C. S. Lewis - El Problema Del Dolor Humano

C. S. Lewis El problema del dolor Un análisis compasivo y realista del problema intelectual que suscita el sufrimiento

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C. S. Lewis

El problema del dolor Un análisis compasivo y realista del problema intelectual que suscita el sufrimiento humano.

editorial caribe, 1977

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El Hijo de Dios sufrió hasta la muerte no para que los hombres no pudiesen sufrir sino para que los sufrimientos de ellos fuesen como los de El. George Macdonald Unspoken Sermons First Series

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Prefacio CUANDO MR. ASHLEY SAMPSON me sugirió que escribiera este libro le rogué que me permitiera hacerlo en forma anónima. La razón para esta actitud mía era que, en caso de tener que decir lo que realmente pensaba del dolor, me vería obligado a hacer afirmaciones aparentemente tan fuertes que resultarían ridículas en caso de saberse quién las había hecho. El anonimato fue rechazado como incompatible con esta serie de libros. Sin embargo, Mr. Sampson indicó que yo podría escribir un prefacio explicando que yo mismo no había vivido conforme a mis propios principios. . . Este regocijante programa es el que ahora estoy llevando a cabo. Permítaseme confesar de una vez por todas, con las palabras del buen Walter Hilton, que a lo largo de todo este libro "me siento tan lejos del verdadero sentimiento de aquello que digo que no puedo hacer otra cosa que suplicar misericordia y desear aquél hasta donde yo pueda".1 Precisamente por esa misma razón hay una crítica que no se me podrá hacer. Nadie podrá decir de mí "como nunca tuvo una herida, se ríe de las cicatrices", porque jamás me he encontrado en un estado de ánimo en que solamente pensar en un serio dolor me resultase menos que intolerable. Si hay alguien libre del peligro de subestimar a este adversario, ese alguien soy yo. Debo agregar, además, que el único propósito de este libro es resolver el problema intelectual presentado por el sufrimiento. Nunca llegué a ser tan insensato como para creerme calificado para la elevada tarea de enseñar fortaleza y paciencia. Nada tengo tampoco que ofrecer a mis lectores, excepto mi convicción de que cuando el dolor tiene que ser sufrido, un poco de valor ayuda más que mucho conocimiento; y un poco de simpatía humana, más que mucho valor, y el más leve matiz del amor de Dios, más que todo. Todo verdadero teólogo que lea estas páginas notará fácilmente que constituyen la obra de un laico y de un aficionado. Excepto los dos últimos capítulos, parte de los cuales son abiertamente especulativos, considero haber estado re-exponiendo antiguas y ortodoxas doctrinas. Si hay partes del libro que resultan "originales" en el sentido de ser novedosas o faltas de ortodoxia, lo son contrariamente a mi voluntad y como resultado de mi ignorancia. Por supuesto que escribo como un laico de la Iglesia de Inglaterra, pero mi intención ha sido no dar por sentado nada que no sea admitido por todos los cristianos bautizados y en comunión. Como la presente no es una obra erudita no me he preocupado por identificar rigurosamente el origen de las ideas o citas cuando éstas no eran fácilmente accesibles. Cualquier teólogo comprobará fácilmente cuáles y cuan pocas son las cosas que he leído.

C. S. Lewis Magdalen College, Oxford 1940

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Introducción Me maravillo del atrevimiento con que tales personas intentan hablar acerca de Dios. En un tratado dirigido a los infieles comienzan con un capitulo demostrando la existencia de Dios a partir de las obras de la naturaleza... Esto lo único que hace es dar base a los lectores para pensar que las pruebas de nuestra religión son muy débiles... Es un hecho notable que ningún escritor canónico haya utilizado jamás a la naturaleza para probar la existencia de Dios. Pascal, Pensamientos, IV, 242,243. NO HACE MUCHOS AÑOS, cuando yo era ateo, si alguien me hubiera preguntado "¿Por qué no cree usted en Dios?", le hubiera respondido más o menos así: "Mire usted el universo en que vivimos. La porción inmensamente mayor del mismo consiste en espacio vacío, completamente oscuro e increíblemente frío. Los cuerpos que se mueven en este espacio son tan pocos y tan pequeños en comparación con el espacio mismo que, aun si supiéramos que están repletos de criaturas perfectamente felices, todavía resultaría difícil creer que la vida y la felicidad son algo más que un mero subproducto del poder que hizo el universo. Tal como son las cosas, sin embargo, los científicos creen que muy pocos de los soles del espacio —quizá ninguno de ellos excepto el nuestro— tengan planeta alguno; y en nuestro propio sistema solar es improbable que algún planeta, aparte de la Tierra, posea manifestaciones de vida. La propia Tierra ha existido sin vida durante millones de años y puede seguir existiendo por otros millones más una vez que la vida la haya abandonado. ¿Y qué aspecto tiene mientras dura la vida? Está de tal manera dispuesta que todas las formas de vida pueden existir únicamente a expensas las unas de las otras. En las formas inferiores este proceso solamente ocasiona muerte, pero en las superiores aparece una nueva cualidad llamada conciencia que la habilita para ser acompañada por el dolor. Las criaturas causan dolor al nacer, viven infligiendo dolor, y la mayoría de ellas mueren en dolor. En la más compleja de todas las criaturas, el Hombre, aparece aún otra cualidad a la que llamamos razón. Mediante esta facultad el ser humano es capacitado para prever su propio dolor que, de ahí en adelante, va precedido de agudo sufrimiento mental; y también puede el hombre prever su propia muerte al mismo tiempo que ardientemente desea seguir viviendo. Por otra parte, los hombres quedan así facultados para, mediante cien ingeniosos artificios, infligir mucho más dolor del que de otra manera hubieran podido causarse unos a otros y a los seres irracionales. Tal capacidad el hombre la ha explotado a lo sumo. La historia humana es, en gran parte, un registro de crímenes, guerras, enfermedades y terror con apenas la suficiente dosis de felicidad intercalada como para inspirar, mientras dure, un agonizante temor de perderla y, cuando se pierde, la punzante miseria de recordarla. De vez en cuanto los seres humanos mejoran un poco su condición y, entonces, aparece eso que llamamos civilización. Pero todas las civilizaciones se extinguen y aun en caso de permanecer infligen los sufrimientos típicos de cada una de ellas en grado suficiente como para sobrepasar los alivios que pudieran haber traído a los dolores normales. Nadie negaría que nuestra propia civilización ha hecho tal cosa y que ella pasará, como han pasado todas sus predecesoras, es lo más probable. Y si esto no llegara a suceder, ¿qué ocurriría? De todos modos la raza humana está condenada. Toda raza que aparezca en cualquier parte del universo está condenada porque, según se nos dice, el universo va en decadencia y algún día llegará a convertirse en una infinita y uniforme materia homogénea de baja temperatura. Entonces todas las historias no servirán para nada: toda la vida resultará finalmente una transitoria

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e insensata contorsión sobre el rostro idiotizado de la materia infinita. Si usted me pide que crea que todo eso es la obra de un espíritu benévolo y omnipotente, le responderé que todas las evidencias señalan en dirección contraria. O bien no hay un espíritu tras el universo, o bien lo que hay es un espíritu indiferente al bien y al mal, o si no un espíritu malo". Pero había una pregunta que nunca me atreví a formular. Nunca noté que la misma solidez y facilidad de la posición de los pesimistas nos ponía al mismo tiempo frente a un problema. Si el universo es tan malo, o aunque fuera la mitad de lo malo que parece, ¿cómo es que en la Tierra los seres humanos han llegado a atribuir su existencia a la actividad de un sabio y bondadoso Creador? La inferencia directa de negro a blanco, de hierba mala a raíz virtuosa, de obra insensata a artífice infinitamente sabio hace tambalear la fe. El espectáculo del universo tal como es revelado por la experiencia nunca puede haber servido de fundamento para la religión: siempre tiene que haber habido algo a pesar de lo cual la religión, adquirida de una distinta fuente, fue profesada. Sería erróneo replicar que nuestros antepasados eran ignorantes y que, por lo tanto, abrigaban placenteras ilusiones respecto a la naturaleza, ilusiones que el progreso científico ha desde entonces desautorizado. Por siglos, durante los cuales todos los seres humanos creyeron, el tamaño abrumador y la vacuidad del universo eran ya conocidos. En algunos libros leemos que los hombres de la Edad Media creían que la Tierra era plana y que las estrellas estaban cercanas, pero eso es falso. Tolomeo ya había dicho que la Tierra era un punto matemático sin tamaño en relación a la distancia de las estrellas fijas, distancia ésta que un popular texto medioeval estimaba en unos ciento ochenta millones de kilómetros. Y en tiempos aún más remotos, desde los mismos principios, los seres humanos ya habían experimentado el mismo sentido de hostil inmensidad a través de una fuente todavía más obvia. Para el hombre prehistórico el bosque cercano tiene que haber resultado excesivamente inmenso, y eso completamente extraño y hostil que nosotros tenemos que buscar en los rayos cósmicos y en los soles que se va extinguiendo, llegaba olisqueando y aullando por las noches hasta las mismas puertas de aquel hombre primitivo. Ciertamente que en todas las épocas el dolor y desgaste de la vida humana fueron igualmente visibles. Nuestra propia religión comienza entre los judíos, un pueblo apretujado entre grandes imperios belicosos, continuamente derrotado y conducido cautivo, semejante a la Polonia o a la Armenia modernas con su trágica historia de pueblos conquistados. Es pura insensatez colocar el dolor entre los descubrimientos de la ciencia. Pongamos este libro a un lado y reflexionemos cinco minutos recordando que todas las grandes religiones fueron primero predicadas, y luego largo tiempo practicadas, en un mundo sin cloroformo. Por lo tanto, en cualquier época una inferencia que partiese del curso de los acontecimientos de este mundo para llegar a la bondad y a la sabiduría del Creador, hubiera resultado igualmente ridícula y jamás fue hecha.* La religión tiene un origen distinto. Lo que digo a continuación hay que entenderlo no como una defensa de la verdad del cristianismo sino como una descripción del origen de éste, tarea que, en mi opinión, resulta necesaria si es que queremos colocar el problema del dolor en su verdadera perspectiva. En toda religión desarrollada encontramos tres aspectos o elementos, y en el cristianismo uno más. El primero de éstos es lo que el profesor Otto llama la experiencia de lo Numinoso. Quienes no se hayan encontrado aún con este término pueden familiarizarse con él mediante la siguiente ilustración. Supongamos que a usted le dijeran que hay un tigre en la habitación contigua: usted sabría que está en peligro y probablemente sentiría temor. Pero si a usted le

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Es decir: nunca fue hecha en los comienzos de una religión. Después que la creencia en Dios ha sido aceptada, las "teodiceas" explicando o desnaturalizando las miserias de la vida aparecen, naturalmente, con bastante frecuencia.

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dijesen "Hay un espíritu en la habitación contigua", y lo creyera, ciertamente sentiría usted eso que frecuentemente llamamos temor, pero de una clase distinta. No estaría basado en el conocimiento del peligro, porque nadie está básicamente temeroso de lo que un espíritu pueda hacerle, sino del mero hecho de que se trata de un espíritu. Es algo "misterioso" más bien que peligroso y la clase especial de temor que infunde podría ser llamada Pavor. Con lo misterioso uno ha alcanzado ya los límites de lo Numinoso. Pero supongamos ahora que a usted simplemente le dicen "Hay un poderoso; espíritu en la habitación contigua", y lo creyera. Entonces sus sentimientos serían aún menos que el simple temor del peligro: pero su turbación sería muy profunda. Usted experimentaría asombro y cierto encogimiento, un sentido de inadecuación para enfrentarse con tal clase de visitante y una postración ante él. Tal emoción podría expresarse con estas palabras de Shakespeare "Bajo ella mi genio es reprendido". Este sentimiento puede ser descrito como pavor o temor reverente, y el objeto que lo infunde puede ser llamado lo Numinoso. Ahora bien, nada hay más cierto que el hombre, desde un período muy temprano, comenzó a creer que el universo era frecuentado por espíritus. Quizá el profesor Otto da por j sentado con excesiva facilidad que desde el mismo principio tales espíritus fueron considerados con pavor numinoso. Tal hecho es imposible de verificar por la buena razón de y que las expresiones que indican temor a lo numinoso y las expresiones que aluden al mero temor al peligro pueden usarse empleando lenguaje idéntico, y todavía hoy mismo podemos decir que tenemos "temor" de un espíritu o que tenemos "temor" del alza de precios. Es, por lo tanto, teóricamente posible que haya habido un tiempo cuando los hombres consideraran a estos espíritus como simplemente peligrosos y sintieran hacia ellos lo mismo que sentían respecto a los tigres. Lo cierto es que ahora, de todos modos, la experiencia numinosa existe y que si comenzamos por nosotros mismos podemos remontarnos hasta muy atrás en busca de sus orígenes. Un ejemplo moderno puede encontrarse (si es que no somos demasiado orgullosos para buscarlo allí) en The Wind in the Willows donde Rata y Topo se aproximan a Pan en la isla. —Rata —tuvo aliento como para susurar conmovido-¿tienes miedo? — ¿Miedo? —murmuró Rata con los ojos resplandecientes de un amor inexpresable—. ¿Miedo de él? ¡Oh, nunca, nunca! Y sin embargo, sin embargo, oh Topo, tengo miedo. Retrocediendo un siglo, encontramos numerosos ejemplos de esto mismo en Wordsworth. Quizá el mejor de ellos sea aquel pasaje en el primer libro del Preludio donde el autor describe su experiencia mientras remaba en el lago en el bote robado. Y yendo todavía más atrás en el tiempo encontramos un ejemplo muy puro y vigoroso en Malory, 1 cuando Galahad "comenzó a estremecerse violentamente al empezar la mortal carne a percibir las cosas espirituales". A principios de nuestra era esto encuentra su expresión en el Apocalipsis cuando quien escribe dice "caí como muerto a sus pies", refiriéndose al Cristo resucitado. En la literatura pagana encontramos la descripción que hace Ovidio de la tenebrosa arboleda del Aventino en la cual uno a simple vista podría decir numen inest,2 o sea: el lugar está frecuentado, o hay una Presencia aquí; y Virgilio nos presenta el palacio de Latinus "pavoroso (Jiorrendum) con los bosques y la santidad (religione) de los días antiguos".3 Un fragmento griego atribuido —aunque improbablemente— a Esquilo, describe el espectáculo de la tierra, el mar y la montaña conmoviéndose bajo el "pavoroso ojo de su Amo".4 Y más lejos todavía, Ezequiel nos habla en su teofanía de los "aros" que eran "altos y espantosos";5 y Jacob levantándose después de haber dormido exclama: " ¡Cuan terrible es este lugar!"6 No sabemos hasta qué antigüedad se remonta en la historia humana este sentimiento. Los hombres primitivos casi con seguridad creyeron cosas que estimularían en nosotros tal sentimiento si nosotros creyéramos en ellas; por lo tanto parece probable que el temor numinoso sea tan antiguo como la propia humanidad. Pero nuestra mayor preocupación no tiene que ver con fechas. Lo importante es que de una u otra manera tal experiencia ha llegado a existir, que se ha difundido y que no desaparece de la mente con la

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ampliación de los conocimientos y con la civilización. Ahora bien, este temor reverente no es el resultado de una inferencia a partir del universo visible. No se puede, partiendo del mero peligro, ir razonando hasta llegar a lo misterioso o pavoroso, y menos todavía a lo plenamente Numinoso. Uno puede decir que le parece muy natural que el hombre primitivo, estando rodeado de verdaderos peligros y por lo tanto aterrorizado, inventara lo misterioso y lo Numinoso. En un sentido es así, pero quede bien en claro lo que queremos decir. Uno lo considera natural porque, compartiendo la naturaleza humana con nuestros remotos antepasados, podemos imaginarnos a nosotros mismos frente a peligrosas soledades reaccionando de la misma manera, y esta reacción es ciertamente "natural" en el sentido de estar de acuerdo con la naturaleza humana. Pero en manera alguna es "natural" en el sentido de que la idea de lo misterioso o lo Numinoso está ya contenida en la idea del peligro, o que cualquier percepción de peligro o disgusto por las heridas o por la muerte que ello implicaría, pudiera sugerir el menor concepto de temor espiritual o numinoso a una inteligencia que previamente no la hubiera entendido así. Cuando el hombre pasa del temor físico al espanto y al pavor está dando un verdadero salto y percibiendo algo que nunca pudo haberle sido dado, como el peligro, por los hechos físicos y las deducciones lógicas derivadas de los mismos. La mayoría de los intentos de explicar lo Numinoso presuponen la cosa como ya explicada —como cuando los antropólogos lo hacen derivar del temor a los muertos sin explicar por qué los muertos (seguramente la clase menos peligrosa de hombres) tienen que provocar este peculiar sentimiento. Contra todos estos intentos tenemos que insistir en que el terror y el pavor constituyen una dimensión distinta con respecto al temor. Aquéllos caen dentro de la naturaleza de una interpretación que el hombre hace del universo o de una impresión que el hombre recibe de éste. Ninguna enumeración de las cualidades físicas de un objeto hermoso podría jamás incluir su propia belleza ni proporcionar el más leve indicio de lo que queremos dar a entender por belleza a un individuo que no haya tenido una experiencia estética previa. En manera semejante, tampoco ninguna descripción de ambiente humano alguno podría incluir lo pavoroso y lo Numinoso, ni siquiera insinuar el más leve matiz de ellos, En realidad parece que solamente pudiéramos tener dos puntos de vista relativos al temor reverente. O bien se trata de (1) una mera distorsión de la mente humana que no corresponde a nada objetivo y que tampoco sirve a función biológica alguna y que, pese a todo, no muestra tendencia a desaparecer de la mente en su más desarrollado nivel tal como es el caso del poeta, del filósofo o del santo, o bien (2) se trata de una experiencia directa de lo realmente sobrenatural a lo cual el nombre de Revelación le puede ser correctamente aplicado. Lo Numinoso no es igual que lo moralmente bueno, y una persona abrumada por el temor reverente es probable que, si se la deja librada a sí misma, llegue a considerar al objeto numinoso como estando "más allá del bien y del mal". Esto nos trae al segundo aspecto o elemento de la religión. Todos los seres humanos de los cuales la historia ha tenido noticia reconocen alguna clase de moralidad; es decir: con respecto a determinados actos sienten las experiencias expresadas por las palabras "debo" o "no debo". Estas experiencias en un sentido se asemejan al pavor, dado que no pueden ser deducidas lógicamente del entorno y de las experiencias físicas del hombre que las sufre. Usted puede barajar y combinar "quiero" y "estoy obligado" y "seré bien aconsejado" y "no me atrevo" todo el tiempo que quiera sin por eso obtener el menor indicio de "debo" o "no debo". Una vez más nos encontramos con que los intentos de transformar la experiencia moral en alguna otra cosa siempre presuponen la cosa que se está tratando de explicar, como cuando un famoso sicoanalista la deduce de un parricidio prehistórico. Si el parricidio produjo un sentimiento de culpa, eso fue debido a que los hombres sentían que no debían haber cometido aquello; si no lo sintieran así no se hubiera producido sentimiento alguno de culpa. La moralidad, al igual que el temor numinoso, es un salto; con eso el hombre traspasa

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todo aquello que puede ser "dado" por los hechos de la experiencia. Y hay en esto una característica demasiado notable como para pasarla por alto. Las moralidades aceptadas entre los seres humanos pueden diferir —aunque en el fondo no tan ampliamente como a menudo se afirma— pero todas ellas concuerdan en prescribir una conducta que sus adherentes no alcanzan a practicar. Todos los hombres permanecen condenados por igual y esto no por extraños códigos de ética sino por sus propios códigos. Por lo tanto todos están conscientes de culpa. El segundo elemento de la religión es la conciencia no meramente de una ley moral sino de una ley moral como aprobada una vez y luego desobedecida. Esta conciencia no es una inferencia lógica ni ilógica a partir de los hechos empíricos: si nosotros mismos no la llevamos a nuestra experiencia tampoco podremos encontrarla allí. Es, o bien una ilusión inexplicable, o bien una revelación. La experiencia moral y la experiencia numinosa están tan lejos de ser lo mismo que ambas pueden existir por muy prolongados períodos sin tener contacto alguno la una con la otra. En muchas formas del paganismo la adoración de los dioses y las discusiones éticas de los filósofos tienen muy poco que ver entre sí. La tercera etapa en el desarrollo religioso surge cuando los hombres identifican aquellas experiencias; es decir, cuando el Poder Numinoso hacia el cual sienten pavor es hecho el guardián de la moralidad hacia la cual sienten obligación. Y nuevamente esto puede parecerle a uno muy "natural". ¿Qué cosa puede ser más natural para un salvaje obsesionado simultáneamente por el temor reverente y por la culpa sino pensar que el poder que lo atemoriza es también la autoridad que condena su culpa? Y ciertamente resulta también natural para la humanidad. Pero no es claro en manera alguna. El real comportamiento de ese universo acosado por lo numinoso no tiene semejanza alguna con la conducta que la moralidad demanda de nosotros. El uno es despilfarrador, rudo e injusto; y la otra nos impone las cualidades opuestas. Tampoco puede explicarse la identificación de ambos como un deseo de cumplimiento dado que no cumple los deseos de nadie. No deseamos menos que ver a aquella Ley, cuya desnuda autoridad es ya insoportable, armada con las incalculables demandas de lo Numinoso. De todos los saltos que la humanidad ejecuta en su historia religiosa, éste es, por cierto, el más sorprendente. No deja de ser natural que muchos sectores de la raza humana lo rechacen; la religión no moral y la moral no religiosa existieron y siguen existiendo. Quizá solamente un pueblo, como pueblo, dio ese nuevo paso con perfecta decisión: los judíos. Pero también grandes personalidades en todas las épocas y lugares lo han dado y sólo aquellos que dan tal paso están a salvo de las blasfemias y de las barbaridades del culto inmoral o de un frío, triste y autosatisfecho simple moralismo. Juzgado a través de sus frutos este salto es un paso que va en dirección de una mejor salud. Y aunque la lógica no nos obligue a darlo, es muy difícil resistirlo. Aun en el paganismo y en el panteísmo la moralidad siempre hace irrupción y hasta el estoicismo se encuentra, de buen o mal grado, doblando su rodilla ante Dios. Una vez más puede tratarse de locura —una locura congénita del hombre y singularmente afortunada en sus resultados— o puede tratarse de revelación. Y si se trata de revelación, entonces real y verdaderamente en Abraham todos los pueblos serán benditos, porque fueron los judíos quienes plena e inequívocamente identificaron la pavorosa Presencia que aparecía en las oscuras cumbres de las montañas y en los truenos "porque Jehová es justo y ama la justicia".7 El cuarto aspecto o elemento es un hecho histórico. Hubo un hombre nacido entre estos judíos que afirmó ser, o ser el hijo de, o ser "uno con" el Algo que es a la vez el pavoroso visitador de la naturaleza y el dador de la ley moral. Esta pretensión es muy chocante. Es tan paradójica y hasta tan horrorosa que fácilmente podemos ser inducidos a tomarla con demasiada ligereza. Solamente son posibles dos enfoques acerca de ese hombre. O bien se trataba de un delirante lunático de tipo insólitamente abominable, o bien El era, y es, exactamente lo que afirmaba ser. No hay posición intermedia. Si las constancias hacen que la primera hipótesis sea inaceptable, uno tiene que someterse a la segunda. Y si uno hace tal cosa entonces todo lo demás que los cristianos

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afirman se vuelve creíble; es decir: que este Hombre, habiendo sido asesinado, pese a todo estaba vivo; y que su muerte en cierto modo incomprensible para el pensamiento humano, ha efectuado un cambio real en nuestras relaciones con el "pavoroso" y "justo" Señor, y que tal cambio es en nuestro favor. Puede preguntarse si el universo, tal como lo vemos, parece más la obra de un sabio y bondadoso Creador que producto de la casualidad, la apatía o la malevolencia. Pero eso sería omitir de entrada todos los factores importantes del problema religioso. El cristianismo no es el conjunto de las conclusiones de un debate filosófico sobre los orígenes del universo sino que es un catastrófico acontecimiento en la prolongada línea de preparación espiritual de la humanidad que acabo de describir. El cristianismo no es un sistema dentro del cual tenemos que adaptar el enojoso hecho del dolor, sino que es en sí mismo uno de los hechos más peliagudos que tienen que ser introducidos en cualquier sistema que elaboremos. En un sentido el cristianismo crea, más bien que resuelve, el problema del dolor, porque el dolor no sería problema si junto con nuestra cotidiana experiencia de este doloroso mundo no hubiésemos recibido aquello que consideramos ser una buena seguridad en cuanto a que la realidad definitiva será justa y benigna. Ya he indicado más o menos por qué esta seguridad me parece buena. Pero por cierto que no equivale a una compulsión lógica. En cada etapa del desarrollo religioso el hombre puede rebelarse, si bien no sin violencia contra su propia naturaleza, pero ni tampoco por eso llegar a lo absurdo. Puede cerrar sus ojos espirituales ante lo Numinoso, si es que está dispuesto a separarse de la mitad de los grandes poetas y profetas de su raza, a separarse de su propia infancia, a separarse de las riquezas y las profundidades de una experiencia sin inhibiciones. Puede considerar a la ley moral como una ilusión y así apartarse de la base común de la humanidad. Puede negarse a identificar lo Numinoso con lo justo, y permanecer como un bárbaro, adorando la sexualidad, o los muertos o la fuerza vital o el futuro. Pero el precio es elevado. Y cuando llegamos al paso final, a la Encarnación histórica, la seguridad es lo más fuerte de todo. El relato de la Encarnación es extrañamente similar a muchos mitos que han surgido en la religión desde el principio y, pese a todo, no es como ellos. No es transparente a la razón: no hubiéramos podido inventarlo nosotros. No tiene la sospechosa lucidez apriorística del panteísmo ni de la física newtoniana. Participa de ese carácter aparentemente arbitrario e idiosincrático de la moderna ciencia. De esta ciencia que lentamente está enseñándonos a aceptar este testarudo universo donde la energía consiste en paquetitos de cantidades que nadie puede predecir, donde la velocidad no es ilimitada, donde la irreversible entropía imprime al tiempo una dirección real y donde el cosmos, ya no más estático o cíclico, avanza como un drama desde un real principio a un real fin. Si alguna vez ha de alcanzarnos un mensaje llegado desde el centro de la realidad, deberíamos esperar encontrar en él precisamente esa inesperada, testaruda y dramática anfractuosidad que hallamos en la fe cristiana. La Encarnación tiene el toque magistral: la aspereza, el sabor viril de la realidad no hecha por nosotros ni tampoco, por cierto, para nosotros, pero que nos golpea en el rostro. Si sobre tales bases, o sobre otras mejores, seguimos el curso en el cual la humanidad ha sido conducida, y nos hacemos cristianos, tendremos entonces el "problema" del dolor.

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1. La omnipotencia divina Nada que implique contradicción cae bajo la omnipotencia de Dios. Tomás de Aquino Suma Teológica, 1a. Q XXV, Art. 4 "Si DIOS FUERA BUENO, hubiera querido hacer a sus criaturas perfectamente felices, y si Dios fuera todopoderoso, hubiera sido capaz de hacer lo que él quería. Pero las criaturas no son felices. Por lo tanto Dios carece o bien de bondad o bien de poder o de ambos". Este es el problema del dolor planteado en su forma más simple. La posibilidad de respuesta depende de poder mostrar que los términos "bueno" y "todopoderoso" (y quizá también "feliz") son equívocos. Porque desde un principio hay que admitir que si los significados vulgares atribuidos a esas palabras son los mejores, o los únicos posibles significados, entonces el argumento resulta irrebatible. En este capítulo formularé algunos comentarios sobre la idea de Omnipotencia y, en el siguiente, sobre el concepto de Bondad. Omnipotencia significa "poder para hacer todo, o cada cosa".† Y en la Escritura se nos dice que "para Dios todas las cosas son posibles". Es muy frecuente que en una discusión con un incrédulo se nos diga que Dios, si existiera y fuese bueno, haría esto o aquello; y cuando señalamos que la acción propuesta es imposible se nos replique así: "Pero yo creía que Dios era capaz de hacer cualquier cosa". Con esto se plantea toda la cuestión de la imposibilidad. En el uso vulgar la palabra imposible generalmente implica suprimir una cláusula que comienza con las palabras a menos que. De tal modo me es imposible, desde donde estoy escribiendo sentado en este momento, ver la calle; es decir: me resulta imposible ver la calle a menos que suba al piso superior donde estaría a suficiente altura como para ver por encima del edificio que ahora se interpone. Si yo tuviera una pierna fracturada diría "pero me es imposible subir al piso superior", queriendo con eso decir, sin embargo, que me es imposible a menos que vengan algunos amigos que carguen conmigo y me lleven arriba. Sigamos ahora hacia un diferente plano de imposibilidad diciendo "de todos modos es imposible ver la calle mientras yo permanezca donde estoy y el edificio intermedio permanezca donde está". Y alguien podría agregar "a menos que la naturaleza del espacio, o de la visión fuesen distintas de lo que ahora son". Desconozco qué dirían al respecto los mejores filósofos y científicos, pero yo hubiera contestado "no sé si el espacio y la visión hubieran podido ser de la naturaleza que usted sugiere". Ahora bien, resulta claro que las palabras hubieran podido se refieren aquí a alguna clase de posibilidad o imposibilidad absolutas que son distintas de las posibilidades o imposibilidades relativas que hemos estado considerando aquí. No puedo decir si ver ángulos redondos es, en en este nuevo sentido, posible o imposible puesto que no sé si es algo contradictorio o no lo es. Pero en cambio sé perfectamente que si se trata de algo contradictorio en sí mismo, entonces es absolutamente imposible. Lo absolutamente! imposible puede ser llamado también lo intrínsecamente-imposibleporque lleva en sí mismo su propia imposibilidad, en vez de incorporarla a través de otras imposibilidades que, a su vez, dependen de otras. No tiene adherida la clausular menos que. Es



El significado original en latín puede haber sido "poder sobre todo o en todo". Doy aquí lo que considero ser el sentido corriente.

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algo imposible bajo todas las condiciones y fuese bueno, haría esto o aquello; y cuando señalamos que la acción propuesta es imposible se nos replique así: "Pero yo creía que Dios era capaz de hacer cualquier cosa". Con esto se plantea toda la cuestión de la imposibilidad. En el uso vulgar la palabra imposible generalmente implica suprimir una cláusula que comienza con las palabras a menos que. De tal modo me es imposible, desde donde estoy escribiendo sentado en este momento, ver la calle; es decir: me resulta imposible ver la calle a menos que suba al piso superior donde estaría a suficiente altura como para ver por encima del edificio que ahora se interpone. Si yo tuviera una pierna fracturada diría "pero me es imposible subir al piso superior", queriendo con eso decir, sin embargo, que me es imposible a menos que vengan algunos amigos que carguen conmigo y me lleven arriba. Sigamos ahora hacia un diferente plano de imposibilidad diciendo "de todos modos es imposible ver la calle mientras yo permanezca donde estoy y el edificio intermedio permanezca donde está". Y alguien podría agregar "a menos que la naturaleza del espacio, o de la visión fuesen distintas de lo que ahora son". Desconozco qué dirían al respecto los mejores filósofos y científicos, pero yo hubiera contestado "no sé si el espacio y la visión hubieran podido ser de la naturaleza que usted sugiere". Ahora bien, resulta claro que las palabras hubieran podido se refieren aquí a alguna clase de posibilidad o imposibilidad absolutas que son distintas de las posibilidades o imposibilidades relativas que hemos estado considerando aquí. No puedo decir si ver ángulos redondos es, en en este nuevo sentido, posible o imposible puesto que no sé si es algo contradictorio o no lo es. Pero en cambio sé perfectamente que si se trata de algo contradictorio en sí mismo, entonces es absolutamente imposible. Lo absolutamente! imposible puede ser llamado también lo intrínsecamente-imposibleporque lleva en sí mismo su propia imposibilidad, en vez de incorporarla a través de otras imposibilidades que, a su vez, dependen de otras. No tiene adherida la clausular menos que. Es algo imposible bajo todas las condiciones y en todos los mundos y para todos los agentes. "Todos los agentes" incluye aquí al propio Dios. Su omnipotencia significa poder para realizar todo aquello que es intrínsecamente posible, no lo intrínsecamente imposible. Usted puede atribuirle milagros a El, pero no puede atribuirle disparates. Y esto no es imponer límites al poder divino. Si usted prefiere decir "Dios puede conceder libre albedrío a sus criaturas y, a la vez, negárselo", usted no habrá dicho nada acerca de Dios: las combinaciones de palabras sin sentido no adquieren repentinamente significado simplemente porque les antepongamos estas otras dos palabras: "Dios puede". Sigue siendo verdad que "todas las cosas son posibles para Dios, pero las imposibilidades intrínsecas no son cosas, no son nada. No es más posible para Dios que para la más débil de sus criaturas llevar a cabo ninguna de las dos alternativas que se excluyen recíprocamente. Y esto no porque el poder divino se encuentre con un obstáculo, sino porque el disparate permanece siendo disparate aun en el caso de referirnos a él en relación con Dios. Sin embargo, debería recordarse que los razonadores humanos frecuentemente cometen errores, ya fuere por argumentar basados en datos falsos o por inadvertencia en relación con la propia argumentación. Y así podemos llegar a veces a considerar como posible lo que es realmente imposible, y viceversa. ‡ Por lo tanto, deberíamos ser muy cautelosos al definir aquellas imposibilidades intrínsecas que aun la Omnipotencia no puede cumplir. Los conceptos que siguen tienen que ser considerados no tanto como una afirmación de lo que aquéllas son, sino más bien como una muestra de cómo podrían parecer. Las inexorables "leyes de la Naturaleza" que operan desafiando al sufrimiento y al desamparo humanos y que no son eliminadas mediante la oración, parecen a primera vista proveer un sólido



Por ejemplo: en todo buen juego de manos el prestidigitador hace algo que al público, con sus conocimientos y con su poder de razonar, le parece auto-contradictorio.

