Charles Baudelaire

CHARLES BAUDELAIRE (1821-1867) LAS FLORES DEL MAL 1.VIDA Y OBRA Joseph-François Baudelaire, ex sacerdote que había aband

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CHARLES BAUDELAIRE (1821-1867) LAS FLORES DEL MAL 1.VIDA Y OBRA Joseph-François Baudelaire, ex sacerdote que había abandonado los hábitos, se casó en 1817 con Caroline Dufayis, una mujer mucho más joven que él. De esta unión, nació el 9 de abril de 1821, Charles Baudelaire. A los seis años, murió su padre y Caroline Dufayis, viuda de Baudelaire, se volvió a casar, al año siguiente, con quien sería el odiado padrastro del futuro poeta: un militar, el comandante Jacques Aupick. La infancia de Baudelaire se desarrollará, pues, según los destinos del comandante. En 1830, ya teniente coronel, se le destina a Lyon para reprimir los motines; allí se instala con su mujer y su hijastro en 1831. A partir de 1832, Baudelaire cursa sus estudios en el colegio real de Lyon. Cuatro años más tarde, el ya coronel Aupick vuelve a París, y Baudelaire ingresa como interno en el Liceo Louis-le-Grand donde obtiene premios de versos latinos. Es alumno brillante, aunque poco disciplinado y nada conformista; por estas razones, se le expulsa en 1839, aunque aprueba el examen de bachillerato superior. En esa época, el coronel Aupick es ascendido a general de brigada. En 1840-1841, Baudelaire se matrícula en la Facultad de derecho. Al mismo tiempo, conoce a Gérard de Nerval, a Balzac y a otros escritores del momento. Su vida de estudiante es la de la bohemia dorada, que estudia poco y se divierte mucho. Es la época en que Baudelaire tuvo relaciones con una prostituta, Sara, apodada «La Locuchette», quien, según la crítica erudita, le transmitió la sífilis. En vistas de que no iba a ser abogado, sus padres intentan que prospere en el comercio. Para ello, le hacen embarcar, el 9 de junio de 1841, en un buque rumbo a la India. Pero después de la escala en Isla Mauricio, el futuro poeta vuelve a Francia. Desde Burdeos, escribe a sus padres diciéndoles que vuelve siendo otro, más cuerdo. Ya es mayor de edad, de modo que cobra la herencia paterna, abandona la casa de sus padres y se instala en la isla Saint Louis. Conoce entonces a Jeanne Duval, una oscura actriz del teatro de bulevar, una mulata que será su amante durante muchos años y que inspirará no pocos poemas de Las flores del mal. En estos años, escribe sus primeros poemas, colabora en revistas y escribe una novela corta pero no encuentra editor. Sigue llevando una vida disipada; se cambia varias veces de domicilio, compra muebles, cuadros, tapices, todos caros, viste de dandy y da fiestas espléndidas en sus sucesivos pisos. De tal modo que en poco tiempo ha dilapidado la mitad de su herencia. Sus padres, inquietos por su futuro, le someten a las decisiones de un consejo de familia, figura jurídica que, en determinados casos, podía someter a un adulto a una tutela y administrar sus bienes. El 21 de septiembre de 1844, el consejo de familia decidió que, en adelante, percibiría una pequeña renta mensual de 200 francos. El notario Ancelle fue el encargado de llevar sus intereses económicos. Baudelaire reaccionó violentamente; se sintió humillado y este sentimiento le acompañaría hasta su muerte. En 1845, conoció a varios artistas y músicos en fiestas y empezó a consumir hachís. Se dedica a la crítica de arte: en abril, se pone a la venta su Salón de 1845. Las revistas empiezan a publicar poemas sueltos, como “A una dama criolla” (“À une dame créole”), que luego formarán parte de Las flores del mal. Sufre una crisis moral que le lleva a un intento de suicidio («Me mato porque soy inútil para los demás y peligroso para mí mismo»). Luego anuncia la publicación de un libro de poemas titulado Las lesbianas (Les lesbiennes).En esa época se empiezan a publicar traducciones de las

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obras de Edgar Allan Poe. Fascinado, Baudelaire, que no sabe inglés, aprenderá lo suficiente para poder leer, y posteriormente traducir, las obras del poeta americano. Sigue dando a la prensa y a las revistas pequeños trabajos. Las jornadas de la Revolución de 1848 (24-26 de febrero) ven a Baudelaire en la calle, gritando que hay que matar al general Aupick. Funda una revista que tendrá dos números. Y el 15 de julio publica su primera traducción de Poe, La revelación magnética (La revélation magnétique) y un poema, “El vino” (“Le vin”). En 1849, descubre y admira a Wagner, que acaba de estrenar Tannhäuser en Paris. El año siguiente, se publican tres poemas suyos, al tiempo que anuncia la edición de un libro de poemas titulado Los limbos (Les limbes): tal es el segundo título de lo que iban a ser Las flores del mal. Hasta 1856, irá traduciendo obras de Poe de manera continuada y las irá publicando en diversos periódicos. Admira mucho a Théophile Gautier, por lo que le dedicará Las flores del mal. El 30 de diciembre de 1856, Baudelaire vende al editor Poulet-Malassis un libro de poemas, Las flores del mal. Muere el general Aupick el 28 de abril de 1857 y el libro se publica el 25 de junio. Después de un artículo de Gustave Bourdin en Le Figaro, el 5 de julio, se embarga la edición por orden de la autoridad. Se organiza una campaña de defensa del poeta y de su obra, pese a la cual, el 20 de agosto, después de un proceso, Baudelaire, su editor y el libro son condenados por atentar contra la moral pública. Tal era la política de orden moral del gobierno de Napoleón III: el mismo año, procesó a Flaubert por Madame Bovary, aunque fue absuelto. Baudelaire, firma en 1860 un nuevo contrato con Poulet-Malassis para una segunda edición de Las flores del mal, aceptable por parte de la censura, enmendada, respecto de la de 1857, mediante la supresión de los poemas prohibidos, y el añadido de textos nuevos, como “El albatros” o “Sisina”. Esta segunda edición se publicó en 1861 sin problemas. En 1864, emprende un viaje a Bruselas para dar una serie de conferencias, de la que espera mucho para lanzarse y ganar un dinero del que, como siempre, anda escaso. Desanimado por el poco éxito de su actuación, enfermo y amargado, toma apuntes para un libro vengativo sobre Bélgica. EL 15 de marzo de 1866, Baudelaire sufre un ataque cerebral en la iglesia SaintLoup de Namur. No se repondrá de esta hemiplejia, que se repetirá el día 30 en Bruselas; ya afásico, el poeta será llevado a Paris, acompañado por su madre, a la clínica del doctor Duval. Después de un año de agonía, el 31 de agosto de 1867, muere Baudelaire; la propiedad literaria de sus obras fue vendida a subasta. Las publicaron, en siete volúmenes, Banville y Asselineau entre 1868 y 1870. 2. BAUDELAIRE POETA En el momento en que Baudelaire alcanza los veinte años, el Romanticismo está en su apogeo: la república de las letras cuenta con hombres como Lamartine, Victor Hugo, Musset, Vigny. Sus obras fueron las lecturas del joven Baudelaire, aunque su instinto los rechaza como modelos. Había que ser, pues, un gran poeta, sin ser ni Hugo, ni Vigny, ni Musset ni Lamartine. La obra de Baudelaire debía ser, por tanto, una respuesta al Romanticismo, a la estética de 1830; se explica que, sin tener mucho que ver con ellos, Baudelaire

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simpatizara con el Parnaso, la escuela del arte por el arte, con Leconte de Lisle en cabeza, con Banville, Heredia y Gautier. La actitud de Baudelaire, única en su época, antes de prefigurar el Simbolismo, que se relacionará con él, aparece, pues, como la de sus contemporáneos los parnasianos, como una necesaria puesta en orden del lirismo fácil, del canto apasionado, a veces inconsistente y ampuloso, que fue el peor Romanticismo. A la hora de hacer obra de poeta, habrá que olvidarse de los dictados de una inspiración complaciente, para invertir en el estudio, en una obra reflexiva que debe más a la elaboración efectuada a partir de la materia sensible que a la materia misma. Esta actitud explica que Baudelaire esperara tantos años para publicar un único libro, Las flores del mal, tras infinitas correcciones, recelos, dudas y borradores. Pero si Baudelaire se opone al Romanticismo por su actitud respecto a la labor del poeta, del mismo modo que se aparta de toda filosofía, de toda moral a priori, de todo estilo discursivo y de todo didactismo político, le debe al menos en apariencia el «satanismo», moda de los años 1840, que le permite abordar el problema central de su obra, el Mal, con una complacencia que ha sido mal entendida por sus primeros jueces y por la mayoría de la crítica que gusta de echarle la etiqueta de «poeta maldito». Y si Baudelaire se convierte en el padre de la poesía moderna, si es capaz de integrar y superar el Romanticismo, descubriendo, al mismo tiempo, su propia personalidad, es gracias al descubrimiento de Poe. Baudelaire empezó a leer la obra de Poe hacia 1847. Su admiración fue inmediata y total: el balance, al final de su vida, lo dice bien claro; son cinco volúmenes de traducciones, muchas de ellas con introducciones del más alto interés. El examen de la obra demuestra que este entusiasmo debe matizarse y que más valdría hablar de coincidencia en lo esencial, que es la poesía. Dos grandes personalidades entran en contacto, y el joven se reconoce, se revela a sí mismo en el espejo del viejo; como dice «me dediqué bastante tiempo a Poe porque nos parecemos un poco». Poe le proporcionó la confirmación de lo que sospechaba; le dio seguridad. Poe y Baudelaire desentonan en su país y en su tiempo. El rechazo de la sociedad moderna, de la sociedad industrial, del capitalismo salvaje característico de aquellos años es común a ambos poetas. Se comprende que el pensamiento del poeta esté enteramente dirigido, como lo será en Bélgica, en contra de la Francia del Segundo Imperio, la Francia del dinero, de las ambiciones frustradas, de los burgueses arrogantes, del pueblo laborioso y peligroso; es la Francia que condena a poetas y a novelistas, ignora a Stendhal, desconfía de la inteligencia y convierte a Victor Hugo en el símbolo de la oposición. Si Baudelaire admira a Poe es también por el insaciable anhelo espiritual que manifiesta constantemente y que Baudelaire comparte con él. Debe eliminarse la imagen moralizante de un Baudelaire depravado, vago, lascivo y blasfemador; Baudelaire fue un joven al que el placer y la diversión le atraían; fue uno más de los jóvenes artistas de su generación, alegre y despreocupado. Era un adolescente emancipado, que disfrutaba de su recién estrenada libertad y caía, como cualquiera, en todas las trampas de la facilidad. Pero Mi corazón al desnudo revela un Baudelaire piadoso, sumiso ante Dios, humilde y respetuoso, animado por una fe ardiente e insaciable, por un deseo de salvación del que habrá que acordarse al leer su obra. Poe y Baudelaire han recorrido juntos el sendero que lleva a Dios y a la belleza.

