Eduardo Belgrano Rawson - Fuegia

EDUARDO BELGRANO RAWSON FUEGIA E DUARDO B ELGRANO R AWSON nació en San Luis de la Punta de los Venados, pero pasó la may

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EDUARDO BELGRANO RAWSON FUEGIA E DUARDO B ELGRANO R AWSON nació en San Luis de la Punta de los Venados, pero pasó la mayor parte de su vida en Buenos Aires. Publicó No se turbe vuestro corazón, El náufrago de las estrellas (Premio del Club de los XIII 1980), Fuegia (Premio de la Crítica 1992) y Noticias secretas de América.

A mi mujer A mis hijas

En memoria de Fuegia Basket, Jemmy Button, York Minster y Boat Memory, que fueron una vez a Inglaterra "Sabían los puntos cardinales, las estaciones del año, que la Luna viajaba alrededor de la Tierra y que ésta giraba en torno del sol. Que América estaba en este mundo, que la Argentina era un país americano, que era una república y que ellos eran argentinos." EDUARDO A. HOLMBERG

ESCENARIO

LA ISLA DE LOS GUANACOS En invierno bajaban al mar. Llegaban hambrientos de la montaña y antes de trasponer los últimos árboles contemplaban por largo rato, con sus ojos resplandecientes, la oscuridad de la costa. La playa estaba invariablemente vacía, pero los guanacos tenían buena memoria y no daban un paso en la arena hasta que el sol salía del todo y disipaba la niebla. Era posible que los guanacos tropezaran entonces con algún cachalote varado o con un zorro mejillonero, pero esto no les llamaba más la atención que el vuelo de los petreles o la humareda de un barco. Los barcos mantenían distancia, pues era común que la isla fuera tomada súbitamente por la cerrazón. Sus aguas tenían muy mala fama y nadie, a excepción de los ingleses, conocía con certeza la ubicación de buques hundidos como El Volador de Aberdeen o la verdadera profundidad del banco de Punta Salida o si existía siquiera tal banco. De cualquier modo, al llegar a cierto punto, los barcos ejecutaban una cuidadosa maniobra hacia el mar, como si allí estuviera ese banco. La presencia de los guanacos duraba muy poco, pues en el pasado sus peores enfrentamientos con los canaleses se habían registrado en aquella playa. Pastaban un rato en la costa y bebían el agua salada, mientras vigilaban a los chulengos que solían alejarse de la manada. Luego se metían discretamente en el bosque. Entonces era difícil hallarlos, aunque de noche se oían sus risotadas. Uno podía imaginárselos estrechando filas bajo la nieve, hasta que el frío terminaba por silenciarlos. Después ya no daban señales de vida, pero subsistía bajo los árboles el terror que dejaban a su paso. Cuando un barco se hundía en aquellas aguas, casi no había sobrevivientes. Cada tanto, algún ahogado blanco llegaba a la playa. Ahogado blanco era alguien fulminado por un síncope al caer en el agua helada, sin que atinara a proferir un grito ni a dar una mísera brazada. También había ahogados azules, pero lo normal eran los ahogados blancos. Esta gente mostraba un aspecto terrible y no se parecía en nada a los ahogados comunes. De todas maneras, el South America Pilot no escatimaba consejos para caso de naufragio y proponía todas las rutas posibles para llegar hasta Abingdon. En tiempos del viejo Dobson la misión había llegado a contar con más de doscientos miembros, provenientes de todo el archipiélago. Según el Pilot, los misioneros hacían milagros con estas criaturas, que hoy eran dignas de toda confianza. Sólo había que cuidar un detalle: únicamente los canaleses conversos portaban el papelito suministrado por la misión que certificaba su condición de amigos. Pero la última edición del Pilot databa de 1902 y para entonces los canaleses estaban a punto de ser borrados del mapa. En la misión ya sólo quedaba la viuda del reverendo Dobson, quien desde la partida de los canaleses vivía esperando un milagro que la retuviera en aquella tierra. Cada barco que pasaba hacia el Este renovaba su decisión de largarse. La viuda clavaba su catalejo en el casco. Si el barco era argentino o chileno, izaba el pabellón apropiado en el mástil de la misión; cuando se trataba de un barco inglés, ella desplegaba su propia bandera y la subía rogando que el barco parara las máquinas y esto trajera algún cambio en su vida. A menudo soñaba con la visita del arzobispo de Sudamérica. No tenía el gusto de conocerlo pero siempre le salía majestuoso y gentil, vagamente parecido al cartero de su aldea. Había perfeccionado esta fantasía hasta convertirla en una grandiosa estampa: el arzobispo llegaba a la misión para restaurar el Evangelio y bajaba del barco durante un atardecer inolvidable. Había ovejas paciendo en la orilla y el suelo hervía de margaritas y las bandadas de loros chillaban entre los árboles. Del bosque venían los gritos de sus sobrinos de Londres que asestaban feroces mandobles a la pelota de criquet. Era el mismo invitador escenario de los días de Dobson, pero los barcos ya nunca se detenían. Sin embargo, la misión conservaba sus atributos intactos: un fuego encendido desde siempre, varias vacas encerradas, una verja pintada de rojo, los canteros de malvones y un perfume a café que llegaba hasta el muelle. Visto desde cubierta, podía confundirse con un paisaje irlandés y era una tentación para cualquiera. De noche la luz duraba hasta tarde. No hacía falta mucho talento para imaginarse a la viuda preparando jalea o revisando la traducción al canalese del Nuevo Testamento. Eran raras las visitas. Pocos capitanes se mostraban dispuestos a soportar una velada junto a la viuda y su empalagoso licor, ni a simular eternamente que el reverendo había expirado durante una misión pastoral y no entre las piernas de su conversa favorita. En vida del reverendo, su escandaloso comportamiento era la comidilla de toda la costa. Los barcos se anunciaban a bocinazos, lo que sonaba como un homenaje a las proezas del pastor. La playa se poblaba de canoeros alborozados y el reverendo trotaba hacia el muelle con una sonrisa entre dientes. Esta conducta de los capitanes contrastaba actualmente con su tímido toque al virar la roca Charles, que llegaba al corazón de la viuda como una prueba más del doblez de los hombres y de su falta de preparación para la muerte. Hubiera deseado que los barcos cambiaran de ruta, porque echaban a perder sus recuerdos. De cualquier modo, estaba resuelta a luchar contra la maledicencia de los forasteros. Había jurado que aquellos saludos hipócritas jamás llegarían a perjudicar su tesoro: la memoria de los días en que merendaban con Dobson en Saint James Park y dibujaban la misión prometida sobre el papel de los bollos. Cada tanto solían preguntarle qué esperaba para irse. Eso hizo el capitán del Spectre una noche de invierno. Sabía de memoria todos los argumentos de la viuda para postergar su partida y también conocía la famosa visión del arzobispo. Con algunos tragos de menos, ni lo habría mencionado. Pero estaban en pleno agosto y las sombras de la tarde mostraban a Abingdon como algo digno de ser abandonado. El capitán bajó del barco bien hidratado, con su vocación de servicio en alto y dispuesto al salvataje. Los canaleses brillaban por su ausencia. Ni siquiera se divisaban aquellos espantapájaros del País de las Lluvias Perpetuas, los únicos que aún frecuentaban los canales del archipiélago y que cada tanto llegaban a la misión empujados por la miseria.

La viuda lo recibió con una sonrisa, lejos de suponer que a partir de esa noche el capitán del Spectre engrosaría la lista de visitantes indeseables. Destapó una botella de guindado, sin imaginar todavía que pronto cesarían sus dudas sobre el retorno a Inglaterra. ¿De qué hablaron entonces? Al día siguiente el capitán no recordaría una palabra. Pero seguramente tocaron los temas de siempre: el viaje a Inglaterra, las canalladas de Dobson y la visita del arzobispo de Sudamérica. Fue la viuda quien sacó a relucir esto último, obsesionada con su proyecto de rehabilitar la misión. El capitán se estaba terminando el guindado, ya no pretendía repatriar a la viuda y únicamente pensaba en volver a bordo. Había perdido de vista las luces del barco y temía que nevara otra vez. La viuda empezó a recitar de memoria todas sus cartas a Londres. El capitán miró el fondo del vaso. Algo que brotaba en su cabeza le sirvió para rematar la charla: -Acábela con el arzobispo. Jamás le verán el pelo por acá. ¿Quiere que le diga por qué? Ella lo miró con el corazón dilatado. -Abingdon sólo contaba como puesto de salvamento de náufragos mientras sobraban los canaleses que podían traerlos aquí. Pero estos pobres diablos que quedan no distinguirían un náufrago de un mejillón. El Almirantazgo no pondrá un centavo en el asunto. ¿De dónde sacaba eso? Era difícil decirlo. Tal vez lo había leído en un diario dinamitero, de los que solían llegar misteriosamente a su cabina. Los anarquistas gozaban propagando esas historias. Tal vez el capitán interpretaba a su antojo la lectura de algún derrotero. O seguramente todo era producto de su gran pedo, que le hacía mezclar al Arzobispo con el Almirantazgo Británico. Se incorporó esforzadamente y se marchó bajo la nevisca, ajeno a la tormenta que había desatado. La viuda se agarró de la botella. Jamás había considerado el asunto bajo ese punto de vista: que algunos tomaran a Abingdon como un mero refugio de náufragos. Pero la idea parecía tan extravagante que la echó de su cabeza. Brindó por el arzobispo de Sudamérica. Poco más tarde flotaba en su ensueño acostumbrado: el arzobispo desembarcaba durante un atardecer inolvidable. Las ovejas pacían junto a la orilla, el suelo resplandecía de margaritas y las patrullas de loros chillaban en el bosque de magnolias, mientras sus sobrinos de Londres le daban a la pelota.

Había una cordillera que terminaba en la costa y el Atlántico penetraba hasta el propio corazón de la montaña. Estos brazos de mar eran buenos refugios para pasar temporales o para cargar agua dulce de alguna cascada. Desde cubierta se divisaban perfectamente los cangrejos que marchaban por el fondo. Las orillas estaban pobladas de mirtos y el viento traía a menudo el crujido de los ventisqueros. En otro tiempo estos sitios habían sido los mejores aguantaderos de las goletas loberas, cuando disparaban de una vieja lancha a vapor que buscaba cazadores furtivos. Pero ya casi no había lobos y los loberos andaban en la última miseria. Sin embargo, sus perseguidores no les daban respiro. Los cazadores de lobos, desesperados por el acoso, resolvieron achacar al gobierno el asesinato de un canoero. Según ellos, dos naturalistas que viajaban en aquella lancha habían cocinado vivo a un canalese para limpiar su esqueleto. "Qué disparate, señor", protestó uno de los acusados, mientras frotaba un cepillo de dientes contra un cráneo barroso. Era el profesor Brainbridge Montagu E.C., autor de quince monografías sobre dentición en el indio americano. El cronista lo miraba deslumbrado. El profesor Montagu cepillaba la boca de la calavera. "Este pobre vivía a los gritos. Fíjese qué pedazo de absceso", explicó al señalar una oquedad gigantesca en la mandíbula. Añadió: "Es una pena que estos huesos caigan en manos de cualquiera. Mire: a este otro le falta una rodaja en la cabeza. Le dieron un machetazo. Pero no faltará algún tarado que publique un trabajo demostrando que lo trepanaron". No cesaba de mascullar, mientras tomaba medidas con un calibre. "Canoeros hervidos... Ya no saben qué mierda inventar. Tráigase unos litros de ginebra y conseguirá un cementerio completo." Buscó frenéticamente en un libro una bibliografía donde figuraba su nombre. "Yo descubrí el esqueleto del primer conde de Warminster. ¿Le parece que necesito andar en cosas extrañas?" Pero la historia había prendido. Aunque los loberos tenían su reputación por el suelo, la denuncia tomó estado público. Una tarde la famosa lancha llegó a Río Agrio y dos forasteros saltaron a tierra. Los parroquianos del Bar Grisú corrieron a la ventana, preguntándose si serían los autores del puchero. A primera vista parecían inofensivos, pero ya todo el mundo lo daba por hecho. Una mujer le dijo a su hija: "Ahí van los dos profesores que deshuesaron al pobre diablo".

Pero mientras duraron los lobos las goletas ignoraban a los canaleses y tampoco frecuentaban sus aguas, pues pasaban todo el tiempo en las roquerías del Atlántico. En aquellos años había millones de lobos sobre las rocas y por la noche, cuando un barco se acercaba demasiado a la costa, podía salvarse gracias a sus bramidos. Apenas llegaba el calor, estos animales se reunían en tierra y fornicaban durante todo el verano. Eran los mejores nadadores del archipiélago y las canoeras se quedaban las horas contemplando sus hazañas. Los machos más corpulentos tenían una fuerza terrible y cuando procreaban solían mugir brutalmente o suspiraban como seres humanos. Por su parte las hembras no podían reprimir las lágrimas y les costaba tanto aparearse que acababan empapadas hasta el cuello. Eran relaciones ruidosas y entretenidas y luego de hacer el amor los animales quedaban a la miseria. Los canaleses preferían a estos machos cansados, pues ya no presentaban combate y resultaba sencillo cortarles la retirada. A los canaleses jamás les faltaba un buen lobo, pues a partir de diciembre los machos sólo pensaban en dónde poner el pito. Hacia el

final del verano se los veía muy flacos, parecían más cabezones y ya no les daba el aliento para llegar hasta el fondo, por lo que debían tragar algunos cascotes si pretendían bajar unos metros. Lo fundamental era mantenerse lejos de la manada hasta que el macho acabara. Además, había que acercarse en el momento preciso. Si todo iba bien era fácil matarlo, a veces tan fácil como exterminar a un gato, pues bastaba con un palo asestado en el hocico. Pero a menudo se complicaban las cosas y resultaba engorroso tumbar a un lobo, y para terminar con algunos era preciso golpearlos hasta reventarles los ojos y aun así daban trabajo, y cuando lograban morder el garrote no lo soltaban ni después de muertos. Pero únicamente los canaleses tomaban en cuenta todo eso. Para la gente de las goletas, en cambio, bastaba con desembarcar en contra del viento. Llegaban al alba en sus botes, cerraban el paso a la manada y no dejaban criatura viva sobre las rocas. Los peores eran los yanquis con sus fusiles: donde cazaban sus flotas desaparecían los lobos y había que conformarse con los pingüinos. En tal caso la matanza era rápida y simple y los cazadores hervían los pájaros sobre la playa, en grandes tachos tiznados que revolvían sin tregua para sacarles hasta la última gota de aceite. Los pájaros se dejaban matar dócilmente y nunca mostraban miedo. Solamente las orcas intimidaban a los pingüinos. Si uno veía en el mar un revoltijo de espuma a toda máquina, era seguro que se trataba de pingüinos despavoridos. En cambio no parecían aguardar nada malo de los loberos y cuando éstos habían concluido el trabajo se podía ver a los pájaros sobrevivientes merodeando entre los calderos. Los loberos despreciaban a los pingüinos y los echaban a cascotazos. Añoraban los días de buena cosecha, cuando el mar rebosaba de lobos y ellos bajaban en roquerías hediondas, mientras los machos los recibían con sus bramidos de alarma. Era el instante más tenso, que precedía a la estampida hacia el mar. Los hombres de la vanguardia revoleaban sus garrotes. Sus ayudantes, muertos de susto, los seguían con sus picos de albañil, el instrumento perfecto para rematar a un lobo caído. Luego no hubo más lobos y los cazadores andaban penando entre los calderos repletos de pingüinos. Pasaban ahí varias noches, hasta que todos los tachos de aceite llegaban a bordo. Esto era muy esperado por los canaleses que permanecían al acecho. Cuando partía el último bote se lanzaban sobre la playa, a disputarse con las gaviotas los restos de los pingüinos.

Al Norte no había montañas ni bosques sino estepas con buenos pastos y un río llamado Agrio. Los canaleses raramente llegaban ahí, pues era dominio de los parrikens. Estos detestaban a los canaleses, le tenían horror al agua, se habían olvidado de navegar y comían poco pescado. Se relamían, en cambio, por un insignificante conejo llamado coruro, debido a lo cual eran conocidos como "tragacoruros" por sus vecinos del Sur. Cierto día llegó a Río Agrio un promotor de espectáculos. Se llamaba Bongard y venía en busca de algunos caníbales para presentar en la Exposición Universal de París. Después de bastante trabajo, logró capturar a una familia de parrikens. Acostumbrado al acoso de escenógrafos y utileros, Bongard resolvió que llevaría también a sus perros y sus pieles de guanaco, además de un kauwi completo y hasta una canoa inservible que halló tirada en la playa. Los parrikens hicieron furor en París, aunque no movían un dedo en favor del espectáculo. Para desilusión de Bongard, se negaron de entrada a cumplir el programa, según el cual tirarían al blanco, encenderían fuego con pedernal y plumón de ganso y tallarían una piragua frente al público. Tampoco hubo modo de hacerlos armar su propio kauwi, por lo que Bongard llamó a un carpintero. Aunque luego se declaró satisfecho, el resultado no era muy claro. El kauwi del carpintero local tenía un aspecto equívoco, mezcla de wigwam cheyenne con bungalow africano. Por la mañana, cuando las mujeres barrían el pabellón, los parrikens estiraban un rato las piernas y curioseaban a través de las rejas del boulevard Sabathier. Desde ahí se veían los parroquianos del Café Chaumontel. Un negro antillano lustraba de mesa en mesa. Los parrikens ardían de curiosidad: no habían visto un negro en su vida y mucho menos un negro como aquél. El negro pegaba un corcovo en cuanto ellos sacaban la nariz. Los apuntaba con el cepillo y sus clientes parpadeaban sorprendidos al descubrir a los parrikens. Cuando lograba olvidarse de ellos el negro lustraba con mucho ritmo, tamborileaba con el cepillo y todo el mundo le festejaba el concierto. Luego los parrikens volvían adentro; más tarde llegaba la gente y la Exposición cobraba color. Los caníbales de Bongard ocupaban un sector con palmeras y un estanque cristalino. Las orillas estaban cubiertas de musgo y en medio del agua reposaba una flor del Paraguay. Los visitantes tomaban el té bajo una glorieta celeste. Era una escala encantadora en pleno pabellón de Sudamérica, siempre que no se pelearan los perros o que los parrikens dieran la nota con alguna cochinada. Bongard se deshizo finalmente de los perros y empezó a dejar sin comer a los parrikens que culearan en público o mearan en el estanque. Repartió un poncho boliviano a cada uno, para remediar su manía de soltarse el quillango en el momento menos pensado. Los parrikens ya no se pasaban las horas tirados. El espectáculo fue mejorando, hasta que un día Bongard consiguió que los propios caníbales atendieran las mesas con sus ponchos bolivianos. Pero ya nada alcanzaba para competir con las funciones de teatro, los desfiles de modelos, los números de acrobacia y los concursos de orquídeas que se ofrecían en los demás pabellones. Una tarde tocó la banda del acorazado Duguesclin y el francés descubrió que sus mesas estaban vacías. Mientras los fuegos artificiales reventaban el cielo y llenaban de horror a sus artistas, Alain Bongard decidió que había llegado la hora de buscar nuevos rumbos. Dedicó una mirada final a su glorieta celeste y se largó para siempre. Al día siguiente, el negro del Café Chaumontel espero inútilmente a sus enemigos. La Exposición duró hasta el otoño y a su término se desarmaron los pabellones y se perdió todo rastro de los parrikens. Al poco tiempo fueron vistos en el puerto de

Vigo. Habían oído que para llegar a su isla era preciso viajar a Montevideo. Se pasaban el día en el muelle, por si alguien quería llevarlos. Cuando atracaba algún barco, una mujer se apartaba del grupo y preguntaba con indecible dulzura: "¿Muntivideu?"

Cuando les resultó evidente que habían echado mano a los mejores campos del mundo, los criadores de toda la isla resolvieron cruzar sus mediocres ovejas con padrillos europeos. Para entonces ya nadie soñaba con transformar a los lugareños en sus pastores perfectos. En realidad, a los parrikens les sobraban condiciones para el puesto: corrían treinta kilómetros de un tirón, podían dormir al sereno en invierno y resistían sin probar bocado como el más bruto de los galeses. Pero nada aborrecían más en el mundo que el trabajo de ovejeros, de modo que los criadores olvidaron por fin el asunto y junto con los padrillos importaron pastores de Escocia, quienes trajeron hasta los perros. Los criadores tenían sus propias ideas sobre el tipo de ovejas que requería Sudamérica. Ante todo, se proponían trasladar las virtudes de la oveja europea a sus salvajes productos malvineros. Así compraron una gran variedad de carneros que nunca se aclimataron: no pasaba semana sin que algún padrillo vistoso bajara meneando el culo por la planchada. El más célebre de todos fue Tiberio, hijo de Mameluke y Pretty Maid y nativo del condado de Wesley. Aunque llegó con varios kilos de menos, los entendidos le vieron todas las condiciones impuestas por el Manual del Ovejero a un padrillo superior: porte aplomado, cabeza con pelo fino, cuello imbatible, patas abiertas, lomo generoso y prometedores testículos. Los dominios de Tiberio iban desde la cordillera hasta el mar. Al cabo del tiempo, aquel sitio contaría con embarcadero privado y un ferrocarril hasta el Atlántico. Tendría también unos imponentes galpones de esquila y más adelante vendría el teléfono y un convertible Panhard Levassor que brillaría todas las tardes junto al invernadero. Pero hasta entonces sólo había dos millones de hectáreas con aquellas ordinarias ovejas que clamaban por buenos padrillos. Se llamaba Quartermaster. En setiembre, cuando los gansos negros entraban en celo, era el mejor lugar de la isla. Los parrikens partían por las colinas en busca de pájaros, como espíritus mañaneros entre la bruma. Nadie sabía muy bien adónde se dirigían. Para el otoño volverían mucho más gordos, con sus collares de huesos de benteveo. Los de collares más largos serían los más gordos de todos y algunos traerían collares de cuatro vueltas. Sus encuentros con los criadores todavía eran pacíficos. Los criadores parecían inquietos por la soberbia con que cruzaban sus campos. Los parrikens se veían pasmosamente serenos y tenían una mirada que corría por el cuello. Empezó a crecer la sospecha de que el negocio caminaría mejor con la isla desocupada. Los criadores finalmente se preocuparon por aquellas figuras que transitaban a peligrosa distancia de los carneros. Por el momento, los parrikens sólo iban tras los guanacos, que bajaban hacia la costa en invierno y volvían a la montaña en verano. Eran demasiados guanacos para la paciencia de los criadores, cansados de lidiar con los alambres tumbados y la voracidad de aquellas criaturas. Cuando sacaron la cuenta del pasto que consumían, redoblaron sus esfuerzos para eliminarlos y pronto las enormes manadas dejaron sus campos y se perdieron en la Cordillera del Humo. Los problemas empezaron al poco tiempo. Los parrikens se comieron un padrillo Rambouillet y colgaron la cabeza en un alambrado. Su dueño se lanzó tras ellos y esa misma noche, mientras los bandidos roncaban, pudo meterles sus perros adentro del kauwi. Estos pusieron tanto entusiasmo que el dueño del Rambouillet no debió gastar ni una bala. Pero una semana después aparecieron trescientas ovejas desgarronadas. Estas cosas se hicieron costumbre. El Grisú vibraba de historias: alguien había dejado en la costa una vaca marina adobada con cianuro y los parientes de los finados, como desquite, le robaron quinientas ovejas y les rompieron las patas. Un parroquiano enseñó varias fotos que mostraban a los parrikens en plena comilona sobre una ballena varada. Al parecer la fiesta llevaba unos días, pues muchos dormían cómodamente entre los pliegues de grasa mientras otros se alejaban cargados de carne. Un tipo llevaba un pedazo de lomo sobre los hombros, con la cabeza asomada por un agujero. Otra foto dejaba ver a dos parrikens boca abajo, comiéndose la ballena entre un enjambre de perros. Ya no se ahorraban palabras sobre la falta de devoción, la estupidez y el desapego al trabajo de aquella gente. Los armadores ingleses sacaron a relucir otro asunto: toda la isla era un nido de vulgares rateros de playa. Denunciaron sus costas como las peores del mundo y los aseguradores doblaron las primas. El caso del Talismán vino a confirmar este punto. Dos sobrevivientes del naufragio cayeron en manos de los parrikens. La policía de Río Agrio halló una tarde a las víctimas en la Ensenada del Negro. Sólo uno estaba con vida. Los parrikens le habían cortado los labios. Con la misma elocuencia que usaban para lamentarse por la crueldad del clima, la ruindad del suelo, el abandono oficial y la falta de créditos, los ovejeros pidieron que los parrikens fueran declarados Calamidad Nacional. Pero su tono quejoso había cambiado. Mandaron una advertencia al gobierno. Mientras los parrikens siguieran allí, era de balde que se hablara de paz y progreso.

Bueno: la isla se llenó de fantasmas. Cada tanto, algún forastero preguntaba por ellos. Periodistas, profesores de historia, gente por el estilo. Querían averiguar la suerte de Camilena Kip-pa y de Tatesh Wulaspaia, mientras tomaban toda clase de notas acerca de los misioneros de Abingdon o de Beltrán Monasterio. Pero su principal objetivo era la matanza de Lackawana. Muchos los escuchaban incrédulamente, convencidos de que a las víctimas se las había llevado la gripe o sus propias desavenencias. Sostenían que Camilena Kippa sobrevivía en una caleta perdida junto a un hombre treinta años más joven. Pero

todo era bastante difuso y los forasteros terminaban el día comiendo una fritada en el Grisú, en compañía de algún comedido que los llevaría hasta Lackawana. La bahía quedaba cerca de Río Agrio y sus visitantes siempre llegaban con tiempo para ver la bajamar. Había veinte metros de diferencia entre marea y marea y durante el reflujo Lackawana se transformaba en un sitio extraño. El fondo del mar emergía rápidamente y el agua retrocedía por canales profundos. Algunos capitanes aprovechaban entonces para limpiar el casco y los barcos tumbados en el barro parecían los restos de una tragedia. Con un caballo habilidoso se podía llegar sin problemas hasta el islote Grappler, pero convenía estar muy atento al bramido que anunciaba el retorno del océano. En el pasado, este islote había sido el rincón preferido de los lobos forasteros. Al empezar cada año, los parrikens marchaban a Lackawana para su célebre cacería. Mucha gente aseguraba que Thomas Jeremy Larch los había agarrado en este sitio. De vez en cuando estallaba la polémica. Por algunas semanas, los diarios metían bastante ruido. Durante uno de aquellos bochinches, un cura piadoso escribió a Buenos Aires: "¿De qué sirve remover todo esto? Ya no resucitaremos a los pobres desgraciados. Y aquellos que los mataron ya no están entre nosotros, pero ahora convivimos con sus descendientes. Querido padre: no le temo a la verdad. Pero prefiero decirla entre líneas, para no faltar a la caridad". Durante la temporada de esquila, los criadores triplicaban su gente. Los fondeaderos se llenaban de cargueros matriculados en Liverpool. También recibían curiosas visitas, como una goleta fletada para estudiar el paso de Venus o alguna goleta polar que huía del pack. El Grisú desbordaba de capitanes gritones que organizaban almuerzos a bordo. Sólo así alguien podía salvarse del capón a la parrilla o del infaltable puchero de oveja, a cambio de un Irish stew o de un Foie de mouton sauce bordelaise. Los capitanes de Liverpool daban pequeños paseos en break hasta Punta de los Apuros. Allí había un torrero con quien charlaban un rato. Este jamás olvidaba mostrar su trofeo: un reloj con dedicatoria del Almirantazgo Británico por sus servicios a los barcos procedentes del Pacífico. Punta de los Apuros era un paraje siniestro. A lo largo de medio siglo el torrero había sido testigo de incontables desgracias que se obstinaban en hacerle recordar. Ahora estaba achacoso y ya no servía para ese trabajo. Subía despacio por la escalera, mientras la marejada castigaba su faro amenazando con arrancarlo. En los contados días sin viento el viejo sacaba una silla al balcón y daba unos cabezazos al sol. A través del estrecho se divisaba la Isla de la Mujer y las lanchas a vapor que acechaban a los veleros. Con tiempo calmo, estos veleros eran arrastrados por la correntada y únicamente las lanchas podían zafarlos. Pero la tarifa de los lancheros era extorsiva y los capitanes tozudos terminaban sobre las rocas. Desde el faro reverberaban los techos de Río Agrio y el imponente contorno del islote Grappler. El torrero había contemplado este panorama millones de veces, pero nada sabía de una matanza. A menudo, en mitad de la noche, era sacudido por los chorlitos que se estrellaban contra los cristales. Odiaba estos despertares, pues no hay escena más lúgubre que una tormenta nocturna contemplada desde la torre de un faro. Pero igual se levantaba, por si la nubazón ya cubría la linterna. En tal caso no volvía a la cama. Ponía la pava en el fuego y sorbía un mate tras otro. Su mayor obsesión era ésta: que el día menos pensado la luz matinal le mostrara un barco sobre la costa, destrozado por culpa de su faro del carajo.

Alguna gente palidecía al saber que Thomas Jeremy Larch seguía en la isla, rozagante como un muchacho. A tantos años del episodio de Lackawana, aún vivía en Río Agrio el matador de parrikens. Cualquiera podía topárselo por la playa, donde solía pasear con su perro en los días serenos. Su mucamo parriken los vigilaba desde la casa mientras pasaba el plumero. Se llamaba Beltrán Monasterio. A veces dormitaban los tres en la galería, pero las caminatas sobre la costa estaban reservadas al perro. Decían que Beltrán había sido criado por Larch y que se había vuelto tan fino como un camarero de la Kosmos Line. Era uno de los pocos ejemplares auténticos que aún quedaban en la isla. Los invitados aprovechaban para estudiarlo a sus anchas cuando servía la mesa. Beltrán vivía orgulloso de su peinado impecable y de su cárdigan ajustado. Pero los forasteros parecían esperar otra cosa del último parriken. Cada tanto lo ponían a prueba. Una vez Larch le rogó que bajara la calavera del aparador, que tenía junto a sus descoloridos diplomas del British Museum y de la National Geographic. Todos apostaron que Beltrán perdería el aplomo, pero éste agarró el cráneo tranquilamente, le pasó una gamuza y lo entregó con delicadeza. El cráneo llevaba una etiqueta pegada: "Tatesh Wulas-paia. Recuerdo de Lackawana". Cuando Larch estaba en vena era capaz de seducir a cualquiera con sus historias del archipiélago. Si alguien pretendía escarbar su pasado, el propio Larch le facilitaba la cosa con un prolijo resumen de las fábulas en boga. A través de su boca, la leyenda negra sonaba ridícula. No daba el tipo de matador. Y sin embargo, jamás conseguía desvirtuarla del todo. Con el tono reprimido y suave de algunos tipos violentos, por momentos parecía resuelto a defender su mala fama. Pero la noche no transcurría en vano y después de caer en contradicciones flagrantes, iba perdiendo su aureola y al final sólo quedaba como un viejo macaneador. Para sus dos vecinos más próximos era solamente un buen compañero de pesca. Vivían al otro lado del río y admiraban a Larch por cosas tan simples como su pericia para caminar por la orilla sin que las truchas lo vieran. Daban por hecho que a los ochenta un hombre había purgado sus culpas y se había ganado el derecho a que nadie lo jodiera. El inglés disponía de mucho talento para tratar con los perros o para tasar de un vistazo una hebra de lana, de modo que disfrutaban charlando sobre

carnadas y ovejas con una botella en el medio. En cuanto a Beltrán Monasterio, no le prestaban mayor atención que al zumbido del viento y sólo se acordaban de él poco antes de retirarse, cuando era preciso llevar al viejo a la cama. Luego Beltrán se metía en su pieza. Tenía prohibido tirarse en el piso, de modo que dormía en un catre tendido con un sobado quillango. Se acostaba vestido y permanecía de espaldas, con los ojos clavados en el tragaluz. En otros tiempos solía despertarse en el suelo. Pero ahora tenía un perfecto dominio y ya no le importaba dormir en lo alto. Sobre el tragaluz se juntaba la nieve. Muchas veces, a través de los vidrios, veía pasar sus recuerdos. Por ejemplo, su madre corriendo a los perros mientras se doraba la carne, o el estrépito de una fogata al revivir en la noche. El fuego se consumía con ramas muy pobres que debían reponer todo el tiempo, hasta que repuntaba de pronto encandilando a la gente. Había un boquete encima del fuego. Cuando empezaba la nieve, Beltrán miraba los copos que se metían adentro. A menudo resultaba difícil ubicarse junto a las llamas, pero cuando alguien conseguía un buen sitio lo dejaban tranquilo. Durante la noche podían pasar otras cosas. Era normal despertarse con hambre y salir por un pedazo de carne para poner en el fuego. La carne pendía de un árbol y cualquiera podía servirse. Otras noches eran muy plácidas y caía mansamente la nieve y lo s copos entraban por el boquete y flotaban sobre el rescoldo.

