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Remo Bodei Ordo amoris Conflictos terrenos y felicidad celeste K. )06. � 1 cuatro. ediciones Título original: Ord

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Remo Bodei

Ordo amoris Conflictos terrenos y felicidad celeste

K. )06. �

1

cuatro. ediciones

Título original:

Ordo amoris. Conjlitti terreni e felicita celeste (ed. 1997)

Traducción: Marciano Villanueva Salas

A Giorgia Serra, in memoria

... en juveniles frondas, en pétalos de rosa, nto ... de perfumado azafrán y siempreviva amara (C.I.L., X, 2, 7567

© 1991 by Societa editrice il Mulino, Bologna. 1997 nuova edizione © cuatro. ediciones, 1998 Derechos: cuatro. ediciones, 1998 Valladolid, fax (983) 392229 Adaptación de notas y edición: M. Jalón Distribución en Castilla y León (excepto Soria): LIDIZA, Avda. de Soria, 15. 47193 La Cistérniga (Valladolid) Distribución en el resto de España: SIGLO XXI. Camino Boca Alta, 8-9. Polígono El Malvar

28500 Arganda del Rey (Madrid) Imprime: Gráficas Andrés Martín, S. A. Paraíso, 8. Valladolid Papel: offset volumen ahuesado (atención de Tomás Redondo) ISBN: 84-921649-4-8 Depósito Legal: VA. 177.-1998

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l. G. XIV, 607)

INTRODUCCIÓN

Des de el principio

Desatar los nudos que bloquean la voluntad, cicatrizar las dis­ cordias, quitar el peso del pasado, permitiendo que cada uno re­ formule y reinicie desde el principio la propia vida: ésta es -tam­ bién- la tarea del amor, tal como lo ha venido transmitiendo, ba­ jo todas sus innumerables metamorfosis, el cristianismo de los orígenes a nuestras civilizaciones. Lo ya acontecido, que, en su irreversibilidad, continúa oprimiéndonos y haciéndonos infelices, no se opone ya a la fe en la posibilidad de reinicios repetidos. De acuerdo con la buena nueva, para la que «pasó lo viejo» y «todo es nuevo»1, ha sido derrotada la antigua figura del destino. El amor abre no sólo hacia el futuro, sino también hacia el pasado: el mal cometido es superado, los sufrimientos infligidos y recibidos encuentran su rescate. Al reconciliar a cada indivi­ duo con la experiencia de su propio pasado, impide que los suce­ sos se petrifiquen en el rencor o en el remordimiento y que se ceda a la voluntad de dividirse entre la fijación exarcebada en el recuerdo de los antiguos errores o culpas y la esforzada acepta­ ción de la paz consigo mismo o del perdón. El amor no anula, por supuesto, retroactivamente lo ocurrido, ni tampoco lo olvi­ da. Pero al juzgarlo todavía inconcluso, reabre los procesos, re­ examina las actas, modifica las sentencias. Y así, se elimina, o se reduce o se rectifica la presión paralizadora y deformante que el pasado no resuelto y no asimilado ejerce sobre las orientaciones del presente. La fuerza curativa del amor -al fluidificar el pasa­ do viscoso, represado o endurecido y reconvertirlo en fresca energía disponible- condona las culpas y las penas que podían parecer inexpiables. Reinicia así, al menos provisionalmente, la vida: se recosen sus jirones, pierde ponzoña la hostilidad, se aplaca la angustia. Considerando los problemas a partir de las posiciones filosó­ ficas de Agustín de Hipona, el «orden» que el amor establece, y que lanza un puente entre el tiempo y la eternidad, sublimando

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INTRODUCCIÓN

las virtudes terrenas, pertenece a la conciencia y a las institucio­ nes, a los individuos y a la Iglesia (en cuanto autoridad que en­ sambla la historia sagrada y la profana, que ata y desata, condena y perdona). Inventivo y disciplinado, abierto y jerárquico, el ordo amoris es, agustinianamente, el resultado de la libertad humana y de la obediencia a un precepto divino. Iluminando el paso de los hombres a través de las angustias de este mundo -«estrujado en el lagar» por la piedra del hambre, de la guerra, de la muerte2-, le guía hacia la beatitud del Paraíso. En él podrá aplacarse el deseo sin extinguirse y cada uno, alejada la opacidad de la carne, se re­ conocerá fmalmente a sí mismo y gozará en Dios, junto a sus se­ res queridos reencontrados, de la verdadera comunidad. Se experimentaría ya en la tierra la existencia no ilusoria de esta meta a través de la incoercible atracción hacia una felicidad incondicionada y sin fin. Todos, en efecto, hemos aspirado a ella desde siempre, aunque, paradójicamente, sin haberla nunca co­ nocido. Recordada y hasta tal punto olvidada que no se recuer­ da haberla olvidado, remite a la presencia de una «hermosura tan antigua y tan nueva»\ tan lejana y tan cercana, que se la advier­ te a menudo demasiado tarde. Profundizando en nosotros mis­ mos, llegamos a entrever realmente, a través de la envoltura de opacidad que lo circunda, el enigmático e inextricable nudo de luz que enlaza estrechamente la conciencia de cada hombre con Dios, el tiempo con la eternidad, el cuerpo con el espíritu, la inmanencia con la trascendencia, el Éxodo con el Reino. Dios constituye, en efecto, el núcleo más íntimo del yo, más íntimo a mí mismo de cuanto lo soy yo respecto a mi interioridad más oculta4• Así, pues, aunque no coincide conmigo, Dios es más mi yo que yo mismo. Si el centro insondable de la conciencia individual se articu­ la según estos dos polos en tensión de alteridad e identidad, si al Deus abscon ditus le corresponde el ego abscon ditus, si se es a la vez huésped y hospedero, extraño y familiar, entonces amar a Dios debería significar también amarse a sí mismo, eludir vir­ tuosamente los dilemas entre la abnegación sin objetivo y el absoluto «ser mi propio y exclusivo dueño», entre la secreta voluptuosidad de la autodisolución y la cura sui. Esta fe, que ofrece una resurrección del pasado y de la muerte (del alma, pero también del cuerpo), que rescata el desvanecimiento del presente al señalar en él la alegoría de lo eterno, que promete una felicidad cuyo hontanar se encuentra, ya desde el principio, en el individuo y en el espacio-tiempo de una corporeidad desti­ nada a renacer en un misterioso esplendor, se contrapone victo-

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DUCCIÓN

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amente, incluso en su propia inquietud, a las concepciones as, del �t��o reto�? 1 aganas, menos consoladoras y más estátic desapancwn defimtl­ 1 lo idéntico de la reencarnación o de la a de lo que c�nstituía la materia del cuerpo y del alma del indi­ iduo en el torbellino de los átomos del universo.

