Celda 212 - Jeins Duran

CELDA 212 Él prometió volver a casa. Su Padre prometió no dejarlo solo. Ninguno mencionó los detalles JEINS DURÁN CELD

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CELDA 212

Él prometió volver a casa. Su Padre prometió no dejarlo solo. Ninguno mencionó los detalles

JEINS DURÁN CELDA 212 Copyright, Jeins Durán 2018, Premiere Casa Editorial Medellín, Colombia http://www.jeinsduran.com

Editado e impreso en Colombia Primera Edición agosto, 2018 Segunda Edición febrero, 2019

Tercera Edición mayo, 2019 Copyright, fotografía portada y contraportada: David Romero Copyright, diseño, diagramación: Melisa Giraldo Revisión ortotipográfica: Camila Bohórquez Impreso en Colombia ISBN: 978-958-56738-0-9 Impreso en Editora Géminis S.A.S. PREMIERE - Casa Editorial Premiere Casa Editorial apoya la protección de los derechos de autor. El copyright posibilita el desarrollo artístico y cultural, fomenta la producción literaria y vela por los derechos de los escritores. Por tales motivos, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Esta es una novela testimonio basada en hechos reales. Todos los personajes y situaciones aquí descritas son una creación del autor y corresponden a las características propias de este género literario.

DEDICATORIA

A Dios, fuente eterna de toda creatividad y belleza. A Claudia, el amor hecho mujer a mi medida. A mis fantásticos hijos: Sebastián, Camila y Sara; fuerza, belleza y gracia de mis días.

Y a Ruby, tus manos guiaron las mías para que aprendiera a escribir y tu ejemplo me enseñó a conjugar el verbo amar. Gracias mamá. En honor a la memoria de Gildardo Durán, mi valiente y amado padre.

ÍNDICE

PRÓLOGO CAPÍTULO 01 ¿CUÁNDO VUELVES? CAPÍTULO 02 EL PATIO, Y LA ESTRATEGIA DE UNA SOLA PALABRA CAPÍTULO 03 «NO ME QUIERO IR» CAPÍTULO 04 «SALUDOS AMIGOS Y CARTAS»

Y

CAPÍTULO 05 «AMOR FURIOSO»

SILENCIOS.

CAPÍTULO 06 «TRAGANDO SAPOS» CAPÍTULO 07 «HACIENDO RUIDO» CAPÍTULO 08 AGUA, FUEGO, GAS PIMIENTA Y LADRIDOS CAPÍTULO 09 UN AÑO CAPÍTULO 10 MARTILLO»

«5

PALABRAS

Y

UN

EPÍLOGO

PRÓLOGO Por diez años estuve dirigiendo «Libertad Bajo Palabra», un programa de talleres de escritura creativa en las cárceles del Valle de Aburrá, centros penitenciarios de mínima, mediana y máxima seguridad. Escuché todo tipo de historias; mi trabajo consistía en ayudar a hombres y mujeres atormentados a encontrar la libertad a través de las palabras; y en el

proceso tuve que mirar de fondo esa realidad que todos ignoramos, sentarme con los actores, protagonistas y víctimas en una mesa; corregir la escritura y escuchar estas voces. Desde el principio, lo que más llamó mi atención fue el tema de la justicia, y anhelaba escribir algún día un libro que reuniera la historia de los que purgan la condena que otro merece. Intenté escribir testimonios que me contaban en los patios, entre el olor a ropa mal lavada, a sopa vinagre y alcantarilla; sentía que si lograba un libro así, era una manera de redimir ese precioso tiempo que me costaba atravesar siete portales, cuatro requisas, las miradas escudriñantes y las tres horas de taller que me dejaban exhausto por varios días. En el «Aleluya» de Leonard Cohen dice algo así: «Escuché que había un acorde secreto que el rey David tocaba para agradar al Señor; pero a ti no te importa la música, ¿o sí, Señor?». Una leyenda hebrea cuenta que el rey Salomón, agobiado por su responsabilidad, pidió sabiduría ante la presencia de Yahvé, y un ángel de los cielos lo visitó y le puso un anillo con el que podía gobernar sobre todos los enemigos. Cuando se toca fondo nos vemos obligados a clamar al cielo, a veces con la fe más pequeña que una semilla de mostaza, es entonces cuando tenemos acceso a esa otra realidad, ese mundo invisible que existe y que afecta cada segundo de nuestras vidas. Me obsesionaba la idea de un hombre que paga la condena de otro, porque sabía en el fondo, o intuía que solamente Jesús de Nazaret podría dar consuelo en este tipo de sufrimiento, y no solo consuelo, sino una luz para rasgar las tinieblas más oscuras del interior humano. Cuando conocí a Jeins supe que este era el libro que teníamos que escribir, y como si fuera una misión más allá de mi contrato laboral con el Ministerio de Cultura de Colombia, dediqué mi tiempo a sentarme con él y

trabajar como el labriego que surca la tierra, que abona y riega, que no cuenta horas ni minutos, que está pendiente del crecimiento de la cosecha. Como si se tratase de un encargo de un Ministerio superior: el del Reino de los Cielos, que avanza como un relámpago en medio de este mundo oscuro. Este libro que tienes en la mano querido lector, es más que un testimonio; como un acorde secreto, como un anillo espiritual, como un martillo de los cielos, una herramienta para construir esa libertad que solo se consigue con la palabra, y desatar entonces la justicia divina. DAVID MACÍAS I. / EDITOR

Todos tenemos una fascinación por lo que ocurre tras las rejas. ¿Por qué hay tantos libros, películas y programas sobre la cárcel? Tal vez porque todos hemos experimentado el encarcelamiento de una u otra forma, en la mente, el corazón o en cuerpo propio. Todos hemos tenido una Celda 212, un infierno privado. Jeins Durán escribe con furia y franqueza de la experiencia en el abismo profundo, en la cárcel dentro de la cárcel, pero también escribe con claridad del amor de Dios, que es aún más profundo. No me interesa el testimonio de un hombre hablando de un Dios de amor a menos que conozca algo del lado oscuro del hombre; Jeins lo conoce. Sea cual fuere tu lugar oscuro o encerrado, esta impactante historia tiene la capacidad de llevarte a experimentar que el libertador está allí, justo a tu lado, con la llave en su mano.

P. ANDRÉS MCMILLAN

CAPÍTULO 01

¿CUÁNDO VUELVES? Dos de la mañana, segunda noche. El agotamiento vence al frío y caigo dormido en el suelo. No hay cama, cobija o colchón, pero no puedo más y quedo en el piso abrazando mis rodillas contra el pecho. Entonces siento su voz en mi espíritu: «Donde tú estés, yo voy a estar contigo» —me dice—. Una lágrima se desprende de mi alma y, muy despacio, va cayendo hasta estallarse contra el piso del calabozo de castigo. Mi lágrima dice: «Te creo». La juez dijo: «15 años». El piso del calabozo es tan frío que me obliga a levantarme. Un fuerte olor a humedad y abandono asciende por mi nariz; es la oscuridad, que al tragarme, me ha dado la bienvenida. Tres paramilitares me observan mientras uso el inodoro que queda dentro del mismo calabozo. No hay puertas ni cortinas. Se supone que solo cabe una persona aquí, pero somos cuatro a quienes el mundo ahora se les ha reducido a la nada en dos metros de largo por uno y medio de ancho. He escuchado que una de las peores cárceles de Colombia es Pedregal y lo peor de Pedregal es el calabozo de castigo, donde estoy.Es la cárcel dentro de la cárcel. De pie, en un rincón del calabozo, evitando acercarme a las paredes de concreto, a las cuales el frío hace intocables, cierro los ojos. La escena de hace dos días asalta mi mente: dos uniformados me llevan sujeto de ambos brazos; la juez acaba de condenarme. Uno a uno, mi esposa, mi hijo, mis

familiares y amigos van quedando desconsolados a lo largo del pasillo que lleva de la sala de audiencias al ascensor de los detenidos. Mientras abre sus puertas se acerca Claudia, mi esposa. Acaricio su rostro blanco, tan blanco y perfecto como el día que la conocí. Llega el ascensor, los guardias presionan mi ingreso. Me pregunto cuándo volveré a verla. —No llores. Explícale todo a las niñas, pero por favor, no les digas a cuántos años me condenaron. Voy a volver a casa. Sus lágrimas me dicen: «Te esperaría toda la vida». Las puertas del ascensor cerrándose… Un adiós que nunca dijimos. —Voy a volver a casa, voy a volver pronto… te lo prometo. No sabía lo que decía. Abro los ojos, sigo a oscuras, pero aún puedo sentir la humedad de su rostro sobre mi mano. Cierro los ojos e intento verla de nuevo, pero ya no está, solo veo las puertas del ascensor cerrándose. Esposado junto a una docena de desconocidos, fui transportado en un bus de seguridad hacia las afueras de Medellín. Cuadra a cuadra el vehículo azul de ventanas enrejadas fue saliendo de la ciudad escoltado por guardianes y policías en motos de alto cilindraje que detenían el paso de los demás vehículos para avanzar con toda prisa hacia nuestro destino. Rosaban las seis de la tarde; amarillentos, los últimos haces de luz solar caían fastidiosos sobre mi rostro mientras ascendíamos hacia las montañas occidentales. Pude ver el momento exacto cuando el sol se ocultó detrás de ellas. No tenía ni idea que pasaría mucho tiempo antes de que pudiera verlo salir de nuevo. —¿Lo quemaron? —Me pregunta el desconocido que va sentado a mi lado. Unas mismas esposas unen su mano izquierda con mi derecha. Su pregunta me hace consciente del presente y, por primera vez en todo el recorrido, lo

miro a la cara. La juventud de su rostro me sorprende, su piel morena hace juego con el negro profundo de sus ojos, pero no hay oscuridad alguna en su mirada; una incipiente barba y una camisa roja mal planchada hablan de los malos tiempos que vive; su tranquilidad me deja ver que ya lleva algún tiempo detenido. Finalmente, al notar que no comprendo lo que dice, me cambia la pregunta: —¿Lo condenaron? No pude decir «sí» con palabras. Pero mi rostro, aún pálido, hizo evidente la respuesta. —¿A cuántos años? —Insistió. — A 15 —respondí entre dientes. Guardó un silencio respetuoso, como el que se guarda ante las malas noticias ajenas, y pronto, como un niño que no quiere ver triste a su hermanito menor, atinó a ofrecerme medio palito de queso que había conseguido a escondidas de los guardias. Lo traía envuelto en papel aluminio en la pretina de su pantalón. Mi mano derecha, obligada por las esposas, siguió a su izquierda en el proceso de desenvoltura. Lo que menos quería era comer, pero la nobleza de este hombre me dejó sin opciones. Hasta ese momento no dimensionaba el verdadero valor de un palito de queso al interior del Pedregal. Oscurecía. Un suave murmullo se escuchaba en el bus; conversaciones desazonadas de un puñado de presos atados uno a otro por el metal de las esposas. Un silencio repentino me sacó de mi embotellamiento. Todos tenían su mirada fija en ella, en la imponente estructura de siete pisos sin ventanas, del tamaño de una antigua fortaleza medieval. Una fortaleza infranqueable, revestida de gris absoluto y resguardada por tres anillos de malla de seguridad. Coronada por doquiera con rollos del más filoso alambre de púa, el mismo alambre usado en las trincheras de guerra, y seis torres de garitas erigidas a su alrededor desde las cuales ella misma parecía

vigilarnos. Era más que hormigón y rejas, era un ente, era la cárcel. Pude sentir su halo de tinieblas permeándome; recuerdo haber tragado saliva. Entonces comprendí el silencio de mis compañeros. El bus se detuvo y subió un guardia con una planilla en la mano, habíamos llegado al primer anillo de seguridad. El hombre, al igual que todos los guardias del centro penitenciario, usaba uniforme azul de manga larga con visos camuflados, botas media caña militares, una reata negra a manera de cinturón de donde colgaba un bastón de mando negro, un par de esposas, un radio de comunicaciones y una pequeña pipeta de gas pimienta. De pie, desde la puerta del vehículo hace el conteo de cuántos hombres ingresamos, lo registra en su planilla y autoriza al conductor para que continúe su marcha. Idéntico procedimiento ocurre en el segundo anillo a unos doscientos metros. Ningún guardia nos dirige la palabra. —¡Se acabó el paseo señores! —Grita el conductor al estacionarse frente a la puerta de la gran mole de concreto, mallas y alambre. Hemos llegado. Al descender del bus, varios guardias nos esperan para entregarnos a quienes serán, de ahora en adelante, nuestros custodios, nuestras sombras; quizá confidentes, quizá verdugos. Frente a mí una diminuta puerta de entrada al penal, tan pequeña que me cuesta creer que semejante fortaleza pueda tener un acceso de tal estrechez. Mientras nos acercan a la entrada doy una mirada a la ciudad ya oscurecida; veo a lo lejos las diminutas luces titilantes. Sé que alguna de esas luces es mi casa; a esta misma hora mi esposa debe estar llegando, y mis dos amadas hijas, al no verme llegar… —No le dé mente a nada —me dice mi compañero de esposas mientras las hala con prudencia para que yo continúe caminando. No vi más la ciudad. Las lejanas luces, de cierta forma, dejaron de titilar para mí. Su recomendación me aterriza. Diez metros me separan de la puerta. El bus azul de ventanas con rejas da la vuelta y también se aleja. Cinco metros para

la llegada. Algo en mi interior trata de detenerse, pero comprendo entonces que esta ruta no tiene reversa; tendré que recorrerla. Un deseo de vomitar sacude mi cuerpo. Tres metros. Una bocanada de aire. Cruzo la puerta. Estoy preso. Dos guardias cierran la puerta gris; desde adentro escucho el traqueteo de sus herrajes viejos. Un salón a manera de embudo nos conduce hacia la máquina detectora de metales. Un uniformado nos retira las esposas mientras ordena: —Quítense zapatos, medias y correa. Yo estaba tan seguro de que me iban a absolver, que me fui vestido como de fiesta: zapatos formales negros, pantalón gris clásico de prenses y camisa blanca. La combinación más perfectamente incómoda para entrar a una cárcel. Ya sin zapatos ni correa cruzo el detector, es una especie de puerta idéntica a la usada en los aeropuertos. De algún modo, este también es un viaje. El sensor no se enciende. No podría encenderse, le entregué todo a mi esposa mientras la juez leía el fallo condenatorio. Dejé reloj, billetera, documentos, monedas, las llaves de casa. Ella me lo recibió todo. Recuerdo sentir el sudor de sus manos aferrándose a las mías. Trémulas, frías. —¡Siga allá! —Me grita el guardia encargado de la puerta detectora, indicándome que avance a otro salón. Tomo mis zapatos de cuero con las medias adentro, la correa y prosigo. Es un salón más pequeño, allí el nuevo guardia tiene tapabocas y guantes de látex. —Toda la ropa —me dice. Botón por botón comienzo a quitarme la camisa blanca.

—¡Rápido! —Reclama. Yo me detengo y lo miro a los ojos con ganas de decirle… de decirle nada. De inmediato comprendo que no estoy en posición de decir ni una sola palabra. Y me desnudo en silencio. —Ponga la ropa en el suelo —me dice en voz alta—. Y entonces revisa cada prenda con la minucia de quien busca lo escondido. Bolsillo por bolsillo, cada pliegue, cada costura, cada botón. Me pide que haga dos cuclillas. Toma un detector manual marca Garrett con forma de paleta y lo pasa por entre mis piernas. Busca drogas, dinero, celulares, armas. —Con el tiempo me enteraría de que aquí convierten en caleta cada espacio del cuerpo—. Acto seguido le quita los cordones a mis zapatos y los pone a un lado junto con la correa. —Esto no lo puede entrar —me informa. Luego, al revisar el interior de los zapatos, trata de doblar la suela, pero descubre que tienen algo que ni yo mismo sabía que tiene ese tipo de calzado. —Tiene cambrión —afirma. Toma un bisturí y raja el zapato por la parte interna. De pronto, de entre la suela y las plantillas, con algo de fuerza, saca una lámina gris de un material similar al aluminio. Ese día supe que, en un zapato clásico, esa lámina le da rigidez a la suela; pero dentro de la cárcel, es la materia prima ideal para un cuchillo. Y que los cordones y correas son la cuerda que históricamente han usado quienes no soportan la cárcel y prefieren quitarse la vida. Yo sigo esperando mi ropa con la incómoda impaciencia de la desnudez obligatoria.

—Ya se puede vestir —me dice al entregarme la ropa y lo que queda de mis zapatos finos. Un estrecho pasillo nos conduce más al interior, a una pequeña plazoleta en el centro del penal. Vista desde ahí, Pedregal es similar a un pentágono: cinco edificios unidos que forman una especie de círculo alrededor de un espacio central. Busqué el firmamento, pero el enorme techo que sella la plazoleta me lo impidió. Los demás internos fueron llevados por otra ruta hacia los patios. Con ellos iba el joven del medio palito de queso. Al alejarse me gritó algo que, a decir verdad, nunca esperé que fuera él quien me lo dijera: —¡Hay que mantener la fe! —Gritó. Volvería a verlo más adelante, pero esta vez, su tez morena estaría bañada en sangre.

VOCES Y LADRIDOS

La plazoleta, adecuada con un pequeño escritorio, sirve de oficina a un guardia que rápidamente me toma la foto para la que nunca nadie quisiera posar: la de los números en el pecho. De fondo un tablón blanco con líneas negras indican 1.82 metros de estatura. El hombre, de forma mecánica pregunta mis datos mientras llena una tarjeta blanca. Es mi reseña: —¿Nombre? — Jeins Durán —respondo. —¿Cómo? —Me mira confundido. Lo repito deletreado.

—¿Edad? —35. —¿Color de cabello? —Castaño oscuro. —¿Ojos? —Cafés. —¿Donde vivía? —Me tomó un momento comprender que me hiciera esa pregunta en tiempo pasado, pero al fin le respondí que en Medellín. —¿Estado civil? —Casado. —¿Hijos? —Tres. —¿Ocupación? Me incliné un poco hacia él y traté de decirle en secreto: —Soy policía. —El hombre paró de escribir, me miró con algo menos de severidad y llamó por radio a uno de sus superiores. Tomó las huellas digitales de mis diez dedos y me asignó un nuevo nombre, un nombre sin letras: «1067». —Espere aquí. —Me dijo mientras salía de la plazoleta por el mismo pasillo por donde me habían traído. La amplitud del espacio me hizo consciente de mi soledad. De improviso, como fieras nocturnas que salen de sus madrigueras, por entre las rejas de los cinco edificios de hormigón que me rodean a cada lado, empiezan a aparecer rostros y partes humanas. Sé que están ahí. Sé que cientos de hombres me están analizando. ¿Sabrán que soy policía? ¿Habrá alguien aquí a quien yo haya capturado tiempo atrás? ¿Habrá alguien que me reconozca?

—¡Tombo! —Grita alguien desde el séptimo piso. Ellos ya lo saben, en la cárcel olfatean a un policía a kilómetros. Cayó un tombo, como nos dicen aquí. Me miran, los miro… Aferrados a las rejas, cientos de hombres las sacuden al unísono mientras me lanzan toda suerte de insultos y amenazas por ser policía, su rival natural. Burlas, aullidos idénticos a los de un perro salvaje, ladridos roncos como los de un rottweiler, ¡Aughhhh! ¡Aughhhh! ¡Aughhhh!, amenazas sexuales. —¡Bienvenido al infierno! —Gritan. Doy un giro de trescientos sesenta grados observando en silencio aquella escena desde el mismo ojo del huracán. Hace mucho tiempo no experimentaba tal sensación de temor, pero, por mi propio bien, cuido que mi rostro no lo demuestre ni en la más mínima forma. Al momento llegó un oficial de la Guardia. Lo supe por las insignias plateadas en sus hombros, que resaltaban sobre el azul de su uniforme. El hombre me ofreció un saludo. Contrario a lo que supuse, la presencia del uniformado en lugar de mitigar las voces y ladridos, pareció avivar la ira de mis nuevos compañeros. —¿Usted fue policía? —Levantó su voz para que pudiera escucharlo. —Legalmente sigo siéndolo. Todavía no me han destituido —le respondo. Y animado por el saludo le pido algo: —Como puede ver, no duraría mucho en un patio común ¿Hay un patio donde haya otros policías? —Sí, pero no hay cupo. Sígame. Las amenazas, las voces y los ladridos no cesaron hasta que salí de la plazoleta caminando con la dificultad propia de mis zapatos sin cordones. —¿Para dónde vamos comandante? —Pregunto. —Para la UTE —responde sin mirarme.

—¿Qué es eso? —Insisto. —La Unidad de Tratamiento Especial —contesta al detenerse y mirarme. Pero su mirada me conmina a no hacer más preguntas. Bueno, por lo menos me llevarán a un lugar de trato especial por ser policía, imaginé ante su respuesta. Pero la Unidad de Tratamiento Especial resultó ser el lugar más temido de toda la cárcel. El calabozo de castigo, el hoyo donde pasé despierto las dos primeras noches. Así llegué a este lugar. —Aquí estará seguro. —Me dijo el oficial.

LA UTE

Al tercer día, un tenue haz de luz intenta colarse por debajo de la puerta de hierro reforzado del calabozo indicándome que ha amanecido. Mi temperatura corporal no logra nivelarse y el mutismo de mis acompañantes me permite escuchar las voces de otros presos que, gritando de calabozo a calabozo, saludan a sus vecinos para recibir el nuevo día. Aunque aquí día y noche son la misma cosa. Seis meses. Ese es el tiempo que lleva alias «la Pantera» en el calabozo de al lado. Lo supe tras la conversación a gritos en la que, sin vernos, nos presentamos. —¿No es demasiado tiempo en un calabozo? —Le grité, anhelando escuchar una respuesta que me permitiera no esperar el mismo destino.

—Pana, hay unos que llevan hasta un año esperando que los saquen para un patio, pero no hay cupos. —Gritó. —¿Entonces cómo se hace para que lo saquen a uno de aquí? —No sé. Mejor no hubiera preguntado. Tendré que hacer algo para que me saquen de este lugar y me lleven a un patio donde por lo menos pueda ver la luz. El punto es que no hay nada que yo pueda hacer. No está en mis manos, no depende de mí ni en lo más mínimo. Creo que Dios puede sacarme de aquí, y temo que no lo haga. Daría cualquier cosa por tener un cuchillo en este momento. Lo que tengo puesto es lo único que tengo, ¡Ah!, y la pequeña Biblia de pasta de cuero color café que me regaló mi amigo Andrew McMillan el día de la condena. No hay nada más en este lugar, ni cuchara ni platos, nada de aseo personal. Los derechos humanos no fueron invitados a la fiesta de los cuatro muros y el inodoro. Siendo quizá el mediodía, el guardia abre una rejilla de la puerta por donde apenas caben sus manos; entonces entrega a cada interno una porción de sopa dentro de una bolsa plástica y una naranja. Partiría la naranja que acompaña esta sopa fría si tuviera un cuchillo. ¡Ah!, lo olvidaba, los cuchillos están más que prohibidos aquí. Una oración se me escapa en forma de susurro: «Dios mío, te ruego que me ayudes con una cobija y una colchoneta para poder pasar la noche». Por primera vez en mi vida me doy cuenta de que el frío puede llegar a ser mortal. El silencio y el frío se intensifican, esa es la señal del comienzo de la noche. Aquí no hay relojes. La Pantera comienza a hacer sus rezos.

Cuando lo escuché por primera vez me pegué un momento al muro para tratar de entender lo que decía. Repite y repite una combinación de palabras africanas con español, algo que evoca los viejos palenques de la colonia colombiana. Lo ha hecho exactamente igual cada día; el sonido me permite deducir que está inclinado contra la pared en un rincón de su calabozo. Mientras él hace su ritual, recuerdo un pasaje de la Biblia en el que Jesús le dice a un hombre: «No temas, cree solamente». Me pregunto si en realidad, por encima de las circunstancias, uno puede escoger entre temer o creer. A decir verdad, no comprendía que uno de los más grandes desafíos del ser humano es precisamente ese: «temer o creer». Mi reloj biológico marca las 7:00 u 8:00 p.m. El dolor dentro de mis huesos insiste en revelarme una cara del frío que nunca antes había conocido. Con hambre de vivir me obligo a un circuito de flexiones de pecho y saltos de tijera, y a la última insípida gota de sopa helada. —¡1067! —Grita el guardia mientras golpea la puerta con su tonfa y abre la diminuta rejilla para tratar de ver hacia el interior. —¡1067! —Repite. Nadie responde. Entonces mira una planilla y grita más fuerte: —¡Jeins Durán! —¡Ah, sí, soy yo! —Respondo al reaccionar desde la oscuridad. —Ahí le mandaron —dice mientras abre la pesada puerta. —¿Quién? —Le pregunto asombrado. —Alguien. —Responde. Cierra. Se va. Me aferro al inexplicable regalo como un náufrago a un trozo de madera y vuelvo a mi rincón, ahora menos helado. De inmediato resuena en mi

interior el eco de aquella voz de la segunda noche… La vieja colchoneta y la cobija de lana roja, que un completo desconocido acaba de enviarme, al abrigarme están gritándome en silencio: —«Donde tú estés, yo voy a estar contigo».

UNA LLAMADA

La oscuridad y el silencio ralentizaron mis días de tal forma que, en muchas ocasiones, me sorprendí a mí mismo divagando entre mis memorias y la insufrible lucha por saber qué hora era, ya fuera del día o de la noche; luchando con una necesidad que tengo de ubicarme geoespacialmente, pero mis datos de referencia apenas llegaban hasta la plazoleta donde me reseñaron. De ahí en adelante, solo recuerdo muchas escalas, rejas, puertas de seguridad y el calabozo; pero no sabría decir a ciencia cierta dónde estoy. Mi mundo se ha detenido, pero mi mente, que se niega a hacerlo, se agita revolucionada. «Una semana». Es demasiado fácil pronunciarlo. 8:00 o 9:00 de la noche. El golpe del bastón de mando en la puerta. Los cerrojos girando. La puerta del calabozo abierta. El mismo oficial que me trajo hace una semana, de pie observándome en el suelo. —¡Durán, despierte! Recoja lo que tenga. —¿Qué pasó comandante? —Vamos para un patio. Me levanté de un brinco con el corrientazo de vida que le inyectan a uno las cosas inesperadas al llegar.

Mi esposa, aún no sé cómo, había logrado hacerme llegar un día antes algo de ropa, una toalla, unas chanclas, un par de elementos de aseo personal, un cuaderno y un lapicero. Con absoluta rapidez envolví todo en la cobija. Pero antes de salir le di la mano a mis tres acompañantes y les dije a cada uno algo que deseé de todo corazón: «Dios te bendiga». Todos me contestaron amablemente. Durante la última semana tuvimos un par de conversaciones interesantes. Me compartieron algo de sus historias, les compartí mi fe y algo de lo que mi esposa me había enviado. —¡Pantera, me voy! —Le grité a mi vecino. No hubo respuesta del otro lado del muro. Nunca vi al hombre de los rezos africanos. Nunca más supe de él. Salí del calabozo con la cobija roja conteniendo mis cosas a manera de tula. Un guardia que acompañaba al oficial cerró la puerta y el hombre de insignias plateadas me llevó por un largo laberinto de escalas y rejas hasta el séptimo piso. Amé la luz de las bombillas que guiaron aquel trayecto. Llegando al patio había una cabina telefónica. Me detuve, miré al oficial a los ojos, y hablamos de hombre a hombre sin decir una palabra. Él comprendió que moría por hacer una llamada a casa. —No se demore —me dijo. De inmediato marqué el número de mi casa. El teléfono timbró, el auricular me permitía escuchar mi propia respiración acelerada. Levantaron la bocina del otro lado. —Aló —dijo Sara, mi hija menor. Tenía seis años para entonces. —Hola mi amor —le dije conteniendo mis emociones. —¡Es mi papá! —Gritó con tal emoción que no pudo seguir hablando y puso el teléfono en altavoz. Escuché la gritería de angustia mezclada con felicidad. Era la llamada que estaban esperando. Ellos también habían tenido su propio tiempo de silencio y oscuridad sin mí. Nunca les dije que estaba

en un calabozo de castigo. Pero sé que, en su corazón, mi esposa ya lo sabía. Allí estaban ella, mis hijos y mi madre. Allí estaba mi vida, aquí estaba yo. —Estoy bien, no se preocupen —les dije. —Estamos bien, tampoco te preocupes —me respondieron. Mentimos. —¡Te amamos! —Gritaron. —Los amo. Esa era toda nuestra verdad. —¿Cuándo vuelves? —Preguntaron a una voz Camila y Sara, mis dos niñas, desde el absoluto desconocimiento de los años de condena y el complejo sistema judicial y carcelario al que me enfrentaba. Aunque trataron de evitar que sus palabras sonaran angustiadas, seguramente por la considerada recomendación de su madre para no agregar peso a mi carga, supe de inmediato que estaban conteniendo el llanto. Esa pregunta, envuelta en los peores temores de la niñez, traducía para mí: ¿Cuándo vas a ponerle fin a la tragedia incomprensible de saber que no estás en casa? Tras un breve silencio pude acomodar las palabras en mi mente para darles una respuesta: —Todo va a estar bien, no se preocupen. Dios está con nosotros. La conversación no duró más de un minuto. Tuve que colgar, pero por un momento permanecí con la bocina pegada a mi rostro como si siguiera escuchándolos. Luego el oficial me indicó que avanzara. Recogí la cobija con mis cosas y así lo hice. Frente a mí, a unos quince pasos, vi la reja de entrada al patio F.

