!Bailad Muertos, Bailad! - Silver Kane

SILVER KANE ¡Bailad, muertos, bailad! HÉROES de la PRADERA nº 669. Bruguera – 1982 Edición BRO_EB0114 BRO_GZ0096 BRO062

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SILVER KANE

¡Bailad, muertos, bailad! HÉROES de la PRADERA nº 669. Bruguera – 1982 Edición BRO_EB0114 BRO_GZ0096 BRO0626 HPR0669

CAPÍTULO PRIMERO ¡TOMA JARABE, BESTIA! El hombre se lanzó de nuevo, contra la puerta. Era como un ciclón. Era como una fuerza desatada de la Naturaleza. Pesando más de noventa kilos, pero todos de músculo, resultaba imposible frenar a aquella especie de locomotora lanzada a plena carga. Los dos guardianes que intentaban detenerle rodaron, por los suelos. A uno de ellos le pareció sentir que sus costillas cambiaban de sitio. —¡Quieto! —barbotó el otro—. ¡Usaremos los revólveres! ¡Quieto, Key, o te matamos! Key no se estuvo quieto. ¡Qué cuerno iba a estarlo! El puño derecho salió disparado contra el hombre que se le acercaba por un lado. La cabeza de aquel tipo pareció estallar. Sonó un chask siniestro mientras los ojos se le ponían en blanco. Al quedar K. O se estrelló contra la puerta. —¡Por última vez, Key! ¡Quieto o te matamos! Key barbotó: —Sólo quiero pasar. ¡Abridme la puerta, perros! —¡No puedes entrar! ¡Eres un ex presidiario! ¡No puedes entrar aquí, maldito! Key fue a disparar su puño de nuevo. Era como una maza mortífera. Era como el extremo de un martillo pilón. El tipo al que iba dirigida la caricia logró esquivarla. Lanzó un gemido mientras se estrellaba contra la pared de la cárcel. Key trató de volverse. Le parecía haber oído rumor de pasos, a su espalda. Preparó los puños. Pero no tuvo tiempo de usarlos. La culata se abatió dos veces contra su cráneo mientras el que acababa de golpearle barbotaba: —Toma jarabe, muchacho. Key no se desplomó aún. Resistió los dos culatazos. ¡E incluso fue a contraatacar! El tío del revólver, masculló: —¡Toma jarabe, bestia!

Dos veces más le estrelló la culata contra el cráneo. Key se desplomó, ahora. Por su rostro resbalaban dos espesos hilos de sangre. *** Todos aquellos rumores de la pelea no llegaban hasta el patio central de la cárcel de Abilene, donde el silencio era absoluto y casi agobiante. En torno al patíbulo no se oía ni un murmullo. Todo estaba ya preparado para la doble ejecución. La cuerda bien encerada. El lazo perfecto. La trampilla que se abría y cerraba con una suavidad diabólica, y cuyo funcionamiento ya había sido comprobado varias veces. El sheriff miró por última vez el patíbulo, miró aquel cielo gris del amanecer cochino que los envolvía a todos, e hizo crujir sus puños con un gesto de rabia. Ya no podía retrasarlo más. Ya pasaban, de la hora, casi cinco minutos. —Que salgan —murmuró—, que traigan a la chica. Su voz había sido apenas un soplo. Se notaba que, al dar aquella orden, sentía como si algo se le removiera en las tripas. La indicación fue transmitida. Un minuto después, una puerta de hierro de las que daban al patio se abrió y por el hueco aparecieron dos hombres llevando a una chica vestida de negro. La chica se había vestido sus mejores galas para morir. De no ser por su palidez, por el temblor de sus labios, diríase que iba a una fiesta de la cual hubiese de ser la reina. Y, en efecto, en cierto modo lo era. Era la reina. Pero de una sucia fiesta de muerte. Los hombres que estaban en torno al patíbulo la miraron con pena. Incluso el juez y los jurados que la habían condenado a muerte, la observaron confundidos mientras ella avanzaba. Luego desviaron los ojos. El que había sido su defensor barbotó: —Hijos de zorra… Miserables…

Pero de nada servía ahora el insultar, cuando la ejecución iba a cumplirse. Cuando el verdugo lo tenía preparado todo. *** Aquella especie de torre de músculos que estaba fuera, también dijo lo mismo: —Miserables… Se había recuperado en un tiempo increíble, venciendo el dolor y el aturdimiento de los golpes. Y de nuevo estaba lanzado al ataque contra los tres hombres que le rodeaban. Uno de ellos barbotó: —¡No puede ser! ¡Este tío es una locomotora! Bruscamente tuvo que callarse. Un puño de hierro se le había clavado en el estómago. El que se convirtió en una locomotora fue él. Se inclinó y fue a estrellarse contra una de las paredes de la cárcel. Los otros dos se movieron al mismo tiempo. El que tenía la sensación de que las costillas le habían cambiado de sitio gritó: —¡Muchachos, ayuda! ¡Aquí, muchachos! ¡Socorro! Otros guardianes de la cárcel venían desde todas partes. Pero fue inútil, de momento. Ahora sí que al menos dos costillas de aquel tipo se convirtieron en harina. El salvaje golpe cruzado le había dejado sin conocimiento. Escupió sangre y se estrelló también contra la pared. Ahora se abatieron sobre Key las culatas de dos rifles. Quedó transido de dolor. Sus facciones se volvieron lívidas mientras todo su cuerpo se contorsionaba. Rodó por tierra. Pensó que iban a matarle, puesto que ya le apuntaban con los rifles. Lo único que pudo barbotar fue: —Acabad de una condenada vez… *** —Acabad de una vez.

La voz de la muchacha había sido mucho más suave al decir aquello. La cuerda ya estaba en su cuello. Diríase que musitaba una oración. El verdugo musitó: —Créeme que lo siento, Peggy. Presenté mi dimisión, pero no la aceptaron. Me han obligado a hacer esto. Te juro que tengo la asquerosa sensación de que voy a ahorcar a mi propia mujer. Una triste sonrisa flotó en los labios de Peggy. Curiosamente, aun con el dolor de la muerte en sus labios, aquélla era una sonrisa picara. Balbució: —Es que yo he sido tu mujer, John. El verdugo tuvo que volver la cabeza porque ya no podía soportarlo más. Fue el juez el que aulló, al darse cuenta de que la situación se entretenía, al darse cuenta de que el ejecutor de la ley no se atrevía a cumplir la sentencia: —¡Acaba de una vez, perro! ¡Abre la trampilla! ¡Acaba, malditooooo!… *** Los de la puerta gruñeron: —Dispararemos contra ti si vuelves a moverte, Key. Se ha dado orden de que un ex presidiario como tú no vuelva a entrar en la cárcel. ¿Qué infiernos te está pasando? Te pasaste dos años aquí, ¿y aún quieres volver? Key se pasó el dorso de la mano por los labios. Los tenía tintos en sangre. —Os lo suplico —murmuró. —¿Ahora suplicas? ¿Después de haber roto no sé cuántos dientes y hundido no sé cuántas costillas? —Quiero… quiero despedirme de Peggy y de Ann… Quiero… —Más vale que te resignes, Key. Hay orden de que no se te deje entrar. Tienes que hacerte cargo. Key estalló de nuevo. No cabía duda de que aquel tipo era un volcán. Se abalanzó contra el que acababa de hablarle. Le bastó un solo y fulminante gesto para cruzarle el rifle en la garganta.

—¡Déjame entrar, maldito! ¡Déjame entrar o te mato!… Iba a estrangularlo. Con su fuerza sobrehumana, le bastaba apretar un poco para deshacerle el cuello. Parecía increíble que, después de lo que acababa de recibir, Kay aún tuviera fuerzas. Los otros se lanzaron contra él. Le sujetaron los brazos y le clavaron otra vez las culatas en la nuca. —¡Abajo! Key se desplomó. Otra vez de sus labios brotaba la sangre. *** —¡Abajo! —gritó el juez—. ¡Abajo, maldito, abajo!… El verdugo no lo pensó más. Aquello era ya intolerable para él. Cerró los ojos y movió la palanca que abría la trampilla. El cuerpo de Peggy se balanceó. Fue un momento. Dentro de lo terrible de la situación, hubo la menos un consuelo. Había sido una ejecución muy limpia. El verdugo había puesto todo su arte en el lazo, en la calidad de la cuerda, en la posición del cuerpo, en la postura del cuello para que se rompiese pronto. El verdugo sabía que la sangre del ahorcado, al ser impulsada a chorro contra el cerebro en el momento de la primera presión, anula la sensibilidad y por lo tanto el condenado no sufre. En esta ocasión se juró a sí mismo que Peggy no se enteraría de nada. Si el verdugo había accedido al fin a ejecutarla, fue para que el trabajo no lo hiciera otro que supiese menos que él. Dentro de lo macabro de la situación, aquello fue un éxito. La víctima ni se enteró. Tuvo la sensación del salto al vacío, sintió que la boca se le abría, que la lengua crecía bruscamente dentro de ella… La angustia, una inenarrable angustia, duró apenas unos segundos. Luego… nada. El verdugo tenía la frente bañada en sudor. Las manos le temblaban. El sheriff dijo con voz ronca:

—¡Quítala de ahí! ¡Quítala pronto de ahí, infiernos! —No puedo. Primero tiene que examinarla el médico. —Es… es verdad. Hasta eso había olvidado. El médico subió de un salto. También a él le temblaban las manos. Le fue difícil, al inclinarse, encontrar el corazón de la víctima. —Ya no late —masculló—. Bájenla de aquí. Mientras lo hacían, el sheriff ahogó una maldición. Con gusto hubiera baleado allí mismo al juez que había dictado aquellas sentencias de muerte, pero no podía. Con voz que era apenas un soplo, susurró: —Cuando Peggy haya sido retirada… que traigan a la otra. Uno de sus ayudantes se volvió a poner el sombrero que se había quitado en el momento de la ejecución. Barbotó: —¿Usted también la había tenido como amiguita, sheriff? —¿A quién? —A Peggy. —Pues… pues… sí. El ayudante dijo burlonamente: —Vaya… El puñetazo le destrozó la mandíbula y le saltó cuatro dientes. El sheriff tenía una derecha que era una maza y además sabía moverla bien. Su ayudante se inclinó. Estaba escupiendo algo. Pero al recibir aquel salvaje puntapié en el bajo vientre, se olvidó incluso de que estaba vivo. Rodó junto al patíbulo. El sheriff iba a seguir pateándolo. Uno de sus ayudantes le abrazó. Hizo un gesto patético. —¡Por Dios, sheriff! ¡Por Dios! ¡No se juegue su carrera, ahora! El representante de la ley se apoyó en el borde del patíbulo. Tenía ganas de vomitar. Cuando el cuerpo de Peggy, al ser retirado, pasó junto a él, no pudo evitar una arcada. El verdugo, con manos temblorosas, estaba poniendo otra cuerda. Llevaba más de cien ejecuciones y sin embargo aquello no iba a poder resistirlo. Intentó serenarse al fin, porque sabía que tenía

que hacer su trabajo bien. Porque no quería que Ann, la segunda muchacha que iba a ser ejecutada, sufriese. Justamente la traían ahora. Los dos hombres que la custodiaban arrastraban los pies. Les sabía mal llegar al patíbulo. Oían el llanto de Ann como si brotara de sus propias entrañas. Porque Peggy había llegado a la cita con el verdugo con una solemne serenidad; pero Ann no tenía tanto temple. O quizá la hora fatal la había sorprendido con menos fuerzas. Lo cierto era que no podía soportar el llanto. Casi tuvieron que arrastrarla mientras ella miraba al patíbulo. —No… No… La voz era apenas una ronca plegaria que brotaba del fondo de su garganta. Al verdugo le temblaban los dedos ostensiblemente. No podía ni hacer bien el lazo. Cuando la chica subió los peldaños del patíbulo y hubo de ceñirle la cuerda al cuello, barbotó: —Lo… lo siento mucho, Anne. Te juro que no te haré sufrir. Nunca creí que tú y yo… En fin, que… Dios mío… Perdona. El había besado muchas veces aquel cuello. Le resultaba difícil imaginar que ahora iba a matarla. El sheriff barbotó: —Por favor, acaba… ¡Acaba! No hubo dilaciones esta vez. No hubo apenas ni un gesto inútil. La trampilla se abrió bruscamente. El verdugo se llevó las manos a la cara. Tenía la angustiosa sensación de que el nudo no había sido tan perfecto como la primera vez, y de que Ann sufriría. Pero no ocurrió así. Él era un buen profesional. En eso de matar resultaba un artista. Cuando el cuerpo de la segunda chica se balanceó al extremo de la cuerda, llamó al médico con un gesto. El médico certificó que la defunción había sido instantánea. Los grupos que formaban una especie de cortina humana en torno al patíbulo se relajaron.

La invisible y angustiosa tensión desapareció. El sheriff fue uno de los primeros en alejarse del patíbulo, porque no podía soportar aquello, mientras intentaba encender un cigarro para quitarse el mal sabor de boca. Pero ni eso pudo. Uno de sus hombres llegó trotando. Tenía la cara llena de sangre. El sheriff hizo una mueca. ¿Pero qué te pasa, Lou? —Ha sido en la puerta, jefe. —¿Qué diablos ha ocurrido en la puerta? —Key, esa especie de torre humana… Estaba decidido a despedirse de las dos condenadas. Pero usted había ordenado que no se le dejara entrar nuevamente en la cárcel. —En efecto, Key es peligroso porque arma camorra en seguida… ¿Pero eso qué tiene que ver con tu sangre? —Usted lo ha dicho, jefe: Arma camorra en seguida. No sé cuántas costillas ha roto ni cuántos dientes ha arrancado, sin necesidad de tenacillas. Le hemos molido la cabeza a culatazos y aun así ha seguido peleando. O lo echa de la ciudad, o en Abilene va a haber un día de luto en cuanto recobre fuerzas. El sheriff señaló el patíbulo. —El día de luto ya lo tenemos. ¿Y qué quiere Key? —Ya se lo he dicho: despedirse de las chicas. —No es posible. Demasiado tarde. —Pues envíeme refuerzos, porque en cuanto se lo diga, nos mata. El sheriff hizo un gesto de abatimiento, de insoportable tristeza. Y musitó: —Hala, dile que venga. Hablaré con él. Key vino por su propio pie, aunque su rostro era aún una máscara de sangre. La línea de su boca resultaba firme. Se notaba que en cualquier momento, pese a los terribles golpes recibidos, estaba dispuesto a empezar la pelea de nuevo. El sheriff le pasó una pequeña petaca de whisky. —Hala, echa un trago. —No. —Key, por favor… Tú y yo siempre hemos sido buenos amigos. —Lo sé, sheriff. Por eso mismo debió dejar que entrase. —Muchacho… Tú me salvaste la vida una vez, cuando se produjo un incendio en esta misma cárcel. Habías entrado por la puerta

pequeña, como camorrista y pistolero, y saliste por la puerta grande, como un hombre honrado que podía empezar la vida otra vez. Pero tienes… ¿cómo te lo diría?… Tienes mal ambiente. Los otros presos en seguida se animan cuando te ven y empiezan a atizar a los guardianes. Por eso pedí que no se te dejara ni oler la cárcel. —Sólo quería… despedirme de esas chicas. —Lo siento, muchacho. Ya es demasiado tarde. Pero te juro que… que han muerto sin sufrir. Key tuvo un brusco arrebato de ira. De pronto sujetó al sheriff por la camisa y lo levantó en vilo, a pesar de que el de la estrella pesaba sus buenos kilos y era cualquier cosa menos un alfeñique. Pero dio la sensación de que podía matarlo en cualquier momento, de que podía triturarlo. El sheriff carraspeó. —Mu… muchacho… Ca… calma. Key lo soltó poco a poco. De pronto parecía terriblemente abatido. Sus hombros se hundieron. Dio la sensación de que iba a caer. —Venga ese trago, sheriff —dijo—. Ahora lo necesito. Dejó casi vacía la petaca, bebiendo ansiosamente. Luego se pasó el dorso de la mano por la boca. Al tragar, se había bebido también su propia sangre, pero eso parecía importarle muy poco. —¿Por qué tanto interés? —musitó el representante de la ley—. Y sabes que esas dos chicas eran… Eran… —Sí, ya lo sé. Eran dos chicas de un saloon y habían admitido las caricias de media ciudad —dijo Key, con pesadumbre—. Pero tenían sus virtudes. Eran caritativas, eran buenas. Jamás se les tendió una mano sin que ellas dieran ayuda. Toda la ciudad las quería. —Estoy de acuerdo contigo —dijo el sheriff—. He partido la boca a uno de mis ayudantes porque las insultó. —Todo es relativo en este mundo —dijo Key, mientras cerraba los ojos—. Las hay que tienen un corazón así de grande y mujeres que nunca se dejarían mirar por un hombre, pero que en cambio dejarían reventar de hambre a un niño. Verá… Es extraño lo que me pasó con ellas. Usted sabe que yo llegué herido a esta ciudad. —Sí… Habías matado a cuatro hombres y tenías dos balas alojadas en el cuerpo. Tú siempre has sido muy recomendable, Key.

Key bajó la cabeza. Dejó que sus recuerdos le envolvieran, que le arrollaran casi. —Cuando llegué herido y me desplomé en la calle —dijo con voz que era casi dulce—, ellas me atendieron y me llevaron a su casa. Pagaron a un médico de su bolsillo. Me cuidaron como unas hermanas durante tres largos meses. Los ojos del sheriff brillaron un momento. —Pero no eran tus hermanas… —susurró. —No, ya lo sé. Ya sé lo que quiere decir, maldita sea. Ellas eran dos mujeres bonitas y yo soy una bestia. No presumían tampoco de chicas virtuosas. Lo que podían hacer conmigo a gusto lo hacían con otros por dinero. Lo que tenía que pasar pasó. No es que lo recuerde precisamente con orgullo. ¡Pero qué época, sheriff! ¡Qué época…! Sus ojos se habían animado un momento. En ellos palpitaban de nuevo la vida. Pero otra vez le acometió un decaimiento brutal, al susurrar: —Sí… Fueron buenas chicas. Les pagué como pude, y cuando unos rufianes intentaron explotarlas me metí en el asunto y maté a uno de ellos de un puñetazo. Por eso me detuvo usted. Por eso me pasé dos años en chirona, hasta… hasta anteayer. Pero cuando salí, ellas ya estaban en la cárcel. Iban a ser ejecutadas. ¿Por qué? ¡Cielo santo! ¿Por qué?… —Cometieron un crimen —bisbiseó el sheriff, roncamente. —¿Las dos? —Sí. Mataron a dos hombres. Los emborracharon y luego los mataron para robarles. —Narices, sheriff. Esa historia no se la traga usted ni después de zamparse una botella de whisky. —Las pruebas eran abrumadoras. No me gusta reconocerlo, pero a los ojos de la ley la cosa estaba clara. No había más remedio que condenarlas y así se hizo. Oye bien esto, Key: Olvídalas. Key se apoyó en el patíbulo. Sus enormes puños parecieron ir a destrozarlo, pero luego se calmó. Sus ojos estaban velados por una nube de inmensa tristeza. —Quiero leer el proceso —dijo. —¿Para qué? Ya están ejecutadas. ¿Qué sacarás con eso?