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Amor y orden

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Pero, ¿cómo puede el amor convertirse en orden, en el doble entido de una disposición libre del ánimo y de la respuesta obe­ su diente a un mandamiento exterior? ¿Cómo podrá conservar ve e si ta viole no y iv invent dad � capaci su � ual, � espirit ? . llama al 10n mv1tac una bligado a asentir a la rigidez sustancial de la a y rdia c miseri la a do ? imperativo de quien -aunque inclina ame­ la a, negativ de caso en oculta, amnistía de los delitos- no la naza de espantosos castigos? ¿Cómo conciliará, además, orden un por respeto el con e posibl lo de y nuevo lo de actuación e ya dado y querido por Dios desde la creación del mundo, aunq� on­ � � pec el por e, � luego perturbado, en lo que atañe al hombr �, ginal? Y en fm, y al menos para nuestra moderna sens1b1lida tane1 espo la de da elev más forma � la : � ¿no constituye el amor m ga e � p se n que ncm excel por a» gresor ? «trans � dad, la pasión . � s a la previsibilidad del orden como routzne m a las 1mpos1c1�n� ellffil­ para mente autoritarias? ¿No se debería más bien, precisa nar la sospecha de que se convierta en ficción oportunista, .salva­ guardar su naturaleza de don improgramable, excedente, libre? No obstante, cuando se admite la existencia de una jerarquía objetiva del ser (que desciende «desde el ángel hasta �1 último o gusano» y que, en sentido ascendente, lleva hasta Dws co� ­ adqme orden el y amor el creador del universo)5, el nexo entre ­ pareci óptica una En . bilidad plausi re el carácter de una mayor ­ progre esta an respet que as human nes decisio las da, solamente . olítica sión definen la verdadera «virtud» del cristiano, la transp adhe­ la o, estrict o El ordo amoris designa, en efecto, en sentid sión consciente de la voluntad, potenciada en amor, a la estruc­ n tura rigurosamente gradual del bien que culmina en la fruició malo y orden» el a respet o cuand o «buen es de Dios6. El amor una «cuando el orden es perturbado»7• Remite, por tanto, de gra­ según sumo parte a la posibilidad de progresar hacia el bien dos armónicamente espaciados y, de otra parte, a la correspon­ pro­ dencia libre y gratuita a la elección -no debida a nuestros en amor, El . gracia la de sa genero ión conces pios méritos- de la

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cuanto orden, participa de la belleza, de la forma y de las pro­ porciones; el orden, en cuanto amor, acoge en sí elementos que manifiestan la demasía desbordante, y la «divina desproporción» de lo nuevo respecto de los límites de la inteligencia humana. Al evitar aislar al ordo del amor, se racionaliza el amor pero, al mismo tiempo, se erotiza la razón. El orden representa así un ancla de salvación y una guía en la ascensión de la voluntad. A la par del sentido común, que establece por analogía la mayor o menor dignidad de todas y cada una de las cosas, también las elecciones de la virtud cristiana demuestran ser avisadas, aunque a primera vista no se entiendan sus ventajas. Para el cristiano, todo lo que hay sobre la tierra es bueno: «incluso el dolor es un testimonio del bien que se nos ha quitado y del que se nos ha dejado, porque no se podría experimentar dolor por el bien qui­ tado si no se hubiera dejado ningún bien»8• Pero el ordo amoris muestra también un segundo rostro, más oculto en la sombra: el del mandamiento del amor, al que se debe obediencia sin discusión, según la lógica del «quien no está con­ migo, está contra mí»: a la naturaleza de la fe le repugnan ínti­ mamente la tibieza, la neutralidad y la indiferencia, que son sus negaciones diametrales. Este amor, por tanto, no sólo une, sino que también separa, dirime, juzga y condena, porque su orden llega a destruir el antiguo. Cristo ha venido a «traer la espada», no sólo «la paz»; a «dividir» a quienes están unidos por vínculos exclusivamente dados, pero no asumidos; ha venido a subvertir este mundo9• La Iglesia, a su vez -añade Agustín-, «persigue por amor», de modo que induce al arrepentimiento a quienes yerran, mientras que los impíos actúan «empujados por el furor», por el perverso placer de provocar desorden10• Los vínculos naturales son sustituidos por los elegidos: ahora somos más hijos de la pro­ pia voluntad y de la gracia que de los progenitores carnales y de sus solicitudes; más conciudadanos de la ciudad de Dios, pere­ grina y extranjera en este mundo, que del Estado a que se perte­ nece. Queda en pie la comunidad de los fieles como la verdade­ ra familia que corrige con dureza a sus propios hijos, pero que, sobre todo, es capaz de perdonar el quebrantamiento de las nor­ mas. El «amor ordenado» (ordinata dilectio) no suprime la rigi­ dez inelástica de las leyes: las completa y las implementa, trans­ formándose así en «cola» de la sociedad cristiana, cuya cohesión espiritual alcanza un valor mayor que el derivado del respeto a la simple «letra» de los preceptos. Aunque no rechazada, tampoco cuenta con la aprobación total de los cristianos la amistad consigo mismo (base de la

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INTRODUCCIÓN

INTRODUCCIÓN

su pro­ moral clásica). Se entrecruza en ellos con la negación de e�­ diverg la de ión imitac a pio modo de ser actual y provisional, . nadie : centro propio al to respec cruz cia de los dos brazos de la es; nadie puede llegar a ser lo que desea ser si n? odia 1� 9ue m­ desme , divide lo no si te presen el en ntrado conce puede vivir se no y o profan o brándolo, en las otras dimensiones del tiemp , eterno 1� de sión dimen �s recoge en el foco óptico de la cuarta Segun e. struus recon para te instan decir, si no se destruye a cada que �o es las poderosas palabras de Pablo, «Dios �a escogido lo o �1 pues, , As 11• » e � rmsmo qu lo � nada la a ir ! para reduc � �. , que lación amqm introduce en el mundo un pnncipio activo de r recrea las poder para recuadra y trastrueca todas las relaciones . inicio nuevo cuasi ex nihilo después de todo Las obsesiones de la fe

