Discurso Ingreso Fernando Fernan-Gomez

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REAL

A C A D E M I A

E S P A Ñ O L A

Aventura de la palabra en el siglo XX DISCURSO LEÍDO EL DIA 30 D E E N E R O D E 2000, E N SU R E C E P C I Ó N

PÚBLICA

P O R E L E X C M O . SR.

DON

FERNANDO

FERNÁN-GÓMEZ

Y C O N T E S T A C I Ó N D E L E X C M O . SR.

DON

FRANCISCO

MADRID 2 o o o

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ACADEMIA

ESPAÑOLA

Aventura de la palabra en el siglo xx DISCURSO L E Í D O E L DÍA 30 DE E N E R O DE 2000, EN SU R E C E P C I Ó N P Ú B L I C A POR EL EXCMO. SR.

DON F E R N A N D O

FERNÁN-GÓMEZ

Y CONTESTACIÓN DEL EXCMO. SR.

DON F R A N C I S C O

MADRID 2 o o o

NIEVA

' Fernando Fernán-Gómez y Francisco Nieva, 2000

Depósito Legal: M. 2 . 7 6 5 - 2 0 0 0 Impreso en Valere Impresores, S. L.

DISCURSO DEL EXCMO. SR.

DON FERNANDO FERNÁN-GÓMEZ

SEÑORES ACADÉMICOS:

C

uando hace meses comencé a pergeñar este discurso me resultó imposible saber cuál iba a ser el sentimiento que dominase mi ánimo

en el momento de pronunciarlo días después ante ustedes. Y, por lo tanto, cuál sería la palabra o el conjunto de palabras adecuado para expresarlo. Decidí renunciar a adivinaciones y ceñirme a lo que en aquel momento sentía. Representáis, Señores Académicos, de manera muy señalada, entre otras características honrosísimas, la dedicación, el culto, el amor a la palabra. Sea no la primera sino una de las primeras que yo utilice ahora —puesto que, palabrón de por mí, ya van unas c u a n t a s — agradecimiento.

Y habréis advertido que, cómico de oficio,

me he esforzado en que se advierta !a mayúscula fonética, ya que no ortográfica, en esa palabra: agradecimiento. Inicié yo mis trabajos siendo modesto servidor de la palabra, con vocación de servirla aún más, de no cesar nunca en su servicio, de utilizarla en mis trabajos, en mis ocios, en mis defensas, en mis conquistas. Era yo monaguillo de la palabra cuando ya me hormigueaba ia vocación de ser no sólo intérprete de ella sino sacerdote de su culto.

Entendía que no sólo la palabra era mía, sino que, como en arriesgada relación amorosa, era yo de ella, pertenencia de ella, porque sin poder ser yo expresado por las palabras de otros ¿habría constancia de mi existencia? Con la generosidad de que habéis dado muestra al aceptarme entre vosotros — y ¿cómo voy a recordaros, sin sentir rubor, que el germen de la palabra generosidad

qsú. en gen y

que, a sabiendas, me habéis aceptado como persona de vuestra alcurnia?—, con la generosidad, digo, de que habéis dado muestra al admitirme entre vosotros, oficiantes de este culto, me impulsáis a creer que mi viejísima, por haberla sentido de muy joven, vocación no era del todo equivocada. Bien sé que no vengo aquí exclusivamente por mí mismo — y mucho menos por mis m é r i t o s — sino también en representación de dos mundos cuyos habitantes pueden considerarse hasta cierto punto gemelos, aunque no tanto como univitelinos: el del cine y el del teatro. El teatro, en cuanto a literatura, poesía dramática, ha tenido desde los primeros tiempos de esta ilustre Institución representantes muy meritorios en ella. No ha ocurrido lo mismo en cuanto a los intérpretes de esa poesía, los representantes, comédicos, actores, que con tantas palabras, farandules, comediantes, histriones, se nos ha denominado, pasando por las de hipócritas y farsantes, que, no teniendo en principio sentido peyorativo, lo tuvieron después por aplicársenos a nosotros, a los cómicos. Esta es la primera ocasión, si no me equivoco, en que, con paso dudoso, un sacerdote del diablo pisa las mismas alfombras que vosotros.

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C o m o representante del primero de los mundos a que me he referido, el cine, no se me recibe — o ai menos así lo entiendo y o — por mi oficio de cómico, sino por haber servido en diversos menesteres: actor, director, guionista, financiero...

Y deseo creer que se me admite también, aun-

que en menor medida, por unir a esos trabajos la fidelidad a mi vocación de escritor, mi amor a la palabra, no sólo a la lanzada al público desde un escenario o a través de una cámara y un micrófono, sino a la palabra escrita en silencio y soledad. D e este amor a ia palabra, escrita o hablada, del estudio de este amor, venía el Académico a quien sucedo. Imprudencia sería por mi parte que intentase ahora recordar y poner de relieve en este ámbito y ante tal audiencia, por de sobra sabidos, los méritos de mi insigne antecesor. Años y años dedicados al estudio, a la investigación, honores nacionales y de los más diversos países extranjeros, inquietud unida al conocimiento científico, prospección del futuro y analítico conocimiento de! pasado. Cualidades, características, aspectos todos suficientemente conocidos del Académico a quien me honro en suceder. Mas hay algo que sí puedo resaltar, aunque se deba a pura coincidencia, a fruto de la casualidad, c o m o enlace entre los trabajos del ausente profesor y los del cómico que, por vuestra ampütud de espíritu, le sucede: la utilización de la voz, del lenguaje, de la palabra. En uno de ellos, el profesor ilustre, como materia de estudio, en el otro, el cómico, como herramienta.

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El más profundo y progresista tratado sobre lingüística de este siglo, en España, es quizás, según los que entienden de la materia, el tratado de Fonología

española

de Emilio

Alarcos Llorach. El modo de exponer las ideas el profesor Alarcos es claro, directo, abunda en ejemplos por su afán de claridad; sólo precisa el lector, aunque no sea perito en la materia, adoptar la nueva perspectiva que se le propone y así comprobará que los viejos conceptos adquieren otro significado. Dedicó gran parte de su imprescindible obra el autor de Fonología

española a divulgar ios nuevos hallazgos en el

campo de la lingüística, los de Saussure y sus secuaces, pero trasladados con eficacísima precisión a la lengua española. Para un obrero de las palabras, como puede serlo el cómico que hoy os dirige estas series de ellas, es un gozo recorrer los caminos abiertos por Alarcos, recrearse en las diferencias entre lengua y habla. En nuestro oficio, modesto y libertario, siempre se ha planteado esta diferencia, aunque los oficiantes ignorásemos que debatíamos cuestiones académicas. ¿Debe el cómico durante la representación, una vez introducido en su personaje — o su personaje en él—, pronunciar su texto con arreglo al lenguaje o con arreglo al habla? Pongo un ejemplo a la pata la llana — y me disculpo por ello—, sin alejarnos demasiado de nuestro tiempo: prescindiendo del tema de la calidad, puede observarse que los textos de literatura teatral de Jacinto Benavente parecen

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escritos ateniéndose el autor al lenguaje, y los de Carlos Arniches con atención al habla. Bien sé que el ejemplo no resistiría un análisis minucioso y lo utilizo sólo para entendernos entre nosotros, pero esta disyuntiva se plantea con muchísima frecuencia, y suele ser materia de discusión en el trabajo de los actores. Para los que, como digo, puede ser un gozo pasear por los caminos desbrozados por el explorador sabio Emilio Alarcos, especialmente en su tratado Fonología española; paseo que les deparará múltiples y agradables sorpresas. Con las reservas y las dudas que el estruccuraüsmo provocó en sus inicios, y sigue provocando, ia precisión y la claridad del estilo de Alarcos, a quien puede considerarse por su tenacidad y su esforzada defensa, como su primer propagador en España, ie hicieron ganar no pocos adeptos, aun contando con lo difícil que resulta siempre en el terreno científico y en algunos otros enfrentarse a la tradición, por irracional que sea, a la facilidad que nos promete y con la que nos seduce el campo ya trillado. He dicho precisión y claridad al referirme al estilo de nuestro autor y quizás debería añadir también sencillez. Entendiendo por tal sencillez no sólo la del escritor sino la del supuesto lector. Un comentarista anónimo de la obra de Emiüo Alarcos Llorach dijo que «al escribir piensa en los muy distintos lectores que pueden acudir a su libro». Razón ésta de que al caer un libro del sabio Alarcos en manos tan poco habituadas a hojear textos científicos como

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las de un cómico, pueda éste entender, aprender, recibir enseñanzas útües para su oficio, incluso en muchos puntos, sentirse identificado con el pensamiento del autor. Cabe preguntarse: ¿es cierto lo de la sencillez, la claridad de Alarcos, lo de que piense en «los muy distintos lectores»? Entonces, ¿a qué viene lo de fonemay

morfema?

