Cuento Realista

El cuento realista Definición: Es una narración basada en hechos reales o imitados de la realidad, cuya principal condic

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El cuento realista Definición: Es una narración basada en hechos reales o imitados de la realidad, cuya principal condición es la verosimilitud, es decir, crear el efecto de que lo que cuenta puede ser cierto. Por tanto, el cuento realista es una representación seria y a veces trágica de la realidad. Generalmente el autor parte de la observación directa de su contorno y lo refleja en sus obras con verosimilitud.

Características Temática: En el cuento realista el autor se propone dar una idea cabal y verdadera del mundo que lo rodea en todos sus aspectos: material, moral, económico, político y religioso. Por ello, la realidad hombre en su esencia y existencia, y la descripción del medio en que éste se desarrolla como individuo o como ser social, es la materia literaria de este tipo de relato. En el afán de testimoniar la realidad inmediata, las obras resultan a menudo vastos cuadros sobre la vida, las creencias, el lenguaje y las tradiciones del hombre contemporáneo. En estos casos, la anécdota se diluye o es solamente un pretexto para la descripción de caracteres y de costumbres. Narrador: El escritor realista trata de narrar los hechos con objetividad y para lograrlo se vale de la observación directa. Por lo general utiliza la tercera persona gramatical y adopta la posición de narrador testigo u omnisciente. Espacio y tiempo: Como recurso de verosimilitud, describe minuciosa y detalladamente el escenario en que vive el hombre y, en mayor medida que en otras clases de cuentos, incorpora el contorno humano con el objeto de sugerir una atmósfera o de crear un clima de realidad. El espacio dilecto es el ámbito de la burguesía urbana y el ambiente rural. En ocasiones, el autor se detiene en la observación de los aspectos más vulgares de la sociedad con una intención de denuncia, o para presentar una tesis. El desarrollo del tiempo de la acción es lineal y cronológico. Con el fin de precisar los hechos narrados y dotarlos de realismo, las fechas son indicadas con exactitud (meses, años, días, horas o minutos). Incluso algunos relatos aparecen desarrollados en un momento histórico determinado. La historia presentada es preferentemente la inmediata o contemporánea al escritor. En estos casos el plano histórico se conjuga e integra con el plano de la invención.

La descripción: La descripción, en los cuentos realistas tradicionales, trata de guiar al lector para que pueda imaginar un mundo reconocible. Personajes: Los personajes aparecen caracterizados con una técnica tipificadora o genérica. El tipo, síntesis de virtudes y defectos fácilmente reconocibles, facilita al escritor explicitar una doctrina moral o social a través de su conducta. Lenguaje: Como recurso de verosimilitud el narrador realista reproduce el lenguaje de los personajes: habla local, modismos, formas coloquiales. Es asimismo importante la mayor inclusión de diálogos como procedimiento para la caracterización de los personajes y su presentación objetiva.

La hermana malvada

Nadie había querido jamás a Paty como su hermana Azul. La adoraba despierta con todos los sentidos e incluso tenía sueños rutinarios en los que se paseaba junto a su hermana gemela en un mundo donde no había más individuos que ellas dos: y eran felices, y se querían intensamente. Pero a la luz del día las cosas eran diferentes. Azul tenía un carácter muy posesivo y cada vez que su hermana Paty intentaba hacer algo con lo que ella no estuviera de acuerdo, tenía que someterla a sus torturas; sentía que así debía ser para que su hermana comprendiera lo mucho que ella la amaba. El tiempo pasó y fue separando lentamente a las hermanas; aunque no en el corazón de Azul, que siguió amando a su hermana hasta el último minuto de su vida. De hecho, en el instante que sufrió aquel trágico accidente que le quitó la vida, su último pensamiento fue para Paty. A Paty la entristeció muchísimo la muerte de su hermana; no obstante, estaba acostumbrada a seguir adelante, así que, como lo había hecho tantas veces, impidió que la tristeza la estancara y continuó viviendo. Y cuando consiguió recuperar la estabilidad en su vida; cuando dejó de llorar la pérdida y retomó sus actividades de siempre, algo pasó que la fundió en la más absoluta incertidumbre. Una tarde mientras observaba a la gente que viajaba a su lado en el tren un recuerdo afloró intensamente de su interior. No fue el hecho de evocar un instante lo que llamó su atención -los medios de transporte eran un espacio ideal para viajar a otros momentos de su vida-, sino el darse cuenta de que ese recuerdo no le pertenecía. A partir de ese día comenzaron a asaltarla imágenes, momentos y emociones que jamás había experimentado. Y cuanto más recordaba más segura estaba de que esos instantes le pertenecían a Azul. Desde entonces, su vida nunca volvió a ser la misma. Comenzó a vivir en el recuerdo de su hermana y pudo conocer en carne propia cuánto la había amado la pequeña Azul. Y también supo que ya era demasiado tarde para todo. La imposibilidad de sanar el pasado le pesó como no le había pesado la pérdida, y la acompañó para siempre.

