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2007-MALVINAS HOY : LA GUERRA Y LA PAZ Darwin

Esta mañana no vino nadie. Llovió y paró varias veces. El agua borra los epitafios, que resurgen al secarse. Es la contra del mármol. Por lo demás, todo bien. Uno podría objetar el color del mármol o la vista al Sur o el hecho de haberse muerto. Supongo que en este rubro nadie termina conforme, sobre todo cuando es un soldado desconocido. No deja de ser irónico. Pienso en algún comentario gracioso, pero no me sale nada. En casa tenía un libro con chistes de cementerios. Había una sepultura con el siguiente epitafio: "Fe de erratas. Donde dice Ramón Toril debe leerse Felisa Palmerolas". Era de Gila, casi seguro. A mí me encantaba Gila, sobre todo cuando salía en la tele con su sketch de la trinchera. seguro. A mí me encantaba Gila, sobre todo cuando salía en la tele con su sketch de la trinchera. ¿Habíamos ganado la guerra? Era una buena pregunta. Estaba en un cementerio argentino, en medio de las Malvinas. ¿No era como para pensarlo? Lejos de Stanley, quizá. Digo Stanley porque es lo primero que se me ocurre. Supongo que lo traigo desde la escuela. Para nosotros, Stanley era Malvinas. Puerto Argentino, en cambio, te recordaba a Galtieri. ¿Pero qué importaba ya? Podíamos decirles Falklands, si se nos daba la gana. Por ahí hasta teníamos un gobernador radical. Eran mis fantasías de entonces, cuando aún me babeaba con el desfile de la victoria. (Nuestras tropas llegaban por avenida Libertador y tomaban por la de Julio, bajo nubes de papelitos). Pero estos delirios duraron poco. Nada encajaba bien. Por empezar, había otro cementerio cercano, con su pirquita de piedra. A diferencia del nuestro, tenía su propia bandera. Un cementerio británico. Luego empecé a oír ciertas voces, de la gente que cruza la pradera. Es un lugar tranquilo, que invita a las confidencias. He oído asombrosas revelaciones e incluso historias de amor. Pero nunca llegué a escuchar que hubiéramos ganado la guerra. Resultó que el cementerio lo habían hecho los argentinos de Darwin, para sepultar a los aviadores. Luego llegaríamos nosotros. Los ingleses me sacaron de una zanja en los montes, pues al llegar el verano estábamos aflorando a la superficie. ¿Nos rindieron los honores de práctica? ¿Hubo alguna ceremonia? A veces fantaseo con eso. Creo que esta obsesión me debe venir de mi abuela. Cuando me muera, decía, quiero que avisés a todo el mundo. Si algo la ponía melancólica, era un velorio vacío. Siempre se lamentaba por el entierro de su mamá, al que habían asistido tres gatos locos. No alcanzaban los presentes para llevar el cajón. A Llamarada Fernández, mi compañero de pozo en las cumbres, también lo afectaba eso. Era un pibe salteño que conoció Buenos Aires cuando lo llamaron a la colimba. Una noche vagabundeaba por Plaza Constitución cuando pasó por un velatorio. Llamarada nunca supo qué lo había llevado ahí ni qué lo hizo ir hasta el fondo y meterse en un saloncito desierto con un ataúd en el centro. Tomó asiento en una silla y se quedó haciéndole compañía, pegando una cabeceada de vez en cuando. En eso lo despertó una pistola en la cabeza. Alguien lo estaba asaltando. "Dame todo", le dijo el tipo, un típico ladrón de velorios. Llamarada perdió hasta el bolso, pero igual se quedó acompañando al finado, pues le daba cosa dejarlo solo. Incluso volvió a dormirse y tuvo pesadillas y todo.

