El Diablo en Mexico

The Colorado Review of Hispanic Studies  |  Vol. 4, Fall 2006  |  pages 239–252 Juan Díaz Covarrubias y El diablo en Mé

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The Colorado Review of Hispanic Studies  |  Vol. 4, Fall 2006  |  pages 239–252

Juan Díaz Covarrubias y El diablo en México como alegoría del desencanto de la nación Alejandro Cortazar, Louisiana State University En un país tan moralizado, tan religioso como el nuestro, se ve esto, cuando es tan fácil el remedio. —Florencio M. del Castillo Dos horas en el hospital de San Andrés

I. Introducción En 1855 dio inicio el período de política liberal combatiente conocido como la Reforma, cuyo objetivo era modernizar al país a partir de una serie de reformas constitucionales orientadas hacia lo que los liberales concebían como justicia, progreso y libertad social. Dicha iniciativa sostenía que para poder instaurar el orden y entrar en la senda del progreso, había que empezar por hacer que los habitantes de la nación supieran identificase primeramente como mexicanos por encima de sus afiliaciones étnicas, religiosas, culturales. Era ésta una política de cambio que habría de encontrar un rotundo rechazo en las fuerzas conservadoras, cuya base política e ideológica radicaba en la autoridad del clero católico. Esta autoridad se basaba en su fortuna material, pero sobre todo en su capital simbólico como árbitro de la mentalidad y las costumbres de una sociedad de fuertes raigambres tradicionales. Viendo amenazados sus intereses y privilegios, el clero y la oligarquía conservadora incitarían a la violencia que habría de desembocar en una cruenta guerra civil (1858–1860). Gran parte de la población se vería presionada a desplazase y entrar en una lucha fratricida por mantener un sistema de vida tradicional o por emprender uno que se apoyaba en la idea del progreso. Fue un periodo crítico y decisivo en que los jóvenes intelectuales que se identificaban con la causa reformadora se lanzarían a promover y crear nuevas formas de expresar los remedios a los males y las pesadumbres de los mexicanos.1 A la par con la política liberal, el romanticismo literario iniciaría en México su etapa combatiente como reflexión a la escena teatral por la que atravesaba el país ahora en una etapa más crítica. Las ideas y los primeros 239

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moldes habían llegado de Europa con el ideario de los utopistas franceses, la Revolución Francesa, los catecismos y las novelas sociales, pero nuestros jóvenes literatos se encargarían de que contexto y contenido fueran ahora particularmente de carácter nacional.2 El romanticismo social que había tenido su etapa de plena formación en Francia entre 1830 y 1843 llegaría a México a principio de la década de los cincuenta haciendo sentir su influencia en la producción literaria (Pantaleón Tovar, Ironías de la vida, 1851) y filosófica (Nicolás Pizarro Suárez, Catecismo político del pueblo, 1851).3 Citando a Víctor Hugo, Roger Picard señala que este romanticismo social no era en el fondo “más que el liberalismo en la literatura […] La libertad en el arte, la libertad en la sociedad” (18). Así lo asumieron los escritores de este nuevo romanticismo combatiente por medio del cual también buscaban la reivindicación de las almas remitiéndose a los orígenes del cristianismo, la libertad de pensamiento, la justicia, la igualdad social, la belleza espiritual y la moral del individuo. El joven poeta y pasante de médico, Juan Díaz Covarrubias (1837–1859), se había nutrido de estas inquietudes haciéndole despertar las propias a muy temprana edad con lecturas de Bernardin de Saint-Pierre, François-René, vicomte de Chateaubriand, Ernst Theodor Amadeus Hoffmann, Johann Wolfgang von Goethe, Lord Byron, Alphonse de Lamartine y Victor Hugo, pero también de escritores mexicanos como Ignacio Rodríguez Galván, destacando sobre todo las lecciones aprendidas del profesor Juan Bautista Morales, conocido por su publicación periodística como “El Gallo Pitagórico”. Cuando en Francia se reflexionaba sobre el estallido revolucionario de 1830 y sus consecuencias, en general “los novelistas románticos pintan la sociedad de su tiempo como materialista y descompuesta por el egoísmo; muchos ven que está a punto de descristianizarse” (Picard 171). Así en México, en esos tiempos de la Reforma, Díaz Covarrubias proyectaría un aura de pesimismo invitándonos a la reflexión al lamentarse del egoísmo materialista y de la “descristianización” de la sociedad mexicana al referirse a dicho periodo, en el que él mismo se hacía partícipe, como “una época aciaga de desmoronamiento social” (El diablo en México 145). Ante el horror de los rugidos del cañón y de la incertidumbre sociopolítica del momento, 4 Díaz Covarrubias sentiría la necesidad seguir avante con sus impulsos creativos decidido a publicar sus novelas, aún teniendo la certeza y el temor de que lo fueran a señalar de loco por tal atrevimiento, 5 curiosamente, incentivando con ello su pasión por escribir con el deseo de alcanzar la gloria en la posteridad y llegar a ser reconocido como un geniomártir. Tenía puesta su fe en que esta lucha pronto habría de llegar a un buen desenlace para abrirle el camino a la civilización con que también habría de venir el renacimiento literario. Sintiéndose desahuciado por la vida, sólo la muerte temprana—acaecida el 11 de abril de 1859—se encargaría de disipar sus temores, a su vez dejando truncos sus sueños de gloria literaria. En El