¿Cuándo vuelves? Mi corazón tomó esa pregunta y la bombeó por mis venas. Caminé ensimismado ¿Cuándo vuelves? Ambas palabras punzaban mis oídos ¿Cuándo vuelves? Sacudí mi cabeza en busca de cordura y me detuve por un instante. En ese momento, de la manera más consciente que jamás hubiera vivido, me propuse algo, una meta, quizá la más imposible de todas, quizá una locura. No me importaron los quince años que la sentencia ordenaba, ni mis perseguidores con sus voces y ladridos, ni las circunstancias mismas que decían: «no vas a salir de esta». Me propuse aplicar todas las fuerzas de mi ser, todo lo que algún día hubiera aprendido tanto a nivel físico como espiritual para alcanzar esa meta: «volver a casa en menos de un año», y entonces, acariciando los rostros de mis preciosas niñas, responderles esa pregunta diciendo: «Aquí estoy». De inmediato elevé esa petición a Dios, aquel Dios que me había hablado de amor a través de una colchoneta y una cobija roja. Tiempo después descubriría que él tenía una extraña estrategia para esta situación. Pero su estrategia, además de chocar conmigo, chocaría con cada interno del patio F.

CAPÍTULO 02

EL PATIO, Y LA ESTRATEGIA DE UNA SOLA PALABRA El oficial me entregó al guardia custodio del pabellón F. La reja de entrada se abrió y el nuevo guardia me hizo una señal con la cabeza indicándome que avanzara. Cruzo la reja y veo que el patio es un gran triángulo. Al adentrarme un poco más en él, doy un giro para conocer el lugar, entonces, veo que dos de sus lados son celdas, y el otro lado, por donde acabo de entrar, es un gran muro con duchas y la cabina blindada de la Guardia. Sobre ella cuelga un viejo reloj de pared que marca las 8:05 de la noche. Avanzo un poco más hacia el espacio que queda en el centro del triángulo, es la zona común donde hay algunas mesas, cada mesa está unida a seis sillas sin espaldar, aseguradas al suelo con tornillos; un televisor apagado y un par de teléfonos públicos. Mi mente grabó los dos únicos colores de la cárcel: el gris del concreto y el azul de las rejas. El techo es sellado. Tampoco entra el sol directamente, pero hay un poco de luz. Luz y un reloj, nunca los había valorado tanto. Percibo en mí el silencio que genera lo desconocido. Miro de nuevo hacia las celdas, pero para mi sorpresa, no parecen celdas; parecen cuevas, todas oscuras, humeantes, llenas de colgandejos. Me intriga saber quiénes las ocupan. Un murmullo empieza a levantarse. Como ojos de felinos en la noche veo chispas de encendedores en una y otra celda, formas humanas que se apretujan para asomarse por entre las rejas. Siento sus miradas sobre mí, y de nuevo, gritos, amenazas, insultos, voces y ladridos. En ese momento me prometí a mí mismo que jamás le ladraría a otra persona. Todavía no sabía lo que la cárcel puede hacerle a un ser humano. El guardia ingresa. Sin hablar, me indica que lo siga. Lleva una antigua llave de cobre en sus manos, es la llave de mi cueva. Ya en el extremo sur,

abre la celda 212. Al entrar, siento cómo se esfuma la sensación de amplitud que experimenté durante los últimos cinco minutos. Recorro la celda de un solo vistazo: dos metros de largo por dos metros de ancho, dos planchas de cemento a manera de camarote a cada lado y un inodoro en el extremo derecho; eso es todo. Ah, y una rejilla junto al excusado, desde donde se ven, a lo lejos, las luces de la gran ciudad, de la Medellín que añoro. Pero no me acerco, no quiero verla, siento que si miro hacia afuera me dolerá más saberme aquí adentro. —Le toca la plancha D, la de abajo —me dice el guardia tras revisar un listado que tiene en sus manos. —Gracias. —Respondo al descargar la cobija con mis cosas sobre la plancha. Solo hay un interno en la celda, un hombre mayor, desdentado, pálido, que entredormido se sienta en el borde de su plancha. En ropa interior y sin camiseta me da la mano. Noto su extraña delgadez, la de quien antes fue obeso, pero ahora solo tiene pliegues de piel colgante. Entonces los olores corporales se mezclan con el abandono y la humedad de la celda. —Bienvenido —me dice. ¡Qué ironía! —pensé—. No supe responderle. Un momento después llevan a tres internos más a la 212 y la escena se repite. Cada uno se acomoda según lo asigna el guardia, sin mayores presentaciones ni protocolos. Cuatro planchas, cinco internos. Uno va para el suelo; esta vez no seré yo. 5:30 a.m. El mismo guardia de anoche abre una a una las rejas de las cincuenta celdas. Una hora para bañarse. 250 hombres. 10 duchas. La presión del agua disminuye a medida que abren más y más llaves en el penal. Por eso todos corren. Algunos, como Toño, el hombre que me recibió anoche, deciden no correr más. Después comprendería por qué le dicen Mesi: mes y medio sin bañarse.

El guardia cierra las celdas. Media hora de fila después recibo un huevo tibio, un panecillo y chocolate caliente. —¿Subintendente Durán Solano? —Me pregunta un interno con acento capitalino que se acerca a la mesa donde desayuno. Es un hombre alto, en sus cuarenta, fornido, de cabeza rapada, cejas pobladas y un aire de autoridad que le hace diferente de los demás. Lo curtido de su camisilla blanca da cuenta de sus muchos días en prisión. La limpieza de su rostro y dentadura me dicen que tuvo días mejores. —Sí. Soy yo —respondo algo prevenido. —Bienvenido comando —me dice mientras estrecha mi mano. Su apretón tan fuerte me recuerda que la fuerza física es un activo demasiado valioso en este lugar. Cuando pregunté su nombre me dijo: —Dígame «Rolo». —Este hombre, que al igual que yo, es suboficial de la Policía Nacional, sin perder tiempo, me dice que lidera a veinte policías más que están en el patio, pero sobre todo que me cuide, porque también hay grupos de la guerrilla, paramilitares, bandas criminales y combos de delincuencia común; todos enemigos de todos, y todos en el mismo patio. Me explicó que en la cárcel cada lobo busca su manada; a excepción de los acusados de abuso sexual, quienes, culpables o no, por un extraño código de honor delincuencial, se ven obligados a ocultar su delito, pues aquí son perseguidos y cazados por los demás presos, quienes ahora juegan a ser jueces y verdugos, cobrando ojo por ojo y diente por diente. A las 6:30 de la mañana el patio entero hace una formación militar en filas de cinco hombres. Los guardias que reciben turno cuentan cabeza por cabeza para verificar que no haya fugas. Terminado el conteo, el suboficial me indica que lo siga.

—Venga lo presento con el líder del patio —me dice. Pero en su mirada veo que me ha llamado para algo más. En un rincón del patio, de pie junto a su celda, está alias «48», el líder. Es un afrodescendiente macizo, cercano a los dos metros de estatura, su corte rapado hace brillar su cabeza entre todas las demás, y ese brillo hace juego con una gruesa cadena de plata que cuelga hasta su pecho. Viste uniforme caqui de manga larga con una franja fluorescente anaranjada sobre los hombros; es el uniforme de quienes, después de mucho tiempo en el penal, han logrado ingresar al programa de rebaja de penas y trabajan en los talleres de maquila. A su lado, como una sombra, está un hombre adulto, de presencia oscura, silente. El Rolo me explicaría después que se trata de «una firma», es decir, un hombre con verdadero poder y mando sobre una organización delincuencial grande. Ambos nos extienden la mano. —Aquí no hay caciques, pero hay que mantener la convivencia, señor. — Me dice 48, en un modesto afán de explicarme que él no manda, pero que sí manda. Sin mirarme, repite un minidiscurso que parece saber de memoria: —Se puede meter vicio, pero nada de pepas. Tampoco se permiten puntas aquí. No se meta con nadie y nadie se va a meter con usted. Cualquier cosa me dice. Ah, y ojo con las deudas, mejor no se meta en nada raro. La firma nunca me habló, después supe que también odiaba a los policías. Tras la presentación, nos retiramos y el Rolo me actualizó: —Mi cabo, la situación es la siguiente: estos manes nos están buscando la caída, yo ya he tenido varios encontrones con ellos. —¿Con quiénes? —Pregunté.

—Con todos, aquí odian los policías, pero en especial con la delincuencia común. —Y yo que pensaba que era más duro con los guerrilleros. —Nada, esa gente no se mete con uno, en cambio el bandido, el atracador de calle, el fletero, esos pelaos sí viven ofendidos, y nos quieren sacar del patio. —¿Cómo? —Con puntas —me dice mientras gira su brazo y me muestra una cicatriz reciente. —¿No pues que están prohibidas? —¿Prohibidas? —Me mira tratando de no burlarse de mí. Y yo de nuevo me pregunto ¿Cuándo voy a dejar de creerle a la gente todo lo que dice? —Nosotros no tenemos puntas, pero la delincuencia común sí, las hacen afilando cepillos de dientes y varillas de hierro que compran en los talleres de maquila. Responde, sin quitar la mirada de su cicatriz. —¿Y entonces? —Pregunté. —Esos pelaos nos van a atacar, ya me llegó la información. Y no crea que usted va a poder defenderse solo. Necesitamos saber si usted está con nosotros o no. —Buen punto, déjame masticarlo. —Fue lo único que se me ocurrió decirle en ese momento. La verdad, he tratado de ocultar mis temores a mi anfitrión, pero en mi interior sé que no es un juego, que aquí hay una guerra real y cruel. Y aunque sé manejar cualquier clase de arma de fuego, le tengo pavor a lo que hacen las armas blancas. Y ellos nos llevan años luz de ventaja en el manejo de las puntas. En la cárcel, ellos juegan de local.

—Necesito una respuesta para mañana. —Me dice el líder de los policías mientras se retira tras un nuevo apretón de manos igual de exagerado.

MANRIQUE

A cada preso traído al patio le rasuran la cabeza por orden de la Guardia. Según ellos, para evitar que se oculten elementos como cuchillas o droga en el cabello. Y por norma, así deberá permanecer todo interno. Nunca creí que una rapada mal hecha influyera tanto en la autoestima de una persona, hasta que, tras ser víctima de un peluquero malhumorado, pude ver mi reflejo en el vidrio blindado de la cabina del guardia. Además de sentir que me habían crecido las orejas, me pareció que se me había encogido el corazón; y no pude evitar una tétrica sensación de abandono. Por eso me sorprendí al ver un hombre de unos treinta años, de cabello negro, frondoso y cuidado como para catálogo de shampoo. Con el paso del tiempo —¡Vaya si nos conoceríamos!— Es alias «Manrique», el hombre que dirige la principal plaza de drogas del patio, a cuya voz pueden hasta cobrarse vidas. El capo tiene una abundante cabellera que, con algo de gomina de contrabando, le hace lucir como recién salido de la peluquería; una afeitada impecable que diariamente pule su barbero, camiseta ancha al estilo de los raperos americanos y tenis blancos que un anciano se encarga de mantener como nuevos a cambio de una pequeña dosis semanal de marihuana. Cabello, gomina, servidores. Símbolos de poder de un nuevo mundo que apenas comienza a revelarse ante mis ojos. Ah, la cicatriz en el brazo del Rolo lleva el apellido Manrique. Poco después, a unas cuantas mesas de donde estoy sentado escribiendo un par de notas, un hombre atraviesa un derechazo sobre el rostro de su compañero, según alcanzo a escuchar, por una diferencia en el juego de

parqués. El agresor, un hombre obeso de rasgos indígenas, puesto en pie, se quita la camisilla y se ufana de las guerras en las que dice haber participado, mientras espera a que su rival se incorpore. El agredido, un joven delgado, moreno, sin más prendas que una pantaloneta verde, y con un tatuaje mal terminado de un dragón que cubre su brazo derecho, trata en vano de levantarse. Un corrillo se forma alrededor del improvisado ring. El guardia da la espalda desde su garita blindada. Un inusual silencio se apodera del lugar, nadie grita, nadie ladra, es como si se tratara de un ritual sagrado. Dos hombres en igualdad de condiciones con el pecho atestado de rabias acumuladas. El joven al fin recobra alientos y se pone en pie. Yo pienso en no acercarme, pero me puede la curiosidad. Ya en posición de combate, y sin bajar la guardia, con la mano intenta limpiarse la sangre que sale por boca y nariz, pero solo logra esparcirla aún más sobre su tez morena; entonces lo reconozco, es él, el hombre del medio palito de queso. La sangre, lejos de asustarlo, despierta sus instintos más primarios y se lanza contra su oponente, decidido, voraz, herido. Entonces, trenzados en la más pura y violenta lucha, millones de sentimientos y frustraciones son liberados en cada puñetazo. La ira y la testosterona mezcladas en un ácido coctel. Nadie va a separarlos, esto no es el colegio. Sangre, moretones, amenazas e insultos; dos hombres resoplando como toros recién salidos a la plaza. Conscientemente agreden a su rival, pero de manera inconsciente, cada uno pelea consigo mismo, y así exorcizan sus demonios hasta caer ambos en el suelo ya exhaustos. Nadie gana. Todos pierden. Mientras se enfrentaban, vi a Manrique hablando con «48», el líder del patio. A mi parecer, pedía su permiso para hacer algo. La suerte de quien fuera mi benefactor, ahora estaba echada. Lo van a «enrastrillar», se murmuró en el corrillo. Unos veinte hombres de Manrique

aterrizaron como buitres para cumplir la orden del capo: sacar al joven del patio, sacarlo por la fuerza. El rumor corre tan rápido que el joven del dragón lo nota y se incorpora para tratar de defenderse, pero es tarde, la turba lo alcanza y sin recato alguno le llueven patadas, golpes, lances de puntas y escupitajos. 20 metros lo separan de la guardia. Serán los 20 metros más largos de su vida con tal jauría a sus espaldas. Mientras tanto Manrique, desde lo alto de una mesa, observa las acciones de sus cachorros —como son llamados sus escoltas— con una mirada siniestra, complacido, embebido en los placeres del poder. Pensé en hacer algo en defensa de aquel hombre, pero, ¿Qué rayos estoy pensando? ¿En qué momento se me ocurrió tan brillante idea? Me pregunté al instante ¿Yo, el recién llegado defendería a un desconocido por quien siento empatía porque me brindó algo de comida y me dio un par de palabras motivantes? ¿Me enfrentaría entonces locamente a una turba enfurecida de soldados de un régimen donde no soy nadie? Fue solo un pensamiento, al final el sentido común y el miedo me lo impidieron, pero no impidieron que guardara en mi mente el rostro de Manrique envuelto en su pérfida sonrisa. Malherido, mi defendido imaginario es arrojado por la turba contra la reja del guardia, que con una serenidad pasmosa abre y lo recibe sin pronunciar palabra. Recuerdo su tez morena, mutada al blanco propio del desconcierto, salpicada de rojo, hinchada por los golpes. Y su mal terminado dragón dividido en dos, rasgado por el filo de una punta que no alcanzó a esquivar. Minutos después me enteraría de dos cosas: que jamás podrá volver al patio F, so pena de ser asesinado, y que este es el patio menos violento. Esa es la ley del preso, así son las cosas por aquí. También supe que mi generoso amigo nunca quiso pertenecer a grupo alguno, por eso nadie lo defendió. Pedregal es un edificio de siete pisos sin ventanas. El último piso, donde está el patio F, es el menos frío, pues, aunque está sellado recibe algo de

calidez externa; de aquí hacia abajo, cada piso será más frío y más oscuro. Mucho más frío, mucho más oscuro y mucho más peligroso. Podría compararse con un sistema de castas o clases sociales, donde, siendo todas degradantes, hacia abajo son cada vez peores. Es decir, el F es lo mejor de lo peor. Nadie en sus cinco sentidos querrá ser movido hacia abajo. —Estuvo de buenas —dice un anciano que presenció todo a mi lado— a veces no alcanzan a llegar a la reja. Concluye mientras se aleja, y en su mirada veo una inusual advertencia. Diez minutos después llegan un par de guardias con otro interno para tomar el cupo dejado por el hombre del medio palito de queso. 4:30 p.m. Los guardias ordenan otra formación y después de contar de nuevo uno por uno a los 250 hombres, abren las celdas y quedamos encerrados hasta el otro día a las 5:30 de la madrugada. Ese es el horario de cada día. La obligatoria cercanía me permitiría ir conociendo poco a poco a mis compañeros de celda. Uno de ellos es alias «Zeta», un hombre de unos 40 años, pequeño, obeso, con cara de niño bien, ojos claros y bronceado artificial. El sujeto se pone de pie y enciende un marihuano, aspira a fondo, hace un esfuerzo por retener el humo en sus pulmones el mayor tiempo posible; cuando ya no puede más, exhala mientras me mira en actitud retadora tratando de marcar el territorio. El olor a chusca va llenando la celda; la verdad es que me dio la impresión de ver a un niño haciendo ingentes esfuerzos por mostrar agresividad. Quizá lo hace como mecanismo de defensa —pensé—. Pagaba una pena por narcotráfico. Recostado en la plancha le sostengo la mirada al pequeño de ojos claros mientras pienso qué le diré mañana al Rolo. Por mi mente pasa cuanta enseñanza he escuchado sobre la paz, el perdón y la no violencia. Entonces me pongo de pie, doy dos pasos hasta la rejilla y, por primera vez desde mi

llegada, miro hacia Medellín. Tal como lo pensaba, ver hacia afuera hace que duela más saberse aquí adentro. Mi mente insiste en llevarme a mi esposa, al amanecer a su lado, al calor de sus caricias, a su aroma de ejecutiva rumbo al trabajo, fresco, refinado, cautivante; y a mis hijos, a todos, a casa. Pero vuelvo a mi cuerpo, y me aterra descubrir que ni siquiera es un sueño, y lamento estar despierto. Una mezcla efervescente de impotencia y rabia me hace caer en la cuenta de que, por imposible que parezca salir de Pedregal, lo único que no puedo hacer es resignarme a esto. Tengo una promesa por cumplir, tengo que salir de aquí, tengo que volver a casa pronto. La pregunta es: ¿Cómo? Creo en la no violencia, pero mi instinto de conservación me dice que si no me uno a ellos, seré considerado como un traidor, y quedaría a merced de los demás, y con enemigos en ambos bandos. No quiero verme envuelto en un enfrentamiento salvaje en esta tierra de nadie, donde la enfermería es un mal chiste, no hay ni una jeringa o hilo, mucho menos un médico disponible. Pero tampoco quiero apartarme de mis principios y creencias, ni mucho menos huir como un cobarde de este dilema. Además, literalmente, no hay para donde correr. Amanece en Pedregal. Un pedazo de salchichón y un panecillo de desayuno. Vallenatos a todo volumen en el televisor del patio. El Rolo se acerca. Viene por su respuesta. Lo miro y continúo desayunando. Intento convencerme a mí mismo de que voy a hacer lo correcto, intento creer que la decisión que he tomado garantizará mi tranquilidad, que me traerá paz. El hombre llega hasta la mesa, descarga allí su desayuno y se sienta frente a mí sin pronunciar palabra. Yo sigo comiendo sin mirarlo, sé que está esperando la respuesta. Levanto mi mirada, él no ha probado bocado, solo me mira. —Estoy con ustedes —le digo.

LA «OTRA FORMA»

El Rolo no pronunció palabra alguna, su gesto de satisfacción lo relevó de hablar. Otro apretón de manos cerró un pacto del que esperaba no arrepentirme. De inmediato, a manera de bienvenida, me entregó una vieja coca plástica transparente dividida en tres compartimentos para recibir la comida. Había varios apellidos tallados sobre el plástico. Al palparlos con los dedos me pregunté cuál sería la historia de esos hombres que comieron anteriormente en mi nueva vajilla. Tres compartimentos significan tener el arroz separado de la sopa y de la ensalada; un lujo aquí adentro. De las diez mesas de lámina galvanizada que hay en el patio, cada una pertenece a un grupo diferente. Al sentarme en la mesa de los policías me sentí resguardado. La jerga militar y los rostros finamente rasurados de mis nuevos compañeros de viaje me recordaron un lema que aprendí a los 15 años, cuando ingresé a la institución que tanto he admirado: «policía un día, policía toda la vida», decía el capitán que forjó con mano dura mi carácter como servidor de la patria. Ese día comprobé que aun en la cárcel, tanto ellos como yo, sin importar las condiciones actuales, y tal como lo predijo el capitán, estaríamos atados por un vínculo de compañerismo para toda la vida. Para mí era una fraternidad, para la cárcel éramos un combo más, para Manrique, sus principales enemigos. A lo lejos, sentado encima de su mesa, noto que Manrique escucha atento a dos integrantes de su mafia que parecen informarle algo importante. Mientras hablan, veo cómo dirige su mirada hacia mi nueva mesa, pero no soy el único en notarlo, el Rolo hace rato lo sabía, y ya camina decididamente hacia ellos. Manrique también lo nota, y envía a sus hombres al encuentro. Pocos segundos restan para un choque violento que estaba represado desde hace días. Mis nuevos compañeros se incorporan y, sus finamente rasurados rostros, se enfilan hacia el campo de combate. Si quiero seguir contando con su protección debo seguirlos sin vacilar. Ya sabía que llegaría este momento, pero no esperaba que fuera tan rápido.

Quiero pertenecer al grupo, pero no quiero usar la violencia. Quiero el agua y quiero el aceite. De un lado mis principios, del otro mis instintos. De un lado la voz interior hablándome de paz, de otro mis ojos mostrándome que la violencia es la única opción para vivir «en paz» en una cárcel. Esta vez no siento miedo, ellos son muchos, nosotros también. Sé que mínimamente no saldré enrastrillado. Una fuerza me mantiene pegado a la silla, otra me impulsa a pararme. Es sencillo: no quiero convertirme en un preso más, una persona que olvida sus preceptos justificándose en la presión del medio; un peleador más, otro hombre a quien la cárcel convierte en bandido ¿Qué le diré a mis niñas?, ¿que la cárcel convirtió a su padre en un puñetero más?, ¿que las enseñanzas que les compartí sobre aquel hombre que ponía la otra mejilla no aplicaban en mi caso?, ¿es esta la única opción que tengo para poder volver a casa? El impulso me domina, y puesto en pie, avanzo hacia ellos. Al mejor estilo de un general romano, Manrique, de pie sobre la mesa, envía sus soldados al frente, mientras su anillo de seguridad le rodea. El patio enmudece. Mientras avanzo, el golpeteo de mi corazón se me hace tan consciente que puedo escuchar sus latidos, como diciéndome: ¡Detente! Pero es tarde, el Rolo ya atendió al primero de ellos con un cabezazo que lo mandó al suelo, y ahora le cae encima con una ráfaga de golpes. —Si entra uno de ellos, entra uno de nosotros. —Me dice uno de mis compañeros que, al igual que yo, espera el momento de actuar. Para mi sorpresa, no se trata de una vil trifulca de todos contra todos; hay un orden, un protocolo que la costumbre ha impuesto. Uno de ellos, uno de nosotros. Un hombre contra otro, quizá un padre de familia contra otro, quizá un hijo amado contra otro, quizá un hermano contra otro. Esa es la especialidad de la cárcel, hacernos olvidar quiénes somos y reducirnos a números y fichas del juego de otros. Eso es lo que más temo, que entre golpes, puntas, insultos y agresiones, me despierte un día en la celda 212 descubriendo que el papá de Sara, Camila y Sebas, ha ido perdiendo también su humanidad.

Van tres de ellos y tres de nosotros. Me pregunto a quién enfrentaré cuando llegue mi turno ¿A un joven que al igual que yo busca protección en un grupo, o a un hombre que sin conocerme me odia por lo que mi profesión representa? ¿Tendrá una punta? ¿Estará drogado? ¿Podré vencerlo? El corazón sigue golpeteándome el pecho, y el sudor en la palma de mi mano me recuerda que no quiero hacerlo. La excitación del momento rompe con la tradición y en un instante se forma un tumulto amorfo, solo sé que llueven golpes para lado y lado, una masa violenta que se ablanda con nudillos y patadas. Sillas volando, hombres arrastrándose. Recuerdo que en medio de aquella masa alcancé a preguntarme: ¿En qué momento resulté metido en esto? De repente suena el silbato del guardia desde su garita. Por primera vez en mi vida disfruto aquel estridente sonido. El uniformado lanza una mirada de advertencia hacia el tumulto y esgrime un lanzagranadas de gas. Todo se detiene; no le temen al uniformado, le temen al gas pimienta. Los caídos se incorporan, la sangre desaparece entre camisillas viejas, el guardia toma asiento de nuevo en su garita blindada, volvemos a nuestra mesa. Aquí no ha pasado nada. Pero sé que en realidad nada termina allí, es solo una pausa. No hay lugar para ambos bandos en tan pocos metros. Ya en la celda, envuelto en la cobija roja que un día recibí del cielo, recuerdo esa sensación de victoria que experimenté hace apenas unos días al salir del calabozo de castigo con el pecho henchido de fe. Pero al verme ahora abriéndome paso con mi propia mano, y tomando decisiones motivadas por el temor, me avergüenza mi doble ánimo. Entonces, aunque mi corazón aún agitado no lo comprenda, algo en mi interior me dice: «debe haber otra forma».

Debe haber otra forma de hacer las cosas, una forma que esté por encima de las probabilidades, de los diagnósticos médicos, de los estados financieros, de los irreconciliables, de los imposibles. Una forma que supere estas limitadas opciones. Una forma de hacer las cosas diferente a como todo el mundo las hace. Aun en la peor cárcel de Medellín Colombia, debe haber otra forma. La verdad es que en mi caso, no sé cuál sea la «otra forma», la verdad es que no sé cómo regresaré a casa pronto, ni mucho menos cómo continuaré en el grupo de los policías sin pelear sus guerras. Solo sé que esa voz en mi interior insiste diciéndome: «debe haber otra forma».

LA ESTRATEGIA DE UNA SOLA PALABRA

Es un rincón del patio. No puedo negar que cuando lo vi sentí un pesar que no pude ocultar. Cada mañana, diez hombres, sin más instrumentos que sus palmas, tratan infructuosamente de llevar el ritmo de una alabanza. El intento resulta tan desafinado como triste. Es la iglesia de los condenados, es el canto de los presos cuya fe se niega a agonizar en el encierro. Hoy seremos once. Sentado en el piso escucho el mensaje de otro interno que hace su mejor intento por levantar el ánimo de los asistentes con palabras de esperanza. Al abrir la pequeña Biblia que me regaló mi amigo el día del juicio, por primera vez desde mi llegada, veo la dedicatoria escrita en ella: «A mi amigo Jeins, quien siempre tiene mi amor y ha ganado mi confianza y admiración»… P. Andrew McMillan. También, por primera vez desde mi llegada, una sonrisa intenta dibujarse en mi rostro.

De pronto mi mirada se enfoca en un versículo: «Clama a mí, y yo te responderé, y te enseñaré cosas grandes y ocultas que tú no conoces». Sé que ya lo había leído antes, pero creo que en este momento algo hace click en mí, y de repente, cual epifanía, esa promesa me es revelada y comprendo su grandeza. «Cosas grandes y ocultas que no conozco», veo una promesa tan magnífica como sencilla. No hay una serie de pasos previos, ni exigencias de perfección. Clamar a él es el único requisito, no solo para recibir una respuesta, sino para que él le enseñe a un ser humano cosas grandes y ocultas que no conoce. Como una estrategia para salir de la cárcel —pensé—. Magnífico y sencillo. Quizá demasiado magnífico, quizá demasiado sencillo. Terminada la reunión quise caminar un poco. Siempre me ha gustado hacerlo. Solía hacer grandes recorridos acompañando a mi padre a sus cultivos en las montañas caldenses. Sembrábamos zanahoria, cebolla, repollo y cilantro. Para mí, eran frutos del paraíso. Caminar, sembrar, cosechar; crecí amando esos verbos. Tal vez cuando camino me transporto a aquellos tiempos de su mano, cuando la única preocupación posible era que mamá me llamara a comer en el punto más importante de mi partido de fútbol callejero, o que mi hermano menor me ganara una de las peleas por el campeonato mundial de lucha con espectadores y ovaciones imaginarias. Me dispongo entonces a caminar un poco alrededor de las mesas del centro del patio. El recorrido será una vuelta, y otra, y otra al mismo lugar. Pero no soy el único en el camino; ya hay hombres de todos los bandos usándola, caminando en ese círculo; esa es la ruta sin fin de los caminantes encarcelados. Es posible que, al igual que yo, quieran escapar escondiéndose en los recuerdos de tiempos mejores. Ingreso al círculo de caminantes, como quien se incorpora en su carro a una glorieta transitada, o como un indio que se une a la danza de su tribu alrededor de la hoguera; pero al hacerlo, el ritmo de aquella marcha cambia. Quienes van delante de mí aceleran su paso y quienes vienen detrás de mí lo retrasan. Tardé un poco en asimilarlo, pero entonces confirmé que, para ellos, simplemente, yo era despreciable.