No quiero insinuar de ninguna manera, nada más alejado de mi propósito en una solemne ocasión como ésta, que el sabio haya inventado primero la palabra con ánimo de suscitar la atención y posteriormente se haya esforzado en encontrarle un contenido adecuado. Pero sí quiero lanzar la sospecha de que el sabio, y los que ie han precedido, y los que han transitado por el mismo camino, ya desbrozado, como epígonos, secuaces, se han comportado como enamorados. En este caso, como enamorados de la palabra, a la que, en apariencia, pretendían relegar a un segundo o tercer término en el hábito de ia comunicación humana. Pues una de las primeras cosas que hacen los enamorados ¿no suele ser buscar un nuevo nombre para el objeto de su amor? ¿Y acaso no lo adornan después con otros muchos nombres, términos, vocablos, voces, morfemas, fonemas,., mientras que los demás, los que estamos fuera del ceñido círculo de su amor seguimos conociéndolo (o conociéndola) por su nombre de pila? Sí; bajo todos esos cultos y útiles neologismos, en ei fondo de esa necesaria jerga científica, nosotros, los profanos, creemos advertir siempre el latido y la presencia del ser

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amado al que seguimos designando con el nombre que tenía cuando su enamorado lo conoció: la palabra. Es mi propósito utilizai' esta circunstancia, la de hallarme ante asamblea tan propicia, para disertar, aunque superficialmente, sobre la utilización de la palabra en el teatro, en las diversas modalidades de espectáculos; y sobre las vicisitudes que en unas ocasiones la han asediado y las bienandanzas que en otras la han favorecido a! enfrentarse inevitablemente con los inventos de nuestra época relacionados con ella: la telegrafía, el cinematógrafo, la radio, la televisión... M e he sentado, como otros días y otras noches, ante el ordenador — a quien me liga una paranoide relación de amor-odio—, pero antes de comenzar la labor me he quedado en suspenso al caer en la cuenta de que no es tan fácil como yo me imaginaba saber cuándo un invento es favorable para la palabra y cuándo puede resultarle perjudicial. A veces, como en la guerra y en la vida cotidiana, hay enemigos muy bien emboscados. Cuando un mimo actúa sin emplear palabras, la sorpresa que nos causa, el impacto artístico que recibimos, es que aquellos ademanes, gestos, movimientos corporales son traducibles a palabras. Nosotros mismos, los espectadores, comprendemos que el mimo, en ese momento, es un

hombre

que sube una escalera, o un ladronzuelo que corre escapando de un policía.

La palabra ha existido en el espectáculo aun

sin ser pronunciada. La peripecia que va a narrarnos la pantomima la comprenderemos tanto si nos guiamos por el

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d.

método lógico como si nos dejamos llevar por el pensamiento intuitivo, porque en cualquiera de los dos casos la iremos traduciendo en palabras. Creímos asistir a un espectáculo sin palabras, pero quienes nos han servido de lazarillos han sido las palabras. Consideraré en primer lugar ia palabra como elemento utilizable en los espectáculos, sacros o profanos, que utilizada fue desde la más remota Antigüedad y en diversas culturas. Intentaré, en vuelo rápido, pasar sobre las evoluciones que por influencia de los cambios sociales, de los avances científicos y de los retrocesos impuestos por la autoridad incompetente, la palabra y los espectáculos han experimentado para llegar al momento en que, ya en los que podemos llamar nuestros tiempos, se enfrenta con su más temible enemigo; el cinematógrafo. A continuación consideraré el alcance y la intensidad y el poderío de sus enemigos y si realmente lo son o acaban convirtiéndose en compañeros de armas, hasta llegar a las costumbres de nuestros días; y sin compromiso previo de sacar ninguna conclusión. Emplearé un procedimiento muy conocido por los profesionales del cine y también por los espectadores: é. flashback. En los comienzos de su utilización cinematográfica se entendía que era una «breve proyección explicativa». Más adelante fue perdiendo su condición de brevedad y todos sabemos que hay películas estructuradas sobre un solo, larguísimo

Podrían emplearse los términos españo-

les «retrospección» o «vuelta atrás», pero flashback

está tan

arraigado en nuestra jerga profesional que si dijéramos

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«vuelta atrás» o «retrospección» algunos colaboradores no nos entenderían. Bien. Interior confortable de clase media acomodada. A la caída de la tarde. En la sala de estar-comedor, la femilia. Una familia estándar: el padre, la madre, aún jóvenes, una hija quinceañera, un hijo más pequeño y el abuelo, funcionario jubilado. Todos están pendientes del televisor. El crío pequeño da muestras de cabreo porque no se ha elegido el canal que él prefería. Le han dicho que se vaya a la cocina a verlo en el televisor de Genoveva. Pero tampoco a Genoveva le interesan las aventuras del policía negro que apasionan al chico. Los demás, el padre, la madre, la chica, sí están interesados en la serie Un extranjero en la

familia.

Al abuelo le da igual. Le entretiene oír las palabras aunque no siga las historias. Oye la música. Ve los colores, el movimiento de las personas. No sabe bien quién es el cuñado estafador y quién el extranjero, pero le da lo mismo. Le gusta ver que se mueven, que hablan, que están en colores y que suena la música de fondo. Y empieza el

flashback.

A un espectador teatral de la Grecia clásica, su amigo el vaticinador, el conocedor del futuro, le dice que con el correr de los años, o de los siglos, el vate no está muy seguro de sus cálculos, llegará un momento en que a los actores, durante la representación, se les verá el rostro, no lo llevarán cubierto. La primera reacción del espectador ateniense es la perplejidad. ¿El rosero de los actores? ¿Para qué verlo?, se pregunta. ¿Cómo creer que es Creonte o Egisto o Agame-

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nón, aquel histrión, Menipo, Anaxis, Cleidémides, al que se ve con frecuencia en la taberna? ¿Qué relación puede existir entre el rostro de los actores y las palabras del poeta trágico Esquilo, que con la trilogía en que incluye Los Persas acaba de obtener el premio en el concurso trágico de las Grandes Dionisíacas? Los tres actores, los mencionados u otros como ellos, representan siempre las tragedias con el rostro cubierto con máscaras blancas (aún no se le ha ocurrido a Sófocles pintarlas y esculpirlas de otra manera). Sus voces, si se trata de experimentados profesionales, consiguen llevar las palabras hasta las localidades más altas del anfiteatro. Los aficionados espectadores atenienses, sobre las máscaras blancas ven, con la fuerza de su imaginación agudizada por las palabras del poeta y la voz del actor, las facciones de Creonte, de Egisto, de Agamenón, incluso de Antígona o Medea. ¿Qué ocurrirá cuando llegue ese tiempo en que el actor represente a cara descubierta? Empieza a sospechar el sorprendido espectador, buen aficionado, si el vino de Chipre, que cada año llega a Atenas en mayor cantidad, no estará nublando las facultades de su amigo el vate. Es inevitable que en las palabras que escucháis, Señores Académicos, y en las que vais a escuchar, se oiga la voz de un comediante, o resuenen sus ecos, pues de las varias deformaciones profesionales de quien os habla, la de actor es la más evidente. Además, es mi propósito referirme —aunque algún que otro desvío sea inevitable— a lo que ha sido y es la palabra en el ámbito del espectáculo.