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diablo en México (1859), su última novela, Díaz Covarrubias nos legaría una muestra de su genio y su romántica locura recurriendo a la sabia naturaleza y a la tradicional metáfora del mal (el diablo) para representar un horizonte de pesimismo y hastío materialista. Se trataba de un ensayo de reflexión sobre su entorno—su vida y su preocupación por la patria—y de creatividad literaria por medio del cual exponía, a partir de las referencias al diablo como imagen alegórica y de la superstición, la medida explicativa del mal, del desorden, del porqué de su desencanto de la nación.

II. Diablo seductor del México Republicano En El diablo Díaz Covarrubias nos presenta su punto de vista sobre el ambiente de la época referida y la mentalidad de las clases sociales, complementando su narración con una sutil descripción del paisaje—la ciudad de México y sus alrededores—las modas y las costumbres. En esta obra se ocupa en particular del protagonismo social del sector criollo y los nuevos ricos que sueñan ser o que se consideran de abolengo aristocrático frente a una débil clase media, asfixiada económica y socialmente por aquélla. Clementina Díaz y de Ovando concluye que se trata de “una novela corta en la que se enfrentan los intereses sociales, de sensibilidad, de educación y amorosos de cuatro jóvenes de distinta clase social, los que, violentando su voluntad por una conveniencia económica, terminan casándose” (“Introducción”, xxvii). Solución positivista, dirá el autor, mediante la cual los cuatro jóvenes quedan finalmente unidos en un mismo nivel social, no obstante, habiendo degradado moral y espiritualmente como personas. Enrique es descrito como un individuo “de veintitrés años, muy pálido, con cabello y finos bigotes castaños, ligeramente rizados, con una frente convexa y ancha, como la suelen tener los poetas y los hombres de genio”, y de esbelto semblante y modales refinados pues además viste “con exquisita elegancia” (El diablo 151). Vive de la apariencia aristocrática escudada en la herencia familiar de un capital mayor en influencias que en bienes de fortuna. Elena cuenta con casi dieciocho años de edad, es “blanca como una inglesa”, con el pelo recogido al estilo de las mujeres puritanas pero también muy “elegantemente vestida, y con [...] aire de gracia y distinción” (149). Su condición “humilde como un ángel y dulce como una paloma” (169) contrasta con el carácter déspota y ambicioso de su madre, para quien “todo el que no era rico enormemente, pertenecía sin remedio al pueblo o gentecilla como ella le llamaba” (169). Por otro lado tenemos a Concha y Guillermo, hijos del inculto comerciante de abarrotes don Raimundo González y doña Cenobia, madre vanidosa y consentidora que sólo se preocupa por ver realizado en sus hijos el sueño frustrado de su juventud, esto es, verlos casados con personas distinguidas de la sociedad, de la aristocracia. Los encuentros de sociabilidad ocurren en el Teatro Iturbide, un baile

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en casa de don Raimundo con motivo del onomástico de su hija, y la villa de San Ángel; lugares que Concha aprovecha para hacer alarde de la riqueza de su padre como prueba de su deseado reconocimiento aristocrático, por ejemplo, mostrando “en los diez dedos de las manos ocho anillos encima de los guantes” (159). De manera que frente a la imagen social de Enrique y Elena, la de Concha no pasa de ser una de cursilería aristocratizante en vez de una de educación y finos modales. Al margen de este mundo de ambiciones y distinciones clasistas figura la realidad social del amigo y confidente de Enrique, Miguel, un joven de provincia que dice sentirse orgulloso de pertenecer a la clase media por ser ésta una clase honesta y trabajadora. Era “uno de esos jóvenes que los estados lanzan a México solos, sin recursos, para hacer sus estudios de medicina y que sin parientes, sin conocimientos en la capital, se mantienen y hacen su carrera de una manera verdaderamente providencial” (170). 6 La historia gira en torno a Elena y Enrique, jóvenes que se convierten en amantes después de un casual encuentro en “la misa del perdón” de la suntuosa catedral de la ciudad de México; misa así conocida debido a la congregación que se ha dado en torno a uno de los altares de la catedral “llamado vulgarmente del Perdón, a causa de no sé cuántas indulgencias, concedidas no sé por qué arzobispo, a los devotos que oyeren la misa en él celebrada” (147). Esta misa se oficia principalmente los domingos y los días festivos cada media hora de forma continua, desde las siete hasta las doce del mediodía, y los fieles acuden asiduamente por no faltar a su devoción. Es una muestra de comunión de la comunidad entera. No obstante, una comunión que carece de los principios de hermandad, armonía e igualdad social. Así lo demuestra el pintoresco retrato que nos ofrece el autor sobre “la misa del perdón” haciéndonos ver en él que la fe también separa a los fieles de acuerdo con sus costumbres particulares o de clase: De siete a ocho [acuden] ancianos de capa, beatas y verdaderos devotos; éstos van generalmente en ayunas. De ocho a nueve, comerciantes, abogados viejos, tenderos ricos. De nueve a diez, padres de familia acompañados de su numerosa prole. De diez a once y media—esta es la hora exclusiva de los enamorados de ambos sexos, de los admiradores de la divinidad humana, de los elegantes, de los que desean no oír o ver la misa, sino hacerse ver. […] La misa de doce está reservada para los flojos, y para los que se les ha hecho tarde. Finalmente, los que tienen la saludable costumbre de levantarse a las doce, y tomar el desayuno en la cama, tienen el recurso de la misa de doce y cuarto en el Sagrario (147–148).

