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Dios lo manda y el diablo lo susurra Cuentos y diarios a orillas del Caguán Pablo Iván Galvis Díaz, f.s.c. CONTENIDO

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Dios lo manda y el diablo lo susurra Cuentos y diarios a orillas del Caguán

Pablo Iván Galvis Díaz, f.s.c.

CONTENIDO

Prólogo Introdución PRIMERA PARTE Cuentos “El mundo existe para concluir en un libro” Mallarmé

El sepulturero Un cuento real Elogio a la cordura El novenario Damián Elena la niña gris Cuento de navidad Vuelo a dos voces La esquina, fantasmagorías del amor Dios lo manda y el diablo lo susurra El campanario Vuelo a tres voces La Ojona Amistad El pozo Presagios Felicidad

El ángel Treinta y tres segundos Espejismos Entre el cielo y la tierra Un hombre llamado Marco Monólogo electoral. El cuadro La Montaña SEGUNDA PARTE Diarios de campo

“No hay viaje sin relato” Monteleone

Encuentro en la montaña La fiesta del maestro De la oscura guerra a la luz de la palabra Péguese la rodadida, a san pedriar Centauros indomables Vereda Guaudas Baja Borrasca de muertos y algo más Pesca en riecito Caño Yarumales, en busca del último tinigua La Cristalina del Losada Los pozos Remolino del Caguán Tres Esquinas del Caguán Ciudad Yarí Visita a una casa de ensueño Vigías del patrimonio Festival del Retorno en Guayabal Anexo: Carta a mi biblioteca

Mapa de San Vicente del Caguán, Rural. Ubicación geográfica de los diarios de campo, Pablo Galvis. 2013 -2015

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Prólogo

Se reúnen aquí una serie de textos de géneros diversos pero cuyo sustrato común es la experiencia vivida, y vivida de un modo intenso. Mirados en conjunto puede uno ver que el autor logra conjugar en ellos sus varias vocaciones: la literatura, la etnografía, la pedagogía. La transición entre los relatos de ficción y las narraciones etnográficas es muy fluida, sutil; podría decirse incluso que el trasfondo es el mismo. El autor acude a la ficción para darse mayor libertad en la exploración de las motivaciones de los personajes, en el esbozo de su pensar íntimo, en la búsqueda del sentido de sus acciones, y en la segunda parte, de manera más contenida, describe personajes y situaciones en su transcurso real, procurando ser fiel en la percepción del detalle, atenido al registro de su diario de campo, sacando el máximo provecho de sus dotes de observador, de su condición de forastero invitado que cumple una misión en un territorio que no era el suyo pero con el cual se va compenetrando. Hay un cambio de tono de

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una a otra parte del libro, claro está, pero, reitero, el sustrato, la vivencia, es la misma. Perseverante y perspicaz, en este segundo libro de su autoría, el trayecto que abarca es mayor, la línea del tiempo zigzaguea, avanza y retrocede, demostrando que una preocupación central, sentida como un deber, es la memoria colectiva, a tono con lo que está en boga, con el imperativo institucional en esta clase de regiones en las que el conflicto armado ha sido intermitente. De un modo espontáneo, por su propia iniciativa PABLO GALVIS se suma a esa labor. Los relatos de corte literario, también aquellos que hacen un uso de la metáfora del viaje, que denotan un recorrido y un desarrollo lineal de la acción, tienen detrás una urdimbre de recuerdos, de imágenes pasadas, y un sentido trascendente, metafísico diríamos, como que sin proponérselo el autor el cementerio es un escenario recurrente, revela mucho más de sí, de su propia mentalidad y de su condición subjetiva, de lo que seguramente pudiera creer él mismo. En la literatura que se ha estado produciendo sobre la gran región amazónica dicha mezcla entre ficción y descripción es una constante. Desde los cronistas que describían lo desconocido a la vez que recogían mitos y leyendas, pasando por individuos tan pragmáticos como los exploradores que en busca de quina o de caucho, ostentando su interés extractivo y mercantil, al tiempo daban crédito e iban registrando la mentalidad circundante, los prejuicios más arraigados con los que era vista la región por parte de quienes se disponían a ocuparla y explotarla (Rafael Reyes recorre por primera vez el curso del río Putumayo, y levanta su cartografía, a la vez que considera , sin base alguna, que todas las tribus indígenas cuyas huellas va encontrando son antropófagas) y, en fin hasta en los antropólogos y sociólogos con vena literaria de la actualidad encontramos ese rasgo. He ahí por qué han hecho de las historias de vida un método preferencial. En cuanto a la literatura-literatura un ejemplo cabal bien entrado el siglo pasado lo tenemos en José Eustasio Rivera

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Prólogo

y cómo su obra emblemática, La vorágine algo olvidada hoy, pero que en la región está muy presente llegando a ser elemento de identidad, contribuyó mucho más que las lecciones de geografía y los textos escolares de la época, a dar a conocer al resto del país la Amazonia, sus gentes, sus problemas, ya que la trama que urde, y las descripciones de las que se vale para darle verosimilitud, están nutridas de su experiencia personal, de lo vivido, de sus percepciones más íntimas. Fue por Rivera, y por las desventuras de Arturo Cova que las colombianos de varias generaciones conocimos el infierno de las caucherías, la suerte de aborígenes y colonos esclavizados y explotados de modo inmisericorde por la Casa Arana. Una consideración especial merece dirigirse a sus descripciones el entorno, su relieve, sus ríos, su fauna y su vegetación. Como muchos de nosotros cuando la atisbamos por primera vez, al ser originario de la región andina queda deslumbrado por su exuberancia, por su diversidad. Tanto en los relatos, como en la narrativa etnografía, la singularidad del medio natural del piedemonte amazónico, así como de la selva quedan bien registradas y descritas. Y poco a poco quien lea podrá percatarse del modo en que el autor se ha familiarizado con ella, y del modo en que los personajes de los que habla (la mayoría de ellos colonos que provienen de las regiones adyacentes) se han adaptando al medio, se lo han ido apropiando. Al mismo tiempo, los problemas: sin que ese sea el propósito del presente libro, quienes pudimos conocer una de las regiones que describe, el medio y bajo Caguán, y su epicentro Remolino del Caguán, cuando apenas se iniciaba el proceso de colonización y el poblado mismo se hallaba recién fundado; constatamos el acelerado deterioro, el ritmo de la devastación de lo que era selva, y sus consecuencias. Varios testimonios que se aportan aquí nos dan cuenta de lo impredecible del curso del río Caguán y sus afluentes, del estiaje, dificultades para seguir su curso en el verano, para navegar, y la inundación y sus estragos en las riberas durante el invierno. Para los colonos más viejos ya se

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ha ido desvaneciendo el espejismo de una fertilidad inagotable, y han comprobado con sus propios ojos, la fragilidad del medio, lo insustituible de los recursos que se han perdido con la vegetación autóctona, de sus varios estratos así como de las especies que la habitaban. No hay mucho campo para el optimismo al respecto vistas las circunstancias. Durante el cuarto de hora feliz de la política de paz de la administración Betancur, los años 1984 y 1985, tuve la oportunidad junto con Leonidas Mora (q.e.p.d.) y Jaime Eduardo Jaramillo, de hacer un recorrido extenso del curso del Medio y Bajo Caguán, indagar el ritmo de poblamiento de esa región hacía poco despoblada, establecer los móviles de esa colonización, así como entrevistar a la dirigencia guerrillera, los comandantes de los Frentes XIV y XIV de las Farc; todas nuestras observaciones y nuestros análisis quedaron condensados en un libro que publicó la Universidad Nacional en 1987. Uno de los comandantes que conocimos y con el que nos entrevistamos, Iván Márquez, es hoy negociador en La Habana. Varios de los recorridos, y de las entrevistas, los hicimos con el Director regional del INDERENA, que por entonces era la entidad a cargo de la protección de los recursos naturales pues una de las reivindicaciones de los voceros de los colonos era el levantamiento de la Reserva Forestal que existía legalmente para toda la región. A mí en particular me impresionó el conservadurismo de los argumentos de los comandantes y comisarios de las Farc en cuanto al uso de los recursos naturales, el argumento, reiterado, se resumía en la expresión coloquial “Así se ha hecho el país, ¿dónde están los caimanes del Magdalena?” etc., y puesto que así se había hecho, tenía sentido seguirlo haciendo del mismo modo. En los más veteranos, en los más aquerenciados de los colonos que se han fundado en esta región ha ido surgiendo una conciencia, muy embrionaria todavía, sobre la fragilidad de los suelos, y del entorno en general. Esperemos que se desarrolle con consecuencias prácticas, que sirva al cabo para revertir el ritmo de la devastación.

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Prólogo

Queda en firme eso sí, el valor de los testimonios compilados, su reconstrucción y la elaboración del contexto por parte del autor; y la sutileza con la que trata a lo largo de esta obra todos los aspectos de la vida regional, incluyendo los más controversiales.

Fernando Cubides Sociólogo Profesor Titular Jubilado Universidad Nacional de Colombia Abril de 2016

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Introducción

“El contador de historias es aquel cuyo don consiste en dejar que la suave llama de su narración consuma por completo el pabilo de su vida” Walter Benjamin

Este libro no es solo una recopilación de cuentos y narraciones producto de una mente que, en sus ratos de ocio y lucidez, construye textos para mitigar los avatares de una vida solitaria. Por el contrario, es la consecuencia de una extrema configuración del sujeto con la historia regional, con la vida diaria de sus habitantes y con la búsqueda de algunas coherencias en la intimidad de su ser. Es la mirada de un etnógrafo que intenta, a partir de una relación profunda con el entorno, develar aquellos imponderables de la vida cotidiana y entrelazarlos con lo mágico y absurdo de la realidad descubierta en la periferia de la selva amazónica. Vale aclarar que la vida a orillas del río Caguán se desarrolla en torno a una pluralidad de eventos que consumen la existencia de tal forma que lo inverosímil es el eje orientador de un presente donde lo único eterno es narrar. Los paisajes caqueteños, inspiradores de tantos sentimientos, afectos y desenfrenos, hacen posible que un alma solitaria encuentre en el “hábito de leer una fuga desesperada a tantas jornadas

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inefables y en el arte de escribir la atmósfera propicia y la condición más favorable para muchas curaciones” (Benjamin Walter, Historias desde la soledad, 2013, pg. 17). La primera parte, los cuentos, son la expresión de un compromiso pedagógico con mis estudiantes y la lucha continua con la necesidad de abrir escenarios plurales sobre ciertas apreciaciones de lo que es la realidad. Descubrir en la estrategia de narrar historias un eje fundamental del aprendizaje, me llevó no sólo a exponer el pensamiento y la visión del mundo de algunos escritores a través de la narración de sus cuentos y leyendas, sino que me inspiró para dejar huella de mis propias maneras de captar el contexto social. Los veinticinco cuentos que integran esta parte tienen una profunda relación con lo que observé, escuché y experimenté desde el 2013 hasta el 2015, durante mi estadía en San Vicente del Caguán. Los parajes abruptos de la Amazonia colombiana se constituyeron en fuente inspiradora de múltiples y mágicas historias. El dolor, los temores y las alegrías de la ruralidad caqueteña tiñeron de giros inesperados las letras de mis narrativas. Los recuerdos de mi infancia y los avatares de la vida me llevaron a impregnar estos escritos de nostalgia, añoranza y deseo. Junto a mis estudiantes descubrí que el cuento era el género literario que mejor me permitía expresar los múltiples aprendizajes asimilados en la tierra del arazá, del copoazú y del sublime baile del Yariseño. La segunda parte, son diarios de campo con los cuales no pretendo elaborar generalizaciones sobre las realidades del Caguán. Todo lo contrario, intento registrar de manera esporádica delimitadas formas de experimentar el conflicto armado, objeto de mi estudio antropológico, en una región estigmatizada por la cercanía de su población con los hitos fundacionales de la guerrilla de las FARC y por la sombra ineludible de haber sido zona de despeje durante casi cuatro años de diálogos de paz. Los diarios de campo, como herramientas de investigación etnográfica, dan razón

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Introducción

de la importancia de “estar allí” como investigador; de la capacidad para afinar el oído y la visión frente a un objeto de estudio delimitado, pero, sobre todo, del compromiso y militancia de sus habitantes, en relación con las esperanzas y luchas de un territorio que en medio del olvido quiere ser luz en los procesos del post conflicto que tanto anhela nuestro país. Por último, quiero hacer énfasis en que los viajes que describo en la mayoría de los diarios son fruto de mi intervención en procesos pedagógicos o en el ejercicio de construcción de memoria histórica que se quiere desarrollar en la región. De igual manera, quiero expresar que es desde mi mirada como maestro y científico social desde donde plasmo cada uno de los cuentos y los diarios que se presentan. Igualmente, no es mi intención solamente recrear a lectores ávidos de aventuras, además quiero entregar a los lectores una percepción de una región maravillosa que clama a gritos atención frente a las atrocidades que pueden estar sufriendo silenciosamente. Esta obra es ante todo el testimonio de tres años fascinantes que viví en una tierra que me robó el corazón, que me involucró en su historia regional y despertó en mí el don de permitir que las historias florezcan en mis manos.

Pablo Iván Galvis Díaz, FSC

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PRIMERA PARTE

El sepulturero Cumpliendo fielmente con el ritual de los lunes, su espíritu fue impulsado por fuerzas oscuras a recorrer los pasos de sus antepasados hacia la necrópolis. Mientras subía por esa vía escarpada y trágica pensaba en los miles de problemas que tenía sin solucionar. Taciturno, ensimismado y vagabundo no se dio cuenta que entraba en la multitud plañidera que acompañaba el carro fúnebre. Su bullicioso interior se contrariaba con el silencio de un caminar errante tras un ataúd que, en hombros de cuatro personajes mal vestidos, pero de porte digno, deambulaba hacia el destino ineludible de todo ser viviente. El olor a flores en descomposición alertó al viajero, quien alzando la cabeza se vio de pronto bajo el ataúd con el peso de Johana sobre sus hombros. La escena lo trasladó quince años atrás cuando su padre - un hombre rígido, calculador, trabajador, dicharachero y mujeriego- recorrió el mismo trayecto, frío, horizontal, llevado en hombros, tieso y sin otro destino que el de ser devorado lentamente por los gusanos. Aunque lo odiaba con todas sus fuerzas, ese hombre significó todo en su vida: amor y terror, soledad y compañía, angustia y serenidad, recuerdo y olvido, paz y guerra. Sentimientos encontrados que cada

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Cuentos

día, sentado sobre su tumba, meditaba durante 35 minutos de visita al cementerio. Su reflexión diaria sólo era interrumpida por el viejo sepulturero. Un hombre de baja estatura que aparentaba mil años marcados en su rostro. Lento, sereno, con las canas cubiertas por un sombrero “quince días”, botas pantaneras amarillas y, en la mano, sus inseparables compañeros de viaje: balde, escoba y pala. Los dos hombres se miran de reojo como quienes no quieren encontrarse. El viejo lo ve sobre la tumba de su padre y lo rodea con el cuidado de quien pasa al lado de un perro con rabia. El joven andariego comenta: cómo está de solitario el cementerio. No recibe respuesta. Hace una pausa y sigue: — Me parece que hay bastantes muertos. El anciano le responde: — La verdad no son tantos, la ley de la vida dice que siempre habrá más vivos que muertos en la memoria de los seres humanos. Y susurra: — Es muy difícil cargar con muertos, de allí lo sabio del refrán popular: “El uno al hoyo y el otro al baile”…El problema es saber a qué grupo pertenece uno. He trabajado en muchas cosas, pero me aburro en todas, mencionó el joven. En construcción como ayudante, tres días en el invierno pasado. En los pozos petroleros, de celador una noche de luna llena. En una peluquería, una hora nefasta recogiendo cabellos y esquivando miradas. En la quesera un fin de semana rellenando bloques de queso con polvo blanco. Una Semana Santa trabajé cargando bultos en la galería en una carreta que fue como mi propia alma. Mueve los pies sobre la tumba de su padre, se ríe del mundo de los vivos, parece querer atrapar el viento pero continúa: — Vendiendo tintos en la calle, dos mercados y medio, porque la competencia me sacó, no pude con la dama del cabello lila, vestidos de colores, transparencias y caminado elegante. Cómo la odio.

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El anciano, indiferente al diálogo, inició su paseo por todas las tumbas: las arregló, las lavó, les quitó las flores marchitas y suspiró por las parejas de azulejos coqueteando con comida, con frutos rojos en sus picos, y por los canarios recogiendo pajitas para realizar sus nidos. Se distrajo al mirar cómo esas aves de ensueño se mecen y bailan sobre las débiles ramas de los árboles que adornan las tumbas. Dijo en su interior: — Benditas aves, creando vida encima de la muerte. ¡Cómo nos hace falta seguir las enseñanzas de estos maravillosos bípedos! El entierro duró una semana. Durante siete días el joven caminó en medio de la multitud y el viejo preparó la tumba. El primer día, la misa en la catedral fue concurrida y el trancón típico en la vía angosta hasta el cementerio era insoportable. Su primer marido la quería ver. No llegaba por el paro campesino y llamó a última hora. Al anciano sepulturero le tocó desenterrarla y colocarla nuevamente en exposición al público. La gente sin sonreír se alegraba del espectáculo. A Johana la llevaron a la casa de la comadre en el barrio el Paraíso. Irónicamente el único paraíso que visitaría en muerte. Quitaron las tablas del frente de la casa para que la gente viera mejor. La comadre repartía dulces, tinto y lágrimas. Encima del ataúd puso una caja de cartón, con las palabras: ofrenda para los gastos fúnebres. Ese dinero nunca apareció. Los niños hacían rondas alrededor de la finada, empapados y a ritmo de la tormenta que caía esa mañana. Las señoras chismoseaban sobre los detalles de la muerte de la joven; que fue por celos, que fue por venganza, que fueron los de “Allá”. Los hombres murmuraban de negocios y de mujeres. Nadie rezaba. — Cómo está de solitario el cementerio, dijo el joven. Me parece que hay bastantes muertos. El anciano le respondió: — No hay tantos, hay más cadáveres río abajo rumbo al mar.

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Al siguiente día, el segundo esposo la quería ver pero no llegaba porque al trasladar la carga de caña que debía llevar en su zorra hasta el pueblo, el caballo se había desbocado y luego de dar botes sobre piedras y arena vio cómo en una curva se levantaban animal y carga. Llegó a la galería herido, adolorido y mueco. A Johana la llevaron a la galería. La gente siguió comprando alrededor del ataúd. Ponían el queso sobre la muerta; algunos, creyendo que era una nueva mesa, acercaban sillas y colocaban los naipes y las bebidas, gritaban y apostaban. El olor a carne en descomposición se confundió entre olores de yerbas, comida, verduras, frutas, granos y los típicos olores humanos. Los niños cantaban rancheras, jugaban fútbol con botellas de Pony Malta vacías. Las señoras chismoseaban sobre cómo quedó el cadáver, pues el tiro en la cabeza había transfigurado su rostro. Los señores murmuraban de negocios y de mujeres…nadie rezaba. — Cómo está de solitario el cementerio, murmuró el joven; me parece que hay bastantes muertos. El anciano le respondió: — No hay tantos, son más los caídos en esta guerra absurda. El tercer marido nunca quiso verla pero solicitó el mismo derecho de espera, temiendo los comentarios del pueblo. La llevó al bar de “Los recuerdos de ella”, para que Johana visitara su lugar favorito donde la conoció a ritmo de bachata. Recordó sus faenas hasta el amanecer entre cervezas, bailes, charlas, risas y llantos. La gente departía y bailaba en torno al ataúd; los más borrachos incluso se paraban sobre la muerta a balancear sus cuerpos. Johana era el alma de la fiesta, no pasaba desapercibida, aunque algunos la confundían y le proponían cosas al oído, pensando que era una de “las que pican duro”. En el bar, los niños vendían dulces, chicles y cigarrillos; las mujeres chismoseaban sobre cuál hubiera sido el octavo marido; los hombres murmuraban de negocios y mujeres. Nadie rezaba.

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— Cómo está de solitario el cementerio…me parece que hay bastantes muertos. El anciano le respondió: — No hay tantos, los hay más deambulando por las calles sin saberlo. El cuarto marido solicitó cremarla, así que la hizo desenterrar y llevó el pleito a la alcaldía municipal. Hubo debate público pues en el pueblo creen que la cremación es la antesala del infierno. La llevaron a la biblioteca pública. El olor hizo insoportable el lugar; aun así, la banda musical tocaba ritmos vallenatos, cumbias, merengues y salsa. Los jóvenes bailarines ensayaban su nueva “danza moderna” combinando bachata, lambada y salsa choque. Los estudiantes de teatro, creyeron que el ataúd era un nuevo utensilio y lo ubicaron en medio de la escena que preparaban. Los niños leían en el sopor de la tarde. Las mujeres chismoseaban sobre el vestido de la difunta y los hombres murmuraban de negocios y de mujeres. Nadie rezaba. — Cómo está de solitario el cementerio…me parece que hay bastantes muertos. El anciano le respondió: — No hay tantos como los que hay en las iglesias, y piensan en un más allá, muriendo al presente. El quinto marido mencionó que si la llevaron a la iglesia católica era un error; solicitó desenterrarla y hacerle culto evangélico, pues la semana anterior a su muerte la finada se había convertido a la fe. La llevaron a la iglesia pentecostal. La gente absorta en sus cánticos fue indiferente al acto. Cerrando los ojos seguían en su alabanza, en el éxtasis del culto. El pastor usó el ataúd como ambón y lanzó su prédica sobre la presencia del demonio en las vidas de los bebedores y bailarines. Abrieron el ataúd para que la gente colocara su ofrenda. Al ver a la mujer dormida, los feligreses aplaudieron la creatividad del pastor que recordaba el futuro de los impíos y se alegraban de estar en el grupo de los elegidos con cada moneda puesta dentro del cajón. Los niños dormían;

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las mujeres escuchaban al pastor y chismoseaban sobre la fe de la finada. Los hombres murmuraban de negocios y de mujeres. Nadie rezaba. — Cómo está de solitario el cementerio…me parece que hay bastantes muertos, dijo el joven. El anciano le respondió: — No hay tantos como los que hay en los conventos, confiados que por sacrificios, privaciones y vestimentas ganarán el cielo. Mueren al mundo, a los hombres y a Dios. El sexto esposo no tenía lugar dónde llevarla ni excusa para desenterrarla, entonces alegó que la conoció en una riña de gallos mientras ella hacía un sonido raro con sus labios: muach, muach, muach, y se destacaba entre la multitud gritando: pico, pico, pico, pico, pico, piiiiiiico. Bebía cerveza con la travesti amiga suya y apostaba hasta el último centavo de su sueldo como quien no espera nada del futuro. Lo enamoró esa fuerza con la que decía: ¡Cincuenta al colorado!, ¡Cien al cenizo, quién apuesta conmigo! La llevó a la gallera la “Canaguay”. La pusieron a la entrada del ruedo. La gente fue indiferente. Pusieron la taquilla sobre el ataúd y lo trasteaban como mueble viejo. Terminó como silla dentro de la gallera, entre gritos, apuestas y peleas. Los niños trabajaban llevando trago; las mujeres no entraron a ese lugar infernal pero chismosearon desde afuera sobre el futuro de los siete hijos de Johana. Los hombres apostaban, tomaban y susurraban de negocios y de mujeres. Nadie rezaba. — Cómo está de solitario el cementerio…me parece que hay bastantes muertos, dijo el joven. El anciano le respondió: — No hay tantos como los enterrados en el campo. El último esposo se enojó porque los gastos estaban corriendo por cuenta suya. La robó de la gallera mientras todos los borrachos apostaban en el ruedo. Contrató una carreta; solitario depositó a su amada y la llevó a orillas del río. Cavó un hoyo no tan profundo. La enterró con la débil esperanza de que en la siguiente creciente, el río levantara la tierra y

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flotara el ataúd y así su amada río abajo se paseara libre, alegre, intrépida y fugaz. Los niños se bañaban desnudos en la orilla. Las mujeres lavando toneladas de ropa chismoseaban sobre los trancones vía al cementerio la semana anterior. Los hombres pescaban y susurraban entre ellos de negocios y de mujeres. En ese pueblo, sin Dios ni ley, nadie rezó. El lunes siguiente, el mismo hombre se acercó al sepulturero y le dijo: — Cómo está de solitario el cementerio… me parece que hay bastantes muertos. Mientras habla, no deja de mover sus pies sobre la tumba de su padre. El anciano le responde: — No hay tantos, son más los que se sientan en las tumbas a mecer sus pies, a lamentar lo que no hicieron con sus seres queridos en vida, y, lo peor de todo, siguen ausentes de la verdad creyendo que están vivos. El hombre dejó de mover los pies sobre la tumba y cruzaron sus miradas fijamente; una lágrima rodó por el rostro del joven y desapareció. Nunca más volvieron a dialogar.

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Un cuento real Una mañana de noviembre absorta de todo lo real, no aguanté el reflejo de mi rostro en el espejo y mil pedazos de vidrio acariciaron mi piel y el baño. Luego, en la sala, el paso de la imagen como sombra que permea los pasados hizo que la acción se repitiera. En la pensión rompí todos los espejos. Ya no aguanto las falaces realidades, prefiero tener la imagen estancada de un ayer ilusorio, a la constante de una degradación cada vez más profunda. Por las calles no hay vitrina, puerta o metal que no desee destrozar por el simple reflejo de mi silueta. Ya nada me detiene a romper con el pasado y me sumerjo en los ires y venires de una infancia descolorida. No recuerdo el calor de mis pies en días de lluvia, pero está grabada en mi piel y en mi mente la certeza de que siempre fuimos libres y soñadores. Nos llamábamos por sobrenombres mientras teníamos edad, vocabulario y experiencia para ponernos nuestros propios nombres. Eso sí era vida, todo un mar de creatividad, expresión, ironías y sueños. Flor de Rosa, mi hermana mayor, era tímida, sonriente y valiente, escogida como por dioses para librar las batallas más tenaces. De ojos grandes y palabra entrecortada. Nunca supo decir la verdad porque no se acercó a ella jamás. Haciendo las veces de madre, de hermana, de policía y maestra,

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siempre asumió esos papeles con la nostalgia de saberse incomprendida, no valorada, nunca obedecida. Siempre hicimos lo contrario a lo que nos mandaba, y ella, en silencio, aceptaba los golpes y regaños por no controlar la prole. La primera en todo: en nacer, en sufrir, en sentir hambre, soledad y furia. La primera en reconocer que nuestro hogar tenía fecha de caducidad; que nuestra casa era una falacia más en la sociedad y que nuestra condición era el eterno destino de miles de seres perdidos en la historia. Bella Esperanza era desgarbada, con su espalda como los paisajes caqueteños semi montañosos, con la indiferencia de quien se sabe perdida para siempre. Ella era la voz que rompía el tartamudeo de la soledad. Siempre con una excusa, siempre con una demanda, siempre con una solicitud. Ella, nuestra esperanza al regatear, hábil a la mendicidad. Se le quitó la pena de tanto bostezar, se le esfumó la vergüenza a punta de reproches. Ella, la más adelantada en las clases, en la calle y en el arte de limosnear. Dueña de un carácter que le facilitaba imponer sus maneras de pensar y, al mismo tiempo, cerrar cualquier posibilidad de compasión. Orgullosa en la miseria, arrogante a la hora de aguantar y firme en las circunstancias más adversas. Digna representante de la periferia, hija de la incertidumbre y fiel amante del rencor. Angel Jhon Hummer y Efredy de Jesús, un dúo hecho para la calle. Ellos me enseñaron la alegría del no hogar. Su vida era un todo de puertas abiertas y calle presta. Siempre los dos, como viviendo por mitades una existencia prestada. Siempre lo supimos, no llegarían a conocer cédula y con una capacidad para comprender los avatares del destino y un talento innato para la supervivencia. De ellos aprendí lo superfluo, lo inmediato, la destreza para avanzar por medio del riesgo sin volver atrás. Con ellos descubrí la justicia, que las cosas no son del dueño sino de quien las necesita y se atreve a reclamarlas. Con ellos aprendí que el mundo es para los hombres, pues está hecho a su imagen, necesidad y semejanza. Que nosotras las mujeres somos momentos efímeros

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en la misión varonil de conquistar el mundo, el pasado y el futuro. A nosotras pertenece la cocina, el presente placentero y reproductivo de la nada. Desde allí construí mi destino sin vida, sin ilusión y sin nombre. “Todo lo del pobre es robado” me lo dijo mi madre la noche en que le pregunté por mi pasado. Me conformé con saber que no tengo ni fecha, ni lugar de nacimiento. Ella no distingue entre mi vida y la de mi “melliza”, la hermana que me sigue en desgracia, que fue arrebatada por una avalancha de lodo, mugre y agua aquella noche Florenciana de tormentas, llantos, gritos y alaridos. Noche en que quedamos sin casa, sin cama, sin vecinos, sin hermana y en mi caso sin historia. De tantas vueltas entre barro y basura se confundió la historia, y mi madre no sabe quién muriendo, nació a la plenitud, y quién sobreviviendo, abrazó la desgracia. Lo bueno, me dijo al oído, es que te registré como la menor y puedes pavonearte por el mundo con dos años menos de existencia y la edad, en una mujer mísera, hace la diferencia al buscar comida, amantes y trabajo. Mi madre, Reina Augusta, con la necesidad en las costillas, como la pisca que busca desesperadamente que la pisen; como alegoría que reina la pobreza, reina el hambre, reina el desempleo, reina el frío y la sumisión a Dios. En mi memoria trato de identificar sus facciones pero se me hace imposible. Sólo el tono de su voz me es familiar pues de día nunca la vi, sólo la escuchábamos en las horas de la madrugada balbuceando órdenes a Flor de Rosa o, en horas de la noche, gimiendo como gata en celo con la visita de turno que traía a la casa. La reconocí muchas veces en el rostro de otras mujeres en la calle haciendo de la mendicidad un empleo. Siempre me esforcé por creerle los trabajos inventados de construcción, costura, ventas en almacenes, incluso de celadora nocturna en escuelas públicas; todo con la sutil intención de tejer un buen concepto de sus ausencias. Mientras tanto, la vida transcurría y se me escapaba entre los dedos. De mi infancia me persigue el olor a perro mojado. La

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sonoridad de las miles de goteras que en noches apocalípticas dejaban la cocina sin ollas para hacer la aguaepanela. El roce de la humedad que se mete por la piel y deja un olor en la existencia que renueva la miseria, y un color de piel que no deja esconder jamás la experiencia del aguante. Los olores a verdura, a tierra mojada, a cereal, me transportan a esos días de galería, de mercado, de jornadas humillantes recogiendo lo que nadie compraba; a veces digiriendo lo que ni regalado se recibe. Horas de súplica en busca de un bocado. Días de recorrer la galería compitiendo con perros callejeros por un pedazo de carne, de gordo, de hueso. Arrebatando una oportunidad para sobrevivir, soportando las miradas de los hombres, la lástima de las ancianas y el desprecio de mis contemporáneas. Fui creciendo entre desechos y así mismo fui creciendo en desdicha. Como la infancia no conoce de desdichas, las risas, las aventuras y paseos por las calles polvorientas entre cantinas, rancheras, borrachos, casetas, remontan la falacia de la dicha en la pobreza. Nuestro transporte real, un carrito de metal, fuente de una travesía de justicia por el supermercado del pueblo nos permitía sentirnos como dueños del mundo, de la calle, de la pulcritud rectilínea de la antigua pista de aterrizaje, donde ayer desfilaban los pájaros de metal cargados de la mercancía innombrable -como mi propio ser- y hoy se reflejan ranchos de madera enfilados uno tras otro como cartas de naipe prestas a derrumbarse. Desde nuestro medio de transporte gozábamos y veíamos pasar la historia, pero nuestros pies, fieles a la desnudez y al barro, se aferraban al presente como desdibujando el rumor de los vecinos que absortos nos veían pasar a mil en el carro de ilusiones. La escuela que nunca me enseñó junto al maestro que no me llamó a lista, me hicieron un ser invisible en este maremoto fantasmagórico llamado educación. Mi escuela fue la calle, el parque, mis hermanos. Ni el recreo disfrutaba pues nos escondíamos con ángel y Jesús detrás de los baños para que no los vieran amamantarnos de aquella bolsa llena de

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arroz, yuca y plátano. Teta de la cual se apegaban ellos como terneros al amanecer y yo me saciaba con las sobras. Así los tres nos volvimos invencibles. Si al menos la escuela nos hubiera entendido, nos hubiera salvado. Pero estaban tan absortos en las faldas largas, en el cabello clásico, en los zapatos embolados, en las uñas sin color, cuando en nuestra casa nos prestábamos los unos a los otros el único par de zapatos. Cuando las faldas del uniforme de mis hermanas pasaban por mi cuerpo como juego profundo, como riña de tiempos sin progreso. Si al menos la escuela nos hubiera determinado. Pero no éramos más que un dato en la estadística de deserción, una queja más en el observador, una citación al padre de familia para las acusaciones respectivas. Nos escapábamos por el potrero polvoriento llamado patio, no asistíamos por semejas enteras y al volver todo era igual: La mirada de desespero del profesor, por la vana ilusión de nuestra ausencia definitiva. La burla de los compañeros reconociendo nuestra fallida huída. Tontos, al menos nosotros lo intentábamos. Si al menos nos hubieran escuchado, pero el silencio era nuestra única defensa ante tanta indiferencia. La calle nos reconocía más, éramos alguien, teníamos historia, la propia, la real, la que nosotros a punta de maldades, lástima y necesidad escribíamos diariamente. Si hacía frío, no íbamos a la escuela porque no teníamos más abrigo que los retazos de sábanas. Si hacía calor no salíamos de la casa, por el dolor insoportable en las mejillas, rojizas de tanto sol, viento, polvo, llanto y abandono. Si hacía buen tiempo llegábamos hasta la puerta de la escuela y determinábamos como un desperdicio encerrarnos en cuatro paredes, cuando la calle, el paisaje, el recorrido por el pueblo, nos enseñaba nuestro verdadero lugar en la sociedad. Si al menos la escuela nos hubiera extrañado. En las madrugadas íbamos por turnos donde los vecinos a que nos regalaran agua para bañarnos. El ritual de siempre: El toque de puertas, los silencios, las negativas, los “vuelva mañana”, o

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simplemente la repentina oscuridad del la casa vecina, que nos retornaba al lecho y a la calle. De mis dos hermanas lo que más recuerdo son los vestidos que me dejaban como seres moribundos adelantando herencia. Trajes largos como presumiendo realeza. Éramos una familia real: Realmente pobre, mísera…realmente abandonada hasta por el mismo mandingas. Su herencia, unos hilachos sueltos, gastados de tanto deambular; remendados hasta el extremo de no saberse el color de la tela original, largos como la técnica y maestría de pedir limosna. A ellas, por la galería del pueblo se les veía siempre juntas como siamesas, con la mirada de la culpabilidad y la sonrisa de la necesidad a flor de piel. Eran seres sin memoria ni anhelos, sin años, sin celebraciones ni tristezas, sedientas de ver pasar el tiempo, ánimas en pena sin dolientes. Niñas-mujeres en un túnel sin luz al fondo, dueñas de un destino cada vez más profundo y oscuro. Sólo reconocidas por la generosidad de los hombres mayores que las perseguían en sus andanzas. Niñas- mujeres devoradas por un camino donde la tristeza vence a la ilusión y la vulgaridad de un instante a años de virtud. Y mirando desde lejos, Reina, nuestra madre, sumergida en el culto, en la idea de un dios que salva, que escucha, que anima, como falacia en medio de la tormenta, nunca fue conciente del abandono, siempre sumisa, en espera eterna, con tiempo para el culto, pero no para el cuidado de su estirpe. Sumando a los bienes de la iglesia y restado al organismo de sus hijos. Sin culpas, pues cuando la desesperación toca a la puerta, la esperanza se esfuma en un suspiro y el hambre agobia el cuerpo; en este momento sólo queda el más allá. A él se adhiere el alma como el niño a la teta de su madre. Nada sacia, nada calma, sólo la succión de aquello que no entendemos, no conocemos, pero que nos hace sentirnos seguros en medio de la vulnerabilidad total. Nos cuidaba nuestra perra, la patisuñas, que cuando aprendió a ladrar, y a exigir, se autoladró “muñeca”, - una más con nombre en la casa, y yo, en búsqueda-. Ella era fiel a nuestras

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hambres, fiel a nuestro desespero, a nuestras tristezas, pero, sobre todo, imagen viva de nuestra tragedia. Era una más entre nosotros, con las mismas costillas al aire, con la misma mirada de angustia, con la sarna empapando su cuerpo y con una estirpe anual votada a la calle, abandonada al destino de los sin casa. Igual de sucia, de callejera, compartíamos hasta las pulgas. Una hermana más en la comedia de la vida, fiel compañera mía, asumiendo el rol de la melliza desparecida en la avalancha. En las noches de invierno el hambre nos desvelaba, el silencio nos abrumaba. Sólo la caída de algún mango sobre el zinc nos despertaba y daba la esperanza de un bocado al amanecer. Contábamos los golpes de la noche y destinábamos quiénes comían y quiénes no, según orden de nacimiento. ¡Tas!, descansaba Flor de rosa, ya su desayuno estaba servido. ¡Tas! sonreía Bella esperanza. ¡Tas! Ángel Jhon Hummer se carcajeaba. ¡Tas! Efredy de Jesús, sin entender nada, guardaba silencio. ¡Tas! Muñeca ladraba, daba vueltas, movía la cola y saltaba sobre la cama. ¡Tas! mi madre nos regañaba y nos decía que dejáramos dormir. ¡Tas! … cuando sonaba el golpe número siete, yo cerraba mis ojos y celebraba el desayuno familiar. No recuerdo las muchas casas donde vivimos, los pueblos por donde pasamos, los barrios que nos vieron aparecer y desaparecer una y otra vez. Siempre era lo mismo: primero la lástima que despertábamos, la llegada a la puerta de alimentos, de ropas viejas, remendadas como por un pasado vengativo, ruin, defectuoso. Luego, la incomodidad, el desespero por los múltiples reproches de ruido, de robo, de abandono, de incredulidad de nuestra manera de vivir. Por último, la indiferencia. Nos hacíamos invisibles, tanto que nuestra partida nunca era percibida. Al menos hasta que las puertas de madera caían y la gente se abalanzaba entre las tablas en busca de algún recuerdo. Anochecíamos y no amanecíamos. Al desaparecer, a nadie le importaba, éramos seres imaginarios. Ni para un cuento servían nuestras vidas.

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La constante, sin importar el lugar, eran la casa de madera, el corral, la cerca que nunca detiene a nadie, las gallinas chirosas, la pisca sin marido, la cama donde dormíamos todos, los piojos compartidos. La cabellera siempre corta, el hambre y frío siempre largos. El techo de zinc, que en los días de tormenta sacudía nuestras mentes con un ruido ensordecedor, que aminoraba el rugir de nuestros estómagos, que al unísono componía una sinfonía de hambres. Las idas y venidas al Bienestar Familiar; los viajes individuales por las familias sustitutas, los hogares de paso y la calle nuevamente. Ya no quedaba hogar donde no hubiéramos pasado una noche; sólo el hogar propio era ajeno y desconocido. Historias de un eterno retorno. Lo último que supe de Flor y de Bella Esperanza fue que la una se marchitó y la otra quedó en lo profundo de un baúl. Ángel voló tan alto por las inmensidades del vicio que cuando cayó del golpe nunca despertó. Y Jesús, la última vez que lo vi, bajaba por el río aferrado a un tronco, con la mirada perdida. Se lo tragó el Caguán. Y nuestra Reina madre, dicen que sigue en su castillo religioso arrodillada al dios que le facilitó las cosas, que la liberó de la responsabilidad del hogar, que la alimentó con falsas expectativas, que le mitigó la culpa de la reproducción. Salgo a la calle a buscar calor y comida. Llegó la hora de escoger mi nombre, como esculpido por tantas ironías: Isabel La Princesa.

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Elogio a la cordura Levantó lentamente su vestido de plástico verde con bordes hechos de bolsas de basura y adornos de flores tejidas suavemente en cabuya. El chaleco brillante y el sombrero de un azul resbaladizo no llamaron tanto su atención como aquellos pies descalzos, gruesos, mugrientos, corchados de tantas calles recorridas y tantos inviernos batallados. Observó la llaga, la escupió y rezó: nema lam led sonarbil y noicatnet ne reac, e intentó recordar aquel rostro de mujer. Se cubrió la cabeza con su sombrero de paja, guardó sus cabellos largos y enroscados de mugre, enjalmó su burro, arregló los baldes para la lavaza y continuó su marcha hacia las marraneras, lugar de donde se decía venía la lluvia. Avanzó al paso melancólico de su burro y escuchó los susurros sobre su vida: las mujeres que embrujaba para tenerlas como amantes y luego desaparecerlas. Los pactos con el diablo. El gusto por ver morir a los perros de hambre, amarrándolos a un árbol, dejados a la mano de Dios. La costumbre de no bañarse para que los años no le pasen y la muerte nunca se acerque a su lecho. La mirada serena desde donde adivinaba el futuro. Su olor a tiempo pasado, recorrido, mal vivido. El tesoro escondido, alcanzado con los desechos de los demás, pues lo que los otros llaman basura él lo vuelve

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negocio. El saberse amado desde la oscuridad, desde lo oculto, desde el misterio, el mismo infierno. Y las noches de luna llena donde fielmente renueva el pacto con el diablo. Antes de ser sepulturero, Belarmino fue soldado. Lo llevaron a la guerra en la década de los años cuarenta. El primer día de servicio por el uso de uniformes prestados le dio un sarpullido que le cubrió todo el cuerpo. Durante un mes lo empelotaban tres veces al día y con una brocha lo llenaban de una crema rosada. Lo dejaban secar al aire libre tendido en una estera, bajo un naranjo que hacía las veces de enfermería. Ese fue el inicio de dos años de prácticas descabelladas. Recuerda las noches en vela, de volteo, por las majaderías del sargento Moreno, un señor medio loco, con ojos saltones, bigote brocha y malos modales, que en noches de luna llena les hacía ver el astro y les gritaba desde una caneca de basura en la que se subía: - reclutas, como está la luna. Todos gritaban: - ¡llena mi sargento!, y él, riendo, les respondía: llena de mierda. Y vuelta a la cancha por la derecha, marrr. Si estaba lloviendo los hacía acostarse en el piso y dar vueltas, hacer rollos por toda la plaza de armas hasta secarla completamente. A los enfermos los ponía con sábanas a correr alrededor de la plaza haciendo ruidos como de sirenas de ambulancia. A los que no podían trotar los acostaba boca arriba y les mandaba que movieran las patas, como cucarachas muertas. Y a los más delicados de salud, como era el caso de Belarmino, los dejaba de pie abriendo y cerrando los ojos, chasqueando los dientes y agarrando pispirispis. Todo un circo, una escuela de dementes. ¡Uribe es un asesino! Se roba nuestros hijos, los mata, todos los hombres mienten. Grita desconsolada por las calles frías de su pueblo. Va con su única sudadera azul celeste y su fiel perra “Muñeca”, tan inteligente que entiende hacia dónde cruzar la calle con sólo gritarle la orden: - A la derecha, a la izquierda, ¡por ahí no Muñeca! Llega al mercado, como todos los días, a comprar lo del diario. Empuja a una señora y le dice: - No me pise al jefe… pues en un descuido ha pisado

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una foto del presidente Chávez que se encuentra en un diario tirado en el piso. Y vuelve y grita: - ¡Uribe es un asesino, todos los hombres mienten! Sale del local, se arregla el cabello en cola de caballo y continúa su recorrido gritando por las calles: - ¡Todas las mujeres son unas perras! Expresa lo que la mayoría guarda. Todo lo sabe y lo que no, lo inventa. Es capaz de la más dulce caricia a su fiel Muñeca, al tiempo que lanza un grito odioso al tendero por no venderle fruta buena. Despierta con noticias a su vecindario, hace de correo, de emisora, de noticiero. Grita las verdades y denuncia a los hipócritas. Emperatriz era la lumbrera de su casa, criada entre libros, historias de revoluciones y cánticos de protesta. Dicen que aprendió a leer antes que a hablar. La educaron en su casa hasta entrada a la pubertad. La llevaron a los mejores colegios de la comarca, eso sí, nunca a colegios de curas ni monjas. La izquierda la abrazó desde pequeña. A misa iba en las navidades y eso porque su abuelo, don Canuto, con tal ternura la levantaba en la madrugada que no podía decirle que no. Y, luego, para compensarla, la llevaba a ordeñar y ella se deleitaba tomando sorbos de leche con grumos, directo de la teta de las vacas. Sonreía al ver a su fiel perro saltando detrás de los terneros, comiendo el manjar que caía de sus rabos, como dulces de leche recién preparados. A sus 17 años se vistió de blanco y recibió la comunión, sólo por el hecho de que su abuelo al borde de la muerte se lo pidió como expiación de sus pecados y como premonición de una temporada en el infierno. Desde siempre odió a sus hermanos. Le eran insoportables; nadie aparte de su abuelo existía para ella. Sus padres eran una decoración más de la casa. Siempre fue independiente, mal humorada, rabiosa y engreída. Se creyó superior a todos sus contemporáneos por el hecho haber leído a Shakespeare antes de los 10 años, a El Quijote en la adolescencia, a Homero antes de los veinte, para terminar a los setenta años leyendo a Walter Riso. A su mamá le dejó de hablar de por vida a los ocho años, por

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las sombras que la persiguen desde esa noche en que se enmudecieron ambas al encontrarse cara a cara. Sueño o realidad, no volvió a hablarle a su progenitora. A sus amigos y allegados les hacía funeral, con duelo, luto estricto, novenario y ayuno, si en algún momento le llevaban la contraria. Sólo aguantaba la compañía de su perro fiel de turno: Cuchumino, en la niñez, y Trotsky y Mao en la adolescencia. En la edad adulta pasaron Stalin, Simón, Fidel, Guadalupe y en la actualidad su fiel Muñeca. Pasaba las noches en vela escribiendo cartas con cualquier pretexto. 07.09.1942 Mi estimada Yolanda: Loca y todo pero la quiero. Le propongo que deje de vestir muertos y mejor se ponga a desvestir vivos. Como lo ha podido notar no tengo gracia alguna, pero tengo un burro. Nunca pisé una escuela y fui militar, doblemente bruto, por ello puedo ser un buen marido. Por plata no se preocupe, que no hay. Si quiere seguir bautizando, nos ponemos hoy mismo en la tarea de hacer gente. Sólo le pido que no me vaya a exigir que usted me confeccione la ropa ¿Qué enemiga le dijo que tenía usted talento para eso? Ya que pasa de los treinta, que está medio loca, que anda entre muertos y que, al igual que yo, natura no le dio gracia, creo que la única opción que tiene soy yo. Se juntó el hambre con las ganas de comer. Los nombres de nuestros hijos los repartiremos: si son niños los pone usted; si son niñas los pongo yo. Me gusta el nombre de Emperatriz, es como muy elegante y distinguido. Att. El dueño del burro Yolanda en su juventud cosía para las señoras bien de su pueblo. Era muy estimada por el don de sus manos y todos se rendían a sus pies. Luego se casó y cuando tuvo su primera hija fue abandonada por su marido. Ella nunca se recuperó de este golpe y nunca fue la misma. Anduvo por las calles durante tres días gimiendo y llorando, zarandeando a la bebé

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muerta por todo el pueblo. Gritaba el nombre de su marido y cantaba las canciones que a él le gustaban. Se encaramaba en los árboles a esperar que salieran los niños de la escuela, se les tiraba desde arriba y los perseguía con piedras. Sus vestidos eran de un sólo corte, de un solo color, sin mangas. La llamaban: Yolanda la loca, la loca de la moda. Se fue degenerando poco a poco, cortó su cabellera negra. Andaba por las calles pidiendo plata y todo lo gastaba en comprar hilos, hilos y más hilos. Telas del mismo color, rojo mate, verde aceituna y azul oscuro. Mientras cosía se le escuchaba susurrar las oraciones aprendidas de su abuela Benita. Cuando hacía tormenta, se arrodillaba y decía: - santa Bárbara bendita, que en el cielo estás inscrita con clamor y agua bendita; santa Bárbara doncella, líbrame de la centella y del aire mal… parido (y reía a carcajadas). Para la fiesta del primero de mayo acompañaba las marchas de trabajadores gritando: - san José padre solícito del mismo salvador, de la iglesia prudente protector, esposo fiel de la Virgen (ella hacía una pausa)!su madre! (y reía a carcajadas). Una mañana de sábado se fue a contemplar el río pero le impactó que su cauce esta vez no bajaba sino que subía. Ella miró atónita unos bultos flotando en las aguas turbulentas color del borojó. Se acercó a la orilla, con un palo tocó el bulto y no reconoció ese rostro verdoso y baboso. Comprendió porqué las cosas cambiaron desde ese día, porqué el río se movía en dirección contraria. Desde esa mañana, todos los días visita el puerto para ver qué pesca y cumple con la tarea locuaz de lavar muertos, quitándoles barro, hojas, lama y los estropajos que cubren sus cuerpos. Les toma las medidas, cuida de no pincharlos con alfileres, les mira el tono de piel y decide el color del traje. Casi siempre para las mujeres escoge un vestido de un sólo corte sin mangas, para que permanezcan a la moda y una cinta en el cabello que juegue con el color del vestido. Ellas van descalzas, para recordar que en las mujeres la pena es mayor. Y a los hombres los viste con

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pantalón bota campana, camisa manga corta, por economía. Alpargatas para que no se ampollen al caminar hacia la eternidad y de toque un sombrero. Los mira con la extrañeza de quien comprende cómo fueron sus últimos segundos de vida y reflexiona: Yo no quisiera que me dejaran en el río, a merced de los carroñeros. mucho menos que vean mi desnudez ni que me boten en un hueco con otros y una cruz con un NN por nombre. Toma los cuerpos, los engalana, los mete en un costal de fique y los arrastra hasta el cementerio del pueblo. Todos la miran con desdén y con temor. Nadie vuelve a su taller, pues ahora la llaman la modista de los muertos. En el cementerio escoge un mausoleo en la pared, lo limpia, introduce el cuerpo, le echa agua bendita y murmura: Concédele señor el descanso eterno, brille para ella la luz perpetua - y los bautiza Siempre usa nombres que sean modernos: Alberto, Marina, Norberto, Sefora, Ernesto, Eudoro, Mélida. A los niños que bajan por el río siempre los viste igual: de blanco. Y los llama del mismo modo: Pedro Pablo, a los varones y Anaís a las niñas. El apellido es el que heredó de su madre: Parada Dulcei. Y siente que cada uno se convierte en un hijo, en un hermano, en un padre o una madre para ella, y que le traerá mil bendiciones y algo de suerte en los juegos de azar, principalmente en las peleas de gallos. La víspera de navidad rodó por una pendiente entre una platanera para salvar su vida, pues un capitán, embriagado, le disparó porque bailaba con su amante, una mujer de gruesas caderas y voluptuoso pecho. Ese no fue el único episodio absurdo en su vida militar. Quiso enlistarse para un país llamado Corea, en una guerra que no era la suya, pero no lo recibieron por su baja estatura. Terminó en el Huila entre montañas jugando a la guerra. Los días eran iguales, nada pasaba. Luego, en el batallón de Cali, se enfrentó a un cabo que se “enamoró de él”, pues todos los servicios nocturnos de guardia se los daba a él y lo doblaba en turnos. Igualmente los

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patrullajes por los barrios de lenocinio le eran adjudicados y ni qué decir de los turnos de navidad y año nuevo. Un día no aguantó más y le zampó un puño en la cara al cabo que le sacó dos dientes de un solo golpe. Desde ese día lo llamaban el dentista. Los primeros meses fueron de frío, hambre y soledad, sólo lo consolaba la caja de mangos que le enviaban cada mes desde su casa, junto con jabones de baño envueltos en billetes de a peso. Le gustaba entonar los cánticos de madrugada mientras trotaban: - sube, sube bandolero, que en la cima yo te espero con granadas y morteros, y tu sangre beberemos y tu carne comeremos. También le encantaba recitar las oraciones aprendidas para días especiales. Los jueves en el desayuno, frente a los tamales de color verdoso que le recordaban el color de los cadáveres que bajaban por el río de su pueblo en la época innombrable, con sabor entre pollo y carne descompuesta: — ¡Oh esponjoso tamal!, yo te saludo porque llevas en tu vientre una presa sorprendente que mi hambre calma diariamente. Incluso era al único que le agradaba la oración del recluta: — Yo recluta inmundo, sudoroso pecuecudo y feo, te imploro a ti, mi antiguo querido, que me saques la mierda, entre saltarines, pulgas, y volteo. De mi parte yo te ofrezco mi novia y mis hermanas. Y Belarmino sonreía porque no tenía ni la una ni las otras. Todo un mundo de sandeces, mentiras y trivialidades. La última vez que se sintió cuerdo fue la noche en que tomando la escopeta de dotación, con la que le obligaban a dormir pues le argumentaban que era su novia, fría, dura e incómoda, se animó, se metió en los baños del alojamiento y sin pensarlo dos veces, ¡Bang!… se apuntó al pecho y se disparó con tan mala suerte que el tiro no dio en el corazón sino que le partió la clavícula y salió por la espalda. Fue dado de baja, por problemas psiquiátricos.

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No mi señora, quién le dijo que yo estoy aquí sentada para pedirle comida. No sea pendeja. Yo estoy aquí cosiendo mi vestido nuevo y esperando que escampe. Eso le contestó Yolanda cuando le acercaron un plato de comida mientras trabajaba en su ilusión diaria, sentada en el andén de una casa de familia “de bien”. Así, todos los días devanaba la vida, arte que le consumía la existencia y la cordura. Ella que hace y deshace con lo que los otros botan. Que de los desechos saca ropa, arte y moda. Que en sus manos las cabuyas se vuelven hilos, los plásticos se transforman en telas y los cartones en encajes. Ella que se viste de calle, de urbe y que nada la detiene pues todo lo posee. Que hace la calle suya, pues se cubre tiernamente de ella. Ella, que se vuelve desechable y se reviste de muerte, nunca comprendió aquella mirada y menos entendió aquellas letras absurdas que depositaron en sus manos ese melancólico septiembre. 16.07. 1942 Mi estimado Silvio: Te escribo para recordarte que mañana estoy de cumpleaños. Ya sabes que no me gusta que me recuerden ese día infernal en que mis padres decidieron abatirme del paraíso para traerme a comer mierda al mundo. Te pido solícitamente que si vas a prepararme una sorpresa, que sea el olvido de esa fecha. Que ni se te ocurra mandar a hacer tortas donde doña Antonieta, pues dicen que a cada horneada le pone su toque secreto. Y si sabe que la torta es para mí, va con doble porción. Además estoy muy gorda. Las fotografías las odio, no tengo buen registro; siempre parezco dos días más vieja. Sé que no estás en el pueblo, te dejo la carta por debajo de la puerta. Espero que la porquería de tu perro no se la coma, ni la babee. Si vuelves para el fin de semana, igualmente no me celebres nada, ni te excuses. Emperatriz

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19.07.1942 Mi estimada Elizabeth: Te recuerdo que hace dos días cumplí años. Me extrañó profundamente que no me celebraras esa fecha especial en mi vida en que mis padres decidieron abatirme del comedero de mierda que es la nada y traerme a este paraíso. Se me hizo agua la boca pensando en las tortas de doña Antonieta, ese sabor entre dulce y amargo lo sentí todo el día en la boca. Ya me cuelga la ropa, es bueno que además de la torta me puedan dar al menos un tamal, que sea trifásico. Me mandé tomar una foto donde Yimi, para no dejar pasar este día. Sabes que no soy vanidosa, pero parezco dos días menor. Me puedes celebrar mis santos mañana, el día de la independencia, luego de la procesión a santa Librada. Te puedes poner de acuerdo con Silvio, que veo que acaba de llegar al pueblo en el mixto de las tres. Es mejor tarde que nunca, decía mi abuela. Emperatriz 21. 07.1942 Mi estimada Susana: Ayer te vi en la procesión a santa Librada. Llevabas ese vestido de flores que te hace ver más bajita y vieja. Te recomiendo que lo uses más a menudo, así comprenderemos todos porqué te quedaste solterona. Me pareció de mal gusto que ni durante la procesión ni en la misa se haya nombrado al libertador Simón Bolívar. Sabemos que la santica fue muy martirizada y que nuestras bisabuelas - en tu caso tu abuela- fueron muy devotas de ella y les hizo el milagro de la independencia. Pero olvidamos que fue nuestro “culo de hierro” el que batalló por valles y montañas, el que recorrió los ásperos caminos desde Caracas hasta Lima dejando rastros de libertad e hijos sin apellido. Ese sí se merece una ampolla en el dedo gordo del pie, una procesión con banda de guerra y carro de bomberos, una siestita durante la homilía de tres

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yemas. Pero bueno, eso no es lo importante ¿Sabes por qué Silvio y Elizabeth están tan raros últimamente? Emperatriz Luego de tres años volvió a su pueblo y se sintió tan sólo que el único lugar donde se encontró a gusto fue en la necrópolis. Llegó al cementerio en busca de fe y encontró el amor. De tanto verlo entre las tumbas del cementerio, a escondidas, mirando la gente, especialmente a Yolanda, empezaron a decir que tenía pacto con los muertos, luego que con el diablo y él se lo fue creyendo. Le creció el cabello y la barba, dejó de bañarse. No habló nunca con el diablo pero dejó de hablar con Dios, que es algo parecido. Se enamoró perdidamente de aquella mujer menuda, de trajes iguales y raros. Pensó en enviarle una carta romántica declarándole su amor, pero como no sabía leer ni escribir fue donde aquella mujer extraña que tenía la fama de escribirle a todo el pueblo. Le pagó cinco pesos por la carta. Nunca entendió por qué la carta no obtuvo respuesta.

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El novenario Al abrir el sobre encontró un trozo de papel amarillento y leyó: Ofelia, mataron a González en Villa Caro. Lo siento, Nina. Vio que la sombra aun no pisaba la segunda línea blanca en el suelo de la cocina, pero sin importar esto mandó a los niños a sus casas. El alma se le desmoronó en mil pedazos. Pensó en correr y transitar nuevamente las doce horas de camino, pero la costumbre de lo inverosímil y el deber de maestra no le permitían esos arranques. Así que determinó hacer un duelo de nueve días, uno por cada año de noviazgo. El primer día no vistió de luto, pues los únicos tres vestidos que tenía eran azul cielo, amarillo y otro de flores de colores para los días de fiesta o para el domingo de pascua. Así que se puso una cinta aislante en el brazo izquierdo y recordó la última vez que lo vio junto a las mulas llevando sus baúles, rumbo a Sardinata el día de su traslado. De camino al cementerio lo siguió con la mirada desde la vitrina de su tienda, entre pan de hojita, panelas, huevos y pedazos de periódicos, aquellos en los que venían envueltas las losas para la venta -ollas, cucharas, vasijas, pailas-, que dieron origen a su afición por la lectura y en las que Ofelia releía noticias viejas sobre matrimonios elegantes y suspiraba, se entristecía con las noticias de policías muertos, asesinados, y pensaba

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en él o se asustaba con los eventos de aquelarres en los días de brujas. Luego lo contempló desde la esquina de la escuela: admiró nuevamente su porte, su dignidad, su estilo incluso al momento de partir. Lo extrañó por entre el jardín de la tía Josefa; su figura se perdía entre las pencas de sábila, las rosas, orquídeas, veraneras y las chocolatas siempre florecidas. Ofelia lo recordará siempre con esa mirada serena, la cabeza erguida, con esa elegancia, esa seriedad y firmeza que la llevaron a decir cuando lo vio por primera vez: - será un buen marido para mi hermana Nina. Por último, lo recordó desde lo alto del árbol de guayaba cuando lo vio desaparecer entre la neblina y suspiró presintiendo en su interior que la vida no le daría la oportunidad de ver su rostro nuevamente. Anocheció y olvidó rezar. La rabia del amor perdido le enmudeció la fe. Amaneció y con el canto de los gallos borró las líneas que González le había marcado en el piso de la cocina, donde la sombra del techo le marcaba las horas en que debía sacar a los niños a descanso y el término de jornada escolar. Ofelia recordó esa primera visita de González a este lugar enmarañado por la distancia, la soledad y el abandono, donde la vida se pensaba a ocho días: los lunes en la tarde se bajaba a la quebrada a lavar la ropa y en la noche la visita ineludible con el más allá. Los martes llegaba el correo. Los miércoles visitaba a doña Mercedes y tomaba chocolate en leche. Los jueves, día de asueto, dormía una hora más, atrasando el hambre. Los viernes preparaba las clases de la próxima semana y calificaba los cuadernos. El sábado emprendía el camino a su hogar y los domingos… eran domingos. Esa visita le había traído la certeza de que estarían por siempre unidos. Bajando hacia la quebrada, se encontraba una roca gigante con la figura de una india, donde doña Mercedes le había dicho que los jóvenes que se sentaran juntos sobre esta piedra a mirar el río, se casarían y serían felices. Ofelia nunca se sentaba sobre esa piedra, pero marcaba con tiza la sonrisa a

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la india, el cabello y el ombligo, y le ponía diferentes vestidos. Los jóvenes del caserío la invitaban a sentarse y ella se rehusaba siempre. Esa tarde de mayo en que González llegó a visitarla, sin pensarlo lo invitó a que contemplaran el atardecer desde aquella roca, sabiéndose siempre vigilada por el ojo inquisidor de doña Mercedes. Él, inocente de todo, la vio reír, le escuchó como siempre las miles de historias, las tristezas familiares, los chismes del pueblo, de la vereda o de las amigas del hogar en Villa Caro; los comentarios sobre cada niño y sus dificultades o avances en la escuela y el bla, bla, bla, que lo enamoraba cada vez más. Sin comprenderlo la sintió más cariñosa y alucinante que nunca. Se atrevió a rozarle el dedo meñique. Y mirándola de reojo, con su vestido azul cielo, sus mangas hasta mitad de antebrazo, pensó en pedirle matrimonio. Anocheció y no agradeció nada, pues la certeza de una vida en soledad, le arrebató la conciencia. El tercer día ayunó, aunque su vida era un ayuno continuo. Esa mañana de abril se limitó a sorber dos tragos de aguapanela; el pedazo de chocheco y el tris de carne seca los dejó para el almuerzo. Recordó que González era siempre impredecible y lograba arrebatarle el corazón en las condiciones más extremas. Como aquella mañana de navidad, donde a fuerza de sueño y de hacer dormir a sus ocho hermanos para mitigar el hambre, escuchaba caer una brizna de lluvia sobre el tejado de zinc. Parecía una navidad corriente, de hambre, angustia, silencios, nostalgias y envidias por saber qué les había traído el niño Dios a sus vecinas: vestidos, juguetes y tamales. Ella, pasando saliva, sentía lo injusto de la vida para con su prole y le reclamaba al niño Jesús no conocer su dirección. De pronto Ernesta, su madre, abre la cortina, le toca el dedo gordo del pie izquierdo y le dice: — Ofelia, levántese que llegó González a visitarla. Y lo vio sonriente, con un costal de fique lleno de bastimento en una mano y, en la otra, dos gallinas criollas. Inmediatamente despertó a sus hermanos. Norberto y José se

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fueron a buscar la leña. Nina y Elena corrieron con tinajas de barro a traer el agua del pozo del pueblo. Aminta y Alicia entretenían a González con la poesía del cucarrón marrón en la ventana. Ernesto y Silverio dormitaban en la estera junto a la cocina. Ernesta, con Jorge en su vientre, miró a Ofelia tan inalterable e inalcanzable para González que en silencio adoptó a este buen hombre como hijo de sus entrañas. ¡Qué navidad!, llena de alegrías, de cánticos, poesías, de sabor en la boca a sancocho de amor. Anocheció y desechó la compañía de las ánimas pues con la muerte del hombre que le traía magia a su vida perdió el sentido de lo trascendente, de lo esotérico y del allende. El cuarto día, sábado, no emprendió el camino a su pueblo, no cruzó treinta y cuatro veces la misma quebrada, no penetró el bosque lúgubre lleno de espantos, animales peligrosos y misterios. Tampoco repitió la oración que le enseñó su padre para espantar animales salvajes: ¡detente animal feroz, inclina tu barba al suelo, primero Cristo que vos!. No la empleó a la entrada del bosque donde combatía con espíritus malignos que la espiaban y la seguían camino de la escuela. Ni la empleó para detener los feroces perros de la hacienda “Naranjales”, que en sus fauces habían devorado terneros, ovejas, y perseguían personas. Se quedó encerrada en su escuela, no abrió puertas ni ventanas. Sentía que el aire le pesaba, que la luz la desasía en nostalgias, que el contacto con la vida le era irresistible, que no soportaría la travesía del viaje, y, lo peor, que a la llegada a la Victoria, su pueblo, no podría dejar de mirar ese poste de luz en medio del parque que le recordaría aquella noche en que González, con la picardía a flor de piel, la invitó a agarrarse de su mano y a sentir el pasar de la corriente en el único poste de luz que iluminaba la penumbra del pueblo. La Victoria, pueblo perdido en la Cordillera Oriental, con dos calles empinadas y un pequeño valle, fue testigo de aquella noche mágica, de aquella unión de manos, de aquella pícara acción, pues González sabía que los observaban

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detenidamente. Fue una experiencia maravillosa para Ofelia, no sólo porque sintió el cosquilleo de la electricidad en los dedos, en las manos y en el brazo, sino que sintió por primera vez en el vientre un millar de mariposas que despertaron sin control. Luego vino el reclamo de su primo Vicente que los estaba mirando desde la esquina del comando de policía, pues él se pavoneaba por todo el pueblo diciendo que ella era su novia y que en poco tiempo sería su esposa. Anocheció y perdió la memoria, pues esa noche no la arrulló el recuerdo del roce de sus dedos con González en aquella roca con forma de india, ni el sabor del beso robado que él se atrevió a darle una noche en la tienda mientras ella le vendía media libra de café, excusa que se inventó ese día para poder verla. El día siguiente, como era primer domingo de mes, el padre Baudilio iría a la vereda a celebrar la misa. Ofelia preparó a los niños con los cantos: Vienen con alegría, Un mandamiento nuevo, Más allá del sol, es María la blanca paloma. Resonaban las voces mientras el pensamiento de Ofelia se perdía en la tragedia de no haberle hecho caso al sacerdote que la miraba con desdén al enterarse por su propia boca de la muerte de González. Ella, al estar desconfiada de casarse con un policía, porque en cada pueblo dejaban un amor, le había contado a su confesor esa preocupación. Éste le encargó que enviara a González a entrevistarse con él. Al verlo entrar al despacho parroquial reconoció a ese joven que diariamente ingresaba a misa de seis de la mañana y que comulgaba con tal piedad que lo hubiera colocado en una estampita de recordatorio de primera comunión. Luego de una charla amena, de ires y venires, de historias insólitas, de derroteros compartidos y, sobre todo, del hallazgo de una botella de “Ron cacique” salida no se sabe de dónde, el confesor llamó a la señorita Ofelia y le ordenó que organizara el matrimonio cuanto antes. No sólo atraído por la seriedad, generosidad y postura de González, sino por la edad de Ofelia que ya estaba al borde de quedarse para vestir santos. Ofelia, atrapada en la maraña de la vida de sus hermanos sin

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casa, sin estudio y sin comer; en la maraña de su padre pudriéndose en una cárcel y de su madre abandonada por la familia, por la religión, por la sociedad y por la política, había decidido esperar aún más. Anocheció y al retroceder su vida y no encontrar más alivio que las gotas de amistad escritas por su amado en cartas milenarias, perdió la esperanza. Como es costumbre en su familia, éste día visitó a los muertos. La devoción por las ánimas del purgatorio le llegó como entre las venas por su abuela María Jesús, quien de niña tuvo una experiencia mística. Una madrugada, al abrir los ojos, escuchó el repique de campanas, din, don, din don, din, don…tan…tan…tan… reconoció el “deje” (último campanazo que indica que la misa empieza y tienen que dejar lo que esté haciendo) y ella adormecida, se puso el vestido, las alpargatas y corrió a la iglesia del pueblo que encontró a reventar, no le cabía un cristiano más. De la prisa se le olvidó ponerse el velo sobre la cabeza. Una señora, dueña de una palidez inaudita, le dijo que saliera de la capilla y se pusiera el velo. María Jesús hizo caso, se volteó para hacerlo y cuando volvió la mirada al templo encontró las puertas cerradas. La estremeció un silencio profundo. Reconoció que el sonar de las campanas y el deje la engañaron y la llevaron a un encuentro con el más allá. Desde esa madrugada, María Jesús hizo voto de visitar todos los lunes el cementerio y agradecer a las ánimas del purgatorio por ese encuentro inverosímil, incluso, comprometió hasta la quinta generación de mujeres de su estirpe en ese ritual sagrado. Así que Ofelia esa tarde pasó por el hueco de la pared del cementerio, volvió a las tumbas de ensueño y pidió por el alma de su amado González. Las palomas sobre las tumbas, la necrópolis en todo su esplendor, los murmullos de las abuelas en las tumbas aledañas, el cuchicheo de las oraciones, las historias de ultratumba que le contaba su abuela, la consigna de cumplirle todo lo que se promete a las ánimas -pues si no se les cumple ellas se vengan-, la tristeza de saberse sola en este mundo sin la persona a quien debía entregarse

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por completo y la desilusión de no haberle podido decirle que “nueve años eran un ayer que ya pasó”, la condujeron no sólo hacer una visita sino a esperar la hora de las ánimas, las tres de la mañana, para intentar increparlas por la muerte de su González. Anocheció, el alba se asomó y el aullido de los lobos al filo de la montaña ya no atormentó la noche. Ni la imagen de hombres armados, azules o rojos, pasando junto a la puerta de la escuela le hicieron estremecer el cuerpo, había perdido el miedo. El séptimo día no escribió ni una palabra, incluso el tablero permaneció en blanco. Los niños extrañaron los trazos blancos de las líneas blancas sobre la base verde que dividían el tablero en tres. No se registró la frase diaria en lo alto del pizarrón que iluminaba la clase. Ella no escribió nada en recuerdo de aquella carta que le envió a González donde le decía que terminaran, que ella no lo amaba. Una vez sellado el sobre, y cuando vio al cartero alejarse por el camino real, en su corazón empezó a labrarse un sentimiento tan fuerte que se echó a llorar durante tres días. Luego sintió por primera vez en su vida lo que era el amor: un dolor en el pecho que no deja respirar, una tristeza en la mirada que no se oculta con nada y un sin sabor que no permite degustar ni el más dulce de los manjares. Tres años pasaron sin saber noticas de González. Que se había casado, le dijo una amiga. Que había perdido el juicio y se lo pasaba de cantina en cantina, le susurró su primo. Que la odiaba con el alma por no tener la valentía de haberle dicho en la cara que no lo amaba, pensaba Ofelia en su interior. Que no se había casado, que la esperaba con el alma en las manos, que no había creído ni una letra de aquella carta, que los dedos se le tulleron de no escribir, que el diccionario se destruía de tanto polvo y telarañas. Palabras que le escribió su hermana Nina en otro papel amarillento, al ver por azar a González en un pueblo de calles polvorientas, de cantinas bulliciosas, de muertes inhóspitas. Al otro día, Ofelia recibía nuevamente una carta con hojas de bordes de

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colores, con una letra impecable, con ortografía de Nobel y con la transparencia del riachuelo que bajaba del páramo. Y a continuar como si hubiesen sido tres días de ausencia. Eso es el amor. Anocheció y le importó poco que sus estudiantes caminaran hasta cuatro horas para llegar a la escuela, que pasaran el día sólo con el sorbo de aguapanela que en la madrugaba recibían de sus madres al llegar de recoger la leña; que llegaran descalzos y con chiros de ropa sobre sus esqueléticos cuerpos… perdió la misericordia. El octavo día, guardó silencio. Los niños se aterraron de las señas que hacía, de la parsimonia de sus ademanes, de las miradas de angustia, de rabia y de ternura. Sus ojos café claros, entre sus pestañas largas y encrespadas, dejaban ver su alma dolorida. Ese día ni siquiera tocó el timbre para anunciar los cambios de clase ni permitió que los niños hablaran entre sí, de tal manera que la escuela se sumió en un silencio sepulcral, tan así, que los campesinos que pasaban junto al lugar creían que no había nadie. Guardó silencio en recriminación a todo lo que le había quedado por decirle a González. Que estaba dispuesta a pasar el resto de su vida junto a él, que no le importaba que sus cuñadas, sin conocerla, la odiaran. Que deseaba ser su familia, su madre, su padre, su esposa, su hermana, su amiga, su prima, todo aquello que él nunca tuvo. Permaneció callada en recuerdo del silencio de esos tres años de angustias, de desvelos, de amargura por verse sola, sin las cartas que él, antes de enviar, revisaba con diccionario en mano, un “pequeño Larousse” que había comprado con sus ahorros de toda la vida, para no tener ningún error de ortografía. Colocando palabras nuevas para que la maestra, su novia, no se desilusionara de él, de su escaso tercero de primaria. Ingrato silencio, de aceptar que la enamoraron lentamente sus historias escritas a la luz de una vela junto a la trinchera del comando de policía, donde González afinaba su escritura, con tanto cuidado como quien carga un recién

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nacido por vez primera. Silencio de confesar su pasión al escucharle que leía y releía cada renglón, pues sabía que en su largo noviazgo la conquista no estaba en la presencia del ser querido, sino en su ausencia y que su única representación era la palabra. Anocheció y ya no supo de sí. El último día del luto, una mañana gris como su alma, había perdido toda ilusión de la vida y se había hecho a la idea de vagar por el mundo sin nadie a quién hablar, hablar y hablar sin parar hasta perder el aire, y que cada vez la atendiera con más cuidado. Quería destruir la piedra del amor eterno pues se sentía traicionada al no ver cumplida esa promesa y había decidido dejar la escuela, pues una persona no puede ejercer la misión de maestro si no posee un don esencial: el del amor al prójimo. Y ella lo había perdido hacía una semana. De pronto, en un sobre similar al de hacía ocho días, con la palabra URGENTE, llegó a su manos el correo. Nuevamente abrió un papel amarillento y su hermana Nina le decía: Ofelia, el González muerto en Villa Caro, no es su González… y la idea de tener vivo el ser amado le causó tal impresión que perdió la vista por setenta y dos horas. Cuarenta y cinco años después lo mira a su lado tomado de la mano rumbo a la misa de seis de la mañana, con su caminar lento pero elegante, con sus olvidos, sus caprichos y mal genios pero conservando el cuidado del detalle y su cariño impasible. Le parece de otro mundo que todavía conserve la atención cada vez que ella desfallece de aire por tantas historias que le cuenta y que la mire con esos ojos de pasión. Que la consienta cada aniversario llevándola a bañarse al río, a saborear un sancocho de amor, a buscar una piedra dónde sentarse juntos en recuerdo de aquella con forma de india y que le renueve el hechizo de permanecer juntos hasta la eternidad. Ofelia cierra sus ojos, se deja llevar y agradece a la vida por resucitarle el amor.