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argumento contra la bondad y el poder de Dios. Voy a sugerir que ni aun la misma Omnipotencia podría crear una sociedad de almas libres sin, al mismo tiempo, crear una Naturaleza relativamente independiente a "inexorable". No hay razón alguna para suponer que la conciencia de sí mismo, el reconocimiento de la criatura por ella misma como un "yo", pueda existir sino en contraste con un "otro", un algo que no es el yo. La conciencia del "yo mismo" se destaca contra el trasfondo de un ambiente, en lo preferible un ambiente social, un ambiente de otros "yo". Si fuésemos meros teístas, esto haría surgir una dificultad en cuanto al estar conscientes de Dios pero, siendo cristianos, la doctrina de la Santa Trinidad nos enseña que algo análogo a la "Sociedad" existe dentro del Divino Ser desde toda la eternidad: que Dios es amor, y esto no meramente en el sentido de la forma platónica del amor sino porque, dentro de El, las formas concretas de las reciprocidades del amor existen con anterioridad a todos los mundos y por ello se derivan hacia las criaturas. Además, la libertad de la criatura tiene que significar libertad para elegir, y la elección implica la existencia de cosas entre las cuales elegir. Un ser sin medio ambiente no tendría opciones: de tal manera esa libertad, como la conciencia de sí mismo (si es que no son por cierto la misma cosa) también demanda la presencia ante el yo de alguna L otra cosa además del yo. La condición mínima de la conciencia de sí mismo y de la libertad, consistiría, entonces, en que la criatura percibiera a Dios y, por lo tanto, se percibiera también a sí misma como distinta de Dios. Es posible que existan criaturas conscientes de Dios y de sí mismas pero no conscientes de la existencia de otras criaturas semejantes a ellas. En tal caso su libertad consiste en hacer una única y simple elección: amar a Dios más que al yo o amar al yo más que a Dios. Pero no podemos imaginarnos una clase de vida tan extremadamente reducida a lo esencial. En cuanto intentamos introducir el conocimiento mutuo de criaturas semejantes entre sí, chocamos contra la necesidad de la "Naturaleza". La gente a menudo habla como si no hubiese nada más fácil para dos mentes desnudas que "encontrarse" o estar conscientes la una de la otra. Pero no veo la posibilidad de que ellas hagan tal cosa excepto en el ámbito común que forma su "mundo externo" o ambiente. Aun nuestra vaga intención de imaginar tal clase de encuentro entre espíritus incorpóreos generalmente introduce subrepticiamente la idea de, por lo menos, un espacio y un tiempo comunes, para dar significado al co de coexistencia, pero el espacio y el tiempo son ya un ambiente. Sin embargo se requiere más que esto. Si los pensamientos y las pasiones de usted estuvieran directamente presentes en mí, como las mías propias -sin marca alguna de externidad o alteridad— ¿de qué manera podría yo distinguirlas de las mías? ¿Y cuál sería la clase de pensamientos o de pasiones que podríamos comenzar a tener careciendo de objetos acerca de los cuales pensar y sentir? Más aún, ¿podría yo ni siquiera comenzar a tener el concepto de lo "externo" y de lo "otro" a menos que tuviera ya la experiencia de un mundo "externo"? Usted puede responder, como cristiano, que Dios (y Satanás) ciertamente influyen en mi conciencia de esta manera directa sin señales de "externidad". Sí, y el resultado es que la mayoría permanece ignorante de la existencia de ambos. Por lo tanto, podemos suponer que si las almas humanas influyen directa e inmaterialmente las unas sobre las otras, sería un raro triunfo de la fe y del discernimiento que cualquiera de ellas creyese en la existencia de las otras. Bajo tales condiciones me resultaría más difícil conocer a mi vecino que lo que ahora me resulta conocer a Dios, porque al reconocer el impacto de Dios sobre mí soy ahora ayudado por cosas que me alcanzan a través del mundo externo, tales como la tradición de la Iglesia, las Sagradas Escrituras y el trato con los amigos religiosos. Lo que necesitamos para la sociedad humana es exactamente lo que tenemos: algo neutral, un ni usted ni yo, algo que ambos podamos manipular como para hacemos señales el uno al otro. Puedo hablar con usted porque ambos somos capaces de poner en movimiento ondas sonoras en el espacio común que media entre nosotros. La materia, que mantiene separadas a las almas, también las junta. Nos capacita a

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cada uno para tener un "exterior" así como también un "interior", de tal manera que lo que para usted son actos de la voluntad y del pensamiento, para mí son sonidos y miradas; usted está facultad no sólo para ser, sino también para parecer: y por tal hecho tengo el gusto de hacer su amistad. La sociedad, por consiguiente, implica un campo o "mundo" en el cual sus miembros se encuentran. Si hay un sociedad angélica, tal como los cristianos lo han creído habitualmente, entonces también los ángeles tendrán tal mundo o campo; algo que para ellos será como la "materia (en el sentido moderno y no en el escolástico) es para nosotros. Pero si la materia ha de servir como campo neutral tendrá que poseer una naturaleza fija propia de sí misma. Si un "mundo" o un sistema material tuviera un solo habitante podría adaptarse en cada momento a los deseos de éste: "los árboles por causa de él se agruparían para dar sombra", Pero si usted fuera introducido a un mundo que variase tan fácilmente a cada uno de mis caprichos se vena prácticamente imposibilitado de actuar en él perdiendo así el ejercicio de su libre albedrío. Tampoco resultaría claro si usted fuera capaz de hacerme conocer su presencia, puesto que toda la materia mediante la cual intentaría hacerme señales estaría ya bajo mi control y, por lo tanto, a usted le resultaría imposible utilizarla. Además, si la materia tiene una naturaleza fija y obedece a leyes constantes, no todos los estados de la misma concordarán con los deseos de un individuo determinado ni resultarán igualmente benéficos para ese particular agregado de materia que él llamaría su cuerpo. Si el fuego reconforta al cuerpo a cierta distancia, también puede destruirlo cuando esa distancia es extremadamente reducida. De aquí que, aun en un mundo perfecto, resulten necesarias esas señales de peligro que las fibras sensibles de los nervios están encargadas aparentemente de transmitir. ¿Significa esto un inevitable elemento de mal (en forma de dolor) en cualquier mundo posible? No lo creo: porque aunque puede ser cierto que el menor pecado es un mal incalculable, el mal del dolor depende de grados y los dolores que no alcanzan cierta intensidad no son temidos ni aborrecidos en manera alguna. Nadie se inquieta por el proceso "cálido—agradablemente caliente-demasiado caliente—arde" mediante el cual se nos advierte que debemos retirar la mano que tenemos expuesta al fuego. Y si he de guiarme por mis propios sentimientos, creo que un ligero dolor de piernas en el momento de ir a la cama, después de un día de mucho caminar, es realmente agradable. Asimismo, si la naturaleza fija de la materia le impide a ésta ser siempre y en todas sus disposiciones igualmente agradable ni siquiera para una sola alma, mucho menos posible le resulta a la materia del universo ser distribuida en todo momento de tal manera que resulte conveniente y agradable por igual a cada uno de los miembros de la sociedad. Si una persona que marcha en una dirección determinada está descendiendo una cuesta, la persona que marcha en dirección contraria forzosamente tendrá que ascender esa misma cuesta. Si un simple guijarro se encuentra exactamente en el lugar en que yo quiero que esté, no puede ser —excepto por una coincidencia— que se encuentre en el sitio donde usted también quiere que esté. Y tal hecho está muy lejos de constituir un mal: por el contrario, esa situación provee una oportunidad para realizar todos esos actos de cortesía, de respeto y de generosidad mediante los cuales el amor, el buen humor y la modestia se expresan. No obstante, también ciertamente dejan abierto el camino para grandes males, es decir: la competencia y la hostilidad. Y si las almas son libres no se les puede impedir que encaren el problema mediante la competencia en lugar de enfrentarlo mediante la cortesía. Y una vez que han avanzado hasta el grado de verdadera hostilidad pueden sacar ventaja utilizando la naturaleza fija de la materia para dañarse recíprocamente. La naturaleza permanente de la madera que hace posible que la utilicemos en forma de viga, por ejemplo, también nos da la oportunidad para usarlo como garrote con el cual golpear en la cabeza al prójimo. La naturaleza permanente de la materia significa, por lo general, que cuando los seres

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humanos luchan, la victoria habitualmente la obtienen aquellos que cuentan con armas, técnicas y números superiores, aun en el caso de que su causa fuese injusta. Quizá podamos imaginar un mundo en el que Dios corrige a cada momento los resultados de ese abuso del libre albedrío de sus criaturas. En tal caso la viga de madera se volvería blanda como la hierba al ser utilizada como un arma, y el aire se negaría a obedecerme si yo intentara poner en marcha ondas sonoras portadoras de mentiras o insultos. Pero tal clase de mundo sería de una naturaleza que haría imposible los actos injustos y en el cual, por consiguiente, el libre albedrío resultaría anulado. Más aun, si este principio fuese llevado a su conclusión lógica, los malos pensamientos resultarían imposibles puesto que la materia cerebral que utilizamos para pensar se negaría a cumplir su función en el momento en que intentásemos concebir tal clase de pensamientos. Toda la materia situada en las proximidades de una persona malvada estaría sujeta a impredecibles alteraciones. Que Dios puede —y a veces lo hace— modificar el comportamiento de la materia y producir eso que llamamos milagros, es algo que forma parte de la fe cristiana; pero el mismo concepto de un mundo común y, por lo tanto, estable demanda que tales ocasiones sean sumamente raras. En una partida de ajedrez usted puede hacer ciertas concesiones arbitrarias a su adversario desacatando en esa forma las reglamentaciones que ordinariamente rigen tal juego, en manera semejante a como los milagros desacatan a las leyes de la naturaleza. Usted puede por propia voluntad privarse de una torre o permitir que el jugador rival repita una jugada corrigiendo algún error que él había cometido inadvertidamente. Pero si usted concede a su adversario todo aquello que en el momento le conviene a él —si todas las jugadas de su rival fuesen revocables mientras que todas sus piezas tuviesen que ser retiradas cada vez que su posición en el tablero no le agradase a su adversario— entonces en manera alguna estaría usted jugando un verdadero partido de ajedrez. Así ocurre con la vida de las almas en este mundo: las leyes fijas, las consecuencias que van apareciendo por necesidad causal, todo el orden natural son al mismo tiempo los límites dentro de los cuales la vida común está confinada y, también, la condición única bajo la que tal vida es posible. Trate usted de excluir la posibilidad del sufrimiento que el orden de la naturaleza y la existencia de voluntades libres implica, y se encontrará con que ha excluido la vida misma. Como dije anteriormente, este resumen de las necesidades intrínsecas de un mundo tiene por objeto el simple propósito de ser a manera de muestra lo que ellas podrían ser. En cuanto a lo que en realidad son, únicamente la Omnisciencia posee los datos y la visión necesaria para distinguirlos pero, probablemente, no han de ser menos complicados que lo que ya he sugerido. No será necesario aclarar que aquí "complicado" se refiere exclusivamente al entendimiento humano de aquellas necesidades pues no tenemos que pensar en Dios como argumentando, como nosotros lo hacemos, desde un extremo (co-existencia de espíritus libres) y llegando a las condiciones implicadas en ello, sino más bien como un único y perfecto acto de creación coherente consigo mismo. Tal acto, a primera vista, nos parece como la creación de muchas cosas independientes y, después, la creación de cosas mutuamente necesarias. Hasta podemos elevar un poco más allá el concepto de necesidades mutuas tal como yo lo he bosquejado: podemos reducir la materia que separa las almas y la materia que las reúne bajo el simple concepto de Pluralidad, de lo cual resultaría que "separación" y "reunión" son sólo dos aspectos. Con cada avance de nuestro pensamiento la unidad del acto creativo y la imposibilidad de corregir la creación como si éste o aquel elemento pudiesen ser eliminados, se haría cada vez más evidente. Quizá no sea éste "el mejor de todos los universos posibles", sino el único posible. Mundos posibles puede solamente significar "mundos que Dios pudo haber hecho, pero no los hizo". La idea de lo que Dios "pudo haber hecho" implica un concepto excesivamente antropomórfico de la libertad de Dios. Cualquiera que fuere el significado de la libertad humana, la libertad divina no puede significar indeterminación entre alternativas y elección de una de ellas. La perfecta bondad

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jamás puede debatir acerca del fin que ha de ser alcanzado, y la perfecta sabiduría no puede debatir acerca de los medios más adecuados para alcanzarla. La libertad de Dios consiste en el hecho de que ninguna causa, excepto El mismo, produce sus actos, y que no hay obstáculo externo alguno que los impida: su propia bondad es la raíz de la cual todos sus actos crecen y su omnipotencia es el aire en el cual todos ellos florecen. Y esto nos lleva a nuestro siguiente asunto: la bondad divina. Hasta aquí nada hemos dicho de esto ni tampoco he intentado respuesta alguna a la objeción de que si el universo tiene, desde un mismo principio, que admitir la posibilidad del sufrimiento, entonces la absoluta bondad hubiera consistido en no haber creado el universo. Y tengo que advertir al lector que no voy a intentar una demostración probando que crear fue mejor que no crear. Sé perfectamente que no hay balanzas humanas capaces de sopesar tan portentosa cuestión. Se pueden hacer algunas comparaciones entre un estado y otro estado del ser, pero todo intento de comparar el ser y el no ser concluye en meras palabras. "Hubiera sido mejor para mí no existir", pero, ¿en qué sentido "para mí"? ¿En qué manera me beneficiaría yo, en caso de que no existiera, por no existir? Nuestro propósito aquí, sin embargo, es mucho menos formidable. Se trata simplemente de esto: Percibiendo un mundo sufriente y estando seguros, sobre fundamentos muy distintos, que Dios es bueno, ¿cómo podemos concebir que tal bondad y tal sufrimiento no son contradictorios?

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2. La bondad divina El Amor puede tolerar y el amor puede perdonar... pero el Amor nunca puede ser conciliado con un objeto no digno de ser amado. Por lo tanto nunca puede ser conciliado con tu pecado, porque el pecado en si mismo no es susceptible de ser alterado; pero El puede ser reconciliado con tu persona porque ésta puede ser restaurada. Trábeme Centuries of Meditation, II, 30 TODA CONSIDERACIÓN

acerca de la bondad de Dios de inmediato nos amenaza con el siguiente

dilema. Por un lado, si Dios es más sabio que nosotros, su juicio tiene que diferir de los nuestros en muchas cosas, y por cierto también en cuanto al bien y al mal. Lo que a nosotros nos parece bueno puede, por lo tanto, no ser bueno a los ojos de Dios; y lo que a nosotros nos parece malo, puede no ser malo. Por otra parte, si el juicio moral de Dios difiere del nuestro de tal manera que nuestro "negro" pueda ser su "blanco", en tal caso no estamos diciendo nada con llamar bueno a Dios. Porque decir que "Dios es bueno" y, a la vez, afirmar que la bondad divina es completamente distinta de la nuestra, en realidad es decir "no sabemos cómo es Dios". Una calidad de Dios completamente desconocida no puede proveemos fundamento moral para amarlo y obedecerlo. Si El (en nuestro sentido) no es "bueno" obedeceríamos, si en manera alguna lo hacemos, aunque solamente fuera por temor, y estaríamos igualmente dispuestos a obedecer a un demonio omnipotente. La doctrina de la total depravación —cuando se llega a la conclusión de que, dado que somos totalmente depravados, nuestra idea del bien no vale nada— puede así convertir al cristianismo en una forma de culto al demonio. Para librarnos de este dilema podemos observar lo que sucede en las relaciones humanas cuando un hombre de nivel moral inferior ingresa en la sociedad de aquellos que son mejores y más sabios que él y gradualmente aprende a aceptar sus normas. Este es un proceso que, casualmente, puedo describir con bastante exactitud dado que yo mismo lo he experimentado. Cuando al principio llegué a la universidad tenía el mínimo de conciencia moral que un joven puede tener. Algún desvaído disgusto hacia la crueldad y hacia la tacañería en relación con el dinero era el máximo que había alcanzado. En cuanto a la castidad, a la veracidad y a la abnegación opinaba como un mandril puede opinar en cuanto a música clásica. Por la misericordia de Dios caí entre un grupo de jóvenes (ninguno de ellos cristiano, dicho sea de paso) que tenían conmigo la suficiente afinidad intelectual e imaginativa como para proporcionarme una inmediata intimidad, pero que, a la vez, conocían y trataban de obedecer la ley moral. En tal manera el juicio que ellos tenían respecto al bien y al mal era muy distinto al mío. Ahora bien, lo que sucede en tales casos no es en manera alguna algo así como pedirle a uno que trate como "blanco" aquello que hasta ese momento consideraba "negro". Los nuevos juicios morales nunca penetran en la mente como meros antónimos (aunque en realidad se oponen) a los juicios previos sino como "señores que eran ciertamente esperados". Usted no puede tener duda en qué dirección está avanzando: aquellos juicios morales son mucho más parecidos al bien que los fragmentos de bien que usted ya tenía pero, en un sentido, son una continuidad de aquéllos. Sin embargo, la gran prueba consiste en que el reconocimiento de las nuevas pautas va acompañado de un sentimiento de vergüenza y de culpa: uno está consciente de haber cometido disparates dentro de una sociedad para la cual no está adaptado. A la luz de tales experiencias es como tenemos que

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considerar la bondad de Dios. No hay duda alguna que la idea que El tiene en cuanto a la "bondad" difiere de la que tenemos nosotros. Sin embargo, no hay por qué temer que a medida que nos aproximemos a tal concepto se nos pida simplemente que invirtamos nuestras normas morales. Cuando aparezca alguna diferencia significativa entre la ética divina y la suya propia, usted no tendrá duda alguna que el cambio que se le exige es en dirección de lo que usted ya conoce como "mejor". La "bondad divina" difiere de la nuestra, pero no se trata de pura diferencia: difiere de la nuestra pero no en el sentido de blanco en vez de negro sino más bien en la manera en que un círculo perfecto se diferencia del primer intento que hace un niño para dibujar una rueda. Cuando el niño ya aprendió a dibujar se da cuenta que el círculo que hace ahora es aquello que él estaba tratando de hacer desde el mismo principio. Esta doctrina está presupuesta en la Escritura. Cristo llama a los hombres al arrepentimiento. Tal convocatoria carecería de significado si las normas de Dios fueran absolutamente distintas de aquellas que los hombres ya conocían y dejaron de practicar. Jesucristo apela a nuestro juicio moral ya existente: "¿Y por qué no juzgáis por vosotros mismos lo que es justo?"1 Dios, en el Antiguo Testamento, alterca con los hombres basándose en los conceptos que ellos mismos tenían en cuanto a la gratitud, la fidelidad y la honestidad, y se coloca a sí mismo, por así decirlo, en el banquillo de los acusados delante de sus propias criaturas al preguntarles "¿Qué maldad hallaron en mí vuestros padres, que se alejaron de mí?"2 Después de estos preliminares creo que sería conveniente sugerir que algunos conceptos acerca de la bondad divina que tienden a dominar nuestro pensamiento —aunque rara vez sean expresados en tantas palabras— queden abiertos a la crítica. Cuando hoy hablamos de la bondad de Dios, queremos dar a entender casi exclusivamente su actitud amante, y en esto podemos estar acertados. Y por amor, en este contexto, la mayoría queremos dar a entender bondad, el deseo de ver felices a otros, aparte de uno mismo, verlos felices no en esta o en aquella forma, sino simplemente felices. Lo que realmente nos dejaría satisfechos sería un Dios que acerca de cualquier cosa que nosotros estuviésemos haciendo dijera "¿Y qué importa, mientras ellos estén contentos?" En realidad lo que nosotros queremos no es tanto un Padre en los Cielos sino un abuelito en los cielos, una benevolencia senil que, como suelen decir los abuelos le "gusta ver a los muchachos gozándola en grande", y cuyo plan para el universo consistiera simplemente en que al fin de cada día pudiera decirse "todos lo pasaron muy bien". Admito que no habrá muchos que formulen una teología exactamente en esos términos, pero un concepto no muy distinto de ése acecha en el fondo de muchas mentes. Yo mismo no pretendo ser una excepción. Mucho me gustaría vivir en un universo que fuese gobernado siguiendo tales lineamientos. Pero puesto que no hay absolutamente ninguna duda en cuanto a que no vivo en esa clase de mundo, y dado que, por otra parte, tengo razones para creer que, pese a todo, Dios es amor, llego a la conclusión de que mi concepto del amor necesita corrección. Ciertamente que yo podría haber aprendido, incluso de los poetas, que el amor es algo mucho más severo y espléndido que la mera bondad: que aun el amor entre los sexos es, según Dante: "un señor de terrible aspecto". En el Amor hay bondad, pero el Amor y la bondad no son términos equivalentes y cuando la bondad (en el sentido mencionado arriba) es separada de otros elementos del Amor, implica una cierta indiferencia fundamental hacia sus objetos y hasta algo así como una especie de desprecio hacia éste. La bondad está fácilmente dispuesta a la eliminación de su objeto: todos hemos conocido personas cuya bondad hacia los animales las estaba constantemente impulsando a matarlos para que no sufrieran. La bondad, meramente como tal, no se preocupa de si su objeto se vuelve bueno o malo, a condición de que éste pueda escapar al sufrimiento. Tal como la Escritura lo subraya, son los bastardos los que se echan a perder: a los hijos legítimos, a aquellos que han de ser portadores de la tradición familiar, es a quienes castigamos.3 Para aquellas personas que no nos preocupan en absoluto es para quienes pedimos

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felicidad en términos generales. Pero para con nuestros amigos, para con aquellos que amamos, para con nuestros hijos somos exigentes y más bien preferiríamos verlos sufrir que verlos felices en formas despreciables y extravagantes. Si Dios es Amor, también es, por definición, algo más que mera bondad. Y al parecer, según todas las constancias, aunque El frecuentemente nos ha reprendido y condenado, jamás nos ha considerado con desprecio. Dios nos ha mostrado la "intolerable cortesía" de amarnos en el más profundo, más trágico y más inexorable de los sentidos. La relación entre Creador y criatura es, por supuesto, única y no puede ser parangonada con ninguna de las relaciones entre una criatura y otra. Dios está mucho más lejano y, a la vez, más cercano a nosotros que ningún otro ser. Está lejos de nosotros debido a la simple diferencia entre aquello que tiene en sí mismo el origen de su existencia y aquello otro a lo cual la existencia le es comunicada; comparado con esto, la diferencia entre un arcángel y un gusano resultaría insignificante. El hace, nosotros somos hechos; El es original, nosotros somos derivados. Pero, al mismo tiempo y por la misma razón, la intimidad entre Dios y la más insignificante de sus criaturas es más íntima que la que pueden alcanzar ninguna de esas criaturas entre sí. Nuestra vida es en todo momento abastecida por El: nuestra diminuta y milagrosa facultad del libre albedrío únicamente funciona en cuerpos que la continua energía divina mantiene en existencia. Nuestra misma capacidad de pensar es el poder de Dios comunicado a nosotros. Tan singularísima relación sólo puede ser captada mediante analogías. Tomando como punto de partida los varios tipos de amor conocidos entre las criaturas podemos llegar a un inadecuado (aunque útil) concepto del amor de Dios hacia el hombre. El tipo más inferior de amor, y que únicamente por extensión de la palabra podemos llamar "amor", es el que el artesano siente por su obra. La relación de Dios con el hombre es descripta en la visión de Jeremías relativa al alfarero y a la vasija y al barro,4 o cuando Pedro habla de toda la iglesia como un edificio sobre el cual Dios trabaja y de los miembros individuales como de piedras.5 Por supuesto que la limitación de tales analogías consiste en que en el símbolo el paciente no es sensible y que ciertas cuestiones relativas a la justicia y a la misericordia que surgen cuando las "piedras" son en realidad vivientes quedan, por lo tanto, sin ser representadas. Por lo demás, se trata de una importante analogía. Somos —y no meramente en el sentido metafórico sino en manera muy real— una divina obra de arte, algo que Dios está haciendo y, por lo tanto, algo con lo cual El no quedará satisfecho hasta que no alcance cierto carácter. Aquí nuevamente nos encontramos con lo que he llamado "intolerable cortesía". Con un boceto hecho distraídamente para entretener a un niñito, el artista no se tomaría mucha molestia; sería capaz de dejarlo a medio terminar aunque no representara exactamente lo que pretendía ser. Pero en el gran cuadro de su vida artística, aquella obra que él ama -aunque de diferente modo— tan intensamente como un hombre ama a una mujer o una madre a su hijito, el mismo artista se tomaría interminables molestias y, por lo tanto, causaría interminables incomodidades a su pintura si ésta fuera sensible. Podemos imaginar una pintura sensible que después de haber sido borrada, raspada y recomenzada por décima vez desearía haber sido un simple dibujito que queda terminado en un solo minuto... Del mismo modo, es, natural que deseemos que Dios hubiera determinado para nosotros un destino menos glorioso y menos arduo. Pero en tal caso no estaremos pidiendo más amor, sino menos. Hay otro tipo de amor: el que el hombre siente por la bestia. Esta relación es constantemente utilizada en las Escrituras para simbolizar el vinculo entre Dios y los hombres: "pueblo suyo somos y ovejas de su prado". En cierto modo esta analogía es mejor que la precedente porque la parte inferior es sensible aunque inconfundiblemente inferior; pero la ilustración no es tan buena ya que el hombre no ha hecho a la bestia y por lo tanto no la puede entender cabalmente. El gran mérito de esta analogía consiste en que, por ejemplo, la asociación de un hombre y un perro es bási-

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camente por causa del hombre: éste domestica al perro fundamentalmente para poder amarlo y no para que el perro lo ame a él; y lo domestica para que el perro lo sirva a él y no para servir él al perro. Y sin embargo, pese a todo, los intereses del perro no son sacrificados a los intereses del hombre. La finalidad (que el hombre pueda amar al perro) no puede ser plenamente lograda a menos que también, y a su manera, el perro ame al hombre; ni tampoco puede el perro servir al hombre a menos que éste, en manera distinta, sirva al perro. Ahora bien, precisamente porque el perro es, conforme a la escala humana de valores, una de las "mejores" criaturas irracionales, y un objeto digno del amor humano —por supuesto que en el grado y con la clase de amor que es propia de tal objeto y no con estúpidas exageraciones antropomórficas— el hombre interfiere con la naturaleza del perro y lo hace más digno de ese amor que cuando el can se encontraba en su estado meramente natural. En su estado natural el perro tiene un olor y unos hábitos que impiden el amor que el ser humano podría dedicarle. Entonces el hombre lo baña, lo domestica, lo enseña a no robar y en tal manera queda el animal en condiciones de ser amado por el hombre. Si el perrito pensara como un teólogo, todo este procedimiento le sugeriría serias dudas en cuanto a la "bondad" del hombre. Pero al perro plenamente desarrollado y adiestrado, de mayor tamaño, con mejor salud, y de más larga vida que el no domesticado, admitido, si podemos decirlo así, "por gracia" en todo un mundo de afectos, lealtades, intereses y comodidades que está por completo más allá de su destino animal, tal clase de perro, no tendría esas dudas. Ha de tenerse en cuenta que el hombre (me refiero exclusivamente al hombre bueno) se toma todas esas molestias con el perro y le causa todos esos dolores, solamente porque el can es un animal que ocupa un elevado lugar en su escala de valores, porque el perro está tan próximo a la condición de objeto digno de amarse que merece la pena hacerlo digno del todo. El hombre no domestica a un gusano ni baña a un ciempiés. Por cierto que, si lo preferimos así, podemos desear tener tan poco valor para Dios como para que El nos deje abandonados a nuestros propios impulsos naturales, que El deje de prepararnos para algo tan distinto de nuestra manera de ser natural. Pero nuevamente estaríamos así pidiendo no más Amor sino menos. Una más noble analogía, sancionada por el constante contenido de la enseñanza del Maestro, es aquella del amor de Dios hacia el hombre y la del amor del padre hacia el hijo. Siempre que se recurra a tal analogía (es decir, siempre que se ore el Padre Nuestro) será necesario recordar que el Salvador la usó en una época y en un país en que la autoridad paterna ocupaba un lugar mucho más elevado que en la Inglaterra actual.* Un padre casi avergonzado por haber traído al mundo a su hijo, temeroso de controlarlo para no crearle inhibiciones y hasta de instruirlo para no interferir con su independencia mental, es el más engañoso símbolo de la paternidad divina. No estoy discutiendo ahora si la autoridad paterna tal como se entendía antiguamente era algo bueno o algo malo; solamente estoy explicando lo que el concepto de paternidad tiene que haber significado para los primitivos oyentes del Señor, así como también ciertamente para los sucesores de éstos durante muchos siglos. Y esto se hará todavía mucho más evidente si consideramos cómo el Señor (aunque en nuestra creencia uno con su Padre y coetemo con El en manera que ningún hijo terrenal lo es con su padre terrenal) consideraba su propia condición de Hijo, rindiendo por completo su voluntad a la voluntad paterna y ni siquiera permitiendo que se le llamara "bueno" dado que Bueno es el nombre del Padre. El amor entre padre e hijo en este símbolo significa esencialmente amor con autoridad por un lado y amor con obediencia por el otro. El padre humano utiliza su autoridad para hacer del hijo la clase de ser humano que él, correctamente y con su superior sabiduría, quiere que su hijo sea. Aún en nuestros propios días, los padres que dicen "Quiero a mi hijo, pero no me preocupa cuan pillo pueda ser con tal que lo pase bien", pueden con eso no estar diciendo nada. Finalmente llegamos a una analogía llena de peligro y de mucha más limitada aplicación. Sin embargo, ocurre que ese tipo de analogía es la más útil en este preciso momento para nuestro

