Cezanne Lo que vi y lo que me dijo

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Cézanne Lo que vi y lo que me dijo Título original:

Cézanne

Primera edición: octubre 2009 Segunda edición: mayo 2010

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Derechos exclusivos de edición en castellano reservados para todo el mundo: © 2010 Gadir Editorial, S.L. Jazmín, 22 - 28033 Madrid www.gadireditorial.com

© de la traducción: 2005 Carlos Manzano © de la ilustración de cubierta: Paul Cézanne, Autorretrato, 1885-87 Diseño: Gadir Editorial Impresión: Gráficas Deva

Impreso en España - Printed in Spain ISBN: 978-84-96974-39-5 Depósito legal: M-227622010

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio o procedimiento mecánico, electrónico o de otra índole, sin la autorización previa del editor.

Joachim Gasquet Cézanne Lo que vi y lo que me dijo %

Traducción de Carlos Manzano

Joachim Gasquet (1873-1921), poeta y novelista, natural, como Paul Cézanne, de Aix-en- Provence, fue un apasionado de la cultura de su Provenza natal. De su obra ha pasado a la historia parte de su poesía pero sobre todo su magnífico relato biográfico sobre Paul Cézanne. El padre de Joachim, Henri Gasquet, fue compañero de escuela de Cézanne y a través de él Joachim conoció al pint#r en 1896 y entabló una amistad marcada por la admiración que sentía hacia él. En los últimos años de su vida, Cézanne pintó retratos de ambos, padre e hijo. En esos años, Joachim compartió con el pintor largas conversaciones, numerosos paseos y visitas al Museo del Louvre, privilegiado contacto del cual está extraido lo fundamental de esta obra. Cézanne, lo que vi y lo que me dijo es una obra clásica e insustituible, sobre uno de los mayores genios de la pintura, considerado por muchos como el mayor de los pintores modernos. Publicada originalmente en 1921, la obra se encontraba hasta hoy inédita en español. El libro consta de dos partes: en la primera, que Gasquet titula Lo que sé o vi de su vida, el autor y amigo del pintor hace un retrato vivido del artista, basado en lo que conoció de su vida a través de

testimonios de terceros y por su propio contacto con él. El relato tiene una enorme calidad literaria y, sin constituir una biografía propiamente dicha, proporciona una interesante visión sobre la vida del artista y un excelente retrato humano, que se completa con la segunda parte del libro: Lo que me dijo ..., en la que Gas- quet relata con detalle numerosas e interesantísimas conversaciones con el pintor. Relato apasionante, libro de muy grata lectura, testimonio incomparable de la vida de un genio, Cézanne , lo que vi y lo que me dijo es también un pequeño tratado de la historia del arte, nada menos que una aproximación al tratado que habría escrito el propio Paul Cézanne.

Cézanne Lo que vi y lo que me dijo

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A L o ui s V aux c e ll es

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PRIMERA PARTE LO QUE SÉ O VI DE SU VIDA

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I

LA JUVENTUD

Al pie del monte Victoire, en una llanura sembrada de un trigo que, según dicen, da el mejor pan del mundo, entre laderas plantadas de pinos y olivos, en esa muerta ciudad de Aix, que de su antiguo esplendor sólo conserva un melancólico depósito de cadáveres, en uno de esos pálidos meses en que el frío soleado de Provenzsftsiente ya brotar las flores en las ramas de los almendros, vio la luz Paul Cézanne: el 19 de enero de 1839, exactamente. También él, heredero de un rancio abolengo, iba a aportar los primeros estremecimientos de una primavera en el invierno de su arte. La comarca, que Poussin habría adorado, con sus grupos de árboles, la inteligente línea de sus colinas y sus horizontes embargados por un aire marino, es, cuando los ojos la recorren panorámicamente, una tierra clásica. El Olimpo de Trets la guarda. La sierra de PÉtoile, que se vislumbra desde las ventanas del Jas, donde trabajaba Cézanne, recorta un perfil de montañas antiguas. El valle del Are, trémulo de álamos y sauces, baja indolente, por mil recodos, cortado por caminos blancos, a través del verde esmeralda de las viñas, los grandes cuadrados amarillos de los trigales, las polvorientas plantaciones

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de almendros, hacia los estancpies y las salinas de Berre, allende las rosáceas tierras labradas y las rampas de Roquefavour. Un ciprés solitario, una higuera cabe un pozo, un brusco y tupido laurel lo ennoblecen aquí y allá con un pensamiento o una sonrisa austera. Un arrobo virgiliano y una mansedumbre azul lo sosiegan y fortifican por doquier. Pero, al norte de la ciudad, la tierra se torna salvaje, como tumultuosa, la garganta de los Infernets abre, por encima de Le Tholonet, su caos de peñas gigantescas, las mesetas de Vauvenargues prolongan la desolación de sus breñosos cascajales, el horizonte se vuelve desapacible y la.,angustia no se disipa hasta que, tras un recodo del sendero, súbito aparece en un bloque y brilla el monte Victoire como un altar de añil. Al pie de ese altar, en los campos de Pourrières, campiputridi, se jugó antaño, entre las hordas de los bárbaros y las legiones de Mario, la suerte de la civilización. Aún hoy, en esa campiña abonada con los cadáveres de la inmensa refriega, la carreta tropieza bajo las hierbas con trozos de espadas, restos de esqueletos y de armas, medallas herrumbrosas. Cézanne gustaba de recordarlo. Vuelvo a verlo en el Louvre parado ante La batalla de los cimbriosy los teutones , evocando, bajo los desapacibles tonos de la febril tela de Decamps, tal vez esa avalancha de pueblos, tal vez —con su nostalgia de Aix— el rugoso embudo y las trágicas pendientes de los Infernets, donde Decamps sitúa

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su contienda, o también yuxtaponiendo probablemente a los valores de ese antiguo pintor su visión y sus cuidados propios, el tormento que entrañaba expresar, con su directo y preciso oficio, el profundo estremecimiento del pasado que lo agitaba. Eso es lo que Zola — quien tan profunda influencia tuvo en toda la juventud y la carrera de Cézanne, pero a quien la Historia nunca emocionó— llamaba su romanticismo. Vuelvo a verlo, en la sala de los Estados, volviéndose bruscamente hacia mí con un entusiasmo burlón en el rostro. «¡Hay que ver qué bribón! ¡Qué lóbrego y vivo lo pintó!... ¿Sabe u^ted lo que dijo Decamps, al llegar a nuestra colina de los Pobres, ante todo aquello?... «¿Qué demonios fui a hacer a Oriente?...» Sí. Me lo contó Emperaire... Ahora, ¡que nuestra tierra canta, desde luego, con un dramatismo mucho más claro!... El polvo soleado, el sudor de los caballos, el olor a sangre, toda esa literatura, nosotros, los pintores, debemos infundírsela a nuestros tonos... Que no me vengan a decir que no es posible. Mire, vea esto...» Y me llevó ante La entrada de los cruzados en Constantinopla. Ese gusto por las evocaciones vibrantes, que, con santidad en cierto modo, se empeñó siempre en sofocar dentro de sí por horror del malogro y por la sumisión perfecta de su arte a la verdad total, le venía seguramente de su raza. Cuando nació, Aix dormitaba con su sueño decaído de antigua capital de Provenza y soñaba en vela con el rey Renato. Las antiguas quintas de los diputados bordeaban aún el Cours, de ventanas musgosas, plantado de olmos, 15

sin que los cristales de una sola tienda en la Alameda de los Nobles macularan la sombra de los altos balcones, las cariátides del gran siglo, las rejas ventrudas, los blasones con flores de lis. En su cinturón de conventos, entre sus viejas murallas aún en pie, bajo sus mil jardines, sus fachadas doradas que Puget dibujó, sus techos decorados por Mignard, sus puertas, en las que Torro retorció opulentas guirnaldas, entre sus muebles de Italia y sus tapices de Flandes, en sus calles somnolientas, embalsamadas, el día del Corpus, por las triunfales alfombras de floyes ante las procesiones, bruscamente despertadas en Carnaval por la fantasía burlesca, la alegría de las danzas y las cabalgatas, toda la buena ciudad, en torno a su Palacio de Justicia, en su menguada vida clerical y universitaria, alegrada los jueves por los gritos del mercado, rumiaba sus recuerdos de abuela... con ignorante desdén por toda idea nueva, sin interesarse por aquella otra Revolución que retumbaba allá, por la parte de París. En algunos salones apenas, se hablaba de ese joven Thiers que había estudiado Derecho en la Facultad, a quien recordaban haber visto pasar por el Cours, pobre y discutón, y de ese Félicien David, que cantaba en el coro de la iglesia, convertido al sansimonismo y a quien recibieron a pedradas, cuando, antes de huir al desierto, quiso volver a ver la panadería de su padre. Cuando Cézanne, en su vejez, volvió a refugiar su gran alma obsesionada entre los suyos, conoció la misma incomprensión y ios mismos desprecios. Pasaba, huraño, pegado a la pared y con el morral a la espalda y el sombrero calado sobre los ojos, y, ante el insulto apoyado 16

por las miradas, acabó evitando el Cours Mirabeau, pese a que en él vivía su madre, esas clásicas fachadas que amaba y que le recordaban su infancia y a su padre, a quien tanto había venerado. Yo conocí a la madre de Cézanne, pero de su padre sólo sé el culto agradecido que aquél le había rendido. De ese viejo aixés, práctico y burlón, había heredado el fondo de ironía que no entendieron la mayoría de quienes se le gcercaron, pero que daba a algunas de sus palabras masculladas bajo el bigote, a sus guiños agudos bajo una bruma tierna, un sabor tan particular. La llaneza provenzal del padre templó con frecuencia el arrebatado lirismo del hijo. Este lo pintó con plenitud ferviente en un retrato magnífico que durante mucho tiempo dominó el gran espacio casi desamueblado, entre las cuatro estaciones firmadas por Ingres, encima del diván, en el fondo del salón del Jas de Bouffan. «¡Mi papá!», me dijo bruscamente, con una ternura gruñona, cuando me llevó por primera vez ante la conmovedora efigie. El buen hombre, con gorra y postura familiar, estaba sentado leyendo el periódico entre las cuatro alegorías. Su purpúreo rostro, su tersa carne, sus fuertes hombros revelaban, pese a la edad, la persona robusta y el alma sana que el hijo había contem-

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piado. Lo había representado con grandes pinceladas, amplias, sólidas, como si hubiera querido revestir mejor, con los colores, su himno filial. Lo había plasmado con una exactitud brutal, como si hubiera temido traicionar, en esa obra de tierna piedad, su otra religión, su pasión por el arte, con miedo a que su temblorosa mano se hubiera contentado confusamente con el sentimiento que la menor emoción satisfacía. Toda una masa así, con el espinazo un poco encorvado, pero la cara gruesa y sutil, bañada de autoridad astuta, inclinado sobre su periódico, en el que se hundían sus manos de labriego, el viejo banquero, cuando estaban abiertas las ventanas, reía en el centro de su hacienda... y la sombra de los castaños, el olor de los hatos y los trigales, el murmurio de los estanques, la caricia de las ramas iban a rendirle, en torno a un reposo bien ganado, el homenaje de sus campos. En efecto, aquella vasta propiedad, aquellas hectáreas de praderas y trigales, aquellas altas alamedas, aquellos estanques guardados por antiguos leones musgosos, la familiar majestad de aquellas fachadas macizas, adornadas con medallones, noblemente iluminadas por amplias ventanas, como se estilaban en el siglo XVIII, aquella techumbre de estilo genovés y aquellas alquerías allá, todas bajo las moreras, toda aquella riqueza rústica que el hijo pintó tan a menudo se la había ganado el padre con el sudor de su inteligencia, la debía a su astucia, a su romano sentido de la familia y del negocio. Al principio había sido sombrerero y había alquilado y después comprado aquel Jas de Bouffan para realquilarlo, los días de mercado, a los campesinos que llevaban sus rebaños de ovejas y bueyes a

la ciudad. Después, cuando la venta de vanado empezó a ir de capa caída, prestó a dita, echaba una mano a uno, daba un consejo a otro. Lenta, pero firmemente, se fue ampliando su esfera de negocios. Con su probidad y desenvoltura, se ganó la confianza de su barrio y después de la región. Un buen día se estableció como banquero. Paul Cézanne seguía entonces los cursos del pequeño internado de Saint-Joseph. Al Colegio Bourbon, el actual instituto de bachillerato, fue más adelante. Pero ya entonces su sano gozo consistía en huir de las adormilada%calles de la ciudad y, ante el espanto de su madre, deslizarse entre los tratantes de caballos, entre los campesinos y los bueyes, hundir su manita en el lanudo vellón de las ovejas, revolcarse en la paja de las cuadras y de la era, seguir entre dos guardapolvos azules y delante de una botella de vino de Palette alguna partida de cartas, en la que entre juramentos y risas se desplomaba, junto con las perras gordas, todo el trabajo, lo ganado en una semana1. Durante toda su vida conservó la obsesión de aquellos días felices, de aquellas vigorosas escapadas en pleno pueblo y en plena naturaleza. Constantemente volvió al estudio de los campesinos, rústicos con pañuelo rojo, al azul intenso de las batas, al brillo guasón del vino tinto en los vasos. En sus bodegones, el vino y el pan se 1 En junio de 1899 escribió a mi padre: «... los sentimientos que tu hijo ha despertado en mí, tu antiguo condiscípulo del internado de SaintJoseph, pues en nosotros no se ha dormido la vibración de las sensaciones reflejadas de ese grato sol de Pro- venza, nuestros antiguos recuerdos de juventud, de esos horizontes, de esos paisajes, de esas líneas prodigiosas, que dejan en nosotros tantas impresiones profundas...»

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endomingan con frecuencia, sobre el mantel bíblico, con esos reflejos de égloga. Los temas bucólicos le apasionaban. Yo lo vi copiar veinte veces en sus álbumes el segador, el sembrador de Millet. Uno de los proyectos que lo subyugaron por más tiempo y que realizó, tras tantos esbozos y estudios multiplicados, fueel de sentar en una alquería del Jas, bajo la campana de la chimenea común, en torno a una botella y en sillas rústicas, a unos rústicos jugadores de cartas a los que una muchacha — ¿sería su juventud con vestido claro? — servía y contemplaba. Es una de sus telas más bellas, aquella en la que más se ciñó a esa «fórmula» que lo eludía2. Toda la humilde gloria del Jas, toda el alma virgiliana del pintor dialogan en ella para siempre. Recuerdo sus vacilaciones, sus luchas y su desesperación cuando, hacia el final de su vida, hubo de permitir, de acuerdo con sus hermanas, que la

2 ¿Qué habrá sido de ella? Los jugadores de cartas del Lou- vre, los de la colección Pellerin y los de la colección Bernheim- Jeune, eran una mera

preparación para ella. La última vez que la vi fue en el Jas. Medía tres metros y contenía cinco personajes casi de tamaño natural.

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familia vendiera aquel jas. Recuerdo sobre todo su patética llegada, una noche, con el rostro demudado, con aquel sollozo que lo sofocaba y aquellas bruscas lágrimas que lo aliviaban, aquel crepúsculo en que, mientras pintaba, habían quemado, sin avisarle, los muebles antiguos, conservados como reliquias, de la habitación paterna. «Quería llevármelos, verdad... No se atrevieron a venderlos, les molestaban... Nidos de polvo, ¡cosas sin valor!... Conque los quemaron, en la era... ¡Enla era!...» Sus ojos, a su pesar, volvían a pintar el cuadro. «Y yo que los conservaba como las niñas de mis ojos... Aquel sillón eryd que mi papá echaba la siesta... Aquella mesa, siempre la misma desde su juventud, donde siempre había hecho las cuentas... ¡Ah! Tuvo ojo para ganarme rentas él... ¿Qué habría sido de mí sin eso? ¡Dígame usted!... Ya ve usted lo que me hacen... Sí, sí, como le digo yo a Henri, su padre de usted, cuando se tiene un hijo artista, hay que ganarle rentas. Debemos querer al padre... ¡Ah! Nunca será bastante todo mi amor a la memoria del mío... Nunca se lo mostré bastante... Y van y me queman todo lo que me quedaba de él...» «¿Y sus retratos? Al menos su retrato permanece». «¡Ah! Sí... su retrato...» Y puso ese gesto de suprema indiferencia que lo ennoblecía con una humildad magnífica, en cuanto se hablaba de una de sus telas delante de él. Aquella noche, no quiso dejarnos, cenó en casa y después pasamos toda la velada vagabundeando por las calles mudas de su infancia. Su juventud volvía a subirle al corazón... «¡Cuánto lia cambiado todo esto!», me decía.

Pero su memoria, que era prodigiosa, poblaba la sombra con mil recuerdos, personas y cosas evocadas al azar de un encuentro, una esquina de fachada, un letrero, un transeúnte.

«Objetos inanimados, ¿tenéis,pues, un alma, Que se apega a nuestra alma y la obliga a amar? », murmuraba. Pero su mayor emoción fue ante el instituto de bachillerato. «¡Qué canallas!... ¡Hay que ver lo que han hecho de nuestro viejo colegio!... ¡Ah! Vivimos bajo la férula de los inspectores de carreteras. Es el reino de los ingenieros, la república de las líneas rectas... ¿Acaso hay una sola línea recta en la naturaleza? ¡Dígame usted! Lo tiran todo, pero es que todo, a cordel, tanto la ciudad como el campo... ¿Dónde está Aix, mi viejo Aix de Zola y de Baille, las queridas calles del viejo barrio, la hierba entre los adoquines, las lámparas de petróleo?... Sí, el alumbrado con petróleo, lifanau, en lugar de esa electricidad cruda que viola el misterio, mientras que nuestras antiguas lámparas lo doraban, lo tostaban, lo animaban, al estilo de Rembrandt... Dábamos serenatas a las muchachas del barrio... Mire, yo tocaba el cornetín; 'ola, más distinguido, el clarinete... ¡Qué cacofonía!... Pero las acacias lloraban por encima de las murallas, la luna teñía de azul el pórtico de Sainí- jean y teníamos quince años... ¡Creíamos que íbamos a comernos el mundo en aquella época!... En el colegio, imagínese, Zola y yo estábamos considerados unos fenómenos. Yo me hacía en un santiamén cien pésimos versos en latín... por

diez céntimos... Era comerciante, ¡qué caramba!, de joven... Zola, en cambio, no daba golpe... Soñaba despierto... un huraño testarudo... ¡Un enfermizo pensativo!... De esos, verdad, a los que los chiquillos detestan... Por una cosita de nada lo ponían en cuarentena... Y hasta nuestra amistad se debe a eso... por una paliza que todo el patio, grandes y pequeños, me propinó, porque yo no les hacía caso, transgredía la prohibición, no podía por menos de hablarle, de todos modos... Un buen tipo... El día siguiente, me trajo una gran cesta de manzanas. ¡Hombre, las manzanas de Cézanne!...», dijo, al tiempo que guiñaba un ojo, guasón, «vienen de lejos... Pero este maldito instituto no ha conservado nada de aquella época.» En efecto, en aquella época, en lugar de los lúgubres caserones que componen el instituto actual, el colegio provincial, en medio de los huertos, tenía adosados sus jardines y su hiedra a las viejas murallas que rodeaban la ciudad, a lo largo de la chimenea del rey Renato. Olmos, pinos seculares, esos altos pinos de ramas torcidas que más adelante Cézanne haría mecerse en el primer plano de sus paisajes, en lugar de los plátanos administrativos,

ciaban sombra a ios patios. Las salas abovedadas, las ardas un poco agrietadas, daban a céspedes y macizos de boj y se llenaban, en primavera, con un murmurio soleado, con un zumbido continuo de avispas y hojas, con el piar de los pájaros. En sus cañas, en las que, por la noche, se oía, como toques de flautas, el croar de las ranas, la ruidosa alberca era famosa bajo la verde sombra de sus robles musgosos, pero desde las ventanas del dormitorio se podía contemplar, bajo la luna, el delicado paisaje, las tiernas praderas que descendían hacia los sauces del Are. La casa era paterna... Era un antiguo convento transformado en escuela. E incluso la capilla era, según decían, del viejo Puget.Allí envió el propietario del Jas de Bouffan a su heredero, al salir del internado Saint-Joseph, considerado insuficiente para el hijo de un banquero que entraba en su décimo tercer año. Según los compañeros de entonces a los que he podido entrevistar, Cézanne fue un alumno excelente, tímido, soñador, un poco arisco, al que interesaban mucho los clásicos, un «desollado», me dijo uno, y que, subrayó otro, «en dibujo prometía mucho más de lo que ha realizado». También hacía versos en francés, inspirados más bien en Musset y, en cuanto a los versos en latín, bastaba con proponerle un tema y su pluma galopaba sobre el papel, durante una hora, sin detenerse. Su memoria era increíble. Hasta el final conservó esa maravillosa memoria, memoria del ojo y del oído, de la mente y del corazón. Recuerdo mi estupor, cuando, al volver a ver a mi padre, al cabo de treinta años, le recordó la esquina de la calle en la que se había separado cíe él, las 24

palabras insignificantes que habían cambiado entonces, la señora con chambra gris que los miraba desde una ventana en la que cacareaba un loro y el abigarramiento de una cortina que se recortaba en la pared situada tras ella. En su vejez, baldado por el trabajo, atormentado por los dolores, abrumado, ya casi no leía. Sin embargo, cuántas veces, delante de algún horizonte, en el campo o en París, delante de un estudio en marcha, en el taller, ritmando las sílabas con el pincel alzado, le oí recitar decenas de versos de Baude- laire o de Virgilio, de Lucrecio o de Boileau. Al recorrer el Louvre, sabía, con una diferencia de un año, la procedencia de las telas y en qué iglesia, qué' galería, se podían encontrar sus copias. Conocía admirablemente los museos de Europa. ¿Cómo? ¿El, que no los había visitado nunca, pues apenas había viajado? Es que le bastaba —me parece a mí— con leer, con ver algo una vez, para recordarlo para siempre. Miraba y leía muy despacio, casi dolorosamente, pero la fecha, el trozo del mundo que arrancaba a la tierra o al libro, se los llevaba, grabados, ocultos en su interior, sin que nada pudiera arrancárselos nunca. Su memoria, sus ariscas sensibilidades, era lo que, ya en el colegio, impresionaba a sus compañeros. Cézanne era un niño presa de estremecimientos4. Sufría ya, en su genio naciente, de ese sentido dramático, esa como alucinación apasionada que le hacía atribuir, a su 3

Se sabía Las flores del mal de memoria. «... de una timidez doliente», lo retrató más adelante Zola, «que ocultaba bajo una fanfarronada de brutalidad». 3 4

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pesar, a todos los que se le acercaban una vida interior semejante a la suya y que torturaba su imaginación buscando los motivos que podían tener las personas para disimular, según pensaba, su entusiasmo o su frenesí. Entonces se creía un ingenuo en medio de los demás. Les atribuía hipocresías trágicas para atentar contra su bien, contra su arte. «Quieren echarme el guante», gritaba... Tenía cóleras súbitas, huidas bruscas. Había que procurar, por ejemplo, no rozarlo, ni siquiera con un dedo distraído: se irritaba al instante. Alguien que un día le dio, delante de mí, una palmada familiar en el hombro recibió tal empujón, que el temerario perdió el equilibrio. Una misantropía, con demasiada frecuencia justificada y que a veces lo hacía sofocar y sonrojarse hasta la indisposición, combinaba con cierta aspereza ese pudor en cierto modo nativo que defiende a las almas excepcionales de la aproximación de los necios. Si se ha conocido a Cézanne, en la Correspondencia de Emile Zola y en las cartas de juventud de Baille se puede seguir la historia de uno de esos repentinos ataques de desconfianza, una desavenencia sin motivo entre Baille y él, que Zola acabó arre- alando. «Ya sabes que con este carácter mío», reconoce Cézanne, «110 sé demasiado bien lo que hago, conque, si le he hecho daño, que me perdone...» Ahí se ve todo ese corazón huraño, pero henchido de ternura, esa sensibilidad de «desollado», pero sediento de justicia. Esa amistad entre Zola, Baille y él fue la gran embriaguez, la maravilla, de su adolescencia. En los primeros capítulos de La obra, Zola intentó ofrecernos el

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estremecimiento al respecto5. Nos los muestra a partir de los catorce años, aislados, entusiastas, devastados por una fiebre de literatura y arte: «Oían en él [Musset] latir su propio corazón, un mundo más humano se abría, que los conquistaba por la piedad, por el eterno grito de miseria que en adelante oirían elevarse de todas las cosas. Por lo demás, no eran demasiado exigentes, daban muestras de una verdadera glotonería de juventud, un furioso apetito de lectura, en el que se precipitaban lo excelente y lo peor, tan ávidos de admirar, que a menudo obras execrables los lanzaban a la exaltación de las puras obras maestras.»

5 Después el libro se bifurca. Claude Lantier, por las necesidades de la novela, actúa y habla según la lógica hereditaria de los Rougeon-Macquart y ya no según el retrato hasta entonces fiel del amigo que le inspiró su personaje. El propio Cézanne, Philippe Solari, Numa Coste, Huot, personajes todos transpuestos de la realidad en la novela y mezclados con la vida, ora verdadera ora imaginaria, de Lantier, siempre me han confirmado en mis opiniones al respecto. Más adelante volveré a referirme a esto.

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El gusto de Cézanne a partir de aquella época fue — creo yo— más puro. Ya estaba prendado de Virgilio, Alfred de Vigny, los grandes meditativos. Había tomado a Hércules como tema de un poema. Era él, «el viejo», quien dirigía la banda. «Tú, que guiaste mis pasos titubeantes por el Parnaso...», le escribió más adelante Zola. Éste, según sus cartas, fingía desconocer a Virgilio y el latín. Los apasionados, MicEelet, George Sand, Jac~ ques 6, que no podía hojear sin llorar, eran los que lo agitaban «con estremecimientos de entusiasmo». Todo eso tiene su importancia. Si de su madre, que tenía, según me han dicho, orígenes criollos, heredó Cézanne una imaginación muy ardiente y caótica, de su padre y de la familia de los suyos, llegados a Francia procedentes de Italia en el siglo XVIII, recibió ese sentido sereno, esas profundas predisposiciones latinas que desde su adolescencia lo orientaban ya hacia ese arte de expresión realista y clásica a cuya conquista dedicó toda su vida. A Zola, que iba a reprocharle amistosamente esa exaltación, esa gangrena romántica que tanto desgarró su atormentada sensibilidad más adelante, puede considerarse — creo yo— responsable de ello en gran parte durante aquellos años de su ardiente juventud, pero como compensación aportó — don más precioso que nada— a «su hermano» Cézanne la creencia en sí mismo, la fe en su genio y en su arte; hizo beber a aquella alma por naturaleza vacilante ese vino potente, ese licor cordial, que nada puede substituir! ,el entusiasmo auténtico en la amistad sincera. Hasta su 6 Jacques le Fataliste de Denis Diderot.

