Remo Bodei

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REMO BODEI, La chispa y el fuego. Invitación a la filosofía Descongelar los pensamientos Cuentan los antiguos acerca de una ciudad imaginaria donde las palabras se congelan por causa del frío y luego, con el calor, se descongelan, de modo que los habitantes escuchan durante el verano lo que se han dicho en el invierno. La fábula se refiere a la filosofía, forma de saber de efecto retardado, que requiere tiempo para ser asimilada. Desde niños, todos absorbemos la mayor parte de las nociones y las reglas de conducta de manera preponderantemente pasiva, creyendo, a lo sumo, en lo que nos han contado o impuesto los adultos. Sin embargo, no nos han enseñado a reflexionar acerca de qué es la justicia, la verdad o la belleza. De niños, no nos conformábamos fácilmente con las explicaciones recibidas. Hemos infligido a nuestros padres y a los adultos cascadas de “por qué”. Al crecer, corremos el riesgo de perder ese impulso hacia querer saber el “por qué” de nuestras experiencias o la de los otros y vivir automáticamente sin inquietarnos demasiado interrogantes existenciales. La filosofía –el amor por el saber- tiene en común con la infancia la continua necesidad de comprender. Cultiva metódicamente esta actitud, ayudando a conservar en el largo plazo la voluntad de entender, de no someterse a la opacidad de la existencia, de prolongar la fase de la maravilla, de la curiosidad y de la investigación. Sabe que su práctica no exige límite alguno de edad. “Quien dice que aún no le ha llegado la hora de filosofar, o que ya no está en edad de hacerlo es parecido a quien dice que la felicidad no le ha llegado aún” (Epicuro, 61). Si bien toda edad es buena para la filosofía, no obstante la adolescencia es la fase en la que las cuestiones filosóficas adquieren mayor intensidad y son replanteadas con mayor frecuencia. Es el momento en el que la pregunta del joven Descartes “¿qué camino seguir en la vida?” se impone con mayor fuerza. A diferencia de la infancia o de la adolescencia, la filosofía es: 1. Ejercicio crítico, es decir capacidad afinada o adquirida para sopesar de manera metódica y paciente las argumentaciones y las pruebas relativas a determinados problemas en vista de posibles soluciones; 2. Es articulación de la duda y suspensión del juicio cuando no se alcanza una clara visión de las cuestiones. 3. Es propensión a examinar autónomamente ideas, convenciones y normas, con la conciencia de los condicionamientos, prejuicios y límites que supone cada civilización y personalidad. 4. La filosofía enseña a no conformarse con banalidades o frases hechas o, incluso, a no conformarse sin más con lo que es enseñado, transmitido explícitamente o insinuado por cualquier autoridad. El sendero del conocimiento Sin embargo, la filosofía no requiere sólo una larga práctica, sino- sobre todo- una búsqueda personal.

