El arte del sabotaje

El Arte del Sabotaje y otros textos Recopilación de textos publicados en Lápiz. Revista Internacional de Arte y en la Re

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El Arte del Sabotaje y otros textos Recopilación de textos publicados en Lápiz. Revista Internacional de Arte y en la Revista Zut

2012. Anna Adell

Edita Pluma eléctrica www.plumaelectrica.net Twitter: @plumaelectrica

Junio 2012

Presentación En esta miscelánea de artículos se analiza el arte contemporáneo en sus múltiples facetas: desde aquél más crítico con el sistema (hackers, activistas y guerrilleros urbanos) hasta el que sigue el juego a las relaciones de conveniencia que sostienen el mundo del arte (eso sí, minándolo desde dentro); desde el que exacerba la noción de objeto como fetiche capitalista hasta aquél que subvierte el valor de cambio apostando por el arte como regalo. Otros artistas recuperan el poder alquímico de la transmutación de la materia; también los hay que reactualizan antiguas fábulas para desmontar nuevos mitos. Asimismo, cabe no olvidar a aquellos que redescubren la legitimidad del autollamado “arte malo”.

La autora Anna Adell Es licenciada en Historia del Arte (1996) y en Documentación (2005) en la Universidad de Barcelona. Desde 1999 ha publicado artículos de forma periódica en revistas de arte contemporáneo y de actualidad. Para citar algunas: Lápiz: revista internacional de arte (abril 2007-2010), Arte10.com (2005-2007), Zut (nº 7, otoño 2007; nº 10, otoño 2009), o las revistas mexicanas Poliéster (1999) y Replicante (2007). Ha sido la encargada de compilar y redactar textos para catálogos de exposiciones (Drap Art Barcelona, 2007; La Panadería, México, 1998). Ha trabajado como coordinadora de exposiciones en galerías de arte (La Panadería, 1998-1999; BAI, Barcelona, 2000-2001) y centros culturales (entre otros, La Santa, Barcelona, 1999-2000), y como documentalista para casas de subastas (Setdart, Arenys de Mar, 2006-2009, SubastamosArte, 2010-11) y museos (Museo Etnológico de Barcelona, 2008). Posgrado de Análisis de arte contemporáneo (IL3, Universidad de Barcelona, 2011-2012).

Hacia una recuperación del arte como regalo Lápiz: revista internacional de arte, nº 259/260, febrero/marzo 2010. En algunas cuevas paleolíticas se han encontrado, junto a otras muestras de pintura rupestre, manos impresas sobre los muros con las cuales se cree que los asistentes a las ceremonias dejaban testimonio de su participación. Así, mientras el chamán supuestamente trasponía sobre la pared sus visiones místicas y oficiaba un ritual propiciatorio para la caza o la fertilidad, los miembros del grupo sellaban el carácter mágico del evento grabando sus huellas digitales. En época prehistórica el arte irrumpía de lleno en la vida cotidiana y se entendía como una experiencia colectiva liberadora. Desde entonces no ha habido arte tan participativo y democrático. Después, al tiempo que se privatiza (en manos de faraones, cardenales, emperadores y burgueses) y se aleja de la sociedad, va relativizándose su valor cultural a favor del monetario. A mediados del siglo XX el arte hace amagos de volverse a acercar a la vida, aunque sea de manera efímera mediante eventos espontáneos como el happening u otras manifestaciones de arte participativo que actualizan de algún modo el carácter vivencial de esas prácticas ancestrales. Es el caso de aquellas propuestas artísticas cuyo significado depende de la aceptación de un regalo: en ellas convergen actitudes nostálgicas hacia un arte precomercial y preglobalizado, apuestan por la proximidad física y la vivencia colectiva, por recuperar su esencia ritual y festiva. En el regalo, sea material o inmaterial, individualizado o colectivo, tome forma de objeto o de servicio gratuito, vuelve a aflorar el valor de uso, real o simbólico.

Félix González-Torres. Sin título (para un hombre en uniforme), 1991. Montaña de chupetines. Exposición en MALBA, Algún lugar/ Ningún lugar, 2008.

1. Las obras de Félix González Torres se pueden morder, tragar, arrugar y tirar a la basura. Sus pilas menguantes de caramelos y galletas, sus rimeros de láminas o montones de velas tienen algo de vanitas, dejan constancia de la fugacidad de la vida, de lo efímero de lo material al tiempo que algo inmaterial permanece, migra hacia otros cuerpos, los de los espectadores. Pueden ser montañas de golosinas cuyo peso corresponde al de dos cuerpos, el del artista y el de su amante; hojas que evocan la insignia de la aberrante Sociedad Americana del Rifle, o chupetines que tiñen nuestra lengua con los colores de la bandera norteamericana… González-Torres nos invita a llevarnos a casa algo de su amigo enfermo, de esas muertes anónimas por armas de fuego, o símbolos de la violencia que genera

el nacionalismo y el miedo. Lo personal y lo social son indisociables en la obra como lo eran en la vida de un inmigrante homosexual en EUA cuya libertad sentía coartada por políticas conservadoras, intolerantes con las minorías. Pero allí donde el mensaje de las vanitas barrocas era moral y condenatorio, el de González-Torres es de celebración de la vida y de su prolongación metafórica a través de una especie de trasmigración. El acto de renovación del significado acontece al tomar una galleta, comérnosla y guardarnos en el bolsillo la nota que llevaba inserida; al elegir entre dos pilas de hojas con leyendas aparentemente contradictorias (“somewhere better than this place”, “nowhere better than this place”) y llevarnos una de esas láminas enrollada bajo el brazo. Que acabe en la basura es lo de menos, pues el proceso de migración de sentidos ya ha empezado y es infinito porque esos regalos son de “provisión interminable”. Esta especificación (endless supply) aparece en la ficha técnica de todas las instalaciones del artista, concediéndoles el poder regenerativo de un ave fénix. González-Torres llevó la producción en serie más allá de las expectativas de Walter Benjamin. Éste intuía que la desaparición del aura propiciada por la reproducción técnica abriría la posibilidad de nuevas formas de percepción de la obra, menos contemplativas y más comprometidas. Al perder su estatus de reliquia ceremonial, decía Benjamin, permitiría un mayor acercamiento. Paradójicamente, a través del regalo González-Torres recupera en el propio acercamiento llevado al extremo la esencia ritual del arte.

Michel Journiac. Messe pour un corps. 1969. Fotografía de performance. Galerie D. Templon, París.

La visión de la muerte como germen de vida también impregnó algunas acciones de Michel Journiac, como su versión apócrifa del rito de la Eucaristía (Messe pour un corps, 1969), que consistió en el reparto de morcillas cocinadas con su propia sangre entre los “comulgantes”. Su intención no era profanar la religión sino retomar la liturgia eclesiástica para subsanarla de dogmas y prejuicios que niegan el cuerpo y la vida, que reducen el amor a una entidad abstracta e inasible. A través del bello ritual de la transubstanciación transformó la unión simbólica con el cuerpo de Cristo en una comunión fraternal e inscrita en la realidad.

J. Morrison. Let’s eat our arms. 2006-2010. Impresión sobre papel toalla.

Al visitar una muestra colectiva es recomendable entrar en los lavabos porque nos podemos encontrar que el papel higiénico o las toallitas en rollo son piezas de arte desechables. La obra de J. Morrison podía verse en los servicios de la vasta exposición In to me/Out of me (2006), cuyo tema era el cuerpo como lugar de confluencia de conflictos. En las serigrafías de Morrison asoman cuestiones relacionadas con el onanismo, la sodomía, la náusea existencial, la identidad y la antropofagia como metáfora de relaciones de poder. Sus dibujos esquemáticos, con inscripciones del tipo “los flacos no son atractivos”, deudores del lenguaje de cómic, podrían figurar en las puertas de los mingitorios, pues tienen el mismo carácter confesional y el trazo urgente de los graffitis que usualmente encontramos en los baños públicos. Pero el artista opta por un soporte efímero, desechable, cuya finalidad es limpiar nuestras partes más íntimas. Aunque los usos siguen aquí tan abiertos como en González-Torres. También en Morrison el regalo convierte el arte seriado en algo íntimo, personalizado. 2. Cuando el término “placebo” aparece en una obra de González-Torres, como en su instalación de caramelos de 1991, probablemente nos remita a aquellos medicamentos que se toman porque la esperanza es lo último que muere. Pero ante una obra de Carsten Höller ese mismo término adquiere connotaciones muy diferentes. En Placebo (2003) nos tentaba a tomar una píldora de una máquina dispensadora. Conociendo el interés del autor en inducir en el espectador estados alterados de conciencia, en hacerle perder sus referencias espaciotemporales, imaginamos esas píldoras como sustancias psicotrópicas. El artista a menudo ha hecho del espacio expositivo un parque de atracciones psicoactivo, con toboganes, carruseles, amanitas muscaria gigantes, piscinas cuyo baño salino emula la experiencia uterina o plantas que supuestamente predisponen al enamoramiento al desprender ciertas feromonas. Con estas instalaciones interactivas Höller persigue cuestionar la realidad objetiva, estimular la autoexploración y comportamientos improductivos como modos de resistencia ante un mundo que mide al hombre según su rendimiento y competitividad. Placebo suscita cierto estado de euforia sólo con pensar en los efectos de esa píldora que se nos ofrece. Todo efecto placebo es una constatación del alto grado de sugestión que puede alcanzar nuestro cerebro, y

ese es un tema central en la obra de Höller. Yves Klein ya había tratado de expandir los parámetros sensoriales de los espectadores. En la inauguración de la emblemática exposición Le vide (1958) Klein sirvió un cóctel azul ultramar para sumergir al visitante en un estado cercano al nirvana, adecuado para gozar de un arte puramente inmaterial, pues las paredes sólo exhibían su impoluto blanco. Con tal astucia expresaba el artista su concepto de “vacío” influido por la filosofía zen. El azul del elixir simbolizaba el infinito cósmico y al beberlo el espectador trascendía la mera percepción visual para experimentar la obra de arte con todos los sentidos, así que, por lógica aplastante, no necesitaba verla físicamente.

Rirkrit Tiravanija. Acción de la serie Untitled, empezada en 1989, performances en los que el artista cocina para los asistentes.

3. El crítico Nicolas Bourriaud etiquetó como “estética relacional” un tipo de arte que basa su discurso en la relación interpersonal, en el encuentro, en “utopías de proximidad” [1]. A finales de los años noventa empezó a perfilarse como un fenómeno generalizado, quizás propiciado por el progresivo distanciamiento físico que conllevan unas relaciones cada vez más virtuales. Un ejemplo paradigmático es Rirkrit Tiravanija, que organiza comidas, reparte sopas thai, instala un frigorífico lleno de cervezas en la galería o la transforma en una sala de cine alternativo con palomitas gratis. El artista dijo en una ocasión que pretendía bajar del pedestal el urinario de Duchamp, encajarlo de nuevo en la pared y orinar en él. Similar pensamiento le rondaba cuando veía su propia cultura convertida en ready-made, cuando entraba en un museo etnológico y veía antiguas vasijas chinas o pots tailandeses exhibidos en vitrinas. Lo que hace Tiravanija es romper simbólicamente el cristal de la vitrina, tomar los cuencos que necesita para hacer una buena sopa tailandesa y cocinar para los visitantes de sus exposiciones. Pero la meta no es comer o beber gratis, sino que ese banquete incentive el diálogo, el conocimiento del otro. Cuanta más explotación turística sufre un país más se desfigura la apreciación de su cultura. Tailandia cumple esa regla: su nombre nos remite a sexo, playas paradisíacas y masajes. Tiravanija quiere compartir una visión de su cultura liberada del sesgo del exotismo y hacernos partícipes de un tipo de resistencia pasiva de filiación budista contra el proceder individualista que fomenta el capitalismo. Genera comunidades efímeras alrededor de una barbacoa, derriba las paredes de las oficinas y demás espacios privados de una galería para democratizarlos o instala una réplica de su propio apartamento para que el espectador lo use para organizar fiestas o lo que le venga en gana. Creer que convocar gente y hacerla conversar tiene el potencial para cambiar algo del status quo

puede resultar ingenuo a los ojos de un occidental. Y a los ojos de cualquiera no deja de ser contradictorio: hablar de formas altruistas de intercambio desde las galerías de arte más solventes; proponer canales de comunicación alternativos siendo uno de los artistas más ubicuos en las bienales de arte; estar saturado de los ready-made y convertir situaciones enteras de la vida real en readymade, en puros simulacros; o denunciar el elitismo del arte cuando a sus guateques sólo acuden los habituales de las inauguraciones.

Jens Haaning. Weapon production. 1995. Acción. Cortesía Galleri Nicolai Wallner, Copenhague.

En lugar de fomentar el diálogo Jens Haaning contrasta realidades irreconciliables. Ha ideado una serie de “servicios” para inmigrantes que serían poco gratos a las ONGs. Ponen de relieve la imposibilidad de la integración: montó un taller de fabricación de armas para que bandas callejeras se construyeran sus propios explosivos caseros (Weapon production, 1995); abrió una oficina de intercambio de ciudadanías incluyendo a un asesor legal (1998); repartió invitaciones entre extranjeros (turistas o exiliados) para usar gratuitamente un complejo deportivo o visitar un centro de arte (Foreigners free, 1997-2001); colocó un altavoz en un poste de una plaza de Oslo que amplificaba chistes en turco (Turkish jokes, 1994), convirtiendo el espacio público en broma privada de los marginados. Con estas prestaciones a las minorías les ayuda a definir su autonomía invirtiendo de forma eventual el estado de las cosas a costa de alimentar el conflicto y el recelo de las “mayorías”. En otro grupo de obras ha utilizado la práctica del trueque para contrastar otro tipo de realidades: por ejemplo, intercambiando fluorescentes entre una fábrica vietnamita de Copenhague y una galería de la misma ciudad, o agua que trasladó personalmente con un camión cisterna entre la Corea comunista y una ciudad surcoreana en la que se estaba organizando una bienal de arte (Gwanju, 2002). Haaning explota el estatus del arte como zona franca para poner en contacto sociedades incompatibles o que viven en estado de guerra no declarada. Esa confrontación genera tensión y escarba en heridas supurantes.

Así como Haaning responde críticamente al aumento de la xenofobia en su país, Dinamarca, Thomas Hirschhorn ha asestado golpes directos el auge derechista habido en Suiza. En toda la producción de Hirschhorn persiste la voluntad de llegar a los estratos sociales que más sufren los efectos de esa “democracia” perversa. Con muebles y materiales encontrados en la calle ha montado “centros de documentación” en barrios obreros, de inmigrantes y prostitutas, como en el distrito rojo de Ámsterdam, donde ofrecía gratuitamente libros sobre Spinoza en un evento amenizado con conciertos, o en un barrio humilde de Kassel, donde invitaba a los inmigrantes locales a leer a Bataille y a grabar programas en un improvisado estudio de televisión. Hirschhorn ofrece “servicios de biblioteca” a quienes posiblemente nunca hayan pisado una, y los hace partícipes de esos “monumentos” dedicados a personalidades que considera ejemplares por atreverse a subvertir el orden de las cosas desde el arte y el pensamiento.

Félix Pérez-Hita. La cabaña de Unabomber. 2009. Técnica mixta.

El aspecto caótico de las instalaciones de Hirschhorn obliga al espectador a hacer de arqueólogo, a fisgonear entre cachivaches, revistas porno, fragmentos de maniquís y todo tipo de documentación gráfica o textual. Es un desorden deliberado para burlar el énfasis taxonómico de los museos, el didactismo que nos conduce al consumo pasivo de la información. Similar estrategia adoptó Félix Pérez-Hita en la muestra Low Cost (2009), donde expuso una cabaña cuyo interior recreaba el abigarramiento y la capacidad sorpresiva de los antiguos gabinetes de curiosidades. En su caso los “hallazgos” no procedían de viajes exóticos sino de visitas a los Encantes (mercado de pulgas barcelonés) o a bazares chinos. Cada pieza abría a reflexiones sobre las paradojas del concepto de “valor”, como una falsificación de un Picabia hecha por el mítico Elmyr De Hory (cuyas cotizaciones casi hacen sombra a algunos de los artistas imitados), o unas casitas dibujadas por un indigente sudanés que pone precios relativos al número de habitaciones no al tamaño del cuadro. Respondiendo al tema de la exposición, Pérez-Hita emulaba la técnica Ikea de “móntalo tu mismo” con kits de madera de diferentes juegos convertidos por los sobrinos del artista en esculturas abstractas y maquetas de papel para recortar y componer la cabaña de Unabomber. Casi todo (a

excepción del auténtico De Hory) estaba a disposición del visitante, para completar o llevarse consigo. En la barraca confluían reminiscencias de la cabaña que Thoureau se construyó para practicar pacíficamente su “desobediencia civil” y de la choza desde donde Unabomber enviaba sus no tan pacíficas misivas, dos visionarios que por distintos caminos trataron de llamar la atención sobre nuestra progresiva pérdida de libertad. Desde su cabañita también Pérez-Hita conspiraba a favor de la desobediencia, en este caso, contra el gran Arte. En un monitor podían verse algunos vídeos relativos a su concepto de “arte sin artistas”. Así, en pseudo-Christo (2007) reivindicaba la artisticidad de “envoltorios casuales” de fachadas a restaurar, cuya belleza efímera poco tiene que envidiar a los costosos embalajes de Christo [2]. Si para Duchamp la mirada del espectador rubricaba una pieza como obra de arte y para Barthes el artista muere en el palimpsesto de lecturas que se hacen de su obra, Pérez-Hita considera prescindible su mera existencia. 4. Que ciertas tribus amerindias sustentaran sus relaciones sobre la base del despilfarro no fue fácil de digerir para la mentalidad capitalista. Hizo falta que varias generaciones de antropólogos ilustraran con ejemplos y metáforas el fenómeno del potlatch o intercambio de dones para que se levantara la prohibición de su práctica entre los indígenas. Paradójicamente, cuando ya no representó ningún peligro para la hegemonía consumista, más allá de ser reducido a la categoría de vestigio exótico empezó a perfilarse el poder subversivo de esta costumbre ancestral desde el punto de vista simbólico. El potlatch llevado al extremo conduce a la destrucción de la propiedad, por lo que, desde los años cincuenta, ha respaldado movimientos contraculturales opuestos al mercantilismo del arte. El primero en reivindicarlo fue la Internacional Letrista (germen del Situacionismo), cuyo boletín divulgativo, Potlatch, “tomó el nombre de esta forma precomercial de circulación de bienes fundada en la reciprocidad de regalos suntuosos” [3] porque promovía el libre intercambio de deseos, de experiencias psicogeográficas e insultos, Debord dixit. El potlatch primitivo también podía ser insultante, según lo cuenta Bataille, si el que recibía un regalo no lo devolvía con usura. Las donaciones eran un desafío para el obsequiado porque se veía obligado a ofrecer una dádiva aún más preciada, lo que llevaba a la ruina a muchos jefes que terminaban incendiando sus propias aldeas, eso sí, su rango se salvaba de la quema. Esta forma veleidosa de ganar y perder prestigio, de redefinir continuamente los vínculos sociales, junto con el valor mágico y mítico del don, ha interesado también a movimientos internacionales como el mail art.

Ray Johnson. Ray Road, 2002. Foto-collage perteneciente al proyecto “add-to-and-send” Philip Guston's Bat Tub. Creado para la exposición El Camino en Brasil.

Con razón Robert Filliou llamó Eternal Network al arte postal: sus miembros pueden ir cambiando pero la estructura nunca muere, siendo el regalo su argamasa. El envío de obras artísticas como regalo fue reescribiendo las relaciones interpersonales y ramificándolas hasta alcanzar un nivel planetario. La propia naturaleza descentralizada y transversal del mail art ha auspiciado actitudes utópicas y militantes contra el sistema de jerarquías del arte institucional. Aunque lo cierto es que no nació con la intención de democratizar el arte sino por el narcisismo de un artista, Ray Johnson, que en los años cincuenta empezó a mandar sus collages a coleccionistas y a la élite intelectual neoyorquina. Especialmente ocurrente fue su idea de mandar obras para ser completadas por el destinatario tal como rezaba en el envío, “Add & Pass”, que a su vez debía remitirlas a un tercero. Gracias a este método y a la popularidad de Johnson entre lo miembros de Fluxus la cadena de este singular potlatch empezó a crecer de forma exponencial. Instigador de un particular anarquismo ontológico, Hakim Bey imagina en un reino ajeno al Capital un arte inmediatista [4] basado en una “economía del regalo […] de persona a persona” que no requiera de un “paramedio espectacular”. Lo ejemplifica con el arte postal de los años setenta, cuando aún se mantenía fiel a su esencia clandestina y no vendible. Su error, dice el autor, fue primar la comunicación virtual. El inmediatismo no sólo se manifiesta en esquivar el dinero y los media sino que se concretiza en el encuentro real, efímero y secreto. El intercambio de regalos, materiales o inmateriales (música, comida, bebida, sexo) sería un componente básico de esta desviación temporal del ciclo “trabaja-consume-muere” [5]. Estas evasiones temporales, obviamente, no reclaman la vuelta a una sociedad pre-tecnológica. De hecho, a Hakim Bey se le considera gurú del activismo en la red, pues fue de los primeros en descubrir su potencial para usos de sabotaje informativo. Uno de los fenómenos emblemáticos del arte activista en la era cibernética sería la creación de identidades múltiples como Luther Blissett o Karen Eliot, en nombre de los cuales se construyeron mitos sobre lumbreras literarias o genios artísticos que colaron sin esfuerzo en la prensa y en el mundo del arte [6]. Además de mofarse de la

mitomanía alimentada por la mercadotecnia se desarrollaron “derivas psicogeográficas” desde Radio Blissett que incluían intercambios de regalos relacionados con el tema de cada programa [7]. Todos los participantes respondían al nombre de Blissett, tanto el locutor como los miembros de las “patrullas” que deambulaban por la Bolonia nocturna buscando enclaves necesitados de “ataques psíquicos”. Se encendieron hogueras ante proyectos urbanísticos megalómanos, se organizaron “orgías psicosexuales” ante estatuas devocionales y se ocuparon autobuses de línea para montar fiestas itinerantes. La entrega de regalos reforzaba la imagen de Blissett como un Robin Hood urbano, pues el locutor además de coordinar los movimientos de “guerrilla” de sus incondicionales los enviaba a atender las dolencias o caprichos de los oyentes que llamaban para pedir una aspirina o una pizza. El programa se emitió desde una emisora alternativa de izquierdas durante dos años, inaugurándose significativamente tras la primera victoria electoral de Berlusconi (1994).

Gordon Matta-Clark y Juan Downey. Fresh air cart. 1979. Fotografía de acción.

5. Pero el traje de Robin Hood se ajustaría mejor al talle de Gordon Matta-Clark, que ocupó el espacio público con acciones menos intimidatorias y más poéticas, especialmente cuando estaban destinadas a mejorar la “calidad de vida” de los indigentes de Nueva York: durante toda la noche confeccionaba “jardines relámpago” para que despertaran en entornos embellecidos; construyó muros con botellas de vino desechadas para los que dormían bajo el puente de Brooklyn y les hizo una barbacoa para inaugurarlo; bajó al subsuelo de la ciudad en una búsqueda metafórica de formas de vida sepultadas bajo la progresiva privatización del suelo y la consiguiente estratificación social. En 1973 recorrió el distrito financiero de Nueva York montado en un carrito con un tanque de oxígeno ofreciendo “aire fresco” a los transeúntes para socorrerlos de la polución capitalista y medioambiental (Fresh air cart). En la década siguiente Krzysztof Wodiczko tomaría el relevo en las calles de Nueva York al repartir casas nómadas entre los vagabundos. El armazón era un carro de supermercado que daba cobijo y permitía el almacenaje. Su actitud era menos transgresora que la de Matta-Clark, contó con el

beneplácito del ayuntamiento y, aunque supuestamente había realizado con conciencia encuestas y estudios de campo antes de empezar el diseño, no contó con que esta especie de minibar ambulante transformable en catre, en lugar de preservar su intimidad los expondría más a la curiosidad ajena. Quizás formaba parte de su proyecto poner en evidencia el alarmante número de homeless, problema endémico de la ciudad, pero el caso es que al cabo de unos meses los vehículos fueron confiscados por el gobierno por “atraer demasiado la atención”. Desde entonces (1988), el artista ha seguido diseñando artilugios para el pobre pero ha olvidado la fase del “regalo” colocándolos directamente en el museo, como reliquias de lo que no pudo ser.

Colectivo Cambalache. Billete del Niño Jesús, 2001.

En los años noventa empezaron a cuajar en asociaciones vecinales los llamados Bancos de Tiempo, un sistema informal de intercambio de servicios. El tiempo invertido en cada actividad se convierte en moneda de cambio, con lo que se obvian los efectos alienantes del dinero. Así, desde centros urbanos del primer mundo se adoptan métodos de comercio alternativo que subsisten desde época prehispánica en comunidades andinas y otras zonas rurales latinoamericanas. El Colectivo Cambalache ha viajado por el extrarradio de las urbes colombianas y por las comunidades rurales del país donde los motivos del trueque de bienes y saberes suelen ser de primera necesidad. En ellos se inspiran sus actividades al tiempo que evocan la carga simbólica del trueque en las culturas precolombinas. Se dieron a conocer con A toda mecha (1998), un servicio de peluquería nómada en las calles de Bogotá. Después, con el Museo de la Calle han recorrido Medellín y otras ciudades con su colección eternamente renovable mediante el trueque. Con una carretilla traqueteante incursionan en barrios variopintos ofreciendo al viandante transporte y bienes intercambiables. La idea es trazar un nuevo mapa que refleje la complejidad real de la trama urbana, de modo que el trueque ponga en contacto realidades disociadas, confronte deseos y necesidades. Asimismo, desde 2002 organizan trueques musicales en varias ciudades europeas (Torino, Kassel…) invitando al transeúnte a pinchar o cantar sobre una plataforma ambulante. Los artistas espontáneos, sean cantautores enamorados o hiphoperos inconformistas, encuentran un canal fresco para expresar demandas y vivencias que nunca hubieran coincidido en ese ágora provisional. La coletilla “sin miembros” del Colectivo Cambalache enfatiza su idea de continuidad más allá del relevo de sus integrantes, de forma similar al mail art, a la identidad múltiple de Luther Blisset o al “arte sin artistas” propuesto por Félix Pérez-Hita. La percepción del arte como regalo lleva implícita la desintegración simbólica del autor. Si por un lado el don y el trueque vinculan al arte con costumbres ancestrales y tratan de sacudirle el polvo acumulado tras décadas de espectáculo, por otro, ambos conceptos son reivindicados por los más férreos defensores del software libre. Rick Prelinger, creador de un ingente archivo digital de material fílmico reutilizable gracias a licencias libres, afirma: "Debemos situar la cultura más allá de la propiedad intelectual, no enfocarla a la noción de dinero sino a la de regalo, respeto e intercambio” [8]. Opina que la ubicuidad de una obra, su libre circulación, también a través de la copia, aumenta su valor cultural, “aunque el dinero no

cambie de manos”. De acuerdo con su idea de intercambio, “trabajar en el ámbito de la cultura puede ser subversivo y tener mucho sentido”. 1 Epígrafe usado por Nicolas Bourriad en Estética relacional, Ed. Adriana Hidalgo, pág. 15 2 Pseudo-Christo (Barcelona), 2007 en http://felixph.blogspot.com/2007/07/man-man-en-tv-lata.html 3 The Role of Potlatch, Then and Now Guy Debord, Potlatch n.30 (1959), traducido por Reuben Keehan en http://www.cddc.vt.edu/SIOnline/si/potlatch.html 4 Hakim Bey, Inmediatismo: radio sermonettes, en http://caosmosis.acracia.net/?p=13 5 Un Potlatch inmediatista, Ibid. en http://caosmosis.acracia.net/?p=13 6 El inexistente Darko Mave llegó a exponer en la Bienal de Venecia 7 www.lutherblissett.net/archive/283_en.html 8 http://www.mediateletipos.net/archives/6547

Algunas aproximaciones del arte al género del terror Lápiz: revista internacional de arte, nº 258, diciembre 2009. La novela gótica puso las simientes de lo que hoy seguimos vinculando al género de terror: cementerios, castillos ruinosos, criptas, espíritus demoníacos… Las ambientaciones melancólicas y lúgubres que caracterizaron esta literatura dieciochesca respondían al gusto medievalista del Romanticismo. La novela de terror, sin embargo, fue desarrollándose de acuerdo con las obsesiones de cada época: en el siglo XIX, Frankenstein de Mary Shelley digería los temores derivados del vertiginoso desarrollo científico que conllevó la revolución industrial; en el XX, Sigmund Freud nos enfrentaba con nuestros miedos reprimidos al tiempo que, con su definición de lo siniestro, el terror se adhería a la cotidianidad, lo familiar se tornaba amenazador. El arte contemporáneo interesado por el género del terror bebe de fuentes literarias y cinematográficas en las que persisten tanto el cliché gótico como las dos líneas citadas: los límites morales a la experimentación científica (ahora concretizada en el alcance de la biotecnología y la clonación) y el análisis post-freudiano de identidades perturbadas, atrapadas en el laberinto de conciencias lastimadas.

Anthony Goicolea. Undertow. 2003. Fotograma de video.

Junto al miedo entendido como sentimiento innato de cualquier especie animal que pone en alerta ante situaciones de peligro real, nuestras sociedades elaboran formas cada vez más sofisticadas de miedo inducido. El terror prefabricado no sólo siembra el odio entre los pueblos sino también conflictos a nivel anímico, pues al manipular nuestras emociones resquebraja la forma connatural de percibir y sentir. Vislumbrar, aunque sea por un instante, la demencia que corroe el alma de uno mismo es quizás la imagen del terror por antonomasia, pues no hay forma de huir de la propia psique. La película El otro, de Robert Mulligan, lo ilustra en una escena turbadora: cuando el niño protagonista entreve el fatal desdoblamiento de su personalidad al ser arrastrado hasta la tumba de su hermano gemelo, a quien hasta entonces su mente enferma había culpado de sus propios actos diabólicos. Existen paralelismos estéticos y conceptuales entre este film de los años setenta y la obra fotográfica de Anthony Goicolea: adolescentes de rostros cándidos con tendencias sádicas, que se escudan de sus propios traumas refugiándose en un mundo imaginario del que ya no regresarán, donde paisajes de ensueño se tornan escenarios de delirante pesadilla. En los videos y las fotografías de Goicolea, pandillas de seres clónicos se entregan a rituales secretos y juegos prohibidos que denotan comportamientos esquizofrénicos. El propio artista, vestido de colegial, cede su rostro a los depravados estudiantes que celebran orgías sangrientas, comiéndose unos a otros, intercambiando fluidos corporales, o poseídos por una risa incontrolable que los hace caer por las escaleras hasta

terminar retorciéndose de dolor. Hábitos anodinos se convierten en conductas que escapan al control del sujeto sumiéndolo en una psicosis irresoluble, como aquél niño “comedor de uñas” (Nail biter, 2002) que se las arranca de forma compulsiva en un ademán repetitivo, como si fuera un autómata programado para anegarse bajo una montaña de sus propias uñas. Grabado con una cámara infrarroja de visión nocturna (nightshot), sus ojos refulgen demoníacos en la oscuridad. Las entrañas de un espeso bosque o el fondo del mar se asocian frecuentemente con lo misterioso, con fenómenos que desafían nuestro entendimiento. Precisamente son estos los enclaves elegidos por los engendros de Goicolea: en su huída perpetua, los encontramos flotando bajo el agua, cobijándose en cabañas o graneros de frondosas florestas. Pero la libertad les está vedada: aunque han abandonado la rigidez y las convenciones de la sociedad adulta, su crueldad los impide sobrevivir con sus propias reglas. Terminan envenenándose unos a otros (Tea party, 2004), planeando secuestros y violaciones (Kidnap), anclados como boyas en el fondo marino (Undertow). La educación represiva ya hizo mella en sus cerebros, homologados, producidos en serie. Los miedos impuestos (el temor a ser diferente, el sentido de culpa, los tabúes sexuales) refrenan sus instintos más básicos, alienándolos, convirtiéndolos en monstruos. El video Amphibians (2002) resume, con la metáfora de los batracios, la condición equívoca de estos duendes traviesos: se multiplican en un ritmo creciente al tiempo que corren por caminos trazados en la espesura, como perseguidos por algún animal salvaje, y se arrojan al mar uno detrás de otro, desprendiéndose de sus capas rojas. En la ambigüedad de estos seres se aúnan remembranzas dispares: la vulnerabilidad de la caperucita roja y el terror ancestral que encarnan los encapuchados que habitan el bosque infranqueable de The village, film de Night Shyamalan. Atmósferas surreales de cuento de hadas, referencias a la biotecnología, identidades fluctuantes (ahora encarnadas por niñas prepubescentes), reaparecen en las fotografías de Anna Gaskell. En las series Wonder y Override (1997), jovencitas vestidas con delantales de estilo victoriano, inspiradas en la Alicia de Lewis Carroll, retozan como ninfas por prados esmeralda, pero su atravesar el espejo acaba siendo traumático. En ese universo de reglas invertidas donde todo es posible, se desatan las fuerzas destructoras que anidan en las almas gemelas de estas niñas de rasgos finos y cabellos sedosos. Alicia termina por perder la noción de su propio cuerpo: como en un cristal hecho añicos, imágenes fragmentarias de piernas y brazos se reflejan hasta el infinito.

Anna Gaskell. Untitled n. 60 (by proxy, 1999. Impresión cromogenética, montado en acrílico. Solomon R. Guggenheim Museum, New York.

Sobre praderas sembradas de algodón, enfermeras vestidas de impoluto blanco comparten complicidades que no logramos entender. Encuadres sesgados, cofias recortándose sobre un cielo de nubes negras, primeros planos de piernas enfundadas en medias blancas tapándonos la visión, predicen algo sombrío. El título de la serie, By Proxy (1999), nos remite al llamado “Münchausen syndrome by proxy”, una patología consistente en infligir lesiones a aquellos que dependen de uno para después poderlos curar. Estas fotos evocan lejanamente el caso de una enfermera (Genene Jones) que inyectó dosis no prescritas de medicamentos a niños del hospital en el que trabajaba, causando involuntariamente su muerte cuando lo que patéticamente pretendía era sentirse necesitada. El contraste entre los límpidos celajes de unas imágenes y la atmósfera ominosa de otras reflejan el desequilibrio emocional, la pérdida del sentido de realidad, la ambigüedad de sentimientos que rigen una consciencia trastornada. Similar secretismo guardan celosamente las jóvenes científicas de Resemblance (2001); despiertan nuestra inquietud esos planos picados sobre batas blancas haciendo coro alrededor de un insólito experimento, a saber, dar nacimiento a una progenitora artificial. Los papeles se invierten, las hijas modelan a su madre ideal revelándose así contra su propio pasado. Recordamos a Hadaly, una androide que responde a los preceptos masculinos de mujer ideal en La Eva Futura. En esta novela premonitoria de Villiers de l’Isle-Adam (escrita en 1886), un científico rescata la belleza sobrehumana de una mujer de cerebro estéril para hacer una réplica inteligente que libere el alma cautiva de su amigo, atrapado entre la obsesión por un ideal y la realidad de una mente mediocre que repudia. Gaskell concede a la infancia femenina el poder de jugar a ser dioses, terreno hasta ahora acotado al mundo adulto y, generalmente, masculino. Otra fuente literaria, la novela gótica Rebecca (Daphne du Maurier), sirvió a Gaskell para recrear la atmósfera inquietante de Half life (2002), donde la figura de una mujer a la que jamás vemos el rostro se insinúa a través de sombras deslizándose por majestuosos aposentos, o bien recortándose su silueta en un ángulo de la imagen, siempre de espaldas, a menudo desde una visión cenital. Ángulos oblicuos, desenfoques, juegos de luces, picados y contrapicados, sugieren la presencia espectral de un intruso que en la novela (y en la versión cinematográfica de Hitchcock) se concretizaba en la difunta Rebecca, cuyo magnetismo perduraba más allá de la muerte, cuyo glamour sublimado por aquéllos que la conocieron martirizaban a la que vino a ocupar su lugar al casarse con su marido. Pero no es el argumento lo que interesa a Gaskell sino el poder de sugestión capaz de desquiciar la mente y convertir un palacio en una prisión.

Jane & Louise Wilson. Stasi City. 1997. Detalle. Proyección de laserdisc en círculo. MIT List Visual Arts Center.

Los fantasmas del pasado también merodean por las lúgubres arquitecturas elegidas por Jane y Louise Wilson para construir video-instalaciones envolventes, que obligan al espectador a experimentar el espacio de forma subjetiva. El uso de múltiples pantallas revistiendo completamente las salas, la reconstrucción tridimensional de objetos que aparecen en las grabaciones, sonidos que intensifican el suspense y la colocación de espejos que favorecen la diversificación de perspectivas son recursos que simulan una prolongación del espacio fílmico en el físico. Las Wilson emulan la capacidad hipnótica del cine para adentrarnos en lugares psicológicamente cargados y hacernos lidiar con nuestros propios miedos. En Crawl Space (1995), vídeo protagonizado por las dos hermanas Wilson, las citas cinematográficas son literales: la cámara las persigue por interminables pasillos de puertas batientes, con largos travellings que recuerdan El resplandor (S. Kubrick); el papel agrietándose en una de las paredes remeda una escena de Repulsión (R. Polanski), mientras que el plagio de la posesión demoníaca en El Exorcista se manifiesta en fenómenos de telequinesia y, sobretodo, en la inscripción de unas misteriosas palabras en el vientre de una de las chicas. Si Crawl Space fue un compendio paródico de elementos característicos del género del terror, en los trabajos posteriores la sensación de miedo emana de la propia arquitectura, pues generalmente se trata de edificios institucionales abandonados que nos confrontan con los posos que la historia reciente ha dejado en nuestras psiques. En el caso de Stasi City (1997), las Wilson filmaron el interior del antiguo cuartel de la policía secreta de la Alemania Oriental. La cámara se desplaza lentamente por corredores que conectan oficinas desangeladas, archivos vacíos, celdas de puertas acolchonadas destinadas a interrogatorios; zooms esporádicos descubren cámaras de vigilancia estratégicamente camufladas; salas de hospital con las paredes descascarilladas traen a la memoria macabros experimentos médicos; sonidos mecánicos o de puertas desplazándose sobre sus goznes contribuyen a mantener el suspense. Las Wilson aprovechan su condición de gemelas para desestabilizar nuestras percepciones e intensificar el poder alienante de la arquitectura: figuras anónimas uniformadas se entreven a modo de piernas perdiéndose sobre un montacargas o flotando ingrávidas por el espacio. La cámara revela la complejidad laberíntica y los recovecos de la estructura panóptica de este mastodonte burocrático. La austera geometría de la distribución espacial es enfatizada por los encuadres, el movimiento de cámara, el solapamiento de puntos de vista en las diversas pantallas de gran formato y la

reproducción a tamaño real de puertas entornadas dispuestas en hilera en la sala de exposición. De nuevo recordamos El Resplandor, la idea de laberinto y las simetrías perfectas de los largos pasillos habitados, curiosamente, por gemelas espectrales. Aunque es a Andréi Tarkovski a quien las Wilson reivindican como su mentor por su maestría en generar, casi sin palabras, espacios psíquicos que, como en Stalker o Solaris, nos precipitan a niveles de conciencia de uno mismo que lindan con la enajenación. No es necesario escarbar en los escombros de sistemas totalitarios extintos para encontrar escenarios dignos de películas de terror. Edward Kienholz nos paseó por los márgenes más lúgubres de una sociedad americana en plena gestación del sueño democrático y consumista. Evocó, mediante sobrecogedoras instalaciones, la soledad y el miedo de los que esperan la muerte, víctimas del racismo, de prácticas abortistas clandestinas, o de ese lento fenecer que acontece en prostíbulos y manicomios. The State Hospital (1966) escenificaba una celda de hospital psiquiátrico herméticamente cerrada, con una pequeña ventana entre cuyo enrejado podía asomarse el espectador. El interior mostraba una litera ocupada por una figura atada a los barrotes. Una especie de casco de escafandra cubría su cabeza, en cuyo interior nadaba un pez negro. El cuerpo, esquelético y apergaminado, yacía exánime. Al pie de la cama, un orinal. En el colchón superior yacía una réplica exacta de esa figura, rodeada de un tubo de neón en forma de globo saliendo de la cabeza del de la cama inferior. Kienholz tomaba prestado ese signo propio de los tebeos, denominado bocadillo, para visualizar lo que el personaje pensaba sobre su propia condición, imaginando ser un pez atrapado en una pecera, mantenido en vida con los mínimos elementos que garantizaran su triste subsistencia.

Janet Cardiff & George Bures Miller. The killing machine. 2007. Instalación con audio. Fotografía: Seber Ugarte.

En La colonia penitenciaria, Kafka describe un instrumento de tortura que mata al reo cincelando en carne viva el motivo de su condena. En él se inspiraron Janet Cardiff y George Bures Miller para diseñar The Killing machine (2007), una especie de silla de dentista provista de brazos mecánicos rematados con agujas. Al entrar en una sala oscura, el visitante debe apretar un botón para hacer funcionar la maquinaria: los brazos articulados se ponen en movimiento danzando al son de tambores

fúnebres que activan unas poleas eléctricas. Se encienden focos y monitores de televisión que dan espectacularidad al evento mientras sombras de escalpelos gigantes se proyectan sobre las paredes. Imaginamos a la pobre cobaya atada en el asiento y recordamos al preso de la Inquisición descrito por Edgar Allan Poe en El pozo y el péndulo, que ve avanzar sobre su pecho inmovilizado, en un lapso interminable, la cuchilla de un enorme péndulo. Pero no hace falta recurrir a personajes de ficción, cuando la pena capital sigue aplicándose impunemente y el récord de condenas recae en el país que más alardea de democracia. Aunque huyendo del melodrama, la felpa rosa que tapiza el asiento y una bola de espejos de discoteca aportan el contrapunto cómico. La tragedia y la ironía que tan brillantemente confluyen en el universo kafkiano son retomadas por estos artistas para constatar que el mundo se ha vuelto tan absurdamente cruel como vaticinó el escritor checo. La amenaza de castigo, individual o colectivo, sigue siendo la herramienta con la que los gobiernos ejercen su autoridad. Al sembrar el pánico con lo que es dado en llamar “cultura del miedo” (virus pandémicos, ataques terroristas, calentamiento global…) confían en generar entre la población un vago sentimiento de culpa. Pues, a pesar del ateísmo general, el legado religioso sigue afectando nuestros parámetros morales. El filósofo Sören Kierkegaard, en su ensayo Temor y temblor (1843) reflexiona sobre las contradicciones entre la fe cristiana y el entendimiento, poniendo como ejemplo el episodio bíblico del sacrificio de Isaac: Abraham se vio en la encrucijada de elegir entre obedecer a Dios (matar a su propio hijo) o al sentido común. Su acatamiento de la orden divina sólo puede leerse como una fe en el absurdo, concluye Kierkegaard, esto es, confiar en una intervención celestial que nos salvará. La instalación homónima del artista Grzegorz Klaman, Fear and trembling (2007) retoma la idea del sacrificio a la que nos ha familiarizado la religión, en este caso, al sufrimiento infligido a uno mismo en nombre de la fe. Figuras arrodilladas se mecen mecánicamente dándose golpes contra una pared, como presas del histerismo o en estado de trance. Bajo sus largas capas negras asoma ropa occidental indicativa de distintos estratos sociales, pues la suspensión absurda del raciocinio en forma de fe ciega y fundamentalismo no es exclusiva de ningún dogma.