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propósito especial. Me refiero a la analogía entre el amor de Dios por el hombre y el amor del hombre por una mujer, de frecuente uso en las Escrituras. Israel es una esposa infiel pero su celestial Esposo no puede olvidar los días felices: "Anda y clama a los oídos de Jerusalén, diciendo: Así dice Jehová: Me he acordado de ti, de la fidelidad de tu juventud, del amor de tu desposorio, cuando andabas en pos de mí en el desierto, en tierra no sembrada".6 Israel es la desposada mendiga, la vagabunda a quien su amante halló abandonada a la vera del camino y a la que vistió y adornó e hizo atractiva y, pese a todo, ella lo traicionó.7 "Adúlteros" nos llama Santiago por habernos desviado hacia la "amistad con el mundo" mientras que "el Espíritu que él ha hecho morar en nosotros nos anhela celosamente".8 La Iglesia es la esposa del Señor a quien El tanto ama que en ella ninguna mancha ni arruga es tolerable.9 Porque la verdad que esta analogía subraya es que el Amor, por su propia naturaleza, demanda el perfeccionamiento del amado, que la mera "bondad" que tolera cualquier cosa excepto el sufrimiento del ser amado es, en ese aspecto, el polo opuesto del amor. Cuando nos enamoramos de una mujer, ¿dejamos por eso de preocupamos de si ella es limpia o sucia, honesta o vil? ¿O no es precisamente entonces cuando comenzamos a preocuparnos? ¿Hay alguna mujer que considere como muestra de amor en un hombre que éste ni sepa ni se preocupe por cuál es la apariencia de ella? Ciertamente el Amor puede amar a la amada cuando la belleza de ésta se ha desvanecido, pero no porque se haya desvanecido. El Amor puede perdonar todas las enfermedades y amar todavía a pesar de ellas, pero el Amor no dejará de desear que las enfermedades desaparezcan. El amor es más sensible aún que el mismo odio a toda falta en el amado; su "sentimiento es más tierno y sensible que los cuernitos del caracol". De todos los poderes el amor es el que perdona más, pero también el que condena menos; está satisfecho con poco, pero exige todo. Cuando el cristianismo dice que Dios ama al ser humano quiere decir precisamente eso: que Dios ama al ser humano, y no que El tiene alguna preocupación "desinteresada" por nuestro bienestar sino que en una pavorosa y sorprendente verdad resultamos ser objetos de su amor. Usted había pedido un Dios amante: pues ahí lo tiene. El gran espíritu que tan livianamente invocaba usted, el "señor de terrible aspecto", está presente. No se trata de una benevolencia senil que somnolentemente desea que usted pueda ser feliz a su propia manera, ni tampoco la impasible filantropía de un magistrado escrupuloso, ni la solicitud de un anfitrión deseoso de atender bien a sus huéspedes. Se trata del propio fuego consumidor, el Amor que hizo los mundos, persistente como el amor del artista por su obra y despótico como el amor del hombre hacia su perro, providente y venerable como el amor del padre por su criaturita; celoso, inexorable y exigente como el amor entre los sexos. En qué manera puede ser esto, yo no lo sé. Es algo que sobrepasa la razón el explicar por qué cualquier criatura —no digamos ya criaturas tal cual somos nosotros— puede tener un valor tan prodigioso a los ojos de su Creador. Ciertamente es un peso de gloria que sobrepasa no sólo nuestros merecimientos sino que también, salvo en raros momentos de gracia, va más allá de nuestros deseos; somos proclives, como las doncellas de la antigua comedia, a despreciar el amor de Zeus.1 Sin embargo, el hecho parece incuestionable. El Impasible habla como si sufriera pasión, y aquello que contiene en Sí mismo la causa de su propia gloria así como la de todas las demás, habla como si pudiera estar padeciendo necesidad y sufriendo anhelo. "Sube al Líbano y clama, y en Basan da tu voz, y grita hacia todas partes; porque todos tus enamorados son destruidos".11 "¿Cómo podré abandonarte, oh Efraín? ¿Te entregaré yo, Israel? ¿Cómo podré yo hacerte como Adma, o ponerte como a Zeboim? Mi corazón se conmueve dentro de mí, se inflama toda mi compasión".12 " ¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste!"13 El problema de reconciliar el sufrimiento humano con la existencia de un Dios que ama, resulta insoluble en tanto y en cuanto lo relacionamos con un trivial significado de la palabra "amor" y

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observamos las cosas como si el hombre fuese el centro de las mismas. Pero el hombre no es el centro. Dios no existe por causa del hombre. El hombre no existe por su propia causa. "Señor, digno eres de recibir la gloria y la honra y el poder; porque tú creaste todas las cosas, y por tu voluntad existen y fueron creadas".14 No fuimos hechos fundamentalmente para que pudiésemos amar a Dios (aunque fuimos hechos para eso también) sino para que Dios pudiese amamos a nosotros, para que nos volviésemos objetos en los cuales el amor de Dios pudiese "complacerse". Pedir que el amor de Dios se contente con nosotros tal como somos es pedir que Dios deje de ser Dios. Puesto que El es lo que El es, su amor tiene, por la naturaleza misma de las cosas, que ser impedido y ahuyentado por ciertas manchas de nuestro presente carácter, y dado que Dios ya nos ama tiene que obrar para hacemos más dignos de su amor. Ni siquiera somos capaces de desear en nuestros mejores momentos, que El se avenga a tolerar nuestras presentes impurezas como tampoco la doncella mendiga hubiera podido desear que el rey Cophetua quedara satisfecho con los harapos y la suciedad de ella, o que un perro, después de haber aprendido a amar a su dueño pretendiera que éste fuese de tal clase como para tolerar en su casa esa ruidosa, pulguienta y contaminante criatura de la jauría salvaje. Lo que aquí y ahora llamamos nuestra "felicidad" no es el fin que Dios tiene principalmente en vista, pero cuando seamos de tal forma que El nos pueda amar sin impedimento, entonces seremos felices en realidad. Estoy completamente consciente de que el desarrollo de mi razonamiento puede provocar una protesta. Había prometido que al llegar a entender la bondad divina no nos sería exigido que aceptásemos una mera inversión de nuestra propia ética. Pero se puede objetar que precisamente se nos ha pedido que aceptemos una inversión. La clase de amor que yo atribuyo a Dios, puede aducirse, es la clase que en los seres humanos calificamos como "egoísta" o "posesivo" y que contrasta desfavorablemente con otra clase de amor que busca primero la felicidad del amado y no la satisfacción del amante. No estoy muy seguro de que eso sea precisamente así ni siquiera en cuanto al amor humano. No me parece debo valorar mucho el amor de un amigo que se preocupa únicamente por mi felicidad y que no hace objeción al hecho de que yo me haya vuelto deshonesto. Sin embargo, doy la bienvenida a la objeción. La correspondiente respuesta pondrá el asunto bajo una nueva luz y corregirá aquello que ha sido unilateral en nuestra discusión. Lo cierto es que esta antítesis entre amor egoísta y amor altruista no puede aplicarse inequívocamente al amor de Dios por sus criaturas. Los conflictos de intereses y, por lo | tanto, las oportunidades ya fuere para el egoísmo o para la ' generosidad, solamente ocurren entre seres que habitan un mundo común. Dios no puede estar en competencia con una de sus criaturas en manera semejante a como tampoco Shakespeare podría estar en competencia con Viola. Cuando Dios se vuelve Hombre y vive como una criatura entre sus propias criaturas en Palestina, su abnegación es de tal magnitud que le lleva al Calvario. Un moderno filósofo panteísta ha dicho: "Cuando el Absoluto cae en el océano, se convierte en pez". De la misma manera, los cristianos podemos señalar hacia la Encamación y decir que cuando Dios se despoja a sí mismo de su gloria y se somete a aquellas condiciones solamente bajo las cuales el egoísmo y el altruismo tienen un significado claro, es entonces cuando podemos ver a Dios como completamente altruista. Pero Dios en su trascendencia —Dios como el incondicionado fundamento de todas las condiciones— no puede ser fácilmente considerado en el mismo sentido. Llamamos egoísta al amor humano cuando satisface sus propias necesidades a expensas de las necesidades de su objeto —como cuando un padre mantiene en casa a sus hijos porque no puede privarse de la compañía de ellos, aunque esos niños por el bienestar de ellos deberían salir al mundo. La situación implica una necesidad o una pasión por parte del amante, una incompatible necesidad por parte del amado o la culpable ignorancia de las necesidades del amado por parte del amante. No obstante, ninguna de tales condiciones está presente en la relación de Dios con el hombre. Dios no tiene necesidades. El amor humano, como nos enseña Platón, es hijo de la pobreza, de la necesidad o

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de la carencia; es originado por un real o supuesto bien en el amado, cosa que el amante necesita y desea. Pero el amor de Dios, lejos de ser originado por la bondad de su objeto, es el que origina toda la bondad que el objeto pueda tener, pues lo ha amado dándole existencia primero y conduciéndolo después hacia una real, aunque derivada, categoría de objeto digno de ser amado. Dios es bondad, Dios puede dar el bien, pero no puede necesitarlo ni obtenerlo. En tal sentido todo el amor divino es, podríamos decir, infinitamente generoso por propia definición: tiene todo para dar y nada para recibir. De aquí que si Dios a veces habla como si el Impasible pudiera sufrir pasión y la eterna plenitud pudiera sufrir necesidad y necesitar de aquellos seres a quienes otorga todo desde su misma existencia en adelante, esto únicamente puede significar —si es que significa algo inteligible para nosotros— que Dios como un puro milagro se ha hecho a sí mismo capaz de padecer necesidad y ha creado en sí mismo aquello que nosotros podemos satisfacer. Si él nos requiere, el requerimiento es obra de su propia voluntad. Si el corazón inmutable puede ser afligido por los muñecos de su propia creación, es la omnipotencia divina, y no otra cosa, la que se ha limitado libremente y con una humildad que sobrepasa el entendimiento. Si el mundo existe no mayormente para que nosotros podamos amar a Dios sino para que Dios pueda amamos a nosotros, aun así ese mismo hecho, en un nivel superior, ocurre por causa nuestra. Si Aquel que en sí mismo no puede carecer de nada ha elegido necesitamos, es debido a que nosotros necesitamos ser necesitados. Antes y detrás de todas las relaciones de Dios con el hombre, tal como ahora las aprendemos de la doctrina cristiana, se abre el abismo. Hay en ello un acto divino de pura dádiva: la elección del hombre sacándolo de la nada para convertirlo en el amado de Dios y, por lo tanto (en cierto sentido), en el necesitado y deseado por Dios quien a pesar de este acto no necesita nada puesto que El tiene y es eternamente todo bondad. Y tal acto ha sido por causa nuestra. Es bueno para nosotros que conozcamos el amor, y mejor aún es conocer el amor del mejor objeto: Dios. Pero conocerlo como un amor en el cual nosotros éramos básicamente los cortejantes y Dios el cortejado, en el cual buscamos y El fue encontrado, en el cual la conformidad de El a nuestras necesidades y no las nuestras a las de El, vienen primero, sería conocerlo en una forma falsa y ajena a la misma naturaleza de las cosas. Porque nuestro rol tiene que ser siempre el del paciente frente al agente, de femenino frente a lo masculino, de espejo frente a la luz, de eco frente a la voz. Nuestra más elevada actividad tiene que ser de respuesta y no de iniciativa. Experimentar el amor de Dios en una forma verdadera y no ilusoria es, por lo tanto, experimentarlo como una entrega a su demanda, como nuestra conformidad a su deseo. Experimentarlo en manera inversa es, como si dijéramos, un solecismo contra la gramática del ser. Naturalmente que no voy a negar que en cierto nivel podemos hablar acertadamente acerca de una búsqueda de Dios por parte del alma y de Dios como el recipiente de amor del alma. Pero a la larga la búsqueda de Dios por parte del alma solamente puede ser un grado o una apariencia (Erscheinung) de la búsqueda divina del alma, puesto que todo procede de El, dado que la misma posibilidad de nuestro amor es un don que hemos recibido de El y dado que nuestra libertad es solamente una libertad para elegir una mejor o peor respuesta. De aquí que opino que nada hace más aguda distinción entre el teísmo pagano y el cristianismo como la doctrina aristotélica de que Dios mueve el universo, siendo El mismo inamovible, como el amado mueve al amante.15 En cambio, para el cristianismo, "en esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados".16 La primera condición, pues, de aquello que entre los humanos es llamado amor egoísta, no existe en el caso de Dios. El no tiene necesidades naturales, ni pasiones que compitan con su deseo de bienestar para el amado. Si algo hay en El que pudiéramos imaginar según la analogía de una pasión o una necesidad, eso existiría por su propia voluntad y para beneficio nuestro. Y tampoco existe la segunda condición. Los verdaderos intereses de un niño pueden diferir de

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aquello que el afecto de su padre demanda instintivamente, puesto que el niño es un ser aparte del padre con una naturaleza que tiene sus propias necesidades y que no existe únicamente para el padre y que tampoco alcanza su perfección por ser amado por él y al cual el padre tampoco entiende plenamente. Pero las criaturas humanas no están separadas así de su Creador, ni tampoco puede El no entenderlas bien. El lugar que Dios les asigna en su esquema de cosas es el lugar para el cual ellas han sido hechas. Cuando ellas lo alcanzan, logran su naturaleza y alcanzan su felicidad: en el universo ha sido restaurado un hueso fracturado y la angustia ha concluido. Cuando queremos ser algo distinto de aquello que Dios quiere que seamos, estamos deseando en realidad algo que no nos hará felices. Aquellas demandas divinas que a nuestros oídos naturales suenan más bien como las de un déspota y no tanto como las de un amante, en realidad nos conducen a donde desearíamos ir si supiéramos lo que queremos. Dios demanda nuestra adoración, nuestra obediencia, nuestra humillación. ¿Suponemos que tales cosas puedan causarle a El algún bien, o algún temor como en el coro de Milton, en que la irreverencia humana puede producir la "disminución de la gloria divina"? El hombre no puede disminuir la gloria de Dios por negarse a adorarlo así como tampoco un enajenado mental puede expulsar a la luz del sol por escribir la palabra "tinieblas" en la pared de su celda. Pero Dios desea nuestro bien, y nuestro bien es que lo amemos a El (con esa respuesta de amor que es propia de las criaturas). Pero para amar a Dios tenemos que conocerlo: y si lo conocemos en realidad tendremos que caer postrados ante El. Si no es así, eso mostrará únicamente que lo que estamos tratando de amar no es todavía Dios, aunque pueda ser la más cercana aproximación a El que nuestro pensamiento y nuestra fantasía puedan alcanzar. Sin embargo, el llamamiento no es solamente a que nos postremos y experimentemos un reverente pavor, sino a que reflejemos la vida divina, a que participemos como sus criaturas de los divinos atributos que están mucho más allá de nuestros presentes deseos. Somos invitados a que nos "vistamos de Cristo", que nos volvamos semejantes a Dios. Es decir: ya fuere que no guste o nos disguste. Dios se propone darnos lo que necesitamos, no lo que nosotros creemos ahora necesitar. Y así, una vez más, somos turbados por la "intolerable cortesía", por el excesivo amor y no por la escasez de amor. Pero aun así este concepto quizá no alcance a presentar toda la verdad. No se trata sólo de que Dios arbitrariamente nos ha hecho de tal condición que El es nuestro único bien. Al contrario Dios es el único bien de todas las criaturas y, necesariamente, cada una de ellas tiene que hallar su bien en aquella clase y grado de fruición de Dios que sea propia a su naturaleza. La clase y grado pueden variar conforme a la naturaleza de la criatura, pero eso de que siempre puede haber algún otro bien es un sueño ateo. George Macdonald, en un pasaje de sus escritos que ahora no puedo localizar, representa a Dios como diciendo a los hombres "Vosotros tenéis que ser fuertes con mi fortaleza y benditos con mi bendición porque no tengo otras para claros". Esta es la conclusión de todo el asunto. Dios da lo que tiene, no lo que no tiene. Dios da la felicidad que existe, no la felicidad que no existe. Ser Dios —ser como Dios y compartir su bondad respondiendo como criaturas suyas- o ser miserables, estas son las tres únicas opciones. Si no aprendemos a comer el único alimento que produce el universo —el único alimento que cualquier posible universo por siempre podrá producir— entonces tendremos que padecer hambre eternamente.

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3. La maldad humana No puedes tener mayor señal de un orgullo arraigado que cuando piensas que ya eres suficientemente humilde. Law Serious Cali, cap. XVI LOS EJEMPLOS dados en el capítulo previo tenían el propósito de mostrar que el amor puede causar dolor a su objeto, pero solamente sobre la suposición de que ese objeto necesite alteración para volverse plenamente digno de ser amado. Ahora bien, ¿por qué necesitamos nosotros tanta alteración? La respuesta cristiana —que hemos utilizado nuestro libre albedrío para volvernos muy malos— es ya tan bien conocida que no necesitamos repetirla. Pero llevar tal doctrina a la vida real en la mentalidad del hombre moderno, e incluso de los cristianos modernos, es tarea muy difícil. Cuando los apóstoles predicaban, podían dar por sentado -hasta en sus oyentes paganos— una verdadera conciencia de ser merecedores de la ira divina. Los misterios paganos existían para aliviar esta conciencia y la filosofía epicúrea pretendía liberar a los hombres del temor al castigo eterno. Y contra ese trasfondo apareció el evangelio como buena nueva. Trajo noticia de una sanidad posible para hombres y mujeres mortalmente enfermos. Pero todo eso ha cambiado ahora. El cristianismo tiene que predicar el diagnóstico -muy malas noticias por cierto— antes de poder recibir la atención de los oyentes para que éstos puedan ser curados. Hay dos causas principales. Una la constituye el hecho de que por aproximadamente cien años nos hemos concentrado tanto en una de las virtudes —la "bondad" o misericordia— que la mayoría de nosotros siente que únicamente la bondad es realmente buena y que la crueldad es realmente mala. Tales desequilibrados desarrollos éticos no son infrecuentes: también otras épocas han tenido sus virtudes favoritas y sus curiosas insensibilidades. Y si una virtud ha de ser cultivada a expensas de todo el resto, ninguna tiene mayor derecho a ello que la misericordia; porque todo cristiano tiene que rechazar con aborrecimiento esa encubierta propaganda en favor de la crueldad que trata de eliminar del mundo a la misericordia aplicándole nombres tales como "Humanitarismo" y "Sentimentalismo". El verdadero problema consiste en que la "bondad" es una característica fatalmente fácil de atribuírnosla a nosotros mismos sobre fundamentos muy endebles. Cada uno se siente benévolo si ocurre que en ese momento nada le molesta. De tal modo una persona llega fácilmente a consolarse a sí misma como compensación por todos sus otros vicios mediante su convicción de que "tiene el corazón en el debido lugar" y que "sería incapaz de matar a una mosca", y esto aunque en realidad jamás esa persona haya hecho el menor sacrificio en favor de un semejante. Creemos ser bondadosos cuando, en realidad, solamente somos felices. Pero no es tan fácil, sobre la misma base, imaginarse a uno mismo como temperante, casto o humilde. La segunda causa es el efecto de sicoanálisis sobre la mentalidad pública, en particular la doctrina acerca de las represiones e inhibiciones. Cualquiera que fuere el significado real de estas doctrinas, la impresión que en realidad han causado al gran público es que el sentimiento de vergüenza es algo peligroso y dañino. Nos hemos esforzado para eliminar ese sentido de estremecimiento, ese deseo de ocultamiento que ya fuere la propia naturaleza o la tradición de casi toda la humanidad han atribuido a la cobardía, a la falta de castidad, a la mentira y a la envidia. Se nos dice que pongamos las cosas "a la luz del día" y esto no para que nos humillemos sino porque se pretende que tales "cosas" son muy naturales y no tenemos razón para aver24

gonzarnos de ellas. Pero a menos que el cristianismo sea totalmente falso, la percepción que de nosotros mismos tenemos en los momentos de vergüenza tiene que ser la única verdadera; y hasta la misma sociedad pagana generalmente ha reconocido que la "desvergüenza" es el nadir del alma. Al tratar de extirpar la vergüenza hemos demolido uno de los baluartes del espíritu humano, regocijándonos insensatamente en nuestra hazaña como los troyanos se regocijaban de haber introducido a través de las murallas de Troya el famoso caballo. No sé nada que se pueda hacer en cuanto a esto, excepto reedificar lo antes posible. Es obra de insensatos eliminar la hipocresía mediante el procedimiento de eliminar la tentación a la hipocresía: la "franqueza" de la gente hundida más allá de la vergüenza es una franqueza muy barata. Una recuperación del antiguo sentido del pecado resulta esencial para el cristianismo. Cristo da por sentado que los seres humanos son malos. Hasta que realmente no sintamos como verdadera esta afirmación, y aunque formemos parte del mundo que El vino a salvar, no formaremos parte de la audiencia a la cual El dirige sus palabras. Carecemos de la condición básica para entender acerca de qué está El hablando. Y cuando los hombres intentan ser cristianos sin esta conciencia preliminar del pecado, el efecto casi seguro es un resentimiento contra Dios como alguien que está siempre haciendo demandas imposibles e inexplicablemente iracundas. La mayoría hemos a veces sentido una secreta simpatía por el granjero agonizante que a la disertación del vicario respecto al arrepentimiento replicó preguntando: "¿Pero qué daño le he hecho yo jamás a El?" Y ahí está el verdadero obstáculo. Lo peor que le hemos hecho a Dios es abandonarlo. ¿Y por qué no puede El retribuir esa "cortesía"? ¿Por qué no vivir y dejar vivir? ¿Qué llamado siente precisamente El, entre todos los seres, para sentirse "iracundo"? ¡Para El es fácil ser bueno! Ahora bien, en el momento que un hombre siente verdadera culpa —momento muy excepcional en nuestras vidas-todas esas blasfemias se disipan. Mucho, nos parece, puede ser disculpado como debilidad humana. Pero no esto. Esta acción increíblemente vil y repulsiva, eso que ninguno de nuestros amigos hubiera cometido, eso de lo cual incluso un sujeto tan nauseabundo como X se hubiera avergonzado, esa cosa que nosotros hubiéramos tratado de impedir por todos los medios que fuese divulgada. .. esa cosa no. En tal momento es cuando conocemos muy de veras que nuestro carácter, tal como es revelado en esta acción, es —o debería ser— odioso para todos los hombres buenos y, si por encima de los hombres hay potencias superiores, también para éstas. Un Dios que no considerara esto con inaplacable disgusto no sería un ser bueno. Ni siquiera podríamos tener deseo de un Dios así: sería como pretender que todas las narices del mundo fuesen clausuradas de tal manera que el aroma del heno, la fragancia de las rosas y el perfume de los océanos jamás pudiesen deleitar a nadie debido a que da la casualidad que nuestro aliento es pestilente. Cuando meramente decimos que somos malos, la "ira" ' de Dios parece una doctrina bárbara; tan pronto como percibimos nuestra maldad, ella aparece inevitable, como un simple corolario de la bondad de Dios. Mantener siempre delante nuestro la percepción derivada de tal momento como el que acabo de describir, aprender a detectar la | misma y real inexcusable corrupción bajo la creciente complejidad de sus disfraces, resulta, por lo tanto, indispensable para una genuina comprensión de la fe cristiana. Esto, por supuesto, no es una doctrina nueva. No estoy intentando nada muy espléndido en este capítulo. Sencillamente trato de llevar a mi lector (más aún, a mí mismo) al pons asinorum, a dar el primer paso fuera del paraíso de los necios y de lo absolutamente ilusorio. Pero la ilusión se ha divulgado tanto en los tiempos modernos que tendré que agregar algunas consideraciones tendientes a hacer que la realidad resulte menos increíble. 1. Somos engañados al mirar el aspecto externo de las cosas. Suponemos no ser mucho peores que Y, a quien todos reconocen como una persona decente (y por cierto, aunque no lo proclamemos a gran voz) mejores que el abominable X. Aun en un nivel superficial probablemente

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estamos engañados acerca de este asunto. No se sienta usted tan seguro en cuanto a que sus amigos lo consideran a usted tan bueno como Y. El mismo hecho de haber usted seleccionado a Y para establecer esa comparación, resulta sospechoso: probablemente él sea netamente superior a usted y a sus amistades. Pero supongamos que tanto Y como usted aparezcan como "no malos". Hasta donde la apariencia de Y resulta engañosa es algo entre él y Dios. La de él puede que no sea engañosa, pero usted sabe que la suya lo es. ¿Esto le parece a usted un simple ardid porque yo podría decirle lo mismo a Y y hacer lo propio con cada otra persona sucesivamente? Pero ahí está precisamente la cuestión. Toda persona que no sea o muy santa o muy arrogante, tiene que vivir "de conformidad" con la apariencia externa de otras personas. El individuo sabe que hay algo dentro de él que está mucho más bajo aún que su más descuidada conducta pública, más bajo aún que su más liviana conversación. En un instante, mientras su amigo duda buscando una palabra, ¿qué cosas pasan por la mente de usted? Nunca hemos dicho la verdad íntegra. Podemos confesar los actos feos —la más mezquina cobardía o la más mugrienta y prosaica impureza— pero el tono es falso. El mismo acto de confesar —una infinitesimal e hipócrita miradita, un arranque de humor— todo eso contribuye a disociar los hechos apartándolo a usted de su propia personalidad. Nadie podría imaginar cuan familiar y, en un sentido, cuan connaturales y afínes con su alma fueron esas cosas, cuan acordes con todo el resto. Allá adentro, en la calidez de lo íntimamente soñado, esas cosas no suenan para usted como una nota tan discordante, no son ni tan raras y ni tan ajenas al resto de su persona, como suenan al ser expresadas mediante palabras. Insinuamos —y a veces lo creemos— que los vicios habituales son simples actos aislados y excepcionales, y cometemos el error opuesto respecto a nuestras virtudes. Tal actitud es semejante a la de esos malos jugadores de tenis que a sus días de partidos normales los llaman "mal día", mientras que a sus rarísimos desempeños exitosos los consideran como días normales. No creo que sea falta nuestra que no podamos decir la auténtica verdad concerniente a nosotros; el persistente y vitalicio murmullo intimo de rencor, de celos, de sensualidad, de avaricia y de auto-complacencia no será expresado con palabras. Pero lo importante es esto: no debemos confundir nuestras inevitablemente limitadas expresiones verbales considerándolas como un completo informe acerca de lo peor que llevamos dentro. 2. Una reacción —saludable en sí misma— está ahora en marcha en contra de los conceptos puramente individuales o domésticos de moralidad. Se trata de un reavivamiento de la conciencia social. Nos sentimos involucrados en un sistema social inicuo y partícipe de una culpa corporativa o compartida. Esto es muy cierto. Pero el enemigo puede aún explotar las verdades para engañarnos. Tenga usted cuidado de no estar usando la idea de la culpa corporativa de manera que aparte su atención de aquellas monótonas y anticuadas culpas exclusivamente suyas, culpas que nada tienen que ver con "el sistema" y que pueden ser encaradas sin tener que aguardar al milenio. Porque la culpa compartida quizá no pueda ser, y ciertamente no lo es, sentida con la misma fuerza que la culpa personal. Para la mayoría de nosotros, tal como somos ahora, este concepto es una mera excusa para eludir el problema real. Cuando realmente aprendemos a conocer nuestra corrupción individual, es recién entonces cuando verdaderamente podemos seguir adelante y pensar en la culpa corporativa, y siempre será poca la atención que le dediquemos. Sin embargo, antes de correr tendremos que aprender a caminar. 3. Tenemos la extraña ilusión de que el mero tiempo cancela el pecado. He escuchado a otros, y me he escuchado a mí mismo, contando crueldades y falsedades cometidas en la infancia como si tales cosas no tuvieran relación alguna con el que las cuenta, y que a veces hasta las cuenta con una sonrisa. Pero el mero tiempo no afecta para nada ni al hecho ni a la culpa por un pecado. La culpa es lavada no por el tiempo sino por el arrepentimiento y por la sangre de Cristo. Si nos hemos arrepentido de esos tempranos pecados, deberíamos recordar el precio de nuestro perdón y ser humildes. En cuanto al hecho de un pecado, ¿es probable que cualquier cosa lo cancele?

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Para Dios todos los instantes están eternamente presentes. ¿No es por lo menos posible que en algún plano de su multidimensional eternidad El lo vea a usted por siempre en la escuela preprimaria arrancándole por siempre las alas a una mosca, por siempre adulando, por siempre mintiendo y, más tarde, como jovencito, por siempre deleitándose en actitudes lujuriosas, por siempre en aquel momento de cobardía o de insolencia como subalterno? Quizá la salvación no consista en la cancelación de esos momentos eternos. Más bien pudiera ser que consista en la perfeccionada humildad capaz de llevar por siempre consigo la vergüenza regocijándose en la oportunidad que ésta le brindó a la compasión divina y estando satisfecha de que todo eso sea conocido por todo el universo. Quizá en ese momento eterno el apóstol Pedro —él me perdonará si estoy equivocado— niegue por siempre a su Maestro. Si es así, entonces ciertamente sería verdad que las delicias del cielo son para la mayoría, en nuestra presente condición, un "sabor adquirido" y que ciertas maneras de vivir pueden resultar de un sabor imposible de adquirir. Quizá los perdidos sean aquellos que no se atreven a ir a tal lugar público. Naturalmente que no sé si esto es cierto, pero creo que vale la pena tener en cuenta tal posibilidad. 4. Tenemos que guardarnos de pensar que "en la cantidad hay seguridad". Es natural creer que si todos los hombres son tan malos como dicen los cristianos, entonces la maldad tiene que ser muy excusable. Si todos los estudiantes fracasan en los exámenes, entonces seguramente que la exigencia tiene que haber sido excesivamente rigurosa. Eso es lo que piensan los alumnos de un colegio hasta que se enteran que hay otros colegios en donde el noventa por ciento de los estudiantes rinden exámenes satisfactorios sobre exactamente las mismas asignaturas. Y es entonces cuando comienzan a sospechar que la falta no reside del lado de los examinadores. Además, muchos de nosotros hemos pasado por la experiencia de haber vivido dentro de algún cerrado círculo local de la sociedad humana, alguna escuela privada, alguna universidad, regimiento o gremio donde el tono era malo. Y dentro de ese sector cerrado ciertas acciones eran consideradas como sencillamente normales ("todo el mundo lo hace") y ciertas otras como virtudes impracticables y quijotescas. Pero al salir de esa mala sociedad hicimos el horrible descubrimiento de que en el mundo exterior nuestro accionar "normal" era aquello que jamás una persona decente soñaría con hacer, y que nuestras "quijotadas" eran tomadas como el nivel mínimo de decencia. Aquello que nos había parecido como mórbidos y fantásticos escrúpulos mientras habíamos permanecido dentro del ghetto llegan a ser ahora los únicos momentos de cordura de que allí habíamos disfrutado. Será sabio que encaremos la posibilidad de que todo el género humano (siendo una pequeña cosa dentro del universo) sea, exactamente, ese pequeño ghetto de maldad; una especie de aislada mala escuela, una especie de regimiento dentro del cual un mínimo de decencia pasa por ser una virtud heroica y la completa corrupción se considera como una excusable imperfección. Pero, ¿hay alguna evidencia —aparte de la propia doctrina cristiana— de que eso es así? Temo que la haya. En primer lugar, están entre nosotros esas raras personas que no aceptan las pautas locales, que demuestran la alarmante verdad de que es posible un muy distinto comportamiento. Más aun, tenemos el hecho de que tales personas, aunque ampliamente separadas en el espacio y en el tiempo, muestran una sugestiva facilidad para concordar unos con otros en lo principal, casi como si hubieran estado en contacto con una amplísima opinión pública fuera de sus respectivos círculos cerrados. Aquello que es común a Zaratrustra, a Jeremías, a Sócrates, a Gautama, a Cristo§ y a Marco Aurelio es algo muy sustancial. En tercer lugar, dentro de nosotros hallamos, aun hoy, una aprobación teórica de esa

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Menciono al Dios encarnado entre los maestros humanos para subrayar el hecho de que la principal diferencia entre El y ellos reside, no en la enseñanza ética (lo cual es aquí mi preocupación) sino en Persona y Oficio.