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Damián Esa tarde, sentada en la cafetería de siempre tomando su tinto vespertino, sumida en lo más profundo de la lectura y de la indiferencia sintió que nada le era relevante. La tarde se tornaba gris, oscura, como un reflejo de su alma. La calle polvorienta generaba en ella tal atracción que sintió desfallecer. Todo se le hizo cotidiano. El niño de ojos grandes que buscaba comida entre la caneca de basura hoy no la hizo sonreír, ni llorar, ni la molestó, ni la inmutó. Tampoco llamó su atención el nido eterno del pájaro pechirojo dentro del zapato que cuelga y se mece en la cuerda de la luz, en un juego eterno de entrar y salir. Sólo la calle le pareció distinta a pesar de tantos años de camino, de saberla de memoria aunque en rostros distintos, recorrida una y otra vez con la misma necesidad y ansia. Bebió el último trago de café, cerró su libro y emprendió camino a paso lento, como esperando que la alcancen, con la mirada fija en otros rostros, reconociendo gestos y sentimientos, con la parsimonia de quien no va a ninguna parte, con el deseo a flor de piel, como novia en luna de miel. Ella, taciturna, le da tiempo al tiempo. El cruce de miradas, el reconocimiento del otro, el dolor en el pecho, la respiración agitada, el temblor de las manos, esos rasgos que le decían que por fin se encontraba

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cara a cara con el malhechor de ilusiones. Un diálogo inconcluso, una transferencia de mentiras y una vuelta a lo de siempre. Su mirada la sedujo, sus mentiras la estremecieron. Aquél cuerpo presente, aquella certeza descubierta en la misma esquina, en la misma calle, en el murmullo de la multitud, en la indiferencia, en el anonimato, en el lugar sin identidad, en la no realidad, todo eso al unísono cautivó la totalidad de su ser. Esa tarde de febrero aquella mirada y esa atracción la trasladaron a su infancia, y el sabor a ponche, espumoso, amargo, gustoso, le hizo agua la boca y la condujo al recuerdo de la primera vez que se vieron, cuando fue consciente de su presencia, de su influencia, de la crónica de una guerra perdida. Esa misma calle fue testigo años atrás de ese primer contacto donde palideció, rodó y huyó. En aquella mirada percibió nuevamente la sensación de abandono, de despojo, de misterio. Desde aquella vez la sensación de saberse sin nadie, sin familia, la hizo mujer. Le robó los años de juegos, de inocencia. Esa calle, ese pasadizo, la pared alta, el olor a caño, la tierra junto a la espuma en su boca y el amargo anisado convertido en sequedad de por vida. La calle se le volvió su habitus, su espacio, su vida, su manera de no sentirse sola, aislada, vulnerable y alcanzable. La multitud se volvió falacia y ella se sintió impasible, serena, segura. Y así entre otros seres anónimos, junto a los ruidos de recuerdos en su mente sumados a la lluvia, a la polución, al tronar de los pitos de carro y al murmullo de la multitud, creó la ilusión de sentirse eternamente acompañada. No volvió a sentirse nunca más en casa, olvidó el calor materno, rechazó los cánticos que le entonaba su padre mientras la sentaba sobre sus piernas. Esquivó los días de lluvia junto a la estufa, perdió todo, hasta el gusto por vivir. Ya no brincaba sobre la cama, ya no volvería a buscar el lecho de sus padres en noches de tormenta, ya no se miraría al espejo de la misma manera, ya no se reconocería jamás. Ya no miraría nunca más a los ojos ni volvería a sonreír. Todo refugio

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que buscó fue derrotado por aquella nostalgia. Nada mitigó aquel dolor, aquella angustia, ni siquiera el escuchar historias similares a la suya. Siempre se sintió preferida, escogida, seducida; por esto, nada limitó la posesión de aquel que la esperaba, la buscaba, la seducía y la poseía. Ella se resignó a vivir así. Buscó y no encontró. Tocó y no le abrieron. Pidió y no se le dio. Se escondió y con premura la hallaron. Rogó consuelo y recibió burlas. Acudió a su familia pero la vergüenza la devolvió a la calle. Tocó la amistad y la incomprensión le borró la ilusión. Buscó en su cuerpo y en otros cuerpos y el pudor la abnegó. Recurrió a los sueños y los desvelos la aferraron al presente en un continuo despertar. Buscó en la religión y fue juzgada pecadora. Corrió en brazos de la razón y el camino se le hizo más largo, pesado y cargado de incertidumbre. Por último, se aferró a Dios y la liviandad de su alma y de sus manos la hicieron resbalar al abismo de siempre. Los encuentros con aquél que todo lo sabía, todo lo poseía y todo lo enmarañaba se hicieron más frecuentes. Unas veces aparecía sentado en un parque taciturno, a la espera de un despistado cliente. Otras veces se paseaba de la mano de un pasado violento en la desesperada tragedia de batallas, guerras y soledades. Muchas otras la engañaba como colega de aficiones, amigo inseparable siempre distante y cercano a la vez, siempre listo a atacar cuando menos lo esperaba. En pocas ocasiones salía a escena como compañera de estudio, maestra, hermana u otra feminidad arrebatada. Pero siempre lo reconocía por ese olor a soledad, a indiferencia y nostalgia que dejaba sobre su piel. El mismo ritual en lo secreto, en lo débil, nunca en la luz, siempre a ocultas, a oscuras en lo más íntimo. Allí se coqueteaban, se seducían, se buscaban, se cortejaban. Nunca cara a cara, eso sería locura. Siempre se buscaron, se gustaron, se complementaron. En noches de sequedad, de tristeza y desolación le hacía perder el juicio y la conducía hacia hoteles de mala muerte llenos de sábanas empapadas de historias insulsas y comu-

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nes. Otras veces la arrebataba por callejones desiertos, con vallas verdes como escudos de esperanza donde ni los mendigos habitan por temor o encaminaba sus pasos entre canales de aguas putrefactas, donde el olor a virtud se desasía con tanta inmundicia o la secuestraba en cabinas de autos sin destino. Así era su desdichada vida, sus encuentros casuales. En los lugares menos pensados la atraía, la envolvía, la despojaba. Pero el amor seguía sumido en un silencio profundo tejiendo redes. Encuentros y desencuentros públicos nunca íntimos, ni cercanos, ni apacibles. Donde la desnudez de los cuerpos se confunde con la soledad de las almas. Todo en busca de boronas y migajas que nunca llenaron ni al cuerpo ni al espíritu; un todo lleno de instantes de insatisfacción y de tristeza. Caminaron juntos desde la más tierna infancia. A veces como sutil ruptura de inocencias, otras como fuerza adolescente, indómita, sublime, fantasiosa y, en los últimos años, serena y firmemente, como un continuo retorno. Pocas veces como suave brisa en el murmullo de la noche pero siempre con una constante cotidianidad sin afecto, una rutina sin el mínimo de nostalgia. Como realidad inalcanzable, sueño interrumpido, anhelo sin posibilidad. Siempre juntos, siempre solos. De los juegos infantiles a las rudezas del amor primero nunca consumado. Como ese primer beso arrebatado por el alcohol, no por la conquista. Toda una trama de sentidos llevados al extremo de lo inverosímil. Y el amor al otro lado del camino. Paso de la noche, angustia perenne. Caminan por calles de lenocinio, virtud en vilo de un abismo lujurioso. Castidad vestida de necesidad, sufrida a costo de piel, asumida no por voluntad sino por predestinación. No hay peor sacrificio que el que se asume contra natura. Y él, expectante, delicado, sensitivo, a la espera. Sabe que tiene todo el tiempo, pues en su cabeza anidó desde hace años. Al cerrar los ojos, en el lecho, allí lo encuentra. A media noche, de madrugada, entra y toma lo suyo, posee su propiedad, derrota años de lucha, de

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silencio e inútil súplica. Rompe formalidades, destruye eufemismos sacros, idolatra lo banal, lo carnal, lo sentimental. Siguen su camino como dos palomas al viento, como dos enamorados en busca de intimidad, ella por el deseo, él por la venganza. La noche oscurece, la mentira se agranda, el corazón se acelera, la gente se esfuma entre viciosos, amantes, y bandidos. Se alejan para encontrarse cara a cara. Nada se puede hacer ya, el magnetismo de la tentación ha llegado a la mente. No hay roces, no hay caricias, sólo palabras, sólo rimas. Engañada pasó al otro lado del camino donde no hay retorno. Al fin, después de tanta espera se encuentran frente a frente con la muerte, como única testigo. Las caricias desechas por los bordes afilados. Debajo de un puente lo que se soñó como idilio se transformó en pesadilla. Las amenazas reemplazan los besos. La rudeza al erotismo. La pasión cede al frío desgarro de la ropa. Trueca el olor de la lujuria por mierda de animal herido. La identidad tirada al piso. El camino recorrido, la experiencia, las fuerzas cambiadas por la humedad de la hierba. Sólo momentos e instantes fugaces en un café, una calle, un bar, un baño. Todo un mar de mentiras, de falsos nombres, de falsas identidades. Y él se ríe, goza de la inocencia, de la flaqueza, de la debilidad. Y el amor, profundamente dormido. Ella, inmune a la realidad, sueña con un ideal que no llegará. Es su opción, es su vida, es su soledad. Él, como grabado en la piel que no se olvida, capricho intolerante, búsqueda inalcanzable, satisfacción inconclusa, muerte en vida, angustia hecha forma de vida, dolor en un miembro que no existe, lujuria sin contacto, pasión sin sentimiento. Ella, con la mirada siempre puesta en quien no debe. Su vida, una compra de favores, un ofrecimiento constante. Caminando con la mirada atrás, como de espaldas al futuro, contraria a todo, sin comprensión alguna, en un permanente desierto, dentro de un paisaje sin colores, sin matices, unísono, desposeído de sentidos, en blanco y negro, nunca gris. Puestos los ojos en

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lo inalcanzable, expuesta a la burla, a la crítica, a la ofensa, a la muerte, entre el más allá y el olvido. Con él ha sufrido lo que toda amante desdice: - toque suave que se desvanece al segundo. Recuerdo cruel que alcanza el cielo y al tiempo deja caer en el abismo. Siempre limitada, sujeta al murmullo, a lo indecible, a lo vulgar, a lo público. Nunca más sincera, nunca más original, siempre lo mismo, todos los días lo mismo. La insatisfacción y la modorra constante en su manera de ser y de andar por el mundo, por la vida, por la calle, por su calle. Incesto vulgar que domina la cordura, que se alimenta con el tiempo, la distancia y la certeza de no dejarse alcanzar. Paso nunca dado. Poema trastornado por la superficialidad. Siempre lleno de despedidas nunca de encuentros, ausente de llegadas. Siempre con un adiós en la boca, con un gracias por lo que nunca fue. Perfil nunca alcanzado, ya sea por la edad, la moral, la amistad, el pecado, la soberbia, la inocencia, la santidad, la bajeza, el maltrato, la impureza, mas nunca por el odio. Y el amor lejos, navegando en aguas más profundas. El camino cada vez más estrecho, más desolado, más profundo, la ausencia de ciudad, de vida, los sonidos del bosque hecho penumbra, la noche oscura en plenitud, las parejas ensimismadas, estupefactas de ver el ímpetu de aquellos que transgreden los límites de la cordura, de lo posible, de lo aparentemente lógico. Verlos juntos es ver la locura y el coraje danzando. Bajo el puente, lejos del mundanal ruido, entre tinieblas, la despojó de todo. Al volverse, le susurró al oído: - ¡soy Damián! Ese nombre quedó grabado en su corazón y en su historia. Encima de ella sentía el frío de la noche, en sus pies descalzos se deslizaban las gotas sobre el pasto. En su piel la calle que por fin la cubría. La desnudez le pareció cálida, agradable, pública y erótica. Se sintió amada sin ser tocada, se sintió valorada sin el menor rastro de sensibilidad, guardada en la inmensidad de aquella noche, de aquel paraje absurdo. Con esa mirada que la cautivó le susurró: - nos encon-

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traremos de nuevo, soy el que soy. Se perdió en oscuridad llevándose todo lo que ella poseía, hasta sus miedos. Sumida en la soledad de aquel encuentro ella confirmó su sospecha: será el murmullo de la gente al caminar, el arrullo de la lluvia en una noche de desvelo, el cantar de los gallos en el alba de la muerte, el silencio solemne antes de dormir, la añoranza de compañía mientras fatigas los ojos con los libros y la plegaria ridícula hecha al más allá. Al final de la noche, en el umbral del alba, sola en su cuarto se aferró a los mensajes y recuerdos construidos por figuras grotescas. Y de nuevo a recorrer las calles, su calle, presta a deambular en busca del amor porque en este camino nunca se aprende. Regresa a su calle, a su nido en el zapato, a su café y a su lectura, con la misma convicción de no bajar la mirada, de seguir la senda del futuro de espaldas, de demencia senil, de desmemoriada del dolor y la fatiga. Un devenir constante, un juego de nunca acabar, fiel a su manera de sentir vuelve a su mundo, vuelve a la escena pública, vuelve al movimiento sutil de coquetearse, de buscarse y siente nuevamente el amago de su boca en busca de un beso ¿y el amor?.

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Elena, la niña gris Esa mañana de abril Elena dibujaba con crayolas un paisaje de montañas, árboles y arco iris. De pronto escuchó el timbre de la escuela. Inmediatamente, y sin ser hora de salida, la maestra Graciela entró al salón, les dijo que alistaran sus útiles y que salieran lo antes posible para sus casas. Elena guardó en el morral sus crayolas, su cuaderno de artística, se terció la lonchera rosada con figuras de la sirenita y emprendió su regreso a la casa. En el portón de la escuela se encontró con una algarabía tremenda. Todos los niños hablaban de la tormenta que se acercaba y que convertía todo a su paso en piedra. Algunos niños lloraban, otros se botaban al piso, muchos gritaban los nombres de sus padres, otros saltaban y reían de alegría por salir temprano de estudiar. Elena sólo pensó en una persona y quiso sentirse entre sus brazos y poder besar al menos un instante sus cálidas y suaves mejillas. Emprendió la carrera y pensó en ir por la carretera principal, pero recordó el atajo por el puente sobre la quebrada de aguas pútridas, habitada por gallinazos en búsqueda de algún cuerpo hinchado y verdoso con el cual deleitarse. Atajo prohibido, pues le habían dicho que los niños que pasaban por ese lugar nunca llegaban a casa. Le asustó el aullido de los perros, la angustia de la gente que no sabía para dónde

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correr. Y de pronto miró hacia atrás y vio como la nube cubría la totalidad de la escuela y le aterró ver los rostros petrificados, hechos estatuas de sus compañeros y maestras. Sin pensarlo tomó el atajo, cerró sus ojos y sólo el olor lejano a caño le aseguró que había pasado el puente de madera. Emprendió la cuesta polvorienta que llevaba hacia su hogar. Se le cansaron los pies, se quedó sin aire, arrojó la lonchera y el morral y le impresionó ver la velocidad con que la nube gris cubría todo a su paso. El riachuelo se volvió una calle más, las casas se transformaron en cuevas de piedra y el peso de los techos hizo que se derrumbaran por completo las edificaciones como fichas de dominó. Pensó en ir más a prisa, vio un carro que se acercaba a toda velocidad, reconoció a su tío Eudoro, le hizo la parada y él se detuvo. La miró como quien observa un cadáver, y le dijo que no tenía cupo pues llevaba a toda su familia. Ella, entristecida, se aferró a la puerta trasera del automóvil y con la fuerza de pensar en ese cálido abrazo, aguantó unos instantes el dolor que le entraba por las uñas, los dedos, los brazos y le apretaba el corazón. De pronto sintió cómo la turbulencia de la tormenta envolvía el carro y con el paso del aire por el rostro de sus primos, la piel se les volvía gris, dura y sin expresión. Rogó a Dios por un milagro y quiso tener alas para llegar pronto a rozar sus labios en ese rostro amable que todos los días al regreso de clases la recibía con una sonrisa y un vaso de jugo de guayaba. Sin darse cuenta, sus manos se desprendieron del automóvil y se convirtieron en grandes alas blancas y sintió cómo se alejaban sus pies de la tierra y emprendía un vuelo maravilloso que la acercaba a su fin deseado. Desde arriba alcanzó a ver el techo rojo de su casa, la copa del árbol de mango que dejaba a medio día un ambiente fresco en su habitación, y el horizonte montañoso, verde y cálido de su pueblo. Muy cerca de ella volaba un grupo de garzas blancas, negras y fucsias, todas muy serenas, tranquilas, como indiferentes a la situación. Se unió al vuelo danzante de este grupo de aves y sintió

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la alegría de saberse pronto en casa. Extrañó las caricias en el rostro, las historias fabulosas, la bendición en el pecho y el beso en la frente antes de dormir. La nube negra que todo lo devoraba alcanzaba al grupo de viajeras. Elena batía sus alas lo más rápido posible y encabezó la mágica formación. Miró hacia su grupo de compañeras aladas y fue testigo de la caída de las primeras dos garzas en picada, transformadas en inmensas rocas que bajaban como lluvia de meteoritos sobre su barrio. Cada garza transformada en piedra rompía techos, destruía carros, partía en dos las acacias, las ceibas y las pomarrosas. Inmediatamente descendió a tierra comprendió que su huida por aire había terminado. Cayó rendida de pies y manos, sintió el cuerpo desfallecer de cansancio. Alzó la miraba y observó a su mamá al otro lado de la calle debajo del palo de mango, con su mirada de luz, con la escoba en sus manos de amor, barriendo lentamente las hojas en el suelo frío y destapado. Quiso gritar, pero la voz no le salió. Quiso correr, pero los pies ya se tullían de dolor. Sintió un aire pesado sobre su rostro, un calor intenso en la espalda, un sonoro crujir como madera que se rompe cuando es atravesada por un rayo. En la esquina de su casa encontró a don Artemio, quién siempre le generó miedo por su manía de hablar solo, por sus trajes negros y deshilachados y por su mirada perdida. Sin pensarlo dos veces lo abrazó, lo besó en la mejilla y con la mirada fija en su casa, en el rostro de su madre, sintió como su dedo meñique se endurecía, se tornaba gris y se petrificaba.

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Cuento de navidad Manuel corre feliz por el pasillo polvoriento de su casa entre madera seca, sacos de cemento y perros esqueléticos rascándose las pulgas. Esquiva charcos de aguas residuales mientras arrastra una caja de cartón simulando conducir un carro de juguete. Su mamá le grita: — ¡Ya viene la navidad! Él, indiferente, le pregunta: — ¿Nos traerá comida? — Esperemos que con el tiempo, la paciencia, el cuidado y las largas noches silenciosas y en vela pueda traernos un bocado a la mesa. Si no es así, le cortaremos poco a poco todas sus arandelas, de tal forma que le duela, pero sin poner en riesgo lo esencial. Aprenderá a cumplir o morirá - responde su mamá-. Manuel sigue con su caja dando vueltas por el patio esquivando gallinas, patos y a su abuelo adormecido, que en una banca de madera suspira porque “todo tiempo pasado fue mejor”. Su mamá le dice: — ¡Ya traen la navidad! Él, melancólico le pregunta: — ¿Esta vez será bonita?

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Parece ser que ya está un poco trajinada, que no tiene mucha reputación y que ha sido rechazada en varios lugares. La bañaremos, le sacaremos todas las impurezas de un pasado lleno de superficialidades y banalidades. Gústenos o no, a caballo regalado no se le mira el colmillo - murmura la dueña de casa-. Manuel detiene su carrera; observa a su hermanita quien tendida en el suelo, con la oreja sobre la tierra escucha y sueña otros mundos. La golpea suavemente en una pierna. La niña llora. Su mamá le susurra: — ¡Se acerca la navidad! Él, esperanzado le pregunta: — ¿Se quedará entre nosotros? Lo más posible es que se aburra los primeros días extrañando un hogar más confortable y caricias sinceras de afecto. La amarraremos con una cadena a la pata del fogón, le daremos las migajas que caigan de la mesa y la acariciaremos dos veces al día. Interrumpe la serena noche el rugir de un motor, la oscuridad es traspasada por el reflejo de un leve rayo de luz. Los perros ladran anunciando la llegada de un extraño. Llega la navidad entre un costal de fique, triste, cansada y asustada. La bajan de la moto, la colocan en el centro de la casa. Todos al rededor la miran estupefactos, sin mayor sorpresa ni ilusión. Le amarran una cadena vieja sobre su cuello, la aprietan de tal manera que ni se suelte ni se ahogue. Al otro día, entre cantos de gallos y una niebla densa que prevé un calor infernal, Manuel encuentra la cadena solitaria al pie de la estufa.

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Vuelo a dos voces Esa tarde de abril sus miradas se cruzaron nuevamente como lo hacían desde hacía muchos años, desde lugares tan distantes, tan lejanos, tan contrarios y se sumergieron en el cántico inconcluso que domina sus frágiles vidas. Sonó la campana del reloj marcando el mediodía y el bípedo implume preguntó: — ¿Qué es volar mi querido amigo? Su mirada se transformó, sus ojos se abrieron con la convicción de que con un parpadeo devoraría el mundo; su memoria revoloteó por mil parajes escabrosos, sus sentidos se estremecieron en un movimiento de agradecimiento y orgullo y, con un débil susurro de voz respondió: — Volar es un acto mágico, maravilloso, único y noble. Es pasearse por las alturas sobre el mundo y las deidades. Volar es descubrir que la realidad no está sólo ligada a la tierra, que se puede esperar algo más allá. ¡Volar es como tener fe! Y el hombre incrédulo contestó: — La fe es para los ignorantes. Yo dejé de creer hace 40 años y no soy carbonero. El reloj del campanario marcó el menos cuarto. ¡Dang! Lo miró fijamente con benevolencia y continuó:

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— Volar es descubrirse ave, ángel, cometa, luz, destello y viento. Es asemejarnos a seres superiores, mágicos y sutiles en su totalidad, es no añorar una condición diferente a la de traspasar barreras y construir danzas al vaivén de las corrientes de aire que el día a día nos depare. Volar es sentir la suave caricia del agua en el cuerpo al sobre volar los mares, ríos y lagunas. ¡Volar es como bailar! Y el hombre desalmado alegó: — La música y el baile son condiciones para la gente del pueblo, para el vulgo. Y es inspirada por el mismísimo demonio. El reloj del campanario marcó las y media. ¡Dang! Tomó nuevamente aire, sintió nostalgia de una condición arrebatada para siempre, lo miró con tristeza y continuó su cántico: — Volar es no temer a las alturas, es mirar desde lo alto, es sentirse por encima de la realidad y poder mirar más allá. Es contemplar lo más distante y ser capaz de hacer realidad lo inverosímil. Es ir contra natura, es despegar los pies del destino terrenal del ser humano y extender alas sobre el horizonte. ¡Volar es como reír! Y el hombre solitario murmuró: — Mis labios jamás han experimentado el movimiento horizontal de la sonrisa. Reír es para tontos. El reloj del campanario marcó las y cuarto. ¡Dang! Lo miró con desdén y susurró: — Volar es ganarle la batalla a la fuerza de gravedad que pretende doblegarnos y condenarnos a pisar tierra eternamente, haciéndonos esclavos de la imposibilidad de levitar. Es resistir las fuerzas, es soñar, es crear temores y expectativas en otros. Es generar placer y miedo al tiempo. Volar es unir la vida y la muerte en un instante. ¡Volar es como amar! Yo nunca he amado le dijo el viejo monje a su recién capturado acompañante. El azulejo lo miró con compasión y entró a la jaula decidido a morir dignamente. Y el reloj del campanario marcó la hora: dang, dang, dang, dang, dang, dang, dang, dang, dang, dang, dang. 72

La esquina

-Fantasmagorías del amorSentada en el lugar de siempre, aislada, sola e impregnada de nostalgia siente cómo se acerca aquella nube de polvo que todo lo envuelve y nuevamente es testigo de la maldición que la persigue desde niña: donde se sienta, una escoba llega barriendo y la cubre de tierra, de minucias, de bruma somnolienta y le hace saber que no es más que polvo, brizna que se deja llevar al menor contacto, detalle de la corteza terrestre que se eleva con el menor de los suspiros y se arrastra por el suelo como queriendo lamer huellas que otros han dejado en su paso por el mundo. El sopor de esa tarde de noviembre le impide contemplar la belleza del paisaje de siempre: el río en su máximo esplendor, las superficies mansas que esconden torrentes en el interior de aquellas aguas diáfanas que incitan a zambullirse de inmediato. El tinto a medio dulce, como su boca, le recuerda el paso de los años y la insuficiencia de otros labios que refresquen la necesidad de sentirse amada. Ella cierra sus ojos y sueña ser otra persona, los abre y siente desfallecer. De tanta ausencia se inventa el amor en cualquier esquina. Cada tarde la misma espera, en cada sorbo de café pasa la esperanza de verlo, de reconocer su presencia y así aliviar su pena. La ausencia hace más dolorosa la esperanza. Cada

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mordisco de pan la hace pensar en la fuerza de sus manos, en las gotas de sudor sobre sus pectorales, en su rostro enrojecido por el calor del horno. Suspira profundamente. Cuando el milagro se cumple y lo ve salir del mostrador, tiembla, pierde el control y no sabe si cruzar miradas o huir inmediatamente sin pagar la cuenta. De reojo contempla cómo acaricia las colaciones en el mostrador. Para ella es una revelación divina verlo introducir las bandejas en el horno y sentir cómo aleja su rostro, dorado por el fuego, y cómo el delantal se ciñe en la silueta de su cuerpo joven y varonil. La mirada seria y serena le llega al corazón y la eleva al éxtasis corporal. Siente florecer su piel. Degustar sus alimentos, suspirar por el encuentro, buscarlo constantemente, sentir esa nostalgia enclavada en el alma, presagiar un encuentro fugaz… eso es vivir para ella. Ese desgaste eterno sin recompensa, esa mirada distante de aquello que no obtendrá jamás, contemplar lo imposible y deshojar sus ansias es lo que comprende es amar. Si al menos preguntara su nombre. Pero sólo pasea la mirada sobre ella, lanza un saludo de cortesía y vuelve al trabajo. Ella siente cómo amasa la harina en el cuarto contiguo y añora ser masa entre sus manos. Abre los ojos y, vuelta a su realidad, paga la cuenta y sale a deambular las calles polvorientas de un pueblo que la ignora por completo. Pasan dos días de infortunio y delirante cotidianidad. Ella, transformada en brisa, se entiende nube al vaivén de las corrientes de aires ajenos y extraños. Busca y no encuentra, toca y no le abren, pide y no le dan. Esa es su flamante desgracia, la añoranza perenne de algo que le es esquivo por su naturaleza. Sentada en el lugar de siempre, aislada, sola e impregnada de nostalgia, siente cómo se acerca aquella nube de polvo que todo lo envuelve. Y el ritual se cumple. Aunque es vegetariana y el sólo olor a carne cruda le genera náuseas y desmayo, se introduce en medio de Las Famas a sorber unos tragos de café, sólo con el fin de admirarlo y así recrear otra

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verdad a medias. Suspira con verlo limpiar las bandejas llenas de agua sangre o al sentir el sutil balanceo de su cuerpo arrojando pedazos de carne a la jauría de perros que acompañan su local. Su figura rodeada de callo, bofe y costilla; del peso, del medidor, los perros y el tronco de madera que utiliza para separar las presas, se convierte en oasis en medio del desierto, en gaveta dónde guardar los recuerdos de un presente abrumador, un pasado idílico y un futuro decadente. Su rostro ennoblecido por la leve cicatriz debajo de su ojo izquierdo es un pincelazo divino hecho a profundidad a la hora de darle forma. Los huecos que se le hacen al sonreír debajo de los párpados, el lunar bajo la patilla delgada y alargada a la derecha que termina en esa mancha insinuante al borde de la barbilla en forma de triángulo, son meros destellos de un ser superior caído en la tierra a expiar sus faltas. Su llegada de huracán, el no pasar desapercibido, el hacerse sentir como una música ensordecedora pero sabrosa que la conecta con mil posibilidades en contraste con la ternura desgastada en cada caricia y gesto tierno para con los niños, la sonrisa siempre expuesta como telaraña que atrae y atrapa sin darse cuenta, son armonías celestiales que elevan el cuerpo y el alma a lo sublime. Ese bronceado sobre los pómulos y el pecho, esa delgadez con estilo, esa curvatura de la espalda en la cadera, con las marcas del tiempo y de la sensualidad adornando el torso la acercan al olvido necesario de tantos desprecios sobrellevados a la hora de experimentar el desamor. Él encarna un espejismo en medio de una tarde soleada, una presencia del más allá desde un cuerpo, un rostro y una personalidad digna de admirar toda una tarde de domingo de terror. No hay mejor plan que reconocerlo amiguero, tomador, alegre, tierno, risueño, con ese gesto trascendente de dar el primer trago a las ánimas. Amarlo en esa mirada de niño, con esa inocencia, no de ignorancia, sino de buscar siempre la verdad y ser coherente consigo mismo. No hay nada más extraño que encontrar un ser que piense y actúe

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por sí mismo, sin mayores rubores que los dados por el sol en el trabajo diario. Conversador, muy dado al contacto humano, totalmente seguro de lo que es y lo que siente. Nunca visto en extremo consentimiento con persona alguna. Siempre cercano y ajeno. Con esa presencia que hace retumbar los oídos y los corazones, y una ausencia que debilita la voluntad y desata suspiros desde lo profundo del alma que desea volar. Corre, brinca, ríe, grita, llama, canta, es una orquesta de sensaciones que pone a bailar al más tullido en sentimientos. Es brisa, es tormenta, es huracán. Es tarde soleada, es oscura noche y resplandor de luna llena al tiempo, imán que atrae las miradas y no las suelta, como temiendo ser olvidado. Es, en toda su figura, la plenitud del ser humano en la corporeidad y un destello inasible de la belleza divina. Pero ella, envuelta en su pasado, asume la soledad como destino, la acepta, la consume. Aparta la mirada y sale como alma que lleva el diablo. Sentada en el lugar de siempre, aislada, sola e impregnada de nostalgia, siente cómo se acerca aquella nube de polvo que todo lo envuelve. Y el ritual se cumple. Ella, que no le apetece sentarse a ver veintidós personas siguiendo un balón descubre en ese insólito espectáculo a un ser que nada tiene que ver con su naturaleza. Se vuelve absorta al verla correr por esos terrenos polvorientos y estériles. Se le nubla la vista con sólo reconocer a lo lejos o a vuelo de pájaro, su espalda bien torneada y ancha. Toca el cielo al verla volar de esquina a esquina en un arco de valor. Se estremece al identificar su corte de cabello bajo y en extremo varonil y al tiempo percibir la sutileza de sus caderas y de sus pechos, que le evocan a la musa de la feminidad. Su firmeza, su mirada fija sin expresión, la indiferencia en el trato, la sensación de saberse leída como hoja transparente y esa postura de importarle un bledo todo, la enamoran con cada rugir de su moto. Al verla andar con su carreta llena de chontaduros, salsas, limones y sal, comprende que ella es la alegría de su corazón transcrita en el número once de una camiseta de fútbol que

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aparece y desaparece cada mes en lugares imprevistos. Sabe que reconocerse atraída por ella es contra natura, pero eso le abre un panorama inverosímil en su incapacidad de amar. Reconoce su dualismo, su pluralidad, su necesidad de darse a conocer en cada esquina que cree verla y que le hace detener su paso con la esperanza de un encuentro fortuito, de un saludo a media voz, de un diálogo sin tema, de un toque de manos sin excusa alguna, de encontrarse con una nostalgia paliativa de una presencia a medias. Ella es encuentro con la incertidumbre, es permanente mirada hacia atrás con la esperanza de saberse descubierta, es pena y ansia al tiempo. Con ella experimenta una apertura íntima, despliega esa pregunta capciosa que con detalle devela un secreto y percibe la adrenalina de sentirse atrapada en la mentira y descubierta en su verdad. Con ella descubre un amor que la hace renunciar a todo y volver sobre sí misma, sobre lo más íntimo, sobre lo que el ruido muchas veces no deja escuchar, sobre lo esencial. Con ella descubre que sólo la pureza y el recogimiento, el silencio y la armonía interior, la indiferencia eterna y un tris de nostalgia del más allá le permitirán alcanzar el milagro que no se anuncia, porque aunque todo le llegará a su tiempo, debe calcular pacientemente el plazo de la espera. Sentada en el lugar de siempre, aislada, sola e impregnada de nostalgia, siente cómo se acerca aquella nube de polvo que todo lo envuelve…y el ritual se cumple. Entra en su cuarto, cierra la puerta y se encuentra en diálogo con ella misma. Rompe a llorar, lamenta y maldice la palabra que nunca dijo, la mirada que esquivó, la sonrisa que no floreció, el cambio de tema a destiempo, la calle que no se atrevió a transitar, la incapacidad de decidir bajarse del bus al verlo en una calle… Solloza por la puesta del sol ofrecida que no contempló, la mirada que no sostuvo, la llamada que no contestó, la ausencia al extremo de la pérdida de la memoria sin recordar el rostro del amado.

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Sonríe y se revela una realidad incongruente: que amar es sentir la necesidad de la presencia, es revivir la ausencia en todo momento. Es ver al ser amado en cada esquina del pueblo, es añorar al menos un tránsito fugaz por la retina. Es buscarlo incansablemente por las esquinas, es soñarlo a cada hora, es no poder cerrar los ojos sin su inmediata presencia, es saberse olvidada, invisible, perdida, desaparecida, inexistente, inasible en su máxima expresión. Amar es no ser, no saberse, es perder la respiración y vivir en el sin sentido, es librar una lucha diaria entre amar y huir. Es el escape perenne, es la fatiga de la entrega inconclusa, es la mirada a medias, es el saludo indiferente con pasión desbordada por dentro. Es el gemido silencioso, es la mudez del alma, es saberse sola para siempre, es entender que no fuimos creados para amar sino por el mismo amor. Es comprender que el alma le ganó al cuerpo una batalla de 40 años en el desierto. Es el desierto hecho realidad, es el paso del infinito por nuestra miseria. Amar es la necesidad del más allá pisando firme, ennegrecidos nuestros pies de tanto barro, es la esperanza de andar untados hasta el cuello de humanidad y seguir levantando el rostro al infinito. Ríe a carcajadas y se desvanece al descubrir que amar es entender que el amor no se decide, no se traga a montones, no es de cantidades, ni de atragantamientos. Por el contrario, que el amor es evadirse, es extrañarse, es lamentarse, es sufrirse; que el amor se esconde, se hace sentir en la ausencia, solo permite ser saboreado a cucharadas. Que el amor nos lleva al borde de la inanición, pero no nos facilita siquiera probar la eternidad, nos amarra al presente, nos aferra a la vida, nos da un lamento profundo y nos hace entender que el hombre es la máxima expresión de la divinidad. Amar no es abarcar, por el contrario, es dejar vacíos. Va en contra de los sentidos: no se deja palpar, deshila la piel en cada paso. Es una brisa de viento en el rostro sin la menor certeza de saber hacia dónde va.

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El amor es la ausencia de sonidos, de músicas, de palabras, es el silencio perfecto. No tiene figura, no hay mirada que lo pueda atrapar ni memoria que retenga su presencia. Es la mirada perdida. Es imperceptible al olfato, pues su única fragancia es ajena a la mísera corporeidad. Una vez percibida su fragancia todo lo posee y hace irrespirable la vida. Es el suspiro profundo, es la falta de aire. El amor contiene todos los sabores en él mismo, es un continuo amargo en la boca que recuerda que la dulzura se hace oasis en medio del desierto. Es sinsabor, es trago amargo pero desbordante. Amar no es degustar, no es saborear, por el contrario es pérdida de gusto, es indiferencia de placer gustativo, es una batalla perdida entre el paladar y la vida. Es el sinsabor de todo. Ella, en medio de su delirio, vuelve a llorar y sabe a ciencia cierta que amar es comprenderse en el umbral de la soledad y reírse con ella. Es asumir que se está solo y que a nadie poseemos. Es vivir sin la necesidad de tener el rostro marcado por los canales del sufrimiento y la agonía, es no sufrir de compañía. Amar es no hacerle el quite a la soledad a través de cosas, personas, triunfos, títulos, fogosos encuentros, ni decisiones funestas. Amar es navegar por la tranquilidad de saberse elegido por lo inefable y entenderse uno sólo con el mar. Es ir al vaivén de las olas de la nostalgia, es tocar la playa de la aridez, es fundirse con el paisaje montañoso, llano o desértico. Amar es entender que no somos finitos, es buscar el alma con la mirada, es cerrar los ojos y recrear un mundo paralelo y vivir a plenitud lo que la realidad nos niega. Es vivir hacia dentro, es arar en el mar, es querer detener el agua con las manos, es la ilusión de atrapar el viento en jaulas de pasión. Es soñar con un cruce de miradas a profundidad, con un tiempo eterno y una complicidad emancipadora. Es un simple roce de piel, un halo de lo que será la unión perfecta. Amar es percibir su aroma y sentir que el alma se escapa del cuerpo detrás de esa huella inmortal. Es sentir en el paso

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del aire por nuestro rostro, la caricia anhelada desde la más tierna infancia. Es volver la mirada al contacto que nunca se tuvo. Pierde el sentido de todo lo humano y se hace un silencio perenne en la habitación y ella descubre que amar es contemplar, es buscar la amistad de quien me atrae por su hermosura. Amar está fuera de los sentidos, nos eleva a lo sublime, a lo sacro, a la belleza total, al género humano en su esplendor y nos convierte en observadores perpetuos de una realidad táctil que nunca culminará. Comprende que el amor nos transformará en nostálgicos amantes en busca de aquello que no poseeremos, porque una vez en nuestras manos, el amor se vuelve agua, humo, aliento, viento, lluvia. Es el desespero llevado al umbral de la indiferencia. Es ser distante sereno en un mar de impetuosos afectos desbordados. El amor es la firmeza en un valle de dudas, es ser impasibles cuando va creciendo por dentro el rugir del alma, es dar tiempo cuando nunca sabemos el plazo a esperar. Ella abre la puerta, se expone al mundo, busca las esquinas con la certeza de entenderse asceta en este mundo de sentidos. Se sienta en el mismo lugar, cumple con el ritual, y se sabe fuera de este mundo, acompañante fiel de la “separadora de amantes”. Descubre que no la pueden percibir porque no existe. Que cada esquina es una parte de su alma expuesta al constante sentimiento de búsqueda. Comprende su inexistencia, pues sólo quien se acerca al amor o a la muerte alcanza un halo de la divinidad. Ella entiende que el amor no es su cuento. Descubre por qué la superficie del mundo no la deja dormir y en la intimidad, en lo profundo, la conciencia la desvela. Discierne que no hay estados medios para ella, que no existen zonas grises en sus anhelos y acepta con gusto la bocanada de polvo que entra a sus pulmones.

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Dios lo manda y el diablo lo susurra Mientras miraba el paisaje sombrío de olores a albahaca y nubes tocando la cima de las montañas, Cristina, subida en el árbol de mandarina, indiferente a su contexto, a su pobreza y a su melancolía por algo que no conocía aún, susurraba un suave cántico inspirador de alegrías, bullicios, música y danza. Al llegar a su casa, luego de ese escape de la realidad, de esa subida a lo inverosímil, encontraba la cotidianidad del campo. El olor a leña y a bosta de animales, el cacareo de las gallinas, las esteras tiradas en el suelo frío en espera de un cuerpo que las habite y el silencio de su madre, quien desde la ventana la miraba con ese cariño que todo lo entiende, todo lo espera y todo lo sufre. La lejanía de su hermano, quien en las filas del ejército combate monstruos invisibles, y la terquedad de su hermana que prefiere vestir santos a vestir borrachos, le hacen ver que los destinos para su estirpe se han cerrado, han sido escritos en el mundo de lo oculto, de lo pequeño, de lo indecible. Cada noche le susurra al oído esa brisa suave que le causa escalofríos, porque le recuerda que su manera de ser, de pensar y, sobre todo, de sentir que no tiene espacio en este mundo y que sólo en la muerte o en la soledad se puede ser lo que ella anhela.

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De allí que las invitaciones a la lavandería de las Hermanas de la Presentación, ese espacio subterráneo, lleno de mujeres olorosas a detergente y sumisas, aplastadas por las órdenes de otras mujeres en iguales condiciones pero con la falsa ilusión de un estado solemne, sólo por el hecho de cubrir sus cuerpos y permanecer horas en rezos que ni ellas entienden, que no generan unidad, sino sumos amargos, frutos añejos y espinas, hicieron de ella una pupila del llamado a hacerse monja. No por opción sino por falta de ellas. Como todos los domingos se preparó para ir a la misa al pueblo, con su único vestido color manzana, sus alpargatas de fique y su cinta blanca entre las trenzas que le adornaban no sólo su hermosa cabellera negra, sino su alma impasible. En el camino, como siempre, se encontró con doña Blasina y su hijo Joseito un muchachón gordo, alto, grueso, de sonrisa permanente y poca inteligencia que la asustaba con su mirada, pero sobre todo con su manera detestable de comer. En el mercado del pueblo la aterraba verlo devorar hasta seis papas rellenas con avena, con tanto afán y ansia que a ella le parecía que el tiempo no le alcanzaba a Joseito y a ella se le atragantaba el aire en la garganta y la dejaba sin aliento. Cristina en “edad de merecer” no tenía ni ojos, ni oídos, ni tacto para este mundo. En la vereda decían que a sus veinte años no conocía ni conocería varón pues el ensimismamiento en el que vivía apartaba a cuanto obrero se acercaba a la casa. El misterio de su caminar como entre nubes y ensueños, daban la impresión de estar viendo un ser de otro mundo. Pero ella, por el contrario, tenía los pies y los ojos aferrados a la tierra a fuerza de mirar hacia abajo y caminar por senderos pedregosos. Sus pies gruesos, sucios, llenos de heridas, cansados de recorrer un camino duro, estricto, desolado y ruin, le despertaban la nostalgia de un más allá lleno de terciopelos, praderas y arenas dónde descansar sus andanzas. Sólo las subidas al mandarino le aliviaban el peso de la vida; sólo sus cánticos la animaban a seguir por este valle de lágrimas. En la precariedad de su existencia podía

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develar un misterio que poco a poco se cubría de niebla, de grises, de nostalgias. Ese domingo, a diferencia de los otros, su madre la dejó sola frente al colegio la presentación y le encargó el cuidado del mercado mientras ella visita a su “Señora Úrsula” para encomendarle unos favores. Anteriormente siempre la acompañaba al mercado y a la tienda de Úrsula donde Cristina fruncía el ceño y despertaba su genio de mil demonios, por no entender tanta reverencia y sumisión de su madre frente a un ser humano tan común y corriente. Úrsula siempre las recibía con el comentario: — Calixta mano dura con esa hija, témplele el genio, que como va ni para sirvienta sirve. Cristina ve pasar la gente, ve tragar los pasteles, ve las mulas llenas de café y de plátano. Escucha las campanas de la iglesia ese din, don, dan, que no sólo le quitan el sueño sino también el futuro. Recuerda con nostalgia el único burrito que tenía y que murió la noche que ella le echó de comer hojas de mazorca sin prever un balde con agua para ayudarle a tragar. Al otro día encontraron al burro patas arriba con el buche hinchado y desde ese día su padre Vicente, anciano ya, hace las veces de burro, sin la misma eficacia, pero con la misma melancolía, serenidad y paciencia. De pronto siente como una nube detrás de ella… es la Hermana Carlota, una especie de mujer con cara larga, ojos saltones y desorbitados, de gran altura y ademanes extremadamente femeninos que la saluda y le susurra al oído: — Cristina, mija, ya es hora de responder a una misión superior. Cristina sabiendo que va entregar su vida a lavar ropa en el internado de niñas le responde: — Reverenda hermana no es cuestión de vocación, es la simplicidad del hambre. E impasible accede al llamado. No fue una revelación, fue su historia, no es un llamado, es su predestinación. No es Dios, es la pobreza extrema la que le facilita descubrir la

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voluntad de las circunstancias en su vida. Adiós a los atardeceres en el mandarino, adiós a los domingos de traje color manzano, adiós a los pasteles, adiós a los consuelos de su padre, adiós a su estera fría… a Dios le consagró su vida. Esa es su vocación, una despedida constante de aquello que más quiere, desea y espera. No se sabe si fue por el lavado de ropa o por la oración, pero el crujir de los pisos de madera le hacía discernir que su vocación no era en este recinto. Sus maneras de pensar, de sentir, de aguantar hambre y frío, de no ver otra salida, le hicieron tomar la decisión de buscar respuesta a sus situaciones dentro de un Monasterio de clausura. Todo se aclaró aquella madrugada de abril en la que, sentada en su estera en medio de paredes de bahareque, escuchó con claridad ese susurro revelador: el convento. No lo dudó ni un instante, esa era la puerta de salida. Lo que Cristina entendió con los años, entre lágrimas y soledades, es que “Dios lo manda pero es el diablo el que lo susurra”. El olor a albahaca y a eucaliptos, la brisa suave sobre su rostro, la neblina acariciando las montañas, le hicieron creer que había encontrado su lugar fuera del mundo. Ingresa al claustro de Santa Clara. El olor a madera húmeda, la oscuridad, el frío de la capilla, las rejas del coro, los cánticos desentonados de las monjas, el desgaste de sus alpargatas, la llevaron a pensar que la opción por el monasterio, al igual que la subida al mandarino, era bella, dulce, agradable, porque descubría la mirada más alta, el fruto más dulce, eso sí… siendo consciente de la cantidad de espinas que encontrará en el camino. Ingresa ciega de la realidad a un mundo donde la ceguera es la mejor arma para subsistir. Por ello pudo soportar los primeros años. Su último contacto con el mundo no le permitió discernir el rumbo en el que encauzaba su vida. Al no tener dinero para pagar la dote en el convento la Madre Sacramento le recomendó visitar el colegio Provincial de Pamplona, dirigido por caritativos religiosos de hábito talar

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negro y cuello blanco nacarado. Cristina, con la esperanza en la garganta, se acerca a la entrada del claustro pero no encuentra a nadie. Un silencio abrumador la rodea. Ve a lo lejos una parte caída de la cerca de la cancha de fútbol e ingresa al colegio. Con la mirada en Dios busca esos seres alados que le facilitarán su contacto con la divinidad. Escucha unos sonidos, unas voces, unos gritos, son los coros celestiales, pensó… pero no, era el prefecto de disciplina que con mirada de odio y tono desafiante le grita. Ella estupefacta, no entiende. El Hermano Gratiniano la insulta, le dice que se salga de allí, que no provoque a los muchachos, que busque marido en otra parte. Despavorida se despidió de ese lugar de salvación. Si al menos hubiera tomado eso como una señal, pero no, buscó otra manera. El alma es terca cuando al hambre, la soledad y Dios se aferra. La madre Sacramento la invitó a que tocara las puertas de una de las benefactoras del monasterio, doña Úrsula, quien con su bondad había prometido muchas cosas al convento. Una de ellas, la de ayudar a las muchachas más necesitadas para que llenaran el convento de criadas, de lavanderas, de cocineras, de hermanas del temporal, cosa que ignoraba Cristina pero que en últimas sería lo menos doloroso de su opción. Por su parte, Úrsula sabía que con cada campesina arrebatada de los cultivos y enterrada en el monasterio, sus pecados, sus infidelidades y sus arrogancias iban perdiendo fuerza y el purgatorio se alejaba de su más allá. Los mejores linos que nunca utilizó, las mejores telas que nunca vistió fueron otorgados como dote. La sandalia más elegante que su pie no calzó, esas que la bondadosa Úrsula donó, que la piadosa Cristina, desde lo más profundo de su alma agradeció, fueron las que a escondidas de ella, su familia pagó con trabajo, amonestaciones, amenazas y sudor. La imagen del huerfanito -una imagen del niño Jesús que en el terremoto de 1875 fue buscada y salvada por una monja que murió cuando una viga que le cayó encima- la miró con compasión y la enamoró. Los cánticos de la liturgia, las

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misas solemnes, el humo de la cocina, las manos callosas y los pies adormecidos por el frío fueron moldeando el cuerpo y el espíritu de Cristina, ahora llamada hermana Paulina de San José y la Santísima Trinidad. Para no olvidar su pasado, cada noche hacía un recuento de su infancia; mentalmente volvía al mandarino, al olor a albahaca, a su estera fría. Entre el silencio, la oración, los cánticos, el cuidado de los perros, la cocina, el lavadero y la huerta, se le fueron los años mozos. No recuerda su toma de hábito y olvidó su primera profesión de votos. Si no fuera a fuerza de su vestido café, de su velo negro, de su cordón blanco con tres nudos, de sus ásperas sandalias, no se reconocería monja. Su exterior ha cambiado pero por dentro es la misma. Solo que a diferencia de su pasado, antes tenía la oportunidad de desconsolar, de desafiar, de ocultar. Aquí todo lo saben, todo lo creen, todo lo inventan, nada es sincero, nada es transparente, todo está hecho. No volvió a ver a ninguno de su familia pues no sólo el velo del locutorio lo prohibía sino la vergüenza que tenía al conocer los trabajos por los que pasaron sus padres para intentar pagar la deuda. Deuda que sigue en el más allá porque con cada noticia del fallecimiento de uno de sus padres, una parte de la dote dejaba de pagarse pero sus superioras le recordaban que, en el más allá, las deudas se pagan con el purgatorio. Esa imagen nunca desapareció de su mente. Sus plegarias aumentaban, sus sufrimientos también. La culpa del eterno fuego que viven sus papás por culpa de su vocación la dejan con una deuda eterna que sólo pagará con la renuncia a todo lo que para ella importa: ser ella misma. La negación de sí misma, el ocultamiento de sus pasiones, la hipocresía llevada hasta el extremo de la piedad y la consagración a un estado que no comprende son suficiente manera de expiar sus pecados. La ironía de su estado era estar casada con el verdugo de sus padres. Buscar la paz donde no encuentra corazones de carne sino piedras duras, silenciosamente moldeadas por

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la tristeza, la soledad, la desolación, la envidia, la ignorancia y la certeza de nunca saberse amadas. Intentar buscar la libertad en un lugar donde todos los días se le renueva su condena. Buscar la salvación encerrada en cuatro paredes, no físicamente, eso sería fácil de llevar, sino las paredes de la ignorancia, la resignación, el abandono y la inhumanidad. Lobos vestidos de corderos. Salir del mundo donde puede perderse, no conociendo nada de él, oculta al mundo pero añorando ser luz en medio de las tinieblas. Cristina pisa el umbral del cielo y se dice a sí misma: — Si así es el cielo, mejor una condena en el infierno. Pues imagina que hay más solidaridad en el dolor que en la soberbia de buscar y aparentar la santidad. Añorando subir a Dios, cae en un resbaladero donde cada vez se entierra más profundamente. Treinta años vivió como un ayer que pasó, como una vigilia nocturna. Todo era igual, nada se transformaba, ni siquiera su espíritu. Todo le gustaba y le fastidiaba al tiempo. Pasaban los rostros, las historias, los lamentos, las oraciones, las superioras -que lo eran pero en pecados- y su alma permanecía igual en el recuerdo y el ansía de elevar su mirada, de suplicar misericordia, de encontrar a su amado y pasearse por verdes praderas. Nada de esto llegaba y todo se tornaba gris. ¿Y si estoy equivocada? ¿Si la vida religiosa es el lugar menos adecuado para encontrar a Dios? ¿Si la consagración no es más que una mímesis de la vida? Eso le susurraba el viento al atardecer. Salió por un año de la clausura. Nada diferente encontró en el mundo, pero al volver el claustro sí encontró algo diferente en ella: las acusaciones de brujería aprendida en otros países, las visiones de las noches donde ella pintaba las paredes con sangre. Los testimonios de varias monjas sobre las amenazas con cuchillo que les hacía a las hermanas en la cocina. El informe a monseñor sobre su supuesta posesión diabólica. La muerte del vicario arzobispal cuando iba hacia el convento a escuchar las denuncias. La entrevista con

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el confesor que no la juzgó pero sí la fortaleció, no en la fe sino en la cordura. El paso por otro monasterio tan igual en todo al de Santa Clara. La vivencia del exorcismo. La orden de ocultarse de las demás hermanas, de no compartir el locutorio. Los rumores de sus pactos con el diablo. La prohibición a las hermanas de cualquier diálogo con ella. La orden de no hacer oficios como lavar, planchar o cocinar puso en riesgo su verdadera vocación. En riesgo están cuarenta años de servidumbre. Para eso fue llamada al monasterio, sólo interfería su vocación el cumplimiento de la liturgia de horas, las vigilias y las misas. Al final de su vida encontró en la soledad, el silencio y en lo oculto, el camino estrecho. Ahora entiende la pasión de Cristo, el calvario, la corona de espinas, la cruz… ya no cree en la resurrección, se aferra a la muerte. La visita al santísimo es su consuelo. En eso pasa su vida. Tanta soledad, silencio y misterio hacen mella en su manera de ver a sus compañeras de prisión. Se devela la vida consagrada en cada acción y sentimiento de estas mujeres obligadas por la cultura, la historia, el género y la sociedad a ocultar lo que son. La hermana Carlota, orgullosa de su estirpe provinciana, de su apellido de abolengo, de su finca y sus marranos y de su fealdad extrema, comparte su amargura en cada parto de la mascota del convento y, por obediencia, echa los cachorros en un costal y los lanza fuera del huerto. Durante una noche se escuchan los chillidos, luego el silencio sepulcral, el olor a masacre y el vuelo de los carroñeros en busca de mortecino. Las monjas sufren con la idea de que los chulos alcancen a percibir el olor de sus almas y se las traguen. Luego la indiferencia y la espera del ritual al poco tiempo. Carlota siente satisfacción al pensar en una más que no verá descendencia. Y las monjas caritativas se hacen a un lado del camino. La hermana Josefa, tenida en gran estima por las superioras, estricta a la regla pero laxa en la vivencia del evangelio, es la encargada de acariciar con el carisma a las postulantes

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y novicias. Así asegura dos procesos: o la salida inmediata de las pocas que no han perdido la repugnancia o la perseverancia de aquellas que asimilan esas caricias como la mano de Dios o del diablo (no hay diferencia aquí dentro). Este acto las invita a degustar los sabores del allende y del aquende en un sólo movimiento que, en el futuro, replicarán con las nuevas generaciones. Ella se cree con la verdad revelada, las demás son unas herejes, unas ignorantes. Todo porque ella tiene un cartón de bachiller y unos cursos de catequesis con el párroco de san Damián. Y las monjas fieles, hacen oración. La hermana Agheda , quien al ingresar al convento por la imposibilidad de sentirse amada ni por ella misma, ha deformado su alma por la hipocresía de una piedad fingida, de un seguimiento sin caridad, de una fe sin experiencia religiosa. Con el tiempo, su rostro refleja aquella incoherencia, aquella tristeza; se le parte el rostro en pliegues de carne como lomo de libro viejo. Se cree santa por pasar horas arrodillada ante sus superioras y el sagrario. Se cree sabia porque aprendió a repetir la liturgia de las horas. Se siente digna porque jamás ha sido tocada por mano humana ni divina. Se cree indispensable porque se aferró a la tradición a ojo cerrado sin la menor visión de futuro ni esperanza. Y las monjas justas, bajan la mirada. La hermana Angélica, la vidente, llena los locutorios de mujeres y hombres que piden sus revelaciones. Filas y filas de personas que con su dinero buscan un alivio o una respuesta del más allá. Angélica es la más importante porque hizo del convento una empresa, de la oración una mercancía, de la contemplación un ritual, de Dios un mago, de la donación un salario y del más necesitado un cliente. Ella evita infidelidades, recompone matrimonios, aleja enemigos, mejora negocios, consigue casa, expulsa espíritus, retiene a la pareja, ilumina al ignorante, convierte al hereje, sana a los enfermos… y el monasterio goza de prestigio en la ciudad y en la jerarquía de la iglesia. Y las monjas pobres, aumentan su miseria.

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La madre Sara, que en su ansia de poder lo vende todo por el priorato, guarda silencio de las acciones más atroces. Cierra los ojos a la inhumanidad. Inclina su autoridad a las prácticas vergonzantes. Es rígida y estricta con las monjas más débiles, ignorantes y humildes. Se deja aconsejar por las hermanas más viejas y mañosas quienes, alrededor de la superiora, saltan y ladran como perras falderas, y que, alimentadas con las boronas que caen de la mesa, se sienten importantes y dignas. Sara, con tres reelecciones vende su alma al diablo y al poder y se siente con la sacra misión de decretar cuáles de sus hermanas se salvan y quiénes seguirán con la condena perpetua. Y las monjas auténticas, se apartan a la soledad. Las jóvenes incitadas al desorden, al ansia de poder, a la lujuria, al orgullo y a la buena vida, no tienen ni conciencia ni culpa. Son almas perdidas. No tienen opinión, ni crítica, ni sentido común… menos aún amor por el estado religioso, convicción en lo simple, inclinación al bien o simplemente un toque de coherencia. Se gozan en las faltas, ríen en la perversidad. Siguen el ejemplo de las peores, no temen ni a dios ni al diablo pues no creen en el más allá. Y las monjas santas amarradas a un catre en la oscuridad del olvido. La hermana Esperanza, una mujer delgada al extremo, pálida casi verde, de sonrisa fingida y dientes separados, muere de inanición pues prefiere la muerte a la vida de claustro, a pesar de que gozaba de ausentarse del horror del monasterio por períodos pequeños, pues era la monja externa. Salía de vez en cuando a hacer mercado, a pagar servicios, a deambular el mundo. Tal vez encontró en el mundo y en las plazas de mercado mejores personas, mejores vocabularios y pensamientos. Tal vez reconoció en medio del bullicio al Dios que no pudo vislumbrar en tantos años de silencio. Tal vez aprendió entre el mercado y la transacción, aquello que se oculta en la aparente pobreza ofrecida al dios dinero. Tal vez se le reveló entre tantas mujeres entregadas al placer y a la reproducción, la vocación verdadera, la felicidad escondida y

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oculta a sus once compañeras, vírgenes amargas. Y las monjas coherentes, muertas en vida. Las ancianas, asumiendo un pasado que no volverá, se aferran a la única alternativa de cambio: el ingreso cada vez menor de jóvenes y, por consiguiente, la extinción de la forma de vida monacal. Esperanza contra toda esperanza que sus ojos no verán. Y Cristina, entre ellas, como hace cuarenta años, busca subirse en su butaca de madera para ver más alto. Se asoma por la ventana de su celda, ya no busca respuestas, ya no añora revelaciones, ya no hace preguntas… sólo espera la muerte. Cristina prefiere guardar silencio ante tanto horror, pues perdió la esperanza de que vuelva Dios a estos claustros llenos de normas pero secos de caridad. Ya ha adquirido el carisma: cree en dios pero se le dificulta escucharlo. Reza, canta, medita, pero su corazón está lejos de lo sacro. Se aparta del mundo pero lo añora. Ama a la humanidad pero profundiza un sentido de indiferencia hacia sus hermanas. Transforma su apariencia pero su espíritu permanece firme en la desesperación. Treinta años más vivió así, como un ayer que ya pasó, como una vigilia nocturna. Sonríe, canta y habla una vez al año, cuando un joven inquieto viene a visitarla. El canto de las lagartijas le recuerda al diablo, satanás, el maligno, el oscuro, la sombra, al demonio, que tan cerca de ella ha habitado. En el oratorio lo escucha a sus pies y no la deja contemplar, orar, ni meditar. En el locutorio la hace ver como una mujer fuera de sí, alocada, supersticiosa. En la cocina ese susurro le quita el hambre. Ese cántico infernal en las noches la desvela sin encontrar ningún sosiego. Aparece y desaparece por momentos en el día, es inverosímil la resistencia, la valentía y el coraje que tiene Cristina para soportar su estado. Sólo la consuela el fantasma de su maestra de novicias, la madre Rosario, que con su cariño, su amabilidad, su tacto para entenderla, aconsejarla y amarla, se le aparece en las noches de desvelo y le sonríe. Ella, desde el más allá, le sigue alimentando una vocación fallida, un llamado a la existencia que nunca prosperó, una

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respuesta a la vida religiosa que se asfixió en medio de espinos, piedras, tierra seca y que nunca conoció la Buena Nueva. Ya no recuerda porqué entró al monasterio o, mejor dicho, quiere olvidarlo. Desde su celda se ve toda la ciudad. Desde su humilde butaca intenta mirar más allá, más alto y percibir ese olor a mandarina que en la infancia le nublaba la mirada. El mundo cambió en los últimos sesenta años, el monasterio sigue siendo el mismo desde la edad media. La humanidad da pasos de gigante mientras las monjas viven un continuo círculo vicioso. El joven inquieto siente la fuerza de transformarlo todo, Cristina, lo mira desde el locutorio tras las rejas y siente un dolor en el pecho y se inhibe de gritarle que todo es lo mismo, que nada cambiará, que así fue, es y será. Que los muros de la religión y de la costumbre son más fuertes que la esperanza de un alma inocente, libre y soñadora. Sonríe, despide al joven con una bendición y en su interior se revela que no volverán a encontrarse sus almas en este valle de lágrimas.

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El campanario Abre sus profundos ojos negros, despliega sus hermosas alas de ensueño, contonea su cuerpo adormecido y mira con ternura a sus compañeras de vivienda. Una suave brisa nocturna atiende a los bullicios del entorno. Ellas, seres de otro mundo, mágicos e inasibles, esperan la señal de la avanzada. Habitan el campanario de la iglesia desde que aquella tarde de marzo se posaron al son de las campanas. Tres para tres. Las unas quietas, frías, sonoras, milenarias. Las otras delicadas, sutiles, ligeras y prestas al vaivén de los aires frescos de primavera, revolotean y juegan al son de las campanas. Chocan sus picos en juegos de riña callejera al tiempo que abren sus alas como queriendo abrazarse en un baile perpetuo. Con sus cánticos nocturnos siembran la armonía, con sus danzas yuxtapuestas crean el orden y la ilusión entre los habitantes de un pueblo perdido en la espesura de la selva y el olvido. Una de ellas -la más joven- espera el lamento cotidiano de las campanas anunciando a nadie que es hora de hablar con Dios. Son las 6:30 p.m. los agudos y graves de los címbalos que resuenan se confunden con el ruido ensordecedor de motos, músicas y diálogos superfluos, construyendo un insonoro musical que nadie entiende. La mensajera color

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ceniza vuela veloz por todo el vecindario inspirando a la gente la piedad y la bondad. Ella hace sobrevuelos de fe sobre una región agobiada de dolor, incredulidad y desesperanza. Pasa por la galería, se posa sobre la acacia que da al puerto del pueblo, mira con bondad el tumulto de gente que cierra desesperadamente sus locales. Todos corren, ella permanece impasible. A unos pocos, con su graznido de ensueño, los convence de desviar su ruta hacia el parque central. Con ella Dios sonríe y la vida se torna llevadera. Vuelve radiante al campanario. La alegría de saber que un poco de levadura fermenta la masa devela una misión cumplida. Desde lo alto observa con desdén la ventana que a media luz le indica la presencia de quien las observa sin cansancio. Danza con sus compañeras sabiendo que “la fe todo lo puede”, que la pesada carga de la vida es más llevadera si miramos al más allá. Las tres se alistan para el último estruendo de la noche. Rozan sus picos entre ellas, brincan de un lado al otro del campanario. Se posan mirando cada una a un lado del pueblo y lanzan un graznido de bondad que inunda toda la plaza central. A media noche se despliega valeroso el otro ser alado en busca del cumplimiento de una orden asumida en su genética. Es la hora de inspirar sueños, amores y esperanzas. Pasa por las periferias del pueblo, sobrevuela pescadores ansiosos y jóvenes que a orillas del caudaloso río se prometen amores eternos. Canta al ritmo de los sonidos de la selva mil promesas de amor, de fidelidad y de paz. Nada le es imposible, es portadora de belleza, con su danza nocturna esparce lo inverosímil por el pueblo. Se ven a lo lejos sus formas redondas y ligeras atravesar el patio del colegio y el seminario menor. Vuela veloz pues sabe que su misión es de vital importancia para transportar la gente a mundos nuevos, e inimaginables. Con ella se renueva el universo cada noche y el futuro asoma por el horizonte. A su regreso desciende hasta muy cerca de

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aquella tímida ventana. Una sombra pesarosa merodea la habitación. Ella se hace consiente del cruce de miradas. Danzan entre ellas a ritmo de viento y llovizna, saltan de un lado al otro del campanario. Se posan mirando cada una a un lado del pueblo y lanzan un graznido de nostalgia que inunda toda la plaza central y llega a la ribera del majestuoso río Caguán. Tres de la mañana. Hora en que las ánimas salen a pasearse por el pueblo anunciando la llegada de la “separadora de amantes”. La tercera lechuza -la más anciana- inicia su recorrido en batalla campal contra la muerte. Pasa por el cementerio recordando aquellos que no pudo salvar y desciende veloz por los parajes más abruptos de la geografía semi montañosa. Sabe que un descuido suyo, un olvido o un vuelo lento, son sinónimo de llanto, tristeza y desolación al otro día. Asume que su vuelo esparce el ánimo de vivir a quienes lo han perdido todo. Termina su recorrido a las afueras del pueblo en el aeropuerto. Reposa unos minutos sobre la torre de control, junto al faro intermitente de luz amarilla y verde. Pasa de manera fugaz por el batallón, por una parte de la espesa selva y por la estación de policía previniendo a los combatientes de la llegada de la horrible “zancajosa”. Antes de volver al campanario pasa junto a la ventana de aquél que de tanto mirar al cielo posee la virtud dolorosa de saberse perdido para siempre de este mundo. Con ella, la muerte tiembla y la vida se abre paso entre el silencio y el olvido. Danzan entre ellas al vaivén de la niebla adormecida y se unen al cántico de los gallos con brincos de héroe llegado de la guerra. Se posan mirando cada una a un lado del pueblo y lanzan un graznido de esperanza que inunda toda la plaza central, pasa por la ribera del caudaloso río y se pierde en el confín de una selva virgen. Sienten gozo del deber cumplido. Sólo las almas puras las pueden ver, escuchar o sentir. Una de esas almas, esa noche de marzo increpa al cura párroco y lo hace mirar al firmamento. La bóveda celeste en su

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esplendor lo deja ver por primera vez ese vuelo danzante a ritmo de campanas, ese destello de luz que irradia el blanco de las alas en contraste con la oscuridad reinante y el sonido de sus cánticos llegaron al oído tísico del viejo hacedor de rituales. El anciano párroco mira estupefacto la danza y una lágrima corre por su rostro. El alma inocente siente el reposo del profeta que anuncia una verdad. A la mañana siguiente, el campanario del pueblo amanece rodeado de un alambre con largas y punzantes varillas -es necesario cuidar la fachada de la iglesia-. El caos, la muerte y la desesperanza tomaron posesión del pueblo. El viento arrastra por el pórtico de la iglesia un arrume de plumas blancas.