—De todos modos quiero leerlo. —Está bien. Díselo al juez Norman. Mira, por ahí pasa. En efecto el juez atravesaba el patio. Key volvió la cabeza. Lo miró como si ya le estuviera tomando las medidas del ataúd. Y se dirigió a él lentamente mientras pensaba: «Un puñetazo a la frente y dos más al cuello. A este tío lo dejo seco. A este tío lo mato…»

CAPÍTULO II EL ENIGMÁTICO JUEZ NORMAN El juez Norman le vio acercarse. No conocía directamente a Key porque el que condenó al joven, dos años antes, era otro. Pero le bastó ver su rostro para convencerse de que no iba a darle precisamente un abrazo. Y si le daba un abrazo sería para romperle en dos pedazos la columna vertebral. Sacó instantáneamente un pequeño revólver que llevaba en la funda sobaquera. Y barbotó: —Quieto. No dé un paso más. Key le miró socarronamente. —¿Qué le pasa, juez? ¿Tiene miedo?… —Yo tengo lo que me da la gana. —Llame al sheriff y dígale que le cante una nana. Ah… pero antes límpiese los pantalones. Me temo que se los ha ensuciado. El sheriff llegó al trote. Temía lo peor. —¡Key, por Dios!… El juez preguntó, fríamente: —¿Quién es este hombre? —Pues es… bueno, es un antiguo presidiario. Pero buen tipo donde los haya, juez. Sólo que cuando se pone nervioso y se pelea suele matar a algún enemigo como el que no quiere la cosa. Pero nada de importancia. Muchas veces no se entera ni el muerto. —Buena recomendación. ¿Y qué quiere? —El… en fin, era amigo de las condenadas. —Mucha gente lo era también. Demasiada. Key encajó la mandíbula. —Vuelva a decir eso y se traga su dentadura con salsa de tomate, juez. Eso para empezar. —¿Me amenaza? —¿Usted qué cree? El revólver se alzó peligrosamente. El sheriff se puso en medio de los dos hombres, dando un salto. —Hala, Key, ya hablarás mañana. Por favor, juez, déjelo. Norman guardó el pequeño «Cok» y se dirigió a una sala sórdida y oscura que estaba cerca del patio. Era allí donde se depositaba a

los ejecutados en la horca, mientras se preparaba el entierro. Las dos mujeres estaban tendidas en dos mesas. Daba angustia verlas. La escena era patética. Pero el juez ni siquiera pestañeó. —Jim. Un tipo patizambo, que al parecer cuidaba de los cadáveres, se acercó a él. —Diga, señor Norman. —Estas dos mujeres tenían parientes en Nueva York. Los cadáveres han sido reclamados. El juez hablaba fríamente, con esa frialdad de los trámites oficiales. Ni por un momento le impresionó la visión patética de los dos cuerpos muertos. Jim, el patizambo, dijo también con la mayor naturalidad: —De acuerdo, señor Norman. Entonces habrá que trasladar los cadáveres. —Claro. —Y habrá que embalsamarlos. —Más claro aún. Jim arqueó una ceja. —A mí me pagan para eso, para embalsamar los muertos. ¿Pero quién pagará el transporte hasta Nueva York? Es caro. Y los reglamentos los conoce usted mucho mejor que yo, juez. No hay traslado, si no hay pago antes. —Claro que conozco los reglamentos, bien. Pero no te preocupes por el dinero. Yo lo depositaré. — ¿Usted, juez?… —Uno tiene que ser duro con los vivos, pero no hay razón para que sea duro con los muertos —susurró Norman—. Todo lo que haga falta para el traslado, lo pagaré de mi bolsillo. Y ahora ocúpate de ellas. Quiero que hagas un trabajo perfecto. Quiero que sus cuerpos lleguen a Nueva York como si estuvieran vivos. Jim se frotó las manos. Miró a las dos muertas como si fueran dos muñecas. Dos muñecas a las que tuviera que poner guapas para una fiesta. —Claro que sí, juez —dijo—. Naturalmente que lo haré. No tema, señor Norman. Las dos muertas van a quedar como para chuparse los dedos.

—No seas bestia, Jim. —¿Por qué? ¿Es que uno no puede estar orgulloso de su trabajo? —De acuerdo: puedes estar orgulloso, pero no me toques las narices con tus palabras. Te voy a encerrar aquí hasta que los cadáveres estén listos. Ni te dejaré salir a ti, ni dejaré entrar a nadie. ¿Cuándo estará terminado el trabajo? —Hoy a medianoche. —De acuerdo, Jim. El juez puso encima de una de las siniestras mesas dos billetes de a veinte dólares cada uno. Era una buena propina, teniendo en cuenta que el juez no estaba obligado para nada a ocuparse de las dos muertas. —Quiero que quedan bien guapas —musitó — . Sus parientes de Nueva York no deben tener la sensación de que han sido pasadas por la horca. Y Norman salió, cerrando cuidadosamente la puerta y dejando a Jim solo con sus dos muñecas. Apenas había dado un par de pasos cuando una mano se posó en su hombro izquierdo. —Norman —dijo una voz. Norman se volvió. Un tipo alto como una torre, un tipo que recordaba a Key estaba junto a él. Norman lo conocía. Lo conocía todo el mundo, en Texas. —¿Qué hay, Bentley? —musitó—. ¿A cuántos hombres ha matado últimamente? Era la pregunta que le hacía todo el mundo. Porque Bentley era un matador. Era, en cierto modo, uno de los más siniestros asesinos de la frontera. Bentley sonrió. Mostró unos dientes sanos e iguales, pero que daban la sensación de ser tan peligrosos como los de un tigre. —Sólo he matado a tres en la última semana —dijo—. No estoy en forma. Y Bentley lanzó una carcajada siniestra en aquel recinto de la muerte.

Era como la carcajada de una hiena que está pidiendo más sangre en una noche de luna.

CAPÍTULO III BENTLEY, EL MATADOR —¿En qué está pensando, juez Norman? —murmuró, como si adivinara lo que pasaba por la cabeza del otro—. En que soy un asesino, ¿verdad? Y si piensa eso, ¿por qué se molesta en hablar conmigo? —Por una sencilla razón —dijo Norman—. Porque usted es un asesino a sueldo del Gobierno. Es un federal. Lo sacó suavemente de allí. La tristeza se disipó un poco al llegar de nuevo al patio de la cárcel, donde ya daba el sol del nuevo día. Pero uno se sentía angustiado de nuevo al ver el patíbulo, a pesar de que algunos operarios ya lo estaban desmontando. Bentley masculló: —He visto desde un rincón el sacrificio de esas dos chicas. No me ha gustado ni pizca. —Lo comprendo muy bien, pero era algo necesario —explicó Norman—. Emborracharon a dos hombres y los mataron para robarlos. Las pruebas eran abrumadoras. —De todos modos es un mal trago… —Peor para mí que para otro —dijo Norman—, aunque haya gente que no lo comprende. ¿Pero por qué está aquí, Bentley? ¿Qué ocurre? —Lo de siempre —dijo vagamente el otro. —¿Qué es lo de siempre? —Drogas en la frontera. Antes era una cosa que no tenía demasiada importancia, pero ahora ya se está transformando en uno de los negocios criminales más importantes del país. Las drogas pasan de México y llegan a los centros distribuidores del Norte. ¿Cómo? No lo sé. Por eso el Gobierno me ha enviado a que lo averigüe, pero reconozco que no he conseguido gran cosa. —¿Por qué? —Hum… Los traficantes son más listos cada vez. Antes pasaban los cargamentos a tiro limpio, y en esos casos éramos útiles los hombres como yo: los asesinos a sueldo del Gobierno. La gente

caía a racimos… Y mis compañeros federales cayeron a racimos también. Pero las cosas están cambiando, maldita sea. Los buenos tiempos del tortazo y del «Colt» han pasado. Ahora los traficantes se me filtran por entre los dedos sin que me dé cuenta. —¿Y lo siente, Bentley? —Claro… —Yo le diré por qué —masculló Norman—. Lo siente porque es una bestia. En realidad lo de las drogas le importaba poco. Lo que usted quería era correr aventuras. Lo que ansiaba era matar. A otro la frase quizá le hubiera ofendido, pero a Bentley le hizo lanzar una carcajada. —Ha dado en el clavo juez, —masculló, cuando su acceso de hilaridad hubo pasado—. Sí… Justo. Lo que me gustaba eran las aventuras y la muerte. La frontera de México es estupenda. ¡Cada señora! ¡Cada paisaje! ¡Cada muerto!… En fin, que daba gusto. Pero ahora las cosas se están volviendo intelectuales. ¿Y sabe qué le digo? ¡Que dan asco! ¡Maldita sea! ¡Voy a presentar mi dimisión! —No se la admitirán. Como asesino no tiene usted sustituto posible. —¡Tendrán que admitírmela! ¡Ya estoy harto! Norman le miró fríamente. —¿Por qué está usted aquí, Bentley? ¿Qué ha venido a hacer? —Hum… Sigo pistas que no llevan a ninguna parte. Había un cargamento que valía un millón… —alzó las manos—. ¡Un millón de infiernos! Estaba ya casi encima, cuando se me esfumó. Así… Hizo pluf. Estaba delante de mis narices y de repente dejó de estar. No sé cómo pudo desaparecer. Ahora se hablaba de otro cargamento, éste de millón y medio, en forma de heroína pura, que es lo más caro que hay. Los indicios decían que el cargamento pasaría por Abilene. Pero otra vez pluf. He perdido la pista. O me vuelvo viejo, o los traficantes son más listos cada vez. Por todos los diablos, Norman… Quiero que usted me haga un favor. —¿Qué favor puedo hacer yo a un asesino, Bentley? —Un asesino legal, no lo olvide. Y no crea que estoy borracho porque le hable así. El favor que le pido es éste, juez: me gustaría tener la relación de todos los detenidos y personas sospechosas

que han pasado por Abilene los últimos meses. Quizá por ahí consiga algún hilo de los que llevan al ovillo. —¿Por qué no pide eso al sheriff? —El sheriff es un descuidado, mientras que usted tiene unos archivos perfectos. Le esperaré esta noche en el hotel Palace. Mientras no me echen por guarro, me hospedo allí. Tráigame todos los datos que tenga. —De acuerdo, Bentley. Lo haré, porque no puedo negar mi colaboración a un federal, pero no porque me guste. Bentley dio un manotazo al aire, que quería ser un gesto de despedida. Y entonces vio a Key en un lado del patio. Le maravilló la arquitectura prodigiosa de aquel tipo, su musculatura de gigante, sus puños de luchador nato. Le maravilló también aquella mirada gris, que estaba perdida en el vacío. —¡Eh! —llamó—. ¡Muchacho tú te pareces a mí! ¿Quieres ser un criminal en la frontera, un criminal a sueldo del Gobierno? Tendrás mujeres guapas hasta que revientes de un balazo. ¿Qué dices? Te conviene, hombre… ¡Los chupatintas de Washington sólo se retrasan de tres a cuatro meses en las pagas! Key no contestó. Siguió con la mirada perdida. Aquella mirada enigmática, peligrosa y gris. Dio la sensación de que las palabras del federal no las había oído siquiera.

CAPÍTULO IV EL LARGO VIAJE DE LA MUERTE Era medianoche cuando Key aún estaba allí. El patio de la cárcel sólo estaba iluminado ahora por unos cuantos faroles que le daban un aspecto siniestro. Las tablas del patíbulo habían sido desmontadas. Una angustiosa sensación de soledad lo llenaba todo. Al principio sólo se había filtrado un poco de luz, de un ventanuco. Más allá de aquel ventanuco trabajaba Jim en su siniestro cometido. Pero ahora había cerrado los postigos y ni eso se veía. Key había tenido a ratos la sensación de que era el último hombre del mundo. Pero sin embargo seguía quieto allí, esperando quizá no sabía qué. Lo supo cuando se abrió la puerta metálica y salió Jim. El patizambo dio unos pasos por el patio. Vacilaba. Diríase que además de guarro y casi cojo, el tipo era un borrachín de aupa. Miró, bizqueando, las luces. Y de pronto lanzó un gemido. Tenía la sensación de que lo habían colgado de una percha. O de lo que elevaba el gancho de una grúa. Una cosa potente, contra la que no podía luchar, le había hecho levantar los pies del suelo. Gimió: —¡jYo no he hecho nada! ¡Eh! ¡Eh! ¡No me cuelgue! Key, que lo había levantado con una sola mano, lo depositó en el suelo suavemente. —No voy a hacerte ningún daño, Jim. Sólo quería que supieras que estoy aquí. —Pues vaya manera de… de… decírmelo. —Mi sistema habitual es romperle a uno la dentadura, pero he pensado que hay que aprender educación alguna vez. —Ti… ti… tienes razón. La educación es una gran cosa, Key. Te lo digo yo que entiendo. Una gran cosa, chico. Y ahora que los dos

somos tan bien educados… ¿por qué no dejas de mirarme de esa manera? —Quiero pedirte un favor, Jim. —Concedido, concedido. ¡Lo que sea, con tal de tenerte lejos! —Has embalsamado los cadáveres, ¿no? —Sí. Ha sido un trabajo repulsivo, a pesar de que ya estoy acostumbrado. Pero los dos cuerpos han quedado muy bien. —¿Adonde van? —No lo recuerdo exactamente. El juez Norman cuida de todo. —Pero sabrás al menos por qué sistema viajan. —Tampoco —farfulló Jim—. No es cosa mía. Supongo que emplearán la diligencia hasta el ramal del ferrocarril que pasa por Austin y Dallas. ¿Pero qué digo diligencia? Irán en un carro de lona especial. Sí, eso es lo más razonable. Luego en ferrocarril hasta donde sea. —Eso indica que van lejos —musitó Key. —Te repito que no me acuerdo del sitio exacto, pero desde luego van lejos. ¿Por qué no se lo preguntas al juez? —No quiero tratos con ese tipo. —No hay que ponerse así, hombre. El ha cumplido con su deber, aunque no le gustara. Pero, en fin… ¿qué quieres? Hace media hora que preguntas y no me has dicho para qué. —Quiero acompañar los cuerpos de esas dos chicas hasta su último destino. Jim tuvo un sobresalto. —¿Queeeeé?… —Sí, ya sé que eso me costará algún dinero, pero ahorré un poco en la cárcel. Es un último homenaje a su memoria, ¿sabes? No quiero que viajen solas como si fueran dos perros. —Hombre, no es lo mismo… —Puesto que nadie se ha hecho cargo de los cuerpos, yo cuidaré de ellos durante el viaje. Jim se encogió de hombros. —De acuerdo —dijo—, yo supongo que saldrán mañana. Estate aquí a las siete y yo creo que no tendrás inconveniente. —Gracias, Jim. Eres un buen chico. —Oye… Ten cuidado. Key se volvió levemente.

—¿Cuidado de qué? —Bentley, ese federal que es un asesino a sueldo del Gobierno, está en Abilene. Eso significa que quizá estén igualmente por aquí los traficantes que pasan las drogas por la frontera de México. Bentley los huele. —¿Y eso qué tiene que ver conmigo? —Mientras estabas en la cárcel te peleaste con un par de esos traficantes, ¿no? Uno de ellos estuvo tres semanas en la enfermería a causa de un par de puñetazos. —Es un asunto que ya pasó —dijo Key. —Hum… Con esa gentuza, las cosas no pasan nunca. Ten cuidado, no sea que quieran vengarse. Y buen viaje si vas con esas chicas, Key. Aunque lamento que no estén vivas. Key le dio una suave palmada en la espalda. —Gracias, Jim. Repito que eres un buen chico. Jim se alejó dando saltitos mientras murmuraba tocándose la dentadura: Es que ese tío… ¡saluda de una manera!…

CAPÍTULO V BAJO TIERRA SE ESTA FRESQUITO Key vivía en un hotel modesto, porque los ahorros hechos en la cárcel no daban para gran cosa. Pensaba ponerse a trabajar inmediatamente en un rancho, pero la trágica muerte de Peggy y de Ann lo había cambiado todo. Consideraba que era su deber acompañar sus cuerpos hasta donde fuese, para demostrar de algún modo la gratitud que sentía. Las dos muchachas habían sido las únicas personas que le trataron con cariño en este mundo, sin pedirle nada a cambio. Se dirigió al hotel para dormir unas horas, pensando estar de nuevo en la cárcel hacia las siete de la mañana. Pero los sucesos iban a desarrollarse de forma bien distinta a como él pensaba. No iba a tener una noche tranquila. Atravesaba uno de los callejones tan abundantes en Abilene, y que servían para almacenar mercancías y carruajes, cuando algo se movió a su izquierda. El finísimo oído de Key —un oído de auténtica fiera de la selva— captó aquel leve rumor mientras todos sus músculos se ponían en movimiento. Muchas veces Key no pensaba. No había tiempo para eso. Actuaba por instinto y con la velocidad de un ciclón. Al lanzarse maquinalmente hacia la pared salvó la vida, aunque no imaginaba entonces que las cosas hubieran de ser tan graves. Dos fogonazos rasgaron la oscuridad. Las balas pespuntearon su cabeza, pero era completamente seguro que hubieran atravesado a Key si éste no llega a moverse tan a tiempo. La pared de la casa tembló. Key lanzó un gruñido. Dos fogonazos más rasgaron las sombras. Key se dio cuenta de que eran tres los hombres que estaban en el callejón, porque un disparo de los de ahora habla sido distinto de los anteriores. Se lanzó a tierra y patinó por el suelo mientras sacaba el «Colt». Con su silencio y su inmovilidad trató de que los otros creyeran que estaba muerto, pero no lo consiguió. No cayeron en la trampa.