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conducta que uno no practica. Aun dentro del ghetto no llegamos a decir que la justicia, la misericordia, la fortaleza moral, y la temperancia no tienen valor alguno, sino solamente que la costumbre local es todo lo valerosa, temperante y compasiva que razonablemente se puede esperar. Empieza a parecer como si eso de pasar por alto los reglamentos escolares aun dentro de esta mala escuela estuviese relacionado con algún mundo más extenso, y que cuando concluya el período lectivo podríamos vemos enfrentados a la opinión pública de ese mundo más amplio. Pero lo peor de todo es esto: no podemos dejar de ver que únicamente el grado de virtud que ahora consideramos como impracticable es el que puede salvar a la raza humana de un desastre aun en este planeta. Las normas que parecen haberse introducido en el ghetto provenientes del exterior, llegan a ser patéticamente significativas para las condiciones internas del ghetto. Tanto es esto así que una consecuente práctica de la virtud por parte de la raza humana, aunque tan sólo fuere durante una década, podría llenar la tierra de polo a polo con paz, abundancia, salud, regocijo y alivio. Y ninguna otra cosa podría lograr eso. Puede ser que la costumbre aquí haya sido tratar las reglas del regimiento como si fuesen letra muerta o como consejo de perfeccionistas; pero precisamente en estos tiempos todo aquel que se detiene a pensar podrá ver que cuando enfrentamos al enemigo,** tal negligencia puede costarle la vida a cada uno de nosotros. Y es entonces cuando envidiamos a la persona "mórbida", al "pedante" o al "entusiasta" que realmente ha enseñado a sus soldados a disparar sus armas y a cavar y también a ahorrar el agua de sus cantimploras. 5. La sociedad extensa que yo aquí contrasto con el sector cerrado o ghetto, puede no existir según la opinión de algunos y, de todos modos, no tenemos experiencia acerca de ella. No nos hemos encontrado ni con ángeles ni con razas no caídas. Pero aun dentro de nuestra propia raza humana podemos captar algún indicio de la verdad. Distintas épocas y culturas pueden ser consideradas como "ghettos" cuando se las compara unas con otras. Pocas páginas antes he dicho que diversas épocas se han distinguido por distintas virtudes. Quizá usted alguna vez se sienta tentado a pensar que nosotros, los modernos europeos occidentales, realmente no podemos ser muy malos porque, comparativamente hablando, somos humanos. En otras palabras, usted en tal caso creería que Dios puede estar conforme con nosotros sobre esa base. Bien, pregúntese entonces a sí mismo si cree que Dios debería haber quedado satisfecho con la crueldad de las épocas crueles simplemente porque esas épocas se destacaron por el arrojo o la castidad. Verá usted inmediatamente que eso es una imposibilidad. Al considerar usted la crueldad de nuestros antepasados, podrá obtener algún indicio de cómo nuestra propia flojedad, mundanalidad y timidez les hubiera parecido a ellos y, de ahí cómo ambos debemos parecerle a Dios. j 6. Quizá mi insistencia en la palabra "bondad" haya provocado ya una protesta en la mente de algunos lectores. ¿No estamos acaso en una época crecientemente cruel? Tal vez así sea; pero creo que nos hemos vuelto crueles al intentar reducir todas las virtudes a la bondad. Acertadamente Platón enseñó que la virtud es una. Usted no podrá ser bondadoso a menos que tenga también todas las demás virtudes. Si por ser cobarde, engreído y perezoso usted no ha causado gran daño todavía a algún semejante, eso se debe solamente a que el bienestar de tal persona todavía no ha entrado en conflicto con su seguridad, auto-complacencia o comodidad. Todo vicio lleva a la crueldad. Hasta una emoción buena, como la compasión, si no está controlada por la

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Nota del traductor: Téngase en cuenta que este libro fue escrito en Inglaterra en plena Segunda Guerra Mundial.

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caridad y por la justicia conduce, a través de la ira, a la crueldad. La mayoría de las atrocidades son estimuladas por medio de relatos concernientes a las atrocidades cometidas por el enemigo; la compasión hacia las clases oprimidas, tomada aparte de la ley moral como un todo, mediante un proceso muy natural conduce a las imperdonables brutalidades del reinado del terror. 7. Algunos modernos teólogos han protestado —muy acertadamente por cierto— contra una interpretación excesivamente moralista del cristianismo. La santidad de Dios es algo más y algo distinto de la perfección moral: sus demandas sobre nosotros son algo más y algo distinto de la demanda de un deber moral. No voy a negar tal cosa. Pero este concepto, como el de la culpa corporativa o compartida, es fácilmente usado para eludir el verdadero problema. Dios puede ser más que la bondad moral; pero no menos. El camino hacia la tierra prometida pasa por el Sinaí. La ley moral puede existir para ser trascendida, pero no la trascienden aquellos que primeramente no admiten las demandas de tal ley y tratan luego con todas sus fuerzas de satisfacer tales demandas encarando limpia y honestamente el hecho de su fracaso. 8. "Cuando alguno es tentado, no diga que es tentado de parte de Dios".1 Muchas escuelas de pensamiento nos alientan para que transfiramos la responsabilidad de nuestra conducta adjudicándosela a alguna necesidad inherente a la naturaleza de la vida humana y así, por vía indirecta, al Creador. Los enfoques populares de esta posición son la doctrina evolucionista según la cual aquello que llamamos maldad es un legado inevitable que recibimos de nuestros antepasados irracionales, o la doctrina idealista de que aquello es simplemente un resultado de nuestra condición de seres finitos. Ahora bien, el cristianismo —si es que entiendo las epístolas paulinas— ciertamente admite que la perfecta obediencia a la ley moral que hallamos escrita en nuestros ' corazones y que percibimos como necesaria aun en el nivel biológico, es imposible de cumplirse por hombres. Esto haría surgir un verdadero obstáculo respecto a nuestra responsabilidad si es que la perfecta obediencia tuviera alguna relación práctica con la vida de la mayoría de nosotros. Cierto grado de obediencia que tanto usted como yo hemos dejado de alcanzar en las últimas veinticuatro horas es! verdaderamente posible. El problema fundamental no tiene que usarse como un medio mas de evasión. La mayoría de nosotros está menos urgentemente preocupada con la cuestión paulina que con esta simple afirmación de William Law: "si os detenéis aquí y os preguntáis por qué no sois tan piadosos como lo fueron los cristianos primitivos, vuestro propio corazón os responderá que eso no se debe ni a ignorancia ni a incapacidad, sino simplemente a que nunca lo habéis intentado".2 No habremos entendido bien este capítulo si alguien lo describe como una reafinnación de la doctrina de la depravación total. No creo en esa doctrina. Y en parte no creo en ella basándome en el fundamento lógico de que si nuestra depravación fuese total no podríamos saber que somos depravados y, en parte, también porque la experiencia nos muestra que hay mucha bondad en la naturaleza humana. Pero tampoco estoy recomendando la melancolía universal. La emoción de vergüenza ha sido valorada no como una simple emoción sino porque conduce a un discernimiento íntimo. Creo que tal discernimiento tendría que ser continuo en la mente de cada ser humano, pero en lo relativo a si deberían alentarse las emociones dolorosas que lo acompañan, eso es más bien un problema técnico de dirección espiritual acerca del cual yo, como laico, siento poca inclinación a referirme. Mi propia idea al respecto -si es que ésta vale algo— es que toda tristeza que no surja o bien (a) del arrepentimiento por un pecado concreto y que nos apresure hacia una concreta enmienda o restitución, o bien (b) surgiendo de la compasión y apresurándonos a la ayuda activa, es sencillamente mala. Y creo, además, que todos, al desobedecer innecesariamente el mandamiento apostólico de "gozarnos", pecamos tanto como por cualquier otra cosa. La humildad, luego del primer sacudón, es una jovial virtud. El verdaderamente triste es el magnánimo incrédulo que desesperadamente, pese a sus reiteradas desilusiones, trata de mantener su "fe en la naturaleza humana". He estado apuntando hacia un

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efecto intelectual y no hacia un resultado emocional: he estado tratando de hacer entender al lector que, al presente en verdad somos criaturas cuyo carácter tiene que resultar horroroso para Dios en algunos aspectos, tal como resulta horroroso para nosotros mismos cuando realmente lo vemos. Creo que esto es un hecho: y he notado que cuanto más santa es una persona más consciente está de aquel hecho. Quizás usted ha imaginado que esta humildad en los santos es una piadosa ilusión ante la cual Dios sonríe. Ese es un error muy peligroso. Es teóricamente peligroso porque le hace a usted identificar una virtud (es decir: una perfección) con una ilusión (o sea: una imperfección), lo cual tiene que ser un disparate. Y es prácticamente peligroso porque alienta al individuo a confundir sus primeros discernimientos relativos a su propia corrupción considerándolos como el comienzo de un halo que circunda su propia e ingenua cabeza. No confíe en eso. Cuando los santos dicen que ellos —incluso ellos— son viles, están registrando la verdad con científica exactitud. ¿Cómo ha llegado a producirse tal estado de cosas? En el capítulo que sigue trataré de explicar todo cuanto pueda acerca de la respuesta cristiana a este interrogante.

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La caída del hombre Obedecer es el correcto oficio de un alma racional. Montaigne II, xii. LA RESPUESTA CRISTIANA al

interrogante con que finalizamos el capítulo anterior está contenida en la doctrina de la Caída. Según tal doctrina, el hombre es ahora un horror para Dios y para sí mismo y una criatura mal adaptada al universo. Y eso no tanto debido a que Dios lo haya hecho así sino como consecuencia del abuso de su propio albedrío por parte del hombre mismo. En mi concepto tal es la única función de esa doctrina. Ella existe para protegernos contra dos teorías subcristianas relativas al origen del mal: el monismo, conforme al cual el propio Dios, estado "por encima del bien y del mal", produce imparcialmente los efectos a los cuales damos esos dos nombres; y el dualismo, según el cual Dios produce el bien mientras que un Poder igual independiente produce el mal. Frente a estos dos enfoques el cristianismo afirma que Dios es bueno. Afirma que El hizo buenas todas las cosas y que las hizo a causa de su bondad. Afirma que una de las buenas cosas que El hizo, es el libre albedrío de las criaturas racionales y que este libre albedrío en virtud de su propia naturaleza, implica la posibilidad del mal, y que las criaturas aprovechando tal posibilidad, se han vuelto malas. Ahora bien, esta función —la única que concedo a la doctrina de la Caída— tiene que distinguirse de otras dos funciones que a veces se presentan como cumplidas por tal doctrina pero que yo rechazo. En primer lugar, no creo que la doctrina responda a la pregunta "¿Era mejor para Dios crear que no crear?" Esta es una pregunta que ya he declinado. Puesto que creo que Dios es bueno estoy seguro que, si la pregunta tiene algún significado, la respuesta tendrá que ser "Sí". Pero dudo que esa pregunta tenga significado y, aunque lo tuviese, estoy seguro que la respuesta no se puede lograr por la clase de juicio de valor que los hombres pueden hacer significativamente. En segundo lugar, no creo que la doctrina de la Caída pueda utilizarse para mostrar que es "justo", en términos de justicia retributiva, castigar a los individuos por las faltas de sus remotos antepasados. Algunos aspectos de la doctrina parecen implicar eso, pero dudo si alguno de ellos, tal como son entendidos por sus expositores, realmente significan eso. Los padres dé la iglesia pueden a veces decir que somos castigados por el pecado de Adán, pero con mayor frecuencia afirman que hemos pecado "en Adán". Puede que sea imposible sabéis qué querían decir con eso, o podemos llegar a la conclusión de que lo que ellos afirmaban era erróneo. Pero no creo que podamos despachar esta manera de expresarse de ellos considerándola como un simple "modismo". Ya fuere sabia o neciamente ellos creían que estábamos realmente —y no por mera ficción legal— involucrados en la acción de Adán, El intento de formular esta creencia diciendo que estábamos "en" Adán en un sentido físico —siendo Adán el prima vehículo del "plasma del germen inmortal"— puede resultar inaceptable. Pero, por supuesto, es otro asunto si la creencia en sí misma es una mera confusión o una genuina indagación en las realidades espirituales que están más allá de nuestra percepción normal. Por el momento, sin embargo, tal cuestión no surge porque, como ya he dicho, no tengo intención de sugerir que el descendimiento hasta el hombre contemporáneo de las incapacidades contraídas por su remotos antepasados sea una muestra de justicia retributiva, Para mí es más bien una muestra de aquellas cosas necesaria involucradas en la creación de un mundo estable, cosas que ya hemos considerado en el capítulo segundo. No hay duda que para Dios hubiera sido perfectamente posible eliminar mediante un milagro las consecuencias del pecado cometido por un ser humano. Sin embargo eso no hubiera producido mucho bien a menos que El estuviese

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dispuesto, además, a eliminar los resultados del segundo pecado, y del tercero y así sucesivamente por siempre. En tal caso si los milagros cesaran, tarde o temprano hubiéramos alcanzado nuestra lamentable situación presente. Por el contrario, si los milagros continuaran, entonces tendríamos un mundo permanentemente apuntalado y corregido por la interferencia divina. Sería ese un mundo en el que jamás nada importante dependería de la decisión humana. Sería un mundo en el cual la decisión misma pronto cesaría también a causa de la certidumbre de que una de las aparentes alternativas que uno enfrenta no llegarán a resultado alguno y, por lo tanto, no es una verdadera alternativa. Como ya vimos, la libertad del ajedrecista para desarrollar su juego depende de la rigidez de los escaques o cuadrados y de los movimientos. Habiendo aislado aquello que considero ser el real significado de la doctrina relativa a la caída del Hombre, observemos ahora la doctrina propiamente dicha. El relato del Génesis (relato pleno de profunda sugestión) tiene que ver con una mágica manzana de sabiduría, pero en el desarrollo de la doctrina la magia inherente a esa manzana ha quedado casi fuera de la vista y la explicación trata simplemente acerca de la desobediencia. Tengo el más profundo respeto incluso hasta por los mitos paganos y, más aún, por los mitos de la Sagrada Escritura. Por lo tanto no dudo que la versión que enfatiza la manzana mágica y reúne los árboles de la vida y del conocimiento, contiene una más profunda y más sutil verdad que la versión que hace de la manzana simple y puramente una promesa de obediencia. Pero doy por sentado que el Espíritu Santo no hubiera permitido que esta segunda versión se divulgase tan considerablemente en la Iglesia y llegase a contar con la conformidad de los grandes doctores a menos que también fuese verdadera y útil tal como circulaba. Y es esta versión la que voy a examinar porque, aunque sospecho que la primitiva versión es mucho más profunda, sé que, de cualquier modo, no puedo penetrar en sus profundidades. Voy a ofrecer pues a mis lectores, no lo absolutamente mejor, sino lo mejor que tengo. En la doctrina desarrollada se afirma que el hombre, tal como Dios lo hizo, era completamente bueno y completamente feliz pero que, al desobedecer a Dios se volvió lo que ahora vemos. Muchos opinan que la ciencia moderna ha demostrado que tal proposición es falsa. "Ahora sabemos —se deduce— que los hombres, lejos de haber caído de un prístino estado de virtud y felicidad, lentamente se han ido levantando de una condición de brutalidad y salvajismo". Me parece que en esto hay una completa confusión. Bruto y salvaje son vocablos ambos que pertenecen a esa infeliz clase de palabras que a veces son usadas retóricamente como términos de reproche y, a veces, científicamente, como términos de descripción. Y el argumento seudo científico contrario a la Caída depende de una confusión entre estos dos usos. Si al decir que el hombre se levantó de la brutalidad usted quiere indicar sólo que el hombre físicamente descendía de animales, entonces no tengo objeción que hacer. Pero de eso no podemos deducir que cuanto más atrás se remonta uno, más brutal —en el sentido de malvado o miserable— descubrirá que el hombre es. No hay animal que tenga virtud moral. Sin embargo, no es cierto que todo comportamiento animal sea de la clase que uno llamaría "malvado" si fuese obra de hombres. Por el contrario, no todos los animales tratan a otras criaturas de su propia especie tan mal como el hombre trata al hombre. No todos son tan glotones o injuriosos como nosotros, y ningún animal es ambicioso. Del mismo modo, si uno dice que los primeros hombres eran "salvajes" queriendo indicar con ello que sus utensilios eran pocos y rústicos como son los de los "salvajes" contemporáneos, bien puede uno tener razón. Pero si lo que uno quiere decir con eso es que ellos eran lujuriosos, feroces, crueles y pérfidos, entonces estará avanzando más allá de la evidencia disponible, y esto por dos razones. En primer lugar, los modernos antropólogos y misioneros están menos inclinados que sus colegas de tiempos anteriores a apoyar esa desfavorable descripción relativa a los salvajes modernos. En segundo lugar, usted no puede argumentar, basándose en los utensilios de los hombres primitivos, que éstos eran en todos los aspectos como los pueblos

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primitivos, que éstos eran en todos los aspectos como los pueblos contemporáneos que fabrican objetos similares. Aquí tenemos que estar en guardia contra una ilusión que el estudio del hombre prehistórico parece originar en forma natural. El hombre prehistórico, por ser prehistórico, nos es conocido únicamente por las cosas materiales que hizo o, más exactamente, por una selección casual de los objetos materiales más durables que él hizo. No es culpa de los arqueólogos que ellos no cuenten con mejores evidencias. Pero esa escasez de elementos constituye una continua tentación a inferir más de lo que tenemos derecho de inferir y a dar por sentado que la comunidad que elaboró mejores utensilios era también mejor en todos los aspectos. Todos podemos ver que esa presuposición es falsa: nos conduciría a la conclusión de que las clases acomodadas de nuestra época son en todo sentido superiores a aquellas de la época victoriana.†† Está claro que el hombre prehistórico que elaboró la peor clase de alfarería puede haber producido los mejores poemas, y nosotros nunca los conoceremos. Y aquella conclusión se vuelve aún más absurda cuando comparamos al hombre prehistórico con los salvajes contemporáneos. La similar tosquedad de los utensilios en este caso no nos dice nada acerca de la inteligencia o la virtud de sus fabricantes. Aquello que se aprende mediante procedimiento de ensayo y error tiene que empezar necesariamente por ser tosco, no importa cuál fuere el carácter del principiante. La misma vasija que hubiera demostrado que su fabricante era un genio si fuese la primera vasija fabricada en el mundo, también demostraría que su fabricante era un zopenco si apareciese después de milenios de alfarería. Toda la moderna estimación del hombre primitivo está basada sobre esa idolatría de los utensilios que constituye un gran pecado compartido de nuestra civilización. Olvidamos que nuestros antepasados prehistóricos realizaron los más útiles descubrimientos —excepto el del cloroformo— que jamás hayan sido hechos, A ellos les debemos el idioma, la familia, las vestimentas, el uso del fuego, la domesticación de animales, la rueda, el buque, la poesía y la agricultura. La ciencia, por lo tanto, nada tiene que decir ni en favor ni en contra de la doctrina de la Caída. Una dificultad más filosófica ha sido presentada por un moderno teólogo con quien todos los estudiosos de este asunto estamos en gran deuda. 1 Este escritor destaca que la idea de pecado presupone una ley contra la cual pecar: y puesto que llevaría siglos al "instinto de la manada" cristalizarlo en una costumbre y de costumbre concretarlo en ley, el primer hombre —si hubo alguna vez algún ser que se pudiera describir así— no pudo haber cometido el primer pecado. Este razonamiento da por sentado que la virtud y el instinto de manada generalmente coinciden y que, por lo tanto, el "primer pecado" fue esencialmente un pecado social. Pero la doctrina tradicional señala hacia un pecado en contra de Dios, un acto de desobediencia, no un pecado contra el prójimo. Y ciertamente que si hemos de sostener la doctrina de la Caída en algún sentido real, tenemos que buscar el gran pecado en un más profundo y más intemporal plano que el de la moralidad social. Este pecado ha sido descrito por San Agustín como la consecuencia del orgullo, del movimiento merced al cual una criatura (es decir, un ser esencialmente dependiente cuyo principio de existencia reside no en sí mismo sino en otro) trata por propia voluntad de vivir para si mismo.2 Tal clase de pecado no requiere condiciones sociales complejas ni prolongada experiencia ni gran desarrollo intelectual. Desde el momento en que una criatura se vuelve consciente de Dios como Dios y de sí misma como de un ser personal, queda abierta la terrible alternativa de elegir como centro a Dios o al "yo". Este pecado es cometido diariamente por niños y por campesinos ignorantes tanto como por personas refinadas; por individuos solitarios tanto como por los que viven en sociedad: es la caída en cada vida individual y en cada día de la vida individual; el

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Nota del traductor: Recuérdese que el autor es inglés.

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pecado básico que yace detrás de todos los pecados particulares: en este preciso instante usted y yo o bien lo estamos cometiendo o estamos próximos a cometerlo, o bien nos estamos arrepintiendo de él. Al despertar tratamos de consagrar por completo el nuevo día a Dios; antes de terminar de afeitarnos ya se ha vuelto nuestro día y la participación de Dios en él la consideramos como un tributo que tuviéramos que pagar de nuestro propio bolsillo, una especie de sustracción del tiempo que debería —así lo sentimos— ser "nuestro". El hombre comienza un nuevo trabajo con un sentido de vocación y, quizá durante la primera semana todavía mantiene el cumplimiento de su tarea como propio fin personal, tomando las delicias y los dolores de la mano de Dios a medida que llegan como "accidentes". Pero ya a la segunda semana está comenzando a "conocer bien" las cosas; y ala tercera semana ya ha retirado del trabajo su interés personal anterior. Y si sigue insistiendo en esto llega a pensar que no está obteniendo sino lo que en derecho le corresponde, y cuando no lo obtiene, dice que está sufriendo una interferencia. Un enamorado, obedeciendo a un impulso bastante impremeditado —que puede estar lleno de buena voluntad así como también del deseo de la necesidad de no olvidarse de Dios— abraza a su amada y, entonces, con bastante ingenuidad, experimenta la emoción del placer sexual y ya en el segundo abrazo puede tener ese placer a la vista, puede ser un medio para lograr un fin. Y éste puede ser el primer paso descendiendo hacia el estado en que considerará a su prójimo como una cosa, como una máquina para proporcionarle placer. Así el florecimiento de la inocencia, el factor de obediencia y la buena disposición para recibir lo que venga, es eliminada de toda actividad. Los pensamientos iniciados por causa de Dios —tales como éstos que ahora nos ocupan son proseguidos como si ellos constituyesen un fin en sí mismos y, después, como si nuestro placer de pensar fuese el fin y, por último, como si nuestro orgullo o nuestra celebridad fuesen el fin. Y así todo el día, y todos los días de nuestra vida estamos deslizándonos, resbalando, cayendo como si Dios fuese en nuestra presente condición una especie de pulido plano inclinado sobre el cual no hay punto de apoyo. Y ciertamente ahora somos de tal naturaleza que tenemos que resbalar; y el pecado, debido a que es inevitable, puede ser venial. Pero Dios no puede habernos hecho así. La gravitación que nos aleja de Dios, "el viaje de regreso a nuestra habitual personalidad", tiene, creemos, que ser producto de la Caída. Qué sucedió exactamente cuando el hombre cayó es algo que no sabemos, pero si se me permite hacer conjeturas, yo ofrezco la siguiente descripción: un "mito" en el sentido socrático del término,‡‡ no una fábula o un relato de hechos improbables. Durante largos siglos Dios perfeccionó la forma animal que iba a convertirse en el vehículo de humanidad y en la imagen de El mismo. Le dio manos cuyo pulgar podía aplicarse a cada uno de los otros dedos, y mandíbulas y dientes y garganta capaces de articulación, y un cerebro lo suficientemente complejo como para ejecutar todas las operaciones materiales mediante las cuales se concreta el pensamiento racional. Esta criatura puede haber existido en tal estado durante prolongadas edades antes de volverse hombre; puede incluso haber sido lo suficientemente lista como para hacer cosas que un moderno arqueólogo aceptaría como prueba de su humanidad. Pero tal criatura era sólo un animal porque todos sus procesos tanto físicos como síquicos estaban dirigidos a fines puramente materiales y naturales. Pero entonces, en el momento oportuno, Dios hizo descender sobre este organismo, tanto sobre su psicología como sobre su fisiología, una nueva clase de conciencia a la cual podría llamar "yo" y "mí". Y con tal conciencia esta criatura pudo mirar sobre sí misma como un objeto, pudo conocer a Dios, pudo formular juicios acerca de la verdad, la belleza y la bondad, y quedó tan por encima del tiempo que era capaz de percibir cómo éste, pasaba dejándola atrás. Esta nueva conciencia gobernó e

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Es decir: una descripción de lo que puede haber sido el hecho histórico. No tiene que confundirse con "mito" en el sentido que le da el doctor Niebuhr (o sea: la representación simbólica de una verdad no histórica).

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iluminó todo el organismo inundando de luz cada una de sus partes. Organismo que, a diferencia del nuestro, no estaba limitado a la selección de las operaciones en marcha en una parte del organismo, mayormente en el cerebro. El hombre era entonces toda conciencia. El moderno yogi pretende —fuere esto falso o cierto— tener bajo control aquellas funciones que para nosotros son casi parte del mundo externo, tales como la digestión y la circulación. Este poder el primer hombre lo poseía en forma destacada, Sus procesos orgánicos obedecían a la ley de su propia voluntad y no a la ley de la naturaleza. Sus órganos enviaban apetitos al asiento del juicio de la voluntad no porque tuvieran que hacerlo sino porque él lo elegía así. El sueño para él significaba no el estupor que experimentamos nosotros sino deseado y consciente reposo: el hombre permanecía despierto para disfrutar del placer y el deber de dormir. Dado que el proceso de deterioro y reposición en los tejidos eran igualmente conscientes y obedientes, no sería disparatado suponer que la extensión de su vida quedaba librada a su propia discreción. Con un dominio completo sobre sí mismo, aquel hombre dominaba también las vidas inferiores con las cuales estaba en contacto. Aún en la actualidad nos encontramos con raros individuos que muestran un misterioso poder para domesticar a las bestias. De este poder el hombre del Paraíso disfrutaba plenamente. El viejo cuadro que representa a las bestias jugando delante de Adán y acariciándolo, puede no ser del todo simbólico. Todavía hoy más animales de lo que usted pudiera pensar estarían dispuestos a adorar al hombre si se les concediera una razonable oportunidad, porque el hombre fue hecho para ser el sacerdote y hasta, en un sentido, el Cristo de los animales: el mediador a través del cual ellos pueden captar tanto del divino esplendor como su naturaleza irracional les permite. Dios no era para esa clase de hombre un plano inclinado y resbaladizo. La nueva conciencia había sido hecha para reposar en su Creador, y así fue. No importa cuan rica y variada haya sido la experiencia del hombre acerca de sus compañeros (o compañero) en caridad, amistad y amor sexual; o de las bestias, o del mundo circundante, entonces primeramente reconocido como hermoso y pavoroso. Dios ocupaba el primer lugar en su amor y en sus pensamientos humanos, y esto sin esfuerzo doloroso alguno. En perfecto movimiento cíclico la existencia, el poder y el gozo descendían de Dios hasta el hombre en forma de dones y retornaban desde el hombre hasta Dios en forma de obediente amor y estática adoración. En este sentido, aunque no en todos, el hombre era entonces verdaderamente el hijo de Dios. Era el prototipo de Cristo proclamando en manera perfecta, con gozo y con facilidad, todas las facultades y todos los sentidos que la filial entrega de nuestro Señor proclamó en la agonía de tal crucifixión. Juzgado a través de los utensilios de su fabricación o, quizá, hasta por su lenguaje, esta bendita criatura era indudablemente un salvaje. Todo aquello que la experiencia y la práctica pueden enseñar aún lo tenía que aprender; si cortaba pedernales, indudablemente que los cortaba en manera bastante tosca. Este individuo puede haber sido completamente incapaz de expresar en manera conceptual su experiencia paradisíaca. Pero todo eso no tiene mayor significación. De nuestra propia infancia recordamos que antes de que nuestros mayores nos consideraran capaces de "entender" cosa alguna, ya teníamos experiencias tan puras y tan trascendentes como cualquiera que hayamos podido tener desde entonces, aunque no ciertamente tan ricas en su contexto conceptual. Del propio cristianismo aprendemos que hay un nivel —a la larga el único nivel de importancia— en el cual el instruido y el adulto no tienen ventaja alguna sobre los simples y los niños. Estoy seguro que si el hombre del Paraíso pudiera aparecer ahora entre nosotros, lo consideraríamos como un completo salvaje, como una criatura para ser explotada o, en el mejor de los casos, para ser protegida como un espécimen inferior. Solamente uno o dos —y éstos los más santos de entre nosotros— se molestarían en mirar una segunda vez al desnudo, peludo y barbudo sujeto de torpe lenguaje, pero éstos, luego de unos pocos minutos, caerían reverentes a sus pies. No sabemos cuántas de estas criaturas hizo Dios, ni por cuánto tiempo continuaron en su

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estado paradisíaco. Pero más temprano o más tarde, cayeron. Alguien o algo les susurró al oído que podían volverse como dioses: que podrían dejar de someter sus vidas a su Creador y que podrían apropiarse de todos los deleites como gracias concedidas fuera del pacto, como "accidentes" (en sentido lógico) surgidos en el curso de una vida orientada no hacia esos deleites sino hacia la adoración de Dios. Hoy el jovencito quiere recibir con regularidad una asignación monetaria de parte de su padre con la cual pueda contar como propia y sobre cuya base trazar sus propios planes (y con todo derecho puesto que, después de todo su padre es, como él, un ser creado). En manera semejante, aquellas criaturas del Paraíso quisieron vivir por su propia cuenta, hacerse cargo de su propio futuro, planear sus placeres, sus medidas de seguridad, tener un meum del cual, sin duda, podrían pagar a Dios algún tributo razonable en la forma de tiempo, atención y amor pero el cual, sin embargo, era de ellos y no de El. Querían, como solemos decir, "llamar suyas a sus almas". Pero eso significa vivir una mentira, porque nuestras almas no son en realidad nuestras. Ellos querían algún rincón del universo del cual pudieran decirle a Dios "este es asunto nuestro, y no tuyo". Pero tal rincón no existe. Querían ser sustantivos, pero eran, y eternamente tendrán que serlo, meros adjetivos. No tenemos idea alguna en cuanto a qué acto o serie de actos específicos el contradictorio e imposible deseo halló expresión. Por lo que soy capaz de observar, puede haber tenido relación con comer literalmente una fruta, pero la cuestión no tiene importancia. Este acto de obstinación de parte de la criatura que constituye un total distorcionamiento de su verdadera condición de criatura, es el único pecado que puede concebirse como la Caída. Porque la dificultad en cuanto al primer pecado es que éste tiene que haber sido sumamente abominable o, de lo contrario, sus consecuencias no hubieran sido tan terribles. Pero, aún así, tiene que haber sido algo que un ser libre de las tentaciones del hombre caído pudo concebiblemente cometer. Y la actitud de volverse de Dios hacia el "yo" cumple ambas condiciones. Se trata de un pecado posible incluso hasta para el hombre del Paraíso, porque la mera existencia de una personalidad, de un "yo" —el mero hecho de que podamos llamarlo "yo"— implica desde un principio el riesgo de auto idolatría. Dado que yo soy yo, tengo que hacer un acto de auto entrega —no importa cuan pequeño o cuan fácil— para vivir para Dios en vez de vivir para mí mismo. Esto sería, si usted así lo prefiere, el "punto débil" de la misma naturaleza de la creación, el riesgo que al parecer Dios cree que vale la pena correr. Pero aquel pecado fue muy abominable porque la personalidad que el hombre del Paraíso tenía que entregar no contenía oposición natural alguna a esta entrega de sí mismo. Sus "datos" por así decirlo, eran un organismo sico-físico totalmente sujeto a la voluntad y una voluntad totalmente dispuesta, aunque no obligada, a recurrir a Dios. La entrega de sí mismo que él practicaba antes de la Caída no significaba lucha alguna. Era únicamente agradable dejarse vencer, era una deliciosa derrota de un infinitesimal apego a lo propio que se deleita en ser vencido. Y de esto aún hoy podemos percibir una opaca analogía en la embelesada entrega mutua que de sí mismos hacen los amantes. El hombre del Paraíso, pues, no tenía tentación (en el sentido que la tenemos nosotros) para elegir el "yo" —ni apasionamiento ni obstinada proclividad en esa dirección— sino únicamente enfrentaba el simple hecho de que el "yo" era él mismo. Hasta aquel momento el espíritu humano había estado en pleno control de su propio organismo. Y es indudable que esperaba retener ese control cuando dejase de obedecer a Dios. Pero esa autoridad sobre el organismo era una autoridad delegada que cesó al dejar de ser delegada de Dios. Habiéndose segregado a sí mismo, hasta donde pudo hacerlo, de la fuente de su ser el hombre del paraíso también se apartó de la fuente del poder. Porque cuando decimos acerca de las cosas creadas que A rige a B, esto significa que Dios rige a B a través de A. Tengo mis dudas en cuanto a si hubiera sido intrínsecamente posible para Dios continuar gobernando el organismo a través del espíritu humano hallándose éste en rebeldía contra Dios. De todos modos,

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El no procedió así. Lo que sí hizo Dios fue comenzar a regir el organismo de una manera más externa, no ya mediante las leyes del espíritu sino a través de las leyes de la naturaleza.§§ Y así los órganos, ya no gobernados por la voluntad del hombre, cayeron bajo el control de las leyes bioquímicas ordinarias y sufrieron todo lo que la interacción de esas leyes podían causar en forma de dolor, senilidad y muerte. Y los deseos comenzaron a aparecer dentro de la mente del ser humano, no como su razón los escogía sino tal como los hechos bioquímicos y ambientales acontecían producirlos. Y la propia mente cayó bajo las leyes sicológicas de la asociación y otras afínes que Dios había hecho para gobernar la sicología de los antropoides superiores. Y la voluntad, atrapada por la gigantesca ola de la mera naturaleza, no tuvo otro recurso que contener a pura fuerza algunos de los nuevos pensamientos y deseos, y estos inquietos rebeldes se convirtieron en la subconciencia tal como ahora la conocemos. El proceso no fue, me imagino, comparable al simple deterioro tal como puede ocurrir ahora con el individuo humano; era una pérdida de status como especie. Lo que el hombre perdió por la Caída fue su original naturaleza específica. "Polvo eres, y al polvo volverás". Al organismo total que había sido elevado a la categoría de vida espiritual se le permitió descender de regreso a su condición meramente natural desde la que, en el momento de su creación, había sido elevado: así como mucho tiempo antes, en la historia de la creación, Dios había elevado la vida vegetal para convertirla en vehículo de la vida animal, y el proceso químico en vehículo de la vegetación y el proceso físico en vehículo de lo químico. Y en esta forma el espíritu humano después de haber sido el amo de la naturaleza humana se convirtió en mero inquilino de su propia casa y hasta en prisionero de ella; la conciencia racional se volvió lo que es ahora: una esporádica lucecita alojada en un pequeño sector de las operaciones cerebrales. Pero esta limitación de los poderes del espíritu era un mal menor comparado con la corrupción del propio espíritu. Este se había apartado de Dios y se había convertido en su propio ídolo. De manera que el espíritu humano aunque aún era capaz de volver a Dios,*** podía hacerlo únicamente a través de un doloroso esfuerzo pues su inclinación era hacia si mismo. De aquí que el orgullo y la ambición, el deseo de ser atractivo a sus propios ojos y a subestimar y humillar a todos sus rivales, a envidiar y a buscar incansablemente más y más seguridad fuesen las actitudes que ahora llegaban hasta él con mayor facilidad. Era no sólo un rey débil con respecto a su propia naturaleza sino además, un mal rey, pues enviaba a su organismo sico-físico deseos mucho peores que los que el organismo le enviaba a él. Esta condición le fue transmitida por herencia a todas las generaciones posteriores, porque no era simplemente eso que los biólogos llaman una variante adquirida; más bien era el surgimiento de una nueva clase de hombre: una especie nueva, jamás hecha por Dios, había pecado y comenzado así su propia existencia. El cambio sufrido por el hombre no podía ser parangonado con el de un nuevo órgano o un nuevo hábito. Se trataba de una modificación esencial de su constitución, una perturbación de las relaciones entre sus partes componentes y la corrupción interna de una de ellas. Dios podía haber detenido este proceso mediante un milagro. Pero esto —para expresarlo con una irreverente metáfora— hubiera sido rehuir el problema que El mismo había originado al crear el mundo, el problema de manifestar su bondad a través de un drama total de un mundo que contiene agentes libres a pesar de y mediante la rebelión de éstos en contra de El. El símbolo de

§§

Esto es un desarrollo del concepto de Hooker acerca de la ley. Desobedecer su propia ley (es decir: la ley que Dios hace para un ser tal como usted es) significa que usted se halla obedeciendo una de las leyes inferiores de Dios. Por ejemplo: si al caminar sobre un pavimento resbaladizo usted no tiene en cuenta la ley de la prudencia, repentinamente se encontrará obedeciendo a la ley de la gravitación. ***

Los teólogos notarán que no estoy aquí intentando contribución alguna a la controversia pelagiano-agustiniana. Solamente deseo indicar que el regreso a Dios no era, y tampoco lo es ahora, una imposibilidad. Nada estoy sugiriendo en cuanto a dónde reside en alguna instancia la iniciativa de tal retorno.