Familias felices

Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada. Su madre no se cansaba de repetir esa frase; seguro que la había leído en alguno de esos libros que llenaban sus tardes. Desde que la conocía (desde que había nacido, por ende) no la había visto haciendo otra cosa que sentada frente a sus libros. Leía de día y de noche. Leía mientras el niño jugaba, cuando estaba estudiando. Su madre siempre siempre estaba con un libro en la mano. Y lentamente él comprendió que en esos objetos tenía que haber algo mágico y único. Cuando Abel cumplió veinte años se hallaba leyendo (había adquirido esa fascinación por los libros) y se topó con esa frase. Cuando supo que Tolstói no había sido lo que se dice un hombre feliz y que ni siquiera su Ana Karenina había llegado a atisbar aquello que el mundo entiende por felicidad, se dio cuenta de que todo era una mentira. Esa novela, su historia, su pasión. ‘Lo único cierto es la tristeza y la infelicidad’, se dijo. Varios años más tarde volvía sobre aquella frase. Leyéndola tras de esas enormes gafas que la miopía le había impuesto. Ahora que su madre no estaba y que él se pasaba las tardes leyendo mientras su niño iba de aquí para allá, sin detenerse a contemplarlo, se daba cuenta de que ninguna verdad es cierta hasta que alguien no la escribe. Entonces supo que él no tenía que leer, sino escribir. Dos años más tarde publicaba su primera novela y la prologaba con esa introducción de Lev Tolstói en memoria de su madre.

La voz de Braulio Si Braulio hubiera sabido que su padre no hablaba en serio, posiblemente no habría actuado como lo hizo. Pero en cuanto lo oyó decir ‘tengo unas ganas muy fuertes de matarte’ el chico cogió el cuchillo que estaba apoyado sobre la mesa y lo hundió sin pensarlo en el fofo estómago de su padre. No quería morir y estaba dispuesto a hacer lo que fuera por impedirlo. El cuchillo atravesó una dura corteza y se fue hundiendo cada vez más. Fue una cuestión de segundos, pero para Braulio duro lo que tardan las experiencias intensas en desvanecerse. El arma patinaba entre el cuerpo de su padre y se abría camino por esa mole que era su cuerpo. Braulio se quedó paralizado, mirando cómo la sangre corría y corría y su padre lo miraba. Primero su mirada mostraba sorpresa pero, a medida que pasaban los minutos (o segundos), sus ojos se iban volviendo más y más bobos; tanto, que en un momento dado se pusieron grises, como llenos de agua. Y Braulio se quedó mirándolo, mudo para siempre. Cuando llegó su madre, el niño se hallaba sentado junto al cuerpo de su padre que yacía retorcido entre un charco de sangre. El piso de la cocina era un verdadero estropicio. ‘¿Qué has hecho, Braulio?’ le preguntó con una angustia lacerante subiendo del pico de su estómago. El niño no respondió. Por mucho que intentaron (ella y todos los que vinieron después) hacerle hablar, Braulio no dijo nada. Después de ese suceso, Braulio estuvo internado en diversas instituciones donde intentaron ayudarle; pero nadie puede ayudarte a olvidar y nadie te devuelve lo que has perdido. Así que salió como había entrado, con la mirada perdida, con la imagen de los ojos bobos de su padre bordados de sangre e incapaz de proferir una sola palabra. Han pasado veinte años, ahora Braulio escribe porque es la única forma de asir las palabras. Escribe cuentos para niños en los que usa con determinación cada término e intenta ser claro;