Materialmente pespuntearon la pared de balas, buscando el cuerpo de Key. Este comprendió que no podía permanecer más tiempo allí. Saltó de pronto hacia la esquina. También fue instantáneo. No llegaron a verle bien. Mientras los tres hombres disparaban a la vez, Key se movió entre las sombras y empezó a subir por la fachada, con la agilidad de un gorila. Ninguno de sus tres enemigos sabía lo que estaba haciendo y, por lo tanto, disparaban al azar. Unos segundos bastaron a Key para llegar al tejado de la casa, que era de un solo piso. Una vez allí, se deslizó en silencio por la vertiente que daba sobre el callejón. A pesar de su pesadez y de su musculatura, se movía con la suavidad de una sombra. Desde arriba, vio los fogonazos de los tres individuos que seguían disparando en el callejón. No se habían dado cuenta aún de que sus tracas eran inútiles. Key sacó el «Colt» de nuevo y calculó la distancia, basándose en los reflejos que periódicamente dejaban los fogonazos de uno de los tiradores. Así adivinó el sitio en que estaba la cabeza. Apretó el gatillo. Sonó un chasquido siniestro. El tirador, en el momento de morir, apenas tuvo tiempo de lanzar un breve gemido. Los otros dos miraron hacia arriba. Estaban paralizados por el asombro. Sólo vieron una especie de mole que se derrumbaba sobre el estrecho callejón. —¡Cuidado, Jack! ¡Fuera! Uno de ellos había gritado. Fue lo último que hizo. Una mano parecida a un garfio de hierro le había sujetado por el cuello. La otra mano produjo en su cabeza un movimiento de torsión. Sonó un lúgubre chasquido.

Esta vez el pistolero no pudo ni gritar. Su propio horror le secaba la garganta. Cayó como un pelele, con el cuello roto. El tercero intentó huir. Se daba cuenta de que estaba enfrentándose a un diablo. Su silueta se recortó un momento en la claridad lechosa que había al extremo del callejón. Key saltó de pronto. Su salto fue tan rápido y certero como el de un puma. Cayó sobre el fugitivo y le golpeó terriblemente por dos veces, en la nuca. —Bajo tierra se está fresquito, macho —barbotó. Quizá, en el fondo, no quería matarle, pero Key no podía responder de la fuerza terrible de sus golpes. Notó que el cuerpo de su enemigo se estremecía dos veces. Y luego quedó espantosamente quieto. Key farfulló: —La gente cada vez aguanta menos. Esto es escandaloso… Y levantó aquel cuerpo. Pero se dio cuenta de que ya no era más que un cadáver. Los dos atroces golpes en la nuca lo habían matado instantáneamente. En aquel momento notó que alguien más se movía al extremo del callejón, entre la claridad lechosa. Pensó que era otro enemigo. Sacó el revólver, mientras barbotaba: —¡Quieto! Vio entonces levemente el reflejo de la estrella. La voz del sheriff llegó hasta él. —Te he reconocido, Key, so bestia. ¿Qué pasa ahí? —Poca cosa. —¿Qué quiere decir poca cosa? —preguntó el sheriff, con voz que reflejaba la mayor desconfianza. —Tres fiambres. —¡Maldito seas, Key! ¿Y a eso le llamas tú poco? —Deje de hablar, sheriff y ayúdeme, cuerno. —¿Ayudarte a qué? ¿A matar al cuarto? —No, hombre, no. ¿Por qué es tan desconfiado? —Porque tengo pruebas. Ya me dirás tú en qué cuerno puedo ayudarte. —Deberíamos sacar a estos tipos de aquí. Hay que identificarlos. Algunas personas más habían brotado por allí al oír los disparos.

Se escucharon voces y aparecieron algunos faroles. Una claridad más diáfana se derramó por el callejón. Los cuerpos pudieron ser sacados y alineados junto a un porche de la calle. Key los miró atentamente, mientras se frotaba los nudillos doloridos por los golpes. Al fin y al cabo él no era de piedra, aunque a ratos lo pareciese. Bisbiseó: —No les conozco, sheriff. No les había puesto el ojo encima, jamás. Lo único que sé es que a uno de ellos lo han llamado Jack. El representante de la ley arrugó el ceño. —Yo sí que los conozco —musitó—, en especial al que llaman Jack. Es ese del extremo. —Probablemente. ¿Y de qué los conoce? —Son traficantes de drogas. —¿Qué?… —Pasan por la frontera de México mercancías que valen millones. Eso es todo. Y no te hagas el angelito, Key. —No, no me hago el angelito. En la cárcel conocí a algunos tipos de ésos e incluso me peleé con ellos. Pero no he tenido ninguna otra relación que yo sepa. —Esto puede ser una venganza, Key. —¿Venganza? ¿Por qué? —Estoy enterado de esa pelea y de las consecuencias que tuvo. Te advierto que esa gente nunca olvida. Su negocio es tan importante y tan delicado que no pueden dejar cabos sueltos, y por tanto eliminan cualquier obstáculo, por pequeño que sea. —Yo no soy ningún obstáculo —dijo Key—. No me he metido jamás en sus negocios ni lo haré. El sheriff se rascó la mandíbula. —Tienen derecho a pensar lo contrario, ¿no? —Que piensen lo que quieran pero que no se metan conmigo. El sheriff hizo un gesto de hastío. —Donde tú estás hay jaleo, Key. ¡Maldito seas! ¡Vete de la ciudad! —Me iré. Mañana mismo. Bueno, en realidad es hoy. Me largo dentro de unas horas. —Buen viaje. ¡Veteeeeee!…

Ante el rugido del sheriff, Key hizo también un gesto de hastío. —No sé qué pasa… ¡Todo el mundo quiere despedirse de mí! En fin, me voy a descansar. Hay que ver lo injusto que es el mundo. ¡Yo, que soy un ciudadano tan pacífico…!

CAPÍTULO VI LA RUTA DE LAS ESTRELLAS Aún había estrellas en el cielo cuando Key se presentó, antes del amanecer, en la cárcel del condado. No quería que los cuerpos emprendieran el viaje sin estar él allí. Miró al cielo y encendió un cigarrillo que acababa de liar con movimientos calmosos. Ya se sentía más tranquilo. Las estrellas le calmaban. Le recordaban las épocas en que él recorría las llanuras de Texas guiándose sólo por su posición en el cielo, como los navegantes recorrían los mares. Y es que las llanuras que él tanto amaba eran inmensas, interminables como el mar. De pronto, prestó atención. Entre la soledad inmensa que rodeaba aquella parte de la ciudad, alguien se acercaba. Vio que eran dos hombres que llegaban con dos caballos. Pasaron muy cerca y se dirigieron a los inmensos cobertizos de la cárcel. Salieron de allí con los dos caballos enganchados a un carromato con toldo de lona. En el toldo de aquel vehículo, en grandes letras rojas, se podía leer: «PRISIÓN DEL CONDADO - ABILENE» El joven se acercó. Trató de dirigirse a ellos con su sonrisa más amable. —Buenos días, amigos. Sabía que ustedes vendrían —dijo. —¿Qué es lo que sabía? —preguntó uno de ellos, mirándole recelosamente. —Que hoy iban a transportar los cuerpos de esas dos chicas ahorcadas. —En efecto, nos los llevaremos —dijo el otro—. Ya están embalsamadas, de modo que no hay problema. —¿Adonde las llevan? —No lo sabemos exactamente. De momento hasta Dallas. Allí termina nuestro viaje. —Verán… — Key se acarició la mandíbula—. Jim ya está de acuerdo conmigo. Quiero acompañar a las muertas. —¿Por qué?

—Es una deuda de gratitud. Los dos tipos le miraron recelosamente. —Oiga, Key, usted tiene mala fama. —¿Mala fama de qué? —De camorrista. No sabemos si tiene el gatillo fácil, pero los puños fáciles sí que los tiene. Lo dice todo el mundo. Key encajó las mandíbulas. —Soy un hombre pacífico. ¡Lo juro! ¡Y al que diga lo contrario le machaco la cabeza! —¿Lo ve? Ya empezamos. Key se dio cuenta de que acababa de cometer un error. Se esforzó en poner cara de buen chico. —No crearé problemas. Déjenme acompañarles hasta Dallas. Les daré todo el dinero que tengo: doscientos dólares. No era una mala suma, después de todo. Los dos hombres se miraron. Uno de ellos susurró: —¿Qué hacemos, Louis? —Déjale venir. Total, no se pierde nada. Pero una sola advertencia muy seria, Key. —Diga, amigo, diga. Le escucho atentamente. Y no tema. No moveré los puños al menos en cinco minutos. El individuo le apuntó con el dedo. —Esos ataúdes son sagrados. Entérese bien, Key. Eche una mirada si quiere a las pobres chicas muertas, pero nada más. No quiero escenitas. Ni quiero que roce las cajas durante el viaje. —¿Quién cree que soy? ¿Una vieja llorona? —De todos modos debe ser un sentimental, puesto que hace ese viaje y se gasta todo su dinero sólo por una cuestión de gratitud que ya no sirve de nada. Pero no se acerque ni a una yarda de los ataúdes, ¿eh? Está advertido. Key hizo un movimiento afirmativo con la cabeza. —De acuerdo, muchachos. No tendrán queja de mí. —Entre. Key pasó al recinto donde había trabajado Jim. Quería mantener toda su fortaleza, quería mostrarse incluso indiferente. Pero eso le resultaba difícil. De entrada, sintió que sus fuerzas vacilaban.

Las dos muchachas parecían estar vivas. Incluso diríase que habían ganado en belleza con relación al terrible instante en que se acercaron al patíbulo. En aquel momento el color había huido de sus rostros, pero ahora parecía haber vuelto. No cabía duda de que Jim era, entre otras cosas, un excelente maquillador. Sin embargo, producían un efecto espectral metidas en sus ataúdes baratos. Unos ataúdes de madera blanca, sin forro y casi sin clavetear. Dos despojos de animales conducidos al crematorio, no podían haber sido tratados con más indiferencia. Key susurró: —Dios santo… —¿Qué le pasa? ¿Ya empezamos? —¿No hay ataúdes más caros? ¿No hay ataúdes mejores? —musitó Key. —Claro que los hay, pero son para la gente honrada… Bueno, perdón, Key. He dicho algo que no debiera. Mi intención ha sido decir que son para la gente que puede pagarlos. Estos los paga la administración penitenciaria, y ya se sabe que en estos sitios no se despilfarra un níquel. Todos los ataúdes de todos los colgados en la horca son iguales. Key se pasó una mano por la frente. Dominaba a duras penas su angustia y su furia. De todos modos se daba cuenta de que lo que acababa de decirle era razonable. —Está bien. Tápenlos. Las tapas fueron encajadas, y entonces Key tuvo la segunda crispación de dolor y angustia. Porque en cada una de ellas ponía, en letras rojas, sobre la madera blanca: «Cárcel del condado — Abilene». Todo exacto igual que en la lona del carruaje. —Sólo falta que nos marquen a nosotros —musitó. Uno de los dos hombres le mostró el dorso de la mano. En él se leía también en tinta roja: «Cárcel del condado — Abilene». —Es nuestro pasaporte —dijo—. Si hay alguna dificultad, enseñamos la mano y ya está. En lugar de darnos un papel que puede perderse, nos ponemos esto. —¿Y… y no os laváis las manos? —susurró Key.

—¿Nosotros? ¡No nos las lavamos jamás! Key señaló hacia la puerta. —Vámonos — musitó —. Vámonos antes de que me emborrache y acabe metiéndome también en un ataúd de ésos… —Pobre administración de la cárcel —dijo uno de los dos tipos. —¿Por qué? —Porque tendría que pagar un ataúd doble.

CAPÍTULO VII LA CASA NEGRA DE DALLAS La línea férrea no pasaba entonces por Abilene, a pesar de que era muy necesaria y se estaba empezando a trabajar ya en un ramal. El tendido enlazaba Austin con Dallas, la capital. Era una ruta de valor inapreciable porque transportaba una inmensa riqueza ganadera. El carromato se dirigió, pues, hacia Dallas. Allí tenía que enlazar con el ferrocarril. Pero Key no sabía eso, porque él no había asistido a la conversación del juez y de Jim. Key sólo sabía que acompañaría a los cadáveres hasta donde hiciese falta. Hasta el fin del mundo si era necesario. Sus pensamientos, durante el largo viaje de cuatro días enteros, no fueron nada gratos. Aquellos pensamientos llegaron a convertirse en una pesadilla. A veces, quieto bajo la lona, tenía la sensación de que iba a volverse loco. A su manera, había llegado a amar a aquellas dos chicas. A las generosas Peggy y Ann. Al salir de la cárcel pensaba hacerles un regalo, pensaba hacer algo por ellas, y de repente se daba cuenta de que lo único que podía hacer era acompañar sus dos ataúdes. La sensación de amargura que le embargaba resultaba a veces difícilmente soportable. Le parecía mentira que aquellos hermosos cuerpos pudieran estar allí, encerrados para siempre. Que las risas de Peggy y Ann hubieran quedado reducidas a aquellas muecas frías de la muerte. Pero se comportó bien. Key era como una sombra de sí mismo. Apenas habló con los dos hombres. Apenas comió. No bebió ni una gota de alcohol. En los breves altos, lo único que hizo fue bañarse en los ríos que encontraban a su paso, a pesar de que la temperatura aún era fresquita. Pero la sensación de frío disipaba sus siniestros pensamientos. Al fin llegaron a Dallas.

Buena ciudad Dallas. Chicas, violencia, whisky, música… Un buen vaquero no podía desear más. En todo caso, puestos a prescindir de algo, un buen vaquero podía prescindir de la música, pero no de las tres cosas. Una vida que valiese la pena de ser vivida resultaba impensable sin chicas, sin whisky y sin la correspondiente ración de guantazos. A Key siempre le había parecido Dallas una ciudad muy divertida. Seguro que aún conservaba amiguitas en los saloons y seguro que aún había en algunas paredes las huellas de sus puñetazos, pero ahora Key no podía pensar en nada de eso. Le parecía ir a su propio entierro. Bordearon la parte alegre de Comerce Street. Se metieron en Canal Street. Atravesaron una serie de callejas, cuyas casas de madera hablaban de lo que entonces era Dallas: una ciudad provisional, violenta y en cierto modo pobre, pero situada en una de las tierras más productivas del mundo. Por fin, desembocaron en una plaza. Era grande. Daba una terrible sensación de vacío. Las casas bajas, por encima de las cuales se divisaban los árboles, parecían hacerla más grande aún. El único edificio que cerraba la perspectiva era una casa de dos pisos que tenía una característica especial: era elegante, solemne y completamente negra. Key saltó del carruaje. Se pasó una mano por la cuadrada mandíbula. Y bisbiseó: —¿Qué demonios es esto? —¿No la conoces? —Ni idea. —Creíamos que habías estado otras veces aquí. —Sí, pero nunca salía de los apartaderos de ganado, porque yo conducía manadas. Y cuando me dejaban suelto me metía en un saloon y ya no salía hasta que me sacaban entre cuatro. A esta parte de la ciudad no había venido nunca. —Pues es un sitio bastante conocido.

—¿Cómo se llama? —La Casa Negra de Dallas. A Key no le gustó el nombrecito. Se rascó la mandíbula pensativamente otra vez. —¡Cuerno! ¿Y para qué sirve? ¿Qué hay ahí? ¿Música? ¿Whisky? ¿Chicas con buenas curvas? —No. Ahí hay muertos. Key tomó los caballos por las bridas. —Vámonos. —¿Pero qué haces? —Ya estoy de muertos hasta la coronilla. Uno de los conductores sacó un revólver y se lo puso en la punta de la nariz. —Oye, macho… Key lo apartó de un manotazo. —Saca eso de ahí. Ya me he afeitado esta mañana. —Oye, macho, no hemos estado haciendo un viaje de mil diablos desde Abilene hasta aquí para largarnos ahora. Nuestro trabajo termina en esta casa. Por lo tanto entregaremos la mercancía y en paz. Tú haces lo que te dé la gana. —Hum… ¿Este es vuestro destino? —Sí. Nos dijeron que entregáramos los ataúdes aquí. Esta es la funeraria más importante de Dallas, por si no lo sabías. Y quizá la más importante de Texas. Los cadáveres son embalsamados y parten hacia los cementerios. O son facturados a todos los puntos del país. Dicho de otra manera: ésta es como la estación central de los muertos. Se harán cargo de las dos chicas y las transportarán hasta donde sea. Supongo que ahí dentro ya tienen instrucciones. Key suspiró con desaliento. —Creí que el viaje terminaba aquí —musitó. —Para ti es ya como una pesadilla, ¿verdad? —No os lo podéis ni imaginar. —¿Pues entonces por qué sigues? —Ellas se portaron bien conmigo —murmuró Key—. No quiero que las traten de cualquier manera ni siquiera después de muertas. —En fin… Como quieras. No es asunto nuestro.

El carromato se dirigió hacia la impresionante casa. En el siniestro silencio de la plaza, no se oía más que el tac, tac de los cascos de los caballos. Penetraron en una especie de almacén donde estaba un muelle de carga y descarga de las mercancías. Un tipo con aspecto de momia se acercó a ellos. Debía conocer a los dos conductores del carromato. Pero miró recelosamente a Key. —¿Quién es ése? —Nadie a quien puedas poner la mano encima —murmuró Key—. Todavía no la he diñado. La momia crispó los labios. —Ya la diñarás, ya la diñarás… Todo el mundo acaba palmándola. —Desde luego eres estupendo para animarle a uno. ¿Te han nombrado alguna vez padrino de una boda? —Sí. —¿Y qué pasó? —La diñó la novia. —Ya decía yo —susurró Key. —Tú no dices nada. El que dice soy yo. Y digo que acabarás palmándola. —Pues peor estás tú. —¿Por qué? —Porque tú, al menos, llevas muerto seis meses. El tipejo, a quien no debía gustarle que le recordaran su aspecto de momia, fue a disparar la derecha. Pero uno de los conductores le advirtió: —Cuidado, Slim. —¿Por qué? —Este tipo es dinamita. Key alargó las manos. Levantó al tío como si fuera de paja. Lo colgó de un soporte para las sillas de los caballos. Y luego preguntó tranquilamente: —Lo tendré así una semana. ¿A qué horas tengo que echarle de comer? La momia empezó a patear al aire. —¡Sacadme de aquí, malditos! ¡Sacadme de aquiiiií! Entre los conductores lo descolgaron.