última noche, Cézanne que, como todos los grandes, consideró siempre la amistad corno la más alta virtud, recordó con ternura la que Zola y él habían vivido en ios patios del colegio y en ios caminos de Aix. ¡Qué vida ingenuamente heroica era entonces la suya! Se preparaban apasionada, inocentemente, para los altos destinos para los que se sentían llamados. Despreciaban los cafés, odiaban las calles, profesaban horror del dinero y de todos los prejuicios. Huían de las ciudades, «declamando versos bajo chaparrones, sin sentir deseos de refugiarse», según nos cue%ta Zola. «Proyectaban acampar al borde del Viorne [el Are], vivir allí como salvajes, con la alegría de un baño continuo, con cinco o seis libros, no más, que habrían bastado para sus necesidades. La propia mujer estaba proscrita, tenían timideces, torpezas, que erigían en una austeridad de chiquillos con aires de superioridad.» Los llamaban los tres inseparables. Baptistin Baille, quien más adelante llegó a ser profesor en la Escuela Politécnica, era más reservado, representaba en el trío el espíritu ponderado, el sentido común voluntario, la orientación más práctica de las matemáticas. El fue quien, indirectamente tal vez, infundió a Zola aquel gusto, un poco superficial, por la filosofía natural, aquel culto laborioso de la ciencia que orientó su genio, inmenso, pero confuso e ingenuo, hacia una literatura de expresión más exacta y, tras separarlo del romanticismo, por el que sentía inclinación, lo orientó hacia lo que iba a llamar «la novela experimental». ¿Tuvo también Baille alguna influencia en Cézanne? Lo dudo. Me he preguntado incluso si aquel odio 29

intransigente a los ingenieros y a «la línea recta» que el anciano maestro manifestaba a cada paso no le vendría, a él, de mente tan tenaz, de algunas lejanas y terribles discusiones bruscamente surgidas, en su demasiado fiel memoria, al doblar una esquina, al oler un matorral. Pues todos aquellos caminos de Aix, por los que se internaba, ya anciano, con la caja de lápices de colores siempre al hombro, toda aquella campiña que en su edad madura magnificaba en sus telas de una humildad tan gloriosa, los había recorrido, de adolescente, con la mochila a la espalda, los había explorado en todos los sentidos con sus dos amigos inseparables: con Zola sobre todo. Partían el jueves, él ya con un álbum y su amigo con algún libro en el morral. Se exaltaban con la luz, poemas y el aire libre. La llanura y las colinas, el río y el monte, Hugo, Lamartine, Musset, las peñas rojas, los horizontes pedregosos, con el estremecimiento azulado de las laderas y de los árboles, toda la salud de la tierra, toda la humanidad de los versos, por el camino crujiente en el que ardían sus zapatos, en los mediodías demasiado rosados al fondo de los campos tórpidos y en los crepúsculos en los que se alargaban las sombras virgilianas, la naturaleza y la vida les entraban en el alma, los henchían de emoción y sol; con el ritmo fra

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terna! de las sílabas, con la amistad del día moldeaban su imaginación, acompasaban su destino. A veces, en el desenfreno de las vacaciones, partían para varios días, hacían un verdadero viaje, «recorrían la comarca entera». Con magras provisiones, mezcladas con el álbum y los libros, en el morral que les golpeaba en el lomo, cuya correa les ceñía deliciosamente los costados, se acostaban, por la noche, en alguna era, entre el olor estrellado de los trigos, cenaban, al anochecer, en algún caserío en ruinas, en un lecho de retama y tomillo en el que se dormían con el último bocado, con la cabeza zumbante de paisajes y versos. Por doquier, Sain^e-Victoire, azul por la mañana como una oración de virgen, arrebolada al mediodía, rosa a la puesta de sol con las embriagueces fermentadas del día, bajo su sombrero de nubes o su corona de sol, escalonando en sus faldas los manteles de un altar incensado al atardecer o alzando al amanecer los caballos de piedra de su bajorrelieve asirio, por doquier, en el horizonte de todas las llanuras, en la huida de todos los caminos, dominaba, de laderas en laderas, entraba en los ojos de niño de Cézanne. Sainte-Victoire y la presa de Le Tholo- net y las colinas de Saint-Marc y todos esos «motivos» que iba a adoptar hasta morir en ellos: las rampas rojas, los balcones de peñas que dominaban las canteras de Les Pauvres, los frisos tiernos del Pilón du Roi por entre las cañas de Gardanne, los pinares de Luynes, los caseríos de Puyricard, el castillo de Galice, todas aquellas eras, todos aquellos cercados,

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r- . í t ; »; , oz '¡el Jas de Bouffan, donde, ¡.mi 4» lo- nobles castaños de la alameda o-'..mnruia se desconchaba la tierra, brillaban, pálidas, las únese;;. Los tres montaraces, blancos de polvo, baja- ¡■,.,¡1 | las calles abrasadas de los pueblos, bebían ron los campesinos de Palette un vaso de vino hervido, se colgaban del cabestrante del molino de aceite de Pinchinats, cogían las almendras en la masía de Venelles, se llegaban a veces hasta Berre, Saint-Cha- mas o Martigues, para ver a los pescadores retirar sus redes del estanque. Estaban locos de sol y de savias, inconscientemente poblados de hermosos gestos rústicos. El sano trabajo de los hombres entraba en ellos como el aire azul de los campos. Su alma sólo abrigaba humildades de pan blanco y agua pura. Como los pastores del Belén, sólo bebían la naturaleza en copas de boj. Pero su gozo supremo, su lirismo postrero, su orgía casi religiosa, era los baños en el Are, las lecturas al salir del agua, las charlas en bañador bajo los sauces. El río era suyo. Desde el final de la primavera, se apoderaban de él, lo convertían en su dominio, chapoteaban en él, los días de libertad, del alba al crepúsculo, escudriñando las hierbas, siguiendo la vida del agua hormigueante de peces, los juegos espejeantes de los reflejos y las sombras, descubriendo en el efímero mundo de los insectos y las gotas el drama universal de lo infinitamente grande bajo lo pequeño huidizo. Con frecuencia, por un epíteto, un matiz de sol o de idea, alguna afirmación paradójica, se tiraban de los cabellos, rodaban por la trena 7 con grandes carcajadas se volvían a levantar y se abrazaban. ■ r\ r ; ' t

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Como zíngaros, asaban sus chuletas sobre sarmientos centelleantes, ponían la botella a refrescar en la fuente. Acampaban. Vivían. Nunca cerebros de artistas febriles tuvieron una eclosión más natural. Sus imaginaciones estaban inmersas en plena verdad. Durante toda su vida, incluso en los peores momentos, iban a conservar su impulso pagano o su angustia sagrada. ¡Qué bien se entienden estas palabras dichas más adelante por Cézanne a un amigo: «Pintar a partir del natural no es copiar el objetivo, sino realizar sensaciones.»! De sensaciones se habían saciado los dos amigos para toda la existencia en aquellas jornadas al aire libre. Estaban saturados con ellas hasta el punto de que el país había entrado dentro de ellos. ¡Del natural! Cézanne nunca iba a poder pintar bien de otro modo. Ya bosquejaba, probaba a hacer acuarelas. Su padre le había dado su primera caja de lápices de colores, que había encontrado en una partida de hierros viejos. Y el futuro compañero de los impresionistas, el que en cierto momento iba a ser el más feroz de los coloristas, se aplicaba entonces para fijar en un color delicado un perfil de ladera, una corriente de río, un estremecimiento de árbol o de nube en el cielo. En casa de su cuñado vi una de sus primeras telas, un burrito, con dibujo ingenuo, con una torpeza adorable, tierno y gris, pero en torno a él flota un vago panteísmo, alienta ya, balbucea, un lirismo asombrado. Iba al museo. El ejemplo de Granet, un pobre albañil de Aix, recogido y estimulado por Ingres, lo enardecía. Admiraba las pocas telas suyas que había podido ver, de una honradez aplicada, de una convicción, 33

una llaneza totalmente popular bajo su tensión académica, los estudios más directos que Gra- net había traído de Roma. En algunos de aquellos cuadritos había como un presentimiento de Corot. Me lo señaló un día Cézanne. Le parecía incluso que en el vivo retrato, gloria del museo de Aix, que Ingres pintó de su alumno y en el que Granet, con ojos imperiosos, destaca tan magníficamente, con sus duras mechas de mármol negro, sobre un cielo tormentoso que amenaza a Roma, en los fondos — un pino, una fachada alta-—, su autor, como gran psicólogo que era, asimilando y llevando a la perfección el estilo vacilante del pintor que estaba inmortalizando, había alcanzado de un salto, por una vez, a Corot. «La amistad», concluía, «tiene estas recompensas... Y ese Corot, por su parte, ¡qué retrato pintó de Daumier! Respira en él todo el corazón de los dos pintores... Mientras que Ingres, sí, a su pesar, halagó, verdad, transfiguró su modelo... Compárelo con sus otros retratos, sus mamarrachos que se le parecen.» ¿Haría Cézanne, por su parte, un retrato de su amigo? Comenzó uno, en sus primeros años de París, pero demasiado pronto; se dedicó a él deno- nadamente, lo raspó, volvió a empezarlo y acabó rompiéndolo. Cuanto más amaba, más cargado de

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. iscrúpulos se sentía y más vacilaba su oficio ante su ro razón. Además, en aquella época estaba aún buscándose

a sí mismo... Pasó toda su vida haciéndolo. ' Pro retrato que contemplaba con frecuencia, en el museo de Aix, y que debió de impresionarle en 51,1 juventud, era el del viejo Puget desengañado, profundamente pensativo, que se pintó a sí mismo, i airando triste sus sueños, con la paleta en la mano. «¿Eh?», decía Cézanne. «Estamos lejos del ..melancólico emperador», pero mire ese verde en los tonos de la mejilla... Rubens, ¿eh?... Igual que iodo Delacroix está en su acuarela del Centauro, en Marsella, esa Educación de Aquiles que prefiero a sus mármoles, ¡sí!... con^u yunta en el repliegue de las tierras, su arrebato, el heroísmo fogoso del niño, los tintes trágicos, la violencia del mistral que revuelve y robustece los tonos... sí, sí. Lo digo con frecuencia: en Puget está el mistral.» Y, al lado, se quedaba parado ante Los jugadores de cartas, atribuido a Le Nain. «¡ Así me gustaría pintar a mí!...» Me llevaba con frecuencia ante ese cuadro, en el que unos soldados de un cuerpo de guardia —uno viejo, aferrado a su bolsa; otro, muy joven y rubio, con coraza, en postura afectada— están acabando una partida en torno a una botella. «¡ Así me gustaría pintar a mí!...» ¿Habría una ironía ingenua bajo aquellas palabras del viejo pintor —él, que había sentado en su clara cocina de alquería a jugadores de cartas también, pero mucho más macizos, sólidos y vivos, y de 35

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iAü! ¡-hra bien pro venza 1 ¿zon ------------------------------------- . . el anciano maestro! Y cómo lo sabía.. ’ mtidad de todo y ese romanticismo ■ «Mire» decía, «el No forcéis de nuestros ero tenaz, era el que inflaba con fuer«» padres es la s,mple traducción familiar del Nada en elesca dtMSO de “S ^“7 Y T a b a afestilo demasía, grabado en el frontón de Delfos.» us academias de mujeres, el que »larSab ’ ; .„ulTTT “>P“-doensím;smo,é,. *1 Greco, ciertos desnudos empequ necra as s
eron los remedios contra ella. Su muy difícil deslindarlos , A m1• ’ qUe sena ... erapleaba su humilde heroísmo para obten« tidad de todo y ese romanticismo aborrecido, o tenaz, era el que inflaba con fuerzai migmi a de sus bañistas y la gruesa tristeza de alargaba, al estilo «««coai UL ÍVCIIOS.»

Y entonces sonreía, pensando en sí mismo, él, tan henchido de arrebatos, tan torturado como por un romanticismo místico que sú clara razón y su lucidez latina de observador no acababan de dominar. Sí, la más estremecida sensibilidad frente a la «««»*-• / pellerim Itie < razón más teórica: me siento muy tentado de definir

jel Greco, ciertos desnudos, emp d|UVlI>w»Va-uv * __ ¡abezas y enardecía con un azul loco, con un verde :xtraviado, las caderas y los muslos, el que colmaba con una savia dolorosa sus ramos ele flores artificiales. Era el que pululaba en mil motivos de comilonas, de bodas a la orilla de ríos, de festines bajo IOÍ 'oles, como vemos en la colección Pellerin; fue e. — „

pas’ ^ Ucorrio vemos en la colección

cuando


cráneos de esque pues fue testigo de los comienzos de Cézanne, sin matices do se creía totalmente tuiduu ~«, _________ tapices. En tiemi tal vez, pero cuán entusiasta, como lo atestigua su en bodegones azules, aquellos cráneos de esque tos telacáricos tapices. 'En tiemp pintó, ' — en dedicatoria de Mi salón, y escribió La obra durante una verlainianos sobre estancia del pintor en Médan, con Paul Alexis— «de una tela cálida y sombría, pastosa, patét como un haberse interesado por esa vieja calle pintoresca, furioso Rembrandt, una calavera —procedente las 0

su UL-Va-v _ _

profundidades de a saber qué sótano de cem 37

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terio, de a saber qué tragaluz de la nada— sobre una servilleta rugosa y frente a un jarro de leche. En sus últimas mañanas, aclaraba esa idea de la muerte en un apilamiento de cráneos en cuyos agujeros de los ojos ponía un pensamiento azulino. Vuelvo a oírlo recitándome una noche, a lo largo del Are, la cuarteta de Verlaine:

Car dans ce monde léthargique Toujours en proie au vieux remords Le seul rire encore logique Est celui des têtes de morts*. Vuelvo a oírlo en su taller de la Rue Boulegon murmurar, con voz extraña de colegial y de cura, «La charogne» de Baudelaire o pedirme que le leyera «Un pouacre» de Jadis et Naguère. «A ver, lea “Un Pouacre” a este viejo gotoso», pues con sus íntimos tenía la coquetería de su erudición y, como él decía, «pouacre, “feo”, se deriva de podragum, “gotoso”». Un día, se decidió a reunir en una tela alta todas aquellas ideas, aquel «motivo» de la calavera, que le obsesionaba, y pintó su Muchacho con calavera. Simplemente sentó a un joven vestido de azul, que se destacaba sobre un opulento tapiz rameado, el de sus bodegones, delante de una mesa de madera «Pues en este mundo letárgico, / siempre presa de antiguos remordimientos, / la única risa aún lógica / es la de las calaveras».

blanca y delante de él colocó una calavera. No se puede 38

alcanzar un patetismo más directo, una realidad más enternecida. Todo su romanticismo está ahí, pero reunido esa vez, reducido a su verdadera expresión, clásica. Poesía y verdad; es el lirismo exacto, la belleza de las grandes obras... Tenía cariño a esa tela, es una de las pocas de las que me habló algunas veces, después de haberse separado de ellas. I Qué habría puesto de su juventud, de los lejanos ensueños de su salida del colegio, en aquel hijo de campesino —había hecho posar al hijo del aparcero—, en contemplación delante de aquel misterio huesudo, en aquella rubicunda cabeza palidecida, totalmente rendida ante suignorancia, en aquel desconocimiento de la vida en la muerte? Tras aprobar el bachillerato, su padre le hizo matricularse en Derecho en la Facultad d’Aix. Siguió los cursos con altibajos, pero sobre todo componía versos, versos «de una sombría tristeza». Cuando no ponía el Código en dísticos, garabateaba metáforas sentimentales, sobre la huida del tiempo, series de imágenes triviales, pero en las que bruscamente brotaba una expresión crispada, un grito de dolor verdadero, una concisa expresión popular de emoción. Se sentía solo. Su genio lo excitaba. Sus inmensas lecturas ya no saciaban su sed de amor y saber. Algunos amoríos platónicos —una pequeña sombrerera a la que seguía de lejos, bajo los árboles del barrio de Minimes, y después abordó tiernamente, a lo largo de las eras de Saint-Roch, con palabras que espantaron a la pobrecilla, de tanto como rebosaba una pasión

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inhabitual, ardiente e ingenua, de aquel alto muchacho barbudo, tocado con un sombrero de fieltro calabrés y cuyos ojos ardían—, dos o tres aventuras provincianas, en las que se entregaba por entero, lo hicieron recogerse en sí mismo, lo confirmaron en su culto de El Amor de Michelet, que había devorado varias veces por consejo de Zola. Zola estaba en París, Baille se preparaba para la Escuela Politécnica en el instituto de Marsella. Los anodinos estudiantes con los que se codeaba, sus antiguos compañeros del colegio carentes de pasión, sólo pensaban en manosear cartas o en «ingurgitar cervezas». Se vio diferente, solitario, marcado por el signo. Tuvo miedo... Entonces llegó ella. Llegó la consoladora y la desesperante, la pasión de su vida, su tiranía y su éxtasis, la única, la inevitable, aquella para la que había nacido y por la que iba a morir: la Pintura. Se entregó a ella con su vehemente alma de niño, la virginidad de sus ojos, la savia inocente, el poder, el arrebato de su fe. Lo dejó todo. Quiso estar solo, por entero con ella. Su amigo Baille, quien por aquella época fue a pasar unos días de vacaciones en Aix, lo encontró seco, mudo, encerrado en sí mismo. No comprendió aquella felicidad angustiada, aquella nueva faz de su amigo, como tampoco comprendía ya Cézanne el gozo benigno de las pipas fumadas conversando, de las charlas perdidas, las horas amistosas. Rehuía todo lo que hubiera podido desviarlo de su arte incipiente. En la llamarada imaginativa de la juventud tuvo la llamarada apasionada del trabajo. Quiso ver- r todo aquel mundo nuevo de colores y líneas que ardían en la cabeza, en. telas, paredes, cartón, apel, al azar del lápiz, de los pinceles, del carboneo o. Y ante él, en las hojas ensuciadas, en los bastido- as revueltos, todas aquellas visiones tan claras bajo us 40

párpados no eran sino un hormigueo informe, •:n revoltijo lluvioso, sin figuras ni rayos, o —lo peor le todo— alguna imagen a veces de una espantosa rivialidad. Se entregó a ello con denuedo. Con los puños crispados, lloró ante su sueño mutilado, cubierto de colores fangosos. Se creyó impotente. Pasó, huraño, días enteros, bajo la lluvia, con el mis- eral, al sol, recorriendo los caminos, huyendo de su amante, pues la adoraba, a esa inexorable, a esa pintura, como un amante a la pers^ia que lo tortura. Volvió a recorrer todos los caminos de su infancia, trepó por sus senderos, recorrió de nuevo la comarca... Entonces, delante de un ocaso, un desmoronamiento de peñas purpúreas, una caricia de árbol, una fresca mirada de fuente, era presa como de una i vergüenza. Volvía a concebir esperanzas. Corría a •j encerrarse en su casa: a cal y canto. Con dedos tem- :¡ blorosos y un respeto, una adoración de todo el ser, j volvía a comenzar el trabajo. Se aplicaba, formal, j ferviente, piadoso. Era una religión. Se había hecho | entrar en razón al regresar. Hay que aprender. Es i menester. Después aquella gran alma dramática, sacudida por los sollozos, torpe de éxtasis, no com- ! prendía, no podía comprender esa vacilación de la i mano, cuando todo el cerebro crea, cuando los ojos tvMo lr> míe

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tocan con tanta certeza y amor. ¿Por qué ia materia reacia, el oficio rebelde? «¡La forma no sigue a la idea!», gritaba. ¿Por qué? Lanzaba sus pinceles contra el tecbo. Lloraba... Probó con un maestro: no, un profesor. Un amigo de su padre, un buen hombre pintor, llamado Gilbert, autor de obras relamidas y que, desde luego, hacía todo lo que quería con los dedos. Podía expresarlo todo, tenía un estilo, recetas para todo. Pero, claro, lo malo era que no tenía nada que decir. Uno de esos pequeños grandes hombres de provincias que juzgan sin apelación todo lo que ignoran, uno de esos que en «Les Amis des Arts» o en torno a una jarra de cerveza en el caféJRaphael de Aix se atreven aún a declarar: «¡Delacroix!... Un vaso de agua sucia.» Una noche, Cézanne oyó, delante de mí, esas palabras. Aún veo su furia contenida, sus ojos bruscamente inyectados en sangre y el gesto huraño con el que cogió su sombrero para salir. Su profesor intentó someter a aquel fogoso a la academia, le hizo copiar yesos, lo inició progresivamente en todas las secretas triquiñuelas de su triste librillo. El resultado fue aún peor. Cézanne había seguido ya los cursos de la Escuela de Bellas Artes, había obtenido incluso un segundo premio de dibujo, en competencia con su compañero Villevieille, al que iba a volver a ver en París el año siguiente. Pero Gilbert le servía tan poco como el premio. No es que despreciara el trabajo, desdeñase, como se ha afirmado tontamente, el estudio y el dibujo. Hasta su último día, dibujó, pintó todas las mañanas, igual que un 42

cerdote lee su breviario, durante una hora, en todas facetas, la «anatomía» de Miguel Angel, y recuerdo con qué respeto evocaba a menudo la imagen del no Ingres yendo al Louvre, bajo su paraguas, con más de sesenta años, y diciendo: «Voy a aprender a dibujar...» Pero los profesores, que no enseñan sino lo que saben, nada saben. Los trucos, los métodos, nada tienen que ver con el arte, los verdaderos maestros carecen de ellos. Cézanne no tuvo —y se trata de una de las desgracias de la época— maestro. Se buscó a sí mismo solo. En ello perdió su vida. Tuvo que recuperar por sí solo todas aquellas lecciones vividas, corporativas, aquella tradición que pasó de un taller a otro desde Siena y Florencia, desde los venecianos hasta David. Se martirizó para conseguirlo. «Y pensar», me dijo un día, «que toda esta experiencia es en vano... Muero sin discípulos... Estoy llegando a la meta, he vuelto a alcanzar la gran corriente... Nadie hay ahí para continuarme. ¡Ah! ¡Si hubiera tenido yo un maestro! Nunca se sabrá lo que Manet debe a Couture...» Su pedagogo, en lugar de enviarlo a París, llevarlo al Louvre e — «ignorante como un maestro de escuela» — respetar al menos toda la eclosión de sus dones, lo retenía en Aix y, sinceramente, lo consideraba un poco loco. Hablaba con su padre al respecto. «La pintura es un arte para aficionados, ¡qué demonios! A su hijo se le da bien el lápiz, lo distraerá, pues tiene un hermoso porvenir ante sí, si empo- (I;, j/,ei-( --¡i Derecho y algún día llega a dirigir, como buen procurador, como abogado versado, el banco de su 43

papá, ¡je! ¡je!...» :Que sería lo que lo ponía tan furioso? Lo descubrieron. Todas aquellas cartas que Paul recibía de París, de aquel escritorzuelo, asiduo de cafetines, que despilfarraba los cuatro cuartos de su madre con mujeres de la vida, debían estar atestadas de fiebre y malos consejos. De ahí procedía el contagio. Todo el mal le venía de Zola. Hay que seguir toda esa historia en la correspondencia de éste, Cézanne y Baille. Es trivial, pero tanto más angustiosa, cuando conocemos el destino que estaba en juego. Cuando Cézanne, que se asfixiaba en Aix, suplicó a su padre que lo enviara a París, el viejo banquero se mostró inflexible. No creía en la pintura de su hijo. Temía por él, tan recto y cándido, las frecuentaciones, las calles peligrosas, los encuentros de la gran ciudad. Quería que fuera su sucesor serio en su próspero banco. Todas esas ideas artísticas le iban a hacer daño, por lo demás —su madre lo veía bien claro, aunque intentara apoyarlo — y acabarían afectándole a la salud, dañándole el cuerpo, así como estaban minando ya subrepticiamente su espléndida inteligencia. Fue una lucha tanto más penosa cuanto que el padre y el hijo se adoraban y cada cual, con su ternura — el burgués, arraigado en su virtud; el artista, iluminado por su instinto — , sentía que tenía la razón de su parte y no podía ceder. ¿Renunciar a la pintura? Habría sido la muerte de Cézanne. Con lo bueno que era, habría deseado borrar de los ojos de los suyos esa constante preocupación que en ellos veía. Las comidas familiares se volvían lúgubres. Se hundía en la melancolía. Su 44

trabajo se resentía de ello. Abandonaba todo. Caía enfermo. París, allí, le parecía la salvación, la certidumbre, la realización. Sí, era efectivamente el lugar de todas las orgías, pero sus orgías estaban hechas exclusivamente de trabajo, estudio y libertad. Vería el Louvre, Rembrandt, Tiziano, Rubens, esa fuente con ninfas de Jean Goujon que una carta de Zola recibida por la mañana acababa de describirle. Aprendería, mucho mejor que con las colecciones de Le Magasin Pittoresque, cómo se compagina el mundo, pues una de sus pasiones era la de hojear, por la noche, bajo la lámpara, las revistas ilustradas, las revistas de actualidad e incluso las revistas de moda, para ver en ellas moverse mujeres bajo los árboles y transeúntes en las calles y, con esas imágenes de ciudades, campos y casas, esos movimientos de personas de todas clases, recrear, componer soñando inmensas telas irrealizables, pero que lo corroían de deseo de la nuca a los talones. Probó incluso a materializar algunas de aquellas fantasías coloreando algunas reuniones de mujeres jóvenes y esbeltas o con miriñaque, tomadas casi idénticas de los grabados de moda que hojeaba. Más adelante, en una tela que hizo con sus dos hermanas de paseo por un parque, algo quedó de aquel estilo. ¿Sería voluntario? El caso es que las actitudes, los vestidos de las dos mujeres, una ban- derita en el cielo, un florero en los follajes, la búsqueda irónica de elegancia ingenua, todo el aire del cuadro están visiblemente inspirados en aquellas imaginaciones, aquellos ensueños de aquella época. Siempre le divirtieron las imágenes. Sin embargo, había probado su suerte. Su padre 45

había contratado a un substituto para él. El Derecho no avanzaba. Había que adoptar una decisión. Aquella situación tensa, penosa para todos, debía cesar. «Conque quieres ir a París a toda costa... Dices que sólo allí se puede trabajar... Quieres hacer Bellas Artes... La pintura no alimenta a quien la ejerce... Quiero que sepas lo que es bueno... Tal vez, al notarte un vacío en el vientre, recuperes sentimientos mejores y, además, así al menos no podrás hacer tonterías muy graves... Anda...» Partió con una pensión de ciento veinticinco francos al mes, con la que debía comer, alojarse, vestirse, comprarse pinturas, vivir, pero rebosaba fuerza, proyectos, salud y fe. Su pasión lo inundaba. Zola y el Louvre lo esperaban. Corría el año 1861 y tenía veintidós años. Se sentía feliz.

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II

PARÍS

Toda la vida de Cézanne no fue otra cosa que una alternancia de inmensos arrebatos y desalientos profundos, de fervores entusiastas seguidos de abatimientos tétricos. Todas las mañanas, al levantarse, partía a la conquista del mundo, emparejaba su fiebre y su voluntad con su arte; por la noche, al acostarse, se desesperaba de vmr y se maldecía por haber pintado. Una sola cosa —su trabajo— lo consolaba y, cuando éste «no funcionaba», sufría un martirio. Caía en un desánimo sin límites. A alguien que lo encontró una noche en aquel estado y le preguntó en qué pensaba así, respondió, modificando un verbo de estos versos de Vigny:

Seigneur, vous m’aviez fait puissant et solitaire , Laissez-moi m’endormir du sommeil de la terre *. Su llegada, su vida, sus comienzos en París fueron, como todos sus días, deliciosos y atroces, traspasados de certezas, ensombrecidos por desespera«Señor, me habíais hecho poderoso y solitario, / dejadme adormecerme con el sueño de la tierra.»

47 í.

clones. Tenía ia enfermedad de la perfección, el tormento del absoluto. En seguida su vida cobró un orden riguroso, estuvo entregada por entero al trabajo. Tenía una habitación mala en un hotel amueblado de la Rué des Feuillantiñes, pero, por la mañana, iba a la Academia Suisse; tomaba un almuerzo somero, pues siempre fue muy sobrio, sólo muy de tarde en tarde le gustaba una comida copiosa y fina, una buena «juerga»; por la tarde, volvía a dibujar, en casa de su compañero de Aix, Villevieille, quien lo había precedido en París y tenía un taller, o en el Louvre. Cenaba y se acostaba temprano. Aparte de Villevieille y Zola, no veía a casi nadie. Trabajaba. Nunca estaba satisfecho consigo mismo ni con lo que pintaba. Entonces se refugiaba en interminables soliloquios teóricos, con los que se contentaba, de los que no se podía sacarlo. En la Academia Suisse, había bastante libertad. Pagaban su cuota y allí tenían el modelo, cada cual bosquejaba, pintarrajeaba, construía, como le pareciera. Los compañeros se extasiaban o se tronchaban ante lo que hacía, pero los otros nunca tuvieron demasiado ascendiente sobre Cézanne. «No tiene flexibilidad», escribió Zola a Baille en aquella época, «es rígido y duro como una piedra; nadie lo hace plegarse; no hay forma de arrancarle una concesión.» En el taller Suisse conoció a Emperaire, otro aixés: un enano, pero con una cabeza de caballero magnífica, al estilo de Van Dyck, un alma ardiente, unos nervios de acero, un orgullo de hierro en un cuerpo contrahecho, una i]ama cié genio en un hogar alabeado, una mezcla de Don Quijote y Prometeo.

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Como Cézanne, del que me habló con frecuencia y cuyas palabras me transmitió, vino a morir a Aix, muy viejo, pero sin haber dejado de creer en la belleza del mundo, en su genio, en su arte; a los setenta años, se moría de hambre, pero seguía colgándose en su desván de un trapecio, una hora al día, con una obstinación fanática para «crecer» y vivir. Dejó sanguinas muy hermosas y, en un figón del Passage Agard, una amazona monticelles- ca y dos bodegones, uno sobre todo alucinante, trágico — caza, un perdigón, un pato junto a un gran tazón de sangre—, que gastaban tanto a Cézanne, que a veces iba a comer el infame guisote del restaurante en el que estaban colgados para poder contemplarlos más a gusto. Le habría gustado comprarlos, pero no se había atrevido, según me confió el día en que, por haber quebrado, vendieron el negocio sin avisar al anciano maestro. Pintó un retrato sorprendente de Emperaire: la pesada cabeza del enano destaca sobre las flores rojas de una funda de mueble rameada; las pierneci- tas, en el alto sillón, no tocan el suelo, sostenidas por un calientapiés. El canijo, envuelto en su hopalanda, acaba de salir del baño. Profundamente demacrado, caricaturesco, a la vez exasperado y agobiado de vivir, patético, con sus largas manos colgantes, inclina su bella cara dolorosa, acoplada —parece— a una armadura de voluntad trágica, y, por encima de él, como un cartel irónico, una promesa amistosa de gloria, Cézanne en gruesas letras de rótulo ha inscrito el nombre: Achille Emperaire. Hablaba con frecuencia de él, no se le agotaban las anécdotas sobre él, le parecía «cosa seria». Un jueves,

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Cézanne y yo nos lo encontramos en el museo de Aix y recorrimos juntos sus galerías. Nada podría haber más conmovedor que ver a Cézanne dirigirse a aquel hombrecillo, prodigarle atenciones afectuosas, abrazar al instante sus imaginaciones de viejo, sus ilusiones de retaco iluminado, concederle toda una hora de gozo como para hacerle alcanzar —vivir como realizado— su sueño de maestría desconocida y de la gloria que surge después de la muerte. «Tiene algo de Frenhofer», me susurró al oído. Emperaire estaba radiante. No me atrevo a afirmarlo, pero creo que, por ser mayor y estar más informado también en aquella época, tuvo, en el taller Suisse, cierta influencia no en el arte, sino en las teorías de Cézanne. En todo caso, le oí con mucha frecuencia exponer opiniones sobre los venecianos —y Rubens en particular— muy emparentadas con las de Cézanne y en términos casi análogos. En cambio, detestaba —cosa que debía de indignar a Cézanne— a Delacroix, al que consideraba inferior a Tintoretto, pero sobre el heroísmo natural de los grandes desnudos de Tizia- no o de Giorgione, sobre la soltura principesca de Veronese, sobre el ronsardismo de Rubens, decía cosas que debieron de encantar, seguro, al anciano maestro del Jas de Bouffan. ¿Correrían juntos al

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Louvre, al salir del taller Suisse? Cézanne, ham- briento de pintura, se dedicaba a verlo todo: iglesias, museos, salones, exposiciones. Llevaba a ellas a Zola, a quien brindó, así, su educación artística y que lo recordó uno años después en sus folletos sobre Manet y los Salones. Le encantaba también trotar por París, plantarse en los puentes, bajar por los Campos Elíseos, contemplar la Concordia. Leía a Flaubert, a Taine, a Stendhal, seguía los Lunes de Sainte-Beuve. Aún no conocía a Courbet, cuyo nombre y cuya leyenda lo obsesionaban, pero aún no había podido contemplar ninguna de sus telas, aquel Courbet de quien más adelante iba a decir: «Es objetivo. Tiene enteramente la imagen hecha en el ojo...», pero con el que soñaba entonces como con un revolucionario gigantesco, un enorme renacentista en cierto modo. Los arrebatos, las improvisaciones apasionadas, los alborotos teóricos a los que se entregaba con el fogoso Emperaire quedaban atemperados por la aplicación, la mentalidad más burguesa, la cordura de Villevieille. Este se había casado con una muchacha encantadora, «rosada, rolliza, jovial», y la apacible felicidad de la honrada pareja incitaba a veces a Cézanne a soñar con los gozos del hogar. Se encontraba a gusto en aquella atmósfera. Guardó un recuerdo tierno de ella... Cuando, cuarenta años después, perdió a su madre, a Villevieille fue a quien mandó llamar para que hiciese un dibujo a la cabecera de la difunta, en virtud de uno de aquellos misteriosos regresos al pasado en los que se esforzaba por 5i

armonizar su sensibilidad con ciertos pesares, vagas intuiciones y lo que él llamaba el punto de apoyo de la moral y los principios. Entre Emperaire, un poco exaltado, un poco desequilibrado, romántico, y Villevieille, que lo apaciguaba, Zola ejercitaba su fuerza sosegada, su voluntad continua, su robusto genio, pero ahora daba un poco de miedo a Cézanne. En los medios de pintores se hablaba —y no sin razón— del daño que la frecuentación de Proudhon estaba causando a las recientes obras de Courbet. El artista no debe tener miras sociales. Con tal de que sea hermosa, su obra fructifica por sí sola. Las preocupaciones del pintor, si se alimentan de meditación y de vida, parecen siempre suficientes. No es la elección popular de los temas lo que enseña al pueblo, sino la verdad, el orden, la noble disposición de los olores y las líneas, cuya armonía entraña la moral y toda justicia... Cézanne desconfiaba del literato que había en Zola. Lo vio un poco menos. Acababa de fracasar en el examen de admisión a la escuela de Bellas Artes. Sus arrebatos de desaliento se multiplicaron. Y así como en Aix soñaba con París, así también en París soñó con Aix. Se decía que el aire de Provenza le devolvería el vigor. Quería volver a trabajar al natural. Ahora le parecía que los pinos, las peñas bien situadas, los planos tan nítidos de las colinas del Are y las tierras rojas de Le Tholonet lo sostendrían. Hizo algunos ensayos en los alrededores de París; con su compañero Guillaumin pintó en el antiguo parque de Issy- : les-Moulineaux y después en Marcoussis, pero aquellas fugas de árboles delicados, aquellas riberas feraces, aquellas savias tiernas