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Entre Poe y Baudelaire hay que concebir una comunidad espiritual y estética que teje entre los dos poetas una visión común del mundo y de la obra de arte, que se nutre a la vez de las aspiraciones más generosas, más humanistas, y también de la concepción pesimista del hombre y de su maldad natural, su mediocridad, su hipocresía y su ceguera. 3. LOS TEMAS DE LA POESÍA DE BAUDELAIRE Uno de los clichés más trillados considera a Baudelaire como el poeta de la vida moderna, el primero que se interesa por las ciudades. Si lo es será para decir hasta qué punto detesta la ciudad tentacular, que, para él, es el lugar geométrico de la desgracia humana. Y el campo no vale mucho más. No será nunca el eterno globe-trotter entusiasmado por las locomotoras y la técnica moderna. Sus viajes son imaginarios, pero sus sufrimientos son reales. Baudelaire aparece como poeta en medio del mundo por repulsión, no por adhesión; y por esta razón el mundo lo rechazó. No tiene mucha mejor opinión de la sociedad burguesa a la que reprocha su mojigatería y su hipocresía, su egoísmo, su cinismo, en pocas palabras: su falsedad engreída. Baudelaire detestó una sociedad que no entendía a unos franceses que, según dice, «se parecían todos a Voltaire», enemigos de las rosas, enemigos de la poesía. Su actitud de dandi sirve para establecer distancias, para intentar distinguirse, alcanzar en el aspecto más exterior y superficial aquella perfección que le obsesiona; es el último lance heroico en las sociedades decadentes; será, pues, una actitud ascética, un ejercicio espiritual de alto coste ― pues reduce a la más total soledad- que edifica una barrera entre el mundo inaceptable y el ser dolido, con el riesgo de que caiga en la apatía, en lo que Baudelaire llama su «pereza». Será la imagen concreta de su angustia vital, parálisis y pérdida de las facultades humanas de quien está inmerso en un mundo desproporcionado, en el que todos los valores espirituales han sufrido inflación, el trueque y la deformación, la especulación que nos aleja del innocent paradis des amours enfantines. El satanismo, el cantar, suscitar el Mal, desvelarlo por doquier es otra manera de establecer distancias: el poeta, lúcido, no suscribe el consenso, no se vela la faz púdicamente; dice con claridad lo que todos quieren callar. Lo que engendra el spleen está escrito en el primer verso del libro: el pecado, el error, la idiotez, la avaricia, y la lista no es exhaustiva. Es el mundo moderno, el hombre moderno, los valores modernos, es decir, la desilusión del hombre de una generación cuyos padres hicieron la Revolución para algo más que para matar al rey y proclamar la república y que contempla, consternada, a qué infierno se ha llegado. Cuando el poeta se pregunta ¿qué soy?, se reconoce, como dice Poulet, un hombre, un ser degenerado que en medio de su propia villanía se descubre poeta, es decir, aquel que puede decir, proferir la bajeza y los sueños de ideal. A este siniestro espacio humano se superpone rápidamente un espacio teológico: en Las flores del mal se habla a menudo de pecado y cuando no se habla se huele. Es un espacio que inclina al hombre hacia lo más bajo y por el que todos resbalan con mayor o menor rapidez; un espacio sin horizonte, uniformemente gris, que incita a la claustrofobia: el cielo bajo y pesado pesa como una losa —Baudelaire habla de “la tapa de un puchero”— y nos aboca al abismo, es decir, a la imposibilidad de escapar de la condición humana, del pecado, del error, de la avaricia, de la hipocresía... Quien no haya pecado nunca que arroje la primera piedra.

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Naturalmente, en este universo carcelario, bastante común en los demás románticos, y sobre todo en Hugo, se vislumbra la luz, se postula la trascendencia, un Ideal capaz de contrarrestar el spleen. Aunque el Ideal queda como un mero sueño, una aspiración íntima, algo remoto que se concibe y que nunca se alcanzará. De modo que la vida se presiente llena de sufrimientos irremediables porque el remordimiento pesa más que los mejores propósitos, y las faltas cometidas excluyen cualquier expiación futura. Esta postura permite hablar de la actitud «jansenista» de Baudelaire, finalmente el más pesimista del siglo. En su mundo, la belleza es de piedra, la belleza alcanzable, propia de las mujeres, será siempre degradada, testimonio, en el presente, de la imposibilidad de preservar la pureza del pasado. Existen remedios: dormir, no estar, dormir sin soñar, pues el despertar es más doloroso si se ha revisado la realidad soñándola. Y después viajar, que no es exotismo pintoresco, sino neurótico deseo de estar siempre en otro sitio que aquel en el que está. El viaje baudelairiano es siempre imaginario, indefinido, incierto y precario. «Los viajeros de verdad son aquellos que parten por partir»… Es la imagen de una agitación interior, un tormento que no cesa jamás, un desasosiego constante: la vida del poeta. Luego no habrá paisajes concretos ni horizontes precisos: vagas palmeras, perfumes, movimientos mecedores, un auténtico retorno al claustro materno. El atardecer, como el alba siniestra, son momentos de lentas transformaciones, insensibles agonías en las que la sensibilidad enfermiza del poeta se regocija, proclamando, como harán mucho más tarde los surrealistas, la radical inutilidad de todo. Si frente al mundo moderno se estructura una geografía onírica del país exótico, lujuriante y cálida, por el que pasean pulposas mujeres criollas, no pasa nunca de ser un Edén profano, huidizo, como la belleza, y que no tiene futuro. Así, las imágenes de infinito, el mar, los ojos de los gatos o las nubes que pasan, no se brindan jamás como un espacio que se podría recorrer, sino como la imposibilidad de cualquier trayecto, la confirmación cruel del encarcelamiento del hombre en los parámetros de su condición. En cuanto a la mujer, no es siquiera la Musa del poeta, como es norma. Además de la madre adorada y odiada a la vez, fueron cuatro las amantes relevantes: Sarah, la iniciadora; Jeanne Duval, la mulata; Marie Daubrun, y la «presidenta» Sabatier, las dos dulces rubias; y probablemente muchas más, que no contaron tanto. Baudelaire tiene con ellas dos posturas opuestas. Hay una mujer abominable, que llama la «mujer natural», es decir, sometida a la naturaleza, esclava de sus instintos de posesión, de maternidad: es el retrato más escandaloso de la degradación más paulatina del ser. La arruga es peor en el rostro femenino: allí está la decadencia irremediable del arte, de la belleza, de cualquier ideal; la mujer es semejante a un reloj que desgrana minutos y segundos, siniestra cuenta atrás que recuerda constantemente el paso del tiempo y que, por añadidura, se permite ser frívola. Culmina en el poema «Una carroña» en que se dan cita todas las imágenes de la femineidad terrible, las harpías y los monstruos, la miseria de las viejecitas, la crueldad de las furias, y la despiadada actitud de algunas madres. Otro modelo que ofrece de la mujer es la imagen como espejo de sensualidad; es la que inspira amor carnal y permite vivir siempre ebrio, fuera de uno mismo, en medio de olores, sedas y vapores; éstas subyugan, como la droga; ofrecen un símil de infinito, suficiente viático para el tránsito terrenal. Y, el tiempo de una ilusión, permiten alcanzar la unión de los contrarios, autorizan la alquimia espiritual, que anhela el poeta