Luego dirigieron una mirada reprobatoria a Key. —No seas bestia, hombre. Esta es una casa seria. —Y tan seria —dijo la momia, mientras se sacudía las ropas—. ¿Qué es lo que traéis? —Dos ataúdes. —¿Es el envío del juez Norman desde Abilene? —Sí. La factura la ha pagado él. Key pensó que el juez había demostrado tener buen corazón en eso, pero no hizo ningún comentario. —Muy bien —susurró la momia—. Entonces me hago cargo de los paquetes. Mañana mismo los facturaré en ferrocarril. Key despegó los labios entonces. —¿Adonde van? —De momento, a Filadelfia. —¡Diablo! ¡Qué lejos! —Eso decían las instrucciones que recibimos. Por lo demás, por mí como si quieren ir a Alaska. —Yo voy a acompañar los dos ataúdes hasta el final del viaje — murmuró Key. —Narices. En el furgón de los ataúdes está rigurosamente prohibido viajar. —Pero nadie puede impedir que saque billete en el mismo tren, ¿no? Esta noche puedo ganarme lo suficiente para el pasaje, descargando carros. Uno de los dos conductores susurró: —Muchacho… de lo que nos pagaste toma cincuenta dólares. Los vas a necesitar, si piensas ir tan lejos. —No puedo aceptarlos. Son vuestros. —Considéralo como un préstamo. Ya me los devolverás cuando regreses a Abilene. Pero no te expongas a perder el tren, por falta de dinero. Key hundió la cabeza. Se sentía humillado por aquello, pero aceptó. Era un sacrificio más que se imponía por respeto a la memoria de las dos mujeres. —Gracias. Juro que te los devolveré. —Mientras no te embalsamen antes…

Y los dos conductores lanzaron, al unísono, una carcajada. Aquella carcajada sonó lúgubre y siniestramente en la casa de los muertos. Key en otras circunstancias se hubiera ofendido, pero ahora sabía que aquellos dos hombres eran buenas personas. En cuanto a la momia, lo mismo le daba una carcajada que un alarido. El, a lo suyo. Key musitó: —¿Cuándo saldrán? —Mañana al mediodía. —Está bien. Entonces creo que por esta noche me convendrá buscarme un hotel. Un hombre apareció entonces en la puerta. Era alto, delgado y sinuoso. También tenía un cierto aspecto de momia, pero se notaba que era un hombre violento, decidido y de los que sacaban rápido. Se hizo cargo inmediatamente de la escena. —Estos son los ataúdes del juez Norman, ¿verdad? —Sí, jefe —murmuró la momia, con una voz que concordaba exactamente con su aspecto. Es decir, era una voz que parecía llegar del Más Allá. —¿Y este hombre quién es? Señalaba a Key. —Acompaña a las muertas hasta su lugar de destino. Parece que tenía con las chicas alguna cuestión sentimental. Pero cuidado, jefe: es un tío peligroso. —¿Y a mí qué? Nadie ha dicho que vaya a agredirle. Key suspiró con cansancio. —No soy peligroso, amigo. Sólo busco un hotel para dormir esta noche, antes de seguir viaje mañana a mediodía. —Si es sólo por esta noche, no necesita buscar —dijo el recién venido. —¿Por qué? —Puede dormir aquí. El dueño murió hace un par de semanas y su habitación está libre. Key tuvo un respingo. —Mire, amigo… Prefiero buscarme un hotel. —Cuerno, a eso se le llama tirar el dinero.

—Es que… ya estoy hasta la coronilla de muertos, ¿sabe? Sobre todo en una casa como ésta. Ustedes están acostumbrados al asunto que son capaces de haber dejado el cadáver en la cama. —No sea pesimista, cuerno. La habitación está perfectamente desinfectada y todo es nuevo. Aunque a mí me tiene sin cuidado. Si no quiere aceptar el ofrecimiento, allá usted. Key se pellizcó el labio inferior. Bien mirado, le convenía aceptar. Los dólares que tenía no daban para mucho si había de llegar hasta Filadelfia, y por otra parte, estaría más cerca de los cadáveres si se quedaba allí. Por eso dijo: —Gracias, amigo. Creo que tiene usted razón. Acepto su oferta, y si quiere que trabaje en algo para pagarle lo haré con mucho gusto. —No, no hace falta. Venga. Key se despidió de los dos conductores que le habían acompañado en su viaje durante cuatro días y pasó al interior de la casa. Esta era elegante, pero tenía un aire siniestro. Resultaba algo difícil de definir. Parecía una casa surgida del Más Allá. Los muebles sólidos y oscuros… Las lámparas que despedían una luz mortecina… Los cuadros de personas que ya estaban muertas… Las puertas que chirriaban. Key musitó: —Hum… Menudo sitio. Esto no podía destinarse más que a funeraria. Una funeraria de lujo, eso sí. Ya me han dicho que es la más importante de Texas. Pero, con su aspecto, no puede ser otra cosa. —Se equivoca, amigo. —¿Me equivoco? ¿Por qué? —Esto fue antes una casa de juego y un sitio donde había chicas. Me refiero a chicas elegantes, claro. De esas que sólo puede pagar la gente rica. Lo que a usted le parece un ambiente fúnebre, era entonces un ambiente distinguido. —Pues nadie lo diría. ¿Y no era esto un buen negocio? ¿Por qué lo cerraron? —El dueño murió un día y sus sucesores no tuvieron iniciativa. Un negocio de esa clase es difícil de llevar. Los tahúres empezaron a desmandarse y las chicas empezaron a armar broncas. La gente

fina y con pasta dejó de venir. Tras un par de años con pérdidas el negocio cerró. —¿Y entonces montaron una funeraria? ¡Vaya ocurrencia! —Esta casa la compró otro dueño, el señor Vanee, el que le he dicho que murió hace poco. Tenía funerarias en distintos puntos del país y decidió centralizar todos sus negocios aquí. Aunque le parezca mentira, el trasiego de cadáveres de un lado a otro de Estados Unidos es enorme, y los cadáveres dejan mucho dinero. Dallas es un buen sitio a causa del ferrocarril. Los negocios del señor Vanee iban viento en popa, pero murió hace poco, ya se lo he dicho. —¿Ya quién pertenece el negocio ahora? —Yo soy el encargado general. Por cierto, aún no me he presentado… Me llamo Taylor. De momento soy el que se ocupa de todo. —Triste oficio, ¿no? —¿Y por qué? Todos los negocios se parecen como dos gotas de agua. Y le aseguro que tratar con muertos es mucho menos complicado que tratar con chicas alegres. O con borrachos. —En eso tiene razón —musitó Key. Después de atravesar dos salas que se parecían enormemente una a otra, subieron unas breves escaleras y se encontraron en el piso superior. Al final de un pasillo, había una sólida puerta por debajo de la cual se filtraba un rayo de luz. Taylor la abrió. —Esta es su habitación —dijo. Key entró en ella. Y de pronto sus facciones tuvieron una crispación instantánea. De pronto su mano derecha voló. De pronto sacó el revólver con un movimiento centelleante.

CAPÍTULO VIII LA SOMBRA DE LA MUERTE Había apuntado con la rapidez del rayo. Su dedo fue a cerrarse sobre el gatillo. La voz calmosa de Taylor le detuvo. Taylor había preguntado: —¿Pero qué le pasa? Key no dejaba de apuntar. Con el dedo todavía a punto de apretar el gatillo, barbotó: —¡Infiernos! ¿Es que no lo ve? ¡Una serpiente de cascabel! ¡Una serpiente venenosa en la pared, encima de la cama! Taylor emitió una leve risita. Era extraño, pero aquello no parecía afectarle en absoluto. Fue hacia la pared y se apoderó de la serpiente que, en efecto, estaba encima de la cabecera de la cama. La impresión que producía era terrible. Tenía hasta su odiosa lengua fuera. Pero la serpiente resultó ser una cosa dura, inmóvil, un animal disecado cuyo cuerpo sinuoso estaba montado en un soporte de madera. —¿Le ha asustado? —musitó. Key se mordió el labio inferior. Lamentaba haber hecho el numerito, pero… ¡diablos! ¡Cualquiera se quedaba tranquilo al entrar allí y ver aquello! —Bueno… —dijo—. La verdad es que… En fin, amigo, esa serpiente no contribuye precisamente a darle a uno la bienvenida. —El viejo Vanee tenía manías. Le gustaban los animales disecados. Había muchos en la casa y los he ido retirando, pero la serpiente la dejé porque éste había sido su dormitorio. Me parece un sitio demasiado íntimo y que no debía tocarse. En fin, ya ve que no es peligrosa. Key bisbiseó: —Oiga, compadre… ¿Y no podría dormir en otro sitio? —Es la única pieza que queda libre. ¿Hasta las serpientes disecadas le asustan? —No, no… Perdone. Dormiré aquí, con mucho gusto. Lo que pasa es que así, de entrada, me ha parecido como si viera la sombra de la muerte. —Necesita un trago. Venga, le prepararán algo de cenar.

Cerró la puerta y condujo a Key a una especie de comedor de servicio que al menos tenía un aspecto alegre. Key empezó a sentirse de mejor humor. Una chica frescachona y con abundancia de salientes por todas partes les sirvió a los dos una buena cena compuesta de carne de bisonte y patatas al horno. Taylor le acompañó con buen apetito. —Ya puedes marcharte, Ellen —dijo al terminar—. Ya has dejado listo el trabajo del día. Hasta mañana. —Hasta mañana, señor Taylor. Cuando la chica se hubo ido, Taylor se acomodó mejor en la silla y ofreció un cigarro a Key. —Estupenda la chica, ¿eh? Y buena cocinera. —Lo de la cocina me importa poco —dijo Key con ojos brillantes de viejo granujilla—, pero, de curvas, es sensacional. —Ya me he fijado en ella, ya… La lástima es que esa chica resulta terriblemente honrada y no deja ni que uno la huela. Con tantas barbaridades que se han hecho en esta casa, en cuestión de mujeres, y ahora no puede uno ni dar un pellizco. —El mundo va hacia el desastre —murmuró filosóficamente Key—. El mundo ya no es lo que era. —Tiene razón, amigo. Si uno no puede ni largar un pellizco de vez en cuando, ¿adonde iremos a parar? Los dos hombres fumaron en silencio unos momentos, mientras pensaban seguramente en las curvas de la chica. Key estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por la buena memoria de Peggy y de Ann, pero lo cortés no quita lo valiente, ¡qué diablos! Al fin susurró: —Creo que es hora de irme a descansar, amigo. Le aseguro que el viaje desde Abilene hasta aquí no ha sido precisamente una vueltecita de placer. —Buenas noches. ¿Sabrá encontrar la habitación? —Claro… Key se dirigió al piso superior y arrugó el ceño al ver la serpiente. ¡Maldita sea! ¡Tener que dormir con un bicho así encima de la cabeza! Menos mal que había visto cómo Taylor la tocaba, porque

de lo contrario habría pensado incluso que aquel condenado ofidio era de verdad. Disminuyó un poco la luz del quinqué que continuaba encendido y se desnudo para meterse en cama. Suspiró con alivio. ¡Demonios! ¡Una cama de verdad! ¡Una cama que no era como las literas infectadas de la cárcel! Cuando ya estaba con la cabeza en la almohada, miró hacia arriba y dijo a la serpiente: —Malas noches, condenado bicho. No había terminado de pronunciar la última sílaba cuando la sangre se le heló en las venas. No había terminado de pensar aquello cuando los ojos se le salieron de las órbitas. ¡Porque la serpiente se había movido! ¡Y LE ESTABA MIRANDO!

CAPÍTULO IX CUESTIÓN DE CURVAS Por encima de las facciones desencajadas de Key se dibujó la sombra del ofidio. Era asombrosamente parecido al otro, al disecado, pero éste era de verdad. Se trataba de una serpiente de cascabel con las glándulas hinchadas de veneno. Se había estado quieta hasta que Key se metió en la cama, pero ahora… ¡ahora se movía! ¡Podía saltar sobre él, en cualquier momento! Key estaba tan indefenso como un niño atado de pies y manos. Se encontraba en la peor postura en que se podía encontrar. Tendido cara arriba, con la serpiente encima de la cabeza…. ¡Y sabiendo que si movía provocaría el ataque! El ofidio parecía desperezarse. Sus curvas repulsivas acariciaban la pared. Key seguía mirándolo con los ojos desencajados. Procuraba no moverse. ¡Procuraba incluso no respirar! De pronto la serpiente saltó. No lo hizo para atacar. Key estaba tan quieto que no debió parecerle peligroso. Se hundió entre las ropas de la mullida cama. TAC… Se acababa de producir un crujido. Toda la cama había temblado levemente bajo el peso repulsivo de la serpiente. Esta siguió desperezándose. Dibujaba en la colcha las curvas de un río. Estiraba y distendía su cuerpo con una agilidad viscosa. Sus ojillos estaban clavados en el rostro de Key. La serpiente, ahora que lo tenía más cerca, olisqueaba el peligro. Se daba cuenta de que los párpados de Key temblaban. ¡Se daba cuenta de que estaba vivo! Las glándulas de su cabeza se hincharon. Todo el veneno que contenía su cuerpo pareció filtrarse a través de sus ojillos penetrantes. Alzó la parte superior del cuerpo. Empezó a balancearse casi sobre el pecho de Key. Este sentía unos deseos espantosos de chillar.

De proclamar todo su asco. Todo su odio. Pero no podía hacerlo, porque estaba obligado a contener incluso la respiración. Los pulmones le dolían. En su interior había algo que parecía abrasarse. Movió la derecha poco a poco. Milímetro a milímetro. Los ojos se le salían de las órbitas. Sus pulmones parecían a punto de estallar. ¡No podía consentir que la serpiente notara que se movía! ¡Si lo notaba, era hombre muerto! Los ojillos del ofidio despedían fuego. ¡Estaba dispuesto a atacar! ¡Y de pronto saltó! La mano derecha de Key ya estaba cerca. Se movió instantáneamente. Su precisión de pistolero le salvó. Aquella precisión que hacía ir los dedos a la culata en fracciones de segundo, hizo también que aquellos dedos aferraran el cuerpo de la serpiente. Esta no pudo alcanzar a Key, a pesar de contorsionarse. Los ojos se le salieron de las órbitas mientras abría su repulsiva boca. Key tendió la otra mano. Ahora la sujetó también por la garganta. Manteniéndola así, flexionó el cuerpo y saltó de la cama. Vio que la palangana, en el mueble para lavarse, estaba llena de agua. Introdujo allí la cabeza de la serpiente. Hubo de emplear toda su fuerza para dominar los frenéticos movimientos del bicho. La sensación de asco llegaba hasta la garganta de Key. Hundió la cabeza más y más, hasta que el ofidio dejó de moverse. Luego lo soltó. Se derramó sobre las manos todo el resto de la jofaina de agua. Respiraba agitadamente. El calmarse le costó largos minutos, durante los cuales su corazón latió aceleradamente. Aquello le había afectado más que un duelo con cinco pistoleros.

Por fin se vistió. Le iba a ser imposible meterse de nuevo en aquella cama. Y apenas había terminado de hacerlo cuando lanzó un alarido de muerte.

CAPÍTULO X EL ESBIRRO La puerta se abrió, de repente. Taylor penetró al galope en la habitación. Dio la sensación de que, al otro lado de la hoja de madera, había estado esperando aquello. Miró hacia la cama. Hizo un gesto de estupor. Y de pronto, su gesto de estupor se centuplicó. Porque acababa de notar aquel contacto helado del cañón del revólver en la nuca. Key bisbiseó, mientras casi cerraba el dedo sobre el gatillo: —Esperabas ese alarido de muerte, ¿no? ¿Qué? ¿Lo he hecho bien? ¿Te ha dejado convencido? Taylor estaba lívido. Alzó las manos poco a poco. Key le despojó con la mano izquierda de su revólver y lo arrojó encima de la cama. —Ahora vuélvete. El otro tenía las facciones desencajadas. Barbotó: —No… no dispares. —Puede que lo haga, amigo. Todo depende de ti. —¿Qué… quieres saber? —El truco de dar el cambiazo a la serpiente es bueno. ¿Quién te lo enseñó? —Era… algo que tenía que hacer. —¿Quién te lo ordenó? —El jefe. —¿Y quién es el jefe? —¡Maldito seas, Key! ¡No me preguntes más! ¡Sé que moriré si hablo! —Y si no hablas también, de modo que estás en un callejón sin salida. Dime cuál es tu última voluntad, macho. —Po… por favor… Key se dio cuenta de que Taylor estaba aterrorizado. Al principio le había parecido un hombre importante, pero en realidad era un asesino de poca monta. Se podría sacar partido de él.

—Está bien… Quizá sea yo el que hable —dijo, dando la vuelta al asunto—. Intentaron matarme en Abilene y no comprendí por qué. Habéis intentado matarme aquí, y tampoco lo comprendo. No soy más que un tipo que acaba de salir de la cárcel y que no tiene un dólar. Si se me pudiera robar algo aún lo comprendería, pero no se me puede robar nada. Eso significa que molesto a alguien. El otro no contestó. Eso hizo comprender a Key que estaba en el buen camino. —¿A quién molesto? —susurró. —No puedo contestarte… Eso sería tanto como decirte quién es el jefe. —Muy bien. No tengo prisa, hermano. Aún puedo contar hasta diez antes de apretar el gatillo. Dime entonces cuál es el asunto. —¿Qué asunto? —El negocio. Porque aquí hay un negocio, muchacho. No nos hagamos el idiota. Algo tan importante y al mismo tiempo tan delicado que un hombre como yo puede estropearlo con su presencia. —No… no lo entenderías —balbució Taylor. —No necesito entenderlo. Basta con que me lo digas. Taylor se estremeció. —Key… confieso que quería matarte. Necesitaba que no salieses vivo de aquí. Confieso también que estorbas a alguien. ¡Pero no me hagas decir nada más! ¡No puedo! Key movió un poco el dedo índice. Un soplo podía hacer que se disparara el gatillo. —Antes tenía que contar hasta diez, hermano. Ahora sólo tengo que contar hasta tres. Uno… Dos… —¡Por favor! —¡Tres! Key no disparó sin embargo. Confiaba en que el otro, dominado por el miedo, rompería a hablar en la última décima de segundo. No ocurrió así, sin embargo. Esta vez la dosis de miedo resultó excesiva para un hombre de poco temple como al fin y al cabo era Taylor. Su pánico resultó tan terrible que perdió el sentido al oír pronunciar la palabra: «¡Tres!». Cayó al suelo hecho un ovillo.

Key exhaló un suspiro de desaliento. Cochino esbirro aquel. No tenía ni aguante. Lo arrastró hasta la cama, cuidando de apoderarse del «Colt» que estaba allí, y buscó con los ojos un poco de agua. Pero la había gastado toda para lavarse las manos después del repulsivo contacto con la serpiente. De modo que salió porque acababa de recordar que en el comedor había algo de licor. Eso reanimaría a Taylor. No había miedo de que recobrara el sentido mientras tanto, porque el tío estaba hecho una gelatina. En efecto, había una botella de ron en el comedor donde estuvieron antes. Key estaba alerta y se dio cuenta de que el silencio en la casa seguía siendo absoluto, de modo que no se advertía peligro por ninguna parte. Volvió al dormitorio. Y entonces tuvo motivos para que sus ojos se dilataran nuevamente de horror. Porque Taylor seguía en la cama. No había recobrado el conocimiento. Ni lo recobraría ya nunca. Porque ahora se estaba bañando en un auténtico lago de sangre.

