Camus

Camus Jean'Claude Brisville Camus VERSION CASTELLANA DE JORGE CRUZ Ediciones PEUSER Título del original en francé

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Camus

Jean'Claude Brisville

Camus VERSION CASTELLANA DE

JORGE CRUZ

Ediciones PEUSER

Título del original en francés: c A'M v s Publicado en francés por: Librairie Gallimard, París @

1959 by Librairie Gallimard ILUSTRÓ CUBRETAPAS LEONOR VASSENA

IMPRESO EN ARGENTINA

©

1962 by PEUSER, Buenos Aires, Argentina

Queda hecho el depósito que marca la ley 11723

El hombre

Tal como lo ven La verdad no es tan simple "¿Conoce a Camus?" ¿Cuántas veces ha tenido ocasión de oír esta pequeña frase y de advertir en la mirada del interlocutor la misma curiosidad atenta, el mismo interés amistoso? "Leer a Camus, me decía recientemente una persona, despierta el deseo de estrecharle la mano". Pero lo más extraordinario es que el autor, en tal sentido, no le vaya en zaga al hombre. La presencia de Camus nos restituye, intacta, la simpatía que sus libros transmiten tan bien. Posee sin embargo su leyenda, una leyenda sorprendente. En efecto, sus amigos —e incluyo entre ellos a sus lectores atentos — no pueden dejar de asombrarse de la extraña idea que fácilmente se tiene de él en el mundillo donde se piensa. El mismo, luego de tomarlo a broma, se inquieta a veces ante tal imagen. Y entonces interroga a su obra, tratando de descubrir en ella lo que ha podido dar crédito al rostro engañador que se le atribuye. Pero ¿cómo se reconocería en los rasgos del altanero filósofo que cierta prensa nos pinta, oficiando, amarga la boca, en la capilla fría del pensamiento absurdo y rebelde? ¿Albert Camus pensador t r i s t e ? . . . Es preciso no haber leído jamás sus obras, no haberlo visto nunca sonreír, para seguir creyendo semejante cosa. Ahora bien, ¿basta invertir la caricatura para hacer su retrato? La verdad no es tan simple, y, según su ejemplo, es posible amar mucho la vida reconociendo a la vez la necesidad de una norma. Así como se puede escribir un cántico a la alegría pienso en Bodas — sin tartamudear al mismo tiempo. 11

Por mi parte, en esta contradicción aparente entre el impulso y la contención, el calor y la línea, lo encuentro mejor. ¿Apreciar el humor de su obra, por ejemplo, equivale acaso a desconocer su densidad? Pero hoy es necesario ser de un color, de uno solo. Vestido de candida austeridad y de lino blanco ; he aquí, pues, cómo lo transforman los hombres de mala voluntad. Si se tiene el placer de hallarlo ante ellos, uno se encuentra en presencia de un hombre alto, delgado y risueño, con el aspecto de un guijarro pulido por el mar, y que, según M. Pierre, gerente de la Cervecería Lipp, "no tiene el aire de un poeta". Se adivina lo que este excelente observador quiere significar con ello. No, Camus no tiene el aire de un poeta, al menos tal como se lo representa comúnmente : el cabello largo, el cuello dudoso y la mirada de perseguido. ¿Ha encontrado en el éxito su inocente contento? A decir verdad, parecería no influir mucho sobre su complexión. No hay un escritor célebre de la época a quien se imagine más fácilmente pobre y oscuro y sin embargo él mismo. Acorde con la vida independiente de las condiciones de la vida ; gustó de las privaciones, de la frugalidad, de cierta transparencia; indiferencia a la propiedad, a la seguridad, al porvenir : he aquí la libertad de su trayectoria. Se la mide plenamente viéndolo bailar. Pues es necesario haberlo visto bailar para conocerlo mejor. Una noche — en la "Canne à Sucre" para la historia — observándolo librado a ese saludable ejercicio, he comprendido realmente el sentido de unas palabras que me había dicho un día que yo tenía necesidad de un tónico : "Es necesario escuchar vuestros cuerpos". La manera como el suyo escuchaba música, aquella noche, daba todo su alcance a ese sabio consejo. Ese respeto del físico, ese cuidado de la forma, en el sentido deportivo del t é r m i n o . . . otro signo distintivo del hombreCamus. Durante diez años, el estadio, la playa, el mar le han dado algunas de sus más grandes alegrías, y sin duda sería exponerse a incurrir en contrasentido con respecto a su obra ignorar el estruendo de sol y de olas que está en el fondo de todos sus libros. Habiendo llevado, en su adolescencia, la casaca "cielo y blanca" del Racing Universitario de Argel —jugaba en él de arquero — se sintió identificado, desde su llegada a París, con los Pingouins del Racing, vestidos con los mismos colores. El Pare des Princes, cuando el Racing juega, es también uno de los lugares donde es posible encontrar al último Premio Nobel francés *. * Este libro fue publicado en 1959. El último Premio Nobel francés es hoy Saint John Perse.

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Hay tiempo para todo, y protestar contra la más grave injusticia no excluye la indignación ante un tiro libre discutible. Del jugador al actor, no hay mucha distancia. Ambos, igualmente sometidos a lo efímero, fingen tomar en serio lo que, por definición, no lo es. Que el aficionado al baile, el frecuentador de los estadios tenga la pasión del teatro hace un poco más precisa su figura. Luego de haber sido joven cabeza de compañía de un elenco ambulante que recorría las ciudades y los pueblos de Argel (en los años 1935-1936), está por convertirse — el Festival de Angers lo testimonia desde hace dos años — en un gran "metteur en scène". Pero el actor, en él, tiene un sueño liviano. Se lo ha visto reemplazar sin previo aviso, para salvar las entradas, a un intérprete ausente de Requiem, para una monja. Si París lo hubiese sabido, es probable que aquella noche, se hubiera agolpado en el teatro de los Mathurins. "Todo hombre que vale, ha dicho Paul Valéry, es un sistema de contrastes felizmente reunidos". Pero la fidelidad no es menos evidente en Camus. Bien se ve lo que tienen en común el niño pobre del barrio popular de Belcourt, en Argel, el gol del R.U.A., el estudiante adhérente al partido comunista al mismo tiempo que preparaba su tesis sobre Plotino y sobre San Agustín, el comediante del Equipo, el resistente de la primera hora, el joven director de Combat, el editor, el hombre de teatro, el maravilloso amigo, en fin, cuya sola presencia, cuando es necesario, basta para volver a dar a la vida su color y su gusto : la pasión de vivir y de ser libre, el amor de los seres y del sol, la necesidad de crear y de ser verdadero. "Me gustan las vanidades de este mundo, mis semejantes, los rostros, pero al lado del siglo, tengo para mí una norma que es el mar y todo lo que en este mundo se le asemeja", escribe Camus en una nota inédita. En ese doble movimiento hacia el ruido y hacia el silencio del mundo, es quizá más él mismo. Detengamos aquí estas notas, sobre este contraste. Hombre del matiz, de la palabra justa, del diálogo, hijo de una muy antigua civilización que no separaba la verdad de la belleza, el coraje del espíritu y el honor de la inteligencia, no se puede dejar de amar al mismo tiempo su sonrisa y su gravedad, su prudencia y su exigencia. Ulises en la isla de la ninfa Calipso, rechazando la divinidad, opta por el retorno, la tierra natal, la certidumbre de la muerte. Puede imaginarse muy bien a Ulises con la mirada de Camus. JEAN-CLAUDE

BRISVILLE.

{Le Figaro littéraire, 26 de octubre de 1957.)

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Una originalidad sin desorden... El físico de Camus no es de los que se dejan descifrar fácilmente a primera vista. No es por cierto que carezca de significación, pero es necesario un contacto con su persona, es necesario que acuda a habitarla conscientemente para que se le descubra el espíritu. Sólo entonces se advierte que sus rasgos tan poco acentuados son particularmente permeables a su espíritu . . . y casi diría : a su moral (una moral de compromiso y no una moralidad, como él dice de Chamfort). Pero esta palabra está tan privada de su sentido que es preciso cierto coraje para darle vida y, ciertamente, la voz de Camus ha vuelto a darle frecuentemente su carácter apremiante. Sí, los rasgos de Camus parecen sustraerse al conocimiento porque no ofrecen nada sobresaliente, aparte de su frente elevada que marca netamente la soberanía del espíritu. Pero cuando Camus se expresa se siente en seguida la presencia de un ser auténtico, liberado de todas las convenciones, lúcido, sin retroceso ante su pensamiento. La boca netamente sensual se abre gustosamente para la sonrisa, una sonrisa tierna pero crítica, y quizá no exenta de coquetería. Pero ¿dónde se inserta esa gran firmeza que emana de su rostro? ¿En esa manera de apretar los labios al cerrar la boca? Esa firmeza que tan bien se viste de cortesía y que atempera una profunda preocupación de equidad. Sin embargo, no vayáis a exasperarlo, cosa que podría ocurrir muy pronto, pues debe de haber algo de iracundo en él, hermosa fuente cuando brota en su obra, y sin que jamás trastorne ni desarregle la forma casi clásica. El cabello oscuro está bien plantado, la nariz poco prominente, que parece fundirse en el plano de las mejillas largas y llenas, le da un perfil mucho menos característico que su rostro de frente, y que deja entrever aún al muchachito que ha debido ser. El tinte ligeramente ceniciento realza las pupilas donde el amarillo y el verde luchan con el gris en una mirada vigilante y directa. El encanto de Camus, que es grande, consiste en una suerte de densidad en la presencia, en una espontaneidad nunca apremiante, en una proximidad sólida que se siente escrupulosamente establecida en un terreno bien despejado. Su originalidad carece de desorden, de equívoco, y siempre se lo siente próximo a sí mismo. Su palabra, en que se imprime un sentimiento de evidencia que debe de nacer del orgullo, es liviana sin embargo y nunca se hace pesada con los acentos de la convicción, ni se preocupa de ello. 14

Alto, de un continente tan perfectamente natural, al que nada se le puede agregar. "Tiene, como dice Vauvenargues, ese exterior simple que sienta tan bien a los espíritus superiores". Sus manos bien dibujadas tienen movimientos expresivos, sorprendentemente precisos, que subrayan las palabras enunciadas con una voz apagada; si mimara un razonamiento se seguiría claramente la exposición, la objeción, la refutación, la conclusión. Y todo esto es discreto, mesurado y perfectamente dominado, lo que no excluye la vivacidad ni una posibilidad de voluptuosa negligencia. "El arma más eficaz de un hombre, afirma Malraux, es haber reducido al mínimo su parte de comedia". ¿Le queda a Camus algo de ella? ¿Y dónde puede refugiarse? I

M. SAINT-CLAIR. (Galerie privée, Gallimard, 1947.)

.

Una sensibilidad retenida... Se conoce su rostro. La ironía divertida de la mirada y de la sonrisa por un instante puede inducir a error. Pero, si la conversación se anuda, el fondo secreto no tarda en aparecer: una sensibilidad retenida pero constantemente emocionada ; una vida interior de una delicadeza refinada, de un temple, de una gravedad ejemplares; una melancolía subyacente que parece inalterable; y en contacto con la realidad (de la que nada se le escapa), un estado permanente de amargura rebelde, contra e! cual, por higiene moral, trata de luchar sin descanso. .

ROGER MARTIN DU GARD. (Le Figaro littéraire, 26 de octubre de 1957.)

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Un rostro que sabe sonreír... Los ojos grandes y graves, la frente alta y comba, la boca fina, un rostro que sabe sonreír pero que raramente altera su orden y su disciplina en la anarquía de la risa ; toda esta arquitectura sólida, inteligente y voluntaria, expresa al francés, Quintaesencia del europeo. La cabeza larga y estrecha lo señala sn seguida como un ibero entre las cabezas anchas y cortas de ^rancia. En un mundo intelectual donde la palabra esprit tiende a convertirse en sinónimo de la palabra inteligencia, Camus 15

muestra un rostro ahondado por la gravedad y animado por el corazón. SALVADOR DE MADARIAGA.

Octubre de 1957

Tal como él se ve . . . La pobreza, desde luego, jamás ha sido una desgracia para mí : la luz prodigaba allí sus riquezas. Incluso mis rebeldías han sido iluminadas por ella. Fueron casi siempre, creo poder decirlo sin engaño, rebeldías para todos, y para que la vida de todos se elevara a la luz. No estoy seguro de que mi corazón estuviera naturalmente dispuesto a esta clase de amor, i Pero las circunstancias me han ayudado. Para corregir una I indiferencia natural, fui colocado a mitad de camino entre la \ miseria y el sol. La miseria me impidió creer que todo es bueno bajo el sol y en la historia; el sol me enseñó que la historia no es todo. Cambiar la vida sí, pero no el mundo que yo convertía j en mi divinidad. Es así, sin duda, como abordé yo esta carrera ' incómoda que he emprendido, manteniéndome con inocencia en equilibrio sobre un hilo por el que avanzo penosamente, sin estar seguro de alcanzar el fin. Dicho de otro modo, me convertí en un artista, aunque es verdad que no hay arte sin rechazo ni consentimiento. En todos los casos, el magnífico calor que reinaba en mi infancia me ha privado de todo resentimiento. Vivía en medio de penurias económicas, pero también con cierto contento. Me sentía con fuerzas infinitas : sólo faltaba encontrarles un punto de aplicación. No era la pobreza obstáculo para esas fuerzas: en Africa, el mar y el sol no cuestan nada. El obstáculo estaba más bien en los prejuicios o la torpeza. Encontraba allí todas las ocasiones para desarrollar una "castillanerie" que me ha hecho bastante mal, de la cual se burla con razón mi amigo y maestro Jean Grenier, y que he tratado en vano de corregir, hasta que he comprendido que había también una fatalidad de las naturalezas. Más valía entonces aceptar el propio orgullo y tratar de utilizarlo antes que darse, como dice Chamfort, principios más fuertes que el carácter. Pero, luego de haberme interrogado, pude testimoniar que, entre mis numerosas debilidades, jamás ha figurado el defecto más extendido entre nosotros, quiero decir la envidia, verdadero cáncer de las sociedades y de las doctrinas. 16

Lucien Camus, padre del escritor, 1914

Los comienzos, 1915

.. . Encuentro a veces personas que viven en medio de fortunas que ni siquiera puedo imaginar. Necesito sin embargo U n esfuerzo para comprender que estas fortunas pueden causar envidia. Durante ocho días, hace tiempo, viví colmado de los bienes de este mundo: dormíamos sin techo, sobre una playa, me alimentaba de frutas y pasaba la mitad de mis jornadas en un mar desierto. Aprendí en esta época una verdad que me ha impulsado siempre a recibir los signos del confort o de la instalación, con ironía, impaciencia y a veces con furor. A pesar de que vivo ahora sin la preocupación del mañana, es decir como privilegiado, no sé poseer. Lo que tengo y lo que se me ofrece siempre sin que lo haya buscado, no puedo guardarlo. Menos por prodigalidad, me parece, que por cierta parsimonia; soy avaro de esa libertad que desaparece cuando comienza el exceso de bienes. El más grande de los lujos jamás ha dejado de coincidir para mí con cierta privación. Me gusta la casa desnuda de los árabes o de los españoles. El lugar donde prefiero vivir y trabajar (y, lo que es más raro, donde me sería igual morir) es el cuarto de hotel. Jamás he podido abandonarme a lo que se llama la vida de interior (que tan frecuentemente es lo contrario de la vida interior) ; la felicidad llamada burguesa me llena de tedio y me horroriza. Esta ineptitud, por otra parte, nada tiene de glorioso; no ha contribuido poco a alimentar mis defectos. No tengo envidia, lo cual es mi derecho, pero no pienso siempre en las envidias de los otros y esto me priva de la imaginación, es decir de la bondad. Es verdad que me he forjado una máxima para mi uso personal : "Es necesario poner los principios en las grandes cosas, en las pequeñas la misericordia es suficiente". ¡Ay! se forjaban máximas para tapar los agujeros de la propia naturaleza. La misericordia a la que me refiero se llama más bien indiferencia. Sus efectos, hay dudas acerca de ello, son menos milagrosos. Pero quiero sólo subrayar que la pobreza no supone forzosamente la envidia. Aun más tarde, cuando una grave enfermedad me quitó provisionalmente la fuerza de vida que, en mí, lo transfiguraba todo, a pesar de las afecciones invisibles y las nuevas debilidades que encontraba en ella, pude conocer el descorazonamiento, pero jamás la amargura. Esta enfermedad agregaba sin duda otros obstáculos, y los más duros, a los que ya tenía. Favorecía finalmente esa libertad del corazón, esa i hgera distancia con respecto a los intereses humanos que siempre me ha preservado del resentimiento. Desde que vivo en Pa^ s , sé que ese privilegio es propio de un rey. Pero yo he gozado de él sin límites ni remordimientos y, hasta el presente al menos, na iluminado toda mi vida. 17

. . . Desde el tiempo en que estas páginas fueron escritas, he envejecido y pasado muchas cosas. He aprendido en mí mismo, he conocido mis límites y casi todas mis debilidades. He aprendido menos sobre los seres porque mi curiosidad se dirige más a su destino que a sus reacciones y porque los destinos se repiten mucho. He aprendido al menos que existían y que el egoísmo, ya que no puede renegarse de él, debe tratar de ser clarividente. Gozar de sí es imposible ; lo sé, a pesar de los grandes dones que poseo para este ejercicio. Si la soledad existe, lo cual ignoro, habría derecho, en la ocasión, de soñar con ella como un paraíso. Yo sueño a veces, como todo el mundo. Pero dos ángeles tranquilos me han impedido siempre la entrada; uno muestra el rostro del amigo, el otro el del enemigo. Sí, sé todo esto y aun he aprendido, o casi, lo que cuesta el amor. Pero sobre la vida misma, no sé más de lo que he dicho, con torpeza, en El revés y el derecho. ... Como todo el mundo, he tratado, bien o mal, de corregir mi naturaleza por la moral. Es, ay, lo que me ha costado más caro. Con energía, y no me falta, se llega a veces a conducirse según la moral, no a serlo. Y soñar con ser moral cuando se es un hombre apasionado, es confiarse a la injusticia, al mismo tiempo en que se habla de justicia. El hombre se me aparece a veces como una injusticia en marcha: pienso en mí. Si tengo, en este momento, la impresión de haberme equivocado o de haber mentido en lo que a veces escribía, es porque no sé cómo hacer conocer honestamente mi injusticia. Sin duda, jamás he dicho que yo era justo. Solamente se me ha ocurrido decir que sería necesario tratar de serlo, y también que era una pena y una desgracia. ¿Pero la diferencia es tan grande? ¿Y puede verdaderamente predicar la justicia el que no llega a hacerla reinar en su vida? ¡Si al menos se pudiera vivir según el honor, esa virtud de los injustos! Pero nuestro mundo considera obscena esa palabra; aristócrata forma parte de las injurias literarias y filosóficas. Yo no soy aristócrata, mi respuesta está en este libro; he aquí los míos, mis maestros, mi ascendencia; he aquí, por ellos, lo que me reúne a todos. Y sin embargo, sí, tengo necesidad de honor, porque no soy bastante grande para privarme de él. (Fragmentos del prefacio de El revés y el derecho.)

