Atraco Final - Silver Kane

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ULTIMAS OBRAS DEL MISMO AUTOR PUBLICADAS POR ESTA EDITORIAL En Colección BISONTE SERIE ROJA: 1.319 — El sheriff y las viejecitas. En Colección SERVICIO SECRETO: 1.524 — Asesino a precio fijo. En Colección SALVAJE TEXAS: 736 — Infierno: capital. Dodge City. En Colección ICANSAS: 665 — Un buitre llamado Cox. En Colección BUFALO SERIE ROJA: 1.014 — Demasiadas faldas en Wichita. En Colección ASES DEL OESTE: 502 — Ni más ni menos que un hombre. En Colección COLORADO: 637 — Jinetes de medianoche. En Colección CALIFORNIA: 751 — Todos esperaban la muerte. En Colección PUNTO ROJO: 947 — Una tumba en Manhattan. En Colección HEROES DE LA PRADERA: 723 — Dos ojos para toda la muerte. En Colección BISONTE SERIE AZUL: 15 — Un Colt. una mujer y un diablo. En Colección BRAVO OESTE: 1.212 — Vamos, nena.

SILVER KANE

ATRACO FINAL

Colección BRAVO OESTE nº 1.213 Publicación semanal

EDITORIAL BRUGUERA, S. A. BARCELONA - BOGOTA - BUENOS AIRES - CARACAS – MEXICO

ISBN 84 02 02519 6 Depósito legal: B. 9.537-1984

Impreso en España - Printed in Spain 1.a edición en España: abril. 1984 1.a edición en América: octubre. 1984 C Silver Kane - 1984 Texto C, Martín - 1984 Cubierta Concedidos derechos exclusivos a favor de EDITORIAL BRUGUERA, S. A. Camps y Fabrés, 5. Barcelona (España)

Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S. A. Parets del Vallés (N-152, Km 21,650) Barcelona 1984

CAPITULO PRIMERO

Raffols, que tenía el mejor saloon de la ciudad de Kensington. dejó la puerta donde había estado observando la calle y volvió al interior del local. Su cara reflejaba una intensa preocupación, cosa rara porque Raffols tenía fama de hombre alegre. Miró el interior de su saloon: a aquella hora de la mañana estaban sus clientes más habituales, algunos de los cuales no se habían acostado aún después de pasar la noche bebien do. A veces Raffols se preguntaba cómo tendrían el hígado aquellos hombres después de tantos años de trasegar el whisky que él servia en su establecimiento. Seguro que les acercabas una cerilla a menos de un palmo y el hígado empezaba a despedir llamaradas. Uno de aquellos clientes salió arrastrándose de debajo de la mesa donde había estado durmiendo la borrachera, se apar tó pesadamente las telarañas de las ojos y pidió: —Raffols, sírveme otra copa. —No hay más copas. —Leches, hombre. La última... —He dicho que no hay más copas. Cerraré el saloon durante un par de días. —¿Por qué? —Se avecinan malos vientos para esta ciudad. Uno de los clientes se apoyó pesadamente en la barra para fingir que estaba sereno y masculló: -5 —¿Es que alguna vez en esta maldita tierra los vientos han sido buenos? —Sí, ya sé que en Kensington se reúnen todos los pistoleros y toda la gentuza, pero esta vez es distinto. Ha llegado Crane. Lo he visto desde esa misma puerta. Un silencio glacial se extendió por el saloon. Hasta una chica que estaba enseñando las piernas por si pescaba algún cliente, se bajó la falda. Los que estaban en la barra sabían muy bien quién era Crane. Uno de ellos dijo: —Mató a cuatro hombres en Wichita en una sola tarde. Y otro: —Peor fue lo de los cinco hombres de Tombstone. Y uno de ellos era Berry, que tenia fama de invencible. —También hablan de la masacre de la noche de fin de año en Abilene. Se comenta que fueron ocho los que se largaron al cementerio con todos los gastos pagados. —¿Y ese tipo está ahora en la ciudad? —¿A qué habrá venido9 Raffols necesitó beberse un trago de su propio whisky,

aunque sabía muy bien que para eso era aconsejable hacer antes testamento. Se sujetó el estómago con ambas manos y barbotó: —Yo no sé a qué habrá venido un tipo así, pero puedo aseguraros una cosa: la llegada de Crane supone que hay que ampliar el cementerio. Y como yo no quiero muertos en mi saloon, voy a cerrar hasta ver qué pasa. Hala, fuera todos... ¡Fuera! ¡A tomar por el saco! No se podía negar que Raffols era un hombre fino. Pero los clientes no se atendieron. Lo único que hicieron fue largarse sin pagar. Raffols empezó a gritar desde la puerta: —¡Cabrones! ¡Mamones! ¡Mal nacidos! Como si fuera música celestial. Allí no pagó ni Cristo. 6— Mientras tanto Crane había descabalgado de su caballo y lo estaba amarrando ante el Banco del Sudoeste, que era uno de los más importantes de Arizona. Notó que todos los ojos estaban clavados en él y que la gente observaba hasta sus menores movimientos, pero simuló no darse cuenta. Entró en el Banco. Era un buen local. Lujoso. Amplio. Limpio. El dinero parecía salir por las ventanas. Pero nada de aquello impresionó a Crane. Sus ojos glaciales examinaron la sala que ahora estaba vacía de clientes. Sólo un par de empleados lo miraron con curiosidad. Clavaron sus ojos inquietos en la poderosa musculatura, en las piernas largas y flexibles, en los ojos helados y en el revólver que se balanceaba sobre la cadera derecha. Todos sabían que aquel revólver era mortífero y que había contribuido a ampliar gran parte de los cementerios de Arizona. Crane, de todos modos, se comportaba siempre como un hombre fino. Dijo amablemente: —Buenos días. Y se volvió con la velocidad del rayo. Todos los que estaban allí fueron a lanzar un grito, pero no tuvieron tiempo ni para abrir la boca. La cintura de Crane pareció oscilar en el aire. El Colt brotó a la luz. ¡BANG! El hombre que acababa de aparecer en la puerta con una escopeta de cañones aserrados soltó su arma, se llevó instantáneamente las manos al pecho y dio un cuarto de vuelta sobre si mismo para estrellarse contra una jamba de la puerta. No había tenido tiempo de disparar. La bala de Crane se le acababa de alojar en el centro del corazón. El matador apenas pestañeó.

Se limitó a decir con voz opaca: —Descanse en paz. —7 El director del Banco apareció en el umbral de su despacho. Con voz temblorosa preguntó: —U...usted debe ser Crane... —Los que me conocen dicen que sí. —¿Y ese tipo qui...quién era? — Benson. —¿Por qué se lo ha cargado? —Porque él se me quería cargar a mí. ¿No le parece un motivo suficiente? Sabía que me seguía a todas partes para cargárseme por la espalda, pero ignoraba que se encontraba ya en Kensington. En fin, de todos modos tenía que haber cuidado un pequeño detalle si no quería morir. —¿Qué detalle? —Le chirriaban las botas. Y Crane puso pensativamente un cigarrillo entre sus labios mientras miraba al director del Banco. Luego dijo: —¿Qué quería de mí, Crane? —Necesito su protección, Crane. —¿Para qué? La voz de Sanders fue apenas un susurro al decir: —Tengo aquí un millón de dólares-. 8–

CAPITULO II

Crane entrecerró los ojos. Un millón de dólares era tanta pasta que sólo al oír mencionarla ya sentía vértigo. —¿Lo saben sus empleados? —preguntó. —Estos que están aquí sí que lo saben. Son de absoluta confianza. —¿Y por qué tanto dinero? ¿Por qué un millón de dólares? Sanders contestó con un hilo de voz: —El ferrocarril. —¿Han encargado al Banco que pague las nóminas del personal que ha de construirlo? —Eso y los materiales. Todo. Es una montaña de pasta. —Demasiada para- una ciudad tan indefensa como ésta. ¿Y qué tengo yo que ver con eso? —Usted es un pistolero, Crane. —Llame a las cosas por su nombre, director. Diga que soy un asesino. —Bueno, pues un asesino... Lo que le parezca. Pero el caso es que ha pacificado ciudades con sólo su revólver. Ha

protegido caravanas sin necesitar la ayuda de nadie. Ha defendido minas que nadie quería defender. Por eso he pensado contratarlo. -9 Crane no contestó de momento. Encendió el cigarrillo pensativamente, entró en el despacho de Sanders y esperó a que éste entrara también para cerrar la puerta. Luego se sentó en la misma mesa para decir —¿Tiene miedo de que lo atraquen? —Compréndalo. El dinero no es mío. —Si fuera suyo aún lo sentiría más. ¿De qué tiene miedo? ¿Ha oído algún rumor sobre un posible golpe? Sanders contestó sin mirarlo: —Claro que he oído rumores. Wallace está aquí. Crane intentó que sus facciones permanecieran impasibles. Pero no pudo lograrlo del todo. Acababa se sentir un estremecimiento en la espalda. *** Al cabo de unos segundos de silencio que se hicieron interminables musitó: —¿Wallace?... —Eso es: Wallace. ¿Conoce su historial? —Naturalmente que lo conozco: un asalto en Amarillo, otro en Dallas, dos asaltos en Dodge en un mismo día, un nuevo asalto en Tucson... Todos ellos acompañados de masacres. Dicen que es un asesino nato. —Peor que eso — murmuró Sanders—. También dicen que nunca falla. —¿Y tiene miedo de que se haya fijado en este Banco? —Estoy seguro de que se ha fijado ya. El perfume del dinero habrá llegado a sus narices. Diez contra uno a que está preparando el golpe. Y podría darlo mañana mismo, ¿entiende? Mañana... Crane sonrió. 10 Tenía una sonrisa de sepulturero que tumbaba de espaldas. —Nunca he protegido Bancos —dijo. —Bueno, pues hágalo esta vez. Será una experiencia nueva. —¿Cuánto me va a pagar? —Veinte mil si yo puedo hacer los pagos sin que ocurra nada. Treinta mil si además mata a Wallace. —¿Tengo carta blanca? —Puede usted hacer lo que le dé la gana, Crane. —Bueno, pues entonces sepa una cosa ya de entrada: yo solo no puedo defender esto. Vigilaré todo lo que haya que vigilar, pero es necesario que además contrate unos guardianes de los que saben clavar una bala entre las cejas sin nece-

sidad de levantar el rifle. Tienen que ser tres de día y dos de noche. Turnos de doce horas. Rifles «Sharp» de calibre pesado. A la menor señal de alarma, dispararán primero y preguntarán después. Y se les entregará un retrato de Wallace para que conozcan la jeta de ese tío a cien yardas de distancia. —¿Usted tiene un retrato de Wallace, Crane? —Conservó un pasquín con su cara. —De acuerdo, contrataré a esos hombres. ¿Qué más necesita? —El dinero en la caja. La combinación sólo la sabrá usteif. —De día la caja tiene que estar abierta. Hay que hacer pagos. —Muy bien, pero entonces habrá tres hombres. Y Wallace no se atreverá a atacar en esas condiciones, de eso estoy seguro. Los dos hombres se miraron fijamente. Crane dijo entonces: —Quiero tres mil por anticipado. —¿Para qué necesita tanto, Crane? — 11 — Me gusta el whisky de marca. Me gustan las tías con clase. Y las tías con clase nunca son baratas. —Okey. aquí los tiene. Trato hecho. Crane. Crane guardó los billetes y dijo: —Si me necesita llámeme. Estaré en el hotel Waldorf. Pero después de las diez de la noche. —¿Por qué? —Me espera una tía ¿sabe? Una tía con clase. 12-

CAPITULO III

Crane pasó por encima del muerto, que aún estaba cruzado en la puerta del Banco. Nadie se había atrevido a tocarlo. Luego fue directamente al hotel Waldorf. Buena jaula aquélla. Era el mejor establecimiento de la comarca. Habitaciones de lujo. Comidas y bebidas de lujo. Señoras de lujo. Y precios de lujo, naturalmente. El encargado del hotel tembló al ver a Crane. Sabia m'tiy bien lo que significaba tener un huésped como aquél. Dentro de poco habría tantos difuntos en el establecimiento que no cabrían en las camas. Pero intentó sonreír al decir —Su amiga ha llegado, señor Crane. —Hum... Veo que ha sido puntual. Mejor. —Es muy guapa, si me permite decirlo. Y ahora recuerdo que la vi actuar en el Palace de San Francisco. Es Diana

Bel le. ¿no? —Ujú. —¿Siempre va usted con bailarinas, Crane? —Las bailarinas son mi debilidad. —Lo espera en la habitación siete. —Bien. Procure que no nos moleste nadie. — 13 —Si alguien ha de molestarlo le aconsejaré que haga antes testamento, señor Crane. Crane no contestó. Se limitó a sonreír. Y fue a la habitación siete. No había estado aún en ella, pues a su llegada a la ciudad había ido directamente al Banco. Diana Belle, que tenía que llegar un poco antes, era la que se tenía que encargar de contratar la habitación. Crane empujó la puerta. Y vio a la tía sentada en la cama. El vestido desabrochado. Los senos casi fuera. Las piernas exhibiéndose hasta los muslos. La cara de viciosa que sabe volver loco a un hombre. Era una tía sensacional, pistonuda, inolvidable. Sólo que no era Diana Belle. *** Crane parpadeó indeciso. La verdad era que esta vez la sorpresa había paralizado su capacidad de reacción. Tuvo que mirar a la chica durante unos segundos interminables antes de poder preguntar: —¿Qué haces aquí? —Me iba a cambiar de ropa. Váyase. —Puede que me vaya, pero antes me gustaría saber unas cuantas cosas. Por ejemplo, tu nombre. —Me llamo Clara. —¿Y qué haces en mi habitación? —¿Su habitación?... La chica parecía tan sorprendida como Crane. Pero éste no tuvo tiempo de reaccionar, porque en aquel momento un hombre fornido y vestido de negro entró en el cuarto. Tenía 14 — pinta de predicador, y en efecto iba vestido como tal. Amablemente le dijo a Crane: —Por favor, váyase. No sé si se ha dado cuenta de que la señorita está medio vestida. Claro que se había dado cuenta. Y Crane se había dado cuenta también de que tenía unas curvas sensacionales. Pero no tuvo tiempo de decir una sola palabra porque el predicador se desentendió de él. Y si Crane había ¡do esta mañana de sorpresa en sorpresa, la que tuvo ahora fue mayor y quizá la más amarga de todas.

Porque el hombre robusto y vestido de negro sujetó a la mujer, levantándola en vilo sin que ella opusiera resistencia. Todo lo contrario, lo ayudó pasándole una mano por los hombros. Y entonces el individuo la colocó sentada en un mueble siniestro que hasta entonces no había visto Crane: una silla de ruedas. El pistolero balbució: —Pero ¿qué es...es esto? El predicador se volvió hacia él. —La señorita Clara es paralítica. Yo soy el reverendo Cotton y cuido de ella. La señorita Clara viaja conmigo para ayudar a los que son más desgraciados aún. —No acabo de comprenderlo. Expliqúese. —Pues es muy sencillo. Yo tengo una especie de hospital, o una especie de refugio si prefiere llamarlo así. para personas desvalidas como la señorita Clara. —¿Quiere decir paralíticas? —O personas a las que les faltan los brazos o las piernas. Eso es peor aún. —Dios santo... —Quizá usted se esté preguntando en qué consiste nuestra ayuda. —En efecto, me lo estoy preguntando —musitó Crane. —Pues es muy sencillo: recaudamos fondos aquí y allá. - 15 Vamos a los establecimientos ricos, desde los ranchos a los Bancos. Cuando la gente ve a Clara se da cuenta de lo que debe sufrir. Y nos da una limosna. —Entiendo. —¿Nos daría usted algo, por ejemplo, amigo? —Pues... pues, sí. Y Crane largó cien dólares. Aquello podía considerarse una fortuna. Pero no le supo mal. La visión de aquella mujer joven, tan bonita y tan destrozada lo había impresionado de tal modo que le pareció que cien dólares eran una bagatela si con ellos podía aliviar . un sufrimiento así. Lo que no comprendía era qué hacía Clara en su habitación y por qué no estaba allí Diana Bel le. .Pero esa duda quedó disipada en seguida. El dueño del hotel llegó entonces balbuciendo: —Lo... lo siento, señor Crane. —¿Qué pasa? —Olvidé decirle que hubo un cambio de habitación a última hora... Instalé a la señorita Diana Belie en la diecisiete, no en la siete. Es en el piso de arriba. —No lo lamente tanto. Esto me ha permitido conocer a la señorita Clara. La cambiaría por Diana Belle. Y añadió: —Lástima que no pueda mover las piernas. No cabía duda de que Crane era un cínico de alivio.

