Cuento El Ciervo Escondido

El ciervo escondido Un leñador de Cheng se encontró en el campo con un ciervo asustado y lo mató. Para evitar que otros

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El ciervo escondido

Un leñador de Cheng se encontró en el campo con un ciervo asustado y lo mató. Para evitar que otros lo descubrieran, lo enterró en el bosque y lo tapó con hojas y ramas. Poco después olvidó el sitio donde lo había ocultado y creyó que todo había ocurrido en un sueño.

Lo contó, como si fuera un sueño, a toda la gente. Entre los oyentes hubo uno que fue a buscar el ciervo escondido y lo encontró. Lo llevó a su casa y dijo a su mujer: -Un leñador soñó que había matado un ciervo y olvidó dónde lo había escondido y ahora yo lo he encontrado. Ese hombre sí que es un soñador.

-Tú habrás soñado que viste un leñador que había matado un ciervo. ¿Realmente crees que hubo un leñador? Pero como aquí está el ciervo, tu sueño debe ser verdadero -dijo la mujer.

-Aun suponiendo que encontré el ciervo por un sueño -contestó el marido- ¿a qué preocuparse averiguando cuál de los dos soñó?

Aquella noche el leñador volvió a su casa, pensando todavía en el ciervo, y realmente soñó, y en el sueño soñó el lugar donde había ocultado el ciervo y también soñó quién lo había encontrado. Al alba fue a casa del otro y encontró el ciervo. Ambos discutieron y fueron ante un juez, para que resolviera el asunto. El juez le dijo al leñador:

-Realmente mataste un ciervo y creíste que era un sueño. Después soñaste realmente y creíste que era verdad. El otro encontró el ciervo y ahora te lo disputa, pero su mujer piensa que soñó que había encontrado un ciervo que otro había matado. Luego, nadie mató al ciervo. Pero como aquí está el ciervo, lo mejor es que se lo repartan. El caso llegó a oídos del rey de Cheng y el rey de Cheng dijo:

-¿Y ese juez no estará soñando que reparte un ciervo? El poder de la experiencia

Una mujer tenía un hijo joven que se puso enfermo. El médico le dijo que su única cura residía en tomarse una pócima a la vez que permanecía en ayuno una semana. Pero el joven se encontraba en apariencia bien, y era incapaz de ayunar un solo día, a pesar de las continuas advertencias de su madre y el médico. Un día, la mujer oyó hablar de un sabio que vivía en un lugar lejano y que tal vez podría ayudarla. Fue a verlo y le contó su situación. El maestro dijo:

-Mujer, vuelve dentro de una semana con tu hijo.

A la semana, la madre y el hijo hicieron el largo viaje para presentarse de nuevo ante el sabio. Cuando llegaron a su presencia, éste le dijo al joven:

– Has de saber que si no ayunas una semana, será peligroso para ti -. Podéis marcharos.

La mujer, oyendo aquellas simples palabras, quedó desconcertada. Había sospechado que aquel hombre utilizaría algún poder extraño para convencer a su hijo, o tal vez realizase un poderoso ritual de petición a alguna divinidad.

-Señor -dijo-, hemos recorrido un largo viaje para verte, y lo único que se te ocurre decirle es algo que tanto su médico como yo le hemos repetido miles de veces. -No es lo mismo -respondió el sabio. -¿Y cuál es la diferencia? -quiso saber la mujer.

-La diferencia es que yo he estado ayunando esta semana.

Cuando regresaron a su pueblo, el joven guardó por propia voluntad la semana de ayuno, tomó la pócima y se curó. La mentira de los sucedáneos

Unos monos, durante una fría noche de invierno vieron a unos hombres alrededor de una hoguera. Al acercarse, inmediatamente advirtieron el calor que desprendía aquel extraño fenómeno de color rojo semitapado por maderas.

Cuentan que a partir de entonces, durante sucesivas generaciones, en las noches frías, los monos se reunían alrededor de unas maderas que colocaban encima de un círculo que previamente habían pintado de rojo. y si hablaban entre ellos, todos coincidían en que ese era el modo correcto de calentarse.

