular en servicio del nuevo totalitarismo fascista que pretendía monopolizar la vida política, aunque mantuvo la oposición al totalitarismo en de* claraciones solemnes, como la Non abbiamo bisogno de 1931. Eran los tiempos de la gran crisis econófBi* ca y política; la democracia parecía irreversiblemen­ te devaluada en todo el mundo tras la catástrofe de 1929 y la Santa Sede proponía alternativas corporal vistas para los Estados de base católica —España y 64

Austria, por ejemplo—, no muy alejadas del fascismo. Por entonces surgía en el pensamiento católico una estrella ascendente, la de Jacques Marítaín. No fue, como se ha dicho, un precursor de la Democracia Cristiana, a la que como partido repudió expresamen­ te, sino un defensor del personalismo contra el tota­ litarismo, si bien empujado por sus amigos de la iz­ quierda cristiana parecía evolucionar entonces casi al socialismo desde su permanente repudio al libera­ lismo. Para la Iglesia y la Santa Sede lo realmente importante es que Maritain fascinó muy pronto a un joven monseñor que había ingresado en el equipo de la Secretaría de Estado en el año 1923, Gtovanni Bat­ ista Montini. Mientras Pío XI, pese a sus discrepancias de fon­ do con el fascismo, pactaba con él y favorecía su monopolio político, alentó sin embargo eficaces hoga> res de oposición al fascismo en la red de Acción Ca­ tólica, que se negó a desmantelar como le pedía Mussol in i y que potenció con sabia decisión, hasta con­ vertirla en un vivero para la reconstrucción, cuando llegara el momento, del Partido Popular transfigura­ do en Democracia Cristiana. Montini, sin abandonar la Secretaría de Estado, contribuyó intensamente a esta transformación desde que en 1925 fue nombrado consiliario general de la Acción Católica Universita­ ria, la famosa FUCI, donde agudizó su enfrentamien­ to con el fascismo y se acabó de vincular al progre­ sismo maritainiano. Avanzaban los ominosos años treinta, durante los que yo me consagraba exclusiva­ mente a mi formación sacerdotal, sin la más mínima preocupación por los asuntos políticos y económicos, cuando en plena guerra civil española el papa Pío XI, empeñado desde luego en apoyar a la Iglesia perse­ guida de España, donde trece obispos y ocho mil sa­ cerdotes, religiosos y monjas sufrieron el martirio in odium religiottis, condenó casi simultáneamente al marxismo ateo en la encíclica Divini Redemptoñs y al na/.ismo anticristiano en la carta Mit Brennender Sorge, que llevó clandestinamente a los obispos ale­ manes, para eludir las barreras de Adolf Hitler, un activo monseñor americano de la Secretaria de Esta65

do» Francis Spellman. Ese mismo año, Pío XI desig­ naba sostituto de la Secretaría de Estado, desempeña­ da brillantemente por el cardenal Eugenio Pacelli, al joven Giovanni Battista Montini, y cuando estaba a punto de acabar esa terrible guerra civil de España, reñida entre bautizados, Eugenio Pacelli fue elegido sucesor de Pío XI, cuando yo no era más que un jo­ ven sacerdote ilusionado con dedicarme de lleno a la investigación y la docencia teológica y a la historia profunda de la Iglesia. Francis Spellman sería pronto arzobispo de Nue­ va York, y estaba llamado a desempeñar un papel muy importante en las relaciones internacionales y financieras de la Santa Sede, para la que la florecien­ te Iglesia de Norteamérica se estaba convirtiendo ya en el principal apoyo económico. Me reconforta ver cómo en estas meditaciones nocturnas sin más fuen­ te que mis recuerdos de ayer y mis conversaciones y actuaciones de hoy van encajando todas las piezas de mi vida, todas las personas que han contribuido des­ de posiciones muy diversas a fraguar el actual con­ texto de la Iglesia, sobre el que debo meditar, una vez fijados los hechos y las tendencias, para plantear desde bases firmes mi actuación. Mientras Dios me conserve la luz y la vida, como si fuera a vivir muchos años, porque de Él mismo viene el mandato de cami­ nar mientras tengamos luz.

Día 2 Lunes, 28 de agosto

LA CURIA Este diario se escribe por prim era vez sobre la mesa del dormitorio papal, la última cám ara del tercer piso del palacio apostólico, donde me he trasladado a media mañana desde la Secretaria de Estado. Lo primero que hice, al tom ar posesión de la que será, hasta la muerte, mi últim a casa, fue colocar en la mesa del dormitorio los retratos de mis padres y mis hermanos; junto a la estam pa grande de la Virgen de Fátima que me dio sor Lucía el año pasado en Coimbra, enmarcada en madera. Como el resto de mis colaboradores íntimos estaban también colocando sus cosas, no había nadie en el estudio cuando salí a ver si alguien me llevaba a la cocina para tom ar un poco de café; me encontraba pesado y mareado, ade­ más de muy molesto, desde que vi el ejem plar de primicia de L ’Osservatore con los discursos de ayer y la confirmación de los nombramientos en la curia. El radiomensaje al mundo desde la Sixtina se tran scri­ be allí según el texto exacto de la Secretaría de E sta­ do, sin interpolar una sola de mis improvisaciones; y la catequesis del ángelus aparece limada y censurada con mengua de la espontaneidad y sobre todo de la verdad. En el radiomensaje evité cuidadosam ente el plural mayestático, ese solemne Nos que me m olesta­ ba en los discursos papales casi desde la infancia; pues han sembrado el texto de Nos que jam ás pronun67

cié. Acabo de decírselo todo, algo atropelladamente, al cardenal Villot, que pide disculpas para el director del diario, a quien mis sencillas ocurrencias deben de parecer próximas a la herejía, pero le insisto a Villot en que hablo a la vez como papa y como perio­ dista, y que si estas rutinas no se corrigen de una vez empezaré los cambios por el giomale politico-religioso donde también se debe hacer periodismo real. Me ha extrañado el apresuramiento con que se ha difun­ dido mi confirmación de los cargos principales de la curia; una confirmación provisional, salvo en el caso de Villot que es ilimitada, pero que se comunica en toda la prensa italiana como para el resto del quin­ quenio, es decir, para casi todo el quinquenio dado lo reciente de la última renovación de Pablo VI. Salí pues en busca del café y no encontré a nadie en el estudio ni en el comedor privado, por lo que me llegué a la oficina contigua de la secretaría particu­ lar, donde recogía sus últimas cosas el anterior secre­ tario adjunto de Pablo VI, padre Patrick Magee. —¿Es que se marcha? —pregunté al excelente ir­ landés, a quien había tratado varias veces desde que Pablo VI le llamó de la Secretaría de Estado, donde trabajaba como minutante, para incorporarle a su secretaría privada. —Voy a la Secretaría de Estado para que me des­ tinen a un nuevo puesto, santidad. Me llevaba mis libros. Le contesté sin vacilar: —No me gusta que salgan libros de mi casa, pa­ dre Magee. Quédese aquí con ellos. Don Lorenzi y yo necesitamos alguien que conozca la casa y la Secreta­ ría de Estado, y además mi inglés resulta peor que el del papa Pablo. Quédese conmigo, por favor. Este irlandés bronco y directo me parece un cola­ borador esencial para la nueva etapa; su capacidad de trabajo es legendaria, y sabe mucho de cuentas. Cuando dejó sus libros sentí de nuevo la necesidad del desahogo. Y le espeté sin más preámbulos: —¿Por qué me habrán elegido a mí? Tendríanqu* haberse fijado mucho mejor en el cardenal qu* se sentaba frente a mí en el cónclave. 68

Siempre que se me escapa una de estas confesio­ nes no lo hago por indiscreción, sino por una inspira­ ción interior que casi me obliga a m anifestar mi áni­ mo ante determ inadas personas. Dado el conocimien­ to de la curia que posee mi segundo secretario, estoy seguro de que esta misma tarde sabrá que me refería a Karol. Con el padre Magee y don Lorenzi, seguidos res­ petuosamente por sor Vincenza, recorrimos las estan­ cias del apartam ento pontificio, distribuido más o menos así desde que lo ocupaba san Pío X aunque el palacio apostólico fue construido por Sixto V a fina­ les del siglo xvi m ientras situaba el obelisco de Calígula en el centro de la plaza de San Pedro. La zona verdaderamente privada es la del tercer piso, todo muy recogido e íntimo, desde que Pablo VI sustituyó los ostentosos damascos encam ados por una decora­ ción sencilla y moderna de tonos claros, aunque dejó el pavimento de mármol en cuadros blancos y negros. La capilla con paredes de mármol blanco es pequeña y acogedora, con luz alegre desde sus ventanas poli­ cromas. La zona privada parece una casa particular, realmente habitable; la de representación, a la que bajamos en ascensor hasta la segunda planta, es ya propia de un palacio, al que se accede desde fuera por la escalera papal hasta la imponente sala Clementina, antecámara de la residencia oficial, desde la que abren a la izquierda las saletas de los foconi, que albergaban a los antiguos encargados de m antener encendidas las chimeneas toda la jom ada. Se suceden luego una docena de salas que parecen —y son— un museo, con nombres cargados de historia, que condu­ cen hasta la mal llamada biblioteca privada o escri­ torio, en la que Pablo VI me señaló por segunda vez el camino de la sucesión. Yo acompañaba a un grupo pequeño e im portante, no recuerdo cuál, para una audiencia en la biblioteca, y, al term inar, el papa Montini no acertaba a encontrar el borlón del llam a­ dor para que entrasen los monseñores encargados de acompañar a los visitantes a la salida. E staba visible­ mente nervioso y angustiado, se le atropellaban las palabras y las manos. Me adelanté y pulsé yo mismo 69

el borlón, con tal seguridad que me miró a los ojos —Me parece —dijo— que ya está usted preparad« para algo que el papa actual no sabe hacer. —Y m< dio un abrazo mucho más afectuoso que lo habitual Tras esta evocación tomamos allí mismo el aseen sor que sube al apartamento privado; aunque no nu parece mal que la Santa Sede, en su vida oficial, mantenga vivos los tesoros históricos que no tienen precio humano, y que son patrimonio de la humani­ dad, y testigos de la identificación multisecular de la Iglesia con las muestras más depuradas de la cultu· ra. Desde que cambié mi pobre celda del seminario de Belluno por el castillo medieval de Vittorio Veneto nunca he sentido la menor dificultad en dar testi· monio personal de pobreza en medio de un marco de riqueza aparente, que no es de la Iglesia, sino de la Historia. Almuerzo en el comedor del apartamento privado con el cardenal Villot, el sostituto Caprio y su tercer hombre, el secretario del Consejo para los Asuntos Públicos de la Iglesia, monseñor Agostino Casaroli. Sor Vincenza, picadísima ante mis comentarios sobre la maestría de su vecina y competidora, la cocinera lionesa de Villot, nos ha ofrecido una comida venecia­ na como yo no la recordaba desde que me reunía en la trattoria del Gazzetino, en la calle de San Marcos, con los periodistas de la ciudad. Casaroli, diplomáti­ co de la escuela vaticana perenne, sonriente pero dis­ cretísimo, incluso cuando aparenta caer en la confi­ dencia que sólo se resuelve en una finta amable, fue perfecto intérprete de la Ostpolitik con que Pablo VI continuó, ante los países del mundo marxista, el de­ signio innovador de Juan XXIII. Casaroli tuvo muchos problemas con los grandes cardenales de la que enton­ ces se llamaba «Iglesia del silencio»: Mindszenty de Hungría, Wyscinski de Varsovia, y sobre todo SlypJ de Ucrania, empeñados en la confrontación con los gobiernos comunistas al frente de su pueblo católic0 que sentía la amenaza en sus raíces. Pablo VI preferí2 el diálogo con esos gobiernos y con la propia estrate­ gia soviética que los inspiraba; quería conseguir a toda costa que no se interrumpiese la enseñanza y la P^c 70

tica de la religión, aunque hubiera que ceder en pro» blemas personales e incluso ideológicos. Juan XXIII estaba convencido de que el bloque euroasiático del marxismo-leninismo iba a perpetuarse en el supercontinente y seguiría extendiéndose por el Tercer Mundo; y no quería excluir una futura posibilidad de la Iglesia en el territorio que albergaba a más de la mitad de los hombres y mujeres de la Tierra. Durante mi conversación con él, cuando le acompañaba en su viaje ferro­ viario por el Véneto, antes que me nombrase obispo, le oí repetir, como obsesionado: —Ésta fue, don Albino, tierra de bárbaros. Hoy es una gran reserva de la Iglesia, de donde hemos sali­ do media docena de papas recientes. Se refería a todo el norte de Italia; se creía, ante la nueva amenaza de los bárbaros, un papa del siglo v. Pablo VI sentía con desgarram iento interior la suer­ te de los católicos tras el telón de acero, que se creían abandonados y hasta traicionados por la Iglesia des­ de el concilio. Pero mantuvo la Ostpolitik por las mismas razones que Juan XXIII. Ésta es una de mis grandes confusiones; acabo de decirle a Casaroli que necesito un curso intensivo urgente porque no quisie­ ra prolongar en mi interior este dilema que fue agui­ jón principal en la agonía de mi predecesor. Y que en todo caso no pienso abandonar, por consideraciones políticas ni estratégicas, a mis ovejas acosadas. Después de la breve siesta escribí una carta de gratitud al padre Prospero Grech, superior de los agustinos, que me habían hospedado durante el precónclave; con un recuerdo al jardinero, hermano Franceschino, que con tanta paciencia había calmado mis dudas lacerantes. Salí un rato al jardín colgante que instaló, bendito sea, Pablo VI en la gran terraza de la tercera planta, cerrado a toda mirada indiscre­ ta; encontré dos gatos hermosísimos que no me hicie­ ron el menor asco, quizá porque adivinaron mi dis­ gusto cuando supe que Benelli, en sus tiempos de sostituto, había prohibido la presencia de animales domésticos en toda la Ciudad del Vaticano, que no tuve que derogar porque nadie le había hecho el me­ nor caso. Sor Vincenza, que no conocía la orden, se