sabe que las palabras son importantes y que no pueden utilizarse a la ligera. No volvió a hablar, pero su escritura tiene una voz intensa y luminosa. La belleza La belleza se esconde en las almas extraordinarias por temor a ser corrompida; por eso, si deseas verla, debes cerrar los ojos, pensó Manuel mientras una paz intensa lo embargaba. Antes de saberlo, el fotógrafo recorrió todo el mundo intentando encontrarla, asirla, apoderarse de ella. Inquieto por encontrarse en un mundo lleno de tristeza y opresión, Manuel abandonó su hogar armado solamente con su cámara de fotos. La belleza tenía que estar en alguna parte, y él quería fotografiarla. En su viaje vio niños muertos de sed, familias quebradas por la guerra, orfanatos y perreras inundados de almas en pena. Pero la belleza no se asomaba por ningún rincón. Vio estrellas reflejadas en los vidrios de una enorme catedral, bajo la que unos mendigos depositaban sus sueños, casas llenas de guirnaldas y techos de chapa que crujían con el viento. En ese viaje, Manuel fotografió decenas de rostros, la mayoría tristes o derrotados. Cierta vez fotografió su rodilla sangrante en una revuelta de Ucrania en busca de la paz, por si la belleza se hubiera escondido debajo de la sangre. Ni el dolor, ni la tristeza le mostraron lo que deseaba ver. En ese viaje, Manuel no vio morir a su madre porque se encontraba salvando vidas del otro lado del océano; y ese dolor tampoco le resultó estético. Durante años la persiguió con afán tras su obturador, en ciudades, pueblos, caminos desolados, bosques… La buscó a tientas, grito por ella, rebuscó en la basura: lo único que encontró fue un silencio obtuso y arrollador y millones de almas perdidas en un mundo devastado por el odio. Un día se dijo que era en vano. Cerró los ojos y fue encogiendo todo su cuerpo, invadido de frustración y vacío por dentro. Entonces, Bakunin, un gato negro que había recogido de un refugio afgano, se refugió en sus brazos y besó su mejilla con ternura. Su lengüita fría fue tallando la piel tersa de Manuel con una delicadeza y una admiración insobornables. Y, entonces, él lo comprendió todo. Historias que terminan bien

Cuando salió de su escondite el valle estaba en silencio. Marcos había pasado toda la tarde en el hueco de un árbol, como lo hacía desde hacía unas semanas. Desde lo ocurrido buscaba la forma de hablar con su madre pero no encontraba las palabras adecuadas, ella siempre estaba tan cansada. Llegó a casa y, como siempre, todo estaba en silencio: la paz de la casa a la hora de la siesta (no sabía por qué le llamaban así si en esa casa nadie dormía a la tarde) era una de las experiencias más gloriosas para el niño. Leyó, estudió un poco y esperó a su madre con la cena lista. Su madre entró empujando la puerta de calle con un pie porque tenía los brazos ocupados con bolsas, abrigos y paquetes. Hasta la cocina llegaba el hálito de su cansancio y el peso de un día más en la vorágine de un trabajo que odiaba. Saludó al niño con un seco beso y, también como siempre, le preguntó qué tal le había ido en el cole. El niño, que hasta segundos antes estaba dispuesto a decirle la verdad, se escuchó proferir un quedado bien. Continuó fingiendo y pasando las mañanas en el valle; de a ratos, muy entretenido y aplomado por el aburrimiento, en otros. Al tocar la hora de salida de los niños se dirigía a su casa. Lo hizo así durante meses.

