capitulo6

Descripción completa

Views 269 Downloads 10 File size 88KB

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Recommend stories

Citation preview

banda desde prisión. Los jueces basaron el cargo en una escucha telefónica del 15 de septiembre de 2009 en la que Segovia reconocía que continuaba “trabajando”. Yo estoy jugándome la última ficha de algo grande para hacer y yo no puedo que un desequilibrado me cague el negocio, ¿entendés? No voy a hacer quilombo pero tengo que abrir el paraguas porque soy el boludo de invertir la plata comprando cosas, ahora por un desintegrado, vos te das cuenta como es boludo, no es que estamos haciendo tortas fritas, ahora no, no, tenemos compromisos grandes boludo, no puedo boludear yo con esto, estoy en cana y sigo laburando y nunca dejé de laburar boludo, para que podamos tener una moneda todos.

El

verdadero capo

Rodrigo Pozas Iturbe no escuchó cuando llamaron a su puerta. Tenía puestos los audífonos porque estaba tocando la batería electrónica que se había comprado para no molestar a sus vecinos. Al poco rato, a eso de las seis de la tarde del 21 de octubre de 2008, el empresario mexicano hizo una pausa y, entonces sí, percibió el insistente sonido del timbre. Era el portero del edificio de Segovia al 2900, en Barrio Parque, al que se había mudado en abril de ese año. –Dejá de pasarte los semáforos –se burló el encargado–, vinieron a buscarte para que pagues unas multas. 214

El aviso le pareció extraño a este hombre de negocios que hacía un año y siete meses había venido a vivir a Buenos Aires. Intrigado, Rodrigo tomó sus llaves y salió a buscar a los policías. Como pensó en ir y volver de inmediato, ni siquiera tomó su billetera. Una vez afuera, alcanzó a correr unos cuantos metros antes de que una mujer que iba acompañada por dos hombres lo detuviera y comenzara a interrogarlo. –¿Quién es usted? –¿Quién pregunta? –Policía. ¿Cómo se llama? –Rodrigo Pozas Iturbe. –¿De dónde es? –De México. –Deme su identificación. –No tengo, salí sólo con mis llaves. –Acompáñenos a su departamento. La verdad era que los policías no le habían llevado ninguna multa, sino una orden de allanamiento, porque Pozas Iturbe estaba acusado de liderar una banda que traficaba efedrina de Argentina hacia México. Una vez adentro del departamento, los policías reportaron por teléfono a sus superiores que habían encontrado al mexicano. El operativo, que inicialmente era solo para revisar el lugar, se convirtió en una detención. Desde ese día que le dio una voltereta completa a su vida han pasado ya tres años y nueve meses, cuando lo veo por primera vez. Las consecuencias físicas más visibles de la tensión son las canas que copan por completo el cortísimo cabello de este hombre de 39 años 215

y que, también en los últimos tiempos, ha subido de peso hasta alcanzar 97 kilos que le dan a su metro y setenta y dos centímetros de estatura un perfil robusto. –Es por el estrés, por todo lo que ha pasado. Pozas Iturbe suspira. “Todo lo que ha pasado” es su arresto, un año y medio en prisión, su liberación bajo proceso y un juicio que ya cumple nueve meses y en el que comparte acusaciones con sus supuestos cómplices. Sigue esperando la sentencia que decidirá si es culpable o inocente. Su cabello platinado contrasta con su piel morena oscura y, más aún, con el lunar negro incrustado en su mejilla derecha que es la principal seña de identidad de un rostro de ojos saltones, nariz ancha y cejas pobladas. La incipiente barba también está encanecida casi por completo. Estamos en Posadas y la avenida 9 de Julio, en el café Havanna de La Recova, en Recoleta, el lugar que cada tanto se convirtió en nuestro punto de encuentro para hablar sobre la ruta de la efedrina. Tardé mucho tiempo en buscarlo porque varias personas me recomendaron que no lo viera. Funcionarios y abogados me hicieron toda clase de advertencias: “Es un encantador de serpientes”, “es mitómano, te enreda con sus historias”, “no lo veas, es muy peligroso porque es el verdadero jefe narco”. Aunque recelaba, decidí que tenía que conversar con él, así que lo llamé al teléfono que me dio una vez que nos encontramos, de pura casualidad, afuera de un tribunal. Esperaba resistencias de su parte por lo 216

delicado del tema y porque el juicio estaba en marcha. Para mi sorpresa, aceptó enseguida. Tenía ganas de contar su historia.