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-luego de 20 años de ausenciaInspiración: TWR Eduardo Falla, SKSV.

1994. Esa noche, víspera del gran día, las brujas se volvieron a posar sobre la edificación y en el juego perenne de aleteo y risas insoportables tornaron la noche lúgubre y triste como un reflejo del alma de quien estaba de turno en la torre de control. La tormenta amenazaba con tumbar la frágil torre, los relámpagos daban indicios de que perduraría por mucho tiempo este sentimiento de abandono y soledad. El silencio en los monitores de control hacían justicia a esta particular noche, antesala de la luz, guía de los espíritus más sensibles. Juan era uno de esos espíritus, por eso pasaba las noches de sus turnos ensimismado en su diminuto pasado, en sus añoranzas de amar y en su naturaleza raída por la indiferencia y el estigma. Su vida, su espíritu y su alma conjurados milenariamente a andar con los pies hacia atrás, se sentían condenados a retroceder con cada paso que daban. Leía por primera vez un libro sin que lo obligara ningún deber, sólo la voracidad de su aridez y necesidad. Un texto que se posó en sus manos por el azar, como todo en su vida, echado a suertes. Las brujas continúan sus bailes y jugarretas sobre el techo junto al faro rojo y verde. Con sus movimientos han dañado el anemómetro que ahora sólo da información certera de la

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dirección pero no de la velocidad del viento. Eso es lo único que ha molestado a Juan. El ímpetu con el que debía enfrentar su vida al vaivén del qué dirán no lo dejaba dormir y, en las noches más congestionadas por tráfico aéreo, le impedía concentrarse. Cosa nefasta en un controlador pues tiene en sus manos la vida de algunas personas en aire y la de muchas en tierra. Una combinación que Juan nunca pudo desligar: Los anhelos de tocar pie en la tierra y la mirada puesta en las nubes. Nada qué hacer, otro conjuro que lastimaría de por vida su vana existencia. Una noche digna para un día pasado por tragos amargos de café y caramelos, de búsquedas de calmar el hambre con mangos biches caídos sobre el techo de la habitación moderna y vacía. Una magnífica noche para estar lejos de los seres queridos y de los no queridos también. Lejos también de su sentido de la existencia del afecto y del más allá. Ella, que hace unos pocos meses había pronunciado aquellas palabras fuertes y liberadoras de que “la casa es suya y el camino es mío”, no dejaba de tomar decisiones apresuradamente y de lamentarse cuando ya no había vuelta atrás. Esa tarde, sin escuchar más que a su caprichoso espíritu y a sus bríos de aventura y adrenalina, abordó su avión T-41, monomotor de plano alto, color gris, camuflado de matrícula PNC 3042; pese a las recomendaciones de su instructor de dejar para otro día el primer vuelo nocturno en solitario - consejo dado por pronósticos de mal tiempo- prende motores y solicita autorización para despegar. — A: Yarigüies torre, PNC 3042 en plataforma, listo para rodar. Cambio. — TWR: PNC 3042, ruede hasta el punto de espera, pista 04, viento en calma. Ejerza precaución por mantenimientos en la calle de rodaje Alfa. Cambio. — A: PNC 3042 en el punto de espera. Cambio. — TWR: PNC 3014, al paso del ATR42, en corta final, ruede a posición y mantenga.

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Mientras ella mira las luces del tren de aterrizaje del ATR42 en corta final, suspira por los desencuentros de su presente, se enfurece por los recuerdos de su pasado y tiembla por la adrenalina de su primer vuelo nocturno. A pesar de lo frío, calculador y distante de su trato para con el resto de la humanidad, en su interior esconde una fragilidad descubierta con el simple roce de una caricia en su mejilla. Por eso nunca abraza a nadie, sólo extiende su mano como pidiendo limosna y cierra un poco los ojos como fiera antes de saltar sobre su presa. — TWR: PNC 3042, autorizado para despegar, viento en calma. Posterior al despegue, vire hacia su derecha, ascienda a 5 mil pies y notifique en zona de entrenamiento nro. 4. — A: Entendido. Posterior al despegue, viraje a la derecha, en ascenso a 6 mil pies. Zona de entrenamiento nro. 4. Cambio. — TWR: PNC 3042, corrijo, autorizado ascenso a cinco mil pies. Cambio. — A: Entendido, a cinco mil pies autorizado. El asfalto humeante se le presenta de frente en todo su esplendor. Los vestigios de una tarde calurosa sobre la superficie dejan ver el paisaje como un espejismo. Se mueve el vapor sobre la pista y el bochorno se hace gota de sudor en el rostro de la piloto que experimenta una novedad. La quietud de las manga veletas no dejan asomar las vicisitudes de una noche pronosticada de tormenta. La noche siempre saca lo mejor de nosotros. Hay algún trato oculto entre los espíritus, las estrellas, las luciérnagas y la luna, que deja asomar las mejores pasiones, anhelos e ideas cuando se entrelazan las oscuridades del universo con las del alma. Sólo en la oscuridad de la noche el alma se siente libre de ser ella misma. Sólo en la incertidumbre y los temores de la oscuridad el ser humano se descubre mortal. Sólo al contemplar sobre su cabeza la grandeza del universo en las miles de luces que adornan el firmamento, el bípedo implume descubre su finitud.

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A: Yariguies torre, PNC 3042 en zona de entrenamiento nro. 4, alcanzando cinco mil pies de altura. Cambio. — TWR: entendido. 3042, ejerza precaución, aves en el trayecto de la zona 4. Notifique cuando abandone zona de entrenamiento, descenso y aproximación al aeródromo. Cambio. — A: recibido. Las páginas amarillentas, el olor a moho, a libro guardado y un espíritu ansioso de respuestas se suman para ser antesala a un encuentro prematuro que ninguno de los dos se imaginaba, no al menos tan pronto y en estas circunstancias. La tormenta se posa sobre el aeropuerto. Las brujas potencian sus movimientos. “No hay que creer en las brujas, pero que las hay, las hay”, pensaba irónicamente Juan. Sus ojos se detienen en un párrafo, el palpitar de su corazón se hace más notorio, se acelera el pulso, los sentidos se estremecen. Lo siente, lo percibe, lo vive… y lo lee. Se descubren y reconocen detrás de una columna en el tono de su voz, cálida y profunda o en silencio, sentado en una silla de cuero que le adormece la espalda y le acalora hasta lo más profundo de su ser. Un encuentro fortuito en lugares tan extraños y diversos, ya sea en medio de susurros, de gente pobre, harapienta y necesitada y al mismo tiempo en la silenciosa, fría y solitaria habitación a diez metros de altura. Dos habitaciones separadas por un sinnúmero de años, de historias, de decepciones y lamentos. La casa milenaria con sus paredes de barro y caña brava. La torre de control frágil al vaivén de los vientos, con el olor a humedad que la caracteriza por el uso del aire acondicionado, con los ecos de los equipos que han permitido la orientación de tantas aeronaves en aire y en tierra. Con las soledades de quienes han pasado turnos de hasta doce horas, responsables de más de cuarenta aeronaves, con apenas tiempo de tomar una cucharada de sopa entre “Cambio” y “Recibido”. Con su visibilidad de 360 grados, que se interrumpe de cuando en cuando por la copa de los árboles o la mala decisión de un arquitecto de hacer un hangar por

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encima de la altura de la torre y no dejar ver los trayectos más críticos de un vuelo: el aterrizaje o el despegue. Al mismo tiempo, la edificación azul alberga una esperanza colgada de un hilo: la decisión de seguir con lo mismo o de detener todo y volver a empezar. Se perciben mutuamente, ya no hay ruidos, no hay brujas, no hay noche, sólo su presencia. Se asoma por detrás de la columna, ve una mano morena estrechando la espalda de uno de los presentes en la habitación. Siente que el corazón se le escapa del cuerpo, cruzan miradas, se encuentran por primera vez, sus ojos atraviesan y develan un pasado de negaciones. — A: Mayday, Mayday, Mayday. Palanquero torre, PNC 3042. Cierra el libro y corre a la consola de control. Toma los audífonos de control aéreo. El sonido de interferencia que lo tiene medio sordo, con un pitico en tono agudo en su oído izquierdo no le deja entender bien el comunicado de la aeronave. — TWR: PNC…30…, torre Germán Olano, cambio. — A: Soy ANA… ayúdeme, estoy perdida, no sé dónde me encuentro, no veo nada, la tormenta me agarró desprevenida, no tengo comunicación con mi instructor ni con la torre. Ayúdeme, no escucho a nadie, se me acaba el combustible, no tengo instrumentos, es muy noche, no sé qué hacer. Ayúdeme por favor, no me deje morir. — TWR: Por favor repita la información, se le escucha entrecortado, la interferencia de la consola no deja escuchar bien. Le entiendo que está perdida. ¿De qué aeródromo procede, identifíquese, cuál es su plan de vuelo, a qué altitud se encuentra? Cambio. — A: No debí haber desobedecido a mi instructor, me dijo que no saliera con el pronóstico de tormenta, que dejáramos el primer vuelo nocturno para mañana. Ayúdeme, no veo a mi alrededor más que nubes negras y relámpagos, el viento es muy fuerte, el T-41 pareciera que no soportará la presión. No lo puedo controlar. No me deje sola, oriénteme.

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No debí intentar bordear la tormenta, no pude evadir la nube negra que se aproximaba hacia mí. Soy ANA, piloteo un T-41, de la PNC, Nro. 3042. Tengo 25 años, no deseo morir lejos de Barranca, lejos de casa. — TWR: PNC 3042, entiendo que pilotea un T-41, de instrucción, primer vuelo nocturno, se encuentra sin instrumentos ni comunicación con su aeródromo de salida, que posiblemente es Yarigüies…la piloto es mujer, de nombre Ana… cambio. Se hace un silencio sepulcral en la torre de control, lo mismo que en la cabina del T-41. Ambos esperan una señal divina. En aire se esperan respuestas, coordenadas, instrucciones. En tierra se espera despertar y que sea sólo una más de sus pesadillas con aviones C-130 que se estrellan o con K-fires que explotan en el aire. Pasan los segundos como años que se incrustan en la piel. La consola de control mantiene su interferencia pero esto no hace ruido en las mentes silenciosas y absortas de los solitarios nocturnos. El frío de la torre se hace uno con el frío del cuerpo y del alma de Juan quien recuerda en su entrenamiento como controlador la responsabilidad sobre la vida de las personas en vuelo. — A: Mayday, Mayday, Mayday… Palanquero torre, responda. Soy Ana, estoy perdida, salí sin instructor, llevo sólo 100 horas de vuelo en compañía de mi instructor y 20 en vuelo solitario. Es mi primer vuelo nocturno. No debí haber bordeado la tormenta. Debí regresar cuando el control aéreo me avisó de la tormenta que se acercaba por el Sur. Pero no escuché y ahora… ayúdeme, sé que me queda poco combustible, debo llegar a un aeropuerto alterno, no sé dónde estoy; el aeropuerto de Palo Negro no sé dónde está y el de Palanquero menos. — TWR: PNC 3042, mantenga la altitud autorizada por el control en la última comunicación. Que no sea menor a cinco mil pies. Revise los instrumentos nuevamente, mire el indicador de combustible e intente calcular el tiempo de vuelo. Tranquila, todo va a estar bien.

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— A: Palanquero Torre, estoy a cinco mil pies, sin rumbo, se aleja la tormenta, pero sigo sin orientaciones, todo a mi alrededor es oscuro… tengo miedo, me tiemblan las manos, no sé qué hago sola en este avión. Siento terror, ayúdeme. No deje de hablarme, dígame hacia dónde me dirijo, qué debo hacer. No me contestan de la torre de control de Yarigüies, no tengo comunicación con mi instructor ni con otras aeronaves, sólo con usted, no me deje sola… Qué debo hacer. No esta noche, no puedo morir hoy, tengo mucho por curar, por hablar, por perdonar, por disculparme, por vivir, por amar. El combustible me alcanza para una hora, eso tengo de vida. Ayúdeme, no deje de hablarme, dígame hacia dónde oriento mi rumbo. Juan se agarra la cabeza, no sabe cómo ayudarla, en el CEA (Centro de estudios aero-náuticos) nunca le enseñaron a adivinar las posiciones de los aviones. El procedimiento para ubicarlas siempre fue con radioayudas, visual o por radar. Guarda silencio, una impotencia abarca todo su cuerpo. Cierra los ojos y desea despertar. Sabe que es una realidad, no puede pensar. Todo le da vueltas en su mente, su corazón se aflige, está conmovido por el tono de desesperación al otro lado de la consola. Siente rabia de no po-der hacer nada. Toma el audífono…ve la luz verde encendida, dando el paso a informa-ción de control. — TWR: PNC 3042, viento en calma. Pista en uso la 36, condiciones meteorológicas fa-vorables. VOR de palanquero en uso, altitud mínima cuatro mil pies para aproxima-ción… perdóneme, no tengo más indicaciones para usted. Cambio. Silencio profundo dentro de la aeronave. Los más creyentes en la situación de Ana reza-rían, los incrédulos racionales echarían madres, los neuróticos despistados gritarían, los nadaístas orientarían el avión a tierra y dejarían de sufrir. Pero ella, impasible, guarda silencio, suspira profundamente y deja en libertad una esperanza que habita en lo profun-do de su corazón.

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— A: Entendido… Silencio profundo en tierra y en aire. — A: ¿Quién es el controlador? ¿Por qué está trabajando un día como hoy? — TWR: PNC 3042, soy el ATC (Controlador aéreo) Juan, estoy destinado a este turno por ser el nibra del aeropuerto (designación al controlador aéreo recién graduado, referente a la expresión niño de brazos). Llevo dos años en este aeropuerto, lejos de mi familia…pero dispuesto a colaborarle en lo que pueda. Hice el curso en Bogotá, me contrataron al año de haberme graduado como ATC. — A: Juan sigo con miedo. No me quiero morir. Siento que soy tan joven como usted…se le escucha una voz joven y fuerte. ¿Tiene 25 años? ayúdeme, no me deje morir. Somos muy jóvenes, mire el radar, debe haber información. Comuníquese con otro aeródromo para que me puedan ubicar. Me quedan 45 minutos de vida… sueño que mi último suspiro, mi última hora de vida sea alrededor de mis nietos, en mi lecho, en una finca, apartada en los Llanos Orientales. Juan, ¿Conoce Monterrey, Casanare? Allí quiero tener una finca y morir junto a mis seres queridos. No hoy, en una noche de tormenta, con un presente nefasto, un pasado de culpas y un futuro de muerte. Ayúdeme, Juan. — TWR: PNC 3042. Mantenga la calma. El mes pasado cumplí 19 años. No tengo comunicación directa con El Dorado, voy a intentar por medio de CATAM. No tengo radar, lo instalarán el año entrante. El viento está en calma. La pista en uso la 36. En estos 45 minutos no dejaré de comunicarme…Cambio. Silencio profundo en tierra y aire. De la desesperación se pasa a la conformidad tan rápido que ambos sentimientos se vuelven uno. ¿Por qué a mí?, es la pregunta en ambos lugares. Lugares unidos por la interferencia, por el miedo y por una necesidad de respuestas a corto plazo de manera inmediata. Ana mira la pantalla de su tablero electrónico. Echa un vistazo a la profundidad de la noche, escucha el rugido del

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motor que desea con angustia no dejar de percibir. Muchos rostros pasan por su mente, ninguno se queda para acompañarla. Una lágrima corre por su rostro. Se seca el rostro rápidamente y piensa: ¡no es hora de niñerías! Con el reflejo de un relámpago, observa una sombra bajo ella, como una culebra que se desliza a la distancia. — A: Juan, veo un río grande… el río grande de la Magdalena. Juan estamos a salvo, oriénteme. Juan, lo veo, es intermitente, la tormenta algo bueno debía traer. Si, lo reconozco, siempre me fue útil contemplar el río cuando más angustiada estaba. Lo veo, es tan hermoso. Juan, estoy viva… veo el río… sí es, el Magdalena…Juan, pronto, me quedan 40 minutos, hacia dónde me oriento… doy vuelta o lo sigo hacia el sur. Cuando Juan escuchó que Ana visualizó el río tomó el teléfono fijo, pues inmediatamente pensó en él. El libro cae de la consola. Levanta la bocina del teléfono, marca el 263 y una voz al otro lado del teléfono dice: — ¿Ahora que quiere Juan? ¿No es muy tarde para llamar a una casa decente? — Juan: Jefe Arquímedes, qué pena molestarlo a esta hora pero tengo un caso urgente…La muchacha perdida, no hay comunicación, Yarigüies, la tormenta, no le hizo caso al instructor… no tengo radar, el año entrante… no se quiere morir…estoy asustado, ella tiene miedo, no sé qué hacer… bordeó la tormenta, vive en Barranca, está a cinco mil pies, no tiene combustible y quiere morir en una finca en Monterrrey, Casanare. Es un T-41, lleva 100 horas de vuelo, primero nocturno, sola. Quiere nietos y se llama Ana. No ve nada, todo es oscuro, ve el río, el Magdalena. Tiene 38 minutos de combustible. Es muy joven para morir. Al otro lado del teléfono: — Guarde silencio Juan y cálmese, lo primero es eso. Ya entendí, tiene que orientarla. Pero primero para acompañar a alguien debemos tener control sobre nosotros mismos. Respire, tranquilo. Si ve el río ya es buena cosa. Siempre us-

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ted, todo lo absurdo tiene que ver con usted, no puede ser cotidiano, normal, corriente, siempre en los extremos. Eso me asusta y me gusta de usted. Bueno, a trabajar, manos a la obra: llámela por su nombre… eso le dará confianza. Dígale que la situación es buena, que va mejorando, que siga el río, que es buena orientación. Dele la certeza de que se va a salvar y de que viene hacia el Sur, eso esperamos confiando en Dios. Rece. Dígale que está cerca al aeropuerto. Debe orientarse por el río y encontrar un pueblo, Puerto Berrio, si es así estará a treinta minutos de nosotros a toda marcha. No hay tiempo que perder. — TWR: Ana, me escucha, soy Juan. Si ve el río está a media hora del aeropuerto, está volando hacia el Sur y pronto se encontrará con un pueblo, Puerto Berrio. Mire hacia el horizonte en busca de luces, descienda sobre el río a tres mil pies. Sienta que el río es la pista y que ya inició aproximación. Ya viene a casa. Tranquila Ana, respire profundo y cálmese, es lo primero que debe hacer. Contrólese. Todo va a estar bien. Se lo aseguro. Ya siento el olor de su cabello sobrevolando a palanquero. — A: Juan, que bueno, gracias, descendiendo a tres mil pies, ya se ve más el reflejo del Magdalena y creo ver a lo lejos un poblado, motor a toda marcha y deseando estar en casa en media hora, mejor dicho en 29 minutos. — No le va a alcanzar el combustible- piensa ensimismado Juan. Los silencios de la torre se hacen más profundos que nunca. Hasta las brujas se alejan de la edificación para no ser testigos de tan trágico desenlace. Al otro lado: — Juan, dígale que haga un sobrevuelo cercano a la población, que pase sobre el parque principal y que debe ver una iglesia de color rojo con una sola torre en el centro de punta blanca, eso es Berrio. Y está a media hora. — A: Si, Juan, que alegría, es Puerto Berrio, la iglesia, el parque, la torre con la punta blanca… me quedan veinticinco minutos de combustible. Juan, gracias, es bella la vida, es

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hora de amar, de gozarme cada momento de mi existencia y de abrazar a las personas a mi alrededor. Al otro lado: — Juan, debe seguir el río hacia el Sur, se encontrará con un poblado pequeño, con una iglesia color amarilla, con una torre al lado izquierdo, con un reloj redondo. A una cuadra del río un parque con árboles frondosos. Se encontrará con puerto Nare. No olvide motivarla todo el tiempo. Darle esperanzas donde no las hay. Que muera feliz. Que haga su última aproximación sintiéndose salvada, libre y empoderada de su aeronave. Eso es esencial en un piloto que se presta a partir a las alturas. “Sic itur ad astra” (así se va a las alturas). Usted sereno, firme, impasible, incoercible, esa es la postura del controlador de tránsito aéreo. En los parajes más abruptos descienda con libertad, dueño de sí mismo. Está a veinte minutos del aeródromo. — A: Nare, Nare, ya hice aproximación y sobrevuelo… el reloj, la pólvora que se levanta, la gente al rededor del parque, a una cuadra del río, el reloj, la iglesia amarilla, la torre al lado izquierdo, van a ser las nueve. La gente reunida como dándome la bienvenida. Qué alegría, qué noche, mi primer vuelo. Así debía ser, así lo soñaba. Me quedan quince minutos de combustible. Cambio. Al otro lado: — Juan, háblele de usted, no la deje sola ni un momento, cuéntele historias, que el radio nunca pare de emitir mensajes de felicidad, de alegría. Usted con sus chistes flojos, saque los mejores del repertorio, con esa gracia natural para sacarle lo positivo y lo chistoso a todo, muestre la casta. Usted para quien todo es humor y espontaneidad, que hace reír a la fiera de mi esposa, que eso ya es talento, no deje de hacer reír a Ana. Es su tarea, acompañarla con alegría siendo usted mismo, no otro, no el que queremos moldear, sino Juan en todo su esplendor. Va a sobrevolar Puerto Triunfo, su iglesia es más bien bajita, de color blanco, con una torre ancha a su derecha mirada de frente. Estará a quince minutos. Invente

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que el T-41 tiene buena planeación. Ni se le ocurra decirle la verdad: que el T-41 planea como un ladrillo. — A: Juan, qué bello es puerto Triunfo, creo que los dos estamos triunfando en esta oscura noche. Lo invitaré a caminar por esos parques. Como en todo parque deben vender helados, le compraré en cada lugar un bocato. Me quedan diez minutos de vuelo. Juan, dígame la verdad, ¿a cuánto estoy de Palanquero? — TWR: Ana, todo está bien, yo he realizado ese trayecto muchas veces, en un H-500 (helicóptero, mosquito) y en una Piper (avión pequeño), se demora diez minutos, exactamente lo que le queda. Y el ascenso le comerá algo de combustible, pero no olvide que una virtud del T-41 es que planea bastante. No se preocupe, todo estará bien. Ya encendí las luces de la pista. Mire el faro verde y rojo, yo estoy aquí, la espero con los brazos abiertos. En nueve minutos nos conoceremos. Ánimo, ya no falta nada, confíe en mí. Usted es una gran piloto, qué hazaña la de esta noche, una noche para no olvidar, para escribir, para que el mundo sepa de su grandeza… y de la nuestra. Posdata: No me gusta caminar…siempre ando en bicicleta. No me gustan los bocatos, tienen un cono muy duro…me gustan las paletas de agua. No queda bien que una mujer invite. Yo pago. Y la llevo en mi bicicleta que es más divertido… la verdad, no tolero la lactosa, cambio. — A: Ja,ja,ja (risas)… Al otro lado: — Juan, tan pronto vea Puerto Boyacá, con su iglesia blanca, con una cruz gigante en el centro y cuatro puntas que sobresalen a sus lados, con una puerta con una franja rosada que la cubre en forma de mitra y donde sobresalen como cuatro flechas al frente, que ascienda lo que le dé el T-41, que siga el rumbo para que alcance a planear al menos un poco y que así pueda caer en las inmediaciones de la base. Si estamos de buenas, cae en la balastrera. No deje de animarla, no le diga que el combustible no le da y que el T-41 no planea tanto. Tan pronto no escuche el motor se pondrá tensa,

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nerviosa, tal vez grite. Juan, Usted, sereno, siempre dando esperanzas. Prenda luces, apriete el botón rojo de alarma; bomberos y ambulancia deben estar en la pista, aunque va a caer lejos. Avise al H-500, a los pilotos para que estén prestos a acordonar el lugar del accidente. — A: Sobrevolando Puerto Boyacá, ascendiendo a diez mil pies, me quedan cinco minutos de combustible. Vi la cruz gigante, qué bueno que las creencias orienten a los que estamos perdidos en noches de oscuridad. Hay que creer en algo, esto nos salvará de la desesperación y del sin sentido. Juan, sigo el curso del río. Pero no veo las luces de la pista ni el faro de su torre, me han dicho que Palanquero tiene las mejores luces del país. Estoy lejos, sin combustible… ¡Gracias! — TWR: No sea boba Ana, no he prendido las luces, deme unos minutos más, por eso no me ve, además no olvide planear y confiar. Es una noche para creer en milagros. Es un día para saberse a salvo de todo lo terrible de nuestras existencias. Es un día del año en el que creemos que el bien estará por encima del mal. Ana, no desfallezca, ya hizo lo sobrehumano, haga lo que le corresponde en una profesión como la nuestra. Imagínese en esa circunstancia con 400 pasajeros a bordo de un Boeing 747 o de un AB 380. Con niños de brazos, como yo -jajaja- con mujeres esperando abrazar sus esposos, con amantes deseando el reencuentro, con madres añorando ver a sus hijos a quienes tienen lejos hace tiempo. Ana, usted puede, todo lo puede. Crea en usted misma. Usted es la llave que abre la puerta de la esperanza. Nadie más puede hacer nada, está en usted la respuesta, la salida y la opción de vivir. Recuerde que el piloto es el primer responsable de la aeronave. Además… no tengo con quién ir a comer helados. No me irá a dejar plantado…nunca se lo perdonaría. — A: ja… El T-41 alcanza los diez mil pies, su motor deja de sonar… Ana siente el vértigo del primer jalonazo a tierra, siente pánico, pero confía en las palabras de Juan.

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— A: Torre Palanquero, PNC 3042, en descenso rápido, me declaro en emergencia, dejando diez mil pies, descendiendo a 4000 pies. Veo el faro de la torre y las luces de aproximación, el río Magdalena hace una curva que no pienso seguir. Solicito autorización de aproximación visual. — TWR: PNC 3042, autorizado aproximación, veo las luces del tren de aterrizaje. Autorizado descenso rápido, no hay contra orden. Planee sobre la trayectoria de la pista. Los servicios de bomberos y ambulancia están alertados como lo manda la OACI (organización de aviación civil internacional). Juan ha oprimido el botón rojo, a lo lejos se escucha la sirena en bomberos y en el centro médico. Se genera un movimiento en creciente por el aeródromo. La noche silenciosa se transforma y todo parece cobrar vida menos dentro del T-41. — A: En corta final, lejos de la cabecera de pista. — TWR: PNC 3042, autorizado aterrizar, pista 36, viento en calma. Sé que lo logrará. Cambio. Ana hay que creer. Un silencio profundo se toma la cabina y la torre de control. Juan sabe que el tiempo y el combustible no están a favor de Ana, no tiene más palabras para seguir eludiendo una verdad a voces. Ana siente cómo pierde poco a poco el control de la aeronave y, con terror, observa cómo se detiene la hélice de su motor. No escucha nada, sólo el reflejo del Magdalena, que cada vez la atrae con más fuerza, y le deja escuchar el caudal de sus aguas turbulentas. De pronto el T-41 como por un milagro sigue la trayectoria sin descender abruptamente, sin combustible y sin impulso, como llevado por una mano mágica, como sustentado en los brazos de un ser que todo lo puede y todo lo ama. Toca suavemente el umbral de la pista y en ambos lugares se escucha un profundo suspiro. — TWR: PNC 3042, Ana, bienvenida a Palanquero, abandone la pista por la calle de rodaje Charlie, rumbo a la plataforma comercial. Notifique señalero a la vista. Cambio. Juan suspira y llora de felicidad.

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Ana ve las luces amarillas de la pista alrededor de su aeronave, siente el ruido del contacto del tren de aterrizaje con la pista. Ve el humo que sale del contacto. Sale por la calle de rodaje Delta, en contra orden de salir por la Charlie que la llevaría al otro lado de la base. Quiere dirigirse al frente de la torre de control, es el único lugar al que quiere llegar. La ayudan a bajar de la cabina los bomberos e inmediatamente corre hacia la torre de control. Sube las primeras escaleras, pasa por la puerta de meteorología. Continúa su ascenso con el corazón en las manos, pasa por el piso tercero, el del fax. No tienen voz, quiere comerse el mundo, sube al cuarto piso. Juan abre la puerta desde arriba por una cuerda amarrada a la chapa. Suena la puerta. Ana sube despacio por la escalera en forma de caracol -que se hace interminable- lo ve, lo abraza. Juan le susurra al oído con serenidad, transparencia y afecto: ¡Feliz navidad! Al otro lado del teléfono la experiencia se vuelve a acostar con una leve sonrisa en el rostro.

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La ojona Mientras peina su larga cabellera negra con la delicadeza de quien alza por primera vez un recién nacido, Andrea Dulcey susurra canciones que la ensimisman en un vaivén de aventuras de las cuales nunca hará parte. Ella, con esa delgadez que recuerda monjas penitentes en claustros de tiempos perdidos, con esos ojos cafés claros que miran siempre más allá de lo debido y con ese hálito de inocencia que le cubre toda su personalidad, anhela haber vivido otras épocas, otros cuerpos y otras desventuras. Pero le tocó la combinación más macabra y compleja de la vida: mujer, pobre, colombiana, primogénita, liberal -de pensamiento-, maestra rural en tiempos de violencia bipartidista y, para completar el mal, católica. Ninguna opción, toda una imposición de la tradición y del destino. A sus escasos quince años de existencia ha conocido el mal en todas sus dimensiones. Dentro del hogar con un padre testarudo que todo lo arregla a machete y golpes. Una madre sumisa que trae al mundo seres cada año como ritual de Semana Santa. Una pobreza que les sale por los poros como ungüento crismal. El único recuerdo feliz es el de los domingos por la tarde, cuando sus tías la vestían y le adornaban sus cachumbos azabaches para que el pueblo entero se

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deleitara con su presencia en la puerta de su casa. Su cabello era su única alegría. Sólo cuando entró a la escuela encontró una desazón en su cabellera: los piojos que hacían fiestas en tan bello terreno ondulado. Nada que los secretos de su tía Josefa no pudieran aliviar con litros de kerosén y dolorosos jalones de cabello al intentar peinarla con ese pequeño cepillo infernal. Sin embargo, ella sumida como en un sueño se mira al espejo y consiente y acaricia su larga cabellera. Ella que todo lo cree, todo lo soporta, todo lo sufre, siente que el alma no se le estira más, que la fe la abandona por completo y que la esperanza nunca pasa por ese pueblo desalmado. Sólo la fe en su Ojona (La virgen de Belén) le trae tranquilidad y sosiego. La primera vez que caminó hacia ella fue con ocasión de la maldición que le echó el cura del pueblo a su familia, por la nimiedad de ser liberales. Ella estaba muy pequeña pero en su mente retumban aquellas palabras en boca sacra: — ¡Generación de víboras! Hasta tres generaciones les maldigo. La primera a la muerte prematura, la segunda a experimentar la pobreza extrema y la tercera a no dejar descendencia sobre la faz de la tierra. Horas más tarde del escarnio público realizado por el ministro de dios, al borde de la media noche, escucharon con horror el sonido sepulcral del cacho de res anunciando una catástrofe. Segundos después del toque de cacho escuchó golpes en la puerta como queriendo tumbarla sin permiso, gritos a las afueras de la casa, llanto y lamentos descontrolados. Andrea se levanta de la cama, tan desesperada que con sus movimientos despierta a sus cinco hermanos compañeros de lecho. Salen a la calle y el trágico anuncio: un alud de tierra ha sepultado la casa de su tío Luis y enterrados quedaron éste junto a la noble de Anadela, en el sexto mes de embarazo y a sus cinco primos, María Jesús, Edilia, Hugo Alfonso, Marina y Jesús. Sólo el pequeño Ricardo, que salió a orinar a esa hora luego de escuchar un silencio sepulcral, se salvó de la muerte funesta. Andrea recordará toda la vida

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el dolor de ver en la sala de su casa los siete ataúdes, dos de color negro y cinco blancos. La noche del sepelio emprendió junto a su madre camino hacia Salazar de Las Palmas en busca del consuelo y la protección de la Ojona frente a tan grave maldición. Con amargura, sumida como en una pesadilla, Andrea se mira al espejo para consentir y acariciar su larga cabellera. Dos días de camino -con sus respectivas noches- pasó entre montañas lúgubres llenas de espantos, mitos y malhechores. Horas de rezos, sueños, temores y cansancios. Tres cosas la atemorizaban: los espantos que caían de las copas de los árboles en la recta de Santiago, recordando lo pérfido del suicidio. Las historias de azules malhechores que por el camino torturaban y mataban a liberales viajeros. Y el terror a las alturas que tenía, sobre todo al intentar pasar las hamacas que sobre ríos caudalosos se tejían como telas de araña. Al llegar a Salazar las recibieron como peregrinas entre aleluyas y diostesalves. Emprendieron el último trayecto hacia la virgen Ojona, un pasaje de flores y saúcos que con sus aromas adormecían el corazón y confortaban las tristezas. Andrea sólo pensaba en sus primos, en la alegría de María Jesús con quién compartía secretos infantiles, en Edilia siempre fría y distante pero hacendosa en el hogar. En Hugo Alfonso a quien quería como su hermanito menor y quien la recibía siempre con un abrazo y un beso en la mejilla. En Marina, la niña más bella jamás contemplada, de cachumbos dorados y mirada de miel. Y en Jesús, amor de sus amores, regordete, blanco, de ojos saltones y risas eternas. Por su mente y alma pasaban el rostro afable de Ana Dela, sus aguapanelas con queso, la ternura hecha mujer y el recuerdo de su tío Luis, hombre sabio, manso y humilde, de brazos fuertes, manos callosas y corazón de ángel. En silencio maldecía todo a su alrededor. Al curita por haber hecho la maldición, a su pueblo por la ignorante guerra entre azules y rojos, a su familia por heredar y hacerse matar por un partido que lo único que les daba era temores, des-

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tierro y de vez en cuando un balazo en la puerta de su casa. Cuando entró al templo, cubriendo su larga cabellera con un velo color azul, sólo pudo posar la mirada en ese cuadro mágico donde una mujer de ojos saltones la miraba y le movía los labios como consolando su ira. De pronto sintió cómo su mamá desenvolvió aquel artefacto de una bolsa e hizo un movimiento extraño sobre su cabeza. Andrea lloró, la Ojona la mira con ternura. Sale del templo con un dolor en el alma y sin el velo azul cubriendo el rostro. Esa tarde de abril, al bajar la estera que asemeja de puerta en ese rincón perdido en la montaña, sabe que no hay decisión, que las oportunidades son para otra vida, otra clase de personas, que a ella le corresponde obedecer, arriesgar, cumplir y llorar. Nada la acongoja más que saber que camina hacia su propia muerte. La casa que la vio nacer, hoy día le susurra que vuelva para adelantarle el “Reino de Dios”. Un mes antes, cuando los niños de la escuela salían a medio día al almuerzo y ella vigilaba desde aquella roca milenaria a los pequeños bulliciosos, recibió el telegrama: Cúcuta, abril de 1958 Sta. Andrea Dulcey Parada. Saludo. Se notifica como jurado de votación. Lugar: La curva. Llevar vestido azul, con mangas. Cabello en trenza. Consejo: no ver, no hablar, no escuchar. Limitarse a respirar y firmar. Asistencia obligatoria. Floro Yánez Inspector Obligada a ir a votaciones recordó aquella última noche en ese pueblo de mierda y temió por su vida. El sonido del tiro hecho en la puerta de la casa retumba en sus oídos y en su corazón. Las negativas en la tienda para venderles o fiarles mercado le enmudecen el alma. Piensa en la Ojona, le hace una promesa. Sabe que no saldrá viva, que hay mucho odio en ese pueblo y fraude en las votaciones. Con el corazón en la mano responde el telegrama:

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Cascajal, abril de 1958 Su eminencia, nuestra madre María santísima que ve todo, lo cuide. Ella parió al salvador. Lo bendiga y acompañe mientras salva al pueblo del infierno. Cuente con dulce y ciega obediencia. Andrea. Mientras el inspector se burlaba de la ignorancia e inocencia de aquella maestra de escuela demostrada en la elaboración de aquel telegrama, Andrea sonreía pícaramente por la forma como escondió el mensaje verdadero dentro del texto del telegrama, aplicando el juego de escribir en clave de leer cada tercera palabra. Con sus hermanas reían al escribir textos que sólo entendían entre ellas al leer cada tercera palabra. Camino hacia La curva, esa mañana de mayo, ve transcurrir los treinta y dos pasos de la quebrada entre llantos y sentimientos contrapuestos. No entendía lo absurdo de un pueblo que se mata por ideas políticas y menos aún comprendía por qué siendo de un mismo partido se odian y se matan laureanistas y ospinistas. Recuerda la sabia respuesta de Ernestina: - brutalidades de hombres mija. Con el rosario en la mano izquierda y con la mano temblorosa de su hermano menor en la otra, encomienda a la Ojona todos sus desvelos. En la entrada del pueblo le hace una promesa, la peregrinación y sacrificio hasta el santuario si los saca con vida de ese pueblo miserable. Con el miedo a flor de piel Andrea, sumida en una realidad delirante, saca su espejo, se mira, consiente y acaricia su larga cabellera. En el cementerio que es lo primero que encuentra, pasa la mirada sobre las tumbas de sus adorados familiares y el temor se convierte en ira. La encuentra su amigo Mariano, la saluda y le dice que no puede hacer nada por ella, que en el pueblo hay orden de no hablarle, ni darles de comer, que por favor los entienda. Sale despavorido a esconderse entre un bosque de eucaliptos. Entra al desolado pueblo, sus calles le recuerdan los cuentos de pueblos fantasmas que tanto le

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gustaba leer en la escuela hogar. Por las ventanas se vislumbraban miradas de lástima y entre las paredes se escuchan murmullos de venganza. Entra en casa de su tía Josefa, tan pobre como el portal de belén. La saluda con tristeza, no aguanta el dolor de ver a su sobrina predilecta yendo hacia el calvario. Ni agua puede ofrecerle, está prohibido todo contacto con ella. La amenaza del destierro o la muerte le hacen pensar que sus siete hijos merecen al menos un rancho donde recostar la cabeza. Sólo le demuestra su amor acariciando su pálido rostro y trenzando su hermosa cabellera negra. Una cinta azul coloca entre sus cabellos. Andrea intenta zafarla pero su tía le dice: — Al menos déjeme regalarle esta protección, piense que es el manto de la Ojona que la cubre. Y sale en silencio de la casa. Llegan a la escuela y los principales del pueblo los esperan armados hasta los dientes. Andrea aprieta la mano de su hermano y, con la otra, pasa pepas del rosario. Mirada firme, serena y altiva, eso aprendió de la terquedad de Pablo, su padre. Los hombres alzan la voz y gritan: ¡Viva el partido conservador! ¡Mueran los laureanistas! ¡Muerte a los liberales! Y una ráfaga de tiros surca el cielo. Un frío sepulcral estremece el frágil cuerpo de Andrea mientras un delgado rastro de líquido tibio baja por el pantalón de su hermanito. Todos gritan y ríen. Ella, impávida, saca lo mejor de su estirpe, la ironía, y saluda: — Señores, soy Andrea Dulcey, la jurado de votación. Que el dedo manchado de Rojo - lo dice pausado y con acento- nos recuerde hoy y siempre la grandeza de un país con democracia. Y meneando su larga trenza, se hizo paso entre la turba. Al lado de la mesa de votaciones observa las tulas llenas de votos ospinistas. Un policía amigo le dice con la mirada que deje las cosas así. Ella lo mira de reojo y le sonríe. En un descuido el joven policía se acerca a Andrea, huele su dulce cabellera y le pasa una bolsa con medio pan y un banano.

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Le susurra al oído: ¡cuente conmigo hasta el final! Los principales del pueblo agarran la caja electoral y la rellenan de votos ospinistas. Ella, rápidamente, toma la caja y la vuelca, los votos caen al suelo. Antes de que reaccionen los hombres ella indica: — Señores, antes de votar hay que entonar el himno nacional, y lanza un gemido estrepitoso: ¡oh gloria inmarcesible, oh jubilo inmortal!… Al terminar el himno, les dice: — Ahora sí, que reine la democracia. Y empieza a alzar cada uno de los votos polvorientos y a introducirlos a la caja. Su amigo serenamente sonríe. En ese instante, como mandada por dios, Rubiela, la loca del pueblo, grita: — Fraude electoral, fraude, fraude, y empieza a tirar piedras hacia la escuela. Inmediatamente los principales del pueblo la mandan a amarrar y le lanzan baldes con agua fría en el rostro; ella sigue gritando, hasta que el agua ahoga sus gemidos. El miedo y el silencio se toma el pueblo. Pasa la jornada electoral, cae la tarde. Su hermano siente el alivio del pan y del banano, al mismo tiempo ella se llena sólo de orgullo por la resistencia política demostrada en su ministerio público. La acompañan hombres armados al telégrafo del pueblo para rendir el informe electoral. Su amigo el policía la acompaña a lo lejos. Ingresa a la oficina y dice: Telegrama electoral, enviado a Cúcuta, que lo reciba mi hermana Elena en la registraduría: La curva, 4 de mayo de 1958 Para: Elena Dulcey. Informo con orgullo que ante todo hubo transparencia. Ningún fraude permite ni en Cúcuta ni la lejana victoriosa curva. ¡Viva Colombia! Andrea.

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Elena, recordando la clave de lectura, inmediatamente se entera de la situación que dice el reporte oficial. Informa del fraude electoral vivido en el corregimiento de La curva. Dan por anuladas las elecciones en ese corregimiento. Mientras tanto, Andrea, de la mano de su hermano y custodiada por su amigo el policía, abandona este pueblo amañado y cruel. Se despide de su tía Josefa con una sonrisa melancólica y un adiós de ensueño. Nada le detiene su paso largo y rápido. Se escuchan los gritos de júbilo y las ráfagas de victoria a lo lejos. Sigue descendiendo por la montaña de la mano de su hermano y de la mano de su Ojona, que está cumpliendo con cuidarla. Suelta su larga cabellera, bota la cinta azul que ata su trenza y rompe las mangas de su vestido azul celeste. Se siente libre para volar sobre los parajes más abruptos. En Cúcuta la reciben como una heroína. ¡Vivan los Dulcey! ¡Vida larga a Andrea! ¡Viva el partido liberal! La levantaban en hombros por su valentía, transparencia y lealtad al partido. Días después la trasladan a la escuela de Sardinata, un pueblo cerca de Cúcuta. Ella, que ni rojo ni azul ha pasado varios colores en esta amarga experiencia, baja la mirada, termina de entregar los reportes y la documentación y comienza a pagar su promesa. Camina hasta Salazar en busca de su Ojona, su protectora. Junto a sus hermanas parte por el camino que las conduce al Zulia, son las cinco de la tarde. Pone ritmo a la marcha, sabe que la que se queda se queda. En la recta de Santiago, donde se escuchan los espantos caer de los árboles, sonríe pues ya nada la detiene. En el alto de Los Compadres, donde hay que pasar un puente colgante sobre el caudaloso río Peralonso, se burla de los riscos y abismos, ya ha volado suficientemente alto para dejarse vencer por pequeñeces. Llega a Salazar de las palmas y entra en el santuario. Descubre su cabellera hecha en trenza, se arrodilla con devoción y mira fijamente a los ojos de su señora. Lágrimas corren por el rostro de Andrea. Saca de una bolsa plástica unas tijeras y cumple con su promesa. Corta su hermosa

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cabellera, su orgullo, su lujo, su feminidad, su valor mayor. La coloca sobre el altar de la Ojona y en silencio hablan de mujer a mujer. Un año después, Andrea y su familia salen desplazados de Sardinata por la lucha electoral conservadora. La maldición continúa realizándose en sus vidas y esta vez no tiene cabellera que ofrecer.

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Amistad Repicó el teléfono y al otro lado una voz entrecortada me anunció el trágico suceso. Encontré el cuerpo de Julián tendido en el suelo de la cocina con un papel pegado en el pecho. Las letras fueron escritas con su sangre. Lloré amargamente. Mi mente se trasladó a aquel sábado funesto en el que aprendiendo a manejar, bajo las ruedas de mi carro, gimió el pequeño pastor alemán. Lo vi tomar el cachorro entre sus brazos. Derramó lágrimas de dolor sobre el suave pelaje del animal. Me bajé del coche, lo miré a los ojos y le dije: — Lo siento, no vi al cachorro. Pasaron seis meses…repicó el teléfono y corrí a casa de Julián. La nota sobre el pecho decía: — Quedamos a mano, ninguno tiene ahora a su mejor amigo.

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El pozo Como todas las noches se acerca a ese lugar lúgubre de su casa, el cemento húmedo y frío por los constantes viajes en busca del líquido preciado hace estremecer su esquelética corporeidad. Su huesuda mano aparta el viejo balde, testigo de tantos diálogos inconclusos y repetitivos. La boca del pozo siempre le ha parecido muy ancha, tenebrosa y extremadamente vieja. Cree ciegamente en la atracción milenaria que ejerció sobre sus antepasados. Como abejas al panal se ha imaginado la fila de parientes seducidos por esta ventana al más allá. Esa noche el pozo le susurró con voz de eco: — ¡Cobarde! sabes que más temprano que tarde te atreverás a lo ineludible. Sus pupilas se dilataron al contacto con la profundidad y oscuridad de aquella herida en la tierra. Un frío de ultratumba posee toda su humanidad. Reconoce su voz a lo lejos, se retira lentamente de esas fauces sedientas de sangre y, como siempre, emprende la huida hacia su tediosa cotidianidad. Esa noche de noviembre escucha a lo lejos murmullos, risas, rancheras y sonidos inefables. Siente pisadas de gigantes alrededor de su escuálida figura y la camiseta pegada al cuerpo por el sopor de una noche lúgubre le hace consciente del lugar que ocupa en el universo. Se da la vuelta y siente la

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dureza de la banca de madera sobre la que se encuentra recostado; cierra y abre sus ojos tan rápidamente que no tiene espacio para soñar, sólo la imagen de Vicentico, su hermano menor, le reconforta del tedio de otra noche sin destino fijo. Las calles de su pueblo le hastían, pues de tanto recorrerlas le parecen todas iguales. Siente que su mundo se hace cada vez más estrecho, pesado y descaradamente funesto. Mariano había salido de su rancho sin el permiso de su madre y sin la complacencia de su temido padre. Sólo estimaba la hora de ver reflejados sobre la pared de bahareque y caña brava aquellos mundos mágicos de alegrías, peleas, amores y desengaños. Aquella noche nefasta se quedó dormido durante la proyección de la película mexicana de todos los jueves de terror. Un deja vu ronda su mente: la amenaza a gritos de “darle correa” si vuelve a escapar de la casa para ir a cine. El sentimiento de ansiedad ante la espera de la hora adecuada para saltar la pared del patio que da al callejón del barrio y la extensa fila de adultos solitarios y parejas en busca de oscuridad que encuentra al llegar a esa esquina milenaria de techos de teja de barro y ventanales de madera. Todo concluye en lo mismo: el escape permanente de su realidad y un retorno eterno a los reclamos del pozo que cada noche lo atrae hacia sus entrañas con voces de eco que le son tan familiares. Todo le es indiferente menos el amor de su ángel Vicente y los horrores que padece a orillas de ese abismo húmedo, tenebroso y profundo. Al comienzo dormitaba entre destellos de luces y diálogos aztecas, luego se dejó abrazar de un sueño profundo. Atrapado por las pesadillas de su diario vivir, siente que no hay diferencia entre estar despierto o dormido. En sueños se desarrollan nuevamente sus permanentes miedos. Los golpes recibidos por haber dejado derretir los helados hechos en pura leche y que por pena y orgullo nunca puede vender en las puertas del estadio de fútbol. El miedo a los gritos de su padre que le recuerda que es un “bueno para nada”, “gastador de calzones” y “necio culicagao”. El terror de volver cada

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mañana a la escuela donde con gritos, insultos y amenazas, hombres de negras indumentarias perfilan un futuro de glorias para la sociedad y para la religión. Las incontables noches de insomnio a la escucha de gemidos y movimientos continuos que llegan del otro lado del escaparate, origen que descubrió la noche que decidió mirar por encima del mueble y cuyas imágenes se grabaron en su mente y le quitaron la inocencia para el resto de la vida. Y lo que más le asusta, los eternos reclamos venidos de las profundidades de la tierra, esos encuentros turbios y perennes con voces de ultratumba que le recuerdan lo inútil que es su existencia y le llaman al único destino posible. Sólo una luz al final del camino le ilumina la vida, ver a Vicentico con su sonrisa de sol, sus cabellos rizados a ritmo de su andar prematuro y sentir los besos y abrazos que le proporciona cada vez que regresa de sus encuentros con el más allá. Vicente es su razón de vivir, es la alegría de su existencia, es lo mejor que su madre le ha dado, mejor dicho, es lo único bueno que ha recibido de ella. A él lo cuida en las tibias mañanas cuando la casa queda deshabitada y sumida en unos silencios de viernes santo. En noches de tormenta corre a su cuna y le canta rancheras para espantar los fantasmas y menguar las maldiciones del tiempo. Se interpone entre su padre y su hermano cuando éste llega borracho y quiere desquitarse a golpes con alguien. Lo lleva en las tardes de domingo de espanto al parque del barrio a tomar algo de sol y a que juegue en los cerros de arena que a lado y lado de la calle se disponen para la construcción de un templo. Y a toda hora, como guardián de tesoros, lo observa para detenerlo en el instante en el que es llamado por aquel orificio maléfico y para ocultar con cánticos infantiles esa voz macabra de insinuaciones trágicas. Entre sueño y pesadilla percibe un toque suave en su espalda, luego un golpe de punta de pie acompañado de un grito. Se siente en casa. Lo levantan de la banca de madera. Nadie habita el salón de proyecciones y los dueños del lugar

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recogen la basura y arreglan la sala para próximas funciones. Lo encontraron enroscado como culebra en matorral y a patadas lo enviaron a la calle, su tan conocido hogar. Corrió con todas sus fuerzas y dos cuadras antes de llegar al callejón de su barrió se dio cuenta que había extraviado una de sus chancletas. Intentó devolverse, pero reconoció a lo lejos la silueta de su madre con la correa en la mano y gritando su nombre. Doble castigo, el de la ida a cine y el de la pérdida de la chancleta. Entra tembloroso por la tapia del solar de su casa, mira de reojo el oscuro paraje de sonidos de aguas profundas y decide voluntariamente acercarse a escucharlo. Sus huesos reciben el frío sepulcral con un afecto maternal. Sus manos tocan los labios de aquel doliente cráter seductor. Su mirada se congela al vaivén de los movimientos leves de los fluidos de la tierra. Sus oídos afinan suavemente las melodiosas voces que lo invitan a acabar de una vez por todas con ese dolor profundo en un miembro que no existe. Su corazón palpita lentamente mientras memoriza aquella nueva revelación, aquel mensaje doloroso y salvífico. Una lágrima cae por entre los bordes redondos de barro y loza desprendida. Un suspiro le arranca lo que le queda de niño y una sonrisa se calca en su boca quebrada por tantos silencios arrumados. Recibe con beneplácito los golpes de su madre y los insultos de aquel hombre sin rostro. No es capaz de darle la cara a Vicente. A la mañana siguiente escucha los sollozos de Vicente que lo llama desesperadamente. La casa deshabitada se muestra indiferente a la situación. Lo observa por entre las cortinas que dan al patio de la casa y recuerda aquél mensaje liberador de la noche anterior. Sabe que todo tiene solución. Escucha aquellas voces fantasmales y guarda silencio. Vicentico corre hacia aquellos sonidos inefables y seductores. Mariano tapa su boca para negarle los cánticos de retorno. Paso a paso Vicente experimenta un afecto nunca antes vivido. Con doloroso regocijo Mariano ve cómo el pozo se traga la corporeidad de su razón de vivir, escucha el chapalear del cuerpo

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de Vicente, reconoce los balbuceos del niño mezclados con los ecos del allende y descansa en el silencio sacro que abraza todo el lugar. Como por un espejo de hojalata, imagina la vida que le espera a su hermano y suspira profundamente. Da la vuelta, recoge el recipiente infesto de helados derretidos y sale de su casa a recorrer el mundo de los vivos.

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Presagios ¡Si son antes de la ocho de la mañana cumplo la cita que tengo en la capital! Eso fue lo que se dijo mentalmente mientras se desperezaba en aquel nicho de sudor y desengaño. Abrió y cerró sus ojos lentamente como en un baile de caracoles. Hizo maña previendo no asistir a tan desalentadora cita mensual. Lanzó una mirada de reojo a su viejo reloj despertador y frunció el ceño cuando advirtió las ironías de la vida. Eran las 7:59 a.m. Se levantó, recordó algunas fracciones de imágenes de la noche anterior y sonrió levemente. ¡Si las muchachas me han dejado agua caliente me pongo el vestido rojo que tanto atrae las miradas de la gente! Abrió la llave de la regadera y un chorro de agua gélida salpicó sus pies. Asintió con la cabeza y recordó que los jeans estaban sucios. Se vistió rápidamente pues ya habían llamado el taxi. Bebió un sorbo de café y saludó sin emoción a sus compañeras de viaje. Salieron las tres como alma que lleva el diablo. Ella se devolvió a su cuarto en busca de la almohada que le hace más llevadero el rutinario viaje de tres horas. ¡Si me dejan en el puesto del medio del taxi les gasto el almuerzo a las niñas! Al abrir la puerta vio que había empezado una pelea porque el conductor no dejaba que la Shirly viajara con su “pinche

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perra”. Que le deja pelo en las sillas, que se orina en los tapetes, que vomita todo el carro… Luego de algunos insultos y promesas el taxista gritó: — Bueno, que se acomoden como puedan las cuatro perras en la parte de atrás. Se carcajearon por el triunfo obtenido y su alma descansó al ver que la Shirly se adueñaba del puesto del medio. Sólo tenía en su bolsillo una vieja moneda y los billetes de los pasajes de ida y regreso. Recostó su cabellera sobre la suave almohada, cerró los ojos y empezó a imaginar mundos paralelos a su monótona vida. Las muchachas se divertían con las historias de la noche anterior. Beyonce narraba su buena noche al encontrar un cliente que la trató muy bien, con caricias suaves sobre su cabeza, con órdenes sutiles de movimientos y piruetas. Sobre todo recordaba esos diálogos llenos de mucho afecto. Su cliente, al terminar, le dijo una frase que nunca olvidará: - Tus ojos me recuerdan a mi mascota. Y todos en el taxi echaron a reír. Shirly hacía maromas con una bolsa para que la perra no ensuciara los cojines. ¡Si la “pinche perra” me vomita es porque al llamarlo y decirle que me encuentro en la ciudad se alegra y corre a mi encuentro! Hace seis meses que no se ven, pues las circunstancias de su profesión y las vicisitudes de la vida nocturna no daban espacios para el romance. Sin embargo, ella albergaba la esperanza de un milagro que lo llevara a reconocer en ella una humanidad más allá de las virtudes y proezas en la cama… o en cualquier otro lugar que a él se le ocurriera. Diez minutos antes de entrar a la calurosa ciudad la perra sacudió su cabeza y un chorro de babas con arroz se albergó en los rotos y viejos pantalones de la pasajera de al lado. Todas gritaron. El conductor gimió de rabia, pues había advertido el suceso. La Shirly se enrojeció de pena al ver el cuerpo de su amiga bañado en el espeso líquido. Beyonce lanzó risotadas y burlas pues la escena se le hacía de otro mundo. Ella solamente sonrió, calmó a todos

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en el automóvil, se limpió con un pedazo de papel higiénico y supo que esa tarde tendría un encuentro casual con el amor de su vida. Nadie comprendió su actitud. Ella fue feliz. Llegaron a la cita prevista. Los lugares concurridos de gente con dolor les eran extraños. Ellas, habituadas al ruido, a la música, al baile y a la fiesta continua, se sentían extrañas en esos pasillos de angustia y espera. Acostumbradas a los colores, a la moda, esas vestimentas blancas las asustaban al extremo de tener que juntar sus manos y caminar tan cerca la una de las otras que tropezaban a cada instante. ¡Si me toca de última en la consulta, llamo a mi casa! Su familia no la veía hace más de dos años cuando abandonó su pueblo natal para extender “las ventas” a otras regiones. Aunque no extrañaba nada de su hogar, le afligía la forma como gritó a su mamá el día que abandonó la casa. Eso era algo que nunca se perdonaría. Salió una enfermera, llamó a Shirly, ella dejó la perra en manos de Beyonce y acudió al llamado. A los diez minutos intercambiaron la perra y entró Beyonce a la cita. Revisó su bolso y separó una moneda para la tan pesarosa llamada. Sabía que no pasarían más de dos minutos entre saludos, silencios y reproches. Un loco paseaba entre las camillas dispuestas a lo largo del pasillo. Ancianos, niños, mujeres y hombres con sinnúmero de dolencias adornaban esa callejuela del horror. Ni la perra podía aguantar tanto sacrificio. Aullaba agudamente como ahuyentando al mismo diablo. ¡Si me contesta mi madre, el encuentro de esta tarde no se limitará a las dos horas acostumbradas, sino que retornaré al pueblo mañana, bañada en una felicidad total! Introdujo la moneda en el teléfono gris ubicado en parque principal. Del otro lado una voz cansada y ronca dijo: ¡Qué quiere!. Apretó fuertemente sus labios y colgó. Recordó esa voz que de niña le susurraba al oído palabras que no entendía, amenazas indisolubles y míseras promesas. Una de esas noches de infancia fue donde por primera vez lanzó un presagio:

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— ¡Si la puerta no se abre esta noche, es porque como repite mamá: él es un buen hombre y nos traerá un mejor futuro! Luego de dos horas de pasión y soledad en un cuartucho sin ventanas en el centro de la capital se subió en el taxi, acomodó su almohada, cerró sus ojos e imaginó mundos paralelos. ¡Si sale el examen negativo, en un año dejo esta miserable vida y busco otro trabajo! Al año ya no hubo presagios que esperar. El ángel Lo vi caer del cielo, lo recogí entre mis manos y lo sentí cercano. Su plumaje blanco adormeció mi intimidad. Lo descubrí sediento y lo puse entre mis labios. Bebió de mi desnudez libremente. Lo acerqué al bien y se fusionaron en un baile de recuerdos. Fue rechazado por similitud. Regresó a mis brazos y se durmió. Lo acerqué al mal e imponente se adentró en sus entrañas. Permaneció una eternidad. Vi salir de su cuerpo excrementos, basuras, indecisiones y creencias. Luego fue abortado moribundo. Recogí sus pedazos. Su rostro pálido se aferraba a su esquelética humanidad y bebió nuevamente de mi saliva. Permanecí junto a él y nos hicimos compañía para siempre. El cielo ante nuestras miradas se cerró.

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Felicidad Por primera vez me miré en la profundidad de sus ojos, la estreché entre mis brazos y la colmé de besos. Respiré suavemente el aliento de su boca y contemplé cómo sus poros destilaban leche y miel. El roce de su cuerpo espantaba de mi soledad esos largos años de anhelos y espera. Esa tibia mañana de domingo la observé sin cansancio. Lo aseguro, fui feliz. Mi sueño se había hecho realidad. Desperté. Palidecí al descubrir que había caído nuevamente en esa trampa del destino que noche tras noche coloca en mi lecho la maldita corporeidad. Mi rostro se desfiguró de tristeza y de dolor. Sentí el sabor amargo de mi boca y aguanté las ganas de llorar. Lavé mi rostro, vestí mi vieja y áspera túnica negra y mis arrugadas manos cumplieron con el milenario ritual de tocar las campanas llamando a misa de seis.

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El ángel Lo vi caer del cielo, lo recogí entre mis manos y lo sentí cercano. Su plumaje blanco adormeció mi intimidad. Lo descubrí sediento y lo puse entre mis labios. Bebió de mi desnudez libremente. Lo acerqué al bien y se fusionaron en un baile de recuerdos. Fue rechazado por similitud. Regresó a mis brazos y se durmió. Lo acerqué al mal e imponente se adentró en sus entrañas. Permaneció una eternidad. Vi salir de su cuerpo excrementos, basuras, indecisiones y creencias. Luego fue abortado moribundo. Recogí sus pedazos. Su rostro pálido se aferraba a su esquelética humanidad y bebió nuevamente de mi saliva. Permanecí junto a él y nos hicimos compañía para siempre. El cielo ante nuestras miradas se cerró.

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Treinta y tres segundos Treinta y tres segundos lo sostuve entre mis manos. Luego de una noche de recuerdos, lágrimas, nostalgias, sonrisas nerviosas y deseos inasibles, lo escuché revoletear por el cuarto. La penumbra envolvía su frágil cuerpo y en mi alma sentí el vano orgullo de la posesión. El diminuto colibrí se estrellaba contra las paredes y gemía. Intentaba llegar a lo más alto de la casa y luego se desplomaba en caída libre hasta el suelo. Lo acaricié entre mis manos. Su mirada de terror, los latidos acelerados de su pequeño corazón y ese chillido de ultratumba me dejaron sin aliento. Despegó de mis manos y se perdió entre nubes de gratitud. Salí de la casa con un dolor en el pecho que dificultaba mi respiración. Camino del cementerio una mariposa negra se posó sobre mi brazo izquierdo. La espanté de inmediato. Iba y venía, caía y se levantaba. Seguía de cerca la lentitud de mi marcha. Se adhería a mi cuerpo. La espantaba y volvía a mí. Treinta y tres segundos me acompañó hasta la entrada al más allá. Se posó sobre mi rostro y con un juego de alas se despidió entre las flores artificiales de la ciudad del silencio. Lo busqué en mi memoria como quien busca tesoros escondidos entre selvas de olvido. Reconocí lo inútil de anhelar que el reloj vuele en sentido contrario.

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En el umbral de la noche al regresar a casa encontré aquel escrito lanzado por debajo de la puerta. Con mis ojos oscuros de tanto andar en tinieblas, letra tras letra construí lágrimas de felicidad y de amistad. Treinta y tres segundos demoré en ojear aquel poema profundo y bello. Cada palabra me trasladó a un pasado lleno de penumbras y oscuros parajes de amor. La rima de aquellas frases se anidó en mi alma y dejaron en libertad recuerdos y fantasías. Un susurro de viento cálido y tembloroso me dijo al oído: ¡Es tiempo de dejarme ir! Treinta y tres segundos demoró su cuerpo en caída libre antes de abrazar el suelo y la eternidad. Ocho días antes el paracaídas no abrió. En memoria de un Caballero del Aire

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Espejismo Sus ojos se sorprendieron al ver desaparecer aquella calle lúgubre de almendros gigantes y picos de montañas acariciados por el sol poniente. Perdió para siempre aquel recinto de fotos antiguas, puertas de madera, cafés solitarios y miradas inconclusas. Esa madrugada comprendió que los placeres corporales son fugaces y que no hay mejor virtud que el cambio y el olvido. Sus ojos se nublaron de lágrimas cuando no encontraron la calle de piedras movedizas y de cánticos ancestrales. La poca fe que le quedaba entre las uñas desapareció junto con ese local de miradas petrificadas, bancas de madera -marcadas con nombres de familia- y campanarios habitados por seres amorfos. Esa mañana supo que las deidades también tienen fecha de vencimiento. Sus ojos se entristecieron al presenciar el desvanecimiento de una calle solitaria, habitada fielmente por el polvo y la melancolía. Desaparecieron los estantes de hierro que albergaban esos seres pálidos, viejos y magullados por el pasar de los dedos sobre su piel. En la tarde vislumbró que no se puede vivir en el pasado y que el mejor tributo a la historia es tejer un apasionado hoy.

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Sus ojos agudizaron la mirada al develar la destrucción de su calle de arena rojiza, casas de madera multicolor y narrativas de dolor. Desaparecieron del paisaje historias grises, ansias de reconciliación, esperanzas de un vuelo blanco sobre la espesa selva. En la penumbra de su alma se le reveló que la paz es una ilusión y que no basta con dejar registro en medio de la guerra. Sus ojos se estremecieron de pesar al no tener acceso a la calle de muchedumbres, bullicios, espectáculos y falsas promesas. Lentamente vio caer paredes de recuerdos, techos de seducción y cortinas de amistad. Esa noche de marzo palpó con su mano las apariencias y le dio paso al desengaño. Grabó en su piel letras de desamor y abrazó la apacible soledad. Sus ojos se cerraron para siempre al descubrir que su pueblo nunca existió.

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Entre el cielo y la tierra Desde que sentí la suavidad de su cuerpo sobre mi piel me encapriché con poseerlo. Al comienzo todo era felicidad pues su ser se aferraba plenamente sobre mi extensa corporeidad. Nada nos separaba. Pasaron los meses y empezó a abandonarme por breves momentos. Ese ir y venir como coqueteo sacro me gustaba pues aceleraba su corazón y el mío. Su voz era tibia y melancólica. En mi interior siempre supe que se sentía incompleto a mi lado. Su inclinación lo llevaba a pensar en contra de la naturaleza y eso no lo soporté jamás. Aquella nefasta primavera se emancipó e ideó mil maneras para salirse con la suya. Se apresuraba a abandonarse en alas de ensueño y huía fugazmente de mí. Cuando se cruzaban sus existencias se le veía radiante, sereno, perturbadamente bello. Eso hería mi orgullo. Entonces me esforzaba más por atraerlo, por seducirlo, por amarlo. Sin importar la distancia siempre regresaba a mi lecho angustiado y triste. Desde su juventud lo prefirió a él, lo eligió en contra natura. Se escapaba por momentos para danzar libremente entre sus brazos, para realizar maromas en un mundo construido de nubes, viento y vanidad. Cuando nos mirábamos nuevamente a los ojos casi no lo reconocía, pues volvía con una expresión de felicidad, con un deje de grandeza y el rostro

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sublime. Ese inasible contacto lo hacía ver magnánimo en plenitud, exploraba esas sonrisas inverosímiles que todo lograban. Su humanidad se dilataba entre sus brazos y se transformaba en un ser inaprensible, único y fugaz. Aprendí a sufrir su plenitud. Esa mañana de junio, a pesar de que ya estaba acostumbrada a su traición, lo anhelé con tal desespero que lo atraje con toda la fuerza de mi cuerpo y lo descubrí como espectro de luz y rostro de sol. Su respiración era inusualmente acelerada, sus ojos expresaban el pánico del no retorno, sus manos anhelaban sostenerse de ilusiones vanas y su mente se debatía entre rostros pasados y futuros falsamente acariciados. Sentí su cuerpo estremecerse, un beso de sangre palpó mi faz y dejó de respirar. Fue mío por fin y para siempre. Lo abracé y lo albergué entre mis entrañas. Nos fusionamos para la eternidad y, sin embargo, más que nunca lo sentí distante. Ahora todo es insatisfacción. Un sentimiento de tristeza, nostalgia y soledad impregna la infinitud de mi universo. El caballero del aire ha retornado a su origen y me recuerda con susurros de viento que “así se va a las alturas”. Esa mañana a Richard no le abrió el paracaídas.

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Un hombre llamado Marco Lo vi entrar al salón como si nada hubiera ocurrido. Todos sentimos un frío de ultratumba que nos entró por los poros y se alojó en nuestros huesos de por vida. Hasta el profesor de filosofía antigua palideció de repente. Era el último día de clases. El examen final estaba hecho a la medida de la situación: Ontología del ser. Siempre me llamó la atención su mirada serena, su caminar lento, sus silencios prolongados y el ritualismo ascético de sentarse en el mismo puesto durante todo el año de estudio. Todo era previsible en él, menos su presencia en el examen final. Un mes antes, por los pasillos de la universidad volaban panfletos anunciando sus exequias. Como a nadie le dirigía la palabra en el salón y nunca participaba en clase no despertó más que un leve susurro esa noche de mayo. Murió de una cirugía a corazón abierto. Siempre pensé que no pertenecía a este mundo. Nadie levantaba la cabeza en el salón. Las mujeres intentaban gritar pero una fuerza del allende les impedía articular gemido alguno. Los compañeros miraban el cielo raso como buscando respuestas a tan inverosímil situación. El profesor

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permaneció estático mirando por el ventanal la ciudad que se adormecía con el día. Todo era desolación. Lo observé caminar hacia su lugar de siempre. Sacó una hoja en blanco, un lápiz y miró el reloj. Clavó su mirada en mis ojos y sentí que el alma se desprendía de mi cuerpo. Apreté los labios, respiré profundo y le dije: — ¿Qué se siente? Un tono de voz grave me respondió: — Es algo aterrador… no estudié para el examen.

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Monólogo electoral Claro que tuve un día como para no olvidar: Me desperté en la madrugada en el mismísimo infierno con gritos de ánimas en pena que gemían ¡Viva Uribe, que viva el Centro democrático! Al darme cuenta que el infierno era mi casa y la intimidad de mi historia me tranquilicé y pude conciliar el sueño. ¿Que cómo pude dormirme de nuevo? Muy fácil. Como todas las noches desde hace veinte años, cierro los ojos y empiezo a imaginar y a vivir mundos alternos a esta vida de engaños y desatinos en la que el destino me ha hecho navegar. Sin naufragar ni morir ahogado ya he remado más tiempo del que quisiera. Pero lo mejor está por venir pues presiento que la caída libre está cerca y no hay lazo fuerte que me salve, o me condene a seguir en la irónica comedia de la existencia. Mire mi estimado amigo, no es que sea pesimista, es que soy sociólogo. Y si me preguntó, ahora se aguanta. Luego de conciliar el sueño entre mundos de caricias y bailes sobre nubes, un martilleo constante en la cabeza interrumpió mi descanso. Era la vecina que colocaba creativamente a las cuatro de la mañana la carpa de información electoral. ¿Que si le reclamé?, no, al contrario aproveché y saqué la cabeza por la ventana de madera, corrí la malla para los mosquitos y grité:

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— ¿Vecina, dónde es mí puesto de votación y mesa, cédula 1´758.543 de San Vicente? Me respondió con voz somnolienta: — En el colegio Promoción Social, en mesa de trashumancia. Preguntándome de dónde carajos sacaron esa palabra tan fea y de por qué a mí me tocaba votar allí, me dirigí al cuarto de san Alejo para huir de los golpes de la conciencia, actitud muy propicia en día de elecciones y me abandoné en los brazos de Morfeo. A las seis en punto se abrieron las fauces del purgatorio y cantos de campanas se asomaron por mi ventana. Intenté por todos los medios cerrarme a la acción celestial pero como siempre en mi vida fui vencido por el más allá. Cada quince minutos se repitió la dosis y un campaneo arrítmico carcomió el poco sueño que me quedaba. Recordé a mi sabio abuelo cuando me susurraba al oído: - Mijo, pobrecito, tan lejos de Dios y tan cerca del cristianismo. Y la religión me hizo abandonar esos mundos de deseo, dolor y amistad, arrojándome funestamente a las calles de la soledad, la angustia y las campañas políticas. Me parece que usted no tiene sentido de la realidad. Que por qué no he decidido alejarme de ese lugar de ruidos inefables. Muy sencillo, la costumbre y la huella de las instituciones en mi piel. Nací en año bisiesto, ochomesino, pobre, zurdo, sin gracia, con gustos no convencionales, en la selva y para cerrar la tragedia, católico. No bastando con eso me amaestraron los Jesuitas (debo agradecer que me adiestraron el paladar, desde niño comía en ollas comunitarias), me obligaron a prestar el servicio militar (con hora Gaviria, en un páramo y sin la constitución del 91) y perdí mucho tiempo buscando lo inasible, recorriendo los pasillos de un seminario. Cuando opté por emancipar mi humanidad ya era tarde, subí al tercer piso, y escogí el peor de los caminos: la universidad pública y las ciencias humanas. Toda una tragicomedia.