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no eran las indicadas para sus ojos ardientes. Sólo soñaba con fuerza y violencia. El fantasma azulado de Sainte-Victoire flotaba al borde de su pensamiento y lo acompañaba en el horizonte de todos los paisajes. Siempre en sus tormentos de la perfección, que desde sus comienzos lo desgarraron, imaginó que cambiar de país, de tela, de motivos sería una ayuda para su esfuerzo. Zola lo vio bien claro. «Por un fenómeno constante», dice de Lantier, refiriéndose al Cézan- ne de aquella época, «su necesidad de crear iba más deprisa que sus dedos; nugca trabajaba en una tela sin concebir la siguiente. Una sola prisa lo acuciaba, la de librarse del trabajo en marcha que lo hacía agonizar; seguramente no valdría nada aún, era presa de las concesiones fatales, las trampas, todo lo que el artista debe abandonar de su conciencia, pero lo que haría a continuación, ¡ah!, lo que haría, lo veía magnífico y heroico, inatacable, indestructible.» Y lo que veía así, heroico e indestructible, era entonces su comarca de Aix, una renovación del paisaje bituminoso por un acceso de claridad meridional, la tierra y el mar, el cielo entrando en los cuadros, con su verdadero lirismo; eran grandes seres desnudos moviéndose en plenos campos, rudos como árboles, pero humanos como un verso de Virgilio; era un empaste de colores sostenidos por una ardiente libertad de líneas, era todo su futu- : m::g mÍ Q /todavía empantanado en demasiada materia tai vez, en los churres de la paleta, que el mistral barrería allá abajo, en la lluvias de París, que le ensombrecían. el ojo, pronto limpiado —estabaseguro— por el primer chaparrón de sol sobre el estanque y los olivos, pasado

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Aviñón. Tenía que partir... Para retenerlo, Zola encontró un subterfugio. Le pidió que hiciera su retrato. Cézanne cogió aquella idea al vuelo. Se puso manos a la obra. Al principio todo fue bien. El esbozo era magnífico. Una fiebre de entusiasmo, un arrebato de amistad lo sostenían. Después las sesiones se eternizaron, se espaciaron. El motivo excedía en verdad sus fuerzas. Había emprendido una obra superior a sus medios. Se daba cuenta. ¡Trabajar, trabajar! Lo necesitaba. Apenas balbuceaba y el fin del arte —iba a declarar— es el rostro. Antes de abordar la expresión terrible que arrancar de las líneas de una cara, se debía haber dado vida, más fácilmente, a un gesto de árbol, a una mirada de fuente, a un perfil de roca. En verano, allí, en torno a las alquerías de Aix, en las eras, por los campos cubiertos de mieses, ardía con toda su magnificencia, extendía su gran rostro adormilado a la sombra azul de las colinas nítidas... Un día, Zola, al acudir a posar, encontró las maletas hechas, el caballete vacío: «¿Y mi retrato?» «Lo he roto.» Era septiembre de 1862. Apenas hacía un año que Cézanne había llegado a París. Aquella noche, volvía a partir para Aix. Pasó un año allí. Después de un otoño de trapajo, la alegría de haber recuperado el campo, las personas y las cosas de Provenza, los castaños del Tas, las calles tranquilas y las fuentes de Aix, volvió a ser presa de las vacilaciones. Los escrúpulos se arrojaron sobre él. Aquella vez su abatimiento fue tan profundo, que parece haber renunciado por algún tiempo a la pintura.

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No reanudó los estudios de Derecho, sino que trabajó un poco en la banca, en las oficinas de su padre. ¿Sería para no contrariar a los suyos, para intentar contentarlos después de su fracaso en Bellas Artes? ¿Sería una amargura postrera, un pesimismo abandonado de todo? Una vez que me atreví a abordar es^tema en un minuto de abandono, me miró con una mirada tan feroz, que nunca más sentí la tentación de volver a hacerlo. Herido así, lo imaginamos, en pleno vigor, arrastrando su resignación, tascando el freno bajo los plátanos del Cours Mirabeau. No pudo resistirlo. Garabateó en el libro mayor, en el capitel de una columna de cifras estos versos guasones que resumen el drama y el ímpetu de su vida de entonces:

Cézanne le banquier ne voit pas sans frémir Derrière son comptoir naître un peintre à venir*.

«Cézanne el banquero no ve sin estremecerse / nacer detrás de su establecimiento un pintor futuro.»

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Para lavarse de toda aquella contabilidad que le ennegrecía el cerebro, limpiaba su paleta, compraba pinturas, bruñía su caballete de campo. Volvió a vagabundear por los alrededores de la ciudad. Abandonó la oficina, pasó días tendido en la hierba, bajo los cipreses, en el cercado del Jas. Un mañana se fue a las tierras. Estaba recuperado. Fue una hermosa primavera de esperanzas. En el fondo del salón, en la mayoría de las alquerías provenzales, un gran diván circular se hunde bajo una gruta de sombra en la que en el momento más intenso del verano se echan después de comer, siestas deliciosas. El Jas de Bouffan, como toda casa de campo que se respete, tenía el suyo. Cézanne, en un arranque de alegría, quiso decorarlo. Alzó sobre la alta muralla a cuatro mujeres jóvenes, esbeltas, primitivas, danzantes: una, el Otoño, corriendo bajo su canasta y su carga de fruta; la otra, estival, con los brazos brillando de flores; el Invierno, en cuclillas junto a un fuego, que recuerda a un ingenuo pero prodigioso Chavannes realizado; y, como una travesura, una broma de alumno de escuela de pintura, firmó, con largas letras insolentes, con el nombre de Ingres, esas Cuatro estaciones , que recuerdan más bien a un fresco torpe de un cuatrocentista que trabajara para Epinal, pues bajo esas figuras caprichosas hay ya mucha vida sobria y encanto serio. Todo el gran Cézanne de los bodegones se abre paso bajo las flores, las gavillas de trigo y la fruta de las canastas; un noble sentido decorativo baña toda la composición.

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Por desgracia, no se han conservado estudios de paisajes, esbozos de aquella época. Sería apasionante consultarlos. Por Solari y Emperaire he sabido que entonces cargaba sus telas de colores, las empastaba mucho con la espátula y ensombrecía bastante los tonos, tal vez a su pesar. Era el momento en que, sin conocerse, Monticelli en París, Gresy, Guigou, Aiguier, Loubon, Engaliére, en Aix, en Toulon y en Marsella, buscaban en el mismo sentido y, a lo largo del mar y del valle del Durance, constituían una escuela proven- zal. Cézanne, quien, mejor que todos ellos, expresó a Provenza, era, por su parte —como Monticelli—, un pintor universal. En Prqvenza, lo que veía y pintaba era el mundo, por encima del Victoire y la comarca de Aix: era el horizonte de la Tierra. Habría podido ser, encerrándose en su ciudad muerta, como un Aubanel o un Mistral de la pintura. Lo esperaban destinos más altos. Al confrontar los paisajes de su nacimiento con los de su vida, alcanzó con mayor precisión el lirismo mismo de su país; al revelar su humanidad, reveló su alma misma fundida en la del universo. En cuanto se sintió fuerte, armado, alimentado con savia por su tierra natal y con ideas por sus meditaciones y sus lecturas, su retirada en pleno campo ya no le bastaba. En 1863, volvió a partir para París. Nos acercamos, me parece, al período más feliz de su vida. Fue el momento en que menos dudas lo minaban y desgarraban y más fe lo exaltaba. Pissarro le reveló a Courbet, Guillemet lo llevó haci-;i. í/¡nnci:. Dio rienda suelta a su inspiración. : . miÍ■ rceso, dijo Mottez, uno de sus profe

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sores en Bellas Artes, pintó en poemas arrebatados i(¡Íí;i c:,,i de fiestas, orgías, vagas mitologías Liattij.alistas que lo emparentan con los venecianos. Tenía veinticinco años, una salud admirable, un corazón y una sangre cálidos, una abundancia de ideas que lo arrastraban a un río de motivos, de líneas, de colores, de los que se sentía, audaz, dueño y señor. Ya nada lo detenía. Su propio oficio parecía obedecerlo. Su frenesí de pensamiento era tal, que un día gritó a Huot, en pleno Salon Cuadrado: «Hay que quemar el Louvre.» En una hoja de álbum, emborronó estas líneas de Émile: «Es necesario que el cuerpo tenga vigor para obedecer al alma: un buen servidor debe ser robusto. Cuanto más débil es el cuerpo, más manda; cuanto más fuerte es, más obedece. Un cuerpo débil debilita el alma.» Y debajo, con su gruesa escritura, subrayó: «Soy robusto. Tengo el alma fuerte...» En la pared de su taller, pintó con carbón: «La felicidad está en el trabajo.» Ese taller no era sino una buhardilla acristala- da, resplandeciente. «Todos los jóvenes pintores al aire libre», escribió Zola, «tenían que alquilar los talleres que no querían los pintores académicos, los que visitaba el sol con la llama viva de sus rayos.» Cézanne no fue una excepción. Vivía, cerca de la Bastilla, como en un invernadero, en una capa de sol, casi sin dinero, pero en un desenfreno gozoso de todos sus sentidos, una plenitud de todo el ser, en la que su genio se dilataba en esbozos fogosos, en

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¡v;lcargadas de pensamientos leonados, colmadas ríe sensaciones, tensas hasta resquebrajarse bajo la espesa capa de tonos radiantes. Pintaba todo lo que le caía a mano y ante los ojos. «¿Acaso un manojo de zanahorias, sí, un manojo de zanahorias», gritaba, «estudiado directamente, pintado ingenuamente, con la nota personal con la que se lo ve, no es tan válido como las eternas mermeladas de la Escuela, esa pintura con jugo de tabaco de mascar, preparada según las recetas? Llegará un día en que una sola zanahoria original engendrará una revolución.» Esas palabras trasmitidas en La obra las oyó, textuales, Philippe Solari, según me ha contado, más de veinte veces de labios de Cézanne7. Vivían casi juntos. Camille Pissarro y sobre todo Solari eran sus dos nuevos amigos. Por la misma época conoció a Renoir. Su amistad con Solari, bohemio delicioso, escultor cuyas maquetas adoraba, se mantuvo durante toda su 7 Aparte del testimonio de Solari, al que hay que sumar los que recogí de labios de Huot y de Numa Coste, basta con hojear la correspondencia de juventud de Zola para convencerse de que la influencia en el «sentido» del naturalismo la recibió el novelista del pintor. Todas las cartas del joven Zola de aquella época rebosan «idealismo» —palabra que aparece repetida varias veces en ellas — , tanto moral como literario. Propone su amigo como modelo a Ary Scheffer. Un odio vigoroso lo anima, en términos propios, contra el «realismo». Se podrían multiplicar los textos. Dante y Shakespeare, George Sand y Michelet —el Michelet de El amor— son sus grandes adoraciones. Véase sobre todo el esbozo que hizo a Baille de un volumen sobre los poetas y el plan de la inmensa epopeya que quería escribir él mismo. Hasta 1864, en su teoría de la Pantalla (carta a Valabrégue), no se declara realista. Cézanne lo había sido siempre. Ése era el fondo de su temperamento. Su romanticismo procedía en gran parte de Zola.

vida. Que yo sepa, fue el único de sus amigos con el que su carácter hosco y sus bruscos accesos de misantropía no tuvieron que manifestarse nunca. Solari era muy tierno, muy respetuosamente compañero con él y había que oír al viejo Cézanne murmurar guiñando un ojo: «¡Phi- lippe!...» Toda su ironía amante y toda la riqueza de su corazón se traslucían en su voz. Tal vez fueran sus lejanos años de París que le volvían a la memoria. Philippe, premiado con la medalla de la Escuela de Bellas Artes de Aix, enviado a París por cuenta de la ciudad a fin de que se preparara para el premio de Roma, se alistó en seguida, vivo y ardiente como era, en la libre banda de los revolucionarios. Se comía muy deprisa sus pequeñas mensualidades. Entonces los dos amigos cocinaban juntos, fumaban en las mismas pipas el mismo paquete de tabaco, tenían la bolsa y la vida en común. En una semana de miseria extrema, al tener tan sólo un traje presentable entre los dos, uno se fue, según me contó Solari, a tomar el aire, mientras el otro se quedaba en la cama. Les encantaba tumbarse y dormir en los bancos de los jardines del Luxemburgo: para ellos era como un lujo del campo. Otro placer fue, durante todo un invierno, una vasija de aceite enviada desde el Jas, en la que mojaban tan suntuosamente, que se empapaban hasta el codo. En aquel invierno fue cuan-

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,¡o una mañana Zola llevó a IVianet a visitar la tienda transformada en taller en la que Solará preparaba su , avío para el Salón. Era un negro alto que luchaba contra unos perros, el mismo que posó para el famoso negro con pantalón azul de Cézanne, propiedad de Monet. Manet, Cézanne y Zola daban vueltas en torno a la gigantesca maqueta. «La guerra de la Independencia», decía Solari, encantado. Estaban tiritando. Hizo fuego. Entonces ocurrió algo terrible. El armazón de la estatua hecho con travesarlos viejos de sillas y mangos de escoba se resquebrajó con el calor. El negro se desplomó... Solari tuvo que enviarlo al Salón, igualmente mordido por los perros, pero tumbado. Tuvo un gran éxito. Albert Wolf lo alabó en Le Fígaro. Un comerciante de guano compró el crespo Independiente y, tras darle una mano de barniz negro, lo convirtió, ¡oh, musas!, en su marca de fábrica. En La obra, donde Zola cuenta esa anécdota, el negro se ha convertido en una bacante. «Estos realistas», concluía Cézanne, cuando, estando en Le Tholonet junto con Solari, me contó riendo de emoción la historia, «siempre hacen lo mismo... ¿Eh, Mahoudeau?» Cézanne, tímido, hosco, vio muy poco a Manet. Le rindió, desde lejos, como un culto, si bien le reprochaba a veces haberse abandonado demasiado a la manía del fragmento, haber preferido el museo a la naturaleza y ser, en el fondo, «pobre en sensaciones coloreantes», pero la Olympia le encantaba completamente. Un día me trajo una gran fotografía de ese cuadro. «Tenga, ponga eso en alguna parte, delante de su 61

mesa de trabajo. Hay que tenerlo siempre ante los ojos... Es un nuevo estado de la pintura. De él data nuestro Renacimiento... Hay una verdad pictórica de las cosas. Ese rosa y ese blanco nos conducen a ella por un camino que nuestra sensibilidad ignoraba hasta que aparecieron... Ya verá.» Hablaba también con gran emoción de La salida de la Opera, que había admirado un día, junto con Solari, en el taller de Manet. «El heroísmo de la vida moderna», decía entonces, «como ha dicho Baudelaire... Manet lo vislumbró. Pero», añadía, «aún no es eso... Yo tenía miras más amplias.» ¿Qué quería decir con eso? Desde su llegada a París, le había vuelto la fiebre de las investigaciones. Se había hecho amigo de Camille Pissarro, «el humilde y colosal Pissarro», como lo llamó más adelante. Este lo devolvía a una visión más directa, más próxima de la naturaleza, más prosaica también. Lo sacaba de sus mitologías líricas para llevarlo a los manzanos y las tierras de labranza, los pueblos de la lie de Fran- ce. Le comentaba a Courbet en sentido naturalista, que se combinaba, en el verdadero corazón de sí mismo, bajo su aparente romanticismo de entonces, con el viejo fondo realista que su herencia latina había infundido a Cézanne. En el Salón de los Rechazados, recibieron juntos el baño de sol de La merienda campestre. Se exaltaron. Fueron a pintar «al natural», en los suburbios, a lo largo del Mame, e incluso plantaron a veces su caballete en pleno París, pero Cézanne, conmovido, volvía de aquellas sesiones más torturado aún. El contacto con la buena tierra y los puros 62

horizontes no lo apaciguaban. Al contrario. Volvía a manifestarse el drama en su interior. Ante aquellos esbozos decorativos, los cuerpos apasionados, los pesados follajes de sueño, «los senos desnudos y purpúreos de sus tentaciones» en alcobas de frenesí, lo atenazaba la duda de que no se deba inventar nunca nada y pintar, como le decía Pissarro, sólo lo que se puede ver y tocar con la mano o los ojos. Y ante el río reposado, con el caballete montado debajo de j^s ramas de verdad y los pies en los terrones o en la hierba, lo asediaba la añoranza de las grandes composiciones y el recuerdo de los maestros, los triunfos, las escenas del Lou- vre lo obsesionaban. Y él, que titubeaba para plasmar penosamente aquella sencilla naturaleza, registrarla como él quería, se sentía destinado a dominarla, a transfigurarla, a transportarla por entero, mezclada con su fiebre, a fondos trágicos o dolorosos, a «masas» de sol prodigado, en un paganismo que por encima de los siglos fuera a reunirse, en cierto modo, con las grandes épocas desnudas y los naturales Olimpos sin dioses. Entonces corría a su taller, huía de la tierra, del cielo, del agua demasiado vivos, que lo aplastaban, lo aniquilaban, demasiado imperiosos, demasiado duros, que no se plegaban a las apoteosis de su imaginación. Quería encarnarlos. Luchaba contra el aire ingrato, la carne sabrosa. Hacía oídos sordos a las húmedas voces de la lluvia, a las caricias del viento, a la llamada del sol en las hojas. Se encerraba a solas con sus modelos: un amigo algunas veces. Su cerebro ardía. Los que lo vieron entonces me lo describieron terrible, alucinado y en cierto modo bestial, como en una divinidad aflictiva. Cambiaba de 63

modelo todas las semanas. Estaba tan desesperado de no poder satisfacerse, que «él, que se preciaba de no poder inventar, buscaba sin referencia fuera de la naturaleza.» Engendraba esbozos, bocetos, cuadros monstruosos. En el desván del Jas de Bouffan vi una tela agujereada, rayada a cuchilladas, manchada de polvo, que no sé cómo fue aparar allí y que fue quemada, al parecer, junto con otras treinta más, en vida de Cézanne, sin que éste se dignara ocuparse de ellas. Aquélla, salvaje, resquebrajada, martilleada, llameante, cuando le hube limpiado la capa de polvo que la ensuciaba, me mostró a una criatura de carne torrencial, en cuclillas sobre una nube en forma de cisne, con el vientre tenso, los senos hinchados, la jeta fosforescente, espléndida y horrible bajo el vuelo de una cabellera a la vez pelirroja y morena, las manos cuajadas de sangre, un collar enorme, una cadena de oro que le cruzaba el muslo y el torso azotado, como una Dánae, por una lluvia de rayos y luises. A su alrededor, en pleno amanecer, un círculo aullante, abominable, retorcido, de hombres con frac, sacerdotes, generales, viejos, un niño, obreros y jueces, caras coloradotas como las de Daumier, pero abotargadas de carmín, como por un acceso de sangre; cuerpos borrascosos cabalgados por un arco iris de mafices barrocos que se enroscaba en ellos como una serpiente, un torbellino de brazos crispados... y bajo tma estrella, en un rincón negro del cielo, una blanca aparición con los ojos tapados. «Gustaría a Mirbeau, ¿eh? », me dijo Cézanne, al sorprenderme en contemplación delante ele aquella página de apocalipsis y de una patada envió la tela 64

rociando al fondo del desván. No todas las visiones de aquella época tenían aquel sello de espanto bíblico. Hay cuadritos deliciosos que podemos comparar con Mujeres en un parque y Meriendas campestres de Monet, pero más densos, más vigorosos, más esmaltados, y que agrupan, al pie de peñas luminosas^en la sombra verde de los oquedales, desaliños estremecidos, sombreros de flores, crinolinas, en un tierno festín en el que una pizquita de melancolía pagana ennoblece la perla de las risas y el deshoje de los besos. El vino en las garrafas, los pasteles depaté y la corteza del pan, el terciopelo de la fruta, la caricia de los manteles, anunciaban que un hermano de Chardin, ya nacido, iba a aparecer. Lentamente se desdibujaban los personajes. Otro encanto , más vago, un misticismo rústico en cierto modo ensanchaba el calvero, profundizaba en el herbazal. Todo se enraizaba. Los perfumes de la tierra impregnaban el aire que azuleaba. La naturaleza entraba, cada vez atraía más por sí sola al joven pintor, le apasionaba, lo absorbía. El seguía modelándola y empezaba a modularla. En 1866 fue a pasar muchos meses en el r/;impo Permaneció allí, 7a sólo volvía a París ele r.11'!Í• en filíele.

Tuvo un.a eran alegría: la dedicatoria que Emile Zola le hizo de A/z salón, los artículos de UEvenement reunidos en un folleto, después de todo el alboroto que habían armado y su brusca interrupción en las columnas del periódico. Eran sus charlas, lo sabía, las que en gran parte habían inspirado todas aquellas líneas que chispeaban de valor y verdad. Le gustaba combatir. Inspiraba miedo. El jurado había 65

vuelto a rechazarlo y lo admitiría una sola vez, por sorpresa, cuando Guillemet logró que aceptara su retrato en el Salón de 1882. Lo proscribieron. Tanto mejor. Se sintió exaltado por ello. Los adoquines olían a batalla. Para él el aire en torno al Palacio de la Industria olía a pólvora. Aquel año acababan de rechazar, al mismo tiempo que su envío, el Intérprete de pífano, digno del Louvre, tal vez la obra más sólida de Edouard Manet, pero Courbet expuso La mujer del loro y la Espesura para corzos. Se habló de concederle la medalla de oro. A la generación ascendiente parecían menos sólidas aquellas telas, menos graves sobre todo que La bañista o El encarne, muy alejadas del Entierro en Ornans. Millet, al que dicha generación apreciaba sólido y fértil, se volvió indeciso y flojo. Había desaparecido aquel aliento de la tierra que colmaba los horizontes de sus antiguos paisajes. Theodore Rousseau resultaba menos espléndido, se volvía meticuloso. Pero Claude Monet expuso su Camille y todos los jóvenes se agruparon, se enardecieron, en torno a él, lo opusie- , orí ai enemigo, a Roybet que con Un loco en tiempos de Enrique III quería causar sensación. Cézan- m6 combatía en primera fila. Había acudicio desde el campo, barbudo, melenudo, con la nariz aguileña, con su chaleco rojo, henchido de entusiasmo, arrastrando tras de sí un aire terroso de follajes y fuentes, como nos los muestra un retrato de aquella época; afirmativo, dogmático, siempre que no se tratara de él, seguro del genio de los demás en la misma medida en que dudaba del suyo. A los sesenta años, aún se quitaba el sombrero

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cuando pronunciaban delante de él el nombre de Claude Monet8. «El más hermoso ojo de pintor que haya existido jamás», decía. % ¡Cuál no sería su entusiasmo, cuando a los veintisiete años, con su ardor, su rebelión, sus creencias, llegó, dominando el grupo de sus amigos, ante la alta tela en que un muchacho de su edad había creado la verde y negra Camille , la deslumbrante joven con vestido rayado! Sintió una sana emulación. Cuanto más se admira, más se trabaja y más fe se tiene en uno mismo. Sintió sus límites, pero junto con ellos las inmensas posibilidades que germinaban en él. De nuevo fue a confrontarse con la tierra, al aire libre, con las estaciones. Se midió con la naturaleza. Su libre savia y su genio burbuje ante no deseaban otra disciplina que ella. No se cansaba de volver a ella, nunca se cansó. «Todo es —y muy en particular en el arte — », escribió en el ocaso de su vida, «teoría desarrollada y aplicada en contacto con la naturaleza.» Y a un joven pintor, cuyos comienzos le habría gustado dirigir, le escribió también: «Couture decía a sus alumnos: “Tened buenas compañías”, es decir: “Id al Louvre”. Pero, después de haber visto a los grandes maestros que en él descansan, hay que apresurarse a salir y vivificar en contacto con la naturaleza los instintos, las sensaciones que viven en 8

En una carta al joven pintor Camoin, que iba a pasar una

temporada en Giverny, escribía, al final de su vida: «Deseo que la influencia artística que ese maestro [Claude Monet] no puede dejar de ejercer sobre el círculo más o menos directo que lo rodea se deje sentir en la medida estrictamente necesaria que puede y debe tener en un artista joven y bien dispuesto para el trabajo.»

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nosotros.» Era toda su vieja experiencia la que así aconsejaba. Sabía cuán terrible es la aproximación a lo real y cuánto miedo había sentido él, en sus comienzos, a esa naturaleza. «Una modestia inquieta lo empequeñecía ante ella.» Entonces era presa de tal necesidad de absoluto, que, desesperando de llegar a estrechar nunca en el contorno de un matiz exacto la línea huidiza y tan próxima de las cosas, lo abandonaba todo. Volvían a asaltarlo sus escrúpulos, sus dudas, sus cóleras. En 1867, volvió a vivir en París. Se sintió animado de nuevo por la fiebre de los adoquines. Como todas las veces que cambiaba de aires, de pensamiento, de temas y telas, una certidumbre sorda lo sostuvo. Se entusiasmó. Soñaba con «cuadros inmensos». Acometió telas de cuatro a cinco metros. Ninguna le satisfizo. Le habría gustado

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, iibor murallas. Vagabundeaba en torno a estaciones, iglesias, mercados. Nada le parecía, indigno. En i,lena calle —según me contaba más adelante Sola- rí— habría decorado, como un veneciano, fachadas y le habría gustado, mezclado con los albañiles, los fontaneros, los obreros, eternizar los gestos de su trabajo en los propios andamios, prolongar en la pared deslumbrada la gloria de los oficios y los días. Esas mezclas de violencias y timideces, humildad y orgullo, dudas y afirmaciones dogmáticas que lo zarandeaban en la vida, estallaron entonces en su arte. Llevó, al parecer, algunas telas hasta la extravagancia, las construyó, las esculpió, las abigarró con un arco iris cincelado conjpedrerías monticellescas. Eran las horas del «trabuco ebrio». Descargaba, según cuentan, sobre su tela a bocajarro un trabuco cargado de colores hasta la boca. La misma gente sabía, por lo demás, que Wagner, loco por los perfumes, escribía sus partituras vaporizando tinta a la buena de Dios sobre sus pentagramas. Sin embargo, otras veces, cuando Cézanne no pintaba con el trabuco, se aplicaba, formal como un niño, vacilante, soñando vagamente con las academias, con el Salón. Pero pronto la línea se encabritaba bajo sus dedos, el dibujo estallaba en pistilos multicolores. Grandes figuras de mujeres florecían en todos los rincones de su taller. Pues con frecuencia, y hasta sus últimos días, una acometida de fuerza, un apetito pánico, le ardía en las entrañas. Una pasión pagana, una embriaguez de carne, tan formidable como su amor a la pintura, le in tía en la sangre, le inflamaba las sienes. Tocio el mundo le parecía espléndido. El fuego negro de su o-enio se

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concentraba en sus deseos para glorificarle el mundo con una voluptuosidad sobrenatural. En aquellos minutos conoció los éxtasis dramáticos de Tintoretto. Pasaba por él, tan sano, tan robusto, tan puro, como un hálito inflamado que en los misteriosos bajos fondos del ser iba a remover algo tal vez como el desenfreno de Géricault o de Musset. Pero él se dominaba. La carne desnuda le daba vértigos, habría saltado sobre sus modelos; apenas entraban, las arrojaba, medio desnudas, al rellano. Era excesivo en todo. «Yo soy intenso», decía, «como Bar- bey.» Un consuelo, un nuevo tormento le quedaban. Había encontrado otra forma de adorar aquellas desnudeces que expulsaba de su taller, las acostaba en la cama de sus cuadros, las zarandeaba, las acuchillaba con grandes caricias coloreadas, desesperado hasta las lágrimas por no poder adormecerlas bajo jirones bastante purpurados, en besos, con tonos bastante satinados. Desde aquella época, de la que data el primer esbozo totalmente inspirado en Rubens, y hasta su muerte trabajó constantemente en una tela inmensa, veinte veces abandonada y veinte veces reanudada, desgarrada, destruida, reiniciada y cuyo último estado pertenece a la colección Pellerin. En tiempos vi una copia espléndida, casi acabada, en lo alto de la escalera del Jas de Bouffan. Permaneció allí tres meses y después Cézanne la volvió contra la pared y más tarde desapareció. No quería que le hablaran de