Buenos Aires es el mejor destino para cambiar de vida. Eso pensó Rodrigo Pozas Iturbe la mañana del 18 de octubre de 2006, cuando aterrizó por primera vez en la ciudad que le había despertado una gran curiosidad desde que era un niño. Su estabilidad se había complicado en esa época luego de una ruptura matrimonial. Hacía meses que su ex mujer, María de Lourdes Serrano, se había llevado al hijo de ambos, Mateo, de dos años, a vivir a Ecuador, y ahora estaba a punto de mudarse a Punta del Este. Como Pozas Iturbe quería estar cerca de su hijo, decidió que Buenos Aires era el lugar idóneo para acortar distancias. Era toda una apuesta para este hombre, nacido el 27 de noviembre de 1972 en el Distrito Federal y cuyo nombre de abolengo confundió a las autoridades, cuando fue detenido en Buenos Aires, porque no cualquiera se apellida Pozas Iturbe en un país como México, que está plagado de comunes González, Pérez y López. Más que millonarios, sus padres pertenecían a una clase intelectual heredera de nombres ilustres que habían mantenido con un buen nivel de vida a sus hijos Rodrigo, Emiliano Ricardo y Gilka Wara, gracias a la fundación de empresas editoriales y artesanales. La infancia de Rodrigo transcurrió en Coyoacán, 217

el elegante barrio del sur de la ciudad de México, una zona donde funcionaba el Instituto Walden 2. Fue en una de sus aulas cuando, a los ocho años de edad, escuchó hablar por primera vez de Argentina. –Nacha Guevara estaba exiliada en México, y como vivía en Coyoacán, mandó a su hijo Juan Pablo a la misma escuela. Era mi compañero de banca, y me hablaba maravillas de su país, de la comida, de lo bonito que era Buenos Aires. Desde entonces, Rodrigo se prometió que algún día visitaría Argentina. Lo hizo, por fin, a los 36 años. Había estudiado Derecho en la Universidad Nacional Autónoma de México, la famosa UNAM, pero nunca ejerció como abogado. Más bien se convirtió en un empresario aeronáutico y fundó, junto con un socio, una empresa llamada Frecuencia 122.1 que le permitió participar en la creación de aerolíneas de bajo costo en México. Con esa experiencia bajo el brazo, Rodrigo exploró posibilidades de trabajo en Buenos Aires. Se instaló en un monoambiente en Scalabrini Ortiz al 3500 y recorrió la agitada noche porteña. –Analizaba todo. Veía la tele, escuchaba la radio, leía las revistas. Me di cuenta de que faltaban servicios móviles para la gente. Tenía tiempo para analizar el mercado porque yo no llegué a Buenos Aires para trabajar de mozo y cobrar en negro. Tenía mis ahorros, un soporte para hacer una inversión inteligente. Soy audaz y taimado, pero no estúpido. Me cuesta escucharlo. Nos acosa el ruido de la 218

avenida 9 de Julio y el constante tránsito de los autos en La Recova. Es mediodía, es nuestro primer encuentro y estamos sentados en una mesa al aire libre que yo elegí porque me pareció más seguro, tomando en cuenta que el hombre que tengo enfrente está acusado de ser narcotraficante. Su voz tiene un tono engolado, un acento que en México identificamos como “fresa”, y en Argentina, “cheto”. Le pregunto si es rico. –No sé qué es muy rico. Es una palabra bastante fea, muy fea. Además, yo no soy un tipo de gustos caros, ni de caprichos. –Pero esa es una Harley Davidson –le señalo la costosa motocicleta que estacionó en la vereda, frente al Four Seasons. Pozas Iturbe parece un anuncio andante de la cotizada marca de motos, cuyo escudo estampado luce en su chaleco de cuero y su camiseta gris. –Pará, pará, pará… está bien, yo tenía una moto así desde hace muchos años en México. –¿Te la trajiste? –Bueno, no… esta la compré acá. Pozas Iturbe cambia la conversación. Prefiere detallar los planes que armó durante sus primeros meses en Buenos Aires. Había decidido que el negocio perfecto era el alquiler de limusinas. Con lo presuntuosos que son los argentinos, pensó, qué mejor que ofrecerles un servicio de transporte de lujo desde los aeropuertos a los hoteles. Darles la oportunidad de presumir por un rato lo que no tienen; de ser “caretas”, como definió el propio 219