Recordé los tiempos de Pablo Escobar, cuando el capo pagaba dos millones de pesos por policía asesinado; y en las calles, cuando pasaba una patrulla de la policía, los carros que iban adelante aceleraban su marcha, y los que iban atrás de ella se detenían, todos temían a una bomba o un atentado. Igual, nadie quería estar cerca de ellos. Pensé entonces que, aunque no conociera a ninguno de estos hombres ni ellos me conocieran a mí; de una forma increíble, años después, seguíamos en guerra. Celda 212. 8:00 p.m. Luces apagadas. La orden de la guardia es hacer silencio total a partir de esta hora, y eso me favorece. Como mi plancha es la de abajo, un par de sábanas colgadas desde la plancha de arriba convierten esto en un «lugar privado». Mi lugar secreto. Nadie me impedirá que ore. Tengo todo para clamar por «Cosas grandes y ocultas». Voy a pedirle a Dios una estrategia. Una estrategia para salir de aquí. Un momento después siento que alguien me observa. Entonces veo a Zeta de pie junto al inodoro. El hombre saca de entre sus partes íntimas un papelillo doblado que contiene un par de gramos de cocaína —cortesía de Manrique para ganarse al nuevo cliente— una vez inhalados llegan las carcajadas repentinas, el zapateo, el inútil intento por limpiar las vías nasales sacudiéndose mil veces la nariz, el delirio de persecución, las amenazas de atacar a alguien de la celda mientras duerme, el silencio… la mirada perdida. Nueve de la noche, las luces siguen apagadas; el sonido de la nariz de este hombre, acostado justo a mi lado, me recuerda que van quince días, y que la condena dice quince años. El desespero me obliga a levantarme. Trato de llegar a la rejilla que da hacia la ciudad sin pisar a Zeta, que duerme en el suelo. Mientras miro a lo lejos por sus pequeños orificios, siento cómo mi alma, hastiada de un día a día rodeado de amenazas y enemigos, clama a Dios diciendo:

—Muéstrame «la otra forma», dame una estrategia para salir de aquí. Lo que sucedió a continuación, quedará marcado para siempre en mi memoria, y espero que su eco alcance a mis generaciones. Sentí su voz en mi corazón claramente diciéndome algo. En medio de mi hastío por aquellos hombres que este decadente sistema ha declarado como mis enemigos, él me dijo una palabra, una sola palabra: —Ámalos.

CAPÍTULO 03

«NO ME QUIERO IR» Hace algunos años, durante el tiempo en que pertenecí al escuadrón motorizado, capturé a un hombre que acababa de robar a mano armada una motocicleta en el sector conocido como La Iguaná. Mi conductor y yo lo perseguimos en nuestra moto DR350 verde por calles y avenidas de la ciudad, hasta que, presionado por las sirenas, ingresó a un callejón sin salida, se lanzó de la moto e intentó desenfundar su arma, pero al verse bajo la mira de mi 9 milímetros negra, declinó. Otros de mis capturados nunca se rindieron, de hecho, en varias ocasiones cruzamos disparos. Ellos estaban dispuestos a quitarme la vida con tal de escapar de la cárcel, y yo estaba dispuesto a defenderme a como diera lugar con tal de volver a casa. Detestaba eso, nunca comprendí su lógica de sangre.

Para entonces ya había comenzado la crisis carcelaria en Colombia. Las cárceles estaban llenas, y los calabozos de las estaciones de Policía fueron adecuados como minicárceles, pero en realidad no eran más que un cuarto enrejado con un baño, donde había espacio para diez personas, pero permanecían hasta cincuenta o más. Cincuenta personas, un baño, y un policía para cuidarlos. Ese día, yo mismo tuve que custodiar en el calabozo a quien hurtó la moto. Al recordarme allí, de pie frente a aquellos cincuenta detenidos, incómodo por la mezcla de olores encapsulados en el sitio, deseando irme de ese lugar, escuchando sus sandeces y las ofensas que me lanzaban desde el anonimato del tumulto; de pronto fui consciente de que, muy en mi interior, aunque yo intentara negarlo, desde hace muchos años yo también los he despreciado. Por eso, cuando sentí aquella voz en mi interior pidiéndome que los amara, solo pude responder con una mirada a lo alto diciendo: —¿Qué? Dios mío, pedí una estrategia para salir de aquí, no para quedarme aquí ¿Ámalos? Para ser sincero, esperaba que me fuera revelado algún artículo oculto en el código penal que me sirviera para salir de la cárcel, o una idea brillante que legalmente pudieran alegar mis abogados ante el tribunal de apelaciones. Pero solo había recibido algo que no tiene en absoluto nada que ver con leyes, y como si fuera poco, su estrategia se limitaba a una sola palabra: «Ámalos». Pensé que quizá mi estratega olvidaba que cada preso aquí detenido ha sido capturado por un policía. Muchas veces por la fuerza, muchas veces en medio de combates que dejan heridos y muertos de parte y parte; que en ambos bandos hay llagas abiertas, cuentas pendientes; resentimientos por lo que, mutuamente, nos hemos quitado. Quizá él lo olvidaba.

Mi humanidad se preguntaba: ¿Cómo voy a amarlos? Si la extravagancia de Zeta aburriría a un payaso, y cada mesa del patio se asemeja más a una trinchera que a un lugar para tomar los alimentos. No sé cómo lograrlo. Además, ¿Qué tiene que ver el hecho de amar a mis actuales rivales, con derribar una condena de 15 años de cárcel, sobre la cual ellos no tienen injerencia alguna? Y de otro lado, decidí pertenecer al grupo de los policías, y al hacerlo me hice amigo de sus amigos, y enemigo de sus enemigos. Es más, si decidiera obedecer su estrategia ¿Qué se supone que deba hacer? ¿Repartir abrazos gratis? Mi respuesta fue sincera: «No puedo. No voy a hacerlo».

LA VISITA

Un día, una noche. Otro día, otra noche. 13 horas de encierro en la celda por 11 de encierro en el patio. Cuidarse la espalda, resguardarse en la mesa, intentar comer, estar vigilando, estar preparado. 24 horas que, aunque quisiera, no suman más de un día. Cada uno fiel copia del anterior. Todas las copias a blanco y negro. Otro día, otra noche. A las 5:30 a.m. Un guardia pasa abriendo manualmente una a una las cincuenta celdas. Cuando va a llegar a la mía yo ya estoy de pie, sin ropa, con la toalla blanca envuelta en mi cintura y las chanclas transparentes, esperando. El uniformado introduce la llave, quita el seguro y pasa a la siguiente celda de forma mecánica. Yo empujo la reja y corro directo al teléfono público para asegurarme un cupo entre los que hacen lo mismo que yo. Es la carrera de los chancludos, aquellos que llaman a casa a primera hora; casi todos padres que quieren hablar con sus hijos antes de que salgan a estudiar. Ese es mi caso.

Hay que salir corriendo de la celda con el jabón, el cepillo de dientes con la crema dental lista, el shampoo envasado en un tarrito plástico transparente, y la ropa interior donde se pueda. Porque en una hora cerrarán de nuevo las celdas y hay que asegurarse un duchazo antes de que cierren. Para ganarme unos segundos, con el tiempo aprendí a echarme el shampoo en la cabeza en seco antes de que abrieran la reja. Para hacer una llamada hay que tener un código que el sistema carcelario asigna a cada interno y algún dinero consignado en una cuenta de la cárcel. Con ese dinero consignado, el interno puede comprar algunas cosillas, como galletas, atún y artículos de aseo personal. No bien había salido del calabozo y mi esposa ya se había encargado de coordinar ambas cosas y de hacerme llegar un código. ¿Cómo? No sé. De la misma manera que ella hace todo: «de alguna manera». —Hola mi vida ¿Cómo amaneciste? —Me dice al contestar el teléfono anticipándose a mi saludo—. Y con una emoción que no había percibido antes en su tono, agrega: —Te tengo una buena noticia, ya hicimos todos los trámites. Este domingo iremos a visitarte. —Fue la segunda vez que sonreí en la cárcel. Después del baño y el conteo busqué al Rolo para conocer el procedimiento para las visitas. Sentado en su mesa, el líder de la manada me explicó en tono amigable: —Las visitas de hombres son los sábados y las de mujeres los domingos cada quince días. Si son menores de edad pueden venir cada mes. Adviértales que no les dejan entrar absolutamente nada, ni comida, ni cartas, ni fotos; nada. Deben pedir unos permisos en el juzgado y hacer unos trámites aquí previamente. —Sí. Mi esposa ya hizo todo eso, vienen este fin de semana —afirmé con cierto orgullo.

—Qué bien. Al principio todas son así. —¿Cómo así? —Sí, al principio todas marchan, pero luego se cansan y no vuelven. —Yo guardé silencio. Desde entonces me entregué a la espera, y atrincherado en mi mesa tomé el cuaderno y el lapicero que mi esposa me había hecho llegar y comencé a escribir cartas para entregarles el día de la visita. Los días se empeñaron en tener 24 horas, por más que escribiera, o que intencionalmente cerrara mis ojos por un par de segundos; nunca pude cambiar eso, pero aun así, múltiples veces seguí intentándolo; hasta que llegó el domingo. La carrera de los chancludos se complicó. Ese día todos querían llamar a casa a primera hora y estar listos para cuando llegara el momento. El barbero tenía fila en su improvisado local —que no era más que una silla y una vieja máquina de motilar— ubicado en el centro del patio. Los que hacían jarrones trenzando sobres de café instantáneo, cargaban sus artesanías y colgandejos con precaución y orgullo. Otros corrían a la rejilla del extremo norte del patio para tratar de ver a lo lejos, a las afueras del primer anillo de seguridad, si ya comenzaban a llegar visitantes. Yo intentaba planchar mi camisa blanca con la mano; también quería encogerme un poco las orejas. Ninguna de las dos cosas funcionó. —¡Visita adentro! —Grita «el Parlante». Es un interno que se ubica junto a la garita de los guardias y transmite sus órdenes y avisos a grito limpio. Con el tiempo cada parlante desarrolla el tono particular de la jerga carcelaria, y cada llamado que hace suena a cárcel: nasal y desafiante. ¡Visita adentro! El guardia le entrega al parlante una lista para que comience a llamar a cada interno que tenga visita. Con asombro escuché mi número —¡1067! —Fue el primero. Entre centenares de visitantes de diferentes patios mi esposa llegó de primera. Corrí desde el séptimo piso hasta el sótano del edificio por

un laberinto de escaleras que custodiaban varios guardias. Mientras corría me repetía algo: «No quiero que me vean triste, les transmitiré mi fortaleza como antídoto al dolor que nos acosa». Llevaba una decena de cartas en el bolsillo delantero de mi pantalón de prenses, y en la mano un tarrito de gaseosa lleno de café caliente que conseguí con el Rolo para recibirlas. Él no tenía visita. Una última reja, un salón subterráneo, mi esposa, mi madre y mis hijas esperándome. Un abrazo explosivo. Pocas palabras, mucha vibra, poco tiempo. El frío del concreto, la calidez del amor. —¿Cómo estás? —Me preguntaron. Pude advertir su gran esfuerzo por lucir en calma. Creo que ellas venían repitiendo la misma frase que yo decía cuando bajaba las escaleras. Les sonreí mientras me pasé la mano por mi cabeza rasurada; pretendimos que no pasaba nada y las ubiqué con prontitud en una de las veinte mesas disponibles. Entre internos y visitantes habrá más de 600 personas en este sótano, en breve el lugar quedaría atestado de familias sentadas en el suelo y docenas de guardias. La mesa fue el premio a la madrugada de mis visitantes. Todas estaban vestidas como para hacer los quehaceres de la casa. Con camisetas, leggins o sudaderas y sandalias transparentes. Sara, con la candidez propia de sus seis años quiso darme los detalles del ingreso. Sus ojos claros brillaban mientras me contaba su odisea. Su rostro, igual de blanco al de su madre, lucía un poco acalorado. Me pareció que durante este tiempo sin verla se le había puesto más rubio el cabello. Sentada sobre mis piernas, mientras compartíamos el café del tarrito, me contó: —Papi, primero nos requisó una guardiana, después nos pasaron por unas máquinas, después pusieron unos perros a que nos olfatearan; a una señora se la llevaron para un salón aparte porque el perro le ladró, y a otra la devolvieron porque traía puesto un jean.

Miré a Claudia algo confundido. Ella también lucía un poco sofocada. Creo que por un instante redescubrí el contraste de su cabello negro con el blanco de su piel y, después de un mes sin verla, sentí mi cuerpo reclamando la perfección de su silueta. Ella me explicó que las máquinas detectoras se activan con los botones, por eso no se permiten ni jeans, ni nada que tenga botones o remaches. De ahí la razón de la sencillez de sus atuendos. Aunque yo las veía hermosas, era evidente que esas prendas no eran las de su preferencia. Sara Prosiguió: —Y cómo te parece papi que una señora se nos iba a meter en la fila y mi mamá no la dejó. —Entonces le lanzó una sonrisa de orgullo a su madre. La misma sonrisa que me regalaba cuando, usando materiales reciclables, yo le ayudaba a hacer una hermosa maqueta para su tarea de ciencias naturales. Camila, a sus trece años hablaba como toda una mujercita; la vi hermosa, más alta, delgada, con el cabello negro y lacio casi hasta la cintura. Pensé que pronto estaría rodeada de pretendientes. Sentí celos de padre. Me contó que en el colegio le habían ofrecido acompañamiento psicológico para enfrentar la situación, pero que ella lo había considerado innecesario. Y mi madre, ¿Qué puedo decir? Sus ojos claros me dijeron que, si la ley lo permitiera, con gusto tomaría mi lugar. Ellas eran las mujeres de mi vida. Me dediqué a escucharlas con plena atención, como si cada frase que pronunciaban estuviese compuesta por palabras nuevas para mí, escuchando lo que me decían sus ojos, buscando los mensajes que se esconden bajo las palabras, interpretando la intensidad con que apretaban mis manos al hablar. Todos insistimos en presentar la mejor cara de la moneda, éramos expertos maquilladores de la realidad. Mientras hablábamos pude observar cómo una joven visitante ingresó al baño de hombres en un descuido del guardia encargado de esa zona. Pensé

que tal vez tendría algún tipo de encuentro íntimo a escondidas con uno de los internos que estaban allí, pero salió tan solo un minuto después. Con el tiempo supe que se estaba «descargando», es decir, estaba haciendo una entrega de drogas. Me pregunté dos cosas: ¿Cómo harían para superar las requisas, máquinas detectoras y perros entrenados para entrar la droga hasta aquí? y ¿Cómo harían los internos para subirla desde aquí hasta el patio, si al terminar la visita también nosotros seríamos requisados? De repente apareció un guardia con unas sillas plásticas blancas en una carretilla. Un interno tomó una y montó a su niño, luego empezó a empujar la silla como si fuera un carrito. Pronto había un escuadrón de carritos imaginarios dando vueltas por entre las mesas de aquel sótano. Yo corrí por una y también la convertí en el fórmula 1 de Sara. Por un momento ella y yo aceleramos a fondo y volamos sobre el asfalto. Por un momento escapamos. El silbato de los guardias rechinó al unísono. Recuerdo la mirada de Sara desde su carro cuando me detuve. Vi desconcierto y una rotunda negación a aceptar que se había acabado el juego, y el tiempo de la visita. Se puso en pie sobre la silla y se lanzó a mis brazos. No supe qué decirle, había llegado el momento que tanto temí, la despedida. Haciendo mi mayor esfuerzo por mostrarme fuerte ante ellas, las cubrí con un abrazo, mil besos y un par de palabras: —Todo va a estar bien. Dios puede abrirnos una puerta. Ellas hicieron un notorio esfuerzo por sostenerse, y nos despedimos sin querer despedirnos. Comenzaron a salir, las vi alejarse paso a paso entre el tumulto, engañándome a mí mismo, queriendo creer que no nos dolía. Lo más doloroso de las despedidas es imaginar lo que sigue de la vida sin la persona que se va. En la cárcel se le suma el sentimiento de impotencia a que sabe el encierro. Ellas se alejaron conteniendo un tropel de emociones

que llevaban por dentro. Yo, mordiendo mis labios, lloré como se supone que lloran los hombres: por dentro. De repente Sara se devolvió corriendo, se aferró a mis brazos y, explotando en llanto, me dijo: «Papi, no me quiero ir»; Camila hizo lo mismo. Sus palabras tenían un significado literal: no querían irse. Sentí su dolor, y ese dolor me traspasó el pecho, porque no podía hacer nada para evitarlo. Reviví mil y un momentos con ellas: sus nacimientos, sus manos aferrándose a mi dedo meñique, sus primeras palabras y pasos, su risa y su llanto, las comidas de jardín, mi pecho como su almohada, los juegos, bailes y cantos, nuestras vidas. Pasado que nunca podrían quitarme; pero me atormentó pensar en lo que sí podrían arrebatarme: el futuro. Traté de imaginarlo, pero en las imágenes que compuse no me vi a su lado. Intenté inventar alguna frase que las calmara, pero me fue imposible. Demasiado dolor para el alma. Nada que hacer; solo pude llorar, llorar con ellas. No como lloran los hombres, sino como lloran los padres. En medio de nuestro llanto pensé en aquel que me había dicho que siempre estaría conmigo y, queriendo no decepcionarlo, en silencio, le dije: «No te preocupes Dios, será solo un momento. No te preocupes por las miradas de los demás internos sobre mí, ni por el silbato estridente presionando la salida, ni por mi máscara de hombre fuerte deshaciéndose como papel en agua frente a todos. No te preocupes Dios, no importa ya. Déjame llorar, será solo un momento». Me pregunté si habría algo «lógico» que yo pudiera hacer para evitar este sufrimiento a mis niñas y a mi familia. No encontrar una respuesta me dolió aún más. Llegaron los guardias y sus silbatos, las obligué a soltarme y me obligué a soltarlas.

AMOR ILÓGICO

Con mi cabeza agachada, tratando de evitar que los demás hombres vieran mi rostro, me incorporé a la fila de internos. Esta nos llevaría a un salón de requisas, y luego al patio. Cuando metí la mano en el bolsillo delantero de mi pantalón, un escalofrío electrizó mi cuerpo. Las cartas seguían allí. Traté de salir de la fila, pero de inmediato un guardia puso su bastón de mando sobre mi pecho indicándome que retrocediera. Balbuceé un par de excusas que no causaron efecto alguno sobre el uniformado, entonces comprendí que no había nada que hacer y volví a la fila. Apreté las cartas dentro de mi bolsillo, tomé aire a fondo por la nariz, y me regalé un remedo de sonrisa resignada. Nos esperaba una requisa minuciosa antes de regresar al patio. Los guardias sospechaban que alguien iba «cargado». Uno a uno nos desnudaron y cada prenda fue inspeccionada, luego fuimos olfateados por los perros y examinados con detectores de metales, pero por más que buscaron no encontraron ni un cigarro. De nuevo me pregunté cómo escondían la droga. Después de la requisa subí despacio hasta el F y me paré en el rincón donde hacían la reunión de oración en las mañanas. No quería hacer nada, solo observar a los demás, y no «darle mente» a nada. Vi cómo algunos caminaban sobre una línea recta imaginaria una y otra vez, a eso le llaman patinar; otros, agolpados sobre una pequeña reja, miraban hacia Medellín, la ciudad que a lo lejos pareciera un espejismo que se evapora sin que alcancen a regresar a casa; otros, apostaban la comida en cualquier juego; muchos más, cual en olla de vicio, tirados en el suelo se refugiaban en la marihuana y se aspiraban los minutos entre pase y pase de la cocaína que acababa de ingresar al patio. Otros trabajaban haciendo artesanías con bolsas plásticas y envolturas de café, algunos leían cualquier cosa tirados en

el piso; otros muchos, al igual que yo, sin bajar la guardia, solo observaban a quienes los observaban. Me descubrí allí, inmóvil, pensando en mi familia. Entonces reflexioné sobre algo que vi ese día en el sótano de las visitas: el patio es un campo de batalla, y cada hombre, de una u otra forma hallará enemigos a su alrededor. Pero en la zona de visitas el rostro de cada interno luce diferente. Al estar con sus seres queridos ellos son otros; son hijos, padres, esposos; son personas amadas, y personas que aman. No importa cuál sea su delito. Por cada hombre hay una madre amorosa, una esposa, una hija, una mujer. Me sorprendió ver el efecto del amor en un rostro, me sorprendió pensar que, posiblemente, así como yo amo a mis hijos, Dios ama a todos estos hombres, y pensé que quizá, solo quizá, no sería tan difícil que yo pudiera llegar a amarlos como él lo pide, aunque sean mis enemigos. Analicé entonces mis opciones: seguir mi estrategia lógica de buscar refugio en un grupo y luchar a muerte por guardar mi vida, o seguir la estrategia ilógica de aquel experto en amar a sus enemigos. Temía perder la protección de mis nuevos compañeros y hasta terminar enrastrillado por ellos mismos; pero también sentía que si me decidía a seguir la estrategia divina, por más ilógica que fuera, tal vez podría volver a casa. Saqué las cartas de mi bolsillo. Como no había sobres, lo que yo hacía era doblar la carta hasta que formara una especie de sobre con ella misma, pero las palabras escritas sobre la hoja quedaban visibles, expuestas a la lectura. Me llamó la atención una frase que había escrito para Camila como despedida de su carta. Entre comillas estaban las palabras «Te amo». Entonces recordé una escena de hace años, cuando ella era apenas una niña y elevaba una cometa en un parque junto a nuestra casa; de improviso, aparecieron un par de perros callejeros y se lanzaron a atacarla, pero alcancé a llegar justo a tiempo para salvarla levantándola en mis brazos. Recordé aquella mirada de inmensa gratitud infantil, y fui consciente de que mi nombre siempre encabezará su listado de héroes. En ese momento, ese

par de palabras escritas en la carta me obligaron a decirme a mí mismo otras dos palabras, con una extraña mezcla de fe y rabia me dije: «yo puedo». Es más, agregué en voz alta: «tengo que ser capaz». Concluí entonces que, al igual que yo, cada hombre en este antro enfrenta a sus propios demonios, bien sea rey o peón, guerrillo o paraco; aunque se pierda la libertad, nunca se pierde la capacidad de seguir amando, y aunque el dolor se disfraza de vicio, crueldad y espanto; si Dios me dice que los ame…«Voy a amarlos».

CAPÍTULO 04

«SALUDOS Y SILENCIOS. AMIGOS Y CARTAS» La mañana siguiente competí en la carrera de los chancludos. De nuevo el shampoo aplicado sobre el cabello seco, la toalla blanca envuelta en mi cintura, el jabón en una mano, el cepillo de dientes listo en la otra, la ropa interior en cualquier parte y las chanclas transparentes bien ajustadas; pero ese día sentía algo especial. Había una chispa de esperanza en la estrategia que aplicaría, una chispa de ilusión de que volvería a casa. ¿Era una esperanza, o un poco de locura y negación? No estoy seguro, solo sé que ese día gané la carrera y llegué de primero al teléfono.

Durante la noche anterior estuve pensando en el amor, en lo que se supone que es y en cómo aplicarlo en mi caso. Me burlé de mí mismo bajo la cobija roja al imaginarme repartiendo abrazos gratis. Descartados los abrazos, concluí que tampoco me acompañarían a escuchar un lindo mensaje en la iglesia de los desafinados ¿Y qué tal comenzar a hablar a cada uno sobre los efectos nocivos del consumo de drogas? Eso no era amor, era suicidio. Estuve orando durante unos minutos, y luego me abandoné en medio del silencio, consciente de que no sabía qué hacer. Pero esa mañana, al correr hacia la ducha, se reveló ante mí la primera pieza del rompecabezas; el primer paso de la estrategia con la que pretendía volver a casa. Me la regaló un hombre adulto de cabello blanco que, sentado junto a su celda, hacía manillas con hilos de colores. Cuando «48», el líder del patio, me dijo: «No se meta con nadie y nadie se va a meter con usted», no alcancé a dimensionar el significado real de esas palabras. No meterse con nadie significa: no socialices con nadie que no sea de tu grupo, no te sientes en su mesa, no les hables, no les cuentes tus cosas, no les preguntes las suyas, no les pidas favores, no les hagas favores, es más, no los mires a los ojos, y obviamente, no los saludes. Porque el día que lo hagas expondrás tu debilidad ante ellos; y ellos, sin lugar a dudas, la usarán en tu contra. «No te metas con nadie» es una frase tan incrustada en la mentalidad carcelaria que, de hecho, nadie se mete con nadie. Pero ese día, el hombre que hacía manillas de colores sentado junto a su celda, detuvo su labor a mi paso y, mirándome a los ojos, mientras yo corría en toalla hacia la ducha, insinuó una sonrisa sencilla y me regaló algo que me recordó a mi padre. Me regaló un «buenos días». Su saludo me sorprendió tanto que apenas pude levantar la mano en la que llevaba el jabón y responderle entre dientes con las mismas palabras y una sonrisa cargada de sorpresa y agradecimiento. Nunca sabré por qué lo hizo. Quizá me vio llorando con mis niñas en el patio de visitas y desperté su compasión, o tal vez él también estaba hastiado del enclaustramiento que implica «no meterse con nadie», o tal vez, simplemente había amanecido de buen humor y le dio por saludarme. No lo sé. Lo que sí sé, es que ese

saludo me hizo sentir algo que hace tiempo no sentía. Me hizo sentir persona, no número, no enemigo. Persona. Durante la ducha, mientras esperaba que el agua hiciera efecto en el shampoo reseco y apareciera la espuma, se me ocurrió algo: ¿Y si rompo la regla de «48»? ¿Y si voy en contra de la hostil tradición carcelaria? ¿Y si comienzo a saludarlos? Me creerán débil, pero qué importa, al fin y al cabo ya me despojé de mi máscara de hombre fuerte en el sótano de visitas. Se burlarán de mí, ya lo sé. Pero quizá con un saludo logre que, así como pasó hoy conmigo, alguien más pueda sentirse valioso, sentirse persona; y si eso pasa, habré dado el primer paso de la estrategia del amor, y entonces, por fe, también habré dado el primer paso para regresar a casa. Permanecí un instante bajo el chorro de agua fría, creo que en el fondo, de forma literal, quería pensar con cabeza fría lo que iba a hacer. Entonces sentí que al empuñar las cartas el día anterior, y así como el agua se iba por el desagüe del piso, efectivamente el miedo había comenzado a escurrirse; y me sentí limpio, y me sentí fuerte, y me sentí vivo. Al correr la cortina plástica para salir de la ducha había varios hombres esperando turno, al verlos impacientes por mi demora, alcé mi mano con el jabón en ella y les dije: —Buenos días caballeros. —Quedaron fríos. Un saludo y una pequeña adulación para quienes la palabra caballero es un halago inesperado, porque están acostumbrados a tratar y ser tratados con apelativos no dignos de un ser humano. Ante sus perplejas miradas, no pude evitar reírme. Y así, riendo como personaje de sanatorio, corrí en toalla hasta la celda. Había dado el primer paso.

¿QUÉ HICISTE?

Durante el desayuno, varios de mis nuevos compañeros policías y yo, sentados alrededor de nuestra mesa, retirábamos en silencio las cáscaras blancas de los huevos cocidos que acabábamos de reclamar, entonces uno de ellos sacó un trozo de papel que contenía una cucharada de sal. Había logrado contrabandearla con los internos que transportaban los alimentos desde las cocinas hasta los patios. Aterrizamos como buitres en aquel papel. Mientras comía mi huevo aderezado, el Rolo se sentó frente a mí y me preguntó algo a secas: —¿Qué te pasó? —¿Qué me pasó de qué? —Respondí al mirarlo. Noté que su camisilla blanca estaba cada vez más amarillenta, aunque lo veía lavándola casi a diario. Recordé que solo permitían dos mudas de ropa por interno; y por un momento me pregunté si, pasado el tiempo, yo mismo vestiría una prenda de similar desgaste. Camuflé mi temor en otro pequeño mordisco de huevo. —¿Por qué te detuvieron? —Me dijo con tono amigable. —Uno de mis abogados dice que por bobo agravado. —Respondí. El Rolo guardó silencio y me miró algo serio, pero de repente se le escapó una carcajada que terminó contagiándome. Y ahí estoy, riéndome de un chiste tan negro como el chocolate del desayuno, en medio de 250 mundos que giran alrededor del único reloj del patio, quizá un poco en serio, quizá un poco en broma, quizá ya contagiado de la locura que llaman cárcel. —¿Qué hiciste? —Insistió. —Es una larga historia. —No tengo afán, hoy no pienso salir.