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ella, ni siquiera cuando resplandecía al sol y estaba obligado a pasar delante de ella para entrar en su taller, bajo las buhardillas. ¿Qué habrá sido de ella? El tema que le obsesionaba así era un baño de mujeres bajo los árboles, en un prado. Hizo una treintena de pequeños esbozos, al menos, dos o tres de los cuales llegaron a ser telas muy finas, muy trabajadas, una multitud de dibujos, acuarelas, álbumes de croquis que no abandonaban el cajón de su cómoda, en su alcoba, o de su mesa, en su taller. «Será mi cuadro», decía a veces, «lo que dejaré... Pero, ¿y el centro? No puedo encontrar el centro... ¿En torno a qué, dígame, debo agruparlas a todas? ¡Ah! El arabesco d^Poussin. Se lo conocía al dedillo, ése. En las bacanales de Londres, en la Flora del Louvre, ¿dónde comienza y dónde acaba la línea de los cuerpos y del paisaje?... Son todo uno. No hay centro. Pero yo quisiera como un agujero, una mirada de luz, un sol invisible que aceche todos mis cuerpos, los bañe, los acaricie, los intensifique... en el medio.» Y desgarraba un croquis. «No es esto... y, además, a ver cómo vas a lograr que posen así, al aire libe... He intentado, desde luego, cuando los soldados se bañan, a lo largo del Are, ir a ver los contrastes, los tonos de la carne sobre los verdes... pero es otra cosa, no me da nada, no puede darme nada para mis mujercitas... Mire, ¡maldita sea!, qué aire más hombruno tiene ésta... Se me quedan grabados en el ojo, esos sorchis.» Y, enseñando el puño a las tiernas carnes azu5i

lacias ele su esbozo y, más allá de su cieslumbramien to, tal vez a todas las hembras del mundo, añadía: «¡Ah! ¡Qué bichos! ¡Maldita sea! ¡Qué bichos!» La gran tela del Baño de la colección Pelleriii quedó inacabada. Quince desnudos de mujer res plandecen en ella y la animan. Bajo árboles altos, de troncos lisos y finos, que se juntan en el cielo en ojivas y forman como un arco de bóveda en movimiento de catedral vegetal abierto a un tierno paisaje de la lie de France , al borde de un río lento, las mujeres van a bañarse. Una se abandona ya, con los cabellos flotando, la cabeza echada hacia atrás, a la corriente. Otras se lanzan. Forman dos grupos, ocho a un lado y seis al otro, unidas todas por la blancura de una tela con la que tres de ellas juegan en la orilla, por la nadadora, en el centro mismo de la composición, y por un hombre que más lejos, en una pradera, delante de un castillo, las mira. ¿Será ésa la mirada del sol de la que hablaba Cézanne y que se decidió a humanizar, a volver menos simbólica, pero más viva? En todo caso, es la que concentra toda la escena, ella y el arco de bóveda de los troncos, la vidriera abovedada de las ramas, la tela del primer plano. El agua es profunda, el herbaje desprende brillos tornasolados. El claro paisaje francés es puro como un verso de Racine. Es una tarde de verano ligero... Las mujeres primero parecen desproporcionadas, bastas, cuadradas, las dos que corren, como talladas en un bajorrelieve egipcio. Nos acercamos, miramos largo rato. Son finas, alargadas, divinas, hermanas de las ninfas de Jean '"■í.iiijon, hijas sutiles de las ingenuas Estaciones del jus, Una se va, 72

con un gesto de chiquilla distraída a la que persiguen, no se ven sus piernas, sólo la mano, los dedos precisos de bailarina camboyana, la scaitimos saltar, púber y encantada, a través de los verdes tallos que la rozan. Otra, tranquila, olímpica, apoyada en un árbol, sueña, con los ojos perdidos. Una, tendida, satisfecha, sosegada, se ha instalado, con los codos en la hierba, para contemplar a sus amigas en el agua, y sus opulentos senos, sus maciza y duras nalgas, su pelo castaño cobra un baño de luz, se estremece, empañado por una brisa azul, como un sueño tenso en una carne de seda. Las dos que se incitan, mostrándose a la nadadora, se estremecen ya con las caricias del agua. A la izquierda, en el mismo grupo, la más alta, con inmenso paso de guerrera, aparta a las demás. Se lanza. Es la fuerza, la juventud, la salud. Paralela, y un poco curvada, al chorro de savia de un árbol, es ella misma como un árbol que anda, una planta humana, totalmente dispuesta para el amor y, detrás de ella, la que se adormila suspira, abandonada, por la traición y el encanto de la hierba, en la que ondula una fiebre florida. Pero las dos más bellas son —creo yo— las que, acuclilladas, regias, magníficas, tienden la tela a su hermana arrodillada y balancean con los brazos desplegados una curva mallarmeana que subrayan con un trazo más lleno, con un fervor más rico, el arco canoso de sus caderas, los rubios cabellos de una, con cabeza de enana sobre un cuerpo de diosa, el robusto hombro de la otra, de rostro pensativo bajo cabellos demasiado pesados. Una gracia las envuelve a todas, una alegría, un orgullo... Resulta emocionante que tantas dudas, tormentos, furias se puerilizaran en tanta

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ternura, amabilidad y paz. Ya nada en esos juegos virgilianos, esa fiesta inocente, esas danzas vegetales, arde con el alma crispada, los sollozos de Cézanne. Ese Edén de ondas paganas, de carnes melodiosas, de árboles tiernos y desnudeces azules, sólo habla de fuerza y equilibrio. Desde lejos, desde abajo, un gran hálito enloquecido parece salir de una trágica orgía y nos quema el rostro; subimos la escalera, ya no hay ahí otro misticismo que el de la felicidad de la salud plena. Pero nada, ni siquiera aquellas llamaradas sensuales, aquel aturdimiento carnal ante la mujer, aquel amor del amor, resistió nunca mucho tiempo ante la única pasión verdadera de Cézanne. No adoró en verdad otra cosa que la pintura. Como Flaubert, nunca satisfecho ante la página acabada y olvidando toda cosa por ella, una voluntad absoluta, algo así como una santidad lo enclaustraba delante de su tela, lo separaba de todo. Incluso fuera del taller, ya nada existía sino la obra en curso. Todos sus pensamientos, sus sensaciones lo devolvían a ella. Era como un estado sentimental, que tan sólo se puede comparar con ese ensueño difuso que acompaña por doquier a los enamorados. Nada le interesaba, salvo su arte o desde el punto de vista de su arte. Por todos lados, en la calle, a la mesa, en el café, dejaba de hablar o escuchar, pestañeaba los ojos, miraba, notaba una sombra, seguía un gesto, una línea, un rasgo ele un rostro, captaba un contraste, se apoderaba del mundo, lo desviaba en su memoria, lo comparaba con su trabajo de la víspera, rumiaba con vistas a su trabajo del día siguiente. Su trabajo vivía dentro de él. No podía soportar que 74

atentaran contra él. Todos sus sufrimientos, que otros tacharon de manías, tenían su origen en eso. Hacia el final de su vida, lamentaba no ser monje como el Angélico, para —regulada ya su vida de una vez por todas, interrumpida sólo por comidas frugales y los hermosos descansos de los rezos, sin preocupaciones, sin desvelos — poder pintar desde el amanecer hasta la puesta de sol, meditar en su celda, no ser molestado nunca en su iqpditación ni desviado de su esfuerzo. Todo un aspecto huraño de su carácter se debía al miedo constante que tenía a los indiferentes que, por no tener nada que hacer, van a hacer perder el tiempo a los demás. Huía de ellos como de la peste, por haberse abandonado varias veces, con su expansiva ingenuidad de artista, a esas disgregado- ras simpatías. Tenía buen corazón y le resultaba extraordinariamente doloroso causar alguna pena, incluso a desconocidos. Iban a verlo y primero le entraba una gran irritación al pensar en la hora que iba a desperdiciar, pero su bondad natural podía más. Se dominaba y una divina timidez lo hacía acoger entonces a aquel a quien no había podido cerrar brutalmente la puerta con su primer impulso. Pues, aunque orgulloso de mentalidad, era humilde de corazón. Los hombres le resultaban prodigiosamente complicados y el esfuerzo en el que se agota

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ba, cuando se habían marchado, para intentar desmontar sus mecanismos, leer en ellos, descifrar sus pensamientos y su objetivo, eran otros tantos minutos robados para él al trabajo, a la pintura. Se encerraba, no quería ver a nadie. Y no fue sólo una misantrópica manía de viejo. En plena juventud ya era así. Se metía en su madriguera, no quería dejar entrar durante semanas a un alma viva en su taller, rehuía todo conocimiento nuevo. Una respuesta de Emile Zola en mayo de 1870 a una carta de Théodo- re Duret, uno de sus primeros compradores y que quería entablar relaciones amistosas con Cézanne, es muy significativa a ese respecto. Lentamente todo lo que no era la pintura desaparecía de su corazón. Toda su humanidad, sus cultos, su patria, la familia, la amistad, se perdían en su religión, no tenían ya más sentido vital para él que para un Spinoza o un Francisco de Asís. Flay que verlo y sobre todo en aquel período de su vida, como totalmente fuera — creo yo— de las condiciones cotidianas. Se sublimaba en la pintura como un monje en Dios. Encarnó su misticismo, fue su gran solitario. Sus intereses terrenales, sus deberes cívicos, sus naturales amores, todo caía ante ella. Voy a citar al menos dos ejemplos. Una noche, unos almiares, una alquería ardieron en el Jas. Subyugado por los juegos rojizos de las llamas, estaba en contemplación, tomando nota de los matices, descubriendo algún enigma del color o de la sombra, cuando llegaron los bomberos. «¡Esperen!», gritó.

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Creyeron que estaba loco, insistieron. Saltó a coger un fusil. «Al primero que lo apague le salto la tapa de los sesos.» Y hasta que todo quedó reducido a cenizas estuvo disfrutando con la magia del fuego, estudiando sus reflejos y su danza. Mucho más adelante, en 1897, la tarde del entierro de su madre, como de costumbre, se fue «al motivo». Era su más alta forma de rezar, de comunicar con la muerta. Estalló la guerra. Como Bizet, tan gran artista como él, habría debido y, (¡jomo Camille Saint-Saéns o Henri Regnault, habría podido correr a la vanguardia. El bueno de Flaubert, a quien se parece en tantos otros aspectos, se alzó, ante la patria herida, como un viejo león, rugió con sus admirables cartas a George Sand, abandonó su Tentación para organizar en torno al Rouen invadido una compañía de francotiradores. Cézanne, poseído más que todos ellos por su arte, no oyó nada de los gritos de la patria en peligro. Su genio era su destino. Como Arquímedes, al que encontraron, con su ciudad tomada, en medio de los clamores, inclinado sobre la arena, acabando un problema, habría pintado bajo las balas. Abandonó París. Mo quiero disimular nada, omitir nada de lo que sé de su vida. Los gendarmes lo buscaron, según dicen, por la parte de Aix. Estaba con su madre en L’Estaque: trabajando delante del mar. Ili PROVENZA

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¿Haría reflexionar a Cézanne la bala perdida que derribó a Regnault al rebotar en una zanja, cuando ya había concluido la batalla, y a la que debemos la Marcha heroica de Saint-Saéns y la obertura de Patria de Bizet? ¿Sentiría remordimientos? ¿Se felicitaría de haberse conservado entero para su arte y de poner la humilde gloria de su oficio al servicio de la inmensa gloria tradicional de la pintura de Francia, que ninguna derrota podía abolir? ¿Se consideraría un obrero del renacimiento de la patria? ¿Cuál sería el orden de sus reflexiones en aquel pobre pueblo de pescadores en el que faltaban los hombres para las barcas? El caso es que su arte cambió. Sólo hay que juzgar por los resultados. Sus telas se hicieron más profundas: más macizas y más aireadas a la vez. Su arte adquirió una seriedad, una austeridad fluida, que tal vez se debieran también al regreso a la Pro- venza recuperada y a la meditación sobre los horizontes del mar. Se deshizo de toda influencia. Cour- bet dejó de oprimirlo. Fue él mismo. Acababa de cumplir treinta y dos años. Estaba llegando a su plenitud orgánica. Las circunstancias lo obligaron a reflexionar sobre todo lo que había desdeñado o desconocido hasta entonces. Sentía que acababa de cometer una acto grave, un crimen, como lo consideraba la. gran mayoría. Sin embargo, sabía perfectamente que en modo alguno había sido por cobardía. Tal vez se atreviera a confesarse que el crenio tiene sus propias leyes, no está sometido a las disciplinas comunes, pero, ¿se puede vivir sin disciplina? Sí, el genio tiene la suya, pero, ¿cuál es? En un temperamento excesivamente apasionado, en un

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pensamiento como el suyo, todo se vuelve concreto y substancial. No separaba su oficio de su vida. Todo lo que ganaba en profundidad íntima, cada paso que daba en su ascesis interior, lo daba —y lo comprobaba— objetivagiente en su arte. En el fondo, también él era uno de aquellos hombres que creyeron más profundamente «en la realidad del ideal», pero, ¿creía, creyó alguna vez, en su genio? Volvió a ser presa de sus dudas. En una buhardilla de París y en semejante crisis, la desesperación, la renuncia, habrían podido más, ya en aquella ocasión. Yo lo vi así, mucho más adelante, al filo de la vejez, llegar a Aix, hastiado de todo, decidido a no volver a tocar un pincel, a dejarse morir, consumido, abatido, sin fe, incrédulo para con la propia pintura. Pero, en 1871, tenía el mar. El aire salino lo tonificaba. Hablaba con viejos pescadores que no tenían noticias de sus hijos, muertos tal vez o prisioneros en Alemania. El infortunio de los hombres lo embargó. Una ráfaga de mistral curvó las velas. Se irguió. Recibió de aquellas personas sencillas una ayuda insospechada. Comprendió la humanidad

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que, ante los ojos de un artista de verdad, puede quedar en la amargura de un ocaso o la esperanza vacilante de un alba sobre las olas. Además, a los treinta años, aun devastado por remordimientos, la aridez no dura. De las propias dudas nace una fuerza. Un teórico como Cézanne construía en seguida un sistema para amparar en él su sensibilidad exasperada. Más adelante le provocó una nueva angustia, pero sus agitaciones interiores encontraron un consuelo en él. El arte vive de fe, mientras que la reflexión mueve fatalmente a la duda. Cézanne tenía iluminaciones repentinas, pero con el tiempo insostenibles y esa tensión excesiva le impedía encontrar reposo. Estuvo muy cerca de alcanzarlo en la Estaque. Así lo creyó. Así se lo dijo a sí mismo. En París todo lo oprimía, lo amargaba, lo contrariaba. Tenía que apoyarse en la naturaleza: la de su país, acorde con su sangre. Sólo allí, en Provenza, se libraría de aquel romanticismo que lo dispersaba. Pintó ante la mar clásica. Aquellas olas habían traído la civilización a los viejos bosques celtas: el orden, la mesura, la sabiduría. Aquellos caminos por los que se iba, con el caballete a la espalda, los debemos al gran realismo de Roma. No había que soñar con el pincel en la mano, sino ponerse, como Virgilio, a aprender de las cosas. También él, el positivista platónico, de entre los veteranos, fue el que bosquejó sus primeras églogas para una raza desquiciada. El campo le devolvió el aplomo. Sólo lo auténtico es bello. Durante todos aquellos años frenéticos del segundo Imperio, Francia vivió de un OÍ quimérico. Se rió de Flaubert, Courbet, "Pcaan. Condenó a Baudelaire. Postergó a Taine y Glau.de

Bernard. Con su frivolidad, su gusto licencioso, odiaba a todos los que veían con nitidez, solido/, y profundidad. Eso es lo que conduce a los abismos. Cuando se silba a Wagner, se aplaude La mujer barbuda. Cuando se considera loco a Manet, se siente entusiasmo por Thérésa y Émile Ollivier. Todo se desploma en el artificio, la mentira, todo se envilece. No hay que vacilar más, es pura y simplemente hora de actuar. ¿Por qué no habría de dedicarse, como Zola, con sus medios estrictos a la inmensa tarea de rehacer toda una Francia? Tanto más cuanto que, con eWenloquecimiento general, afectado, a su pesar, por el error ambiente, desertó, sin saber, de su puesto de combate. Ahora veía claro. Iba a repararlo durante toda su vida. Había que ser auténtico. La verdad lo es todo, en la política, en la moral, en la ciencia, en el arte... Sólo tenía una herramienta: su pincel. Se iba a poner manos a la obra. Iba a devolver la Verdad a la pintura. Lo sentía confusamente, ahora lo sabía: ésa era su misión, su delicia, su voluntad. En eso estribaba su calvario. Abandonaría los grandes motivos falsos. No iba a separarse ni un paso de la naturaleza... ¿Se diría todo aquello a la luz plena de su integridad y de la inteligencia? ¿Lo elaboraría en su inconsciente entre los impulsos contrariados de su rudo y frenético temperamento y de su sensibilidad por un momento dominada? Nunca lo sabremos. Lo que es seguro es que durante los últimos años de

su vida no dejó de hablar en ese sentido; en varias conversaciones me comunicó, a retazos, que había concebido esas ideas a partir de una conmoción, un drama interior, que no precisaba. Sospecho que fue después de aquella huida a UEstaque. Todo mueve a creerlo9. Su vida cambió, como su arte, después de la guerra. Amó, tuvo un hijo. Se casó. Dio unidad a su existencia, paralela a su trabajo, e incluso, al final, llegó, en su necesidad de orden, de apoyo tradicional, hasta la práctica continua de sus deberes religiosos. Hacía descansar todas sus esperanzas de renacimiento social en la cabeza de su hijo. Lo amaba hasta la adoración, pero nada lo desviaba de la pintura. Toda aquella edificación de razón íntima, aquel desarrollo de sabiduría apasionada, sucedía, como él decía, «en su fuero interno». Pintaba. Pintaba el mar, el agua espesa, la claridad húmeda, el cielo infuso. Lo suspendía, en el horizonte, macizo y azul, como aparece a veces desde las alturas de L’Estaque, cuando desembocamos ante ella entre la pared de las rocas. La hacía dominar por sobre el marco 9 Podría parecer que un pasaje de Émile Bernard sobre Camille Pissarro, en sus Souvenirs sur Paul Cézanne lo contradice: «Hasta los cuarenta años», dijo Cézanne, según Bernard, «viví como un bohemio, perdí mi vida. Hasta más adelante, cuando conocí a Pissarro, que era infatigable, no me entró el gusto por el trabajo». Ahora bien, Cézanne conoció a Camille Pissarro en 1863, Hay textos que lo atestiguan. Tenía entonces veinticuatro años. Dos años después, en 1873, pasó con él toda una temporada en Pontoise, donde se instalaron juntos, en el Hermitage. En 1874, Pissarro grabó el famoso retrato en el que Cézanne aparece, con su nariz aguileña, con una gorra y una hopalanda. Tenía treinta y cinco años.

peñascoso de esas rocas, como un p ran espejo invertido. Más allá temblaban las colinas de Marsella-Veyre, «blancas del calor y suaves». Las islas vacilaban, subrayadas en el deslumbramiento azulino. Toda la onda parecía endurecer su cristal azul. La pintaba plana, áspera, desierta... Y otras veces el paisaje se embravecía, ya no era sino un desprendimiento de cascajos rodando por arroyos breñosos hacia una caleta gris donde un poco de agua salada iba a bañar un sendero de retamas secas. Le hacía con unos pinos un peristilo de columnas gastadas, la acariciaba con la sombra baja de las ramas escamosas. La enmarcaba con troncos rígidos y follajes altos, pero lo que prefería era establecer sólidamente, y en primer plano, las pendientes rugosas de los barrancos en los que se hunde el túnel del Nerte, amontonar en surcos, apilar sombras cálidas en la oquedad de los torrentes rojizos, puntear a lo largo de esa línea un tejado rojo, la risa clara de una alquería y, como un hombro redondeado por el viento, apoyar en ella, en pleno cielo, en plena intensidad, un trozo crudo de mar. Y sobre todo, al pie de la colina, entre los caminos verdes y los campos segados, acostar la aldea, acurrucar las casuchas cuadradas y los jardines herbosos entre las chimeneas industriales y las purpúreas fábricas de ladrillos, mientras, en lo alto de la tela, un fino cielo fluido y enternecido, ligero como una mirada de niño, tiende, colgado de las islas, un tapiz pesado, un tapiz lanudo, que las corrientes marinas orlan con estromecimientos salinos. Pintaba... Dos años después, en su alma eternamente atormentada, otro sueño, el alba forestal de las sendas, se alzó dulcemente. Estaba cansado de la aridez del mar y de las piedras. Aquellos grandes resplandores de

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aguas, aquellos desprendimientos de rocas se esterilizaban con una insensibilidad demasiado inmensa. Los pinos no tenían hojas. Quería volver a ver la sombra alada, los balanceos límpidos de la lie de Frunce, el breve horizonte del bosque, la marcha lenta del río y del sol. El polvo le fastidiaba. Aquellos agujeros cegadores en el paisaje hacían un vacío, abrían en la tela una lividez que nada podía colmar. Sus ojos padecían. Por la noche, inyectados en sangre como estaban, los rociaba con agua fresca. El frescor continuo de los bosques los calmaría, el tranquilo Norte los aliviaría de aquellas sombrías furias que los inflaban y los abrasaban. Otro rincón de la tierra lo atraía. Partió. En 1873, estaba en Auvers-sur-Oise, «El humilde y colosal» Pissarro, como lo llamó él más adelante, llegó a ser amigo íntimo suyo. Pasaron una temporada juntos, en Pontoise, instalados en l’Her- mitage, pero pronto, en el verano de 1874, Pissarro se separó de él para irse a Bretaña. Volvía a estar solo. Pintaba: ora en París ora en los alrededores, a las orillas del Marne o del Oise. Pintaba. Ensayaba otros desnudos. Mujeres dormidas al sol, torsos al aire libre. Su gran Mujer acostada fue rechazado en

; 1 Salón, como siempre, pero se obstinó. Todos ios míos enviaba algo y todos los años era rechazado. I\íi siquiera iba a recoger las telas. Se sentía perseguí- i ¡o. Una primavera fueron —hay que decirlo — particularmente atroces. Su envío provocó tal arrebato de insultos divertidos, que una banda de alumnos de escuela de pintura se apoderó de la obra, la alzó sobre una escalera de mano y, en procesión, abucheándola, dando la tabarra a gritos, en un tumulto de abucheos y risas, la llevó paseando de sala en sala, entre las genuflexiones grotescas de unos y las caras de asco, la comedia desdeñosa de los otros, por el salón de M. Bouguereau. Determinado bodegón que resplandece hoy en,el Museo de Berlín, determinado paisaje del que se enorgullece una colección de Florencia vinculada con lo Uffizi, nunca obtuvieron los honores de ese Salón. En Auvers, bajo los bosques, a lo largo del Oise, al menos olvidaba a los hombres. Abandonó los grandes desnudos. Las hojas, trémulas, lo envolvían. Impotente aún para realizar sus imaginaciones, se resignó sólidamente a copiar. Fue ejercitándose en el oficio. Cada vez se hundía más en la naturaleza. Era el momento en el que estaba afirmándose el impresionismo. Flabía expuesto junto a Claude Monet, Camille Pissarro, Auguste Renoir, pero había pasado inadvertido. Théodore Duret, el amigo de Manet y de Whistler, y Arthur Chocquet, que le compraron algunas telas, fueron casi los únicos que advirtieron y señalaron los comienzos del gran pintor naciente. El antiguo entusiasmo de Zola vacilaba. No escribió el artículo decisivo, el folleto clamoroso, que habría podido imponer a su amigo y su arte nuevo a la multitud.

La incomprensión destroza a los más fuertes. El artista no puede vivir solo. Cuando no acude a apoyar su esfuerzo un hálito, por impalpable que sea, un barrunto de gloria, una mirada, una palabra de amigo, cae en los excesos. Vive de admiración, como de pan. Necesita certidumbre. Cézanne, en el momento más difícil de su lucha, en el punto culminante de su vida, se vio totalmente privado de todo eso. Desde hacía mucho, notaba que su arte dejaba atónitos a sus íntimos. Lacerado como se veía por las dudas, se sintió más afectado por ello que nadie. Con su carácter imperativo, se encerró en sí mismo. Se manifestó cada vez más rudo y extravagante. Sufría. Aquel idealista furibundo se hería en contacto con la realidad, la realidad que creía adorar. Le habría gustado estrecharla, aferraría exclusivamente, transfigurarla mediante su piadosa veracidad. Sus amigos ya no reconocían en la tela los objetos que había trasladado con una caricia de todo su ser, una postración, una exactitud de toda su fe. «Frenhofer», confesó un día con gesto mudo, al tiempo que se señalaba con un dedo en el pecho, mientras hablaban de la Obra maestra desconocida que tenía ante sí, «Frenhofer soy yo10.» Sí, ía misión del arte no es la de copiar la naturaleza, ¡sino expresarla! ¡Sólo cuenta la última pincelada! Cézarme podía hacer suyo todo lo que Balzac pone en boca de su viejo maestro. Y la mayoría — como el joven Nicolás Poussin de la novela ante las

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Esa idea iba a obsesionarlo. Un día, al mostrarme en el museo de Aix, como he contado, a su viejo amigo Emperaire,

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superposiciones de colores con que el viejo pintor había cargado todas las partes de su rostro a fin de perfeccionarlo —, ante las telas de Cézanne, en aquella patética época de su vida a la que hemos llegado, ante sus primeras obras maestras, no veía, sinceramente, sino un caos de colores, como una niebla sin forma. Y algunos, los más necios, se atrevían a decírselo, conque, cuando se marchaban, perdía la serenidad, exageraba su impotencia exagerando sus medios. Lo imposible le irritaba. Aquella alma tierna exhalaba un torrente de invectivas. Lloraba... Cuando la gloria, la amistad, la comprensión llegaron, era demasiado tarde. Ya estaba asqueado de ellas. Quiso morir a solas. Pintando... Una noche, me tendió una hoja de dibujo, cubierta de una maraña de curvas, de cuadrados, de figuras geométricas extrañamente entrelazadas, a cuyo pie había subrayado con su gruesa letra esta frase: «Consume tu juventud en brazos de la musa... Su amor consuela de todos los demás.» Más también me murmuró: «Frenhoffer». Y en un álbum de confidencias que tengo en las manos, a la pregunta: «¿Qué personaje de novela le resulta más simpático?», Paul Cézanne respondió: «Frenhoffer». La anécdota, que cito más arriba, procede de Recuerdos de Paul Cézanne de Entile Bernard.

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abajo, había escrito Signorelli en gruesos caracteres de imprenta y, en letras pequeñas, Rubens. Un azul de acuarela ligeramente teñido coloreaba uno de los cuadrados. Me tendió el papel. «Es de Gautier.. .11 Trabajar, hay que trabajar», dijo. Me volvió la espalda bruscamente y refunfuñó: «El arte consuela de la vida.» Y, al tiempo que me arrancaba la hoja de las manos, la rompió en trocitos y, hasta que me marché, no volvió a dirigirme la palabra. «¡Ah! Si lo hubiera conocido a usted en París», me dijo en otra ocasión... «Pero, cuando lo habría necesitado, acababa usted de nacer... Y, además, es que hay que desconfiar de los literatos. Cuando te echan el guante, se cargan toda la pintura.» ¿A qué aludiría con eso? Literatos, sólo frecuentaba a Paul Alexis, Antony Valabrégue y Gustave Geffroy y les entregó muy poco de sí, a juzgar por lo que el propio Paul Alexis me dijo de Cézanne y por el inexplicable odio que éste profesó a Gusta- ve Geffroy, pese a sus artículos y al prodigioso retrato que de él pintó, detestación que me expresó con frecuencia, ora por carta ora de viva voz. En cambio, guardaba un recuerdo ferviente de un día que había pasado con Octave Mirbeau, al que consideraba el primer escritor de su época.

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Cito la frase de memoria. La he buscado en toda la obra de

Théophile Gautíer y no he podido encontrarla. Me dicen que es de Flaubert.

¿Aludiría tal vez a sus discusiones con Érnile Zoia? Las teorías naturalistas eran las suyas y, si hubo influencia, fue más bien Cézanne, como hemos intentado demostrar, quien sacó a Zola de su romanticismo. Zola nos lo muestra muy testarudo, invulnerable. «Demostrar algo a Cézanne», escribe, «sería persuadir a las torres de Notre Dame para que ejecutaran una contradanza.» Un día, en una cena de amigos a la que lo había llevado Zola, conoció a su paisano Alphonse Daudet. Se dirigió con toda ingenuidad a él, pero el otro intentó gastarle bromas, sobre su acento, su pintura, sus ideas. Silencioso, arisco, durante toda la cena, era un blanco, una presa, fácil, pero de reperge, a los postres, según me ha contado Théodore Duret, que asistió a aquel torneo, se puso el mundo por montera y estuvo, a su vez, acribillando a reveses a Daudet, durante una hora, con lo que se granjeó el aplauso de los presentes, divertidos, y lo dejó derribado, sin respuesta, pálido y estupefacto en su rincón. La conversación, más rica, de Zola no debió de tener —me imagino — apenas más ascendiente sobre Cézanne que la superficial ironía de Daudet. Por lo demás, el pintor veía cada vez menos al literato. Creo más bien que, como apasionado lector que era de Stendhal, Sainte-Beuve y los Gon- court, limitaba, siguiendo el ejemplo de éstos, su inmenso lirismo. Sufría su siglo, respiraba el aire ambiente. A veces llegaba hasta el extremo de elogiar Les Bourgeois de Molinchart de Champfleury, que le impresionó, al parecer, por mucho tiempo. Hablamos de los japoneses y de los chinos. Cuando yo los sacaba a colación, me decía:

«No los conozco. Nunca los he visto.» Tan sólo había leído los dos volúmenes de Goncourt sobre Utamaro y Hokusai, pero en la inteligencia creadora de un pintor cien páginas de texto no dan el mismo testimonio que un trazo o dos pinceladas. Si los conoció, cosa que no es mi intención sugerir, pues detestaba todas esas aproximaciones casuales para uso de los esnobs, como esas dichosas comparaciones entre los paisajes de Cézanne y los de los tapices, fue de forma fortuita y, en todo caso, puramente cerebral. No hubo intercambio, influencia vital. Los cimientos de Cézanne fueron totalmente franceses y latinos. Por mediación exclusiva del flamenco Rubens, tan latino, a su vez, en el fondo, recibió alguna influencia de los holandeses y totalmente superficial. A ese respecto nunca variaba. Poussin, Delacroix, Courbet, Rubens, los venecianos, ésos eran sus dioses, y, en torno a ese templo, en sus capillas particulares, y por motivos diversos, Le Nain, Chardin, Monet, Zurbarán y Goya, Signorelli y, completamente aparte, Manet. No es que desconociera a los demás. Apenas hablaba del Greco. No le gustaban los primitivos y debió de pronunciar, con humildad más profunda de lo que se cree, estas palabras que se le atribuyen: «Yo soy el primitivo de mi propia vía.» Para abrirse esa vía, alcanzar con mayor seguridad por ella el objetivo que se proponía, se apartó de los grandes temas que io embriagaban. Sufriendo por no poder expresar el bosque entero, se esforzaba por copiar un árbol, pero su inmensa savia hacía reventar los contornos. Renunció al triunfo inmediato, a los

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gozos del éxito, de las frecuentaciones amables, de la amistad tal vez. Se sumió en la búsqueda del absoluto12. Estuvo solo. Trabajó. Trabajó. Es la palabra de toda su vida y que la resume. Pintaba. Su vida entera estribó en eso. Trabajó, como sólo él y Flaubert lo hicieron, hasta el éxtasis, hasta el dolor. El resto de sus horas no cuenta, por decirlo así. En 1879, volvió a Aix. Fue el momento en que los grandes planos de la Sainte- Victoire, como ha obse4vado atinadamente Elie Faure, solidificaron su visión, los contempló, creyó verlos por primera vez, en ellos apoyó su visión y su arte, sus investigaciones, su voluntad. Se enamoró de la osamenta de la tierra. Sospechaba su moral geológica. Disecaba los paisajes. Se le manifestaba la composición del mundo. Construía aún en plena pasta las raíces rocosas de ese universo que descubría, pero ya le venía una fluidez. Su paleta iba aclarándose. Cuanto más se encerraba interiormente, más se aireaban, en cambio, sus telas. Las primeras caricias azules bajaban a mezclarse con sus sombras. El drama del aire se dibujaba en el borde de las pers pectivas. Ya se alzaba una claridad en el horizonte de la colinas, que él sólo expresaría al principio y que desde entonces deja atrás en una retórica magnífica a Guardi, Koninck y Gelée. Estaba dando un paso en la visión sensible. La atmósfera del alma y los ojos se ampliaba. La pintura expresó y fijó por primera vez ese desvanecimiento progresivo del planeta hasta la 12 El volumen de los Estudios filosóficos, en los que se encuentran La piel de zapa, Jesucristo en Flandes, Malmoth reconciliado, La obra maestra desconocida, La búsqueda del absoluto, muy ajado, sucio y

descosido, era uno de sus libros de cabecera.