Después del inesperado encuentro con ese ángel en el altar del perdón, Miguel, el amigo de Enrique, le hace saber a éste que esa joven que lo ha deslumbrado con su belleza “tiene una madre muy aristócrata, muy déspota” (156). Le advierte que tenga cuidado al tratar con este tipo de ángeles que él maldice por su condición materialista sobre la tierra: “llévales tu

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corazón y ya verás qué angelicalmente lo huellan con los pies y lo arrojan al lodo. Pero en vez de prodigar lágrimas y suspiros, prodiga oro, y ya verás también de qué diferente manera te tratan” (156). Si el amor existe, dice Miguel, “no será más que en el pueblo y la clase media, es decir, en mi círculo” (156).7 Afirmaciones que vaticinan la desgracia en la batalla del amor de Enrique por Elena, de este joven cuya existencia estará ahora guiada por la pasión, la misma que luego lo hace reflexionar sobre las palabras de su amigo y confesar que lo ha entristecido el darse cuenta que su ángel “posee bienes de fortuna que a mí me faltan, y esto abre tal vez un abismo entre nosotros” (156). Situación de angustia, de imposibilidad que hace de éste precisamente un amor romántico; un amor condicionado por una realidad—que deriva de los desencuentros favorecidos por “la misa del perdón”—que hace patente el hecho de que las diferencias materiales también establecen las diferencias sociales. El autor no indaga en ello y, sin embargo, es una perspectiva particular que induce a reflexionar sobre la realidad social de los habitantes de México en general. Robert J. Knowlton señala que durante esa época de inicios de la Reforma “la población consistía en un clero bien organizado, tradicionalista y agresivo, un pueblo ignorante y mal nutrido y una clase media débil, impotente para colmar la brecha entre los pocos privilegiados y los muchos menesterosos” (31). La aristocracia colonial había degradado en una oligarquía de ambiciones materialistas y reclamo de privilegios que ya no tenía. Por eso la nueva “aristocracia mexicana” (“los pocos privilegiados”) ya no era una clase sustentada en títulos de nobleza, herencias de sangre o virtudes providenciales, sino que era un sector de la sociedad que se ostentaba como tal en base al caudal de sus influencias y sus bienes materiales. Esta mentalidad aristocratizante, 8 que se vuelve una obsesión para algunos, la personifica doña Cenobia, la esposa del rico comerciante don Raimundo González y madre de Conchita y Guillermo. Siempre fue vanidosa, admiraba y a la vez odiaba a la aristocracia por no ser parte de ella, pero ahora que tenía los medios económicos no dejaría pasar la oportunidad para que al menos su hija Conchita pudiera mostrarse con modas y lujos con el fin de casarse con un hombre distinguido. He aquí el problema, según el autor: México es un país eminentemente republicano por su forma de gobierno, y sin embargo, tal vez ni en la monarquía más absoluta de Europa, está establecida de una manera tan notable la distinción de las clases. Tres son las que predominan. La aristocracia, la clase media y el pueblo. […] nunca se mezclan, por el contrario, están separadas por el odio, y ni la amistad, ni el matrimonio, ni el pensamiento, las han podido unir jamás (168).

La mentalidad aristocratizante representa una tremenda hipocresía. Esta mentalidad defiende y aspira ser parte de una clase que no existe.9 Además, paradójicamente, esa supuesta clase que defienden es la que se encarga de

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reprimir los deseos de movilidad social. Hay quienes inclusive aferrándose a lo material apostarían la vida por no condescender con otra clase, como la madre de Elena. En México, dice el autor, “sólo el dinero puede formar esa aristocracia puesto que no hay pureza de sangre siendo mixta nuestra raza, ni premio ni servicio porque no hay gobierno estable” (169). Si México ha ido conformándose étnica y culturalmente como una nación mestiza con un gobierno de tipo republicano, ¿qué explica el hecho de que impere este odio y esta ambición de mentalidad aristocratizante que sustenta su clase y su moral en términos de lo material?. Deacuerdo con Díaz Covarrubias, precisamente el desamor, la falta de patriotismo de este sector y su predilección por lo europeo. Y si esta es la paradoja social imperante, ¿quién hizo despertar entre dos seres la pasión que los habría de conducir a transgredir las normas de la tradición? ¿las miradas y suspiros de Elena por Enrique eran “amor, coquetería o curiosidad? Yo no quiero decirlo, porque francamente les tengo miedo a mis lectoras”, dice el autor. “¿Y quién reuniría a Elena y Enrique en la misa del perdón? ¿quién inspiraría a éste la idea de seguir a aquélla? Yo creo sinceramente que fue el diablo” (158). Si el acto de fe religiosa no es capaz de remediar esta iniquidad, este desvarío de la paradoja social, ¿entonces qué? ¿quién? Si entendemos al narrador, estos mismos desvaríos son los que se encargan de que la sociedad quede propensa a los designios de las fuerzas del mal, esto es, el diablo.