empresario una vez que dominó los modismos locales y los empezó a utilizar como propios y a alternarlos indistintamente con los mexicanismos. –La primera vez estuve en Buenos Aires apenas dos meses. Me regresé a México el 18 de diciembre de 2006, pero volví acá en marzo de 2007, ahora sí con la idea de quedarme de manera permanente, de montar un negocio de alquiler de limusinas. Aquí la gente vive de las apariencias. No hace falta estudiarlos mucho. Míralos. Están en Patio Bullrich, Palermo Soho, Palermo Hollywood, en González Catán. Con la gente que viene de afuera el alquiler de limusinas también es negocio porque se mueven mucho, pero cuando llegan al aeropuerto se tienen que subir a un remise Renault 18 del año del caldo para que los lleve a su hotel. En Estados Unidos, en cambio, hasta en el hotel más pedorro de Oklahoma puedes pedir una limo. Hablé directamente con un cuate de Texas. Hice mi business plan. Me empecé a juntar con la gente que me podía generar la puerta para la parte mediática, los relacionistas públicos que manejan a todos los famosos. Entablé amistades como una manera de hacer negocios, de aprovechar la oportunidad. A los relacionistas públicos, esos personajes que promueven los lugares de moda con la presencia de famosos, se los encuentra de noche, en los bares y discotecas. Y fue en uno de esos lugares en donde Pozas Iturbe se topó con un hombre que se convertiría en el principal eslabón para que la Justicia lo acusara, poco tiempo después, de traficar efedrina. 220

Rodrigo tuvo que vivir de sus ahorros durante más de un año en Buenos Aires, porque los negocios se complicaron. Entre 2007 y 2008 trató de impulsar el alquiler de limusinas, pero lo frenaba su condición migratoria: no tenía permiso de residencia, ni de trabajo. No se angustiaba mucho. Sus noches eran agitadas. Sobre todo los fines de semana, cuando parrandeaba en los boliches de moda con sus nuevos amigos, algunos abogados, otros relacionistas públicos, la mayoría gente de dinero. En una misma jornada nocturna podían recorrer Las Cañitas, Palermo Soho y San Telmo para ir a bailar y tomar tragos a sitios de moda como Jet, Kandy y Rummy, o Mute, Ink y Museum. Una madrugada de enero de 2008, Pozas Iturbe se acercó a la barra de Kandy, un bar que estaba en Las Cañitas y del que era cliente asiduo. Era más de la una de la mañana y, como el bartender ya lo conocía y sabía sus gustos, ni siquiera tuvo que pedir su whisky Jack Daniels con agua y hielo. Le bastó con posar en silencio su vaso vacío en el mostrador. Mientras esperaba su bebida, un hombre que estaba a su lado lo saludó y lo interrogó. –¿Sos mexicano? –Sí –¿Qué haces acá? –Nada, estoy viviendo en Buenos Aires. –¿Venís seguido? –Sí, con mis amigos. –¿Conoces a alguien? Yo hago públicas aquí y en 221

un par de boliches más. Vení cuando quieras, te invito un trago. Pasame tu número. Así, en una típica charla de bar que no duró ni siquiera cinco minutos, Rodrigo Pozas Iturbe conoció a Leopoldo Bina, el hombre que siete meses más tarde sería asesinado junto con Diego Ferrón y Sebastián Forza. –Leo era un busca. Nunca tuvimos el mismo grupo de amigos, pero de repente me caía en donde andaba. Me ofrecía LCD, plasmas. Me cayó muy bien. No nos íbamos de parranda juntos; más bien, a veces, coincidíamos en los lugares y ahí era cuando me quería vender cosas, hasta relojes, camperas, de todo. No era un amigo al que llamaba para llorar, pero sí había una relación, era un buen tipo, no el típico chanta argentino, por eso le tenía respeto. El 24 de julio de 2008, Bina lo llamó. Parecía muy apurado. –Che, haceme la gamba. Mirá, hay unos amigos que quieren hacer negocios con unos mexicanos. Acompañame. –¿Negocios de qué? –No sé. No entiendo mucho, pero haceme la gamba porque quiero quedar bien con ellos. Son buenos pibes. –¿Pero de qué voy a hablar yo? –No sé, vos vení nada más y así me haces quedar bien. –Dale, vamos. ¿Cuándo? –Mañana a la mañana. 222