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Dicen que los astronautas nunca sueñan con el espacio. Conmigo debe pasar algo así, pues tampoco sueño con las Malvinas. Sin embargo, un día soñé que había perdido la guerra y que volvía al oscurecer y que en el barrio nadie me saludaba. Me había bajado del colectivo en la esquina de mi casa. Atravesada en la calle, colgaba una pancarta: "Culpa tuya". La cena fue un desastre. Ni siquiera mi abuela me hablaba. Esto fue suficiente para arrancarme de la pesadilla. Ella nunca hubiera hecho algo así, aun si yo hubiera perdido la guerra. De modo que aparecí nuevamente en el cementerio. Un lobo de ojos almendrados estaba echado en la hierba. Era una presencia amable, al cabo de tantos gansos que pasean por la llanura. Este lobo que viene para el crepúsculo será mi única compañía durante los meses de invierno. Al igual que todos nosotros, está oficialmente extinguido. Lo exterminaron los gauchos que vivían por aquí, cuando los palenques se hacían con costillas de ballena. De no ser por sus ojos aristocráticos, podría pasar por un perro. Creo que tiene su madriguera cerca del avión derribado. No sería nada raro que duerma en la cabina. Cada tanto debe ir a la costa, a alimentarse con las crías de los pingüinos. Su rostro muestra las vejaciones que han padecido todos los lobos cuando caen en la trampa y la gente se encarniza con ellos. Ahora reposa en mi tumba, compartiendo el más allá con nosotros. Mucho más no podría decirles. Con el paso de los años, se me hace cada vez más difícil. Por eso doy tantas vueltas. Pasamos la guerra en un pozo, con el Ruso y Llamarada Fernández. En cuanto al Ruso, les debo el apellido, algo impronunciable que ni él mismo sabía decir. Nos mató el cañonazo de un barco, durante la peor batalla de todas. Nos recogieron los gurkas, al despuntar la mañana. Yacíamos junto a unos cadáveres de mercenarios norteamericanos. A nosotros nos sepultaron en un lugar provisorio y a ellos se los llevó el helicóptero. Es difícil explicar lo que ocurre en este agujero. No hablo del cementerio ni de nuestro pozo de zorro, sino de la trampa insondable donde todavía seguimos, estemos vivos o muertos, incluyendo a los ingleses del cementerio de piedra. Estaremos por siempre en el agujero y eso no tiene remedio. El otro día vino un inglés y oró por todos nosotros. Era uno de los que freímos en el ataque a Bahía Agradable, cuando los aviones atacaron al Sir Galahad. Fue terrible verle la cara. No podías creer que siguiera vivo. El tipo también está en el agujero. Una vez que caíste adentro, nunca vas a dejarlo. De modo que mil disculpas, pero odio las caras de circunstancia y las miradas de compasión, así que por ahora los dejo. Me gustaría, eso sí, volver a ver a mis viejos. Es cuanto puedo decir. Gracias por la visita. Reconozco que un tiempo hubiera hablado hasta por los codos, explicando cómo fueron las cosas y a cuántos ingleses matamos y cómo nos mataron ellos y cómo vinimos a dar aquí, con mis compañeros del pozo. Pero ya no tengo palabras.

Acá uno escucha de todo, en especial de los forasteros que charlan junto a la cerca. Hay gente que habla con toda crudeza, sin el menor disimulo. Eso te puede alegrar la tarde. Sin ir más lejos, las dos turistas que llegaron recién. Dieron la vueltita de práctica, salieron de nuevo afuera, sacaron una canasta y se pusieron de picnic. Terminaba de suceder un milagro: había salido el sol. Aquí, por lo general, llueve o está por llover. O, si ustedes prefieren, corre viento o está por correr. Son mexicanas o algo así. Han llegado por su cuenta, pues los turistas de los cruceros prefieren ver pingüineras. Puede que mañana o pasado vengan nuevos cruceristas, quizá