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Los días

Albert Camus nació en Mondovi, departamento de Constantina, el 7 de noviembre de 1913. Su padre, obrero agrícola, murió en la primera batalla del Marne. Su madre, de origen español, va a vivir en Argel en el barrio popular de Belcourt. Allí Albert Camus crecerá pobremente en un estrecho departamento. De 1918 a 1923, frecuenta la escuela comunal. Gracias al profesor Louis Germain que se interesa por él, obtiene una beca para el liceo de Argel. Permanecerá allí hasta 1930. En esta época, se desempeña como arquero del Racing Universitario de Argel. En 1930, primeros ataques de la tuberculosis. Prosigue sin embargo sus estudios en Primera superior donde vuelve a encontrar como profesor a Jean Grenier, que ya había tenido en la clase de filosofía, y cuya obra tendrá sobre él una influencia mayor. En 1933, primer matrimonio, deshecho al año siguiente. Lectura de Proust. Se adhiere al partido comunista y se encarga de la propaganda entre los musulmanes. Deja el partido un año más tarde, cuando, luego del viaje de Pierre Laval a Moscú, los comunistas modifican su política con respecto a los árabes. Funda en esta época el Teatro del Trabajo, colabora en la redacción colectiva de una pieza, Rebelión en Asturias (Révolte dans les Asturies), y comienza El revés y eZ derecho. Sin abandonar sus estudios de filosofía, efectúa para vivir, diversos trabajos. Suministra entre otros una relación al Instituto meteorológico sobre las presiones en los territorios del sur. 21

Su tesis de estudios superiores, redactada en 1936, trata de las relaciones entre el helenismo y el cristianismo a través de las obras de Plot'ino y de San Agustín. Lecturas de Epicteto, Pascal, Kierkegaard, Malraux y Gide. Recorre Argelia con la compañía teatral de Radio Argel y encarna, en calidad de joven primera figura, numerosos papeles clásicos. Su salud no le permite presentarse a la "agregación" a la oposición de filosofía, en 1937. Proyecta un ensayo sobre Malraux. Luego de una estada en Saboya, visita Florencia. El mismo año, temiendo empantanarse en lo habitual, rechaza un puesto en el liceo de Sidi-bel-Abbès. Descubrimiento de Sorel, Nietzsche y Spengler. En 1938, ingresa como periodista en Alger-Républicain, dirigido por Pascal Pia. El mismo año, escribe Caligula y comienza a pensar en El extranjero y en El mito de Sísifo. Traba conocimiento epistolar con André Malraux en 1939 y realiza por cuenta de su diario una encuesta en Kabylie que le vale ser "tenido entre ojo" por el Gobierno General. La declaración de guerra lo obliga a renunciar a un viaje a Grecia. Intenta enrolarse, pero se lo impiden razones de salud. Se vuelve a casar en 1940. Como no puede encontrar trabajo en su país debido a la hostilidad del Gobierno General, deja Argelia por Francia y entra en Paris-Soir recomendado por Pia. Acaba El extranjero en mayo de 1940. Algunas semanas más tarde, abandona Paris-Soir, replegado en Clermont. En setiembre, comienza El mito de Sísifo, terminado en el mes de febrero siguiente. Luego de haber pasado tres meses en Lyon, vuelve a Africa del Norte, a Oran. Lectura de Tolstoi, Marco Aurelio, Vigny, etc. Elaboración de La peste. En julio de 1942, publicación de El extranjero. Al regresar a la metrópoli, Camus entra en el movimiento de resistencia "Combat". Es separado de los suyos hasta la Liberación, por el desembarco aliado en Africa. En enero de 1943, reside en el Macizo Central por razones de salud. Luego de algunos meses pasados en zona llamada "libre" — en las regiones de Lyon y de Saint-Etienne — va a París como delegado del movimiento "Combat" y entra como lector en Gallimard, situación que ocupa aún hoy. El 21 de agosto de 1944, aparece el primer número de Combat, difundido libremente. Camus es redactor en jefe del diario cuyo equipo comprende a Pascal Pia, director; Jean Bloch-Michel, Albert Ollivier, etc. Representación del Malentendido en los Mathurins, con Maria Casares y Marcel Herrand, y a fines de 1945, de Caligula, en el Hébertot con GérarÉ Philipe en el papel del emperador demente. 1 22

1

Viaja a los Estados Unidos, donde los estudiantes le dispensan una acogida calurosa. A su regreso, termina La peste. Lectura de Simone Weil, muchas de cuyas obras editará a continuación. En 1947, cuando la rebelión malgache, condena en su diario la represión colectiva. A raíz de dificultades financieras, el equipo de Combat se dispersa, y Camus deja la dirección del diario a Claude Bourdet. En junio, publicación de La peste, que es recibida entusiastamente. A fin del año siguiente, El estado de sitio es representado en el teatro Marígny por Jean-Louis Barrault, Madeleine Renaud, Maria Casares y Pierre Brasseur. En marzo de 1949, Camus firma un llamamiento en favor de los comunistas griegos condenados a muerte, llamamiento renovado en diciembre de 1950. Realiza un largo viaje a América del Sur. En diciembre, representación de Los justos, en el Hébertot, con Maria Casares y Serge Reggiani. Durante los dos años que seguirán, Camus, fatigado y enfermo, trabaja en El hombre rebelde, que aparece en octubre de 1951. Se entabla una larga polémica con los progresistas y los comunistas. A consecuencia de un artículo publicado en Les temps modernes, Camus rompe abiertamente con Sartre. En noviembre de 1952 presenta su renuncia a la Unesco, que acaba de admitir a la España franquista. El 17 de junio de 1953, en el curso de una alocución pronunciada en la Mutualidad, se declara en favor de los obreros muertos en los movimientos de insurrección de Berlín oriental. Algunas semanas más tarde, pone en escena, en el Festival de Angers, La devoción de la Cruz y Los espíritus, adaptadas por él mismo. En el mes de mayo de 1955, viaje a Grecia, por tanto tiempo diferido. A fines de este mismo año, retorno al periodismo y publicación en L'Express de una serie de artículos sobre el problema nordafricano. Viaje a Argelia en enero de 1956. El 22 de enero, lanza en Argel un llamamiento en favor de una tregua ante los miembros de las diferentes comunidades musulmanas. En mayo, publica una narración, La caída, y anuncia una colección de cuentos. Durante el verano, trabaja en la puesta en escena, en el Mathurins, del Requiem para una monja, de Faulkner, cuya adaptación ha escrito él mismo. En noviembre, luego de las trágicas jornadas de la insurrección húngara, invita en "Franc-Tireur" a los escritores europeos a recurrir a la O.N.U. Los cuentos que componen El exilio y el reino aparecen en el mes de marzo de 1957, seguidos dos meses más tarde 23

por las Reflexiones sobre la pena capital, un ensayo donde Camus aboga junto a Arthur Koestler por la abolición de la pena de muerte. Pone en escena en el Festival de Angers El caballero de Olmedo, de Lope de Vega, en su propia adaptación, y su pieza Caligula. El 10 de diciembre del mismo año, recibe en Estocolmo el Premio Nobel de Literatura (1957), otorgado el 17 de octubre al conjunto de su obra que, según la Academia sueca, "ilumina los problemas que se plantean en nuestros días a la conciencia de los hombres". En 1959, hace representar una adaptación teatral de Los poseídos, de Dostoievsky, y prepara una novela, El primer hombre.

La obra

Me parece que las obras de ciertos escritores forman un todo en que cada una recibe luz de las otras y todas se relacionan. (Actuelles II, p. 63.)

1 La doble verdad La obra valiosa nos interroga antes de respondernos. ¿ En qué consiste su poder sobre nosotros — su charme habría dicho Proust— y en qué idioma nos habla? Entenderlo exactamente sería sin duda agotar su secreto. Se puede presentirlo al menos. Pero para ello es necesario trasladarse a la fuente. Lo que nos impone ante todo la obra de Albert Camus es la presencia viva de un hombre que el arte nos aproxima y, que en cada uno de sus libros, acerca un poco más a él mismo. Se ha comprendido ya que el arte nos dará de esa personalidad una visión privilegiada. Sin querer reducirla a objeto de pura delectación, parece necesario, sin embargo, recordar que su autor, aun cuando jamás haya renunciado a su vocación humana, es desde luego un artista. Esta firmísima voluntad de ser fiel a la vez al poder de crear y al honor de vivir, se la encuentra en el corazón de la obra en su verdad doble y sus rostros sucesivos. La descripción estilizada de una experiencia vivida y la reflexión que ella engendra: tal es la forma bajo la cual se presenta ahora esta obra. Camus no ha pretendido jamás el título de filósofo. No es tampoco un narrador, en el sentido ordinario del término, y la poesía no es para él más que una tentación provisional. Ha cedido sin embargo a ella así como ha escrito narraciones y ensayos filosóficos. ¿Las técnicas literarias no serían para él, pues, más que modos de expresión y no les demandaría, a todas, más que colaborar en una única 27

creación? "Un pensamiento profundo, escribe en El mito de Sísifo, es un continuo devenir, abarca la experiencia de una vida y en ella se forma." Antes de estudiar este pensamiento en sus metamorfosis, intentemos aproximarlo en la proporción de sus fuerzas y el equilibrio de sus contradicciones. "En el centro de nuestra obra por negra que sea, resplandece un sol inagotable, el mismo que grita hoy a través de la llanura y las colinas." 1 De ese sol y del mar ha nacido la raza a la que Camus se siente unido — esa "raza que extrae su grandeza de su simplicidad" y que desde siempre "saluda a la vida hasta en el sufrimiento". Camus escribe que Argelia es su verdadera patria, y es preciso entender esta palabra en su sentido más pleno. Si ha conocido la alegría de estar en su tierra bajo su cielo implacable, ha aprendido sobre sus playas, sobre sus colinas y en sus pueblos sin pasado, lo que debía saber y lo que merecía ser dicho. Y sólo nuestra verdadera patria puede enseñarnos hasta este punto. "En el verano de Argelia, comprendo que sólo una cosa es más trágica que el sufrimiento, y es la vida de un hombre feliz." 2 Trágica porque pasa, feliz porque no elude nada. Esa vida que encuentra su drama en la dicha, esa alegría que surge de la desesperación... ya se ven las dos vertientes de esta verdad quemante, blanca y negra, en el fondo del ser. Desde sus primeros escritos, Camus parece situarse en su centro, porque, según la confesión de su autor, los cinco ensayos que componen El revés y el derecho, publicado en 1937, delimitan su verdadero dominio. "En cuanto a mí, sé que mi fuente está en El revés y el derecho, en ese mundo de pobreza y de luz donde he vivido largo tiempo y cuyo recuerdo me preserva aún de los dos peligros contrarios que amenazan a todo artista : el resentimiento y la satisfacción." 3 En efecto, en esas páginas se encuentra lo esencial no de un pensamiento, sino de una sensibilidad, y en Camus la sensibilidad está en el origen de todo. Dispuestos alrededor de esta obra, todos los libros que nacerán en seguida parecen recibir un poco de su ternura, y todos de alguna manera, tienen un eco en ella. En su forma aún incierta, como en un agua algo turbia, surgen las figuras de las contradicciones que Camus, más tarde, se esforzará, viviéndolas, por superar y hacer fecundas. Pero lo más importante es surgido en ese comienzo. El mismo Camus lo ha dicho recientemente: "Si a pesar de 1

El verano. Bodas. * Prefacio a El revés y el derecho. 2

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tantos esfuerzos para edificar un lenguaje y hacer vivir los mitos no llego a volver a escribir un día El revés y el derecho, jamás habré llegado a nada; ésta es mi secreta convicción." 1 ¿Cuál es, pues, esa verdad hacia la cual el artista sueña hoy con volver a partir? Como siempre, en la obra de Camus, esa verdad es la instintiva lección de un contraste. El niño pobre, el adolescente conmovido por la miseria de los ancianos, la más punzante porque significa el fin del diálogo, no han dejado de conocer la rebeldía. Pero la más pura de las luces reinó siempre en ella. "La miseria me impidió creer que todo es bueno bajo el sol y en la historia, el sol me enseñó que la historia no era todo." 2 Ya Camus se rehusa a optar entre el sufrimiento del hombre y la belleza de esta tierra. "Una mujer que uno abandona para ir al cine, un anciano a quien ya no se escucha, una muerte que nada rescata. Qué es lo que significa si se acepta todo." Aceptar... En estas líneas con que concluye La ironía, su primer ensayo, esta palabra se reviste de una fuerza extraña. Aceptar, es decir no resignarse sino introducir un equilibrio voluntario y mantener la tensión entre el dolor inútil y la felicidad inmerecida, el revés y el derecho de ese mundo. ¿ Cómo se conciliará este amor a la vida — pues amar verdaderamente la vida equivale a no rechazar nada de ella — con la indiferencia... "esa profunda indiferencia que en mí es como una enfermedad congenita?" 3 Para la mayor parte de los hombres, es el fruto amargo de la fatiga. Procede de un amor muerto, de un destino por demasiado tiempo adverso. Aparece, en todo caso, al término de una lucha, al final de una intensidad. Pero coincide en Camus en la pasión, y en el mismo momento en que escribe que "no hay límites para amar" 4 comprueba su presencia. ¿ Será en él una herencia ? Se tiene la tentación de creerlo al leer en El revés y el derecho; las páginas donde Camus habla de su madre, de "su extraña indiferencia". Entre ellos el amor no tiene palabras. Ella es pobre, está fatigada, no tiene nada que decir. El la mira en silencio. "Ella no piensa en nada. Afuera, la luz, los ruidos; aquí el silencio en la noche. El niño crecerá, aprenderá. Se lo educa y se le reclamará reconocimiento, como si se le evitara el dolor. Siempre habrá esos silencios en su madre. Crecerá en dolor. Ser un hombre es lo que cuenta. Su abuela morirá, 1

Prefacio a El revés y el derecho. ídem. 3 ídem. * El revés y el derecho.

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su madre, él." 1 Una tradición de silencio se perpetúa en la sucesión de esas vidas oscuras y difíciles; y nacida de él, permitiéndole aceptar la pobreza sin amargura y las dichas fáciles con simplicidad : la indiferencia... "lo que llega entonces a mí no es la esperanza de días mejores, sino una indiferencia serena y primitiva hacia todo y hacia mí mismo" 2. Esta distancia que la privación establece entre sí y el mundo, es sin embargo la que permite escuchar su música y captar mejor sus imágenes. La plenitud está allí, en el despojo, como la alegría está en la desesperación y el consentimiento en la rebelión. Ya Camus, en El revés y el derecho, no separa el coraje de la lucidez y el amor sin medida de la necesidad de los límites. Y cuando, veinte años más tarde, hablará de la obra con que sueña, será para imaginar que pondrá en su centro "el admirable silencio de su madre y el esfuerzo de un hombre para hallar una justicia y un amor que equilibren ese silencio" 3. Así, la verdad que brilla en ese primer ensayo está todavía, según su autor, por decirse. Pero al menos sabemos cuál es su lugar. " . . . una verdad que es la del sol y será también la de mi muerte" 4 Camus, empeña su honor en no olvidar jamás el sol y la muerte. Si morir no es para él más que "una aventura horrible y sucia" — una aventura de todos modos sin mañana — ve sin embargo en la muerte la medida de toda verdad. "Incluso si la deseo, ¿qué tengo que hacer con una verdad que no debe corromperse?" 3 De dónde proviene esa atención conmovida en su obra, por todo lo que en el hombre está más expuesto, y particularmente por su cuerpo. La gloria del cuerpo nacido de la ola y del molde ardiente de la arena, del cuerpo de gusto salobre y con olor a ajeno es narrada en Bodas, " . . . j a m á s me aproximé bastante al mundo", dice el hombre joven de Tipasa. Este impulso que lo identifica con la tierra va a comprenderlo más tarde, en su razón profunda, escuchando, una noche, el quejido del viento en las colinas de Djemila: "En la medida en que me separo del mundo siento miedo de la muerte; en la medida en que me uno a la suerte de los hombres que viven en lugar de contemplar el cielo que dura." 6 1

El revés y el derecho. " ídem. 3 Prefacio a El revés y el derecho. 4 Bodas. 6 ídem. 8 ídem.

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Pero convertirse con el desgaste del viento en "piedra entre las piedras" nunca es más que una tentación provisional. Basta una sola noche de Africa para que los almendros reflorezcan, y de nuevo, escrito en el retorno del sol, se imponga el decir de ser feliz. Esto no es difícil, en Argel, cuando se es joven. La pobreza se abre sobre el lujo del mundo, y quien, por la noche, encuentra "el hule y la lámpara de petróleo" no ha tenido bastantes horas, a lo largo del día, para agotar lo que se le ofrecía: "la bahía, el sol, los juegos en rojo y blanco de las terrazas hacia el mar" 1. . . . En el verano de Argelia, el alma no es más que una planta pobre y "la felicidad de los ángeles" pierde su sentido. Pero ese cuerpo de triunfo efímero está destinado, a pesar de su deseo de permanencia, a un fracaso sin remedio. Al fin de su juventud está el olvido y ha perdido todo desde que ha perdido su poder de gozar. Este poder, sin embargo, puede ser el punto de partida de un arte de vivir en que el espíritu encontrará su razón en el cuerpo y la felicidad en la ausencia de esperanza. Aun es necesario aceptar la contradicción que define ese modo de existencia. Si Bodas es la historia de un amor — "el mundo es hermoso y fuera de él no existe salvación" — El mito de Sísifo da cuenta de un divorcio. En Tipasa, lo mejor está al alcance de la mano, y los ajenjos que estruja, la piedra ardiente que oprime, el agua fresca que rechaza, todo conspira para dar al hombre el sentimiento de una proximidad exaltante. "No, no era yo el que contaba, ni el mundo, sino solamente el acuerdo y el silencio que de él a mí daban nacimiento al amor." - Si el absurdo se insinúa aquí, es en el corazón del gozo, como el relámpago del dolor puede desgarrar un placer muy agudo. Pero no se tienen veinte años por mucho tiempo. No se vive siempre desnudo al sol. El mito es la confidencia de un hombre que ha descubierto la fatiga en el trabajo forzado de las ciudades. "Levantarse, tranvía, cuatro horas de oficina o de taller, comida, tranvía, cuatro horas de trabajo, comida, sueño y lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, con el mismo r i t m o . . . " 3 La naturaleza ha cedido ante la calle, el horizonte ante los muros del trabajo y la saciedad feliz ante la laxitud asombrada. El rostro del mundo no es ya transparente, luminoso, dado, sino espeso, cerrado, extraño — u n rostro cuyo 1

Bodas. ' ídem. " El mito de Sísifo.

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silencio no expresa el acuerdo sino el rechazo, y lo absurdo renace, esta vez en una confrontación dramática. Vivir consistía en hacerlo vivir. Entre el llamado humano hacia la unidad y la confusión universal, la fractura debe quedar abierta. Resolverse por el suicidio elude el problema suprimiendo uno de sus términos. Si quiero mantener lo que es verdadero — la exigencia de mi razón — debo consentir en lo absurdo y aceptar vivir en el campo estrecho de una existencia sin consuelo. Condenado por lúcido, aprenderé el valor de la prórroga y la exaltante libertad que en ella se descubre. Así habla Sísífo, que encuentra su felicidad en el peso mismo de su roca. "El mismo esfuerzo para alcanzar las cimas es suficiente para llenar un corazón de hombre. Es necesario imaginar feliz a Sísifo." 1 Y, en efecto, el combate sin esperanza y el júbilo en la playa implican la misma atención clarividente, la misma conciencia tranquila. Acordémonos de Bodas : "Había cumplido mi oficio de hombre, y el\ haber conocido el júbilo durante todo un largo día, no me parecía un logro excepcional, sino el emocionado cumplimiento de una condición que, en ciertas circunstancias, nos impone el deber de ser felices." El sol sobre el mar, la noche sobre la montaña, el derecho y el revés de una misma victoria, los perfiles alternados de una misma verdad. La experiencia absurda no es sin embargo más que un punto de partida. Del rechazo del suicidio a la crítica del crimen lógico, del rayo del sin sentido al flagelo colectivo, en suma, de El extranjero a La peste y de El mito de Sísifo a El hombre rebelde, el pensamiento de Camus evoluciona en el sentido de la participación y de la solidaridad. No es por eso infiel a su doble rostro. Si acepto vivir para hacer vivir el absurdo, para mantener la confrontación, ¿cómo puedo decidirme a matar por razonamiento? Quien rehusa por él el suicidio filosófico no sabría consentir el crimen lógico. Del mismo modo, tomando conciencia de mi rebeldía, reconozco su movimiento en todos los hombres. Fundamenta un valor. Presume un parentezco. "Me rebelo, luego somos." Pero si ese movimiento implica un sí, no contiene menos un no. Sí, mi rebelión existe, no, ella no es ilimitada. La libertad total autoriza el crimen. Desde su punto de vista, se vuelve legítimo. Pero la rebelión que tiene su razón en el honor y su principio en la exigencia de la vida no puede justificar el crimen. A la lógica de la | libertad absoluta, opone 3a regla de una moral relativa, ame- 1 1

El mito de Sísifo.