ha t raido ademó* nuestro enorme gato blanco de Va» necia, que ahora se aclimata en la cocina. Yo soy de gustos más sencillos que los de mi predecesor, cuyo animal predilecto, casi hasta la obsesión admirativa, eran lo* caballos, aunque desde su Juventud no vol­ vió a montar, con enorme sacrificio. Pasé casi toda la tarde con monseñor Magee, qut ya me había ayudado por la mañana, con don Loren* /.i, a revisar las estanterías de la biblioteca y a despa» char la correspondencia urgente y personal (la ordl· nat ía me la solucionaban entre los dos), en repasar mis notas sobre la curia en el Anuario Pontificio (con frecuentes llamadas a monseñor Caprio) y en apuntar unas primeras líneas de acción que luego iré discti» tiendo con el trío de la Secretaria de Estado, de cuya compenetración —ya conocía de sobra la competes· cia— me había convencido durante el almuerzo; ni sombra de las tensiones internas que provocaron ·! año pasado la salida de Benelli para Florencia. (Taro* bién debo consultar con Benelli mis reflexiones sobre la curia, que él conoce mejor que nadie, cuando ya lo tenga todo más maduro. Le he llamado por teléfono para decírselo y ine ha alegrado verle tan inmerso en su preocupación pastoral.) Hemos estado comparan' do el Anuario de 1966 con el actual, y no sé cómo agradecer a Pablo VI el formidable desmoche (gue hizo, con su reforma de 1967, en las dieciocho pagi* ñas dedicadas antes a la llamada «corte papal», re < cuerdo simpático, pero fósil y carísimo, de otros tleni' pos: más de la mitad de ese espacio se llenaba con ios innumerables cargos de la familia pontificia: chambelanes secretos de capa y espada, nobles di l# antecámara secreta (¿a qué tanto secreto, que tocto*! mundo conocía?), capellanes privados, predicado!** I apostólicos, buzzotanti y demás residuos de) pai·^ I suprimidos por el papa Pablo, que sin embargo ©án tuvo como asistentes al solio pontificio a los pes Asprenno Colorína y Alejandro Torlonla; y w vivos bastantes oficios inútiles que responda» J j 3 época, felizmente superada, del poder temporal* ello debe pasar a los museos y sacarse del Prei¡Jff¡f to; no será difícil. Desaparecida la Guardia

que «ólo servia para la ostentación de su# miembro», Pablo VI hizo bien en mantener la Guardia Suiza,

porque no es solamente un recuerdo, fino una reali­ dad necesaria, cuya vistosidad disimula tu eficacia y estimula la ilusión de millones de visitante·. Además es un vinculo permanente de la Suiza católica con la Santa Sede; allí se siente como un orgullo pasar uno· años al servicio del papa. Solamente son cien guar­ dias con media docena de oficiales. Compruebo, ante la desnudez de las cifra·, que la hostilidad general sobre la curia como monstruo bu­ rocrático y carísimo de poder universal carece de todo fundamento. Para atender al gobierno de la Igle­ sia, y a la administración de la propia Ciudad dal Vaticano, que dentro de su reducidísimo territorio albe rga una inmensa complejidad de funciones y dependencias, sólo tenemos, desde mi persona al último ordenan/a, tres mil hombres y mujeres; más mil cua­ trocientos para el Estado del Vaticano. La Secretaria de Hstado, clave de la ciudad y del gobierno de la Iglesia, cuenta sólo con ciento cincuenta personas pin a sus ocho secciones idiomáticas; menos que cual­ quier negociado importante de los que poseen cente­ nares en cada ministerio todos los gobiernos del mun­ do. De todo vste personal sólo son ciudadanos del listado Vaticano cuatrocientas personas, entre ellos nuestros ciento sesenta representantes en las nacio­ nes. May excepciones c irregularidades, pero ios suel­ dos con que se gratifica a todo este conjunto son hajísimos; desde las trescientas mil liras al mes de los ordenanzas a las ochocientas cincuenta mil de los altos funcionarios, mientras el sobre mensual de los cardenales de curia es de un millón quinientas mil liras (1). La Iglesia siempre ha tenido fama de pagar mal, pero no tanto; hemos de pensar en mejo­ rar urgentemente esta situación. Claro que las fiestas son muchas, la semana sólo tiene 33 horas y casi todo el mundo consigue un segundo empleo italiano, (1) Un | mero con el jesuíta Tucci, competente director de Radio Vaticana, encomendada a su orden desde su creación. Tienen las oficinas de la dirección en el palacete que se alza junto a la torre medieval donde antes estaba instalado el observatorio, en la cima desmochada de la colina del Vaticano. Tucci es un napolitano vivaz, con cara que parece gitana, pero fiel a la Santa Sede y buen conocedor de las posibili­ dades de la radio, que emite desde Santa María di Galería, en las afueras de Roma. £1 padre Tucci me besa la mano muy agradecido cuando le comunico en secreto (para que no se enfade su general por saltár­ melo) que voy a confirmarle con todo su equipo, por­ que ha reflejado con toda fidelidad mis primeros men­ sajes en su versión real en vez de maquillarlos como hace L ’Osservatore, a cuyo director sólo he dedicado un saludo frío y distante al final de la audiencia. Pido también a Tucci que trate de calm ar a su amigo y ex compañero de orden Malachi Martin, a quien tuvieron que expulsar del Instituto Bíblico por varias actuaciones equívocas, pese a que rindió buenos ser­ vicios en el concilio como ayudante del cardenal Agus­ tín Bea; me dice Villot que anda preparando algún libro difamatorio contra su orden y contra la Iglesia, alentado por una editorial sensacionalista. Mi segundo encuentro personal al término de la audiencia, que pareció enteram ente fortuito pero es­ taba muy bien preparado por don Lorenzi, fue con un misterioso periodista llamado Mino Pecorelli, di­ rector de una new sletter rom ana que todos aparentan despreciar, pero todos devoran este verano, titulada L’Osservatore político y dedicada a la difusión de no­ ticias reservadas e incluso secretas de la política, la sociedad y la economía italiana con expresa inclusión del Vaticano. Pecorelli está excluido, como si fuera un apestado, de la convivencia periodística, y monse­ ñor Dcskur trató de b o rrarle de la audiencia; pero yo tenía interés en conocerle de cerca, y don Lorenzi hizo valer el criterio de invitar a todas las publicacio­ nes con dirección o corresponsalía acreditadas en Roma, sin excepción alguna; allí estaba el correspon­ 111

sal de Pravda, por ejemplo, que me saludó muy cere· monioso. En sus últimas conversaciones de Venecia, mi amigo impresor Aldo Manucio, cuando por fin se decidió a abrazar nuestra fe, me dio varias lecciones acerca de la historia y la actualidad masónica, y me reveló que su histórica imprenta servía como centro para la comunicación de planchas como llaman los masones, en su jerga insufrible, a sus boletines reser­ vados. Manucio, que es un admirable humanista y un amigo leal, me ha parecido siempre un poco fantasio­ so, y la verdad es que nunca tomé muy en serio sus revelaciones sobre la secta (la orden, como decía él) de la que acababa de abjurar en secreto antes de su definitiva conversión; pero llegó a impresionarme su insistencia en los nuevos métodos de la masonería italiana, que según él diversifica sus actividades, des­ borda sus tradicionales límites del liberalismo y el radicalismo para introducirse con interés y tesón en las filas socialistas, aunque mantiene su tajante veto al comunismo. Por estudios serios de historia masó­ nica, que no faltan en medio de una balumba de pu­ blicaciones nebulosas y carentes de todo valor y se­ riedad, yo conocía la inconcebible infiltración de la masonería en la Iglesia durante el siglo xvm, con va­ rias logias dentro del Vaticano y el Laterano; el en­ frentamiento de Iglesia y liberalismo en el siglo xix había deslindado bien los dos campos, pero no del todo, y la masonería conservó siempre una cabeza de puente en la curia durante todo el siglo e incluso, tras la apertura de León XIII, la incrementó hasta nuestros días. Entre los masones de Roma, Manucio me había señalado con insistencia a Pecorelli, que había caído poco antes en la disidencia dentro de la orden, pero mantenía buenos contactos dentro del Vaticano, so­ bre todo con un joven monseñor de la Secretaría de Estado cuyo nom de guerre era «el Minutante» sobre el que Manucio prometió darm e detalles cuando me vine para el cónclave. Y hace dos días la newsletw de Pecorelli incluía una larga lista de masones de b curia y de la Iglesia italiana, por orden alfabético, 112

que se abría con monseñor Alberto Albondi, obispo de Livorno, iniciado, según la lista, en 1958. Yo necesito el contacto directo para formarme juicio sobre una persona; y ni siquiera después de la publicación de esa lista quise borrar a Pecorelli de la audiencia general a la prensa. Por supuesto que no podía arriesgarme a mantener un aparte formal con él, por lo que me limité a saludarle, siempre en pre­ sencia de otras personas, cuando don Lorenzi me lo presentó. Intercambiamos algunas palabras triviales pero yo busqué en el fondo de sus ojos y descubrí en ellos una angustia indisimulable. Esta tarde he repasado con don Lorenzi la lista de Pecorelli, que reproduce con bastantes modifica­ ciones otra muy difundida hace dos años, que tanto conturbó a Pablo VI. Hay en esta lista nombres abso­ lutamente disparatados, como el del cardenal Villot, y nombres curiosamente muy sospechosos. Después del repaso, llamo a Villot para pedir un informe ex­ haustivo sobre la lista y sobre lo que pueda haber de cierto en la infiltración; y telefoneo a Giovanni Benelli, que no está en la lista pero la conoce perfectamen­ te, para que me hable del tema en su próxima visita a Roma. No quiero atribuir demasiada importancia a esta anécdota, pero tampoco caer en ingenuidades que podrían ser peligrosas. Porque la Iglesia católica ha tenido su Concilio Vaticano II; la masonería, que tal vez no sea una institución unitaria sino múltiple y equívoca, ha sido por lo menos durante dos siglos la principal enemiga de la Iglesia, como acreditan tantas condenaciones pontificias, que no pueden to­ marse, como ahora se hace con sospechosa unanim i­ dad, a pura broma; y en todo caso la m asonería no ha tenido su concilio.

DIA 7

Sábado, 2 d§ mptiemhre

HERIDAS ABIERTAS Me propone rl cardenal Villot, en el despacho de sita mañana, un» cuestión personal y muy delicada; li reedición de mi tesis doctoral de 1947 »obre Antonio Rosrnlni uue duerme en el almacén de la Gregoriana cfofpués de conseguir, con gran sorpresa mía, иг» reimpresión bastante mejorada htu c veinte años. Ten­ go mucho cariño a ese trabajo, por lo que me como entonces; pero no quisiera que alguien tomas« mi» conclusiones de sacerdote loveti e Idealista comodoc^ trina pontificia. Dejé la decisión pera meditarla il atardecer. Vienen a verme, en la biblioteca privada dé I* segunda planta, las delegaciones de cristianos no cfr fóticos que me han hecho el honor de vlalar а Коши para la inauguración del ministerio papal en I* mi** de mañana. Las dificultades formidables uue ofrece en la práctica el Ideal ecuménico se disuelven tfl И contacto y el «rato personal. Pero (qué difícil t*r#s le de la unión de los cristianos, si la concebimos corw un Intento de desandar la Historia y volver «I Insten te trágico de la rupturaf Yo с reo que no nos *«р*г*л cuestiones dogmáticas, sino enqulstamientos d# Id*** y de intereses que se originaron, d« verdad, fft cttitf* panelas políticas y miserias humanas. Ум para que todos cumplamos el deseo у «I mandilo** Cristo, i41 отпён unum n in t , que todos »«iin#· 114

romo i*f Padre y ftl lo »on, debe Ьитш ш mée m el prr»ente, con el trato y ln comprensión p*rwtmi, y en rl futuro, con I« Juina de todo· «ontra ln tm r*d i* lldad y Im »eculeriftaelón, que en el Imponible regre»o hI pM»»do, Ademé» el pHitMdo de Pedro concretado гм Котя е» pur« rnm nrm un problem« de fe y no de ^ negociación, por lo uue I« unión de lo · crl»ti«no» tiene qur net, pur« ello», un retorno, lo que me pur·* ( г din uirno de exigir; «lio · poeten y veneren también ни tradición y juetlficen en nueetre degradación mi ruptura histórica Y noeotro», con nueetre« actúate» (livi*ione* Intimen, que e vece* perecen griete» de un ( 1«тн incipiente, difícilm ente pódeme?» ofrecer un 1 lnro ejemplo de unidad intern« que puede «coger el r dr lo* denté», el nu#vo Injerto de le» r«m«»

ílt's^£H}ис1«1Л. р,п генитеп, que no »e miede revolver nl »iquier« plantear rl probleme deede po»klone» r«ck*>«le» e histom Мал, «tino con puente» de «mor y de compren» ςί6η, y ifíibttjflfnlo (unto» en етргм м » y objetivo» г* vuy шumeiimr 4#fift№v* nettle el iUtbbw4*mí*nm, * u$d* теш у ш $» quien *, eim*»mlu iiilinb, e>l *** puede ll»m*r »*1 * to* prtmípe* de i ii< iiU’iibU'iii y d» Шнти*, с*Ш ш* muy ьш егт .j.ii- («Mrbid^M Ы vidii de dm pemeñm w^Uvir* í4tiir >*>* 1,1 ttrhutui i мгц# toUwi Vid#!», pr#it(Wft(i 4# U ЛцммМи«, btí v* topÚ**»#!#»!# ΙΙΙ*αΙί*40 f**T I# ffm** tu i «ill« ¿»I i он mí *i no hubiin* e*i*i»4¿> I« irr« f»*ii*i* tu liuiid Kn ibo tttmb^n ni pr#*i4**it* 4# A«*tri*, ü lob im buidme* de ik»* rint’U»n#i dé imyerte y mi«ort# |№fij dividid«** pur fio* 4# **пцг# y Uttvw, •»i.umL» y t i I lham*; «I grtMi m»««$r# d» l* 0r4#»i d* Multa, u ¿juu n |Hídi( en Humbr* de I« HUumn, щт ^Όΐ,νΐΜuol ьм MiMlfetUMoi4#ti en «irntidu religie**# y «^ihu /n ы 1, 1ам alejad** 4*1 «t*ir»piir»t* de vmimde* y ^M»uU,t» t^nt' l| huecos para el pecado. Le absolví, le bendije, le Ifleor paré y vino a mis brazos tras entregarme el doettfft«ti­ to de su reconciliación con la Iglesia católica. No m apartaba del abrazo, y llegué a alarmarme ifttf «> emoción. Le senté con mucho trabajo en el »Ufo que habíamos acercado al mío. No reaccionó« Hitrí* muerto, Con el ánimo aue se puede imaginar llegué * h puerta, pero invadido simultáneamente por un· P*f supretna. Pedí serenamente, ya dominado ffil que entrasen los dos cardenales, Wlllebrands f iW y dije a rwmseñor Casaroli que avisase al car«™ Villot y entrase con é l Les revelé InmedlataflMffltef secreto de Nikfrdlm y las circunstancias de I* ^Jff. te. Casaroli preparaba el comunleido m ie n ta VH» llamaba al médico del palacio aptrntólte# y #1 P**r 146