III. Demonios en el jardín Elena era una joven recatada, de aspecto puritano y semblante pensativo con el que daba la impresión de sumergirse en unos éxtasis que atacaban su alma imprimiéndole a su rostro “un triste y particular sello de melancolía” (150). Tenía la fisonomía de un ángel caído, es decir, “una de esas fisonomías que traen como una vaga idea de la patria que ningún mortal ha visto” (164). Pareciera ser un ángel desplazado, desorientado en este mundo. Su pasión sentimental es su virtud, pero también su “pecado original” sobre la tierra; pecado que se originó en su suerte revestida socialmente de costumbres y formas aristocráticas. Suerte ineludible la de este ángel caído que debe portar tributo a la obediencia familiar y el bien material como base de su esencia e imagen social. Teniendo en mente no faltar al decoro de sus lectoras, el autor deduce que a mujeres angelicales como Elena el exceso de sentimiento las mata, generalmente son burladas por hombres indignos que abusan de su espiritualismo, o bien son entregadas por sus padres a magnates que las hacen sus esposas, y entonces obedeciendo a las necesidades materiales de la vida, su poesía se convierte en prosa, su espiritualismo en vulgaridad. Tal vez hubieran podido hacer la felicidad de un hombre sensible; pero su posición social es un abismo que las separa de ese hombre (165).

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Para Díaz Covarrubias el de Elena es sólo un ejemplo de los “ángeles caídos” de algo que forma parte del orden social y que, irónicamente, no se ha tenido que cuestionar por ser parte de la moral preestablecida por las costumbres y la fe. Así las cosas, entonces, ¿cómo explicar y contener la pasión que conduce al deseo entre Enrique y Elena?, ¿cómo burlar la vigilancia social que les advierte cuáles deben ser los márgenes de su comportamiento? ¿Cómo pasar por inadvertidas la inmoralidad y la ridiculez de los lujos de Concha que evidencian su falta de cultura “aristocrática”? El autor considera que estos deseos, con sus consecuentes experiencias, deben ser producto de un ente del mal. Con la licencia que le confiere su oficio literario, él puede identificar las manifestaciones de este mal que personifica como “diablo”, con quien le es imprescindible hacer “un pacto” para narrar desde la perspectiva de éste lo que los personajes no pueden decir sin faltar a la moral. De esta manera el autor logra contar lo inefable de estas relaciones humanas solventando su preocupación de no ofender la decencia y el decoro de sus lectoras.10 Se trata de un diablo acomodaticio que rebela las tentaciones de lo prohibido al borde de la inmoralidad. Es un diablo seductor, confidente, espía, perturbador y dueño del destino de los personajes de la historia. También es el socio con quien se pacta, por ejemplo, en un aura de curioso misterio “para saber lo que hacían a la una de la mañana” los personajes que se habían dado cita en el teatro Iturbide: Elena se dormía pensando en Enrique. Concha murmuraba en sueños el nombre del joven. Su madre soñaba que asistían con el joven ya esposo de su hija a un baile en casa del marqués de ... Enrique encerrado en su cuarto escribía a Elena una carta en la que vertía su corazón. Y por no ofender el pudor de mis lectores, no diré dónde estaba Miguel (171–172).

Si en Europa los escritores románticos se identificaron con los parias de la sociedad, los “ángeles expulsados”, eso no quiere decir, según Tobin Siebers, que creyeran en Satanás: sólo lo adoraron como “figura política, retórica y filosófica” (31). Su objetivo era mostrar las aptitudes, la nobleza y los derechos de igualdad de estos individuos y reivindicarlos socialmente. En El diablo también hay un “ángel expulsado”, pero aquí no se trata de un paria sino más bien de un ángel desventurado entre la aristocracia, Isabel, a quien hay que tratar de salvar.11 Debido a su identidad “aristocrática”, los deseos y las acciones de Elena habrían de quedar sujetas a los designios del mal, del “diablo”. El diablo como metáfora del mal no es nada nuevo en la literatura, pero sí es novedosa aquí su forma de aplicación por asociación (tanto el diablo como el autor tienen la facultad de poder ver lo que piensan y sienten las personas/personajes), por alusión y como metonimia de las violentas y sombrías manifestaciones de la naturaleza. En la literatura romántica de finales del siglo XVIII y del XIX se hizo costumbre identificar como “romántico” a todo aquello que captara la imaginación. Así como en Europa, luego