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un drama, de una sinfonía, o de una danza es útil aquí para corregir una cierta absurdidez que puede surgir si hablamos demasiado de Dios como planeando y creando el proceso del mundo para el bien y ese bien siendo frustrado por el libre albedrío de las criaturas. Esto podía alentar la ridícula idea de que la Caída tomó a Dios por sorpresa y trastornó sus planes o —más ridículo aún— que Dios planeó todo para dondiciones que, El lo sabía bien, nunca serían alcanzadas. En realidad por supuesto, Dios ya veía la crucifixión en el mismo momento de crear la primera nebulosa. El mundo es una danza en el cual el bien, descendiendo de Dios es hostigado por el mal que surge de las criaturas, y el conflicto resultante es resuelto al asumir el propio Dios la sufriente naturaleza que el mal produce. La doctrina del libre albedrío afirma que el mal que así hace de combustible y de materia prima para la segunda y más compleja especie de bien, no es contribución de Dios sino del hombre. Esto no significa que si el hombre hubiera permanecido inocente Dios no habría podido componer una igualmente espléndida sinfonía total, suponiendo que insistamos en formular tal clase de interrogantes. Pero siempre hay que recordar que cuando hablamos acerca de lo que podría haber ocurrido, de contingencias ajenas a la realidad toda en verdad no sabemos de qué estamos hablando. No hay tiempos ni lugares fuera del existente universo donde todo esto "pudiera suceder" o "pudiera haber sucedido". Creo que la forma más inteligible de expresar la verdadera libertad del hombre es decir que, si hay otras especies racionales aparte de la humana en alguna otra región del existente universo, no es necesario suponer que también ellos han caído. Nuestra presente condición, por lo tanto, es explicada por el hecho de ser nosotros miembros de una especie corrompida. No estoy diciendo que nuestros sufrimientos sean un castigo por ser lo que ahora no podemos dejar de ser ni que seamos moralmente responsables por la rebelión de un remoto antepasado. Sin embargo, si considero nuestra presente condición como una de pecado original y no meramente como de desgracia original, ello se debe a que nuestra presente experiencia religiosa no nos permite considerarla en ningún otro modo. Teóricamente, supongo, podemos decir "Sí, nos portamos de una manera asquerosa, como piojos, pero eso es debido a que somos piojos. Y esto, después de todo, no es falta nuestra". Pero el hecho de que seamos piojos, lejos de ser tomado como excusa, constituye una vergüenza y una pesadumbre mayores que cualquiera de los hechos específicos que eso nos lleva a cometer. La situación no es ni remotamente tan difícil de entender como algunos la presentan. Tal situación es algo que surge entre los seres humanos siempre que algún muchacho pésimamente criado es introducido en el seno de una familia decente. Los miembros de la familia, con mucho acierto, se hacen recordar a sí mismos que no es falta del muchacho ser un camorrero, un cobardón, un chismoso y un embustero. Pero no importa cómo el muchacho haya llegado a esa condición, su carácter presente no es por eso menos detestable. La familia no sólo odia tal carácter sino que tiene que odiarlo. Ellos no pueden amar al muchacho por lo que es, solamente pueden tratar de cambiarlo en lo que no es. En el ínterin, aunque el jovencito sea muy infeliz por haber sido criado de esa manera, usted no puede precisamente llamarle carácter a una "desgracia", como si el muchacho fuese una cosa y su carácter fuese otra. Es él —él mismo— el que busca pendencia y el que anda espiando y el que se deleita en eso. Y si él comienza a enmendarse, inevitablemente sentirá vergüenza y culpa por aquello que precisamente está comenzando a dejar de ser. Con esto he dicho todo lo que puede decirse en el único nivel en el cual creo sentirme capaz de tratar el tema de la caída. Pero una vez más advierto a mis lectores que este es un nivel superficial. Nada hemos dicho acerca de los árboles de la vida y del conocimiento que indudablemente encierran un gran misterio. Nada hemos dicho tampoco en cuanto a la afirmación paulina de que "así como en Adán todos mueren, así en Cristo todos serán vivificados".3 Es este el pasaje que sirve de trasfondo a la doctrina patrística de nuestra presencia física en los lomos de Adán y también la doctrina de Anselmo en cuanto a nuestra inclusión, mediante ficción legal, en el

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Cristo sufriente. Tales teorías deben haber hecho bien en su época pero no me hacen ningún bien a mí ni tampoco voy a inventar otras. Recientemente los científicos nos han informado que no tenemos derecho de esperar que el verdadero universo sea susceptible de descripción y que si trazamos esquemas mentales para ilustrar la física del quantum nos estamos apartando de realidad en vez de acercarnos a ella.4 Y menos derecho tenemos aún en pretender que las más elevadas realidades espirituales sean describibles o siquiera explicables en términos de nuestro pensamiento abstracto. Observo que la dificultad de la fórmula paulina gira en tomo a la palabra en, que este vocablo es usado reiteradamente en el Nuevo testamento en sentidos que somos incapaces de entender plenamente. Eso de que podamos morir "en" Adán y vivir "en" Cristo me parece implicar que el hombre, tal como él es en realidad, difiere considerablemente del hombre tal como nuestras categorías de pensamiento y nuestras imaginaciones tridimensionales lo representan. Me parece que la distinción —modificada sólo por relaciones casuales— que hacemos entre individuos, está equilibrada en la realidad absoluta por una especie de "interinanimación" de la cual no tenemos idea alguna. Puede ser que los actos y los sufrimientos de grandes arquetipos individuales, como Adán y Cristo, sean nuestros, y esto no como ficción legal, metáfora o causalidad, sino en un sentido mucho más profundo. No hay problema, por supuesto, en cuanto a individuos que se disuelven en una especie de continuidad espiritual tal como lo creen los sistemas panteístas, pues esto queda descartado por todo el contenido de nuestra fe. Pero puede haber una tensión entre la individualidad y algún otro principio. Creemos que el Espíritu Santo puede estar en verdad presente y obrando en el espíritu humano pero no consideramos, como hacen los panteístas, que esto signifique que seamos "partes" o "modificaciones" o "apariencias" de Dios. Es posible que tengamos que suponer que, a la larga, algo de la misma clase es cierto —en su debida proporción-incluso respecto de los espíritus creados. Es decir que cada uno de ellos aunque distinto, está en realidad presente en todos o en algunos otros: tal como podemos tener que admitir la "acción a distancia" dentro de nuestro concepto de la materia. Todos habrán notado cómo el Antiguo Testamento parece ignorar nuestro concepto del individuo. Cuando Dios le promete a Jacob "Yo descenderé contigo a Egipto, y yo también te haré volver"5 esto es cumplido o bien por la sepultura del cuerpo de Jacob en Palestina o por el éxodo de los descendientes de Jacob al abandonar tierra egipcia. Es muy acertado relacionar esta noción con la estructura social de las primitivas comunidades en las que el individuo es permanentemente pasado por alto en favor de la tribu o la familia: pero deberíamos expresar esta relación mediante dos proposiciones de igual importancia: primero, que su experiencia social dejó ciegos a los antiguos frente a algunas verdades que nosotros percibimos y segundo, que los hizo sensibles ante algunas verdades frente a las cuales nosotros somos ciegos. La ficción legal, la adopción y la transferencia o imputación de mérito y de culpa, nunca hubieran podido desempeñar el papel que ciertamente desempeñaron en la teología si siempre hubieran sido consideradas como artificiales, tal como ahora las consideramos nosotros. Me ha parecido legítimo permitirme esta mirada a aquello que para mí es una impenetrable cortina pero, como ya he dicho, ello no forma parte de mi presente argumentación. Resulta claro que hubiera sido fútil intentar la solución del problema del dolor produciendo otro problema. La tesis de este capítulo es simplemente que el hombre, como especie se corrompió a sí mismo, y que el bien —para nosotros y en nuestro presente estado— tiene por lo tanto que significar básicamente un bien remediante o correctivo. La parte que el dolor desempeña realmente en tal clase de remedio o corrección es lo que ahora vamos a considerar.

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El dolor humano EN EL CAPITULO ANTERIOR he tratado de mostrar que la posibilidad del dolor es inherente a la existencia misma de un mundo donde las almas pueden encontrarse. Cuando las almas se hacen malvadas ciertamente usurpan esa posibilidad para hacerse daño las unas a las otras, y esta actitud quizá sea responsable de las cuatro quintas partes de los sufrimientos humanos. Son los hombres, y no Dios, quienes han producido los instrumentos de tortura, los látigos, las prisiones, la esclavitud, los cañones, las bayonetas y las bombas; debido a la avaricia o a la estupidez humana, y no a causa de la mezquindad de la naturaleza, sufrimos pobreza y agotador trabajo. Sin embargo, existe además mucho sufrimiento que no podemos atribuir a nuestra propia culpa. Aun cuando todos los sufrimientos fuesen de hechura humana, nos gustaría conocer cuál es la razón por la que Dios concede tan amplísimo permiso para que los peores hombres torturen a sus semejantes.††† En el último capítulo hemos dicho que el bien para criaturas tal cual nosotros somos ahora significa fundamentalmente un bien correctivo o remediante. Pero esta es una respuesta incompleta. No toda medicina tiene mal sabor o, si lo tiene ese es en sí mismo uno de los hechos desagradables acerca de los cuales nos gustaría saber la razón. Antes de proseguir tengo que volver a referirme a un punto ya mencionado en el capítulo 2. Dije allí que el dolor, cuando no alcanza un cierto nivel de intensidad, no es resistido y, por el contrario, más bien hasta puede ser aceptado con gusto. Es posible que entonces usted haya querido replicar "en tal caso yo a eso no lo llamaría dolor", y bien pudo usted haber tenido razón. Pero lo cierto es que la palabra dolor implica dos sentidos que ahora tendremos que distinguir, (a) Una particular clase de sensación, probablemente transmitida por fibras nerviosas especializadas y reconocibles por el paciente como tal tipo de sensación, ya fuere que a él le agrade o le desagrade (por ejemplo: el tenue dolor de mis extremidades sería reconocible aun en el caso de que yo no lo objetara como tal), (b) Toda experiencia, ya fuere física o mental, que desagrada al paciente. Se notará que todos los dolores en el sentido a se vuelven dolores en el sentido b si sobrepasan un determinado bajo nivel de intensidad, pero que los dolores en el sentido b no necesitan ser dolores en el sentido a. El dolor en el sentido b, en realidad, es sinónimo de "sufrimiento", "angustia", "tribulación", "adversidad" o "dificultad" y de esto es de donde surge el problema del dolor. De aquí en adelante usaremos en este libro la palabra dolor en el sentido de b e incluiremos en él todo tipo de sufrimiento; con el sentido de a ya no tendremos más que ver. Ahora bien, el correcto bien de una criatura es rendirse ella misma a su Creador: proclamar intelectual, volitiva y emocionalmente esa relación que es dada por el mero hecho de ser una criatura. Cuando ella así lo hace entonces es buena y feliz. Excepto que consideremos esto como una desgracia, tal clase de bien comienza ya muy por sobre el nivel de las criaturas. Porque Dios mismo (como Hijo) desde la eternidad rinde a Dios (como Padre) mediante la obediencia filial el ser que el Padre a través de su paternal amor genera eternamente en el Hijo. Y el ser humano fue hecho para que imitara este modelo, el cual el hombre del Paraíso ciertamente imitó. Y donde quiera que la voluntad otorgada por el Creador es así perfectamente ofrecida en deleitosa y deleitante obediencia por la criatura, allí, indudablemente está el Cielo y allí el Espíritu Santo obra.

†††

O quizá sería más seguro decir "de criaturas". En manera alguna rechazo el punto de vista de que la "causa eficiente" de la enfermedad, o de algunas enfermedades, puede consistir en un ser distinto del hombre (véase capitulo 9). En las Escrituras Satanás aparece especialmente relacionado con la enfermedad en Job, en Lucas 13; 16; 1 Corintios 5:5 y (probablemente) en 1 Timoteo 1:20. En la presente etapa de nuestro estudio del problema, es indistinto si todas las voluntades creadas a las cuales Dios concede el poder de atormentar a otras criaturas son humanas o no lo son.

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En el mundo tal como lo conocemos ahora, el problema consiste en cómo recuperar esa entrega de uno mismo. No somos simplemente criaturas imperfectas que deben ser mejoradas: somos, como dijo Newman, rebeldes que debemos deponer las armas. La primera respuesta, entonces, a la pregunta de por qué nuestra curación tiene que ser dolorosa es la siguiente: someter la voluntad, por tan largo tiempo reclamada como nuestra, es en sí misma —no importa dónde o cómo se haga— un atroz dolor. Aun en el mismo Paraíso supongo que habrá habido que vencer un mínimo de resistencia, aunque la entrega haya tenido también algo de embeleso y de éxtasis. Pero rendir una voluntad propia inflamada e hinchada con años de usurpación es ya una especie de muerte. Todos recordamos esta obstinación tal como era en nuestra infancia: la amarga, la prolongada furia ante cada obstáculo o restricción, las apasionadas lágrimas, el negro y satánico deseo de matar o morir antes que ceder. . . De aquí que la niñera o los padres chapados a la antigua estaban bastante en lo cierto al pensar que el primer paso en la educación es "quebrar la voluntad del niño". Sus métodos eran frecuentemente equivocados; sin embargo, no ver la necesidad me parece que es divorciarse uno mismo de todo entendimiento de las leyes espirituales. Y si ahora que ya somos adultos no chillamos y pataleamos tanto como antes ello se debe en parte a que nuestros mayores comenzaron el proceso de quebrar o matar nuestra voluntad propia ya en la guardería infantil, y en parte debido a que las mismas pasiones revisten ahora formas más sutiles y se han ido retinando en eso de evitar la muerte a través de variadas "compensaciones". De aquí la necesidad de morir diariamente: no importa cuan a menudo pensemos haber quebrado el rebelde "yo", lo encontraremos todavía con vida. Que este proceso no puede desarrollarse sin dolor es algo que está suficientemente demostrado con la misma historia de la palabra "mortificación". No obstante, este dolor intrínseco, o muerte, al mortificar la personalidad usurpada, no es la historia completa. Paradójicamente, la mortificación, aunque un dolor en sí misma, es más llevadera por la presencia del dolor en su contexto. Me parece que esto sucede en tres formas. El espíritu humano ni siquiera empezará a tratar de rendir su voluntad propia mientras le parezca que las cosas marchan bien para él. Ahora bien, el error y el pecado tienen ambos esta misma propiedad: que cuanto más profundos son tanto menos sospecha la víctima la existencia de ellos; son males enmascarados. El dolor, en cambio, es un mal desenmascarado, inequívoco; toda persona sabe que algo anda mal cuando ella está sufriendo. El masoquista tampoco es una verdadera excepción. El sadismo y el masoquismo, respectivamente, aíslan y después exageran un "momento" o un "aspecto" de la pasión sexual normal. El sadismo‡‡‡ exagera el aspecto de captura y dominación a un extremo en que únicamente la tortura del ser amado dará satisfacción al perverso como cuando él dice: "Soy tu dueño a tal punto que hasta te torturo". El masoquismo exagera el aspecto inverso y complementario, y dice: "Estoy tan esclavizado a tí que hasta me deleito en que tú me causes dolor". Si el dolor fuese sentido como un mal —como un ultraje que subraya el completo dominio de la otra parte— cesaría, para el masoquista, de ser un estímulo erótico. Y el dolor es no sólo un mal inmediatamente reconocible sino- un mal imposible de ignorar. Podemos descansar satisfechos en nuestros pecados y en nuestras estupideces: cualquiera que haya observado a los glotones engullendo los más exquisitos manjares como si no supieran lo que están comiendo, tendrá que admitir que podemos ignorar hasta el placer. Pero el dolor insiste en ser atendido. Dios nos susurra en nuestros placeres y habla a nuestra conciencia, pero en cambio grita en nuestros dolores, es el megáfono que El usa para hacer despertar a un mundo sordo. Un hombre malo, y

‡‡‡

La moderna tendencia a utilizar la expresión "crueldad sádica" para indicar simplemente "gran crueldad" o crueldad particularmente condenada por quien así se expresa, no es útil.

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feliz, es un hombre sin el menor indicio de que sus acciones no "responden", que sus actos no están acordes con las leyes del universo. Un atisbo de esta verdad reside en el trasfondo de ese sentimiento humano universal según el cual los hombres malvados deben sufrir. De nada sirve dar la espalda a este sentimiento como si fuese algo completamente ruin. En su nivel más moderado apela al sentido de justicia de cada uno. Una vez, cuando mi hermano y yo éramos muy pequeños, estábamos haciendo dibujos sentados en tomo a la misma mesa. De pronto yo le empujé el codo y le hice hacer una raya absolutamente fuera de lugar atravesando el centro de su dibujo. El asunto fue amistosamente resuelto permitiéndole yo que él trazara una raya de igual longitud atravesando mi propio dibujo. Es decir, yo fui "puesto en el lugar de él", se me hizo ver mi negligencia desde el otro extremo. En un nivel más severo, la misma idea aparece como "castigo retributivo", o "darle al otro lo que se merece". Algunas personas de esclarecida cultura preferirían eliminar de su teoría del castigo todo concepto de retribución o merecimiento. Más bien desearían subrayar exclusivamente el valor disuasivo que esa teoría puede ejercer sobre otros o en la reforma del propio malvado. Pero los que así piensan no advierten que en esa manera hacen que todo castigo se vuelva injusto. ¿Qué puede haber más inmoral que infligirme un castigo para por ese medio disuadir a otros si es que yo no merezco tal castigo? Y si efectivamente lo merezco, entonces uno estará admitiendo las demandas de la "retribución". ¿Y qué puede haber más ultrajante que atraparme y someterme a un desagradable proceso de mejoramiento moral sin mi consentimiento a menos que (una vez más) lo merezca'1. Además, en un tercer nivel, experimentamos una pasión vengativa: la sed de venganza. Esto, por supuesto, es malo y está expresamente prohibido a los cristianos. Pero quizá haya parecido, cuando antes consideramos el sadismo y el masoquismo, que los actos más feos de la naturaleza humana son las perversiones de cosas buenas o inocentes. La cosa buena de la cual la pasión vengativa resulta una perversión aparece con conmovedora claridad en la definición que Hobbes ofrece del carácter vengativo: "deseo de causar daño a otro para así obligarle a que condene algún acto propio".1 La venganza pierde de vista su fin a causa de los medios, pero su fin no es del todo malo: quiere que la maldad del malvado sea para éste lo que es para tods los demás. Esto se demuestra por el hecho de que el vengador quiere que la parte culpable no sufra simplemente, sino que sufra a manos de aquél, y que lo sepa y que sepa por qué. De ahí el impulso a echar en cara al culpable su crimen en el momento de tomar venganza. De ahí, también, expresiones tan naturales como "Me pregunto si le gustaría que lo mismo se lo hicieran a él" o "Yo le voy a enseñar". Por la misma razón cuando vamos a insultar a alguien, decimos que vamos a "decirle lo que pensamos de él". Cuando nuestros antepasados se referían a los dolores y a las tristezas como una "venganza" divina contra el pecado, no estaban por eso atribuyendo a Dios malas pasiones. Más bien pueden haber estado reconociendo el elemento bueno en la idea de retribución. Hasta que el hombre malo no descubra el mal como inequívocamente presente en su existencia, en la forma de dolor, seguirá encerrado en una ilusión. Una vez que el dolor lo ha hecho despertar él sabrá que, en una manera o en otra, está "en contra" del universo real. Entonces o bien se rebela (con la posibilidad de una clarificación del problema y un más profundo arrepentimiento en alguna etapa posterior) o bien hace algún intento de ajuste al cual, en caso de perseverar, lo conducirá hacia la religión. Cierto es que ninguno de esos dos efectos es tan evidente hoy como lo fue en épocas cuando la existencia de Dios (o de dioses) era conocida más ampliamente, pero aún en nuestros propios días vemos esos efectos operando. Incluso los ateos se rebelan y expresan, como Hardy y Housman, su ira contra Dios aunque (o porque) El —según ellos— no existe. A otros ateos, como el señor Huxiey, el sufrimiento los lleva a suscitar todo el problema de la existencia y a buscar alguna manera de entendimiento del mismo que, si bien no es cristiano, por lo menos es infinitamente superior al necio contentamiento de una vida profana. No hay duda que el dolor,

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como megáfono de Dios, es un terrible instrumento: puede conducir a una final e impenitente rebelión. No obstante, el dolor es lo que da la única oportunidad que el hombre malo puede tener para enmendarse. Quita el velo e implanta la bandera de la verdad dentro de la fortaleza del alma rebelde. Si la primera y más ordinaria operación del dolor destroza la ilusión de que todo marcha bien, la segunda despedaza la ilusión de que aquello que tenemos, fuere bueno o malo en sí mismo, es nuestro y es suficiente para nosotros. Tanto usted como yo hemos notado cuál difícil es dirigir el pensamiento hacia Dios cuando todo nos marcha bien. "Tenemos todo lo que necesitamos" es una frase terrible cuando ese "todo" no incluye a Dios. Tomamos a Dios como una interrupción. Como en alguna parte expresa San Agustín, "Dios quiere darnos algo, pero no puede debido a que ya tenemos las manos llenas: no hay lugar para que El pueda poner algo más". O para citar a un amigo mío: "Consideramos a Dios como el aviador considera a su paracaídas: lo tiene ahí para casos de emergencia, pero él espera no tener que usarlo jamás". Ahora bien. Dios es quien nos ha hecho y, por lo tanto, sabe qué es lo que somos y también sabe que nuestra felicidad reside en El. Sin embargo, no buscaremos en El esa felicidad mientras que El nos deje otro recurso que ofrezca alguna posibilidad de buscarla. Mientras eso que llamamos "nuestra propia vida" continúe siendo agradable, no se la entregaremos a El. ¿Qué otra cosa puede Dios realizar en favor nuestro sino hacer que "nuestra propia vida" nos resulte menos agradable eliminando así las posibles fuentes de falsa felicidad? Es aquí precisamente —donde la providencia de Dios parece a primera vista ser de lo más cruel— donde la humildad divina y la condescendencia de lo Excelso, merecen mayor alabanza. Quedamos perplejos al ver la desgracia cayendo sobre gente honesta, inofensiva, digna: sobre madres de familia capaces y laboriosas o sobre pequeños comerciantes o artesanos que han llevado una vida sobria y de rudo trabajo para tener una modesta porción de felicidad a la cual tienen pleno derecho. ¿Cómo puedo yo decir con suficiente ternura lo que es necesario decir ahora? No importa que yo sepa que a ojos de cada lector hostil me voy a volver como el responsable personal de todos los sufrimientos que estoy tratando de explicar (tal como hasta el presente todos hablan como si San Agustín hubiera deseado que los infantes no bautizados fuesen enviados al infierno). Pero lo que sí importa muchísimo es que yo no deje aislado de la verdad a nadie. Permítaseme que implore al lector que trate de creer, aunque tan sólo fuere por un momento lo que a continuación voy a decirle. Y es esto: que Dios, quien hizo a esas dignas gentes, puede realmente tener razón al pensar que la modesta prosperidad de ellos y la felicidad de sus hijos no son suficiente para hacer de ellos seres bienaventurados; que todo eso se les escapará de las manos al final y que si no han aprendido a conocerlo a El serán unos desdichados. Por lo tanto, Dios los inquieta y los turba, advirtiéndoles anticipadamente acerca de una insuficiencia que un día tendrán forzosamente que descubrir. La vida de ellos y de sus familias se interpone entre ellos y el reconocimiento de su necesidad; Dios hace esa vida menos dulce para ellos. A esto lo llamo humildad divina porque es muy poca cosa arriar nuestra bandera ante Dios cuando el buque se está hundiendo bajo nuestros pies; poca cosa es apelar a El como último recurso, ofrecerle "nuestro todo" cuando ya no vale la pena mantenerlo. Si Dios fuera orgulloso difícilmente nos aceptaría en tales términos. Pero El no es orgulloso. El se humilla para conquistar. El nos aceptará aun cuando le hayamos mostrado que preferimos cualquier cosa antes que a El y que vamos a El porque ya no queda "nada mejor" a donde recurrir. La misma clase de humildad se muestra a través de todas las apelaciones que Dios hace a nuestros temores y que preocupan a los lectores "eruditos" de las Escrituras. Difícilmente podrá considerarse como una cortesía nuestra hacia Dios que lo elijamos a El como alternativa del infierno. Y aun esto El lo acepta. La ilusión de autosuficiencia que padece la criatura tiene —para beneficio de la propia criatura— que ser destruida. Y mediante padecimientos o mediante temor a padecimientos aquí en el mundo, mediante el temor al fuego eterno, Dios la destruye "sin preocuparse por el deterioro de su propia

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gloria". Aquellos a quienes les gustaría que el Dios de la Biblia fuese más puramente ético, no saben lo que piden. Si Dios fuese kantiano y, por lo tanto, no nos aceptara hasta que fuésemos a El impulsados por los más puros y mejores motivos, ¿quién podría ser salvo? Y esta ilusión de autosuficiencia puede alcanzar su más alto grado en algunas personas muy honestas, bondadosas y sobrias. Por consiguiente, la desgracia tiene que caer sobre los tales. Los peligros de una aparente autosuficiencia explican por qué nuestro Señor considera los vicios de los débiles y de los disipados con tanta mayor indulgencia que los vicios de quienes llevan una vida de éxito mundanal. Las prostitutas no corren peligro alguno de hallar su vida presente tan satisfactoria como para no recurrir a Dios. En cambio, el orgulloso, el avaro, el justo según su propia opinión sí corren ese peligro. La tercera operación del sufrimiento es un poco más difícil de discernir. Todos admitimos que el acto de elegir es esencialmente consciente: elegir implica saber qué usted elige. Ahora bien, el hombre del Paraíso eligió cumplir siempre la voluntad de Dios. Y al hacer tal cosa satisfizo también su propio deseo, y esto tanto porque las acciones que se le demandaban eran, en realidad, agradables a su inocente inclinación, tanto como porque el servir a Dios era en sí mismo el más deleitoso placer, sin el cual el gozo más agradable a Dios sería algo contrario a Dios y le hubiera resultado insípido. La pregunta, "¿estoy haciendo esto por causa de Dios o simplemente porque da la casualidad de que me gusta hacerlo?" no surgió entonces, dado que hacer cosas por causa de Dios era lo que el hombre del Paraíso mayormente daba la "casualidad de gustarle". Su voluntad orientada hacia Dios conducía su felicidad como a un caballo bien enseñado. Por el contrario, nuestra voluntad, cuando somos felices, es arrastrada en la felicidad como una embarcación empujada por la impetuosa corriente. El placer era entonces una ofrenda aceptable a Dios porque la ofrenda misma era un placer. Pero nosotros hemos heredado un completo sistema de deseos que no contradice necesariamente la voluntad de Dios pero que, luego de siglos de autonomía usurpada, la ignoran persistentemente. Si aquello que nos gusta hacer es, en realidad, la cosa que Dios quiere que hagamos, aun eso no es razón para hacerlo y sigue siendo mera coincidencia. Por lo tanto, no podemos saber si estamos actuando en alguna forma, o básicamente, por causa de Dios, a menos que el material de nuestra acción sea contrario a nuestras inclinaciones o (en otras palabras) nos resulte doloroso, y lo que no podemos saber que estamos escogiendo, no lo podemos escoger. El pleno acto de la entrega del yo a Dios demanda, por lo tanto, dolor. Esta acción, para ser perfecta, tiene que ser cumplida como fruto de la pura voluntad de obedecer, en ausencia o en oposición de la inclinación. Hasta qué punto resulta imposible cumplir la entrega del yo a Dios haciendo lo que nos gusta, lo sé yo muy bien por mi propia experiencia de este mismo momento. Cuando emprendía la tarea de escribir este libro yo esperaba que la voluntad de obedecer lo que podría ser una "dirección'' tuviera por lo menos algún lugar en mis motivaciones. Pero ahora que estoy por completo sumergido en ella, se ha convertido en una tentación más bien que en un deber. Todavía puedo tener la esperanza de que escribir este libro es algo que realmente está de acuerdo con la voluntad de Dios. Sin embargo, sería ridículo insistir en que estoy aprendiendo a entregarme por el hecho de hacer aquello que para mí es tan atractivo. Aquí estamos hollando un terreno muy difícil. Kant pensaba que ninguna acción tenía valor moral a menos que fuese hecha como fruto de una pura reverencia a la ley moral; es decir, sin inclinación, y él ha sido acusado de tener una "mentalidad mórbida" que mide el valor de un asunto por lo desagradable del mismo. Y ciertamente la opinión popular está de parte de Kant. La gente nunca admira a una persona porque ésta haga lo que le gusta hacer: las mismas palabras "pero a él le gusta hacerlo" implican el corolario: "y por lo tanto no tiene mérito". No obstante ello, frente a Kant se yergue la evidente verdad, subrayada por Aristóteles, que cuanto más virtuoso se vuelve el hombre tanto más disfruta de los actos virtuosos. Lo que un ateo debería hacer frente a