Jeff Wall. Dead troops talk. Fotografía. Transparencia en caja de luz.

Otro tipo de fanatismo, el patriótico, es también indicativo de la naturaleza autodestructiva del hombre. Jeff Wall, comentarista satírico de la realidad contemporánea, en Dead troops talk (1992) y Vampire’s picnic (1991) toma prestada la estética hollywoodense de clásicos del terror para

caricaturizar las veleidades de la historia reciente y de las relaciones sociales. En la primera de las fotografías, soldados soviéticos que, según reza el subtítulo, han sufrido una emboscada en Afganistán, yacen muertos en un barranco. La nota macabra es que son muertos vivientes con sesos y tripas desparramados parloteando sobre su propia situación: mientras unos juguetean estúpidamente con sus propias vísceras, otros dialogan, meditan o simplemente observan. La escena final responde a un minucioso montaje digital de fotografías aisladas de cada grupo. Como en las pinturas épicas de género bélico, observamos diferentes actitudes en el campo de batalla, salvo que en Dead troops talk no hay héroes, sólo vencidos, peleles de la superpotencia de turno. Wall, sirviéndose de un despliegue técnico más cercano al cine que a la fotografía (a nivel de interpretación, maquillaje, iluminación, edición…), parodia el proceder de la pintura de historia y la fotografía documental, que cuelan ficciones que se asumen como hechos, que con fines propagandísticos enaltecen las miserias humanas. Los zombis de Wall, como los de George A. Romero (La noche de los muertos vivientes, 1961) no encarnan al mal que destruye a la humanidad sino que destapan la propia tendencia de los hombres al mutuo aniquilamiento. En Vampire’s picnic hombres y mujeres, blancos y negros, viejos y jóvenes, se devoran unos a otros. La escena se ambienta en un claro de bosque donde tuberías de agua rotas y una cabaña a medio construir anuncian el colapso de la civilización. Las relaciones tiránicas, el vampirismo como metáfora de codicia extrema que se contagia como un virus, parecen ser la causa. Cindy Sherman, como Wall, fue pionera en el uso de la fotografía escenificada, construida como si de un fotograma cinematográfico se tratara. En los años setenta inició la serie Untitled Film Stills, en las que se autorretrataba representando diferentes patrones femeninos prefabricados por los media. Buena parte de estas fotografías recreaban una atmósfera de suspense típica del cine negro, en la que mujeres de aspecto vulnerable parecían asustadas por una presencia que no llegamos a ver. El supuesto intruso ocuparía el ojo de la cámara, lo mismo que el espectador. En una serie posterior, Horror Pictures, ese voyeurismo masculino se deja de sutilezas para pasar a un acoso letal: rostros desencajados, descompuestos en rictus extraños, son la pura imagen del pánico a la propia muerte, que se sabe inminente. Primeros planos claustrofóbicos subrayan el aspecto grotesco de esos semblantes, hechos de prótesis y máscaras sin resquicio de humanidad. Sherman parece querer penetrar en el interior de esas criaturas devoradas metafóricamente por la cámara, por la avidez de una mirada que las obliga a verse vulnerables. Imaginamos detrás del objetivo al serial killer de Peeping Tom, la película de Michael Powell que relata la perversa patología de Tom, quien sólo es capaz de obtener placer filmando el terror impreso en los rostros de sus víctimas cuando descubren la cuchilla escondida en el trípode. La cámara se convierte en apéndice fálico. Los ojos desorbitados y los gestos encrespados de las mujeres podrían haber inspirado Horror Pictures, donde de nuevo la perspectiva del criminal, de la cámara y del espectador coinciden, haciendo a este último cómplice del deleite depravado del primero.

Lucy Stevens. Cripta de Santa Maria della Concezione, 2008. Pieza sonora.

Desde pequeños somos asaetados por nuestros mayores con dardos envenenados de miedo para manejar nuestras emociones e inculcarnos su propia moral. El poso terrorífico de los cuentos infantiles, que había sido tratado por Sherman en Fairy tales para dar rienda suelta a deseos reprimidos y exorcizar nuestros demonios interiores, reaparece en la obra de Lucy Stevens, quien con instalaciones sonoras como What was that? (2005) nos prepara un reencuentro con temores y supersticiones que creíamos superadas. Para ello se sirve de tecnología binaural, consistente en la grabación de sonido usando micrófonos inseridos en los oídos, que permite reproducir una experiencia auditiva tridimensional, muy similar a cómo funciona la escucha humana. En la citada instalación, conduce al visitante por cuartos oscuros sólo habitados por voces susurrantes, gemidos, chirridos, golpes y largos silencios, que nos introducen en una trama que entretejemos individualmente con nuestro acervo de películas de terror y tópicas pesadillas infantiles. Luces refulgentes nos obligan a mirar debajo de una cama y dentro de un armario, haciéndonos sentir de nuevo el miedo al Coco que venía a perturbar nuestros sueños si no éramos buenos. Stevens logra dislocar nuestros sentidos, pues la técnica binaural permite combinar infinidad de registros, hacernos escuchar palabras que parecen apenas musitadas a nuestro oído al tiempo que voces distantes y envolventes; confunde nuestras percepciones al imposibilitar la distinción entre sonidos reales y grabados. Unheard sounds es una obra puramente sonora, que el espectador (o más bien, oyente), recorre con auriculares. Sin apoyo de ningún recurso visual nos colamos en la piel del narrador, con quien compartimos su manía persecutoria. Nos hace imaginar sombras por el rabillo del ojo, oír pasos, nos hace sentir la humedad asfixiante de un supuesto sótano, hasta que un elocuente silencio revela su muerte violenta, hecho que convierte su paranoia en realidad. Otras piezas sonoras nos trasladan mentalmente a lugares de por sí sobrecogedores como la cripta de Santa Maria Della Concezione, en Roma (decorada con frailes momificados y miles de huesos), o cargados de historia como el Castillo de Nottingham. Convertido en museo, éste ofrece visitas guiadas que dan cuenta de un turbulento pasado (incendios, motines…) Stevens compuso lo que podemos llamar una audioguía alternativa en la que salpimentó los datos históricos contados por los guías locales con rumores sobre espíritus condenados a vagar entre las vetustas paredes (a menudo

comentados por los propios visitantes), súplicas susurradas a nuestro oído, ruidos de cadenas arrastrándose, campanas repicando... Viajamos en el tiempo y en el espacio sin necesidad de abrir los ojos, como si recuperáramos el poder sugestivo de las emisiones radiofónicas de antaño. Chismes tétricos se mezclan con la historia oficial desautorizándola, al tiempo que excitan nuestra fascinación morbosa por los cuentos de terror.

Corinne May Botz. Fotografía de la serie The Nutshell studies of unexplained. Reunidas en forma de libro publicado por The Monacelli Press, 2010. Se ha definido a Stevens como psicogeógrafa, categoría que también podría aplicarse al trabajo de Corinne May Botz, pues en varias series fotográficas estudia los efectos de la arquitectura sobre los estados emocionales. En Haunted House, como Stevens, recogió narraciones orales, en este caso, historias contadas sobre casas embrujadas. Recorrió Estados Unidos en su búsqueda, dejando constancia visual de ello con más de un centenar de fotografías. En ellas huía de los trucos y el efectismo de la fotografía de espíritus: no vemos siluetas blancas deslizándose por las escaleras ni rastro de fenómeno paranormal en ninguna de las imágenes. Sin embargo, Botz nos predispone a poblar con nuestros propios fantasmas esos vacíos melancólicos que conservan muebles vetustos y polvorientos, cortinas de encaje deshilachado que no sabemos qué esconden, escaleras empinadas, boardillas con suelos de tablas que imaginamos crepitar a nuestro paso. Un tiempo largo de exposición es el único recurso fotográfico del que se sirve la artista, que descompone la luz natural en un vaho refulgente filtrándose por las ventanas y que tiñe la atmósfera de una pátina atemporal. Fiel a su espíritu indagador por el lado oscuro de la vida doméstica, Botz rescató la figura de Frances Glessner Lee en The Nutshell studies of unexplained death (2004). Glessner compaginó su habilidad en la confección de casas de muñecas con su pasión por la ciencia forense, llegando a realizar una increíble colección de dioramas en miniatura que reproducían a escala exacta escenas de crímenes reales. Los cuerpos de las víctimas, realizados con cáscaras de nuez, estaban emplazados

en el lugar preciso donde se hallaron, rodeados de cada uno de los objetos que había en la habitación. Los interruptores de luz funcionan, los bolígrafos escriben, las puertas abren y cierran, e incluso aparecen representadas eventuales madrigueras de ratones. El detallismo obsesivo convirtió a esta ama de casa en una autoridad en el campo de la criminología, y a sus mórbidas casas de muñecas en herramientas imprescindibles para los detectives americanos de los años cuarenta. En caso de haber existido, y perdurado en tiempos de Glessner, sin duda hubiera sido nombrada miembro honorario de la sociedad de diletantes y amantes del asesinato sobre la que ironiza Thomas De Quincey en Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes. Botz fotografió en gran formato esos diminutos interiores domésticos. El encuadre, el enfoque y la iluminación no dejan huella por reseñar, y la profundidad de campo introduce al espectador en la escena, invitándolo a asumir el papel de científico forense y haciéndolo perder la noción de la escala. Los cadáveres conservan en las fotografías su calidad de trapo, lo que intensifica la sensación siniestra que despiertan esas muñecas ahora gigantes. En Parameters incursionó en la intimidad de personas que sufrían agorafobia. El miedo a habitar lugares públicos hace del espacio privado el único refugio. Una especie de horror vacui se advierte en los interiores fotografiados por Botz: cuartos atiborrados de objetos que a modo de talismanes puedan templar los posibles ataques de ansiedad. Botz achaca al urbanismo contemporáneo el incremento de agorafóbicos, pues la arquitectura moderna con sus líneas depuradas se ha encargado de suprimir todo ornamento de la vida urbana y privarla de calidez; con sus grandes superficies y transparencias ha violado todo resquicio de intimidad.

Chris Cunningham. Rubber Johnny. 2005. Fotograma de video. Dirección: Chris Cunningham. Música: Aphex Twin.

Cuando el encierro no es voluntario y uno es secuestrado en su propia casa por sus progenitores otro tipo de conflicto psíquico estalla. Chris Cunningham lo resume en un cortometraje de seis minutos, Rubber Johnny (2005), cuyo ritmo trepidante nos sumerge en la mente de un niño atado a una silla de ruedas en un sótano oscuro, que sólo recibe visitas recriminatorias de su padre y de su médico. Éste le inyecta sedantes que no parecen surtir efecto alguno, pues su única fuente de distracción es un baile frenético y desesperado en el que su cuerpo deforme muta en múltiples variaciones. Flexible como un chicle, esta criatura hiperactiva hace piruetas en la oscuridad atemorizando a un perro chihuahua, su única compañía. Filmado con nightshot, las pupilas dilatadas del animal parecen salírsele de las órbitas al observar las convulsiones de la carne mutante al ritmo de un tema de Aphex Twin, remezclado por el propio Cunningham. Entre destellos lumínicos, Johnny aplasta sus sesos contra la pantalla para volverlos a recoger en el tiempo de un parpadeo. El único grito que profiere es para llamar la atención de su madre, que nunca aparece. Recordamos el abandono al que sentencia la madre al engendro monstruoso de Eraserhead, único fruto que puede dar una sociedad

estéril e hiperindustrializada como la que nos muestra David Lynch en esta película. Ese esperpento corre la misma suerte que Gregor Samsa convertido en cucaracha gigante (de nuevo Kafka). Sus anatomías protésicas despiertan repulsión y vergüenza entre los suyos, ganándose el encierro, la soledad y, finalmente, la muerte. Nos hemos aventurado en el sendero del miedo de la mano de malvados niños clónicos con físicos perfectos y terminamos con un ser maltrecho aunque inofensivo. Pero en ambos casos lo que aterra es la diferencia, la alteridad: en una industria que no admite taras de fabricación, Johnny es el envase desechado que nunca verá la luz; el filtraje genético como práctica médica socialmente aceptada que prevé disfunciones fisiológicas en edad fetal trata de arrasar con todo indicio de diferencia. Sin embargo, esa desnaturalización de la especie en aras de la “normalidad” y la “perfección” produce otro tipo de monstruos: los bellos adolescentes de Goicolea y Gaskell son identidades disgregadas en múltiples imágenes contradictorias de un mismo ser. El desligamiento de la personalidad responde a una quiebra de la imagen consensuada, homologada y aséptica de la identidad, garante del orden social y de las apariencias. La estandarización de los deseos que palpitan en el interior de todos nosotros produce un mundo esquizoide, poblado de desdoblamientos especulares de un único ser, en el que cada uno transfigura al otro según sus expectativas, proyecta en él sus anhelos, de modo que todo se convierte en un juego de espejos que acaban rompiéndose. Y entre sus fisuras asoma el ser esperpéntico que escondíamos en los sótanos de nuestra conciencia.

Metáforas zoomorfas de la condición humana Lápiz. revista internacional de arte, nº 256, octubre 2009. Escritores y filósofos de la Antigua Grecia nos legaron su visión antropomorfa de los animales: las fábulas de Esopo y sus enseñanzas morales se han ido adaptando para transponer en ellos defectos y virtudes de cada sociedad; las cualidades morales que Aristóteles les atribuyó en su “Historia de los animales” siguen afectando nuestra comprensión, como si al mirarlos contempláramos nuestra propia imagen deformada por un espejo de feria. En un ensayo titulado “¿Por qué miramos a los animales?”, John Berger habla de la progresiva pérdida del sentimiento dual que determinaba nuestra relación con ellos: eran adorados por su componente mágico-ritual al tiempo que sacrificados; despertaban ternura pero eran explotados como fuerza de tracción. En las sociedades modernas son procesados en forma de bienes de consumo como cualquier materia prima y las máquinas han suplido sus servicios, lo que ha conllevado su reclusión en parques nacionales y reservas de caza. Sin embargo, permanecen íntimamente ligados al imaginario colectivo: la factoría Disney moldea nuestras fantasías desde la más tierna infancia; cuando crecemos la familia nos lleva al zoo; visitamos con la escuela el museo de historia natural y, ya en la jubilación, nos enrolamos en alguna aventura de safari. Inmersos en una sociedad en la que, aparte de las mascotas domésticas, el único contacto con los animales es visual (a través del objetivo de una cámara, de los barrotes del zoológico o en una vitrina de museo), artistas contemporáneos exploran distintas facetas de esta relación ficticia, que suele tomar forma de metáfora antropomorfa.

Maurizio Cattelan, Love lasts forever, 1997. Esqueletos de animales.

Frente a la línea melosa de la literatura para niños representada por los hermanos Grimm y Beatrix Potter, el caricaturista Grandville inició hace casi dos siglos una sátira de costumbres mediante avatares zoomorfos que culmina hoy con la mordacidad de Maurizio Cattelan, quien destapa el engaño de la inocencia infantil que nos venden los cuentos de hadas. “Love lasts forever” (1997) altera de forma macabra el final feliz de “Los músicos de Bremen”. Los cuatro animales que en la fábula malogran un robo aunando cuerpos y voces para asustar a los ladrones quedan aquí reducidos a esqueletos. Si en el cuento su miseria se ve resarcida por la amistad que da sentido a sus vidas, Cattelan señala la utopía de la redención a través del esfuerzo colectivo. La mirada desencantada hacia el mundo de la infancia aflora de nuevo en una instalación que reproduce una guarida de ratón, con la entrada tapada por una puerta en miniatura. Del interior proceden gritos y afrentas propios de una pelea conyugal. Los personajes de dibujos animados dejan de entretenernos con sus travesuras, envueltos ahora en la desidia de las penurias cotidianas. La esperanza de ascender en la escala social naufraga en un mar de violencia en “Bidibibodibiboo” (1996), simulación del suicidio de una ardilla. La escena se enmarca en una cocina de juguete con la pila repleta de cacharros sucios. El título repite la fórmula mágica con la que la hada madrina de Cenicienta convertía a la desdichada en princesa.

Marcel Dzama, Untitled, 2004. Tinta, acuarela y raíz de cerveza sobre papel.

Marcel Dzama comparte la visión tragicómica de Cattelan, pero sus creaciones escenifican una mascarada infinita: osos disfrazados de cazadores, vaqueros con caretas de caimanes, híbridos entre niños y murciélagos, árboles asesinos bajo los que asoman pies homínidos… En sus dibujos, animales, plantas y humanos participan en una orgía macabra de vampirismo, humillación y zoofilia. Los referentes con los que construye esos mundos oníricos remiten a su Winnipeg natal: al abrigo de las gélidas temperaturas que alcanzan las praderas canadienses, en el cuarto infantil de Dzama empezaron a cuajar historias cargadas de fantasía en las que compartían cartel su osito de peluche y personajes de El mago de Oz. En ese aislamiento fecundó una imaginación no mermada por la literalidad de las noticias televisadas, pues sólo de la radio le llegaban retazos de las masacres que asolaban recónditos rincones del planeta. Historias de terrorismo internacional se impregnan de sabor local al ser protagonizadas por muñecos de nieve, arces, osos polares armados y murciélagos burlones. El empleo de un pigmento derivado de la root beer, una bebida enraizada a sus recuerdos adolescentes, concede una pátina añeja a dibujos protagonizados por gangsters y femmes fatales del

cine negro, enfermeras y animalillos del bosque cuyo aspecto tierno queda pronto desmentido. Los cerdos antropomórficos y bichos alados con los que El Bosco encarnó a las almas condenadas reaparecen en las composiciones de Dzama, pero ya no queda resquicio de moralidad en estas sangrías infernales. El artista apuntó que le fascinaba el Hombre de Hojalata por no tener remordimientos, dado que carece de corazón. Así son los que pueblan su cosmovisión particular: indolentes ante su propia crueldad, despreocupados frente a la suerte ajena y ante su propio fenecer. El estilo pueril del trazo acentúa el sentimiento de impotencia ante un mundo perverso que no se deja juzgar, pues se rige por las leyes veleidosas del sueño.

Maurizio Cattelan, La balada de Trotsky. 1996. Caballo disecado.

Así como en “La balada de Trotsky” de Cattelan el caballo colgado del techo actuaba como alter ego del artista que fracasa por mantenerse fiel a sus ideales, los coleópteros en la obra de Jan Fabre simbolizan la resistencia estética, la integridad del pensamiento individual. Miríadas de escarabajosjoya dan forma a esculturas iridiscentes bautizadas como “mensajeros de la metamorfosis” con las que el artista belga explora las mutaciones que hacen posible el ciclo imperturbable entre la vida y la muerte. Mediante bellas metáforas del espíritu beligerante y del instinto de supervivencia de los insectos incursiona en los instantes huidizos que marcan el transitar entre la conciencia y la inconciencia, el día y la noche, el cuerpo y el alma. Su visión antropológica de los insectos es heredera de las apasionadas descripciones que el

entomólogo decimonónico Jean-Henri Fabre hacía de los escarabajos como si de tribus exóticas se trataran: definía sus corazas como escudos dorados, sus élitros como mantos refulgentes, sus hábitos como sacrificios ritualistas… De ahí deriva el simbolismo militar que el artista flamenco concede a los coleópteros, cuyo duro caparazón los convierte, a sus ojos, en guerreros blindados, heraldos de la insumisión.

Jan Fabre. Skull. 2002. Cráneo recubierto de élitros de escarabajos y piel de hurón sintética.

Fabre versionó un ejemplar de “La vie des insectes”, transformando la mentalidad colonialista de su homólogo francés en una cruzada particular contra el encorsetamiento de las ideas. Repintó esas páginas con un bolígrafo azul, color que para Fabre representa la magia que envuelve esa hora crepuscular en la que los animales nocturnos se han ido a dormir y los diurnos aún no se han levantado. En el ocaso el pensamiento fluye con libertad, las formas se diluyen, nada permanece. En el silencio de esa calma, nos parece escuchar el roce de las bolas de estiércol que los escarabajos arrastran hasta depositarlas en lugar seguro, dejando germinar en ellas las larvas. El escarabajo pelotero deviene teoría artística o filosófica que va creciendo en su avance, enriqueciéndose con la experiencia y el intercambio: en “The Problem” Fabre y Peter Sloterdijk arrastraban sus propias bolas mientras cambiaban impresiones. Fabre torna el improductivo esfuerzo de Sísifo en empeño inalienable por defender los propios ideales.

En pleno periodo de transición post-soviético, Oleg Kulik asumió la personalidad de un perro: se paseaba desnudo a cuatro patas abalanzándose contra los coches; ladridos y aullidos eran lo único que salía de su garganta. Su actitud denunciaba la imposibilidad de la comunicación a través del lenguaje articulado en el seno de una sociedad cuyos valores caducos no nos dejan otra salida que volver a un “estado natural”. En la instalación “Family of the future” (1997) apostaba por la convivencia conyugal entre un hombre y un perro: el mobiliario tenía las proporciones adecuadas para el desplazamiento a gatas y las paredes estaban empapeladas con ilustraciones de un Kamasutra zoofílico. Una de las primeras acciones que llevó a cabo fue “Deep into Russia” (1993): introdujo su cabeza en la vagina de una vaca en un gesto simbólico de renacimiento y redescubrimiento de su esencia animal. En 1996 ejerció de perro policía, olisqueando drogas y requisando armas en night clubs frecuentados por la mafia moscovita. Ese mismo año se presentó como candidato en las elecciones presidenciales rusas al frente de un “Partido de Animales”. Disfrazado de toro, llevó a cabo mítines en los que exaltaba las aptitudes de cada especie: la posibilidad de volar, la organización social de las abejas o la capacidad de los peces para presagiar terremotos. Si sus primeras actuaciones fueron motivadas por el caos al que la quiebra de un modelo sociopolítico sumió a su país, pronto dirigió sus alegatos contra la prepotencia occidental frente a los países del Este. Como can indomable viajó a Europa y EUA, encarnando al hombre ruso incivilizado que los estados capitalistas pretenden educar. En la acción “I bite America and America bites me” transformó el guiño conciliador de Joseph Beuys en puro hastío de la civilización. Si Beuys cohabitó con un coyote en una galería neoyorquina en un acto simbólico de protesta por el daño infligido a la cultura india, en Kulik el diálogo civilizador es ya inviable. Llevado en un camión para ganado hasta la galería, allí fue atado en una caseta canina, disponiendo para su alimentación de un bol lleno de copos de avena y de otro recipiente para defecar. Los visitantes no tenían otra opción que guardar las distancias si no querían terminar como aquél crítico de arte incauto que en la acción “Dog house” de Estocolmo había recibido un buen mordisco. Para Huang Yong Ping la cultura europea también es caldo de cultivo de la xenofobia. Algunos animales adoptan un poder terapéutico en sus obras. Un armadillo, utilizado en la medicina china por sus propiedades curativas, fue dispuesto sobre platos de porcelana de la casa Sèvres en una mesa Napoleón III del Louvre (2005) para neutralizar la megalomanía y la política imperialista de la saga napoleónica. En “Kearney street” (1994), cuadrillas de tortugas campaban a sus anchas por una calle salpicada de semáforos y buzones que recreaba el corazón del Chinatown de San Francisco. Esta arteria fue bautizada con el nombre del irlandés que capitaneó revueltas contra inmigrantes chinos. La benevolencia y la longevidad son atributos que la mitología china asocia a este reptil; en su lento avance por el barrio chino parece purificar el aire antaño viciado por el odio. Durante el siglo XIX, en la mentalidad blanca fueron mistificándose estereotipos que demonizaban a los asiáticos, acusados de usurpar el trabajo a los estadounidenses en los inicios de la inmigración masiva, mientras que en Europa encarnaban el papel de villanos mongoles en dibujos caricaturescos. Guillermo II acuñó el epígrafe “peligro amarillo” para referirse a la inexistente amenaza de una conquista asiática de Occidente. El parentesco fonético que en chino presentan las palabras “langosta” y “amarillo” llevó a Ping a elegir este insecto como metáfora de raza oriental, chivo

expiatorio de la cultura occidental: “Yellow peril” (1993) fue un combate cuerpo a cuerpo entre centenares de langostas y unos pocos escorpiones, que no tardaron en eliminar al adversario a pesar de la desigualdad numérica. Ponía en evidencia la falta de fundamento de ese miedo hacia el “otro”, causa de las mayores masacres de la historia.

Huang Yong Ping, Nightmare of George V, 2002. Instalación.

El tema de la discriminación también impera en “Passage”, donde el león simboliza el poder burocrático. Jaulas vacías presididas por los rótulos característicos de los controles de inmigración de los aeropuertos evocan al temible felino mediante la presencia de animales destripados y un intenso hedor. El bestiario de Ping compendia una visión sincrética entre la filosofía oriental y la cultura occidental, cribando los aspectos positivos de la segunda y subsanando sus deficiencias con dosis de mitología china. En “Theater of the world” (1995) escenifica en directo la crueldad de la naturaleza: insectos y reptiles de hábitats dispares son obligados a convivir en una jaula anular dividida en celdas. Es una versión del panóptico, modelo de prisión en la que los convictos permanecían bajo vigilancia constante sin percibirlo. También toma forma de tortuga sobre cuyo caparazón cruza un puente que simula una serpiente. En el panteón taoísta, el dios Xuan Wu personifica la unión de las propiedades antagónicas de ambos animales: la calma de tortuga con la vitalidad de la serpiente. Al ilustrar de manera visceral el enfrentamiento entre especies como metáfora del exterminio de las culturas minoritarias, Ping rebate la dialéctica hegeliana sobre la lucha entre contrarios y apuesta por la creencia china en la interacción entre polos opuestos como principio dinamizador de la Historia. El

régimen inquisitorial del panóptico se extiende, como advirtió Foucault, a todos los ámbitos institucionales, haciendo de los ciudadanos presidiarios y de la sociedad un hervidero de violencia. La arquitectura también ejerce una función tiránica en los “monumentos a la incomprensión” de Carsten Höller y Rosemarie Trockel. En esta serie, la disposición espacial subraya las relaciones jerárquicas entre espectadores y animales. En “Eyeball: a house for pigeons, people and rats” (2000), un pabellón en forma de globo ocular remata con un balcón circular desde el que deleitarse con el ballet mecánico coreografiado por regimientos de ratas y bandadas de palomas. En su condición de autómatas resuena el legado de Descartes, quien consideraba que los animales, movidos por impulsos mecánicos, carecían de alma. Nuestra forma de mirar estas especies se ve influida por la poca estima que se les tiene, usualmente consideradas plagas insalubres. En esta instalación devienen puro espectáculo, en consonancia con el contradictorio tratamiento que reciben las palomas en ciudades como Venecia, atracción turística de la Plaza de San Marco y, al mismo tiempo, amenazas para el patrimonio arquitectónico. Se ha comparado esta estructura poliédrica de acero con las cúpulas geodésicas de Richard Buckminster Fuller. De hecho, así como el célebre diseño arquitectónico de este ingeniero visionario acabó sirviendo de instalación militar, el aspecto utópico de los “monumentos a la incomprensión” es subvertido cuando son habitados. En la Documenta de Kassel de 1997, el dúo de artistas presentó “Casa para cerdos y personas”, una pocilga donde los cerdos retozaban ajenos a las visitas que iban llegando al cuarto adyacente. Un amplio cristal, sólo transparente por el lado de los visitantes, permitía a éstos observar sin ser vistos. Arrellanados en mullidos asientos, adoptaban el incómodo papel de verdugos contemplando el ganado cebándose para el matadero. La relación vejatoria se hace extensible, de modo alegórico, a situaciones propensas al abuso de autoridad: el recelo que suscitan los automóviles con cristales de espejo o el destino de un reo que no puede ver a los testigos que lo inculpan son imágenes que cruzan por nuestra mente cuando observamos esta piara desde nuestra atalaya. Los zoológicos imponen otro tipo de vasallaje en nuestra relación con el reino animal. En la serie “Zoo”, Richard Billingham reúne fotografías e imágenes de vídeo tomadas con cámara fija que se limitan a mostrar a los animales recluidos en recintos pintados con paisajes selváticos o encaramados en árboles que hunden sus raíces bajo el embaldosado. El encuadre nos introduce en esos ambientes artificiales, nos sitúa del lado de los visitantes del zoo, a los que vemos apiñados ante los barrotes. Aunque deploramos la curiosidad malsana de estos domingueros, también en nosotros se despierta una paradójica confluencia de empatía y morbo. Los vídeos patentizan los movimientos repetitivos y estériles de esos seres enclaustrados, que en ocasiones se tornan irritables. Primeros planos de primates y osos revelan ojos vidriosos y tristes que nos miran sin vernos. Identificamos esas conductas reflejas con el estrés, el tedio y la frustración del individuo contemporáneo. El símil de estas nostálgicas visiones del confinamiento con nuestro malestar vital cobra fuerza al compararlas con la obra anterior de Billingham, el diario fotográfico que registraba el día a día de la convivencia entre sus padres. El ambiente enrarecido de ese piso cochambroso anclado en un barrio proletario inglés podría inspirar una película de Ken Loach, pero la militancia política del cineasta estaba ausente. El desempleo y la miseria obligan al destierro social y a una inactividad causante de

trastornos de comportamiento comparables a la de otros animales en cautividad. Viendo las fotografías de Billingham renacen sentimientos encontrados que arrastramos desde la infancia: la contradicción entre la promesa de exotismo que traslada nuestras mentes a junglas habitadas por fieras que sólo conocíamos en el celuloide, y el encuentro real con unos animales abúlicos que no cumplen las expectativas.

Mark Dion, Cabinet of curiosities. 2001. Instalación.

Junto al zoo, el afán enciclopédico del pensamiento ilustrado traería el nacimiento del museo de historia natural, que sustituyó a los Gabinetes de Curiosidades. Mark Dion reivindica el componente sorpresivo de esas colecciones variopintas que nacían del capricho de un duque o emperador y garantizaban la fascinación del visitante. Dion asume el papel de explorador de antaño, honrando a naturalistas de espíritu autodidacta como Jean Henri Fabre o Alexander von Humboldt, quienes aportaron una visión personal y apasionada sobre la zoología. El primero le inspiró “Les Necrophores Enterrement” (1997), un topo gigante colgado de una soga sobre cuyo lomo campaban escarabajos. Fabre describía los hábitos de los necróforos como ceremoniales humanos plenos de sentido regenerativo, pues se trata de un tipo de escarabajo que entierra los cadáveres de pequeños cuadrúpedos para depositar en ellos sus huevos. A Humboldt dedicó “Amazon Memorial”, un tanque lleno de pirañas vivas, un pez desconocido en Europa antes de que Humboldt incursionara en la selva amazónica. Dion parece añorar la relación espontánea con la naturaleza que representaban estas almas aventureras. En el 2003, metió en una vitrina de cristal una réplica de un ictiosaurio, un reptil acuático prehistórico cuyo descubrimiento trastocó los presupuestos científicos sobre la evolución de las especies desde el medio marino, pues este ser parecía derivar de ciertos lagartos terrestres. El voluminoso cuerpo descansaba sobre libros de paleontología y equipo de laboratorio de época victoriana. Dion se muestra escéptico ante el esfuerzo de taxonómico de los eruditos y, en general, ante el tesón de la cultura por absorber el mundo natural y convertirlo en conocimiento.

El espíritu burlón respecto a los métodos museográficos reaparece en “Roundup: an entomological endeavour for the Smart Museum of Art” (2000), donde expuso el resultado de la recopilación de más de 100 variedades de insectos, habitantes indeseados del museo. Junto al registro fotográfico de los artrópodos, un maniquí representaba al propio artista ataviado de entomólogo, con cazamariposas incluido. Los híbridos zoomórficos que Thomas Grünfeld compone a partir de surreales combinaciones de animales disecados podrían forman parte de Gabinetes de Curiosidades del futuro. Sus retoños se inspiran en las descripciones que los naturalistas decimonónicos llevaban a cabo para clasificar nuevas especies: así como los armadillos fueron descritos por sus descubridores como cerdos con caparazón de tortuga y los perezosos como osos simiescos, Grünfeld nos confronta con especies cruzadas de origen acuático, mamífero y aviar para celebrar las mutaciones que genera la propia naturaleza. Sus ensamblajes de injertos dispares beben también de fábulas regionales: una de sus musas inspiradoras es una ardilla cornuda, el wolpertinger, mundialmente conocida como emblema cervecero. Este popular personaje figura en museos locales como un espécimen característico de Baviera. Los límites entre lo natural y lo artificial, lo real y lo inventado, se desdibujan. Más que alertarnos de los peligros de la manipulación genética, el calificativo de “inadaptados” (misfits) con el que Grünfeld agrupa este bestiario parece reprocharnos nuestros prejuicios morales, nuestro recelo hacia lo desconocido. Olivier Richon y Karen Knorr acumulan en sus obras citas enristradas a modo de mise en abyme en las que los animales hacen de mediadores entre formas heredadas de entender el mundo. En la serie “The Hunt”, Richon vincula naturalezas muertas con textos extraídos de “El sofista” de Platón. En este diálogo, el filósofo arremete contra la defensa sofista del arte de la persuasión, con el que cada orador impone su propia idea de verdad, negando así la posibilidad de llegar a la verdad absoluta. Richon se sitúa en el bando sofista, trasladando sus ideas sobre la oratoria a la comprensión de la fotografía como realidad construida, como discurso cuyo poder de persuasión está en manos de cada autor. En “The Hunt”, un galgo husmea unos libros amontonados o exhibe su esbelta figura entre racimos de uvas y prendas de terciopelo. El título ironiza sobre la calificación platónica de los sofistas como cazadores de hombres, siendo el retratado en cada caso la versión zoomorfa de un orgulloso sofista rodeado de objetos que en los bodegones barrocos aluden a los bienes materiales e intelectuales. En otra foto, un gallo muerto alude a la frase que Sócrates pronunció en pleno delirio de cicuta: “debemos sacrificar un gallo a Escolapio”. Esta ofrenda última al dios de la medicina sigue siendo blanco de disertaciones. El abanico de interpretaciones que se abre con cada imagen, con cada frase, celebra la habilidad sofista para explotar las trampas del lenguaje.

Karen Knorr. Serie Fables (Musée Carnavalet, Paris), 2004-2007. Fotografía.

Karen Knorr fotografía interiores de mansiones victorianas, palacetes franceses o museos en su función de reductos de nuestra memoria histórica. Con la presencia de animales deambulando entre muebles de fina ebanistería, escaleras de mármol y paneles decorados con boiseries, irrumpe lo instintivo y oculto, trastocando la apariencia impoluta de estos lugares. Escurridizos habitantes silvestres son retratados junto a vulgares ratas de cloaca, y todos ellos establecen un diálogo perturbador con el legado cultural de nuestros antepasados, con la vanidad que delatan esos aposentos aristocráticos. Una observación minuciosa desmiente la primera impresión de animales correteando por largos pasillos, pues su rigidez deja adivinar que se trata de especimenes disecados. El Musée Carnavalet condensa la historia de París mediante decorados que recrean las tendencias estéticas de cada época. Knorr escogió para la serie “Fables” las habitaciones dedicadas a Luis XVI. Los valores del Antiguo Régimen se concretizan en un gusto clasicista que rescata motivos grecorromanos, como se aprecia en el biombo de “The Blue Salon Louis XVI”, tapizado con figuras mitológicas, festones y trofeos inspirados en la pintura de grutescos. Una zorra con sus dos cachorros reposan sobre la alfombra persa; cada uno fija la atención hacia un punto, trazando un cruce de miradas en el que implican al espectador, alertado por esos ojos sesgados y astutos que desafían a la cámara. Es difícil no asociar el carácter taimado que las fábulas tradicionalmente atribuyen a este mamífero con las artimañas perpetradas por los cortesanos para desprestigiar a María Antonieta, cuyo fantasma mora en este salón. Una iluminación efectista proyecta la sombra de las aves que sobrevuelan la cama con dosel en “The Green Bedroom Louis XVI”. Parecen presagiar el sangriento final de este último matrimonio monárquico antes de la Revolución Francesa. El espíritu refinado del arte Rococó se despliega por las paredes del “Demarteau's Study”,

adornadas con pinturas pastoriles de François Boucher: gallinas, cisnes y gatos comparten un paraje de exuberante vegetación. Tres ratas y una ardilla las contemplan; parecen intercambiar impresiones sobre el estilo de Boucher, o quizás, engañados por el ilusionismo, envidian a esas aves de corral el lujurioso paisaje del que disfrutan. La fotografía está tomada desde una perspectiva baja, transmitiendo el punto de vista de las ratas. Roedores de vida subterránea ascienden hasta los ambientes más elitistas de la sociedad para reabrir antiguos debates sobre la dicotomía entre naturaleza y artificio, mimetismo e imaginación, alegoría y representación, que Knorr extrapola del estilo Rococó al arte fotográfico. En “Visitors”, distintas especies de monos son fotografiados en la sala de esculturas del Musée d’Orsay. Por los títulos socarrones, deducimos el papel que interpretan: diletantes y críticos examinando cuerpos perfectos envueltos en suaves paños, funcionarios con portafolios bajo el brazo, artistas tomando apuntes… Knorr retoma el espíritu burlón de la pintura de singeries, un género que eclosionó en la Francia decimonónica en el que los primates adoptaban costumbres humanas.

William Wegman. Blue period with banjo. 1980. Polaroid.

La historia del arte también ha sufrido las embestidas del perfecto congeniar entre el fino humor de William Wegman y el porte aristocrático de los Weimaraner. Wegman lleva décadas explotando los encantos fotogénicos de esta raza canina. El primero de la estirpe, Man Ray, imita en “Blu Period” (1981) el aspecto mustio del “Guitarrista anciano” de la época azul de Picasso: recortado sobre un fondo añil, se esconde cabizbajo detrás de una guitarra flanqueada por un hueso roído. Al perro le quedaban por entonces pocos meses de vida, por lo que, más allá de la parodia, con esta pose melancólica se despedía sin saberlo del mundo del espectáculo. Había debutado en vídeos caseros como “Spelling lesson”, donde escucha pacientemente a su profesor de idiomas, el propio Wegman, deletrearle palabras en inglés; o “Dog duet”, donde sigue cómicamente con la vista un largo lanzamiento de pelota. Las viñetas audiovisuales en blanco y negro fueron suplantadas por elaboradas construcciones fotográficas realizadas con polaroid de gran formato. Las vedettes serían entonces Fay Ray y toda su descendencia. El estilo directo del vídeo cede ante la ficción de una imagen que interpreta con ironía las convenciones del género del retrato en un amplio abanico de estratos sociales: los perros adoptan papeles de personajes históricos, aspirantes a estrellas (en “Lolita” una coqueta Weimaraner se

pavonea de sus formas cimbreantes), amas de casa o solemnes canónigos. En las polaroid, determinada iluminación o encuadre permite a Wegman extraer de sus modelos la expresión que se adecua a cada caso: la mirada turbia asomando tras la imponente sotana eclesiástica en “Easter”; el contraste entre la sumisión perruna y la arrogancia del amo en “Dog walker”; el ojo avizor del detective enfundado en gabardina (“Private”). Sólo con un dominio extremo de los recursos fotográficos parece posible comunicar tal repertorio de estados psicológicos, a lo que contribuye la complicidad entre el director de escena y los actores, producto de un largo idilio que se perpetúa de camada a camada. Como los weimaraner, los sabuesos que aparecen en “The Venery” de Karen Knorr habían sido una raza destinada a la cacería. Su permanencia en el Castillo de Cheverny constituye un museo en vivo de lo que fue este lugar de pasado aristocrático. El caserón se ha convertido en parque temático, siendo el ritual de la alimentación canina uno de los espectáculos más aclamados. Knorr grabó tal evento, en el que se escenifica la culminación exitosa de una salida de caza, cuando la jauría era premiada con parte del botín. En el video se escuchan las ovaciones del público, a modo de vestigios del circo romano, mientras la cámara se centra en la furia desatada en el “plató” por arrebatarse la carnada. Los propios cánidos devienen caracteres bufonescos, pues sus servicios quedan hoy restringidos a la parodia de los éxitos de sus antepasados. Los artistas reseñados ilustran cómo los depredadores acaban siendo presas de otra jauría, la humana, que los ha convertido en piezas de museo, figuras circenses, autómatas o en imagen de los vicios, más que virtudes, de la sociedad.

Demasiado malo para ser ignorado: MOBA Zut, nº10, verano otoño 2009, pp.53-60 Corría el año 1890, en plena efervescencia del magnetismo artístico de París, cuando un humilde agente de aduanas llamado Henri Rousseau dejó su puesto de funcionario para entregarse a su verdadera pasión: la pintura. Su conocimiento del arte era prácticamente nulo; carecía de nociones sobre perspectiva, composición y claroscuro, pero poca falta le hacía todo ello para materializar sus fantasías en forma de selvas exuberantes y encantadoras de serpientes. La bohemia parisina, ávida de excentricidades, le abrió las puertas: su descubridor fue Guillaume Apollinaire, Alfred Jarry su mentor, la carga simbólica de sus cuadros hicieron las delicias de los nabis, el trazo naïff y la libertad cromática fue reivindicado por los fauves… En definitiva, su obra, por su carácter desinhibido y su estilo inconscientemente antiacadémico, fue abanderada por los movimientos de vanguardia como revulsivo contra el arte tradicional. Es de suponer que siempre ha existido un arte marginal que se desarrolla de forma autodidacta, ajeno a las instituciones culturales y a las escuelas de Bellas Artes. Pero Rousseau “El Aduanero” sentó un precedente al ser enarbolado como seña de irreverencia contra el encorsetamiento del arte. Desde entonces, artistas disidentes de las corrientes dominantes buscarán inspiración en expresiones genuinas, no contaminadas por la cultura, como la que emana de los niños (el grupo Cobra), de enfermos mentales (Paul Klee, Jean Dubuffet, Arnulf Raïner) o de artistas callejeros (el graffiti fue absorbido por el mundo del arte por medio de espacios alternativos neoyorquinos de finales de los setenta). En los años veinte, el psiquiatra Hans Prinzhorn publicó un estudio en el que consideraba el acto creativo como neutralizador del desmoronamiento de la personalidad. Apuntaba que cuando se manifiesta la pulsión creadora el esquizofrénico conserva intacta su identidad. Dubuffet, en parte influenciado por las ideas de Prinzhorn, recorrió hospitales psiquiátricos en busca de expresiones auténticas de lo que bautizó como art brut, que responde meramente a los impulsos del creador, quien inventa para sí mismo su propio sistema de representación. Fue alimentando su colección no sólo con exponentes de arte sicótico (como era el caso de la de Prinzhorn), sino también con obras ejecutadas por desertores sociales en general: convictos, vagabundos, etc. Dubuffet, que realiza gran parte de su obra tras la Segunda Guerra Mundial, pertenece a una generación de artistas hastiados de las promesas de un progreso que sólo ha sembrado destrucción. Quieren hacer tabula rasa con la historia, y mientras unos se inspiran en el arte rupestre (como Fautrier), otros se nutren de las ópticas insólitas que ofrecen los enfermos mentales. Como en tiempos de Rousseau, lo marginal sigue sirviendo para justificar el discurso propio. Incluso, a pesar de la voluntad inicial de desacralizar el “arte elevado” y de arrasar con el oportunismo mercantilista que lo secunda, algunos de estos artistas que apenas tenían la noción de serlo devienen figuras de culto, como Henri Darger y Adolf Wölfli, con lo que de algún modo renace el caduco mito del genio loco.