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en la literatura hispanoamericana lo “romántico” también sería aplicado a aquellos pasajes agrestes y solitarios, las sorprendentes e inexploradas bellezas de la naturaleza, las altas montañas y todo aquello que fuera motivo de inspiración trascendental. Lo romántico, asegura Siebers, “llegó a significar una grata clase de horror, así como ambientes, formas y seres fantásticos” (11). Pero el diablo de El diablo significa una experiencia de horror que no es nada grata, por el contrario, para Díaz Covarrubias significa el deseo de trascender el aislamiento social y el atrincheramiento en defensa de las balas; 12 es un horror camuflado en una idea (una metáfora del mal) que funciona para relacionar los desvaríos de inmoralidad y, a su vez, como creación poética para desbordar la imaginación del autor. Es un horror mediatizado por el “pensamiento mágico”,13 lo que Siebers identifica como la superstición que “representa individuos y grupos como diferentes de los demás para estratificar la violencia y crear jerarquías sociales” (13). Siebers sostiene que en la literatura romántica, particularmente la de corte fantástico, el tema de la superstición siempre se presenta con algún nivel de violencia y exclusividad que da lugar a un conflicto (42–43), y que “la superstición siempre representa identidades como diferencias” (50). Esto se aprecia en El diablo como un conflicto en la mentalidad aristocratizante con sus diferencias de ricos y ricos empobrecidos (Elena, Enrique) frente a ricos e incultos (Concha, don Raimundo). Este conflicto alude a la exclusión propiciada por el odio de clases y encuentra salidas violentas—guiadas por el diablo—, como el desdén y el menosprecio de Concha por Nicanor, el empleado de su padre, y, la más poética, la que se representa por medio de la naturaleza como alegoría del acto carnal. La madre de Elena se había encargado de llevársela a San Ángel para distanciarla de Enrique, pero éste se trasladó para allá con la excusa de ir a guardar reposo como remedio a su enfermedad del corazón. Este la visita de noche en su jardín, luego ambos se dirigen a un cenador y sentados en un banco “dejan desbordar el torrente de su amor”: Y durante algún tiempo no se oyen más que suspiros, palabras vagas de pasión, quejas, besos, sollozos, juramentos, promesas, etc., etc. […] Pero de repente, por uno de esos cambios tan comunes en el mes de julio, la Luna se ha ocultado, densas nubes enlutan el cielo, gime entre las ramas de los árboles un viento húmedo de tempestad, las aves y las flores se estremecen en sus nidos y en sus tallos, el trueno rebrama sordo y aterrador en lontananza y los relámpagos rasgan siniestros las nubes […] (175).

El ángel se moría de amor, de un amor idealizado, de esencia espiritual que aquí se manifestaba en lo sublime ante la realidad terrenal bajo el manto de la noche y los auspicios de la naturaleza encontrando con ello su cauce natural en la materia. El autor reprueba este frágil comportamiento de Elena contraponiendo la realidad con los principios éticos, pero igual se pregunta que qué puede hacer una mujer que ama teniendo una madre egoísta

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que sólo vela por la seguridad económica de su hija a la altura de su clase aristocrática. Esta madre “déspota y ambiciosa” es la imagen del “horror” (el diablo) que ha conducido al ángel a abandonar el sueño espiritual para dejarse guiar ahora por el camino de la realidad, de la materia corpórea: La tempestad se desata, el cielo arroja sus cataratas a la tierra, gruesos goterones de lluvia azotan las hojas de los árboles semejando gemidos del espacio. A veces dominando el gemir del aguacero, se escuchan palabras vagas e incoherentes, saliendo del cenador, o frases tales como: –Te adoro, Elena. –Te idolatro, Enrique. Nuevos besos, suspiros, etc., etc. El aguacero continúa […] las flores se han deshojado, el jardín está inundado, y los arroyos se llevan los pétalos de las rosas, de las azucenas, de las gardenias […] Los jóvenes se han refugiado de la lluvia en el pabellón de Elena. ¡Hace tanto daño mojarse de noche! ¡Pobres flores del jardín, quién les había de decir esta mañana cuando se abrieron galanas recibiendo los besos del ambiente, que sólo habían de vivir un día, y que a la noche rodarían hechas pedazos por el lodo! (175–176).

La analogía con las flores nos sugiere que Elena se “ha desojado”, ha perdido su virtud angelical; y en su conciencia quedará “hecha pedazos por el lodo” de esa noche de misterio del mes de julio. La escena se repite, y el diablo se acomoda, se establece. Por eso el autor ahora justifica que él puede narrar como un simple testigo de la parte siguiente, que ha quedado registrada como un “fragmento de un diario”. Es un diario de Enrique dirigido a Elena en el que cuenta cuánto la amó y cómo vivió sus febriles aventuras yendo (con el diablo) de la Ciudad de México a la villa de San Ángel para encontrarse con ella. En tono de aflicción le explica por qué deben de terminar sus encuentros asegurando que ese amor “se ha convertido [para él] en una resignación” (180). Elena se refugia en el recuerdo de la relación como mentira resignándose con su llanto. La “resignación” de Enrique se debía a que la rutina que le hizo ver a su ángel “enlodarse” a su lado por la noche y luego “deslodada” al amanecer había llegado a romper el encanto de lo que antes fuera su fruto prohibido. No estaba preparado para la mujer de carne y hueso que sustituía y destruía el ideal. Al final de este fragmento el autor llega a la conclusión de que al parecer durante esas noches de pasión, promesas y engaños “el diablo había mudado de residencia, y se había trasladado de México a San Ángel” (180). Al seguir con la cronología de la historia, el autor nos conduce a la casa de la familia de Concha en el momento en que están se arreglando para el baile con todo lujo de detalle, ya que tienen por objetivo mostrarse ante los invitados como una familia poseedora de modales y bienes de fortuna—aunque el pobre de don Raimundo tenga que sufrir sin saber qué hacer al ponerse unos guantes por mandato de doña Cenobia—, y para que Concha—la “señorita condesa”, como le decía su madre haciendo gala de su buen humor— aproveche la noche bailando con Enrique. El baile termina