Terminé el último pedacito de huevo y me dispuse a contarle mi historia: —Conocí a una gran dama en la unidad donde vivía, una señora ya cercana a la edad de oro, una persona ejemplar que con el tiempo se ganó mi corazón y el de mi familia. Cierto día me propuso que invirtiera un dinero en su negocio de compra y venta de joyas y piedras preciosas. Para ese entonces, aparte de los ingresos de la Policía, tenía un pequeño negocio de lociones y algunos ahorros que decidí invertir en su proyecto. Aquella dama fue más que correcta conmigo, durante varios años me reportó muy buenas utilidades. Todo marchaba como de ensueño, ella abrió una hermosa oficina en una exclusiva zona de Medellín donde exhibía sus joyas, tramitó cuanto documento le exigía la ley y todo era felicidad. —¿Y entonces? —Me preguntó mi oyente mientras daba un sorbo al chocolate de su pocillo plástico. Proseguí: —Para ese entonces yo ocupaba una posición de liderazgo en mi entorno social, a mi alrededor había muchas personas, amigos, conocidos, compañeros de otros negocios, etc. De hecho, mi propia familia y la de mi esposa son muy numerosas. El rumor corrió como en pueblo chico: «a Jeins le está yendo muy bien, y en el negocio donde está ganando dinero están recibiendo inversionistas». Algunos me preguntaban si la señora me había pagado correctamente. Ante mi respuesta afirmativa, muchas personas invirtieron su dinero en el negocio de la bella dama a través de todo tipo de transacciones. —¿Y usted qué tiene que ver en eso? —Me pregunta el Rolo mientras descarga su pocillo sobre la mesa de lámina galvanizada, y escucha con atención mi relato. —Después de más de cuatro años de responderme puntualmente por mis inversiones me propuso un gran negocio. Una inversión alta, prácticamente era todo mi capital. La utilidad prometida era la entrada a las grandes ligas.

Ella iba a conformar una empresa nueva, apta para exportar joyas al mundo entero, era el gran salto... y yo lo di. —¿Arriesgaste todo? —Me preguntó el Rolo sin comprender tal riesgo. —Invertí todo y algo más —le respondí. —¿Qué más? —Mi nombre. —¿Cómo así? —Toda empresa debe tener un mínimo de personas que aparezcan en su junta directiva; no como socio o dueño de la empresa, sino como miembro de la junta, es un requisito legal para la conformación de una empresa. Yo, después de cuatro años de ver su cumplimiento en todas las inversiones que había hecho con ella, firmé como miembro de la junta de la naciente exportadora. Ese fue mi gran error. Dos semanas después pasó algo que nunca vi venir. La bella dama desapareció. —Tal cual lo hizo conmigo —continué— lo hizo con muchas otras personas. Millones de pesos se esfumaron entre cuentas de cobro y promesas de pago. Cuando ella desapareció debiendo tales cantidades, se armó una cacería de brujas y en la búsqueda de culpables apareció mi nombre justo allí, en aquel papel recién firmado. Me acusaron de conocer sus planes desde el principio. —Comprendo —dice el Rolo. —Capturaron a siete personas, entre ellas a la dama, que se escondía en otra ciudad y a algunos miembros de la junta. Al final casi todos aceptaron cargos y fueron condenados a penas mínimas. Yo defendí a muerte mi inocencia, pero la juez no me creyó, dijo que yo sabía desde el principio lo que pasaría. Me condenó a quince años, según ella, por lavado de activos y delitos financieros.

—No puede ser ¿Quince años? —Me dijo el hombre sin poder ocultar su asombro. —Sí señor, quince años. —Jmmm, aquí hay hombres que han matado a más de cien personas, y pagan penas de máximo ocho años. —Agregó. —No respondí palabra. Ya me había dado cuenta de eso. —¿Y qué pasó con ella? —En el juicio trascendió que usaba un nombre falso, su nombre real era Magda; también se supo que tenía una condena previa en otra ciudad por los mismos hechos, pero eso no le importó a la juez. —¿A cuánto la condenaron? —A ocho años. —¿Y en qué cárcel está? —Aquí. —No puede ser. —Sí. Está en el área de las mujeres, pero desde este patio no se ve. Igual, en este momento no me interesa verla. —Pero ella no te puso un revólver en la cabeza para que invirtieras. —Para nada, ella le puso las balas. Mi afán y mi propio exceso de confianza lo pusieron en mi cabeza. Sé que cometí un gran error y debo asumir las consecuencias, pero nunca pasó por mi mente cometer un delito. —¿Pero quedaste con platica o no? —Sí, mucha, pero para conseguir. —El hombre se ríe, pero ya no logra contagiarme. Y yo alejo de mí el pocillo plástico aún con chocolate. —¿Y tú qué hiciste? —Le pregunté.

—Nada, soy un sindicado, no me han condenado. —Me dijo, y miró hacia otro lado. Comprendí que no para todos es tan fácil hablar del tema. Decidí caminar un rato. No estaba dispuesto a renunciar a mi buen ánimo tratando de cambiar lo que ya no podía cambiar, es más, queriendo mirar hacia adelante, me incorporé a la ruta de quienes caminaban alrededor de las mesas, pero no caminé en el sentido de las manecillas del reloj como lo hacían los demás. Me metí en contravía, para que no pudieran evadirme. Y al encontrarme de frente con cuanto hombre había caminando, les daba un saludo; nada efusivo, un saludo respetuoso, mirándolos a los ojos, sin demostrarles temor. Esa mañana cada caminante del patio F me escuchó decirle: «Buenos días». Ninguno me respondió con palabras. Pero ninguno pudo huir de mis palabras. Después de la contada me refugié en la escritura de nuevas cartas y de un diario en mi cuaderno. No sabía cuántas contadas me esperaban ni cuántos cuadernos llenaría, pero me entretenía ver la forma como las palabras caían y se acomodaban sobre el papel y, de cierta manera, eso me permitía encapsular cada suceso al convertirlo en palabras sobre hojas. Y en esa otra dimensión, de hechos condensados en letras... era libre. Caminé de nuevo en la tarde; saludé de nuevo a los caminantes; recibí de nuevo sus silencios. Después de la contada, dos expolicías me esperaban junto a la reja de entrada a mi celda. Uno de ellos me tomó del brazo, y con una amabilidad fingida, me preguntó: —¿Qué pasa Durán? —¿Qué pasa de qué? —Respondí zafándome de su mano. —¿Cuál es la saludadera tan pendeja que tiene? —Me dijeron ambos acercándose incómodamente a mí.

En el momento pensé explicarles lo que pasaba, ¿pero qué iba a decirles? ¿Que seguía una estrategia de Dios para salir de la cárcel y que esa estrategia consistía en amar a aquellos contra los que hace apenas unos días, ellos dos y yo habíamos peleado? —No sabía que estaba prohibido saludar. —Respondí. —No se ponga de chistosito. —Me advirtieron a secas y se fueron. Entré a la celda en silencio y así recibí una noche más. Confirmé que entre mis protectores no caía bien mi «saludadera» y que podría perder la cobertura de mi manada. El miedo de nuevo susurró sus premoniciones a mi oído. Pensé un buen tiempo en mi siguiente paso, y al día siguiente hice lo que consideré que debía hacer: seguí saludando.

SALUDOS, AMIGOS Y CARTAS

Un caminante respondió a mi saludo aquel día. Al mirarlo, mi subconsciente lo relacionó con Egipto; supongo que por su tono de piel, tan diferente a todos los morenos que conozco, más intenso, más vívido, más negro. Y por una línea que pareciera hecha a mano con lápiz delineador oscuro en la parte inferior de sus ojos. Resultó ser un africano. Un hombre alto y musculoso, quizá en lo mejor de sus treinta años. El saludo dio paso a una conversación y así supe su nombre: Kibrom Gebrehiwet Adhanom, tuve que escribirlo en mi cuaderno de notas para poder pronunciarlo. Me contó que hablaba algo de español, inglés y varias lenguas de su país natal, Eritrea. Ese día me ofrecí a enseñarle a escribir en español y él se ofreció a enseñarme tigriña, su dialecto africano. Solo le di un par de clases de mi lengua natal, y nunca aprendí más de tres frases en su idioma. Pero

teníamos un lenguaje que nos unía más que las palabras: el lenguaje de la fe; ambos lo hablábamos bien. «África», como fue apodado Kibrom en el patio, me contó que su nación estaba en guerra, y él, dejándolo todo atrás, salió de su país en busca del sueño americano. Una travesía que iría desde Eritrea hasta Europa, luego a Brasil, Colombia, Centroamérica y Estados Unidos; pero le pasó lo que le pasa a muchos extranjeros que vienen a nuestro país, terminan enamorándose de estas tierras, del calor de sus gentes, de la hermosura de sus mujeres; y ya no quieren irse más. Entonces Kibrom, además de ser un inmigrante ilegal, intentó ayudar a otros de sus paisanos a pasar hacia Estados Unidos, y eso le costó una condena de cuatro años por tráfico de inmigrantes. Con el tiempo, entre charla y charla, y un poco de imaginación, tras las rejas, yo le mostraría a Colombia, y él me daría un recorrido por ese África salvaje que pocos conocen, pero todos imaginamos. Cuando Kibrom llegó al patio, en reemplazo del joven del medio palito de queso, lo ubicaron en una celda con cuatro hombres más, tres jóvenes de un grupo llamado «Los caciques» y un disidente de los paramilitares del norte del Valle. Este último era hombre fiero, silencioso, su alta estatura le hacía sobresalir entre la multitud; tenía un aire de oficial nazi: blanco, de ojos claros, erguido, altivo, hermético. Caminaba siempre solo, no necesitaba protección, su violenta fama le precedía y «nadie se metía con él». Kibrom lo apodó «Mochacabezas», porque en las noches, al interior de la celda, le gustaba presumir de la forma como ajusticiaba a sus víctimas durante la guerra paramilitar. Pocos días después, en su incipiente español, Kibrom me puso al tanto de algo que escuchó en su celda. Mientras caminábamos alrededor de las mesas, me dijo: —Anoche «Mochacabezas» hablar cosas Duran. Le expliqué varias veces que se pronunciaba Durán, con acento en la última sílaba, pero fallé en mi intento y terminé acostumbrándome a su «Duran».

—¿Cosas? ¿Qué cosas?— Le pregunté al africano. —Él decirle a caciques: «Ese man ser infil, infiletr, infiletrado» —¿Infiltrado? —Sí, eso, infiltrado. —¿Cuál man? —Le pregunté. —Usted Duran. —¿Yo? —Le pregunté alzando tanto la voz por mi sorpresa que él tuvo que hacerme señas para que le bajara al volumen. —Sí, él decirle a los caciques que usted ser infiltrado Duran. Me explicó que, según aquel hombre, mi actitud era típica de un infiltrado, que con mi amabilidad quería ganarme a la gente para después acceder a información de sus organizaciones. Además, era algo común que la Policía Nacional infiltrara agentes en cárceles para operaciones de inteligencia. Según «Mochacabezas», mi saludadera no era más que una fachada, una trampa para acceder a las mafias carcelarias y destruirlas desde adentro. Pero para mi sorpresa, el africano me contó que los caciques me defendían, porque uno de ellos me vio llorando abrazado a mis niñas el día de las visitas, y argumentó en mi defensa que ningún infiltrado haría pasar por eso a sus hijas, ni se dolería tan sinceramente en sus brazos. Solo hay una persona a quien nunca le perdonan la vida en la cárcel: a un infiltrado. Esta información hizo que revisara mi estrategia: una semana de saludos respetuosos me dejaba como saldo la desconfianza de mi manada y el desprecio de los combos, incluido el de los hombres de Manrique, a quienes también intenté saludar de lejos, pero como ellos no me respondían y yo los seguía saludando, aún más débil les parecía; a eso se le sumaba el calificativo de infiltrado. Pero a mi favor, tenía para decir que había ganado un amigo, y eso era algo muy valioso para mí. Además recordé que en casa, donde me esperaban, tenía un calificativo muy diferente: «Papá». Entonces seguí saludando.

Poco a poco fui tomando como escritorio la mesa contigua a la mesa principal de los policías. Allí pasé mucho tiempo escribiendo y hablando con mi amigo africano. Una tarde, me sorprendió ver llegar hasta allí a un delgaducho joven del combo de los paramilitares, quien acercándose con firmeza, me dijo: —¿Me puede hacer un favor? —Llevaba una hoja en blanco en su mano. Puesto en pie respondí: —¿En qué te puedo servir? —Estaba a punto de empezar a comprender la magnitud del poder que hay en esas cinco palabras. —«El Viejo» necesita escribir una solicitud a la Directora ¿Que si puede ir a su mesa? Miré a Kibrom; sin decirme nada me animó a ir. Miré a la mesa de los policías pensando en el «¿Qué dirán?» y luego a la de los paramilitares en el otro extremo, allí había cinco hombres esperándome. Avancé hacia ellos, sin más armas que mi lapicero. «El Viejo» era Castañeda, jefe paramilitar, de aquellos que cambiaron azadones por fusiles en la guerra de Colombia. De unos sesenta años y, aunque parecía mayor, conservaba su porte atlético. Siempre con sus gafas de aumento y el infaltable humo de su cigarro. La mesa rectangular tenía seis puestos, tres de cada lado. Todos estaban ocupados, menos uno que me esperaba vacío, en medio de dos hombres. Saludé a todos y me senté. Castañeda, con escoltas a lado y lado, estaba frente a mí sujetando su cigarrillo con los labios. Con voz pausada, «el Viejo» me explicó lo que necesitaba. Sentado en aquella mesa, párrafo a párrafo redacté una solicitud para la Directora del penal, pidiendo una constancia del tiempo que llevaba Castañeda en este centro carcelario. Aquel combatiente era experto en armas pero negado para las letras y,

después de semanas de saludos, al verme escribiendo a diario sobre una vieja mesa, supuso que yo podría ayudarle. —¿Un cigarro? —Me ofreció uno de sus hombres. —Gracias, no fumo —le dije mientras escribía ante la mirada silenciosa y escudriñante de mis compañeros de mesa; supongo que todos ellos con iguales limitaciones literarias que las de su jefe. Todos eran excombatientes de las autodefensas, el mismo grupo del que es disidente el «Mochacabezas». Al igual que él, el pasado violento de estos hombres parece apoderarse de sus presentes, de sus silencios, de sus miradas. Y el ambiente mismo de la mesa es, por decir lo menos, sombrío. Mi letra a mano es fea, pero traté de hacerla como si estuviera haciendo una plana para mi profesora de escuela primaria, porque tiendo a separar mucho los palos de las bolas, y en lugar de una «d» me queda algo como «ol»; pero me esforcé en hacerlo bien. Al final, después de leer con esfuerzo la solicitud, el viejo Castañeda me ofreció un paquete de galletas como pago; algo realmente valioso en prisión, y más aquí en Pedregal donde la última comida del día la reparten a las 3:30 de la tarde; un paquete de galletas puede ser la diferencia entre una noche de hambre o una de sueño. —No se preocupe, es con mucho gusto —le respondí indicando que no me debía nada. Todos en la mesa me miraron con extrañeza. En la cárcel todo se paga. Como está prohibido el dinero, generalmente se paga con comida o vicio; y tanto el más mínimo favor, como la más pequeña ofensa, se paga o se paga. Pero, ¿cómo podría cobrarle a un hombre, que apenas si sabe juntar las letras, por hacer algo que a mí me resulta natural? No puedo. Aunque las galletas se ven deliciosas; pero no puedo, no me nace hacerlo. Nos damos la mano y, por primera vez, lo veo sonreír.

Mientras caminaba de regreso a la mesa, con la sonrisa de Castañeda en mi mente, por un momento sentí que llevaba un mazo en mis manos, un gran martillo de los que usan para demoler paredes o picar grandes piedras. Me vi a mí mismo con el pecho henchido de una fuerza nueva. Sentí energía recorriendo mi cuerpo, una energía placentera, gratificante, sublime. Sin saberlo, a través de un pequeño acto de servicio, acababa de desatar la fuerza más poderosa del universo... la fuerza del amor. Y el amor... es furioso.

CAPÍTULO 05

«AMOR FURIOSO»

Las palabras de mi esposa durante la llamada de la mañana fueron un batido de proteína para mi fe. Usando el tono con el que se dan las buenas noticias, me dijo: —Amor, hay una cárcel llamada «Los Yarumos», es un lugar cercano donde llevan a quienes trabajan con el gobierno, es un lugar especial, como una granja; de hecho solo hay 8 detenidos allá en este momento. —¿8? —Pregunté incrédulo. En Pedregal éramos más de 2000, no me cabía tal proporción de espacio en la cabeza. —Sí, 8. Pero eso no es todo, ¿Adivina qué? Su tono me puso ansioso.

—¡Te conseguimos un cupo allá! —Gritó. —¿Qué? —Grité muy fuerte—. Creo que me escucharon todos los chancludos que hacían fila tras de mí esperando el teléfono. Y en mi grito había nervios, alegría y la incapacidad de creer semejante noticia. —Sí mi amor, te conseguimos un cupo allá —dijo mi esposa con una explosiva felicidad que me contagió de la inmensa dicha que había en casa. —¿Y entonces ahora qué hay que hacer? —Pregunté afanado, porque se acababa mi tiempo en el teléfono. —Debes escribir una carta solicitando el traslado, dirigida al director nacional del Instituto Carcelario, y me la entregas en la próxima visita. Allá te cuento los detalles; yo le anexo la constancia de que tienes un cupo disponible en la cárcel de los Yarumos y envío ambos documentos; y, por ley, deben trasladarte en máximo un par de semanas. —¿Eso es todo? —Seguía siendo incapaz de creer tanta belleza. —Eso es todo. —Me dijo, aún más feliz que al principio de la conversación. Atónito por la noticia, corrí rumbo a la ducha envuelto en la toalla y me pregunté si habría llegado el fin de mis días en Pedregal. Entonces compuse una escena en mi mente. Me vi saliendo del patio, llevado por los guardias hasta el primer piso; vi que se abría la misma puerta por donde entré, y los rayos del sol, encandilándome, me devolvían la vida. Pensé en el otro lugar ¿Cómo sería? Claudia dijo que era una especie de granja. Imaginé el olor de la hierba entre mis manos, imaginé un sembrado de zanahorias, me vi feliz con mis manos y mis uñas llenas de tierra; quizá una celda para mí solo, quizá un baño con una puerta, quizá un plato en lugar de una coca; quizá podrían visitarme una vez a la semana. ¿Podría estar a solas con ella? Lo imaginé todo, lo vi todo, por un momento llegué a creerlo. Ávido de información hice mis averiguaciones sobre la cárcel de los Yarumos, pero no le revelé a nadie que tenía un cupo allí. Supe que era un lugar muy especial, donde solo permanecían altos funcionarios, senadores,

alcaldes, fiscales y, en general, políticos de alto rango. Y que para acceder a un cupo en ese sitio, se requería una autorización firmada por el mismísimo Secretario de Gobierno de Antioquia, y yo ni siquiera sabía quién era tal dignatario. No hallaba explicación alguna sobre cómo mi esposa había conseguido un cupo en semejante lugar para mí, un simple policía. Sin perder tiempo conseguí una copia del Código Penitenciario. Es la ley que rige las cárceles del país. La cambié por el contenido de una lata de atún —Las latas de atún, adecuadas a un palo de escoba son puntas de las más peligrosas, por eso, en esta cárcel, venden el atún en un vaso desechable, sin la lata.— Leí el código vorazmente, estudié todo lo que decía sobre los traslados y un sinfín de normas y prohibiciones, pero también encontré que, por lo menos en el papel, la ley hablaba de ciertos derechos para quienes estuviéramos privados de la libertad. Esa misma tarde escribí la carta a mano solicitando mi traslado. En unas semanas la entregaría a mi esposa durante su visita. Hasta cierto punto de la historia de Colombia, los paramilitares fueron aliados a escondidas de la Policía y el Ejército en contra de la guerrilla, pero luego, cuando los paracos se hicieron incontrolables, hubo una guerra abierta, y todos perseguían a todos. Por eso me sorprendió la invitación que Castañeda me hizo al día siguiente. De nuevo su macilento mensajero se acercó para informarme que «el Viejo» quería hablar conmigo. Caminé hacia su mesa, lo saludé y él pidió que nos dejaran solos. Él tenía una camisilla blanca igual a la mía y a la del Rolo; pensé que, querámoslo o no, uno termina pareciéndose a quienes lo rodean. Una mesa con seis sillas sin espaldar, dos de ellas ocupadas por un jefe paramilitar y un policía, una cajetilla roja de cigarrillos baratos, dos pocillos plásticos, café humeante, doscientas cuarenta y ocho miradas cargadas de intriga, una pregunta en mi interior ¿Para qué me volvió a llamar?

—¿Cómo vamos mi cabo? —Hizo la pregunta mirando al vaho que salía del café y luego levantó su rostro, se quitó sus gafas y descubrió ante mí su mirada serena. —Bien señor, muchas gracias ¿Y usted cómo ha estado? —Bien, ¿Usted sabe de leyes? —Me preguntó mientras encendía otro cigarro con la colilla del que acababa de fumar. —Uno en estos procesos termina sabiendo cositas, pero no gran cosa, no soy abogado. —Respondí. Hizo una pausa, expulsó una bocanada de humo y agregó: —Usted tiene un Código Penitenciario. —Creo que en realidad quería recordarme que sabía todo lo que pasaba en el patio. —Ah, solo unas fotocopias. —Es la misma cosa —advirtió con la practicidad que se gana con los años. —Pues sí, es la misma cosa. —Concluí. Me hizo señas para que me acercara a escucharle a modo de secreto y me dijo: —Lo que pasa es que alguien de la guardia me quiere mandar para otro patio, para el C, y... pues, yo allá no duro veinticuatro horas. Y añadió con cara de quien confiesa un pecado: —Yo estoy colaborando con la justicia. Castañeda se había desmovilizado de los paramilitares. Él y centenares de excombatientes habían cambiado el monte y las balas por unos años de cárcel y unas cuantas delaciones. Luego supe que algunas de las personas a quienes él había delatado estaban tres pisos más abajo, en el patio C. — Esperándolo para ajusticiarlo—. Entonces me pidió un favor: —Esta noche vienen por mí, ¿Usted cree que pueda hacer alguna carta o algún papel para que no me saquen?

Mi reacción fue decir: —Jmmmm —Y me rasqué la cabeza ante semejante responsabilidad, porque no veía cómo ayudarle. Al ver mi respuesta, Castañeda dijo: —Jmmmm —Y también se rascó la cabeza. Sin embargo, corrí a la mesa por las copias de mi Código Penitenciario y comencé a buscar algo que pudiera impedir el traslado de aquel excombatiente. No tardé en encontrar un artículo que hablaba sobre el trato preferencial para personas de la tercera edad y, como dirían los abogados, «por ahí me metí». Alegué en mi solicitud a la Directora que el patio F era el único habilitado para personas de este grupo poblacional y argumenté la petición lo mejor que pude. Ah, y escribí la misma carta dos veces más, para anexar copias para la Procuraduría General de la Nación y la Defensoría del Pueblo explicando el caso. Hice que Castañeda las firmara con sus toscos trazos y le expliqué muy bien el paso a seguir: —Cuando vengan por usted, muestre las cartas, principalmente la que va para la Defensoría del Pueblo. Y dígale a los guardias que, de acuerdo a la ley, no debe ser trasladado para otro patio. Ojo pues, haga mucho énfasis en mencionar la Defensoría del Pueblo. —Había escuchado que esa era la única entidad gubernamental a la cual la cárcel demostraba cierto respeto, y me la jugué por ahí. Esa noche, tal como lo predijo, vinieron por él. Desde la reja de mi celda vi cuando el guardia de turno abrió la celda de Castañeda y lo llevó hasta la garita donde lo esperaba un cabo del Instituto Penitenciario. Iba vestido con una pantaloneta negra, la camisilla blanca y chanclas transparentes; llevaba en su mano las cartas que le hice. Entraron a la garita. Desde donde estaba, ya no pude ver más. Diez minutos después vi que el mismo guardia regresaba con él y lo encerraba de nuevo en su celda. No supe qué había pasado, pero comprendí que, por lo menos esa noche, mis cartas habían

servido para proteger la vida de alguien. No sabría decir si era un amigo o un enemigo mío. Solo sé que en ese instante, como en una visión, de nuevo sentí en mi mano el peso del gran martillo, y de nuevo, una descarga de energía recorrió mi cuerpo erizando los vellos de mis brazos; y en el silencio de aquella noche, mientras sujetaba la reja de mi celda, mi pecho se engrandeció al respirar del aire que da la satisfacción de hacer el bien. Y, también en silencio, le di gracias a Dios. Al día siguiente Castañeda me actualizó de lo sucedido. Según sus averiguaciones, quien estaba presionando su traslado era un mafioso del patio C que quería ajustar cuentas con él, y para ello habría ofrecido algún dinero al cabo de la Guardia para que le llevara a su delator; pero la noche anterior, al ver las cartas dirigidas a las entidades de control gubernamental, el uniformado lo pensó mejor y terminó desistiendo de su propósito. Después de ese momento, al calor de su gratitud y algunos tintos, aquel excombatiente me contó su historia. Una historia que comenzó cuando, dejando atrás a su esposa e hijas en una humilde casa del Urabá antioqueño, un día se marchó para escribir capítulos enteros de guerra con su propia mano. Y nunca volvió. Volví a mi mesa, al día a día, a mis cartas, a mis clases de tigriña con el africano y a mis caminatas en contravía saludando. Pero había algo nuevo en aquellos recorridos. Ahora, cada vez que me encontraba con un caminante que perteneciera a la organización de «el Viejo», cuando los miraba a los ojos y les decía: «Buenos días», ellos, mirándome a los ojos, y en el tono con que hablamos los hombres a quienes respetamos, también me decían: «Buenos días Durán».

LA DIRECTORA

El Rolo no tenía buena cara cuando me buscó semanas después. Me pidió que lo acompañara hasta el extremo del patio donde en las mañanas se reunía la iglesia de los desafinados —De los cuales yo era el peor cantante —. En voz baja y siempre pendiente de su entorno, me puso al tanto de los planes de Manrique. Me explicó que había descubierto que uno de los hombres que redimía pena en el taller de maquila, estaba subiendo una o dos puntas por semana al F. Pero eran puntas extralargas, superiores a las que ya había en el patio. El sujeto, de alguna manera, accedió a un salón del penal que estaba en remodelación, y robaba varillas de hierro; mismas que partía en trozos de hasta 50 centímetros de largo y que luego escondía bajo su axila, prensaba con su pantalón, y así las subía hasta el patio. El hecho era que en cuestión de días completarían tal número de puntas, que les alcanzarían para armar a cada uno de sus hombres, y entonces, volverían a atacarnos; pero ahora su plan era enrastrillarnos a todos, es decir, sacar a los veinte policías por la fuerza del patio. Vivos o muertos. —La cosa es seria —Me dijo el Rolo en un tono de preocupación que pocas veces llegué a notarle. Y agregó con cierta jocosidad: —Ya sé que estás de amable con todo el mundo, pero a la hora de la verdad eso no te va a servir para nada. Yo guardé silencio. —Vamos a amotinarnos mañana —Sentenció. Esa noche escudriñé mi Biblia y el Código Penitenciario. En ambos buscaba lo mismo: una luz. La información del motín llegó a oídos de la Directora, y a la mañana siguiente, un grupo de guardias condujo esposado a cada policía del patio hasta su oficina en la Dirección del penal.

Un salón enrejado, muchos guardias, muchos policías y la Directora: una dama rubia, de mediana estatura, vestida de sastre gris y tacones altos, en sus treinta quizá; en mi opinión, demasiado joven para ese cargo. El Rolo tomó la vocería y explicó el riesgo inminente que corríamos al compartir patio con todos los demás grupos, y yo expuse el rayito de luz que había encontrado la noche anterior: un artículo del código que ordena que los policías y militares paguen sus condenas en sitios de reclusión especial, como batallones o unidades policiales, precisamente para garantizar su seguridad. Ella nos escuchó a ambos y, en el tono sereno de quien se sabe con la sartén por el mango, nos pidió calma y prometió sus buenos oficios para buscar nuestro traslado a cárceles que tuvieran patio para policías o militares. Con la magia que tienen las mujeres, selló su promesa insinuando una pequeña sonrisa y así conjuró el motín. Antes de que nos esposaran para salir, me acerqué a ella, la saludé y le extendí mi mano para presentarme. Ella aceptó mi saludo y en 30 segundos le hablé de mi formación en comunicación social, y de mi experiencia en la producción literaria y audiovisual. Y usé de nuevo aquellas cinco poderosas palabras: —¿En qué le puedo servir? —Ella me respondió con un gesto silencioso que interpreté como un «déjame masticarlo». Veinticuatro horas después, unos cincuenta guardias se tomaron el patio por asalto y realizaron una de las requisas más minuciosas que cárcel alguna haya visto. Llevaron perros que olfatearon cada recoveco, cinceles y martillos con los que abrieron grietas en los muros sospechosos, detectores de metales que buscaron en cada palmo de nuestra desnudez. Uno de aquellos guardias, cincel y martillo en mano, caminó directo a una de las columnas grises que sostenían el techo, y en su base, perforó hasta remover una falsa tapa de cemento; era la caleta de las puntas de Manrique. Sacó de allí todo un arsenal de puntas, varillas y cuchillos.