Pero Clara no debió ofenderse, porque dijo: —Sí. Es una lástima. Habría que ver lo que estaría pensando una hembra tan bonita y tan inservible. Crane musitó: —Okey, nena. Y fue a la habitación donde lo estaba esperando Diana Belle. Al menos ésta podía moverse, qué demonios. 16 —

CAPITULO IV

A la mañana siguiente, cuando Crane fue de nuevo al Banco, se dio cuenta de que el director era un hombre que hacía las cosas bien. Va había realizado su parte de trabajo, y tres vigilantes armados con rifles «Sharp» estaban en el interior del Banco, vigilándolo todo. Podia ser que Wallace estuviera en la ciudad preparando un golpe, pero necesitaría estar loco para tratar de darlo en aquellas condiciones. Aunque contara con media docena de hombres, la mitad de ellos estarían muertos antes de llegar a la caja fuerte. Y la otra mitad no podría nunca salir de allí, porque el sheriff se movilizaría en seguida. Crane se dio cuenta con satisfacción de que la cosa iba bien. Por primera vez en su vida se iba a ganar una bonita suma sin dar golpe. Pero además vio otra cosa. Vio que Clara y el predicador estaban también allí. Salían en aquel momento. Era el reverendo Cotton el que empujaba la silla de ruedas. La chica miró a Crane. Sus ojos eran turbios y viciosos. Diablos..., ¡la de cosas que podían pasar si aquella chica llegara a moverse! Crane pensó otra vez: «Lástima». Mientras los veía desaparecer, oyó otra vez la voz de Sanders, el dueño del Banco: —Penoso, ¿verdad? — 17 —Sí... Es una chica fantástica a la que el destino ha convertido en una piltrafa. —Es lo mismo que pienso yo. Por eso les he dado una buena limosna. Piden ayuda para casos como el de Clara. —Lo sé. —Le he dicho que mañana venga a recoger algo más de dinero. Mis hombres tienen autorización para dejarla pasar. Pediré permiso al dueño del Banco para poder entregar una limosna un poco más alta.

—Es una gran idea, señor Sanders. — Me dan mucha lástima las desgracias cuando éstas afectan a personas tan jóvenes. Pero hablemos de otras cosas... Se habrá dado cuenta, Crane, de que he seguido al pie de la letra sus indicaciones. Ahora no hay quien entre aqui. —Eso espero. —Mis nuevos hombres son excelentes tiradores... Un empleado que conoce a toda la clientela les indicará qué personas pueden entrar sin ser molestadas. Las otras deberán dejar sus armas en la puerta. Mientras uno de los guardianes controla la operación, los otros dos apuntarán. Y tienen órdenes de tirar a matar si ocurre algo. —No resulta muy agradable, señor Sanders, pero no tiene usted otro remedio que obrar así mientras sea responsable de esa fortuna. Por suerte la cosa durará muy pocos días. —Una semana como máximo—confirmó Sanders. —Pues adelante. —Oiga..., ¿ha averiguado si Wallace está efectivamente por aquí? —He estado husmeando —gruñó Crane. —¿Y qué? —No se le ve el pelo por^ninguna parte. Claro que es muy astuto y sabe ocultarse hasta el momento de la acción. Además lleva pocos hombres y muy buenos. Podrían hospedarse en mi mismo hotel y no haberme dado cuenta. —Pues sí que estamos arreglados. 18 — —De todos modos, no tema. No va a ocurrir nada. Mire, por medio de un fotógrafo de la ciudad he obtenido copias de la cara de Wallace. Aquí las tiene. Que los guardianes se graben bien esta jeta en la memoria, y si le clavan la mirada encima que no lo duden uñ momento: deben tirar a matar. En caso contrario Wallace no les daría tiempo. —Le he dicho que son hombres de primera clase, Crane. —Estoy convencido de eso. Se les nota en todo, hasta en la forma de mirar. Pero que no se fíen. Wallace se las sabe todas. Y salió de allí. Había tratado de asustar un poco a Sanders para que no se confiara, pero de todos modos estaba seguro de que nada iba a ocurrir. Tres hombres de día eran garantía suficiente. Dos hombres de noche, y además con las puertas cerradas, eran una garantía mayor aún. Esta vez Wallace, si estaba allí, se tendría que machacar los dientes con una piedra. De modo que volvió a ira la habitación donde lo guardaba Diana Bel le. Esa, sí que era una atracadora de verdad. Lo dejaba a uno seco. ***

La mañana apareció tranquila, cálida, un poco neblinosa, una de esas mañanas que invitan a no hacer nada y a mirar tranquilamente desde la cama cómo se va elevando el sol. Al fin y al cabo, si el sol se levanta, ¿por qué puñeta tiene uno que imitarlo? Crane bostezó mientras se afeitaba. Bueno, un día tranquilo. No iba a pasar nada. No podía pasar nada. Y dentro de — 19 muy poco, cuando el Banco hubiera hecho sus pagos norma les. él se embolsada un montón de dólares. Los tres guardianes del Banco estaban a punto de bostezar también. La mañana se presentaba de lo más aburrido. Habían llegado muy pocos clientes, pero de un momento’ a otro se esperaba al gerente de la compañía ferroviaria. La caja fuerte estaba abierta. Sanders dio una vuelta por la sala, se cercioró de que todo estaba en orden y fue a regresar a su despacho. Fue entonces cuando se dio cuenta de que el reverendo Cotton iba a entrar mientras tiraba de la silla de ruedas con la chica. Lo mismo el reverendo que la silla estaban de espaldas a la puerta. Cotton volvió un poco la cabeza para preguntar: —Por favor, ¿me ayudan? —¿Qué pasa? —preguntó Sanders acercándose a él—. (,Qué necesita? —Usted dijo que nos daría hoy una limosna un poco más crecida. Perdone que insistamos, pero es que esta misma tar de vamos a dejar la ciudad. —Lo de la limosna está hecho. Ya he pedido autorización. Yo me referia a lo de la silla. ¿Por qué no puede entrar? —No lo sé aún... Parece que se han encallado las ruedas. Le he dado la vuelta por si tirando de la silla hacia atrás rodaban, pero veo que es inútil. ¿Por qué no me ayudan a entrarla en brazos y vemos qué pasa? —Con mucho gusto. Y Sanders hizo una seña a dos de los guardianes. —Por favor, ayudadme. Entre los cuatro la llevaremos como si fuera una pluma. —Claro, jefe. Sujetaron la silla. En efecto, la entraron como si fuera una pluma. Sólo que uno de los guardianes, el que estaba en la parte delantera de la silla y por lo tanto podía ver bien a su ocupante, balbució: 20—Je... ¡jefe! —¿Qué pasa? —¡No es la misma chica! En efecto, la paralítica era otra.

Todos pudieron verlo al dejar bruscamente la silla en el suelo. Una cara ancha y pétrea, carente de toda belleza. Unos ojos duros y crueles. Una boca torcida en una mueca. Y las manos... ...¡En cada una de sus manos había un revólver! Los dos guardianes fueron, a moverse simultáneamente. Eran hombres rápidos y por un momento pensaron que llegarían a tiempo. No llegaron. Los dos revólveres dispararon a la vez en las manos femeninas. La primera bala alcanzó a uno de los guardianes en la frente. La segunda alcanzó al otro en el centro del corazón. Ambos se desplomaron sin poder siquiera parpadear. Claro que quedaba un tercer guardián, pero de ése se estaba ocupando el reverendo Cotton. El hombre vestido de negro giró sobre sus tacones y disparó dos veces. El guardián ni se enteró de lo que ocurría. Cayó pesadamente mientras todos los empleados, llenos de horror, ponían al instante los brazos en alto. La «paralítica» se puso en pie. El reverendo apuntó a todas partes. Ahora eran tres Colt 45 los que encañonaban a toda aquella gente indefensa. Sanders sintió que las rodillas no lo sostenían. Y solamente pudo balbucir —U...usted no es Wallace... —Claro que no lo soy. Pero eso poco importa ahora. Dile al cajero que meta la pasta en este saco. ¡Y aprisa! De debajo de su americana negra había sacado un fino y resistente saco que parecía estar hecho de seda. Lo arrojó a las manos del cajero', que apenas pudo balbucir —Sí..., sí, señor. — 21 No necesitó la orden de su jefe. Empezó a meter los billetes en el saco como si fueran mendrugos de pan. Como en cada fajo había diez mil pavos, la faena estuvo muy pronto hecha. Por descontado que mientras tanto un par de curiosos se habían acercado a la puerta, atraídos por el estrépito de los disparos, pero fueron inmediatamente dispersados por una rociada de plomo que envió la «paralítica». Mientras tanto, el falso reverendo gritaba: —¡Aprisa, hijos de perra! ¡Aprisa! El saco voló por los aires. Un par de fajos cayeron a tierra, pero los asaltantes no iban a detenerse por menudencias. Corrieron hacia la puerta, mientras el «reverendo» apuntaba a Sanders. Este balbució: --¡No! ¡BANG! La bala le voló la cabeza. Ni se dio cuenta de lo que

ocurría. Dio dos pasos hacia atrás y se estrelló contra el mostrador, muy cerca de donde estaba la caja. Mientras tanto los dos asaltantes corrieron hacia la puerta. Había que ver la agilidad que gastaba la «paralítica», que ya ni se acordaba de la silla de ruedas. Llegaron a la salida casi al mismo tiempo que el sheriff. Porque era lógico que al sheriff lo hubiesen alertado las detonaciones. ¿Iba a fallar el golpe? ¿Aquellos malditos no habían previsto la huida? El sheriff gritó: —¡Alto, hijos de perra! ¡BANG! El sheriff se estremeció, alcanzado mortalmente. Aquellos malditos sí que habían previsto la huida. La bala acababa de llegar por detrás. El hombre que estaba apostado en uno de los tejados fronteros, con un rifle automático en las manos, disparó de nuevo para asegurarse de que el sheriff ya no molestaría más. Alcanzado por según 22 — da vez en la espalda, el agente de la ley se desplomó como un fardo. Los dos atracadores, hombre y mujer, corrieron mientras el tirador del tejado los protegía con su fuego. Nadie se pudo acercar. Un valiente que lo intentó cayó entre alaridos cuando un plomo le astilló una pierna. Lo mismo el hombre que Ja mujer montaron en los caballos que previsoramente estaban amarrados al otro lado de la calle. Demostraron ser unos jinetes de todos los diablos. Mientras el tirador del tejado se deslizaba vertiente abajo para caer por una calle lateral, ellos dos se perdían de vista entre una nube de polvo. Atrás quedaban los muertos. Y una caja de caudales vacía. Y una silla de ruedas como recuerdo. — 23

CAPITULO V

Los dos jinetes no fueron demasiado lejos. Dejaron los primeros caballos en un cruce y saltaron sobre las sillas de otros que estaban amarrados también en el punto exacto. Los primeros animales, al sentirse libres, fueron hacia la derecha, hacia la dirección en que tenían la cuadra. Los fugitivos se dirigieron hacia la izquierda. De ese modo los perseguidores, cuando llegasen a aquel enclave, seguirán las huellas que habían encontrado durante todo el camino, es decir las marcas dejadas por los cascos de los dos primeros caballos. Las herraduras de los animales

usados en segundo lugar eran completamente distintas, de modo que existían grandes posibilidades de que todos los perseguidores se despistasen. Tampoco ios fugitivos fueron demasiado lejos esta vez. Si galopaban demasiado tiempo, corrían el peligro de que alguien los viese. Apenas diez minutos más tarde, después de atravesar un riachuelo. Sé detuvieron ante un edificio feo y siniestro junto al cual se apilaban grandes cantidades de madera. Un rótulo situado a lo largo de la fachada decía: «FABRICA DE ATAUDES LA FELICIDAD ETERNA». Era lo que se dice un sitio alegre. Uno de esos sitios que ni pintados para gastarse la pasta de un atraco. Pero no era eso lo que pensaban los dos fugitivos. Nada más llegar ante el edificio, saltaron de las sillas y pasaron al interior. Un hombre salió a su encuentro, les hizo una seña 24 — y se alejó de allí, siguiendo en sentido inverso el camino de los dos atracadores. Con una larga rama llena de hojas fue esparciendo el polvo y borrando así las marcas de los caballos, hasta llegar al riachuelo. Luego regresó. De ese modo, si alguien seguía al rastro dejado por las segundas huellas, se encontraría con que éstas desaparecían más allá del riachuelo. Lo lógico era pensar en tal caso que los asesinos habían seguido su camino por el agua, a fin de no dejar marcas. Los eventuales perseguidores se dividirían entonces en dos grupos, unos para seguir el riachuelo curso arriba y otros para seguirlo curso abajo, pero en ningún caso seguirían más allá, puesto que los rastros habían desaparecido. Lo mismos el «reverendo» que la «paralítica» podían considerarse seguros. Pero no se habían conformado con eso. Su plan era inteligente en extremo. Fueron más allá. De la fábrica estaba saliendo en aquel momento un cargamento de ataúdes en un enorme carro. Había más de veinte, todos ellos vacíos, sin asas y sin barnizar. En las funerarias que los comprarían más tarde se ocuparían de acoplarles los últimos detalles, según los gustos de los «alegres» clientes. Los dos fugitivos no perdieron tiempo. Se introdujeron con toda rapidez en dos de los ataúdes vacíos que el propio conductor del carromato les indicaba. El «reverendo» llevaba el botín. Luego los dos ataúdes llenos fueron colocados debajo de los que estaban vacíos. El propio conductor y un ayudante hicieron el trabajo. Cinco minutos después, el carromato emprendía tranquilamente su camino. Todas las precauciones estaban tomadas. Era materialmente imposible que los dos atracadores asesinos fueran descubiertos. Incluso alguien podía pensar que las precauciones tomadas por éstos habían sido exageradas. Pero no lo eran. La reacción de las autoridades había si-

do más rápida de lo que todos imaginaron, y había patrullas - 25 por todas partes. No había pasado media hora cuando cuatro jinetes armados hasta los dientes aparecieron en el camino del carromato. Los cuatro jinetes llevaban insignias. Sin duda se trataba de un grupo de voluntarios que había sido legalizado sobre la marcha por el ayudante del sheriff. Aquellas insignias significaban que podían hacer cualquier cosa en caso de encontrar a los culpables. Por ejemplo, matarlos allí mismo. El que mandaba la patrulla detuvo el carromato con un gesto. —¡Eh, Sam! Sam, el conductor, se rascó una oreja. Los miró como si fueran unos tíos venidos del planeta Marte. —Pero ¿puede saberse qué pasa aquí? —masculló. —Pasa que nos vas a decir adonde te diriges, Sam. Y nos lo vas a decir ahora. —Maldita sea, voy adonde siempre. Voy a hacer el reparto de ataúdes por las diversas funerarias de la región. Cada miércoles hago el reparto, ¿no? Y hoy es miércoles. Malditas sean vuestras preguntas. Idos a tomar por el saco. Los cuatro jinetes guardaron silencio. Sabían muy bien que, en efecto, cada semana el carromato de la fábrica de ataúdes hacía aquel camino. Para justificarse, el jefe de la patrulla murmuró: —Han cometido un robo tremendo en el Banco de Kensington, Sam. Una montaña de muertos. Una salvajada. Y encima se han llevado un millón de dólares. —Y una mierda. Jamás ha habido un millón de dólares en ese Banco cochambroso. —Esta vez lo había. —Leches... ¿Estáis hablando en serio? —Y tan en serio, Sam. Por eso hay más de cincuenta hombres movilizados por todas partes y con orden de ahorcar a los culpables allí donde sean hallados. Justicia rápida, ¿sabes? Esos cerdos han matado incluso al sheriff. 26 — Sam hizo un gesto de buen chico, como si lo comprendiera. —Pues vaya noticias me dais... —musitó—. En fin, lo que puedo aseguraros es que no he visto nada. Todo está tranquilo en el camino, ¿sabéis? Pero si queréis registrar los ataúdes a mí me parecerá perfecto. —No hace falta. Sam. —Hombre, abrid unos cuantos... Yo me quedaré más tranquilo, ¿sabéis? Los patrulleros se encogieron de hombros, abrieron dos de las cajas (naturalmente de las de arriba) y comprobaron que estaban nuevas y vacías. Luego regresaron a los caballos.

