Cerebro Narco MUESTRA

ÍNDICE I. EL CHAMACO...................................................................13 Sangre.......................

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ÍNDICE

I. EL CHAMACO...................................................................13 Sangre..............................................................................15 Infancia.............................................................................17 Sueños.............................................................................19 Shock...............................................................................21 Gusanos...........................................................................25 Hambre.............................................................................27 Sacrificio..........................................................................29 Odio..................................................................................31 Giros.................................................................................33 Juntos..............................................................................36 Primero.............................................................................39 II. EL NARCO........................................................................45 Elegir................................................................................47 Tapadera..........................................................................49

Justificar..........................................................................52 Socios..............................................................................55 Cebado.............................................................................58 Presión.............................................................................63 Clientes............................................................................68 Mentiras...........................................................................71 Acompañante..................................................................77 Vicios................................................................................79 Barón................................................................................81 Osadía..............................................................................85 Millones............................................................................91 Operaciones.....................................................................94 Descontrol........................................................................98 Mamacitas.....................................................................101 Reviente.........................................................................104 Dios................................................................................107 Mafias.............................................................................109 Caída..............................................................................114 Condenado....................................................................121 Jefe.................................................................................125 Patrón.............................................................................130 Sherry.............................................................................133 Cartel..............................................................................136 Derroche........................................................................143 Pablo..............................................................................147

Vacío...............................................................................150 Guerra............................................................................153 Basta..............................................................................154 III. EL HOMBRE..................................................................157 Amén .............................................................................159 Entregado......................................................................164 Monje.............................................................................172 Líneas.............................................................................179 Dinero.............................................................................181 Confusión.......................................................................184 Familia............................................................................187 Caridad...........................................................................189 Sujey...............................................................................192 Suficiente.......................................................................197 Simpleza........................................................................203

Yo, Jorge Luis Valdés, perdí los mejores años de mi vida en una carrera de ratones. El 99% de la gente se morirá dando vueltas en ese círculo vicioso y nunca llegará a tenerlo todo. Yo pertenezco al 1% que alcanzó la cima y comprobó que no hay nada. Abre los ojos. Nunca será suficiente. La felicidad no está en las cosas. El que quiera oír, que oiga. Y el que oiga, que no pierda tiempo.

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I EL CHAMACO

—Mijito, toma de la mano a tu hermano y a tu hermanita. Llévatelos pa’ Miami. Dios irá contigo. Te veré algún día. Quedé en shock. Yo tenía 10 años; María, 5; y Juan Carlos, 9. Sin mirar atrás, los tomé de la mano y avanzamos hacia el avión. La infancia se había terminado para siempre.

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Sangre Antes de ser mi padre, Hidalgo “Bebo” Valdés fue un pobre tipo. Tuvo que abandonar el colegio y ponerse a trabajar. A los 14 años ingresó como mesero en una cafetería en La Habana. Allí conoció a Oscar Pérez, un cliente habitué de 18 años que era el hijo del hombre más rico de Cuba en ese momento... Durante más de cuatro años mi papá le sirvió el café; se la pasaban conversando acerca del clima, las mujeres y la política antes de la Revolución... Un día cualquiera, cuando mi padre ya tenía 18, Oscar llegó al bar como todas las mañanas y después de tomar el primer sorbo le hizo una propuesta que cambiaría su suerte. Le ofreció hacer negocios juntos: abrieron un aserradero. Cuba exportaba madera, y era muy rentable fabricar muebles. Mi padre era súper inteligente, con mucha visión, audaz y arriesgado. No había estudiado, pero leía mucho. En pocos años se hizo rico y llegó a ser un empresario influyente y respetado. Su aspecto físico era monótono y no cambió con el paso del tiempo: usaba siempre guayaberas blancas. Medía 1,80 y pesaba 77 kilos; tenía el cabello encrespado y ojos café. Se casó con Teresa, mi madre, y fueron padres un 29 de febrero de 1956, cuando llegué al mundo en una aldea ubicada a diecinueve kilómetros al sur de La Habana... Santiago de Las Vegas, mi tierra, impregnada de colores, sabores y ritmos caribeños. ¿Cómo y dónde se conocieron mis padres? Jamás se me ocurrió preguntarlo. Ella provenía de una familia rica. Tenían

