El Barquero

EL BARQUERO Editado por encargo de la Cantera de la Juventud del Lectorium Rosicrucianum C/ Río de la Plata 9, 41013

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EL

BARQUERO

Editado por encargo de la Cantera de la Juventud del Lectorium Rosicrucianum C/ Río de la Plata 9, 41013 Sevilla ESPAÑA

Sede Internacional: LECTORIUM ROSICRUCIANUM Bakenessergracht 11-15 Haarlem (Holanda)

ISBN: 84-398-5895-7 Depósito legal: B 4096-1986

Copyright

del original, 1977 by Rozekruis Pers, Haarlem (Holanda)

Copyright

de la presente edición española, 1985 by Ediciones del Lectorium Rosicrucianum S.A. Vía Lusitana 62, 28025 Madrid

Imprimido en el taller de Ediciones del Lectorium Rosicrucianum S.A. C/ del Oro 23, 08012 Barcelona

Todos los derechos reservados, incluidos los de traduc­ ción a otras lenguas. Ninguna parte de este libro podrá ser reproducida sin autorización escrita del Editor.

Conferencia de la Juventud realizada en Noverosa en el año 1963

¡Quien comienza a leer esta historia, descubrirá muy pronto que se trata de un cuento! ¡ ' E l Barquero' también es un cuento! Pero un cuento en el que es buscado el Camino hacia la Verdad. Un cuento que creció durante la semana A en Noverosa en el verano del año 1963.

C ap ítu lo 1

Hace mucho tiempo, hubo un Rey que v i v í a en un magnífico Palacio situado en la cumbre de una alta montaña. (Este Palacio irradiaba una luz poderosa! Sus pequeñas y grandes torres emitían resplandores de oro tan intensos que era como si el sol se reflejara miles de veces en las ventanas. En realidad no había sol. Pues la verdad es que los rayos salían del propio Palacio, iluminando todo el Reino. El Rey que allí vi v ía no era un Rey cualquiera. Se le llamaba el Rey del Fuego del Amor, pues quería con gran amor a todos los habitantes del Reino; sí, a todos, a pequeños y grandes, pobres y ricos, buenos y malos. Este sabio Rey conocía el corazón de los hombres. Sabía que los hombres olvidan pronto las cosas, incluso lo que es más bello y más maravillo­ so. El Rey hizo preparar justo en medio del Pala­ cio una gran sala redonda, y en su centro fue encendido un fuego para que ardiese eternamente, un fuego magnífico: el Fuego del Amor. La luz de oro de este Fuego era la que daba al Palacio esos resplandecientes rayos que todos podían ver. "Así -pensaba el Rey-, cuando estén tristes y cansados y caigan en el mal, la luz de mi Palacio les dirá que mi amor, eternamente fiel, les espera. " El Rey tuvo además otra idea: un plan maravilloso. Que quiso dar a conocer a sus doce servidores más inteligentes. Aquí es donde empieza nuestra historia. Así pues, les invitó especialmente para ha­ blarles de ese plan. Al alba abrió el Rey mismo la puerta del Palacio a los doce que habían escalado hasta la cumbre de la montaña. 7

Los doce sirvientes, al entrar en el umbral se sintieron súbitamente alegres y felices. En el inte­ rior todo resplandecía con una maravillosa luz; resonaba una música agradable, suave y clara. Después de haber pasado por la puerta, atravesa­ ron lentamente, muy atentos, una sala grande y bella, y llegaron a una fuente de la que brotaban hacia lo alto tres hilos de agua. En el estanque, las gotitas repicaban al caer un compás melodioso. Alrededor de la fuente crecían y esparcían sus perfumes las más bellas flores. En altos nidos, los pájaros emitían alegres trinos. Se sabían protegidos, ningún peligro les amenazaba y cantaban su agradecimiento. Cuando todos los servidores estuvieron a llí, una campana sonó; los muros de la inmensa sala hicieron resonar el eco. Las miradas se dirigieron hacia una puerta doble, cuyas pesadas hojas se habrían en aquel momento. Los servidores las fran­ quearon en respetuoso silencio. Así pasaron por grandes corredores y magníficos salones. Las pare­ des de cristal dejaban filtrar los rayos de oro del Fuego del Amor: ¡Todo era resplandeciente luz! Una gran serenidad reinaba por doquier y sólo se oían los ligeros pasos de los servidores. Por fin desembocaron en el último corredor que se iba ensanchando hasta dar en la sala redonda de elevado techo que estaba justo en medio del Pala­ cio. La cúpula estaba a tal altura, que para verla, los servidores tuvieron que inclinar hacia atrás la cabeza. Descansaba sobre sólidas colum­ nas de oro. Pasaron entre ellas con respeto, y después se dirigieron hacia donde estaba el Rey, allí donde brillaba el Fuego del Amor. ¡Nadie había visto antes el Fuego tan de cerca! Cada uno de ellos sentía en su corazón que se hallaba en un Templo. 8

El Rey les envolvió con su mirada llena de Amor. Estaba muy cerca del Fuego. Les invitó a colocarse a su alrededor. Después... un silencio completo llenó la gran sala. El Rey, con gran calma, los miró a uno tras otro y les dirigió estas palabras: — Fieles servidores, ha llegado para vosotros el tiempo de trabajar conmigo. Sabéis que si este Palacio fue construido y este fuego encendido fue con el propósito de realizar un gran plan. Ese plan está al servicio de todos los hombres que viven en mi reino. Hoy os he reunido en esta sala para empezar a llevarlo a cabo. Aquí, como sa­ béis, arde el Fuego del Amor. Yo quiero daros de este Fuego porque sé que vuestros corazones son puros y vuestra voluntad fuerte. Por dondequiera que vayáis llevadlo bien alto para que todos lo pueda n ver. el Rey se quedó en silencio. Dicho esto, Salió del círculo de los servidores, tomó una de las doce antorchas colocadas al lado del Fuego, la encendió con el mayor cuidado y la entregó al primer servidor, que con gratitud la tomó. Después el Rey hizo lo mismo con las otras once. Con las antorchas alzadas muy en alto, esparcían sobre todos el resplandor de oro del Fuego del Amor; todos guardaban silencio. Y de pronto, como si se hubiesen puesto de acuerdo, surgió de sus corazo­ nes un dichoso himno de agradecimiento. El Rey escuchaba con gran recogimiento. Después añadió: — En el instante en que se encendió el Fuego del Amor en nuestra sala redonda, el corazón de todos los hombres de mi reino recibió una chispa de ese Fuego, y a l l í estableció su morada. ¡Pero ellos todavía no lo saben! ¡En vosotros, mis fieles servidores, recae la misión de hacerles comprender que mi Fuego arde para todos!

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Enseñadles a hacer de esa chispa una ardiente llama de amor. Por lejos que vayáis y mientras la empleéis al servicio del Plan, vuestra llama perma­ necerá encendida. ¡Pero cuidado! Si la utilizáis para otro fin, se apagará. Entonces despedirá humo en vez de luz, cubrirá todo de hollín y vuestra estancia en mi reino no durará ya mucho tiempo. Ahora id, recorred todo el país para estable­ cer en él mi Reino. Los servidores salieron de la sala del Fuego del Amor en silencio, muy felices y contentos de su misión. Guardaban en su corazón la misión del Rey como un incalculable tesoro. Lentamente descendieron la montaña. Cuando llegaron abajo, cada uno tomó una dirección dife­ rente con el fin de cumplir el trabajo que el Rey les había encomendado, hasta en los más lejanos lugares del Reino. *

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C a p ítu lo 2

Uno de aquellos doce servidores se sentía particu­ larmente feliz por la misión recibida. Estaba segu­ ro de sí mismo y recorría el país con paso decidido, esforzándose por proteger su antorcha del más mínimo soplo de viento o de un gesto torpe de las gentes que encontraba. Seguramente que vosotros habéis recibido ya regalos de esos que producen gran alegría y gustan mucho. ¿Qué ocurre entonces? El regalo es tan bonito que jugáis con él todo el día y tampoco cuando vais a la cama queréis separaros de él. i No hay nada mejor que vuestro regalo! Y cuando un amiguito o una amiguita os lo toma de las manos, o lo toca, diciendo con tono ligeramente desdeñoso: "¿Qué es eso?"; ¿no se lo quitáis enfa­ dados replicando: "¡Es mío, no lo toques!"? Sin duda que esto os ha ocurrido ya, ¿no es así? ¡Pues esto fue lo que le ocurrió también al servidor que tenía tanta admiración por su antor­ cha! No cesaba de contemplarla. Observaba que las gentes lo miraban, y cuando le preguntaban acerca de la extraña luz que centelleaba, expli­ caba que era la más bella llama y la más bella luz del mundo. Añadía que la había recibido de manos del mismísimo Rey y que tenía que v i g i l a r l a con el mayor de los cuidados, i Era su antorcha! Sólo tenía estas palabras en la boca; pero se olvidaba totalmente de hablar de la chispa que cada uno lleva en su corazón y de su verdadera misión. El verdadero significado del plan real se hundía lentamente en las sombras y así, cegado por su orgullo, iba creciendo el deseo de guardar para él solo la maravillosa antorcha. 11

Lentamente perdió el recuerdo de la misión del Rey. Incluso acabó creyendo que el Rey le había dicho: "Vigila tu antorcha y protégela, pues no es una antorcha cualquiera. Y presta atención a esto: hay que reunir a muchas personas que deberán obedecerte ciegamente y deberán proteger tu llama". Y así fue como poco a poco reunió a su alrededor a hombres que sólo deseaban y pedían contemplar su antorcha; ésa era su única felicidad. Un día, llegó con sus seguidores a un país lejano, en medio de rocosas montañas. "Este es el sitio que busco" —se dijo. Pues en esas montañas había profundas grutas en las que su antorcha podría estar en seguridad y en un buen encondrijo nadie podría destruirla. Vio una gruta que le pareció la más adecuada. Impacientemente, esperó el momento propicio para desaparecer sin que na­ die lo supiese. Después de pasar por la enorme boca, la gruta se volvió rápidamente estrecha y oscura. Pero él pensó que su antorcha esparcería suficiente claridad; pero en realidad vacilaba y él caminaba como un fantasma; su antorcha no tenía ya pareci­ do alguno con la luz que había recibido del Rey. De pronto vio brilla r dos ojos en la oscuri­ dad que se acercaban hacia él. Le pareció como si súbitamente un espantoso rugido llenara el sub­ terráneo. Su temor fue tal que la antorcha cayó y una voz, que resonaba por todas partes a la vez, dijo: — ¡Oh, servidor del Fuego, hace tanto tiempo que espero este instante, tanto tiempo que espero el Fuego que me traes! ¡Tengo tan grandes ansias de él que lo voy a devorar! i No tengas miedo de mí pues te estoy muy agradecido! ¡Yo te recompen­ saré! ¡Tendrás todo el fuego que desees!

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Y ante los estupefactos ojos del servidor surgió de las tinieblas un enorme dragón que devoró la antorcha y la luz, y después de que hubo tragado el último pedazo, su boca arrojó fuego, convirtién­ dose así en un dragón poderoso que escupía de su boca un fuego maligno. Un fuego terrible se preci­ pitó estruendosamente por el estrecho pasillo y por el subterráneo que había a continuación. El servi­ dor pensó que su antorcha se había vuelto milagro­ sa, tan grande y tan poderosa como la del Rey. Y ya se vio a sí mismo como un Rey, en medio de sus súbditos que adorarían su sabiduría y su poder. El servidor había olvidado su Misión, la había olvidado por completo. No comprendía que allí donde él veía un milagro, se había desencade­ nado en realidad una incalculable catástrofe. ¿Qué había hecho el dragón? Se había tragado la antorcha de Fuego puro del Templo y había vomitado en su lugar un fuego de humo y hollín, cumpliéndose lo que les había advertido el Rey. Grandes y negras espirales de humo se arre­ molinaban en la gruta. Pronto las paredes del estrecho corredor estuvieron recubiertas por una capa de hollín, llenando al poco todo el subterrá­ neo. El fuego se había vuelto impuro. Ya no podría ayudar a nadie más a hacer de la chispa del corazón una llama luminosa y radiante. El dragón seguía escupiendo fuego. Se puede decir que le gustaba cada vez más hacerlo. Sus largos dientes y sus mandíbulas se habían transfor­ mado en bloques de hollín. Y he aquí que de pronto saliendo de su humeante garganta, aparecie­ ron unos hombrecillos muy pequeños, negros como el carbón. Estos hombrecillos eran de hollín. Sus oscuros ojos brillaban mientras agitaban minúscu­ las antorchas humeantes. 13

Con sus agudas vocecillas gritaban al sor­ prendido servidor: — ¡Somos vuestros servidores, majestad! ¡Vuestros servidores! ¡Dadnos vuestras órdenes que las cumpliremos! Bailaban y se inclinaban ante el servidor tan asombrado de ser coronado "rey". Todosjuntos salieron de la gruta dejando atrás rastros de humo y empujándose unos a otros; rodaron por el estrecho sendero de la montaña hacia el lugar donde vivían los seguidores del servidor. Estos hombrecillos del dragón tenían la facul­ tad de volverse invisibles y por ello sólo se veían los rastros del humo. Cuchicheaban toda clase de villanías en los oídos de los habitantes. Les incitaban a la envidia, a la mentira, a criticarse unos a otros, y aún a muchas maldades más. Por esta razón, en vez de aprender algo, por poco que fuese, sobre la chispa que hay en el corazón, estas pobres gentes sólo pudieron hacer malas acciones. Así el mal entró en ellos y viv ió entre ellos.

