El cobarde - Silver Kane

Durante toda la noche había estado oyendo el constante martillear de los que levantaban el patíbulo. Por la mañana, cuan

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Durante toda la noche había estado oyendo el constante martillear de los que levantaban el patíbulo. Por la mañana, cuando una claridad color plomo penetró a través de la única ventana de la celda, se hizo el silencio. A Jerry y a Richard les habían dejado tranquilos para dormir cuando ya no les quedaba un ápice de sueño. —Desde aquí puedo ver la horca —dijo Jerry sin moverse de la litera—. Da risa pensar que un tipo como yo ha estado haciendo trabajar a cuatro honrados carpinteros durante toda la noche. —Debes de ser un hombre importante, Jerry —opinó el otro, con los ojos entrecerrados—. Aquí no levantan un patíbulo por cualquiera. Cuelgan a casi todo el mundo de un árbol.

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Silver Kane

El cobarde Bolsilibros - Héroes de la pradera - 001 ePub r1.0 Titivillus 19-06-2019

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Silver Kane, 1970 Editor digital: Titivillus ePub base r2.1

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CAPÍTULO PRIMERO LA HORCA ESPERA

Durante toda la noche había estado oyendo el constante martillear de los que levantaban el patíbulo. Por la mañana, cuando una claridad color plomo penetró a través de la única ventana de la celda, se hizo el silencio. A Jerry y a Richard les habían dejado tranquilos para dormir cuando ya no les quedaba un ápice de sueño. —Desde aquí puedo ver la horca —dijo Jerry sin moverse de la litera—. Da risa pensar que un tipo como yo ha estado haciendo trabajar a cuatro honrados carpinteros durante toda la noche. —Debes de ser un hombre importante, Jerry —opinó el otro, con los ojos entrecerrados—. Aquí no levantan un patíbulo por cualquiera. Cuelgan a casi todo el mundo de un árbol. —¡Bah! Las costumbres se van haciendo más civilizadas, eso es todo. Las maestras quieren que los niños amen a los árboles, y les molesta que la gente deje individuos colgando en ellos. Además, hoy es fiesta en Sutter. ¿Qué haría yo en medio de la plaza, colgado mientras los demás se divierten? Richard esbozó una sonrisa. Quiso que resultara alegre, pero fue infinitamente amarga. —Tienes razón. Sería una falta de delicadeza, y tú podrías enfadarte. —¡Bah! ¡California! ¡La tierra del oro y de las mujeres bonitas! ¡Maldita California! Jerry golpeó la pared con ambos pies; partículas de yeso cayeron sobre la manta de la litera. Un tímido rayo de sol penetró a través de la ventana. —Sutter es una población lo bastante rica —murmuró con voz entrecortada, silbante a causa de la furia—, para costear dos celdas en su inmunda cárcel. No hay derecho a que un condenado a muerte tenga que estar encerrado junto a un aprendiz de pistolero, detenido sólo por armar bronca en un garito. —Supongo que soy yo el aprendiz de pistolero —replico Richard semi incorporándose—. Pero no podrás decir que te he molestado mucho. Ocupo la peor litera… —No es por eso. Es que pude haber perdido la serenidad. Pude haberme echado a llorar como un chiquillo… —¿Y te hubiese avergonzado? www.lectulandia.com - Página 8

Jerry esbozó una sonrisa. —No lo sé. Todo depende de la clase de tipo que seas. ¿Qué se te ocurriría pensar, si yo no pudiese resistir la visión de esa horca? —Pensaría que es muy lógico. Y lo que es más importante: no hablaría de ello a nadie. Jerry se levantó, dando unos pasos por la celda. Era tan alto que sus ojos llegaban a la ventana de reja, tan ancho de espaldas y de brazos tan fuertes que había doblado ya dos veces las barras de metal de su litera, a fin de procurarse un arma. —Estás condenado a muerte por salteador y asesino —murmuró Richard—. Sé que es una pregunta estúpida, pero ¿qué diablos te impulsó a iniciar esa vida? —No lo sé. Jerry se volvió de espaldas, tapando parcialmente la luz. Sus anchas y callosas manos descansaban en el fondo de los bolsillos de su pantalón tejano, roto por varios lugares. —Empecé por muy poco; por robar unas cabezas de ganado en Arizona. Luego, las cosas se fueron complicando; un acontecimiento trajo otro, y cada bala puso ante el disparador la cápsula siguiente. —Bien, bien, ¿por qué robaste las primeras cabezas? Jerry se sentó en la litera, entrelazando las manos y apoyando ambos codos sobre las rodillas. —Tengo en Arizona una novia muy hermosa: veintidós años. Yo quise hacerme rico en poco tiempo, y eso fue todo. Richard colocó ambas manos bajo, su nuca, y su mirada se hizo soñadora. Él también había tenido una novia, en Texas, en los mejores días de su juventud, pero eso pertenecía ya a un pasado remoto. —¿Cuántos años tienes, Jerry? —Yo hubiese cumplido veintinueve… mañana. Unos pasos se acercaron a la puerta de la celda, y la cabeza del sheriff asomó por la mirilla. Contempló ostensiblemente su reloj de oro, colocándolo ante los ojos, y luego se retiró haciendo el mismo ruido que a su llegada. —Ha sido un modo elegante de advertirnos que queda poco tiempo — comento Richard. —Sí, escasamente una hora. Jerry echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Pareció como si en aquellos momentos reflexionase por todos los días de su vida. Luego apretando los dientes y mirando fijamente a Richard, dijo: www.lectulandia.com - Página 9

—Tú eres más joven que yo. Apenas tendrás veinticinco años. Por un momento he pensado que me gustaría que fueses mi hermano menor, o mi hijo. Así tendría la sensación de que mi vida continúa de algún modo… —¿Tienes, acaso, alguna misión que cumplir? —¡Oh, no! Lo que me ocurre a mí es ridículo, y le ha ocurrido antes a mucha gente: esa novia de que te he hablado me traicionó. En realidad, dentro de unos meses ha de casarse con otro individuo. —Comprendo. —Un individuo a quien conozco. Y todos los grados del odio no podrían reflejar el especial sentimiento que yo le profeso. —Es natural. Jerry respiró fuertemente, y se marcaron en aquel momento los poderosos músculos de su cuello. —Me he acostumbrado a pensar que una joven impresionable e inexperta no tiene la culpa de nada. Es ese tipo el que no me gusta. Se llama William; ella se llama Ann. —Hermoso nombre. —Celebro que te guste, porque… Volvió a cerrar los ojos y pareció reflexionar otra vez por todos los días de su vida. Al fin, habló. Y fue para hacer a Richard la proposición más extraña que éste había oído nunca: —Tú me pareces un buen muchacho, Richard. Tienes unas facciones nobles y miras siempre a la cara. Yo, a pesar de todo, no odio a Ann. Sólo me da náuseas pensar que un tipo como debe de ser ese William pueda poseerla. Cuando salgas de aquí, vete a Arizona y cásate con ella. Hubo un breve silencio entre los dos, después de estas palabras. Jerry, por su parte, lo había dicho todo, y Richard estaba tan asombrado que no sabía cómo contestar. Pero al fin, sonriendo, opuso una gravísima objeción a la propuesta de su compañero: —No puedo casarme, Jerry. Estoy casado ya. El sentenciado dio un respingo y le miró atentamente, desde su litera. —¡Hum! No tienes aspecto de eso, la verdad. Se te ve tan joven… ¿Y hace mucho que te casaste? —Dos años. Mi esposa también se llama Ann. —¡Qué perra casualidad! —Pero ésta vive en Nuevo México, cerca de Santa Fe. —Claro, claro, ya supongo que no íbamos a estar unidos los dos a la misma mujer. ¿Es guapa esa Ann de tus sueños? www.lectulandia.com - Página 10

—Mucho. Sobre todo es una muchacha fresca, llena de curvas tan limpias como un arco de luna. O lo era. ¡Hace tanto tiempo que no la veo! Lo que no puedo asegurar es que su corazón sea tan atractivo. No hemos sido felices. —¿Qué le ocurre? ¿Es ambiciosa? —Algo por el estilo. —La Ann de que te estoy hablando solo piensa en el dinero. Yo era un hombre rico antes de meterme en estos líos, pero ella juzgó que mi fortuna resultaba insuficiente. Quería marchar al Este, o por lo menos a San Francisco. Dice que la ciudad va a crecer prodigiosamente, y ella anhela ser una de sus primeras damas. ¡Cualquiera mantiene a una primera dama! Richard sonrió. —Me haces gracia, Jerry. Todo el porvenir que me ofreces al salir de esta ratonera es cargar con una mujer llena de defectos, y de la que ni siquiera me has dicho si es realmente hermosa. —¡Oh, hermosa sí que lo es, diablo! Y créeme que en cuanto uno la mira tres minutos seguidos, olvida todo lo que tiene contra ella, abre la boca de admiración y sólo piensa en besarla. Por eso me irrita tanto el pensamiento de que otro hombre pueda ocupar mi puesto. —Tendrás que resignarte a ello, Jerry. Yo, al menos, no puedo ayudarte. Estoy casado, mi esposa se llama también Ann y vive en Nuevo México. ¿Cómo quieres que me case otra vez en Arizona? —¿Tienes hijos? —No. —Bueno, de todos modos, comprendo que no puedes ayudarme. Gracias por tu interés, muchacho. Y ahora voy a decirte algo más: me pareces un tipo blando, que no sabe lo que hacer con un revólver. ¿Es cierto que en el saloon te dejaste prender después de la riña, sin ofrecer la menor resistencia? —Es cierto. —Pues eso no es bueno para conservar la salud en el Oeste. Hay que ser rápido con el gatillo y tirar bien desde la primera bala. Cualquier día, un granuja te acribillará sin que tú muevas un dedo. Vamos a ver, ponte en pie. Richard obedeció. Le habían dejado conservar su cinturón canana, quizá por el hecho insólito de que en él no llevaba una sola bala. Sus dos revólveres cargados le habían sido retirados, naturalmente. —¿Qué movimiento haces tú para sacar el revólver? Richard echó el codo hacia atrás rápidamente e hizo ademán de «sacar», rozando con sus dedos la funda. Jerry se echó a reír sobre su litera, llevándose ambas manos al vientre. www.lectulandia.com - Página 11

—Tus gestos son tan graciosos que me hacen olvidar hasta mi próxima muerte, amigo. ¿Con esa velocidad piensas matar a alguien más allá de la frontera de Luisiana? ¡Podía haber sacado yo dos veces antes de que tú movieras un dedo, Richard! Eres una especie de tortuga con camisa a cuadros. ¿Dónde te enseñaron a hacer «eso»? —«Eso» me enseñaron a hacerlo en Texas, en los rurales. Jerry se puso repentinamente serio, pero su expresión no dejó de ser burlona. Todavía continuó mirando a Richard con un brillo de hilaridad en los ojos. —No debiste resultar un discípulo aventajado, amigo. Yo diría que en tu vida no has sacado el revólver más allá de diez o doce veces. ¿Es cierto? Richard se dejó caer otra vez sobre su litera, y miró al suelo con una expresión de tristeza. —Es cierto —asintió al fin—. No te has equivocado. En aquel momento se oyeron pasos en el cercano corredor. Eran unos pasos lentos, solemnes y correspondían a más de una persona. Los dos presos miraron instintivamente hacia la ventana de la celda y vieron que había amanecido ya por completo. Que había llegado el último amanecer. —Tú, al menos, vivirás —dijo Jerry con voz sorda, mientras sus manos temblaban en un incontenible espasmo—. Podrás volver a Nuevo México, ver otra vez el cielo y ver otra vez a tu esposa. Tú, al menos, tendrás tiempo para aprender a empuñar el revólver, Richard. La puerta se abrió de golpe, y el sheriff apareció en el umbral. Llevaba el sombrero en la mano. —Ha llegado la hora, Jerry Thompson… —anunció con voz lenta—. Encomienda tu alma a Dios. Jerry, el gigante, se puso en pie, a punto de sufrir una crisis nerviosa. —¡No sois más que un hatajo de asesinos, una pandilla de…! Tras el sheriff había dos hombres, y los dos tan gigantescos como Jerry. Sus manazas cayeron sobre el cuello y los hombros de éste, agarrotándole. —¡No le tratéis así! —chilló Richard—. ¡Dejadle, al menos que muera en paz! —Eso es lo que pretendemos —gruñó el sheriff—. Y tú, bergante, vas a presenciar la ejecución. Es norma de la honrada ciudad de Sutter que todos los granujas de su cárcel tengan la oportunidad de escarmentar en cabeza ajena. —No podéis obligarme a eso —protestó Richard—. Sólo estoy condenado por riña y lesiones. Tengo derecho a que me dejéis en paz.

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El sheriff lo atrajo hacia sí, sujetándole con una mano por el cuello de la camisa. —¡Tú harás lo que yo te ordene! Richard era más alto y más fuerte que el sheriff. En realidad, era tan alto y tan fuerte, al menos, como Jerry, y habría que buscar muy bien, aun en una población grande y próspera como Sutter, para encontrar un tipo que le aventajase. Iba a dejar caer a la vez sus dos puños contra los flancos del sheriff lo que hubiese significado una semana de cama para éste, cuando vio el rostro de Jerry. Y los ojos del condenado hicieron que dejase caer sus brazos inertes, sin fuerza. —Está bien. Les acompañaré —dijo. Jerry se sentía acorralado y solo. Y bastaba ver sus ojos de pobre animal que va a morir para sentir el deseo de acompañarle en sus últimos momentos, de prestarle hasta el fin el consuelo, al menos, de una presencia amiga. Richard comprendió que haría un bien acompañándole, y por ello no opuso resistencia al sheriff. Por el contrario, su expresión casi se dulcificó. —Vamos, sheriff, atienda al condenado y no se ocupe de mí. El representante de la ley se distanció de Richard. En realidad, éste sólo estaba condenado a una semana de cárcel y no valía la pena vigilarle demasiado. Jerry, en cambio, era un pájaro de cuenta. Una especie de bestia noble y ciega, que mataba de frente, pero tan peligrosa como un rebaño en estampida. Un año antes, un condenado a muerte se fugó de la cárcel de Sutter. Y aquel hecho no se repetiría más. Por eso nadie quitaba el ojo de la corpulenta figura de Jerry. Salieron al patio. La horca estaba dispuesta, y alrededor suyo había unas diez personas; guardianes de la cárcel, el juez, un oficial de la guarnición e incluso algunos rancheros, pues la ejecución era pública y las puertas del patio estaban abiertas. Un cielo intensamente azul flotaba sobre los hombres, como un saludo de la naturaleza o como una burla. El silencio era tan espeso, tan agobiante que todos tenían la sensación de que nacía dentro de sus propios cráneos. Jerry llegó al pie de la escalinata que conducía al patíbulo. —Buena suerte, Richard —dijo volviéndose hacia el joven y tendiéndole la mano—. Si vuelves a Arizona, no olvides visitar a Ann y saludarla de mi parte. —Así lo haré, Jerry. Le diré que la has recordado. Antes de soltar la mano de Jerry, dio a éste un suave golpe en el brazo alentándole. www.lectulandia.com - Página 13

—Valor, muchacho. Valor… Era fácil decirlo, y Richard sabía cuán vacías suenan las palabras a veces. Pero Jerry se lo agradeció, y para él fue la última mirada dulce que dirigió en esta vida. Uno de los ayudantes del sheriff puso la soga alrededor del cuello de Jerry. Ahora sólo faltaba bajar la trampilla. El ayudante se apartó, dirigiéndose hacia la palanca. De repente, uno de los rancheros que presenciaban la ejecución, el cual no había quitado ojo de Richard desde que le vio aparecer junto al condenado, gritó, señalándole con el dedo: —¡Creí que era ése a quien iban a ejecutar! ¿Es que no saben a quién, tienen ahí delante? ¡Ese tipo es nada menos que Richard Flanagan, el pistolero! ¡Richard Flanagan! El nombre pareció electrizar a los espectadores. Hasta el ayudante del sheriff se olvidó de la palanca y de que junto a él había un hombre a punto de morir. —Al sentenciarle nos dijo que se llamaba Richard Brent —aulló el sheriff, con un inútil criterio legalista—. ¿Cómo sabe que se trata de Flanagan? —¡Yo mismo le vi en Texas! —rugió el ranchero, mientras retrocedía un paso —. ¡Le he visto matar y puedo juraros que jamás un tipo apretó el gatillo con tanta rapidez como él! ¡Apresadle! Hubo un movimiento general de sorpresa entre todos los presentes. Por unos segundos, nadie supo qué hacer. Por fin, fue el oficial el que eliminó las dudas. —Yo también he pensado lo mismo al verle —gritó—, pero no estaba seguro. Ahora puedo afirmarlo. Ese tipo es Flanagan, «el rey de Dallas». Sorprendentemente, el primero en reaccionar fue el único para quien todo aquello no tenía interés. Jerry lanzó una carcajada. —Me engañaste bien, granuja. Querías pasar por este pueblo sin llamar la atención, ¿eh? Te felicito, muchacho. ¡Y ahora sálvate, sálvate pronto! Quiso seguir alentándole, pero el ayudante del sheriff movió entonces la palanca. Si allí había tiroteo, que al menos la sentencia hubiese sido cumplida, para que a Jerry no le quedase la menor posibilidad de escapar. El condenado lanzó un gemido y su cuerpo se contorsionó en el aire. —¡Atrapadle! El sheriff había desenfundado ya, pero Richard, durante aquel preciso minuto de indecisión, no se durmió. Había que actuar y pronto, aprovechando las nulas precauciones que habían tomado alrededor de él, considerándole un preso sin la menor importancia. De modo que cuando el sheriff hizo ademán www.lectulandia.com - Página 14

de «sacar», él ya volaba en dirección al ranchero que le había acusado, martilleándole el rostro con sus dos puños igual que con dos mazas de hierro. Sus dos ganchos fueron impresionantes por la velocidad y la exactitud de su colocación, los dos a los ojos del testigo. Éste cayó hacia atrás, lanzando un alarido, mientras la mano izquierda de Richard le despojaba de su revólver. Se arrojó al suelo, haciendo fuego, cuando el sheriff tiraba sobre él. Los dos fallaron el disparo y durante las fracciones de segundo siguientes tuvo su oportunidad el más rápido. Richard fue el que consiguió disparar primero. El sheriff lanzó un aullido y cayó hacia adelante, con el hombro atravesado. Ahora el oficial era el rival más peligroso y decidido de todos. Richard dio una vuelta rapidísima sobre sí mismo, al tiempo que dos balas mordían rabiosamente el polvo, junto a su cuerpo. Mientras giraba, y sin que nadie pudiera explicarse cómo, disparó. La bala se alojó también en el hombro del tirador, hiriéndole solamente, pero obligándole a soltar el arma. De un salto, Richard se puso en pie y corrió hacia la puerta, cruzando frente a dos de los asombrados testigos. Pero la puerta no estaba desguarnecida. En ella había un hombre con un rifle que había tenido tiempo para preverlo todo. Apuntó a Richard al ver que éste se ponía en pie, y cuando estuvo seguro de no errar el blanco, disparó.

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CAPÍTULO II SONRISA PELIGROSA

A veces en los momentos decisivos de la vida de los hombres, ocurren cosas tontas que varían su destino y trastruecan todos los acontecimientos. En el caso de Richard, el suceso al parecer sin importancia, pero que tuvo la virtud de cambiarlo todo, consistió en el paso de una mujer. Como el lector ya sabe, la puerta que daba entrada al patio de la cárcel estaba abierta, a fin de que cualquiera pudiese presenciar la ejecución. En esa puerta había un hombre armado con un rifle, que fue el que hizo fuego contra Richard. Pero en el preciso momento de ir a apretar el gatillo, apareció a sus espaldas una mujer, una muchacha más bien, cargada con un repleto cesto. Esa muchacha no hizo ningún ademán ofensivo, sino sólo un gesto de terror. El cesto cayó de sus manos y fue a tropezar con las piernas del centinela, que vaciló en el momento del disparo. —¡Maldición! Dio un traspié, no bien recobrado el equilibrio todavía. Cuando pudo afianzar sólidamente sus dos pies en el suelo Richard ya estaba junto a él. Su brazo derecho se curvó en forma de gancho y rasgó el aire como una catapulta. El centinela cayó hacia atrás, fulminado, mientras Richard saltaba para protegerse tras él. Su movimiento fue rapidísimo y más oportuno de lo que él mismo suponía. Dos balas de un ayudante del sheriff atravesaron al guardián, matándole, antes de que éste pudiera recobrar el conocimiento. Richard, al salir, casi tropezó con la muchacha. Ésta le vio pasar, aterrorizada, llevándose una mano a la boca. La calle estaba desierta, pues era día festivo y acababa de amanecer. Richard echó a correr hacia unos lejanos porches y se cobijó tras ellos. Dos hombres salieron de la cárcel y los dos fueron atravesados, en puntos no vitales, por las balas del fugitivo. Luego Richard soltó el revólver, con un seco y despectivo movimiento: en el cilindro ya no quedaba un solo proyectil. «Lo divertido empieza ahora —pensó—. ¿Qué diablos voy a hacer?». No quedaba más que una solución, y era refugiarse en una de las casas. Por el momento no podía hacer otra cosa, ya que no había un solo caballo en todo lo que la vista podía abarcar.