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idea El libre albedrío y la gracia se funden en Agustín con la a estoic ón tenaci conca la o azand -rech e del orden del amor porqu gnós­ visión la r acepta n puede no nos cristia los de la necesidadodiosa, tica y maniquea de un universo entendido como cárcel debe alma el que illa lóbrega e incomprensible, lugar de pesad del pto conce el en puesto s apresurarse a abandonar. El énfasi sobre mal el rgar desca a buyen contri orden y su nexo con el amor humana, la débil, indecisa o perversa orientación de la voluntad hace así se proclive a las seducciones de la «carne». El individuo futu­ del y o pasad directamente responsable no sólo respecto del la _PO� o onead Aguij dad. ro, sino también respecto de la eterni a r atnbm que cado signifi un de búsqueda asidua y escrupulosa ós­ drama u en o � o i e cada � a insert � udes, �� sus propias vicisit . decible mico de desenlace incierto. En la suces10n rapida e Impre 12, ca�­ roviso im del tiempo, cuyo hilo puede romperse en él de J? feli­ sa: mmen es ta apues cula los movimientos de un juego cuya elec­ la to, absolu lo a remite ue cidad o tormentos sin fin. Aunq lo rela­ ción del individuo se produce dentro de la dimensión de y las os mient pensa los s, afecto los de nte consta tivo, en el flujo los de e decibl Propuestas cambiantes y sujetas a. la erosión impre . 1a n E . 13 tu espm 1 e re b so acontecimientos y a sus repercus10nes n, tensió la en pasa, que te instan imposibilidad de localizar cada más», el convergente y a la vez divergente, entre el S implica un coste -también teórico- que conviene tener uta, para intentar valorar sus consecuencias y su impacto. a.1r a las iglesias los proyectos y los ideales de libertad terre­ l' pluralismo efectivo de la verdad, de consecución poten­ ! la mayoóa de edad de la especie humana, significa, para ¡1ritu laico, retroceder a la escucha de la palabra solemne, •Httaria, depositaria de la verdad que dispensa tan sólo a quie­ . n acto de humilde obediencia, dan el primer paso en · · ·ión a la fe. Significa convertir de nuevo en «trascendentes» " diante un movimiento de «des-secularización»- valores y •ni 1cados «inmanentes». es, por supuesto, verosímil (y tal vez tampoco deseable) 1 u · e proceda alegremente a un compromiso irénico y a una • 11 fusión entre los valores laicos y los religiosos o a una hege111 mía espiritual de la religión sobre la política. Las religiones no 1 u ·den aceptar, sin incurrir en una clamorosa contradicción en ·1 mpo doctrinal, ni tan siquiera la hipótesis de un ateísmo «de a tro humano». Y los Estados, por su parte (y también los de­ ' los intereses y los proyectos de vida de los individuos ya ha ituados a «ser sus propios dueños»), siguen su propia lógica 1 ·rrena incluso cuanto se muestran respetuosos con los manda­ mientos y el magisterio de las religiones. Seóa, en todo caso, 1 mportante, iniciar una seria actividad de reflexión para simular 1 configuraciones de las áreas de fricción y de acuerdo que frecen visos de posible cooperación en el ámbito de una salva­ uardia de valores comunes (a defender, de vez en cuando, con­ tra el peligro siempre latente de lo peor). No se trata, pues, de alzar de nuevo las habituales «empali­ zadas históricas» entre «la fe y la ciencia», de iniciar una nueva controversia de las investiduras entre la esfera política y la reli­ giosa o de ahondar plebiscitariamente, pero sin argumentos, las antítesis entre los seguidores de filósofos inspirados por visiones religiosas y los fomentadores de concepciones laicas. Pero tam­ poco se trata de aguantar sin las adecuadas reacciones teóricas (conociendo y respetando siempre las razones de los otros, pre­ cisamente en los puntos en los que se advierte que podóan tener razón), la ofensiva que ciertas expresiones del pensamiento reli­ gioso no se atreven a acometer. Aquel iluminado Frappe, mais écoute! («golpea, pero escucha»), debe poder ser aplicable, metafóricamente, a ambos contendientes, renunciando a la exi­ gencia de «aplastar al infame», sea el que fuere. .ti

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INTRODUCCIÓN ""n t do caso, no se puede abo rdar la cuestión con las armas ya h rrum �r?sas, aunque todavía cortantes, de los viejos arsena­ le ap?logetlcos. Oponer la razón a la tradición, la libertad a la esclavitud, la modemidad al osc uran tismo no ayuda a avanzar . de mucho en el cammo la detección del problema: más bien lo hace retroceder décadas y siglos. Se trataría, en todo caso,' de c?mprender meJ. o ahondan�o en las investigaciones y las refle­ � xwnes- la confusw::-n de fu cwnes o el desplazamiento de pers­ � . pecttv�s que se han producido en los diversos «subsistemas» de la sociedad y de la geografía con ceptual de nuestros modos de . men pensar, especial te en aquellos que, aunque operati vos, no son hoy todavía totalmente explícit os. �igue en pie el problema -el grav e problema- de la «tole­ rancia» (termmo, por lo demás, ya difícilmente aceptable, dado que J?resupone una forma explícit a y «negativa» de condescen­ d�ncia para soportar lo qu no se com parte o incluso se despre­ � . Cia). � tenor de una obJe , que, aun cwn que tradicional, conserva todavia una p�e de su peso, el filó sofo no debería aceptar dog­ mas. T�da la � ton. a de la filosofí � a testifica que ha intentado descubnr tambien el sentido de las cosas ocultas, que se ha esforzado por comprender los con fines y la extensión de las f�cult�des humanas, que ha incluso advertido que la «razón» s�gue Ignorando, en parte, sus prop ios presupuestos, contradic­ CI�nes Y conos de sombra y que a veces se la venera como a un fetiche solamente para conjurar la inseguridad y la ignorancia dentro �e los cu�es giran inevitab lemente todos los hombres. Pero exi �te una línea ue el filósofo no puede sobrepasar honra­ q . damente. fiarse de tes moruos que pretenden, sin la menor prue­ � . rung ba contrastable Y sm una «resonancia» interior convinc ente ser la verdad revelada. ' C!ertamen�e, el amor cristiano, esta blecido por el «Cordero d� J?Ios�, ha mterrumpido el jueg o perverso del «mecanismo VIct�arJo», acostumbrado a inst itucionalizar la intolerancia mediante la individualización de un «macho cabrío expiatorio» so?re �1 que derramarla. Cristo ha aceptado verdaderamente «el odw ��n raz?nes» de sus pe segu idores, renunciando a la ven­ � ganza . Y. sm embargo, el mismo amor cristiano se ha hecho (y . puede �Irtu almente seguir siendo) intolerante, también cuando ren�ncia a apoyarse en el brazo secu lar para imponer el credo a los mfieles o para desbaratar a los herejes, cuando da los prime­ �os pasos para exte�der la toleran ia hacia otras religiones 0 mcluso cuando tendría que acoger � sm excesivas rémoras doctri­ nales aspectos del credo de los no creyentes. ¿Por qué? Tal vez __

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rque cualquier creencia que tenga voluntad de perm�encia e avanzar la pretensión de poseer un núcleo sustancial de 11tfalibilidad; seguramente porque la negación del bien de la �o,alvación eterna» a quien no cree constituye un instrumento eroso e irrenunciable de incitación al �epen��ento, de 1 pr ión o, si se quiere ser polémico, de chantaJe espintual. 1