Pimen en Moscú. Pero durante la hora siguiente no non ocupamos de las consecuencia» ni del traíamiento informativo del caso, «Ino de aquel maravillo so encuentro que nos parecía un ammnecer. El médi­ co, en consulta inmediata con el de la embajada so· v»éti< a, diagnosticó post mottem un infarto agudo de miocardio. Instalada va la capilla ardiente en Santa Ana, la parroquia del Vaticano, pasé la tarde con monaeñor Casa rol* para repasar nuestras relaciones con la Igle* sia (ortodoxa a la luz de la tragedia que nos acababa de golpear. Este prelado Inteligente y vivísimo que fascina a su interlocutor con los suaves movimientos ' (Je su anillo de aguamarina, poliglota consumado y tal ve/ el mejor diplomático de Europa desde el derro­ camiento de Metternich, habla hecho su apuesta des­ de la muerte de Pío XII en 193·; Rúala y tu Segundo Mundo son una posibilidad insoslayable de futuro, y si algún día llegan a controlar los destinos de Occi­ dente (cosa que el arzobispo creía, desgraciadamente, más que probable) la Iglesia católica no podía empo* nerse de nuevo a una crisis total de identidad como en el anterior choque de los bárbaros a fines de la I-dad Antigua; tenia que estar ya dentro del mundo bárbaro pero sin transfiguraciones estériles de reso* namias a m anas. Casaroll no proponía tan descama* do temor a*t«W' Jjj m i k h n t e deberá prim ar lo pastoral, a too« ©»1**■' preterid o destruir cuanto se baya podido edlm*rf no

ijifiMi enfuerm, pero dendtt hoy mí#mo 1« toma f*de vtmcedeté prioridad ahnoíuta a la protección de I«» minoría» о mayoría» católica* ntn el menor deneo de яггягн нг m/nrinan complacida» áa km gobierno* ne§a» (\(,п ч de I* libertad reliólo#* El cardenal Bíypj no puede яег ton»lderado por mán tiempo un entilado ni kuttw, ni la Pundackm Mindntenty puede regatar en iwado» Unid/;» bajo la »o»pecha de una dinidemia ¡nn'(¡tinta. Pero por encima de todo mientra p ila , mientra luz y nuentro motor ha de ner la mhterioea win iiv de nuentro hermano Nikodim bajo mi miamo fci i, i,t en el seno de nuentra Iglesia católica. Y que a гм deslenguado Jesuíta Ilobert Hotz cuyo articulo publicado en la Ovilló CtMoHcd, nuentro prenunto órgano oficioso, en mayo (te 1977 (ennefío a CanaroU H Kin tir que tanto me norprendió e indignó en Ve* necia;, (londe afirma цие к» disidente» y lo» católico» re•w tvnir* en el bloque soviético non uno» fascistas, i poi molestar a sus legítimo» reglmene», dejar»« ел- / pintar por lo* Americano» imperialista» y p e rtu rb a r4 l»i*»hr dr ( aporetto el año anterior y terminaban glo* ,josíimnitc I» primera guerra mundial en suelo p» n io Yo fmbla vibrado en Canale, de niño, con cm vk torla; pete a la mirada ho^ca de nuestro» odifiíiiitrs austríaco», que hubieron de retirarte a po< o dr jándonos tan hambriento· como enardecido·. I-I Vinlr dril« Vlttoria une la ciudad de Ceneda, un Miit^nti« o ifiuw’o de la Edad Media, con la de Serra* vítllc, Mifirr Imque fie al*a el alucinante castillo longo« Imrdo drl siglo viii que sirve de palacio episcopal; ne IIíhíim, naturalmente, cantillo de Han Martin y alber I£h n lo» obispos de la doble ciudad desde e) siglo x n»fu#«k# —Creo que monseñor Dadaglio cambiará rir , no creo por fxwtlidad, con otra nheíS/rr, Ja ée fe antafto múy icfura y tw tm d b w #1* Holanda, seéttdési por en* penpt&s stfd^pfee* Im, del oipbiHw jr herético Cmtecism& heUm* 4é%su pelo casi blanco que le hace, paradójicamente, más joven; su ironía romana que a veces se desborda; su talante ardoroso, pero siempre bajo control. El PaPa Roncalli le designó coordinador para la prepa­ ración del concilio, y luego secretario general de la 225

gran asamblea. A mi primera pregunta responde ^ vacilar: —El secreto del papa Juan, santidad, es que ll0 tenia ninguno. Siempre, en todos sus destinos, inciu. so el pontificado, fue sencillamente como era. Se ha difundido mucho su imagen de párroco de pueblo Pero este finísimo sacerdote bergamasco desempeñó misiones diplomáticas de suma delicadeza: las nun ciaturas de Turquía y Grecia, una zona de grave frío ción en los límites de Occidente; la nunciatura de París en medio de las convulsiones de la posguerra cuando De Gaulle se empeñaba en una depuración del episcopado colaboracionista y la mayoría del ca tolicismo francés improvisaba un curso acelerado para su inserción en la democracia. Había llevado por el mundo el mensaje de Roma, y con su idea del concilio quiso meter al mundo en Roma. Jamás se creyó esa etiqueta de «papa para la transición*. —No han pasado más que veinte años, los que llevo de obispo —recordé—, pero aquel cónclave de mil novecientos cincuenta y ocho ya parece sumido en la historia profunda. Había solamente cincuenta? cuatro cardenales en cónclave, pero gracias a PíoXII los extranjeros llegaban a dos tercios y lógicamente se inclinaban hacia un extranjero, que parecía además mucho más atractivo que cualquier italiano: el carde nal armenio Gregorio Pedro Agagianian, formado en Roma desde la adolescencia, alto y majestuoso, selec­ cionado para su carrera eclesiástica por san Pío Xen perdona, conocedor por igual de Oriente y Occidente y además bien visto, según se decía, por la URSS —Tal vez eso le perjudicó —dijo Felici—, porl* presencia imprudente de una hermana suya, ciudada­ na soviética y tal vez portadora de algún mensaje® Kremlin para ciertos destinatarios en Roma. —Yo creo —comenté— que ese rumor forma» parte de la campaña contra el cardenal armenio. № puesto con insistencia por el cardenal Costana1 gran experto en el Tercer Mundo. Las demás cafl'· daturas se dividieron; Siri, casi preconizado »ucjj· por Pío XII, pasaba por demasiado conservador· tíni, candidato de los franceses, estaba verde y 226

era aún cardenal, por lo que cuando salté su nombre en el cónclave el cardenal de Génova golpeó su mesa con tal fuerza que rompió su anillo; y los tres carde» nales españoles, aleccionados por el general Franco, se empeñaron en votar a Ottaviani. Hasta que tras once votaciones la mayoría optó por RoncaHi como candidato de compromiso. »Toda Roma —seguía Felici— comentó ai día si­ guiente la invasión del cónclave, al conocerse la elec­ ción, por los venecianos de la curia guiados por mon­ señor Dell'Acqua. Ante la estupefacción de los sor­ prendidos cardenales, Juan XXIII ios acogió, brindó con champán con todos ellos, declaró que había acep· tado «para gloria de Venecia» y reveló allí mismo sus primeros nombramientos de nuevos cardenales. ^ No disimulaba su satisfacción en un momento tan solemne, cuando casi todos los elegidos suelen mos­ trarse preocupadísimos. El papa Juan estaba encan­ tado y lo confesaba abiertamente. Pero se tomó muy en serio el pontificado, y no quiso ser un papa de paso. El veinticinco de enero de mil novecientos cin­ cuenta y nueve sorprendió a Roma y al mundo con el anuncio simultáneo de sus tres grandes proyectos: la revisión del código canónico, el sínodo romano y so­ bre todo el Concilio Vaticano II. Pero tampoco se con­ tentó con gestos espectaculares. Recuperó para la plenitud doctrinal de la Iglesia a los grandes teólogos marginados por Pío XII, como De Lubac, Yves Con­ gar y Kai 1 Rahner, que se convirtieron en los inspira­ dores del concilio. Trató de restablecer la disciplina en las a l t u r a s de la Iglesia, como al enterarse de que el antiguo nuncio en Bspaña, cardenal Federico Tedeschini, había dejado una herencia superior a los K | dos mil m illo n e s de liras, y no paró hasta desviarla a ¡ la diócesis d e l difunto, Frasca ti. Y no conocía tan sustanciosa anécdota; jamás he comprendido cómo se puede hacer tanto dinero al n ic io de la Iglesia, porque además soy pobre por Capacidad para otra cosa más que por virtud. Pero í0 d ejar sin comentario una intuición de JuanXXUl: ’

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"Aquel papa de paso —dije a Felici—captó asom227

brosamente, por su conocimiento de la realidad mun­ dial, el momento de esperanza que parecía vivir la humanidad gracias a la convergencia de dos figuras singulares, el presidente John Kennedy y el desenmascarador del estalinismo, Nikita Kruschev. Juan XXHj se incorporó a la plataforma desde donde se orienta­ ba al mundo, y fue, junto a ellos dos, tercero en con­ cordia. Por supuesto que los dos, los tres, cometieron equivocaciones enormes; eso resalta más la ilusión que supieron comunicar. Kennedy y Kruschev llegaron al borde de la guerra por la crisis de los misiles cubanos después de aquel tremendo fracaso del pri­ mer presidente católico al promover la invasión de Cuba por la CIA y los anticastristas. La Alianza para el Progreso, con la que Kennedy puso en vilo a la América latina subdesarrollada, se hundió en la frus­ tración y el marasmo, por falta de grupos verdadera mente dirigentes en las naciones iberoamericanas. Y Kruschev, por consagrarse al juego político, olvidó los problemas económicos y pereció ahogado entre ellos. El papa Juan no supo prever el pujante brote de la cizaña en la periferia del concilio, y tampoco encauzó debidamente el diálogo de cristianos y mar xistas, que desembocó demasiadas veces en el desmo ronamiento de fortalezas institucionales que jamás se debieron entregar con tanta ingenuidad; ésta fue la herencia explosiva que recibió de él el papa Mon tini. Pero los tres grandes hombres de su tiempo lo graron detectar en medio de sus discrepancias un cimiento común para construir la nueva paz y convi vencía entre los hombres; y caminaron con suprema decisión hacia ese objetivo admirable, aunque tuvie­ ran que sacrificar para ello zonas muy sensibles si tuadas entre la verdad y el error. —Así fue, sin la m enor duda, santidad. Las dos grandes encíclicas del papa Juan, la Mater et m* nuióH. у (mihjm* »lumpr* itdtiilii I# f»ru#b* 4* mi#

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del poder? Algunos de sus dirigentes evolucionado* hablan de Iglesia estaliniana y creo que aciertan de lleno. ¿Por qué no aceptan su propia secularización? —Pero no me negará usted, Pietro —replicaba Bt nelli—, que todo lo que sea entrar en el juego del poder, aunque sea por impulso espiritual (que yo no niego al Opus Dei) puede resultar muy peligroso cuan do tan fácil es tomar en ese terreno los medios por e! fin. —Estoy de acuerdo —dijo Palazzini—. Y muchas veces he advertido a mis amigos del Opus Dei sobre ese peligro. No niego sus fallos; están intentando un camino nuevo en la Iglesia, o mejor una renovación profunda del camino antiguo, y muchas veces fallan ante una tarea titánica. El defecto más grave que les he comentado es, sin embargo, su tendencia al exclu­ sivismo,, enteramente inadmisible entre cristianos. Fomentan, por ejemplo, la creación de un grupo de influencia informativa o cultural. Eso es legítimo) suelen hacerlo muy bien en muchas naciones. Pero cuando han formado el grupo, entonces se comportan a veces como una secta, y tratan a otros intelectuales católicos como si fueran enemigos, o émulos. Estoha sucedido varias veces, con graves consecuencias, en Italia y en España. Porque algunos de esos grupos son muy rastreros. —Parece usted ahora, Pietro, un abogado del dia blo. Pero tiene usted razón. El sectarismo es incom­ patible con la caridad. Observe usted —re fle jé en mis palabras mis im presiones de aquel artículo venecia­ no— lo que está haciendo el Opus Dei en la crisis, que a veces me parece apocalíptica, de la Iglesia ca tólica en las Américas, que tal vez es donde más se nota la deserción de los jesuítas en algunas naciones, no en todas; porque por ejemplo en Perú, en Venezuela y en Colombia, los jesuítas se comportan como auténticos soldados de san Ignacio. E l trabajo yj» orientación del Opus Dei en América equ iv ale nada m enos que a una reevangelización. Con u n a estrato gia dictada p o r la caridad y la eficacia, y con un sentido perfecto de la cooperación con otras fuer** de la Iglesia.