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Richard decidió que el edificio que tenía a sus espaldas era tan bueno como cualquier otro, y ya que no era visto desde la cárcel, empezó a trepar por las maderas hasta las ventanas del primer piso. La más cercana de todas ellas estaba abierta, y Richard, sin pensarlo más, se introdujo en la habitación de un salto. Le recibió una exclamación ahogada, sorda, que sólo podía provenir de una garganta femenina. La habitación estaba en penumbra, pues unas cortinas de terciopelo cubrían la ventana parcialmente. Richard no vio nada hasta acostumbrarse a aquella relativa oscuridad. Y entonces sus ojos distinguieron un fino lecho de caoba, unas finas sábanas y una fina mujer. ¡Diablos, una finísima mujer! Le miraba con los ojos muy abiertos y le mostraba sus hombros desnudos con tal generosidad que Richard, a pesar de su situación, tuvo que parpadear dos veces. —Lo siento —masculló—. Créame que no he entrado aquí para comprobar si usa usted gorro para dormir. La mujer, una vez repuesta de su inicial sorpresa, pareció encontrar divertida aquella situación. Miró sonriente a Richard, sin preocuparse de cubrirse un poco mejor con las sábanas. —No tengo costumbre de recibir admiradores a estas horas, pero siéntese. Richard no hizo un movimiento. Contempló cómo la mujer encendía una lámpara de petróleo colocada sobre su mesilla, y al extenderse la luz por la habitación, la examinó detenidamente. Era una pieza de dimensiones normales y contenía pocos muebles, pero todos de gusto y precio. Se adivinaba que su dueña gozaba de buena posición. En cuanto a la mujer que estaba en el lecho, era el mueble más hermoso de cuantos había en la pieza. Desde sus cabellos rubios a las adornadas puntas de sus dedos, era una muñeca cara como pocas veces se veían en las poblaciones del Oeste. Tendría unos veinticinco años y era, por lo menos, veinticinco veces guapa. Richard pensó que una mujer tan atractiva no podría reportarle nada bueno. —¿Por qué te persiguen? ¿Es que quieren casarte con una de las hijas del sheriff? —Quieren adornarme el cuello —silbó el hombre—. Y no ha habido modo de convencerles de que yo no uso corbata. —Bien. Siéntate —dijo la mujer—. ¿Quieres un cigarrillo? ¡Cigarrillos! Aquella delicada picadura de tabaco envuelta en un blanco papel era lujo casi desconocido en los pueblos del Oeste, donde sólo se fumaban bastos y espesos puros de Virginia. Además, estaban simétricamente www.lectulandia.com - Página 17

dispuestos en una cajita de laca, colocada en una mesa junto al sillón que se ofrecía a Richard. —Gracias. Hace tiempo que dejé de fumar. Desearía que… —Deseas que te oculte hasta que el sheriff y sus gorilas se hayan aburrido, y a ser posible que te facilite un caballo, ¿no es cierto? Bien, yo no tengo inconveniente en ello, siempre que lo pagues con decencia. Al fin y al cabo, vivo de la estupidez de los hombres. Se levantó y fue en camisa de dormir hasta la mesa, junto a la que se hallaba sentado Richard, tomando un cigarrillo de la caja y encendiéndolo en la lámpara con movimientos calmosos. Viéndola caminar con una especial armonía, con una gracia inimitable que cautivaba los ojos, Richard la recordó casi de repente. Era Lena, la principal bailarina del Jezabel Saloon. Una mujer que, en cuanto empezaba a moverse en el escenario, dejaba sin aliento y sin voz a los espectadores. A él le dejó también sin respiración, cortado y confuso como un niño que se hubiera metido en un lío. —No tengo más que treinta dólares encima —manifestó al fin, un poco avergonzado—. ¿Sirven? —Treinta dólares es lo que cobro yo por cada actuación en el Jezabel, y es mucho menos arriesgado que esto, pero, en fin, valen. Trato a los hombres según el aspecto que tienen, y tú eres un ejemplar demasiado selecto para colgar de una horca. ¿Cómo te llamas? —Richard Flanagan —dijo él. Temblaron los ojos de la mujer en un rapidísimo parpadeo. —No debiste haberme dicho la verdad. Esto convierte las cosas en mucho más difíciles. —Lo comprendo. Lena fue hasta un extremo de la habitación, donde se hallaba el biombo, y se cubrió con una larga bata de terciopelo rosa. —De todos modos, te ayudaré. Desciende a la planta baja, donde hay un dormitorio más pequeño, y quédate allí. Nadie irá a molestarte. —Gracias, Lena. Comprendo que te debo mucho más que treinta dólares. —La oportunidad de ayudar a un hombre como Richard Flanagan, no se presenta todos los días. Me consideraré pagada con que me des un beso. Richard, en su vida aventurera e incierta, había besado a otras mujeres como aquélla. Todas llevaban en sus labios una especie de veneno que dominaba a los hombres. Besó a Lena con miedo y temblándole los brazos. Pasar de la celda a aquella habitación, era un cambio demasiado brusco, y además, Lena era demasiado hermosa. Ella le entregó sus labios con una expresión irónica, www.lectulandia.com - Página 18

saboreando de antemano el triunfo de su voluntad sobre la de aquel hombre considerado como invencible. Le acarició los hombros, y al separarse de él, le miró con expresión de mujer que sabe distinguir lo que realmente vale. —Eres un hombre guapo, Flanagan. Me habían hablado de ello, pero no creí que fuera verdad. —Parece como si acabases de clasificarme. —Yo siempre doy a los hombres una especie de número, apenas los veo. Y tú tienes un número alto, Flanagan. Me gustas lo bastante para correr este riesgo. —De saber que en esta habitación había una mujer, no hubiera entrado. Preferiría que me cobrase mis treinta dólares a ayudarme por si soy guapo o feo, Lena. La mujer no se inmutó. —Desciende a la planta baja y encontrarás la entrada del dormitorio bajo las escaleras. No te muevas de allí. Yo te avisaré en el momento oportuno. Richard obedeció. La casa no era grande, y parecía vacía por completo. Richard encontró fácilmente el dormitorio que se le había indicado y se tumbó en el lecho, agotado, casi resignado de antemano a cualquier cosa que pudiera venir. La tensión de la última noche pasada junto a Jerry, ahora ya muerto, y la angustia de su fuga pesaron sobre sus músculos como un dolor que los agarrotó. Se sintió sin fuerzas, vencido. Extrañamente, al cerrar los ojos, logró conciliar un brevísimo sueño. En realidad, no llegó a perder la noción de las cosas, pero durante unos minutos fue como si flotase en el vacío. Le volvieron a la realidad unos suaves golpecitos propinados en la puerta. Era, sin duda, Lena, que volvía. —Adelante —gruñó Richard—. ¿Para qué diablos llamas, si estás en tu casa? La puerta se abrió mientras Richard se incorporaba, y en efecto, la que franqueó el umbral era una mujer. Pero no Lena, como Richard esperaba y tenía motivo para suponer. La que acababa de entrar en la habitación era la muchacha que inconscientemente le salvara unos minutos antes. * * * Fue ella la primera en reaccionar. Lanzó un grito y se echó hacia atrás, tratando de cerrar la puerta. —No vayas tan aprisa, muchacha. Él la sujetó por un brazo. Debió de hacerle daño, porque la chica gimió. —¡Salvaje!

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—No pienso tratarte mal, pequeña. Sólo quiero impedir que salgas a la calle para dar el soplo. Ven. La atrajo hacia sí, y mientras tanto la miró atentamente. Era morena, y no tendría más allá de diecinueve años. Todo en ella era puro, natural, sencillo y tan cautivador como solo la Naturaleza puede serlo. Su piel fina y tersa olía a hierba fresca, a lluvia. Sus ojos eran tan trasparentes y limpios como dos cristales de roca lavados por el río. Tenía unos labios rojos y húmedos igual que una flor en la mañana. A Richard se le inmovilizaron los ojos sobre aquella boca, sobre aquellos labios que se entreabrían y cerraban a causa de la agitación, del miedo. —¡Suélteme! Sin darse cuenta, Richard la soltó. Sus ojos seguían quietos. —¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí? La muchacha trataba de darse alientos hablando en voz alta, pero era fácil advertir que estaba aún completamente dominada por el miedo. —¿Y tú? ¿Cómo te llamas? —Gizel. —¿Qué tienes tú que ver en esta casa? —Traigo bordados, ¿ve? Bordados. Ahora se fijó Richard en que Gizel llevaba, efectivamente, unos bordados en las manos. Eran unas piezas primorosas, y aun un profano como él advirtió que no todo el mundo podía hacer aquello. De repente, la muchacha le pareció todavía más delicada, más dulce. —¿Te dedicas a esto? Gizel no contestó. Le miraba ahora con una especie de picardía juvenil en los ojos, no exenta de prevención y de miedo. Richard adivinó que si la muchacha había venido otras veces a la casa de Lena, como todo parecía indicar, habría visto siempre algún que otro hombre a quien la bailarina recibía. Y ahora le estaba tomando por uno de ellos. —No, no he venido aquí a ver a Lena —dijo en voz baja—. ¿Crees que voy a acudir a citas de amor después de fugarme de presidio? —¿Así no la conoce? ¿Ha entrado aquí por casualidad? —Sí. —En tal caso no se fíe de ella. No porque sea mala, sino porque desde hace una semana es la prometida oficial de Kurt Randall, el pistolero más famoso de la región y uno de los hombres más ricos de Sutter. Le ha costado mucho atraerle al matrimonio, y querrá que él se sienta obligado hacia ella

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delatándole a usted. Porque Randall es el presidente de la Junta de Vecinos y el que verdaderamente responde del orden en Sutter. Richard se pasó un dedo por la frente, en un gesto habitual en él y que revelaba intensa preocupación. —Bien, ¿por qué me dices eso? Gizel calló, confusa, mirando al suelo. Y Richard comprendió que le había advertido del peligro sin ningún motivo especial, tan sólo por hacer el bien y salvar a un hombre de la muerte. Salvarle de la muerte incluso a él, de quien sólo sabía que le había visto fugarse de la cárcel. Richard hundió las manos en los bolsillos y se dirigió hacia el fondo de la habitación, donde había una ventana cerrada. —¿Cómo sabes todo eso? Por tu aspecto y por tu modo de reaccionar, no pareces vivir en Sutter. —Lo sé porque hace dos semanas que estoy por los alrededores, vendiendo bordados y adquiriendo provisiones. Vengo aquí dos veces al año. Yo, en realidad, vivo siempre en un valle entre dos montes llamados por los indios Piel Azul y Piel Blanca, en Utah. —¿Y bordas todo el año? Ella bajó los ojos. —Es lo único que sé hacer. Lo único que pudo enseñarme mi madre. —¿Quién cuida de ti? —Yo misma. Vivo sola. Pero todos los que habitamos en los alrededores formamos una gran comunidad y nos ayudamos los unos a los otros. Richard estaba sorprendido y un poco deslumbrado. Era exactamente igual que si después de vivir varias semanas en tinieblas, le diese en los ojos de repente, un rayo de luz. La ingenuidad y la pureza de la muchacha le abrumaban un poco. Volviéndose de improviso, susurró: —¿Sabes quién soy? —Yo misma te lo diré, Gizel. Los dos se volvieron a la vez, para ver cómo se acercaba Lena. La bailarina llevaba aún la misma bata rosa, pródigamente abierta y se había peinado y acicalado el rostro. Estaba así deslumbrante, impresionaba. ¡Pero qué distinta de Gizel! —Es Richard Flanagan —dijo, sin perder su sonrisa—. ¿No le habías oído nombrar nunca, Gizel? La muchacha se estremeció. —Unos buscadores de oro me hablaron de él cierta vez —contestó—. ¿No le llamaban… «El rey de Dallas»? www.lectulandia.com - Página 21

—El «rey de Dallas»… Eso mismo. Tenemos un personaje importante en la casa, Gizel, y hay que tratarle como a tal. Se volvió hacia la izquierda, y sin perder para nada la flema ni la encantadora expresión de su rostro, musitó: —Puede pasar, sheriff. Richard Flanagan le está esperando.

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CAPÍTULO III DUELO A MUERTE

Richard comprendió que la mujer no bromeaba. Llevó instintivamente las manos a sus fundas pistoleras, pero recordó entonces que iba completamente desarmado. —Eres muy cariñosa, Lena. Salió de la habitación con pasos lentos, procurando conservar el dominio de sus nervios, y al cruzar junto a Gizel le dirigió una mirada de gratitud. El sheriff y cuatro hombres más le encañonaban desde las ventanas del vestíbulo. Richard pensó en lo estúpido que había sido y en lo fácil que habría resultado para Lena orientar a sus perseguidores, simplemente haciendo señas desde la ventana de su dormitorio. —Pueden entrar. No voy a darles trabajo. Fue la misma Lena quien abrió la puerta. Al ver entrar a los cuatro hombres con sus revólveres por delante, Gizel emitió una especie de chillido ahogado y sordo. Richard salió a la calle. Sabía que iba a morir y en estos momentos, al rememorar en fracciones de segundo lo que había sido su vida, le sorprendió ser un hombre casado, un hombre que tenía una mujer y un hogar de que despedirse. Su obligación ahora, antes de que le colgasen, sería recordar a Ann y la vieja casa en que habían vivido. Pero no recordó ni una cosa ni otra. No habían sido felices, nadie podría serlo junto a Ann. Nadie podría siquiera conservar su dignidad. Era Ann quien le había convertido en el «rey de Dallas». —Sí «rey de Dallas» —barbotó sordamente el sheriff—. Tu carrera ha sido rápida, pero ha terminado ya, Flanagan. —Preferirías volver a los rurales de Texas, ¿no? —dijo mordazmente uno de los ayudantes. Richard miró a un extremo y otro de la calle. Hacía sol, un sol deslumbrador y blanco que impedía abrir del todo los ojos. Frente a la casa había más de quince personas alineadas. Todas esperaban su muerte. —Parece que voy a constituir un espectáculo —masculló, mirando al sheriff —. ¡Maldito sea! ¡Lo único que lamento es significar para vosotros una diversión este domingo! www.lectulandia.com - Página 23

Dos revólveres le empujaron hacia el centro de la calle. A un extremo de ésta, había dos carros desde cuyo interior le miraban asombrados rostros redondos e ingenuos de campesinos. Una mujer de facciones angulosas, casi místicas salió de uno de ellos y se le quedó mirando junto a las ruedas, con compasión. Richard adivinó que rezaba. Gizel salió corriendo de la casa y fue, a cobijarse en los brazos de aquella mujer. Desde allí miró a Richard como un pajarillo asustado. Aquéllos eran, al parecer, los vecinos de la muchacha aquellos que se protegían mutuamente y en cuya compañía Gizel debía hacer sus dos viajes anuales. A Richard le sorprendieron sus rostros bondadosos, sus expresiones mitad asustadas y mitad de pena. No quiso mirarlos más porque al fin hubiera sentido lástima de sí mismo. Y eso le hubiera restado dignidad y valor en sus últimos momentos. —Vamos. Colgarás de la misma horca que tu amigo Jerry. Richard iba a decir que él, aparte su fama en Texas y Nuevo México, no estaba reclamado para nada en California y que no había cometido ningún delito federal, pero comprendió que eso sería inútil. Aquellos hombres no estarían tranquilos viendo en libertad a un tipo tan peligroso como él, y por otra parte, todos debían de estar pensando que acabar con el «rey de Dallas» daría fama imperecedera a Sutter. Llegaron a la puerta de la cárcel, que no estaba a mucha distancia. Jerry aún colgaba del patíbulo y Richard tuvo que cerrar los ojos. De repente, se escuchó una voz. —¿Está reclamado este hombre por algún tribunal de California? Todos se volvieron. Richard vio que el que había hablado era un tipo alto, corpulento, bien vestido. Se había detenido en el centro de la calle y les miraba a todos con la cabeza erguida. Sin saber bien por qué, comprendió que aquél era Kurt Randall, el prometido de Lena. —No está reclamado —dijo el sheriff—. Pero acabar con tipos como él, es obligación de toda ciudad honrada. —En Sutter no hay más obligaciones que las que yo impongo —sentenció el hombre, alzando la cabeza un poco más—. Y no creo que tengamos ningún motivo para matar a este individuo. Richard volvió un poco la cabeza para mirarle mejor. ¿Cómo era posible…? ¿Por qué un desconocido pretendía salvarle la vida? ¿Qué interés podía tener Randall en que él no acabase colgando de una horca? De repente, vio cómo los labios del presidente de la Junta de Vecinos se entreabrían un poco, en una sarcástica mueca. www.lectulandia.com - Página 24

—Con lo cual no he querido decir que ese tipo vaya a salir vivo de Sutter… Un murmulló de regocijo partió del grupo de espectadores. El sheriff se acercó a Randall. —¿Qué pretende? —Creo que está claro: legalmente no podemos colgar a este hombre porque no ha cometido ningún delito en el condado, y ni siquiera está reclamado por un tribunal de California. Pero en cambio todos sabéis que se ha refugiado en casa de mi prometida. ¿No es eso una ofensa personal? El sheriff lanzó una carcajada que los espectadores corearon inmediatamente. El regocijo fue en aumento, y un clamor de entusiasmo se elevó pronto de lado a lado de la calle. —¡Randall quiere desafiar al «rey de Dallas»! —¡Es él quien le dará su merecido! —¡Sus balas son más seguras que la horca, compañero! ¡Prepárate! Richard se limpió las manos con la pechera de su camisa, tratando de ver a Randall más allá del sol blanco que le cegaba los ojos. He aquí que las cosas habían tomado un insospechado sesgo: Randall, sin duda un cacique de la ciudad, quería afianzar su fama para siempre y asegurarse las próximas elecciones matando ante todos al «rey de Dallas». ¿Con qué contaba para hacerlo? Con la fatiga y la tremenda excitación nerviosa de éste, que le incapacitaban para manejar el revólver con serenidad, y con el sol. Sobre todo, con el sol cegador de California, que daba de frente a los ojos de Richard y que le impedía ver casi por completo las figuras del otro extremo de la calle. El joven no dejó de comprender cuán nimias eran sus posibilidades de triunfo, admirando al propio tiempo la astucia de su rival, que tan hábilmente sabía aprovechar las circunstancias para obtener una de las victorias más sonadas de su carrera. Pero aún convenciéndose de que aquel hombre iba a darle muerte, no sintió odio hacia él. Al fin y al cabo, le salvaba de la horca, convirtiendo un suplicio infamante en un fin que era el lógico de cualquier pistolero. —¡Dadle dos revólveres! Dos pesados «Colt» volaron por el aire hacia las manos de Richard. Éste asió uno de ellos, pero apenas pudo ver el otro, que rozó sus dedos y cayó pesadamente al suelo, entre la risa y el alboroto de los espectadores. —¡Fijaos en él! ¡Ya se ha olvidado de cómo se coge un revólver! —¡Está tan asustado que le tiemblan los dedos! Randall, al otro lado de la calle, sonrió. Ya había supuesto, por la posición de Richard Flanagan, que el sol le cegaba, pero ahora había tenido una clara www.lectulandia.com - Página 25

confirmación. Su triunfo iba a resultar muy fácil. Repulsivamente fácil, le dijo una parte de su conciencia. —Yo tiro siempre con dos revólveres —advirtió en voz alta—. Te he dado a ti esa misma oportunidad. ¡Enfunda tus armas y prepárate para el duelo! Richard se inclinó para recoger el segundo revólver. Cuando sus dedos ya lo rozaban. Randall disparó contra la culata y lo hizo rodar, trasladándolo de sitio. Una estentórea carcajada se elevó unánime de entre el grupo de espectadores. Richard estiró un poco más el brazo y una segunda bala hizo saltar el revólver varios pasos más allá, también cuando los dedos iban a rozarlo. Las carcajadas atronaron ahora la calle y el entusiasmo, por unos momentos, se hizo delirante. —¡Dadle otro revólver a ese hombre! ¡El del suelo ya no sirve! Un «Colt» negro voló por el aire. —¡A ver si ése sabes sujetarlo bien! Richard lo alcanzó, guardándolo en la funda izquierda. —¡Está muerto de miedo! ¡Mirad cómo suda! Unas brillantes gotas, en efecto, surcaban ahora la frente de Richard. Pero no habían sido causadas por el miedo, sino por el nerviosismo y la indignación. Randall estaba transformando aquel duelo abierto en algo mucho más infamante que la horca. —¡Las manos le tiemblan! Richard se las miró. Y, en efecto, sus manos temblaban. Era inexplicable, pero no podía dominarlo. «Siento angustia —pensó—, pero no es por la muerte. Siento angustia de que todo acabe así, de esta forma estúpida, baja…». Los campesinos de los carros empezaron a entonar un himno. Era un himno extraño y solemne, modulado en voz baja, y en el que cada palabra tenía una inflexión funeraria. Pero era, a la vez, un himno majestuoso y consolador, que parecía lavar el espíritu antes de entrar en la muerte. Richard miró a Gizel y vio que la muchacha cantaba también. En sus ojos brillaban las lágrimas. —¡Puedes disparar cuando quieras, Richard Flanagan! Randall, el pistolero, retrocedió dos pasos, eligiendo mejor su posición. Richard, aun entornando los ojos, no le veía. Entonces elevó su mano izquierda lentamente, colocándosela como pantalla encima de la frente. Un rumor de asombro y de excitación cundió entre los espectadores. Haciendo esto, Richard no sólo renunciaba a un revólver, sino que indicaba claramente cuál era la mano con que iba a tirar, ya que inutilizaba la izquierda. —¡Está bien, Flanagan! ¡Yo mismo presidiré tu entierro! www.lectulandia.com - Página 26

Las dos armas de Randall salieron de su funda con una desconcertante rapidez, poniéndose en línea de tiro. Era una gran ventaja saber con qué mano iba a disparar Richard, para inutilizarla al primer balazo y poder luego rematar a placer. Por eso los dos revólveres de Randall apuntaron instintivamente al brazo derecho de Flanagan. Pero cuando las balas ladraron en el aire, aquel brazo no estaba en su sitio. Richard, con un velocísimo movimiento, había cambiado de guardia, subiendo el brazo derecho para emplearlo como visera y «sacando» con el izquierdo. Las dos balas de Randall le rozaron tan sólo, causándole leves arañazos y desgarrando su camisa. Richard, antes que su enemigo se repusiera de su asombro, apretó dos veces el gatillo. La mano izquierda de Randall se crispó, atravesada, y el revólver derecho saltó por el aire con el cilindro hecho astillas. Una violenta crispación sacudió la garganta de Randall, mientras el rugido de asombro más intenso que jamás se había oído en Sutter se expandía en aquel momento por la calle. Hasta los campesinos de los carros dejaron de cantar. Un silencio angustioso y obsesionante pareció aplastar la población entera. —Ibas a salvarme de la horca y a proporcionarme una muerte más digna. — La voz de Richard, serena y calmosa llenaba la calle—. Yo te lo he agradecido. No tengo inconveniente en que sigas gobernando los destinos de Sutter, Randall. El vencido ocultaba la mano izquierda entre sus ropas, empapándolas de sangre. El dolor y la ira le hacían cerrar los ojos. Richard empezó a retroceder poco a poco, sin abandonar su actitud vigilante cuando de improviso el sheriff levantó el brazo derecho. —¡Prendedle! Un hombre corrió hacia Richard. Éste hizo un solo movimiento de muñeca, girando el revólver izquierdo y la bala deshizo uno de los tobillos del atacante. El individuo cayó al suelo, aullando, mientras una consternación que nadie hubiese sabido cómo describir se apoderaba de todos los presentes, anulando su voluntad. Richard dirigió la mirada a su alrededor. Lena, situada en primera fila de los espectadores, miraba a su prometido con ojos atónitos, dudando si acercarse a él. Más allá. Gizel contemplaba a Richard con asombrados ojos de niña. El sheriff, a la derecha de la muchacha, tenía las facciones rojas como la sangre. —Nunca he sido un cobarde —proclamó Randall—, y nunca he rehuido un duelo, aunque las circunstancias fuesen desfavorables. Me niego a aceptar la