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abrir el contencioso

Pero la respuesta más significativa a los interrogantes prono se encuentra entre las que se acaban de me�ci�nar. �s . . 1 reciso intentar dar -con ella mediante una ultenor radica �zacwn J los conceptos clásicos de «libre albedrío» y �e nec�sidad, de historia civil» trazada por los hombres y «Providencia». Este discurso nos llevaría muy lejos. Me limitaré, en aras de 1 simplificación, a un hecho macroscó.I?ico, �bie�o a todas las . miradas: al final de un ciclo de revolucwnes IDICiado hace dos siglos y continuado, bajo otra forma, hace ochenta años. En esta p rspectiva, aparecen, con tintas ciertamente fuertes, pero tam­ bién con perfiles bastante precisos, algunos nexos entre volunta.d humana y curso trajinante de los acontecimientos, en�re �apaci­ dad de proyección y efectos perversos, entre tolerancia e !�tole­ rancia. ¿Fueron los hombres quiene� h!cieron las revolucw�es , bien -tanto las democráticas como las socialistas- o fueron mas las revoluciones las que hicieron a los hombres, demostrando sí, ya en su mismo nacimiento por sorpresa, los lími�es de la . previsibilidad y de la programabilidad de los acontecimientos que manaban de ellas? . , . Con el propósito de proyectar una sociedad mas JUSta . mediante la eliminación de las causas de los conflictos, las revo­ luciones modernas han tenido que distinguir (y de forma cons­ ciente a partir de los jacobinos) entre el �?político �olectivo y el individual subordinando la consecucwn de la libertad del individuo a 1� de la libertad de todos. Para conseguir que preva­ lezcan los objetivos -cada vez más urgentes- �e autoconser:a­ ción y de aceleración de los procesos de camb10, la� revo�ucJO­ . . de las exigencias de nes avanzaron a través del cruel sacnfic10 los individuos. No sin generosos actos de abnegación y a través de coruscantes esplendores de sanguinario heroísmo personal y colectivo, han recurrido a la más feroz intolerancia, creyendo asegurar así la auténtica tolerancia y convivencia del futn:o. . mas alla, Las revoluciones modernas, incapaces de cumplir, 1 u estos

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INTRODUCCIÓN un i rto límite, sus exorbitan tes promesas, en lugar de ali­ . nt , vestidos , casas, servicios, conocimientos adec uados por no decir la felicidad, privada o púb lica), han organizado a rn__en�do espectaculos de eliminación física o de humillac ión publica de sus �nemigos, guerras de exte rminio internas y exter­ nas, desfiles, discursos. H� activ do � todos los mitos, viejos 0 n�evo� de que han podido disp oner (amplificándolos y : difun�Iendolos de manera más capi lar gracias a la creciente capacidad de penetración de los med ios de comunicación de masas). En vez de placer, gozo, aleg ría, lo que se ha concedido -o se podía conceder ha sido «�irtu�», «lucha de clases» y -:=esper� del «sol del man ana». Parecia as1 que en el nivel del uni­ verso Imaginario políti o y de las ráct icas que lo perpetúan y lo � .p produc�n resultaba P Sible armo Izar el bien privado y el públi­ ? ? c? mediant� el aglutmante del «mterés general», de los sacrifi­ CIOs o tambten de los valores democrá ticos o revolucionarios de . la cmdadanía, de la conciencia de clas e o de la solidaridad. Se t�ata a menudo de cosas buenas y defe ndibles en las circunstan­ Cias dadas, tal vez de 1? mejor q e P � ?día conseguirse bajo los golpes de las emergencias de la histo na. Sólo que las éticas del deber preceden casi sie r -com ? una anticipación y un t_D.p � des�mbo�so para la adqmsIcw-- n de tltul os políticos y morales . obligatonos- al goce efectivo de los derechos anunciados o la extensión de los existe tes, de tal mod o que ciertas grandilo­ � cuentes p�labras .mamovibles, tales com o «libertad», «igualdad» � «fratermdad» entre los hombres , no tienen todavía mucho sen­ tido fuera de algunas tradiciones, de contextos de suficiente madurez civil y de condiciones de vida relativamente tolerables (con independencia de que, en mi opin ión, estos valores deban ser ·aumentad?S de f rma generalizada � y por doquier cuantas veces sea posible afloJar las ataduras que los reprimen). Tomando en consideración estos caso s extremos de las revo­ . lucw�es contemporáneas, la pregunta puede ampliar su compás es�a�tal Y t�mporal y ser reformulada en los términos siguien­ tes. l.se podia, en el fondo, actuar de una manera muy diferente? Y, ¿se puede incluso �oy día proc eder de otra manera (aunque desde luego con medios menos drás ticos y ante situaciones de mayor estabilidad y querida por ella o en un momento no querid on hegem propio su a !­ .111 iosa pregunta repetidas veces dirigida s ¿Esta ? acaso o muert ¿Has ana: Áon: «Dice s a la facultad sober actor? como parte una tas ¿Reci ? tecido 1 truida? ¿Te has embru condu­ ' e estás acaso uniendo, como res, al rebaño? ¿Te dejas ir a los pastos?»44. .

1 licidad y temor

re a las El sabio estoico se precia de ser feliz cuando se adhie (y, en anza esper de carente 1 yes del orden cósm ico, al destino Cree o). Estad el ser ía · 1 campo político, al cosm os que deber ba­ de cia ausen la y ad � felicid la ¡ue su firmeza le garantiza era consid Se a. fortun mala la en y buena la ' nes del ánimo en ellas én tambi pues , antiae const sus iante -med er ·tpaz de impon 1� volunn parte del orden y de la disciplina de las pas�onespasaj jas venta las ��as; �1 1 td dirigida al bien sobre la avidez de a pn­ laetztz la sobre al racion fin zo que se deriva del logro del sobre vo efecti mal el evita que la caute la , tda de fundamento '

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mor45•

y por Pero por mucha que sea su capacidad de .agua�te, e somet qmen sabiO ente rnucho que Agustín juzgue que es realm e ¿pued 69), 1, , arb. (lib. » mente t da libido al dominio de la bien más no o feliz ente deram verda ncia n iderarse su existe La respuesta es taj ante. u n lucha penosa contra los tormentos? la superbza que J n hombre así está henchido de orgullo, de aquel s renunciará, Jamá ti. egún el Eclesiastés , el initium pecca ni conocerá ncia uficie autos la r tanto, al valor supremo de