—Sigue tu camino, Sam. No vale la pena perder el tiempo contigo. —Bueno, como queráis... Que tengáis suerte. ¿Cuántos eran los atracadores? —Dos. —¿Queréis que os deje dos ataúdes para cuando tos encontréis? —No vale la pena. Lo que quede de ellos va a caber en un orinaf. Los patrulleros siguieron su camino. Sam aflojó las riendas y siguió por el camino mientras silbaba una cancioncilla. Era una cancioncilla. que estaba muy de moda en los saloons aquel año. Se titulaba «Un millón de dólares». *** Mientras tanto, en Kensington, en la ciudad escenario del sangriento atraco, los acontecimientos se estaban precipitando también. Dos personas subían en aquel momento las escaleras del hotel. - 27 Fueron a la habitación número siete. De un puntapié derribaron la puerta. Y allí estaba. La vieron muy bien. Medio tendida en la cama. Con las piernas muy quietas. Con la mirada extraviada, como si no entendiese nada de lo que sucedía. Con su cara de chica viciosa, pero que no puede practicar ningún vicio porque el cuerpo le falla. Era Clara, la verdadera paralítica. Las dos personas que acababan de entrar tan elegantemente en la habitación la miraron con fijeza, mientras desenfun daban sus armas. No eran dos hombres, como hubiera pare cido lógico dada su brutalidad. Eran un hombre y una mujer. El hombre era bajo y chaparro, con cara de jabalí rabioso. La mujer era alta, esbelta, curvilínea, poderosa, tentada ra, soberbia. Una mujer como para chuparse los dedos. Iba vestida con unas ropas vaqueras muy ceñidas. Sus curvas estallaban. Era una mujer fabulosa para la cama. ¿O para la tumba? Porque empuñaba el Colt con mucha más energía aún que el hombre. Y se notaba en sus ojos que estaba ansiosa de disparar. Fue ella la que se acercó a la paralítica. Y le propinó dos reveses con tal rabia que la tumbó sobre la cama con la boca llena de sangre. Luego se presentó. —Me llamo Lorena —dijo.

Clara balbució, tragándose su propia sangre: —¿Y qué... qué haces aquí? —Soy agente de la compañía de seguros «Baxter». Este es Tim, mi ayudante. —¿Y qué me importa a mí..., tu maldita compañía de seguros? Había lágrimas en los ojos de Clara. 28Pero en la boca de Lorena se hizo más patente la mueca de desprecio al decir —Ese millón de dólares que robásíeis del Banco estaba asegurado. La Compañía me ha avisado por telegrama para que lo recupere, porque de lo contrario tendrá que pagar. Y pienso recuperarlo. Vaya si pienso hacerlo, maldita zorra... La golpeó otra vez. Clara hundió la cabeza sobre la almohada mientras balbucía: —Por Dios... —Dime dónde están tus cómplices. —Yo no he robado nada... —Tú fuiste la que se presentó como una paralitica en el Banco para preparar la trampa. —No me presenté como una paralítica. Desgraciadamente lo soy... —Lo cual no impide que estuvieras de acuerdo con esos sucios asesinos. —No... no estaba de acuerdo con nadie... Conocí a ese falso reverendo hace unos días... No sabía que era un farsante... Es verdad que yo reúno limosnas para una institución caritativa. Y él... él me dijo que me ayudaría. No sospeché nada, lo juro. Lo juro... Su boca estaba torcida en una mueca de angustia. Su cuerpo temblaba. Estaba claro que decía la verdad, pero Lorena seguía clavando en ella aquellos ojos de desprecio. Clara siguió: —Cuando fuimos al Banco, yo creí que él obraba de buena fe... No sospechaba nada, nada absolutamente... Pero esta mañana muy temprano se presentó aquí y me dijo que iba a arreglar la silla de ruedas, porque estaba estropeada desde el día anterior. Ahora me doy cuenta de que fue él quien la estropeó... Por descontado dejé que se la llevara. No podía imaginar que... que me iba a sustituir por otra mujer. —No te sustituyó... Estabais todos de acuerdo. ¡Mientes, zorra! — 29 —Estás equivocada... Si yo fuese su cómplice no me hubieran dejado aquí... Tim musitó desde la puerta: —Tiene razón, Lorena. No se han ocupado de ella. Eso indica que la han utilizado como un simple instrumento. Lorena guardó el arma con un gesto de desprecio. Sus

hermosas posaderas se estremecieron cuando dio bruscamente la vuelta. —Eso ya lo averiguaremos —dijo—. Creo que nos vamos a volver a ver otra vez, maldita puerca. Y salió de allí. Las pisadas de sus tacones se perdieron a lo largo de las escaleras del hotel. Clara seguía llorando. No sentía dolor en su boca destrozada a golpes. Sentía dolor en el fondo del alma Quiso salir de la cama y cayó. Desde el suelo minó obsesionada la puerta de la habitación que se estaba abriendo nuevamente. Y en el hueco apareció un revólver. Pero esta vez no lo empuñaba una mujer. Lo empuñaba un hombre. 30 —

CAPITULO VI

El tipo que acababa de entrar tenía la cara picada de viruelas. Sus ojillos parecían los de un ratón y en su boca también había una mueca de desprecio. —¿La señorita Clara? — preguntó educadamente. La paralítica casi se arrastraba por el suelo. Balbució: —¿Quién es usted? —Alguien que estaba esperando este momento. —¿Qué... quiere decir? —Me han ordenado hacer un trabajo aquí, nena. —¿Qué... qué trabajo? El aparecido rió silenciosamente. —Bueno... —dijo—. Yo soy amigo del reverendo Cotton. —¿Qué?... —Estaba en un tejado frente al Banco cuando mis compañeros huían. Los he ayudado, ¿sabes? Y he matado al sheriff. —Tú eres un... un... —Lo que pasa es que nadie me ha visto, y por eso he podido entrar tranquilamente en el hotel. He de terminar el trabajo, preciosa. Y tú eres ese trabajo. Clara palideció hasta adquirir el color de la muerte. Sus piernas siempre le habían fallado, pero ahora ya ni las sentía. Patéticamente se arrastró por el suelo de la habi— 31 tación. Trató de gritar, pero hasta para eso le fallaron las fuerzas. Ningún sonido partió de su garganta. E! intruso guardó el Colt y sacó silenciosamente un largo cuchillo de desollar. —Lo siento, muñeca —dijo—. A pesar de ser una paralí-

tica hay que reconocer que eres muy bonita. Pero has visto durante tanto tiempo al falso reverendo Cotton que podrías ser algún día un testigo de cargo contra él. Un testigo muy molesto, ¿sabes? Demasiado molesto... Por eso me han encartado acabar contigo. Nuestra norma es no dejar estorbos a la espalda. Y levantó el cuchillo. Todo fue instantáneo. Al menos ella no sufrió. La sangre salló hasta las paredes. Con un gesto despectivo el asesino guardó el arma, echó una última ojeada al cadáver y salió del hotel. Nadie se fijó en él por dos razones: porque no había hecho j,uido y porque la confusión era indescriptible. Luego fue por el callejón lateral en busca de su caballo, para alejarse de la ciudad. Se sentía satisfecho. Todo había salido a pedir de boca. No le importaba en absoluto haber asesinado a sangre fría a una mujer. Lo único que lamentaba —si aquel tipo era capaz de lamentar algo— era qué hubiese sido en vida una mujer bonita. Y fue entonces cuando oyó aquella voz. Era una voz opaca y helada. Aquella voz dijo desde la esquina: —Lástima, ¿verdad? Era una mujer bonita. *** 32 — El asesino se volvió. Pudo ver la cara de acero. Los ojos de hielo. La boca despectiva que era la de un sepulturero que está pensando en hacer la sepultura más honda. Mientras sentía frío hasta en la boca del estómago balbució: —Crane... Porque, en efecto, era Crane el que estaba allí. Un Crane en cuyos ojos brillaba un fulgor quieto y asesino. Un Crane cuya derecha acariciaba la culata del Colt. El asesino intentó sonreír. Pero hasta las mandíbulas le temblaban del miedo que tenia. —¿De... de qué mujer estás hablando? —balbució. —De la que acabas de matar. —¿Matar yo? Je. je... Tú estás borracho, amigo. ¿Qué te hace suponer eso? —Tres cosas. —¿Tres... cosas? —Sí. La primera que sales del hotel donde estaba Clara. La segunda que llevas las ropas manchadas de sangre porque no has limpiado ni el cuchillo. La tercera que te llamas Hunt

y siempre has trabajado para Wallace. Y da la casualidad que Wallace ha asestado en esta ciudad el golpe más importante de su vida. Podría añadir una cosa más: que la paralítica sabía demasiado. Pero ya no vale la pena. La sonrisa se fue helando en los labios de Elunt. Balbució: —Te e...equivocas. —He llegado tarde dos veces, Hunt. Sí, amigo... Esta mañana he llegado tarde dos veces, y eso no me lo voy a perdonar jamás. No creí que nadie fuese a atracar el Banco y esa confianza me ha impedido llegar a tiempo. No creía que fuesen a matar a la pobre Clara y eso me ha hecho dirigirme al hotel cuando tú ya estabas saliendo. Pero no llegaré tarde — 33 nunca más, amigo. Juro que no... Y para demostrarlo te diré que te he reservado ya un sitio estupendo en el infierno. Hunt lanzó una especie de gritito. Supo que iba a morir. Ante un tipo como Crane no se sobrevivía. Pero intentó luchar. Al fin y al cabo estaban cara a cara. Fue a llevar la derecha al Colt. ¡BANG! El alarido de dolor se tuvo que oír en toda la ciudad Crane había disparado, pero no a la cara ni al corazón. Había disparado al bajo vientre. Sintiendo que el mundo desaparecía de sus ojos. Hunt cayó de rodillas. Balbució: —No... Crane dijo: —Sí. muchacho. Se plantó a menos de un paso de distancia. ¡BANG! La cabeza del asesino voló. Y fue entonces cuando Crane sintió en su nuca el frío de la muerte. Había oído el chasquido de un martillo de Colt al alzarse a menos de dos palmos de distancia. ¡Tenía un enemigo detrás! ¡Aquello era la muerte! ¡BANG! La ciudad entera se estaba llenando de detonaciones, de gritos de agonía de expresiones de muerte. El hombre que ya se disponía a desnucar a c ~ane con un balazo cayó hacia atrás él mismo. Sus" ojos despidieron una última llamarada de horror. Soltó el arma mientras una bala de calibre pesado se alojaba en el fondo de sus sesos. Crane se volvió poco a poco. Aún no podía creer que estuviera vivo. 34 Notaba todavía el sabor de la muerte en la boca.

Y entonces la vio por primera vez. Curvas potentes. Ropas vaqueras que estallaban. Unos labios rojos y golosos. Unos ojos crueles. Y un revólver humeante, mientras la boca de la mujer decía: —Yo me llamo Lorena, macho. — 35

CAPITULO VII

El revólver de Crane también estaba humeante. Y él lo guardó con gestos de absoluta frialdad mientras ella añadia: —Me caes bien. —¿Por qué? —Acabas de vengar a Clara. —¿Sabías que la habían matado9 —Lo has dicho tú. —Es cierto... Y ese sucio asesino no ha podido negarlo. Pero ¿de qué conocías a Clara? —He estado en el hotel hace un momento, hablando con ella. He tenido que apretarle las clavijas, ¿sabes? Al final me he convencido de que no mentía y hasta me ha caído simpática. Pero el oficio es el oficio. —¿Qué oficio, Lorena? —Represento a la Compañía Baxter, la famosa empresa aseguradora. Cuando se produce un atraco importante yo tengo que intentar dar con los culpables y recuperar el botín para que la Compañía no pague. —De modo que estás detrás de este asunto... —Sí. —Lo mismo que yo —dijo Crane. —Pero te he oído decir que habías llegado tarde. —No me lo perdonaré nunca. 36 —Deja de sufrir por eso, Crane. También he llegado tarde yo. Tenía que haberme dado cuenta de que Clara, al no ser culpable, necesitaba protección. Cuando lo he pensado y me disponía a regresar al hotel, ya el infierno estaba en marcha. De todos modos algo hemos conseguido: esos dos hombres están muertos. Y al tuyo le has. atizado un primer balazo que ya, ya... —Espero que en el infierno lo declaren impotente honorario. Y ahora dime quién es, o quién era, el que has matado tú. —Un ayudante de Hunt. Este guardaba siempre las espaldas a los principales miembros de la banda, pero a su vez exigía que le guardaran las espaldas a él. Lo tenías detrás

desde el momento en que Hunt ha caído para siempre. Crane hizo un gesto afirmativo. —Me has salvado la vida, Lorena — musitó. —Eso es verdad. —¿Qué puedo hacer por ti? —Me debes una copa. —Eso es bueno, nena. Me caes bien. —Y si algún día me salvas la vida tú a mí, ¿qué me pedirás, Crane? —Tocarte las tetas. —¿Siempre hablas con la misma claridad? —Sólo cuando soy educado. —¿Y cuando no lo eres? —Entonces hablo de tocar otras cosas. Ella hizo un suave movimiento de vaivén con sus caderas opulentas, indicando que, en efecto, allí abajo había muchas cosas que tocar. —Pues date prisa a salvarme —dijo—. Tendrá que ser antes de que me vuelva vieja. —Te falta mucho para eso. - 37 —No te fíes. Y ahora invítame a un trago. De cintura para abajo no sé cómo estoy, pero de cintura para arriba te juro que estoy seca. *** Cuando el carromato de los ataúdes llegó a las cercanías del cruce de caminos de Brisbae Point se detuvo pesadamente. Sam tiró de las riendas, miró en todas direcciones, se . convenció de que no había nadie a la vista y gritó: —¡Eeeeeeeh! . Con movimientos rápidos se dedicó a quitar los ataúdes vacíos, hasta poder abrir los dos que tenían «inquilino». El hombre y la mujer salieron medio ahogados, pero sin soltar el saco con el botí n. —Maldita sea. ya era hora. Nos estábamos friendo —masculló Cotton. Y ella: —Has exagerado un poco, ¿no crees? —Ni exagerar ni puñetas. Estáis justo en el sitio donde acordamos que os dejaría. Desde aquí podéis ir a cualquier sitio y nadie sospechará. Y ahora venga mi parte. Yo ya he cumplido. —Y muy bien, por cierto. Sam. —Pues aflojad la mosca. Yo no trabajo por amor al arte, y menos en un golpe de esta envergadura. Cotton movió un poco el saco lleno de billetes. —Tienes razón —dijo—. ¿Cuánto habíamos acordado, Sam?

