Carta de Rilke a Witold Hulewicz

A Witold Hulewicz·· [Esta carta, sin fecha, empieza por ser un cuestionario, con las correspondientes preguntas, que no

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A Witold Hulewicz·· [Esta carta, sin fecha, empieza por ser un cuestionario, con las correspondientes preguntas, que no traducimos por su carácter accidental, y continúa y termina en dos hojas añadidas, que traducimos. El matasello es: Sierre, 13-XI-1925.] –copia intacta-

¿Y soy yo quien puede dar la explicación justa a las Elegías 1 ? Me superan infinitamente. Las considero un desarrollo ulterior de esos presupuestos esenciales que ya estaban dados en El libro de horas, que en las dos partes de las Nuevas poesías utilizaron la imagen del mundo, jugando y probando, y que luego, en Malte, reunidos en conflicto, rebotaron hacia la vida y allí casi llevan a la demostración de que esta vida tan suspensa sobre el abismo sin fondo, es imposible. En las Elegías, partiendo de los mismos datos, la vida vuelve a ser posible, más aún, aquí experimenta esa definitiva afirmación a que no podía llevar todavía el joven Ma1te, a pesar de estar en el justo camino difícil «des longues études». La afirmación de la vida y la afirmación de la muerte se muestran como una sola cosa en las Elegías. Admitir la una sin la otra, sería, como aquí se siente y solemniza, una limitación que, en definitiva, excluiría todo lo infinito. La muerte es el lado de la vida que no da hacia nosotros, el lado que no nos está iluminado: debemos intentar realizar la máxima conciencia de nuestro existir, que reside en ambos dominios ilimitados y se nutre inagotablemente de ambos... La verdadera forma de la vida cruza a través de ambos territorios, y la sangre del máximo giro se abre paso a través de ambos: no hay ni un aquende ni un allende, sino la gran unidad en que tienen su morada los seres que nos sobrepujan, los «ángeles», y de ahí la colocación del problema del amor en este mundo que, ensanchado en torno de sus mitades mayores llega, por fin, en éstas a estar entero y a salvo. Me extraña que no le sean útiles, para la comprensión de las Elegías los Sonetos a Orfeo, que, por lo menos, son igualmente «difíciles», llenos de la misma esencia. Las Elegías fueron comenzadas en 1912 (en Duino), y continuadas (fragmentariamente) en España y en París hasta 1914; la guerra interrumpió totalmente mi mayor trabajo; cuando en 1922 (aquí) me atreví a emprenderlas de nuevo, salieron las nueve elegías y su suplemento. tempestuosamente impuesto, los Sonetos a Orfeo (que no estaban en mis planes). Estos, como no podía menos de ser, tienen el mismo «parto» que las Elegías, y el hecho de que aparecieran de repente, sin intención mía, en referencia a una muchacha prematuramente muerta, los acerca todavía más al manantial de ese origen: esa referencia es una conexión más con el centro de ese reino, de cuya hondura e influjo participamos, sin límites por todas partes, con los muertos y los hombres futuros. Nosotros, los de aquí y de hoy, no estamos satisfechos un instante en el mundo tempora1, ni estamos ligados a él; avanzamos constantemente, más y más, hacia los anteriores, hacia nuestro origen, y hacia los que aparentemente vienen después de nosotros. En ese máximo mundo «abierto», ni se puede decir que todos sean «contemporáneos», pues precisamente la caída del tiempo condiciona el que ellos sean todos. La transitoriedad tropieza en todos sentidos con un ser profundo, y así las conformaciones propias de este mundo no sólo se han de ver como limitadas en el tiempo, sino que, en lo que podamos, han de situarse en aquellas otras dimensiones superiores de las que formamos parte. Pero no en el sentido cristiano (del cual me alejo cada vez con más pasión), sino que, con una conciencia puramente terrenal, hondamente terrenal, felizmente terrenal, es como hay que introducir lo visto y palpado aquí hacia la órbita más amplia. No en un más allá cuya sombra oscurezca la Tierra, sino en un todo, en el todo. La naturaleza, las cosas de nuestro trato y uso, son provisionales y caducas, pero mientras estamos aquí, suponen nuestra posesión y nuestra amistad, son cómplices de nuestra necesidad y de nuestra libertad, lo mismo que fueron antes íntimas de nuestros antecesores. Así, no sólo importa no considerar malo ni degradar todo lo de aquí, sino que precisamente por esa transitoriedad que comparten con 1