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que clama: «Me diste tu fango y lo transformé en oro.» Habrá, pues, aquí también, una doble postulación, hacia la pureza, el sacrificio y la luz, por una parte, y hacia las tinieblas, el dolor, el pecado y el egoísmo, por otra. La figura de la Madona, amante y madre a la vez, ocupa un lugar ambiguo en este espacio femenino, donde florecerán veladamente todas las fantasías sadomasoquistas, hijas de un Edipo nunca bien resuelto. Esta amante-madre se tornará serpiente, puñal, símbolo fálico, que, para el psicoanálisis, significa que un complejo de castración ronda el texto y explica el spleen. Aunque se puede leer algo más. Detrás de la relación neurótica con la madre, el fantasma del texto materializa, a través de la escritura, la idea de que el poeta es la madre de su obra, que ha de morir al mundo para apoderarse de su propia madre, la lengua «materna», y producir así lo que el hombre puede perder, la virilidad, el poema, como quien da a luz y reproduce el drama del propio nacimiento. 4. LAS FLORES DEL MAL En esta obra, condenada por inmoral, aparecen sus temas característicos: hastío, la Belleza, la muerte, la embriaguez…Además, el autor es el primero en utilizar como material poético la nueva realidad urbana surgida de la revolución industrial, el paisaje de la ciudad moderna con sus masas anónimas, su miseria, etc. Su búsqueda moral y estética de una nueva realidad le llevará a la creación de un discurso poético del paraíso artificial: para combatir el Spleen (el tedio, el hastío de la vida cotidiana) , uno de los temas centrales de la obra, propone el “éxtasis de los sentidos” a través de ciertas experiencias o estímulos exteriores, como las drogas o el mal. Con Baudelaire comienza la poesía moderna: el poeta es un visionario que trabaja con el poder sugestivo de las palabras. Para el estudio de Las flores del mal se suele seguir el criterio de tomar como base la edición de 1861, sin perder de vista la de 1857, recogiendo, a manera de despojo exigido por la sociedad, los textos condenados, en el anexo. Pero no se pueden solapar las dos ediciones. Considerado de esta manera, el libro empieza por un poema dedicado al lector que, como se ha dicho, es un verdadero discurso del fiscal Baudelaire dirigido al «hipócrita lector», su semejante, su hermano, y cuya finalidad es introducir la noción de spleen. Le sigue la sección Spleen e Ideal que cuenta con ochenta y cinco poemas en los que se desgrana la irreductible oposición entre las aspiraciones más nobles del hombre y la irremediable atracción que el Mal ejerce sobre él. La sección siguiente, Cuadros parisinos, introduce el tema de la gran ciudad, es decir, de la modernidad, que se añade al Spleen inmanente y lo hace más real, más presente: se ve al poeta azorado, presa de un pánico interior que sólo la actitud de dandi permite disimular; en esta sección están los dos crepúsculos, el de la noche y el de la mañana, que cierra la sección con la imagen «Por sus tareas rotos volvían los noctámbulos», que sirve de transición hacia la sección siguiente, El vino. Los noctámbulos huyen de la realidad, como los borrachos, los drogados y todos los soñadores de ideal para los cuales la realidad es insoportable. Son los pobres, los asesinos, presa del remordimiento, los solitarios, huérfanos de amor, y los amantes que huyen hundiéndose en su propia sensualidad. Pero

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esta huida no está exenta de consecuencias y lleva a cultivar Las flores del mal, título de la cuarta sección y del libro mismo. Allí, la sensualidad se cifra en el desolador cuadro de dos lesbianas (“Mujeres condenadas”), el “Viaje a Citerea” conduce al pie de una horca en la que se balancea un cadáver y concluye con estos versos: «¡Ah, Señor!, concededme el valor y la fuerza / de contemplar mi alma y mi cuerpo sin asco.» La sección siguiente, Rebelión, pertenece a la más pura tradición romántica del poeta satánico y tenebroso. Comprende poemas tan provocadores como “La negación de San Pedro”, cuyo último verso «San Pedro ha renegado de Jesús... ¡Y ha hecho bien!» o las “Letanías de Satán”: «¡Apiádate, oh Satán, de mi larga miseria!» porque es el «Padre adoptivo de esos que en su cólera negra / Dios Padre del Edén terrenal ha expulsado». Después, sólo queda la incierta esperanza de La muerte, que da su título a la última sección del libro. Una muerte en la que vuelven a darse cita los amantes, los pobres y los artistas y que concluye con el largo poema, capital, titulado “El viaje”, en el que Baudelaire pasa revista a todas sus experiencias y desazones para acabar deseando realizar el último viaje, porque «nos hastía esta tierra»; y sólo queda «hundirnos, ¿Cielo, Infierno, qué importa?, / al fondo de lo ignoto, para encontrar lo nuevo.» El último verso del libro, que parece una luz encendida, una puerta abierta hacia otro mundo y otra vida, es, en realidad, el más desesperado del libro: bien sabe Baudelaire que poca novedad puede depararle el no ser. Cualquier cosa, en cualquier sitio, mejor que el Tedio. Para él, el fin del sufrimiento no es el principio de la felicidad. Con este verso empieza la reflexión moderna, la de nuestro siglo, sobre lo absurdo, y confiere a la obra un alcance metafísico que no supieron interpretar los jueces que le condenaron. Esta perspectiva sitúa a Baudelaire en la tradición de los grandes poetas de la condición humana que tienden a retratar la existencia como un infierno dantesco. De hecho, la edición de 1857 puede leerse como un criptograma donde críticos como Jean Richer han creído descifrar varias series de círculos infernales a la manera de Dante. En efecto, el spleen, el amor culpable, la lujuria y la muerte, forman cuatro círculos por los que vamos bajando irremediablemente; se añaden la esperanza del paraíso que es el ideal de amor y arte del poeta, el purgatorio del dolor. La sección Spleen e Ideal comporta a su vez siete círculos, que no se superponen exactamente a los siete círculos dantescos ni a los siete planetas del sistema solar, sino que se inspiran en ambas estructuras. Se puede observar también que el número inicial de poemas era de cien, y que Baudelaire insistió mucho en que su nombre de pila figurase sólo como inicial en la portada, tal vez para recalcar el simbolismo totalizador de la centena. Se observan también grupos numéricos de siete y once poemas, similares a los de la Divina comedia. Finalmente, no puede pasarse por alto que el libro empieza por «El pecado, el error...» y acaba con «el hastiante espectáculo del inmortal pecado». De modo que si Baudelaire no imita a Dante, como tampoco a Poe, coincide con él. Luego están los símbolos astrológicos, los siete planetas del sistema solar, a los cuales se añade, a veces, la Tierra. Hay, pues, un ciclo del Sol en el que dominan las imágenes de luz, que comprende los once primeros poemas; la luz se opone cada vez más al dolor y a la melancolía propias de Saturno: «¡Oh Dolor, oh Dolor! Come el Tiempo a la vida...» y nos llevan hacia las tinieblas y el olvido. El segundo ciclo es el de la noche y de la Luna, el de los hijos humanos de la noche, los sueños y los recuerdos que los engendran. Culmina con el éxtasis de amor que en la noche se reconoce a sí mismo, hasta que se dramatiza a los pies de esa gigante cuyos inmensos pechos, hasta

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ahora acogedores, sugieren el tema, propio del ciclo siguiente, de la Venus libitina, la Venus infernal de los romanos; es la parte más morbosa del libro, ya que evoca todo un universo de formas horribles. Es el ciclo de la carroña, de la judía repulsiva, de los gatos inquietantes y misteriosos, a los que se oponen los sueños de ideal y de amor exento de pecado. Concluye este grupo con “Armonía del atardecer”, un texto tímidamente solar que da paso al ciclo de Mercurio: es un grupo dinámico, que evoca los viajes y los deseos insatisfechos, todas las neurosis que nos minan, y nos hacen ser el Heautontimoroumenos, el verdugo de nosotros mismos. La vía está despejada para volver a Saturno. En el ciclo siguiente, el más baudelairiano del libro, estamos en contacto con lo más hondo de la desesperación humana, que ilustra magistralmente la serie de poemas titulados Spleen; es el mundo del sol negro, el de Nerval y el de los humoristas lúcidos. Allí se roza la locura, último refugio. El último ciclo es el de la Luna y del Limbo; ahí están los dos crepúsculos, las tristezas de la Luna y naturalmente la música. Es el ciclo de los recuerdos que permanecen en la memoria del cosmos, tal y como se pueden leer en los Cantos XV a XVII del Purgatorio de Dante. La trayectoria de Spleen e Ideal sigue una línea dominante nocturna y depresiva. Por un lado el Sol, la Venus celestial y Mercurio; por el otro, la Luna, la Venus libitina, Saturno y nuevamente la Luna. No hay ciclo de Marte ni de Júpiter, que son astros conquistadores y guerreros, monarcas de un mundo que el poeta ni quiere ni puede avasallar. El texto encierra muchos más misterios de los que, a primera vista, parece. Se ha observado, por ejemplo, que cada ciclo está dominado por un sistema vocálico fijo, que corresponde a la aplicación de teorías musicales . Por otro lado, la serie planetaria, estructurada por estas agrupaciones vocálicas peculiares, recubre otras series o setenas, como la de los pecados capitales anunciados en el poema liminar y representados por siete animales simbólicos. Y cuando Baudelaire celebra a los «faros», siete grandes artistas, aplica la teoría de las sinestesias anunciadas en el poema Correspondencias, asociando planetas, colores, vocales y notas musicales. Rimbaud recordará esta manera de codificar el mundo en su famoso soneto “Vocales”. En sus Notas nuevas sobre E. Poe, Baudelaire confesaba que concebía la tierra como reflejo del cielo, lo cual invita, efectivamente, a ver inscrito el destino personal en los astros, a inscribirlo, a su vez, en la obra; de este modo, el pasado, el presente y el futuro están predestinados y se comprende el abatimiento, no siempre tan digno como el de los jansenistas, de quien descubre lo irremediable del destino. Baudelaire era Virgo; es el símbolo universal de la femineidad; aparece en la Biblia con la expresión («nigra sed pulchra») y más de una vez en los versos del poeta. También abundan los emblemas de la femineidad inquietante, de la virgen negra: lo cual explica la obsesión de Baudelaire por las mujeres de piel cetrina, Jeanne Duval, la Malabaresa y, en el principio, Sarah, la judía bizca. Finalmente, hay que tomar en consideración la estética del oxímoron que, a su vez, también estructura la obra y que el poema liminar utiliza para describir el Tedio, «monstruo delicado». Es también la «oscura claridad» que dimana del astro nocturno,