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' NUDOSDELAVOLUNTAD

nunca la hu�ldad. Contemplado de cerca, el estoico no pasa . er un «mfeli z con valor» . Cree que vive de acuerdo con volu� tad, s�lo porque «quiere �er fuerte para soportar lo que habna quendo que le aconteciera ( . . . ) Pero entonces quiere que puede, porque no puede lo que quiere. Ésta es toda la feli dad -no se sabe bien si ridícula o digna de compasión- de 1 mortales orgullosos que se glorian de vivir como quieren, qu� soportan voluntariamente con paciencia los males que n qmere� que les ocurran. Tal es, se dice, el sabio consej o Terencw: Ya que no puedes hacer lo que quieres, 1 desea lo q puedes46. H_erm�sa expresión, ¿quién lo niega? Pero es consej dado a un mfehz, para que no sea más infeliz todavía» (trin. xm, 7, 1 0). Los estoicos entienden que pueden escapar a la caducid conjurando el temor de la muerte y yendo a su encuentro más por d��ilidad a la hora de soportar las derrotas que por firmeza de e pmtu47• Recurren a la estrategia de la apatía, al deseo de no de ar, a la voluntad congelada en la adhesión al orden eterno e in­ creado del cosmo �, como consuelo único y vía de escape a lo . . . s�fnrmentos. El ngido autocontrol impide que se abandone, 1 Cier:a aquella ape�ra confiada a la ayuda extraña que es lo con­ trano de su soberbia. La autarquía de los estoicos representa in­ tt:ínsecamente, según Agustín, una de las más directas nega­ ciOnes de la fe, de la gracia y del amor. El estoico se halla siem­ pre en una �o�ición defensiva: por eso no baja nunca la guardia y acoraza su antmo para no obedecer a otro sino a sí mismo, exal· tando así sus cualidades de ser racional. Pero, al negar a menud la inmortalidad del alma individual, resultan ser infundadas 1 pretensiones de felicidad de estos filósofos. Si los hombres quie­ r�n realmente ser felices, tienen que dirigir sus miradas a la eter­ �dad: «En efecto, para que el hombre sea feliz, es necesario qu VIva. Contemplemos a un moribundo: si pierde la vida, ¿cómo puede conservar la vida bienaventurada?» (ibid., xm, 87, 1 1 ). El cristiano no se siente atraído por el desafío estoico a la muerte y no la ama por sí misma. El deseo de la «fea muerte» es característ�c� del estadio del pecado. Se manifiesta en aquellas fases de la vida, de las que Agustín tuvo personal conocimiento, en l�s que, como él mis!llo cuenta, «las zarzas de las pasione >> crecieron hasta por encima de su cabeza, «sin que hubiera allí una mano capaz de arrancarlas de raíz», es decir, en el momen ­ to en q�� le era imp?si?le distinguir entre «el azul» del afecto y «la ca!Igi�e �e la luJuna». Entonces, añade, «lo que yo deseaba . era mi amqmlarment o en mí mismo»48• Asistente asiduo, en su -





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ntud, a los espectáculos y marcado para siempre por esta riencia, se había planteado, entre otras cuestiones, la que se r 1 ula Aristóteles en la Poética: ¿por qué nos atraen los suce­ ' luctuosos, el temor y la muerte, cuando los vemos represen' 1 en la escena, mientras que de ordinario huimos de ellos en 11 stra vida? Aunque Agustín consideraba que esta conducta era 1 1 delirio», la respuesta que da -y que encierra ciertas innova­ ' s respecto de la tradición peripatética y también de la cris1 uta opuesta en general a los espectáculos y que consideraba, 1 • iendo a Cipriano, las tragedias como un modo de impedir 11 los delitos de parricidio y de incesto envejezcan y queden 1 ultados en el olvido- es que el hombre desea sufrir casi como H delegación, para que su espíritu se vea así conmovido, esto para que sus sentimientos y sus concreciones mentales se 1 u lvan en la agitación de una mens no obstruida por la cos­ l mbre de lo cotidiano y se ponga en movimiento por medio de .1si nes e ideas contrapuestas. Esta actividad «pasiva» (en el 1 1l le sentido de inercia de quien mira y escucha sentado e 1 1 1 1 vil con el cuerpo pero, al mismo tiempo, padece), transfor­ t. 1 dolor en placer. Esta es la razón de que, los que asisten en 11 juventud a los espectáculos teatrales, deseen un dulce sufri1 1 nto. Elaboran de este modo sus propias pasiones y renuevan 1 uilibrio de su espíritu: «pero sucede que si tales desgracias 1 1 anas -sean antiguas o fingidas- se representan sin que el ctador se conmueva, éste deja el teatro molesto y criticando. , si le conmueven, estáse quedo y atento y derrama lágrimas alegría» (conf, III, 2, 2). ero a la muerte auténtica, a la que está real e inexorable­ ' nte al acecho de todos y cada uno de los seres humanos, no 1 puede amar, aunque parezca que en el alma, creada de la 1 1 la, quede aún una cierta nostalgia de esta nada49• Como máxi11 e la puede tolerar (como a la guerra, según Tertuliano), por11 · «si es amada, nada excepcional han llevado a cabo cuantos 1 ceptado la muerte por la fe» (s., CCXCIX , 8), cuantos han •1 r ido el mayor de los amores, el don de la vida, a cambio de 1 1 1 verdad absoluta, acogiendo serenamente la eventualidad de tro venga y les lleve adonde no quieren (cfr. Jn 2 1 , 1 8). Y atural que también ellos hayan sentido temor, como todos :eres vivientes. Sólo que, a diferencia de los demás hombres, 111 abido superarlo sin esfuerzo aparente, porque han com­ ndido que la muerte es el vehículo de la inmortalidad: «En 1 gran temor se encuentran los hombres destinados a morir, 1 a no morir. Puedes advertir que el hombre tiembla y huye, 1

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' N UDOSD E LAVOLUNTAD

que busca abrigo en las tinieblas, está ansioso por precav ruega, se postra, entrega, si es posible, todo cuanto tiene a e bio de la vida, por poder vivir todavía un día más, porque se p longue un poco más una edad de cuyo cumplimiento huy . tanto llegan los hombres: ¿quién hace nada parecido por la eterna? ( . . . ). Te afanas, pues, no por eliminar la muerte, sino aplazarla. Tú, que te das tantas fatigas por morir un poco tarde, haz algo por no morir nunca» 5o.