—Así es, santidad -— contestó Palazzini—. Y en la crisis general de fe y disciplina que algunos llaman avance posconciliar, cuando es realmente una merien* / da de negros, y perdone su santidad por esta expresión racista e inadecuada, monseñor Escrivá dejaba a su muerte setenta mil discípulos dispuestos a entre* gar sus vidas al servicio del papa. Debemos recordar que Ignacio de Loyola, al morir, sólo dejó un millar de jesuítas dispersos por todo el mundo, como hoy sucede con el Opus Dei. —Hay algo —adelantó Benelli— que debo recono­ cer. Cuando reflexiono sobre el Opus Dei, compruebo cada vez más que sus enemigos profesionales son ^ generalmente también los míos. Por ejemplo, la red radical-liberal de comunicaciones en todo el mundo, es decir la red masónica; los epígonos resentidos y anacrónicos de la Ilustración; ios que se empeñan en navegar entre la resaca del marxismo; los confusio­ nistas de la liberación y sus aledaños; los abandera­ dos de la modernidad esnob; los propagandistas de la secularización. Esto me hace buscar afinidades ante el común frente adversario. Resumí entonces algunos puntos de vista de mi artículo. Recalqué las imprecisiones vertidas en los periódicos sobre el Opus Dei, el origen de ciertas campañas en su contra que reaparecen periódicamen­ te con las mismas rutinas. Repetí la definición de trabajo según la espiritualidad del padre Escrivá, como «sonrisa cotidiana» cuando por lo visto yo, to* davía en Venecia, apenas dejaba escapar esa sonrisa que ahora todos me alaban. Yo encontré en el padre fundador una especie de alma gemela, cuando detec­ té nuestro idéntico sentido de la catequesis. Ahora los canonistas del Opus Dei, bajo la dirección de su presidente, don Alvaro del Portillo, negocian con la curia para encontrar una fórmula jurídica que les permita desarrollar su vocación con plenitud y sin trabas en todo el mundo. —Me preocupa esta obsesión por encontrar una situación específica o, mejor, privilegiada, que hará necesaria la creación de una normativa nueva. En medio de mis dudas, me pregunto, santidad, si no 251

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estaremos ayudando a la creación de una nueva or. den del Temple. —Éste es el Benelli que yo conozco —dije ca*j riendo, tras calm ar con un gesto a Palazziní, que h¿. bía iniciado un respingo de estupor—. La exención jurisdiccional del Temple respecto de ios obispos fut luego adoptada por todas las grandes órdenes hasta los jesuítas y los escolapios; por eso luego dejaron de crearse nuevas órdenes y se acogió la Iglesia a j¿ fórmula, menos independiente, de las congregaciones religiosas. Yo no veo problema alguno en que una institución de alcance mundial quiera depender direc­ tamente del papa, con tal que se asegure sin trampas la coordinación corTToFoblspos. Sóbre todo cuando hay tantos sacerdotes diocesanos que pertenecen al Opus Dei sin que hayan planteado hasta hoy el menor problema. Incluso pueden adaptarse fórmulas ya exis­ tentes en el derecho canónico a las nuevas neceadades del apostolado en un mundo interdependiente Hemos de esforzarnos en encontrar una norma adap­ table al carísm a y a los deseos del Opus Dei, sobre todo cuando está más que asegurada su devoción absoluta por la Santa Sede, donde en efecto están cu briendo los huecos abandonados por los jesuítas. Es toy seguro de que pronto encontraremos esa fórmula. Con esto disolvimos la agradable e intensa reunión en un mar de anécdotas, que Palazzini cuenta como nadie. Estudiamos algunos libros publicados por per sonas que han abandonado al Opus Dei, y que (al menos los que conocemos entre los tres) resultan de leznables. Hay un ex socio español de la Obra que ahora parece empeñado en aniquilarla como ángel vengador, pero ha descubierto a la vez demasiadas cosas: la maldad del Opus Dei, el amor humano, la democracia exaltada, el progresismo andante. No me explico cómo pudo estar quince años en la institución sin advertir que monseñor Escrivá era un monstruo de vacuidades y su obra un artilugio d ia b ó lic o ; sospe cho que algo no funciona en esa mente obsesiva, de la que mana una prosa desgarrada y sinuosa. PofC contrario, aquí está el dedo de Dios, como dijo a san Ignacio el papa que aprobó su idea innovadora 252

Terminado d despacho Benflií, que sigue inquie­ to, se queda un rato conmigo. Ha evolucionado mu­ cho, me dice, en favor del Opus Deí, pero le sigue preocupando el exclusivismo y el resabio de sectaris­ mo de algunas actuaciones de la Obra, sobre todo en el plano académico, donde suelen arrollar a otros católicos en su obsesión por la conquista de las cáte­ dras; en el plano económico, donde a veces suscitan grupos de presión implacables, para escudarse luego en la responsabilidad exclusivamente personal de sus adeptos; y en el plano político, donde practican en ocasiones la metodología del vale todo. Con su inimi­ table sentido del humor me cuenta Benelli casos con­ cretos de su experiencia española y florentina. Por lo visto gentes afines al Opus Dei tienen hoy en la polí­ tica española a un tapado, ingeniero de buena planta y escasas luces, si bien exhibe grandes pretensiones culturales con poco fundamento; escribe versos de colegial. Ha llegado ya a ministro por su parentesco con un precursor de Franco aunque se presenta im­ púdicamente como opositor a Franco. Su sistema de trepar consiste en no decir jamás nada, ni hacer nada, salvo mentir y pedir un cargo tras otro. Se los dan, pese a su fama abrumadora de jettatore, que allí lla­ man gafe. Benelli me cuenta que cuando la Democra­ cia Cristiana era una posibilidad se acercó cínicamen­ te a ella, para abandonarla luego rumbo al Opus Dei, que parece empeñado en apoyarle pese a que el in­ fausto personaje hunde en el caos a cuantas empre­ sas dirige. Benelli me advierte sobre las catástrofes que podemos esperar en España si ese político asu­ me, como pretende, la presidencia del gobierno. Con sus historias del jettatore español Benelli consigue arrancarme mis primeras carcajadas pontificias, aun­ que él insiste en que todo es la pura verdad. Parece que vino a Roma en el séquito de su rey pero el Governatorato, conocedor de su curriculum, le exclu­ yó de la audiencia colectiva. A ello se debe, según Benelli, que la cúpula de san Pedro siga en su sitio sin agrietarse, como ocurrió con la pirámide de Keops al siguiente de visitarla el jettatore . Confronto estas notas con las del despacho ante­ 253

rior sobre la enseñanza católica. Llamo al cárdena) Garrone para que un experto del Opus Dei participe en la reelaboración del documento de Pablo VI. Creo que es en la enseñanza —como les pasó a los jesuítas del siglo xvi— donde el Opus Dei ha llegado antes a cuajar definitivamente su fórmula de apostolado mo derno. Todos sus colegios, todas sus universidades todas sus escuelas profesionales son una maravilla como vengo observando durante años; y muchos pre’ lados me lo vienen confirmando. Chicos y chicas alu­ cinados o vacíos experimentan allí transformaciones palpables y duraderas. Quizá la afinidad que siento hacia el fundador del Opus Dei radique en que los dos somos hombres de la montaña. El caso es que una gran paz me invade esta noche, sin asomos de opresión.

DU 21 Sábado, 16 de septiembre

LA LIBERACIÓN DE AMÉRICA Me parece que L'Osservatore Romano entra en vere­ da, y por fin acierta a observar mejor la realidad. Hoy me reconforta un editorial firmado por su direc­ tor, el profesor Valerio Volpini, que sale al paso de tantas simplificaciones de la prensa sobre si yo estoy procediendo como un progresista o como un conser­ vador; y descarta toda comparación de mi programa (yo todavía no he formulado programa alguno; me falta mucha información antes de trazar estrategias) con las previsiones de un consejo de administración o con la relación de los objetivos políticos de un go­ bierno. Llamo al director y le felicito: suum cuique, a cada uno lo suyo, como reza la cabecera antisaboya­ na de mi diario oficioso. Fuera de los asuntos urgentes, concentro hoy los despachos ordinarios sobre los problemas de Améri­ ca. Cada vez veo más claro que allí está el futuro de la Iglesia católica, y que el bloque marxista del Se­ gundo Mundo lo ha comprendido muy bien, incluso antes que nosotros, y se nos ha adelantado. Sin em­ bargo contamos allí con un hondo cimiento espiritual, gracias a la evangelización de los siglos anteriores, en el que vamos a apoyamos para recuperar las dé­ cadas perdidas. Hablo detenidamente con el presiden­ te de Somalia, general Mohamed Siad Barre, forman por la administración colonial italiana, que me

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ofrece, en su desconocido país, una sugestiva plata, forma para el diálogo de musulmanes y cristianos, y consagro a las Américas el resto de las audiencias y el coloquio programático de la tarde. El nuncio en Canadá, Angelo Palmas, me expone los problemas de la Iglesia en su inmensa nación del Norte, que ya se ha convertido inevitablemente en una dependencia de Estados Unidos. Lo malo es que los vientos de duda y discordia que hoy encrespan a la Iglesia de Estados Unidos tampoco respetan la in­ term inable frontera canadiense, y la C onferencia Episcopal del antiguo dominio británico prepara, pese a los esfuerzos del nuncio, una extraña declara­ ción de independencia que encuentra buena acogida en otros países, como España y por supuesto Brasil Heredera espiritual de Francia, la Iglesia canadiense está redescubriendo el galicanismo, que algunos pre­ lados españoles y el ala progresista de los brasileños acogen como modelo de modernidades. Hasta han organizado en Quebec un symposium internacional sobre la configuración teológica de las conferencias episcopales; para autorizarlo exijo a los obispo? del Canadá, por medio del nuncio, que encarguen una ponencia al cardenal Ratzinger, cuyas ideas son muy claras respecto de esa presunta e inflacionista «teo­ logía». Espero que todo se quede en tormenta de otoño. He de dedicar una consulta programática a la Igle­ sia de Norteamérica, por ejemplo con motivo de la próxima visita que van a hacerme los obispos esta­ dounidenses. Hoy, dada la proximidad del encuentro de Puebla, dedico la mayor parte de la jomada a los problemas de la Iglesia en América latina. Recibo primero al nuncio en Cuba, monseñor Mario Taglia ferri; e inmediatamente después al obispo auxiliar de Medellín, Alfonso López Trujillo, que es además se­ cretario del Consejo Episcopal Latino Americano, CELAM, y de la comisión que organiza el encuentro de Puebla, previsto para el próximo 12 de octubre. Las dos audiencias son tan interesantes que los invi­ to a dialogar juntos conmigo durante la tarde. Por­ que, desde su misión imposible en Cuba, monseñor 256

TagHaferri ha conseguido una perspectiva general so­ bre los problemas de toda América que deseo contrastar con la posición de López Trujillo, muy bien fun­ dada teóricamente y sin concesiones utópicas en el plano de la práctica. Los dos han respondido admira­ blemente a mis expectativas. Alfonso López Trujillo, un joven prelado de porte tan sencillo como aristocrático, miembro de una gran familia colombiana pero identificado «hasta el cue­ llo», como él mismo dice, con el pueblo de su enorme diócesis, cuajada con los peores problemas del de­ sarrollo y el subdesarrollo, conoce toda América de Norte a Sur, vibra con todos los problemas de la Iglesia en el doble continente, es uno de los primeros analistas del marxismo teórico y el marxismo real que tenemos en la Iglesia y combina su acción pasto­ ral en Medellín con una preocupación amplísima por el conjunto de la Iglesia latinoamericana. Le pido que abra la conversación: —Ante todo, santidad, no sé cómo agradecerle su presencia, que me ha prometido esta mañana, en la gran convención episcopal de Puebla, que va a ejer­ cer, sin duda, una influencia total en el futuro del continente. Estamos en el límite del tiempo, santidad, para corregir un rumbo equivocado, y para marcar sin vacilaciones un camino nuevo. Creo tener encau­ zada la conferencia, que será por encima de todo episcopal, aunque los que se llaman a sí mismos teó­ logos de vanguardia, al sentirse excluidos del prota­ gonismo, han tramado una conferencia paralela que se disolverá en el ridículo con la simple presencia de su santidad entre nosotros. —Allí estarem os si Dios quiere, señor obispo. Va­ mos a ver si entre todos liberamos a América de esa falsa liberación que ahora se proclama tanto. Desde que todo empezó en Cuba, querido Tagliaferri.

El nuncio en Cuba comunica de lleno la imagen de missus con criterio pastoral que tanto promovió Pablo VI. Miembro de la «promoción Pío XII* en la Minerva, menudo y distinguido, amable y discreto, según el modelo Casaroli, conocedor de todas las m o das y veleidades progresistas, sin sentir hacia ellas 257

la menor tentación, pero abierto a todas las veías positivas de la modernidad, su mirada refleja un so siego contagioso y a la vez una energía indomable. Desde que le conocí en la audiencia de esta mañana intuyo en este joven arzobispo un altísimo porvenir dentro de la Iglesia. Nos dice: —Todo empezó en Cuba, santidad, desde que Cas­ tro, ese alumno ejemplar de los jesuítas en el gran colegio habanero de Belén, bajó de sus refugios guerrilleros en Sierra Maestra y entró triunfalmente en la capital con el rosario al cuello, a poco de huir el dictador Batista con todo su cortejo de corrupcio­ nes. Castro engañó a la Iglesia, sobre todo al arzobis po de Santiago monseñor Pérez Serantes; y cuando se hubo afianzado en el poder supremo después del fracaso de la invasión organizada por la CIA en Bahía Cochinos, se quitó la careta, reconoció que su revolu ción era de puro cuño marxista-leninista y emprendió una doble cruzada: aniquilar en Cuba a la Iglesia católica, como clave de la sociedad burguesa, y expor tar la revolución a toda América latina, para lo que convirtió a Cuba en plaza de armas de la estrategia soviética en el Nuevo Mundo. —Sin embargo —-insinué—, la persecución de Cas tro contra la Iglesia en Cuba no parecía buena ere dencial para seducir a la Iglesia del continente en esa gran m aniobra exportadora. —Es cierto, santidad —confirmó TagliaferriPero es que Castro siguió las directrices de Leninen las dos fases m arcadas por el propio Lenin. Primero, la persecución implacable, que pretendía borrar la religión de la mente de los cubanos, y terminó conla práctica religiosa en la isla, donde sólo cinco mil personas asisten hoy a m isa cada domingo; y tras la expulsión de centenares de sacerdotes extranjeros, acusados de contrarrevolucionarios, se hace casi im­ posible la comunicación de los sacramentos. Per0 cuando sus com andos de la revolución tomaron con tacto con la realidad continental, informaron a Cas tro sobre la existencia de muchos disidentes ycontes tatarios en el seno de las Iglesias nacionales, sobi^ todo entre los religiosos; y entonces el d ic ta d o r 258

Cuba decidió pasar a la segunda fase prevista y apli­ cada por Lenin, cuando autorizó la incorporación de los sacerdotes rusos al partido-vanguardia; para lo que Castro reunió primero una información muy com­ pleta sobre los movimientos de sacerdotes contestatarios, la extensión de las comunidades de base en el Brasil, los progresos de la «educación liberadora» ideada por el pedagogo católico y marxista Paulo Frei­ ré en esa misma nación, y sobre todo el incendio de adhesiones que prendió en medios progresistas cató­ licos de toda América con motivo de la mitología del Che Guevara, que fue director de la exportación castrista revolucionaria, hasta su eliminación en Bolivia el mes de julio de mil novecientos sesenta y siete. —El nuncio Tagliaferri —decía López Trujillo— ha marcado claramente los dos movimientos de la estrategia castrista. Gracias a Freí re, la gigantesca Iglesia del Brasil había entrado ya a i convulsión re­ volucionaria desde los años del concilio. Las comuni­ dades de base, que al principio eran en Brasil una eficacísima red de catequesis popular, alimentada desde las emisoras episcopales, se transformaron en una infraestructura prerrevolucionaria cuando Frei- . re se quitó también la careta y se presentó como un K activista político, secundado por la minoría progre­ sista del episcopado brasileño, y por muchos cuadros de la Acción Católica recién arruinada y desmantela­ da. Entonces, todavía sin acabar el concilio, el movi­ miento de inspiración soviética PAX, combinado con el centro de propaganda IDO-C, creó su red en las Américas (del Norte y el Sur) gracias a la colabora­ ción de algunos obispos revolucionarios procedentes de la extrema derecha fascista, como el brasileño Helder Cámara y el mexicano Sergio Méndez Arceo. N Proliferaban, por contagio de Europa y apoyándose en esa red, las asociaciones de sacerdotes contestata­ rios y revolucionarios, entre las que destacaban con luz propia la colombiana, inspirada por un mártir de Ja guerrilla, contrapartida del Che Guevara dentro de la Iglesia, el aristócrata Camilo Torres Restrepo; y en el Perú la agrupación de un sacerdote indio otado de poderes extraordinarios para la comunica-