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la misma edad y se casaron raspando los 30. En esos tiempos, las mujeres en Cuba se comprometían antes de los 18 años. Una mujer que lo hacía a los 30 era un escándalo social; ella era una rubia muy aventurera... Tuvo muchos novios, viajaba con frecuencia a Nueva York y estaba muy enamorada de un pelotero profesional que jugaba en las grandes ligas de béisbol de los Estados Unidos. Era una mujer muy linda. En los años 50, cuando la mujer casi no tenía acceso a la educación, se graduó de maestra en la Universidad de La Habana. Medía un metro y medio, y era delgada... Bien chiquitica, pero brava. Tenía el carácter propio de un revolucionario. Su padre era el famoso coronel Domingo Montes de Oca. Cuenta la historia que cuando mi abuelo tenía 16 años estaba haciendo un hueco con una pala y de repente la tiró en el piso. Su madre le preguntó: —Domingo, ¿qué haces? —Me voy a la guerra con el general Antonio Maceo. Vuelvo honrado o muerto. Volvió y de hecho se convirtió en la mano derecha de este militar del Ejército Libertador de Cuba, cuyo rol fue clave en la lucha por la independencia de mi país, en 1895. Tenía algo de loco, revolucionario, líder y santo. Mi madre siempre me decía que yo salí a mi abuelo. No lo conocí; murió antes de que yo naciera, pero creo que tengo un buen chorro de su sangre corriendo por las venas...

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Infancia Vivíamos en la casa más bonita y lujosa del barrio, y éramos los únicos que teníamos televisión. Todos los chicos venían a mirar El Zorro cuando caía la tarde. La Revolución iniciada por el movimiento de Fidel Castro —que había puesto fin al régimen de Batista— llevaba seis años y no parecía impactarnos en nada. O en casi nada... Con el tiempo nos acostumbramos al doble mensaje: en la escuela, “Dios no existe”, y en casa, “bendito sea Dios”. Con mis hermanos, Juan Carlos y María, íbamos a la escuela pública, como todos los niños en Cuba. Mami nos esperaba con la merienda y salíamos a jugar béisbol a la calle. Otras veces nos llevaba a la playa, que estaba a veinte minutos en coche. Teníamos chofer a disposición las 24 horas. Mami era todo para nosotros... Una mujer alegre y positiva, con mucho espíritu, luchadora y dedicada a sus hijos. Una vez la escuché decir que dejó de ser mujer por ser madre... y así lo sentimos. Lo que más me gustaba de ella era que creía que sus hijos podían ser lo que quisieran. No había límites. Un día me preguntó: —¿Qué quieres hacer, mijito? —Quiero fabricar muebles, como Papi. —Hazlo —me respondió, y me llevó a comprar maderas y herramientas.

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Cuando llegamos a casa corrió todos los muebles (que eran súper lujosos), y me hizo un espacio para fabricar camas. Las armaba y desarmaba una y otra vez, igual que a mi bicicleta. Yo siempre estaba inventando algo. Me entretenía haciendo cosas con las manos y fabricando mis propios juguetes. Como alumno siempre fui excelente. Era el mejor, por lejos. A los 10 años ya había leído la biografía de Julio César, Alejandro Magno y otras grandes figuras de la historia. No sé si me divertía... Mi padre leía sin parar y nos ponía a leer a nosotros; en ese tiempo los hijos no discutían con los padres. Él nos hablaba con la mirada. No hacía falta más. De hecho, no teníamos roce con mi padre; él pensaba que los niños habían sido hechos para ser vistos, no escuchados. En Cuba no recuerdo haber tenido jamás una charla o un paseo juntos. Nunca un beso ni un “te quiero”. Volvía de sus oficinas al caer la tarde y nosotros teníamos que estar en la mesa a las 18.45 horas, limpitos y con las manos apoyadas arriba. Llegaba, se sentaba, y comía en silencio. Se sentía orgulloso de la abundancia expuesta sobre el mantel almidonado: fuentes de frijoles negros, arroz blanco, plátanos maduros, camarones frescos, langosta, lechón asado... y el postre: cascos de guayaba con queso crema o budín de pan. Cuando terminaba, se levantaba y se iba. En ese momento nos podíamos retirar. Eso era todo.