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Con traje de marinero (en primer plano, a la derecha), en la escuela comunal de la calle Aumerat, en Argel. Belcourt, 1922

En Khâgne, en el liceo de Argel, 1932 (en la tercera fila arriba, segundo a partir de la derecha)

En el papel de Olivier le Daim, en Gringoire, con la compañía de Radio Argel, 1935

Con la mano sobre la pelota, con el equipo de los Estudios Franceses, Oran, 1941

nazada sin cesar por la atracción de la desmesura —"turbación del alma" — mantenida sin cesar en los límites mismos de la naturaleza humana. Su sabiduría no es menos difícil por eso. Requiere del hombre todo su coraje y su inteligencia. No encontrará allí la paz sino una tensión dramática. "La intransigencia extenuante de la mesura... ", escribe Camus. Pero desde el momento en que rehusa a rechazar el reino más allá de la vida, como los cristianos, o como los marxistas, más allá de la historia ¿dónde puede el hombre rebelde esperar el reposo, dónde está su vida sino en el desgarramiento? Y ese mismo desgarramiento ¿qué es sino voluntad de equilibrio y necesidad de no excluir nada ni deificar nada? Henos aquí de vuelta al breve amor de esta tierra y a su verdad relativa y punzante. " . . . Aprender a vivir y a morir, y, para ser hombre, rechazar ser dios." x La moral de la rebeldía confirma la resolución de Sísifo y el consentimiento de Bodas. En Tipasa, no tiene sentido creer: basta con sentir, respirar, ver; a esto va a aplicarse con todas sus fuerzas el joven hombre para quien la gloria no es más que el derecho de amar sin medida". Se ve de qué pasión procede ese rechazo de los límites. Encareciendo su necesidad en El hombre rebelde, Camus afirma su fidelidad a esta pasión de vivir que refleja toda su obra. Pero cuando en el tiempo de la inocencia podía manifestarse libremente en el acuerdo de la tierra y del hombre, en la época del crimen lógico ella no debe perder de vista su origen y sus límites, que están en la naturaleza. Instalados en el decorado de las ciudades, orgullosamente empeñados en la historia ¿dónde encontrará nuestra ambición su término sino en el reconocimiento en nosotros de un principio común a todos? "El análisis de la rebelión conduce al menos a la sospecha de que hay una naturaleza humana.. . " 2 Desde su fidelidad a una tierra donde el exceso es regla hasta su creencia en una instintiva medida humana, desde la necesidad de agotar el campo de lo posible hasta la moral de los límites, la obra de Albert Camus se inscribe aun aquí en su movimiento doble y su balanceo profundo. Si ella nos concierne hasta este punto, y si ha encontrado en nuestra época semejante eco, es porque se sitúa obstinadamente en el corazón de su realidad, ya que el conflicto personal de Camus coincide con toda naturalidad con la tra1 2

El hombre rebelde. ídem.

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gedia de nuestro tiempo. Ha hecho suya la voluntad que atribuye a Prometeo, "esa admirable voluntad de no separar ni excluir nada que ha reconciliado siempre y reconciliará aún el corazón doloroso de los hombres y las primaveras del mundo" 1 . Es el único quizá de todos los escritores de su tiempo que ha sabido mantener un diálogo dramático entre la humillación y la belleza, el sufrimiento del hombre y su alegría, la historia y la naturaleza. "En todo lo que he hecho o dicho hasta el presente, me parecen bien reconocibles esas dos fuerzas, aun cuando ellas se contrapongan. Jamás he podido renegar de la luz en que he nacido y sin embargo, no he querido rechazar las servidumbres de este tiempo... " 2 Vivir, para ciertos seres, significa no renunciar a nada. Camus es de ellos. Como creador, no puede resolverse a servir únicamente a la belleza. Como hombre, no puede aceptar verla reducida al silencio. El panorama de la época, "desde las colinas del espíritu a las capitales del crimen" 3 no le propone, bajo pena de renunciamiento, más que un incesante ir y venir. Pero la vocación del arte está inscripta en el destino del hombre, y debido a que lo real está recorrido por caminos contrarios, el creador deberá ser dos veces fiel. Nos es necesario precisar ahora cómo está formulado, en la estética de Camus, este doble reconocimiento. 1

' '

El verano. ídem. ídem.

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La reflexión estética La reflexión estética es incesante en Camus. De tal modo se encuentra en El mito un análisis de la creación absurda y en El hombre rebelde una definición de un arte de la rebeldía. Es decir que no separa su búsqueda de cierto saber-vivir de su cuidado de la belleza, o mejor, que su exigencia estética se refiere fielmente a una experiencia de la vida de la cual procede siempre. Antes de resumir los principios estéticos formulados en El mito y en El hombre rebelde, volvamos un instante a El revés y el derecho. Aquí se puede descubrir, en efecto, en su preciosa frescura, un arte que no se ha definido todavía. Pero quizá, por su mismo incumplimiento, nos permitirá, mejor que las obras de la madurez, entrever su secreto. Como todos los ensayos de Camus, pero de una manera más directa, esos primeros textos son, ante todo, confidencias. Hablando del pensamiento común de los novelistas filósofos, Camus lo describirá en El mito "persuadido de la inutilidad de todo principio de explicación y convencido del mensaje aleccionante de la apariencia sensible". Esta fórmula puede rendir cuenta de su propio método. Si nos habla de él, será interponiendo una imagen donde se inscribirá su necesidad de describir y de ser verdadero. Así se comprende en Camus e l movimiento que va de lo concreto a lo abstracto, de la escena o del paisaje a su significación profunda. Si ahora se examinan las imágenes que nos presentan tales ensayos, se ad35

vierte que todas reflejan la misma indiferencia y la misma pasión. Esos ancianos miserables, esta madre silenciosa, este hombre pobre perdido en Praga ¿qué lengua común nos hablan si no la de la miseria? Hay en Camus una atención patética para el rostro desenmascarado del hombre, su enfrentamiento consigo mismo cuando nada lo separa ya de su realidad. De allí proviene su gusto instintivo por esos momentos — la proximidad de la muerte, el silencio de la aceptación, el destierro — que, aproximando a un ser a su secreto, nos lo descubren en su última verdad. Al mismo tiempo que libra al hombre a su vocación auténtica, la pobreza vuelve a dar a su mirada su transparencia. Entonces la belleza se convierte en gracia. Desde El revés y el derecho, los paisajes caros a Camus —el Africa del Norte, Italia, más tarde Grecia— le enseñan el desprendimiento de sí mismo por la presencia en el mundo y, al no oponer más que su silencio mineral a su interrogación, consagran la inutilidad de su inquietud. Se advierte aquí cómo pueden conciliarse en Camus, a través de las imágenes que nos propone, indiferencia y pasión. Indiferencia a explicar, pasión de sentir y de describir; se entrevé una estética. "Yo quiero saber si, aceptando vivir sin apelación, se puede consentir también en trabajar y crear sin apelación, y cuál es la ruta que lleva a esas libertades." x Para el hombre absurdo, pues, la creación será menos una vocación imperiosa, una necesidad, que una actitud semejante al donjuanismo, la comedia o la conquista. Actitud privilegiada, sin embargo, pues si la conciencia debe ser mantenida, si el coraje y la lucidez son las cualidades inherentes a la pasión de lo absurdo, el hombre no puede esperar nada mejor para probarse que la actividad creadora. "Trabajar y crear por liada, esculpir en la arcilla, saber que su creación no tiene porvenir, ver su obra destruida en un día teniendo conciencia de ello profundamente; esto no tiene más importancia que edificar para los siglos, es la sabiduría difícil que el pensamiento absurdo autoriza." 2 En esta perspectiva, la obra de arte nace de un renunciamiento. Como el pensamiento no puede encontrar un sentido superior a lo concreto reconoce al menos su belleza, y lo carnal triunfa en la impotencia del espíritu para explicar y resolver. Pero si el mundo carece de profundidad, no solicita menos la emoción. Al enumerar todos sus 1 2

El mito de Sisifo. ídem.

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rostros, el creador no puede más que agotarse. Al menos se habrá aproximado a sí mismo. La obra no es entonces una solución, sino una prueba, un ejercicio... "ese ejercicio de desprendimiento y de pasión que consume el esplendor y la inutilidad de una vida de hombre" 1 . Insistamos sobre este punto. Admitir la noción de vocación, sería para el creador absurdo encontrar ese "llamamiento" que daría un sentido a su vida. Ahora bien, compromete su honor en abstenerse de él. Le es preciso, pues, no ver en la creación más que un modo de existencia adoptado libremente, sin presión interior, menos en consideración de lo que da que de lo que pide al hombre. Medio de conocimiento que debe eludir la esperanza y quedar cerrado a toda ilusión, la obra emprendida bajo esa luz ¿es posible? Según el mismo Camus, al analizar un tema de Dostoievsky, no lo parece. Por otra parte, la verdadera cuestión no está allí, sino en esa concepción particular de la obra de arte que se deduce de la creación absurda. "Se considera frecuentemente la obra de un creador como una serie de testimonios aislados. Se confunde entonces artista y literato. Un pensamiento profundo está en continuo devenir, aprovecha la experiencia de la vida y toma su forma. Del mismo modo, la creación única de un hombre se fortifica en sus rostros sucesivos y múltiples que son las obras." 2 La contradicción en que se encierra el creador absurdo aparece ahora. Obligado a trabajar "por nada", sabiendo que su esfuerzo es estéril y que importa menos que la disciplina que impone, pero demandando al mismo tiempo a la creación la imagen de su destino..., se ve convidado a este diálogo de la lucidez y del valor, de la desesperación y de la pasión. El arte no es necesario, nos dice El mito, pero puede ser suficiente, precisa El hombre rebelde. La creación, en efecto, tal como aparece en El mito, no es nada más que un ejercicio que ilustra un estilo de vida, y la obra el mejor medio "de mantener la conciencia y de fijar sus aventuras". Negándose a explicar lo que no puede ser más que sentido y descripto, el nombre absurdo se cercena en su esfuerzo, esperando solamente por él "una mayor aproximación a su realidad desnuda". Pero su reflexión sobre la rebelión le descubre que no está solo y que en su movimiento mismo el arte está en el origen de la reivindicación humana. En efecto, dominando lo real en su confusión y exaltándolo en su belleza, coincide con 1 B

El mito de Sísifo. Ídem.

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la imagen más alta de una civilización por nacer aún donde todos los hombres encontrarían la dignidad al nivel de la creación en el amor de un trabajo libremente aceptado. "Crear es dar una forma a mi destino", confesaba el hombre absurdo. Pero reconocía al mismo tiempo que la creación puede no ser y que el creador, en un último progreso, debe saber liberarse de ella. La pasión de vivir y la indiferencia a la vida, el valor en la acción y la lucidez que mide el alcance de toda acción se armonizan en esta actitud en el intento de una obra a su imagen, es decir recorrida por corrientes contrarias. ¿Qué obra debe esperarse de la estética de la rebelión y desde luego qué principios puede admitir tal estética? La definición de novela que se halla en El hombre rebelde constituye un comienzo de respuesta a estas dos preguntas: "Qué es la novela... sino ese universo donde la acción encuentra su forma, donde las palabras del final son pronunciadas, los seres librados a los seres, donde toda la vida toma el rostro del destino." En esta perspectiva, la novela aparece como la expresión más impresionante de la reivindicación humana, que consiste en dar un estilo a lo informe, y al movimiento el contorno ceñido de lo absoluto. ¿Cómo va a traducirse en efecto esta reivindicación? En el límite, dos soluciones opuestas: el rechazo de lo real de donde procede, en la obra, el culto de la forma servido a expensas de lo humano, o la aceptación servil de la apariencia que engendra el realismo. En ambos casos, infidelidad del artista a su poder que es consentimiento y rebelión, sumisión y libertad. Esta libertad calculada en la cual Camus ve un principio común a todos los creadores ilustra un doble deber. Imponiendo su forma a lo real el espíritu inventa, pero a partir de lo que existe, y en esto se afirma verdaderamente como creador. El gran estilo hay que buscarlo, pues, en la tensión más alta. Rechazando al mismo tiempo la fotografía y el delirio, puede responder entonces a la exigencia de unidad que la rebelión nos descubre. Pero si el verdadero creador debe dominar las pasiones de su época ¿cómo se limitaría hoy al estudio de los estados de alma? Puesto que las grandes pasiones de nuestro tiempo son colectivas, le será necesario experimentarlas, si no vivirlas. ¡, De esta confrontación de la totalidad y del individuo, y deÜ drama que resulta de ella, dimanará un arte y quizá un nuevcjl clasicismo que no tendrá nada de "pastiche". Constreñido M una vida peligrosa y a una creación amenazada, el artista* al menos, aprende que no está solo, y que no puede estarlo. "Mantener la unidad en la totalidad" será su papel que no 38

admite la revolución nihilista. También la historia verá la cada vez mayor oposición del conquistador moderno al artista. Quizá este último desaparecerá al fin, pero aun en ese infierno que sería nuestro mundo privado para siempre de belleza, "el lugar del arte coincidiría todavía con el de la rebelión vencida, esperanza ciega y vacía en el hueco de los días desesperados" 1. Así vemos que el arte reivindica para el hombre esa parte de lo real —la belleza— que la historia deificada sacrifica. Y sin embargo, ¿qué quiere el gran reformador sino introducir en la sociedad con la que sueña la coherencia y la unidad que reinan en el universo del gran artista? "Todos los grandes reformadores intentan construir en la historia lo que Shakespeare, Cervantes, Molière, Tolstoi han sabido crear: un mundo siempre presto a saciar el hambre de libertad y de dignidad que está en el corazón de cada hombre. La belleza, sin duda, no hace las revoluciones. Pero llega un día en que las revoluciones tienen necesidad de ella. Su norma que niega lo real al mismo tiempo que le da su unidad es también la de la rebelión. ¿Se puede rechazar eternamente la injusticia sin dejar de saludar la naturaleza del hombre y la belleza del mundo? Nuestra respuesta es sí." La evolución de los principios estéticos, en Camus, sigue, pues, el movimiento de su pensamiento, que se refleja en la psicología de sus héroes. A través de las constantes de la inspiración, un equilibrio, un dominio orientan la conquista del escritor. Vayamos ahora a sus etapas. 1

El hombre r&belde.

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3 Las narraciones ¿Es necesario precisar el carácter provisional de nuestro comentarlo? Albert Camus que es —por su edad al menos — lo que se ha convenido en llamar un joven autor, está en plena producción. Hay derecho a pensar también que su obra, en algunas de sus direcciones —y notablemente en lo referente a las novelas—, puede alcanzar un desarrollo imprevisto. Nuestra descripción, insistamos en este punto, debe, pues, quedar "abierta". No podría prejuzgar, en todo caso, el porvenir de un arte que su autor no ha concluido de descubrir. Hecha esta reserva ¿cómo se presenta hoy esta obra? Producto de una experiencia vivida, no procede menos de una necesidad que tiene su fuente del lado de acá de la experiencia, y en esto Camus es verdaderamente creador. Pero si escribe para dar vida a héroes independientes de él o para describir, por ejemplo en El mito, una filosofía que se niega a considerar suya, no puede hacer, sin embargo, que su lector no tenga la tentación de reconocer algo del escritor bajo la máscara del personaje. Esta identificación contra la cual ha protestado con frecuencia no es solamente imputable al romanticismo del lector contemporáneo. El hecho es que hay en Camus, del hombre a su creación, un lazo patético que le confiere su resonancia propia. No se lee a Camus como se lee a Simenon. Tampoco se lo puede leer como se lee a Jouhandeau. Su obra está demasiado estrechamente unida a su experiencia, expresa demasiado claramente el itinerario de 40

ün no

espíritu y de un corazón para que su carácter confidencial se imponga al lector. Pero sólo el autor sabe exactamente lo que ha puesto de su vida en sus libros. La confesión es constante en Camus, pero siempre sobrepasada. Aún quizá tiene menos importancia que el secreto que se esfuerza por elucidar. Lo hemos visto; una verdad ambigua arde en la claridad de esta obra, sin duda una de las más misteriosas de nuestro tiempo. Las explicaciones contradictorias que no cesa de suscitar, las diferentes tentativas de anexión de que fue objeto bastan para probarlo: a despecho del más puro lenguaje algo hay en Camus que se escapa o resiste. En el centro de su universo hay un enigma, y cada uno se apresura a interpretarlo a su manera, mientras que el escritor mismo se aproxima a él un poco más en cada uno de sus libros, vacilando aún en nombrar lo que algunos se jactan de conocer ya. Ese movimiento de gravitación alrededor de un sol escondido, esa rotación de la obra sobre sí misma, ese día y esa noche que la poseen alternativamente revelan en secreto su grandeza. Pero quizá seríamos menos sensibles si, entre todas las obras contemporáneas, como lo ha visto muy bien Gaétan Picon x , ésta no hubiera elevado a la perfección de la forma clásica la única expresión mítica que el hombre de hoy ha recibido. Haber sabido adaptarse a los valores de la época sin atentar jamás contra el honor del lenguaje cimenta así la originalidad de Camus. Resistente, director de Combat. periodista, siempre ha servido lo que en el hombre vale serlo. Novelista, ensayista, dramaturgo, lía creado un universo donde nuestra necesidad de belleza es reconocida y satisfecha en el más alto nivel. En esta fidelidad a su doble vocación de hombre y de artista su figura cobra su expresión más justa y más conmovedora, y a ella debe su estilo lo esencial de su poder. "Incluso si, militantes en nuestra vida, hablamos en nuestras obras de los desiertos y del amor egoísta, basta que nuestra vida sea militante para que una vibración más secreta pueble de hombres ese desierto y ese amor." 2 No hay una página de Camus donde no sintamos esta vibración. Nacida de la tensión entre la necesidad de expresar el sufrimiento y el rechazo a sacrificar la belleza, distingue del arte académico 1

Panorama, de la nueva literatura francesa. Actuelles H. (Actuelles es el título de una serie de crónicas de actualidad. Podría traducirse así o bien Actualidades. En nuestro país se han traducido los artículos comprendidos entre 1944 y 1953 con el título de La sangre de la libertad, título de una de las crónicas [Editorial Amencalee]. Conservamos aquí la denominación francesa). 2