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del ojo de los gatos y de todas las mujeres que fascinaron a Baudelaire. Este uso del oxímoron, mucho más frecuente en Baudelaire que en cualquiera de los demás poetas de su tiempo, llevó a pensar en una conexión entre la poesía de Las flores del mal y una tradición esotérica gnóstica, que Baudelaire hubiese conocido a través de un texto hermético traducido al francés en el siglo XVI, el Poïmandres. Se podrá descifrar la obra de Baudelaire siguiendo los planos estructurales de la Gnosis: el del dualismo metafísico y ético, el del dualismo suavizado por la posibilidad de una redención (gracias a la mujer) y, finalmente, por la afirmación de la individualidad, es decir, la unificación de la experiencia propia y del cosmos, experiencia propiamente místicas, que, más allá del pesimismo, se puede leer en el último poema, “El viaje”. En Las flores del mal el poeta sigue siendo un ser superior, pero es un Ícaro patético e irrisorio, “cuyas alas de gigante le impiden caminar” (véase el poema “El albatros”); su universo es a la vez cerrado e infinito, y su existencia es un drama que comporta cuatro aspectos principales, reiteradamente identificados por Baudelaire. El primero es el de la alteridad, es el tema del doble tenebroso: Venus, las mujeres, o aquel que se descubre otro a medianoche. El segundo actualiza la dualidad vivida según un modelo atractivo y repulsivo a la vez: Pandora, fuente de placer y de desastres. Un tercer tema interioriza, mediante el acto poético, la dualidad que le obsesiona. Es la figura hermética por excelencia, que confiere al texto las características del hermafrodita, más fecundo para sí mismo porque es estéril hacia fuera; para lo cual hay que pagar el precio de la soledad y de la incomprensión de los demás: ahí empieza el poeta a ser maldito. El cuarto tema es consecuencia directa de los anteriores: postula la iniciación y la transformación del fango en oro puro. Al final de la empresa, ya no queda lugar para la proyección hegeliana del Mal, sobre el cual, según creía, podían crecer las humanas flores; la flor es el Mal, del mismo modo que la víctima es el verdugo; la herida, el cuchillo, y Dios, el Demonio. Esta vasta empresa de coincidencia de los contrarios dota al poeta del emblema del mediador que requieren los tiempos modernos. Será capaz de realizar en sí mismo todos los oxímoros posibles. Las cosas no son siempre tan sencillas y, poco a poco, se ve que la magia no es bastante poderosa para redimir al hombre y al mundo a la vez. Sólo queda la «única gloria» permitida al hombre, descubrir la «conciencia del Mal», sin la cual nadie puede convertirse en artista. 4.1. Comentario de los poemas propuestos

II El albatros Por divertirse a veces suelen los marineros cazar a los albatros, aves de envergadura, que siguen, en su rumbo indolentes viajeros, al barco que se mece sobre la amarga hondura. Apenas son echados en la cubierta ardiente, esos reyes del azul, desdichados y avergonzados, sus grandes alas blancas abaten tristemente

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como remos que arrastran a sus cuerpos pegados. ¡Este viajero alado, oh qué torpe es y cobarde! ¡Hace poco tan bello, qué débil y grotesco! ¡Uno con una pipa le ha golpeado el pico, imita otro su vuelo con renqueo burlesco! El Poeta es semejante al señor de las nubes que ríe del arquero y habita en la tormenta; entre mofas y risas exiliado en el suelo, caminar no le dejan sus alas de gigante . El nuevo poeta modernista se siente como ese albatros, tan hermoso en el cielo pero desplazado, ridículo en el mundo que le ha tocado vivir ( “reyes del azul” pero “desdichados y avergonzados” en cubierta, ”torpe, débil, risible, feo”). Allá arriba, se encuentra lejos de la sociedad (“habita en la tormenta, se ríe del arquero); pero, en la vida real, “exiliado en el suelo”, es objeto de abucheos y de bromas; tiene las alas demasiado grandes y no puede caminar. El poeta, y por ende el artista, es un ser de enorme singularidad a quien son incapaces de entender aquéllos que viven en la rutina y la costumbre. «El albatros» es el poema más célebre y seguramente el más traducido de Las flores del mal. En él Baudelaire reflexiona acerca de la figura del poeta, comparándola con el albatros, un pájaro majestuoso que vuela por el cielo mostrando todo su esplendor, pero que una vez en la tierra, capturado por los marineros, se vuelve ridículo y torpe. El poeta es, también, un ser inadaptado, atrapado en un mundo al que no pertenece. Cuando escribe, despliega sus grandes alas, pero en la vida común parece inútil y aturdido. Siente el dolor de quien se sabe irremediablemente apartado del maravilloso destino para el que había nacido. «El albatros» no es un soneto, sino un poema formado por cuatro cuartetos con rimas cruzadas (lo que en métrica española llamamos serventesios). El esquema métrico de «El albatros» es el siguiente: 12A, 12B, 12A, 12B – 12C, 12D, 12C, 12D – 12E, 12F, 12E, 12F – 12G, 12H, 12G, 12H. El concepto de «azur», que aparece en el sexto verso, es esencial en la poesía de Baudelaire y en todo el movimiento simbolista. El «azur» es, en francés, el color azul del cielo; no se utiliza para designar ningún otro objeto azul. Los simbolistas utilizaban este término como metáfora de la aspiración y el genio que abrumaban al poeta, que le impedían ser feliz en la tierra.

IV Correspondencias La Creación es un templo de pilares vivientes que a veces salir dejan sus palabras confusas; el hombre lo atraviesa entre bosques de símbolos que lo contemplan con miradas familiares.

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Como los largos ecos que de lejos se mezclan con una tenebrosa y profunda unidad, vasta como la luz, como la noche vasta, se responden sonidos, colores y perfumes. Hay perfumes tan frescos como carnes de niños, Dulces tal como oboes, verdes cual las praderas -y hay otros, corrompidos, ricos y triunfantes, que tienen la expansión de cosas infinitas, como el almizcle, el ámbar, el benjuí y el incienso, que cantan los transportes de sentidos y espíritu. Es una característica de todo el movimiento simbolista -hasta sus epígonos, en pleno siglo XX- el presentar la naturaleza o los objetos en una consonancia recíproca, como si se quisiera evocar, con esta síntesis, antes una sensación, a la vez única y plural, que un contenido conceptual; o, para ser más precisos, el contenido del poema a partir de la resonancia que posee su propio material léxico y fonético. El primer ejemplo para elucidar esta cuestión se encuentra en “Correspondances”. En él, siguiendo sin duda una visión que ya fue romántica , Baudelaire expresa la correspondencia que existe entre los elementos de la naturaleza misma, es decir, el eco que se envían unos a otros, hasta confundirse en una unidad indiscernible. La crítica coincide en que “Correspondencias” es el credo estético del Poeta. Aquí la Naturaleza no es vista como una referencia pasiva, sino como una especie de conjunto «semiotizado», es decir, portador de sentido en la suma de todos sus signos («evocaciones») parciales. El hombre recorre esta naturaleza como si se tratara de un «bosque de símbolos», y no precisamente ajenos a la capacidad del ser humano de «interpretarlos», pues, como aclara Baudelaire, esas voces de la naturaleza, aunque confusas, no dejan de miramos con «familiar mirada». La segunda estrofa recoge propiamente lo que hemos denominado el efecto «sinestésico» de Baudelaire y de toda la tradición simbolista, pues, en el seno de la naturaleza tal como el poeta la ha caracterizado, sus «perfumes, sonidos y colores» (apelación al olfato, el oído y la vista) se funden y se responden entre sí «como difusos ecos». Con el verso " con una tenebrosa y profunda unidad” comienza la originalidad del poeta en el tratamiento del tema. No concibe el mundo como un todo regido por unos axiomas, monótonos e impersonales (pues esto sería la fuente del Tedio) sino que admite que “la tenebrosa y profunda unidad” de la creación engendra seres, situaciones, pensamientos y sensaciones infinitamente variados. Las dos últimas estrofas no hacen más que afinar en la descripción sensorial de estos ecos o estas «confusas voces», al hablar de «perfumes frescos como un cuerpo de niño» -de hecho,

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como su piel; verso en el que se dan cita el tacto y el olor-, de otros «dulces como el oboe» -aquí aparecen mezclados el sabor y el sonido-, de otros «verdes como praderas» -aquí está la visión-, y, por fin, muy al estilo contradictorio o chocante de la poesía de Baudelaire, de otros «corrompidos, triunfantes, saturados / con perfiles inciertos de cosas inasibles». Y siguen los dos últimos versos del soneto, en los que queda claro que los distintos olores y tactos de esta naturaleza se corresponden a un mismo tiempo con los «transportes» del alma (el aspecto intelectual o espiritual) y de los sentidos (el aspecto sensual).Estos tercetos desarrollan la idea de que ciertas analogías llevan hacia la pureza y la inocencia, " el inocente paraíso" y otras hacia la corrupción y el vicio.