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gracia de la vida que ese hombre me hace. ¡Estás desafiado nuevamente, Richard Flanagan! El pistolero se estremeció insensiblemente, mientras separaba ambas piernas para dominar su nerviosismo. —No quiero matar a nadie, Randall. —Pero es posible que alguien quiera matarte a ti. ¿Conoces la «ruleta rusa»? —Naturalmente. —Pues te propongo una variante más entretenida de la misma. Los dos nos enfrentaremos con una sola bala en el cilindro y dispararemos por turno. El que antes acierte con la recámara cargada, será el vencedor. —Ése es simplemente un juego de suerte —dijo Richard. —Y yo he sido toda la vida un jugador. He ganado mi dinero con los naipes y puedo conservar mi vida con la «ruleta rusa». ¿Tienes tú miedo, Richard Flanagan? El pistolero sonrió secamente. —Vendí en Dallas todo el que tenía. Y no he podido volver a comprarlo. El trágico juego que Randall proponía no era, por lo visto, completamente desconocido en Sutter. Al instante, un hombre se aproximó a cada uno de los contendientes con el fin de revisar sus armas. Los cilindros fueron vaciados de un solo golpe seco. —Disparad ahora —indicó el sheriff con voz ronca. Los dos enemigos apuntaron al suelo y apretaron seis veces el gatillo. Seis veces cayó el percutor sobre las recámaras produciendo un «clic» sonoro y cantarín, que parecía, más que presagio de muerte, el sonido de una campanilla manejada por un niño. —Vuestros revólveres están bien vacíos. Cargad ahora una bala. Las que habían sido extraídas de los cilindros estaban en el suelo. Los dos enemigos se inclinaron y recogieron cada uno un proyectil, cargándolo. —Extended vuestros revólveres. Lo hicieron así, apuntándose. Entonces, los mismos hombres que antes habían vaciado sus armas, se acercaron nuevamente para dar un golpe seco a cada cilindro, haciéndolo girar. A partir de aquel momento, fue ya imposible saber dónde estaba la bala. —Ha llegado el momento. Los dos hombres se encogieron un poco, apuntando cuidadosamente. Randall fue el primero en disparar, y un «clic» cantarín resonó en la calle. Richard apretó a continuación el gatillo. Su revólver produjo también un chasquido al caer el percutor sobre una recámara vacía. www.lectulandia.com - Página 28

El turno correspondía otra vez a Randall. Fue entonces cuando una muchacha, despreciando el peligro, se interpuso entre los dos hombres, mirándoles a ambos con expresión desafiante. Richard tuvo que entrecerrar los ojos para verla bien, y en su frente se marcó una arruga al distinguir a Gizel. —No sois más que unos asesinos —masculló la muchacha—. Gentuza del Oeste, pistoleros que habéis ensangrentado esta tierra y la habéis convertido en un infierno. Vivís de vuestros revólveres mientras otros viven del arado y del hacha, mientras otros trabajan para crear la riqueza que luego destruís. Paseáis por las calles de las ciudades, como unos gallos de pelea, luciendo las muescas de los revólveres, cuando en realidad les tenéis miedo. ¡Sí, miedo! Incapaces de enfrentaros a la muerte cara a cara, la convertís en un simple juego de azar. ¿Sabéis cómo se llama eso? ¡Suicidio, cobardía! ¡Morir sin ni siquiera luchar! Soy muy insignificante, pero eso mismo me hace útil para escupiros mi desprecio. ¡Ni ante una simple muchacha de aldea aparecéis como hombres! ¡Sois…! No pudo continuar. De repente, un sollozo la ahogó, y tuvo que apartarse cubriéndose el rostro. —Tienes razón, muchacha. Richard la había mirado con simpatía, con una especie de nostalgia en los ojos. La vio alejarse poco a poco y pensó en lo hermosa que era y en lo hermosa que aún podía ser la vida. ¡Clic! Randall había disparado otra vez. Se le secó instantáneamente la boca al oír el chasquido, mientras los músculos del cuello de Richard se ponían tensos. Enderezó el revólver, apretando el gatillo. ¡Clic! De nuevo aquel sonido fatídico, que deshacía los nervios. Ya sólo quedaban cuatro recamaras por probar, y en una de ellas tenía que estar la bala. Con los ojos brillantes como chispas, Randall disparó otra vez. El chasquido pareció arañarle la garganta. —Anímate, Randall. La próxima vez la posibilidad será de dos contra uno. —Si hay próxima vez… La voz del pistolero había sido casi inaudible. En realidad, no había querido decir aquello, pero lo pensó, y el nerviosismo hizo que tradujera sus pensamientos en voz alta. Richard disparó ahora y se produjo el chasquido. Randall aulló, apretando frenéticamente el gatillo, y el «clic» saltó también al aire. La tensión se había www.lectulandia.com - Página 29

hecho insoportable. No sólo sudaban los dos enemigos, sino que los rostros de todos los espectadores denotaban un ansia que los hacía palidecer y que había vuelto transparentes sus ojos. Otra vez los campesinos se pusieron a cantar. Primero lo hizo la mujer de las facciones místicas, luego los otros. Ahora iba a morir un hombre y la canción empezó a acompañarle hacia la tumba. —Dos probabilidades contra una. Randall… Richard disparó y nuevamente el percutor golpeó una recámara vacía. Una vez más, aquel alegre sonido que a todos exasperaba saltó sobre el silencio. —Esta vez tienes que acertar. Sólo quedan dos recámaras… La voz de Richard fue increíblemente serena. Fue serena su expresión cuando Randall apretó el gatillo. Ni un solo músculo de su cuerpo se movió cuando un nuevo y último «clic» se extendió en la calma azul de la mañana. Ahora le correspondía disparar a él. Mientras enderezaba el revólver, todos pensaron lo mismo: Randall estaba ya muerto. Era completamente absurdo suponer que en dos revólveres distintos cargados, con una sola bala cada uno, ésta hubiese de quedar en ambos en la última recámara. La probabilidad de que ello ocurriese era mínima, inapreciable casi. Richard también pensó lo mismo. Y supo con toda certeza que ahora el disparo sería efectivo, que Randall estaba tan muerto como si la bala le hubiese cercenado ya la frente. Le miró. El amo de Sutter no se movía, pero su barbilla temblaba espasmódicamente. Temblaba también su mano derecha, con la que empuñaba el revólver, mientras la izquierda sangraba lentamente, empapando sus ropas. —Reza, Randall. Pero Richard, a pesar de estas palabras, no disparó. No podía disparar contra un hombre a sangre fría, sin que el otro hiciera nada por defenderse. Tenía que darle, al menos, una nueva oportunidad, aunque hacerlo le costase una vida que ya estaba destrozada. Levantó la mano izquierda e hizo girar el cilindro de un golpe seco, provocando entre los espectadores un murmullo de asombro. Ahora había perdido su oportunidad, ahora podría tal vez disparar cuatro o cinco veces más sin que la bala apareciese. Fue tal la sensación de seguridad que Richard Flanagan había dado con aquel gesto, que Randall sintió acrecentarse su miedo y su nerviosismo hasta llegar a un extremo intolerable. Se dio entonces cuenta de que estaba realmente ante el «rey de Dallas» uno de los pistoleros más temibles de Texas, un tipo que estaba, sin duda, aliado con la muerte. No le importó en este momento perder todo su prestigio ante los habitantes de Sutter y aparecer como un cobarde el www.lectulandia.com - Página 30

resto de sus días. Sólo vivir importaba, y el vivir dependía de una sola recámara donde con toda seguridad estaba alojada una bala. Apretando los dientes, levantó el revólver, dispuesto a disparar aun cuando no le correspondía. Richard adivinó la maniobra y se arrojó al suelo, aun sabiendo que no podría esquivar el balazo. Sólo un disparo más rápido podía inutilizar a Randall, pero ese disparo tenía una probabilidad de efectuarse… contra cinco. Los dos hombres apretaron el gatillo casi a la vez, pero Richard Flanagan logró hacerlo primero. Morir o vivir. Todo dependía de un solo movimiento de dedo. Dos detonaciones aullaron, y todos vieron cómo el revólver de Randall saltaba al aire, al crisparse la mano de su dueño. La bala silbó inútilmente sobre los tejados de Sutter, mientras la que había disparado Richard le cercenaba la frente. Los espectadores quedaron inmovilizados un momento y luego corrieron hacia el caído. Richard enfundó el revólver, y con los hombros hundidos, pensando en el destino que había hecho detenerse precisamente ante el percutor la recámara cargada, se dirigió hacia el extremo de la calle. Todos le dejaron pasar. Sólo una muchacha tardó en apartarse cuando él cruzó por su lado. Aquella muchacha era Gizel, y sus ojos taladraron el rostro del hombre. Al fin, se hizo a un lado para dejarle pasar. —¡Asesino! —dijo con voz sorda, cuando él siguió adelante.

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CAPÍTULO IV LA VUELTA DE RICHARD FLANAGAN

Sutter estaba situado en una zona de California rica en pastos, y, por consiguiente, rica en caballos. Richard vio una buena manada de éstos cuando ya sus piernas no le sostenían, al segundo día de marcha. Pudo haber reclamado su caballo en Sutter, pero no se atrevió a hacerlo. Estaba seguro de que si continuaba cinco minutos más en la población, alguno de los amigos de Randall le acribillaría por la espalda. Salió, por tanto, a pie, emprendiendo la ruta de las caravanas. En una de éstas, al fin del primer día, le dieron de comer y beber, y le curaron los leves rasguños causados por las balas en Sutter. Cuando vio el grupo de caballos decidió cazar uno y para ello tuvo que elegir el más viejo. Cazar sin lazo un potro joven, y domarlo después, era empresa para perder demasiado tiempo. De modo que se apostó sobre unas rocas cercanas a un riachuelo, y pacientemente, aguardó a que los caballos acudieran. Cuando uno de los tres o cuatro que mentalmente había elegido se situó bajo la roca, Richard saltó ágilmente sobre su lomo, sujetándole por la crin. Todos los caballos emprendieron un loco galope y el que él había elegido trató de derribarle, sin conseguirlo. Estuvo galopando una media hora, haciendo toda clase de tretas para derribar al jinete, pero Richard, que se había criado entre caballos, no dejó. Al fin, el animal se detuvo, reventado. —Siento que a tu edad hayas tenido que hacer este esfuerzo —dijo Richard, palmeándole el cuello—, pero presumo que después de todo esto vamos a ser buenos amigos. Procuraré cansarte poco y que no tengas queja de mí. Con aquel caballo, más dócil y manejable de lo que Richard había creído a primera vista, emprendió la larga ruta de Nuevo México, atravesando la pequeña porción de terreno que mediaba entre Sutter y la frontera de Arizona y luego todo este inmenso estado, hasta llegar a la línea divisoria con Nuevo México. Durante este camino trabajó en dos ranchos a fin de procurarse una silla, comida y ropa nueva. En ninguno de ellos fue reconocido ni se le hicieron preguntas inútiles. Arizona era tierra de hombres silenciosos, porque los que hablaban demasiado corrían el riesgo de callar para siempre. Al entrar en Nuevo México, Richard Flanagan tuvo la sensación de volver a su auténtica patria. Allí se había casado, allí había vivido con Ann y pensado www.lectulandia.com - Página 32

construir un hogar. El destino le había convertido en algo muy distinto a un buen esposo. Le había convertido en el «rey de Dallas», que era como decir en el hombre más temible de Texas. Trató de olvidar mientras avanzaba por las rutas polvorientas, donde sólo se encontraban a veces algunos miserables poblados construidos con adobes. Trató de olvidar lo que no fuera su matrimonio con Ann, sus proyectos para ser felices. Al fin y al cabo, se dirigía a Santa Fe, a su hogar, donde aún tenía un sitio y aún podría empezar una nueva vida. Pero conforme avanzaba hacia la tumultuosa ciudad, sus recuerdos se iban haciendo más y más amargos. «Ahora hace dos años que me casé con Ann —pensaba—. Dos años…». Todo aquello le parecía absurdo y al mismo tiempo infinitamente penoso. ¿Por qué había fracasado su vida? ¿Por qué esos dos años se le aparecían en su memoria como un paréntesis negro que mejor era olvidar? Richard Flanagan reflexionó demasiado durante su largo camino. Durante todo el día, a lomos de su viejo caballo, no hacía más que pensar. Y durante las noches se sorprendía a sí mismo sin dormir, atónito, contemplando las estrellas. La certidumbre de que iba a ver pronto a Ann le producía una emoción indefinible, que quería dominar a toda costa. Y esa emoción era tanto más extraña por cuanto él reconocía que jamás había estado verdaderamente enamorado de aquella mujer. Ann era hermosa, tan soberanamente hermosa, que los hombres se quedaban petrificados el mirarla. Cuando él la conoció parecía una muchacha sencilla, parecía, además, estar enamorada… Ahora, reflexionando, se dijo Richard que sólo la belleza de Ann le había atraído, no un verdadero y auténtico amor. Pero eso importaba ya poco. Mientras recorría la ruta de las diligencias, Richard fue recordando. Había bastado un mes de matrimonio para que Ann se manifestara tal cual era: insolente, egoísta, cruel, dominada por la ambición más brutal y más ciega. Richard aún creía estar oyendo, asombrado, sus insólitas palabras: —¿Que por qué te he escogido a ti? Porque eres el hombre más hábil manejando el revólver que he visto en mi vida. Porque con tus puños puedes deshacer al que se te ponga por delante, aunque sea un titán. Por eso te he escogido, Richard Flanagan, no porque tu corazón me importe, ni porque me importen tu vida ni tu miserable sentido moral. Te he escogido por las mismas razones que el que va a comprar un caballo elige el más sano y más fuerte. Contigo a mi lado conseguiré lo que quiera. Porque tú has nacido para ser rico, para vencer… www.lectulandia.com - Página 33

A cualquier hombre le halaga que le digan que ha nacido para triunfar en la vida, para ser un vencedor. Pero Richard averiguó bien pronto lo que Ann entendía por triunfar y vencer. Una semana más tarde le propuso asaltar la diligencia de Denver. Él era valiente y osado. Lo conseguiría. —Pero ¿por quién me has tomado? ¿Crees que voy a convertirme en un bandolero, en un asesino? ¿Hasta qué límites llega tu maldita ambición? —No pasarás nunca de ser un simple vaquero. No sacarás de la vida otra cosa que un miserable jornal con el que ir subsistiendo. Esta tierra es para los audaces, Richard. Sólo ellos conseguirán que aquí se perpetúen su especie y su nombre. Y Ann estaba tan hermosa al decir aquello, que aún hoy, al cabo de dos años, Richard sentía una intensa emoción recordando sus palabras. —Hay muchas formas de hacerse rico sin necesidad de asaltar diligencias. Y durante unas semanas, Richard había pensado abandonar su trabajo y buscar oro en California. Estaba casi decidido cuando le hablaron de las excelentes pagas que obtenían los Rurales de Texas. Marchó con Ann para alistarse en ellos, pero la mujer le abandonó al cabo de diez días pretextando una enfermedad que la obligaba a volver a Santa Fe. Richard nada dijo. Patrulló por Texas, se convirtió en una especie de lobo solitario a quien se encomendaban, las más difíciles y arriesgadas misiones. Trataba de no pensar y de olvidar la conducta de Ann, la mujer a la que nunca podría comprender. Por fin, la suerte se le presentó aún más negra: en un accidente mató a uno de sus compañeros, que estaba bebido, y todas las circunstancias le acusaron. Richard fue expulsado del Cuerpo y perseguido. En estas circunstancias llegó a Dallas, la floreciente ciudad sin conciencia y sin ley. ¡Dallas! Mientras recorría los conocidos caminos de Nuevo México, Richard pensó en la ciudad maldita que él había visitado. Dallas era el centro del pistolerismo de Texas y aun del vecino México, ardiendo en guerras civiles. Dallas era una inmensa tumba abierta para todos los que entraban en ella. Y la misma noche de su llegada, él había empuñado las armas para vengar a una mujer a quien los pistoleros habían ofendido y dado muerte. Tres víctimas ante sus revólveres. Richard aún tenía que entrecerrar los ojos cada vez que recordaba a los hombres cayendo, crispándose de dolor ante cada nuevo balazo. Aquello le había enfrentado con una de las bandas más poderosas de Dallas, dando lugar a una loca aventura que él emprendió con la convicción de que iba a ser la última de su vida. Pero la fortuna protege a los locos, y Richard venció. Los más temibles pistoleros de Texas cayeron ante sus

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revólveres, y él se convirtió en el «rey de Dallas», el hombre a quien todos los millonarios ofrecían verdaderas fortunas para que se pusiese a su servicio. Cuando arrepentido y aburrido de todo, Richard volvió a Santa Fe, Ann no pudo comprender que no se hubiera aprovechado de su privilegiada situación y que volviera a la ciudad tan pobre como había salido de ella. Eso escapaba a su comprensión. Y fue entonces cuando Richard comprendió claramente que ella más amaba el dinero cuanta más sangre hubiera costado, y cuando se dio cuenta de que a su lado jamás podría ser feliz. No podría siquiera ser un hombre honrado. Pero estaba casado y había que aceptar las cosas como se iban produciendo. Richard comprendió que no podría vivir en Santa Fe, donde los pistoleros cruzaban apuestas para ver quién era capaz de acabar con el «rey de Dallas», con el invencible. Tuvo que matar a un hombre y huir. Ann no le siguió. Y entonces la idea de buscar oro en California volvió a apoderarse del cerebro de Richard. Buscar oro no era matar. Podía hacerse rico sin necesidad de derramar sangre humana. Un año y medio en California. Un año y medio dando tumbos por la peor tierra de América para los que quisieran vivir en paz. Varios muertos más en su camino, después de duelos que él no había provocado. Nada de oro, nada de filones que sólo parecían haber existido en sueños de los que creyeron descubrirlos. Y ahora, el regreso. El regreso después de lo de Sutter, con la pena grabada en el corazón y con atisbo de una vida mejor entrevista a través de los ojos de Gizel, la mujer imposible. En realidad, Richard aún quería salvar su matrimonio. Poco había sabido de Ann desde que partiera, pero si un día la aceptó como esposa, debía ahora atenerse a las consecuencias. La convencería para que desistiese de su loca ambición. Tal vez ella, por sí sola, habría cambiado. Este pensamiento pareció dar nuevas fuerzas a Richard. Sí, era posible que Ann hubiese cambiado. Llegó a Santa Fe mes y medio después de su salida de Sutter. Y llegó un día cuando ya empezaba a ponerse el sol. La ciudad resplandecía de rojo, y en cada uno de sus tejados parecía haberse encendido una pequeña hoguera. Nadie parecía conocerle. Lentamente, al paso de su caballo, Richard atravesó la ciudad. Sus recuerdos le llevaban ahora a Sutter y a la pequeña celda que había compartido con Jerry Thompson. Iba ensimismado, absorto en sus propios pensamientos. Parecía nada más un relieve sin importancia, una sombra.

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Llegó a la casa en que había vivido y la vio más hermosa y adornada que nunca. Descendió del caballo, y conteniendo la respiración, llamó a la puerta. Dos años de recuerdos le acompañaban en este momento y parecían ahogarle. La misma Ann le abrió. Llevaba un vestido blanco con amplio escote, sin apenas mangas, y estaba más hermosa y arrebatadora que nunca. Ella abrió mucho los ojos, asombrada, al verle, y dio un paso hacia atrás. Richard la miró calmosamente, con admiración desde la punta de los zapatos al níveo y fino escote. Y fue entonces cuando vio que ella lucía el camafeo que él le había regalado tiempo atrás. Un camafeo con el rostro de un Richard sonriente y joven que parecía haber muerto ya. Magnífica prueba de fidelidad por parte de Ann llevar aquel camafeo al cabo de tanto tiempo. Magnífica prueba de fidelidad a no ser porque junto a éste, colgando de la misma cadena, había un segundo camafeo con el rostro de otro hombre. Y —los ojos de Richard se desorbitaron al comprobarlo—, aquel otro hombre era Jerry Thompson, el ahorcado.