—Dos de los grandes. —Muy bien, hombre. Ahora te los doy. Metió la mano en el saco. Sus dedos rozaron la culata del Colt. 38 Nadie excepto él sabía que un revólver estaba escondido allí. Y el que menos podía saberlo era Sam. Miraba fascinado el saco, soñando con el momento en que aparecieran los dos mágicos billetes. Lo que apareció fue una llamarada roja. Sonó un estampido. Un grito. Sam cayó con los ojos desencajados y un brutal orificio en la frente. La mujer ni pestañeó. Pero con voz opaca dijo: —Por dos de los grandes no valía la pena. —No era por eso. —¿Pues por qué? —Sabía demasiado. Podía irse de la lengua. Podía cantar. —Eso es lo que siempre te ha enseñado Wallace, ¿verdad? —Sí, Pamela. —Nada de testigos a la espalda. —Sí, nena. —Mejor que no me llames Pamela. No me gusta que usen mi verdadero nombre. —¿Qué importa? ¿Quién nos oye ahora? —Tienes razón. Pero tenlo en cuenta para cuando estemos en público. No quiero dejar nada al azar. —Okey, Pamela. —Y ahora vamos en busca de Wallace. Hay que liquidar el asunto y repartir el botín. Por cierto, ¿vas a presentarte vestido de predicador? —¿Y por qué no? Es un buen disfraz. Además la gente confia en mí, ¿sabes? Tengo cara de buen chico. Y lanzó una carcajada, mientras pasaba una mano por el opulento trasero de Pamela —Eso no es digno de un predicador — musitó ella. — 39 —Te doy uno de los grandes si me dejas hacerlo. Nunca una mujer ha cobrado tanto por tan poca cosa. —Quizá. Cotton. pero yo no soy una mujer de ésas. Y ahora vamos a buscar a Wallace. Ya sabes lo que pasa. —¿Qué pasa? Pamela señaló sus curvas. —Pues sencillamente esto: que él tiene una exclusiva aqui. El falso reverendo Cotton hizo un gesto de contrariedad. Y para demostrar que era un chico fino, dijo: — Mierda. 40-

CAPITULO VIII

Un hombre muerto, una pila de ataúdes volcados y un carromato detenido en el cruce de caminos darían mucho que pensar a las autoridades de la zona, de modo que esas autoridades no se preocuparían de ellos ni mucho ni poco. Con esa tranquilizadora certidumbre, los dos asesinos llegaron a la población de Cedar, tras una media hora de marcha a pie. Sabían muy bien el sitio al que tenían que dirigirse. Era una casa de las afueras. Una casa pintada de blanco, hermosa y digna, que aún conservaba el cartel de «Se Alquila». Al fin y al cabo el nuevo inquilino no se había molesta do en retirarlo porque sólo iba a estar dos días allí. Pamela dijo: —Hemos llegado, Cotton. —¿Seguro que es esta casa? —Yo lo 9é muy bien. Me despedí de Wallace aquí. —Pues entonces esto es el final del camino... —Lo es. —Sensacional, nena... Todo ha salido a pedir de boca. Ni en sueños podía imaginarlo mejor. —Claro, Cotton. Sólo nos queda una cosa que hacer: repartir el botín y separarnos. Wallace dijo que este golpe iba a ser el mejor de su vida y que al menos estaríamos un año en plan de descanso, viviendo a lo grande. Siempre había soñado en un momento así. Llamó a la puerta, haciendo sonar una alegre campanilla. — 41 Un hombre de unos cuarenta años, vestido con una elegante bata de seda china abrió. Era un hombre fornido, algo tripudo, de una elegancia exagerada, que olía a perfume caro y llevaba las botas lustradas como las de un príncipe. Waliace nunca arriesgaba nada en los golpes. Eran los demás los que hacían el sucio trabajo, mientras él se dedicaba a esperar tranquilamente el botín. Sonrió al verlos. Hizo un gesto como si quisiera cerrar en seguida la puerta e invitó: —Pasad, pasad... La casa estaba bien amueblada. Era cara. Además estaba en las afueras de la ciudad y se podía llegar a ella sin que nadie lo viese. —¿Todo bien? Wallace estaba preparando unas copas. Con una sonrisa más amplia contempló el saco de seda que Cotton acababa de colocar encima de una mesa. Fue el propio Cotton el que dijo: —Perfecto, jefe.

—Lo sabía. —¿Lo sabía? —Claro. Yo estoy bien informado siempre. Si no, ¿qué clase de jefe sería? Un jinete del Pony Express ha pasado hace poco por aquí echando leches. Ha sido él quien ha hablado del robo en Kensington. —Pues aquí está el botín —dijo el falso reverendo. —¿Y los auxiliares? —preguntó Wallace—. Por ejemplo Sam. ¿Qué ha pasado con ellos? —Muertos. —¿Y la chica paralítica? Me refiero a la auténtica. —Ya debe estar en el Valle de Josafat. Hunt tenía orden de matarla, y Hunt no falla nunca: —Perfecto... Ahora cuenta los billetes, Cotton. Hemos de hacer el reparto. —Me parece una idea excelente, Wallace. Ardo en deseos 42 — de ir a la capital. Me quitaré estas malditas ropas negras que ya no sé si son de predicador o de sepulturero y me encerraré en el burdel de Loli durante una semana seguida. A todas las chicas de allí me las voy a repasar. ¡A todas! —Pareces muy impaciente. Cotton. —Bueno... Confieso que ir con Pamela me ha excitado mucho. —Mal asunto. Sabes que Pamela es mía. Y que en sus curvas tengo reservado el derecho de admisión. —No la he tocado, jefe. Pero la cachondería es libre. Uno no puede evitarla. Y con el dinero que me toque pienso hacer lo que me dé la gana. —Eso es muy razonable. Cotton. —Entonces vamos a repartir. —¿No quieres brindar antes por el éxito, Cotton? Y tendió las copas. El líquido dorado espumeaba en ellas. El muy maldito había descorchado una botella de auténtico champaña francés. —Pues claro que quiero brindar, jefe. Y a la chica del burdel que más me guste también la pienso bañar en champaña. Va a ser la monda. —Te va a salir muy cara la fiesta. Cotton, —El dinero es para eso. ¿no? —¿Y quién lo niega? Hala, vamos a beber. Alzo mi copa por el mejor golpe del año. ¡Y por el éxito! Los dos alzaron sus copas también. —¡Por el éxito! — repitió Pamela. —¡Por las tías y por la pasta! — masculló Cotton. Vaciaron sus copas y luego las llenaron un par de veces más. Mientras eruptaba lleno de satisfacción, Cotton contó el dinero. —Aquí está el millón, jefe. Bueno, faltan algunos billetes. Cayeron en el momento de hacernos cargo del saco.

—¿Cuánto falta exactamente, Cotton? — 43 —¿Y eso qué importancia tiene? Unos miles más o menos no influyen en un fortunón como éste. —Es sólo por el reparto. Hay que hacer partes iguales. —Tiene razón, jefe. A ver... Novecientos sesenta mil... Novecientos setenta mil... Novecientos ochenta mil... Novecientos noventa..., noventa y cuatro..., noventa y cinco... Faltan exactamente cinco mil pavos. Cinco billetes de los grandes. Y Cotton alzó la cabeza sonriendo, mientras mostraba la suma extendida encima de la mesa. De pronto la sonrisa se le quedó helada en la boca. Porque acababa de ver el revólver en la derecha de Wallace. El maldito revólver surgido de entre los pliegues de la bata china. Y porque estaba viendo la sonrisa helada y cínica en los labios del jefe. Este susurró: —Adiós, muchacho. Cotton, quien supo que no tenía tiempo de «sacar», volvió instantáneamente la cara hacia Pamela, buscando en ella alguna clase de ayuda. Pero vio igualmente en aquella cara la sonrisa helada y cínica. —Adiós, muchacho —repitió ella también. Y entonces la llamita amarillenta atravesó el aire. Acababa de sonar una sola detonación. La cabeza de Cotton salió despedida hacia atrás, al tiempo que entre sus cejas se marcaba un orificio rojinegro. El falso predicador cayó pesadamente, sujetando aún los billetes y arrastrando algunos de ellos en su caída. Wallace preguntó cínicamente: —¿Tú crees que alguien rezará por él? —Lo dudo —dijo Pamela con más cinismo todavía. —Eso es lamentable en un predicador. Que nadie se acuerde de sus funerales es muy triste, ¿no te parece? —Lamentable, cariño. —Habrá que ocuparse de él. Hay un pozo ciego junto a 44 — la casa. Lo arrojaremos al fondo y lo cubriremos con piedras. Pamela bebió otra copa. —¿Por qué lo has matado tan pronto, Wallace? —preguntó luego—. Yo pensaba que aguardarías hasta la noche. —Hubiera sido una tontería aguardar. Ese tipo estaba a punto, ¿sabes? Un hombre como Cotton sólo se distrae cuando toca los fajos de billetes o cuando toca las curvas de una mujer. —Entiendo. —Además pensaba largarse en seguida, y eso era peligroso. Imagínate a un tipo como Cotton borracho en un burdel y tirando los billetes de mil por encima de las cabezas de las

chicas. El perfume del dinero hubiese atraído al sheriff al cabo de cinco minutos. Y el perfume del sheriff hubiese atraído al verdugo al cabo de diez. —Total que todo acabaría con perfume de muerto —dijo Pamela con una sonrisa turbia. —No era eso lo que me preocupaba. Lo que me preocucaba es que antes el sheriff lo hubiese obligado a hablar. —Bien muerto está —dijo Pamela—. Toda la fortuna para ti y para mí solamente. Además el tío se estaba poniendo pesado. —¿Con qué? —¿Con qué te parece? — preguntó ella, tocándose sus propias y opulentas nalgas. Los ojos de Wallace brillaron. Las manos se le fueron hacia Pamela, mientras susurraba: —Ven, nena. Ella ronroneó como una gata. —¿Y el muerto? —preguntó. —¿Tú crees que va a protestar? —Me parece que no. —¿Y esperar? ¿Tú crees que no puede esperar? —Seguro. Wallace puso ansiosamente las manos encima de las curvas de la mujer, mientras decía: —Pues entonces que lo trinquen. — 45

CAPITULO IX

Crane miró la llanura. Su mirada gris parecía colgada del aire como una bala en la recámara. A su lado, Lorena musitó: —¿Y ahora qué? —Hay que buscar a esas hienas. —Sí, pero ¿dónde? —Iré hasta el infierno —dijo Crane con voz ronca—. Es la primera vez que me he confiado en mi vida. La primera vez que he pensado que nada iba a ocurrir. Y eso pienso pagarlo con sangre. Con mi sangre... y con la de los otros. Ella también perdió su mirada en la llanura. —Me parece qué estamos pensando lo mismo, Crane —dijo. —No, quizá no pensamos lo mismo, Lorena. Tú debes de tener la sensación de que ese dinero va a aparecer pronto. Yo, en cambio, tengo la sensación de todo lo contrario. —¿Por qué? —Wallace es astuto. Puede pensar que, al tratarse de bi-

lletes nuevos, su numeración está controlada. Eso lo obligará a guardarlos durante un tiempo, hasta tener la impresión de que puede cambiarlos sin peligro. —¿Y mientras tanto se retirará él mismo de la circulación? —Estoy seguro de que sí. 46 — —Eso complica las cosas. Crane. Será como si se hubiese metido en una tumba. —A los muertos se los busca en las tumbas, Lorena. A los que van a morir también. Y se dirigió hacia su caballo. Ella lo imitó con gestos maquinales. Demostrando una agilidad fantástica a pesar de que era una chica llenita. saltó sobre la silla. Los dos siguieron las huellas de los fugitivos hasta el sitio en que éstas se bifurcaban. demostrando que habían intervenido dos clases de caballos distintos y con herraduras muy distintas también. Esas huellas se seguían distinguiendo con bastante claridad a pesar del paso por allí de las numerosas patrullas perseguidoras. que normalmente hubieran debido borrarlas. La razón' era muy sencilla: los patrulleros habían galopado al lado de las huellas, pero sin pasar por encima de éstas, de modo que pudieran servir también de guía a otras patrullas posteriores. Crane examinó pensativamente aquellas marcas. —Lo lógico es pensar que han ido en la dirección de las huellas antiguas —dijo—, pero esos pájaros siempre tienen un as oculto en la manga. Juraría que han cambiado de caballos y los antiguos han vuelto por instinto hacia sus cuadras. —Por lo tanto, las huellas que valen son las nuevas, ¿no? Crane no contestó. Saltó de la silla a tierra. Inclinado sobre las huellas con la tensión de un sioux, hizo algo que los perseguidores no habían hecho aún: medir la profundidad de las marcas. Eso le reveló que unos caballos llevaban carga y por tanto hundían los cascos más profundamente en la tierra, mientras que otros no la llevaban. Luego se dirigió hacia el lado de los animales que no habían llevado carga. Pero ya no examinó las huellas. Examinó los arbustos que crecían al lado del sendero. Hizo un gesto de comprensión y al cabo de unos minutos volvió junto a Lorena. Ella susurró: —¿Qué pasa? — 47 —Bueno... Aquí hay unas huellas nuevas y unas huellas viejas. —Eso ya lo he visto. —Las huellas viejas llegan cargadas hasta el punto en que se encuentran con las nuevas. A partir de ahí van descargadas, mientras que las marcas más profundas, o sea las que significan un caballo con un jinete corresponden a las nuevas. —Eso significa que cambiaron de caballos, ¿no?

—Exacto. —Es lo que tú pensabas... Y los animales con los que huyeron de la ciudad, al quedar sin jinetes, regresaron a sus cuadras en virtud de ese instinto llamado «querencia», ¿no? —Justo. Mientras tanto los asesinos huyeron con los nue.vos animales que estaban aguardándoles ahí. —Entiendo. Pero ¿por qué has estado un rato mirando los arbustos de alrededor del camino? Y precisamente en el lado de los caballos que ya debían ir sin jinete, o sea los antiguos. ¿Qué te importan a ti? ¿Vas a buscar los caballos o vas a buscar los billetes? —Era una comprobación —dijo Crane—. Necesitaba asegurarme de que, en efecto, esos animales iban sin nadie en las sillas. Cuando un caballo lleva jinete no suele salirse del sendero, porque el jinete lo domina. Pero cuando vuelve locamente a la cuadra sin nadie encima, se sale del camino y lo pisa todo. Eso es lo que ha pasado ahi. Las patas de los caballos que no debían llevar jinete han destrozado todos los arbustos de los alrededores. Lorena hizo un gesto afirmativo que no estaba exento de admiración. —Eres muy observador. Crane... —Un revólver sin un cerebro detrás es bien poca cosa. Lorena sonrió. —También es muy poca cosa una mujer sin unas tetas delante — dijo. Y antes de que el otro se animara añadió: 48 — —Vamos. Diablos de tía Por un momento Crane pensó en meterle mano, pero, con franqueza, tuvo miedo de que una hembra así le descerrajase un tiro. *** Llegaron al riachuelo, y entonces Crane se dio cuenta de que las marcas de los caballos no seguían más allá. Lorena dijo: —Diez contra uno a que es una trampa. -¿Sí? —Claro que sí. Cualquiera pensaría que han ido curso de agua arriba o curso de agua abajo. Pero eso es demasiado sencillo. Además los dos extremos de ese riachuelo no llevan a ninguna parte. Yo apuesto a que han seguido más allá, pero alguien se ha dedicado a borrar las huellas. —Es lo mismo que pienso yo, nena. —No me llames nena. —¿No? ¿Por qué? —No soy una nena.

—¿Pues qué eres? —Una tía. Crane sonrió. —Entonces óyeme bien, tía Pienso lo mismo que tú. —¿Por lo tanto seguimos adelante? —Adelante. Iban a hacerlo, pero antes de que picaran espuelas vieron aparecer a dos jinetes. Eran dos patrulleros que llevaban las correspondientes insignias. Llevaban también sus correspondientes rifles y su correspondiente pedazo de cuerda. No les — 49 faltaba nada para enviar al infierno a los asesinos en cuanto les echara el ojo encima. Los dos jinetes llevaron inmediatamente las manos a sus armas mientras creían ver una alucinación. Les habían hablado de que los fugitivos eran un hombre y una mujer, y por un instante creyeron haberlos encontrado donde menos esperaban. Pero bajaron las armas como si se les hubieran helado las manos cuando reconocieron la cara de piedra de Crane. Este masculló: —¿Nada? —No sabíamos que usted también estaba en el ajo. Crane. —Más bien podría decirse que estoy en la fosa. Va a haber más muertos que en la batalla de Waterloo. maldita sea. Decidme qué habéis visto. —Nada que valga la pena. En todo caso un crimen sin relación con esto. Sam, uno de los conductores de la fábrica de ataúdes, ha sido asesinado. Los ataúdes están por el suelo. Todo está hecho una mierda. Los ojos de Crane se entrecerraron. —¿Ataúdes? —preguntó. —Eso es. Si quiere llevarse media docena, los tendrá gratis. —¿Por dónde se va? —Recto, más allá del riachuelo. Crane no esperó más. Miró a Lorena y dijo: —Leches. Equivalía a una orden. Los dos salieron al galope, llegando a la fábrica de ataúdes. Las pilas de madera estaban allí amontonadas y el ambiente era de paz. Pero no se veía a nadie trabajando. Crane le dijo a la chica: —Espera, nena. —Tía. —Espera, tía. —Con una condición. 50--¿Cuál? —Si hay que matar a alguien, quiero mi parte. —La tendrás.