os cristianos sienten temor, como todos los restantes seres, son capaces de dominarlo; aman la vida, pero están dis1 ' 1 1 tos a perderla para reconquistarla; buscan la gloria, pero no ¡ , , laureles de este mundo. El signo de la perfección moral y de . -;abiduría no es tan sólo, como para los estoicos y los epicú­ ' · la tranquilidad del ánimo alcanzada mediante la victoria 1 re el temor: «Desear vivir sin temor no es propio sólo de los hu nos, sino también de los malvados de todo linaje. La dife­ , ,. , ia consiste en que los buenos lo consiguen apartando su J untad de las cosas que no se pueden tener sin peligro de per1 rlas, mientras que los malos intentan remover los obstáculos ,1ra arrellanarse y disfrutarlas con absoluta tranquilidad. Lle­ .111, por tanto, una vida llena de fechorías. Mejor sería llamarla 111 rte» (lib. arb., 1 , 4 , 10). Cuando, en los primeros siglos de su existencia, la Iglesia era r eguida, algunos Padres y mártires habían encontrado en los t icos un elaborado modelo de «actividad pasiva», de valerosa "i tencia al mal y a los dolores del mundo. Acabadas las perse11 'iones, la lucha se interioriza: monjes y santos combaten de 1 inario contra sí mismos o contra el Maligno que está dentro d llos. Más raras veces contra los herejes. Ahora que las autori1 l 1des terrenas amenazan cada vez menos el cuerpo a causa de la t también los cristianos recurren a las prohibiciones y a la perución violenta de las prácticas religiosas de otros. También · 1 1 s empiezan, pues, a creer cada vez más en la utilitas timoris54• Una vez que la «carne» ya no es desgarrada a una con el . píritu», advierten la necesidad de nuevos instrumentos teó�­ . y éticos para separarse del cuerpo con un mayor gradualis111 y para emprender una ascensión interior hacia lo divino. 1 nicas más exigentes o más dulces de persuasión de sí mis­ ni sustituyen a la coacción desatada por los enemigos exterio­ r Con perseguidores intransigentes es inútil discutir, consigo l l li mo es indispensable (y si no se discute directamente se ora, JU es un modo indirecto de coloquio). La dualidad de alma y u rpo de la tradición platónica y la culminación súbita de la l r l ofía de Plotino en la experiencia mística aparecen ahora, de rdinario, como más adecuadas que el estoicismo monolítico 1 tra orientar la nueva espiritualidad 55• La «pasión» del cuerpo y la del alma se presentan ahora unidas de una manera distinta a la 1 épocas pasadas: son obra de la voluntad que, en esta lucha nsigo misma, se acrisola, y ya no tanto por obra de a�versa­ ' i exteriores: en ausencia de éstos, se aprende a convertrrse en · nemigos -y en vencedores- de sí mismo. r

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Terror y pasión De este comportamiento brota, según Agustín, una parad que jamás será bien explicada: si es verdad que todos buscan felicidad, ¿por qué son tan pocos los que la alcanzan, y prefie mantenerse en la infelicida d? Si lo que se pierde es la vida mi ma y no sólo, como habría dicho Virgilio, «la luz purpúrea» de juventud, ¿por qué los hombres vacilan tanto? ¿Por qué están merced de cosas que dan escasas satisfaccio nes, corren detrás las migajas de la existencia temporal, en vez de buscar la «perla de una dicha más alta?51 . ¿Por qué, en esta «carrera hacia 1 muerte» que es la vida -cfr. civ., Xill, 19- no se experimen aquella felicidad que, más adelante, Hobbes hará consistir en 11 gar los primeros a la meta terrena, pero que corresponde, en Pa­ blo, a quienes consiguen alcanzar la meta de la vida eterna ?52• Los paganos han utilizado dos instrumentos para intentar extinguir la sed de eternidad de los cristianos : la lisonja y 1 terror. Los mártires rechazaron fácilmente ambas cosas, dand un luminoso testimonio de coherencia y de desprecio por 1 temor: «Contra los soldados de Cristo, el mundo des�nvainar una espada de doble filo ( . . . ). La lisonja, para inducir al error, el terror para quebrantar la resistenci a. No nos dejemos arrastrar por el instinto de conservación, no nos espante la crueldad de lo otros y el mundo está vencido». En medio de los tormentos y d las torturas, los mártires, como Vicente, manifestaron una sere­ nidad que muy pocos estoicos han conocido, demostrando así que la humana patientia, la capacidad (vinculada a la fe) d sufrimiento y de autocontrol del hombre es increíble cuando est apoyada por «el poder divino»: «Al ensañamiento brutal en el cuerpo del mártir respondía una serena calma de su voluntad� vibraba tanta firmeza en sus palabras cuando la atrocidad de los dolores atormentaba sus miembros que inducía, con sorpresa, a creer que era otro el torturado »53. ·

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N UDOSDE LA VOLUNTAD

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Los ejercicios espirituales del cristiano o las formas com tarias de edificación de las «almas» (una especie de «platon · de masas») adquieren rasgos sustitutivos de un martirio fligido. El término griego pathos -que Cicerón había tradu por perturbatio animi y Séneca por affectus- comienza, a al menos de Ambrosio, a traducirse por passio. Se funde así y confunde con la antigua significac ión de passio, en cuanto dición del «padecimiento» y de estar a merced de un extraño. En Agustín aparece el término con los dos significad en el peyorativo, cuando indica las «pasione s del alma» que turban tanto a los hombres como a los demonios carentes cuerpo (cfr. civ., IX, 4 ss. , haciendo referencia, para esta ac ción, al capítulo Xll del De Deo Socratis de Apuleyo) y que e vierten a los primeros en esclavos de su propia voluntad, re de al bien: «Porque de la voluntad perversa nace el apetito; seguimiento de éste surge la costumbre y la costumbre no fren da se hace necesidad» (conf, VIII, 5, 1 0). Y en el sentido po iU vo, cuando alude al padecimiento propio de los mártires y, general, cuando lo reserva para el modo de hablar difundido los ambientes eclesiásticos (sed passio in lingua latina, maxi uso loquendi ecclesiatico (. . . ) intelligi) (nupt. et conc. , II, 55) En el primer caso, la pasión asume el carácter de debilidad de 1 voluntad, en la que se cae a causa del «pecado». En el segund el de sufrimiento del cuerpo y del alma, que hace arder y bri l l al espíritu y exalta la voluntad y el amor (por lo demás, e n Cri t amor y pasión coinciden)56. La polémica que Agustín libra, en el plano filosófico , cont el fatalismo de los estoicos y los astrólogos y contra la liberta «humana, demasiado humana» de Cicerón tiene un paralel< cotejo en el plano religioso. Ahora los objetivos se individua l i zan, respectivamente, en e l determini smo d e los maniqueos y n la sobrevaloración pelagiana del libre arbitrio en detrimento d la gracia 57• En ambos niveles, la apuesta es elevadísima. Con­ siste en el reconocimiento -o la negación- de la autonomía efec­ tiva de la voluntad humana respecto a los inescrutables designios de poderes que la superan, en conceder o denegar a los indivi ­ duos y a los pueblos el derecho a sustraerse a tutelas externas, n el entrelazamiento o dosificación de libertad y autoridad. Los estoicos niegan prácticamente a los hombres toda pun­ tual voluntad en sus acciones. Del mismo modo, los manique s rechazan el libre arbitrio, arrebatando así a la voluntad todo con­ trol sobre la disensión irrestañable que la separa de sí misma. Frente a ellos, Agustín sostiene que no existen «dos almas con-