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No puedo negar que hablar de la palabra, pensar, aunque trivialmente, sobre ella, con la voz, la memoria, el entendimiento de un cómico es algo muy diferente a hablar o a pensar sobre la palabra si se gana uno la vida con cualquier otro menester. Excluyo el de escritor, el de poeta. Aún no he concluido de escribir el último renglón del párrafo anterior cuando advierto que he pensado precipitadamente o no he pensado mientras escribía. Advertimos a veces, cuando escribimos, que el pensamiento va más rápido que la máquina, o antiguamente que la pluma, y con frecuencia no es eso lo que sucede, sino que hemos dejado de pensar, y por ello la velocidad del pensamiento nos parece inusitada. Este fenómeno ha debido de ocurrirme a mí hace unos instantes. Porque ¿cómo puedo haber afirmado, o al menos insinuado, que el trato con la palabra es muy diferente en cómicos y poetas que en trabajadores de otras especialidades? Pues ¿y los políticos, que en la mayoría de los casos se ganan la vida, los que no han heredado bienes de fortuna, con las palabras y no con los hechos que las refrendan? ¿Y los rufianes, que lo primero que deben utilizar —aunque luego sepan dar mejores muestras de su valía— es la labia? ¿Y los estafadores de cualquier rango, desde los timadores callejeros a los que se apoderan de grandes complejos bancarios solapados en la autorizada máscara de la «sociedad anónima»? ¿Y ios abogados, los fiscales? ¿Y los profesores, los agentes de seguros, los comisionistas de cualquier especie, los charlatanes del Rastro, los sacerdotes de cualquier religión, comisionistas del más allá?

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Distintas son las palabras con que los hombres se comunican o se expresan a sí mismos sus conflictos, sus sentimientos, y no sólo por la diversidad de los idiomas, sino en el uso del propio. La edad, las diferencias sociales, las modas hacen que determinadas palabras — o fonemas o morfem a s — no signifiquen lo mismo para el nieto que para el abuelo, para el pobre — q u i e r e decirse hijo de p o b r e — inculto, o cultivado en la calle, que para el rico — q u i e r e decirse hijo de r i c o — pasado por una Universidad extranjera. Pero los conceptos sí son los mismos, belleza, amor, odio, hambre, esperanza, deseo, necesidad, misterio, injusticia, angustia, alegría.., No sabe la gente común que aquello son conceptos, porque no llega ni siquiera a saber que concepto es una palabra que significa algo que en principio no es una palabra, Y no lo sabe no porque sea un animal de otra especie al cual esos conceptos y sus representantes las palabras no le son útiles para la lucha por la vida, sino porque no se lo han enseñado, porque alguien — o algunos— no se lo han enseñado, han tenido buen cuidado en no enseñárselo. La palabra, no para el especialista, el estudioso, sino para la gente común, que la emplea sin conocerla o conociéndola sólo por encima, significa en muchas ocasiones algo muy distinto de lo que significa para el especialista, el cultivado, el estudioso. Cierto que la gente común, cuando la recibe ya desgastada por el uso, la utiliza sin saber su significado estricto, exacto; pero también es cierto que a veces el especialista, el

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escudioso, la utiliza —pienso que nunca deliberadamente, como es el caso de los políticos— sin saber lo que significa para la gente común, Quizás si no necesario, puede por lo menos ser útil diferenciar entre la palabra hablada, la palabra escrita y una tercera variante, la palabra escrita con la intención de que sea hablada. Y hoy, merced a los grandes adelantos, con la intención de que sea no sólo hablada sino divulgada, divulgadísima. Q u é enorme diferencia de posibilidades de difusión entre la palabra escrita con intención de que fuera hablada en una tragedia estoica de Séneca, un drama teológicofilosófico de Calderón de la Barca o, ya a finales del siglo XDC, un drama social-moralizante de León Tolstoi o de Henrik Ibsen o aterrorizante de August Strindberg, y la que puede alcanzar hoy, un siglo después, im folletín de ciencia ficción de Spielberg, una serie televisiva de alta sociedad estadounidense o, entre nosotros, Médico

de familia.

El súper o la

película Torrente, el brazo tonto de la ley. Se empieza a hacer la nueva luz sobre la larguísima «edad de las tinieblas». En el siglo XV, el alemán Gutenberg, aunque su nombre no aparezca en ningún impreso conocido, y digan lo que digan los nacionalistas de otras naciones, inventa los tipos gráficos sueltos fundidos, o sea, los caracteres móviles, la imprenta, y da nuevas alas a la palabra. En este caso, a la palabra escrita. A partir de entonces, no sólo en la casa ciudadana sino en la casa rural, el que sabe leer lee en voz alta junto al fuego

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y los demás escuchan. Rodeado por familiares, servidores, aparceros, acaso lee unos episodios del Quijote, el

Lazarillo

o una novela de doña María de Montemayor. Y así, con perfecciones pero sin más inventos, se llegará a las lecturas en las casas burguesas del siglo XIX, a la caída de la tarde, escuchando las señoras y señoritas de la casa en el saloncito, a la lectora, la última novela de Armando Palacio Valdés. Desde Gutenberg y la imprenta ha habido que aguardar muchos años, unos siglos, pero a la voz, a la palabra le llega un nuevo invento: se le llama telégrafo. Desde la más remota Antigüedad el hombre había transmitido sus palabras a distancia, pero fecha muy señalada es la de 1753, cuando el escocés Marshall idea un aparato en el que se unen la electricidad y las letras del alfabeto, con lo que propicia el vuelo de la palabra pero también da pie al nacimiento de un lenguaje singular, tristemente lacónico: el lenguaje del telegrama, en el que muy escasas obras üterarias se han escrito. A pesar de todo, se llegó a decir, y no sin razón, que el telégrafo era «la conquista del hombre sobre el espacio y el tiempo». Es la gran época del teatro burgués, y en los amplios coliseos la voz de los intérpretes cobra gran importancia por la dificultad de visión del rostro de los actores desde las localidades altas. Mas para que esa voz, ayudada por medios artificiales, llegue sin excesivo esfuerzo y sin pérdida de naturalidad al llamado gallinero o, con más delicadeza, paraíso, falta algún tiempo. Ha sido siempre importante en el oficio de actor, el ademán, el gesto, el movimiento corporal; pero durante muchí-

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simos años, siglos, era más importante, más prioritaria y más definitoria de la vocación, la voz, la calidad y utilización de la voz, puesta, como es natural, al servicio de la palabra, aunque también, excepcionalmente, del grito o del suspiro. ¿Y qué ocurre en nuestra cultura, nuestra sociedad, a finales del siglo XIX, que se relacione con la palabra hablada? 1897: el fisiólogo fi'ancés Esteban Julio Marey, el fotógrafo angloamericano Eduardo Muybridge, el ayudante de laboratorio de ia Thomas Alva Edison Company, Guillermo Kennedy Laurie Dickinson, el propio Thomas Alva Edison y los hermanos Luis y Augusto Lumière — y quizás algunos otros cuyos nombres se han perdido—, inventan el cine. Eso es lo que ocurre; la invención del cinematógrafo, acontecimiento que cierra un siglo y abre otro. C o m o de la palabra estamos hablando ahora, es preciso recordar que inventaron el cine mudo. Acababa de llegar el gran enemigo. En el ámbito del espectáculo, con el invento del cinematógrafo, a la palabra le sobreviene una de las más grandes vicisitudes que le han acaecido desde la edad de las tinieblas, mucho más peligrosa que la aparición del lenguaje del telegrama. Sabido es que existía ya la pantomima, de remotísimo origen, pero no contaba con un público mayoritario. ¿Sería posible que, con el nuevo invento, ei silencio derrotase a la palabra? ¿Comediantes y comediantas, actores y actrices, cómicos y cómicas tendrían que enmudecer sus bellas, potentes y cuidadas voces y convertirse en mimos? Grandes mimos son Charles Chaplin y Buster Keaton,