Y Crane entró. Sabía que allí se había estado cocinando algo. El «accidente» del tal Sam no podía ser casual. Algún hombre de los que trabajaban en la fábrica de ataúdes había cobrado su parte por ayudar a los asesinos, aunque luego le hubiera salido el tiro por la culata. De modo que Crane entró. Pudo ver los bancos de carpintero, las maderas ya talladas y las fúnebres cajas a punto de caramelo para recibir a los difuntos. Todas aquellas cajas estaban sin pintar y sin asas ni adornos. Pero no se veia a nadie trabajando. Crane volvió a salir. Pudo ver entonces fuera del recinto una rama tirada en el suelo. Aparentemente aquello no tenia importancia, pero él ya sentía la mosca tras la oreja. Observó aquella rama de cerca y vio que las hojas estaban materialmente cubiertas de polvo, como si hubiesen servido de escoba para barrer el terreno: no cabía duda de que aquello había servido de instrumento para barrer el suelo desde el riachuelo hasta allí. Y no cabía duda tampoco de que no todo el personal de la fábrica estaba complicado. Bastaba con dos o tres hombres. Esa certeza se confirmó momentos después, cuando Crane vio un cartelito junto a una de las puertas: «Cerrado por balance durante el día de hoy». Eso significaba que sólo unos pocos hombres habían estado allí. Quizá dos o tres. Y si esos dos o tres estaban de acuerdo con los bandidos, podía haber resultado muy fácil la huida de éstos dentro de unos ataúdes, perdiéndose todo su rastro. Los dientes de Crane chirriaron. No lo vio. No pudo advertir nada. No llegó a darse cuenta de que la tapa de uno de aquellos - 51 ataúdes, apoyado verticalmente en la pared, se estaba abriendo poco a poco a su espalda. El revólver asomó como la cabeza de una serpiente. Crane estaba mirando entonces una pila de tablas. La muerte pareció silbar a su espalda. ¡BANG! El tío del ataúd lanzó un grito. La tapa se cerró instantáneamente. ¡BANG! ¡BANG! ¡BANG! Aquello fue el infierno. Servicio completo. El tío del ataúd quedó hecho una arriba dentro de la caja. Crane se volvió como un rayo. Miró a Lorena. Esta tenia aún entre sus dedos el revólver humeante. Pero Crane no se entretuvo mirándola. Volvió a girar como un reptil. La pila de maderas que había visto antes se estaba moviendo.

Y dos cosas asomaban por allí: una cabeza humana y el cañón de un rifle. Crane masculló: —Estás en el sitio ideal para morir, macho. Disparó dos veces. Nunca lo había hecho tan rápido. Las dos detonaciones parecieron un solo trueno que llenó el siniestro local. El hombre que estaba detrás de la pila de tablas dio un tragicómico salto, como si quisiera alcanzar el techo con las manos. Luego se derrumbó, cayendo junto a uno de los ataúdes. Los ecos de las detonaciones se extinguieron. El silencio llegó a hacerse atroz, mientras Crane volteaba su revólver y miraba a la mujer. —Buenos disparos, Lorena —dijo. —Los tuyos tampoco han sido malos. —Pero entonces la cosa no era ya tan grave. Al menos 52 — veía a mi enemigo. Al que estaba dentro del ataúd no podía ni imaginarlo, nena..., digo tía. —Por lo visto esos dos pájaros habían observado nuestra llegada y nos estaban esperando con toda la artillería a punto. Pero yo no quería distraerme, Crane. Te he dicho que deseaba mi parte. Crane señaló al primer muerto. —Es tuyo — dijo. —¿Qué quieres? ¿Que me lo coma? —Depende del apetito que tengas. —Habrá tantos muertos que se me llegarán a indigestar —dijo ella con helada indiferencia—, Y lo único que en el fondo me interesa es el dinero. Vamos pronto, antes de que esos buitres nos saquen demasiada ventaja. Montaron de nuevo en sus caballos y siguieron adelante. Ahora ya sabían qué sistema habían empleado los fugitivos para pasar desapercibidos a pesar de la proliferación de vigilantes y de patrullas. Sabían que hubo cómplices en la fábrica de ataúdes, y que esos cómplices estaban muertos. Sabían por último que probablemente los dos fugitivos estaban solos. Crane dijo simplemente: —A por ellos. Y no tardaron en encontrar el carromato con los ataúdes volcados. No tardaron en dar con el cadáver de Sam, que aún no habia sido retirado de allí. No tardaron tampoco en darse cuenta de que la tapicería blanca de dos de los ataúdes estaba ligeramente manchada, pues los dos fugitivos se habían introducido en ellos con los pies calzados, dejando la inevitable suciedad. En resumen, ahora podían tener la certeza de lo que habia ocurrido allí. Crane dijo pensativamente: —Han tenido que seguir a pie.

—Sí, pero ¿hacia dónde? —Supongo que a Cedar. —¿Es la población más cercana? - 53 —Lo es. Las otras están tan lejos que, yendo a pie, esos dos asesinos no llegarían nunca. Por lo tanto tienen que estar en Cedar. Lorena le dirigió una sonrisa siniestra. —Es un buen sitio para morir —dijo. Y acariciando la culata del revólver añadió: —Sigo queriendo mi parte. Al menos un muerto tiene que ser mió. —¿El hombre o la mujer? —El hombre —contestó Lorena—. Siempre dejo secos a los tíos. Debe de ser la costumbre. 54-

CAPITULO X

Wallace dio una última palmada al cuerpo de Pamela, que estaba desnuda en la cama, y sonrió satisfecho, mientras murmuraba: —Eres la mujer más bonita que he conocido. —¿Lo has pasado bien, Wallace? —Contigo siempre lo paso bien. —Pues empezaba a creer que no te gustaba tanto. —¿Por qué? —Hacía mucho tiempo que no nos acostábamos. Wallace rió. —Teníamos cosas más importantes que hacer, nena, y tú lo sabes. Un golpe de un millón de dólares no es cosa que se organice todos los días. Saltó de la cama y empezó a darse una fricción de colonia por su cuerpo ya algo obeso. Ahora que Pamela no podía verlo, pue la tenía a su espalda, se dibujó en la boca de Wallace una mueca donde el hastío se mezclaba a la más refinada crueldad. Empezaba a estar un poco cansado de Pamela, después de todo. Habían sido amantes mucho tiempo y le empezaba a ocurrir algo que para Wallace estaba muy claro. Al principio, cuando Pamela acababa de estar en sus brazos, él ya la deseaba otra vez para empezar de nuevo. Más tarde necesitó dejar pasar un par de días antes de decidirse a meterla en su cama otra vez. Posteriormente, los dos días se transformaron - 55 en una semana, y ahora se daba cuenta de que, después de poseerla, le hubiera gustado tenerla bien lejos. Eso significaba que Pamela, como mujer, ya no le era útil a pesar de su

belleza. Un hombre rico y de buen gusto, como Wallace, se cansa de todo. Y si no le era útil como mujer, tampoco como cómplice le resultaba necesaria. Ahora ya tenía un millón de dólares que según lo previsto repartirían en dos mitades. Pero qué necesidad había de eso cuando el millón se lo podía quedar uno sólo? Se volvió con la botella de colonia todavía en la mano. Y se encontró con la mirada dura y metálica de Pamela. Ella parecía haber adivinado sus pensamientos. —Quizá estás pensado en deshacerte de mí —dijo Pamela con voz espesa. —¿Yo? ¿Por qué? —Durante mucho tiempo he sido tu amante. Pero quizá te estás cansando. —¿Cómo me voy a cansar? —Hay otras todavía más jóvenes. —Pero no me gustan tanto como tú, Pamela. —Puede que aún te guste, en eso te doy la razón. —¿Lo ves?... —Pero puedo dejar de gustarte cada vez que pienses que te voy a costar medio millón de dólares. Ahora ya no me necesitas. Wallace se estremeció por dentro. A pesar de que él era un témpano de hielo, aquella mujer lo desconcertaba. Era como una bruja. Lo adivinaba todo. —Estás diciendo tonterías —gruñó—. Hemos dado muchos golpes juntos y seguiremos dándolos. —No, Wallace. Tú lo sabes muy bien. Este es el último golpe. —¿Y qué? —Si tratas de engañarme te mataré, Wallace. 56 — La voz de Pamela hábía sido cortante como un cuchillo. —Ha qué viene eso? —farfulló. —Viene a que no quiero que nadie se aproveche de mí. Me has usado para tus atracos y me has usado para tu cama. Pero eso tiene un precio, Wallace. Recuérdalo. El no contestó, pero su mirada fue un dardo de hielo. Para que Pamela no lo notase, desvió la cabeza. Ahora si que estaba decidido a acabar con ella. No consentiría que Pamela le dijese lo que tenía que hacer. —Voy a hacer una cosa para darte confianza —dijo—, para que te des cuenta de que no he tratado de engañarte nunca. —¿Qué es lo que vas a hacer? —Tenemos un saco con un millón de dólares, ¿no? —Justo. Lo tenemos. —¿Qué pensarías si el saco lo guardases tú? —Pensaría que te tengo en mis manos.

—Bueno... ¿y qué mejor prueba de confianza puedo darte? Pamela se removió en la cama. Su hermoso cuerpo desnudo destacó aún más a la luz que entraba por la ventana. —¿Vas a hacer eso, Wallace? —Claro que voy a hacerlo. Eso te demostrará lo equivocada que estabas al pensar lo que has pensado de mí. —Pues acepto el trato. Puedes ir preparándolo todo. Ve a buscar el saco y tráelo aquí, mientras me visto. Wallace sonrió y salió de la habitación. Una vez fuera consultó su reloj con un gesto de impaciencia. Bueno, de todos modos, habia tenido suerte. Era casi la hora exacta. Fue al cobertizo que había en la parte posterior de la casa y encontró allí a Patrick. Con su cara de hurón y con su cuerpo esmirriado, Patrick no aguantaba medio tortazo. Pero en aquellos momentos era para Wallace uno de los hombres más necesarios, del mundo. — 57 Entre la penumbra de aquel cobertizo, Patrick musitó: —Te has retrasado, Wallace. Habíamos quedado en encontrarnos aquí hace más de media hora. —Me estaba divirtiendo —contestó Wallace. —¿Con quién? —Con una mujer, imbécil. No será con un marica como tú. —No consiento que me insultes, Wallace. Yo soy un profesional. —Un profesional de mierda. —He falsificado billetes que son casi perfectos. Y he logrado pasarlos por casi todo el país. -^Eso sería antes, hermano. No niego que tenías un cierto arte. Pero con los años se te han ido agarrotando las manos y ya no burilas tan bien las planchas. Los últimos billetes que me enseñaste eran una porquería. No engañarías con ellos a un ciego que se estuviera rascando el ombligo en una letrina. —Confieso que últimamente las cosas no me han ido tan bien —susurró Patrick. —Claro que no. Cinco años por falsificación. Menos mal que sólo has cumplido tres por buena conducta. Pero antes eso no te hubiera pasado. Antes tus billetes parecían buenos y no había quien te pescase. Ahora en cuanto pones la mano sobre un papel la pifias. —¿Me has llamado para insultarme, Wallace? Di... ¿para eso me has llamado? —No, hombre. Te he llamado para ayudarte. Te he llamado para demostrarte que sigo siendo tu amigo. —Todos tus amigos están muertos, Wallace. — Mejor para ti. Eres el único que me queda y por eso te aprecio más.

—Acabemos cerrando el trato de una vez, maldita sea. 58 ¿Quieres la mercancía o no la quieres? Menos palabras y vamos a lo que importa. —Sí, eso es. Vamos a lo que importa. Te encargué nada menos que un millón en billetes de mil. Y te di hasta el saco en que tenías que traérmelos. ¿Los tienes ahí? Patrick salió de la penumbra en que estaba recluido y se acercó con un saco de seda que era exactamente igual al empleado para el atraco. Dentro había fajos también iguales a los del botín. Claro que aquellos fajos tenían una importante diferencia: eran una falsificación detestable. De las maravillas que había hecho Patrick en otro tiempo ya no quedaba nada. Ahora sus billetes eran una bozofia que no podrían circular ni en un burdel cuyas prostitutas fueran todas tuertas. Pero para Wallace servían. Hizo un gesto afirmativo, mientras decía: —Me los quedo. —¿Cuánto me vas a dar por ellos, Patrick? —Cinco de los grandes. —Eso es una miseria. He estado semanas trabajando en esta obra de arte. —¿Obra de arte dices? Esto es una mierda. Y si no te gusta el trato te los puedes quedar. Hala, trata de colarlos por ahí, hombre... Trata de hacerlo. Patrick hundió la cabeza. —No es que me haya vuelto viejo — musitó—. Es que me faltan materiales buenos. —Entonces toma los cinco grandes y olvídate del asunto. Está muy bien pagado. —Eres un hijo de mala madre, Wallace. —Eso me lo han dicho muchos. No me impresiona. —Está bien... Tú ganas esta vez. Acepto. —Veo que eres un chico inteligente, Patrick. Mira, toma todos estos papelitos del Tío Sam. Son auténticos, ¿sabes? - 59 No son como los tuyos. Te quedas cinco para ti y el resto los vas colocando en el primer lugar de cada fajo. O sea que sea el billete bueno el que se vea, ¿entiendes? —¿A quién le vas a dar esquinazo esta vez, Wallace? —Ese es asunto mío. Hala, trabaja. Lo haremos entre los dos. No puedo perder más tiempo con este asunto. Los dos se pusieron manos a la obra, y unos minutos después todos los fajos estaban arreglados. Muy bien colocados en el saco, todos boca arriba, daban la sensación de ser billetes perfectos. Claro que en cada fajo había un papel más, pero eso no lo notaría nadie. —Muy bien, Pátrick. —-Adiós, Wallace.

Patrick se metió su parte en el bolsillo y fue a salir. Estaba muy tranquilo y hasta en cierto modo contento, porque al menos había sacado cinco mil del ala Su figura se recortó en la puerta. Y entonces Wallace movió el cuchillo. Fue un golpe mortal. Retorció el acero entre los riñones de su víctima mientras con la mano izquierda le tapaba la boca para que no gritase. Patrick se desplomó poco a poco. Wallace ni siquiera había pestañeado. Aquellos «trabajos» eran para él la cosa más normal del mundo. Arrastró el cadáver hasta la zona más oscura del cobertizo y luego salió tranquilamente con el saco. Pamela ya estaba terminando de vestirse. Como último detalle se ajustaba las medias a los tirantes del liguero. —Has tardado mucho, Wallace —dijo—. Ni que hubieras estado fabricando los billetes otra vez. Wallace se volvió a estremecer por dentro. —Sencillamente los contaba —dijo. —Bueno, hemos quedado en que los guardaría yo. —Claro que sí. Aquí los tienes. 60 — Pamela echó mano al saco, lo abrió y paseó su ambiciosa mirada por aquel interior tan lleno de maravillas. Ni por un momento se le ocurrió pensar que debajo de cada billete bueno hubiera otros más falsos que Judas. De todos modos tomó un fajo y lo hizo oscilar entre sus dedos. Quedó satisfecha, porque el papel de los falsos era tan bueno como el de los auténticos. —Puedes fiarte de mi. Wallace —dijo. —Estoy seguro de eso. Y espero que te avergüences de no haber confiado tú en mi. Pero poco me importa. Hala, vete a poner este dinero en un lugar seguro. Yo pienso descansar un rato todavia. —¿Por qué? —¿Y lo preguntas? Me has dejado deshecho, muñeca. Hay que ver la clase de terremoto que eres en la cama. Pamela lo sabia. Sabía que era un terremoto cuando le interesaba dominar a un hombre, y por eso no se impresionó ante unas palabras que quizá a otra la hubiera halagado. Hizo un mohín y salió con el saco de seda, mientras Wallace se tendía tranquilamente en la cama y cerraba los ojos. Sabia lo que aquella nena ten ingenua iba a hacer. Demonios, ahora ella tenia un millón de dólares. O ima ginaba tenerlo. En efecto, Pamela metió el saco en una maleta de excelente piel y salió en silencio de la casa, dirigiéndose a la parada de diligencias. Con un poco de suerte atraparía la que dentro de quince minutos salía de allí. Cuando ella abandonaba la casa, un hombre y una mujer

entraban en la ciudad de Cedar. Pamela no se fijó en ellos. Pero la verdad es que hubiese debido hacerlo. Porque los recién venidos tenían una profesión muy curiosa. Se dedicaban a la ampliación de cementerios. — 61

CAPITULO XI

Wallace, que sólo había estado en la cama unos minutos, los vio llegar a través de una de las ventanas. Palideció. No reconoció a la mujer, pero sí que reconoció al tío con cara de piedra que cabalgaba junto a ella. La madre que lo parió. Crane. No había imaginado que llegara tan pronto. Tampoco había imaginado que consiguiera dar con su pista. Después de todo lo que había hecho, eso le parecía imposible. Pero de una forma u otra ya era demasiado tarde para darle vueltas al asunto. Además, la llegada de Crane le favorecía. Porque sabía muy bien que Crane iba a ocuparse de Pamela mientras él.se daba inmediatamente el piro. Salió por una de las puertas laterales de la casa y se coló en el porche contiguo a un saloon. Allí dormitaba un tipejo que no tenía ya ni para pagarse una copa. Wallace le hizo abrir unos ojos como platos. Porque le puso en las manos un billete de cien y otro de mil —Toma esto, amigo. —O...oiga... ¿se ha vuelto loco? —Cuando la pasta llegue a tus manos nunca preguntes por qué, amigo. Limítate a cerrarlas bien para que la pasta no se te escape. ¿Ves esos dos billetes? 62 — —Claro que los veo. leches. Me deslumbran. Y no he bebido tanto como para tragarme que esto es verdad. —Sólo el de cien es tuyo. —¿Y con el de mil que hago? ¿Pasármelo por el culo? —Te diré lo que vas a hacer: ahora mismo están entrando en la ciudad dos jinetes. Un hombre y una mujer. Tú te detendrás delante del hombre y empezarás a decir que eres el tío con más chorra de la ciudad. Que te has encontrado un billete de mil. —¿Y él qué hará? —Te agarrará el billete. —Pues no hay trato. Que le den por el saco. El billete me lo quedo yo. —Tienes para elegir entre cien dólares o nada... amigo.