No se puede aprender a pensar o estudiar la filosofía sin remitirse a cuanto piensan los demás o a las soluciones elaboradas por los grandes filósofos del pasado y consignadas en ese cuerpo de textos que conforman la historia de la filosofía. El discípulo entenderá lo que dice el maestro sólo cuando se enfrente a problemas similares a los que antes había recibido sin entenderlos en su plenitud. Mientras tanto, entre las ideas recibidas, escogerá sólo aquéllas que se ajusten a su modo de sentir y pensar o, de lo contrario, aprenderá de memoria nociones vacías. Y esto ocurrirá hasta que las palabras del maestro, “hasta entonces mudas”, comiencen a hablar de verdad, a “descongelarse”, “pero entonces como palabras propias del discípulo”. En efecto, no todo el mundo se halla en condiciones de convertirse en filósofo, pese a que todos nos planteemos –a menudo inconscientemente- preguntas de tipo filosófico. De manera análoga, todos pueden silbar y cantar una canción o rascar una guitarra, pero no todos se convierten en músicos. Se requieren predisposiciones (como el “oído absoluto”, en el caso de la música, que posee en promedio una de cada ocho personas o, en el terreno filosófico, la inclinación a interrogarse y a buscar respuestas), y se exige sobre 1) todo disciplina, 2) atención a las varias dimensiones de la experiencia humana, 3) trabajo de interpretación de textos, 4) “espíritu de geometría” unido al “espíritu de finura”, 4) estudio orientado al conocimiento de los instrumentos del oficio, 5) disponibilidad para aprender competencias específicas, 6) voluntad de superar los obstáculos y de captar el sentido de los problemas. Nadie piensa que se puedan hacer zapatos o sillas sin antes haber aprendido el oficio, pero muchos imaginan que se puede hacer filosofía, en sentido propio, sólo porque se está dotado de la común razón humana. Cabe reivindicar en la filosofía su naturaleza de laboratorio conceptual donde se experimentan las mejores respuestas para los problemas que afectan más de cerca a personas y a sociedades, problemas que no siempre son exactamente los mismos. La filosofía enseña, sobre todo, a pensar por uno mismo, no en el sentido de incitar a la testarudez o a la autosuficiencia, sino, por el contrario, para mantenerse abierto a las críticas de los demás y para ser capaz de metabolizarlas adecuadamente. Es una escuela de democracia y de educación de la ciudadanía. El coraje del filósofo La filosofía mantiene una relación incomoda y controversial con el presente. (…) Son frecuentes las acusaciones de que no ofrece las certezas de la ciencia, ni las ventajas de la técnica, ni la belleza del arte, ni el consuelo de las religiones. La incómoda verdad de Sócrates En realidad, precisamente a partir de Sócrates, la filosofía deja de plantearse cuestiones incomprensibles. Más bien invita a enfrentar con los sentidos y la mente bien abiertos (en efecto, existe la sordera y la ceguera del alma) experiencias y problemas por cierto difíciles, pero que, de todos modos, inevitablemente se le presentan a todos. Sócrates trataba de persuadir a sus conciudadanos para que llevaran una “vida examinada”, es decir, que sometieran su existencia a análisis y pruebas, que reflexionaran acerca de sus propios pensamientos, acerca de las propias convicciones y pasiones, pero sobre todo acerca de la propia conducta, es decir sin abandonarse pasivamente a la tradición o a la presunción de saber lo que se ignora. A diferencia de los “maestros de la verdad”, Sócrates no predica, en

forma de monólogo, verdades que bajan desde el cielo, como una revelación en la que hay que creer sobre la base de la sola autoridad de quien las enuncia. Expone ideas vivas que brotan de la interrogación y del diálogo. Por esto se proclama “maestro de nadie”, al decir, como es sabido, que sabe que no sabe, que está siempre en búsqueda de lo verdadero, sin nunca alcanzarlo en su plenitud. Interroga a los demás, demostrando su ignorancia o su mala fe y en esta actividad se compara con un pez que produce conmociones, o con un “tábano”, que fastidia la pereza mental y moral de los atenienses. Por lo tanto, irrita a muchos y le arruina la fiesta a la presunción, pero –como sostiene John Stuart Mill- “es mejor ser un Sócrates insatisfecho que un imbécil satisfecho”. Sócrates comienza a configurarse como un hombre capaz de pronunciar y argumentar verdades desagradables para quien no quiere oírlas, y a no retroceder ante los peligros y amenazas que las mismas suscitan. Sócrates se propone, incluso durante su proceso y condena a muerte, no abandonar su lugar en la falange de la vida, no repudiar, con el solo propósito de salvar la vida, las ideas que siempre profesó. Así, plantea la cuestión de la responsabilidad de cada uno hacia la propia conciencia. La filosofía al servicio de la realidad Platón demuestra que el filósofo no se aleja irresponsablemente de la realidad ni de la vida política, que no se entretiene con ideales pueriles, como en cambio piensa Calicles en la República: “Si veo a un joven que se ocupa de filosofía, esto me causa placer y me parece algo justo; y lo considero como a un espíritu independiente, mientras que el joven que no filosofa me parece un borrego, alguien que nunca cambiará nada de bello y grande en su vida. Pero si veo a alguien que ya tiene una cierta edad y que aún filosofa, y no deja de hacerlo, entonces me parece, querido Sócrates, que este hombre merece solo bofeteadas” (Platón, 1994 b, 485 E-D).