Aparte de los que de tan marginales no hayan visto la luz, en 1993 empieza un nuevo capítulo en la historia del arte marginal, o al menos se añade una nota al pie de página: un anticuario llamado Scott Wilson rescata de la basura un cuadro con la intención de desechar el lienzo para aprovechar el marco. Quizás fue la expresión severa de la anciana retratada, quizás el amarillo rabioso del cielo o el aspecto turbulento de las flores sacudidas por el viento, o posiblemente, una mezcla de todo ello, lo que decidió a Wilson a buscar una segunda opinión. Mostró el cuadro a su amigo Jerry Reilly, quien estuvo de acuerdo en que era “demasiado malo para ser ignorado”. Y con este lema fueron recolectando piezas de “arte malo” en mercadillos, pisos desahuciados o directamente de los basureros. Reilly sería el director y Wilson el comisario del Museum of Bad Art, fundado en el sótano de un antiguo teatro de Dedham (Massachussets). Fieles a los principios de la museografía, el MOBA “colecciona, preserva, exhibe y celebra arte malo en todas sus formas”. Organizaron exposiciones, editaron un catálogo de sus “obras maestras” y un CD-ROM con visitas virtuales a la colección. A través de su página web (http://www.museumofbadart.org) se accede a un boletín de noticias y pueden verse algunas de las obras acompañadas de reseñas preñadas de ironía que, sin embargo, no pretenden burlarse de los autores; más bien se intuye una parodia a la pedantería de los críticos de arte. De hecho, las obras son tratadas con respeto y tienen un público auténticamente devoto a este tipo de creaciones intuitivas, nacidas de la pura necesidad de expresarse. Su popularidad les ha llevado a abrir, en el 2008, una nueva sede de exposiciones en los sótanos de otro teatro, esta vez en Boston. De forma similar al arte que cobijan, el museo funciona al margen de las instituciones oficiales de la cultura: no caen en diatribas antiestéticas ni critican explícitamente el elitismo del arte contemporáneo. Su mera existencia y su quehacer diario son suficientes para dejar en ridículo la retórica discursiva y el fraude especulativo que sustentan museos y galerías. Les mueve un espíritu lúdico que se traduce en exposiciones celebradas en sitios poco convencionales: túneles de lavado donde los espectadores pueden observar las obras a través de las ventanas chorreantes de su coche; balnearios en los que se disfruta del arte tomando baños de vapor; bodegas de vino, pues éste puede ser un maravilloso acompañante para degustar arte malo; o en una bolera, jugando contra miembros del staff del museo para ganar un cuadro de la sección “No suficientemente malo”. Mostrar las obras

en lugares particularmente húmedos les ha llevado, tras invertir horas en el laboratorio, a experimentar con métodos de conservación “a prueba de agua”, siendo uno de los más atinados revestir las pinturas de una pátina de cera caliente para coche. Como estrategia de subsistencia a menudo subastan piezas de dicha sección de obras rechazadas. Y es que los criterios de selección son estrictos: la más mínima intuición de impostura como puede ser un estilo deliberadamente naïff o kitsch es razón suficiente para ser rehusado. La primera cláusula de su política de adquisiciones deja claro que apuestan por creadores sinceros que aún pretendiendo hacer una “declaración artística” han fallado en el intento. Privilegian artistas autodidactas que desbordan pasión, aunque no tengan ni puñetera idea de cómo comunicarla. Los resultados pueden ser crípticos o chapuceros, pero siempre originales. Dicho lo cuál es obvio que resulten sospechosos aquellos que mandan su propia obra, pues el arte auténticamente malo nunca es voluntario. En su web engloban las obras en tres géneros pictóricos: paisaje, retrato y “fuerzas ocultas”. En el primer grupo, una nota aclaratoria enfatiza el carácter alucinatorio y particular de esas “tierras de evasión”, al separar el vocablo inglés en los dos términos que lo componen, land-scape. Incluye paisajes que el comentarista, como parodiando el método paranoico-crítico daliniano, no sabe si interpretar como montañas alpinas o cremosos helados italianos (May in the mountains). Una cabeza de perro de apariencia espectral atrapada en la cuña de un pico nevado “obliga a reexaminar viejos conceptos de paisaje” (Dog), mientras que en un paraje “post-apocalíptico” un abedul saluda con sus ramas desnudas a miembros de su familia. En la expresión “fuerzas ocultas” resuena cierta sorna hacia el espíritu atormentado que sacralizó la pintura romántica y retomó el expresionismo. Algunos ejemplos: una vaca suicidándose (Suicide); un personaje abrasándose en el infierno mientras tortura su alma con la visión erótica de un “Adonis empalmado” (Head from hell); la furia desatada en el seno de una familia disfuncional (Tables have turned); un gato gigante que apresa entre sus fauces a toda la humanidad (In the cat’s mouth). El género del retrato incluye algunas de las obras más emblemáticas del museo: Lucy in the field with flowers, la anciana que nos observa taciturna desde su silla roja emplazada en un campo de margaritas, fue el resorte para empezar la colección; Eileen, la muchacha de ojos verdes más cortejada de Dedham, fue robada dejando a sus admiradores en vilo durante diez años. La cuchillada que presenta el lienzo nos recuerda su tortuosa historia de final feliz. Muchos de los retratos, nos dice el curtido crítico, pertenecen a autores “visitados por una musa única, posiblemente alienígena”. Cabe resaltar: el lanzador de disco con toga corta de color rosa, calcetines blancos y zapatos de charol (The athlete); la mujer del presidente Abraham Lincoln caracterizada como polinesia, ataviada con guirnaldas florales de encaje de plástico bañado en oro (Mary Todd Lincoln); un hombre de negocios reflexionando sobre sus “responsabilidades corporativas” tras salir del baño, óleo realizado en un estilo puntillista de nuevo concepto (Sunday on the pot with George). La ampliación de un “detalle cautivador” de cada obra permite apreciar la soltura de la pincelada, el cromatismo exacerbado o el misterio de una sonrisa. Algunas obras, a pesar de no casar en ninguno de los tres bloques temáticos, merecen ser citadas, como Invasion of the Office Zombies (de las pocas que se conoce el autor: Jenna Cathyla): con una estética inquietante a lo De Chirico, unos relojes gigantes descansan sobre una alfombra en forma de billete estadounidense, mientras unos oficinistas decapitados parecen esperar en vano que les sean devueltas sus cabezas de maniquís, dispuestas delante de unos gráficos proyectados en la pared. Un deje sardónico también se aprecia en títulos de exposiciones como “I just can’t stop” o “Know

what you like, paint what you feel”, con las que celebran la “creatividad compulsiva” que anida en el interior de cada alma y parafrasean la jerga mística asociada al arte como terapia. Es precisamente la ambigüedad de su postura lo que hace del MOBA una apuesta corrosiva: tanto el elitismo del arte como los intentos democratizadores quedan de algún modo tocados. El espíritu contradictorio del MOBA sólo es aparente: no pretenden gastar ninguna broma al mundo del arte; se toman su cometido muy en serio pero se divierten con ello; representan “arte malo” pero “interesante”, que a menudo hace gala de una “imaginería excesiva”, como gusta destacar el comisario Michael Frank. El arte malo no tiene por qué ser mediocre; ya lo dejó claro Susan Sontag en Notes on camp (1964). En este perspicaz ensayo, a partir de apuntes aparentemente deshilvanados, Sontag esboza una visión poliédrica de lo que define como gusto camp: el “camp puro es involuntario”, “no pretende ser divertido ni ingenioso” pero lo es, porque “es la seriedad que fracasa”; “brota de una sensibilidad irreprimible, [...] sin pasión sería algo decorativo”, “mantiene la mezcla adecuada de lo exagerado, lo fantástico, lo apasionado y lo ingenuo”; “el sello de lo camp es el espíritu de la extravagancia”, “no puede ser tomado en serio porque es demasiado”, rompe “la relación entre intención y ejecución”, “malo hasta el punto de deleitarnos, porque no es pretencioso”. Los descubridores de lo camp saben “apreciar sin enjuiciar”, “saborear las horribles intensidades del personaje”, “neutralizar la moralidad, fomentar el sentido lúdico”, descubrir “un buen gusto en el mal gusto”, “nutrirse del amor puesto en determinados objetos y estilos personales, [...] sin ese amor serían simple kitsch”. El término tiene para Sontag otras acepciones, paradójicamente opuestas (snobismo, teatralidad, frivolidad, artificio…) pero ya no responden al “camp puro” sino al “pretender ser campy”. Es probable que los directivos del MOBA nunca hayan leído a Sontag (actualmente Louise Sacco y Michael Frank ocupan los puestos de Reilly y Wilson), pero en su hedonismo y desenfado instigan y popularizan el espíritu camp: saben que “el hombre que insiste en los placeres elevados y serios se priva a sí mismo de placer al reducir continuamente el ámbito de su goce”; saben que “la alta cultura no tiene el monopolio del refinamiento”, que puede emanar de un “gesto extravagante”, de una “fantasía extrema”. El propio epígrafe “arte malo” es una provocación, pero no por la búsqueda de sensacionalismo como el que anima a los Premios Razzies, que año tras año galardonan lo peor del cine hollywoodense. Para éstos, estar en el ranking de los más malos es una injuria; los ganadores raramente se presentar a recoger la estatuilla (una mora de plástico rociada con purpurina). No es para menos, porque lo que se premia es la vulgaridad más obscena. Por otra parte, aunque nacieron para desmitificar los Oscar, los mueve el mismo afán efectista. El arte que representa el MOBA sería más comparable con el cine de serie B, realizado con bajo presupuesto pero cuyos planteamientos singulares a menudo hace difícil juzgarlos con criterios estéticos corrientes. Es un auténtico reto situarse más allá del juicio de valores que rige el mundo del arte, y bautizar un museo con el sacrílego nombre de “arte malo” sin ni siquiera velar esas connotaciones con apelativos románticos como “outsider art” o bucólicos como “folk art”. Todo lo dicho hace de esta institución una rareza digna de ser preservada.

Cubierta del libro The Museum of Bad Art: Masterworks. Escrito por Michael Frank y Louise Reilly Sacco. Ten Speed Press, 2008.

Desvíos perceptivos y metáforas de represión en la obra de Cildo Meireles Lápiz: revista internacional de arte, nº 253, mayo 2009. En uno de los cuentos de juventud de Ian McEwan “Geometría de sólidos”, el protagonista nos narra su obsesión por poner en práctica una antigua teoría de un matemático excéntrico. Éste, ante un congreso incrédulo, hizo desaparecer una lámina de papel al conformar determinada figura geométrica doblando sus lados sobre sí mismos. Tachado de prestidigitador, aplicó el mismo principio sobre su propio cuerpo, y a través de estudiadas contorsiones, pareció plegarse sobre sus extremidades fundiéndose lentamente ante los ojos incrédulos de los científicos. El narrador, que lee esta historia en el diario de su bisabuelo, convence a su mujer para adoptar esas complejas posturas, con lo que logra deshacerse de una tediosa relación conyugal. Las elucubraciones que llevan al matemático a socavar las leyes físicas del espacio, dando como resultado la fuga de una persona a otro nivel de realidad, coinciden de algún modo con “Espacios virtuales: rincones” (1967-1968), uno de los primeros proyectos del artista brasileño Cildo Meireles (Río de Janeiro, 1948). Esta obra consiste en una serie de dibujos y maquetas que se cuestionan creativamente el espacio euclidiano, sometiendo su rigidez lineal a libres distorsiones sensitivas y conceptuales. Las esquinas entreabiertas en habitaciones de paredes desnudas son para Meireles “lugares de refugio”. Por esos resquicios entran y salen seres que no son más que proyecciones de la propia conciencia. Ya desde estas primeras incursiones en la práctica artística, los espacios de Meireles se van impregnando de connotaciones físicas y psíquicas, de sensaciones y pensamientos confrontados, de percepciones engañosas. Podría ser suya esa frase, de resonancias cósmicas, que McEwan pone en boca del inventor del “plano sin superficie”: “la dimensionalidad está en función de la conciencia”. Una exposición itinerante organizada por la Tate Modern sobre la obra de Meireles aterriza en el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (MACBA). Con carácter de retrospectiva, reúne creaciones de distintos periodos y de las más dispares dimensiones: desde piezas de pocos centímetros a instalaciones de casi 300m2.

Cildo Meireles. A través (detalle). 1983-2008. Instalación.

En “Mallas de libertad” (1976-1977), Meireles convierte otro modelo espacial ordenado, la cuadrícula, en metáfora de las bifurcaciones imprevisibles del razonar. Las mallas conformadas por trazos perpendiculares se transforman, gracias a un crecimiento aleatorio e infinito de esquemas modulares, en símil de las complejas ramificaciones neuronales. Meireles da salida poética a principios científicos, en este caso la teoría del caos, ayudándonos a redefinir de forma lúdica y aparentemente ingenua nuestro lugar en el mundo, nuestros parámetros perceptivos. Los ensayos bidimensionales de “Mallas de libertad” tomaron forma de instalación en “A través” (1983-1989), un ambiente laberíntico realizado con barreras de todo tipo, desde redes de pesca hasta alambres de espinos, entre las que el espectador se ve impelido a deambular, sobre un suelo de cristales rotos, hasta llegar a una enorme bola de celofán. La confrontación paradójica entre el término “libertad” y un elemento restrictivo (mallas) toma aquí un nuevo cariz que nos involucra de modo multisensorial, al enfrentarnos con un espacio que invita a ser recorrido con la mirada pero que nos pone trabas para avanzar físicamente. El amplio muestrario de barreras nos recuerda los impedimentos con los que tenemos que lidiar a diario, desde las cuerdas que obligan a respetar determinada distancia de las obras de arte en un museo hasta las rejas que vedan tanto pasos fronterizos como la salida de las prisiones. Los calados y las transparencias de esos objetos nos permiten ver toda una antología de símbolos represivos que nos suelen pasar desapercibidos, dada su ubicuidad. La dificultad de deslizarnos sobre un terreno movedizo de vidrios cortantes es un desafío para superar esas limitaciones, si no con el cuerpo, sí con la mente. El celofán sobredimensionado podría interpretarse como la posibilidad de “domesticar” el cristal, de arrugarlo como si fuera una bola de papel transparente. La obra de Meireles se fraguó en plena dictadura militar brasileña, y la voluntad por burlar y denunciar ese ambiente opresivo empapa toda su producción. Sin embargo, su arte, lejos de ser panfletario, adquiere desde el principio una entidad autónoma que trasciende toda problemática local a favor de una comprensión universal del ser humano como ente vulnerable a entornos coercitivos. Espolear nuestras respuestas emotivas e intelectuales, sacudir nuestra pasividad innata, es quizás una

de las motivaciones que fluye a lo largo de su producción. En las instalaciones inmersivas ello se aprecia particularmente: “Volátil” (1980-1994) consiste en una habitación oscura de enrarecida atmósfera por lo que pronto identificamos como un alarmante olor a gas. Nuestros pies desnudos se hunden sobre un suelo nevado de talco mientras intentamos averiguar qué hay detrás del muro: al toparnos con una vela encendida nuestro instinto reacciona ante un peligro inminente de incendio. La intención de Meireles era “surcar la región del miedo”, lo que hace efectivo al acontecer una desviación de nuestra percepción, al hacernos desconfiar de nuestros sentidos: la asociación mental del gas y el fuego no se materializa ante nuestros ojos en una explosión, lo que por un instante nos descoloca, nos perturba. No sólo los sentidos colisionan, también las sensaciones, pues la tersura de los polvos talco acariciando nuestra piel choca con el malestar que provoca la sensación de catástrofe. Es una estrategia frecuente en las instalaciones de Meireles: los vaivenes entre seducción y repulsión, el encuentro irresoluble entre sentidos y emociones que no encajan.

Cildo Meireles. Desviación al rojo. 1967-1984. Instalación.

Lo aciago también nos embriaga al cruzar el umbral de “Desvío al rojo” (1967-1984). Entramos en un interior doméstico en el que todo es rojo, desde una barra de labios hasta el sofá, desde el álbum de fotos familiar hasta los pigmentos de las pinturas abstractas que penden de las paredes, desde los adornos kitsch de los estantes hasta el televisor. De modo casi subliminal, un borbotear constante va calando en nuestros oídos. Banales souvenirs pueden adquirir connotaciones ominosas, como las figuras que representan Los Tres Monos Sabios, que en este contexto nos hacen pensar en la discreción (negarse a ver, a escuchar, a hablar) no como virtud, sino autoimpuesta para mantenernos a salvo en determinada situación de riesgo, como puede serlo un régimen de terror. Al final de la estancia, un pequeño frasco derrama sobre el suelo un charco desmesurado de un rojo intenso. Al seguirlo llegamos a un cuarto sumido en la completa oscuridad, sólo interrumpida por un foco de luz que baña un lavamanos inclinado; del grifo gotea un líquido carmesí que salpica con violencia sobre la porcelana blanca. Queremos acercarnos al lavabo pero nos da la impresión de que se aleja bajo un manto de intenso azabache, pues hemos perdido toda referencia espacial y el sentirnos desubicados nos entumece. El título hace referencia a una medida cósmica: se denomina “desvío al rojo” al patrón

de desplazamiento de los cuerpos estelares, a su alejamiento de la Tierra, así como a la dilatación del tiempo en la teoría de la relatividad. Una interpretación metafísica de ambos fenómenos se concreta en este lugar en un impacto psíquico difícil de describir. Las experimentaciones monocromas de Meireles (el blanco de “volátil” y el rojo de “Desvío al rojo”) son de algún modo deudoras de los ambientes sensoriales que Helio Oiticica recreara a principios de los años sesenta basándose en los efectos psicológicos de los colores. Pero Oiticica pertenece a una generación brasileña llena de optimismo ante la viabilidad de cambiar la sociedad con propuestas de arte participativo y terapéutico. La euforia del movimiento neoconcreto se deshinchó súbitamente con el golpe de estado que en 1964 instauró un régimen dictatorial. Meireles entronca con el espíritu interactivo y sensorial del arte neoconcreto, pero la utopía se torna distópica en cuestión de meses. Durante el periodo en que más se extremó el totalitarismo en su país, los proyectos de Meireles fueron especialmente combativos. Ideó la manera de aprovechar los propios canales institucionales para soslayar la censura. El título genérico “Inserciones en circuitos ideológicos” (1970) incluye diferentes propuestas para colar mensajes subversivos en el sistema, siendo uno de los más conocidos la inscripción “Yankees go home” en envases retornables de CocaCola. Si éste era un ataque frontal al poder expansionista estadounidense, el “Proyecto Cédula” fue una clara imprecación al fascismo de estado que llevó a cabo un exterminio sistemático de opositores políticos. Consistió en la estampación, en billetes de curso legal, de preguntas incómodas sobre el paradero de personas supuestamente detenidas o desaparecidas. El dinero y las botellas eran puestos de nuevo en circulación, favoreciendo una honda expansiva en el proceso de divulgación e interpretación del mensaje.

Cildo Meireles. Cruzeiro/cero cents. 1974-1978. Falsificaciones de billetes.

“Cero cruzeiro” y “Cero centavo” (1974-1978) siguieron la misma tónica de crítica institucional, pero lo que circulaba eran billetes falsos en los que un indio y un demente sustituían a las figuras históricas y políticas tradicionalmente grabadas en el papel moneda. Dos personajes marginados por la sociedad eran reivindicados como dignos representantes nacionales. En este juego de inversiones, la ironía también subyace en la imagen de un falsificador de billetes sin valor económico. Con ello, ponía en evidencia la paradójica relación entre el valor simbólico y el real del dinero. Meireles cita como inspirador de sus incursiones liminales en la realidad a Orson Welles y su sonado fraude radiofónico que hizo zozobrar de pánico a un buen número de norteamericanos. El director de cine adaptó la trama de la “Guerra de los Mundos” de H.G. Wells para conspirar sobre una inminente invasión marciana a EUA. Así como Welles se benefició del poder mediático del canal de comunicación masivo entonces imperante, Meireles hizo otro tanto con el mecanismo capitalista de transmisión monetaria y de bienes de consumo. En ambos casos, el propio sistema deviene cómplice involuntario del complot. Otro maestro en fabular sobre la coexistencia de distintos planos de realidad, sobre la incursión de lo fantástico en la cotidianidad, es José Luís Borges. Meireles conceptualizó “Eureka/Blindhotland” (1970-1975) tomando como referente un cuento del escritor argentino, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”:

una reflexión sobre el poder de la percepción para concretizar un mundo imaginario hasta el punto de suplantar el real. El efecto perturbador que tiene sobre el narrador la incapacidad de levantar un pequeño cono procedente de esa realidad paralela es retomado en esta instalación donde esferas de igual tamaño y apariencia presentan leves variaciones de peso. Se nos invita a sopesar algunas de las doscientas bolas negras derramadas por el suelo. La torpeza de nuestros movimientos, al querer juguetear con ellas, se debe a la engañosa información retiniana, que nos ofrece una apariencia homogénea del conjunto. La banda sonora reproduce el impacto de caída de las esferas a distintas alturas y distancias del micrófono. La red que circunda el espacio está dispuesta a modo de carpa, sugiriendo la magia circense, otro espacio que desde la infancia asociamos con un universo de otra dimensión, con sus propias leyes. Cuenta la leyenda que el matemático griego Arquímedes, obnubilado por la emoción, salió desnudo de su casa exclamando “Eureka!” cuando dio con la fórmula para determinar la densidad de un objeto. La confrontación entre lo cerebral y lo sensorial, a través de la poetización de preceptos científicos, recorre gran parte de la obra de Meireles. El artista juega a alterar la percepción habitual de la realidad para impulsarnos a trascender las apariencias, a desconfiar de nuestros sentidos (especialmente de la vista), pero también de nuestras ideas preconcebidas. En la misma instalación, dos palos puestos en cruz y otros dos en paralelo, que aparentemente debieran pesar lo mismo, desequilibran una balanza. La trampa está en que uno de los platillos esconde una pieza de plomo. El desafío a nuestra lógica perceptiva parece enlazar aquí con la puesta en duda de la idea de justicia, siempre saboteada por intereses poco altruistas.

Cildo Meireles. Globetrotter. 1991. Instalación. Malla metálica y esferas.

El manejo de formas elementales generadoras de complejas asociaciones conceptuales reaparece en la pieza “Globetrotter” (1991): un rico repertorio de esferas, desde canicas a pelotas de baloncesto, es recubierto por una malla metálica. La accidentada orografía resultante evoca un decorado de ciencia-ficción que colisiona con el sentido histórico que Meireles confiere a la obra. Con su gusto habitual por las paradojas, el artista rememora metafóricamente, a través de un paisaje futurista, a los navegantes españoles y portugueses que conquistaron el Nuevo Mundo. La malla de acero, que reitera su presencia en la obra de Meireles, adquiere aquí implicaciones defensivas (recuerda una armadura medieval), sentido de protección (actualmente se utiliza para fabricar guantes de carnicero) y, sobretodo, remite a la imagen de una red que retiene y modula su presa. En ocasiones los criterios museográficos de la exposición del MACBA no han logrado vencer la inercia contemplativa del público. Es el caso de “Glovetrotter”, que se presenta como un escenario, cuando en realidad estuvo pensada para ser recorrida. La idea es que el visitante, sin apenas

percibirlo, aplaste o rompa las bolas más frágiles (madreperla, plástico…), que en su desplazamiento contribuya a marcar los campos de fuerza que la propia malla determina cobijando y haciendo desaparecer las formas más minúsculas bajo las más voluminosas. El símil de las esferas con cuerpos celestes y ese fluir energético entre unas y otras nos sumergen en imágenes cósmicas. Como en “Desvío al rojo”, se establecen metáforas de fuerzas gravitatorias que determinan el proceder y el sentir humano. Las propuestas artísticas de Cildo Meireles están impregnadas de una sensibilidad que hunde sus raíces en intensas vivencias infantiles. Frecuentemente acompañaba a su padre, miembro del Servicio de Protección de los Indios, en incursiones por la selva amazónica. En esas expediciones fue empapándose de la riqueza cosmogónica que daba sentido mítico a formas de vida ajenas a la civilización. El resentimiento hacia la implacable asimilación de las culturas indígenas por progresivos asentamientos católicos debió empañar su mente adolescente, y ello se traduce a nivel artístico en obras que funden de modo arrebatador poesía y denuncia. La primera fue “Cruz del Sur” (1969-1970): un cubo diminuto realizado con dos maderas distintas, roble y pino, árboles sagrados para los indios tupíes. Considerándose hijos del fuego, éstos invocaban a la divinidad con la fricción de estas dos maderas, acto mágico del que germinaba todo un sistema de creencias. Ante la simplificación extrema de la cosmogonía tupí llevada a cabo por las misiones jesuitas, Meireles recupera simbólicamente su alcance mitológico, espiritual, antropológico e histórico. El artista quería rememorar esa riqueza cultural y al mismo tiempo salvaguardarla por medio de la condensación metafórica. La miniaturización física del objeto es proporcionalmente inversa a la energía que desprende. Ello se materializa a nivel museográfico en la exhibición de la pieza en una sala en penumbra desproporcionadamente grande a fin de cobijar su aura mítica.

Cildo Meireles. Misión/Misiones (detalle). 1987. Instalación.

Las misiones europeas que en el siglo XVII se instalaron en recónditos parajes brasileños con el pretexto evangelizador, no sólo acabaron exterminando culturas enteras sino también sus modos de subsistencia al explotar de forma indiscriminada las riquezas naturales de las colonias. “Misión/Misiones: cómo construir catedrales” (1987) reproduce en clave alegórica ese genocidio: el afán de lucro representado por miles de monedas alfombrando el suelo, sobre el que se erige una columna de hostias sacramentales; éstas, a su vez, sostienen un techo repleto de huesos humanos que penden como estalactitas. En una pieza sonora, “Sal sin carne” (1975), Meireles reincide en la idea de imposición de la cultura blanca sobre la nativa. En los auriculares pueden escucharse el registro de ocho pistas sobre vinilo en las que se solapan la algarabía de una procesión religiosa, locutores de habla portuguesa y una entrevista a un indio xerente, entre otras grabaciones. El pesimismo del artista ante la posibilidad del diálogo intercultural, pues siempre deriva en algún tipo de colonialismo, impregna también “Babel” (2001), una torre que acumula centenares de aparatos radiofónicos. Una cacofonía de voces y música nos atrae hacia unas señales luminosas, los diales de un muestrario de transistores digno de un museo, desde los de válvulas hasta los electrónicos. Los más antiguos cimientan el edificio, que toma forma cónica al culminar con los aparatos más pequeños y modernos. Ello acentúa la impresión de elevación infinita de la torre, ilustrando la prepotencia humana de querer construir un monumento que llegara al cielo, según cuenta el relato bíblico sobre la “Torre de Babel”. El castigo divino ante tamaña afrenta fue condenar a los pueblos a hablar lenguas distintas y jamás entenderse. La interpretación actualizada del mito entraña, por un lado, la idea de la creciente desinformación en un mundo cada vez más mediatizado, y por otro, la preeminencia de unos canales (naciones, culturas, grupos sociales) sobre otros, representados por el abanico de tecnologías aquí reunidas, desde las más obsoletas a las de última generación. La condensación de todo un universo de simbolismos en algo diminuto, que caracteriza “Cruz del Sur”, es retomada en una serie de obras relacionadas con la idea de territorio y trasgresión de fronteras: un anillo con un grano de arena engastado en un frontis piramidal como emblema de la infinitud del desierto; una sortija que combina ónice, zafiro y amatista para aludir, con la fusión cromática, a la unión cultural de dos estados brasileños. “Bombanel” (1970-1996) es quizás la pieza más significativa del grupo: de nuevo un anillo, ahora en forma de barril de petróleo con pólvora comprimida en la base. El cristal abombado que lo cubre no responde a caprichos de diseño, sino a capciosas intenciones: se trata de una lente que, al hacer converger rayos solares sobre la superficie inflamable, convierte la joya en algo potencialmente letal para el que se atreva a lucirla. Una elegante sortija de oro blanco convertida en una bomba, una mecha prendida en medio de un sofocante olor a gas (“Volátil”) o un bloque hecho con incontables cajas de cerillas “protegidas” por “agentes de seguridad” (“Fiat Lux”), son trascripciones literales del interés de Meireles en “no trabajar más con la metáfora de la pólvora sino con la pólvora misma". Se trata de trascender “el espacio sagrado” del museo, abrir resquicios entre la ilusión y la realidad que despierten nuestro recelo, que nos hagan romper con el lugar común garante de nuestra supuesta seguridad.

El fetichismo del objeto artístico Lápiz: revista internacional de arte, nº250-251, febrero/marzo 2009 La teoría freudiana del inconsciente, convenientemente tergiversada por publicistas y políticos, ha sido el principal acicate para persuadir a las masas de la necesidad de liberar las pulsiones y los deseos que nos esclavizan. Ya en los años veinte del siglo pasado se descubrió la efectividad de la aplicación de las técnicas del psicoanálisis como arma demagógica para manipular conciencias, con campañas comerciales como la que perpetró Edward Bernays (1) para despertar en las mujeres el deseo de fumar, al asociar en su subconsciente los cigarrillos con su emancipación social. Sigmund Freud quiso hacernos más libres, al permitirnos descubrir y dominar nuestro lado oscuro, pero cuando la capacidad de gobernar no sólo nuestra voluntad sino también nuestra parte irracional pasó del autocontrol a un control social al servicio del capitalismo ya fue imposible discernir entre las aspiraciones individuales y las introducidas en nuestra psique. Fue entonces imposible salir de un engranaje consumista que no ha parado de sofisticar su maquinaria.

Allen Jones. Chair, Table and Hat Stand. 1969, muebles-esculturas.

El pensamiento de Freud, y el psicoanálisis en general, ha tenido una enorme influencia en el arte contemporáneo, terreno en el que también se aprecian las polaridades que ha generado. En los años sesenta el accionismo vienés propugnaba desatar de forma visceral los impulsos reprimidos por los valores burgueses de la sociedad austriaca, a la que consideraban hipócrita y ultraconservadora. En la misma época, el Arte Pop mostraba con desfachatez el triunfo de la imagen como mercancía, inaugurando con ello una reflexión sobre la fetichización del objeto en el sistema del arte que recorrerá un largo camino, respondiendo a las distintas fases del desarrollo capitalista.

Phillip Toledano. Abu Ghraib Bobble-head 2008, resina moldeada.

El Arte Pop introdujo un discurso equívoco, entre sancionador y de celebración, de la sociedad de consumo. Esta ambigüedad es la que aportó un carácter provocador a propuestas como la serie de mujeres-mobiliario de Allen Jones, que en su época despertó fuertes ataques de grupos feministas por entenderlas como meras escenificaciones de fantasías eróticas masculinas. Sin embargo, aunque la intención del autor no fuera explícita, la cosificación femenina extrema que simbolizan estas chicas de plástico semidesnudas, haciendo de percheros, mesas o sillas, pueden verse como una crítica corrosiva al sexismo que los media radicalizan. De acuerdo con esta interpretación, el fetichismo de los tacones de aguja y de las botas de cuero, que remite de algún modo al psicoanálisis freudiano, se mezcla aquí con ácidos comentarios sobre las relaciones de poder tiránicas derivadas del consumismo, que van más allá de las cuestiones de género. El mobiliario humano de Jones ha servido de inspiración a una de las piezas de la Tienda de Regalos de América (2) (2008) ideada por Phillip Toledano. El surtido de souvenirs en recuerdo de lo ocurrido en Abu Ghraib y Guantánamo toma forma de postales, camisetas, muñecos y muebles que satirizan, con vena lacerante, la sarta de humillaciones y torturas habidas en esas prisiones. Cuando la ecuación amo-esclavo se extiende a una relación vejatoria entre países, ejemplificado en los

remanentes más abyectos de la política exterior de EUA durante el mandato de George Bush, el artista ya no puede mantenerse en el cómodo terreno de la ambigüedad. En cada contexto histórico y ámbito del pensamiento el concepto de fetiche cambia de rostro: para Karl Marx lo era el dinero; para Freud, el sustituto del objeto sexual; para Guy Debord, los medios de comunicación; para Jean Baudrillard, el “valor simbólico” de las mercancías.

Cildo Meireles. Inserçoes em circuitos ideológicos. Projecto Coca-cola. 1970.

Marx creía en la posibilidad de anular el valor mercantil de los objetos para preservar la integridad de su valor de uso. Su idealismo deviene pura quimera en la época del consumo de masas. En el ensayo “Crítica de la economía política del signo” (1972), Baudrillard introducía el concepto de “valor simbólico” del objeto en la disyuntiva marxista entre “valor de uso” y “valor de cambio”, para referirse a la mercancía como símbolo de clase social, de riqueza, independientemente de su función como bien material. Cuando el artista brasileño Cildo Meireles, en esos mismos años, introduce en los circuitos monetarios cruzeiros y dólares falsos e interviene monedas reales con mensajes subversivos, está transgrediendo el valor simbólico del dinero y anulando su valor de cambio. En estas réplicas de monedas brasileñas y estadounidenses, Meireles sustituyó las figuras políticas y los héroes nacionales por indios y pacientes de hospitales psiquiátricos, al tiempo que intervenía billetes ya existentes, reduciendo a “cero” su cuantía e insertando leyendas que denunciaban la dependencia económica con la que EUA sumía a su país en la pobreza. Su compromiso con la realidad social de Brasil en los tiempos de la dictadura y la denuncia del imperialismo americano también se hizo evidente en el proyecto “Inserçoes em circuitos ideologicos”, donde grababa eslóganes como “Yankees go home” en las botellas de Coca-Cola. La confianza de Meireles en el poder del arte para cambiar la vida, para inmiscuirse en las cadenas simbólicas del poder económico, responde a una actitud en vías de extinción, especialmente a partir de los años ochenta. En esta década, entran en escena artistas como Haim Steinbach o Jeff Koons,

particularmente influidos por el principal teórico del simulacro, Jean Baudrillard. Son los artífices de la “commodity sculpture” (término acuñado por Hal Foster), “esculturas de bienes de consumo” que presentan en expositores emulando, de forma hiperbólica, la estética seductora de tiendas y supermercados. Cuando la deriva espectacular del mundo que preconizaba Debord ya es una realidad, y ésta deja de experimentarse directamente, sustituida por su simulación, el carácter neutro y frívolo del arte pop vira hacia una ovación rotunda a la trivialidad que nos rodea.

Haim Steinbach, OneStar Assisted. 2007.

Steinbach disponía en estantes de líneas minimalistas productos seriados, de superficies lustrosas, desde escobillas del váter hasta lámparas de diseño. En su caso, el artista se convierte en comerciante, al comprar él mismo los productos que expone sin manipular, transformando sólo el contexto de exhibición, constatando, mediante el análisis de las técnicas de marketing y envasado, el triunfo del valor de cambio en la sociedad de consumo y, como parte de ella, en el arte. La función de los objetos es secundaria, así como cualquier significado trascendental de la obra de arte; lo que prima es su cotización en el mercado. La presentación aséptica, con la iluminación adecuada, realzando la pura apariencia, otorga al objeto un carácter hiperreal. Los simulacros, al sustituir al objeto real, suscitan el deseo por algo que ha dejado de existir. En ello se basan las estrategias del mercado: en estimular deseos nunca satisfechos, por lo que siempre permanecen latentes. Las primeras obras de Jeff Koons avanzaban por el mismo sendero: aspiradoras recién compradas expuestas en vitrinas de plexiglás o balones de basketball suspendidos en tanques transparentes llenos de agua parecían convertirse en reliquias de nuestra era. En esta última obra se hace explícita la sublimación del valor de la mercancía como signo tal como lo describe Baudrillard, pues representa metafóricamente el lanzamiento perfecto del gran mito del deporte Michael Jordan. Siendo la imagen más explotada por marcas como Nike, el adquirir un balón o unos zapatos deportivos de una casa que él hubiera publicitado, era como poseer simbólicamente al ídolo. El hastío existencial que acompaña esta década dorada para los corredores de Bolsa y los yuppies

da frutos literarios como American psycho de Bret Easton Ellis, novela en la que un ejecutivo, sumido en una vacuidad en la que sólo tiene cabida la obsesión por las marcas y por el cine porno, encuentra en el asesinato la única forma de sentirse vivo. El esnobismo es la razón de ser del protagonista, cuyas carnicerías se impregnan de igual modo de su particular gusto refinado. El libro se hace eco de una estetización de la vida que corre paralela a su banalización exacerbada. Koons y Steinbach, al celebrar lo banal en el arte también se hacen eco de este malestar al que aboca una sociedad del bienestar obsesionada por la etiqueta, en la que el glamour sustituye a la belleza, la pornografía al erotismo y el mercado al arte.

Sylvie Fleury. Gold Fountain PKW, 2003. Escultura de oro.

El legado de estos y otros artistas norteamericanos de los años ochenta agrupados bajo el epígrafe simulacionistas deja su estela en artistas como Sylvie Fleury, que perpetúa el discurso sobre la mercadotecnia contemporánea, parangonándola con los mecanismos de un mundo del arte cada vez más esnob. Expone bolsas de boutiques de lujo para hacer hincapié en el empeño puesto en la presentación del producto con el fin de hacerlo seductor, llegándose a convertir el propio envoltorio en un objeto de arte en sí mismo. En otro grupo de obras, traslada la broma duchampiana de la Mona Lisa, ya mustia de tanto manoseo, a chaquetas de piel con diseños cuadriculados inspirados en Mondrian, y a pantalones tejanos de estética grunge rajados al estilo de Fontana. Recurre al kitsch en carrocerías de coche color rosa chicle, en instalaciones de cohetes tapizados de felpa y parafernalia afín de estética pop-futurista que recuerda vagamente el atrezzo de la nave espacial de Barbarella pero sin la desbordante creatividad del film. En cada caso, afirma la artista, ironiza sobre la obsesión del hombre por conquistar otros territorios, sea sobre el asfalto o en el espacio sideral. Esa superficialidad del arte y la vida que Fleury pretende denunciar cobra tal fuerza en su propia obra que ni barnizándola con tintes esotéricos logra disuadirnos de la redundancia y la pobreza de sus mensajes.

Daniel & Geo Fuchs. Edward Scissorhands kills the popstar. 2007. Fotografía.

La mercadotecnia aplicada a la industria del juguete es el terreno abonado por el dúo de fotógrafos alemanes Daniel & Geo Fuchs. En el año 2004 iniciaron la serie “Toys”, basada en retratos en gran formato de personajes de plástico que reproducían a superhéroes clásicos (Superman, Spiderman…), actores y directores hollywoodenses, artistas famosos y figuras políticas. Primeros planos sobredimensionados permiten apreciar el fervor detallista de los fabricantes, pero el recurso de una iluminación directa y nítida desmiente ese aparente verismo, al enfatizar el material sintético del que están hechos. Los iconos basados en personajes de carne y hueso presentan el mismo grado de irrealidad que los procedentes del cómic o del celuloide: George Bush ataviado con todo un equipo de complementos militares se sitúa en el mismo nivel de ficción que Rambo. En otras obras de la misma serie, al componer retablos con figuras mediáticas que corresponden a ámbitos irreconciliables (Andy Warhol esperando un corte de pelo de Eduardo Manostijeras; Hellboy arrodillado ante el Papa), las descarga de las connotaciones ideológicas impresas de antemano en cada una. Los Fuchs desmontan las estrategias autopromocionales que las figuras públicas ingenian incluso a través del aparentemente inocuo mercado de los juguetes. Por otra parte, su ingente archivo de imágenes de ídolos permite estudiar las transformaciones habidas en idearios y en técnicas de marketing desde la época en que era posible creer en la integridad de unos héroes (imaginarios o reales) que combatían a los malhechores y a la injusticia social (desde Batman hasta el Che Guevara), hasta una contemporaneidad en que los esfuerzos propagandísticos por perpetuar la dicotomía entre el bien y el mal arden en los fuegos de artificio del espectáculo gratuito. La “muerte del autor” anunciada por Roland Barthes influyó a un buen número de artistas que desarrollaron prácticas apropiacionistas en los años ochenta, y Allan McCollum no fue una

excepción. Muchos de sus proyectos niegan la noción de autoría y minan el mínimo atisbo de exclusividad, reduciendo las obras casi al estatus de arquetipos. Es el caso de los surrogates, colecciones de “sucedáneos”, objetos que parecen recién salidos de recintos industriales: insulsas pinturas abstractas que sólo se diferencian por el marco o las medidas; dibujos vectoriales que permiten infinitas versiones, o esculturas casi idénticas realizadas en yeso y pintadas a mano una por una. Mientras Koons, Steinbach y Fleury tratan el objeto seriado como si fuera un objeto único y valioso, McCollum otorga al objeto único la apariencia de réplica insustancial. Las obras de todos ellos traducen la ausencia de originales en un mundo saturado de simulacros y arremeten contra el elitismo del arte, pero McCollum no se conforma con la simple constatación sino que deconstruye y socava el proceso a través del cual los bienes (culturales o de consumo) adquieren valor (económico, emocional o social).

Allan McCollum. The Shapes Project. 2005. Impresiones digitales impresas, únicas, sellas y numeradas.

En proyectos como “The Dog from Pompei” o “Imperial Valley” ha llevado al terreno de la museología sus ediciones ilimitadas de objetos vaciados de cualquier significado prestablecido o utilidad. Ambos reflexionan sobre los efectos de la obsesión por museizar incluso las peculiaridades geológicas o los rasgos culturales de una región. Las múltiples esculturas que se hicieron a partir de la cavidad que el cuerpo del perro pompeyano dejó tras la erupción del Vesubio en época romana llevaron a la pérdida del molde original; de modo similar, el excesivo acopio de las llamadas “puntas de arena” en el cerro del Valle Imperial condujeron a su desaparición. McCollum realizó centenares de réplicas exactas de estas curiosas formaciones arqueológicas, exponiéndolas en un museo junto a infinitas reproducciones a escala del cerro. La puesta en escena de un sinfín de remedos caricaturizaba la conversión de la cultura en souvenir, el afán de coleccionismo que conduce al fetichismo exacerbado y al sinsentido de la acumulación. Los discursos oficiales de preservación del patrimonio a menudo desembocan en exterminio cultural.

Katharina Fritsch. Rat King, 1993. Escultura. Poliéster y pintura.