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este conflicto entre la ética del deber y la ética de la virtud, es algo que no sé; no obstante, como cristiano, propongo la siguiente solución: A veces se formula la pregunta de si Dios ordena hacer ciertas cosas porque éstas son justas, o si ciertas cosas son justas porque Dios ordena hacerlas. Junto con Hooker y oponiéndome al doctor Johnson, enfáticamente me decido por la primera alternativa. La segunda podría conducir a la abominable conclusión (alcanzada, me parece, por Paley) de que la caridad es buena sólo porque Dios arbitrariamente lo mandó así, pero igualmente bien podría haber ordenado que lo odiáramos a El y los unos a los otros y entonces el odio hubiera sido algo justo y correcto. Contrariamente creo que "yerran aquellos que piensan que en la voluntad de Dios, hacer esto o hacer lo de más allá, no hay razón aparte de su voluntad".2 La voluntad de Dios está determinada por su sabiduría que siempre percibe y por su bondad que siempre adopta aquello que intrínsecamente es bueno. Pero vemos que manda cosas solamente porque son buenas, tenemos que agregar que una de las cosas intrínsecamente buenas es que las criaturas racionales se entreguen obedientemente a su Creador. El contenido de nuestra obediencia —la cosa que se nos ordena hacer— será siempre algo intrínsecamente bueno, algo que deberíamos hacer aun si (en un supuesto imposible) Dios no lo hubiera ordenado. Pero, además del contenido, la mera obediencia es también intrínsecamente buena porque, al obedecer, una criatura racional proclama su rol de criatura, hace lo inverso de lo que hizo cuando cayó. Por lo tanto estamos de acuerdo con Aristóteles en que lo que es intrínsecamente justo bien puede ser agradable y que cuanto mejor es un hombre tanto más le gustará; pero concordamos con Kant hasta decir que hay un acto justo —el de la entrega propia— que no puede ser sumamente deseado por criaturas caídas a menos que sea desagradable. Y tenemos que agregar que este acto justo incluye todas las otras justicias, y que la suprema cancelación de la caída de Adán, el movimiento de "a popa, a toda marcha" mediante el cual descendamos nuestro largo viaje desde el Paraíso, el desatar el viejo y fuerte nudo, tendrá lugar cuando la criatura, sin deseo de ayudar se 'despoje por completo en desnudez absoluta hasta del deseo de obedecer, abrace aquello que es contrario a su propia naturaleza y haga aquello para lo cual sólo un motivo es posible. Semejante acto puede ser descrito como un "test'' del regreso de la criatura a Dios; de aquí que nuestros padres dijeran que las calamidades eran "enviadas para probarnos". Ejemplo conocido de esto es la "prueba" de Abraham cuando le fue ordenado sacrificar a Isaac. Lo que me interesa ahora no es la moralidad o la historicidad de ese relato sino la inevitable pregunta de "si Dios es omnisciente tendría que haber sabido lo que Abraham iba a hacer sin someterlo a ninguna clase de experimentos; ¿por qué entonces, esta tortura innecesaria?" Pero, como San Agustín subraya,3 no importa lo que Dios supiera, Abraham de todos modos no sabía que su obediencia podría soportar tal mandato hasta que el propio acontecimiento se lo enseñó: la obediencia que él no sabía que elegiría, no podía decirse que ya la hubiera elegido. La realidad de la obediencia de Abraham era el acto mismo; y lo que Dios sabía que Abraham "obedecería" era la concreta obediencia de Abraham sobre la cumbre de aquella montaña en aquel preciso momento. Decir que Dios "no necesitaba haber hecho el experimento" es decir que debido a que Dios sabe, la cosa sabida por Dios no es necesario que exista. Cierto es que a veces el dolor destruye la falsa autosuficiencia de la criatura. Sin embargo, en la suprema "prueba" o "sacrificio" le muestra que la autosuficiencia que realmente tendría que ser suya: la "fortaleza" que, si el Cielo la dio, tendría que ser suya: porque entonces, en ausencia de todos los motivos y apoyos meramente naturales, el hombre actúa en ese poder, y en ése solamente, el cual Dios le confiere mediante su voluntad sometida. La voluntad humana se vuelve verdaderamente creativa y verdaderamente nuestra cuando es íntegramente de Dios. Este es uno de los muchos sentidos en los cuales aquel que pierde su alma, la hallará. En todos los otros actos nuestra voluntad es nutrida a través de la naturaleza; es decir: mediante cosas creadas y no me-

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diante el "yo": mediante los deseos que el organismo físico y la herencia nos suministran. Cuando actuamos por nosotros mismos únicamente (o sea: por Dios en nosotros) entonces somos colaboradores o instrumentos de la creación, y por eso tal trance deshace el poder merecedor anticreativo con el cual Adán cargó a toda su especie. Por eso es que así como el suicidio es la expresión típica del espíritu estoico, y la batalla lo es del espíritu guerrero, el martirio sigue siendo la suprema promulgación y perfección del cristianismo. Este grandioso acto ha sido iniciado para nosotros, cumplido en nuestro lugar, ejemplificado para nuestra imitación e inconcebiblemente comunicado a todos los creyentes por Cristo en el Calvario. Allí el grado de muerte captada alcanza los límites más extremos de lo imaginable y quizá los trasciende; no sólo todos los apoyos naturales sino la presencia del propio Padre, para quien es hecho el sacrificio, abandona a la víctima y la entrega y el sometimiento a Dios no vacilan aunque Dios lo "abandona". La doctrina de la muerte que describo no es algo peculiar del cristianismo. La naturaleza misma la ha escrito largamente a través del mundo en el reiterado drama de la semilla sepultada y el grano que surje. Las antiguas comunidades agrícolas quizá la aprendieron de la naturaleza y con sacrificios animales o humanos mostraron durante siglos la verdad de que "sin sangre no hay remisión"4 y aunque al principio tales conceptos pueden haber estado relacionados solamente con las cosechas y con la descendencia de la tribu, posteriormente llegaron, en las religiones de Misterio a estar con la muerte y la resurrección espiritual del individuo. El asceta de la India, al mortificar su cuerpo sobre un lecho de espigas, predica la misma lección; el filósofo griego nos dice que la vida de sabiduría es "una práctica de la muerte".5 El pagano noble y sensible de los tiempos modernos hace a sus imaginarios dioses "morir hacia la vida".6 El señor Huxiey expone el desapego. No podemos eludir la doctrina dejando de ser cristianos. Es un "evangelio eterno" revelado a los hombres dondequiera éstos han buscado o padecido la verdad. Es la fibra misma de la redención, la cual la sabiduría anatomizada de todos los tiempos y de todos los lugares pone al desnudo; el ineludible conocimiento que la luz que alumbra a todo hombre impone en la mente de todos aquellos que con seriedad se formulan la pregunta "acerca de qué" es el universo. Lo peculiar de la fe cristiana no es enseñar esta doctrina sino hacerla más tolerable en varios sentidos. El cristianismo nos enseña que la terrible tarea ha sido ya cumplida para nosotros en cierto sentido: la mano del maestro está sostenido la nuestra cuando tratamos de trazar las difíciles letras y que nuestro escrito sólo necesita ser una "copia" y no un original. Además, mientras otros sistemas exponen a la muerte nuestra total naturaleza (como en la renunciación budista) el cristianismo demanda únicamente que rectifiquemos el rumbo equivocado de nuestra naturaleza, y no tiene conflicto —como Platón— con el cuerpo como tal, ni con los elementos físicos de nuestra hechura. Y el sacrificio, en su suprema realización, no es exigido de todos. Tanto los confesantes como los mártires son salvos, y algunos ancianos cuyo estado de gracia difícilmente podríamos poner en duda, parecen haber pasado a través de sus setenta años con sorprendente facilidad. El sacrificio de Cristo es repetido o halla nuevo eco entre sus seguidores en muy diversos grados, desde el más cruel de los martirios hasta el sometimiento de la intención propia cuyos signos exteriores no tienen nada que los distinga de los frutos comunes de la temperancia y de la "dulce moderación". Las causas de esta distribución no las conozco; pero desde nuestro presente punto de vista debería quedar en claro que el verdadero problema no es por qué sufren algunas personas humildes, piadosas y creyentes, sino por qué algunas no sufren. Nuestro propio Señor, como se recordará, explicó la salvación de aquellos que en este mundo son afortunados refiriéndose únicamente a la inescrutable omnipotencia de Dios.7 Todos los argumentos en justificación del sufrimiento provocan amargo resentimiento contra el autor de los mismos. A ustedes les agradará saber cómo me comporto yo mismo cuando estoy experimentando dolor y no cuando estoy escribiendo libros acerca de ese tema. No tienen necesidad de hacer conjeturas puesto que yo mismo se lo voy a decir: soy un cobarde. Pero, ¿de qué

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sirve esto? Cuando pienso acerca del dolor: la ansiedad que carcome como fuego y la soledad que se extiende como el desierto y la quebrantadora rutina de la monótona miseria o, además, los opacos dolores que ensombrecen todo nuestro panorama o la repentina náusea de los dolores que derriban el corazón de una persona con un solo golpe, o los dolores que ya parecen intolerables y que, de pronto, son incrementados repentinamente, o las furiosas picaduras del escorpión, del dolor que lanza al hombre que ya parecía medio muerto con sus anteriores torturas, lo lanzan a una serie de maniáticos movimientos, y domino mi espíritu. Si yo hubiese conocido alguna manera de escapar de todo eso hubiera sido capaz de atravesar inmundas cloacas para alcanzarlo. Pero ¿qué provecho hay en que yo les cuente mis sentimientos? Ustedes ya los conocen: son los mismos que los suyos. No estoy argumentando que el dolor no es doloroso... El dolor duele... Eso es lo que la palabra significa. Solamente estoy tratando de mostrar que la vieja doctrina cristiana de "ser perfeccionado a través del sufrimiento"8 no es increíble. Pero demostrar que ella es apetitosa es algo que está más allá de mis propósitos. Al considerar la credibilidad de la doctrina habrá que tener en cuenta dos principios. En primer lugar tendremos que recordar que el actual momento de presente dolor es sólo el centro de lo que puede llamarse la totalidad del sistema tribulacional que se extiende mediante el temor y la compasión. Cualquiera que fueren los buenos efectos que estas experiencias pudieran tener, dependerán del centro; de tal manera que si el propio dolor no era de valor espiritual, aun así, si el temor y la compasión lo fueran, el dolor tendría que existir con objeto de que hubiese algo para ser temido y compadecido. Y que el temor y la compasión nos ayudan en nuestro retomo a la obediencia y a la caridad es algo que no puede ser puesto en duda. Todos hemos experimentado el efecto de la compasión al facilitarnos amar al que no tenía atractivos para ser amado; es decir, amar a las personas no porque ellas sean en manera alguna agradables sino porque se trata de nuestros hermanos. La mayoría de nosotros hemos aprendido los beneficios del temor durante el período de "crisis" que condujo a la presente guerra. Mi propia experiencia podría ser expresada más o menos así: Estoy progresando en la senda de la vida conforme a mi satisfecha, caída e impía condición, absorto en alegres encuentros con mis amigos para el mañana. O en un poco de trabajo que halaga mi vanidad hoy, una fiesta o un nuevo libro, cuando, de pronto, siento una estocada de dolor abdominal que me amenaza con grave enfermedad, o un gran titular en los periódicos que nos amenaza a todos con destrucción, hace desmoronar todo el castillo de naipes. Al principio me siento abrumado y toda mi pequeña felicidad parece como un montón de juguetes rotos. Después, lenta y desganadamente, poquito a poquito, trato de ponerme a mí mismo dentro del marco mental en el cual debería haber estado en todo momento. Me hago recordar a mí mismo que todos esos juguetes nunca fueron hechos con el propósito de que se adueñasen de mi corazón, que mi verdadero bien reside en otro mundo y que mi único y verdadero tesoro está en Cristo. Y quizá, por la gracia de Dios, tengo éxito en ello, durante uno o dos días me convierto en una criatura que conscientemente depende de Dios y que obtiene su fortaleza de las fuentes correctas. Pero en el momento que aquella amenaza se desvanece, toda mi naturaleza salta nuevamente hacia los juguetes, y aún estoy ansioso —Dios me perdone— de borrar de mi mente aquello que fue lo único que me sostuvo durante la amenaza porque ahora eso aparece relacionado con la miseria de aquellos pocos días. De tal modo, la terrible necesidad de la tribulación aparece del todo clara. Dios me ha poseído durante cuarenta y ocho horas y esto a fuerza de sacarme todo lo demás. Que envaine El la espada por un momento y me comportaré como un cachorrito cuando su odiado baño ha concluido: me sacudiré para sacarme todo lo que pueda y saldré corriendo a readquirir mi cómoda suciedad, si no en el más próximo montón de estiércol, por lo menos en el lecho de flores más cercano. Y por eso las tribulaciones no pueden cesar hasta que Dios o bien nos vea rehechos o bien compruebe que ahora ya no hay esperanza de rehacernos.

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En segundo lugar, al considerar el dolor propiamente dicho —el centro de todo el sistema tribulacional— tendremos que ser muy cuidadosos de prestar atención a aquello que sabemos y no a aquello que imaginamos. Esa es una de las razones por las cuales toda la parte central de este libro está dedicada al dolor humano, mientras que el dolor animal queda relegado a un capítulo especial. En cuanto al dolor humano, sabemos, pero en cuanto al dolor animal solamente especulamos. Pero aun dentro de la misma raza humana tenemos que obtener las evidencias a partir de casos que hayan quedado bajo nuestra propia observación. La tendencia de éste o de aquel novelista o poeta puede describir al sufrimiento como absolutamente malo en sus efectos, como produciendo, y justificando, toda clase de malicia y brutalidad en el sufriente paciente. También, por supuesto, el dolor, como el placer, puede ser recibido también así: todo aquello que le es dado a una criatura con libre albedrío tiene que ser de doble filo, no por la naturaleza del dador o de la dádiva, sino por la naturaleza de quien lo recibe.§§§ Además, los malos resultados del dolor pueden multiplicarse si los sufrientes son persistentemente enseñados por quienes los rodean diciéndoles que tales consecuencias son los resultados propios y varoniles que ellos pueden exhibir. La indignación frente a los sufrimientos ajenos, aunque generosa pasión, necesita ser bien administrada para que no robe la paciencia y la humildad de aquellos que sufren y ponga en su lugar la cólera y el cinismo. Pero no estoy convencido de que el sufrimiento, si se pasa por alto oficiosa y vicaria indignación, tenga tendencia alguna a producir semejantes males. No veo las trincheras de la línea del frente de batalla o los altos mandos militares más llenos de odio, de egoísmo, de rebeldía y de deshonestidad que ningún otro lugar. He visto gran belleza de espíritu en algunas personas que sufrían severamente. He visto hombres que, en su mayoría, mejoraban en vez de empeorar con el paso de los años, y he visto que la enfermedad final produce tesoros de fortaleza y humildad en individuos que eran muy poco prometedores. Observo en amadas y reverenciadas figuras históricas, tales como Johnson y Cowper, rasgos que difícilmente hubieran sido tolerables si tales hombres hubieran sido más felices. Si el mundo es ciertamente un "valle donde se hacen las almas" parece que en general está cumpliendo su tarea. De la pobreza —la aflicción que en realidad incluye a todas las demás aflicciones— no me atrevo a hablar por mí mismo; y aquellos que rechazan al cristianismo no se conmoverán por la afirmación de Cristo en cuanto a que la pobreza es bendita. Pero entonces un hecho notable viene en mi ayuda. Aquellos que más burlonamente repudian al cristianismo, llamándolo un mero "opio del pueblo", tienen desprecio por los ricos, es decir, por toda la humanidad, excepto los pobres. Consideran a los pobres como la única gente digna de ser preservada de la "liquidación" y depositan en ellos la única esperanza de la raza humana. Pero esto no es compatible con una creencia en que los efectos de la pobreza sobre aquellos que la sufren son completamente nocivos; por el contrario hasta implicaría que son buenos. El marxista se encuentra así en verdadero acuerdo con el cristianismo en dos creencias que paradójicamente el cristianismo exige: que la pobreza es una bendición y que, aun así, tiene que ser eliminada.

6. §§§

Acerca del "doble filo" de la naturaleza del dolor, véase el Apéndice.

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El dolor humano (Continuación) Todas las cosas que son como deberían ser son conforme a esta segunda ley eternal; aun aquellas cosas que no se adaptan a la ley eterna son, pese a todo, ordenadas en cierta forma por la primera ley eterna. Hooker Laws of Eccis. Pol., I, iii, I EN ESTE CAPITULO anticipo seis proposiciones necesarias para complementar nuestra descripción del sufrimiento humano. Tales leyes no surgen una de la otra y, por lo tanto, es necesario darles un orden arbitrario. 1. Hay una paradoja acerca de la tribulación en el cristianismo. Bienaventurados los pobres, pero mediante "Juicio" (es decir: justicia social) y limosnas tenemos que eliminar la pobreza. Bienaventurados somos cuando nos persiguen, pero podemos evitar la persecución huyendo de ciudad en ciudad y podemos rogar que se nos evite ese sufrimiento tal como lo rogó nuestro Señor en Getsemaní. Pero, si el sufrimiento es bueno, ¿no debería buscársele en vez de rehuírsele? Respondo que el sufrimiento no es bueno en sí mismo. Lo bueno de cualquier experiencia dolorosa es, para el paciente, su sumisión a la voluntad de Dios y, para los observadores, la compasión que despierta y los actos de misericordia a los cuales conduce. En el caído y parcialmente redimido universo podemos distinguir (1) el bien simple que procede de Dios, (2) el mal simple producido por las criaturas rebeldes, y (3) la utilización por Dios de este mal para su propósito redentor que produce (4) el bien complejo al cual contribuyen la aceptación del sufrimiento y el arrepentimiento por el pecado. Ahora bien, el hecho de que Dios pueda producir un bien complejo partiendo de un mal simple no excusa —aunque por misericordia pueden ser salvos— a aquellos que hacen ese mal simple. Y esta distinción es básica. Los escándalos tienen que venir, pero ay de aquel por quien ellos vienen: los pecados ciertamente hacen que la gracia abunde, pero no tenemos que hacer de esto una excusa para continuar en el pecado. La propia crucifixión es la mejor, así como también el peor, de todos los acontecimientos históricos, pero el rol de Judas sigue siendo sencillamente malvado. Esto lo podemos aplicar primeramente al problema del sufrimiento de otras personas. Un hombre misericordioso intenta el bien de su prójimo y hace así la "voluntad de Dios", colaborando conscientemente con el bien simple. Un hombre cruel oprime a su prójimo y así hace el mal simple. Pero al hacer tal mal está siendo —sin él saberlo ni consentirlo— utilizado por Dios para producir el bien complejo. De tal modo, el primer hombre sirve a Dios como hijo, y el segundo como instrumento. Porque, no importa cómo actuemos, ciertamente hemos de cumplir el propósito de Dios. Pero hay gran diferencia entre servir como Judas o servir como Juan. Todo el sistema está, por así decirlo, calibrado para el choque entre los hombres buenos y los hombres malos, y los buenos frutos de fortaleza, paciencia, compasión y perdón a causa de los cuales al hombre malo se le permite ser cruel, presuponen que el hombre bueno generalmente persiste en buscar el bien simple. Digo "generalmente" porque en ocasiones un hombre puede estar habilitado para causar daño (y en mi opinión, hasta para matar) a su prójimo, pero esto únicamente cuando la necesidad es apremiante y el bien a obtenerse es obvio; y habitualmente (aunque no siempre) cuando aquel que inflige el dolor tiene una bien definida autoridad para hacerlo: como la autoridad de los padres, derivada de la naturaleza; o la autoridad de un magistrado o de un soldado, derivada de la sociedad civil; o la de un cirujano, derivada más a menudo, de su propio paciente. Transformar esto es una especie de carta magna para afligir a la humanidad "porque la aflicción es buena para ellos" (como el lunático Tamberiaine de Marlowe, se jactaba de

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ser el "azote de Dios") no es ciertamente quebrar el esquema divino sino ofrecerse voluntariamente para desempeñar el rol de Satanás dentro de ese esquema. Y si usted desempeña tal rol también tendrá que estar listo para recibir la paga correspondiente. El problema de eludir nuestro propio dolor admite una solución similar. Algunos ascetas han utilizado la tortura propia. Como laico no ofrezco opinión alguna referente a la prudencia de tal régimen. Pero insisto en que cualesquiera que fueren sus méritos, la tortura propia es algo muy distinto de la tribulación enviada por Dios. Todos sabemos que ayunar constituye una experiencia distinta del hecho de perder una comida por accidente o debido a la pobreza. El ayuno afirma la voluntad contra el apetito: la recompensa en este caso es el dominio propio, y el peligro, el orgullo: el hambre involuntaria sujeta los apetitos y la voluntad sometiéndolas juntamente a la voluntad divina y, por otra parte, también da ocasión para el sometimiento exponiéndonos al peligro de la rebelión. Pero el efecto redentor del sufrimiento reside mayormente en su tendencia a reducir la voluntad rebelde. Las prácticas ascéticas que, en sí mismas, fortalecen la voluntad, son solamente útiles hasta donde capacitan a la voluntad a poner en orden su propia casa (las pasiones), como preparación para ofrendar la personalidad humana íntegra a Dios. Son necesarias como un medio, pero como un fin serían abominables, y porque al poner la voluntad en lugar del apetito y detenerse en eso, estarían simplemente cambiando la personalidad animal por la personalidad diabólica. Por lo tanto, con verdad se ha dicho que "únicamente Dios puede mortificar". La tribulación cumple su tarea en un mundo donde los seres humanos están generalmente buscando, a través de medios legales, evitar su propio mal natural y alcanzar su bien natural, y presupone un mundo tal. Con objeto de poder someter a Dios la voluntad, tenemos que poseer una voluntad y tal voluntad tiene que tener objetivos. La renunciación cristiana no significa estoica "apatía", sino una disposición a preferir a Dios más bien que a los fines inferiores, aunque éstos en si mismos puedan ser lícitos. De ahí que el Hombre Perfecto llevó a Getsemaní una voluntad, una vigorosa voluntad, para escapar al sufrimiento y a la muerte —si ello fuera compatible con la voluntad del Padre—, combinada con una perfecta disposición para obedecer si ese no fuera el caso. Algunos de los santos recomiendan una "total renunciación" ya en los mismos umbrales de nuestro discipulado, pero me parece que solamente esto puede significar una total disposición para cada renunciación particular**** que pueda demandarse puesto que no sería posible vivir continuamente sin desear ninguna otra cosa que la sumisión a Dios como tal. ¿Cuál sería entonces el material para la sumisión? Sería contradictorio en sí mismo decir: "Lo que quiero es someter lo que yo quiero a la voluntad de Dios". En tal caso el segundo "lo que yo quiero" carece de contenido. No hay duda que dedicamos mucho cuidado a evitar nuestro propio dolor, pero una intención debidamente subordinada a evitarlo, utilizando medios lícitos, es acorde con la "naturaleza": es decir, con todo el sistema operativo de la vida de las criaturas para la cual la obra redentora de la tribulación ha sido calculada. Por lo tanto, sería completamente falso suponer que el enfoque cristiano del sufrimiento es incompatible con el más vigoroso énfasis sobre nuestro deber de dejar el mundo, aun en un sentido temporal, "mejor" que lo que lo hemos encontrado. En la descripción más plenamente parabólica que El hizo del Juicio, nuestro Señor parece reducir toda virtud a la beneficencia activa. Sería erróneo tomar esa figura aislándola del evangelio como un todo. No obstante, tal descripción es suficiente para disipar cualquier duda acerca de los principios fundamentales de la ética social del cristianismo. 2. Si la tribulación es un elemento necesario en la redención, tenemos que esperar que

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Cf. Brother Lawrence, Practico of the Préseme of God, Cuarta Conversación, 25 de noviembre de 1667. La sincera renunciación allí tiene que ver con "todo aquello que sentimos que no ha de conducirnos a Dios".

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aquella nunca cesará hasta que Dios vea al mundo redimido o bien lo considere ya como no redimible. El cristiano, por lo tanto, no puede creer a ninguno de aquellos que prometen que con sólo introducir algunas reformas en nuestro sistema económico, político o higiénico el resultado sería un cielo en la tierra. Esto puede que aparezca como desalentador para el agente ocupado en la obra social, pero en la práctica no tiene por qué desanimarlo. Por el contrario, un vigoroso sentido de nuestras comunes miserias —simplemente como seres humanos— es, por lo menos, un buen acicate para eliminar todas las miserias que podamos, así como también todas aquellas alocadas esperanzas que tientan a los hombres a alcanzarlas mediante el quebrantamiento de la ley moral y que al final muestran ser únicamente polvo y cenizas una vez que se llega a su realización. Si la aplicamos a la vida individual, la doctrina de que imaginar un cielo en la tierra es necesario para hacer vigorosos intentos tendientes a eliminar el presente mal, de inmediato demostraría su carácter absurdo. Las personas hambrientas buscan alimento y las enfermas buscan salud pese a saber que tras la comida y tras la curación los comunes altibajos de la vida todavía los están aguardando. Por supuesto que no estoy discutiendo si son o no son deseables algunos drásticos cambios de nuestro sistema social: solamente estoy haciendo recordar al lector que una determinada medicina no debe ser confundida con el elíxir de la vida. 3. Ya que el tema político se ha cruzado en nuestro camino, tengo que dejar bien aclarado que la doctrina cristiana de la entrega del propio ser y de la obediencia es puramente teológica y que ni siquiera en el más leve sentido se trata de una doctrina política. En cuanto a forma de gobierno, de autoridad civil o de obediencia civil, nada tengo que decir. La clase y el grado de obediencia que la criatura debe a su Creador es única porque también la relación entre criatura y Creador es única: partiendo de ella no puede ser inferida ninguna proposición de tipo político. 4. La doctrina cristiana del sufrimiento explica, me parece, un hecho muy curioso relativo al mundo en que vivimos. Dios nos priva de esa felicidad y de esa seguridad estables que todos deseamos a causa de la misma naturaleza de este mundo; en cambio, el gozo, el placer y la alegría El las distribuye copiosamente. Nunca estamos seguros, pero tenemos abundante distracción y algo de cierto éxtasis. Y no es difícil descubrir por qué. La seguridad que anhelamos nos enseñaría a descansar confiadamente en este mundo y se constituiría en un obstáculo para nuestro retorno a Dios; en cambio, unos momentos de amor feliz, un paisaje, una sinfonía, un cordial encuentro con nuestros amigos, un baño de mar o un partido de fútbol no tienen tal tendencia. Nuestro Padre nos renueva y refresca durante el viaje proveyéndonos albergue en acogedoras posadas, pero no hará que las confundamos con el hogar. 5. Nunca debemos hacer el problema del dolor más grave de lo que ya es expresándonos en términos ambiguos acerca de la "imaginable suma de miseria humana". Supongamos que yo padezco un dolor de muelas de intensidad X, y supongamos también que usted, que está sentado junto a mí, comienza a sufrir un dolor de muelas también de intensidad X. Usted puede, si así lo prefiere, afirmar que la suma total del dolor que se padece en esta habitación donde estamos es ahora de intensidad 2X. Pero en tal caso usted tendrá que recordar que nadie está aquí sufriendo 2X. Investigue usted todo el espacio y todo el tiempo y no encontrará ese total de dolor acumulado en la conciencia de nadie. No hay tal suma de sufrimientos, porque nadie la experimenta. Cuando hemos alcanzado el máximo que una sola persona puede sufrir, hemos también alcanzado, indudablemente, algo sumamente horrible, pero a la vez hemos logrado reunir todo el sufrimiento que por siempre puede haber en el universo. El agregado de un millón de otros sufrientes no añade más dolor. 6. De todos los males, el dolor es el único mal esterilizado o desinfectado. El mal intelectual, o error, puede reaparecer debido a que la causa del primer error (tal como la fatiga o la mala escritura) continúa operando. Pero muy aparte de eso, el error engendra por sí mismo al error: si el primer paso en un argumento está errado, todo lo que sigue también lo estará. El pecado puede

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reaparecer porque la tentación original prosigue, pero muy aparte de eso, el pecado por sí mismo engendra pecado al fortalecer el hábito pecaminoso y debilitar la conciencia. Ahora bien, el dolor, como los otros males, puede reaparecer por supuesto, porque la causa del primer dolor (enfermedad o enemigos) está todavía operando, pero el dolor no tiende propiamente a proliferar. Cuando el dolor ha pasado, ha pasado y la secuela natural es el gozo. Esta distinción puede ejemplificarse exactamente a la inversa. Después de un error usted no solamente necesita eliminar las causas (la fatiga o la mala escritura) sino también corregir el error propiamente dicho; pero después de un pecado usted tiene, si es posible, no solamente que eliminar la tentación sino que, además, tiene que volver sobre sus pasos y arrepentirse del pecado propiamente dicho. En ambos casos se requiere un "deshacer". Pero el dolor no exige tal "deshacer". Usted puede necesitar la eliminación de la enfermedad que lo causó, pero el dolor una vez pasado, es estéril, mientras que por el contrario, todo error no corregido y todo pecado por el cual no ha habido arrepentimiento, es en sí mismo una fuente de nuevos errores y de nuevos pecados que fluye hasta el fin de los tiempos. Además, cuando cometo un error, mi error infecta a todos los que me creen. Cuando peco públicamente, todo espectador o bien lo excusa -participando así de mi culpa— o bien lo condena participando en tal manera de mi culpa, con inminente peligro para su caridad y humildad. Pero el sufrimiento que naturalmente produce en los espectadores (a menos que sean insólitamente depravados) no tiene mal efecto, sino un buen efecto: compasión. Así que ese mal que Dios usa mayormente para producir el "bien complejo" está claramente desinfectado o desprovisto de la tendencia a proliferar que es la peor característica del mal en general.