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Charloty

Pamplinas

para el público español de entonces,

que desde las pantallas producen asombro y arrastran a un público multitudinario de todas las edades y clases sociales. A las alturas en que ahora nos encontramos podemos hacer, ya que no balance exhaustivo, por lo menos recuento de las peripecias en que se ha visto incluida la palabra en este siglo que concluye, y también considerar en qué medida tales peripecias nos han afectado a nosotros, los cómicos. C o n la aparición del cinematógrafo pierde el arte del actor su calidad de efímero. En un principio pudo parecer una ventaja. Pero, teniendo en cuenta la posibilidad de crítica posterior, podía ser todo lo contrario: una gran desventaja. No han pasado muchos años desde las primeras películas mudas cuando ya los jóvenes encuentran ridicula la gesticulación de algunos actores y actrices en las películas dramáticas. No es evidente el ridículo del director, ni el del fotógrafo, y mucho menos el del financiero: sólo el del actor. Los más avisados de ellos, o quizás los más humildes, se dan cuenta de que con aquel invento que convierte su arte efímero en perenne, como el de los pintores, los arquitectos, los escultores, no se gana nada, no se obtiene ningún beneficio, sino que se pierde buena parte de un prestigio que en algunos casos era temporal, fruto de una moda, y en otros imaginario. Incluso con el nuevo invento podrá llegar a juzgarse a los actores con arreglo a los gustos de otras épocas, como hoy a los pintores bizantinos o a los autores de libros de caballería. Para algunos de nosotros — q u i e r o decir de nuestros descendientes— eso puede ser terrible.

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Siempre fueron proclives los señores de las clases altas, aristócratas y burgueses, al amor o a ia diversión erótica con las actrices, las cantantes, las bailarinas. En ios corrales de comedias españoles de los siglos XVI y XVII era costumbre que algunos caballeros merodeasen por pasillos y cuartos, antes de comenzar la representación, mientras las cómicas cambiaban la ropa de calle por la de escena. Privilegios de clase. En el «salón de proyecciones» ese inocente pero estimulante pasatiempo no existe. Detrás de la pantalla no hay nadie. Si acaso, un empleado dormitando, pero nunca Francesca Bertini o Clara Bow. Es uno de los cambios que, para curiosidad de sociólogos, trae el invento. Otro de los cambios es la aparición de un nuevo público más popular que el del teatro y más multitudinario. El cinematógrafo pronto se convierte en espectáculo de masas. Pero ia aportación más trascendente del cinematógrafo con respecto ai teatro es la desaparición de la palabra hablada. En España el nuevo espectáculo, el cine, tiene la misma multitudinaria acogida que en el resto del mundo. Y, como en el resto del mundo, la que podríamos llamar «clase intelectual» es la que demuestra más reservas ante la novedad, la que no pasa por lo de «séptimo arte». Y es porque la «clase intelectual» echa de menos la palabra. El nuevo espectáculo puede prescindir de la palabra. O dejarla limitada al mínimo: a ios letreros. En lugar común se ha convertido la opinión de Bernard Shaw de que los letreros eran lo único bueno que tenía el cine.

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El cine mudo está más cerca de la pantomima que del teatro o la narrativa. Pero la falta de palabras no es una de sus cualidades, como algunos propagan, sino un defecto. El espectáculo — e l que arrancó en la remota Antigüedad y llega hasta fines del XIX, con la pausa de la «edad de las tinieblas»—, ha perdido la palabra. La palabra, en lo que se refiere a ese ámbito, el del espectáculo, ha muerto. Las personas que durante su jornada habitual utilizan la palabra, en el «salón de proyecciones» se ven relegadas al silencio. ¿Como en misa?, podemos preguntarnos. Algo así. Pero en la misa, durante muchísimos siglos, se les permitió a los feligreses escuchar las palabras, aunque no entenderlas, dejándolas convertidas para la gente vulgar, la inmensa mayoría, en puros sonidos misteriosos. La palabra en el espectáculo, la palabra de la hteratura teatral, la palabra escrita para ser hablada, recibe al siglo XX en el momento de la lucha con su gran enemigo: el cine. Algunos piensan, y entre ellos el llamado «gran público», que la palabra ya no es necesaria para contar historias. Está derrotada. Y aparece oportunamente un paladín. Es en ese momento crucial, de máximo peligro, cuando, como en cualquier novela de la andante caballería, o en cualquier película del Oeste, a la palabra — q u e es la buena, ella, la chica, la v í c t i m a — le surge un nuevo paladín. H a nacido en Bolonia; su nombre, Guillermo Marconi, y consigue inventar lo que llamamos la radio. La palabra, derrotada por el cine mudo en el espectáculo, se introduce nada

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menos que en los hogares. Y en los talleres, en las fábricas. Su paladín la ha sacado del fondo cenagoso del lago y está a punto de elevarla a los cielos. Con las radios de galena, de fabricación casera, la palabra ajena, la palabra escrita para ser escuchada después, la palabra noticia volandera y la palabra con intención de permanencia están incluso en las casas de los pobres, que se arraciman sobre el rudimentario aparato, disputándose los auriculares, para escuchar el prodigio. Fue al comienzo del siglo el triunfo de la imagen sin voz. H a llegado muy poco después la voz sin imagen. Ambos prodigios, la voz sin imagen y la imagen sin voz, están destinados a formar una unión libre. Y la forman. Han tirado por caminos muy distintos, divergentes, pero la reina casualidad los ha unido. Marconi y los hermanos Lumière no se han estrechado las manos, no ha habido arras ni anillos, pero la palabra y la imagen han creado la unión libre del cine sonoro. Breve en el tiempo ha sido la victoria del cine mudo, del cine sin palabras habladas. Poco duraron también, por lo tanto, los letreros que no le parecían mal al exigente genio Bernard Shaw. Lo cierto es que el cine nunca tuvo vocación de cine mudo. Lo fue porque en el momento de su invención no había otro remedio. Pero así como el ballet pide que no haya palabras y esa carencia de ellas forma parte de su modo de ser artístico, no era éste el caso del cine mudo. El cine mudo era mudo como puede ser muda una persona sorda porque no ha teni-

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do posibilidad de aprender a hablar, pero no porque le agrade comunicarse por medio de muecas y ademanes. El cine mudo sentía añoranza de la palabra, aquella palabra que tan gloriosamente había utilizado durante siglos su pariente el teatro. El silencio era para el cine primitivo una carencia, un defecto. No una virtud deseada. Se procuró remediarla con un explicador que manejaba un puntero. Y también con un pianista. Pero no eran soluciones válidas. Las soluciones eran el cine sonoro y, más adelante, la televisión, que ya estaban en el horizonte. Aparece otro paladín de la palabra, éste aún más inesperado: el propio cine. De todos es sabido que jóvenes actrices de países cercanos o lejanos de Estados Unidos se desplazan desde hace años a Los Angeles con el propósito, la ilusión, el sueño de triunfer en el cine de Hollywood. Hablo con algunas de esas jóvenes actrices españolas, bellas y en la mejor edad para triunfar en este oficio. El comportamiento de estas jóvenes actrices, impulsado por su lógica ambición, es meritísimo, digno de admiración. Proponerse situarse como actor o actriz en el cine americano es lógico en el mundo actual, pero llevar esa propuesta, esa decisión a la práctica es algo que, por las muchísimas dificultades que acarrea, despierta admiración. Estas actrices insisten, cuando me refiero a lo dificultoso que es el camino que han emprendido, en que el principal escollo es el dominio del idioma. Hay que hablar inglés, inglés americano, y hablarlo correctamente, sin acento hispano. En caso contrario es