También Katharina Fritsch practica el paradójico juego de trabajar con esculturas que adquieren una apariencia seriada cuando en realidad son fruto de un laborioso proceso artesanal. Los grupos de ratas clónicas dispuestas en círculos (“Rat king”) o de comensales idénticos reunidos alrededor de una mesa (“Company on the table”) presentan una perfección formal y compositiva que resulta inquietante. La trasgresión de las escalas y la pátina monocroma que baña cada obra acentúan esa sensación de extrañamiento. En 1983 realizó una estatuilla mariana en amarillo limón que reprodujo en infinitos múltiples, con los que reinterpretaba la estética kitsch de la imaginería devocional dedicada a la Virgen. Se inspiró en la iconografía de la Virgen de Lourdes popularizada por las tiendas de souvenirs próximas al santuario. Como McCollum, reduce los objetos al estatus de iconos economizando sus formas y colores al máximo. Con ello logra que proyectemos nuestros propios conocimientos y creencias, pues suele introducir en sus grupos escultóricos sesgadas alusiones a mitos populares o, como en el caso de las Madonnas, referencias directas a la fe religiosa. El mexicano Benjamín Torres despoja al producto consumible de todo simbolismo, fiel a la línea iniciada por McCollum. Si Steinbach enfatizaba la apariencia cautivadora del envase para poner en evidencia que lo que vende es la etiqueta, el continente por encima del contenido, Benjamín Torres neutraliza esa estética atractiva realizando moldes de yeso blanco de envases escogidos del supermercado. Desuella con ello el fetichismo de la imagen, pero lo turbador de estas despensas de productos genéricos es que en muchos de ellos subyace la huella del fabricante, la forma característica que los hace reconocibles y apetitosos. En “Angry white”, el francés Philippe Mayaux también se sirve de un blanco aséptico para esterilizar el mensaje, en este caso para anular la violencia que emana de la maquinaria bélica reproducida a pequeña escala en forma de cañones, búnkeres, tanques y radares dispuestos en anaqueles. Como contrapunto, en “Savoreaux de toi”, reúne en aparadores repostería plastificada de vivos colores, con vulvas, pechos y penes a modo de guindillas. Ambas facetas componen un crudo retablo de la sociedad de la sobreabundancia: por un lado, la violencia letal disfrazada de discursos humanitarios; por el otro, el fetichismo erótico que se mezcla con la antropofagia consumista. El matrimonio del amor y la muerte, Eros y Tánatos, eternos compañeros de viaje desde la mitología griega hasta las teorías psicoanalíticas, revulsivo social para los surrealistas, queda banalizado hasta lo grotesco.

Nicola Costantino. Zapatos, botas y bolsos con tetillas. Peletería humana. 2000.

Como Mayaux, Nicola Costantino maneja ácidas asociaciones metafóricas entre el fetichismo de la carne y el consumismo bulímico que arrecia sin freno en la sociedad contemporánea. Ha confeccionado toda una línea de ropa, calzado y bolsos de silicona que imitan a la perfección la piel humana. Conforman colecciones de peletería de alta costura, con bordados de cabello natural a modo de flecos, pezones, ombligos y anos como aditamentos decorativos. En ocasiones recrea verdaderas boutiques, como en una muestra celebrada en la galería Deitch Projects de Nueva York (2000), en la que expuso todos sus diseños en vitrinas que daban a la calle; incluso colocó probadores en la sala. Junto a esta línea de trabajos, ha llevado a cabo una serie de relieves con réplicas de animales nonatos que se asemejan a frisos de antiguos templos grecorromanos. Estos monumentos carnales parecen querer inmortalizar un bestiario que sólo conoció el estado fetal. Sin embargo, la idea de la muerte antes del nacimiento toma en otras obras un cariz más lóbrego, como en la serie de aparatos ortopédicos destinados a vivificar esos fetos de forma artificial y empecinadamente absurda. Cínicos

juegos necrófilos están igualmente presentes en los llamados “chancho-bolas”, cerdos de silicona hechos un ovillo, que remiten a la manipulación morbosa que la ciencia y la moda hacen del cuerpo. Costantino calibra nuestras reacciones contradictorias, de atracción y repulsa, ante una obra de estética pulcra y contenido visceral, quizás para llamar la atención sobre la perversidad que esconde el engañoso mundo de las apariencias. Otro ejemplo es “Savon de corps” (2003), una línea de jabones en forma de torso femenino que lanzó mediante un glamouroso montaje publicitario, con la propia artista como modelo. El acariciante aroma de leche con caramelo y las sinuosidades del diseño no dejaban adivinar que el producto estaba hecho con grasa de su propio cuerpo, extraída por liposucción. El eslogan, “báñate conmigo”, cobraba sentido literal.

Patricia Piccinini. Nest. 2006. Escultura.

El mundo fabulado por Patricia Piccinini participa de un mecanismo similar al generar a un tiempo extrañamiento y ternura. Sus criaturas biotecnológicas repelen por su aspecto porcino, pero los ojos chispeantes y la piel apergaminada les otorgan una inquietante apariencia humanoide. Al presentar seres transgénicos amamantando sus crías y compartiendo el mismo espacio vital de las personas, apunta hacia la posibilidad de un compromiso ético de la humanidad hacia su prole, no sólo la biológica. Imagina un futuro en que estas criaturas de laboratorio no serán puros repositorios para cultivos de órganos y tejidos que sirvan a ricos en espera de un trasplante. Del mismo modo, el inventario que ha creado de camiones neonatos, Vespas zoomórficas cuidando de sus retoños y embriones de motocicletas despiertan una empatía parecida a la que suscitarían potrillos o gatitos abandonados. Los avances tecnológicos trazan continuas transformaciones en los límites entre lo que consideramos natural y artificial, cada vez más difusos. Piccinini juega con esa ambigüedad en los animales sintéticos, pero también en los automóviles biomórficos en forma de camiones recién nacidos (“truck babies”), de tersa carcasa pintada de rosa o azul pastel, o los “coches-nuggets”, inspirados en los “nuggets” de pollo. Aparte del símil entre la comida rápida y la industria automovilística, las formas embrionarias que adoptan estos cochecitos apuntan a un crecimiento biológico. Lo mismo ocurre con los “cyclepups”, una especie de renacuajos metálicos a modo de larvas de motocicletas. Cada pieza parece adoptar una personalidad propia, que se aprecia en los títulos (ángel, rompecorazones, flor de la pasión…), en la variedad de acabados aerodinámicos y en los diseños de las superficies lustrosas. En ello se advierte un comentario irónico sobre los esfuerzos de la industria por customizar los productos y la obsesión de los propios usuarios por tunearlos. Pero sobretodo habla de una paulatina fusión, en nuestros parámetros conceptuales, entre lo construido por el hombre y lo creado por la naturaleza. El propio lenguaje señala esa voluntad por mimetizar mecánica y biología: así como nuestros antepasados llamaban al ferrocarril “caballo de hierro” para familiarizarse con

esa máquina intimidante, hoy se mide la potencia de un vehículo por la cantidad de “caballos de fuerza”. En alusión a la esencia cambiante de nuestras creaciones tecnoculturales, el estado larvario es frecuente en los repertorios mecánicos de Piccinini. Es el caso de la furgoneta en forma de capullo de “Sandman”. En esta video-instalación, la artista se inspira en un modelo de furgoneta característica de los suburbios de Sydney, que asocia a su propia adolescencia y a la cultura del surf. El vehículo, en su diseño original, tenía unas incisiones que podían recordar branquias de tiburón. En el vídeo, una joven mutante comparte con la máquina esta peculiaridad, la respiración branquial, que la vincula genéticamente con los peces. El furgón setentón como símbolo nostálgico de la libertad, el inconformismo y los peligros de la juventud, aparece aquí emotivamente entrelazado con la fábula de una chica que no logra adaptarse ni entre los seres marinos ni entre sus amigos surferos. La organicidad de la furgoneta y el origen acuático de la muchacha los convierte en seres vulnerables, dado su carácter diferencial. Piccinini especula continuamente con especies mutantes, engendros proteicos cada vez más frecuentes en un mundo biotecnológico. Para ellos, diseña productos de consumo adecuados a sus peculiaridades. Es el caso de los cascos de moto alargados, que parecen anunciar una especie futura con deformaciones craneales ocurridas tras generaciones de adaptación morfológica a la velocidad del viaje por autopista. La galería y el museo se convierten en concesionarios de automóviles, tiendas de juguetes, boutiques de ropa exclusiva o supermercados. Estando el valor artístico supeditado a las veleidades financieras, como si de un valor bursátil se tratara, el artista adopta el papel de empresario, publicista, coleccionista e inversor. Conocedor de los ardides de la autopromoción, no sólo acepta las estructuras propagandísticas que refuerzan la cotización de sus obras (ferias, muestras, campañas comerciales, ediciones de catálogos…) sino que las explota hasta extremos caricaturescos, poniendo en evidencia la farándula del mercado del arte. Inserto en las arcas del capitalismo, el arte ya no puede ser ni heroico ni revolucionario; a los artistas, inmersos en el espectáculo, sólo les es dado desarrollar el papel de corifeos (“comentadores” de la acción en el teatro griego), alertándonos del progresivo poder alienante de un sector sujeto a las riendas especulativas de una élite. 1 Considerado pionero en el campo de las Relaciones Públicas, aplicó las teorías de su tío S. Freud a la comunicación de masas. 2 www.americathegiftshop.com

Engaños visuales, verdades simuladas y otras patrañas de Joan Fontcuberta Lápiz: revista internacional de arte, nº249, enero 2009. El nacimiento de la fotografía, más allá de su vinculación a determinados avances técnicos, fue fruto del afán de la mentalidad positivista decimonónica por encontrar métodos empíricos de inventariar el mundo. Con un lenguaje comprensible para todas las clases sociales y todas las culturas, la fotografía se erigió desde sus inicios como estandarte democratizador del conocimiento. A pesar del cientificismo de la época, no podían dejar de ver esta herramienta como un prodigio que creaba réplicas exactas del mundo, desde su aspecto más anodino hasta los monumentos de antiguas civilizaciones. Su poder de persuasión y la presunta objetividad de su lenguaje la convirtieron en el más eficaz instrumento ideológico para conmover, concienciar o convencer a las masas. Casi dos siglos después del invento, y a pesar de que la ilusión de veracidad de la fotografía se ha visto mermada por una serie de factores (la facilidad que ofrece la técnica digital para manipular la imagen; la creciente desconfianza hacia los medios de comunicación; la conciencia crítica que se ha ido incubando tras sucesivos fiascos propagandísticos y panfletarios de los gobiernos), seguimos permeables a cotidianas mixtificaciones mediáticas apoyadas en el poder de convicción de la fotografía.

Joan Fontcuberta. Sputnik. 1997.

Joan Fontcuberta viene burlándose de nuestra ingenuidad desde los años ochenta, como se constata en la retrospectiva que le dedica el Palau de La Virreina (Barcelona). El artista es un fabulador nato: compone al detalle microhistorias apoyadas en toda una parafernalia expositiva que refuerza su supuesta seriedad. La documentación fotográfica a menudo aparece acompañada de información técnica, material audiovisual y ejemplares “originales” dispuestos en vitrinas. Uno de los primeros proyectos emblemáticos en este sentido fue Sputnik (1997), un montaje organizado por la Fundación rusa Sputnik para recuperar la memoria de un piloto desaparecido en un intento fallido de acoplamiento con otra nave. El régimen soviético, para no reconocer ese fracaso ocurrido en plena

Guerra Fría, inventó que el cohete perdido no estaba tripulado, y eliminó todo rastro de la existencia del astronauta (borrando su imagen de las fotografías, deportando a su familia a Siberia, etc.) En la muestra, todo ello se ilustra con fotografías y enseres personales del piloto que aportan “evidencia” de su existencia. La imagen retocada, en la que ha desaparecido el molesto personaje, se exhibe junto a la foto original. En una época en que Fontcuberta podía aún parapetarse tras su anonimato, no despertó sospechas que prestara su rostro y su nombre (Ivan Istochnikov responde a su traducción al ruso) al mítico astronauta. La credibilidad de una historia (son factibles tanto la censura y la desinformación auspiciadas bajo regímenes dictatoriales, como la iniciativa de desempolvar un episodio oscuro de la era espacial), fortalecida por la aparente solvencia de una fuente fidedigna (la inexistente Fundación Sputnik), sirvieron a Fontcuberta para demostrar que las imágenes, cuando están difundidas desde plataformas institucionales, siguen engañando a los incautos. Una de las constantes en las ficciones perpetradas por Fontcuberta es la inclusión de guiños al espectador para despertar su sentido crítico, para hacerlo dudar de la veracidad de lo contado. El público es invitado a atisbar entre las grietas de la solemne puesta en escena para acceder al andamiaje. En el caso de Sputnik, la fotografía de una “sospechosa botella de vodka vagando por el cosmos, con un mensaje de socorro en su interior”, como reza el rótulo, desprende un tono sardónico que nos pone en alerta. Una cualidad de este tipo de travesuras artísticas es su imprevisible reverberación en el espaciotiempo. Así como los políticos exhuman viejas proclamas para dar cuerpo a nuevas ideologías, también los periodistas excavan en el acervo de narraciones sensacionalistas para impresionar a su audiencia. Los ecos mediáticos de Sputnik siguen resonando tras el colosal patinazo del programa televisivo Cuarto milenio, que tomó por cierta la historia del astronauta veinte años después de haber sido públicamente desmentida. Con la misma facilidad se coló en los medios la noticia sobre el descubrimiento de unos fósiles en la Provenza curiosamente parecidos a la anatomía de las sirenas. El burdo ensamblaje entre columna vertebral y aletas acuáticas pasaba desapercibido una vez emplazados los restos en un parque natural de esta región de Francia, mimetizándose con otros fósiles reales. Al apropiarse de la retórica cientificista de los museos de historia natural, los rótulos que acompañaban estos falsos restos atestiguaban su veracidad. El paleontólogo jesuita Jean Fontana fue el divulgador del hallazgo. Lo vemos en una fotografía en blanco y negro paseando por los jardines del seminario, que acompaña a las imágenes y a la documentación gráfica sobre los fósiles. A pesar de la sotana, sentimos un repentino deja vu ante esos ojos picarones. En la elección de sus temas, Fontcuberta calibra la vulnerabilidad de las versiones “oficiales” sobre la Historia, la Religión o la Ciencia. En Sirenas (2000), el “eslabón perdido” que ubicaría el origen de la especie humana en el agua habría de incomodar a unos y a otros, al apuntar a un replanteamiento de la teoría de la evolución que causaba un doble revuelo, eclesiástico y científico, y de paso involucraba mitologías profundamente arraigadas en el subconsciente colectivo.

Joan Fontcuberta. "Guillumeta polymorpha", serie Herbarium, 1982.

Otro tipo de híbridos nos propone Herbarium (1982-1985). Lo que aparenta ser un inventario científico de las caprichosas mutaciones del reino vegetal es resultado del ensamblaje de chatarra dispar y desechos orgánicos. Son esculturas efímeras cuyo tiempo de vida corresponde al invertido en apretar el disparador de la cámara. Acompañadas de una cartela con nomenclatura dudosamente científica (“benedictus popus I”, “fallera carnosa”, “dentrita victoriosa”, “frustrata”…), las fotografías en primer plano de cada especie parafrasean la estética purista del herbario de Karl Blossfeldt. Este escultor se sirvió de la fotografía para ilustrar sus ideas acerca de la riqueza ornamental de la naturaleza, principal fuente de inspiración de la forja y el arte modernista. El lenguaje de Blossfeldt fue erigido por los adalides de la “Nueva Objetividad” como precursor de la neutralidad fotográfica que ellos propugnaban. Demasiado grotescas para ser naturales, las especies mutadas de Fontcuberta nos remiten a la biotecnología. El artista, más allá del engaño museístico, confronta con humor crítico el optimismo de antaño con el desencanto contemporáneo: por una parte, la colisión entre el idealismo naturalista de Blossfeldt y la actual imposibilidad de pensar en una naturaleza que no sea artificial; por otra parte, el halo utópico que rodea la vieja creencia en la objetividad fotográfica, compartida, en los años treinta, por la “Nueva Objetividad” alemana y el grupo f/64 estadounidense.

Joan Fontcuberta. Milagro del dolphinsurfing, 2002.

El deseo de creer es algo intrínseco a la condición humana. Necesitamos aferrarnos a verdades, aunque sean relativas, pues las universales y absolutas forman parte de un acervo cultural que ya ha entrado en el terreno irrecuperable de la nostalgia. En el ámbito de la fe, la desconfianza en las religiones ortodoxas no ha abolido la voluntad de alimentar nuestro espíritu. Las sectas o “religiones a la carta” están haciendo su agosto, engrosando sus filas día a día. Proliferan en todos los puntos del orbe, así que ¿porqué no en el pantanoso enclave finlandés de Valhamönde?. Allí se erige un monasterio cuyas actividades fraudulentas despertaron el morbo periodístico de otro alter ego de Fontcuberta. Haciéndose pasar por aprendiz de pope, se inscribió en el postgrado sobre técnicas milagrosas que llevaban a cabo los monjes. Su reportaje gráfico, Milagros & Co. (2002), reseña cada uno de los milagros, donde lo vemos haciendo de conejillo de indias: convertido en un ser andrógino (milagro de la feminidad), dentro de un bloque de hielo (milagro de la criogenización), conmemorando la pesca milagrosa bíblica (multiplicación de los peces) o en un viaje alucinógeno entre amapolas (milagro de la ubicuidad). Leyendas que mezclan mitos cristianos y paganos, sagas finlandesas y alusiones futuristas acompañan estas imágenes que alertan, con ironía, sobre la fatídica atracción que nuestro irreprimible afán de creer despierta en estafadores y oportunistas. Susan Sontag define la fotografía como el único arte intrínsecamente surreal. La obsesión del surrealismo histórico por componer imágenes que poetizaran sobre los delirios del subconsciente (a base de sobreimpresiones, solarizaciones…) era redundante, nos dice la autora, pues la fotografía convencional, aún sin buscarlo, es la que mejor ha sabido explotar el encanto de lo grotesco y del

object trouvé (1). Las fábulas de Fontcuberta, su verosimilitud, dan fe del componente surreal de nuestra cotidianidad. Al analizar críticamente los recursos de la fotografía documental evidencia su capacidad, como técnica mimética por excelencia, para inmortalizar, coleccionar y convertir en arte esos encuentros fortuitos, esos cadáveres exquisitos, que la propia realidad nos depara.

Joan Fontcuberta. Deconstruyendo a Osama. 2003.

Favorecer el desarrollo de “anticuerpos” en nuestro “sistema inmunológico” es lo que motiva las fabulaciones de Fontcuberta, que nos cuela “virus” benévolos para que sepamos reconocer los malintencionados. Es difícil calibrar la efectividad de su tratamiento terapéutico sobre nuestro sentido crítico, sobre nuestra capacidad para masticar antes de digerir todo aquello que nos echen. Pues la ubicuidad de esa expresión taimada que no puede esconder tras el disfraz de turno (astronauta, paleontólogo, monje…) delata la fuente dudosa de la patraña. Así las cosas, los que nos hemos dejado embaucar por alguno de los bulos que el artista viene tejiendo desde 1982, cuando vemos que su nombre está detrás de un reportaje periodístico sobre terroristas islámicos lo primero que buscamos es el sujeto en el que se ha encarnado. En Deconstruyendo a Osama (2003) no cuesta reconocerlo: en un doble juego de identidades, lo vemos haciendo de un falso dirigente de Al Qaeda que resulta no ser más que un actor de poca monta. Los discursos apocalípticos de George Bush rodeando a los atentados del 11/9 y el espectáculo mediático que les dio coba alimentaron teorías conspiracionistas sobre la supuesta orquestación por el propio gobierno estadounidense de los actos terroristas, con el fin de justificar la cruzada contra el mundo árabe. Al sugerir que los “malvados” fueran actores contratados por el propio servicio secreto norteamericano, Fontcuberta reavivaba el debate y fomentaba la desconfianza de una opinión pública anestesiada. Hábiles montajes digitales muestran al actor desenmascarado (a nuestro amigo disfrazado de mujahidín afgano) junto a Bin Laden, oculto en las montañas o participando en manifestaciones fundamentalistas. Como rezan los rótulos con guasa, lo vemos en el interior de una cueva “estudiando el plano del metro”, reposando en palacio “mientras espera la alfombra voladora que lo llevará a la escena de los combates”, haciendo acrobacias (“la estrella del cielo”) en pleno desierto o “aclamado por los niños por su generosidad repartiendo golosinas”. Como en Milagros & Co., Fontcuberta, prescinde ya de una puesta en escena creíble, optando por el sarcasmo directo. Sin embargo, sigue

socavando la interpretación reduccionista de la realidad que propaga la cultura visual imperante, haciéndonos conscientes del carácter poliédrico de la realidad. Si en estas últimas obras, el desequilibrio entre texto e imagen inclinaba la balanza hacia la sospecha, en Constelaciones (1994) las anotaciones técnicas que acompañan las fotografías astronómicas refuerzan la impresión verídica de lo que estamos viendo. Los aparentes cuerpos estelares que refulgen en el espacio sideral no son más que insectos aplastados contra el parabrisas de su coche, ampliadas sus colisiones hasta perder toda referencia de su aspecto original. Fontcuberta desvela la ambigüedad de las imágenes, incapaces por sí solas de evidenciar nada, más allá de su propio carácter especulativo. El artista subvierte el atávico simbolismo de las estrellas como guías para el hombre extraviado, pero sobretodo, al indagar en la propia epistemología del término “especular” (que originalmente obedecía a la observación del movimiento de los astros con la ayuda de un espejo), nos aboca a la paradoja de que entender la imagen fotográfica como “espejo de la realidad” equivale a aceptarla como puro juego de conjeturas y fantasías. Junto a la serie de obras en las que reflexiona sobre la persistente confianza en la fotografía documental como portadora de realidad, Fontcuberta ha desarrollado otro cuerpo de trabajo en el que se ha centrado en la esencia del lenguaje fotográfico, en su condición de huella, esto es, en el puro rastro del objeto sobre el papel fotosensible. El fotograma (fotografía sin cámara) ha sido una técnica explotada creativamente por las vanguardias históricas, y tradicionalmente se ha asociado con la libre experimentación abstracta, opuesta al verismo de la fotografía documental. Fontcuberta se interroga por la incongruencia de ese postulado, pues no hay nada más fidedigno al objeto que su propia impronta sobre un soporte por efecto de la luz. En Doble cuerpo (1992), Palimpsestos (1989-1992) y Frottogramas (1987), a partir del concepto de huella fotográfica, hace florecer complejas superposiciones de signos, invitándonos a mirar capa por capa del rico palimpsesto de lenguajes y simbolismos. Las dos primeras series consisten, respectivamente, en fotogramas de plantas y fragmentos corporales realizados sobre papeles fotosensibilizados pintados con elementos del mundo natural (Palimpsestos) y de revistas médicas o pornográficas (Doble cuerpo). Se establece una dialéctica entre la impronta de la realidad y su representación, entre naturaleza y cultura, entre índice objetual y símbolo, significante y significado. En las imágenes resultantes, la falta de acoplamiento entre ambos estratos simboliza para Fontcuberta la distancia irresoluble entre la realidad y su construcción. En Frottogramas, se apropia de la técnica del frottage de Max Ernst embarrando el negativo fotográfico con el propio objeto fotografiado. Lo que vemos es la imagen del modelo (animal o cactus) sobre una superficie rayada por los colmillos o púas, según el caso, del mismo. A pesar de su apariencia abstracta, estas imágenes son más realistas que cualquier imagen reproducida de forma convencional, pues más allá de la percepción visual, deja constancia de las cualidades táctiles a través de la fricción.

Joan Fontcuberta. Hemograma, 1998.

El valor conceptual que Fontcuberta concede a la huella fotográfica también queda patente en las series intimistas Lactogramas y Hemogramas (1998), que son a un tiempo bellas elegías ante una pérdida y celebraciones de la solidaridad. La leche y la sangre como emblemas bipolares de vida y muerte, metáforas de supervivencia que para el artista evocan situaciones extremas (desnutrición, sida), se transforman en manchas poéticas de gran fuerza plástica sobre las que cada uno puede proyectar su propia experiencia. Esta apuesta por lo simbólico en detrimento de lo literal, por sugerir más que por mostrar, es también la base de Paisajes de la seguridad (2001). Si la imagen de una gota de leche ampliada abre un abanico infinito de lecturas como no lo haría la fotografía de un niño desnutrido, también el proyecto de convertir simbólicamente las llaves privadas de los jefes de Estado y de la Seguridad Nacional en cordilleras con torreones estimula nuestra capacidad asociativa como nunca lo haría una fotografía del Palacio de la Moncloa o de la sede del Tesoro Público. En esta obra, Fontcuberta proyecta sobre el muro el perfil dentado de las llaves cedidas por los responsables de turno de la seguridad del Estado español, que encadena con la de magnates de periódicos y banqueros. Llave (huella) y montaña (representación) remiten a la idea de protección y refugio. Fluctuando en la corriente osmótica que oscila entre una y otra descubrimos las contradicciones entre el concepto y su materialización; por ejemplo, entre la idea de seguridad y la invasión de la intimidad que comporta. El entrecruzamiento de signos que Fontcuberta traza una y una vez se complica cuando entra en juego la realidad virtual. Ese alejamiento del referente a favor del artificio de la representación que el artista delata en toda su obra, en Orogénesis (2005) ya entra plenamente en el terreno del simulacro. En esta obra, tergiversó el uso de un software destinado originalmente a la interpretación de mapas con fines militares y científicos. Obligándolo a traducir reproducciones de célebres pinturas de vistas rurales de Derain y Cézanne, entre otros, como si fueran datos cartográficos, el programa se pierde en abismos interpretativos creando simulacros de paisajes, naturalezas oníricas y delirantes. Como vislumbró Baudrillard, “el territorio ya no precede al mapa” sino que es éste el que traza una nueva topografía a partir, no ya del mundo físico, sino de otras imágenes.

Joan Fontcuberta. Googlegrama. 2007.

Otra pieza que nos sumerge en el frágil terreno de la virtualidad es Googlegramas (2007), una serie crítica sobre la espuria democratización informativa que promete Internet. Un potente programa de fotomosaico conectado en línea con google traduce visualmente una serie de palabras inseridas en el motor de búsqueda, dando lugar a una imagen formada con pequeñas teselas (miles de imágenes) que establecen con ella algún tipo de relación semántica. Como nos podemos figurar, Fontcuberta también aquí elige temas afilados: la fotografía de un payaso se obtiene escribiendo ciertos nombres de políticos españoles; el provocativo cuadro de Courbet El origen del mundo, con los términos “big bang”, “materia oscura” y “agujeros negros” como criterios de búsqueda; la imagen del mosaico griego de la medusa creada escribiendo alguno de los valores míticos atribuidos a la terrible gorgona (“mirada mortífera”, “sabiduría femenina”, “renacimiento cíclico”…) Como dato curioso, acercándonos a las teselas sorprende la proliferación de fotos pornográficas en la red. La consideración de la fotografía como herramienta que habría de archivar de forma universal y exhaustiva la realidad está siendo sustituida por la visión de Internet como enciclopedia capaz de almacenar y difundir la totalidad del conocimiento. Fontcuberta desmitifica el supuesto valor oracular del buscador de google, al tiempo que nos impele a deconstruir el sentido, siempre equívoco, de las imágenes. Podemos entender los fotomosaicos como metáforas de la constelación de intenciones y signos que anida en cada fotografía: es necesario leer la letra pequeña, decapar cada nivel informativo, radiografiar la superficie para ver lo que hay debajo, para desactivar las trampas que esconden. Existe en el arte contemporáneo una tendencia sintomática a la escenificación fotográfica. Son

prácticas que dejan constancia de la incompetencia del documentalismo tradicional para infiltrarse en las fisuras de la realidad, pues sólo la ficción permite ahondar sin veladuras en nuestra propia existencia. Hablamos de fotografías que tratan de deconstruir los modelos estereotipados, las ideas preconcebidas, los prejuicios y las máscaras que imponen las imágenes. Éstas favorecen el alejamiento de la realidad al sustituirla por patrones de comportamiento y pensamiento que ellas mismas construyen y cimentan. Desvelan el plató cinematográfico en que se han convertido nuestras vidas, poniéndolas en escena, sea para hablar de traumas pubescentes (Anne Gaskell, Deborah MesaPelly), de la hipocresía que se oculta tras comportamientos convencionales (Nic Nicosia), de la alienación que sufre el individuo en conglomerados urbanos (Philip Lorca Di-Corcia), del componente siniestro que aflora de la inercia vital en barrios residenciales (Gregory Crewdson) o de los simulacros de la era del ocio (Alexander Timtschenko). Todos ellos nos incitan a la sospecha y al descrédito hacia la literalidad de las imágenes, al tiempo que se hacen eco de una época en que los límites entre lo figurado y lo real se desvanecen. Sin embargo, lo que diferencia a Fontcuberta, quizás porque se formó en Ciencias de la Información, no en Bellas Artes, y quizás también porque su pasión por la fotografía eclosionó en un contexto politizado (la transición postfranquista), es que prescinde de las cuidadísimas puestas en escena cinematográficas que caracteriza la obra de los artistas citados, y que su interés se centra en la sociología y la semiología, no tanto en la psicología y el comportamiento individual. Su carrera, como artista y como teórico, ha estado siempre abocada al análisis de las estrategias del poder para desinformarnos, tanto en tiempos en que aún resollaba la censura franquista como en los actuales, en que la sobrecarga informativa es igual de nociva. Ante la indigestión que provoca nutrirse diariamente de imágenes cargadas de intención, Fontcuberta certifica con su obra que, aunque cada vez seamos más conscientes de que las fotografías son “simulacros de conocimiento”, las seguimos ingiriendo como “cápsulas de información” (2). 1 Sontag, Susan. Sobre la fotografía. Barcelona: Edhasa, 1981, pp. 62-65 2 Ambas expresiones son confrontadas por Sontag para hablar de la dualidad de la naturaleza fotográfica en el capítulo Objetos melancólicos de Sobre la fotografía.

Matices de la sombra en el arte contemporáneo Lápiz: revista internacional de arte, nº 247, noviembre 2008. En su Historia Natural, Plinio El Viejo narra la fábula de una mujer corintia que perfila la silueta de su amante a la luz de una vela para mantener vivo su recuerdo. El padre de la muchacha, el alfarero Butades, trasladará ese trazo a la tercera dimensión. Victor I. Stoichita [1] compara este mito fundador del arte con el de la caverna, concluyendo que a pesar del cariz mágico que recibe la sombra como elemento de sustitución e invocación del ser amado, se enfatiza su carácter de copia al servir de modelo para una escultura. Por lo tanto, sigue formando parte del engañoso mundo de las apariencias descrito por Platón. Éste, situando la sombra en el nivel más bajo del conocimiento, no sólo la cargó de negatividad para los tiempos venideros sino que también inauguró la excesiva confianza en el sentido de la vista como herramienta cognitiva. Dada la repercusión que estos dos mitos han tenido en el desarrollo del arte occidental, sorprende la escasez de estudios que, como el de Stoichita, aporten un nuevo enfoque a la historia del arte involucrando a las sombras en su desarrollo. El vínculo simbólico de la sombra con el alma y la alteridad, que se perfila en el mito de los orígenes, se mantendrá con altibajos en el transcurrir de los siglos, pero sus implicaciones psíquicas no se manifestarán con toda su fuerza hasta la llegada del psicoanálisis y su influencia en el arte, especialmente en el cine expresionista [2]. Los artistas contemporáneos, por su parte, tienden a reconciliarse con su “sombra”, y optan por la humedad cavernosa que denigraran los platónicos, tras constatar el derrumbe del “mundo de las ideas”. Los nuevos fisionomistas

Tim Noble & Sue Webster. Wasted Youth. 2000. Instalación. Deitch Projects.

Si el Junk Art inauguró la entrada masiva de los desperdicios urbanos en el mundo del arte, Tim

Noble y Sue Webster han dado de nuevo la bienvenida a la basura de la sociedad. En sus instalaciones, parecen emular el empeño por camuflar el detritus: envases de comestibles y otros desechos, estratégicamente amontonados e iluminados sesgadamente, proyectan sombras figurativas que representan a la pareja de artistas con impresionante fidelidad. Jung identificó la sombra con aquellos aspectos que inconscientemente rechazamos de nosotros mismos y eliminamos de nuestra imagen. En algunas obras, las inmundicias proyectan el lado más macabro de la especie humana: naturalezas muertas con animales disecados esbozan en negativo cabezas clavadas en estacas, picoteadas por cuervos (“Kiss of death”, 2003) o agonizantes (“British wildlife” [3]). En otras, en cambio, emerge el “yo” más sensiblero: en obras como “Dirty white trash” (1998), “The undesirables” (2000) o “Real life is rubbish" (2002), el dúo protagoniza escenas románticas, recostándose de espaldas uno sobre el otro, degustando una copa de vino, fumando o en actitud reflexiva. Noble y Webster se sirven de la facultad especulativa de las sombras, pues su trabajo se define por la ambigüedad interpretativa. Tras el carácter estereotipado de los autorretratos (como intelectuales, glamourosos o sensibles), a menudo se adivina un comentario cínico sobre el papel del artista como estrella del espectáculo, que en Inglaterra alcanzó niveles esperpénticos con los “YBA”. Sin pretender abandonar el circuito mercantil que los llevó a la fama, desvelan la tramoya de la autopromoción, que también ellos aprendieron de su marchante Charles Saatchi. Estos autorretratos recuerdan la preocupación de los “fisionomistas” dieciochescos por captar la psicología de los individuos estudiando los rasgos de sus rostros silueteados en negro [4]. Sin embargo, el optimismo del Siglo de las Luces sobre la posibilidad de descifrar el temperamento del ser humano mediante métodos pretendidamente científicos, es sustituido, en el XXI, por la celebración del carácter huidizo de la sombra. También los personajes de Kara Walker proyectan sombras poliédricas, compuestas por visiones superpuestas del “otro” demonizado para respaldar, en el caso de los blancos, la perpetuación del esclavismo y el nacimiento del Ku Klux Klan [5]; y en el caso de los negros, para justificar la automarginación. La artista reescribe la historia afroamericana desde las plantaciones sureñas, centrándose en el periodo de amparo legal a la esclavitud, en los albores de la Guerra de Secesión. La simplificación formal de las siluetas las hace susceptibles al cliché: el africano humillado, el amo tirano, la negra erotizada por la mente del blanco, etc. Las sombras se recortan sobre el muro o adquieren movimiento a modo de marionetas. Con suma inteligencia, Walker echa mano tanto de la historia oficial sobre los orígenes de la nación estadounidense como del teatro callejero que en la época satirizaba sobre las vicisitudes de la esclavitud. Formalmente, recupera un divertimento de la aristocracia inglesa del siglo XVIII, los “perfiles” o siluetas recortadas, junto a una estética victoriana. Con todo ello no deja títere con cabeza en la orgía de violencia, muerte, abusos sexuales y traiciones, donde la atrocidad de los blancos es devuelta con creces y ni siquiera el “tío Tom” es víctima inocente. A pesar del humor, el extremismo de las narraciones nos recuerda acontecimientos espeluznantes sobre las consecuencias del ejercicio continuado de la subyugación, como el hecho real que narra

Jean Paulhan en “Una revuelta en Barbados” [6]: el asesinato perpetrado por un grupo de nativos a su antiguo amo por negarse a volver a someterlos, tras abolirse la esclavitud. Filtraciones de literatura gótica en las grietas de la realidad

Carlos Amorales. Manimal. 2005. Video. Cortesía galería Yvon Lambert, Londres/Nueva York/París.

El refinamiento estético que transmiten las cruentas narraciones de Walker es comparable a la elegancia con que Carlos Amorales cuenta historias escabrosas. La literatura gótica ilumina su iconografía: telarañas, calaveras, animales mitológicos, monstruos y cuervos son algunos de los motivos que pueblan sus visiones apocalípticas. Actualiza los emblemas del terror medieval para hablar de una época igualmente anegada en el oscurantismo: ciudades desiertas, sangre, aves rapaces, personajes enmascarados o con tentáculos por cabeza, simios y hombres-lobo. Amorales dispone de un inmenso archivo de dibujos vectoriales, hechos a partir de fotografías, del que selecciona para cada ocasión las imágenes más idóneas, recombinándolas en sugerentes variaciones. Con aspecto de siluetas recortadas y reducidas a su esencia icónica, conjugan la simplificación formal con una riqueza interminable de asociaciones semánticas, efecto que logra al inyectar lo inquietante en elementos inocuos: árboles de los que cuelgan cráneos, aviones estrellándose o cabezas que explotan reduciéndose a manchas. El componente autobiográfico está presente a través de alusiones sesgadas a la cultura mexicana. “Manimal” (2005) enturbia recuerdos del barrio de su infancia, donde perros callejeros custodiaban las azoteas y altas verjas eran coronadas con pedazos cortantes de botellas. Del mismo modo, descontextualiza las estrías que los terremotos producen en las aceras, utilizando esas formas aristadas a modo de relámpagos. El subconsciente exorciza los fantasmas, convirtiendo los perros en lobos y los zanates mexicanos en cuervos de siniestra belleza. El escenario de la niñez se vuelve mítico y le sirve para ubicar una historia de hombres-lobo, inspirada a su vez en un cuento fantástico. Este teatro de sombras animadas narra la paulatina invasión lobuna de una ciudad, bajo la luna llena. No hay rastro del hombre, o quizás el alba devolverá a estas almas salvajes su apariencia humana.

Jung considera especialmente peligrosos aquellos momentos en que la “sombra” impulsa al ser humano al “contagio colectivo”, a las “actuaciones del hombre-masa” [7], lo que recuerda el comportamiento de los animales humanizados en “La isla del doctor Moreau” (H.G. Wells). Éstos, como los hombres animalizados de Amorales, sucumben a la irracionalidad de las masas. “¿Porqué temer al futuro?” fue el título de una exposición donde el artista ofrecía posibles lecturas del porvenir, una vez más, a través de imágenes seleccionadas de su archivo. Éstas aparecían en forma de baraja de naipes, en dibujos recortados y en animaciones de video. Echadores de cartas hacían sus predicciones, al tiempo que se invitaba al público a hacer las suyas y a analizar animaciones de tests de Roschard. Encargó asimismo a un diseñador gráfico y a un compositor realizar un video a partir del mismo material (“Dark mirror”). El arte, parece decirnos Amorales, suma la fe de la psicología en alcanzar los recovecos del alma a través de manchas de tinta y la obsesión de la nigromancia por visualizar el futuro, por muy aciago que éste sea. Si Lewis Carroll se aferró a la fantasía para incursionar en la realidad de la era victoriana, la danesa Julie Nord retoma la estética de “Alice in wonderland” para escarbar en los miedos del individuo contemporáneo. Pero en sus dibujos, Alicia ha perdido la capacidad de sorprenderse; su mirada narcotizada vaga entre híbridos portadores de vida y de muerte por igual: flores de las que germinan calaveras, árboles cuyas ramas devienen garras amenazantes, mariposas que se metamorfosean en murciélagos… Los conejos blancos, lejos de simbolizar ideales a seguir, frustran toda ilusión de aventura al quedar atrapados en madrigueras fangosas. Las sombras, que a menudo no se corresponden con los cuerpos que las crean, marcan la transición de lo decorativo a lo grotesco, del cuento de hadas a la novela gótica, emergiendo por doquier torreones oscuros, ojos que pueblan los bosques, animales nocturnos. La incompatibilidad entre el terror gótico y la ternura victoriana se resuelve con la presencia de elementos contemporáneos como helicópteros succionados por excrementos en espiral y televisores mostrando, por ejemplo, el controvertido implante de una oreja sobre el lomo de un ratón. Al introducir temas de ingeniería genética y aparatos tecnológicos, los híbridos de Nord dejan de parecernos meros productos de la imaginación, al tiempo que entendemos la superposición de un “mundo feliz” con el subconsciente avistamiento de su falsedad. En “The hands” (2006), Nord traslada su inquietante universo a la pared, donde unas manos silueteadas simulan un juego infantil de sombras, pero éstas dejan de responder a los movimientos de los dedos, adquiriendo formas demoníacas. En la mente impresionable de un niño se gestan los primeros fantasmas. Sombras en las que reposan nuestras incertidumbres perceptuales

Jim Campbell. Library. 2004. Fotograbado sobre papel de arroz montado en plexiglás delante de una superficie LED.

Los derroteros que toma la ciencia en relación a la teoría del caos o la mecánica cuántica nos van distanciando de una visión cartesiana del mundo. Formado como ingeniero electrónico, Jim Campbell ha confeccionado sus propios artilugios artísticos, en los que investiga los efectos de la tecnología sobre la percepción y la memoria. A menudo reduce la información visual al máximo para explorar la tendencia de la mente a completarla. En “Library” (2004), una pantalla LED suspendida frente a un fotograbado de la Biblioteca Pública de Nueva York solapa fotografías de alta resolución con imágenes de baja calidad emitidas en loop. Campbell grabó en video el ajetreo diario que animaba la escalinata, condensando después la información en sistema digital. Sombras pululantes evocan espectros que en otras épocas habitaron esta arquitectura, zarandeando la racionalidad sobre la que se cimentó el edificio neoclásico. En “Shadow, for Heisenberg” (1994), ilustra el principio de indeterminación, según el cuál el conocimiento de la naturaleza se basa sólo en probabilidades y el estudio objetivo de cualquier objeto siempre se ve alterado por el propio proceso de observación. Una figura budista, en una vitrina transparente, se desvanece a medida que el espectador se acerca, siendo sustituida por su sombra. Frustra nuestro deseo de admirar ese objeto de culto, preservando su misterio, y nos hace conscientes de que cuanto más tratamos de aprehender una realidad, más se nos escapa. Al tratarse de una escultura religiosa, se acentúa lo absurdo de llegar a su esencia a través de la imagen. Los espacios paradójicos de la brasileña Regina Silveira se hacen eco de lo irrisorio de los principios renacentistas de la perspectiva lineal y su concepción euclidiana del mundo. Mediante distorsiones y efectos ilusionistas que provocan las sombras de objetos reales o imaginarios, retoma el interés manierista y barroco por la anamorfosis y demás perversiones de la geometría descriptiva, pero actualizándolo, pues si en el siglo XVII se seguía privilegiando un punto de vista único, ahora los puntos de fuga se multiplican, los límites físicos del espacio son sustituidos por umbrales que llevan a otros lugares de tránsito, las sombras de varios objetos se superponen llegándose a perder la

relación con el referente. Las sombras, a pesar de su capacidad para proyectar realidades engañosas, o precisamente por ello, permiten acceder al entendimiento de lo que la razón no alcanza comprender. Bombillas que desprenden sombra en lugar de luz (“Quimera”, 2003) hacen pensar en el creciente abuso de la luz artificial en las metrópolis contemporáneas, que nos obnubila la vista y la mente, negándonos incluso el placer de ver las estrellas. En la serie “Simulacros” y en “In absentia M.D.” conjuga la tesis de Baudrillard sobre la pérdida de referente con la crítica al arte retiniano de Duchamp. Si éste hablaba de la obsolescencia de la representación pictórica, Silveira anula la posibilidad de cualquier representación, al proyectar sobre el suelo las sombras deformadas que producen ready-mades ausentes. En el ámbito urbano, ha intervenido con siluetas negras fachadas de edificios, representando superhéroes genéricos sobre los que proyectar mitos colectivos y megalomanías particulares (“Super hero”, 1997), o imprimiendo huellas de neumáticos en hileras interminables que transmiten la idea de velocidad, frenazo, accidente y muerte (“Derrapajes”).