Seis días antes de esa llamada, la Policía había encontrado el laboratorio de drogas de diseño en Maschwitz, así que Pozas Iturbe se estaba acostumbrando a que sus amigos de la noche bromearan con él. “Sacá la efedrina, Ro”, le decían en tono de burla cada vez que lo veían, porque era mexicano, como la mayoría de los detenidos. Él, se reía. La reunión con Bina y sus amigos era el viernes 25 de julio, pero el jueves Pozas Iturbe siguió su ritual parrandero, se emborrachó y terminó desayunando al amanecer en La Bondiola del Tío, un puesto de la avenida Sarmiento. Luego se fue a casa a dormir, pero el descanso le duró poco porque Bina lo llamó para recordarle el compromiso que ambos tenían a las nueve de la mañana en el Open Pilar, un bar enclavado en el kilómetro 50 de la Panamericana, justo al lado del Sheraton. La cita era con Forza y Ferrón; Cristian Heredia, relacionista público del bar Kandy y José Luis Salerno, un empresario farmacéutico. –Yo no sabía a lo que iba. Ni siquiera estaba crudo, con resaca: todavía estaba en pedo. Ferrón decía que tenía productos para exportar a México, y yo le decía que me hablaba en chino porque no era mi negocio. Me dijo que si sabía de alguien que pudiera estar interesado, les avisara. Yo lo único que quería era tomarme un café e irme a mi casa. Estuve menos de diez minutos con ellos. Cuando ya me iba, Leo me acompañó a la puerta. Ahí es donde veo a este muchacho alto, Forza, con un abrigo de cuero largo, le quedaba 223

debajo de la rodilla. Impactaba. Tenía gafas grandototas, tipo Chanel. No pasaba desapercibido. Se acercó, Ferrón habla algo con él, le da un sobre, cruzan unas palabras. Todo eso yo ya nomás lo vi porque ya me iba. Entonces Ferrón se me acerca, me da el sobre y me dice que eso es lo que tienen para mí, que lo estudie. El sobre, que Pozas Iturbe jura que nunca abrió, contenía un formulario para importación de efedrina. Fue la principal prueba en su contra que la Policía encontró meses más tarde cuando allanó su casa. Rodrigo me aseguró que ésa fue la primera y única vez que vio a Forza. Pero una tarde, al revisar mis archivos, me encontré con una versión diferente, que el mismo Pozas Iturbe le dio al diario La Nación el 26 de noviembre de 2008, en la que reconocía que sí había hablado directamente con Forza, otro día y en otro lugar. –Tres días antes de que Leo desapareciera fuimos a comer a una parrilla que está sobre la avenida Juan B. Justo. Me presentó a un amigo que se identificó como Sebastián Forza, quien me dijo que era agente freelance de la SIDE. Durante el almuerzo, Forza se mostró como un muchacho muy extrovertido y, sin conocerme, me propuso un negocio muy extraño. Quería que me presentara ante un grupo de mexicanos para decirles que había trabajado conmigo y que estaba todo perfecto. No sé de qué se trataba, pero creo que no era nada bueno. Después de pagar la cuenta y negarme a participar del negocio que me propuso Forza, me fui de la parrilla. 224