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El infierno ¿Qué es el mundo, oh soldados? Soy yo: Yo, esta incesante nieve, Este cielo del norte; Soldados, esta soledad A través de la cual marchamos Soy yo. W. de la More Napoleón Ricardo ama a Ricardo; es decir: yo soy yo. Shakespeare EN UN CAPITULO anterior fue admitido que el dolor que solamente podía llevar al hombre malo hacia un conocimiento de que todo no marchaba bien, podía también conducir a una definitiva e impenitente rebeldía. Y hemos admitido sin reservas que el hombre tiene libre albedrío y que todos los dones que se le conceden son de doble filo. Partiendo de estas premisas se deduce directamente que la divina labor de redimir al mundo no puede tener seguridad de éxito en lo que respecta a cada alma individual. Algunos no serán redimidos. No hay doctrina alguna que con mayor gusto eliminaría yo del cristianismo, si ello dependiera de mí. Pero cuenta con el pleno respaldo de la Escritura y, especialmente, de las propias palabras de nuestro Señor; además, siempre ha sido sostenida por la cristiandad y finalmente, cuenta con el apoyo de la razón. Si hay que jugar un partido, siempre está la posibilidad de perderlo. Si la felicidad de la criatura reside en la entrega que ella haga de sí misma, nadie más que ella misma puede hacer esa entrega (aunque muchos puedan ayudarle a dar ese paso), y ella puede negarse. Pagaría yo cualquier precio con tal de poder decir con verdad "Todos serán salvos". Pero mi razón me replica, "¿Con su consentimiento o sin él?" Si digo "sin su consentimiento" inmediatamente percibo una contradicción: ¿cómo puede el acto supremamente voluntario de la entrega de sí mismo ser involuntario? Si digo "con su consentimiento" entonces mi razón replica: "¿En qué forma puede ser eso si ellos no quieren ceder?" Los mensajes dominicales relativos al Infierno van dirigidos a la conciencia y a la voluntad, y no a nuestra curiosidad intelectual. Cuando ellas nos han puesto en acción convenciéndonos de una terrible posibilidad, han cumplido ya todo lo que, probablemente, les había asignado cumplir; y si todo el mundo estuviese compuesto por cristianos convencidos no sería necesario agregar ni una palabra más al respecto. Sin embargo, siendo las cosas como son, esta doctrina constituye uno de los sectores donde más se concentran los ataques contra el cristianismo acusándolo de bárbaro e impugnando la bondad de Dios. Se nos dice que es una doctrina detestable —y por cierto que yo también la detesto de todo corazón— y se nos recuerda las tragedias ocurridas en la vida humana a causa de haber creído en ella. Claro que de las otras tragedias originadas por no haber creído en tal doctrina se nos dice menos. Por otras razones, y solamente por estas, se hace necesario considerar el asunto. El problema no es simplemente el de un Dios que destina a algunas de sus criaturas a la

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ruina definitiva. Eso no sería problema si fuésemos mahometanos. El cristianismo, fiel como siempre a la complejidad de lo real, nos presenta algo más áspero y más ambiguo: un Dios tan lleno de misericordia que se hace hombre y muere torturado para evitar esa ruina definitiva de sus criaturas. Y aun así, cuando ese heroico remedio falla, parece no desear, y hasta ser incapaz, de detener la ruina mediante un acto de simple poder. Con excesiva locuacidad he dicho hace un momento que yo "pagaría cualquier precio" con tal de eliminar esta doctrina. He mentido. No podría pagar ni la milésima parte del precio que Dios ya pagó para eliminar el hecho. Y ahí es donde reside el real problema: tanta misericordia y, pese a todo, hay un Infierno. No voy a intentar una demostración de que la doctrina es tolerable. No nos equivoquemos: no es tolerable. No obstante, creo que la doctrina puede mostrarse como moral mediante una crítica a las objeciones que habitualmente se le hacen o se sienten en su contra. Primero: hay una objeción en muchas mentes hacia la idea del castigo retributivo como tal. De esto nos hemos ocupado en parte en un capítulo anterior. Hemos sostenido allí que todo castigo se vuelve injusto si las ideas de lo merecido y retribución fuesen eliminadas del mismo; y descubrimos que hay un meollo de justicia dentro de la propia pasión vengativa al demandar que el hombre malo no debe dejarse completamente satisfecho con su propio mal, y que eso tiene que aparecer ante él como correctamente aparece ante los demás: maldad. He dicho que el dolor implanta la bandera de la verdad dentro de la fortaleza rebelde. Estábamos entonces considerando el dolor que aun podía conducir hacia el arrepentimiento. Pero, ¿qué sucede si no logra esto, si nunca más hay otra conquista que aquella de introducir la bandera en la fortaleza rebelde? Tratemos de ser honestos con nosotros mismos. Represéntese usted mismo a un hombre que ha alcanzado la riqueza o el poder mediante un continuo procedimiento de perfidia y crueldad, explotando para fines puramente egoístas los nobles actos de sus víctimas, riéndose al mismo tiempo de la simplicidad de ellas; un hombre que habiendo logrado éxito en esa forma lo usa para la satisfacción de su lujuria y de su odio y finalmente parte traicionando a sus propios cómplices y burlándose de ellos cuando en sus últimos momentos sufren perplejidad y desilusión. Suponga, además, que tal hombre hace todo eso, no (como nos gusta imaginar) atormentado por el remordimiento o ni siquiera por el temor, sino comiendo a dos carrillos y durmiendo como un robusto bebé —un hombre jovial, de mejillas sonrosadas, sin preocupación alguna en el mundo, inmutablemente confiado en que solamente él ha descubierto el enigma de la vida, más aún: que su forma de vida es totalmente exitosa, satisfactoria e inexpugnable. Tenemos que ser cautos en este punto. La menor concesión al vehemente deseo de venganza es un pecado mortal. El amor cristiano nos recomienda hacer todos los esfuerzos posibles en favor de la conversión de tal clase de individuo —preferir su conversión aun a riesgo de nuestra propia vida, quizá aun a riesgo de nuestras mismas almas— preferir eso infinitamente. Pero esa no es la cuestión. Suponiendo que él no quiera convertirse, ¿qué destino en el mundo eterno considera usted adecuado para él? ¿Puede usted desear realmente que tal individuo, si permanece tal como es (y puede hacer tal cosa puesto que disfruta de libre albedrío) debería ser confirmado indefinidamente en su actual felicidad, que debería continuar por siempre perfectamente convencido de que la victoria está de parte de él? Y si usted no puede considerar esto como tolerable, ¿es solamente su maldad —sólo rencor— lo que le impide a usted hacerlo? ¿O es que usted encuentra que el conflicto entre Justicia y Misericordia, —el cual tantas veces le ha parecido a usted tan anacrónica muestra de teología— en este momento está obrando en su propia mente, y siente usted como si eso le viniera desde arriba y no desde abajo? Usted se siente impulsado no por un deseo de dolor para la miserable criatura como tal, sino por una demanda verdaderamente ética en el sentido de que, tarde o temprano, la justicia será implantada, la bandera introducida en la fortaleza del alma horriblemente rebelde, aunque no hubiese después otras conquistas más plenas o mejores que éstas. En un sentido es mejor para el propio individuo (aun en el caso de que nunca se volviese

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bueno) que conozca por sí mismo su fracaso, su error. Ni siquiera la propia misericordia difícilmente puede desear a tal hombre que prosiga en tal horripilante ilusión. Tomás de Aquino dijo del sufrimiento, así como Aristóteles lo había dicho de la vergüenza, que no era una cosa buena en sí misma, pero que, no obstante, podía tener buenos efectos en ciertas circunstancias. Es decir, que si el mal está presente, el dolor como un reconocimiento del mal, siendo una clase de conocimiento, es relativamente bueno; porque la alternativa sería que el alma ignoraría el mal, o ignoraría que el mal es contrario a su naturaleza, "cualquiera de los dos", dice el filósofo, "es manifiestamente malo".1 Y me parece, aunque temblemos, que estamos de acuerdo. La demanda de que Dios debería perdonar a semejante hombre mientras que éste permanece siendo lo que es, se origina en una confusión entre condonar y perdonar. Condonar una maldad es simplemente ignorarla, tratarla como si fuese algo bueno. En cambio, el perdón necesita ser aceptado tanto como ofrecido para que resulte completo, y un hombre que no admite culpa tampoco puede aceptar perdón. He comenzado con este concepto del Infierno como un positivo castigo de retribución infligido por Dios porque esta es la forma en la cual la doctrina resulta más repulsiva y deseo hacer frente a la objeción mayor. Sin embargo, por supuesto, aunque nuestro Señor frecuentemente habla del Infierno como una sentencia aplicada por un tribunal, también El dice en otras partes que el juicio consiste en el mero hecho de que los hombres prefieren más las tinieblas que la luz, y que no es El sino su "palabra", la que juzga a los hombres.2 Quedamos entonces en libertad —dado que los dos conceptos, a la larga, significan lo mismo— de pensar en la perdición del hombre malo no como una sentencia que le es impuesta, sino como el simple hecho de ser lo que él es. La característica de las almas perdidas es su "rechazo de todo lo que no sea puramente ellas mismas".3 Nuestro imaginario egoísta ha tratado de convertir todo lo que encuentra en una provincia o apéndice de su yo. El gusto por el otro, es decir, la misma capacidad para disfrutar el bien, está apagada en él en tanto que su cuerpo todavía lo impulse a algún rudimentario contacto con el mundo exterior. La muerte elimina este último contacto. Y entonces es cuando él tiene lo que deseaba: vivir completamente en el yo y hacer lo mejor que pueda con lo que allí encuentra. Y lo que encuentra allí es el Infierno. Otra objeción gira en torno a la aparente desproporción entre la condenación eterna y el pecado transitorio. Si pensamos en la eternidad como una mera prolongación del tiempo, entonces, efectivamente, es desproporcionado. Pero muchos rechazarían tal idea de la eternidad. Si pensamos en el tiempo como si fuera una línea —lo cual es una buena imagen debido a que las partes del tiempo son sucesivas y no hay dos de ellas que puedan coexistir, o sea: no hay anchura en el tiempo sino únicamente longitud— probablemente deberíamos pensar en la eternidad como si fuera un plano o hasta como un sólido. En tal manera la realidad total de un ser humano estaría representada por la figura de un sólido. Ese sólido sería mayormente la obra de Dios actuando por medio de la gracia y de la naturaleza, pero el libre albedrío humano habría contribuido la línea básica que llamamos vida terrenal. Y si usted traza su línea básica en forma oblicua toda la línea sólida llena quedaría fuera de lugar. El hecho de que la vida sea breve o, en el símbolo que acabamos de usar, que únicamente hayamos contribuido con una pequeña línea a toda la complejidad de la figura, puede considerarse como una misericordia de Dios. Porque si aun el trazado de esa pequeña línea, dejado a nuestra voluntad, es a veces tan mal hecho que arruina todo el resto, ¿cuánto mayor desastre causaríamos si el trazado de toda la riqueza quedase a nuestro cargo? Una variante más simple de la misma objeción consiste en decir que la muerte no debería ser definitiva, que tendría que haber una segunda oportunidad.†††† Creo que si un millón

††††

El concepto de una "segunda oportunidad" no tiene que confundirse ni con el de Purgatorio (para almas ya salvadas) ni con el de Limbo (para

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de oportunidades tuvieran probabilidad de hacer algún bien, un millón de probabilidades serían concedidas. Pero un maestro sabe —aunque los muchachos y los padres lo ignoren— que es inútil a veces enviar a un alumno para que rinda examen nuevamente. Lo definitivo tiene que venir alguna vez, y no se necesita una fe muy robusta para creer que la omnisciencia sabe cuándo. Una tercera objeción gira en torno a la aterradora intensidad de los castigos del Infierno tal como es sugerida por el arte medioeval y, ciertamente, también por algunos pasajes de la Escritura. Von Hügel nos advierte aquí que no debemos confundir la doctrina propiamente dicha con la metáfora mediante la cual se la quiere expresar. Nuestro Señor habla del Infierno bajo tres símbolos: primero, el de castigo ("castigo eterno", Mateo 25:46); segundo, el de destrucción ("temed más bien a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno", Mateo 10:28); y tercero, el de privación, exclusión o expulsión hacia "las tinieblas de afuera", como en las parábolas del hombre sin vestido de boda y la de las vírgenes sabias y las insensatas. La predominante idea de fuego es significativa por cuanto combina las ideas de tormento y de destrucción. Resulta claro que todas estas expresiones están encaminadas a sugerir algo inexorablemente horrible, y cualquier interpretación que no encare este hecho temo que desde el principio quede descalificada. Pero no es necesario concentrarse en las imágenes de tortura a expensas de aquellas que sugieren destrucción o privación. ¿Qué puede ser eso de lo cual las tres imágenes son igualmente símbolos adecuados? En forma natural daríamos por sentado que la destrucción significaría el desasimiento o la cesación de aquello que es destruido. Y la gente a menudo habla como si la "aniquilación" de un alma fuese intrínsecamente posible. Conforme a toda nuestra experiencia, sin embargo, la destrucción de una cosa significa el surgimiento de alguna otra cosa. Quememos un tronco y tendremos gases, calor y cenizas. Haber sido un tronco significa ahora esas tres cosas. Si el alma puede ser destruida, ¿no tiene que haber un estado de haber sido un alma humana? ¿Y no es eso, quizá, el estado que se halla igualmente bien descrito como tormento, destrucción y privación? Usted recordará que en la parábola los salvados van a un lugar preparado para ellos, mientras que los condenados van a un sitio jamás hecho para los hombres en manera alguna.4 Ingresar en el cielo es volverse más humano de lo que usted jamás alcanzó a serio en la tierra; ingresar en el infierno es segregarse de la humanidad. Eso que es arrojado (o que se arroja a sí mismo) en el infierno no es un hombre: son "restos". Ser un hombre cabal significa tener las pasiones obedientes a la voluntad ofrecida a Dios: haber sido un hombre —ser un ex hombre o un "espíritu maldito"— presumiblemente significaría consistir de una voluntad enteramente centrada en sí misma y en pasiones por completo incontroladas por la voluntad. Por supuesto que es imposible saber cómo sería la conciencia de semejante criatura — ya un difuso cúmulo de pecados mutuamente antagónicos más bien que un pecador. Puede haber verdad en eso de que "el infierno es infierno no desde su propio punto de vista, sino desde el punto de vista celestial". No creo que esto desmienta la severidad de las palabras de nuestro Señor. Solamente a los condenados puede parecerles menos que insoportable. Y hay que admitir que, —como estamos haciendo en estos últimos capítulos— a medida que pensamos en la eternidad, las categorías de dolor y de placer que nos han ocupado por tan largo tiempo, comienzan a retroceder al paso que el bien y el mal más vastos aparecen a la vista. Ni el dolor ni el placer como tales tienen la última palabra. Aun en el caso de que la experiencia (si se le puede llamar así) de los perdidos no contuviera dolor y sí mucho placer, aun así, ese negro placer sería

almas ya perdidas).

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tal como para enviar a toda alma, todavía no condenada, ofreciendo sus oraciones en una pesadilla de terror; y aunque en el cielo hubiera dolores todos aquéllos que entienden los desearían. Una cuarta objeción consiste en que ninguna persona caritativa podría sentirse bendecida en el cielo a sabiendas de que aun una sola alma humana estaba todavía en el infierno y, en tal caso, ¿es que somos nosotros más misericordiosos que Dios? En el trasfondo de esta objeción hay una figura mental del cielo y del infierno como coexistiendo en una misma línea de tiempo tal como ocurre con las historias paralelas de Europa y América, de tal modo en todo momento los bienaventurados podrían decir: "En este instante las miserias del infierno están en marcha". Pero he observado que nuestro Señor, aunque subraya el terror del infierno con su inexorable severidad, generalmente destaca la idea no de duración sino de finalidad. Ser enviado al fuego consumidor habitualmente es considerado como el fin del asunto, y no como el comienzo de una nueva historia. Que el alma perdida está eternamente fija en su diabólica actitud no lo podemos dudar: pero si esta eterna fijación implica duración interminable —o algún tipo de duración— es algo que no podemos decir. El doctor Edward Bevan tiene algunas interesantes especulaciones sobre este punto.5 Sabemos mucho más acerca del cielo que del infierno porque el cielo es el hogar de la humanidad y, por lo tanto, contiene todo lo que implica una vida humana glorificada. En cambio, el infierno no fue hecho para los seres humanos. No es en sentido alguno paralelo al cielo: es "las tinieblas de afuera", es la orilla exterior donde el ser se desvanece en la nada. Por último, se objeta que la pérdida definitiva de una sola alma significa la derrota de la omnipotencia. Y así es. Al crear seres dotados de libre albedrío, desde el comienzo la omnipotencia se somete a la posibilidad de tal derrota. Lo que usted llama derrota, yo lo llamo milagro, porque hacer cosas que no son uno mismo y volverse así, en un sentido capaz de ser resistido por la propia obra de sus manos, es el más asombroso e inimaginable de todos los hechos atribuidos a la Deidad; de buen grado creo que todos los condenados, en un sentido, tienen éxito en ser rebeldes hasta el fin y que las puertas del infierno están cerradas desde adentro. No quiero decir con esto que los espíritus fantasmas no pueden desear salir del infierno en la manera vaga en que un envidioso "desea" ser feliz; pero ellos en verdad no quieren ni las etapas preliminares de esa entrega de sí mismos solamente a través de la cual el alma puede alcanzar algún bien. Se regocijan siempre en la horrible libertad que han demandado y, por lo tanto, están auto-esclavizados así como los bienaventurados sometidos por siempre a la obediencia, se vuelven a través de las eternidades más libres. A la larga la respuesta a todos aquellos que objetan la doctrina del infierno se reduce a una sola pregunta: "¿Qué le está usted pidiendo a Dios que haga?" ¿Lavar a toda costa sus antiguos pecados, darle la oportunidad de comenzar de nuevo, aminorar toda dificultad y ofrecerle una ayuda milagrosa? Pues eso es lo que El ya ha hecho en el Calvario. ¿Perdonarlos? Ellos no quieren ser perdonados. ¿Abandonarlos? Ay, mucho me temo que eso es lo que El hace. Una palabra de advertencia y concluyo. Con objeto de que las mentes modernas puedan alcanzar una comprensión de estos temas, me he aventurado a introducir en este capítulo una figura de la clase de hombre malo al cual todos podemos fácilmente catalogar como verdaderamente malo. Pero cuando esta figura ha cumplido esa función cuanto antes la olvidemos, mejor. En todas las discusiones acerca del infierno deberíamos tener firmemente ante nuestros ojos la posible condenación, no de nuestros enemigos ni de nuestros amigos (porque ambos casos distraen nuestra atención) sino de nosotros mismos. Este capítulo no trata acerca de su esposa o de su hijo, ni acerca de Nerón o de Judas Iscariote, sino de usted y de mí.

8. El dolor animal 57

Y todo lo que Adán llamó a los animales vivientes, ese es su nombre. Génesis 2:19 Para hallar lo que es natural tenemos que estudiar las muestras que retienen su naturaleza y no aquellas que se han corrompido. Aristóteles Política I, v, 5 AQUÍ hemos tratado acerca del dolor humano; pero todo este tiempo "un lamento de inocencia ha punzado el cielo". El problema del sufrimiento animal es abrumador, y esto no porque los animales sean tan numerosos (porque, como ya hemos visto, no se siente más dolor cuando sufre un millón que cuando sufre uno solo) sino porque la explicación cristiana del dolor humano no puede extenderse al dolor animal. Hasta donde llega nuestra información, las bestias son incapaces tanto de pecado como de virtud, por lo tanto no merecen dolor ni tampoco pueden ser mejoradas a través de este. Al mismo tiempo nunca debemos permitir que el problema del sufrimiento animal se convierta en el centro del dolor. Y esto no porque carezca de importancia — todo aquello que provoca adecuada base para cuestionar la bondad de Dios es muy importante por cierto— sino porque está fuera de los límites de nuestro conocimiento. Dios nos ha proporcionado datos que nos capacitan, en cierto grado, para comprender nuestro propio sufrimiento; pero El no nos ha facilitado tales datos en cuanto a las bestias. No sabemos ni para qué fueron hechas ni lo que son y todo lo que digamos al respecto es de carácter especulativo. Partiendo de la doctrina de la bondad de Dios, confiadamente podemos deducir que la apariencia de insensible crueldad divina para con el reino animal es una ilusión, y que el hecho de que el único sufrimiento que conocemos de primera mano (el nuestro) se descubre no como crueldad, hará más fácil entender esto. A partir de ahí, todo es pura adivinanza. Podemos comenzar desenmascarando algunos de los infundíos presentados en el primer capítulo. El hecho de que las vidas vegetales vivan "a expensas" unas de otras en "despiadada" competencia no tiene importancia moral alguna. La vida en el sentido biológico nada tiene que ver con el bien y el mal hasta el momento en que aparece la sensibilidad. Los mismos conceptos "vivir a expensas" y "despiadado" son simple metáfora. Wordsworth creía que cada flor "disfruta del aire que respira", pero no hay razón para suponer que el poeta estaba en lo cierto. No hay duda que las plantas vivientes reaccionan a las heridas en forma distinta de como lo hace la materia inorgánica; pero un cuerpo humano anestesiado reacciona en manera todavía más distinta y tales reacciones no prueban la existencia de sensibilidad. Estamos justificados, por supuesto, en hablar de la muerte o del daño causado a una planta como si se tratase de una tragedia, en caso de tener presente que estamos usando una metáfora. Una de las funciones de los mundos animal y vegetal puede ser la de suministrar símbolos para las experiencias espirituales. Pero no debemos convertirnos en víctimas de nuestra metáfora. Un bosque en el cual la mitad de los árboles están matando a la otra mitad puede ser un bosque perfectamente "bueno", porque la bondad del bosque consiste en su utilidad y en su belleza pero carece de sensibilidad. Al referimos a las bestias surgen tres interrogantes. En primer lugar está la cuestión del hecho: ¿por qué sufren los animales? En segundo lugar tenemos la cuestión del origen: ¿en qué manera la enfermedad y el dolor entraron en el mundo animal? Y en tercer lugar está la cuestión de la justicia: ¿en qué manera el sufrimiento de los animales puede compatibilizarse con la justicia de Dios? 1. A la larga, la respuesta a la primera pregunta es "No sabemos", aunque se pueden intentar algunas especulaciones al respecto. Tendremos que comenzar haciendo una distinción entre HASTA

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animales: porque si el mono pudiera entendemos se sentiría muy ofendido de que lo arrojásemos a un mismo montón junto con la ostra y con el gusano formando una misma clase de "animales" y comparándolos con el hombre. Es evidente que en muchos aspectos el hombre y el mono son mucho más parecidos entre sí que cualquiera de los dos con el gusano. En la capa inferior del reino animal no tenemos por qué asumir que haya algo a lo cual podríamos identificar como sensibilidad. Los biólogos para establecer la distinción entre animal y vegetal no utilizan la sensibilidad o la locomoción o alguna otra característica semejante tal como aquellas que naturalmente llamarían la atención del lego en la materia. En algún punto, sin embargo (aunque no puedo decir dónde), es casi seguro que aparece la sensibilidad dado que los animales superiores tienen sistemas nerviosos muy semejantes al nuestro. Pero aun en este nivel todavía tenemos que distinguir entre sensibilidad y conciencia. Si usted nunca ha oído acerca de esta distinción con anterioridad, temo que la encontrará sorprendente; sin embargo tiene gran autoridad y no hará usted bien en desecharla. Supongamos que tres sensaciones siguen la una a la otra: primero A; después B, y por último C. Cuando le ocurre esto tiene usted entonces la experiencia de pasar a través del proceso ABC. Pero note lo que esto implica. Implica que hay algo en usted que se destaca lo suficiente fuera de A como para notar que A está pasando y que se halla lo suficientemente fuera de B como para notar que B ahora está comenzando a llenar el lugar que A ha dejado vacante; y que hay algo en usted que se reconoce a sí mismo como igual a través de la transición de A a B y de B a C, de tal modo que ese algo puede decir: "He tenido la experiencia ABC". Ahora bien, este "algo" es lo que yo llamo "Conciencia o Alma", y el proceso que acabo de describir es una de las pruebas de que el alma, aunque experimentando el tiempo, no está en sí misma completamente limitada al tiempo. La más simple experiencia de ABC como una sucesión demanda que el alma no sea en sí misma una mera sucesión de estados, sino más bien un permanente cauce a lo largo del cual estos diferentes sectores de la corriente de la sensación fluyen y se identifica como la misma debajo de todos ellos. Ahora bien, es casi seguro que el sistema nervioso de uno de los animales superiores está animado de sensaciones sucesivas. Pero no por eso hay que llegar a la conclusión de que tiene algún "alma", de que tiene algo que se reconozca a sí mismo como habiendo experimentado A, y ahora experimentando B y ahora observando cómo B se desliza a un lado para dejar lugar a C. Si no tuviera tal "alma" eso que llamamos la experiencia ABC nunca podría suceder. En lenguaje filosófico habría "una sucesión de percepciones"; es decir: las sensaciones en realidad aparecerían en ese orden, y Dios sabría que ellas estaban teniendo lugar así, pero el animal no lo sabría. Esto significaría que si usted le diese dos latigazos a ese animal habría ciertamente dos dolores pero no habría en cambio una personalidad coordinadora capaz de reconocer "yo he tenido dos dolores". Aun en el simple dolor no hay personalidad que diga "tengo dolor" —porque si pudiera distinguirse a sí misma de la sensación, el cauce como distinto de la corriente, lo bastante como para decir "yo tengo dolor", también sería capaz de relacionar las dos sensaciones como su experiencia. La descripción correcta sería: "el dolor está teniendo lugar en este animal"; y no como habitualmente decimos: "Este animal siente dolor", porque las palabras "este" y "siente" en realidad introducen de contrabando la conclusión de que es un "yo" o "alma" o "conciencia" que permanece sobre las sensaciones organizándolas en forma de "experiencia" tal como lo hacemos nosotros. Admito que tal sensibilidad sin conciencia es algo que no podemos imaginar; no porque nunca ocurra en nosotros sino porque cuando ocurre nos auto describimos como estando "inconscientes". Y así es. El hecho de que los animales reaccionan ante el dolor en forma muy parecida a como reaccionamos nosotros no es, por supuesto, prueba de que ellos estén conscientes; porque también nosotros podemos reaccionar así bajo los efectos del cloroformo, y hasta responder preguntas durante el sueño. Hasta qué altura de la escala puede alcanzar la sensibilidad inconsciente, ni siquiera me atrevo

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a conjeturarlo. Ciertamente es difícil suponer que los monos, el elefante y algunos animales domésticos superiores no tengan, en algún grado, una personalidad o un alma que relacione las experiencias y dé lugar al surgimiento de una rudimentaria individualidad. Pero por lo menos una gran parte de eso que parece ser sufrimiento animal no necesita ser sufrimiento en sentido real alguno. Pudiera ser que hayamos sido nosotros los inventores de los "sufrientes" a través de la "falacia patética" de atribuir a la bestia una personalidad individualidad de la que no tenemos evidencia real. 2. El origen del sufrimiento animal pudo ser rastreado, por generaciones muy anteriores, hasta la caída del hombre; todo el mundo fue infectado por la no creada rebelión de Adán. Ahora esto es imposible por cuanto tenemos buenas razones para creer que los animales existieron mucho antes que los hombres. La carnivorosidad con todo lo que ella implica, es más vieja que la humanidad. Ahora bien resulta imposible en este punto no recordar una cierta historia sagrada, si bien nunca incluida en los credos, ha sido ampliamente aceptada en la iglesia y parece estar implicada en varios mensajes dominicales de inspiración paulinas y juaninas. Me refiero a la historia de que el hombre no fue la primera criatura que se rebeló contra el Creador sino que, algún ser más antiguo y más poderoso, mucho tiempo antes había apostatado y es ahora el emperador de las tinieblas y (curiosamente) el Señor de este mundo. A algunos les agradaría rechazar toda esa clase de elementos contenidos en la enseñanza de nuestro Señor. A este respecto podría aducirse que cuando El se despojó de su gloria también se humilló al grado de compartir, como hombre, las supersticiones corrientes de su época. Y por mi parte ciertamente creo que el Cristo, en la carne, no era omnisciente, aunque tan sólo fuera debido a que un cerebro humano no podría ser, presumiblemente, vehículo de una conciencia omnisciente. Y decir que el pensamiento de nuestro Señor no estaba realmente condicionado por el tamaño y la forma de su cerebro, equivaldría a negar la real encarnación y volverse uno docetista. De modo que, si nuestro Señor se ha comprometido con cualquier afirmación científica o histórica que nosotros supiéramos no ser verídica, eso no perturbaría mi fe en la deidad de Cristo. Pero la doctrina de la existencia y caída de Satanás no se halla entre las cosas que nosotros reconozcamos como falsas: no contradice los hechos descubiertos por los científicos sino que más bien halla resistencia de parte del mero y vago "clima de opinión" dentro del cual nos toca vivir. Por mi parte no concedo gran importancia a los "climas de opinión". En su propia especialidad cada persona sabe que todos los descubrimientos son realizados y todos los errores corregidos por aquellos que ignoran el "clima de opinión". Por lo tanto, me parece una suposición razonable que algún poder creado haya estado ya obrando en favor de la maldad dentro del universo material, o del sistema solar o, por lo menos, en el planeta Tierra, antes de que hombre alguno haya aparecido en la escena; y que cuando el hombre cayó, alguien ciertamente, lo tentó. Esta hipótesis no es presentada como una "explicación del mal" en general; solamente provee una aplicación más amplia del principio a que el mal viene como consecuencia del abuso del libre albedrío. Si existe tal poder, como yo mismo lo creo, bien puede haber corrompido a la creación animal antes de que el hombre apareciera. El mal intrínseco del mundo animal reside en el hecho de que los animales, o algunos de ellos, viven mediante la destrucción reciproca. Que las plantas hagan lo mismo no lo consideraría como un mal. La corrupción satánica de las bestias por lo tanto sería análoga, en un sentido, a la corrupción satánica del hombre. Porque uno de los resultados de la caída del hombre fue que su animalidad cayó de su humanidad en la cual había sido ensalzado pero que ya no la podía gobernar. En la misma manera la animalidad ha sido alentada para que regrese al comportamiento propio de los vegetales. Por supuesto que es cierto que la inmensa mortalidad ocasionada por el hecho de que muchas bestias vivan a expensas unas de otras está balanceado, en la naturaleza, por una también inmensa natalidad, y pudiera parecer que si todos los animales hubieran sido herbívoros y

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sanos, la mayoría hubieran muerto de hambre como resultado de su propia multiplicación. Pero yo considero la fecundidad y la mortalidad como fenómenos correlativos. No había, quizá, necesidad para tan excesivo impulso sexual: el Señor de este mundo pensó en ello como respuesta a la carnivorosidad, un doble esquema para asegurar el máximo de tortura. Si es menos ofensivo, puede usted decir que la "fuerza vital" está corrompida donde yo digo que las criaturas fueron corrompidas por un maléfico ser angélico, sin embargo estaremos diciendo la misma cosa. Pero encuentro más fácil creer en un mito de dioses y demonios que en uno de nombres abstractos hipostatizados. Después de todo, nuestra mitología puede estar más próxima a la verdad literal de lo que suponemos. No olvidemos que nuestro Señor en una ocasión atribuyó la enfermedad humana no a la ira de Dios ni a la naturaleza sino muy explícitamente a Satanás.1 Si esta hipótesis es digna de ser considerada, también vale la pena considerar si el hombre, en su primera venida al mundo, no tenía ya una función redentora que cumplir. El hombre, aun ahora, puede hacer cosas maravillosas para los animales: mi perro y mi gato viven juntos en mi casa y esto parece gustarles. Puede haber sido una de las funciones del hombre restaurar la paz en el mundo animal, y si él no se hubiera unido al enemigo podría haber tenido éxito en esa tarea hasta límites difíciles de imaginar. 3. Finalmente está la cuestión de justicia. Hemos visto la razón por la cual no todos los animales sufren como nosotros creemos; pero hay algunas bestias, al menos, que parecen como si tuvieran personalidad. En tal caso, ¿qué podemos hacer en favor de estos inocentes? Ya hemos visto que es posible creer que el dolor animal no es obra de Dios sino comenzado por la malicia de Satanás y perpetuado por la deserción que el hombre ha hecho de su deber. No obstante todo lo anterior, si Dios no lo ha causado, por lo menos El lo ha permitido y, una vez más, nos encontramos frente a la pregunta: ¿Qué hemos de hacer en favor de estos inocentes? He sido advertido que ni siquiera insinúe la cuestión de la inmortalidad animal si es que no quiero verme "en compañía de las solteronas".‡‡‡‡ Nada tengo que objetara esa clase de compañía. No creo que ni la virginidad ni la edad avanzada sean acreedoras de subestimación: algunas de las más esclarecidas mentes con las que me he encontrado habitaban en cuerpos de solteronas. Tampoco me conmueven mucho las jocosas preguntas tales como "¿Y dónde va a poner usted todos los mosquitos?", pregunta esta que puede ser contestada en el mismo nivel haciendo notar que si lo peor llega a lo peor un cielo para mosquitos y un infierno para hombres podrían combinarse muy adecuadamente. El completo silencio de la Escritura y de la tradición cristiana sobre la inmortalidad animal es una muy seria objeción; pero sería fatal solamente si la revelación cristiana mostrara signos de ser algo así como un systeme de la nature que responde todas las preguntas. Pero no es nada de eso; la cortina ha sido rasgada en un punto, y solamente en un punto, para revelar nuestras necesidades prácticas inmediatas y no para satisfacer nuestra curiosidad intelectual. Si los animales en realidad fuesen verdaderamente inmortales, es improbable por lo que podemos deducir del método de revelación divina, que Dios no nos hubiese revelado esta verdad. Incluso nuestra propia inmortalidad es una doctrina que se incorpora tarde en la historia del judaísmo. El argumento basado en el silencio es, por consiguiente, muy débil. La verdadera dificultad en cuanto a suponer que la mayoría de los animales son inmortales es que la inmortalidad casi carece de significado para una criatura que no es "consciente" en el sentido explicado arriba. Si la vida de una lagartija es meramente una sucesión de sensaciones, ¿qué es lo que estaríamos dando a entender con decir que Dios puede llamar nuevamente a la vida a la lagartija que murió hoy? Ella no se reconocería a sí misma como la misma lagartija; las agradables sensaciones de cualquier otra lagartija que vivió después de su muerte serían tanto (o

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Pero también en compañía de J. Wesley, Sermón LXV. The Great Deliver-anee.