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CAPÍTULO V LA HORA DE LA VERDAD

Tuvo que cerrar los ojos mientras recordaba sus palabras de la celda: «La Ann de que yo te hablo vive en Nuevo México. No iba a ser la misma». Al abrirlos, vio que la mujer había recobrado la serenidad. Le sonreía de un modo encantador, inocente, y ya tendía hacia él ambos brazos. Richard aceptó sus besos con los ojos cerrados, pensando en Jerry y sintiendo un sabor a hiel en la boca. —¡Richard! ¡Creí que no volverías jamás! ¡Oh, querido, qué feliz me haces! ¿Has encontrado oro? Él se apartó un poco de la mujer y contempló el hall de la casa, ricamente adornado. Contempló los muebles de buenas maderas y las cortinas de costoso terciopelo. Al marcharse, él no hacia dejado la casa así. —No parece que necesites mucho oro, Ann. Al parecer, tú lo has encontrado ya. La mujer cerró la puerta, mirándole sonriente. Era imposible imaginar, viéndola, que en ella pudiese haber un doble fondo, y que tras la belleza soberana de su busto pudiera existir un corazón tan corrompido. Incluso el mismo Richard llegó a pensar per un momento que todo era una diabólica casualidad, que Ann era una mujer sencilla y pura. —Tienes que pasar. No puedes quedarte aquí, Richard. Al fin y al cabo, y aunque no la frecuentes, ésta es tu casa. —Una casa que tú conservas magníficamente bien. Se adentró, siguiéndola, por un corredor que casi no conocía, ya que había sido modificado para darle mayor amplitud. Lujosos muebles de estilo lo adornaban profusamente. Al fondo había una sala suntuosa, instalada con los mejores muebles de Nuevo México. Fue en aquel momento cuando la ira se apoderó de Richard. Cuando se dijo que tenía que salir inmediatamente de allí o acabar con Ann de un golpe en la nuca. Aquello era indigno, miserable, y si seguía un instante más en la casa se convertiría en cómplice de la mujer. Pero le detuvo únicamente la curiosidad, el deseo de saber qué es lo que Ann diría para justificar todo aquello. Ella, adivinando sus por otra parte lógicas sospechas, exclamó:

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—Me he dedicado a negocios de ganadería durante todo este tiempo. La época es buena y he tenido suerte. Más al oeste del Mississippi sólo los audaces pueden vivir, Richard, y yo soy audaz. Él se sentó en una de las butacas, teniendo cuidado de no mancharla. Era una butaca tan solemne como jamás en su vida había visto otra. Todo en la mansión era fastuoso, selecto, y cada uno de los detalles proclamaba riqueza. —Para iniciar un negocio de ganadería, hace falta mucho dinero, Ann. ¿Quién fue tu capitalista? Ella tomó asiento junto a él, en un brazo del sillón, y Richard vio sus torneadas formas tan cerca que tuvo que apretar los puños para contenerse y no abrazarla. El pensamiento de que aquella mujer era su esposa le dejó perplejo, sobrecogido durante unos momentos. —¿Quién fue tu capitalista, Ann? —La baraja de póquer. —¿Cómo? Sí. Ann disfrutaba, sobre todo, de serenidad. Nadie hubiera podido negarlo ni dejar de reconocer, además, que era una verdadera artista. —¿Jugaste aquí o en Arizona? Richard miraba los dos medallones, aquella especie de colección de hombres que Ann empezaba a ir formando sobre su pecho. Ella adivinó también sus pensamientos esta vez. —Hubo un momento en que pensé ir a California a buscarte. Al fin, me habías abandonado y, aunque frecuentemente recibía algún dinero tuyo, ésas no son las relaciones que deben mediar entre marido y mujer. Llegué hasta Arizona, pero allí el viaje empezaba a ser demasiado peligroso para mí. Estuve viviendo en Tucson. Ése fue el lugar donde conocí a un ganadero que me dio buenos consejos. —¿Ese otro tipo que llevas colgado al cuello? Antes de que le llegara la respuesta, Richard pensó con tristeza en el trágico destino de Jerry Thompson. Había empezado colgando del cuello de una mujer hermosa para acabar colgado de una horca. ¿Le ocurriría a él lo mismo? Ann estaba riendo. Sus carcajadas se le antojaron a Richard como una profanación. —Sí, y no te sorprenda —dijo al fin la mujer, mirándole con ojos en los que había lágrimas de hilaridad—. Era tan bueno y tan considerado conmigo que prometí dedicarle un buen recuerdo. Él me regaló este camafeo y lo llevo. ¿Te sabe mal? www.lectulandia.com - Página 38

Richard estuvo a punto de oprimir el cuello de la mujer. Pero le detuvo el pensamiento de que una escena así sería sencillamente ridícula. Sería como la última reacción de su fracaso. —¿Has vuelto a saber de ese hombre? —¡Oh, no, Richard! ¡Yo no sería capaz! Él sufrió un estremecimiento. —¿Se llamaba Jerry Thompson? —Sí. ¿Cómo lo sabes? —Estuvimos unas horas juntos en una cárcel de California. Ese hombre murió; puedes retirarlo de la colección. —¿Murió? ¿Por… por qué? Richard tuvo que cerrar los ojos y espirar hondo. ¿Por qué? Lo decía como si ella misma no le hubiera arrastrado a la muerte. Como si ella misma no fuera responsable de la vida que Jerry Thompson había emprendido y que tan trágicamente terminó en la cárcel de Sutter, California. —No era mal muchacho. Debiste haberlo pensado antes. Ann se sobresaltó. —Tú sabes muchas cosas, Richard. —Sé muchas menos cosas de las que un hombre honrado debe saber. En aquel momento oyeron ambos la puerta de la calle. Alguien, provisto de una llave de casa, acababa de entrar en ella. Ann se levantó del brazo del sillón donde estaba sentada y, mortalmente pálida, miró a Richard. Éste no se movió. Un hombre avanzaba por el pasillo, hacia la sala. Una amarga sonrisa se dibujó en los labios de Richard. —¿Otro camafeo para la colección, Ann? El hombre entró en el salón. Era alto, joven y de una corpulencia realmente asombrosa. Iba bien vestido, pero bajo la levita de buen corte lucía dos revólveres con cachas de plata. En cada uno de ellos había al menos siete muescas. Ann, al verlo allí, recobró su serenidad casi en un instante. —Éste es William Hant, mi socio ganadero —dijo sonriente—. Tal vez lo hayas oído nombrar, Richard. Y éste es Richard Flanagan, mi esposo. —¡Ah! ¿El «rey de Dallas»? Richard no se movió de la butaca. Echó un poco el cuerpo hacia atrás y miró inquisitivamente al hombre. ¡Claro que había oído hablar de William Hant! ¡Naturalmente que le conocía! Durante meses y meses, cuando él patrullaba en los rurales de Texas, fue el peor cuatrero contra el que tuvieron que luchar. Su sangre fría, su audacia, la enorme crueldad de que rodeaba todas sus www.lectulandia.com - Página 39

intervenciones, le habían hecho respetado y temido en todas partes. Muchas de las muescas en los revólveres correspondían a compañeros de Richard, en los rurales. ¿Y esa hiena con forma humana, ese monstruo cuya cabeza valía más que su peso en oro, era el socio de su dulce esposa Ann? —Debéis ser buenos amigos —sugirió ella sonriente—. Nos une una sana relación de negocios. —Ya. Richard se puso en pie. —¿Compra ahora todas las reses que luego vende, Hant? El otro sonrió de una forma cínica, desafiante. —Siempre lo hice… amigo. William Hant se echó un poco hacia atrás, llevándose ambas manos a la cintura, cerca de los revólveres, mientras Ann se apoyaba en la pared, inquieta. —He dicho que debéis ser buenos amigos —susurró—. Al fin y al cabo, Richard, tú ya no tienes nada que ver con los rurales de Texas. Y William es ahora un ganadero honrado, uno de los más prestigiosos de Nuevo México. Richard se estremeció. —¿Él paga… todo esto? No esperó la respuesta de Ann. Su brazo derecho salió disparado hacia arriba, en forma de gancho, y el puño chocó como una piedra contra el mentón de William Hant. Éste cayó hacia atrás y dio una vuelta completa sobre el suelo, igual que si acabase de recibir la acometida de un toro. Pero Richard sabía que Hant no era flojo, y aguardó la respuesta. Esta vino en forma de rapidísimo movimiento del brazo derecho del caído, en busca del cercano revólver. Richard esperó a que la mano lograse empuñarlo y entonces propinó un formidable punterazo a la muñeca de su enemigo, haciéndole lanzar un aullido de dolor. El revólver saltó por el aire y fue a chocar contra la pared, mientras, Ann chillaba llena de angustia. Richard volvió a mover la pierna, justo cuando su enemigo trataba de incorporarse. La puntera de su bota se aplastó contra la mandíbula de William Hant, partiéndola. Una bocanada de sangre brotó de los labios del herido. Quiso insistir y ahora recibió el puntapié en la nuca. Su cabeza chocó también contra la pared, produciendo un ruido sordo. Pero ni aun así llegó William a perder el conocimiento. Su mano izquierda extrajo el otro revólver y se volvió con él a punto de disparar. Richard hizo fuego a través de la funda, arrancándolo de sus manos.

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—Nunca fuiste un hombre rápido, William Hant… Siempre matabas por la espalda. El cuatrero gateó en busca del revólver útil, mientras Richard se acercaba a dos pasos de él y le propinaba un puntapié en la espalda, haciéndole caer de bruces cuan largo era. William lanzó un aullido, alcanzando al fin su revólver. Con una rapidez increíble, teniendo en cuenta la violencia de los golpes que acababa de recibir, se volvió e hizo fuego. La bala rozó el hombro izquierdo de Richard, mientras éste «sacaba» y disparaba también. La bala atravesó por completo la mano derecha del cuatrero, que quedó tiesa y con los dedos completamente teñidos de rojo. —Esto no es más que una advertencia, William Hant. He podido matarte, pero mi intención al volver a Santa Fe era vivir en paz. Márchate de ésta, casa. El cuatrero se levantó, con las facciones crispadas por el dolor. Y entonces Richard miró a su esposa. En las facciones de ésta no había la menor señal de congoja. Sencillamente miraba a William Hant con un poco de conmiseración y desdén, como si acabase de comprobar que había depositado su confianza en alguien demasiado flojo, en alguien que no servía. —Márchate de esta casa —repitió ella con voz sorda—. Y no vuelvas a atravesar el umbral de su puerta. William, como si acabase de recibir un mazazo en el cráneo, miró a la mujer. Sus facciones se volvieron rojas por la ira. —¡Miserable del que se fía de ti! —barbotó—. ¡Arpía! Poco a poco, dejando un rastro de sangre en el corredor, se encaminó hacia la puerta. Unos instantes después había salido de la casa. Ann miró dulcemente a su esposo. —Ya has visto que sólo te quiero a ti —susurró—. Que ése nada me importa. Se acercó mimosamente a Richard y éste apretó los labios para no decir lo que pensaba. Pero, sin que pudiera evitarlo, su brazo derecho se movió. Y, aun en contra de su voluntad, pero siguiendo un impulso que era incapaz de reprimir, su mano se aplastó contra las facciones de Ann. De los labios de ésta comenzó a brotar un débil hilillo de sangre. Nunca había pegado a Ann. Nunca, ni en los más infernales días de su matrimonio se había atrevido a hacer lo que ahora había hecho. Por eso un temblor recorrió su espalda, mientras una garra fría parecía arañarle el corazón. —No eres más que un pistolero, Richard —dijo ella sordamente—, un simple asesino. www.lectulandia.com - Página 41

Era la segunda vez que le llamaban aquello. Gizel también lo había dicho, y también le había mirado con unos ojos donde se leían el miedo y el rencor. —Jamás he querido a otro hombre —declaró Ann, apoyándose en la pared, mirándole con unos ojos obsesionantes donde parecía bailar la tentación, donde había una irresistible y violenta hermosura—. Jamás he amado a otro hombre, Richard, aunque las circunstancias parezcan indicar lo contrario. Tú eres el que ha llenado de pasión mis días y mis noches, el único que me ha interesado realmente, aquél a quien no me ha importado entregarle mi cuerpo y mi sangre para que hiciese de mí lo que quisiera. Pero yo tengo ambición, Richard, y la verdad es que tú no has hecho de mí más que una dulce e inútil esposa. Te has empeñado en tener moral en una tierra donde no la hay, y has pretendido respetar y defender a los mismos que te matarían si no fueses tan peligroso y tan fuerte. ¡Necio inútil que debías haber permanecido en el Este, donde la vida de los hombres, aún tienen algún valor! Lo que me ha empujado hacia un camino que tú juzgas erróneo es el deseo de ser rica, de que las otras mujeres me respeten y me envidien. Por eso he jugado con los hombres y los he empleado para mis propósitos. ¿No conoces aún la historia de mis padres? Los dos, que habían defendido la justicia, murieron ahorcados por unos bandoleros, sin que nadie les defendiera. ¿Cómo quieres que yo tenga fe? Uno de esos bandoleros, que entonces era muy joven, vive aún. Es uno de los ciudadanos más respetables de Santa Fe y se llama Samuel Pinkerton. No te había explicado eso nunca, ¿verdad? No lo hice porque no quería que lo matases. Conociendo el secreto de ese hombre, lo tenía en mi mano para cuando fuese necesario… Las manos de Richard Flanagan sufrieron un estremecimiento. —Ann, ¿es posible que seas tan fría, tan calculadora? —Lo soy, Richard, porque hace falta. Pero aún con toda mi ambición, jamás te he engañado realmente. Jerry Thompson, William Hant, no son más que sombras en la vida de una mujer que te pertenece. —Se acercó a él—. Todavía podemos ser felices, Richard. Tú y yo, juntos, todavía podemos tener el mundo a nuestros pies… Avanzó unos pasos y, antes que él pudiera evitarlo, sus brazos rodearon el cuello masculino. Sus labios se posaron en las mejillas del hombre una y otra vez, férvida y ansiosamente, entregándose a él, haciéndolo suyo al mismo tiempo como una cosa amada. —Ann, apártate… Pero él no tenía fuerzas para separarla de su lado. Sabía que ella había dicho la verdad, que los otros hombres no habían sido sino sombras en su vida, www.lectulandia.com - Página 42

insignificantes muñecos a los que había utilizado sin concederles a cambio el menor favor. No obstante, uno de ellos, después de haberla amado de buena fe, creyéndole soltera, había muerto en la horca. Ann era dañina, convertía todo lo que tocaba en muerte y en pecado. Trató de apartarla de sí, pero nuevamente no pudo. La mujer seguía besándole, continuaba ansiosamente abrazada a él. —Te quiero, Richard, te quiero… Él fue a abrazarla también. La tentación era demasiado fuerte, era irresistible ya. —Aún podemos dominar esta tierra —dijo ella con un hilo de voz—. Todavía hay aquí oro a ganar, Richard, y aún puedo ser yo la mujer más feliz, más temida, y tú… —Y yo el hombre más miserable, ¿verdad? La apartó de sí suavemente, pero con firmeza. Un rictus amargo se marcaba en su boca. Ann no cambiaría nunca, no dominaría jamás los negros impulsos de su corazón. Era una mujer decidida a todo. —Más vale que no volvamos a vernos, Ann. Terminó de apartarla de su lado y echó a andar hacia la puerta. Ella, atónita, le vio alejarse sin comprender aún que había sido vencida. Se puso a llorar y luego a maldecirle. Richard quiso no oír nada, permanecer sordo e insensible a todo hasta franquear la salida de la casa. Pero algo le apretaba el corazón y se lo hacía sangrar poco a poco. Durante su largo camino desde California había pensado mucho en la posibilidad de rehacer su hogar. Y ahora se daba cuenta de que nunca lo conseguiría. Ahora acababa de comprender que siempre caminaría solo y que en cierto modo, su vida entera había terminado.

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CAPÍTULO VI LAS DEUDAS SIEMPRE SE PAGAN

Y lo peor de todo era que Richard Flanagan tenía sólo veintisiete años, una edad demasiado hermosa para dar por perdidas todas las ilusiones y renunciar a vivir. Cuando salió de la hermosa casa que había sido su hogar y miró el cielo que se iba oscureciendo, una pena infinita cayó sobre sus hombros. Una angustiosa desolación hizo presa en él, que se sintió como nunca derrotado y hundido. Comenzó a andar por las calles de Santa Fe, la ciudad más importante y más tumultuosa de Nuevo México. Su casa estaba enclavada en el lugar más céntrico de modo que en las cercanías abundaban los hoteles y los establecimientos de diversión. De ellos partían alegres musiquillas y mujeres hermosas salían o entraban acompañadas por hombres cuyos ojos brillaban encendidos de deseo. Richard, sin rumbo, fue caminando de un lado a otro. No podía apartar de su mente la idea de que él, en Santa Fe, hubiese llegado a ser un hombre de posición sólida, pues antes de su ingreso en los rurales había estado considerado como uno de los mejores especialistas en la conducción de hatos difíciles, y un insuperable guía de las rutas hacia el Oeste. Pero eso, para Ann, no era más que un porvenir mediocre. Ella aspiraba a poseer más que el banquero Madford, el hombre más rico de la población. Y pensaba además que lo que Madford había reunido con el trabajo de toda su vida y de la vida de sus padres, podía ella reunirlo, con la ayuda de un hombre audaz y dos revólveres, en un par de horas. Deprimido y únicamente por distraerse, entró en un saloon. Era un lugar elegante, frecuentado por bailarinas extranjeras y por la más alta y viciosa sociedad de Santa Fe. En su barra se servían las mejores bebidas y excitantes espectáculos. No le extrañó encontrar allí a varios de los capitostes de la ciudad. Sin querer prestar atención a nada, Richard pidió un whisky. Una vez se lo sirvieron, se entretuvo mirando el escenario. Aunque ahora acababa de dar comienzo el espectáculo, y actuaban las artistas más mediocres, no dejó de reconocer que algunas eran de gran belleza. Santa Fe www.lectulandia.com - Página 44

había cambiado en dos años, haciéndose más rica y más tumultuosa. Los establecimientos de diversión y los garitos brotaban en ella como los hongos en un bosque húmedo. Bebió aquel whisky y otro sin lograr quitarse aquel sabor amargo de su boca. Con el vaso en la mano se acercó un poco más al escenario, intentando distraerse. Actuaban en este momento cinco bailarinas bastante provocativas. Una de ellas, muy joven, miró a Richard y le sonrió. Él, sin ganas, correspondió a la sonrisa. El número terminó en aquel momento, pero el público, con sus aplausos y aullidos, obligó a repetirlo. Las bailarinas alzaron las piernas de nuevo, y la más joven no dejó de mirar a Richard, sonriéndole. Lo hacía con un especial candor y con un aire provocativo a un tiempo. Sin duda le agradaba el aspecto del joven, ya que su sencilla indumentaria indicaba que no era hombre de fortuna. Richard pensó que aquélla era tal vez una muchacha arrastrada allí por las circunstancias y que necesitaba ayuda. Correspondió claramente su sonrisa. —Vea bien dónde mete, las narices, amigo. Las palabras fueron acompañadas de un violento pisotón que obligó a Richard a encogerse. Vio entonces que estaba de pie junto a un hombre elegante, de unos cuarenta o cuarenta y cinco años, el cual se hallaba sentado a una mesa justamente frente al tablado de las bailarinas. A esa mesa había sentados también otros dos hombres, y todas las botellas que tenían ante sus ojos eran de bebidas caras. Los tres miraron a Richard, sonriendo con una expresión insolente. —He dicho que vea usted dónde mete, las narices, amigo. Hay tipos que dejan manchas de baba allí donde se acercan. Richard retrocedió un paso. Sus ojos miraban fijamente al hombre que acababa de hablar y ni un músculo de su rostro se movía ahora. —¿Qué es lo que tiene que ver eso conmigo? El que había pisado a Richard echó un poco la pierna hacia adelante, acomodándose mejor en la silla. —Lo digo porque Irina Watson es mi protegida. Y no me gusta que un baboso cualquiera le sonría. ¿Me entiende? En cuanto a ella, ya se acordará de mí. La música había cesado en este momento, al terminar el número, y en el repentino silencio que se produjo las palabras del hombre resonaban secas y duras como un trallazo. Todos los rostros se volvieron hacia un mismo punto para contemplar la escena.