Tú verás lo que te conviene. Y no intentes enseñar el billete pequeño y quedarte el grande. Porque si lo haces te descerrajaré una bala desde la primera esquina. —De acuerdo, hombre, de acuerdo... Nunca me he ganado cien pavos por tan poca cosa. ¿Y qué pasará luego? —El tío te preguntara quién ha perdido el billete. —¿Y qué? —Le contestarás que te parece que lo ha perdido una mujer muy bonita que iba a la parada de diligencias. —¿Nada más? —Nada más. Luego te das el bote. —Pues si que es sencillo. —Más sencillo será ir a la tumba si me fallas, cabrito. Wallace sabía que el borracho no le iba a fallar. No iba a arriesgarse a perderlo todo. Lo vio alejarse hacia la esquina, mientras él iba en busca de dos cosas: el saco con los verdaderos billetes y un buen caballo. Sabía que Crane perdería bastante tiempo interrogando a Pamela, y que además tardaría en darse cuenta de que los billetes eran falsos. Mientras tanto él estaría ya a mucha distancia de la ciudad de Cedar. - 63 Todo resultó como había previsto. Pocos minutos después el sorprendido Crane tenía entre los dedos el papel grande del Tío Sam. Y el borracho le estaba diciendo que seguramente lo había perdido una mujer muy hermosa que iba momentos antes hacia la parada de las diligencias. Lorena musitó: —Creo que ya la tenemos, Crane. Esa tiene que ser la falsa paralítica. La zorra que mañana mismo va a bailar en una cuerda. Hemos dado con ella. —Sí, muñeca. Me parece que hemos tenido suerte. Y Crane miró al pájaro que estaba junto a su caballo. —Voy a darte un disgusto, hermano —dijo. —¿Qué?... —Este billete es robado. Por lo tanto me lo tengo que quedar. —Pues entonces yo me quedo a la tía que te acompaña. —¿Por qué? —A lo mejor ella también es robada. Crane lanzó una carcajada. Le gustaba la forma de hablar de aquel tipo. Mientras miraba hacia la casa de postas dijo: —Toma cincuenta pavos para ti, amigo. De alguna forma he de compensarte por lo del billete de mil. —¿Por qué diablos has de quedártelo? —Lo necesito como prueba. Dio el billete de cincuenta al ex borracho, que estaba más contento que unas Pascuas. Aquél sí que era su día de suerte. Ciento cincuenta del ala sin hacer nada. Mientras tanto, los dos jinetes fueron hacia la parada de las diligencias.

Sus caras parecían de piedra. Se notaba que estaban dispuestos a todo. Pamela no los vio venir. Estaba comprando un billete para el final del recorrido y no se dio cuenta de que las cosas empezaban a ir mal para ella. Muy mal. Peor de lo que imaginaba. Porque apenas había entrado en la sala de espera que había en la parte posterior de la casa de postas —un 64 — lugar que en aquel momento aún estaba vado— cuando notó que el cañón de un revólver se clavaba entre sus riñones, saliendo de detrás de la puerta. Una voz helada dijo: —Vas a estarte quieta, nena. Tan quieta como si te estuvieran tocando tu cuerpo gentil y a ti te gustara mucho. Pamela se estremeció. Ella era una mujer de hielo y lo había demostrado cien veces. Pero en esta ocasión no pudo evitar que el calambre llegara hasta el fondo de sus venas, porque había reconocido aquella voz. —No había que estuvieras aqui, Palánce —dijo. —Ya ves, muñeca. —Eres una rata, Palance. —Eso no resulta muy halagador para mí, nena. —Me he quedado corta. Eres peor que una rata. Eres un gusano. —¿Sí? ¿Por qué? —Vives de la carroña. Vives de chupar de los otros. —Je, je... De acuerdo, pero en este caso la carroña eres tú, Pamela, cariño. Os he venido observando a ti y a Wallace y sé que habéis dado un gran golpe. ¿Me equivoco al suponer que tu parte está en esa maleta que llevas colgada de la mano? Ahora el estremecimiento de Pamela resultó brutal. Allí llevaba —o creía llevar— un millón de dólares. —Te equivocas —dijo. —Pues ¿qué llevas ahí? —Prendas de ropa interior, braguitas casi transparentes y medias bien finas para gustarte a ti, macho. —Tú siempre con tu sentido del humor, guapa. Elasta cuando matas te burlas del muerto. —Lo hago porque los muertos nunca se quejan. Y déjame ya en paz de una vez, hijo de perra. No llevo nada que valga la pena para ti. Los dientes de Palance chirriaron al tiempo que la presión — 65 del cañón en la espalda de Pamela se hacía más dura. —Mira, zorrita, te he dicho ya que os he observado a Wallace y a ti. Wallace se cree muy listo, pero no lo es tanto como él imagina. Vosotros habéis hecho el trabajo y yo me llevo la pasta. O al menos tu parte de la pasta. De modo que vas a hacer una cosa.

—¿Qué? —Poner esa maleta delicadamente en el suelo y salir de aquí. Es el único sistema que tienes para conservar la vida. No quiero hacer ruido, pero si es necesario lo haré. Tú sabes que lo haré, zorrita, cariño mío, cucaracha dorada. Hala, hazme caso antes de que te aplaste. Pamela intentó revolverse. No iba a perder un millón de dólares sólo porque Palance se lo exigiese. Con su huida ya se había expuesto a que Wallace la buscase para matarla. Había arriesgado mucho. No lo perdería ahora todo con un gesto. Pero Palance ya esperaba aquella reacción. De un guantazo con la mano izquierda la envió contra la pared. Pamela cayó, mientras hacía un esfuerzo terrible por no lanzar un grito de dolor. A ella tampoco le convenían tos ruidos. Palance dijo entonces: —Adiós, nena. Fue a disparar. Sus ojos formaban apenas dos rendijas en la cara mientras el punto de mira centraba la cabeza de la mujer. Ella balbució desde el suelo: —No te conviene disparar, Palance. —¿No? ¿Por qué? —Mientras yo viva me perseguirán a mí. no a ti. Soy una especie de seguro. —Eso es lo que pensaba, zorrita. Por esa razón no te he matado ya de entrada, ¿sabes? La gente sabe que eres tú la que ha cometido el atraco en compañía de Wallace. y por lo tanto os buscarán a vosotros. Me convenía más tenerte viva 66 — que muerta. Pero ya no me conviene. Te has puesto demasiado idiota, muñeca. Y me estás haciendo perder demasiado tiempo. Fue a apretar el gatillo. Pamela se dio cuenta de que ya no podía defenderse. Estaba perdida. Pero un hombre que acababa de entrar en la sala preguntó aburridamente desde la puerta: —¿Ya has pagado la bala que vas a gastar, Palance? ¿O la estás pagando todavía a plazos? Palance sintió frío hasta en la médula de los huesos. Había reconocido la voz de Crane, una voz muy bien conocida en todas las funerarias y en todos los cementerios. Y sabía que Crane no avisaba más que una vez. —No... no tires —musitó. Pamela fue a levantarse aprovechando la ocasión. Pero la voz de Crane la detuvo en seco. —Tú quieta ahí, nena. Tumbadita en el suelo. Me gustan las mujeres en posición horizontal. Son una delicia. Pamela se estuvo quieta porque sabía también oómo las

, gastaba aquel tipo. Mientras tanto Palance musitó: —Insisto en que no tires... Soltaré el revólver. —Hazlo, hermano. El Colt cayó a tierra. Crane añadió: —Ahora dime qué buscas aquí, Palance. Supongo que apoderarte del botín que esta señorita ha ganado con su duro esfuerzo. —Bu...bueno... Sabes que es mi costumbre. —Así no arriesgas nada, ¿verdad, muchacho? —Pero no soy tan asesino como Wallace y esa zorra. Yo no mato a la gente si no hay necesidad de matarla. —¿Ves? En eso tienes razón. Quizá por eso ni he disparado aún contra ti. Pero te daré una sola oportunidad, ¿sabes? Una sola. Lárgate de aquí. Palance hizo un gesto de resignación. Fue hacia la puerta que daba a la parte posterior del local. — 67 Pero sabia que allí había mucho dinero a ganar. No iba a perder el botín, ahora que tenía dominada a Pamela. Por lo tanto, fingió hasta la última décima de segundo, pero cuando ya estaba junto a la puerta se volvió. Todo fue tan veloz como un rayo. El pequeño revólver de tahúr que tenia oculto en la manga brotó a la luz. Crane resultó sorprendido esta vez. Nunca le habia ocurrido una cosa asi. Por una vez acababa de tener un exceso de confianza, pero además había otra razón: estaba vigilando con el rabillo del ojo a Pamela porque sabia lo peligrosa que era. Eso le impidió concentrar toda su atención en Palance. Vio la llamita amarilla. Pudo desviar ligerísimamente la cabeza. Fue como un parpadeo. La bala de pequeño calibre le hubiese debido romper el parietal, pero solamente lo rozó. La sensación de muerte fue suficiente sin embargo para que Crane se desplomara al tiempo que de una forma maquinal hacia dos disparos, amar tillando instantáneamente. Palance recibió los dos impactos en el pecho. Cayó mientras volvía a disparar otra vez, pero a tierra. No le quedaban fuerzas para levantar el brazo. La sangre de los dos hombres salpicó las tablas del suelo. Y manchó la maleta de Pamela. Pero una maleta que contiene un millón nunca está sucia, pensaba ella. Plasta podría acariciarse con la lengua. 68 —

CAPITULO XII

Pamela lanzó un grito de triunfo. Sus ojos se desencajaron al pensar que acababa de triunfar. Tenia el dinero y ade-

más los dos hombres que habian venido a por ella estaban convertidos en unos fiambres. Maravilloso. Saltó sobre la maleta y se alejó de allí por la puerta trasera. No le costaría demasiado trabajo robar un caballo. Pero empezó a darse cuenta de que las cosas no iban tan bien como ella esperaba cuando oyó la voz de aquella mujer: —¿Quieres que te ayude a llevar el equipaje, cariño? Pamela se volvió. Sus dientes chirriaron de odio. . Acababa de reconocer a Lorena. Sabía que ella trabajaba para compañías de seguros especializadas en proteger bancos. Por lo tanto, estaba allí por ella. Quería matarla y además recuperar el botín. Quizá, más lo primero que lo segundo. Pero se dio cuenta de que Lorena había cometido un error. No llevaba ningún Colt en la mano. No iba a matarla de un balazo, sino que pretendía ahorcarla. Entre sus manos bailaba una fina soga. Lorena había dicho que la ahorcaría y estaba decidida a hacerlo. Pero no se podían tomar decisiones demasiado rápidas con una mujer tan peligrosa como Pamela. Porque ella le arrojó la maleta a la cara con un seco movimiento. El impacto dio de lleno en la cara de Lorena. que cayó hacia atrás. — 69 Pamela sacó su revólver. Ahora tenia tiempo para eso. Se dispuso a volarle la cabeza. Pero no sabia quién era Lorena. De pronto sintió que una bota golpeaba brutalmente su mano derecha. No tuvo tiempo para darse cuenta de nada. El revólver voló por los aires, mientras se oia una maldición. Otro puntapié al estómago dio en tierra con la asesina. Y Lorena se levantó. Su agilidad al saltar fue la de una auténtica campeona de lucha libre. Voló mafetialmeme sobre su enemiga tendida en tierra. ¡PLAC! Fue como para aplastarla. Pamela lanzó un gemido de dolor. Unas manos la golpearon brutalmente. Lorena se habia colocado a caballo encima de sus senos y le castigaba la cara con los dos puños a la vez. La sangre saltó, mientras toda la cara de Pamela temblaba. — ¡Condenada zorra! Los ojos de la asesina se desencajaron. De nuevo vio bailar sobre su cabeza la cuerda con la que su enemiga pensabaestrangularla. Y aquella soga pasó por su cuello. Pamela estaba tan aturdida que no pudo evitarlo. Pero al notar la presión en la garganta reaccionó con esa velocidad que sólo da la inminencia de la muerte. Todo su cuerpo se arqueó.

Lorena salió despedida por encima de su cabeza. Y dio una vuelta en el aire antes de estrellarse contra un tronco. Por unos segundos perdió la noción de las cosas. Solamente vio de una forma confusa que Pamela saltaba hacia ella con una mueca de odio en el rostro. Y Pamela acertó de lleno esta vez. Cayó en pie frente a ella. Salvajemente le golpeó los senos con la punta de la bota derecha. l.orena no pudo contener un grito de dolor. Tuvo la sensación de que los senos le estallaban. 70También su blusa quedó desabrochada y rota. ' Aquellos dos grandes globos que dejaban atónitos a los hombres salieron a la luz. Pamela rugió triunfalmente, mientras se disponía a asestar un nuevo y terrible puntapié a la mandíbula de Lorena. Estaba segura de dejarla K.O. con un solo impacto. Y luego acabaría con ella. El movimiento resultó fulgurante. La bota salió disparada. Pero Pamela había vuelto a equivocarse al creer que Lo1 rena estaba vencida. Sus manos, que parecían de hierro, sujetaron su tobillo. Y esas dos manos elevaron todo el cuerpo de Pamela hacia arriba, (je modo que salió proyectada por los aires. La fuerza y la agilidad de Lorena habían sido increíbles. Pamela no se dio tampoco cuenta de lo que sucedía. Lanzó un grito de sorpresa y de dolor, mientras, veía que todo el paisaje daba una vuelta en tomo a su cabeza. Cayó de bruces. Y también a ella se le rompió la blusa. También unos senos que nada tenían que envidiar a los de Lorena salieron a la luz. Algunos hombres que habían accedido allí al oír el estrépito de la pelea quedaron materialmente petrificados. Con los ojos fuera de las órbitas vieron el combate de aquellas dos bellezas. Lástima que no llevaran faldas, sino pantalones téjanos muy ceñidos. En caso de llevar faldas el espectáculo hubiera sido como para caerse muerto. Pero los rugidos empezaron a sonar: —¡Tías buenas! —¡No os metéis todavía! —¡Ya os mataremos nosotros! —¡A ver si os acabáis de quitar la ropa! —¿Os ayudamos, muñecas? Los hombres que presenciaban aquella inesperada pelea estaban bien lejos de imaginar que tenían delante de sus ojos - 71 a dos verdaderas asesinas, aunque una trabajara para la ley y la otra contra da ley. Pero uno que se acercó demasiado empezó a darse cuenta de que las cosas no eran tan sencillas

como parecía. Lorena le atizó un puntapié al bajo vientre que lo envió aullando contra la fila de mirones. Luego se volvió hacia Pamela. Las dos hombres, se miraron con fijeza diabólica. El odio vibraba en sus ojos. Bruscamente se habían puesto en pie. Aunque las gotas de sangre resbalaban por sus hermosas caras ninguna de ellas parecía notar el dolor. Y atacaron de nuevo. Lorena lo hizo con más rabia, con más fuerza, con más precisión. Con un bicho como Pamela no quena usar el revólver. Iba a matarla a golpes, iba a deshacerla. Dos puñetazos que hubiera hecho temblar a un hombre se abatieron sobre la cara de la asesina. Esta retrocedió, mientras sus ojos se volvían blancos. Su cara desencajada pareció disolverse en el aire. ¡ZLAS! Ahora acababa de recibir un cruzado que la envió contra la fachada de una casa. Los hombres aullaron: —¡Mátala! —¡Pero desnúdala antes! —¡Dale lo suyo! Lorena no necesitaba que la animasen. Avanzó sobre la asesina como un boxeador que se dispone a asestar el K.O. definitivo. Los puños se movieron otra vez entre un alarido de entusiasmo de los espectadores. Alcanzaron su objetivo de tal modo que se captó hasta el chasquido de los huesos. Pamela cayó desplomada. La asesina estaba K.O. Sus ojos nublados apenas podian ver sombras a unos pasos de distancia. —Ahora me queda la segunda parte —dijo Lorena con frialdad. 72 — Uno de los espectadores farfulló: —6Qué segunda parte? —Voy a ahorcarla. —Tú estás loca... —Es una sucia asesina. Simplemente ahorraré trabajo al verdugo. Eso es lo que voy a hacer. ¡Fuera todos! Lo único que necesito es la rama de un árbol. Se notaba que Lorena estaba dispuesta a hacerlo. En ese momento era una fuerza ciega, un poder justiciero que nadie podia dominar. Ninguno de los dos hombres que estaban allí se atrevió a detenerla al ver como las gastaba. Lorena sujetó a su enemiga por el pelo para arrastrarla. Sus ojos buscaron la. rama de un árbol, una viga saliente o cualquier soporte que le permitiera colgar a la asesina. Pero en lugar de descubrir eso, aquellos ojos descubrieron algo más, algo que no esperaba y que lo cambiaba todo. Porque la maleta de piel... ¡había desaparecido!