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a las tres de la mañana y cada uno de los invitados se retira a descansar a su casa, excepto Miguel, que sólo fue a su vivienda para cambiar “de traje, se desayunó en un café de la calle Tacaba, y se encaminó al hospital de San Pablo” (192). Luego, “merced al diablo que entonces estaba en México”, el autor nos cuenta los siguientes detalles: Concha soñó que era esposa de Enrique. Clotilde [la hermana de Enrique] soñó con Miguel, Guillermo con Elena, don Nicanor lloró y suspiró todo el resto de la madrugada. Doña Cenobia, se soñó en el salón del ministro, y Enrique al dormirse pensó mucho en Elena y tuvo remordimientos. Ahora cuando uno tiene remordimientos, es porque ha cometido una falta (192–193).

Enrique valsó toda la noche con Concha, y según el autor el vals “no puede menos de ser diabólica invención” (191) porque con este baile se lleva en brazos a la mujer y se siente su aliento y el roce de sus mejilla haciendo “hervir la sangre menos inflamable” (192). Si seguimos con la imagen del diablo como metáfora del mal, ese mal que ya estaba en México se traduce aquí como el erotismo y la seducción de éste en la mentalidad de los protagonistas del baile por pretenciosos, por falsos y no vivir la vida con la honestidad, por ejemplo, de la clase media que disfruta del “café, el champagne, los bailecitos de piso bajo” (154). Pero el diablo sigue con sus caprichos instando a una serie de correspondencias entre los personajes. Concha y Guillermo se ofrecen como “amigos” de Enrique y Elena ingeniándose la forma de ser invitados a San Ángel para estar cerca de ellos. Ante este enredo de frivolidad destaca el contrastante hálito de resignación que refiere Nicanor a un amigo: “La señorita Concha se ha ido a San Ángel. ¡Quién fuera la tierra que ella pisa o siquiera su zapato!, ¡quién la siguiera hasta el fin del mundo! ¡Ah!, pero qué dirían ella y el patrón si lo supieran. ¡No lo permita Dios!” (196). Si a raíz de la exigente y falsa moral que ostentaban Enrique y Guillermo, y a la que quedan sujetas Elena y Concha por ambición y terquedad de sus madres, se había desarrollado un torbellino de deseos, intrigas, fantasías, esto mismo hacía evidente el exclusionismo al que quedaba relegada la clase media, la clase a la que pertenecían Miguel y Nicanor. Al final de este capítulo de correspondencias el autor apela al juicio del lector para que convenga con él “en que sólo el diablo podía haber arreglado las cosas de tal manera” (196). Elena, el ángel caído, había terminado siendo absorbida por la inmoralidad tomando iniciativa propia de palabra y acción al preferir el anonimato de su relación con Enrique exponiendo su temor de “que la publicidad quite a nuestro amor ese perfume que sólo para nosotros tiene” (198). El diablo había ganado su voluntad, y, al tiempo que transcurría esta nueva forma de expresar el amor el mismo diablo, manifestándose a través de la naturaleza, nos entonaba la melodía del ocaso de dicha relación: “las nubes volaban en caprichosos giros y las aves cantaban dulcemente entre el

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ramaje y las hojas amarillas al desprenderse del árbol caían a la tierra sollozando [...]” (200). Más que la “amistad”, los lujos y los dineros de la familia de Concha son quienes terminan seduciendo a Enrique y desplazando en éste la “enlodada” imagen de Elena; 14 y ésta encuentra alivio a su decepción ocupándose de las necesidades prácticas de su nueva vida como esposa de Guillermo. “Cuando Elena y Enrique se encuentran en la sociedad, se ríen y platican de los gastos de una casa, de los enfermedades de los niños, etc.” (206). Las virtudes poéticas de Elena y Enrique habían degradado en lo prosaico, mientras que lo prosaico de Miguel se ensalzaba con la belleza de su honestidad ante los demás y la valoración por su persona y su trabajo. En esta relación amorosa el exceso de sentimentalismo lo condicionaban los excesos del materialismo positivista15 —escudo de la mentalidad aristocratizante—, y entonces se tenía como resultado la mediocridad de los individuos, ya no tanto en su imagen ni en su condición social sino en su condición humana, es decir, lo espiritual y lo moral. Un mal derivado de individuos, mentalidades e instituciones socialmente caducados, “descristianizados”, que abogando por sus intereses sembraban el desequilibrio y el desorden social—remítase a la crítica implícita en el cuadro de “la misa del perdón”. Es el resultado, si entendemos al autor, de los odios engendrados por la mentalidad social de los privilegios y las ambiciones que han hecho que el diablo se haya “radicado en México” (206).