U

¿Y el servidor? ¿Qué ocurrió con él? Los hombrecillos del dragón le habían hecho reverencias, le habían llamado "majestad". Y termi­ nó por pensar que también él podía ser un verda­ dero rey. Saliendo de su admiración bajó al valle, reunió a su gente alrededor suyo y proclamó con fuerte voz que a partir de aquel momento él sería su rey y ellos su pueblo. — iHurra! ¡Viva el rey! —gritaban todos ellos. Los hombrecillos del dragón bailaban por en medio de ellos y les susurraban en los oídos pensamientos malignos. Fue de esta manera cómo un nuevo rey del fuego se estableció en el valle, entre las montañas. ¡Pero ay! No era un Rey del Fuego del Amor que debía dar a sus súbditos alegría y felicidad, sino un rey ocupado en sus intereses personales, incapaz de ayudar verdadera­ mente a sus semejantes. No obstante, algunas veces, un vago recuerdo del verdadero Rey turbaba su corazón, pero ense­ guida lo rechazaba. Pensaba: "Ahora que estoy tan lejos del Palacio luminoso, mi Rey me habrá olvidado totalmente. Yo ya no existo para él". ¡Qué error! Pues el Rey estaba perfectamente al corriente de todo lo que pasaba en su Reino, incluso en los confines de las montañas. Y no ignoraba nada de la antorcha, del dragón, de los hombrecillos del dragón y del servidor que habién­ dose dejado proclamar rey, había aceptado los honores de todos. Su gran corazón rebosaba de piedad por estas pobres gentes engañadas mi­ seramente. ¿No podía hacer nada el Rey? ¿No podía El hacer volver a entrar al dragón y a los hombreci­ llos en la gruta y hacer regresar a su servidor al buen camino? Quizás... pero entonces hubiera teni­ do que luchar. 15

Los hombrecillos por su parte, se esforzaban por envolver el corazón de los hombres con una costra de hollín. Afortunadamente, la chispa del Rey que había en el corazón, jamás podía ser alcanzada por el hollín y el humo, pues ella estaba bien protegida y era inviolable. El Rey del Fuego del Amor no quería entrar en lucha con los poderes malvados y oscuros, para no turbar la apacible serenidad del Fuego del Amor, pues si no el Reino, en su totalidad, corría el riesgo de sufrir las consecuencias. ¿Comprendéis esto? ¿Comprendéis que el Rey no lucha? El no levanta la espada contra el dragón. No. El sólo v ig ila sobre aquello que ha sembrado en el corazón de los hombres: v ig ila sobre todas las chispas del Fuego puro. En su Palacio, en la sala redonda del Tem­ plo, arde el Fuego del Amor. Este Fuego alumbra todo el Reino, incluso aquellos sitios de las altas montañas que se podrían creer olvidados, al lí donde las miradas de los habitantes están tan oscurecidas, que ya no ven la luz. Sin embargo, ella brilla también para ellos.

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C ap ítu lo 3

Los habitantes de aquella región de las montañas abandonadas tenían ahora un rey. Como este rey había proclamado que a partir de entonces aquella comarca era su reino, decidie­ ron construir casas, hacer carreteras y trabajar la tierra para cultivar legumbres y árboles fruta­ les. En resumen: querían convertir esta tierra abandonada en un país habitable y fecundo. Todos se pusieron a trabajar, incluso los niños aportaron su ayuda, pues en aquel entonces todavía no había escuelas; pero aprendían cómo se construye una ciudad y cómo los hombres se procuran alimen­ tos . Las fronteras del país eran por un lado un barranco estrecho —este barranco bordeaba las mon­ tañas en las que el rey había escondido su antorcha—, y por otro lado un ancho río, tan ancho que nose podía distinguir la otra orilla. Entre el barranco y el río se alzaban altas cadenas de montañas salvajes. Al cabo de algún tiempo, en las mesetas de las montañas se levantaron muchos pueblecitos, y después una gran ciudad con calles, plazas y jardines. Mirándolo bien, el conjunto habría tenido un atrayente aspecto si no estuviese todo sumergido en una atmósfera muy triste; el hollín lo recubría todo: casas, calles, árboles y animales, incluso envolvía a los adultos y a los niños. Por mucho que las mamás cuidaban de que sus niños se lavasen a menudo y se pusieran ropas limpias, nunca conseguían estar limpios. Los niños tenían ya un color de cara pálido y grisáceo. Para ellos todo esto era normal; la mayoría habían sido muy pequeños cuando llegaron allí, o bien acababan de nacer. 17

Pero los mayores se acordaban de la época en que sus vestidos permanecían limpios todo el día y no comprendían por qué ya no era así. No veían a los negros hombrecillos del dragón circular por todas partes, con la antorcha en la mano. Ni sospechaban tampoco la existencia del dragón que escupía fuego, ni del fuego que éste mantenía en el interior de la gruta, ahumándolo y ennegrecién­ dolo todo. Habían olvidado el maravilloso país que aquel lugar había sido. Algunas veces se hablaba de los tiempos de antaño: "¡Antaño, sí antaño, todo era diferente!" ¡Pero, esto era todo! Imposible acordarse de nada más. También este tipo de discusión acababa generalmente en disputas y en desacuerdos. Los hombrecillos del dragón cuidaban de que nadie se acordase del bello País de antaño, de su Rey y de su Amor. Procuraban que los habitantes se enfurecieran unos contra otros. Les incitaban a malas acciones. ¡Lo cual era fácil hasta en los niños! Cuando un niño se divertía con un juguete nuevo y un amiguito o una amiguita se lo pedía prestado, uno de estos hombrecillos le murmuraba al oído: — I No se lo des! i No se lo des! Sigue jugando que te estás divirtiendo mucho. Y el niño contestaba con maldad a su amigui­ to o amiguita, quien también se enfadaba. Los hombrecillos del dragón se divertían, habían ahogado la voz de la dulzura y de la ternura en el corazón de los niños. Y, triunfantes,

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regresaban a donde estaba el dragón para alimen­ tar su antorcha con el fuego negro. Más tarde, sólo mucho más tarde, cambió algo en este país de humo y hollín. Una hermosa mañana, una niña que se llama­ ba K y r ia , recibió de su madre un vestido muy limpio. Suspirando le dijo: — ¡Kyria, ten mucho cuidado de no ensuciar­ te el vestido! Esto era difícil, lo sabía, sin embargo la mamá de Kyria quería tratar de enseñárselo a su hija. — ¡Sí, mamá —dijo Kyria— pero aunque salga tan limpia, todo se ensucia tan pronto! — ¡Ya lo sé, hija mía —dijo la madre— intén­ talo por lo menos! Lleva contigo este ramillete que he cogido para la maestra, para que lo coloque en la clase. — Hasta luego —dijo Kyria, y después de haber abrazado a su madre, se puso en camino. Por el camino se encontró con dos muchachi­ tos que salían de su casa, los hermanos Tomás y Carlos. Los tres siguieron camino del colegio; y al llegar a la esquina de la calle se volvieron para decir un último adiós a las dos mamás. Y he aquí que Kyria, al darse la vuelta, chocó con la farola y se hizo una mancha negra en el vestido. — ¡Oh, qué desgracia! ¡Aquí está todo tan sucio! ¡Tan repugnante! La niña llegó al colegio muy desilusionada y entregó el ramillete a la maestra: — Por favor señorita, para usted, es de nuestro jardín —dijo. — Gracias Kyria, voy a poner las flores en agua ahora mismo. Pero... antes de sentarte debe­ rías lavarte las manos. Kyrian miró sus manos... las tenía negras de suciedad. 19

— [Ah —dijo en voz baja—, hasta las flores están sucias! ¡Qué harta estaba de tanto hollín grasiento y pegajoso! ¿De dónde vendrá? ¿Por qué nadie trata de evitarlo? Las clases terminaron, y Kyria, Tomás y Carlos fueron hacia el río; tenían permiso de sus mamás. Llevaban las meriendas para poder estar más tiempo en la orilla del agua. ¡Qué bien se estaba allí! ¡Sobre todo en el sitio en que el agua estaba tan quieta que se podían ver en el fondo unas preciosas piedras blancas! Encontraron un buen sitio y se quitaron los zapatos y los calcetines y con los pies desnudos chapotearon en el agua fresca. Hundieron sus manos en ella y tomaron entre sus dedos las piedrecitas. Después empezaron a merendar. 21

Lejos, lejos en el horizonte vislumbraban la otra orilla y se preguntaron cómo sería aquello. ¿Esta­ ría tan descuidado, lleno de suciedad como aquí? ¿También estarían las gentes tan sucias? Cuando terminaron la merienda se metieron un poco más adentro en el río, para coger algunas piedras blancas. Pues todo lo que era blanco era para ellos extraordinario. A cada uno de ellos le hubiese gustado llevarse una o dos a casa. ¡Pero, qué desgracia! Las piedras al salir del agua perdían su blancura; se hubiese dicho que una ligera capa de hollín las recubría enseguida. Su blancura resplandeciente desaparecía, perdían el brillo y se volvían parduzcas como las demás. El hollín de los hombrecillos del dragón flotaba por todos los alrededores y recubría instan­ táneamente lo que aún estaba limpio. — Mirad —dijo Kyria— dentro del agua las piedras son bonitas, pero tan pronto las tenemos entre las manos se ponen negras y sucias. ¿Por qué ocurrirá esto? Los otros examinaron sus piedras y desilusio­ nados las tiraron al agua. En el sitio que cayeron subió a la superficie una fina capa de grasa. — ¡Hay hollín por todas partes, cubre hasta el cesped y los árboles! —exclamó Tomás. — Las aceras y las casas también —volvieron a decir los muchachos. Los niños se miraron y Carlos dijo a su hermano: — Tomás tus cabellos están llenos de hollín, las trenzas de Kyria también. ¡Mirad, mirad! Los sacudió suavemente y cayó una pequeña nube de hollín. — Parece que nunca hubo tanta suciedad como hoy —reflexionó Kyria—, también podría ser que no nos hemos fijado antes tanto en ello.

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De repente se les fueron las ganas de permanecer en la orilla del agua. — íVolvamos! —dijo Kyria. — Sí, sigamos el cauce del río, quizás vea­ mos llegar al barquero —exclamaron los niños, que les gustaba mucho ver la llegada del barquero. — (Adelante! Esperaron un poco en el poste de amarre, pues la barca estaba justo en medio del río. Mientras tanto, Tomás tomó a Kyria por el brazo y le susurró: — Kyria es extraordinario. Mira la casita del barquero. Es mucho más blanca y mucho más bonita que todas las otras casas, i Y su jardín! ¡Qué bellos colores tienen sus flores! ¡Mira la g r a v i l la del sendero! Sus piedras son blancas como las del río. ¿Lo entiendes tú? — Tienes razón, Tomás. No, no lo entiendo. ¡Oh qué casa tan bonita... con sus blancas pare­ des, sus tejas rojas, sus ventanas blancas! ¡Qué bellos geranios, qué color tan vivo tienen! Dudaron un instante, pero después, tomándose del brazo se decidieron. — ¿Sabéis lo que deberíamos hacer? Debería­ mos preguntarle al barquero por qué es tan bonita su casa, por qué tiene un blanco tan bello, mientras que todas las demás están negras y sucias. Dejémosle que pare y amarre la barca y se lo preguntaremos. — Buena idea —dijo Kyria entusiasmada— él nos lo dirá y quizás nosotros también podamos tener una casa blanca. Todos siguieron atentamente a la barca con la mirada. El barquero sujetaba el timón. Todos los días, desde hacía años, él pasaba a los pasajeros a la otra parte del río. Siempre era amable, alegre, servicial y hábil. La barca se colocó al lado del pontón, los pasajeros desem­ barcaron. 23

Después de echar una última mirada a las cuerdas para ver si estaban bien amarradadas, el barque­ ro puso el pie en la orilla. Desde lejos había visto al grupo de niños y se dirigió hacia ellos. — ¡Buenos días pequeños! —dijo amablemente. ¿Buscáis algo? ¿Esperáis a alguien? Al ser interrogados tan directamente, los ni­ ños se llenaron de timidez. Pero el barquero les miraba tan amablemente que de pronto tuvieron la impresión de estar ante un viejo amigo. Kyria dijo adelantándose: — Barquero, hoy nos hemos dado cuenta de que todas las cosas están tan sucias de este hollín que las recubre; todo lo que tocamos se mancha de hollín, y cuando sacamos del río pie­ dras blancas, enseguida se ensucian. Y además... barquero... su casa no está ni sucia ni gris. Nos parece muy bonita. ¡Es tan b la n c a . .. ! Sus flores están frescas y las piedrecillas del sendero son blancas... Nosotros quisiéramos preguntarle cómo es posible todo esto, quizás usted tuviera la bondad de enseñarnos a estar siempre limpios y a mantener blanco lo que es blanco. El barquero escuchaba atentamente a Kyria, mientras observaba a los demás niños. Su petición era seria, sin lugar a dudas. — Venid conmigo —les dijo— vamos a sentarnos en el banco del jardín. Recorrieron el bonito camino de piedras y rodeando al barquero se sentaron alrededor del banco verde. Escucharon entonces una historia que lo explicaba todo. Era la historia del Rey del Fuego del Amor y de sus doce servidores que habían recibido una antorcha llameante para ayudarles a cumplir una misión.