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nebulosa primitiva, cuyo poema nos aportó Laplace. Era el cielo de Renán, el Axioma de Taine, cuyas perspectivas alcanzaba Cézanne. Como ellos, aquel gran positivista de la pintura, nos brinda en sus paisajes algo mejor que cualquier metafísica: el estremecimiento recogido de la masa cósmica. Aquel hombre de la tierra tenía el gusto del ideal. Nos hace sentir lo universal. Es un lírico exacto. Estaba llegando, al parecer, a un momento de fuerza dichosa. Tenía cuarenta años. Estaba alcanzando el punto vital de su plenitud orgánica, de su vigor físico. Lo embargó la certidumbre de que lo único que debía hacer para dar a sus dotes su pleno desarrollo era perseverar en su ser. Aún iban a abatirse —y cada vez más — sobre él las dudas, los desánimos, pero ya no iba a desviarse de la dirección elegida de una vez por todas. En adelante supo, aun sin alcanzarla nunca, la «fórmula» que buscaba y también que era el mayor pintor vivo. Debió de ser aquel el momento en que, según Emile Bernard, tras haber vivido hasta entonces en la bohemia, Cézanne se corrigió, al advertir que estaba echando a perder su vida, y, siguiendo el ejemplo de Pissarro, se consagró al trabajo. Nosotros liemos intentado demostrar que aquella íntima revolución moral se produjo diez años antes, en L’Estaque, y sin seguir el ejemplo de nadie. Lo que es seguro, en todo caso, es que en la época a la que estamos llegando Cézanne estaba alcanzando una cima, afirmando a sí mismo su propia verdad. No cambió nada en su vida. Ya trabajaba, desde el alba al anochecer, todos los días que nos aporta el sol, en pie desde la aurora. Pero eligió

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entre la inspiración sin orden, la búsqueda al azar y la labor consciente, el trabajo seguido, entre la invención y la sumisión. «La sumisión es la base de todo perfeccionamiento13.» Iba a copiar el mundo. Iba a retratar la tierra. Iba a obstinarse en seguir, en un rostro o en un mueble, la sorda labor del sol que los mantiene vivos. Iba a someterse al objeto. No iba a soñar nunca más. Apenas se atrevería a ensayar, apoyándose en Poussin, su poema de Las Mieses, invocando a Le Nain, intentaría agrupar a los campesinos balzacia- nos en la Partida de cartas y, como un desenfreno olímpico, dejaría flotar constantemente, por sobre todas sus investigaciones, los grandes cuerpos sagrados, en la tarde estival, siempre inacabada, su pecado radiante, el Baño de mujeres jóvenes. Pensaría también a veces en su Apoteosis de Delacroix, pero ya no más las escenas de asesinatos, los triunfos, que pintó en su juventud, las bajadas de Cristi ) al Limbo, los abatimientos de la Magdalena, cuyos soberbios fragmentos fueron posteriormente resca tados de las paredes del Jas de Bouffan, ya no más los festines en los que, según decía, quería igualar la orgía de la Piel de zapa, ya sólo bodegas, retrato:, obstinados y fieles, paisajes precisos. Si un alma eleva a los rostros ariscos, y elegidos así a propósito, los frutos agrupados, la tierra soleada, no lo ha bus cado, no lo ha querido. Está ahí, se confesaba Cézanne, por añadidura, ¿y acaso no era en el fondo la enemiga que, a su pesar, al invadir su 13 Un día en que vio en mi casa esta frase de Auguste Comte como epígrafe de un folleto de Charles Maurras, se quedó largo rato pensativo y después dijo: «Es cierto... ¡Qué cierto es!»

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tela, le impedía seguir, como hubiera querido, hasta su último matiz, la sombra de aquella pestaña en aquella mejilla, de aquella hoja en aquella hierba, de aquel cuchillo resplandeciente en el apagado mantel? Ya sólo quería estrechar tonos idóneos en líneas exactas. Ya sólo quería yuxtaponer tonos verdaderos sin otros límites que el encuentro y la fusión de las intensidades auténticas. Su genio ya no dependía de él. Ya sólo quería coordinar superficies y disponer planos. Quería tener talento... ¡Piadosa obstinación! ¡Divino suicidio! Si no fuese porque el genio, aun martirizado, proclama siempre, fuera de su fe, y por su propia ley,.la eterna belleza bajo la pasajera razón que lo persigue. Ya lo he dicho, pero quisiera que esta observación reapareciese como un leitmotiv, la más estremecida sensibilidad frente a la razón más teórica, en eso estribó todo el drama, toda la historia, toda la vida de Paul Cézanne. Hacia su cuadragésimo año, esa razón y esa .Risibilidad se equilibraron —me parece a mí— o estuvieron, en todo caso, muy próximas a fundirse. Amaba demasiado el absoluto. Llevaba hasta la lorura el gusto por la perfección. Aquel momento feliz no se prolongó. Fue presa de un deseo súbito de viajar. ¿Tendría miedo a Italia? Corrió a Bélgica, a Holanda, a verificar sus hipótesis, a buscar sus confirmaciones. Cosa extraña, no parece que Rem- brandt le interesara. Fue Rubens el que lo deslumbró sobre todo. Quedó extasiado ante él, hasta el final. Una fotografía del grupo de las sirenas, en el Desembarco de María de Médicis en Marsella del Louvre, lo seguía en todos^us desplazamientos. A veces lo fijaba, con una chincheta,

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en la pared de su taller. Fue la única imagen que vi permanecer en él más de un mes, junto con el Sardandpalo de Dela- croix. Cuando le preguntaban: «¿Qué pintor prefiere?», respondía invariablemente: «Rubens.» Lo escribió incluso. ¿Sería Rubens el que le hizo perder la serenidad de nuevo, reavivó, con su opulento lirismo y su lujosa vida, los pesares que los pequeños maestros holandeses, con su mezquina visión y su corto oficio, no aliviaron en aquella alma obsesionada y siempre en busca de lo imposible? Volvió a París, se acordó de Zola, corrió junto a él, que entonces estaba escribiendo Nana, aquella Nana que Manet iba a pintar, a confirmar sus teorías naturalistas, afirmar su realismo y afirmárselo a sí mismo tal vez más que a los demás. Pasó una temporada en Médan. Vio mucho a Reno ir, quien hizo su retrato. El año siguien te, en 1881, volvió a marcharse a Aix. Desde entonces repartió su trabajo y su tiempo entre Provenza, París y la lie dé France. Cuando las tierras rojizas, las rocas lívidas, las tierras polvorientas fatigaban sus ojos abrasados y, por períodos, se inyectaban en sangre, volvía al Marne y Fontainebleau. Se sumergía bajo los oquedales o volvía a las orillas del Sena. Pintó en Mon- tigny, en Marlotte, en Barbizon. En Giverny veía a Claude Monet; lo frecuentaba poco, como a Pissa- rro, Renoir y Sisley, los únicos a los que recordó más adelante, «la banda impresionista a la que faltó un maestro, ideas», confesaba a veces. Sin embargo, vivió toda una temporada junto a Renoir. No le gustaba Degas. «Prefiero a Lautrec», decía. En París, comió a veces en la misma taberna con Auguste Rodin, cuya astucia

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campesina admiraba más —decía, guasón— que su simbólico y seguro arte. «Tiene genio», decía, «y unos bajos, unos buenos bajos de lana. Venía, con su bata cubierta de yeso, a sentarse junto a los albañiles... Es un ladino, los dejaba apabullados, pero me gusta mucho lo que hace. Es intenso... Aún no lo comprenden o lo interpretan al revés. Ha de tener un temperamento rudo para resistir la coba de todos esos mediocres Mauclairs... Yo, en su lugar, tendría un canguelo de aúpa... Tiene suerte. Cumple.» También veía a Guillaumin y a algunos buenos compañeros en un café de Batignolles. Execraba a Puvis de Chavannes, hasta el punto de pretender

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expulsar de mi casa la reproducción que tenía yo del hemiciclo de la Sorbona. «i Qué mala literatura!», decía. Me habló a veces —y siempre con simpatía — de Van Gogh, del que se complacía en admirar dos telas en mi casa, y de Paul Gauguin; no creo que fuera a verlos, como se ha dicho, a Arles. Conoció a Gauguin en casa del padre Tanguy y en el café, pero raras veces lo veía. Sus únicos amigos de verdad eran los árboles. Esos trémulos paisajes de bosques, esos puentes sobre charcas, esos follajes profundos en los que todas las gamas de verdes se atracan con las savias del bosque, esos verdor^ lánguidos en los que se reflejan todas las respiraciones del agua, datan de aquella época. Sus telas de entonces son frondosas, frescas, con una vida apacible, con sus caminos sordos, sus huidas gozosas, sus casas de una claridad en sazón; inspiran sosiego, con sus altos álamos tranquilos, sus ríos adormecidos, en los que se bañan hermosas nubes que han descendido hasta las hierbas, sus esmeraldas matizados, sus vistas de brumas forestales. En cambio, en los alrededores de Aix buscaba aspectos brutales, encogidos, casi ceñudos, de colinas ardientes, perfiles trágicos de barrancos secos, árboles sin hojas, macizas casas cuadradas, tejados llameantes y tostados, campos cubiertos de cigarras en los que, bajo la paja lisa, se desconcha la tierra agrietada. No recuperó cierta ternura verde hasta que se puso a transmitir el antiguo ensueño — hermano del suyo— de los estanques, los leones musgosos del jas de Bouffan, las fachadas de la casa paterna, la disposición clásica de las sombrías ala97

medas en las que los castaños, vueltos al estado silvestre, aclaran sus ramas sobre la grava barbuda del parque abandonado. Hizo algunos retratos. Pensó en el cuadro de la Siega. En un esbozo muy avanzado, del que la colección Bernheim-Jeune posee una réplica, imaginó una llanura bíblica a medio segar — al modo de Poussin, pero muy emparentado con el campo que rodea el Jas— con un grupo de labriegos en primer plano, que están descansando, comiendo y bebiendo a pleno sol. Una mujer está sirviéndoles. Están en mangas de camisa y con sombreros de paja. Uno levanta, entre sus brazos desnudos, una panzuda damajuana y, con la cabeza alzada al cielo, recibe un largo chorro de vino en el gaznate. Un gran árbol, un pino torcido, se yergue. Más allá, otros segadores se hunden en los enormes trigales y la ola amarilla, bajo el cielo de púrpura azul, bate los cerros ordenados que contempla un castillo, la quinta del Diablo, a la que Cézanne volvió y que alquiló en sus últimos años, encantado con la alta fachada que dominaba los pinares de Le Tholonet. También pintó las Bañistas, rechazadas en el legado Caillebotte para vergüenza eterna del Luxemburgo: el cielo de mármol azul con nubes de apocalipsis, el balanceo de la tierra, el monte Victoire como empequeñecido, aplastado bajo el espanto cósmico que pasa, y los hombres indiferentes, las anatomías tranquilas, su potencia miguelangelesca al borde de ese Juicio de las cosas que aquéllos no sospechan. Semejantes telas representaban la llamarada romántica que aún volvía muy de tarde en tarde y le lamía el cerebro con una fiebre en la que se desahogaba. Se

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calmaba, se constreñía, se clasicizaba —podríamos decir— en sus bodegones, en los que la disposición de los objetos, fijados de una vez por todas, en el pliegue de las telas14, su gran estilo se contentaba y dejaba, sin miedo, que su delicada sensibilidad se matizara libremente, sin otra preocupación que la de ensordecer su opulenta finura o, como por juego, enternecer su exuberante vigor. Al espiritualizar manzanas y vino, de tanto como las despojaba de todo lo que no fuera gozo del color puro, alcanzaba la substancia misma de^u emoción. Satisfacía «la necesidad de armonía y la fiebre de la expresión original», que constituye el fondo de su genio. Superaba a Chardin. Al conocer a Monticelli en Marsella, tuvo una alegría imprevista. Fue una amistad súbita. Con la bolsa a la espalda, se marcharon juntos durante un mes, batieron, como en tiempos había hecho con Zola, toda la región en torno a Marsella y Aix. Pipas fumadas en los umbrales de los caseríos, charlas interminables, bocetos pergeñados por Monticelli mientras Cézanne recitaba a Apuleyo o a Virgilio; aquella escapada fue un gran gozo para Monticelli que conservó por mucho tiempo un recuerdo radiante de ella. Debo este detalle al pintor Lauzet, quien grabó en un álbum una magnífica serie de unas veinte de las más 14 El pintor Le Bael, quien más adelante fue vecino suyo en los alrededores de París y a quien Cézanne profesó afecto, me contó el cuidado con el que preparaba los valores de sus bodegones, deslizando, por ejemplo, bajo melocotones tonos, uno a uno, hasta que la fruta se presentaba a la luz con los tonos que él deseaba. «La composición del color», decía, «¡la composición del color!... En eso estriba todo. Véalo en el Louvre: así compone Veronese».

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hermosas obras de Monticelli. Cézanne, por su parte, nunca me habló de eso. Sentía, así, por algunos de sus gozos como un pudor que lo hacía enclaustrarse en el fondo de sí mismo para conservar, arisco, en él el recuerdo de los minutos dichosos. Los asuntos de la amistad le parecieron siempre maravillosos y profundos, con una actitud celosa que no había que mancillar nunca. He sabido, por ejemplo, que en París, en la Rué Ballu, tenía un viejo amigo, un zapatero a cuya casa iba a pasar largas horas silenciosas, al que ayudó, al parecer, en circunstancias graves, pero sobre el que nunca decía ni palabra. Lo sorprendieron a veces, sentado en aquel local mugriento, afectuoso, tranquilo, inclinado y sonriente sobre el pobre trabajo de su amigo, como en contemplación ante los viejos vástagos y los botines remendados, pero constituía un gran misterio y se ocultaba para ir a verlo. Con mi padre y sus viejos compañeros de colegio daba muestras de infinitas delicadezas del corazón. Todos los que lo trataron íntimamente lo amaron sin reservas. Con una palabra, un gesto, una mirada, aquel hosco sentimental, aquel expansivo tan contenido sabía expresar todas las riquezas de una caridad tanto más refinada cuanto que en uno solo se dirigía, por decir

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lo así, a todos, Tenía la bondad de los giandes bajo la reserva de los ingenuos y los fuertes, T [os fuertes cuyos primeros pasos hacia otras personas han resultado desperdiciados con demasiada frecuencia. Por eso, su susceptibilidad estaba siempre estremecida. Ahora exigía a los demás las atenciones que él no les escatimaba nunca. Su sensibilidad se volvía casi enfermiza. Una sonrisa intercambiada entre una criada y Zola, en lo alto de una escalera, un día en que — según me contó— llegaba con retraso, cargado con paquetes y con el sombrero magullado, lo alejó para siempre de Médan. Su misantropía, en la tensión ardiente de todo su ser y la angustia cada vez más alimentada por sus iqyestigaciones, se transformaba como en Jean-Jacques en crisis de desconfianza, que pronto rayaban en la idea de la persecución. Acababa de aparecer La obra. Sin embargo, siempre afirmó ante mí —y nunca mentía— que ese libro nada tenía que ver en aquella desavenencia con su antiguo compañero. En 1885, después de una estancia en Norman- día en casa de su amigo Chocquet, cuyo famoso retrato pintó entonces recortado sobre un follaje verde, Cézanne fue a Médan. Allí pasó todo el mes de julio. Zola estaba escribiendo La obra. Seguro que éste habló mucho del libro y leyó importantes fragmentos a Cézanne. Los primeros capítulos de ese libro siempre emocionaron profundamente a éste, los consideraba de una verdad apenas transpuesta e íntimamente conmovedora para él, que en ellos recuperaba las más hermosas horas de su juventud. Cuando después el libro se bifurca con el carácter de Lantier acechado por la locura, comprendía perfectamente que se trataba tan 101

sólo de una necesidad argumeníal, que él pasaba a estar ausente del todo del pensamiento de Zola, que, en una palabra, éste no había escrito sus memorias, sino una novela y que formaba parte de un vasto conjunto largamente meditado. La figura de Philippe Solari, representado con los rasgos del escultor Mahoude- au, estaba muy adulterada también por las necesidades de la acción y a Solari no se le ocurrió, como tampoco a Cézanne, molestarse por ello. Su culto por Zola no desmayó nunca y este último, cuando yo lo vi en París, quince años después de La obra, me habló de sus dos amigos con el afectó más admirativo. Era hacia 1900. Seguía queriendo a Cézanne, pese a su enfurruñamiento, con toda la amistad de un gran corazón fraternal «e incluso» —fueron sus propias palabras— «empiezo a entender mejor su pintura, que siempre he apreciado, pero que durante mucho tiempo no entendí, pues la consideraba exasperada, cuando, en realidad, es de una sinceridad, de una verdad, increíbles.» En septiembre de 1885, Cézanne volvió a Aix para recuperar la confianza. Pintó en los alrededores, en Gardanne. Vivía con los campesinos, alquilando una habitación en el caserío, a veces durmiendo incluso en el granero, envuelto en una sábana echada sobre la paja, comiendo en la mesa común, trabajando todo el día. Fue el momento en que cortaba de la raya del Cengle las laderas de la SainteVictoire, en telas sin cielo, en las que despojaba de toda sombra las colinas de Montaiguet, mecía ásperos pinos sobre llanuras huidizas, aislaba alquerías en cuadrados de tierras de labor y trigales, perfilaba la azul cadena del 102

Pilón du Roure sobre la respiración espejeada de un mar oculto tras ella, pero que se adivina en la claridad húmeda, en la sonrisa marina en que se bañan sus cumbres... Fue sobre todo el momento en que pintó, en todas sus facetas, ese pueblo de Gardanne enraizado en su ladera, con el campanario rugoso, el rebaño tostado de las casas, los tejados abrasados, una masa de grandes follajes que siempre da un frescor, un pozo de luz verde en algún punto del calor y en la seca colina los dos molinos, la dos torres abandonadas. Simplificaba. Reunía, concentraba las líneas, pero matizaba cada vez más las sombras, vertía, sin pretenderlo, como una humanidad en el paisaje. Una humanidad canija, pobre, mezquina aún, que infundía a las cosas una virtud desabrida, a las rocas, a las nubes un aspecto desapacible, a las capas de aire un aspecto macizo, que despojaba y esquematizaba, que aún mostraba demasiado la dura labor, pero que en adelante —se siente ya— iba a ir profundizándose, alimentada de claridad, fluida, espiritualizada, fundida, bebida por la tierra, absorbida por el cielo, toda infusa en la naturaleza y con toda la naturaleza infusa en ella. Hay que haber visto, apiladas en los desvanes del Jas de Bouffan, en un revoltijo, los centenares de telas, la mayoría inacabadas, manchadas, golpeadas, de aquella época, para comprender el trabajo sordo, penoso, el martirio dichoso con el que Cézanne hizo suyas su alma y esa tierra, las encajó, por decirlo así, las imbricó una en la otra, con la misma mirada, el mismo oficio. Telas casi blancas en las que, bajo la exclusiva cuadrícula de las líneas azules y algunas manchas verdes, se perfila un hombro de colina, una risa de árbol, un camino cálido; 103

telas casi vacías, cubiertas en algunos puntos, con muestras, como en una madeja de seda, de todos los matices del arco iris yuxtapuestas; tableros casi geométricos tachados con largas sombras claras; grandes lienzos de pared desplomándose al borde de abismos apenas dibujados; bloques de árboles enredados, aquí finos penachos apenas indicados por un color huidizo, allá troncos macizos, raíces duras agarrándose a la roca: bajo esos revoltijos, seguimos esas carencias, esas claridades, la lenta marcha de una razón sensible, la conquista, veinte veces abandonada, veinte veces reanudada, de una lógica coloreada frente a una emoción respetuosa, descendemos hasta las capas más profundas, hasta la cimentación del pensamiento de Cézanne. Ese análisis de la materia íntima es tan sostenido, tan agudo, como la innombrable psicología de Dostoyevski al desatar los hilos del alma humana. Está igualmente emocionada, igualmente bañada, en su austeridad, de bondad y amor. Sobre ella establecería, estableció, Cézanne su arte. La flor ligera, la atmósfera aterciopelada de sus más hermosos paisajes descansarían sobre aquel áspero oficio, se enraizarían en su obstinada labor. En 1886, mientras se entregaba a esa labor embriagadora, su padre, que, sumido de nuevo en la infancia, maníaco de avaricia, escondía dinero bajo las piedras del jas, murió. Cézanne se separaba cada vez más de los hombres. Algunos campesinos, por la noche, en la velada, rumiaban junto a él. La tierra lo penetraba. Se decantaba —podríamos decir— de toda la falsa cultura y de todos los prejuicios. Volvía — él, extremadamente civilizado— a transformarse en un 104

primitivo ingenuo. Su rígida y áspera naturaleza, llena de sutilezas tan singulares, iba a dedicar en adelante toda sus seducciones al encanto como una labor de calado de sus austeras telas. Se sumía en su santidad, el desapegj) de todo lo que no fuese la pintura. Sólo un amigo, Antoine Marión, catedrático en la Facultad de Ciencias de Marsella y conservador del Museo de Historia Natural, acudía a verlo, algún domingo, muy de tarde en tarde, colocaba un caballete junto al suyo y volvía a ponerlo en contacto con el mundo, al hablarle de sus trabajos geológicos, de un aixés, el marqués de Saporta, colaborador suyo, con quien estaba formulando la gran hipótesis de la migración de los árboles ante los fríos del polo, de la lucha de las especies vegetales adaptándose entre sí. Antoine Marión, inteligencia viva, temperamento claro, exponía, con el pincel en la mano, las ideas darwinianas, el descubrimiento que había hecho, al pie de la SainteVictoire, de esqueletos de antropoides. Trazaba, con rasgos profundos, la historia del globo, el nacimiento en aquel rincón de Pro venza de los paisajes que estaban pintando, su primera afloración por encima de los hielos, sus transformaciones seculares, y en todos cuyos colores y matices se perpetuaba la vida inscrita de sus orígenes. Se exaltaba. Un estremecimiento de ciencia envolvía a los dos hombres, perdidos en el polvo. Cézanne dejaba de pintar... Los surcos humeaban. Los pinos exhalaban su aroma. Las viejas pendientes del mundo se teñían con un azul más irreal, al resultar, así, mejor comprendido. La inmensa sensibilidad del pintor vacilaba de nuevo en todas sus investigaciones. El misterio geológico se sumaba al misterioso tormento de 105

amor a la tierra y los elementos por sí mismos. Como siempre, en ese cerebro alucinado de saber y amor, se esbozaban teorías, que transmitía en seguida a su arte. Esa vez le interesaba la ciencia, como en tiempos la literatura. Reflexionaba. Sufría. Dudaba. En el momento en que iba a llegar a la realización, aquella inquietud hacía de golpe estragos en él. Quería alcanzar la estructura misma de la tierra bajo la faz pasajera y sus estaciones. Nada había pintado, nada había hecho, se decía, lacerado por la amargura y la esperanza. Volvió la espalda bruscamente al camino que seguía, al punto de vista que con tanto esfuerzo había conquistado sobre la naturaleza y sobre sí mismo. Todo lo que se aproximaba a aquella alma patética y siempre en gestación, tal vez la más conmovedoramente creadora que haya existido jamás, la modificaba. Se apoderaba de ello, lo multiplicaba, lo absorbía. Lo embargaba un lírico hastío de lo que antes podía haberlo satisfecho. Nada lo satisfaría nunca. Para pintar, necesitaba no ver otra cosa que su obra. Incluso sus amigos, incluso sus entusiasmos, le resultaban nocivos, lo deprimían, lo desviaban. Tenía que estar solo. ¡Gran drama de conciencia en aquel artista hambriento de ternura! El hombre nunca está solo. Cézanne, como veremos más adelante, hacía de un árbol, de un olivo, su amigo. Amaba. Y cuanto más quería que lo comprendieran, cuanto más se apoyaba en la razón para ser amado por los demás... más se alejaba de ellos. Su inteligencia lo mataba. LA VEJEZ

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«Una gran vida es un todo orgánico que no se puede expresar mediante la simple aglomeración de pequeños hechos. Es necesario que un sentimiento profundo abarque el conjunto y le dé unidad», dice Renán, al hablar de Jesús, en su primer volumen de la Historia de los orígenes del cristianismo. Yo no me habría atrevido a abordar el «sentimiento profundo» que animó toda la vida de Cézanne y le dio unidad, si no hubiera estado en contacto con él. Lo conocí en 1896. Tenía sólo cincuenta y siete años, pero, abrasado por su martirio interior, desalentado, enfermo, parecía ya un anciano. Su robusta constitución se erguía aún, tensa, trabada en su fuerte raza, pero casi todas las noches lo atacaban violentos dolores de cabeza, la diabetes lo torturaba. Excedía constantemente su capacidad de resistencia. Nervioso, con los ojos estriados, el cerebro destrozado, la fiebre en el corazón, su duda lo abatía. Trabajando con alegría, habría pintado hasta los cien años, como Tiziano. Hacía trabajar demasiado al animal que había en él, dando siempre aquellos largos paseos que seguían apasionándole, escalando el Monte Victoire, solo, con el morral a la espalda, bajo el sol o bajo la lluvia. Sobrio como era, almorzaba con frecuencia un trozo de queso, pan y alguna nueces, sin abandonar el taller. Añadía un vaso de buen vino y una taza de café y con ese festín de asceta se mantenía hasta la noche.

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Abominaba del alcohol, pero adoraba los vinos añejos del país, con los que regaba de vez en cuando una gran francachela junto con Solari o Paul Alexis. Después de los primeros lingotazos, una llamarada como sobrenatural lo ponía en pie, volvía a erguir sus hombros un poco encorvados, le inflamaba la cara. Una extraña lucidez lo animaba. Una lógica recia, un entusiasmo ceñido, infundían a su emoción su más alta expresión. Su lirismo estallaba. Una irresistible elocuencia lo manifestaba hasta los más íntimos recursos de la lengua y de su pensamiento. Quien no lo haya escuchado en una de aquellas horas, en las que se mostraba totalmente sublime, nada sabe de él. Su misantropía, sus aires ariscos se disipaban. Su erudición, su ternura, sus recuerdos se prodigaban. Empalmaba teoría tras teoría, rehacía el mundo, amaba, comprendía todo. Su genio perseguido triunfaba enteramente. Irónico, ardiente, alegre, su bondad constructiva abrazaba todas las cosas. Seguramente habría vivido siempre así, si la gloria hubiera llegado hasta él. La primera vez que lo vi, estaba en el café. Solari, Numa Coste y mi padre estaban hablando con él. Era un domingo, a la hora del aperitivo. Estaban sentados en una mesa en el Cours Mira- beau, en la terraza del Café Oriental, que frecuentaban Alexis y Coste. Caía la noche de los altos plátanos. La multitud endomingada volvía de «la música».

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Una noche provinciana tranquilizaba la ciudad, Sur amigos hablaban; él, con los brazos cruzados, escuchaba y miraba. Con su cráneo calvo, sus largo:, cabellos grises en la nuca aún abundantes, su perilla, y sus espesos bigotes de viejo coronel que ocultaban su sensual boca, la tez coloreada y recién afeitado, habría podido parecer un veterano jubilado, si no hubiera sido por la ancha frente abombada por el genio, de una curva y una plenitud, admirables, y los ojos ensangrentados, dominadores, que se apoderaban al instante del mundo y no se te quitaban de encima. Aquel día un chaqué de buen corte le ceñía el torso, un torso robusto de campesino y maestro. El cuello bajo de la camisa le descubría el pescuezo. El nido de su corbata negra estaba impecable. A veces se abandonaba al desaliño, se paseaba con zuecos y un sombrero andrajoso. Iba «maqueado», cuando pensaba en ello. Aquel domingo debía de haber pasado el día en casa de su hermana. Yo no era nadie, casi un niño. Había visto en cierta exposición aixesa dos paisajes suyos y toda la pintura me había entrado en los ojos. Aquellas dos telas me habían abierto el mundo de los colores y las líneas y desde hacía una semana un universo nuevo me embriagaba. Mi padre me había prometido que me presentaría a aquel pintor, del que se mofaba toda la ciudad. Yo adiviné, ahí, quién era. Me acerqué, le murmuré mi admiración. Enrojeció, se puso a balbucir. Después volvió a erguirse, me descargó una mirada terrible, que me hizo ruborizar, a mi edad y me abrasó hasta los talones.