Una tarde pasaron los amigos de Larch por la casa. Primero lo habían buscado en la playa, pero sólo vieron algunas gallinas que mariscaban en la bajamar. Revisaron la galería y encontraron al inglés sobre un charco de sangre, tan tieso como su perro. Presintieron de inmediato que Beltrán Monasterio había partido. Antes de marcharse había cortado los testículos de su patrón y se los había dejado en la boca. Nadie volvió a verlo jamás.

I CUMBERLAND BAY

El paquebote aguardaba en Cumberland Bay desde medianoche. Los pasajeros habían sentido el chicoteo de la cadena y los ruidos habituales de la maniobra de fondeo, hasta que la proa presentó a la corriente y se pararon las máquinas. Aunque el horizonte parecía tomado por el ocaso, faltaba poco para el amanecer. En realidad no había un verdadero horizonte marino, pues estaban rodeados de islotes. Habían fondeado al ponerse el sol, pero el reloj ya marcaba las dos y era inminente la llegada del día. El contramaestre no prestó ninguna atención a ese detalle. Estaba familiarizado con ciertos disloques australes y ni siquiera le habría sorprendido la presencia simultánea de ambos crepúsculos a cada lado del cielo. Se limitó a salir cada tanto para vigilar la cadena y las luces de fondeo. Al asomarse por la borda creyó ver el ojo de un perro. Los canaleses continuaban ahí, echados en sus canoas. A las siete preparó una taza de té y entró en la cámara del capitán. Éste se incorporó en la cucheta, tomó la taza, revolvió lentamente y lamió la cuchara. -¿Cuántos tenemos? -preguntó. -Cuatro canoas, señor. -¿Nada más? -murmuró al capitán-. El otro año eran treinta. -Vino Camilena con sus hijos. A los demás no los conozco.

El capitán escondió su decepción. Se fondeaba en Cumberland Bay a su pedido. En ese punto estaban a mitad del viaje, aún faltaba mucho para Nueva York y el hartazgo de los pasajeros fomentaba cierto clima destructivo, de modo que propiciaba el encuentro con los canaleses como una mejora al servicio. Únicamente aquellas canoas garantizaban a los pasajeros que habían virado el final del mundo. Esta manía del capitán desataba una oleada de críticas entre sus colegas de la Pacific Steam Co., quienes se la pasaban pronosticando una matanza de pasajeros. Una nueva sorpresa lo esperaba en cubierta. -Ahora no quieren subir -le informó el contramaestre- Primero quieren saber qué hay para ellos. Sólo subió Camilena. El capitán miró por la borda. La gente de las canoas parecía tranquila. De cualquier modo, una alarma tronó en su cerebro. Por un instante se vio convocado a las decadentes oficinas de Gordon Street, donde cada paquebote pintado al óleo de la Pacific Steam ocupaba su correspondiente pared. Fue un delirio fugaz que sin embargo lo llenó de horror, pues alcanzó a vislumbrar que su empleo pendía de un hilo y que sus iniciativas chocarían eternamente con la mediocridad del administrador. Verificó que el tirador estuviera en su puesto. Éste permanecía bonachonamente reclinado en un mamparo y nadie hubiera dicho que ocultaba un Winchester detrás de sus piernas. Unos cuantos pasajeros rodeaban a la canoera de cubierta. Soplaba el viento de la mañana y ella se acomodaba una capa de piel que apenas le cubría los hombros. En la otra mano sostenía sus muestras, dos cueros de nutria empapados y tristones. Iba a entregarlos en trueque, junto con todos sus cueros. Si las cosas andaban como ella quería, terminaría por colocar hasta su propio quillango. Federica le dijo a su padre: -¡La señora de aquella canoa le está dando la teta a un perrito! Una mujer puso cara de asco. Sólo eso le faltaba. Era hermana del capitán: en mitad del desayuno había sido arrastrada por la niña hasta cubierta. Miró a los canoeros con fastidio. Nada esperaba de aquella costa sombría. Venía de California y no veía la hora de llegar a Nueva York. Le parecía inhumano que cada primavera, solamente para cruzar los Estados Unidos, tuviera que remontar medio mundo por las aguas de dos océanos. En cambio Federica y su padre parecían muy satisfechos. Dentro de pocas horas, ambos bajarían en Abingdon. El hombre era médico en Sandy Point, del lado occidental de la isla. Ella estudiaba en Valparaíso y sólo pasaban juntos las vacaciones de verano. Al cabo de tres semanas en Abingdon seguirían a Sandy Point y al final de febrero ella retornaría al colegio. El capitán se acercó a Camilena. La conocía de la misión anglicana, en cuyas aguas había fondeado durante varios años seguidos. Pero la misión ya estaba prácticamente vacía y el capitán prefería Cumberland Bay para recibir a los canoeros. Ella le pasó un manojo de frutillas bravas. -Hola, Camilena. El capitán probó una frutilla pero no se molestó en seguir con la charla. Echó una mirada sobre la borda en dirección a las crías de Camilena. Como de costumbre, el marido de la canoera no estaba. El contramaestre no les perdía pisada, pendiente de la inagotable capacidad de aquella gente para robar cualquier cosa. Cuando los otros subieran a bordo pondría más gente a vigilarlos. Durante el último viaje le habían birlado un tarro de grasa maloliente que servía para lubricar el malacate. Un tripulante juraba que se lo habían comido ahí mismo. Este episodio resumía con toda justeza la opinión que le merecían los canaleses al contramaestre.

Camilena llegó a un arreglo con el capitán. Subieron nuevos canaleses al buque, se diseminaron por cubierta y empezaron a husmear en los rincones y a vender sus chucherías. Pronto sobrevino el primer incidente. Un sujeto llamado Selcha fue sorprendido en un camarote con algo ajeno entre manos. Dos tripulantes lo llevaron a empujones al puente. Allí Selcha pudo zafarse y se apoyó en la baranda para insultarlos, mientras subía sobre sus ojos un gorro de lobero que jamás se quitaba. El hombre del Winchester le puso el caño en la panza y Selcha levantó las manos pacíficamente. Pero era famoso por su puntería mortífera, de modo que debió tirar sus piedras al agua. Momentos más tarde andaba como si nada. La hija del médico le dio un chocolate y Selcha lo engulló de un bocado. El contramaestre no se despegaba de él. El capitán odiaba los incidentes a bordo y sólo eso lo contenía. De otro modo hubiera bañado a Selcha con alquitrán y le habría prendido fuego. Camilena permanecía distante. Tenía las piernas al aire y los hombres del barco no le sacaban los ojos de encima. Cuando algunas ráfagas sueltas anunciaron el mal tiempo, ella dio la espalda al Sudeste y agachó la cabeza, mientras juntaba contra el pecho las puntas de su quillango. Era la única forma de sostener esa piel sobre el cuerpo. El capitán y el doctor cruzaron una mirada. Tal vez pensaron lo mismo: los placeres que habría deparado el caedizo quillango al titular de la misión. Fue el gran tema del almuerzo. Hablaron de los gloriosos días de Abingdon, cuando los canoeros del fin del mundo llegaban desde toda la isla para lanzarse en los brazos de la iglesia de Inglaterra.

Camilena contempló la goleta lobera surgida en el horizonte. De partir en el acto, llegarían a la costa sin problemas. Lo peor sería permanecer en el buque. El capitán parecía aburrido y podía zarpar súbitamente, tal vez cuando ya tuvieran encima a la goleta de los loberos. Ella bajó a la canoa y despertó a sus hijos. Jaro se mostró a la altura de las circunstancias y empezó a desagotar rápidamente. En cambio Isabela ocupó su puesto de mala gana, mientras miraba sombríamente hacia el paquebote. Su hermano menor, metido bajo una manta, la tomó

amigablemente del pie. Este contacto sosegó a Isabela. Muchos meses más tarde, cuando ya hubieran pasado al olvido las urgencias de aquella carrera, Isabela recordaría el toque de los minúsculos dedos en su tobillo, mientras los cormoranes gritaban a la tormenta y Camilena remaba hacia tierra. Luego se largó un chubasco. Isabela y Jaro iban alertas, acurrucados en el centro y con el cuerpo listo para evitar una tumbada. Las otras canoas también se dispersaban. Por las piedras chatas del fondo se filtraba el agua. Jaro achicaba sin tregua. Normalmente ahí llevaban el fuego. En el futuro tampoco precisarían llevarlo, porque su madre al fin tenía los fósforos. Ya nadie sabía encender un fuego como antes, golpeando dos piedras duras junto a unas briznas de musgo mezclado con nidos de arañas. Los palazos a sus espaldas indicaban que Camilena remaba frenéticamente. Con la corriente a favor, se alejaban de la goleta. El chubasco ya era una fina escarchilla y ahora todos temblaban. El pequeño se abrazó al perro blanco. El perro tenía hocico de galgo y se llamaba Barbucho. El pequeño no tenía nombre ni nada. Aún debía bautizarlo Isabela, cuando se le ocurriera un nombre decente. Por eso ella todavía llevaba en el cuello el cordón umbilical de su hermano. Ahora sufría por aquella carrera terrible en medio de la tormenta. Nadie había escapado jamás de una goleta lobera. Camilena era la mejor canoera del archipiélago y cuando pasaban por algo difícil sólo se oía su voz y todos cumplían sus órdenes secas. La goleta descontaba camino. Su proa sacaba un bigote del agua. Soplaba un Noreste sucio y traía todas sus velas. Ahora se divisaba la mugre del casco. A caballo del botalón venía un hombre con un fusil preparado. Los tripulantes de las goletas, pensaba Jaro, no eran obligadamente crueles. Siempre llevaba consigo una botella vacía de salsa Perrins que le había regalado un lobero. Era el momento esperado por Camilena. Dio un par de golpes exactos, la canoa roló peligrosamente y se acomodó en su nuevo rumbo. La goleta siguió tras ellos con una maniobra elegante. Esto defraudó a la canoera. Los barcos loberos viraban pesadamente, entre las maldiciones de sus tripulantes. Pero esa goleta volaba. No había cachiyuyos ni rompientes a la vista, lo cual garantizaba un fondo limpio y profundo. La costa aún estaba lejana. Parecía evidente que la goleta los pillaría enseguida. Pero varó en el momento preciso. Su camino se interrumpió en la forma habitual, ese bochornoso incidente de los veleros que navegan por un día celeste y terminan metidos en la peor de las deshonras. Camilena no se dio vuelta. Sentía sobre su espalda el ojo maligno del hombre de proa y esperaba la explosión de su Winchester. Pero no hubo ningún disparo. Esa gente tenía nuevos problemas. Tal vez habían dado con un fondo de piedra y los crujidos del casco les estaban revelando un desastre. Tatesh aguardaba en la costa, metido en el agua hasta el pecho. Al ver su aire tranquilo, Camilena aflojó su ritmo. De la goleta bajaban un bote. Sus tripulantes soltaban un ancla para que la bajante no los siguiera enterrando. A la distancia, el paquebote pasaba en dirección al Atlántico, con todo el mundo en cubierta. Camilena largó finalmente la pala. Estaba rendida y rogó que la corriente la dejara llegar hasta tierra. Pero luego decidió zambullirse y remolcó la canoa los últimos metros y la sacaron entre ambos. Tatesh había tendido una larga cama de cachiyuyos frescos, de modo que fue sencillo empujar la canoa sobre la masa viscosa. La escondieron entre las matas y luego llevaron las cosas al kauwi. Cuando terminaron era de noche. Camilena bajó nuevamente a la playa. La goleta tenía su luz de fondeo, que se metía bajo el oleaje. Soplaba demasiado como para que alguien desembarcara esa noche, pero ella no pegaría los ojos.

Al día siguiente la goleta había partido. Salvo una pareja de patos que nadaban amodorrados, todo estaba desierto. Terminaba de salir el sol y los patos marcaban el agua lustrosa. No quedaban rastros de la tormenta. Camilena se metió en el agua con una canasta y arrancó grandes puñados de cholgas. Pensaba en los frutos de su viaje al paquebote, sobre todo en la caja de fósforos. A la noche los había mirado uno a uno y los había guardado otra vez y finalmente había envuelto la caja con una lonja de piel engrasada. Su familia seguía durmiendo cuando llegó con las cholgas. Las distribuyó en el rescoldo y salió a buscar leña. A su vuelta las valvas estaban a punto. El jugo mezclado con agua de mar bullía en las valvas abiertas. Tatesh gruñía despierto, todavía bajo el influjo de su malhumor mañanero. Camilena le pasó algunas cholgas sobre una quijada de lobo. Tatesh no quitaba sus ojos de las provisiones del paquebote. Una especie de sonrisa quebró finalmente su boca. A mediodía llegó Keno con su mujer y su prima Lelwacen. Los hombres salieron de caza y Jaro partió junto a ellos. Isabela quedó en la orilla con el pequeño sin nombre, mientras las mujeres entraban al mar con la bajante. Isabela las miraba con envidia. El chico empezó a gimotear y ella le puso en la boca un chupete de grasa. Camilena sintió el agua helada en los muslos, mientras el sol de diciembre le rasguñaba los hombros. Avanzó sin mayores ilusiones: sólo en los días nublados se sacaban buenas cholgas. Extrañaba el bullicio de los niños. La mujer de Keno paría como una ratona y sus propios hijos eran muy diestros, y cuando recolectaban con ellos era seguro que lloverían las cholgas. Durante un buen rato despegaron sus valvas y las echaron en las canastas. Las tres mujeres habían dejado su ropa en la orilla y trabajaban en cueros. Recién empezaba el verano. Pisaban con precaución cada piedra, en busca de aquellos lugares que jamás descubría la marea. Sacaron algunos ejemplares discretos, pero advirtieron muy pronto que no era un día especial. Camilena resolvió traer la canoa. Sólo así mejorarían las cosas. Tenía mucha paciencia para buscar las señales que anunciaban una buena colonia en aguas profundas. Sabía encontrar las cholgas más gordas y podía bucear entre los cachiyuyos

sin quedar atrapada. En una de sus miradas a tierra divisó la humareda sobre la playa. El humo salía del kauwi. Dio un grito de alarma y se lanzó hacia la orilla. Estaba tan aterrada que le costó seguir ese rumbo, en vez de dar media vuelta y escapar hacia las rompientes.

Eran los tipos de la goleta. Después de prender fuego al kauwi habían pasado junto a los niños que dormían a pata suelta. Quemaron también la canoa y se tiraron sobre las piedras. Abrieron el comed beef de Camilena. Pasara lo que pasara, las mujeres debían venir hacia ellos. Eran cuatro loberos, pues el quinto seguía en el barco. La goleta estaba fondeada detrás de una punta, con las velas izadas al revés para secarlas. Desde lejos parecía uno de aquellos barcos ceremoniosos y antiguos que colgaban sus velas del aparejo cuando alguien moría a bordo. Aparentemente iban hacia el Pacífico, pero nadie estaba seguro. Era difícil preguntárselo al patrón, pues las desgracias continuas lo ponían tan sociable como un pulpo. Una lancha a vapor los corría de cada escondrijo; andaban muy mal de comida y llevaban dos meses sin ver un lobo. Por eso estaban ahora en la playa, atascados por el destino. Cada tanto, en el pasado, habían llegado hasta tierra en busca de alguna mujer, pero ahora era distinto. Los corría la miseria y las canoeras pagarían el pato. El patrón no se moría por ellas, pero con Camilena estaba dispuesto a sacrificarse. Empezaba a gozar de la idea cuando escuchó un alarido. Antes del grito de Camilena cantó un papamoscas. Luego sobrevino el silencio. Los loberos pegaron un salto, mientras la mujer de Keno se alzaba en el agua. El pequeño sin nombre abrió enseguida los ojos, pero Isabela lidió con el sueño. Barbucho, que llegaba de vagar por el bosque, se detuvo junto a los niños y trazó un amplio círculo para demostrar que controlaba el terreno. Lelwacen fue la última en recibir el aviso. Descubrió la goleta fondeada, el humo sobre la costa y la silueta de los loberos. Le gritó a Camilena que volviera. Después vio cuando la mujer de Keno soltaba las cholgas y nadaba mar adentro. Siguió con espanto la pelea de Camilena con los intrusos. Vio que la sacaban del agua y se aprontó para lo suyo. Parecía tan indefensa que apenas dos hombres fueron por ella. Para demostrar su obediencia, Lelwacen avanzó algunos pasos. Los sujetos aplaudieron. Aún había bastante distancia entre ellos y Lelwacen. Le ordenaron que mostrara las cholgas y ella meneó la canasta. Mientras tanto, Isabela volaba sobre la playa con su hermano entre los brazos. Ella miraba continuamente hacia atrás, tal vez dispuesta a volverse, pero Camilena, metida en su propia pelea, le gritaba que corriera. La niña lloraba desesperada y proseguía escapando. Cuando desapareció a la distancia, sobrevino la calma. Camilena y sus atacantes se habían evaporado. La mujer de Keno había sido tragada por las rompientes. Sólo quedaban esos loberos, esperando a Lelwacen. La pobre tenía la cara chorreada de lágrimas, como una foca cuando le cortan la retirada. Se dejó caer en el agua y sacó pedregullo del fondo. Los tipos no se perdían detalle. Comprendieron al fin que aquella mujer estaba llenándose la vagina de piedras. Jamás habían visto algo igual. Sonrieron incrédulamente. Sin embargo, ardían de furia, así que arremetieron contra ella.

Unos días más tarde los cazadores de lobos resolvieron salir al Pacífico por la Vía Láctea. Era una verdadera idiotez, pero ¿qué otra cosa podían hacer? Bastaba mirarlos un poco para entender que sólo precisaban algo de acción hasta cortar la mala racha. El patrón bajó los prismáticos, estudió el horizonte amarillo y confirmó el rumbo al timonel: -Doscientos cuarenta. El barco se veía jodido. Sus tablas estaban negras por la intemperie, todo parecía impregnado de grasa y a bordo sólo tenían un ancla con una uña de menos. En los palos remendados ya no quedaba pintura. El hombre llamado Joaquín Palabra contempló la roñosa cubierta y recordó su época de la Kosmos Line, cuando el bruñido de los bronces llevaba diez horas y bastaba la humedad de una noche para estropear el trabajo. La goleta se llamaba Talismán. Iban hacia la Vía Láctea, un hervidero de arrecifes que cerraban el paso al Pacífico. Ya no tenían sol, la costa rocosa se había pelado, la luz era gris y el agua estaba perdiendo el color. Las rompientes borboteaban en el horizonte. A estribor se veían las islas Sanguinarias. También resonaba el eterno bramido de aquellos parajes, quizá reforzado por algún viejo lobo apostado en una roca. Según el Derrotero, tenían por proa un estrecho islote de treinta metros de altura, cruzado de lado a lado por el oleaje. El Derrotero encarecía a los navegantes que a partir de aquel punto ya no se quitaran la ropa de agua. Pero el patrón del Talismán jamás consultaba el Derrotero, pues únicamente confiaba en su instinto. Confiaba de tal manera que planeaba arrastrar consigo, hasta el corazón de los arrecifes, a la lancha que lo perseguía. Se contentó con sacar una mugrienta carta marina, para trazar con el dedo un rumbo muy vago. Pero finalmente guardó la carta. Quizá no fueran las islas Sanguinarias sino la roca Júpiter, en cuyo caso las cosas resultarían aun más difíciles y pronto escucharían los lamentos de los pájaros niños que poblaban los arrecifes. Quizá todo estaba a punto de salir al revés y el patrón había desplegado la carta de puro nostálgico, en homenaje a los días en que estudiaba para piloto y sus ilusiones echaban vuelo tan pronto empuñaba su lápiz y trazaba certeras derrotas que lo llevarían a una vida mejor. Eso había sido en el Río de la Plata. Por el ojo de buey empañado pasaban las barcas repletas de arena. Una noche miraba la bruma que rodaba como gotas de lluvia sobre las planchas del barco cuando salió un paquebote con una orquesta en

cubierta. Los violines cortaban la niebla y por largo tiempo siguió escuchando la música en dirección a alta mar. Fue un momento de plena felicidad, que volvió a recordar esa tarde mientras marcaba el camino al Pacífico con su dedo de patrón.

Entonces se dieron vuelta. Fue a causa de un bulen que nació en la Cordillera del Humo y bajó por la montaña con un ruido de árboles rotos. Barrió la península Warp y mordió las rocas filosas con un alarido. Mientras cruzaba el Canal sin Salida levantó una cortina de agua que cubrió toda la costa. Luego tomó a la goleta. Había tres hombres en la cabina y otros dos en cubierta. Estos vieron el bulen a último momento. Los hombres de la cabina fueron lanzados al aire y quedaron en el oscuro. El patrón comprendió que seguía dentro del barco, aunque todo estaba al revés. De la escotilla, a sus pies, brotaba un chorro de mar. La providencia lo había dejado bien ubicado, de modo que se tiró de cabeza. Luchó contra el chorro que inundaba la cabina, pero cuando consiguió sacar medio cuerpo la resistencia cesó. Nadó bajo la cubierta junto a los mástiles tronchados. Tenía muy poco tiempo. Pasó por otro instante de pánico al sentir que su tobillo quedaba enganchado, pero finalmente pudo librarse y salió a la superficie. La goleta estaba panza arriba, sin miras de enderezarse. Había otro tipo encima y el mar se veía desierto. El patrón dio un par de brazadas y trepó al casco verdoso. Su compañero en desgracia era Joaquín Palabra. Ambos jadeaban horriblemente. El bulen había pasado, pero el mar conservaba su aire de muerte. Recostado sobre la quilla, el patrón estudió el flujo del agua y decidió que estaba creciendo. Al menos se salvarían de seguir rumbo a los arrecifes. Si tardaban en hundirse, la corriente los pondría en la costa. Joaquín se zambulló varias veces hasta que consiguió desatar el chinchorro y lo llevó a la superficie. El chinchorro iba en cubierta y no se había soltado. Pero se quedaron donde estaban. Volcada y todo, parecía más segura la goleta. Siguieron tiritando sobre el casco, mientras los vigilaba un albatros. Y en ese momento vino el llamado. Podrían haberlo comprendido en el acto, pero se precisaron varios golpes más contra el casco para que admitieran por fin, alelados, que alguien pedía socorro. -Mierda -murmuró el patrón. -No puede ser... Habían pasado cinco minutos desde la tumbada. Joaquín balbuceaba como chiflado. -¿Por qué no salen? -dijo por fin. Acercó sus labios al Talismán. -¡Tírense por la escotilla! ¡Tírense! El patrón meneó la cabeza. -Imposible -dijo-. Yo la emboqué de pedo. No van a encontrarla jamás. Recordó el torrente a sus pies y luego el odioso contacto de la escota en el tobillo. Pero lo mismo asestó un golpe en las tablas. -¡Mateo! -gritó. Después apoyó la oreja en el casco. Adentro reinaba un fragor indescifrable, como lamentos humanos mezclados con el crujido del hielo y el chasquido de las corvinas noctámbulas cuando devoran cangrejos. Una vez había visto un carguero que transportaba caballos. El barco llevaba tres días varado y apenas llegaba alguien los vagos de la ribera le proponían que pusiera la oreja en el casco. Todos juraban entonces que eso no eran caballos. Una señora mortalmente pálida suplicaba a los niños que se apartaran del barco. Ahora Joaquín Palabra decidió imitar al patrón. Aplicó delicadamente el oído. Luego lo miró con asombro. -¡Están cantando! -exclamó. El patrón meneó la cabeza. -No, hombre -murmuró-. Cómo van a cantar.

En eso el patrón se encontró pensando en el viejo sobretodo de Mateo. Éste lo cuidaba del agua y sólo se lo sacaba para ir a cubierta. Les quedaba nada más que una chaqueta impermeable y se turnaban para usarla. Poco antes de tumbar, mientras Mateo calentaba el café, habían cambiado una mirada con el patrón. El tercer hombre dormía en su cucheta. Joaquín no estaba a la vista. Las botas emparchadas de Mateo rechinaron contra las tablas. Un pañuelo le colgaba del bolsillo. El sobretodo con manchas rancias bailaba sobre su cuerpo. Debajo tenía varias tricotas. "Mateo: ¿Hoy te ha vestido tu abuela?", solía decirle Joaquín Palabra. Mateo puteaba tras la bufanda. Pero aun lleno de ropa era rápido como una mosca. -¡Mateo! ¡Mateo! -chillaba ahora Joaquín. "Ya está bueno", pensó el patrón. -Es inútil. Bajemos al bote -susurró. Pero no se atrevieron a separarse del Talismán. Ataron el chinchorro a la goleta, tan animados como si se agarraran de un nicho. Sólo pedían que acabara el golpeteo. -La lancha se fue con el bulen -comentó Joaquín Palabra. Esta noticia no lo alegró. El barco se había metido varios centímetros. A menos que por algún misterio naval cesara el ingreso del agua, pronto lo verían hundirse. Entonces deberían remar hacia tierra. A lo lejos palpitaba una luz. Tal vez fuera una fogata costera, o simplemente el sol en el mar. El patrón no dejaba de mirarla. -Vamos -dijo por fin-. Tenemos que llegar de día. -¿Serán canaleses? -preguntó Joaquín alarmado.

El patrón desataba el chinchorro. Joaquín empuñó los remos y se alejaron del barco. Habían terminado los golpes. El silencio continuó hasta que perdieron de vista el casco tumbado. -Ya deben estar muertos -dijo Joaquín. -Nadie muere en pleamar -musitó el patrón. Pensó, absurdamente, si Mateo estaría viéndolos alejarse por alguna rendija del casco. Joaquín estaba amarillo. -Parece un castigo del cielo. Fue una cagada lo de aquellas mujeres... -Rememos -dijo el patrón. Pensó: no es delito matar canoeros. Pero Joaquín sólo pensaba si los ahorcarían por eso. Pensó si el patrón podría salvarse por viejo. El patrón se preguntaba qué debería haber hecho para proteger a su barco. Recordó su última visita a esa costa. El temporal había obligado a los hombres del mástil a atarse las ropas al cuerpo para no terminar en pelotas. Anclaron a la luz de los relámpagos, patinando sobre la cubierta escarchada. Venían desde el Pacífico y traían un tripulante herido. Pensaban que en materia de infortunios habían tocado fondo y que ya nada podría ser peor. Luego se reunieron abajo para comer unas rodajas de bondiola con el moscato de Sandy Point. Pero ya no había moscato ni barco e iban rumbo a esa fogata perversa. "Nunca habíamos estado tan mal", suspiró Joaquín Palabra.

II ABINGDON

Camilena solía pensar en el perro desde la tarde en que vio huir a Isabela con el pequeño en los brazos. Esta visión de sus hijos escoltados por Barbucho le ayudó a mantenerse viva. Pero lo mismo lloraba entre sueños y despertaba de pronto con la cara mojada. Lloraba por Isabela. Su hija tenía siete años y había corrido a través de la playa amagando volverse, mientras Camilena luchaba con los loberos y le gritaba que siguiera. Isabela obedeció muerta de miedo. Su madre no estaba a bordo y era difícil correr con su hermano. Temía soltar al pequeño, pues en tal caso también perdería a Barbucho. Camilena no recordaba mucho el ataque ni su llegada hasta el bosque. Más le hubiera valido quedarse en la costa, para no perder a sus hijos. Pero al ver el color del agua pensó que, el mar terminaría por desangrarla, de modo que se arrastró a la espesura hasta que ya no pudo escuchar el oleaje. Estaba ahí desde entonces, soñando con ese perro. Durante el día miraba las copas y por las noches buscaba una estrella. Sentía la lluvia en su cara. Consiguió meter medio cuerpo bajo un roble cubierto de musgo. El tronco estaba podrido y a punto de pulverizarse. Después ya no pudo moverse. Bajo el manto de turba, trepidaba un río escondido. Cada tanto la visitaba algún pájaro. Una tarde, por breves instantes, tuvo un rayo de sol. Esa noche desfilaron las nubes por el minúsculo claro, con sus bordes alumbrados por la luna. Creyó que el cielo se iba. Camilena gemía de sed, a

pesar de la lluvia. Palpó su rostro maltrecho, pero enseguida detuvo la mano. Cada vez que exploraba su cuerpo golpeado, tenía malos descubrimientos. Temblaba de frío y se dispuso a morir. Después vino gente y la llevaron alzada. El bosque paró de gotear. ¿Cuánto tiempo había pasado? Tres noches, le dije alguien. No lo podía creer. En lugar del río bajo la tierra, resonaban los estampidos de un ventisquero lejano. Tenía un fuego a su lado, así que no estaba en el infierno. (Una vez había escuchado que el infierno era un pozo helado repleto de sangre.) En la luna detrás del ramaje se veía una mujer sentada. La mujer de la luna era una canoera que jamás había logrado cruzar la bahía Tabakkana. De modo que dijo un día: "Si no consigo cruzar, voy a quedarme en la luna para siempre". Y la canoa se fue a pique y la mujer estaba desde entonces en la luna. Por eso muchas personas, en las noches de luna llena, solían decirles a sus hijos: "Ahí está la mujer que no podía cruzar la bahía Tabakkana".

Luego mugió una vaca y supo que estaba de vuelta en Abingdon. Tatesh dormía a un costado. El fuego chisporroteaba. Camilena examinó el kauwi recién terminado. Era mejor que cualquier otro kauwi que hubieran tenido y no entraba nada de frío. Tatesh tenía que haber tardado mucho en hacerlo, solamente ayudado por Jaro. Camilena giró dolorosamente y su rostro quedó junto a la boca de Tatesh. Luego le puso la mano en el pecho. Si una ponía la mano en el pecho de alguien dormido, por encima del corazón, no tardaba en descubrir sus pensamientos. Era su segunda salida del sueño. A su lado estaban los niños, con el pequeño sin nombre entre medio. Camilena se durmió nuevamente y soñó que los revisaba para ver si continuaban intactos. Cuando volvió a despertarse, Tatesh roncaba con furia. Camilena ya estaba despabilada. Fue una sensación agradable: desde el ataque de los loberos, jamás había despertado del todo. Tatesh lucía en el brazo una pulsera de nervios trenzados. Su casa bullía de novedades. Isabela dormía junto a una muñeca con cabellera de crin de guanaco. Camilena se dijo que tal vez habían transcurrido más de dos noches y acarició la cabeza de Jaro, pero éste lanzó un gruñido. En cambio Barbucho se mostraba sociable. Camilena lo miró fríamente y el perro volvió a tenderse en el suelo y se abrigó contra Jaro. El mar reventaba en la costa. Con su madre habían pasado varios años en esa misión. Entonces no existían Tatesh ni los niños y ambas venían de las islas aguachentas. Estaban en Abingdon desde que su madre perdiera la mano entre las fauces de un lobo. Su madre no pudo volver a remar y tampoco salía de pesca. Cuando empezaron a murmurar contra ella, resolvieron mudarse con los Dobson. Camilena acababa de cumplir nueve años. Por aquellos días había visto ahogar con humo a una vieja, durante unos temporales funestos en que las tormentas echaron del mar a su pueblo durante semanas enteras. Cuando las cosas se pusieron muy negras, algunos desesperados empezaron a desquitarse con la gente que nunca salía de pesca. "A mí no van a agarrarme", dijo su madre esa noche, mientras planeaban la fuga. Eso había sido antes de Abingdon y de conocer a Tatesh, cuando todavía vivían en el País de las Lluvias Perpetuas.