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Sueños Cuando era niño soñaba con ser pelotero profesional. Cerraba los ojos y me veía como una estrella de béisbol, representando a mi país con orgullo y calidad. Tenía con qué. Bateaba con destreza y entrenaba religiosamente. Talento y perseverancia... nada podía fallar. En el barrio vivía Pedro Chávez, el pelotero más famoso de Cuba, gloria del béisbol profesional. Tenía la humildad propia de los grandes. Antes de irse a entrenar al campo profesional jugaba un rato con nosotros en la calle. Me acuerdo de que Estados Unidos le ofreció un contrato increíble para jugar y lo rechazó; le ofrecían mucho dinero, pero eso no lo motivaba. Era cubano comunista... creía en la Revolución. ¿Cómo era posible que no quisiera dinero? ¿Mi ídolo era un perdedor sin aspiraciones? No podía comprenderlo en ese momento. En 2013 regresé a Cuba por primera vez después del exilio. Fui al barrio y a la cuadra donde había vivido hasta los 10 años, pero no reconocí la casa... Habían pasado 48 años. Fui a buscar a Pedro y lo encontré en su casa de siempre. Quería agradecerle por haberme contagiado su pasión y contarle la historia del hombre que estaba hoy frente a sus ojos. —Pedro, ¿te has puesto a pensar el futuro que habrías tenido si aceptabas jugar en los Estados Unidos? —Mira, Jorge... Yo no extraño lo que no tuve. Aquí viví muy bien. Tuve carro, me crié con mis hermanos, en familia, y vi a mis padres envejecer y fallecer. Eso, para mí, vale más que cualquier oro que me hubieran pagado.

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Sus palabras me quedaron resonando. Al despedirme, caminé por esas calles tratando de encontrarme con el chamaco que había sido. No me acordaba de nada; fue una sensación angustiante... Me senté en la vereda y cerré los ojos para buscarlo más adentro. Lo encontré en el patio de casa en una Nochebuena. Tenía 8 o 9 años, era menudito, altura media y posición erguida, dientes chuecos... más cejas que ojos y la mirada punzante que me acompaña desde siempre. Mis padres estaban eufóricos porque habían reunido amigos, vecinos y parientes. En el centro del patio, el puerco agitado, aturdido, tratando de esquivar la puñalada... ¡zas! El animal desangrándose al ritmo de cha-cha-chá y las risotadas de los adultos pasados de cubalibre y mojitos. Sonreí. Me alivió descubrir que mi amnesia de infancia no era total. Las fiestas y mi madre amorosa y dedicada estaban ahí, vivas en el recuerdo.

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Shock —Levántate, nos vamos pa’ Miami —ordenó mi madre ingresando abruptamente a mi dormitorio. Era el 11 de octubre de 1966 a las cinco de la mañana. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué tanta prisa? Aturdido, intenté hacer preguntas, pero ella me frenó. —Callado, Jorge. Te levantas y haces lo que te ordeno. Mi madre estaba nerviosa. Nunca me había hablado así, con ese tono. Me senté en la cama y miré alrededor: la mochila del colegio, las maderas, la caja de herramientas, los libros, el bate de béisbol... Los niños cubanos no teníamos más juguetes que los mencionados. —Nada, Jorge. Nada es nada. Nos vamos con lo puesto. Desde otra sala mi padre repetía, como atontado: —Nada, nos vamos sin nada. Con lo puesto. Durante el trayecto hacia el aeropuerto el silencio se volvió espeso. Conducía el chofer y mi padre iba en el asiento del acompañante. Yo miraba por la ventanilla las primeras luces del día. La Habana amanecía con pereza y no aclaraba mis dudas. Mi mochila escolar, los libros, los cuadernos, el bate, la bicicleta... ¿Volveremos a buscarlos? ¿Me los enviarán a