CAPÍTULO XI BLANCO, NEGRO, NEGRO Y BLANCO Key quedó paralizado junto a la puerta. Había esperado cualquier cosa menos aquélla. En los tres minutos escasos que él empleó en ir y volver, Taylor había sido apuñalado brutalmente. Un cuchillo que debía ser de grandes dimensiones le había atravesado el corazón. Por la espantosa herida aún brotaba la sangre a borbotones. El joven sintió como si las venas no fueran suyas. Como si por ellas sólo circulara hielo. Se acercó a Taylor y se dio cuenta de que nada podía hacer por él. Ya lo había notado desde la puerta, pero ahora se aseguró. Y Key dirigió entonces en torno suyo una mirada de fiera acorralada. Mal asunto, cuando Key se sentía acorralado. Su peligrosidad aumentaba cien veces. Sus terribles zarpazos no perdonaban entonces a nadie. «¿Qué puede ser esto tan importante? —pensó—. ¿A quién estorbo? ¿Qué hay detrás de todo esto para que la gente muera de esa manera?» No lo sabía. Pero lo más urgente ahora era descubrir al asesino de Taylor, pues no podía estar lejos. Y el asesino de Taylor le cantaría una ópera entera. Le diría todo lo que él necesitaba saber. Se hizo una rápida composición de lugar. El asesino, fuera quien fuese, no podía haber venido por el pasillo, es decir, por el camino que él hizo. Se hubieran cruzado los dos. Evidentemente no podía haber llegado entonces más que por la puerta que había al fondo del dormitorio, y que Key no se había molestado en observar, creyendo al principio que estaba en terreno amigo. Ahora se acercó a aquella puerta y la abrió. Vio que daba a otro pasillo. Estaba en penumbra. Sólo había una puerta al fondo. Una puerta por la que se filtraban rayos de luz, ya que no estaba cerrada del todo. Y se filtraba también algo más. Algo incomprensible.

Porque lo que se filtraba eran los leves acordes de una canción… ¡Una suave canción entonada por una voz de mujer! *** Era ya lo último que le hacía falta a Key para quedar aturdido del todo por el asombro. ¡Infiernos! Aquella mujer tenía que ser la asesina de Taylor… ¿Y encima se ponía a cantar? Se acercó suavemente. Seguro que más allá de la puerta había una verdadera bruja. Le iba a dar una bonita sorpresa. Sin que ni siquiera las espuelas de Key produjeran el más leve chirrido, el joven se aproximó. Por la rendija de la puerta vio claramente a la mujer. Quedó lívido. ¿Bruja? Bueno, de bruja nada. Todo lo contrario. ¡Menuda señora! ¡Menuda tía! Key la tenía de espaldas. Pero había bastante con eso para darse cuenta de la calidad de lo que miraba. Ella caminaba por la habitación sobre unos zapatos de tacón altísimo, que hacían aún más majestuosa su figura. Aquella combinación obsesionante en blanco, negro, negro, blanco hizo que Key necesitara abrir y cerrar los ojos al menos tres veces en un segundo. No recordaba haber visto en mucho tiempo una mujer como aquélla. Tan pletórica. Tan potente. Tan llena de deliciosas y provocativas curvas. Ella seguía canturreando. Era increíble. ¿Se podía canturrear así, después de dejar a un hombre rebozado en sangre? ¿Y se podía pasear vestida con aquella ropa? Ella se volvió de pronto.

No vio a Key. El ojo de éste la observaba a través de la rendija, pero era invisible aún. Ella no se dio cuenta de que estaba siendo observada. El espectáculo era fascinante. Hubiese mareado a cualquiera, y más a un tipo como Key, que en cuestión de señoras siempre había sido un tigre. Pero ahora tenía otras cosas en qué pensar. Asomó por el hueco el cañón del revólver. El ligero ruido la sobresaltó. Volvió la cabeza y se quedó mirando a Key con los ojos desencajados y con una irreprimible expresión de vergüenza. Y eso que ya no era una niña. Tendría unos treinta y cinco años. Pero unos treinta y cinco años tan bien conservados, tan bien llevados y tan bien puestos que uno sólo pensaba una cosa: ¿Treinta y cinco años? ¡Pues a abrazarla treinta y cinco veces! Ella bisbiseó: —¿Quién es usted? —Me llamo Key. —¿Key? ¡Como si se quiere llamar Satanás! ¡Salga inmediatamente de aquí! —Y un cuerno, nena. —¡No me mire de esa forma, puerco! —Está bien. Entonces vuélvete de espaldas. Nadie ha dicho que de espaldas estés mal. Ella no lo soportó más. De repente saltó. Tenía pinta de tigresa. Y uñas, también. Si llega a alcanzar bien a Key, lo deja marcado para toda la vida. Pero Key no estaba dispuesto a soportar caricias después de lo que había visto. Disparó su mano izquierda. La tenía dura, demasiado dura. Fue un tortazo alucinante. La mujer cayó al suelo, gimiendo. El espectáculo de su cuerpo tendido en la alfombra era fascinante. Pero Key sólo oyó el insulto: —¡Canalla! No se inmutó. La alzó por una mano como si fuera una muñeca, como si no pesara (aunque la mujer estaba lo que se dice llenita) y

la arrojó sobre la cama. Ella gimió, intentando cubrirse de nuevo. Masculló: —¿Qué vas a hacer? ¡Lo que es a mí te juro que no me tocas! —No voy a tocarte, chata. Me das demasiado asco para eso. Sólo quiero decirte que estoy sorprendido. En esta casa, por lo visto, había habido antes bastantes de tu calibre, pero creí que ya no quedaban. Y ahora me doy cuenta de que todavía queda una. —¡Cállate, cerdo! El la sujetó por el cuello. La zarandeó hasta que ella tuvo la angustiosa sensación de que con una sola mano iba a ahogarla. Luego la soltó con un gesto de asco. —Vas a contestar a unas cuantas preguntas, golfa —dijo secamente—. Por ejemplo, quiero saber tu nombre. —Eva. —¿Edad? —Es… ¿es indispensable? —Por mí puedes quitarte algún añito, nena. Pero en tu lugar no lo haría. Los tienes muy bien puestos. —Treinta y cinco. —Hum… No me he equivocado ni en una semana. ¡Con las señoras tengo una vista!… —¿Qué más… quieres saber? —Por ejemplo, qué haces aquí. —Iba a ser la dueña de todo esto —contestó Eva, sin vacilar. La respuesta dejó desconcertado a Key. No esperaba que le salieran por aquel lado. —¿El dueño no era un tal Vince? —susurró. —Sí. —¿Y qué pintas tú? —Iba a casarme con él. Key pestañeó. El tal Vanee tenía buen ojo con las vivas, a pesar de dedicarse a los muertos. Lástima que se hubiera muerto antes de tiempo. O quizá no. De todos modos, la hubiera diñado poco después de caer en las manos de aquella tigresa. Seguro. —¿Ibas a casarte?

—Sí —dijo Eva—, pero él murió a poco de llegar yo. Nos habíamos conocido en San Antonio de Texas. Me dijo que nos casaríamos aquí y estuve conforme. Vanee era un hombre rico. —Vaya… ¡un matrimonio por amor, de los que a mí me gustan! —Una viuda de treinta y cinco años no puede andarse con sentimentalismos. Ha de ir a lo seguro. —Claro, nena, claro. —A poco de llegar yo aquí, Vanee murió —susurró ella, sin inmutarse por la expresión burlona de Key—. Fue una lástima. —¿Y tu primer marido? ¿Cuánto te duró? —Ocho años. —¡Qué héroe! ¡Qué campeón! Debieron darle alguna medalla, ¿no? —No te burles, seas quien fueres. He sido siempre una mujer muy atractiva, de acuerdo. ¿Y qué? —Nada, chata, nada. Envidia que tiene uno. —Después de la muerte de Vanee —continuó ella—, he quedado en una situación un tanto anormal. Iba a ser la dueña, pero ya no soy nada. Aunque de momento vivo aquí, no sé qué va a ser de mí el día de mañana. —¿Quién controla el negocio? —Hay un encargado general llamado Taylor. —Lo había, nena. —¿Queeeeé? —Lo había. Ella quedó paralizada por el asombro. Bisbiseó: —¿Ha muerto? —Sí. Lo han apuñalado hace unos minutos. Alguien ha hecho un buen trabajo. Mientras hablaba, Key miraba fijamente a la mujer. Quería observar la reacción de Eva. Y le pareció que ésta era sincera en su expresión de horror. Le pareció que en sus ojos latía un miedo incontrolable. ¿Hubiera sido así, caso de estar mintiendo? Pero no estaba seguro de nada. No podía estarlo. Pero eso no importó demasiado a Key, cuya frente estaba cortada por una línea de preocupación. —¿Quién más vive en esta casa? —murmuró. —El Momia.

—Ya sé quién es. El mote le cuadra como anillo al dedo. ¿Y ése a qué se dedica? —Está encargado de la parte técnica del manejo de los muertos. Es una buena persona, a pesar de su aspecto siniestro. También vive aquí Ellen, que es la cocinera, pero se va al llegar la noche porque dice que esta casa le da miedo. —Con toda la razón. ¿Alguien más? —Algún obrero se queda a veces, porque aquí trabajan más de veinte personas. Pero es raro. Sólo están de día. —¿No me engañas, Eva? —No te engaño. No hay aquí por las noches na… nadie más. Su voz había vacilado. Key debió darse cuenta de eso. Debió pensar, encima que las señoras, cuando están asustadas, todavía mienten más que cuando no lo están. Porque en la casa había alguien. Alguien que llevaba una escopeta aserrada, de dos cañones. La puso en la espalda de Key delicadamente mientras susurraba: —Voy a felicitarte ahora por el cumpleaños pasado, macho. Porque lo que es el próximo no lo cumples.

CAPÍTULO XII UNA OSCURA SENSACIÓN DE MUERTE Eva tenía las facciones desencajadas. Cosa extraña, a Key le siguió pareciendo sincera. Siguió teniendo la impresión de que el horror que ahora reflejaba su rostro era auténtico, como lo había sido cuando él la soltó a quemarropa que Taylor estaba muerto. Sin embargo, musitó: —Gracias por decir tantas verdades, nena. Ahora me doy cuenta de que efectivamente no había nadie más en la casa. —Yo… yo no sabía que… Una voz metálica dijo a espaldas de Key: —Fuera de aquí, guarra. Key se estremeció. —No eres muy amable —dijo volviendo la cabeza hacia el que tenia a su espalda. No llegó a verlo. Los dos cañones le golpearon salvajemente en la columna vertebral. El dolor fue casi irresistible, porque Key tuvo la sensación de que se la habían roto. Cayó de rodillas, mientras ahogaba un gemido. Se llevó la mano a la espalda con un gesto de angustia. La voz metálica, dijo: —Desabróchate el cinto. —No… puedo. Un puntapié en la nuca hizo que Key rodara por el suelo. Casi perdió el conocimiento. Un hombre se inclinó sobre él mientras le ponía los dos cañones en la garganta. Con la otra mano le desabrochó el cinto hábilmente y lo envió lejos. Eva ya se había ido. Lo último que llegó a ver Key fue su expresión de horror al atravesar la puerta. El tipo que estaba casi sobre él, según pudo ver ahora, era amarillo, bilioso y de ojos casi oblicuos. Parecía un americano de madre filipina o algo semejante. La escopeta que llevaba estaba cargada con postas, de manera que podía hacer polvo a Key en sólo un segundo.

Otro tipo estaba vigilando con un revólver en la puerta. Este era alto y rubio, un verdadero yanqui, pero una expresión malévola y asesina flotaba en sus ojos. Dijo: —Cáscale ya, Pat. —Espera… Quiero saber hasta dónde ha llegado. Ponte en pie, granuja. Key se puso en pie. En sus ojos relucía una expresión asesina. —Estáis en un sitio estupendo, chicos —susurró. —¿Ah, sí? ¿Qué quieres decir con eso? —Cuando os mate, no tendré que llevaros a la funeraria. Estáis ya en ella. Os agradezco mucho el detalle. La seguridad con que hablaba aquel demonio impresionó a los dos pistoleros. Por un momento parecieron desconcertados, pero al fin lanzaron una carcajada. —Para tener la mortaja puesta, te muestras bastante gallito —dijo el de la escopeta—. No sé de dónde sacas tantas imbecilidades… Ponte junto a la pared. Los ojos de aquel tipo eran helados. Key se dio cuenta de que su última frase no le había gustado y de que eso precipitaría las cosas. Era hombre muerto. La escopeta se alzó. —Sólo quisiera saber quién os ordena matarme —bisbiseó. Con eso quería ganar tiempo. ¡Unos segundos tan sólo! ¡Unos miserables segundos!… —Lo sabrás en el valle de Josafat —dijo el otro—. Adiós, desgraciado. ¡Púdrete! Apretó los dos gatillos a la vez. La pared quedó deshecha por la metralla. Fue una verdadera nube de polvo la que se abatió sobre el sitio en que estaba Key. Pero de repente, los ojos de los dos hombres se dilataron con expresión de incredulidad, de pasmo. ¡No podía ser!… ¡Key no podía haber sido tan ágil!

Su salto en el último segundo había resultado prodigioso. Adivinó el parpadeo exacto en que el otro iba a disparar. Y se lanzó hacia la cama, en la que encontró de momento un parapeto contra la nube de metralla. La cama quedó casi deshecha. Menos mal que el mueble estaba muy cerca. De lo contrario Key no hubiera podido protegerse en ninguna parte. El de la escopeta lanzó una maldición. Ahora tenía el arma descargada, y por lo tanto le resultaba tan inútil como una escoba. El que podía decidirlo todo era el del revólver, el yanqui alto de la puerta. —¡Dale! — gritó —. ¡Que reviente!… Key vio avanzar al otro. Sólo tenía una posibilidad. ¡La alfombra! Y la usó. Le bastó tirar de la alfombra bruscamente para que el otro, que la estaba pisando al avanzar, sintiera que el suelo se movía bajo sus pies. La costalada fue teatral. Cayó de espaldas, con las patas arriba. Key no perdió un segundo. Le volcó la cama encima para tenerlo quieto, de momento. Con medio minuto le bastaba. Luego se lanzó sobre el otro. El llamado Pat buscaba su revólver. Tenía ya la mano en la culata, pero no pudo tirar de ella hacia arriba. De pronto le pareció que su cabeza estallaba. Un puño de hierro acababa de hundirse en su sien izquierda. Vaciló. La habitación empezó a dar vueltas. Key conocía el poder mortífero de sus puños. No se detuvo por eso. Al contrario; no podía perder tiempo teniendo otro enemigo que estaba ya a punto de salir. Descargó la izquierda. La derecha otra vez. ¡La izquierda! Todos aquellos golpes, lanzados directamente a las sienes, contra un enemigo que no se cubría, determinaron el rápido final del

combate. Fue un K. O, total. Fue una de esas cuentas trágicas que terminan en los linderos de la eternidad. El segundo enemigo se movía ya fuera de la coraza que para él había significado la cama. Conservaba el revólver. Key le pisó brutalmente la mano con la que lo empuñaba. El alarido de dolor hizo temblar la habitación. Luego levantó la derecha. Un golpe. Fue un mortífero impacto de lo que luego hemos llamado karate. Un terrible impacto con el canto de la mano abierta. Uno de esos golpes con los que un experto puede partir varios ladrillos a la vez. Y mucho más, el cuello de un hombre. El pistolero se estremeció. Se deshizo como un terrón de azúcar. Key pensó que tal vez el golpe había sido demasiado fuerte. A veces, cuando peleaba, le costaba controlarse. Eso le había ocasionado muchos disgustos y ahora le ocasionó uno más. Porque aquel hombre ya no podría hablar. Estaba muerto. Key hubiese querido interrogarlo, pero comprendió que tenía que olvidarse de él. Nunca averiguaría de sus labios el secreto de aquella casa. Avanzó hacia la puerta por la que Eva acababa de salir. Aquella puerta en la que aún parecía flotar el dibujo obsesionante de sus curvas.

CAPÍTULO XIII MIRA Y NO TOQUES, MUCHACHO Olvidándose de los dos muertos, Key atravesó aquella puerta. Se encontró en otro pasillo, porque la casa era muy grande. Al fondo de aquel pasillo había otra puerta. La abrió y se encontró con unas escaleras que llevaban a la planta baja. Descendió por ellas. Estaba con todos los músculos en tensión. En este momento hubiera sido casi imposible sorprenderle. Un leve roce le habría hecho saltar. Pero no ocurrió nada. La casa parecía, ahora más que nunca, una casa de muertos. El silencio imperaba en ella. Era un silencio pegajoso que formaba parte de las paredes; un silencio que obsesionaba. Key atravesó otra puerta al final de aquellas escaleras. Vio una gran biblioteca donde había unos cuantos cuadros colgados de las paredes. Y una puerta más. Key aguzó el oído. Más allá de aquella puerta parecía oírse el taconeo de una mujer. Y esa mujer tenía que ser Eva. Key apretó los labios. Muy bien… Eva cantaría la ópera que los muertos ya no podían cantar. Ella se lo explicaría todo, le gustase o no. Por sus labios conocería los secretos de aquella condenada casa. Para prevenir cualquier trampa, Key no entró de golpe. Hizo girar muy levemente el picaporte, sin producir el menor chasquido. Y miró también por la rendija, tras empujar levemente la puerta. Se le secó la boca. Si antes, al conocer a Eva, se había dado de narices a boca con una mujer sensacional, ésta no le iba a la zaga. Bueno, hay que aclarar las cosas: era mejor que Eva. Resultaba la chica más brutal que Key había visto desde que se dio cuenta de que en el mundo hay unas cosas con curvas que se llaman señoras. Por eso se le secó la boca.

Y por eso fue, durante unos instantes, incapaz de respirar. La muchacha, por lo visto, acababa de entrar en la casa. Llevaba un vestido negro. Key le calculó unos dieciocho años. Se mordió el labio inferior. Nunca hubiese podido imaginar que en aquella casa de hombres muertos hubiera tantas mujeres vivas. Debajo del vestido, la chica llevaba poquita cosa más. Un corsé color rosa, unas prendas íntimas y unas medias color humo. Se movía con la tranquilidad, con la confianza de la persona que sabe que no la observan. Y de pronto le pareció notar algo. De pronto tuvo la sensación de que un ojo que taladraba el espacio, llegaba hasta su carne. Se volvió, de repente. Y se encontró no con un ojo, sino con tres. Con los dos de Key, que estaban clavados en las curvas maravillosas de su cuerpo. Y con el del revólver que le apuntaba al centro de la cabeza. La chica gimió: —Dios santo… También hizo como la otra. Key sintió que se mareaba. La chica no tenía tantas curvas como Eva, porque era más joven. Re…sultaba más flexible, más elástica y menos llenita. Sin embargo tenía algo que la recordaba, algo que hizo parpadear a Key. Ella apenas pudo musitar: —¿Quién es usted? —Me llamo Key y soy un sucio pistolero. ¿Qué más quiere saber? —¿Qué… qué hace aquí? —Eso ya te lo diré más adelante. Ante todo quiero saber quién eres tú. —Me llamo Sonia. —Bonito nombre. ¿Qué haces aquí? —Vivo con mi madre. Key pestañeó. De pronto, se dio cuenta de que su primera impresión no le había engañado. ¡Claro! ¡Ahora lo entendía!… —¿Tu madre se llama Eva? —bisbiseó. —Sí.