X El enemigo Mi juventud fue sólo tenebrosa tormenta, por rutilantes soles cruzada acá y allá; relámpagos y lluvias la hicieron tan violenta, que en mi jardín hay pocos frutos rojos ya. Y heme que ya el otoño toqué de las ideas, y rastrillos y pala ahora debo emplear para igualar de nuevo el terreno inundado, donde el agua agujeros cual tumbas fue a cavar. ¿Quién sabe si las flores nuevas que en sueño anhelo hallarán como playas en el regado suelo el místico alimento que les diera vigor? -¡Dolor!, ¡dolor! ¡El Tiempo, ay, devora la vida, y el oscuro Enemigo que roe nuestro interior con nuestra propia sangre crece y se consolida! Este poema data de 1854-1855, época en que Baudelaire cree haber alcanzado el otoño de su vida y estar a punto de iniciar una nueva etapa. Por tanto, constituye un balance moral y espiritual. (v.11).El poema se inicia con una aseveración directa, que es el resultado de una dolorosa comprobación: ha transcurrido el tiempo y hoy la juventud es sólo un recuerdo, pero un recuerdo que se ha hecho carne en el sujeto lírico. Éste se vale del lenguaje figurado para recrear paisajes del ayer. Al efectuar un balance de la existencia, define su juventud mediante una metáfora: “Mi juventud fue sólo tenebrosa tormenta” . Las situaciones vividas le permiten concluir, en medio de la madurez presente, que no todo fue tan tormentoso sino que a veces hubo “soles centelleantes”, pero éstos únicamente sirvieron para resaltar aún más la crudeza de las situaciones adversas.

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Procediendo por analogía, corresponde recordar que uno de los imperativos románticos estuvo constituido por la búsqueda de la juventud perdida, y que este mismo romanticismo se expresa mediante el símbolo de la juventud. Ahora bien, si el sujeto lírico sólo reactualiza un pasado tormentoso, en donde la juventud no alcanza pleno desarrollo, entonces podemos anticipar el sentimiento de desazón y angustia que domina al sujeto en este presente. El movimiento poético se ofrece entre sutiles contrarios: los “soles centelleantes” que aparecían "aquí y allá" interrumpían momentáneamente la oscuridad de la tormenta; pero los mensajeros de esta misma tormenta, las “lluvias y los rayos”, causaron tanto daño que hicieron olvidar el calor y la luz de los fugaces soles, y se llevaron consigo los frutos del jardín. La primera metáfora identifica el plano real A: "Mi juventud" con el plano evocado B: "tenebrosa tormenta"; circunstancias que se modifican con la segunda metáfora, que retoma la juventud para el plano A, pero éste se ve ahora interferido por el plano B: "rutilantes soles" los cuales se anuncian mediante el participio "cruzada" y se condicionan por la referencia circunstancial "aquí y allá". Las lluvias y los rayos son elementos simbólicos que refieren a una nueva faceta de la destrucción y que nos conducen a la contemplación de lo que ha quedado: los pocos frutos rojos del jardín. Este nuevo elemento, el jardín, también aparece como símbolo de la juventud. La juventud se recrea como un jardín cultivado con esmero, pero al observar los frutos rojos alcanzados sólo puede comprobarse que son pocos. El segundo cuarteto se inicia con una expresión modal: "Voilà”(“Heme”)"; ésta permite señalar la continuación del desarrollo conceptual. El sujeto lírico sigue exponiendo y agrega: " ya el otoño toqué de las ideas "; ha llegado a una determinada madurez intelectual y juzga que éste es el momento de reconsiderar lo realizado hasta el presente, ha llegado el instante de la restructuración. Las palas y los rastrillos serán los instrumentos, y la tarea de reagrupación comenzará. Éste es el verdadero sentido de la existencia romántica: nunca rendirse ante el fracaso, por el contrario, continuar en la lucha y volver a empezar tantas veces como sea necesario. Las tierras inundadas, donde las aguas cavan sus pozos como tumbas, constituyen el territorio donde actuará el personaje romántico. El sujeto lírico conoce perfectamente la desolación y aridez de su microcosmos pero no se arredra; aun así quiere iniciar la dura acción. Simultáneamente, en el segundo cuarteto aparecen expresiones como " el otoño", "tierras inundadas", "el agua", "cual tumbas". De una u otra manera, estos términos aluden a la desolación romántica ante la muerte: el otoño de la existencia, cuando el hombre sólo espera y teme; las tierras inundadas como símbolo inhóspito y muy amargo; el agua que bien puede dar la vida como quitarla; las tumbas, que son desolación nostálgica y abandono total. En fin, el conjunto integrado por estos constituye el recuerdo de una existencia ya transcurrida. La situación interrogativa define el contenido del primer terceto. Esta interpelación conlleva una duda angustiosa: encontramos el término "Quién sabe". De nuevo en el centro rítmico del soneto aparece un término fundamental y definitorio en el desarrollo conceptual de los respectivos poemas y que ahora se reviste de un carácter 13

dubitativo. El sujeto lírico ha soñado con flores nuevas que adornen y alegren la desolación de su jardín, pero lo que desconoce es si esas flores podrán triunfar en el inhóspito sitio al que todo ha quedado reducido. Ha soñado con un mundo mejor, pero tiene miedo por el inmenso abismo que existe entre la realidad y la actividad onírica. Sólo flores vigorosas podrán ocupar el lugar vacío, pero ¿contarán con el alimento místico necesario para lograr ese vigor? Sólo el tiempo podrá señalar el alcance de estos sucesos, y mientras esto ocurre lo único que puede apoyar al poeta romántico es la esperanza que se sustenta tan sólo en un sueño. Define al segundo terceto el carácter admirativo. Se inicia con dos vocativos repetidos en sucesión temática: "Oh dolor! oh dolor!" Es ésta una profunda reflexión sobre el dolor de los otros y fundamentalmente sobre el dolor propio. Surge como un grito en medio del poema al que sigue la meditación: "El Tiempo devora la vida". Ese "Tiempo" escrito con mayúscula inicial y personificado en su rasgo trascendente de devorador de instantes, es el que aparece vigoroso y cruel. Las dimensiones temporales pasado, presente y futuro parecen señalar que el presente no existe sino que se va consumiendo minuto a minuto. El tiempo es una realidad escurridiza inventada por el hombre para medir los momentos de su desazón. La imagen del Tiempo devorador es frecuente. Por ello debe relacionarse con todas las imágenes que expresan una agresión, especialmente las que comportan uñas, dientes, garras etc. La imaginación romántica, decididamente atenta a este tema, dio una versión muy popular de este arquetipo con el personaje del conde Drácula y las historias de vampiros. En el penúltimo verso aparece por fin la imagen de " y el oscuro enemigo”. El papel que éste cumple se parece al que el sujeto lírico adjudicaba al Tiempo. El oscuro Enemigo roe el corazón. Es necesario comparar la fuerza expresiva del verbo “roer”, que en el contexto del soneto viene a sustituir a la expresión “comer”, atribuida al Tiempo. Los verbos "devorar", "roer" y los dos sujetos que cumplen estas funciones resultan identificados por la respectiva personificación: el Tiempo y el Enemigo. Este último, a manera de un horrible animal, crece y se fortifica con la sangre que nosotros perdemos. La duda planteada a través de la expresión "Quién sabe" se mantiene vigente al concluir el soneto; mientras que, por su parte, el grito desgarrador del sujeto lírico "Oh dolor! Oh dolor!" se revela como la constante del poema

XVIII EL ideal No serán nunca esas beldades de viñetas, productos averiados, hijos de un siglo golfo, dedos con castañuelas y pies con borceguíes, las que un pecho sabrán deleitar como el mío. A Gavarni, poeta de las clorosis, dejo su tropel gorjeante de hospicianas bellezas, pues no puedo encontrar entre esas rosas pálidas

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una flor a mi rojo ideal parecida. ¡Lo que mi corazón abisal necesita, Lady Macbeth, sois vos, alma fuerte en el crimen, sueño de Esquilo al clima del austro germinado; oh bien tú, Noche inmensa, hija de Miguel Ángel, que en una extraña pose apacible retuerces tus encantos forjados en las titáneas bocas! Este poema debe considerarse como una continuación o aplicación de las ideas expuestas en el anterior (XVII La Belleza). La belleza ideal romántica es delicada, pálida hasta la tuberculosis, discretamente pintoresca y finalmente distante. Sin embargo, Baudelaire y sus amigos se teñían el pelo de rojo y se inclinaban por la belleza al estilo de Rubens. De nuevo la humanidad degradada es descrita, en el contexto de la edad de hierro. No hay oposición entre edad de hierro y edad de oro. La caída viene por la progresiva degradación de la energía. El poeta se queja de un tiempo enérgico, sin freno. Ninguna violencia puede oponerse al yo salvaje. El caos, el tiempo y el yo son las tres dimensiones contempladas en su perspectiva gigante por el poeta. La feminidad es evocada en contraposición con los tiempos Grandes. En la época de Baudelaire no se trata de la "fleur qui ressemble à (son) rouge idéal" (“flor que se acerque a mi rojo ideal”). El arquetipo del rojo, símbolo de fecundidad, de sangre creadora, se convierte en este momento en "pâles roses" –“rosas pálidas”-. El tiempo grandioso de “J'aime le souvenir” ..., desaparece. Baudelaire alude a una época corrupta, más vacía; un amor y una sexualidad sin fuerza, no como las que soñó en la edad dorada. El poema progresa hacia el Caos.