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un arte que habla en el nombre de los más humildes de lo hombres. Dar en su creación la palabra a la pobreza rom| piendo el silencio que le es natural y gobernar por el dia curso la ineluctable disponibilidad del hombre al sufrimiento^ esas ambiciones generosas que autentican el gran arte sot también las de Camus. Su obra entera es testimonio de ello: si en su lenguaje ha querido ser un artista, jamás se ha evadido en las palabras o en la simple búsqueda técnica. La partición de los géneros se encuentra así sometida en él, no a la naturaleza de los temas, sino a la forma que toman en un momento dado. Estudiando las narraciones de Camus, tendremos que remitirnos constantemente a sus ensayos, como la imagen — aunque suficiente por sí sola — remite al comentario; su teatro por su parte traduce en términos de acción las constantes de su pensamiento. Pero en tanto que parece haber reservado a ese teatro la expresión de la violencia trágica, del gesto soberano, de la voluntad de pujanza, obedecería más bien en sus narraciones a la tentación, no menos fuerte en él, de la duración cotidiana, del retrato irónico y la desaparición en el mito. Más que seguir a Camus según el orden cronológico de su producción, nos ha parecido preferible estudiar separadamente sus narraciones, sus piezas de teatro y sus ensayos. Cada uno de los grandes temas debe al género en que aparece un universo que le es propio y que, reaccionando a su vez sobre el tema, valoriza uno de sus elementos. Personaje de novela, Meursault nos hace sentir, por ejemplo, a través del tiempo del relato, la incoherencia de lo absurdo, mientras que en la escena, Caligula, convertido de pronto a su culto, encarna su terrible lógica. Iluminada por una luz diferente, la noción desdobla aquí y allá su rostro. En Camus las técnicas literarias remiten a la misma inspiración; es instructivo seguirlas en sus aportes particulares. Luego de la meditación lírica de Bodas y la risa trágica de Caligula, he aquí la voz de El extranjero: "Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer, no sé. He recibido un telegrama del asilo: «Madre fallecida. Entierro mañana. Respetuosos sentimientos». Esto no quiere decir nada. Quizá era ayer." ¿Quién es el hombre que habla así de la muerte de su madre y de dónde le viene esa voz blanca? Si la psicología de Meursault parece no deber nada a ninguna tradición literaria, el personaje ha sido sin embargo anunciado en la obra misma de Camus. Basta volver a leer El verano en Argel, uno de los ensayos de Bodas, para descubrir una figura mediterránea del hombre cuyos rasgos esenciales se encuentran en Meursault. La filosofía del relato no debe hacernos olvidar 42 (

su clima, en el sentido geográfico del término. Su héroe pertenece a una raza que no es solamente metafísica y sin llegar a ver en Meursault al hombre de cierto cielo, no se puede sin embargo separarlo de su luz. " . . . Y viviendo así cerca del cuerpo y para el cuerpo, se advierte que tiene sus matices la vida corporal y, para arriesgar un contrasentido, una psicología, que le es propia", escribe Camus en su ensayo. Esta psicología al nivel de la carne parece justamente aclarar el comportamiento de Meursault. No es una cosa perdida, y aun menos un monstruo, sino un hombre desdibujado, modesto, que ama la vida en sus dichas fáciles, y no siente ningún deber particular con respecto a una sociedad donde no tiene un papel, y tanto más espontáneamente silencioso por cuanto tiene poco que decir. En suma, la simplicidad misma, para no decir la insignificancia. Pero, sin embargo, algo lo caracteriza entre todos: su ineptitud profunda para la mentira. Al mismo tiempo que su grandeza, deberá a eso su perdición. Hablando de él, Meursault toma la voz de un testigo que, si se lo observa desde el exterior, tendría otra preocupación que describirlo. Desde luego, se tiene la tentación de atribuir a la habilidad del autor una técnica que finalmente se justifica por la naturaleza misma del héroe. Estados demasiado habituados a exagerar nuestros sentimientos para no escuchar hablar sin desconfianza a un hombre que rehusa decir más de lo que siente. Ahora bien, Meursault es este hombre. "Sin duda es necesario vivir mucho tiempo en Argel para comprender lo que puede tener de enervante un exceso de bienes naturales. Nada hay aquí para quien quisiese aprender, educarse o mejorar. Este país no tiene lección que dar. No promete ni deja entrever. Se contenta con dar, pero profusamente." 1 Habiendo nacido en ese país, ¿ cómo no iba a asombrarse Meursault, en su proceso, al oír al procurador hablarle de su alma? Nada significa para él esa palabra. El alma es una planta de la sombra y él vive en la verdad del sol. Por eso nos sorprendemos desde las primeras líneas de la narración cuyo tono tiene el rasgo insólito de no elevarse cuando el tema parece implicar lógicamente la emoción del narrador. Pero Meursault, simple empleado argelino, no llora en el entierro de^ su madre. La amaba, sin duda, pero, como lo confesará más tarde a su abogado, sus necesidades perturban con frecuencia sus sentimientos. Ahora bien, el día del entierro, apenas se dio cuenta de lo que ocurría, porque estaba fatigado 1

"El verano en Argel", en Bodas.

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y tenía sueño. Al día siguiente de la ceremonia, fue a bañarse en el puerto donde encontró a una antigua dactilógrafa de su oficina, Marie Cardona. La misma tarde, van al cine a ver un film con Fernandel. Al salir, Marie lo acompaña a su casa. Luego el azar lo lleva a hacer ciertos pequeños servicios a un vecino, Raymond Sintès, que es algo rufián. Un domingo, este Sintès lo invita a comer en casa de un amigo que tiene una cabana cerca de Argel. Sin saber cómo, se encuentra mezclado en el altercado entre Sintès y dos árabes. Agobiado de calor, enceguecido por el resplandor de una hoja y transportado también más allá de sí mismo por un extraño sentimiento de indiferencia — "pensé en ese momento que se podía tirar o no tirar, y que daba lo mismo" —, Meursault mata a uno de los dos árabes. Este crimen sin razón que todo parece excusar — el alboroto que lo ha precedido, el comienzo de insolación de Meursault, la falta de premeditación de su gesto— pone fin a la primera parte del relato. Hasta aquí Meursault se ha limitado a responder. Ya que Meursault es, desde luego, el hombre que no interroga. Cuando se le plantea una cuestión importante —una de esas de las cuales se dice que comprometen el porvenir* — es dominado por esa misma indiferencia que ha advertido en sí en el momento de tirar sobre el árabe. En esta existencia consagrada a la sensación, todo es equivalente, ya que cada uno de los actos de la vida caen en una suerte de vacío luminoso donde ninguna onda se propaga. Meursault no es por ello un atrasado, sino un hombre que vive en el presente, absorbido enteramente por lo que hace o por lo que va a hacer en el instante siguiente. Debido a que el pasado no lo estorba, ignora el remordimiento y nada lo apesadumbra. Su vida tiene sin embargo una unidad que consiste en su continua presencia en el mundo, y mientras no lo amenace su pérdida, jamás faltará a la humilde pasión que consagra a esta tierra. ¿Cómo habría de pensar en Dios? Entre el cielo y él, no hay nada más que una luz violenta donde toda verdad debe ser dicha. La insensibilidad de que se lo acusa no es sino una forma de esa franqueza. Nuestra sociedad vive de entredichos. Es una construcción abstracta edificada en el reflejo de cierto número de principios a los cuales es necesario rendir culto, al menos de labios para fuera. Pero Meursault ignora su chantaje sentimental, su moral, sus ritos. No tiene el sentido de la falta y no siente espontáneamente, luego de haber matado, lo que lo convierte en un culpable. 1 Confr. pág. 59, su conversación con Marie que le pregunta si quiere casarse con ella.

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La segunda parte de la narración está gobernada por la mirada de la justicia sobre este hombre esencialmente inocente. Detenido, encerrado, interrogado, Meursault sigue siendo el mismo, y para responder a los instructores de su proceso, utiliza la misma simplicidad que reglaba sus relaciones con el mundo, antes del crimen. Pero esta vez, cada una de sus palabras, cada uno de sus actos pasados, entrando en la lógica de la acusación, precisan a los ojos de la sociedad su culpabilidad. El cigarrillo que ha fumado al velar el cuerpo de su madre, el café con leche de la mañana, el baño con Marie, el film de Fernandel, la noche que ha seguido... tales incidentes de una vida instintiva aparecen como otras tantas etapas hacia el crimen. Todo lo que había de azar en su gesto desaparece. La justicia substituye una simple yuxtaposición de hechos sin ninguna relación entre sí por un proceso fatal. Lágrimas que no ha vertido cuando hubiera sido necesario ante los disparos bajo el sol; un destino monstruoso se dibuja. Gomo lo declara el procurador, Meursault es acusado de haber enterrado a su madre con un corazón de criminal. La sociedad que podía perdonarle su acto no puede admitir el desafío que él encarna. El anarquista conoce al menos lo que combate. Meursault, ignorando el juego, actúa como humorista y nadie puede alegar desconocimiento del juego. Helo aquí pues, castigado finalmente por su indiferencia a la norma. Su terrible simplicidad "mata a la marioneta", como dice Valéry, y la marioneta, al juzgarlo, debe aclarar su culpabilidad profunda. Hay que destacar que en el proceso la acusación se alimenta de la inocencia misma de Meursault: los testigos que hablan en su beneficio —todos los humildes testigos de su vida sin recursos— contribuyen, a pesar de ellos a perderlo. No se sabría indicar mejor que su falta mayor no es haber matado, sino expresar sus sentimientos en su exacto grado de verdad. Cuando se le pregunta, por ejemplo, que aclare el motivo de su acto y él responde que ha matado "por causa del sol", hay, advierte, risas en la sala. Increíble por ser verdadero, Meursault, desde que abre la boca, se separa de la sociedad de los hombres. Aquí se observa la ambigüedad del personaje. Meursault ha sido hecho para el silencio, pero habla; para borrarse, pero se ofrece a las miradas; para permanecer en el anonimato, pero su gesto lo distingue entre todos. Lo conocemos por su discurso, pero el discurso no es su modo natural de expresión. Es de esa clase de hombres a quienes las palabras traicionan y cuya justificación nunca se oye sin que se tema oscuramente por ellos. Pero condenado a muerte, Meursault se convierte en "alguien". No pudiendo soportar su inocencia, la sociedad le 45

confiere la personalidad de un culpable. Y él, al mismo tiempo, lo parece. Se acuerda de sus dichas perdidas, piensa en es a vida que se le va a arrebatar, se despierta a la conciencia por el sufrimiento y la rebelión. Cuando el capellán de la prisión le pregunta si cree en Dios, le responde que la cuestión carece para él de importancia: la única vida que le interesa es la que va a perder, y le queda demasiado poco tiempo para gustarla como para escuchar hablar de Dios. Como el sacerdote insiste, Meursault, por primera vez, se encoleriza. "Tenía el aire tan seguro, ¿no es cierto? Sin embargo, ninguna de sus certitudes valían un cabello de mujer. No estaba seguro ni siquiera de vivir ya que vivía como un muerto. Yo parecía tener las manos vacías. Pero estaba seguro de mí, seguro de todo, más seguro que él, seguro de mi vida y de esa muerte que iba a venir. Sí, no tenía más que esto. Pero al menos poseía esta verdad en tanto que ella me poseía." Luego, después de la rebeldía es la aceptación, encontrada más allá de la desesperación. Liberado por el exceso mismo de su dolor, se siente preparado para revivir todo. Su indiferencia concuerda con "la tierna indiferencia del mundo". A ella, finalmente, deberá esa paz que no ha querido pedir a Dios. Dando la palabra a un hombre que en la vida habría sido incapaz de tomarla, y ayudándonos así a comprender desde adentro la inocencia de un supuesto culpable, Camus, en El extranjero, justifica la empresa del arte, que es, lo dirá más tarde, "hablar por todos los que no pueden hacerlo" *. Y, en efecto, si el monólogo de Meursault se basta a sí mismo, no se desprende menos de él un significado general. En esto El extranjero es fiel a la estética expuesta en El mito. "El pensamiento abstracto se une al fin a su soporte de carne", y la obra se presenta a la vez "como un fin y un comienzo". Si El extranjero no funda una filosofía, ilustra al menos un sentimiento. Que tal sentimiento del absurdo sea uno de los rasgos mayores de nuestra sensibilidad contemporánea y que la narración de Camus sea su más concreta y acabada expresión, es suficiente para explicar la repercusión de esta obra en la conciencia de la época. Meursault, en su celda, no tiene esperanza. Como al hombre de nuestro tiempo, nada puede embelesarlo la idea que se forma de su muerte: sabe que va a morir enteramente y que al arrebatarle esta vida, el engranaje del cual es víctima no dejará de él más que el recuerdo fugitivo de un ase1

El artista y au tiempo.

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gino. María ya lo ha olvidado. La indiferencia del mundo s e vuelve a cerrar sobre su paso. Pero existe esa cólera que lo arroja sobre el limosnero cuando éste viene a distraerlo de sus últimos momentos de existencia. Ese grito en la celda responde a los disparos en la playa. Aquí y allá, de la insignificancia de su vida, de su igual sucesión de instantes, emerge repentinamente un destino. La irrupción de la fatalidad que lo zambulle en la desgracia y el surgimiento de la rebeldía que lo libera de ella, son finalmente los dos acontecimientos capitales de su historia. Pero despierto a la conciencia, penetrado en el universo del condenado a muerte, Meursault no abdica. Será fiel hasta el fin a la exigencia de verdad que lo ha perdido. Piensa sólo que ha sido dichoso viviendo, y acepta morir porque ha vivido, no porque espere sobrevivir. En el momento de ser interrumpida, su pobre vida descubre así su unidad de esta voluntad feroz de no eludir nada. Purificado de toda esperanza engañadora, el acto de vivir es nuestra única certidumbre. La ausencia de Dios, lo absurdo de la suerte, la indiferencia del mundo no pueden corromperlo. Al contrario, se aviva en nuestra desnudez. Quizá, como Camus mismo lo ha destacado \ esa "verdad de ser y de sentir" no es todavía más que una verdad negativa. Sin embargo, es necesario comenzar por ella. Así esta historia desesperada acaba en una revelación. Ese saludo a la vida, desde el fondo de la peor soledad, promete de alguna manera, un valor en que ella encontrará su razón y su superación. Sobre el plano estético, no asombra que esa narración apele el humor. Meursault ve sin comprender, o más bien sin entrar en el juego: su mirada es pues ingenua. La definición de la verdadera obra de arte — la que dice "menos" — dada por Camus en El mito, vale también para el humor que describe lo real sin dar su sentido. Que el humor de Meursault se ejerza sobre un tema grave contribuye aún a su repercusión. Su tranquila descripción de un mecanismo que terminará por matarlo es de una concisión admirable. Desde su primera narración Camus afirma su clasicismo por la premeditación de su arte, su respeto de las proporciones, su sentido de la litote. Sus frases, encerradas en sí mismas, se suceden como otros tantos absolutos en un vacío metafísico del cual dan el vértigo. Pero en la emoción, Cuando por ejemplo Meursault prisionero escucha subir hasta ^ el llamado de un mundo al cual no puede ya responder, el tono se eleva, la frase cobra su vuelo, y surgiendo del dolor he aquí la verdad en su más hermoso rostro. " . . . Creo que dormí Prefacio a la edición norteamericana escolar de El extranjero.

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porque me he despertado con estrellas sobre el rostro. Ruidos del campo llegaban hasta mi. Olores de noche, de tierra y de sal refrescaban mis sienes. La maravillosa paz de ese verano adormecido entraba en mí como una marea. En ese momento, y en el límite de la noche, ulularon sirenas. Anunciaban partidas p a . ra un mundo que ahora me resultaba para siempre indiferente. Por primera vez en mucho tiempo, pensé en mamá. Me pareció que comprendía por qué al término de una vida se había bus. cado un "novio"; porque ella había jugado a recomenzar. Allí, allí también, alrededor de ese asilo donde se apagan vidas, la noche era como una tregua melancólica. Tan cerca de la muerte, mamá debía de sentirse liberada allí y dispuesta a revivir. Nadie, nadie tenía el derecho de llorar sobre ella. Y también yo me he sentido dispuesto a r e v i v i r . . . " Aquí la grandeza se nutre de la piedad humana; y el mérito excepcional de esa narración es finalmente hacer brotar las palabras del corazón del más amargo desamparo. El sufrimiento individual frente al absurdo descrito en El extranjero se convierte en pasión colectiva en La Peste. En ésta como en aquélla, sin embargo, un hombre se confiesa ; pero mientras Meursault hablaba en primera persona de sucesos ante los cuales parecía quedar ajeno, Rieux cuenta en tercera la historia de una plaga que es también su drama. La inocencia aisla a Meursault, y el yo, asumiendo de ordinario un poder de explicación que rechaza el narrador, reviste entonces su carácter extraño. Por el contrario, la conciencia de Rieux, su sentido de la participación lo vuelven a tal punto presente en la historia que el él se eleva naturalmente a la altura del nosotros, verdadero héroe de la aventura. La acción está situada en Oran, en la época contemporánea. La neutralidad del decorado — "una ciudad ordinaria y nada más que una prefectura francesa de la costa argelina" —, su falta de pintoresquismo, su ausencia de alma señalaban esa ciudad como el lugar de un drama donde nada debe distraer a los actores. Encerrados en sus muros, sus habitantes sólo cuentan consigo mismos para afrontar el mal. En esta voluntad de circunscribir la plaga y de dejar a su merced a una comunidad reducida a sus propios recursos, Camus, daba ya a la peste su papel. Del mismo modo, al situar en un lugar preciso una epidemia improbable indica su doble intención de ser a la vez fiel al realismo de la descripción y al carácter mítico de la narración. La pintura de una humanidad presa del mal y de la muerte, la evocación de un país ocupado exceden los medios del arte. Expresar la esencia de su drama en la descripción de una plaga a la vez legendaria y reconocible, es la solución que propone 48

jjd peste a ese problema. La obra tiene, pues, muchos píanos qUe se corresponden, pero para ser siempre transparente, la ficción no pierde en ningún momento de la narración su peso de carne, de tal manera que no podemos separar los temas de jos sentimientos de los cuales proceden. Ya encontramos esto en El extranjero, pero desde el punto de vista de un solo hombre encerrado en su indiferencia. En La peste, el dolor es común, y todos se reconocen allí y se miden. De la desdicha individual desembocamos en el corazón de la condición humana. Sobre el plano estético, la obra sigue una curva cuya amplia trayectoria tiene ya su belleza. De la aparición de las ratas a la derrota de la epidemia, la progresión dramática se eleva lentamente hasta su paroxismo para recaer, con la liberación de la ciudad, en el punto exacto en que el valor cede, en la conciencia vigilante del cronista, a la melancolía de una victoria provisional. El movimiento del libro arrastra todo con el mismo paso: la evolución interior de los personajes de primer plano, la de los sentimientos colectivos, la transformación de la ciudad, la descripción médica de la plaga en sus diferentes estadios, y por encima de todo la luz cambiante de las estaciones que integra el drama en el juego de los elementos. El autor de la crónica es el doctor Bernard Rieux, personaje cuya mirada gobierna la narración. Muy bien ubicado por su oficio para asumir el papel de testigo, él se ha sentido obligado, en razón de ese papel, a "cierta reserva" — de lo cual dimana su empleo de la tercera persona. Pero la reserva no excluye la toma de posición. Si Rieux ha hablado, es "para no ser de esos que se callan, para testimoniar en favor de esos apestados, para dejar al menos un recuerdo de la injusticia y de la violencia que les habían sido infligidas y para decir simplemente lo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas para admirar que para despreciar". Testigo, pero testigo comprometido, en el sentido que rehusa el crimen y toma partido por la víctima, Rieux encarna la resistencia al mal en lo que tiene de más modesta — confiesa que la peste es para él "una interminable derrota" — y de más eficaz ; en caso de epidemia nada sabría hacerse mejor que ayudar a los hombres a sanar. Hijo de obrero, como Camus, ha aprendido en la miseria a vivir y a pensar. Convertido en médico, sin mucho entusiasmo, pronto se ha dado cuenta de que no podía habituarse a ver morir porque, a pesar de su secreta fatiga, tiene el sentido de la injusticia hecha al hombre que sufre y muere. Pero su combate desprovisto de todo romanticismo, se sitúa deliberadamente al nivel de lo más cotidiano: el oficio, el gesto inmediatamente útil, la paciencia de vivir sin esperanza, de retomar 49 i