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¿Desagradecido yo?, al contrario, la vida me mostró antes de los veinte años lo que me esperaba a perpetuidad. No tengo ni tiempo ni palabras para abrazar al destino. Todavía añoro el tacto sutil de mis congelados dedos con aquellas hojas secas de eucalipto en las eternas madrugadas de la sabana bogotana. Ni qué decir de aquellas horas en silencio, de rodillas alrededor de un pan, con las tripas en concierto matutino, a ritmo de los tristes salmos de la liturgia de horas. Busqué entre mi ropa algo que me diferencia de cualquier partido político. La camisa de la selección Colombia la descarté por la mala racha en los últimos torneos internacionales y por ser amarilla y amangualarme con la izquierda democrática. El camibuzo consentido y dominical se queda dentro del baúl por ser verde y a mi edad nada verde ya luce. La camisa nueva que pica hasta la desesperación no es elección, primero por la rasquiña que produce todo el día -utilizable sólo para ceremonias de grado, misas de Obispo, entrevistas con el jefe pues tienen la virtud de no dejarme dormir- y, segundo, porque es el color de la extrema derecha y le recuerdo que nací zurdo. No tengo ninguna prenda color rojo porque es el color de los ríos y de las calles de mi pueblo que se desangra en violencia. Y la camisa negra la uso sólo en funerales y entrega de informes académicos en la escuela, pues tienen el mismo ritual de llanto, desesperación, impotencia y lamento. En fin, para no salir desnudo a la calle opté por la camiseta blanca y el poncho raído, que de tanto uso ya se tornó multicolor. Caminé por el pueblo al son del bullicio de las campañas políticas. Seres amorfos y extremadamente atentos me ofrecieron desayuno con tamal y recordé tiempos pasados donde vendí mi conciencia por esa envoltura verde con presa de pollo sabor amargo. En esa ocasión me quemé y descubrí que está-mal gastar el voto en nimiedades. Otros me ofrecieron una aromática como presagio para calmar los nervios de los próximos cuatro años. Los más osados me sedujeron

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en la galería con un caldo de gallina, sin gallina, como para sentir la estafa que se aproxima, el tumbe de siempre. Me dirigí al único lugar sacro del pueblo que es apolítico, sincero, coherente. Que lleva dentro de sí los misterios del más allá y permite palpar la verdad. Donde se descubre la comunión como elemento fiel y veráz de una vida siempre a oscuras y a escondidas. Donde los secretos se develan y la compasión y el perdón entran por los poros. Este único espacio, donde el cielo y la tierra se unen para dar paso a la inmensidad de lo trascendente… ¿Cuál iglesia?, no sea ignorante. El río. Me dirigí al puerto, lleno de barcas viejas al vaivén de las olas, de historias de navegantes y de los vientos de octubre. Cerré mis ojos y abrí mis oídos para escuchar los espíritus pasados y presentes que gritaban: Fraude electoral, fraude electoral. No escuché nada que no supiera. Desilusionado caminé por las calles solitarias de la periferia del pueblo donde seres coherentes, transparentes y lúcidos ofrecían sus caricias por un irrisorio intercambio de billetes. Las miré con admiración, ellas son las que deberían estar de candidatas a la alcaldía o la gobernación. Al menos se venden públicamente y eso ya es ganancia. Me dirigí a la esquina de siempre con los temores y anhelos cotidianos. Un tinto con sabor centroamericano me recordó que el único pecado que no se perdona es la intolerancia. Y decidí ir a votar en blanco. Luego de asir los libros y los amores inconclusos de la mesa me dispuse a pagar el ayuno dominical. Me apresuré a ir a mi lugar de votación, a la mesa de trashumancia. La resolana dominical hacía sus estragos en mi rostro, pero una intempestiva y suave brisa de viento me anunció su presencia. Mi cuerpo se estremeció. Cambié de ruta y me adentré por callejones oscuros nunca transitados. Un olor a pintura fresca me recordó la navidad. A pesar de mis esfuerzos en la esquina más transitada del pueblo me atropelló su humanidad. Me encontré con mi verdad, con mis lúgubres temores y anhelos, con aquellas sonrisas de

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nostalgias y deseos no consumados. Historias no cruzadas y afectos reprimidos se dieron la mano, charlaron de política y ocultaron traiciones. ¿Que si me alegró ver a esa persona? Luego de siete años jugando a las escondidas, cerrando y abriendo calles para desdibujar recuerdos, asumiendo soledades que carcomen la piel y buscando en otros mundos aquél amor que se ha abandonado por la falacia de la tradición es imposible no sentir paz, alegría y regocijo. Y aunque usted no me lo esté preguntando a esta altura de mi vida, pasando el umbral de lo armonioso y bello a nivel de amores, estaría dispuesto a todo con tal de mirarme en el reflejo de sus ojos al menos una noche de tormenta. Cuando abrí mis labios para decirle aquello que por años llevaba anudado en el pecho un ángel del infierno me montó sobre sus alas y me llevó lejos de la felicidad. Recorridos irrisorios en pro de un beneficio mayor: La apariencia y la ley le ganaban la batalla a la verdad y la coherencia. Otro ritual asertivo en fechas electorales. Antes de ejercer mi rol de ciudadano con toda mi capacidad intelectual, mi preparación académica, mi orgullo de género y mi extremo ateísmo, me dirigí a escuchar la última voz en el desierto. Morris era un viejo llanero que pasó por estas tierras en busca de fortuna y la encontró en los bolsillos de los demás. Descubre y cura enfermedades -a tiempo y a destiempo-, rezan billetes, invisibiliza carros con contrabando, hace caminar billeteras, volar machetes, predice ganadores en contienda electoral y echa madrazos a los incrédulos. Todo eso con sólo el poder que le dan los tres clavos de Cristo y musitar la oración de santa Elena. No me haga esa cara, que si en pleno siglo XXI la gente confía en las promesas de campaña, los votos matrimoniales y las encíclicas papales, ahora este pobre diablo por qué no puede acudir a la superstición encarnada en un indio patirajado, harapiento y charlatán. A orillas del Caguán me miró como se mira un espectro en día de muertos, sin

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mayor sorpresa. Tomó cuatro hojas y en ellas escribió en letra cursiva los cuatro nombres de los candidatos. Luego con un clavo de cobre abrió un orificio en medio de las hojas e introdujo en cada una un anzuelo con carnada. Los arrojó al río y empezó a musitar: — Santa Elena de la cruz hija de rey y de Reyna tu que de reyes fuisteis y de reyes descendisteis. Oh gloriosa santa Elena que al monte fuisteis y tres clavos trajisteis uno se lo distes a tu hijo Constantino y el otro lo tirasteis al mar para la salud de los navegantes y el que quedo en tus preciosas manos no te lo pido dado si no prestado para… Al instante empezó a tirar fuertemente uno de los anzuelos y lentamente el Morris sacó un chontaduro de más o menos doce libras. Liberó el pez del anzuelo, abrió la hoja de papel y leyó en voz alta el nombre del ganador a alcalde. ¡Mierda!. gana el Centro Democrático, lo escuché decir. Suspiré profundamente y le pregunté cuánto era. Me dijo que una cerveza para bajar el trago amargo. Le mencioné la ley seca. Me recordó la compra de votos. Le traje la cerveza. Retomé mi camino al lugar de votación, hice la fila para la requisa y en la entrada varios candidatos a la asamblea y al concejo -vestidos de blanco- me saludaron por primera y creo que última vez en sus vidas. Guiños van y guiños vienen. Le pregunto por la mesa de trashumancia al policía que me manoseó al entrar, me mira con total desprecio e ignorancia y alza los hombros. No me quita la mirada de encima. Busco a los delegados de la Registraduría y les hago la misma pregunta. Con la cotidiana indiferencia y superioridad de funcionario público ojean un listado, miran mi cédula y me dan la valiosa información: — Por sospecha de trashumancia usted no tiene derecho a votar, no es ciudadano. No es ingenuidad ni brutalidad, es que nunca había escuchado esa horrorosa palabra y a mi favor, antes de que las funcionarias siguieran su faena democrática conmigo, me salvó la presencia del policía manoseador que les hizo la

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pregunta: ¿entonces, dónde queda la mesa de trashumancia para que mi esposa vote?, y aclaró que son nuevos en el pueblo y que la inscripción se hizo tardíamente. Ya sé, ya sé que es bajo comparar mi razonamiento con el de un policía, pero frente a las funcionarias con cara de cachorro de bóxer y lentitud de charapa, eso permitía salvar mi dignidad. Para regocijo y tranquilidad de mi espíritu le siguió al policía una anciana bonachona, campesina, sencilla y gran ciudadana. Y mostrando una ficha con el número, logo y foto de un candidato, inocentemente preguntó: ¿Dónde es que dan el almuerzo?. El policía y la anciana se fueron a buscar el restaurante mientras las funcionarias impávidas siguieron limándose las uñas. No se me canse que usted fue el que preguntó qué había hecho y ya casi le termino con la respuesta. Me indicaron la salida y un sentimiento de rabia, impotencia e injusticia se apoderó de mí. Volví hacia las funcionarias, les dije que eran unas incapacitadas para solucionar problemas, que además yo llevaba viviendo mucho tiempo es este perdido pueblo amazónico, que incluso había servido de jurado de votación en dos oportunidades y que no tenían derecho a negarme el privilegio de votar. En mi defensa hasta les mencioné que era tan de la región que hasta me auto medicaba con productos veterinarios y usaba palabras como chita (sorpresa), entenado (hijastro), colino (mal genio) y zalamero (orgulloso). Me respondieron muy amablemente que el país, el estado y la registraduría no me negaban el derecho a votar, que me dirigiera a la mesa 22 del barrio Siete de agosto en Bogotá. Se sonrieron mutuamente. Yo les pregunté: — ¿A qué hora sale el avión? Ahora estoy de nuevo donde comenzó está inusual conversación. ¿Y usted qué hizo hoy?

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El cuadro Cada hoja de su viejo diario personal era una gota dulce en medio de un mar de nostalgias y negaciones, mientras que la llama de fuego que consumía ese viejo cuaderno de corcho y páginas amarillentas era la señal de que la tradición y el estigma triunfaron sobre la capacidad de sonreír y de pensar que “todo pasado fue peor”. Esa noche de mayo entre nubes, truenos, relámpagos y desazón, al ver las cenizas de su vida y al reconocer lo inverosímil de tantas horas perdidas bajo la ilusión del lápiz y el papel, contempla un último suspiro de esperanza. Con sus lágrimas transforma esas negras partículas volátiles en grumosa sustancia dispuesta a sellar historias. Nada le es ajeno a su memoria y, al mismo tiempo, todo se le hace extraño en esa corta travesía por el desierto. Toma un lienzo blanco, de esos que perdidos en el cuarto de san Alejo siempre recuerdan tareas inconclusas, y a ritmo de un pincel adormecido por las soledades contempla como sus letras van tomando formas rectas y curvas, no legibles para corazones enmarañados de indiferencia y de sin sentido lógico racional. Cada trazo liberado era una parte de su vida meticulosamente registrada como huella indeleble en medio de espesos bosques de olvido y de traición. Al cantar de los gallos, junto

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al renacer de un nuevo día, aparecía resplandeciente un cuadro colgado en la pared de aquella casa vieja de tablas carcomidas por las múltiples borrascas repelidas, por los duros veranos soportados y por los golpes secos de aquellas personas que sólo se acercaron a estas latitudes con intenciones viles y superfluas. Trazos uniformes como espacios en los que la vida fue un seguir de instrucciones sin crítica alguna. Trazos circulares, secuelas de una vida estancada en los recuerdos de un pasado lleno de sinsabores, registro catastrófico de un eterno retorno al dolor. Formas en espiral, reconociendo el heroísmo de inasibles instantes en que de la mano de aquellos a quién amó superaba las diversas etapas de su frágil existencia. Puntos suspensivos de los amores que nunca experimentó. Líneas entrecortadas, manjar de incoherencias y silencios propios de una vida a medio hacer. Espacios en blanco de experiencias que no se permitió vivir por causa de los regímenes culturales que abarcaron una lúgubre existencia: familia, escuela, milicia, iglesia, sociedad, moral, conciencia… Dios. Todas las mañanas permanecía inmóvil frente al cuadro como espectador de un espejo sin reflejo. Suspiraba por el recuerdo de aquél fanatismo sin sentido de escribir a diario su insignificante vida. Una mañana de noviembre como antesala de aquella ceremonia diabólica de recordar la existencia no pedida, el cuadro desaparecía de la sala y se posaba libremente en el cuarto del olvido. Con suma intriga y cuidado, el cuadro fue devuelto a su sitio originario. Cada mañana era el mismo ritual, el cuadro aparecía en otro lugar de la casa y era enclavado por su dueño en el sitio destinado por él. Movimientos de resistencia y tradición se enfrentaban en cada alborada. Escritos inconformes, libres y autónomos definían su destino dispuestos a contrariar a su creador - ser insensible y obstinado por las sorderas de un autismo intelectual-. Una noche tranquila y estrellada, bajo la luz de la luna decidió espiar su obra maestra. En silencio la observaba detrás de un sofá viejo color café. De pronto vio que el cuadro se

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estremecía. El dibujo se transformaba lentamente, el lienzo blanco se retorcía como olas en un mar calmo. Las líneas, puntos, espacios en blanco y curvas se transformaron en una hermosa libélula color carbón y empezó a volar cadenciosamente por la sala de la casa. Experimentó un sentimiento de libertad único. Él, estupefacto, la siguió hasta la cocina donde la vio posarse sobre un jarrón de porcelana. Allí la libélula se abrasó fuertemente al jarrón formando un paisaje de árboles, montañas y ríos. Experimentó la sutileza y la frescura de un susurro del viento. Sintió cómo el jarrón intentaba resistir a la fuerza del movimiento y con sorpresa presenció cómo expulsaba cada punto de carboncillo. Al final de esta lucha contempló cómo el paisaje se convirtió en una salamandra y admiró la agilidad con la que recorrió todas las paredes de la casa. Por último, la vio posarse sobre una lámpara en la sala de estudio. Movimientos fuertes estremecieron la salamandra, se esparcieron sus formas en partículas cubriendo la bombilla. De pronto, un fuerte ventarrón entró por la ventana y movió estrepitosamente la lámpara. Las partículas llenaron todo el espacio de la habitación y lentamente, como en una danza solemne, retornaron hacia el lienzo blanco. Sorprendentemente se posaron de igual forma como su incrédulo artífice las había creado. El escritor somnoliento vuelve tranquilo a su lecho, sonríe apaciblemente y cae en un sueño profundo de imaginarios y verdades inconclusas. Una noche, de ese mismo noviembre, el cuadro desapareció. En aquella casa olvidada nunca más volvieron a fundirse hombre, lápiz, historias y papel.

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La montaña Lo vio entrar a la casa como alma que lleva el diablo y entendió que fue un error no haber degollado a tiempo la gallina ponedora que esa madrugada los había despertado cantando. Recordó su mirada de asombro luego de que siguieran otros tres cantos del ave pero la indulgencia vino como consecuencia del ritual de entregar dos huevos diarios y los hizo desistir de la ejecución inmediata. Nefasta decisión sentimental. Esa noche una palidez de ultratumba desfiguraba el rostro sereno que Ismael embellecía con esa sonrisa sincera que cautivaba al más duro de los corazones. Lo abrazó, respiró sus silencios y le acarició la tristeza. Sintió que se desvanecía en sus brazos. Sus cabellos rizados se hicieron inasibles entre sus dedos. Nada volvería a ser igual. — ¡En la montaña no sólo se encuentra uno con Dios, también aparecen de vez en cuando algunos hombres armados! - le grita su esposa Matilde entre sollozos y lágrimas. — Silencio mujer, es la ley del monte y no se debe contrariar a los señores y amos de la selva- menciona lastimeramente Ismael. Sorbe un trago de café, toma entre sus manos el sombrero blanco con franja negra, lo coloca sobre su cabello rizado, enfunda su machete y parte rumbo desconocido. Alonso su

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hijo, un puberto de ojos grandes y misteriosos, tez morena como su madre e ínfulas de patrón corre a despedirlo, lo abraza fuertemente y le ruega que no parta. — No se preocupe mijo, más temprano que tarde regresaré. Queda al mando de la finca, cuide mucho el negocio, a su mamá y a sus hermanitos-. Una lágrima asoma por los oscuros ojos de Ismael. Corren vientos de lluvia por este paraje montañoso, lúgubre y olvidado. La brisa suave con partículas de agua acaricia los rostros de los niños que bulliciosamente caminan hacia la escuela. Esa mañana de abril su mirada no es tan transparente como el resto de días pues la noche anterior un hombre vestido de negro con botas pantaneras y buzo manga larga azul oscuro lo detuvo, le entregó un papel y le dijo: - ¡No falte a la cita! Ismael con cierta corazonada abre la hoja amarillenta y arrugada y lee: “Don Ismael mañana a las 10 a.m. se le solisita (sic) en Puerto culebra. Valla (sic) solo. No falte”. Camina de un lado para el otro entre el corral de madera sin esquivar la bosta del ganado. Las piernas le tiemblan de impotencia. Un sonido ensordecedor lo arranca de sus meditaciones, un helicóptero Black Hawk artillado sobrevuela los cielos de estos parajes abruptos y solitarios. El bullicio de sus hijos que vuelven de recoger el ganado se contraponen a los silencios, soledades y angustias del corazón de su padre. De camino por entre la arboleda se encuentra con su compadre Salomón, hombre regio de manos callosas y barba espesa sobre un rostro curtido por las jornadas a pleno sol. Sus miradas se cruzan y los dos comprenden los mensajes ocultos en sus rostros. Uno enuncia dolor y angustia, el otro su confianza y decisión. — Compadre la nota dice que debo de estar en el Puerto a las diez - menciona Ismael. — Yo lo acompaño – Dice efusivamente Salomón.

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— Salomón, la nota dice que debo ir solo, gracias por su ofrecimiento-. — Ellos pueden decir hasta misa compadre, pero lo que es solo no lo dejo, le gotereo guaro y música, por qué no goterearle un viaje- y Salomón acomodando su sombrero de fique emprendió el camino a la montaña. — No tengo el dinero de la vacuna. Con la sequía en la región el pasto no dio para la producción de leche y súmele la enfermedad de Matilde- murmuró nerviosamente Ismael. Salomón suspiró profundo y apresuró el paso. — No se preocupe compadre que el diablo no descuida a sus borrachos y Salomón estrechó la mano de Ismael. Caminaron durante dos horas, las nubes grises tomaban posesión del paisaje. La lluvia arreció vorazmente entre los árboles. Los silencios de los compadres se acomodaban a los sonidos de la selva. Llanto del cielo golpea el rostro de los caminantes. Los pobladores de aquel caserío de ranchos de madera y perros en la calle conocen instintivamente aquellas visitas fugaces, aquellos ocultos llamados desde el más allá, aquellos rostros desfigurados que semana a semana irrumpen la cotidianidad del lugar. Llegaron a la tienda de don Abdágano y se saludaron fríamente. Piden dos gaseosas como para pasar el trago amargo que les espera. — No hay gaseosa fría, vuelvan luego cuando el clima no esté tan caliente- dice con voz fuerte don Abdágano. — Mire patrón, a nadie se le niega un vaso con agua, nosotros tenemos con qué pagar- murmura Ismael. — Muchachos ustedes saben que la montaña tiene ojos y que donde manda capitán no manda marinero, no les vendo ni en frío ni en caliente- y cerró la ventana de madera que airea la pequeña casa de madera. — No se preocupe compadre que arrieros somos y en el camino nos encontramos- Dice con entonada voz de disgusto Salomón.

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Matilde, en casa, escuchaba nuevamente el canto de la ponedora y corre a estrangularle el cuello entre sus manos. Decide que un sancocho reciba al viajero cuando retorne a casa. Pero ya es tarde, el presagio de fatalidad entra por los poros de Matilde y la mujer desborda en llanto. Alonso no aguanta la escena de dolor en el alma de su madre y sale a buscar un becerro que se escapó del corral. Mientras recorre los potreros musita una petición de protección para su padre. Tres motos ensordecen el lugar con sus estrepitosos rugidos. Hombres de tez morena y bozo llegan al lugar y miran fijamente a los compadres. — ¿Ustedes son los de la visita?- preguntan secamente. — Si viniéramos de visita traeríamos presentes- responde Salomón. — Cállese compadre- le dice Ismael. — Están muy chistosos los amigos, ya veremos quien ríe de último. Les dieron la orden de subir a las motos. Una hora más de recorrido entre señales, silencios, despistes e indiferencia. Montaña adentro los espíritus de Ismael y Salomón se despiden de un sueño de casi cuarenta años. Llegan a una finca donde hombres armados hasta los dientes los reciben con saludos de revolución. Las gargantas secas de los viajeros se contraponen al paisaje húmedo de la selva caqueteña. Un “Señor de la montaña” se acerca a los compadres y les informa que deben esperar a que les den la orden de subir. Ismael se sienta en una piedra a recibir la resolana que no sólo quema su rostro sino su historia personal. Salomón se arrima a un naranjo, baja dos frutos prohibidos y con su navaja ofrece media rodaja a su compadre. Los hombres grises lo miran con desdén. Matilde, en medio del humo del fogón, intenta consolar sus temores con una reverencia al más allá. — El ángel del señor anunció a María…- y recordó la primera vez que vio a su hombre empoderado en su caballo rojizo, el cual casi la arrastra por la cancha de fútbol de la

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escuela. Suspiró por esa mirada transparente, ese rostro risueño y enamoradizo que le arrebató la vida en un instante. — He aquí la esclava del señor…- y su cuerpo se estremeció al transportarse a aquella cima de ensueño donde su hombre la llevó a contemplar un atardecer que marcaría sus anhelos y sus labios. — Y el verbo se hizo carne…- y su rostro se desfiguró al entender que tal vez no volvería a acariciar esa barba rojiza que raspaba su cuerpo como arado en tierra fértil. Ni la volverían a sostener esos brazos bien torneados que al abrazarla fuertemente la hacían palpar el umbral del cielo. Alonso abraza tiernamente a su progenitora y seca con su poncho las lágrimas de su rostro. Ya no reza, increpa en su interior a los adultos por lo absurdo del odio y de la guerra. Empiezan la subida a la montaña y los viajeros sienten en sus vientres los sonidos de una mañana pasada sin alimento. Rostros conocidos los esperan haciendo fila entre los árboles majestuosos de un territorio virgen. Niñas de la guerra saludan cariñosamente a pesar de las órdenes de arriba. Salomón reconoce a los otros visitantes, Ismael se hace el olvidadizo. Comerciantes, ganaderos, políticos, líderes religiosos, campesinos, profesores y médicos contemplan en medio de la selva los discursos de una guerra de más de cincuenta años de absurdos. Un hombre robusto de tez negra se acerca a los recién llegados e increpa a Ismael: — La orden era que debía venir solo. — Pues como ve aquí somos dos- mirándolo fijamente responde Salomón. Ismael baja la mirada y guarda un silencio sepulcral. — Pues se jodieron, quedan de últimos para la reunión- responde el guerrero. Pasan las horas y los viajeros ven desfilar a cada estamento de ese pueblo sin memoria. Diálogos amenos entre algunos, ceños fruncidos entre otros, lágrimas de impotencia en rostros milenarios, risas de complacencia y lamentos de

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dolor hacen de la tarde un espectáculo digno de una historia macondiana. Un plato de arroz guerrillero -con papa, fideos y plátano- calma momentáneamente el hambre de justicia de los visitantes. Ismael sólo piensa en los litros de leche que no vendió y en las excusas y plazos que debe recitar prontamente. Salomón se ensimisma en las formas de acabar con estos absurdos rituales de papel, camino, órdenes, humillaciones y dinero. Un avión militar surca los cielos verdes del Caguán. Todos se ocultan tras la arboleda. Los arreboles rojizos se toman el paisaje y el trinar de las aves nocturnas deshace en pedazos las ilusiones de los compadres por volver pronto a sus hogares. Ya sólo quedan los dos en la espesa selva. Un silencio abrumador se toma el lugar. De pronto el argentino de voz ronca los mira indiferente y comienza su discurso. — Los capitalistas burgueses del gobierno enajenan y humillan al pueblo campesino empobrecido con sus leyes y sus falacias. El comandante saca pecho de su entonación y sapiencia. Los compadres se miran de reojo sin entender mayor cosa. — Llevamos más de cincuenta años resistiendo y empoderando al pueblo del yugo de los opresores neoliberales. El camarada del cono sur mira al horizonte como haciendo honor a los combatientes caídos en la lucha revolucionaria. Los campesinos intentan contener la risa por lo ridículo de la postura de un extranjero en selvas colombianas. — Todo lo que hacemos es pensando en el futuro de nuestras ruralidades periféricas agobiadas por gobiernos de las clases dominantes que durante décadas han llevado a nuestra América Latina por senderos de exclusión y opresión. El periodista argentino se ensimisma en una maraña de teorías sociales y suspira por encarnar a tantos próceres revolucionarios y por asimilar la huella que deja en la historia de la América sufriente. Los caminantes del mundo suspiran

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por las incoherencias del discurso y la praxis de un grupo guerrillero que se estancó en una historia revolucionaria sin sentido. — ¿Qué opinan al respecto?- pregunta el comandante. — ¿Y los diálogos de paz en Cuba?- murmura Salomón. — Mire compañero, ¡La paz se dialoga en la Habana, aquí en las montañas del Caquetá se hace la guerra! - con furia e ironía responde el porteño. En ese momento se escuchan murmullos desde las oscuridades de la Amazonia. Los murmullos se vuelven lamentos y los lamentos se transforman en gritos. — ¡Se nos entraron los hijueputas soldados! - sálvese quien pueda. Matilde en casa arropa con cánticos infantiles a sus hijos. Da un beso en la frente a cada uno de ellos como despidiéndolos en brazos de un sueño angelical que borre las realidades de su existencia. Uno de los pequeños pregunta por su padre. Alonso le responde que no tardará, que en la mañana los despertará entre risas y cosquillas y que traerá historias maravillosas de su viaje. Matilde no soporta la escena y sale corriendo del cuarto. Alonso tiembla de furia y de rabia y lanza una maldición a aquellos seres invisibles que se llevaron a su padre. Todo fue caos y ruido en la selva colombiana. Soldados del Ejército Nacional irrumpen en el lugar. Ráfagas de odio y exclusión reemplazan el monólogo revolucionario. El comandante se escabulle entre la maleza mientras los campesinos estupefactos se mantienen en el lugar, alzan sus brazos y gritan que son civiles, que no les disparen. Cuatro balas atraviesan el cuerpo de Ismael quien cae en tierra sollozando por su destino. Salomón se arroja sobre su cuerpo para protegerlo de la infamia de la guerra. La sangre de su compadre se entrelaza con el líquido tibio que siente salir de sus entrañas. Una leve esperanza recorre su cuerpo adolorido. Al día siguiente el pueblo es indiferente a las carrozas fúnebres que con un centenar de personajes silenciosos de

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sombrero y machete desfila por las bulliciosas calles polvorientas del olvido. Matilde camina como sufriendo haber nacido. La junta de acción comunal de la vereda Las Delicias lamenta y llora la masacre de dos líderes campesinos de sus entrañas, mientras Alonso con una corona de flores blancas en sus brazos alberga en su interior la sed de la venganza.

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SEGUNDA PARTE

de campo en El Caguán Cotidianidad de la selva

Encuentro en la montaña Abril 19 del 2013 6:15 a.m. Llegamos común y corriente al colegio con ganas de hacer la jornada de limpieza, con sudadera, tenis blancos, camiseta y dispuestos a empezar el evento con normalidad. Pero nada es normal en El Caquetá pues un dirigente de una escuela rural informa al rector que es citado a Puerto Amor por “la gente”, “los tíos”, a las 10 a.m. Balbino me comenta lo que sucede y de una le digo que lo acompaño. Las horas empiezan a pasar lentamente, los maestros nos miran de manera diferente y la zozobra se toma nuestras mentes. 9:00 a.m. Junto a Alejo y Charli nos trasladamos en moto hacia el sitio indicado, a hora y media de san Vicente rumbo balsillas y Neiva. La moto de Alejo empieza a fallar, como temiendo algo. De todas maneras llegamos al lugar a eso de las diez en punto entre lloviznas, susurros y miradas. Al acercarnos al lugar ya se leen grafitis de la FARC-ep con dibujos alusivos a sus comandantes y letreros de gloria eterna a Manuel. Llegamos a una primera tienda solitaria, no nos dicen nada, queremos comprar algo de tomar como excusa para el diálogo pero todo está “caliente”. Pasamos a la siguiente tienda, dos personas y un moto taxista se encuentran sentados platicando. Emprendimos la misma tarea: la de comprar como excusa. Tres panes (dos de caña), dos helados caseros, dos pony maltas, permitieron un diálogo entrecortado. En voz baja nos dijeron que el encuentro era en otro lugar, que siguiéramos el moto taxi.

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Entre señales, potes de leche, paisajes, lloviznas y señalamientos partimos. Luego a mitad de camino me pasan a la moto taxi, pues la falla por agua en el combustible de la moto de Alejo se hace mayor. Llegamos entre garzas de colores, palos arrumados, vacas, lagos, llanuras y los temores naturales de una primera reunión con “La gente de la montaña”. Al llegar otras motos estaban estacionadas y personas esperaban en un establo. Gente uniformada y con fusil nos dan la bienvenida. Inicia la espera. Los niños vaqueros de cinco y siete años nos dan alegrías con sus silbidos, sus arengas y dichos. Uno de ellos, Juanito, parece una niña por el cabello largo. Los hombres armados de bigote, pinta rural y misteriosa llaman por el radio a “Nariño”. Comentan sobre “Los amigos, del combo de ayer”. Nadie daba razón... a comer mango mientras nos llaman, a leer sin entender La reproducción, de Bourdieu, a mirar el lago, a asolearnos sin prever la quemada. Una profesora se nos une al grupo a comer mango biche y a mirar las naranjas con ganas. Se nos pierde la navaja, a comer con sólo dientes. 1:30 p.m. Nos mandan llamar y a caminar monte arriba. Un grupo de unas veinte personas entre transportadores, profesores, comerciantes y otros más... embarrados los tenis blancos cambian de color. Al llegar a una mata de monte se ven como sombras que pasan por la selva, alcanzo a diferenciar los uniformes y las armas. Nos reciben dos mujeres y dos hombres armados, nos dicen que esperemos. Que a los celulares les quitemos las baterias y los dejemos a un lado. Un avión surca los cielos. Nos indican entrar a la mata de monte, las miradas se cruzan nuevamente. Pasan las horas entre silencios, miradas, interpretaciones y escuchar al señor Juan con su pinta de campesino y sus chistes flojos. Pasa el tiempo hablando con la sobrina de la profe Yuli, una niña con uniforme y fusil compañera del

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comandante Camilo. Hablamos de su papá, de los cursos de guerra de seis meses, de la realidad de las organizaciones. De su novio milico, muerto en San Vicente. De su rencor e ingreso al grupo armado. De sus hermanas, de sus primas, de las noches bajo la lluvia, que favorecen el no desembarco de los aviones. De su herencia paterna: el vicio de fumar. De los combates, de ser firme, de salir con toda sin dejar el fusil o morir. Prefiero morir a salirme. De su discurso superficial y de niña sobre obedecer, portarse bien, ganarme lo que me tiran, de no ser mantenida. De su dentadura, de las personas que la conocen. Del amigo que en Florencia hablaba mal de la organización y ella le habló sobre los fines. Muy prudente. De su boina negra con estrella roja que le incomodaba y que luego se quitó. De su reloj de colores fucsia, azul, verde, de sus aretes de flor... con su linterna, cuchilla, fusil, cigarros, radio, etc. De su rasgar el barro con las botas. Del lamento profundo de tengo hambre. De añorar un pan con gaseosa fría o un croissant. Habla rápidamente de no tener hijos y del método anticonceptivo. Se empodera del diálogo refiriendo los cursos en la selva, el aprendizaje sobre la organización, todo para ayudar a Camilo. Todo en torno a él. De nada sirvió la palanca pues nos dejaron de últimos. Miramos todo el día cómo Camilo dialogaba con la gente, su sonrisa, sus gestos. La selva empezaba a despertar en mosquitos y sombras. Camilo, un hombre de apariencia bonachona, pero según el decir popular muy firme, serio y regio. Que investiga, que mira, que actúa. Le dicen el argentino, el paisa, pero el deje es de mapuche, de chileno. Nos dice que la ciudad de él es más grande, estuve tentado de decirle que si Santiago de Chile. Otros dicen que llegó de Argentina durante la zona de distensión, que era el mejor periodista de allá y que se quedó cautivado por la revolución y por estas selvas. Sus gestos, su barba, su uniforme. El discurso sobre la educación, los pobres, la sacralidad de la educación, el apostolado de maestros me hace sentir frente a un seminarista desertor. Que los contratos de CRESCAVI, que el vicariato.

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Me preocupa nuestra situación con los maestros. El discurso de que ellos son la conciencia del pueblo, aquellos de los maestros que no la tienen, ellos actúan y será concienciado el magisterio. Que la orientación es clara: todos los maestros deben marchar a Florencia a más tardar el domingo 21 a las 6 p.m. Los que no acaten la orden los irán llamando y mandando durante la semana. Que nos citarán a todos. La selva, la mata, con sus ruidos, sus silencios, soledades y sus animales, loros, guacamayas... su vegetación inverosímil. Las embarradas, los riesgos, las personas, el no saber en quién confiar, los infiltrados, los que muestran la cara, los que nos ven, los que nos identifican, el ser de la iglesia, el ocultarlo. Todo un mundo de incertidumbres, una trama de significaciones por resolver. La tía sospechosa, con sus discursos, sus fincas y echando al agua a las otras instituciones educativas por no asistir al llamado. Se queda a dialogar personalmente con Camilo. No bajó con nosotros. De todas maneras ella tiene fincas, familia y arraigo en la región, el precio es otro. 6:00 p.m. Bajamos embarrados, cansados, magullados. A las motos y a bajar pronto porque la cosa esta fea por estos lados. Llegamos a San Vicente a las 7:30 p.m. y nos tomamos unas frías para pasar el trago amargo. Se me pierde el maletín con todo y libro. Esneda nos espera con la cena y el corazón en la mano. Monseñor Enrique, Mello y la hermana Rubiela, muy pendientes de la situación. Encontramos muchas llamadas perdidas, comunicaciones esperadas. Todo, gracias a Dios, salió bien: ocho horas de retiro, de formación, de misión, de apostolado. Otro escenario: En la reunión de maestros de hoy sábado las preguntas, las desilusiones, las estrategias. Lo duro que se viene con el paro, las amenazas, los temores, las dudas. Todo un mundo que se nos viene encima. En el colegio se decreta que no hay

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actividades académicas durante toda la semana, del 22 al 26 de abril, por seguridad de los estudiantes. A los maestros, un poco temerosos, se les informa que los que quieran ir a Florencia, a cumplir la cita que lo hagan. Los hermanos Balbino y Pablo hemos decidido permanecer en el colegio con los docentes que quieran acompañarnos. Declaramos cerrado el colegio sólo tres días de lunes a miércoles y a partir del jueves escuela abierta. No nos movilizaremos a Florencia, no volveremos a aceptar las llamadas o citaciones de “Arriba”, sin algunas condiciones previas: delegaciones de los cuatro colegios oficiales del casco urbano y un representante del vicariato. Los profes que se movilizaron a Florencia nos cuentan que ya están ubicados en el coliseo cubierto, que esperan indicaciones. La primera es que no pueden salir del lugar. Que están acomodando sus carpas, mirando la alimentación, porque el paro va para largo. Monseñor Francisco Javier y Enrique están enterados de todo. Nos acompañan desde Bogotá con sus oraciones. Es todo por el momento…

En torno a la fiesta del maestro San Vicente del Caguán, mayo 6 del 2013 Con el cantar de los gallos, el ruido ensordecedor de loros y guacamayas, el latido de los perros en los barrios periféricos, la Institución Educativa Nacional Dante Alighieri amanece

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a sus festividades lasallista con un silencio perenne en sus pasillos, con unas aulas vacías, llenas de recuerdos, de nostalgias y de signos del paso de iguanas y sapos quienes son los únicos habitantes pasajeros de sus recintos desde hace tres semanas. Dentro de sus carpas, con el frío de la noche en sus huesos, los maestros de San Vicente reconocen su vocación, el llamado a ser ángeles custodios de tantos niños en circunstancias especiales bajo la intemperie del clima: tormentas, borrascas, heladas… pero la mayoría de veces bajo un clima “caliente” por las amenazas que tienen si no hacen paro, por las órdenes que reciben de movilizarse a Florencia de lo contrario se hacen merecedores de represalias. Los maestros conmemoran el llamado a ser hombres y mujeres entregados de lleno a la escuela, a sus estudiantes; fuera del recinto sacro en la plaza central del pueblo - el parque del hacha - entre perros callejeros, borrachos, insultos de “algunos” enviados desde fuera y una fuerte indignación por las circunstancias que rodean su quehacer profesional. La fraternidad lasallista se ve de diferentes maneras en circunstancias extremas: un pan con chocolate compartido en medio de la noche caqueteña, entre los ruidos de los piques de motos, los vallenatos y rancheras de los bares de la esquina del “toro quemado”. Entre borrachos, olores a comida de las hamburguesas de plátano de “Chorizheitor”, el ruido ensordecedor del camión de perros calientes, empanadas y chuzos. Unidad del magisterio que cuestiona, que reta, que pone puntos finales, que enfrenta la posibilidad de la muerte, del desplazamiento, pues al permanecer viviendo en el parque central hacen resistencia a la mano oscura que todo lo permea, todo lo ordena y todo lo juzga en San Vicente. Muchos corren a obedecerles, los maestros unidos manifiestan otro punto de vista, otra realidad y lo hacen valer no sabiendo actualmente a qué precio. Algunos maestros parten para Florencia por temor. La mayoría permanecen en el parque confiados del valor que tiene sus vidas

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para la sociedad, para el pueblo, para la vida de tantas personas que han pasado por sus claustros. En las madrugadas las maestras de mayor experiencia docente, las de escalafón antiguo, las llenas de gracia (no sólo por la pensión) llegan a colaborar con el primer sorbo de café. Mientras los maestros que despiertan de una noche llena de relatos, noticias, juegos, empapadas, risas, miedos, silencios y llantos, se preparan para dar comienzo a una jornada “normal” de apostolado educativo. Marchas por el pueblo, asambleas en el teatro del vicariato, debates sobre posturas, presiones, indiferencias, tratos, realidades y acciones a asumir como asociación de institutores del Caquetá. Ratos de reflexión personal o colectiva alrededor de un tinto, lectura de libros, juegos de cartas, partidos de baloncesto, actos culturales… pero sobre todo dando testimonio como una voz que clama en el desierto - de la situación crítica de la educación por la que pasa el país y el departamento del Caquetá unos 4000 niños en las zonas rurales de San Vicente sin maestros, ni educación; a finales de abril no se habían iniciado clases en el campo. La contratación de maestros entregada a entes privados, entre ellos al vicariato apostólico y las condiciones de las plantas físicas de las escuelas casi tragadas por la manigua, un buen dato para los ambientalistas. Ya en la tarde, alrededor de la olla comunitaria como metáfora del lugar en el que se encuentra la educación y los maestros, estos hombres y mujeres amortiguan los rigores del clima y de su situación debajo de los samanes con tertulias, siestas entre sus hamacas o chinchorros, con la tristeza y el recuerdo de sus aulas de clase, de los gritos y travesuras de sus estudiantes. Incluso el recuerdo de los más “piquiñosos” (molestones). Una frase de un maestro: — Es mejor trabajar con los niños en el colegio que ésta espera e incertidumbre permanente, que mata hasta nuestra vocación. El deleite de los talentos culinarios escondidos de los maestros hace olvidar por momentos lo degradante de la si-

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tuación actual: la presión constante de los de “arriba” con sus notas y llamados recordando que la orden es estar en Florencia. Las preguntas constantes, los llamados de apoyo, los reclamos de ausencias de los maestros que se encuentran en Florencia bajo amenazas, en un coliseo “cubierto”: Sin agua, durmiendo en el suelo, enfermos, sin libertad, voz ni voto. El juicio de las juntas de acción comunal de los barrios de que los maestros pasándola rico en el parque mientras ellos bloqueando vías. Que si el magisterio no se les une los dejarán solos. Los niños y niñas que todo el tiempo pasan por el parque preguntando cuándo iniciarán clases y si tienen vacaciones a mitad de año. Y la indiferencia de todo el pueblo y la nación que invisibiliza la realidad del Caquetá. Cae la noche y con ella se despiertan los temores fantasmagóricos de la soledad, la vulnerabilidad, el miedo. Los maestros se agrupan para hacer los turnos de vigilancia, para levantar carpas, para despedir o recibir a sus familias, pues algunas esposas, hijos, mascotas, pasan la noche junto a ellos, recordándoles que al menos a ellos les interesa su salud, su dignidad, sus vidas. Niños corriendo tras un balón, risas en torno al juego de ajedrez de parqués o de cartas, plásticos negros que envuelven nuevamente los chinchorros y las carpas. Ruidos de sujetos que arremeten contra las soledades y dan un aire de familia, de hogar a un lugar público, normalmente visitado por muchos y descuidado por todos. Parque transformado en ágora, en hogar, en aula, en escuela debido a la presencia de aquellos que “con el alma en una nube y el cuerpo como un lamento”, nos recuerdan lo bello de dar la vida por los demás, y de darla en abundancia, hasta el extremo de la muerte. Feliz día del maestro…

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De la oscura guerra a la luz de la palabra Mayo 23 del 2013 “Escribir es lanzar al mundo señas y señales que se trazan prolijamente en papeles, en las almas y en los cuerpos”. Estanislao Antelo

Sin conocer la hora caqueteña llego a las seis de la tarde al encuentro de escritores. En la entrada me encuentro con un poeta de Florencia y me dice que el evento no empieza sino hasta las siete y eso por temprano. Aprendiendo la diferencia horaria me siento a dejar pasar el tiempo y las ideas por mi mente. Llega el profe Guarín con sus escritos cotidianos y su mochila terciada. Me lee algo de su producción diaria y comentamos acerca de la cultura en San Vicente. El tercero en la fila es Jaime Andrés que junto a su música rap y su mirada de insatisfacción se afana por los trabajos de biología que debe presentar al día siguiente en el Dante. Nos comparte sus viajes a Cartagena, sus jornadas de recolección de libros y sus rupturas con una estructura que sólo lo encamina al servilismo. “Como bocachico en subienda, aquí esquivando toda atarraya”, es el decir de don Julio, hombre de tez quemada por el sol y el devenir de la vida en estas tierras prometidas, pero tierras de nadie. A eso de las siete y diez inician los protocolos en la biblioteca pública que se encuentra bellamente engalanada para una noche de escucha, diálogo, silencios, cantos y ausencias. El calor de las candelarias, los colores de las heliconias, el olor a libro guardado se mezclan junto a los reclamos de

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los escritores por la poca asistencia. Uno a uno, doce poetas para doce espectadores. Una réplica de aquella cena milenaria, pero sin vino, sin pan ácimo , sin túnicas, pero con el mismo sabor a sacrificio. “Un gramo de poesía es suficiente para perfumar un siglo” es uno de los textos que junto a los cuadros de mujeres desnudas y paisajes primaverales adornan las paredes de la biblioteca. Pero esto no parece suficiente para permitirles a los escritores anónimos llevar una vida digna. A pesar de hacer de sus lápices su única arma y así enfrentar las verdades del Caguán, cada uno hace su intervención con un preludio lamento de necesidad y esperanza. Con el anhelo de dejar huella en la época en que nacieron, en la tierra que los acogió sin escogerla, sus declamaciones, sus cánticos y sus historias son una razón más para recordar que en la Colombia rural “el campesino, a fuerza de mirar pa´abajo, no cree más que en lo que hacen sus manos”. Los poetas del Caquetá obstinados en asumir la responsabilidad de ser los notarios del tiempo con sus voces roncas y fuertes, proclaman sus declamaciones a la mujer, a la vida y a la tierra dan una demostración de valor, fortaleza y me hacen reconocer con cada palabra, gesto y deje, que me encuentro frente a pisadas de animal grande. Ellos como parte de la multitud errante se definen aventureros, caminantes, desplazados. Ellos encarnan una vida dispuesta tras las huellas de los asesinatos de sus hijos, esposas y vecinos. Ellos con fechas incrustadas en las espaldas a fuerza de recuerdos, de dolores y de muertes saben que han perdido para siempre la eternidad, pues sus seres queridos han muerto y lo dicen a mil voces utilizando la palabra escrita como instrumento de paz, de reconciliación y de justicia. Diciendo a voces lo que muchos callan por miedo. Se cierra la tertulia con los típicos agradecimientos al viento, a los somnolientos escuchas, al perro fiel sanvicentuno que no se pierde funeral, manifestación, misa o cuanto evento convoque multitudes. Cada poeta sale en silencio y

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solitario a retomar su camino y a encontrarse con su realidad: seguir leyendo en los parques, en el vientre de una hamaca, lanzando al horizonte la mirada perdida con la única ilusión de algún día poder escribir sobre la historia del conflicto, como eso, como una historia. Y seguirá viva la palabra…

Péguese la rodadita, a san pedriar Junio 30 del 2013 Muchas veces había escuchado la propaganda de las fiestas de san Pedro en el Huila y de su influencia y vivencia en san Vicente del Caguán, por tener dentro de su historia la llegada de colonos del Huila y del Tolima en su fundación. Imaginarios de Bambucos, de mujeres bellas adornadas con vestidos multicolores y danzando armoniosamente. La típica lechona sonriente, crujiente y gustosa que adorna las carreteras junto a los grandes eventos musicales: conciertos, bailes y comparsas que al compás de muchos ritmos musicales me acercaban a un cielo más ameno que el de arpas, exámenes de conciencia, llaves, puertas, nubes y listas de buenos y malos. Llegando al Espinal ya se percibían las consecuencias de la farra de la noche anterior: personajes trasnochados, con resaca; mujeres demostrando su amor incondicional al mundo entero. La plaza de las figuras mitológicas medio vacía, con rastros del paso de multitudes errantes en busca

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de diversión, baile, tamales, guaro y de comidas típicas regionales en tiempo de san Pedro. La patasola, el mohán, la criatura de siete animales, la madre monte, todas ellas desde el mundo mitológico son testigos del impacto cultural y festivo de dos personajes bíblicos significativos en el cristianismo, Pedro y Pablo, piedras angulares en el crecimiento y vivencia de la fe, la institución y la tradición cristiana. En Neiva ya se concretan las particularidades el evento: comparsas multitudinarias, personajes con pintas de rolos en tierra caliente -con pantalonetas y tenis con medias blancas-, trancones, vías cerradas, policía por todas partes, caballos, hombres y mujeres desbordando sensualidad, criaturas disfrazadas de campesinas coloniales, alpargatas, sombreros, pañoletas rojas, machetes y nuevamente lo típico regional: lechonas, tamales, guaro, cerveza, rumbas. San Pablo moriría nuevamente si observará este tipo de celebraciones en honor suyo y ni qué decir de san Pedro, se rasgaría las vestiduras. Nada que ver con el moralismo paulino y las tradiciones petrinas. Pero esto es lo nuestro, en eso se traducen las celebraciones litúrgicas de los dos pilares de la Iglesia. Eso es lo bonito de ser católico y colombiano: que los inciensos y rezos que nos impusieron desde la madre patria, mundo sacro colonial, se han transformado en fiesta y carnalidad, mundo contemporáneo secular chibchombiano. Dejamos los ruidos de bambucos mezclados con reguetón e iniciamos la subida de la montaña y al paso por Gigante, Garzón, Altamira y Suaza nos despedimos del Huila con la nostalgia de los paisajes de verdes praderas, de viñedos, de cafetales y nos adentramos a una selva húmeda que nos transporta a la puerta de la Amazonía: un mundo se ensueño, de mitologías actuales, de imaginarios diversos, de humanidad entrelazada con la naturaleza, con lo más primitivo del ser humano, su instinto de supervivencia. Una tierra selvática que, a través de los tiempos, se ha resistido a miles de colonizaciones, de civilizaciones, de intentos por destruir y talar. Con la característica esencial de ser un espacio

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indómito donde muchos entran por riqueza, por aventura, por necesidad, pero donde se pierde fácilmente el sentido de la orientación, de las apariencias, de las seguridades y el hombre se encuentra consigo mismo, con el desnudo de su vulnerabilidad, con el abismo de la duda perenne. Una tierra donde se vive un presente abrumador que todo lo abarca, lo inunda y lo permea. Un presente que configura cuerpos y mentes para la lucha del día a día, para pensar que no hay mañana ni ayer, para labrar unos cuerpos sin memoria ni sentido del más allá. Constituidos en un tiempo que es ahora y que se debe aprovechar al máximo. De allí las características de sus hombres y mujeres: alegres, bondadosos, fugaces, avasalladores, emprendedores y diáfanos. Una tierra que da frutos exóticos hasta en su población: seres humanos a imagen del arazá, del copoazú, del camucamu, que atraen, que ofrecen un agridulce que facilita el contacto con la Amazonia y la degustación de sentimientos nunca antes vividos. Una mezcla de embrujo llanero, sabor huilense, empuje paisa y nostalgia tolimense. Una tierra que una vez descubierta no se deja abandonar tan fácilmente. Una vez se pisa suelo sanvicentuno, aún sin beber agua del río Caguán, perdemos toda voluntad y esta tierra se apodera de la totalidad de nuestro ser. Perdemos la noción del tiempo, de la historia, del parentesco y asimilamos haber nacido en estos valles semi montañosos y nos sabemos destinados a vivir el resto de nuestras existencias a ritmo de un Yariseño perpetuo. El paso por Florencia fue fugaz, como si tuviéramos afán de encontrar algo. Una parada breve en el terminal y partimos rumbo al Paujil y el Doncello. Entre expectativas varias, sueños diversos y llamadas ocultas, cuatro corazones en una camioneta blanca empiezan su recorrido hacia un mundo lleno de sorpresas por encarnar. Silencios prolongados, diálogos inconclusos, vallenatos repetidos y pensamientos plurales espesan el ambiente a imagen del mismo paisaje que va demostrando su abrupta transformación. Una brisa suave del viento golpea nuestros rostros y corazones… brisa

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que se vuelve lluvia y lluvia que se vuelve tormenta. La noche oscura nos quiere devorar con sus sospechas y temores. El Caquetá se impone con unos cuantos sustos que esperamos no volver a experimentar. Después de las 6:00 p.m. no podemos volver a viajar por nada del mundo. En plena vía, como mostrando el camino, un crucificado se presenta: un cuerpo inerte tirado en el suelo con los brazos abiertos. Las gotas de agua golpean su cuerpo mientras a nosotros nos golpea la culpa por no detenernos, por no ser buenos samaritanos, por rodear el cuerpo y seguir nuestro camino. No podemos ver bien pero suponemos que en esos trayectos aparecen personas NN. No veíamos ni nuestro destino próximo, pues los temores de retenes, de balas, de diálogos incómodos y preguntas sin respuesta nos hacían responder al mejor estilo fariseo. No paramos, anduvimos más rápido, no vimos nada, no sabemos nada, no escuchamos nada, toda la carretera tranquila. De pronto una camioneta atravesada en la carretera, a unos 400 metros del difunto. Nuevamente el incómodo sentimiento de la duda, el fantasma de la muerte que se niega a desvanecerse y nuestros silencios se quedan mudos. Un trayecto eterno hasta Puerto Rico, de silencios, de rezos, de peticiones, de incertidumbre. Pepa en mano y credo en boca. En estos momentos la fe responde a aquello que la razón no asume: la muerte. El Dios de la vida se hace presente en miles de promesas, de cambios de compromisos si se llega a salir bien de esta realidad. Para calmar un poco los nervios, ponemos la emisora y, en ese instante, como tocado por el espíritu de la ironía, la radio informa de la muerte de un patrullero en el parque central de san Vicente, en plenas fiestas de san Pedro. Una muerte cargada de simbolismos: un joven policía, patrullero, a la salida de misa, en plena comparsa sanvicentuna fallece; un compañero herido lo acompaña en su ritual de violencia mientras el pueblo entero indiferente, sigue sus bailes, sus bromas con maicena, su bullicio, sin

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percatarse de una vida que se va. Como diría Monseñor: el diablo anda suelto en San Vicente. El cigarrillo que no enciende, el miedo a decir algo inapropiado, el olor a humo que impregna a todos por igual, el sabor a miedo que no pasa, cual trago amargo. El silencio sepulcral, los imaginarios de granadas, disparos, detenciones, las miles de preguntas, todo esto se entrelaza para darnos la bienvenida a un semestre de sorpresas y exigencias personales y comunitarias. La pregunta por la ceiba que nunca vimos y la llegada a un pueblo en el oscurantismo eterno es un buen plano para reconocernos luz en medio de la oscuridad. En los días siguientes en lugar de las caravanas de motos de gente alegre gritando y con unos tragos encima, aparecen carros fúnebres -trece en total- con romerías de personas lamentando los abusos del san Pedro. De la alegría al llanto, del tumulto a la soledad, de la algarabía al sollozo, la vivencia de un todo por lamentar. Por los nombres sobre las bandas moradas -Brayan, Edison, Jeisson- se prevé que eran jóvenes y que junto a ellos se esfumaron miles de experiencias por vivir. De los pitos sofocantes a las campanas cadenciosas informando: ¡Hay muerto! El pueblo se divierte y llora al tiempo, una verdad vivida desde hace cincuenta años a causa de la violencia, de la indiferencia y de la no determinación de un ¡Basta Ya!.

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Centauros indomables Julio 27 del 2014 En una tarde de domingo pasada por lluvia se escuchan a lo lejos unos gemidos como anunciando un ventarrón: ¡upa, upa, jou, jou, jou, upa, upa, upa! A lo lejos, levantando polvo y ánimos se ven galopar dos centauros indomables, fugaces, rápidos e intrépidos. Pasan por mi lado a similitud de la lluvia que cae sobre tierra caqueteña permeando todo con su presencia y dejando en los huesos la sensación de que la vida es un regalo que nos dan por un ratico. Con la mirada puesta en los corceles - uno “moro” y una yegua colorada- se nota en la mirada raída, en el ritmo de su galopar, en la fuerza de las piernas, en la cabeza baja a ras de piso y en el balanceo de los cuerpos que ambos caballos quieren la gloria. Invisibilizados por la apuesta, por la suerte, por la belleza de los animales y por la costumbre de no reconocerlos laboralmente, dos niños levantan sus voces, golpean con su látigo cada una de las bestias, agachan sus cuerpos, contonean sus extremidades, se aferran “a pelo” al animal sudoroso -fusionando hombre con animal- y ofrecen un espectáculo de otro mundo. César tímido en tierra, fugaz a galope, con pantaloneta vino-tinto, camisa azul clara, zapatos mocasines color habano -que por su aspecto ya han caminado más de una generación- y medias de vestir raídas, me saluda amablemente. Sólo descubrí quién era cuando se me acercó y me dijo: aquí escapado de la vereda pasando el domingo. No lo podía creer, este centauro era el mismo estudiante que meses atrás con timidez para hablar, con una sumisión casi medieval y un talento para salar sancochos, conocí en la inspección de Guacamayas. Ese mismo joven, lento al caminar, se vuelve inalcanzable sobre un animal. Este hombre corto en palabras

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se desborda en ímpetu y coraje en medio de una carrera polvorienta. De esta manera, César nos enseña que los jóvenes en la escuela muestran sólo un destello de lo que realmente son y que los maestros, engañados por las falacias construidas en cuatro paredes, desconocemos casi la totalidad de los talentos que circulan por nuestros pasillos. Un maestro de César al reconocerlo, no cree lo que ve y dice: — Miren a este joven “al que la vida le dio tan poco, que así mismo él le da poco a la vida”. Irresponsable con sus tareas, descuidado con sus cosas personales, díscolo en su apariencia natural, abandonado desde niño en cuanto internado hay bajo la protección y la caridad no de una familia o de un jerarca de la iglesia; que viene y va según el aguante de sus maestros, no estimado por su comportamiento neto caqueteño. Desconfiado, controversial, incoherente, múltiple, disperso, extremo e inasible. Sumiso pie en tierra, audaz encima de un caballo. Silencioso, parco, pero una vez dicho su ¡ou, ou, ou! y con los primeros golpes de su látigo sobre la bestia se vuelve indomable. El otro joven apodado “Chatarra” o “Azufre”, hijo de un mecánico de quien heredó el apodo, vestido de camiseta roja, un poco más delgado que César, muestra el mismo garbo y orgullo de jinete. “A pelo” sin más distancia del corcel que sus harapos, sus sueños y sus latidos, asemeja igualmente la unidad animal-hombre; unidad que se rompe con la diferencia de que al menos unos tienen dueños, pesebrera, cuidados, reconocimiento y comida fija. Los jóvenes, desconocidos en la escuela pero famosos en la pista, hacen gala de un ritual espléndido a la hora de competir. Ajenos e impasibles a los gritos que se escuchan al borde de la pista: ¡se calentó la plaza!, ¡si pierdo mi plata usted pierde la vida! ,¡Yo le quito la plata a los ricos!, ¡toca apostar hasta la vida si no hay más! Indiferentes al ruido estrepitoso de los helicópteros militares que bordean los techos de la plaza y del Hércules C-130 que deja su turbulencia sobre nuestros cabellos como re-

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cordando que hay guerra, cumplen a cabalidad el ritual de competencia: 1. Paso del animal por el centro de la caseta. Se muestran los animales, se cazan algunas apuestas. San Vicente lugar de apuestas: se apuesta la vida, se apuesta a la paz, se apuesta al amor. En la periferia con gallos, billar, dominó, con partidos de fútbol, etc. En el centro del poder con caballos, carros, motos y ganado. Aquí toda vida es una apuesta. 2. Salen los centauros al paso mostrando una camaradería, una amistad, un afecto profundo. Diálogos entrecortados como las vidas y esperanzas de estos jóvenes. Mientras tanto la gente con su bullicio, con los tragos en la cabeza y las apuestas a flor de piel. Se escucha: ¡veinte mil al colorado!, ¡cincuenta al blanco!, ¡cien mil al moro!…algunas veces se hacen visibles los jinetes: ¡veinte mil al de azul! 3. Reconocimiento indiferente de la pista. Pasean las bestias hasta una débil palma a unos 500 metros, allí termina la carrera. Ida y vuelta. Los caballos se muestran ariscos, briosos, ansiosos. Los jinetes incoercibles, lejanos, distantes. Y la mula que galopa dentro de la feria, con los niños “bien”, en contraste con los jinetes que todo lo arriesgan: caídas, vida, plata. Los otros bien vestidos, con sus padres cuidándolos, mimándolos. Los unos solitarios, con todas las miradas encima de sus talentos pero abandonados en sus vidas; ganando nada e invisibilizados por el animal, opacados por el respiro de la bestia en carrera. Con el fuete aferrado a sus manos y la vida colgando de un freno. Los unos divirtiéndose sobre sus bestias, los otros divirtiendo como bestias a los apostadores. Montados sobre la cultura de la suerte, de la apuesta. Como jinetes del azar. 4. Se da la orden de salida. El salto de los caballos, el polvo en la pista, los bríos en los jinetes, los gemidos: upa, upa, jou, jou. No hay ánimo en las barras, sólo apuestas

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y miradas. Bordeando la pista se encuentran el pulpo, el escorpión, el burro (apodos locales) todos estos personajes de zoológico muy atentos a su suerte. Los caballos pasan como estrellas fugaces dejando sólo el viento de su cabalgar y las huellas de las herraduras en la tierra. Los jóvenes tal vez no dejan huella en nadie, son centauros invisibles. 5. La vuelta a los establos. Serenos, tranquilos, agitados, sudorosos. La vuelta a la caseta, embriagados y felices por la ganancia e indiferentes por la pérdida. Se vivió un espectáculo inverosímil: con cierre de los caballos -aunque cada uno debe guardar su carril-. César hábilmente con su yegua colorada cierra a Chatarra y hace que éste pierda velocidad- con una polvareda que desdibuja la realidad, con figuras fugaces tan livianas como el viento. Quince segundos de gloria, de riesgo, de valor, de intentar olvidarlo todo. Luego el paso lento de sus caballos les recuerda la vuelta a la monotonía del no hogar, de la escuela inconclusa y del diario vivir a la suerte de otros. Resumen del ritual: camaradería previa, indiferencia al reconocer la pista, furia al competir y orgullo al terminar la carrera. En torno al espectáculo de los caballos otros jinetes se roban el show sin apuesta. Jinetes embriagados, montados en sus corceles de hierro hacen temer con su presencia, sus ruidos y sus atropellos. Cabalgando su Toyota albi-azul y su Renault 18 giran por la plaza como provocando a la misma muerte. Giros, frenadas, rancheras a todo pulmón, exostos indomables irrumpen en el lugar. Todos ríen, comentan, critican y temen. Cae la tarde, las motos y los carros poco a poco salen de la plaza de ferias. Se van a “seguirla” en otra parte. César y Chatarra caminan juntos a bañar los caballos y a limpiar el polvo que quedó en los cascos porque la arena que queda en los corazones de estos dos niños es imposible de borrar. Y su presencia llegó como de la nada y se fue con añoranzas.

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Vereda “Guaudas” Baja Septiembre 18 del 2014 A las 4 y 50 a.m., en la esquina de la catedral entre personajes un poco extraños, gente madrugadora a trabajar o a hacer fila en el hospital y sin saber cuál era la lechera de don Augusto, le hacía la parada a cuanto carro pasaba con cara de lechera. De pronto, un furgón nuevo aparece y me gritan desde dentro: ¡Usted es el profe que va para Guaudas! y empiezo mi recorrido de ida. La noche anterior en una fiesta de cumpleaños en casa de una profesora, cuando dicen que voy para Puerto Losada, todos miran para los lados, bajan la mirada, alzan la ceja y comienzan los comentarios sobre los muertos que dejan en la carretera, de lo que le pasó a la mamá de una niña de noveno que la secuestraron y la extorsionaron. Después de esos comentarios se me arrugó un poco el corazón y pensé en no viajar, pero, al fin y al cabo, ya me había comprometido con dictar el taller de enseñanza religiosa. En la mañana, empacando la hamaca, las botas, los materiales de trabajo y la ropa, pienso nuevamente en la posibilidad de no viajar, de mandar la razón con don Augusto. La lluvia colabora con ese retroceso pero, ya en la calle, con la ropa lista, tomo bríos y me decido a viajar nuevamente. Mientras don Augusto recoge pasajeros en la bomba Las Acacias, pienso en lo que sería mi vida como maestro rural, una opción que dejé ir. Entre dejar suero para los marranos, recoger motos varadas, hacer cuentas de suero y leche, entre sueños y anhelos, con los ojos entreabiertos voy asimilando el paisaje. En la mente la imagen de los muertos en la carretera y con el corazón mirando la cordillera tan cerca que se puede respirar su aire pesado y sublime. Pasamos Puerto

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Losada y los diálogos son inconclusos. Una niña va mareada y parece que nos va a compartir algo de su desayuno. A la entrada del caserío en una finca, un viejito leyendo el periódico en la mañana llama mi atención. Llegando a La Unión, don Augusto pasa a la señora y a la niña a la parte de atrás del furgón pues allá si puede vomitar lo que quiera. La carretera está buena y la han nivelado, pero se ve que llovió duro la noche anterior pues los arroyos están crecidos y la carretera tiene sus tramos difíciles. La lechera se desliza como danzando con los caminos. Las rancheras me transportan a un pasado de cantinas y de noches de insomnio. Luego la música para planchar me hace cantar con indiferencia de don Augusto. Llegamos a Villa Rica, nos recibe una casa doble, con techo de fonda, con billares, mesas de restaurante, tintos a 500 pesos y una niña indígena con el uniforme del Dante en la entrada a la escuela. Siguen las canciones, los comentarios sueltos sin respuesta de parte y parte, como recordando que en el Caguán todas las preguntas aplazan sus respuestas. El Caquetá tiene lugares inverosímiles donde no se diferencia la tierra del cielo, pues se dejan ver y oír tan unísonos que dejan al ser más indiferente con un suspiro en el alma. Un paisaje donde la brisa sobre los árboles y las montañas recuerda pasos de seres de otro mundo. La escuela en la parte baja de la montaña se hace como la encontradiza, se esconde entre los paisajes semi montañosos, los verdes pálidos y en contraste con el verde mate de la cordillera que parece que se tragara la construcción de madera y zinc. El paso de la “guerra” por la escuela fue positivo. Llego de una a trabajar con los de cuarto de primaria; seis niños que entre miradas fijas, silencios y algún rumor me hacen sentir un poco temeroso. ¿La hipotenusa? ¿el área del triángulo rectángulo? los problemas con situaciones reales que no son tan fáciles de construir. Luego del descanso, que paso con una colada como refrigerio, desarrollo la clase de ética. Un cuento para descifrar personajes, valores, miradas

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de la vida. Saco a los niños a un techo que hay afuera frente al salón de post primaria - lugar que no tiene paredes pues es un pasillo entre el restaurante, las piezas de los maestros y el salón de preescolar, primero y cuarto-. La bulla no los deja concentrar, la post primaria hace obras de teatro, en las que las niñas del grupo se visten como para una fiesta, dicen los niños. Qué bonito ese vestido, los pantalones están muy cortos y rotos, mencionan algunas niñas. Luego un sopor indescriptible a la hora del almuerzo. Los niños felices porque hay pollo, los maestros igualmente sorprendidos. Agua de panela hecha con el agua de la manguera que viene de la toma de la montaña que el vicariato dice que es agua potable. Todos tomamos agua de la manguera. A comer rápido porque los de bachillerato siguen la clase. Los niños de primaria tienen media hora de descanso. Luego viene la clase de inglés, la cual preparo pero no la dicto porque me quedé dormido en la pieza. Con un calor insoportable, el zinc parece que va a ceder por tanta temperatura. En la tarde los niños hacen el aseo de los baños, de los salones y a apear los caballos para la salida, o las motos Pulsar, las de moda en la vereda y salir para sus casas. El profe Mauricio se va de cacería a eso de las tres de la tarde, nosotros a baño al río. Luego de una aventura en la moto de Juan, junto a Andrés que saltó de la moto en un charco, llegamos a la fonda donde a punta de novelas mexicanas se instruyen las mujeres de la casa y las jovencitas embarazadas se mecen en hamacas y en suspiros por los galanes aztecas. El baño en el río dura casi una hora, pero en lo rural el tiempo al igual que las nostalgias parece no pasar, estancarse, detenerse en un sentimiento profundo y eterno. Con los comentarios sobre rayas inmensas que pican y el agua turbia, miro los juegos de “La Lleva” -y verdaderamente están llevados los estudiantes de las veredas: sin luz, sin maestros bien pagos y mejor capacitados, sin escuelas que aguanten un aguacero, sin materiales pedagógicos, sin la posibilidad de soñar con algo más allá de sus fincas y sus reses-. Luego del baño, otra hora de “cu-

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lebrones” aztecas, de riñas infantiles alrededor de una mesa de billar donde los niños y niñas apuestan chitos y las peleas se cazan por trampas de un lado y de otro. Los adultos silenciosos pasan, nos miran y siguen sus labores al atardecer. La cordillera adormece el sol de la tarde, lo hace ver pequeño, a medias, tenue, para luego devorarlo entre su verde mate y dejar un espectáculo de azules en degradé que me hace olvidar los letargos del trabajo, de mi historia, de mis decisiones y mis fatigas. Pienso nuevamente en la vuelta a la escuela entre charcos, piedras, potreros, caminos resbalosos y sustos de primíparo al volante. Al llegar a la escuela, el debate de si botar o no las perritas recién nacidas al río por ser hembras. No sirven, son un problema a futuro, dicen los maestros. Yo defiendo las cachorras indagando por el padre y la madre. Del padre dicen que es el mejor cazador de la vereda. Les digo que ellas sacan la estirpe del padre, que deben hacerles propaganda de buenas cazadoras y así no las desprecian los campesinos en la zona. Qué imagen de lo femenino, que poca estima por el género. Ni de las niñas hay buenos comentarios sobre las cachorras. Ya entrada la noche se transforma el lugar. Ruidos de miles de animales se entrelazan con las charlas amenas a la luz de una vela. Una cena para no olvidar, todos junto a la luz contando historias comunes de accidentes en moto, de casería de gurres (armadillos) y borugas, de pesca, de ríos, historias sin fin. Los niños expectantes y dicharacheros, la maestra Luz Dary rompiendo las diferencias con Mauricio y riendo a carcajadas por los comentarios de los niños sobre la higiene en sus familias, los días que duran los papás sin bañarse, de la señora que nunca se pasa un trapo mojado o los cuentos de los aradores amarillos sobre los cuerpos. Juan recordando historias con su “Gata Parda” (moto), de la reencarnación, de que en otra época fue un soldado romano… y yo en silencio, gozando de un momento inolvidable. Salgo al patio de la escuela a ver la bóveda celeste encima mío en toda su plenitud. Tantas estrellas, tantos mensajes del más

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allá me recuerdan lo insignificante que soy en la infinitud de la creación. El corazón del escorpión, rojo como mi espíritu en ese instante, los satélites, los planetas, las constelaciones, la magnanimidad de la vía láctea y la mancha de leche que nos rodea son un golpe en el pecho y en el alma que me hacen olvidar tantos destinos funestos, tantos temores y falsos finales. Una mancha blanca que a imagen de la que en Caquetá subyuga todos los días de la vida, desde la madrugada en el ordeño, en la mañana los caminos de recolección del líquido preciado y las tardes y noches repartiendo por las queseras los bloques de queso - algunos rellenos de otro producto blanco- que a lomo de niños es llevado de lecheras a camiones, procesados y negociados hasta las afueras del departamento. Una marca blanca en el cielo que nos recuerda que somos presa y esclavos de la finitud. Una bóveda celeste que recuerda el estar muerto en vida. Una bóveda que me hace sentir que la existencia es una falacia, una excusa para hacer cosas impensables y no ser corriente. Para dejar la cotidianidad, apartarse de lo común y cumplir con el único deber al optar por respirar: el de ser felices. Una noche mágica mirando el cielo hasta que el dolor en la nuca exija volver a mirar a la tierra. Un sabor a infinito que deja suspiros permanentes al desear una estrella fugaz que permita pedir aquello que tanto anhelo. Una noche de luciérnagas, estrellas, de grillos, de ranas, de lechuzas, de silencios y desesperados gemidos del corazón. Nada por decir…la noche se hace leyenda en el campo caqueteño. Se acerca Juan y Andrés y hablamos de las constelaciones. Les enseño escorpión. Nos reímos un rato al ver pasar dos aviones, el fantasma y otro más como recordándonos que en algún lugar de Colombia sigue la guerra. Hablamos de todo, de la vida en otros mundos, de lo que estarán pensando de esa luz azul que se ve a lo lejos. Y a dormir que en la mañana hay mucho por hacer. A recoger la hamaca, porque si no lo hago los espíritus se mecen toda la noche y no dejan dormir.