—No sabía que tuviera una hija. Es aún muy joven para tener una chica tan… tan… tan desarrollada. —Mamá tiene treinta y cinco años; yo diecisiete. Pude nacer a una edad muy normal, ¿no? Sonia se iba recuperando de la sorpresa. Era más decidida que su madre. Key vio desaparecer sus curvas, mientras arrugaba el ceño. —Muñeca — susurró —, hace poco ha habido aquí una traca de disparos. ¿No has oído nada? —No. Es que acabo de llegar. Se notaba que la muchacha no mentía. Key fue bajando el revólver poco a poco mientras pensaba que cada vez entendía menos aquello. —Me pregunto si tú también ibas comprendida en el lote — susurró cruelmente. —¿Qué lote? —Tu madre iba a casarse con Vanee, el dueño de todo esto. ¿Qué pasa? ¿También a ti te había puesto el ojo encima? ¿El cuerpo de tu madre era el medio para llegar hasta tu cuerpo? Sabía que la frase era cruel y ofensiva, pero la pronunció para observar la reacción de la muchacha. Notó que las facciones de ésta se volvían del color de la grana y que sus labios temblaban con un espasmódico movimiento de rabia. —Es usted un condenado cerdo, Key —barbotó—. ¿Por quienes nos ha tomado a las dos? —Tu madre es una aventurera, y tú supongo que debes ir por el mismo camino. Sonia no se anduvo con chiquitas. Saltó. Sus ojos llameaban de odio. Intentó golpear a Key, pero éste la sujetó por las muñecas. Sus manos volvían a ser como cepos de hierro. La chica se debatió entre ellas, mientras intentaba golpearle las piernas con las finas puntas de sus zapatos. —¡Canalla! ¡Cerdo! ¡Perro asqueroso! ¡Hiena! Sonia hubiera continuado con todos los nombres de un zoo, pero Key la empujó y la derribó sobre la cama. Allí Sonia quedó

respirando agitadamente. Key la miró sólo con un leve desprecio, mientras se dirigía a la puerta. —No tengo ninguna prueba contra ti —murmuró—, y por lo tanto no puedo hacerte nada. Pero oye bien esto, muñeca: si alguien intenta matarme de nuevo, te la vas a cargar. Por tu propio bien, procura que nada más me ocurra. Y dile esto a tu respetable mamá, no sea que tenga malas intenciones. Hizo girar el pomo de la puerta. Sonia dijo, con un soplo de voz: —Ni siquiera sé qué hace aquí… Lo único que sé es su nombre. —No te hace falta nada más. Vete al infierno. Y Key salió de la habitación. En cierto modo su marcha fue una huida. Estaba asustado de ver tantas curvas en tan poco tiempo. Si llega a quedarse, se estrella…

CAPÍTULO XIV UN LLANTO EN LA OSCURIDAD Key no volvió al dormitorio que le habían destinado, el dormitorio en que estaba el cuerpo de la serpiente. Todo aquello tenía malos recuerdos para él. De modo que se tumbó en un diván de una de las salas de la casa, cerró bien las dos puertas que había allí, se puso un revólver sobre las piernas y se quedó dormido durante unas horas. No se quitó ni las espuelas. Estaba tan atento, a pesar de dormir, que hubiese oído hasta el leve crujido de una pisada. Sin embargo nada sucedió. Mejor dicho, sucedió algo. En realidad no tenía importancia, pero poco antes del amanecer se despertó, de pronto, porque le parecía haber oído el llanto de una niña. ¿O tal vez el de una muchachita? En todo caso era un leve gemido que parecía filtrarse a través de las paredes. Alguien lloraba en la casa, alguien parecía pedir auxilio sin esperanza, con unos gemidos tan débiles que parecían una plegaria. Key se levantó de pronto. No lo entendía. A su alrededor todo eran sombras. La luz del quinqué estaba a punto de extinguirse y apenas disipaba las tinieblas. Los cuadros que había en la sala parecían mirarle desde el otro mundo. Los gemidos cesaron. Key se frotó los ojos. Tenía la sensación de haber vivido una pesadilla. Maquinalmente cerró la boca de la caldera para la calefacción que había en la sala, puesto que, al estar apagada, de nada servía. Luego dio unos pasos junto a las paredes. Miró los cuadros con la expresión somnolienta del que todavía no ha acabado de despertarse bien. En uno de los cuadros vio el nombre: «VANCE» Era el retrato hecho al óleo de un tipo de media edad, con algún mechón blanco en las sienes, ojos penetrantes que parecían dotados de vida y mentón enérgico que denotaba fuerza y, al

mismo tiempo, crueldad. El dibujo de sus labios era levemente despectivo. Bastaba mirarlo para darse cuenta de que debía haber sido un tipo de cuidado, uno de esos tipos de los que uno no se puede fiar. Pero, por fortuna para Key, Vanee estaba ya muerto. El joven volvió a tenderse en el diván y no tardó en dormirse de nuevo. Así estuvo, recuperando energías, hasta que los primeros rayos de sol dañaron sus ojos. Le pareció increíble que la noche hubiera pasado con tanta rapidez. Pero a la luz del amanecer todo era distinto. Todo resultaba mucho menos siniestro. Key se desperezó, salió de la habitación, llevando la mano cerca del revólver, y se dirigió hacia el sitio por donde entrara la noche anterior. El Momia estaba allí. Ordenaba una pila de ataúdes como si tal cosa. Key se preguntó a sí mismo si era posible que aquel tipo no se hubiera enterado de nada. ¿Estaba el Momia metido en un asunto cuyo alcance él desconocía aún? ¿O era de esos tipos que sólo se ocupan de su trabajo y no se enteran de nada más? Teniendo en cuenta que la casa era muy grande, esto último resultaba posible. Si el Momia dormía en un lado, podía perfectamente no oír los disparos que sonaban en otro, a poco pesado que fuera su sueño. Key murmuró: —¿Dónde duermes tú, tío alegre? —Fuera de la casa. —¿Dónde exactamente? —En un cobertizo que hay detrás. Allí están los carromatos y el almacén de ataúdes. —Pues debes tener unos sueños estupendos, macho. —Yo tengo los sueños que me da la gana. —Por eso, hombre, por eso… No me digas que duermes dentro de un ataúd. —A veces sí, cuando hace frío. —¿No te has enterado de nada esta noche? —No. ¿Por qué?

—Ha habido tomate ahí dentro. Acompáñame. El otro le siguió. Key le señaló los cadáveres de los tres tipos que habían intentado matarle. Seguían en el dormitorio de Eva tal como él los dejó, sin que de Eva se viera ni rastro. —¿Los conoces? —murmuró Key. El Momia se acarició la mandíbula. —Sí. Eran tipos que de vez en cuando aparecían por aquí… Los había visto algunas veces. No parecía extrañarle nada que estuvieran muertos. Para él un muerto debía ser mucho más natural que un vivo. —¿A qué se dedicaban? —preguntó Key. —Hacían pequeños transportes para nosotros. No sabía que tuvieran con el amo ninguna relación más. ¿Quién los ha apiolado? —Hube de molestarme en hacer ese trabajo —respondió, modestamente, Key. —¿Por qué? —Trataron de matarme, lo mismo que Taylor. Desde que entré en esta casa de los muertos han estado tratando de convencerme para que yo fuera un cliente más. Por eso sé que aquí hay gato encerrado y me gustaría saber de qué se trata. —¿Gato encerrado?… —Óyeme bien, Momia: Sólo tienes una posibilidad de salir vivo de aquí, y esa posibilidad consiste en que me expliques todo lo que sabes. ¿A qué se dedicaba realmente Vanee, antes de morir? ¿Qué diablos se oculta en esta casa? El fúnebre personaje pareció desconcertado ante las preguntas de Key. Sus labios sin sangre temblaron un momento. —No se oculta nada, se lo juro… Yo soy el último de los empleados y no me entero de lo que pasa a mí alrededor, pero jamás he notado la menor cosa extraña. Esta es, sencillamente, la mayor funeraria de todo Texas. ¿Le parece poco? Key miró fijamente a aquel tipo y se dio cuenta de que temblaba como un flan. El Momia parecía más muerto que nunca. Por un momento pensó en aterrorizarle y hacerle hablar, pero tuvo la sensación de que aquel tipejo, efectivamente, sabía muy poca cosa. Hizo crujir sus nudillos. ¡Al diablo!

Se olvidaría de todo aquello. Quizá, al fin y al cabo, habían querido matarle por error. Muchas veces pasaban esas cosas. Lo único que a él le interesaba era que las pobres Peggy y Ann llegaran cuando antes al lugar de su descanso eterno. —Ya te harás cargo de estos cadáveres — masculló —. Ahora las que me interesan son las chicas. ¿A qué hora ibas a llevarlas a la estación? —En… en este momento. —Pues vamos allá. Los dos regresaron al siniestro muelle de embarque, donde no se había presentado aún ningún obrero a trabajar. El joven ayudó a cargar los dos ataúdes en un carromato. Pero en el último instante, dominado por una especie de presentimiento, quiso convencerse de que los cuerpos de las dos pobres mujeres no habían sufrido ningún daño. —Abre los ataúdes —ordenó. —¿Queeeeeé?… —Ábrelos. El Momia obedeció. Los dos ataúdes fueron abiertos uno tras otro. Key se maravilló de lo perfectamente que se conservan los dos cuerpos. Estaban como si aún viviesen. El sabía que eso no era cierto y que todo se debía a lo perfectamente embalsamados que estaban. Sabía además que el consuelo que ahora sentía era un consuelo estúpido; pero no pudo evitar el sentirse más aliviado. —Cierra. Al fin y al cabo, lo único que le importaba era aquello: hacer que las dos chicas reposaran en paz. De modo que él mismo enganchó los caballos para no perder tiempo y llevar cuanto antes los dos bultos al ramal del ferrocarril. Momia le acompañó. —¿Pero a ti te dejan salir a la calle? —susurró Key. —¿Y por qué no? —Hum… No es que me sepa mal, no… Es que pienso que deberían pagarte una propina cada vez que sales. —¿Por qué? —Es que resultas un anuncio de la funeraria sensacional, macho. El otro estuvo a punto de estallar. Pero se aguantó.

Le bastó recordar los efectos de los puños de Key para que se le helara la sangre en las venas. Muy poco después llegaron a una zona apartada de la estación, donde se apilaban las mercancías. Todo estaba en calma. No se veía a nadie allí, a pesar de que el sol ya estaba bastante alto y normalmente debía haber gente trabajando. A Key no le extrañó. Pero hubiera salido ganando, caso de llamarle aquello la atención. Porque, el hecho de que no hubiera nadie por allí, significaba que en cualquier momento podía ocurrir algo serio. Que había entrado tal vez, sin sospecharlo, en un fatídico círculo de muerte.

CAPÍTULO XV TU TUMBA ESTA SERVIDA La verdad era que en aquel momento Key estaba muy tranquilo. Había pasado por una serie de malos tragos sin saber exactamente por qué, pero ahora todo había quedado atrás. Mientras miraba pensativamente las vías vacías, se puso un delgado cigarro en los labios. Fue a sacar un fósforo. Pero no llegó a tocarlo. —Yo te daré fuego —dijo una voz. Key no tuvo tiempo ni de volverse. Aquel revólver se apoyó en su sien derecha. Una mano, surgiendo a su espalda, le dejó desarmado en un santiamén. Key no tuvo tiempo de reaccionar. Todo había sido tan rápido que le pilló desprevenido por completo. Por otra parte, él tampoco esperaba ningún peligro allí. En pleno día y en la estación de Dallas, ¿cómo era posible que?… La voz dijo, secamente: —Avanza. Confusamente vio que eran tres los hombres que le apuntaban. Habían salido de detrás de unas pilas de mercancías que casi bordeaban las vías. Sus revólveres estaban a punto, con los martillos ya alzados. Key avanzó unos pasos. Los tres hombres estaban situados a su espalda. Los tres habían alzado sus «Colt» a un tiempo. El joven adivinó lo que iban a hacer: dispararían mientras avanzaba. ¡Y encima le matarían por la espalda, como a un cobarde! Sus ojos se nublaron, pero no fue de miedo. Vio aquella luz, aquel paisaje que tal vez serían los últimos de su vida. Con voz espesa, pero firme, barbotó: —Sólo una cosa quiero pediros. No me matéis por la espalda. Matadme de frente. —Tú no tienes derecho a pedir nada. Key supo que iban a disparar.

Angustiosamente miró en torno suyo, pero no tenía escapatoria. Se moviese a un lado u otro, caía dentro del radio de acción de las balas. Fue en aquel momento cuando oyó la voz de Momia, una voz temblorosa y que indicaba un pánico cerval: —¿Puedo marcharme ya? —Tú lo has traído aquí, Momia, siguiendo nuestras instrucciones — dijo una voz espesa—, pero ahora no nos sirves para nada. No nos servirás para nada nunca más. Eres demasiado cobarde para trabajar con nosotros. La voz de Momia fue más temblorosa, más de ultratumba que nunca, mientras gemía: —¡No! ¡No lo hagáis! Key adivinó lo que iba a suceder. Aquellos buitres iban a matarle. Momia no representaba para ellos más que un trasto inútil. —¡Condenados! ¡Noooo! ¡No tiréis! Fue el último grito de aquel pobre diablo. Tres balas rasgaron el aire. Tres revólveres a la vez le enviaron la muerte. Todo el cuerpo de Key se crispó. Se dio cuenta de que tenía que aprovechar aquellas centésimas de segundo. Ahora los revólveres no le apuntaban a él. Ahora los tres «Colt» estaban aún encarados hacia el cuerpo de Momia, y los asesinos tenían que girarlos y alzar los martillos. Total, nada. Apenas un soplo. Un hombre cualquiera no hubiese podido aprovechar aquel leve momento. Pero Key no era un hombre cualquiera, sino un rayo. Instantáneamente se lanzó de cabeza contra una pila de cajas, que se volcó con estruendo. Oyó una salvaje sarta de maldiciones. Los «Colt» se volvieron hacia él. Una serie de balas atravesaron las cajas, pero no llegaron a perforar su cuerpo. Key quedó invisible para sus enemigos durante unos instantes, mientras giraba vertiginosamente por tierra. Avanzaron hacia él.

Oyó en el silencio de la mañana el estruendo de sus botas. Key sujetó una barra de hierro que estaba junto a la vía. Para él era suficiente. Saltó por encima de las cajas, mientras aparecía de repente ante los ojos atónitos de uno de sus enemigos. La barra rasgó el aire. Se oyó apenas un gemido. El hierro acababa de hundirse en la cabeza del asesino. Este se derrumbó mientras los ojos se le salían de las órbitas. No necesitaba nada más. Pero tampoco necesitaba nada más Key, que estaba en una situación trágica. Los otros dos bordeaban la pila de cajas e iban a aparecer de un momento a otro detrás suyo. —¡Key! La voz había rasgado angustiosamente la quietud de la mañana. El joven vio que algo volaba hacia él. Apenas había tenido tiempo de verlo, cuando ya su mano derecha se tendía hacia el aire. Sujetó el revólver febrilmente. Todo su cuerpo se contorsionó. Los dos hombres estaban ya casi sobre él. Creían encontrarlo desarmado. Por eso no se cubrieron cuando se disponían a disparar. —¡Cuidado! Era ya demasiado tarde. El grito ya no sirvió. Key estaba dibujando con su «Colt» un frenético movimiento de abanico. Dos balas. Cuatro balas. Cada uno de sus enemigos recibió dos plomos y se contorsionó trágicamente. Key, con las piernas arqueadas y el revólver a punto, todavía buscó un nuevo enemigo contra quien disparar. Pero la rápida pelea había terminado. Los tres cuerpos yacían ante él, espantosamente inmóviles. Entonces se volvió, poco a poco. Vio a Sonia. Sonia estaba frente a él, con los ojos muy dilatados, unos ojos donde se leía un profundo miedo. Key también estaba asombrado. Y hasta asustado en cierto modo. Aún no había entendido una palabra de todo aquello. —¿Por qué me has ayudado, Sonia? —musitó.

—He visto que venías hacia aquí. —¿Y qué? —Antes me he dado cuenta de que Momia hablaba con esos tres asesinos. —¿Sabías tú quiénes eran? —Sí. Los conocía. —¿Pensaste entonces que planeaban matarme? —Sí, claro que sí. Los labios de la muchacha temblaban. Key guardó el «Colt» para tranquilizarla mientras seguía preguntando: —¿Sabes para quién trabajaban? —Eran hombres de Vanee. —¿Vanee, el dueño de ese maldito negocio? ¿Pero qué pinta él si ya está muerto? ¿Por qué siguen interviniendo sus hombres? ¿Y qué quieren? La muchacha se llevó las manos a la cara. De pronto rompió a llorar. Estaba tan desmoralizada, tan hundida, que por unos momentos pareció incapaz de articular palabra. —Por Dios… —gimió — . Ahora casi me arrepiento de haberte salvado, porque eso puede ser terrible para mí… ¡No me preguntes! ¡No puedo decir una palabra más! Key comprendió que era cruel seguir interrogando ahora a la muchacha, pero no tenía otro remedio. Se acercó y le puso una mano en el hombro, tratando de alentarla. —Sonia —susurró—, anoche te consideraba una enemiga, lo mismo que a tu madre, pero ahora me doy cuenta de que algo os atormenta. Comprendo que no sois dueñas de vuestros actos. Y creo entender que, por el hecho de haberme ayudado, puede caer una terrible represalia sobre ti. —No sólo sobre mí —dijo ella temblorosamente. —¿Sobre tu madre también? —Dios mío… ¡No me hagas hablar! —Sonia —murmuró él con voz que quería ser tranquila—, no entiendo nada de este maldito asunto desde que empezó. Yo era simplemente un hombre que quería acompañar dos cadáveres hasta su último destino. ¿Hay misión más pacífica que ésa? Pero desde que la empecé no han hecho más que tratar de matarme y

ya no sé qué terreno piso. Pero sé que tú puedes ayudarme y yo puedo ayudarte a ti. Esa es la única verdad. Ella alzó sus hermosos ojos. Le miraba todavía con angustia, con miedo. —Key —susurró—, a nosotras ya nadie puede ayudarnos. —¿Por qué? —No me hagas hablar más. Ya he hablado demasiado. Ahora, si quieres seguir viviendo, deja que esos cadáveres sigan hasta su destino. —¡Cuerno! ¡Pero si no trato de hacer otra cosa! —No los acompañes. Las facciones de Key se ensombrecieron. La chica sabía cosas que no quería decirle. Bisbiseó: —¿Por qué? Ella no tuvo tiempo de responder. En aquel momento aparecieron dos hombres acompañando a un tipo que llevaba una credencial de delegado de sheriff. Habían oído los disparos y por eso estaban allí. Todos empuñaban rifles con los que apuntaron inmediatamente a Key. El delegado del sheriff masculló: —¿Qué es esto? ¿Qué significan estos cadáveres? —Eso quisiera saber yo —murmuró Key—. ¿Usted vigila la estación? —Sí. Y la traca que se ha oído aquí ha puesto en conmoción a media ciudad. ¿Quién es usted? —Me llamo Key y soy un hombre pacífico —susurró el joven, mintiendo a medias—. Estos tres fulanos han tratado de matarme sin razón alguna. ¿Los conoce? —Sí. Son tres pistoleros. —¿Para quién trabajaban? —Se alquilaban para bastante gente, pero en los últimos tiempos habían protegido algunos envíos del señor Vanee, cuando éste vivía. ¿De veras no tenían ninguna razón para matarle? Fue Sonia la que contestó. —De veras —dijo—. Yo respondo por este hombre. —¿Y qué hace aquí? —Acompaña los dos ataúdes que están en esa carreta.