siempre la lucha y de salvar en el presente lo que puede ser salvado. Presente por la mirada, su situación en la historia, Rieux está curiosamente ausente del relato. Ello no se debe simplemente a la mera discreción de su confidencia. El hecho de haber vivido todo el drama—. "Es así como no hay una angustia de sus contemporáneos que no haya compartido, ninguna situación que no haya sido también la suya" — le confiere finalmente esa irrealidad obsesiva que Meursault debía, al contrario, al hecho de estar encerrado en el suyo. Aquí y allá, en el corazón del personaje, hay una ausencia, una misteriosa indiferencia que tiene menos que ver con sus sentimientos y con su papel que con su estructura, y en la cual es permitido ver su parte más íntima. Si Jean Tarrou, al contrario del doctor Rieux, no tiene oficio, tiene una vocación. Extranjero en Oran, no se sabe de dónde viene y por qué está allí. Le gusta nadar, frecuenta los artistas, y tiene una suerte de diario cuyo tono evoca de muy cerca ciertos ensayos del mismo Albert Camus. En lo más fuerte de la epidemia, propone a Rieux un plan de organización para las formaciones sanitarias, y a su interlocutor que le pregunta la razón de su acto, le responde: "La comprensión". Habiendo comprendido desde muy joven que la sociedad donde vivía tenía como fundamento la condena a muerte, combatió su norma, aceptando, más allá de la justicia por venir, los muertos que implicaba el combate. Hasta el día en que vio fusilar a un hombre. Desde entonces, decidió rechazar por cualquier razón "todo lo que de cerca o de lejos... causa la muerte o justifica que se cause la muerte". Sabe que se separa en esto de la historia — o al menos de los que la hacen — pero alineándose por horror de las plagas del lado de las víctimas, puede, en el sueño de una suerte de santidad sin Dios, esperar la paz entre ellas. Por próximos que estén uno del otro en su común voluntad de resistencia al mal y su simpatía por los hombres, Rieux y Tarrou, sin embargo, no son de la misma raza. Rieux es un hombre del pueblo que ha heredado de su madre la valiente fatiga de los pobres, Tarrou un intelectual cuyo itinerario moral va del Mito de Sísifo a El hombre rebelde. Querría ser un santo y su amigo un hombre. Rieux tiene un país, una mujer, un oficio ; Tarrou no tiene ataduras de ninguna clase y ha llegado a Oran llamado, según parece, por la mera imantación àe una plaga para combatir lo cual está hecho. Parece que Camus ha confiado mucho de sí mismo en el diálogo de esos dos personajes que se dividen cada una de sus tentaciones y de sus nostalgias más tenaces. Dos o tres veces, por otra parte, tienden a confundirse, y sus diferencias se bo50

rran, por ejemplo en el silencio del baño nocturno. Y más aún, al final, cuando Tarrou, escribiendo sobre la madre de su amigo, nota su "borrosidad", lo aproxima a la de su propia madre, muerta ocho años antes, y confiesa que es a ella, a la que siempre ha querido unirse. En ese instante, por la intromisión de esa madre que parece tocar de tan cerca a Camus, la fraternidad de los dos hombres se manifiesta y nos revela al mismo tiempo su parentesco con el autor mismo. Pero no menos que Rieux y Tarrou, el simple empleado de alcaidía Joseph Grand y el periodista Raymond Rambert despiertan el afecto de Camus y lo expresan a su manera. Con "todas las trazas de la insignificancia", Grand es quizás esa clase de santo en que Tarrou querría convertirse. Sin vacilar en mostrar sus buenos sentimientos, pero sin saber expresarlos, sensible y un poco ridículo, Grand es de todos los personajes de La peste el más espontáneamente heroico al mismo tiempo que el más inocente. La frase que desde hace años retoma todas las noches y que debe ser la primera de una obra definitiva — "j Descúbranse, señores !" — no simboliza solamente de modo irónico el vértigo de la perfección. Puede verse allí aún el absurdo, perseverante y respetable manifestación del instinto creador a través de la plaga. El único artista de La peste es Joseph Grand que contempla trotar sin fin su "soberbia yegua alazana en las avenidas floridas del Bosque". Más estimable aún que esta actividad irrisoria pero salvadora es la voluntad de felicidad, encarnada por Raymond Rambert para quien el amor es el gran suceso de la v i d a . . . "Hay demasiadas personas que mueren por una idea. Yo no creo en el heroísmo, sé que es fácil y he comprobado que es sangriento. Lo que me interesa es que se viva y se muera por lo que se ama". Pero luego de haber intentado vanamente salir de la ciudad para reunirse con su amada renuncia a irse porque "puede resultar vergonzoso ser feliz completamente solo". Rehusándose, al fin de cuentas, a faltar a la solidaridad con sus amigos, el periodista nos precisa lo que Bodas y El extranjero no habían dicho todavía: a saber, que si la felicidad es siempre para Camus, en la época de La peste, el más alto valor humano, su vocación sobreentiende la oscura nostalgia de un orden en que todos los hombres serían felices. Despojado de un egoísmo, la exigencia del amor se convierte así en la forma más acabada de la necesidad de justicia. El amor en su exigencia y su insatisfacción es, por otra parte, uno de los temas mayores de La peste. La mujer de Rieux que ha dejado la ciudad antes que la epidemia se declare y la amante de Rambert, que vive en París, pueblan el relato con su invisible presencia y tienden a hacer de él, desde cierto punto 51

de vista, la novela del exilio y de la separación. "Nuestro amor sin duda estaba siempre allí, pero simplemente era inutilizable, pesado de llevar, inerte en nosotros, estéril como el crimen o la condenación. Era más que una paciencia sin porvenir y! una espera obstinada". Al sufrimiento interior e incomunicable de los amantes i separados se agrega el sufrimiento de los cuerpos atacados por la enfermedad, la persecución de la inocencia presa del dolor ciego y de la muerte injusta, Camus ha escrito de La peste que es el más anticristiano de todos sus libros, y el Padre Paneloux, declarando desde lo alto de su pulpito: "Hermanos míos, sois infortunados, hermanos míos, lo habéis merecido", deja entender, en efecto, la única palabra del libro inaceptable con respecto al amor. Pero al ver morir a un niño —el relato de esta agonía es sin duda la culminación del libro— el Padre, matizando su condenación, llega a predicar la virtud de aceptación total. Ya que no se puede odiar a Dios, nos es necesario aceptar una creación en que se tortura a los niños. Su difícil amor implica nuestra sumisión a un orden que nos sobrepasa. En la medida en que es ortodoxa, esta justificación del escándalo nos descubre qué profundamente se opone la moral de La peste a la moral cristiana. Cuando un Paneloux aprueba en su corazón el sufrimiento y la muerte de la criatura en nombre de su debilidad y de la justicia de Dios, Camus, por medio de Rieux y de Tarrou, confía en el nombre, pero no cree en su destino sobrenatural. Y el Padre entrará en las formaciones sanitarias, luchará él mismo contra la epidemia y secumbirá en esta lucha; su caso, según el autor, no es menos ambiguo. Para vencer el Terror, el hombre debe permanecer, pues, entre los hombres en una solidaridad que, sin excluir la santidad, el heroísmo, la pasión, se forma sin embargo al nivel de nuestros sentimientos cotidianos. De todas las virtudes humanas, la memoria es por otra parte la más difícil, memoria de las víctimas y de la plaga cuyo bacilo no muere. Estar atento al despertar de la peste — en sí y en la Historia —, estar dispuesto a combatirla de nuevo, con valor y sin ilusión, y encontrar en el combate mismo una razón de vivir es finalmente aprender a convertirse en hombre y servir lo que vale serlo. En el curso de la narración reaparece una imagen: la de una plaga invisible que agita el aire por encima de la ciudad. Identificando la peste con esa pieza de madera, Camus nos confía quizá la llave de su estética novelesca. Partiendo de la descripción clínica de una enfermedad legendaria para llegar a la evocación del terror contemporáneo, Camus nos da la obra cuya imagen debía definir en El hombre rebelde. Si el gran 52

estilo es "la estilización invisible, es decir encarnada" 1 , La peste, en que consentimiento y rechazo se equilibran, responde bien a esa exigencia. A pesar de la diferencia de tono, la conclusión de La peste no es más optimista que la de El extranjero. Al escuchar el júbilo de la ciudad liberada del miedo, Rieux comprueba que la plaga no ha enseñado nada a los hombres, tan ávidos de olvido. Y él mismo ¿qué lección saca de la prueba sino que sus amigos están muertos y que el mal no está vencido? Sólo, por un momento, había sabido "que no tenía un sufrimiento que no fuera al mismo tiempo el de los otros". Este reconocimiento en sí mismo de una pena y de una rebeldía comunes a todos señala, en el plano de una obra consagrada hasta entonces sobre todo a la soledad del hombre y a su rechazo despreciativo de toda consolación, la irrupción de la fraternidad. Nueve años y cierto número de libros separan la publicación de La peste de la de La caída, pero, como en las precedentes narraciones de Camus, el problema de la salvación ocupa el centro. Meursault es condenado a muerte por haber dicho la verdad. Culpable a los ojos de la justicia, sigue siendo sin embargo inocente. Su crimen no le concierne y experimenta a su respecto más fastidio que verdadero pesar. Inversamente, Clamence, a pesar del sentimiento de su falta, no puede encontrar un juez que lo reconozca culpable. Para Meursault el problema es aceptar la muerte, para Clamence, la vida. El primero ha vivido en la inocencia de acuerdo con la naturaleza, el segundo en la impunidad, limitado al juego ambiguo de la palabra y de las relaciones humanas más ficticias. Meursault, como Joseph Grand de La peste, es de los que no encuentran sus palabras, sobre todo cuando habría que mentir; sus actos los abandonan, desarmados, al juicio, mientras que el brillante Clamence, abogado reputado, se embriaga con un discurso seductor en el que concluye por desaparecer, vencedor, como en los reflejos de una muaré. Cercano a la muerte, en fin, Meursault siente refluir en él la felicidad que no ha conocido y al saludar la vida encuentra en lo que fue, la fuerza de aceptar lo que es. Por el contrario, Clamence no pide al recuerdo más que la fecha del comienzo de su caída. ¿Pero cuál es exactamente? En un bar de Amsterdam, un hombre monologa. Algunos años antes era abogado en París. Un abogado conocido, especialista de nobles causas. Amable, generoso, cultivador de la 1

El hombre rebelde.

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virtud, gozaba intensamente de su propia naturaleza en una suerte de euforia en que no se sentía tocado por ningún juicio. Un hombre de perfecta salud, apreciado en su profesión, amado por las mujeres, siempre dichoso; Clamence no tiene nada que pedir a su vida salvo que siga siendo la misma. Pero una noche, sobre el puente de las Artes, oye reír a su alrededor — la risa de una boca invisible que parece elevarse de las aguas — y su conciencia se dispierta, recupera la memoria y la caída comienza. Se siente menos a sus anchas en el presente, interroga su pasado, pero lo hace para descubrir, ante su sorpresa, ciertas "instantáneas" acusadoras: una querella de choferes en que no ha desempeñado buen papel, una aventura sensual bastante poco lucida, y sobre t o d o . . . sí, sobre todo el recuerdo de un grito. Pasaba aquella noche sobre un puente — otro— sobre el Sena. Poco después de haber visto a una joven inclinada sobre el borde del parapeto, había oído el ruidc de un cuerpo cayendo en el agua y un grito. No se había movid o . . . "Demasiado tarde, demasiado l e j o s . . . " no había avisado a nadie y se había alejado. Clamence aprende entonces a conocerse. Luego de haber vivido su gloria, explora su faz oscura. Aquí la modestia descubre su reverso de orgullo, la generosidad se convierte en cálculo y la inocencia en impunidad. Tan complaciente consigo mismo en el retrato crítico como en la modelación de su estatua, el hombre se exalta al descubrirse despreciativo, dominador, indiferente a todo lo que no sea el propio culto, su deseo obstinado de ser amado y de no morir. "En el fondo, nada contaba. Guerra, suicidio, amor, miseria; les prestaba atención, ciertamente, cuando las circunstancias me forzaban a ello, pero de una manera cortés y superficial. A veces fingía apasionarse por una causa extraña a mi vida cotidiana. En lo hondo, sin embargo, no participaba, salvo, claro es, cuando mi libertad era contrariada." "¿Cómo explicar? Resbalaba. Sí, todo resbalaba sobre mí". AI mismo tiempo, se da cuenta de que su indiferencia, su poder de olvido lo han arrastrado a la superficie de la vida en una especie de deriva. Desde entonces, viéndose tal como es, y creyéndose a punto de ser desenmascarado, se esfuerza por sustraerse al juicio. Y por ello, desde luego se le adelanta. "Para prevenir la risa, imaginaba arrojarme en la irrisión general. Pero, a pesar de sus esfuerzos a decir verdad tímidos — algunos pequeños desvíos de lenguaje— sólo a penas puede comprometer su reputación lisonjera. Es que "no es suficiente acusarse para hacerse inocente", sobre todo cuando no se ha renunciado a dominar. Ya que ni la castidad ni el libertinaje ni el alcohol lo han reconciliado consigo mismo, cierra su bufete, 54

deja a París y llega a ese bar de Amsterdam para establecer s us audiencias de "juez penitente". ¿A qué responde ese título? Al simple descubrimiento de que "si nosotros no podemos afirmar la inocencia de nadie, podemos con toda seguridad afirmar la culpabilidad de todos". El descubrimiento de esta culpabilidad común es lo que espera Clamence de su confesión pública. Fabricando un retrato de sí mismo que es al mismo tiempo un espejo — "Tomo los rasgos comunes, las experiencias que hemos sufrido juntos, las debilidades que compartimos, el buen tono, el hombre del día en fin, tal como causa estragos en mí y en los otros" — lo tiende a su auditor para oírlo a su vez confesar su indignidad. Entonces, de penitente se convierte en juez. En la comunidad de la falta, tronando entre los malos ángeles, "en la cima del cielo holandés", reencuentra su reino y esa situación elevada desde la cual lo había hecho caer una noche, un grito proveniente del Sena. "Profeta vacío para una época mediocre", dice Clamence de sí mismo ; y es suficiente entender su nombre para conocerlo. Juan Bautista... el Precursor. Clamence... la voz en el desierto. Pero nada anuncia esta voz fuera de la culpabilidad general. "Cada hombre es testigo del crimen de todos los otros, he ahí mi fe y mi esperanza". Y nada de esperanza en una redención porque Cristo mismo, responsable por una sola existencia de la matanza de los niños de Judea, no es completamente inocente. ¿Quién puede perdonarnos, ya que rehusamos perdonarnos a nosotros mismos? ¿Qué juez nos devolverá la paz? ¿En nombre de qué ley? En su terror de ser juzgado, hay en Clamence algo así como una secreta esperanza de ser verdaderamente culpable. La brumosa Holanda, sus aguas putrefactas, su cielo lívido que las palomas del bautismo llenan vanamente con su espera: no es todo esto sin más el infierno. Más bien su vestíbulo. Y en esos limbos de atracción de una falta determinada puede ser tan pujante como la de un mérito preciso. Pero Clamence está consagrado al presentimiento de la falta. Perdido por la inocencia, incierto de su crimen, su misma palabra lo vacía poco a poco de su realidad, y lo vemos desaparecer en los repliegues de su discurso en que aparece nuestro rostro a medida que e l suyo se borra. El condenado conserva todavía su nombre. Clamence es una voz sin nadie, una máscara de mirada vacía, u n espejo maléfico donde no desciframos más que el dolor y e l remordimiento, y su terrible vanidad. . ¿Qué significa su aparición en la obra de Camus? Hemos visto que era posible considerarlo como una especie de Meursault opuesto a la búsqueda de su juez. Pero no se opone menos a un Rieux, a un Tarrou, a un Rambert " . . .jamás me he acor55

dado más que de mí mismo... no hay uno solo, creo, entre los seres que he amado que, para terminar, no haya también traicionado . . . jamás he podido creer que las cosas humanas fuesen s e r i a s . . . viviendo entre los hombres sin compartir sus interes e s . . . " , etc. Pueden multiplicarse los rasgos que hacen de él la negación de los héroes de La peste. ¿Será de la raza de Calígula? En un sentido, no hace más que retomar su exclamación. "¿Quién osaría condenarme en un mundo sin juez donde nadie es inocente?". Como a él, lo envenenan el desprecio y la necesidad de pervertir. Pero si la misma pasión de imposible los anima, si ambos rechazan "la culpabilidad calculada" en nombre de una inocencia inaccesible, Caligula, finalmente, reconoce su error y, aceptando la muerte, consiente en no atormentar más a los hombres, mientras que Juan Bautista sólo sueña en convertir a la humanidad a su evangelio estéril. Para comprender de qué barro está hecho el mal profeta, quizá baste con releer ciertas páginas de El hombre rebelde. Denunciando el universo del proceso, Camus parece prometernos al mismo tiempo a Clamence. "Acabando su historia a su manera, la revolución no se contenta con eliminar toda rebeldía. Se obliga a considerar responsable a todo hombre, hasta al más servil, de que la rebelión haya existido y exista todavía bajo el sol. En el universo del proceso, por fin conquistado y acabado, un pueblo de culpables caminará sin tregua hacia una imposible inocencia, bajo la mirada amarga de los grandes inquisidores. En el siglo XX el poder es triste." 1 Hombre del día, Clamence, en su bar, preparándose a reinar sobre una humanidad despreciada persuadiéndola de su mancilla, es uno de esos inquisidores. Pero en él no se refleja solamente el nihilismo de la época. De Camus a Clamence, si existe el espesor de un rechazo, no los estrecha menos una extraña complicidad. Desde luego en el tono. Jamás uno de sus héroes nos había dado a entender tanto como aquél, una voz en que podemos reconocer más la voz misma de cierto Camus, irónico, burlón y familiar. Si Clamence no es Camus — desde cierto punto de vista es todo lo contrario — su humor, su verba, su cinismo ligero son "del hombre mismo", así como es permitido adivinar en el autor, en algunas partes del monólogo, el deseo de librarse de la leyenda del Camus moralizante, predicador y virtuoso denunciada frecuentemente por él mismo 2 . Quizá, en fin, la fascinación de lo absoluto, ese furor del todo o nada que está en el fondo del error mismo de un Clamence, es para Camus, filósofo de la mesura, una tentación constante. 1 3

El hombre rebelde. Confr. "El enigma" El verano.