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muy difícil encontrar papeles en las películas, por cortos que sean. Y sin esos papeles cortos es dificilísimo empezar y, por tanto, seguir; y mucho más difícil, casi imposible, llegar. He aquí cómo el cine pasa de enemigo de las palabras a paladín de ellas; en este caso de las de Hollywood, las inglesas. Siguiendo un proceso medianamente histórico, nada riguroso, la desaparición de la palabra del mundo del espectáculo, el ámbito teatral, ia poesía dramática —¿era poesía dramática el cine m u d o ? — dura muy poco; treinta años en un proceso histórico que, con evidentes lagunas intermedias, se inicia en Egipto y en la India diez siglos antes del nacimiento de Jesucristo y se prolonga, de momento, hasta nuestros tiempos. Pero la palabra en ei cine llega ya vencido ei primer cuarto de siglo. Cuando estamos ya asentados en una cultura, en una sociedad. No hay en esta etapa vencedores y vencidos. Hay sólo vencedores; los vencidos ya no cuentan, no se los ve. O , si se los ve, no se les ve la cabeza; la tienen oculta, dócilmente, bajo el ala, c o m o mandan las ordenanzas. Y, arrancando del cine sonoro y de camino hacia la televisión, le llega a la palabra, en su aventura a lo largo de este siglo, la monstruosidad del doblaje, del doblaje de las voces de los actores en las películas. Y digo monstruosidad porque realmente lo es: un ser humano con la voz de otro ser humano. Aunque, en este caso, se trata de una monstruosidad útil. Útil sobre todo para dos cosas muy importantes para los hombres, para los individuos: la cultura y la diver-

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sión. Es cierto que el doblaje, y adopto por un momento la voz de sus enemigos, entre los que no me cuento, se presta a la manipulación de la palabra, pero mucho tiempo antes de la invención del cine se decía, refiriéndose a la literatura: «traduttore: tradittore». Un sambenito cae sobre el doblaje —aparte de aquello de llamarlo «caballo de Troya», que no estaba del todo mal visto, no sólo desde el punto de vista comercial, sino desde el cultural— y es lo de utilizarlo en sistemas dictatoriales, y quizás en los otros, para tergiversar la intención de los autores de las películas llegando en algunas ocasiones a modificar radicalmente la trama de la historia, como en los ridículos casos de Mogambo

o Su vida intima,

o la inten-

ción del autor como en la apostilla final de Ladrón

de bici-

cletas. El sambenito de esta posibilidad, de esta utilización falsaria, es posible que siempre pese sobre el doblaje, que no deja de ser, utilizado con otros fines, un medio más de los que dispone el autor para expresarse, para comunicarse. Pues encuentra defensores no sólo entre los comerciantes del cine y el público mayoritario, sino en algunos profesionales. El famoso actor, director cinematográfico y escritor italiano Roberto Benigni, vencedor de los acreditados premios de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de Hollywood, los popularísimos Oscar, el año 1999, ha respondido en un interrogatorio de prensa: «Para mí, e! doblaje es el menor de dos males. Si usted lee los subtítulos es difícil que mire a los actores a los ojos. Y en cualquier caso,

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la voz es solamente algo que podemos llamar la mano izquierda de los medios expresivos del actor; el cuerpo, el rostro, los ojos tienen la misma importancia, si no más a veces.» Durante bastantes años, ahora ya no, muchos críticos y comentaristas del cine se esfuerzan en defender ei cine mudo frente al sonoro, les parece aquél más puro, considerándolo un arte nuevo, el séptimo arte. Reiteran su opinión de que incluso en el cine sonoro es una virtud el silencio. Que la imagen es cine y la palabra es teatro; dando por supuesto que el cine es lo exquisito y el teatro lo reprobable. Pero esto no pasa de ser, en los que opinan así por criterio personal y no por simple epigonismo, un sentimiento romántico, en lo que el romanticismo puede tener no de expresión de individual aspiración a la hbertad sino de añoranza de tiempos pasados. La palabra prosigue su aventura a lo largo del siglo y llega — o le llega— la televisión. No nos importa, en este somero recorrido, la fecha en que se producen los inventos sino el tiempo en que se divulgan, en que llegan a ser objetos de uso. Puede decirse que la televisión se inventó en 1928, pero en España no se divulga hasta el decenio de los 60. ¿Cuál es el episodio más significativo de la aventura de la palabra en el siglo XX a partir de la divulgación de los espectáculos televisivos? La introducción en los hogares. El espectáculo — m á s completo que el que desde años antes ofrecía la r a d i o — viene a casa, no van los individuos al espectáculo. Este cambio es trascendental, significativo en

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cuanto al comportamiento de las personas, en cuanto a la convivencia. H a entrado en casa, con la imagen, la palabra ajena. Y también la palabra escrita. La palabra escrita para ser escuchada después. Pero han entrado también, con una y otra denominación, con uno u otro oficio, los actores, los histriones, los «hijos de Satanás», que estamos en las casas, en los hogares privados, familiares, incluso clandestinos, a cualquier hora, del día y de la noche, en imagen y en sonido. Y los periodistas, los locutores, los presentadores. H a entrado la misa, ia homilía y el presidente del gobierno, y el subversivo con el rostro enmascarado, incluso la gente inofensiva que va por la calle, al taller o al supermercado. El espectáculo deja de ser acontecimiento, se convierte en algo cotidiano y que tiene lugar en nuestro comedor, nuestra cocina, nuestra sala, y en nuestra alcoba para ayudarnos a conciliar el sueño como los cuentos de ia madre, de la abuela en la infancia o a reavivar un erotismo claudicante. Muchos son ios antecedentes de este hallazgo tan representativo de la época que nos ha tocado vivir: el ágora de las ciudades clásicas; el heraldo transmitiendo la arenga; el corrillo de las vecindonas, en la acera, junto al portal; el pregonero, ios hombres-anuncio... Todos expresión de unos deseos, unos anhelos de los seres humanos, en nuestro siglo materializados con eficacia y belleza. No sólo la vida, sino ia representación de la vida está en casa por la televisión. Y ningún sacerdote de ninguna religión se atreverá a lanzar

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un exorcismo para expulsarla: porque allí estarán los adolescentes y los niños, si es que a los mayores ya los ha domesticado el terror estatal, para defender sus derechos, sus libertades, su albedrío. El derecho, sobre todo, a ver la televisión. Enlacemos de nuevo con el tiempo presente. Demos por concluido ú flashback,

la retrospección, la vuelta atrás.

Interior de clase media acomodada. H a anochecido. El padre de familia se ha ido a pasar un rato al pub donde suele reunirse un día sí y otro no con unos amigos. La madre ha subido al tercero a echar una partidita con el abogado, su mujer y otra vecina. La quinceañera está en el discobar, pero dentro de una hora tiene que volver a casa. Al chico, como todas las noches, le han acostado a la fuerza. Frente al televisor está el abuelo. Aiin no dormita. Ha visto un concurso en que unos tenían que saber cuántos habitantes tenía cada capital de los países asiáticos y otro tenía que andar, sin hacer ruido, con unos cascabeles atados a los pies, Después se ha enterado de cómo va la economía en ia zona francófona del Canadá y ahora desfilan por la pantalla unas mujeres bellísimas, inverosímiles, c o m o no las había en los tiempos del abuelo, recién terminada la guerra civil pequeñita y a punto de comenzar ia otra, la enorme. El abuelo va a permanecer un poco más frente al televisor y va a cambiar de cadena porque en otra está anunciado un ballet andaluz y a él siempre le ha gustado mucho el flamenco. El abuelo se deja prender por las luces, las palabras, los sonidos, el movimiento, los colores...