Cuando despertó por última vez era de día y su familia estaba comiendo. Las cholgas humeaban en el rescoldo. El olor a pan fresco indicaba que habían tenido visita. "Acaba de irse la viuda", pensó Camilena, mientras divisaba la infaltable fuente de porridge que también repartía la viuda entre protegidos o convalecientes. Recordó la forma en que sus hijos escupían disimuladamente el mazacote aguachento y salado durante el desayuno después del culto. La dorada hogaza de pan estaba junto a la fuente. Su presencia la llenó de alegría. Llevaba mucho tiempo sin probarlo. Camilena sólo amasaba una especie de torta dura con semillas silvestres y apreciaba perfectamente la diferencia. El pan de la viuda tenía una corteza crujiente y cuando lo retiraba del horno ella lo golpeaba con los nudillos para decidir si ya estaba. Sus hijos devoraban las cholgas con sonoras chupadas. Después de cada bocado, tiraban las valvas limpias a través de la entrada. El pequeño apenas comía, fascinado por el despertar de su madre. Sonreía por la orilla del ojo, resuelto a mantener el secreto. Luego fue el turno de Isabela, que levantó disimuladamente su muñeca para que Camilena la viera. Camilena le dedicó una sonrisa y su hija se retorció con orgullo. Entonces Tatesh empujó el pan intacto hasta dejarlo a su alcance. Camilena empezó a mordisquearlo con un gemido de gozo. Más tarde Isabela le acercó al pequeño sin nombre: -Este se llama Lucca -le dijo. Camilena suspiró. Aprovechó para limpiarle la boca con un manojo de musgo. Luego abrazó a su cachorra. Isabela por fin se había resuelto. "Lucca" pensó Camilena. Era un nombre corto y bonito y le hacía sentir compasión y le daba un poco de risa. Se lo iba a decir a Isabela cuando Tatesh empezó a desovillar una historia sobre los pájaros que se metían en las ballenas y les comían el corazón. Camilena se perdió enseguida. Pensaba que debían ver urgentemente a la viuda. Necesitaban un Certificado de Amigo que les permitiera salir de aquella tierra nefasta.

La viuda declaró que no les daría el papel y que tampoco podrían quedarse. Lo dijo mientras cortaba un pedazo de torta, sobre la mesa donde el reverendo, durante más de treinta años, había colocado la linterna mágica. Tatesh rechazó su porción y

mantuvo un terco silencio. La viuda se quedó sin argumentos. Cuando resultó evidente que Camilena tampoco iría en su auxilio, se alisó la pollera y puso los ojos en blanco. Camilena hubiera querido confortarla, recitarle algún salmo o al menos hacerle saber que le había gustado la torta. Pero su marido parecía furioso, así que ya no hubo remedio para el silencio que vino. Por fin tenían algo de sol, luego del aguacero de la mañana. Sobre la playa, numerosas mujeres haraganeaban a orillas del agua. La noticia del ataque convulsionaba la costa y seguía empujando gente hacia Abingdon. No pasaba mañana sin que surgiera algún kauwi junto a la casa. Hasta las antiguas casillas de chapa estaban otra vez ocupadas. La viuda vio peligrar su partida. Reunió a todo el mundo para comunicarles su viaje, pero nadie pareció conmovido. Pensó que estaba clavada a ese sitio y que jamás podría decirles que debía cerrar la misión y que difícilmente volvería. Pero finalmente lo hizo y su mutismo la sacó de quicio. Pensó que cuando ellos querían partir jamás pedían permiso. ¿Y si finalmente se marchaba? Pues no pasaría nada. Entre tanto ahí estaban, a salvo de los loberos. Pero Tatesh no pretendía quedarse. Estaba cansado del Sur y soñaba con su tierra. También estaba harto de los loberos y de los compatriotas de Camilena. Como todo parriken, era mal visto por los canoeros. De modo que la partida estaba resuelta y sólo precisaban ese papel para ir hacia el Norte. Un pase de la misión para disfrutar de una marcha tranquila. La viuda se agarró la cabeza. La confianza de Tatesh en el Certificado de Amigo era incalificable. Trató de sacarle esa idea, presintiendo que acabarían peleados. Finalmente se dio por vencida. Tatesh salió dando un portazo. Afuera gritaban los niños. Camilena tomó del aparador un ejemplar del Missionary Herald. Ya no sabía leer, pero igual le gustaba hojearlo. Eran veinticinco revistas prolijamente ordenadas. Pocas cosas habían cambiado de sitio desde la muerte del reverendo. En otros tiempos, Camilena solía quedarse atrás durante el culto para mirar las revistas, mientras el pastor procuraba imponer su sermón sobre el tumulto de siempre. Los himnos eran cantados por unos pocos, pero servían para restablecer el silencio cuando todos se congregaban junto a la viuda y espiaban el andar de las teclas. Cada tanto estallaba una pelea y los canaleses corrían a dirimirla afuera, aunque bastaba cualquier incidente para confundir al reverendo. Lo peor que podía escucharse en el culto era el boci-nazo de un barco o el griterío de las gaviotas rozando el agua, lo cual indicaba el arribo de un banco de sardinas. Precisamente esto último sucedió durante el té del jubileo de la Reina, que contó con la presencia del gobernador y de la plana mayor del Pyla-des. Estaban las dos banderas detrás de la mesa y unos carteles que proclamaban God Save the Queen y Viva la República, en letras de corteza recortada. El pastor evocó la fecha mientras el gobernador transpiraba de contento. Los nativos cristianos entonaron Jesús Shall Reign desde la ventana. Todo habría salido perfecto de no ser por la llegada del cardumen. Ahora Camilena le recriminaba: -¿Qué te costaba darle el papel? Lo dijo bajando los ojos, mientras volvía la página con el dedo mojado. Se detuvo ante una fastuosa capitular decorada con helechos y palmeras: Mr. Francis Dobson Writes From South America. -Tu marido es un ignorante -replicó la viuda-. Esos certificados estaban hechos para ayudar a los náufragos. Pero Camilena tampoco atendía razones. -Nosotros teníamos uno -se lamentó-. Pero se lo tragó Isabela cuando era chiquita. Una canoera muy bella con una criatura en los brazos sonreía desde el Herald. Las figuras de la revista jamás los favorecían, pero ahora se trataba de una foto. En la página siguiente había un dibujo de tres tipos pescando, bocones y desgreñados. El epígrafe señalaba: Natives in Bark Canoe. Camilena sólo reconoció esta última palabra. -¿Ustedes tenían un Certificado de Amigo? -decía la viuda. -Me lo regaló el reverendo -asintió Camilena. La viuda sonrió despectivamente, mientras Camilena la contemplaba con cierto terror. Ya no le interesaba el papel. A la vuelta de otra página descubrió un paquebote defendiéndose del oleaje y decidió llevárselo para Jaro. Arrancó las ilustraciones con disimulo. La viuda tenía los ojos cerrados. Camilena le acercó la revista para comprobar si dormía. -¿Te gusta? -susurró. Pero la viuda ya estaba muy lejos. "Otra vez se ha ido a Inglaterra", se le ocurrió a Camilena. En efecto: luego de pasar una tarde en la Unión Misionera, la viuda iba con su marido por un sendero de gramilla perfumada. Llevaba seis meses casada con Dobson. Hicieron un alto en el parque y abrieron un paquete de bollos. Charlaron del futuro viaje a Sudamérica. Dobson dibujó la misión sobre el papel de los bollos. Había un grupo de cana-leses entonando sus himnos y un paquebote en el horizonte. Los canaleses figuraban como "naturales amistosos" en todas las publicaciones del Almirantazgo, de modo que agregó un nativo haciendo cabriolas. Su mujer le suplicó que dibujara una huerta. Dobson puso la huerta y metió algunas ovejas. Estuvo tentado de añadir el cementerio, pero desistió a último momento. Ella estudió bien el dibujo y concluyó que nada faltaba. Trató vanamente de hallarle algún parecido con su aldea de Sussex. Pero igual le propuso: "Pongámosle Abingdon". Pensó emocionada: "El Señor es mi pastor". Habían pasado más de treinta años. Abrió de pronto los ojos y le sonrió a Camilena.

Afuera, dos canoeras disputaban una carrera en el mar. A una le bastaron pocas brazadas para tomar la vanguardia. Los hombres de la playa se callaron. Entre los mirones de la ribera había gente del paquebote. Aprovechando el día soleado, habían bajado a tierra para visitar la misión. Ahora los canoeros parecían ensimismados. ¿Estaban algo molestos por las proezas de sus mujeres? La chica del paquebote los examinó atentamente en busca de algún rastro de envidia. Pero los hombres no se inmutaron. Cuando acabó la carrera, volvieron a su charla desganada. La chica del paquebote dijo: -Así que éstos no saben nadar... -No -dijo su padre. -¿No es raro? -preguntó Federica. -Ellas se cuidan bien de enseñarles. -¿Y las mujeres cómo hacen? -A ellas les enseña la madre. -¿Qué tienen contra los hijos? -Nada. Pero no quieren que los hombres aprendan. -Eso es ridículo. -Creo que sí. -¿Por qué? -No sé. Es un asunto bastante viejo. Creo que se desquitan de algunas perrerías que les hicieron ellos. -Yo también aprendí con mamá. -Ella tenía mucha paciencia. -Selcha dice que sabe nadar. -Selcha es un mamarracho. -Dice que puede cruzar la bahía. -¡Por favor! Ese tipo se ahogaría en un charco de meada. -No me gusta Selcha. Su kauwi es lo más hediondo que he visto en mi vida. -Tendrías que ir a París. -¿Vamos a ir algún día? Quisiera andar en el metro. -En verano, eso es peor que el kauwi de Selcha. -Acá nadie lo traga. -Selcha odia a todo el mundo. -Ahí está Camilena. Qué hermoso pelo que tiene... -Es demasiado bonita para ser una canoera. -¿Más bonita que mamá? -Mamá era distinta. Pero más bonita que Camilena. -¿Te gustaría casarte con ella? -Camilena tiene marido y yo soy viejo para ella. -No es cierto. -Tengo cincuenta. Podría ser mi hija. Tu hermana. -Camilena tiene veintiocho. -¿Te das cuenta? -Entonces, me gustaría ser hermana de Camilena. -¿No vas a bañarte? -Bañémonos juntos. El agua está hermosa. -Imposible. -Dale, papá -Voy a caminar un rato. -Chau, papá. El doctor la retuvo: -¿Sabías que nos vamos mañana? -Claro. ¿Río Agrio es como esto? -No mucho. Es todo chato. No hay canoeros: hay parrikens. Está repleto de ovejas. Sólo estaremos dos días. -Las ovejas son una maldición, dice la viuda. -Sí. Ella está bastante cansada. -Pero su marido quería este lugar. Y también quería mucho a Camilena. -¿La viuda te dijo eso? -preguntó el doctor con desconfianza. Pero en los ojos de su hija no había ningún doblez. Le faltaba poco para convertirse en una mujer y el doctor pensaba que esto podría ocurrir cualquier día y que durante los futuros veranos ya no la tendría con él. Federica había hecho un alto y charlaba con las mujeres. El doctor estaba orgulloso de la belleza de su hija. Las canoeras le habían obsequiado un erizo, que Federica sorbió con avidez. Tenía un apetito notable y era capaz de comer cualquier cosa. Además, era fina como un mimbre y jamás se mareaba, por lo que podía disfrutar como nadie de la espléndida comida del

paquebote que la traía todos los años. El doctor iba a buscarla en noviembre para tomar el primer barco que tocara Valparaíso. Un año el barco tardó más de la cuenta y pasaron las fiestas a bordo, pero generalmente llegaban a tiempo para festejar Navidad en Sandy Point. El barco tenía un pianista y estaba preparado, como todos los paquebotes, para cebar a sus pasajeros cada noventa minutos. Federica comía muy mal durante el año y se había propuesto cumplir alguna vez con todas las comidas reglamentarias. A la noche, desde la cucheta de arriba, rendía cuenta de sus claudicaciones: "Hoy me salteé el consomé de las once y los sándwiches de lengua. Ayer dejé el antipasto". Pero el doctor esperaba mucho de su hija y sabía que pronto tendría éxito. Entre comida y comida los pasajeros procuraban quedarse en cubierta, pero siempre los ahuyentaba el mal tiempo. El panorama de los canales no levantaba mucho el espíritu y los capitanes se esforzaban para distraer a sus pasajeros. Uno de los más ocurrentes era el capitán del Pylades, quien conocía hasta el último escondrijo de los canoeros.

El doctor asentó la cabeza en la arena y procuró disfrutar del verano. ¿Cuántos veranos le quedarían? No tenía motivos para ser pesimista, pero solía pensar en ello. Varios años atrás, mientras tomaba sol con su hija, había sido atacado por cierto dolor profundo. "Es un síncope", decidió de inmediato, pero su pulso seguía tranquilo. Federica jugaba en la orilla. El doctor palpó cuidadosamente el abdomen, mientras oía la voz de su hija. Estaba muerto de miedo y no atinó a contestarle. Aguardó sin moverse, controlando su pulso firme. El dolor persistía. Corrió sus dedos a la derecha y dio con algo muy tenso. Ella no paraba de llamarlo. Estaba sentada en cuclillas, mirando con extrañeza. El doctor intentó responderle, pero no pudo levantar el brazo. Únicamente sus dedos seguían activos, procurando descifrar el misterio. Revisó nuevamente el pulso. Estaba bañado en sudor y probablemente muy pálido. El terror había mermado y empezó a ceder el dolor. Su hija llegó lentamente, azorada por su silencio. El doctor consiguió levantarse y enseguida le tendió los brazos. Federica recobró la sonrisa y trotó juguetonamente. El dolor no había dejado señales ni volvió a repetirse, pero aunque el doctor había aprendido a ignorar las punzadas difusas y los síntomas indefinidos, aquello lo llenó de interrogantes. Más de una vez había pensado si llegado el momento sería capaz de portarse con dignidad. Sin embargo, ahora se había dejado confundir por el miedo y seguramente reincidiría. De toda la gente que había visto entregar el alma, se quedaba con su viejo profesor de Clínica. "Quién sabe cómo vendrá esta noche", le había oído decir aquella vez. El profesor descansaba en su cuarto, con la manta sobre los hombros. "Voy a entrar en coma", le avisó a la madrugada. "No diga eso", protestó el doctor. El viejo lo hizo callar. En su clase tampoco toleraba interrupciones. Rogó a su discípulo que se acercara. El doctor transpiraba, pues el viejo sabía todo lo que estaba ocurriendo y lo revelaba con fantástica precisión. "En un par de minutos", insistió el viejo. "Ya he perdido la visión", anunció a renglón seguido. Le pidió que lo auscultara. "¿Se da cuenta?", declaró el viejo con su voz de costumbre (la de cada mañana, cuando recorría la sala con todos sus médicos). Ahora mostraba sus signos con total sencillez. El doctor sólo atinó a tomarle la mano. Era espantoso verlo irse así.

Las mujeres gritaban en la orilla. Al parecer, alguien se había topado con el Cuero. No pasaba mañana sin que esta criatura dañina procurara llevarse una mujer hasta el fondo. El doctor jamás hubiera osado discutir su existencia. Los canaleses apreciaban mucho al doctor y se veían contentos cuando éste pasaba por Abingdon. Aquella misma mañana le habían dado a probar su remedio favorito: agua con hormigas para los problemas del corazón. El doctor empinó el jarro sin una mueca, procurando que las hormigas quedaran afuera. Pero esta vez no era el Cuero. Federica llegó sin aliento. -Ay, papá -dijo muy pálida-. Un chico se está muriendo. El doctor corrió persuadido de la inutilidad de su gesto. Una mujer se le había apareado. Desde otra punta, la viuda también llegaba a la carrera. Lo apremiaban a gritos y el doctor apretó la marcha. Corría, con la patética urgencia de su oficio. Una noche, en Sandy Point, había salvado la vida de una mujer atragantada. Fue en el comedor del hotel España. Ella pataleaba en el suelo y su marido trataba de darle aire. El doctor saltó sobre las mesas y lo apartó de su camino y extrajo el trozo de carne con el mango de una cuchara. La mujer terminó por recobrarse y más tarde pasaron a darle las gracias. El doctor descubrió que su marido era médico. El hombre parecía deprimido. "Usted pensará que soy un inútil", le confió al despedirse. "Sin embargo, me considero un buen médico. Pero estaba muerto de susto." Por lo que el doctor recordaba, sus piernas sólo habían sido efectivas ante aquella mujer atorada. Los canoeros le abrieron paso. Hubo un murmullo esperanzado. Un pequeño yacía en la arena. Federica lo miraba deslumbrada: los hijos de aquella gente eran más bellos que cualquier otra clase de niños. El doctor comprendió que estaba muerto antes de ponerle la mano encima, aunque nadie más parecía notarlo. Todos esperaban confiadamente. Pero para el médico resultaba innegable, como hubiera podido decirlo hasta un enfermero novato. De todos modos, ejecutó las maniobras de práctica. Era una cuestión instintiva. El pulso de la carótida se había perdido. El doctor apoyó la cabeza en su pecho y se mantuvo a la espera de algún latido alejado. Pero el latido no vino. No le sacaban los ojos de encima. Todos querían seguirle las manos. Las mujeres parecían muy afligidas. ¿Cuál es la madre?, se preguntaba. Pocos días atrás había muerto otro niño. El doctor tuvo un presagio. -¿Está muerto? -preguntó la viuda. El doctor asintió, mientras dos mujeres largaban el llanto. Cuando pensaba nuevamente en la madre, la descubrió justo a su lado. Era una mujer muy pequeña, probablemente una niña. La única que no lloraba.

La viuda murmuró: -En aquel kauwi hay otro niño enfermo. El doctor se incorporó. Los canoeros se retiraban de a poco. La mujer se sentó en el suelo. El resto abandonaba la playa, como las pulgas que dejan a un pájaro muerto. Como jugando, ella barrió con la mano un puñado de arena y cubrió la palma de su hijo. Luego se puso a mirar el oleaje. El doctor sintió el brazo de Federica en el hombro. Minutos antes, mientras charlaban al sol, ella le había confiado: -Camilena dice que cada tres chicos muertos se forma un duende.

Detestaban el humo del kauwi. En los días borrascosos, los canaleses lloraban hasta quedarse sin lágrimas. Isabela era la más afectada. Cada tanto sacaba la cabeza y dejaba que el aguanieve le refregara los párpados. Pero a pesar de la humareda, todos buscaban permanecer junto al fuego. En el kauwi no había dos noches iguales. Podía ser que la víctima de una pesadilla rodara de pronto en dirección a las llamas o que en la cabeza de alguno cayera una brasa perdida con el consiguiente alboroto. Otras noches transcurrían plácidamente. Si nadie tenía ganas de charla, se quedaban mirando la fogata. Por ahí, de repente, surgía un grupo de hormigas en la punta de un tronco. Esto los animaba sobremanera. Observaban sus desesperadas maniobras y corrían las apuestas. Casi siempre la leña estaba húmeda o verde y daba una densa humareda. Pero en los días serenos el kauwi tiraba muy bien y bastaba con quedarse acostado para librarse del humo. Cuando Tatesh les reveló este secreto, sus hijos sonrieron felices. Tatesh no perdía oportunidad de asombrarlos. Podía trenzar una línea de pesca con cabellos de mujer y esculpir puntas de arpón en un vidrio. A veces solían aprovechar el mal tiempo para hablar del país de Tatesh, un sitio de noches tan quietas que los flamencos despertaban en sus charcas con las patas apresadas por el hielo. Las montañas estaban lejos del mar y se alcanzaba la costa a través de las praderas. Desde la orilla se divisaban los lobos meciéndose en el oleaje. En los acantilados no cabía un pájaro más. Estos cormoranes tenían el sueño pesado y uno podía descogotarlos tranquilamente sin que los demás pestañearan. Algunos tenían el pico manchado de fruta y eran más sabrosos que cualquier otro pájaro. Generalmente dormían en lugares difíciles y había que descolgarse por una cuerda para cazarlos. Así resultaba imposible disponer de ambas manos y era preciso matarlos de una dentellada en el cogote. Tatesh contaba estas cosas en los días tempestuosos. Sus niños lo escuchaban absortos y procuraban imaginarse a los flamencos aferrados por el hielo y a los pajarracos cabeceando en las cornisas. Tatesh los instaba a escuchar la tormenta y apostaba que le besarían las manos el día que se los llevara de Abingdon. Los canaleses gozaban de sus tertulias. Gracias a ellas, Tatesh dominaba el idioma de su mujer y se había convertido en un gran charlista. Algunos pensaban que la jerga de los canoeros se había pulido por el mal tiempo y que debido a sus inacabables sobremesas ahora eran dueños de una lengua florida que hasta el viejo Dobson les envidiaba. Los canaleses inventaban continuamente palabras, aunque jamás volvieran a usarlas. Tampoco era seguro que se comprendieran del todo, pero igual lo pasaban muy bien en esos días lluviosos. El reverendo no paraba de comentarlo. "Hablan todos al mismo tiempo", le dijo una vez a su esposa. "Y a ninguno le importa lo que dice el otro". Venía de pasar la tarde con ellos y aún parecía turbado. Su mujer sonrió misteriosamente. "Como los primeros cristianos", pensaría luego, mientras miraba los kauwi por la ventana. Para ella estaba muy claro. A semejanza de aquellos cristianos de todas partes, empeñados en comunicarse con un lenguaje espontáneo que les dictaba el Señor, los canaleses acuñaban su jerga bajo el influjo del temporal. Sólo que no hablaban exclusivamente para entenderse sino por el puro gusto de hablar. La viuda opinaba ahora que la voz de los canaleses era tan dulce que sus discusiones sonaban como un poema de amor. Con los parrikens ocurría al revés. Por eso su esposo decía: "Prefiero a dos canaleses puteándose la madre y la abuela antes que soportar a un parriken enamorado". La víspera de la partida transcurrió muy despacio. El fuego ardía pacíficamente y el humo brotaba por la cumbrera del kauwi. Junto a la entrada pastaba una vaca. A medianoche vino la luna y la viuda arremetió con el piano. Camilena se aprestó para hacer el amor, pero antes le preguntó a su marido si valía la pena que salieran de Abingdon. Tatesh se puso furioso, como solía pasarle cuando le faltaban las palabras. De modo que permanecieron inmóviles, oyendo los himnos y las mazurcas que llegaban desde la casa. Más tarde, mientras Jaro hablaba dormido, Tatesh tiró un palo en el fuego. Pensó en los loberos y en los dos chicos muertos y decidió que todo iba a empeorar. Nadie saldría vivo de Abingdon. El temor lo rozó como la sombra de un ave nocturna, hasta hacerle olvidar sus proyectos de venganza. Cuando finalmente consiguió dormirse, la misión estaba en tinieblas, soplaba de nuevo el viento y había humo en el kauwi. Al cabo de muchas vueltas, Camilena también se durmió. Su esposo la había acusado de portarse como una guanaca. Esto la llenó de placer. Solía pensar a menudo en esas hembras difíciles que se prosternaban sumisamente y esperaban al macho con suspiros, y que sin embargo lo habían hecho correr muchas horas hasta dejarse montar, sin parar de regañarlo y escupirlo todo el tiempo.

Pero por culpa del piano y de la vaca que pastaba junto al kauwi, su sueño duró muy poco y fue atacada por los recuerdos. Por primera vez en varios años se despertó pensando en el viejo Dobson. Había cesado la música y tampoco estaba la vaca.

Entonces, junto a la entrada, sintió su inconfundible presencia. Camilena no se atrevió a darse vuelta, como si la nudosa mano furtiva estuviera por destaparla. Hacía mucho tiempo que faltaba Dobson, de modo que la sorprendió la perfección de su ensueño. Era posible que así hubiera sucedido alguna vez, incluido el piano y la vaca en las afueras. Tal vez el reverendo había caído alguna noche aprovechando el concierto. Tal vez la madre de Camilena había salido discretamente del kauwi a la llegada de Dobson. O tal vez el silencio los había agarrado en mitad del amor y ahora resucitaba el hechizo al apagarse las teclas. Pero entonces la viuda se la agarró con Tuya es la Gloria y Dobson levantó vuelo del cuerpo de Camilena, mientras la música llenaba la noche y la canoera soltaba un suspiro. Esta pensó nuevamente en el viaje y en el país de Tatesh. Pronto estarían en Lackawana para la gran cacería. No podía imaginarse aquel sitio, a pesar de los cuentos de su marido. Los niños sólo hablaban de eso. Cuando arreciaba la lluvia y Tatesh empezaba con el asunto, ellos dejaban sus cosas y se abrazaban al perro, abriendo grandes los ojos mientras sudaban bajo el quillango, asustados pero felices, pendientes del viaje que emprenderían hacia el país de las noches tibias, donde su padre había ultimado a la bestia que trituraba canoas y arrebataba a los niños.

III LOS NÁUFRAGOS DEL TALISMÁN

Había un kauwi en el llano, posiblemente abandonado. El viento azotaba la cumbre y el patrón anunció que bajarían. Se puso de inmediato en camino, pues a la gente no había que darle ninguna chance de discutir una orden. Joaquín Palabra lo dejó alejarse unos metros y finalmente siguió sus pasos. Decidió que empezaba a detestarlo. Enseguida se largó a nevar. El patrón se preguntó si estarían en marzo y si el tiempo no andaría de modo distinto a lo que pensaban. Metió su mandíbula en el quillango. Presentaba un aspecto muy raro con esa piel. Después de luchar inútilmente para llevarlo como un parriken, lo había llenado de ojales y ahora el quillango le ceñía el cuerpo como un abrigo de lujo. En sus manos llevaba un fusil oxidado con dos balas en la recámara. Era dudoso que aún disparara. Joaquín Palabra no tenía quillango. Caminaba a los tumbos detrás del patrón, con dos pieles de zorro sobre los hombros y un pantalón deshilachado. Le habían quitado esas cosas a un viejo y el patrón se había guardado el quillango. Era una prenda notable, hecha con pieles de chulengo primorosamente cosidas. De no ser por los ojales enhebrados con alambre, las damas de cualquier paquebote se habrían matado por esa capa. Pero el patrón ya no estaba para negocios. Sus míseras ilusiones se habían hundido junto a su barco. Tan solo marchaba adelante, sin calentarse por nadie. El kauwi estaba vacío, aunque había tenido visitas. El patrón supuso que eran loberos, por una botella que descubrió en el fogón. La emoción del hallazgo volvió a reunirlos. Disfrutaron de su naciente optimismo, hasta que vino la noche y el patrón comentó en la oscuridad que los canoeros hacían sus puntas de arpón con las botellas que traía el oleaje. Luego se ovilló bajo el quillango, encantado por el terror de Joaquín. Pero también él estaba asustado. Después ya no cruzaron palabra. Atontados por el frío, afrontaron la noche interminable. No conseguían pegar los ojos, obsesionados por la botella de salsa Perrins que relucía en el fogón apagado.

La tormenta empezó de madrugada. El patrón sintió el aire salado e imaginó que la superficie del mar se volaba en retazos blancos. Luego repasó todos los temas que puede inspirar un temporal desatado. Pensaba en el Talismán y en la vida que hubiera llevado a bordo de un paquebote. Pero sobre todo pensaba en la mujer de la playa. Mateo le había reprochado que la soltara con vida, mirándose con asombro las manos destrozadas por los mordiscos. "No me gustaría cruzarme de nuevo con ésa", declaró mientras la veían gatear hacia el bosque. El patrón estaba tan agotado como si hubiera pasado la noche con ella. Aún la sentía en el vientre, culebreando bajo su cuerpo. Como no consiguió penetrarla, se corrió para que Mateo la ablandara. Éste la golpeó en el estómago y el patrón ensayó nuevamente. Ya no parecía tan peligrosa, de modo que le soltaron los brazos. "¡Ahora!", gritó Mateo. Pero la bravura de aquella mujer refulgía entre sus piernas apretadas. Mateo volvió a castigarla. Esta vez el patrón no se molestó en bajarse. "Siga", dijo Mateo. Pero con el viejo en sus narices era difícil moverse como Dios manda. De todas maneras el patrón siguió resoplando, mientras Mateo la vigilaba indignado. El patrón supuso de pronto que Camilena se había rendido. Entonces, cuando el camino parecía limpio, derramó todo afuera. Esto lo enardeció. Se puso de pie y procedió a patearla. Jamás había pateado a nadie en su vida y se preguntó qué pasaría, hasta que lo detuvo la idea de que podía matarla. Pero a Mateo fue muy difícil pararlo. Ahora el patrón reconocía su error. Según Joaquín, era la misma mujer que los había llevado a la varadura. Pensó que aquella perra aguerrida no los dejaría llegar a destino. El patrón era una criatura imponente y aún así le había resultado difícil mantenerse encima. "No hay nada más resistente que una mujer acostada", confesó a Mateo. "Sólo un ladrillo puesto de canto", admitió el viejo. En el fondo, Mateo parecía contento. Soñó con la mujer esa noche y sintió que la tenía en sus brazos y también se le fueron las cabras.

Lo malo era que sólo conocían esa isla por fuera. En los años que frecuentaban sus aguas, raramente bajaban a tierra. A veces, cuando arreciaba el mal tiempo, proyectaban alguna excursión a la Cordillera del Humo, pero llegado el momento se quedaban en el barco. Vivían de borrasca en borrasca, condenados a buscar algún fondeadero nocturno mientras duraba la luz. El patrón podía reconocer un buen fondeadero con sólo mirarlo, pero solían transcurrir varias horas hasta que daban con uno y frecuentemente la noche los agarraba navegando. Los mejores fondeaderos estaban junto a laderas tranquilas que terminaban en playas de arena. Las más de las veces debían conformarse con acantilados a pique donde hacía falta pegarse a las rocas para dar con el fondo. Ya nadie confiaba en el ancla y tendían amarras hasta los árboles. Esa noche no pegaban los ojos y con el alba salían volando. Aun con tiempo sereno andaban alertas. Vivían pendientes de la llegada de un bulen. Casi nada indicaba su arribo: ni nubes premonitorias ni pájaros agoreros. Si navegaban lejos de tierra verían la cortina de agua pulverizada en avance. Pero generalmente caía por la montaña con ruido de árboles rotos. Las quebradas eran los mejores conductos para un bulen, pues allí alcanzaban toda su furia. Un bulen desbocado, decían, podía frenar a un paquebote. Pero nadie había visto jamás a un paquebote en problemas. Si no hallaban un fondeadero, los paquebotes aguantaban a máquina toda la noche sin retroceder un centímetro. A lo sumo iba un bote a la costa para encender una fogata de referencia. El terror de los loberos era que se soltara el fondeo o que un par de corrientes cruzadas los dejaran sin gobierno. Al patrón también lo asustaban los arrecifes ocultos por los cachiyuyos. Nadie estaba seguro de la ubicación de las rocas, pues los tallos de aquellas plantas medían docenas de metros y se mecían con la marea. Únicamente las canoeras sabían en todo momento cuánta agua tenían debajo y si valía la pena zambullirse en busca de algunos peces. La mujer de la canoa los había hecho meter de cabeza en el barro. Primero había guardado distancia con la barrera de cachiyuyos, como si supiera el terror que despertaban en los loberos. Ahí terminaba el oleaje y venían las aguas calmas, de modo que ellos siguieron confiadamente la estela de la canoa. Pero iban derecho hacia el banco. Cuando la cubierta trepidó bajo sus botas, el patrón intuyó que pagarían un precio desmesurado por esa persecución. Una infeliz canoera pronto los tendría entre sus manos.

La botella del fogón era de Jaro. Luego de pasar la noche en el kauwi, habían salido con el sol muy alto. Jaro tropezaba de sueño. Descubrió que le faltaba la botella cuando ya estaban muy lejos, pero no dijo palabra. Después el terreno subió suavemente y llegaron a una planicie donde helaba todas las noches, aun en mitad del verano. Estaban en las estribaciones de la Cordillera del Humo. Del otro lado empezaba el país de Tatesh. No pensaban franquear la cordillera, de modo que tomaron hacia la costa. Para Camilena, ahí terminaba su tierra. Tatesh se fue distanciando. Sus hijos no lo advirtieron. Jaro transportaba los palos del kauwi e Isabela cargaba con Lucca. Camilena llevaba las pieles. Únicamente Tatesh marchaba liviano, por si saltaba un guanaco. Ella jamás se quejaba, pero desde el ataque de los loberos sus fuerzas no eran las mismas. Había pasado varias semanas en ascuas. ¿Y si le habían echado un hijo? Comprendió que la criatura no sobreviviría a Tatesh, de modo que se obstinó en ocultarlo. Cuando descubrió que no estaba preñada sintió un gran alivio y por la noche lloró con la boca tapada. Había hecho un esfuerzo tremendo para barrer de su mente al hijo de los loberos.