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—Su protegida, ¿eh? ¿Y ya tiene bastante dinero para pagar una belleza semejante? El hombre se irguió, mordiéndose los labios. —Sepa, caballerete, que soy una de las primeras fortunas de Santa Fe. ¿No ha oído hablar nunca de Samuel Pinkerton? —¡Samuel Pinkerton! —Las manos de Richard Flanagan se crisparon en el aire, mientras se entrecerraban sus ojos. —Y éstos —añadió el hombre, señalando a sus dos compañeros de mesa—, son mi distinguido hijo Jonás Pinkerton y mi socio Bradford, que al mismo tiempo es mi guardaespaldas profesional. Los tres tiramos endiabladamente bien con el revólver. ¿Tiene ya bastantes datos para saber quién va a marcarle la piel, forastero? —No soy forastero. Simplemente ocurre que la gente no me recuerda bien. Jonás Pinkerton, el hijo del ex bandido, apoyó los codos en la mesa y miró con más atención a Richard. Éste sabía que el joven que ahora posaba los ojos en él no era más que un asesino y un cuatrero, fiel continuador de los negocios de su padre. —En efecto, no es un forastero —dijo Jonás con un soplo de voz—. Es Richard Flanagan, el esposo de Ann. —Y añadió con sorna, llevando las dos manos al cinto—: ¿No le da miedo tener una mujer tan guapa… y tan asequible? Los pulgares de Richard Flanagan pasearon por el cinto, como contando las cápsulas, y luego quedaron quietos. —Tengo dinero justo para pagar tres ataúdes —susurró—. El primero será el más lujoso. ¿Quién lo prefiere? Los tres hombres tenían las manos debajo de la mesa. Richard sabía que habían empuñado los revólveres ya. —Arrancadle las orejas… —decretó Samuel Pinkerton—. De momento sólo eso. Quiero verle sin orejas. Quiero llevarlo ante su mujer y que se ría contemplándolo. Richard había decidido tirar bajo, pero ahora cambió de idea. Esperó a que le acometieran. Jonás fue el primero que lo hizo. Se levantó mientras con la rodilla echaba la mesa hacia adelante. Sus dos revólveres hicieron fuego a un tiempo, pero Richard se había encogido ya. Ambas balas rozaron su cabeza, mientras él hacía fuego una sola vez. Jonás Pinkerton lanzó un alarido de dolor, mientras soltaba los dos revólveres y se llevaba ambas manos a un lado de la cabeza, con la boca abierta por la

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angustia, cortada la respiración. Su oreja izquierda había saltado limpiamente arrancada por la bala. —Ahora la derecha… hijo mío. Pero en realidad, Richard no se preocupaba ya de aquel enemigo. Había hablado sólo para desorientar a los otros. Sabía que alguno de ellos o los dos reaccionaría cuando desapareciese el asombro en que les había sumido el increíble disparo de Flanagan. Y no se equivocaba: Bradford se movió, levantando el revólver derecho. Richard se lo arrancó de las manos de un limpio disparo, pero cuando el otro, sobreponiéndose al dolor, levantó el izquierdo, Richard decidió no perder más tiempo en delicadezas. Una nueva bala le atravesó el cerebro de parte a parte. Quedaba Samuel Pinkerton, pues Jonás, transido por el dolor, gateaba por el suelo lanzando alaridos. Samuel Pinkerton, el «respetable», el asesino de los padres de Ann. Richard, muy suavemente, amartilló el revólver. Varias voces se alzaron entonces, como si de repente todos le hubieran reconocido. —¡Cuidado, Pinkerton! ¡Es el «rey de Dallas»! —¡Debieron darse cuenta antes de provocarle! —¡Huye, Pinkerton! El revólver de Richard Flanagan se movió muy suavemente de un lado a otro como abanicando el aire. —Aún puede salvarse, Pinkerton. Diga ante todos, en voz bien alta, que sólo es un asesino y un miserable cuatrero y luego lárguese de aquí. Llévese esa basura: a su guardaespaldas y a su hijo. Pinkerton comenzó a sudar. Las gotas nacían en sus sienes y resbalaban por sus mejillas dejando en ellas un surco helado. —No puedo decirlo porque… no es cierto —logró balbucir. Richard enfundó el revólver. —No hablemos más, Pinkerton. Voy a darle una oportunidad para defenderse porque yo no soy un asesino como usted. ¡Saque! El potentado no lo hizo. Se limitó a arañar el aire con los diez dedos, angustiosamente. —Yo… Yo… Richard estaba acostumbrado a tratar a hombres como él y comprendió en aquel instante que Pinkerton no estaba tan asustado como para adoptar aquella actitud ridícula. Esperaba ayuda de alguien y por eso estaba intentando ganar tiempo. Se puso en guardia, pero no imaginó que el peligro estuviera tan cercano. www.lectulandia.com - Página 47

—¡Cuidado! Era una voz proveniente del escenario la que le había advertido. Richard, sin mirar hacia allí, comprendió que se trataba de la bailarina. Echándose al suelo, desenfundó su revólver, mientras oía un silbido junto a su cabeza. El hombre que había disparado era un tipo de unos treinta años, vestido de negro. Una segunda bala penetró en el muslo izquierdo de Richard, pero saliendo casi junto al orificio de entrada y produciéndole poco más que un arañazo. El hombre de negro distendió sus labios en una sonrisa y disparó otra vez. Lo hizo al aire. Una bala de Richard le había atravesado antes el corazón, y el hombre de negro cayó rígido al suelo, con el brazo extendido y como si aún fuese a tirar de nuevo. Samuel Pinkerton pudo haber matado a Richard en aquel momento, pero por un lado creyó que podría hacerlo su compinche, y por otro le cegó el deseo de vengarse de Irina, la muchacha a la que había perseguido incesantemente, colmándola de regalos con un propósito bien claro, y que ahora había puesto sobre aviso a su enemigo mientras le dirigía a él una mirada de odio. Con los dientes apretados disparó contra la muchacha, atravesándole el corazón. Irina cayó sobre el escenario entre un grito de horror de la muchedumbre. Cayó con los brazos cruzados sobre el pecho y con los ojos vueltos hacia Richard. Cuando Pinkerton dio un giro a su revólver vio que Richard Flanagan, el «rey de Dallas», ya le estaba apuntando. Y leyó la muerte en sus ojos, en el rictus frío de su boca. Ahora Pinkerton comprendió que nada podría salvarle y ni siquiera pensó en emplear su revólver. Se puso a chillar como una mujer. Estuvo a punto de caer de rodillas. Se tapó los ojos para no ver la muerte. —¡No! ¡No dispares! ¡Nooo! La voz del «rey de Dallas» resonó lenta y solemne como si pronunciara el versículo de un funeral. —Nunca he matado a nadie que no me hiciera frente, Pinkerton, pero voy a hacerlo ahora. Y voy a emplear más de una bala en marcar tu delicada piel. Tú mataste a los padres de Ann y eran dos. Dos balas… Apretó el gatillo y dos botones rojos se marcaron en la inmaculada camisa de Pinkerton. —Otra por esa muchacha… La bala atravesó el estómago de Pinkerton. Richard extrajo su otro revólver, pues había agotado ya las municiones del primero. —Y otra por mí, miserable… La última bala atravesó una cabeza. Samuel Pinkerton cayó con las dos manos unidas en un gesto implorante, pero con un rictus de odio en su boca. Cayó www.lectulandia.com - Página 48

para siempre como un asesino cobarde. Richard se levantó y con su revólver cargado hizo un rápido movimiento de abanico de un lado a otro de la sala. —¿Hay aquí algún médico? Se adelantó un hombre ya entrado en años, mal vestido. —Mire a ver si esa muchacha vive aún. Se hizo en la sala un expectante silencio. El hombre llegó hasta el escenario y subió a él. Pudo oírse incluso el roce de sus botas sobre la madera. —Está muerta. Nada se puede hacer por ella. Richard empezó a retroceder hacia la puerta, encañonando a todos. —Voy a salir. Aquel que se mueva hará compañía a esos hombres. El sheriff se despegó entonces del grupo de mirones. Ahora, cuando ya no era necesaria su intervención, sacó a relucir la estrella de su chaleco. —Samuel Pinkerton era una personalidad aquí, y su muerte será vengada. Haré que le prendan, Richard Flanagan. El joven retrocedió un paso más, sin dejar de encañonar a todos. Pero ahora sus ojos estaban principalmente atentos a cada movimiento del sheriff. —Comprendo. Él era una personalidad y yo no soy más que un pobre desdichado. No importa quién tenga la razón. Pero si en algo aprecia su vida, y al parecer la aprecia mucho, no intente seguirme ahora, sheriff. Sus espaldas tocaron los batientes de la puerta. Los empujó rápidamente y salió, encogiéndose, pero en vez de huir a lo largo de la calle, como parecía lógico, se quedó pegado a un lado de la puerta, con el revólver a punto. Se armó inmediatamente un gran revuelo en el interior del local y dos hombres salieron corriendo. Richard, inclinando un poco el revólver, apretó dos veces el gatillo, y dos piernas fueron atravesadas. Antes que pudieran darse cuenta de lo ocurrido, los dos hombres estaban ya en el suelo, inutilizados para andar. Los dos disparos se oyeron perfectamente desde el interior, y por debajo de los batientes se vio a los dos hombres retorciéndose de dolor. Aunque Richard había indicado con aquellos dos disparos su intención de no matar más, nadie resolvió probar fortuna. Todos los hombres que estaban dentro del local, incluido el sheriff, permanecieron quietos. Richard echó a andar a lo largo de la calle, sin apresurarse. Frente a la casa de Ann estaba aún su viejo caballo. El joven lo montó y salió al trote, haciendo esfuerzos inauditos para no mirar hacia atrás. No quería llevarse de Santa Fe ningún recuerdo porque sabía que no volvería jamás a la ciudad. Que ya nunca podría volver a ella.

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CAPÍTULO VII UTAH

Los golpes resonaron secos sobre la madera, haciendo retemblar la valla. Luego, el agente del sheriff se volvió, alejándose. El cartel quedó sólidamente clavado sobre las tablas. El pequeño grupo de hombres y mujeres que se había formado en derredor fue acercándose al cartel, y ojos donde la curiosidad se mezclaba a cierta ansia lo recorrieron de lado a lado. No era frecuente que en el pacífico condado el sheriff ofreciese recompensas por la cabeza de un hombre, y por eso aquel cartel había llamado tan poderosamente la atención de todos. Gizel estaba en primera fila. Sus limpios y transparentes ojos miraron con consternación el rostro que había grabado en el cartel. Conocía aquellas facciones. Las había visto por primera vez en Sutter, en California, y ya no las olvidó. Leyó el texto, mientras una mueca de dolor se dibujaba en sus labios. «Se ofrecen 1000 dólares por la captura de Richard Flanagan, vivo o muerto. Está reclamado en todo el estado de Nuevo México por asesinato, así como en California y Texas por los mismos motivos. A su entrada en Utah ha sido declarado fuera de la ley por las autoridades. Así mismo se premiará con 200 dólares a cualquier persona que facilite noticias sobre su paradero o coopere a su captura en forma activa». El daguerrotipo de donde había sido reproducido el rostro de Richard era limpio y bien conseguido. Richard se mostraba en él sonriente, alegre, confiado. Ver debajo la cifra de la recompensa causaba una brusca sorpresa, una especie de dolorosa desazón. Gizel dio media vuelta y se alejó poco a poco del grupo. Sus pasos la llevaron hacia el sendero húmedo de la montaña. Acababa de llover y la tierra estaba fresca, jugosa. La hierba brotaba en ella con una extraña potencia. Toda la primavera se anunciaba con un vigor inusitado y casi salvaje, con una violencia que a Gizel le encogía el corazón. Porque era como si en aquel rincón donde todo proclamaba la vida se hubiese alentado de improvisto la muerte. Gizel iba a cumplir veinte años. Veinte años de soledad, de silencio, de permanecer encogida en sí misma, sin más horizontes que la práctica de la www.lectulandia.com - Página 50

virtud. En su vida igual no había más emociones que las de aquel extraño día de Sutter. Ni más hombres que Richard Flanagan, el odioso, el asesino cuya cabeza estaba puesta a precio. Llegó a su casa, construida con troncos por sus padres quince años atrás. Nada había variado en ella. En un rincón la chimenea con las viejas escopetas de caza. Sobre una mesa de roble la vieja Biblia familiar, con bordes de piel desgastados por el tiempo y por el uso. Tres generaciones habían conocido a Dios a través de ella. El dormitorio de Gizel era sencillo, pero resultaba la pieza más confortable de la casa. En los crudos inviernos de Utah la nieve casi cubría la única ventana, y Gizel había pensado muchas veces que era hermoso verla desde el interior y pensar en lo que iba a ser su vida. En cierto modo, Gizel se sentía como una chiquilla a la que le gustaba soñar. Su soledad le había acostumbrado a ello. Llegó a la casa y abrió la puerta. Inmediatamente notó algo que no era normal, que estaba en el aire como una amenaza, aunque sin poder precisar en qué consistía… Tal vez era simplemente olor a hombre. Un olor al que Gizel no estaba acostumbrada. Temblando, llena de inquietud, cerró la puerta a su espalda. Fue entonces cuando le vio. Él estaba tendido sobre su propio lecho y parecía dormir. Llevaba barba de varios días, y su camisa estaba rota por dos sitios. Sus cintos con dos revólveres colgaban del respaldo de una silla, junto a su mano derecha. Gizel ahogó un grito. Sus manos temblaron en el aire. —¡Usted! —susurró—. ¡Usted! Pero la voz no había brotado de su garganta. El hombre seguía con los ojos cerrados y ajeno, al parecer, a su presencia. Cautelosamente, sabiendo lo que se jugaba con aquel acto, Gizel se acercó al lecho y retiró los cintos con las armas. Luego empuñó un revólver y lo amartilló suavemente. —¡Levántese! —chilló—. ¡Con los brazos en alto! Richard Flanagan elevó los párpados. No levantó los brazos ni hizo movimiento alguno de alarma o de sorpresa. Pero sus ojos revelaron cierto asombro al contemplar a la muchacha. —¡He dicho que se levante! —Estoy bien así. Gizel enderezó un poco el revólver. —¡Soy capaz de disparar! —¿Lo ha hecho alguna vez?

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Ella se mordió los labios. La flema de aquel individuo le hacía más odioso, más siniestro a sus ojos. —Aprender no cuesta mucho. Se aprieta simplemente el gatillo… así. La detonación hizo temblar los cristales. La bala se empotró en la almohada, junto a la cabeza de Richard, quien no se movió. —Comprendido. No has tirado a matar. Pero lo harás la próxima vez, ¿no es eso lo que has querido indicarme? Habrá que hacerte caso; veo que sabes manejar las armas. Lentamente se puso en pie. Gizel vio entonces que el joven estaba cubierto de polvo y que su actitud denotaba un gran cansancio, una inmensa pesadumbre. —¿Cómo ha llegado hasta aquí? —No sabía adónde ir. Me han perseguido en dos estados y me he visto obligado a robar caballos. Pero no he matado a nadie desde que salí de Santa Fe. Poco a poco me han ido empujando, y en cierto modo puedo decir que no he sido yo quien ha elegido el sitio donde estoy ahora. —¿Pero por qué esta zona? ¿Por qué este lugar de gentes de paz? —A veces uno se siente atraído por cosas insignificantes y probablemente estúpidas. Yo me sentía atraído por un recuerdo. No sé cómo ni por qué, pero así ha sido. —¿Por… por mi recuerdo? —Sí. Y me atraía esta tierra precisamente por ser tierra de paz. Eso ha sido todo. La muchacha, sin darse cuenta, bajó el revólver. Nunca se había visto en una situación así y no sabía, en realidad, qué era lo que convenía hacer. —¿Sabes que tu cabeza está puesta a precio? —Lo sé. —¿Y que han puesto ya pasquines anunciándolo en todo el territorio del condado? —He visto y arrancado algunos de ellos. Gizel, consternada, se dejó caer sobre la silla. Todo esto era abrumador para ella, y no sabía cómo actuar. Pero se dijo que debía entregar a aquel hombre. —Mi obligación es dar cuenta al sheriff de tú presencia en esta zona. Constituyes un peligro para todos, y nadie me perdonaría si no obrase así. Richard volvió a tenderse en el lecho y se llevó una mano a la frente. —Hazlo; yo no voy a impedírtelo. Sólo he entrado aquí para descansar. No podía más. —¿Y sabías que ésta era mi casa?

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—No; entré porque no había nadie en ella. Entonces vi un retrato tuyo en una de las paredes. Y me quedé. Gizel torció los labios en una mueca de desprecio. —Muy razonable. Has elegido la casa de una mujer indefensa para guarecerte en ella. Eres un valiente, Richard. —Nunca he pretendido serlo. Pero debo manifestar en mi disculpa que no he entrado aquí para escudarme en tu debilidad. Sencillamente he pensado que, si alguien había de entregarme, sería más bonito que lo hicieses tú. Gizel se mordió los labios, perpleja. —No me convencen tus equívocos ni las frases con que intentas hacerte simpático. Sé que es el diablo el que habla por tu boca. Es mi obligación delatarte y te delataré. Poniéndose en pie, se dirigió hacia la puerta, sin soltar los revólveres. Pensó que Richard intentaría evitar su salida e incluso hizo un gesto de alarma, previniéndose, al oír un ruido a su espalda. El hombre, simplemente, había vuelto la cabeza hacia la ventana, cerrando nuevamente los ojos. Nada hizo para impedir que ella llegase hasta la puerta. Gizel sintió que aquello era cobarde por su parte, y que no podía condenar a un hombre a muerte, con aquélla frialdad. ¡Si al menos él la hubiese insultado, si hubiera tratado de oponerse! —¿Dónde está tu caballo? —preguntó, esperando oír de sus labios alguna frase agresiva. —Tuve que matarlo sin hacerle sufrir a unas veinte millas de aquí. Era ya muy viejo y estaba reventado. Además, se le había roto una pata. —¿Y has andado veinte millas? —Eso es. Todo el sábado por la noche. He llegado aquí cuando todos los campesinos os dirigíais al oficio religioso. La muchacha abrió la puerta, pero se detuvo en el umbral. No podía hacer aquello, aunque fuese su deber. Pensó que si entregaba a aquel hombre a la horca sentiría remordimientos durante toda su vida. —Tienes que marcharte —dijo de repente—. Yo te prestaré un caballo. Pero de improviso recordó que el sheriff y sus hombres estarían patrullando por las cercanías y que él sin conocer bien el país, no podría escapar. Dejarle un caballo sería, además, también, una prueba contra ella. Se mordió los labios, presa de desesperación y hundida en un mar de contradictorios sentimientos. —No, no te prestaré el caballo —decidió al fin—. Te delataré.

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Salió de la casa y echó a andar hacia la población por el húmedo sendero de la montaña. Dos veces volvió la cabeza para ver si el hombre la seguía, pero no advirtió el menor movimiento en la casa. Gizel echó a correr, ansiosa por llegar antes, y al mismo tiempo siguiendo un oscuro impulso, como si quisiera huir de sí misma. Estuvo corriendo durante largo rato, hasta que le faltó el aliento. Entonces se sentó en una piedra redonda del camino y, con la cabeza entre las manos, se puso a llorar. No trató de evitarlo porque supo que así calmaría su insoportable tensión nerviosa. Por fin se serenó, tratando de ver las cosas con más calma. Estaba sola y la envolvía una serenidad augusta. Las nubes negras que cubrían el horizonte y avanzaban hacia el valle lo hacían todo más recogido, más silencioso y quieto. Gizel se sintió sobrecogida por la misma calma que respiraban todas las cosas. Aquella calma que en su vida se había roto por la llegada de un pistolero como Flanagan. Una larga hora permaneció en aquel lugar, quieta, sin atreverse a retroceder ni a llegar hasta el poblado para dar la alarma al sheriff. Al fin, empezó a llover. Gizel, con la cabeza hundida entre los hombros, se dirigió de nuevo, lentamente, hacia la casa. Había tomado una decisión. Permitiría que Richard se cobijase allí hasta la noche y, al oscurecer, si como era probable continuaba la tormenta, le prestaría un caballo para que escapase, haciéndole además un plano de la comarca. En una noche de tormenta el sheriff y sus hombres no se entretendrían en pasear por las montañas. Llegó completamente empapada junto a la vieja casa de troncos. Y entonces vio ya algo extraño. La cuchilla del arado había sido afilada. Gizel entró en la casa y no vio en ella a Richard. Atónita, fue a la cuadra, encontrándole allí. El pistolero estaba herrando uno de los dos caballos de que Gizel era dueña. —Pe… pero… ¿por qué? —comenzó la muchacha. Él se secó el sudor de la frente. Su camisa, además de rota, estaba sucia ahora. La llevaba abierta y con las mangas recogidas sobre los brazos. —Aquí hacía falta un hombre —dijo sencillamente—. Hay muchas cosas rotas que por ti sola nunca podrás arreglar. Bien, ¿ya has avisado al sheriff? Gizel sintió que se le encogía el corazón. ¡Él había estado trabajando en la casa mientras ella acudía a delatarle! —No debiste hacer esto —susurró—. Ahora lo has convertido todo en algo mucho más penoso. Él dejó de trabajar, alzando la cabeza. www.lectulandia.com - Página 54

—¿Por qué? Hagas ahora lo que hagas, yo tenía una deuda contigo. En Sutter, si no recuerdas mal, me salvaste la vida. Considero que lo menos que puedo hacer para pagarte es arreglar todo esto mientras tú avisas a los gorilas. Gizel se apoyó en la puerta. No podía apartar los ojos de la figura de Richard Flanagan ni podía substraerse a la honda emoción que el hombre le producía, una emoción que ya había sentido en Sutter y que muchas veces había recordado, durante sus noches de soledad. —Sí, aquí hace falta un hombre —asintió en voz baja, sin darse siquiera cuenta de lo que hablaba—. Siempre pensé en ello. Richard terminó de herrar el caballo. Se pasó otra vez la mano por la frente, para secarse el sudor. —No faltará en esta tierra quien quiera hacerte compañía. No te preocupes por eso, muchacha. Solamente he arreglado unas cuantas cosas para que el que venga a vivir contigo no tenga tanto trabajo. Gizel rehuyó su mirada. —Es que nadie va a venir a vivir aquí. Es que no me he enamorado nunca. —¿Nunca? Es extraño. Pero, en fin, no es ésta ocasión para hablar de sentimientos. ¿Has encontrado al sheriff en su oficina? Gizel no contestó. Hizo una extraña pregunta: —Y tú, ¿no te has enamorado nunca? —Yo… yo estoy casado ya. Sufrieron un estremecimiento los hombros de la muchacha. —¿Casado? ¿Cuándo? —Lo estaba ya cuando me viste huir de la cárcel de Sutter. Entonces hacía dos años. Acarició al caballo y volvió a atarlo al pesebre, dando la espalda a Gizel. Ella se sintió aliviada; no podía resistir la intensa expresión de sus ojos. —De todos modos —musitó, bajando la voz—, yo no puedo delatarte. No podré hacerlo nunca.