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gente de cierta edad, tambaleándose como los pingüinos que pierden el equilibrio cuando pasan los aviones. Por eso tantos pingüinos ahora se caen de espaldas, en su afán de ver a los cazas que surgen con un estampido. Es un chiste, por supuesto, pero hay quienes reclaman la intervención de Greenpeace. A continuación los turistas se dirigirán a una estancia. Por el trayecto, podrán observar desde el micro los helicópteros derribados o nuestras cocinas cubiertas de óxido. (Francamente, no sirvieron de mucho). Los turistas oirán embelesados las palabras de la guía, jurándose por adentro que la próxima irán de crucero a Jamaica. Sólo estarán medio día en las islas, que va a parecerles un siglo. No verán la ora de volver a bordo, donde andan de guayabera y pueden jugar al bingo. A los colonos, parece, estas criaturas les caen pesadas. Ya no precisan a los turistas, suelen decir por lo bajo. Ahora estas islas son ricas como un sultanato. Pero los colonos son insulares de alma. Detestan ver a los cruceristas bajando de sus barcos inconcebibles, con menos sentido común que una foca. "¿Qué es esto, negro? ¿Las Georgias?" "No, nena. Son las Malvinas. ¿No viste el cartel?" "Dios mío. Todavía nos falta el Polo" "Pa, ¿cuándo volvemos al barco?" "Ya vamos. ¿Por qué no lo llevás un rato al museo?" Pero en invierno los deben echar de menos. El ventarrón del Sudeste amenaza con descoser la bandera. ¿Otro domingo en Stanley? En unas playas minadas de arenas blancas, hay tres tipos surfeando sobre el oleaje. En otro lugar de la isla, entre tanto, algunos colonos simulan jugar al golf. Luego cae la niebla. Sólo falta una radio de fondo con el partido para pegarse un tiro en el baño. Pero a unas leguas de ahí, la base de los británicos trepida de actividad. Esta gente sí que sabe beber. Nadie llega a deprimirse, pues están cuatro meses nomás. Es lo que fija el contrato. Y si los acompaña la suerte, por ahí desembarcan los argentinos. En tal caso, van a triplicarles el sueldo. Pasarán a ganar lo mismo que un soldado en Irak.

Calculen la decepción de estas chicas del barco. Pagaron una fortuna por su boleto en el Crucero del Amor y el único candidato pasable les resultó el ornitólogo, que sólo tiene ojos para el pingüino penacho amarillo. De ahí que ahora se hayan tumbado al sol, en estos raros momentos que suelen reinar en la isla, sin aguanieve ni viento antártico, junto a la verja del cementerio. Parece que una ya anduvo por las estancias. Cuenta que en tres minutos depilaron a una ovejita. El contingente rompió en aplausos. Enseguida los ovejeros los dejaron cortar la turba. A la mexicana no le entra en la cabeza. Le parece mentira que ese barro mantecoso pueda arder como leña. La turba se ha vuelto a cotizar desde que se acabó el gas argentino. No hacen más que hablar del crucero, a pesar de todo. Es el Valkyria Polar, que mañana zarpa a las Georgias. Pero ellas no serán de la partida. Han resuelto quedarse en tierra. La pena es que van a perderse la Noche del Capitán, dice la más bonita. La otra pega un bufido. ¿Qué es eso de Noche del Capitán? ¿Quién dijo que yo quiero comer con él? Encima vestida de largo, así que debes alquilar la ropa. Y por ahí el cabrón ni siquiera se presenta. Pero su amiga disiente. Le encantan los eventos de a bordo y las fiestas de disfraz. Así conoció a su chinito, disfrazada de patricia romana con las sábanas del camarote. Un nepalito, en realidad, que trabaja en la seguridad del crucero. Un ex gurka, quiero decir, viejo conocido nuestro. Pero esta mujer no es turista sino empleada del casino. O al menos viene de serlo. Por las razones que fuere, aquí concluye su viaje. Son dos almas gemelas que han cruzado sus vidas a bordo del Valkyria Polar. Ahora paran en