Luego Tatesh se topó con los náufragos y cambiaron todos sus planes. Sus voces lo sacudieron con su entonación abominable. Era la gente del Talismán. Parecían al alcance de su mano, pero iban por el fondo del valle. En un día común habrían pasado de largo. Pero la niebla era tramposa y la cháchara de los náufragos retumbaba en sus orejas. Tatesh sonrió con todos sus dientes. Tenía una dentadura pareja, como cuadraba a un parriken de treinta años. Sus dientes del medio estaban hendidos, de tanto estirar tendones de foca para coser los quillangos. Esto le daba una sonrisa de niño. Pensó que los había pescado. Desde la cumbre se dominaba el valle y el mar que fulguraba a lo lejos. Hacia el Este había una ensenada con buenos mariscos. Por ahí doblaban los barcos a Europa. Incluso era posible verlos de noche, cuando pasaban tirando fuego. Hacia esa playa iba Tatesh. Tal vez los intrusos llevaban el mismo camino. Ahora sus planes habían cambiado y sólo quería matar a los náufragos.

El patrón miraba la costa. El tiempo se había limpiado. Para Joaquín, estaban cerca de la Ensenada del Negro, una playa repleta de cholgas. -No sé ahora, porque estos carajos se comen todo -resolló. Habían traspuesto otra loma, pero el mar se demoraba. Recordó la última vez que habían visitado aquel sitio. -Con Mateo sacamos diez baldes de chapes. ¿Te gustan los chapes? -Me dan urticaria -dijo el patrón. -A mí me parecen más delicados que el loco. -Yo me quedo con el loco. -Bueno, también hay locos. Hay lo que pidas. Hay tacas, machas, choritos, quilmahues, erizos. Hay caracoles y piures. También hay chanchos y gallinas, si es que todavía vive allí el español. -Esos chapes estaban llenos de piedras. -Bueno, siempre viene alguno con piedras. -Eran inmundos. No se puede comer cualquier cosa. Es mejor comprárselos a los canaleses. Su voz sonaba distinta. Joaquín se detuvo alarmado. -Manuel: otra vez te has enculado conmigo -dijo. "Por culpa de Mateo", pensó Joaquín. Mejor no lo hubiera nombrado. "Que se vaya a la mierda", suspiró. "¿Qué quiere que haga? Pasamos juntos tres años. No puedo estar sin nombrarlo." Pero no era por eso. El patrón terminaba de ver a los canoeros. Dos siluetas oscuras, apostadas sobre la cumbre. Era evidente que iban tras ellos, pero el patrón lo mantuvo en silencio. Lo último que deseaba escuchar era el llanto de su socio.

"Ahora resulta que los chapes eran inmundos", pensó Joaquín un rato más tarde, mientras lidiaban con la espesura. "¿Y qué vamos a comer esta noche? No podemos pasarnos la vida a uvas del bosque. Será mejor que lleguemos de día a la Ensenada del Negro. Llevamos el arma solamente de adorno, porque este inservible no caza nada. Ni siquiera tenemos fósforos. Si al menos hubiera mariscos." El bosque se había puesto imposible y en media hora sólo cubrieron cincuenta metros. El problema eran los árboles caídos. Costaba mucho saltarlos y chapaleaban entre las hojas podridas. El patrón recordó: "En la Ensenada del Negro había una lancha varada". Era la vieja embarcación de una estancia. En su casco proliferaban las cholgas. Las cholgas de barco eran célebres, aunque cada tanto alguien estiraba la pata. Los ignorantes como Joaquín se lo achacaban al forro de cobre, pero las cholgas de los cascos sin forro también hacían estragos. De cualquier modo valía la pena probar, pues no había nada más suculento que una buena cholga de barco. El patrón hizo alto. De inmediato su compañero se dejó caer junto a él. La cabeza de Joaquín bullía de ideas macabras. Venía pensando en el canoero disecado. Unos años atrás había trabajado con los naturalistas franceses. Durante ese verano Joaquín había juntado insectos para ellos y blanqueado huesos con cal y embalado docenas de cráneos y hasta había inyectado con alcohol a una mujer recién fallecida que debían mandar a París. Y luego había visto el final del canoero y había ayudado a disecarlo. Había pasado con él sus últimas horas. "Avíseme cuando se muera", le dijo el jefe. A Joaquín le temblaron las piernas. Quedaron en una carpa sombría, mientras los naturalistas comían afuera. Joaquín quería salir corriendo. Se preguntaba qué le pedirían después. Ya no era como limpiar huesos viejos. El canoero tenía aliento a ratón y sus dedos aleteaban como pájaro. De pronto se le agrandaron los ojos y tiró algunas patadas. Joaquín se apuró a dar la alarma, pero el canoero retomó su doloroso jadeo. Recién a la madrugada murió sin trabajo. Lo pusieron sobre unos tablones sin esperar que se enfriara. Joaquín no se perdía detalle. Oyó que tenía fregado el hígado y que lo habían matado las cholgas. El jefe colocó el bisturí en su garganta. Luego, con mano firme, hizo un corte hasta el ombligo. No hubo una gota de sangre. Únicamente apareció un surco de grasa que resaltaba en la piel. Al abrir el estómago surgió la punta del hígado. Luego cortaron el esternón con una tijera. Mientras cuereaban el pecho, Joaquín sostenía los colgajos. Brotaron las costillas rosadas. El jefe tomó un cuchillo y seccionó las costillas por los costados. Trabajaba de sombrero, la camisa arremangada. Levantó el costillar y lo apoyó sobre la cara del muerto. A continuación sacaron las visceras. Joaquín metía en los frascos las piezas que le pasaban. El hígado era rugoso y oscuro, del tamaño de un puño. Al seccionarlo chilló bajo el bisturí. "Este caballero no se privaba de nada", murmuró el jefe mordiendo el cigarro. Todos

parecían contentos. Quizá buscaban algo por el estilo. Había un olor en el aire, distinto de todo lo conocido. Tiraron algunos baldazos encima del cuerpo. El canoero tenía los ojos abiertos y las pupilas nubladas. "Mirá qué ojazos", comentó el jefe. Joaquín no se atrevió a bajarle los párpados. Cuando acabaron ya era de día. Entonces hubo que ponerlo en el agua. Joaquín lo arrastró hasta la orilla y lo envolvió en una red. Luego le ató los tobillos y lo sumergió con cuidado y anudó la soga en un árbol. Estaban junto a una costa profunda. Aún debajo del agua, el muy perro seguía mirando. Una burbuja le salió de la boca. "Con diez días será suficiente", explicaron ellos. Pero Joaquín se asomó al otro día y los piojos de mar ya estaban actuando. Una semana más tarde el esqueleto lucía limpito en la red, con los huesos todavía sujetos por los cartílagos.

El patrón apuntaba el sendero con el Máuser descalibrado. "¿Ahora qué mierda pasa?", musitó Joaquín. Todo estaba en silencio. El bosque tenía un aspecto selvático, con orquídeas incluidas hongos anaranjados. Pero semejante quietud era tan inaudita como las bandadas de loros que asolaban el bosque nevado. El patrón le rogó que tuviera la boca cerrada. A Joaquín le costó hacerle caso. El miedo le soltaba la lengua. Quería saber si corrían verdadero peligro o era una farsa de su jefe. Recordó a la mujercita de las piedras en la vagina y decidió que estaban haciendo el ridículo. Entonces lo instó a que siguieran. El patrón le obsequió un bostezo. Durante los últimos días su mejor almuerzo había sido un manojo de cachiyuyos freídos en sebo de vela. La hambruna le marcaba la cara. Hipaba constantemente y se le aflojaban las quijadas. Hablaba todo el tiempo de las cholgas y Joaquín no conseguía olvidarse del canoero.

-¿Los has visto comerse un pescado crudo? -preguntó el patrón-. Te dan ganas de largar los chanchos. -Mi abuelo sabía desayunarse con dos huevos de cabrito -dijo Joaquín-. También se los comía crudos, con un poquito de ajo picado. -Pero no es lo mismo. -Seguro. -No hay que confundir la mierda con la pomada. -Me comería un cabrito. -El cabrito solo no sirve -dijo el patrón-. Tiene que ser entre amigos. -¿Nosotros somos amigos, verdad? -preguntó Joaquín alarmado. El patrón asintió. Pese a todo, lo estaba pasando bien bajo el sol. Había unos acantilados que los cubrían del viento. Por el momento sólo deseaba un cigarro. Finalmente se levantó para echar un vistazo. Joaquín aguardó muy inquieto su retorno. Le habían errado por mucho a la Ensenada del Negro. El patrón dejó el Máuser entre las piernas. -¿Viste algo? -preguntó Joaquín. -No. Pero los tenemos encima. -¿Estás seguro? -No me gusta este sitio. Tienen el viento a favor. -Capaz que nos huelan. -No. Pero van a escucharnos. -Pero también pueden olernos. -Estos guachos no tienen nariz. ¿Has visto cómo hieden? -Cierto. Si tuvieran un poco de olfato se matarían entre ellos. -Cuando los llevan a misa hay que lavar la capilla. -Manuel: ¿Por qué se encarnizan con nosotros? -Por nada. Solamente quieren matarnos. Joaquín ya lo sabía, pero igual palideció. -¿Qué ganan con eso? -No sé. A un foquero del Tabalango lo mataron por un pedazo de grasa que tenía pegado en un cuero de foca. El patrón no le sacaba los ojos de encima. Joaquín parecía nervioso. -Me parece que te bailan los dientes -dijo por fin el patrón. Joaquín exploró tiernamente su boca. Tenía todos los dientes flojos. Le pareció una injusticia, una desgracia excesiva para alguien que había sufrido tanto como él.

-Lo sacas de la concholepa, lo revuelcas en ceniza y lo chicoteas con una varilla hasta que se ablande -dijo Joaquín-. Luego lo lavas y lo pones en la olla. -A la moda de Cucao. -Con cebolla de verdeo y perejil picado finito, Manuel: me gustaría invitarte a mi casa. -Mejor un domingo.

-Los domingos hay Tomasazo. -¿Qué es eso? -Un guiso especial de mi vieja. Mi vieja se llama Tomasa. Al viejo le encantaba ese guiso. Decía que el mejor negocio que llevaba hecho en su vida había sido casarse con ella. -¿A qué hora comen ustedes? -A las dos. Pero cuidado con los perros. Mi casa está llena de perros. -A mí me matan las casas con perros. -Es preferible que ella salga a recibirte. -Mierda. Es una historia ir a tu casa. -Mejor nos tomamos un vermucito en El Marinao y caemos juntos los dos. -A ver si encima tengo que estropearles un perro. -Eso decía mi viejo. Por eso casi no iba. -No me hablés de tu viejo. -Pobre viejo. -Así no vale la pena casarse. -Los perros solamente la respetaban a ella. Mi viejo no daba un paso hasta que estaban todos atados. Había uno que se llamaba Muchango y que lo odiaba a mi viejo. "Pero Francisco", le decía mi vieja. "Ya le dije que está capado." "Yo tengo miedo de que me muerda, no de que me la ponga", le contestaba mi viejo. Decía lo mismo cada vez que iba a casa. Ahora está muerto. -Lo mataron los perros. -Lo operaron del pecho. Él no quería operarse, porque decía que se iba a morir. Lo llevaban en la camilla y seguía diciendo lo mismo. Entonces el doctor mandó que pegaran la vuelta. Le dijo a mi madre que no pensaba operarlo mientras jodiera con eso. Mi vieja le pidió disculpas, pero tampoco hubo caso. Así que tuvimos que convencerlo a mi viejo para que no hablara macanas. Al final lo llevaron y se murió en la operación. Mi vieja lloró una semana entera. -No es para menos. -Decía que lo habíamos matado nosotros. -Como si se lo hubieran dado al Muchango. A Joaquín se le escaparon las lágrimas. El patrón se arrepintió. -Vamos, Joaquín. No vas a ponerte a llorar ahora...

Joaquín pensó luego que su patrón era tan desalmado como el Chelco, que acostumbra morder hasta el hueso y no suelta hasta que truena. Resolvió que no sostendría ninguna conversación en el futuro. Pero era difícil comprometerse a tanto. Empezó a divagar sobre su casa de la calle Magnolias, donde una madrugada le había seguido los pasos el mismísimo Destalonado. La casa tenía un patio con yucas y una higuera frecuentada por los pájaros bre-veros. El patrón disfrutó con la descripción de la casa y pensó que le habría gustado pasar allí tranquilamente sus días y tirarse a dormir en una reposera tallada con la madera del barco. Pero Joaquín empezaba a sentirse asustado. Tenía un mal presentimiento. Las charlas con el patrón indefectiblemente lo llevaban a eso. Recordó cierto domingo en el fondo de su casa, durante un anochecer de verano. Tenía seis o siete años. Estaban a orillas del gallinero. Sus primos nombraban al Chelco como en secreto, mientras las sombras los devoraban. Las ponedoras se acomodaban sobre los palos y sus primos hablaban cada vez más quedo. Luego todos se fueron callando. Miraban la luz de la casa, calibraban la distancia. Para recobrar el coraje, recitaron el poema de un tipo que despanzurraba a su madre y al huir resbalaba en su corazón y encima la vieja le preguntaba si se había hecho daño. Un poema de la escuela. No fue una buena ocurrencia recitarlo en la oscuridad. Al final salieron corriendo en dirección a la casa. Ahora, mientras contemplaba el oleaje, Joaquín se arrancó una costra de la rodilla y la mordió ensimismado. A muchos años de aquello, en mitad de la noche, todavía lo sofocaba una pesadilla: para mañana debía saber el poema completo. Despertaba con palpitaciones, conmocionado por la noticia. Pero tal vez no era exactamente un poema y tampoco estaba seguro del contenido. -¿Un poema es como una canción? -preguntó. -Como una canción, pero hablando -respondió el patrón. -Yo sé un poema de memoria -alardeó Joaquín. Pero al final no lo dijo. Luego callaron del todo. El patrón contemplaba el fondo del agua como si abajo yaciera su barco. Era difícil interrumpirlo, por la forma en que lo miraba.

Después, cuando el frío empezaba a caer sobre la costa, llegó el ataque de los canaleses. Sin que nada lo anunciara, una roca se estrelló contra la cara de Joaquín y lo tumbó sobre las piedras. Éste demoró en comprender lo sucedido. Supuso que algo terrible acababa de registrarse en su cuerpo y que el ataque provenía de adentro. Su órbita derecha había estallado y al otro ojo le costó recobrarse. Joaquín no alcanzó a presenciar el momento en que su compañero fue degollado, pero le llegaron señales inconfundibles. Distinguió una sombra difusa que gateaba sobre las rocas. Comprendió aterrorizado que era el patrón, con la cabeza colgando de los cartílagos. Tanteaba en el suelo como si hubiera perdido algo.

De momento nada más ocurrió. Joaquín descubrió que no podía moverse. Rogó que el ataque hubiera cesado. Ahora sabía de qué se trataba. Tenía la cara sobre las piedras y divisaba un retazo de mar. Aguzó vanamente el oído para localizar a sus atacantes. Había un bramido de fondo, proveniente de oleajes lejanos. Eran las rompientes de la Ensenada del Negro. Cuando podían escucharse desde aquel punto, era mal tiempo clavado. Su campo de mira estaba desierto. Mientras sentía correr la sangre, pensó en los remedios del Talismán. Eran media docena de frascos guardados en una caja. Dos de los frascos estaban vacíos. En el fondo de la caja había una mancha de yodo. Tenía el botiquín a su cargo y una vez le había tocado llevarlo a cubierta para atender a Mateo. Había bismuto, fenacetina, láudano, espíritu alcanforado y bálsamo católico. Cosas nobles y seguras, que infundían mucha esperanza. Mateo se había enfermado del pecho por las bruscas trepadas al palo. Un día se cayó de dos metros y Joaquín le sirvió una cucharada del bálsamo. El viejo jadeaba sobre cubierta, recostado contra la borda. Joaquín todavía tenía presente el aroma del bálsamo y su color azulado. Esta imagen le arrimó cierto sosiego. Pero su paz acabó al escuchar nuevamente las voces, cuando los canoeros por fin se mostraron. A través de su ojo reconoció a la mujer que habían violado en la playa. Con ella venían tres niños y un hombre. La mujer blandía un cuchillo. Estaba clarísimo que se disponía a rematarlo.

IV NOTICIAS DE AMÉRICA

Pasaron diez días desde la muerte del chico. En ese plazo murieron más chicos y pronto cayeron algunos adultos. La viuda trabajaba duramente y no tenía un minuto para atender su correspondencia. Sin embargo, esa noche consideró que había llegado el momento de comunicar aquella muerte, la primera de una epidemia que barrería a los canoeros de la faz de la isla y que ella debía citar como un símbolo de la voluntad del Señor. Pero no le resultaba sencillo. Pensó que a Dobson le habría salido redondo. Una vez, en un trance parecido, su marido escribió una carta: "A la madrugada, Sidney se despertó totalmente lúcido y me tomó de la mano. Me dijo que había visto las Puertas del Cielo y que adentro había criaturas con túnicas blancas. Para su gran alegría, todas le pedían que entrara. Sidney dijo que los ángeles cantaban Aleluya y me anunció de inmediato: 'Yo quiero morirme rápido para quedarme con ellos'. El pobre partió media hora después, en la paz del Señor". Pero la muerte de Sidney había sido distinta. Su cuerpo, mordisqueado por los cangrejos, fue hallado al pie del acantilado, donde había ido a parar mientras cazaba borracho. Era la primera baja de la misión, lo cual justificaba la inspirada carta de Dobson. Tampoco se llamaba Sidney. El reverendo, cuando hizo falta, dio una corta explicación: la verdad no hubiera beneficiado a nadie. Y aunque habían pasado dos años desde aquella farsa, sostuvieron una rabiosa pelea. Su marido la trató brutalmente, hasta que ella optó por recluirse en un furioso silencio. Pero Dobson era implacable. Como si blandiera una carta de su mujer, se dedicó a remedarla: "Con enorme pesar, me veo en la obligación de comunicarles la muerte de un hombre llegado hace poco, a quien, por desgracia, no alcanzamos a bautizar debido a nuestras múltiples ocupaciones. Estaba borracho perdido cuando se rompió el espinazo. Aparentemente no era un sujeto recomendable, pues la esposa sospecha que sometía a su hija mayor. No sabemos bien cómo se llama: ya les dije cuánto nos cuesta su idioma. Esta gente habla una cosa que se parece al galés. ¿Increíble, verdad? Nosotros pensábamos ponerle Sidney, porque sus nombres son muy trabajosos. Por lo demás, estamos muy bien. Feliz Navidad. ¿Recibieron nuestra tarjeta? No dejen de escribirnos. Que el Señor los bendiga".

Era una parodia infame. Ella tenía demasiado estilo y jamás hacía el ridículo. Al oír las palabras de Dobson, sintió que saltaba otra hebra. Y sin embargo, a través de los años, ella había ido moderando su resentimiento. Tal vez si Dobson le hubiera mostrado la carta, habrían evitado ese choque. Pero recién tuvo noticias de la envidiable agonía de Sidney durante un viaje a Inglaterra. Una presentadora temblona, frente a cien almas reunidas en la Unión Misionera, leyó la carta de Dobson, poniéndola como ejemplo de las bendiciones que deparaba ultramar. Enseguida llovieron las preguntas. Sidney ya iba camino a la gloria. Ella, bastante aturdida, inventaba a discreción. Muchas mujeres lloraban. Una vez más, el reverendo la había mezclado en sus manejos, de modo que volvió a Abingdon hecha una furia. Ahora, a tantos años de aquello, mientras regulaba el farol y contemplaba los renglones en blanco, caviló sobre las trampas que le tendía el destino. El finadito de la playa tampoco era converso. Pero no estaba dispuesta a mejorarle su suerte, de modo que tomó la pluma y se limitó a narrar crudamente los sucesos de los últimos días. Su carta, aunque mechada cada tanto con alguna referencia al Señor, era despiadada y monótona y difícilmente alentaría los sueños de futuras misioneras. Jamás, estaba segura, sería publicada por el Missionary Herald. Presagió en cambio que ingresaría en el lote de los textos censurados por Londres, esas cartas inevitables, repletas de amarguras y quejas, que llegaban periódicamente de oscuros rincones de Cantón o Barbados o el Paraguay con la rúbrica de pastores desalentados. Y sin embargo, esta vez hubiera querido tener la labia de su marido para darle una buena muerte a ese chico. Dobson habría encontrado las palabras perfectas. "Un modelo de virtud. Un ejemplo de industriosidad. Se fue el más piadoso de nuestros pequeños nativos cristianos." Como siempre, terminó pensando que Dobson, a su manera, estaba mejor dotado que ella para ejercer la caridad.

Luego cayó dormida sobre el escritorio. Durante el sueño advirtió que la madera estaba perdiendo su aroma a nogal fresco recién cortado. A continuación se sintió perseguida por los vahos de formalina que brotaban de todas partes. Ahora la misión era un vulgar hospital y las continuas rociaduras del doctor habían barrido con cualquier fragancia. En el pote de Huntley and Palmers que la viuda guardaba en el ropero, tampoco quedaban vestigios del antiguo contenido. En otra época solía llevarlo furtivamente a su nariz. Era un frasco de excelente pomada inglesa para los zapatos, que si entornaba los ojos y se concentraba debidamente la ayudaba a escuchar la voz de su madre haciendo bromas en la cocina. Pero después el doctor había bañado todo con desinfectante. También fregó las paredes y arrancó las cortinas y las alfombras, mientras rezongaba por semejante despliegue. Pero ella siempre había soñado con un hospital en serio, así que además le propuso instalar un quirófano y acarrearon entre ambos la mesa de la cocina y la forraron con frazadas viejas y retazos de sábanas tomados con imperdibles. El aparador desbordaba de frascos de gasa, cajas de cirugía, pilas de apósitos, palanganas y jarros esterilizados. Trajeron agua para hervir las cosas. De la percha colgaba un arruinado guardapolvo, junto con sus dos gorros y la máscara raída. "Ya no aguantan un hervor más", comentó la viuda. "No importa", dijo el doctor. "Al final, todo se arregla con un buen chorro de ácido fénico." Despertó con esta frase machacando en su cabeza. A su lado, desde su cama de convaleciente, Mary Niscaia la vio abrir los ojos y pensó que charlarían un rato. Era la única paciente adulta del hospital, pero hasta el momento se había librado del sarampión. Había ingresado al empezar la epidemia con una gran herida en el muslo. Se negó a dar explicaciones y la viuda dedujo que había estado en una pelea. Mary esperaba sentada mientras el doctor preparaba el quirófano. Éste buscaba una venda para cortar la hemorragia cuando la viuda escuchó que de la herida brotaba algo extraño, un barullo de arroyo serrano que podía captarse a dos metros. "No se asuste. Se rompió una arteria", explicó el doctor mientras desinfectaba los instrumentos. "Voy a ligarle la arteria, pero si hace una gangrena tendremos que cortarle la pata", anunció luego. Pero finalmente la pierna se había salvado y ahora la vieja se estaba recuperando y solía platicar con la viuda. Hablaba un poco de inglés y un castellano pasable, producto de su vida en Buenos Aires. Pero Mary guardaba silencio sobre aquella época y prefería consagrar su lengua al puterío local. Era conocida de Elinor Baker, la célebre canoera del trío que había viajado a Londres con el obispo Collingworth. Mary Niscaia la consideraba una impostora. Negaba de plano que Elinor hubiera estado de viaje en toda su vida. Pedía testigos del episodio. ¿Acaso la viuda los había acompañado? Ésta le rogó que no dijera pavadas. Mary Niscaia sonrió astutamente: ahí estaba la cosa. Nadie les había visto el pelo por Londres, ni a la dichosa Elinor ni a Sey-mour Fletcher ni a Harry Kippa. Sólo estaban ellos para decirlo. Sin embargo, era la pura verdad, repuso la viuda, cansada de oír la historia del viaje de los propios labios del obispo Collingworth. Yo no conozco a ningún obispo, rezongó Mary Niscaia. Pues, repuso la viuda, el mismo que había llevado a Inglaterra a esos tres canoeros cuando cumplieron doce años. Además los había llevado al zoológico y los había presentado a la Reina y los había mandado durante más de seis meses al mejor colegio de Penketman. A Mary le dio un ataque de risa: ¿Quién decía todo eso? ¿Lo había dicho la Reina? Mary: lo dijeron todos los diarios. No, señora: lo dijo la vieja podrida. Está bien, Mary, no discutamos de nuevo, pidió la viuda. Que se lo sacaran de la cabeza: ninguno de aquellos roñosos había salido de los canales, insistió Mary Niscaia. Aún vivían ahí, comiendo cholgas hediondas. Elinor era incapaz de soltar una frase en inglés ni sabía tender una mesa. ¡Por supuesto que ella sabía! El cuchillo a la derecha, con el filo para adentro. En cambio Elinor ni siquiera se acordaba de Dios. Tenía pilas de años y pronto se iba a morir. Bien hecho, por haber estado de puta en Sandy Point. La viuda fue cambiando de tema. La deprimían esas historias sobre conversos fracasados. Admitía que a Elinor no le había servido de mucho aquel viaje. Quiso saber si a Mary le gustaría darse una vuelta por Londres. Mary no estaba segura. Por el

momento le bastaba con sus diez años en Buenos Aires. Ella también tenía sus viajes, aunque no lo anduviera pregonando. Había vivido en Floresta, con una familia católica que la trataba como la gente. ¿Le gustaría volver algún día?, preguntó la viuda. Mary sonrió lánguidamente, se subió la cobija hasta el cuello y enrojeció como si la hubieran pillado. Confesó que a veces le daba por eso. A continuación preguntó si podía comulgar. La viuda quiso saber si estaba en ayunas. Mary asintió. La viuda apuró la cosa y al final resultó que Mary había estado mateando. Eso era como un desayuno, sostuvo la viuda. Sus continuos regaños empacaron a Mary, quien ya no dijo palabra. De modo que permanecieron así, tan sólo haciéndose compañía.

El chico de la playa había muerto de sarampión sofocante. El doctor se alistó para lo peor. En los días venideros, todas las formas perversas de aquella peste se ensañarían con los canaleses de Abingdon. El doctor se deprimió. ¿Era de verdad el viejo sarampión, el mismo que cubría de ronchas inofensivas a sus pequeños pacientes allende la isla? De repente se vio en uno de aquellos alegres dormitorios de su clientela en Sandy Point, exclamando campechanamente: "¡Perfecto! ¡Mañana este chico estará brotado!". Todo el mundo respiraba con alivio, convencidos al fin de que aquellas manchas insignificantes figuraban del buen lado de la vida. Alguien depositaba un café entre sus manos descomunales, más aptas para sostener la pata de algún percherón que para maniobrar con sus frágiles pacientes. Partía poco más tarde, entre saludos y consultas de último momento, que él respondía con la cabeza metida en la siguiente visita o en alguna carta de Federica. Pero en Abingdon todo fue muy distinto. La erupción ya nada indicaba, pues los niños morían primero. En algunos casos ni siquiera se anunciaba. Desistió de enseñarle a la viuda a buscar en la boca la esquiva señal que normalmente llegaba al séptimo día: aquella mácula, no más grande que un puntazo de alfiler, que él se complacía en descubrir durante sus amables visitas en Sandy Point. El doctor postergó su partida de Abingdon. Al quinto día habían muerto veintiséis chicos. El hospital estaba repleto. Algunos pacientes, enloquecidos de fiebre, escaparon por la ventana y saltaron al mar helado. A todo esto, los culpables del contagio navegaban tranquilamente hacia el Río de la Plata. El barco se llamaba Peregrino y había recalado varias horas en Abingdon. Después de cargar madera en el muelle, sus tripulantes habían jugado a la pelota con los canoeros. La viuda sugería incluso que entre los tripulantes y algunas mujeres había pasado algo más. Ahora, mientras el doctor se disponía a meterse en la pieza de huéspedes de la misión de los Dobson, el Peregrino cabeceaba frente a Montevideo. Un tripulante ligeramente afiebrado, adormecido por el temblor de la hélice, negociaba con el contramaestre otros dos días de cama. Pretendía estirar su convalecencia hasta el puerto de Buenos Aires, ajeno al infierno que había desatado, como los pasajeros de un tren que jamás perciben ciertas tragedias, algún suicidio en las vías, algún arrollamiento en la noche.

Su hija estaba en el suelo. Al abrir la puerta del cuarto, el doctor la descubrió sobresaltado. Totalmente salida del colchón, ella dormía sobre la alfombra. Cuando vivían en Sandy Point, Federica tenía dos años y había que sacarla a menudo de aquel trance. Su mujer, inquieta por los porrazos de Federica, siempre bajaba el colchón al suelo. El doctor recordaba particularmente una noche que debió restituir a Federica al colchón y la forma en que luego se metió bajo las frazadas tirantes de su propia cama. Su mujer no se movió. Desde el otro cuarto llegaba un soplido de Federica. -¿La tapaste? -preguntó ella al cabo de un rato. -Sí. Está nevando -anunció el doctor. -Qué maravilla. ¿Y si me levanto a ver? -No te lo aconsejo. Ni siquiera vas a llegar a la ventana. De afuera venía una luz especial. -Voy a perderme en la tundra -suspiró ella. -Y recién vamos a hallarte para la primavera. Esa noche debían hacer el amor. Ambos estaban pensando en lo mismo. Pero costaba tomar la iniciativa: alejar aunque sólo fuera un dedo del cuerpo. -¿Cómo hago para desnudarte? -preguntó él. Las sábanas estaban duras y heladas. Era difícil operar así. Ella parecía a punto, pero recién decidió tocarla después de un buen rato. Realmente hacía muchísimo frío. Su aliento en la almohada se había escarchado. -Despacio -dijo ella-. No quiero despertarme. -Ya estás despierta. -Todavía no. -Vamos a trabajar con cuidado. -Qué bien nos está saliendo. Luego ella exclamó: -¡Cristo! ¡Ahora estoy muy despierta! -Mejor no gritemos. -No tendría que decir Cristo... -Tampoco digamos malas palabras.

-Nada de malas palabras. -Ni deshagamos la cama. -Ni empecemos a los rebuznos. -Nos quedamos lo más panchos. -Como si estuviéramos mirando un cuadro -dijo ella, la voz gangosa. La cama ya era un infierno. De modo que lo hicieron en medio de un profundo silencio, propio de una noche como ésa. En cierto momento su esmero llegó a tal grado que habrían sentido el paso de un gato. Luego charlaron un rato y estuvieron a punto de mirar por la ventana, pero al final desistieron. Habían hecho el amor sin aflojar las frazadas, para lo cual era preciso tener mucho estado y una gran concentración. Si además estaba nevando y uno seguía medianamente enamorado y andaba buscando un bebé, era algo como para recomendar a cualquiera.