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Detrás de todas esas imágenes y palabras, unas brillantes, otras inteligentes, bellas, incluso geniales algunas, otras eficaces para la venta de productos industriales, otras al servicio de intereses egoístas, otras banales, zafias, ofensivas para la vista y el oído, otras, muchísimas, destinadas a modificar nuestros deseos por inducción deliberada, hay siempre grupos de hombres y mujeres, desde ios simples obreros hasta los poderosos financieros y las personas de gobierno con responsabilidad absoluta. A todos ellos debemos agradecer los ancianos, y también los solitarios circunstanciales, la compañía constante que la televisión nos presta. A ellos debemos agradecerles que por mediación del invento del siglo XX siempre haya con nosotros, sin que tengamos que ir a buscarlos ni, por lo tanto, pedir a alguien más joven que nos lleve, unos actores y actrices, divertidos o patéticos, donde durante siglos, mientras los hombres en plenitud de vida y ios que disfrutaban de la juventud, incluso los niños con sus juegos y sus esperanzas, los abandonaban, otros ancianos como nosotros no encontraban más que soledad. Debemos agradecerles que en vez del silencio, acongojante compañero antiguo de la soledad, tengamos ahora, en la radio y la televisión, el abrigo de las palabras, nuestras compañeras desde que empezó a despertarse nuestro oído. Y no sólo nosotros, las personas mayores, las personas de nuestra edad, sino la mujer entregada a las labores de casa, y el enfermo, y los niños en los días lluviosos. Pero, incluso en ios días indiferenciados, en cualquier momento

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de cualquiera de esos días, siempre algo se mueve en la casa, siempre esa caja mágica, en tantos casos sustituta de la vida tonta, nos ofrece un juego, una canción, una noticia candente, el terror, el amor, la risa de una película. Pero si a esos hombres, y también mujeres, de las oficinas y los despachos y las mesas de consejo de administración y los solemnes y atemorizantes edificios estatales debemos agradecerles todo eso, y quizás más beneficios que ahora olvido, también podemos esperar de ellos que, por ceder a intereses demasiado materiales, no prescindan del respeto a los demás y, principalmente, del respeto a ellos mismos. Sabido es que más que a nosotros, gente del espectáculo, teatro, cine, radio o televisión, corresponde a los poderes públicos, por medio de las escuelas, institutos, universidades, elevar la cultura de los ciudadanos y depurar su gusto; mas las cadenas de televisión, dueñas hoy de imágenes y palabras, por propia estimación de sus rectores, pueden contribuir a estos propósitos sin que ello signifique dejar de atender a la diversión del público mayoritario, pero sin caer, como muy bien ha dicho en Los Angeles José Luis Garci, refiriéndose al cine, en «sustituir las palabras por los números». Es legítimo en un alto o bajo empleado el deseo de aumentar el índice de audiencia, de competir con las demás empresas, pero tal deseo no justifica el envilecimiento. Todos ellos, esos financieros, escritores, ejecutivos, directores de contenido, asesores, coordinadores son hoy los due-

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ños de lo que aquí mismo llamó el poeta García Nieto «el supremo don de la palabra», «torre de luz, almena abanderada». Y son los dueños de la palabra que en nuestro tiempo, por primera vez, nos llega sin que tengamos que ir a buscarla, porque está en casa, como las imágenes en color y movimiento, desde el alba hasta el alba. Inverosimilitud, utopía hace sólo un siglo. Son los dueños de la palabra unas veces simplemente oída pero muchísimas escuchada. Y por ello son los responsables de que ai llamado «gran púbhco», al hombre común, al hombre cualquiera, le llegue la miel de la palabra, su alimento, o su vaciedad. «Puedo decir qué cosas son las cosas / que amo y que me aman...» He vuelto a García Nieto en su Nuevo elogio de la lengua española, para recordar con palabras mejores que las mías que los rectores de la televisión — g r a n modificadora de la convivencia en nuestro siglo— pueden decir qué cosas son las cosas que aman y les aman, porque en la televisión, aunque su gran mecenas sea la publicidad, hay tiempo para todo. Considero yo la televisión como un ágora inmensa en la que están todos los ciudadanos. Muchos con derecho a usar la palabra y muchísimos más con la facultad de escucharla. Y aun a estos mismos se les concede en múltiples ocasiones permiso para utilizarla y se divulga en millones de hogares y locales públicos. Hay dos maneras —quizás más, pero yo no las conozc o — de que el hombre, los hombres, se defiendan de aquellos de entre ellos mismos que se afanan, en defensa de sus

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propios intereses, en privar a los demás del que debe ser su bien más preciado, el único que les permite identificarse con ellos mismos: la libertad. Dos maneras hay, digo, de defenderla. Podría referirme a la libertad como concepto histórico, poético, trascendente, la libertad de los pueblos, la libertad de las naciones, la libertad de ia patria enfrentada con la de otra patria, pero, sobre todo, en primer lugar, destacadísimo y alejado de esas sublimes zarandajas, quiero referirme ahora a la libertad de uno mismo, la libertad del individuo, mi libertad, tu libertad, ia libertad de cada uno de ustedes, la libertad visible, palpable, comestible, disfrutable. Una de esas dos maneras de defender la libertad es la violencia, el heroísmo físico, ia agresividad corporal, el recurso a las armas — d e fabricación casera o adquiridas a crédito a una multinacional—, y la otra, la palabra. Creo hallarme hoy — y es una de las satisfacciones mayores de mi vida y quizás la culminación de mis trabaj o s — entre personas antes dispuestas a defender su libertad, o su parcela de libertad o, más modestamente, sus libertades y, con modestia aún más acentuada, algunas de sus libertades, no con la violencia y la sangre —suya y a j e n a — sino con el pensamiento y la palabra. Esa es la razón de que al sobrevolar la aventura de la palabra en el siglo XX haya dedicado un tiempo que puede parecer desmesurado a recordar que por medio de la televisión la palabra, la palabra escrita para ser pronunciada, y la palabra espontánea, y la del profesional y la del hom-

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bre cualquiera, y la del literato y la del profesor y la del político y la del acusado, la del juez, el defensor, el fiscal, la de Su Majestad, la de la puta callejera, la del niño, la de Su Ilustrísima, la del párroco pueblerino, la del ladronzuelo, el navajero y el presidente del consejo de administración del grupo de empresas del holding

ác\ lobby

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consorcio de multinacionales están a cualquier hora en casa, en mi casa, en la casa de ustedes, en la Casa Blanca, en el Pentágono y en tas chabolas de! barrio de las Latas, porque algunos días no hay curro ni manduca, pero televisión no falta. Ya he comentado que en nuestro siglo algo trascendental ha ocurrido para los sacerdotes de Talía, los comédicos, histriones, etcétera, etcétera, y es que nuestro arte ha dejado de ser efímero y todo lo que hemos hecho y lo que hagan nuestros sucesores de ahora en adelante puede ser juzgado por la gente futura. Un terror más que añadir al conocido «miedo escénico». Porque, aunque cuando eso suceda nosotros no lo veremos, en el artista, por modesto que sea, suele existir el temor al ftituro. El temor al juicio de los que vendrán después. Estaban libres de él los cómicos hasta que Marey, Edison y los Lumière inventaron el cine. Los demás ya no lo estamos. Y el otro suceso digno de consideración, éste no sólo para los sacerdotes de Talía sino para el resto de la Humanidad, es la televisión. La intromisión del espectáculo en los hogares. Que el hogar, en vez de ser un coto cerrado, se haya convertido en un lugar por el que deambulan actores, actri-

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ees, políticos, periodistas, augures, maniquíes, incluso gente de la calle, y gente de lejanísimas tierras con la que puede encontrarse el abuelo cuando le han dejado solo en la sala de estar. Y ya no me queda sino pedir perdón porque el discurso de ingreso de este cómico en la Real Academia Española no haya sido muy académico. Ustedes perdonen.

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CONTESTACIÓN DEL EXCMO. SR.