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la hostería. En vez de seguir a las Georgias, se irán de pachanga a Buenos Aires con gurka y todo. Pero tampoco es mexicana sino peruana. Digo, la novia del gurka. No sólo eso: dos temporadas atrás, antes de conchabarse en el barco, trabajó en la base británica. Estuvo ahí varios meses, asignada a las fuerzas del cleaning. Huelga decir que el cleaning es enclave del perraje, integrado, en escala descendente, por chilenos, peruanos y argentinos. Estos últimos son más ilegales que el opio y se hacen pasar por chilenos. Hay un lavacopas cordobés con el cual mantuvo un romance. El perraje, por si acaso, suele comunicarse por señas. Cualquier cosa que digas, por intrascendente que sea, queda grabada en un centro de escucha que opera desde Inglaterra, asegura la peruana. Todos estos militares tienen cara de gente a punto de ser invadida. Por mucho que hayan chupado, a las cinco están en pie, gritando que vienen los argies. El lavacopas ya no gana para sustos, pero tiene casa y comida y un plazo fijo en el banco. Si alguna vez llegan a abrirse los vapores de la cocina, sólo verá santahelenos alrededor. Ellos también son perraje, pero un escalón arriba. Vienen, según la peruana, de la isla donde murió Napoleón. Son cruza de africanos con gente como nosotros. Vaya a saber en qué hablan. La peruana la va de socióloga. Tiene fichada la pirámide social de la base. Al perraje lo ubica en los cimientos. Luego vendrían los santahelenos y a continuación los colonos. Más arriba los gurkas. Después vendrían los jamaiquinos, a quienes, negros y todo, esta mujer considera más británicos que los colonos. A continuación estarían los irlandeses, luego los escoceses y en lo alto de todo, como el sol de la alborada, los militares ingleses. Hay algo que la pone loca. Es el palabrerío británico. Los militares andan con mil rodeos hasta para pedirte la hora. Son obsequiosos, no hay nada que hacer. Could you give me y Do you mind y todo eso. Sin embargo, de bien que están, asegura, pueden tirarse un pedo que haga volar los manteles. Nadie parece mortificado y continúan desayunando. La peruana iba al Four Seasons, el comedor de soldados, el único que atiende al perraje, pero los oficiales también practican un pedorreo graneado. Al comedor de oficiales sólo se ingresa con código. En cambio la peruana era habitué del bar de los policías, pues anduvo de novia con uno, pero empezó a sentir miedo cuando una patota la emprendió a botellazos con el soldado que salía con la sargento. A ella le dieron una paliza y el novio casi perdió los ojos. Si algo abunda ahí son los bares. Hay bares de todo pelo. Hay tanto bar en la base que nadie sabe su número. Algunos son clubes privados que sólo admiten a socios. Otros son tan pequeños que funcionan en simples cuartos. Hay bares con camareras desnudas y algunos con karaoke. Un tercio de todos los bares son exclusivos para lesbianas. En los bares oficiales sólo sirven cerveza, pero en los demás puede correr hasta ajenjo y no hay límite horario. Lo que falta son bares de gurkas, pues esta gente nunca se droga ni se emborracha. Los colonos se derriten de gusto si llegás a nombrárselos. Los tienen por tipos buenazos, que corren maratones benéficas y andan por las estancias ofreciéndose para todo y ayudando en el trabajo. Pero en Nepal los estudiantes no se los bancan y hostilizan al gobierno para que deje de sembrar mercenarios por esas tierras de Dios. Pobres gurkas. Los trajeron para el aseo de los campos de batalla y aquí los demonizaron. Su fama de gente degolladora se la inventaron los servicios ingleses, pero sólo alcanzaron a disparar algunos tiros al aire. El novio de la peruana llegó a sargento.

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Debe andar por los cincuenta. Estuvo en Monte William. Luego pasó por el Líbano, Kosovo y Afganistán. Ahora es patovica en la disco del crucero, pero le retiraron el pasaporte británico. La peruana se acaba de enterar, lo cual ha enfriado un poco la relación. Sin embargo, habla con afecto del novio. La pesadilla de un gurka sería morir enfermo, porque entonces volverá reencarnado como un animal doméstico. Eso ha impulsado su fama de feroces asesinos. ¿De veras son tan despiadados?, quiere saber su amiga. Nada más que en la cama, le confía la peruana. Y hace un curry delicioso. A su debido momento, sacará al gurka de la cartera. Ambos van de la mano, entre una tropilla de leopardos marinos. No son leopardos en serio sino un telón de fondo del estudio fotográfico. En el Valkyria Polar, uno puede salir bailando en un témpano. La peruana se ocupa de aclarar que el fotógrafo era más peligroso que su novio y los leopardos juntos. Ahora está preso por violador. Sólo en la última temporada, hubo diez violaciones a bordo. También hay un peluquero en la mira, junto con alguien de la ruleta.