Las Elegías de Duino, de RM Rilke

nosotros, debemos comprender y transformar estos fenómenos y estas cosas en la más íntima comprensión. ¿Transformar? Sí, porque nuestra tarea es imprimir en nosotros, esta tierra transitoria y caduca, tan profunda, tan dolorosa y apasionadamente, que su esencia vuelva a resucitar «invisiblemente» en nuestro interior. Somos las abejas de lo invisible. Nous butinons éperdument le miel du visible, pour l´accumuler dans la grande ruche d'or de l´Invisible [Libamos perdidamente la miel de lo visible para acumularla en la gran colmena de oro de lo Invisible]. Las Elegías nos muestran en ese trabajo, en el trabajo de estas perdurables transformaciones de lo amado visible y aprehensible en la invisible oscilación y excitación de nuestra naturaleza, que introduce nuevas frecuencias de oscilación en las esferas de oscilación del Universo. (Como las diversas materias en el conjunto del mundo sólo son exponentes de oscilación diversos, así nosotros, de esta manera -pendular-, no sólo damos lugar a intensidades de especie espiritual, sino, quién sabe, a nuevos cuerpos, a metales, nebulosas y constelaciones nuevas). Y esta actividad es peculiarmente fomentada y apremiada por la desaparición cada vez más rápida de tantas cosas visibles que ya no son sustituidas. Aun para nuestros abuelos había una «casa», «una fuente», una torre para ellos familiar, más aún, su propia ropa, su abrigo: infinitamente más, infinitamente más familiar; casi todas las cosas eran recipientes en que encontraban lo humano y en que ahorraban lo humano. Ahora, llegan de América vacías cosas indiferentes, pseudo cosas, trampas de la vida... Una casa, en la mente americana, una manzana o una vid americanas no tienen nada en común con la casa, la fruta, el racimo, en que habían penetrado la esperanza y el ensimismamiento de nuestros antepasados... Las cosas vividas y animadas, las cosas que comparten nuestro saber, decaen y no pueden ya ser sustituidas. Nosotros somos quizá los últimos que han conocido todavía semejantes cosas. En nosotros está la responsabilidad, no sólo de conservar su recuerdo (esto seria poco e inseguro), sino su valor humano y lárico («Lárico» en el sentido de las divinidades del hogar, los «lares») La Tierra no tiene otra salida que hacerse invisible: en nosotros, que estamos tomando parte en lo invisible con una parte de nuestro ser, y tenemos apariencias (por lo menos) de participar en él, y podemos aumentar nuestra posesión en la invisibilidad mientras estamos aquí: sólo en nosotros puede cumplirse esa íntima y permanente transustanciación de lo visible en invisible, en lo que ya no depende de ser palpable, lo mismo que nuestro propio destino se hace sin cesar en nosotros a la vez más existente y más invisible. Las Elegías establecen esta norma de existencia: aseguran, solemnizan esta conciencia. La ponen cuidadosamente en sus tradiciones, por ser ellas tradiciones prístinas, y reclaman los rumores de tradiciones para esa suposición, y en el culto egipcio a los muertos apelan a un saber previo sobre estas referencias. (Aunque el «país de las lamentaciones», por el cual lleva la más anciana «lamentación» al joven muerto, no ha de ser equiparado a Egipto, sino sólo, en cierta medida; es un reflejo del país del Nilo en la claridad desértica de la conciencia del muerto). Si se comete el error de aplicar a las Elegías y a los Sonetos conceptos católicos de la muerte, del Más Allá y de la Eternidad, se aleja uno totalmente de su salida y se da lugar a un malentendido cada vez mayor. El «ángel» de las Elegías no tiene nada que ver con el ángel del cielo cristiano (más bien con las figuras angélicas del Islam)... El ángel de las Elegías es esa criatura en que aparece ya plenamente cumplida la transformación de lo visible en invisible que nosotros realizamos. Para el ángel de las Elegías todas las torres y palacios del pasado existen, porque hace mucho que son invisibles, y las torres que aún subsisten, de nuestra existencia, ya son invisibles, aunque todavía perduran corporalmente (para nosotros). El ángel de las Elegías es ese ser que garantiza el reconocer en lo invisible un rango más alto de la realidad. Por eso es «terrible» para nosotros, porque nosotros sus amantes y transformadores, todavía dependemos de lo visible. Todos los mundos del Universo se precipitan hacia lo invisible como a su realidad inmediatamente más honda: algunas estrellas se alzan y se desvanecen en la conciencia infinita del ángel: otras, están asignadas a seres que las transforman despacio y penosamente, y en cuyo terror y excitación alcanzan su inmediata realización invisible. A nosotros, hay que acentuarlo otra vez, en

el sentido de las Elegías, como esos transformadores de la tierra, toda nuestra existencia, los vuelos y caídas de nuestro amor, todo nos capacita para nuestra tarea (además de la cual no queda ninguna otra como esencial). (Los Sonetos muestran particularidades de esta actividad, que aquí se presenta bajo el nombre y protección de una muchacha muerta, cuyo inacabamiento e inocencia mantiene abierta la puerta del sepulcro, de tal modo que ella, una vez penetrada, pertenece a esos poderes que mantienen fresco el hemisferio de la vida, y abierto hacia el otro hemisferio, abierto como herida). Las Elegías y Sonetos se apoyan mutuamente de modo constante: y considero que hay una gracia infinita en que yo, con el mismo aliento, haya podido llenar estas dos velas: la pequeña vela color de herrumbre de los Sonetos, y la gigantesca lona blanca de las Elegías. Acepte aquí, querido amigo, un poco de consejo y ac1aración, y por lo demás, usted mismo prosiga arreglándoselas. Pues no sé si yo podría decir más. Su R. M. Rilke