Al contrastar sus declaraciones, no me quedaba claro si Pozas Iturbe había visto dos veces a Forza, o solo una, ya fuera en el Open de Pilar o en la parrilla de Juan B. Justo. En la última de nuestras entrevistas en el Havanna de La Recova, le pregunté cuál era la verdad. Cubierta ahora la cabeza con un gorro de lana y abrigado con una campera de cuero, ambas prendas con el escudo de Harley Davidson, Rodrigo reconoció que había visto dos veces a Forza, no una, como me había contado. No me lo había dicho “porque parecía demasiado lío” y era consciente de que la segunda cita despertaba muchas más suspicacias. Siempre me llamó la atención el tono calmo que Pozas Iturbe mantuvo en nuestras entrevistas. Una vez le dije que lo sentía muy poco indignado cuando describía cómo había terminado envuelto en la ruta de la efedrina. Pozas Iturbe prendió su cuarto Marlboro rojo, en menos de una hora –fuma dos cajetillas diarias– y pidió su segunda Pepsi. Se recargó con los codos en la mesa para acercarse y me miró fijamente. Así fue más fácil ver la placa de identificación de metal blanco que colgaba de su cuello, similar a la que usan los militares. Por primera vez levantó la voz. –Estuve año y medio en la cárcel, un juez me tuvo aislado cuatro meses, me cambiaban de pabellón cada quince días, así que la reunión con Leo y sus amigos no fue lo peor, eso no me indigna, lo que me indigna es la actitud del juez Faggionato Márquez. Eso sí me 225

pone loco, porque si yo me cruzo con un asesino en serie porque era amigo de un amigo, ¿qué tengo que ver? Nada, ¿verdad? Conocer a alguien no te hace copartícipe de sus delitos, pero así lo hizo creer el juez. Su historia se contradijo con los testimonios que varios testigos dieron durante el juicio por el triple crimen. Con Forza, Bina y Ferrón asesinados, los únicos sobrevivientes de la reunión en el bar Open de Pilar, además de Pozas Iturbe, eran Cristian Heredia, el relacionista público del bar Kandy, y José Luis Salerno, un empresario farmacéutico. Ambos aseguraron que el encuentro había sido muy tenso porque el mexicano quería comprar a dos mil pesos el kilo de efedrina, pero Forza y Ferrón le aclararon que el precio era de dos mil dólares. Coincidieron en que, al no llegar a ningún acuerdo, Pozas Iturbe se enojó y se fue. Gustavo Alfredo Richiutto, un médico socio de Salerno para la venta de medicamentos, contó, además, que Bina trabajaba para el mexicano y lo ayudaba a sacar la efedrina del país a cambio de un salario mensual de 17 000 pesos. Esta versión fue respaldada por la viuda de Bina, Verónica Colombo, quien aseguró que su esposo mandaba a México más o menos 40 cajas de efedrina cada semana. Marcelo Fabián Cramis, comandante de Gendarmería, ubicó al mexicano como miembro del Cartel del Golfo. Otro testimonio que complicó a Rodrigo fue el de Ricardo Martínez, el padre del actor Mariano Martínez, acusado de participar en el tráfico de efedrina. Al principio de la investigación, el empresario afirmó que el 226

argentino detenido en Maschwitz, Luis Tarzia, y el supuesto líder, Jesús Martínez Espinoza, “veneraban a Pozas Iturbe, lo trataban como si fuera el jefe”. Pero durante el juicio por la ruta de la efedrina, Martínez se desdijo y reveló que no sabía nada de Pozas Iturbe, pero había sido presionado por Faggionato Márquez para inculparlo. Después de las citas con Forza, Pozas Iturbe ya sólo vio a Bina un par de veces, en particular porque le había comprado una campera de cuero. La recibió el 6 de agosto, pero le quedó chica y llamó por teléfono al argentino para que se la cambiara. –Paso mañana, nos vemos tipo doce o una de la tarde –le respondió Bina en el celular. Nunca más volvieron a hablar. Ese “mañana” fue el día en el que Forza, Ferrón y Bina fueron secuestrados. Pozas Iturbe se enteró de la desaparición de su amigo esa misma noche. –Me llamó Cristian [Heredia, el relacionista público]. Me preguntó si había visto a Leo, porque no había llegado a su casa y no sabían nada de él desde la mañana. Yo pensé que Leo no le quería contestar a él, pero lo empecé a llamar y me daba ocupado, ya me pareció muy raro. El sábado, Heredia volvió a llamarlo para avisarle que todo apuntaba a un secuestro. –Me preocupé, pero igual hice mi vida, ni siquiera estuve más pendiente de las noticias, hasta el día que aparecieron los cuerpos… ¿puedes creer que ese día me enteré de que Leo era Leopoldo? Yo siempre había 227