El delegado miró un momento hacia allí. Luego parpadeó confuso, como si tratara de recordar algo. Al fin sacó unas notas de un bolsillo y las consultó en silencio. —Ah, sí… —dijo—. Es mercancía consignada para el tren de Filadelfia. Dos ataúdes que proceden de un penal. Viajan bajo protección oficial, de modo que no hay ningún peligro. ¿Por qué razón ha de acompañarlos usted? —Sería largo de explicar —susurró Key—, pero pienso que es un deber de conciencia. El delegado hizo un gesto de resignación. —Mire, amigo —dijo mirando a Key—, no quiero líos. Esta mercancía es la mar de normal aquí, porque desde el negocio que era del señor Vanee salen continuamente muertos hacia todos los puntos del país. No veo en esto nada raro ni adivino por qué razón esos tipos han intentado matarle. Supongo que han tenido una bronca entre ustedes y no me lo quieren explicar. ¿Es eso? —Reconozco que, tal como usted lo cuenta, parece razonable — musitó Key—, pero no es así. Esos tipos tenían preparada mi muerte con anticipación, por causas que yo ignoro. —Olvídelo. De ellos se podía esperar cualquier cosa, incluso que liquidaran a su propio padre. Si quiere un consejo, lárguese y deje que los ataúdes sigan su curso. Nadie va a robarlos. —¿La consignación es legal? —¡Claro que sí! —¿Todo está en regla? —siguió preguntando Key. —Por supuesto. No van a correr ningún peligro y no veo motivo para que usted haya de protegerlos hasta la estación final. Yo tengo los papeles y todo es correcto. Vea. Primero van a Filadelfia y de allí a Nueva York. —¿Nueva York? —Era el sitio donde las chicas tenían parientes. Ellos son los únicos que han reclamado los cuerpos. —Ah, ya. —¿Me comprende ahora? —susurró el delegado—. En fin, no me busque líos a mí, ni se los busque usted. Diré que esto ha sido una pelea y que no he podido detener a nadie. Váyase. Key comprendió que iba a ser difícil encontrar más facilidades.

El delegado del sheriff no quería conflictos. Era un comodón. Eso ponía las cosas muy bien a Key, que de otro modo podía haber tenido un buen conflicto. —Está bien —susurró—. Me iré. —Espero no verle más por aquí. —¿Cuidará de los ataúdes? —Ese es uno de mis trabajos. Ahora mismo me hago cargo del carromato; no se preocupe. Key hizo un gesto afirmativo y se alejó sin mirar atrás una sola vez. Notó que Sonia caminaba a su lado como una sombra silenciosa y tímida. Cuando estaban ya algo lejos de la estación, Key musitó: —Creo que he olvidado darte las gracias. —¿Por qué habías de dármelas? —Has respondido por mí; de lo contrario no sé lo que habría pensado ese maldito delegado del sheriff. —No pienses más en ello, Key. ¿Vas a irte? —Sí. —¿Adonde? —Adonde vayan esos ataúdes. Ella se detuvo. Le miró unos instantes asombrada, con una chispita de inquietud en sus almendrados ojos. —Creí que ya estabas conforme —dijo—. Pensaba que, después de hablar con ese hombre, ya dabas el asunto por resuelto. —Justamente es ahora cuando lo veo menos resuelto que nunca — murmuró Key—. ¿Qué tal es el delegado del sheriff? —Un hombre comodón, pero honrado —musitó Sonia. —¿Ha dicho la verdad? ¿Los dos cajones iban consignados a Nueva York bajo protección oficial? —Claro que sí. Y seguro que los papeles que tenía eran legales. Todos los sheriffs de las poblaciones por donde han de pasar saben que esos dos ataúdes vienen de una penitenciaría y encierran los cuerpos de dos mujeres ahorcadas. Nadie va a registrarlos ni a perturbar su viaje. No sé que ves de extraño en ello. —Sólo una cosa —dijo Key, suavemente—: el que hayan reclamado los cuerpos unos parientes de Nueva York. Yo conocía

muy bien a esas dos pobres chicas y sé que parientes en Nueva York no los han tenido nunca…

CAPÍTULO XVI LA RUTA DEL MISTERIO Ella le miró con más sorpresa aún. Sus manos temblaron un momento. Luego hizo un gesto de desánimo, como si de repente le fallaran las fuerzas. —¿Qué piensas, Key? —musitó. —Sencillamente, que aquí hay una trampa. Esos dos cuerpos llegarán a Nueva York por alguna razón que nada tiene que ver con los parientes de las muertas. Por ese motivo yo estorbo durante el viaje. Alguien teme que averigüe cosas que un condenado entremetido como yo no debe averiguar. Estaba ahora a solas con Sonia en un camino por el que no pasaba nadie. Le puso otra vez la mano en un hombro, con gesto de confianza, y musitó en el tono más suave de que fue capaz: —Sólo tú sabes algo de esto, Sonia, y al mismo tiempo eres inocente. Sólo tú puedes ayudarme y sé que en el fondo quieres hacerlo, a pesar de que nuestro primer encuentro no tuvo nada de cordial. ¿Por qué no tratas de hablar? ¿De qué tienes miedo? Ella movió la cabeza desesperadamente. —No insistas, Key. No puedo. —¿Pero por qué? Ella alzó la cabeza. Había lágrimas en sus ojos. —Si yo hablo, una persona inocente morirá. Había tanta angustia y tanta sinceridad en sus ojos, que el joven no se atrevió a preguntar más. Hacer nuevas preguntas hubiera sido cruel. Hundió la cabeza mientras musitaba: —Voy a quedarme en la estación sin que nadie lo sospeche, Sonia. Quiero ver quién viene a hacerse cargo de esos bultos. —Me temo que no averigües nada. Se encargarán simplemente los empleados del ferrocarril. Los ataúdes seguirán su viaje y no encontrarás nada extraño en ello. En realidad no hubiera pasado nada si no llegas a intervenir tú. Habrían llegado a Nueva York sin ningún contratiempo. —¿Crees que eso ha ocurrido otras veces? —Me temo que sí. —¿Entonces esa funeraria no es lo que parece?

—Me temo que no —dijo ella, tras morderse con angustia el labio inferior. Los nudillos de Key crujieron maquinalmente. —¿Es cierto que la dirigía Taylor? —musitó. —Sí, pero ahora está muerto. —Voy a hacer una cosa, muchacha; voy a acompañarte allí de nuevo. Tengo tiempo antes de que los ataúdes salgan de la estación. Pero no llegaré contigo, sino que me deslizaré sin que me vean. —¿Por qué razón? —Por las razones que tú debes saber y que no me cuentas. Ella hundió la cabeza. Echó a andar poco a poco, en dirección a Dallas, por el camino solitario. Key permaneció quieto hasta que la vio desaparecer. Luego se dirigió a la ciudad empleando otra ruta. Había una lucecita de decisión en sus ojos. Estaba dispuesto a terminar con aquel enigma antes de que los ataúdes reemprendieran el viaje. Aunque ésa fuese la última cosa que hiciera en su vida. *** Notó que había cierta actividad en la casa, pues los obreros debían estar trabajando. Carromatos cargados de madera entraban y salían. Algunos familiares de los difuntos se dirigían a las habitaciones que servían de velatorios y donde sin duda los cadáveres esperaban la hora de su entierro. En apariencia, todo era normal. Key observó aquello desde el tejado de una de las casas que había al otro lado de la plaza. Estaba tan bien disimulado allí que ningún centinela hubiera podido verle. Además, apenas se movía; sólo sus ojos escrutaban todos los detalles. La verdad fue que durante un par de horas no observó nada anormal. Luego se trazó un plan. Tenía que llegar como fuera hasta el fondo de aquel maldito asunto. Era un plan peligroso, pero ya no le importaba un riesgo más.

Se decidió a ponerlo en práctica. *** Sonia miró largamente la galería de cuadros que se exhibía en la pared de la sala. Eran cuadros solemnes, viejos, cuyos rostros parecían mirar desde el Más Allá. Sus ojos se detuvieron especialmente en el más reciente de todos, aquel cuyo nombre figuraba en una plaquita del marco: «Vanee». Los ojos de Sonia estaban turbios. Una tempestad de pensamientos parecía pasar tras ellos. Avanzó unos pasos, cruzó una puerta y penetró en un despacho de oscuros muebles de nogal. Un despacho triste como todo en aquella casa. Pero ella no miró los muebles. Clavó sus ojos quietos, donde brillaba una lucecita de odio, en el hombre que se encontraba tras la mesa. Lo conocía muy bien, y además, por si algo faltara, unos minutos antes había visto su retrato. Vanee estaba sentado tras aquella mesa. Para ser un muerto tenía aspecto de gozar de muy buena salud. Sus ojillos de serpiente se clavaron en las curvas de la muchacha. Susurró: —Me gustaría saber dónde has estado, Sonia. —He dado una pequeña vuelta —dijo ella con una voz helada, sin matices. ‘ —Sabes que no me gusta que salgas de aquí. —Otras veces he salido y no ha ocurrido nada. No conviene que la gente piense que estoy secuestrada en esta casa. —Sabes demasiado, Sonia —dijo él con voz ronca—. Quiero tener la seguridad de que no has hablado con nadie. —¿Con quién iba a hablar? —Aquí había anoche un intruso. Sonia apretó los labios con una mueca de angustia. Sabía perfectamente adonde quería ir a parar el falso muerto. —Lo han matado en la estación —mintió descaradamente—. Su cuerpo no es ahora más que una pobre piltrafa. Los ojos de Vanee llamearon.

—Si es así —murmuró—, ¿cómo alguno de los hombres no me han avisado? —Deben haberse entretenido. Quizá celebran su victoria. —¿Y cómo sabes tú que ha muerto? ¿Es que has ido hasta la estación? —Lo he visto de lejos —murmuró ella, apretando los puños con una mueca de angustia. Vanee se puso en pie. Sus facciones eran anchas y sólidas. Estaba muy blanco a causa del encierro a que se había sometido, puesto que no le daba nunca el sol. En algunos momentos su palidez parecía la de un cadáver, aunque Sonia sabía que, por desgracia, no lo era. Vanee avanzó hacia ella. Sus ojillos destilaban odio. La golpeó dos veces con el puño cerrado. La muchacha cayó hacia atrás. Vanee la contempló desde arriba con los músculos tensos. Durante un momento pareció como si fuera a aplastarla con sus pies. Luego barbotó: —Tú has ayudado a ese hombre. —Te prometo que… que no… no le he visto. —Si me fingí muerto fue para mejor llevar la organización desde las sombras —masculló él—. Si ese condenado de Momia buscó un cadáver muy parecido a mí y además lo maquilló como si fuera yo mismo, en un trabajo de verdadero artista, fue porque me había trazado un plan que nos convenía a todos. Tu padre era mi socio. Tu padre hubiera estado de acuerdo en esto. Sonia se llevó una mano a la parte de la cara castigada. Se puso en pie poco a poco. —Papá llevaba muchos años alejado de nosotras —susurró débilmente—. Nos enviaba algún dinero y creímos que tenía un trabajo honrado en Texas. Fue al morir él cuando mamá quiso hacerse cargo de su cadáver y… nos encontramos con esto. Vanee rió silenciosamente. —¿Con esto? ¿Por qué hablas en ese tono? ¿Es que lo desprecias?

—Siempre lo hemos despreciado. Mamá por poco se vuelve loca al saberlo. Hubiera debido dejar que nos marchásemos, después de la ceremonia, sin enterarnos de nada. —No te dejé marchar porque me gustabas —dijo Vanee con la suavidad de una serpiente—. Tengo la intención de que llegues a ser mía. Una chica como tú no debe dejarse escapar. Tendió la mano hacia ella. Ahora esa mano no trataba de golpear, sino de acariciar, pero había en sus dedos algo viscoso. Sonía echó la cara hacia atrás con una mueca de asco. El lo notó. Sus ojos volvieron a llamear de odio. Volvió a golpearla. La cabeza de Sonia fue rechazada por la pared a causa de la brutalidad del impacto. Pero sin embargo se mantuvo firme, mirando a Vanee con expresión desafiante. —Y por eso tienes secuestrada a mi hermana menor, ¿no? Para eso tienes secuestrada a una pobre niña de siete años. Con la amenaza de matarla si no te obedecemos, nos tienes bien seguras, ¿no es eso? —Claro que os tengo bien seguras —murmuró él, tranquilamente—. Además, necesitaba unas auxiliares como vosotras. Podíais haberme hecho un buen servicio, caso de ser inteligentes. Todos estábamos en el camino de ganar mucho dinero. Pero con mujeres como tu madre y tú, llenas de escrúpulos, no se va a ninguna parte. Apretó los puños de nuevo. Luego dijo con voz odiosa: —Claro que a tu madre ya no la necesito. Me he convencido de que no me hace falta. Sonia palideció. Palideció tan mortalmente que por unos momentos pareció como si fuera a desplomarse al suelo. Había comprendido lo que significaban las palabras de aquel condenado. Este sonrió burlonamente. Sus ojos, clavados en las curvas de Sonia, eran más viscosos cada vez. Sus dedos hicieron un gesto como si acariciaran el aire. —Es una lástima —dijo—, porque tu madre es una mujer muy bonita. No me hubiera importado llegar a un acuerdo con ella antes de casarme contigo. Pero desde el primer momento se puso

intransigente y hube de secuestrar a la pequeña como una garantía de que no intentaría nada contra mí. Ahora, con la llegada de ese intruso, las cosas aún se han complicado más. Tu madre se había puesto de su parte y podía significar un grave peligro. Por eso… Abrió de repente, una ventana del despacho. No era una ventana que diera al exterior. Daba a una de las naves de trabajo para poder controlar éste. La gran nave que se distinguía desde allí estaba llena de mesas hasta un total de diez. Ese era el número mayor de cadáveres que se podían manipular al mismo tiempo. En este momento había ocupadas cuatro de aquellas mesas. En ellas se efectuaban los retoques sobre los muertos, a fin de que su aspecto fuera más apacible. Se les tomaban las medidas para que encajaran en los ataúdes. Aquellos ataúdes llegaban a través de una abertura en la pared, cabalgando sobre una serie de cintas de cuero que se movían a mano, haciendo girar una gran rueda. Unos años después, a aquello se le hubiera llamado una cinta transportadora. Sonia conocía aquel funcionamiento. Era macabro, pero no había tenido más remedio que verlo en marcha algunas veces. Una vez puestos los difuntos cada uno en su ataúd, eran montados en otra cinta transportadora situada en el lado opuesto. Mediante unas vueltas de rueda, la cinta corría y se los llevaba de allí. Unos cuantos operarios los colocaban más tarde en los distintos velatorios donde los familiares los acompañaban hasta la hora del entierro. No podía negarse que aquella especie de factoría de la muerte estaba bastante industrializada. Y no podía negarse tampoco que era un buen negocio. Pero Vanee no se resignaba con él. Ni Vanee ni sus socios secretos vivían realmente de eso. Sonia pensó en todos estos detalles durante unas décimas de segundo, mientras miraba a la gran nave donde ahora trabajaban dos hombres. En el primer momento no comprendió por qué Vanee quería enseñarle una cosa que ella ya conocía bien. Pero, de repente, lo comprendió.

Fue al mirar hacia abajo y verlo. Los labios de Sonia se separaron para lanzar un alarido de terror infrahumano.

CAPÍTULO XVII UN ATAÚD CON SORPRESA Sus ojos acababan de posarse en uno de los muertos que estaban siendo manipulados en una de las mesas. Le deformaban la cara para que no pudiera reconocerlo nadie. Le derramaban ácidos en la piel a fin de quemarle y hacer de él un cadáver que no se pudiese identificar. A la crueldad de la muerte añadían la crueldad de la burla. Sonia se llevó las manos a los ojos. Era incapaz de chillar más. Era incapaz incluso de pensar. Todo dio vueltas vertiginosamente en torno a ella, haciéndola caer de rodillas. Su cuerpo sufrió un espasmo. Porque acababa de reconocer aquel cadáver. Era… ¡era el de Eva, el de su propia madre! *** La voz lenta, ominosa, burlona de Vanee llegó hasta ella. —Ya he empezado a decirte que era una lástima — murmuró aquella voz—. Con tu madre hubiéramos podido llegar a un acuerdo muy interesante en el negocio y en otras cosas. Pudo haber sustituido a tu padre, que fue socio mío bastante tiempo. Pero desde el primer momento se puso tan difícil que hube de secuestrar a la pequeña para que me hiciera caso. De todos modos, mal que bien, las cosas marcharon hasta que llegó ese intruso, ese condenado de Key. Tu madre se ponía más difícil cada vez. Por eso he tenido que disolver la sociedad. Sonia tenía una bola en la garganta. Seguía de rodillas. No podía ni respirar. —A la pequeña no le ha ocurrido nada aún —dijo Vanee—, porque sigue interesándome tener un rehén para que tú me obedezcas. Pero ya ves que no me planteo problemas de conciencia a la hora de deshacerme de alguien. Y con este negocio… ¡es tan fácil! ¿A

quién tengo que dar cuenta, si manejo un cadáver de más? ¿A quién, si no a mí mismo? Lanzó una risita insolente, viscosa. Quiso poner su mano en el cuerpo de Sonia. Ella se estremeció de asco. Al verse rechazado así, Vanee, la miró burlonamente de nuevo. Pensó que ya caería. Luego miró de nuevo por la ventana. —¡Joe! Uno de los sicarios que estaban haciendo el repulsivo trabajo en la cara de la muerta miró hacia arriba. —¿Algo nuevo, jefe? —Sí. Trabájala a conciencia. Nadie tiene que reconocerla. La enterraremos en secreto y con nombre supuesto, pero por si acaso hay que tener preparada una historia. Habrá que decir que la encontramos muerta junto a un pantano. —Naturalmente, patrón. —Pide un ataúd del diez. El otro, abajo, lanzó una carcajada. —Le tenía muy bien tomadas las medidas, patrón. —No se las tomé del modo que hubiese querido, pero ahora poco importa. Tengo aquí una buena copia. Y miró a Sonia con ojos viciosos. Ella se estremeció. El horror la ahogaba. El horror era más fuerte que su propia vida. En este momento no le hubiera importado recibir un balazo en la frente. Vanee la sujetó por los cabellos. La arrastró hasta la ventana, a la fuerza. —¡Mira! —dijo—. ¡Despídete de ella! ¡Despídete de esa estúpida que no supo vivir! ¡No volverás a verla más! Un ataúd llegaba en aquel momento por la cinta transportadora. Uno de los dos sicarios ya lo habla pedido. El otro movía la rueda para que la cinta corriese. La fúnebre caja se detuvo delante de la mesa en que estaba la muerta.