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Pero en ese juego de espejos donde la declaración del autor y la confesión del personaje, el exorcismo y la comedia, la verdad y la mentira intercambian sus reflejos, existe una muy segura certidumbre: la prodigiosa maestría de un arte que ha llegado en esa narración a su más alto grado de soltura. La risa retozona de Caligula, el humor glacial de El extranjero se encuentran fundidos aquí en el fuego de una ironía que jamás ha sido tan brillantemente amarga. Llevado espontáneamente al aforismo, el febril regocijo de Clamence, cuando nos describe el "infierno muelle" de Amsterdam o cuando evoca el mar griego, alcanza un lirismo a la vez zumbón y demente que hasta ahora sólo habíamos presentido en la obra de Camus. Se conoce la importancia de los paisajes en sus libros. La luz de La caída los ilumina con un día vaporoso, con un día que pertenece apenas a este mundo. "Holanda es un sueño, señor, un sueño de oro y- de humo, más humoso durante el día, más dorado durante la noche, y noche y día ese sueño está poblado de Lohengrin como esos que se deslizan soñadoramente en sus negras bicicletas de altos manubrios, cisnes fúnebres que ruedan sin tregua por todo el país, alrededor del mar, a lo largo de los canales..." Sin duda era necesario que Clamence fuera abogado, que su palabra se perdiera, para que no encontrara en el placer de escribir la reconciliación y la salvación. La caída demuestra lo que la desesperación puede esperar del arte. Al término de la narración un espejo, irónicamente, aparece. No sería tan cruel si no amenazara al autor, y al lector a través de él. Pero la pureza de su azogue lo mantiene misteriosamente a distancia. Originariamente, La caída debía formar parte de un conjunto de cuentos, pero por su longitud apareció aparte. Publicados con el título de El exilio y el reino, esos cuentos se inspiran, en efecto, en registros diferentes, en el mismo sentimiento de insatisfacción que da la palabra a Clamence. La colección comprende seis cuentos. Los cuatro primeros están situados en esa Africa que, para Camus — a l menos desde el punto de vista geográfico— ha sido siempre el reino. Pero el exilio puede experimentarse en la propia patria. En La mujer adúltera el exilio nace en el corazón de una burguesa una noche en que, desde lo alto de una terraza, descubre el desierto. Hasta entonces había vivido fiel a los hábitos, ni feliz ni infeliz, en una especie de soñoliencia. Y ne aquí que de repente un silencio, un espacio conmovedores s e abren ante ella. Las tiendas negras de los nómades que percibe a lo lejos le hablan de una libertad, de un despojo °uya promesa ilumina por un instante su vida. Luego es el

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retorno fatigado al lecho conyugal y las lágrimas que el marido no comprende. A la ligereza de trazo de este cuento, a su admirable pudor, sucede el monólogo torturado y jadeante del Renegado. Aquí Camus se libra deliberadamente al lirismo cruel, deslumbrante como un bloque de sal al sol, que, a pesar de ser raro en él, no es menos una de las constantes de su estilo. Convertido desde luego por la fuerza al culto del fetiche, el misionero católico del cual Camus toma la voz, traiciona en su corazón al Dios del amor. Mutilado, ofendido pero seducido, adora lo que lo niega y canta la gloria del mal y de sus servidores impíos. De los seis cuentos de la colección, El renegado es el que más se aproxima al poema, y su sentido se transparenta menos espontáneamente. ¿El lector verá sin vacilación en el personaje del renegado —como lo quiere Camus— el símbolo de cierto cristianismo subyugado por la fuerza y los valores que debería condenar? No se puede sino ceder, en todo caso, a la pujanza de esta prosa entrecortada y suntuosa. Los mudos y El huésped, por contraste, nos restituyen el estilo alusivo y discreto de La mujer adúltera. El primero de esos cuentos pone en escena a un grupo de obreros toneleros que luego de una huelga fracasada adoptan, sin haberse puesto de acuerdo, la política del silencio. Pero ese silencio cambia de sentido cuando la pequeña hija de su patrón es víctima de un ataque. Callarse, entonces, es negar una angustia que sin embargo experimentan; es atentar contra esa solidaridad de los hombres ante el dolor y la muerte que no es menos poderosa que la unión en la reivindicación. La soledad que vuelve a sentir Yvars, el tonelero, en su silencio, la experimenta Daru, el institutor de El huésped, en el malentendido. Por haber creído que había entregado a uno de los suyos, los árabes lo amenazan de muerte, y de repente él se descubre extranjero en el país que había hecho suyo. Esta narración —ateniéndonos a ella— es muy buen ejemplo de esas interpretaciones complementarias de que pueden ser objeto todas las narraciones de Camus. Historia de un malentendido en el plano simplemente anecdótico, El huésped no es menos significativo que un drama más general: el que Africa del Norte está justamente por vivir. Y en el plano metafísico, por fin, ¿cómo no percibir también en ese malentendido la injusticia que sobrepuja infinitamente con respecto al hombre su poder de obrar mal? Si Camus no está ausente en ninguna de sus narraciones — y cada una debe su secreta vibración a lo que le ha confiado de sí mismo— Jonás o el artista en el trabajo, entre todas, le concierne quizá más directamente. Aquí, como siempre en 58

Camus, el pudor está en la ironía, que jamás ha sido tan acerada como en este cuento. Vemos a un artista — un pintor — que se esfuerza por trabajar. Tiene un gran talento, un feliz carácter, una mujer que lo ama, pero un departamento pequeño, tres niños y muchos amigos. El teléfono, las visitas, el correo, las justas causas que demandan una firma y la mujer de inundo que exige una sonrisa, el niño que 'grita y la mujer que sufre arrastran dulcemente a Jonás a la fatiga y al silencio de la esterilidad. Terminará por instalarse, a la vez presente y ausente, en una especie sobradillo que se ha construido en el ángulo de un corredor, cerca del techo. Y allí se lo encontrará un día desvanecido ante una tela enteramente blanca que no tiene más que una palabra escrita en pequeños caracteres, "una palabra que se podía descifrar, pero en la cual no se sabía si había que entender solitario o solidario". A lo largo de toda la historia, el autor no cesa de sonreír, pero se nos oprime el corazón cuando llegamos al final. Solitario... solidario... en el juego de palabras penetra el drama de una vida dividida entre lo que debe a los suyos y su propia exigencia. La piedra que acosa, último cuento de la colección, tiene como decorado, una aldea brasileña que Camus ha conocido sin duda con ocasión de su viaje a América del Sur, en 1949, El ingeniero francés llegado allí para trabajar y que nadie parece esperar ya en Europa, traba amistad con un pobre indígena. Este en un naufragio ha hecho voto de llevar sobre su cabeza un enorme bloque de piedra hasta la iglesia de la aldea, durante la procesión de San Jorge. Pero la noche anterior a su prueba, el hombre se agota en danzas en honor a sus dioses, que no son todos cristianos. Cuando sucumbe al día siguiente bajo el peso de su ex-voto, es el ingeniero el que carga a su vez la roca. Pero en el momento de entrar en la iglesia se desvía y se encamina a la choza de su amigo. Allí, en la casa de la miseria dejará su carga. Para el exilado, el reino está entre los más humildes de los hombres, cuando ha merecido ser admitido entre ellos. Es hermoso que este libro acabe en ese gesto. Sísifo ha encontrado un amigo que lo releva en su esfuerzo, los dioses son vencidos y la roca deja en fin sus hombros. Ciertamente, nada se resuelve con esto, el exilio es eterno, pero ahora sosPechamos qué amor puede nacer de allí. En cierto sentido, Camus tiene razón: su obra apenas comienza. Veinte años después de la publicación de su primer libro, estos cuentos lo atestiguan; si el escritor se ha convertido en un maestro, s u fuente no brota en ellos menos viva. Jonas se mantiens Sl empre activo y le queda todo por decir. 59

4 El teat% Cualquiera sea su forma de aparición en su obra, los personajes de Camus proceden de un mismo pensamiento, alternativamente ilustrado por el teatro y la narración. Pero mientras el tiempo novelesco prepara en su vida cotidiana la lenta irrupción del absurdo, de la rebelión o de la culpabilidad, la duración teatral, tomando al héroe cerca de su fin, nos hace comprender en un solo grito toda la ambigüedad de su naturaleza. Ya proceda de la leyenda, del mito o de la historia, ese héroe se adelanta hacia su muerte a través de su exigencia de absoluto como Caligula, del drama del malentendido, como Martha, de la pasión de la justicia, como Kaliayev, presa del mecanismo de una lógica exasperada que da su grandeza a su condición. Se ve cómo Camus debía satisfacer en el teatro su gusto por la individualidad pujante, tan bien revelado en la energía del personaje, en su estatura moral, en su gesto, como en la violencia de un conflicto de plazo ineluctable, mientras que la tentación de borrarse — e n la persona de un Meursault, de un Grand, de un Clamence — aparecería más bien en sus narraciones. En el plano estético, ese teatro está ligado al descubrimiento de un estilo. Rechazando al mismo tiempo la licencia contemporánea, y el "pastiche", Camus se ha esforzado, en sus piezas, por dar a la tragedia moderna un lenguaje propio. En su aporte a la literatura dramática de nuestro tiempo no se puede, pues, separar el estudio del tema del problema de la expresión. 60

Si se excluye Rebelión en Asturias, un ensayo de creación colectiva, del número de las obras personales de Camus, Calíaula, un comienzo brillante entre todos, abre su obra dramática. Escrita en 1938, la pieza sucede a Bodas como la necesidad de imposible sucede a la saciedad, y anuncia El extranjero. Pero Caligula nos lleva hoy al Mito de Sísifo sobre todo, del cual es la ilustración negativa. Debido a que Drusilla, su hermana-amante, ha muerto, Caligula, joven príncipe hasta entonces casi razonable, descubre que el mundo tal como está hecho, no es satisfactorio. Pero se acepta la muerte y la infelicidad; nadie parece darse cuenta de esto. De aquí concluye que todo lo que lo rodea es mentira y decide que los hombres vivan en la verdad, es decir en la irrisión general. Al mismo tiempo, da su oportunidad a lo imposible rechazando todo límite a su poder. Lo que sigue ya se conoce : la organización de lo arbitrario, el terror, la rebelión de las víctimas, el complot y la muerte de Calígula. Precediendo en dos años a la aparición de Meursault, he aquí un hombre que, como él, se niega a mentir y como él, termina por morir asesinado por tal causa. Pero mientras Caligula acepta su destino porque se da cuenta de que se ha engañado, Meursault, en su última hora, puede no sentir pena por nada: sabe que tiene razón y que siempre la ha tenido. Eso es suficiente para distinguir sus verdades. ¿De dónde ha partido Caligula? Escipión nos lo expresa: "Me decía que la vida no era fácil, pero que existía la religión, el arte, el amor, que nos atrae. Repetía frecuentemente que hacer sufrir era la única manera de engañarse. Quería ser un hombre justo." Pero ante el cadáver de Drusilla, descubre el absurdo a través de la profunda vanidad del orden humano. Todo es igual ya que se es infeliz y se muere. Esta verdad primera —pero, como dice Clamence, son las que se descubren después de las otras— podía justificar cierto número de actitudes. Carlos V enterrándose en el Escorial ilustra una de ellas. Pero en Caligula la pasión de vivir, de dominar, de despreciar, su necesidad de ponerse por encima de los dioses imitando su indiferencia, en fin, efl lirismo demente que lo posee lo incitan a imponer por fuerza al mundo la certidumbre que habría podido hacerlo renunciar a él. Ya que nada tiene sentido, todo es permitido. Será la Plaga que destruye o perdona sin razón. Recusará la moral, Ja justicia, el honor. Traicionará el amor de Caesonia y la a mistad de Escipión, la lógica y la poesía, la necesidad de comprender y de ser feliz. Entonces cuando el mal se haya convertido en el bien, cuando su negativa haya nivelado todo 61

alrededor de él, obtendrá quizá la luna, la felicidad o la in, mortalidad, "algo que sea demente quizá, pero que no sea de este mundo". Helo aquí, pues, lanzado a la perversión sistemática de todos los valores humanos. Todo está por hacer, o mejor por deshacer. Pero a pesar de su amarga energía, Caligula ve que el orden que ataca se reforma obstinadamente con su locura. Siempre tendrá ante él una certidumbre para negar, un sentimiento para escarnecer, una rebelión para reprimir. Y aún su nihilismo triunfaría de lo humano, pero no tendría efecto sobre el orden del mundo. "Quiero mezclar el cielo y el mar, confundir fealdad y belleza, hacer brotar la risa del sufrimiento", exclama Caligula. Pero jamás tendrá la luna y el sol se levantará siempre por el Este. La naturaleza es un límite que el mismo emperador no puede franquear. Aquí se detiene su poder y comienza el juego. Como comediante, Caligula encuentra todo su poder. Ya que no tiene asidero sobre el orden natural, su poder —testimonio lúcido de sí mismo, no lo ignora— no es más que una parodia de poder. Por lo cual, en él, este amor a la "mise en scène", al disfraz, a la mímica —en una palabra, al teatro— que se burla de lo absoluto de un reino inaccesible al mismo tiempo que traiciona su nostalgia. Pero quedan los hombres para afirmar a sus expensas su libertad, y Cherea, que lo combate comprendiéndolo, sabe lo que ellos tienen que temer de él. "Perder la vida es poca cosa, y tendría valor para esto cuando fuera necesario. Pero ver disiparse el sentido de esta vida, desaparecer nuestra razón de existir, he aquí lo que resulta insoportable. No se puede vivir sin razón." Y llegado el momento, Cherea será de los primeros en herir al tirano. "Tragedia de la inteligencia", como Camus mismo lo ha dicho, Caligula nos expone el mecanismo de un delirio lógico, que tiene a su servicio un poder sin límite, al menos en el orden humano. Hombre absurdo, Caligula demuestra por el absurdo de la libertad absoluta, si se la puede justificar filosóficamente, conduce en efecto al nihilismo. "Todo está permitido no significa que nada esté prohibido. Lo absurdo da sólo su equivalencia, a las consecuencias de esos actos. No recomienda el crimen, sería puril, pero restituye al remordimiento su inutilidad." 1 Pero sin duda la pasión de lo imposible prevalece aquí sobre el vértigo del consentimiento total. Curar y consolar son pobres medios para combatir la muerte y la infelicidad. Pero sin embargo son los únicos que 1

El mito de Sitifo.

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el hombre posee. Por haberlo olvidado, Caligula se ha visto llevado a atacar la esperanza humana en su raíz, en la necesidad de vivir y el llamado a la felicidad. El poder absoluto encuentra aquí su límite. Si los hombres pueden resignarse a l silencio irónico de los dioses, no soportan por largo tiempo la risa humana que pretende imitarlos. "Soy yo quien reemplazo a la peste", grita Caligula. Pero cuando la peste está encarnada, el mal es vulnerable; no obstante, siempre será necesario vencerlo. Caligula moribundo exclama: "Aún estoy vivo", y más tarde, el doctor Rieux, en Oran, librado de la plaga nos recuerda que el bacilo de la peste no muere. Siempre hay que reiniciar la lucha. La grandeza de Caligula consiste en haber pretendido por un instante sobrepasarla por una pureza imposible, y su error, en haber renegado por esto la solidaridad de los hombres en el dolor y la esperanza. En el plano dramático, Caligula testimonia una exuberancia de inspiración que comunica a la obra un movimiento irresistible. En un lenguaje teatral de admirable seguridad, tan cómodo en el lirismo como en el humor, triunfa la dicha de escribir, y quizá sólo dentro la obra de Camus, el monólogo de Clamence se eleva a la altura de esta suntuosa ironía. Ultimo de los grandes héroes de la reivindicación maldita, Caligula vive bajo nuestros ojos como una llama inapresable que salta de la crueldad a la ternura, del sarcasmo a la emoción. La comedia y la sinceridad parecen poseerlo alternativamente, y sin apartarse un instante de su lógica, no cesa de encarnar hasta el fin el capricho, la sorpresa y la cruel equivalencia del azar. Instalando desde el comienzo a su héroe en el absurdo, Camus se vedaba la progresión dramática ordinaria. Pero las facetas del personaje dando vueltas sobre él mismo, y la inspiración escénica del autor preservan a la obra toda monotonía. Llevado por su risa loca, Caligula vive de un impulso el tiempo de su error, sin que hayamos dudado un instante de su realidad trágica. El tema de El malentendido, escrito durante el invierno 1942-1943, se anuncia en El extranjero bajo la forma de un hecho diverso leído por Meursault en su celda. Partido muy joven de su aldea, en Checoslovaquia, un hombre regresa a su casa veinte años más tarde, con fortuna hecha. Con el objeto de sorprender a su madre y a su hermana que tienen una posada en la aldea, alquila una habitación en ella sin darse a conocer. En la noche las dos mujeres lo asesinan para robarle. Al conocer al día siguiente la identidad de su víctima, ambas se matan. 63

De este "malentendido", ha surgido la obra quizá más desnuda y desesperada de Camus. Las circunstancias de su redacción, su decorado, su época, se encuentran en el ambiente mismo de la pieza... "ese lugar cerrado y espeso en que el cielo no tiene horizonte". Ese país sin orilla esa Bohemia de sombra y de lluvia "donde el otoño tiene rostro de primavera y la primavera olor de miseria", era el lugar soñado para el drama de la soledad del hombre y de la libertad engañosa. Dios es aquí más terrible en su silencio que en su furor, remedado por un tirano. Representando las tragedias celestes, Caligula sustituye al destino y asume la maldición humana. En El malentendido, el sufrimiento no tiene testigo. Es necesario optar entre la insensibilidad de la piedra y la muerte. No es la furia de los dioses lo que hay que temer, sino el orden mismo de la vida "en que nadie es reconocido jamás". No obstante desde el momento en que Jan, el hijo, entra en la posada, hasta que es asesinado, los personajes no cesan de estar al borde del reconocimiento. Bastaría que Martha echara una mirada al pasaporte de su hermano, y que éste dijera alguna palabra, o hiciera un gesto para que el crimen no se efectuara. Pero todo ocurre como si la desgracia fuera ineluctable. No hay que esperar de Dios el menor signo. Hagamos lo que hagamos, en el silencio o la palabra, estamos condenados. Y sin embargo el dolor, como dice Martha, "jamás se igualará a la injusticia que se hace al hombre", y éste, libre de no matar, no puede sentirse enteramente culpable matando. Si bien encuentra en sí mismo una respuesta, el mal permanece exterior a él. Está en el desierto del cielo, la soledad humana, la imposibilidad de librarse. "Basta encontrar las palabras... Terminaría por encontrar las palabras que arreglarán t o d o . . . Permitidme encontrar mis palabras", repite Jan. Pero las palabras tienen doble sentido, y en la falsa libertad, la noche de los corazones y la falta de simpatía, la desdicha adopta poco a poco su rostro más horrible. El personaje de Martha está en el centro de la pieza. Su obsesión del mar, del sol, de esos países "donde las cosas son lo que son", confiere a su paso una grandeza alucinada. Ella es, como Caligula, un viviente llamado a la felicidad, al desquite del hombre en exilio sobre una tierra sombría y fría. Quizá ninguno de los héroes de Camus pide justicia con esta altivez imperiosa... "odio este mundo donde estamos reducidos a Dios. Pero a mí, que padezco injusticia, no se me ha hecho justicia y no rae arrodillaré". Su poder de amor, lejos de marchitarse en el invierno de Europa, se ha convertido en rebeldía, odio y desprecio. Sabiendo que la 64