creído que se llamaba Leonardo, me di cuenta por las fotos que salieron en la tele. –¿Te dio miedo? –No, yo me iba a presentar a testificar, pero justo estaba con el problema de mi radicación. Mi pasaporte se me vencía el 2 de octubre, ya faltaba muy poco, y yo desde agosto había hecho los trámites en la embajada de México para renovarlo por diez años, pero a fines de septiembre me dijeron que había habido un problema con mi acta de nacimiento. Todo era un desastre. Y siguió siendo un desastre. A duras penas consiguió que el 19 de octubre le entregaran su pasaporte. Dos días después, la Policía allanó su casa y lo acusó de intento de fuga porque lo habían encontrado corriendo en la calle. Empezó entonces su periplo por cárceles argentinas. Su vida cambió por completo. Una vez detenido, la prensa argentina no escatimó apodos ni acusaciones para Pozas Iturbe. El empresario se convirtió en “el verdadero capo del cartel mexicano de la efedrina”, “el mexicano que le compraba efedrina a Forza”, “el jefe de la banda de mexicanos”, “el jefe de jefes”, “cabecilla y financista de los narcos mexicanos”, “jefe de la organización”, “el mexicano al que Forza le quiso robar el negocio de la efedrina”, un hombre “con perfil de jefe: es inteligente; es una persona culta y de mucha plata”. Mientras los titulares en su contra se multiplicaban, Pozas Iturbe pasaba su primera noche de prisión en la comisaría de Zárate. En la mañana del 22 de octubre, 228

fue llevado a declarar a los juzgados de Campana y por la noche, a las celdas del Palacio de Tribunales, en el centro. Al tercer día de su arresto, lo trasladaron al Penal de Villa Devoto. Pasó sus primeras horas en la “leonera”, el lugar minúsculo, húmedo y sucio en donde permanecen los presos que no pueden ser ingresados de inmediato en una celda. Luego lo pasaron al Pabellón 7, destinado a los extranjeros, en donde ni camas había. Un par de días más tarde lo instalaron ya de manera definitiva en el Pabellón 35, en donde pudo armar su rutina en prisión: se levantaba a las siete de la mañana para el conteo de presos, se bañaba, desayunaba café y pan, charlaba con sus compañeros de celda, un español y un boliviano acusados de narcotráfico, y después leía. Al mediodía, aprovechaba la cocina que tenían en el pabellón para preparar su propia comida, así escapaba del insípido menú del comedor oficial, que no se le antojaba. Conseguía sus víveres en la tienda de Devoto, conocida como “La Cantina” y que “era bastante carita, no como los precios de Moreno”, cuenta él mismo ironizando sobre el secretario de Comercio. El mexicano conseguía, junto con sus nuevos amigos, gaseosas, jugos, aceite, arroz, pasta, pollo, salchichas y víveres en general. Después del almuerzo, los presos jugaban dominó y se entretenían como podían hasta que llegaba el conteo de las siete de la noche, la cena y a dormir. Rodrigo estuvo muy poco tiempo en Devoto, porque en noviembre comenzó a circular en el penal un 229

rumor sobre una amenaza de muerte en su contra. Su cabeza valía cinco mil pesos o un kilo de cocaína. Cuando el mexicano se enteró llamó enseguida a su abogado, quien logró que lo sacaran del Pabellón 37 y lo llevaran a la zona de resguardo físico del penal, en la Planta Baja. Fue entonces que las autoridades lo trasladaron a la cárcel de Marcos Paz, en donde ya estaba preso su supuesto cómplice, Jesús Martínez Espinoza. Las condiciones de vida en la nueva cárcel eran muy diferentes. No lo dejaban preparar su propia comida y sólo tenía una hora para bañarse, caminar un poco en el patio y hablar por teléfono. Ahora sí se sentía encerrado casi por completo. Había un único asunto que le podía resultar interesante: el contacto con un hombre que, al día siguiente de su llegada, se acercó a la ventana de su celda. –¿Tú eres Rodrigo? Yo soy Martínez Espinoza. No hicieron falta más presentaciones. Los mexicanos sabían que se los señalaba como los líderes del tráfico de efedrina y que se los relacionaba con los carteles de Juárez o Sinaloa. –¿Te sorprendiste? –Mmmm… no sé –Pozas Iturbe acaricia las pulseritas tejidas, estilo hippie, que adornan sus muñecas, mientras piensa su respuesta–. ¿Qué harías tú si te encuentras en una situación parecida con “el Chapo” Guzmán? Es una locura. La situación era incómoda: él en el patiecito, yo adentro de la celda, con la reja de por medio. Era todo muy surrealista. Hablamos 230