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CAPÍTULO VIII GIZEL

Él se volvió. Sus ojos buscaron los de la muchacha, pero vio que ella miraba obstinadamente al suelo. —¿Y por qué no has de delatarme, Gizel? ¿No considerabas que ése era tu deber? —Porque no quiero verte ahorcado. Yo no sé lo que tú has hecho, Richard, pero sé que no quiero verte ahorcado. Después de aquellas palabras, ella alzó la cabeza para mirarle. Y Richard se dio cuenta de que en los labios de Gizel aleteaba una dulce sonrisa, y de que en sus ojos había una nueva luz. Se dio cuenta de que la muchacha era más hermosa que la primavera sobre los campos, más sugestiva que el crepúsculo… y más tentadora que el diablo. Porque había en Gizel algo que dominaba la voluntad, que ponía en tensión todos los sentidos, sin que se supiera en qué consistía. Si en su juventud, su dulzura o la belleza clásica y perfecta de su cuerpo. Richard había tenido aquella sensación la primera vez que la vio, pero sus sentimientos fueron ahora tan intensos que tuvo que sobreponerse cerrando los ojos. —Creo que debo marcharme, Gizel —dijo—. Creo que es mejor que me largue con viento fresco por allí, a cazar liebres en el bosque. Ella se acercó un poco, con las manos enlazadas a la espalda. —No lo hagas hasta la noche. Richard. Sé que el sheriff y sus hombres están patrullando. Te matarán si dan contigo. Hubo un momento de silencio entre los dos. Y oyeron entonces, sordo y uniforme, el monótono rumor de la lluvia. Lo oyeron como un sonido que les aislase del mundo y que los enfrentase para siempre a los dos. —Entré aquí a descansar porque no podía dar un paso más, Gizel, pero comprendo que éste no es mi camino. —Lo será hasta que anochezca, Richard. Había una sorprendente obstinación en la voz de Gizel. Se aferraba a la presencia del hombre con un interés que no podía disimular, aunque lo estaba intentando. Era como si, de repente, todo lo que había pensado en sus noches de soledad se materializase ante ella: un hombre como Richard Flanagan, un rostro como el suyo, unos labios y unos ojos como los suyos. Con todas las www.lectulandia.com - Página 56

fuerzas de que disponía trató de resistir la sugestión que el hombre ejercía sobre ella, pero el resultado fue dar un paso más hacia adelante. —Necesitas descansar… Richard se dio cuenta de lo que ella sentía. Y de repente le pareció muy niña, muy inocente. Demasiado inocente para vivir allí. Preguntó: —¿Cómo es la gente de este lugar? Quiero decir la gente de la población, la que rodea al sheriff y la que lucha contra él. —Aquí nadie lucha contra el sheriff. Ésta es tierra pacífica, sana. Las mujeres se casan jóvenes con hombres a los que han conocido durante toda su vida y luego se dedican a su trabajo y a sus hijos. A nada más. —Pero tú no te has casado, pese a ser la mujer más hermosa de esta tierra. ¿Por qué? Gizel bajó la cabeza. —No lo sé. Aceptaba la compañía de un muchacho antes de ir a Sutter. Pero desde que volví no puedo soportar su presencia. No sé por qué. Richard tragó saliva. Algo nacía en su corazón en aquel momento, y no le gustaba. Porque, aunque sólo tuviera veintiséis años era ya un hombre con la vida a punto de acabar. No le gustaba aquella ansia de existir, de amar, que germinaba en su pecho. Ni le gustaba ver a Gizel tan hermosa, ésa era la verdad. Echó a andar hacia la puerta, tras dar una palmada a las ancas de los caballos. —Ahora llueve y no me buscarán. Me largaré. Gizel siguió tras él. —Quédate, al menos, a comer algo. Él tuvo que aceptar. No había probado bocado durante el día anterior y ahora el hambre y la debilidad eran ya irresistibles. Comprendió que si no se reanimaba un poco no llegaría lejos. —Está bien. Gracias. Entraron de nuevo en la casa, y Gizel se dio cuenta de que iba empapada. Aún llevaba los cintos con los revólveres en las manos; al advertirlo los depositó, sonriendo, sobre una de las sillas. Richard sonrió también. —Bueno, voy a cambiarme. De repente advirtió lo que había dicho. «Voy a cambiarme». Se puso mortalmente pálida y miró a Richard. Éste esquivó su mirada. Y entonces Gizel se puso roja como las amapolas. Empezaron a temblar sus labios. Al fin corrió a encerrarse en su dormitorio, respirando fuertemente. «No ha estado jamás en compañía de hombres, pensó él. Y entonces sus pensamientos le llevaron junto a Ann, y se dio cuenta del abismo sin fondo www.lectulandia.com - Página 57

que separaba a las dos mujeres». Cosa extraña, esto le incitó más que nunca a separarse pronto de Gizel. Él estaba como marcado por la huella de Ann y ensuciaba cuanto rozaban sus manos. Gizel era pura y debía conservar su pureza. No podía consentir que su contacto la turbase, que le hiciese perder la serenidad y la calma a que tenía derecho. Resolvió que se marcharía inmediatamente después de comer. Pero a primera hora de la tarde ocurrieron en la comarca sucesos que hicieron variar por completo la marcha de los acontecimientos. * * * Todo empezó cuando alguien llamó a la puerta. Estaba lloviendo aún y era extraño que cualquier persona se acercarse hasta aquel lugar aislado, a no ser por algo muy urgente. —Debe de ser alguno de mis vecinos. Ocúltate. —¿Dónde? Temblaron los labios de Gizel. —En… en mi dormitorio. Richard aceptó, e inmediatamente Gizel se dirigió a abrir la puerta. Era uno de sus vecinos, un anciano chismoso llamado Queck. —Han ocurrido cosas, Gizel. Cosas importantes y al mismo tiempo horribles. —¿Cómo? —Sí, horribles, hija. Te lo dice el viejo Queck. Aseguran que se ha descubierto plata en Pie Azul. —¿Plata? ¿Es cierto? —¡Hum! No sé. Dicen. Pero han hablado de filones intactos de plata. De riquezas para todos. Y hay algo que lo demuestra. —¿Qué? —Que ya han matado al sheriff. Gizel tuvo que apoyarse en la puerta. Llevaba veinte años allí y jamás había escuchado una cosa semejante. —No… no es posible. —Han llegado bandidos a la región, atraídos por la noticia. Tú no la conocías porque los que descubrieron los filones fueron los hermanos Wander. Con el mayor secreto fueron a Salt Lake City para registrarlos a su nombre. Pero cuando volvían con los títulos, esos bandidos les dieron alcance y los mataron. Hace una hora han llegado a la población, acabando con el sheriff y dos de sus agentes, y por eso se ha sabido la noticia. Gizel estaba mortalmente pálida. www.lectulandia.com - Página 58

—No lo comprendo. Esa clase de gentuza jamás se había asentado en la comarca. —Porque parecía pobre. Pero si es cierto que aquí hay plata, ésta se convertirá en tierra maldita. Gizel, asombrada, se llevó la derecha a la frente. No sabía qué decir y no era siquiera capaz de permanecer quieta junto a la puerta. El viejo Queck la sacó de su turbación echando a correr con sus débiles piernas. —Voy a dar la alarma a los otros vecinos, Gizel. Y tú no salgas de tu casa ni te dejes ver por la población, muchacha. Esos hombres están hambrientos de sangre y de piel joven. No olvides que vives sola. —Sí, no lo olvido —repuso ella con un hilo de voz. Entró en la casa, cerrando la puerta. Richard Flanagan estaba junto al umbral del dormitorio, mirándola fijamente con sus inquietantes ojos grises. Y fue entonces cuando la muchacha se sintió tranquila a su lado, cuando supo que con un hombre como Richard Flanagan junto a ella, un verdadero diablo manejando el revólver, nada malo le sucedería. —Quédate —le dijo entreabriendo los labios—. Te lo suplico. Y él le contestó que se quedaría.

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CAPÍTULO IX SOLOS ANTE EL DESTINO

Quince días bastaron para que cambiasen el aspecto y las costumbres en aquella región de Utah, lindante con la tierra de los mormones. Quince días que transformaron el paraíso en un infierno, al conjuro de una sola palabra: plata. La plata que había enriquecido a miles de hombres en Nevada y que cambiaría también el destino de Utah. Pero no se sabía aún si el descubrimiento de los hermanos Wander respondía a una realidad. Por lo pronto habían llegado los aventureros de la frontera, los indeseables, toda la escoria del Oeste central. Quince días bastaron para movilizar hacia aquella comarca a varios centenares de hombres con el rostro blanco y la conciencia negra. Pero, por si ello fuera poco, se supo también de la amenaza de otros hombres, estos de rostro rojo; los indios, después de largos años de paz, habían empuñado de nuevo sus hachas de guerra y avanzaban hacia el Este. El sheriff Gesten fue enterrado y nadie se preocupó de sustituirle. De la capital se recibieron órdenes para no preocuparse de ello. Y todos comprendieron lo que eso significaba: prácticamente, la región había sido declarada «zona libre». Ante la amenaza india, se había considerado prudente no perseguir por el momento a ninguno de los hombres blancos que se estableciesen allí, por nutridas que fuesen sus cuentas con la ley. Ellos se encargarían de contener la avalancha, cuando se produjese, y si morían mejor que mejor. Perseguirles, hacer que se desplazasen a otras zonas sería desproveer a aquella región vital de hombres aptos para la lucha. Esto resolvió momentáneamente la situación de Richard Flanagan. Supo que mientras permaneciese allí no tendría nada que temer. Y los quince días fueron bien aprovechados. Bajó a la ciudad y, con el poco dinero que tenía, compró algunas herramientas. Durmiendo en la cuadra y trabajando todo el día en el bosque, remozó los instrumentos de trabajo de Gizel y cambió el aspecto de su hogar. Comenzó a construirse una pequeña cabaña, más bien un refugio, para dormir por las noches en él y lograr que Gizel se sintiese aún más tranquila. Cambió sus ropas y ocultó sus revólveres en la casa, donde no los tuviese a la vista. Sabía que una provocación sin importancia puede acabar en muerte si uno www.lectulandia.com - Página 60

tiene las armas a mano. Y había resuelto ser paciente, no matar más. Si la región estaba infestada de pistoleros, él no los provocaría. Incluso aguantaría sus provocaciones. No quería llegar nuevamente junto a Gizel con las manos manchadas de sangre. Las relaciones entre los dos jóvenes eran realmente extrañas. Durante el día trabajaban juntos, pero casi sin hablarse. Por las noches, Richard recogía una manta y se retiraba a su refugio, del que no volvía a salir hasta la mañana siguiente. Los dos vivían en un sorprendente mundo en que cada mirada era como una insinuación, en que cada palabra era como un grito surgido del corazón, clamando por la verdad de sus sentimientos. Pero Richard estaba casado y debía mantenerse fiel a pesar de todo; en cuanto a Gizel —según pensaba él—, era una muchacha demasiado inexperta para reflexionar por sí misma, un alma limpia que se había dejado impresionar por su fama y por la especie de aureola negra que hasta entonces había rodeado su vida. Ella necesitaba un hombre sin pasado, hombre de conciencia tan limpia como la suya, junto al que siempre pudiera vivir sin temores. En cuanto a la irresistible atracción que ahora parecía sentir por Richard, y contra la que Gizel luchaba con toda su voluntad, ya pasaría. Todo pasa. Dentro de seis meses, un año, ella lo olvidaría todo. Pero era al pensar en esto cuando Richard se sentía más desasosegado, cuando se daba verdadera cuenta de que estaba asistiendo como un cadáver al que pudo haber sido el episodio más bello de su vida. Sólo una noche, la que hacía doce después de la llegada de Richard allí, estuvieron a punto de flaquear los dos. Sólo una noche la tensión se les hizo irresistible, angustiosa, y los dos comprendieron que habían de separarse o que sus vidas tendrían que cambiar. Gizel estaba apoyada a un lado de la puerta abierta, mirando a la noche. Richard recogió su manta y se dirigió hacia afuera, hacia su refugio. Pero ella, cruzando un brazo en la puerta, le impidió la salida. —Hoy ha llegado una nueva banda a la comarca —susurró—. La peor de todas. Han robado y matado varios colonos. —¿Sí? Richard quiso pasar. No le gustaba la actitud de la mujer, no le gustaba la luz de sus ojos. —Ésta es ya tierra maldita, Richard. ¿Cuánto tiempo vas a permanecer aquí? —¿Para protegerte? Hubo una luz de sorpresa en los ojos de Gizel, y Richard sonrió. La muchacha no pensaba en la protección. Pensaba en él, pensaba en su compañía, en sus www.lectulandia.com - Página 61

palabras. En su vida. Los bandoleros no habían sido sino más que un pretexto para averiguar sus intenciones. —Me marcharé apenas esto se tranquilice, Gizel. Puede que sea pronto, puesto que al fin y al cabo nadie ha visto aún la plata. —Cierto. Puede que no exista, ya que, además, los hermanos Wander eran unos visionarios. Pero la gente tardará un año o dos en convencerse de que se ha equivocado. Y mientras tanto, ¿qué haremos nosotros? ¿Cuál será nuestra vida? Richard no quería pensar en ello. Muchas veces se había hecho aquella misma pregunta, durante las noches, y siempre había acabado por no contestársela. —No lo sé. Pienso que sería mejor dejarte. —¿Para que un día los hombres de cualquier banda lleguen ante la casa… y me vean? Richard se mordió los labios. —Es cierto. Sé que no puedo dejarte. Lo pienso durante las noches, lo pienso a todas horas. Sé que no puedo dejarte, pero comprendo que esto no puede seguir. Hasta la más inocente de las mujeres tiene cuando es joven un especial don de seducción, una forma de plantear las cosas que lleva siempre al lugar donde alientan sus sentimientos. Gizel entreabrió los labios. —¿Por qué… por qué no puedes continuar, Richard? —Vamos —dijo él tratando de apartarle el brazo—. Será mejor que me dejes pasar. —Es que quisiera saber lo que piensas, Richard. Quisiera saber qué es lo que sientes ante esta nueva vida de la que soy responsable. Si llegasen los indios y tuviésemos que emigrar, ¿qué harías? —Acompañarte. No voy a dejarte sola mientras exista peligro a tu alrededor. La muchacha se acercó un poco más. En este momento ya no pensaba, ya no sabía exactamente qué era lo que en realidad estaba deseando. Sólo su corazón hablaba por ella, y sólo sabía que un ansia desconocida la devoraba sin remedio. —¿Te das cuenta, Richard? ¿Qué va a ser de los dos? ¿Cómo podemos continuar mirándonos, buscando nuestra presencia y al mismo tiempo rehuyéndonos uno al otro? Si al menos… Apretó los labios. Tenía que decirlo, tenía que hablar pese a todo porque era incapaz de resistirlo más. —Si al menos pudiese tener alguna esperanza… www.lectulandia.com - Página 62

Los hombros de Richard sufrieron un estremecimiento. No podía soportar la rudeza de aquella prueba ni sacar nuevas fuerzas con qué resistir la pasión amorosa en que Gizel y él se veían envueltos. Quiso ser violento, quiso acabar de una vez, pero no pudo. —Te he explicado lo bastante de mi vida para que me conozcas, Gizel — contestó, acariciándole dulcemente el brazo que le impedía la salida—, y sabes que nunca habrá esperanza. No te he mentido al decirte que estaba casado, y no miento ahora al asegurarte que nada podrá existir entre los dos, porque mi mujer está viva. Por otra parte… Respiró fuerte. —… Por otra parte esto no es más que una pasión de primavera, un espejismo en que te han sumido tu inexperiencia y tu edad. No sabes exactamente lo que dices, Gizel. Luego te olvidarás de todo. Apartó bruscamente el brazo y echó a andar hacia su refugio. Gizel se quedó apoyada en la puerta, y las lágrimas empañaron sus ojos. —Ojalá no te hubiese conocido nunca, Richard —dijo para sí misma—. Ojalá no te hubiese conocido nunca.

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CAPÍTULO X EL COBARDE

La muchacha tenía razón. Aquella tierra ya no era la misma. Donde antes habitara un grupo de campesinos religiosos y trabajadores, que consideraban la virtud y el amor a la tierra como los fundamentos de toda vida humana, se había aposentado ahora una cohorte de pistoleros, tahúres y mujeres de fortuna. Habían bastado quince días para eso. Quince días de diabólica tensión que los antiguos habitantes de la zona no olvidarían nunca. Si vivían para recordarlo. Richard Flanagan bajó a la población a buscar nuevas herramientas. Las tierras de Gizel eran buenas, y con un arado nuevo las haría cambiar. Deseaba que, antes de alejarse de la vida de la muchacha, ésta tuviera motivos para conservar un buen recuerdo de él. Fue al almacén principal y comenzó a examinar los arados. Los había muy buenos, pero no tenía suficiente dinero para comprarlos. Al fin, tras mucho pensar, se decidió por uno de ellos, pero pidiendo al dueño que le dejase pagar la mitad de su importe al mes siguiente, cuando hubiese reunido algún dinero más. El hombre no había quitado ojo de encima a Richard desde que éste entró en la tienda. Recordaba perfectamente el pasquín con la recompensa y el historial de aquella especie de diablo. Y aunque durante los quince días últimos había bajado un par de veces a la población, con intenciones al parecer muy pacíficas, el comerciante no dejaba de pensar que aquél era un tipo peligroso y que acabaría despellejando a alguien. Por eso, cuando Richard le hizo aquella proposición, no encontró palabras para decirle que sí cuanto antes. —¡Naturalmente! ¡Puede usted pagar cuando quiera, milord! ¿Desea llevarse algo más? ¿Perfumes para Gizel? Richard contó unos cuantos billetes de a dólar. —Con gusto se los llevaría, pero no puedo comprar nada más. Tome. Esto cubre la mitad del precio. El comerciante aceptó el dinero con manos temblorosas. «Malo, malo… — pensó—. Tanta sensatez y tanta modestia significan que se está burlando de mí. Luego me clavará una bala entre las cejas». www.lectulandia.com - Página 64

Pero Richard no hizo nada de eso… Dirigió una sonrisa al tendero y se dispuso a salir. En aquel momento entró alguien más en la tienda. Era un tipo de unos treinta años, barbudo, vestido con prendas de piel. Richard le conocía. Era Massel, un antiguo cazador que se había hecho famoso por sus asesinatos y sus abusos con mujeres indefensas. Se decía de él que era capaz de asaltar un rancho defendido por diez hombres con tal de conseguir a una muchacha. Acostumbrado a matar liebres con un simple disparo de revólver, matar hombres, que son mucho más grandes y lentos, era para él cosa tan fácil como vaciar un vaso de ginebra. Massel también conocía a Richard Flanagan. Había oído hablar de él en la frontera de Texas. Y siempre se había preguntado cómo diablos movería las manos un tipo así y si sería lo bastante rápido para ponerle a él, Massel, en un compromiso. Se acercó parsimoniosamente al mostrador, haciendo sonar las espuelas. —Me han dicho que eres un buen chico, Flanagan. Que ahora da gloria verte con la Biblia en la mano y haciendo reverencias a las muchachas. Richard se dirigió hacia la puerta. El otro levantó la pierna, obligándole a detenerse. —Me han dicho también que vives junte a un bombón. Una chica llamada Gizel, ¿no? Creo que coge las viruelas con sólo mirarle a uno. Sonrió. —Cualquier día le haré una visita. ¿Te parece, Flanagan? Richard dejó el arado en el suelo, muy lentamente. —No quiero peleas, Massel. Ocúpate de lo tuyo y yo me ocuparé de lo mío. —Es que lo mío es conquistar chicas, Flanagan. El tendero se acurrucó en un rincón. Sabía que uno de los dos iba a «sacar» en cualquier momento. Y mentalmente apostó por Flanagan. —No quiero peleas, Massel. Uno no tiene que ser siempre, necesariamente, lo que le obligaron a ser. Sigue tu camino. Salió de la tienda. Massel estaba tan asombrado que no acertaba a dar crédito a sus oídos ni a sus ojos. Que Richard Flanagan, el «rey de Dallas», rehuyese una pelea era algo que no podía comprender. Con la mano en la culata, le insultó. —¡Ya que tú no la defiendes, iré esta misma tarde a entretener a la chica, Flanagan! Richard estaba pálido, y al salir de la tienda se mordió los labios.

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Varios hombres que se disponían a entrar en aquel momento, oyeron las palabras de Massel y vieron la palidez de Richard. Atónitos, le vieron alejarse a lo largo de la calle como un muerto de miedo, como un vulgar cobarde. Él aún tenía que hacer otras compras menores en la población; herraduras para los caballos y clavos, y se entretuvo media hora en la herrería con esta operación. Al salir vio que le quedaban aún en el bolsillo unas pocas monedas y como el día era caluroso y el camino de retorno sería largo, decidió entrar en el único saloon a beber una copa. Se dio cuenta en seguida, al empujar los batientes, que todos miraban con curiosidad. Al perecer ya sabían lo hablado en el almacén, y ya se habían hecho comentarios sobre su extraña actitud. Se acodó en la barra, despreocupadamente, y pidió un refrescante. Cuando dijo que no quería brandy o whisky se escucharon algunas carcajadas contenidas a su espalda. De pronto, Richard sintió que tiraban de su hombro derecho. Se volvió para encontrarse con un tipo de unos veintitrés años. Total, un poco más joven que él; pero por su expresión se adivinaba que no había vivido ni la octava parte que Richard. Fuera de esto, era alto, moreno, y tenía una mandíbula cuadrada que denotaba energía. —Es usted un cobarde, señor Flanagan —espetó—. Y un canalla. Richard se mordió otra vez los labios. Entre los espectadores hubo un pequeño movimiento de atención, pues todos esperaron por un instante que Richard «sacaría» y reduciría a eterno silencio al que le había molestado. Pero Richard dijo simplemente: —Suprima lo de «señor». Puede llamarme sencillamente, Flanagan. El desconocido apoyó ambas manos en las culatas de sus revólveres. Lo hizo nerviosamente y sin colocarse en una posición correcta para disparar, pero se adivinaba por su expresión que estaba decidido a todo. —Hasta ahora he sido considerado por todos como el único pretendiente de Gizel al que ésta prestaba atención. Mi intención era casarme con ella y lo sigue siendo. Usted la ha ofendido, señor Flanagan. ¡Salve con los revólveres su miserable pellejo, si es que alguna vez ha disparado de frente! Hubo un movimiento general de repliegue a espaldas del retador. Todos los que estaban en la posible línea de tiro se hicieron inmediatamente a un lado. Pero Richard no se movió. —¡Le estoy desafiando, cobarde! —Lo sé. Lo han oído todos. ¿Cómo se llama? —Samuel Worke. www.lectulandia.com - Página 66

—Muy bien, Samuel, hijo mío. ¿Y se ha visto usted metido en muchos desafíos? —¡No use conmigo ese tono paternal! —Al contrario. Es un tono respetuoso. —¿Por qué? —Porque si tuviera la menor experiencia sabría que no es justo me invite a «sacar» teniendo usted ya las manos cerradas sobre las culatas. Sólo lo digo por eso. Samuel Worke retiró apresuradamente las manos. Sus facciones estaban lívidas. —¿Es esto lo que quería? Pues ya es bastante. ¡«Saque»! —No lo haré, Worke. He dicho ya hace un rato que no quería pelea. —Todos nos hemos enterado de eso. ¿Y sabe qué pensamos? ¡Que su leyenda es mentira, señor Flanagan! ¡Que es usted un cobarde! ¡Cobarde! Era la segunda vez que a Richard le llamaban eso en poco rato. Era la segunda vez que en público le clavaban el infamante epíteto sin que él hiciese nada por responder a la ofensa. —Gizel no tiene nada de qué arrepentirse —replicó—. Puede estar usted tranquilo respecto a ella, señor Worke. Dio media vuelta y, sin beber lo que había encargado, salió del local. Al principio se hizo en éste un deprimente y espeso silencio. Pero de repente brotó una carcajada, y luego otra, otra… Richard las oyó cuando caminaba por la calle con los hombros hundidos y los labios apretados, pero no volvió la cabeza. Tomó su caballo y partió al trote largo hacia la montaña. El día era caluroso y el sol se derramaba generosamente sobre la tierra, pero él sentía unas gotas de sudor helado en su frente. Llegó junto a la casa de Gizel media hora más tarde. En contra de lo que tenía por costumbre, la muchacha no salió a recibirle. Richard, extrañado, se apeó del caballo. Abrió la puerta de la casa. Y dentro encontró la sorpresa. * * * Gizel estaba derribada en el suelo, con los cabellos en desorden y algunos ligeros desgarrones en el vestido. Todo dentro de la casa parecía haber sido registrado: el contenido de los cajones yacía por el suelo, los utensilios de cocina estaban pisoteados y rotos, la Biblia familiar se hallaba destripada junto a una cacerola.