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CAPITULO XIII

Los ojos de Lorena mostraron una completa perplejidad. Por primera vez estaba totalmente desorientada. Sabía muy bien que si no recuperaba el botín de nada le servía la muer te de Pamela Por lo tanto lanzó una maldición al tiempo que apretaba los puños. Parecía un luchador a punto de iniciar el ataque. Miró por orden las caras atónitas de todos aquellos hombres, ninguno de los cuales parecía darse cuenta de lo que sucedía. —Aquí había una maleta — masculló. —No la hemos visto. —No nos hemo6 fijado, nena. —Había otras cosas que ver. Lorena supo muy bien cuáles eran aquellas otras cosas. Aún tenia los senos fuera. De modo que se los ocultó, mientras mascullaba: —¡Sucia colección de bastardos! Pero ninguno de aquellos hombres se había llevado la maleta. Lo adivinó en seguida mirándolos a te ojos. Lo único que les había importado era el espectáculo. Con una total desorientación, la hermosa hembra volvió a mirar en torno suyo. No se dio cuenta de que Pamela se levantó como una sonámbula. Había recibido unos golpes demoledores, pero aún conservaba las fuerzas suficientes para alejarse de allí 74 — aunque fuera a rastras. Su instinto le decía que aquello era la muerte. O se movía rápido o acabaría colgando de una cuerda. Además... ¡había visto al que se llevaba la maleta! Sus ojos cargados de brumas distinguían sin embargo las cosas. Acababa de ver a un tipo vestido de negro que arramblaba con el paquete, mientras ellas dos peleaban a muerte. No conocía a aquel tipo, no lo habla visto jamás. Pero sabía la dirección que había llevado y eso era suficiente. Los dedos de Pamela tocaron el cuchillo que llevaba oculto en una de las mangas. Era su último recurso. Ya que no podía recuperar el Colt pensó en hundir aquel cuchillo en la espalda de Lorena. ya que ésta se hallaba desorientada en aquellos momentos. Pero no se atrevió. Lo más importante era huir... huir... ¡huir! Dobló la esquina, desapareciendo. Uno de los hombres -que estaban ante Lorena se dio cuenta, pero no quiso delatarla. Al fin y al cabo, a él ni le iba ni le venia. Mientras tanto. Lorena se acababa de ocultar los globos que tanto

habían llamado la atención del «respetable público» mientras decía: —Se acabó el espectáculo, cerdos... ¡Fuera de aquí! Y entonces vio que Pamela no estaba tampoco en aquel lugar. Brotó de sus labios una maldición que hubiera hecho palidecer a un hombre. Mientras tanto, Pamela había doblado otra esquina. Podía seguir perfectamente el rastro del tipo que se había llevado la maleta porque ese tipo arrastraba los pies. Dejaba unos rastros como si por allí hubieran pasado dos ruedas. Y lo encontró en el fondo de un callejón. Había tirado la maleta. Sólo tenía en la mano el saco de seda. Miró a Pamela con ojos de loco. Pero, cosa extraña, no intentó atacarla. Permaneció quie- 75 to. mientras sujetaba aquel saco, apretándolo contra su pecho. Era increíble. No se trataba de la actitud lógica del que ha robado un millón de dólares y trata de defenderlos. Más bien daba la sensación de que tenía miedo de todo el mundo. Incluso aquella mujer con la cara ensangrentada lo aterraba. Miró avanzar a Pamela. —No lo haga —balbució—. No lo haga... Pamela sonrió secamente. No entendía a aquel hombre, pero eso poco le importaba. Tenía una idea ya muy clara de lo que iba a hacer, y esa idea podia resumirse en muy pocas palabras: cuanto menos tiempo viviera aquel hombre, menos molestaría. —Parece que tenías mucha prisa en largarte... —musitó. —Déjeme en paz. Yo no he hecho nada malo. Todo el mundo está contra mí. pero no he hecho nada malo. Ella sonrió. Algunas gotas de sangre seguían resbalando por su rostro, pero ni lo notaba. —Claro, amigo —dijo—, claro... Puedes confiar en mí. Y Yo no trato de perjudicarte en nada, ¿comprendes? En nada... Y movió el brazo con una velocidad fulgurante. El otro ni se enteró. . No llegó a ver el cuchillo. —¡AAAAH! Una breve exclamación; Apenas un gemido. Luego nada. Con una sonrisa gélida. Pamela vio caer al hombre y luego tomó de entre sus dedos crispados el saco con los billetes. No iba a perder tiempo. Sabia que en cualquier momento podía aparecer Lorena otra vez. y Lorena era la única mujer del mundo a la que de verdad temía. Nunca se había encon76 — trado ante una saña semejante y ante una pegada tan

terrorífica. Se arregló como pudo la blusa semidestrozada, se ocultó Jos senos y dobló la esquina más inmediata para ocultarse. Era tiempo de hacerlo. Unos pasos precipitados se acercaban a la entrada del callejón. Eran los pasos de dos hombres. Pegada a la pared, conteniendo la respiración, Pamela escuchó sus palabras. —Mire, deputy —dijo una voz. —Maldita sea, es es loco de Latek. —¿No lo ha buscado por toda la ciudad? —Claro que sí. Era una especie de peligro público. Cochino y asqueroso loco... Pero veo que se lo han cargado bien. No sé quién lo ha hecho, pero en todo caso no lo meteré en la cárcel por eso. Cerdo de Latek... Bien muerto está, maldito sea. Espero que lo reciban con música en el infierno. —Se nota que usted lo quería mucho, deputy. —A rabiar. —¿A qué se dedicaba? —A lo más asqueroso que hay. —¿Explotaba mujeres? —Peor. —¿Secuestraba niños? —Peor. —¿Violaba niñas? —Peor. —Ondia. ¿entonces qué leches hacía? —Criaba serpientes. —Bueno, deputy, quizá eso no sea tan malo, después de todo. Por un momento había llegado a creer que ese Latek era el culpable de que hubiera estallado la guerra de Secesión, o algo así. Hay que ver cómo se ha puesto. —Me he puesto contento, eso es todo. Un tipo como Latek tenia que morir para que se acabaran sus asquerosas cos- 77 tumbres. El trabajo que he tenido para matar a todas sus malditas serpientes. ¡El trabajo que he tenido...! —Pero ¿qué daño hacían0 —Se escapaban por la ciudad. ¿Le parece poco? ¿Pregunta qué daño puede hacer una serpiente de cascabel, por ejemplo, deslizándose debajo de una mesa cuando una familia está comiendo? Pues eso fue lo que me pasó a mí. Un poco más y la piso. —Vaya problema... —Por eso digo que bien muerto está. Pamela oyó desde su escondite cómo arrastraban el cadáver. Suspiró aliviada al oir también que las voces se alejaban y al darse cuenta de que nadie la iba a perseguir por aquel nuevo crimen. Ahora no tenia que preocuparse más que de huir. Lo hizo rápidamente.

Se deslizó como una sombra. Daba por descontado que Lorena la perseguiría. Pero en eso se equivocaba. Porque Lorena acababa de darse cuenta de algo mucho más importante, acababa de darse cuenta de que Grane no estaba allí. Miró desorientada en tomo suyo. Y volvió al interior de la sala de espera, donde dos hombres empezaban a inclinarse sobre el caído. Lorena pudo ver que Crane tenía un lado de la cara cubierto de sangre. Se arrodilló junto a él. De pronto, Lorena estaba terriblemente pálida. —0Qué ha pasado, Crane? Dime... ¿qué ha pasado? —Una simple rozadura. —Tienes mucha sangre... —No es sangre. Es salsa de tomate. Y Crane se puso en pie. Quiso hacerlo demasiado rápido y vaciló. Necesitó apoyarse en Lorena para no derrumbarse de nuevo. Y entonces vio de cerca sus ojos. 78 — Eran unos ojos distintos. No eran los que había tenido siempre, no eran los de una aniquiladora de hombres. De pronto en aquellos ojos había tristeza, había angustia. En ellos había nacido la humanidad. — Lo siento. Crane —musitó. —¿Sentirlo? ¿Por qué? —No estaba aqui para ayudarte. —Tú has hecho lo que tenías que hacer. Habíamos acordado que cortases la posible retirada por la parte de fuera. Lorena bajó la mirada. —Pero es que he fracasado — musitó. —¿Por qué? —Pamela ha escapado con el dinero. He sido una imbécil. —Y Wallace no sabemos dónde está. Maravilloso... Resulta que nos encontramos como al principio, sin haber adelantado nada. —Por eso te digo que he fracasado, Crane. He tenido a Pamela en mis manos y la he dejado escapar. El se restañó la sangre con un paño impregnado en alcohol que le habían entregado. No hizo ni un gesto de dolor, pese a que parecía como si le fuera a estallar la cabeza. Luego trató de andar con normalidad unos pasos y poco a poco fue sintiéndose mejor. —¿Qué vamos a hacer ahora? —susurró Lorena, que de pronto parecía completamente desorientada. —Seguir buscando. —Si. pero ¿dónde? —Vamos fuera. Quizá necesitemos un poco de tiempo para pensar. En la parte posterior de la casa de postas no habia nadie

ahora. Los tipos que antes presenciaron fascinados el espectáculo ya se habían ido en vista de que no continuaba la exhibición Lorena se detuvo y miró desconcertada en torno suyo. — 79 —He sido una estúpida al dejarla escapar —musitó—. En un momento de distracción lo he hundido todo. —Has hecho lo que tenías que hacer, Lorena. —No, no lo he hecho. Te pido perdón, Crane. Me parece que te he servido de estorbo más que de otra cosa. Y lo miró. Crane tenia muy cerca su pulposa boca. Los ojos implacables que antes estuvieron cargados de dureza eran ahora unos ojos casi suaves, unos auténticos ojos de mujer. Y el contraste casi mágico hizo que Crane se estremeciera. —Vamos a seguir juntos, Lorena —musitó. —¿A pesar de todo? —¿Tú qué crees? Y la besó, fue un gesto súbito, casi brusco, que abrió de .pronto los labios de Lorena. Ella también se estremeció. Algo vibró en el fondo más secreto de su cuerpo. Cuando se separaron, Lorena musitó: —¿No crees que has hecho mal? —¿Por qué? —Soy una mujer peligrosa. —¿Dónde? —Supongamos que en todas partes. —¿También cuando haces el amor? —Eso no lo he hecho nunca. —¿De verdad, Lorena? —De verdad. Nunca. —¿Entonces cuál ha sido tu mando hasta ahora? —El de la violencia. El de la muerte. —Eso no es normal en una mujer como tú. ¿Por qué, Lorena? ¿Por qué?... —Cuando yo tenía quince años unos asesinos asaltaron nuestro rancho y mataron a mis padres —susurró ella—. Pude escapar a tiempo y evitar que me violasen. Luego la justicia detuvo a aquellos tipos. Y los absolvió por falta de pruebas. 80Crane la miraba fijamente. Se daba cuenta de lo que Lorena estaba sintiendo. Y ella continuó: —Desde entonces dejé de creer en la ley. Comprendí que la justicia se la tiene que hacer uno mismo. La única misión de mi vida fue matar a aquellos hombres. —¿Y lo hiciste, Lorena? --Claro que lo hice. Acabé con ellos. —Desde entonces no hubo para ti más norma que la via lencia, ¿verdad?

—Por desgracia ésa es la verdad: no hubo más norma que la violencia Porque el único empleo que llegaron a darme fue un empleo que sólo un pistolero hubiese aceptado: perseguir a los atracadores de bancos y recuperar el botín. Día a día me fui endureciendo más y más. La verdad es que tampoco había encontrado a un hombre que valiese la pena..., hasta que te conocía a ti. Y volvió a entreabrir los labios. Fue un beso muy breve. Como un chispazo. Luego susurró: —No serviré para hacer el amor, Crane. —Quizá dices eso porque no lo has intentado nunca. —Quizá. El sonrió. La sacó de allí tomándola del brazo. Mientras se alejaban en dirección al centro de la ciudad murmuró: —Cuando esto haya terminado te sentirás más segura de ti misma —Espero que sea así, Crane. Pero, ¿adonde vamos ahora? ¿Cuál es tu plan? —Muy sencillo: es seguro que Wallace se ha alojado aquí aunque haya sido durante un solo día, y no creo que lo haya hecho en el hotel porque su cara resulta demasiado conocida. Apostaría doble contra sencillo a que ha alquilado una casa. Y voy a preguntar cuántas de éstas se alquilaban en esta ben- 81 dita ciudad. Dentro de poco habré dado con el sitio donde estuvo, aunque también me juego lo que sea a que no voy a encontrarlo allí. —¿Pues entonces?... —Al menos encontraré algún rastro, alguna pista. Y la seguiré aunque sea hasta lo más profundo del infierno. —Yo te acompañaré hasta allí, Crane. —¿Hasta el infierno? La mujer susurró sin mirarlo: —A lo mejor allí me enseñan a hacer al amor. Quién sabe. Y Crane tampoco la miró al contestar: —Pues si aprendes los trucos del diablo, apañado va a estar el que se líe contigo, nena... 82 –

CAPITULO XIV

No les fue difícil dar con la casa. Con los revólveres preparados, por si Wallace estaba allí, entraron los dos en aquel edificio limpio, acogedor, en el que no 'había ni rastro del pajarraco, porque éste había levantado ya el vuelo. Crane amartilló su arma, mientras gruñía: —Creo que hemos llegado tarde, muchacha. Este tipo se

ha largado ya llevándose su parte del botín. —Claro, pero habrá usado un caballo sacándolo de la cuadra —opinó Lorena. —Desde luego que sí. ¿Por qué lo dices? —Muy sencillo. Porque puede haber huellas. El caballo habrá dejado marcas en el polvo y podemos seguirlas. —Tienes razón. No perdamos tiempo. Fueron a la parte trasera de la casa, donde estaba la cuadra, y vieron que efectivamente había mucho polvo allí. Y en el polvo se marcaban los cascos de un caballo que se había dirigido hacia el norte. Crane murmuró: —Creo que ya lo tenemos, muñeca. —¿Por qué crees eso? Nos lleva una buena ventaja. —Sería una ventaja decisiva en otras circunstancias, lo reconozco. Pero fíjate en ese detalle: junto a las marcas de los cascos hay unas gotitas de sangre. —¿Qué significa eso? ¿Que el caballo se ha clavado algo? - 83 —Si. Posiblemente una espina de algún arbusto. Al principio no le habrá dolido demasiado, entre otras cosas porque más le habrán dolido los golpes de espuela de Wallace. Pero cuando haya recorrido un par de millas empezará a cojear. Y entonces Wallace estará en un sitio donde ya no podrá cambiar de caballo. Lorena crispó los puños con tal fuerza que produjeron un crujido. —Tienes razón. Ya es nuestro —masculló. Fueron en busca de sus caballos y emprendieron la persecución. Los animales estaban cansados, pero aun asi mantuvieron el trote largo. Y lo mismo Crane que Lorena picaron espuelas porque sabían que cada minuto que pasaba bs aproximaba más al hombre al que querían enviar al infierno. Lo que no sabían aún era que el infierno los esperaba primero a ellos. Wallace también había jugado su carta. *** Efectivamente, Wallace se había dado cuenta, una vez recorridas un par de millas, de que su montura empezaba a cojear. El magnífico caballo que creía estar montando se transformaba rápidamente en un inválido que no le servía para nada. Con aquel animal no llegaría demasiado lejos. Lanzó una maldición. Pero las maldiciones servían de bien poco. Tenia que hacer algo, y además hacerlo pronto. A aquellas horas Pamela ya estaría muerta y sus dos perseguidores no tardarían en darse cuenta de que el millón de dólares era falso, por lo que adivinarían la trampa y se dedicarían a buscarlo a él.