Cuando algún mono ignorante llegado de fuera declaraba que sentía el mismo frío alrededor del círculo rojo como lejos de él, era reprendido con severas admoniciones respecto al poco respeto que guardaba al conocimiento de los antiguos sabios.

Un día, un joven se arrodilló a orillas de un río. Metió los brazos en el agua para refrescarse el rostro y allí, en el agua, vio de repente la imagen de la muerte. Se levantó muy asustado y preguntó:

-Pero… ¿qué quieres? ¡Soy joven! ¿Por qué vienes a buscarme sin previo aviso? -No vengo a buscarte -contestó la voz de la muerte-. Tranquilízate y vuelve a tu hogar, porque estoy esperando a otra persona. No vendré a buscarte sin prevenirte, te lo prometo.

El joven entró en su casa muy contento. Se hizo hombre, se casó, tuvo hijos, siguió el curso de su tranquila vida. Un día de verano, encontrándose junto al mismo río, volvió a detenerse para refrescarse. Y volvió a ver el rostro de la muerte. La saludó y quiso levantarse. Pero una fuerza lo mantuvo arrodillado junto al agua. Se asustó y preguntó:

-Pero ¿que quieres? -Es a ti a quien quiero -contestó la voz de la muerte-. Hoy he venido a buscarte. -¡Me habías prometido que no vendrías a buscarme sin prevenirme antes! ¡No has mantenido tu promesa! -¡Te he prevenido! -¿Me has prevenido? -De mil maneras. Cada vez que te mirabas a un espejo, veías aparecer tus arrugas, tu pelo se volvía blanco. Sentías que te faltaba el aliento y que tus articulaciones se endurecían. ¿Cómo puedes decir que no te he prevenido? Y se lo llevó hasta el fondo del agua. Lo que digan los expertos y la mayoría

Un hombre tuvo un ataque cardíaco y todos lo dieron por muerto. Amortajaron el cadáver, lloraron las plañideras, prepararon los funerales y avisaron al sacerdote.

Pero no había fallecido, y cuando despertó, del susto de verse en un ataúd, volvió a desmayarse. Los asistentes llamaron a médicos y forenses, que dictaminaron:

-No había muerto, pero ahora sí que es un auténtico difunto.

-Se puso en marcha el cortejo fúnebre, y cuando ya estaba a punto de ser encendida la pira de incineración, aquel hombre se incorporó gritando:

-¡Estoy vivo! ¡Estoy vivo!

-No puede ser -gritaron familiares, amigos y conocidos-. Se ha certificado que estás muerto, estás preparado como un muerto, y se ha procedido como si estuvieras muerto.

-¡Pero estoy vivo! -gritaba aquel hombre despavorido.

Uno de los asistentes reconoció a un notario entre los presentes y le solicitaron su opinión:

– Todo parece indicar que este hombre está muerto -dijo el notario-, pero, no obstante, se ha de proceder según indique la mayoría. ¿Está vivo o está muerto?

-¡Está muerto! -gritaron todos al unísono.

-Pues si lo han dicho los expertos y esa es la opinión de la mayoría, la conclusión es que está muerto, ¡que se encienda la pira! Medicina para la mente

Un monje que conducía una carreta perdió el control de las caballerías que, espantadas, arrollaron en su loco galope a un niño causándole la muerte. El juez exculpó al conductor, pues todos los testigos relataron el hecho como un desgraciado accidente, pero el monje desde ese día vivió obsesionado por la culpa.

A cada hora del día y de la noche podía ver la cara del niño y oír su grito de dolor al ser aplastado por la carreta. De este modo, obsesionado de un modo enfermizo,

no lograba apartar aquel suceso de su mente, y así pasaron las semanas y los meses sin que el monje pudiera olvidar.

Atrapado por el dolor, decidió consultar con el abad:

-Si eres tan estúpido que no puedes vivir con eso, es mejor que tomes una determinación o en caso contrario vivirás atormentado el resto de tus días. -Lo intentaré, pero tengo grabadas en la mente la cara y el grito del niño.

Pasó un tiempo pero el monje no olvidó. El maestro le dijo:

– Tu única solución es buscar una muerte honorable. Si no puedes vencer eso, no mereces seguir viviendo como monje, yo te ayudaré a morir.