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Pero en nada de eso se fijó Richard. Sólo en Gizel. Dos segundos le bastaron para llegar junto a ella, poniéndola en pie con un solo impulso de sus brazos. —Gizel. ¿Qué ha ocurrido? ¡Gizel! La muchacha parecía incapaz de hablar. Por fin, clavó en Richard sus grandes y profundos ojos. —Han… venido… —¿Han venido? ¿Quiénes? —La banda de que te hablé. Los que asaltan… a los colonos. —¿Cuántos eran? —Cinco. —Y… —Richard se mordió los labios—. ¿Y te ha ocurrido algo, Gizel? Había tal tono de rabia en la voz del hombre que ella tuvo un estremecimiento. —No. A mí nada. Sólo uno de esos hombres me pegó. Me estuvo pegando hasta que le dolió la mano. Richard la soltó de repente y Gizel se dejó caer, consternada, sobre la única silla que seguía en pie. —¿Cómo era ese hombre? ¿Por qué te pegó? —Yo… No lo sé. Al verles yo no ofrecí resistencia, de modo que nadie tenía por qué haberme abofeteado. Empezaron a revolverlo todo, como si buscasen algo, y sólo el hombre que te digo se me quedó mirando fijamente. De pronto empezó a bofetadas y puntapiés conmigo, igual que si sintiese un odio inextinguible. Yo estaba atemorizada. Creo que incluso, durante unos segundos, me desmayé. Richard volvió a sujetar a la muchacha por los hombros. Gizel entrecerró los ojos, tratando de ordenar sus pensamientos y concretar las imágenes que conservaba en su memoria. —Era… era realmente bajo, aunque muy bien proporcionado. Vestía de negro y llevaba el rostro cubierto por una gruesa tela del mismo color. No tenía tampoco mucha fuerza, ésa es la verdad, pero pegaba con saña. Hasta me arañó, ¿ves? Me arañó en el cuello y en la cara. Richard se aproximó a ella. El suave perfume que se desprendía de la piel femenina le turbó aun en aquellas circunstancias, y su proximidad le hizo sentir un inquietante deseo. Pero supo dominarse. La mujer no le pertenecía y, además, aquél no era momento para pensar en su belleza. Vio los arañazos. Y lo que vio le produjo una sensación extraña, inquieta, como si se hallara ante algo demasiado desconocido o extraño para pensar en ello. www.lectulandia.com - Página 68

Se apartó de Gizel. —¿Cómo eran los demás hombres? —preguntó—. ¿Había algo que los distinguiera? —Sí —dijo Gizel—. A uno alto, joven, le faltaba una oreja.

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CAPÍTULO XI EL INSIGNIFICANTE FLANAGAN

Aquella noche Gizel tuvo pesadillas. Soñó que los bandidos volvían y que el vestido de negro la abofeteaba una y otra vez, con saña, hasta dejarle la cara bañada en sangre. Notó que gruesas gotas corrían por su rostro y se despertó, llena de angustia, lanzando un chillido. Vio entonces que estaba sola en su dormitorio y que lo que surcaba su rostro eran gotas de sudor helado. Tardó mucho en dormirse otra vez. Al fin, lo hizo consolada por este pensamiento: «Si vuelven, Richard me defenderá. Nada podrán contra él. Es capaz de acabar con los seis hombres de sólo seis disparos, y sé que ha de defenderme hasta la muerte». * * * Cuatro caballos avanzaban al galope hacia la casa. Cuando estuvieron a unas cien yardas de ella los animales, reventados, se pusieron al trote. Gizel, que estaba limpiando los cristales de la casa mientras Richard partía troncos, fue a entrar apresuradamente. —Richard, tus revólveres. —No temas. Ésos no son bandidos. Uno de ellos es Samuel Worke, según parece, tu pretendiente oficial. La muchacha se detuvo en el umbral de la casa y miró con más precisión a los jinetes. Se puso roja como una amapola al distinguir a Worke, y luego miró a Richard, que seguía partiendo leña. Aunque lo hacía con toda voluntad y aunque era capaz de partir un tronco de un hachazo, Richard no tenía tipo de leñador. Gizel se lo repitió ahora a sí misma una vez más, mientras veía acercarse a los jinetes. Fue Samuel Worke el primero en llegar. Los otros, que seguían a corta distancia, eran Massel y dos desconocidos bien armados. —Conmovedor —comentó Worke—. El héroe no se atreve a empuñar los revólveres y se entretiene cortando leña. Además, estando al lado de una mujer, se siente más protegido. Gizel miró atónita a los hombres. Ignorante de lo que había ocurrido el día antes en la población, no comprendía cómo podía hablar así a Richard, y menos cómo podía él consentirlo. www.lectulandia.com - Página 70

—¿Qué queréis? —preguntó Flanagan, apoyando ambas manos en el hacha —. ¿Qué clase de juego organizáis ahora? Massel se acarició la barba. —Da gloria verte, Richard. Lo que yo digo: te estás convirtiendo en un santo. No sólo lees la Biblia, sino que partes leña. Y hasta debes alimentarte a base de agua y remolacha. —Al grano —cortó Richard. —Ha llegado hace muy poco una banda aquí —dijo Worke—. Una banda como jamás se había conocido otra en esta tierra. —Lo comprendo. Siga. —Son ya ocho los colonos asesinados y robados. Centenares de cabezas de ganado han sido conducidas a un apartadero secreto de la sierra. Y anoche, para colmo, asaltaron la diligencia, matando a dos hombres. En vista de ello, todos los ciudadanos honrados… —¿Ciudadanos? ¿Honrados? —ironizó Flanagan. —Adivino que lo dices por mí —gruñó Massel—. Pues bien, si he decidido establecerme en esta tierra puedo considerarme ya ciudadano de ella. Y en cuanto a honradez, todavía no he cometido ningún delito en la comarca. Malas lenguas aseguran que es porque no he tenido tiempo, pero yo sé lo que me hago. Considérame, pues, como un ciudadano honrado, Flanagan. —Todas las personas conscientes que sabemos manejar un revólver hemos decidido unirnos —contestó Worke—. Hay que acabar con esa banda o ella acabará con nosotros. A pesar de su patente cobardía de ayer, no podemos olvidar que usted tiene fama de buen tirador, Flanagan. Y hemos decidido ofrecerle un puesto junto a nosotros, naturalmente a mis órdenes. Richard bajó los ojos. Parecía confundido, como si no supiera qué decir. —Responda, Flanagan. —Vamos, decídete, angelito —terció Massel—. Así tendrás oportunidad de defender a la chica más directamente. —¿Quién capitanea la banda? —Nadie lo sabe con exactitud. Quiero decir que nadie conoce la identidad del jefe. El que participa en todos los asaltos y da órdenes es un tipo muy joven a quien le falta una oreja, pero se adivina que el que realmente manda es otro que va enmascarado. Ése no participa apenas en ningún golpe; se limita a dirigirlos. Gizel se llevó la mano a la mejilla, recordando. ¿Decían que aquel tipo no participaba activamente en ningún golpe? ¡Si a ella había estado a punto de dejarla sin piel! www.lectulandia.com - Página 71

Richard alzó la cabeza. —Y en todos esos asaltos, ¿han conseguido mucho dinero? —¡Hum! ¡Naturalmente! Son fanáticos del oro. Van donde lo hay sin importarles lo que cueste adquirirlo. Richard hundió la cabeza otra vez, reflexionando. Cuando la volvió a alzar, una luz de esperanza empañaba sus pupilas grises. —Lo siento. No puedo aceptar vuestra oferta. Gizel lo miró atónita sin comprender. Tanta fue su sorpresa, que incluso dio un paso adelante. —Richard, tú… Por unos instantes sus manos se crisparon en el aire. —¡Richard, recuerda que me golpearon! ¡Que me han insultado de la manera más salvaje! Pero el hombre movió la cabeza de un lado a otro, tercamente. —He dicho que lo siento. No puedo aceptar. —No se moleste en averiguar por qué, nena —indicó mordazmente Massel—. Ese tipo que usted tiene ahí atizando porrazos con el hacha no es más que un cobarde. Debió matar a cuatro o cinco por la espalda y eso le dio fama. Pero ahora, cuando se trata de luchar de verdad, ya ve lo que hace. —Ayer se acobardó ante mí —dijo Worke—. No quiso empuñar el revólver a pesar de que le insulté en plena cara. —Y cuando todos se rieron de él, ni siquiera volvió la espalda —añadió uno de los tipos que acompañaban a Massel y Worke, y que hasta entonces no había abierto la boca—. Ésta es una tierra donde los hombres no presumen de valientes, Gizel, pero hasta ayer jamás habíamos visto un ejemplo de tal cobardía. Los ojos de la muchacha, dilatados por el asombro, fueron de los rostros de los cuatro hombres al de Richard Flanagan. ¿Por qué éste no decía nada? ¿Por qué aceptaba las acusaciones así, sin protestas siquiera? —Di algo, Richard —susurró—. Esos hombres te están insultando. —Vine una vez aquí con las manos manchadas de sangre —dijo él—. No quiero volver a verme en las mismas condiciones. —Todo eso está muy bien —arguyó Worke—, pero lo que le proponemos es distinto. Se trata de luchar contra una banda de cuatreros y forajidos que, además, han maltratado e insultado a Gizel. Si nos dice que para una cosa así tiene escrúpulos morales, nosotros le diremos que eso merece otro nombre: ¡cobardía!

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Richard dejó el hacha clavada en el tronco, de un seco golpe, y pasó al interior de la casa. —No tengo más que decir —masculló, ya en el umbral de la puerta—. Nada. La carcajada de los cuatro hombres fue estentórea y unánime. Luego, cuando las risas se calmaron, Worke envolvió a Gizel en una mirada de pasión, sin darse cuenta de que los ojillos viciosos de Massel taladraban a la muchacha. —¿Ha ejercido este hombre alguna violencia sobre ti, Gizel? —No. De ningún modo. ¿Crees que de no haberse portado correctamente yo toleraría su presencia? —Está bien. No puedo oponer ningún reparo a que tengas cuantos empleados masculinos quieras, y mis referencias son de que, hasta ahora, Flanagan viene a ser como un empleado tuyo. Pero si en algo te molesta, yo juro que lo mataré, Gizel. Hizo volver grupas a su caballo y emprendió el galope hacia la población. Los otros tres le imitaron, pero Massel, antes de alejarse, volvió la cabeza y guiñó un ojo a la muchacha. Worke no lo vio. Atónita, sin poder creer aún que lo que había sucedido fuese una realidad, Gizel entró en la casa. Richard estaba sentado en una silla y unía con las manos los eslabones de una cadena de pesebre. Gizel casi se sobresaltó ante la fuerza impresionante de aquel hombre, cuyas manos torcían el hierro como si se tratase de un simple cordón. Y le causó dolor pensar que un hombre tan bien dotado pudiera ser tan cobarde. Pero, sin embargo, ella aún no podía creerlo. Había visto en Sutter aquel duelo que no olvidaría jamás. Había visto cómo Richard hacía girar el cilindro ante su enemigo cuando tenía frente al percutor la bala que había de matarle. Aquél no había sido un gesto de cobarde. Y sin embargo, lo de ahora…, ¿por qué? Se sentó junto a él y se puso a mirarle, sin dirigirle la palabra. Viéndole trabajar, viendo sus dedos manejar el hierro, recordó la frase de Worke: «Flanagan viene a ser como un empleado tuyo». Y, en efecto, así era. Pero, además, Richard nunca le había pedido nada. Había cambiado la casa, empleando todo su dinero y sus esfuerzos en ello, sin reclamar una sola palabra de gratitud. Había roturado sus pobres tierras, yermas y sin cultivar. Había reunido sus cabezas de ganado y señalado un buen sitio para que pastasen. Nunca Gizel podría agradecérselo bastante. Y junto a esto, que al fin era lo esencial en la vida humana, ¿qué importaba que él fuese un cobarde? —Quisiera ayudarte, Richard —declaró—, como tú me has ayudado a mí. Mira, Richard, mi vida era pobre y desolada hasta que tú llegaste. No soy más www.lectulandia.com - Página 73

que una triste muchacha sin experiencia y sin ánimo; de no ser por la ayuda de mis vecinos habría tenido que abandonar la casa. Desde que tú llegaste esto es muy distinto. Y aunque no seas capaz de defenderme, sé que eres el hombre que yo deseo para mi vida. Aunque jamás nuestros labios se rocen, quiero que vivas aquí, Richard. Quiero que olvides tu antigua existencia y… Se pasó las manos por los cabellos, con un ademán triste y desesperanzado, como si comprendiera de repente que todo aquello no tenía sentido. —Sé que estoy diciendo estupideces y que esto no puede llevarnos a nada práctico. Pero estoy enamorada de ti, Richard. No puedo evitarlo. Él alzó la cabeza, y sus labios temblaron al ver a Gizel tan hermosa. Un violento deseo, un irreprimible impulso nació en él. Se levantó y fue hasta la muchacha, oprimiéndola por los hombros. La pasión hacía temblar sus brazos y daba un nuevo brillo a sus ojos. Se acercó a ella y, de repente, la soltó. Acababa de ver otra vez las huellas de los arañazos en el rostro de Gizel. Un rictus amargo se dibujó en su boca. —Tienes razón. Esto es una locura que no puede llevarnos a nada práctico. Gizel quedó quieta, con los labios entreabiertos. Parecía como si, de repente, una sombra hubiera cruzado su rostro. Richard volvió a salir de la casa, y hasta la noche estuvo partiendo gruesos troncos para leña. Luego cenó frugalmente, sin dirigir una mirada a Gizel. —He de bajar a la población —dijo al fin—. Tengo una entrevista importante. —¿Una entrevista? ¿Con quién? —Es alguien a quien tú no conoces. Un tipo al que le falta una oreja. No salgas de la casa mientras yo no regrese. Gizel, estremeciéndose, quiso retenerle, pero él ya se había ceñido los revólveres al cinto, saliendo de la casa. Consternada, la joven le vio marchar. En la población había ahora, a diferencia de otros tiempos, una alegre vida nocturna. El único saloon se había remozado ante la nueva e insospechada clientela, y ahora había música en él, y hasta chicas. Richard pasó sin detenerse a lo largo de la calle Mayor y salió de la población por el extremo opuesto. Nadie se fijó en él. Durante más de una hora estuvo vagando por los campos cercanos, en busca de huellas que pudieran orientarle, pero sin resultado positivo. Al fin, desalentado, volvió a la población. Tendría que buscar a Pinkerton en el saloon, ya que no se le ocurría ningún otro lugar para encontrarle. Pero no dejó de pensar que sería muy extraño que un tipo a quien podía reconocerse tan fácilmente por su oreja cercenada se dejase ver por los lugares públicos de la población, exponiéndose a un balazo.

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Entró en el saloon. Esta vez nadie mostró una atención excesiva hacia él, aunque en casi todos los rostros se marcaron sonrisas burlonas. Un par de individuos que jugaban a los naipes cerca de la puerta carraspearon cuando Richard pasó junto a ellos. Se apoyó en la barra e hizo una seña al mozo. —Busco al tipo de la oreja cercenada. ¿Ha aparecido por aquí? El camarero fingió un cómico terror. —¿Por aquí? ¡Oh, no se hubiese atrevido! Una carcajada se escuchó a espaldas de Richard. —Sabía que ibas a venir tú, monada. ¿Cómo crees que iba a atreverse a enfrentarse a ti? Hubiese muerto… ¡de risa! La ocurrencia fue coreada por un fenomenal conjunto de carcajadas. Richard tragó saliva y la encontró amarga. Salada y amarga. —¿Es que querías enfrentarte a él, Flanagan? ¡Ah, ya comprendo! ¡El pobre no hubiese podido oír bien cómo temblaban tus dientes! Las manos de Richard estaban quietas sobre su cinto. Los dedos temblaban casi por turno: el pulgar, el índice, el anular…, pero sus manos estaban quietas. —¡Cucú, pajarito! ¿Quieres que te enseñemos a tirar con revólver? Los ojos de Richard no veían más que espesas manchas de sangre. Por ejemplo, el tipo que tenía enfrente, el que acababa de gastarle la última broma, tenía una frente abombada y maciza. Se abriría al primer balazo como una fruta madura. Su compañero tenía unos brazos pesados y lentos; moriría sin darse cuenta, sin poder moverse siquiera. Si él empuñaba el revólver habría sangre otra vez en sus manos. Y luego Gizel…, ¿cómo se presentaría de nuevo ante ella después de administrar la muerte? —Os he preguntado si habéis visto por aquí a algún miembro de esa banda. Podéis ahorraros vuestros estúpidos comentarios. —¿Es que piensas acabar tú solo con los bandidos, Flanagan? Massel, que estaba sentado al fondo del local, se levantó pesadamente. —Te hemos preguntado hoy mismo si querías cooperar con nosotros en la tarea de destruirla. ¿Qué te ocurre ahora? ¿Es que has bebido para darte ánimos? Richard echó la cabeza hacia atrás. —No quiero matar a nadie, Massel. Únicamente pretendo hablar con esos tipos. La carcajada fue ahora estridente, escandalosa. No se recordaba en el saloon nada igual. Las botas patearon el suelo, y las sillas cambiaron de sitio. www.lectulandia.com - Página 75

Richard sintió que una luz se encendía y se apagaba en su cabeza, que algo empezaba a quemar en su interior. —¿De modo que hablar, eh? Ya vemos lo que quieres. Que esos individuos te admitan en su banda para engrasarles los revólveres. Es lo único que sabrás hacer. ¡Y aún con mucho cuidado, para que no se te disparen! Las carcajadas continuaron. Por fin, Massel, haciendo enérgicos ademanes con ambos brazos, impuso silencio a todos. —Voy a decirte una cosa, Flanagan, para que la oigan todos. Tu chica me gusta y haré lo posible para quitártela. Si es que eso te ofende, yo… —Gizel no es mi chica —cortó Richard en voz baja. —Veo que ni eso quieres reconocer, para evitarte los riesgos de defenderla. Pues bien, Flanagan, si lo que acabo de decir no te ofende, yo te desafío a que me hagas retirar una sola palabra. Te desafío con el revólver, a la distancia y en el lugar que quieras. ¿Te parece bien este aviso? —Yo hago lo mismo —manifestó, poniéndose en pie, un individuo alto y grueso, muy conocido antaño en California como excelente tirador—. Yo también desafío a ese hombre, o lo que sea, diciéndole anticipadamente que Gizel me gusta, y que le considero incapaz de defenderla. La expectación creció en el saloon. Otros dos individuos se pusieron en pie. —Yo hago esto —barbotó uno de ellos, escupiendo al suelo—. Lo hago por ti, valiente. —Y yo te desafío como los otros. Espero que me corresponda a mí el honor de matarte. Massel se acercó parsimoniosamente a Richard. —Ya lo has visto, héroe de las praderas. Hay cuatro hombres, verdaderos hombres, que te desafían. ¿Qué respondes? Richard cayó. Tenía los labios apretados en una rígida y extraña mueca. —No tengo nada que responder. Aquello era demasiado. Los que presenciaron la escena, que habían comenzado por sentir hilaridad, empezaban ahora a sentir asco. —El valiente no tiene nada que decir —sopló Massel—. Ya veremos si conserva esa actitud cuando yo empiece a perseguir seriamente a Gizel. El puño derecho de Richard se cerró un poco más, hasta quedar los nudillos completamente blancos, pero no salió disparado. Fue solo como una muda, como una inútil amenaza. Miró a los cuatro hombres que le habían desafiado. Los cuatro eran granujas, eran escoria de la frontera, los miró fijamente y grabó sus imágenes en la memoria. Pero nada dijo. www.lectulandia.com - Página 76

—Me despido de vosotros —dijo al fin—. Os deseo una selecta diversión y espero que todos halléis la fortuna y el amor en esta tierra. Echó a andar hacia la puerta. Los rostros que antes le habían mirado jovialmente, como a un mequetrefe, le miraban ahora con desprecio, como a un verdadero cobarde. Nunca a Richard le habían mirado así. Nunca había visto posados en su rostro unos ojos tan despreciativos, tan insolentes como aquéllos. Pero siguió adelante sin querer mirarlos, sin querer darse cuenta de nada. En la calle estaba su caballo. Montó en él y emprendió el regreso al trote corto, sin querer mirar atrás.