Ahora la viuda destinaba todas las camas a los chicos enfermos, de modo que Federica dormía obligadamente en el piso. Ella despertó cuando la subía al colchón. La sonrisa del padre no fue retribuida. El doctor se sintió desengañado, pues apreciaba la facultad de Federica para mantener su buen humor a toda costa. Ella entreabrió los ojos con un terrible sentimiento, sin disfrutar de la tregua que reina en las riberas del sueño. Estaba preocupada por algo que afrontaba desde la tarde y se había dormido con eso a cuestas. Miró a su padre con espanto. -¡Meimasekeepa se tragó la cataplasma! El acariciaba su mano. Trató de tomarlo en broma: -Bueno. Las cataplasmas son digestivas. -¿Se morirá más rápido? -No me parece. -Pero igual se va a morir. -Creo que sí. -Pasé con él toda la tarde. Pero cuando fui a buscar agua se comió la cataplasma. El doctor debía informarle que ya estaba muerto. Ella prosiguió: -Él sabe que se va a morir. Hace un rato me preguntó: "¿Y si me muero? ¿Qué pensará tu padre? ¿Qué va a decir la viuda?". Eso dijo. El niño tenía cinco años y se llamaba Meimasekeepa, pero su nombre cristiano era Nathaniel Barrow. Tenía dos padrinos en Bournemouth: Miss Annie Louise Benney y Mr. Thomas Snell, remitentes de buenas encomiendas. También era ahijado del capitán del Taitao, que cada tanto pasaba por Abingdon. Era todo lo que el doctor sabía del chico, gracias a la locuacidad de Federica. No es justo que una niña vea morir a tantos chicos, pensó a continuación. Finalmente le dio la noticia. Los labios de Federica temblaron. -Ay, papá -suspiró-. Me hubiera gustado tanto que no se muriera... El doctor se arrepintió de haberla dejado con aquel niño. Ella dijo después: -¿Así que yo también tuve esto? -A los cuatro años. -¿Me vinieron hemorragias? -Sólo te llenaste de ronchas. -Me salvé por un pelo. -No. Entre nosotros es diferente. Ella suspiró nuevamente y se relajó entre los brazos de su padre. Cuando el doctor pensaba que lo peor había pasado, Federica se largó a llorar como un huérfano. Luego se quedaron mirando la estufa hasta que el doctor se durmió. La pieza aún estaba muy fría, pero ella no hizo el menor movimiento. Su padre respiraba suavemente. Más tarde hubo un chisporroteo en el fuego y el resplandor bañó toda la pieza. Federica alcanzó a leer algunas palabras de un libro abierto en el suelo. Habían discutido una vez con su padre si era posible leer a la luz de la luna, pero jamás lo habían probado. Tenían una larga lista de proyectos incumplidos. Federica recordó su placer al planearlos y se dijo que lo mejor de todo era eso. Luego también se durmió y más tarde su padre la descubrió entre sus brazos y pensó en su dolor por Meimasekeepa y ya no pudo retomar el sueño.

Afuera, a mitad de camino entre la casa de la viuda y el kauwi vacío de Tatesh Wulaspaia, una fogata consumía la ropa de los contagiados. Munida de un rastrillo liviano, la viuda presenciaba el espectáculo. Vio arder la portada de The King's Business. Nathaniel Barrow había hallado la muerte mientras hojeaba este libro. Federica lo había puesto en sus manos sin que nadie atinara a impedirlo. Junto con los negocios del Señor se calcinaban varias muñecas y una vaca de cartón. Ahora le tocaba el turno a la ropa. La pila tenía un vestido de noche y un blazer de Chatham Martch.

La viuda cargó la fogata. Dos pantalones rayados acabaron en el fuego. En otro tiempo, las cajas con esa ropa llegaban todos los años. Ella desataba paquetes entre los malignos comentarios de su marido. Podían esperar cualquier cosa: que de pronto saliera una capa de terciopelo amarillo con cuello de zorro y pasamanería dorada. Había muchas prendas por el estilo. Cada tanto, Dobson mandaba unas diplomáticas líneas a Londres, sin mayores resultados. Ahora, su vieja disputa con Dobson era reflotada por el doctor. La noche anterior, cuando trabajaban junto a la hoguera, ella había debido soportar una conferencia de higiene. Tema: Destructivos Efectos de la Ropa de Algodón sobre los Cuerpos Mojados. Cruzaron algunas palabras y enseguida se arrepintieron. El doctor empujaba las brasas. "Pongamos que sea cierto", se dijo la viuda. "Digamos que este hombre tiene razón y que realmente les estemos matando." ¿Pero cuál era el camino? Sólo había que verlos cuando llegaban en sus canoas destartaladas. Un día estaba lavando los platos cuando sus hermanos en Cristo aparecieron en patas sobre la playa nevada. Permanecían a la distancia, esperando que los llamaran. Un hombre sólo llevaba media frazada mugrienta sobre los hombros. Era un invierno de perros, el primero que los Dobson pasaban en Abingdon. Para el doctor, los canaleses habían perdido plata al dejar sus quillangos por la ropa de Londres. La viuda se le rió en la cara. Ya nadie tenía quillango: lo cambiaban por cualquier chuchería en el primer paquebote. Estaba furiosa por la estupidez del doctor. Bendeciría esa ropa hasta el día de su muerte. ¡Desde luego que seguían llegando cosas extravagantes! Shirley Bates, por ejemplo, no paraba de mandar cubreteteras. Pero la pobre no sabía tejer otra cosa. "¡Quillangos!", renegó la viuda mientras atizaba las brasas. El tema la obsesionaba. Un atardecer de noviembre, varios años atrás, había visto surgir a Keno Kiapej por la puerta de su sala, enfundado en su gabán color borravino con un escudo del Royal Yacht Squadron sobre un bolsillo del pecho. Ella estaba resignada a tales apariciones. Cada tanto la visitaba alguno y se instalaba en el sofá. Podían pasarse las horas hojeando el Herald, aunque no entendieran palabra. Solían caer empapados y se apostaban delante del fuego con el quillango entreabierto. La viuda ya no se escandalizaba por nada. Una vez observó con asombro que el lozano pito de un visitante se levantaba al calor de las llamas. Pero el hombre siguió secándose muy absorto, como un viejo caballo que despliega indiferentemente su miembro mientras pastorea rodeado de pajaritos. Cuando ella vio a Keno Kiapej tiritando ante la estufa con su gabán deportivo y sus pantalones a cuadros, decidió que había llegado la hora de restituirle el quillango. Pero Keno se ofendió mortalmente al escuchar su propuesta y después anduvo diciendo que la viuda quería recuperar sus regalos. El doctor vigilaba la fogata en silencio. Los ojos de la viuda revoloteaban sobre sus manos. Un par de cubrecamas demoraban en agarrar llama. El médico trabajaba nervioso, como siempre que alguien miraba sus manos. Pensó en decir algo amable, pero no pudo arrancar. Ella pensaba en su charla con Keno y en los envíos de Londres y en el placer que sentía durante el reparto. Recordó su inquietud al descubrir cómo se degradaba la ropa sobre la piel de los canaleses. Jamás terminaba de secarse y rápidamente se les caía en pedazos. Los dedos asomando por los zapatos acentuaban el aspecto mísero de sus hermanos. Extrañaba la bulla de los domingos de octubre, cuando empezaban a partir las canoas y los canaleses chacoteaban en la orilla. ¿Acaso no parecían felices? ¿No festejaban sus propias locuras? ¿No se mataban de risa si alguno embocaba las piernas en las mangas de una camisa? Y sin embargo: ¿cuántas víctimas habrían cobrado las encomiendas de Londres? La viuda se tragó una lágrima. Recordó una frase de Mr. Ban-bury, el antiguo titular de la misión, al mostrarle una canoa que se iba. "¿Habrá un sitio seco para estos infelices?", murmuró el antecesor de su marido. Recién llegados de Europa, los Dobson despedían en el muelle a Mr. Banbury, mientras el paquebote aguardaba a la distancia. Los canoeros iban desnudos, con el quillango doblado a sus pies. Remaban muy encorvados y tiritaban bajo la lluvia. Cuando ella quiso acordarse, Mr. Banbury también se alejaba en su bote. Aquella noche garabateó su primera carta. Contó su encuentro con ellos. Describió lo mejor que pudo a esas criaturas delicadas como el jengibre que vivían luchando contra la lluvia. Pidió toda la ropa posible y prometió fervorosamente que no dejaría la isla hasta que el último de sus canoeros estuviera vestido como un hijo del Señor. Pero Dobson había dispuesto que únicamente los bautizados recibirían la ropa de Londres y ella no había tenido el valor de contradecirlo.

V ALAMBRADOS

Mientras charlaban con Jaro junto al alambre, apoyados sobre los hilos y mirando en dirección al potrero, Tatesh recordó los días lejanos en que vigilaba con su propio padre la irrupción de los perros desde aquel mismo sitio. Circulaban muchas historias sobre los perros pastores y Tatesh había crecido con ellas. Era un tema infaltable en la escuela dominical, donde los curas no retaceaban elogios a su espíritu de entrega. Según el padre Lorenzo, había perros tan meritorios que se ponían enfermos y se jodian la vida cuando pifiaban en el trabajo. Algunos descendían de lobo, aunque las historias omitían cualquier referencia a su carácter perverso. Pero eran perros muy responsables y andaban eternamente con hambre. Como sufrían mucho el calor, también se los esquilaba en diciembre. Al principio, según recordaba Tatesh, no habían significado una gran amenaza para los parrikens, que cruzaban sus campos. Por entonces nadie pensaba en romper los alambrados. El alambrado llegaba hasta el mar y había llevado todo un verano levantarlo. Era obra de varios chilenos que acampaban cerca del río. Su padre consiguió que lo emplearan y le tocaba cavar los pozos mientras Tatesh vagabundeaba con sus hermanos. Al mediodía les daban una pata de oveja y se apartaban para comerla. Tatesh generalmente se quedaba con hambre, pues en cualquier momento su padre agarraba la pata para meterla en una arpillera. Esta carne era toda su paga y cuando volvían al kauwi tiraba la bolsa a los pies de su esposa como si fuera un guanaco. Pero su padre había perdido la mano para la caza. Un día estaban cavando, enmudecidos por el frío de la mañana, cuando vieron una tropilla lejana que saltaba el alambrado a la carrera. Tatesh esperó que saliera tras los guanacos, pero su padre siguió trabajando en silencio. Tatesh pensó toda la tarde en aquel salto prodigioso. Al otro día alcanzaron la costa y esto fue el fin del empleo. Con la partida de los chilenos también se acabó la oveja. Se dedicaron a cholguear con la bajante, hasta que el invierno los echó de la playa. Una mañana su padre no consiguió levantarse. Tatesh salió a recoger mejillones con sus hermanos, pero en la costa soplaba un temporal desatado. Buscaron huevos de cormorán en las rocas y luego rastrearon guanacos. Volvieron con las manos vacías, cuando sus padres discutían a gritos. Era la pelea de siempre, por las ovejas del nuevo potrero. Su padre quería matar alguna. Su madre parecía indignada. Por esos días había parido y estaba muy alterada. En otro momento su padre hubiera cortado la escena, pero un dolor lo tenía postrado. A su padre le faltaban las orejas. Sólo tenía dos cicatrices debajo del pelo, que brillaban sórdidamente si agitaba la cabeza. Sentía mucha vergüenza por eso y no quería ni hablar del potrero. Finalmente ganó su madre, pero lo mandaron a él. Tatesh partió al día siguiente, escoltado por sus hermanos. Su madre le gritaba desde lejos, pero el viento no dejaba escucharla. El más chico salió disparando y volvió con el mensaje. "Una oveja no-más", decía su madre. Que tuviera mucho cuidado. Luego Tatesh traspuso el alambre y sus hermanos quedaron atrás. Cuando pudo mirarlos de nuevo, todavía lo saludaban. Le hubiera gustado llevarlos, pero debía moverse rápido. Tal vez se toparía con gente, pues todo estaba muy vigilado. ¿Qué diría si lo agarraban? Que iba a la escuela del padre Lorenzo. Pero si lo hallaban con un cordero entre manos, todo sería de balde. Probablemente le convenía esperar a la noche. Eran demasiados consejos y Tatesh se los olvidó. Sin embargo, fue bastante sencillo. No vio a nadie por el camino y pronto llegó al potrero. Del suelo nevado salían finos chorros de vapor. Las ovejas estaban abajo. Llevaban ahí varios días, devorando su propia lana. Tatesh cruzó el alambrado y empezó a cavar en la nieve. Quería un carnero cumbreño, de los que solían pastar en los picos y agarraban gusto a guanaco.

Pero sólo halló un par de corderos y varias ovejas acalambradas. Degolló al cordero más gordo. Mientras removía la hoja en su tráquea, la oveja más próxima chupaba un bocado de nieve. Las otras ovejas no se inmutaron. Su víctima había gritado más de la cuenta. Tatesh esperó agazapado. Algo tibio le corría entre las piernas. Al balar el cordero se había orinado. Empezó a nevar otra vez. Decidió volver por la costa. Pero aunque lo sorprendiera la noche, no tocaría su presa. De cualquier modo, el cordero ya estaba tieso. Imaginó el placer de su madre frente al cordero y silbó durante todo el regreso.

En verano cayó preso junto a su padre. Al cabo de una redada nocturna, la policía los condujo a Río Agrio. La comisaría desbordaba de parrikens, acusados de tumbar doscientos metros de alambre. Muchos eran ajenos al robo, pero parecían los más asustados. Aquella misma tarde fueron embarcados hacia Puerto Abril. Nadie pudo dejar la bodega, mientras navegaban por un mar alborotado. Un hombre aulló todo el viaje sin que lograran pararlo. Luego apareció un policía con varias bolsas de galleta y un tacho de mate cocido. En Puerto Abril los llevaron hasta el juzgado, pero pronto vino la orden de trasladarlos. Su padre vaticinó que terminarían en los corrales. Finalmente recalaron en un galpón y llegó el Secretario para indagarlos. Algunos parrikens chapurreaban inglés pero nadie comprendía al Secretario. Este no conseguía arrancarles el nombre y todos enredaban sus respuestas con interminables comentarios. Con el correr de las horas fue manifiesto que jamás lograría identificarlos. Todos hablaban al mismo tiempo y las mujeres eran las peores. El Secretario puso el grito en el cielo y amenazó con soltarlos. Tatesh no se perdía palabra. A diferencia del resto, gracias al padre Lorenzo, él y su padre le entendían perfectamente al Secretario. Pero casi nadie había intervenido en el robo. Para el Secretario esto era irrefutable. Anunció que solamente un tarado podía sostener lo contrario, mientras miraba a los chicos y a las mujeres preñadas. El policía se sintió aludido y murmuró que ahí estaban los mejores ladrones de ovejas de toda la isla. Sostuvo que a más de tres metros desaparecía cualquier diferencia entre un parriken y su señora, de modo que los arreaban a todos. El Secretario replicó que las diferencias eran notables, a menos que uno tuviera los ojos en el culo: el bulto cargado como una mula sólo podía ser la señora. El policía largó una risotada, hasta que el Secretario le preguntó si pensaba que los funcionarios estaban al pedo y podían pasarse la tarde con una lista. El juez entró hecho una furia, gritando que sin nómina no habría proceso. El Secretario y el policía protestaron al mismo tiempo. Los parrikens, ajenos a todo, conversaban en cuclillas. Dos mujeres daban el pecho y su padre roncaba sobre unas bolsas. Al final salió todo el mundo y alguien puso una tranca por fuera. Tatesh se dispuso a dormir en el suelo. A su lado, una mujer se peinaba plácidamente. Cada vez que veía una mujer arreglándose el pelo terminaba pensando en su abuela. Recordaba a sus hermanas peinándola con esmero, hasta que su cabello agarraba el color de una tormenta. A veces le untaban el pelo con caracú de chulengo perfumado con violetas. Sus hermanas disfrutaban peinando a la abuela y cada tanto le cortaban las puntas con una valva. Ella renegaba todo el tiempo, pues desconfiaba de sus dos nietas. Pero luego se puso vieja y sus hermanas empezaron a descuidarla. A veces pasaban días enteros sin que nadie se acordara de ella. Su padre armaba un escándalo y mandaba que la peinaran. Vinieron muchas peleas por esto, hasta que sus hermanas se hartaron y un día resolvieron pelarla. Las perras eran muy rápidas con sus valvas afiladas. - Cuando su abuela quiso acordarse le quedaban tan sólo unos pelitos parados. Pero no dijo palabra. Solamente alzó su cabellera del suelo y fue a enterrarla en la playa. El juez abandonó los galpones para juntarse con el padre Lorenzo. A pesar de todos sus aires, era un tipo incompetente y moroso que ahora se sacaría el fardo de encima trasladando la causa a otro fuero. Muy pronto los detenidos serían remitidos en tren hacia el Norte. Al estilo de un médico ignorante que entretiene a sus pacientes con tres o cuatro remedios, había aprendido a esquivar el bulto con la mayor elegancia. Y aunque había prevaricado y se había dejado manosear por la policía y había violado repetidamente los códigos, era considerado un buen juez. No sentía mayor interés por su oficio, pero sabía reconciliar a las partes. Apenas cambiaron palabra durante la cena. Tenían poco en común: eran nativos de Sagitario, jugaban al ajedrez, venían de una vida mejor. Cuando el juez fue puesto en funciones, el cura celebró un Te Deum. Cada tanto se juntaban a comer empanadas y charlaban sobre política. Pero ahora el juez estaba molesto por el episodio del galpón. De pronto lo asaltó una duda: ¿Los misioneros de Río Agrio conocían a los parrikens por el nombre? -Desde luego -respondió el cura-. Nosotros los bautizábamos. -Quiero decir sus auténticos nombres. -A muchos les poníamos sus nombres auténticos. -Una vez me mandaron un ladrón de ovejas -dijo el juez-. Un tal Manuel de la Noche. Creo que vivió con ustedes. -¿En la misión? Sí, es posible. Algunos padres tenían debilidad por esas cosas. Pablo del Viento, Pepe de la Lluvia. Hallaron a uno durmiendo y le pusieron Toribio Siestero. Procuró justificarse: -Tal vez éramos un poco descuidados. Pero son nombres, ¿verdad? ¿Y qué me dice de los anglicanos? -Bueno, a Ampunojanjiz le pusieron Sidney.

-Pobre Ampunojanjiz. -¿También estuvo con ustedes? -Sí. Una vez se tomó el agua bendita. El juez recordó su propio paso por Abingdon, al poco tiempo de morir el pastor. Fue un otoño caluroso, de vuelta de Sandy Point. Mientras caminaban junto a los rabanitos maduros, la viuda le presentó hasta el último de sus canaleses conversos. Después le dio una carta para Londres, rogándole que la pusiera en un sobre y la despachara en Río Agrio. Aquella noche, a bordo del paquebote, el juez echó un vistazo a la carta. Con el pesado estilo de los misioneros, la viuda ofrecía un informe contable y mendigaba con discreción. Era un típico llamado a los contribuyentes, revelador de penurias y modestos éxitos. Ella daba noticias de sus pupilos: "Ann Mary Brown y Wallace Brown están bien y son muy felices. Karen Townsend es una chica excelente y creo que ustedes deben saber que George Beckenham ha mejorado bastante y ya no miente tanto". En su carta costaba reconocer a los canaleses de Abingdon. ¿Karen Townsend? ¿George Beckenham? ¿Ann Mary Brown? La viuda parecía referirse más bien a colegiales ingleses y a sus condiscípulas vírgenes. Si al juez no le fallaba la memoria, George Beckenham era un viejo de rodillas arrugadas que sudaba para arrancar una nota a su flauta de hueso. La viuda procuraba cultivarlos por todos los medios y les había enseñado a fabricar esas flautas. El instrumento parecía tallado en un fémur humano y al juez no le habría extrañado que la materia prima proviniera de la finada madre de George. También conoció a Dobbyn Creek y a Mildred Butterworth, quienes por un par de monedas devoraban un pescado crudo ante los turistas y al momento de sacarlo. El juez se preguntaba qué pensarían en Londres de aquellas damas y cómo se imaginarían a Karen Townsend. Siguió por un rato con el tema del galpón. Quería establecer claramente si los parrikens le habían tomado el pelo. -¿Sabe una cosa? -dijo-. Esos tipos nos entendían maravillosamente. El padre sorbió su ginebra. -No me sorprendería. ¿Usted se acuerda de los canoeros de Tavistock? "Englishman! Come on shore!" ¿No gritaban eso desde la costa? -Sí. -Conozco muchos casos así. Un capitán que pasó dos noches fondeado en el Golfo de las Damas me dijo que los canaleses de la ribera, sólo por joder la paciencia, repetían a coro las órdenes de la maniobra. Son memoriosos, muy inteligentes a veces. -Por favor, padre. No me recite la Revista del Misionero. El padre sonrió. -Es tan difícil hacer algo por ellos -suspiró-. A nosotros nos daban mucho trabajo. Uno llega repleto de ilusiones. Como usted dice: con la Revista del Misionero en el bolsillo. Al final nos contentábamos con que juntaran las manos y repitieran Misericordia, Jesús, varias veces. Pero no era seguro que lo recordaran al día siguiente. -¿En qué quedamos, padre? ¿No eran unos tipos brillantes? El padre Lorenzo reflexionaba. -Tal vez demuestran su inteligencia de otra manera. Ya sé que el Evangelio no figura entre sus intereses. Pero son bellísimas personas. -Sinceramente, padre... Parece que está de moda hacer discursos por esta gente. ¿Usted cree de veras lo que me dice? El padre sonreía turbado. A diferencia de su compañero de mesa, era un tipo razonablemente honesto. -Creo que, por encima de todo, son nuestros hermanos. -No sea hipócrita, padre. -Le suplico que no diga eso. -¿Los canoeros de Tavistock también eran de la familia? El padre se mantuvo firme. -¿Usted les daría su casa? Además de su amor, por supuesto. Al juez le gustaba hostigarlo. El cura recordó la noche de Tavistock. Habían llegado al caer la tarde y el lanchero resolvió que pasarían la noche a bordo. En la playa crepitaba una fogata. La lancha bailó todo el tiempo y fue difícil pegar los ojos. El frío tampoco daba respiro. Cada tanto, alguien gritaba desde la costa. Con el correr de las horas fueron descifrando el mensaje: -Englishman! Come on shore! Luego cayeron en el sopor de los fríos exagerados. El cura perdió contacto con la cucheta y finalmente despegó del barco. Se dejó llevar por el sueño como las grandes voladoras durante sus travesías atlánticas. Flotó dulcemente en el espacio. Desde la playa subía un grito: "Englishman! Come on shore!" Soñó que planeaba a la deriva, con la curva perfecta de un ave fragata. Lo despertó la lluvia sobre cubierta. El lanchero preparaba el desayuno. El juez no había cambiado de pose. El cura descubrió una manta de lobo sobre su cuerpo. "Lobo de dos pelos", se dijo al tocarla. Era la piel compacta y sedosa que sólo se curtía en Berlín. Tal vez tenía más de treinta años. El agua los mantuvo a bordo hasta media mañana. El padre miraba la playa salpicada de rocas y los arbustos torcidos con las raíces al viento. Todo parecía barrido por un huracán eterno. El suelo se veía incapaz de retener un buen árbol. Más tarde bajaron a tierra. En la costa había un kauwi solitario. El silencio era completo. Pero los canoeros estaban ahí, espiando todos sus pasos.

El kauwi largaba humo a través de sus huecos. Adentro, unas figuras llorosas devoraban su desayuno. No dejaron de masticar un momento, mientras contemplaban a los forasteros. De sus dedos colgaban filamentos de mejillones. Un hombre achicaba sin ganas el agua que manaba de la turba. Luego la tiraba hacia afuera con una lata de dulce. Pero el charco no cambiaba de tamaño. Su mujer bregaba con el fuego. Sentados contra el ramaje tiznado, varios niños astrosos completaban el cuadro. El juez empezó a indagarlos acerca de un viejo crimen. El cura mostró su bolsa de comestibles. La mujer estaba muerta de vergüenza, a pesar de su ansiedad por el fuego. Los chicos sólo tenían ojos para la bolsa. El cura permanecía en la entrada, atrapado por las pupilas de aquellos niños a los que apenas les alcanzaba el aliento para seguir mirándolo. Únicamente la guardiana del fuego mostraba cierta energía. La llama estaba en el límite. Cada tanto, la mujer escudriñaba desesperadamente hacia afuera. Pero sólo había un perro aterido defecando bajo la lluvia. Finalmente ella se lanzó hacia las rocas y empezó a cavar con las manos en el grueso manto de nieve. Retornó a la carrera con algunas ramas podridas. "Ni siquiera tienen un hacha", murmuró el padre Lorenzo durante la travesía de vuelta. Estaba en la cucheta del lanchero, abrigado por la manta berlinesa. La manta desprendía el hedor que también surgía del kauwi. ¿La grasa rancia de lobo con que se untaban para el frío? Pensó en el espanto de la mujer frente al fuego moribundo. Recordó la ruinosa canoa que tenían sobre la playa. Jamás volverían a dejar el islote. Tal vez tiraran un tiempo pescando desde la orilla, pero para el verano estarían muertos.

Por fin el juez se libró de los detenidos poniéndolos en un tren que iba hacia el Norte. Tatesh y su padre fueron a dar a la vieja locomotora Caproti en calidad de foguistas. El maquinista hubiera preferido viajar con un enjambre de avispas. Sacó un poco de carne, cortó tres pedazos y los depositó sobre la pala. Ellos permanecían impávidos. Se preguntó qué pasaría en el resto del tren. No había modo de llegar a los vagones desde la máquina. Los parrikens le habían estropeado el viaje. El maquinista era un tipo tranquilo y disfrutaba de sus travesías por el desierto. Disputaba carreras con los guanacos e insultaba a las vacas que se paseaban sobre los rieles. A veces llevaba solamente la máquina y solía detenerse en medio del campo para cazar un cordero. Era todo un personaje en la línea. A los veinte años había enganchado una zorra al tren, pero tumbó a los trescientos metros. Mientras se asaba la carne resolvió que los dejaría escapar. Primero sirvió la comida. -Bife a la pala -dijo. Pero enseguida la quitó de la vista, pues relumbraba como algo mortífero. Luego se apartó con su bife. Ellos continuaban inmóviles, con los ojos clavados en la caldera. Estaban los dos en cuclillas, con el quillango a los pies. Un sudor negro les corría por el pecho. Aún les temblaban los músculos y ni siquiera miraron el plato. El maquinista dedujo que no probarían bocado. Pero no pensaba ponerse cargoso. Al mayor le faltaban las orejas. Era la firma de los ovejeros. Pensó que debía soltarlos y decidió proceder con cuidado. Se dijo: "Voy a bajar la velocidad en la curva y les pondré la pala en la garganta hasta que salten". Unos minutos más tarde, Tatesh y su padre veían perderse al tren. A cierta altura del viaje se habían dicho que sólo matando a ese hombre saldrían de aquella máquina. Se desperezaron al sol, aturdidos por el silencio. Estaban rodeados por un horizonte con espejismos y cerros. Sobre el suelo costroso se abrían lagunas de color amarillo. Se largaron por la vía rumbo a su casa. Un guanaco solitario los seguía desde lejos. Ellos marchaban muy apremiados, procurando salir del País del Diablo.

Pero el retorno a la isla les llevó cerca de un año. El problema principal fue el Canal de Mucha Nieve. Primero arreglaron el cruce con un lobero, a cambio de limpiarle el fondo del barco. Pero cuando su cascajo flotó nuevamente, el lobero resolvió que tomaría hacia el mar. De manera que ellos dos permanecieron en tierra. El tipo sólo se había dignado decirles que un botero de Río Kippa tal vez podría llevarlos. Este tampoco se mostró muy ansioso. Declaró que a veces cruzaba y a veces no, sugiriendo que todo dependía del tiempo y de sus putísimas ganas. Finalmente les pidió un guanaco. Era lo peor que podía haber dicho. Partieron en busca de alguno, pero sólo hallaron pisadas viejas. A la vuelta le insinuaron que tal vez no podrían conseguir el guanaco y el botero guardó silencio. "Hace añares que no pruebo el cerebro estofado", declaró al rato con un suspiro. Pero agregó rápidamente que por él los cruzaba gratis, siempre que el tiempo ayudara. Como el canal seguía planchado, resolvieron salir nuevamente de caza. Esa misma tarde, cuando volvían sin nada, lo vieron remando plácidamente desde la orilla contraria. "¿Dónde se habían metido? ¡Los anduve buscando!", se justificó a los gritos. Bajó con una bolsa de chapes y prometió que los cruzaría en cuanto tuvieran otro día tranquilo. Era difícil negociar con ese tipo. Tatesh maliciaba que jamás volverían a casa. Un domingo estaban junto a la orilla, esperando que se fuera la tarde, cuando una ballenera surgida de Punta Toribio puso proa a la playa. Su padre saltó asustado, hasta que reconocieron al cura Lorenzo. La ballenera fondeó enseguida y partió un chinchorro hacia tierra. El padre Lorenzo parecía encantado de verlos y prodigó sus abrazos. Aunque sonara increíble, estaban finalmente en noviembre, la época en que el cura salía por los canales para recolectar parrikens. La misión empezaba a ralearse en primavera, cuando llegaba la estación de los pájaros y los guanacos volvían a la montaña. Ya no valía la pena quedarse, pues el mundo de afuera resucitaba. A medida que aflojaba el invierno, la misión se volvía

inaguantable. Por la mañana Tatesh salía bostezando del kauwi y formaba en la cola del desayuno. Era peligroso quedarse dormido, pues se almorzaba muy tarde. Luego iría por su jarro de sopa y la polenta con papas. No se les pedía demasiado a cambio: tal vez algún entusiasmo para cortar leña seca o limpiar la capilla, para rezar en voz alta y para lavarse la cara. Además, Tatesh tocaba el pandero en la Banda de Niños. Una vez pasó el Presidente y la Banda ofreció un concierto en el muelle. Cuando el viejo saludó desde cubierta ellos aplaudieron hasta sacarse las manos. Estaban en pleno invierno y soplaba un temporal de aguanieve, de modo que todo el mundo rogaba para que aquello acabara. Otro año llegó la escuadra francesa y también hacía un frío cojudo y los barcos estaban muy lejos pero ellos lo mismo tocaban. Esa vez todos tenían zapatos y tomaron chocolate en la intendencia. Según el padre Lorenzo, hubiera sido un día perfecto de no ser por el triángulo que aterrizó en una zanja e incluso por el pandero que se cagó en los zapatos durante el camino de vuelta. El mal tiempo duraba muchos meses y en invierno nadie soñaba con escaparse. Pero bastaban las primeras tibiezas para que sólo hablaran de eso. "Mañana", pensaba Tatesh cada noche. Una madrugada cualquiera lo despertarían a sacudones y vería salir el cielo estrellado a través del esqueleto del kauwi, mientras su madre ataba los bultos y su padre rezongaba por la tardanza. Para el padre Lorenzo, noviembre era un mes amargo. Pasaba lista cada mañana, anotando a los fugitivos. Luego daba vueltas por la misión e insultaba a todo el mundo. Pero sus esfuerzos eran inútiles. A la familia de Tatesh no le perdía pisada. Un día los sorprendió desarmando el kauwi y tras una discusión a los gritos consiguió que se quedaran. Esa vez hubo que trabajar hasta tarde para levantar todo de nuevo. Luego mandó a buscar un cordero y comió junto a ellos y entre bostezo y bostezo les habló sobre el llanto de Jesús a la vista de Jerusalén. Durante el sermón de los domingos solía buscar en sus rostros alguna señal de arrepentimiento, alguna chispa de devoción. A veces pensaba que eran estúpidos y otras veces temía que se burlaran de él. Pero estaba dispuesto a redoblar sus afanes para que abandonaran sus vicios y conocieran a Dios en toda su gloria. Cuando lograba retener alguno, el padre Lorenzo sentía una gran exaltación. Pero la campaña de primavera estaba perdida. Si aumentaban las deserciones, salía con la goleta y atronaba los canales con sus insultos a los fugitivos. Jamás recuperaba ninguno, de modo que aquel domingo, apenas pisó la playa, abrazó muy conmovido a sus viejos inquilinos. "Tu mujer está en la misión desde el otoño", anunció a su padre, mientras los invitaba a dirigirse a bordo. A Tatesh le parecía mentira que finalmente fueran a pasar al otro lado. Llegaron a la misión de madrugada, en medio de un aguacero. Aunque todo estaba desierto, el padre Lorenzo se obstinaba en exhibirlos. Los tuvo un rato bajo la lluvia. Cuando por fin señaló una casilla de chapa, ellos corrieron adentro. Su madre lucía un collar de huesos que arrastraba por el suelo, señal de que habían cazado montones de pájaros durante el verano. Pero el bebé ya no estaba con ella. Nadie les hizo preguntas. Durmieron toda la tarde y luego llegaron visitas. Afuera seguía la lluvia. Pusieron carne en el fuego y todos se animaron un poco. Alguien entonó una canción. Su padre no abría la boca. Venían del País del Diablo, pero nadie parecía notarlo.