cuatro veces. Martínez Espinoza me preguntaba mucho sobre qué estaba haciendo mi abogado. Yo en esa época estaba manejando el tema de la prensa, estaba tratando de dar entrevistas porque la prensa argentina especula demasiado, es muy tendenciosa, y yo quería aclarar las cosas. Después de una breve estancia de menos de dos semanas en Marcos Paz, Pozas Iturbe fue devuelto a Devoto. Era mediados de diciembre. En marzo de 2009 lo cambiaron otra vez de sección y terminó alojado en el pabellón cuarto de la Primera Planta, en donde estaba la comunidad mexicana en pleno: 15 presos involucrados en delitos por narcotráfico, entre ellos los nueve detenidos en Maschwitz. Ahí sí, el empresario la pasó todo lo bien que podía, dadas las circunstancias. La sonrisa ilumina el rostro de Pozas Iturbe cuando detalla la convivencia carcelaria con sus compatriotas. –Teníamos ciertos beneficios. Había un televisor, una videocasetera, dos cocinas industriales de puta madre, eran buenísimas. Uh, no sabés. El mexicano se carcajea. Se alegra al recordar su vida en prisión. Cuenta que hizo “rancho”, como definen en el argot carcelero, con los nueve paisanos detenidos en el laboratorio de metanfetaminas, los dos que agarraron en el aeropuerto de Ezeiza con la efedrina escondida en sus maletas, otros dos que capturaron en una bodega con 700 kilos de cocaína y uno más que trató de enviar la droga por mensajería. La decisión del Servicio Penitenciario de mantener 231

unidos a los mexicanos en prisión parecería contraproducente, ya que se sospechaba que pertenecían a un peligroso cartel. Lo que pasó, me explica un funcionario argentino, es que fueron favorecidos por su buena conducta. Eran humildes, limpios, organizados y obedientes. Nunca se pelearon en la cárcel ni se mostraron prepotentes o como matones. “No eran los típicos tumberos, no armaban bardo”. Por eso se ganaron una serie de privilegios, como permisos especiales para meter chiles y tortillas mexicanas que les llevaban sus familiares. Con el pabellón invadido, los mexicanos diseñaron un esquema de convivencia. Desayunaban y comían juntos. La cocina y la limpieza se rotaba por días en equipos de a tres. Sus menús eran variados y más sabrosos que la comida del penal porque traían los insumos de “La Cantina” o se los compraban a las señoras que tienen tiendas cerca del penal y que les llevan productos a los presos. Después del desayuno, la mayoría de los mexicanos se iba a trabajar al taller en donde hacían bolsas. Otros cumplían con la fajina obligatoria de limpiar los pisos, las escaleras y los baños del pabellón. Por la tarde, después del almuerzo, Pozas Iturbe daba clases de español para presos extranjeros. Ninguno de los mexicanos tenía problemas de comunicación. Contaban con teléfonos celulares –pese a que están prohibidos en el penal– y podían hablar a diario con sus familiares, amigos y abogados. Cuando alguno cumplía años, el grupo en pleno 232