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CAPÍTULO XII LA HORA DEL DESASTRE

Richard Flanagan no se dio prisa en regresar a la casa, donde Gizel le aguardaría con impaciencia. Iba al paso de su caballo, lenta y cansinamente, sin querer pensar en lo sucedido ni en nada que tuviese relación con los últimos sucesos de su vida. Sin embargo no lograba apartar de su imaginación todo lo que acababa de ocurrir. Y procuraba darse fuerzas diciéndose que él no iba a quedarse en aquella tierra, y que prefería despedirse de Gizel con las manos limpias a tendérselas tintas en sangre. No comprendía dónde podía haberse ocultado Pinkerton ni la misteriosa banda de que era lugarteniente. Era lógico suponer que su guarida no estaría lejos de la población, ya que aparecían frecuentemente por ésta. Pero no había dado con la menor pista. Sin embargo, pronto supo a qué lugar se habían dirigido los bandidos aquella noche. Cuando estaba a unas mil yardas de la casa de Gizel, vio sobre las suaves colinas que dominaban el sendero un resplandor rojizo. El corazón le dio un vuelco en el pecho, presintiendo una terrible verdad. Puso al galope su caballo y, dos minutos después, pudo comprobar el sitio exacto de dónde provenía el fuego. La casa de Gizel ardía por los cuatro costados, igual que una pira. El fuego debía de haberse iniciado media hora antes y ahora se hallaba en su apogeo. Las llamas destruían por completo la rústica casa de troncos y sus dos dependencias: la cuadra y el granero que Richard había reconstruido tan trabajosamente. Espoleó aún más al caballo y, segundos más tarde, llegaba a la casa. Pudo entonces darse perfecta cuenta de la magnitud que el incendio había alcanzado. Pero no era sólo eso: hacia el sur, donde estaba resguardado el rebaño de Gizel restallaban cruelmente disparos de revólver. Los bandidos no se entretenían esta vez en llevarse el hato a su refugio, sino que lo deshacían a tiros. En este acto había verdadero odio, y en el rostro de Richard se dibujó una triste sonrisa al comprenderlo. www.lectulandia.com - Página 78

Tuvo que detener el caballo bruscamente para no aplastar a Gizel. La muchacha estaba tendida en el suelo, junto a la casa, y sollozaba convulsamente. —¡Gizel! —rugió el hombre—. ¡Gizel! Saltó del caballo, arrodillándose junto a ella y levantándole la cabeza con ambas manos. La muchacha tenía los ojos cerrados y los abrió al sentir el contacto de las manos del hombre. Hubo en ellos un brillo de esperanza, de fe. —Esos hombres… —susurró—. Gracias a Dios has llegado, Richard… Podrás evitar… que lo destruyan todo… Están matando el ganado. Tú… con unos cuantos movimientos del revólver… los harás huir… Les harás pagar caros los crímenes que están cometiendo… Se adivinaba que Gizel no había sufrido daños de consideración, pero que estaba embargada por la angustia y la emoción. Miró a Richard con unos ojos muy abiertos, obsesionantes. —Es la segunda vez que vienen, Richard… Y han acabado con todo lo que era mi vida… Excepto tú. No debes permitir que esto quede impune. Tú puedes… vencerlos. Richard no se movió. No hizo lo que Gizel le indicaba, y ni siquiera miró hacia el lugar de donde procedían los estampidos. Éstos seguían atronando la noche como una canción canallesca, cobarde… y Richard no se movió. No hizo nada por vengar lo que estaba sucediendo. Los ojos de Gizel se abrieron un poco más, y luego fueron empequeñeciéndose poco a poco. Hubo en ellos al principio sorpresa, luego repulsión, y por fin dolor. Un dolor invencible. Contempló a Richard con mirada extraviada y luego se echó a llorar. —No creí que lo que decían era cierto. No creí que esto fuera a suceder nunca, que un hombre pudiera ser tan cobarde, tan… —Sus frases quedaban cortadas en la garganta—. Esos bandidos nos odian especialmente a nosotros, Richard… No sé por qué, pero nos odian más que a nadie. Y tú no eres capaz de defenderme. Ni siquiera eres capaz de defender el producto de tu trabajo. No quería creer lo que decían. Richard, pero ahora me convenzo… —hizo una pausa angustiosa, dramática, tratando de respirar—. Ahora me convenzo de que eres un cobarde… Él no contestó. No trató de negar el terrible cargo de que le hacía objeto. Simplemente cerró los ojos un instante. —Voy a ayudarte, Gizel.

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Se levantó y, por fin, cuando ella creía que iba a montar a caballo y salir al encuentro de los forajidos, vio con sorpresa y dolor acrecentados que únicamente trataba de rescatar de las llamas los objetos de metal que no habían sido destruidos todavía. Se dejó caer al suelo nuevamente y se tapó la cabeza con las manos; trató de no verle mientras él saltaba entre las llamas corriendo un riesgo mil veces peor que el que hubiese corrido enfrentándose a la banda, pero un riesgo que al fin y al cabo no significaba luchar, y que, por tanto, sólo en cierto modo era indicio de valentía. Oyó ruido de cascos de caballos a su espalda y la muchacha adivinó que ahora los forajidos, concluida su siniestra tarea, regresaban. Richard los vio pasar. Primero el enmascarado, acercando tanto su caballo que los cascos de éste casi aplastaron a Gizel. Luego los otros cinco en confuso grupo, escoltando al jefe. Lo adelantaron y lo protegieron con sus cuerpos. Si ahora Richard hubiese intentado hacer fuego habría tenido que hacerlo al montón, al azar. Pero no lo intentó. Según pensó Gizel, que lo contemplaba dolorida desde el suelo, tenía miedo de empuñar las armas hasta para defender su vida. Los forajidos podían matarle, y él lo sabía. Por lo visto, prefería morir como un cordero antes que morir luchando. Cerró los ojos otra vez. Aquello era demasiado horrible. Los cascos de los caballos se perdieron en la lejanía. Y ellos dos quedaron solos, solos con sus pensamientos, con su dolor y el secreto de sus corazones. * * * Las llamas, se apagaron al amanecer, una vez hubieron consumido todo lo que en la casa era combustible. Richard rescató todo lo que pudo, pero aun así el ajuar de Gizel quedó reducido a un confuso montón de chatarra que apenas valdría quince dólares. La luz del alba iluminó un dantesco espectáculo. La casa estaba reducida a cenizas, y casi todo lo que en ella se guardó había sido destruido. Richard, en la imposibilidad de salvar a los animales del establo, había tenido que matarlos a tiros para que no sufriesen. En un radio de unas cincuenta yardas la hierba estaba salpicada de restos humeantes. Y por fin, para que a Gizel no le faltara ningún motivo de dolor en esa aciaga mañana, un corderito de leche, único superviviente de lo que había sido su rebaño, se acercó balando y se refugió espantado en brazos de la muchacha. Gizel, que había tratado de serenarse, no pudo resistirlo más y se puso a llorar nuevamente. * * * www.lectulandia.com - Página 80

—Con lágrimas no conseguiremos nada. Hay que reconstruir todo esto. Habían transcurrido dos días sin hablarse, durmiendo al raso y alimentándose únicamente de frutas silvestres y de algún ave que Richard cazó con su revólver. Gizel, cada vez que miraba los restos de la casa que sus padres levantaron, no podía contener las lágrimas. Y ahora, en uno de esos momentos de debilidad, Richard se había acercado a ella. —¿Reconstruir? ¿Para qué? ¿Para qué esos hombres lo arrasen de nuevo? De pronto, ella se puso en pie y miró salvajemente a Richard. —Sí, reconstruiremos. Lo haré para demostrar que no me doy por vencida, que tengo sólo veinte años y una juventud para perder. Y si esos hombres vienen de nuevo, yo los recibiré con mi rifle. Dispararé contra ellos, mientras me quede aliento y una gota de sangre en las venas. Y tú, Richard…, tú me cargarás el rifle. Lo dijo con sorna, queriendo burlarse de él, pero la burla le hizo daño a ella. Y apenas pronunciadas estas palabras, sus labios se doblaron en una curva patética y nuevamente rompió a llorar. —Reconstruiremos —dijo luego—. Esta mañana bajaré al pueblo y pediré crédito para levantar de nuevo mi casa. Se había lavado y peinado utilizando agua fría del río. Y, hoy como nunca, Gizel olía a hierba fresca, a lluvia, a naturaleza virgen. Richard sintió deseos de besarla y tuvo que apretar las manos contra sus costados para que no saltasen a la espalda y la cintura de la muchacha. —Está bien. Tú conoces a todo el mundo en la población y sabes bien a quién debes acudir. Yo iré un poco después. Venderé la silla de mi caballo y me darán por ella unos cuantos dólares. Compraré madera y clavos para reconstruir la casa. Gizel no quiso contestar. Le dio la espalda y echó a andar hacia el sendero. Pero, unos pasos más allá, se detuvo. Sus ojos jóvenes, y sin embargo ya extrañamente profundos, miraron a Richard. —Agradezco lo que haces. Sé que nadie me ayudaría como tú… excepto en lo más importante. Pero, de todos modos, mis sentimientos hacia ti no han cambiado, Richard. Aunque me avergüence de ello, sigues siendo el único hombre de mi vida. Volvió de nuevo la espalda y ahora sí que se alejó definitivamente Richard, con los ojos empañados por un insólito halo de emoción, la vio marchar. Sus manos estaban quietas, rígidas junto a las fundas de los revólveres. Media hora más tarde emprendió él el camino de la población, con la silla del caballo a cuestas. La mañana era plomiza y se respiraba un aire quieto. Todas www.lectulandia.com - Página 81

las cosas estaban tan en calma que parecían un presagio de muerte. Entró por la calle Mayor y se dirigió al saloon. Entre los clientes no le sería difícil encontrar a alguien que le diera un razonable precio por la silla. Pero nada más empujar los batientes oyó carcajadas y gritos en el interior. Oyó también las palabras de Gizel: —¡Soltadme, canallas! ¡Soltadme! Los ojos de Richard fulgieron acerados, crueles. Y otra vez frente a ellos espesas manchas de sangre. Entró. Vio a Gizel sujeta por cuatro hombres, que la empujaban de uno a otro entre crueles risotadas. Uno de esos hombres era Massel. A los otros los conocía también. —Salid a la calle —dijo con voz fría y calmosa—. Hay cuatro ataúdes que necesitan cadáver.

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CAPÍTULO XIII LA SENDA DE LA MUERTE

Massel y los otros dirigieron sus rostros hacia él. Le miraron con perplejidad, con recelo. Esta vez no rieron al ver a Richard, porque había algo en los ojos de éste que hacía pensar de inmediato y precisamente en la palabra «cadáver». —La chica ha venido a solicitar un préstamo —dijo Massel—. ¿No podemos entretenemos con ella un rato antes de concedérselo? —Ya no hay tiempo para nada, Massel —la voz de Richard seguía siendo fría y cortante como la hoja, de un cuchillo—. Es la hora de morir. Empujó los batientes dejando la salida franca. Los cuatro hombres, como hipnotizados, se dirigieron hacia ella. En el fondo estaban seguros de vencer de aplastar para siempre a aquel hombre que ahora quería jugar a ser valiente. Pero en sus rostros había inquietud sin que pudieran evitarlo. El aire frío de la mañana pareció penetrar por un momento en su corazón para congelarles la sangre. Massel fue el primero en salir, empujando a la muchacha. Gizel cayó sobre las tablas del porche, casi a los pies de Worke; que en aquel momento se dirigía al saloon. Varios hombres venían tras él, atraídos por la noticia de que «el cobarde» había vuelto. —¡Gizel! —exclamó—. ¡Gizel! Sus ojos, fanatizados por el odio, contemplaron a Massel. Su derecha fue hacia el revólver y, apretando los dientes, «sacó». Pero Massel fue más rápido, infinitamente más rápido. La detonación rasgó el aire antes de que Worke sacara por contrario el arma de la funda. El joven recibió el plomo en el pecho y dio un traspiés, cayendo del porche a la calle. Aún se sostuvo en ésta en un precario y angustioso equilibrio, tratando de levantar el revólver, hasta que un segundo balazo de Massel le deshizo el hombro. Cayó de bruces al suelo, hecho un guiñapo, ensangrentando el polvo de la calle. Gizel ahogó un chillido, pero Richard no hizo un solo movimiento. —Vamos al centro de la calle —dijo simplemente—. Ahora tengo un motivo más para desear llenar los ataúdes pronto. Massel salió del porche el primero, contoneándose. Acababa de comprobar que su pulso estaba fino esta mañana y se sentía capaz de ser una décima de segundo más rápido que cualquier otro tirador del Oeste. Animados por su www.lectulandia.com - Página 83

ejemplo, los otros tres se colocaron también en el centro de la calle. Dos largas hileras de espectadores silenciosos se habían formado a lo largo de ésta. Gizel, desde el porche, contemplaba la increíble escena con los ojos de hipnotizada. No llegaba a la población ni un soplo de brisa, ni un ruido que aliviase aquel silencio obsesionante, la dramática tensión de aquel momento. El cielo era gris, espeso. Richard se colocó frente a los cuatro hombres. —Los cuatro me desafiasteis —recordó—. No podéis negaros a pelear conmigo. Massel mostró sus dientes en una sonrisa de burla. —Claro que no, angelito. ¿Qué quieres? ¿Uno a uno? —Dos a dos. Será más rápido. Un murmullo de asombro se escuchó en la calle. ¿Cómo aquel loco se atrevía a pelear con dos matones profesionales a la vez? ¿Qué probabilidades creía tener, si ni siquiera llegaría a tiempo para desenfundar las armas? —Tú en el último grupo, Massel. —De acuerdo. El forajido se acarició la barba. Sus ojillos se clavaron en Gizel y pensó que tres minutos después ya nadie la defendería. Pero esos ojos sufrieron una sacudida al ver cómo Richard sacaba y hacía girar sus revólveres. Pareció como si sus manos hambrientas saltasen de alegría al sentir el contacto del acero. En menos de un segundo las hizo girar tres veces, comprobando su peso. Luego los volvió a enfundar. —¿Quiénes? Dos hombres se adelantaron, colocándose frente a él. Eran de los que le habían desafiado noches antes. Pero ahora ya no se mostraban insolentes, y en sus párpados había un temblor, como si los castigase el sol. Pero no hacía sol… —Cuando os parezca… Los hombres no se hicieron repetir la invitación. Los dos al unísono se encogieron y sacaron. Richard movió ambos codos. Nada más. Ni las piernas, ni la barbilla, ni los ojos. Sólo los codos. Sus revólveres salieron a la luz y dos llamaradas color naranja saltaron a la lividez de la mañana. Uno de los hombres se encogió, sin llegar a disparar, alcanzado en el vientre. El otro hizo un absurdo disparo a las nubes. No llegó siquiera a ver a Richard, porque la bala le penetró entre los ojos.

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El aire quieto hizo que sobre la calle se estacionase el olor a pólvora, que era como el olor a muerto. —Ahora os toca a vosotros, Massel… Los otros dos se adelantaron, llegando junto a los cadáveres. Parecía como si una mano negra hubiese dejado una huella en sus rostros. Diríase que no respiraban, que habían muerto ya. Ajustaron sus revólveres con movimientos maquinales. Richard guardó los suyos. Sabía que ante todo debía preocuparse de Massel, haciendo como si el otro no existiera. Si éste lanzaba a tiempo un balazo… mala suerte. —¡Cuidado, Massel! ¡Estás ante el «rey de Dallas»! La voz recorrió en un segundo la calle. ¡El «rey de Dallas»! La actitud de todos había cambiado en un instante. Ahora miraban como hipnotizados al coloso, al pistolero que sólo había necesitado dos segundos para enviar a dos hombres al infierno. —Cuando os parezca… Las mismas palabras que antes, parecida actitud. Massel, rugiendo, «sacó». No quería morir. «Sacó» e hizo fuego tres veces, cuatro, rugiendo de placer. Pero no se dio cuenta de que disparaba desde el suelo. No se dio cuenta de que sus espaldas se habían encorvado y de que había una sensación dulce en su corazón, como si éste trabajase sin esfuerzo, al aire libre… Dos balas le habían seccionado las arterias… De repente, una bocanada de sangre llenó su boca y él vio cómo el brillo del revólver situado frente a sus ojos se obscurecía gradualmente… Su compañero, aterrorizado, no llegó a disparar. Se vio apuntado por el revólver de Richard, y entonces supo lo que era el miedo. Él estaba solo en la calle, frente a la muerte. Y pensó de improviso en que era joven, que aún tenía madre y amigos, que aún podía y debía vivir… Pero la bala que había de matarle estaba ya en el cañón que apuntaba a su frente. Era tarde. Y entonces se arrodilló. Delante de todos se arrodilló ante Richard, con el revólver sujeto por el cañón, ofreciéndoselo, y esperó la bala que había de acabar con su existencia miserable. Como en el circo romano, ojos ansiosos esperaban cruelmente ver deshacerse su carne. Pero Richard lanzó el revólver al suelo, sin disparar. Lo arrojó para que levantase en la calle una nubecilla de polvo. —Vámonos. Había hablado dirigiéndose a Gizel, que ya estaba en pie. La muchacha avanzó tambaleante, pero él no se atrevió a darle la mano.

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Pasaron junto a Worke, que ya estaba siendo atendido por el médico de la población. Éste hizo con los ojos un gesto negativo. —Perdón… —balbució el agonizante—. Perdóneme… por haberle insultado. Sólo usted era un hombre… Cuide de Gizel…, señor Flanagan. Y su cabeza cayó a un lado, como un peso muerto. Pero fue entonces, después de aquellas increíbles escenas, cuando precisamente sucedió lo que nadie esperaba. * * * Una serie de disparos retumbó en la calle. Los espectadores corrieron despavoridos a guarecerse en los porches, dominados por la sorpresa. En un segundo sólo Richard y Gizel quedaron en la calle, junto a los cadáveres. Y entonces apareció la banda. Eran seis hombres armados, montando buenos caballos y disparando a mansalva. El enmascarado venía entre ellos, confundido con el grupo. Barrieron la calle de un lado a otro, buscando eliminar obstáculos. Las balas silbaron junto a la cabeza de Richard y entonces, al final de la calle sonó una voz: —¡Han atracado el Banco de Clarendon sin disparar un tiro! ¡Ahora huyen! Aprovechando sin duda la expectación que el duelo había despertado en la calle principal, los forajidos habían logrado penetrar en el Banco ce Clarendon sin que nadie lo advirtiese. Ahora escapaban con el producto del asalto, y estaban decididos a impedir con plomo que cualquier persecución fuese organizada. Richard sólo miraba al enmascarado. Lo miraba con ojos serenos, fríos, pero llenos de tristeza. Vio que sólo él llevaba los saquitos de oro atados a la silla de su caballo. Vio cómo alzaba el revólver para apuntar a Gizel. Iba a colocarse él ante la muchacha cuando vio que el enmascarado caía del caballo llevándose una mano a la espalda. Tras él, Pinkerton acababa de dispararle a quemarropa, y ahora se apoderaba de las riendas del caballo cargado con el botín. Ni siquiera había visto a Richard. Éste aulló: —¡Quieto, Pinkerton! El caballo del forajido se encabritó al estar su dueño a punto de perder el equilibrio y Richard esperó que levantase el revólver con el que acababa de matar al enmascarado, y entonces apretó él el zatillo de la única arma de que disponía. Pinkerton cayó hacia atrás, sin lanzar un gemido, con la cabeza atravesada. Quedaban cuatro, a punto ya de salir de la calle. Richard alzó el revólver y disparó una, dos, tres, cuatro veces. Un aullido de entusiasmo se levantaba de

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la muchedumbre cada vez que uno de los forajidos hacía una pirueta y caía. Cuatro segundos bastaron para que ninguno de ellos quedase sobre la silla. Y entonces se hizo el silencio otra vez. Un gélido y ominoso silencio. Se oyeron los pasos de Richard al resbalar sobre el polvo, al avanzar como los de un sonámbulo hacia el cadáver del enmascarado. Gizel siguió tras él. Vio una figura armoniosa, la magnífica estampa del enmascarado, que ahora yacía muerto sobre el polvo y cuya felina y extraña belleza de movimientos ya le había sorprendido una vez. Richard se volvió hacia ella, y entonces Gizel vio como un amago de lágrimas en los ojos duros del hombre. —Descubre su rostro —le suplicó—. Yo no podría. Gizel se acercó, temblando, y arrancó el grueso antifaz. Entonces sus ojos se dilataron de asombro. Los cabellos estaban cortados como los de un hombre, las ropas estaban hábilmente preparadas para simular el relieve de un hombre, pero el rostro que todos tenían delante… ¡era el de una mujer! —Mi esposa —susurró Richard—. Mi esposa… —Había en sus ojos una triste luz—. Vino aquí para enriquecerse y para destruirme. Adiviné que se trataba de ella cuando vi los arañazos de tu rostro, Gizel. Eran un acto de odio típicamente femenino. Ella te odiaba a ti más que a mí, pero había planeado destruirnos a los dos. —Yo… —susurró la muchacha, en el colmo del asombro. —Tú no conocías a Ann. Para ella no había más ley que la riqueza. Empleaba a los hombres como juguetes sin concederles ningún favor, y ésa debe ser la causa de que Pinkerton, despechado y deseando apoderarse del botín, le haya dado muerte. Ella era capaz de ser a un tiempo la más arrebatadora mujer y el más cruel y duro de los hombres… ¿Cómo podía matarla sí habíamos sido unidos para bien y para mal? ¿Cómo disparar contra el grupo en que siempre iba confundida, a riesgo de abrirle la cabeza en dos? Éste es mi secreto, Gizel, y ésta es mi terrible historia. No quería sangre en mis manos y la ha habido. Tendrás que perdonarme. Gizel se arrojó en sus brazos, llorando, y él le acarició el cabello. —Es usted el hombre más valiente que ha pisado Utah —dijo el presidente de la Junta de Vecinos, acercándose—. Aquí hay una amplia amnistía para todo lo pasado y usted es un ciudadano honrado de esta tierra, Flanagan. Nos convendrá un tipo de su temple para sheriff. Ya estamos autorizados para nombrarlo. ¿Quiere aceptar? —¿Sheriff? ¿Y eso me ocupará mucho tiempo? El que había hablado se atusó los bigotes. www.lectulandia.com - Página 87

—Verá, usted casi nos ha limpiado la población en una mañana, y toda la gentuza empezará a marcharse apenas se compruebe que aquí no hay plata, pero, de todos modos, tendrá trabajo. Hay que organizar una oficina, una cárcel, un… —¡Hum…! ¡Demasiado trabajo, amigo! ¡No me quedará un minuto libre cuando empiece a reconstruir nuestra casa! ¡Ya les invitaré a todos cuando esté terminada! Todos rieron. Y diríase que el mismo Worke, desde el Más Allá, reía también. Y que por entre las nubes plomizas que en aquel momento surcaban los cielos de Utah, el sol hacía penetrar sus rayos.

FIN

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