verdadera vida consiste en ser libre ante el mar y que está condenada a no conocerla, cede a la rabia glacial de la destrucción y del rechazo total: incluso el crimen no será su morada. Rechazada por su madre, comprenderá que también él es una soledad y que decididamente "ni en la vida, ni en la muerte hay patria ni paz". Alrededor de esta estrella negra, las figuras palidecen. La fatiga de la madre, su esperanza de sueño, su sentido de la aceptación, el puro amor de María por Jan y el gusto funesto de Jan por el juego, forman sin embargo un hermoso sistema de fuerzas dramáticas. ¿Pero no está demasiado calculado? Excepto Martha, los personajes de El malentendido parecen sufrir de un exceso de estilización. Lo que dicen se borra frecuentemente bajo lo que representan, y su significación prevalece, por este hecho, sobre su realidad. Quizá la intervención del artista, tanto en la pintura d« los personajes como en el equívoco sabio del diálogo, se impone con demasiada evidencia. De ahí, cierta esquematización que substituye el libre juego de las fuerzas por la voluntad precisa del autor. Pero sin duda esta premeditación era propia del tema. Al ser revelado, el mecanismo de la desdicha muestra todos sus resortes, y desde entonces se es más sensible a su disposición que al movimiento oscuro que los anima. La pieza no debe su clasicismo solamente a su respecto de las unidades ni a la austeridad de su arquitectura, ni tampoco al estilo, ceñido y vigilado, de un efecto brillante, sino sobre todo al contraste entre la ceguera de los personajes en sus relaciones recíprocas y la lucidez que demuestran hacia su propios sentimientos. Más aún que el suspenso del asesinato, es esta impotencia del espíritu y del corazón para presentir la catástrofe la que da a la situación su tono trágico. Una sola palabra y el crimen se frustra. Pero estamos aquí en su fatalidad. El malentendido es ineluctable. Caligula se gloriaba de encarnar la peste. La volvemos a encontrar en persona en El estado de sitio, representada en 1948. De todas las piezas de Camus, ésta fue la única que conoció el fracaso, al menos en Francia. Su forma, desde luego, asombró. El mismo autor la ha aproximado a nuestras "moralités" de la Edad Media y a los "autos sacramentales" españoles. Es decir que no se trata de una pieza de concepción clásica, "sino de un espectáculo cuya ambición confesada es mezclar todas las formas de expresión dramática desde el monólogo lírico hasta el teatro colectivo, pasando por la representación muda el simple diálogo, la farsa y el coro". ¿Es este carácter colectivo el que hace a esta pieza Particularmente cara a su autor? Lo cierto es que, según 65

su propia confesión, esta obra es la que, entre todas, se le asemeja más. A pesar de que la novela y la pieza tratan el mismo tema, la marcha de ambas obras es inversa. Cuando la novela alcanzaba la alegoría a través de la descripción realista de la plaga, la pieza, deliberadamente simbólica desde la aparición de la Peste, termina por encontrar, en la sucesión de las escenas, algunos de los aspectos precisos del terror contemporáneo. La acción está situada en Cádiz, en un tiempo indeterminado. Anunciada en el cielo por el paso de un cometa, aparece la Peste, con los rasgos de un corpulento dictador irónico, y su secretaria, la muerte. Al sustituir al gobernador — no sin haberlo forzado a precisar que su acuerdo se realiza libremente— la plaga impone su orden: reglamentaciones arbitrarias, ordenanzas conminatorias, prohibiciones de todo género. Pero la Peste no se contenta con instaurar el terror; exige la activa colaboración de sus víctimas. Las palabras, entonces, pierden su sentido. Dictada por Nada el nihilista, al servicio de la Peste, la nueva ley se hace para separar, dividir, oscurecer. "¡Vida nada! Nadie comprende ya: estamos en el instante perfecto." Pero Diego el estudiante encuentra en su rebelión contra el mal el valor para combatirlo. Y como ha superado su miedo, el mecanismo de la Peste se detiene, la resistencia se organiza y la esperanza renace entre los hombres. Por haberse negado a ponerse a salvo fuera de la ciudad, con su novia Victoria, Diego deberá pagar con su vida la victoria común. Y Cádiz respira de nuevo. Pero ya, anunciados por Nada, de pie sobre las fortificaciones, retornan los ancianos, "los pequeños sastres de la nada" que escriben la historia sobre la losa de los héroes muertos. Se sobreentiende que este breve resumen no es más que un punto de partida, ya que los temas tienen aquí menos importancia por sí mismos que por su encarnación escénica. De todas las piezas de Camus, El estado de sitio es, en efecto, la más visual, aquella cuya unidad de tono se impone menos fácilmente en la lectura. En Caligula, la ironía, la ternura y el lirismo, fundidos en el fuego de una individualidad fascinante, proceden de una misma fuente. ¿Pero podemos creer en la Peste cuando se presenta en persona? De esto resulta que en El estado de sitio, la ironía, la ternura, el lirismo, para limitarnos a ellos a falta de un corazón humano en que reinen alternativamente, han emigrado a los elementos del espectáculo: monólogos, coro, escenas colectivas . . . La obra nos ofrece pues en estado puro y en su paroxismo las diferentes corrientes que, de ordinario, se mezclan en la inspiración de Camus. Como si, por compensa66

ción, la irrealidad de la Peste lo hubiera incitado a cargar las tintas en la descripción de sus efectos. Encontramos así en ese texto, en razón misma de su falta de unidad, una libertad de movimiento, una vehemencia de estilo, una violencia de colores excepcionales en toda la obra de Camus. Además, por primera vez en su teatro, aparecen aquí el tema de la rebelión colectiva y el de la solidaridad. Caligula y Martha sólo aspiran en su muerte rebelde a la soledad eterna. Pero Diego se niega a elegir su felicidad contra la libertad de su ciudad. Como el Rambert de La peste, está y quedará entre los hombres. "Y si no soy fiel a la pobre verdad que comparto con ellos, ¿cómo lo seré con lo más grande y solitario que hay en mí?" En su muerte sin desprecio, en su sacrificio reflexivo, en su generosidad, ya se adelanta Kaliayev. El clasicismo riguroso de Los justos forma un contraste sorprendente con la arquitectura barroca de El estado de sitio. Aquí una acción que pone en escena a todo un pueblo y recurre a todos los modos de expresión dramáticos, y allí algunas personas, en una pieza de muros desnudos, acechando la explosión de una bomba. El símbolo ha cedido a la historia, la poesía a la psicología y el barro negro, el cielo bajo y el frío han sustituido al viento marino, a la luz cruda y al sonoro calor de la ciudad española. Henos aquí de nuevo, como en el tiempo de El malentendido, "en el corazón del continente", en esa llanura sin orillas que parece ser para Camus el lugar mismo de la desesperación. Pero a pesar de la oposición de sus climas y de sus estéticas, ambas obras •— representadas a un año de distancia — pertenecen al mismo ciclo y surgen de una preocupación idéntica. Una frase pronunciada por el coro en el momento de la muerte de Diego puede servir de transición. "No, no hay límites aquí, pero hay límites. Y los que pretenden no reglamentar nada, como los otros que pretenden dar regla a todo, sobrepasan igualmente los límites." Esta preocupación de los límites en la acción revolucionaria se la encuentra en el centro de la tragedia de Los justos. El terrorista tiene el derecho moral de matar, y si lo tiene, ¿qué justificación puede dar al crimen? Tal es la doble cuestión a la que deben responder los protagonistas de la pieza en su corazón y su vida. 1905. La organización de combate del Partido Social Revolucionario está encargada de matar al gran duque Sergio arrojando una bomba sobre su calesa. Pero cuando ve en el coche a los sobrinos del gran duque — dos niños —, Kaliayev interrumpe su gesto, pues "matar a dos niños es contrario al honor". Más tarde lanzará la bomba y el gran duque 67

morirá. Al ser detenido, acepta sin debilidad una muerte que le devuelve la inocencia. Entre todos los héroes de Camus, Kaliayev parece haber merecido el afecto de su autor. Las páginas de El hombre rebelde que le están consagradas son un homenaje sin reservas. Pero basta leer la pieza para sentir que Camus, sin causar por ello desequilibrio en el conflicto, está vinculado entrañablemente con su personaje. Kaliayev ama la vida, la belleza, la felicidad. A pesar de su acción no se ha olvidado de sonreír. "¡La revolución, sí! Pero la revolución para la vida, para dar una oportunidad a la vida." Sabe que la muerte del gran duque aproximará la hora de la justicia para el pueblo ruso, y no falta a su deber revolucionario. Pero pagar esa muerte con su vida no le parece menos ineluctable. "Un pensamiento me atormenta: ellos nos han convertido en asesinos. Pero pienso al mismo tiempo que voy a morir y mi corazón se apacigua." En este desgarramiento y en este sacrificio la revolución se retiempla en su fuente, que es el honor. Aceptando la identificación del crimen con su propio suicidio, el terrorista protesta así contra la muerte que, sin embargo, debe infligir. Si estima a veces que el crimen es necesario, no lo legitima. Pero si el asesinato de un hombre puede tener su razón, ¿cómo justificar el crimen de un niño? Sus camaradas han aprobado que Kaliayev no haya querido matar a los sobrinos del gran duque. Sólo Stepan le reprocha su vacilación. En el plano dramático la pieza se concentra en el diálogo Kaliayev-Stepan. "He entrado en la revolución porque amo la vida", dice Kaliayev. Y Stepan: "No amo la vida sino la justicia que está por encima de la vida." Tres años pasados en presidio y la humillación del látigo, han hecho de él un criminal lúcido, dispuesto a todo para imponer la revolución en el mundo. Todo lo que puede servir a la causa es permitido. La libertad del terrorismo no admite límite. La conciencia abstracta de Stepan se opone al amor doloroso de Kaliayev como el nihilismo de Estado a la pura rebelión, y en efecto se esboza en el diálogo de los dos hombres, en el segundo acto, el deslizamiento de una revolución que por enraizarse en el honor rechaza el "todo es permitido", hacia un terror metódico —el de nuestro tiempo— cuyo ciego rigor concluye por legalizar el crimen universal. El hecho de que Stepan haya triunfado provisionalmente y que la protesta de Kaliayev haya marcado, en 1905, como escribe Camus, "la más alta cumbre del impulso revolucionario", confiere a su enfrentamiento una dimensión trágica suple68

mentaría. Estos justos, ya lo sabemos, serán vencidos. No habrán tenido en su favor otra cosa, al apelar a su muerte después del crimen, que el haberse mantenido hasta el fin a la altura de su idea. El personaje de Dora Doulebov — e n el cual puede reconocerse a Dora Brilliant— parece creado para confirmar cuánto endurecimiento es necesario para lograr tal fidelidad. En ella el terror cobra su rostro más puro y patético. Al darse, ha renunciado al amor, a la felicidad, a la belleza. No le queda más que la fraternidad en el crimen y la esperanza de una ejecución que la unirá a los suyos. Aun cuando ama a Kaliayev, no esbozará hacia él más que algunos pobres gestos incompletos. "Hay demasiada sangre, demasiada dura violencia. Los que aman verdaderamente la justicia no tienen derecho al amor. Son como yo, la cabeza levantada, los ojos fijos. ¿Qué tendría que hacer el amor en esos fieros corazones? El amor curva dulcemente las cabezas, Yanek. Nosotros, en cambio, tenemos la nuca tiesa." Este podría ser el lenguaje de Martha, pero de una Martha generosa que no mata sino por la felicidad de los hombres futuros. Ha encontrado el infierno en el terror. La fatiga, el frío, el temor la han apartado de una existencia que ella estaba hecha para a m a r . . . "es el eterno invierno. No somos de este mundo, somos justos. Hay un calor que no es para nosotros. ¡Ah, piedad para los justos!" Como Kaliayev, cree que la acción revolucionaria no autoriza a todo. Pero contrariamente a él, y por ser mujer, no puede encontrar una distracción momentánea en un disfraz, un paseo, un poema. "Ah, Yaneck, si se pudiera olvidar, aunque sea por una hora, la atroz miseria de este mundo y dejarse ir al fin. Sólo una pequeña hora de egoísmo, ¿puedes tú pensar en eso?" Sin duda, en la obra teatral de Camus, el amor jamás había adquirido un rostro más conmovedor que en Los jtistos. Entre Kaliayev y Dora existe la desdicha de un pueblo, y su esfuerzo por unirse a través de él y la imposibilidad que experimentan de abandonarse a su ternura dan al mismo tiempo la medida de su grandeza y su soledad. "Ño hay felicidad en el odio", comprueba Kaliayev. Y la misma Dora debe confesarse que la fraternidad tiene a veces un gusto terrible. A pesar del sacrificio de su vida, estos justos no están seguros de su justicia, y precisamente en esa duda podemos amarlos mejor. Luego de Los justos, Camus no ha dado a la escena más que adaptaciones, y en nuestra imposibilidad de precisar la parte exacta que le corresponde en esas obras, nos abstendremos de hablar de ellas. Permítasenos solamente comprobar 69

en la más célebre de todas —Requiem para una monja, según la novela de Faulkner— la persistencia de un tema. Como Dora, Nancy Mannigoe identifica un crimen redentor con su propio suicidio. Mata al niño de Temple para que el mal no triunfe completamente. Pero acepta al mismo tiempo la condena que le devolverá su inocencia. También aquí la salvación está en el sufrimiento, libremente aceptado, y el supremo sacrificio. Teatro de la muerte violenta, pero donde aparece el valor que no cede a la muerte.

5 Los ensayos En sus narraciones y en sus piezas de teatro, los temas de Camus han encontrado su soporte carnal. Pero el personaje hace resonar su grito en un mundo que no es el nuestro. Y como el creador es también un moralista, y en Camus la necesidad de mimar no ha silenciado jamás el deseo de persuadir, el ensayo alterna en su- obra con la ficción novelesca y el diálogo dramático. Pero si el modo de expresión varía, la misma pasión se encuentra por doquier. Los principales personajes de Camus tienen en común con él su radical ineptitud para la mentira. Quizá nos aproximamos a ese fuego que da a la obra su calor y su resplandor. Caligula, Meursault, Martha, Rieux, Tarrou, Diego, Kaliayev son seres de la verdad. Cada uno a su manera, dispone su vida según lo que ha aprendido, y todos, incluso Clamence, van hasta el final de su descubrimiento. En el plano intelectual, esta exigencia se traduce en la fidelidad de Camus a una luz y a una privación — el dominio de su juventud — en que, como dice Martha, "las cosas son lo que son". "Educado en el espectáculo de la belleza, mi sola riqueza, había comenzado por la plenitud... " 1 Bodas es testimonio de esa plenitud. Pero si Ja pasión de vivir habla allí el idioma menos romántico, no cesa por esto de estar atenta a sí misma. 1

El verano.

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Aún adolescente, Camus no ignora que el cuerpo se desgasta, que nada dura, y su gusto por la vida se siente más estimulado por ello. Su aplicación a la alegría, su vigilancia en el placer nos revelan una conciencia singularmente despierta. "La edad de la inocencia" es una expresión que se repite frecuentemente en Camus. Pero cuando comienza a escribir esa edad concluye. "En un sentido es mi vida la que juego a q u í . . . " 1 , exclama a los veinte años. Esta lucidez en el juego, al mismo tiempo que le da valor, nos revela su precio : la alegría siempre debe surgir en la desesperación; habrá que conquistarla siempre de las manos de ésta. "La juventud debe ser esto: ese duro enfrentamiento con la muerte, ese miedo físico del animal que ama al sol." 2 Así la meditación de Djemila aclara la angustia que anidaba en la embriaguez de Tipasa. Entre su pasión de vivir y su certidumbre de una muerte sin esperanza, Camus en Bodas se encamina ya a una sabiduría que es consentimiento a la tierra. ¿Pero qué es lo que la tierra —la tierra sola— puede acordar al hombre? Sísifo en El mito nos da su respuesta. Por que desprecia a los dioses y ama la vida, debe transportar sin término su roca. Tal esfuerzo carecería de sentido si el héroe fuera inconsciente. Pero su lucidez constituye su grandeza. Es el mismo caso del hombre que está persuadido de la falta de sentido de la vida y acepta sin embargo vivir en un mundo "privado de repente de ilusiones y luces". De esta confrontación entre un mundo del que nada tenemos que aprender y de nuestra conciencia que no puede dejar de interrogar, nace el sentimiento del absurdo. A partir del momento en que se impone a nosotros, su revelación nos ata. ¿Pero el hombre puede vivir de esta revelación? Para Sísifo la respuesta es sí. Olvidado de la esperanza, el hombre encuentra su reino. La falta de sentido de la vida se convierte en la condición misma de una vida superior. Mantenerla por un esfuerzo de conciencia siempre renovado será el destino del hombre absurdo. Se rehusará pues a adherirse a las religiones, las filosofías y las doctrinas que al proponerle una explicación general del universo aligerarían del peso de su roca. La muerte será el supremo escándalo, y en la rebelión que suscita en él encontrará finalmente ese poder de desafío en que va a retemplarse su libertad. Pues hasta allí el hombre podía creerse libre: en efecto, ordenaba su vida según las reglas ordinarias. Pero el absurdo 1

Bodas. * ídem.

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le descubre su irresponsabilidad metafísica. En el campo limitado de su existencia sin apelación vuelve a ser dueño de sí mismo. Todo se le permite al condenado a muerte, y el espacio de su celda, el tiempo de su prórroga, lo liberan infinitamente. Aquí la noción de calidad cede a la de cantidad. Por lo tanto el número de experiencias vividas lúcidamente importará más que el valor que se les concede, puesto que nada ya, ninguna trascendencia garantiza ese valor. El amante, el comediante, el conquistador —y más aún el creador (lo hemos visto) — son ejemplos excelentes de esos destinos que viven solamente de lo que saben y se agotan en ello sin esperanza, pero con alegría. El gusto de lo difícil y la pasión de lo imposible que arden sordamente en Camus —y esta pasión confiere todo su precio a su conquista de la mesura— han encontrado en El mito su expresión fascinante. Una exigencia sin matiz se impone en la ceremonia del discurso, el inexorable encadenamiento de las proposiciones. Triunfa aquí el todo o el nada. Somos inocentes, pero condenados a muerte. El mundo no es razonable, y nosotros no podemos privarnos de la razón. Aun cuando evidente, el absurdo debe ser mantenido sin demora por un esfuerzo cotidiano e incansable. La vida deberá renacer de este trágico enfrentamiento con lo que nos mata. Y será mejor vivida en cuanto recordemos que carece de sentido. Pero para hacer brotar el día de la noche, la alegría de la desesperación, la libertad de los hierros, El mito no solicita sólo la razón del absurdo. La ética de la intensidad, a la cual conduce, tiene su fuente en la rebelión, inseparable del honor. Honor de vivir sin apelación, orgullo de mantenerse en esta tierra, fidelidad a la sensación, a la inteligencia, al valor: ésa es la lección de Sísifo. Pero su altanera verdad encierra al hombre en un orden donde sólo a sí mismo tiene que rendir cuentas. El mito descripción de esa sensibilidad absurda que Camus dice haber encontrado "en las calles de su tiempo", está presente, dentro de su obra, en dos piezas de teatro y una narración, que traducen en actos la dialéctica del tratado. Con el pensamiento del Mito se relaciona por ejemplo ese rayo del absurdo que ilumina a Caligula ante el cadáver de su hermana-amante. "Ocurre que los decorados se desploman . . . " dice El mito, y porque ha comprendido que "ninguna moral... es justificable a priori ante las sangrientas matemáticas que ordenan nuestra condición" el emperador se lanza a la irrisión total. Hasta el rigor del movimiento deductivo del tratado se emparenta con la terrible lógica del personaje. La experiencia del Extranjero es la de la indiferencia. 73