preparaba pizzas gigantes, conseguía coca colas –que también están prohibidas– y horneaba un pastel. Los mexicanos no estaban realmente preocupados por su situación. Sabían que iban a salir rápido de prisión para volver pronto a México. Por eso enfrentaban con tranquilidad y paciencia su encierro.54 El 10 de marzo de 2010, los guardias del penal llamaron a Pozas Iturbe para trasladarlo a los juzgados de Campana, en donde declaraba cada semana. La orden le pareció extraña porque había ido el día anterior. Preocupado, llamó de urgencia a su abogado, quien le dio la gran noticia: “Andate ya. Te quieren soltar, pelotudo”. Pozas Iturbe se despidió a las apuradas. Cuando me lo cuenta, su mirada se humedece. Lo invadió una mezcla de alegría, por su libertad, y de tristeza, por sus nuevos amigos mexicanos que dejaba ahí encerrados. Pasado el mediodía, ya estaba en Campana, en donde se le otorgó el beneficio de libertad bajo caución, o sea que podía esperar en libertad el inicio del juicio en su contra. Pagó cien mil dólares de fianza. La salida del empresario se debió principalmente a que las indagatorias realizadas en contra de él y de otros siete acusados habían sido anuladas el 4 de marzo, luego de que el Tribunal Oral Federal número 2 de San Martín denunciara irregularidades sistemáticas por parte del juez Federico Faggionato Márquez. 54 Tenían razón. A mediados de 2012, los mexicanos con los que Pozas Iturbe había compartido pabellón en la cárcel ya estaban libres y de regreso en su país.

233

Según el fallo, el juez “utilizó un cliché y echó mano a una vaga e imprecisa fórmula”, al advertirles a los acusados que “se los sospechaba”, sin mayores pruebas, de formar parte, junto con más de diez personas, de una organización dedicada a la tenencia de materias primas y elementos destinados para la producción y fabricación de estupefacientes, organización o financiación de las actividades ilícitas y facilitación de un lugar o elementos para que se lleven a cabo dichos delitos. El Tribunal consideró que Faggionato Márquez hizo mal su trabajo, lo que permitió que Pozas Iturbe quedara libre, pero aún bajo proceso. Seguía condenado a esperar en Argentina un juicio que se fue postergando. Su inquieta situación no fue la única mala noticia que enfrentó la familia Pozas Iturbe durante esa época. Un año y medio después de haber dejado la cárcel de Devoto, el hermano menor de Rodrigo, Emiliano, fue asesinado en el estado de Nayarit, en México. Era fotógrafo del PRI. Su cuerpo fue encontrado el 21 de agosto de 2011, maniatado y ejecutado, con signos de tortura, junto con los de otras ocho personas, entre ellos su suegro. Ambos habían sido secuestrados, asesinados y tirados en una zanja. Igualito que los empresarios argentinos Forza, Ferrón y Bina. Desde que ocurrió esa tragedia familiar, Pozas Iturbe sólo esperaba el fin del juicio en Argentina para decidir qué haría con su vida. La última vez que lo entrevisté faltaban pocas semanas para el fallo. La querella no 234

pidió condena en su contra porque las pruebas no fueron suficientes. Los únicos dos testigos de cargo se desdijeron. La fiscalía apenas si lo pudo acusar de “confabulación”, un delito menor. Ya no había posibilidad alguna de que volviera a la cárcel. –¿Cómo haces para vivir? Nunca pudiste trabajar en Buenos Aires y hace ya cinco años que estás aquí. –Todos tenemos problemas económicos. –Pero parece que tú tienes menos problemas económicos que otros. –Tengo un amigo mío que decía que en este mundo hay dos personas: las que tienen mucho dinero y las que vivimos de las apariencias. Yo pertenezco al segundo grupo. El mexicano me confiesa entonces que vive en Morón, porque es menos caro que alquilar en Buenos Aires, y que instaló un par de puestos de ropa en dos ferias ambulantes de Merlo. Mucho más no puede hacer porque no tiene ningún tipo de identificación oficial que lo ampare legalmente. –No vivo. No existo. Eso es inclusive parte de mi alegato. Ya no tengo mis ahorros porque hay que pagar abogado y eso se paga por adelantado. No es que viva tan al día, tengo alguito para hacer un nuevo comienzo. Mientras tanto, deambula con su Harley Davidson por el Conurbano y la Capital; de su casa en Morón a sus puestos en Merlo; de las audiencias del juicio de la efedrina, que se realizan todos los viernes en San Martín, a sus citas personales en Buenos Aires. 235

En ocasiones ha sido detenido por cometer alguna infracción menor. Al no poder identificarse porque no tiene DNI, ni pasaporte, ni nada, cuenta la verdad: que es uno de los mexicanos procesados por tráfico de efedrina. –Los policías siempre me dejan ir. Me creen porque nadie va a ser tan tonto de inventarse ese pretexto, ¿verdad? –dice con una sonrisa más bien amarga.

236