Habló del servidor que amaba tanto a su antorcha que olvidó su misión y la escondió en las monta­ ñas. Habló del dragón que devoró la antorcha y que después escupió humo y hol lín ... y por fin de los hombrecillos que salían de su garganta y cubrían toda la comarca de hollín. Les explicó que su rey no era un verdadero Rey, que no se -ocupaba de su pueblo sino que v iv ía siempre cerca del dragón. Después de haber contado todo esto, se calló, y el silencio reinó en el jardín. Tomás alzó la mirada hacia el barquero y dijo: — ¡Aún no sabemos por qué su casa no está cubierta de hollín ni tampoco lo que hay que hacer para permanecer limpios. — Cierto —contestó el barquero— pues no os puedo contar todo de una vez. Pero aún tenéis que saber esto: los hombrecillos del dragón son invisi­ bles e incitan sin cesar a pequeños y grandes a malas acciones y a propósitos ruines. Pueden ser muy malos si no se les obedece, pero si uno escapa a su ley, pierden sus fuerzas y sus poderes. La limpieza o la suciedad de las cosas depende de que sus poderes sean grandes o peque­ ños. — ¡Oh —dijo Kyria, levantándose de un salto— ahora lo entiendo! Hay que eliminar a los hombreci­ llos del dragón. Hay que hacer que se vayan. Y nosotros debemos ser amables y serviciales con todos los demás. Esos personajillos perderán sus fuerzas y quizás se debiliten hasta el punto de desaparecer. ¿No es así barquero? La sonrisa del barquero respondía: — ¡Sí, así es! ¡Bravo niños! Y para empe­ zar, una buena manera de hacerlo es ésta: ¡Inten­ tándolo ! Los niños saltaron del banco, totalmente deci­ didos a empezar inmediatamente. 25

— ¡Barquero, nosotros eliminaremos a esos hombrecillos! ¡Cuente con nosotros! Y muchas gra­ cias por la historia que nos ha revelado. — De acuerdo, de acuerdo —dijo riendo el barquero. Les abrió la cancela del jardín y miró como se alejaban. Volvieron a sus casas llenos de fuerza y valor.

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C a p ítu lo 4

Por lo menos ahora sabían los niños por qué todo estaba tan negro y tan sucio. Durante el camino de regreso se pusieron de acuerdo para guardar en secreto su encuentro con el barquero; ahora ante todo tenían que ver qué se podía hacer. El problema era: ¿Cómo y por dónde empezar? Decidieron que tanto los mayores como los demás niños debían notar un cambio en ellos. ¿Pero cómo conseguirlo? De pronto exclamó Carlos: — ¡Ya está! Todos tenemos una paloma, enton­ ces construyamos juntos un palomar, bonito y blan­ co a donde podrán venir todas las palomas. ¡Trate­ mos de mantenerlo tan blanco como sea posible! ¡Todo el mundo podrá venir a verlo! — ¡Es una buena idea —exclamó una de las niñas, llamada Sara— empezamos mañana! ¿Queréis? Todos encontraron magnífico el proyecto y al día siguiente al salir del colegio, se reunieron en el desván de la casa deCarlos y Tomás, para construir el palomar. Le dieron la forma de una casa con cinco ventanitas y cinco puertas peque­ ñas: una ventana y una puerta para cada paloma. El gran trabajo de carpintería lo harían los muchachos —que eran tres, pues Felipe se había unido a ellos. Las dos niñas limaban y pulían las aristas y los acabados. Cuando la estructura estu­ vo terminada, pintaron todo de un bello color blanco. Esta construcción les llevó muchos días, du­ rante los cuales se esforzaron por ser amables y pacientes, para que ningún copo de hollín cayese sobre su trabajo.

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¡Fue un éxito! iQué felices se sentían al llevar sus palomas al palomar! i Se diría que las puntas de las plumas empezaban a blanquear! ¡Qué ale­ gría ! — ¿Dónde vamos a instalarlo? —preguntó Car­ los— no se le puede dejar en este sombrío desván. — En nuestro jardín, por supuesto —respondió Tomás. Hemos construido el palomar en nuestro desván, que se quede en nuestra casa. Kyrian intervino: — En mi jardín hay un árbol, podríamos engancharlo a llí. Mi paloma se posa sobre las ramas, las demás también podrían hacerlo. — Y yo que esperaba que se colocaría en mi balcón —suspiró Federica desilusionada— estarían muy alto y podrían echarse a volar fácilmente. Ahora le tocaba exponer su opinión a Felipe: — Nosotros tenemos un tejado plano, que aún sería mucho mejor para ellas. Después de haber expresado cada uno su deseo, se dieron cuenta que llegar a unacuerdo no era fácil. Los hombrecillos del dragón inv isi­ bles habían seguido de cerca la construcción del palomar, cosa que no les gustaba en absoluto. Y se rieron malignamente durante la disputa y se aprovecharon para hacer caer algunos copos de hollín sobre el palomar y sobre la punta de las plumas. Entregados a su discusión los niños aún no se habían dado cuenta de na da... cuando Felipe saltó de repente: — ¡Oh, mirad cuál ha sido el resultado de nuestra disputa! ¡El palomar se ha ennegrecido, era tan bonito, tan blanco! Todo su trabajo había sido inútil. ¿Y ahora qué hacer? Si un simple pequeño desacuerdo de opiniones hacía reaparecer a los hombrecillos del dragón, ¿cómo iban ellos a poderlos eliminar defini­ tivamente? 28

— Vayamos a ver al barquero —dijeron entris­ tecidos— para contárselo todo y pidámosle ayuda una vez más. — i De acuerdo! —dijeron cabizbajos por su derrota. Nunca hasta ahora habían sentido tanta pe­ na. iVer acabar su hermoso plan en una desilu­ sión tan rápida! Al día siguiente al salir del colegio fueron a la casa del barquero. Su casa se reconocía desde lejos, gracias al resplandor del tejado. Los rayos del sol se reflejaban en él. Sentado en el banco del jardín, el barquero leía un grande y grueso libro. Al oír los pasos de los niños, levantó la cabeza y su seria mirada se iluminó con una sonrisa. — De nuevo aquí, mis pequeños; me alegra mucho. (Entrad! (Entrad! ¿Algo va mal? (Parecéis agobiados! —mientras hablaba, abrió la cancela del jardín, e hizo entrar a los niños que se sentaron a su alrededor. Sara, vacilante, empezó: — Cuandonos habló de los hombrecillos del dragón, la última vez, decidimos construir un bello palomar blanco para nuestras palomas. Que­ ríamos que se volviesen y se mantuviesen blancas. La cosa iba bien, las puntas de las alas de nuestras palomas ya se blanqueaban. Cuando lo terminamos hubo una pequeña disputa, pues cada uno de nosotros quería colocar el palomar en su jardín o en su casa. Ahora está igual de sucio que todo lo de­ más... y tememos no poder llegar nunca a eliminar a los hombrecillos del dragón. El barquero contestó: — Sí, es cierto. En un país sucio, es difícil conservar la blancura y la belleza en las cosas. Sin embargo escuchad lo que os voy a contar... 29

Las miradas de los niños se iluminaron y se sentaron a escuchar con atención. — Conocéis ya al Rey y a sus servidores, ese Rey que ha encendido un magnífico Fuego de Amor en medio de su Palacio. Cuando El lo encendió saltaron chispas de oro y cada una de ellas cayó en el corazón de cada hombre, pero los hombres no lo sabían. Por ello el Rey envió a sus servidores a través del país para que revelaran este miste­ rio. Debían enseñar a los hombres que la pa­ ciencia, la amabilidad, el servicio a los demás, podían convertir a esta chispa, situada en lo profundo de sus corazones, en una verdadera Lla­ ma de Amor. Estas llamas se unirían al Fuego Central y lo volvería tan poderoso y tan radiante que ilumi­ naría todo el país del Rey, el mundo entero... y aún más... el universo. ¿Podéis imaginaros una fiesta más grandiosa? ¡Ya sabéis lo que hizo uno de los servido­ res! Sabéis cómo los hombrecillos del dragón se establecieron en este país. Sabéis también que ellos sólo pueden v i v i r de maldad. Si el servidor, que se hace pasar por rey, no hubiese sido tan egoísta, no hubiese tenido tanta envidia del verdadero Rey, y no hubiese sido tan avaro con el Fuego de su antorcha, nada de esto hubiese ocurrido.

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Nunca hubiesen aparecido los hombrecillos del dra­ gón y la suciedad no hubiese reinado por todas partes. Vuestros padres, abuelos y antepasados habrían regresado, desde hace mucho tiempo, a la casa del verdadero Rey, y la negrura y la sucie­ dad no os causarían ninguna pena. Por ahora —y quizás no os parezca muy amable por mi parte— estoy contento de que hayáis visto lo rápidamente que se ha ensuciado vuestro palomar mientras os peleabais. Todavía os desilu­ sionaréis más de una vez, pues esos hombrecillos no se dejarán eliminar fácilmente. Debo repetíroslo: los hombrecillos del dragón sólo desaparecerán si sois amables, pacientes, ser­ viciales, si amáis a los hombres y a los animales, —e insistió— ¡a los animales también! — Amigo barquero —preguntó Kyria en voz baja— ¿tenemos también nosotros una chispa en nuestro corazón? —pues les parecía una idea un tanto extraña. El barquero contestó: — Mi querida niña, cada hombre ha recibido en su corazón una chispa del Fuego del Amor y debe ofrecer al Rey esta chispa transformada en una Llama Radiante y Resplandeciente. Entonces Felipe se levantó, se colocó ante el barquero y preguntó: — Ha dicho que el servidor tenía que haber contado esto a todos los hombres, pero ya que no lo hizo: ¿no podríamos hacerlo nosotros? í Ahora estamos al corriente! La cara del barquero resplandecía de alegría al oír a aquel muchachito tan decidido a echarse sobre los hombros una misión tan pesada. — ¡Por supuesto, Felipe! Pero piensa en esto: debéis dar ejemplo de lo que enseñáis. No olvidéis la historia del palomar.

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Tratad siempre de permanecer pacientes y guardar intacta vuestra amabilidad y generosidad. Si un día volvéis a visitarme con un grupo de mayores y de niños que quieran devolver su llama al Rey, os ayudaré nuevamente a combatir a los hombrecillos del dragón. íOs lo prometo! — Queréis intentarlo, amigos? —preguntó Feli­ pe. — ¡Sí, sí, por supuesto! —contestaron todos a la vez. Dejaron la casa del barquero llenos de buenas intenciones, decididos otra vez a luchar contra los hombrecillos del dragón.

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Capítulo 5

Por el camino de regreso, se propusieron empezar por explicarles a sus padres toda la historia de la chispa del corazón. A continuación, pondrían al corriente a otras personas adultas que así podrían hablar de ello con sus niños. Pero los padres no quisieron creer nada: — i Bah —dijeron— el barquero sueña! Le so­ bra demasiado tiempo para inventar bonitos cuentos para niños. Mejor mirad la realidad a vuestro alrededor: todo está sombrío y sucio, sí es cierto, ¿pero por qué? Nadie lo sabe. Sin duda pasa lo mismo por todas partes. Tratad de estar un poco limpios que es lo único que se puede hacer. En cuanto a una chispa en nuestros corazones, no, verdaderamente nadie ha hablado jamás de e l l a . . . Los niños se dirigieron entonces a sus amigos más dispuestos a prestarles atención. Algunos inclu­ so les escucharon y querían conocer al barquero. Así fue cómo algunos días más tarde éste vio acercarse a su casa una larga fila de niños. Se apresuró a abrir la cancela de su jardín: — ¡Buenos días! —dijo el barquero contento— ¡Qué cortejo! Entonces Felipe dijo adelantándose: — Queremos que nos cuente muchas cosas más y muchos de nuestros amigos también lo quieren. Mírelos, han venido con nosotros. — ¡Por supuesto, muy buena idea! Rápidamente, sentándose en el suelo formaron un gran círculo en el jardín alrededor del banco verde. Los que estaban a ll í por primera vez no creían lo que veían: ¡Los muros tenían un blanco tan bonito, y el césped era de un verde tan bello...!