III. Conclusión Díaz Covarrubias fue un ferviente defensor de la Reforma a la cual se adhirió aportando sus conocimientos científicos y literarios para beneficio de la nación. En El diablo, con su “genio romántico” se propuso “transformar el signum diaboli en el genios diaboli, y hacer del pavor de la superstición el poder de su arte” (Siebers 234), el mismo que nos dejaba una sensación de amargura haciendo evidente su queja, su preocupación espiritual, debido a los odios de la guerra y el aislamiento que sentía en esos años de incertidumbre social. Escribió sintiéndose mártir de su arte con el deseo de que su genio fuera recordado en la posteridad, a su vez mostrando su inconformidad con su presente y, con ello, el porqué de su “locura romántica”. Vivió la ilusión del ser romántico que devino en una crisis personal ligada al contexto crítico de la época. Es la crisis de un amor romántico aristocratizante que no le fue correspondido y que en la ficción literaria tampoco correspondía con las aspiraciones de la nación. Mientras la mayoría de sus colegas romántico-liberales se ocupaban combatiendo en la tribuna pública y el campo de batalla, Díaz Covarrubias se sumaba a la acción ciudadana combatiendo por medio de las letras haciéndonos ver que para que dicha Reforma de justicia, igualdad y progreso social pudiera realmente llevarse a cabo habría que empezar por emprender un cambio interno, de

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moral, y así, un cambio de mentalidad social. Elige la vena pesimista para destacar lo antirromántico de lo romántico en México—lo nada idealista del instructivo sentimentalismo de autores europeos que favorecía mayoritariamente la oligarquía criolla—, lo que debe ser eliminado por falso, por pretender ser una calca de modales extranjeros, por ser parte de una mentalidad clasista y desarraigada de todo sentimiento de amor por lo mexicano. Esto era para Díaz Covarrubias lo que se tenía que solucionar: “el diablo” que se había radicado en México, una preocupación alarmante— eso sí muy a lo romántico—como testimonio de su desencanto social de la nación con el que le daría su adiós a la vida.

Notas 1 Era una generación de jóvenes, en su mayoría provenientes de las ciudades de provincia, faltos de recursos, pero llenos de optimismo y de un bagaje cultural y político considerable. Cabe destacar en esta etapa combatiente el nombre de Nicolás Pizarro Suárez, quien sería el primer escritor en novelar con detalle los objetivos de la Reforma (ver Cortázar, Reforma, capítulos 1 y 2). 2 Durante el primer romanticismo mexicano el propósito nacionalista—mexicanizar la literatura— se vio opacado, entre otra de las razones, por la predilección que gozaban las obras de escritores europeos, particularmente aquellas que trataban de castillos medievales, aventuras de viajes y sentimentalismos orientados hacia la consagración de la moral y la honorabilidad de la familia. Dicha predilección correspondía con la mentalidad y los intereses de quienes formaban la mayor parte del reducido público lector de la época, esto es, “‘las señoritas mexicanas’, pertenecientes a una oligarquía criolla de aspiraciones aristocratizantes” (Ruedas de la Serna 63). Por esta razón el ideario de fuerza libertadora, de justicia y de movilidad social de las clases marginadas en el romanticismo europeo no llegó a tener un gran impacto en la obra literaria en México anterior a esos años de la Reforma. Como ya se mencionó anteriormente, el primer escritor que se ocupó debidamente de esta temática como asunto principal fue Nicolás Pizarro Suárez en su novela El monedero (1857; 1861). 3 Picard divide el romanticismo francés en tres etapas: “el periodo militante, de 1815 a 1830, el del triunfo, que va de 1830 a 1843 (fracaso de Los burgraves) y el del ocaso, que empieza hacia 1848” (El romanticismo social 19). 4 También se incluía a él mismo cuando se refería a “esta juventud que estudia y progresa al estruendo del cañón fratricida” (“Discurso Cívico” 16). 5 De acuerdo con la lista cronológica que hace en su libro clásico México en su novela, Brushwood encuentra que de 1855 á 1860 Díaz Covarrubias es el único novelista que publica. Brushwood advierte que esta lista no es exhaustiva, sin embargo las palabras de Altamirano sugieren que posiblemente ningún otro escritor haya publicado su obra durante esos años. Altamirano apunta que para 1857 Nicolás Pizarro Suárez ya había escrito La coqueta y parte de El monedero pero que, debido a la guerra civil, el autor tuvo que dejar su obra interrumpida hasta 1861; ya para entonces “había concluido y rejuvenecido su Monedero, y había escrito nuevamente su Coqueta, dos novelas que llamaron mucho la atención y que se leyeron con avidez” (Obras completas, XII: 66). 6 La descripción de este personaje refleja en gran medida la biografía de Díaz Covarrubias (véase “Datos biográficos” en Gil Gómez el insurgente o la hija del médico). Sólo que, a diferencia de la preocupación social del autor, este personaje se resigna y vive contento en su marginado círculo social— ¿el nuevo idealismo de Díaz Covarrubias?—poniendo por encima de lo material los valores humanos y sociales de su clase. 7 El “círculo” de los marginados socialmente, en particular la clase media por vivir a la sombra de quienes cuentan con bienes (influencias, puestos y riquezas). Esta es la queja implícita, por omisión, del autor ya que aquí su objetivo no es ocuparse de la clase media sino de lo inicuo e