Al terminar la requisa, el capo gritó a los cuatro vientos su deducción; según él, los policías éramos unos sapos que nos habíamos reunido con la Directora para «sapiar» todo lo que había en el patio. Hubo entonces un conato de gresca, pero alias «48», el líder del patio, con dos gritos calló a cada bando. En realidad, ninguno de los policías había delatado nada. El único que se acercó y habló con ella un momento aparte del grupo, fui yo, el saludador. Una semana después, mientras caminaba, escuché el grito del hombre parlante: —¡Vea, ese Durán Solano... ¡llegue! —Siempre me causó gracia que dijera «llegue», en lugar de «venga». Era la frase que él usaba cuando requerían a un interno en la garita del guardia. Bien sea porque tenía una visita de su abogado, o porque lo buscaban de las oficinas administrativas para algo, o para que se preparara para salir a alguna audiencia en los juzgados; o para que empacara sus cosas porque le había llegado el traslado... o la libertad. Por eso siempre anhelé escuchar mi apellido en los gritos de aquel hombre, y cuando escuché que me llamaba corrí como un niño al que llaman a jugar. Ilusionado, esperanzado en alguna buena noticia. Seguía siendo ingenuo. Un guardia me esperaba. Verificó mis apellidos, me esposó y me pidió que lo acompañara. —¿Y Ahora qué pasó? —Me pregunté mientras bajaba escalas y más escalas; hasta que llegamos a la sala de recibo de la oficina de la Directora. Ella, al salir, ordenó que me quitaran las esposas, y sin protocolo alguno me preguntó: —¿Usted sabe algo de televisión? Creo que mi rostro se iluminó, y también sin protocolo le respondí: —Doctora, televisión es mi segundo apellido.

De regreso al patio, mientras subía escalas y más escalas, miré las esposas de acero que ataban mis muñecas y pensé que las cinco palabras algún día serían más fuertes que ese metal. Lo creí porque la Directora me ofreció dirigir un proyecto para montar el canal de televisión interno para la cárcel. Eso significaba que a partir de ese momento, comenzaría a rebajar mi pena con trabajo, y que por cada tres días que trabajara, rebajarían uno de mi condena. Es decir, ese día Dios me permitió acortar en varios años la distancia que me separaba de mi amada, de mis hijos, de mi casa. Entonces, mientras caminaba con las manos esposadas en frente, con un respiro profundo recordé la segunda noche en el calabozo de castigo, y con una sonrisa le dije: «Sigo creyéndote».

AMOR CONJUGADO

La rebaja de pena por trabajo o estudio es un derecho para todo detenido, pero solo en el papel del Código, porque en el mundo real depende de la disponibilidad de cupos que haya en las aulas de clase o en los talleres de trabajo. En Pedregal hay 2065 hombres detenidos y 300 plazas para rebajar pena; algunos internos llevan años esperando una oportunidad. Por eso, haber obtenido un cupo para rebajar la pena, tan solo dos meses después de mi detención, aunque fue un privilegio, se prestaba para otras interpretaciones. Mi actividad requería asistir todas las tardes a las oficinas de la Dirección, con el fin de realizar un proyecto escrito con todos los requerimientos para tener un canal de televisión interno. Mis salidas diarias generaron intriga en mi entorno, entonces traté de ver el ajedrez desde lo alto, desde donde el jugador ve todas las fichas, y encontré el siguiente panorama: para Manrique y su combo, los policías éramos sapos, y a alguien iban a cobrarle la pérdida de las puntas; para los demás policías, yo era un sospechoso

porque saludaba como loco, hablaba con los paracos, estreché la mano de la Directora un día antes de que hicieran la requisa, y ahora estaba saliendo del patio todos los días rumbo a la Dirección. Y ni hablar de los comentarios del «Mochacabezas». La estrategia del amor estaba fisurando el statu quo del patio, y como cada acción genera una reacción, comprendí que el amor, también puede generar odio. ¿Debería reajustar mi estrategia? Me pregunté mientras escribía algo en mi mesa, estaba siendo movido por el temor de convertirme en un indeseable que terminara enrastrillado por cualquier bando. En ese momento, un joven guerrillero que nunca había respondido a mis saludos, se acercó a mi mesa, era un hombre delgado, moreno, con una especie de parálisis en su brazo derecho y parte de su cuello que le obligaba a caminar siempre erguido. Con cierta timidez en su hablar, me dijo: —¿Me puede hacer un favor? —También llevaba una hoja en blanco en sus manos—. Pensé por un instante, si sirvo ahora a los guerrilleros avivaré el fuego de mis enemistades; pero las cinco palabras poderosas brotaron de mi boca instintivamente antes de que pudiera decir cualquier otra cosa... —¿En qué te puedo servir? Mientras le escribía una solicitud para un examen médico, el joven guerrillero me contó que una bala de fusil alojada en su hombro había sido la causante de su parálisis. Al entregarle la carta, quiso saber cuánto me debía y le respondí lo mismo que al viejo Castañeda —nada— entonces el hombre, extendiéndome con dificultad su mano casi paralizada, esgrimió una sonrisa de gratitud y se fue con su carta lista en la otra mano. La bala que estaba alojada en su hombro la había recibido durante un operativo en el que lo capturaron un par de meses atrás. La disparó un policía. ¿Debería reajustar mi estrategia? —Me pregunté otra vez—. Pero sentí la satisfacción de este pequeño acto de servicio, la gratitud de quien fuera mi

enemigo, el mismísimo poder del amor de Dios fluyendo por mis venas y convirtiéndose en palabras sobre hojas para todos los bandos, y ese día comencé a entender por qué el amor es furioso, porque cuando se ama de verdad, uno se siente capaz de comerse al mundo; y si para volver a casa tenía que fisurar el statu quo de la peor cárcel de Medellín Colombia, ya no quería fisurarlo… quería romperlo del todo. Entonces, abiertamente me dediqué a escribir para quien lo necesitase, un paraco trajo a otro, y el joven guerrillo a sus camaradas. Pronto el patio entero lo supo: «Durán escribe cartas y no cobra». Entonces llegaron hombres de todos los bandos, delincuencia común, secuestradores, acusados de abusos, exmilitares. En las mañanas escribía para ellos, y en las tardes para la Dirección. Escribí de todo: cartas de amor y despecho, solicitudes para cuanta dependencia existe; aprendí a redactar acciones de tutela y derechos de petición; escribí listas de pedidos para la tienda de la cárcel, cartas para las internas del bloque de las mujeres, cartas alegando inocencia, cartas pidiendo perdón, cartas y cartas y cartas. Y entonces, con el pasar del tiempo, entre saludos, palabras que caían sobre las hojas en blanco, y apretones de mano, comprendí que el gran estratega eterno, como un padre que enseña a su niño a leer, me estaba enseñando a conjugar un verbo; un verbo que abre las puertas del lugar más inaccesible: «servir». Más que un verbo, un arma, puro amor conjugado, amor materializándose. Ese día, él respondió mi pregunta sobre cómo habría de amarlos, pues, indiscutiblemente, cuando sirvo, amo. Servir, qué verbo tan desafiante, propio de quien fue capaz de lavar los pies de sus discípulos sin esperar nada a cambio.

UNA PALABRA

El 1067 fue el primer número que llamaron aquel día de visita. De nuevo corrí por escalas y pasillos rodeados de guardias hasta llegar al sótano de visitantes. Esta vez mi esposa estaba sola pues no había autorización para menores de edad. Mi mente hizo una captura de pantalla con el negro de su cabello, el blanco de su piel, el rosa de sus mejillas acaloradas, el rojo de sus labios, las finas líneas de su silueta y el brillo en nuestra mirada. Y guardé la imagen en la carpeta de «lo que realmente importa». La abracé con los bríos de un toro recién salido a la plaza, y levantándola, le di un par de vueltas. Y en el lenguaje de los besos nos declaramos amor sin palabras. Tomamos una mesa. Pronto el salón estuvo repleto de visitantes. Hablamos de nosotros, de nuestros hijos, de la familia, de nuestros amigos, del traslado, de lo divino y lo humano. Me contó que había conseguido trabajo. Nunca nos soltamos de las manos. Ah, y le entregué las cartas para la familia y el traslado antes de que sonaran los silbatos… solo para prevenir otro de mis olvidos. Claudia fue modesta al explicarme cómo había conseguido un cupo para mí en la cárcel de los Yarumos, pero con el tiempo supe que tal logro requirió de una gran suma de voluntades. Desde cientos de personas que firmaron un documento a mi favor, hasta una titánica gestión de mi amigo Andrew McMillan, pastor principal de la Comunidad Cristiana de Fe de Medellín, lugar donde yo servía como voluntario hace algún tiempo, escribiendo y dirigiendo obras de teatro y producciones audiovisuales para las familias de la ciudad. Él, en compañía de varias personalidades locales, tocó puertas en las más altas esferas del gobierno departamental. No fue algo sencillo, pero lograron que, entre los 2065 presos que había en Pedregal, se asignara 1 cupo para la cárcel de los políticos, y yo no era político. La despedida de aquel día fue serena, la posibilidad de un traslado era una luz. Días después, mientras escribía el proyecto de televisión en las oficinas administrativas, me di cuenta de varias cosas. Primero, que quien respondería a mi solicitud de traslado era una junta de funcionarios que se

reunía cada mes en la ciudad de Bogotá; y segundo, que había cientos de solicitudes de traslado sin responder por delante de la mía. Pasarían muchos meses antes de que me llegara una respuesta; y la respuesta podía ser un sí, o un no, eso dependía de las consideraciones de la junta de traslados. Es decir, tener un cupo en los Yarumos no los obligaba a trasladarme. Entonces, aquella luz del traslado que tanto me animó, comenzó a consumirse; y a su vez, fue robándonos oxígeno a mí y a mi familia, porque la espera de una respuesta que no llega aumenta la ansiedad, y tiene la desesperante capacidad de posarse sobre el reloj y alargarnos el tiempo. Seguí escribiendo, seguí saludando, seguí creyéndome la mentira de que estaba aprendiendo tigriña —no recuerdo ni una frase— pero aprendía de la fe de Kibrom y me motivaba su buena actitud frente a todo, busqué escapatorias en el ejercicio, en los cánticos desafinados, entre la tensión de las requisas de la Guardia, presenciando las peleas del patio, huyendo de los gases lacrimógenos, en los sueños con ella; presencié lo bueno y vi mucho de lo que hace al hombre menos humano. Y, al pasar un par de meses, descubrí que en realidad nunca había escapado. Cierto día vi al Rolo hablando con alias «48». No parecía una conversación amable. El Rolo era quizá el mejor peleador de la cárcel, pero «48», además de tener el respeto de todos los combos, era un digno exponente de los afrodescendientes colombianos: dos metros de estatura y unos brazos que triplicaban el tamaño de los de cualquiera de nosotros. Su presencia inspiraba algo que rozaba con el temor. Pero aun así, el patio se estaba descontrolando y, al parecer, los reclamos de orden por parte del Rolo no le gustaron. Terminada la conversación, el Rolo caminó hacia mi mesa, venía airado, resoplando; sin embargo noté un cierto tono de satisfacción camuflado entre sus palabras cuando, sentándose frente a mí, me dijo: —«48» va a renunciar. Necesitamos un nuevo líder que le ponga orden a esto y que nos represente ante las directivas. Queremos que sea usted Durán

—. Y agregó que varios bandos me ofrecían su respaldo, incluyendo el de Castañeda y sus paracos. En el patio hay unos diez combos o «razones», son grupos de hombres a quienes unen lazos muy fuertes, lazos que han construido con sangre, y que solo de esa forma podrían deshacerse. Algunos se forman al dedicarse a una actividad delictiva similar, como paramilitarismo o subversión, otros por raza, como los afros, o el clan de los caciques; otros por manejar el negocio de los alucinógenos o por consumirlos; por sus lugares de origen, preferencias sexuales, etc. Combos, combos y combos. Pero por mucho odio que se tengan entre sí, hay algunas leyes no escritas que este monstruo gigante llamado Pedregal impone a todos por igual. Está permitida la marihuana y la cocaína, pero nadie usará pepas. Se vale ojo por ojo, diente por diente y piel por piel. Todo se paga, deuda, favor u ofensa nunca serán gratis —aunque la estrategia del amor ha fisurado esa norma—, la palabra vale como en el tiempo de los viejos. Se vale pelear, cobrar por la fuerza, tomar ventaja de ser necesario, pero jamás se valdrá delatar a alguien del patio. Llegado el caso… Sálvese quien pueda, y nadie ha visto nada. Esa es la ley, así son las cosas por aquí. Conocer esa ley, hacerla respetar y mantener el caos ordenado, sería mi función como líder. El problema es que llevo unas leyes distintas por dentro. Una semana después —tras una votación a la que se opuso fieramente Manrique con todo su combo— el patio aquel de guerrillos y paracos, de reyes dementes y peones insensatos, el mismo que me dio la bienvenida con voces y ladridos y que, aferrándome a mis niñas me vio llorando, ahora, tocado por la ilógica estrategia del amor, me ve sobre una vieja mesa con mi camisilla blanca y mi mano empuñada en alto sostenida por ellos... Soy su nuevo líder. ¡Ámalos! me dijo un día. Ámalos. Una palabra.

CAPÍTULO 06

«TRAGANDO SAPOS» Después de la votación caminé hacia la celda. En el trayecto recibí algunos apretones de mano y palmadas en el hombro. Ya en la 212, colgué la sábana desde la plancha de arriba para formar mi lugar secreto y me postré envuelto en la cobija roja buscando dirección sobre cómo liderar a 249 hombres con formas de pensar tan particulares; algunos de ellos «copados», es decir, con una pena tan alta que pueden cometer cualquier otro delito dentro del penal y, por ley, ya no pueden incrementarles sus penas. Eso hace que nada les importe, o lo que es lo mismo: que estén dispuestos a todo. Creo que sentí el temor de quien mata el tigre y se asusta con el cuero. Aparte de eso, hacía un par de semanas había sido encargado de compartir un mensaje cada domingo en la iglesia del patio. No soy un pastor ni un sacerdote, pero he visto que mis palabras o mis textos pueden ayudar a levantar la fe y el ánimo de otros; y sostener un buen ánimo aquí es casi tan importante como el alimento físico. Es el alimento del alma. Además, en el proceso de animar a otros, me animo a mí mismo. Entonces, ahora los ojos de los asistentes a la iglesia, de cierta forma, me veían como un referente; y no quisiera hablar de paz los domingos y desayunar ordenando violencia los lunes. De otro lado, Manrique y su combo están pendientes de lo que hago; apenas fui nombrado, y ya piden mi cabeza en cada corrillo del patio. Me pregunto cómo lideraré entonces un grupo que se rige por leyes violentas sin apartarme de la estrategia del amor.

El desayuno de la mañana siguiente trajo algo especial. Hay dos cosas que son casi sagradas en el extraño mundo del patio: la comida y la droga. Por ambas pueden matar de ser necesario, para conseguirla o para cobrarla. Y así como existen microcarteles de alucinógenos, también hay uno que trafica con comida. Yo la llamo «la comida del rey». Dos internos y un guardia traen la comida en canecas y la entregan a los tres internos que la reparten en el patio. Pero antes de repartirla, estos tres internos sacan primero una muy generosa porción para ellos, pues muchas veces no alcanza para todos, y no serán ellos quienes se queden sin comer. A esa generosa porción le agregarán la comida de los que estén enfermos, o por fuera del penal en una audiencia y, como por arte de magia, los mejores pedazos de carne cocinada —no se prepara ningún alimento frito en Pedregal—. Así terminará siendo una gran coca plástica llena de comida. Esa comida es arreglada con algo de sal, guiso y uno que otro aliño conseguidos de contrabando y luego será traficada en el patio. Así las cosas, mientras algunos comemos huevo cocido frío con un pan, otros desayunan calentado con carne, pollo y arroz que, a decir verdad, se ve muy provocativo. Esa es la comida del rey. Pedregal es una cárcel que prohíbe ingresar cualquier tipo de alimentos desde afuera del penal. Aquí la comida escasea de tal forma y es de tan mal sabor que cada célula de mi cuerpo desea comer aquel plato extra; bajo estas circunstancias es una sensación netamente primaria, instintiva. Deseo hacerlo, y sinceramente no sé si pueda negarme a recibirlo. De los 250 internos, apenas unos 15 acceden al plato, bien sea pagando o por ocupar determinada posición en el patio. Ser el líder da derecho a comer la comida del rey, es decir, en este desayuno puedo pasar del huevo frío al calentado con carne y pollo. Y quien la reparte, de inmediato me ofrece. Camino a la mesa donde tantas cartas he escrito. Mi coca plástica lleva el mismo huevo frío de cada día. Atrás quedó la posibilidad de comer como un rey de cárcel. Mi infantil deseo de ver un mundo mejor sigue en

contravía del statu quo. Es más, no sé cuánto tiempo me tome, y sé que voy a ganarme unos cuantos enemigos más, pero voy a acabar con ese cartel de las comidas. 11:00 de la mañana, hora de iniciar la fila para recibir el almuerzo. Ubicarse entre los primeros significa alcanzar un poco de ensalada de cebolla con tomate, pero la sopa será muy aguada, pues lo mejor, el grueso de la sopa, se va al fondo de la caneca, o bongo, como le dicen en este lugar. Y si se hace la fila al final, habrá sopa cargada, pero ya se habrá acabado la ensalada. El truco es buscar el medio. El problema es que todos ya saben el truco, y esto genera tamaño desorden de colados en la fila para obtener una buena porción de lentejas y ensalada. Y quién más si no el nuevo líder del patio para conjurar tamaño caos. Será un día para ganar, también para perder. Organizar una fila de 250 hombres con hambre que rechazan todo tipo de autoridad no es algo sencillo, y menos cuando ya se colaron unos 50 a la fuerza. Hablando de comida, eso es lo que yo llamo un verdadero «chicharrón». El punto es que los colados no querrán ceder y los que hicieron la fila me reclaman orden. Comida y droga, aquí matan por eso. Con no muchas ganas, me doy a la tarea de organizar la fila. Desde el apretujado tumulto unos gritan, otros se quejan, otros reclaman, y uno me insulta. Es un reconocido cabecilla de las ligas de Manrique con aspiraciones a líder, un hombre alto, delgado, vestido con una sudadera azul completa, como para ir a trotar un domingo en la mañana, y un par de cadenas sobre su pecho. Está acompañado de dos de sus peones. Cuando me acerco a él, se destapa en ofensas contra mí por tratar de llevar orden a donde se ama el desorden. Conservando la paciencia me acerco un poco más y trato de explicarle que busco un bien general y que atiendo los reclamos de los mismos compañeros, pero me responde tan airada y ofensivamente que no puede ocultarlo, es algo personal. Me tilda de metido, de sapo, quiere desautorizarme. Siguiendo con el tema de cocina,

está «midiéndome el aceite». Quiere saber qué clase de hombre dirige ahora el patio. Quisiera liderar este patio con prudencia, haciendo caso omiso a las críticas y comentarios de toda índole; y aunque la violencia parece ser innata a la cárcel, no quisiera involucrarme en una riña. Ser líder aquí implicará impedir algunas peleas y permitir otras, evitar algunos temas y encarar otros. Es algo realmente complejo. Otro mundo, otras normas. El hecho es que los insultos de este hombre han logrado tocarme, y siento cómo la prudencia y la estrategia del amor toman alas y comienzan a alejarse. Trato de atacarlo usando solo palabras, recalcándole su falta de cultura, pero él resulta mejor que yo en eso y se destapa en toda clase de improperios. Para este punto la situación está muy tensa y los ojos de medio patio están sobre el pleito, de cierta manera está poniendo a prueba mi hombría ante los demás. Es un asunto que debo resolver solo. Entre tantos ojos están los de varios asistentes a la iglesia donde comparto algunos mensajes, hombres que siempre me han visto como líder de paz y de fe, y no quisiera defraudarlos. Mi ego, mi buen testimonio y la autoridad como líder. Tres gigantes combatiendo en mi interior. Doy dos pasos atrás, me quito mi camisilla y lo reto a salir de la fila, esperando a que dé un paso para recibirlo con un derechazo. Me ha vencido mi ego. El hombre me mira, y al verme transformado como nunca antes y decidido a todo, lo piensa mejor y declina, pero sus peones lo defienden y me amenazan; también los reto a salir de la fila para «arreglar» el problema. Ninguno sale. He ganado, he perdido. Un incómodo silencio se apodera del momento. Declino en mi propósito de organizar la fila, reclamo mis lentejas y algo de ensalada y me retiro en silencio hacia mi mesa, sabiéndome ganador de algo de respeto, y perdedor

de mi dominio propio. Ya sentado, intento comer pero debo esperar un poco, mi mano aún tiembla y no quiero que nadie lo note. No es miedo, es adrenalina, es sangre que fluye desde mi corazón hacia unas manos que desean amar, pero que atadas a mis instintos están dispuestas a pelear. Respiro. Tomo la cuchara plástica. Las lentejas frías me recuerdan que esto no va a ser fácil. De repente, junto a mi mesa, un par de internos se trenzan a golpes, algo tan habitual como el mismo hecho de comer. Por poco me caen encima, me retiro rápidamente de la mesa y observo cada golpe. Puñetazos certeros, sangre por boca y nariz, voces y ladridos. Ya no me sorprende, simplemente observo. Ya he aprendido que en la cárcel algunas cuentas solo se cancelan con sangre. Un guardia ingresa al patio abriéndose paso con su tonfa, y se los lleva. De regreso a mi mesa hay sangre salpicada en gran parte de ella, es evidente que ha caído sobre la vasija plástica en la que como, ha caído sobre mi comida. Nada que hacer, por mucha hambre que tenga no voy a comer eso. Al fin de cuentas, ni ensalada, ni sopa. ¿Acaso no podían haber peleado frente a cualquier otra mesa? Me quejo en silencio mientras boto mi comida en la caneca de la basura. ¿Realmente podré servir como líder de un lugar así? ¿Funcionará la estrategia del amor? ¿Hasta cuándo estaré en este lugar? Camino de nuevo hacia la mesa. Coca y estómago vacíos. —¡Durán! —Grita el joven guerrillero de la mano paralizada, quien hoy ayudó a repartir las comidas, y que además vio todo lo ocurrido. —Sobró comida —me dice mientras llena mi coca con una doble porción rebosante de lentejas acompañada de una serena sonrisa. Esa noche, tal como la anterior, envuelto en la cobija roja hice un balance de mi desastroso primer día como líder. En realidad no sabía en qué me había metido, y a decir verdad, pensé en renunciar ese mismo día, pero algo en mi

interior me motivaba furiosamente a seguir. Sentí el sabor mentolado de la dignidad al rechazar la comida del rey, probé la amargura de los insultos de mis contrincantes colados en la fila, y la insípida tristeza de dejarme dominar por mis impulsos; y aunque sentía que el patio me había dado la bienvenida con una patada en el trasero, al comerme esa doble porción de lentejas que me compartió el joven guerrillero, comprendí que Dios está muy por encima de los errores y desaciertos de sus hijos, y que así como aquel excombatiente me regaló otra porción de comida, con Dios siempre habría otro lugar en la mesa, otro plato de comida, otra oportunidad, otra serena sonrisa.

HÉROES Y VILLANOS

Una semana después, mientras un capitán de la guardia pasaba revista al patio C, un radio transistor del tamaño de la palma de una mano voló por los aires de un extremo a otro del patio, y con la precisión de un cohete teledirigido, se hizo pedazos al impactar justo en la cabeza del oficial. Además de varios puntos de sutura en la cabeza del uniformado, el «radiazo» ocasionó la prohibición de este tipo de aparatos en el penal. No había nada mejor para seguirle la pista al mundo que la compañía de un pequeño radio. Esa prohibición generó tanto descontento entre los internos que, al sumarle el hacinamiento, la falta de luz solar y la pésima comida, ese día, ningún preso de la cárcel Pedregal se dejó contar. Esa era la cuota inicial de un motín, porque si no se cuentan los internos mañana y tarde, no habrá control de fugas, no habría orden, es decir, la guardia perdería su autoridad, y la mejor forma de recuperarla es por la fuerza. Atados el uno al otro por grilletes, los líderes de los siete patios fuimos llevados hasta el bloque administrativo. Allí nos esperaban oficiales de la Guardia, la Directora y un escuadrón antimotines listo para imponer el orden. Había llegado la hora de negociar. Ellos nos tenían en sus manos,

pero, de alguna manera, nosotros también. Es increíble lo que el poder de la unidad puede alcanzar. Cada uno de nosotros expuso sus argumentos y peticiones, y después de un par de horas de negociación, fuimos llevados de regreso a los patios con una respuesta. Le pedí el favor a «el Parlante» que convocara a todos a la mesa del centro del patio. El hombre puso ambas manos alrededor de su boca como formando un altavoz, y en su particular pronunciación nasal y desafiante, gritó: —¡Vea, lleguen al centro, lleguen! —Este hombre y su «lleguen»... De pie sobre la vieja mesa gris del centro del patio los puse al tanto de la situación. La Directora se había comprometido a revisar el tema de los alimentos con el contratista encargado, y con tal de que volviera el orden, habíamos logrado que autorizaran de nuevo el uso de radios transistores. Entonces, de pie sobre aquella mesa, rodeado de amigos y enemigos, por primera vez en los meses que llevaba en la cárcel, pude ver un chispazo de felicidad colectiva, una sonrisa en muchos rostros a la vez, un poco de ánimo; es más, hasta hubo aplausos y algunos gritos de apoyo por la gestión. Para ellos era un pequeño héroe. Una semana después. El mismo grito de convocatoria de «el Parlante», la misma mesa del centro, y el patio entero escuchándome. En mi búsqueda de igualdad, he decidido cambiar a quien, repartiendo los alimentos, dirige el cartel de la comida del rey, y así se los informo. No hubo un solo aplauso, había pisado muchos cayos, fui abucheado, amenazado e insultado. Le di gracias a Dios porque no se consiguen tomates ni huevos crudos en la cárcel, o si no me hubieran lanzado hasta el último de ellos. Ahora era un pequeño villano. Volví a refugiarme en la cobija roja y en el silencio de la noche. De nuevo pensé en tirar la toalla. ¿Al son de qué estaba ganándome insultos y

amenazas por servir a quienes no agradecían mi servicio? Pero entonces, comprendí que el amor furioso también consiste en morderse los labios y pasar por encima de la ofensa. Yo lo llamo «tragar sapos». Me levanté y caminé hacia la rejilla junto al inodoro y observé a lo lejos las luces de la ciudad, y mordí mis labios pensando en cuándo volvería a casa; y entonces, supongo que como a muchos otros presos a lo largo de la historia, el silencio de aquella celda me gritó que todavía me faltaba mucho por aprender.

CONSTRUIR, DESTRUIR

Urbano es un compañero de celda con quien la obligatoria cercanía nos ha unido en otra valiosa amistad. Es un joven expolicía de cejas negras que sobresalen entre su rostro cada vez más pálido por la falta de sol. Alto, bien parecido, de contextura atlética. Su acento capitalino se complementa con la más refinada educación que pueda encontrarse en una cárcel. Ambos nos dimos a la tarea de recoger botellas plásticas vacías. A decir verdad, pagamos por ellas al encargado del reciclaje. Un pan por cada diez botellas de gaseosa. En una semana teníamos suficientes botellas para nuestro propósito: un par de pesas artesanales hechas con botellas llenas de agua. Por la misma vía negociamos dos palos de escoba. Tiempo de construcción. Tiempo de destrucción. Ahora necesitábamos algunas cuerdas para sujetarlas. Un viejo zapatero toma una bolsa plástica, la parte en tiras delgadas con la tapa de una lata de atún que ha adaptado como herramienta y que mantiene encaletada entre la suela de unos tenis, luego comienza a estirarlas lentamente, hasta que el calor producido por la fricción de su mano convierte el plástico en pequeñas cuerdas. Un pan más y ya tenemos suficiente cuerda para atar las botellas.