«No se burle de mí, ¿eh, joven?» Sacudió el velador con un tremendo puñetazo. Los vasos tintinearon. Todo se tambaleó. Creo que nunca he sentido mayor angustia. Sus ojos se llenaron d e lágrimas. Sus dos manos me apresaron. «Siéntese aquí... ¿Es tu chico, Henri?», dijo, dirigiéndose a mi padre... «Es majo...» Ahora su voz de cólera se arrastraba, toda enternecida de bondad, y, volviéndose hacia mí, dijo: «Usted es joven... No sabe, usted. Yo no quiero pintar más. Lo he dejado todo... Mire, soy un desdichado... No hay que tenérmelo en cuenta... ¿Cómo puedo creer que adora usted mi pintura, por haber visto dos telas, mientras que t^dos esos... que escriben sobre mí no han visto nada en ella?... ¡Ah! El daño que me han hecho, ésos... Lo que le ha hecho tilín a usted ha sido Sainte-Victoire. ¿Comprende? Le gusta, esa tela... Pues mañana la tendrá en su casa... Y la firmaré...» Se volvió hacia los otros. «Seguid con lo vuestro. Yo voy a charlar con el muchacho. Me lo llevo... ¿Y si cenáramos juntos? ¿Eh, Henri?» Vació su vaso, me cogió del brazo. Nos sumimos en la noche, por los bulevares, en torno a la ciudad. Estaba en un estado de exaltación increíble. Me abrió su alma, me contó su desesperación, el abandono en el que se moría, el martirio de su pintura y de su vida, ese «sentimiento profundo», esa «unidad» de que habla Renán, que me gustaría transmitir y que aquella noche me estremeció, más que de

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admiración, hasta el éxtasis. Entraba en contacto con su genio, con el corazón. Me resultaba accesible. Nunca habría creído que se pudiera ser tan grande y tan desdichado y, cuando me separé de él, ya no sabía yo si profesaba la religión de su sufrimiento humano o el culto de su don sobrenatural. Durante una semana, lo vi todos los días. Me llevó al Jas de Bouffan, me enseñó sus telas. Dio grandes paseos conmigo. Venía a buscarme por la mañana y no regresábamos hasta la noche, rendidos, cubiertos de polvo, pero animosos, dispuestos a repetirlo el día siguiente. Fue una semana de arrebato, en la que Cézanne parecía rejuvenecer. Estaba como embriagado. Una misma ingenuidad unía —creo — mi ignorante juventud a su cándido y pleno saber. Todos los temas se prestaban. Nunca hablaba de sí mismo, pero, en el umbral de la vida en la que yo entraba, le habría gustado —me decía— legarme su experiencia. Lamentaba que no fuera yo pintor. El país nos exaltaba. Me lo descubría, me prolongaba todas sus bellezas en todas las perspectivas de su lirismo y su arte. Renacía, ante mi entusiasmo. Lo que yo le aportaba no era nada, tan sólo un soplo de juventud, una fe en la que rejuvenecía, pero todo lo que se vertía en aquella gran alma, el menor ruidito, tenía ecos inmensos. Quería hacer mi retrato y el de mi mujer. Comenzó el de mi padre. Lo abandonó desde la primera sesión, tentado por las escapadas que hacíamos al Tholonet, al puente del Are, las comidas bañadas por el sol, regadas con vino añejo. Era primavera. Estrechaba el campo con ojos arrobados. Los primeros verdores le emocionaban, 'Iodo lo

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enternecía. Se detenía para ver huir el blanco camino o mecerse una nube. Recogía un.puñado de tierra húmeda que modelaba como para poseerla más aún, mezclarla mejor con su sangre reverdecida. Bebía en lo más hondo de los arroyos. «Es la primera vez que veo la primavera», decía. Toda su confianza volvía a florecer también. Acababa hablándome de su genio. Una noche, en un abandono de su ser, me confesó: «Soy el único pintor vivo.» Después apretó los puños, cayó en un sombrío silencio. Volvió a casa arisco. Como si un desastre se hubiera abatido sobre él. El día siguiente, no vino. No me recibió en el Jas. Egi vano insistí, varios días. Después recibí esta nota: «Muy señor mío: mañana salgo para París. Atentamente.» Era el 15 de abril. Los almendros habían florecido, en torno al Jas, por donde iba yo a merodear para evocar al maestro ausente. El friso amigo del Pilón du Roi se inquietaba con un pálido azul al atardecer. Allí delante, en todos aquellos campos, aquellos huertos y aquellos muros, pintaba Cézanne. De repente, el 30, me lo encontré, de vuelta del Jas, con el morral al hombro, camino de Aix. No se había marchado. Mi primer impulso fue el de correr hacia él. Caminaba, agobiado, hundido en sí mismo y como fulminado, sin ver nada, parecía. Respeté su soledad. Me embargó una infinita y dolorosa admiración cargada de congoja. Lo saludé. Pasó, sin ver- nos, sin devolverme el saludo al menos. El día siguiente, recibí la siguiente carta desgarradora,

terrible, prodigiosa... He vacilado mucho antes de transcribirla. Es de una espantosa desnudez del alma. Pero respira en ella con tal sollozo esa alma, entera y doliente, es de una humildad tan hosca, de una humanidad tan trágica, de un desamparo tan divino, que denegar esas lágrimas ardientes a la religión de sus fieles me parecería, al contrario, traicionar su culto. Sépanlo por fin todos cuantos se han reído de este hombre que los supera con una apariencia de debilidad. Hay miradas que torturan a los caritativos y todo genio es caridad en su esencia. Véase hasta dónde puede conducir la incomprensión de una obra por aquellos a quienes va dirigida, a qué suplicio interior puede la persecución anónima entregar a un artista henchido de bondad y fuerza, nacido para amar y consolar los siglos, pero rechazado por los suyos y su época. Detrás de estas líneas sangrantes veo alzarse el dramático rostro de mi viejo maestro, tal como se pintó, un día, casi extraviado, inmenso y dulce, alucinado y voluntarioso, de una ternura que te escudriña y todo surge, en su cólera azul, de alguna sombra evangélica por la que pasó Rembrandt.

«Querido señor Gasquet: »Lo he visto esta noche en la parte baja del Cours, Iba usted acompañado de la Sra. Gasquet. Si no me equivoco, me ha parecido profundamente enfadado conmigo. »Si pudiera verme por dentro, el hombre interior, no estaría usted enfadado, ¿ Acaso no ve el triste estado a que me veo reducido? Incapaz de dominarme, un hombre inexistente. Y usted, que aspira a ser filósofo, es quien

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quiere darme la puntilla. Pero maldigo a los X... ya esos pocos graciosos que, para hacer un artículo de cincuenta francos, han atraído la atención sobre mí. Toda mi vida he trabajado para llegar a ganarme la vida, pero creía que se podía hacer pintura bien hecha sin llamar la atención sobre la propia vida privada. Cierto es que un artista desea elevarse intelectualmente lo más posible, pero el hombre debe permanecer en la obscuridad. El placer debe radicar en el estudio. Si me hubiera sido posible, me habría quedado en mi rincón con los pocos compañeros de taller con los que iba a echar un trago. Conservo un buen amigo de aquellos tiempos; pues bien, no ha triunfado, pese a que espero que mucho más pintor que todos los gandules con medallas y condecoraciones que dan ganas de vomitar. ¿ Y quiere usted que a mi edad crea aún en algo? Por lo demás, estoy como muerto. Usted es joven y comprendo que quiera triunfar, pero a mí, ¿qué me queda en mi situación sino resignarme? Y, si no fuera porque amo profundamente la configuración de mi país, ya me habría marchado. »Pero ya lo he molestado bastante y, después de haberle explicado mi situación, espero que no vuelva a mirarme como si hubiera cometido un atentado contra su seguridad. »Le ruego, querido señor, que, en considera

ción de mi a va nza da e da d, a ce pte mis me jore s s e nti mie ntos y de s e os pa ra con us ted.»

Corrí al Jas. En cuanto me vio, me abrió los brazos. «No se hable más», me dijo, «soy un viejo idiota. Póngase ahí. Voy a hacer su retrato.» Posé sólo cinco o seis veces. Creía que había abandonado esa tela. Más adelante me enteré de que le había dedicado unas sesenta sesiones y de que, cuando me escrutaba con la mirada fija durante nuestras conversaciones, estaba pensando en su obra y trabajaba en ella, después de que yo me marchara. Quería extraer la vida misma de las facciones, el estremecimiento del habla, y, sin que yo lo sospechara, me inducía al estado de expansión en el que podía sorprender el alma de la persona en el arrebato apasionado del coloquio y la elocuencia secreta que hasta el más humilde infunde a su cólera o a su entusiasmo. Por lo demás, uno de sus procedimientos, sobre todo cuando abordaba un retrato, era el de trabajar con frecuencia, cuando se había marchado el modelo. Así pintó el hermoso y perspicaz retrato de Ambroise Vollard. Durante numerosas sesiones, Cézanne apenas daba, al parecer, unas pinceladas, pero no cesaba de devorar con los ojos a su modelo. El día siguiente, el Sr. Vollard se encontraba con la tela adelantada por tres o cuatro horas de trabajo intenso. El retrato de mi padre fue fruto también del mismo método. Insisto en ello, porque se ha dicho con frecuencia que Cézanne no podía pintar, ni había pintado nunca, sin el modelo inmediato. Tenía la memoria de los colores y de las líneas, acaso como

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nadie; mediante una sumisión ai estilo de Flaubert, «la contemplación de las realidades más humildes», se imponía con una voluntad terrible la copia directa a la que su lirismo se encadenaba. «La lectura del modelo y su realización», escribía, «tarda a veces demasiado en llegar.» Eso explica — creo yo — aquella aparente aspereza que ocultaba la ternura humana de sus más hermosas telas. También en esos casos su razón constructiva se apoyaba, para dominarla mejor, en la realidad austera y domeñaba su sensible imaginación. En cierta ocasión, en su autorretrato, dejó que prevaleciera la imaginación. Y la tela, en un museo ideal, puede colgarse entre un Rembrandt y un Tintoretto; resplandece con la misma intensidad condensada, con la misma concentración gloriosa. Durante todo aquel primer mes de mayo en que lo conocí, lo vi casi todos los días. En junio, se marchó para Vichy. Pasó allí una temporada con su mujer y su hijo. Estaba feliz. «El tiempo lluvioso y desapacible», me escribió, «se ha vuelto a serenar. Brilla el sol y la esperanza ríe en el corazón. Luego me iré al estudio.» Luego me iré al estudio... Nunca cesaba de trabajar. En cuanto llegaba a una comarca, se apoderaba de ella. El trabajo era su vida. Nada de vagabundeos, nada de vagas excusas, como las que brindan a la mayoría las fatigas o la distracción del viaje. Cézanne se encontraba como en su casa por doquier. La naturaleza, estaba siempre ahí, esperándolo. Si llovía, en seguida agrupaba, incluso en un cuarto de hotel, un bodegón. Si hacía bueno, se iba al estudio. Podía pasarse mejor de

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comer que de pintar. Si hubiera dejado de trabajar, se habría muerto. Hacia finales de julio, se instaló en Talloires junto con su familia. Aquellos grandes paisajes de la Alta Saboya lo incitaban a la ironía. «Es una zona templada», escribía. «La altitud de las colinas circunvecinas es bastante pronunciada. El lago, en este lugar cerrado entre dos pasos angostos, parece prestarse a los ejercicios lineales de las jóvenes señoritas. Sigue siendo la naturaleza, desde luego, pero en cierto modo como hemos aprendido a verla en los álbumes de las jóvenes viajeras.» Tan sólo recuperaba cierto entusiasmo al hablar del hotel de la Abadía, en el que se alojaba. «Sería necesaria la pluma descriptiva de Chateau15 para darle a usted una idea del antiguo convento en que me alojo.» Pero en el horizonte de su pensamiento lo que añoraba era Provenza, soñaba con ella, volvía a verla centelleante y desnuda, límpida, en comparación con aquellos recargados pastizales. En aquellos bajos crepúsculos de lagos y montañas, en los que, incluso en verano, ronda siempre alguna bruma, reconstituía en sus ensueños «todos los eslabones que lo vincula[ba]n a ese antiguo suelo natal tan vibrante, tan áspero, y que con su reverberación de la luz hac[ía] parpadear y hecliiza[ba] el receptáculo de las sensaciones.» Temía 15 Así llamaba siempre a Chateaubriand. Incluso en un restaurante, pedía, para estupefacción de los camareros: «Un Chateau». Y, cuando le traían un Chateau-Laffitte, exultaba como un niño que ha hecho una faena, y, tras aceptar la botella, claro está, volvía a pedir: «Y ahora un Chateau, ¡uno de verdad!» Tenía, así, encantadoras ocurrencias infantiles, que conservó hasta sus últimos días.

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que llegaran a romperse y —añadía— «a separarme, por decirlo así, de la tierra en la que he sentido, aun sin saberlo.» Cuanto más se alejaba de ella, más amaba a su tierra. Si bien había estado abierto a todo en su juventud, volvió, al envejecer, hacia su centro, «sus propiedades psíquicas». ¡Cómo se notaba que aquellos verdes suaves de Talloires lo crispaban! La gracia pagana de Aix, la fi%ura ardiente de la antigua provincia romana ya lo habían cautivado enteramente. Sin embargo, para complacer a los suyos, con su bondad siempre conciliadora, volvió a ir a pasar el invierno en París. «He dedicado bastantes días», escribía, «a encontrar un taller para pasar el invierno. Las circunstancias van a retenerme —me lo temo mucho por un tiempo en Montmartre, donde se encuentra mi taller. Estoy a tiro de fusil del Sacré-Coeur, desde el que se elevan hacia el cielo los campanarios y los pináculos.» Había alquilado un taller, en Cité des Arts, no lejos del de Carrière, pero no veía a nadie. Releyó a Flaubert. Pintó. La edad caía sobre él. «No puedo decir», escribió a un joven amigo, «que envidie su juventud, es imposible, pero sí su savia, su inagotable vitalidad.» Sin embargo, algo de gloria le llegó. Los marchantes de cuadros empezaban a disputarse —e incluso en el extranjero— sus obras. En el Hotel Drouot, se cotizaban sus cuadros. Exponían algunos. De lejos incluso, ciertos agiotistas intentaban asediarlo. El permanecía indiferente, impasible. Quería pasar por alto todos aquellos rumores que, para él, seguían siendo

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vanos, mientras no hubiera colgado —decía, irónico — un cuadro en el Salón de Monsieur Bouguereau. Aparte de éste, los días en que nada lo desalentaba, apelaba a la posteridad. Esta iba llegando despacio. Pintores jóvenes, algunos literatos expresaban su deseo de conocerlo. Maurice Denis trabajaba en su Homenaje. Cuando llegaba a una exposición, en casa de DurandRuel, le abrían paso, lo saludaban, lo festejaban respetuosamente. El no lo advertía. Camille Pissarro, Renoir, Guillaumin, aquellos a los que estimaba, lo trataban como debían y como merecía. No los frecuentaba, no se reunía con ellos sino de tarde en tarde; sin embargo, su soledad lo abrumaba. Un día, delante de mí, Claude Monet, a quien admiraba como el mayor pintor vivo y que se encontraba en la cima de su gloria, lo llamó casi su maestro, le expresó el inmenso puesto que ocupaba en la pintura contemporánea y el renacimiento que iba a derivarse de él. Sonrió vagamente, le dio un brusco apretón de mano y se sumió en la muchedumbre del bulevar, al tiempo que refunfuñaba: «Vamos a trabajar». A sus preocupaciones espirituales se sumaban las del cuerpo. Parecía que su excelente salud lo abandonaba en el momento en que le resultaba más necesaria. Su fuerte constitución se deterioraba. La diabetes lo debilitaba. Tenía que seguir un régimen. Sin embargo, 110 había abandonado la costumbre de las largas caminatas por París, que domaban las piernas y el cerebro, distraían de la duda, reducían la inquietud. Los escasos días en que no trabajaba, iba a vagabundear al solecito del Sena, a lo largo de los muelles, hojeaba

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algún libro de los puestos de lance, se plantaba en los puentes, pasaba las horas viendo correr a París. Su gozo más sereno era el de ir, una vez a la semana, a contemplar los Poussin del Louvre, quedarse toda una tarde extasiado ante Ruth y Booz o El racimo de la Twrra Prometida, estudiar los grandes Rubens, el retrato de Hélène Fourment, el Desembarco de María de Médicis. Lo que Séru- sier llama «el esplritualismo de Cézanne»16 se afirmaba cada vez más en sus telas. Sin embargo, una insaciable sed de realismo volvía aún pesado el trazo, era como un materialismo demasiado pesado, insistente, por reacción contra su idealidad, a su juicio demasiado lírica. La abundancia de uno y el mandato del otro lo obsesionaban a la vez. Quería llevar aquella vida hasta la plenitud, sometiéndola a aquel orden. Y, además, complicaba su tormento y sus investigaciones con su obstinación por no evadirse nunca de la realidad más próxima, estrecharla cada vez desde más cerca. «Yo no he desatendido nada», decía Poussin. Temía no poder rendirse nunca semejante 16 Según Sérusier, «es el pintor puro. El suyo es un estilo de pintor, la suya es poesía de pintor. La utilidad, el concepto mismo del objeto representado desaparecen ante el encanto de la forma coloreada. De una manzana de un pintor vulgar se dice: “Me la comería”. De una manzana de Cézanne se dice: “Es hermosa”. No se atrevería uno a pelarla, nos gustaría copiarla. En eso consiste el esplritualismo de Cézanne. No digo, a propósito, idealismo, porque la manzana ideal sería la que halaga las mucosas y la de Cézanne habla al espíritu por mediación de los ojos... Una cosa digna de mención es la falta de sujeto... En un primer estilo, el sujeto era cualquiera, aveces pueril. Después de su evolución, desaparece el sujeto, sólo hay un motivo». (Citado por Maurice Denis, Théories, pág. 244.)

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homenaje, él, a quien atraía y perseguía la elevación de los grandes líricos. Se repetía, obstinado, esa frase ante «las grandes tramoyas» y su «colosal maraña», la convirtió en una fórmula, se aferraba a ella como a un pretil y, en el momento de abandonar a Rubens y a Veronese, corría a tranquilizarse echando un vistazo a Cardin, hacía una parada ante el Entierro en Ornans. A veces se llegaba hasta los egipcios. Recorría las frescas salas, leía, en La vida artística de Gustave Geffroy, las páginas sobre la momia, que se sabía casi de memoria. Volvía despacio a su casa, con la mente abrumada de imágenes, ideas, recuerdos. Ya no era la vivacidad de otro tiempo. Ahora era presa de un gran cansancio. La llegada de la noche, la marcha del sol le resultaban temibles. Era el ocaso, los primeros crepúsculos de la vejez. Todo se iba y perdía color. ¿Sería que la soledad duplicaba la fatiga? «Ya no me quedan fuerzas», escribió por aquella época. «Debería ser más juicioso y comprender que a mi edad las ilusiones apenas me están permitidas y siempre me perderán.» ¡Qué obstinado! Se volvió a refugiar en Aix. Había alquilado en Le Tholonet una alquería, en la ladera de una colina, sobre una línea de rocas, guardada por un ciprés piramidal que se divisaba desde todos los puntos de la llanura. «¡La de judías y patatas», decía, «que hemos comido en este covacha!» En tiempos iba hasta allí con Zola; era la comarca de la novela La Faute de Vabbé Mouret de éste, de las tierras brillantes y los terrones rojos, de las canteras de

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mármol de los Infernets, de la antigua presa romana cerca del castillo de Galliffet, de la «mar chica», como se la llama en Aix, en la que, a lo largo de una gigantesca muralla que encierra todo un valle, el ingeniero François Zola captó las aguas de su canal. El monte, unas veces macizo, aplastante, otras veces fluido y cristalino, como una obra de orfebrería del ocaso, lo domina todo. Cézanne se pirraba más que nunca por él. A sus pies, en aquella alquería, pasó todo el verano de 1897. Lo pintó en todas sus facetas. Salía de Aix, por la mañana, al despuntar el alba, y no volvía hasta el fin del día. Cenaba, por la noche, y se acostaba en casa de su madre, a la que colmaba de solicitudes y respetos tiernos. Su madre estaba impedida; él la llevaba de paseo en coche, la llevaba a tomar el sol del Jas. El mismo la trasladaba, chiquita y delgada como una niña, en sus aún robustos brazos, del coche a su sillón. Le contaba mil anécdotas afectuosas. No volvía a ponerse huraño hasta que el v ic to ria se internaba por el Cours Mirabeau, en el que vivían. Parecía protege:», con tocia su alta talla, como en una bravata, a la invá lida desplomada junto a él sobre los cojines. No veía a nadie. Pintaba. Yo iba con frecuencia .1 pasar días enteros con él o me reunía con él, junto con mi mujer, a la caída de la tarde, y cenábamos bajo una enramada, en el crepúsculo, y, cuando el buen vino disipaba el cansancio, se exaltaba, se sentía feliz; de vuelta en el coche, medio dormido ya, soñaba en voz alta con el futuro, como un joven, precisaba sus investigaciones, estrechaba, con palabras admirables, «la fórmula» que estaba alcanzando, que iba a alcanzar,

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realizar mañana. A veces se reunían con nosotros Solari, Edmond Jaloux17 o algún poeta joven, Joseph TArbaud, Emmanuel Signoret, Marc Laíargue, Léo Unguier, que yo le presentaba, algún tímido admirador que, para contemplarlo más de cerca, venía a cenar en la misma fonda y se lo comía, inocente, con los ojos. El se divertía un momento, lo acogía, le hacía m i sitio en la mesa. Como un viejo maestro, lo rodeábamos, lo festejábamos. El se entregaba, brillaba. Ya 110 era el solitario arisco. La cena se convertía en un banquete platónico. La noche rústica, en torno a él, se poblaba con obras que evocaba. Aquella juventud lo revigorizaba. Durante breves veladas, se abandonaba a una esperanza de gloria, pues, según me decía, «los ojos jóvenes no mienten.» »Tal vez haya nacidt^demasiado pronto», añadía. «Yo era el pintor de la generación de ustedes, más que 17 En Fumées dans la champagne, Edmond Jaloux trazó este retrato de Cézanne: «De repente se abrió la puerta. Entró alguien con expresión casi exasperada de prudencia y discreción. Parecía un pequeñoburgués o un agricultor acomodado, astuto y, además, ceremonioso. Tenía la espalda un poco encorvada, tez bronceada, frente despejada, pelo blanco que se escapaba en largos mechones, ojillos penetrantes y curiosos, una nariz borbónica, un poco roja, bigote corto y caído y perilla militar. Así vi yo a Paul Cézanne en su primera visita y así lo veré siempre. Oigo su forma de hablar, nasal, lenta, meticulosa, con tonos esmerados y acariciadores. Lo escuché discurrir sobre el arte o la naturaleza, con sutileza, con dignidad, con profundidad.Un día en que almorzaba en casa, miró unos albaricoques y melocotones, dispuestos en un cuenco, y nos dijo: «Miren cuán tiernamente ama la luz los albaricoques, los toma enteros, entra en su pulpa, ¡aclara todas sus vertientes! Pero se muestra avara con los melocotones, de los que sólo vuelve luminosa una mitad».

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de la mía... Usted es joven, tiene la vitalidad, imprimirá a su arte un impulso que sólo quienes tienen la emoción pueden darle. Yo estoy haciéndome viejo. No voy a tener tiempo de expresarme... Trabajemos...»17. Hacía, así, pequeños comentarios juiciosos que nadie podría haber hecho. Otra vez declaró, mientras yo caminaba junto a ellos por la Rué Cardinal: «Un artista, verdad, debe hacer su obra, como un almendro sus flores, como un caracol su baba...» 17 ¿Debo decir que esas palabras, por lo demás, la mayoría de las que pongo en boca del viejo maestro son fragmentos de cartas que se publicarán después de mi muerte? Resumen perfectamente lo que le oí decir con tanta frecuencia. Todas las veces en que me ha sido posible, he preferido el testimonio —escrito por él mismo— al de mis notas o mi memoria.

Ésa era su eterna cantinela. Y trabajaba: lenta, ardiente, obstinadamente. Con la obra casi acabada, a veces la abandonaba, la dejaba al sol, a la lluvia, recuperada por el paisaje como un retoño, la expresión de una temporada que otra savia, otra imagen, substituiría, y otras veces, al contrario, cuando estaba bien avanzada, la incubaba, la cuidaba, como a un ser vivo. En cierta ocasión, una tarde en que soplaba el mistral, mi amigo Xavier de Magallon y yo fuimos a sorprenderlo, creyendo que no estaba trabajando, y lo encontramos pataleando contra la roca, con los puños apretados, vertiendo gruesas lágrimas, ante su tela rota, arrastrada por una ráfaga. Y, cuando corrimos a recogerla, entre los matorrales de la cantera, gritó: «Déjenla, déjenla... Iba a expresarme, esta vez... Ya estaba, ya estaba... Pero no debe ocurrir. No, no... Déjenla.»

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El gran paisaje en el que resplandecía la SainteVictoire por encima de los valíejos azulados, tan lozano, tan tierno y radiante, enviscaba las malezas entre las que lo sumía el viento. Magullado, arañado, sangraba como una persona. Veíamos, destrozados por la borrasca, los tonos rojizos de la tela, los mármoles rojos, los pinos, el monte enjoyado, el cielo intenso... Era una obra maestra, confrontada con la propia naturaleza, a la que igualaba. Cézanne, con los ojos desorbitados, miraba como nosotros. Fue presa de una cólera inmensa, una locura, no sabíamos qué. Fue hasta el cuadro, lo cogió, lo desgarró, lo lanzó contra las rocas, lo rompió a patadas, lo pisoteó. Después se desplomó junto a él y señalándonos con el puño, como si fuéramos los responsables, dijo: «Lárguense, largúense de aquí...» Y, ocultos entre los pinos, lo oímos llorar por más de una hora como un niño. Tenía, así, terribles exasperaciones. El corazón se le desinflaba de golpe. La amargura acumulada estallaba en cólera, pero en seguida prevalecían la ternura y la ironía. En su fondo se alojaba la bondad, como el genio. Un drama, una idea oculta, lo torturó toda su vida. Un sollozo que no confió a nadie. Le oponía el trabajo. Feliz, cuando la obra «iba bien». Desesperado, enfermo y taciturno, cuando ese consuelo lo elidía, cuando un obstáculo en la tela lo detenía. Elie Faure, que, pese a no haberlo conocido personalmente, es uno de los que mejor han comprendido a Cézanne, ha caracterizado admirablemente toda aquella faceta humana de su gran existencia moral, victoria trágica e interior, en cierto modo, que se había obligado a obtener constantemente

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sobre sí mismo. «Nada en el mundo lo atraía», dice Faure, «salvo las combinaciones de colores y formas que la luz y la sombra imponen a los objetos para revelar al ojo leyes tan rigurosas, que un espíritu elevado puede aplicarlas a la vida para pedirle sus direcciones metafísicas y morales.» Cézanne pedía a esas leyes que lo reconciliaran en primer lugar consigo mismo. Se perseguía, se buscaba en ellas. Ser un buen obrero, cumplir con su oficio, era para él la clave, la base de todo. Pintar

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bien, para él, era vivir bien. Se entregaba entero, se daba, con toda su fuerza en cada una de sus pinceladas. Había que haberlo visto pintar, en una tensión dolorosa, una plegaria de todo el rostro, para imaginar el alma que ponía en su labor. Todo su ser temblaba. Vacilaba, con la frente congestionada y como hinchada con su pensamiento visible, el busto encogido, el cuello metido en los hombros, y las manos temblorosas hasta el momento en que, sólidas, voluntarias, tiernas, daban, seguras, la pincelada, y siempre de derecha a izquierda18. Entonces retrocedía un poco, juzgaba, y sus ojos volvían a clavarse en los objetos; lentamente los recorrían, los conjugaban entre sí, los penetraban, se adueñaban de ellos. Se fijaban en un punto, terribles. «No puedo apartarlos», me dijo un día... «Están tan clavados en el punto que miro, que me parece que van a sangrar.» Transcurrían minutos, un cuarto de hora a veces. Parecía ser presa como de un sol. Se hundía en las raíces últimas de la razón y del mundo, donde la voluntad del hombre tal vez se encuentre con la voluntad de las cosas, se regenere o se absorba. Se apartaba, estremecido, reanudaba el curso de su tela, de su vida, captaba en ella con un tono la emoción misteriosa, el éxtasis, el secreto sorprendido. En el mundo de la representación, aplacaba la angustia del deseo, pero nada —tal vez sólo el amor— aplaca el deseo. Volvía a comenzar el martirio... Po r eso, có mo co mp rendemo s las p alabras de Renoir: « ¿Có mo se las 18

La caricatura involuntaria que hizo Hermann-Paul en su tela

Cézanne trabajando pudo dar esa impresión por contraste. Tiene toda la exactitud de la envidia.

arregla?

pinceladas de color en una tela sin bien.» Y, por otra parte, corno comprendemos tam bién lo que decía Gauguin: «Toca el gran órgano constantemente19.» Sí, el arte de Cézanne es serio, profundo, como la existencia. Pintaba con tocia su vida. Como ese Baudelaire que tanto le gustaba, se vedaba cualquier alusión nula, a costa de la sangre. Sin fiorituras, tiempos ni colores perdidos. Nada que sedujera. La pintura es cosa grave y él, con su consumada habilidad, como lo demuestran ciertas acuarelas, desconcertantes de agilidad, o determinados trazos delicados, atrevidos, la boca, las cejas del Joven con chaleco rojo, por ejemplo, y el primer bosquejo conservado de ciertos bocetos, llega a presentar la apariencia, para quien no lo haya estudiado detenidamente, de un oficio impotente, doloroso, caótico, cuando, en realidad, de la mayoría de sus telas se desprende, al contrario, una paz benéfica con una serenidad en la que todo se aplaca bajo un pensamiento sordo de bienestar y comprensión. Sentía la responsabilidad de sus dotes. Con frecuencia me dijo que consideraba el arte un consuelo. Para sí se guardaba el tormento y el esfuerzo y ofrecía a los demás el espejo consolador. Cuando Aníoine Marión le trazaba la historia física de la Tierra o cuan do me pedía a mí que le expusiera el sistema de Kaut la filosofía de Schopenhauer, se erguía de repente coi i una que

No p uede dar do s

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19 «No le quepa duda de que la pintura con colores está entrando en una fase musical. Cézanne, por citar a un antiguo, parece discípulo de César Frank. Toca el órgano constantemente, por lo que lo califico de polífono». (Paul Gauguin, Racontars d’un Rapin).