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— Bien... ¿qué traéis en vuestros corazones? —empezó el barquero cuando todos se sentaron. Felipe que era el mayor tomó de nuevo la pa la bra : — Usted dijo la última vez que podíamos volver cuando hubiéramos reunido un grupo de hombres y niños que quisiesen hacer de su chispa una llama para el verdadero Rey. Pues bien... (aquí estamos! Los mayores no han querido creer­ nos, pero muchos niños sí. — Es lo que yo había pensado —dijo el bar­ quero. Pequeños, escuchad bien la continuación de la historia: Un día determinado, vendrá del norte un Barco magnífico, sólido, fuerte y bien construido que bajará por el río. A bordo irán algunos de los servidores del Rey que han guardado su antor­ cha de Fuego del Amor tan radiante como el primer día. El Rey sabe lo triste que es esta región. Por ello envía este Barco con sus servidores; vivirán con las gentes de aquí y les ayudarán con su antorcha del Fuego del Amor. Si vosotros subís río arriba hacia el norte y vais al encuentro del Barco, podréis indicar a los servidores del Rey a dónde deben dirigirse y dónde encontrarán desembarcaderos. Al mismo tiem­ po, ellos verán que estáis dispuestos a ayudarlos. ¿Estáis de acuerdo? Los niños resplandecían de alegría: — i Por supuesto! ¡Encantados! —exclamaban. Saltaban sobre las puntas de los pies, como si fuesen a comenzar el camino inmediatamente. — Seguidme a casa —dijo el barquero— voy a daros algo para el viaje. En el interior el asombro les hizo abrir los ojos de par en par: todo brillaba de limpio que estaba.

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Instintivamente se pusieron a andar de puntillas, como para no romper el silencio. Subieron por la escalera tras el barquero y en el piso descubrie­ ron una habitación redonda: El techo era una cúpula de cristal; en el centro ardía un Fuego. Era pequeño y silencioso, pero tan brillante que tuvieron que cerrar los ojos para no quedar des­ lumbrados. Cuando todos estuvieron reunidos a ll í, el bar­ quero tomó una antorcha nueva, la encendió en el pequeño Fuego maravilloso y se la dio a uno de los niños. — Bien —dijo— tomad este Fuego para vuestro viaje. Os ayudará en los momentos difíciles e iluminará vuestros corazones. Pero ojo con los hombrecillos del dragón, pues cuando conozcan vuestro proyecto harán todo lo posible para hace­ ros retroceder. ¡No os dejéis desanimar por ellos y vi g ila d bien a derecha e izquierda! Pensad siem­ pre en la antorcha, que ha sido encendida aquí en el pequeño Fuego para ayudaros. Fue así como los niños emprendieron su viaje hacia el Norte. El agua murmuraba a su izquierda, mientras que a su derecha se extendía una larga llanura, bordeada a lo lejos por montañas. La tarde estaba ya avanzada, el sol lanzaba alegres rayos sobre las pequeñas olas y aún esparcía calor. Aquí y a llí, en la llanura se veía un pequeño árbol, como un niño perdido. Todos estos arbolitos tenían un aspecto muy desgraciado; sus hojas colgaban tristemente, estaban descolori­ das y parecían muertas. Toda la llanura tenía un aspecto grisáceo y desolado. Pero cuando el pequeño grupo de felices niños pasaba con su viva antorcha todo parecía reanimarse.

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Sus voces y sus alegres risas se oían desde lejos y más de una vez se echó a volar algún pájaro asustado y salió corriendo algún que otro conejo hacia su escondrijo. El grupo avanzaba llenode valentía. Los grandes llevaban de la mano a los pequeños, reían con ellos y explicaban otra vez lo que iban a hacer. De repente, ante ellos, a lo lejos en el camino vieron una luz roja que cubría la llanura como un manto púrpura. — ¿Qué es eso? —preguntó una niña a Federi­ co. Miraron todos y Federico contestó: — ¡Debe ser la puesta del sol! Uno de los muchachos movió la cabeza: — ¡No, no es posible, el sol está aún dema­ siado alto para que tenga un color así! Tiene razón... ¿pero y entonces qué es? Se­ guían andando y acercándose. Los primeros en llegar exclamaron: — ¡Amigos es un inmenso campo de amapolas! Las flores eran magníficas. Les llegó un fuerte y penetrante perfume. Los muchachos que iban delante propusieron: — ¡Atravesémoslo! Será maravilloso andar en­ tre las flo re s. .. y todos estuvieron de acuerdo. Entonces uno tras otro —en fila india, y andando con cuidado para no aplastar a las amapolas— se metieron en el campo. — ¡Oh qué sueño tengo! —dijo de pronto Tomás, bostezando fuertemente. — ¡Cómo me pesan las piernas! ¡Yo ya no las puedo levantar! —se quejó otra niña. Después a su alrededor otros se asustaron pues sus piernas se ponían muy pesadas. De buena gana se hubie­ ran echado a dormir en el suelo.

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Felipe, que era el mayor, se sentía responsable del grupito y reflexionó: ¿Por qué tienen ganas de dormir así de pronto? El mismo luchaba, pues sentía pesada su cabeza. Pero de repente lo comprendió: El perfume que exhalaban las amapolas les mareaba. Y ahora comprendió más que nunca que tenía que ayudarles a atravesar el campo: — ¡Vamos, un poco más de coraje para el trozo de campo que falta! ¡Allí irá después todo mejor! Olvidando la pesadez que sentía en las pier­ nas corrió hacia la antorcha, pues le vino a la memoria las palabras del barquero: " ¡ L l e v a d con vosotros este Fuego durante el viaje. El os ayuda­ rá en los momentos difíciles e iluminará vuestros corazones!" Cuanto más se acercaba al portador de la antorcha, más se despejaba su cabeza. Felipe pidió al portador de la antorcha que regresase otra vez con él junto a los últimos, antes de que se quedasen dormidos por el fuerte perfume de las amapolas. Y así ocurrió. Y tan pronto como el joven con la antorcha se acercó a ellos, hasta el último niño sintió cómo desaparecían sus ganas de dormir, y todos se dieron prisa para reunirse con los demás, que por supuesto, les estaban esperan­ do. Dejando atrás el campo de amapolas se senta­ ron en círculo en el suelo para reponerse de sus emociones y vigilando los alrededores para preve­ nir un posible nuevo peligro. Se apretujaron los unos contra los otros en un estrecho círculo alrede­ dor de la antorcha y mientras su calor acariciaba sus caras, su mirada se aclaró y su gran cansan­ cio desapareció. Se frotaron los ojos y se alegra­ ron de ver que estaban otra vez despiertos.

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— Seguro que hemos escapado de un gran peligro —dijo Tomás con tono grave. ¿Tenéis idea de lo que nos hubiera ocurrido si nos llegamos a dormir? (Han sido esas grandes amapolas con su peligroso perfume las que nos daban sueño! Todos afirmaron con la cabeza. Sí, esas bellas flores hubieran podido causar una desgracia. — (Pero mirad! —exclamó de pronto Kyria. En el campo se arrugaban las grandes flo­ res, caían marchitas bajo el sol en pequeños y miserables montoncitos. Felipe se levantó: — El campo de amapolas ha perdido su fuerza venenosa —dijo—, la antorcha lo ha quemado. (El barquero tenía razón cuando decía que la antorcha nos guiaría y nos protegería! ¡Adelante amigos, sigamos! Todos se levantaron y volvieron a formar una fila. Las palabras de Felipe les habían recon­ fortado. Pero apenas habían dado algunos pasos cuando retumbó un extraño ruido que aterró fuerte­ mente a todos. Parecía un profundo suspiro, una especie de ronquido... sssssfffff. . . sssssfffff. . . ¿Qué es esto? Los mayores se dirigieron hacia un viejo tronco seco de donde parecía proceder el ruido. Prudentemente, alargando el cuello, echaron una mirada. . . — ¡Amigos —gritó Federico— venid a ver! ¡Un animal! ¡Un gran animal! ¡Mirad, se despierta! Los pequeños curiosos se acercaron al animal que parecía salir de un profundo sueño. — ¡Un león! ¡Un gran león! —murmuraron lle­ nos de respeto. El león echó una mirada a los niños, sus ojos se aclararon y rugiendo un poco, se levantó sobre sus cuatro patas. ¡Qué coloso! Era un león muy extraño. Su melena era tan larga que casi tocaba el suelo formando una cortina delante de 38

sus oscuros ojos. Miraba a los niños con agradeci­ miento. Algunos le acariciaron la cabeza. Sus melenas eran suaves como la seda. Para su gran asombro, el león con voz profunda y grave —una verdadera voz de león— les dijo: — Pequeños míos, estoy contento, muy conten­ to, de que hayáis venido. Me habéis liberado de un largo sueño, un sueño casi eterno. El perfume venenoso de las amapolas me habían dormido y nunca hubiera podido despertarme del todo, antes de que su veneno hubiese perdido su fuerza para siempre. Y esto ha ocurrido gracias a vosotros. Con gusto os acompañaré, si así lo deseáis. Podré ayudaros y protegeros en el peligro. — ¡Estupendo! —exclamaron los niños e inclu­ so los más miedosos se acercaron a su gran amigo para acariciarlo delicadamente. Su cola que acaba­ ba en un sedoso penacho se movía dulcemente. — ¿Proseguimos? —preguntó Felipe. El cortejo de niños reemprendió el camino. El león caminaba al lado del muchacho que llevaba la antorcha. No preguntó a dónde iban y los niños ya no hablaron más. Tenían la impresión de que el león ya lo sabía. Lo primero que hicieron fue buscar el cauce del río que el campo de amapolas les había hecho perder. Llegaron por fin al mar­ gen de un gran bosque muy espeso que bordeaba al río. Mientras tanto había caído la noche. Todo estaba oscuro y el bosque aún oscurecía más el paisaje. Pero Kyria, viendo miedo en las miradas de algunos, se puso al lado de la antorcha y dijo alegremente: — La antorcha nos guiará y protegerá; nos hará vencer todos los peligros. El gran león también estácon nosotros. (Vamos sin miedo! ¡Quién sabe... quizás veremos pronto el Barco del Rey! 39

El miedo desapareció y todos prosiguieron valientemente en la oscuridad. Pero los hombreci­ llos del dragón no habían permanecido inactivos. Después de mucho tiempo se habían dado cuenta de que este grupo de niños había emprendido el viaje provistos de una antorcha que esparcía una luz maravillosamente pura, sin humo ni hollín. - ¿Qué irán a hacer estos niños? -se pregun­ taban. Con seguridad nada bueno para ellos. Y como éstos sólo podían v i v i r de la maldad y mezquindad, enviaron un montón de malvados indi­ viduos de su especie para seguir a los niños y entorpecer por todos los medios sus planes. La trampa de las amapolas la habían prepa­ rado ellos. Es cierto que el campo existía desde hacía mucho tiempo —como el león había dichopero estos malvados personajes habían reforzado el perfume de cada flor hasta volverlo insoportable. No habían previsto que los niños escaparían a su trampa y aún menos que llegarían a despertar al león. Tenían que inventar rápidamente alguna cosa poderosa. Corrieron con sus pequeñas antorchas de hu­ mo y hollín para llegar los primeros al oscuro bosque. Rápidamente y sin ruido cavaron un pro­ fundo hoyo, tan hondo que en el fondo encontraron agua.