Era lo que Tatesh recordaba de aquellos días, la época en que cundieron los alambrados y estalló la guerra de las ovejas. Nadie podría contar cómo empezaron las cosas ni cuándo se desataron las represalias. La cuestión fue que de pronto el terror se derramó por el Norte como en tiempos de los variolosos, cuando los apestados vagaban por la llanura y los propios parrikens debían acuchillarlos a las puertas de los poblados. Fue preciso huir de la costa, aunque ya no quedaban sitios a salvo de los criadores con perros. Por esos días murió su padre. Entonces surgió otra historia. Se la oyeron a su madre, que precisaba contarla. Cuando ellos no habían nacido, los demonios de la noche llegaban de pronto a los kauwi y apaleaban a las mujeres. Gritaban como salvajes, provocaban mucho pánico y saqueaban los campamentos. Pero a diferencia de los criadores, nunca mataban a nadie. Ella mostró una foto arrugada: tres hombres poniéndose las caretas, con todo el cuerpo pintado. Al centro estaba su esposo. "Me la dio el profesor del museo", reveló ella a sus hijos. "La sacó sin que nadie lo viera." Después ya no dijo palabra. Pensaba en los demonios que llegaban desde las sombras para mantenerlas aterradas y que no volviera el día en la tierra en que mandaran otra vez las mujeres. Aunque la foto acabó con todo eso, su madre se lamentaba por los años que había vivido engañada. ¿Pero cómo reconocer al propio marido entre un grupo de demonios? Acabaron largándose al Sur con su madre. Tatesh preguntó adónde iban. Le dijeron que al país de los canaleses. Emprendieron calladamente la marcha. No podía imaginar todavía que pasarían más de quince años hasta su retorno. Ahora, mientras vigilaba con Jaro la aparición de los perros a través del alambrado, le parecía increíble que hubiera pasado todo ese tiempo.

VI EL CUARTO DE ARRIBA

-Ahora tome la sopa -dijo la viuda-. ¿Por qué los médicos son tan malos pacientes? -Es verdad. No sabemos someternos humildemente a las reglas. -Usted es un buen médico. -Solamente un cirujano rápido. -¿Eso es una virtud? -Antes estaba orgulloso. Uno hace sus estragos en la tercera parte de tiempo. Pero tampoco sirve de mucho. A la larga, uno se arrepiente de saber medicina. -Pobre doctor. Ha visto demasiadas muertes. -Como usted. Y encima es hija de médico. -Pero mi padre no era tan bueno. ¿Le dije que destapaba a los enfermos con la punta del paraguas? Yo lo acompañaba todas las tardes. La viuda tenía con su padre algo pendiente que siempre sacaba a luz. El doctor cambió de tema. -¿Cómo anda Mary Niscaia? -Cada día mejor. -¿Recobró el apetito? -Que yo sepa, jamás lo perdió. Come hasta ponerse colorada. Y ahora quiere saber cuándo vendrá Dios por aquí. El doctor había dormido trece horas. Al despertar descubrió a la viuda con una bandeja en sus manos. Ella parecía al borde de algo. ¿Tal vez todo había concluido? De afuera llegó el canto malhumorado de un pájaro. Sonaba como el trino de los chorlitos cuando declina el verano y empiezan a preparar su partida. Era la tarde perfecta para un final desdichado. Pero la viuda le acercó la bandeja y se limitó a comentar que Federica estaba en la playa. Después el techo crujió como siempre. La pieza de los contagiados. Usualmente las vigas crujían cuando alguno dejaba la cama para bajar al comedor. Aquí estaba el sector de los niños sanos, pero resultaba imposible mantenerlos aislados. En cualquier momento del día, atraídos por el calor de la estufa, los enfermos se ubicaban en lo alto de la escalera. Luego se deslizaban de a poco por los escalones, hasta llegar a la salamandra. La viuda pretendía correrlos y terminaba llorando. Ahora sólo quedaba un chico en toda la casa, en la pieza de los contagiados. Ella miraba las manos del médico. Más que las manos de un cirujano rápido, parecían los dedos de un arponero, de los que continuamente soban un calabrote para curtirse las yemas. Sintió un peligroso impulso de acercarse a ese hombre, segura de que jamás osaría intentarlo. Luego se apostó en la ventana y rompió a llorar en silencio. Fue por culpa de Federica, quien caminaba descalza junto a la orilla. Su figura le recordó a las niñas canoeras que se paseaban después del culto y que ataviadas con los sombreros de la señora Forbes parecían adolescentes inglesas. Eran los días soleados en que todo parecía posible y el futuro aún estaba muy lejos y ella todavía soñaba con la visita del arzobispo. Pero ahora gemían nuevamente las vigas y decidió subir a ese cuarto. El niño se llamaba Erasmo. El resto había muerto y otros habían huido y ya nadie osaba visitar la misión. El rumor de que la viuda estaba perdiendo a su gente había tendido un cerco sobre Abingdon.

El doctor la miró alejarse mientras procuraba descifrar sus pensamientos. La viuda tenía el ánimo por el suelo. Una noche se la pasaron hablando sobre los mártires del País de las Lluvias Perpetuas. Según ella, un pastor moribundo, después de sufrir el ataque de los canoeros, consiguió garabatear en la roca el número de su salmo preferido. Así fueron sus últimos instantes en aquel peñón solitario. La viuda declaró su admiración ante aquella muerte tan digna y el doctor comprendió que su pesadumbre había empeorado. Ella estaba orillando el derrumbe y pronto le faltaría el aliento para visitar a su último enfermo. El doctor se preguntó si la viuda escribiría esa noche a Inglaterra, hasta que finalmente saltó de la cama y empezó a vestirse despacio. Faltaban dos días para el arribo del barco. La viuda también quería tomarlo. El doctor se preguntó si Erasmo habría muerto para entonces y pensó qué haría la viuda en caso contrario.

Mientras la mano de Erasmo quemaba su mano, la viuda pensó nuevamente en su padre y recordó las visitas que hacía con él. Sobre todo recordó a una mujer parturienta que habían pasado a ver una noche. Era una noche de junio. Ella tenía siete años. Iban trotando en un carricoche por un camino barroso. "¿Qué tenemos ahora?", exclamó ella feliz. "Un parto", dijo su padre. Las riendas se le fueron de las manos y ella comprendió que estaba borracho perdido. La mujer vivía sola en un cuarto. Apenas traspusieron la puerta, su padre la hizo ocupar un banquito arrimado a la pared. La cama se veía muy lejos. El cuarto estaba pelado. Ella presintió que tenían para largo. Su padre se la daba de buen partero aunque hubiera bebido hasta chocar las paredes, pero a esa mujer aún le faltaba bastante. Su padre había trabajado duramente aquel día y estaban lejos de casa y era una pena volverse para salir otra vez de madrugada. Observó con inquietud a su padre. Fuera del banquito que ocupaba ella, no había otro asiento en la pieza. Su padre se reclinó en la pared con los ojos entornados, pero acabó por sentarse en el suelo mientras su paciente lo miraba acongojada. Luego su padre tomó asiento en la cama y le rogó a la mujer que se corriera un poquito para tenderse a su lado. Al momento estaba dormido. A solas con su muñeca, en el confín de la pieza, ella sintió que las orejas le ardían. Ni por un momento se atrevió a levantar la mirada, pero adivinó la sonrisa entristecida de la mujer. Luego advirtió que ésta también bostezaba. Cuando su padre empezó a los ronquidos, ella, para esconder su vergüenza, empezó a contarle un cuento a la muñeca, en tono muy quedo para no despertarlos.

Ahora el doctor había salido a dar una vuelta por la misión. Cuando pasaba cerca de las casillas, resolvió hacer una visita a Mary Niscaia. Mary tenía gente en su casa. Además de su sobrino, estaban la mujer de Selcha y una vecina. En el suelo había un tipo cubierto de mantas. Mary no se movió de la cama. Le pidió al doctor que se arrimara. Se veía desmejorada. -Al final me lo pillé -dijo-. Pero aquél está peor. Le juego que mañana clava el hocico. El tipo del suelo sonreía como si hablaran de otro. Mary la emprendió con su sobrino. -Este no tiene nada, pero se la pasa acostado. Le da un ratito a la pala y ya viene a tirarse. ¿Cuántos enterraste ayer? -Muchos. -Tres. Para él, todo es mucho cuando pasa de dos. ¿Por qué dejaste la escuela? No hubo respuesta. El viento sonaba en las chapas como ladridos lejanos. Por las tablas del piso subía el frío. Las paredes estaban forradas con diarios. Mary vivía en esta casilla desde los tiempos de Dobson. Jamás había vuelto a su kauwi. Todos permanecían callados, esperando la próxima frase de Mary. Entró Selcha en la pieza y parpadeó sorprendido. Ya no era el matón de costumbre. Llevaba unos días con fiebre y contempló al doctor sin esperanzas. Pero aún no pintaba tan mal. Según las malas lenguas tenía media ballena enterrada en el bosque para la próxima hambruna. Mary siguió cargoseando. -¿Vas a quedarte ahí toda la tarde? El sobrino la miró fríamente y masculló algo horrible en su lengua y al final se marchó. A Mary le costó reponerse. -Basura de mierda -murmuró-. Ahora quiere mandarse a mudar. No le importa nada de nadie. ¡Una semana le duró el trabajo en el aserradero! Encima empezó a chupar. El día que quiera pegarme lo mato. A mí nadie me pone la mano encima. Yo trabajé diez años en Buenos Aires con la misma familia y nunca me levantaron la voz. ¿Usted sabía que me pasé diez años allá? A veces me da tanta pena haberme venido... A ver, ayúdeme un poco... Tomó las manos del médico. Miró a los demás de reojo. Quería decirle un secreto y tenía los ojos llenos de lágrimas. Susurró junto a su oreja: -Doctor: ¿por qué nos estamos muriendo todos?

VII TIBERIO SEVERUS MAMELUKE

Acamparon a orillas del alambrado, buscando el modo de llegar a Lackawana. Estaban junto a un río vueltero: de caminar en línea recta, en pocos minutos de marcha podían cruzar varias veces su curso. Los niños corrieron en busca de truchas, pero sólo sacaron un pez con arrugas que bufó al salir del agua. Luego llegó Kamen con su gente y resolvieron seguir todos juntos. Con Tatesh recordaron la época en que se podía llegar sin problemas hasta el peñón de los lobos. Camilena, aburrida de tanta charla, empezó con sus reclamos. ¿Y los flamencos atascados en el hielo? ¿Y las colinas cubiertas de bayas? ¿Y los pájaros que dormían con las alas desplegadas? Se dedicó a maldecir la llanura ventosa y aquel interminable alambrado. De noche sentía nostalgia. A menudo, sobresaltada, creía escuchar la caída de una cascada en el mar o el plañido lejano de los ventisqueros. Ya era el tiempo en que brotaban los árboles de toda la costa y los cangrejos correteaban por el fondo y los erizos reventaban de gordos. Reanudaron el viaje mucho antes de lo esperado. Fue por culpa de Kamen, que insistía en cazar un cordero. Se largó una madrugada sin que pudieran pararlo y todos comprendieron entonces que debían levantar el campamento. De todos modos, ése fue un día tranquilo. Camilena se puso a tejer una red, mientras los niños se perseguían con mazacotes de barro. Presintieron que la suerte les había dado la espalda cuando Kamen llegó al otro día con una bestia sobre los hombros. Tatesh salió a la carrera y los demás lo siguieron. Sospechaban, por la desesperación de Tatesh, que iban a un cruce funesto. Kamen traía un carnero lanudo que jamás había sido esquilado. Era un padrillo de Quartermaster. Tatesh discutió con su compadre y se fueron a las manos. Conocía bien la clase de bestias a las que nadie debía acercarse, pero finalmente lo ayudó a bajar el carnero. Esa misma noche, al mirar la forma del cielo, descubrieron que terminaba el verano. De la costa venía el barullo de una estampida de lobos. Los niños dormían junto a las llamas. La osamenta de Tiberio Severas Mameluke relucía bajo la luna. A Tatesh se le había pasado la rabia. Pensó que su destino estaba sellado desde los días en que su padre trabajaba de peón y castraba corderos con los dientes. Tatesh había escuchado esa historia mil veces. Los capadores daban un tajo a la bolsa y bajaban los testículos de golpe y sabían morder los cordones en el punto más delicado. Luego escupían discretamente a un costado. Su padre les agarró el gusto enseguida y los demoraba en la boca hasta que una vez empezó a masticar lentamente y tragó con disimulo. Era el momento más fascinante de su relato. Pero su padre aún sentía vergüenza cuando alguien se quedaba mirando las orejas que le faltaban.

Tatesh jamás olvidaría la forma en que marcharon al Sur con su madre. Desvelado entre las estrellas, no pudo menos que recordar aquel viaje que habían cumplido veinte años atrás por ese mismo camino, sólo que en rumbo contrario. Aunque habían dejado muy pronto la tierra de las ovejas, ella los hizo seguir a paso forzado. Cruzaban el territorio de los parrikens del Sudeste y pugnaban por esquivarlos. Buscaban comida en la costa y por las tardes levantaban algún refugio y partían con el alba. No pensaban pedir permiso para seguir avanzando, pero luego empezó a faltar la comida y resolvieron pasar la noche en el próximo poblado. Pero aquel sitio estaba prácticamente vacío, pues su gente había salido de caza. Una vieja les propuso quedarse, disculpándose por su pobreza. Explicó que los mejillones de toda la costa estaban enfermos, mientras ellos procuraban

calentarse y su madre permanecía en silencio. De un tronco pendía una bolsa repleta de nieve que goteaba junto al fuego. Una mujer estaba lamiendo a su hijo recién nacido. Aquella madrugada, Tatesh se despertó sobresaltado. Algo pasaba en el valle. La vieja escuchaba junto a la entrada. Del valle venía un escándalo. "Son mujeres ahuyentando guanacos", oyeron decir a su madre. Tatesh imaginó a los guanacos corriendo en dirección a las cumbres, donde acechaban los cazadores. Ellas tal vez los habían pillado desprevenidos, con las patas dobladas bajo el estómago y el pecho afirmado en el suelo, mientras los iba cubriendo la nieve. Tatesh calculó el terror de los guanacos al oírlas y deseó estar en el valle. Luego sintió que extrañaba a su padre. Una vez lo había visto cazar un macho solitario que llevaba las marcas de viejas peleas. Su padre cortó los delicados trozos de grasa que tenía detrás de las órbitas y los tragó de un bocado. Enseguida le abrieron la panza y le sacaron las tripas y metieron adentro la cabeza y las patas y el guanaco se redujo a un bulto insignificante. Así era fácil llevarlo a cuestas. Eso fue por la época en que su padre aún cazaba guanacos y no debían andar mendigando.

De modo que fueron al Sur con su madre. Marchaban por los bosques oscuros y un día resolvieron permanecer en la playa. De la arena emergían los mástiles de un velero enterrado. Mientras sus hermanos hacían una enramada contra el palo mayor, Tatesh recorría la costa juntando maderas de barco para poner en el fuego. Luego se tiró a dormir en el suelo. A lo lejos un lobo nadaba de espaldas y dos hembras retozaban entre las olas. Su perro daba vuelta las piedras buscando mariscos y una gaviota dormía en el viento. Su madre lo despertó al poco rato. La gaviota ya no estaba en el cielo. Ella le mostró un buque de hierro que hacía su entrada, de modo que alzaron las cosas y salieron a escape. Su madre se quedó borrando las huellas y en pocos minutos la playa estaba como antes. El buque detuvo las máquinas. Era la cañonera Rufino Quiroga que llegaba botando humo. Así reflejada en el agua, centelleaba como una visión del infierno. A bordo, ocupados con la maniobra, muy pocos miraban a tierra. Pero en un camarote de popa, pegado a un ojo de buey, alguien examinaba la costa. Se llamaba Recaredo Camargo Llerena y venía en representación del gobierno. Era su primer respiro en diez días y parecía el sobreviviente de una agotadora diarrea. Envidiaba a la gente que devoraba novelas y que llenaba carta tras carta o que simplemente podía concebir una idea durante una travesía. En el tiempo que llevaba embarcado, apenas había salido del camarote. Cada tanto, mediante un esfuerzo supremo, reptaba hacia el comedor y almorzaba con los oficiales y volvía de inmediato a la cucheta. Le costaba poco retomar el sueño, aunque a veces solía despertarlo algún zarpazo del mar o los movimientos furtivos de su compañero de cabina, un oficial muy discreto que se vestía en la oscuridad y se esforzaba por no molestarlo mientras Recaredo lo examinaba desde el otro lado del mundo. El enviado ministerial hubiera querido un barco más grande y una cabina privada, como cuadraba a su rango y a su pésimo estado. Una noche, en medio del temporal, oyó que se golpeaba la puerta. El oficial entró muy apurado y atajó todo lo que volaba y lo puso en el suelo sin cumplidos, incluida la Memoria Confidencial que Recaredo había estado leyendo y que yacía sobre su pecho. Cuando Recaredo despertó nuevamente ya era de día y no había rastros de la tormenta. Su compañero se afeitaba frente al lavabo. Después de pasar siete veces la navaja por su rostro, como indicaba el artículo cuarto, se enjuagó en la palangana y descubrió a Recaredo en el espejo. Le anunció con una sonrisa que ya estaban fondeados. Recaredo saltó de la cama y miró la playa vacía y los mástiles enterrados. Distinguió los picos nevados y la nieve que concluía en mitad de la montaña. El oficial secaba la brocha. Desconfiaba de los civiles a bordo. Tampoco tenía en claro la misión de Recaredo. Sabía que los escándalos por las ovejas habían alcanzado un tono muy alto y que Arriba por fin se habían resuelto a hacer algo. Esperaba solamente que la Rufino Quiroga y sus tropas estuvieran a la altura de las circunstancias. Recaredo estudiaba la montaña boscosa y los deslizamientos de tierra pelada. Descubrió una docena de lobos fulminados sobre las rocas. Sólo desde muy cerca, un observador detallista hubiera notado que dormían a pata suelta. La inminencia de la acción lo desquiciaba. Estaba próximo a jubilarse. En treinta años de Ministerio, jamás había emergido de su modesto rincón del tercero, atestado de carpetas y con vista a un jardín abandonado. Se preguntó si su puesto tambaleaba. Venía en un barco de guerra, junto a una expedición militar criticada en el Congreso. Parecía una responsabilidad explosiva para un funcionario menor, la clase de cargas que había cuerpeado toda su vida y que ahora, por culpa de algún canalla, le había caído entre manos. Luego se trasladó hasta la cámara desierta y ordenó sus papeles sobre la mesa. Destapó el tintero de plata. Sus impecables escritos, colmados de anexos y gráficos, gozaban de cierta fama. Esa era su batalla cotidiana: la inclaudicable lucha por la antigüedad necesaria. Pero ahora no lograba concentrarse. Puso "Señor Ministro del Interior" y se acercó a la ventana. A popa flameaba su bandera. Sintió un espasmo patriótico. Ahí estaba esa isla tormentosa que sólo conocía a través de los legajos. En su escritorio de Buenos Aires guardaba tres expedientes: "Izamiento del pabellón británico en la misión de Abingdon", "Fundación de Nueva Liverpool (investigación de denuncia)" y "Proyecto del Almirantazgo inglés para cerrar el canal de Mucha Nieve con cadenas". Habían llegado a sus manos poco antes de la partida. Eran tres carpetas voluminosas, protegidas con el sello de "Reservado". Esto cambió la dimensión de su viaje. Releyó sus instrucciones con nuevos ojos. Sintió que su intrascendente misión ("Traslado de indígenas al islote Barrow") encubría algo misterioso y profundo que involucraba a la patria misma. Más tarde procuraría explicar a su esposa lo que significaba todo eso. Faltaba poco para zarpar y transcurría el otoño en su barrio.

Ella daba vuelta una pollera. Cada sobremesa, durante casi treinta años, habían charlado sobre lo mismo. Conocía hasta la última escaramuza de su marido en el viejo ministerio. Durante el verano anterior, por una fatalidad burocrática, él había afrontado un sumario. Eso le acarreó un gran sufrimiento y una noche ella tuvo que zamarrearlo con furia para sacarlo del pozo. "¿Qué es la Partida Nueve Cincuenta?", le preguntó mientras él resollaba entre sus brazos. "¿Así que yo soñaba con eso?", murmuró Recaredo Camargo Llerena. "También con los contratados. Y pateabas como una mula", le dijo ella. "Voy a pedir la licencia", suspiró Recaredo. Pero al surgir este viaje, las cosas habían cambiado. Ella sentía un temor indefinido. Durante todos aquellos años había sufrido en carne viva cada humillación infligida a su marido. Se preguntó si estarían preparándole algo. La noche de la pesadilla él lloró contra su pecho. "¿Has visto a los trapecistas cuando se tiran al otro trapecio?", preguntó Recaredo. "Así entro yo cada mañana a ese ministerio de mierda. Nunca sé si habrá alguien para agarrarme las manos." Y sin embargo, a pocas horas de tomar el barco, se veía recuperado. Hablaba de los ingleses como si fuera a despellejarlos. Ella lo acompañó hasta la dársena. La Rufino Quiroga no parecía gran cosa en el muelle. Recaredo Camargo Llerena demoraba el abordaje. Ella le arregló la corbata. Le dijo: "Tené cuidado con esos indios". Lloviznaba. Por la calle del puerto se acercaba una figura legendaria, hombre fuerte de otro ministerio. Recaredo Camargo Llerena sintió que el gobierno tenía puestos los ojos en él y que le mandaba un coloso a despedirlo. Pero el sujeto pasó de largo y depositó un sobre lacrado en manos del capitán. A último momento llegó un cura a la carrera, con un paquete para el padre Lorenzo Giácomo. Parecía una caja de libros, pero su portador aclaró que era dulce de membrillo, una encomienda más lógica para un vulgar cura de campo. Aunque no conocía al padre Lorenzo, Recaredo ya se lo imaginaba: cuchillo al cinto, hábil enlazador, sermoneador poco inspirado, hombre de infinitos recursos (capaz de celebrar una misa con ginebra a falta de vino priorato). El cura permaneció un rato en la orilla. Quería saber algo del viaje. ¿Era verdad que le llevarían algunos indígenas al padre Lorenzo? Recaredo contestó negativamente: las órdenes sólo decían que debía entregarlos en Barrow. El cura pareció defraudado. Se carteaba con el padre Lorenzo Giácomo y éste se revelaba cada vez más cansado. "Teme que acaben por cerrar la misión", explicó a Recaredo. "Pasamos juntos diez años. Pensar que llegamos a tener más de trescientos pupilos en Río Agrio. Pero ni con eso le tapábamos la boca a la contra. ¿Sabe qué decían al último? Que trucábamos nuestras fotos para mostrar muchos niños." Luego se despidió. Pero el barco aún estaba en el muelle y un periodista consiguió alcanzarlo. Cargó sobre Recaredo con un cuestionario, mientras varios papeles se le caían al suelo. ¿Así que el gobierno por fin se movía? ¿Confinarían a los indígenas a la misión del islote Barrow? ¿Quién estaba detrás de todo eso? ¿Finalmente se había cedido a la presión de los ovejeros? ¿Por qué no retiraban más bien las comisarías de las estancias? ¿Era cierto que en Sandy Point programaban un remate público de canoeros? ¿La Rufino Quiroga volvería a Buenos Aires cargada de sirvientas? ¿Sabía que el ministro estaba citado al Congreso? Recaredo ignoraba esto último y lo escuchó demudado. Debían hablar a los gritos, pues el barco se iba moviendo. Los alaridos del periodista crecían. Recaredo se aferró a la baranda. El tipo corría al costado, mientras seguía perdiendo las hojas. Recaredo hizo un amago de saludar, como un intento por aplacarlo. Otra vez lo había agarrado el pánico.

La madre de Tatesh vaticinó que pronto no habría dónde meterse. Enseguida llegó el agua y vieron llover en silencio. ¿Qué más podían decirse? Estaban en la última línea boscosa, en mitad de la montaña, bajo aquellas plantas torcidas que paraban las avalanchas. Desde allí vigilaban el buque. Llevaban dos días sin comida ni fuego, pero no esperarían más tiempo. La costa hervía de tropas. Por la mañana había pasado una lancha con varios detenidos a bordo. Tatesh reconoció a la vieja del kauwi. De pronto tres cañonazos del buque dieron contra una montaña vecina. Eso terminó de alarmar a su madre, quien aceptó a regañadientes que sólo podrían fugarse por el Bosque Hediondo. El sol se reflejaba en un témpano varado. A lo lejos, varios guanacos volvían al bosque. Junto a la cañonera, los cuervos devoraban el cadáver flotante de un lobo. Todo se divisaba claramente desde lo alto. Los soldados rastrillaban la playa, patinando sobre las rocas viscosas. Luego, muy desplegados, empezaron a subir la montaña. De modo que ellos también se levantaron y emprendieron el ascenso, finalmente resignados a trasponer la cumbre para dirigirse al último escondrijo posible, en los tenebrosos dominios del Carnero sin Cabeza.

Al principio todo anduvo tranquilo. El aire les dolía en la cara y la nieve era compacta y uno podía tenderse en el suelo sin alcanzar a mojarse. Todavía resultaba sencillo encender un buen fuego con las ramas inferiores de los guindos y además se podía encontrar leña seca bajo los troncos caídos. Había pisadas de zorro perfectamente marcadas y huellas de pájaros que devoraban mariposas nocturnas. Más tarde pasaron junto a un bosteadero revuelto por animales que buscaban escarabajos. No parecía un bosque distinto de los otros. Los rastros persistirían hasta la siguiente nevada. Cada tanto el silencio era roto por la caída de algún trozo de nieve. Luego aflojó un poco el frío y al mediodía tuvieron un rato de sol. De los árboles manaba una fina llovizna, así que apuraron el paso. Iban por un río helado, bajo una galería de robles que arriba juntaban sus copas. Las ramas se poblaron de gotas y el día se puso muy raro. Sus hermanos festejaron el espectáculo y disputaron carreras sobre el hielo mientras ladraban los perros. Luego el tiempo volvió a cerrarse y el bosque paró de mojar. Su madre sacó un buche de avutarda repleto de aceite

de foca y todos tomaron un trago. Finalmente se habían salido del río y marchaban callados mientras los acosaba el rumor de sus pasos. Ya nadie iba contento. Sobre sus cabezas pendía el horror de la noche. Cada uno interpretaba a su modo las advertencias del bosque. Había helechos del tamaño de un hombre y plantas repletas de abscesos y árboles con la forma cambiada. Muchos guindos estaban descortezados hasta dos metros de altura, aparentemente roídos por mandíbulas enardecidas. El frío era tan duro que los troncos estaban partidos de la raíz a la horqueta. Pero lo más repulsivo de todo era el olor a carnero que impregnaba el aire. Tatesh recordó los troncos pelados y los descomunales mechones de lana enganchados en el follaje y se arrepintió de hallarse en el bosque y pensó que ya nunca saldrían vivos. A la madrugada los despertaron unos bramidos aparatosos. Tatesh se levantó aterrado y chocó en la oscuridad con su madre. Para peor estaban sin fuego. El más chico lloraba, hasta que alguien se ocupó de silenciarlo. Mezclados con los bramidos, había otra clase de ruidos que parecían gritos humanos. Ella pidió que no se movieran: sonaba como una estampida furiosa que venía directamente hacia ellos. Su madre sopló desesperadamente el fogón, hasta que las llamas mostraron su rostro. Por largo rato no articularon palabra. Luego Tatesh corrió al encuentro de aquello. Poco más tarde, al amparo de las últimas sombras, vio acercarse algo envuelto en vapor, gelatinoso y oscuro. Revivió el horror de una noche que sintió hablar a sus padres del Carnero sin Cabeza. Se le escapó un lloriqueo, mientras gateaba por la maleza. Luego metió la cara bajo los brazos y se aplastó contra el suelo. Pero la masa viscosa había cambiado de rumbo. Entre gritos y fogonazos, Tatesh distinguió algunas siluetas de gente con faroles y látigos. Era una cuadrilla de cinco loberos, que arreaban una manada a través de la península. Todas las bestias gruñían y de sus fauces brotaba un aliento fétido. Un macho agitó la melena y apuntó sobre Tatesh sus ojos legañosos y miopes, hechos para ver bajo el agua, como si realmente lo estuviera mirando. Pero sólo percibía un paisaje borroso y los destellos de los faroles. Sollozaba de a ratos y la panza le hacía ruidos. Los llevaban de una playa a otra, hacia un campamento lobero. Iban atónitos y perdidos, remontando de noche la floresta para que no los secara el calor. A pesar de su espanto, Tatesh esperaba que alguno quedara en el camino. Presentía que si un lobo cambiaba de rumbo sería sacrificado en el acto para evitar una estampida. Pero esto no se produjo y pronto los ruidos fueron cesando y sólo quedó la maleza estropeada como señal de su paso. Permaneció sin moverse hasta la salida del sol. A la distancia, empezaba a llegar la niebla. Por allí se habían ido los lobos. Algo le dijo a Tatesh que no debían franquear esa línea. Retrocedió cautelosamente y emprendió la retirada. La nieve estaba limpia de huellas y ahora el tufo a carnero apagaba el hedor de los lobos. Sintió temor por los suyos y se preguntó si los hallaría. Resolvió que debían volver a la playa a pesar del buque de hierro. Pronto llegó al campamento. Encontró a sus hermanos tiritando y los instó a desandar el camino. Como su madre no dijo palabra, todos se pusieron en marcha. Tres días más tarde habían alcanzado nuevamente la cumbre y estaban frente al enfurecido cielo del Este y el océano destellante. Sin demasiada sorpresa, comprobaron que la cañonera seguía en su sitio. Hostigados otra vez por el hambre, bajaron hacia la costa. Su madre pareció resignada. Eran las últimas horas que pasaban juntos, pues mientras ellos serían trasladados a Barrow, su madre terminaría sus días como sirvienta en Buenos Aires. Pero por el momento habían recobrado el ánimo y charlaban en el descenso. Al oír su parloteo, los soldados que mataban el tiempo en la playa se levantaron con el fusil preparado. En la última semana habían eliminado a varias de aquellas criaturas, así que miraron con estupor a los siete parrikens que venían tranquilamente hacia ellos.