Fred Eerdekens. Neo Deo. 2002. Material sintético, proyector de luz.

Nubes de algodón, alambres retorcidos y árboles artificiales son los elementos más susceptibles a ser deconstruidos por Fred Eerdekens. Una estudiada disposición de los haces de luz genera sombras de palabras cuyos mensajes no guardan relación aparente con esos objetos. El artista belga considera los componentes psicológicos y culturales que determinan el pasaje del original a su proyección, del significante al significado, conformando múltiples estratos semánticos. Sus obras recuerdan al René Magritte de “Ce n'est pas une pipe” filtrado por el postestructuralismo. La sombra absorbe las contradicciones y ambigüedad del lenguaje. Las implicaciones autobiográficas están siempre de algún modo presentes: en “Migraine” (2002) quiso trasladar gráficamente el trastorno visual que le

produce esta enfermedad, componiendo una nebulosa de cables y plástico cuyas sombras proyectaban la palabra “migraña”. Las triquiñuelas de la memoria El psicoanálisis identifica la aparición de animales hostiles en los sueños con la “sombra”, con esa parte del “yo” que amenaza con manifestarse a pesar de reprimirla. En los años ochenta, Paloma Navares dio rienda suelta a sus pesadillas a través de instalaciones opresivas en las que felinos y reptiles compartían el espacio del público. En “Sombras de un sueño profundo” el espectador era conducido entre cortinas translúcidas sobre las que se proyectaba siluetas de panteras errando de un lado a otro. Rugidos distorsionados acrecentaban la ilusión de esas presencias adversas. “Paisajes de memoria” parecía escenificar una pintura de De Chirico: arquitecturas y estatuas grecorromanas proyectaban largas sombras, dramatizadas por el movimiento de luces giratorias; serpientes cruzaba de modo intermitente ese espacio metafísico.

Paloma Navares. Sombras del sueño profundo. 1986. Videoproyección sobre cortinas translúcidas de plástico.

Navares, que sufre una degeneración ocular, se aferró al arte para preservar, de algún modo, la percepción visual del mundo exterior. Pero su universo sensorial germina desde la penumbra, desde unos ojos forzosamente cerrados durante largas convalecencias. Este handicap físico le ha permitido incursionar en terrenos que a menudo sólo la enfermedad permite sondear. Para Eulalia Valldosera también la enfermedad es caldo de cultivo de lo que llama “sombras psíquicas”. La artista ha dedicado su obra a evidenciar los tabúes que se asocian al cuerpo, ejemplificados en la obsesión por la salud y la limpieza. La artista define los elementos de sus instalaciones por su carácter residual, sean objetos, cerillas, cajas de aspirinas, espejos o sombras. Proyectores vacíos de diapositivas generan sombras que juegan con cambios de escala y distorsiones formales. El propio espectador, al incursionar en habitáculos repletos de muebles, medicinas, vasos de vino, reflejos y oscuridad, recompone esas narraciones fragmentadas, sustituyendo las sombras construidas por Valldosera por sus propias proyecciones, recuerdos, vivencias. La psicología dio cuerpo teórico a la tradicional identificación del espejo con el “yo” y la sombra con “el otro”: el espejo nos devuelve la visión de cómo queremos que nos vean, mientras que en la sombra proyectamos en la alteridad lo que no nos gusta de nosotros. Valldosera parece querer recuperar, desde la sombra, ese “yo” que hemos desechado. En “Vendajes” conducía una cama de hospital por unos rieles. Sobre ésta, un monitor proyectaba imágenes de ella misma representando las distintas experiencias vividas en una cama: dormir, soñar, hacer el amor, enfermar, morir. Al final del performance su propia sombra interactuaba con su imagen audiovisual, en lo que parecía un intento por reconciliarse con su sombra.

En “Envases: el culto a la madre” (1996), recipientes de productos de limpieza proyectaban sus voluptuosas siluetas sugiriendo diversidad de arquetipos femeninos, tomando como referencia el estudio de Erich Neumann sobre el “complejo de la Gran Madre”. Valldosera despierta nuestra conciencia sobre las manipulaciones del subconsciente para reforzar estereotipos en el imaginario colectivo, terreno especialmente explotado por los publicistas. El énfasis en la estructura matriarcal ya había aparecido en “El comedor: la figura de la madre” (1995), donde pequeños objetos proyectan sobre una cortina las sombras de una mesa, sillas y una mujer. El origen de esta pieza, explicó la artista, tiene que ver con un sueño reiterado de la infancia donde aparecía una sombra imponente, que siempre había atribuido a la autoridad paterna. Descubrir, en edad adulta, que la causante de ese miedo era en realidad su madre, le llevó a poner en escena esas proyecciones traumáticas, donde la madre sumisa que su imaginación había forjado viró hacia una identidad ambigua y compleja, con la que llegó a identificarse. Se atribuye al filósofo griego Simónides el descubrimiento de la relación entre la memoria y el espacio, pues postuló la conveniencia de vincular imágenes mentales con habitaciones de una casa. Oradores romanos se acogieron a su técnica, que llamaron “palacio de la memoria”, para preparar sus discursos. En la serie de instalaciones “Memory palace” (2004), la coreana Won Ju Lim evoca paisajes, enclaves urbanos e interiores sugiriendo este sistema mnemotécnico, pero complicándolo, dada la proliferación mediática de realidades intrincadas. La amalgama de experiencias reales y artificiales, de memorias individuales y asimilaciones culturales es cada vez más compacta. Lim configura ambientes inmersivos, de apariencia onírica y escenográfica. Cubos de plexiglás coloreados componen simulaciones arquitectónicas, sobredimensionadas por proyecciones de sombras y refracciones lumínicas. Imágenes y orografías dan pistas sobre el lugar que inspira cada pieza. “Terrace 49” evoca visiones nocturnas de Highland Park, un pintoresco distrito de Los Ángeles formado por valles moteados de casitas, cuya violencia latente ha sido mitificada por películas como “Reservoir Dogs”. Lim ilumina dramáticamente colinas y habitáculos, trazando sombras deformantes sobre las paredes. El cine determina nuestra percepción y transfigura nuestra memoria, como también lo hace la industria turística: “In many things to come” (2006) escenifica una estampa tridimensional de Hawai, una imagen tipificada que el turista llega a asimilar como sus propias vivencias. Reproducciones de arrecifes coralinos, estructuras arquitectónicas que siguen el modelo estándar de las casas vendidas por catálogo, maquetas de volcanes introducidas en vitrinas de plexiglás naranja. El color ambarino filtra la luz y, al igual que las videoproyecciones de imágenes ralentizadas, refuerza la atmósfera atemporal de la escena. Las sombras expresivas que proyectan los objetos reinciden en el carácter elusivo de la memoria. Al deambular, el espectador proyecta su propia silueta, sumando al palimpsesto de recuerdos mixtificados los suyos propios. La sombra como avatar en el entorno digital

Daniel Canogar. Contrabalanza. 1996. Cubo de madera, fotolito, cable eléctrico y luz halógena.

Desde los años noventa, Daniel Canogar ha indagado en las dislocaciones psicológicas que conlleva el paso de la era analógica a la digital. En sus primeras obras, sombras luminosas escapaban de las “cajas negras” que las producían y palpaban el espacio para acomodarse a los nuevos parámetros del mundo virtual (“Pasaje”, “Dimensión perdida”, “Distorsiones”). Asustadas por su pérdida de materialidad, intentaban filtrarse por los recovecos de la arquitectura para liberarse de la oscuridad, cuando paradójicamente su existencia dependía de esa penumbra. Como las sombras humanas, las siluetas digitales son inasibles, inmateriales y bidimensionales, pero representan un nivel más avanzado de fantasmagoría, pues no tienen su origen en un cuerpo tangible. En instalaciones posteriores, Canogar sumerge al espectador en simulaciones de experiencias cibernéticas; en “Gravedad Cero” (2002) embrollos de cables de fibra óptica proyectan imágenes de cuerpos flotantes, parangonando la sensación de ingravidez del astronauta con el ciberespacio. En las instalaciones inmersivas, el cuerpo del visitante actúa como soporte de las imágenes al tiempo que proyecta su sombra al interceptar los focos de luz, imbricando así varios niveles de realidad.

El nombre “Mine Control” cobija a una serie de artistas y programadores que crean instalaciones lúdicas e interactivas como “Shadow garden” (2001). Se trata de una serie de obras donde una cámara detecta las sombras de los espectadores cuando se proyectan sobre una pantalla; en ésta, empiezan a aparecer imágenes virtuales que dialogan con ellas. Así, llamaradas de fuego persiguen nuestras siluetas; mariposas se posan sobre hombros y manos; bancos de peces buscan refugio en la espesura que esbozan nuestros cuerpos proyectados; podemos bañarnos bajo cascadas, resbalando el agua por el perfil de nuestra sombra como si ésta fuera corpórea, etc. La ilusión que se genera es una especie de reintegración del hombre en el hábitat natural. Zack Booth Simpson, pionero de Mine Control, antes de incursionar en el arte se dedicó a la programación de videojuegos. En las instalaciones artísticas, pervierte el componente de acción de los juegos de ordenador, pues sólo cuando los seres digitales perciben en el espectador una actitud reposada empiezan a interactuar con su sombra; cualquier movimiento brusco los aleja. Ello se hace también evidente en “Shadow” (2003), realizada en colaboración con Adam Frank [8]. En esta pieza, una sombra humana se mueve por el espacio en penumbra; al detectar la del espectador, se asusta. Pero la paulatina convivencia activa la confianza de la sombra autónoma, hasta que llega a fundirse con la del visitante. La obra podría interpretarse como un reencuentro con la propia sombra, se entienda ésta en la forma psicoanalítica, como prolongación del cuerpo en el mundo digital, como símbolo del alma [9], o bien, como mezcla de todos estos conceptos. Golan Levin y Zachary Lieberman hacen confluir sus facetas de artistas, ingenieros y compositores para idear instalaciones que reflexionan sobre efectos sinestésicos acontecidos en la realidad virtual. “Re: mark” (2002), por ejemplo, trata la visualización del habla. De las sombras de dos participantes emergen animaciones de la traducción gráfica de sus palabras. Un sistema de análisis de voz reconoce los fonemas y, dependiendo de las cualidades de los timbres, los interpreta. El participante, a través de su sombra, gracias a unos sensores de movimiento, puede juguetear con esas representaciones visuales de su discurso. Esta pieza, aunque con otros medios que Eerdekens, discurre como éste sobre el carácter consensual y aleatorio del lenguaje. Interesados también en analizar el desarrollo de formas de comunicación no verbal en el entorno digital, en “Manual Input Sessions” (2004) se centran en el lenguaje gestual a través de sombras chinescas y caligrafías. Las siluetas que proyectan los movimientos de las manos y trazos garabateados sobre transparencias son analizados por un software que, a su vez, genera gráficos y sonidos en aparente consonancia con los gestos. La video-proyección digital y la analógica se solapan, siendo las sombras su engranaje. La sombra como ventana a una realidad virtual, como implementación de nuestras limitaciones físicas, como pantalla sobre la que visualizar nuestros miedos o sobre la que releer episodios olvidados de la historia, son algunas de las connotaciones que adquiere para Rafael Lozano-Hemmer. En “Re: posición del miedo” (1997), la sombra de los transeúntes, proyectándose en los muros del arsenal militar de Graz, hacía visible un simposio por chat sobre los miedos contemporáneos, comparándolos con los terrores medievales que se representaban en pinturas del interior del edificio (la peste, la plaga de langostas…) Se solapaban las implicaciones simbólicas de la sombra como espectro amenazante y como canal de conocimiento. “Body Mobies” (2001) traslada al espacio real el recurso de la iluminación a ras de suelo que el artista barroco Samuel von Hoogstraten [10]

utilizara en su célebre grabado “La danza de las sombras”, donde las figuras adquirían una dimensión angelical o demoníaca dependiendo del tamaño de sus sombras. Hemmer proyectó sobre muros de edificios públicos retratos fotográficos, que sólo se veían con la intersección de la sombra de los paseantes. El componente lúdico de interactuar con la propia silueta (que podía adquirir más de 20 metros), la telepresencia y la recuperación momentánea del espacio urbano para los ciudadanos, reaparecen en “Under scan” (2006), donde las sombras de las personas desvelaban video-retratos proyectados sobre el suelo de plazas y calles que potentes focos lumínicos mantenían escondidos. La sombra activaba el movimiento del retratado, quien se daba la vuelta simulando un diálogo con el visitante. En estas obras, se invierten los papeles entre la luz, que esconde, y la sombra, que revela. En “Frecuencia y volumen” (2003), Hemmer llevó el fuego prometeico al ámbito de las emisiones de radiofrecuencia, propiedad exclusiva del gobierno y el capital privado. Para democratizar su acceso, convirtió la sombra de los visitantes en antena capaz de interceptar las ondas de sintonías de FM, AM, celular, tráfico aéreo, satélite… El movimiento del espectador y el tamaño de su proyección determinaban la intensidad de la señal. En los templos y casas tradicionales japoneses, nos cuenta Junichiro Tanizaki [11], las sombras han ido forjando, con el transcurrir de los siglos, un universo estético de profundos efectos anímicos. Mientras la acristalada y luminosa arquitectura occidental parece temer la penumbra, los japoneses han aprovechado las limitaciones materiales y climáticas que les obligaron a cobijar las casas bajo amplios aleros, condenándolas a la semioscuridad. En el interior de éstas, cada rincón y galería se define por una combinación armónica de luces tamizadas y sombras que preservan la pátina de los objetos. Estos recintos, sumidos en un “espeso silencio”, en una “calma inquietante”, en el “enigma de la sombra”, no andan lejos de lo que buscan los artistas contemporáneos para resguardarse del exceso de luz mediática homogeneizadora. 1 STOICHITA, Victor I., Breve historia de la sombra, Madrid: Ediciones Siruela, 2006 2 Con precedentes excepcionales en grabados de artistas nórdicos del siglo XVII y en la literatura romántica, op. cit. pp. 134-148 3 Pieza que se ha interpretado como comentario corrosivo sobre la arraigada pasión inglesa por la caza deportiva 4 Stoichita describe la “máquina de dibujar siluetas” ideada por el fisionomista Johann Caspar de Lavater, y los prejuicios morales que intervenían en sus diagnósticos sobre la personalidad al analizar las sombras, op.cit. p. 162 5 La mayor demonización mediática de los esclavos africanos fue la llevada a cabo por D.W. Griffith en el film “El nacimiento de una nación” (1915) 6 Publicado en el prólogo de Historia de O, donde Pauline Réage novela los peligros de abandonarse a la voluntad ajena, vinculando, como Walker, sexo y poder. 7 JUNG, C.G., Recuerdos, sueños y pensamientos, Editorial Seix Barral: Barcelona, 1981, pag. 419

8 Decorador de singulares interiores con sombras chinescas saliendo de lámparas de aceite y proyectores 9 Cuyos orígenes Stoichita sitúa en la cultura egipcia, op.cit. p.23 10 Uno de los primeros artistas en explotar el valor expresivo de las sombras 11 TANIZAKI, Junichiro, El elogio de la sombra. Ed. Siruela, 2005. Escrito en 1933

Los umbrales de la percepción: una mirada a la obra de Juan Muñoz Lápiz: revista internacional de arte, nº 246, octubre 2008. Las zonas de tránsito son espacios donde todo es posible; su carácter liminal incide en la indefinición y potencialidad de aquello que está en el intersticio entre dos realidades. El antropólogo Victor Turner estudió la función de los rituales como espacios liminales donde la creatividad individual se libera de todo tabú. Es una fase que engrana dos estructuras sociales, necesaria para la regeneración. También desde la psicología se ha teorizado sobre estos lugares, considerándolos umbrales entre niveles de conciencia. Se ejemplifican con espacios arquitectónicos como pasillos, puertas o escaleras, pero también con la percepción cambiante de la realidad que proporciona viajar en automóvil. Desde la ventanilla de un tren, debemos readaptar continuamente nuestro punto de vista. Éste no puede fijarse, lo material pierde sus límites, todo deviene inestable, también nuestra identidad. Juan Muñoz (Madrid, 1953-Ibiza, 2001) construyó todo tipo de espacios liminales, dramatizándolos, forzando perspectivas, propiciando nuestra desconexión de una realidad preconcebida. Sus figuras encarnan asimismo identidades cambiantes, elusivas, entre la cordura y la locura, la sociabilidad y el aislamiento, la espera y la actividad.

Juan Muñoz. One figure, 2000. Resina, pigmentos y espejo. Museo de Grenoble.

En alguna ocasión, Muñoz expresó el paradójico embelesamiento que provoca observar el océano, pues no ocurre nada en él más allá del oscilar de las olas. El mar, la nada inconmensurable, simboliza el poder de la memoria en la novela “Solaris” (Stanislaw Lem, 1961), causante de desdoblamientos de la personalidad ante la aparición de fantasmas de un pasado no resuelto. En

“mirando fijamente al mar” (1997) y “una figura” (2001) las imágenes especulares no pueden revelar nada de los personajes que buscan su reflejo, pues las primeras llevan el rostro enmascarado y la segunda se acerca tanto al vidrio que no puede verse. Pero su empecinamiento hace pensar que están viendo algo que se encuentra más allá de sí mismos, relacionado con los juegos engañosos de la memoria. Los seres de Muñoz parecen haber perdido su capacidad de autopercibirse, hasta el punto que el encuentro con la propia sombra (“Hacia la sombra”, 1998) lleva a la enajenación. Si el autoreconocimiento se dificulta en las identidades camufladas, más intensa es la dislocación del sujeto cuando se lo confronta con un ser esperpéntico que él mismo engendra. En la novela citada, Lem da vida a un enano como alter ego de un tripulante de la nave Solaris. La renuncia de éste a aceptar ese espejismo grotesco como proyección de su conciencia lo precipita en una pesadilla sin retorno. La preferencia de Muñoz por los enanos y lo deforme, más allá de las referencias castizas que se le han atribuido (de Velázquez al esperpento valleinclanesco), responde a esa capacidad de lo caricaturesco para poner en entredicho nuestros parámetros habituales y hacernos cuestionar la esencia de lo humano. Muñoz se sentía atraído por la búsqueda infructuosa de la identidad que recorre los guiones de Pirandello. En la obra del dramaturgo “Trovarsi”, una actriz abandona el escenario para deshacerse de las máscaras que han ido desvaneciendo su personalidad. Al final se da cuenta que sólo interpretando consigue ser auténtica, pues en la absurda existencia cotidiana “sofocamos el florecer de quién sabe cuántos gérmenes de vida, posibilidades que están dentro de nosotros, obligados como estamos a continuas renuncias, mentiras, hipocresías.” Lo único que nos salva de la inercia y el horror de la normalidad, concluye la actriz, es “¡evadirnos, transfigurarnos, convertirnos en otros!”. Ponerse en la piel de otro permite incursionar en terrenos inexplorados, practicar el engaño, componente esencial en la obra de Muñoz. La colisión entre el sentimiento de otredad y el impacto emocional que despiertan sus figuras es uno de sus mayores logros. Explota nuestra idea de “el otro”, sea por considerarlo exótico (chinos, árabes) o físicamente anómalo (enanos, muñecos disfuncionales). Al disminuir su escala o situarlos en perspectivas oblicuas y elevadas, nos vemos obligados a respetar su espacio; a través de este distanciamiento, sentimos que saben algo más que nosotros mismos de nuestra identidad.

Juan Muñoz. The Prompter. 1998. Hierro, papier-maché, bronce, madera, linóleo. Colección Tate.

Como espectadores sufrimos el sentimiento alienante que conlleva experimentar lo propio como algo

ajeno. Ello viene incrementado por su ubicación en un espacio teatralizado. En “The prompter” (1988) un apuntador permanece bajo la concha de un escenario a pesar de estar el proscenio vacío, salvo por un tambor igualmente condenado al silencio. La obra escenifica una “casa de la memoria” que absorbe, como es usual en el proceso creativo de Muñoz, referencias dispares, desde el “arte de la memoria” de Giordano Bruno a la concepción del olvido en Borges. Al personaje borgiano de Funes le está vedada la entrada al paraíso perdido de Proust por ser incapaz de olvidar. No puede gozar de los placeres de esa memoria involuntaria que el escritor francés ilustró con la anécdota de la magdalena, pues al recordarlo todo con la misma nitidez no hay filtro que permita sublimar el pasado. Las digresiones mentales que procura la memoria, siempre selectiva, permite evadirnos de la opacidad de la existencia. Muñoz no cita a Proust pero la geometría ilusionista del escenario, sobre el que no hay actor alguno a quien el apuntador pueda susurrar el guión, nos remite a una arquitectura mental proyectada por los recuerdos distorsionados que produce una memoria involuntaria. La diferencia con Proust es que los recuerdos ya no son un refugio, pero no podemos dejar de sondearlos. El muñeco de ventrílocuo de “The Waste Land” (1987), abandonado sobre una repisa, niega también la transmisión de la palabra. El efecto cinético del suelo, deudor de los juegos ópticos del barroco, impide al espectador ocupar el lugar del ventrílocuo y dar voz al pelele. El poema homónimo de T.S. Eliot transmite la angustia existencial del hombre de entreguerras, consciente de la esterilidad de cualquier empresa humana. Contagia esa infertilidad a su entorno, un páramo desolado donde no brota vida ni en primavera. Múltiples alusiones culturales desembocan en un pesimismo que trasciende el contexto histórico. De modo similar, Muñoz universaliza estados del ser con personajes y ambientes genéricos que evitan concretizarse en temas reconocibles. La contradicción beckettiana entre la necesidad que tienen sus personajes de expresarse y la evidencia de que la comunicación les está vedada recorre toda la obra de Muñoz. La memoria, aunque sea en su forma ruinosa, sigue taladrando a sus engendros, que no cesan en sus monólogos interiores una vez se ha roto toda conexión con el mundo exterior. En “Boca y sombra” (1996), dos personajes comparten una escena dramatizada por sus propias sombras proyectadas. Uno susurra palabras incomprensibles a una pared mientras el otro, por el gesto amenazante y el escritorio que ocupa, se diría que ejerce un poder subyugante sobre el primero. La distancia entre ambos es insalvable. Pudieran ser un psiquiatra y su paciente autista, un maestro y su alumno; independientemente de tales atribuciones, desconocemos en cuál de los dos la demencia es más acusada.

Juan Muñoz. Two Seated on the Wall, 2000. Poliéster y resina. Fragmento.

De hecho, la locura aflora en los ambientes de Muñoz, haciéndose especialmente patente en los personajes que, sentados en sillas suspendidas de la pared, agrupados por parejas o tríos, se carcajean insaciables. Sus mandíbulas parecen desencajarse y de sus bocas salen dados de juego o figuras liliputienses en lugar de palabras, lo que nos hace sospechar que de ellas depende nuestra suerte. Permanecen ajenas a nuestra presencia pero su situación elevada nos recuerda un púlpito o un balcón desde donde las personalidades públicas pregonan sus insustanciales discursos. La risa parece contagiarse a las graderías, donde se encaraman “Trece riéndose los unos de los otros” (2001), que no pueden dejar de desternillarse del espectáculo humano. Las criaturas de Muñoz, como las de Beckett, tienden al automatismo, a la repetición absurda de sus actos. Freud introdujo en el reino de lo siniestro la reiteración involuntaria de ciertas acciones cotidianas, un impulso que tiende a borrar las fronteras entre lo animado y lo viviente. En esa fisura existencial entre el ser y el autómata, en la duda ontológica que nos plantean los muñecos mecánicos o las figuras de cera, es donde Freud, retomando las conclusiones del psiquiatra Ernst Jensch, sitúa la enajenación de un sujeto que se adentra en lo siniestro. Freud lo ejemplifica con el cuento “El hombre de arena” de E.T.A. Hoffman, donde Nataniel se enamora de una muñeca. Lo mismo ocurre en “La sonrisa” de J.G. Ballard, donde el narrador es seducido por una sonrisa de plástico que acaba tornándose en mueca macabra. Algunos personajes de Muñoz también quieren engatusarnos con sus sonrisas. Y es que, a pesar de su esencia perversa, no dejan de remitirnos a la infancia: bailarinaspeonzas con cascabeles, tentetiesos, figuras circenses, etc.

Juan Muñoz. Escena de conversación, 1994. Resina, arena, tela.

La soledad más desgarradora es la que se experimenta entre la multitud. De ello se hacen eco las distintas versiones de “Escenas de conversación” (1994) y “Many times” (1999). En la primera, humanoides en forma de saco se interrelacionan con gestos y miradas. La segunda la conforman asiáticos de rostros clónicos sonrientes que parecen intercambiar fútiles observaciones. Unos y otros, tentetiesos empecinados en permanecer en precario equilibrio y anodinos personajes sin pies y con expresión idiotizada, están sentenciados a la inmovilidad y a la repetición eterna de sus actos. La mímica del lenguaje convencional, la retórica de las apariencias, parece ser su única razón de ser. Algunas discusiones acaloradas despiertan el interés de los curiosos. Pero siempre hay los que se evaden incluso de esos simulacros de comunicación, manteniéndose al margen.

Juan Muñoz. Figura que escucha, 1991. Resina, arena, tela.

En la actitud de “Figura que escucha” (1991), que mantiene un oído pegado en la pared, como en la de aquél que susurra incongruencias a su sombra (“Boca y sombra”) o permanece en la oscuridad claustrofóbica de una caja (“Gracias”, 1988), recordamos a Murphy reclamando la quietud solipsista que sólo consigue atándose a su mecedora. En esta novela de Beckett, el protagonista reivindica que sólo “el cuerpo así apaciguado”, balanceándose, le permitía “dejar libre el espíritu” para sumirse en la “no-voluntad”. En “Pieza tartamudeante” (1993), la nimiedad humana, encarnada en dos diminutas figuras sentadas en la penumbra, se acentúa por la cantinela hipnótica de su diálogo: “_¿Qué has dicho? _Nada. _Nunca dices nada, pero siempre vuelves a ello”. El tartamudeo lleva al extremo la escenificación del absurdo beckettiano. Poco acostumbrados a forzar nuestro ángulo visual, las invitaciones constantes de Muñoz a mirar hacia lo alto contribuyen a expandir nuestros hábitos de percepción. Si los balcones antiguos de un hotel hablan del transitar entre calles desconocidas, y las figuras enlatadas en una atalaya transmiten opresión y encierro, la “figura colgada” (2001) convierte la belleza de la acrobacia de “Miss Lala”

(Degas) en obscenidad circense. Este cuerpo convulsionado de dolor, colgado del techo por una sustancia rugosa que parecen sus vísceras, expresa la espectacularidad mediática del horror. Lo sacuden espasmos similares a los sufridos por los oficinistas de Robert Longo, que agonizan entre gestos esquizoides, víctimas de la anulación del individuo en las sociedades corporativas. Muñoz dramatizó eternos lugares de tránsito, espacios sin retorno. En los años ochenta preparó el atrezzo donde sus figuras antropomórficas irían cobrando vida en la década siguiente: balcones sin acceso, pasamanos con navajas escondidas, contraventanas cerradas, escaleras de caracol… “Minarete para Otto Kurz” (1985) es un monumento al guerrero literario que día tras día subía a su puesto de observación para avistar la llegada del enemigo tártaro. Mientras que el alminar simboliza la espera sin esperanza, los pasamanos que nos niegan el apoyo y las escaleras truncadas o invertidas poetizan el encierro en un limbo eterno. No hay camino para ascender, pero tampoco para hundirse, pues la ambición y el deseo no tienen cabida entre esta estirpe de homúnculos: unos recorren los mismos raíles en una y otra dirección dentro de una caja de zapatos, otros permanecen asomados eternamente en balcones sin vistas, o sentados en salas de espera sabiendo que no va a llegar su turno. De nuevo Beckett. Más allá de la inactividad, el gran reto para Muñoz fue representar al mismo tiempo la quietud y el movimiento incesante. Se interesó por lugares de tránsito en los que el movimiento que se genera tiene algo de asfixiante y los caminos que abren invitan a avanzar en círculos. Impresionado por la tendencia centrífuga de la arquitectura barroca, ya en las escaleras de caracol experimentaba el fluir helicoidal que sugieren el ascenso y descenso simultáneo. Pero el ejemplo paradigmático fue “Double bind” (2001, Sala de Turbinas de la Tate Modern): dos ascensores vacíos subían y bajaban sin cesar entre un espacio subterráneo y una superficie horadada con engañosos diseños geométricos. En un nivel intermedio habitaba una progenie de hombres grises asomados vertiginosamente en los vanos del techo. El dinamismo que transmitían las figuras y los elevadores chocaba con la inquietante vacuidad de los espacios. Inspirándose en el carácter impersonal pero “emocionalmente cargado” de los aparcamientos subterráneos, Muñoz transmite la atmósfera tensa e intemporal de estos enclaves urbanos, en los que no ocurre nada pero generan expectativas. En la sala de espera, otro espacio de tránsito, ocurre esa misma compresión del tiempo: figuras sentadas en una habitación presidida por un espejo (1996) se remueven incómodas en mullidos sofás mientras esperan su turno; una de ellas parece increpar a su reflejo girándose bruscamente. En otra versión (1999), son cinco músicos percusionistas los que esperan sentados, sin poder distraerse con los instrumentos, pues parecen haber olvidado cómo tocarlos: uno examina su tambor como si fuera una pieza arqueológica, el otro lo usa a modo de escabel… La serie de dibujos de interiores domésticos (“Raincoat drawings”) muestran pasillos que conducen de una habitación a otra. Da la impresión que el espacio entre los muebles se expande, que las perspectivas se deforman, que algo sombrío se cierne sobre esos escenarios cotidianos. Las composiciones son abiertas y sitúan al espectador en el umbral de esos corredores, pero un muñeco de ventrílocuo ocupa nuestro lugar. Entarimado hasta la altura del dibujo, lo observa fijamente. Su voz inaudible parece resonar como un oráculo entre esas paredes ennegrecidas. En una de las habitaciones dibujadas cuelga una pintura que representa a derviches bailando. El éxtasis místico que alcanzan con sus movimientos circulares encuentra el marco ideal en estos cuartos deshabitados,

donde la ilusión permanece suspendida en un tiempo metafísico. Como para Kurz, el suspense se mantiene entre el miedo por lo que pueda ocurrir y el deseo de que ocurra.

Juan Muñoz. Double bind, 2001. Tate Modern, Londres. Instalación y escultura.

En “Double bind” la única actividad se desarrolla en un nivel liminal, entre el tétrico subsuelo y una superficie ilusoria. Es un espacio inaccesible para el espectador, pero puede vislumbrar a sus habitantes aprisionados en un tiempo y un espacio eternos. Petrificados sus gestos en vagos quehaceres, sospechamos que en su caso habitar un espacio liminal no comporta la transitoriedad regeneradora de la que habla Turner, pues nunca saldrán de ese “no lugar”. Gregory Bateson acuñó el término “doble vínculo” para referirse al conflicto psicológico que provoca el enfrentarse con dos mensajes aparentemente contradictorios. Según este antropólogo, ello podría ser el resorte que activara síntomas esquizofrénicos. Lo que podría ser una paradoja lúdica en el proceso de comunicación, se convierte en una disfunción cerebral irresoluble. La instalación de Muñoz transmite esta sensación de quedarse atrapado, pudiendo representar las dos frases irreconciliables con los ascensores vacíos. En “Descarrilamiento” (2001) el escenario de un accidente nos acerca también al colapso de un espacio liminal. En el interior del tren, a través de las ventanillas de los vagones descarrilados, vemos una ciudad deshabitada: altos edificios sin ventanas o con persianas bajadas, entre plazas con bancos vacíos. Las esquinas aristadas de los bloques de acero dramatizan las sombras. Imaginamos una metrópolis viajando a gran velocidad en el espacio-tiempo, pero ¿en qué dirección?, pues en cada extremo del tren encontramos idénticas locomotoras. Nos preguntamos si la colisión no fue fruto de dos fuerzas de propulsión opuestas. Sea como fuere, el accidente frustra la potencialidad simbólica de otro escenario liminal, aborta el principio de renovación constante de perspectivas inherente al viaje en automóvil. Como el artista explicó a menudo, sus esculturas expresan la imposibilidad de materializar la

presencia a través del arte. La única opción es poner en escena la ausencia del “estar ahí”. Decía que nunca podemos vivir el presente, pues nuestra mente divaga entre el pasado y el futuro, entre recuerdos y anhelos. Por esta razón, el espectador tiene ante sus obras la impresión de aparecer en un momento inoportuno, justo cuando la función acaba de terminar o aún no ha empezado. Eso ocurre antes de caer en la cuenta de que ningún drama puede desarrollarse en estos espacios impracticables, ocupados por personajes incompletos, atascados en un tiempo cíclico. Muñoz dijo en una entrevista, citando una célebre obra de Pirandello, que sus personajes iban “en busca de un autor”. En el texto del escritor italiano, seis personajes que su mente ha imaginado, empecinados en existir, en ser representados por un actor, no se percatan de que esa lucha vana por formar parte de una obra de teatro es precisamente la puesta en escena de su vida. Del mismo modo, en los universos de Muñoz, si algún drama acontece es el de la autoconciencia o reflexión sobre la propia condición. Para los personajes de Pirandello pensar ya no garantiza el existir, como observó Silvio d’Amico. Beckett y los existencialistas pusieron también en solfa la máxima cartesiana, pesimismo que reaparece en los escenarios de Muñoz. Deambulando entre sus figuras, escuchamos un susurro que nos recuerda los torrentes verbales de Molloy o El Innombrable. Los héroes de Beckett no saben si están vivos o muertos, llegando a cuestionarse su propio nacimiento; son parientes de esos seres filiformes con los que Giacometti evocaba espectros vivientes. El artista suizo afirmaba que la realidad lo eludía, lo que, como en Muñoz, frustraba todo intento de reproducir un retrato, pues entre él y sus modelos pululaban un sinfín de rostros y cuerpos inidentificables, cosificados. Sus seres solitarios también daban una imagen genérica del hombre, reducido al nivel más ínfimo de significación, caminante errante cuyas largas extremidades apenas lo sostienen, descomponiéndose en la nada.

Juan Muñoz. Figuras sentadas con cinco tambores. 1999. Poliéster y resina.

El sonido, como las personas, está presente en ausencia: el silencio se palpa en los intersticios de la mímica locuaz, así como en los instrumentos musicales agredidos o abandonados. Para Muñoz, el tambor simbolizaba el oído, por lo que su desamparo en un escenario vacío, la incomprensión de los

músicos (“Figuras sentadas con cinco tambores”) y, sobretodo, las tijeras clavadas en la membrana de piel de este instrumento, anulan cualquier intento de escucha. Los tímpanos estallan, las palabras ya no se entienden porque ni siquiera se oyen, pero tras la obstinación por escuchar intuimos un lenguaje liminal, exclusivo para ese espacio indeterminado del que hemos hablado, umbral de todos los sentidos. Muñoz decía que era un contador de cuentos, aunque en su obra la trama se desarrolla fuera del escenario. El poder turbador de su obra visual se complementa con la capacidad de sus piezas radiofónicas para condensar diferentes narraciones en un tiempo suspendido, en espacios traicionados por la memoria. En “Building for music” ficción y realidad, el tiempo histórico y el subjetivo, se solapan. Juan habla de la destrucción de una sala de conciertos durante la Segunda Guerra Mundial, mientras supuestamente conduce hacia el solar vacío que había albergado el edificio. Su voz e identidad se desdoblan, pues él mismo hace de cronista y de arquitecto. La música sigue sonando, como último testimonio de un pasado que la industria turística se ocupa de hacer olvidar, según comenta con un deje cínico el narrador. En otra pieza para la radio, “Will it be a likeness” (1996), el narrador es John Berger pero en su soliloquio asoma el pensamiento de Muñoz, cuando afirma que “un sonido se percibe mejor como silencio, de la misma forma que a veces una presencia resulta más elocuente, mejor transmitida, por la desaparición”, o que la “presencia” es furtiva y lo único que el capitalismo no ha logrado convertir en mercancía. La radio es el medio privilegiado para disfrutar de una obra de arte, dice Berger, pues permite “escuchar el silencio” que emerge de ella. Con anterioridad había ideado una emisión radiofónica, “A man in a room, gambling” (1992), donde desvelaba trucos de naipes. Además de hacer patente su admiración por los juegos de prestidigitación, le interesaba que el destinatario de estos mensajes fuera un oyente casual; lo imaginaba conduciendo solo, metido en sus pensamientos, dislocado momentáneamente por la intrusión de misteriosos partes en mitad de la noche. En toda su obra, independientemente del medio, hay esa voluntad de introducir al receptor en otra realidad, haciéndolo dudar por un momento de su presente. La retrospectiva itinerante de Juan Muñoz, que se inauguró en la Tate Modern, ha aterrizado en el Museo Guggenheim de Bilbao, para seguir su recorrido por el Centro de Arte Reina Sofía de Madrid y el Museo Serralves de Oporto. La obra “Trece riéndose”, repetida en sutiles variaciones, flanquea la escalinata de entrada al museo. Su ubicación no podría ser más efectiva, con esos hombres que se ríen de nuestra cerrazón de miras, precipitándonos sin preámbulos hacia el ambiguo y enigmático mundo de Muñoz. También es idóneo el emplazamiento del centenar de chinos de “Many times”, que ocupan la diáfana sala del primer piso, bañada por una luz cenital. Paseando entre ellos percibimos las tensas relaciones que urden con sus ademanes, entre histriónicos y comedidos. Desde el segundo piso obtenemos una visión conjunta de esa misma pieza, lo que nos permite estudiar los subgrupos que se forman, sus estáticas coreografías, sin sentirnos tan tremendamente intrusos. La museografía no es tan afortunada en otras salas, especialmente en aquellas donde se embuten

varias obras generando confusiones. Todos los tentetiesos comparten un mismo espacio, perdiéndose la carga psicológica que se genera en cada “escena de conversación” y el silencio que exige la “figura que escucha”. Las interferencias también estorban en la sala donde confluyen obras que por su teatralidad deberían ocupar compartimentos aislados (“Boca y sombra” o “Hacia la sombra”). El proceso de autopercepción a través de la sombra o el espejo reclama el respetar la reclusión de esas conciencias ensimismadas. Muñoz dijo que se dirigía a un observador solitario, que intentaba “individualizar el acto de mirar y percibir”. Su obra, de carácter intimista, transforma el espacio, física o mentalmente. Las alteraciones de la percepción que sugieren los cambios de escala, los trampantojos del suelo, los espacios asfixiantes, se ven mermados en estas salas de techos altos y luz natural. Un artista que ha llevado al límite la maleabilidad de los espacios bien se merecía una mayor adecuación de esta espléndida arquitectura a sus fábulas humanas. La recuperación de la figura humana en la escultura de los años ochenta toma diversidad de matices, pero suele inscribirse en temáticas de género (Kiki Smith), de represión familiar (Robert Gober), de un cuerpo fragmentado por los mecanismos de opresión social. La vulnerabilidad y la abyección del cuerpo sigue siendo tema central en los noventa, desde el obsceno extrañamiento de lo hiperreal (Ron Mueck), como cobaya de experimentos genéticos (hermanos Chapman), alienado por los media y los tabúes sexuales (Paul McCarthy). Estos artistas satirizan la realidad hasta el punto de subvertir la propia sensación de lo real, incursionando en el terreno del simulacro. Parecen competir con las dosis de espectacularidad que nos inyectan los medios de comunicación. Frente a esta tendencia, artistas como Katharina Fritsch, Anthony Gormley o Juan Muñoz tienden a reducir sus esculturas a los mínimos elementos reconocibles como humanos; reproducen seres despersonalizados, arquetípicos. Al manipular las proporciones, la escala, el color y el espacio, introducen un componente inquietante que repele la empatía del espectador hacia sus figuras. La perfección formal que Fritsch imprime a sus esculturas seriadas aumenta la sensación de irrealidad. Gormley explora lugares posibles para cuerpos ausentes, pero a diferencia de Muñoz, su visión es optimista: las figuras, como si fueran de plastilina, se amoldan al espacio, que también sufre una dislocación por la acción de la conciencia. Gormley encuentra nuevos emplazamientos, aunque provisionales, para seres desorientados en el entorno urbano. Muñoz presenta asimismo afinidades conceptuales con Mona Hatoum. Los pasamanos con navajas escondidas recuerdan las muletas chorreantes y los utensilios de cocina electrificados de Hatoum; ambos escarban en el sentirse anímicamente exiliado, en las fisuras siniestras de lo doméstico. Con Bruce Nauman, Muñoz comparte el legado beckettiano que se manifiesta en la repetición hasta la náusea de acciones triviales, en el uso de un lenguaje vacío de significado. La violencia late en juegos infantiles como el “ahorcado” (Nauman) o en peonzas en forma de bailarinas de manos cortantes (Muñoz). La mímica, muñecos y máscaras sirven a ambos para indagar en el conocimiento de uno mismo. Muñoz decía querer llevar sus figuras al “grado cero de significado”. También los payasos de Nauman, reducidos a sus instintos más básicos, humillados, acosados por la cámara, se vuelven asignificantes. Sólo en el silencio podrán liberarse de la tortura psíquica del lenguaje. Paul McCarthy y Ugo Rondinone han retomado la búsqueda imposible de una identidad perturbada

por un entorno alienante. Ambos trasladan al espacio estados psicológicos desequilibrados: el Pinocho de McCarthy no puede abandonar su casa, extensión de su cuerpo traumatizado; pasillos, puertas y ventanas son conductos colapsados por basura mediática que adquiere la viscosidad de los fluidos corporales. El hogar es una trampa, guarida de traumas desde la tierna infancia. La incomunicación y la banalidad flotan en los ambientes de Rondinone, poblados de payasos remolones, arbustos enraizados en prados de caucho, risas estentóreas, diálogos absurdos y prólogos de encuentros amorosos. En la frustración constante de las expectativas de que algo acontezca, nos sume en un tiempo eterno o cíclico. Lo intemporal es también estrategia desestabilizadora en Muñoz, pero más que ningún otro logra hacernos ingresar en el “no-lugar” arquitectónico, existencial e histórico. Mientras muchos se acogen a elementos de la cultura popular para subvertirlos, la obra de Muñoz permanece al margen de las estrategias o los medios del mundo del espectáculo. No utiliza alta tecnología pero paseando entre sus personajes sentimos la alienación que supone vivir en una sociedad tecnocrática; no caricaturiza a representantes de la autoridad pero se palpan relaciones de poder vejatorias. La desnudez de toda referencia temporal se advierte también en la indumentaria de sus personajes, en la herrumbre de los objetos y en la ambigüedad de los espacios. Las referencias literarias sí son abundantes, pero no hacen más que universalizar estados del alma. Lejos de cualquier alarde de erudición, de esas alusiones cultas no depende el impacto inmediato de su obra, el trastorno perceptivo y anímico que genera el encuentro con esos seres tan distintos y tan iguales a nosotros.