XXI Himno a la belleza ¿Vienes del hondo cielo o del abismo sales, Belleza? Tu mirar, infernal y divino, vierte confusamente beneficios y crímenes, por lo que se te puede comparar con el vino Tus dos ojos contienen el poniente y la aurora; esparces más perfumes que ocaso tormentoso. Tus besos son un filtro y tu boca es una ánfora que hacen cobarde al héroes y al niño valeroso. ¿Sales del negro abismo, o bajas de los astros? Como un perro, el Destino sigue ciego tu falda... Al Azar vas sembrando la dicha y los desastres, 15

y todo lo gobiernas sin responder de nada. ¡Caminas sobre muertos y te burlas, Belleza! El Horror, de tus broches no es el menos precioso; y el Crimen, que se cuenta entre tus caros dijes, danza amorosamente en tu vientre orgulloso. Deslumbrado, el insecto vuela hacia ti, candela. Crepita, estalla y dice: "¡Bendigamos la antorcha!" El amante, jadeando sobre su bella amada, parece un moribundo que acaricia su fosa. ¿Qué importa así del cielo vengas o del infierno, Belleza, monstruo enorme, ingenuo y atrevido, si tu mirar, tu pie, tu faz me abren la puerta de un infinito que amo y nunca he conocido? De Satán o de Dios, ¿qué importa? Ángel, Sirena, ¿qué importa si me vuelves- hada de ojos sedantes, ritmo, perfume, luz, ¡oh tú, mi única reina!menos horrible el mundo, más cortos los instantes? Este poema pertenece al fondo más tardío del libro; habla pues el poeta maduro que ha superado el satanismo y el gusto morboso de la generación de 1830. Si ahora le atrae el horror es porque constituye una metáfora dinámica del infinito. Refleja la incertidumbre de Baudelaire ante el misterio de la belleza. Se trata de un canto, de una suerte de himno religioso. La Belleza es manifestación de lo Sagrado, pero la naturaleza de lo Sagrado permanece oculta. En el poema se oponen lo ascendente y el descenso (interrogación, afirmación, interrogante, etc.). Confluyen en la belleza el cielo y el infierno, los astros y las tinieblas, el bien y el crimen, la muerte y el nacimiento, la alegría y los desastres, la irresponsabilidad y el poder absoluto, el horror y el asesinato, la cobardía y la valentía, el sexo y la muerte, Eros y Tánatos. A los ojos del poeta, es, indiferentemente, Dios o Satán, ángel o diablo. La belleza genera y destruye el tiempo, simultáneamente. Aparece con forma de mujer (relación entre imágenes de tiempo, muerte y regeneración). Devuelve a los instantes su parte positiva, no importa su naturaleza mientras haga al mundo “menos horrible y los instantes más leves”.

XXII Perfume exótico Cuando una tarde cálida del otoño respiro Con los ojos cerrados, el olor de tu seno, Desplegarse contemplo jubilosas riberas Que deslumbran los fuegos de un monótono sol.

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Una isla indolente donde frutos sabrosos y singulares árboles da la Naturaleza Hombres de vigorosos y de delgados cuerpos , mujeres cuyos ojos por su franqueza asombran. Hacia esos dulces climas por su aroma llevado Veo un puerto colmado de velas y de mástiles Todavía cansados por las olas marinas, Mientras del tamarindo el ligero perfume, Que circula en el aire y mi nariz impregna, En mi alma se mezcla al canto marinero. Este poema está compuesto – según Alain Verjat, en Cátedra, pág. 145– para la mulata Jeanne Duval, amante de Baudelaire, que le inspiró una pasión atormentada y para quien escribió el llamado “ciclo de Jeanne Duval”, es decir el conjunto de textos integrados en el libro y que nacen de su vida en común. A juicio de Jordi Llovet (edic. La Butxaca, pag. 583) combina, pues, la alusión a una mujer concreta con una serie de correspondencias sensuales relativas a una evasión a tierras lejanas. Posee un marcado carácter sensitivo –ya presente desde el mismo título- en distintos niveles: olfativo: (“del otoño respiro”, v. 1; “el olor de tu seno”, v. 2; “por su aroma llevado”, v. 9; “el perfume de verdes tamarindos / que mi nariz impregna”, vv. 12-13); gustativo: (“donde frutos sabrosos”, v. 5; “esos dulces climas”, v. 9; visual: (“con los ojos cerrados”, “que deslumbran los fuegos”, v. 4), de clara intención sinestésica. El uso de la adjetivación presenta algunos desplazamientos calificativos, como por ejemplo en “contemplo jubilosas riberas” (v. 3), y en “[contemplo] una isla indolente (v. 5)” por “jubiloso e indolente contemplo riberas y una isla”, de atribuciones claramente humanas: “de velas y de mástiles todavía cansados” (vv. 10-11). Anuncia los tres temas puntales de la pasión baudeleriana: la sensualidad, la evasión (especialmente hacia mundos exóticos) y el viaje. El exotismo –que se manifiesta ya desde el mismo título – viene reforzado por cierto vocabulario aplicable a lugares lejanos: “isla, frutos sabrosos, singulares árboles, hombres vigorosos y esbeltos, mujeres de mirada asombrosa, dulces climas, puertos repletos de barcos, verdes tamarindos (árboles originarios de Asia)”. El poema se puede dividir en dos partes: la primera comprende los dos cuartetos: tras la situación inicial desencadenante del texto, se desarrolla la descripción evocativa del paisaje soñado. Desde el verso 9 –los dos tercetos finales – se confiesa definitivamente arrastrado, y en esa progresión se alcanza con una culminación anímica, total de los sentidos. A partir de la calidez del seno femenino y de la tarde otoñal, la imaginación del poeta se traslada hacia territorios transoceánicos, casi paradisíacos, donde se produce definitivamente la comunión total del poeta con el paisaje: el perfume de los tamarindos impregna sus sentidos y por el aire se mezcla en su alma.

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Podemos apreciar un raro equilibrio entre el romanticismo que propugna la evasión de la realidad a lugares lejanos y el parnasianismo modernista de mundos exóticos e idealizados que buscan la belleza a través del sentimiento amoroso. El poeta se encarga de descubrir el sentido oculto del mundo y darlo a conocer mediante un lenguaje sugerente, cargado de musicalidad, cromatismo y expresiones sensoriales. Ahora se trata de un poema de amor, pero los «referentes objetivos» sirven para reforzar, ambientar o definir ese amor ya no son los que solemos encontrar en la poesía romántica, sino unos muy novedosos, exóticos en este poema, fundados en la sensualidad y en la ya descrita concurrencia y correspondencia de los cinco sentidos. La mujer aparece como una auténtica diosa. Instaura en tanto que divinidad, la edad de oro para su amante: su perfume mágico recrea un presente continuo, eterno. El poeta tiene los ojos cerrados y el olor de la mujer suprime la duración profana para instaurar un tiempo sagrado. El hombre es guiado a un Edén perfecto, en el que el trabajo no es necesario, exótico, en armonía, no sólo entre el hombre y la naturaleza, sino en armonía con todas las capacidades sensoriales -poema especialmente sugerente en cuanto a la sexualidad y lo sensorial-.

XXIX Una carroña Recuerda el objeto que vimos, alma mía, aquella bella mañana de verano tan dulce: al torcer de un sendero una carroña infame sobre una cama sembrada de guijarros, las piernas al aire, como una mujer lúbrica, ardiente y sudando los venenos, abría de una manera descuidada y cínica su vientre lleno de exhalaciones. El sol brillaba sobre esta podredumbre, como para cocerla a punto, y de rendir al céntuplo a la gran Naturaleza todo esto que al mismo tiempo había unido. Y el cielo miraba el esqueleto soberbio como una flor abrirse. El hedor era tan fuerte, que en la hierba te creíste desmayar. Las moscas zumbaban sobre este vientre pútrido, de donde salían negros batallones de larvas, que se deslizaban como un espeso líquido a lo largo de estos vivientes harapos. 18

Todo aquello descendía, subía como una ola, o se lanzaba chispeante; se habría dicho que el cuerpo, hinchado de un aliento vago, vivía multiplicándose. Y este mundo comportaba una extraña música, como el agua corriente y el viento, o el grano que un aventador de un movimiento rítmico agita y devuelve a su harnero. Y las formas se borraban y sólo eran un sueño, un esbozo lento en venir, sobre la tela olvidada, y que el artista acaba solamente para el recuerdo. Detrás de las rocas una perra inquieta nos miraba con aire enojado, espiando el momento de recuperar del esqueleto el trozo que había abandonado. _Y, por tanto, tú eres parecida a esta inmundicia, a esta horrible infección, estrella de mis ojos, sol de mi naturaleza, tú, mi ángel y mi pasión. ¡Sí! tal serás, oh, reina de las gracias, después de los últimos sacramentos, cuando irás bajo la hierba y las floraciones grasas, a enmohecer entre las osamentas. Entonces, ¡oh, mi belleza! dile al gusano que te comerá a besos, que he guardado la forma y la esencia divina de mis amores descompuestos.