Hecho esto se subieron a los árboles que se elevaban en las alturas y allí, nerviosos e impa­ cientes, esperaron los acontecimientos. En el bosque la noche era muy oscura. Nadie hubiera podido notar la presencia de un hombreci­ llo. Finalmente los niños llegaron al bosque. No es de extrañar que se estremeciesen ante la sombría masa formada por los árboles. Prudentemente, toma­ dos de las manos, se acercaron todos a la antor­ cha luminosa. Cuando alguno tropezaba, los otros le levantaban rápidamente, le reconfortaban y le agarraban con fuerza de la mano, i Por desgracia un niñito se hizo daño! Tropezó con una raíz, se cayó y se torció los dedos de un pie. — iOh, oh, mamá! —gritaba lastimosamente. Al momento el león se puso a su lado. — ¡ Pobrecito niño! —dijo con gracia y delica­ deza. i Vigila donde pisas! Y con su gran lengua lamió con cuidado el piececito herido. íY qué b i e n . . . ! Los llantos se cambiaron en risas y una manita acarició la cabeza del león. — Ven amigo mío —dijo el león— sabes una cosa: i aún eres pequeño pero eres un valiente! Súbete encima de mí y agárrate bien a mi melena! El león se arrodilló para que el niño pudiera subirse encima de él. El niño se sentía ahora seguro sobre aquel largo y suave lomo con la larga melena a la cual se podía agarrar muy bien. El grupo avanzaba con prudencia cuando se acercó a los grandes árboles en los que se escon­ dían los hombrecillos del dragón. Los hombrecillos tuvieron que cerrar los ojos pues la luz de la antorcha —mucho más luminosa en la oscuridad del bosque— ios cegaba. De repente Kyria se paró: — Oigo algo —dijo— ¡Escuchad! ¡Parece como si alguien estuviese en peligro!

Se pararon y escucharon con atención. Oyeron un ligero soplido, como si alguien respirase con d if i­ cultad y a veces un grito de miedo. Parecía como si algún animal se estuviese esforzando en escapar de una trampa. — ¡Vamos a ver —dijo Felipe—, viene de allí! Indicó en una dirección y se dirigieron hacia el profundo hoyo. Se pusieron todos alrededor del borde de aquella trampa en la que debían haber caído ellos. El muchacho que llevaba la antorcha iluminó el fondo del pozo y vieron a un cervatillo. Apoyaba desesperadamente sus patas delante­ ras contra la pared, que era demasiado lisa para que se pudiera escalar. Ansiosamente preguntó a los niños que veía: — ¿Podéis sacarme de aquí?

Felipe se arrodilló al borde del pozo y lleno de piedad dijo: — (Oh, pobre animal! ¿Cómo has caído en este pozo? — Quería preveniros para evitar que vosotros cayeseis, pero he resbalado y mirad lo que me ha ocurrido —contestó el cervatillo. Felipe le animó: — (Espera y no tengas miedo, nosotros te ayudaremos! El animalito se tranquilizó, bajó sus patas de la pared y esperó con confianza la ayuda prometida. Pero hablar es más fácil que actuar pues el pozo era muy hondo. Felipe que era el mayor, se estiró tirado en el suelo al borde del pozo pero no llegaba ni siquiera a tocar al cervatillo. ¿Qué podemos hacer? Hablaron entre ellos y de común acuerdo se dirigieron inmediatamente hacia el león que tranquilamente esperaba el desarrollo de lo que estaba ocurriendo. — ¿Querido león nos puedes aconsejar? Quisié­ ramos ayudar al cervatillo, pero no lo alcanzamos. El enorme animal avanzó y dijo: — Baja de mi lomo amigo. Se inclinó hacia adelante tan deprisa que el muchachito que estaba sentado en su lomo resbaló fácilmente hasta el suelo. — (Ahora cuidado! —dijo el león, y dejándo­ los a todos asombrados se sentó de espaldas en el borde del pozo y dejó que su cola colgase dentro. Todos pudieron ver lo grande y fuerte que era. — Agárrate a mi cola y desciende —dijo el león a Felipe. — (Qué idea más buena! — dijeron los niños. Felipe, agarrándose a la cola se dejo resba­ lar. Era muy divertido y le hubiese gustado volver a hacerlo. Pero antes de divertirse había que salvar al cervatillo. 43

Llegó al fondo del pozo, tomó al cervatillo con una mano y con la otra se agarró a la cola del león. Pero ¿qué hacer sólo con una mano? Aún no había terminado de preguntárselo cuando ya estaban fuera del pozo, pues el león cuando Felipe se agarró a su cola, dio un formida­ ble estirón que les hizo salir disparados. Habían escapado a la trampa. Los niños cantaban victoria mientras que arriba en los árbo­ les, los hombrecillos del dragón temblaban llenos de rabia. El cervatillo, asustado, miraba a su alrede­ dor. Con la mirada pedía a los niños que le dejasen quedarse con ellos y así poder acompañar­ los. Sería un buen guía, pues conocía todos los senderos, y todos los sitios peligrosos. Así fue como los niños dejaron atrás aquel lugar peligroso sin haber recibido ningún daño, con gran disgusto para los hombrecillos del dragón. Todo el grupo reemprendió el camino. A la cabeza iba el portador de la antorcha del barque­ ro, el grande y fuerte león y el hermoso cervatillo.

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C ap ítu lo 6

Mientras habían ocurrido todas estas cosas, se había hecho muy tarde y los niños estaban muy cansados. Más de un piececito tropezaba con las ramas caídas y las raíces de los árboles. De pronto, el león se detuvo en un claro y dijo: — Muchachos, lo primero que tenéis que hacer esdescansar. Yo vi g il a ré . He estado dormido du­ rante tanto tiempo... Poned la antorcha aquí en el suelo a mi lado, yo la v ig ila ré . — Buena idea —dijo Kyria mientras paseaba a lo largo de toda la fi la . ¡Todos estamos agotados! Esto era muy cierto. Ni siquiera tenían fuer­ zas para responder, pues estaban vencidos por el cansancio. El claro del bosque, al que les había lle v a ­ do el león, era lo suficientemente grande como para que todos pudieran sentarse o estirarse. Aún no había transcurrido un cuarto de hora, cuando ya todos los niños estaban dormidos, mientras que el león, atento, dudaba de ellos. Ninguno de los niños vio con qué penetrante mirada, normalmente tan amistosa, mantenía alejados a los hombrecillos del dragón. Los niños se derpertaron con las primeras luces del día. Fue entonces cuando vieron lo agradable y bonito que era el lugar en el que estaban. Todos ellos tenían naturalmente hambre y a su alrededor había cantidad de fresas muy maduras. Comieron tantas como quisieron. Las ha­ bía por millones. Los niños comieron hasta saciar­ se y recogieron también una pequeña provisión de fresas para el camino. ¡Recogiendo la fruta habían entrado en calor!

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La claridad aumentaba sin cesar en el bosque, y llenos de valor y con renovadas energías, se pusieron nuevamente en camino. Muy pronto vieron el resplandor de las aguas del río. Esperaban llegar lo antes posible a la orilla para caminar por ella, y así poder ver el Barco del Rey cuando se acercara. Atravesaron el bosque en media hora y llegaron otra vez a un llano. El claro y puro horizonte parecía anunciar un día muy hermoso. A su izquierda, el río fluía alegremente. Ahora los niños podían seguir el curso de las aguas del río, mirando con los ojos muy abiertos si veían a lo lejos un hermoso Barco. Pero aún no se veía nada. Sin embargo, lo que vieron les dejó un poco preocupados, pues el río, a llí a lo lejos, se metía entre la grieta de una pared rocosa y no dejaba ningún sitio para pasar. — ¿Qué tendremos que hacer para seguir ade­ lante sin perder de vista al río? —preguntó Kyria a los niños mayores. — Primero vayamos hasta la montaña —propu­ so Felipe— al lí veremos si hay un sendero que la rodee o si vamos a tener que escalarla. Esto era lo mejor que podían hacer. — ¡No nos preocupemos antes de tiempo! Los niños nunca habían estado a ll í, en aque­ lla región llena de bosques, y no sabían nada de aquellas altas montañas. Creían que sólo su peque­ ño país estaba rodeado de colinas. Siguieron su camino alegremente. El soleado día les quitaba el cansancio y el agua del río cantaba por la ribera. A medida que se aproxima­ ban a la pared rocosa, el río se hacía más estrecho y los niños se preguntaban si por allí podría pasar un barco. Pero cuanto más se acerca­ ban se iban dando cuenta de que el paso, en realidad, no era tan estrecho.

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Vieron también dos caminos. Uno medianamente an­ cho que rodeaba la montaña y por el que se podía caminar sin dificultad. Y otro, estrecho y peligro­ so que subía sin rodeos. — ¿Qué camino vamos a tomar? —preguntó Feli­ pe a sus amigos, mientras descansaban y repartían las últimas fresas. Si rodeamos la montaña el camino será fácil, pero tendremos que alejarnos del río. Si tomamos el sendero montañoso la marcha será más difícil, pero siempre podremos echar un vistazo y ver si aparece el barco. — {Subamos entonces! —dijeron a coro los ni­ ños. — Lo mismo había pensado yo —contestó Felipe riendo, y el león movió graciosamente la cola. Cuando estuvieron bien descansados, grandes y pequeños se pusieron valientemente en camino y treparon por el dif ícil sendero. Resbalaban en muchos sitios a causa de las piedras y la arena, y esto les obligaba a avanzar con precaución. Diríase que el león estaba en todas partes a la vez: una vez daba un empujoncito a uno hacia adelante, otra tiraba con la cola de otro niño. El cervatillo avanzaba a saltitos, sobre sus largas y ágiles patas como si todo fuese una diversión. El paseo era para el león un verdadero placer. Para los niños era una verdadera escalada. ¡Qué alta era esta montaña! Sin embargo andaban con valentía y no per­ dían de vista la antorcha encendida. El muchacho que la llevaba la elevaba de vez en cuando muy por encima de su cabeza para que los últimos no la perdiesen de vista. Además su luz parecía volverse más y más clara, más y más radiante, más y más luminosa. — ¿Es verdad o es un espejismo? Parece que la antorcha se vuelve cada vez más grande y luminosa —dijo Kyria en voz baja a Felipe.

— ¡Sí —dijo Felipe—, es verdad! — Entonces estamos en el buen camino —dijo K y r ia . — Yo también opino lo mismo —contestó Felipe. Por fin divisaron la cumbre de la montaña. — Mira parece que allí arriba nos está espe­ rando alguien —gritó un niño que andaba delante del grupo. — Es c ie r t o ... y nos está mirando —dijeron otros. — Aguantad un poco más ya nos falta poco —dijo Felipe. Después de un cuarto de hora de duros esfuerzos, los primeros niños llegaron a la cumbre. Allí terminaba el sendero en una gran explanada. ¿Y qué vieron? Al B A R Q U E R O , con los brazos abiertos y los ojos sonrientes. El buen barquero que a partir de entonces fue para ellos un entrañable amigo. — Os habéis comportado valientemente, jovencitos —les saludó. Qué suerte que no hayáis seguido el camino fácil, sino el sendero estrecho de la montaña. ¡Ahora mirad donde estáis! —y les mostró el centro de la explanada. De una pequeña fuente emanaba agua, un agua transparente como el cristal. Brotaba incansa­ blemente e iba a parar al río. El sol que estaba muy alto en el cielo hacía resplandecer el agua como si fuera oro. — ¡Qué bonito! —decían los niños y alrededor de la fuente se quedaron silenciosos. — Esta es el agua más cristalina y pura de todo el mundo —dijo el barquero en voz baja. Los servidores del Rey vienen aquí en determinados tiempos con sus antorchas, para purificar la fuen­ te de toda suciedad con el Fuego del Amor. Como podéis ver esta agua se vierte en abundancia en el río que pasa también al lado de vuestra ciudad.