DON FRANCISCO NIEVA

SR. D I R E C T O R , SRES. ACADÉMICOS, SRAS. Y SRES.:



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esta que deseo leve y festiva respuesta a su enjundioso discurso de ingreso, se impone saludar en Fernando Fernán-Gómez a un

auténtico acontecimiento para la Real Academia, que hoy acoge en su seno al primero y, por lo pronto, único primer actor de su historia, por indudables méritos literarios que avalan su inclusión en la Casa, que va a ser la suya. Ganamos con él una gran parte de la praxis efectiva del teatro, que ha sido esencial para la evolución de la lengua, el gran amplificador, el gran transmisor. V i e n e a ser F e r n á n - G ó m e z figura un tanto insólita dentro de nuestro mundo del espectáculo, pues su singularidad le ha puesto a salvo de la curiosa y graciosa manía de formar parejas rivales como Calvo-Vico, Gayarre-Massini, Lagartijo-Frascuelo, etc., etc. Fernán-Gómez, como caso único, no tiene par, no tiene rival, aunque sí los tiene en el pasado, eso no lo podemos olvidar. Actores que hayan escrito teatro lo han sido Shakespeare y Molière, si no queremos ir más lejos. Y entre los fundadores del teatro español Torres Naharro es actor, empresario aventurero y adelantado en el descubrimiento de un lenguaje

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escénico en ei nnás puro romance castellano. Un lenguaje que é! manejó con el mismo amor y cautela en transcribir la realidad para darla viva, haciendo correr ese manantial de expresividad y entendimiento general, sin accidentes, de la raíz del lenguaje materno y popular al auditorio consumidor. Lo que tan magistral y brillantemente ha expuesto Fernán-Gómez con su impresionante voz de actor, que esta bóveda académica enfatiza tan ricamente como lo puede hacer un coliseo. Pero hasta ahora es la primera vez que la Real Academia admite con supremo respeto a un hombre de teatro, en ei que se aunan intérprete y autor, aunque en otros tiempos no faltaron actores que mereciesen tal honor, auténticos sabios de la improvisación con el idioma, pues muy a menudo se olvida que el actor de grandes méritos no solamente actúa, sino que sabe ceñir a su personalidad el propio idioma con el que se expresa. D e forma muy sutil, ciertamente. Ei intérprete de gran capacidad encarna un papel fagocitándolo, haciéndolo suyo, imponiéndole un ritmo y una veracidad orgánica no prevista por el autor. Una chistosa muestra de esto que digo la tenemos en uno de aquellos grandes actores de finales del siglo XIX, que al haber de decir:

Soy don Fadrique de Herreros, capitán de granaderos del regimiento del Rey,

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considera, en primer lugar, que su figura más bien corta y rechoncha, no representa para nada la de un marcial y corpulento granadero. No es cuestión de amor propio, sino de ser veraz ante el público o dorarle la pildora de la veracidad. Pues, por mucho que se encampane, no hará creer al respetable lo que más bien le haría reír. No tiene otro remedio que improvisar una palabra que no dañe al concepto, ni al ritmo del verso. Así pues, improvisa sobre la marcha un cuerpo militar totalmente inventado con extrema verosimilitud y dice:

Soy don Fadrique de Herreros, capitán de fusileros

del regimiento del Rey. Un supuesto fusilero

es término suficientemente vago

para que el tipo real del actor se desdibuje en cierto modo para dejar paso a un crecimiento conceptual que lo realza como tipo, al decir la frase que le sucede: «del regimiento del Rey». El rey se hace seguir y defender por un regimiento de airosos guerreros simplemente armados de fusiles. Un gran honor. Porque de lo que se trata es de dar vida a los conceptos, como espontáneamente improvisados al instante y como trasunto de una verdad. El actor de talento lima y pule el idioma, lo pone a prueba y lo concreta orgánicamente. Y en esto reside el acierto en el discurso del nuevo académico, su alto valor documental. En eso reside sin duda el interés

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decantador de la Academia en su personalidad de intérprete y autor. Aquello que se habla y cómo y en qué variopintas circunstancias de la realidad se habla y consagra una veracidad. La perfección viene del uso. Así, por primera vez, la Academia admite en su seno a un auténtico práctico y profesional

át la lengua, a quien se puede considerar su pri-

mer vocero: a un actor. Claro está: un actor que escribe y, por cierto, muy bien. Pero ha probado la suprema decantación de un diálogo — h a b l a d o — para el cine. Y esto es algo que me importa mucho destacar. La naturaleza del cine sonoro obliga desde su implantación —siempre que es b u e n o — a esencializar en el diálogo todo aquello que no podemos entender por vía de la imagen, que es mucho. No es en modo alguno accesorio sino perfectamente complementario, pero comparte, digamos que aproximadamente, un veinticinco por ciento, como mucho, del espacio total de la obra, dependiente de la imagen y del propio sonido ambiental. N o es necesario decir que «suena un viento huracanado en el que cabalgan los demonios del remordimiento», porque la cámara y el sonido lo concretan con la suficiente amphtud intencional. El diálogo de cine informa de lo más imprescindible, de aquello sin lo cual la cinta no se entendería en su plenitud. Quien inventa cine en su totalidad —quien hace cine de autor, como ha sido el caso de F e r n á n - G ó m e z — puede justificar cada palabra de las que emplea en un diálogo, la absoluta precisión artística que reclama ese menester, para el que no existen reglas más seguras que el mero

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acierto personal. Lo difícil se convierte en exigencia central, al desterrar terminantemente del diálogo cinematográfico la imagen descriptiva, la retórica de la comparación o la propia definición de un carácter, con recursos que la vista y el sonido — e l sonido p u r o — pueden definir sensorialmente bastante mejor: pintura en movimiento y hasta comentario musical al canto. Una obra de arte cinematográfico requiere una absoluta complementariedad y una armonía consecuente entre todo aquello que se ve, se oye o «se escucha». En un menester semejante, el escritor encuentra barreras insalvables contra toda locuacidad gratuitamente literaria. Y, sin embargo, es literatura, pero literatura cinematográfica, una dificultosa especiahdad en donde la lengua sigue creando o recreando, bajo parámetros que esencializan al máximo su mensaje. Esta es, pues, una de las pruebas en las que mejor se decanta en el empleo de la palabra un hombre de cine, que a la vez es un escritor de méritos formales indudables. También existe un fundido dei diálogo, una imprecisión, una transparencia, un plano medio y un primer plano esencial para el propio lenguaje. Ahí también puede manifestarse el poeta. No se puede negar que Fernán-Gómez ha demostrado en esto un dominio ejemplar. Hay películas suyas plenas de palabra hasta el límite en que hubieran dejado de ser cine. Un paso más, y no lo hubieran sido. El relieve conceptual, eufónico y sonoro en los diálogos cinematográficos de Fernán-Gómez ha sido de todo punto esencial en la estima de su buena filmografia, sin que pudiera decirse jamás

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que fuesen películas contadas más por la palabra que por la imagen. Ricas de palabra, sí, pero contenidas en su esencial funcionalidad de soporte. Finamente enmascarado muchas veces de arte popular, siempre ha sido el suyo una muestra de buen cine intelectual en concepto y en la totalidad de su ejecución. Siempre el gran arte, por el buen instinto de su creador, adopta formas esenciales, de una modesta y general admisión como vehículo fundamental para su entendimiento. La complejidad sobreviene después y se comprueba en la totalidad del trabajo. Las películas salidas por completo del estro de FernánGómez — s u cine de a u t o r — no han sentado jamás ningún tipo de manierismo. La naturalidad ha sido su primordial objetivo en la manera de contar. Una gran prueba de equilibrio, de fundamental clasicismo en sus propósitos narrativos, lo cual hará que sus películas duren o permanezcan más tiempo vivas en la sensibilidad de futuros espectadores. Siempre encontraremos en ellas un limpio producto narrativo, a la vez contenido y cordial, sin forzar jamás nuestra atención hacia detalles adyacentes, innecesariamente elocuentes de «cinematografismo gratuito». Diríamos que son incluso películas moratinianas. Y no es del todo injustificado decirlo así. N o desmesuremos las cosas, sólo es un símil que nos puede aclarar algo más sobre la compleja personalidad de Fernán-Gómez, en el marco de la cinematografía española de su tiempo, aquel en el que realizó sus mejores películas.