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preocupación análoga. «¡Un arte que no tien-- emoción por principio no es arte!», gritaba. Cuanto más avanzaba, más buscaba la emoción. Cuanto mejor se ordenaba su razón, austera, áspera, sin fallos, mejor abría también su sensibilidad, por encima de ella, la flor de esa emoción, como una sonrisa de primavera sobre los fuertes cimientos y las duras pendientes de la Victoire que pintaba. Pero una vez más la abandonó. Pasó el invierno de 1898 y casi todo el año siguiente en París. Vivía en un piso en Clichy, muy cerca de su taller. Salía poco. En él hizo retratos, sus grandes bodegones, se sumió cada vez más en el culto de los Venecianos y de Poussin, en la desesperación también. El impulso que le habían aportado los jóvenes entusiastas que lo rodeaban en Aix se apagaba en su soledad brumosa, bajo la vejez que caía. Pequeñas intrigas se ingeniaron para hacerlo dudar de todo. Se encontró cada vez más solo. Su amargura se intensificó. Pese a la gloria que llegaba, y la fortuna también, desdeñaba todas esas cosas. Sólo su hijo, al que adoraba, lograba arrancarle una sonrisa. Su régimen, la diabetes que se ensañaba con él, le vedaba hasta los goces inocentes, el lirismo del vino. Ya nada le daba placer. Todo lo que nacía de sus dedos, en sus telas, le parecía confuso, desapacible. Sabiendo que se empezaba a hacer dinero con todo, y hasta con los jirones de su pensamiento que él más despreciaba, ahora desgarraba o quemaba, sus esbozos abandonados, los raspaba o los rapaba a cuchilladas. Cada vez creía menos en su genio. Aquella clase de éxito, indigno, a su juicio, aquellas operaciones especulativas en torno a su

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obra, lo inquietaban. «Están preparando un golpe... un golpe siniestro», decía. Si reproducían una de sus telas, si una de ellas alcanzaba un buen precio en el Hotel Drouot, si exhibían algunas, en el extranjero, en alguna exposición importante, en el puesto de honor, se encolerizaba, en cuento le daban la noticia. «¿Qué demuestra todo eso?», decía. Un día, lo convencí para que visitara conmigo, en la Rué Laffitte, una exposición de conjunto, en la que habían colgado unas cuarenta de sus telas. El éxito era inmenso. Toda la pintura joven, todos los que contaban en París, se habían entusiasmado de pronto. Yo se lo había contado y él se había encogido de hombros. Entró. Dio la vuelta lentamente, como el más humilde de los visitantes. Dos o tres veces, guiñó el ojo ante un paisaje magnífico. Como avergonzado, estrechó temblando la mano del marchante de cuadros que se prodigaba. Estaba claramente impaciente por escapar. Salimos y, ya fuera, dijo: «¡Es asombroso! Los ha enmarcado todos.» Otra vez, corrí a anunciarle, con mil precauciones, que el Museo Imperial de Berlín acababa de adquirir e instalar dos de sus telas más hermosas, un paisaje comprado en tiempos en. casa del tío Tanguy por Jacques-Emile Blanche y un bodegón. «¿Y qué?», me respondió. «No por ello me recibirán en el Salón.» Y eso fue todo. A alguien que, el día siguiente, le decía: «Entrará

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usted en el Louvre...», respondió: «El Louvre, sí... Aun así, todos los jurados son unos cerdos.» Y con uno de sus súbitos arrebatos memorísticos y coléricos que lo hacían erguirse añadió: «Los del 67 rechazaron El verano de Monet... Conque... ¿cómo quiere usted que me importe?... Son siempre los mismos... Unos aficionados. ¡Ricuras!» En determinado momento, unos amigos hicieron gestiones para que le concedieran la cruz. «¿Condecorarme a mí?...», decía guasón. «¡Venga, hombre! Yo soy el más odiado por Rou- jon.» Por lo demás, detestaba con odio casi infantil todo lo que llevara la estampilla oficial. Las pamplinas, los burgueses, todas las suficiencias lo exasperaban. La Legión de Honor le parecía una payasada pueril, «pero terriblemente fuerte, puesto que se puede dirigir a los hombres con ella... Napoleón sabía lo que hacía. Como en todo, ¡el muy cabrón!», añadía. «Mandó corregir su cuadro a David.» Siempre detestó las Bellas Artes. Sólo exceptuaba la Universidad. «Viene de lejos», decía... «La Sorbona y San

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Luis, eí Colegio de Francia y Francisco I... Dos amigos de los pintores, aquellos dos reyes... Giotto y Tiziano lo corroboraron pero bien... Además, es que me gustan los grandes cuerpos establecidos, la Universidad, las órdenes religiosas, los Salones... sí, los Salones, si fueran lo que deberían ser... Todo el mal viene de esos cojonazos de Bellas Artes... ¡Ah! ¡Roujon! ¡Roujon!... Habría que defenderse de semejantes tipos que reglamentan el arte, tener una corporación establecida, un cuerpo estatal, mire usted, donde satisfaríamos el amor a la disciplina, sin perder demasiado el sentimiento bohemio, ¿comprende?... Yo quisiera tener discípulos, un taller, legarles mi amor,trabajar con ellos, sin enseñarles nada... Un convento, un monasterio, un falansterio de pintura en el que nos entrenáramos juntos... Usted vendría a hablarnos de Tintoretto o de Sófocles, como Taine... Pero nada de cursos, nada de enseñanza de la pintura... El dibujo aún puede pasar, eso es algo que no cuenta, pero la pintura se aprende contemplando personalmente a los maestros, la naturaleza sobre todo, y viendo pintar a los demás... Pero todo eso son sueños... Trabajemos.» Así soñaba despierto en la terraza de algún café del bulevar, en la que se había extraviado conmigo, ante la multitud de viandantes que lo distraía por un instante, soñaba así despierto. Se levantaba en seguida. Lo rodeaban vendedores ambulantes, que corrían la voz sobre él, pues, con su divina impotencia para apenar a dos ojos que lo miraran, Ies compraba todo. Cargaba los brazos de mi mujer con cestos de flores de papel, monitos de peluche, 132

caramelos, juguetes. «Déselos a los peques», decía, al tiempo que lio maba a un coche... «Los niños tienen que ser felices. •> Y él mismo a veces jugaba como un niño, tenía éxtasis ingenuos en los que tal vez disimulara una inmensa timidez. Vuelvo a verlo, durante toda una comida en casa, en la que, entre quince personas, sus más entusiastas admiradores de entonces, se quedó pasmado ante un timbre de mesa y —como un niño, sí, en verdad— no cesó de hacerlo sonar, con ojos embelesados. «Es asombroso... ¿Puedo repetir?», preguntaba. Un cuarto de hora después, tras olvidar el timbre, la mesa y a todos nosotros, tuvo —a propósito de Delacroix— una de aquellas prodigiosas improvisaciones en las que se entregaba enteramente. Pero en París aquel entusiasmo, apenas nacido, lo abandonaba. Al instante volvía a ser presa de la inquietud y el hastío. Un marasmo, una vida gris le oprimía el corazón. Su trabajo se volvía más penoso. Ya no creía en la duración de su obra, pero, aun así, se obstinaba. A veces, sin poder resistir más el sufrimiento, ante sus ojos se le nublaban los tonos, las líneas. Entonces se sentaba en su vieja silla de paja. Gruesas lágrimas espaciadas le caían, una a una, sobre las manos y le hacían sobresaltarse, lo sacaban de su sueño terrible, en el que se sumía, completamente despierto. El, tan meticuloso siempre con rodos los instrumentos de su trabajo, ya no tenía, fuerzas siquiera para levantarse a limpiar la paleta o lavar los pinceles. Y la noche lo sorprendía así, inmóvil, crucificado: la 133

noche, la vejez, la impoten- ,ia, la muerte. «En este momento», me escribía, «sigo buscando la expresión de esas sensaciones confusas que traemos al nacer. Si muero, todo habrá acabado, pero, ¿qué importa?» Para morir, volvió a Aix. En 1900. Pasó seis años allí. Seis años de pleno trabajo, casi de soledad, de sumisión perfecta al lento dolor, a la nada que se acercaba. Su madre había muerto tres años antes, en 1897. Habían vendido e^Jas. Vivía en un segundo piso, en la Rué Boulegon. Primero se mandó construir un taller en el desván, bajo los tejados, y después, tras hastiarse en seguida, compró un terreno en el atajo de los Lauves y se construyó una casita con un taller enorme que dominaba toda la llanura y la ciudad de Aix. Entretanto, había alquilado, por encima de Le Tholonet, el Castillo Negro, llamado también Castillo del Diablo, por fantasía de un comerciante de hollín, del carbonero enriquecido que lo había mandado erigir y pintar de negro de arriba abajo. Por fortuna, el sol y la lluvia habían lavado la negruzca fachada. Estaba toda dorada, bajos las tejas rojas, entre sus verdes bosquecillos de pinos, cuando Cézanne lo habitaba, tal como aparece con tanta frecuencia en los últimos grandes paisajes que pintó en aquella zona. Su vida, en aquella época, estaba regulada como la de un monje. Se levantaba al amanecer, la mayoría ele las veces iba a la primera misa, volvía a casa, durante una hora —como antes Tintoretto copiando centenares de veces ciertas cabezas de Vitelio— copiaba algún yeso, la «anatomía» de Miguel Angel sobre todo, 134

en todas sus facetas, dando vueltas en torno a él para asegurarse de todos los movimientos, a lápiz, a pincel, óleo, acuarela, unas veces destacándolo sobre la pared gris azulada del taller, otras veces en el centro de un bodegón somero e incluso contra una regadera, como lo vi durante mucho tiempo en una habitación del Jas de Bouffan, pues esa costumbre le venía de antiguo. Después, según la estación y el tiempo, trabajaba en la obra en curso —retrato, paisaje, bodegón— en el taller o en el campo. Hojeaba, cinco minutos, entre las sesiones de una hora, una hora y cuarto, algún libro, dos o tres páginas de Sainte-Beuve o de Charles Blanc, el Tratado de anatomía de Tortebat, todo polvoriento, venerable, «de la Academia de Bellas Artes», subrayaba, «y del gran siglo». Su Baudelai- re, desencuadernado, hecho jirones, andaba siempre por allí, al alcance de la mano. En las paredes un gran grabado, enmarcado en negro, el Sardandpalo de Delacroix, una fotografía, fijada con cuatro chinches, de las Sirenas de Rubens y los Romanos de la decadencia de Couture. En un estuche de terciopelo rojo, en el suelo, sobre la mesita de los pinceles, sobre una silla, pero siempre cerrado con llave, la telita, ricamente enmarcada, de Delacroix, el Agar en el desierto, de la que hizo una copia. Durante un

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mes,

— « ¡ este D avid! » , decía, de Forain reco rtado s de lo s p erió dico s, Pero todos ellos reunidos en un rincón, junto a una tabla de madera blanca en que se apoyaban algunos yesos, las paredes estaban prácticamente como desnudas, inmensas, pintadas con una aguada gris azulina, subrayadas con una línea azulada a la altura del cimacio. Sin muebles. Las telas se amontonaban a lo largo del zócalo, en desorden. En el salón del Jas de Bouffan había hecho una copia admirable, de color subido, vigorosa, de un Lancret, una danza en un parque, y había esbozado dos o tres escenas bíblicas, una Magdalena, un tambre gigantesco, soberbio, visto de espaldas, apoyado en una roca, junto a un torrente, y, en el fondo, por encima del diván, el retrato de su padre y las Cuatro estaciones. Allí, nada semejante: el ascetismo, la desnudez. En su habitación, en la casa de Rue Boulegon, a la cabecera de su cama, un dibujo de Signorelli, el hombre que llevaba a otro hombre, del Louvre, la famosa acuarela de flores de Delacroix, adquirida al Sr. Vollard, después de la venta de la colección Choc- quet y que, literalmente, lo enloquecía y, encima de la cómoda, algunas acuarelas suyas — castaños del Jas, una barca en el Marne— con marcos sencillos. Una noche, el poeta Léo Larguier, mientras intentaba reconstituir uno de sus poemas para recitárselo al anciano maestro, mantenía los ojos obstinadamente fijos en la acuarela de la barca, recuerdo caro de algún rincón en el que Cézanne había debido de ir a pintar y cuya presencia debía de gustarle: clavó también en la p ared las Sabinas

iró nico — y, a veces, dibujo s de D aumier y

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«Llévesela», dijo. Habría dado todo. Cuántas veces, me contó más adelante su cochero, le regaló alguna de sus telas, él gran bodegón, la canasta de melocotones, en particular, que aquel hombre no se atrevía a llevarse. Cézanne insistía: «Como recuerdo de mí... Atendió usted muy bien a mi madre... Más adelante le dará gusto tenerlo.» En el comedor, un paisaje de Aix, un bodegón. Ese era todo su lujo. Sólo le gustaba su trabajo. Hacia las once, se iba a la ducha. «La misa y la ducha son lo que me mantiene en pie», me decía. Almorzaba frugalmente. Después se marchaba, a pie a veces, en coche más a menudo, y hasta la noche trabajaba «en el motivo». En la calle los niños lo escoltaban, le tiraban de la chaqueta, le arrojaban piedras. Encogido sobre los cojines del coche, fingía dormir. Lloraba. Una noche de invierno, volvía del motivo. Llovía. Los niños lo cubrían de barro. «Estaba dormido», me contó el cochero, «rodó bajo las ruedas. Lo alcé todo magullado...» En adelante los golfillos lo dejaron en paz. Pero, ¿hacia qué nada más profunda se habría inclinado tal vez en su aparente sueño? ¿De qué desesperación lo habría despertado su cochero bajo las ruedas? Pensamos, a nuestro pesar, en el fin de Balthazar Claés, en las últimas páginas de La búsqueda del absoluto... Cézanne estaba alcanzando el suyo. Volvía a la caída de la tarde, cenaba apenas, a menos que lo acompañara Solari, el joven pintor Camoin o algún escaso invitado, y se acostaba «con [as gallinas». Ciertas noches de invierno, mientras esperaba la cena, hojeaba su colección ele los volúmenes de Charles Blanc, leía en ellos la historia de los

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pintores e incluso se divertía copiando ciertas reproducciones, que volvía a transformar lentamente. De ahí partía para soñar, meditar, con el lápiz en la mano. ¿Buscaría, en aquellos días de su vejez, en las pobres páginas y las malas planchas de Charles Blanc, lo que de muy joven lo dejaba arrobado, los sueños, las inspiraciones que sacaba de los números del Magasin Pittoresque que le caían en las manos? A una cabeza como la suya, le basta cualquier cosa para despertar la imaginación adormecida y encontrar, junto al trabajo cotidiano, un solaz que tal vez fructifique también en obras y reflexiones. No vale la pena responder a la ingenuidad o a la suficiencia de quienes -—olvidando que Cézanne pasó, en resumidas cuentas, uno o dos años de su vida en el Louvre, visitó los museos de Flandes, recorrió, durante seis lustros, todas la iglesias y exposiciones de París, viajó no poco por Francia y, como turista muy avisado, dedicó días enteros a compulsar fotografías de todas clases, devorando una auténtica biblioteca, él, que, con una cultura general muy profunda, ya que no muy aparente, estaba, como nadie, informado sobre todo lo que se refería a su arte— creen o afirman que los mediocres volúmenes de Charles Blanc eran todo su bagaje y todos sus documentos y que sus faltas de dibujo —¡sus faltas de dibujo! — se deben a las reproducciones defectuosas que, supuestamente, le

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revelaban a los maestros. La prodigiosa fuerza de un Cézanne se apo-deraba de todo. En su solitaria habitación de Aix, si Charles Blanc le caía en las manos — ¿por qué azar? Sería divertido descubrirlo, pues los tomos permanecieron por mucho tiempo descabalados — , obtenía de él todo lo que su apetito lírico anhelaba. Se embriagaba con ello sordamente. Transformaba, magnificaba aquellas apagadas imágenes, como hacía en tiempos, bajo la lámpara paterna, mientras esperaba la sopa, con los grabados de modas que le dejaba colorear su madre. La disposición, el tema, la composición eran siempre lo que le apasionaba y le entusiasmaba. Aquellos nombres de pintores bajo las reproducciones le hacían soñar. Por lo demás, nadie tenía nada que enseñarle. Quien se atreva a afirmar lo contrario no puede haberlo visto nunca en el Louvre, ante Zurbarán o Jordaens, no puede haberlo oído, en casa de DurandReul, hablar con Monet o Renoir, no puede haberlo visto nunca ni haberlo oído de verdad. Yo me indigno. El se habría encogido de hombros. Hojeaba a Charles Blanc, releía a Stendhal, Goncourt y Vigny. Adoraba a Racine en una vieja edición. Apuleyo y Virgilio le encantaban siempre. Entre las poses de la Vieja con el rosario, volvía a saborear a Apuleyo en el texto. Los domingos, se acicalaba un poquito, iba a la misa mayor de la basílica, distribuía sus limosnas, pues una fila de pobres lo acechaban a lo largo del SaintSauveur e incluso acabaron escalonándose desde la catedral hasta su casa para acapararlo mejor. Daba todo lo que tenía. Hacia el final, su hermana V/íarie, a la que siempre temió, «la mayor», como él la I jamaba, aunque tuviera dos años menos que él, solté- i

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ona desabrida y devota, se consideró obligada a intervenir. Ella fue la que dio la orden a la asistenta de no dejar que Cézanne llevara más de cincuenta céntimos encima, siempre que salía. Entonces, con el sombrero en la mano, con la cortesía, la mansedumbre, de un San Francisco, se excusaba ante el pobre que jo abordaba y a veces los dos se quedaban así, ruborizados, en medio de la calle, entre los chillidos de los niños. Se decidió a hacer posar a uno de ellos, en su taller de los Lauves, ese Viejo con gorra de la colección Pellerin que hace pareja, desgarrador y magnífico, con la Anciana con un rosario de la colección Doucet. En esas dos telas se expresó —creo yo — toda la fe, la bondad, el alma profunda de Cézanne con el mayor arte consciente, la mayor sinceridad directa, la mayor emoción abandonada. Esos dos rostros tristes son los que lo hermanan con Rem- brandt y Dostoyevski. Su sitio está en el Louvre: en el rincón ideal en el que la humanidad se transfigura bajo las más tristes apariencias, se reconoce en la fraternidad de las virtudes más miserables. ¿Quedaría satisfecho con ellos Cézanne? Dieciocho meses dedicó, en el Jas de Bouffan, a la Anciana con un rosario. Acabada la tela, la tiró a un rincón. Se cubrió de polvo, rodó por el suelo irreconocible, pisoteada sin miramientos. Un día yo la reconocí, la encontré contra la estufa, bajo el cubo de carbón, recibiendo desde el tubo de zinc una lenta gota ele vapor que cada cinco minutos caía sobre ella. No sé por qué milagro se había, conservado intacta. La limpié. Se me apareció... Ahí estaba L pobre mujer, totalmente postrada, obstinada, resignada, terca, con sus gruesas

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manos de sierva, desmoronadas como dos ladrillos viejos, juntas y pegadas al rosario, su gran delantal de cotonada azul, su gran mantón negro de sirvienta beata, su cofia, su jeta de mística hundida. Sin embargo, un rayo, una sombra de piedad consolaba con una vaga luz su vacía frente humillada. Aun totalmente acartonada y perversa, una bondad la envolvía. Su alma endurecida temblaba, refugiada toda ella en el gesto de sus manos. Cézanne me contó su historia. A los setenta años, religiosa sin fe, con un arranque agónico, había saltado el muro de su convento mediante una escalera de mano. El la había recogido, decrépita, alucinada, vagabundeando como un pobre animal, la había tomado, más o menos, como criada, en recuerdo de Diderot y por bondad natural, y después la había hecho posar y ahora la vieja que había colgado los hábitos le robaba a mansalva y le revendía sus servilletas y sus sábanas, que desgarraba en trozos, para limpiar los pinceles, mientras murmuraba letanías, pero él seguía teniéndola en casa, haciendo la vista gorda, por caridad. Ahí estaba, entero, en su bondad, su corazón de hombre sensible, como se manifestó entero, y muy extrañamente, también su cerebro de artista enfermo en el episodio del mendigo con gorra. Hacía posar al viejo. Con frecuencia el pobre, enfermo, no acudía. Entonces él mismo, Cézanne,

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MBP?—

posaba. Se ponía delante de un espejo los sucios andrajos y, así, un extraño intercambio, una substitución mística y tal vez deseada, combinó, en la tela profunda, las facciones del anciano mendigo con las del viejo artista, sus dos vidas en la confluencia de la rnisma nada y de la misma inmortalidad. Bajo la harapienta gorra, reconocemos a un Cézanne desengañado, una lamentable ambición que va a disfrutar por fin del descanso ganado con hastío y, al mismo tiempo, un corazón enternecido, una mirada de pobre confiado que ve venir hasta él la limosna fraterna del buen rico que tal vez lo envidie. Los verdes lúgubres, trozos de color cálidos y lívidos a la vez, los empastas sórdidos, los vestidos encostrados, el rostro devastado y febril: toda la tela rezuma una miseria atroz, miseria de un cuerpo robusto que la desgracia y el hambre han arruinado, miseria de un alma inmensa a la que todos sus sueños, su arte, han decepcionado... Ese Anciano con gorra es significativo de los días crepusculares, de la agonía del pintor. Más que una obra, es como un testamento moral. Tal vez haya que buscar en él y meditar la última palabra que el anciano Cézanne dijo sobre la vida y sobre sí mismo. De aquel cuerpo y de aquel rostro degradados, obtuvo, infundiéndoles su alma, algo así como Shakespeare, como un rey inconsciente en su feroz santidad. Los domingos, al volver de la misa mayor, iba a almorzar en casa de su anciana hermana y a visitar a su otra hermana y a sus sobrinitas. Antes de vísperas, se aventuraba a veces a llegarse hasta el café Clé- ment a hojear las revistas ilustradas. Se deleitaba con Rire y se

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quedaba en contemplación ante los Forain. «Flay rasgos de Balzac en él y, además, ¡cómo está dibujado!... Ese sí que no ha pasado por la Escuela... Sabe lo que se hace... Te esboza un carácter, un vicio, una pasión, en tres pinceladas y con la mayor facilidad... Aquí se codea uno con la vida... Mire.» A veces, en un rincón de la mesa, en un trozo de papel, copiaba una silueta o echaba una moneda al camarero y tiraba la revista. Iba a vísperas. Seguía los sermones de la Cuaresma, los del padre Tardif, en particular, espíritu ardiente, abierto, original como el suyo, al que a veces visitaba y que un día le dio la alegría de oír describir uno de sus paisajes desde el propio pulpito del Salvador. Al salir, le gustaba entretenerse en la placita crepuscular, delante de la catedral, al pie del monumento elevado a Peiresc por su amigo Solari, y hablar de religión y filosofía con uno de los maestros de la Facultad, Georges Dumesnil, cuyas ingeniosas ideas y rica conversación apreciaba infinitamente. «Usted ha tenido en él un buen maestro», me decía... «Eso es lo que me ha faltado a mí, eso es lo que falta a los jóvenes pintores que vienen, un maestro, un buen maestro, una enseñanza procedente del corazón, de la experiencia y más sensible, más viva con el ejemplo que con una teoría dogmática... Dumesnil pone en todo lo que dice un calor, como una mirada del alma que te penetra y te hace pensar, como sin querer... El día siguiente, mientras pinto,

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recuerdo a veces lo que me elijo la víspera y mi trabajo no se resiente de ello, como cuando una idea me obsesiona en el caballete, al contrario,., Es muy claro y muy cordial, francés. Cuando el trabajo no cunde, reanima recordar que a nuestro lado, en la misma ciudad, hay alguien como él, tal vez inclinado en ese mismo momento sobre su mesa.» Le gustaba esa idea de la solidaridad en el trabajo. Delante de su taller de la Rué Boulegon se activaba una importante forja; con frecuencia bajaba por la tarde, se sentaba en un rincón, junto a la forja, y meditaba, con el hálito del trabajo, ante los gestos de los forjadores, siguiendo sus sombras danzarinas en la pared, aveces esbozaba en unos trazos una estrofa sorprendida del activo poema de sudor. «No se muevan», gritaba con voz tonante... «¡Un momento!» Emborronaba la hoja con apuntes. Después, bruscamente devuelto de su arte a su timidez, echaba una moneda de plata en el yunque: «Beban a mi salud...», y, con los hombros gachos y chocando con los bancos, desaparecía. No volvían a verlo por varios días. Todos los obreros lo apreciaban mucho. Obscuramente, la gente del pueblo tiene conciencia de la maestría y, cuando a esa autoridad oculta se suman, como en Cézanne, la sencillez y la bondad, le inspiran la mayor devoción. Yo vi a uno de esos forjadores seguir de lejos al anciano maestro, cuando salía de casa, para librarlo de los pihuelos que, sin que se diera cuenta, se divertían abucheándolo. En ese estado terrible, esa como alucinación

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moral en que se sumía después de una tensión espiritual demasiado intensa, una sesión demasiado larga de investigación obstinada, se iba a veces, pegado a la pared, sin ver nada por la calle, con su ropa de trabajo encostrada de colores, los bolsillos hechos jirones y todos los botones arrancados, atribuyendo a cualquier persona con la que se hubiera cruzado, y que tal vez lo hubiese saludado, motivos prodigiosos para perseguirlo. Lo seguían, lo espiaban, creía él. Apretaba el paso, chocaba con los transeúntes, huía. Los niños corrían tras él. Llegaba a su taller de Lauves, cerraba puertas y ventanas, se cerraba a cal y canto y con los puños crispados, ante alguna tela rajada a veces en un arrebato de desesperación o rabia, se preguntaba qué había podido hacer a las personas y a las cosas para verse rodeado así de tan unánime hostilidad, él, que amaba todo, que tan sólo quería el bien del mundo y sólo buscaba claramente la irradiación de una bondad universal. Lo dramatizaba todo. Nada trivial podía permanecer en su alma sin atormentarlo hasta la tragedia. Fueron —hay que reconocerlo— particularmente innobles con él. Una camarilla de Aix, sin que se pudiera explicar la causa, lo odiaba a muerte. No es una expresión exagerada. Un día, uno de esos zafios eructó lo bastante alto para que yo lo oyera, al pasar Cézanne: «¡Al paredón!... A pintores así hay que fusilarlos.» Era un fotógrafo que tenía pretensiones de escultor y muy escuchado en su mundillo. Un clerical sostenía que el caso Dreyfus era muy explicable, va que el Gobierno dejaba circular a semejantes energúmenos y toleraba

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que en París se expusieran semejantes infamias, mientras que otro, destacado radical, explicaba a su modo el entusiasmo de la capital por su amigo Zola. Ése había visto, con sus propios ojos, el cuadro en el Salón con que se habían granjeado su clamorosa reputación Cézanne y el impresionismo: un hombre en un globo que hacía sus necesidades en pleno azul del cielo y —«hay que ser justo», reconocía ese entendido— «el excremento era, al caer en el aire, un fragmento de pintura admirable, pero no había nada más, la verdad. Lo demás no estaba dibujado siquiera, una pintura de niño». Así me comentaba a mí, ante un conjunto de comensales burlones, la gloria de Cézanne. Si yo no volviese a ver más la risa grosera, el triunfo pasmado de los otros, seguiría sin dar crédito a mis oídos. «Cualquiera de nosotros podría hacer lo mismo», era, es, por lo demás, el rumor unánime. Una tarde, a las orillas del Are, estando Cézanne «en el motivo», pasó por allí un buen señor pintor, una de las lumbreras de Aix. Se detuvo. Con una sonrisa de piedad se inclinó hacia el pobre loco que abigarraba con verdes tan crudos aquella tela a cuadros —parecía— en la que se negaba a reconocer un paisaje. No obstante, se sentía embargado por una simpatía para con aquel vejete tan aplicado. Le cogió los pinceles. Cézanne lo miró, estupefacto, consternado. «Páseme la paleta... Voy a enseñarle yo... Mire... Mire.» Una pincelada aquí, una pincelada allá. Dos o tres veces, se acercó incluso, concienzudo, a la ramo, para

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comprobar el tono, comparar su verde con el de la naturaleza. Volvió, cubrió, se excitó, se ingenió, sudó, presumió. Se levantó, se limpió con un pañuelo perfumado: «Ya está...» Pero Cézanne se había vuelto a sentar. No había dicho ni palabra. Cogió su espátula y lenta, prolongadamente, de un solo golpe, raspó el hermoso árbol con todas sus hojas e incluso el hombrecillo que, en un arrebato de inspiración, el otro, improvisando, había sentado a la sombra del hermoso tronco. Y también él dijo: «Ya está...» Ultimamente, otro, con la intención de ilustrar un poema dedicado al gran solitario, pintarrajeó al pie de los nobles versos el retruécano de una cabeza de asno, contra la cual, con los ojos cerrados de horror, un amorcillo —todo el cortés espíritu dieciochesco— dispara una flecha indignada, pero de buen gusto. «A usted le gusta Cézanne», respondió ése, «y yo lo detesto. Me sitúo ante la posteridad.» Pero otros sumaban la perfidia a la ridiculez. Cézanne había entablado algunas relaciones útiles en el mundillo devoto que rodeaba a su hermana mayor. Apareció el inmundo artículo en el que Henri Rochefort, que nada sabía del arte y la vida de Cézanne, lo cubría de ignominia como amigo de Zola, notorio defensor de Dreyfus y pintor indecente. Hicieron un pedido de trescientos ejemplares a UIntransigeant y los pasaron de noche por debajo de la puerta de todos los que de cerca o de lejos podían haber manifestado alguna simpatía por Cézanne. Todos los chismes perversos que llegaban hasta éste lo trastornaban.