Fluctuaciones de la materia Lápiz: revista internacional de arte, nº244, junio 2008. Los dos movimientos principales son el rotativo y el sexual, cuya combinación se expresa mediante una locomotora compuesta de ruedas y pistones. (…) la tierra al girar hace copular a hombres y animales, y [éstos] hacen girar la tierra copulando. La combinación o transformación mecánica de estos movimientos es lo que los alquimistas buscaban bajo el nombre de piedra filosofal. Como consecuencia de esta combinación de valor mágico, la situación actual del hombre está determinada en medio de los elementos. Georges Bataille, “El ano solar” La condición irreductible de la materia, su capacidad para someterse a un estado transitorio continuo, a energía pura, ha interesado a los artistas desde los tiempos de Leonardo. A medida que la ciencia se ha ido desprendiendo de los resquicios esotéricos de la alquimia, considerándolos sedimentos del oscurantismo medieval, los artistas han asumido una vocación protocientífica para reanudar el antiguo maridaje entre la física y la metafísica, la astrología y la mitología. El fuego, símbolo de regeneración en todas las culturas, ha sido usado por los artistas como expresión ejemplar del ciclo místico al que se somete la materia cuando se manifiesta como energía infinita. Yves Klein fue un pionero en el aprovechamiento de los efectos de la naturaleza sobre la obra, primero en sus “Cosmogonías” (donde interviene la acción de la lluvia o el viento en la terminación del lienzo), y después, a principios de los sesenta, trazando con lanzallamas la impronta del fuego sobre cartones. Actuando la llama con menor intensidad en las siluetas marcadas por cuerpos humanos previamente humedecidos, daba la impresión de sumergirlos en lo inmaterial. También ideó esculturas de fuego, que como géiseres candentes salían de estanques de agua, configurando así una imagen espléndida del ritmo eterno de la creación.

Jannis Kounellis. Margherita di fuoco. 1967. Escultura de metal y bombona de gas.

Jannis Kounellis también sensibilizó el espacio expositivo con luz y calor ígneo. Buscando una tensión entre los materiales, opuso lo evanescente y lo plúmbeo, el elemento primario al manufacturado, al hacer brotar fogonazos de planchas metálicas horadadas; o al crear una “margarita de fuego” (1967), cuyos pétalos de metal vibraban por las emisiones de una bombona de gas colocada en su centro. Como Klein, hizo aflorar el simbolismo espiritual del pan de oro, su capacidad de concentrar energía, pero vinculándolo a la tradición de la pintura bizantina. Los artistas Povera contribuyeron, de acuerdo con sus mitologías particulares, a dar visibilidad a la energía física y espiritual inmanente en cualquier proceso. Para Mario Merz el neón cargaba de energía los objetos, alterando su función. Los fluorescentes, relacionados con las connotaciones culturales del iglú, transmitían una energía en continua expansión, tanto a nivel espiritual como sensorial. Por su parte, Gilberto Zorio creó un universo particular cuya afinidad con la alquimia se hace patente por el empleo de artilugios como crisoles y alambiques para verter ácidos corrosivos sobre metales, sugiriendo la transitoriedad de toda forma. Reflexionó sobre la energía cósmica con un repertorio simbólico de estrellas y jabalinas realizadas con terracota, lanzas de acero y rayos láser. El uso de elementos geológicos y electrónicos para establecer metáforas cósmicas acerca sus tanteos a la concepción del hombre de Paracelso como “cuerpo astral”, a su creencia en la interrelación del mundo sideral y el alma humana. Jugando a provocar la naturaleza Los experimentos lúdicos de Roman Signer recuerdan ejercicios de física escolar. Sus acciones ensayan formas de canalizar energía y hacerla visible. A menudo utiliza explosivos, aunque no le interesa la destrucción, sino la transición de una forma escultórica a otra. Ejemplo de ello es una de sus primeras series (“Kiste”, 1975), filmada en Super 8, donde hace volar una caja por los aires y señala los fragmentos expandidos por el campo. Después recompone hipotéticamente la explosión suspendiendo los trozos en el espacio. En una tercera fase vemos la caja reconstruida con cada pieza del puzzle.

Cornelia Parker. Cold Dark Matter: An Exploded View. 1991. Instalación.

La mutabilidad de la materia a resultas de una acción drástica es la actividad medular de Cornelia Parker. En “Cold dark matter: an exploted view” (1991), convenció al ejército británico para que hiciera explotar un cobertizo. Luego suspendió los fragmentos del techo a modo de instantánea del proceso de detonación. En la misma galería, antes había reconstruido la cabaña que iba a ser derribada, llenándola de objetos que sus amigos conservaban en sus propios trasteros. Como Signer, condensa en tres fases la transformación en el espacio-tiempo, aunque las implicaciones culturales de esta pieza los distingue. Parker hace estallar metafóricamente dos instituciones británicas que la sociedad vincula con la idea de protección: el cobertizo rural típicamente inglés, guarida de secretos en el imaginario colectivo; y el ejército, cuyo cometido es protegernos. Al volar en pedazos, el cobertizo revela su interior, su montón de trastos olvidados, su incapacidad para preservar la fantasía y resguardarnos de la intemperie vital; por su parte, el ejército bombardea su propio territorio. En la instalación, como corazón de la onda expansiva, colgaba una bombilla que marcaba el centro irradiador de energía al tiempo que creaba sombras expresionistas sobre las paredes. Lo sólido se pulveriza, las sombras devienen materia, la memoria no se petrifica en monumento sino que toma la apariencia metamórfica de los sueños. Como arqueóloga, Parker rescata la cultura material que de otro modo quedaría soterrada. En “Mass: colder darker matter” (1997) reconstruyó una iglesia de madera destruida por un relámpago. De nuevo, como fotograma congelado, los fragmentos carbonizados recomponen un instante, pero por su aspecto no sabemos si es la caída o el renacimiento, ambos relacionados con la religión cristiana.

El uso reiterado de la expresión “materia oscura fría”, que en astrofísica se relaciona a la explicación del Big Bang, enlaza las obras con una visión cósmica, y en términos figurados, con aquello no observable pero cuya existencia ayuda a comprender el proceder de lo visible. Al indagar en el potencial regenerador de toda sustancia, incluso la más calcinada resucita simbólicamente en su obra. “Heart of darkness” (2004) rescata los vestigios de un incendio forestal provocado. La apropiación del título de la novela de Joseph Conrad apunta a la naturaleza devastadora del hombre. Signer se ahorra reflexiones medioambientales, pues lo que le fascina es la mera expresión de la naturaleza. Una parte importante de la su obra está destinada a emular desastres naturales, como erupciones volcánicas (en “Kamor”, de 1986, hizo explotar pólvora en la cima de una montaña provocando una apariencia humeante de volcán activo) o meteoritos colisionando con la Tierra (“Aktenkoffer”, de 1989, consistió en dejar caer una maleta llena de hormigón desde un helicóptero, que formó un cráter considerable). Menos apocalípticas son las simulaciones de géiseres: en “Wassersäule” recreó una versión fugaz del surtidor de agua caliente de Génova, que logró haciendo detonar dinamita en un río. La energía solar es otra de sus obsesiones: en “Sonnenkoffer” la electricidad que produce una placa solar ilumina una bombilla; en “Schwarzes foss” hacía “respirar” a un barril con un globo atado a un tubo. El globo se hinchaba al amanecer cuando la superficie negra del barril iba absorbiendo el calor y el aire del interior se expandía. Al anochecer, el proceso era inverso. La energía también se comparte con filantropía en “Zwei ventilatoren”, donde un ventilador enchufado al suministro eléctrico transfiere su “hálito vital” a otro desconectado. En “Kajak” (1988) vivifica asimismo un objeto inanimado. El artista quiso homenajear a un amigo fallecido en la práctica de este deporte. Como él mismo explica [1], el kayak está encajado verticalmente en un barril con el nivel justo de agua: si ésta se evapora por el calor la canoa hace volcar el soporte; la lluvia, por su parte, levantaría al kayak propiciando su caída. Este frágil monumento se mantiene así en un equilibrio precario: al más mínimo cambio de temperatura el “organismo” muere.

Roman Signer. Hocker Kurhaus Weissbad. 1992. Video.

La melancolía en estado puro, sin embargo, es poco frecuente en la obra de Signer, donde gags cómicos protagonizados por él mismo suelen ser la tónica: cohetes despojándole del gorro que ocultaba su rostro (“Mütze mit rakete”, 1983) o adelantándolo como correcaminos en una carrera desventajosa (“Race with rocket”). Más espectaculares pero con similar apariencia de historieta: siete taburetes saliendo al unísono por siete ventanas mediante un sistema de catapultas que hacen

restallar los postigos (“Hocker Kurhaus Weissbad”, 1992); agua saliendo como fuegos de artificio de una botas de goma dando la impresión de una persona evaporándose (“Wasserstiefel”, 1986), o una lluvia de bolas de plomo sobre bloques de arcilla húmeda (“Gleichzeitig”, 1999). El impacto estético de estas últimas contrasta con la simplicidad de los experimentos, basados en detonaciones muy precisas, mientras fotografías tomadas en el momento justo congelan un instante del proceso de transformación matérica, o bien grabaciones en video (sustituyendo al Super8 de sus primeros proyectos) reseñan la atomización de las formas.

Fischli & Weiss. Der Lauf der Dinge. 1987. Video.

Este tipo de obras planificadas de acuerdo a una relación causal entre pequeños acontecimientos entronca con el celebrado vídeo de Fischli & Weiss “Der Lauf der Dinge” (1987): una virtuosa retahíla de interacciones físicas y reacciones químicas, que demuestran llanamente, como dice título, “el funcionamiento de las cosas”. En el mismo tono tragicómico que Signer, recrean un mundo en perpetua inestabilidad, un microcosmos de accidentes que destruyen y rehacen la materia en infinidad de variantes. Quizás el haber nacido al amparo de las sempiternas nevadas montañas suizas ha influido en la obra de estos tres artistas, cuya expresión caótica y ruidosa adquiere un halo fatalista y discordante al enfrentarse, física o conceptualmente, con la silente belleza de esos parajes. Signer privilegia la idea de dejar que sea la naturaleza la que dirija el desarrollo de cada proyecto. Un caso paradigmático es “Don’t cross the line” (2002), donde un largo cordón de policía para prohibir el paso es elevado por globos de helio hasta que se desprende por el peso, trazando una frontera absurda y azarosa en el desierto de Mojave: la frontera es concebida por el hombre, pero determinada por fuerzas del entorno.

Walter de Maria. Lighting Field. 1974. 400 postes de metal capturando rayos en Nuevo México.

El carácter efímero y anti-monumental de las intervenciones de Signer en espacios naturales contrasta con la esencia grandilocuente del “land art” de los años setenta. A este grupo perteneció Walter de Maria, quien es recordado por sembrar de postes de acero una extensa superficie del desierto mexicano, favoreciendo que la descarga eléctrica de las tormentas creara sublimes orquestaciones de truenos y relámpagos. En “Lighting Field” la voluntad imperecedera es evidente, y el espectáculo sigue atrayendo visitas, pero la obra sólo se manifiesta cuando la magia de las fuerzas naturales fusiona cielo y tierra. Si De Maria y Signer aprovechan fuentes de energía natural, la instalación “Field” (2002) del británico Robert Box debe su existencia a las emisiones electromagnéticas de los cables de alta tensión. Más de mil tubos de neón plantados en un campo cercano a Bristol se iluminan por la proximidad de las torres de tendido eléctrico. También aquí el tiempo atmosférico afecta al resultado, pues cuando el aire es seco los fluorescentes recogen con mayor efectividad la energía del ambiente. La presencia de personas, en cambio, disminuye la intensidad de la luz, pues nuestros cuerpos son mejores conductores que los tubos. El artista niega cualquier intención de alertar sobre los peligros potenciales de las radiaciones, pero a pesar de su belleza, la ilustración gráfica del voltaje que se extiende por la zona no deja de plantear interrogantes. En su empeño por hacer visible lo inapreciable por la retina humana, en “From fulgurites”, Box exploró el fenómeno del “rayo en bola”, enigmáticas esferas luminosas resultado de la vitrificación del suelo bajo el efecto de un rayo. En el proceso intervienen minerales como sílex o fulguritas. Éstas adoptan una forma tubular que Box recreó con fluorescentes anulares que debían encenderse mediante la electricidad emitida por antenas parabólicas convertidas en dinamos. La experiencia nos remite, junto a la de Walter de Maria, a mitos sobre fusiones celestes y telúricas, presentes en toda cosmogonía. También en el apego de Signer por fenómenos naturales resuenan poéticas metáforas. Sus versiones de erupciones causadas por volcanes y meteoritos nos remontan a enraizadas creencias sobre los poderes chamánicos impresos a estas piedras celestes por los aborígenes australianos, y nos

recuerdan la asimilación olmeca de las “montañas de fuego” a dioses temibles. Chispazos dadaístas En el “Grand Verre” (1915-1923), Marcel Duchamp ideó un engranaje puesto en funcionamiento por la energía emanada del deseo erótico. El enrevesado sistema basa su efectividad en el onanismo de los “solteros”. Al “moler su propio chocolate”, con el calor que producen, desnudan a la “novia”, cuyo cuerpo chispea reanudando así el fluir eléctrico. Con su habitual distanciamiento irónico, Duchamp ofrece una visión fría de las relaciones humanas. Las eyaculaciones ejemplifican “energía perdida”, expresión usual en su vocabulario junto al término “infraleve”, con el que hacía referencia a acontecimientos cotidianos apenas perceptibles, como el “vaho sobre una superficie pulida” o el paso de un estado líquido a gaseoso. Con estos conceptos, se amplía la noción de “ready-made”, que más allá de la recuperación de objetos cotidianos, convierte en arte estados energéticos y etéreos.

Wim Delvoy. Cloaca. 2000. Instalación.

En la estela duchampiana se sitúa el periplo creativo de Wim Delvoye, cuya obra “Cloaca” (2000) también es una réplica mecánica del proceder humano, aunque limitándose a su metabolismo digestivo. Una serie de recipientes con enzimas están conectados mediante tubos y bombas que hacen posible la conversión de ingesta de comida en un sucedáneo de excremento. Éste se vende en Internet [2] sellado con un logotipo cuya tipografía se asemeja descaradamente a la de Coca-Cola. El artista contó con la colaboración de científicos para hacer funcionar este sofisticado y absurdo artilugio de laboratorio, que elimina la comida con una regularidad envidiable. Los alquimistas asociaban la transmutación de metales ordinarios en oro con trasiegos místicos que habrían de derivar hacia la perfección y la vida eterna. Piero Manzoni (en “Merda d’Artista”) e Yves

Klein (en sus intercambios de espacio vacío por oro) se han ganado esa “eternidad” al convertir, respectivamente, heces y “zonas de sensibilidad inmaterial” en preciados valores económicoespirituales. En Delvoye, no es sólo simbólica la transmutación, sino que escenifica escatológicamente el proceso de convertir la digestión biotecnológica en arte, siguiendo la línea habitual de sus creaciones, que cortocircuitan con ingenio los límites entre lo abyecto y lo elitista, lo ordinario y la alta cultura. En “Dynamo Secesión”, Mauricio Cattelan también somete la transformación de energía mecánica en eléctrica a un espíritu burlón de índole dadaísta. Invitado por la Secesión Vienesa en 1997, expuso en los sótanos del pabellón dos bicicletas estáticas que eran pedaleadas por operarios cada vez que entraba un visitante, intimidándolo. Con su esfuerzo ponían en funcionamiento un generador que encendía una bombilla, cuya exigua luz daba al espacio un aspecto desangelado. La obra satiriza sobre las relaciones jerárquicas, de sumisión y dependencia que sostienen al elitista mundo del arte. De la energía física a la digital Otra obra que sólo cobra sentido al encenderse la luz con la presencia del público es “Almacén de Corazonadas” [3] (2006) de Rafael Lozano-Hemmer. La instalación consiste en unos manillares que al ser agarrados activan sensores del pulso cardíaco conectados a una interfaz informática, que permite visualizar la frecuencia y amplitud de los latidos individuales en los centelleos de una bombilla. Cien focos registran simultáneamente los ritmos del corazón de los últimos cien visitantes, confiriendo al espacio un lirismo excepcional. En cada propuesta, busca despertar una actitud activa y crítica frente a tecnologías que, de otro modo, son opresivas. En este caso, llama la atención sobre el uso creciente de métodos biométricos para controlar los comportamientos.

David Rokeby. Very Nervous System. 1986. Video.

A través de sensores electrónicos y tecnologías informáticas Hemmer ha analizado las continuas agresiones de éstas sobre la intimidad. Lo mismo ha hecho David Rokeby en videoinstalaciones con cámaras de vigilancia (“Taken”, 2002). Su gran aportación, sin embargo, fue el proyecto sonoro interactivo “Very Nervous System” (1986), donde el movimiento de un bailarín era grabado por una cámara de video y transformado en sonidos a tiempo real por un programa de ordenador. Rokeby transformaba así el lenguaje físico en digital, avanzando en camino inverso a Stelarc, quien ha indagado en el procesamiento digital de sus desplazamientos físicos. Este último, en “Fractal Flesh”, conectado a sensores de estimulación muscular, sus movimientos eran coreografiados por cibernautas, con lo que exploraba la posibilidad del control remoto para potenciar capacidades

extra-sensoriales. El cuerpo humano, acoplado a interfaces como sensores y cámaras, expande e intercambia su energía con la energía electrónica. Stelarc acuñó el concepto de identidad distribuida para referirse a inteligencias ramificadas en redes globalmente conectadas, a modo de múltiples “agentes remotos” unidos a un mismo “cuerpo fractal”. Resonancias budistas En la misma línea, “Wave UFO” (1999-2002) de Mariko Mori hace realidad la ilusión de un mundo virtual generado por mentes interconectadas. Tres “tripulantes” se relajan dentro de una cápsula biomórfica. Sus ondas cerebrales son recogidas por un programa de ordenador que las interpreta gráficamente, fusionándolas en un viaje espiritual compartido. Mori aprovecha el lenguaje fluido del ciberespacio para fabular en torno a la concepción budista de un universo saturado de seres ligados a una misma fuente de energía vital. La forma de la nave sugiere una ballena, quizás por su conexión con mitologías que comparan el vientre del cetáceo con un sedimento arqueológico de ingestas envueltas en fábulas fantásticas, abriendo con ello una puerta a la imaginación. Una mezcla similar de sofisticación tecnológica y formas primordiales acontece en “Transcircle” (2005), reactivación de la experiencia cosmológica de las culturas neolíticas. Menhires high-tech dispuestos en círculo oscilan en intensidad lumínica según la velocidad de rotación de los planetas. Estas construcciones de culto solar, condensaban una concepción cíclica del tiempo al determinar las alternancias de siembra y recolección. El empeño de Mori puede leerse como una voluntad de reactivar la asimilación de las fuerzas astronómicas a la vida diaria. También el pensamiento de Yves Klein giraba alrededor del concepto budista de vacuidad, entendida como esencia de la realidad. Lo vacuo es dinámico, es flujo, desestabilización permanente de toda forma estable. Es energía inconmensurable, un estado latente en que la materia es un magma libre de toda dimensión, como el “azul ultramar” o el fuego (símbolos de lo más abstracto de la naturaleza). La filosofía oriental se tiñe de fina ironía en la obra de Klein, pero su afinidad al zen era profunda. Wu Gaozhong lleva siete años convirtiendo los procesos de putrefacción en metáfora de transformación cultural. Una pátina mohosa va descomponiendo las reproducciones en pan de paisajes y monumentos chinos, que adquieren una calidad onírica bajo las texturas vaporosas e irisadas de las fermentaciones. La vertiginosa modernización del país ha reducido el pasado a etéreas estampas de ensueño, presagiando la desaparición de todo un sistema de creencias. Más allá de la muerte

Sun Yuan y Peng Yu. Siamese Twins. 2000. Performance.

El dúo formado por Sun Yuan (1972) y Peng Yu (1973) lleva a cabo actos osmóticos, transfusiones de sustancias orgánicas que aluden a la irreversibilidad de la muerte, pero también a la perpetuidad de la materia corporal. En varias performances tratan absurdamente de resucitar cadáveres, a menudo niños, inyectándoles un aceite que el cuerpo exuda en la morgue (“Oil of human being”), o mediante transfusiones de sangre (a siameses nonatos en “Siamese Twins”). Reductos biológicos también se metamorfosean en “Pillar of civilization” (2001), una columna de grasa humana procedente de liposucciones. Fotografías documentaban con todo detalle la extracción durante la intervención quirúrgica y la construcción del frágil monolito que sostiene la “civilización”. La connotación negativa, la crítica a la rápida asimilación de los patrones de belleza occidentales en China, se acompaña de una visión poética sobre el fluir de la materia corporal. En un acercamiento similar, realizaron una columna de cenizas humanas (“Nature of goods”, 2007), procedente de identidades anónimas, cuerpos jamás reclamados que, sin embargo, permanecen, aunque sea en una quebradiza estructura totémica. También se reintegraron al ciclo vital los litros de aceite corporal que escanciaron sobre un río contaminado en “Exile: want to simulate the process of life” (2000). Las vetas doradas que adquiría esa sustancia sobre el agua le conferían un carácter sacro, cierto poder curativo debido a su esencia transformadora, capaz de subvertir simbólicamente la polución industrial. La grasa corporal también ha sido utilizada por Teresa Margolles: en “Secreciones” embadurnó una pared con esta sustancia recogida de clínicas de belleza, mientras que “Grasa humana sobre el muro” (2003) fue un performance en el que dos mujeres embutidas en monos de trabajo refregaban sobre un muro grasa de cadáveres, de personas fenecidas al tratar de cruzar la frontera de EUA. La carga simbólica de esas muertes estampadas contra brutales coacciones a la libertad se acrecienta significativamente al emular al arte gestual del expresionismo abstracto, movimiento que abanderó precisamente los ideales estadounidenses de libertad individual frente al realismo soviético. La afinidad conceptual entre Margolles y Yuan-Yu puede entenderse desde su propia realidad geográfica. México y China son países enraizados en culturas que además de concebir cíclicamente el tiempo, ven la muerte como parte integrante de la vida. El culto a los muertos en las tradiciones dinásticas y precolombinas choca con la situación contemporánea en las megalópolis asiáticas y latinoamericanas, donde la vida vale poco y las morgues se llenan de cuerpos huérfanos. También

comparten asimilaciones traumáticas de culturas occidentales. Metáforas de la energía mística Como ha apuntado Miguel Cereceda [4], frente al deseo narcisista que mueve la “máquina soltera” de Duchamp, Joseph Beuys opone un engranaje que opera en el cambio social. “Honigpumpe am arbeitsplatz” (“Bomba de miel en el lugar de trabajo”, 1977) consistió en una bomba eléctrica de tubos transparentes que distribuían miel entre las salas donde se organizaban las discusiones de la “Free International University”. La circulación de la miel y el calor de los motores lubricados con margarina estimulaban simbólicamente el intercambio de ideas, alimentaban debates diarios que giraban en torno al arte entendido como “escultura social”, donde la expresión verbal se consideraba un pilar determinante de su poder revolucionario. La elección de materiales para sus acciones e instalaciones se regía por su poder metamórfico en relación con la temperatura (grasa, cera) o por el equilibrio entre fuerzas conductoras (metal) y aislantes (fieltro). Consideraba la grasa o la miel, por su maleabilidad, metáforas del pensamiento, susceptible también a los más sutiles cambios de “temperatura”. La miel alude asimismo a la idea de colmena como sociedad ideal. Beuys heredó los símiles apícolas de Rudolf Steiner, así como su percepción de una realidad suprasensible detrás del mundo visible.

Joseph Beuys. Capri battery. 1985. Escultura. Bombilla y limón.

La electricidad simbólica que recorre toda sustancia fue especialmente expresada en la serie “Fond”, en la que usaba baterías como fuentes de dispersión y almacenaje energético, combinadas con láminas de cobre (transmisor) y fieltro (preservador del calor). Efectos curativos producía también la “carga” eléctrica de una bombilla amarilla “enchufada” a un limón (“Capri battery”, 1985) con la que exorcizaba la enfermedad social y su propia dolencia física mientras se recuperaba en un

hospital de Capri. Otras emisiones negativas fueron neutralizadas cubriendo con fieltro espadas (“Samurai sword”) o televisores (“Felt TV”). En la acción “Manresa”, que ilustraba la capacidad de mutación mental con la regeneración espiritual de Ignacio de Loyola, conectó un crucifijo a un generador eléctrico, pues para Beuys Cristo es un potente motor que moviliza el mundo. Confiaba en que el arte podría extrapolar el poder catártico de la religión a la cotidianidad.

Fernando Prats. Del Cardener a la Antártida. 2004. Video.

El chileno Fernando Prats recupera la perspectiva antropológica de Beuys, llevando a esferas seculares retos y ritos del cristianismo, al tiempo que vincula estados de mutabilidad físico-química a procesos de transformación de la conciencia. “Del Cardener a la Antártida” (2004) consistió en una serie de acciones que llevó a cabo en un viaje iniciado con una excavación geológica en el río Cardener, que rocía las inmediaciones de Manresa (donde Loyola tuvo su revelación), y terminó con el enterramiento de los remanentes de su itinerancia bajo las nieves del continente antártico. El desplazamiento de los objetos y su propia migración confluyen en un despojamiento simbólico, relacionado con el desarraigo del sentirse emigrante. Sustancias como el humo y el vapor actuaban, en su condición metamórfica, como dinamizadores del ser. La representación gráfica de su trashumancia respondía a lo que Prats llama “geografía medular”, que irradia en miríadas de ramificaciones. El concepto de médula, sustancia blanda y amorfa, equivale al de energía potencial que Beuys atribuye a la grasa. Otro leitmotiv de su obra es el humo, al que somete a un proceso ceremonial al tiznar el papel con hollín, haciendo aflorar sutiles apariencias. Después fija las partículas sumergiendo el papel en un líquido. Prats asocia la quema y el baño, respectivamente, a ritos de purificación e iniciación, que enlazan con sistemas universales de comprensión metafísica. Inspirándose en la noción “noche oscura” de San Juan de la Cruz relaciona ese rito de transición con un proceso de iluminación que sólo es posible experimentar entre tinieblas. A esa penumbra alude el

papel carbonizado, del que a menudo emergen asuntos relacionados con la Resurrección. Son temas que representa también con conglomerados de hostias sin consagrar: “Retablo para la elevación” (1999) consiste en 36000 panes eucarísticos que glosan la tabla de la Crucifixión de Isenheim de Matthias Grünewald. Prats enfatiza la esencia transubstancial del pan sagrado, al asociarlo con una representación del Sacrificio. El título hace hincapié en el ascenso espiritual de Jesús y la transmisión del conocimiento cósmico al hombre, en lo que Steiner llamó el “Misterio del Gólgota”, pensamiento que ronda varias propuestas de Prats. El rito eucarístico de la transubstanciación del cuerpo de Cristo también había sido reinterpretado por Michel Journiac, ex seminarista cuyas acciones artísticas se encaminaron a predicar la necesidad de liberar los sentimientos más allá de los tabúes sociales. En “Messe per un corps” (1969), los “fieles” comulgaron con morcillas cocinadas con su sangre, anteponiendo con ello la comunión fraternal a la unión divina. Ecos del Romanticismo resuenan en la obra de estos artistas, por la conciliación entre espíritu y materia, y por la voluntad de trascender los límites racionalistas de la ciencia, aunando filosofía, química y misticismo para explicar la experiencia en toda su complejidad. Descubrimientos decimonónicos en el campo de la electricidad como el galvanismo y el magnetismo dieron lugar a analogías entre el organismo y el cosmos, entre los estados psicológicos y los fenómenos materiales. Artistas como William Blake reavivaron los fuegos alquímicos, reanudando las correspondencias entre fenómenos terrenales y celestiales, la asimilación de los contrarios. Blake identifica el concepto de energía con la parte impetuosa e irracional del hombre, tan necesaria como su raciocinio. “Energía, delicia eterna” [5]. 1 Entrevistado por Rachel Withers en “Roman Signer”, Berlin, ed. Friedrich Christian Flick, cop.2007, p.147 2 www.cloaca.be 3 Presentada en la Bienal de Venecia de 2007 con el nombre de “Pulse Room” 4 CERECEDA, Miguel “Problemas del arte contemporáneo”, Cendeac, Murcia, 2006. p.155 5 “El matrimonio del cielo y el infierno”

Un paseo por la China de Uli Sigg Lápiz: revista internacional de arte, nº 243, mayo 2008. Las simientes del arte contemporáneo chino, cosechadas en la clandestinidad, se expusieron por primera vez en la muestra colectiva organizada por la Galería Nacional de Pekín en 1989. Transcurridos doce años desde la muerte de Mao Zedong, la permisividad gubernamental fue un mero espejismo disuelto el mismo día de la inauguración, cuando las fuerzas del orden clausuraron el evento sin preocuparse por entender el significado del disparo perpetrado por Xiao Lu sobre su obra “Diálogo”. El cierre fue un ominoso presagio de la represión que se avecinaba: la masacre de estudiantes e intelectuales, unos meses más tarde, en la plaza de Tiananmen, demostró que la apertura social no se desarrollaría con la misma agilidad que la económica. El arte de acción, lejos de amedrentarse, siguió dando quebraderos de cabeza al gobierno aun llevándose a cabo en el extrarradio de las ciudades. El mitificado “Beijing East Village” fue uno de sus hervideros. Artistas disidentes explotaron las posibilidades subversivas del performance y, en la misma época, a principios de los noventa, germinaron movimientos representativos del escepticismo reinante. Tras frustrarse las esperanzas democráticas, la ironía sustituyó en el arte al idealismo de los años ochenta: el “Pop Político” y el “Realismo Cínico” son muestra de ello. El astuto diplomático suizo Uli Sigg, instalado en el país, al tiempo que abría camino a las empresas europeas para invertir en China, capitaneó el coleccionismo de arte contemporáneo local. Siendo un terreno aún inexplorado, se propuso ir cubriendo de forma sistemática todo el espectro creativo, en temas y lenguajes. Privilegió aquellas obras que, de algún modo, se hicieran eco de las contradicciones inherentes a la etapa de de transición entre la Revolución Cultural y un capitalismo feroz. Su labor recopiladora se sitúa en las antípodas de la practicada por los diplomáticos decimonónicos que expoliaban tesoros de antiguas civilizaciones. Si éstos llenaban las arcas de su patria con piezas de gran valor artístico, dejando fatalmente indocumentada una parte de la historia, Sigg ha actuado como antropólogo, rescatando obras por su valor documental, que no siempre va a la par del nivel artístico. Para la muestra “Rojo aparte” organizada por la Fundación Miró de Barcelona, se han seleccionado unas 80 obras representativas de su ingente colección. Los seis bloques temáticos que dividen la exposición podrían resumirse en uno sólo: la dialéctica entre tradición y modernidad, o lo que viene a ser lo mismo en el caso que nos ocupa, entre lo autóctono y lo occidental. Rótulos como “Mao de trasfondo”, “La nueva China”, “Nuevas visiones de antiguas tradiciones” y “El arte occidental visto desde China” hablan por sí solos. La voluntad de ceñir cada obra dentro de un discurso unilateral tiende a ofuscar las particularidades, a ofrecer una visión simplificada de cada artista. Este criterio curatorial no difiere del adoptado de forma casi clónica en otras colectivas sobre el arte actual del país asiático [1]. La plaza de Tiananmen, antes de ser testigo del brutal sometimiento de los manifestantes, había sido escenario de grandilocuentes actos propagandísticos. Es el símbolo por excelencia del legado de Mao. “Respiración” (1996) de Song Dong (Pekín, 1966) es el registro fotográfico de una acción en la que trató de fundir con su aliento la escarcha que alfombraba la mastodóntica plaza. La necedad de la

empresa parece llamar la atención sobre la dificultad de derribar, con iniciativas individuales, un sistema que ha calado hasta los cimientos en un gobierno que sigue sacando tajada de su acervo ideológico cuando le conviene.

Song Dong. Breathing, 1996. Fotografía.

Pero las grietas de la reliquia maoísta no pueden esconderse, parecen decirnos los Gao Brothers en “Una instalación en la plaza de Tiananmen” (1998): las fotos muestran el emblemático retrato de Mao Tse-tung que preside la plaza desde una perspectiva exageradamente oblicua, de manera que acaba viéndose sólo el lado inferior del marco. El visible desgaste de la madera apunta a la imagen mellada del líder comunista y a la incongruencia de querer preservarla. “La nueva China”, por lo que se deduce de los artistas incluidos en este apartado, subraya el choque cultural producto de la modernización del país. Al estampar el logotipo de Coca-Cola en urnas dinásticas o “blanquear” vasos neolíticos, Ai Weiwei (Pekín, 1957) adapta a la realidad local el gesto dadaísta de ponerle bigotes a la Mona Lisa. El acto de profanar una vasija Han desvirtúa la idea de prestigio cultural, considerando que el valor de estas piezas milenarias fluctúa hoy según los caprichos del mercado como lo hacía ayer según intereses políticos y de perpetuación en el poder.

Luo Brothers. Welcome to the world famous brands. 2000. Técnica mixta sobre tabla.

En las relucientes pinturas lacadas de los Luo Brothers, la técnica artesanal y la estética publicitaria se alían para transmitir la dislocación existencial de una sociedad que ha vivido la transición del comunismo al desenfreno consumista. Un Sol naciente asoma tras la Ciudad Prohibida, frente a desfiles militares semejantes a bailes de disfraces, locomotoras convertidas en latas de Coca-Cola, niños que enarbolan indistintamente el Libro Rojo y chapas de Fanta, o retozan sobre mullidas hamburguesas. En una línea similar, pero incorporando referencias explícitas al trío mítico de la Revolución Cultural (el campesino, el obrero y el soldado), Wang Guangyi (Harbin, 1957) reubica tales héroes en ambientes Pop, saturados de marcas del mercado global. Asimismo, lleva estos prototipos modélicos a la tercera dimensión, donde subvierte su estatus anónimo e ideal personalizando sus atributos. Este artista fue uno de los fundadores del citado “Pop Político”, así llamado por equiparar las estrategias capitalistas de marketing con las propagandísticas. Desde la sala dedicada a “los nuevos chinos” nos sonríen unos personajes de dientes disparejos y mejillas rubicundas que delatan su procedencia rural. Exhiben orgullosos sus perros caniches mientras son entrevistados por televisiones locales. Así ve Chang Xugong (Tangshan, 1957) a los pujantes nuevos ricos, engalanados con joyas, estridentes americanas y corbatas de lunares. Se trata de grandes tapices confeccionados en hilo de seda, cuyo efecto satinado acrecienta el deliberado aspecto kitsch del conjunto. El artificio de esas identidades queda reforzado por la ardua labor artesanal, encargada a un equipo de tejedores. Sin embargo, las migraciones masivas a centros urbanos suelen deparar más miseria que fortuna. Luo Han (Pekín, 1969) narra en “Un grano de arena” (2003) las desventuras de un campesino que emigra a la ciudad. La nota biográfica, escrita con impecable caligrafía en tan breve espacio, sugiere la insignificancia a la que se sumen estas historias individuales en el fluir imparable de una economía que hace obsoletas formas tradicionales de subsistencia. La columna erosionada de Sun Yuan (Pekín, 1972) y Peng Yu (Heilongjiang, 1973) no procede de ningún edificio ruinoso sino que es en sí mismo un monumento reducido a cenizas de cuerpos

humanos incinerados, como muestra el vídeo que se proyecta al lado. Pertenecen a identidades desconocidas, pues jamás fueron reclamados. En una sociedad donde el culto a los muertos ha sido tradicionalmente símbolo de unidad familiar, estas muertes anónimas señalan la violencia de los entornos urbanos y, sobretodo, la desacralización de la vida.

Zhang Xiaogang. Serie Bloodline. 1997.

Hay algo turbador en la serie “Lazos de sangre” de Zhang Xiaogang (Kunming, 1958), donde traslada el lenguaje fotográfico de los retratos de familia a una pintura plana, nítida y prácticamente monocroma. La nota de color la ponen filamentos rojos a modo de vínculos de sangre y enigmáticos manchones sobre la piel que parecen insinuar lacras sociales. El propio concepto de familia fue denostado durante el régimen comunista, pues todos los individuos, unidos por una misma causa, eran considerados hermanos. Xiaogang recupera una iconografía prerrevolucionaria que, sin embargo, tras el devenir de los acontecimientos, no puede ya simbolizar valores inquebrantables relacionados con la lealtad al clan y el respeto filial. Tras la estandarización de los rostros, los ojos humedecidos parecen llorar el requebrajo de esos enraizados sentimientos sobre los que se construía la identidad. En algunas obras se intuye la política del hijo único, que sólo salva del parricidio a los varones, como deja adivinar el retrato presidido por un niño que enseña sus órganos sexuales, o aquél bebé que nos evoca un feto bañado en sangre.

Yue Minjun, Big swans. Óleo sobre lienzo. 2003.

Xiaogang fue uno de los componentes del Realismo Cínico, que dio cuenta del escepticismo generalizado tras los sucesos de 1989. Un realismo deformado por el prisma de la ironía desplaza el arte idealista y comprometido con el cambio social que había eclosionado en los albores de la expresión contemporánea. El tono cáustico y socarrón de este nuevo movimiento de los años noventa alcanza su máxima efervescencia en la obra de Yue Minjun (Daqing, 1962). En pinturas y esculturas se autorepresenta en serie con una carcajada grotesca que deforma su rostro. Sus clones componen escenas a menudo inspiradas en obras de arte occidental (en “La libertad guiando al pueblo”, de 1995, las figuras adoptan las mismas posturas que en el óleo homónimo de Delacroix) o en el patrimonio milenario chino (“2000 A.D.” es un guiño a los Guerreros de Xian). Los temas elegidos son significativos, pues mientras el levantamiento revolucionario tuvo en la Francia monárquica consecuencias inmediatas, aunque moderadas, en China el “pueblo”, casi dos siglos más tarde, fue silenciado con despotismo homicida. Sumidos en el hedonismo de un “mundo feliz”, los calcos caricaturescos remiten a la homogeneidad social, a la que derivan tanto los patrones de estatus promovidos por el capitalismo como los estereotipos heroicos a los que aspiraban los comunistas. El artista denuncia la idolatría que corrompe cualquier cultura, basada en la repetición delirante de un icono; como contrapartida, Yue aporta un ídolo hueco, un pelele de risa demente e idiotizada que transmite el vacío y la ansiedad contemporáneos. Arraigadas costumbres y técnicas milenarias fueron abolidas durante la Revolución Cultural, lo que en parte explica la inscripción de un extenso grupo de obras bajo el epígrafe “Nuevas visiones de antiguas tradiciones”. Las montañas biomórficas de Liu Wei (Pekín, 1965), redondeces de nalgas, hombros y rodillas, se solapan digitalmente en una atmósfera neblinosa. Los cuerpos así mutilados, burlan el tabú que sigue cerniéndose en China sobre el desnudo. Al mismo tiempo, Wei dialoga en esta obra con un género condenado durante la época dictatorial, el paisaje, simulando las escarpadas colinas que representaban en el arte milenario la integración del cuerpo en el cosmos.

También Wu Gaozhong (Changzhou, 1962) reproduce montañas que emulan los vaporosos acantilados de la pintura clásica china, pero aquí la bruma que las circunda no es otra cosa que moho de pan fermentado, que el artista ha modelado previamente en forma de cimas orográficas y, después, fotografiado en un avanzado proceso de putrefacción. Los paisajes ya no exteriorizan la armonía anímica sino una naturaleza precaria. El pasado cultural, ante la revulsiva entrada del capitalismo, se ha convertido en una bella y escurridiza estampa, en una inaprensible visión onírica.

Zhang Huan. Family tree (in 9 parts). 2000. Fotografías.

La caligrafía es otra de las artes deconstruídas con mayor o menor acierto. Destaca la serie fotográfica de Zhang Huan (Anyang, 1965), “Árbol genealógico”, donde caracteres caligráficos hilvanan historias familiares sobre su rostro, extraídas de su propia vida, de cuentos tradicionales y de proverbios sobre la idiosincrasia de su pueblo. Tras la identidad paulatinamente velada se adivina una actitud ambivalente entre la necesidad de preservar el peso genealógico y comunitario, tan importante en la mentalidad china, y el peligro de que este lastre socave la individualidad. Leyendas dinásticas son revisitadas por Liu Zheng (Wuqiang Hsien, 1969) y Geng Xue (Baishan, 1983). El primero escenifica en formato fotográfico el mito de las “Cuatro bellezas” sobre el comportamiento ejemplar de cuatro concubinas al servicio del emperador Yue. Se trataba de una alegoría que realzaba como virtudes femeninas el sacrificio y la fidelidad al monarca, fusionando bajo el concepto de “belleza ideal” lo físico y lo espiritual. En esta serie, féminas poco pudorosas contradicen el ideal de pureza y sumisión que, a lo largo de los siglos, se había ido adaptando en sucesivas actualizaciones de la historia. “El banquete de Han Xizai” de Geng Xue (Baishan, 1983) es un sucedáneo chabacano de la exquisita pintura homónima de la dinastía Tang, en la que se muestra la vida de despilfarro que llevaba Xizai antes de abandonarla para convertirse en un músico ambulante. Xue hace una traslación literal en

porcelana policromada sin aportar a la historia más que exotismo kitsch al gusto europeo.

Hu Xiaoyuan. A keepsake I cannot give away, 2005. Bastidor, tejido de sarga de seda, pelo de la artista.

La obra de Hu Xiaoyuan (Haerbin, 1977) ahonda en las emociones en una obra afín al arte feminista occidental de los años setenta, cuando Miriam Schapiro y Judy Chicago reivindicaban su lugar en la historia del arte revalorando técnicas artesanales. Aunque en China no hay un arte contemporáneo de índole patriarcal al que retar, el carácter confesional de sus zurcidos, realizados con sus propios cabellos, remiten a las artistas citadas. Veinte bastidores circulares exhiben una laboriosa ejecución de bordados de tradición cortesana (flores y pájaros) combinados con vulvas y otras partes del cuerpo femenino. Dialoga así con distintas generaciones de mujeres, marcando el punto de inflexión que supone el poder expresar la subjetividad. El uso del cabello como hilo rememora la antigua costumbre de entregar un mechón al marido en muestra de fidelidad.

Shi Xinning, Duchamp Retrospective Exhibition, 2000–2001. Óleo sobre lienzo.