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ia ' una buena y otra malvada» (conf, vm, 1 0, 24), ya que gunda es, simplemente, parte y «castigo» de la primera. Si ·tdmitieran dos almas en conflicto, ¿qué impediría que se les 1 , an otras muchas (cfr. ibid., VIII, 1 0, 23 ) y que cada indivi1 1 quede subdividido en una pluralidad de banderías y fraccio­ , . de sí mismo? Argumentando de una manera análoga a la de Cicerón (que r ·1 indicaba la autonomía de las elecciones morales y fundamen­ al a las leyes no sobre imperativos categóricos divinos, sino so­ r la tradición), también los pelagianos, aunque no repudiaban H malmente la gracia, atribuían al hombre la plenitud de un libre 11 itrio no inficionado por el pecado original, sino tan sólo des­ .u·riado por la costumbre y por los malos ejemplos. ¿Cómo po­ Ir ta ser Dios tan cruel que impondría a los hombres metas impo­ r l les para después castigarlos a ciencia y conciencia por no con­ ruirlas? Remitiéndose a Pablo58, Agustín replica a estos ,, rumentos aduciendo que, si fueran verdaderos, la gracia y la re1 nción serían inútiles. De donde se seguiría que el Hijo de Dios habría sacrificado en balde59. Pero, por el contrario, la gracia es 11 • esaria porque la naturaleza humana está herida, desgarrada, 1 rdida, a consecuencia del pecado original. Es, por tanto, inca­ lhiZ de hacer palanca sobre la voluntad para elevar a los indivi­ du s al Reino de los cielos. Es cierto que la voluntas es real y sus­ .1ncialmente única, pero está enferma y necesitada del médico ri to60. Nos ha creado sin nuestro consentimiento, pero lo necer ta para salvarnos: Qui ergo fecit te sine te, non te iustificat sine t . Ergo fecit nescientem, iustificat volentem (s., CLXIX, 1 3). Queda, pues, a salvo el libre arbitrio {pues, en efecto, la l untad, si no es libre, no es voluntad, y el pecado sólo reside n la voluntad, cfr. duab. an., XI, 1 5 ; X, 1 3- 1 4), contra los 1 fensores del destino y los negadores de la gracia, pero a con­ ti ión de declararlo enfermo, de someterlo a una supervisión unque benévola- de una autoridad más alta. El «cuidado de de la filosofía pagana (y más en concreto de los estoicos) se t ansforma en una cura sui confiada a otros, puesta en manos de , lguien que es infinitamente más experto, más sabio, más pode­ ' o que todos los hombres, pero que los ama hasta el punto de lar su vida -o la de su Hijo- por ellos. Si luego los castiga es, bre todo, porque no han aceptado este don del amor, es a causa 1 su ingratitud y de su orgullo, que les lleva a desobedecer a rna autoridad superior y les hace merecedores del azote (los jla­ lla paterna, como los usados para los hijos intolerantes: cfr. ·p. , xcm, 1 ). 11

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Y, . sin embargo, �gustín no puede explicar p r u , -volvtendo emblematic amente sobre el relato bíblic ya por Pabl� de los dos hijos de Isaa c, Jacob y Esaú, am al , mero Y odiO al segundo, y ello sin otro motivo que su ele:cclldll ya desde que ambos hermanos esta ban en el seno de su ma no tenían, por tanto, posibilidad de pec�t . Incapaz de este «n�do>�, �gustín (como antes Pablo), recurre a la insnd• ble gracia diVma y hace coincidir al > en las confronta­ ciones con la autoridad, para lo cual cfr. últimam ente W. Affeldt, Die weltliche Gewalt in der Paulusexegese, Rom. 13, 1 - 7 in den Romer briejkommentaren der latei­ nischen Kirche bis zum Ende des 13. Jahrhunderts, Goting a, 1969; G. Torti, Non est potestas nisi a Deo. L'esegesi di Romani 13, 1-7 nei primi cinque secoli, Palermo, 1 976; y P. C. Bori, « 'Date a Cesare quel che e di Cesare .. .' (Mt 22, 2 1 ). Linee di sto­ ria dell'interpretazione antica», en Id., L 'estasi del profeta ed altri saggi tra ebrais­ mo e cristianesim�, Bolonia, 1 989, pp. 53-68. Más en general, véase B. Holmberg, Paul and Power, Filadelfia, 1980. Sobre el respeto debido a los amos por parte de los esclavos, cfr. M. Sordi, Paolo a Filemone o della schiavi tu, Milán, 1987. 3 Po� ello, es indispensable mantenerse en guardia, de modo que ninguno se vea �sclavizado P r el mundo, atraído por la filosofí a (cfr. Col. 2, 8). Mientras que ? el DIOs de los filosofas paganos -sobre todo durante la época helenística-, parece tener poco en cuenta lo que los hombres piensen de él, el de la Biblia se muestra extremadamente susceptible ante sus actos y opinion es (cfr. H. Blumenberg, Matthiiuspassion, Francfort d. M., 1988, p. 19). 4 Sobre el público al que Pablo se dirige, cfr. W. A. Meeks, The First Urban Christians: The Social World ofthe Apostle Paul, New Haven - Londres, 1983. Sobre la relación de Pablo con la filosofía y, en particular, con la de los estoicos (con algu­ no de los cuales había discutido en el Areópago, cfr. Act. apost. , 17, 1 8, aunque hay algunas dudas sobre la veracidad del discurso de Pablo en el Areópago y sobre el papel del compilador de los Hechos) y sobre la difusió n obtenida por esta última en aquella época, incluso entre los pensadores judíos como Filón, cfr. M. Pohlenz, Paulus und die Stoa, Darmstad, 1964. Resulta, de todas formas, significativo el hecho de que en Tarso -ciudad natal de Pablo, puerto de Cilicia en la desembocadu­ ra del río Cydnos, animada ciudad de mercaderes y crisol de civilidad- el estoicis­ mo conociese cierta fortuna. Entre los conciudadano s de Pablo se cuentan dos ilus­ tres exponentes de la escuela, llamados ambos Atenod oro. Tras haber estado al fren­ te d� la biblioteca de Pérgamo, el primero fue, en Roma, maestro y amigo de Catón de Utica (cfr. Plut., Cato minor, X, 6; Estrabón, XIV, 5), mientras el segundo -autor de una teoría de los deberes en Posidonio, utilizada por Cicerón en De officiis, pre-