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Septiembre 19 del 2014 La mañana me despierta con los gritos de la profesora para que los hijos se alisten para desayunar. Me alisto. El desayuno rápido de caldo con huevos y el infaltable patacón. A las 8:15 a.m. empiezan a llegar las motos y por la montaña se asoman -como floreciendo del paisaje semi montañosolos niños pintorescos con sus bestias, animalejos raquíticos, como para clase de anatomía animal que, a paso cadencioso como quien no tiene afán de llegar, hacen el quite a un día eterno y perfectamente igual a los anteriores. Llegada al potrero de la escuela, desenjalme, arrastrada en el pasto, sacudida y a pastear el resto de la jornada sin una gota de agua para calmar la sed. Mientras los niños estacionan sus bestias yo me preparo pedagógicamente sacando con una escoba la gallina de la biblioteca y yendo a la cocina a buscar un cuchillo para cortar las cartulinas del taller de enseñanza religiosa escolar. Los niños llegan y se quitan las botas pantaneras y se ponen los zapatos escolares. A las 8:50 a.m. inicio el taller con los diez niños de cuarto y quinto. A la pregunta de qué imagen tienen de Dios me responden: — Dios no existe y no creó el agua porque al comienzo el espíritu se movía sobre las aguas… Se me acabó el taller. Fin del taller. La escuela nueva realmente es novedosa porque le exige a uno como maestro hacer todo como de la nada: tener preescolar, dos niños que corren por todos lados sin control. Once niños de primero, con algunos hiperactivos, otros hiperquietos y los de la masa. Y seis niños de cuarto: Erika súper pilosa con Maudi, pero envidiosa con Leysi… Cristhian con extra edad, Arbey desconcertado todo el tiempo, Deivi limitado al conocimiento y Jeison, hijo de la maestra, por lo tanto dueño y señor del lugar… tenerlos en un sólo salón, eso sí que es nuevo y duro. Luego, con la post primaria experimento otra novedad pues tener de sexto a noveno, sin la menor garantía, ni si-

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quiera de salón, pues en un pasillo improvisado se hacen las clases al tiempo. En medio de la clase debo parar la exposición y llevarlos a almorzar, comer los frijoles con arroz y huevo lo más rápido posible y continuar como si nada la clase. Eso es post primaria. Luego, verlos hacer el aseo de la escuela, enjalmar sus bestias, montar sus motos y perderse en la montaña. De regreso a San Vicente un multitud de miradas encontradas. La gaseosa con pan en La Unión, los malabares en la moto de Juan, sentir dormidas las piernas y otras cosas por las tres horas de camino. Las señoras leyendo el periódico en la finca a la salida de Puerto Losada. Yo pensando en la ilustración del campesinado; Juan me dice que puede ser un punto de información, de despiste. Y la tormenta que nos sigue, con arcoíris, con sol de lluvia, con atardeceres. Llego a la casa y la tormenta me alcanza. Una tormenta con cara de huracán, se quiere ir la luz. En la entrada a San Vicente un trancón, pues los “dueños” del pueblo, los ganaderos en sus bestias, como dueños de la calle, con sus miradas altivas, lanzándole las bestias a todo el mundo, entrándolas en las cafeterías. Tomando y embriagados por la vía. Qué me queda de la visita: La pedagogía del grito, del marcador en la cabeza, del jalón de orejas… de trabajar con la uñas. De ser madre, padre, maestra y cocinera; no es nada fácil. Además que los jóvenes rurales tienen su carácter: Xiomara, una niña de primero hace y deshace sin Dios ni ley. Yurlady, una joven de octavo, ante un llamado de atención hace caras, dice cosas, levanta hombros y no va a almorzar. El profe Mauro, con sus caminatas verdes me comenta lo difícil que es llevar cuatro cursos al tiempo. Y se ve que hace magias para atenderlos a todos. A pesar de esto, los comentarios son que no enseña casi nada. Que ni álgebra han tocado los de noveno y ya salen para el pueblo a estudiar. Me quito el sombrero ante la labor titánica de mis colegas maestros rurales. Que con un sueldo irrisorio, un contrato a ocho meses y una capacitación deficiente, hacen de maravillas una

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misión educativa ante la cual yo huiría con “Maestría”, por las dificultades del contexto, de las circunstancias y de la población estudiantil. Llegando a la carretera principal, fuera del alcance de los comentarios o realidades cotidianas del conflicto armado, le pregunto a Juan por la presencia de la guerrilla en la región, pues me extrañó no ver ninguno. Él me dice que el pasado viernes (5 de septiembre) un niño de primero se golpeó la cabeza y se abrió una herida grande. Los maestros no sabían qué hacer; prepararon la ida a La Unión, pero en eso llegó una guerrillera y lo curó y le cosió la herida con siete puntos. Ellos iban de paso y tranquilizaron la escuela. Que igualmente en Villa Rica se lo pasan como si fueran la policía, de civil o con uniformes. Que no se sabe de ellos en Puerto Losada o en La Unión, pero que ellos son los que mandan en la zona. Cae agua a torrentes, rayos y centellas como en rebeldía con mi alma reseca y mi espíritu sumido en el desierto de la soledad y de la opción. Y los aradores comienzan su tarea. Espero no dejarlos subir. Llego a la casa y quiero quitarme lo rural del cuerpo…intento con un largo baño pero el corazón queda impregnado de cordillera, de selva, de campesinos, de futuro y de esperanza. Tal vez en otra vida seré maestro rural.

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Borrasca de muertos y algo más Playa Rica, octubre 30 y 31 del 2014 La noche anterior trabajé hasta las once de la noche en la fundamentación teórica de la danza “En busca del último Tinigua”, que ganó como mejor propuesta de danza en Curillo. Wilton, el director de cultura, me explica que la danza se crea en honor a la madre tierra, inspirada en Sixto Muñoz, el último Tinigua. Cuando comento de mi viaje a la Ye o también conocida como Playa Rica, no faltan las miradas y los comentarios de lo peligroso que es esa zona. Otra vez casi que me alejan de la realización del taller. Pero… En la mañana salgo para el parque de los transportadores y compro el tiquete para Playa Rica (el pueblo de las dos mentiras, ni hay playa, ni es rica). Mientras sale la camioneta me deleito mirando cómo cargan los camperos y camionetas. Entre tanto un señor, en demasía amistoso, empieza a hacerme las preguntas de rigor a lo cual contesto como siempre: soy maestro, voy por parte del vicariato, voy a desarrollar un taller con niños de quinto, recomendado por, etc. Siguen las preguntas y yo continúo con el papel aprendido. Me engañaron en la taquilla y me dieron un puesto en la parte de atrás, preveo que voy a comer mucha tierra. Saliendo del pueblo, en el primer retén del ejército, nos hacen bajar a todos para hacer la requisa completa del carro. La gente se indispone. Yo me bajo, me hago a un lado y cuando el soldado me está requisando, a la camioneta de atrás le ceden el paso y el conductor, sin darse cuenta, le pasa la llanta del vehículo por un lado de la bota del soldado, frente a lo cual éste hecha un madrazo y manda parar la camioneta. Le da unos insultos al conductor y nos manda de manera brusca a subir al carro y partir. Se rompió el hielo en el carro y em-

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pezamos a hablar de los soldados, del mal genio, de la forma como tratan a veces a los campesinos, etc. Debajo de la silla en la que estoy, meten una camada de pollos que nos acompañan con sus sonidos todo el trayecto. Las cuatro horas transcurren entre chismes del pueblo: por ejemplo, que el dueño de la quesera no paga lo convenido, ni a tiempo. También transcu-rre entre el coqueteo entre un señor mayor y una mujer de la iglesia Pentecostal: — “Mi señora usted está muy joven y yo tan solito. Ella responde: — Mire, estoy casada con Dios, tengo un hijo de 20 años muy celoso y antes de casarse usted debe encontrar a Dios y convertirse. Los susurros al oído siguen y los demás sonreímos. Sigue el viaje entre ventas de pro-ductos naturales: que la crema de aguacate para el brillo y la caída del cabello, lo mismo que la crema de arazá: el champú de petróleo para la caspa y la crema contra los hongos de los pies y de las manos. El catálogo muy autóctono. Los vómitos comunes en estos tipos de viajes: dos niñas que comieron un suculento desayuno lo compartieron con toda la camioneta. Y la pregunta de cierre de ritual: — ¿Ustedes informaron con tiempo que van para Playa Rica, para que no tengan problemas con “aquellos”?. A lo que respondí positivamente. El trayecto: San Vicente, Los pozos, Las Delicias, La Machaca (sin ninguna picadura que lamentar o festejar), La Sombra y La Y; este último trayecto custodiados a lo lejos por la serranía de La Macarena, imponente, serena, fresca y enigmática. Me recibe Juandro con una sonrisa piquiñosa y con los comentarios que ya me había he-cho antes: — Profe, aquí los muchachos son muy confianzudos y no respetan a nadie. La gente anda peleando porque es zona de litigio. Los del Meta no quieren a los del Caquetá. La escuela está dividida en dos, tres salones para el Meta, cuatro

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para El Caquetá, tres profesores de planta del Meta, tres en convenio con el vicariato del Caquetá. Un rector del Meta, una directora del vicariato por El Caquetá. Los profesores del Meta uniformados con unas camisas azules, los del Caquetá uniformados con sueldos mí-seros. Profe, ni se le ocurra pasar al otro departamento. La comunidad igualmente es-tá dividida. Hay comentarios mal intencionados todo el tiempo: que a los maestros de Caquetá se les nota la pereza al caminar. Profe, yo le dije que mejor no viniera, pero qué bueno que esté por estos lados. Mientras almuerzo una suculenta bandeja de diez mil pesos me sigue contando anécdo-tas: — Que en la noche anterior la comunidad iba a linchar al enfermero de la droguería por-que le robó un beso a una niña de 9 años y la mamá salió con un machete a buscarlo para matarlo. La gente se metió y llamaron al comité de conciliación: juicio de “La Gente” para el enfermero y castigo para la madre de la niña (tapar 300 huecos en la carretera y una multa). La gente en la vereda ya hablaba de intento de violación. El enfermero esperaba defenderse. Otro comentario fue que “el Negro” ya había man-dado llamar los dos directores del colegio para indicar que la división debía de terminar y fusionar nuevamente la escuela. Llegando a la casa, “Residencias, con servicio de SKY”, me recibe doña Julia, su hijo Jer-son y la directora Angélica. Un jugo de tomate de árbol y un diálogo corto de bienvenida: que la semana pasada hubo tiros y macocos (un arma rústica que usa la guerrilla para lanzar morteros) y que fue cerca a la escuela, pues el ejército tiene un puesto de guardia a la entrada del colegio. Los maestros terminaron debajo de sus camas y el pueblo en la calle preguntando qué pasó. En eso, llega en la Gata Parda - la moto de Juandro- un jo-ven bullicioso de mirada fija y amenazadora, sutil apariencia de “tengan cuidado conmi-go”, pero que frente a un mal entonado “Helow, my name is Paul, nice to meet you”, baja la guardia, sonríe y dice: - yes, yes, sichu, micha ma… y empieza una relación

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cortés, alegre, cercana y de aprendizajes mutuos. Jefry - sus amigos le dicen “la selección”, por su afición al fútbol- es el hijo mayor de Julia, cursa noveno en la post primaria y desea salir cuanto antes de la vereda, pues ha tenido inconvenientes con la “guerra” que por chismes con unas niñas de una finca vecina, que por loco, que por fumar mucho, que casi lo reclutan, etc. En el colegio igualmente, al ser el personero, los maestros del Meta no lo quieren, que él les hizo huelga y porque dicen que con un grupo de amigos los amenazó. De ese enfrentamiento su amigo “Bala perdida” - pues de niño en la gallera se armó un tiroteo y una bala le atravesó el estómago- abandonó la escuela, su mamá quiere deman-dar. La profe Angélica cuenta lo de la división de la escuela, que la comunidad no valora el trabajo docente, que la gente critica mucho a los maestros y dicen que no trabajan, que la lejanía y el orden público quitan las ganas de cualquier vocación docente al igual que el pago. Menciona que el trabajo es muy duro, que no hay agua, etc. Jefry no deja de can-tar rancheras, reguetón o vallenatos… Jerson, su hermano menor que cursa quinto de primaria, todo el tiempo me pide que hable en inglés, yo hago mi mayor esfuerzo al estilo Open English y no se me separa en toda la jornada. Para sacarme la tierra de la cabeza me baño a baldados de agua sacada a punta de esfuerzo del aljibe. Y a conocer el pueblo y el colegio. Los profesores del Meta preparan el encuentro de personeros, al cual no es-tá invitado Jefry, por casposo. El Caquetá prepara su día de niños, con dinámicas y un taller de Historia y de proyecto de vida atravesado en la jornada. Dos instituciones distin-tas, dos departamentos diferentes, esa es nuestra educación rural. Las cartillas de escue-la nueva arrumadas en un anaquel al final de la biblioteca, sin destapar de sus forros, nuevas, sin tocar. No se sabe para qué son, pero ni los estudiantes ni los profesores pue-den utilizarlas. A eso de las 5:00 p.m. Juan me pide que lo acompañe por unos papeles a la sombra. Sa-limos rápidamente para que no nos coja la noche. En el camino la aclamada y misteriosa casa

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de Marulanda. La sombra es una calle recta con casas a lado y lado, sin una gota de agua, con una edificación nueva de la escuela, un kiosco digital rojo con teléfono gris, donde la gente, por 200 pesos, puede llamar a cualquier parte. Unos encuentros tristes de estudiantes que salieron del Dante o no fueron admitidos. Mayra, una niña de 15 años en sexto, que por molestosa salió de la institución, ahora pasea las calles de la sombra en moto, sin rumbo fijo. Jhonatan un joven de 20 años, discapacitado, en silla de ruedas, con parálisis, que terminó noveno en la sombra pero que por las condiciones físicas del cole-gio Dante se le negó cupo para décimo. Dos imágenes de deserción o exclusión que lle-varé de por vida en mi memoria y en mi conciencia. El ruido de la planta eléctrica, las fa-rolas que poco a poco se encienden, la noche que va despertando. El regreso entre nu-bes de polvo, pues una lechera nos precede velozmente. Llegamos a la casa, Jefry con su amigo “Chiva” fumando como chimeneas a la entrada nos reciben con cantos, risas y burlas por el polvo en nuestras cabezas y ropas. Un baño, la cena en medio de historias fascinantes: la noche que Jefry no llegó a la casa y le dije-ron a Julia que se había ido para las filas de la guerra. Ella desesperada lo buscó por to-das partes, lo preguntó, pero nadie dio razón. Ella sabía que una vez allá, los niegan, pueden estar detrás de unos arbustos, pero le dicen que no los han visto. Lloraba todo el tiempo, le atravesó el corazón la noticia de la partida de su hijo. En la mañana apareció Jefry muy campante, que se había ido con un guerrero pero para la Macarena a fiestear. A Julia le volvió el alma al cuerpo. Luego el inconveniente que tuvo con la muchacha de una finca, hija de una guerrera, que lo acusó de abuso. Comenta la ida a la “Punta” a rendir cargos, el juicio, el castigo del destierro o de los huecos por tapar. Nada se concretó. Menos mal a la comandante la van a trasladar o le van a quitar el caso por cercanía familiar con la víctima. Ella lo quiere sa-car pronto del pueblo. Jefry me pide cupo en el Dante. Yo le doy

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mi número para que me llame a finales de noviembre, que lleve buenas notas y comportamiento. Me mira como incrédulo y dice: — Mejor dos años en uno y salgo de eso. Julia sueña con que sea un hombre de bien, que deje tantas locuras, tantas noches de tomatas y se ponga serio, que se haga bachiller para que entre al ejército, pues lo quiere lejos de esos “puercos” y que en el batallón le pongan rienda. Como ella es separada de su marido, se turnan a Jefry cada año. El 2014 le tocó a ella y espera sacarlo graduado cuanto antes de la vereda. En la noche salí a caminar con Angélica por las calles silenciosas de la Ye. Los diálogos sobre la educación de los niños del campo, el animarnos a escribir mutuamente. Las historias de nuestras familias, la llegada de sus padres como colonos a esas tierras de la Cristalina del Losada, sus miedos de niña. Sus sueños como maestra y madre. Llegamos a la casa de Luna, la única que apoya incondicionalmente a los maestros del Caquetá. Aunque ya es una pelea perdida pues el Meta con la inversión que ha hecho - un polideportivo cubierto y tres maestros en nombramiento público- se lleva la zona de litigio en menos de lo que canta un gallo. Llegamos a la casa, nos sentamos en la calle, llega Jefry con Chiva fumando y cantando alegremente. Los cuentos de sustos: de la bruja que los chupa de noche. El cuento de la señora vestida de rojo y con tacones que se pasea por el pueblo. De la finada que murió en medio de su carro de un disparo y que se aparece en los pasillos de la casa, o que abre el garaje en las noches. Del señor en botas pantaneras que recorre los pasillos de la casa, con sus botas llenas de agua. Ríen, cantan hasta el amanecer. Duermen juntos por el miedo a los fantasmas o a las ánimas. Le temen a la muerte. La noche se diluye en la oscuridad, los sonidos y en los comentarios y risas de un vivir adolescente.

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31 de noviembre de 2014 En la mañana con el despertar del canto de gallos de pelea, a sacar agua del aljibe, -llamado molla- con un balde amarrado a un lazo con nudos para jalar de él. Queda muy pesado si se deja llenar todo el balde, un dolor en la espalda me hace extrañar la ducha. En el taller de quinto sobre las capitales de Colombia, desarrollado en un inglés re básico, que sólo dentro de la selva es aclamado como superior, con cuatro estudiantes compartimos una hora de clase. Dayan, Jessi y Yirledi muy atentas, con los ojos grandes por un good morning, por un I from Cúcuta City, my name is, nice to meet you. O por un Wath is the capital city of Huila state… Terminamos a la media hora pues los niños quedaron boquiabertos y los ojos se les agrandaron cuando vieron entrar a la escuela a un payaso bullicioso, a un travesti medio somnoliento y a una enfermera ensangrentada. Luego al son de pitos, flautas, gritos, cantos, los niños salieron a pedir dulces a los negocios y al polideportivo cubierto a las actividades del día de los niños. Jessi me dice que se siente triste porque tiene que irse para “La Punta” por el problema del beso robado. Va con sus papás a poner el denuncio y hacer descargos. Triqui triqui hallowen, quiero dulces para mí… es el cántico de los niños vestidos de vaqueros, muñecas de trapo, enfermeras, payasos. Jefry con una energía increíble, con un cariño por los niños, con una capacidad de liderazgo única, travestis - el más aclamado- y algunas niñas vestidas de mariposas. Los negocios abren sus puertas con dulces a la espera de los niños. En el coliseo los juegos de rigor, las dinámicas, la música, la torta, los premios, etc. Los soldados se acercan a mirar el espectáculo: las rondas infantiles que dicen “en la selva me encontré a un cazador…llamado…el que se le dice el nombre se agacha y los de los lados deben dispararse con el dedo y el primero dice: - ¡muerto! y van saliendo de la ronda. Juegos pertinentes en la zona, enmarcados en el contexto

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social. Los niños no se cansan de perseguir al payaso, de quitarle los dulces, la nariz, la peluca, casi hasta la ropa. Lo tiran al suelo, él les hace dinámicas, juegos, picardías, monta en bicicleta, toma el micrófono, pone música, no para de bailar y de moverse…se asemeja a un ser del más allá. Llegamos a almorzar a la casa llenos de dulces, no podemos almorzar. Jefry propone ir al chorro a bañarnos y yo hago extensiva la invitación a la profe Angélica quien dice que mejor descansa. También invito a la señora Julia y acepta, cosa que nunca había hecho pues no acompañaba al muchacho a esas tardes de baño y junto a Jader y a Juan nos subirnos en turnos de a tres a la moto y pal chorro. La piscina -represaestá prohibida por “la guerra”, que no se bañen o terminan castigados tapando huecos en la vía. Porque la van a limpiar para que siga como acueducto. Llegando al choro, la casa número dos de Marulanda, los comentarios de campamentos en la zona de despeje, las ruinas de la cocina y el comedor. Comemos naranjas dentro del chorro, fotos, risas, comentarios de castigos, de tapar huecos, porque Jefry se metió a la represa. De pronto sentía cómo se mermaba el agua y levantaba la cabeza y la cara piquiñosa de Jefry aparecía en la represa y reía. Tapando con su cuerpo la caída del chorro, gritaba, cantaba, pero mantenía siempre una cortesía digna de familia real. Hidroterapia de la mejor. El piso un poco fangoso. El señor que guadañaba nos dijo que en La Ye se decía que estábamos bañándonos en la represa. Me dio la pensadera. El almuerzo, un delicioso sancocho de cola y unos fuegos pirotécnicos que alborotaron por un momento la casa. Ametralladoras, granadas y macocos sonaban cada vez más cerca. Seguimos almorzando, nos dirigimos a mirar el enfrentamiento hacia la parte trasera de la casa y seguimos charlando con fondo de guerra. Jefry hace musarañas de disparar, de guerra, ríe y se pone su mejor pinta porque va de viaje, de fiesta. Me dice que tiene una amiga en octavo en el Dante, muy bonita, me muestra su foto. Y se va cantando sin despedirse. Aparece el señor de las naranjas mencionando

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que en el pueblo dicen que nos bañamos en la represa, Julia aclara que no, que sólo fue el baño en el chorro. Entendí la negativa de Angélica de no ir y mejor partir temprano en su moto hacia San Vicente. Pueblo pequeño, infierno grande. Por el camino de regreso, los retenes de soldados preguntando de donde vienen, para dónde van, qué hacen. Las respuestas turnadas: de Playa Rica, para San Vicente, profesores en la escuela… Respuesta: — Sigan. San Vicente nos recibe con un atardecer de los venados, nubes de polvo y la posibilidad de manejar moto con los ojos cerrados. El parque lleno de niños y adultos disfrazados. Las calles inundadas de personas alegres y la casa de nosotros sumida en silencios e indiferencias. 3 de noviembre del 2014 Estando en Merkaplast comprando un reloj despertador me llama Juandro y me dice que si puedo asomarme a la morgue que hay un finado que conozco. Me quedo pensando un rato, la cajera se asusta…me pregunta si me pasa algo. Me da las vueltas y salgo al parque sin saber qué pensar. Llegamos al frente del hospital, la gente se acerca a dar el pésame y a acariciar el cabello de la madre que con angustia cuenta los últimos momentos de su hijo. Doña Luna se nos acerca y nos cuenta que a eso de las 4.00 a.m., luego de un día de paseo y de disfrute en la vereda Laureles, el finado sale a la fiesta el domingo 2 de noviembre, con borrasca de muertos y en la discoteca empieza a bailar y a coquetear con todas las mujeres. La mamá del finado, al no poder dormir, sale a buscarlo a la discoteca, lo ve venir acompañado de dos hombres que lo traen como abrazado, ella se esconde pues si la ve le hace el reclamo de porqué lo cuida tanto. Queda a dos pasos de ellos bajo unas escaleras y escucha que él les dice

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que lo dejen tranquilo y ve cómo manotea. Ella hace un ruido con su pantufla, los acompañantes salen corriendo uno hacia el colegio otro hacia la bomba y la madre ve con tranquilidad que su hijo regresa a la discoteca. Pasa el parque infantil y lo ve caer. Corre a recogerlo pues cree que está borracho, pero cuando lo toma en sus brazos éste yace en un mar de sangre. Cinco puñaladas atraviesan el cuerpo de su hijo. Ella grita, pide auxilio, va y golpea en la casa de Luna. Ella buscando vestirse corre, pero no encuentra en la oscuridad su camisa. Cuando sale, la madre le dice: - Me mataron a mi niño- y lo ve tendido en la calle con todo su cuerpo ensangrentado. Buscan llevarlo en la turbo, pero esta no prende. Encuentran un carro más pequeño pero el muchacho ya no tiene signos vitales, el carro se vuelve tan pesado que es imposible moverlo. Lo bajan del carro, lo dejan junto a la puerta de Luna y amanece en el Yarí. Lo acuestan en un colchón junto a la puerta y la gente empieza a reunirse en torno al cadáver. Lo llevan a la mesa del comedor, lo acuestan, lo lavan, le ponen ropa limpia y esperan a la línea que lo lleve a san Vicente a la morgue. Un joven que lo ayuda a subir al carro se mancha de sangre el pantalón y dice: - En la casa toca decir que estaba matando una vaca. Más tarde se supo que era el asesino, que por celos lo mató. O los rumores dicen que fue la guerra, la comandante porque a su hija según dicen la violentó sexualmente el finado. La gente acompaña a la madre, el camino desde el hospital hasta la funeraria se hace eterno en silencios, caminatas lentas y discursos encontrados. Al llegar a la funeraria todos esperan verlo. Me encuentro con Steven, un estudiante del Dante, de la vereda La Sombra que era amigo del finado. Hablamos de su dinamismo, de su alegría y caminamo entre la gente hacia el ataúd. El color habano del cajón contrasta con lo blanco de su tez y de la camisa vieja, blanca, apuntada hasta el cuello del difunto. Él permanece quieto, en silencio, como nunca lo pensé ver. El rostro de Jefry en el ataúd ensombrece todo el panorama del proyecto de vida que se que-

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dó en papeles en la biblioteca del colegio y el discurso de un antropólogo que reconoce que la vida en El Caquetá no tiene proyección, sólo un presente abrumador. Salgo de la funeraria rumbo a la casa, brindo por el finado y derramo un sorbo de cerveza al piso en honor de las ánimas, en específico, por el alma de Jefry: un joven inquieto, soñador y como cualquier joven campesino caqueteño, con la débil ilusión de “Alcanzar a conocer la cédula”. Cumplió 17 años el pasado 8 de octubre. Y pensar que el castigo impuesto por la guerra era el de arreglar el cementerio y tapar 22 huecos en la carretera, cumplió el castigo pero en el cementerio de San Vicente y le faltaron por tapar 21 huecos. En la noche sueño con fantasmas, con encuentros…con el alma del finado que se despide. Mala noche. 4 de noviembre del 2014 Los ruidos de la sirena del carro fúnebre me recuerdan un compromiso ineludible. La gente camina lentamente. A la madre inconsolable y como dopada las amigas le mojan el cabello, le echan aire con sus sombreros, le dan de beber agua. Los sollozos alrededor de la tumba, el sonido de la tierra sobre el ataúd, cada golpe era una estaca en el corazón. La gente se distrae tomando fotos y videos encaramados en las tumbas. Se escuchan los reclamos del papá de Jefry a Julia por no haberlo cuidado bien este año. Ella impasible sigue su sollozo. Yo camino a lo lejos y siento que por fin San Vicente me va a pertenecer, pues como dijo Gabo: - Uno pertenece a un pueblo cuando tiene un muerto en sus tierras. La visita al cementerio del pasado domingo fue una premonición. Al no encontrar ninguna tumba conocida me sentí lejos, solo, sin identidad, nostálgico, débil y frágil. Tal vez el nombre de Jefry me dé ánimos y sentido para continuar en estas tierras sin “Dios nil”, pero llena de jóvenes que desean vivir plenamente un presente que no les pertenece.

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Escrito realizado en medio de un silencio y de una soledad concertada en el tiempo y la experiencia.

Pesca en riecito Febrero 23 del 2015, 1:32 a.m. ¿Basta sólo un día para conocer al hombre?

Noche de sábado en la gallera “Canaguay”. Con las ideas y las nostalgias de una jornada de contundentes riñas de gallos. Como contundente es la realidad que abarca una amistad pasada por años de silencios y distancias. Domingo, 22 de febrero de 2015. Estaba dispuesto a invitar a Nando y a Yasmin a almorzar para hacer espacio de confianza fuera de la rutina de las entrevistas, los diálogos preparados y la grabadora de por medio y así acercarme más al hombre que experimenta su vida y no al desmovilizado que narra una historia. Llamo a Nando y me dice: — Profe lo estaba pensando, vámonos de pesca al riecito. Luego de meditarlo unos segundos, con cierta duda, le digo que sí. Pensé en llevar la grabadora pero el objetivo de

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esta jornada es otro. Pantaloneta, buzo manga larga, poncho, boina y bloqueador solar, dos bolsas de agua y listo para pescar. 10:00 a.m. Llega Nando a recogerme a la casa. Sudadera, gorra, linterna, pistola de aire, caretas, portacomidas, pilas de repuesto, cuchillo, bolsas plásticas, etc. su amigo el “indio” en otra moto lo acompaña. Nos quedamos de encontrar en la casa del indio para salir luego de unas compras. Compramos una linterna, unas pilas Varta y un pollo asado en promoción por 22 mil pesos con gaseosa incluida. Al llegar a la casa del indio una imagen se presenta con sentido. En la casa contigua una amante con una flor escondida tras la espalda abre sigilosamente la puerta de la casa y desea sorprender tiernamente a su amada - historias de caminos, diferencia y chontaduro-. El indio prepara su maleta, dos pistolas, dos caretas, dos linternas, buzos manga larga, bolsas, un machete -rula-, una gorra. Nando se le burla de los preservativos que encontró en la sala de la casa y del verano tan fuerte que azota la casa y la región. Nando propone ir río abajo por un camino nuevo que desconocen. El indio le dice que mejor suben por el río a los charcos ya recorridos. Yo pienso que entre más cerca al puente, a la carretera y en un lugar conocido, es mejor, más seguro. Siempre las salidas con Nando me generan cierto temor (por aquello de que tres frentes miran más que uno: el 27, el 40 y la Teófilo). 11.00 a.m. Pasamos por la casa de “Risa e Gallo” (cuñado de Nando) para invitarlo a la pesca. La casa está remodelada, muy cambiada a diferencia del año anterior, en material, desapareció la casa de madera a la que llegamos la noche de cacería de gurre, en la que descubrí la “navidad” rural-. Risa e Gallo nos dice que no puede ir por labores en la finca. Seguimos el camino. Nando me recuerda los lugares de cacería, se ríe de

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los recuerdos de una noche de perros, peñascos, correrías y nada de gurres. Al tiempo me señala las montañas a lo lejos y me dice: Profe todas esas montañas las caminé trabajando para aquellos. Solo o acompañado, cobrando o llevando razones. Fueron como seis meses o un año por esas montañas. Una parte en moto, otra, la mayoría, a pata. Nos encontramos con un retén militar, pasamos sin problemas. El corazón se me acelera. Pregunto si no hay inconveniente con las pistolas de pescar. Me dice que aparentemente no. Antes de llegar al puente de riecito - puente militar, metálico, provisional, pues el de cemento lo volaron hace algunos años- partimos a mano izquierda por un camino destapado. No vemos la moto del indio. Se nos perdió de la vista. Nos regresamos, preguntamos en el retén, no lo han visto, preguntamos más adelante, no saben nada -siempre me llama la atención la forma de preguntar de Nando: la seriedad, el titubeo, la calma, pero al mismo tiempo lo golpeado, lo desconfiado, lo mixto entre misterio y ordenanza. Le menciono que vayamos hasta el puente. Nando llama a Yasmin para que le pase el número celular del indio pero no lo tiene. Nos regresamos hacia el puente. En el cruce se encuentra el indio. Lleva 20 minutos esperándonos. Por poco emprende camino solo. Encontramos una Y, preguntamos en una casa hacia donde llevaba cada trocha. Un señor avanzado en edad con deje costeño nos dice que a la derecha al río, a la izquierda a una vereda. Seguimos el trayecto, pasamos el puente de madera, bordeamos una casa, se escucha a lo lejos ladrar los perros. Pasamos un potrero y detrás de un guaudal (sic) vemos una parte de la playa y el río que se nos esconde. Pasamos un broche con corriente. Dejamos las motos debajo del guaudal (sic) y bajamos hacia la playa. Nos recibe el río con sus aguas verdes, claras, con su playa de color blanco y los árboles de carbonero que dan una sombra que fresquea la tarde. Un machete en un árbol nos avisa de personas que han venido a pescar antes. Se abre el portacomidas: arroz, papas, pláta-

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no y una presa de gallina de campo, con pollo y papa salada hacen de almuerzo. Nando arranca unas hojas de platanillo e improvisa unos platos. Luego se adentra en el monte a “hacer lo que otros no pueden hacer por él”. En la orilla del río se asoman algunos bocachicos, como coqueteando con los pescadores. Provocando las pistolas. 12:15 p.m. Nos preparamos para ingresar al agua. Le echan aire a las pistolas. Lavan las caretas con jabón rey, que se queda pegado en el borde del vidrio de la careta. Nando dice que no le gusta dejar el jabón en la careta porque le cuartea la boca, usan la careta tapándole los ojos, la nariz y en medio de la boca. Yo no sigo el ejemplo. La bendición antes de entrar al río: “Agüita, agüita, permítenos sacar buen pescado y que no nos pase nada” murmuran los pescadores. Iniciamos travesía río arriba. Las aguas frías del riecito generan un placer especial en medio de un verano caluroso que lleva ya dos semanas en la región. Nos sumergimos, pasamos el río, en la otra orilla cerca de una playa de arena gruesa color café empezamos la búsqueda. La careta me permite ver hojas que se extienden como un tapete en lo profundo. El agua me da a la cintura. La sombra de los carboneros a la orilla nos defiende de los rayos del sol que se presenta en todo su esplendor. Un viento tibio genera tranquilidad. Nos encontramos con una playa de piedras de colores azul, blanco, gris, rojo y negro. Piedras medianas. El río a esa altura hace una curva, al otro lado se ve una palizada (¿o empalizada?). Los pescadores pasan al otro lado. La corriente es fuerte, el pozo es profundo. Paso el río con cierta dificultad: zapatos, pistola, careta, no estoy acostumbrado. No pretendo disparar la pistola así que la mantengo asegurada todo el tiempo. Los pescadores se pierden entre la palizada. Sólo un tenis Croydon color azul que se asoma en la superficie del río entre los chamizos caídos me permiten reconocer la presencia de Nando. Los pescadores cada tanto salen con sus

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bocas abiertas a tomar bocanadas de aire y a lo profundo nuevamente. Paso el río, me siento en una roca que sobresale de las aguas. Una roca cubierta por una lama verde. Me sumerjo, el río se torna muy oscuro, casi no reconozco nada. Vuelvo a la superficie buscando aire. -Un ave gris, de pico largo, de color naranja bajo sus alas, me enseña la grandeza del pescador, al arriesgarse en la superficie del agua, sabiéndose por naturaleza de otro ambiente: ella de los aires, nosotros encadenados a la tierra-. El indio pega un alarido, sale del agua y se monta un árbol. Le grita a Nado que vio un temblón - pez que mata otros peces con las descargas de energía que brota de su cuerpo y que en el relato de todo pescador es cotidiano escuchar. No he encontrado el primero que no relate cómo se estremece el cuerpo con cada descarga de electricidad-. Nando se sumerge, lo descubre debajo de una rama, le apunta a la cabeza, dispara y sale de inmediato del agua. Se monta en una rama y comienza a sacarlo. Toma la pistola del indio, le dispara nuevamente al temblón y lo ensarta por la cola. Las cuerdas se enredan. Lentamente y con algo de temor sacan el animal de un metro de largo. Diálogos de temblones, de descargas, de tipos de temblones, éstos son “Guacamayos”, debe haber alguna laguna cerca, dicen. El indio nos comenta que el caldo de cabeza de temblón es bueno para las vistas. Otros secretos menciona. Los gallinazos en el aire se dejan llevar con las corrientes tibias de viento. Más arriba la ruta de Satena, que llega de la Chorrera los domingos y viaja hacia Bogotá me indica que son las 2:00 p.m. Recuerdo levemente la visita a la torre de control el día anterior luego de veinte años de ausencia. 2:25 p.m. Seguimos río arriba por la palizada. Los colores verde oscuro y café claro en el fondo del río junto a piedras más pequeñas muestran la diversidad de suelo que tiene el río. Una playa de piedras pequeñas bordea el lugar de la pesca. Las

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pavas hediondas se asoman entre los carboneros y alegran la tarde. Después de ver el temblón me aparto a las orillas. El sol calienta de una manera fuerte. Entre la empalizada sacan dos temblones más, el hijo y el papá de los tres temblones. Éste último de un metro y medio de largo. Genera mucho miedo. Nada de pescado, sólo encontramos electricidad. El mismo ritual: el indio pega un gemido, Nando se acerca y dispara, sale del agua. Nuevamente otro disparo y sacan a la orilla el animal. Los pescadores mencionan que si hay temblón hay buen pescado, buena señal. El indio menciona que pescar en compañía se hace más llevadero, que sólo ya se habría ido. Nando confirma esta postura con un movimiento de cabeza. Pareciera que se esconden de nosotros los peces pues no se ven, menos desde la orilla. En un ataque por ver de cerca el temblón más grande me pasé el río, me acerqué pero la corriente y el miedo me llevaron a la palizada. Me detuvo una rama en el pecho que me quitó la respiración y me rasgó un poco la camisa y el pecho. Eso me pasa por acelerado. -El pescador rompe sus miedos, se sumerge a lo profundo, mira, observa, calcula el tiempo, la ganancia, los riesgos y busca sin cansancio-. 3:30 p.m. Nos encaminamos río abajo, pasamos por el lugar donde tenemos los maletines. Me gusta más río abajo porque no hay palizadas. La playa se torna de una arena amarilla finísima como de mar. Grandes rocas planas con huecos por el medio me recuerda el paisaje de Caño cristales, sin algas claro está. La tarde se vuelve más fresca. Los pescadores hablan de “Las lamidas” en las rocas, presencia de buen bocachico. Que el tiempo de pescar es la noche. Nos dejamos llevar por la corriente del agua. Rápidamente bajamos por el río que desemboca en el Caguán. Unos bañistas a lo lejos ven a tres hombres desconocidos, con pistolas y caretas entre el río. Salen inmediatamente del agua y no volvemos a verlos. Bajamos hasta una parte oscurecida por grandes árboles, nueva-

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mente una playa de rocas medianas con restos de boñiga de vaca nos da la bienvenida. El cántico de las aves recuerda que la tarde ya fenece. El reflejo de los árboles en el atardecer trae la sensación de lo inverosímil de la existencia. Somos reflejo y verdad. Un reflejo fugaz movido por las aguas del pasado, una realidad estremecida por el viento del presente y los pronósticos de una noche oscura. Los pescadores discuten si volver puente arriba o permanecer en este lugar. Yo aporto desde lo lejos que es mejor regresar cerca al puente. El indio cierra la discusión.Ya nos metimos por acá, aquí terminemos. Uno termina lo que empieza. Para atrás ni para tomar impulso. Nos quedamos. 5.00 p.m. El cielo se torna anaranjado. Los silencios del atardecer traen consigo el deseo de regresar a casa y la angustia de tener que permanecer de noche entre las aguas tibias del riecito. Pasan por mi mente imágenes de temblones, de animales, de aguas profundas y de la historia de violencia en la región. Salimos del agua. Los dedos de las manos y de los pies arrugados y blancos. Nada de pescado. Nos devolvemos al campamento entre potreros y vacas. Nando ve unas guamas pequeñas y menciona que en el monte le gustaban mucho. Baja unas cuantas, como arvejas, las abre y se las mete a la boca. Nosotros lo seguimos. Saben un poco insípidas pero se come alguito por estas tierras. Los atadores empiezan su trayecto silencioso. De pronto nos encontramos con la otra realidad del Caguán: entre potreros, vacas, moñiga, árboles, selva, ríos, paisajes semimontañosos, una tumba nos detiene el caminar. Silencio, miradas entre los viajeros. Un cementerio en medio de la nada. Cinco tumbas: una blanca, plana, en el suelo. Una azul, levantada como torre de iglesia pobre. Otra con una cruz caída, que hace de cédula de difunto: Antonio Garniz. 1915- 1980. La última muy antigua, echa de calaos. Un pedazo de tierra removida. Los comentarios: tanto luchar para que lo boten a uno en un potrero lejos de la familia

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donde nadie sepa de uno. Tanto luchar, combatir, para nada, mire donde termina uno, en medio de la nada. Llegamos al campamento nuevamente, comemos lo que queda del pollo del almuerzo. Tomamos agua y gaseosa. El día culmina y la noche con sus temores y angustias se hace presente. 6:30 p.m. La luna se deja al descubierto, entre nubes grises, sonidos de últimos cánticos de aves al atardecer, a lo lejos se ven los últimos destellos del sol. El astro nocturno en cuarto creciente se ríe de mis temores. Las aguas se tornan grises como el alma del etnógrafo -no creo conveniente estar por estos lares tan tarde-. Nos recostamos en la playa. La arena gris, fría y húmeda bajo nosotros se moldea según el cuerpo. Nando hace un hueco grande en la arena para enterrarse más tarde cuando salgan los mosquitos. Diálogos entrecortados, ronquidos y eructos. “Este Nando no duerme ni deja dormir” dice el indio. Nando estima que la luna se ocultará pasadas las 8:00 p.m. El indio dice que a las 9:30 p.m. No se puede pescar antes, los peces se duermen con la luna, se acuestan con ella. Antes con su reflejo siguen muy campantes saltando y nadando de aquí para allá. En la orilla se asoman nuevamente sardinatas y bocachicos como burla de una tarde sin producido. No podemos llegar a la casa con las manos vacías. Creerán que fuimos a “Pescar en lo seco”. Cae la noche, no la luna, ella se sostiene como enredando y alargando las ganas de pescar. La noche fresca se llena de sonidos de ranas, de animales nocturnos y de tal cual chillido de ave desubicada o lechuza hambrienta. Historias interminables en boca del indio: El tiempo en el Putumayo pasando “mercancía” por San Miguel. Los patrones a cada lado de la frontera. El rencor de los ecuatorianos porque no dejamos indiecita buena en la frontera. Las peleas a puño y piedra con los ecuatorianos. Las noches de trago y mujeres. El paso de la frontera con bultos de maíz con vientre de dinero - hasta 200 millones en medio del alimento ancestral-. La presencia

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de guerrilla y paramilitares. El puente sobre el río tigre desde donde muchos murieron acribillados. No dejaban pasar el puente. Un tiro y al fondo del río entre las piedras. Mucha gente murió. Los combates en El Placer, La Dorada, El Tigre, Puerto Asís… los miles de muertos por los ríos. Los amores y desamores con guerrilleras o con las mujeres de los patrones -chicaneando-. Las historias de frontera. 8:30 p.m. La bóveda celeste en su esplendor. Orion se presenta imponente, majestuoso el firmamento por la cantidad de estrellas que se dejan ver. La luna sigue paciente su recorrido. Los pescadores “ni se inmutan ni se emputan”. El etnógrafo piensa en que debió estudiar Ciencia Política. Preguntas de fin de mundo: Profe, ¿Hay vida en otro lugar del universo? ¿Dónde termina la tierra, dónde tiene su fin?, porque así como uno va por un camino y se encuentra un abismo, ¿Dónde termina la tierra? ¿Las estrellas no se caen? Una estrella fugaz surca el cielo, tiempo de pedir un deseo…hay tanto que pedir, que una lluvia de ellas no alcanzarían para calmar la sed de deseo. Vemos pasar un satélite. Luego un avión a lo lejos que se diferencia de las estrellas por las luces en los planos y el titileo. Siguen las preguntas: ¿Cómo no se estrellan los satélites unos con otros? ¿Qué los sostiene en el cielo? ¿Es seguro viajar en un avión? ¿Cómo respira uno en un avión si no hay aire? Algunas respuestas: la tierra es redonda, las estrellas son cuerpos gaseosos, los movimientos de rotación y traslación, no sé, tienen oxígeno y están presurizados, no tengo ni idea, segurísimo el totazo, espero que si haya vida, sería egoísta creernos los únicos, NPI, no hay gravedad…etc. Nando pregunta por las mujeres de los pozos, el indio le dice que ya están todas paridas. Historias de animales gigantescos en medio de lagunas y ríos como preparando y aumentando el miedo del etnógrafo. La boa gigante del río Putumayo que desaparecía terneros y que la cazó la guerrilla tomando como carnada a burro viejo relleno de dinamita.

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Cuentos de culebras gigantes de 30 metros de largo en el Caguán. Animales enfurecidos que volteaban canoas. La luna se torna naranja, sonriente y serena entre los árboles coquetea con los somnolientos seres de la playa. Algunos mosquitos aparecen en escena pero nada parecido a los relatos de nubes de ellos en la pesca nocturna. Un corto silencio y sueño de los pescadores. Pierde la apuesta Nando. Son las 9:00 p.m. y la luna sigue campante en el horizonte. Nubes oscuras rodean el astro. Con voz firme Nando cierra la espera: esto si es libertad. Poder estar acostados en una playa, con la luna, las estrellas y listos a pescar. En las cercanías de Bogotá esto no se puede hacer, nos echarían la policía, nos tratarían de viciosos. ¡Qué bueno es sentirse libre! 9:25 p.m. Se acuesta la luna y con ella esperamos también se duerman los peces. Unos ejercicios para “desentullir” el cuerpo. Los rituales de bendición y permiso al agua. Inicio de la pesca: Lavamos nuevamente las caretas, preparamos las linternas, las pistolas y el morral. La pistola en una mano, la linterna en la otra. No deseo ser muchilero pero es el destino de los novatos. Agarro mi pistola, mi linterna, el morral y al agua. Iniciamos al sur, eso me despista. Una playa de barro nos recibe y no diferencio las rocas gigantes parecidas a las de caño cristales. El paso del río se me hace extremo pues el peso del maletín, la linterna y la pistola en la mano se me hacen muy pesadas. Está hondo el pozo. Se ve el reflejo de la linterna dentro del agua. Los pescadores se ven por el chorro de luz entre el agua. Ya no se ven zapatos en la superficie, se ven lucen en lo profundo del agua. Paso dos veces el río con algo de temor -recuerdo con ironía y nostalgia la natación en las piscinas de Compensar- siento que puedo perder la pistola o la linterna o hundirme por el peso del maletín. El corazón se acelera, la respiración aún más. El trayecto se me hace interminable, siento agua en mi boca, no avanzo lo suficiente, paso la linterna a la misma mano de la pistola y avanzo.

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Paso decidido el río nuevamente y me sumerjo con la linterna en lo profundo del río. No veo nada por eso salgo nuevamente a la orilla. El indio me llama pues pescó un nicuro. Lo mete en el maletín. El animal pelea contra el aire, extraña el agua. El movimiento del pez en la espalda me da escalofrío. Salgo del agua. Me pregunto ¿Será esto antropología? Sólo el firmamento con el juego de luces que destellan me anima. Me siento desorientado, perdido, no sé dónde queda el campamento, ni la casa más cercana. Me da rabia no orientarme. -No sólo se puede quedar mirando uno el piso y el agua hay que alentarse de vez en cuando con la bóveda celeste. Con mirar sólo para abajo se pierde el sentido de lo sublime-. 10:30 p.m. Volvemos al campamento, desembolso los pescados y seguimos río arriba. Recuerdo la empalizada y los temblones. Decido permanecer en la orilla sobre la playa de piedras pequeñas. Miro el firmamento. Escucho al indio que me llama nuevamente. Paso el río, la corriente es muy fuerte, recuerdo el dolor en el pecho. Tengo más cuidado. Un moina medio ha pescado. Sólo los destellos de luz bajo el agua dan la presencia de otros seres en este paraje oscuro, taciturno y lúgubre. Sonidos extraños a lo lejos se escuchan, me digo a mi mismo: “No hay que creer en las brujas…” y no sigo el refrán. Nando pasa el río, ha encontrado una cucha. La saca con las manos. El indio le grita: ¡Va a pescar en lo seco!, que el profe atraviese el río. Paso unas tres veces más el río, la noche oscura empieza a desenredar los temores. En la orilla se siente más el frío, fuera del agua las corrientes de aire me hacen estremecer. Me voy al lado de los pescadores. Entran y salen del agua a recibir aire. La luz se pierde de vez en cuando entre las palizadas. Espero que todo termine pronto. 11:30 p.m. Voy a vaciar nuevamente el morral. Permanezco solo durante un tiempo al lado de los maletines. Prendo dos linter-

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nas. Tiro los pescados a la playa, saltan como buscando huir. Abren sus ojos al máximo. El olor a pescado se impregna en la maleta, en mi ropa y en mi cuerpo. La soledad del pescador me abate poco a poco. Decido no volver al agua. Me cambio, me pongo ropa seca, envuelvo la ropa y la meto en una bolsa. No se ven las luces, no se escucha nada. Me siento en la playa y pienso en lo lejos que está mi casa. En el frío que tengo y lo caluroso que puede estar mi cuarto en San Vicente. Miro el firmamento y entre los carboneros se ven las estrellas jugar con sus deseos y la mirada perdida de quien a años luz las observa. Ensimismado conocí un poco más de mis anhelos. Superé algunos temores y recordé con nostalgia a una amiga que siempre me llevaba a los extremos, que no tenía puntos medios, ni orillas, siempre era a navegar en aguas profundas, a romper mis incredulidades y a sobrepasar mis límites. -Si la vida no se tornara inaudita, no valdría la pena hablar de ella-. Lunes, 23 de febrero del 2015 12:05 a.m. Llegan los pescadores, con unos 5 pescados más (moinos, nicuros, bocachicos, etc.). La pesca no fue buena. El indio dice: “Yo por aquí no vuelvo”. “Sólo lambidas y nada de pez”. Recogemos todo, se parte el botín en tres grupos iguales. Yo menciono que en la casa no comen pescado, igualmente me dan la tercera parte. Producto final: tres temblones - que se quedaron en la playa para comida de los gallinazos-, dos moinos, tres bocachicos, una cucha y tres nicuros. 12:20 a.m. Emprendemos el regreso, las motos nos esperan bajo el guaudal. Nando trae unos cuantos árboles de carbonero pequeños para sembrar en frente de su casa. Pasamos el alambrado, no me agarró un temblón en el río, pero sí un corrientazo en la cerca. Perdí mi linterna. Pasamos la Y, dejamos la casa del costeño. El trayecto se me hace eterno y eso que la

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velocidad es alta. El firmamento estrellado nos acompaña todo el camino. Hay silencio es el recorrido. Hace frío. Una niebla densa nos recibe al acercarnos a San Vicente. Entra una llamada, es Yasmin que me pregunta que cómo estamos. Le digo que bien. Que ya casi llegamos, que vamos por la ceiba. Tenía 21 llamadas perdidas de ella. Ninguna de la comunidad. Pasamos Santa Marta, La ceiba y a lo lejos se ven las luces de Villa Norte. El letrero de bienvenido a san Vicente calma mi ánimo. El olor de las marraneras me hace creer que estoy en casa. Las luces de la sirena de la ambulancia y de la policía nos reciben en el pueblo. Todo es silencio y soledad. No nos despedimos del indio. 1:25 a.m. Nando me deja en la casa, me entrega la bolsa con el fruto de la pesca. Me dice que la pesca es un plan que no se olvida. Que espere la próxima. Se ríe un poco. Le digo que nos vemos el fin de semana para continuar las entrevistas. Nos despedimos. Entro a la casa. Quiero bañarme cuanto antes. Empiezo a escribir las notas de campo. Tengo sueño y debo madrugar a trabajar.

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Caño Yarumales En busca del último Tinigua San Vicente del Caguán, enero 13 al 17 del 2015 “Cuanto más te acercas al corazón de la selva más la quieres” Sixto Muñoz

Martes 13 de enero del 2015 8:30 a.m. Nos encontramos frente a la biblioteca pública Wilton (Director de cultura), Sandra (Memoria histórica), Javier (Antropólogo de la Universidad Nacional de Manizales), Mónica (Bailarina - estuDante), Melki (Instructor de danzas) y yo. Salimos del parque Los Transportadores donde veo que talan los árboles que el día anterior intenté proteger pero que con argumento en boca y autorización en mano me explicaron que se deben quitar todos y destruir el parque para transformarlo. Me parece que se transforma igualmente una parte importante de la vida cotidiana de los sanvicentunos por la importancia del parque como lugar de encuentro. 9:15 a.m. Nos subimos a la línea para Macarena, vía Playa Rica. No puedo ocultar mi nostalgia por el recuerdo de tiempos pasados y presentes, sentimientos de dolor albergan mi ánimo. Muchas cosas me entretienen por el camino: el reloj de Zamira para la abuelita, que lo envía desde Villavicencio. Doña Yolanda hablando de sus niños que no pueden ir a estudiar porque son muy pequeños, de 6 y 7 años, pues deben caminar una hora para llegar a la escuela y tienen que pasar la

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quebrada que es muy honda o pasar el puente colgante a caballo, pero por ser tan pequeños les ganan las bestias. Nos cuenta de la travesía junto a su hermana su hijo y su perro, pues llevan viajando 5 días de regreso de Villavicencio donde fueron a visitar a sus familiares y comieron gallina por montones (once aves engullidas iban contando). El ruido del carro se entrelaza con los diálogos entre nosotros generando ruidos en el alma. El guiño a los militares que hace Javier, el conductor, y pasamos el primer retén del ejército sin que nos requisen y nos pidan la cédula. 10:15 a.m. Pasamos los pozos Delicias y La Machaca; siguen los guiños del conductor a los soldados para que nos dejen pasar y no retrasen más el carro. Guiño que se hace ritual y funciona. Parada obligatoria en la panadería, sabroso pan de queso, o pan de yuca con gaseosa. En la Ye recogemos a Marcela (Reina del Yariceño 2013). Los recuerdos viajan por mi mente, el polideportivo, la escuela, la residencia “El Refugio”… y quien desde lejos nos protege. La serranía de la Macarena se levanta imponente y se hace guardiana de los secretos de la selva. Pasando el Morrocoy, devolvemos un encargo que se entregó mal: la remesa era para don Chucho Hoyos y no para Isidro, el paisa. Parajes de selva atravesados por la carretera polvorienta y de arena color café. Mucha tierra por el camino. Una familia de monos pasa la carretera y la guardiana Serranía se asoma por momentos para recordarnos que ella siempre acompaña. Nos acercamos al encuentro con el último Tinigua. 3:03 p.m. El pueblo de La Macarena nos recibe con sus militarizados aeropuerto, entorno y paisaje. En cada esquina tres soldados y en las calles un policía y medio. Diecisiete mil hombres armados guardan este paraíso turístico de ocho mil almas en pena y algunos turistas despistados en temporada baja. Le pregunto a un criollo si no hay desequilibrio social, por tanto

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hombre y pocas mujeres. Me responde: “Ellas son las que gozan”. Guardo silencio y respiro profundo. Las calles amplias, de dos carriles separados por árboles de pomarroso me recuerdan a Leticia, capital del Amazonas: tiendas, mercados, almacenes y un lugar digno de turismo europeo a las afueras; comidas típicas y café. La iglesia y el parque adornados todavía con ambiente navideño. Antes el pueblo se llamaba El Refugio, ahora sí que lo es para turistas de todo el mundo y el país. Fotos de Caño Cristales por todas partes. Nada que ver con las paredes de Playa Rica y la Sombra con dibujos del rostro del “Mono Jojoy” riéndose. Todo tiene un precio elevado. La remesa se nos fue por casi 300 mil pesos. Nos encontramos al descender del carro con Limer, estudiante del colegio Promoción, jugador de voleibol, y me dice que me invitará a jugar al otro día. Que trabaja en la emisora comunitaria con su hermano Hanner, intercambiamos números de celular. Nos hospedamos en el hotel Mariana. 7:00 p.m. Fuimos a comprar la remesa. No hay tomates porque llegan los jueves. En casa de don Lorenzo entre diálogos entrecortados de historia de Sixto, de los Tiniguas y de La Macarena, el loro casi es cena de una chucha (fara), todos gritan, las mujeres en el cuarto enceradas o en las sillas montadas y los hombres haciéndonos los valientes. Se intenta golpear la chucha con un palo de escoba pero no se logra. Se escapa el animal. El loro asustado no va a poder dormir en toda la noche. Se va la luz, intento comprar una linterna pero casi todo está cerrado, me compro una mechera. Tres personas del equipo preparan la comida, huevos con arroz y carne y nos disponemos a charlar sobre los detalles del viaje: Que el cuidado y la prudencia con Sixto. El tema del orden público. Invitamos a Alejo (amigo de Doris) para que nos acompañe al viaje. Y temas varios que hacen del momento algo muy ameno. Vimos los videos de don Sixto del año 95 y el video de la danza presentada en Curillo. Todos a dormir. A media

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noche se escuchan cuchicheos del juego de poker, el sueño nos vence. Ya respiramos último Tinigua. Miércoles, 14 de enero, Macarena, hotel Mariana 7:00 a.m. Iniciamos el viaje llenos de expectativas, de ropa y de remesa. Bolsas negras y sombreros asoman al puerto. La gente nos mira al pasar, suponen que somos turistas. Se nos unen en La Macarena Doris (agente cultural de San Juan), Alejo (criollo llanero) y Adriana (estudiante de la Universidad de La Salle), ellos dos amigos de Doris. A don Isaías que con una sonrisa franca nos presta el servicio de motorista se le dice si previó bujías nuevas… no hay respuesta. Casi que no arrancamos. Otra embarcación se queda por un palo atravesado en las hélices. La mañana se ve silenciosa, sólo los murmullos de las cafeterías donde gente mayor toma el tinto mañanero rompe con los silencios. Descendemos al puerto entre agua, barro e incertidumbres. Empezamos la travesía entre playas, las aguas turbias del Guayabero y aves de muchas especies. Gente a la orilla del río lavando, transportando ganado, mirando desde sus casa paláfitas de madera. Dos horas después otra embarcación nos detiene. Se inicia un diálogo entre dientes y susurros de los motoristas, alcanzo a escuchar los del frente 27. Wilton nos comunica que de allí en adelante nada de cámaras fotográficas y que él habla y explica quiénes somos si alguien se acerca a preguntar. Todos en silencio asentimos con la cabeza de arriba a abajo. Las sombras que la espesa selva y las nubes reflejan en el río asemejan un espejo y me recuerdan que somos eso: reflejo e ilusión. Y se tranquiliza mi espíritu. La cachivera, una roca que atraviesa el guayabero y genera rápidos en el río nos recibe con escupitajos de agua dentro de la canoa. Dice Isaías que con dinamita explotaron una parte de la roca para dejar paso, atravesamos el paso. El sol calienta cada vez más. 223

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11:00 a.m. Llegamos a la bocana del Caño Yarumales y El Guayabero, a la tienda el Halcón Negro de R.A. Una foto gigante de Noemí Sanín nos recibe como burlándose de nuestros miedos. No hay nadie, ni dueños, ni vecinos, ni perros flacuchentos con alaridos de vientre. Miramos la vitrina, metemos la mano y sacamos tres bujías, sólo de testigo un cachirre (caimán, como de dos metros, acuerpado) en la playa nos observa un instante y se sumerge en las aguas oscuras del caño Yarumales. Rumbo por las aguas bajas del caño y gritando de cuando en cuando “cuidado con el palo” vamos consumiendo un sabroso desayuno de gaseosa con pan y sardinas. El maní sala nuestros gustos y el calor amenaza con deshidratar nuestros adoloridos cuerpos (mucha tabla no soporta el…). Bocadillo y queso de onces. El arrullo de garzas de colores, de aves exóticas, nutrias, caimanes de todos los tamaños, chalapas (tortugas de agua dulce) y tucanes levantan el ánimo. 12:45 p.m. Se detiene la embarcación frente a una playa blanca, solitaria y resguardada de grandes árboles. Es la playa de ingreso a la laguna, de rocas en forma de carbón y arenas blancas de textura fina. Inmensos árboles que intentan decir algo ininteligible para nuestros pesados espíritus. Repartimos la remesa que consta de arroz, arveja, frijol, lentejas, sal, aceite, azúcar, chocolate, café, galletas, harina para arepas, papa, cebolla, no conseguimos tomates -porque no era jueves-, bolsas de agua, diez libras de carne, etc… Esa remesa sí que pesa. Se baja la pimpina (galón grande) de gasolina, se amarra la canoa y a caminar. La espesa selva nos saluda y gime de dolor. Los ruidos de animales abruman nuestros silencios, la laguna (bautizada Tiguaná, por Sixto) nos da la bienvenida con sus reflejos mágicos. Pasamos dos broches, pues hay ganado en la zona, presencia de hombre blanco, campesino o anacrónicamente llamado hoy día colono.

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De pronto se abre la selva, aparece un cielo resplandeciente y un paisaje desconcertante nos habla de la realidad: Árboles caídos, secos, sin vida y unas troneras como de dos metros. Cuatro tumbas de selva nos hacen conscientes de la guerra. Un bombardeo de la Fuerza Aérea hace dos meses impactó el lugar y don Sixto quedó nervioso y asustado por un día y sordo por ocho más, ni lo que Berenice -su nieta- le gritaba podía escuchar. Heridas de guerra en el paisaje colombiano. Pasamos unos cocales, saludamos a un vecino y nos dice que estamos a cien metros de la casa de Sixto. Un guaudal lloroso(o guadual, me gusta más el término anterior, por ser común entre la gente del campo) nos recibe (ya entiendo la canción, pues realmente lloran), y Berenice, una mujer india de pelo negro, ojos rasgados y ropas sencillas nos dice que Sixto está trayendo miel cerca de la laguna, que va a avisarle. Tres cachorros calangos de perro laten sin cesar. 1:30 p.m. Camino de la laguna se escucha que llegó don Sixto. Lo primero que veo es su mano gruesa y oscura apretando la de Wilton. Luego escucho su voz ronca y profunda. Pregunta Wilton por las cámaras, si se puede grabar y él hace un gesto de dinero con las manos y dice mirándolo de reojo: Usted ya sabe cómo es. Diálogos entrecortados entre gente extraña. Dice Sixto: — Mis manos no cogen coca, en mi casa no tengo. Voy a comprar mechera y los colombianos no tienen nada (referencia de campesinos). No tienen dinero, para qué coca, más indios son ellos. Hace dos meses las bombas me dejaron sordo ocho días y un día entero con nervios y asustado. Nos pregunta si no vimos los huecos que dejaron las bombas. No escuchaba ni a Berenice - su nieta de 17 años, que no conoce varón, ni escuela-. No como tortuga de mar, no como animal de agua salada. Como pescado, echo machete y saco fariña o mañoco”.

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Viste una camisa roja rota, pantalones cortos, poncho amarillo y botas pantaneras nuevas. Habla de Bogotá, del río Duda, de la salida que hizo a la capital, de los lugares que visitó, la universidad donde encontró amigos que lo conocían, de Monserrate y del salto de Tequendama… todo un turista. Llega de visita don Meza, un campesino muy delgado, alto, con bigote y una escopeta, va de cacería… pero sabemos que entre ellos se cuidan mucho. Una perra llega moviendo la cola de la alegría de ver otras personas, los cachorros igual de escuálidos que ella son más esquivos. Sixto nos indica: — Sentémonos a hablar como la gente. Nos comenta que estando en la laguna sacando miel escuchó a los perros… guau, guau, guau. Y pensó en algún cachicamo (gurre, armadillo o jerre jerre) que anduviera por el lugar. Luego los escuchó chillar como gimiendo y dijo: — Llegó gente. Y al momento la nieta apareció y le avisó de nuestra visita. Nos recordó nuevamente el susto del bombardeo, cómo la casa se movía y temblaba. El techo parecía caerse. Menciona la visita de los de la junta para preguntar cómo se encontraba. Hablamos de todo un poco: de su nacimiento en la Tunia. De su gusto por la pesca y la siembra de yuca brava para sacar el mañoco. Que si vamos a pescar que sea en la laguna, pues en el caño donde queda el lugar de baño, debe protegerse, no pescar, pues al faltar los peces el caño se seca. Los peces llaman el agua. Igualmente mencionó don Isaías que Sixto a la hora de cazar no le colocaba veneno a las flechas. Pues, lo malo no le gusta. La presencia de las mujeres lo hace más hablador. 2.30 p.m. Montamos las carpas, las hamacas y mi cobija debajo del yarumal y dentro de la casa. Una vivienda de madera, con una sala pequeña, con comedor de madera y bancas dispuestas al rededor. Dos piezas pequeñas, un tabla que hace de puerta que comunica con la cocina, un fogón de leña y una

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despensa, todo en madera y de tan profunda humildad y sencillez que cautiva el alma del más frío de los hombres. En la parte de atrás una especie de lavadero en tablas. Al fondo, yendo por un camino, entre vegetación, la tabla para pararse y dos horquetas para poner la ropa hacen de ducha y lavadero. Un pequeño caño de aguas transparentes y piso de hojas secas de antaño con un entorno de cartuchos salvajes convierten este lugar en un paraíso. El guaudal llora nuevamente. Al principio creíamos que eran animales que hacían sus necesidades sobre nosotros. Luego nos explicó Javier que era la humedad que recogían en sus hojas los guadales y por eso dicen que lloran. También los vi alegres en la tarde estremecerse mirarse al caño… una imagen bella. Unos botones gigantes de madera facilitan el entrar y salir de la casa como escaleras móviles. El techo de zinc y una lona verde que envuelve la parte trasera de la casa define la mística - o pobreza- del lugar. Levantada del piso sobre palos de madera, en este lugar se esconden y duermen los cuatro caninos por las noches. 5:00 p.m. Voy a la laguna con Wilton y Marcela. Ella se devuelve para traer la cámara. Con Wilton paseamos por el centro de Tiguaná. En silencio le pido permiso a las aguas para que nos dejen entrar en ellas. El potrillo (Canoa) tiene resabio a la derecha. Llegan los otros del equipo y empieza la sesión de fotografías para la posteridad. El potrillo pequeño, receloso no se deja montar pues tiene su propio dueño. Preparan una cena-almuerzo deliciosa: arroz, sardinas, patacón. 7:00 p.m. Vimos en la noche el video de la presentación de la danza y luego el video de la danza en Curillo donde fue ganadora. Don Sixto muy concentrado miraba y respondía a todo “Si”. No hubo mayor eco. Muchos silencios. Berenice tampoco opinó. Empezó el protagonismo de Isaías, pues aportaba en

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todo momento. Con el documental del último Tinigua (que fue en honor a Criterio el hermano de Sixto) hecho en 1995 se hizo la técnica de disparadores de memoria, así que con rostros conocidos, lugares o eventos se daba pausa al video y Sixto e Isaías comentaban la imagen: Dos horas de buena historia nacional, de La Macarena y un poco del cotidiano de la vida de Sixto. Buena estrategia la de ir siempre con un conocido suyo. Isaías fue vecino de Sixto en la finca en Puerto Losada. Se veían muy cómodos dialogando entre ellos. Siempre Sixto con preguntas sobre las personas que tenían en común y la respuesta monótona de Isaías: está muerto(a). Cada vez que Sixto hace un comentario sobre los no indígenas se refiere a ellos como colombianos (por ejemplo, yo trabajaba jornaleando, pero ahora sólo hay malocas, no hay colombianos que contraten). Tiene ese sentido de exclusión, de no pertenencia y de extranjerismo de los colonos. Identidad indígena y sentido de pertenencia con la tierra. Temas: Las acciones y nombres de los fundadores de La Macarena, los Silva, los Gonzáles, los Pérez / el contacto con la sal. La comida de sal mató a la mujer de criterio… la sal mata la sangre indígena (contacto con la civilización) / Don Eslava mano derecha de Palma, no recuerda nada, de viejo se metió un tiro que le desfiguró la cara / La preparación de vino de palma en la región / La muerte de Palma a orillas del río Guayabero. Presintió el dolor en la espalda, allí mismo recibió un tiro cuando se iba a bañar en la madrugada. Era un hombre malo, lanzaba los niños al aire y los ensartaba con su bayoneta. Mataba ganado, campesinos, mujeres embarazadas y exterminó a los Tinigua / Sixto habla también de Aljure / La Sra. traga bala, que su marido intentó matar con un tiro y no pudo, luego él se suicidó de un balazo/ Del hombre que por pelear en la canoa fue lanzado al río y se ahogó, luego no encontraban su cuerpo. En sueños le dijo a su mujer dónde estaba enredado el cuerpo y lo encontraron. Un año después la mujer se ahogó en el mismo guayabero… estaba lavando ropa, y se fue / para qué salir al pueblo, no

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había dinero, sólo monedas, de 5 centavos, que era mucha plata. / Era la época de la plata, una gallina costaba 20 centavos. Había trabajo, jornaleando con los colombianos (no indígenas). / Wilton invita a Sixto a San Vicente. Él dice que no sabe, porque la gente dice que hay peligro. La gente de La Macarena le dice que hay peligro (señas de muerte, los dedos sobre el cuello). Dice que si los sobrinos van de La Macarena a cuidar la casa de él viaja a San Vicente, donde no ha vuelto desde niño. Se le pagan los transportes y se queda en casa de Wilton. Nota: se escucha un ruido fuerte, trass…cae de la hamaca Javier y soltamos la risa. Se le rompió el chinchorro. No hay eco del mito de la mirla blanca, visto en el video del 95. Nota: en algunas ocasiones salgo de la sala para observar el cielo “estrellado” en una noche limpia y serena, sólo perdida la tranquilidad por los sonidos como de tiros que salían de la fogata hecha con guaduas (ellas explotan al contacto con el fuego: Paj…pum…pum). La constelación de Orión vigilante del cuidado de la selva. Mis pensamientos eran múltiples entre alegrías y preocupaciones, acciones de gracias y lamentos, esperanzas y temores. Pero siempre inundados de la paz que el contacto con los orígenes despierta en el corazón de quién no se cansa de buscar. Con las chispas de la fogata entrecruzadas con las estrellas muchos pensamientos se iluminan: en la danza, luego del exterminio, Sixto debe salir ya con ropa, pues se ha exterminado la cultura indígena o ya es diferente: No de taparrabos, ahora de camiseta (rota), pantalón corto y botas pantaneras, poncho amarillo. 9.00 p.m. Se abre el cine club en la Tiguana (nombre dado por Sixto a la laguna), Sixto, don Meza, Berenice y algunos del equipo se divierten viendo una película en el portátil de Wilton (creo que era el príncipe de Persia). Adriana me presta su hamaca para dormir. Sobre la fogata se coloca la carne a

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orear. Ya cuando la fueron a quitar muchos creímos que era un asado y probamos un poco, luego otros se nos unieron y casi que acabamos con la ofrenda. Los dedos se nos quemaban, los potes de gaseosa usados como platos no alcanzaban, las risas estremecían la serranía de La Macarena. Se vivía un ambiente festivo en toda la casa. Me fui a dormir con la nostalgia de los cuentos y mitos en derredor de la fogata. Enero 15 de 2015 7:00 a.m. Me levanta el aroma de café, tinto con sabor a selva. Hay relatos de que nos quedamos un día más. No estoy muy de acuerdo, pero lo que decidan estará bien. Arepa semiquemada pero con ese sabor a carbón-amor que enmudece la crítica. A las 10 a.m. voy solo a la laguna para encontrarme con la soledad indígena, con la sabiduría del silencio. Algunos salen a una caminata por la montaña. Me sumerjo en los misterios de la Tiguana y entre balanceos y suaves brisas va susurrando sus secretos: - uno sabe cuándo sale pero no cuando regresa. El evaluador es el tiempo y no la palabra: paciencia indígena. Cuando más te acercas al corazón de la selva más la quieres. Tienen mucho de lo colonos: antioqueños, huilenses y llaneros, no olviden lo indígena. Hay que ser más tiniguas. 10:00 a.m. Tiguana, la laguna me recibe con los silencios propios de la edad, con las nostalgias de la quietud de espíritu, con las corrientes de aire que se reflejan en un oleaje pequeño sobre parte de la superficie del agua y con el tono oscuro de las aguas que llevan secretos inefables. Paisaje inverosímil rodeado de verdad. Se me cae el diario de campo en la laguna al buscar escribir dentro del potrillo (Diario de campo: cuaderno de 50 hojas cuadriculado, que compré en la tienda de mi madre en Cúcuta por 700 pesos, precios de “gente antigua”).