Ahora, mientras luchaba por agarrar el sueño junto a los huesos pelados de Tiberio, Tatesh recordó los lejanos días del Bosque Hediondo y pensó que nuevamente habían ido muy lejos y que pagarían por eso. Evocó al hombrecito de la cañonera y maldijo su corazón duro y amargo y seguramente tan negro como el de un perro de mar. Sus hijos descansaban plácidamente. Más allá dormía Kamen con su gente y la otra familia que marchaba con ellos. A la mañana siguiente, mientras comían a orillas del bosque, vieron llegar a un jinete por la pradera. Tatesh soltó el pedazo de grasa que derretía en las llamas y apagó la fogata. Permanecieron ocultos bajo los árboles, mirando al jinete lejano. La pradera sólo era transitable en invierno, cuando el suelo estaba compacto y se ponía anaranjado. Ahora lucía como el parque de Quartermaster, aunque debajo escondía una ciénaga. Apostaron al sitio donde se hundiría el caballo. Sólo debían esperar que ocurriera y que su jinete resolviera matarlo. Pero ambos eran muy buenos y avanzaron un gran trecho. Los emboscados decidieron entonces que tal vez aquel hombre lograría cruzar la pradera y que más les valía dejarlo, pues así les ahorraría el trabajo de sacar el caballo del pantano. La perspectiva de un costillar a las llamas los puso contentos y resolvieron postergar su partida a Lackawana. Por momentos el jinete seguía de a pie. Era un peón de Quartermaster. El caballo tenía experiencia y sabía dónde pisar y raramente le chingaba. Pero cada vez era peor avanzar. Apestaba a sudor y le costaba dar cada tranco y mantenerse derecho al sacar las patas del barro. El hombre tampoco intentaba apurarlo. Hasta que todos los rumbos parecieron cerrados. Cuando el caballo comprendió esto, se negó a continuar. El hombre no lo forzaba. Procuró darle ánimos y observó la altura del sol y el camino recorrido. Entonces quiso pegar la vuelta. Pero el caballo ya estaba entregado. Quedaban ochenta metros al bosque. El hombre calculó la distancia. Pensó que lo esperaba la noche y que jamás convencería al caballo. Miró los árboles próximos y dispuso que llegaría como fuera y que acamparía en la orilla del río

herrumbroso para secarse junto a las llamas. Finalmente resolvió desensillar. Vaciló con la montura entre sus manos. Decidió que la llevaría hasta el bosque y que luego volvería por el caballo. Éste lo siguió con las orejas atentas. En su momento había existido un odio profundo entre ambos. Había resistido a ese hombre hasta un punto cercano a la muerte y muchos opinaron después que ya jamás serviría como caballo. El hombre pensaba que aquello había hecho falta para limar su instinto asesino y que de otro modo nadie hubiera podido quebrantarlo. Metido en la turba hasta el vientre, el caballo había detectado por fin la invisible agitación entre los árboles. Pero el hombre seguía confiado. Dejó la montura en la orilla y emprendió el retorno. El caballo presenció su batalla contra el barro y midió la vibración de la foresta hasta que el hombre llegó a su lado. El hombre tomó las riendas y tironeó sin resultado. Luego lo conminó a rebencazos y finalmente metió dos dedos por la armella de cuero que servía para colgar el rebenque y lo descargó sobre su caballo. Era el modo más ruin de castigarlo, pero no había otro camino. El animal resopló y procuró desenterrar las manos. El hombre no se detuvo hasta que el caballo arrancó. Éste luchó bravamente y pataleó de tal forma que al final únicamente sus ojos estaban libres de barro. Se había desplazado unos metros y ahora parecía condenado. Cuando paró, estaba metido de nuevo. "Tengo dos horas de luz a lo máximo", pensó el hombre del caballo. Miró el trecho faltante y pensó que había sido un imbécil al entrar solo en la turba y que todo habría resultado sencillo con alguien que lo sacara a la cincha. Se agazapó junto al caballo y procuró confortarlo. Se dijo que sudaría un buen rato para encontrarle las patas debajo del barro. Trabajaba lo justo, con los movimientos mañosos y ahorrativos de un cincuentón. Durante la hora siguiente funcionaron en equipo. El hombre buscaba en el barro y el caballo se revolvía con furia y por momentos parecía que iba a lograrlo, hasta que los cascos volvían a hundirse. Pero finalmente salieron, y el ho mbre se mantuvo a resguardo mientras el animal pataleaba al librarse. Luego le puso las maneas y le ató enérgicamente las patas. Ya no volvería a enterrarse. Armó un cigarrillo con el tabaco salvado del barro y descubrió que los había tomado la noche y fumó reclinado en el caballo. Éste lo miraba desde el suelo, con sus malignos ojos de chancho. El hombre conocía esa mirada. Una vez, cuando lo estaba domando, había presentido la furia de aquellas córneas opacas. El caballo llevaba tres noches en el bramadero cuando el hombre llegó hasta su lado y depositó un tarro de grasa caliente en el suelo. Estaba sujeto del poste con un lazo bien corto, que prácticamente lo mantenía colgado. Permaneció sin moverse mientras el hombre le frotaba la nuca. Parecía muy dolorido y el hombre se preguntaba si estaría descogotado. Al cabo de un rato su vista se había aclarado y el hombre percibió su gratitud. Resolvió que gastaría en él toda la grasa del tarro. El caballo respiraba pacíficamente mientras los dedos ablandaban su cuello. Ahora el hombre sintió el frío nocturno sobre su cuerpo mojado y pensó que corrían el riesgo de entumecerse y resolvió seguir adelante. Debía sacarlo rodando del suelo turboso. Lo agarró del hocico y de la cogotera trenzada y le torció la cabeza para conseguir que girara. Pero el caballo se resistía a dar esas vueltas, mientras el hombre se preguntaba cuánto tiempo le llevaría sacarlo. A medianoche el caballo estaba tranquilo y para entonces los dos se habían puesto bastante prácticos y llegaron al final de la ciénaga mucho antes de lo esperado. Cuando el hombre pisó suelo firme lo desató de inmediato. El caballo no consiguió levantarse. El hombre le sacó el barro de encima y friccionó sus músculos acalambrados. Luego fue a buscar el recado y las riendas de cuero crudo. No había nada de luna y se oía el paso del río. El bosque seguía muy quieto. A su regreso, el caballo estaba de pie. Soplaba una brisa de madrugada. Mientras ensillaba, el hombre pensó que debían ponerse en camino para escapar de la hora más fría. Depositó la carona de suela sobre la vieja sudadera y la cubrió con la montura y después de cinchar fuertemente dispuso los cojinillos de oveja y el sobrepuesto gastado y apretó bien la encimera. Celebró que todo estuviera libre de barro. El mayordomo de Quartermaster había comparado una vez su recado con la montura de los carniceros ingleses. Se preguntó cómo sería esa gente y si montarían como los ingleses que él conocía. Pensó que a medianoche estaría de regreso en Quartermaster. Llevaba un día en la turba. Al fin había aclarado. El caballo lanzó un relincho. Fue su primer aviso de que algo estaba pasando. El entusiasmo del hombre murió de inmediato. Luego los vio entre los árboles, saboreando su desgracia. Había cometido varios errores. Maldijo su idea de entrar en la turba y lamentó no haber dejado el caballo cuando aún era tiempo. Mientras retrocedía en dirección a la ciénaga, pensó si se conformarían con el caballo. Pero ya era muy tarde: en ese momento un balazo le voló media cara. Enseguida cayó el caballo. Como una revelación aciaga, el hombre vislumbró que aquel ruano negro, capaz de olfatear un parriken a dos leguas, había fallado en algo. Lo pensó mientras corría hacia el pantano con su mandíbula bailando. Pero era peor todavía. Los parrikens habían estado ahí todo el tiempo y su caballo lo había traicionado. A esa altura ya era hombre muerto. Hubo nuevos disparos y quedó tendido en la turba, luego de una ruidosa caída. Algunas dormilonas echaron vuelo espantadas. De los pastizales subía la niebla. Bajo el peso del hombre, empezaba a manar el agua.

VIII THE FUEGIA LAND FARMING CO.

Seymour llevaba poco tiempo en la isla. Era el perro de Larch. Había llegado con Larch a los cinco cumplidos, de modo que ya era un perro maduro. Estaba con aquel hombre desde que tenía memoria. Recordaba su viaje en un barco que tocaba bocina en la niebla: a bordo había otro perro, muy ducho para caminar por cubierta. Se desplazaba en plena tormenta con la misma destreza que los tripulantes, probablemente tan bien como el mozo que llevaba la sopa. En cambio Seymour pasó todo el viaje en el camarote de Larch. No podía retener ni un bocado en el estómago. En Valparaíso bajaron juntos a tierra. Fueron con Larch hasta el Roland, donde los parroquianos pudientes tomaban cerveza por metro cuadrado. El mozo traía los pedidos y ordenaba sobre la mesa las hileras de botellas. Seymour contemplaba el movimiento del Roland con sus ojos de perro, echado a los pies de su dueño. Desde la mesa de Larch podía verse el callejón de las putas y la iglesia matriz. Cada tanto, algún parroquiano salía de ronda y pronto se lo veía ingresar con una dama en cualquier hotel de la cuadra. Una puerta tenía escrito con tiza: "Casa particular". Sus dueños parecían hartos de los equívocos. Los alrededores del Roland olían igual a Marsella. Al tiempo que lo fustigaba a preguntas, su compañero de mesa le suministraba una copiosa información sobre Río Agrio. Era delegado del Lloyd's en Valparaíso y vivía pugnando por refrescar sus archivos. Cualquier cosa que sucediera en la costa era de interés para el Lloyd's. Enseguida lo invitó a comer a su casa, lo que finalmente deploraría. Estuvo lejos de ser una tertulia a la inglesa. Hubo una gran mariscada y asistió otro invitado local que se retiró más temprano. Larch se lo pasó hablando de lana. Una vez en la cama, el agente del Lloyd's diría a su esposa: "Van a sacarlo a patadas de Río Agrio. Apenas baja del barco y ya trata a todo el mundo como si estuviera en un protectorado británico". Pero ella ansiaba vivir en una colonia. A diferencia de su marido anglochileno, detestaba el país donde estaban. En cambio él tomaba cerveza por metro cuadrado, tejía amistades entre los naturales y jamás escribía a Londres. A juicio de Larch, debía ser deprimente asistir a la ruina de una mujer tan dotada como ella. Este era el problema con algunas treintañeras inglesas. Pero finalmente le pareció tan insulsa como las pólizas de su marido, que éste se había empeñado en mostrarle después del café. Y sin embargo, demoró su partida de aquella casa. Sobre el sillón había unas flores pintadas, junto con los demás cuadros chillones que había visto en Jamaica y en Sidney y en Ciudad del Cabo. El fuego entibiaba la biblioteca. Llegó una sirvienta con el oporto. Larch consumió su copa en dos tragos. "Podemos armar un lugar como la gente en cualquier parte del mundo", pensó mientras rascaba a su perro. Seymour dormía enrollado. La voz de Larch le llegaba desde lejos y también los pasos de la mujer en la alfombra. Una tormenta inminente mortificaba su sueño y lo hacía oler mal. De pronto creyó que estaba en el Roland. El campanario de la iglesia matriz surgió entre la bruma, al fondo del callejón de las putas. Con los primeros relámpagos, aquellas imágenes se convirtieron en los muelles de Tilbury Dock, aunque allí había terminado la lluvia y Seymour caminaba con Larch entre los galpones. Pasaron junto a un depósito con olor a pimienta y llegaron a un edificio de piedra y subieron por una escalera que al final tenía una puerta: The Fue-gia Land Farming Co. La oficina de Larch daba a las dársenas. Cuando llegara el próximo barco, bajarían para cuidar la descarga. Seymour sabría reconocer el momento, aunque nadie lo llamara. Larch podía salir varias veces al día por cualquier diligencia sin que Seymour se inmutara. Pero a la hora de atender la descarga saltaba detrás de

su dueño y recorría los muelles como si supiera el efecto que ambos causaban. Larch estaba orgulloso del perro y de la pareja que hacían. Cada quince días, Larch concurría a las subastas del Wool Ex-change. A la mañana temprano, sobre el filo del remate, ingresaba en el viejo edificio de Coleman Street y antes de acomodarse en la sala de ventas daba una vuelta por arriba. Caminaba cuaderno en mano entre los mostradores abarrotados de muestras, acariciando los largos mechones de carneros de Islandia y los capullos de merinos australianos y los vellones de Nubia y de Valaquia, para detenerse finalmente junto a las partidas de Sandy Point y Río Agrio. Durante el remate anotaba los precios de cada lote, que llegarían a manos de los criadores isleños consignados en lujosos catálogos. Las subastas del Wool Exchange eran célebres y asistían todos los hilanderos de Liverpool. Era una placentera rutina en la vida del inglés. Al término de cada remate caminaba por Barnaby Street. A veces tomaba por Ravenrookery y otras veces por Nueva Irlanda, trayectos inevitables si uno quería llegar al Strand. En el verano, los inquilinos dejaban sus cuevas. Asomadas a las ventanas sin vidrios, las mujeres clavaban sus ojos en Larch. Sus niños jugaban entre los charcos y saltaban los montículos de ceniza y desaparecían súbitamente entre los edificios hechos pedazos. Todos andaban descalzos y parecían tan repulsivos como las criaturas que dormían junto al Támesis. Cada tanto alguien volvía de su abominable trabajo y provocaba una enorme algarabía. Había olor a legumbres pasadas y a tocino rancio y a restos de té mixturado con hojitas de ciruelo. Tiempo después, en la isla, Larch recordaría sus caminatas rumbo al Strand. Apenas puso los pies en un kauwi percibió la clase de atmósfera que reinaba en el viejo barrio. En el rostro de los parrikens aparecía la misma inconstancia, el aire de bebedores natos, la indiferencia por el futuro y la extremada peligrosidad que revelaba la gente del Ravenrookery y de Nueva Irlanda.

El padre Lorenzo pasó a saludarlo por su casa de Río Agrio. Observaba esta ceremonia con cada recién llegado. Confesó a Larch que últimamente salía sin ganas. -Ayer cumplí setenta años -dijo-. Me duelen las coyunturas. Le obsequió una botella del aperitivo local, preparado por las monjas de Río Agrio. -Parece perfume -dijo-. Pero téngalo igual, por si le cae una vieja. Larch depositó la botella en su estante de alcoholes fortificados. A decir verdad, esperaba la visita del cura. La tarde anterior le había llegado un mensaje: "Pasará a verlo el padre Lorenzo. Vea que se vaya conforme. Nadie de Quartermaster intervino en eso". El lenguaje de Crosbie era críptico, pero Larch conocía la clave. El cura quiso saber si elevaría una petición de tierras. Larch meneó la cabeza. -Hombre, por fin -dijo el cura-. Aquí todo el mundo se mata por eso. Pero prefieren tierra ocupada. ¿Sabe lo que pasó el otro día? A una parriken preñada le abrieron la panza de un machetazo. ¿Comprende? -No. -Cuatro orejas, en lugar de dos. -Vamos, padre. No se tragará todo eso... El padre Lorenzo volaba hacia el tema. Pero su cara era neutra. Ahora se sacaba una bota. -Discúlpeme, pero estoy molido -dijo mientras se masajeaba los dedos. Luego dijo: -Si quiere algunas hectáreas le conviene apurarse. En el Congreso no dan abasto. Pregúntele a sus amigos anglicanos. ¿Usted es anglicano? -Digamos que soy presbiteriano -replicó Larch. -Escocés, me imagino. Entonces nos entenderemos mejor. Los anglicanos son muy intrigantes. -¿Los anglicanos de Abingdon? -Los anglicanos de Port Tom. Los mejores Rambouillet de toda la isla. Al principio no querían darles ni un metro. Aquí siempre nos dio por andar olisqueando a colonia inglesa. Pero ya nos hemos regenerado. Sonrió insidiosamente hacia el piso. -¿Así que los hijos del pastor de Port Tom tienen un valet indígena cada uno? Larch ordenaba sus libros. El cura insistió con su mueca amarga: -Pobre gente, al fin y al cabo -reconoció-. ¿Cómo no van a sentirse desengañados? Ya sabemos cómo hacen para reclutarlos en Londres. Les pintan todo esto como si fuera el parque de Richmond. Me imagino las fantasías que traen... ¿Y qué encuentran al llegar? Una ballena podrida en la playa. Había en total siete libros. Larch sacaba uno tras otro y soplaba el polvo del canto y volvía a ponerlo en el estante, el Bae-deker's primero de todos. El cura lo miraba embelesado. Algo incontenible escarbaba su mente. Aún sostenía un pie entre sus manos. Tenía unos dedos transparentes y flacos que parecían helados. Murmuró: -Mi tío tenía un libro encuadernado con piel humana... Volvió en sí con trabajo. Se puso la media y la bota y dejó la pata en el suelo. -Las cosas vienen muy rápido -suspiró-. Pero nos pasamos la vida hablando. ¿Le cuento qué discuten ahora los senadores en Buenos Aires? Si los parrikens son o no ciudadanos. ¿A usted qué le parece? -La política no es mi fuerte.

-Me alegro. Los curas y los políticos sólo nos ocupamos de vaguedades. -Padre, yo tengo muy buenas referencias de su trabajo. El cura lo estudió sobre las gafas, con su despiadada expresión de anticuario. Larch tomó nota de que debía escucharlo. -Se imaginará a qué vine -dijo el padre Lorenzo. Larch asintió. -Quartermaster tiene dos millones de hectáreas -prosiguió el cura. -Un poco menos. -Y usted pretende mantenerlos afuera. Aún lo trataba con arrogancia. "Vamos, padre", quería decirle Larch. "Ustedes también tienen varios campitos. De los mucamos mejor no hablemos." Pero se limitó a comentar: -¿Le dijeron que yo sólo estoy a cargo del embarque de lana? ¿Por qué no habla con Crosbie? -Por favor... -Aclaremos algo. Perdemos miles de ovejas. No podemos seguir cruzados de brazos. -¿Cruzados de brazos? -Hay un Código Penal que nos ampara. -Fantástico. -Tenemos derecho a defender lo nuestro. -No tienen derecho a masacrarlos. -Y todo andaría mejor si usted no apañara a los ladrones. Hubo un silencio. -He oído lo de los perros -dijo el cura después. -¿Cuáles perros? -Ustedes han traído muchos perros últimamente. Y no tienen cara de perros pastores. -Siempre hace falta algún perro. -Cincuenta. -No exageremos. El cura limpió los anteojos. Su mano tembleque anunciaba una escena. Venía por lo del cúter Espuma, pero Larch no tenía respuestas. Según había escuchado, se trataba de un trabajo del capataz de Quartermaster. El padre Lorenzo quería explicaciones y Crosbie se negaba a recibirlo. Era un episodio turbio, registrado poco antes de su llegada a la isla. Como sucedía cada tres meses, el Espuma había recalado puntualmente en Mossel Bay, donde lo esperaba la gente de Crosbie. Era el barco del almacén; hasta entonces, el encuentro jamás había fallado. Por eso, cuando el capitán vio la costa vacía, no se inquietó demasiado. Decidió ganar tiempo y descargó todo en la playa. Pero pasaron las horas y se volvió a Sandy Point. El cargamento quedó a la intemperie, cubierto por una lona. La gente de Crosbie llegó al otro día. Normalmente no hubiera ocurrido nada: hacía buen tiempo y Mossel Bay estaba en aguas de Quartermaster. Pero en el intervalo, unos parrikens del Oeste habían pasado hacia Río Agrio. Era el grupo de Toribio Fuego, recomendados del padre Lorenzo. A los de Quartermaster no les costó demasiado descifrar aquellas pisadas. Faltaban siete bolsas de harina bajo la carpa. Todos bramaron de rabia, pues la comida era sagrada. Tal como se esperaba, procedieron bastante rápido: pocas horas más tarde, Toribio Fuego y familia, encapuchados con las bolsas blancas, pendían con un alambre en el cuello de un viejo roble mojado. El padre Lorenzo concluyó la historia, se quitó los anteojos y por un instante se vio como un hombre desmoronado. Aceptó un vaso de agua y sacudió la cabeza. -No sé para qué me molesto en contarlo...-murmuró. Ahora estaba junto a los libros, con el Baedeker's en sus manos. -¿Sabe una cosa? -dijo de pronto-. A la harina se la llevó el viento. Aquellos parrikens ni siquiera sabían lo que significaba todo eso. Por Dios... Sólo había que verle la facha a Toribio Fuego. Jamás habían probado el azúcar, ni nada por el estilo. Larch lo miraba callado. -Sólo querían ponerse las bolsas -señaló el cura. Lo dijo con un suspiro. -Tienen que acabar con todo esto -musitó luego. Sus palabras sonaron tan mal que el inglés se preguntaba si era momento para invitarlo a comer. Pero aquella mujer miraba otra vez con urgencia desde la puerta de la cocina, de modo que al fin le propuso quedarse. El cura se rindió sin un gesto. A Larch le pareció que este cura sabía bien los motivos de su presencia en la isla. Sintió que traía en la frente la mancha de su pecado, como el alquitrán de cubierta pegoteado en las costillas de los marineros de guardia que suelen dormirse en los trópicos. Tan sólo después del almuerzo, el cura cambiaría de ánimo. Explicó su viejo proyecto de la Reserva. Sobre un mapa desplegado, marcó los límites del terreno. Era una idea ingeniosa, que dejaba un corredor vacío entre la Reserva y los campos llenos de ovejas. Mediante un sacrificio modesto, decía el cura, cada criador aportaría la carne para el sustento de cinco familias. ¿No era una inversión despreciable hasta que la Reserva caminara sola? El inglés asintió, mientras el optimismo del

cura se afianzaba. Juró que el gobierno pondría la tierra y ofreció abundantes detalles sobre la sala de primeros auxilios, las instalaciones del tambo y el chiquero de chanchos. El proyecto sonaba serio, de modo que Larch pudo dar sin problemas las señales de apoyo que reclamaban aquellos ojos desesperados. El padre Lorenzo estaba curtido y apenas entrevió sus progresos ya no quiso ponerse cargoso y cambió airosamente de tema. Se mudaron a la galería y el padre bebió su coñac en la reposera de Larch. La noche mostraba por fin la presencia del faro. El padre Lorenzo entibiaba la copa entre sus dedos escuálidos y soñaba con su futura capilla. Tendría un altar de madera, firme como un galpón, donde únicamente oraría postrado. Los planos de la Reserva lo acompañaban desde hacía diez años. Los había dibujado con sus manos, en toda clase de perspectivas. Todavía se los ocultaba al obispo, quien lo acusaba de urdir proyectos extravagantes para disimular las carencias de su rendimiento apostólico. De cualquier modo el padre Lorenzo sentía que algo había cambiado y disfrutó de la paz y gozó de la noche y contempló el ojo del faro como si fuera la luz del sagrario.

El capataz de Quartermaster no quitaba los ojos de Seymour. Se llamaba Corbera. -No lo lleve por allá -sugirió-. Lo matarán los otros perros. -No lo creo -dijo Larch. -Mejor téngalo aquí. Hablaban en castellano, a pedido del hombre. Esto descolocaba al inglés. Su pronunciación era discreta, pero no daba con el tono adecuado. Su visitante lo semblanteaba. En ese momento llegaron algunos balidos del mar. -¿Ovejas? -preguntó Larch sorprendido. -Lobos marinos -señaló Corbera-. Viven en el islote Grappler. Larch escuchó con cuidado. La semejanza era notable. Hubiera querido charlar sobre eso, pero Corbera no lo dejaba: -Tenemos un reglamento muy estricto para los perros. -Perro que muerde a una oveja, un tiro en la cabeza... -dijo el inglés. -Eso es. -No se preocupe. -A los perros que usted trajo los tenemos encerrados. -Hacen bien. -¿De veras que son tan bravos? -Este mató al hermano. Lo dijo por hablar. Corbera estaba impresionado con Seymour. El perro tenía una arruga en la cara, bien marcada por la luz de la ventana, que le daba un aspecto muy cruel. -Es parecido a los nuestros. ¿De qué raza son? -Perros de Cuba, les dicen. -Nosotros no estamos acostumbrados a esta clase de perros. Teníamos un mastín, pero lo regalamos porque asustaba a los niños. Era el lugarteniente de Crosbie. La llegada de Larch lo tenía preocupado. También parecía intrigado por los perros de Cuba. Ahora procuraba mantenerlo lejos de Quartermaster. Larch dedujo que el mayor problema del tipo era su inglés detestable. Se preguntó cómo se las arreglaría con Crosbie, dado el desprecio de éste por la lengua de Corbera. Resolvió tratarlo mejor. No podía indisponerse tan pronto con alguien que trabajaría con él. -Este es un perro decente. Por ahora, nos quedaremos aquí. Corbera parecía conforme. Era lo que deseaba proponer desde el principio. Que Larch se mantuviera a distancia para ahorrarle dificultades a Seymour. Entonces llegó la mujer con la bandeja. Tomaron lentamente la sopa. El inglés comía sin ceremonias, como la gente que vive sola. La comida era discreta y la casa no estaba mal. El propio Crosbie recomendaba que siguiera lejos de Quartermaster. Corbera cambió de tono. -¿Le gusta Río Agrio? -preguntó-. Aquí vivía míster Crosbie hace un tiempo. Fue el primer chalet de la firma. Apuntó con la cuchara a lo lejos. -Allá está Lackawana. ¿Sabía que hay diez metros entre marea y marea? La mujer quitaba los platos. Se llamaba Luciana. Corbera la criticó en secreto: -Le conviene un muchacho parriken. Usted lo hace a su gusto. Acaban por encariñarse con uno. Finalmente se fue. Luciana le propuso sentarse en la galería. Luego le trajo una manta. Larch disfrutó fugazmente del mar, en medio de una insólita calma. Un cerdo apurado y varias gallinas neuróticas pasaban en dirección a la playa, señal inequívoca de que el agua se retiraba. De los nidales de cormoranes llegaba el olor a pescado. Estaban esa llanura ventosa y las colinas lejanas. No era lo que había pensado, aunque tampoco esperaba nada especial. De poder elegir, no sabría dónde poner su cuerpo. Había, en cierto recodo de su memoria, un sitio que tal vez hubiera deseado. Tenía una iglesia distante y una pradera donde pastaban las vacas. Camino a la escuela se tomaba por un huerto y luego se llegaba a una casa con un perro en el jardín. La casa tenía el mismo estilo del perro. Detrás de la verja jugaba una niña. De chico la besaba entre sueños hasta que le dolía la boca. Pero de la casa hoy sólo quedaban las ruinas y daba tristeza mirarla.

En general, todo había salido como la mona.

Corbera lo despertó al amanecer. Los parrikens se habían robado un padrillo. Debían salir otra vez. -Cuando guste -señaló-. Afuera tengo a la gente. Larch le pidió los pantalones. -¿Qué hora es? -preguntó. -Las cuatro. Corbera estaba muy abrigado. Larch sintió el frío intenso en cuanto salió de la cama. De la cocina venía el llanto de una criatura. Corbera hizo una mueca. -Para peor tiene un chico... -No hay problema. Yo duermo lo mismo. -Le conviene cambiarla. -Está bien. ¿Qué pasó? -Se llevaron a Tiberio. También robaron en el potrero viejo. -Entonces son dos grupos distintos. -Yo creo que van al Valle Quemado. -¿Qué dijo Crosbie? -Está furioso. Pero sabe que usted los agarrará. Larch dejó pasar su ironía. Luego se metió en el baño. A su vuelta, Corbera lo esperaba en el comedor. -¡Señora! -llamó al verlo. Luciana sonrió desde la puerta. -Ay, señor Larch. Ahorita nomás le sirvo. Pero transcurrió un largo rato hasta que llegó el desayuno. Corbera parecía intranquilo. -Creo que tienen un Máuser -comentó. Larch asintió. Afuera esperaban sus hombres. En la cocina, Luciana le cantaba a su chico. El viento gruñía en las chapas. -Hay que clavar ese techo. Los horribles vendavales de diciembre. Era un clima infame. El capitán Cook había estado un verano en la isla y su gente se había congelado. Larch se despidió de Luciana. -No me espere hasta el sábado. -Está bien, míster Larch. -¿No quiere visitar a su madre? -Si usted no me precisa... ¡Todavía no conoce a la guagua! -exclamó ella con una risotada. Salieron poco después. Alguien le tuvo el caballo al montar. Luciana miraba desde la casa, con el niño bien agarrado. Aunque ya estaba dormido, Luciana siguió canturreando, contenta porque vería a su madre. María lavaba San José tendía Y el niño lloraba Del frío que hacía. Hasta que los jinetes desaparecieron.

Ahora llovía en el valle vecino. Por la mañana, el agua también los había agarrado. Esperaron bajo los árboles, hasta que las hojas empezaron a ceder por el peso. A continuación vino el frío. Era difícil seguir cabalgando y pronto se detuvieron. Larch permaneció a caballo mientras sus hombres buscaban leña seca bajo los árboles caídos. Luego desmontó con esfuerzo y se desvistió junto al fuego. Todos estaban desnudos, fumando de pie y en silencio. Cada uno cuidaba su ropa tendida sobre las ramas, pero Corbera también atendía las prendas de Larch. Luego se pusieron las camisetas tibias y húmedas para que terminaran de secarse en el cuerpo. Entonces comieron bifes de yegua con un jarro de té. Eso había sido tres horas antes. Ahora estaban nuevamente a caballo, mirando llover en el valle. Desde arriba se divisaba el océano. En el horizonte, sobre el País de las Lluvias Perpetuas, flotaba un archipiélago nuboso. A través de los prismáticos, algunos islotes parecían ballenas. Al Norte estaba el Canal de Mucha Nieve y al Sudeste había otro canal apacible. Recordó su llegada a la isla. El barco que lo traía de Valparaíso había fondeado en esos mismos parajes. Quedó en la boca del canal a la espera de la marea. Aquella mañana, Larch había salido a cubierta. Estaban contra una costa repleta de cormoranes que dormitaban en las cornisas. Acurrucados en sus canoas inmóviles, los canaleses pescaban bajo la lluvia. Las mujeres vigilaban el barco entre alegres cuchicheos. Afirmado sobre la borda, el capitán Günther Clauss cavilaba satisfecho.

Cada viaje, durante los últimos años, había fondeado junto a esa punta. Era un antiguo apostadero de vacas marinas: Günther Clauss no perdía las esperanzas de ver alguna. En cambio los canoeros jamás le fallaban y al capitán le gustaba encontrarlos. Disfrutaba mirando la pesca y le molestó la llegada de Larch. A su juicio, un inglés podía pasarse ahí toda la vida sin advertir que los canoeros pescaban con la línea pelada. Cuando algún pez mordisqueaba la línea sin anzuelo lo traían delicadamente hasta sus manos. Para Günther, el único pescador comparable a los canaleses era su propio tío. Una vez había debido llevarle la cena hasta el arroyo. Su tío había tenido pique por la mañana y se había pasado todo el día con el sedal en la mano. Cualquier paso en falso le habría costado el salmón, de modo que le mandaron la cena y un farol de querosén. Durante mucho tiempo Günther pensó que su tío era único, pero ahora sabía que los canoeros eran todavía más grandes y que sus mujeres les ganaban a todos. Al comienzo del viaje, cuando todavía soportaba al inglés, le refirió el episodio. Pero su antipatía creciente ya no les permitía siquiera compartir un buen rato, de modo que abandonaron la toldilla rápidamente y apenas gruñeron al separarse. Ahora, cuando se dirigían al valle, Larch recordaría su encuentro con Günther y a las mujeres que regañaban amorosamente a los peces mientras pescaban bajo la lluvia. Bajaron por la montaña. Su caballo pisaba con tino. Aunque le habían dicho que soltara las riendas y lo dejara tranquilo, Larch pretendía ayudarlo. Pero el caballo era infalible. Corbera esperaba a Larch cada tanto para prevenirlo sobre algún paso difícil. Luego se distanciaban de nuevo y Larch procuraba recuperar camino. Una vez en el llano tomaron hacia una quebrada. Aquí deberían tender su emboscada. Larch no se hacía ilusiones, pues nunca llegaban a tiempo. De modo que seguirían adelante, resignados a volver con unas pocas ovejas o el cadáver de algún parriken. Corbera pensaba en los tres meses perdidos desde la llegada de Larch. "Para esto no hacía falta un inglés", se decía. Había rumiado mucho la idea y decidió hablarlo con Crosbie. Era el momento oportuno, pues todo indicaba que nuevamente volverían con las manos vacías. Tenía que haber otro modo de resolver el problema.