El abad sacó su afilada espada y le pidió al monje que se pusiera de rodillas. Éste, confundido y por la obediencia debida, hizo lo ordenado.

-No te muevas, te cortaré la cabeza de un solo tajo. El monje se sobrecogió de miedo, un sudor frío recorrió su cuerpo que comenzó a temblar.

El abad inició el golpe. La hoja avanzó velozmente hacia el cuello del arrodillado que oyó su silbido acercarse. En ese momento el terror lo paralizó.

Pero el abad detuvo la espada justo un milímetro antes que rozara la piel del monje. Con un fuerte grito preguntó:

– ¿Has oído ahora la voz del niño o has visto su cara?

– No -contestó el monje aturdido y todavía atrapado por el miedo. – Pues si han desaparecido una vez de tu mente, podrás lograrlo de nuevo. Ya no es necesario que mueras. No siempre es lo mismo

Un hombre noble y sereno viajaba con su burro por unos parajes solitarios. En un trecho del camino aparecieron unos bandidos y le robaron el burro y todo lo que llevaba.

Despojado de sus posesiones, aquel hombre continuó sus camino andando tranquilamente. Ante aquella actitud, el jefe de los salteadores dijo a sus secuaces:

-Es rara la actitud de ese individuo. Los demás suplican y ruegan por sus bienes.

Su comportamiento es el de un hombre sabio, por lo que es seguro que ocupe un alto cargo en el gobierno. Eso significa que cuando llegue a la ciudad y explique lo sucedido, la policía vendrá a capturarnos con redoblados esfuerzos, ya que se trata de un hombre importante. Lo mejor será que lo matemos.

Al poco tiempo llegó a la capital la noticia de la muerte de aquel hombre y las circunstancias de la misma, pues los bandidos fueron detenidos y confesaron su crimen.

Conocidas las causas de aquella muerte, los ciudadanos expresaron las más variadas opiniones sobre lo sucedido. Así, un padre dijo a sus hijos: -Si alguna vez caéis en manos de bandidos, no se os ocurra comportaros como ese idiota al que han matado.

Un día, aquel muchacho al que aconsejó su padre fue interceptado en su camino por unos salteadores. Una vez despojado de sus bienes, los bandidos le dijeron que se marchara tranquilamente. No obstante, recordando el muchacho la advertencia de su padre, porfió con los ladrones defendiendo lo robado. ]Los bandidos, viendo que apenas era un jovencito, decidieron olvidarse de él y regresar a su refugio, pero el muchacho los persiguió reclamándoles a voces lo que era suyo.

Ante la alternativa de que pudiera alertar con sus gritos a alguien, o de que pudiera seguirlos hasta su secreta guarida, el jefe de los ladrones, muy a su pesar, dio la orden de matarlo. Las mil y una noches, un relato corto de Juan Gracia Armendáriz

El día en que cenamos los tres por última vez lo hicimos como siempre. Vimos el telediario y supimos que una bomba había explotado en un mercado de Bagdad. Fue una cena frugal: sopa de sobre y tortilla francesa.

Mi hija preguntó qué era Bagdad y su madre le explicó que era una ciudad donde se contaban muchos cuentos. Yo la miré por encima del vaso de agua, y luego miré a mi hija, que sorbía la sopa, y después las imágenes del televisor, donde varios cuerpos permanecían tendidos en una calle polvorienta, entre chancletas y salpicones de sangre.

Recogimos los restos de la cena y luego acosté a la niña. Tragué saliva. Sentía una canica de hierro en la garganta, pero le conté El castillo de irás y no volverás. A su edad, era el cuento que más me gustaba. Ella me escuchó con atención. Con gravedad infantil. La besé en la frente y apagué la luz.

Mi mujer estaba terminando de empaquetar sus cosas en el dormitorio, así que debí esperar a que acabara para poder acostarme.

Ella se acomodó en el sofá del comedor. Puse el despertador a las ocho. Era la hora acordada.

Tomé un potente ansiolítico. Me encontraba en Bagdag, perdido entre gente que estaba a punto de morir en una explosión. Yo trababa de advertirles del peligro que corrían cuando sonó el despertador. No hubo escenas ni melodramas. Supongo que los efectos del ansiolítico amortiguan la despedida.