Dejando de lado que la categoría “El arte occidental visto desde China” incluiría prácticamente a todos los artistas de la muestra, llama la atención la obra de Shi Xinning (Liaoning, 1969), cuyas pinturas inspiradas en fotografías periodísticas recuerdan las “grisallas” de Gerhard Richter [2]. Si los surrealistas se regocijaban en su búsqueda de “encuentros fortuitos” siguiendo la brecha abierta por Lautréamont con la imagen del paraguas y la máquina de coser sobre una mesa de quirófano, más delirantes son, por imposibles, las coincidencias que propone Xinning: Mao intercambiando impresiones con McCarthy o Churchill; divirtiéndose con Marilyn Monroe o disfrutando con una “Exposición retrospectiva de Duchamp en China”. En esta última, Mao observa absorto el urinario (“La fuente”, 1917), símbolo de la concepción del arte como actividad puramente mental y antiretiniana, nada más lejos de la visión utilitarista propugnada por el realismo socialista. Xinning traslada al óleo una fotografía en la que Mao visitaba una feria industrial, sustituyendo simplemente el objeto de su atención. La estrategia recuerda las manipulaciones fotográficas habidas en los regímenes totalitarios [3] para “suprimir” identidades molestas y, en general, para reescribir la historia. La versión “utópica” de los acontecimientos propuesta por Xinning, con sus sustituciones u ocultaciones de objetos o personas, contradice el aislamiento al que el dictador había condenado al país. Simulando antiguas fotografías en color sepia, delata la falsedad del fotoperiodismo e introduce distintos niveles de significación. En una línea similar, el videoartista Zhou Xiaohu (Changzhou, 1960) reinventa eventos históricos y actos públicos sirviéndose de personajes animados de arcilla. En “Celebración obsesiva del siglo” (2003) satiriza sobre la parafernalia que rodean los desfiles militares y el recurso del ceremonial para dar crédito a las mixtificaciones mediáticas. El género del documental es el que en mayor grado recala en la propuesta videográfica. “San Yuan Li” (2003), dirigido por Ou Ning (Zhangjian, 1978) y Cao Fei (Guangzhou, 1969), reseña el proceso de absorción de un pueblo por la ciudad de Cantón. Convertido en barrio marginal que subsiste con sus granjas y talleres de artesanía, el día a día transcurre lento y ajeno al ajetreo que, dos calles más abajo, protagonizan los yuppies entrando y saliendo de rascacielos y torres de oficinas. La actitud comprometida respecto a una realidad cambiante, también presente en “Otro lugar para vivir” (1999) de Wang Jianwei (Shuining, 1958), tropieza con un lenguaje rudimentario y cansino, basado

meramente en el contraste entre planos larguísimos y montajes picados, de manera que nos someten a la contemplación del desagüe goteante de una chabola hasta agotar nuestra paciencia, y acto seguido, nos acribilla un número excesivo de contracampos de edificios acristalados. Si en los documentales se echa en falta el ahondamiento narrativo, en “Vuela, vuela” (1997) de Jiang Zhi (Yuanjiang, 1971) la fuerza reside, en cambio, en la simplicidad y el carácter evocador de unas manos que emulan el vuelo de un ave en un habitáculo claustrofóbico. El hacinamiento insalubre de los apartamentos en las megalópolis contemporáneas redunda metafóricamente en la frustración de los deseos en el seno de una sociedad que estigmatiza o convierte en tabú orientaciones sexuales heterodoxas. El resto de artistas de “Rojo aparte” reinciden con menor ingenio, según el parecer de esta cronista, en los mismos temas: éxodo rural, urbanización, recuperación de técnicas ancestrales… En la muestra se observa una pretensión historiográfica que, además de ser prematura, es parcial y eurocéntrica. El sesgo se aprecia, por una parte, en la ausencia de obras que ilustren la aportación del “arte extremo” [4] (a pesar de ser practicado por algunos de los artistas de la muestra), que desde los años ochenta, a pesar del tono amarillista que le han dado los canales de difusión [5], es el único lenguaje que se ha atrevido a evidenciar sin tapujos la hipocresía social: ante los abortos masivos a consecuencia de la política del hijo único (Zhu Yu, Zhang Huan); ante la explotación, la miseria y la prostitución que han traído consigo las reformas económicas (Chen Guang); ante las secuelas de los crímenes políticos en la consciencia colectiva; en temas de género e identidad (Ma Liuming), o en relación al empobrecimiento espiritual que conlleva el contagio de los valores occidentales (Wu Gaozhong, Xiao Yu, Sun Yuan y Peng Yu). Por otra parte, las obras reunidas denotan el gusto occidental por la “chinoiseries” [6], aunque en lugar de importarse cargamentos de porcelana y seda para hacer arte “a la chinesca”, como ocurría en el siglo XVIII, se va a buscar directamente el producto manufacturado: Mao convertido en icono pop, paisajes tradicionales en tinta tatuados sobre torsos desnudos, soporíferos trabajos caligráficos, carteles publicitarios lacados en colores chillones, etc. El tópico del virtuosismo y la meticulosidad artesanal también abunda en la exposición. Muchos de los artistas expuestos gozan ya de reconocimiento internacional, y sus obras alcanzan elevadas cotizaciones. Algunos parecen sentirse a gusto con el encasillamiento de sus propuestas, repitiendo ad infinitum la misma imagen: sea una niña observando el crecimiento urbano [7], estampados florales tradicionales (8) o la miscelánea de productos de consumo y emblemas maoístas. El arte chino, quizás por carecer del peso teórico de los ismos europeos, no se recrea en lo autorreferencial; al contrario, nos atrae precisamente por su carácter intuitivo. Pero aquellos artistas que, mimados por el mercado y los media, convierten una buena intuición en su sello, traicionan esa inmediatez que propició su éxito. Cuando aún no se ha curado la resaca de la represión de Tiananmen, la imagen fascista de las autoridades chinas se renueva con las intervenciones violentas para sofocar las últimas manifestaciones en Lhasa, que se iniciaron pacíficamente en recuerdo de la revuelta fallida contra la ocupación del Tíbet por las tropas de Mao. Sea en forma de “crítica social o refiriéndose al ámbito de las sensibilidades humanas”, dice Sigg [9], el arte chino se hace eco de lo que acontece en el país. Pero las obras seleccionadas de su colección tratan temas de actualidad de manera desapasionada, como si se evadieran de una realidad incómoda. Los artistas son los más hábiles para sortear la censura y denunciar la tiranía que subyace tras el panfleto aperturista, sin necesidad de hacer arte

político. No está de más aprovechar la oportunidad que nos brindan. 1 Por ejemplo, “Made in China: arte contemporáneo de la Colección Estella”, en el Museo de Jerusalén, septiembre 2007 2 Así llamadas por su reducción cromática a la gama de grises, se basaban también en fotografías mediáticas en blanco y negro. 3 Aunque también abundan los ejemplos en los sistemas supuestamente democráticos 4 Así llamado al accionismo de carácter más radical 5 A raíz del documental emitido por la BBC “Beijing Zwings” en enero 2003 6 Artesanía realizada en Europa imitando modelos chinos, una moda generalizada en el siglo XVIII 7 Weng Fen 8 Liang Yuanwei 9 “Vermell apart: art xinès contemporani de la col·lecció Sigg”, Fundació Joan Miró de Barcelona, 2008, pag. 182

Gregory Crewdson: la muerte entre las flores Lápiz: revista internacional de arte, nº 242, abril 2008. Las megalópolis de cristal y hormigón como caldos de cultivo en los que fermenta la creciente deshumanización, la alienación y la decadencia moral del individuo están siendo sustituidas, en el cine contemporáneo, por zonas residenciales de idílica apariencia [1]. Los suburbios toman el relevo a la gran ciudad para escarbar en las entrañas de psiques resquebrajadas, obnubiladas por la vacuidad de la vida en provincias, por el devenir anodino en barrios donde las casas, con sus jardines recortados, son idénticas unas a otras, donde la imaginación tiene vetada su entrada. Gregory Crewdson (Nueva York, 1962), haciéndose eco de este desplazamiento psicogeográfico, ambienta sus fabulaciones fotográficas en hogares de clase media norteamericana, situados en parajes suburbanos de edénica apariencia. La primera gran retrospectiva europea del artista termina su recorrido en la Galerie Rudolfinum de Praga, tras pasar, entre otras ciudades, por Hannover, Salamanca, Linz y Roma. Un mismo “leitmotiv” hilvana las seis series que conforman su trayectoria: dar forma al concepto freudiano de “lo siniestro” a través del acervo visual colectivo construido a partir de la mitología cinematográfica. Freud definía “lo extraño inquietante” como el brote de lo aterrador y enigmático en el seno de la cotidianeidad; aquello que debiera permanecer oculto (en el subconsciente) se manifiesta, con lo que lo real pierde su condición material y racional, dando cabida a los miedos y anhelos más turbadores. En la obra de Crewdson aflora lo amenazante, lo reprimido, en cada resquicio de intimidad; juega con la tensión creada entre lo familiar y la incursión de lo extraño. Pero lo que aporta singularidad a su trabajo es el análisis que subyace de la sensibilidad estadounidense sobre temas como la belleza, el desarraigo, la alienación, la ausencia, la soledad y el deseo; considerándola desde el filtro mitificador de la realidad fílmica.

Gregory Crewdson. De la serie Dream House. 2002. Fotografía.

Cuando observamos sus fotografías nos da la sensación de estar frente un fotograma de una película ya vista, pero que no acertamos a reconocer, pues lo que vemos es una magnífica abstracción, un compendio de imágenes cinematográficas que subyacen en nuestro imaginario compartido. En la serie “Dream House” (2002) este fenómeno queda acentuado por el hecho que los propios actores son

estrellas de cine, a quienes, además, asociamos con un tipo de películas protagonizadas por familias disfuncionales: Julianne Moore (“Short cuts”, “Magnolia”), Philip Seymour Hoffman (“Magnolia”, “Happiness”), Dylan Baker (“Happiness”), etc. Precisamente en “Happiness”, Todd Solondz retrata con frío distanciamiento el hastío existencial al que llega una familia de un suburbio de New Jersey, donde la incomunicación, las apariencias y la represión-frustración de los deseos son la causa de todos los traumas. Pensamos en la cobardía del padre pedófilo (Baker) cuando observamos esa fotografía de la familia reunida alrededor de la mesa que se rehúyen la mirada; y esa otra de Moore en camisón nos recuerda la escena de una insomne Linda (“Magnolia”) sentada al borde de la cama junto a su marido moribundo.

Gregory Crewdson. De la serie Twilight. 1998-2002. Fotografía.

Ya en “Twilight” (1998-2002) Crewdson asumió el papel de director de cine, rodeándose de un completo equipo técnico. La voluntad de crear un “mundo perfecto”, explica el artista en varias entrevistas, entra en conflicto con la imposibilidad de hacerlo. Es precisamente esa “tensión psicológica” [2] lo que le interesa. En el proceso de producción (el absoluto control sobre cada detalle de la puesta en escena) y de posproducción (montaje digital), ese detallismo da como resultado imágenes que parecen ir más allá de la realidad, supliéndola por el simulacro, por la “hiperrealidad”, como diría Jean Baudrillard. Crewdson va más allá de las posturas de fotógrafos posmodernos como Cindy Sherman o Jeff Wall, con quienes se le ha comparado, puesto que parte de la premisa de que nuestro conocimiento de la realidad es mediatizado, de que entendemos nuestras angustias existenciales sólo cuando las vemos simuladas en una pantalla. Con ellos comparte el interés por la puesta en escena teatral, cinematográfica, pero si Sherman criticaba la falsedad de los mitos de Hollywood a través de sus fotos, Crewdson acepta y utiliza la capacidad de la máquina cinemática para reducir nuestra vida, nuestros sentimientos, en estereotipos, en abstracciones a través

de las cuales nos reconocemos. Al definir sus fotografías “películas de un solo fotograma”, alude a su intención de comprimir el potencial narrativo de un film en una sola imagen. Sus escenografías evocan lugares genéricos, abstractos, que encajan con el concepto de simulacro de Baudrillard. Son escenarios icónicos, que se deleitan en su condición fantasmagórica y mediatizada. La atmósfera surreal de “Twilight” entronca con el género de ciencia ficción, pero también con cineastas que se sirven del “atrezzo” para aludir a estados mentales alterados. Aparecen en la serie personas que, como zombis, se concentran en actividades compulsivas y aparentemente absurdas: un hombre construyendo un cono de césped en el garaje; una mujer inutilizando el salón con montículos de flores, un niño, en el baño, introduciendo su brazo en el desagüe, escarbando, quizás, en las entrañas de los oculto, en los recovecos mohosos de la mente. También vemos gente que parece presta a ser abducida por fuerzas extrasensoriales, sometida a rayos de luz en mitad de la noche. Se han comparado estas imágenes con escenas de “Close Encounters of the Third Kind” de Steven Spielberg, donde el personaje de Richard Dreyfuss reconstruye de manera obsesiva una figura con la forma de la montaña donde habrán de aparecer los alienígenas. Las visiones cósmicas que deslumbran a los “elegidos” y la variedad de reacciones de éstos ante la esperada llegada también puede parangonarse con las diferentes actitudes de los retratados por Crewdson. Para Roy (Dreyfuss), huir con los extraterrestres es lo único que puede salvarle de su asfixiante y anodina existencia. También podemos entrever algo parecido a la esperanza en esta serie, una confianza en que más allá de la mediocridad de nuestra vida, nuestro espíritu inconformista, nuestra fantasía, permanece a flote.

Gregory Crewdson. De la serie Twilight. 1998-2002. Fotografía.

La casa, en el cine, es a menudo metáfora de la psique. Así sucede en “Repulsión” de Roman

Polanski, cuando las paredes del apartamento de Carole se agrietan como su propia mente enferma; o cuando la progresiva putrefacción del conejo abandonado en el plato alude a la paulatina incapacidad de raciocinio, al lento pero imparable proceso de incursión de lo reprimido. Lo irracional, la naturaleza indomable, también entra en los hogares en las fotografías de Crewdson: las habitaciones anegan a trágicas Ofelias, los árboles atraviesan los tabiques… Pero en el triunfo de lo reprimido se abren las puertas de la ilusión, de la libertad individual. Ello se expresa en forma de fábula infantil en “Edward Scissorhands”, donde en una urbanización de casitas homogéneas color pastel, el “sueño americano” que quieren representar se viene abajo con la llegada de un engendro que poco a poco irá desvelando lo monstruoso que se esconde tras capas de aparente normalidad. La mansión gótica de Eduardo simboliza el contrapunto a la mediocridad de ese barrio reticular y aséptico, la imaginación frente a la vulgar. A la misma conclusión que Tim Burton llegó Diane Arbus con anterioridad, fotógrafa que despierta en Crewdson gran admiración. Arbus retrató con lirismo la enajenación, la población marginal norteamericana. Se sirvió de la ambigüedad visual para descifrar, a través de un rico elenco de “freaks”, la monstruosidad que aflora en la sociedad. “Twilight” asocia simbólicamente el crepúsculo con el momento en que las fuerzas indómitas de lo desconocido empañan la realidad. El cielo adquiere una tonalidad azul oscuro que precede a la negra noche, las farolas se encienden, la luz artificial convive con los últimos destellos de luz natural. Crewdson se sirve de la iluminación para conjugar ambientes metafísicos, exteriores sumidos en nebulosas cósmicas, interiores que parecen acogedores a través de las ventanas, haces de luz sesgando las escenas, nimbando a los personajes, etc. En “Hover” (1996-1997), la única serie en blanco y negro, no contaba aún con la expresividad lumínica que tan importante papel juega en el resto de su obra.

Gregory Crewdson. De la serie Hover. 1996. Fotografía.

La imposibilidad de comunicarse, la sensación de que los personajes están movidos por fuerzas ajenas a sí mismos, son temas que afloran en todas las series, pero en “Hover” se produce una

dislocación más evidente de la realidad al utilizar un lenguaje de apariencia documental y objetiva. Otra diferencia con el resto de su obra es el punto de vista elevado; la cámara planea sobre el mismo tipo de urbanizaciones horizontales, de casas con setos delimitándolas. Pero en lugar de estar habitadas por vecinos curiosos, atentos a cualquier anomalía en las vidas ajenas para poder cotorrear en el supermercado, nos encontramos con personajes sumidos en una especie de trance. Observan impertérritos a enormes osos hurgando en el cubo de basura, a un hombre recubriendo de césped la carretera delante de su casa, o una mujer haciendo otro tanto con parterres. Un jardinero corta el césped trazando círculos concéntricos, mientras otro círculo misterioso aparece en un jardín vallado. Es obligada la alusión a las señales circulares que aparecen en los maizales de “Signs”, así como a otros fotogramas de la película, especialmente la incidencia en los columpios solitarios mecidos por el viento. Night Shyamalan utiliza en sus films lo sobrenatural para indagar en miedos endémicos al ser humano, sometiéndolo a situaciones límites que le harán replantear sus valores. En “Signs”, inspirándose en un caso real acaecido en Inglaterra, dijo sentirse atrapado por la belleza mística que destilaban esas formas perfectas, que a través de los media removieron espíritus y crearon leyendas. Precisamente, en su perfección, el círculo puede verse como metáfora de ese mundo armonioso cuya imposibilidad desvela Crewdson. Pero también como la presencia de algo que escapa a la razón. Aparece asimismo en una fotografía de “Natural Wonder” (1992-1997), donde un círculo de huevos es custodiado por aves que reproducen la misma forma perfecta. En esta serie, pájaros de vistosos colores llevan a cabo rituales que escapan a la comprensión humana. La naturaleza se manifiesta en todo su cruel salvajismo, llegando a absorber cuerpos humanos dando lugar a híbridos perturbadores. Los colores saturados y el artificio deliberado en la representación (pájaros disecados, escenarios construidos en el estudio) nos recuerda la estética de un perverso cuento de hadas. Si en “Twilight” lo reprimido podía ser percibido como algo parcialmente liberador, aquí la visión es ominosa, sin apenas margen para la esperanza. La naturaleza amenaza con terminar con la civilización, empezando por derribar la salvaguarda de nuestra intimidad, el hogar, idea claramente expresada en la fotografía de la ventana infestada de insectos de una idílica casita de madera. Stephan Berg [3], comisario de la exposición, ha citado la similitud de los fragmentos corporales devorados por los arbustos con el recurso iconográfico de la oreja cortada, rodeada de insectos, utilizado en “Blue Velvet”. Más allá del detalle visual, para el que David Lynch dijo inspirarse en la mano cercenada por hormigas de “Un chien andalou”, “Blue Velvet” ejemplifica esa otra realidad que asoma tras el más idílico de los mundos. Tras mostrarnos en imágenes arquetípicas la vida diaria de un apacible pueblo norteamericano, la oreja cortada que el protagonista encuentra en un descampado es la puerta que se abre a lo sórdido e inquietante. Buñuel y Dalí establecen un paralelismo entre las hormigas y la pulsión sexual. El “amour fou” es un elemento subversivo que permite al hombre escapar al orden. Crewdson utiliza en “Natural Wonder” la metáfora de los insectos y la naturaleza para hablar también de una liberación drástica del raciocinio, sin posibilidad de la vuelta atrás. “Beneath the roses” (2003-2005), a diferencia de “Natural Wonder”, rehúye el artificio. Las localizaciones son reales, los protagonistas son habitantes del pueblo. Los exteriores muestran una comunidad moribunda: letreros que ofrecen “vida independiente” parecen satirizar sobre el estado hipnótico de los habitantes, que vagan en estado de trance; los coches, como sus amos, son incapaces

de dirigirse a ningún lugar: los vemos parados en mitad de la calle, con las portezuelas abiertas. Incendios y desastres naturales se manifiestan de nuevo, para demostrar la impotencia de los hombres. En el bosque, un hombre trata de esconder unas maletas bajo tierra, quizás intentando preservar lo más preciado ante el dantesco peligro que se avecina. Pues todos parecen paralizados por el miedo, como si intuyeran una catástrofe definitiva. La melancolía y el fatalismo también enturbian los interiores: mujeres en el tocador mirándose en el espejo sin reconocerse; sangre deslizándose por las ingles de una joven que, enclavada en el suelo, se mantiene al margen de su suerte; la misma actitud ausente asume un hombre que permanece sentado en el sillón mientras su casa se viene literalmente abajo.

Gregory Crewdson. De la serie Beneath the roses. 2003-2005. Fotografía.

Sin embargo, la esencia equívoca de la obra de Crewdson nos enseña que incluso en la más nefasta visión de la realidad existe un resquicio para la esperanza. En este caso, esa nota de color la ponen el ave posada en el mueble y la alfombra de flores sobre la cama. El título “Debajo de las rosas” parece hacer referencia a aquello que se encuentra tras la belleza aparente de lo mundano. Las flores, que aparecen de manera reiterada en la obra de Crewdson, sugieren la naturaleza domesticada, cultivada. Simboliza todo aquello que se desmorona cuando lo siniestro entra en la escena doméstica. Es difícil no pensar en las implicaciones simbólicas de la rosa en “American Beauty” (Sam Mendes). El propio título de la película hace referencia a una variedad de rosa cultivada artificialmente para adquirir una belleza perfecta. Para salvaguardar ese universo de ilusorio esplendor, los protagonistas sacrifican su identidad construyendo otra que encaje con una imagen exitosa de su vida. A lo largo del film, las excentricidades de cada uno irán aflorando, desmintiendo el mito de familia modélica. Existen claros paralelismos con la obra de Crewdson, quien también retrata, en emplazamientos periféricos similares, la desconexión de la realidad a la que conduce el creerse el cuento del sueño americano. Crewdson aprovecha las limitaciones narrativas de la fotografía, pues en la imagen congelada, a diferencia del cine, el espectador puede incorporar su propia experiencia, urdir su propia trama a partir de ese instante ambiguo, lleno de incógnitas. El poder sugestivo de la imagen fija abre las

compuertas del subconsciente, propiciando la mistificación de los recuerdos personales y nuestro imaginario mediatizado. El repertorio visual y conceptual de Crewdson es básicamente cinematográfico, pero no podemos dejar de citar la recuperación y actualización de la tradición pictórica y fotográfica estadounidense. El propio artista ha expresado su afinidad con la obra de Edward Hopper: la carga sicológica de sus paisajes estadounidenses, los personajes femeninos ensimismados en habitaciones desangeladas, el sentimiento de desarraigo que se desprende de su visión de la sociedad americana. El choque entre la naturaleza y la civilización se manifiesta también en Andrew Weyth, heredero del realismo psíquico de Hopper: como en Crewdson, Weyth utiliza el recurso de la ventana para enfrentar un interior ordenado, demasiado impoluto para ser habitable, y un exterior amenazante. Lo inquietante también empaña las frívolas escenas de Eric Fischl, que nos hablan, a través de la vida íntima de la clase media americana, de una sociedad neurótica y decadente. En cuanto a la fotografía, el propio Crewdson se considera heredero del fotoperiodismo norteamericano, como cronista gráfico de la vida cotidiana en su país. Con el sentido de la precisión de Walker Evans, pero a través del prisma deformante de sus propios temores y anhelos, el artista, como Robert Frank en “The Americans”, muestra, más allá de los paisajes estadounidenses, sus “paisajes interiores”, su propia interpretación de la distopía contemporánea. 1 Sánchez-Navarro, Jordi Arquitectures del temor: la ciutat atemporal, en "La ciutat dels cineastes", Barcelona Art Report 2001, pag. 116-120 2 Entrevistado por Bradford Morrow en “Gregory Crewdson: dream of life”. Universidad de Salamanca, 1999. ISBN: 847800097 3 Stephan Berg El lado oscuro del sueño americano, en "Gregory Crewdson: 1985-2005". Hatje Cantz Verlag, cop. 2007

Los fósiles del futuro, según Hyungkoo Lee Lápiz: revista internacional de arte, nº 239, enero 2008. En las postrimerías del siglo XX, un buen número de artistas alertaban sobre los peligros de desmaterialización del cuerpo en el ciberespacio, de la pérdida de su dimensión sensorial en un mundo reducido a pautas informáticas. Al reflexionar sobre el alcance de la ingeniería genética, algunos imaginaban una sociedad distópica en la que la individualidad se desvanece, una comunidad virtual poblada de criaturas sin rasgos fisonómicos, sin identidad. Otros, como si fuesen biotecnólogos, rediseñaron el cuerpo humano sometiéndolo a una experimentación constante, “perfeccionándolo” mediante prótesis electrónicas y neuronales.

Hyungkoo Lee. Coyote Roadrunner. Cartoon Skeletons. 2007. Resina, aluminio, alambre, latón y pintura al óleo.

Hyungkoo Lee se mofa de todo ello al tiempo que recorre el camino inverso. En lugar de proyectar la inmersión de la humanidad en un magma electrónico, rescata para el mundo analógico aquellos entes que nunca existieron más allá del tubo de rayos catódicos: personajes de dibujos animados tales como Bugs Bunny o el Correcaminos. Este artista coreano recrea la estructura ósea de nuestros compañeros de la infancia partiendo de estudios científicos. Rodeándose de paleontólogos, equipara los esqueletos de animales reales con su adaptación a la fisonomía de estas criaturas antropomórficas de Disney y Warner Bros. Su proceso de trabajo es meticuloso, y pasa por los dibujos de huesos y músculos con una precisión que recuerda los fascinantes estudios anatómicos de Leonardo Da Vinci. En ellos analiza no sólo la estructura, sino también su fuerza motriz y sus órganos internos. Posteriormente, realiza un modelo en

arcilla a partir del cual obtendrá la escultura definitiva en resina pintada, esto es, una radiografía en tres dimensiones de Tom y Jerry (“Felis Catus” y “Mus Animatus”), Willie Coyote y el Correcaminos (“Canis Latrans” y “Geococcyx Animatus”), el pato Donald y sus enervantes sobrinos (“Anas Animatus” y “Animatus H, D y L”). Los nombres en latín, como si anunciaran el registro de una nueva especie, participan de una ambigua irreverencia hacia la ciencia que recorre toda la obra del artista, quien hace guasa de las pretensiones de la medicina al tiempo que emula el rigor de sus métodos.

Hyungkoo Lee. Bugs Bunny Cartoon Skeletons. 2007. Resina, aluminio, alambre, latón y pintura al óleo.

La osteología pop, aplicada a los personajes que pueblan nuestro imaginario infantil, también se ha ganado el interés del artista griego Michael Paulus, quien en la serie de bocetos “Skeletal system” (2002-2007) dedicada a caricaturas como Pedro Picapiedra, Betty Boop, que ni reducida a puros huesos pierde su coquetería, Bubbles, cuyas grandes órbitas oculares le dan un sospechoso aspecto alienígena, y tantos otros. El procedimiento es sencillo e intuitivo (sobre un papel transparente traza la estructura ósea partiendo del contorno del personaje dibujado debajo), y la nostalgia que transita bajo su pátina irónica no está presente en Lee.

Hyungkoo Lee. Altering Facial Features with Device-H5. 2003. Fotografía.

De hecho, en la exposición “The Homo Species” presentada en la 52ª edición de la Bienal de Venecia, Lee incursiona en los “orígenes de la vida”, tratando de diseccionar las causas del sentimiento de inferioridad física y cultural de los asiáticos frente a los occidentales. A pesar del “boom” reciente que las películas de animación coreana han experimentado en el mercado europeo, sobre varias generaciones de coreanos pesa el “background” hollywoodense. Si con los “Animatus” Lee escarba en los cimientos de una cultura hegemónica, con sus “Objectuals” intenta hacer frente a las “carencias” fisiológicas de su pueblo, siempre a través de un prisma cáustico. Así, idea cascos transparentes con lentes de aumento para agrandar sus sesgados ojos orientales o mejorar el aspecto de su dentadura; guantes que maximizan sus raquíticas manos o cuencos que multiplican sus glándulas mamarias. La sencillez técnica (botellas rellenas de agua, plásticos reciclados, lentes deformantes) remplaza la cirugía plástica a la que llegan a someterse algunos artistas, o la manipulación digital de la que se sirven tantos otros para aludir a la maleabilidad de la naturaleza humana, a los cánones dominantes de belleza o a la diferencia racial (en “The human race machine” Nancy Burson invitaba al público a escanear su rostro transformando sus rasgos en variaciones étnicas a la carta). Con ello, el insolente coreano parece reducir todo el debate sobre la posthumanidad al más oscuro absurdo. En el Pabellón coreano de la Bienal el artista ha reproducido el interior de un museo de historia natural, en cuyas vitrinas los huesos reales de aves se confunden con imaginativos diseños tridimensionales. La pieza estrella la conforma la pareja indisociable Tom y Jerry, el gato que persigue eterna e infructuosamente al escurridizo ratón. En una sala sumida en la oscuridad, la silueta huesuda del enfurruñado felino, congelado en un instante de pleno dinamismo, nos atrapa como si de una magnífica pieza de ingeniería se tratara. A un metro de distancia, el pequeño Jerry parece mofarse de sus ínfulas predadoras. Dibujos de otras criaturas de la serie “Animatus” muestran un grado de precisión sorprendente. Por ejemplo, reconstruye convincentemente la desviación de la columna vertebral de un cuadrúpedo tal como hubiera sido si caminara sobre las patas traseras. Cuando nuestra retina ya se había adaptado a la oscuridad del “yacimiento de fósiles”, en la

habitación contigua nos deslumbra el aséptico “laboratorio”, con utensilios de un blanco impoluto, camillas de quirófano, y todo tipo de artefactos caseros para transformar el físico e, incluso, estimular zonas erógenas. Los aparatos con lentes deformantes tienen la peculiaridad de actuar en una doble dirección: no sólo proyectan una imagen distinta del “yo” sino que también permiten percibir una visión del mundo que incremente la autoestima. El artista pone sobre la mesa la ingenuidad de la psicología humana con los recursos aparentemente más inocentes. En sus video-performances Lee deambula por ambiente urbanos enfundado en su traje de paleontólogo posnuclear, con el que trata de llevar una vida ordinaria, camuflándose entre los turistas. Ello se ve a menudo frustrado, pues el aspecto alienígena no suele pasar desapercibido. Sin embargo, en la pieza realizada para la bienal el artista recorre los laberínticos callejones de la ciudad “flotante” y se toma un café en la terraza de una concurrida placita, sin llamar especialmente la atención entre los turistas, quienes quizás sólo lo consideren un fanático del célebre carnaval. Pero en lugar de visitar la Galería de la Academia nuestro mórbido científico prefiere examinar con lupa las fétidas cloacas y tomar un “vaporetto” hasta el cementerio. De esa excursión deducimos que sacará nuevos hallazgos de los que podremos gozar en exhibiciones venideras. Como Leonardo, Lee disecciona cadáveres para reproducir anatomías fidedignas, pero al coreano no le interesa encontrar el hombre vitrubiano de perfectas proporciones, pues a medida que la civilización avanza queda más claro que la naturaleza humana no tiende precisamente hacia el ideal de belleza “divina”. Examinando la relación equívoca entre el arte y la ciencia que establece Lee, su interés por trazar árboles genealógicos alternativos, por la medicina forense, y sobretodo, su apuesta por diversificar los estándares de lo humano, me viene a la mente la obra de Christine Borland. “From life” (1997) consiste en la reconstrucción del físico de una persona a partir de su esqueleto. Documentándose, como Lee, con osteólogos y otros especialistas médicos, Borland devuelve la identidad a un muerto anónimo. Aunque empieza por donde Lee acaba (la estructura ósea), se percibe una afinidad entre ambos planteamientos: la voluntad de re-personalizar al individuo, despersonalizado por el frío raciocinio de la ciencia. En “Infantile parálisis” (1999), Borland anima un grabado decimonónico de un niño con distrofia muscular, haciéndolo caminar cogiéndose los pies con las manos. Aparte de reflexionar sobre las posibilidades motrices aplicadas a un cuerpo disfuncional, la artista poetiza la enfermedad. También en “Treasury of human inheritance” (2000) hace frente, con una obra de belleza perturbadora, al camino hacia la “perfección” humana por el que avanza la ciencia: un árbol de familia realizado con piedras preciosas traza la transmisión hereditaria de una enfermedad muscular a través de varias generaciones.

Hyungkoo Lee. Huey, Dewey and Louie. Cartoon Skeletons. 2007. Resina, aluminio, alambre, latón y pintura al óleo.

Este canto a la diversidad y a la disfunción (o a funciones menos evidentes), también está presente en Lee. Los personajes animados, creados por imperios multinacionales, son caricaturas del comportamiento humano. Adquieren personalidades que despiertan nuestra simpatía o nuestra aversión; las relaciones que se establecen entre ellos reflejan de forma simplificada las tribulaciones de nuestra sociedad. El antropólogo Claude Lévi-Strauss divisó en el conflicto irresoluble entre Tom y Jerry el dualismo imperante en la política norteamericana entre demócratas y republicanos. La bipolaridad, presente también en la trifulca Correcaminos–Coyote o Bugs Bunny–Elmer el cazador, sería extensible al enfrentamiento entre comunismo y capitalismo, suplantado por la lucha entre Occidente y los países árabes. Casi todos representan relaciones de vasallaje y dependencia en distintos grados. Lee deconstruye los personajes (espejos deformantes de nosotros mismos) desde su fisonomía, pero ésta también puede decir mucho de sus anhelos y voluntades. De acuerdo con la denostada teoría lamarckiana, la evolución de las especies viene influida por la herencia de costumbres y deseos de los ancestros. Darwin no consideró tales ideas incompatibles con su teoría de la selección natural, auque sí rechazó la visión vitalista de Lamarck, quien consideraba que las especies evolucionaban hacia la perfección. Para Darwin la variación hereditaria es aleatoria. El crítico coreano Jae Chun Choe [1] observa en la interpretación fósil de Lee cierta aceptación de las premisas de Lamarck, pues los grandes dientes del conejo sabelotodo, las piernas ultra-desarrolladas del Correcaminos o las largas mandíbulas del Coyote parecen ser producto de anhelos frustrados en los hábitos depredadores de sus antepasados. Siguiendo en esta línea, deberíamos interpretar la desproporcionada cabeza del “Homo Animatus” como producto del creciente uso que de ella hace nuestra especie generación tras generación. En este sentido, a diferencia de Choe, no percibo una visión optimista en la obra de Lee; más bien observo una prefiguración macabra de especies disfuncionales, que si bien la herencia de caracteres y deseos de sus progenitores les permiten incrementar algunas funciones, eso no conlleva necesariamente una evolución positiva en el sentido

lamarckiano. Los hombrecillos del futuro emplearán su desmesurado cerebro en convertir la Tierra en un yermo contaminado y sin recursos naturales; y los Toms y Jerries del planeta pasarán el resto de su existencia en una carrera en círculo, pues un cuerpo más veloz no le servirá a Tom para atrapar a un Jerry capaz de idear cada vez estrategias más complejas para escapar de las garras opresoras. Los pies y manos del “Homo Animatus” adoptan curiosamente la forma de las extremidades en los “cartoons” que Lee reinterpreta, enormes y con tres o cuatro dedos. Si los dibujos animados deben su anatomía al narcisismo antropocéntrico, el homúnculo de Lee tiende al zoomorfismo, pero de forma similar a como los animadores de “cartoons” simplifican, quizás con fines estéticos, a los animales de la infancia. Tras la constatación de nuestra similitud genética con el resto de animales del planeta, no sorprende que la nueva especie humanoide “descubierta” por Lee tenga un aspecto aún más ridículo que el insignificante ratón “Mus Animatus”. Y es que el futuro es de las ratas, según las previsiones de paleontólogos evolucionistas como Dougal Dixon, cuyo trabajo sobre el registro fósil Lee ha tenido en cuenta para extraer sus propias lucubraciones. Dixon prevé que unos 50 millones de años tras la extinción de la especie humana serán los roedores quienes se adueñarán del planeta, cuya capacidad de adaptación les permitirá adquirir con el tiempo mayor tamaño, robustez y habilidades para la caza. Lee pertenece a una generación de artistas que ya no se plantean el destino de una sociedad en la que una nueva política eugenésica determinará la diferencia de clases: entre aquellos que puedan permitirse mejorar su descendencia desde el punto de vista biológico (hacer niños a medida, sin defectos congénitos, incrementar su capacidad intelectual) y los que no. Pues para Lee, como para Dixon, el hombre acabará sucumbiendo por su propio afán autodestructor, a pesar de todos sus intentos por mejorar la raza y hacerla adaptable a cualquier entorno. Y es que “el futuro ya ha pasado, ténganlo siempre presente”, afirma con plena razón el dibujante humorista Miguel Brieva en una viñeta de la revista “Dinero”. 1 Jae Chun Choe, “Neo-cambrian imagination”, en Hyungkoo Lee: The Homo Species, 2007, catálogo publicado por el Pabellón Coreano para la 52ª edición de la Bienal de Venecia

Tiempos difíciles para los profesionales del arte Zut, nº6, otoño 2007, pp. 69-78 El último bastión por derribar: el galerista La primera ruptura extrema con el arte oficial la protagonizaron los futuristas, quienes no vacilaban en equiparar los museos con cementerios, aunque fueron los dadaístas, con su proclama anti-arte, quienes disolvieron todos los límites impuestos al acto creativo. Con casi un siglo de distancia, la guerrilla cultural ha encontrado en Internet una plataforma idónea para atacar impunemente desde el anonimato: personalidades múltiples como Luther Bisset o activistas del net-art como 01.org siguen colapsando los discursos hegemónicos desde barricadas cibernéticas. Hoy más que nunca, en que la cultura institucional se hace engañosamente permisiva, el espíritu rebelde se ampara en identidades camaleónicas o camufladas (véanse las subrepticias incursiones en museos de Banksy) para postergar, que no evitar, su irremediable asimilación al mainstream. Este escrito se centra en aquellos artistas que ni se plantean la emancipación, bien al contrario, entran por la puerta grande que el mundo del arte abre a aquellos que intuye potencialmente incómodos. Se pretende aquí analizar el alcance de la autocrítica del arte desde dentro del sistema, concretamente la que pone en el centro de su diana la figura del “experto”, galerista o crítico, que se gana la vida a expensas de esta disciplina tan ambigua. Como veremos, requiere no poco ingenio entrar en el juego y romper las reglas sin ser expulsados. Uno de estos artistas consentidos por el mundo del arte es Erwin Wurm, cuya excentricidad contagia al público, sometiéndolo con someras “instrucciones” a las más extravagantes posturas para enfundarlo en atuendos de disfuncional diseño. De modo similar persuade a sus galeristas: cuando “engorda” con cojines a los curadores Raphaela Platow y Peter Weiber (serie Curator/Imperator, 2002), reafirma su posición de lideraje en el mundo del arte, pero también les concede un carácter ambivalente, entre temible y cómico. El artista maneja el concepto cambiante de sobrepeso: lo que antiguamente era signo de salud y opulencia hoy tiende a verse como mera gula, avidez en el más amplio sentido del término.

Erwin Wurm, Kissing Gerald Matt(Be nice to your curator), 2006. Fotografía. Cortesía de Hatje Cantz Verlag, Ostfildern.

La serie Be nice to your curator (2004-2006) es un comentario irónico sobre los clichés que enturbian la imagen del mundo artístico: las estratagemas arribistas en el trato con los galeristas, o la proliferación de homosexuales en el ámbito curatorial. En estas fotografías, Wurm sostiene en brazos a directores de museos, los sienta en sus rodillas o los besa en los labios. Los magnates del competitivo entramado mercantil en que se ha convertido el arte contemporáneo urden tiranas relaciones de dependencia que Wurm se limita a comentar con gags entrañables, cuyo mérito añadido es lograr la abierta colaboración de los auspiciadores de tales sobornos emocionales. A menudo las muestras de afecto se ven salpicadas de guiños históricos: es el caso de la fotografía en que el artista introduce barras de chocolate en la boca del director del Ludwig Forum for Internacional Art. El matrimonio Ludwig llevó a cabo gran parte de su patrocinio artístico gracias a la industria del chocolate. En otras obras, escenifica de forma literal las relaciones jerárquicas entre los próceres del arte, como ocurre en el doble retrato fotográfico Don’t trust your curator (2007), donde una réplica de Thomas Krens (director de la Fundación Guggenheim de Nueva York) sobre un pedestal se recorta sobre la espectacular arquitectura del Guggenheim de Bilbao. En el nicho del basamento asoma Ariane Grigoteit (directora del Deutsche Bank Collection, una de las colecciones de arte más grandes del mundo), pilar de una corporación sin cuyo apoyo el Guggenheim no hubiera podido extender sus ramas por distintas capitales de Europa. Wurm desgrana el frágil equilibrio que sustenta nuestra personalidad y coherencia, basados en la

construcción de corazas frente a los demás, con las que creemos marcar cierto estatus. Al restar credibilidad a esas segundas pieles, pervirtiendo su estética o función, o desmontando los tejemanejes que esconde la escalada social, perdemos nuestra entidad. Y en ese estado, nos ponemos a su disposición para seguir fielmente sus “instrucciones”, metáfora del comportamiento autómata del hombre contemporáneo, que ha cedido, de forma seudo-consciente, el control de cuerpo y mente.

Maurizio Cattelan. A perfect day. 1999. Fotografía. Colección Castello di Rivoli.

También Maurizio Cattelan arroja dardos envenenados de sarcasmo hacia sus marchantes. A finales de los noventa, decidió suplantar las obras por “tableau vivants” protagonizados por los propios directores de las galerías. Convenció a Massimo De Carlo para dejarse precintar en la pared como si de un molesto insecto se tratara (A perfect day); su galerista parisino Emmanuel Perrotin cedió a la auto-parodia embutiéndose en un falo de peluche con orejas de conejo, en alusión a su donjuanismo (Errotin Le Vrai Lapin). El componente biográfico llega a ser en ocasiones tan intimidante para su víctima que ésta rehúsa seguirle el juego. Uno de los proyectos no realizados fue Ileana I love you, en el que proponía a

Stefano Basilico disfrazarse con una muñeca representando a Ileana Sonnabend llevándole en hombros, pues el galerista había sido durante años pupilo de esta mítica coleccionista. Existen muchas conexiones entre Cattelan y Wurm, más punzante el primero, más de cómico de cine mudo el segundo, pero ambos conscientes de que no van a subvertir un sistema del que forman parte, de que sus impertinencias cuentan con el beneplácito de la institución que les deja “holgazanear” a sus anchas. De hecho, en su actitud existe una voluntad manifiesta de no trabajar, de identificar el arte con la indolencia: el escapismo de Cattelan (sábanas atadas para huir por la ventana, robar obra de otro haciéndola pasar por suya, vender su stand a una agencia publicitaria para que expongan sus perfumes) existe también en Wurm (quien, en una serie protagonizada por él mismo, sustituye los arrebatos de inspiración usualmente asociados a la genialidad por profanas “instrucciones para la holgazanería”). Sirviéndose del humor, tratan de templar la rigidez del pensamiento en todos los ámbitos de la existencia y, en el caso del arte, de ampliar sus miras. No quieren abandonar la institución, simplemente ensanchar su permisividad. La apariencia superficial de estas propuestas les permite infiltrarse sin trabas en el sistema, mostrando su corrupción de manera tan o más efectiva a como lo hacían los movimientos anticapitalistas de los sesenta, cuya creencia utópica en la posibilidad de existir fuera del mainstream o de acabar con él les hacía vulnerables. ¿Qué provo o situacionista hubiera logrado que los directores de una galería asumieran el papel de salvajes leones en una pieza titulada Tarzán y Jane? BANK, en las postrimerías del siglo XX, fue un ejemplo residual de la lucha, loable pero infructuosa, por la autogestión. El grupo no sólo se mantuvo al margen de los canales comerciales del arte británico, sino que muchos de sus actos estuvieron destinados a desvirtuar el devenir hollywoodense del arte contemporáneo. Y es que nació durante el boom de los YBA, generación de Young British Artists que el publicista Charles Saatchi había llevado a la cumbre de una ola que aún colea. Mediante escritos paródicos de la escena londinense e instalaciones caóticas de autoría colectiva, BANK se enfrentaba al creciente individualismo asociado a esa maquinaria promocional, encaminada a endiosar a unos pocos artistas sensacionalistas y silenciar al resto. Con acciones disparatadas emulaban la psicosis del arte contemporáneo: en la performance Gallery Winner, el artista Wayne Lloyd asumió el papel de galerista tiránico y neurótico, obligando a los visitantes a barrer o a sostener pinturas contra la pared. Sin dejar de fumar compulsivamente, arrojaba el ordenador al suelo mientras chillaba histérico a un teléfono que no cesaba de sonar. Apostaban por un arte democrático, a todos accesible: llenaron su mítico BankSpace de zombis hambrientos de mentes (Zombie Golf ironizaba sobre las ínfulas intelectualoides del arte); lo transformaron con esculturas y objetos nevados de cocaína en cuya cima luchaban estrellas pop y filósofos (“Cocaine orgasm”). De entre sus impertinencias cabe citar la campaña destinada a mejorar los comunicados de prensa de las galerías (Press Release), que devolvían con correcciones gramaticales y consejos para mejorar.