Mientras una descorcha el vino, la otra prepara los sánguches. Corta el pastrami en fetas. Me viene a la cabeza una novela que yo leía cuando era chico. El muchacho pedía en el mercado que lo dejaran probar el fiambre y la puestera cortaba una rodaja como un papel, "feroz y amorosamente". Entonces el muchacho podía sentir el sabor ahumado y sazonado con pimienta negra, de cerdos de la montaña que sólo comían bellotas. Era un librito de Hemingway. A esa altura yo estaba famélico, de modo que agarraba un pan entero y le vaciaba la amiga y lo rellenaba con el guiso frío de ayer y lo bajaba con un licuado de doble banana con leche. Uno termina asociando todo con la comida, en especial cuando ha tomado la logística por su cuenta. Lo peor de ir por comida eran los campos minados. Yo integraba el equipo de los cazadores de ovejas. Llamarada era un genio para voltear gansos a la carrera, hasta que se agarró lo del pie. El Ruso se especializaba en robar los depósitos militares. Además, sabía hurgar como nadie la basura de los colonos. Con tres o cuatro cositas ya improvisaba una cena. Pero con el correr de los días, cada vez caminábamos menos. La víspera del último ataque habíamos estado charlando sobre el cumpleaños de Llamarada, que festejó a toda orquesta en el Pasadena. Prometió, como de costumbre, que nos llevaría a comer a Constitución. Era todo lo que conocía de Buenos Aires. Ya estaba planeando instalarse con un puesto de choripán. El Ruso le propuso un barcito y terminamos hablando del restorán que pondríamos a la vuelta. Llamarada jamás había pisado algo así. Venía de un caserío ventoso donde todos comían en casa, a lo sumo chivo con mate cocido. El primer restorán de su vida fue el Pasadena, cuando llegó para la colimba. Deambulaba por Plaza Constitución cuando surgió ese palacio de fórmica con sillas de patas cromadas. Le pareció el colmo del lujo y entró sin pensarlo dos veces. Ese día cumplía dieciocho. Tan pronto miró la carta, ya lo tenía resuelto. Ordenó la sopa inglesa y un pingüino de medio. Quién sabe qué habrá imaginado, tal vez una sopa espesa con menudos de pollo inglés flotando en la superficie. Qué horror cuando el mozo cayó con un bizcochuelo. ¿Así que la sopa inglesa era un postre? Pero igual se lo comió, bajando cada bocado con el tinto del pingüino. Luego pagó la cuenta y emprendió la retirada, bajo la mirada socarrona del mozo. Entró en la fonda vecina y le dio a un puchero para dos, junto con otro pingüino de un cuarto. Pero ya

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no era lo mismo. La sopa inglesa le había jodido la noche. Se había gastado todo y debería dormir en la calle. Si una imagen retengo de Llamarada es su figura retacona y delgada, perdido con su bolsito por Plaza Constitución. Era el candidato perfecto para que lo parara la policía. No había sobre la tierra criatura más silenciosa. Sólo se transfiguraba en la Mag. Yo fui su abastecedor, así que sé de lo que hablo. Era imposible seguirle el ritmo, pues uno nunca alcanzaba a reponer las cintas. Y cuando cesaba de disparar, tenía su cara de siempre, la misma mirada tímida. Mientras estuvo en el pozo, jamás recibió una carta. Le gustaban mucho las nuestras, así que se las leíamos en voz alta. El podía repetir de memoria todas las cartas que me mandaba mi vieja. Siempre andaba pidiendo alguna: "Leete esa que cuenta de tu hermanito". De repente descubrí algo acerca de Llamarada. Tal vez ustedes recuerden cómo eran a los diez años. ¿Se acuerdan de la integridad que tenían ustedes? ¿Recuerdan su fe inclaudicable, su sentido de la justicia? Llamarada era todo eso junto. Cuando yo lo miraba a los ojos, veía a mi hermanito.