Las cosas dieron un vuelco cuando su madre conoció la verdad: su hijo llevaba meses sin pisar el aula y la maestra estaba preocupada. Fue ella quien se lo dijo y le preguntó insistentemente si su hijo le había hablado de ella, por lo visto le había tomado manía. La madre no supo qué responder; cuando llegó a la casa quiso escuchar la historia de boca de Marcos. Cuando el niño el contó lo sucedido con la maestra, su madre comprendió la insistencia de ésta en culpar al niño y tomó cartas en el asunto. A partir de entonces, Marcos se quedó en casa y demostró una gran habilidad e interés en aprender sin necesidad de ir a la escuela. Aunque nadie habría creído que lo conseguiría, veinte años más tarde su madre ya no estaba cansada, y el niño, ahora mayorcito, trabajaba felizmente de periodista en un prestigioso periódico de la ciudad. Algunas historias terminan bien, solía pensar la orgullosa madre, mientras imaginaba a aquella maestra que estaría lamentando desde su celda aquel año ya lejano. La periodista

Siempre había soñado con convertirme en periodista. Ya de muy pequeña manifesté mi interés por esta profesión. Con tan sólo cuatro años cogía el mando de la tele y, simulando que había frente a mí una cámara, contaba las noticias: cosas que me iba inventando y que no tenían ninguna rigurosidad científica, como era de esperarse. Estaba convencida de que los periodistas eran los seres más importantes de la tierra; sin ellos no podíamos conocer a fondo las cosas que pasaban en el mundo. Y quería ser uno de ellos para gritar la verdad a los cuatro vientos; eso solía decir. Pero el sueño comenzó a materializarse el día en que mi tío Palmiro me regaló un pequeño librito para niños con ambición periodística. Era un manual de tapas blancas y coloridas en el que te iban mostrando paso por paso cómo realizar una nota y qué tener en cuenta para crear un copete o realizar una entrevista. En esas páginas encontré mi vocación y el incentivo para llenar mis tardes. Desde aquel día, no hubo uno sólo en mi vida que no estuviera relacionado con el periodismo. Como lo habían vaticinado todos mis allegados, me gradué en periodismo y tuve la suerte de conseguir un trabajo fantástico viajando por muchas ciudades y haciendo notas y reportajes de todo tipo. Pero un día colapsé; me di cuenta de que había dedicado mi vida a una profesión sin entender bien por qué, dejándome llevar por una ilusión que nunca se había hecho realidad del todo. Entonces, lo dejé todo y me encerré en mi misma; harta del mundo, de que las noticias fueran manipuladas con tanta facilidad y de que la función de los periodistas no tuviera nada que ver con ese sueño infantil y fantástico. Cuando creces, la magia de la infancia se esfuma por la claraboya de tu conciencia y te das cuenta de que nada -absolutamente NADA- es tan maravilloso o placentero como creías de niña. El pozo era tan profundo que no podía ver; sentía que nunca saldría con vida de aquel malestar que me iba consumiendo más y mas: primero, había acabado con todas mis relaciones y más tarde, me había sepultado bajo tierra, como un topo pero con la extrañeza de quien ansía la luz. Y entonces llegó: un paquete a mi nombre que contenía algo blando en su interior. Al abrirlo lo encontré: ese librito que me había llenado de energías en la infancia estaba ahí radiante, recordándome mis razones, mis principios. Miré el remitente: mi tío Palmiro acababa de enseñarme nuevamente el camino.