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Tiguana pasa de la quietud al movimiento, me inspira temor, miro a todas partes, escurro el diario de campo. Nuevamente se salva la antropología en Colombia (diarios que superan robos, olvidos, lagunas, tierra, lápiz borrado, paso del tiempo… y superficialidades). Es importante pasar tiempo con uno mismo. 11:00 a.m. La magia se apodera del lugar: don Sixto pide danzar. Impone su legado, su autoridad y su memoria. Pide su yondoto (pote amarillo, un medio barril de gasolina) se lo amarra al cuello con un laso, toma dos guaudas y da origen al sonido tinigua. Danza del sapo, grita y nos exige a todos bailar, incluyendo a don Isaías (que era el más entusiasmado). Pena, colores, silencios, contención de risas. Vueltas y más vueltas. Se detiene la música y soltamos a reír. Tensión y emoción. Sixto se apodera de la escena y dirige, manda, con la autoridad de ser el único, el último, el antiguo… sobre todo por ser quien acoge con un amor de abuelo que despierta la ternura olvidada por los avatares de una cotidianidad ajena a la transparencia y al cariño sereno. Diversidad de animales en danza: sapo, tigre, junco, marimba, mono, danta, júcaro, titi, cajuche, pájaro loco, aparecen en escena, rompen los hielos y empieza un caluroso afecto de origen, de tierra, de parentesco. No hay departamentos, no hay litigios, no hay edades, somos uno en la danza, en el movimiento de cuerpos, almas, historias y memoria de la “gente antigua” (significado de tinigua). Somos los antiguos pidiendo pista en el presente. Somos movimiento del pasado, danza del presente para contar a las nuevas generaciones. Aparece el cacique, con su grito hasta la media noche y anima a danzar. Sixto sonríe. Pasos largos, cortos, balanceo, mirada felina, mordisco, toque de hombros, manos entrelazadas, mujeres que orientan, hombres que buscan, verada (palo de autoridad, con el que se hacen flechas) en mano, el cuerpo se deja llevar por los recuerdos y travesuras de Sixto el último

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tinigua. Nada vuelve a ser igual. Vueltas, rondas, sonrisas, cadencias del pasado, cansancio, sudor. Sobre todo la presencia de un espíritu abrumador que todo lo abarca, lo sana, lo comprende, lo mima. Un ambiente de cordialidad, de música a ritmo de yondoto, a ritmo antiguo. Hasta don Meza, quien con su caminar lento encorvado y su flacura de “campesino llevado” pasaba a visitarnos, es ordenado por Sixto para ingresar al baile. Nadie se queda por fuera de este movimiento milenario y sanador. 1:30 p.m. Almorzamos con el sazón de Berenice que alegre nos mira mover como zombies. Carne, arroz, lentejas y plátanos traídos de la huerta al otro lado de la laguna. Donde don Sixto fue acompañado sólo por Javier no por multitudes pues se debe tener respeto por la agricultura, por la tierra, por sus frutos y por la guerra. Ya es pasado el mediodía, es una realidad que nos quedamos otra noche. Sixto quiere seguir danzando, los cuerpos nuestros se resisten por el cansancio y se dejan adormecer por el balanceo de las guaduas. Todo queda en silencio, las hamacas, las carpas, la banca de madera, el suelo, son testigos de una tarde somnolienta y desolada. Se escuchan murmullos, pasos tenues por la casa. El cansancio no nos permite la curiosidad de los ruidos. Luego nos cuentan que fueron visitas del más allá. Personajes de la selva, que cuidan, protegen e indagan cuidando el lugar de nuestra presencia. Y siguen su paso cadencioso por más de cincuenta años de historia por las selvas de Colombia: “Los dueños de la montaña”. 4:00 p.m. Con los ruidos de una tormenta que se avecina, con el movimiento alegre de los guaduales que se estremecen por la brisa que los acaricia salimos con Berenice a buscar señal de celular y avisar a nuestras casas del cambio de plan. Ella va a paso rápido, no espera a nadie como nadie la ha esperado en la vida. Termina la espesa selva y nos encontramos 232

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con un potrero y allí encontramos dos varas incrustadas en tierra con abertura en las puntas donde Berenice con total seguridad coloca su celular Nokia que “realmente es una flecha”. Pero es el único celular que tiene señal instantáneamente. La escuchamos en su lenguaje “guayabero” entre un gutural francés y un arrastrado árabe. No entendemos nada. Sólo ella era dueña de la situación: con su mirada fija en el horizonte, con su cabello largo color negro amarrado con un caimán rosado (gancho para cabello), su camisa de tiras azul clara, un pescador (jean corto) azul y sus pantuflas nos genera envidia sana del bilingüismo fallido de muchos de nosotros. Se escuchan a lo lejos truenos, brisas, la tormenta llega. Hacemos las respectivas llamadas y regresamos a la casa. Llegamos y se prende la planta eléctrica para cargar las cámaras y los celulares. El ruido de lo ajeno rompe los sonidos de la selva. Nosotros hemos cambiado los sonidos de Sixto y él le ha dado ritmo a nuestras vidas monótonas y silenciosas. El Yondoto como corazón que emana sangre nueva alimenta nuestras existencias. Los monos aulladores a lo lejos llaman el agua. Nada vuelve a ser igual. Nos encontró el último tinigua. 5:00 p.m. Pesca milagrosa. Llegando a la casa Wilton nos invita a ir a pescar a la laguna. Al mejor estilo tinigua preparamos la carnada: salchichón viejo. Javier va a pie pues el potrillo receloso de Sixto no se deja montar. Marcela, Wilton y yo iniciamos la navegación por esas aguas misteriosas. Los pescados como burlándose saltan cerca y lejos de nosotros. Sustos de hundirnos, risas, comentarios y tal cual madrazo por los movimientos de la canoa no facilitan la actividad. Dejamos a Marcela en un árbol a la orilla donde pesca Javier y con Wilton seguimos nuestra labor vespertina de sacar agua de la canoa y de alimentar los “robacarnadas” con el mejor salchichón de la región. Muy dignos los peces, no se dejó pescar ninguno pero bien alimentados y gordos se los dejamos

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a Sixto. Nos coge la noche y el trayecto de regreso me tocó a pie. Entre ramas, fangos, cercas milenarias oxidadas y diálogos de serpientes volvemos al hogar. Pasamos por casa de un campesino vecino donde se encuentra don Meza y nos pregunta si en la noche hay cine. Le decimos que pase y nos visite. Llegando a la casa Sixto, con una mirada pícara, nos pide los pescados (él caza y pesca con flechas). Le digo que por amor a la naturaleza los dejaron ir. Un baño en el plácido y exótico caño y a cenar. Nota: se han dado cuenta que no he pisado la cocina. Una deuda para la próxima expedición. 7:00 p.m. Llega la noche. Orión se hace presente, el cielo nos mira con nostalgia y la fogata nos acompaña a ritmo de explosivas guaduas. Todo sigue su ritmo: los guaduales lloran, los perros ladran, la noche trae sus ruidos melancólicos. Cómo no soñar con pasados distintos y presentes mejores en medio de la selva. Aparece el Yondoto que nos invita esta vez no a danzar sino a cantar. Se le suman la linterna, el tenedor, la olla y nuestras voces: Jaime Molina, la casa en el aire, la tortuga debajo el agua, Vicente Fernández, Ana Gabriel y los ochentas y noventas en plenitud… y nos dieron las diez y las once, las doce y la una y las dos. Cine en la casa y cánticos bajo el guadual. Historias, cuentos, chistes, todo un ambiente de fraternidad y memoria en medio de la nada. Mejor dicho, en medio del “todo”. Recuerdos, risas, saltos, brincos, miradas, adivinanzas, coplas. La casa de la cultura en plena selva. Sixto nos acompaña un momento, silencioso nos mira y sonríe. Don Meza se va porque le da sueño. Una linterna alumbra la noche oscura. Ruidos de animales ponen a volar la imaginación.

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Enero 16 del 2015 5:00 a.m. Me despertó el olor a café, el murmullo de los cocineros en la madrugada, el radio a bajo volumen con ritmos de música llanera, el correr de los compañeros trasladando las carpas pero sobre todo el hermoso sonido de las gotas de agua cayendo sobre el techo de zinc. Son las cinco de la mañana y debemos recoger todo, limpiar, despedirnos y volver a otra “realidad”. Tinto y arepa. Volvemos a los cocales, a las heridas de guerra en el paisaje, a los caminos entre selvas, a la laguna que se asoma entre los matorrales. De regreso por el caño el “diostedé” o tucán nos hace el cortejo de despedida. Creo que es el espíritu de Sixto que nos sigue en forma de animal pues su cuerpo quedó en la puerta de la casa mirando entre las guaduas nuestra partida. Como lejano, como nostálgico, como gritando en silencio: ¡No me olviden! Aparece luego su espíritu en forma de morrocoy en el camino. Lento, silencioso, tímido, como obstaculizando la ruta. Y en forma de tucán que desde lo alto de un árbol nos mira de reojo como despidiendo recuerdos que no queremos dejar ir. Luego se transforma en perro y aparece en la playa, silencioso, sin un ladrido, corriendo sin cansancio entre ramas, persiguiendo la canoa con ansia de “amante lejano”. Unos diez minutos entra y sale de la espesa vegetación. Se mimetiza en cada cachirre, charapa o ave exótica que encontramos por el camino. Un ave pequeña, de colores llamativos, parecido a un carpintero, creo que es el pájaro loco que Sixto nos hizo bailar, es su última encarnación para la despedida. Va de rama en rama, nos mira, nos sigue, se mueve de una orilla a otra. No nos deja ni un momento, como cuidando sus polluelos. Salimos del caño Yarumales y desaparece el ave. Pero no desaparecerá en nosotros el espíritu y la imagen de un hombre que en medio de la selva nos recuerda lo vital de tener memoria, de danzar alegres y de vivir con sencillez. Sólo adentrándonos en la sel-

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va encontramos los tesoros del espíritu y amortiguamos los dolores del alma. 11:00 a.m. Durante el recorrido de vuelta por el Guayabero apaciguamos el hambre y la sed con una sandía silvestre, con maíz y frijoles enlatados (que mezcla de occidente y selva). Nos detenemos en el Halcón Negro para revisar cuentas. El dinero sigue en la vitrina entre las bujías y el dueño sonríe al escuchar el cuento de ida. Se refiere a Sixto como el médico (Sixto es curandero, soba, etc.). Tomamos gaseosa a diez mil pesos, dos litros. Seguimos mirando las playas blancas, soleadas y desoladas en busca de cachirres y otras especies nativas. Nos persigue una tormenta, la nube negra se ve acercarse rápidamente, el ruido de los truenos asusta a los viajeros y las gotas que caen como pisando los pasos nos hacen buscar refugio. Estamos a veinte minutos de La Macarena. Una draga (embarcación que se usa para sacar oro) nos acoge con cariño y con sus historias y denuncias. En ella una familia espera el presupuesto (siete millones en ACPM) para seguir el trayecto de Araracuara - la Tagua a Puerto Inírida (no sabemos cuál fue la ruta, si por el Orteguaza, por el Caquetá, por el Losada o por donde carajos voló la draga). Toda una travesía en búsqueda del preciado oro que a setenta mil pesos el gramo genera un movimiento económico (por los impuestos dos millones a la alcaldía, dos a los de “Allá”, y tres gramos de oro a las juntas de acción veredal), político (por los collares de oro que se le dan a los ministros de minas y a alcaldes de turno), ACPM, trago, remesa, mujeres, etc. Todo lo que trae el “desarrollo del lujo y la vanidad”. No se habla del impacto ambiental ni del desplazamiento de las poblaciones, de la economía ilegal, etc. O no se ve o no se quiere hablar o no es el momento. Dos niños jugando futbolín en una tabla vieja con puntillas y alambre alrededor, con una canica me recuerdan tiempos de mi infancia. Una cocina pequeña, un cuarto de pensión periférica y un baño sin utilidad

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complementan la escena de este animal súper exótico que sobre dos canoas de madera - que soportan la draga, los motores y la vivienda- es capaz de navegar sin inmutarse por los ríos más turbulentos o los niveles más bajos que se pueden imaginar. Paso de la economía y el capital por la naturaleza. No hay quién o qué lo detenga - modernidad líquida, hipermodernidad-. Ciento cincuenta dragas descansan a orillas del río Caquetá entre araracuara y la tagua. Cuatro de ellas están en Puerto Inírida en espera de la que pasea por el momento las playas del Guayabero. 3:03 p.m. Llegamos a La Macarena con mucha hambre. Nos esperaba un caldo de pescado sabroso. La acogida de los llaneros se hace presente, la casa de Adriana se abre para los viajeros. El hotel San Nicolás, con doña Amparo, la abuela y Santiago se vuelven nuestro hogar por unas horas. Consentidos en hospedaje, diálogos, bailes, calor de hogar y comida. Pasan las horas antes de embarcarnos rumbo a san Vicente para recoger nuestros pasos: Morrocoy, Recreo Alto, Playa Rica (Con las mismas nostalgias), La sombra, La Machaca, Delicias, Los pozos, la panadería y nuestro añorado San Vicente. Una noche pasada por bailes, diálogos, risas, aprendizajes de salsa choque y bachata, encuentros y desencuentros. La Macarena, 17 de enero de 2015 6:30 a.m. Con el ruido de la lluvia que nos despierta, un tinto y una arepa nos despedimos de nuestro hogar. Emprendemos el viaje de regreso en otra di-max, vía la Ye. Regresamos siete viajeros, pero distintos a los que hace cuatro días partieron. Se fueron cargados de cosas y regresaron ligeros de espíritu. Nos recibe otro San Vicente. No creemos el nuevo paisaje del parque de los transportadores: Donde había gente, ventas de

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ropa, minutos a celular, ancianos apaciguando el calor, árboles gigantescos, un Guadual (que recuerda los de Yarumales), plazoleta de comidas típicas de la región (fritanga, tamales, caldos, pizzas, gallina, tintos, jugo de naranja, aromáticas, etc.), los charlatanes que embetunan zapatos, los taxista esperando turno, los pensionados esperando su hora, los campesinos esperando…no sé qué. En lugar de toda esa interacción social encontramos otro panorama: un sol picante, que al reflejo de las latas de zinc viejas que envuelven el antiguo parque esperan la remodelación del mismo. Las similitudes de los viajeros con el paisaje del pueblo, que han cambiado, pronto dejan ver sus destinos próximos. Las despedidas formales de un grupo que aparece y desaparece en cuatro días. Los parabienes, las promesas de volvernos a reunir sabiendo que nunca será posible, las risas y agradecimientos por lo experimentado. Las rutas distintas a seguir: Los que se quedaron, los que siguen su camino a otros lugares, los que se quedan en San Vicente. Todos retornamos a nuestros caminos personales pero con algo diferente: La riqueza que nos dejó impregnada en la piel la vida de Sixto, de Berenice, de Isaías, de don Meza, de Caño Yarumales, de Macarena y de nosotros mismos porque cada uno dejo un pedazo de su historia en el corazón de los demás. Con el corazón en la mano, el alma en caño Yarumales y el espíritu en alto vuelo…hasta pronto. Nota: ¡ojo!, No hay último Tinigua porque el encuentro con Sixto nos transforma en testigos de su legado, de su vida, de sus historias, de sus nostalgias. Y con danzas, cercanía, silencios y hospitalidad fue engendrando en cada uno de nosotros sus memorias y sus vidas. Somos el último Tinigua.

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La cristalina del Losada

Abril 28 del 2015 “Abonó la flor de los explotados, pisoteando las bajezas que transpira el capital” Julián Conrado

1:45 p.m. Con la mente puesta en el partido de voleibol contra el colegio promoción social y todos los muertos que exhumé con él en este mes de abril, emprendo el camino hacia el parque los transportadores que se encuentra en remodelación. Llego a la empresa y me indican la camioneta vieja, color verde y llena de remesa en la parte de atrás y arriba. Una nube gris se acerca por el norte, previendo tormenta, como está mi alma. Me siento en el andén a mirar para todas partes como esperando un saludo que no llegará. Aldi asoma en la calle y se me acerca. Saludo a Nora que me estaba buscando hace rato. Me entrega una carta para su hermana Melliza que vive en La Cristalina y a donde puedo acudir en caso de que necesite algo. Me dice que ella puede contactarme con don Guillermo Peña, presidente de la JAC -junta de acción comunal- del Caquetá en La Cristalina. De repente Aldi ve a don Guillermo en la acera del frente y lo llama. Don Guillermo, un señor de unos 60 años, de aspecto campesino, fuerte, de manos callosas y piel curtida. Me saluda y nos presentan. Me dice que conoce bastante la región pues él es de los colonos fundadores de La Cristalina. Que han luchado varios años porque se respete el territorio del Caquetá. Que el año pasado terminaron el año con doscien-

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tos niños en la escuela y tres maestros. Que a lo largo del año van llegando y se van yendo al tiempo los maestros de contrato. Que la situación es difícil. Aldi actualiza datos de don Guillermo y yo me embarco en la camioneta hacia La Cristalina del Losada. 3:00 p.m. Salida de San Vicente luego de dar muchas vueltas por el pueblo en busca de gasolina, de remesa, de mensajes y de personas que viajan. En la parte de adelante se sube un señor gordo, de aspecto gamonal, que compra los dos puestos y viaja solo. Trato de dormir pero no puedo por la incomodidad de la silla y de los comentarios por teléfono que hace la señora que se encuentra a mi lado. Ella viaja charlando cosas íntimas con un amigo que entiendo se encuentra en Villavicencio, que fue su antiguo novio y con el que desea continuar una relación poco formal. Una llamada caliente al mejor estilo rural sanvicentuno. Todos en la camioneta escuchamos. No sólo yo como antropólogo. Nos bajamos para el primer retén del ejército. La requisa y la solicitud de la cédula. Cuando las devuelven me piden el número de cédula, yo lo repito como loro enjaulado. Cuando se lo preguntan al señor gamonal le dice al soldado: “Ahí creo que está escrito, pa que lo lea”. Me gusta esa respuesta, pero yo no podría decirlo. Luego de una hora si no es porque se va la señal del celular seguimos con la llamada caliente. De todas maneras rememora los amores de lejos, las propuestas indecentes a descifrar y otras insinuaciones para mayores de edad. 3:45 p.m. Pasamos por la quesillera y por ritual me compro una coca cola pequeña y un pan de yuca. Delicioso. Saludo a doña Magali y me dice que los martes recorre las veredas llevando encargos de pollo. Al pasar por la inspección de Los Pozos no puedo dejar de pensar en Nando de niño y en mi esta-

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día de una semana santa hace quince años. El pueblo se ve desolado, las calles vacías, no hay camionetas ni hombres con camisa azul manga larga, botas Brahma cafés y casco amarillo o blanco. Emerald cerró la explotación petrolera desde el primero de abril y los campos de petróleo se ven sin personal. Eso ha sido para la región bastante delicado a nivel de empleo y economía regional. Se ven las edificaciones nuevas vacías y las obras de construcción detenidas. Ya estoy en zona de litigio. Pasamos Las Delicias, el cruce de San Juan del Losada y llegamos al peaje rural. La nube negra se ve a lo lejos y así mismo se despeja mi mente y aparece un atardecer caqueteño, de sol tenue sobre las montañas pequeñas en el horizonte. Dejo San Vicente y allí se quedan las angustias y las pequeñeces. Entre más me acerco a lo rural, más se aclara mi estadía en la región. Nos cruzamos con una camioneta azul donde vienen dos técnicos de redes, creo, por la pinta. Hablan con el señor de adelante, gamonal, que les dice: - Van a ser las seis, “los muchachos” están en el peaje, mejor se devuelven y viajan mañana temprano. La camioneta se devuelve. Empieza el trabajo de campo. En la escuela La Florida la señora que viene con un niño al lado de la “ot line” dice: - Nos descarga por aquí en la tienda”. Me gusta la referencia a remesa. Bajamos a estirar las piernas. Un joven apodado el zorro recoge unos bultos y otros niños llevan bolsas pequeñas. Un señor dice: No me enviaron con la remesa “bonyures” y panes para los niños. Y el conductor le pasa una bolsa blanca con los objetos solicitados, los niños brincan de alegría. Más adelante vuelve y para la camioneta a dejar remesa donde don Chucho Cometa y hay otro diálogo como en clave entre el señor gamonal y una señora: “Hoy no vaya a decir nada. Espere a que lleguen mañana a la cristalina y de su mensaje”. Valga aclarar que parece que el señor es un líder regional pues todos lo saludan con mucho respeto y cercanía.

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5:30 p.m. Llegamos a la finca del señor gordo, unos perros pastor alemán salen a recibirlo con movimientos fuertes y gemidos, que belleza de animales. La nube gris la dejamos atrás y un atardecer de ensueño sigue cobijando nuestro recorrido. 5:55 p.m. Llegamos a La Cristalina, miro a todas partes y veo a lo lejos a Sandra Blanco que me espera a un lado del camino. Miro en las paredes de las casas algunos grafitis alusivos a las FARC: “26 de marzo, Manuel vive”. Sandra viene a trabajar con Diana un programa del ICBF sobre primera infancia. Nos saludamos y me informa que nos quedaremos en casa de una de las madres beneficiarias del programa. Buscamos en la peluquería a Efrén quien tiene las llaves de la manga de coleo. Paseamos las calles destapadas del caserío y vemos las retro excavadoras parqueadas a lado y lado. “El Meta está metiendo el alcantarillado en el caserío”, me informan. Salimos prácticamente del caserío y a lo lejos se ve un puesto de salud medio abandonado y soldados alrededor de la edificación. No me gusta la presencia de soldados cerca de la casa donde me voy a hospedar. Luego un camino entre un potrero, un gran hueso de vaca en medio del camino y una tenue luz ilumina una casa humilde de tabla y zinc. A la entrada, un espejo inmenso roto en la parte de arriba nos da la bienvenida. Tres niños sentados en el suelo o en sillas rimax y una mujer delgada de unos treinta años se encuentra delante del fogón. Diana me saluda y empezamos un diálogo sobre el viaje y lo convencional: de dónde vengo, qué hago. Sorpresa, María la dueña de la casa es cucuteña (Santander -dice ella- criada en Mesetas), vive hace cinco años en La Cristalina; dice que es un lugar de mucha paz. 7:00 p.m. Unas vecinas que la acompañan se van y se inicia un diálogo profundo como de un amistad de años y valiosa. Sin

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tapujos María, una mujer fuerte, de cabello negro, con los cuatro hijos menores en casa, con dos más criados por su mamá, muestra orgullosa un tatuaje en el brazo izquierdo de un alambre de púas y uno en la pierna derecha de una rosa -un poco distorsionada-. Nos acoge amablemente en su casa por estar inscrita en el programa de familias del bienestar familiar. Nos da una súper cena con tinto. Y empezamos los diálogos espontáneos. La música, los suspiros, las nostalgias, los encuentros y a hablar como si fuéramos de antaño amigos. Diana y Sandra colaboran con la entrevista, todos al rededor del fogón, de la luz tenue, de los niños dando vueltas y de una vida de dolores, alegrías y sufrimientos camuflados en mil risas. Una mujer ruda en su corporeidad pero al mismo tiempo alegre de espíritu. Mati - con operación de labio leporino- come con tal gusto, como a nadie he visto antes; con catorce meses ya saca la cuchara del plato llena de arroz y con un gusto muerde los huesos de cerdo. Se embadurna todo. Maryuri se mira al espejo y camina contoneándose. Maryuri es una niña de cuatro años muy espontánea, se me presenta con el nombre de Juana, por una novela. Yordy, muy tímido, nos mira desde lejos y Dayan, muy curiosa, ríe y está pendiente de todo. Mati nos hace reír con su baile desnudo en medio de la sala. Entramos en confianza y empiezan los discursos a profundidad. María habla de las peleas que ha tendido con los soldados que habitan alrededor de su casa y hacen uso de algunos lugares en común con ellos -como el lugar de baño en la quebrada de “Los locos” que pasa por el solar- . La mirada perdida cuando habla de la guerra. Luego ya entrados en el tema pone música a todo volumen para que los soldados la escuchen. Escuche este mensaje, nos dice y sube el volumen del radio GYNIPOT gy 9922 usr, con una memoria vieja color azul en la parte de adelante. Suena un vallenato: “Duver se volvió conciencia, después de abonar la flor que sabemos, conciencia de lucha por la libertad, conciencia de lucha por la dignidad”.

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Y me miro de reojo con Sandra al reconocer que es música fariana. Tratamos de bajar el volumen del radio por prudencia con los soldados que rodean la casa, pero María vuelve y sube el volumen. La mirada, los suspiros, los recuerdos, todo su rostro y su ser se transforman. Recuerda a los cantautores de la guerrilla, Julián Conrado, Cristian y otro más. Historias, sentimientos, expresiones y frases para una narrativa de vida: “Ojalá la guerrilla no entregue las armas, porque se acaba la tranquilidad de cristalina. En mesetas era pum, un muerto, y otro más allá, aquí es una tranquilidad”. “A los trece años tuve mi primera hijo, a los catorce el segundo y a los quince años pal monte”. “Me pelié con una vieja mona re grande, porque me empujó en la discoteca. No me le soltaba, y me alcanzó a meter un puño. La multaron los guerras con 250 mil pesos y a mí con una jornada de trabajo: rozar una hectárea. Recuerdo mis manos llenas de ampollas. Un guerro me ayudó un poco, pero el castigo no lo había cumplido. Ése man me dijo que si me iba con ellos, me rebajaban el castigo, así que me tocó irme con ellos. Me lo propusieron y de una pal monte”. “Mi ak 47, que me dieron nuevecita, me dolió entregársela a una compañera. Pero la alegría de salir, de ver a mis hijos, fue más fuerte”. “Los niños ya no me conocían, me veían con fusil y uniforme y se retiraban. Yo los abrazaba, tampoco los reconocí, por lo grandotes que estaban. Estudié enfermería, pero no tengo cartón. Suturar sé, canalizar, si es una bala, eso ya no puedo curar. Sólo si agarró el pellejo nada más”.

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“Lo que más extrañaba eran los cumpleaños, las fiestas, los bailes de toda la noche. El Mono Jojoy bailaba con todas nosotras”. “El negro Andruver, que ya es finado, me ayudó a salir de allí, habló con los comandantes. Al comienzo me dijo infiltrada, paraca, pero yo no me dejé”. Luego me decía “Katerine - o katy, o karen- me arrepiento de haberla llamado paraca o infiltrada. Y así nos hicimos muy amigos, luego lo quise mucho”. “Lloraba los primeros días, luego ya se acostumbra uno: las fiestas, los chistes, las amistades, el fusil. Cuando lo entregué me dio una tristeza”. “Esa noche me mandaron llamar los comandantes, yo me senté en una butaca en medio de ellos, me decían que no me podía ir, luego se rieron y me dijeron que a las seis de la mañana una camioneta me llevaba a mi pueblo, que me licenciaban. No lo podía creer. Les pedí el favor de dejarme ir inmediatamente y caminé tres horas sola por la selva hasta mi casa. No lo creía”. “Cuando salí extrañé el olor a montaña, las botas, el fusil, extrañé el monte. Es mentira que los reclutan, que los obligan, a nadie obligan a estar en la guerrilla. Allí lo tratan a uno bien, cada quien se hace la vida”. Oiga profe el mensaje tan lindo y sube el volumen del radio: “Las mujeres guerrilleras son femeninas, pero varonas al ir a combate, a la lucha”. Eso es verdad, así somos. Y siguen las historias: “Nunca me tocó un combate, pero sí de vez en cuando una ráfaga y corra”. “Yo no quiero que dejen las armas,

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no me gustaría, yo los llevo aquí en el alma, en el corazón. Cuando salí se los dije. 800 mil me dieron para la ropita de los niños y otras cosas. Luego me visitaban de vez en cuando y me dejaban alguito más”. “Peleo mucho con los soldados para que no se metan en mi casa. Un día uno le estaba tirando piedras al afiche de Marulanda, y le grité: Déjelo quieto, que no le está haciendo nada. El que está quieto se deja quieto”. “No tuve hijos durante el tiempo en la guerra, luego, ya en la civil, vienen los cuatro que usted ve. Desde los trece años que parí el primero” y se escucha de fondo la canción a la madre de los guerrilleros: “Pariendo hijos pa la guerra, honor a las madres guerreras”. Canta con el alma otro vallenato: “Nada personal nos estimula, lo que a la lucha nos empuja es el más hermoso ideal, y es con la fuerza de ese ideal que vamos a triunfar sin duda. Nada personal, nada personal, nos estimula”. “Un día me disfracé de hombre y fui por el pueblo asustando a la gente. Entré a la peluquería, y me iban a motilar, cuando hablé y me conocieron. Yo soy muy recochera y fregada”. “Escuchen esta otra canción tan bella, es de una guerrillera que es descubierta por un soldado, y él le dice con la mirada que siga… hay gente buena del otro lado”. “Los niños en la guerra no hacen cosas pesadas, recuerdo a uno de doce años, en el rancho, luego lo vi hecho un hombre. ¡Santísima virgen de los negros! ese pealo si se puso bueno”. “Un soldado me habló de traer motosierras y partir a algunos aquí en la cristalina, yo le grité paraco”. “Yo era muy atravesada. Todos me querían. Yo sólo me metía

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con los mandos, los mandos medios, pero con rasos nada, que oso”. “Tres hijos tengo registrados en el Meta, a la Maryuri la matriculé en el Caquetá, pero ella quiere ser del Meta como sus hermanos”. 8:00 p.m. Vamos a casa de doña Melliza para saludar y entregar la carta y escuchar un poco qué referencias nos da de la casa donde estamos quedándonos. Llegamos a la discoteca “La Fama” entrego la carta de presentación y doña Melliza con algo de extrañeza nos hace seguir y nos da un jugo hit de mango. En la barra cruzamos unas palabras y entre diálogos inconclusos del colegio Dante, de Ángy en Pereira y del hospedaje Donde María, entramos en confianza. Entramos un poco más al fondo de la discoteca, a la gallera. Seguimos charlando sobre el Meta y El Caquetá y la zona de litigio. Le dice a Diana al oído que nos estamos quedando en casa de “La Bandida”. Y me ofrece su casa para hospedarme. Pero la historia donde María me tiene atrapado. Le digo que en otra ocasión con gusto. Sandra solicita el préstamo del computador para copiar la memoria de la música para el centro de memoria histórica de San Vicente. 9:00 p.m. Hablamos con los niños de Melliza, con Nico y Chayanne. Ellos son muy regionalistas. Melba los tiene inscritos en El Caquetá, así se demoren los maestros. Nos cuenta las luchas que han tenido con el Meta por la escuela. Los baños que se los derribaron al Caquetá y ahora el Meta cuando quiere les cierra la batería de baños a ellos. Los maestros del Meta llegan a tiempo, los del Caquetá en mayo siguen llegando. Dagoberto es el director encargado del Caquetá, me alegra porque lo conocí en el taller de lectura hace 15 días.

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9:30 p.m. Llegamos a la casa de María nuevamente. No se cierran puertas de la casa mientras seguimos en diálogo. Yo desearía más intimidad, prudencia y pode cerrar las puertas. Charlamos de todo un poco. Nos dice que fueron 4 años allá. Suspira y añora esa vida. Los niños no están, sólo nos acompaña Mati, los otros tres fueron enviados a la casa de la abuela para que pudiéramos dormir nosotros. A las 10:00 p.m. se va la luz. María prende un pequeño bombillo a batería y pone el radio a todo volumen, suena la música fariana. En un descuido bajó el volumen del radio. Eso me tranquilizó. Sigue el diálogo profundo hasta las 11:15, con olor a tinto y los sueños de Mati que duerme tranquilo en brazos de su mamá finalizamos la jornada. Un ruido afuera pone en alerta a María, es un perro, ella vuelve a su discurso apologético de las FARC. María, una historia de vida y de guerra. Me gustaría volver a la cristalina y profundizar su historia. Video de la mujer fariana: https://www.youtube.com/watch?v=lq3hE7Z0Zpc Miércoles 29 de abril 6:45 a.m. Me despierto con los llantos de Matí y el ruido de los niños preparándose para el colegio. Jordi no tiene uniforme de educación física y recibe un regaño por no haberlo lavado. No va al colegio, además porque tienen que recuperarse de una herida en el brazo derecho que se hizo al cortar una res el sábado anterior. Con Dayan me envían al lugar del baño, una quebrada detrás del patio de la casa donde se encuentran dos soldados bañándose. Los fusiles en el suelo, los arneses, las municiones, la pienso un poco, pero al agua. Baño con soldados. No me gustó ese escenario: los niños y nosotros entre soldados. Llegan Sandra y Diana en busca de agua. Sandra se mete a la quebrada, Diana se queda afuera, decide

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no entrar al agua. Luego, en la casa, María nos sirve un tinto y me muestra en su celular el video de Pepe, un ciego que le canta a un personaje famoso en Brasil, que le ayude porque se casó con su prima y tienen tres hijos inválidos, que los lleva a la escuela en carretilla. Mayra me dice que este video le mueve el corazón. Llegan a saludarla unas vecinas. 7:45 a.m. Nos encontramos con Melliza y los niños y junto a sus dos mascotas -dos pastores colombo-alemanes- nos dirigimos al colegio. Diana sale para la escuela la Florida a realizar el taller con madres beneficiarios del ICBF. Al entrar al colegio lo encontramos dividido en dos: de la parte del portón a la izquierda el Meta. Los estudiantes en uniforme rojo y blanco o sudadera blanca. Edificaciones nuevas color azul y blanco, prefabricadas, es el internado de niños, que se utiliza como salones de clase. Del portón para la derecha los niños de uniforme azul, en edificaciones antiguas de cemento, sin batería de baño, son de El Caquetá. Melissa nos lleva a la parte de atrás dónde pasa la quebrada la cristalina, que ha amenazado con llevarse parte del terreno de la escuela. La han desviado para que no pase cerca. De vuelta pasamos por el restaurante dividido: en la parte del frente el Meta en la parte de atrás el restaurante de El Caquetá, en condiciones menos óptimas. Me encuentro con el profe Dago, me reconoce y nos presenta al profesor Héctor, de filosofía, que acaba de llegar al colegio. En esta semana han nombrado tres maestros, incluyendo una hija de Melliza que trabaja desde el martes pasado con preescolar y primero de primaria. Los del Meta están desde enero por eso se apoderaron de casi todo el plantel, o de lo mejor del colegio. Dago con muchas cosas por hacer nos recibe con afanes pero amablemente. A los niños de sexto les pone un taller y los saca del salón. Al profe Héctor le habla diez minutos y pasa a clase con décimo y undécimo. Afuera en los pasillos juegan micro los estudiantes del Meta

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de undécimo, ríen y se persiguen mutuamente. Otros permanecen en el patio o en el salón. 8:55 a.m. Buscamos a Efrén para ir a la manga de coleo y nos dice que nos vemos allá, que hay que caminar unos quince minutos. Efrén es cucuteño, hermano de María. Aprovechamos y desayunamos con un pan y tinto en la cafetería Pancoco. Frente al lugar un camión cargado de remesa se hundió en la calle por los huecos que ha dejado la retro excavadora. Todos miran cómo lo intentan sacar. Llego a casa de María, saco la gorra, el poncho y a caminar. Los soldados rodean la casa. Efrén llega y recoge a Sandra para llevarla a la manga. Yo emprendo el camino. Me encuentro con Jordi y me dice que a la escuela no va por el uniforme y por la herida. — ¿Para dónde va, vecino?, me dice un joven con pinta de llanero. Luego supe que era Giovan el coleador. Me recoge en su moto y me lleva hacia la manga de coleo. En el camino nos encontramos con Efrén y se devuelve para la manga. Con Sandra y su cámara fotográfica emprendemos la tarea de definir la cultura llanera, el paisaje llanero, en pleno territorio caqueteño. La manga de coleo me recuerda el tiempo vivido en el Casanare. Algunas frases para determinar El Caguán como zona de litigio: “Vinieron a la inauguración el 14 de febrero de 2015 como tres mil personas, mal contadas. 41 coleadores. 40 millones de pesos nos valió a Asopeproc la construcción de la manga. La junta directiva somos cinco personas”. “Si mira el paisaje como cambia, desde febrero del 2013 nos habíamos propuesto hacer la manga, para traer la cultura llanera, ya que esto le pertenece al Meta. San Juan ya tiene. La gente pasaba y se nos reían porque

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no avanzaba la idea. El terreno con la cerca nada más llevábamos, pero vea, se pudo”. “Mesetas, granada, la Julia, la Uribe, Macarena, san José del Guaviare. Una manga que reúne tres departamentos, todos alrededor de ella, ese es el aporte del Meta, del deporte a la región”. “Al comienzo fue muy duro: convencer a los ganaderos para que suelten los animales. El préstamo del ganado y los caballos. 30 mil pesos vale el alquiler, se les arregla si se lastiman las reses. Se les paga a precio de comercio. En esta ocasión se alquilaron 98 reses, cuatro se maltrataron. Estuvimos muy bien, toda una fiesta se armó en el caserío. Uno de los animales heridos lo vendimos en carne, los otros se pagaron a os dueños”. Entramos a la manga de coleo, el sol fuertemente cae sobre nuestros rostros. Subimos al lugar del jurado, siguen las narrativas y las poses para las fotografías -humildad del criollo: “Todos ganamos: el comercio, la caseta en el muelle de Nestlé. Los vendedores ambulantes, tres calles llenas de personas, nos quedamos cortos en hospedaje”. “Estamos formando tres jóvenes como coleadores. Ya probamos a uno de ellos en El Oriente, y le fue bien. Van para la julia, mesetas, la Uribe y el mundial en Villavicencio. Es una ardua tarea: que los ganaderos y los jóvenes se entusiasmen con el deporte llanero”. “Los papeles de la asociación vamos a cambiarlos al Meta, pues ya el territorio es de allá. Los tenemos en Florencia, pero estamos en el traspaso”.

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“Profe ayúdenos a traer instructores de joropo a la región, eso hace falta, que los jóvenes se entusiasmen a bailar y a tocar música llanera”. 9:30 a.m. Nos encontramos con Jordi que lleva en la mano los zapatos de Mati y lo invito a que nos acompañe al puerto, al muelle. Recuerdo alguna narrativa anterior de que debajo del muelle, entre los bultos de cemento, la guerrilla dejó una bomba que en cualquier momento estalla y acaba con el caserío. Sandra pregunta al niño por el curso en el que va, Jordi dice que en cuarto de primaria. Sandra le recuerda que María nos dijo que repetía segundo. Él la mira y sostiene que va en cuarto que en segundo va un primito suyo. Jordi nos cuenta del niño que se ahogó en diciembre por salvar a su hermanito y nadie se dio cuenta de cómo se hundió. Lo encontraron horas después. En la planta de Nestlé hablamos con un trabajador: desde el 2009 se cerró la planta por la guerrilla, por no pagar vacunas, luego en el 2013 se abrió nuevamente. Se sacan 90 mil litros de leche diarios nos dice el joven que está vestido de blanco, con gorra en espera de los camiones que vienen de las veredas: El Rubí, La Macarena, Bocas del perdido y otras. Con turnos específicos desde las 7:00 a.m. hasta las 4:00 p.m. El paso del río vale mil pesos por persona, cinco mil por moto. De los carros se encarga otro personaje. 10:30 a.m. Diálogo en Pancoco con Isaías, el presidente de JAC del Meta; un señor de unos 30 años, muy bien hablado, con una mirada muy tranquila acerca del litigio. Nos cuenta que gestionó el alcantarillado por 240 millones de pesos, obra que en la actualidad se desarrolla. También que ya está gestionando el coliseo cubierto. Mientras dialogamos una retro excavadora empuja el camión y lo saca del hueco. Nos menciona varias realidades:

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“Que no hay dinero para la cultura, para el coleo, para la música y que por ello los jóvenes andan por las calles sin hacer nada”. “Aquí la cultura es Caqueteña, pero el que más invierte es el Meta. Aquí estamos como olvidados por el departamento”. “En elecciones vienen todos y prometen, pero nunca cumplen. Por ello las dos juntas trabajamos en conjunto: se toman las decisiones en consenso, pero don Guillermo es muy regionalista, todo es Caquetá. De todas maneras, él se encarga del acueducto, el Meta del alcantarillado y el polideportivo cubierto”. “Nace la JAC -Junta de Acción Comunal- del Meta en 1995, con miras a la explotación del petróleo. La gente que llega de la Macarena, dice que consigan veinte personas y que hagan la junta para traer recursos del Meta, así se hizo, y ya llevamos veinte años”. “La manga de coleo es para difundir la cultura del llanero, es algo extraño para la gente, pero como hecho puntual, la inauguración recogió muchos fondos, activó la economía y la gente llegó al caserío”. “Los terrenos de las fincas están en zona de litigio, aunque algunas aparecen con papeles en san Martín, Meta”. 11:30 a.m. Llega la línea, una camioneta blanca con puestos libres en la zona de atrás. A chupar tierra. Apartamos los tres cupos y corremos a casa de María por las maletas. Las despedidas tristes y las típicas promesas de volver. La promesa de enviarle libros para que lea La María y para que les cuente historias a sus hijos. A ella le gusta contarles historias, cuentos “flojos,” dice ella, inventados. Nuevamente los retenes. En la Florida las madres beneficiarias del ICBF quieren cambiar el horario, Sandra se baja y mantiene la decisión de no cambiar horarios. Una nube negra nos acompaña en el recorrido cerca de San Vicente. 253

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2:30 p.m. Llegamos a San Vicente, Diana con mareo, Sandra con dolor de estómago y yo con dolor en el alma por las historias que me encuentro a cada paso en la región del Caguán.

Los Pozos, Inspección de San Vicente del Caguán

Mayo 6 del 2015 8:45 a.m. En la empresa me dicen que sale a las diez a.m. el carro para Los Pozos y un joven de los que cargan los carros se me acerca y me dice que la de La Macarena sale a las nueve. Me voy a tomar algo. Una mañana que prevé lluvia, nubosidad en todo el cielo del Caguán. En la cafetería frente a la empresa de transportes mientras me tomo un jugo unos señores hablan de unos muertos anoche en la comuna tres. Me miran con intriga y con intención de dialogar. Yo sigo ensimismado en la lectura y en la visión del mundo apasionado que experimento en San Vicente.

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9:00 a.m. Me encuentro con Sandra frente a la empresa de transportes y esperamos media hora a que saliera el carro, entre historias de pollitos que viajan a la Macarena, que si se mueren por el camino (algún día tienen que morirse dice el conductor), o si el precio justo es de quince mil pesos. Una señora enfadada cierra el trato por diez mil pesos luego de decirle al conductor que si no había desayunado que si tiene mucha hambre. Nos subimos a la cabina del carro pues el resto iba lleno de remesa para entregar por el camino. Un soldado va en la parte de atrás junto a las cajas y los pollos. El sonido de los pollitos siempre acompaña el viaje como ritual de ruralidad. 9:35 a.m. Salimos de San Vicente y tanqueamos como siempre al otro lado del río. Ritual de gaseosa y pan de yuca en la quesillera. Olores a mortecinos por el camino, los chulos en la orilla se comen un banquete. Silencio en la cabina del carro. Curiosamente no nos requisan en los retenes del ejército. 10:30 a.m. Pasamos por el primer pozo petrolero y lo encontramos totalmente vacío. Sandra se baja y deja una razón en la portería del pozo. Llegamos a un restaurante y la dueña, conocida de Sandra, nos lleva donde los suegros con quienes vamos a dialogar. Las nostalgias de hace dieciséis años afloran en la mente recuerdos lejanos. Calles polvorientas, personas que conocí, miedos y temores de estar solo en una Semana Santa en este mismo lugar. Una señora ya mayor, con sus buenos kilos, nos saluda. Nos presentan a doña Belén. La casa es de madera, una tienda de pueblo, con algunas vitrinas y exposición de artículos comestibles y de ventas. Salmos en las paredes, calendarios, la tienda parece una miscelánea. A las afueras de la tienda

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están sentados dialogando con ella un taxista y el que parece un hijo de la señora Belén. Todos se unen a la entrevista. Doña Belén y don Pedro llevan 25 años en la región. Llegaron por Solano de donde la sacaron por convivencia. Luego pasó al caserío del dieciocho y por último en Los Pozos. Tenía cuatro casas, las vendió todas, le parece que fue cosa mala. Don Pedro, de 80 años, se encuentra enfermo, casi no camina, según él “pagando en esta vida los doce cristianos que lleva encima”. Apartes de la entrevista: Nro. 1. Min. 3. El día que se acabó la zona de despeje parecía el fin del mundo, se llevaban los carros los echaban al río, las motos, todos corrían para allá y para acá. Toda la noche corría gente. Min 5. Una gente arreglando un puente, con una toldita negra, y vino el avión y bombardeó creyendo que era un campamento guerrillero. A un señor le destrozó la espalda, a una muchacha le cortó una pierna, a un niño le mochó la cabeza. Todos murieron. La gente no estaba muy contenta con eso. Min 5. El despeje: cuando vinieron a instalarse no le dijeron nada a nadie. No nos preguntaron si estábamos de acuerdo o no. hicieron una reunión informativa y no más. Cuándo acabó todo, eso fue horrible. Pastrana lo que hizo fue vendernos. Ahora vienen los paracos a matarnos. Min. 6. El despeje fue bueno: vinieron mucha gente de otros departamentos, de todo el país, hasta de estados unidos. Buen comercio, qué no se vendía aquí. Min 7. Todos vivíamos tranquilos, ni peleas se veían, estaban prohibidas. Después de que se acabó decían que

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venían a matarnos a todos. Que no podían salir por montañita, ni por el paujil, porque lo mataban a uno por ser guerrillero. Min 9. Decían que éramos colaboradores por haber vivido con ellos, que éramos guerrilleros por ser la zona de distensión. Por eso nos mataban. Por la cédula. No sacábamos la cédula en san Vicente, porque piensan somos guerrilleros, afuera se piensa eso. Min. 12. A mi hijo lo metieron a la cárcel acusándolo de guerrillero, por tener la panadería, el vendía mucho. Allá entraba todo el mundo. Pues al que llega se le vende. Lo acusaban de colaborador de la guerrilla. Cuatro años pagando algo que no debía, quedó mucha gente marcada en la región. A uno le duele mucho eso, que porque vive en la región donde estuvo la guerrilla. Acusándolo de miliciano, por rebelión. No hacía sino trabajar como un burro. A uno le da rabia, cómo es que uno va a parar a la cárcel. A la señora de él también la encarcelaron, juntos los dos los arrestaron. Se acaba todo, él quedó sin nada. Él salió libre de todo, porque no le probaron nada. Min 19. Recuerdo los bultos de coca en el parque de San Vicente. Nadie se los quitaba, los podían dejar ahí. Nadie robaba, ni le quitaba nada a nadie. El que robaba le iba mal. Los pozos, era lugar de paso, se veía muchos bultos de semilla de coca. De ahí para dentro eran los cultivos. La gente se rebotó con los paras, porque desaparecieron mucha gente en un mes. Se le fueron al coronel del batallón y le dieron veinticuatro horas para que los sacara, si no lo hacía se tendrían que enfrentar a diez mil civiles armados. Ellos tenían dos retenes, de la galería para allá y en el puente de cemento. Quitaban los taxis de noche para matar la gente. Yo guardaba mis taxis.

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Min 31. La petrolera lleva desde el 2008 sacando petróleo. Muy poca es la inversión en la zona para lo que están sacando: Tres mil millones de pesos diarios sacando en petróleo. Hay más de veinte pozos petroleros y siguen haciendo sísmica. La gente del caserío es muy mal pagada. Sólo hacen contratos por tres meses. La mayoría de gente la traen de afuera. Hay mucho serrucho, mermelada, en la petrolera. Llegan personas de otras partes, regalan su trabajo, y tienen todo el tiempo trabajo, y en la región muchos desempleados. La mano calificada la traen e afuera, a nosotros nos dan los servicios varios. Min 38. Es una mafia, todos deben pagarle a la guerrilla, hasta el que vende una empanada, saca una venta, ya al otro día le llega la boleta. Todo el mundo paga. Siempre ha sido así. Hasta nosotros los taxistas pagamos 500 mil por un carro por año. Es un negociazo eso de sólo cobrar. Ese negocio no se acaba, se paga por cabeza de ganado, por litro de leche, todo se paga. Eso no lo van a dejar. El proceso de paz, es una recocha igual a la del despeje. Cuatro años los guerrilleros viviendo, comiendo y bebiendo bien, y no hubo nada. Lo que hace es fortalecerlos. En carros pa arriba y pa abajo. Allá en Cuba es peor, porque son países los que se les alían. Min. 39. El despeje no fue bueno, a donde vayamos quedamos marcados, nos miran como bichos raros. Y sobre todo los de san Vicente, los de Florencia no tanto, nosotros sí, muchos no sacan la cédula de aquí por el estigma. Somos marcados como guerrilleros. Eso nos quedó del despeje. Min 40. El pueblo de los milagros, ese era San Vicente en el despeje, lo que se robaban por allá aparecía aquí. Eso eran muchas personas, motos y carros. 258

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Min 42. Personas que llevan veinte años en la guerrilla, delinquiendo, matando, extorsionando, los cuidan, los mandan para otros países, se dan la gran vida, les dan plata, le dan extradición, en Colombia es mejor ser malo que bueno. 11:45 a.m. Nos dependimos de los abuelos y del taxista, pasamos la calle y entramos a la casa de Mary, una señora que lleva 16 años viviendo en los Pozos. Ella de unos treinta y cinco años, hija de paisas, enfermera de profesión, madre de dos hijos que desea saca de Los Pozos cuanto antes. En torno a ruidos de una tormenta que nos agarra en medio de un delicioso almuerzo, dialogo con ella en el comedor de la casa, mientras sus hijos un joven de 20 años y una muchacha de diecisiete entran y salen de la casa. Ella ha vivido los horrores del despeje y cuenta su tragedia. Igualmente habla de la época petrolera, y da razón de algunos procesos sociales difíciles en la región, como el desequilibrio social entre hombres y mujeres en el caserío: “Luego de la tranca del pozo petrolero y con veinte días sin tener relaciones, los hombres a todas nos ven como quinceañeras”. “Eso son amores efímeros. Las bobas se lo creen. La mayoría de hombres son casados, que van a cambiar una mujer profesional por una ordeña vacas”. “Les creen todo a los hombres hasta las viejas del pueblo, si ellos vienen de afuera y se van. Soldados e ingenieros son de paso. El amor único es el de mi mamá y el de mis hijos”. “Hay que aprovechar la petrolera les digo a las otras mujeres, que se preparen, que de eso tan bueno no dan tanto”. 259

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“Los abortos en el pueblo se incrementaron. Niñas de trece y catorce años abortando. Soldados y petroleros no dejan crecer las niñas. En el basurero encontraron un feto de cuatro meses en una bolsa plástica. Yo me pregunto cómo estará de salud la niña que abortó”. Luego de un delicioso almuerzo a ritmo de rancheras y sonido de lluvia en el techo de zinc continuamos los diálogos inconclusos. El hecho de que es enfermera y le traen gente y los remite a San Vicente pues no hay servicio médico. Con la petrolera se fue todo, la ambulancia, los médicos de ellos. Nos mal acostumbramos y ahora no tenemos nada. Nos cuenta del borracho con el pómulo y la nariz partida y de los niños de dos y cuatro años convulsionando de fiebre. Todos a San Vicente no se sabe si sobrevivieron o no. Aflora en la entrevista el sentimiento común de que el despeje no fue bueno para los habitantes de Los Pozos por el estigma de guerrilleros, las persecuciones. El común reclamo de que a ellos no les preguntaron y que Pastrana los entregó a la guerrilla, se suma a la expectativa falsa de los diálogos actuales de paz: “los diálogos de paz son otra burla, un nuevo poder para la guerrilla”. Apartes de la entrevista: (Nro. 3): Min 1. Nosotros sufrimos y fuimos falsos positivos, pues hace cuatro años salió mi hermana de la cárcel. Al esposo no le comprobaron nada, por el hecho de vivir acá, nosotros convivimos con la guerrilla, no porque quisimos, sino porque el presidente lo quiso, nunca nos preguntaron. Ni nos informaron que íbamos a vivir uno o dos años con las FARC. Todos fuimos afectados por eso. Min. 3. Los pozos era como una ciudad, se vivía con mucha gente de otros países. Durante el despeje se miraba cantidad de trabajo, de negocios por todo lado. Era bueno para trabajar porque se miraba mucho la plata.

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Min 5. Cuando terminó el despeje fue una pesadilla total, al ver que bombardeaban los campos, y todos los días se veían niños, mujeres, hombres muertos. Dormíamos en el parque, porque las avionetas bajaban a bombardear. Min 6. Casi un mes dormimos en el parque. Por el miedo a las bombas. Salíamos con banderas blancas para que se dieran cuenta que no éramos un campamento sino un caserío. Min 8. ¡Párense que se acabó el despeje! me gritó mi hermano a media noche. Ese día fue todos fueron sacando una cosa y otra. Carros y motos de aquí para allí. Horrible esa noche, fue una pesadilla. a diario eran enfrentamientos alrededor. Uno no quisiera recordar ese día, aquí estamos con muchas ganas de seguir luchando. Min 9. El pueblo parecía cuando pasa un vendaval, mucha gente sacó sus maderas, desbarató sus casitas. Yo dije no me voy, yo vengo del Tolima de zona roja, aquí estoy y aquí me quedo. Los mismos de siempre nos quedamos, poquitos. Min 10. Cuando entra la petrolera cambia el caserío un 100%. Ellos entran y generan empleo. Llegaron y nos dijeron: necesitamos gente para trabajar en el campo, camareras, celadores, mano de obra no calificada. Nos amenazaron que si íbamos a trabajar con la petrolera nos mataban. Nosotros fuimos los primeros, nos arriesgamos y mira ahí vamos. Min 11. Ha sido lo mejor que nos ha pasado. El cambio de la petrolera a la zona de despeje es grande.

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Min 12. Mire la soledad de hoy día, desde el 1 de abril. Antes había mucha gente, compraban de todo. De tener treinta personas a mi cargo, ahora tenemos diez personas entre diecisiete mujeres, lavando ropa. Sacaba dos millones sola, ahora dos millones entre diecisiete. Min 19. El despeje, personalmente es lo peor que nos ha pasado. Nos fue muy mal, lo peor fue la zona de despeje. Lo peor, hemos vivido cosas feas, hemos sido muy duros para aguantar todo lo que nos pasó. Que éramos guerrilleros, que nos iban a matar, todo eso nos decían. Min 20. Yo veo igual el proceso de paz, siempre como fortalecimiento de las FARC. Fuerza para una nueva, para algo nuevo de la guerrilla. Otros países los están apoyando. No creo en nada. Que hay que prepararse para la paz, para el post conflicto, ¡pero uno no espera es nada! 1:05 p.m. Salimos de la casa caminando hacia Villa nueva Colombia. Camino dieciséis años después con recuerdos poco claros del caserío. No encuentro la iglesia al lado del cementerio. El pueblo a medio día se ve desolado. Nada que ver con los tumultos de gente en jean y camisa azul manga larga y botas, que paseaban meses atrás por las calles. Una hora de recorrido por paisajes ya conocidos pero con el corazón nuevamente ardiendo por tantas historias escuchadas. Voy en la parte de atrás del carro, solo, ensimismado, pensativo, sin tierra en la cara y en la ropa por la tormenta que minutos antes arreció en la región. Una requisa de regreso en uno de los retenes del ejército. Un buen registro sobre un territorio que fue símbolo de paz y estigma social de rebelión al mismo tiempo. Gente alegre, dura, dispuesta a hablar, a pesar de las heridas sufridas por el conflicto armado.

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2.30 p.m. Llegamos al parque de los transportadores que en medio de latas de zinc se abre camino como nuevo “Lugar de paso”. Nos dependimos con la consigna de vernos el jueves 7 y el sábado 9 para continuar el trabajo de registro de memorias.

Remolino del Caguán

Julio 4 al 11 del 2015 “Empezamos a cultivar la coca a seis horas del pueblo y la terminamos sembrando en el patio de la casa” E. Z.

Sábado, 4 de julio de 2015. 4:00 p.m. A tres horas de empezar la travesía no podíamos definir si viajar o no. Los compañeros de viaje por realidades del trabajo o asuntos personales no pudieron confirmar la asistencia. Sólo Juan Pablo confirma viajar. Llamo a Feria en San Vicente para invitarlo a la capacitación y me dice que está disponible para el viaje pero que la vía de Paujil a Cartagena del Chairá se encuentra cerrada por el invierno. “Otra pata que le sale al gato”. Hay que tomar una decisión, no es fácil,

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sin vía, sin la totalidad de viajeros. La luz se desvanece poco a poco y lo más fácil es decirle a Juan que aplacemos el viaje pero dentro de nuestros corazones sabemos que aplazarla en este momento es definitivamente cancelarlo. Llamo nuevamente a Juan Pablo, entro en mi cuarto, medito la situación, es mejor cancelarla y viajar directamente a San Vicente. 4:30 p.m. Dialogo con el Padre Luis Emilio (Remolino) y con el Padre Rino (Cartagena) me dicen que hay paso por Doncello pasando por Río Negro y embarcando por el río Guayas hasta la desembocadura al Caguán y así bajar a Cartagena. Que nos esperan. Llamo a Juan Pablo y me recuerda que habíamos planeado que el viaje se hacía con tres personas, que tome la decisión. Llamo a Feria y me informa que si hay paso por Río Negro, que se aumenta el costo en treinta mil pesos y en tiempo en hora y media. Llamé al padre Luis Emilio y le informé que viajamos tres compañeros que estimamos llegar entre el domingo en la noche o el lunes en la mañana. ¡Nos vamos pa Cartagena! 7:30 p.m. Nos encontramos en el terminal de buses, nos acompañan para despedirnos: doña Conchita, don Pedro, Javier, Cifu, Paola, Rafa…Jeison llega al bus y se despide. Rafa y Cifu aportan a la misión lo del transporte de Feria y lo de alimentación por el camino (Gracias, un salvavidas financiero). Arrancamos con rumbo al sur, con los temores comunes: encontrar las vías cerradas (Suaza - Florencia, Paujil- Cartagena), del viaje por río y los “encuentros inesperados”, de la responsabilidad del regreso de los viajeros a sus familias (al menos igual que como se fueron, si no se puede mejorados, eso es ganancia) y con las esperanzas de encontrar una región que nos llame como comunidad a participar de sus realidades locales, de sus sueños y esperanzas, que nos permita tocar con un dedo la memoria histórica escrita en sus paisajes y sus corazones. 264

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Domingo, 5 de julio del 2015 8:00 a.m. Arribamos a Florencia pasando por el derrumbe de Suaza que nos demoró sólo media hora de camino. Desayunamos frente al terminal y embarcamos hacia El Doncello, donde esperamos encontrarnos con Feria. Algunos maestros y estudiantes retornan a San Vicente luego de las vacaciones, nos saludamos. A las 9:00 a.m. salimos en un taxi hacia El Doncello, nos llevaron porque nuestras maletas eran pequeñas, pues no había casi espacio en el baúl (y eso que la mía era absurdamente grande, un chorizo de ropa sucia…vengo viajando hace ocho días). 10:00 a.m. Llueve por el camino. Casi no nos podemos comunicar con Feria, hay intermitencia en la comunicación, no sabemos si ya emprendió el viaje a Río Negro. Compramos los tiquetes con Juan Pablo y nos tomamos un tinto mientras sale el jeep rojo, lleno de remesa y personas hacia su destino parcial. Juan Pablo sigue diciendo que en distancia vamos en la mitad del camino y que en tiempo es diferente. No entiendo la dinámica del tiempo y la distancia. La raya se me está borrando lentamente tanto en tiempo como en distancia. 11:00 a.m. Llega Feria, como siempre bien -o mal, eso no sabemosacompañado por Juandro. Llegan empapados pues por el camino les llovió de Puerto Rico a El Doncello. Un abrazo de saludo, los recuerdos de tiempos antiguos, un tiempo corto en el que adelantamos cuaderno. Siento la presión en el pecho de estar a una hora y media de mi casa. Anuncian la partida: ¡Río Negro de salida!, nos montamos en el jeep en la parte de atrás, las nubes grises anuncian un día de mucha lluvia. Las personas hablan de la vía cerrada a Cartagena y de otras realidades locales. El conductor grita:

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— ¡La cerveza me está esperando en Río Negro! y emprendemos el camino. Un paisaje fabuloso se nos presenta a lado y lado de la carretera: Cananguchales, cultivos de cacao, de plátano, el paisaje semimontañoso que tantas nostalgias trae a mi corazón. Pasamos por Maguaré donde hay cultivos de caucho y de cacao… y es centro de acopio de coca (mencionan en el jeep). 12:30 p.m. Llegamos a Río Negro, un puerto de casas de madera pintadas de colores, con cantinas que cubren sus entradas con cortinas de color rojo. Música típica de la región: corridos, popular y norteña. Movimiento de puerto, gente de viaje, maletas, comidas callejeras (empanadas, papas rellenas, buñuelos). Turbos embarcando el queso que llega por el río, inmensos bloques de queso con su olor penetrante. Perros y niños en las calles. Compramos los tiquetes para Cartagena y nos disponemos a almorzar un delicioso sancocho con aguapanela. 1:15 p.m. Salimos hacia Cartagena, un poco apretados en el deslizador “El Julipán” (aunque creo que es el tulipán). De color blanco con franjas rojas, el Julipán se contonea a ritmo de las olas de majestuoso río Guayas. La lluvia nos acompaña la mayoría del recorrido. Paisajes de ensueño alrededor de las aguas acaneladas del río: vacas, búfalos, palmeras, potreros inmensos que dan razón de la ganadería extensiva. En la desembocadura al río Caguán se mezclan arrulladas por las olas sus dos historias: de los viajes legendarios desde Puerto Rico, de aquellas embarcaciones cargadas de remesas, bebidas alcohólicas, ropa y combustible y que retornaban con cargas de maíz, arroz, caña, plátano y pescado. Nota: A esta hora, el papa Francisco sobrevuela Colombia, manda mensajes y bendiciones, ojalá lleguen al Caguán.

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2:45 p.m. El puerto de Cartagena como siempre, con su bullicio fiestero de salida y entrada de historias. El bote a remolinos salió hace una hora, tocó pernoctar en Cartagena. Primer retén del ejército, ritual: cédula, profesión, de dónde viene, abrir la maleta y seguir. La subida empinada del puerto hace recordar las cuestas que cadenciosamente se deben subir en la andariega vida del compromiso social. Los puertos del Caguán siempre inundados de pescado, de música, de cantinas, de hombres y mujeres charlando, riendo, pensando o contando sus historias. En el parque central una multitud de gente en torno a una tarima. Es el encuentro departamental de la iglesia Pentecostal Unida de Colombia: música religiosa, personas arrodilladas y boca abajo frente a las sillas, mujeres de faldas largas. Llegamos a la parroquia y nos recibe el padre Rino, un italiano con aire bonachón y doña Luz Mila, la señora encargada de la casa. Los saludos de rigor, nos entregan los sobres para llevar a Remolino y nos dan las llaves de la casa y de las habitaciones. Descansamos hasta las 5:00 p.m. y nos encontramos para hacer un recorrido por el pueblo. 5:00 pm. Caminamos por el parque, vemos los monumentos extraños del pueblo: un gallinazo en un árbol, símbolo de un ave que criaron en el pueblo hace muchos años (eso dijo el Padre Emilio), y un monumento a la niñez del Chairá (tres niños y un par de pies, que supongo eran de un cuarto niño y no una alegoría a las minas sembradas en El Caquetá). Nos dirigimos hacia el barrio La Pista (antiguo aeropuerto) y vemos cómo en dos años casi la totalidad de las vías del pueblo se encuentra pavimentada. Juan Pablo nos dice que es un pueblo muy bien planeado de calles amplias y lugares definidos según su empleo: terminal de buses, puerto, parque, etc. Cartagena tiene algo que enamora a primera vista.

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6:02 p.m. Llamada de rigor del padre Rino recordándonos que el horario de la casa tiene la cena a las seis en punto. Durante la cena con el padre salen algunas temáticas regionales: la preocupación por la tenencia de la tierra en unos pocos personajes no tan ilustres. Muchos campesinos han vendido sus tierras a grandes terratenientes. Lo que antes eran parcelas pequeñas ahora es propiedad de un sólo dueño. Los campesinos salen del pueblo con algo de plata y regresan casi con nada. El tema de las malas condiciones de conectividad terrestre: La carretera se encuentra en mal estado por el paso de camiones cargados de ganado, el tema de la ganadería extensiva. Las leyes de los “Otros” o del “otro lado del río” que no permiten la estabilidad económica o política de la región. Los incentivos al cultivo de la coca que no facilita que se realice un cambio en la región ni la sustitución de cultivos ilícitos. Muchas ONG hacen capacitaciones en el sector agropecuario pero el cambio no se da. Los programas para incentivar la agricultura son variados y repetitivos en la región pero no se logra contrarrestar la hegemonía de la coca o de la ganadería como sustento de la población. Llega el padre Luighi, otro italiano con un aire un poco más regio. Nos saluda y se dispone a cenar. Lo acompaño a cenar mientras Feria y Juan Pablo ven el noticiero. Arremetidas de las FARC por todo el país. En El Caquetá algunos hostigamientos en Solano y en la Montañita…nos miramos de reojo. 7:30 p.m. Nos reunimos con Feria y Juan Pablo a re planear el trabajo con la comunidad. El padre Luis Emilio nos informa que el trabajo se hará con maestros las dos jornadas porque el rector desescolarizó a los estudiantes para darle la importancia a la capacitación. Nos dice que están citados los estudiantes de décimo y undécimo. Hacemos dos propuestas: el trabajo en conjunto maestros - estudiantes, con la capa-

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citación en TIC y con talleres de desarrollo agrario (Feria) y de lectoescritura y memoria regional (Pablo). Plan B, un trabajo diferenciado con los estudiantes en un Preicfes y con los maestros las TIC. Depende también la disponibilidad de combustible para tener la planta prendida. 9:00 p.m. Recogen las sillas del encuentro pentecostal. “Dios se acuesta” a esa hora y arranca la fiesta en el pueblo. Reconocimiento de la vida nocturna del pueblo, un diálogo informal en una tienda del puerto. Jóvenes en motos sin exosto a toda velocidad por la calle principal, hombres riendo y charlando a ritmo de música popular y al calor de un buen ron bajado con leche (costumbre caqueteña). Música a todo volumen por la calle principal de Cartagena, mujeres risueñas dispuestas a bailar y un despertar de la vida que se siente en los poros de la piel. Militares dando rondas por el pueblo, enmarañados en toda clase de artefactos de guerra. Nacen los temores propios de andar custodiados por gente armada. 10:00 p.m. Llegamos a la parroquia y nos disponemos a descansar. Lunes, 6 de julio del 2015 7:30 a.m. Desayunamos con los padres y salimos para el puerto a comprar los tiquetes para Remolino. Salida a las 12:30 p.m. debemos estar 15 minutos antes. Vamos a un café internet para revisar los talleres de la capacitación. Un carro chevette color negro perifonea por el pueblo que la vía Cartagena - Paujil seguirá cerrada una semana más, que el transporte sigue siendo por Río Negro a treinta mil pesos. Nos tomamos un café en la panadería de la esquina del parque hablando del trabajo en remolino y de las dinámicas del pueblo. Últimas

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miradas a los correos electrónicos y al Facebook pues sabemos que río abajo no hay conectividad. 11:45 a.m. Almorzamos y nos disponemos a viajar. Nos dependimos de los sacerdotes y de doña Luz Mila y llegamos al puerto, llueve. Nos dicen que esperemos pues no han cargado el bote. Luego anuncian la salida del deslizador hacia Remolino. Ritual de salida del puerto en el retén militar: Cédula, ocupación, de donde viene, para donde va, revisión de maletas. Nos hacemos en la parte de atrás del bote. Todos muy apretados. Cae un aguacero de “Padre y señor mío”. Iniciamos el viaje por el Caguán abajo, olas fuertes que hacen entrar el agua a cada momento. Un frío fuerte entra en nuestros cuerpos, el río crecido y de aguas color café hace estremecer el bote en cada momento. Gente muy particular a lado y lado: Registradoras, maestras, empleadas de la aldea Emaús, un señor extraño al que yo le echo agua del río cada rato, sin querer queriendo. Y Juan Pablo con la vecina de viaje en el bote -una muchacha mona- mostrándole cada media hora el GPS y la ubicación exacta donde nos encontrábamos. Luego meditamos que no es cosa segura hacerlo en la región. Santa Fe, Cumarales, Peñas blancas, Cristales, Las Ánimas, El Venado y La Camelia, puertos desolados con algunos niños en espera de sus familiares, donde poco a poco se iban bajando los pasajeros. En el retén de Peñas coloradas nos recibe el puerto de hierro, las casas destruidas por el olvido y el desplazamiento de una población y los silencios y miradas extrañas propias del contacto con militares en este bajo Caguán. Lo que fue proyectado como la capital del bajo Caguán, con pista de aviones, grandes discotecas, tiendas de abarrotes, residencias, etc. Convertida en miseria y ruinas. Historias de coca, guerrilla, operativos, muerte, desplazamiento y víctimas. Trozos de camuflado militar adornan todo el frente de la casa de registro. Ropas de militares colgadas en las calles en espera de un débil rayo de sol que se asome entre las

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nubes negras. Nos bajamos y sentimos un poco de hambre. El llamado fuerte de nuestros nombres, los rituales más rigurosos de registro: profesión, de donde viene, para donde va…las miradas de sospecha. No dejo de pensar en mi estudiante Jaime y su familia desplazados de Peñas Coloradas en el 2005, donde tenían una tienda de abastos y a raíz del conflicto armado todo lo perdieron. 5:15 p.m. Llegamos a Remolinos, hacemos la fila para registrarnos en el retén de la armada. Militares con lentes oscuros haciendo las preguntas de rigor. Entramos por una de las tres calles pavimentadas del pueblo. Una calle de andenes con techo que albergan mesas y sillas en espera de comensales. Árboles a lado y lado de la calle con sillas de madera y de cemento, envejecidas por el olvido y el tiempo. Una cantina en la esquina con el dibujo de Vicente Fernández sonriendo y con sombrero. En la panadería compramos unas gaseosas y unas popetas. Se nos acercan dos hombres y nos preguntan si somos los profesores que nos quedaremos en la parroquia. Ya muchos saben de nuestra presencia. Cruzamos el parque central, llamado “Jacinto Franzoi”, y miramos el monumento a la “Nueva Colombia”- o monumento a la paz, o de los colonos- nombre que cambia según la ideología y la intención de quien lo contempla (símbolo que iba a destruir el ejército en la primera operación en la zona pero que los pobladores no dejaron que lo tumbaran). El monumento es un mapa de Colombia levantado por un hombre desnudo, acompañado de una mujer y un niño. La paloma que posaba sobre la mano del niño desapareció -como símil de los fallidos diálogos de paz en la región, en Remolino con Belisario en 1985 y en San Vicente con Pastrana en el 2000- y el machete del hombre igualmente se perdió -como imaginario de finalización de la deforestación de la Amazonía-. Militares abundan por las calles de este colorido territorio. Prenden la planta del pueblo, ya casi son las seis de la tarde, se encienden los tres

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televisores públicos y la gente se va acercando a las tiendas para ver la “realidad del país” en la pantalla chica. Dejamos el parque central y pasamos la calle que lo separa de la casa cural, chuquios de agua decoran las calles del pueblo, caballos pastando o descansando por las calles hacen referencia a la representación de un lejano oeste, de una tierra libre pero marcada por la justicia a mano propia. Dos plantas de café a la entrada de la casa cural y un cacao que se asoma a lo lejos nos ponen en contacto con el otro “monumento” del parque central: El templo católico. Hora de la cena. En la mesa Duver y el padre Luis Emilio nos reciben con una amena conversación y doña Luz Mila 2 (todas las señoras que atienden a los padres pareciera que se llaman igual) nos acoge con una comida tan paisa como el párroco. Diálogos inconclusos con Luis Emilio: habló de los cinco niños reclutados por la guerrilla la semana anterior, con edades entre doce y catorce años. De las 66 familias asociadas al proyecto de la fábrica Chocaguán dentro del proyecto que lleva veinte años para sustitución de cultivos de coca por cacao - No alla (sic) coca, si al cacao, se lee en un afiche en un pasillo de la casa-. Nos da a conocer el proyecto del fondo rotatorio de ganado con veinticuatro familias beneficiarias y 230 reses esparcidas por las orillas del bajo Caguán. Menciona los proyectos educativos del vicariato apostólico de San Vicente, el internado en la aldea juvenil, donde tres hermanas de la paz acogen a 32 niños y niñas de las veredas más lejanas para que estudien en el colegio del pueblo. La aldea precisa de un proyecto pedagógico y agropecuario pues cuenta con 117 hectáreas donde se cultiva cacao, arazá, plátano, etc., y se crían cerdos, vacas, peces, patos, gallinas ponedoras y otras especies menores más. Toca levemente el tema de la logística y emprendimiento del chocolate de la fábrica y hace énfasis en la necesidad de un trabajo pastoral y de acompañamiento académico y en proyecto de vida de los jóvenes de la región.