El Ruso era mi amigo del alma, con todo lo que eso significaba. Como buen mendocino, tenía horror a los terremotos. Se había conseguido una cueva para tirarse una siesta mientras duró la tranquilidad. Tenía una hamaca colgada con unos clavos. Si alguien le sacudía la lona y gritaba terremoto, el Ruso salía corriendo ladera abajo. Todo culpa de la guerra, que le había cambiado el sueño. De chico dormía como un lirón. Una vez, en la colonia de vacaciones, lo sacamos con cama y todo a la avenida. Eran las once de la mañana y el Ruso seguía durmiendo a pata suelta. Otra vez, como experimento, le metimos la mano en un balde sólo por verlo orinarse. Si metías en el agua la mano de alguien dormido, decían, no tardaría en orinarse. No sé de dónde sacábamos eso. Pero el Ruso contradecía todas las leyes científicas. Dejamos su mano en el balde hasta que se le arrugaron las yemas pero ni siquiera amagó despertarse. Evoco la mano del Ruso en el balde y mis pensamientos saltan a Llamarada. Al final se agarró pie de trinchera. Los tres veníamos mal, pues vivíamos con los pies en el agua. Pero Llamarada era el más afectado. Una vez, cuando era chico, se había perdido en los cerros y estuvo a punto de congelarse. Ahora era terrible mirarle el pie. Ya no le entraban los borceguíes. Siempre estaba luchando para secarse las medias. Hasta que un día me dijo: "Mirá lo que me pasó". Yo sólo atiné a abrazarlo. No hay otro momento de nuestra vida en el pozo que me haya afligido más, cuando Llamarada me mostró el dedo que había alzado del suelo.

Tuvimos todo abril para hablar. Nos confiábamos hasta los sueños. Llamarada tenía los sueños más raros. Encima soñaba con esas charlas que manteníamos. Le contamos de aquella vez que sacamos dormido al Ruso con cama y todo y esa noche Llamarada soñó que lo subíamos a la cima en la bolsa de dormir y lo dejábamos en medio del enemigo. Una cosa nos llevó a otra y cuando estábamos a punto de referirnos al miedo, pasamos a otro tema, tal vez de puro cagones. Pero yo no pude con mi genio y terminé por contarles mi odisea del colectivo. Fue la vez que tuve más miedo. Volvía a Villa Albertina con una piba. Teníamos catorce años y era nuestra primera salida de novios. Veníamos de ver El Padrino. Estábamos medio dormidos. En eso un tipo entró a cantar a los gritos, como si estuviera furioso. Los

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demás pasajeros ni chistábamos. La chica se llamaba Melina. Yo tenía su mano sobre la mía, con los nudillos sin sangre de tanto que me apretaba. De pronto el conductor suplicó por el espejo: "Señor, si pudiera cantar más bajo..." Al tipo le saltaron los fusibles y llegó adelante volando: "¿Qué dijiste?" "Es que molesta a los pasajeros..." dijo el conductor en un soplo. El tipo dio media vuelta y enfrentó al viejito de adelante con una mirada asesina. "¿A usted le molesta que yo cante?". El viejito meneó la cabeza. Así continuó con todos. Obligó a cada uno a decirle que no le molestaba en absoluto. Ni veinte años tenía. Luego llegó mi turno. No me porté como un héroe. No me pidan detalles, pues todavía me duele. Por años he sentido lo mismo. En el monte, bajo el fuego de las fragatas, aún recordaba eso. A Melina ni la miré, cuando la acompañaba a su casa. Ese viaje en el colectivo fue para mí una tragedia. Nunca una chica me había gustado tanto. Sólo quería estar con ella. Hasta la fecha, cada vez que pienso en la piba, algo me corre por dentro. El deseo es como un brazo amputado. Nunca dejás de sentirlo. A la vergüenza tampoco. Cuando expuse mi odisea del 1 1, sentí encima la mirada amistosa de Llamarada. Imposible saberlo en la oscuridad malvinera, pero seguro que me estaba mirando así. Era difícil saber qué pensaba, pues nunca te criticaba. La artillería nos había golpeado hasta hacernos descontrolar el esfínter y yo le salía con eso del colectivo. Recibí una palmada en el hombro. Llamarada se mataba de risa con las cosas que yo decía, pero esta vez comprendió que necesitaba sacarme eso de encima. La vez que estuve a punto de desmayarme de miedo en el 141. Me acuerdo de algo que leía mi viejo. Decía más o menos así: "¿Quién te dijo que está bien ganar la guerra?" Era un poema de Whitman. Hablaba de los soldados que habían perdido la guerra. Aunque era de pelearse con todos, mi viejo se las daba de pacifista. Pero tenía buen ojo para los versos. Lástima que no recuerde cómo seguía el poema. Nunca pude escribir un verso, salvo uno que le hice para el cumpleaños. Para que no viera mis faltas de ortografía, yo mismo se lo leí. El viejo lo escuchó como si le estuviera leyendo un aviso clasificado. Pero bueno, era muy exigente en materia literaria. Al otro día me halló fumando y amagó con apagarme el pucho en la boca, creo que en represalia por mis versos espantosos. Yo estaba más bien en la música. Mi sueño era ser concertino. Debí explicarle al Ruso que se trataba del violinista que venía luego del director, el que le daba la mano al final del concierto. El problema era que el Ruso jamás había ido a un concierto. Yo tampoco, desde luego, pero al menos había visto una cinta. El Ruso, por el contrario, entre los siete y los nueve, fue carne de conservatorio. Tocaba el piano con absoluto disgusto, como si tuviera artritis degenerativa. Cuando estalló la guerra, estábamos a punto de formar nuestra banda.