5:00 p.m. En el silencio de la celda, una a una atamos cada botella al palo de escoba. Dos hombres en chanclas, pantaloneta y camisilla armando pesas con botellas de agua. Me sorprendió descubrir cómo una actividad tan trivial podía distraerme tanto, hacerme olvidar por instantes de las presiones del liderazgo, de las quejas por la comida, de las tensiones entre bandos, del azul de las rejas, el gris del concreto y el olor húmedo del baño. Es más, me asombré al ver que el proceso de conseguir unas botellas, un par de cuerdas y unos palos, había llegado a emocionarme tanto, como a un niño que espera un regalo. Al día siguiente, después de armar las pesas, cortamos una sábana en tiras y las trenzamos para hacer una cuerda más resistente, de esas cuerdas colgamos un palo de escoba en lo alto de una reja del patio y así tuvimos un soporte para hacer barras dominadas. Era casi un gimnasio donde se podían hacer barras y pesas. Pronto comenzaron a llegar los clientes. Uno de ellos, un recién llegado al patio, más que marcar sus músculos, marcó tristemente mi vida. Le dicen «el Chino», aunque es más colombiano que el café de Juan Valdez, pero basta ver sus ojos rasgados y su cabello liso para comprender la razón del alias. No le pongo más de 20 años de edad. Muchos tatuajes, mucho músculo, mucha soledad en su mirada. —¿Puedo? —Me dice el Chino, mientras mira la barra. —Claro. —Respondo, y espero que se cuelgue y haga una serie de dominadas. Mientras el nuevo recluso hace sus barras, el Rolo se me acerca y en cinco segundos, hablándome al oído, me pone al tanto de su historial: «Está quemado a 30 años por doble homicidio, ojo que está loco. Es peligroso». Pero algo dentro de mí me dice que el muchacho necesita ayuda. —También hay pesas por si las querés utilizar —le digo buscando un acercamiento.

No me responde, ni siquiera me mira. Urbano hace su serie, yo hago la mía. El Chino se cuelga de nuevo y mi mente busca palabras para romper el cascarón de seguridad que el joven se ha autoimpuesto, quizá como mecanismo de defensa, quizá como resultado de la culpa y el peso de los 30 años de condena que carga encima. —Si las hacés abiertas te van a servir más para la espalda —le digo, esperando que un consejo de entrenamiento sea la clave para cruzar unas palabras. No responde. O por lo menos no con palabras. Suelta la barra, estira un poco sus brazos y se retira. —Te dije que estaba loco —me dice el Rolo, quien nunca le quitó la mirada de encima. De nuevo algo en mi interior me dice que debo ayudarlo. He caminado hace algunos años tratando de cultivar una relación personal con Jesucristo, ese proceso me ha enseñado que cuando un ser humano se dispone a tal acercamiento, además de muchas otras cosas, puede encontrar paz. La mirada del joven de ojos rasgados me contó que le urge un poco de esa paz. No quiero que simplemente escuche mis palabras, sino que escuche «la palabra», conozca el camino, comprenda la verdad… y halle la vida. De corazón sentí la necesidad de que aquel joven de los muchos tatuajes me escuchara. De corazón me propuse romper su burbuja de seguridad y regalarle algo de la esperanza que a mí me ha sido regalada. Y así lo hice día a día en el improvisado gimnasio. Después de muchos silencios, un día respondió mi saludo, y al siguiente un consejo, un par de semanas después juzgué oportuno el momento y me dispuse a hablarle de aquella esperanza, de aquel amigo, de aquellos ríos de agua viva. El Chino me miró como nunca lo había hecho, un abismo profundo se abrió a través de sus ojos negros. Vi temores y prejuicios fluyendo en un río de silencios, quizá un poco de desconcierto. Pienso que en su interior nunca se

sintió digno ni siquiera de hablar del tema. No dijo palabra alguna. Su actitud corporal me dijo «cállate». De pronto, un grito inesperado estremeció el patio: —¡Volante! —Se metió un escuadrón de guardias. Van a requisar todo. Van a acabar con todo. Tres minutos después, doscientos cincuenta hombres en ropa interior somos custodiados en el suelo mientras una jauría de guardias inspecciona detalladamente cada celda. Primero toman todo lo que haya y lo tiran al piso, luego examinan prenda por prenda rasgando lo que sea necesario, rompiendo envases, rasgando cartas, tumbando paredes; no quedará un palmo de espacio sin ser «revisado». Uno a uno nos pasan a un registro más íntimo. Cuando llega mi turno, un uniformado levanta su bastón de mando y lo pone sobre mi pecho indicándome que siga. La punta del bastón de mando tiene un pequeño artificio que, de ser necesario, genera pequeñas descargas eléctricas. Recordé cómo marcaba ganado hace años y sentí que, en cierta manera, también estaba siendo marcado. Mientras camino en ropa interior hacia el grupo que requisará mi desnudez, veo a un oficial de la guardia con las pesas en la mano. «Por favor no las dañes» le pido sin abrir mi boca, como si pudiera hablarle telepáticamente, queriendo creer que él me escucha. Él las revisa, su mirada encuentra la mía, lentamente las levanta con sus manos y, con la fuerza que da saberse al mando, las estrella contra el piso de un solo golpetazo. Las botellitas canjeadas por panes y las cuerdas de plástico hechas a mano vuelan en pedazos. Arranca las sábanas trenzadas y quiebra los palos. Miro a Urbano y le sonrío con la decepción que produce sentirse bajo el yugo de otro hombre. Mi joven amigo, entre dientes, menciona a la madre del oficial. Con mi mirada trato de decirle «no importa». Luego alcanzo a ver al Chino. Su mirada oscura me dice: «sí me importa».

Se termina la requisa. En el patio hay todo tipo de armas y drogas; y aunque esculcaron con sevicia, hoy no encontraron nada. La universidad del crimen ofrece una maestría en cómo ingresar cosas a la cárcel y esconderlas en lugares insospechados. Con el tiempo, supe que la técnica para entrar la droga consiste en prensar la marihuana o la cocaína dentro del dedo de un guante quirúrgico, luego ese dedo es a su vez empacado dentro de un condón lleno de café en polvo para evitar que los perros lo olfateen, entonces, la mujer encargada de entrarlo a la cárcel lo introduce en su cavidad vaginal. No habrá requisa capaz de hallar la droga en tal lugar. Sin metal alguno que la delate en la máquina detectora, ni perro capaz de olfatearla, la entregará durante la visita al encargado de subirla al patio. Para tal fin, el hombre hará lo mismo que ella, pero en una cavidad menos decorosa. Y así habrá droga, carteles y vicio en cada patio. Los guardias que requisaron el patio se han ido. Ya no hay pesas. Las frases motivantes que había pegado en las paredes de la celda me miran desde el suelo rasgadas en pedazos; a su lado, algunas prendas destruidas y mi cuaderno de apuntes deshojado. Al día siguiente, después del baño reglamentario nos filan para la respectiva contada. —¡Se repite! —Grita el guardia al encontrar solo 249 hombres. Cabeza a cabeza recuentan en voz alta. —¡Falta uno! —Grita de nuevo al final del conteo —¿Se habrá fugado alguien?— Pienso mientras miro a mi alrededor, tratando de saber quién falta, pero es difícil saberlo entre tanta gente. El guardia llama a dos uniformados más y uno de ellos revisa cada celda, mientras otro camina hacia los baños. Entonces me doy cuenta de algo. No lo veo por ningún lado… falta el Chino. De nuevo miro para todos lados, pero no lo veo. El guardia se acerca a los baños; deberá correr diez cortinas plásticas de colores para observar cada

ducha. Pido al cielo que no sea lo que estoy pensando. El uniformado corre una, y otra, y otra más. Cada una de ellas ante la mirada estática de dos centenares de hombres. Nadie habla, todos miran hacia las siete cortinas que faltan por correr. Al abrir la siguiente, mira hacia el interior de la ducha. Su expresión demuestra que ha encontrado algo. Cierra la cortina y llama a sus dos compañeros para mostrarles el hallazgo. Ellos, a su vez, llaman a dos internos de la primera fila. Nunca olvidaré aquel cuadro. Le dicen el Chino, tiene apenas 20 años y está condenado a 30 más. Su mirada oscura me dijo que lo ayudara, pero no pude hacerlo. Usando una cuchilla de afeitar, acaba de cortarse las venas en la ducha.

CAPÍTULO 07

«HACIENDO RUIDO» Después de un par de días volví a caminar. Después de un par de días dejé de pelear contra lo que no entendía. Entonces di un par de vueltas a las mesas en compañía de Praga, un joven expolicía que había sido designado como mi mano derecha en el liderazgo de los internos. Él es un hombre de extrema delgadez, misma que compensa con un tono de voz grave y profundo, y un acento marcial que lo reviste de autoridad. Ojos claros, ojeras oscuras, alma transparente. Siempre admiré sus conocimientos en derecho penal adquiridos sin poner un pie en una universidad. Ese día me actualizó sobre algo que estaba ocurriendo en el país. Algo que, con el tiempo, tocaría a nuestra puerta. Quiero decir, a nuestra reja. Mientras caminábamos me dijo:

—Durán, las celdas están llenas; y los calabozos de castigo, que son para una persona, tienen cuatro o cinco detenidos. No cabe más gente, y cada día llegan más y más presos, ¿sabe a dónde los están metiendo? —No sé. —A «la recepción» —contestó—. Sentí en él la indignación de quien sufre por los padecimientos ajenos. Esa tarde, al salir del área directiva, me las arreglé para ir a «la recepción». Quería ver qué era lo que preocupaba tanto a mi joven compañero. Encontré que cerca al sótano de las visitas, habían adecuado otro sótano como un calabozo que sirviera de recepción a los nuevos detenidos. La entrada a ese sótano era una diminuta reja del tamaño de la puerta de un baño. Caminé hacia la reja, a cinco metros de distancia sentí un fogonazo, una ráfaga constante de aire reciclado caliente salía de ella. Sentía que me acercaba a una hoguera. Proseguí. Había unos diez hombres sin camisa que apretujaban sus rostros contra la reja tratando de respirar un poco de aire fresco. El calor y el olor a sudor se intensificaban, avancé hasta ellos, hablé con el guardia custodio y le expliqué que yo era el representante de los Derechos Humanos del patio F, y me dejó dar una mirada hacia adentro. No era un calabozo, era un hueco adecuado como calabozo, sin entrada alguna de luz solar, una especie de tumba gigante, fétida. Vi un centenar de hombres de pie, sin camisa, atumultuados en el centro del lugar alrededor de la luz de unas bombillas amarillentas. Recordé una escena de una película en la que el protagonista busca a su perro en un edificio lleno de zombies, de repente abre la puerta de una habitación y descubre que está repleta de aquellas criaturas semidesnudas, también de pie, como en estado de hibernación... también muriendo un poco. Y sentí lástima, y sentí miedo. Llevaban meses allí. —Eso allá es un infierno —le dije a Praga al volver al patio.

—Mi hermano, y así mismo están la mayoría de cárceles del país. Ojalá aprueben la Ley de rebaja de penas —me respondió. —¿Cuál ley? —Pregunté expectante. El joven de ojos claros me puso al tanto de un proyecto de ley que hacía trámite en el Senado de la República para declarar la emergencia carcelaria. Esto debido a las condiciones infrahumanas en que vivían muchos presos en el país por causa del hacinamiento. La ley pretendía rebajar las penas para un gran número de condenados y permitiría acceder a la libertad condicional en menos tiempo. Mi corazón golpeteó mi pecho con ansiedad pues de inmediato reconoció un posible sendero a casa, un sendero para mí y para muchos detenidos. —¿Y cuánto tiempo se puede tardar la aprobación de esa ley? —Le pregunté. Mi joven amigo de ojeras oscuras sonrió. Yo ya conocía esa sonrisa, es la que se usa para las causas perdidas; para las cosas que sabemos que no ocurrirán, o por lo menos, no fácilmente. Agregó que no dependía de nosotros sino de los senadores. Ellos debían aprobarla, y luego el presidente de la república debería firmarla, pero ellos no tenían afán. No sé si mi respuesta fue ingenua o temeraria, pero en ella mezclé mi deseo de volver a casa, las imágenes de los zombies de pie en tumulto bajo la luz amarillenta, y la mano del Chino, que se descolgaba pálida e inmóvil cuando lo sacaron. —Tenemos que presionar —le dije. —¿A quién? —Me respondió extrañado. —Al presidente de la república. De inmediato corrí al Código Penitenciario a buscar algo, no sabía con certeza qué era, pero buscaba algo. Luego me reuní con el Rolo, después con Praga, hablé también con Castañeda y por último con un par de

comandantes guerrilleros. Quería sondear entre todos qué opciones tendríamos de hacer algo. Mi conclusión fue que la única forma que teníamos de ser escuchados era haciendo ruido. Mucho ruido. Nuestro primer grito fue por escrito. Amparado en el código, durante las noches, redacté a mano una acción de tutela solicitando el traslado de los policías y militares a unidades propias de las Fuerzas Armadas, pues, por obvias razones de seguridad, la ley así lo ordenaba. Una vez tuve el documento en la mano, más o menos unas veinte desvencijadas y amarillentas hojas, solo debía esperar a la próxima visita de mi esposa para entregárselo, que ella lo llevara ante un juez y entonces esperar una respuesta. Pero antes de eso, logré que una asistente de la Directora me regalara unas cuantas fotocopias de contrabando del documento, un favor casi que impensable en esta cárcel, y como se trataba de hacer ruido, repartí tutelas por doquier entre mis amigos policías y militares. Así las cosas, decenas de solicitudes de traslado llegaron a manos de los jueces. Ellos a su vez le escribirían a la Directora del penal para corroborar la información. Habíamos comenzado a presionar. Nuestro segundo grito fue desde todos los patios. En una reunión con los líderes de cada pabellón acordamos que cada hombre promovería y apoyaría en sus patios la redacción de todo tipo de solicitudes legales, tutelas, derechos de petición, quejas, cartas a la Dirección del penal, etc. Todo lo que hiciera ruido. Pero en especial escribimos a entidades de control y no gubernamentales, a cualquiera que pudiera ser nuestra vocera, a cualquiera que pudiera gritar por nosotros. En ningún momento pedíamos privilegios. Cada interno es consciente de las responsabilidades que debe asumir, pero eso no significa que no pudiéramos luchar por un espacio para dormir que no sea en el suelo, un rayo de luz solar, y un plato de comida digno de un ser humano. Tres semanas después vi cierto alboroto en la mesa de mis compañeros policías. Unos se reían, otros se cogían la cabeza con cierto asombro. Al

acercarme me recibió Urbano, el compañero de celda de las cejas pobladas. —Durán, le llegó el traslado al cabo Pedraza —me dijo sonriente. —No puede ser, ¿para dónde? —Para la cárcel de los policías —me dijo, con un entusiasmo que nunca antes vi en aquel joven amigo. Emoción que era comprensible, pues las tutelas habían comenzado a funcionar, y si a Pedraza le habían ordenado el traslado, por derecho de igualdad, posiblemente seguiríamos los demás policías. La cárcel a donde lo llevaban era una pequeña locación en las afueras de la ciudad, con no más de 20 internos, vigilado por los mismos policías, es decir, casi que un pequeño y cómodo cuartel. Adiós enemigos, adiós interminables filas, adiós al suplicio de las familias para la visita, adiós oscuridad, bienvenida la luz del sol y la comida decente, era prácticamente un paso hacia la libertad. Entonces vi al hombre, a Pedraza. Salía de su celda. A su espalda traía una tula beige hecha a mano con una sábana vieja, ahí llevaba sus cosas: quizá un par de pantalones, dos camisetas y un par de tenis que es lo máximo autorizado en el penal, y seguramente sus cartas, rosas de origami y artesanías de las que uno aprende a hacer aquí con envolturas y sobres de café. Su caminar era resuelto, como caballo de paso fino, aunque su palidez me contó que la noticia lo había tomado por sorpresa, al igual que a todos. Avanzó hacia nuestra mesa con un séquito de curiosos que, siguiéndolo, le pedían que les dejara algo; un lapicero, una camiseta usada, una coca plástica para comer. Cualquier cosa aquí adentro es un tesoro. El hombre reparte un par de vejestorios y comienza a despedirse uno a uno de la hermandad policial. Todos queremos salir de aquí, pero cuando alguien se va, deja un vacío difícil de explicar. Alegría, envidia, esperanza y soledad revueltas en un apretón de manos y un «que Dios te bendiga».

Llega mi turno, al mirarme sus ojos se humedecen y, con un fuerte abrazo, me dice al oído: —Gracias por regalarme esa tutela. En sus ojos vi una gratitud tan sincera, tan del alma, que pude sentir su felicidad y la de su familia cuando volvieran a abrazarse bajo el sol, cuando pudieran visitarlo en un lugar digno, cuando quizá pudieran volver a comer juntos en un plato de loza y usar cubiertos reales sin pensar en que alguien va a utilizarlos como armas mortales en cualquier momento. De nuevo me dijo «gracias» y se fue. Se fue Feliz. Me subí a la mesa para verlo alejarse entre la nube de curiosos. Y entonces, comencé a comprender que el peso del gran martillo que tenía la sensación de tener en mis manos, era algo más grande que yo. Algo que aún no podía dimensionar.

¡NECESITO UN NOMBRE!

Los guardias son relevados cada cierto tiempo para evitar que se genere demasiada confianza o cercanía con los internos. García, el nuevo guardia custodio del patio F, es un niño, es evidente que aún no tiene veinte años. Su piel blanca, su rostro lleno de pecas y su contextura delgada le hacen ver tan frágil que recurre a impostar una voz de mando que no le pertenece. Y como él sabe que en la mirada de un hombre se ve nuestro valor, y también nuestros miedos, evita el contacto visual con los internos. Desconozco las razones, pero este joven fue especialmente exigente con los internos expolicías. Más requisas, más control, cero favores. Estrenar autoridad y sentirse al mando sobre otros hombres es un coctel que embriaga con facilidad, más aún cuando se es tan joven.

García me pidió que lo acompañara afuera del patio. Lo seguí en silencio hasta un salón apartado. Allí, sentado tras un viejo escritorio estaba Gómez, el subcomandante de la Guardia. Su uniforme azul relucía bajo la luz de una lámpara colgante que iluminaba parte del lugar. A su lado estaba alias «Candado», un fornido barbero, de chivera espesa, exfutbolista, también interno del patio F. Me sorprendió verlos en una actitud tan cercana. García, salió y cerró la puerta. —¿Durán, cómo ha estado? —Me pregunta el uniformado—. Su inusual tono amable me genera desconfianza inmediata. —Muy bien señor, muchas gracias —Fue evidente que mi respuesta estaba cargada de intriga por esa entrevista. —¿Cómo están las cosas en el patio? —Vamos bien señor. Gracias. —Me enteré que han tenido algunos problemas —me dice mientras mira a «Candado»—, y este asiente. —Nada del otro mundo, comandante. —En este punto de la conversación lo comprendo todo. Quiere información. Pero no pienso dársela. —Durán, ¿sabe que la convivencia pacífica del patio es, en gran parte, su responsabilidad? No quise responderle. Gómez me explicó que quería ayudarme a mantener el F en paz, pero que, como él no sabía lo que pasaba internamente, necesitaría mi ayuda. En ese momento me extendió una hoja en blanco y un lapicero y me dijo: —Necesito un nombre. Lo miré extrañado. Continué en silencio. —Solo escriba un nombre en esa hoja y esa persona saldrá del patio para que estén más tranquilos. —Prosiguió el uniformado.

Miré a Candado. Era evidente que él ya sabía de esto, es más, era obvio que no era la primera vez que se reunía con el comandante para «hablar» del patio. —Nadie va a saber lo que pase aquí —me dice Candado. El oficial asiente en silencio. Yo me niego a responder. La hoja y el lapicero siguen sobre la mesa. Entonces el uniformado, sacando el as que guardaba bajo su manga, me dice: —¿Sabe que el Chino estaba empepado? Detrás de esa pregunta hay todo un análisis que hago en instantes: en un acuerdo entre los internos se han permitido la marihuana y la cocaína; pero las pepas —pastillas— están prohibidas, precisamente porque quien las consume pierde toda noción de la realidad y se convierte en un problema, un arma mortal contra el patio y contra sí mismo. Por eso, con su comentario, el oficial en realidad quiso decirme: «alguien está vendiendo pepas en su patio y por eso el Chino hizo lo que hizo». Con mi mirada le pregunto a Candado si sabe quién es el expendedor. Sin dudarlo me da un nombre: «Gamero». ¿Gamero? Trato de evitar que noten mi sorpresa, o mejor, mi preocupación. Gamero es un «ajustador de cuentas» de una reconocida organización criminal. Pero ese no es el problema. Lo que me preocupa es que él es la mano derecha de Manrique. Si hago parte de su salida del patio, pasaré de ser enemigo circunstancial a enemigo personal del capo y toda su organización. ¿En qué me convierto si escribo su nombre en esa hoja?, ¿en un traidor que envía a otro interno a las catacumbas, o en un líder que hace lo necesario para cuidar a su gente? No puedo considerarlo traición, porque de hecho, una de mis funciones como líder es hacer sacar del patio a quien incumpla nuestros acuerdos. El oficial toma el esfero y me lo ofrece. Ya sabe que me ha dado un motivo suficiente para escribir. Enviar a Gamero a los pisos de

abajo pondrá en peligro su vida. Las pepas que trafica ponen en peligro las nuestras. No quisiera cargar con la responsabilidad de sacar a alguien del patio. Él ha faltado a las normas, y nos ha faltado a todos. Si alguien de su combo llega a enterarse me enrastrillarán cuando ya no sea líder del patio. Si no hago nada por salvar las vidas de quienes me escogieron como líder, qué clase de líder sería. De repente una imagen reaparece en mi mente: veo el rostro del Chino, absolutamente blanco, descolgado en los brazos de aquellos dos compañeros escogidos para sacarlo del patio. —Es un peligro para todos. Debe salir. —Le dije al oficial. Nadie dijo nada más. Candado tomó la hoja en blanco. Me retiré de aquel cuarto, no hubo despedidas ni protocolos. García me llevó de regreso al patio. 8:00 p.m. Un escuadrón de guardias irrumpe en el patio. Doce hombres de uniforme negro armados de tonfas y lanzagranadas, cubiertos por cascos y escudos antibalas, toman por asalto la celda de Manrique. Todo el patio se alborota pero no hay voces ni ladridos que valgan. Todas las celdas están cerradas y nadie puede hacer otra cosa más que ladrar. En una operación relámpago salen con Gamero esposado de pies y manos. Mi asombro no puede ser mayor, cuando veo que a su lado, también engrilletado, llevan al mismísimo Manrique y a otro de sus peones. La hoja en blanco resultó llena con tres nombres. Entonces supe que si en algún momento se filtraba la información sobre mi reunión con el subcomandante de la Guardia y Candado, habría consecuencias. Volvería a ver a Manrique una noche. Esa sería mi última noche en el Pedregal.

CAPÍTULO 08

AGUA, FUEGO, GAS PIMIENTA Y LADRIDOS HORA Y MEDIA La estación Parque Berrio del Metro de Medellín fue el lugar donde la vi por primera vez. Yo tenía apenas 17 años, pero ya pertenecía al nivel ejecutivo de la Policía Nacional, y ella estaba vinculada al Metro; yo estaba encargado de la seguridad de aquel lugar. Lo recuerdo todo de aquella tarde: supervisaba la plazoleta de ingreso; puedo verme en mi uniforme de gala verde oliva, con el quepis bajo el brazo y un radio de comunicaciones en la mano. Puedo verme pleno de vigor, anhelando un futuro tan brillante como el charol de mis zapatos. De repente, el rítmico sonido de unos tacones activó mis alarmas hormonales, aquel sonido pasó detrás de mí. No la había visto aún, pero mi vida ya estaba conectada a la de ella por eso que llaman el hilo rojo del amor, ese que tarde o temprano une los caminos de quienes han de estar juntos. Volteé a mirar, vi la perfección de su silueta alejándose. Puedo recordar el Tac–Tac de sus tacones negros, la fina malla de sus medias veladas, el gris claro de su falda sobre la rodilla, y el negro de su cabello cubriendo gran parte de su blusa blanca. Era mi definición perfecta de la palabra «mujer». Me presenté, le pedí su número telefónico; con el tiempo colmé su casillero de cartas de amor y frutas exóticas. Un restaurante, una rosa, una cena romántica. Amor fluyendo sin reservas.

Descubrí un ser humano fascinante, me enamoré de su sencillez, de la cálida luz que emanaba su alma, de quien era yo cuando estaba con ella, de la pujanza propia de una antioqueña de pura cepa, del irresistible toque femenino con que hacía todo, de su mirada sincera, de su aroma de ejecutiva rumbo al trabajo, fresco, refinado, cautivante. Éramos dos jóvenes enamorados, y la fuerza de ese amor lo único que ha hecho desde aquella tarde en la plazoleta del Metro es... crecer. Dios nos ha bendecido con tres fabulosos hijos y un hermoso matrimonio. Hoy, por primera vez en los meses que llevo detenido, podré estar a solas con ella. La cárcel lo denomina visita íntima, se le confiere cada cierto tiempo a las esposas de los internos que demuestren un vínculo matrimonial. Pero no es tan sencillo como parece. Ellas deben pedir autorización al juzgado, enviar solicitudes aquí y allá, llenarse de paciencia y estar dispuestas a padecer las incomodidades del lugar, y de la situación misma. Esta sí es una verdadera prueba de amor; aunque de cierta forma, también es una cita romántica. Después de ser requisadas por guardianas, perros entrenados y máquinas detectoras, las mujeres son conducidas hasta un salón contiguo al sótano de visitas. Diez pequeñas habitaciones con puerta. Diez parejas. Una hora y media. Un río de emociones a punto de desbordarse. La habitación es gris, al igual que toda la cárcel. Una plancha de concreto y una colchoneta que cubro en silencio con mi sábana y con la misma cobija roja que me ha acompañado. Una botellita de gaseosa con café caliente, una rosa roja que le hice en origami... Hora y media. Agua y fuego. Un reloj inexistente en mi mente. Solos al fin amada mía. Cuán larga fue esta espera por tenerte. Solos al fin, sin guardias presentes. El éxtasis de nuestras caricias, de la cárcel me hace libre.

—¡Hora y media! —Grita el guardia al otro lado de la puerta. Debes irte. No llores, volveré un día, a ti, a casa. No llores.

GAS PIMIENTA VS. FE

Sentado en el extremo sur del patio, días después, escucho una de las historias de Kibrom, esta vez, sobre cómo su abuelo logró domesticar un león que encontró abandonado siendo apenas un cachorro. De pronto, el estallido de dos granadas de gas nos alerta a todos. Comenzó un motín en el patio C, a donde fue llevado Manrique, tres pisos abajo de donde estamos. Desconozco la razón, pero sé que conoceré las consecuencias. Lanzaron granadas de gas pimienta allá, y pronto el gas subirá hasta aquí e inundará el patio. Este es el último piso y está sellado encima. El gas no tiene por dónde salir. Nosotros tampoco. No hay para donde correr. Pero todos corren. El Rolo me invitó a correr hacia el extremo norte y me actualizó en treinta segundos: los 250 hombres se negaron a dejarse contar, desarmaron y expulsaron al guardia que los custodiaba, arrancaron las mesas de los tornillos que las fijaban al suelo, las pusieron como barricadas en la reja de entrada y a una sola voz exigían solución al hacinamiento, luz solar y una mejor comida. Ellos habían comenzado a dar otro grito para presionar la firma de la Ley de rebaja de penas. Pero este no era un grito escrito, era un grito desesperadamente real. La respuesta del Instituto Penitenciario fue inmediata: gas lacrimógeno y tonfa. Los internos defendían sus derechos, los guardias cumplían con su deber. —¡Vamos! —Le grito a Kibrom indicándole que me siga. Ya he vivido esto, y sé que en el muro del extremo norte del patio hay una rejilla mediana que

da hacia la ciudad. Si corremos ahora mismo, alcanzaremos un lugar para sacar la nariz y mitigar el efecto del gas. —¿A dónde correr? —Me pregunta el africano en su incipiente español, mientras permanece sentado en una pasividad que yo juzgo ingenua. —Allá, a la rejilla —le señalo el lugar al otro lado, que ya está casi copado de internos asegurando un lugar para sus rostros. El gas aún no llega pero trato de explicarle que en menos de un minuto inundará el patio completo, y que esa rejilla nos será como tanque de oxígeno bajo el agua. El hombre sigue sentado. Yo, de pie, trato de convencerlo mientras veo cada vez menos espacios en la rejilla. —Si tienes fe el gas no hacernos daño —me dice. Sus palabras cuestionaron mi fe, pero la verdad es que la última vez que nos gasearon, aunque alcancé a llegar a la rejilla, respiré mucho gas y sentí asfixiarme en medio del abandono llamado cárcel. Le tengo pánico a esa sensación de ahogamiento solitario. Para ese punto, mi fe hace rato se había esfumado. La mirada paternal y serena del africano me confronta conmigo mismo, con lo que creo, con lo que se supone que soy. Por mi mente pasan las imágenes de Pedro, el discípulo de Jesús que caminó sobre el agua, casi que puedo verlo acercándose al maestro, asombrado, pero caminando firme, sin hundirse. Y creo que yo también podría lograrlo, pero por otro lado aparecen los recuerdos de la última gaseada y me siento ya asfixiado. Y ahí estoy, de nuevo en medio de la eterna batalla entre la fe y el temor. No será la primera ni la última, pero sé que es como las batallas que cada ser humano vive a diario: «única». El gas ha comenzado a llegar. Los primeros internos, novatos que no alcanzaron a correr, caen en el centro del patio boca abajo y, con las manos en el rostro, se retuercen entre sollozos. En pocos segundos llegará hasta nosotros.