 

Poco hay que añadir al sentido diáfano de estos versos, en los que la enamorada es comparada con la carroña de un perro: no puede llevarse más lejos el intento de desmitificar el modo en que la poesía amorosa de todos los tiempos, hasta entonces, había cantado el amor a la dama. Al principio, el lector va a creer que se trata solo de la descripción de una carroña, sin que imagine ni por asomo que el

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poema acabará con la comparación entre ésta y la mujer amada. Cuando la equivalencia se presente claramente en la estrofa «—Y sin embargo, igual serás que esta inmundicia», el lector no tendrá más remedio que pensar que expresiones como «lúbrica mujer» que se abre «de forma indolente y cínica», sobre cuyo «vientre pútrido» danzan las moscas y avanzan las larvas a millares, se refieren ni más ni menos que a la mujer que acompaña al poeta por ese camino. El sendero debe de ser rústico, por lo que dice el poema, pero es evidente que el tono del poema se aleja absolutamente de lo que los lectores estaban acostumbrados a ver en tales lugares idílicos. Del locus amoenus que acompañaba a las situaciones amorosas en la poesía latina o renacentista hemos pasado a un lugar igualmente «natural», pero de una naturalidad extrema y repugnante: así se vengaba Baudelaire, en cierto modo, del éxito que todavía tenían por aquellos tiempos los poetas tardorrománticos, sensibleros y llorones. No hay duda de que el poeta se proponía enfrontar esta «poética del amor» con la que había recibido de las generaciones anteriores, pues habla irónicamente, en las últimas estrofas, refiriéndose a la mujer, de «estrella de mis ojos, claro sol de mi vida, tú, mi pasión, ¡mi Ángel!», y «reina de las gracias». El poema acaba de una forma muy similar a como acababan algunos sonetos de amor que hemos analizado antes, en especial de la tradición renacentista: Ronsard (“Cuando seas muy vieja…”), Shakespeare y muchos más, habían recurrido al lugar común de asegurar que el poema sobrevivirá a aquél o aquélla a quien fue dirigido, que es una de las formas de dar la razón a la expresión: Ars longa, vita brevis. Baudelaire dice que guardó «la forma y la divina esencia de [sus] descompuestos amores», y ello debe entenderse en el sentido de que un poema – incluso éste- guarda el recuerdo de un amor mucho más allá de la vigencia de este amor, e incluso más allá de la existencia terrenal de la persona cantada. Así lo vimos en el soneto XVIII de Shakespeare: «Y crecerás en inmortal poema que existirá / mientras el hombre aliente renovando tu vida eternamente.» La Carroña es una composición dividida en tres partes puestas en contraste. En primer lugar encontramos una descripción vigorosa sobre lo horrible (estrofas I a V y IX); después una ensoñación, hechas de imágenes espiritualizadas (olas, música y formas) (VI-VIII), que es una transposición lírica; y finalmente la reacción filosófica (las tres últimas estrofas), que es la expresión de su espiritualismo más puro, expresado mediante el contraste de términos antitéticos: “inmundicia” e “infección” frente a “ángel”, “estrella” y “sol” (estrofa X); “gracias” y “sacramentos” frente a “enmohecerte” y “osamentas” (estrofa XI); y “hermosa” frente a “gusano”, o, “la esencia y la forma divina”, frente a “amores descompuestos” (estrofa final). En los dos últimos versos del poema se testimonian los términos de una precisión metafísica que hacen honor a la formación del poeta. Los conceptos de “esencia”, de esencia divina, y de “forma”, categorías que aparecen con todo rigor en la terminología platónica y aristotélica como dos principios universales.

XXXI El vampiro

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Tú que como una cuchillada entraste en mi triste pecho, tú que, fuerte cual un rebaño de demonios, viniste, loca, a hacer tu lecho y tu dominio en mi espíritu humillado. --Infame a quien estoy unido como a su cadena el galeote, como al juego el jugador, como a la botella el borracho como al gusano la carroña, --¡maldita seas, maldita! Rogué al rápido puñal que mi libertad conquistara dile al pérfido veneno que socorriese mi cobardía. Mas ¡ay! puñal y veneno despreciándome, me han dicho: "No mereces que te arranquen de esa maldita esclavitud, ¡imbécil! --si de su imperio nuestro esfuerzo te librara, tus besos resucitarían de tu vampiro ¡el cadáver!". Feminidad terrible y demoníaca de nuevo. La divinidad ejerce su poder por la violencia irresistible ( “Tú que en mi corazón doliente entraste/como una cuchillada”-). Esclaviza el espíritu para convertirlo en su lecho y su dominio. Para demostrar la infamia del servilismo erótico en el espíritu humillado, Baudelaire lo compara al encadenamiento, al borracho y su botella... Pero el peor servilismo es el que el vampiro encuentra en la complicidad del hombre mismo (arquetipos vampirescos, referentes habitualmente de la feminidad devoradora, imágenes de un devenir destructor, dulcificado por el erotismo, pero dudoso). El tema del vampiro y del vampirismo forma parte de la tradición romántica más antigua. Pero detrás del tema literario está nuevamente Jeanne Duval y la atracción que ejerce sobre el poeta. Este es consciente de que necesita de su vampiro y que el mal radica en él mismo.

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XXXIV El gato Ven, bello gato, a mi amoroso pecho; Retén las uñas de tu pata, Y deja que me hunda en tus ojos hermosos Mezcla de ágata y metal. Mientras mis dedos peinan suavemente Tu cabeza y tu lomo elástico, Mientras mi mano de placer se embriaga Al palpar tu cuerpo eléctrico, A mi señora creo ver. Su mirada Como la tuya, amable bestia, Profunda y fría, hiere cual dardo, Y, de los pies a la cabeza, Un sutil aire, un peligroso aroma, Bogan en torno a su tostado cuerpo. Domina en la obra de Baudelaire una actitud de contenida crispación irónica como la que expresa este conocido poema. Aquí el conflicto aparece sumido en el objeto, ante el cual el poeta se limita al parecer a reaccionar del modo que el mismo le dicta. La descripción se mantiene en un tono de aparente indiferencia y desasimiento por parte del sujeto que habla, procede con una objetividad aplicada sólo a destacar con fiel precisión las notas contrastantes presentes en lo descrito, las cuales operan sobre el lector atrayéndole y repeliéndole alternativamente y embutiéndole de esta manera el conflicto dentro del ánimo. Nótese el arte con que en las dos primeras estrofas se suceden alternativamente expresiones que evocan afecto complacido en los versos impares (v. 1 “a mi amante pecho”, v. 3 “tus bellos ojos”, v. 5 “mis dedos acarician”, v. 7 “se embriaga de placer”) y expresiones que indican repulsión en los versos pares: en el v. 2, la insinuación agresiva de las garras del gato, y en este mismo verso y los vv. 4, 6 y 8, las rimas, duras, afiladas, metálicas. En los tercetos la identificación del gato y la mujer es ya inmediatamente explícita, y claro y poderoso el contraste entre la atracción con que el lector se ve llevado a participar en el afecto del poeta implícito en ciertas expresiones (¡ese “amable” del v. 10, tan frecuente, a lo largo de Les Fleurs du Mal, con un valor de sarcasmo siniestro!) y la repulsión ante lo inhumano suscitada en el propio lector por la descripción misma.

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La objetividad, al parecer indiferente, del tono del poeta oculta en realidad, bajo formas afectivas contenidas, una mordaz ironía. La unidad del poema descansa en último término, como se ha insinuado también a propósito del poema anterior, en que el conflicto se sitúa en el sujeto como una determinación fáctica de su experiencia. La ironía es una a modo de captatio beneuolentiae en favor de dicha experiencia, una invitación deferente a la complicidad del lector, pero no cancela su extrañeza y singularidad. Los gatos fascinaban a Baudelaire. Según testimonios de la época, además de poseer uno –que no llegó nunca a hacer buenas migas con Jeanne Duval – no podía ver un felino en la calle sin detenerse y contemplarlo silenciosamente. Por lo demás, la comparación entre mujer y gato constituye un lugar común del que el poeta es perfectamente consciente. El gato contiene los atributos de la feminidad fascinante y peligrosa. Tiene los mismos ojos de metal: su mirada –sus ojos “hieren hondos y fríos como un dardo”-. Las patas esconden bajo el terciopelo las uñas afiladas, y acariciar la "espalda elástica" del gato trae al poeta recuerdos eróticos. Agresividad y crueldad femeninas son los peligros de la sexualidad.

XLIX El veneno Revestir sabe el vino los tabucos peores de lujo milagroso, y levanta más de un pórtico fabuloso entre el oro de sus rojos vapores, como un sol que se pone en el cielo nebuloso. El opio agranda todo lo que es ilimitado, alarga la infinidad, ahonda el tiempo, cava la voluptuosidad, y de un placer negro y callado colma el alma por cima de su capacidad. Mas todo eso no vale el veneno vertido por tus ojos verdes y largos, lagos donde mi espíritu se refleja invertido... Mis sueños en tropel estremecido van a abrevar en esos dos abismos amargos. 23

Mas todo eso no vale el prodigio nefando de tu saliva mordiente, que sume en el olvido a mi alma impenitente, y el vértigo arrastrando, ¡de la muerte a la orilla la trae desfalleciente! Este poema abre el ciclo de Marie Daubrun, modesta actriz que el poeta conoció hacia 1845-1846 y que le inspiró Le Fanfarlo. Pero no intimaron hasta mucho más tarde. Después del amor pasión con Jeanne Duval , del amor puro con la señora Sabatier, este tercer ciclo se hilvana bajo el signo de la ambigüedad. Marie Daubrun tenía el pelo rubio rojizo, el pecho expresivo, brazos atléticos, pero destacaban sobre todo sus ojos verdes : fascinaron a toda la generación de Baudelaire. El vino y el opio confieren al hombre la ilusión de traspasar los límites de tiempo y espacio.(”Nebuloso” implica una imagen opiácea). Pero en realidad son un soborno (“décor suborneur”). Los placeres que confiere el opio son negros y mezquinos. Igualmente, la fascinación por la mujer amada no conduce a la eternidad sino a la muerte. El tema del vino y de la droga está latente en buena parte de la poesía romántica aunque no siempre tan explícitamente como en Baudelaire. La imagen sugiere el sumergimiento en aguas podridas, negras, hediondas. Hay una asociación de la muerte con el goce sexual. Una muerte de la que no se puede prescindir: es deseada y temida, al modo en que es deseado y temido el instante de unión sexual. LXXV Spleen