Las chicas del picnic están juntando las cosas. La peruana nos dedica una mirada furtiva. Bueno, murmura. Dios quiera que los ingleses les devuelvan algún día las islas y que los argentinos les devuelvan a los chilenos todo eso que les quitaron y que los chilenos nos devuelvan Tarapacá a nosotros. Gracias, hermana. Pero, como ya dije, nosotros estamos en el agujero negro, de donde nadie puede volver. Que, como bien decía la vieja de física, es un lugar que ni deja escapar la luz. Para decirlo de otra manera, el sitio donde hubo una estrella. Algo tan frío, negro y pegajoso como la noche de las Malvinas.

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La última imagen que tengo de la batalla son los ingleses surgiendo de la niebla amarga. Están identificando a sus muertos. Ahora reina el silencio. Yo los veo desde el filo del pozo, donde me llevó la fuerza de la explosión. Seré el último en irme. Veníamos de una noche diabólica, que había empezado cuando los cañones de las fragatas inflamaron el escenario. El cielo se cubrió de explosiones y proyectiles trazantes. Todo era un infierno de gritos, en argentino e inglés. Los idiomas se fundían en una gritería universal. Cada tanto alguna bengala alumbraba todo. Yo llegué a vomitar de miedo. ¿Por qué peleamos hasta lo último? Sólo puedo hablar por mí. Luché por no defraudar a mis compañeros. Pero también porque los ingleses nos caerían encima tan pronto dejáramos de disparar. Llegaban a la boca del pozo y te ametrallaban sin asco.

Las chicas del barco se han ido. Van a pasar unos días hasta que volvamos a ver a alguien. Dentro de todo, es mi única compañía. Llevo un cuarto de siglo a la escucha. Uno puede marearse de tantas cosas que dicen. Llega un colono y comenta que se acaban los pingüinos. O los calamares, no sé. O que los pingüinos se acaban porque ya no hay calamares para comer. Y encima las islas Sandwich se están hundiendo por los volcanes, cosa que nada bueno presagia. En cualquier momento un tsunami y adiós mi vida. O una invasión argentina, que sería más desastroso. Cada tanto, rara vez, pasa algún pibe de nuestra edad. El último vino en el tour de Batallas Inolvidables. Gracias a él he sabido que los royal marines tienen un arma secreta, que te conecta por internet con tu Ángel de la Guarda. Lo mejor de esta agencia es que acredita tu viaje como trabajo práctico en la facultad. El pibe sabía muchísimo sobre la guerra de las Malvinas. De acá se iban para Kosovo y Normandía. Por su aspecto me hizo acordar al Ruso, ese adolescente disfrazado de soldadito que reventó con nosotros. Ni siquiera sé dónde está. No sé por qué se me ha puesto que al Ruso lo tengo cerca. De Llamarada ni idea. Si fuera por mí agarraría una pala y cavaría hasta dar con ellos y les colgaría en la cruz el poema de Walt Whitman e incluso una Fe de Erratas. Donde dice Soldado Desconocido, debe leerse Llamarada Fernández. Con el Ruso, reconozco, sería más complicado. Hasta la maestra lo conocía por Ruso.Sólo así le decían. De llamarlo por su nombre ni se hubiera dado vuelta.