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Cae la noche y salimos a dar una vuelta por el parque a ver el único programa del pueblo: partido de micro fútbol en la cancha del parque. No hay parque central sin cancha en los pueblos del Caquetá. Hombres que se juegan la vida en la cancha calientan la noche en Remolino. Fuerza y pata brava demuestran el estilo propio de lo rural. Algunas muchachas del pueblo se hacen en la gradería a ver el espectáculo. Las personas nos miran de reojo pero sin mayor sorpresa como conocedores de nuestra presencia. Pasamos a la casa a preparar el trabajo del día siguiente y a descansar. Martes, 7 de julio del 2015 7:30 a.m. Sonidos de campanas que anuncian el desayuno como en monasterio antiguo. El silencio de la casa poco a poco da espacio a los saludos mañaneros. El amanecer en el Bajo Caguán se hace entre nubes grises que prevén agua toda la jornada. Los maestros pasan puntualmente camino del colegio. 8:00 a.m. Mientras instalamos las guías de trabajo en los computadores, muchos con virus o en mal estado, yo realizo en el salón contiguo, la sala de sistemas, la presentación del trabajo de la semana e inicio con la lectura y narración del cuento: El cuadro. La planta de energía no prende y eso que “El glorioso Ejército Nacional” - Palabras en boca del padre Luisdonó el combustible para la jornada pedagógica. Veintitrés maestros y una estudiante de grado undécimo dan inicio a la jornada de capacitación en TIC. Se espera que el miércoles se vinculen los maestros de Monserrate y los del Bienestar Familiar. En el corredor del colegio aparece Yimi con su hija, una hermosa bebe de 10 meses de nacida. Me cuenta gran parte de su historia de vida, de sus logros y temores, habla con tal

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confianza como si fuéramos amigos de antaño. Me invita a jugar micro en la noche al parque. Yo la pienso un poco según registro de la observación de la noche anterior. 12:00 m. Aunque la jornada inició con algunos bostezos del profe Juan Carlos y comentarios de otros maestros, a medio día casi no los podemos sacar de la sala por la convicción y la disposición al trabajo realizado. Los maestros rurales están ávidos de adquirir conocimiento y demuestran interés sobre las temáticas y ejercicios realizados. 1:45 p.m. Diálogo bajo una sombrilla: esperando que abran el portón del colegio la profesora Constanza me habla de que hace dieciocho años ejerce la labor de docente en estas tierras y que llegó de Caldas y se amañó. Que no conoce lugar donde la gente sea tan amable con el extranjero y que la solidaridad caqueteña y el sentido de unidad -heredado de los colonosla enamoraron y la hizo fabricar una “Hermosa niña caqueteña”. Que se quedó de por vida en el bajo Caguán a pesar de las historias de guerra que ha presenciado y que le han contado. 2:00 p.m. Inicio el taller de lectoescritura con los maestros. Se adecua el salón de décimo con algunos libros que encontré en la casa cural, pues la biblioteca del colegio está cerrada y nadie tiene llaves. Hacemos una lectura en voz alta, un recorrido por las letras, un diálogo de nuestra autobiografía lectora y pasamos a la sala de sistemas a escribir una carta a nuestros estudiantes utilizando las herramientas aprendidas en la mañana. Una maestra entra y sale todo el tiempo detrás de su hijo, un niño de cuatro años a quien lleva al taller pues no encontró con quién dejarlo. “La gente se queja que no hay trabajo pero nadie me quiso cuidar el niño” comenta. Y agrega: “El peligro de que juegue el niño en la cancha son las

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culebras que pasean por la escuela. Por no venir los niños a clase en vacaciones se pobla de serpientes el colegio”. Miro a lado y lado del salón y paso saliva. Acompañan la jornada Feria y Juan para cualquier inquietud de los maestros en el uso del computador. Nota: Me llama mi hermano y me informa que ha muerto mi tío Ernesto, fiel acompañante de mi mamá en las travesías de ser maestra rural en las montañas del Norte de Santander, en la década de los cincuenta y sesenta. En la noche la gente alrededor de los televisores públicos. De la caseta comunal “Cuna de paz Remolino del Caguán” perifonean que se invitan a los hombres del pueblo a la cancha para iniciar el juego. Mientras degustamos un helado de coco y miramos el deja vu del espectáculo de micro fútbol nocturno evaluamos la jornada en las graderías del parque. Retornamos a la casa a descansar. Miércoles, 8 de julio del 2015 7:30 a.m. Suena la campana anunciando el café y los huevos con arepa. “Todos los días parecieran iguales”. Perifonean desde la caseta comunal “que en la casa de… se encuentran disponibles a la venta unos pan de yuca frescos y deliciosos, que compren antes de que se acaben”. Inician la capacitación en Excel para los maestro en el colegio. Se incorporan a la capacitación los maestros de Monserrate, un caserío cerca de Remolino a una hora río abajo. Salgo con el padre Emilio en busca de uno de los fundadores del pueblo, don Ernesto. Paramos en la tienda para comprar un helado y dos militares armados hasta los dientes compran hielo. Como el hielo está en bolsas de plástico transparentes asemejando un objeto cilíndrico, el tendero les dice que los usen como misiles y suelta la risa. Los militares ignoran el chiste. Seguimos el recorrido en busca de don Ernesto, las

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calles llenas de barro no dan razón de los castigos que imponía la guerrilla en épocas anteriores de construir pequeños andenes en cemento a quienes pelearan o se emborracharan entre semana, o dieran motivo de castigo. Pasando un chuquio me resbalo y caigo. 9:00 a.m. Entramos a una casa en madera sin piso, con dos sillas rimax adornando la sala y junto a la cocina en un pasillo una hamaca se mueve lentamente. Un señor mayor nos da la orden de pasar y nos da la bienvenida. Se queja de una vez con el padre de lo sólo que está, de que los hijos varones no se acuerdan de él, que sólo Lola su hija menor a veces manda a su nieto a verlo y que le duele mucho el nacido que le salió en la entrepierna y no lo deja caminar. Don Ernesto es uno de los fundadores del pueblo quien vendió las quince hectáreas para trazar el pueblo. Al saber de mi intención de entrevistarlo le solicita al padre Emilio algo de plata o pan o un jugo, o algo que le den por hablar. Silencio en la casa. Acostado en su vieja hamaca y en medio de una pobreza que arruga el alma denuncia que le robaron hace quince días su compañero fiel, quien le daba la mano cada mañana, su perro “Horizonte”. Que se lo llevaron unos vagabundos. Que ya denunció a la junta y no hicieron nada. Pero que ahora va a pasar el caso al Concilio -una especie de reunión de justicia del pueblo que soluciona los casos especiales de quejas y reclamos- para que le devuelvan su perro o se lo paguen. Sale Emilio de la casa y me quedo hablando con Ernesto sobre la vida en el bajo Caguán. Como todo en El Caguán empieza por las historias del río. Me narra del mito de la boa en el cauce del Caguán que formaba un gran remolino, de allí el nombre del pueblo, no en plural Remolinos sino en singular por el efecto en la vuelta que se hace frente al pueblo. Animal que se comía reces, perros y embarcaciones pero que desterraron de sus aguas a punta de vidrio molido y limón. Mezcla que todas las tardes junto a su esposa echaban a las

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profundidades del río hasta que el feroz animal se fue. Recuerda cómo en ese entonces la madera que bajaba por el río duraba dos días dando vueltas antes de seguir su curso río abajo. Cuenta con nostalgia de su perra cazadora de borugas “La Morena” que se llevó el remolino y se tragó la serpiente. Perra que lo acompañó en la mejores faenas de casería de venados rojos, cerrillos, yulos, manaos, tigrillos, nutria y lobos. Hasta una embestida de manao aguantó el pobre animal. Fiel a su instinto cazador a veces se iba sola a cazar tras olfatear un venado y lo traía a la orilla del río. La gente ya sabía que era el animal de don Ernesto por la perra que ladraba y lo mandaban llamar y mataban el venado y lo repartían a mitad. Con la mirada perdida, como no sabiendo qué decir, recuerda que hace 60 años bajó de Puerto Rico en una pequeña embarcación en la que traía semillas o troncos de yuca, maíz, plátano, caña, dos chiros de ropa y a su mujer (lo dice en ese orden, con total naturalidad sin evaluar la cuestión de género). Encontró los paisajes vírgenes del Bajo Caguán y se quedó. Menciona que el plan en el que está el pueblo era de su propiedad y que por torpe vendió quince hectáreas para el pueblo. Algunos nunca le pagaron y más bien lo amenazaron cada vez que les fue a recordar la deuda. Su mujer le dijo que no cobrara nada que no era negocio hacerse matar por 200 pesos. Narra que nadie ha pescado un “peje” tan grande como él, un hermoso animal de veinte arrobas. Empieza a narrar de la época en que entró la coca a la región. Una época de mucha plata, de tulas llenas de plata en las esquinas del pueblo. Llegan los “Hermanos pentecostales” a la casa a hacerle la visita a don Ernesto. Dos hombres, cuatro mujeres y dos niños. Le traen algo de comer, le hablan de dios, de los hijos que no cuidan a sus padres. Él les hace la denuncia del perro que le robaron, que le ayuden a recuperarlo o a que se lo paguen. Que él sabe cuáles vagabundos fueron los que se llevaron el animal. Que va a informar al concilio porque la junta…yo me despido y salgo de la casa.

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Me dirijo al puerto a leer un rato en la panadería. Guy de Maupasant alegra la jornada con sus cuentos fantásticos y una brisa fresca y fuerte anuncia una posible tarde de lluvia. Los sonidos de rancheras y corridos alegran el momento, alguna canción romántica me llevan por recuerdos de un “ayer que ya pasó”. Un hombre joven, como trabajador de una construcción, menciona a su compañero que está aburrido en la tienda, que no pasa a almorzar por pena a que le digan hambriento, que mejor espera las “cabecillas” del grupo para ir a almorzar… y ríen los dos (chiste lugareño). Militares pasan por la calle o se detienen con sus celulares a mirar la vida del pueblo. Escucho a lo lejos el sonido débil de la campana que anuncia el almuerzo. 2:00 p.m. Inicia la capacitación de Feria sobre aplicación de Excel en proyectos de desarrollo agrario y en documentos de registro de notas del colegio. Salgo con Emilio en busca de don Edgar Zambrano para dialogar sobre la cotidianidad de Remolino. En una tienda del puerto se encuentran sentados “Torero”, un señor con los años de vida registrados en su rostro y la tristeza en la mirada que refleja muchos años de trabajo sin conseguir nada duradero. Don Edgar sentado en su tienda con la camisa a medio abotonar, con el palillo en boca, típico del dueño del lugar, hace bromas pesadas a todo el que pasa hacia el puerto, incluidos militares y el padre Emilio. Habla fuerte y sin prudencia alguna con palabras fuertes e imágenes grotescas del porvenir del mundo. Dice: — Padre traiga un pan de dos mil y una gaseosa grande para animar la charla y alegrar la tarde. El padre obedece sin discusión. Iniciamos un diálogo de historia del lugar con un poco de incomodidad de mi parte por ser al aire libre y en escucha de todo el que pasa por la tienda. Entre ventas de cebolla, de gaseosas, de jugos y de jabón don Edgar narra su visión del pueblo:

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— En 1977 se fundó Remolino. “El cojo” nos trajo la marihuana a esta región. Camilo Rivera trae la coca posteriormente. Primero entraron con el cuento de la marihuana, todos empezaron a cultivarla pero nadie la compró y la tiraban al río. Recuerdo que bajaban los bultos de hierba y hacían remolino frente al pueblo. Al año siguiente entró promocionando otra mata que esa si nos sacaba de pobres, que se vendía muy bien. Era la coca. Se empezó a sembrar la “pajarita”, pero luego trajeron “la peruana” y esa pegó mejor y se extendió por todo el Bajo Caguán. Yo acompañé a Camilo a dos viajes en avión hasta Brasil. Los ríos eran como pistas y hacía tres escalas por combustible. La empezamos a sembrar a seis horas y la terminamos cultivando en el patio de la casa. Salían del pueblo bultos de coca como si fueran de sal. Nadie conocía el producto, no se sabía nada de la coca. En los años ochenta llegan como quince guerrilleros de La Macarena, desplazados por los esmeralderos, se adueñan del negocio, a imponer el control de la coca. Un tal Argemiro llega al mando y se quedó a vivir en estas tierras. Aparece en la vida de Remolino el padre Jacinto Franzoi, un héroe pues todas las mañanas se levantaba pensando en cómo cambiar la realidad de Remolino. El padre Jacinto, italiano, salió perseguido e investigado por la Fiscalía, un hombre que le metió el diente a la problemática. Yo pienso que le metió el diente y salió mueco. Hace una pausa en su relato y le dice al padre Emilio: — Ole padre, la gente ahora no va a misa como al corral mío no entran vacas. Y suelta una risa que estremece todo el puerto y continúa: — En 1985 se realizaron aquí los diálogos de paz con Belisario, en Remolinos y en 1996 se realizaron las marchas cocaleras. Eran tiempos de bonanza cocalera y de prosperidad para el pueblo. De todas maneras yo no dejaba que un guerrillero limpiara las armas dentro de mi casa porque le cambia las ideas a los niños que están mirando. Primero que el personaje pida permiso y luego se le dice que pase al

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monte a mostrar sus armas, porque en la casa de uno no hay que permitirlo. Algunas tardes por ahí cada tres meses nos reunían… que tal día es el ingreso, nos decían, que la vida en la guerra es dura, que ni familia, ni hijos, ni hogar, que el trabajo es más duro y nos daban hasta tres meses para pensarlo. Muchos jóvenes y hasta viejos creyeron el discurso. Nota: Llega mucha gente de Santo Domingo a hacer registrar las cédulas para las elecciones de octubre. No por gusto o democracia vienen, son enviados por…los mandan, les dan la orden, se comenta en la tienda. Pasamos con Emilio por el puesto de la registradora, saludamos a Dufrady la registradora, hay fila. Nos encontramos con el retén en el puerto, un teniente Méndez le pide al padre un libro sobre el Caguán para conocer más la región. El padre le dice que luego pase por la casa y se lo entrega. Los libros de Jacinto: Salvando vidas en el parque y en las canoas - registró en los textos de “Dios y cocaína, y el río Caguán, de la autoría del mismo misionero. Vemos a un indígena y el padre Emilio le dice que pase por la casa para decirle algo. Me dice que él es el “indio” que fundó el pueblo, que es buen narrador de historias. Un viento fuerte se pasea por el pueblo anunciando una tormenta. 5:30 p.m. Diálogo con Emilio Tascón “el indio” (Embera), en la oficina de la casa cural (con su dedo derecho haciendo pistola siempre, como buen indio -dedo corazón sin movimiento, tiene una cicatriz como de una cortada-). Con gran expectativa y muy motivado, empieza a narrarme que llegó porque un amigo le dijo que había una tierra muy linda donde abundaba la caza, la pesca y había tierras vírgenes donde no habitaba gente. En Puerto Rico “robamos”, lo dice con cierto orgullo, un potrillo, una canoa de catorce metros, con mi padre y un amigo blanco que sabía conducir la canoa. Bajamos tres días por el río buscando la desembocadura del río Suncilla. Embarcamos sin plata, sin remesa, sólo con la canoa robada.

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En la orilla del río robábamos plátanos para alimentarnos. Eso sí, respetábamos los claros en el monte, señal de que no eran terrenos baldíos. Por el camino recogíamos colinos, tucos de caña, de yuca o maíz. Llegué con mi padre y el amigo blanco, mi papá miró la bocana del río Suncilla y señaló…eso es mío. El amigo blanco vio una isla y la señaló… eso es mío. Y yo pregunté, ¿a mí qué me queda? Observé hacia arriba un terreno plano con palmas y buena montaña y señalé con mi dedo: eso es mío y me dentré (sic) a rociar. Hasta hoy estamos en ese terreno, el mejor de los tres que señalamos. Se acomodó en la silla, miró para los lados y continúo diciendo: — Era el tiempo de la serpiente. En el río habitaba una serpiente gigante que casi se comía las embarcaciones y formaba un remolino, de allí el nombre del pueblo. Yo fui secretario de la junta, don Milciades era el presidente. Yo no sabía que era eso de ser secretario, me explicó Milciades. Me dijo que a todo lo que él dijera yo lo apoyara y lo respaldara. Y así empecé a ser secretario. Pero en la junta donde se seleccionaba el lugar del pueblo yo lo contradije, le dije que era mejor en el plan de Remolino y no en Las Claras. Dos peleas fuertes, las dos se las gané. Por mí está el pueblo en este terreno. Muchos en el pueblo se detienen a hablarme y a burlarse. Me dicen: Indio, cuente historias y no me creen, pero yo me detengo y les cuento que por mí es que están en este lugar. Quince hectáreas compramos e hicimos el plano. El presidente quería en otro lugar el pueblo para que las tierras de él se valorizaran más, pero hay que buscar es el beneficio de todos y el plan era el mejor sitio para un pueblo. Repite: — Yo siempre digo la verdad. Voy a contar la verdad. A pesar de que soy un indio insignificante por mí el pueblo se encuentra en este lugar, así se burlen y no me crean. Y sigue su narración: — En ese entonces, recién llegados, debíamos bajar dos días por el río hasta la finca de los Pérez para traer se-

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millas de maíz, colinos y yuca. Entonces veía bajar por la corriente del río plantas de plátano y me lanzaban al río a pescar colinos. Mi papá me regañaba pero yo me defendía diciendo que remaban dos días para conseguirlos y allí era que bajaban, prácticamente los regalaba el río. Elaboramos el plano del pueblo con dos grandes plazas, el parque central y detrás de la iglesia el otro parque para la galería. Cuando llegó el auge de la mata, de la coca, se creó casi un barrio nuevo pues se multiplicaba la gente y la plata. Bultos de plata en la entrada del puerto. Los borrachos se rasgaban las camisas y de una compraban una nueva. O los billetes viejos los quemaban, por viejos. Y algunos usaban los billetes de 200, los cafeteros, como papel higiénico. Era la época de la bonanza cocalera, era el tiempo en que se mataban entre ellos mismos. Por una pelea, por un chisme o una bobada, el machete, la pistola y un muerto. Los echaban para un lado en la discoteca y siga la fiesta. Lo jalaban de las patas, lo arrinconaban y a bailar. Eran los tiempos de coca, trago, cantina, prostitutas, fiestas, discotecas y muertos. Veinticinco reses al día se vendían para la alimentación de los jornaleros -los raspachines-. Se compraban piernas enteras. Las vísceras y las cabezas las echaban al río, era mucha mugre en la orilla del río y empezaron los malos olores. Se votaba toda esa carne al Caguán. La primera casa fue la de su familia. Vendían aguardiente y cerdo asado, luego vinieron otros con el restaurante doña Leonor y don Ernesto y les hicieron competencia. Remolino ha tenido cinco operaciones del ejército, en todas ha quedado el pueblo desolado. La gente corre a botar, quemar o a echar al río la mercancía y la gente a perderse. En una ocasión nos llegó la orden de desalojar el pueblo por parte de “La política” -Guerrilla- y quedaron sólo cinco familias y el cura Jacinto resistiendo. Por eso el pueblo continuó. Cada siete o diez años llega la inundación y nos deja sin nada. En este momento pasa cada año y no han podido prosperar con los cultivos de plátano, se ven amarillos, con el agua que casi

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los cubre. Se pierde la cosecha casi que anualmente, así no aguanta nadie. Hace una pausa como para retener en la memoria una idea importante. La suerte no es para todos, mírenos a nosotros, un día yo, con 67 jornales, compré una vaca; ésta parió un ternero, en el siguiente parto le dio “vanasilla” -una enfermedad- y murió. Luego murió el ternero así quedé sin nada y a empezar de ceros. A los dieciséis años me querían llevar los padres consolatos a estudiar a Italia pero mis papás no dieron el permiso porque me iba y los olvidaba. Fue una oportunidad perdida. Yo fuera alguien importante, estudiado y hubiera vuelto al pueblo. Pero no, míreme bajo el sol y la lluvia jornaleando a esta edad. Suena la campana que anuncia la cena. Nos despedimos y quedamos de encontrarnos el jueves en la mañana para dialogar de la asociación de cacaguateros -así dice él, al referirse a los cacaoteros- a la que él pertenece. 7:30 p.m. Visita a Chocaguán. Nos lleva Duver el contador de la parroquia. De camino a la fábrica -antiguo templo católicoperifonean que las mujeres que van a jugar micro las están esperando en la cancha. Pasamos el parque, la cancha y a la cuadra siguiente pasando barriales extensos en una esquina se encuentra ubicada la casa de la empresa. Nos encontramos con la realidad de que no hay azúcar para hacer el chocolate y la fábrica no funciona desde hace un mes. Los asociados no están vendiendo el cacao a la empresa sino en Cartagena a $5500 el kilo. Duver nos da un tour por el lugar y nos menciona que la fábrica tiene cuarenta millones de déficit y le debe a la parroquia doce millones más. Que sólo funciona de 6:00 a 11:00 p.m. por la energía eléctrica y eso cuando hay materia prima. Tiene cuatro empleados, uno de tiempo completo y que el resto de tiempo trabaja en la finca o en la parroquia en oficios varios. Entramos al cuarto de enfriamiento y está refrigerándose la carga anterior de

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chocolate completa porque el bote no la trasladó a Cartagena porque no hay vía y se puede derretir. Nos cuentan que en una época, el presidente de la asociación sacaba entre el chocolate algunos kilos de coca. Le dieron cárcel. Cada noche cuando están las condiciones se sacan 500 empaques de media libra. Recogen 95 libras de cacao pero al descascarar quedan 65 libras de pura pepa. 9:30 p.m. Evaluación: Lectura en voz alta. Nos encontramos con tres textos significativos en la historia del Caguán, de Remolinos: Río Caguán, Dios y cocaína y las memorias de cómo se construyó una parroquia. Remolinos como centro de los diálogos de paz con Belisario en el 85. Las cartas remitidas al padre Jacinto incluyendo la de algunos líderes guerrilleros. Narrativas de los pobladores retenidos el 11 de mayo del 2008, incluida la orden de captura contra el padre Jacinto. Todos capturados por rebelión. 9 de julio de 2015 8.00 a.m. Inicia el taller de Power point con los maestros. Salgo de la casa cural en busca de don Emilio para seguir la entrevista, sigo sus indicaciones: “Usted pregunta dónde vive el indio” y llega porque llega. Lo llamo al celular y me dice que le de media hora que está lavando una ropa. Al llegar me encuentro con una casa muy humilde de madera. En el patio entre pupitres viejos del colegio, madera cortada como leña -valso- y ropa secándose, se encuentra un gran horno en barro para hornear lechonas y pan de yucas a encargo. Sale don Emilio y me dice que se va a cambiar para la entrevista que si traje grabadora. Y me pregunta con malicia: — Esto a donde va a parar pues me han entrevistado dos veces pero no los vuelvo a ver. Qué hacen con las historias.

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Se cambia para la entrevista, se pone pantalón, camisa y pantuflas. Se acomoda en la silla y dice: — Desde niño me tocó trabajar a lluvia y a sol, todo por no estudiar. Es así como permanecí en la región todo este tiempo sin apoyo de nadie. Un día llegó esa gente y empezó a dar órdenes, a reunirnos. No me es claro quién es esa gente, don Emilio; como buen indio habla en clave, con semejanza. — Como uno es orejeo, yo escuché que nos llevaban a Bogotá a robar un banco o a Camelias a desaparecer una mujer adúltera. Como mi papá me enseñó a ser honrado no les hice caso y me fui, no volví a las reuniones de “la política”. Una mañana se reunieron como cuatro mil personas en el parque para detener y asesinar a una mujer que por chismosa. Muchos en Remolino no estuvimos de acuerdo porque eso no era posible, no era justo. No hay que meterse en la vida de los otros hagan lo que hagan siempre que no afecten la comunidad. Así continuaron los años, aquí disfrutamos mucho, el río, la pesca, la coca, los tiempos de bonanza. Una mañana nos dieron la orden: - desocupen el pueblo, el que se quede es cómplice del “hombre que entró” (operativos del ejército). Vino la desolación. Una mujer hizo el entierro simbólico del pueblo. En una hoja hizo un dibujo del pueblo y lo metió en una cajita de madera, lo llevó al cementerio, lo enterró y dijo: - Aquí murió Remolino. Los dos gobiernos permitieron que Remolino casi que muriera. Por eso yo afirmo y cuento que Remolino es un milagro de Dios. Existe por puro milagro. Cinco familias permanecieron con el padre Jacinto, empezó una vida nueva en Remolino. Remolino es un pueblo donde come el rico y el pobre; porque llegar a Caquetá es como llegar a la familia de uno, a un hogar cálido, generoso y solidario. — Mi padre vivió para el cacao, lo convencieron de que sembrara y así no lo abandonarían, pero murió solo y pobre con su siembra. Doce años cultivando una hectárea y no vio

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ni un peso. Mi papá se murió esperando el apoyo de la asociación y no vio nada. Llevo 43 años sin apoyo en la región subsistiendo de milagro. -Hemos caído en una olla podrida- , decía el padre Jacinto cuando se relacionaba a los cultivos de coca o a los engaños, las mentiras, los defraudes (sic) -queriendo decir fraudes- de los presidentes de la asociación de cacaoteros. No han cumplido. Una vez se querían llevar la fábrica para Cartagena, no lo permitimos, es como si nos quitaran la camisa. La fábrica es de nosotros, nos la regaló Corpoamazonia. Es nuestra. El proyecto del padre Jacinto sí fue viable, inundó de cacao toda la región. La empresa saca poquito chocolate pero se sostiene y es nuestra. Otro problema es que a los cultivos les llegó las plagas: mononilla, un hongo que cambia de color el fruto o un chinche que lo orina y lo seca. Y la escoba de bruja que hace que a planta no florezca. Además nos dan capacitaciones pero se queda todo en el papel, en los cuadernos, para que se los coman los comejenes. No hay práctica ni aplicación de lo enseñado, tampoco hay insumos, ni materiales, no hay financiación para un balde, para una caneca. Mejor sería que nos den el préstamo para sembrar plátano, no para cacao. También se usa el triple quince no el abono orgánico. — Por otro lado, la gente no quiere cambiar y al lado del cacao tienen su otro cultivo, el que les deja platica.La Uniamazonia tiene dos proyectos de investigación junto a Colciencias. El parque del pueblo se llama Jacinto Franzoi. Ya pasó el tiempo malo en el que acribillaban a la gente por nada. Baja la mirada y cierra su charla. Los indios llegamos a la laguna del diablo a vivir y hemos sobrevivido a pesar de todo, sin amigos, porque “Amigo sólo hay uno, el que mira de pa´bajo”. Como todo, en la vida hay cosas buenas pero hay cosas más buenas… debemos encontrarlas. Nota: Vientos fuertes estremecen los árboles del parque como diciendo que se cancela el viaje por río a la cacaotera. Nubes negras se pasean por las cercanías del pueblo. Un aire fresco alegra los rostros. Se prevé llovizna.

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1:00 p.m. Después del almuerzo nos fuimos al monumento del parque central a tomarle fotos. En la tarde, Juan Pablo sigue con la capacitación, Feria y yo nos vamos con Luis Emilio a visitar a don Luis Corrales, asociado, a diez minutos río abajo en la canoa de la parroquia “San Isidro Labrador”. Encendemos una vela a san José para que no llueva. A las dos de la tarde hora de salida el sol aparece en el cielo como dueño y señor. San José cumplió nuevamente. Morocho -un señor moreno y de bigote - y su hijo -morochito- nos llevan río abajo hacia la finca. Dejamos los datos en el retén militar. No encontramos a nadie en la finca, no pudimos avisar de la visita. De todas maneras caminamos hasta la cacaotera y la encontramos un poco descuidada porque don Luis estuvo seis meses fuera en Florencia por la enfermedad de su esposa, que murió hace un mes. Sus hijas lo acompañaron, dos se quedaron con marido en Florencia. Feria nos indica que la cacaotera presenta chupones grandes y que no le dejan entrar el sol. Que tiene cacaos podridos que no facilitan el crecimiento de las otras plantas. Un güio duerme en una planta de cacao. Morocho lo molesta con un palo para descubrir el número en su piel y jugar el chance por la noche. Una babilla en la playa nos da la despedida. No pudimos entrevistar a nadie. De regreso entramos a la laguna Puente Trampa. Un sueño de espejo de agua. Peces volando, la red de pesca, la ceiba de treinta metros, las hormigas diablas, la selva reflejada en esas aguas misteriosas y profundas. Un aire de vida y libertad acaricia nuestros rostros. Pero en la realidad, dieciocho galones de gasolina cuestan 210 mil pesos. Nos quedamos sin combustible y con los cunchos llegamos al puerto… menos mal que viajábamos río abajo. Un militar nos pide llevarlo a la base pero no hay gasolina.

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5:00 p.m. Visita al cementerio, tampoco lo encontramos. Nos dice la hermana Yasmin que el antiguo cementerio es una fosa común, que no hay que ir por allá. Y la leyenda de la tumba de Pistolo que, aunque haciendo milagros, se quedó sin quién la visite. 7:30 p.m. Perifonean La propaganda de las ferias y fiestas: — Atención, atención, San Juanero Caqueteño, 11, 12 y 13 de julio, comidas típicas, bebidas al gusto, carrera de encostalados, pelea de gallos, carrera de caballos, desfile de carrozas, rumba hasta el amanecer con un integrante de rumba kids. Invita la junta de acción, parroquia san Isidro, vengan, todos invitados. Ritual nocturno de ver micro en la cancha. Se escuchan a lo lejos los chaparrones de agua sobre los techos de zinc. Duver corre hacia la parroquia. Nosotros nos despedimos pero la tormenta no nos deja salir de la cancha. Nos agarra el aguacero en la cancha, todos corren para sus casas. El padre Emilio se encuentra viendo bailar las reinas en el club juvenil con Duver y no se fijan que el agua se está entrando a la casa. La oficina y la sala de la casa se inundan. Plan de noche de jueves: barrer y trapear. Cansados del programazo del jueves nos vamos a dormir. 10 de julio de 2015 6:30 a.m. Salgo de la casa un poco preocupado por la actividad de la mañana. En la esquina del puerto venden en un carrito en la calle buñuelos y tinto. Las personas hablan alegremente de las fiestas y de la multitud que ha subido a registrarse. Militares se acercan a comprar empanadas y yo me alejo hacia la panadería a hablar con la profe Constanza.

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8:00 a.m. En la mañana taller de memoria. Juan Pablo y Feria pelando pollos, yuca y plátano, para el sancocho en la aldea. Taller de memoria local: la coca, narrativa principal y permanente. El cacao salió una vez como referencia. Los hitos de la fundación de los colonos, el auge de la coca, los operativos militares, el trueque al comienzo por el río, el dinero y la coca después. “Sin la coca la economía era mejor, más estable. Se vivía bien sin coca”. En el despeje soñamos con un cambio de vida, pero todo fue ilusión. El tema de las crisis de la coca junto al de las marchas campesinas, historias de desplazamiento y de fumigaciones, de atropellos de la población civil, de las organizaciones pro pista, pro carretera, todas estas narrativas en boca de los maestros. 11:00 a.m. Taller de necesidades educativas en la aldea. Viajamos en el camión azul de la parroquia, carro que el ejército le quitó a la guerrilla y que deseaba quemar. El padre Jacinto no dejó y se lo quedó para asuntos pastorales. Llueve a montones, los maestros en el camión con paraguas, otros van a la aldea en motos sin exosto, un ruido impresionante hacen. Temas: contaminación del medio ambiente y la construcción de un PEI contextualizado, no de recortes de otros. Suena un helicóptero merodeando la región, trayendo remesa a los infantes de marina. Algunas escuelas llevan seis meses sin maestros, no llegan porque firman contrato y al ver que es tan lejos desisten. Los niños vuelven al campo otra vez a los trabajos cotidianos. No hay textos ni material didáctico, lo que hagan los maestros con las uñas. El río contaminado con los insumos para la coca. No hay conectividad, no hay materiales actualizados. Las competencias y estándares nacionales son dados para las ciudades, no para la selva. Los muchachos tienen falencias en lecho escritura. Son los últimos en las pruebas saber del Municipio. “No hay mapas, en el bajo Caguán nos toca imaginar el mundo”. No hay cultura ciu-

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dadana, toda la basura se echa al río. Una urgencia: hay que cuidar al Caguán. Falta un plan de nutrición, no hay médicos permanentes, vienen por dos meses y se van. No hay medicamentos. Si nos muerde una serpiente “pelo e´gato´”, nos sacan en el helicóptero, si lo hay y a veces ya es muy tarde. 12:00 m. Evaluación: agradecimientos por venir a capacitarlos en las TIC. Dicen: — Necesitamos mucha formación, queremos hacer la licenciatura o especializaciones o maestrías a distancia. Necesitamos mantenimiento de equipos, material didáctico para pre saber. Nos falta la conectividad a internet, no tenemos conexión. Talleres de educación religiosa, de todas las áreas. Vuelvan, no se les olvide el camino. Almuerzo: la perrita del internado con el plato en la boca pidiendo gallina. Los maestros contentos. Cierra la jornada el padre Luis Emilio con palabras de agradecimiento. 1:00 p.m. Caminata por la finca; bajamos a la piscina que se encuentra bastante sucia por las lluvias de estos días. Nos disponemos a dormir un rato en el piso del lavadero ya que pasa una brisa suave. Luego escogemos las mejores bicicletas de los estudiantes para bajar al pueblo, pues el padre viene hasta por la tarde por nosotros. Feria en la mejor. Todos salimos para el pueblo. Media hora entre chuquios y barro. No me ayudan y me entierro en un barrizal. Sudados y cansados llegamos al pueblo; es viernes y necesitamos de una pola. El padre nos recoge en el camión para ir a celebrarle el cumpleaños a Margot. Canciones desafinadas, helados por derretirse, morocho que se lleva el show y luego regresamos al pueblo.

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7:00 p.m. Ducha, sueño, cansancio. Ensayan el sonido para las fiestas, nuevamente la propaganda de invitación a las fiestas y una música fuerte. Pasa la trimoto del gas con parlante invitando a la alborada a las 4:30 a.m. Salgo al pueblo por algo para tomar. Llego a la casa y todos están durmiendo. Charlo con Feria y a dormir. 11 de julio de 2015 7:30 a.m. Desayuno de despedida, y de agradecimientos con compromisos para volver en diciembre o en octubre. Llega la línea a eso de las 9:30 a.m. nos embarcamos con los maestros, hay poca gente. Ritual: cédula, profesión, para dónde va, de dónde viene… requisa. Un chontaduro grande, un lechero de tres arrobas y una cucha helicóptero de compañeras de camino, la pesca ha sido buena. Charapas asoleándose en las enramadas a orillas del Caguán. El Bajo Caguán se despide con una mañana soleada y un viento fresco. En Pore el cuento del güio gigante que casi se come una yegua vieja que pasteaba en la playa el día anterior, historia que hace honor a las narrativas fundacionales. Peñas coloradas. Deja vu de militares, ropa extendida, requisa y nombres. En un día soleado el viaje es diferente, el paisaje majestuoso y se puede admirar el río en todo su esplendor. Tomamos un atajo entre la selva y la montaña; la gente mirando la embarcación saluda estupefacta, los niños bañándose en el río, lanzándose de los riscos más altos al agua y jugando, ennoblecen el panorama. ¡Llegamos a Cartagena! Son las 2:00 p.m. Llueve, los padres se encuentran descansando; nos recibe doña Luz Mila con un jugo y galletas. Dejamos la carta. Nos encontramos con Pilar, charlamos unos minutos. Embarcamos para Rio Negro.

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4:00 p.m. Llegamos a Río Negro a echarle alguito al estómago, empanadas con gaseosa. Nos montamos en una van para Florencia. En el Doncello nos despedimos de Juan Pablo quien parte para Bogotá. Con Feria esperamos transporte para San Vicente, no sale ningún taxi. De milagro pasa monseñor Francisco y nos recoge. Llegamos a San Vicente en medio de diálogos inconclusos. Otra marca en el corazón y en la memoria que hace la historia del Caguán.

Tres esquinas del Caguán Susurros y silencios del Caguán - Paisaje descubierto a través del río Mayo 14 al 17 del 2015 “El pueblo se está quedando solo, hasta el río se nos fue”. Don Yesid

Nota: El diario de campo está escrito río arriba. Cronológicamente al revés, del arribo al puerto de San Vicente posterior al trabajo de campo (mayo 17) hacia el inicio del viaje el 14 de mayo. Se puede leer en los dos sentidos, como la historia misma de la región.

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17 de mayo de 2015 8:45 a.m. Llego al puerto de San Vicente en medio de una fuerte tormenta. El tiempo en Tres Es-quinas del Caguán (3E) fue muy agradable, de muchos aprendizajes, historias, vidas y sentimientos. Me dirijo a tomar un tinto a la cafetería La predilecta y veo un grupo de per-sonas corriendo hacia una pesa, pues cogieron un pescado enorme, como de cinco arro-bas por ello me dirijo al lugar para fotografiarlo. Dicen que es un lechero o blanco, que hay que rajarle la cola y sacarle la leche para que se le quite el sabor a bacalao. Saludo a Miguel y a don Ñapa, carniceros de la galería. Por el río arriba el diálogo con Chipa fue muy ameno. Las historias del río contadas desde su canoa, por los senderos del río que tantas veces ha transitado en sus 39 años de vida. Suspira profundamente y habla de los lugares donde pasaba el río y que ahora ha cam-biado su curso dando origen a las islas nuevas. Me señala las casas que se han caído, que se ha comido el río y menciona lo ancho del río que antes era por mucho 300 metros. Cambia su semblante y me comenta con tristeza lo que le dejó el despeje. Seis meses de cárcel y una nostalgia de por vida. Merma el ritmo del motor por el fuerte oleaje y recuer-da su deseo de ser historiador, sus lecturas diarias del periódico Extra, para conocer de historia de Colombia. Su mirada transparente, nostálgica y ese desdén de hombre de agua lo envuelven en un halo de misterio caqueteño. Se acerca a una orilla del río cerca de una palizada, deja el motor un poco prendido y busca la bolsa con kilos de carne que lanza a los potreros, en-cargos por el río. La tormenta se avecina, ayudo a una muchacha a bajar de un risco y cobro pasajes a seis mil pesos. Se ven las cantinas de leche y a jóvenes en medio del río en canoas con cantinas esperando la lechera de Nestlé. Señores con sus mulas a orillas del Caguán, igualmente con sus cantinas esperando. La lechera sube a las

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4:00 a.m. de tres esquinas y empieza a bajar desde donde doña Zunilda hacia el caserío me dice Chi-pa. Las nubes cubren el horizonte del Caguán y un viento helado golpea los cauchos de la canoa. Chipa me cuenta que en zona de despeje los motoristas hacían los recorridos por el río con la guerrilla. Luego del despeje los arrestaron a él y a su hermano por colabora-dores de las FARC. Estuvieron presos injustamente en Florencia seis meses él y su her-mano un año. Se gastó mucha plata en abogados, ellos pagaron mucho dinero. En la cár-cel la soledad, el desespero, la angustia por la familia, por su hija. Le dijo al juez que to-dos en el pueblo les servían a los guerrilleros, que no era una opción, entonces apresara a todo san Vicente del Caguán. Saluda a los campesinos que en las orillas les envían razones a sus familiares, les hacen recomendaciones de compras o que esperan con sus cantinas a la lechera de Nestlé. Unos pescadores le dicen: ¡Sólo lleva un pasajero Chipa! y él se ríe. Sigue maniobrando la canoa y lanzando bolsas de carne en las orillas del río. Pasamos a un joven que saca agua de su canoa y en ella lleva dos cantinas de leche. Chipa me dice que tiene que sa-car las cantinas a mitad del río porque la lechera se encalla en la orilla. Habla de la impor-tancia de cuidar el río, que ojalá haya un plan de cuidado, de aseo y de preservar el trán-sito fluvial como patrimonio y memoria de la región. Saca su celular y llama a un campesino para que baje a la orilla del río porque la canoa se está hundiendo y que se le pueden caer el galón de gasolina al río. Observación que él hace al pasar por el lugar. Habla de su tiempo de juventud, de cuando dejó el colegio por irse a trabajar y tener algo de plata para el “vicio” (trago) y para gastarles a sus novias. Mientras se pone su plástico amarillo previendo una tormenta que se avecina me dice que en su casa nunca lo animaron para el estudio, su papá le decía que eso no sirve para na-da y que él no había estudiado y mírelo, ahí tenía su vida propia. Se le nota una nostalgia de navegante en la forma entrecortada de hablar y en la mirada triste de quien ha recorri-do

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en mismo trayecto muchas veces sin mayores sorpresas. Me dice que ya viene la tormenta, que me entre si no me quiero mojar. Me indica que ya estamos pasando por la finca donde un campesino sembró 100 metros de carbonero (árbol de la región, frondoso, que detiene la erosión). Tomo la respectiva foto. Luego me indica la tarabita del IGAG que quedó como objeto extraño en el paisaje del río. 6:00 a.m. Llego al muelle de Tres Esquinas y no encuentro a Chipa. Una señora monta a la canoa dos mesas de madera para llevar a san Vicente. Trae las mesas en un coche (zorra), la única de veinte que existían antes. Llega Chipa con bolsas de carne, nos saluda y em-prendemos el viaje. Me resbalé por el barro al subirme a la canoa. Nada de qué preocu-parse. 5:15 a.m. Suena la alarma, me levanto y escucho ya ruidos en la casa. Don Robinson se prepara para el ordeño. Alisto maleta, lo saludo y me cuenta que en el bazar, a eso de la 1:30 a.m., se armó una pelea a puño limpio, que apartaban mesas, sillas y que el padre quería terminar a esa hora la actividad. Pero se tranquilizó la gente y la siguieron hasta las 2:30 a.m. Me despido de la familia, pago lo de la comida y emprendo mi regreso a San Vicen-te. Por las calles solitarias se ve abierta una fama, con sus carnes expuestas al público, hoy es domingo y la gente viene al pueblo a remesiar. 16 de mayo de 2015 11:00 p.m. Camino con Jefry desde la caseta del bazar hasta la casa. En el bazar departí con los maestros de San Vicente que estaban participando en el encuentro deportivo de la tarde. Idelfonso, Chespiro, Yaimar, Rodrigo, Bebe, Méndez, etc. Con

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Chespiro hablo sobre el caserío y me cuenta que estuvo en el momento en que asesinaron a don Diógenes Esco-bar, que un tiro le pasó por el lado del hombro y luego dio un gemido de susto y la bala le entró en toda la frente. Luego llegó un hombre a la inspección y le descargó tres tiros más. Y les dijo: - Si preguntan quién fue, digan que las FARC, eso le pasó por sapo. Al-gunos del pueblo le tenían envidia por ser un gran líder. Y lo aventaron a la guerrilla por informante con el ejército. Él lo que hacía era ir al batallón a pedir los permisos para transportar la gasolina al caserío. Suena la canción “La negra Guerrera”, historia de una muchacha que se fue a la guerrilla a vengar la muerte de su padre y al momento de vengarlo ella también recibe un balazo en el pecho y fallece. La mesa del lado pide que le repitan la canción, se abrazan, la can-tan a grito herido, se mira la camaradería. Ellos de jean, camiseta esqueleto negra y botas pantaneras. Ellas de jean, sandalias, camisetas negras. Me gustó el paisaje. Me ima-gino que allí fueron los golpes en la madrugada. El cura del pueblo y el seminarista a esa hora transportando cerveza y whisky en una ca-rretilla. Eso es un buen presagio. Les tocó cambiar el sitio de la rumba porque la gente se quedó en la caseta de la comida luego de los partidos de fútbol. A ritmo de merengue, salsa, vallenato y rancheras se prende la fiesta. La iglesia pentecostal sale de su culto sabatino. Pasa por las mesas saludando un señor de sombrero fino, de lentes y actitud de autori-dad en el pueblo. Lo veo llegar en su camioneta color rojo, trayendo sillas y cerveza al bazar. Se ve muy colaborador y atento con la gente del caserío. Me le acerco, me pre-sento, él hace como un gesto de indiferencia no para molestar sino como naturaleza de un líder regional con dinero. Es don Alonso, me dice que bienvenido al pueblo, que es mi pueblo también. Cruzamos unas palabras y él sigue su recorrido por las mesas; yo me devuelvo con cierto desconcierto de lo que esperaba del encuentro.

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8:30 p.m. Salen los maestros del Dante para San Vicente. Me dejan dos cervezas. Me voy para la mesa de los profes de Tres Esquinas y me siento al lado de Chipa, le doy una cerveza y empezamos a dialogar. A sus 39 años tiene la piel curtida de río. Desde niño ha transita-do El Caguán, es su vida, le agradece lo que tiene. Heredó de su padre el trabajo de mo-torista y la línea de San Vicente a Tres Esquinas. Me cuenta la historia de su hermano mayor de doce años que murió en el río por el motor que lo hirió en la cabeza. Chipa te-nía ocho años y la mamá los envió al otro lado del río a cortar guaduas para trozar palitos y colocarle a los helados. Su hermano intentó prender el motor pero no pudo. En el último intento el motor estaba acelerado y al encender arrojó a su hermano al río. El bote quedó dando vueltas sobre un mismo lugar, él se agarraba fuerte al bote, no pudo desacelerarlo y en una de esas vueltas el motor golpeó la cabeza de su hermano que permanecía en el agua y lo mató. La mirada perdida en el pasado me muestra la magnitud del dolor. Me contó de lo desolado del pueblo, la causa primera el no trabajo y la compra de latifun-distas a los pequeños propietarios. Compran grandes extensiones de tierra pero no viven aquí. La gente tiene que irse a gastar dinero a otras ciudades. Algunos regresan sin nada. Su arte viene de su familia. Hermanos, primos, tíos, todos son pescadores o manejaban la línea. Es una herencia familiar: “Si el papá lo hace, el hijo también”. Le preocupa que ya no haya gente para transportar y que se pierda una tradición del río. Le preocupa en verano ver todos los árboles de la orilla del río llenos de bolsas de basura, que la gente no cuide el río y que por ello éste ha cambiado y tiende a empeorar. Me dice que antes en el pueblo eran muy unidos y ahora las iglesias, por ser tan sectarias, han dividido al pueblo: alianza, las tres M, pentecostal y católica, separan a los pobladores por la fe y no permi-ten que se hablen entre compadres o familiares. Menciona con cierta nostalgia que el río es su vida, 39 años viviendo en él

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y de él. Muestra su agradecimiento con el río Caguán pues le ha dado para vivir. 7:00 p.m. Llego a la caseta de comidas, degusto un maduro y una empanada (la fritanga que lla-man). Me siento en la mesa de los deportistas y emprendo un diálogo con el profesor Marcelino y con Idelfonso. Hay cierta discusión entre los deportistas de Tres Esquinas por la plata de la canasta de cerveza que han bebido y los profes de san Vicente nos hace-mos en una mesa aparte. Empieza a llegar gente al baile. El padre Luis Alberto piensa en trasladar la fiesta a este lugar. Los deportistas han tenido una tarde de sol luego de unos días de lluvia. Esta caseta era antes la casa de los Méndez, uno de ellos es profesor en San Vicente. Dice: - Me siento como en casa. Todos reímos. 2:30 p.m. Inicia el encuentro deportivo: Tres Esquinas contra San Vicente. Luego de un acalorado partido, con arbitraje extraño, gana Tres Esquinas cuatro a dos. Los árbitros con la cer-veza en mano y bota pantanera. A las 5:00 p.m. inicia el partido Tres Esquinas vs Las Veredas. Gana Tres Esquinas tres a uno y gano las canastas de cerveza y algo de dine-ro. Pata venteada en la cancha, rogando para que el balón no tumbe el panal de avispas tras el arco de los profesores. Una tarde soleada de raspado, risas, cervezas, deporte y amistad. 12:00 m. Llegamos a almorzar a la caseta: asado de cerdo, caldo de gallina, tamal, fritanga (empa-nadas, suizos, maduros, papas rellenas). Llegan los maestros de San Vicente, nos salu-damos efusivamente y a “echarle a la muela”.

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10:30 a.m. Recorrido por el pueblo con Jader, hijo de doña Alix y nieto de don Jesús (uno de los fun-dadores del pueblo; un señor alto, blanco y gordo, de quien heredó el arte de la carnice-ría). Historias del árbol saman que su abuelo sembró en el centro del parque. Paso por la cantina, las mujeres en moto y la risa de Jader. Entramos a la panadería, saludo a Yalile y pedimos pan de yucas con gaseosa. Pasamos por el bazar y compramos maduros y papas rellenas. Me muestra su lugar de trabajo los domingos, la carnicería de su familia. Me informa que en la noche a las diez va con su papá al matadero a cortar las dos reses para la venta dominical. 9:30 a.m. Dialogo con doña Gloria en la sala de la casa con los álbumes de fotos sobre la mesa. Historias de su vida y de sus hijos. Llega doña Alix y Jader y se unen a la conversación. Me cuentan la historia del inspector del pueblo que fue asesinado por la guerrilla. Un hombre muy bondadoso y líder del pueblo. En la foto se ve el ataúd color café y unos muchachos del colegio en uniforme. Ramos con flores encima del cajón. Cantan los gallos y se escucha la música popular al fondo. Con cada foto nace un discurso: “De treinta cocheros, quedan ahora tres. Tanto los caballos como los cocheros están viejos”. “Toda esta gente era de tres esquinas y ahora ya se fueron o se murieron”. “En las fiestas del campesino premiaban la mazorca más grande, el racimo de pláta-nos más grande, algo extravagante, fuera de lo común. Las fiestas se hacían en ju-nio cerca al San Pedro”. “Yo nunca fui a San Vicente cuando era el despeje porque me daba miedo”.

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“Esta sardina -muchacha- la mataron en una masacre que hubo de los Espitia, hace como cinco años. Ella era muy bonita, fue reina en puerto rico y aquí. Ella murió esa noche, ella cayó inocente de todo. Murieron todos, mamá, papá, trabajadores”. 8:30 a.m. Entrevista con don Robinson sobre la historia regional, sobre el río. Doña Gloria se retira a la cocina. Jefry pone mucha atención. Se acomoda don Robinson y empezamos el diá-logo. Llevaba esperando la entrevista un día. Se le ve la alegría al colocar la grabadora sobre el comedor. Apartes de la entrevista: “La casa que llegamos era a la pura orilla del río. Esa casa debe estar como a mitad del río actual. En ese entonces era muy pequeño. El río se ha comido la finca, era muy hondo, no se veían muchas playas. Recuerdo que nos fuimos con mi cuñado a pescar, se veía la subienda de bocachico, eché a andar el motor de la canoa y mi cuñado se fue patas arriba. En esa época había mucho pescado”. “Tierras de mi papá, don Nacianseno - o Ignacio, nacho- eran el muelle, y toda la ori-lla del río. La nueva casa también fue destruida, el nuevo dueño la tumbó y constru-yó una casa en material”. “Botes inmensos que llevaban madera, ganado, cerdos, maíz, arroz. En la barranca uno veía muchos botes, canoas, lanchas. Nuestra finca tenía un salidero al río para sacar ganado, lo echaban a pie hasta puerto rico”. “Don Domingo, era buen tomatrago, se quedó dormido y dejó una vela prendida, y se le quemaron el almacén, con motores de botes y mucha mercancía. Toda la tien-

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da se quemó, los billares, las casas, media manzana de almacenes y restaurantes se quemó. Mucha gente se fue”. “Había mucho trabajo, mucho cotero, muchos cocheros, hasta veinte caballos. A hombro llevaban gente mercancía. En tiempo de cosecha llegaba mucha gente a buscar trabajo. Uno dice, yo estoy aburrido de ver el pueblo tan solo”. “De niño todos los días íbamos a los bañaderos del río, era a jugar, a bañarse, a ti-rarse de una barranca de tres o cuatro metros. La juventud era irse a bañar al río. Había mucha gente, muchos paseos, los seis de enero río arriba y abajo, todos en el río cocinando, bañándonos. Habla Jefry: - salió el sol, gracias san Isidro, gracias a la velita-”. “La gente veía la ola grandota, la boa negra en el agua, esos eran los dichos de la gente. Un día dijeron que habían matado la boa y salieron como cuatro botes del pueblo a verla, y era un caballo muerto abajo en el río”. “A medida que fueron reti-rando la montaña -Vegetación- el río cambió, se anchó mucho, se comió la tierra”. “Mi papá fue uno de los primeros que hizo línea a San Vicente. Salíamos a la una de la mañana, nos llevaba como bota a gua de la canoa. Nos turnábamos cada merca-do con mi hermano. Mucho frío a la una de la mañana, llegábamos a San Vicente a las 6:00 a.m. Llevábamos cerdos, gallinas, chivos, yuca, maíz, plátanos, mucha gente. Un señor el chingue, un buen motorista del río”. “De viernes a lunes era la línea. Al comienzo mi papá hacía la línea a palo (a remo, sin motor), dice que eran casi dos días para llegar a San Vicente. En una curva del

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río cerca de San Vicente como el río se devolvía casi a cien metros, el chorro del ovejo, la gente se bajaba y caminaba, mi papá le daba la vuelta a la curva en la ca-noa y los recogía luego. Eran los tiempos antiguos”. 6:00 a.m. Amanece en medio de cantos de gallos y cacareos de gallinas. Me pongo las botas pan-taneras y al corral a manear con Jefry. Don Robinson ordeña y dialoga sobre la región. Paisajes caqueteños entre neblina que se posa sobre los potreros. Bandadas de garzas negras al rededor del caño. Una vaca arisca golpea con su pata el rostro de Jefry, él se soba y sigue su labor. Yo le colaboro en apartarle algunos becerros. Conversación con Robinson quien está sentado en una tabla con una sola pata en punta, ordeñando: “La papita de nosotros es la leche. A $840 paga el litro Nestlé, con un proceso de hi-giene muy estricto. La Florida la recibe sin tanta higiene pero la paga a $740 el litro. Cuando la leche va con más sólidos (grasa que sale si se ordeña hasta el final la ubre), se paga mejor. Algunos fincarios la llegan a vender a $1100 el litro. De nueve vacas saco dos cantinas”. Pasamos a cortar pasto para los becerros y llevamos la cantina de leche al tanque refri-gerante de Nestlé en el muelle. Llueve. Voy al muelle con Jefry a tomar fotografías del río: “El ejército de nosotros, la guerrilla está allá y señala el oro lado del río”. Se ríe piqui-ñosamente. Comienza a llover y corremos de regreso a casa entre apuestas y correrías bajo la lluvia. Que sabroso volver a sentir el caer de la lluvia sobre nuestros rostros. Lle-gamos a las 8:00 a.m. a desayunar y le prendemos una veladora a san Isidro Labrador, quita el agua y pon el sol. Nos acompañan dos niños muy humildes. Todos los nombres de sus hermanos empiezan por Y: Yofran, Yesica, Yirlean. Toman aguapanela con pan.

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15 de mayo de 2015 10:00 p.m. La oscuridad y el silencio se toma el pueblo, la planta de energía se apaga. Llueve. Al-cancé a cenar y a cepillarme los dientes. 8:00 p.m. Paso a casa de don Yesid para la entrevista. Yalile expone su trabajo de docente ante la profe Ruth y el profe Miguel. Le ayudo a don Yesid con el control remoto del televisor que no le funciona, no eran las pilas, era un botón que se había corrido. Don Yesid es un hombre de baja estatura pero de un espíritu emprendedor inmenso. Al hablar me recuer-da aquellos seres tan dueños de sí mismos, tan escasos, tan libres que gozan de tratar a todas las personas como sus iguales. Y empezamos la entrevista. Al finalizar eran ya casi las 10:00 p.m. hora en que apagan la planta. Caminamos hasta la casa, con paraguas y linterna. Apartes de la entrevista: “La gente se ha ido desde hace ocho o diez años. Vendieron almacenes, droguerías, tierras, negocios, casas. Uno siente que la gente se quiere ir. El pueblo está desola-do, hasta el río se nos fue”. “Entramos al Caquetá en el año 51 víctimas de la violencia en el Huila. La guerrilla, el ejército, la chusma, se querían llevar mis hermanos mayores. Nosotros llegamos en avión a San Vicente, mi papá y mis hermanos a pie hasta lo que hoy es Tres Esqui-nas”. “Dos hermanos míos murieron en El Caquetá. A los diecisiete días de llegar murió mi hermano mayor de fiebre amarilla. Luego se ahogó otro en el río Caguán. Intenta-mos regresarnos, pero ya no”.

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“Lo hermoso del río, que era más pequeño, unos cincuenta metros de ancho, selva por todo lado y demasiado pescado. Era facilísimo vivir bien: mucho arroz, maíz, pescado. Nos sentábamos como familia a la orilla del río a mirar saltar pescados. Había mucha cacería: dantas, borugas, venado”. “Había mucha unión, mucha her-mandad, todos organizados. Eran muchas fincas, muchos campesinos.” “El “loco lindo”, se imaginó un pueblo aquí, porque el comercio entraba era por el río, de Cartagena y puerto rico, subían ropa, alimentos, trago, que nunca faltaba. De pa-ra arriba se compraban cosas, de para abajo se despachaban cerdos, maíz, arroz, madera. Se hacía el trueque”. “Había una Pacera grandota, donde se ponían racimos de plátano, panela, y la gen-te tomaba lo que necesitaba”. “Don Eliseo Aros, era el dueño de la finca Tres Es-quinas. Él le quiso poner al pueblo el nombre bíblico del Sicar. Mi papá quería poner-le el Triunfo, por la unión de mucha gente. Se nos confundía con Tres Esquinas, la base que queda sobre el río Caquetá”. “Vocablo de la gente, dichos y la gente habla mal, y se burlaban entre ellos, armaban cuentos para reírse: vamos a sacar madera con la penilla (machete, peinilla), en lí-nea reta (recta)… vamos puay (por ahí), a compra a cotas (cuotas)”. “En el tema de alcantarillado tenemos problemas, porque el pueblo es muy plano, y cuando crece el río se nos mete por el alcantarillado”. “Nuestro pueblo nunca ha sido coquero, no se conocen los cultivos de coca. Puerto Betania fue un pueblo que

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movió mucha plata. Aquí la guerrilla quedaba como muy expuesta, plano. Aquí ha habido resistencia, somos de temple. En la época del des-peje quedamos a su merced, ellos mandaban. Nosotros vivíamos de reunión en reunión con ellos. Uno no podía decir no voy”. “Aquí no entramos en el negocio de la coca, por eso la guerrilla no se amañó con nosotros”. “Hay que tener claro qué es lo que uno piensa. Nosotros no quisimos hacer una fies-ta para ellos. La guerrilla nos pidió el pueblo y dijimos que no. Nuestra fiesta es de nosotros. La de ellos era una fiesta de ocho días, a poner 2000 personas a bailar, todos de la zona de despeje. De jueves a martes la fiesta. Yo era el presidente, la asamblea decretó que no. Se hizo la fiesta sin problemas, pero luego de un día nos enviaron por el río entre un costal a una muchacha. El lunes nos encostalaron una muchacha de Puerto Rico”. “Mucha gente se fue del pueblo en el despeje. Muchos muertos, nos mataron al ins-pector, un líder del pueblo. Era el amigo, el ayudante, el trabajador, don Diógenes escobar. Lo mataron organizando una escuela de formación deportiva”. “El pueblo después del despeje quedo mermado. La gente comenzó a irse”. “Dema-siada gente bajó por el río la noche en que se acabó el despeje. Motorista trabajaron durante toda la noche a mucha guerrilla”. “Por el río bajaban de San Vicente partes de cuerpos, piernas, brazos, cabezas. No-sotros íbamos al río, sacábamos los cuerpos, o las partes y las enterrábamos. Una vez sacamos un niño como de 13 a15 años, por la talla del pantalón y del bóxer, to-talmente torturado, no llevaba una pierna, no llevaba cabeza”. 305

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“Nosotros llegamos a enterrar muchas partes del cuerpo que bajaban por el río, Los paracos les echaban motosierras. De las cantinas salían los hombres para el puente, y al río”. “El río era el medio de transporte principal, la arteria primordial. En el despeje se hi-zo el lanzamiento del movimiento Bolivariano, un mes estuvieron cinco mil personas aquí en Tres Esquinas, desde remolinos hasta estos lados. Todo era en canoa en bote. La gente traía mucha plata de por allá”. “Uno se va acostumbrando al conflicto armado, eso es lo duro del conflicto. Grave esa parte, nos volvemos insensibles. Que hay proceso de paz, eso nadie cree, eso no es posible”. “Un ocho de diciembre después de la misa patronal, llegaron unos guerrilleros y nos reunieron a todos, que para un juicio público a un señor. Nos dieron boletas para de-cir SI o NO al juicio, si el hombre moría o no. Yo tomé la palabra, y les dije que ese tipo de acciones merecen no ser tan de prisa. Eso es preocupante, porque no esta-mos rifando un pollo, es una vida, nosotros no tenemos autoridad para definir la vida de una persona. Hablé tres veces y tres veces me hicieron callar. Nos negamos, se fueron y lo mataron río abajo”. “En Puerto Rico solamente por llevar la camisa por fuera lo podían matar a uno. Una época de paramilitarismo dura. A hora y media río abajo mataron toda una familia, como seis personas”. 6:00 p.m. Camino hasta la cancha de fútbol para ver un partido del caserío. La tarde cae. Como buen deporte rural la fuerza es descomunal. Los hombres juegan fútbol y se preparan para el desafío de mañana sábado en el marco del bazar de la igle-

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sia católica contra los profesores de San Vicente y las veredas de Tres Esquinas. El paisa es buen defensa, Breiner se come algunos goles. Robinson hace alarde de sus épocas doradas. Cuando llego a la casa me encuentro con Robinson y Breiner que acaban de llegar del partido. Diálogo con Breiner: — Mi papá es un gran líder regional, encargado de la vía a Puerto Rico, él sabe mucho del pueblo, baja mañana para el bazar, allí puede hablar con él. Soy MVZ (Médico ve-terinario zootecnista), de la Uniamazonia, y volví a la región a encargarme de mi nego-cio propio, el ganado. Donde hay vacas allí estoy yo. Viví en los llanos un año hacien-do pasantías en Puerto Gaitán. Aquí en tres esquinas somos como dos familias, entre todos nos conocemos. Vendemos la leche a Nestlé por $880 pesos el litro. Hasta 1000 pesos según la limpieza, sacamos diariamente dos canecas de leche diarias”. 4:00 p.m. Llego a la casa del profe Miguel y la profe Ruth, me dan chocolisto y tostadas y empeza-mos la entrevista. Empiezo preguntando nuevamente por el escudo de Tres Esquinas que no ha sido oficializado pero que don Miguel lo presenta con mucho orgullo. Doña Ruth habla con señas todo el tiempo para no quitarle protagonismo a su esposo. Me recuerda que el nombre de Tres Esquinas es por las tres vueltas del río antes de llegar al caserío. Apartes de la entrevista: “La finca se llamaba tres esquinas, de quien se interesó por hacer el pueblo. Tres vueltas del río Caguán. Luego quisieron ponerle el nombre del “Triunfo”. Y al fin se quedó tres esquinas del Caguán, tiene 41 años de fundada como inspección”. “Llovía día y noche y como esto es vega del río, nos inundó. Tanto que las canoas se desplazaban por las ca-

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lles. Pasamos la noche en las lomas. La gente venía a ver que les había quedado. Subió dos metros el agua”. “En el 2004 fue el último reinado del maíz. Venían de puerto rico, de las veredas. Al visitante se atendía muy bien. Maíz, madera, había puesto de compre del IDEMA. El maíz como producto básico, transportado por el río. Canoas llenas de maíz, lleno de madera”. “La vida del pueblo era el río. Todo entraba y salía por allí. Esperábamos que fuera corregimiento”. “La gente del campo venían, entraban dos mixtos y un bus cada día y los camperos. Un movimiento comercial fuerte. Por el río llegaban botes, grandes, con carpas y ca-sa y todo. Llegaban y traían productos de la canasta familiar y se llevaban el maíz y los cerdos. Fuimos frente de colonización”. “Fue fundado en el año 69 o 70, como centro de acopio. Bodegas grandes se cons-truyeron para conseguir productos de la canasta familiar, y para los productos del ganado.” “En el año 78 se abrió la carretera a puerto rico. Antes llevaban los lotes de ganado, durante una semana, a pie a Puerto Rico”. “El río ha sido una arteria y un medio de transporte. Viajábamos a San Vicente, a Cartagena del Chairá. Como medio alimenticio, pues se pescaba para el consumo. Y como recreación pues en verano a disfrutar en la playa, disfrutando en familia el sancocho de gallina. El seis de reyes hay una tradición: ir con la olla al río, a bañar-se, almorzar, pasar un rato y volver”. “Antes el río no mermaba tanto en verano, lo de las playas es reciente. Antes se mermaba pero no como ahora que lo pasamos en bestias. Lo debemos de querer, de

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cuidar y estimar es la única vía fluvial que tenemos. Se constituye como fuente de calmarle la sed a toda la región. La esperanza es el río Caguán”. “El agua del río se cargaba en bestias, la gente vendía agua del Caguán para la co-mida. Había gente que vivía de vender agua por el pueblo. Para lavar y bañarse uno iba al río. Las mujeres se concentraban a orillas del río y con una tablita se ponían a lavar”. “El Mohan que aparecía en ocasiones molestando a los pescadores, molestándolos. Había mucho pescado pero no los dejaba pescar, les enredaba las atarrayas. El es-píritu no permitía la pesca y no dejaba traer nada de pescado. Hoy día no se puede pescar. Nosotros nos regimos por unas normas y leyes. En cuanto a pescar, la gen-te quiere vivir solamente de la pesca. Pescan con las barredoras, grandes, que atra-viesan casi todo el río y al río no le devolvemos nada, ni alevinos. Explote al río todo el tiempo y no le devolvemos nada”. “Dicen que los señores de la “ley del monte” - Mohanes actuales- les prohibieron a ellos saquear el río de esa manera y a todo el mundo prohibido pescar. Nos queda-mos todos sin probar el pescadito desde hace como tres meses. Algunos lo hacen todavía pero de a poquito”. “La gente habla de una boa, que frente al pueblo la miraron. Algo negro, largo, cilín-drico, se escuchó de algunos que la miraron en tal parte y la gente dejó de frecuen-tar ese sitio. Vive en una parte muy profunda, el agua en constante remolino, no es confiable ese lugar, por el peligro que representa”. “Fiestas del río en torno al maíz, al baile del san juanero caqueteño. Venían muchos políticos, gobernadores,

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alcaldes. En el año 2005 se hizo el último evento”. “En el año 2006 murió el gobernador que nos patrocinaba, quedó todo estancado. Hasta ahí legó el reinado del maíz”. “La frontera de colonización se fue retirando. El IDEMA se retiró, no más compra de maíz. Donde hay colonización hay personal. La gente se nos fue yendo para Carta-gena, Remolinos, que sonaba muchísimo, se fueron a la bonanza de la coca. El mie-do de la violencia, de la guerrilla, el ejército, la represión militar fue dura. Que un se-ñor fue comprando las pequeñas parcelas y hacer un sólo gran latifundio y el peque-ño fincaría se fue. La violencia generalizada hizo que se fuera la gente”. “En el año 2006 el ejército llegó todo bravo y torturaron gente, en la base militar te-nían a la gente. Por la muerte de veintiséis militares en la vía Puerto Rico y la paga-mos aquí. Llegaron a desaparecer gente, nos tildaron de patrocinadores de la masa-cre de militares”. “La guerrilla pasa por aquí pero no se queda. Algunas veces le toca a uno colaborar, pero no estamos prestos a ellos. Ni en la zona de despeje la gente les caminó. Como en otros lugares donde le prestan la mayor atención y colaboración”. “En la zona de despeje no formamos los comités que proponía las FARC, teníamos la junta de acción comunal y la continuamos”. “La coca pasaba por el puerto, como tránsito, pero no somos una región cocalera, seguimos con nuestro ganadito. En las marchas cocaleras del 86, Tres Esquinas no sufrió. El fuerte de la economía en Tres Esquinas es el ganado porque agricultura no se ve por ningún lado”. “La gente se ido poco a poco. Las familias se fueron a buscar mejores oportunidades de vida. Que el pueblo

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se echó para atrás, que ya se acabó. Nosotros nos queda-mos, si uno no se va, al menos mejora donde vive. Los dueños se fueron para donde familiares, otros a colocar sus negocios cerca de la colonización más inmediata, la selva: La Novia Celestial, Villa lobos”. “No he visto que la gente salga por desplazamiento. Que anochecer y no amanecen. Eso no se ha visto por estos lados”. “Día por medio viene el carro tanque recolector de leche de Nestlé. Hace seis años les quemaron un carrotanque y salió la empresa de la región. Ahora están nuevamente y de eso vivimos, de la leche, esa es la ren-ta”. “Se cree que en años anteriores unos jóvenes localizaron la tabla Ouija. No supieron devolver los espíritus y quedaron por aquí molestando. Hicieron un pacto de sangre y el espíritu empezó a molestar. Las niñas decían que miraran una mujer mona en el colegio. Las niñas del colegio quedaron poseídas por esos espíritus y hasta la mani-puladora de alimentos del colegio fue poseída. Los pastores y los sacerdotes dos días hicieron exorcismos en el colegio. Fue un viernes negro, tenebroso, porque uno pensaba que iba a caer también”. 2:30 p.m. Llego a la panadería a preguntar por don Yesid, me presento y él me dice que está muy ocupado con los preparativos del bazar que nos encontremos en la noche, en un ambien-te familiar donde podamos charlar. Quedamos en vernos a las 8:00 p.m. Dialogo con la profe Cecilia: “Los cincuenta pescadores que vinieron a la reunión con la guerrilla por la prohibición de pescar desde Cartagena hasta san Vicente. Lo que ocurre es que la gente

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es desmedida, se les dice y no hacen caso. La guerrilla encontró muchos peces muer-tos a la orilla del Caguán, grandes y pequeños, consecuencia de la pesca con “chile” (atarraya) y la pesca sin conciencia”. 1:00 p.m. Me acompaña la profe Nury al muelle a tomar registros fotográficos. Caminamos por esas calles desoladas y con la mayoría de casas cerradas con cadenas y candados en sus puertas. Un caballo solitario camina rumbo al río. Tratamos de ingresar a la casa de con-vivencia y de cultura para que ella me muestre algunos de sus trabajos con el círculo de lectores pero la llave no le funciona. Pasamos por la panadería por donde la profesora Cecilia pero ella no tiene copia de la llave. 12:30 p.m. Almorzamos con la profe Nury mientras doña Alix nos cuenta la historia de 3E. Doña Alix, dentro de sus comentarios, recuerda que fue su papá el que sembró el árbol saman del centro del parque, que no fue don Reinel Rojas como lo asegura doña Ruth. Me dice que el recuerdo de su papá es por el palo y por su oficio, la carnicería que ella heredó. Le de-cían “chucho grande”. Toma aire en sus pulmones y empieza a hablar: “Nos tocaba cargar agua del río, para echarles agua a los arbolitos que él sembró. Se arborizaba en el tiempo de antes. Sembraban patevacas, un arbolito bien feo. Pero el saman si es muy bonito. Cargábamos agua del río con un palito en las es-paldas y dos canecas”. “Yo entré por el río desde San Vicente, yo estaba muy pequeño. En ese entonces había muchas lanchas. El pueblo eran tres esquinas, ese nombre le quedó bien, eran

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tres casitas. Realmente eran tres esquinas, ahí están los ranchos viejos, toda-vía”. “Antonio Quintero, don Teodoro, fundaron en medio de puras lagunas. El comercio era bueno: maíz, madera, cerdos. El puerto era muy transitado, porque no había ca-rreteras”. “A la una de la mañana salíamos en la canoa a San Vicente, con el papá de Robin-son y dormíamos en la canoa, yo estaba pequeñita. Gastábamos hasta seis horas, el motor era muy pequeño. El pueblito se quedó huérfano, ya está muy solo. Hoy día a la gente no le gusta trabajar comunitariamente”. “Esos palitos los trajo don Alberto Flórez, se los regaló a mi papá y él sembró todos esos palos. Él los cuidaba, les hacia el chiquero, no consentía que nadie amarrara un animal en él. Nosotras cargábamos agua desde el río en una carreta con un palo. En la casa sembrábamos cilantro y tomates chiquitos”. “La inundación fue en el 87, en julio. A mí me tocó ir a dormir arriba donde don Alon-so. La gente metió sus cosas en las canoas, para que no se mojaran”. 10:30 a.m. Entro con la profe Nury a El granero la cabañita 1203 en busca de don Abbad. Una mu-chacha nos dice que esperemos que ya viene. Sale un señor ya entrado en años y un poco robusto con una mirada de franqueza e indiferencia de todo protocolo y con esa ve-nerable libertad nos saluda. Nury me presenta y don Abbad me dice que empecemos la entrevista. Me pregunta si sé de donde viene su nombre, le digo que de los monjes, de los que dirigen los monasterios. Me dice que en el santoral aparece tres veces su nom-bre: “Antonio Ab-

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bad”. Yo sonrío un poco. Menciona que de todas maneras él no nació ninguno de esos días, que él es del 12 de marzo (entonces entiendo el letrero de la tienda 1203) y que ya cumplió 80 años. Me gusta la disposición de la tienda, pero sobre todo leer una cartelera en medio del local con los nombres de los deudores morosos y lo que deben del año anterior. Sube su pierna sobre el escritorio, muestra sus botas color café y arranca a hablar. Apartes de la entrevista: “No hay paraje más bonito que el que se encuentra a orillas del río Caguán. Carta-gena, Betania, La Chipa, La Reforma…parajes hermosos”. “Tres Esquinas no ha cultivado coca, ni compra ni venta de nada de eso. Recuerdo los bultos de maíz en las calles y la madera flotando en el río. Gracias a Dios me ha ido muy bien por El Caquetá en los 54 años de que llevo en estas tierras. Llegué a la hacienda Jericó cuando encía 26 años, ahora tengo 80”. “La gente es muy buena, muy querida la gente en El Caquetá. Yo me he amañado tanto acá por la tranquilidad. El pueblo son 120 casas y hay más de 50 solas. Esto no tiene como volver a tener vida. Si hubiera parcelación si se pondría repoblar. Esto va a quedar solo con los ricos que compran tierras, y sacan a los campesinos. Van sacando los fincarios más pequeños y quedan los terratenientes. Eso es el acabose de los pueblitos rodeados de ricos. La vida de un pueblo es la “poblecía”, si no hay pequeños propietarios, esto no tiene futuro”. “En mayo de 1979 hubo un verano súper tremendo, hasta nos llegó un gusano que se comía el pasto. Una cosa tremenda, luego vino un grillo pelón, se comía todo. Yo llevé esa historia al intendente porque esto era inten-

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dencia. Controlamos la plaga con químicos y venenos. Un verano terrible. Morían los animales y la gente los echaba al río. Ese vicio lo dejaron cuando empezaron a cobrar multas por eso. Era una cochinada muy fea ver los animales muertos por el río. Se quemó desde Puerto Rico hasta el Guayas y Villa Lobos. Se quemaban todas las tierras. Ese año hubo un hambre tremenda”. 8:30 a.m. Entro al colegio Santo Domingo Sabio, me encuentro con la profe Nury en la puerta y me da un recorrido por toda la institución. Tomo fotografías de los murales del colegio, me interesan los del mapa de Tres Esquinas del Caguán (con el río totalmente recto a la de-recha del pueblo) y los del himno -donde no se menciona el río-. Nury me presenta a Breiner, presidente de la junta y la profe me dice: - No se le olviden esos ojos color azul. Pasamos por los salones de primaria, los niños me reciben con cánticos infantiles. 7:00 a.m. Saludo a doña Gloria y me dice que en la emisora Ecos del Caguán, el padre Samuel en-vía un saludo a los Hermanos de La Salle y a los profesores en su día. Y me dice que le da pena que no haya escuchado el mensaje. Llegan don Robinson y Jefry del corral. No ha salido el sol en dos días y el cacao se pone mohoso, por eso lo ponen a tostar en el fogón de leña. 14 de mayo de 2015 10:00 p.m. Silencio y oscuridad, experiencias poco vividas en el casco urbano de San Vicente. Apa-gan la planta eléctrica, abro y cierro los ojos varias veces, no creo tanta oscuridad y tran-quilidad. Recuerdo que hace diez años presenté el examen en la Universidad Nacional para Sociología.