Con esta agua mantengo limpia mi casa. Con ella riego mis flores y mi jardín; y quita el hollín cuando se limpia con ella regularmente. Pero los habitantes de la ciudad deben descubrir por sí mis­ mos este secreto, aquéllos a los que se lo he dicho no lo han querido creer. Y vosotros, pequeños, estáis ahora aquí porque vuestro corazón aspira a la pureza y a la verdad. Vosotros habéis creído en el Fuego del Amor del Rey. Bebed pues de esta agua completamente pura. Ella os ayudará a volve­ ros también puros interiormente. Ella os quitará todo el hollín; hasta el que quizás haya penetrado en vosotros. Y puesto que habéis venido aquí, porque vuestros corazones aspiran a la pureza y a la verdad, ya no tendréis que preocuparos más por las maldades de los hombrecillos del dragón cuando regreséis a vuestras casas. — íBebed pues, niños! Todos habían escuchado con gran atención y ahora adelantándose prudentemente, alargaron sus manos hacia la fuente y bebieron de aquella agua que curaba todo mal. Y .. . ¡oh qué maravilla! Instantáneamente cayó el hollín que había en sus cabellos, en sus brazos, en sus piernas y en sus vestidos. ¡No quedó ni el más pequeño rastro! Cuando todos hubieron bebido —sin olvidar al león y al cervatillo— miraron a su alrededor. (Oh! i Desde la cumbre veían muy distante el horizonte! ¡Allí abajo todo parecía muy pequeño, como si fuese de juguete! — ¡Mirad, al lí está nuestra ciudad! —dijo Felipe. Desde donde estaban podían mirar fácilmente por encima del llano y del bosque; a lo lejos vieron también su ciudad, un sitio gris y oscuro, casi negro, con un punto blanco en el medio. — Mirad la casa del barquero —dijo Tomás. Mirad allí, aquel punto blanco muy cerca del río. 50

— i Sí 1, (sí! yo también lo veo —dijeron los demás niños. Ahora sabían por qué la casa perma­ necía tan blanca. Al mismo tiempo se dieron cuenta de que sus propios padres con el resto de la familia, sus amigos y amigas, sus vecinos y todos los que no querían creer en el Fuego del Amor del Rey y preferían seguir dejándose dominar por los hombrecillos del dragón, vivían en medio de aque­ lla nube, casi negra. — ¿No podemos ayudarles de ninguna manera, Barquero? —preguntaron los niños. Este alzó la mano derecha y dijo: — Escuchad: ha llegado el momento en que pueden llegar los servidores del Rey. El Rey tiene preparado desde hace mucho tiempo un plan para ayudarles a todos. ¡Un plan magnífico! Tened confianza. Cuando lleguen, seguid sus consejos. ¡Venid! Vamos a pasar al otro lado desde donde podréis ver el río hasta muy lejos. ¡Vamos a ver si llega el Barco! —y todos estaban de acuerdo. La grieta terminaba al otro lado de la planicie. Allí el río se hacía más ancho y serpen­ teaba hasta el horizonte como una cinta de plata. Allí abajo, a lo lejos, se distinguía vagamente un barco... No se podía ver bien, pero se dirigía rápidamente hacia el Sur; brillaba y resplandecía como si fuese de oro. — Mirad al lí se ve el Barco de los Servidores del Rey —dijo el barquero, señalando hacia el Norte. ¡Moved la antorcha, así podrán ver que les esperamos aquí! — (Sí, burra! ¡Es el Barco! i Está llegando! ¡Qué alegría! ¡Qué bien! —y tomándose de la mano se pusieron a bailar en corro. — ¡Cuidado! ¡Cuidado! —advirtió el barquero ante aquel entusiasmo. ¡Podéis bailar pero no os acerquéis al borde del precipicio!

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Una vez manifestada su alegría, se calmaron, se reunieron y esperaron al Barco, que, ahora bien visible, se aproximaba majestuosamente. Los niños vieron enseguida a los servidores y sus antorchas luminosas. Una media hora más tarde el Barco estaba justo ante la entrada de la grieta. — ¿Qué haran para poder pasar? —pregunta­ ron los niños y miraron con precaución la alta y lisa pared rocosa. — Id un poco hacia atrás, niños —dijo el barquero y alejó al grupo hacia atrás con suavi­ dad. Una bola de oro cayó repentinamente del espacio ante sus pies y aterrizó a los pies de los niños haciendo: íBluf! El barquero tomó la bola y la llevó al otro lado de la explanada dejándola resbalar con precaución hasta que rodó dentro de un pequeño agujero muy hondo. Atentos y curiosos, los niños se dieron cuen­ ta que dos grandes cuerdas de oro, atadas a la bola, atravesaban la explanada. Con la bola bien asegurada en el agujero, las dos cuerdas estaban fuertemente tendidas y cuando los niños se asoma­ ron al borde de la grieta, descubrieron una escale­ ra de cuerda. Agilmente, los servidores treparon por ella y llegaron sin ninguna dificultad, y ante el asombro de todos los niños, a la explanada, llevando en sus manos sus luminosas antorchas. Cuando todos estuvieron arriba, miraron a los niños con amor y comprensión en sus ojos, y todos se sintieron turbados hasta en lo más profundo de sus corazo­ nes. El barquero explicó en pocas palabras, a los servidores del Rey por qué los niños estaban al lí.

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Se sorprendieron sobremanera al saber que habían superado con valentía tantas dificultades para lle­ gar hasta donde estaban y pedirles su ayuda para los hombres y niños que se habían quedado en su país, cubierto de hollín y humo. Los servidores, dejaron irradiar su Luz por encima de la fuente, para que el agua se cargase nuevamente con la Radiación del Fuego del Amor. Luego uno de los servidores comenzó a hablar: — Queridos niños, nuestro Rey sabe lo valero­ sos que sois, y lo mucho que deseáis hacer de la chispa de vuestro corazón una Llama grande y clara. El sabe también que os gustaría liberar a los demás hombres y niños del humo y del hollín de los hombrecillos del dragón, i Por ello venimos a ayudaros! Pe ro... vosotros también tenéis que volver a esos sitios llenos de humo y hollín. Volver hacia esas tristes y oscuras casas. Todos vosotros con la antorcha del barquero, y nosotros con nuestras antorchas del Rey, tendre­ mos que atravesar de lado a lado todo el país, para que la Luz del Fuego del Amor brille hasta en los más oscuros rincones y pueda barrer toda suciedad. Escuchad, el deseo del Rey es que se reúna el máximo número posible de hombres y niños en esta montaña. Y entonces se celebrará aquí una Fiesta de la Luz, como a ll í abajo todavía nadie ha vivido. ¿Queréis ayudarnos a efectuar este plan? — ¡Sí! ísí! ísí! —contestaron los niños como si todos hablasen por una misma boca. Los servidores rieron alegres ante aquel en­ tusiasmo. Y acto seguido se prepararon todos, dirigiendo sus pasos hacia el estrecho sendero que bajaba hasta el país del humo y del hollín. *

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C ap ítu lo 7

Con la llegada de los servidores del Rey, los niños casi se habían olvidado de la existencia de los hombrecillos del dragón. Sólo pensaban en su plan. Sus corazones y pensamientos estaban llenos del deseo de arrancar a los hombres, mujeres y niños de la oscuridad y la tristeza de aquel mundo de hollín. Querían conducirles a la Fiesta de la Luz. Pero los hombrecillos del dragón no se ha­ bían olvidado de los niños. Después de que habían triunfado sobre la trampa de las amapolas, atravesaron sin dificulta­ des el oscuro bosque y eligieron el difícil sendero de la montaña en vez del camino ancho y fácil. Los hombrecillos del dragón ya no supieron qué inventar para hacer caer a los niños entre sus garras y mantenerlos dominados. No sabiendo qué hacer, decidieron regresar a la morada del dragón que escupía fuego por la boca, para preguntarle qué es lo que debían hacer. Mientras los niños, acompañados de los servi­ dores, el león y el cervatillo, bajaban de la montaña vieron de repente una nube de suciedad, cubrir la esplanada entre la montaña y el bosque. La razón por la que esto ocurría, era que el dragón que escupía fuego, prevenido, se había dirigido rápidamente a casa del antiguo servidor del Rey y juntos llamaron a todos los hombrecillos. Y justo lo que los niños veían ante sí, era la tropa de hombrecillos del dragón, echando humo y hollín. Los niños se asustaron mucho, pues de verdad que se habían olvidado totalmente de ellos. Preocupados, miraron hacia los servidores del Rey.

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— Un hombre o niño siempre debe estar en guardia, pues la maldad trata sin cesar de triun­ far sobre él. i Pero no temáis! ¡Tened fe y confian­ za en el Fuego del Amor del Rey! Toda maldad se apartará ante El —así hablaban los servidores a los niños. La calma y la dulzura de sus voces les dieron nuevamente esperanza y confianza. La gran­ de y negra nube de hollín se acercaba rápidamente al grupo, formado por los niños y los servidores del Rey. Grandes copos de hollín volaban alrededor de sus oídos, por encima de sus cabezas, pero ahora ya no quedaban sujetos a ellos. El horrible dragón que escupía fuego y el rey del hollín surgieron de la nube negra, rodea­ dos de una multitud de hombrecillos, los cuales saltaban a su alrededor como si fuesen ranas, y llenos de cólera agitaban sus antorchas de hollín. Impasible, el león iba al frente del grupo de niños. Llevaba en su lomo a Felipe, porque era el mayor y el más valeroso. No se dejaron impresio­ nar por aquel barullo de silbidos, ronquidos, gruñidos y chillidos. Felipe le susurró en el oído: — Adelante, león, debemos salvarlos; los ser­ vidores nos ayudan con su Luz. ¡Vamos león! i Los demás nos seguirán! ¡Adelante... adelante! El león meneó majestuosamente su larga cola. Sus resoplidos y rugidos eran por lo menos igual de fuertes que los de toda la negra nube. Así avanzaba el grupo valientemente. De re­ pente y todos a una, los servidores del Rey levantaron sus antorchas. La potentísima Luz atra­ vesó la nube de lado a lado. En el mismo instan­ te, el león sopló, rugió, dio un salto formidable y fue a parar justo en medio de la nube. Esto fue demasiado terrorífico para el dragón y su grupo, que dando la vuelta empredieron la huida. 55

(Rápido, rápido... huían con rapidez asombrosa! La explanada fue totalmente barrida al ins­ tante por algo semejante a un fantástico huracán. Los niños se miraban sorprendidos, aún no comprendían del todo lo que acaba de ocurrir. — La Luz, la Fe y la Perseverancia son armas poderosas para triunfar contra el maligno —dijo dulcemente uno de los servidores. Están pre­ sentes siempre, sólo tenéis que tener el valor de u til iz ar la s. — Por ahora podemos seguir sin impedimentos —añadió otro servidor. Se sentían tan aliviados que atravesaron la planicie cantando y bailando. Se pusieron a dormir en el bosque, pues se estaba haciendo de noche y los acontecimientos del día los habían agotado. Allí descansaron tranquilamente mientras los servi­ dores y el león vigilaban. Cuando a la mañana siguiente fueron desper­ tados muy temprano, estaban completamente descan­ sados y se levantaron con risas. Atravesaron ale­ gremente el bosque y mostraron a los servidores el pozo en el que había caído el cervatillo. El sol brillaba ya en el horizonte al salir del bosque, mientras caminaban por la explanada que conducía a la ciudad. A lo lejos vieron las casas y los árboles totalmente grises. Entonces corrieron para llegar pronto hasta aquéllos a los que amaban. Cuando entraron en la ciudad, riendo y can­ tando, el león delante del todo, rodeados por los servidores y sus antorchas, los habitantes queda­ ron mudos de asombro. ¿Qué ocurría? ¿No eran estos los niños que habían desaparecido? ¿Qué motivo tenían para can­ tar así? ¿Y ese león de largas melenas y vigorosa cola? ¿Y ese cervatillo a su lado?

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¿Quién había visto jamás cosa igual? ¿Y los extran­ jeros con sus antorchas de Fuego luminoso? Sin lugar a dudas era un Fuego espléndido, había que admitirlo, pero en cuanto a comprender algo, ¡nada! ¡imposible! El grupo se paró en una gran plaza. Allí estaba el barquero, sencillo y amable, como era normal en él. Les saludó. El ya tenía preparado un plan de trabajo. Después de comentarlo, los niños y servidores se pusieron a trabajar. Sería un inmenso trabajo, liberar primero a la ciudad y después a los pueblos vecinos de la espesa costra de hollín. Pero comenzaron con valen­ tía, pues se se sentían muy felices. Dividieron el pueblo en zonas. Cada servidor con su antorcha luminosa y ayudado por algunos niños recorrió una zona y por donde pasaba todo se volvía limpio. Fue entonces cuando los habitantes se dieron más cuenta que nunca que todo estaba sucio y lleno de hollín. Más de uno se avergonzó ante los servidores. Los niños conocían el maravilloso poder del agua del río y cargados con cubos, grandes y pequeños, según la edad, iban de un lado a otro. Traían agua y limpiaban. Aconsejaban a los habi­ tantes de la ciudad que se lavaran ellos y sus hijos e incluso que bebiesen de aquella agua. — ¡Quedaréis limpios por fuera y por dentro, y en seguida comprenderéis todo mejor! Hablaban con tanta convicción y de una manera tan estusiasta, que algunos quisieron inten­ tarlo. Otros, sin embargo, no querían saber nada; se burlaban de los niños e incluso les insultaban, acusándolos de mentir y de intentar engañarlos. Entonces los niños lo tenían bastante dif ícil, para permanecer pacientes y amables, sin enfadar­ se y continuando el trabajo que habían empezado. 57