—Tranquilo, no pasar nada —me dice mi amigo africano, el de la fe gigante, mientras me indica que me siente. Por mi parte, miro hacia la rejilla y veo que queda un pequeño espacio; para llegar hasta allá tendría que cruzar corriendo todo el centro del patio, pero ya está inundado de gas. Con más resignación que fe, me siento a su lado. Por un momento imaginé una burbuja espiritual creada a nuestro alrededor para impedir que el gas nos tocase. Por un momento me sentí Pedro, es más, creo que alcancé a reírme con «África» en medio del caos; pero fue solo un momento. En cuanto el gas llegó al extremo sur, al respirar la primera bocanada y sentir que me desgarraba nariz y garganta, corrí como el más miedoso de los discípulos. Creo que Kibrom sintió lástima de mí y decidió acompañarme. Ahora cien metros nos separaban del aire. Me quité la camisilla y me tapé el rostro, y así corrimos saltando por encima de quienes no habían resistido. Fueron cien eternos metros. Lo decidimos tarde, cuando el gas estaba en su máximo furor. El gas, una combinación de pimienta y lacrimógenos, además de la asfixia produce vómito y diarrea, tres efectos muy poco estéticos. Como peces de estanque que sacan su boca por fuera del agua cuando son alimentados, entre tosidos, lágrimas y sollozos, dos centenas de hombres sacamos boca y nariz por aquella rejilla. Cuando al fin tomé una bocanada de aire puro, cerré los ojos; y mi mente, que nunca aceptó el encierro, me transportó a mi infancia, y entonces me vi de pie en la cima de mi montaña favorita, un imponente cerro que queda cerca a la casa que mi padre y yo construimos, y en compañía de mi hermano, vestidos de pantalones cortos y camisetas de superhéroes americanos, a carcajada suelta corrimos montaña abajo. El viento en contra golpeaba nuestro rostro. Vi las sombras de las nubes, también pasaban corriendo montaña abajo. Era evidente que estaban celosas, éramos dos niños, también podíamos volar... éramos libres.

DESDE EL SENADO DE LA REPÚBLICA

Seguí corriendo la carrera de los chancludos cada mañana, la comida del rey siguió llegando desde otro pabellón, los vallenatos siguieron sonando a todo volumen en el televisor del patio, alguien más intentó «pagar de contado» cortándose las venas, Zeta se acercó a la iglesia a escucharme un par de veces y dio la pelea contra su adicción, recibí mas visitas, escribí mil cartas, Manrique se abrió camino a golpe y punta en el C, mis hijos crecieron un poco, mi cabello también. Seguí liderando según la estrategia, seguí saludando, intentando dar un poco de amor camuflado en los pequeños actos de servicio. El Rolo conservó su título de mejor peleador y yo seguí admirando la fe del africano. Tuve mi «hora y media» un par de veces más. Los jueces no dieron respuesta de fondo a mi tutela, aunque Claudia interpuso doce tutelas más. Hice unas nuevas pesas con botellas de agua, volvieron a destruirlas. Pasaron la navidad y el año nuevo como pasan en la cárcel, de lejos y en absoluto silencio. Seguimos haciendo ruido, seguimos gritando. Hubo quienes gritaron más allá de las rejas y grabaron videos con celulares de contrabando —que ingresaban desarmados por partes a la cárcel, por la misma vía de la marihuana— los subieron a redes sociales y terminaron en los medios de comunicación. Para mi sorpresa, los mismos gritos se estaban escuchando desde otras cárceles de Colombia, donde, también para mi sorpresa, las cosas eran peores que en Pedregal. Cárceles donde duraban semanas sin agua, donde los internos hacían sus necesidades fisiológicas en periódicos y botellas de gaseosa, donde la tuberculosis arrasaba calabozos enteros, donde la gente, literalmente estaba consumiéndose en medio de infecciones y hambre. Creo que cada preso en el país, desde el fondo de su corazón, también estaba gritando.

Pero un día, después de tanto grito, de tantas cartas, clamores de los familiares, presión mediática, motines y huelgas de hambre en esta y muchas otras cárceles. El eco de nuestros gritos regresó con algo, o mejor, con alguien. Ellos ya habían visitado otros centros de reclusión del país y ese día era nuestro turno. Desde el capitolio de Colombia, había llegado una comisión del Senado de la República. Sí, los que hacen las leyes, los mismos que podrían aprobar la Ley de rebaja de penas. Y como líder del patio, tendría un par de minutos para hablar cara a cara con ellos. Una afeitada impecable, la única camisa decente que tengo y toda mi fe. Un salón lleno de guardias, las directivas de la cárcel, tres miembros del Senado y siete condenados. Después de escuchar las quejas de los líderes de los otros patios sobre los problemas de hacinamiento, alimentación, enfermedades por la falta de luz solar, etc. Llega mi turno. El guardia me quita el grillete de manos que me une a otro interno. Puesto en pie, sin esposas, digo mis palabras: —Honorables senadores, mi nombre es Jeins Durán, soy un expolicía, padre de tres hijos y estoy condenado a 15 años. Mientras hablaba a los políticos —dos hombres y una dama impecablemente puestos en sus trajes de diseñador— ellos escribían algo en sus agendas sin dirigirme la mirada. Por eso, subiendo el tono de mi voz pregunté: —¿Recorrieron ustedes toda la cárcel? —No seguí hablando—. El silencio les obligó a mirarme. Los tres asintieron sin hablar y volvieron a sus notas. —¿Toda la cárcel?, ¿los calabozos de castigo?, ¿la recepción? —Insistí— y de nuevo mi espera en silencio les obligó a responderme. Creo que comprendieron que no hablaría hasta que ellos se dignaran a escucharme atentamente. Entonces tuve su atención, los enviados del presidente habían descargado sus esferos y me miraban; a mi juicio, con un poco de desgano. Continué:

—Entonces, honorables senadores, habrán visto que hay personas en estos lugares que deben dormir debajo de los inodoros en uso. Hombres que son carcomidos por infecciones que una simple inyección podría sanar, como si estuviéramos viviendo siglos atrás; seres humanos recluidos en catacumbas, como zombies, privados de los más mínimos derechos fundamentales. Sus miradas de poco asombro me hicieron caer en la cuenta de que ya lo sabían, pues antes de venir a Pedregal habían recorrido varios centros de reclusión en el país. Me quedaban solo dos minutos para decir algo que valiera la pena. Entonces hice algo en lo que fluyo con más naturalidad: contar historias. —Honorables senadores, sé muy bien que ustedes conocen a fondo la cantidad de problemas que afrontamos quienes justa o injustamente estamos en una cárcel colombiana, pero quisiera contarles algo personal: estuve en un calabozo de castigo por algún tiempo, no por indisciplina, sino porque no había más espacio en la cárcel y estaban enviando a los detenidos nuevos para allá. Un día, mientras hacía mis necesidades fisiológicas frente a tres desconocidos en ese calabozo, me pregunté dónde quedaba la dignidad de un ser humano cuando cae a una cárcel en este país ¿Sencillamente desaparecía?, ¿era posible que en pleno siglo XXI una cárcel fuera un imperio medieval absolutamente aislado del control estatal? Me pregunté si habría alguna persona o entidad a quien pudiera acudir para ser escuchado. Sentí que alguien debía contarle al mundo cómo se arruman personas en catacumbas del olvido para que sean abusadas por las mafias de los demás internos. Salí del calabozo —proseguí— y llegué a un patio violento, me uní a un grupo y terminé haciendo lo que todo preso hace: defenderse para sobrevivir. Pero un día, por cosas de Dios, comprendí que siempre hay «otra forma de hacer las cosas». Desde entonces he tratado de servir a amigos y enemigos, y por eso hoy estoy aquí frente a ustedes, los líderes políticos de esta nación. Allá arriba, en los patios y calabozos de esta cárcel hay delincuentes, claro que sí, pero esa condición legal no puede quitarles su condición de seres humanos, de padres, hijos, hermanos y amigos. Arriba

hay personas que, literalmente, están muriendo. Hoy, yo represento esas voces. Nosotros y nuestras familias hemos tocado toda clase de puertas buscando que de alguna manera se aliviane este purgatorio; hemos recurrido a toda clase de medidas, algunas menos pacíficas que otras, todas ellas desesperadas. Nuestras peticiones no buscan ni privilegios ni la evasión de responsabilidad alguna. Solo buscamos unas condiciones de reclusión mínimamente dignas de un ser humano. Eso es todo. En ese momento percibí un silencio especial en aquel lugar. Guardias, directivos, presos y políticos escuchaban mis palabras. Les hablaba desde mi corazón, y sé que ellos lo notaron. Por un instante pude sentir que yo mismo no estaba solo, pude sentir que las palabras que había escuchado la segunda noche cuando estaba en el calabozo de castigo eran tan reales como el aire cálido que se respiraba en ese salón. Entonces, mirando fijamente a los ojos a los senadores, concluí: —Y por eso, como ustedes y yo sabemos que una ley de rebaja de penas podría aliviar en parte el problema del hacinamiento, hoy quiero que sepan que no hay otra persona en Colombia aparte de ustedes tres, que haya recorrido las cárceles del país, y que tenga acceso directo al señor presidente de la república para que se avance en el trámite de esta ley. Si no son ustedes tres, nadie lo hará. Señores, nos estamos hundiendo. En nombre de mi familia, y de las familias de los miles de presos que hay en Colombia, les pido algo: Por favor, extiéndanos una mano. Muchas gracias. Terminada mi intervención hubo un breve silencio. Ninguno de los congresistas respondió palabra alguna, pero se quedaron observando mientras el guardia me ponía de nuevo el grillete que me ataba al interno que estaba sentado a mi lado. Yo tampoco les quité la mirada de encima.

Creo que ese pequeño momento en silencio nos unió más que todas mis palabras. Llovía a cántaros aquella tarde. Ya en el patio, reuní a todos para ponerlos al tanto de lo ocurrido. De pie, sobre la misma mesa de siempre, rendí el informe de los hechos. Los gritos que comenzaron con cartas a mano, finalmente habían llegado hasta el Senado de la República. Solo restaba esperar. Creo que ese día, mientras escuchábamos el fuerte aguacero sobre el techo de seguridad, mismo que había oscurecido la tarde más de lo normal, la estrategia del amor logró encender una pequeña llama de esperanza en el corazón de cada hombre, y juntos dimos un pequeño aplauso de gratitud. Sé que, al igual que yo, muchos dirigimos ese aplauso hacia el cielo, hacia el gran estratega.

TIEMPO DE LADRAR

Una semana después, cumplido el tiempo reglamentario como representante de los Derechos Humanos de los internos, el patio se reunió para elegir un nuevo líder, y aunque me ofrecieron continuar en mi labor por otro periodo, supe que ya había aportado mi grano de arena en la construcción de un lugar «un poco» mejor. Entonces, tras agradecer a Praga, al Rolo, a Castañeda y a cada hombre que me había respaldado, entregué mi puesto como líder del patio F a un hombre mayor, experto en leyes, a quien deseé lo mejor en esta enriquecedora experiencia. En adelante, al ser nombrado instructor de inglés y de teatro del penal, me sumergí entre vocablos, escenas y guiones hechos a mano. En la tarde, al dar un recorrido alrededor de las mesas, entre muchos saludos comprendí que, aunque ahora tenía quizá más enemigos que al principio, también había ganado muchos más amigos, y al pensar en cada

pequeño acto de servicio que Dios me había permitido hacer, y en lo mucho que aprendí para mi vida, me dije a mí mismo: Valió la pena. Esa noche, envuelto en la cobija roja, agradecí de corazón a mi estratega por guardar mi integridad durante el tiempo de liderazgo, y como cada noche antes de dormir, le supliqué que me permitiera volver a casa, y también como cada noche, cerré los ojos pensando en ella, y en mis hijos. «El Parlante» gritó mi apellido al día siguiente. Nunca cumplí la promesa que me hice de no ponerme ansioso cuando me llamaran, y corrí hasta la reja de la guardia. Siempre guardé la esperanza de recibir alguna buena noticia. Un uniformado me esperaba con un documento en su mano ¿Será esa la respuesta a mi petición de traslado para la cárcel de los Yarumos? ¿Daría ese gran paso para acercarme a casa? me pregunté. El hombre me entregó un oficio, me pidió que firmara una copia a manera de recibido y se marchó en silencio. Tomé el documento y lo doblé sin leerlo. Caminé con él en la mano hasta el extremo norte del patio, y me ubiqué de pie junto a la misma rejilla donde escapé del gas. La junta de traslados había respondido mi solicitud de traslado. Leí el primer párrafo y tuve que parar al darme cuenta de que no estaba respirando. Tomé una bocanada como para sumergirme en el mar y llegué al centro del documento. Allí, en letras resaltadas decía claramente la decisión de la junta: negar mi traslado. Según ellos, mi condena era muy alta, y no calificaba para tal sitio de reclusión. Yo ya sabía que en los Yarumos había internos condenados a penas de hasta 40 años. Rasgué el documento a la mitad y me fui con los pedazos para la 212. Siete de la noche. Desde la rejilla de la celda contemplo las tristes luces de Medellín. Hay demasiado silencio en el patio, algo huele mal. De repente, como si se tratase de un espanto, García «el niño guardián», aparece en la reja de la celda acompañado de otro guardia desconocido que, señalándome, me grita que salga. Hay 250 internos en este patio, pero este joven viene en medio de la noche a sacarme de la celda. Algo huele mal.

—¿Yo? —Le pregunto al desconocido, con el paradójico deseo de no querer salir de una celda de la que siempre he querido salir. —¡Ya! ¡Ya! —Me grita. Los cuatro compañeros apenas atinan a mirarme en silencio mientras doy tres pasos que me llevan a los guardias. El niño pecoso introduce la gigante llave de cobre y abre la pesada reja sin quitarme los ojos de encima, como quien ve llegar un momento que ha esperado por mucho tiempo. —¿Qué pasa García? —Le pregunto al salir mientras trato de encontrar en su mirada un poco de sensatez, pero él nunca me miró a los ojos. —Una requisa —me responde mientras me señala con su tonfa empuñada. —¿Pero por qué, qué pasa? —le digo, esperando escuchar de su propia boca la razón de este inusual procedimiento. —¡Una requisa le dije! —Grita el sujeto. Ahora ambos uniformados, tonfa en mano, se me acercan. Ya sé que su próximo argumento será un golpe, pero les salgo al paso quitándome rápidamente la ropa y lanzándola a sus pies. Ellos notan mi rabia, y yo noto la de ellos por obligarlos a agacharse para recoger mi pantaloneta y mi camisilla para revisarlas. —Nivel 3, toda la ropa —me dice el guardia desconocido mientras sostiene mis prendas en su mano. Este sí me mira fijamente. En sus ojos pude ver que esto no terminaría pronto. Rápidamente hice lo mismo, me quité la ropa interior y la lancé a sus pies. —Con ustedes todo tiene que ser a las malas —dice García mientras pasa el bastón de mando sobre mis interiores y los revisa en el suelo. Y agrega: —Ya sabe, cuclillas.

Sí, yo ya sé que hay que hacer. Agacharse desnudo para que confirmen que no hay nada oculto al interior de lo que antes era íntimo, sacar la lengua para que confirmen que no se esconden drogas o cuchillas, y hacerlo en silencio para confirmarles que son ellos quienes, por ahora, están al mando. Y ahí estoy, desnudo frente a un niño embriagado de poder y frente a los hombres que un día me escogieron como líder. No me preocupa quedarme sin ropa, aquí eso es el pan de cada día. Lo que me preocupa es irme quedando sin fe. ¿Hasta cuándo? Pregunté al cielo. García sabía que nunca iba a encontrarme nada ilícito, pero quizá creyó que en mi celda sí podría hallarlo, por eso, terminada mi requisa ingresaron a la celda. Lo que él no sabía era que ese era un procedimiento irregular, y al ingresar a una celda sin cumplir el protocolo de seguridad, y con un guardia al que no le correspondía ese patio, ellos caerían en su propia trampa. Ya al interior, eran dos guardias versus cinco internos, y la oscuridad de la celda les jugó una mala pasada. Uno de mis compañeros, enfrentando a García le recordó que sabía muy bien una de sus jugadas corruptas, es más, le mostró un recibo de pago que tenía como prueba de una consignación hecha a nombre de un familiar del guardia. —O nos deja en paz, o esto llega a manos del capitán de la Guardia —le dijo el hombre ya cansado de aquella persecución contra los expolicías. Por primera vez vi palidecer a mi perseguidor. Pronto se inició la discusión, los insultos y la trifulca. Ahora ellos estaban en nuestros dominios, y no saldrían con facilidad. Tuvieron que pedir apoyo por radio. Un par de minutos después, al lograr salir de la celda, no tuvieron otra opción que devolverse entre las rechiflas de gran parte del patio, quienes, en un gesto de solidaridad espontáneo, comenzaron a ladrar a una sola voz mientras lanzaban toda suerte de objetos y desperdicios contra aquel sujeto, a quien

la valentía había abandonado al ver el recibo de pago de sus sobornos en manos de un preso decidido a todo. Al verlo correr, y al escuchar el rítmico ladrido de muchos de estos hombres que una vez fueron mis enemigos, pero que ahora ladraban en mi defensa, hice algo que me había prometido nunca hacer. Aferrado a la reja de la celda, mientras el uniformado se alejaba entre voces y ladridos, con todas las fuerzas de unos pulmones hastiados del gas pimienta y de las humillaciones; con poca fe y mucha fuerza física, dejé salir todas mis frustraciones reprimidas; quizá como un mecanismo para liberarme de las cosas que, simplemente, yo no podía entender. Esa noche, como el más fiero de los perros salvajes, ladré y ladré y ladré. Hasta que más no pude hacerlo.

CAPÍTULO 09

UN AÑO Un par de días después, un guardia subió por mí hasta el séptimo nivel y de ahí descendimos piso por piso recogiendo a los instructores de cada patio. Al final, en el sótano, había una cadena humana de siete internos; cada uno engrilletado a su compañero. Después de tres puestos de control, requisas, huellas digitales, y un par de firmas, avanzamos hacia el bloque educativo para la graduación de unos alumnos. La caminata se hace en silencio, un silencio que ninguno de nosotros pareciera querer interrumpir. Me basta con mirarlos para saber que cada uno tiene sus propias historias inconclusas dando vueltas en la cabeza. De pronto, frente al bloque de mujeres,

recostada en una malla, la veo a ella, a la bella dama, la mujer que, con engaños, montó «el negocio» por el que hoy pago una pena de quince años de prisión. En treinta segundos más estaríamos frente a frente, con solo unas rejas de por medio. De inmediato busqué en mi corazón todos los sentimientos que estuvieran disponibles para incorporarlos en la mirada que estaba por darle. Busqué la ira que deja la traición para que supiera cómo me había sentido al enterarme de su farsa, busqué el dolor que encontré en la oscuridad del calabozo, en el eco del llanto de mis niñas, y en mi mano humedecida por las lágrimas de mi esposa. Pero, aunque busqué en lo profundo, no encontré nada de eso. Absolutamente nada. Continuamos avanzando, me pareció muy particular que ninguno de mis compañeros de marcha supiera lo que estaba sucediendo. Llegado el momento, al encontrarse su mirada frente a frente con la mía, la miré con el único sentimiento que encontré disponible en mi corazón. Las mallas y esposas que nos retenían a ambos fueron testigos del momento en que, sin hablar, levantando un poco mi mano engrilletada a la de mi compañero, y con una pequeña, pero sincera sonrisa, le dije con mi mirada: «te perdono». Sé que ella comprendió con claridad mi mensaje. Ella me conocía muy bien. Ese día, el estratega del amor me ayudó a derribar una pesada pared que me encerraba a mí mismo, y al quebrantar los muros de mi propio resentimiento, pude comprender que encontrar el sendero hacia la libertad está condicionado a llevar una carga liviana, a dejar cosas atrás, a soltar, a perdonar. Y me sentí entonces tan liviano como cuando corría montaña abajo con mi hermano vestido de pantalones cortos y camisetas de superhéroes americanos. Es más, al seguir mi camino ya sin esas cargas, descubrí que, así como las cartas que se me habían quedado en el bolsillo el día de la primera visita, en el interior de mi corazón, dobladitos a mano, todos y cada uno de mis sueños también seguían ahí.

Después del conteo de esa tarde corrí a la celda. Busqué entre mi cuaderno los dos pedazos de la carta que me había llegado de Bogotá negándome el traslado. Y entonces, al encontrar el pedazo donde decía quien lo suscribía, hice lo que me gusta hacer: escribir. Escribí otra carta a mano dirigida a una dama de quien solo conocía su nombre, Doris Gómez; y su cargo, directora de la junta de traslados. Y le conté mi historia, la historia de un padre de familia condenado a 15 años, que está en Pedregal, pero tiene un cupo en otra cárcel; la historia de un hombre que ha tratado de servir a sus compañeros; y la historia de una familia que deseaba dejar atrás las inclemencias de esta cárcel. No argumenté artículo de ley alguna, pero decididamente le pedí que autorizara mi traslado. Ese fin de semana le dije a mi esposa que por favor la enviara por correo tal cual, sin transcribirla. Y pedí lo que siempre he pedido al escribir estos relatos: que el Espíritu Santo de Dios los cubra con la gracia de su presencia.

EL PRESIDENTE

Los asistentes a la iglesia habían aumentado. Seguíamos estando condenados a desafinar, pero seguía siendo un rincón especial del patio. Creo que para mí, junto con la cobija roja, ese rincón era otra especie de refugio. Nuestro principal enemigo era el televisor que quedaba justo al frente. En algunas ocasiones, durante la reunión, a alguien le daba por poner, a todo volumen, el tipo de películas donde se muestra de todo, menos ropa. Entonces, quienes estuviéramos compartiendo algún tema, nos veíamos obligados a levantar la voz tan alto como fuera necesario para tratar de acallar los eufóricos gritos de la pantalla. No era una situación muy cómoda que digamos, pero aun así, esos veinte paliduchos dábamos la batalla.

Pero ese día el televisor sería nuestro aliado. Era lunes, un silencio poco común reinaba en la cárcel de Pedregal. Según fuentes cercanas a las directivas, ese día podría darse a conocer un pronunciamiento gubernamental sobre la Ley de rebaja de penas. El patio entero estaba pendiente de las noticias del medio día. Sin preocuparme por el caos de los colados en la fila, ya había reclamado mis lentejas y esperaba la noticia desde mi mesa. A mi lado estaban: Kibrom, el africano de los ojos que parecen delineados con un lápiz negro; el Rolo, el peleador, el líder nato de la manada; un par de paracos y el joven guerrillo de la mano paralizada. A todos nos habían unido las cartas, la fe, el encierro y el inmenso deseo de ver aprobada aquella ley. El noticiero anunció la alocución del presidente de la república de Colombia. La ansiedad nos puso de pie. Las palabras que iba a pronunciar este hombre tendrían repercusiones en años enteros de nuestras vidas. Sé que en ese momento, al igual que en Pedregal, miles de internos de otras cárceles en el país estaban atentos a lo que sucedería. Seguramente miles de familiares también tendrían sus ojos fijos ante el televisor. —Compatriotas —dijo el presidente Juan Manuel Santos, en tono neutral, el tono de los capitalinos que tienen mucho mundo—. Tras su saludo, me descubrí apretando con demasiada fuerza mi pocillo plástico ya vacío, casi hasta doblarlo, entonces lo puse en la mesa y me obligué a calmarme tomando un profundo respiro. Volví mi mirada hacia el televisor, y al ver la bandera que estaba de fondo, redescubrí cuán hermosos son sus colores. Entonces, el primer mandatario, informándole al país sobre aquello por lo que tantos internos y familias habíamos gritado y ladrado, dijo que había firmado la ley de reforma al Código Penitenciario. La Ley 1709 de 2014, la de rebaja de penas. Desde las catacumbas de recepción, pasando por cada patio y calabozo del Pedregal, como quien celebra el gol de la victoria mundial, la cárcel entera

se estremeció con un grito que salió de las entrañas de cada hombre. Después de ese grito vino la única forma de celebrar conocida por estos lares; un sinfín de voces y ladridos roncos como los de un rottweiler, ¡Aughhhh! ¡Aughhhh! ¡Aughhhh! Sí, gritamos y ladramos. Así son las cosas por aquí. ¡Aughhhh! ¡Aughhhh! ¡Aughhhh! Desde los pisos de abajo subía el rugido. Los hombres se aferraban a las rejas y las sacudían mientras ladraban al aire. Vi a muchos hombres levantar sus manos al cielo, jóvenes y viejos, de un combo y otro, amigos y enemigos. Ese día, de alguna forma, todos pudimos percibir un poco del aroma de los árboles que crecen junto al camino, de las calles, de la gente al pasar, de la sopa hirviendo a fuego lento en la cocina de mamá, de un jazmín, de una mujer... de la libertad. La cárcel queda alejada de la ciudad. Nadie nos escuchaba en ese momento, pero no importaba, porque en realidad sabíamos que, en lo alto, ya nos habían escuchado. Por segunda ocasión durante mi detención presencié un chispazo de alegría colectiva. Ese chispazo se convirtió en una antorcha de esperanza, y esa antorcha podría iluminar el camino a casa de muchos de nosotros. De hecho, esa luz de esperanza también se encendió en mi casa desde aquel día. Observé los rostros de mis compañeros de mesa, en ellos vi el reflejo del amor furioso, ese que siente el Padre por su hijo pródigo, por el que malgastó sus talentos en el delito, por el condenado con o sin justicia, por el pecador; como sea que quiera llamársele. Comprendí que para un padre, un hijo siempre será un hijo, y que la misericordia de Dios... también es furiosa. Entonces me senté, incliné mi rostro en medio de la algarabía, tomé de nuevo en mis manos el pocillo plástico vacío, y teniendo de fondo los gritos, las voces y ladridos, le dije dos palabras: —Gracias Padre.