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8:00 p.m. La profe Nury me lleva a casa de Miguel y de Ruth, profesores que han escrito los himnos del colegio y de 3E. Nos cuentan algunas historias de la inundación de 1987, del 5 de julio (según don Abad) cuando el agua tapó toda la casa del muelle y cubrió hasta un metro las calles principales del pueblo. En la casa de ellos me muestran que el agua llegó a mi-tad de pared. Recuerdan que las canoas se paseaban por las calles del pueblo, por el parque principal. Pasamos con Nury por la casa cural, saludamos al padre Luis Alberto y al seminarista Anderson, quienes nos invitan a quedarnos el sábado y el domingo al bazar pro fondos de la misión continental a realizarse en junio. 7:00 p.m. Cenamos en familia, diálogos inconclusos. Jefry me acompaña a buscar a la profesora Nury al colegio, ella no estaba allí pues acababa de salir. La soledad del pueblo y lo oscu-ro de sus calles se asemejan a pueblos fantasmas. Caminamos hasta el internado, una casa con tres piezas que alberga ocho niños. Me encuentro con Nury. Gustos y disgustos de la vocación docente me cuenta mientras me pasea por el pueblo. No me deja solo ni un momento, me dice que es bueno que me vean con alguien conocido. 5:30 p.m. Llegamos a 3E sin darme cuenta, casi no me bajo. Le pregunto a Chipa por la casa de don Robinson Díaz y me dice que en el pueblo cualquier persona me dice, que no me preocupe. Pago mi pasaje y me despido. Camino hacia el muelle y alcanzo a una de las mujeres del diálogo femenino. Se llama Zurleny y me indica que don Robinson vive cerca a la casa de ella. Hablamos sobre mi trabajo en San Vicente de profesor y me solicita al-gunos cupos. Calles solitarias, casas en madera olvidadas por la misma historia, gallinas y pollos por las calles llenas de pasto y tie-

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rra. Llego a la última casa del caserío, bajo un saman se ve la construcción en madera, paso una tranca de madera que casi no puedo abrir. Un señor en pantalonera me recibe, es Robinson Díaz. Saludo a doña Gloria y a Jefry. Las miradas de extrañeza se cruzan pues no me esperaban ese día. 5:00 p.m. Ya llevo más de dos horas escuchando a tres señoras hablar de maridos, de cachos, de un loco que roba ropa interior de mujeres en el pueblo, de chismes de todas las mujeres y hombres del pueblo y de las veredas. Ya sé quiénes se separaron, quiénes se rejuntaron y otras intimidades de las mujeres. Veo sobre el río un aparato color amarillo, oxidado en medio del río, suspendido sobre unas guayas. Me imagino que es para pasar el río de alguna junta comunal. Chipa - El motorista- baja remesa por la orilla del río. En la prime-ra parada deja bultos de sal. Dudo en colaborarle a Chipa a bajar los bultos. Debo acer-carme a él si deseo entrevistarlo. Más adelante le colaboro en bajar unas tejas de zinc, casi me corto las manos, pero me ayudé del poncho. En otra orilla ayudé a amarrar la canoa mientras bajaban una mercancía. Los campesinos esperaban con unas zorras (ca-rretas de tracción animal, caballos que en la región llamadas coches) la llegada de la sal y otros artículos pero uno de ellos hablando por celular no pudo desamarrar la canoa, así que colaboré con eso. 3:15 p.m. Nunca antes había visto el pueblo desde el río -pensamiento dentro de la canoa río abajo, mirando los solares de las casas y la parte de atrás del pueblo, calles nunca vistas, paisa-jes desconocidos, el estadio desde atrás se ve distinto. Empiezo a pensar en el río, en sus historias y en lo bueno que sería poder ir dialogando con Chipa, pero no hay confian-za. Puedo decirle al llegar a 3E que me conceda una entrevista. Esa mirada ya la cono-cía. El corazón se me acelera al ser la

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primera vez que navego este trayecto del Caguán. El paisaje es impresionantemente hermoso. La brisa del río sobre el rostro, el corazón en la mano, la memoria en el pasado, los colores del río, las orillas misteriosas, los temores y expectativas de siempre que me embarco Caguán abajo. 2:45 p.m. Llueve en San Vicente. Llego a la tienda de doña Alba en el puerto. Le pregunto por el señor Jorge - Cabuya, uno de los “gatos”, motorista-, me dice que hoy viaja a Tres Esqui-na, es Chipa y me lo presenta. Nos saludamos y me dice que a las tres en punto salimos. Miro el río crecido, palos enormes, espuma sobre la superficie del agua y un tono café claro, dan razón de los días de lluvia y del barro que llevan las aguas.

Ciudad Yarí Junio 13 y 14 del 2015 “Canto, lucho, resisto, soy un verdadero héroe”

4:15 a.m. Despierta el día en las tierras caguaneras, las calles solitarias y pasadas por una lluvia fuerte pero corta de esas que espantan a cualquier despistado que pasea en la calle. Los ladridos de los perros en el parque del hacha se mezclan con el sonido ronco del pito del mixto que parqueado frente a

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la biblioteca municipal anuncia la salida de los aventureros culturales. 4:30 a.m. Apretujados como un racimo de uvas salimos rumbo a las sabanas del Yarí en busca de la cattleya labiata y de compartir los aprendizajes en danza, música y ritmos realizados en la casa de la cultura. Un grupo de gestores culturales toman rumbo hacia las sabanas del Yarí: Melki, Milcho, coco, Liceth, Claudia, Lizeth, Gerson, Sandra, Yuber y Diana, junto a cuarenta soñadores niños y jóvenes de San Vicente del Caguán; Oscar como experto conductor anima el viaje. Pasamos por el parque de los transportadores y nos dependi-mos del pueblo con el sonoro pito del mixto. Pasando sobre el río Caguán en el puente el mixto se abre paso ante un charco de agua como previniendo de un futuro cercano de abrir trochas y caminos hacia el Yarí. El amanecer es frío, lluvioso y con neblina. Entre sueño, nostalgias y risas emprendemos la ida por las carreteras del Caquetá. Paisajes de ensueño gobiernan el alma y las montañas rumbo a Campo Hermoso. Un camión se varó en la primera cuesta empinada del trayecto. Las luces de estacionarias nos informan que adelante hubo dificultad. Nada teme el mixto, hace paso y trepa como escarabajo. Su po-tente motor ensordece a los pasajeros. La música en alto volumen, mezclas de reguetón, bachata y salsa se confunden con el rugir del motor. Todos dormitamos y sentimos la an-siedad del viajero de destinos lejanos. 6:00 a.m. Pasamos por Campo Hermoso, el caserío apenas empieza a despertar. Hacemos una parada técnica en la bomba de gasolina. Ingresamos al paisaje de llano, las montañas altas poco a poco se desvanecen para darle paso a bajos paisajes semimontañosos. La neblina se toma el paisaje, las nubes grises rompen a llorar y la lluvia se hace cada vez más fuerte. Los viajeros sentimos el frío de la llanura por ello bajan las

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cortinas improvi-sadas del mixto y seguimos la travesía. Por el camino se hace realidad la solidaridad de los conductores. Un camión se encuentra encunetado en la vía; Oscar se baja y con un lazo remolca el camión. En varias ocasiones el lazo se rompe, intenta nuevamente y el mixto saca del barro el camión y se hace paso hacia la Novia Celestial. 9:00 a.m. Arribamos a La Novia, una población de casas en madera hermosamente talladas. Con una estética del gusto en un plan fascinantemente llanero. No hay noticias de transporte, ni de alimentación del Yarí. Esperamos entre cantos, juegos, ensayos de obras de títeres, risas y diálogos inesperados. Vientos a favor y en contra. Se nos indica no tomar fotos en exteriores por prudencia. La poca gente que está en el caserío nos mira con sorpresa. Los niños pasan cerca para ver a los visitantes. “Canto, lucho y resisto, soy un verdadero héroe. En memoria de Argemiro de Jesús Gó-mez”, se lee en un mural cerca al restaurante, una imagen parecida a Tiro Fijo acompaña el mensaje. Pasan las horas y no tenemos noticias del Yarí. A eso de las 12 m. llega un balde rojo lleno de tamales, el almuerzo está servido. Comemos todos y nos alistamos para salir hacia el Yarí en tres carros: un Willis rojo y dos camionetas Toyota. De pie, sen-tados, arriba de los capotes, agarrados de las llantas de repuesto, todos nos acomoda-mos como podemos y continuamos nuestro viaje. 2:00 p.m. Barro, agua, sabana y más barro. A la media hora del viaje una de las camionetas no continúa. Es reemplazada por un tractor rojo de luces intermitentes y dirección a medio poner. Los muchachos felices se van en el planchón, ríen, cantan, se asolean o reciben la lluvia según el tiempo. Los carros siguen la trocha, se encunetan, zarandean sus cabinas, los pasajeros gritan, se asustan, “aprietan nalga”…El tractor impasible se mete en la lla-nura, atraviesa arbustos y apenas se mueve. 320

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Nos detenemos en un lugar de la llanura, lagunas, verdes de todos los matices, aves de todas las especies: tucanes, carpinteros, loros y guacamayas surcan el llano. Emprende-mos la caminata mientras los carros intentan pasar el caño desbordado. Una hora de ca-mino, pasando charcos, ríos, jugando a lanzar piedras y hacerlas saltar por la superficie del agua. Momentos de silencio sentados a orillas de un puente de madera mirando el agua pasar. Juegos en el agua, risas, bailes, charlas amenas… los carros no aparecen. Juegos y chistes referentes al conflicto armado, a secuestros y a engrosar las filas apare-cen espontáneamente. Seguimos caminando entre chuquios, llanuras y quebradas. El atardecer del llano nos ilumina el camino, la noche oscura se asoma entre los arreboles. Llegan los carros y el tractor luego de la travesía para pasar el caño. Continuamos el ca-mino, los tramos más embarrados nos esperan. Los carros entran y salen del barro con una maestría que sólo los ojos que lo ven lo pueden creer. Miro a lado y lado de la saba-na y la Cattleya Labiata no aparece. Oscurece en el llano y los carros rompen con el si-lencio del atardecer, sus furiosos motores rugen al compás del barro y la sabana. El za-randeo del Willis es más fuerte, los jóvenes alegres en el techo del jeep ríen y sienten la adrenalina de lo rural - como en toro mecánico menciona alguno-. 7:00 p.m. A lo lejos se ve el reflejo de las luces de cuidad Yarí. Entramos como llegados del más allá. Se juega un partido de mini fútbol entre las mujeres de las veredas. La gente se nos queda mirando con extrañeza y alegría. Cuidad Yarí es un caserío de casas de madera, con una capilla a Nuestra Señora del Carmen, con la escuela a medio hacer y dos case-tas comunales con sus respectivas galleras y pistas de baile dispuestas a la rumba hasta el amanecer. Nos instalan en dos lugares para organizar las carpas. Aparece la ruralidad con la división social del baño: las mujeres y los niños tienen agua en la

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casa para bañar-se. Los hombres nos dirigimos a bañarnos al río que está un poco crecido. Paseamos nuestras vergüenzas por la caseta comunal dispuesta para la fiesta. Un camino de barro y lodo nos encausa en el río. Nos numeramos, somos quince en total, contando el señor que nos guía. Nos dice que cuidado con las culebras. Que no nos metamos muy al fondo por el peligro de las aguas profundas. Y al agua patos. Risas, juegos, chistes, zambulli-das…llegamos a la casa más embarrados de lo que nos fuimos. Pero se pasó bueno. A ponerse los trajes, a pintarse la cara, a trastear equipos e instrumentos musicales. Pasamos por un rancho donde nos tenían la cena. La gente amontonada al rededor del fogón, las empanadas, las papas rellenas, las chuspas de carne con yuca y la “India” (olla) del sancocho de hueso y carne de cerdo. Me senté al calor del fuego, las miradas de los visitantes de las veredas de expectativa y duda. “Pase y siéntese donde pueda”, me dice una mujer morena de rasgos indígenas. Agarré una cuchara y un plato plástico y al calor de fogón me tomé el sancocho. Una duda de sabor pasó por mi mente, pero co-mo decía Ernesta: “La mejor sazón es el hambre”. En medio de la cena me senté a dia-logar con la gente. Me dijeron que había poco visitante porque las quebradas estaban crecidas y no podían pasar. El agua les llegaba al pecho y eso que venían a caballo. Otro señor dijo que era porque la gente no salía por miedo al ejército, que estaba cerca al ca-serío. Yo miraba de reojo, tragaba mi sancocho y sonreía. 9:00 p.m. Unas setenta personas se organizan alrededor de la tarima. Lizeth con su traje rojo abre el evento, palabras de agradecimiento y presentación del programa. Los jóvenes de la casa de la cultura en la parte de atrás se organizan los trajes de los primeros bailes. Los campesinos se agrupan alrededor de la tarima. Cuatro motos y seis bestias parqueadas a la entrada de la caseta. Una niña de ojos grandes y collar de perlas

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plásticas se asoma al lugar donde se encuentran los bailarines, el asombro y la anhelada inocencia de trajes de luces y vestidos de gala se deja ver en su mirada. Su hermano la reprende, ella no se deja llevar y sigue mirando el espectáculo como de circo andante. No existe más mundo para ella que el de la belleza, los trajes, el baile y el coqueteo. Ríe y anhela, sueña y se despierta en su realidad campesina. Un joven afro colombiano danza solitario en la parte de la atrás del lugar. Tiene una vestimenta propia de su raza. Pantalón en cuero negro, entubado, camiseta blanca con capucha como de lana con pintas bancas y negras. Mo-vimientos fuertes y cadenciosos a diferentes ritmos. Las tres niñas candidatas al reinado del yariseño hacen presencia. Juegan con sus trajes, ensayan con Julián su único parejo. Danzas, ritmos de bachata, salsa, orquesta, papayera, espectáculo de capoeira, grupo vallenato y gaitas irrumpen el lugar. Los campesinos aplauden y gozan con el espectácu-lo. El jurado observa detalladamente a cada candidata: Luisa, Lizeth y Fernanda danzan a ritmo de joropo, pasillo y bambuco. El Yariseño danzado en una noche de ciudad Yarí. Los campesinos esperan ansiosos el veredicto del jurado. En medio de la presentación se anuncia a JJ y su espectáculo. El joven afro aparece en tarima y canta suavemente un reguetón. Luego canta una balada. Y empieza una danza de salsa choque, bachata y re-gué que deja a todas las mujeres boquiabiertas. Lizeth se baja de la tarima para ver me-jor el show, que al final incluye un medio estríper. Los jóvenes de la casa de la cultura junto a sus instructores hacen un despliegue mágico de talento, armonía y solidaridad. Corren, se visten, se cambian, bailan, actúan, comparten con la gente, se ríen, animan, un derroche de energía y de creatividad nunca antes visto. La gente del Yarí se entu-siasma con el espectáculo, toman sus cervezas, su aguardiente y comparten en familia. Abuelos con su cigarro en la boca desdentada, mujeres con sus niños somnolientos a ritmo del movimiento de las piernas de sus madres. Muchachos campesinos en sus me-sas,

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hablando sobre los bailes y los danzantes. Una noche mágica en la sabana del Yarí. Un bebé duerme en una hamaca debajo de un gallo blanco que se prepara para la riña. Se mece la hamaca como por manos fantasmales. 11:55 p.m. El veredicto final da como ganadora a la candidata de la asociación de mujeres, todos aplauden. No falta el desacuerdo pero no pasa de eso. Todos aplauden, las niñas son-ríen. Julián un poco cansado intenta seguirles el ánimo. Se les entregan regalos y coro-nas a las tres niñas. Y un premio de cincuenta mil pesos a cada una obsequiado por un concejal en San Vicente. Julián recibe los cincuenta mil y los pasa con desaliento a su mamá, todos gozan del gesto. Llegan los artistas locales, una muchacha de ojos saltones y voz dulce. Ella venía con nosotros en el viaje pero se transformó al pisar el escenario. Su melodiosa voz encantó al público. Luego un joven DJ se lanzó a la tarima y a ritmo de rancheras y música popular y de resistencia entretuvo la gente hasta el amanecer. La riña de gallos inicia. Saltan al ruedo dos finos ejemplares, uno colorado y uno blanco. La gente grita, anima a su pollo. De pronto el blanco da una vuelta y cae. El colorado se hace due-ño del lugar, las apuestas fluyen. Diana pierde diez mil pesos. 1:00 a.m. Me despido de la rumba, me voy a dormir, preparo mi hamaca y a lo lejos se escuchan los cantos en voz de mujer, de DJ y de memoria USB. Los jóvenes se siente llegar a sus carpas lentamente y durante un buen trayecto de la madrugada. 5:30 a.m. Los gallos de pelea cerca a nosotros no dejaban de cantar. En el horizonte un amanecer llanero abre un espectáculo entre la alborada. Una brisa de llano y de lamento despierta la nostalgia llanera de sabana y bosta de ganado. Correrías,

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aullidos y peticiones a Jesús rompen el silencio. Me levanto, miro, reflexiono y me devuelvo a la hamaca que como vientre materno me espera cálida y protectora. La gente duerme entre ronquidos y movi-mientos leves. Escucho a lo lejos canciones como medio guerreras: de san Vicente y las guacas, del cazadores que las encontró y los oficiales y soldados que se fueron como locos de permiso a gastar la plata. Otras de coca y narcos. 7:00 a.m. Reparten la torta entre campesinos amanecidos y JJ que sigue con sus cánticos. Un se-ñor menciona que JJ vino a vacaciones donde una hermana y se quedó raspando coca. Le va mejor así, es el mejor negocio. Viene de Cali el negro y se amañó, el Yarí enamora. En la mañana seguía cantando también el DJ, ya con un tono de voz cansada y ronca. Me voy en busca de un tinto. Las cenizas del fogón de la noche anterior seguían espar-ciendo humo en la atmósfera de una cocina familiar. Las mujeres hablan de borrachos, del reinado, del baile, de lo bueno que lo pasaron. Igualmente hablan de que “no vino casi gente por el invierno y porque el ejército anda por los alrededores, anoche vinieron a mi-rar y a la gente le da miedo, no sale.” Un señor me mira y hace la precisión: “estamos entre dos bandos, en el medio, eso es muy difícil”. Seguí degustando mi tinto y siguen los diálogos: “no vino la gente porque están los del ejército cerca. Nos devolvieron la visita los de Monterrey. Eso que les llegaba el agua al pecho. Vienen a caballo”. Esto fue fundado en los sesentas. Ciudad Yarí era muy próspera, todo era en cemento y ladrillo, hasta el puesto de salud, hasta que la violencia llegó y quemó el pueblo. Ahora se van los visitan-tes y amen, quedamos solos otra vez”. Las mujeres se durmieron en la madrugada y no alcanzaron a hacer el desayuno. El con-ductor de la camioneta estaba prendido -medio borracho- y no quiere hacer el viaje. To-mamos aguapanela con galletas y a montarnos todos en

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el Willis y el planchón del tractor. Prevemos un día soleado, una quemada buena en el tractor. 9:30 a.m. Salimos del Yarí en el Willis rojo, el tractor y al fin se convenció al conductor gordo de la camioneta. Nuevamente fango, barro, llanura encharcada, lluvia, sol, encunetadas. La flor del Yarí no se deja ver. Solamente me da su despedida, se dejó ver sólo a la salida cuan-do atravesábamos el primer chuquio de barro. El paso del río crecido, los carros enterra-dos, el rugir del motor, el movimiento de todo el carro, los jóvenes arriba del jeep, el za-randeo. El barro en el rostro, en la boca, el sabor a fango. El jeep en un momento gira y se entierra de lado en el fango, todos en silencio rogamos por que no se voltee. Finalmen-te y como por arte de magia sale vencedor y continúa su camino. El olor fuerte a pescado en la laguna y en la quebrada. Los muchachos felices entre el agua sacando los bloques de madera para que pasen los carros. Llegando a la quebrada crecida nuevamente ini-ciamos a caminar durante una hora. Los muchachos aprovechan para jugar y bañarse en el agua. Risas, correrías, empujadas al agua, una fiesta en la sabana. Cánticos de ama-necer llanero, el cielo despejado, luego la tormenta… el tiempo como el orden público a merced de los caprichos del azar. Barro en todas partes, agua cae a montón en la llanu-ra. Se toman fotos de muchas flores silvestres, no de la Cattleya. Ella sólo con una mira-da fugaz nos despidió del Yarí. La hermosura del llano se hace inasible, sólo un suspiro la alcanza y deja un desdén en el corazón que asegura el retorno al lugar. 1:00 p.m. Llegamos a la Novia Celestial. El ambiente es de domingo, niños, señoras, jóvenes en el billar. En el parque central, entre las canchas de fútbol hay puestos de comidas: empana-das, papas rellenas, pinchos de pollo, guarapo fresco, raspados. El mixto nos espera an-sioso por volver a transitar el cami-

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no. Los viajeros adormecidos retornan a sus realidades a sus mundos paralelos. La gente en la Novia nos mira alegremente. Las preguntas de rigor por el estado de la carretera, por la gente que fue al bazar y los silencios de aquellas preguntas que no se hacen pero se ven en la mirada. En la silla del parque central un se-ñor mayor de sombrero y botas me dice: -Ustedes que están más cerca a Domingo -el alcalde-, díganle de cómo están las vías por aquí. Que no se olviden de nosotros que también somos de San Vicente. 6:00 p.m. Nos acercamos a San Vicente, el paso de peajes sin pagar, las requisas de los soldados al mixto, las canciones de antaño y modernas que hacen aguar el ojo y las carreras de caballo en la entrada del pueblo se mezclan con el ánimo de la gente que con la camisa tricolor hace fuerza a un partido de fútbol. Partido que perdemos contra la selección de Venezuela. Descendemos del mixto, nos despedimos y la magia de una aventura y trave-sía por el Yarí se va en cada uno de nuestros corazones. Ya no somos los mismos. El viaje, la travesía, los campesinos, la cultura, el baile, el paisaje, las nostalgias, los diálo-gos, las miradas, transformaron nuestro mundo y nuestras mentes. El Yarí no sólo es canto de la Amazonia al despertar, es también canto, lucha, resistencia y memoria en cada una de nuestras vidas anhelantes de paz en el umbral del atardecer violento en el Llano.

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De visita a una casa de ensueño Septiembre 15 del 2015 6:30 a.m. Los dueños del hogar me dan la bienvenida y enseguida empezamos un recorrido invero-símil por aquel sitio mágico llamado “La casita de los sueños”. El jardín que da a la calle está compuesto de paisajes semimontañosos, iluminado por verdes con pluralidad de to-nos y grandes extensiones de montaña adornada con heliconias, ríos, lagunas y canan-guchales. Un sentimiento de transparencia y libertad se alberga en torno a este paraje y se aferra a los poros del cuerpo como anunciando búsquedas inasibles. La multitud de vecinos que se dejan ver desde este jardín sólo muestran rostros de admiración, de in-credulidad y de esperanza al encontrarse con esta ilusión de la creación. Militares que lejos de su hogar miran con nostalgia un reflejo del propio. Ganaderos de al despuntar el día junto a sus cantinas reparten el blanco líquido bienhechor de progresos. Maestros que corren veloces al encuentro con los niños, su razón de existir. Profes que preguntan cuándo pueden visitar este hogar. Vecinos de Corpoamazonia que liberando anacondas liberan al mismo tiempo el futuro de una selva trajinada. Bandadas de loros en búsqueda de alimento surcan los cielos del umbral de aquella casa. Pequeños pájaros pechirojos toman el sol a orillas del camino y parejas de guacamayas -de un rojo escarlata- prueban anidar en varios troncos viejos que mueren victoriosos en-tre la joven vegetación que los sucede. Aves carroñeras apretujadas en las copas de los árboles saborean las delicias que les depara el nuevo día. Hasta el cielo parece distinto en este jardín, nubes que se agrupan como en danza eterna, prevén lloviznas de ideas y vendava-

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les de creatividad. El primer manjar de la mañana sabe a pan de yuca y yogurt. Un diálogo profundo de luchas, ilusiones, apoyos indiscutibles, obstáculos por superar y una fuerte fe en que los procesos de lectura, cultura ambiental, valores ciudadanos e identidad regional montados sobre ruedas y recorriendo caminos y vidas caqueteñas pue-den entretejer una realidad donde reine la paz y la armonía, suplantando escenarios en los que la guerra abre heridas profundas. 7:45 a.m. Algunos seres “albiazules” nos muestran el sendero a la entrada de aquella vivienda, van a caballo transportando cantinas de leche y de esperanza antes de entrar a estudiar. O a pie caminando de la mano de los más pequeños, los “habitantes-niño” con sus risas y sus juegos de balón abren la puerta a tan esperada visita. La puerta es pequeña como metá-fora del camino del bien. Es tan angosta la puerta de madera y alambre, que varios niños y otros transeúntes cuelguen un lazo sobre el tierno árbol de guayabo y lo contonean va-rias veces para así dar paso a nuestra humanidad. Alfombras hechas con trozos de ta-blas en desuso y en el alma se incrusta un pensamiento: “entrando a esta casa va a ser muy difícil salir de ella”. Rostros de alegría nos reciben ya en la sala, inusualmente ador-nada con sillas rimax de múltiples colores con empapelados de publicidad política y anun-cios de almacenes del pueblo, elementos que dejan ver que es un lugar apetecido por muchos, pero logrado sólo por aquellos que selectivamente buscan la verdad. A diferencia de otras casas donde todo lo disponen para llegada del visitante me impre-siona que entrando a la sala empiezan a organizar todo. Trasladan cajas llenas de histo-rias, agrupan adornos hechos del diario vivir: botas de caucho decoradas, manillas de la-ta, cofres hechos de botellas de gaseosa y unos artefactos de madera reciclada que abren la imaginación y la percepción del mundo. Colocan el televisor en medio de una multitud de libros como en com-

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petencia desleal. Una música se torna agradable al oído. Los niños de la casa entran a la sala entre murmullos y risas. Ana, una hermosa niña que con su mirada azul derrumba las fronteras de los prejuicios de la discapacidad. Juan Se-bastián, díscolo e inteligente, de mirada piquiñosa y tumbao galán se abre paso entre los más pequeños. Sofía, alegremente lanza risotadas y fomenta un entorno de fiesta. Jorge, recorrido deportista, con mirada profunda y amplios silencios recuerda que la vida es más que la apariencia. Y tres mosqueteros, luchadores y vencedores de variedad de batallas lideran la acogida en este recinto sacro. 8:20 a.m. Abren el álbum familiar, suave tradición colombiana para entretejer las vidas: fotos y ví-deos de personajes de otro mundo. Un baile muy sensual de hipopótamos al amanecer, hacen resurgir alegrías despojadas por el dolor y la soledad. Carreteras empantanadas, recorridos fugaces por toda la bóveda terrestre, historias de un proyecto-sueño hecho realidad. Una casa construida a mano y sudor sobre columnas de solidaridad y techo de letras. Paredes reforzadas de unidad familiar y búsqueda incansable del bien común. Pero lo que más llama la atención son las capas de amor que día a día embellecen como pintu-ra fresca. Puertas de madera reciclada que miran al futuro a través del compromiso y el cuidado del medio ambiente. Ventanales que dan apertura a paisajes de reforestación y amor a la “pacha mama”. Todos quedamos como estáticos en el tiempo, sólo la leve res-piración nos hace percibir nuestra humanidad. Un tinto con aroma campesino endulza el paladar. Pasean por la sala algunos habitantes fantasmales. Una lata de sardinas que después de un paseo espera ser devuelta a su hogar y no ser tratada como basura. Un río de aguas pútridas que añora su lejano pasado donde albergaba peces, sonrisas, aves y espléndida vegetación. Un pato bullicioso que nos canta las tres erres de moda: reducir, reciclar y re-

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utilizar. Y una vuelta al mundo catastrófico que acaba con bosques, con vida, una ca-dena de desastres si no sabemos cuidar nuestro entorno, nuestra riqueza natural y nues-tra propia vida. Un campanazo de las generaciones venideras que nos hablan del reto y el compromiso de dejarles un mundo mejor. Los biogerminadores hacen presencia y nos involucran en un caminar con conciencia: semillas de guanábano, carbonero y de naranjo gritan a viva voz que les ayuden a nacer y crecer en esta bella región, que gustosamente afianzarán raíces y prontamente nos recompensarán con sombra, frutos y aire. Un agra-dable olor se toma el recinto y comunica sutilmente que ha llegado la hora de conocer la cocina. 10:00 a.m. Bandejas de aluminio caminan entre la visita y los propios de casa. Avena y galletas de soda es el menú del día. La resolana del día llama a los más ágiles a correr tras un balón en la cancha de mini fútbol mientras que las niñas hablan del bazar del fin de semana donde deben preparar sus mejores jugadas para el campeonato de micro. Riña de gallos, comidas típicas, bebidas al gusto, rumba hasta el amanecer hacen abrir los ojos de chi-cos y grandes. Juegos infantiles, revisión de los caballos, algunos curiosean los lugares de la casa. Una voz del más allá nos llama a seguir el recorrido. Pasamos a los cuartos de la casa. 10:40 a.m. En el primer cuarto vive un mono que no desea que lo besen. Corre y salta por todo el lugar convenciendo a su familia y amigos de lo absurdo de besar al saludar, al despedir-se, o por expresión de cariño a un bebé o a un abuelo. Todos nos enternecemos con esa voz tan delicada que sube y baja de tono según el sentimiento. Al final salimos del cuarto reconociendo lo bello del beso expresión sublime de afecto, sanación y cercanía. En el siguiente cuarto vive un chigüiro que tenía tanta hambre y que deseaba con toda su alma ali-

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mentarse de unos bananos inalcanzables. Sólo su vecino el mono le pudo colaborar luego de muchos interrogantes: le compartiría los bananos, se los comería sólo, pasaría y no le ayudaría. Al final los vecinos de cuarto quedaron saciados. Antes de llegar al tercer cuarto hecho también todo de madera pasamos por el baño donde una intrépida mosca sale de paseo con sus grandes gafas y su balón. Una tormenta se avecina, se oscurece el lugar, truenos y centellas, cae un meteorito y la pobre mosca queda atrapada en un vendaval y un remolino que casi le cuesta la vida. Sale victoriosa. En el último cuarto el de “san Alejo” una triste luna llora por todo el mal que se hace en el planeta porque no cuidamos de lo bello que nos han dejado nuestros antepasados y sue-ña con un mundo mejor. Sus lágrimas llegan a nuestros corazones y tomados de la mano salimos del pequeño cuarto dispuestos a jugarnos la vida por el agua, el aire y las plantas. Pasamos por el lugar más sorprendente de la casa, la biblioteca: estantes de todos los colores, cartillas que en nuestras manos se vuelven antorchas de aprendizaje y diversión. Libros que nos permiten viajar por mundos, lugares y personajes maravillosos. Al unísono nuestras voces leyeron en voz alta himnos por la paz, narrativas del llano e historias y sentires de los abuelos. Nuestros ojos pasearon por las letras del Yariseño, por los him-nos del corazón de la selva y por realidades de nuestra historia regional. Marcas sobre los regalos y disfrute de la lectura colectiva. Nuestras voces unidas en un coro de paz y de memoria. 12:00 m. Todos corren hacia la cocina nuevamente. Unos hacen fila, otros esperan ansiosos en las mesas dispuestas en el centro de la casa. Compartimos la vida y la mesa. Se hace agua la boca al recordar ese plato lleno de arroz, de envueltos, ensalada y carne. Bajamos el almuerzo con una deliciosa y refrescante aguapanela.

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12:30 p.m. Salimos al patio de la casa un lugar dispuesto con diversidad de juegos: un sueño hecho realidad en la infancia. Niños, adultos, vecinos, extraños, familiares, dueños de casa, to-dos unidos en torno a los juegos de mesa y de suelo. Todo hecho de madera. Risas y competencias, instrucciones e inventos. Todo un mar de creatividad dispuesto en este es-pacio mágico. Pelotas de colores, canicas de cristal, edificios elevados de troncos de ma-dera dispuestos al azar, en divertidas formas. Unos armando el cubo, difícil reto de me-moria, lógica y creatividad. Otros intentan con dados ganarle al azar de la vida, incrustan-do, perdiendo y ganando canicas. Catapultada con la punta del pie, otros desean atrave-sar una bola por un pequeño orificio simulando el baloncesto. Rompecabezas de piezas planas de madera de colores, hacen reventar el coco a más de uno de los participantes. Una rana de madera hace su aparición para reinventar cómo aprender a sumar, restar, multiplicar o dividir. Juegos didácticos donde aprendemos, grandes y chicos, a convivir en armonía, a pasar un tiempo juntos, a reír y a recordar nuestro mejores momentos de la vida. A sacar el niño que somos o el que llevamos dentro. Todos en derredor del juego no sólo como me-dio de distracción sino como herramienta de aprendizaje. Juegos no sólo para competir sino para socializarnos, para reconocernos corresponsables compañeros de camino, uni-dad en medio de tanta desazón. Hasta los tres perros que acompañan la jornada se abren paso entre la multitud para regocijarse con el espectáculo. Al terminar la visita al-gunas fotos de recuerdo… palabras de agradecimiento y el compromiso de cumplir aque-llo de que “se le devuelve la visita”. Promesa campesina en época de bazar. 1:30 p.m. Salimos por la puerta estrecha, el guayabo no es sólo el de la entrada sino el del corazón por salir de aquel mundo pa-

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ralelo y mágico de aquella pequeña casa de ríos, montañas, aves, juegos, cantos, voces, vídeos, alimentos, libros, plantas, sueños y esperanzas. Igualmente los niños salen a montar sus caballos a recorrer los parajes semimontañosos para retornar a sus fincas. Nosotros volvemos a transitar los jardines ya bajo el adorme-cimiento de una jornada para nunca olvidar. Un tinto en la chichería nos devuelve los pies sobre la tierra y nos hace recordar nuestros deberes. Primero el del cuidado de la tierra, nuestra casa, nuestro hogar. En un panorama tan desolador como las sequías que vive Colombia y los pronósticos no tan alentadores de la supervivencia de la humanidad, una casa que recorra caminos entretejiendo comunidades, leyendo historias, sembrando árbo-les y salvando ríos es una esperanza contra toda esperanza. Nota: Llegamos al pueblo mirando cómo las invasiones nuevas se tragan la montaña. Ob-servando el río que poco a poco va dejando ver sus playas por el verano tan fuerte que se avecina. Soñando con un reconocimiento al aporte que se hace sobre ruedas a la paz en el país y en la región. Y con el corazón contrito por tantas deudas históricas reflejadas en el rostro de los niños del área rural de Colombia. Deuda que viaja por el momento al vaivén de la política de turno, lastimosamente. Etnografía-mágica: Proyecto “La casita de los sueños”. Visita Nro. 33, del convenio con la alcaldía de San Vicente. Vereda el Paujil. IE Los pozos, sede La Esmeralda. Invitación de Luz Stella y Humberto. Aproximadamente: cincuenta niños, escuela nueva y quince en post primaria. Tres maes-tros. Cinco padres de familia. Tres niños de cero a siempre. Dos manipuladoras de ali-mentos.

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Vigías del patrimonio San Vicente del Caguán, diciembre 5 del 2015 “Una fugaz danza por el pie de monte amazónico”

Nota: Nos citaron en la biblioteca a las 7:30 a.m. para salir a eso de las ocho. Termina-mos saliendo a las 9:00 a.m. (hora caqueteña / ¿patrimonio cultural?). 9:00 a.m. Salimos en el mixto de Mejía desde la biblioteca municipal diez vigías del patrimonio a recorrer tres lugares significativos de nuestra geografía: El puente de la Siberia, llamado Gentil Quintero (no sabemos bien porqué se llama así), San Venancio y el salto de la Danta. Nos colocamos los chalecos que nos identifican como vigía. Un fuerte calor se al-berga en nuestros cuerpos y en los corazones. El rugir del motor, el pito de viento, la mi-rada sigilosa del conductor, el ritmo del carro en las trochas, la música a todo volumen, las miradas del público expectante, los movimientos de trocha y carretera. Eso es patri-monio. 10:00 a.m. Nos detenemos en el puente y nos tomamos fotos en la carretera, o subidos en las ba-randas oxidadas del inquilino eterno. El movimiento de la estructura metálica junto a la visión de las aguas en movimiento del río genera un vaivén de sentimientos en nuestras historias. Esos movimientos son patrimonio amazónico. El río Caguán se ve de color verde y desde arriba sus aguas turbulentas llaman a zambullirse en ellas. Luego de atrave-sarnos en la vía y de poner en alerta a los militares en el puente de la Siberia llegamos a

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San Venancio. Por el camino tomamos fotos del ganado, de la vegetación, de Plaza Neiva - en la montaña- y vemos merodear por la selva y luego aterrizar un helicóptero militar en el batallón. Patrimonio. Don Julio, el dueño del centro turístico, no se encuentra en el lugar por el grado de bachi-ller de su hijo. Quedamos de contactarnos en el pueblo con él para alguna entrevista sobre la historia del lugar. Un perro gigante y baboso nos da la bienvenida. Los gansos se entran con nosotros a los pasillos de la casa de madera y son sacados a la fuerza. La represa se encuentra a su tope de agua y su color oscuro nos hace prever algo de frío en sus entrañas. Los vigías se lanzan desde la peña balanceándose en un lazo y caen ruido-samente al agua. Ríen jugando a hundirse en la quebrada. Empiezan a llegar los primeros turistas. Tomamos un rico refrigerio de sándwich y avena en bolsa. Caminamos diez minutos has-ta la cascada, matorrales nos dejan entrever el camino, las mariposas grandes y azules nos guían el sendero. La caída de agua esta pequeña por el verano pero igualmente las gotas sobre la espalda dejan la sensación de un masaje natural. Regresamos por el sen-dero de raíces y tierras rojizas hasta el mixto. Nos despedimos del encargado del lugar- con acento paisa- no sin antes pagar 2000 pesos por persona que se bañó. 12:30 p.m. Sin tener claro dónde queda el Salto de La Danta nos dirigimos entre la montaña a paisa-jes inverosímiles. Grandes ceibas, ruidos de loros y aves salvajes, una madre pizca con sus crías se nos atraviesa en el camino. Las indicaciones claras: La segunda casa de co-lor azul a la izquierda, allí preguntan. Casa que no vimos. Pasan dos veces la quebrada… con tanta expectativa y espacios de agua se nos olvidó la cuenta. Y entrar por el portón rojo, diez minutos a pie. Orientación Caqueteña, patrimonio. Dejamos el mixto donde pu-diera dar la vuelta. Caminamos entre vegetación y pasamos tres

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veces la quebrada. La gente dice que desde donde dejan los carros a la caída son diez minutos. También dicen entre dientes que algunos avispados se van y desvalijan los carros. El mixto queda solo. Nos cargamos el almuerzo al hombro y emprendemos la búsqueda de la caída. Aclaro: las mujeres atrás cargando el almuerzo, los hombres adelante en busca de la aventura. ¿Patrimonio cultural? . Se escucha la caída y el paisaje es único. La caída es alta y se desplaza como acarician-do la peña. El agua verde, los peces a montón queriendo como salir del cauce de la que-brada nos dan la bienvenida. Dos familias en el lugar bañándose, eso me da tranquilidad. Niños y adolescentes riendo con sus padres, jóvenes que comparten la sencillez del río, de la olla, del abrazo… una tarde apacible, eso es patrimonio. Los rayos del sol entran por doquier, las lajas se ven resbalosas y efímeras. Las partículas de agua vuelan por el lugar. Desperdicios de comida y bolsas nos dan la bienvenida a este paraje majestuoso. Los vigías saltan de las peñas cada vez más alto. El agua es profunda debajo de la cas-cada y debajo en los bordes del pozo se siente en los pies la extraña sensación de arena y roca. El lugar se torna mágico rodeado de peñas negras y verdes. El lugar parece una piscina natural. 1.30 p.m. Salimos del agua para el almuerzo, un rico arroz con plátano, papa criolla, carne asada y chicharrón satisface nuestro apetito. Bajamos el almuerzo con una aguapanela en bolsa. Hacemos algunas preguntas sobre los lugares visitados y la posible comparación. Las respuestas para el final de la tarde o en otro momento. Nos preguntamos el porqué del nombre: lugar predilecto de las dantas para beber agua. Una danta saltó hace muchos años desde la peña. O se asoma la danta desde lo alto de la caída. Nos dicen que más arriba hay otros saltos: el de Las Brujas, el de La Cucha, etc. Eso será para otra salida.

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Volvemos al agua, nos lanzamos desde la peña todos al unísono. Nos aferramos a la ro-ca como a la vida y arriesgamos todo por un placer efímero. Eso es patrimonio san vicen-tuno. Jugamos al yulo y todos nadan e intentan salir del agua, otros trepan por la peña evitando que los agarren. Eso es patrimonio. Recogemos nuestros desperdicios - esto todavía no es patrimonio- alistamos maletas y nos despedimos de este salto de agua ma-ravilloso. Se alimentan los peces con algo arroz y el espíritu con algo de leyenda y mito. Es un espectáculo inefable ver saltar los peces fuera del agua y vernos a nosotros inten-tando compartir las profundidades del cauce por instantes eternos. No somos ni agua ni pescado dicen desde lo lejos y un niño inocentemente da la clave: no estamos satisfe-chos, ellos deseando la tierra, nosotros anhelando el agua. Patrimonio de estas tierras. 2:30 p.m. Recogemos nuestros pasos. Volvemos a atravesar tres veces la quebrada. El mixto inten-tar dar la vuelta con dificultad, la palanca de cambios falla, todos a la expectativa… paseo sin varada, mixto que no falle, no es patrimonio cultural. La maestría al manejar de Mejía salva el retorno, abre los corazones y la mirada. Una tarde calurosa nos da la bienvenida a San Vicente y nos hace sentir de nuevo en casa sabiendo que la partida está a la vuelta de la esquina y que con cada anhelo o deseo al cruzar una esquina de nuestro pueblo se vislumbra un reto por enfrentar -patrimonio del Caguán-.

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Festival del retorno en Guayabal Marcha por la vida: Retornamos para quedarnos

Noviembre 15 al 16 del 2015 15 de noviembre de 2015 4:00 a.m. Le envío un mensaje de texto al profesor Juver mencionando que llego en la tarde a Guayabal, el sueño me venció y me dejó el mixto. 9:30 a.m. La línea medio vacía sale de San Vicente. Un vendedor ambulante me acompaña en la parte de atrás en el platón. Una nube gris se asoma por las montañas previendo una tor-menta de camino. Conforme pasa el tiempo el vendedor de ferias me va conversando más. Pasando la región de Puerto Amor y La Campan,a en la camioneta se escuchan voces de “que aquellos” o “los camaradas” están por estos caminos. El vendedor intenta vender una correa a un campesino que se subió al carro en Las Morras. Utiliza todas sus tramas de verborrea pero el campesino, a punta de “no me alcanza”, gana la contienda. En los Andes se suben los campesinos para ir al festival del retorno. Con los rostros em-papados de agua y sin camiseta tres muchachos ingresan al carro. Una señora de ojos cristalinos los sigue de cerca, de la mano lleva una niña de cabellos dorados y rizados, heredó los ojos zarcos de la abuela. Recomienda a su vecina al nieto menor y al perro de la casa. El Gurre y La Franci se dicen bromas fuertes entre ellos. La gente se ríe. En el cementerio de los Andes hay cosas nuevas. Las piedras que adornan la entrada fueron pintadas

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de color verde militar. Hay un nuevo monumento en mármol negro y en forma de V. Los pinos bien podados como hongos gigantes engalanan el parque y la cerca viva le da un toque inverosímil a este lugar incrustado en la montaña. Las personas murmuran sobre el horno crematorio que quieren instalar allí. Se miran y guardan silencio. Luego El Gurre sigue con sus chistes. 12:30 p.m. Desciendo de la camioneta y mucha gente se encuentra en la vía principal. La calle se inunda de humo de las ventas de comida, tres caballos de paso se abren paso entre la multitud, se escuchan cantos de gallos finos -se me alegra el corazón- todo es ambiente de feria. Llego a la parroquia Nuestra Señora de Lourdes; me recibe Jeffer, un seminaris-ta. Me informa que el padre Abel salió para Neiva con un señor que iba moribundo, so-brino de un catequista. Me impresionan las puertas siempre abiertas de la casa cural y la acogida que le dan a todo el que quiera pasar por allí. Me presenta a la señora Edna, mi-sionera laica. Edna me comparte que el año anterior hubo muertos en las fiestas. Que del mortero lan-zado por el ejército murieron dos mulares y una vaca en el potrero del fondo del cemente-rio. Luego me dice que un francotirador mató un soldado desde una esquina del pueblo. Un almuerzo pasado por recomendaciones sobre las fiestas. 2:00 p.m. Salí a caminar por el caserío buscando a la orquesta. Me encuentro con Jaime y Juan Pablo y nos vamos hasta el internado donde están las reinas y los muchachos de la or-questa. Ellos se encuentran entre camarotes de hierro o en el suelo dormitando la siesta del almuerzo. Los saludo y seguimos el camino hacia las montañas. Una trinchera nos indica que debemos volver al pueblo. El paisaje es único, montañas ma-

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jestuosas acari-ciadas por la neblina, cubiertas de surcos de frijol, café y trincheras militares. Un árbol de flores rosadas nos da la bienvenida al lugar escogido: el matadero del pueblo y el cementerio. Edna nos lleva, pues hay una liturgia de la palabra del cabo de año (primer año de muerta) de una señora. El pequeño rincón de la montaña presenta varios ri-tuales a las ánimas como el vaso con agua, para calmar la sed de los del más allá y epita-fios llenos de ideas mágicas. Pasamos por la gallera: nubes de gallos aferrando sus patas a endebles palos, cantando y dejando caer excrementos sobre los desprevenidos tran-seúntes. La cantidad de gallos bajo el tejado de zinc estiman unas buenas horas de riñas. El lugar es muy pequeño, la multitud sobre el ruedo no deja mirar las peleas. 4:00 p.m. Inicia el concurso del “Baile del Barcino”. Las candidatas con sus trajes se presentan ante el público. Mucha gente animando las barras de Guayabal, Robira, Balsillas y de la Aso-ciación de Mujeres. De la mano de sus parejos lanzan dulces al público. La tarima está llena. Un comentario suelto entre la barra de Balsillas: - este año le va a entrar mucha plata a la guerrilla, tres mil pesos por cada canasta de cerveza vendida. Empieza el con-curso. Coqueteos, mugidos, arrastrada de patas, movimiento de hombros, saltos del san Juanero, sonrisas, aplausos. El barcino es fascinante. Una reina dice que su plato preferi-do es el sushi, yo pensé que era la frijolada. En el fondo del polideportivo cubierto un mural conmemorativo del retorno: “La marcha por la vida, retornamos para quedarnos”. Dibujos de campesinos con machetes entre montañas regresando con sus harapos y sus familias. Una reina responde: — Retornaron a finales de noviembre de 1980, para quedarse. Otra menciona que:

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— La Zona de Reserva Campesina -ZRC- está compuesta por 27 inspecciones y jun-tas comunales. La de Robira dice: — -La ZRC es la más antigua de Colombia, creada por resolución el 12 de diciembre de 1997. Y la última reina menciona a los presidentes de junta, a Guependo y otros señores líderes campesinos. Otro comentario en la barra de Guayabal: - El alcalde José Domingo desde la noche anterior se está gozando su última fiesta. Aprovecho y saludo a los jurados que son de San Vicente: la psicóloga, el bailarín de la casa de la cultura y el concejal LGBTI. Algunas personas del pueblo me miran y saludan a la distancia: estudiantes del Dante, concejales, vendedores ambulantes y otros. El am-biente es muy festivo y tranquilo. 5:00 p.m. El bingo de cuatro millones que se lo ganó un señor de una vereda. El premio lo entrega-ban inmediatamente. No me acerqué al premio ni un poco. 6:30 p.m. Los del Ca hacen su aparición en tarima. Rap revolucionario se escucha por las montañas de la cuenca del río pato. Letras en contra del servicio militar, en pro de la amazonia, en contra las petroleras, en busca de identidad. Unos artistas en potencia. La gente a com-pañía con sus aplausos. 7:00 p.m. Llega el padre Abel con la noticia de que el viejito se le murió de camino bajando a Balsi-llas. Que se devolvió con él y los soldados le dijeron: - el cura va relajado con el finado de copiloto. 7:30 p.m. Elección y coronación de la reina del retorno, gana la reina local, Guayabal. La Universi-dad Surcolombiana socializó

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un audio sobre la historia del retorno, contada y dibujada en pliegos de papel periódico por los niños de la Zona de Reserva. Cuentan de las luchas, de los sacrificios y del retorno como elemento esencial de identidad. 8:30 p.m. Salimos para la vereda la abeja, para acompañar el difunto y hacer los preparativos rura-les al cadáver. Aplicar Límpido o Clorox, a falta de formol. 9:15 p.m. La capilla a oscuras, un ave revolotea por todo el lugar. De reojo miro el cuerpo inerte sobre tres bancas de madera cubierto con una sábana y una toalla en el rostro. Las manos gruesas, las uñas con tierra me hacen reconocer a un labrador del campo. Una esce-na para no olvidar: destapan el pecho del cadáver y el padre aplica con una jeringa el poco Límpido que traía. La mano temblorosa. Yo comparaba el sentido de la vida y de la muerte en un mismo día. La fiesta, el baile, la rumba y la soledad, la oscuridad, lo frío del lugar. Abel siente como un corrientazo en los brazos por el recuerdo de la misma práctica que le hizo a su abuelo el día en que murió. Entre rezos me comenta que: — El cementerio de los Andes es de propiedad de las FARC, aunque aparece en do-cumentos que es de la comunidad. Que los han reunido para decirles que no se puede dejar bombardear ese lugar de tanta importancia. Me comenta en voz baja que ha celebrado misas de sus muertos y ellos asisten con uniforme y fusiles. Que las madres piden que se les mantenga el nombre de pila al menos a la hora de par-tir al más allá. Rezamos la víspera de difuntos del oficio divino y luego un rosario, todo a la luz de algu-nas velas. Dialogo con el Padre sobre las realidades de Guayabal: El contacto con la gue-rrilla, la asociación campesina, la ZRC, las caminatas por

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las montañas para aclarar situa-ciones, las preguntas de los militares, etc. Yo reflexiono: — Hay que dejar pasar a mejor vida algunas cosas después de los cuarenta. De regreso un perro fiel nos acompaña todo el camino. Sin importar las piedras, los otros perros y lo duro del camino el canino va siempre mirando a su familia como objetivo im-portante. Toma agua de camino, marcar el territorio y sigue la moto con la lengua afuera y la cola siempre levantada y en movimiento. 11:00 p.m. Llegamos al pueblo, está tocando Caguán Orquesta con lleno total. Me quedo a acompa-ñarlos. Observo a Jaime sólo, medio aburrido por no tener con quién charlar. Sale del re-cinto. Yo acompaño desde la tarima Ravi Romero Devia, la gente se ve muy animada. No hay disturbios ni nada, la consigna en la cartelera se entendió: — Sanciones y multas - evento comunitario del retorno: porte de arma blanca 500 mil. Arma de fuego, un millón. Ingresar bebidas al lugar, un millón de pesos. Peleas o riñas que interrumpan el evento, deben pagar la totalidad de lo que el evento pre-tenda recaudar. Aparecen gallos sobre las porterías de las canchas de micro, somnolientos y cantando anuncian las riñas del día siguiente. Sus dueños bebiendo y bailando hasta el amanecer. 12:30 p.m. Ingresa a tarima Juan Carlos Zarabanda. Todos acompañan sus canciones de despecho e identidad sureña campesina. Cantos a la muerte, a la vida y al amor. Y yo recordaba el cadáver solitario en la vereda. La vida y la muerte en un solo baile, digna identidad caque-teña. La multitud en la cancha de micro y en el coliseo cubierto bailando, tomando, divirtiéndo-se. Que buen ambiente. Por ahí alguien mencionaba que “los duros” estaban alegres. Yo

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seguí impávido en el concierto. Algunas de las frases orientadores de la vida en zona de conflicto en voz del filósofo popular Zarabanda son: “No lloren mi partida, porque el que se va no regresa, es la ley de la vida” “Quiero marcharme tranquilo, a nadie le debo nada” “Ya están listas las maletas, al fin decidí partir, hay algo que me detiene, que no me deja salir, siento un nudo en la garganta, y es tal vez la nostalgia de dejar todo sin mí”. “Si muero en lejanías, mi cuerpo entierren aquí, y estar por siempre en la Tierra mía. Al menos pueda volver para recoger mis pasos”. “Nacimos, también morimos, es la ley de la vida”. “No presumas que voy a llorar por ti, porque otro amor ocupará el lugar que dejas”. “Pobre de ti que no supiste comprender, cuánto vale el amor que ahora pierdes”. “Renegarás haberte burlado de mí, yo por mi parte te olvidaré para siempre”. 1:30 a.m. Los muchachos de la orquesta se van a dormir, lo mismo hago yo. En la parroquia se es-cucha toda la fiesta. Y sigo en concierto desde mi lecho de parroquia, entre figuras viejas de pesebre, ornamentos litúrgicos y una gata castrada que ronronea toda la noche.

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16 de noviembre de 2015 7:30 a.m. Busco a los muchachos de la orquesta pero hace media hora han retornado a San Vicen-te. Otra vez me dejó el mixto. Sigue la rumba en el polideportivo. Los gallos de la noche anterior adornan las porterías. Rancheras y música popular se escuchan por todo el ve-cindario. Me encuentro con Jaime junto a la línea a punto de partir. Lo acompaña un mu-chacho con el rostro cubierto sobre la camioneta. Qué imagen, inconveniente - pienso en mis adentros. Muchos rostros amanecidos parten para sus veredas. Otros siguen la fiesta en el remate de feria. Los del grupo de música norteña se quedan hasta el martes. Dos borrachos dan vueltas sobre el pasto, sólo se abrazan no se dan golpes, supongo que para no pagar multas. Despido a “Los de la Ca” con pan de yucas. Ya la gente se embarca para sus veredas. Se le devuelve la visita al festival de las parcelas de Balsillas el 13 de diciembre, grita un campesino (la finca de Oliverio Lara que se parceló para los campesinos). Regreso a la casa cural y encuentro las puertas siempre abiertas. Edna me cuenta sobre las veredas que han visitado y sobre la finca de Villamil en San Jorge donde con la federación de cafeteros habían construido la escuela y el internado. 10:30 a.m. Retorno a San Vicente con Abel en el carro, nos acompañan dos catequistas. Las monta-ñas nos despiden somnolientas, los ríos las perlas y el pato dan la bienvenida al pie de monte amazónico. Un grupo de soldados detiene el carro y Abel es llevado por seis minu-tos a un diálogo inconcluso. Vuelve sonriente al vehículo. La rutina, menciona. Yo me siento un poco incómodo con el retén pero lo disimulo como el copiloto del día de ayer: haciéndome el dormido, por no decir el muertico.

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2.00 p.m. Llegamos a San Vicente haciendo gárgaras con la gasolina. Veo despegar del aeropuerto un avión de la FAC. Y siento la nostalgia de quien próximamente dejará su tierra para siempre.

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Anexo nro. 1

San Vicente del Caguán, mayo 5 del 2015 Biblioteca Nacional de Colombia Grupo de Bibliotecas Públicas Premio Nacional de Bibliotecas Públicas “Daniel Samper Ortega 2015” Cordial saludo. Muchos son los méritos que tiene nuestra biblioteca pública de San Vicente del Caguán para querer dar referencias de ella, para entablar un diálogo diáfano sobre sus espacios y actividades, pero de manera principal quiero destacarla como un oasis en medio del de-sierto. La biblioteca es un espacio neutral en medio de tantos ideales extremistas, es un canto a la libertad del ser humano que le permite volar sobre los parajes más abruptos y un recuerdo de que “sólo somos reflejo y vanidad”. El paisaje de nuestro pueblo es abruptamente interrumpido por espacios divergentes que se encuentran sólo a tra-

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vés de la mirada de los libros: De las trincheras color verde, me-moria de que estamos en un país en guerra, se abre valerosa la figura del frágil don Qui-jote y su amigo Sancho Panza para recordarnos que batallamos contra molinos de viento gigantescos. Los estrepitosos bullicios de la tarde sanvicentuna, de vallenatos, rancheras, exostos de moto, pitos de carro y charlas superfluas se opacan los miércoles por los sonidos de las bandas sonoras, por los diálogos inconclusos y eternos, por los dramas, acciones y ense-ñanzas admiradas en una pared externa de nuestra biblioteca que custodiada por la figura inmortal de Charles Chaplin permite que el cine club sea lugar y encuentro, diálogo y de-bate, realidad y utopía en una región donde parece que sólo las miradas frías y grises toman posesión de la verdad. En las tardes monótonas de domingo o en las eternas jornadas lluviosas de un clima de selva tropical es cuando uno sintiéndose ajeno y extraño a todo descubre que no hay me-jor compañía que un libro. En el bullicio de la galería del pueblo, en medio de conversa-ciones de cafetería o en lo más íntimo del hogar, se hacen presentes Alan Poe, Chejov, Borges, García Márquez, Tolstoi, Kafka, Vargas Llosa, entre otros, y colorean una vida en medio de tormentas inesperadas. Con enseñanzas, risas, amores, desamores, nostalgias y aventuras los autores reviven en nosotros experiencias maravillosas que nos enseñan a valorar el pasado y a vivir plenamente el presente. En cada libro que presta la biblioteca sale un autor a transformar el pueblo, a llevar mensajes del allende a los paisajes semi-montañosos del Caquetá. De esta manera se siente uno parte y se identifica con el grupo de amigos de la biblioteca (GAB) que genera movimientos lectores en las periferias del pueblo y en cada uno de los hogares. Amigos del conocimiento, del aprendizaje y de lle-var consigo siempre un libro como compañero de camino. En los momentos más críticos de la existencia cuando hemos perdido la fe en todo y en-tendemos que las fuerzas

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no nos alcanzaran para dejar un legado en vida las plumas y los pergaminos de antes abren un camino sin obstáculos para dejar ver más allá: la escri-tura creativa. Saber que tenemos el oficio de “cambiar en palabras nuestras vidas” es un aprendizaje que en cada jornada de escritura creativa, de formación lectora se renueva como votos de amor matrimonial -hasta que la muerte nos separe-. Como gesto de me-moria y de valentía el arte de escribir a orillas del río Caguán se abre paso en medio de tinieblas, bruma y silencios, estados que han permanecido en lo íntimo y que se llevan por dentro hace muchos años y rigen la vida de sentidos. Sentidos que sólo se vaciarán con la muerte. En este contexto , un grupo de adultos mayores se aventuran titánicamente a narrar sus historias, a entretejer nuestras vidas con las suyas en un continuo recordar para volver a vivir. Ellos, al encarnar el movimiento de “haciendo memoria”, hilan el deve-nir de la historia entre el añorado pasado y el presente abrumador de sus existencias. Cuando en las zonas rurales se asoma un maestro -hacedor de sueños- con su maleta viajera llena de autores de pensamientos y de libertades los temores de la guerra, del ol-vido y del silencio se despejan con un soplo de autenticidad y creatividad. La biblioteca extiende sus brazos hacia las periferias y hace que los hijos de los campesinos de nues-tra región tengan la oportunidad de conocer formas distintas de leer, de aprender y de conocer el mundo. Posibilitan ver más allá del ganado, la leche, las vacas, los árboles, las selvas, las limitaciones rurales y creen mundos imaginarios, posibles y sonoros. Cánticos de esperanza en boca de cada maestro en ejercicio de lectura en voz alta irrumpen los sonidos de la tragedia y la desigualdad. Igualmente sucede cuando la biblioteca hace su presencia en las zonas rurales generando espacios de creación y de lectura en voz alta, tornando los verdes amazónicos en multitud de colores a ritmo de palabras, de cuentos y poesías.

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Cada año, como ritual sacro las fiestas de san Pedro y del Yariseño sienten envidia por la presencia multitudinaria en autores, personas y sueños que genera la fiesta de la lectura. Se pasean por las calles de San Vicente hombres y mujeres, niños y ancianos que junto a autores milenarios y a textos clásicos inmortalizados generan curiosidad, duda y ansiedad en los despistados transeúntes que descubren en la lectura el placer íntimo más inasible poco experimentado por el hombre de selva. Dramatizados, poemas y lectura en voz alta se toman el parque del hacha y las calles polvorientas del pueblo generando dinámicas de extracción de ideas y de sueños haciendo ruptura histórica con los ciclos de extracción de árboles, de animales, de hidrocarburos y otras materias blancas, experimentadas por nuestra población. Mi pueblo es mi biblioteca, por ello la postulo como espacio de vida, de memoria y de re-sistencia. Y aunque comprendo que “la virtud, la autoridad moral o la lucidez, son escudos muy frágiles para proteger del yugo de la ignorancia”, sigo creyendo ciegamente que los libros nos darán los sentidos para seguir avanzando, a pesar de estar nadando a contra corriente.

Pablo Iván Galvis Díaz Consejo Municipal de Cultura San Vicente del Caguán - Caquetá

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