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Aquel específico ambiente cinematográfico que se debatía entre un exceso de posibilidades expresivas, todas —hasta en el cine c ó m i c o — embebidas de un énfasis particular de lo cinematográfico formal, que puede hacer muy malas películas, totalmente desprendidas de una realidad, que tiene casi que idealizar a la fuerza, porque no puede ni sabe pasar por otro punto. El cine de Fernán-Gómez irrumpe con moratiniana llaneza y refinamiento natural en aquella cinematografía que sólo era posible practicar en aquel m o m e n t o difícil para la más libre expresión de las ideas. Documental comicidad de los ambientes, con un sutil distanciamiento, que no se convierte en altanero dominio de los recursos dramáticos, pero sí está cargado de estupenda crítica social, cuya traducción literal podía ser hasta demagógica. Sin embargo, nunca lo pareció. Toreó la censura, como después toreó la autocensura ideológica y arribista, en la implantación de su personalidad como autor. Moratiniano y libre, riguroso transmisor de sus emociones, el tipo de creador que Fernán-Gómez encarna tiene bastante de ejemplar, como primer representante de la praxis del espectáculo en la Real Academia Española. N o sólo ejemplar en este aspecto, que bastaría para acreditar a un cumplido hombre de cine, sino que el teatro como matriz, la teatralidad fundamental de la vida y del propio testimonio documental, nutre la obra literaria de F e r n á n - G ó m e z . La cual nace de la pura experiencia teatral de la familia y forma parte del recuerdo vital del autor, de su génesis como hombre de letras, testigo de sí

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mismo y de su situación en el mundo. Su novela El

viaje

a ninguna parte, su tema, su guión radiofónico y cinematográfico son el trasunto más fiel que nos ha podido legar un contemporáneo de la vida teatral de hace unos años, de la odisea personal del c ó m i c o modesto, trufada de comicidad y patetismo, de una contenida efusividad. Historia cordial y testimonio conmovedor. El teatro — y en el teatro, la p a l a b r a — es todo el fundamento de esta personalidad. El teatro subyace como experiencia infijsa en cuanto ha hecho y dejado de hacer Fernán-Gómez, hijo de actores, cuyo género de vida específico, vivacísimo y coloreado, azaroso y tenso, se distinguía bastante del de las personas normales aun hace sesenta o setenta años. El aprendizaje de Fernán-Gómez ya es bien raro que lo pudiera aprovechar hoy en día cualquier estudiante de arte dramático, porque tal clima ya no se da y ha pasado a ser historia en la evolución del teatro. El viejo sistema teatral, antes de la hegemonía espectacular del cine, fue una Universidad literaria de primer orden. Porque Fernán-Gómez aprendió a considerar con la mayor aplicación una diversidad de géneros, a causa del extremo dinamismo, eclecticismo y versatilidad de las compañías privadas de su época de niño. Lo aprende entre bastidores y ha probado la vieja aventura y el melancóhco desenlace de unas vidas profesionalmente duras. Aquellas en las que el teatro profesional se puede convertir asimismo en vieja maquinaria achacosa, terriblemente rutinaria, que se resuelve en pura y constante improvisación, paradójica-

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mente tradicional. Teatro cansino y crepuscular, arrastrando su material convencionalísimo y archigastado. Cuando el teatro es sólo un montón de baúles y cestones de mimbre, doblados telones, vestuario privado y poco más. Pero de una función a otra hay que cambiar de clave y «hacerlo todo», al menos todo lo que materialmente se podía hacer: el drama neorromántico a lo Echegaray o a lo Selles, la comedia de levita o chaqué, el vodevil a la francesa, el teatro pudibundo y el de perfiles cínicos y críticos, así como algún Tenorio traído por los pelos y por pura necesidad. Para todo aquello había disposición y era necesario incorporar al marido declamatorio y vengador, al ladrón de guante blanco, al hombre de blusa, al cura rural, al figurón, al poeta sentimental. Y para todo había unos principios básicos que dictaba la experiencia de tai diversidad, cientos de máscaras y tonos de voz determinantes para componer con generosa adopción a un personaje de género, sin desentonar y probando sus capacidades de actor o de actriz. Éste sí que podía llamarse, para el propio actor, permanente teatro experimental, pues el cómico de vocación se veía en la necesidad de experimentar constantemente sobre sí mismo, asumir con tremendo riesgo personal la incógnita de la incorporación azarosa a un personaje y a un papel del todo extraños a su regular capacidad para hacer verosímiles e identificatorias sus actuaciones ante el púbhco. Conquistar un éxito seguro al incorporar una serie de personajes emparentados entre sí —personajes seriados— significaba la conquista de una especialidad refrendada por el gusto del públi-

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co, que aspiraba a la estabilidad de un actor de género mayor, equivalente al estrellato de hoy. Pero no todos los actores podían ser estrellas fijas. Ei gran aprendizaje venía sin la menor duda de aquellos que jamás lo lograron ser, sino que se adaptaron a todo o tuvieron la secreta genialidad de adaptarlo todo a sí mismos. En cualquier caso, ese viejo oficio de actor es el que nutrió vigorosamente al nuevo Académico, que hoy hace su presentación. Su representación

más bien, acaso la más entrañable-

mente teatral de su vida. Académicos e ilustres o incógnitos asistentes al acto, somos esta tarde platea, somos público y actores de una teatralidad difusa, una teatralidad vital y ambiental. Todos estamos vestidos de teatro, de forma que no es siempre la habitual, y somos al mismo tiempo actores y público. La natural enfatización de un acontecimiento no puede ser otra cosa que teatral, como lo es cualquier ceremonia social, religiosa, política o cultural. Todos somos esta tarde teatro, incluso buen teatro añejo, que a los más viejos les podría recordar —aunque sólo fiiera por referencias muy directas— el buen teatro de sociedad que hace cien años se representaba en el Teatro de la Princesa — h o y María Guer r e r o — con letra de Enrique Gaspar, Benavente o Linares Ri vas. No nos avergoncemos de ser «tan antiguos», ya dentro de la nueva centuria, porque ésta será de signo posmoderno y debiera levantarnos de encima el absurdo complejo que se creó el siglo XX, de no ser nunca suficientemente modernos.

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Así ha sido hasta el fin de su ciclo temporal, y ha llegado a morir como un joven lleno de ominosas arrugas, que se negaba a envejecer. Tengamos en cuenta que todo el teatro es través cimiento, que es tiempo artificial y artísticamente detenido, que el teatro y el arte son eternidad. Vivamos esta representación con orgullo y con plena seguridad de que vamos a ser actores que daremos y recibiremos la enhorabuena y luego iremos a cenar en familia, o por separado, o en parejas con la más aplomada naturalidad, y trataremos de acostarnos tan perfectamente relajados que hasta podríamos merecer un primer plano magistral de nuestra fatiga del día. Nuestro sueño lo velará un dios de teatro, de un teatro muy universal y bastante calderoniano. Esta «conquista del futuro» también la hace la tradición, y la tradición no está muerta, sino que forma parte sustancial de la vida teatral de todos nosotros. Y todos nosotros somos hoy teatro y público, agonistas, protagonistas y antagonistas. Y todo eso lo somos para recibir a un grande y entrañable actor español en la Real Academia Española. De nuestra lengua, que tan dilatada vida y extensión ha alcanzado en el mundo actual. Desde aquí, ya ha debido cundir la noticia por las Academias hermanas de América, las de esos países a los que viajaban con gran esperanza e ilusión las compañías de profesionales españoles, que repetían con bastidores, en privado y en pequeño, la incierta gesta del conquistador y no pocas veces su tremenda odisea. Pero fue de todos modos maravilloso que se diera aquella ilusión, aquella promesa de

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éxito, abundancia y felicidad que las lejanas tierras de América le ofrecieron siempre al actor español. Al actor de profunda experiencia profesional y literaria que es Fernando Fernán-Gómez, mi entrañable y admirado colega en la profesión y, a la vez, colosal intérprete. Expresaré mi júbilo con una frase surgida a finales del siglo X I X — d e alguna representación memorable o entre bastidores seguramente, no lo he logrado determinar— que se hizo chistosamente proverbial durante mucho tiempo y que fue una de esas frases-chiste que el idioma es capaz de acuñar. En lugar de decir «no salgo de mi asombro», un diablo de enfatización atolondrada hizo exclamar a un chistoso con perfil de garabato quevedesco o valleinclanesco; «No salgo de mi apoteosis». Un gracioso retruécano con el que saludar a este maestro de la escena. «No salgamos de nuestra apoteosis» y vayamos alegremente a cenar. La hermosa cena nocturna en la que se recupera el actor, agradeciendo a la providencia que haya podido superar una función más.

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SE ACABÚ D E I M P R I M I R E N V A L E R O I M P R E S O R E S , S.L. EL 2 6 D E E N E R O D E 2 0 0 0 , DfA D E LOS S A N T O S TIMOTEO Y TITO

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