Los servidores les habían advertido que el enfadar­ se lo estropeaba todo. Enfadarse significaba: "Abrir la puerta a los hombrecillos del dragón y permitir que el hollín volviese a cubrirlo todo." Si esto ocurría, ya nadie podría ser salvado de la suciedad. El dragón que escupía fuego triunfaría y los servidores se verían obligados a marcharse y volver al palacio del Rey. Si ellos permanecían tranquilos y amables, si continuaban con su traba­ jo, la chispa del corazón acabaría por b ri lla r y resplandecer; se volvería una con la Luz del Fuego del Amor. De esta forma conseguirían la victoria. Así, los niños hacían todo lo que podían. Poco a poco crecía el grupo que también quería ir a la montaña para participar en la Fiesta de la Luz. Tanto los que vivían en la ciudad, como los que vivían en los alrededores, se habían enterado, quisiesen o no, de que existía el Rey del Fuego del Amor y sus servidores, de la fuente en lo alto de la montaña, de la antorcha luminosa y de la chispa en el corazón. También sabían todo sobre el dragón y su señor, sobre los hombrecillos del dragón, y sabían por qué se había vuelto todo negro. Y ahora todos podían elegir y muchos e lig ie ­ ron el camino de la Fiesta de la Luz. ¡Así llegó el día de la partida! Resplande­ ciendo de lo limpios que estaban, con el corazón ansioso y la cabeza despejada, se pusieron en camino. Pero una vez más tuvieron que demostrar que lo tomaban en serio, demostrar que verdaderamente deseaban ser Portadores de Luz. Pues, tan pronto como alcanzaron la explanada, se encontraron cara a cara con el llameante dragón, que llevaba sobre su lomo al que antaño había sido un servidor y una infinidad de negros hombrecillos. 58

Los que veían esta tropa negra por primera vez, tanto mayores como niños, se atemorizaron mucho. Creyeron que los niños que tanto les ha­ bían ayudado y que iban delante cantando, esta­ ban en un gran peligro. Con miedo, vieron al dragón echarse sobre los niños para arrojarles su horrible fuego de hollín. Y como los mayores no querían que nada malo les ocurriese, se echaron hacia adelante con valentía para protegerles del ataque del dragón. Pero antes de que ocurriera esto, el gran león se acercó corriendo seguido de los servidores. Entonces ocurrió algo increíble. El dragón vomitó una última y oscura llama, y cayó al suelo convertido en un pequeño montoncito de ceniza que se llevó el viento. ¿Y los hombrecillos del dragón? jTodos habían desaparecido! ¡No quedó nada, abso­ lutamente nada de ellos. Los hombres ya no les querían obedecer, querían seguir a la Luz!

Sólo quedaba el que había sido s e r vi d o r... Pero cuando se encontró de repente cara a cara con sus antiguos compañeros, y sus antorchas luminosas le deslumbraron, fue tan grande su vergüenza, que dio la vuelta y salió corriendo hacia las altas montañas, con el fin de esconderse en una oscura y profunda cueva. Allí tendría que reflexionar mucho sobre todo lo que en el pasado había hecho mal. Quizás llegaría también para él, el día en el que pudiera volver al Rey y pedirle perdón. El cortejo de la Luz continuó victorioso, sin preocupación. Atravesó primero la explanada, des­ pués el bosque, después la segunda explanada y subió por fin por el estrecho sendero de la monta­ ña . La Luz de las antorchas iluminaba a todos de tal manera, que parecía como si miles de lucecitas subiesen hacia arriba. Verdaderamente era un magnífico espectáculo. Y, al lí arriba, pronto iba a tener lugar una grandiosa Fiesta de la Luz.

Capítulo 8

Cuanto más subían, más deseaban llegar al final. Con el corazón alegre, los niños se apresuraban para v i v i r lo antes posible la Fiesta de la Luz. Los padres y madres también se apresuraban, pues querían estar lo más cerca posible de los niños. Los más ancianos, los abuelos y las abuelas, quedaban un poco más atrás, no podían ir tan deprisa. i El sendero era abrupto y sus ancianas piernas habían caminado ya mucho durante su v i ­ d a . . . ! Sin embargo, sus corazones también tenían puesta la esperanza en la Fiesta de la Luz. Y unos a otros se agarraban de la mano y sonreían con buen humor disculpando a los niños: "La juventud no sabe nada todavía de piernas entorpecidas ni de lo difícil que se hace respi­ r ar ." Y con esfuerzo seguían subiendo. Pero los servidores que iban detrás del todo, hablaron algo en voz baja, y uno de ellos adelantándose alcanzó rápidamente a los niños mayores que iban delante. — ¡Mirad hacia atrás —susurró en los oídos de Felipe y Kyria. Casi habéis llegado a r r i b a . . . pero por ahí atrás las cosas no son tan fáciles. — ¡Venid! —fue la reacción espontánea— Hemos caminado demasiado deprisa amigos. Tenemos que regresar y ayudarles. Entonces los abuelos y abuelas se vieron rodeados por fuertes muchachos que les ofrecían sus brazos u hombros para que se apoyasen y junto a ellos reían porque a pesar de todo, los abuelos también podían venir con ellos. ¡Es cierto, eran muy jóvenes! Les era necesa­ rio aprender a pensar en los demás y a s e r v i r . . . Pero también lo querían aprender. — ¡Mirad —dijo Kyria alzando la vista— ya se puede ver la cima! Sólo falta un poquito por recorrer. 61

Los ancianos afirmaban con la cabeza: — ¡Sí, s í . . . sólo falta un poquito! Ahora vieron con claridad que a llí en lo alto había sido encendida una gran Luz. ¿Habría llega ­ do ya alguien arriba? ¿Les estarían esperando? Felipe, que iba delante con el león, se puso a mover de un lado para otro la antorcha del barquero que ahora la llevaba él. El león dio un formidable rugido que resonó por las rocosas pare­ des como un canto de victoria. Al oírlo, los niños se rieron y acariciaron al poderoso león que tanto les había protegido y ayudado. Felipe y el león llegaron a la explanada donde estaba la Fuente. Alrededor de ésta habían sido colocadas en círculo grandes piedras, sobre las que podían sentarse. Los niños ya no se extrañaron de encontrar a llí al barquero, que les esperaba. Les condujo hacia las piedras y a cada uno le mostró su sitio. Hasta ahora no habían descubierto que alrede­ dor de la fuente estaban doce servidores del Rey manteniendo levantadas sus llameantes antorchas sobre el agua. Era como si todos juntos formaran un fuego grandioso y fantástico que todo lo ilumi­ naba, haciendo desaparecer toda oscuridad interior y exterior. Todos los ojos, los de los jóvenes y los de los ancianos, estaban radiantes. ¡Qué pro­ funda alegría de encontrarse al lí todos juntos! Los ancianos estaban sentados delante muy cerca de la fuente y del Fuego. Tenían tras de sí un pesado camino por la vida, lleno de penas y sufrimientos, de inquietudes y dificultades. Ahora ya podían pensar sólo en el Rey y en su Fuego del Amor, y consagrar sus pensamientos de amor y discernimien­ to a todos los hombres y niños. Los niños también estaban sentados delante, alrededor de la Fuente y del Fuego radiante. 62

Ante ellos estaba todavía el largo camino de la vida, pero sería un largo camino al servicio del Rey del Fuego del Amor, pues eran todavía jóvenes y ya habían oído hablar de El. A su alrededor, los padres, las madres y muchas más personas formaban como una sólida muralla dispuestos a sostener a los ancianos y a ayudar a los jóvenes. Los servidores que les habían acompañado hasta aquí se colocaron al borde de la gran explanada, de manera que la luz de sus antor­ chas, abarcaba a todos desde el centro hasta el borde más exterior. Así al mundo de abajo le era posible contemplar la Luz radiante de esta Fiesta que se celebraba en la cumbre de la montaña. ¿No formaban un pueblo nuevo... un pueblo liberado del humo y del hollín? Eran todos para uno y uno para todos, todos llenos del Fuego del Amor de su Verdadero Rey. Mientras tanto se hacía de noche. La noche caía sobre toda la naturaleza y todo estaba en silencio. Por encima de ellos se extendía un cielo tachonado de innumerables estrellas titileantes. Una ligera brisa les acariciaba las caras y las manos. Espontáneamente estaban todos en silencio, emocionados aún por la impresión que acababan de experimentar. Cerca de la Fuente estaba el barquero, y en medio del silencio, levantó la mano y comenzó a hablar en voz baja. Pero en aquel silencio puro, su voz se entendía con claridad: — Hombres y niños del país del humo y del hollín, que os habéis vuelto mis amigos, podéis prepararos para regresar al País del Rey. I Escu­ chad! Todos vosotros habéis visto lo sucio que estaba vuestro país, lo mal que iban las cosas a causa del humo y del hollín. ¿Tenéis realmente la intención de cambiar todo eso? 63

¿Estáis dispuestos a hacer que vuestro país se vuelva como antaño una parte del País de la Luz? —el barquero miró a su alrededor y vio cómo todos afirmaban con la cabeza. Entonces uno se adelantó hacia el barquero. Intrigados todos se preguntaban quién podía atre­ verse a acercársele. ¡Era el alcalde de la ciudad! — Bondadoso y sabio barquero —comenzó— noso­ tros, los habitantes de la ciudad del hollín, hemos sido muy tontos durante mucho tiempo. No nos dábamos cuenta de que todo iba a pique. Han tenido que ser nuestros niños quienes han adverti­ do su casa blanca, que nadie había visto antes. Uno de los ancianos le interrumpió: — ¡ Esto ocurrió también por el hollín de los hombrecillos del dragón! i No podíamos hacer otra cosa! ¡Nosotros mismos teníamos que soportar bas­ tantes disgustos y preocupaciones por ello! — Sí, en efecto —continuó el alcalde. El ho­ llín estaba aquí. Y durante mucho tiempo nos ha cegado e impedido ver lo que era bueno y bello. Mas ahora sabemos que tenemos en el corazón una chispa del Fuego del Amor, que debe volverse tan brillante como el mismísimo Fuego del Amor. Hace unos momentos iba a proponeros que preguntásemos al Rey si admitiría de nuevo nuestro país cuando lo hubiésemos limpiado todo. Y si entonces también nosotros podríamos regresar. Pero ahora, el buen barquero, ya ha contestado a nuestra pregunta, antes de que la hayamos hecho. Quiero decirle que estamos todos muy agradecidos y contentos por ello. El barquero asintió con la cabeza y dijo: — Por esto han recibido una invitación a la Fiesta de la Luz. Porque ahora se trata de que no sigan siendo un pueblo aparte, sino que se vuel­ van uno con el gran Pueblo del Rey. A todos ustedes les será mostrado un plan completamente nuevo. El que quiera escuchar y

colaborar en este plan para el bienestar de todos, es invitado a acercarse hacia adelante y beber de la más pura de las aguas. Sin excepción alguna, todos acudieron a be­ ber, pasaron bajo el arco que formaban las doce llameantes antorchas y bebieron del agua de la Fuente transparente como el cristal. En la cumbre de la montaña era una hora festiva. Durante este desfile, el resto del grupo, lleno de serenidad, estaba en perfecto silencio, esperando pacientemente que todos hubiesen bebido. Entretanto las estrellas, los planetas y las conste­ laciones, pasaban de oriente a occidente por enci­ ma de sus cabezas en el cielo nocturno. El último bebió y a pesar de aparecer ya en oriente las primeras luces del nuevo día, todos se sentían completamente despiertos. Un suave tono rojizo coloreaba el horizonte. El barquero tomó de nuevo la palabra: — ¡Mirad, igual que las primera luces de la mañana aparecen en el cielo, también para voso­ tros salió en vuestro ser la primera luz de la mañana! Ahora podemos trabajar en el Plan de regreso. Sigamos con nuestra mirada el curso del río tan lejos como podamos. Las miradas se dirigieron hacia el norte. Con las primeras luces del día vieron que, en el horizonte, el río desembocaba en un gran mar. Y detrás de ese mar, sobre una montaña mucho más alta que en la que estaban, vieron un maravilloso Palacio blanco que parecía flotar sobre las nubes. El brillo del sol naciente, cada vez más intenso, les permitía distinguir sus doce puertas. En aquel instante se encendió en cada puerta un Fuego como un saludo desde la le ja n ía .. . Los rayos se deslizaron sobre el mar y sobre la tierra hasta alcanzar la cumbre de la montaña donde estaban. Estos rayos tocaron las antorchas 65

que brillaron nuevamente todas unidas formando un poderoso fuego celeste. Para todos esto era una Fiesta, una maravillosa Fiesta de la Luz. Atentos, los niños miraban las caras radian­ tes a su alrededor. íQué magnífico sería, si un día regresasen al Rey como verdaderos jóvenes servidores, cuando la chispa en su corazón se hubiese vuelto una verdadera antorcha de res­ plandeciente Luz! Después de que los servidores entonaron uno de sus másbellos cantos y los niños los suyos más sencillos, el barquero pidió nuevamente si­ lencio. Su voz era tranquila pero seria: — ¡Amigos que estáis aquí en la montaña, ha llegado el tiempo del verdadero trabajo! Ahora vamos a descender de nuevo juntos por el sendero rocoso y después regresaremos a nuestras casas. Los abuelos y las abuelas no hace falta que regresen si no lo desean. Los doce servidores del Rey les conducirán en seguridad a la otra orilla del mar. Ellos ya se han esforzado, trabajado y sufrido bastante, i El Rey les tiene preparada otra misión! Pero todos los demás, que todavía son jóvenes, sanos y fuertes, aún tendrán que seguir limpiando todo el hollín y humo de a llí abajo. Ahora sabéis mejor cómo se puede hacer esto. A continuación deberán ser construidos doce barcos, para llevar a todos los que quieran regre­ sar a Casa, quienes subirán a los doce barcos, navegarán río arriba y atravesarán el mar para llegar al Reino de nuestro único Rey. Para la construcción de los barcos debe ser utilizado el material mejor y más puro, y tendréis que poner a disposición todas vuestras fuerzas para mantenerlo limpio y puro. ¡No olvidéis nunca la Fiesta de la Luz en la montaña! ¡Su recuerdo os ayudará a superar todas las dificultades! 66