Uno de los sicarios alzó la tapa con ese gesto de indiferencia que da una larga costumbre, cuando manejamos los mismos objetos todos los días. Y de pronto se detuvo. Lanzó un grito de horror. Porque el ataúd estaba ocupado. Porque en el interior estaba un tipo con un cuchillo de dos palmos, dispuesto a afeitar al que se acercara. ¡El propio Key!…

CAPÍTULO XVIII EL REPARTIDOR DE MUERTE Ahora los dos sicarios se volvieron hacia él. Fue todo lo que pudieron hacer. Por lo demás, estaban completamente paralizados por el asombro. Lo mismo le ocurría a Vanee. Y fue a descolgar el rifle que tenía colgado en su despacho, un rifle en cuya recámara siempre había una bala. Los dos sicarios reaccionaron. Hicieron el gesto de desenfundar sus armas. Por su parte, Key era el más tranquilo de todos. No parecía tener la menor prisa en adelantar los acontecimientos. Lo único que hizo fue incorporarse un poco, mientras susurraba: —Vuestro compañero, el que vigila los ataúdes, me ha dado recuerdos. Dice que ya os encontraréis dentro de un par de minutos aguardando turno en el infierno. Y de repente su mano derecha se transformó en una especie de látigo. De los dos hombres que tenía frente a él, uno ya estaba a punto de sacar el revólver. Fue ése el que se llevó el primer premio. El cuchillo que Key empuñaba salió disparado. El pistolero se estremeció al recibirlo en el pecho. Lanzó un alarido mientras resbalaba sobre una de las mesas. —Un poco más y te pones tú mismo en el sitio —gruñó Key. De todos modos no tenía motivos para sentirse optimista. Cualquiera que le hubiese oído, habría pensado que tenía la partida ganada. Y nada más lejos de la realidad. Tenía frente a él un hombre armado, mientras que Vanee le apuntaba desde la ventana con su rifle. Key apenas movió su revólver. Sentado en el ataúd como estaba, hizo fuego. El hombre que tenía enfrente se tambaleó. Una espantosa mancha roja se formó en su pecho. Key saltó entonces instantáneamente, saliendo fuera de aquella siniestra caja. Un segundo más tarde y no lo cuenta.

Vanee había disparado. El ataúd quedó atravesado de parte a parte por la bala. La tapicería interior empezó a quemarse. Key había dado una vuelta sobre sí mismo, entre las mesas. Estas eran de sólido mármol y por lo tanto ofrecían una magnífica protección contra las balas. Dos plomos más se estrellaron contra ellas sin hacerle el menor daño. Una puerta se abrió. Un tipo armado con un rifle entró por ella. Fue lo último que hizo. Atravesar la puerta, significó para él atravesar los umbrales del Más Allá. Key disparó entre las patas de una de las mesas. Su enemigo se estrelló contra una pared y murió sin enterarse ni de dónde había venido la bala. Vanee se dio cuenta de que estaba perdido. No todos sus hombres estaban al corriente de las verdaderas actividades del negocio, y por lo tanto no en todos podía confiar. La mayoría eran simples obreros que claveteaban ataúdes o transportaban muertos. Después de los esbirros que ya habían caído para siempre, sólo le quedaban un par de ellos en todo el edificio. Uno de ellos llegaba en ese momento. Tampoco se enteró de lo que pasaba. Vio, de repente, un bulto. Y una llama roja. El dolor le hizo lanzar un aullido, mientras se estrellaba contra una de las mesas. Los ojos de Vanee se volvieron febrilmente hacia la muchacha. Esta seguía de rodillas y lo miraba todo con ojos alucinados. Estaba demasiado asustada, demasiado débil para defenderse. Le clavó el cañón del rifle en la cabeza. —¡Ríndete, Key! —barbotó—. ¡Entrégate, perro, o la mataré! ¡Sé que has venido por ella! Nadie le contestó. El silencio más espeso se había hecho en la casa. Y sin embargo nada más natural allí que aquel silencio. Era el siniestro y sobrecogedor silencio de los muertos. Vanee sintió que unas gruesas gotas de sudor resbalaban por sus facciones.

—¡Key! ¡Entrégate o te juro que lo hago! ¡Destrozaré la cabeza de la chica! Nadie respondió. Vanee estuvo tentado de apretar el gatillo. Pero en ese caso se quedaba sin rehén y a merced de Key. Mientras Sonia viviera, él tenía al menos una posibilidad. Volvió a aullar: —¡Perro, entrégate!… Pero su voz ya no reflejaba la menor seguridad. Era más bien una voz suplicante. Al no contestarle nadie, perdió los nervios. Empujó con el cañón a Sonia. —Ponte en pie. Vamos hacia la puerta. Ella obedeció. Estaba completamente desmoralizada y no se atrevía a oponerse. Vanee quería huir con ella. ¡Quería salir de allí, escapar de aquel maldito lugar que para él se había convertido en una tumba!… Abrió la puerta de un puntapié. Y, de pronto, lanzó un grito de agonía, de miedo, un grito rastrero de cobarde.

CAPÍTULO XIX LO QUE SE DICE UN NEGOCIO HONRADO En aquel lugar los muertos eran trasladados a veces de un sitio a otro con ayuda de un garfio, como se hace con los troncos o, en un terreno menos respetuoso aún, con las reses ya sacrificadas. El garfio, bien colocado, se enroscaba en un tobillo y así el cadáver podía ser trasladado cómodamente de un lado a otro, sin que los operarios tuvieran que hacer grandes esfuerzos. Al fin y al cabo los cadáveres eran allí una mercancía, y todos los del negocio se habían acostumbrado de tal modo, que semejantes prácticas ya no les llamaban la atención. Los garfios eran largos, de sólido hierro, y manejados de según qué modo podían resultar terriblemente mortíferos. Pues bien, Key acababa de aparecer en la ventana con uno de ellos. Lo movió con fulgurante rapidez en el momento en que Vanee abría la puerta. No tuvo contemplaciones. Lo sujetó por el cuello. El alarido de Vanee se repitió mientras sentía que la punta de hierro se hundía en su carne. Soltó el rifle espasmódicamente mientras caía hacia atrás. Realmente Key había jugado fuerte. Se exponía a que el otro disparara sobre Sonia. Pero la precisión de su movimiento fue tal que no le dejó tiempo. Vence fue arrastrado. Chillaba como una rata acorralada. Sonia se llevó las manos a los ojos, mientras gemía: —Noooo… Key dio un último tirón. La punta del garfio se hincó aún más profundamente. Aquel tipo no merecía otra clase de muerte. Key soltó el garfio mientras veía que los ojos del asesino se iban volviendo de color vidrioso. Sonia estaba aterrorizada. Tuvo que sujetarla para que no cayese.

—Ya está, muchacha —susurró él—. No debes temer nada. Vance ha muerto de verdad ahora. Nada te va a pasar… Ella lloraba silenciosamente. Estaba al borde de sus fuerzas. Key comprendió que tenía que dejarla descansar y la sacó de allí. Al no ver el muerto se sentiría más tranquila. La hizo sentar en una de las butacas de cuero de la sala contigua. Esperó hasta que la muchacha se sintió mejor. No tenía prisa. Por fin, cuando ella fue capaz de hablar, balbució: —Ha sido horrible… —Lo sé, muchacha, y no creas que a mí me ha gustado el numerito. Pero era el único modo de introducirme aquí y de acabar con ese asesino. —¿Sabías que estaba vivo? —No podía saberlo, pero lo deduje atando cabos. El hecho de que tú no pudieras hablar indicaba que tenías al enemigo muy cerca. Por otra parte era extraño que tu madre, habiendo venido para casarse con Vanee según dijo, aún estuviera aquí después de muerto él. Ella se mostraba aterrorizada y comprendí que también obedecía a alguien que estaba muy cerca. Por otra parte una noche oí, o me pareció oír, el llanto de una muchachita. Pensé luego que quizá alguien tenía secuestrada, como rehén a una hermana tuya. De ese modo, bajo la amenaza de matarla, os obligaba a obedecerle en todo. Sonia entrelazó los dedos con angustia. Aún seguía llorando silenciosamente. —Lo has adivinado, Key —dijo al cabo de unos instantes—. Eso es exactamente lo que sucedió. —¿Se ha salvado tu hermana? —Sí. La única que ha muerto es… es… El le acarició suavemente la cabeza. —No hace falta que hables, Sonia. Ya lo he visto y por eso me he mostrado implacable con esa hiena de Vanee. —¿Cómo has podido entrar? Esto está… está muy vigilado. —Vi que llegaba una partida de madera para ataúdes y salté sobre el conductor antes de que entrara en la factoría. Lo dejé K.O. No creo que se recupere en todo el día. Me puse su cazadora y su

sombrero y conduje el carro hacia el interior. El primer tipo que me reconoció tuvo mala suerte, porque lo liquidé de un golpe en la nuca. El otro, el encargado de los ataúdes, también lo pasó mal: lo dejé sin pescuezo para apoderarme de su cuchillo. Luego, cuando oí que pedían un ataúd de cierta medida, lo coloqué en la cinta transportadora, me metí de un salto dentro… y el resto ya lo conoces. Ella se iba rehaciendo poco a poco. Key comprendió que podría explicarle cosas que aún ignoraba. Entre ellas la más importante de todas: —¿A qué se dedicaba realmente Vanee? —preguntó. —Este negocio era la mejor tapadera que se podía soñar para el tráfico de drogas —murmuró la muchacha. Key cerró un momento los ojos. No le sorprendía en absoluto. —Lo había imaginado —dijo—, pero no tenía pruebas. Realmente llevaban el asunto bien. —Los envíos importantes —musitó ella— podían viajar dentro de los ataúdes, y hasta podían quedar sepultados en lugares convenidos, con lápida y todo a nombre de un muerto cualquiera, para sacar la mercancía más tarde. Pero últimamente hasta eso se estaba volviendo peligroso. Había un federal que seguía la pista de cerca. Key musitó: —Sé muy bien quién es. Lo conozco. —Por eso Vanee dijo que debían inventar algún nuevo sistema. No sé cuál, pero estaba preocupado. Había hablado con sus hombres bastantes veces del asunto. —¿No averiguaste nada más? —No, nada. La verdad es que tampoco me preocupé mucho. El asunto me daba demasiado asco para andar escuchando detrás de las puertas. —Lo entiendo muy bien. Y, por lo que veo, éste era un negocio honrado donde los haya. —El tráfico de drogas hacia los Estados del Norte no hubiera sido posible sin la intervención de Vanee. El se encargaba de la distribución y el transporte. Como te digo, no podía soñar mejor negocio que éste.

—Lo comprendo muy bien. ¿Cómo te sientes, Sonia? —Un… un poco mejor. —¿Puedes hacerme un favor? —Por supuesto que sí. Después de lo que has hecho tú… ¿qué voy a negarte? —Estaría muerto si no llegas a ayudarme en la estación, Sonia, de modo que esto ha salido bien gracias a ti. Ahora quiero que declares ante el sheriff. Tú eres el mejor testigo que tengo. —Por supuesto, Key. Cuando quieras. Se puso en pie. Todavía parecía como si fueran a fallarle las fuerzas, pero consiguió rehacerse. —Antes iremos a la estación —musitó el joven—. Quiero encargarme de que aquellos dos ataúdes vayan bien acondicionados. —Es cierto. Casi los había olvidado. —Yo no. Key tomó a la muchacha del brazo. La hizo salir de allí, la sacó de aquel mundo de pesadilla. Pero no fueron directamente a la oficina del sheriff en Dallas, sino a los nuevos apartaderos ferroviarios. Key tenía la mirada perdida. Era imposible saber lo que pensaba en aquellos momentos.

CAPÍTULO XX UN MILLÓN DE DÓLARES Los dos ataúdes estaban en el carromato, como antes, con la única diferencia de que los habían cubierto con una lona. Un par de tipos merodeaban por allí. Parecían los encargados de hacer el transporte hasta el vagón del ferrocarril. Key susurró a la muchacha, sin mirarla: —Quédate, Sonia. —¿Por qué? —Quédate… Había algo muy extraño en su voz. Sonia se dio cuenta de que un sombrío pensamiento pasaba por la mente del hombre. No se atrevió a discutir. Se despegó de él y se quedó quieta junto a una pila de maderas que había en una vía muerta. Aquel lugar de la estación estaba solitario. En los almacenamientos no se veía a nadie, excepto los dos hombres que estaban junto al carromato. Key avanzó. Se oía solamente, en el silencio, el suave tac, tac de sus botas. Los dos hombres se habían separado un poco. Le miraban fijamente. Sus gestos no eran normales, no eran despreocupados. Al contrario, diríase que veían en Key a un enemigo. Este se detuvo a unos ocho pasos. El silencio los envolvía. Era un silencio pegajoso, espeso. Masculló: —Parece que me esperabais, compañeros. ¿No? Los otros no contestaron. Tenían las manos a la altura de las culatas. Sus ojos acerados miraban fijamente a Key. Era ni más ni menos que un desafío. ¿Pero un desafío por qué? Key sentía un sabor amargo en la boca. La sensación de muerte hacía que su respiración fuera entrecortada. De pronto gritó: —¡Sacar!

Los dos se movieron. Eran hombres rápidos, pero no tanto como Key. No eran pistoleros de primera. Key contaba con ello y por eso no les apuntó. Aquella partida de póquer cuya apuesta era su propia piel se la jugó a la carta desconocida, a la única carta que no podía ver. Todo su cuerpo giró vertiginosamente. No apuntó a los dos hombres. ¡Apuntó hacia la derecha! ¡Hacia la pila de tablas que ocultaba la estación! El hombre que había aparecido allí, con una escopeta de cañones aserrados, no tuvo tiempo de disparar. Su boca se abrió. Sus ojos se desencajaron a causa del asombro. Su sombrero había volado. Un botón rojo había aparecido en su frente. El disparo de Key había sido fulminante, un auténtico disparo de maestro. Pero aún tenía a dos hombres ante él y los dos le estaban apuntando. Saltó como un gato, entre las tablas, mientras hacía fuego. No pudo hacer blanco. Su movimiento había sido demasiado violento para eso. Pero tampoco pudieron hacer blanco los dos pistoleros. Las balas mordieron las tablas mientras ambos saltaban uno a la derecha y otro a la izquierda, Key derribó parte de las maderas. Apareció de repente en un punto completamente distinto a aquel en que le esperaban. Los dos hombres, que habían tirado al azar, lanzaron un grito al unísono. Intentaron cubrirse. Demasiado tarde, para el revólver implacable de Key. Además estaban en un sitio despejado, en un sitio donde se les viese. Cosa natural, puesto que habían servido de cebo, como imaginó Key nada más verlos con las manos cerca de las culatas. Hizo tres disparos. Dos de las balas se hundieron en la cabeza del enemigo de la izquierda. La última atravesó el corazón del de la derecha. Y se hizo otra vez el silencio, aquel silencio agorero que tanto conocía Key.

Guardó el «Colt» La muchacha le miraba con ojos desencajados. —¿Quién es el hombre al que has matado primero? —bisbiseó—. ¿Cómo sabías que estaba ahí? —Lo he imaginado al ver a esos dos tan quietecitos. Quería que me llamaran la atención, mientras él me liquidaba por la espalda. —¿Pero quién es? —El principal socio de Vanee. Por decirlo así, su jefe. Ella vaciló. —Jamás oí decir que… —musitó. —Porque no escuchabas lo suficiente detrás de las puertas muñeca — susurró Key— y a veces hasta una chica tan bonita como tú debe hacerlo. Sonriendo por primera vez en mucho tiempo, sonriendo por primera vez desde que vio a las dos muertas en la penitenciaría de Abilene, tomó a Sonia por un brazo y la atrajo hacia sí, tiernamente.

EPÍLOGO —El juez Norman —explicó más tarde Key ante el sheriff—, el juez Norman de Abilene, al que he tenido que liquidar en la estación cuando iba a matarme por la espalda, fue el que se encargó de hacer condenar a muerte a dos chicas inocentes que fueron a parar a la horca. ¿Motivos? Ninguno excepto éste, para él muy importante: Necesitaba dos cadáveres legales, dos cuerpos que pudieran viajar en ataúdes de la penitenciaría y con documentación oficial. De ese modo no los registraría nadie. Fue un crimen abyecto, repulsivo, pero necesitaba encontrar algún método, de acuerdo con Vanee, para desorientar a los federales que estaban ya casi sobre las auténticas pistas. Y el método que ideó no tenía peligro ninguno. En realidad les hubiera salido a pedir de boca si no llego a empeñarme yo en acompañar a los dos cadáveres. Fui un entrometido con el que no contaban, y por eso trataron de matarme desde el primer momento. El sheriff vaciló. Preguntó con voz insegura: —¿Pero es que hay drogas en los ataúdes? —En los ataúdes, no. —¿Pues dónde? —Para algo embalsamaron a las muchachas —bisbiseó tristemente Key—. Fue un trabajo fino y al mismo tiempo miserable, por el cual el responsable también será detenido. Ya he telegrafiado a Abilene para eso. Las drogas, el envío más importante que se ha hecho jamás a través de la frontera, están dentro de los dos cuerpos, en saquitos protectores muy bien preparados. Nadie las hubiera podido encontrar jamás, sheriff. Ni yo mismo. ¡Y pensar que si no llegan a querer matarme, yo tal vez no me hubiera dado ni cuenta! Atrajo de nuevo a Sonia hacia sí, mientras musitaba: —Todo esto es muy cruel, sheriff, y hay momentos en que me parece una pesadilla. Pero de todos modos hay algo, curiosamente, que habrá gustado a las dos pobres chicas que están en los ataúdes. Quizá, desde el Más Allá, se estén riendo en este momento. El sheriff bizqueó.

Preguntó con voz insegura: —No entiendo muy bien de qué me habla, Key. ¿Qué es lo que les puede hacer tanta gracia a esas dos chicas de las que habla? Key musitó: —Casi nada, sheriff. Que sus cuerpos valgan un millón de dólares… FIN