Dionís Escorsa. Non si sa dove. 2006. Registro de acción.

Algo de desidia a lo Cattelan hubo también en la acción del videoartista Dionís Escorsa, Non si sa dove, que consistió en el secuestro simulado de Andrea Sassi, director de la galería Dispari & Dispari (Regio Emilia, Italia), con el fin de ahorrarse una exposición programada para mayo de 2006. El gesto frustraba las ansias pecuniarias del galerista (simbólicamente, claro) al tiempo que cuestionaba la necesidad de un espacio físico para crear o exponer. Desde la página www.slowlight.net se puede acceder a una crónica visual de los acontecimientos, salpicada de reflexiones sobre la revalorización de una obra como resultas de su desaparición, sobre la violencia (que incluye una entrevista a una testigo del secuestro real del galerista y artista Yoshua Okon en La Panadería, extinta galería alternativa de México D.F.), o sobre el vacío como creación. Hacia una estética de la ausencia Este último punto, el silencio elocuente como única manera de decir algo, nos retrotrae a tempranas propuestas conceptuales, de los años sesenta, que abortaron programas expositivos impidiendo la entrada a la galería (Daniel Buren selló el umbral de la Gallerie Apollinaire con sus características telas a rayas), con un simple letrero en la puerta (During the exhibition the gallery will be closed, Robert Barry), emitiendo certificados médicos (Marcel Broodthaers acreditó así que su “buena salud mental” le impedía crear obra por una temporada) o encerrando en cajas herméticas supuestas obras que nunca podrán ser vistas (de nuevo Broodthaers).

Marcel Broodthaers. Musée d'Art Moderne, Département des Aigles, Section Financière. 1970-71. Cortesía: Galerie Beaumont, Luxembourg.

Esas actitudes trataban de purificar el arte, devolverle su función primigenia (espiritual, profética), involucrándose con su momento histórico, dejando de servir ideologías e intereses mercantiles. Broodthaers consideraba que el arte sólo recuperaría su función cultural cuando fuera consciente de su propio grado de alienación; sólo parodiando el proceso de cosificación impuesto por el museo, podía el artista evitar que su obra acabara asimilándose a una industria cultural homologada. Así, en Décors convierte las obras en objetos decorativos; y en el imaginario Museo de arte moderno, departamento de las águilas, establece un cáustico paralelismo entre el arte y la publicidad. Con más de treinta años de distancia, artistas como Artemio siguen frustrando la tendencia fetichista del objeto artístico: El traje del rey, que consistió en un simple gancho clavado en la pared, fue un sardónico comentario sobre la ciega avaricia de marchantes y directores de museos. La célebre fábula del iluso soberano que perdió parte de su fortuna por un traje cuya belleza sólo sería visible para las almas más elevadas, también apuntaba a los intereses materiales del visitante, poniendo en cuestión el carácter desinteresado del goce espiritual ante una obra de arte.

Gustav Metzger pintando con ácido hidroclórico sobre nylon. South Bank, Londres, 1961-1966.

También Santiago Sierra explota la noción de improductividad para hacer evidenciar la imposibilidad del diálogo con la institución: en 2004, despojó un museo belga de toda obra y accesorio, sacando incluso los cristales de puertas y ventanas. Como protesta por la política de inmigración del Partido Popular, en la Bienal de Venecia de 2003 tapió la entrada principal del pabellón español, obligando a entrar por una puerta secundaria a la que sólo se accedía mostrando el DNI. En el interior, no había más que ruinas de un muro, en alusión al abandono de las zonas fronterizas. La destrucción como creación también puede estar asociada a la voluntad de llegar al público directamente, sin intermediarios oportunistas: con esa idea Jim Avignon, en la Documenta de Kassel de 1992, invitaba a los visitantes a destrozar sus obras, que se reproducían día a día entre sus manos como a un Prometeo el hígado, aunque sintiendo más placer que dolor al ver devorada una y otra vez su creación. Poner de los nervios a los galeristas con la realización de pinturas media hora antes de la inauguración es otra de sus estrategias para causar confusión en el roñoso sistema de divulgación artística. Gustav Metzger, autor del manifiesto Arte Auto-Destructivo (1959), es el padre de este tipo de gestos anticomerciales, con pinturas corroídas al ácido y otras propuestas que no trascendieron el plano teórico. La cultura y el lenguaje tradicional también han caducado para Oleg Kulik, quien en los años noventa llevó a cabo una serie de performances en los que asumía la personalidad de un perro. En Dog House recibía a los visitantes a cuatro patas, llevando, como único complemento de su cuerpo desnudo, una cadena atada al cuello que sólo se quitaba cuando alguien osaba franquear su “territorio”, abalanzándose sobre su víctima y contradiciendo el dicho “perro ladrador, poco mordedor”. El escándalo estalló cuando un crítico fue mordido por desatender las claras indicaciones de mantenerse a distancia. La policía irrumpió en la galería llevándose al hombre perruno, quien tuvo que claudicar finalmente al lenguaje articulado, presionado por su marchante, y

escribir la carta Why I have bitten a man. Esta obra fue un preámbulo de su visita a los yanquis, I bite America and America bites me, en la que se paseaba por las calles neoyorquinas como indomable ser canino y dormía en una casa de perro construida, con sistemas de alta seguridad, en la galería.

Oleg Kulik. Dog House, performance. Farkfabriken, Stockholm, 1996

De origen ucraniano, Kulik desarrolló sus primeras obras en plena etapa de transición post-soviética. El sentimiento de vasallaje respecto Occidente está muy presente en toda su producción: el perro simboliza al hombre ruso incivilizado que los países capitalistas pretenden educar. En un sentido más general, el artista vislumbra el eclipse del antropocentrismo, flirtea con el concepto de buen salvaje rousseauniano, proponiendo un nuevo entendimiento con la naturaleza y los animales: en instalaciones posteriores (como en esa casa en la que cohabitan hombres y perros, de paredes empapeladas con ilustraciones de un Kamasutra zoofílico), concibe el matrimonio con perros como una apuesta por la recuperación de nuestra esencia “animal”. En la misma línea, fundó un “partido animal” para hacer frente a la desintegración política de su país. Los más odiados: los críticos En Dog house, la dentellada a un crítico no fue, supuestamente, un acto premeditado. Pero los críticos de arte, sumidos en el mismo engranaje oxidado que galeristas y marchantes, han despertado el mayor recelo entre los artistas. El altercado más sonado lo protagonizaron los miembros de la Internacional Situacionista irrumpiendo en una reunión de la Asamblea de Críticos de Arte en Bruselas (1958). Se lanzaron octavillas entre los asistentes, con proclamas como “No tenéis ya nada que decir” y “Os reduciremos al hambre”. En un manifiesto, leído previamente por teléfono a algunos de esos críticos convocados, los situacionistas les culpaban de obstaculizar el pleno desarrollo de un

arte subversivo y revolucionario. Y es que, como decía Oscar Wilde, “en los mejores días del arte, no existían los críticos de arte”. Para el escritor irlandés, el cometido del crítico no es analizar el contenido “moral o inmoral” de una obra, sino apreciarla estéticamente y “traducir de un modo distinto” ese deleite visual: “los que encuentran intenciones feas en cosas bellas están corrompidos”. Eso mismo debía pensar Kitaj cuando concibió, en 1997, una mordaz serie de escritos y pinturas contra los críticos de arte como respuesta a los corrosivos abucheos de la prensa inglesa hacia sus últimas exposiciones. En una de las obras, un soldado con los rasgos del artista fusilaba a un monstruo agónico cuya larga lengua viperina estaba salpicada por las palabras “yellow press”. La composición se inspiraba en Ejecución de Maximiliano de Manet, artista que también había sido víctima de la incomprensión de la crítica. Intimidar al público

Chris Burden. Samson. 1985. Instalación. Henry Art Gallery, Washington.

Otra forma de poner la zancadilla al galerista es amedrentando a sus clientes potenciales. Uno de los ejemplos históricos más ilustrativos fue la exposición Samson de Chris Burden (Henry Art Gallery, Washington). Dos largas vigas de madera quedaban aprisionadas contra las paredes de la sala mediante unos gatos hidráulicos sujetos a un torniquete por donde entraban los visitantes. Con cada entrada a la galería, un engranaje hacía ensanchar los gatos, de manera que la presión contra los muros aumentaba, quedando en suspense la posibilidad de venirse abajo si se superaba cierto número de visitas. El aparatoso artilugio, metáfora del Sansón bíblico, convertía a la galería en un “templo de filisteos” condenado a la demolición, proceso en el que el propio público devenía cómplice. Burden realizó esta obra en los años ochenta, como culminación de toda una carrera cuestionando la necesidad de producir obras de arte, la utilidad de los museos y la función de los espectadores.

Sin el componente siniestro de Burden, pero culpabilizando del mismo modo al espectador de la devastación involuntaria de un espacio expositivo, la instalación Terremoto de Tere Recarens consistió en el paulatino destrozo de objetos frágiles con el simple deambular del público sobre unos tablones inestables. Frente a las exageradas normativas de los museos a permanecer a dos metros de distancia de las preciadas obras para no dañarlas ni con el aliento, propuestas como las de Recarens generan al instante una mezcla de desconcierto y embarazo, haciéndonos reír acto seguido de nuestro propio bochorno. La artista, en obras como Terremoto o Beige (donde el público queda atrapado dentro del recinto expositivo), examina nuestras reacciones cuando los patrones de conducta habituales son transgredidos. Joey Skaggs, uno de los más veteranos y ocurrentes culture jammers, propuso para el Espacio de Arte Contemporáneo de Castellón una pieza destinada a frustrar las ansias cleptómanas de aquellos que se acercaran al museo. Art Attack (2002) consistió en un videojuego en el que el espectador era invitado a manejar un joystick en forma de pistola. La pantalla mostraba, a través de una cámara de vigilancia instalada en la fachada del edificio, a transeúntes que rondaban por las cercanías, objetivos del francotirador eventual. Unos altavoces llenaban el ambiente de resonancias bélicas, emitiendo sonidos de disparos y repitiendo con voz neutra “Atención. Te encuentras en zona de ataque al Arte”. Skaggs concibió esta obra en respuesta a reiterados saqueos de bloques de mármol del frontispicio del museo. La propuesta, que generó fuerte controversia entre los organizadores, planteaba paradójicas colisiones entre sentimientos connaturales del hombre, como su esencia samaritana y un irrefrenable voyeurismo; se interrogaba sobre la frontera entre el entretenimiento y la violencia, entre el deleite artístico y la realidad emocional. Usurpar el lugar del curador Marcel Broodthaers fue uno de los primeros artistas, a finales de los sesenta, en asumir el rol de “director de museo”, ingeniando sus propias curadurías, inauguraciones, conferencias…, todo ello cargado de un ácido sentido del humor. El citado Museo ficticio de Arte Moderno constaba de múltiples secciones, cada una de las cuales le servía para parodiar tanto la supuesta originalidad de una obra de arte (las secciones históricas incluían postales con reproducciones de obras de arte emblemáticas de cada época) como el criterio de clasificación establecido por los museos (la sección de figuras reunía un sinfín de objetos heterogéneos que tan sólo compartían la imagen de un águila), evidenciando su carácter aleatorio. Con pocos años de diferencia, Daniel Spoerri ideó varias versiones de un Museo Sentimental, en el que, obviando todo afán taxonómico, compartían un mismo estatus piezas artísticas realizadas por amigos suyos, objetos triviales y figuras devocionales. En su apología a la banalidad, el artista subvertía las rígidas relaciones jerárquicas impuestas por la museografía.

Mark Dion. Locker. Tate Thames Dig. 2000. Instalación. Cortesía: Colección Tate.

Broodthaers iba más allá de la ortodoxia del arte conceptual, pues reconocía que incluso el mensaje era digerido como mercancía por los profesionales del arte, por lo que su objetivo era marear la perdiz con lecturas múltiples y ambiguos significados. Prendió una mecha sobre la crisis de la representación que hoy sigue echando chispas: artistas como Mark Dion perpetúan la desconfianza hacia la validez de la metodología institucional para construir discursos sobre la “verdad” científica o histórica. Incita al público a desvelar los mecanismos empleados por los especialistas para imponer su propia ideología. Proyectos como New England Digs o Tate Thames Digs son fruto de un estudio de campo en el que el artista asume, sucesivamente, el papel de arqueólogo, taxonomista y comisario de exposiciones. Se rodea de un equipo de “exploradores” que le ayudan a componer su propio “gabinete de curiosidades”: reproducciones de especimenes con los que reescribe su “historia natural”; “descubrimientos” en el fondo del Támesis, en los lugares que soportan instituciones culturales (Tate Museum y Globe Theatre), vinculando los fósiles, objetos de cerámica y detritus urbanos encontrados con el origen simbólico de estos edificios. Una vez expuestos en

vitrinas, eludiendo deliberadamente cualquier criterio cronológico o discursivo, Dion insta al público a deshacerse de ideas preconcebidas y adoptar su propia interpretación. Otra forma de luchar contra la progresiva estandarización cultural la propone Vladimir Arkhipov, quien va rastreando pueblos olvidados de su Rusia natal para meter en su mochila cestas de madera, escabeles con florituras, ratoneras, espantapájaros… A medida que va engrosando con nuevas adquisiciones su Museo de Objetos Artesanales, el espectador más voluntarioso va cayendo en un sopor parecido al que hace mella al escuchar la labor de una de esas onegés creadas para la preservación de lenguas autóctonas.

Maurizio Cattelan. The Wrong Gallery. 2005. Cortesía de Marian Goodman Gallery, New York & Kunsthaus Bregenz.

Maurizio Cattelan ocupa también el puesto privilegiado del marchante para infiltrarse en la oficialidad artística. En 2002, junto a dos editores italianos abrió, en el corazón de Manhattan, una galería de metro cuadrado, The Wrong Gallery, cuyas exposiciones sólo podían apreciarse a través del cristal de una puerta infranqueable. El espacio se ofrecía a curadores espontáneos para cobijar desinteresados programas expositivos. Con presupuesto mínimo, pero llegando a implicar a artistas tan cotizados como Martin Creed, Paul McCarthy y Jason Rhoades, la galería ponía en jaque la megalomanía que carcome el mercado del arte. En Art Basel de Miami presentaron una reproducción

a escala de la galería, a modo de hornacina con puerta de cristal y luz eléctrica independiente, dando una vuelta de tuerca más a la transgresión de los recursos implicados en el sistema cultural. El lema Now everyone can be a dealer garantizaba la accesibilidad de una profesión sobrevalorada. Al tiempo, el hecho de exponer indiscriminadamente originales y réplicas elevaba el valor del objeto múltiple. Apropiándose de las estrategias de marketing de prestigiosas galerías, The Wrong Gallery editó una publicación propia (The Wrong Times) e inauguró para la Bienal de Berlín (2006) una “franquicia de guerrilla” de la galería Gagosian, pirateando el logo de las establecidas en Londres y EUA. Pero, ¿quién dijo que el galerista heroico ha muerto? Guillaume Apollinaire encarnó a un tipo de crítica visionaria que hoy se encuentra en franco receso. Intuyó la relevancia histórica de movimientos como el cubismo o el fauvismo; presagió la llegada del surrealismo teorizando sobre una tendencia artística siete años antes de que André Bretón redactara el primer manifiesto. En los tiempos que corren, parece que el marchante ya no puede ser un iluminado como Apollinaire o Paul Durand-Ruel (el descubridor de los impresionistas); triunfa aquél que entiende y acepta los parámetros del éxito en la época que le ha tocado vivir; aquél que promueve un arte que ofrece la proporción justa de repulsa y seducción para generar debate. El modelo es Charles Saatchi. Debutó en el mundo artístico con muestras cuyos títulos (Sensation, Apocalypse) son indicativos de la estética de choque buscada. Se sirvió de sus dotes publicitarias para que los artistas por él encumbrados llegaran a las primeras listas del mercado internacional en cuestión de meses. Tras un incendio que devastó parte importante de su colección, retomó el liderazgo con un nuevo espacio expositivo en Londres y ramificando su presencia en la Red. En la era de You Tube no podía ser otro que Saatchi el artífice de Your gallery, donde artistas de todo el globo pueden presentar sus trabajos. Pero el marchante heroico no ha muerto: el galerista Marat Guelman, en cuya sala de exposiciones moscovita se ha gestado el arte más contestatario e impertinente de la Rusia contemporánea, apoyó a artistas como Oleg Kulik y AES Group cuando eran unos completos desconocidos. Estos últimos presagiaron, con más de un lustro de antelación, la ola de miedo que se avecinaba en Occidente respecto el Islam (Islamic Project, 1996). Punzantes comentarios sobre la actualidad internacional y sobre la historia local actúan como revulsivo en una sociedad en la que perduran fósiles soviéticos como la “Unión de Artistas de Rusia”, entidad que ha erigido fuertes querellas contra Guelman. Su galería ha sido asaltada por neo-nazis y chovinistas antigeorgianos; en la Bienal de Moscú de 2005 fue denunciado por diputados de la Duma Estatal por exponer arte “antipatriótico”. El dúo Blue Noses son quizás los artistas que más dolores de cabeza ha reportado al estoico galerista. En la diana de sus fotografías de sátira política, los distintos estrategas que mueven las fichas de las relaciones internacionales se disputan el centro. Los movimientos emblemáticos de la vanguardia rusa tampoco escapan de la burla: en la serie de abstracciones kitchen suprematism pringaban con restos de comida la impoluta asepsia defendida por Malevich. El galerista británico Matthew Bawn, otro atrincherado contra la banalización del arte, compró a Guelman algunas obras de Blue Noses, pero no logró traspasar la frontera rusa por llevar bajo el brazo una caricatura de Vladimir Putin y de una terrorista islámica con zapatos de tacón y ropa interior de lo más sexy bajo el austero chador.

Guy Colwell. The Abuse. 2004.Acrílico sobre tela.

No es necesario que un país esté sufriendo las consecuencias de una difícil transición sociopolítica o que cargue con un pasado de legendaria represión cultural, para que la censura más flagrante siga manifestándose impunemente. De hecho, si en Rusia Guelman siempre ha salido victorioso de las querellas, en EUA galeristas como Lori Haigh han acabado claudicando ante las amenazas fascistas de aquellos que no soportan ver dañada la imagen gubernamental. En 2004, la exposición de la obra The Abuse de Guy Colwell en su galería de San Francisco propició una escalada de insultos y agresiones físicas tal que la llevaron a cerrar el espacio. En la pintura, soldados norteamericanos torturan con descargas eléctricas y humillaciones a iraquíes desnudos, recreando las vejaciones ocurridas en la prisión de Abu Ghraib. Colwell fue un audaz artista de cómic inmerso en la contracultura californiana de finales de los sesenta. En libros ilustrados como Inner City Romance, la ciudad devenía una jungla apocalíptica con barrios dominados por guetos que intentaban levantar barricadas ante una violencia estatal recalcitrante. Colwell emigró a la pintura sin pena ni gloria, hasta que el escándalo suscitado por Abuse rubricó su fama. Si en los albores del siglo XX se consideró degenerado aquél arte que rompía con los cánones del lenguaje figurativo, a principios del XXI se considera escandaloso aquél que, con o sin humor, reseña la época de tinieblas en la que se sume una sociedad que no duda en condenar el mínimo gesto anti-nacionalista. Pero es justamente la creencia en el poder del arte para intervenir en la opinión pública (una facultad que parecía perdida) lo que siembra la esperanza en que se recupere su papel de “revelador de las condiciones históricas” del que habla Benjamin Buchloh al referirse a la obra de Broodthaers. Los artistas que quieran hacerse oír seguirán necesitando mecenas que se hagan eco, mediante potentes amplificadores, de sus creaciones.

El arte del sabotaje: guerrilleros, bromistas y hackeadores Replicante, nº 11, primavera 2007. El Centro de Patafísica de Chicago celebró con una memorable “boutade” la desocultación, prevista para el 2000, de esta ciencia jarryniana de las excepciones y de las “soluciones imaginarias”. El colegio patafísico parisino, que nació en 1948 para conmemorar los cincuenta años del Dr. Faustroll, engendro de Alfred Jarry, anunció en 1975 un cese temporal de su actividad. Y qué más acertado para alumbrar el renacimiento de esta ilustre “sociedad de investigaciones eruditas e inútiles” que poner en jaque a los más prestigiosos museos e instituciones arqueológicas de Europa. Desde las trincheras estadounidenses se hizo llegar a una veintena de museos (entre ellos, el Británico, el de Antropología de Madrid, el Louvre y el de Arte e Historia de Bruselas) la fotografía de un “hallazgo prehistórico” pidiendo información del arqueólogo Helix Ferbert. Sólo el Museo de Antigüedades Nacionales de París se dio cuenta del intercambio de iniciales con Felix Herbert, profesor de Jarry que le inspiró el personaje de Ubu Rey, y de la sospechosa similitud del “hallazgo” con esta personificación única y mil veces remedada de la desmesura y la mezquindad, reconocible por el cráneo cónico y el emblemático ombligo en espiral. Jarry, los patafísicos y, entre ambos, los dadaístas, pueden considerarse los primeros hackeadores de la cultura oficial. Liberaron la creación artística de los límites temporales, pues sus gestos y anarquía lúdica no han perdido un ápice de su frescura y modernidad, logro de permanencia al que aspiraba sin conseguirlo todo el arte serio y acartonado del que hacían mofa. En la era digital las posibilidades desinformativas y contraculturales con las que cuentan los artistas crecen exponencialmente: el camuflaje y el intercambio de identidades, las personalidades proteicas y múltiples, la construcción de mitos imaginarios y mediáticos, prácticas orientadas al “copyleft” o libre acceso de la información (dentro y fuera de la Red), incursiones en el terreno del “ad jamming” (la distorsión conceptual de imágenes publicitarias) y del “culture jamming” (el uso de los medios de comunicación y sus estrategias sembrando confusión en sus estructuras de poder), encuentran su lugar idóneo de expansión en Internet, no sólo como plataforma desde la que lanzar sus diatribas antisistema sino como campo de tiro desde el que incomodar y cuestionar impunemente el orden imperante.

Banksy. The Peckham rock painting. 2005.

Las subrepticias incursiones de Banksy en museos londinenses y neoyorquinos prolongan, en el mismo tono desinhibido de los patafísicos, el discurso antisacramental del arte. El artista, disfrazado con gabardina y barba postiza [1], colgó sus obras en el Museo Británico (un cavernícola empujando un carrito de supermercado, grabado en una piedra de aspecto rupestre) y en los de Historia Natural de Nueva York (un escarabajo equipado con alas de avión, misiles y antena de satélite) y de Londres (una rata graffitera con gafas de sol y pote de spray). Mimetizando sus creaciones con el entorno (una lata de sopa warholiana en el MOMA, un retrato de militar con atavío colonial en el Museo de Brooklyn) y satinándolas con un “sutil” toque subversivo (una máscara antigas, pintadas pacifistas) denuncia temas candentes como el miedo prefabricado al terrorismo, a la par que desacraliza y pone en situación embarazosa estos templos del arte, pues ante la inoperancia de los museos, los fraudes han tenido que ser revelados por el propio artista en Internet. Menos desapercibida pasó la réplica de goma de un preso de Guantánamo que plantó en Disneylandia. Aparte de su lugar de nacimiento, Bristol, nada se sabe del personaje que se esconde tras el seudónimo de Banksy. Convertido en artista de culto, son referentes de la contracultura sus stencils representando a policías besándose, guardias de Buckingham orinando, ratas anarquistas cortando cadenas, pájaros vandálicos destrozando cámaras de seguridad, códigos de barras como verjas de prisiones y las “oportunidades de fotos” (de esos lugares pintorescos _ y sin pintadas callejeras_ elegidos por los turistas). Obras como “Trust no one”, una amalgama mundana de la Estatua de la Libertad y la de la Justicia de Old Bailey (Londres), dan fe de la horda de prosélitos que este hackeador urbano se ha ido forjando con los años: una multitud de graffiteros se congregaron en Clerlenwell de Londres para ver cómo la destapaban. En la ceremonia, un cómplice de Banksy puso voz a sus palabras: “Este es un nuevo monumento para Londres, dedicado a los corruptos, ladrones, embusteros, arrogantes y estúpidos ...”, apostillando: “En definitiva, está dedicado a todo el sistema legal británico”.

Space Hijackers. Police Victory Party. 2006, Peter Marshall.

Varios colectivos de activistas han reprochado a Banksy el doble juego acomodaticio que practica, pues sus manifestaciones anticapitalistas a menudo cuentan con el beneplácito del propio sistema. Los también ingleses Space Hijackers han boicoteado alguna de sus exposiciones. El grupo se define como “secuestradores de espacios”, anarquitectos que luchan contra la hegemonía espacial, económica y social de las corporaciones. Entienden la anarquitectura como medio del que dispone cualquier persona para “adaptar y ampliar el significado y la esencia de cualquier espacio”, para enriquecer con sentidos fluidos y cambiantes cada entorno arquitectónico [2]. Ello enlaza con la noción de “deriva” del Situacionismo: la experimentación psíquica de la ciudad, entendida ésta como lugar recreativo y placentero, no productivo. El componente lúdico, insurreccional y anarquista propugnado por Debord y Lefebvre está presente en cada una de las acciones de los Hijachers. Una de las más recientes fue la invasión de “megastores” londinenses haciéndose pasar por asistentes y anunciando en sus camisetas rebajas a mitad de precio, despertando a un tiempo la avidez de los compradores y el desconcierto de los vendedores. También en el 2006, celebraron el “Mayday Police Victory Party” como alternativa a las tradicionales marchas sindicales en el Día de los Trabajadores, fecha idónea para ridiculizar la autoridad. Delante del Banco de Inglaterra se improvisó una fiesta de falsos policías, cuyos disfraces los camuflaron entre la pasma real que llegó a aguar la fiesta. En el mismo año, Space Hijackers intervino los semáforos de toda la ciudad poniendo, sobre el botón que permite el paso a los peatones, letreros como “Anti terror print finger scanner” o “Is the UK gobernment doing a good job?”, obligándolos a elegir una única opción por respuesta. Denunciaban con ello las estrategias coercitivas de índole orwelliana que impregnan los discursos Blair – Bush para ganarse el soporte popular en su cruzada contra el terrorismo.

Yomango. Portada de El Libro Rojo. 2005.

Acciones antiglobalización de los Hijackers, como la invitación a artistas locales a exponer su obra en los lavabos de cadenas de tiendas y restaurantes, para dar un tinte más personal a cada barrio, tienen un parangón más cáustico en los españoles Yomango [3]. Este colectivo practica la iconoclastia corporativa mezclando iconografía maoísta con conocidos eslóganes publicitarios, erigiendo como emblemas paródicos al líder de la revolución comunista china y a la cleptómana de alto standing Winona Ryder. En el hilarante “Libro Rojo”, un manual de técnicas de robo, explican algunos de sus allanamientos subversivos, como el “Yopito”, que consistió en hacer saltar, mediante tarjetas manipuladas, las alarmas antirrobo de un supermercado madrileño provocando tal desbarajuste y detenciones fraudulentas que los propios confabuladores aprovecharon para aprovisionarse de un buen jamón y una botella de sidra, tomando buena nota, desde una distancia prudencial, de la evolución de los acontecimientos. Paralelamente, han diseñado una línea de ropa con bolsillos ocultos para facilitar el escondite de los objetos mangados (Artmani, Pret a Revolter) y bolsos provistos de forros que anulan la radiofrecuencia que activa las alarmas de las tiendas. Se trata de moverse en el mismo campo del enemigo _la moda y la publicidad_ tergiversando su intención. Consciente de que las protestas cívicas de nada sirven, Yomango optó por la desobediencia civil directa, difundiendo la proclama “dinero gratis”, campaña asociada a un “estilo de vida” (como hace la publicidad), en este caso, robar impunemente. Divertirse es para ellos un elemento clave del programa, como indica el nombre corporativo que cobija sus actividades: “Sabotaje Contra el Capital Pasándoselo Pipa” (SCCPP).

Los miembros de Yomango aparecen vinculados a La Fiambrera Obrera [4], proyecto cuyos límites de actuación quedan desdibujados por el gran número de colaboraciones que van llevando a cabo. Su actividad, que a menudo se enmarca en la iconoclasia patrimonial, busca la vinculación real con agentes sociales que permitan ir más allá del puro simulacro artístico. Así, por ejemplo, la eventual “Área de investigación y censo pétreo” de la Fiambrera llevó a cabo un censo de los “parados de piedra” que ocupan las ciudades de Valencia, Sevilla y Madrid. Ante los interrogantes suscitados por tanto personaje ilustre sin oficio ni beneficio, se hizo un estudio antropológico sobre la comunidad pétrea con el fin de reinsertar laboralmente a santos (¿quizás montarían una ONG?), soldados desconocidos y demás vidas ejemplares. No faltaron irónicas alusiones al patriarcado pétreo, pues mientras los varones eran santos o generales, las mujeres no pasaban de alegorías. Les colgaron cartas de presentación, las cuales no cayeron en gracia entre los urbanos, pues les valió una citación judicial por “colocar material publicitario en monumento público” y “desacato a la autoridad”. La Fiambrera puso sus “parados pétreos” a disposición de la “Asamblea de Lucha contra el Paro de Sevilla” para apoyar las movilizaciones que exigían transporte público gratuito a los desempleados. Diseñaron para la ocasión pegatinas indicadoras de los asientos reservados a los parados en las “paradas” de autobús, inspiradas en las que señalan la preferencia para sentarse de embarazadas y ancianos en los buses.

Adbusters Media Foundation. Joe Chemo, 1996. Concepto: Scott Plous. Ilustración: Ron Turner.

Las campañas contraculturales y anticonsumistas del colectivo artístico-activista Adbusters Media Foundation [5], con sede en Canadá, también utilizan el lenguaje publicitario para socavar con punzantes parodias los discursos de las multinacionales, destapando sus estrategias mercantiles, manipuladoras de mentes y capitales. Se han convertido en la peor pesadilla de algunas compañías, como Camel, mediante la creación de la mascota alternativa Joe Chemo (=Quimio), un camello con cáncer de pulmón haciendo curas de quimioterapia; Calvin Klein, con modelos bulímicos patrocinando el perfume “Obsession”; Absolut, mostrando una botella de vodka arrugada (“Absolut impotence”) y un cuerpo en la morgue (“Absolut on ice”); o el boicot a Benetton, con un empresario encorbatado atragantándose con un fajo de billetes (“The true colors of Benetton”).

Otro tipo de relecturas o tergiversaciones, igualmente destinadas a cuestionar la autoridad, son los plagios descarados de sitios webs de máximas autoridades eclesiásticas o políticas. En este sentido, no tienen desperdicio las versiones sarcásticas de La Casa Blanca [6] y del Vaticano [7], que aunque respetan el diseño de las páginas oficiales los contenidos pronto dan cuenta del engaño. La web sucedánea de la Santa Sede, minada de mensajes anticlericales, es obra de los art.hacktivistas 0100101110101101.org, cuya actitud beligerante a menudo arremete contra la comercialización del arte en la red. Con tal fin duplicaron los sitios Art.Teleportacia y Hell.com, pervirtiendo el carácter elitista y los fines lucrativos de estas galerías mercantiles de net.art, dando libre acceso a las obras. El grupo denigra del puro ornamentalismo gráfico del llamado “periodo heroico” del arte digital que cobija estas páginas. De hecho, 01 corresponde a una segunda generación de net.artistas más preocupada por los contenidos combativos que por el valor estético de sus proyectos. Sus intervenciones en la Bienal de Venecia y en el Korea Web Art Festival de 2001 bautizaron una nueva tendencia artística, el Virus Art, consistente en un virus informático que hackeaba el programa de las exposiciones, sumiendo en el caos, por ejemplo, los nombres y obras de los participantes que aparecían azarosamente intercambiados. Uno de los proyectos de 01 que mantuvo más en vilo a la prensa y a los círculos artísticos fue la construcción mediática de Darko Maver. Se trató de la invención de un artista serbio, autor de una obra escultórica macabra e hiperrealista y poeta retorcido, encarcelado por practicar un discurso antipatriótico y violento. Maver dejaba en determinados enclaves urbanos maniquís que simulaban personas asesinadas. El boom noticiero tuvo lugar tras la muerte del artista, pues ocurrió en nebulosas circunstancias: su obra fue inmediatamente catalogada como crítica heroica contra la explotación gratuita llevada a cabo por el periodismo fotográfico durante la guerra de los Balcanes. Tres años se mantuvo el engaño; aún en el 2000 se le rindieron homenajes (en una Bienal de Artistas Jóvenes en Roma, se hicieron en su honor cruentos performances con muñecos ensangrentados) y le dedicaron retrospectivas (como la de la Bienal de Venecia). La evolución de la artimaña perpetrada viene detallada en el sitio web de 01 ([8], que también incluye una galería fotográfica de las supuestas esculturas de cera [9]. Éstas y los ininteligibles poemas parecen parodiar cierto arte contemporáneo buscadamente enfermizo cuya radicalidad no es más que una pose, y cuyo morbo gore atrae a los media como la sangre a los vampiros. Darko Maver supuso el debut de los 01 y una vuelta más de tuerca de la múltiple personalidad cibernética de Luther Blisset. Entre 1994 y 2000, numerosos proyectos que aunaban esfuerzos de artistas y activistas de toda Europa, especialmente de Italia, contribuyeron a generar una potente leyenda urbana alrededor de Blisset. En su nombre se edificaron las mayores trolas: artistas imaginarios, grupos satánicos cuyos conjuros llegaron a atemorizar a los habitantes del Lacio, o autorías literarias. El “Manifiesto de la net-generation” fue un logrado timo editorial contra los mayores carcamales del fascismo italiano de la época: el ex primer ministro Silvio Berrusconi y el seudo-poeta de derechas Giuseppe Genna. Blisset mandó por correo electrónico a Genna un texto titulado “net-generation”, un compendio de retórica posmodernista y tópicos trasnochados mezclados con mensajes publicitarios apropiados de la Red. Genna adobó el absurdo escrito con frases antisemitas. El resultado fue entregado a Mondadori (propiedad de Berlusconi), que lo publicó como suculenta primicia del famoso “terrorista cultural múltiple” [10]. Las labores contrainformativas llevadas a cabo por Luther Bisset ponen el dedo en las llagas de los sistemas periodísticos por los que se cuelan todas sus travesuras. Hacen reflexionar sobre el fetichismo y la mitomanía inherente al

mundo de la cultura, que se traga sin masticar todo lo que proceda de referentes institucionalizados o de artistas de turno (como demostró la publicación del “manifiesto de la net-generation” y de un compendio de ensayos que hizo pasar por obra de Hakim Bey). En la misma época, sirviéndose de plataformas y medios mucho más modestos, el desaparecido grupo de guerrilleros culturales H. Comité de Reivindicación Humana (HCRH), formado por los mexicanos Artemio, Rodrigo Azaola y Octavio Serra, llevó a cabo performances, conferencias, programas de radio y carteles publicitarios cuyo lema era la filantropía como única conducta posible. Con tales “fines humanitarios” emprendieron la “Campaña de Destitución Universal” [11], mandando una carta de despido [12] a los “ciudadanos no gratos” de la burocracia mexicana, sin cortarse un pelo en hacerla llegar a petimetres como Cuauhtemoc Cárdenas o Vicente Fox. El tono lúdico e irreverente se mantuvo en las conferencias universitarias a las que fueron invitados como competentes autoridades en la materia. En definitiva, se trataba de ridiculizar la hueca rimbombancia de la cultura institucional. El mérito añadido fue ponerlo en práctica contando tan sólo “con un teléfono y papel membreteado” [13]. Un artífice precoz de la “guerra psíquica” contra los medios fue el norteamericano Joey Skaggs, pues lleva más de cuarenta años colando noticias falsas en los medios de comunicación, a cual más escandalosa. Ingenioso exponente del “culture jamming”, se apropia de las estrategias publicitarias y periodísticas de los “mass media” para hacer llegar sus historias fraudulentas a la máxima audiencia. El éxito de sus acciones pone en evidencia la carencia de ética de los medios, que no verifican la información, especialmente si es de carácter sensacionalista. Al mismo tiempo constata la credulidad del público, alentándolo a adoptar una actitud crítica, y el componente enfermizo de la sociedad. La cobertura mediática de sus simulacros es esencial para engañar a las principales cadenas de televisión y periódicos norteamericanos. En los años setenta, fueron sonados sus performances “Cathouse for dogs” y “The Celebrity Sperm Bank”. Tras anunciar en el “Village Voice” la existencia de un prostíbulo de perras estimuladas químicamente, Skaggs y su trouppe de incondicionales hicieron una rueda de prensa sobre las técnicas de copulación canina. Abundaron visitas, no sólo de dueños que querían obsequiar a sus perros sino también de zoófilos declarados. Con la difusión de la crónica en los medios diluviaron denuncias de asociaciones de amigos de los animales, hasta que Skaggs la desmintió. Canales como la WABC TV jamás quisieron retractarse del documental emitido sobre el burdel perruno, pues había sido nominado para un Premio Emmy [14]. Entre los actores (grouppies, feministas con piquetes, curas y siquiatras) reunidos por Skaggs ante un letrero anunciando el “Banco de Esperma de Famosos”, no faltaron los espontáneos reales: policías, médicos, fans de Bob Dylan o John Lennon esperando obtener el semen de sus ídolos, etc. La obra, que aparte de satirizar a los media, auguraba ominosas posibilidades a los avances biotecnológicos, se adelantó unos años a la noticia de la inseminación artificial con esperma de eminentes científicos a mujeres que deseaban parir genios. En los ochenta, Skaggs perpetró “Metamorphosis: the miracle roach hormone cure”, adoptando el papel del entomólogo Gregor, quien abrió las puertas de su laboratorio a la prensa para hacer pública la germinación de una especie gigante de cucarachas de las que había extraído una hormona que, además de curar males habituales como el acné, inmunizaba ante la radiación nuclear. Invitado por medios de comunicación internacionales, nadie comprobó sus credenciales académicas ni notó

sus referencias a la novela de Kafka. El performance ironizaba sobre la falta de cuestionamiento ante las promesas de panaceas y curas milagrosas.

Joey Skaggs como Dr. Josef Gregor en “Metamorphosis: the miracle roach hormone cure. “The final curtain” (2000), el sitio web de una supuesta empresa constructora de cementerios concebidos como parques temáticos, fue un comentario punzante sobre el exitoso negocio que genera la muerte. Incluía, además de patios de recreo, teatros y lagos, una “pared de graffiti” para que los allegados expresaran su tristeza o indignación. Invitaba a artistas a diseñar sus propias tumbas [15]. A pesar de los estrafalario del tema, la compañía no dejaba de ser plausible, por lo que fue ampliamente cubierto por los media. Desde 1986, Skaggs organiza un desfile anual, “April Fool’s Day Parade”, donde los participantes son invitados a disfrazarse de su tonto favorito. Al final de la ruta, que empieza en la Quinta Avenida y termina en Washington Square Park de Nueva York, el “tonto del año” es elegido por los espectadores. “Conmemorar la perenne estupidez de la humanidad” y “dar a la gente una oportunidad para conectar con su tontería innata” [16] son los principales cometidos del evento. Las nominaciones y premios de cada año dan cuenta de los protagonistas del vodevil mediático de la temporada, normalmente figurines de Hollywood o intrigas de Casa Blanca. Esta fiesta carnavalesca parece retomar la “fiesta de los bobos” medieval de la que habla Mijail Bajtin [17]. El filósofo ruso ejemplifica con la “fiesta de los bobos” y la “risa pascual” ritos populares que parodiaban las ceremonias serias, donde los bufones, como en éstas, proclamaban los nombres de los vencedores, elegían a los “reyes y las reinas de la risa”. Estos espectáculos permitían invertir las relaciones humanas y la concepción del mundo, aunque el libre albedrío estuviera supeditado a fechas determinadas. Afloraba así la expresión de las culturas populares, ajenas a la rigidez de los moldes

impuestos por el Estado y la Iglesia. La esencia del carnaval, como lo era de las saturnales romanas, es el sentimiento de renovación universal, en el que todo individuo participa, pues no hay distinción entre actores y espectadores, fundidos por el regocijo de una fiesta regida por las “leyes de la libertad”. Algunas reflexiones de Bajkin sobre el arte cómico en la Edad Media pueden extrapolarse a tiempos contemporáneos. Así como los bufones de la Corte no eran actores, pues la comicidad era algo intrínseco a su persona y seguían encarnando en la vida cotidiana los ideales de un “mundo al revés”, liberado de tabúes y jerarquías, también los artistas guerrilleros modernos se sirven del humor para habitar un terreno ideal y utópico desde el que parodiar la banalidad y el conformismo que rigen el orden real. Bajkin distingue entre la “risa festiva”, “patrimonio del pueblo”, y el “humor satírico negativo”, que “destruye la integridad del aspecto cómico del mundo”. En otras palabras, la burla debe expresar el sentimiento de una comunidad y despertar la empatía popular para actuar como auténtico revulsivo. 1 Véanse vídeos de sus fechorías en http://www.banksy.co.uk/films/index.html 2 Una amplia descripción de su concepto de la anarquitectura en: http://www.spacehijackers.co.uk 3 http://www.yomango.net/ 4 http://sindominio.net/fiambrera/ 5 Promovidas desde la web http://www.adbusters.org/home/, y desde la revista “Adbusters” 6 http://www.whitehouse.org/ 7 Aunque las entidades que gestionan los dominios sacaron el site de circulación, sigue siendo accesible desde: http://0100101110101101.org/home/vaticano.org/spoof/index.html 8 http://0100101110101101.org/home/darko_maver/index.html 9 En realidad, fotografías de cadáveres reales encontrados en rotten.com 10 http://www.lutherblissett.net/index_sp.html 11 Véase el archivo de la entrevista de Mario García Torres a Artemio en http://www.nettime.org/Lists-Archives/nettime-lat-0103/msg00101.html 12 La carta, junto a la lista de “destituidos”, se puede leer en la versión caché de: http://www.hcrh.net/destitution.html 13 Como dice Artemio en la entrevista citada 14 Reseñas de todos sus performances en: http://www.joeyskaggs.com/html/retsub.html 15 Entre los ejemplos “artísticos” Skaggs expuso su propio “monumento”: una animación de su

cuerpo derivando en cadáver, con un gusano colándose por un ojo. En http://www.finalcurtain.com/ 16 Como declara el artista en la crónica de “April 1st Parade to honor Fool of the Year”: http://www.joeyskaggs.com/html/retsub.html 17 En “La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento: el contexto de François Rabelais” (1941)

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