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C a p ítu lo 9

Todos tenían un deseo irresistible de ponerse a la obra lo antes posible. Se empezó por ayudar a los abuelos y abuelas para que pudiesen llegar abajo sin problemas, después los servidores les conduje­ ron hasta el magnífico Barco de Oro. Se despidieron de los demás alegremente, pues sabían que pronto se reunirían con ellos en los barcos que iban a construir. Después de la despedida, los otros regresaron lo más rápido posible a la ciudad y a los pueblos de los alrededores para limpiarlo todo con el agua del río. Finalmente, todo resplandecía como un espejo. Lo importante ahora era conservar todo limpio y puro. Los hombrecillos del dragón ya no existían y el humo y el hollín ya no volaba de un lado a otro. íY sin embargo no siempre era fácil! ¿Cómo era esto posible? Se serraban, se lijaban, se median, se pu­ lían los tablones y al mismo tiempo se cantaba alguna que otra bella y alegre canción. Y sin embargo, de cuando en cuando, alguno miraba ins­ tintiva y desconfiadamente a su alrededor. ¿Habría todavía hombrecillos del dragón? A veces parecía que el trabajo era entorpecido, sin saber nadie el cómo y el porqué, y como si ocurriesen por casuali­ dad pequeños "accidentes". Felizmente, Felipe y algunos de sus amigos observaron, un buen día, qué era lo que ocurría. Felipe, Tomás y Federico habían serrado para uno de los doce barcos algunos tablones de madera, muy bonitos y de una madera preciosa. Los habían colocado cuidadosamente cruzándolos unos sobre otros, dos a dos; dos a lo largo y dos a lo ancho.

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Pero cuando quisieron colocar nuevos tablones enci­ ma, los otros dos habían desaparecido. ¡Sí, desa­ parecido, ni más ni menos...! — ¿Cómo ha podido ocurrir esto? —exclamó Federico indignado. ¿Quién lo ha hecho? — iCuidado Federico! Piensa en la Fiesta de la montaña. Permanezcamos tranquilos y antes de nada busquemos la causa —dijo Felipe para ayudar­ le. Y por suerte Federico se calmó enseguida. Encontraron los tablones detrás del lugar de trabajo medio metidos en un hoyo, desgraciadamen­ te en pedazos y destruidos. ¡Estaban a punto de llorar, se habían acabado las risas! ¡Habían tra­ bajado tanto para dejar bien preparados los tablo­ nes ! Felipe, que era unbuen amigo, dijo de nuevo: — ¡Atención muchachos, sin gemir! ¡Pensad en el Rey! — ¡Eh! —exclamó de pronto Tomás— mirad de­ trás de los árboles, parece que hay dos grandes hombrecillos del dragón. ¡Venid muchachos! ¡Rápi­ do! Y todos corrieron hacia los árboles. Los hombrecillos del dragón corrían deprisa, pero los niños los alcanzaron. — ¡Oh! ¡Son dos niños! —dijo Federico en voz baja. ¡Pero con qué pintas andan! ¡Mirad que sucios están! i Eh vosotros! ¡Esperad un poco! —gritó Federico lo más fuerte posible. Los niños se pararon tan bruscamente que los tres muchachos chocaron contra ellos, se calie­ ron y se revolcaron por el suelo. — ¡Ja, ja, ja ...! —se burlaron los sucios niños. ¡Ahora vosotros también estáis negros! Pero se equivocaron porque el hollín de los niños sucios no quedó agarrado a los muchachos. Se levantaron y Felipe se dirigió hacia ellos. 68

— Decidme... por qué sois tan extraños —pre­ guntó tranquilo. ¿Por qué no ayudáis en la cons­ trucción de los barcos? ¿Habéis roto vosotros nues­ tros tablones? — ¡Sí, y hemos hecho muchas cosas más! —res­ pondieron burlonamente. — No seáis así, pensad mejor en la Fiesta de la montaña —Felipe intentaba hacerles cambiar de conducta. Pero los niños reían aún con más fuerza y gritaron: — Nosotros no fuimos a la Fiesta y no vamos a ir en vuestros barcos, ni nuestros padres tampo­ co. Nuestros padres dicen que todo eso son histo­ rias e inventos del loco barquero. ¡Ahora ya lo sabéis! —dicho esto los niños sucios salieron co­ rriendo a toda prisa. — ¿Qué debemos hacer? —suspiró Federico. ¡Qué triste es todo esto! Ellos no pueden hacer nada porque no han estado en la Fiesta de la Luz y sus padres tampoco y además han escuchado tantas tonterías... —añadió Felipe en voz baja. De alguna manera le daba pena de los niños, a pesar de que se comportaban tan mal. — Venid, cortemos nuevos tablones y coloquémoslos de tal forma que nadie los pueda quitar —dijo un momento después con un tono tan valeroso y feliz como era normal en él. Y así reemprendieron su trabajo. ¡Qué suerte que no se habían enfadado! El resto de la madera había permanecido limpia y pura. Durante el traba­ jo se preguntaban qué podían hacer por aquellos pobres niños tan sucios. De repente se abrió la puerta del lugar de trabajo y entró Kyria: — Hola muchachos, vengo a cepillar tablones —dijo alegremente. Después extrañada se dio cuenta de las caras tan serias que tenían sus amigos.

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— ¿Por qué estáis tan silenciosos? ¿Qué ha ocurrido? —preguntó ella. — Todavía no tenemos tablones para que los puedas cepillar —contestó Felipe, y entonces le contaron la historia de los niños sucios. — ¿Sabéis una cosa? —dijo Kyria. Cuando ha­ yamos terminado el trabajo y los barcos estén listos para partir, sin hacer ruido, sacaremos de la cama a los hombres y a los niños que no quieren venir con nosotros. Les embarcaremos rápi­ damente. Creerán estar soñando y cuando despier­ ten del todo entonces estaremos ya navegando por el río. ¡Se verán obligados a acompañarnos! Felipe rio cariñosamente: — ¿Kyria, crees que eso es posible? ¡Es un plan muy bonito Kyria! Pero no creo que sea posible. Además no creo que eso deba hacerse así. Mientras ellos mismos no quieran, no les traerá ningún beneficio. — De acuerdo, —contestó Kyria, comprendiendo que su plan no podía realizarse— vamos a ver al barquero, él nos aconsejará. — De acuerdo —dijeron los muchachos. Cerra­ ron el taller con cuidado y se fueron a buscar al barquero. Este estaba justo en el tejado de su casa sacando brillo a la cúpula de cristal. Al ver a los niños con aires serios, bajó y escuchó atentamente su historia. — Sí, —suspiró— lo que os ha pasado ocurre a menudo. ¡Una suerte que no os hayáis enfadado! Eso era lo más importante en esos momentos. Y vuestro plan de sacar a todo el mundo de la cama... eso es imposible. En primer lugar compren­ deréis que, en especial a los adultos, no se les puede sacar de la cama y llevar a un barco. Y en segundo lugar, como dijo Felipe, eso no sería lo justo. Un hombre tiene que decidir por sí mismo qué es lo que desea. 70

O bien se queda aquí porque encuentra que es lo mejor, o la suciedad y los descalabros le harán comprender que lo mejor es regresar junto al verdadero Rey. ¿Comprendéis? — Sí barquero, comprendemos —dijo Kyria. Pero aún no estaba totalmente satisfecha e insistió: — Pero ¿qué ocurrirá cuando todos nosotros nos vayamos de aquí? ¡Todo volverá a ensuciarse porque nadie podrá ayudar a los hombres! ¡Enton­ ces no habremos vencido verdaderamente a los hombrecillos del dragón! El barquero colocó una de sus manos sobre el hombro de Kyria y la otra sobre el de Felipe y les hizo girar de tal forma que quedaron de cara a la casa del barquero. — Mirad, queridos niños —dijo— todos se van menos yo. Yo, por el momento, sigo aún en la casa del embarcadero. ¡Mirad mi cúpula de cris­ tal! ¡No es por capricho que la mantengo tan limpia! ¡Ved como bril la ! Llegará un día en que los ojos de los que quedan aquí verán la luz que irradia, el pequeño Fuego del Gran Fuego. ¿Sa­ béis, que también a vosotros os he tenido que esperar muchísimo tiempo? ¡Sin embargo, habéis venido! Los niños afirmaron con la cabeza. Poco a poco iban comprendiendo. — Queridos amigos, un día, todos, hasta los últimos, navegarán hacia nuestro Rey. Y en el último barco también iré yo. ¿Y sabéis quién irá a mi lado, en ese último barco? ¿Lo sabéis? Los niños interrogaban al barquero con la mirada. No... no lo sabían. — Pues bien, voy a decíroslo: Será el rey del dragón y los hombrecillos, el servidor desobe­ diente que hará todo lo posible para poder volver­ se de nuevo un "servidor" y ya no querrá jamás ser por sí mismo rey. 71

— ¿Crees que lo querrá de verdad? —pregunta­ ron los niños. — ¡Por supuesto que sí! ¡Seguro! En lo más profundo de su corazón no pide otra cosa. — Querido barquero, eso será muy bonito —suspiraron los niños. — Pero nosotros no debemos ocuparnos solamen­ te del futuro, niños. Lo más importante para nosotros es el presente. Y ahora hay que construi­ dos los doce barcos. ¿No es así? Como os habéis retrasado un poco en vuestro trabajo, es necesario que volváis a emprenderlo y recuperéis el tiempo perdido tan pronto como podáis. ¡Una vez más se demostró que él era en verdad su verdadero Maestro! ¡Era el Maestro que con sencillez les guiaba, apoyaba, consolaba y ayudaba, pero además les indicaba continuamente los deberes que ellos mismos habían elegido. Finalmente los doce barcos fueron acabados gracias a la unión de los esfuerzos de pequeños y grandes, de jóvenes y adultos. Y cuando llegó el día en que debían partir, pasaron todos al lado del barquero y entonces percibieron nuevamente lo pura que había permanecido su casa desde el principio hasta el fin. Se despidieron de él deseán­ dole lo mejor. El barquero sonreía y les estrechó las manos de todos. Acariciaron al león y al cervatillo, que como fieles amigos seguirían hacien­ do compañía al barquero. Lo último que escuchó de Kyria antes de que subiese por la pasarela fue: — ¡Si podemos convertirnos también en servi­ dores, regresaremos a ayudarle! Traeremos con no­ sotros muchas luces y muchas narraciones acerca de la chispa en el corazón. Entonces se lo contare­ mos a todos los niños que estén todavía aquí, así como usted nos las contó a nosotros. 72

— i Bien, niños, muy bien —dijo riendo— de cuando en cuando iré a ver si llegáis! Y los barcos se alejaron radiantes bajo la luz del sol, radiantes por la Luz de las antorchas que los doce servidores levantaban por encima de ellos. Agitaron las manos, siguieron saludando al barquero, hasta que le perdieron de vista. Ahora el barquero emprendía de nuevo su trabajo desde el principio, un trabajo que conti­ nuamente se repetía, un trabajo que no podía dejarse para más adelante, porque afuera, ante la ciudad, estaba un muchacho, sucio y solitario a la orilla del río. Parecía que esperaba algo. Entonces en el momento en que el primero de los doce barcos empezó a verse, se colocó las manos por encima de los ojos, haciendo de visera, para poder ver mejor. Tenía la vista clavada en la flota, hasta que sus ojos se llenaron de lágrimas. Los barcos avanzaban lentamente. Desde la orilla el muchacho vio lo contentos que iban los pasaje­ ros. Vio la radíente Luz de las antorchas y oyó los cantos. — Era verdad lo que decían —se dijo entre lágrimas, i Y yo no he ido con ellos! Un instante se quedó a llí en profunda deses­ peración. Después se dio la vuelta decidido, se secó las lágrimas con sus sucias mangas, de manera que su cara quedó como a rayas, y con paso resuelto se dirigió hacia la ciudad. Allí dirigió sus pasos hacia el río y llamó despacio a la puerta de la casa del B A R Q U E R O .

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