Pluvioso, irritado contra la ciudad entera, De su urna, en grandes oleadas vierte un frío tenebroso Sobre los pálidos habitantes del vecino cementerio Y la mortandad sobre los arrabales brumosos. Mi gato sobre el ladrillo buscando una litera Agita sin reposo su cuerpo flaco y sarnoso; El alma de un viejo poeta vaga en la gotera Con la triste voz de un fantasma friolento. El bordón se lamenta, y el leño ahumado Acompaña en falsete al péndulo acatarrado, Mientras que en un mazo de naipes lleno de sucios olores, 24

Herencia fatal de una vieja hidrópica, La hermosa sota de oros y la dama de pique Charlan siniestramente de sus amores difuntos. El poema Spleen LXV es el más antiguo y el primero del los cuatro Spleens titulados explícitamente así. Formalmente se trata de un soneto un tanto irregular entre los otros del conjunto pero con los recursos retóricos característicos del simbolismo baudeleriano. Temáticamente podemos hablar de una pieza descriptiva del entorno cotidiano del poeta –tanto de la gran ciudad como de su habitáculo más íntimo – y donde el spleen evoluciona desde la tristeza sombría al delirio siniestro, pasando por una desazón fantasmal, como de alma en pena. En este poema la noción de spleen va acompañada de una despersonalización que se traduce en la ausencia de alusiones individuales (la única muestra directa de subjetividad es el posesivo “ mi gato”) y en la misma desmaterialización del poeta, del cual nada más persiste la voz triste y fantasmal (“la voz dolorosa de un fantasma friolero” ). El desvarío progresivo de las imágenes hacen patente la decadencia del poeta presa del spleen. Más que de la melancolía o el aburrimiento en el sentido romántico de las palabras, se trata de un poema de la enfermedad (o del frío) y de la muerte, donde el léxico se polariza en dos series de elementos entrelazados: del lado de la ENFERMEDAD y EL FRÍO destacan el mes “Pluvioso”, la sarna del gato, el helor del fantasma, el constipado del reloj y la hidropesía de la vieja; del lado de la MUERTE, la urna (sepulcro), la palidez de los esqueletos, el cementerio, la mortalidad, el fantasma y los amores difuntos. En conclusión, el poema LXXV es e único de los cuatro Spleen que evoca el escenario externo donde transcurre el drama del poeta. Baudelaire crea una especie de paisaje que es también un “estado del alma” ya que todos los elementos que lo componen, desde el tiempo frío y lluvioso (fúnebre, tenebroso) hasta los objetos (miserables, banales, feos, repugnantes), remiten a la dolencia espiritual y moral que es el spleen. El dios de este poema, Pluvioso, parece tener los poderes de Jupiter pluvius, en el momento de enviar la lluvia para la purificación de los pecados. El frío tenebroso, la lluvia, la niebla, la enfermedad, la miseria y la mortalidad son los signos de la ira divina, como un castigo que se cierne sobre los culpables. Parece como si una maldición sobrenatural hubiese caído en esos lugares. En definitiva es la muerte del amor, la degradación y miseria físicas, la muerte... Pero la muerte no es el reposo de la nada. es como una continua queja en la que nada deja de sufrir, dentro del universo maldito.

LXXVII Spleen

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Yo soy como el rey de un país lluvioso, Rico, pero impotente, joven y no obstante antiquísimo, Que, de sus preceptores despreciando las reverencias, Se hastía con sus perros como con otras bestias. Nada puede distraerle, ni caza, ni halcón, Ni su pueblo muriendo ante su balcón. Del bufón favorito la grotesca balada No distrae más la frente de este cruel enfermo; Su lecho flordelisado se transforma en tumba, Y las azafatas, para las que todo príncipe es bello, No saben más encontrar el impúdico tocado Para arrancar una sonrisa a este joven esqueleto. El sabio que le hace el oro jamás ha podido De su ser extirpar el elemento corrompido, Y en esos baños de sangre que de los romanos proceden, Y de los que de sus lejanos días los poderosos se recuerdan, No ha sabido calentar este cadáver alelado Por el que corre, en lugar de sangre, el agua verde del Leteo En este poema aparecen algunos de los componentes habituales del spleen, los dos primeros de índole interna y los dos siguientes de cariz más externo: 

la angustia y el peso del tiempo. A pesar de su juventud, el rey/poeta se siente viejo (v. 2), un “joven esqueleto” (v. 12) sin futuro y sin vida, angustiado ante el inexorable paso de un tiempo entendido únicamente como envejecimiento. El aire medieval de la pieza, la referencia a los romanos (v. 15), incluso el vocabulario empleado –damas de’atour [literalmente "damas de dormitorio", justo es decir, que visten a la reina], v. 10 y souris, v. 12 eran sendos arcaísmos ya en tiempos de Baudelaire – tienden a acentuar la atmósfera de vejez.



el aburrimiento y el tedio que, según Baudelaire, nace de la absoluta falta de curiosidad. Cómo hemos visto, el rey/poeta no encuentra distracción ni estímulo en nada: riqueza y poder (v. 2), elogios (reverencias en nuestra traducción, v. 3), caza (vv. 4-5), súbditos (v. 6), bufón (vv. 7-8), cortesanas (vv. 10-11), baños de sangre (v. 15).



la lluvia y el frío, que aparecen en el v. 1 “rey de un país lluvioso” y en el v. 17 se enlazan con el frío mortal del cadáver del rey que nadie puede “calentar, hacer entrar en calor” .

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la enfermedad y la muerte, presentes respectivamente en los vv. 8 “enfermo cruel”, 14 “extirparle el elemento corrompido” y en los vv. 6 (su pueblo que se muere), 9 (tumba), 12 (esqueleto), 17 (cadáver). Remarcamos aquí que todos estos términos están situados a finales del verso y que la palabra tumba ocupa la posición central del poema.

La omnipresencia de este spleen que evoluciona de tedio a enfermedad y desemboca en muerte creativa tiene dos derivadas que singularizan el Spleen LXXVII entre los otros: - La impotencia del rey/poeta para superar el spleen es la misma incapacidad de su entorno para salvarlo: si por un lado él se siente “impotente” (v. 1) bajo el peso agobiante del spleen (“el elemento corrompido”, v. 14), por el otro, ni las riquezas (“rico” v. 2; “oro”, v. 13) o comodidades (cama con flores de lirios, v. 9) derivadas de su posición, ni los vasallos más necesitados (pueblo que se muere v. 6), ni las damas de aspecto más sensual (“impúdico”, v. 11), ni los hombres más divertidos (“bufón”, v. 7) o más sabios (“preceptores”, v. 3; “sabio”, v. 13) no han sido capaces de extirpárselo. Las marcas más evidentes de esta imposibilidad son los verbos “poder” (“no ha podido”, v. 13) y “saber” (“no saben”, v. 11; “no ha sabido” v. 17) empleados en forma negativa. -La anulación progresiva del Yo poético en un proceso gradual que va desde la afirmación inicial del rey/poeta (“Yo soy...”, v. 1) a la disolución final en el agua del olvido (“el agua verde del Leteo” v. 18). Los procedimientos que usa el autor para sugerir la desaparición del sujeto poético son, básicamente, el distanciamiento y la negación:  entre los primeros podemos destacar los relacionados con el distanciamiento que supone la identificación del poeta con un rey al cual se refiere en tercera persona –posesivos ( “sus” de los vv. 3 y 4; el suyo, v. 6), pronombres personales (el del v. 4, le de los vv. 5 y 9)–, mediante demostrativos ( “este cruel enfermo”, v. 8) o indicando la ausencia de acción al denunciar que su pueblo [...] se muere ante su balcón (v. 6)  entre los segundos, aquellos que tienden a anularlo por asociación con la negatividad que preside el texto y que se manifiesta gramaticalmente en los adverbios de negación (“no”, vv. 5, 8, 11, 13, 17, 18; “nunca”, v. 13), la conjunción copulativa “ni” (vv. 5-6 y 15), las conjunciones adversativas (“pero”, v. 2; “más bien” [sino], v. 18) o los prefijos negativos (“impotente”, v. 2; “despreciando”, v 3). En conclusión, si en los Spleens precedentes había lugar todavía para el poeta, como fantasma con voz cansada (LXXV, vv. 7-8) o como esfinge de granito con voz arisca (LXXVI, v. 22), aquí el spleen ha borrado ya en el primer verso la presencia del creador y de su obra (Yo soy igual que el rey de un país...), y ha superpuesto la imagen de un rey muerto en vida que equivale a la del poeta fatalmente abocado a la impotencia creativa.

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5. BIBLIOGRAFÍA -Baudelaire, Ch, Las flores del mal ( Edición bilingüe de Alain Verjat y Luis Martínez de Merlo), Madrid, Cátedra, 2008. -Prado, Javier del, coord., Historia de la literatura francesa, Madrid, Cátedra, 1994. -Ferraté, Juan, Dinámica de la poesía, Barcelona, Seix Barral, 1968. -Llovet, Jordi et alii, Teoría literaria y literatura comparada, Barcelona, Ariel, 2005. -http://literaturauniversal2ndebatxillerat.blogspot.com

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