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También le dirigían a la Rué Boulegon cartas de amenazas, groseras injurias anónimas. En ellas calumniaban a su familia, a sus escasos amigos. Lo instaban a librar de su presencia la ciudad que deshonraba. Por eso, ¡a saber si no incitaría a aquella caterva de golfillos que se ensañaban persiguiendo a Cézanne algo más que la indiferente y fácil crueldad, el placer perverso de mofarse de un viejo soñador original! El sufría con aquello hasta derramar lágrimas. Ya no se atrevía a pasar por el Cours Mirabeau. La idea de la persecución sewumaba a todas sus desesperanzas. Ya sólo trabajaba febril o hastiado. Las alegrías pasajeras, la confianza que en cierto modo le habían infundido la estancia en Aix de Emile Ber- nard, de Charles Carmoin, las visitas que le habían hecho Maurice Denis, Hermann-Paul y K.-X. Roussel, se iban, se desvanecían lentamente. Ahora lo invadía como una detestación de sí mismo, de su trabajo realizado, y aumentaba con su desolación. Nunca ha habido nadie —creo yo— que sintiera tanto desdén por la obra acabada. Se sentía totalmente ajeno a ella. Sus telas, las más hermosas, andaban tiradas por el suelo, las pisaba. Una, plegada en cuatro, calzaba un armario. Las dejaba abandonadas en el campo, las dejaba pudrirse en las alquerías donde los campesinos las resguardaban. Con su fanático gusto de la perfección, su culto de lo absoluto, no representaban para él sino un momento, un

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impulso expresivo hacia la fórmula que nunca asimi laría. Les atribuía tan poca importancia como un santo a la materialidad de sus buenas obras realiza das por amor de Dios, Las olvidaba en seguida, para emocionarse con una labor más significativa. Reali zar, como él decía: quería realizar. Llevaba esa idea dentro, como un Pascal la de su salvación y así nunca estaba, nunca podía estar, satisfecho. Cada tela alcanzaba un punto de perfección que para él tan sólo marcaba una etapa, que su mente siempre en movimiento superaba en seguida, conque se consagraba intensamente a otra, que, mientras trabajaba en ella, le irradiaba todo el ideal posible, y siempre era la misma búsqueda exaltada, el mismo tormento místico. Por exceso de escrúpulo, rehuía los hermosos temas —siempre los mismos— que lo embargaban: rehacer la Recolección de Poussin, los Jugadores de Cartas de Le Nain, oponer a la Apoteosis de Homero, e Ingres, su Apoteosis de Delacroix y, como coronación de esa obra, imagen suprema, las Bañistas... Los imagineros de la Edad Media se sometían a sus temas —se decía— y los venecianos también. Basta con pintar lo que se ve. Un pintor debe pintarlo todo, tener en su arte la misma objetividad que Flaubert en el suyo, una sumisión perfecta al mundo y al objeto, seguir cierta fatalidad del ojo. Las realidades más humildes inspiran tal vez las telas más magníficas. Sí, hay una fatalidad de la visión. El temperamento elige, tan sólo percibe lo que lo libera y fortalece. El mundo cobra un carácter. Todo lo que .¿t> ye es hermoso, ¿Sería indiferencia, desapego de ,, ido? ¿Sería una conciencia

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profunda de las dificultades que multiplica un ideal lírico en una obra que -según se desea— debe ser pura observación y fidelidad? Era plenitud moral, absorción de todo el en el oficio, sentimiento profundo de que la ¡orma es lo único que importa y de que, sea cual i'i i.ere la materia, es la única que significa, perpetúa la maestría del hombre... siempre y cuando, como una oración, una caricia, un gesto de amor arrancado a la abstracción, tenga —esa forma intensa- fuerza y fraternidad de vida. En aquella pequeña ciudad puntillosa, junto a aquella familia devota, agotado por la existencia, acechado por la persecución bajo el primer hundimiento de su regia inteligencia, con los primeros fríos de la vejez, le entraba odio a la originalidad, amor de los clásicos, culto de la tradición. Al dormirse con los sueños de la muerte, aquel terrible constructor de valores nuevos quería apoyar sus temblorosas manos en algo continuo, grande, indestructible. Tenía su obra. No creía en ella. Estaba ahí, viva, inmensa, inmortal y, como una hija amorosa, lista para consolarlo, henchida de él. No lo veía. En vano había saltado una noche, transfigurado por la admiración de algunos obreros, en un círculo anarquista, hacia un contradictor y había exclamado, soberbio: «De sobra sabe usted que sólo hay un pintor vivo, ¡que soy yo!» No, no, no lo creía. Ya no lo creía. Hacia aquella época, en julio de 1902, me escribía: «Desprecio a todos los pintores vivos, salvo a Monet y Renoir, y quiero triunfar por el trabajo.» Y un año después, en septiembre de 1903: «Debo trabajar otros seis meses en la tela que he comenzado. Irá a buscar en el Salón de los Artistas francés la suerte que le

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esté reservada.» Buscaba una confirmación. En el anochecer de su trabajo, el independiente, el solitario quería soltar por una vez al menos la carga de su duda, tener durante una hora, humillado tal vez, fuera de su círculo íntimo, la prueba evidente y la certidumbre de que su arte y su vida, no habían sido en vano. Aquel ser inmenso, aquellos ojos apasionados de genio habrían querido reflejarse, conocerse por fin, en el humilde espejo de las pupilas más débiles. A un joven pintor tímido, al que le habría gustado — me parece a mí— formar como un discípulo, le escribía: «Yo le hablaré con mayor razón que nadie sobre la pintura.» Lo decía con toda humildad. Cada vez lo atraían más las personas sencillas. Una bondad budista lo enternecía ante todo ser y toda cosa. Le habría gustado comunicar con todos. ¿Sería esa fraternidad de las almas la que iba a buscar a la iglesia? ¿O la imagen de la tradición de una fe palpable, el curso social de una doctrina que dura en su liturgia permanente y su disciplina renovada? ¿Acunaría en ella la nostalgia de una vida apacible que siempre lo había rehuido, de aquel antiguo Aix imaginado sobreviviente bajo sus naves, en las inmediaciones de ese claustro en el que había pintado Granet y de aquellas calles devotas en las que soñaba Malher- be? ¿Querría con su «astucia» inocente, y para tener paz, engatusar, como él decía a veces, a los jesuítas que se las ingeniaban en tomo a su anciana hermana y codiciaban el jas? Ora murmuraba, presa de temblor, cuando pasaba un cura: «Los curas son terribles... Te aferran con su zarpa,» ora respondía a un católico ferviente, a su amigo Desmoulins, quien le preguntaba:

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«Maestro, ¿cree usted?»: «Pero, hostias, si no creyera, no podría pintar.» A Émile Bernard, que quería sugerirle la idea de pintar un Cristo, objetaba: «Jamás me atrevería; es demasiado difícil... Otros lo han hecho mejor que yo...» Así, pues, ponía el respeto y el orgullo de su arte por encima de la oración y la humildad de su fe. Pero yo lo vi en Le Tho- lonet, después de las vísperas, descubierto, magnífico, a pleno sol, con un gran círculo de jóvenes respetuosos a su alrededor, seguir tras el palio la procesión de las Rogativas y arrodillarse por el camino, al borde de los trigales, con lágrimas en los ojos. Lo oí, a él, normalmente tan positivo, celebrar la retórica bíblica de Bossuet y admirar esa inflexible y densa razón que le hace reducir toda la historia universal a la aparición de Cristo. Esas síntesis flotantes, esas perspectivas católicas le encantaban, a él, que detestaba la pompa de los Lebrun, pero amaba sobre todo a los pobres, los humildes, los ignorantes y en eso sobre todo se lo podía considerar cristiano. Sentía también un gran respeto por las familias establecidas, por la rancia nobleza provincial. Hasta el extremo de que, teniendo que visitar a uno de los descendientes de Mirabeau, Lucas de Montigny, que siempre le había manifestado su interés, se encargó un traje nuevo para esa ocasión

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y no volvió a ponérselo nunca más. Tuve yo que acompañarlo incluso «a casa del gentilhombre», llamar y, después de que abrieron la puerta, cerrarla tras él; nunca se habría atrevido a entrar. Tanto como despreciaba al burgués advenedizo estimaba al aristócrata nato, pero su verdadera pasión era por el pueblo, el obrero, el campesino, el laborioso. Sólo los frecuentaba a ellos, podríamos decir. Todos conservaron un tierno recuerdo de él. Era con ellos de una caridad regia y no sólo con el bolsillo, sino sobre todo con el corazón y el espíritu. Le habría gustado mezclarlos con sus emociones, como los mezclaba con su obra. Cuando iba «al motivo», cuando a veces — según me ha contado su cochero— se erguía bruscamente en el coche, cogía del brazo a aquel hombre: «Mire... esos azules, esos azules bajo los pinos... Esa nube allá...» Estaba radiante de éxtasis y el otro, que no veía sino árboles, cielo, para él siempre los mismos, sentía, no obstante — según me confesaba — , como una fuerza imprecisa, una emoción que lo embargaba y que le infundía Cézanne, de pie, transfigurado, con las manos crispadas en el hombro del patán y henchido de una evidencia que lo santificaba. En otra ocasión, el sol caía a plomo. Estábamos llegando a media altura de una montaña abrumadora. El cochero y el caballo, agotados, se habían dormido. Cézanne, bajo un sol de justicia, sin decir palabra, sin hacer un gesto, para no molestarlos, esperó a que se despertaran; restregándose los ojos ingenuo, parecía que el que se había quedado dormido había sido él.

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En las montuosas calles de Eguilles su movimiento instintivo era siempre el de ayudar a los demás, empujar la carreta demasiado cargada de un campesino, coger de las manos desfallecientes de una anciana el cántaro de agua que llevaba. Amaba los animales. Amaba los árboles. Hacia el final, con su necesidad de tierna soledad, un olivo pasó a ser su amigo. Cuando en su taller de Lauves, había hecho una buena sesión, a la caída de la noche, bajaba ante la puerta, contemplaba sus días, su ciudad, dormirse. Lo esperaba el olivo. La primera vez que había ido allí, antes de comprarse el terreno, en seguida se había fijado en él. Había mandado que lo rodearan con un múrete,«mientras construían, para evitarle golpes. Y ahora el viejo árbol crepuscular tenía como una mirada de savia y perfume. Lo tocaba. Le hablaba. Por la noche, al despedirse de él, a veces lo abrazaba. Toda la ciudad, al pie del múrete, se esfumaba, descansaba sus rosadas tejas, sus apacibles bulevares. En el fondo, las azules colinas se alzaban un poco. Se adivinaba el mar. Los campanarios de miel y sal, las torres de PHorloge y del Saint- Esprit perfilaban en la nube sus estrofas italianas. Un rumor apacible subía de las pobres calles. La noche rojiza extendía Aix, sus humos, el otoño, por el campo. Cézanne, solitario, escuchaba al olivo... La sabiduría del árbol le entraba en el corazón. «Es un ser vivo», me decía un día. «Lo quiero como a un viejo compañero... Lo sabe todo de mi vida y me da consejos excelentes... Me gustaría que me enterraran a sus pies...» Pues se aproximaba su fin. Solari se había ido

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había muerto en el hospital. Ya no veía a nadie. Dr tarde en tarde bebía, pensativo, alguna botella de vino añejo, se abandonaba en una velada a ese con suelo miserable que le daba la ilusión de alguna alegría dañina, para volver a sumirse el día siguiente en pesares aún más crueles, una soledad más abominable, que ni siquiera su arte, su trabajo, lograban colmar. Su enfermedad lo perseguía; se le hinchaban las piernas, le lagrimeaban los ojos, punzantes. Entonces lo atormentaban nuevos escrúpulos, atacaban los puntos más vulnerables de sí mismo, le hacían creer que, afectado toda su vida por una enfermedad de la vista, había deformado, sin sospecharlo, la realidad. Todo, incluso la fe en su pasado, lo abandonaba. ¿De qué sirve en los mejores tanto martirio sin creencia? ¿Qué quiere de nosotros la naturaleza? Sufría en su cuerpo, su corazón y su espíritu. Y, santo de una nueva especie, en su vida y en su arte, se dormía bañado en claridades artísticas de un porvenir humano que le cerraba los ojos. Despegado de todo, hasta de su dolor, ni siquiera gozaba de su virtud. Los últimos meses, ya casi no podía seguir una conversación. Cuando le tocaban al piano la obertura del Freischütz que en tiempos enloquecía a su soñadora alma, se quedaba dormido: profundamente. A veces le venía de súbito el deseo de hacer un retrato. En seguida lo abandonaba. Un sueño precursor se apoderaba de él dondequiera que estuviese, en coche, en su casa, e incluso delante de la tela por llenar. En lugar de pintar, partía en busca de un «motivo» maravilloso cu el que se habría plasmado entero. Buscaba en ¡orno a Áix el paisaje por construir

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que fuera como m ua confirmación de su concepción del mundo de los colores, en el que el drama de su razón y su sensibilidad se resolvería en la misma lógica y la misma emoción. Aún trabajaba constantemente, pero más por reflexión y búsqueda interior que por la copia directa, y siempre en lucha contra ese sueño de nada que se apoderaba de sus ojos, su inteligencia, su carne. Con el índice entre los dos ojos y las manos de pantalla, se plantaba en las calles de Eguilles, en las pendientes de Le Tholonet, en las riberas del Are, delante de un trozo de tierra y cielo. «Qué astuto ese tío Chardin con su visera, ¿eh?...», decía. Meneaba la cabeza, dejaba caer los brazos otra vez, desanimado. «Hay que ver los planos... Claramente... Ahí está el quid.» Meditaba. Una ceniza impalpable caía sobre sus miradas, le velaba el universo, bruscamente desgarrado por un relámpago. Lloraba. Una mañana desde el fondo de aquella bruma, estaba pintando, tenso, tras haber alzado su caballete ante el monte Victoire. Estaba ante su motivo. Pintaba. Uno de esos días de tiempo gris que ahora le gustaban, una risa apagada, una de esas mañanas de vejez del mundo. Pintaba... Cuando su coche fue a buscarlo, el cochero lo encontró tiritando, con la paleta en la mano, empapado. La lluvia había cesado. Un cielo de plata serenaba los campos. El arco iris nimbaba el monte trágico. Cézanne, sin ver nada, apenas pudo volver a montar en el coche. Un libro, su viejo Virgilio, rodó hasta el barro. «Déjelo y deje la tela», bramó. Tenía fiebre. Deliraba. Lo acostaron. Toda la noche volvió a ver en el

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horizonte de su tela, allá, en el horizonte de su pensamiento y de su vida, una Sainte-Victoire como jamás la había admirado hasta entonces. La pintaba, divina. La veía resplandeciente, sobrenatural, verídica, en su esencia y su eternidad. Tal vez siga viéndola ahora... No volvió a levantarse de la cama. SEGUNDA PARTE LO QUE ME DIJO... Paul Cézanne. Retrato de Joachim Gasquet (1896-1897) if'"'»*' Paul Cézanne. L¿í tentación de San Antonio (1873-1877)

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Paul Cézanne. Naturaleza muerta: calavera y jarra (1868-1870)

Paul Cézanne. Retrato de Achille Empéraire (18671870)

Paul Cézanne. Grandes bañistas (1898-1905)

Paul Cézanne. Rocas en l’Estaque (1882-1885) Paul Cézanne. Bosque en Provenza (1900) Paul Cézanne. Casa y granja de Jas de Bouffan (1885-1887)

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Paul Cézanne. /m montaña de Sainte-Victoire (1890-1894) Paul Cézanne. Retrato de Louis-Auguste Cézanne (1866)

Paul Cézanne. El lago de Annecy (1896) Paul Cézanne. El jardinero (1900-1906)

Paul Cézanne. Elpino alto (1892-1896)

Paul Cézanne. Naturaleza muerta (1890-1894)

Paul Cézanne. Mesa de cocina (1888-1890)

Tiziano. San Jerónimo (1550-1560)

Tiziano. Paulo III y sus sobrinos Alessandro y Ottavio Farnese (1546)

Eugène Delacroix. La toma de Constantinopla por los Cruzados (1840)

Franc is c o d e G oy a. L a ma j a desnuda ( 1 8 0 3 - 1 8 0 6 ) Eugène Delacroix. La muerte de Sardandpalo (1827)

Gustave Courbet. Entierro en Omans (1849)

Claude Monet. La catedral de Rouen (1892-1894)

He dicho prácticamente todo lo que he sabido — ora frecuentándolo, ora según los que estuvieron cerca de él—, todo lo que sé de la vida de Cézanne. Es una vida de santo. He mezclado con ella lo menos posible teorías sobre el arte y he transcrito una de sus conversaciones sólo cuando podía hacer brotar un punto oculto d%su carácter, aclarar una de las facetas de su misteriosa alma. Esas materias son infinitamente delicadas. Por objetivos que pretendamos ser, un poco de nosotros penetra en ellas inconscientemente y, además, es que no soy pintor y temo —por respetuoso que me sienta— traicionar tal vez, y muy a mi pesar, la doctrina profunda, la enseñanza que se podría desprender de todas sus palabras. Sin embargo, mi fiel memoria las recogió con piedad. Voy a intentar transcribirlas literalmente, valiéndome de sus cartas, tanto de las que me dirigió como de las que he podido conseguir o que publicaron quienes las recibieron, como la preciosa correspondencia que nos comunica Emile Bernard a continuación de sus Recuerdos. Siempre que pueda, transcribiré las propias palabras de Cézanne. No inventaré nada: tan sólo el orden en que las presento. Tras largas meditaciones, me he decidido a agruparlas todas para señalar mejor su alcance, no. tres grandes diálogos. En torno a tres conversado nes, imaginarias, entre otras cien que mantuve en realidad con él, en los campos, en el Louvre y en su taller, he reunido todo lo que he podido recoger y todo lo que he podido recordar de sus ideas sobre la pintura: así hablaba y —creo yo— pensaba.

EL MOTIVO

«La

naturaleza es más profunda de lo que parece a simple vista.»

Aquel día, en el barrio de la Blaque, no lejos de los Mille, a tres cuartos de hora de Aix y del Jas de Bouffan, bajo un pino alto, al borde de una colina verde y roja, dominábamos el valle del Are. Había un tiempo claro y frío, una primera mañana de otoño al final del verano^ Dábamos la espalda a los estanques. A la derecha, los horizontes de Luyne y el Pilón du ROÍ, el mar que adivinábamos. Ante nosotros, un sol virgiliano, la SainteVictoire, inmensa, tierna y azulina, las ondulaciones del Montaiguet, el viaducto del Pont de LArc, las casas, los temblores de los árboles, los campos cuadrados, el campo de Aix. Es el paisaje que Cézanne pintaba. Estaba en casa de su cuñado. Había plantado un caballete a la sombra de un bosquecillo de pinos. Llevaba dos meses trabajando allí, una tela por la mañana, otra por la tarde. La obra estaba «bastante avanzada». Estaba contento. La sesión tocaba a su fin. La tela se saturaba despacio de equilibrio. La imagen preconcebida, meditada, lineal en su razón, y que debía de haber esbozado, como de costumbre, con un trazo rápido de carboncillo, se desprendía ya de las manchas coloreadas que la rodeaban por todos lados. El paisaje aparecía como un mariposeo, pues Cézanne había circunscrito despacio todos los objetos, preparaba muestras, por decirlo así, de cada tono; había unido de día en día, insensiblemente, con una armonía segura, aquellos valores; los vinculaba entre sí con una claridad sorda. Los volúmenes se afirmaban y la alta tela tendía ahora a ese máximo de equilibrio y saturación que, según Elie Faure, caracteriza a todas ellas. El anciano maestro me sonreía. CÉZANNE: El sol brilla y el espíritu ríe en el corazón. YO: ¿Está usted contento, esta mañana? CÉZANNE: Tengo motivo... (Juntó las manos.) 161Un motivo, verdad, es

esto... YO: ¿Cómo? CÉZANNE: Pues sí... (Volvió hacer el gesto, apartó las manos, con los diez dedos abiertos, las aproximó muy despacio, después las juntó, las apretó, las crispó, las enlazó.) Eso es lo que hay que alcanzar... Si paso demasiado alto o demasiado bajo, todo está perdido. No debe haber una sola malla demasiado suelta, un agujero por el que la emoción, la luz, la verdad se escape. Yo conduzco, verdad, toda mi tela, a la vez, en conjunto. Aproximo con el mismo impulso, la misma fe, todo lo que se dispersa... Todo lo que vemos, verdad, se dispersa, se va. La naturaleza es siempre la misma, pero nada de lo que se nos manifiesta permanece en ella. Nuestro arte debe, por su parte, transmitir el estremecimiento de

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su duración con ios elementos, la apariencia de todos sus cambios. Debe hacérnosla gozar eterna. ¿Qué hay bajo ella? Nada tal vez. Tal vez todo. Todo, ¿comprende? Conque yo junto sus manos errantes... Cojo, a derecha, a izquierda, aquí, allá, por doquier, sus tonos, sus colores, sus matices, los fijo, los aproximo... Forman líneas. Se vuelven objetos, rocas, árboles, sin que yo lo piense. Cobran un volumen. Tienen un valor. Si esos volúmenes, esos valores corresponden en mi tela, en mi sensibilidad, a los planos, a las manchas que tengo, que están ahí ante nuestros ojos, pues entonces mi tela junta las manos. No vacila. No pasa ni demasiado arriba ni demasiado aba^o. Es verdadera, densa, plena... Pero si tengo la menor distracción, el menor fallo, sobre todo si un día interpreto demasiado, si hoy me arrebata una teoría que contraríe la de la víspera, si pienso mientras pinto, si intervengo, ¡catacroc!, todo sale despedido. YO: ¿Cómo que si interviene usted? CÉZANNE: El artista es un simple receptáculo de sensaciones, un cerebro, un aparato registrador... Desde luego, un buen aparato, frágil, complicado, sobre todo respecto de los demás... pero, si interviene, si osa, por su parte, endeble como es, mezclarse voluntariamente en lo que debe traducir, infiltra en ello su pequeñez. La obra es inferior. YO: En una palabra, que el artista es, por tanto, para usted inferior a la naturaleza. CÉZANNE: No, no he dicho eso. ¿Cómo? ¿Se ha dejado usted embaucar así? El arte es una armonía paralela a la naturaleza. ¿Qué pensar de los imbéciles, que te dicen: ¡el pintor es siempre inferior a b¡ naturaleza!? Es paralelo a ella. Si no intervieur voluntariamente... entiéndame bien. Toda su voluntad debe ser de silencio. Debe hacer callar en u| todas las voces de los prejuicios, olvidar, olvida ■, hacer el silencio, 163

ser un eco perfecto. Entonces se inscribirá todo el paisaje en su placa sensible. Para fijarlo en la tela, exteriorizarlo, intervendrá a continuación el oficio, pero el oficio respetuoso que esta también listo sólo para obedecer, para traducir inconscientemente, de tan bien como sabe su lengua, el texto que descifra, los dos textos paralelos, la naturaleza vista, la naturaleza sentida, la que está ahí... (mostraba la llanura verde y azul) la que está aquí... (se daba una palmada en la frente) que deben amalgamarse, las dos, para durar, para vivir con una vida medio humana y medio divina, la vida del arte, mire usted... la vida de Dios. El paisaje se refleja, se humaniza, se piensa en mí. Yo lo objetivo, lo proyecto, lo fijo en mi tela... El otro día me hablaba usted de Kant. Seguramente voy a farfullar, pero me parece que yo sería la conciencia subjetiva de este paisaje, como mi tela sería su conciencia objetiva. Mi tela, el paisaje, los dos fuera de mí, pero uno caótico, huidizo, confuso, sin vida lógica, independiente de toda razón; la otra, permanente, sensible, categorizada, participante de la modalidad, del drama de las ideas... de su individualidad. Ya sé. Ya sé... Es una interpretación. Yo no soy un universitario. Delante de Dumesnil no me atrevería a aventu- ...níie así... ¡Ah! Dios, ¡cómo envidio la juventud de usted! ¡Todo lo que hierve ahí! Pero el tiempo Díte empuja... Tal vez ande errado al bromear así... q [ada de teorías! Obras... Las teorías pierden a los j 11 irnbres. Hay que tener una savia de aúpa, una vitalidad inagotable para resistirlas. Yo debería estar más sereno, comprender que a mi edad todos esos arrebatos en modo alguno me están permitidos... Siempre me perderán.

Se había entristecido. Con frecuencia, después de un estallido de entusiasmo, recaía así, abrumado. Entonces no había que intentar sacarlo de su melancolía. Se ponía furioso. Sufría... Después de 164 un largo silencio, había vuelto

a coger sus pinceles, miraba sucesivamente su tela y su motivo. No. No. Mire. No está aquí. No está aquí la armonía general. Esta tela no huele a nada. Dígame qué perfume se desprende de ella. ¿Qué olor desprende? A ver... YO: El de los pinos. CÉZANNE: Dice usted eso porque dos grandes pinos balancean sus ramas en primer plano... pero es una sensación visual... Por lo demás, el olor enteramente azul de los pinos, que es áspero al sol, debe combinarse con el olor verde de las llanuras que refrescan ahí todas las mañanas, con el olor de las piedras, el perfume del mármol lejano de la Sainte- Victoire. No lo he expresado... Hay que expresarlo. Y con los colores, sin literatura. Como hacen Bau- delaire y Zola, que con la simple yuxtaposición de las palabras embalsaman misteriosamente todo un verso o toda una frase. Cuando la sensación está en su plenitud, se armoniza con todo el ser. El torbellino del mundo en el fondo de un cerebro se resuelve en el mismo movimiento que perciben, cada cual con su propio lirismo, los ojos, los oídos, la boca, la nariz... Y el arte nos coloca —me parece a mí— en ese estado de gracia en el que la emoción universal se plasma como religiosamente, pero muy naturalmente, en nosotros. Como en el caso de los colores, debemos encontrar la armonía general por doquier. Mire, si cierro los ojos y evoco esas colinas de Saint- Marc, verdad, el rincón del mundo que más me gusta, me traen el olor de la escabiosa, el perfume que prefiero. Todo el olor forestal de los campos, lo evoco en Weber. En el fondo de los versos de Racine, siento un tono local, al estilo de Poussin, así como bajo ciertos púrpuras de Rubens se despliega una oda, un murmurio, un ritmo al estilo de Ronsard. Ya sabe usted que, cuando Flaubert estaba escribiendo 165

Salammbó, decía que veía púrpura. Bueno, pues, cuando yo estaba pintando mi Anciana con un rosario , yo veía un tono Flaubert, una atmósfera, algo indefinible, un color azulino y rojizo que se desprende —me parece a mí— de Mada- me Bovary. De nada me servía leer a Apuleyo para desechar esa obsesión que por un momento temía que fuese peligrosa, demasiado literaria. No había manera. Ese gran azul rojizo me caía, me cantaba en el alma. Me bañaba entero en él.

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YO: ¿Se interp o nía entre usted y la realidad, entre sus o jo s y el mo delo ?

CÉZANNE: En absoluto. Flotaba , como en otra parte. Yo escrutaba todos los detalles de los vestidos, la cofia, los pliegues del delantal, descifraba el rostro hipócrita. Hasta mucho después no advertí que la cara era rojiza, el delantal azulado, como tampoco recordé hasta después de acabado el cuadro la descripción de la vieja sirviente en el círculo de labradores. Lo que intento plasmarle es más misterioso, se enmaraña en las raíces mismas del ser, en la fuente impalpable de las sensaciones, pero eso mismo es —creo yo — lo que constituye el temperamento y sólo la fuerza inisial, id est, el temperamento, puede llevar a alguien hasta el objetivo que debe alcanzar. Antes le decía que el cerebro, libre, del artista debe ser como una placa sensible, un aparato registrador simplemente, en el momento en que trabaja, pero, tras diferentes baños de experiencia, esa placa sensible ha adquirido la receptividad necesaria para impregnarse de la imagen concienzuda de las cosas. Un largo trabajo, la meditación, el estudio, de los sufrimientos y las alegrías, la han preparado. Una meditación constante de los procedimientos de los maestros y, además, el medio en el que nos movemos habitualmente... ese sol, fíjese... El azar de los rayos, la marcha, la infiltración, la encarnación del sol en el mundo, ¿quién pintará jamás eso? ¿Quién lo contará? Sería la historia física, la psicología de la Tierra. Todos más o menos, personas y cosas, somos simplemente un poco de calor solar almacenado, organizado, un recuerdo de sol, un poco de fósforo que arde en las meninges del mundo. Tendría usted que oír a mi amigo Marión al respecto. Yo quisiera desprender esa esencia. La moral dispersa del mundo es el esfuerzo que liace tal vez para volver a ser sol. Esa es su idea, su sentimiento, su sueño de Dios. Por doquier un rayo golpea en una puerta obscura. Una línea por doquier 167

circunscribe, mantiene un tono prisionero. Yo quiero liberarlos. Los grandes países clásicos, nuestra Provenza, Grecia e Italia, tal como los imagino, son aquellos en que la claridad se espiritualiza, en que un paisaje es una sonrisa flotando de inteligencia aguda... La delicadeza de nuestra atmósfera se debe a la delicadeza de nuestro espíritu. Están una en el otro. El color es el lugar en que nuestro cerebro y el universo se encuentran. Por eso parece tan dramático a los pintores verdaderos. Mire esta Sainte-Vic- toire. Qué impulso, qué sed imperiosa del sol y qué melancolía, por la noche, cuanto toda esa pesadez vuelve a caer... Esos bloques eran de fuego. Aún hay fuego en ellos. La sombra, el día, parece retroceder estremeciéndose, tener miedo de ellos; ahí arriba está la caverna de Platón: observe que, cuando pasan grandes nubes, la sombra que cae de ellas se estremece sobre las rocas, como quemada, bebida al instante por una boca de fuego. Por mucho tiempo carecí del poder y del saber para pintar la Sainte- Victoire, porque imaginaba la sombra cóncava, como los otros, que no miran, mientras que, fíjese, es convexa, verdad, huye de su centro. En lugar de ademarse, se evapora, se fluidifica. Participa, toda azulada, en la vibración ambiente del aire. Como allí, a la derecha, en el Pilón du Roi, ve usted, al contrario, que la claridad se mece, húmeda, espejeante. Es el mar... Eso es lo que hay que expresar. Eso es lo que hay que saber. Ese es el baño de ciencia, podríamos decir, en el que hay que sumergir la placa sensible propia. Para pintar bien un paisaje, debo descubrir en primer lugar las capas geológicas. Piense que la historia del mundo data del día en que dos átomos se encontraron, en que dos torbellinos, dos danzas químicas, se combinaron. Veo subir esos grandes arcos iris, esos prismas cósmicos, esa alba de nosotros mismos por qpcima de la nada, me saturo con ellos leyendo a Lucrecio. Bajo esa fina lluvia respiro la virginidad del mundo. Un agudo sentido de los matices me 168

excita. Me siento coloreado por todos los matices del infinito. En ese momento mi cuadro y yo ya sólo somos uno. Somos un caos irisado. Vengo ante mi motivo y me pierdo en él. Sueño, vagabundeo. El sol me penetra, sordo, como un amigo lejano, que reanima mi pereza, la fecunda. Germinamos. Cuando vuelve a caer la noche, me parece que no pintaré y que nunca he pintado. Necesito la noche para poder apartar los ojos de la tierra, de este rincón de tierra en el que me he fundido. Una buena mañana, el día siguiente, se me aparecen despacio las bases geológicas, se establecen capas, los grandes planos de mi tela, dibujo mentalmente su pedregoso esqueleto. Veo aflorar las rocas bajo el agua, pesar el cielo. Todo cae a plomo. Una pálida palpitación envuelve los aspectos lineales. Las tierras rojas salen de un abismo. Empiezo