Antes de que cayera la noche lo encontrarían. 84 — Unas gruesas gotas de sudor empezaron a rodar por la cara de W al lace. Pero era un hombre de recursos. El conocía muy bien la comarca y sabía que a poca distancia estaba la cantina de Topper. En otras circunstancias la hubiera esquivado para que nadie lo viese, pero ahora se dirigió en línea recta hacia allí. Topper estaba con sus dos inseparables Clark y Ferguson. No había ningún cliente más a aquella hora. Los tres tenían la saliva tan cargada de whisky que cada vez que escupían sobre las tablas del suelo parecía como si éstas fueran a incendiarse. Miraron alucinados a Wallace. Sabían quién era Wallace, claro que lo sabían. Pero nunca habían imaginado que un tipo de su categoría se dejara caer por aquellos andurriales, y además yendo solo. Wallace se secó el sudor de la frente y masculló: —Supongo que queréis ganaros unos dólares, amigos. Topper escupió con soma. —¿Qué pasa? — preguntó. —Aquí hay un billete de mil. —¿Y qué? —Puede ser vuestro. —¿Qué hemos de hacer para eso? No querrás que nos metamos en la cama contigo, ¿verdad, Wallace? No somos maricas. —Poco me importa lo que seáis. Lo que quiero es que uséis el revólver. Alguien me está persiguiendo y pasará por aquí. Puede tardar una hora o dos como máximo. Son un hombre y una mujer y vendrán a esta cantina. Como es el único lugar habitado, querrán saber si me habéis visto pasar. —Y quieres que les demos un recado de tu parte, ¿no? —Eso es. —Un recado consistente en una ración de plomo. - 85 —¿Cómo lo habéis adivinado, chicos? Topper volvió a escupir. —¿Y para eso vas a pagarnos mil dólares? —preguntó—, ¿Entre los tres? —Es una fortuna. Nunca habéis ganado tanto por un trabajo tan sencillo. —Seguro que no. Precisamente por eso. Si ofreces mil pavos con tanta alegría es porque tienes muchos más. Wallace entrecerró los ojos. —¿A qué viene eso, muchacho? —preguntó. —Viene a que un tipo como tú no huiria si no hubiese dado un buen golpe. Hemos oido hablar de muchas cosas, ¿sabes? Por ejemplo de un fabuloso atraco en la ciudad de

Kensington. Y tenemos ojos, ¿comprendes? Los suficientes para ver desde aquí que llevas un saco colgando de la silla. Wallace sonrió. Cuando quería sabía improvisar una sonrisa alegre con la que era capaz de engañar a cualquiera. —Bueno —dijo—, puedo pagaros más. —Eso está bien. —Siempre he sido un chico razonable. —Te conviene serlo, Wallace. —Claro... ¡BANG! El disparo había surgido de la cintura de Wallace sin que los otros tres se dieran cuenta de nada. Los atrapó completamente desprevenidos. Claro que el que menos cuenta se dio de las cosas fue Topper, por la sencilla razón de que la bala le había atravesado de parte a parte la cabeza. Luego Wallace hizo oscilar el revólver. Los otros dos estaban aterrados. Llevaban años sin ver a un tío tán rápido. —Muchachos —dijo—. me vais a hacer un favor. —Cla...claro, Wallace. Lo que tú quieras. Y aunque no nos pagues mil dólares, amigo. Noso...nosotros lo hacemos gratis. 86— —Tendréis los mil del ala. Pero quiero que os coloquéis con vuestros rifles detrás de esa roca que hay delante de la cantina. Nadie que llegue por el camino os. podrá ver. Y será muy fácil acabar con el hombre y la mujer cuando se dejen caer por aquí. —¿Tú nos vas a apoyar, Wallace? Para estar más seguros necesitamos ser tres. Aunque les pillemos por sorpresa, nunca se sabe. —Claro que os voy a apoyar. Pero estando a vuestra espalda. No quiero sorpresas. —Bueno, hombre, bueno... No hay que ponerse así. A nosotros lo que nos interesa es el papelote ese con la cifra «1000» impresa encima. —Pues ocupad vuestros puestos. Los dos hombres lo hicieron. La- verdad era que desde el camino no se veía nada. Cualquiera que llegase a la cantina podía llevarse una buena sorpresa. La última sorpresa de su vida. Fue Clark el que susurró: —Ahí llegan. En efecto, Crane y Lorena ya estaban allí. Wallace nunca hubiese imaginado que los tenia tan cerca. Durante la cabalgada no se había dado cuenta de lo mucho que su caballo cojo iba perdiendo ventaja progresivamente. Masculló: —Quiero un blanco seguro. Esperad a que estén a unas cien yardas de distancia.

En efecto, Crane y Lorena habían ido siguiendo las huellas hasta distinguir la cantina. Distinguieron también un caballo caracoleando junto al edificio, y no les costó demasiado darse cuenta, a pesar de la distancia, de que aquel caballo iba cojo. —Wallace está allí —murmuró Lorena. - 87 —O quizá no esté ya. Quizá ha cambiado de caballo en la cantina. —Tienes razón. Eso parece muy solitario... Grane entrecerró los ojos. No se fiaba. Demasiado solitario estaba todo efectivamente. Sus pensamientos se convirtieron en un auténtico torbellino, mientras calculaba la distancia que los separaba del edificio. Ahora estaban a unas ciento cincuenta yardas. Le llamó la atención una cosa. Dos buitres planeaban sobre la cantina, cada vez a menos altura. Y eso significaba que habían visto algo capaz de llamarles la atención: ¿quizá hombres muy quietos? ¿Quizás hombres que podían parecer muertos? C'rane sintió una palpitación en las sienes. Sin mover la cabeza le dijo a Lorena: —Cuenta hasta tres y arrójate al suelo por la izquierda. Yo haré lo mismo. Pronto... ¡empieza a contar ahora! ¡Ahora! Estaban llegando a unas cien yardas de la edificación. Crane no sabía que ésa era la distancia fatídica, pero podía imaginar que si había alguien emboscado empezaría a disparar justo a las cien yardas. Por lo tanto se arrojaron los dos al suelo, mientras los caballos se encabritaban y sonaban las primeras detonaciones. Las balas pasaron rozando las sillas, donde un segundo antes habían estado sus cuerpos. Detrás de la roca, Wallace barbotó: --¡Habéis fallado, hijos de perra! Sabía que los dos hombres no tenían la culpa, pero él no estaba dispuesto a arriesgarse esperando allí. Se arrastró hacia la parte posterior de la cantina, llevando consigo el saco, sabiendo que allí estarían los caballos de Topper y los otros. Lo único que le interesaba en este momento era huir, huir atino fuera,, aprovechando que Crane y su diabólica acompañante estaban detenidos por el fuego. Ninguno de los dos tiradores se dio cuenta de eso. Para88 — petados tras la roca, escupieron plomo con sus rifles, mientras lo mismo Crane que su compañera rodaban sobre sí mismos en un intento inútil de ponerse a cubierto. Aquello era tan liso como la palma de la mano. Crane comprendió que en la movilidad estaba su única posibilidad de salvación, pero aun así les acabarían alcanzando. Por lo tanto se lo jugó todo a una carta.

—¡Sigue dando vueltas, Lorena! ¡No te pares ni un momento! Pero él sí que se había parado. Sujetando el Colt con ambas manos, apuntó hacia los lados de la roca. Estaba seguro de que alguno de sus enemigos acabaría sacando la cabeza si quería apuntar mejor. Y eso ocurrió apenas un segundo después. Uno de los tiradores quiso asegurarse. Asomó detrás de la culata la mitad de la cara. Crane desvió el cañón de su Colt apenas unas centésimas de pulgada. ¡BANG! Fue un disparo prodigioso. El hombre que acababa de asomar la cara no sintió nada. No se dio cuenta de que una de sus sienes había, desaparecido. —¡Perro sarnoso! —gritó. La exclamación no le sirvió de nada. Se había descubierto y eso estuvo a punto de costarle la piel. Una bala le destrozó el hombro derecho, haciéndole soltar el rifle. Crane corrió hacia él en zigzag, aunque daba por descontado que ahora no había más enemigos allí. Saltó sobre la roca y vio al herido que se sujetaba frenéticamente el hombro deshecho. —No... no tires... —Yo nunca remato a los heridos. Es Wallace el que os ha contratado, ¿verdad? —Ese... ese mal nacido... —¿Ha escapado? ¿Llevaba dinero encima? - 89 —Un saco... que supongo que estaba lleno de billetes... Y en cuanto a huir, claro que ha huido... Es un cobarde que nunca da la cara... Los caballos que había detrás de la casa eran buenos y estaban descansados... Si se los ha llevado a los tres, no habrá quien lo pare... Crane hizo un gesto de contrariedad. Los caballos montados por Lorena y éi estaban, en cambio, bastante fatigados. Pero tenía que intentarlo todo para capturar al cobarde de Wallace. Ahora que estaba tan cerca no lo dejaría escapar ni aunque los dos se hubieran de hundir en el infierno. Se volvió hacia Lorena. —¡Vamos! —gritó—. ¡Adelante! Volvieron a sus monturas y galoparon furiosamente. Pero al alcanzar la parte posterior de la cantina no vieron a Wallace. Ni siquiera distinguieron la nube de polvo en la distancia. Ningún caballo estaba allí, lo cual indicaba que se los había llevado, pero al mismo tiempo parecía como si se lo hubiese tragado la tierra. No pudieron imaginar en aquel momento que Wallace había obrado al revés de lo que parecía lógico. En lugar de alejarse de la ciudad de Cedar todo lo posible, había resuelto

volver a ésta. Una cosa empezaba a parecerle segura, y era que sus perseguidores lo buscarían en todas partes menos allí. De modo que aprovechó una profunda vaguada situada a la izquierda de la cantina para colarse por ella y regresar a Cedar. Ni Crane ni Lorena, que oteaban el espacio en sentido contrario, se dieron cuenta de la maniobra. Crane ahogó una imprecación. No entendía nada. Y mientras tanto Wallace se estaba alejando de allí. Desde Cedar podría escapar en dirección opuesta. ¡Les había dado esquinazo! Lanzó una carcajada burlona que se perdió en el aire. Ni Crane ni Lorena pudieron oírla. Quizá fue mejor para los dos. 90 —

CAPITULO XV

Hay quien supone que a los cobardes todo les sale bien. Al no exponerse nunca a ningún peligro, gozan de más posibilidades que los otros. Y esa creencia pareció confirmarse con Wallace, porque mientras éste galopaba hacia la ciudad, vio algo que le hizo estremecer hasta en las fibras más secretas de su cuerpo. De repente se dio cuenta de que tenía la salvación al alcance de la mano. Y de que si aprovechaba aquella ocasión le daría a Crane el esquinazo definitivo. Todo le estaba saliendo fantásticamente. Porque sus ojos distinguieron un caballo montado por una mujer. El caballo parecía bueno y galopaba velozmente. En cuanto a la mujer, no pudo verle bien la cara a causa de la distancia, pero aun así su perfil le resultó inconfundible. Había dormido tantas veces con ella que podía reconocerla a diez millas. Tenía que ser Pamela. Ella, sin duda, había robado un caballo después de escapar de la trampa que le tendió el propio Wallace. Y ahora trataba de largarse bien lejos llevándose lo que ella creía era un millón de dólares. Realmente Wallace podía dejarla marchar, puesto que él no ganaba ni perdía con eso. Pero no era ésa su intención. - 91 En su cara crispada se .empezó a dibujar una sonrisa diabólica. No iba a perdonarla. En primer lugar, ella creía haberlo engañado fugándose con el dinero, y eso Wallace estaba de cidido a hacérselo pagar. En primero lugar, ella creía haberlo engañado fugándose con el dinero, y eso Wallace estaba de

cidido a hacérselo pagar. En segundo lugar, acababa de maquinar un plan: si él liquidaba a Pamela y dejaba su cadáver junto al saco del dinero, lo mismo Lorena que Grane se detendrían ante aquel cadáver, abrirían el saco, contarían los billetes y cumplimentarían una serie de datos ante el depury sheriff. Además se darían cuenta tarde o temprano de que las billetes eran falsos. Todo eso significaba al menos un par de horas, es decir mucho tiempo perdido, durante el cual Wallace podría escapar definitivamente. La trampa de la casa de postas había fallado, pero ahora podía organizaría otra vez. Por lo tanto, picó espuelas y se acercó al galope. Pamela, quien creía que su antiguo compinche estaba bien lejos, no lo reconoció hasta que fue demasiado tarde. Lanzó un grito de rabia mientras intentaba desviar el caballo y sacar su Colt Pero Wallace ya la estaba apuntando en la llanura solitaria. Se oyeron dos disparos y una carcajada satánica. Uno de los dos disparos alcanzó al caballo. El animal cayó como un plomo, lanzando un relincho doloroso, y Pamela salió despedida por encima de las orejas. Dio una vuelta en el aire antes de desplomarse en tierra y darse cuenta de que habia perdido el Colt Sus ojos se desencajaron, mientras gritaba: —¡Wallace, condenado hijo de zorra! Wallace se detuvo a unos cinco pasos. Sostenía el Colt con un elegante gesto lleno de hastío. Miró desde arriba a la mujer, mientras mascullaba: —¿Estás cómoda, muñeca? —No... no tratarás de disparar... 92—Tú me has robado el dinero, nena. ¿Te parece que debemos dejar las cosas así? ¿Sí? ¿De verdad lo crees? Y lanzó otra risotada. Pamela se dio cuenta con horror del sentimiento que fia taba en aquellos ojos. Y balbució: —Noooo... El horror la ahogaba. Pero no tuvo tiempo ni de moverse. De pronto el revólver de Wallace vomitó plomo dos veces. Dos terribles impactos rojos se marcaron en la cara de la mujer. Wallace hizo una mueca. Todo estaba saliendo perfecto. Saltó del caballo a tierra y apartó el cadáver con el pie desdeñosamente. Como única oración fúnebre dijo: —Ya vendré a beber ante tu tumba. Tomó el saco de Pamela y lo palpó un momento. Billetes falsos que ya no servían de nada... excepto para confundir de momento a Crane. Con una sonrisa abrió el saco para

comprobar que todo estaba en orden. Y de pronto aquella sonrisa se borró de sus labios, Los ojos se le salieron de las órbitas. Trató de retirar las manos, pero ya no tuvo tiempo. De entre los billetes estaba surgiendo... ¡la cabeza de la serpiente de cascabel! ¡La lengua que casi estaba rozando su cara! ¡Los dientes que iban hacia su garganta! Wallace lanzó un sordo grito de horror. No entendía nada. Jamás lo entendería. Nunca llegaría a saber que el saco del dinero había estado durante unos instantes en manos de un hombre perseguido por criar serpientes venenosas. Y nunca llegaría a saber tampoco que aquel hombre había ocultado desesperadamente su - 93 serpiente de cascabel favorita, pensando que así la salvaba. Un loco habla ocultado en aquel saco la semilla de la muerte. No, eso jamás lo llegaría a saber Wallace. Ni falta que le hacia. Lanzó un sordo grito de horror, mientras los dientes del ofidio se le hundían hasta el fondo en las venas del cuello. Mientras el veneno entraba como un torrente en su sangre, en sus entrañas. Todo el paisaje dio una vuelta en torno suyo. Emitió un estertor. Y cayó de bruces agónicamente, mientras la serpiente escapaba pasando por encima de su cuerpo. Asi lo encontraron un poco más tarde Grane y Lorena. Con la mirada vidriosa y -perdida. Con la boca abierta en una última mueca de horror. Y junto a él los sacos de los billetes. Dos sacos, dos millones en lugar de uno. Crane necesitó examinarlos atenta mente antes de decir; —Nunca he tenido tantas tentaciones de entregar los billc tes falsos, Lorena Y de quedarnos los dos con los billetes de verdad. Lorena sonrió. —Hazlo. Crane —dijo—. y tendré que perseguirte. —¿Hasta dónde? —Hasta donde sea. —¿Hasta un sitio que yo imagino? —Hasta un sitio que tú imaginas. Y allí podemos pararnos ún ratito. si te parece bien. Crane dijo, sonriendo también: —Pues entonces me los quedo. Maldita sea. puedes empezar a perseguirme ahora...

FIN