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intrascendente de la llamada “aristocracia mexicana”. La clase media como tema de estudio lo refiere en su novela homóloga La clase media, también publicada en 1859. 8 Empleo este término en relación a los personajes que defienden o que aspiran ser parte de la clase aristocrática. 9 Díaz Covarrubias no hace una diferencia entre “aristocracia” y “mentalidad aristocrática”, aunque luego explica que en realidad en México ya no existe una aristocracia como clase social. 10 Resulta irónico que el autor intente dar lecciones de recato y patriotismo por medio de su novela a las personas menos interesadas en estos asuntos siendo a su vez el público más asiduo a la lectura de novelas en México por tradición. En la dedicación “Al joven poeta Luis G. Ortiz” que antecede al primer capítulo, el autor escribe: “Introduzca usted estos cuadros aislados que no son ni una novela, en los salones de esas hermosas jóvenes que le inspiran tan hermosos versos” (146). Pero esto es precisamente otra de las paradojas que intenta resolver, la lección que sus lectoras también deben aprender con el ejemplo de Elena—véase la nota siguiente. 11 Entiéndase también el mensaje implícito del autor de querer “reivindicar” socialmente a sus lectores a quienes no quiere ofender; lectores particularmente del género femenino de clases acomodadas que, cuidando de sus finos modales así como de su moral y su decencia, evadían la realidad mexicana soñando con la fantasía favorecida por el mito, la leyenda, los palacios, las cortes y los salones aristocráticos, las historias de amor y la literatura de viajes de escritores europeos. Esta evasión y fantasía por medio de la lectura operaba asimismo como medio de instrucción femenina de obediencia, de moralidad y de honorabilidad de la familia. “Tanto los patrones morales impuestos por la oligarquía como sus inclinaciones aristocrático-europeizantes, determinaron el ejercicio de censura que no sólo actuó como condicionante y limitante de los escritores locales, sino también como cedazo en la selección y mutilación de los textos importados. Gran parte de la literatura romántica europea traducida y publicada [en los órganos difusores de la Academia de Letrán, de 1837 a 1847 aproximadamente] era censurada, o para decirlo con las palabras de la época, ‘expurgada de todo error’” (Ruedas de la Serna 63). Con el ejemplo de Elena, Díaz Covarrubias invierte este mundo de ficción—que apoyaba la moral tradicional—para representar el error de esta mentalidad aristocratizante alejada de la realidad mexicana. Dado que la historia de Elena y Enrique—reflejo de sus lectores—no puede tener un final feliz, el autor advierte: “Lector, si sois feliz, si para vos la vida en vez de ser un valle de lágrimas es un camino de flores, si os vive aún vuestra madre, si la mujer que amasteis no os ha engañado, si no amáis sin esperanza, [. . .] si en fin para vos la vida no ha sido más que una larga infancia. . . , entonces no continuéis leyendo esta novela” (200). 12 Elena es un “ángel caído” entre la ambición y el materialismo de la aristocracia; Díaz Covarrubias es un “ángel caído” que quisiera contar con la tranquilidad y la aceptación social que hacen posibles los caudales de la tal aristocracia. Es el ángel caído que el primer romanticismo mexicano se olvidó de reivindicar. 13 Sigo de cerca el estudio de Siebers porque en este trabajo también es importante subrayar que “la superstición no tiene significado alguno fuera del marco de las relaciones humanas” (13). Es decir, también se expone aquí el concepto de superstición como parte del orden de la lógica de la razón humana. 14 El vaticinio de Miguel se había cumplido. Sólo que como Enrique no contaba con grandes capitales, el diablo se le anticipa para que sea él mismo quien cometa la traición: Concha le “prodiga oro” y entonces Enrique trata de manera diferente a Elena “resignándose” a vivir sin su amor. 15 En esos años en que se inicia la Reforma, así como lo da a entender Díaz Covarrubias, Pizarro Suárez también lanza la idea de que el sector de mentalidad aristocratizante se apoyaba en el pragmatismo de la filosofía positivista (de amor, libertad y progreso) para defender sus intereses particulares olvidándose de sus implicaciones sociales y “los males públicos y privados” (Cortazar 59; véase también 195-196). La filosofía positivista se establece de forma oficial en el sistema de educación superior en México con la proclamación de la Oración Cívica de Gabino Barreda en 1867.

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