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ción y la sugestión, Gustavo Gutiérrez. Los dos hablan formado en medios de la teología política «y. ropea, los dos se convirtieron en abanderados de |a revolución en el seno de la Iglesia americana. Uno Torres, con las armas; otro, Gutiérrez, con la propa! ganda teológica. —Recuerdo que unos años después me opuse fron. talmente a la llamada teología política —comentémediante un artículo de mil novecientos s e t e n t a y cuatro publicado en la revista diocesana de Venecia Este invento del teólogo católico Juan Bautista M etz discípulo y heredero del jesuíta Karl Rahner, h a in­ fluido decisivamente en el trasplante ideológico de Europa a América que llevaron a cabo, sobre todo, los jesuítas españoles discípulos de Rahner y de Metz y s u s colegas americanos, como el propio G u tié rre z ! En ese artículo yo marcaba las conexiones e n tr e la teología política y la teología de la liberación. Y deja ba bien claro que Metz es la vertiente c a t ó l i c a del pensamiento oficioso adoptado por la I n te r n a c io n a l / Socialista en convergencia con la vertiente n eo m ar xista integrada por la Escuela de Frankfurt. —Preparado y caldeado así el ambiente —conti­ n u ó monseñor López Trujillo— los movimientos con testatarios sorprendieron al episcopado en la Confe rencia de Medellín, organizada por el CELAM en mil novecientos sesenta y ocho. Pablo VI vino a inaugu­ rarla. en la catedral de Bogotá, pero no q u i s o ir a Medellín, como adivinando la tormenta. En M edellín logramos por fin evitar el desastre pero c a ím o s en algunas emboscadas con las que el frente p ro g re s is ta dem ostró su notable preparación. Fue un e n cu en tro dominado por los teólogos, que arrinconaron a los obispos. Allí por poco se consagra la teoría m arxista de la dependencia, fundada en algunos hechos reales, como los abusos del imperialismo económico nortea mericano en todo el hemisferio; y en la esp an to sa m iseria y opresión en que vivían muchos sectores» nuestro pueblo. Pero se ocultaba que tanta culpa como el coloso del Norte tenían en tan triste sitúa ción nuestras minorías nacionales d i r i g e n t e s , q u e son por lo general, irresponsables, egoístas e ineficaces 260

Y sobre todo, que seria un absurdo sustituir el impe­ rial i smo norteamericano con el imperialismo marxis­ te cuyo funcionamiento vemos bien en el bloque oriental de Europa. Ahora, en Puebla, santidad, he­ mos de reconducir los rumbos de la Iglesia desorien­ tada en Medellín. Tenemos todas las medidas toma­ das para ello. Y la fantástica resurrección de la fran­ ja oriental astática, Japón, Corea del Sur, Hong Kong, Taiwan, Singapur, Malasia, bajo el mismo «imperia­ lismo» occidental desde mil novecientos cuarenta y cinco debería imponer una seria reflexión a los liberacionistas. —Al conocer los resultados de Medellín —terció Tagliaferri— Fidel Castro vio el cielo abierto y deci­ dió proclamar la nueva fase de su estrategia leninis­ ta para América. Fracasó en su exportación revolucio­ naria sobre Guatemala, Colombia y Bolivia, y quiso animar personalmente al régimen marxista de Salva­ dor Allende que había tomado el poder en Chile por la inconcebible estupidez de la Democracia Cristiana. Allí se pasó casi un mes en noviembre de mil nove­ cien tos setenta y uno, y lanzó la nueva consigna: «la alianza estratégica de cristianos y marxistas en la lucha por la revolución de América», inmediatamen­ te después, los jesuítas chilenos crearon el movimien­ to de los Cristianos por el Socialismo, que trataba de coordinar el diálogo estratégico con la acción de los partidos comunistas y socialistas en toda América. Quedaron perfilados así los tres movimientos de libe­ ración. Las comunidades de base, que llegaban ya en Brasil a los cuatro millones de adeptos, encontraban en los Cristianos por el Socialismo una minoría rec­ tora políticamente muy definida. Y para nutrirla ideo­ lógicamente surgió con enorme fuerza un movimien­ to doctrinal que se llamó, por el título de un libro famoso del peruano Gustavo Gutiérrez, teología de la liberación. —Es curioso que por entonces, a poco de llegar a Venecia —recordé—, publiqué mi carta al gobernador español de Milán en el siglo diecisiete, don Gonzalo Fernández de Córdoba, en la que denunciaba la des­ viación fundamental de esa teología. Para mí estaba

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duro 011® I· teología de I· 1Ib«melón ere 1« «dupla ckta a Jim Amérlcas de tu teología política da M#t*; y que ta doctrina marxiste era uno de sus ingrediente^ esenciales, aunque muí promotores han tratado lu*g„ de enmascararlo por todo» lo» medio», —Con nuestra actual perspectiva —concluyó *| obispo tópe* Trujillo— en evidente que tina entr«^ gia universal de marca leninista, de la que Fidel C** tro no en* tuás que un adaptador local, trató dr *ub vertir a tren Iglesia» decisivas para el futuro di Amé rU u la del Brasil, la de Estados Unido» y la dr F^p,» na, regid«*» en cada ca»o ñor episcopado» déhilo, de»orlcntados y muy dividido». Hacia el comiendo df lo» uño» setenta, cuando «urgían esos tres movimlfíi tod de liberación, lo» jesuítas de Nueva Orlean«, qur ya hablan fundado vario» año» ante» el Instituto par» el Orden Social, en »entldo muy radical, íronteh/o con el marxUmo, establecían una conexión vm U )c»ulta» va»co» que rigen la Universidad Centroamr rlcana de San Salvador, y la e»taban conviniendo m un centro Ideológico para el apoyo a la guerrilla en Ccntroamérica, que hoy »e encuentra en plena ebulli­ ción. Y en ese mismo aflo mil noveclento» artenta y do» toa creadores Jesuíta» del movimiento Cristiano» por el Socialismo en Chile acudían al gran encuentro misionero del Escorial, organizado por lo» jesuíta« espútales discípulos de Meta y de Rahner parslmpul sar a ios movimientos de liberación en toda Antérlia latina, Allí se consagró como e»trelia internscimul Gustavo Gutiérrez, cuando ya apuntaba uns ncgunJa estrella todavía más espectacular: la del fr«r»ciscai»w brasileño Leonardo Boff, portavoz, de la» comunld» des de base e ideólogo de la Iglesia Fopulsr contr* puesta a la Iglesia Institucional; la Introducción de I# lucha de clases en el seno de la única Iglesi»' —Alarmado por esta» convulsione» —mordí» lo» do» jóvenes prelado»— el papa Pablo VI prep»fM y publicó en mil noveclento» »etenta y cinco ju lw porten Hsima encíclica fávannelil nuntiundi *n denunciaba todas las desviaciones que acabado* _ resumir, sobre todo la absurda dlcotom!» de I*»( ’ Iglesias, que interpretaba lisa y llanamente 262

proyecto de cisma, Le interesaba mucho pulsar sobre ni terreno un· situación tan etploslve, y me animó a alie aceptara 1« Invitación del eplscopedo brasllefto pura visitarles, con motivo del centenario de le «mi* gradó*’ Italiana a Brasil. Llevé, desde Venada, une lr»ag,Ы*шн*+1* Hi t>i J h w Mm4tt Im Sriit-tmh^th Im *Hié4Hi4H a* ¿HtltH* 4* *m* typtffe$ 4*i ^ftft ItHtptHftf; htiUtirth 4* i ***4, títuPib táribfiH♦ i*ttm, *h*h **tH*tVi, φ * ttm*b* 4Ф &

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man, que era irrepetible. Lleva ya trece años en su enorme diócesis, casi tres millones de católicos, que se le han ido de las manos. Carece por completo de tacto y de flexibilidad; su firmeza me parece más bien obs­ tinación. Su estancia antigua en la Secretaría de Esta­ do queda ya demasiado lejos, y tampoco conecta bien con la curia, a no ser con su amigo Paul Marcinckus, de quien confiesa abiertamente ser un fan. Sus relacio­ nes bancadas (él fue quien conectó a Marcinckus con David Kennedy) y su generosidad son estupendas y proverbiales. Pero no ha sabido resistir su soledad, y su relación íntima con la señora Helen Dolan Wilson a quien presenta como su prima, es ridicula y escanda­ losa. Y encima ha designado al hijo de Helen como asesor financiero para las inversiones de la diócesis. Hay que traerle a Roma con urgencia, salvo lo que diga el cardenal Baggio, a quien me temo que echara de Chicago con cajas destempladas. —Oigámosle también, señor arzobispo. Es un car­ denal de la Iglesia. Hable con Caprio y que se le con­ voque para una audiencia privada conmigo antes de acabar el mes. Puede que podamos aprovechar su ex­ periencia, su indudable fe y sus capacidades en otro destino, aunque me hago cargo de la dificultad. Los viejos nos creemos insustituibles y nos volvemos intra tables, cuando menos razones nos quedan ya para ello. Se marchó este hombre profundo y seguro, otro de mis próximos cardenales, aunque no se lo insinúo todavía. Los problemas tratados hoy son espinosos, pero ya estamos en acciones de gobierno, y no sum er­ gidos en la m araña de los escándalos, que me fastidia cada día más. Estados Unidos, Brasil, España, Chile, son las cuatro conferencias episcopales de más urgen­ te renovación. Bastantes obispos de las cuatro nació nes parecen no enterarse de casi nada, y s i s e enteran casi es peor. Necesitamos nuevas promociones de per­ sonas jóvenes, relevantes en doctrina y cultura, pas tores conocidos y sin obsesión hipercrítica. Los teñe mos; hay que encontrarlos, después de haber encau zado ya, al borde del cisma, a la iglesia de Holanda. Dura jornada pero normal. Hoy me acostaré tran­ quilo. 312

DIA 27

Viernes, 22 de septiembre

CONFESIÓN Y SECUESTRO DE ALDO MORO Mis dos secretarios, que han notado mis opresiones de estos días, sobre todo a la hora de cenar en fami* lia, se han mostrado hoy muy preocupados por lo que creen un empeoramiento de mi salud, y por las deficientes condiciones sanitarias del palacio apostó­ lico, donde no puede hacerse ni un electrocardiogra­ ma. Me recuerda el padre Magee que el servicio mé­ dico es excelente, dirigido por el doctor Renato Buzzonetti, que ha venido a verme ya un par de veces y hoy me examina con mayor detenimiento pero, como él mismo se queja, con pocos medios. Sacar a un papa del Vaticano para examinarle en una clínica de Roma parece, entre estos muros, casi una abdicación, lo cual es ridículo. El Vaticano vive obsesionado por ^ el qué dirán; y el papa lo paga. Hubo que improvisar * una clínica de urgencia aquí abajo, en la primera planta, para operar de próstata a Pablo VI. Pero lue­ go se desmanteló. Al doctor Buzzonetti no le gusta lo que llama «la inquietud de mis coronarias» aunque cree que el do­ lor de cabeza depende de mis preocupaciones, no de algún desorden patológico. Pero cuando le digo que desde la última audiencia general noto que se me hinchan algo los pies, tanto que me tengo que quitar disimuladamente el zapato derecho mientras estoy sentado, decide llamar a consulta, para mañana, al 313

doctor Giuseppe Da Ros, mi médico personal desde que llegué a Vittorio Veneto, y que también me ha visto un par de veces, más o menos en serio, después de las audiencias con gentes de mi tierra, para no alarm ar. Han quedado los dos en examinarme maña­ na temprano, que por lo visto es la hora mejor, antes de mi prim era salida a la ciudad. Pero ni Da Ros en sus visitas informales, ni Buzzonetti esta mañana pa­ recen alarmados; creen que mis famosas opresiones se deben a la carga que me ha caído encima, y reco­ miendan un reconocimiento en regla, en una clínica de confianza, para dentro de unos días. Mañana vere­ mos en la consulta. Dentro de la serie de despachos rotatorios con los dicasterios y secretariados recibo hoy al cardenal Corrado Bafile, prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos, y a su secretario, monseñor Giuseppe Casoria. Les indico mis preferencias; el bea­ to Bem ardino de Feltre, la doctora Gianna Molle, que murió para salvar la vida de su hijo nonnato, los m ártires de las revoluciones de México y de España en este siglo; los portavoces de quienes acabaron con sus vidas in odium fidei alegan ahora criterios pos­ conciliares (!) para aplazar esas canonizaciones como si fueran actos políticos. Encargo al cardenal que hable con el cardenal Slypj para estudiar alguna ca­ nonización conjunta, con la Iglesia ortodoxa de Rusia, por ejemplo, de m ártires católicos y ortodoxos sacri/ficados por los nazis en razón de su fe común; y ya que Rolf Hochhuth trata de arrojar cieno contra Pío XII exaltando el m artirio del padre Maximilian Kolbe para salvar a una víctima de los nazis al susti­ tuirle en el crematorio, pido a Bafile que hable con el cardenal Ratzinger para estudiar la beatificación de Kolbe, al que Cristo parecía referirse proféticamente cuando dijo que no hay mayor amor que dar la vida por un amigo; y que prepare la incoación del proceso de Pío XII, que ya parece maduro. El carde­ nal de Cracovia, así se lo digo también a Bafile, me ha sugerido la beatificación de otra mártir de nues­ tro tiempo, la profesora judía y carmelita Edith Stem Le pido a Corrado que venga con frecuencia; nada 314

me reconforta tanto como hablar de los santos. Le ruego que haga revisar las causas que por cualquier motivo se quedaron empantanadas desde hace siglos; y que llegue, en esta revisión profunda de la santidad

en la Iglesia, hasta los primeros tiempos. Luego hablo con el pronuncio en Indonesia, Vin* cenzo Farano, y le pido que despache con Villot para organizar una conferencia de nuestros representan­ tes en Extremo Oriente, que yo podría presidir durante algún viaje pastoral el próximo año. Reconfortado por estos proyectos, recibo también al cardenal Silvio Oddi, al que, por sus conocidas tendencias conservadoras, he encargado por medio de Villot un informe sobre la situación de la Frater­ nidad de San Pío X, la obra integrísta de monseñor Lefebvre. Silvio, cosa rara en él, se muestra pesimis­ ta después de sus indagaciones, que han incluido al­ gunos contactos. Marcel Lefebvre ha caído en una actitud mesiánica, y está convencido de su misión providencial para salvar a la Iglesia de las garras de Satán. Nadie se lo hubiera esperado cuando era arzo­ bispo de Dakar, y su posición netamente conservado­ ra en el concilio se mantenía en los límites de la racionalidad; yo estaba en algunas cosas bastante más a la derecha que él. Vino a verme a Venecia a poco de mi elección patriarcal, que celebró mucho; y oscilaba entre sus deseos de regresar a la comunión de la Iglesia y sus ramalazos de consideramos como la grey del An­ ticristo. Silvio Oddi me entrega la última publicación del seminario que ha organizado Lefebvre en el pue­ blo suizo de Écone: una biografía de Pablo VI cuida­ dosamente manipulada para presentarle como vícti­ ma de los errores conciliares, atrapado por ellos, y sumido en la desesperación más absoluta. Nadie se había atrevido a colocar a un papa en el infierno desde los tiempos de Dante; parece que Lefebvre ha interpretado la agonía de Pablo VI como un signo de reprobación. Para el arzobispo disidente todo arran­ ca de la reforma litúrgica, que ha destruido, según ¿1. los canales para la comunicación de la fe y la gracia. De ahí la transformación de la Iglesia en anti315