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tan poco) como una recompensa por sus sufrimientos terrenales (si los hubo) como los de aquellas de su resucitada —iba a decir "personalidad", pero todo el asunto consiste en que la lagartija probablemente no tiene personalidad. La cosa que hemos tratado de decir, en esta hipótesis, ni siquiera será dicha. Por lo tanto, me parece que no hay cuestión alguna relativa a la inmortalidad en lo que respecta a criaturas meramente sensibles. Ni la justicia ni la misericordia demandan que la haya, por cuanto tales criaturas no tienen una experiencia de dolor. Sus sistemas nerviosos emiten todas las letras O, L, R, D, O, pero dado que no pueden leer nunca las organizan para formar la palabra DOLOR. Y todos los animales pueden hallarse en tal condición. Sin embargo, tenemos una fuerte convicción en cuanto a una real, —aunque indudablemente rudimentaria— personalidad en los animales superiores, especialmente en aquellos que domesticamos. Y si esto no es una ilusión, el destino de esas bestias demanda un examen algo más profundo. El error que tenemos que evitar es el de considerar a esos animales en sí mismos. El hombre tiene que ser entendido únicamente en su relación con Dios. Las bestias han de ser entendidas únicamente en su relación con el hombre y, a través del hombre, con Dios. Pongámonos aquí en guardia contra uno de esos bloques no cambiados de pensamiento ateo que a menudo sobreviven en la mente de los cristianos contemporáneos. Los ateos, naturalmente, consideran la coexistencia del hombre y de los otros animales como un simple resultado contingente de la interacción de los hechos biológicos, y la domesticación de un animal por parte del hombre es considerada por ellos como una interferencia totalmente arbitraria de una especie con la otra. Para los ateos el animal "real" o "natural" es el que se encuentra en estado salvaje, y la bestia domesticada es una cosa artificial o no natural. Pero un cristiano no debe pensar así. El hombre fue designado por Dios para ejercer dominio sobre las bestias, y todo lo que el ser humano haga a un animal o bien es un ejercicio legal o bien es un abuso sacrílego de una autoridad recibida por derecho divino. El animal domesticado es, por consiguiente, en el más profundo sentido, la única bestia "natural", el único que vemos ocupando el lugar que le fue hecho para ocupar, y es sobre el animal domesticado sobre quien basamos toda nuestra doctrina concerniente a las bestias. Podrá notarse ahora que por cuanto el animal domesticado tiene una identidad o personalidad, se lo debe casi enteramente a su amo. Si un buen perro ovejero parece "casi humano" se debe a que un buen pastor de ovejas lo hizo así. Ya hice notar la misteriosa fuerza de la palabra "en". No considero como idénticos todos los sentidos en que ella aparece en el Nuevo Testamento pues, por ejemplo, el hombre es en Cristo y Cristo en Dios y el Espíritu Santo en la Iglesia y también en el creyente individual exactamente el mismo sentido. Voy a sugerir ahora —aunque estoy muy bien dispuesto a ser corregido por los teólogos— que puede haber un sentido correspondiente, aunque no idéntico, con aquellos según el cual aquellas bestias que alcanzan una real personalidad están en sus amos. Es decir: usted no debe pensar en una bestia como ella misma y llamar a eso una personalidad y después averiguar si Dios resucitará y bendecirá eso. Lo que tiene usted que hacer es tomar todo el contexto en el cual la bestia adquiere su personalidad, o sea: "El —hombre bueno - y —la mujer buena— gobernando —a sus hijos— y —a sus bestias— en el— buen— hogar". Todo el contexto puede considerarse como un "cuerpo" en el sentido paulino (o aproximadamente sub-paulino); y cuánto de este "cuerpo" puede surgir junto con el hombre bueno y la mujer buena es algo que nadie puede predecir. Presumiblemente tanto como sea necesario no sólo para la gloria de Dios y para la bienaventuranza de la pareja humana, sino también para aquella singular bienaventuranza que está eternamente coloreada por esta particular experiencia terrenal. Y en este sentido me parece posible que ciertos animales pueden tener una inmortalidad, no en sí mismos, sino en la inmortalidad de sus amos. Y lo difícil en cuanto a la identidad personal en una criatura apenas personal desaparece cuando la criatura es mantenida así en su propio contexto. Si usted pregunta dónde reside la identidad de un animal así criado como un miembro del cuerpo tal del hogar, yo le

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respondo: "Donde su identidad ha pertenecido siempre aun en la vida terrenal: en su relación al Cuerpo y, especialmente, al amo que es la cabeza de ese Cuerpo". En otras palabras: el hombre conocerá a su perro; el perro conocerá a su amo y, al conocerlo, será él mismo. Preguntar si en alguna otra manera podría conocerse a sí mismo es probablemente preguntar por algo que carece de sentido. Los animales no son así, ni tampoco quieren serlo. Mi descripción del buen perro ovejero en la buena casa de familia por supuesto no cubre el caso de los animales ni (caso todavía más urgente) el de los animales domésticos sometidos a malos tratos. La he ofrecido simplemente como una ilustración tomada de un caso excepcional —el cual es también a mi parecer el único caso normal e incorrupto— de los principios generales a ser tenidos en cuenta para formular una teoría de la resurrección animal. Opino que los cristianos pueden con razón dudar ante la suposición de que algún tipo de animal alcance la inmortalidad, y esto por dos razones: Primero, porque temen que al atribuir un "alma" a las bestias en el pleno sentido, debilitan la distinción entre bestia y hombre que es tan nítida en la dimensión espiritual como difusa y problemática en la dimensión biológica. Y en segundo lugar, una futura felicidad relativa a la presente vida de las bestias a manera de compensación por sus sufrimientos —tantos milenios en las verdes praderas como indemnización por los "daños" sufridos por tantos años de arrastrar carruajes— parece más bien una embrollada afirmación de la bondad divina. Nosotros, porque somos falibles, a menudo causamos daño a un hijito o a un animal no intencionadamente y entonces lo mejor es "compensar" ese daño mediante alguna caricia o algún caramelo. Pero difícilmente sea piadoso imaginar a la omnisciencia actuando de ese modo, como si Dios en la oscuridad hubiese pisado la cola de los animales y después tratase de "arreglar el asunto" lo mejor que pudiese.. . En tan desmañado ajuste yo no puedo reconocer el toque maestro; cualquiera que fuere la respuesta, tendrá que ser algo mejor que eso. La teoría que estoy sugiriendo trata de evitar ambas objeciones. Hace de Dios el centro del universo y del hombre el centro subordinado de la naturaleza terrestre; las bestias no están así coordinadas con el hombre sino que están subordinadas a éste y el destino de ellas está por completo relacionado al del hombre. Y la inmortalidad derivativa que se sugiere para los animales no es una mera enmienda o compensación sino parte integrante del nuevo cielo y de la nueva tierra orgánicamente vinculados a todo el proceso de sufrimiento de la caída y redención del mundo. Suponiendo, como lo hago yo, que la personalidad de los animales domesticados es mayormente la dádiva del hombre - que la mera sensibilidad de ellos es renacida a la condición de alma en nosotros tal como la mera condición de poseedores de alma es renacida a la espiritualidad en Cristo. Siendo así supongo que ciertamente muy pocos animales en estado salvaje logran una "individualidad" o un ego. Pero si alguno de ellos alcanza tal condición y ello es acorde con la bondad de Dios de que ellos vuelvan a vivir, su inmortalidad estaría también relacionada con el hombre pero esta vez no con los amos individuales sino con la humanidad. Esto significa que si en algún caso el valor cuasi-espiritual y emocional que la tradición humana atribuye a una bestia (tal como la "inocencia" del cordero o la realeza heráldica del león) tiene una auténtica base en la naturaleza de la bestia y no es meramente arbitraria o emocional, entonces es en ese carácter o principalmente en ese, que se puede esperar que el animal proteja al hombre resucitado haciéndolo parte de su "vida". O si el carácter tradicional está muy errado, entonces la vida celestial de la bestia§§§§ sería en virtud del real, aunque desconocido, efecto que realmente

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Es decir: su participación en la vida celestial de los hombres en Cristo para Dios; sugerir una "vida celestial" para la bestia como tal es probablemente algo que no tiene sentido.

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tuvo sobre el hombre durante toda la historia de éste. Porque si la cronología cristiana es verdadera en algún sentido (no digo en el sentido literal), entonces todo lo que existe sobre nuestro planeta está relacionado con el hombre. Y hasta las criaturas que se extinguieron antes de existir el hombre son entonces vistas únicamente en su verdadera luz, cuando se las observa como los precursores inconscientes del género humano. Estamos refiriéndonos a criaturas tan alejadas de nosotros, como lo son las bestias salvajes y los animales prehistóricos, que difícilmente sepamos de qué estamos hablando. Bien puede ser que no tengan ni personalidad ni sufrimientos. Hasta pudiera ser que cada especie tenga una personalidad corporativa: que la calidad leonina, no el león, haya participado en los trabajos de la creación y entren en la restauración de todas las cosas. Y si ni siquiera podemos imaginar nuestra propia vida eterna, mucho menos podremos imaginar la vida que las bestias puedan tener como "miembros" nuestros. Si el león terrenal pudiera leer la profecía de que algún día él comerá heno como un buey, consideraría eso no como una descripción del cielo sino más bien del infierno. Y si nada hay en el león sino sensibilidad carnívora, entonces él está inconsciente y su "sobrevivencia" carecería de significado. Pero si hay una rudimentaria individualidad leonina, a eso también puede Dios darle un "cuerpo" si a El le place; un cuerpo que ya no vive mediante la destrucción del cordero y, sin embargo, plenamente leonino en el sentido de que también expresa cualquier energía y esplendor rebosante del poder que reside en el león visible de este mundo. Me parece, aunque estoy dispuesto a que se me corrija, que el profeta empleó una hipérbole oriental cuando habló del león y del cordero yaciendo juntos. Eso sería más bien una impertinencia de parte del cordero. Tener leones y corderos tan concertados (excepto en alguna rara Satumalia celestial) sería tanto como no tener ni leones ni corderos. Opino que el león, cuando ha cesado de ser peligroso, todavía seguirá infundiendo temor: ciertamente veremos primero que los actuales colmillos y garras son una desmañada y corrompida imitación. Todavía habrá algo como el sacudir la áurea melena y siempre el buen duque dirá: "Que ruja otra vez".

9. El cielo

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Es necesario que despiertes tu fe. Entonces todo quede en calma; cuidado: los que piensan que este asunto en que estoy metido es ilegal, que se vayan. Shakespeare Winter's Tale Allá en lo profundo de tu misericordia déjame morir la muerte que cada alma que vive desea morir. Cowper Madame Guión "Tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse", dice el apóstol Pablo.1 Si esto es así, entonces un libro acerca del sufrimiento que no dijera nada del cielo estaría pasando por alto casi toda una parte del asunto. Las Escrituras, así como también la tradición, habitualmente ponen en la balanza los deleites del cielo como contrapeso de los sufrimientos de la tierra, y ninguna solución del problema que no lo haga, puede llamarse cristiana. En la actualidad somos muy tímidos incluso aunque tan sólo sea para mencionar el cielo. Tenemos temor de que se burlen de nosotros habiéndonos de "pasar el tiempo tocando el arpa en el cielo" y cosas por el estilo o de que se nos acuse de querer "eludir" nuestra obligación de colaborar con la formación de un mundo feliz aquí y ahora, y en lugar de eso dedicamos a soñar con un mundo feliz en alguna otra parte. Pero o bien hay bienaventuranza en el cielo o bien no la hay. Si no la hay, entonces el cristianismo resulta falso dado que esta doctrina está íntimamente entretejida con él. Y si la hay, entonces esta verdad, como cualquiera otra, tiene que ser encarada, fuere o no fuere útil en las reuniones políticas. Además, estamos temerosos de que el cielo sea una especie de soborno y que si hacemos de él nuestra meta ya no seremos desinteresados. Pero no es así. El cielo no ofrece nada que un alma mercenaria pudiera desear. Es seguro decir a los puros de corazón que ellos verán a Dios, porque solamente los puros de corazón desean tal cosa. Hay recompensas que no mancillan los motivos. El amor de un hombre por una mujer no es mercenario porque él quiera casarse con ella, ni su amor por la poesía es mercenario porque le guste leer poemas, ni su amor por el ejercicio físico es mercenario porque le agrade correr, saltar y caminar. El amor, por definición trata de disfrutar de su objeto. Usted puede pensar que existe otra razón para nuestro silencio en cuanto al cielo: que en realidad no lo deseamos. Pero esto puede ser una ilusión. Lo que ahora voy a decir es simplemente una opinión mía sin la menor autoridad, opinión esta que someto al juicio de mejores cristianos y de mejores eruditos que yo. Ha habido momentos en que pienso que no deseamos el cielo, pero más a menudo me encuentro dudando si en lo más profundo de nuestro corazón alguna vez hemos deseado alguna otra cosa. Usted habrá notado que los libros que realmente le gustan están unidos unos con otros a través de un cordón invisible. Usted sabe muy bien cuál es la característica común que hace que a usted le gusten, aunque no pueda expresarlo con palabras. Sin embargo, la mayoría de sus amigos no lo entiende en absoluto y a menudo se preguntan por qué gustándole a usted esto también le gusta aquello otro. En otras ocasiones sucede que ha estado usted contemplando un paisaje que le parece incorporar aquello que ha estado buscando durante toda su vida, y entonces se vuelve hacia un amigo que está a su lado y que parece haber estado observando también lo mismo que usted vio. Sin embargo, ya a las primeras palabras un abismo se abre entre ustedes dos y usted comprende que ese paisaje

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significa algo totalmente distinto para él, que él está persiguiendo otra extraña visión y que no se preocupa en absoluto por la inefable experiencia mediante la cual usted está siendo transportado. Y hasta en el caso de sus pasatiempos o hobbies, ¿es que no ha habido siempre alguna secreta atracción acerca de la cual los otros están curiosamente ignorantes, algo que no puede ser identificado pero que siempre parece de inminente aparición, el aroma de la madera cortada en el aserradero o el golpeteo del agua contra el costado del bote? ¿Todas esas amistades que duran toda la vida no nacen precisamente en el momento en que usted finalmente se encuentra con otro ser humano que tiene algún indicio (aunque desvaído e incierto en el mejor de los casos) de algo que usted ya deseaba al nacer y lo cual bajo el flujo de otros deseos y en todos los silencios momentáneos entre las ruidosas pasiones, noche y día, año tras año, desde la infancia hasta la ancianidad, usted está buscando, observando, escuchando? Usted nunca ha tenido eso. Todas las cosas que alguna vez han poseído profundamente a su alma no han sido sino indicios de ello, vistazos tentadores, promesas jamás cabalmente cumplidas, ecos que se desvanecen precisamente cuando llegan a sus oídos. Pero si ello se hiciera realmente manifiesto —si alguna vez llegara un eco que no muriera sino que se inflamara formando por sí mismo un sonido— entonces usted lo conocería. Más allá de toda duda usted diría "Aquí, por fin, está aquello para lo cual yo he sido hecho". No podemos enseñamos unos a otros acerca de una cosa así. Es la firma secreta de cada alma, la incomunicable necesidad, es aquello que deseábamos antes de encontrarnos con nuestras respectivas esposas o conocido a nuestros amigos o elegido nuestra ocupación profesional; es aquello que aún seguiremos deseando en nuestro lecho mortuorio cuando ya la mente no reconoce ni esposa, ni amigo, ni trabajo. Si perdemos esto, lo perdemos todo.***** Esta firma que hay en cada alma puede ser producto de la herencia y del ambiente, pero esto significa simplemente que tanto la herencia como el ambiente están entre los instrumentos mediante los cuales Dios crea el alma. No estoy considerando cómo sino por qué Dios hace que cada alma sea única. Si El no tiene un propósito para todas estas diferencias, no veo por qué tendría que haber creado más de una. Puede usted estar seguro de que todos los detalles de su individualidad no son un misterio para Dios; y algún día también dejarán de ser un misterio para usted mismo. El molde con el cual se hace una llave sería para usted una cosa muy extraña si usted jamás hubiese visto una llave; y la misma llave también sería algo extraño si usted nunca hubiese visto una cerradura. Su alma tiene una curiosa forma porque es hueco hecho para que se adapte a una particular protuberancia de los infinitos contornos de la sustancia divina, o una llave para abrir una de las puertas de la casa donde hay muchas mansiones. Porque no es la humanidad abstracta la que será salva sino usted —usted, el lector individual, Juan Pérez o María Rodríguez. Bienaventurada y afortunada criatura, sus ojos lo contemplarán a El y no los ojos de otros. Todo lo que usted es —excluidos los pecados— está destinado, si le permite a Dios hacer su buena voluntad a la completa satisfacción suya. El espectro de Brocken "le parecía a todos los hombres como su primer amor" porque ella era un fraude. Pero Dios le parecerá a cada alma como el primer amor de ésta porque El es el primer amor de ella. El lugar de usted en el cielo le parecerá haber sido hecho para usted, y solamente para usted, porque también usted fue hecho para ese lugar, hecho para él puntada por puntada como un guante de medida es hecho para la mano. Partiendo de este punto de vista podemos entender al Infierno en su aspecto de privación. Toda su vida tan inalcanzable éxtasis ha estado como revoloteando más allá del alcance de su

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Quede en claro que no estoy sugiriendo que estos anhelos inmortales que hemos recibido de parte del Creador puesto que somos hombres, deben ser confundidos con los dones que el Espíritu Santo concede a aquellos que están en Cristo. No tenemos que imaginar fantasiosamente que somos santos porque somos humanos.

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conciencia. Está llegando el día cuando usted ha de despertar para encontrarse con que no hay esperanza alguna de alcanzarlo o, por el contrario, que estaba dentro de su alcance y usted ya lo ha perdido para siempre. Esto puede parecer una peligrosa noción privada y subjetiva de la perla de gran precio, pero no lo es. La cosa de la cual estoy hablando no es una experiencia. Usted ha experimentado solamente la necesidad de ella. La cosa propiamente dicha en realidad nunca ha sido incorporada en ningún pensamiento ni imagen ni emoción. Siempre lo ha convocado a usted para que saliera de usted mismo. Y si usted no sale de sí mismo para seguirla, si usted se sienta para acariciar su deseo e intenta alimentarlo, el propio deseo lo eludirá a usted. "La puerta hacia la vida generalmente se abre detrás de nosotros" y "la única sabiduría" para alguien "obsesionado por el perfume de las rosas invisibles, es el trabajo".2 Este fuego secreto se apaga cuando usted usa el fuelle. Haga un fuego lento de dogma y de ética aunque no parezca el combustible adecuado. Vuelva las espaldas y atienda sus deberes, y entonces aquello se encenderá. El mundo es como un cuadro con fondo áureo, y nosotros somos las figuras que hay en ese cuadro. Hasta que usted no pise fuera del plano del cuadro y se adentre en las vastas dimensiones de la muerte, no puede ver el oro. Pero tenemos cosas que nos lo hacen recordar. Cambiando la metáfora, el oscurecimiento no es del todo completo. Hay rendijas. A veces la escena cotidiana parece más grande con su secreto. Tal es mi opinión, y admito que puede ser errónea. Quizá este secreto deseo forme parte también del Viejo Hombre y tenga que ser crucificado antes del fin. Pero esta opinión utiliza un curioso ardid para evadir la negativa. El deseo –y mucho más la satisfacción— siempre se ha negado a estar plenamente presente en una experiencia. Cualquier cosa con la que usted trate de identificarla resultará ser no ella misma sino alguna otra cosa; de manera que difícilmente algún grado de crucifixión o transformación pudiera ir más allá de lo que el propio deseo nos lleve a anticipar. Además, si esta opinión no es la verdad, alguna otra mejor lo es. Pero "algo mejor" —y no esta o aquella experiencia, sino algo que la trascienda— es casi la definición de la cosa que estoy tratando de describir. La cosa que usted ansia lo convoca a salir de su yo. Hasta el deseo por la cosa vive aunque usted la abandone. Esta es la ley definitiva: la simiente muere para vivir, el pan tiene que ser arrojado sobre las aguas, aquel que pierde su vida la salvará. Pero la vida de la simiente, el hallazgo del pan y la recuperación del alma son tan reales como el sacrificio preliminar. De aquí que con tanto acierto se haya dicho que "en el cielo no hay propiedad. Si alguien allí se atreviera a llamar suyo propio a algo, inmediatamente sería arrojado al infierno, convirtiéndose así en espíritu malo".3 Pero también del cielo se ha dicho "El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias. Al que venciere, daré a comer del maná escondido, y le daré una piedrecilla blanca, y en la piedrecilla escrito un nombre nuevo, el cual ninguno conoce sino aquel que lo recibe".4 ¿Qué ser más propio de un hombre que este nombre nuevo que aun en la eternidad permanece siendo un secreto entre Dios y él? ¿Y qué significado le atribuiremos a ese secreto? Seguramente que cada uno de los redimidos por siempre conocerán y alabarán algún aspecto de la divina belleza mejor que otra criatura. ¿Para qué otra cosa fueron los individuos creados sino para que Dios, amándolos infinitamente, pudiera amarlos también diferentemente? Y esta diferencia lejos de menoscabar, inunda de significado el amor de todas las bienaventuradas criaturas unas por otras, la comunión de los santos. Si todos experimentaran a Dios en la misma forma y le rindieran idéntico culto, el canto de la iglesia triunfante no sería una sinfonía, mas sería como una orquesta en la que todos los instrumentos tocan la misma nota. Aristóteles ha dicho que una ciudad es una unidad de desemejanza,5 y el apóstol Pablo ha escrito que un cuerpo es la unidad de miembros distintos.6 El cielo es una ciudad y un cuerpo, porque los bienaventurados permanecen eternamente distintos; y es una sociedad porque cada uno tiene algo que decir a los demás —

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renovadas y siempre frescas noticias de "Mi Dios" que cada uno encuentra en Aquel a quien todos alaban como "Nuestro Dios". Porque no hay duda que el continuamente exitoso —y aun así nunca completo— intento de cada alma de comunicar su propia visión singular a todas las demás (por medio de los cuales el arte y la filosofía terrenales no son sino torpes imitaciones) está también entre los fines para los cuales el individuo fue creado. Porque la unión existe únicamente entre distintos. Y quizá desde este punto de vista, captemos un tenue atisbo del significado de todas las cosas. El panteísmo es un credo no tanto falso como irrevocablemente superado por el tiempo. En cierta época, antes de la creación, hubiera sido cierto afirmar que todo era Dios. Pero Dios creó: Dios hizo que las cosas fuesen algo distinto de El para que, siendo distintas, pudieran aprender a amarlo a El y alcanzar la unidad en vez de la mera semejanza. Así también El arrojó su pan sobre las aguas. Aun dentro de la creación podríamos decir que la materia inanimada, que no tiene voluntad propia, es una con Dios en un sentido en el cual los seres humanos no lo son. Pero no es el propósito de Dios que volvamos a aquella vieja identidad (como quizá algunos místicos paganos quisieran que hiciésemos) sino que vayamos con la mayor derechura para reunimos con El en una forma más elevada. Aun dentro del mismo Santísimo no es suficiente que la palabra sea Dios, también tiene que ser con Dios. El Padre eternamente engendra al Hijo y el Espíritu Santo obra: la deidad introduce distinción en sí misma para que la unión de amores recíprocos pueda trascender la unidad meramente aritmética o la identidad individual. Pero la eterna distinción de cada alma —y el secreto que hace de la unión entre cada alma y Dios una especie en sí misma— nunca abrogará la ley que prohíbe la propiedad en el cielo. En lo que se refiere a sus co-criaturas, suponemos que cada alma estará eternamente ocupada en entregar a todas las demás lo que ella recibe. Y en cuanto a Dios tenemos que recordar que el alma no es sino un hueco que Dios llena. Su unión con Dios es, casi por definición, una continua entrega, una apertura, un develar, un rendirse a si misma. Un espíritu bienaventurado es un molde siempre más y más paciente del brillante metal volcado en él, un cuerpo cada vez más completamente al descubierto al meridiano resplandor del sol espiritual. No es necesario suponer que la necesidad de algo análogo a la conquista de la individualidad tendrá fin alguna vez, o que la vida eterna no será también un morir eterno. En este sentido es como así puede haber en el cielo algo no del todo distinto a los dolores (Dios nos conceda saborearlo pronto). Porque en el entregamos a nosotros mismos alcanzamos un ritmo no sólo para toda la creación sino para todos los seres. Porque la Palabra Eterna también lo da a El en sacrificio; y no sólo en el Calvario. Porque cuando El fue crucificado lo hizo en tiempo de tempestad y en lugar lejano ya lo había hecho en su casa en gloria y contentamiento.7 Desde antes de la fundación del mundo El entrega la Deidad engendrada de vuelta a la Deidad engendradora obedientemente. Y así como el Hijo glorifica al Padre, así el Padre glorifica al Hijo.8 Y con la sumisión que corresponde a un laico, opino que muy acertadamente se dijo "Dios no se amó a sí mismo como sí mismo, sino como la Bondad, y si hubiera habido algo mejor que Dios, El hubiera amado eso y no a sí mismo".9 Desde lo más elevado hasta lo más bajo el yo existe para ser abdicado y, mediante tal abdicación, se vuelve más verdaderamente personal para inmediatamente abdicar en mayor grado aún y así por siempre jamás. Esta no es una ley celestial que podemos eludir permaneciendo terrenales, ni una ley terrenal de la que podamos escapar por ser salvos. Lo que está fuera del sistema del darse a si mismo no es la tierra ni la naturaleza ni la "vida ordinaria" sino simple y puramente el infierno. Y hasta el mismo infierno deriva de esta ley, tal es la realidad que ella tiene. Esta ardiente prisión dentro de la individualidad no es sino el anverso del darse a sí mismo que es una absoluta realidad; la forma negativa que asume las tinieblas exteriores por contornear y definir la forma de lo real, o aquello que lo real impone sobre las tinieblas por tener una forma y una positiva naturaleza propia.

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La manzana de la individualidad arrojada entre los falsos dioses, se convirtió en la manzana de la discordia porque ellos se abalanzaron sobre ella disputándose unos a otros. No sabían que la primera regla del juego santo consistía en que cada jugador debe a toda costa tocar la pelota y pasarla inmediatamente a otro. Ser hallado con ella en las manos es una falta: aferrarse a ella es muerte. Pero cuando esa pelota vuela de un lado para otro entre los jugadores con tanta rapidez que la vista no la puede seguir y el propio gran Maestro es quien dirige el juego, dándose El mismo a sus criaturas en la generación y de vuelta a sí mismo en el sacrificio, de la Palabra, entonces ciertamente la eterna danza "hace que el cielo se embriague de armonía". Todos los dolores y los placeres que hemos conocido sobre la tierra son tempranas iniciaciones en los movimientos de esa danza. Pero la danza propiamente dicha es estrictamente incomparable con los sufrimientos del presente tiempo. A medida que nos vamos aproximando a su no creado ritmo, el dolor y el placer se hunden casi hasta desaparecer de la vista. En la danza hay gozo, pero ella no existe por causa del gozo. Tampoco existe por causa del bien o del amor. Ella es el mismo Amor, y el mismo Bien, y, por lo tanto, es la felicidad. No existe para nosotros sino nosotros para ella. El tamaño y la vacuidad del universo que nos atemorizaban al principio de este libro, todavía nos aterrorizará, porque aunque eso no sea sino más que un subproducto subjetivo de nuestra imaginación tridimensional, aun así simboliza una gran verdad. Así como nuestra Tierra es cuando se la compara con todas las estrellas, indudablemente también así somos los hombres y nuestras preocupaciones cuando se nos compara con toda la creación; como todas las estrellas son cuando se las compara con el espacio, así son todas las criaturas, todos los tronos y potencias y los más poderosos de los dioses creados cuando se los compara con el abismo del Ser autoexistente que es para nosotros Padre y Redentor y Consolador que habita en nosotros pero que, sin embargo, no hay hombre ni ángel que pueda decir ni concebir lo que El es en Sí mismo, o cuál es la obra que El "hizo desde el principio hasta el fin". Porque todas esas son causas derivadas y carentes de sustancias. Su visión los abandona y cubren sus ojos para ocultarse del intolerable resplandor de la absoluta realidad que era, que es y que será, la que nunca pudo haber sido de otra manera, y que no tiene rival.

Apéndice (Esta nota sobre los efectos observables causados por el dolor nos ha sido amablemente remitida

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por el doctor en Medicina R. Havard, basándose en su experiencia clínica.) El dolor es un hecho común y definido fácilmente reconocible. Pero la observación del carácter o del comportamiento es menos fácil, menos completa, menos exacta, especialmente en la transitoria aunque íntima relación entre paciente y médico. A pesar de esta dificultad, ciertas impresiones van tomando forma gradualmente en el transcurso de la práctica médica y son confirmadas a medida que la experiencia va en aumento. Un breve ataque de severo dolor físico es abrumador mientras éste dura. El paciente por lo general no se queja ruidosamente. Pide alivio pero no malgasta aliento en elaborar sus problemas. Es raro que el paciente pierda el control de sí mismo y se vuelva desenfrenado e irracional. Es raro que el más severo dolor físico se vuelva en este sentido insoportable. Cuando es breve y severo el dolor físico pasa y no deja ninguna alteración evidente en el comportamiento. El dolor físico prolongado tiene efectos más visibles. Frecuentemente es aceptado con pocas o ninguna queja y desarrolla la resignación. El orgullo es humillado y, a veces, resulta en la determinación de ocultar el sufrimiento. Las mujeres con artritis reumatoidea muestran un cordial estado de ánimo tan característico que puede compararse con los spes phthisica de los tísicos v es debido más a una ligera intoxicación del paciente a causa de la infección que a un fortalecimiento de su carácter. Algunas víctimas del dolor crónico se deterioran. Se vuelven quejosos y sacan ventaja de su privilegiada posición de inválidos para practicar una tiranía doméstica. Pero lo maravilloso es que los fracasos sean tan pocos y que los héroes sean tantos; es que en el dolor físico hay un desafío que la mayoría puede reconocer y responder. Por otro lado, una prolongada enfermedad, aun sin dolor, deja exhaustos tanto a la mente como al cuerpo. El inválido abandona la lucha y se deja arrastrar desamparado y quejumbroso, rumbo a una desesperada compasión para consigo mismo. Aun así algunos padeciendo un estado físico similar, conservan la serenidad y generosidad hasta el fin. Observar esto es una rara pero conmovedora experiencia. El dolor mental es menos dramático que el dolor físico, pero es más común y también más difícil de soportar. El frecuente intento de ocultar el dolor mental aumenta la carga. Es más fácil decir "me duele una muela" que decir "tengo el corazón quebrantado". No obstante, si la causa es aceptada y enfrentada, el conflicto fortalecerá y purificará el carácter y con el tiempo el dolor generalmente pasará. A veces, sin embargo, tal dolor persiste y sus efectos son devastadores; si la causa no se encara o no se reconoce, produce el temible estado de neurosis crónica. Pero hay quienes mediante el heroísmo derrotan incluso al dolor mental crónico. A menudo tal clase de pacientes producen una obra brillante y fortalecen, afirman y purifican sus caracteres hasta volverse como el acero templado. En lo relativo a la enajenación mental el cuadro es más oscuro. En todo el campo de la Medicina nada hay tan terrible como contemplar a una persona que padece de melancolía crónica. Pero la mayoría de los dementes no se sienten infelices o, seguramente conscientes de su condición. En ambos casos, si se restablecen, es sorprendente el poco cambio que experimentan. Es frecuente que no recuerden nada de su enfermedad. El dolor provee una oportunidad para el heroísmo, y tal oportunidad es aprovechada con llamativa frecuencia.

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