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NOTAS



ceptor de Octaviano y de su hermana Octavia:-, al volver a la patria había asumi o la dirección de la ciudad (sobre este personaJe, cfr. Sen., De tranq. an., m, 1 8, Y Estrabón, XIV, 5, 14). s Summa Theol. , 1, q. 26, art. 2, in corp. 6 Sobre la interpretación de dicha oposición en Pablo y sobre el desarrollo del pensamiento de Agustín sobre este punto (esto es, sobre �no de aquellos aspectos diacrónicos que no es, en general, afrontado en la economia del �rese�te volu�en), cfr. H. Jonas, Augustin und das paulinische Freiheitsproblem. Em ph1losoph1�cher Beitrag zur Genesis der christlich-abendliindisch�n Freiheitside� ( � 930), Gotinga, . 1 965; F. Altermath, Du corps physique au corps spmtuel. Interpretatwn du 1 Cor 15. 35-49 par les auteurs chrétiens des quatres premiers siecl�s, Tubinga, 1977, PP · 234 _ ss.; y P. Frederiksen, «Paul and Augustine: Converston, N�auve, Orthodox _ Tradition and the Retrospective Self», en Joumal of Theolog�cal St 1es, N. S. XXXVII ( 1986), pp. 3-34. Sobre las ideas profesadas por los arrugas milanese�, cfr. G. Madec, «Le Milieu Milanais, Philosophie et Christianisme», en Bulletm de Littérature Ecclésiastique: Saint-Augustin, 3-4, París, 1987. . . 1 Cfr civ. ' XIV 20. Sobre el papel atribuido a la corporeidad y a sus apetitos en Agustín y en i a tradición cristiana, cfr. G. l. Bonner, « 'Libido' and 'Concupiscentia' in St . Augustine», en Studia Pat�istica, V � 1962), pp. 303-3 14: �­ F. Beatrice, Tradux peccati: Alle fonti della dottrma agostm1ana del peccato ongl­ nale Milán 1 978; M. R. Miles, Augustine on the Body, Missoula, 1 979; Y P. Brown, «Th Notio of Virginity in the Early Church», en AA. VV., Christian Spirituality: Origins to the Twelfth Century, Nueva York, 1985 PP · 427-443; Id._. he Body and : . Early Chnstwmty, _ Nueva the Society. Men, Women, and Sexual Renunciatwn m York, 1988, en particular pp. 387-427 [El cuerpo y la sociedad, Barcelona, Mue _ 1 993, pp. 5 1 9-572] (que estudia, en genera , l�s formas �rmanentes de �enuncia . _ cia, a pr ­ sexual, como la continencia, el celibato y la virgnndad, poruendo �n evtde � � pósito del África romana, cómo no había en ésta la menor aversión hacia el matn­ monio por parte de los cristianos; cómo Agustín vivía en un monocromo, all-male world y cómo, finalmente, él consideraba tanto el orgasmo, la summa voluptas, como la impotencia, ligados no a factores físicos, sino a una pérdida de control e la voluntad o a una voluntad dividida: ibid., pp. 396, 417-41 8). Aunque demastado expeditivo al atribuir casi exclusivamente a A�stín la culpa de ha � transformado -incluso por motivos autobiográficos- la sexualidad en el pecado ongmal Y de haber _ negado al hombre, consiguientemente, la capa�idad de autogobemarse, resulta mte­ resante (aunque criticable, y criticado, en vanos puntos) el volumen de E. Pagels, _ Adam, Eve, and the Serpent ( 1988), trad it. Adamo, Eva e il Serpente, Milán, 1990, pp. 1 27 SS. . . s Sobre la imagen de la discordia que se instala en la morada mtenor del «yo», H. Arendt, Between Past and Future. Six Exercises in Political Thought, Nueva York, 1 96 1 [Entre el pasado y e� futuro, Barcelona, Penín�ula, 1 �96, pp. 174� � 75]. . 9 conf, VIII, 8, 20. Esta es, paulinamente, la dtferenci entre el HIJO de Dios Y � el hombre: «No fue Cristo sí y no, en él no hubo más que SI» (Il Cor., 1 , 19). lO Aegritudo, cfr. conf, VIII, 9, 2 1 . 11 Cfr. August, c. Faust., 11, 5 ; V, 10, haer., XLVI. E n el �lano de los «oyen­ tes» (a los que pertenece Agustín) y de los «eleg�_ dos», los marnqueos buscaban en . _ de la salvación. las expresiones diurnas o nocturnas de la luz, la onentactón Rezaban, por ello, vueltos hacia el Sol o a la Luna o bien al norte, a 1� estrella polar, cuando los astros mayores eran invisibles (cfr. haer., XLVI). La doctnna de la mezcla de luz y tinieblas en el alma del hombre ha marcado ciertarn�nte � A�stín. C?mo en to as la elecciones realizadas por él, debía ser profunda su Implicación teónca Y emoti�a (cfr., por ejemplo, conf, IV, 1 , 1 ), tanto que el maniqueo Fausto considerará en segui­ da a Agustín como un «desertor» de su secta (cfr. c. Faust., V, 2). Véase, para este punto, P. Courcelle, «Saint Augustin manichéen a Milan», en Orpheus, 1 (1954), PP·















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ORDO AMORIS

8 1 -85 (enmarcable gracias a E. Cattaneo, La religione a Milán nell 'eta di Milán, 1974), y P. bronne, «Saint Augusti� et l ' Église Mamchéenne», en Vita Latina, CXV Cam ( 1989), pp. 22-3 5. Sobre Fausto, cfr. A. Bruc�er, Faustus von Mileve, Basilea, 1 90 1 ; P. Monceaux, «Le Manichéen Faustus de Milev», en J:lém_oires de l 'Inst�tut nal de France, XLm ( 1933 ), pp. 1 1 1 1. Sobr� e! man1quets�o de los tiempNatio os de Agustín, cfr. F. Decret, Aspects Ma�zchez.sme dans l Afrique romaine. du Les contro verse . s de Fortunatus, Faustus et Felzx avec Sam t Augu stin, París , 1 970 (más en general, U. Bianchi, Antropología e . dottrma del/a salvezza nella religione dei Man ichei' Roma 1983 ). 1 2 conf , Vm, 8, 2 1 y cfr. ' Vm, 5,10. M. A. Dihle, The Theory of the Will in Classical Antiquity, Berkeley - Los Ánge les, 1982 , ha mostrado cómo la idea de v�luntad nace realmente con el cristianism o: Vtctorino -el rétor africano convertid al cristi en forma embrionaria con Mario anismo, que fue asimismo el tradu tor d� aquellos textos plotinianos que o«infl amaron>> a Agustín (aunque cfr. E. Benzc­, Manus Victorinus und die Entwicklu ng �er abendliindischen Willensme taphysik, Stuttg�, 1932 pp. 364-412; véase tamb tén P. Hadot y U. Brenke, Christlicher Platomsmu�. Dze the�logischen Schr iften des Marius Victorinus, Zúrich, 1 967; y P. Hadot, Manus Victorm us. Recherche sur sa vie et son oeuvre, París, 197 1 )-; pero, sobre to??· con el p�opt. ? Agustín. Enseste último, seguramente, tuvo un peso decisi­ vo tambten la expenencta personal de entes y sucesivas laceraciones y parál isis en �1 querer. Debe recordarse, de todasfrecu form AleJandría: � no somos hijos d J deseo, sino as, la neta afirmación de Clemente de de la voluntad» (Strom., � 57), y el pe�o determmante que ha terud o, para eJ brote de la metafísica de m, la voluntad, Orígenes � con su tratado sobre el libre albed río (cfr. Orig ., De princ ., m, 1 ). Entre l�s estu�10s de fecha más antigua, cfr. tamb ién M. Pohlenz, Die Stoa. Geschichte . Bewegung, trad. emer gezstzgen it., vol. II, pp. 386 ss.; E. Frank, St. Augu stine and Greek T�ug�t. f