Iglesia, sierva del Anticristo según el Apocalipsis. De ahí también la manipulación histórica de la figura de Pío X, a quien prestan obediencia como si nada hu­ biera ocurrido en la Iglesia después de él. Eso no es veneración sino necrofilia. —Es una lástima —me dice Oddi— porque Lefebvre ha conseguido restaurar algunas cosas que noso­ tros hemos deteriorado en nuestro acercamiento a la realidad del mundo; la seguridad en la fe, el estudio serio de la teología sin fascinación por las modas culturales, la normativa moral sin ambigüedades. Tie­ ne unos discípulos estupendos, sinceramente dedica­ dos a su misión, y tendríamos que hacer un esfuerzo supremo para recuperarlos. —Pablo VI me consultó en mil novecientos seten­ ta y seis antes de decretar la suspensión a divinis del arzobispo rebelde —contesté— y de la documenta­ ción, muy completa, que me envió, deduje claramen­ te que con todas sus grandes cualidades, y con su buena parte de razón, había caído en el pecado que es la raíz de todos, la soberbia. Yo coincidía en bas­ tantes de sus premisas, pero jamás en su falsa con­ clusión. Le aconsejé una y otra vez, por encargo del papa, incluso después de la suspensión, que luchase por sus ideales en el seno de la Iglesia, como el papa le ofrecía. No hay inconveniente, pensaba Pablo VI, en perm itir a la Fraternidad que conserve el latín, que profundice en los métodos tradicionales de la teología, que defienda la moral fuera del laxismo. Pero debe reconocer no solamente al primado de Pe­ dro, sin el cual no hay Iglesia católica, sino al conci­ lio como obra del Espíritu. De lo contrario será una rama desgajada, que pronto quedará seca. Para ayu­ darle a esta reflexión recomendé a Pablo VI la sus­ pensión a divinis, que según veo por su informe leba afianzado en la rebeldía. La evocación de la ruptura de Lefebvre con Pa­ blo VI me impulsó a quedarme solo en el estudio toda la tarde, para fijar mis recuerdos sobre las últi­ mas estaciones en la agonía del papa Montini. 116

A fines de febrero de 1978 volví desde Venecia a mis montañas en visita pastoral, que recordé ayer, por cierto, cuando vino a verme y a comer conmigo mi hermano Berto, quien me preguntó alarmado por ]a homilía de fin de año en Venecia, y por mí premo­ n ició n de la muerte; le quité importancia, pero la verdad es que quise volver a los Dolomitas movido por aquella misma premonición. Berto me recordaba ayer, al verme con tan buen ánimo, que durante aque­ lla subida a Canale me vieron todos absorto, muy pálido, muy metido dentro de mí. Ya no me acordaba del contenido de mi homilía, que por lo visto fue «Somos peregrinos del cielo»; hablé en ella de san Martín y de la Virgen de Fátima, el milagro del sol, sin que mis paisanos, según decía Berto, supieran bien a qué me refería. Tan alejado estaba yo de la realidad que mi cuñada Antonietta, el ama de mi casa, preguntó, de esto sí me acuerdo, si no me gustaba la comida, que era estupenda. «No es eso -respondí-». Tu comida es la que yo esperaba. Pero pienso ahora mucho en lo que me dijo sor Lucía en Coimbra.» Les conté mi conversación con ella, la danza del sol, pero no la premonición. También recuerdo que una perio­ dista alemana que seguía, con otros compañeros, mi viaje a las montañas, me preguntó si había tenido novia alguna vez. «No —le contesté—. Desde niño supe que iba a ser sacerdote.» Era además profesora protestante de religión. Se llamaba Kummer y volvió a verme en Venecia, donde abrazó el catolicismo. Me dijo que preparaba un libro sobre mí, no sé lo que habrá visto. Al regresar a Venecia con el alma llena del sol de mis montañas seguí con preocupación, como toda Ita­ lia, el gran proceso contra las Brigadas Rojas que se había iniciado en Turín, con la ciudad en estado de sitio para evitar represalias de los terroristas que seguían a los principales procesados, Renato Curcio y Franceschini. La respuesta política que Aldo Moro había diseñado para los problemas de Italia desde la Presidencia de la Democracia Cristiana no la com317

prendíamos muchos; el bipartidismo de cristianos y comunistas mediante la aceptación del compromiso histórico propuesto, de manera fascinante, por el lj. der del PCI Enrico Berlinguer. Pero recuerdo que mis mayores preocupaciones no eran ésas, con serlo grandes. Participaba de la angustia de Pablo VI, que se sentía cada semana más frágil, más acosado por todos los problemas de la Iglesia: deserciones sacer­ dotales, degradación de los institutos religiosos, hun­ dimiento del sentido moral, desconcierto teológico en todas partes, implicación de nuestra administra­ ción financiera con los bajos fondos y los círculos de poder designados en Italia por la voz pública como sottogovem o, gobierno de presión desde las sombras. En medio de esa angustia, que yo compartía cada vez más con el pobre papa desmoralizado y acosado, te meroso por la pérdida de los frutos del concilio, re­ fugiado en una interpretación preternatural e inclu­ so diabólica de nuestra decadencia con su obsesión por el humo del infierno, escuché una mañana por radio la terrible revelación de Aldo Moro ante la Cá­ mara, cuando los comunistas ponían sobre la mesa una riada de acusaciones sobre la corrupción de la Democracia Cristiana: «Yo creo en la Providencia —venía a decir, estoy seguro de que reflejo bien la idea si no las palabras— y por eso creo que para sacam os del caos de la posguerra, la Democracia Cris­ tiana ha sido una solución providencial. Se nos está acusando de robar, corromper, pecar. Se nos dice que no actuamos de acuerdo con nuestros principios y que con nuestro comportamiento prostituimos esos principios. Creo que hay en esa acusación una buena parte de calumnia y maledicencia; una buena parte de tergiversación. Creo también que nuestros acusa­ dores deberían m irar la viga en el ojo propio antes de obsesionarse con la paja en el ojo ajeno. Pero aun­ que algunos puedan sorprenderse, admito que hay una parte de verdad en las acusaciones. Admito que gentes de nuestro partido, a veces situadas muy alto, roban, engañan, participan de la corrupción y la fo· mentan. Aun así somos imprescindibles. Vivimos en un mundo podrido, en una sociedad podrida. Vacilan 318

los fundamentos del derecho, los criterios de la mo­ ral. Mandan sólo el dinero, el consumo, el hedonismo,

nosotros no estamos inmunes. Se hunde la familia quiebran los valores de la sociedad. El escándalo es noticia habitual en la prensa. Pues, bien, aun en este contexto somos imprescindibles. No hay otra guía política posible en un mundo podrido, fuera de la nuestra. Las demás sólo pueden ser complemento o alternativa efímera.» Quedé aterrorizado por esa confesión. Aquél era un hombre desesperado, que se aferraba al poder por pura supervivencia de su grupo, sin ánimos para / proponer la regeneración de la sociedad. A los pocos días llegó una respuesta trágica al increíble discurso de Aldo Moro. El 16 de marzo de 1978, este mismo año, salía de su casa para ir al Parlamento, donde iba a votarse el gobierno de unión nacional con inclu­ sión de los comunistas. Las Brigadas Rojas le tendie­ ron allí mismo una emboscada, eliminaron a sus cin­ co agentes de escolta, le sacaron del Alfetta y se lo

y y

llevaron. El cuarto gobierno Andreotti, que no incluyó a los comunistas pero contó con su apoyo exterior, se negó a toda negociación con los secuestradores. Pa­ blo VI, amigo íntimo de Aldo Moro, y afectadísimo por su suerte, hizo esfuerzos sobrehumanos para lo­ grar su liberación. El papa envió a monseñor Casaroli para aconsejar al gobierno que cediera, pero fue inútil. El secretario de Estado, cardenal Villot, se mantuvo al margen, según su norma de no inmiscuirse jamás en la política italiana. El 19 de marzo Pa­ blo VI pidió públicamente a las Brigadas Rojas, en la homilía dominical del ángelus, que liberasen a Moro y el 22 de abril redactó personalmente, tragándose la humillación en favor de su amigo, la carta a los se­ cuestradores, que reclamaban el canje de Moro por treinta presos, entre ellos Renato Curcio. Pablo VI, con su intervención personal y directa, no quiso repetii' la inhibición de Alejandro VI cuando nada hizo Por evitar el asesinato de su hijo Juan por su hijo César de Borja en el mismo Vaticano, se dijo brutal­ mente en Roma. M9

Las Brigadas Rojas torturaron y asesinaron a Aldo Moro, y lo devolvieron lleno de sangre en el maletero de un automóvil. Fue un crimen diabólico que hirió de muerte al papa Montini. Yo publiqué en II Gazzel· tino una invectiva contra los terroristas, que por aquellos días actuaban también en Venecia. En Mar* ghera, Genova y Milán se detectaban condiciones y tensiones prerrevolucionarias. Se encendía la activé dad guerrillera en Guatemala y Nicaragua, se inicia­ ba en El Salvador, y los revolucionarios armados re­ cibían el apoyo ideológico, y muchas veces la colabo­ ración personal, de sacerdotes, religiosos y monjas que levantaban metralletas en el ofertorio, como vi en una serie de fotografías increíbles enviadas de fuente segura. En Italia, el 52 % de la población vivía ya bajo la administración regional y local de los co­ munistas, que habían progresado enormemente des­ de 1972, y se creían a punto de sobrepasar en votos y escaños a la Democracia Cristiana. Habían penetrado en la prensa, en la RAI, en la policía, según las doc­ trinas de Antonio Gramsci. A Pablo VI todo se le hun­ día alrededor. Era el fracaso de su vida como papa, como constructor de la democracia italiana. El padre Magee me ha relatado que, por esas semanas, después del secuestro de Aldo Moro, repetía obsesivamente: «No quiero traicionar a Cristo.» Una tarde, su secre­ tario irlandés le sorprendió paseando, muy nervioso, por el estudio, mientras estrujaba un papel entre las manos. «Es la carta de un sacerdote de setenta y ocho años con más de cincuenta desde su ordenación, que solicita una secularización urgente.» Pablo VI sa­ lía de esos trances en la capilla privada sumido en profunda oración. El día que recibió esa carta llamó al padre Magee para que le acompañara porque se sentía mal. Mientras rezaba empezó a sudar y el se­ cretario tuvo que llevarle, medio inconsciente, al si­ llón del dormitorio. Al limpiarle el sudor con un pa­ ñuelo encontró algunas trazas de sangre. Aquella larga primavera del setenta y ocho yo par­ ticipaba, de lejos, en la agonía de Pablo VI. Vine a Roma dos veces para reconfortarle y me volví con parte de su cruz sobre mis hombros. Ahora veo que 320

la segunda gran depresión de mi vida, que entonces

me absorbió, nacía de mí esfuerzo para ayudar al pobre papa Montini, abatido. Le leía, para animarle, / algunos artículos de Indro Montanelli, que se inde- ^ pendizó entonces en el Giomaíe, y superó los ataques concertados de comunistas y democristianos con un sentido crítico admirable. Nuestra gente, los católi­ cos, habían perdido el rumbo, y los socialistas trata­ ban de recuperarse de la marginación política apo­ yándose en una nueva estrella: Bettino Craxi, que se había sacudido los ajados dogmas y prejuicios de la época Nenni. Llegó la noticia sobre el número de abortos practicados en Roma durante los doce meses . anteriores; veinte mil, frente a cincuenta mil nacimientos. Me entregaba la estadística el papa durante la última visita que le hice antes del verano, y musi­ taba: «La muerte va suplantando poco a poco a la vida.» Por entonces se divulgaban algunas interven­ ciones mías en conferencias reservadas, que confir­ maron la fama exagerada de progresista que según parece me gané en los debates sobre el control de nacimientos. Es cierto que me mostré partidario de la colegialidad episcopal, pero siempre en comunión viva con el papa. Los obispos no son simples repre­ sentantes del papa sino de Cristo; pero nada pueden hacer sin que Pedro les confirme en la fe. Para sacar a Pablo VI de su ensimismamiento le propuse crear una com isión que preparase un consejo episcopal o sinodal permanente, y aprovechar de paso la nueva institución para introducir retoques importantes en la reforma de la curia; el cardenal Villot y la Congre­ gación para los Obispos elaboran hoy ese doble pro­ yecto, que estará a punto el mes que viene. Llegó el verano y pasé unas vacaciones maravillo­ sas en la abadía de Pietralba, acompañado por el ^ cardenal de Cracovia, con quien repasé lo divino y lo humano después de los paseos vespertinos en los que me dejaba totalmente agotado, pero liberado y feliz. Un día acudimos a una procesión que se celebraba en una aldea altísima, y un niño, mirándonos muy impresionado, no sé bien a cuál de los dos, dijo de Pronto: «Mamá, mira el papa.» Bajé a Belluno a prim

meros de agosto para dictar una conferencia sobre el Concordato, y allí me sorprendió la muerte de pa. blo VI. Esa mañana del día 6 el papa había rezado con los peregrinos desde el balcón de Castelgandolfo. Pasaba allí días muy tranquilos, y el día 3 recibió la visita del viejo y jocundo socialista Sandro Pertini recién elegido presidente de la República. A las seis y media sintió de pronto un pinchazo en el corazón; don Pasquale Macchi tuvo tiempo de acostarle y de­ cir para él una misa en la misma cámara que el papa siguió con atención y recogimiento. Murió serenamen­ te por su crisis cardíaca —su corazón roto— poco después de las siete y media, esa misma tarde.