Los fantasmas La noche era muy espesa y Clotilde no sabía cuánto tiempo más resistiría. Su padre caminaba a paso apresurado, escapando de los fantasmas que susurraban palabras inconexas en la oscuridad recién abandonada. Clotilde iba en silencio, sabía que a su padre le molestaba que le hablaran mientras caminaba. Cuando era pequeña pensaba que era porque le gustaba estar atento por si surgía cualquier peligro; ahora sabía que su padre le temía a las palabras más que a los fantasmas. Los días eran idénticos entre sí. En breve llegarían a casa, comerían algo que hubiera quedado de la tarde anterior y se irían a dormir; para levantarse nuevamente al día siguiente, ir hacia el bosque a cortar leña, andando ese mismo camino, también a oscuras, y regresar como ahora lo hacían. Clotilde estaba cansada de esa rutina, pero se alegraba de que su madre hubiera muerto; cuando imaginaba que antes su padre hacía ese camino solo, sin nadie que le cubriera las espaldas, un miedo atroz se apoderaba de ella, como si en el fondo sus huesos fueran de otro. Cuando al día siguiente caminaban rumbo al bosque, Clotilde presentía que algo no iba bien: su padre se había levantado sumamente alegre y no paraba de contarle cosas interesantes y de reír. El camino al bosque no fue silencioso; la oscuridad los abrazaba pero la cercanía del amanecer calmaba los nervios de la joven. Cuando llegaron se pusieron a trabajar. Su padre sacó la motosierra y ella comenzó a juntar los trozos de árbol que él rebanaba, y los iba apilando en una gran montaña. Al mediodía pararon para almorzar; llegó el enorme camión y recogió la leña. Comieron en silencio, descansaron un poco y volvieron al trabajo: a la devastadora rutina de cortar y recoger. ¿Cuánto tiempo llevaba su padre haciendo aquello? ¿No le aburría tanta quietud? No tuvo tiempo de responderse; ahora su padre cantaba: ¡estaba tan raro! La joven canturreó con él. Nuevamente se puso el sol y volvieron a casa: el mismo camino denso y oscuro de cada día. Su padre seguía hablando mucho, hasta que se calló súbitamente. Llegaron a casa. Ella se fue a dormir, estaba más cansada que de costumbre: su padre desapareció en la oscuridad. Cuando Clotilde despertó era cerca del mediodía. ¡Nos hemos dormido! Corrió hacia el dormitorio de su padre, pero estaba vacío. El frío de la casa le dio hambre. No había nada que llevar a la boca, más que una corteza de pan duro y un dulce ya bastante seco. Lo engulló sin pensarlo y se quedó esperando. Cuando el sol volvió a caer, salió de la casa, y estuvo buscando a su padre durante horas. Y volvió a quedarse dormida. Eso era lo último que persistía en su memoria sobre lo acontecido aquella noche fatal. Después, nuevamente la oscuridad espesa y ella corriendo detrás de su padre, pero ya los fantasmas lo habían atrapado para siempre. Ahora sabía por qué su padre le temía a las palabras, qué veía cuando se pasaba horas en constante silencio. Ahora sabía que los últimos recuerdos que tienes de alguien son los que te acompañan para siempre. El Divorcio de mis Padres

Mi nombre es Adrián, tengo 10 años y mis padres acaban de divorciarse. Mi familia siempre había sido unida, nunca faltaban las cenas familiares ni los besos de buenas noches. Cuando mis padres nos dijeron a mi y a mis dos hermanas que se divorciarían no lo podíamos creer, mi corazón estaba destrozado y no pude evitar culparlos y sentir mucho enfado por no haber pensado en nosotros, sus hijos, al tomar esa decisión. A mi punto de vista mis padres eran egoístas.

Mis notas bajaron mucho en el colegio por la tristeza que me provocaba la separación, cuando mis amigos tocaban el tema me enfadaba mucho con ellos y con todos los que estuvieran a mi alrededor. Estaba tan deprimido que varias veces pensé en escaparme de casa y de la realidad. Seguramente mis padres nunca se detuvieron a pensar en todos los daños que nos traería su separación. Mi maestra de ética, quien era divorciada, me contó sobre su separación, la experiencia con sus hijos y el daño que le había hecho priorizar la unión familiar a su bienestar individual. Definitivamente hizo que abriera los ojos y me atreviera a pensar lateralmente… Todo este tiempo el egoísta había sido yo. Estaba pensando solamente en mi y en las implicaciones que la separación de mis padres me traían. Nunca me puse a pensar y reflexionar sobre el hecho de que los gritos y peleas entre ellos aumentaba día con día, que por querer que sus hijos fuéramos felices se estaban obligando a vivir juntos, lo que provocaba que su relación empeorara. Esa misma tarde, platiqué con mis hermanas, quienes también estaban tristes por la separación. Logré que entendieran que estar con alguien por darle gusto a los demás no es bueno y que debíamos pensar en que el divorcio les afectaba más a ellos que a nosotros. Tomamos la decisión de hablar con nuestros padres, por separado claro, y les hicimos ver que los comprendíamos y apoyábamos firmemente en sus decisiones. Ahora todo es mejor, no tenemos que escuchar los constantes gritos que anteriormente escuchábamos, no se siente la tensión en la casa y además vemos a nuestros padres equitativamente. Las cosas no han cambiado, aún seguimos pasándola muy bien cuando salimos con mi padre, aún recibimos los besos de buenas noches de mi madre y lo más importante es que aprendí que mis padres seguirán siendo mis padres aunque estén separados.