CANDADO

El día siguiente pude comunicarme con mis abogados para conocer los alcances de la ley recién aprobada, supe entonces que ordenaba un trato diferencial para cada delito, en algunos casos menores se podría acceder a la libertad inmediata, y eso era algo grandioso para muchos. En mi caso, con la nueva norma, podría solicitar la libertad condicional una vez hubiera cumplido nueve años. Era un gran avance, pero yo tenía otra meta: volver a casa en un año. Tenía que seguir adelante; y así lo hice por varios meses. El 23 de septiembre del 2014 cumplí un año en Pedregal y aunque no pasó nada aquel día, la pequeña antorcha de esperanza se negaba a consumirse. Dos semanas después, una tarde, mientras escribía en mi mesa, un joven exmilitar se sentó a mi lado; era un atlético afrodescendiente que, por razones de supervivencia, había empatizado desde su llegada con los herederos de Manrique. Acercándose un poco, me dijo al oído: —Vamos a enrastrillar a Candado. —Y se retiró. ¿Por qué había venido este hombre a informarme lo que sucedería, si ya no era el líder del patio? ¿Qué tenía que ver eso conmigo? De inmediato vino a mi mente la reunión que había sostenido tiempo atrás con Candado y el subcomandante de la Guardia. Permanecí sentado, como si no hubiera escuchado nada, porque también pensé que quizá me había soltado ese dato para analizar mi reacción. Un momento después levanté mi mirada y vi a Candado, estaba sentado ojeando una vieja revista de farándula a unas tres mesas de donde yo estaba. Era un hombre corpulento, muy corpulento, con una chivera cerrada y abundante que había dado origen a su alias. Vestía una camisilla blanca igual a la mía y el pantalón de una sudadera verde. Él era un lobo solitario, misterioso, un gánster sin pandilla a quien sus antecedentes y habilidades

para el manejo de las puntas le habían permitido ganarse cierto respeto en la cárcel. Giré mi rostro hacia el otro lado y vi al exmilitar observándolo. No va a ser nada fácil que saquen a ese toro —pensé. Caminé hacia el exmilitar. No tuve que decirle nada. Sin quitar la mirada de su objetivo, me dijo: —Ese man es un sapo. Guardé silencio. Su mirada me dejó ver que el hombre hablaba en serio. En ese momento, el exmilitar recibió una señal de su combo y se enfiló hacia la mesa donde Candado leía su vieja revista de farándula sin tener idea de lo que iba a suceder. Cuatro hombres se le acercaron por detrás con una cobija en mano. La llaman «la gallina ciega», es una técnica de ataque que consiste en tomar por sorpresa a la víctima y cubrirla con una cobija entre varias personas para que no pueda defenderse mientras otros cuantos le caen a palos o puntazos, depende de si lo quieren sacar del patio o si, como en este caso, quieren sacarlo del juego definitivamente. Alguien de la mesa donde estaba Candado vio el movimiento y se puso de pie de un brinco. El hombre de la espesa chivera lo notó y alcanzó a girar justo antes de que la cobija lo cubriera. Dos de los hombres que llevaban el cobertor volaron lejos de un solo manotazo. El toro estaba de pie, estaba picado y podía oler el miedo de sus perseguidores. Diez hombres lo rodearon con cepillos de dientes afilados y un arpón hecho de un palo de escoba con una lámina en la punta, pero nadie se atrevía a hacerle un lance. Candado se quitó la camisilla y la enrolló en su brazo derecho. El zigzag de su cuerpo hablaba de la experticia que dan los años de calle y cárcel. Era un toro, era un gánster. —¡Sapo! Te salís o te sacamos —dijo el exmilitar, sin puntas en la mano. Candado miró a su alrededor, supongo que evaluó sus opciones. Sabía que por muy bueno que fuera no podría enfrentar a diez pirañas sin salir mordido. Hubo un silencio total en el patio, como si todos juntos

contuviéramos la respiración, entonces, sin mostrar el más mínimo gesto de temor, el toro dio un paso atrás y, con una mezcla de alegría y miedo, los toreros dieron uno adelante. Y caminó de espaldas hacia la garita de la guardia. Fueron pasos lentos, con la dignidad de un rival que se sabe perdedor de una batalla, mas no de una guerra. El guardia, más pálido que el propio agredido, abrió la reja y lo recibió en silencio. Así enrastrillaron al hombre, aunque no pudieron ponerle ni una mano encima. Nunca más podría volver al F. Aún miraba yo hacia la reja del guardia, de pie junto a donde había hablado con el exmilitar, cuando un hombre de Castañeda, acercándoseme por la espalda, puso algo en mi mano con absoluto disimulo y siguió su trayecto. Miré el objeto. Envuelta en un retazo de sábana beige estaba una punta hecha con un trozo de varilla afilada insertada en un pedazo de palo de escoba, algo similar a un picahielo. Levanté la mirada hacia el mensajero que se alejaba caminando. Su rostro lucía como si me estuviera haciendo un gran favor. Guardé el objeto en la pretina de mi pantalón. Llamaron a la contada y fuimos a las celdas. Guardé el arma bajo mi colchoneta. Pensé en ir el día siguiente a hablar directamente con Castañeda para conocer la razón del inusual regalo. El reloj del patio marcaba las siete de la noche. Estaba de pie, haciendo nada con las manos por fuera de la reja de la celda. Vi un movimiento extraño en la garita del guardia. Había llegado otro uniformado con unos internos, no se alcanzaba a ver muy bien desde el extremo sur donde yo estaba, pero el murmullo y el cuchicheo comenzaron a regarse por el patio. Algo estaba pasando. Los internos de las celdas que quedan frente a la garita comenzaron a ladrar, mi mirada estaba atenta a la reja de entrada al patio. Y entonces, como el rey que vuelve a reclamar su trono después de haber sido exiliado, entre voces y ladridos, apareció Manrique, el capo, el jefe de la mafia, el de la cabellera negra y las camisetas anchas. Tras él, Gamero, «el vendedor de pepas» que habían sacado después de mi reunión con el subcomandante de la Guardia; y con ellos su peón cargando las tulas hechas de sábanas. Los tres caminaron como imponentes leones en su

hábitat, avanzaron y se subieron en la mesa central del patio. Y mirando hacia mi celda, ladraron y ladraron y ladraron.

CAPÍTULO 10

5 PALABRAS Y UN MARTILLO El guardia de turno ingresó y llevó a los nuevos huéspedes del F a una celda en el extremo norte. Mientras los llevaba, alcancé a ver que quien había traído de regreso a estos hombres al patio era García, el niño pecoso, el guardia que, desde el incidente en nuestra celda, había sido trasladado para otro patio. Entonces todo tuvo sentido. Él siempre había sido una ficha más del capo. Saqué la punta de debajo de mi colchoneta y me ubiqué al otro lado de la celda junto a la rejilla del inodoro que da hacia Medellín. De pie, con el arma en mis manos y mirando hacia la ciudad donde quedaba mi casa, elaboré mi hipótesis de los hechos: Manrique creía que yo lo había hecho sacar del patio, porque, con plena seguridad, García le había contado de mi reunión con el subcomandante de la Guardia y con Candado, y como justamente después de esa reunión lo habían mandado para el patio C — donde había tenido que defenderse a puntazos de otros combos—, su venganza había comenzado con enrastrillar a Candado, y ahora venía por mí. La hipótesis estaba clara, de hecho, Castañeda, siendo un viejo zorro que va un paso adelante de todos, conociendo lo que ocurriría, me había enviado esa punta para que me defendiera. Concluí entonces que lo único

seguro era que algo pasaría al día siguiente. Armé mi lugar secreto con sábanas y me senté a esperar que llegara la mañana. 5:30 a.m. El guardia abre las rejas. Hoy no competiré en la carrera de los chancludos. Me puse mi camisilla, un blue jean y unos tenis. Era la mejor vestimenta que podía usar en caso de una pelea. Mis cuatro compañeros salieron de la celda uno a uno. Cada cual estaba en su mundo. Una celda solitaria. Un hombre. Un arma blanca en su mano. La incertidumbre del siguiente paso. Mi mente pintó un cuadro; en él, yo salía de la celda y Manrique me esperaba con sus gorilas en el patio, entonces yo sacaba el arma, pero ni siquiera sabía desenvolverla del trapo en el que la llevaba, en cambio ellos, ágiles como fieras callejeras, en un dos por tres me enrastrillaban. Podía sentir los puntazos en mi espalda. Unos ladridos me devolvieron a la realidad. Algo estaba pasando en el patio. Escuché un escándalo extraño. No quise salir, me senté en mi plancha. Tuve la sensación del animal que está en una cueva escuchando los gritos de sus cazadores que le esperan afuera. Tomé el arma, la desenvolví y me ensayé a usarla moviendo mis manos a un lado y otro. Comprobé que no tenía ni idea de hacerlo como ellos lo hacen. Los gritos se intensificaron. Fui consciente de mi sudor en medio del frío de la mañana Me puse de pie, volví a sentarme, y otra vez de pie, empuñé el trozo de varilla afilada y caminé en círculos en el pequeño espacio del centro de la celda; tomé el pedazo de sábana beige en el que estaba envuelta el arma y me sequé el sudor de la frente; entonces di dos pasos hasta la rejilla del inodoro y vi a lo lejos las casas de las laderas de Medellín: había amanecido. Supe que lo único que me faltaba era medirme a puntazos con mis enemigos para graduarme como un preso más y convertirme en lo que

antes despreciaba. Escuché un grito —¡Durán! —Alguien me llamaba afuera. Miré hacia la reja de la celda que daba hacia el patio, tres pasos me separaban de ella. No quise darlos. Miré de nuevo hacia la ciudad. Pensé en Claudia. Tenía una promesa por cumplirle. Entonces se me ocurrió otra opción, la de mi estratega. Aquella que renuncia a usar sus propias fuerzas ¿Y si me niego a usar armas? ¿Y si simplemente salgo al patio confiando en que Dios tendrá todo bajo control? ¿Y si vuelvo a la estrategia de una sola palabra? —¡Durán! —Gritó la misma voz desde afuera. La algarabía se escuchaba aún más potente. Di una última mirada hacia la ciudad y avancé hacia el patio. Al dar el primer paso hacia la reja miré el arma que llevaba en mis manos y la solté en el piso, la vi caer y rodar bajo la plancha de concreto donde dormía, y avancé como un paracaidista que se dispone a dar el gran salto al vacío. A dos pasos de la reja escuché de nuevo mi apellido y aceleré mi caminar; fue entonces cuando comprendí que, después de tantos dilemas, de tantas batallas internas contra la duda, al fin había decidido con base en la fe, y no en el temor. Y crucé la reja. Una celda con la reja entreabierta. Un hombre de camisilla blanca saliendo de ella. Un gran martillo en sus manos —aunque él no lo sabía—. Lo primero que vi al salir fue la celda de Manrique invadida y sus alrededores en pleno alboroto, y a Castañeda a lo lejos sentado tranquilamente con algunos de sus hombres observando la escena. Caminé hacia el lugar y pronto me pusieron al tanto de lo sucedido: El Rolo y cinco hombres más habían entrado por la fuerza a la celda del recién llegado justo después de que el guardia la abriera. Cada uno de esos cinco hombres representaba un combo del patio. De inmediato, los hombres del capo rodearon la celda, y a su vez los hombres del Rolo y los demás combos los

rodearon a ellos, y se armó el alboroto. Pero nadie sabía a ciencia cierta lo que estaba pasando al interior de esa celda. Solo recuerdo que di un monumental respiro de alivio. Con el tiempo comprendí que Manrique nunca fue mi principal adversario. Mi batalla era la misma que a diario libran millones de personas en su interior; una guerra entre la fe y el temor, entre creer en Dios y sus métodos —a veces ilógicos— o hacer las cosas a nuestra manera. Mi principal adversario… era yo mismo. Y ese día, un minuto antes, al soltar el arma y verla rodar bajo mi plancha, al fin había ganado. —¡Durán Solano! —Gritaron de nuevo desde la reja de la garita. Era el uniformado de turno. Como siempre, corrí esperanzado. Al llegar, abrió la reja con sumo cuidado —no quería entrar, «o que lo entraran» a la gresca—. A su lado, junto a la garita, estaban otro guardia y la cabo de traslados del Instituto Penitenciario. Ella lucía impecable su uniforme azul y tenía una planilla en sus manos. Al verla le dije: —Dígame que es portadora de buenas noticias —ella me miró a los ojos, y sin poder ocultar algo de emoción me dijo: —Sí. Ella dijo que sí, y me resultó difícil creerlo. Acto seguido me entregó una hoja para que la leyera. Las letras bailaban ante mis ojos, apenas pude ver que había dos párrafos y que lo firmaba Doris Gómez, la directora de la junta de traslados a quien había enviado mi carta a mano. Antes de que yo pudiera terminar de comprender, la cabo, con ese mágico tono que usan las mujeres para dar una buena noticia, interrumpió mi lectura y me dijo: —Durán, le autorizaron el traslado —y se quedó mirándome a los ojos, esperando mi reacción. —¿De verdad? —Le pregunté. Estaba curtido de falsas esperanzas, pero con el anhelo intenso de escuchar su confirmación.

—De verdad —me dijo ella, todavía sonriente. Yo había soñado tantas veces con este momento, llevaba tantos días y noches preparándome para él, que cuando al fin sucedió, no supe que hacer. Y lo único que se me ocurrió fue hacerle una propuesta inusual a aquella mujer: —¿Le puedo dar un beso y un abrazo? La uniformada, asombrada por aquella extraña petición, pero contagiada por la infinita felicidad que reflejaban mis ojos, no solo me abrazó y besó mi mejilla, sino que agregó una frase inesperada: —La directora de traslados le manda a decir que le dé gracias a Dios, porque fue él quien le ayudó. —Así lo haré. Así lo haré —respondí entusiasmado, sin comprender la profundidad de aquel recado. Entonces, el otro guardia que estaba con ella me dijo la palabra más significativa de la vida para un preso del Pedregal: —«Empaque». —¿Ya? —Respondí aún más asombrado —¡Ya! —Me ordenó el hombre. Corrí al patio con mi orden de traslado en la mano. Al entrar di un vistazo general a aquel lugar donde mi vida se había detenido por un año y dos semanas. La gresca continuaba en la celda de Manrique; vi las mesas, el televisor, el azul, el gris, los hombres, las camisillas, el patio F. Y me dije a mi mismo: «Es verdad. Es verdad». Quise llamar a casa de inmediato, imaginé la inmensa felicidad que sentirían al escuchar la noticia. Pero tenía que hacer algo antes, una primicia. Caminé despacio hacia el rincón del patio donde me reunía con mis hermanos desafinados, recuerdo que en algún momento dejé de sentir mis pasos y la emoción del momento me hizo levitar rumbo al rincón donde se reunía la iglesia, aquel lugar donde compartimos tantas palabras, tanta esperanza. Allí, tenía una cita especial.

Doblé la carta y la guardé en el bolsillo trasero de mi pantalón. Apenas entonces vine a caer en la cuenta de que no me había bañado pero no me importó. Junto al rincón había una gran malla. Levanté los brazos y me aferré a ella, miré hacia lo alto. Como nunca antes en mi existencia, sentí que cada célula de mi cuerpo se sintonizaba con mi alma, y con un grito desde mi espíritu que solo él y yo escuchamos, le dije a Dios aquellas dos palabras: «Gracias Padre». Me quedé ahí por un instante, aferrado a la reja, de espaldas al patio; y repetí las palabras, lo hice una y otra vez, y mis ojos se inundaron con ellas. Corrí al teléfono. Mi cara no suele obedecerme cuando se trata de ocultar emociones. Creo que era tan notoria mi felicidad que un competidor de la carrera de los chancludos me cedió el puesto para que llamara y me hizo una pregunta: —¿Te vas? Le di las gracias por el turno y una sonrisa que fue suficiente para responderle. El teléfono en casa timbró, la noticia quería salírseme por los poros cuando escuché la voz de mi esposa. —¿Sabes decir «Aleluya»? —Le pregunté. He usado esa frase con ella cada vez que ocurre algo sobrenatural en nuestras vidas. —¿Qué pasó? —Me dijo ella, conociendo el contexto de mi pregunta. —Mi amor, me llegó el traslado para los Yarumos. Ella gritó tan emocionada que de inmediato toda la familia corrió expectante a ver qué sucedía. Escuché cuando Claudia, plena de emoción, les contó la noticia: —Le llegó el traslado al papá —hubo una explosión de júbilo que seguramente despertó a los vecinos. Escuché las risas de mis hijos, y vibré con la emoción característica de las buenas noticias cuando han sido muy esperadas, pude sentir nuestros corazones palpitando al unísono junto al teléfono. De nuevo, la vida se vestía de colores para nosotros.

—¡Salimos en diez minutos! —Me gritó el guardia desde la reja. Corrí a la celda, me cambié, volé a darme un duchazo y en cinco minutos empaqué todo en una tula que había hecho a mano con una sábana beige, me puse la misma camisa blanca con la que había llegado a Pedregal. Cuando salí de la celda con mi tula cruzada a la espalda, la noticia de mi salida se había difundido, y los que no participaban directamente en la disputa con Manrique curioseaban mi partida. Alguien de la iglesia me pidió los tenis, otro la cobija roja, otro un par de medias, y el lapicero. Cada cosa tenía un valor especial para mí, pero sería aún más valioso para ellos. Entonces avancé con mi tula casi vacía de cosas, pero llena de recuerdos encapsulados en mi cuaderno. De camino a la garita de la guardia pasé por un lado de la celda de Manrique bordeando la gresca. El uniformado me hacía señas para que saliera rápido. Me despedí de cuantos hombres pude, abracé a cuantos amigos tenía: a Kibrom, el africano gigante de la fe de quien tanto aprendí; a Castañeda, el viejo zorro que, para mi sorpresa, me dio un emotivo abrazo sin decir ni una sola palabra; al joven guerrillo de las lentejas; a Urbano, el de las cejas negras; a Zeta, que ahora buscaba en la Biblia sus propias respuestas, y a muchos más. Abracé y fui abrazado por personas; no números, no enemigos… personas; y me sentí privilegiado de haberlas conocido. Busqué al Rolo, traté de abrirme paso para llegar a la celda de Manrique, pero era imposible. Insistí, pero la gresca se había tornado violenta. El guardia gritó de nuevo mis dos apellidos. Al fin vi al Rolo tras las rejas de la celda de Manrique, discutían y manoteaban allá adentro. Él alcanzó a verme, y al darse cuenta de que llevaba mi tula a cuestas hubo una pausa en aquella celda, entonces dejó salir una mirada de satisfacción; Manrique lo notó, también volteó a verme. La mirada de Manrique fue como la de quien ve escapar su presa; mientras que el Rolo, como el gran líder que siempre fue, en un gesto de milicia que nunca olvidaré, dobló su brazo y, poniendo su mano recta al lado de su frente, me ofreció un saludo militar, el saludo

que le damos a los superiores en las fuerzas armadas y de Policía. Respondí de inmediato con el mismo saludo. Recordé con gratitud la coca plástica que me brindó para comer y el apretón de manos con el que me dio la bienvenida a su manada. Manada que ese mismo día él seguía defendiendo, pues habían tomado por asalto la celda del capo para evitar que él retomara el poder del patio. Quise darle las gracias como lo hacemos los hombres, con un apretón de manos y mirando a los ojos, pero no me fue posible hacerlo. El tumulto de los hombres que se enfrentaban afuera de aquella celda pronto me impidió ver su rostro. Lo último que vi fue su mano sosteniendo aquel saludo militar. Desde muy adentro de mi corazón le dije: «gracias amigo, que Dios te bendiga». Y con pesar, me obligué a girar hacia la garita. Yo Tenía que salir. El guardia, ya de mal genio, me hizo señas para que me apresurara. Caminé despacio, pasé mi mano por encima de la fría mesa gris donde escribí tantas cartas; Kibrom y varios hombres caminaron a mi lado. Algunos policías, guerrillos, paracos y amigos, comenzaron a ladrar, como en una marcha de despedida. Escuché el Aughhhh! Aughhhh! de una gran manada y, al llegar a la reja y dar la última mirada a aquellos hombres, comprendí que el ser humano deja un pedazo de su corazón en cualquier lugar del mundo donde sea capaz de dar o recibir amor y, levantando mi brazo en alto, con mi dedo índice señalé al cielo. Lo señalé para mí, para que nunca se me olvidara quién me había sacado del Pedregal, y para ellos, para que recordaran siempre quién es el que merece la gloria y la honra de los hombres. Después de muchas rejas y escalas, y de superar reseñas y pruebas dactilares, llegamos al puesto de guardia frente a la puerta principal. Los uniformados encargados de ese puesto tomaron de nuevo las huellas de mis diez dedos en una tarjeta, revisaron la orden de traslado, se comunicaron vía radio con sus superiores y un momento después –que a mí se me hizo como un siglo— le dieron la orden al guardia que me llevaba: —Puede salir.

Frente a mí, a unos diez metros está la puerta de salida del bloque de hombres; la misma por donde entré aquel lunes 23 de Septiembre del 2013. Sé que no voy a casa, pero siento como si así fuera, además, por primera vez en doce meses voy a sentir un rayo de sol sobre mi cuerpo al aire libre. Cuando comienza a abrirse, el traqueteo de sus herrajes se convierte en música para mis oídos; y caminamos hacia la luz. En ese instante, al ver la puerta abriéndose y la luz entrando al final del sendero, recordé mi llegada, los primeros ladridos, la UTE, la colchoneta y la cobija roja, el F, la 212, y de nuevo la coca plástica y el apretón de manos del Rolo. La puerta se abre un poco más, veo más luz y recuerdo la oscuridad en la mirada del Chino. Sigo adelante. Cruzo la puerta, un estallido de luces y sensaciones me obliga a cerrar los ojos. Y entonces, mientras mi vista se adapta a tal cantidad de luz, lo siento sobre mi cabeza: es el sol. No hay muros ni rejas de por medio, solo la inmensa esfera incandescente de la mañana, el más azul de los cielos y yo. La sensación de calor me transporta años atrás, y veo como mi padre, antes de morir, pasa su mano por mi cabeza. Los rayos ahora me abrazan y el primer beso que le di a mi esposa se abre paso entre mis recuerdos y aparece mezclado con el olor a grama que sube por mi nariz lenta y explosivamente… como nunca antes. La calidez del sol, los recuerdos, la verde fragancia. La vida. Un bus azul recubierto de mallas de seguridad, dos guardias y un hombre que renace. El vehículo alejándose de la gran mole de concreto, rejas y alambre. Los anillos de seguridad quedando atrás uno a uno. Un viejo temor escurriéndose. Una historia para contar. Un muro que se derrumba, incapaz de resitir la potencia de la estrategia del amor.

Una hora después, en el corazón de un barrio ubicado al sur del Valle de Aburrá, una puerta garaje se abre e ingresamos a un pequeño parqueadero junto a un puesto de guardia del lugar, entonces los uniformados me entregan al personal de custodia de la cárcel de los Yarumos. —Quítenle las esposas —fue la primera orden que dio mi nuevo custodio. Un hombre en sus cincuenta, con el cabello lleno de los hilos blancos de la experiencia. Entonces, al verme libre del acero que tallaba mis muñecas, aquel hombre procedió a extenderme su mano y me dio un saludo, pero en su saludo no había la intención de marcar una distancia entre guardia y preso. Había el respeto de un hombre hacia otro, había una mirada serena; la mirada de quien sabe que tiene la autoridad, pero no necesita demostrarlo. Me invitó a seguirlo hacia el interior del lugar. Otro funcionario abrió una gran puerta de seguridad e ingresé a mi nuevo sitio de reclusión. Un gran muro bordeaba las instalaciones; seguía siendo una pequeña cárcel, pero blanca, y amarilla, y roja, y verde, y del color de la naturaleza; porque tal como lo imaginaba, encontré una huerta, un plato de loza, una zona común bajo el sol, un baño con puerta, y una visita de más de hora y media. El día siguiente recordé que el código penitenciario que tanto había usado contemplaba unos permisos excepcionales para que un condenado, en ciertos casos muy especiales, pudiera ir a su casa bajo la vigilancia de un guardia del centro carcelario donde estuviera. Entonces, con la gran experiencia que había adquirido al realizar todo tipo de cartas y solicitudes, amparado en la ley, solicité un permiso especial de un par de horas para ir a casa. Sábado 11 de octubre de 2014. Una camioneta gris, dos guardias vestidos de civil con chalecos del gobierno y yo. Mi camisa blanca perfectamente planchada. El vidrio de la ventanilla abajo y mi mano por fuera del carro atrapando al viento. El olor de los árboles al pasar, el maravilloso bullicio

de un trancón, la contagiosa alegría de mi gente latina en las calles, los colores de los puestos llenos de frutas tropicales, una ruta que nunca olvidaría. Me concedieron el permiso. Voy rumbo a casa. El vehículo se acerca a la unidad donde vivimos, me imagino sus caras de sorpresa cuando me vean y me es inevitable sonreír. Una cuadra me separa de casa, la velocidad del carro disminuye, la mía se acelera. Parqueamos. Con un guardia a cada lado tomo el sendero de árboles y jardines que me lleva a casa. Avanzo, el jardín huele a menta durante el día y luego se perfuma con el aroma del jazmín de noche. Reconozco la menta, paso la mano por el gran jazmín, tomo una hoja, la trituro en mis manos y me aspiro una dosis de su fragancia. Los hombres me acompañan con total prudencia. Unos cuantos pasos y llegaré al lugar donde vivo; el mismo que desde la rejilla junto al inodoro era una pequeña luz muy a lo lejos. Comprendí entonces que Dios ha puesto un gran martillo en las manos de cada ser humano, y cada vez que convertimos el amor en algo palpable a través de un acto de servicio, por pequeño que sea, como un saludo o una carta a mano, es como si le diéramos un gran martillazo a un platillo de bronce, y ese martillazo es música para la creación, un sonido vibrante que resuena por el universo, Y tarde o temprano, como el eco que regresa a nosotros, la potencia de ese amor desatado vuelve a ti; y vuelve amplificado. Toqué el timbre de la puerta de madera café, escuché pasos acercándose, la puerta se abrió lentamente y la mirada de mi esposa se encontró con la mía. La potencia de tal sorpresa, como de un empujón, la impulsó hacia mis brazos, y de nuevo, como la vez que recibí su visita en el sótano de Pedregal, levantándola, le di un par de vueltas, y en el lenguaje de los besos nos declaramos amor sin palabras. Entonces vi a Sara y a Camila, venían corriendo por la sala hacia nosotros. Claudia me soltó para que pudiera esperarlas como era debido: con los brazos abiertos.

Fue un recorrido de apenas un par de metros, pero en su carrera vi la misma libertad con la que mi hermano y yo corríamos montaña abajo compitiendo contra las sombras de las nubes. Para ellas, la presencia de papá en casa también era como el viento, ese viento que nos hace olvidar el desierto cruzado. Ambas volaron a mis brazos, y sus risas, como una onda sanadora, limpiaron el lugar de mi alma donde todavía resonaba uno que otro ladrido. Había guardado este abrazo en un rinconcito de mi corazón, en aquel lugar donde los sueños más tercos se niegan a irse. Al instante llegó mamá, sus ojos miel se iluminaron al verme y mi alma se hizo miel al abrazarla; y me refugié en su nobleza, abnegación y hermosura. No sé si habrá mayor dicha que esa que siente una madre al ver a su hijo regresando sano y salvo a casa. Y tras ella Sebastián, mi hijo, hecho ya un hombre. Sentí tanta admiración y respeto por él; había ocupado mi lugar con total entrega y valentía. Entonces los seis, entre gritos y risas que se convertían en lágrimas, nos abrazamos como nunca... y nos abrazamos como siempre. «¿En qué te puedo servir?». El eco de esas cinco palabras convertidas en martillazos regresando a mí con la potencia de un tornado, abriendo las rejas, derribando los cerrojos de hierro, abriendo las puertas de la cárcel. El más esperado de los abrazos familiares. Mi asombro ante la grandeza de Dios. El caluroso e inconfundible aire de casa. El sabor a miel de un logro alcanzado. El amor furioso del estratega eterno. La sensación de su presencia. El aroma de su gloria mientras nos abrazamos. Los pequeños silencios que insisten en inundar nuestros ojos. Un verso de su palabra cobrando vida en medio de aquella mañana, un verso que dice que el amor todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. Un verso que dice que el amor… nunca deja de ser. Entonces recordé las palabras que Dios susurró a mi espíritu la segunda noche en el calabozo —«Donde tú estés yo voy a estar contigo»— y de repente caí en la cuenta de que significaban exactamente lo mismo que las dos palabras que yo me había propuesto decirle a mis hijas al regresar a casa. Y comprendí por qué me las dijo: porque ante todo, él también es un

padre; ese Padre que un día hizo esta promesa a sus hijos: «Nunca te dejaré ni te desampararé», y entonces, acariciando los rostros de mis niñas, tras un respiro profundo, les dije: —Aquí estoy.

EPÍLOGO Urbano, el compañero de celda con el que hice las pesas, fue trasladado para la cárcel de Bellavista, allí terminó de pagar su condena y salió dos años después. Zeta aceptó un preacuerdo con la Fiscalía por diez años. Sé que en él ya había una semilla de fe que un día dará fruto. Kibrom recuperó su libertad un año después, se casó y tiene un hermoso hijo; ahora repara motos en un pueblito lejano de esta Colombia, de la que dice, nunca se quiere ir. El Rolo, como el gran peleador que es, fue a juicio, y después de pasar siete años detenido, fue absuelto y reintegrado a la Policía Nacional de Colombia. Mi amigo Andrew McMillan, su esposa e hijos, y toda la gran familia de la Comunidad de fe en Medellín, continúan haciendo algo que me enseñaron con su apoyo y ejemplo, algo por lo que siempre tendrán mi inmensa gratitud, y cuyos frutos también pueden encontrarse en el Pedregal. Ellos siguen contagiando con el amor de Jesús a Medellín y al mundo.

Desde la Directora hasta el último guardián de los Yarumos tenían un concepto tan elevado del respeto por la dignidad humana que, después de haber pasado por el Pedregal, en ocasiones llegué a olvidar que estaba preso. Allí conocí a David Macías, a quien la palabra «genio» apenas describe en parte. Él fue comisionado por el Ministerio de Cultura para dictar talleres de escritura creativa en la cárcel. Se convirtió en mi mentor, mi gran amigo y editor de este libro. El Tribunal Superior de apelaciones revisó mi caso y modificó mi condena. En sumatoria con la ley de rebaja de penas, estudio y trabajo; año y medio después, por la misericordia de Dios, a quien doy toda la gloria y la honra por permitirme narrar esta historia, volví a casa siendo un hombre libre. Y volvimos a empezar. Si Dios usó las cinco palabras para sacarme de una de las peores cárceles de Colombia, donde estaba condenado a 15 años; no alcanzo a imaginar lo que esas mismas palabras podrán hacer por quien las use. Solo sé que el día menos pensado, el eco de esas palabras volverá a su vida, y también volverá amplificado, con el poder de derribar cualquier clase de reja que encuentre a su paso. Jesús dijo una vez: «He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo». Anhelo que puedas considerar este libro como un «toc, toc» a tu puerta. Y entonces; al abrirla, si cierras por un instante tus ojos, también escuches sus palabras diciéndote: —Aquí estoy.