Día 28

Sábado, 23 de septiembre

VAMOS A ENTRAR EN ACCIÓN Consulta en el apartamento privado a las ocho en punto, antes del desayuno. Los doctores Da Ros y Buzzonetti, que se han hecho muy aságos, me exami­ nan en presencia de mis dos secretarios mientras el cardenal Villot, preocupado, espera en el estudio. Han traído un electrocardiógrafo, que me aplican después de tomarme la tensión —normal tirando a baja, doce y seis— y extraer muestras para el análisis de orina y sangre, que como me dijeron por la tarde no acusan anormalidades, salvo una cifra algo «fonda de leoco· citos y algo baja de hematíes. El electro da algunos ruidos y acusa una ligera insuficiencia pero nada alar­ mante. La hinchazón de los pies había desaparecido esta mañana. Después del reconocimiento se quedan los dos médicos a desayunar, y bromean con el car­ denal Villot. «Deberíamos recomendar a su santidad una vida tranquila y sin preocupaciones, pero no que­ remos caer en el ridículo. Encárguese, señor carde­ nal, de que haga algo más de ejercicio, por lo menos veinte minutos de paseo en los jardines, y que no deje nunca la siesta, porque levantarle más tarde de madrugada será imposible, le conozco bien», dice Da

Ros. Por tanto, parecen inclinarse a que mis síntomas de opresión son sobre todo de origen moral, cosa que cuando no los sufro yo también creo. Aun así insisten en un exam en más completo, que se me hará a fines 323

de la próxima semana en la clínica Gemelli, y deciden acompañarme en la visita de esta mañana a San Juan de Letrán. Recibo, después del despacho con mis secretarios, al cardenal Sebastiano Baggio, prefecto para la Con­ gregación de los Obispos, que me comunica la nece­ sidad de tomar una decisión urgente sobre el carde­ nal de Chicago, Cody, cuya diócesis vive una situación explosiva. Los contestatarios de esa gran diócesis, dirigidos por el padre Andrew Greeley, que según Baggio es un verdadero energúmeno, un anarquista al estilo de los Berrigan, aprovechan los fallos perso­ nales del cardenal, que son notorios, y se lanzan con­ tra él como buitres. Pido a Baggio que convoque al cardenal Cody, con quien hablaremos despacio la se­ mana próxima, para buscar con él una salida honora­ ble a estos conflictos. Firmo, durante este despacho, el nombramiento de monseñor Jerzy Stroba como arzobispo de Poznan, en Polonia, y del sacerdote Jac­ ques Jullien —a quien llaman el nuevo cura de Arscomo obispo de Beauvais, en Francia. Recibo también al nuncio en Suiza, Ambrosio Marchini, que trae im­ portante información sobre las actividades financie­ ras del IOR en Ginebra y Zürich, relativamente bien corregidas en los últimos tiempos; verá a monseñor Caprio esta misma mañana. Viene también el pronun­ cio en Madagascar, la inmensa y confusa isla francó­ fona del océano índico a la vera de África, y el profe­ sor Valerio Volpini, director de L ’Osservatore, a quien informo sobre el espíritu con que voy a abordar mis dos im portantes visitas de hoy. Le felicito por el nú­ mero extraordinario con que L ’Osservatore caldea el ambiente para esta mi prim era salida, con un retrato mío a toda portada. A las doce en punto salgo a la plaza de San Pedro desde el arco de las Campanas en coche descubierto, pero sin levantarme como me pedían mis acompañan­ tes en esta salida, cardenales Confalonieri y Villot Me voy a cansar mucho, les explico, y prefiero perma­ necer sentado. . Nos detenemos en el Campidoglio para recibir c homenaje de la junta municipal de Roma presidida 324

por el sindicó, profesor Giulio Argan. Es un buen especial istar en historia del arte, comunista de parti­ do, pero de talante abierto, y ajeno a todo sectarismo. Me saluda como obispo de Roma y pide mi colabora­ ción para los angustiosos problemas que se ciernen sobre la ciudad: la vivienda carísima, el desempleo en alza, la juventud marginada. —Hago mías sus palabras, señor alcalde —le res­ pondo, agradecido—, estamos en la misma lucha, pese a nuestras diferencias. Me pongo a sus órdenes para cualquier problema, para cualquier necesidad. Roma tiene que sentir, en lo más hondo de sus raíces cris­ tianas, el hambre de justicia, la sed de paz, la recupe­ ración de la dignidad del trabajo, la reconstrucción de la familia, la solidaridad con los débiles. Nuestra herencia común debe unirnos; nuestras diferencias de cualquier clase no deben separamos en el servicio a la comunidad. Por supuesto que no había preparado una sola frase de este discurso, pero el ayuntamiento en pleno lo comprende y lo aprueba. El profesor Argan viene a besarme la mano y a ponerse también a mis órde­ nes. D espués se incorpora a mi breve cortejo, camino de San Juan de Letrán. Salgo muy emocionado de este encuentro, donde hemos conseguido superar toda frialdad oficial y pro­ tocolaria y hago mi entrada como obispo de Roma en la plaza de San Juan de Letrán, mi catedral. Parece que Roma entera se ha congregado allí. Subo, para que todo el mundo me vea, a la silla gestatoria, y avanzo lentamente hacia el atrio donde me espera mi vicario romano, cardenal Ugo Poletti, que me ofrece cien mi­ llones de liras para construir una Casa de Dios y de la caridad fraterna en el barrio de Castelgiubileo, junto a la vía Salaria, para convertirla en centro de irradiación pastoral y de solidaridad en una parro­ quia hasta ahora desasistida. No se me podía donar un obsequio más agradable, y prometo al cardenal vicario que contribuiré con todas mis fuerzas a com­ pletar el proyecto, que considero como una experien­ cia a seguir en todo el mundo. Ésta va a ser la prime­ ra Casa del Pueblo de Dios en Roma, con todos los

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servicios que la Iglesia puede ofrecer a ese pueblo, incluidos los no católicos, como intenté hacer en Venecia en los bajos del palacio patriarcal. Subo entonces a mi cátedra romana para una ho­ milía que he preparado cuidadosamente, porque con ella cierro ya mi período de información y convoco a todos con una llamada a la acción. —Roma —digo a mis colaboradores y a mis feli­ greses— tiene que ser el faro para toda la cristiandad, para toda la Iglesia; los pueblos, como dijo Isaías, caminarán con nuestra luz, la luz de Roma. Evoco el encuentro con el profesor Argan, hace unos minutos, y comunico a todos un recuerdo de mi madre, cuando me enseñaba el catecismo, y se ilumi­ naba al explicarme los pecados más graves, los que claman venganza ante la presencia de Dios: «oprimir a los pobres, defraudar la justa retribución a los tra­ bajadores»; ya lo he recordado en este diario. Los pobres son el verdadero tesoro de la Iglesia; Roma no puede seguir humillándolos con la ostentación y el derroche de las riquezas, con el desenfreno de la que llaman alta sociedad, que es un insulto a los humildes, un dinero que se sustrae a empresas de progreso y solidaridad para arrojarlo a los falsos dio­ ses de la locura. Sobre una alegoría del caballo y el caballero en el libro de Job propongo la armonía imprescindible en­ tre la libertad y la autoridad. Me dirijo especialmen­ te a los sacerdotes, que deben llevar hasta el fin su compromiso de fe y de fidelidad. Y entonces invoco a quien he escogido como guía para mi pontificado: san Gregorio Magno. Desde mi iniciación episcopal para la diócesis de Vittorio Veneto, Gregorio Magno ha sido mi modelo; casi me sé de memoria sus cartas y tratados, y creo que no se me ha escapado ningún estudio importante sobre su figura. Me refiero a la Regula pastoralis de Gregorio, a quien propongo como modelo de pensa­ miento y acción. Después de advertir a mis oyentes, sobre todo a los sacerdotes, acerca de los peligros de frivolidad al acercar la liturgia al pueblo (hay misas que parecen verbenas, o improvisaciones teatrales que 326

provocan reacciones integristas igualmente inconve­ nientes) me sitúo expresamente en las huellas de Gre­ gorio Magno para todo el tiempo de mí pontificado. —El deber del obispo es enseñar a cumplir; de* pués de informarse cabalmente sobre las necesidades de su Iglesia. Vosotros, la Iglesia de Roma, sois el espejo de las Iglesias de todo el mundo. Vuestro obis­ po es también cabeza, primado de todas las Iglesias, como los obispos de Oriente proclamaban a san Gre­ gorio Magno. Yo he tratado de seguir su ejemplo en Vittorio Veneto y en Venecia, pero no he logrado aprender bien el oficio. En Roma me he puesto de nuevo a aprender en la escuela de san Gregorio Mag­ no, y deseo acertar. Mirad su ejemplo. Recibió una Iglesia atormentada por dentro, amenazada desde fuera, y no se limitó a la defensa, sino que tomó la iniciativa en toda la línea. «El pastor —escribió y cumplió— debe situarse junto a todos los suyos con la compasión y la comprensión; olvidándose de su jerarquía, colocándose al mismo nivel que los súbdi­ tos buenos; pero jamás temerá ejercitar contra los malvados y los díscolos los derechos de su autoridad.» »Sabed, prelados, sacerdotes y fíeles, que os amo. Que todo cuanto haga aquí vendrá dictado por el amor. Pero sabed también que no voy a desfallecer en vuestra defensa, en la defensa de la fe, en la res~ dos a la misma divisa, y nuestros valores mobiliarios, / sacados ya en gran parte de Italia por clarividente/ decisión de Pablo VI, comprenden paquetes importan­ tes en la IBM, la Shell, la Gulf, la General Motors y la General Electric, todo ello ajeno a propósitos de especulación. No comprendo cómo una rutina de si­ glos sigue impidiendo que comuniquemos sencilla­ mente estos bienes, que se custodian y utilizan en servicio de la humanidad, como nuestros tesoros ar­ tísticos y culturales; y que no resultan excesivos como espejo de la generosidad y la solidaridad de un con­ junto que comprende casi ochocientos millones de católicos. Esos católicos, por tanto, no se gastan al año ni diez centavos por persona en el mantenimien­ to de la Santa Sede; que dedica casi todos sus gastos, más del noventa por ciento, a obras de caridad y solidaridad, mientras los gobiernos vuelcan sus arcas en armas para la muerte. ¿Cuánto nos cuesta a noso­ tros el mantenimiento de las alabardas de la Guardia Suiza, que es prácticamente nuestro único gasto en material militar? Por eso me resulta intolerable que una alucinación especulativa de dos o tres personas esté a punto de arrojar sobre nosotros toda una cloaca de acusacio­ nes y de trampas, en buena parte por nuestra culpa. El único remedio tiene que ser la luz a raudales, la claridad informativa, el reconocimiento de nuestros errores. Y en un plano técnico la unificación riguro­ sa de nuestras administraciones, previo el aparta­ miento fulminante de quienes nos han llevado a tan triste y absurda situación. Pido a Caprio que consul­ te a nuestros amigos de la administración y la justi-

cia italiana, en pago por su gesto de amistad y coope­ ración, sobre la conveniencia de que yo me adelante al vertido de esa cloaca con una declaración solemne y concreta, dando la cara ante todo el mundo, y pi­ diendo a todos ayuda para sacar a la Iglesia de este mal paso. Esto siento que debo hacerlo no más tarde de la semana próxima. Todo el mundo sabe que a mí personalmente no me alcanza una brizna de este es­ cándalo. Precisamente por eso voy a hacerme respon­ sable ante el mundo entero, en un gesto supremo de solidaridad con la propia Iglesia de Cristo. Y todo se resolverá, estoy seguro, como una aparatosa tormen­ ta de otoño. Ya ha corrido, entre el primer cieno, la primera sangre y hay que evitar, junto a la avalancha, el torrente. Esta noche, sin embargo, mi firme decisión no ahuyenta, como otras veces, a la opresión que no ha dejado de atenazarme en toda la jornada. Es igual. Porque mi paz interior desborda a esa opresión agra­ vada. Y me deja abierto claramente el camino, sin esperar a la mañana.

DU 31 Martes, 26 de septiembre

KAROL

Anoche llegaron de Polonia el cardenal de Cracovia y el padre Magee, mi secretario, a quien encargué que me lo trajera. Entraron en el palacio apostólico des­ pués de las once, por lo que decidieron no molestar­ me en vista de mi cansancio; me acababa de dormir después de completar mis últimas notas. Pero don Lorenzi, que les esperaba, pidió al cardenal, en mi nombre, que subiera a concelebrar conmigo sobre las siete, mi hora habitual. Esta noche ha dormido en el pequeño apartamento para huéspedes aquí al lado, en la Secretaría de Estado, donde pasé la prime­ ra noche después del cónclave; se lo pedí ayer al cardenal Villot. Con esa férrea puntualidad que se ha hecho famo­ sa, Karol Wojtyla me estaba esperando a las siete menos cuarto en el estudio. Después de darle un abra­ zo y agradecerle su pronta venida al recibir mi llama­ da, hemos pasado a la capilla con los dos secretarios. Como aquí casi nunca se concelebra, no había más que una estola roja, correspondiente a la fiesta de los mártires Cosme y Damián, aunque yo propongo a mi huésped que celebremos la misa del Espíritu San­ to, en relación con nuestra entrevista. Le ruego que presida él la misa, y pese a sus reticencias le impon­ go, ante una sonrisa de complicidad, apenas apunta­ da, de don Lorenzi, que es el único conocedor del 349