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Miami? No me atrevía a preguntar nada. Mi madre se acercó y me susurró al oído: —Hijito, en Estados Unidos todos los sueños se hacen realidad. Yo pensaba en mi barrio, en los amigos del colegio y en la maestra. No me había despedido de nadie. ¿Cómo es posible que me hagan desaparecer de la noche a la mañana? Me sentía vulnerado. ¿Alguien había pensando en mí? Nosotros teníamos parientes que habían salido para Miami cuando yo tenía 4 años; prácticamente no los conocía. Escuché que Papi le decía al chofer que nos íbamos a juntar con ellos. Los cubanos sólo podíamos salir del país si teníamos un familiar que nos “reclamara”. Esa gente tenía que alojarnos en su casa y brindarnos todo tipo de ayuda durante un mes o más, hasta que nos acomodáramos. Papi tenía 40 años y no hablaba inglés. ¿Qué podía hacer en Miami? La única que quería irse era mi madre. Mi padre se resistió mientras pudo, pero ella era terca como una mula, y ahí estábamos, a punto de convertirnos en inmigrantes. Papi era un empresario respetado, vivíamos como ricos, no había necesidad aparente... Mami no había trabajado nunca, pero estaba dispuesta a arremangarse para que saliéramos adelante. Confiaba en Dios y no quería seguir educando hijos en un país que negara su existencia. Esas cuestiones a mi padre no le importaban. Llegamos al aeropuerto “con lo puesto”, como exigían las autoridades. Nos acercamos a presentar los documentos. En

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medio del trámite, Mami se largó a llorar y Papi comenzó a discutir con el empleado de migraciones. ¿Qué estaba pasando? Un error en el pasaporte de mi madre le impedía salir del país. No insistan. Basta. Se acabó. La señora no puede irse. Sobrevino un tsunami emocional que me afectaría para siempre. Los minutos más traumáticos de mi vida. Literalmente me quedé sin habla. Mi padre decidió no embarcar. Mi madre, escurriéndose las lágrimas con el cuello de la camisa, me agarró de los hombros y me dijo: —Mijito: toma de la mano a tu hermano y a tu hermanita. Llévatelos pa’ Miami. Dios irá contigo. Te veré algún día. Yo tenía 10 años; María, 5; y Juan Carlos, 9. Sin mirar atrás, los tomé de la mano y avanzamos hacia el avión. La infancia se había terminado para siempre. Entré en shock. No podía emitir palabras. No podía llorar. Estaba “en coma” emocional. Sentía un remolino activado en mi pecho. Estaba conociendo el dolor. ¿Qué era lo que estaba pasando? ¿Por qué mi mundo estaba cambiando tan drásticamente? ¿Qué Dios venía conmigo? ¿El que había hecho que mi madre se quede en Cuba? ¿Dónde está Dios? En ese momento saqué una conclusión que me marcaría el rumbo: Dios no existe, Fidel tiene razón y mi madre está loca. Sentados en el avión, a punto de despegar, vi a mi padre ingresar corriendo. En parte, un alivio para mí, que estaba a punto de llegar a Miami con dos hermanitos a cargo. Pero su presencia no amortiguaba el golpe de haber dejado a mi

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madre en tierra. Ella era todo para mí, y él, un padre sin roce; durante el vuelo vi lágrimas en sus ojos. Nunca había visto llorar a un hombre. Al llegar a Miami, él comenzó a depender de nosotros para poder comer como nosotros de él. El vínculo padre e hijo empezó a humanizarse, aunque tardé muchos años en comprenderlo y aceptarlo.