El gran partido Había una vez una pandilla de chicos aficionados al fútbol, que quería jugar el partido más memorable de todos los tiempos. Tras muchos días discutiendo sobre la organización, al fin acordaron, que cada uno de los integrantes del partido llevaría algo similar a lo que los futbolistas de verdad utilizan. Con todos reunidos en el lugar acordado y antes de que el balón rodara, no se ponían de acuerdo para quien era el primero en elegir a sus compañeros. Como aquello tenía pinta de alargarse, el árbitro dijo que elegiría aquel que hubiera traído la cosa más importante. Una gran idea, que no soluciono el problema, ya que todos pensaban que su cosa u objeto era imprescindible. Para evitar más enfrentamientos decidieron ir eliminando paulatinamente todas las cosas, para descubrir que era lo realmente importante. Así fue como uno tras otro, fueron desapareciendo las porterías, el silbato del árbitro, los guantes de los porteros e incluso el balón, que fue sustituido por una lata. Fue entonces, cuando un padre que pasaba por allí con su hijo, le dijo a su pequeño: -Míralos hijo, a pesar de no tener ni un balón para disfrutar del deporte, tienen la ilusión de jugar al fútbol, a pesar de que con esa lata no vayan a ser grandes futbolistas. Al escuchar estas palabras, los chicos descubrieron lo tontos que habían sido por dejarse llevar por el orgullo y lo aburrido que estaba resultando su gran partido. Mirándose unos a los otros y sin mediar palabra, comenzaron a poner de nuevo todo sobre el campo, jugando el mejor partido de sus vidas.

Sinécdoque

Definición: Una sinécdoque es un recurso literario que utiliza una parte de algo para referirse a un todo. Es de carácter retórico, donde todo ese algo u objeto es simbolizado de lleno. O decir algo en "sentido figurado". Ejemplo: 1. "Pies cansados en el camino de la vida", no se refiere al hecho de que los pies estén cansados o con dolor, sino que es un símbolo de una lucha larga y dura a través del viaje de la vida y el sentimiento de bajón, cansancio, pesimismo y "el camino de la vida 'no representa un camino real o la distancia recorrida, sino que se refiere a la secuencia completa de acontecimientos de la vida que ha hecho de la persona acabar cansada. Otros ejemplos: 2. "Trabajar para ganarse el pan". No se refiere sólo al pan sino a un todo más concreto. 3. "El resonar de los bronces". Se refiere a las campanas. 4. "Quedó sola con cuatro bocas que alimentar". Se refiere a los hijos. 5. "Es todo un Nerón" - se refiere a un hombre vil, tirano, cruel y despreciable como lo fue en su dia el emperador romano. 6. "García" es un lameculos del jefe por que no sabemos donde empieza él y donde acaba el jefe... en sentido figurado por supuesto... 7. "Nació con un pan debajo del brazo" es decir, nació en el seno de una família pudiente. 8. "Le sirvió la oportunidad en bandeja de plata" es decir, en el momento idóneo. 9. "A la niña la tratan siempre con cuchara de plata" es decir, la sobreprotegen y miman en extremo, como si fuera una reina.