secreto, la misma estola que Pablo VI me echó a los hombros en plena plaza de San Marcos. Don Diego es una de las poquísimas personas que conocen las du­ das del papa Montini sobre quién de nosotros dos iba a sucederle; a uno y otro nos insinuó algo en este sentido, como ya tengo dicho en estas páginas. Viene el padre Magee con otra estola y concelebramos. Al terminar la misa desayunamos juntos y el car­ denal se retira un rato a la Secretaría de Estado para despachar algunos asuntos de Polonia con el cardenal Villot. Luego se acerca a depositar su comu­ nicación en el symposium sobre axiología, que es la razón aparente de su viaje a Roma. A mediodía vuel­ ve a mi estudio para la conversación de fondo que deseo mantener con él. No hay audiencias fijadas para esta jomada, lo que produce alguna sorpresa. Sólo un breve despacho con el sostituto monseñor Caprio, a quien firmo la propuesta de monseñor Javier Azagra como obispo titular de Cartagena, la venerable sede española en la ciudad conquistada por Julio Cé­ sar a los cartagineses, que fue desde entonces capital de provincia romana; y una carta al rector del semi­ nario de Venecia, escrita, aunque sin decirlo, ante el dolor profundo por la pérdida de mi· amigo Aldo Manucio, de cuya muerte sigue sin saberse'absolutamen­ te nada. La verdad es que yo tenía que decir pública­ mente lo que en efecto afirmo en la carta; que me sigo considerando patriarca de Venecia en activo (por eso he confirmado a los vicarios, pero mantengo su dependencia directa de mí) y que pronto voy a proce­ der a ese nombramiento dentro de mi combinación de sedes importantes y altos cargos de la curia que preparo para la semana próxima. A mediodía llega el cardenal de Cracovia, y le entrego la única copia que he mandado sacar de este diario íntimo y nocturno, junto con varios documen­ tos que deseo estudie y me comente cuanto antes, entre ellos todos los informes dé mi gabinete de cri* sis sobre nuestra situación financiera, los proyectos de beatificación y canonización adelantados ya por la Congregación de los Santos, y otros que en estas notas no he hecho más que resumir, como la alocu* 350

ción a los jesuítas (que ya tiene), las reflexiones sobre la renovación de las universidades católicas, la teolo­ gía de la liberación, la situación de la Iglesia en Esta­ dos Unidos, las líneas maestras para la reforma de la curia y el borrador de la combinación de sedes y dicasterios, todavía muy incompleto. Le encargo muy especialmente que dada su experiencia profunda en algunos campos, me prepare, tras consultarlo con el cardenal de Varsovia y monseñor Moeller, un infor­ me sobre la reconciliación de la cultura y la fe sin entregar por ello a criterios puramente culturales el depósito de la fe; la revisión de nuestras relaciones pastorales con los países del Este y con China, con la recomendación de enfocar así, pastoralmente, esas relaciones, y desterrar ese horrible vocablo, Ostpoli­ tik, que empezamos usando en broma y hoy ha toma­ do ya carta de naturaleza; y sobre todo, el estudio sobre situación y horizontes de la juventud, ese vital territorio de la humanidad y de la Iglesia para el que me encuentro casi completamente desorientado al pensar en la acción. —Me encarga usted trabajo para varios años, san­ tidad —me dice cuando le propongo toda esa tarea—. Empezaré por pocos puntos, los que tenga más cla­ ros. Antes que nada leeré y repasaré su diario, para sincronizar impulsos. Y espero que mis ideas no de­ frauden la exagerada esperanza que vuestra santidad pone en ellas. Pero de antemano me permito rogarle algo, muy encarecidamente. Veo aquí en el antepro­ yecto de cambios una interrogación junto a mi nom­ bre. Déjeme en Polonia, santo padre. Yo tengo algu­ na experiencia romana, por mis largos estudios y mis constantes visitas a Roma, pero sería un cuerpo ex­ traño en la curia, sobre cuyos entresijos tantas cosas me ha contado mi amigo monseñor Deskur. Además, el cardenal Wyscinski llega ya a una edad peligrosa, y Polonia se enfrenta a convulsiones inminentes que requieren mi presencia, para el servicio de la Iglesia. —No soy yo quien desea sacarle de Polonia, Karol —le respondí muy decidido—. No lo haré, si usted lo desea así. Pero no deje de venir a Roma por lo menos una vez cada tres meses. Mi perspectiva de Oriente 351

depende de usted. Y aquí necesitamos su perspectiva de Occidente y del Tercer Mundo. Así me lo prometió y pasamos a una conversación relativamente informal sobre todo el conjunto de pro­ blemas que me abruman, sobre todo los dos que inci­ den más angustiosamente sobre mí en estos últimos días: la crisis de los institutos religiosos y los escán­ dalos financieros que parecen a punto de estallar. Veo que coincidimos casi milagrosamente en los difí­ ciles caminos de solución, confiesa que si yo le hubie­ ra encargado redactar la alocución a los jesuítas le hubiera salido por lo menos igual de dura y perento­ ria, y si bien aprueba la confesión pública de nues­ tros errores en el problema de los escándalos finan­ cieros matiza en este sentido: — Me parece bien que rueden algunas cabezas, san­ tidad, pero salvando siempre la soberanía del Vatica­ no en estos asuntos, como en todos; y sin entregar esas cabezas como carnaza para los buitres que siem­ pre nos acechan. Almorzamos juntos, y se lleva el diario y los pape­ les para echarles un vistazo durante mi siesta. Regre­ sa a las cuatro en punto, profundiza en algunos co­ mentarios y luego pasamos casi toda la tarde mezclan­ do las posibles líneas de gobierno con recuerdos bio­ gráficos personales. Vi pronto que de esta forma tra­ taba de rebajar mi tensión, que era muy grande ante ciertas cuestiones delicadas. Recuerdo ahora algunos puntos de su conversación.

Este polaco titánico, que representa tan cabalmen­ te la trayectoria y el talante de su patria, atormenta­ da por la Historia, había nacido en Wadowice, cerca de Cracovia, ocho años después que yo. Hizo brillan­ temente el bachillerato, organizó una agrupación tea­ tral, cultivaba todos los deportes imaginables y era buen amigo de todos, especialmente de los judíos que ya empezaban a sufrir en Polonia, como en toda Eu­ ropa central, recelos y maledicencia que presagiaban la próxima persecución. Perdió muy pronto a su her­ mano y a su madre, a quien sustituyó, muy dentro de

la tradición católica de Polonia, por una consagración caballeresca e idealista a la Virgen María, cuya ini· cial campea en su emblema episcopal. Acentuó en cambio la dependencia y la comunicación personal con su padre, a quien adoraba. Había iniciado ya sus estudios de lengua y litera' tura polaca en la Universidad Jagellonica, cuando so­ brevino en 1939 la brutal invasión alemana. Sin dejar los estudios, que continuó por la noche en su casa, tuvo que ponerse a trabajar en una cantera para la factoría química Solvay y luego pasó a la fábrica hasta el año 1944, cuando el Ejército rojo avanzaba sobre Polonia camino de Alemania. Pero varió el rum­ bo de sus estudios, que ahora orientó al sacerdocio en el seminario clandestino organizado en el palacio arzobispal de Cracovia. Durante los cursos superio­ res mantuvo su afición al teatro, escribió un drama en 1940, y cooperó en un grupo teatral dedicado a levantar la moral de los polacos sometidos a pruebas tan durísimas. Poco antes de que los sufrimientos de su pueblo le impulsaran al sacerdocio, hacia 1942, se enamoró de la joven primera actriz del conjunto, que luego comprendió su decisión y mantuvo, hasta hoy, una firme amistad con él. El cardenal Sapieha, después de contrastar lo ge­ nuino de esa joven vocación, reforzada por el conoci­ miento de las obras de san Juan de la Cruz en medio de circunstancias tan trágicas, decidió enviarle a Roma en 1946, recién acabada la guerra, cuando to­ davía no había logrado superar la desaparición de su padre, para la que había buscado consuelo en ese amor humano y luego en el sacerdocio. Aquí en Roma vivió en el Colegio Belga, fue discípulo predilecto del gran dominico francés Garrigou-Lagrange en el Angelicum y presentó una tesis muy original sobre el acto de fe en san Juan de la Cruz. A su regreso a Polonia, en 1949, fue profesor de ética en la Universidad Ca­ tólica de Lublin y presentó una nueva tesis doctoral, en la Universidad de Cracovia, sobre la filosofía de Max Scheler, pensador contemporáneo a quien estu­ dió en profundidad, lo mismo que al creador de la lenomenología Edmund Husserl. 353

Siguió de cerca la evolución política de Polonia, con la sociedad católica cada vez más incómoda den­ tro del bloque soviético, guiada desde 1949 por el cardenal Wyscinski, arzobispo primado de Varsovia. Su labor pastoral entre el clero y la universidad era tan relevante, que fue consagrado en 1958 (casi a la vez que yo para la diócesis de Vittorio Veneto) obispo auxiliar de Cracovia, desde donde colaboró en la reconciliación de los episcopados polaco y alemán después de las amputaciones territoriales traumáti­ cas que siguieron a la segunda guerra mundial. Se hizo cargo, como vicario, del arzobispado de Cracovia y participó muy activamente en los trabajos del Con­ cilio Vaticano II, donde llamaron la atención sus in­ tervenciones sobre el ateísmo, y sobre la libertad re­ ligiosa, de la que se mostró ferviente partidario. En 1964 Pablo VI le nombró arzobispo titular de Craco­ via, y le elevó al cardenalato en 1967, seis años antes que a mí. Desde entonces viajó mucho a Occidente, invitado a numerosos congresos y reuniones teológi­ cas, culturales y pastorales. Su libro A m o r y responsabilidad, síntesis acabada de fe tradicional, aunque abierta, y cultura moderna como expresión e instrumento de esa fe, le granjeó el respeto y la atención de varios episcopados, sobre todo en Centroeuropa. Era un personaje popular en los sínodos, desde que en el de 1974 criticó con mu­ cha comprensión humana, pero irreductible firmeza doctrinal, al que llamó falso evangelio de la libera­ ción, defendido un tanto superficialmente —con argu­ mentos más bien políticos— por el cardenal de Sao Paulo, Ams, y el obispo exhibicionista Helder Cáma­ ra. «Vengan ustedes a Polonia a predicar la libera­ ción, que buena falta hace», les repitió Karol una y otra vez, entre murmullos aprobatorios de todo el sínodo. Pero sus publicaciones doctrinales no se refe­ rían solamente al campo científico y teológico, sino que brotaban de una intensa preocupación pastoral. Su A m o r y responsabilidad surgió de unas lecciones en la Universidad de Lublin, su libro Signo de contra­ dicción, traducido ya a todas las lenguas importantes, contiene los textos de las conferencias cuaresmales 354

que impartió ante el papa Pablo VI y toda la curia en la cuaresma de 1976. Asistí especialmente invitado por mi predecesor a esas lecciones, que calificaron a Karol Wojtyla para el mismo pontificado. Las abrió con una cita de Heidegger sobre la existencia como preocupación, pero sin concesiones a la galería progresista, porque siguió inmediatamente con un repudio frontal a la teología de la muerte de Dios que no consideró jamás como ^ una originalidad, ni siquiera como un absurdo, sino simplemente como una estupidez entreguista. Enhe­ bró todo su espléndido curso en un lema de san Juan de la Cruz: «Para venir a lo que no eres, has de ir por , donde no eres», esa clave de la Subida al Monte Car­ melo. Se apoyó en las ideas de Teilhard de Chardin, el gran pensador jesuíta prohibido durante tantos años, como interpretación torrencial del Génesis. Analizó el tratamiento del ateísmo en el concilio, exi­ gió que «debemos remontamos a la realidad de Sata­ nás», que no es una mera expresión simbólica; y le identificó con la Antipalabra. Citó a Feuerbacji, fuen- j te del ateísmo de Marx, para lamentarse de que «en \ lugar del amor de Dios la religión actual parece ser el amor del hombre». Siguió a san Agustín al proponer «el amor de Dios hasta el desprecio propio», y definió a la Iglesia como signo de contradicción, según el ejemplo de Cristo: porque se nos ataca desde el anti-Evangelio y desde medios aparentemente cristianos, como en la ofensi­ va contra la Humanae vitae. Creí que nos miraba fijamente, primero al papa Montini, que seguía las conferencias impresionadísimo y desde un recogi­ miento absoluto, y luego a mí al citar dos veces: «Por poco tiempo aún está la luz entre nosotros.» Luego se adentró en el misterio de la muerte. In­ sistió mucho en el texto conciliar (del Vaticano II, subrayó irónicamente, no de Trento) sobre la lucha permanente entre la fuerza de la luz y el poder de las tinieblas, desde el principio de los tiempos, desde los comienzos de la Iglesia. Entonces sí que me miró l ijamente a mí (me lo acaba de confirmar esta tarde, diciéndome que sintió entonces un impulso interior 355

para esa mirada) y dijo: «Aunque el hombre no esco­ ja su propia muerte, sin embargo, al elegir su propia forma de vida, escoge en cierto sentido su muerte también.» Volvió a citar, en su maravilloso acorde final, a san Juan de la Cruz: «Esta tarde te examinarán en el amor», y sus últimas palabras evocaron su ideal ma­ ñano: «Cuando el dragón se vio precipitado en tierra, vino a luchar contra la mujer y contra su descen­ dencia. » Desde entonces he hablado muchas veces con Karol. En marzo de 1977 logró uno de los grandes obje­ tivos de su vida; levantar, con sus obreros, en la nue­ va ciudad industrial de Nova Huta, concebida por polacos y soviéticos como la ciudad sin Dios, el gran templo de Nuestra Señora de la Paz, que desde enton­ ces se ha convertido en el símbolo verdadero de la presunta ciudad atea. En septiembre del año pasado se incorporó, para el sínodo último, al grupo de tra­ bajo en lengua italiana, «porque mi experiencia del comunismo tal vez pueda seros útil»; y porque junto a otra media docena de lenguas hablaba italiano como nosotros. Este pasado mes de mayo, al conocer los problemas que me atribulaban en Venecia, y me pro­ ducían por segunda vez en mi vida algo semejante a una depresión profunda, se presentó de pronto en el palacio de la piazza degli Leontini, donde le pedí una parroquia en Polonia, en vista del rechazo de mis sacerdotes y de la división de los trescientos obispos de Italia en media docena de banderías políticas. «Me gustaría, si no es posible ir a Polonia, que el papa me designara obispo volante para los italianos de Ingla­ terra o Estados Unidos; donde no haya política ni pro ni contra la Iglesia. Aquí las batallas de un pobre obispo son como las de don Quijote contra los moli­ nos de viento.» No me contestó directamente. Me miró a los ojos y me contó despacio sus batallas del último mes. Con ello me devolvió el deseo de seguir y de luchar, para ser digno de semejantes ejemplos. Karol, después de contarme sus experiencias y escuchar algunos tractos de mi vida, se quedó a ce* 356

nar y se marchó a su apartamento. Mañana asistirá al congreso que le ha traido aquí y por la tarde regre­ sará a Polonia. He encargado a don Lorenzi que mis notas de hoy y los días sucesivos las copie por sema* ñas y las envíe por monseñor Deskur a Cracovia, para que Karol pueda completar mi colección de perspec­ tivas de esta primera etapa en el pontificado. Las horas que acabo de pasar con él me han comunicado una gran paz, y una gran decisión para iniciar la nueva fase de mi ministerio.

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