Acaba por el despertar ante la muerte, como Caligula. Pero mientras tanto, entre Meursault y la sociedad de los hombres reinan el divorcio y el desconocimiento que nos describe El mito. Lo que en Meursault se traduce finalmente en ese movimiento de rebeldía que lo lleva a arrojarse por un instante sobre el limosnero, alimenta, por el contrario, a Martha y le da su grandeza. El mito tiene su punto de partida en la inocencia humana y Martha tiene una conciencia aguda de la injusticia que se le hace. Pero Sísifo encontraba en la falta de sentido el valor para aceptar, mientras que Martha se suicida como protesta contra ella. No es posible consentir en todo: el absurdo es algunas veces el más fuerte, y Sísifo no es siempre forzosamente feliz. " . . . En un mundo donde todo puede ser negado, hay fuerzas innegables y en esta tierra donde nada es seguro, tenemos nuestras certidumbres", reconocía ya la madre de Martha. Este lenguaje —el lenguaje de Cherea— vamos a oírlo ahora, pero esta vez en el plano de la historia, desde las Cartas a un amigo alemán hasta El hombre rebelde. Escritas durante la lucha clandestina, estas cartas son el testimonio de un hombre que rechaza la desesperación en nombre de lo que conserva un sentido en la misma falta de sentido. Partiendo originariamente de un mismo sentimiento —la ausencia de razón superior— Camus y su viejo amigo han llegado a conclusiones opuestas. Para el alemán la inexistencia de Dios da fundamento a la equivalencia del bien y el mal y justifica la voluntad de poder. La malicia, la violencia y la destrucción se convierten en los medios ordinarios del espíritu de conquista. Para Camus, al contrario, el que todo esté permitido no quiere decir que nada se prohiba. "He elegido la justicia... para permanecer fiel a la tierra. Sigo creyendo que este mundo carece de sentido superior. Pero sé que algo en él tiene sentido, y es el hombre, porque es el único ser capaz de exigir que tenga uno". Esta exigencia de justicia, esa necesidad de razón es lo que impide al hombre que se identifique, bajo la máscara del tirano, con los dioses ciegos. "Los hombres mueren y no son felices", comprobaba Caligula. Pero matarlos o contribuir a su desdicha es la solución de la desesperación, y Camus la rechaza porque está de parte de la vida y de la dicha. Esta fidelidad a las certidumbres instintivas es la que finalmente va a mantenerlo de pie en el curso furioso de la historia. Contra la política de la realidad que es, al fin y al cabo, la del abandono, aparece la política del honor. Las crónicas de Actuelles son su comentario, "mientras un solo espíritu acepte 74

j a verdad por lo que es y tal como es, habrá lugar para la esperanza" 1 . Esperanza... La palabra anuncia una moral positiva. El hecho que proceda de un pensamiento pesimista no ha dejado de causar asombro. La empresa de nuestro tiempo está ligada, sin embargo, a esta contradicción. "Se trata de que sepamos, escribe Camus, si el hombre, sin el socorro del Eterno o del pensamiento racionalista, puede crear por sí solo sus propios valores." Así como el movimiento se prueba marchando, sólo cierta acción parece tener que suscitar esos valores. ¿Cuál es la que nos propone aquí Camus? Advirtamos desde luego la modestia de su ambición. El pensamiento político de Camus está excento, en efecto, de toda ilusión así como de todo orgullo. Si el problema del mal es insoluble —y ya se sabe que Camus rechaza tanto las soluciones cristianas como las marxistas— al menos puede evitarse contribuir al mal. "No podemos impedir quizá que en esta creación los niños sean torturados. Pero podemos disminuir su número." La posición de Camus se inserta pues en la intersección de dos órdenes — o más bien de dos arbitrariedades — el divino y el humano. Si acepta el primero por lo que es, no renuncia a luchar en el segundo. Nuestra muerte es ineluctable, pero no lo es nuestra miseria histórica. En todo caso, debemos negarle nuestro consentimiento y resistir a la tentación de hacerla completa. "No diría, pues, que hay que suprimir toda violencia, lo cual sería deseable pero utóüico... Digo solamente que hay que rechazar toda legitimación de la violencia." Esta legitimación tiene un nombre: el terror, y contra éste, que consagra al hombre a la soledad del miedo, del odio y de la desesperación, debemos concordar la simpatía, el diálogo y el gusto de la felicidad. Camus —lo ha probado suficientemente en sus actos — no se sustrae a la historia. Cree sólo preservar de ella lo que, en el hombre, no le pertenece. "Se intenta hacernos creer que el mundo de hoy tiene necesidad de hombres identificados totalmente con su doctrina y que persigan fines definitivos por la sumisión total a sus convicciones. Creo que ese género de hombres, en el estado alcanzado por el mundo, hará más mal que bien. Pero, admitiendo, lo que no creo, que terminen por hacer triunfar el bien al fin de los tiempos, pienso que es preciso que otro género de hombres exista, atentos a preservar al matiz ligero, el estilo de vida, la probabilidad de felicidad, el amor, el equilibrio difícil, en fin, del cual tendrán necesidad finalmente los hijos de esos mismos 1

Actuelles.

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hombres, aun cuando la sociedad perfecta fuera entonces una realidad." 1 Pero el hombre que declara que no tiene bastantes virtudes ni luces para transformar el mundo y que su papel consiste sólo en servir en su lugar "los pocos valores sin los cuales un mundo aún transformado no valdrá la pena de ser respetado", se consagra al mismo tiempo a la reflexión solitaria. El sentimiento de no estar en posesión de ninguna verdad absoluta, una auténtica libertad de conciencia y el gusto instintivo por el placer, la belleza, la ironía, son otras tantas provocaciones al espíritu religioso de nuestro tiempo. Pero para los hombres de poca fe que no establecen una relación necesaria entre el sufrimiento presente de la humanidad y su felicidad futura, Camus habla el único lenguaje que les gusta oír. "Sabemos... que la salvación de los hombres es quizá imposible, pero decimos que ello no es una razón para dejar de intentarla y decimos sobre todo que no es permitido considerarla imposible antes de haber hecho de una buena vez lo necesario para demostrar que no lo era." Así, la poca confianza que Camus tiene en el movimiento de la historia no oscurece la razón de su lucha, y si en el interior mismo de esta lucha no siempre está seguro de tener razón, al menos se propone no callar jamás la verdad cuando le parece evidente, aunque para esto deba consignar su error. Nos parece que en esta exigencia para consigo mismo, exigencia que pasa por la duda y la fidelidad a algunas altas normas, consiste la grandeza de Camus. ¿Pero cómo no ver también en esas crónicas un drama personal, el del escritor a quien su obra no puede absorber? Si Camus ha escrito esas crónicas, no es por el simple placer de tomar parte en los problemas de su tiempo, sino porque en él, el artista jamás se ha sentido con el derecho de sofocar al testigo. La sensibilidad por el dolor humano y la rebelión ante la violencia, la mentira y el miedo, por momentos imponen silencio a la creación. Pero bajo la lasitud de esta voz no deja de percibirse un sordo estremecimiento lírico: en el testigo vela el artista. Su diálogo va a encontrar su medida y equilibrio en la reflexión de El hombre rebelde. En su preocupación de mantener la confrontación entre su necesidad de comprender y un mundo privado de razón, el hombre absurdo rechazaba el suicidio. Pero si rechaza la muerte para él, ¿cómo habría de quererla, lógicamente, para los demás? Aquí Camus retorna su meditación en el punto 1

Actuelles.

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en que Ia había dejado en El mito, y el problema del suicidio, resuelto en el sentimiento que conocemos, no es más que un punto de partida para el examen del crimen. Pero si las últimas líneas del Mito nos exhortaban a suponer feliz a Sísifo, las primeras de El hombre rebelde ponen en evidencia la contradicción del absurdo, cuando se lo quiere considerar como norma de vida. ¿Qué queda finalmente de la experiencia absurda si no es la rebelión? Su grito, al menos, es evidente, pero la rebelión engendra una acción transformadora y la acción, el crimen. Entre la rebelión y el crimen ¿cuáles pueden ser nuestra conducta y nuestras justificaciones? A estas cuestiones — y a la necesidad que ha tenido el autor de ponerse a sí mismo en regla con la "realidad del momento"— se esfuerza por responder El hombre rebelde. Un hombre rebelde, escribe Camus, es un hombre que dice no. Pero no se trata de un simple rechazo, hay un contenido positivo, implica la confusa afirmación de un valor. A partir del momento en que el esclavo, pasando de la aceptación a la rebelión, decide no someterse más, reconoce tácitamente la existencia de un derecho. Aceptando morir si es necesario para afirmarlo, prefiere ese derecho a sí mismo, y admite que le es particular. El movimiento de rebelión que parece a primera vista una reacción puramente personal desborda al individuo. ¿Cómo desde entonces no llegar a la sospecha de una naturaleza humana? En efecto, "¿por qué rebelarse si no hay en sí nada de permanente para preservar?" El hombre que dice no, al mismo tiempo que asigna un límite al poder que lo oprime, habla de cierta manera en nombre de todos. Si la rebelión no define al hombre, lo saca al menos de su soledad fundando la solidaridad de las víctimas. "Me rebelo, luego existimos." Estudiando la rebelión metafísica —"reivindicación motivada de una unidad feliz, contra el sufrimiento de vivir y de morir"— Camus descubre en su origen la necesidad de blasfemia que basta para distinguirla del ateísmo. Sade, el cura Meslier, Voltaire, más que negar a Dios lo insultan, denunciándolo como "el padre de la muerte y el supremo escándalo". En Dostoievsky la rebelión ha evolucionado: substituyendo la gracia por la justicia, Iván Karamazov rechaza la salvación si debe ser pagada con la muerte de los niños inocentes. Incluso si Dios existe. Iván no quiere ser elegido porque algunos, que s on sus hermanos, no lo son. Pero la idea de justicia ¿no evoca la idea de Dios? A esta cuestión van a responder Stirner en su apología del Único y sobre todo Nietzsche. Para este último, ya que la muerte de Dios es un hecho aceptado, sólo tiene sentido una rebelión 77

contra las miras que engendra su existencia ilusoria. Desd6 entonces el hombre está solo con su libertad difícil y sin objeto. Indudablemente nada es prohibido, pero al mismo tiempo nada es permitido porque ya no hay valor que autorice y oriente la acción. La grandeza del hombre consistirá en crear por sí mismo este valor. Ya se sabe cómo la revolución del siglo XX ha dis, frazado su orgullosa aceptación de lo que es, transformando la voluntad de poder individual y aristocrático en una voluntad de poder total. Pero, lo subraya Camus, este poder, esta mayor libertad conducen al hombre —"del castillo trágico de Sade al campo de concentración" — a recluirse en un lugar cerrado. "Matar a Dios y construir una iglesia es el movimiento constante y contradictorio de la rebelión. La libertad absoluta se convierte al fin en una prisión de deber absoluto, en una alta aspiración colectiva, una historia que hay que terminar." Como todos los medios para construirla están justificados de antemano, la lógica del crimen aparece entonces. Así como la nostalgia de la unidad orientaba la rebelión metafísica, la conquista de la totalidad definió la empresa de la rebelión histórica. Espartaco fue el primero en levantar su estandarte, pero retrocedió sin embargo ante los dioses, esos dioses que los revolucionarios en 1793 identificaron con la persona sagrada del rey. Para Saint-Just, por ejemplo, matar al rey en nombre de la virtud es el mejor medio de matar a Dios en el hombre. Luis XVI morirá, pues, para vivir con verdadera vida, nacida en la sangre, esa virtud terrible que golpea en el corazón de la justicia. Pero obligar al pueblo al absoluto de la virtud, es aceptar aterrorizarlo. Saint-Just se resolvió a ello, pero no sin haber pagado por ese derecho —y en eso consiste su grandeza — su precio más alto. Los regicidas querían matar a Dios en el hombre. Los deicidas del siglo xix, continuando su obra, quieren convertir al hombre en Dios. Esa religión sin trascendencia encuentra su perfección en el pensamiento de Hegel que, identificando lo real con lo racional, justifica el triunfo de la fuerza y del hecho consumado. El establecimiento del Estado se convierte en el destino del individuo, y el valor es remitido al fin de la historia. La moral no tiene más que un carácter provisional Todo es sacrificado al culto cínico del éxito. La verdad será en adelante el producto de la historia. Bajo un cielo vacío, van a reinar los tiranos sin principios. Lo esencial es ser solamente el más fuerte. A pesar de "los criminales delicados", Kaliayev y sus amigos, los últimos hombres de honor de la rebelión, los dictadores se darán cita en el Terror con sus policías, sus jueces y sus verdugos. Reinando sobre esclavos en nombre de un por78

v e n ir

de libertad que se aleja sin cesar, reclamando justicia cuando su acción no es más que arbitrariedad y violencia, vuelven a introducir en un mundo privado de Dios, la noción religiosa del castigo que la rebelión censuraba en su primer movimiento. Pero ahora es la historia la que castiga la debilidad humana, y he aquí el universo del proceso "donde el ¡ogro y la inocencia se hacen auténticos uno al otro, donde todos los espejos reflejan la misma mistificación". Si la historia es uno de los límites del hombre, "el hombre en su rebelión pone a su vez un límite a la historia", u n límite más allá del cual comienzan el terror, la desesperación, la mentira. Para ser creadora, la revolución debe aceptar que el no de la rebelión se apoye en un sí, el sí a la naturaleza, a la belleza, a una dignidad común a todos. Hay que buscar una norma que no sea formal, como la de la moral burguesa, ni sumisa al hecho consumado 1. La prueba de que existe y que coincide con la de la rebelión la reclamaremos a la creación artística. También allí, en la tensión más dura, el sí se equilibra con el no, y la aceptación de cierta realidad con el rechazo de lo real. Si la historia resumiera al hombre, no tendría la nostalgia de todo lo que no es el acontecimiento; se contentaría con producir sin experimentar jamás la necesidad de crear. Mantener la belleza, significa para la rebelión ser fiel a sí misma y preparar el renacimiento. ¿De qué fuente procederá este renacimiento? Los reinos de la gracia y de la justicia se han hundido alternativamente. Enfrentada con la imagen de lo que se ha hecho de ella, la rebelión duda de su derecho. ¿Deberá, so pena de renunciar a toda acción en el siglo, legitimar el crimen que consagra sin embargo su fracaso? Al pretender que el crimen no sea más que una "excepción desesperada", Camus indica claramente su límite. "El rebelde no tiene más que una manera de reconciliarse con su acto criminal si se ha dejado llevar a él: aceptar su propia muerte y el sacrificio. Mata y muere para que quede claro que el crimen es imposible. Muestra entonces que prefiere en realidad el existimos al existiremos." La rebelión no es, pues, una reivindicación de libertad total. Por ser originariamente fuerza de vida, no puede ser al mismo tiempo, derecho a la muerte; y por su exigencia de Justicia, no puede autorizar la injusticia. Replicar que eli1 "La m e s u r a . . . nos enseña que es necesaria una parte de realismo * estoda moral: la virtud completamente pura es mortífera; y que es "?? aria una parte de moral en todo realismo: el cinismo es mortífero" (al hombre rebelde.)

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minando su violencia la rebelión queda sin efecto, equivale a desconocer justamente su papel mediador entre la justicia absoluta y la libertad total, la no violencia obstinada y la violencia sistemática. Y de tal modo llega Camus a ese "penSarniento de los límites" que, exhortando al hombre a mayor modestia, enseñándole a no separar nociones antinómicas que descubren una en la otra su mesura, lo colocan en la vía de una "culpabilidad calculada". "El hombre no es enteramente culpable, pues no ha dado comienzo a la historia; ni es enteramente inocente, ya que la continúa." En la noche en que la ideología alemana ha terminado por arrojar a Europa, ¿llegará la salvación de esa civilización mediterránea, civilización de doble rostro que ha nutrido a los más sabios de los hombres? Los más sabios, pero no los menos apasionados, pues la mesura, en el sentido en que Camus la entiende, es el fruto de una tensión patética. Surgida de la rebelión, no puede ser mantenida más que por ella en un constante esfuerzo del espíritu. Su exigencia enseña a los hombres a apoyarse, para encaminarse a la verdad, en lo que hay de menos quimérico en la historia — l a ciudad la profesión, la lucha sindical—, y enseña a renunciar a una pureza peligrosa y a un orgullo delirante. Sin creer en la recompensa divina, ni en la felicidad que los marxistas nos prometen para el fin de la historia, el rebelde se consagra por entero al presente. Su generosidad está en ese don que no reserva nada. " . . . Aprender a vivir y a morir, y, para ser hombre, rehusarse a ser dios": a esta sabiduría nos convida, finalmente, la rebelión. Lejos de replegar al hombre en una preocupación de perfección personal, lo hace solidario con todos, y sobre todo con los más humildes. El amor de esta tierra no se distingue de la lucha por los humillados y la rebelión de su esperanza. Breviario del honor para el uso del hombre de hoy, "sujeto entre Faraones crueles y el Cielo implacable", El hombre rebelde se suma finalmente a la tradición de nuestra gran literatura heroica. Y la preconización de una moral aristocrática para ponerla al servicio de una acción y de un pensamiento situados en el "nivel medio" del hombre, no es el rasgo menos original de este ensayo. Puesto que los límites de la esperanza del hombre coinciden con los de ese campo de lo posible que Sísifo soñaba con descifrar, henos aquí vueltos al "breve amor de esta tierra", y en este sentido El hombre rebelde es un libro de fidelidad. Esforzándose por hacer menos sagrada a la historia, oponiendo el trabajo creador a la producción maquinal, protestando contra las exigencias san80

grientas del espíritu de totalidad, Camus no hace otra cosa que mantener algunas de las certidumbres que, desde El revés y el derecho, están en el fondo de su obra. El hombre, la nobleza de su rechazo y la grandeza de su consentimiento» su necesidad de belleza y su preocupación por la dignidad, £u dolor y su alegría, la solidaridad de las víctimas, la tierra inagotable... todo lo que Camus ha escrito antes de El holftbre rebelde se aclara en él y lo prepara. Si El hombre rebelde retomaba la reflexión comenzada en En mito de Sísifo, El verano puede considerarse la continuación de Bodas. El mismo himno al sol, el mismo can* 0 de amor terrestre surgen de esos ensayos. Pero, en Tipas¡a, las ruinas están ahora rodeadas de barbacanas. Estamos £ n 1952. El tiempo de los recuerdos ha llegado. El ensayo que abre el volumen, "El minotauro o el apeadero de Oran" que más tarde completará la "Pequeña guía de l # s ciudades sin pasado", no ha sido escrito sin embargo más qtie dos años después de la publicación de Bodas. Obra irónica, "El minotauro" concuerda con esa sonrisa de simpatía burlona que, en Camus, es el signo de la ternura. Retomad 0 » desarrollado más tarde en La peste, el retrato que da aquí »de Oran no es un mero esbozo. Lugar "sin recursos", magníficamente privado de alma, nada distrae allí de la belleza ¿el cuerpo humano, esa "amarga patria". Pero la piedra, cuand 0 se sabe aceptarla, puede también dispensar "ese secreto y ese transporte que demandamos a los rostros" . . . Esta t e n tación de la nada que se entrevé de tiempo en tiempo en laobra de Camus aflora netamente aquí. " . . . Puesto que recibimos, como otras tantas gracias, los signos eternos que n»*33 traen las rosas o el sufrimiento humano, no rechacemos tan*1poco las raras invitaciones al sueño que nos dispensa la tierra-" Decir sí al Minotauro, es aceptar el tedio de Oran, su desierto. Algo fuerte puede nacer de allí — u n a obra, una acción--— en alas de la más grande libertad. Ya que la historia encuentra su límite en la naturaleza, j ^ a que la contemplación inspira el valor y la justicia concebida p£>r el espíritu se opone al decreto ciego de los hechos... se ve qtfié fidelidad nutre a "Los almendros", "Prometeo en los infiernos*"» "El exilio de Helena". La fecha del primero de estos ensayas —1940 — es importante. Bastaría para probar — si fuera necesario — que en la época del Mito, Camus era ya el hombre