Esa noche hubo arco iris de luna y luego se cubrió totalmente. Acostumbrado a un cielo que jamás estaba limpio del todo ni completamente nublado, Larch contemplaba el firmamento. Ya no cantaban las ranas. Probablemente iba a nevar. Estaban en la quebrada. De los parrikens no había noticias. Después de comer unos bifes chamuscados, se disponían a pasar la noche. Pero Larch tenía hambre otra vez. Era el eterno problema con la carne de guanaco. El freno de la yegua sonaba en la oscuridad. Corbera tenía a dieta a su yegua y le había dejado la cabezada. A la yegua le gustaba jugar con la rodaja del freno, pero ahora luchaba para sacárselo de la boca, mientras los otros caballos pastaban. Todos estaban maneados y cuando alguno se desplazaba de un salto el suelo retumbaba debajo de Larch. Después los caballos se fueron calmando y sobrevino el silencio y el frío cesó por completo. Hasta que volvió a escucharse otra vez. Pero ya no repiqueteaba como antes. Parecía más bien como si alguien quisiera llevarse la yegua. Llamó a Corbera preocupado. Éste le respondió soñoliento: era la yegua sacándose el freno. El inglés detestaba las respuestas ligeras. Sintió que algo estaba pasando. Durante una tormenta nocturna, al cruzar el Atlántico, el silbato del barco había sonado toda la noche. No había motivo para semejante concierto, de modo que lo pasó desvelado. Estaba en el salón de fumar del barco de Günther Clauss. Tenía paredes de yeso rugoso, gruesas vigas a la vista y ventanales que daban a una galería con balcones de hierro. Pretendía simular una antigua mansión africana, pero todo estaba venido a menos. Junto a Larch, un pasajero holandés leía su libro. Cuando la sirena del barco se volvió insoportable, Larch le preguntó si escuchaba. El holandés levantó fugazmente los ojos: "Es una precaución por la niebla". Al día siguiente se cruzó con Günther y le preguntó qué había pasado. "Es que el silbato trabaja por su cuenta a partir de los 45° de escora", respondió el capitán. "Pero no diga nada." Cuando volvió a toparse con el holandés tuvo ganas de explicarle: "Imbécil, no era la niebla. Estábamos a punto de darnos vuelta". Ahora Larch estaba pensando en los avisos de alarma que recibía últimamente. No conseguía sosegar a los parrikens. Por la noche, los alambrados se transformaban en sitios incontrolables. Los parrikens eran maestros para filtrarse y podían arrear las ovejas más rápido que cualquiera. Además, se preguntaba si Corbera le remitía los avisos a tiempo. Cuando los hombres de Quartermaster descubrían un robo, avisaban a Río Agrio con una fogata de ramas verdes. Entonces empezaba la cacería, que invariablemente los conducía a la quebrada. Pero siempre llegaban tarde para emboscarlos. Si corrían peligro de ser alcanzados, los parrikens incendiaban el campo. Como último recurso, mataban a las ovejas. A éstas les resultaba imposible aguantar la carrera de los parrikens y muchas quedaban en el camino. Los parrikens jamás abandonaban un animal en buen estado. De ser preciso, les cortaban los tendones para que continuaran ahí a su regreso. Las ovejas se arrastraban para comer y podían durar varios días en el mismo sitio. Esto aumentaba la furia de Crosbie. Larch descubrió muy pronto que aquellas persecuciones de nada servían. Resolvió que debería cambiar de estrategia, convencido de que la clave estaba en la bahía. Entonces Crosbie le dijo: "Espere mejor a diciembre, cuando estos tipos vayan de cacería". A lo lejos estalló un incendio. Eran dos árboles inflamados al frotarse por el viento. El inglés miró la bola de fuego hasta que amainaron las llamas y cayeron los primeros copos de nieve. Soñó que marchaban por la planicie al frente de una majada. Corbera iba descalzo y había perdido las uñas corriendo detrás de su yegua. Cada tanto, las ovejas buscaban un bocado de pasto bajo la nieve. Una oveja escapaba del grupo y se metía en el bosque. Corbera la perseguía a través del ramaje y daba de pronto con la oveja congelada. La oveja tenía los ojos tapados de escarcha y la boca repleta de hielo y orinaba un chorro de sangre.

Larch despertó estremecido. Parecía el fin de la noche, pero todo seguía oscuro y muy calmo y el suelo estaba limpio de nieve. Los árboles ardían aún a lo lejos. En realidad, apenas había cerrado los ojos.

IX LA MADRIGUERA

Tatesh propuso esconder a los niños. Un incrédulo silencio selló sus palabras. Todos pensaban lo mismo: cuando disputaban aquellas praderas con los parrikens del Sudeste, solían ocultar a sus crías antes de cada batalla. Era una sugerencia de mal agüero, que fue muy mal recibida. Pero con el correr de la tarde los fue convenciendo. Algo anunciaban aquellos campos vacíos. No había jinetes en los alambrados y el camino a la costa parecía demasiado tranquilo. Era mejor seguir sin los niños. Tatesh se ofreció para ocuparse de ellos, pues conocía bien a su gente. Prometerían toda clase de cosas y se valdrían de cualquier artimaña con tal de retener a sus hijos. Había una hondonada junto a un arroyo cercano. Era el sitio perfecto para esconderlos. El grupo había crecido y ahora tenían cuarenta niños. Aquello podía cubrirse con pasto y también era posible dejar un boquete para el paso de un chico. Tatesh se pronunció con vehemencia, pero nadie parecía dispuesto. Pusieron mil objeciones y encima lo criticaron. Sólo Kamen se mantuvo a su lado. Finalmente la situación fue cambiando. Camilena fue la última en rendirse. Esa noche durmió a los saltos. Soñó que la madriguera se desplomaba sobre sus hijos. Primero llegaba un retumbo, como el galope de los guanacos sobre la turba de invierno. Luego caía un chorro muy fino a través de las ramas y el rostro de Lucca se cubría de barro. A continuación, todo se venía abajo. Ahí despertó con un grito. A la luz de la fogata, varios hombres se cortaban el pelo. La ceremonia prometía pelea. Eso la puso tan mal como el sueño y deseó no haber salido de Abingdon. Tatesh ni se dignaba mirarla, mientras se despuntaba el flequillo con una valva. Aunque parecía más alto, su aspecto repugnó a Camilena. Sin el pelo sobre los hombros se veía como los tipos que la habían pillado en la playa. Acabó por darles la espalda. Pensaba en su propio cabello. Una vez se había hecho los rulos como la viuda. Esta tenía ojos duros y una melena dorada. En aquellos días, su admiración por la viuda no le cabía en el pecho. El reverendo le daba pavura, pero esto cambió a la primera noche que compartieron. Después de hacer el amor, Dobson cayó dormido a su lado. Camilena aprovechó para estudiarlo a su gusto. Contempló las patillas rojizas, las mandíbulas imponentes, el estómago velludo, el miembro satisfecho, las pantorrillas llenas de pecas. Al cabo de muchas vueltas se atrevió a poner la oreja en su pecho. El pastor resollaba como cualquier canoero. Fue una revelación tranquilizadora, pero sintió una gran decepción.

Camilena dormía cuando se llevaron a los niños. Pero despertó convencida de que ya no los tenía consigo. Por un instante quiso lanzarse tras ellos. Entre las ramas del kauwi brotaba la noche. El fuego se veía rosado y graznaba un buitre marino. Los malos indicios venían desde la última tarde. A un perro le habían crujido las tripas y unos pájaros diminutos ocuparon un árbol seco. Pero era mejor que se los hubieran llevado cuando ella dormía. Desde el ataque de los loberos pensaba que ya no podría dejarlos. Contempló el kauwi vacío. Hasta último momento, sus hijos habían creído que irían a Lackawana. El más decepcionado era Jaro. Después de recibir la mala noticia, pidió una vez más a su padre que le describiera el islote. Mientras Tatesh complacía a su hijo, Camilena soñaba despierta. Imaginó que por fin habían llegado al peñón de los lobos. Un macho se peinaba la piel con las patas y luego besaba a una hembra en la boca. Otra hembra se dirigía hacia el mar con su hijo entre los

dientes. Entonces vino Tatesh y le disparó en la cabeza. Apenas cayó sobre las piedras, Camilena se tendió junto a ella y buscó sus pezones y chupó la leche cremosa. Las mamas de aquella loba eran pequeñas, como cuadraba a una madre perfecta. Después de Camilena mamaron los niños. Lucca fue el más voraz. Cuando quedó satisfecho se incorporó muerto de risa, con el hocico nevado.

Camilena descubrió la muñeca de Isabela en el suelo y un gemido rechinó en su pecho. La viuda solía leerles un libro que había escrito San Pablo. La tristeza, decía el libro, podía ser tan intensa que se llegaba a morir de dolor. Camilena se preguntó si la muerte de sus hijos sería capaz de matarla. Trató de ahuyentar esta idea y pensó en toda la gente que había visto morir. Eran meditaciones difíciles, pues no había modo de olvidar completamente a un difunto, por más que uno callara su nombre o quemara sus cosas y matara a sus perros. Tampoco había que provocar a la muerte, obstinándose en mencionarla. El chico muerto en la playa había prometido acordarse de todos una vez que llegara al cielo. Eso les comunicó la viuda, que siempre andaba llevando mensajes de enfermos y moribundos. Pero ella jamás les había mostrado a San Pablo, ni les había dado el papel para que cruzaran la isla. Camilena pensaba en todo eso, ahora que estaba despierta. Pero igual volvía a lo mismo. ¿Adónde estaban sus hijos?

Iban por el bosque mojado. Se había puesto la luna y el suelo aguachento chupaba sus pasos. Bostezantes y silenciosos, marchaban detrás de Tatesh. Atravesaron un claro y vieron dos estrellas volando, lo que significaba viento del Sur. Sintieron el lejano derrumbe de un árbol. Tatesh se detuvo a contarlos. Al descubrir que faltaba uno, volvió sobre sus pisadas. Quedaron solos un rato, apiñados en las tinieblas. Luego Tatesh retornó con el rezagado y entonces siguieron camino y ya nadie tenía sueño. Fueron rumbo al océano hasta que Tatesh hizo alto. El tiempo se había cerrado. Intentaron reconocer el paraje, mientras Tatesh revisaba el terreno. Luego volvió junto a ellos y les mostró un pequeño boquete. Pero nadie osó dar un tranco. Tatesh decidió dar el ejemplo y se metió por la rendija y reapareció en pocos instantes. Enseguida los ayudó a meterse por la boca negra y cuando verificó que nadie faltaba selló la cavidad con una torta de pasto. Adentro ellos permanecían inmóviles y no le perdían el rastro, temerosos de que los hubiera dejado. Pero pronto sobrevenía un crujido de ramas y llovían algunos terrones, mientras Tatesh alisaba la hojarasca. Hasta que sobrevino una pausa más larga. Lucca sintió un estornudo en el cuello y se agarró de Isabela. Alguien lo tomó de la mano. Apenas se conocían entre ellos, ya que sus padres sólo se unían para la guerra o cuando un cachalote varaba en la playa. Estaban pendientes de afuera. Oyeron el grito de una lechuza y el ruido del agua cayendo desde los árboles al paso del viento. Al final comprendieron que habían quedado solos. Era un sitio tan frío como el infierno. Se preguntaron si las tinieblas persistirían cuando acabara la noche. Librados a sus terrores, ninguno decía palabra. Unos pensaban en la oscuridad insondable y en los peligros de afuera y otros tenían miedo de ser olvidados o de quedarse dormidos y que una mano furtiva destapara de pronto el refugio. "Quiero agua", dijo Pupap. Fue la primera frase que oyeron. Isabela lo hizo callar, pues debían quedarse en silencio. Alguien orinaba con fuerza. Jaro advirtió que la oscuridad aflojaba. Condujo a Pupap hasta el agua, acompañado por varias sombras sedientas. Las bolsas estaban colgadas en el fondo de la cueva. Isabela se acomodaba en el suelo, bien abrigada por el quillango. Trató de olvidar dónde estaba. Una vez, jugando en la turba, se había dejado meter hasta el cuello y a sus hermanos les había costado sacarla y desde entonces odiaba los pozos. El frío del suelo traspasaba el quillango. No supo qué hacer contra eso. Con su padre era distinto. Al acampar en un sitio mojado Tatesh cavaba la tierra y metía la hoguera adentro y el suelo se calentaba muy pronto. Entonces era agradable quedarse en el borde, mirando a su madre que lustraba un arpón con un cuero de lobo. Sentía duros los pies. Movió lentamente los dedos y se sacó los tamangos. Tenían el pelo hacia afuera y eran elásticos y confortables, pero con la humedad se estiraban y se salían del pie. Al perro le gustaban para jugar y disfrutaba al hallarlos. Camilena tenía buena mano para hacer esos tamangos. Además había cosido la pelota de Lucca, con una piel de gaviota rellena de musgo. Isabela estrujaba un botón entre sus dedos. Había llegado en el bolsillo de un antiguo vestido. El fondo de aquel bolsillo también tenía los restos de un caramelo pegado y ella lo acariciaba a menudo. Ahora sólo le quedaba el botón y extrañaba el bolsillo de su vestido y no sabía dónde poner la mano.

La minúscula hendija del amanecer refulgía sobre la cabeza de Jaro, pero éste no consiguió espiar hacia afuera. De acuerdo con algunos indicios, estaban cerca del mar. Jaro tenía un oído fino y una mirada certera. Sabía sacar conclusiones de las gaviotas gritonas o de dos cisnes que se cruzaban sin zambullirse. No podía igualar a Tatesh, capaz de predecir un temporal con sólo descubrir una pluma flotando en la superficie de un charco. Pero presentía la vecindad del océano tan bien como su padre. Había estado a punto de suplicarle que lo dejara salir de aquel pozo. Pero entonces, cuando Tatesh se disponía a sellar el boquete, Jaro percibió el resplandor de sus ojos. Adivinó que repasaba cada detalle, con la gravedad de los malos momentos.

Luego depositó la torta de pasto y Jaro sintió el mismo terror de una noche huracanada, cuando oyó hablar por primera vez del Carnero sin Cabeza que galopaba por el Bosque Hediondo. Jamás había estado en una cacería de lobos. Pero había visto el final de un perro de mar arrojado a la costa por los temporales de agosto. Era un macho de mirada torcida, cubierto de pelos duros. Los mantuvo a raya con sus mordiscos hasta que llegó Camilena y le metió una antorcha encendida en la boca. El macho rodó por la arena con insoportables bramidos, mientras largaba un chorro de vapor sanguinolento. Era la mejor forma de matar a esas bestias tan tercas, resueltas a dejar la vida antes que abandonar el terreno. Camilena explicó que otro perro de mar le había cortado la mano a su madre, como si fuera la tibia de una paloma. Sonrió ferozmente a sus hijos, mientras aún empuñaba la antorcha. Al fin había vengado a la pobre vieja.

Ahora muchos dormían. Al descubrir la hilacha de luz, Lucca decidió acercarse. Pupap roncaba a su lado. Se había dormido de pronto, pese a los esfuerzos de Lucca para despabilarlo. Hasta poco antes habían estado tratando de intercambiar sus nombres. Al otro no terminaba de convencerlo el nombre de Lucca y pretendía algo más por el suyo. Lucca le ofreció la pelota de piel de gaviota, pero tampoco estaba seguro. Al final terminaron peleados. Cada uno conservó su propio nombre, de modo que no se hicieron hermanos. Lucca se arrastró hasta el fulgor luminoso. Estaba tendido de espaldas, con el rostro pegado al ramaje. El refugio era muy bajo junto a la entrada. Empujó cuidadosamente la torta de pasto hasta que pudo espiar hacia afuera. Era una mañana espantosa. Había un arroyo cercano y algunos guindos quemados. Lo demás se perdía en la niebla. Barbu-cho también se acercó a la rendija. Cambió una mirada con Lucca. Su cara le dijo que pronto estarían afuera. Pero Lucca tenía otros planes. Sólo pretendía dar una vuelta y pensó que Barbucho sobraba. Temía que despertara a los otros con sus ladridos. Trató de disuadirlo por las buenas, pero pronto se vio obligado a volverse y lo pateó en el hocico. Barbucho se tendió resignado. Isabela observaba con horror los preparativos de su hermano. Dio un salto para detenerlo, pero éste se le fue de las manos. Ella no quiso trasponer la salida. Lo miró muerta de miedo y de envidia hasta que Lucca se perdió de vista. Retenido por Isabela, Barbucho gimoteaba esperanzado, como si entendiera aquella broma pesada y supiera que igual lo llevarían. Isabela tapó rápidamente la entrada. Volvió enseguida a su sitio y se cobijó en el quillango. Lo que tantas veces temiera, finalmente había ocurrido. Por primera vez en tres años, el chico no estaba a su lado. Recordó que una noche de luna ella misma se había perdido. Primero había estado en la costa mirando la luz de la antorcha en el agua mientras Camilena pescaba. Luego, para entrar en calor, se largó a caminar por la playa. Iba hacia el brillo de hielo que refulgía a lo lejos, donde patinaba la gente de Abingdon. Tras media hora de marcha se detuvo junto al mar congelado, oculta por unas rocas sombrías. La viuda y sus invitados se deslizaban impávidos bajo el claro de luna, con los brazos entrelazados y tomados de las manos. Isabela los miró hasta quedarse dormida y al despertar los patinadores no estaban y el viento barría la pista escarchada. Emprendió la vuelta por la costa lluviosa. Comprendió que iba en el rumbo contrario y que se había extraviado. Se guareció bajo un árbol, tiritando a la luz de los relámpagos, hasta que vio venir a su madre. Ahora decidió que Lucca no pasaría del bosque de guindos y que ahí lo hallaría Tatesh. Pero el consuelo fue corto. Había perdido a su hermano y jamás volvería a encontrarlo. Eso era lo que le había pasado. Se acercó gateando hasta Jaro. Logró que abriera los ojos después de sacudirlo un buen rato. Se escapó Lucca, le dijo. Mientras recibía la impresionante noticia, Jaro la miraba estremecido.

X LACKAWANA

Venían de Quartermaster. Primero siguieron la costa y luego enfilaron por una huella fangosa. Era el grupo de Larch, pues la gente de Crosbie llevaba otro rumbo. De a ratos oían el ladrido lejano de los perros de Cuba, aunque sus caballos lo sentían todo el tiempo. Éstos iban muy exigidos por el barro. Sudaban a pesar del frío y enterraban las patas y gemían para zafarse. Luego llegaron a terreno firme y Seymour tomó la delantera. De repente se lo vio muy inquieto por los ruidos que salían del suelo. Algo inconcebible estaba ocurriendo. En sus cavernas oscuras, los coruros trabajaban a pleno, entre gruñidos y enloquecidas carreras. Seymour podía escuchar su respiración agitada y las uñas que rasgaban la tierra. La furia se fue apoderando del perro. Sintió que debía acabar con todo eso. Y sin embargo, no era ninguna maravilla como cazador. Corto de vista, falto de olfato y deshonesto como un pachón, parecía perfectamente capaz de comerse a escondidas una pieza recién cobrada. Hasta entonces, jamás había perdido la cabeza por un rastro ni se hubiera alejado de su dueño por tan poco. Pero ahora el barullo subterráneo lo había trastornado. Ignoraba qué cosa se había interpuesto en su camino. Algo tan aborrecible, tal vez, como las ratas de los muelles de Tilbury o los topos de los jardines de Codford St. Peter. Cavó frenéticamente, sulfurado por la capa de tierra que le cerraba el paso. Pero los jinetes se alejaban y corrió para alcanzarlos. Pronto desapareció toda señal de coruros. De vez en cuando, Seymour olisqueaba el suelo. Era rencoroso y jamás renunciaba a desquitarse. Tarde o temprano terminaría por agarrarlos. Faltaban pocos kilómetros para Lackawana. Corbera iba delante, seguido por Larch y Beltrán Monasterio. Los otros cuatro sujetos cerraban el grupo. Nadie hacía caso del perro. Solamente pensaban en cómo vendrían las cosas durante las próximas horas. Y sin embargo, gracias a Seymour, todo empezaría de modo distinto a lo imaginado.

Pero por culpa de los coruros Seymour pasó de largo ante un viejo que los insultaba desde una colina. No parecía temerles y supusieron que estaba chiflado. La capa del viejo flameaba en el viento. Más adelante vieron un kauwi forrado con harapos de arpillera, junto con dos chapas de cinc y la puerta de un camarote. Tenía un barril a la entrada y otros restos de naufragio. Monasterio pretendía revisarlo. Apostaron que al viejo ni siquiera debía de faltarle una foto de la Reina Victoria debidamente colgada de un clavo. Pero siguieron nomás por la playa. La gente de Quartermaster siempre tomaba esta ruta, pues en el bosque sufrían estragos. Corbera había perdido tres hombres en apenas una tarde. Un pa-rriken cogotero los había ido matando a medida que se rezagaban. Estos cogoteros podían degollar un caballo en silencio y sin agitar una mata. El agente del Lloyd's le había dicho a Larch en el Roland: a la larga tendrán que llamar al Ejército. Los parri-kens vivían en sitios impenetrables y conocían hasta el último hueco. De modo que la consigna era marchar apretados, buscando siempre la costa. Gracias a Dios, pensaba el inglés, son tan incapaces de responder a un jefe como de calibrar un máuser, porque de lo contrario estaríamos listos. Y sin embargo, a poco de recalar en la isla, nada le había parecido menos feroz que aquella criatura que surgió ante sus ojos en el barco de Günther Clauss. Fue su primer encuentro con ellos. El hombre estaba sentado en cubierta bajo sus pieles, rodeado de perros e hijos, con la insolencia de un mendigo de Liverpool. Una pasajera le obsequió una polvera y el hombre sonrió desdeñosamente mientras tasaba el regalo. Segundos más tarde la polvera volaba al agua. Sus hijos no paraban de gritar give me give me en cuanto alguien se ponía a tiro.

Aquel mismo día, durante el almuerzo, otro pasajero aburrido propuso que fueran a tierra. Hubo un silencio mortal mientras el mozo levantaba los platos. Comían con el segundo de a bordo. "Ni se les ocurra", advirtió Larch enseguida. "No son naturales amistosos ni andan llevando náufragos a los misioneros. Los degollarán apenas pisen la playa." El segundo le dio la razón y prendió su cigarro. Resolvió meterle todavía más miedo a una anciana espantada y se explayó sobre la época en que los canoeros mataban a tripulaciones enteras, excepto a uno que ponían en el barco siguiente para que corriera a contarlo. Sonaba mejor que las historias de Günther y pasaron una buena sobremesa. El comedor estaba casi vacío. Afuera se veía un sector de cubierta y la costa derrumbada. Un pasajero ataviado a la marinera pasó corriendo por la ventana. Cada tanto debía esquivar una réplica exacta de las bocas de incendio de Manhattan, emplazadas estratégicamente para que los perros de los millonarios pudieran mear sin nostalgias. Mientras calculaba que cada vuelta a cubierta representaba trescientos metros, Larch se entretuvo mirando un albatros que volaba sobre la playa, para desaparecer finalmente tras aquel bosque tramposo, repleto de plantas podridas. Recordaba cada minuto de aquella jornada. Era su primer día en la isla. Estaba decepcionado por este sitio que había buscado para enriquecerse tan rápida y silenciosamente como un chino y que de pronto hallaba tenebroso y oscuro e incapaz de retener a una persona decente.

Acamparon cerca del agua. Corbera sacó varias tortas con chicharrones y unos collares de tacas ahumadas. Masticaban lentamente, sin quitar los ojos del fuego. Luego tomaron café. Larch disfrutaba de las paradas, casi tanto como sus hombres. A veces le deparaban alguna sorpresa, como aquellos coruros asados que enloquecían a todos. Los mejores coruros se comían al carbón. Luego de quemar mucha leña en un pozo, Corbera los dejaba entre la ceniza, limpios y bien adobados, aunque con toda la piel. A la mañana siguiente raspaba el cuero carbonizado. No era un plato demasiado vistoso, pero lo preferían al pollo. Larch se chupaba los dedos y saboreaba los frágiles muslos como si fuera un pastel de pichones de Codford. Un hombre lucía en el cuello un medallón de Jorge III. Todo el mundo conocía esa historia. Provenía del cadáver de un parriken, quien lo tenía a su vez de la casaca de un almirante ahogado. El hombre portaba también un quillango amorosamente sobado. Tenía costumbres extrañas. Generalmente se hacía humo después de cada trabajo. Decían que revisaba los cadáveres de los parrikens y que siempre volvía con algo. Se llamaba Beltrán Monasterio. Nadie sabía mucho de él, aunque corrían rumores. Según Corbera, estaba casado con una mujer parriken. Era el cocinero del grupo, pero Beltrán no soportaba las presiones del cargo. En esos días amenazaba nuevamente con irse y Corbera procuraba disuadirlo. ¿Acaso quería otro puesto? "Me gustaría adiestrar a los perros pastores", sugirió Monasterio. Corbera meneó la cabeza: "Los perros no precisan maestros. Se las arreglan entre ellos, copian a los más viejos". "Estoy aburrido de la cocina", protestó Monasterio. "Aquí cualquier mamarracho se pone delicado de estómago." Preguntó si podía llevar a su mujer a Quartermaster y Corbera le recordó que estaba prohibido. Después le pidió a Monasterio que aguantara hasta el invierno. Ahora éste fumaba en silencio, mientras procuraba descifrar los ladridos de Seymour. El perro toreaba a lo lejos, con el tono de haber hallado algo bueno. Monasterio hedía a carne de oveja. Tenía la nariz torcida y una piel oscura y unos ojos azules que parecían ajenos. Finalmente se levantó a investigar. Montó rápidamente y se alejó galopando. Pasó junto a la montaña de valvas que rodeaban el kauwi del viejo. Entre las conchas había un cráneo de lobo y muchos huesos tiznados y hasta el manómetro de un barco encallado. Todo formaba una masa compacta, mezclada con fragmentos de flechas talladas por el viejo y que sólo servían para vender en los paquebotes. Los antepasados del viejo habían estado allí durante siglos y sólo cuando mermaban las cholgas el sitio quedaba desierto. Ahora la costa había cambiado y el césped llegaba hasta el kauwi. Este viejo era una celebridad en Europa, hasta el punto que sus medidas figuraban en la revista Antrophos. Corbera salió detrás de Beltrán Monasterio. Pronto lo siguieron sus hombres, en el rumbo de los ladridos. Larch resolvió quedarse. Había llegado la niebla y el mar se estaba borrando.

En aquel preciso momento, Lucca vagaba entre los guindos ennegrecidos. Era un bosque incendiado que aún olía a carbón. Había esqueletos de canelos quemados y troncos de leña dura que ya largaban retoños. Cada tanto, Lucca vigilaba la madriguera, sin perder las ilusiones de ver salir a su hermana. Pero Isabela no apareció. De modo que resolvió dedicarse a sus cosas. Hizo un kauwi con varias ramitas y también construyó una canoa. Navegó entre los manchones de niebla que brotaban del suelo. Tenía el fuego en el centro, como la canoa de Camilena. Primero la habían llevado entre todos por una playa de piedras. Después la empujaron al agua. Lucca nunca olvidaría aquella travesía nocturna. Zarparon en plena calma. La canoa cortaba el mar en silencio. La luna brillaba en el agua. Por el camino vieron un lobo dormido. Camilena podía pasar junto a un lobo sin hacerlo parpadear. El sueño de un lobo en el agua era un profundo misterio. Quizá sólo dormían de a ratos. Hacía falta mucha prudencia para no ser atacados. El lobo podía entreabrir un ojo lloroso y todos iban atentos.

Su padre metió la mano en el mar. Tenía una herida de palometa en el dorso. Era un tajo bastante feo. Isabela no le sacaba los ojos de encima, mientras Jaro se iba durmiendo. Navegaron toda la noche, sin que nada más ocurriera. A la salida del sol resonaron los aletazos de un flamenco escarlata. Luego apareció un remolino, como una voluta en el agua. No parecía muy peligroso, pero Camilena lo señalaba con miedo. Se alejó con todas sus fuerzas, mientras Lucca daba un suspiro. Aquella tarde bajaron en un islote desierto. Hicieron fuego al reparo del viento y recolectaron varias canastas de cholgas, hasta que su madre decidió tirarlas. Estaban ácidas y llenas de piedras. Su padre había comido una vez de esas cholgas y todos pensaron que se moría. Por la noche tuvo delirios. Despertó transpirado, agarrándose del estómago. "Siento como si me mordiera una rata", declaró con los ojos llenos de lágrimas. Así que sólo comieron las cholgas que habían llevado. Tatesh distribuyó pequeños trozos de grasa en cada valva y los fundieron sobre las brasas y sorbieron con mucho cuidado. Después repartieron las cholgas entre los perros. Ese año había comida de sobra. En otras épocas los perros andaban flacos y pedigüeños y vistos a la distancia parecían muy peligrosos, especialmente cuando desmenuzaban la basura del campamento.

Finalmente lo despertaron los gruñidos de Seymour. Lucca levantó la cabeza y divisó un perrazo negro junto a la madriguera. A sus pies, sobre un charco de sangre, yacía Barbucho. Había sido una lucha corta, pero el vencedor no parecía dispuesto a retirarse. Algo aborrecible olisqueaba allí dentro. Lucca descubrió horrorizado que el perro se disponía a saltar por el boquete. Entonces llegó un hombre a caballo. Desmontó rápidamente y se apostó en la boca del pozo. Luego arrojó una piedra y se tendió para escrutar las tinieblas. Después caminó sobre el techo de ramas, mientras llegaban nuevos jinetes. Alguien contenía al perro negro. Lucca pensó que debía escapar cuanto antes, pero el tiempo empeoraba y eso acrecentó su pavura y ya no pudo moverse. De repente el perro voló por el aire y cayó en la madriguera. Luego los caballos saltaron adentro y el día se convirtió en un infierno. Hubo relinchos y fogonazos. Los ladridos del perro también sonaban como estampidos. Ahogado por el miedo, Lucca empezó a los gritos.

¿Eran disparos? Apagados e irreales, llegaron a oídos de Larch justamente cuando éste recordaba una tarde que había pasado frente a esa costa en un barco repleto de ovejas, junto a Mo-destino Lucero y John Abbot Titcombs, criadores de Río Agrio. Entre ambos tenían dos millones de hectáreas. Estaban esperando la marea. También disfrutaban la compañía del vendedor de Cooper and Co. Empezaba la niebla y la costa se veía pésima. -La tierra de los horrores... -murmuró el tipo de Cooper. -El único sitio del mundo que no reclama Inglaterra -se burló John Abbot Titcombs. Modestino limpió sus anteojos. El tipo de Cooper sacó el pañuelo. No se aguantaba el hedor. La bodega estaba completa y las ovejas sobrantes fueron a dar a cubierta. Todas tenían tres patas atadas. Muchas estaban sarnosas y se rascaban con la pata libre. Cuando arreciaba la comezón se mordían, así que estaban manchadas de saliva verde y marcadas por las pezuñas. Un carnero había logrado pararse y se rascaba contra la borda con sufrimiento y placer. Su cuero pelado y lleno de costras perdía un líquido blanco. John Abbot Titcombs parecía molesto. Se había convertido en un criador poderoso prácticamente sin darse cuenta. Además de fardos de lana, mandaba capones congelados y barriles de grasa a Inglaterra. Su ferrocarril Decauville llegaba hasta el muelle. Pero planeaba dedicarse a las ballenas y visitar a un hermano que acaparaba tierras en Nueva Zelanda. -Hay días que no las aguanto -murmuró. -No están hechas para esto -dijo Larch. -¿Para qué estarán hechas? -No lo sé. Pero usted debería saberlo. -John tiene las mejores ovejas de toda la isla -declaró Modestino. -Espero que nunca le pase esto -dijo Larch mirando una oveja excitada, incrustada en el malacate, que refregaba su lomo con la mandíbula de costado. -Mi padre criaba caballos -suspiró John Abbot Titcombs. Un lote de carneros recién esquilados lo contemplaban estupefactos. Apiñados en un corral provisorio, con la frente pintada de marcas azules o verdes, parecían un trío de depravados. El hombre de Cooper pensaba qué clase de estigma revelarían las marcas. No sabía nada de ovejas y aprovechó para preguntar: -¿Son de verdad tan boludas? -Vea, un carnero desbocado es capaz de hacer que quinientas ovejas se tiren al mar. -Pero los pobres tienen que adivinar cuando ellas andan alzadas -aseguró Modestino. -Sí. Son bastante inexpresivas. -Se les hincha la vulva, ¿no es cierto? -A mi señora le pasa lo mismo -declaró Modestino.

-Veo que usted lleva poco tiempo en esto -dijo Larch al tipo de Cooper. -Un mes -confesó éste. Era un ex vendedor de biblias en Sandy Point. Las ovejas llevaban quince horas a bordo. Modestino terminaba de comprarlas. Dentro de poco serían bajadas en una chalana que vararía en la playa. Estaban muy apiñadas y un parriken de Modestino lidiaba para acomodarlas. Procuraba mantenerse lejos de John Abbot Titcombs. Entre ellos corría el rumor de que John se proponía convertirlos en grasa. Comieron chuletas con un jarro de té y el viajante de Cooper se tiró a dormir en cubierta. Era un irlandés desengañado. Aprovechó la vuelta del sol para levantarse las botamangas, mientras encogía sus piernas lechosas y con vello mal repartido. Pronto cayó en un sueño agitado. Después de llevar la palabra de Dios a los peores sitios del mundo, acababa vendiendo remedios para aquellas bestias inmundas. Su cuerpo tardó en relajarse. Eran los músculos de un ser acosado, habituado al permanente rechazo: las carnes mortificadas de un descatolizador en América, de un agente protestante, de un inglés provocador. Empezó a los ronquidos y sus pupilas le entreabrieron los párpados. El peón de Modestino apenas se atrevía a mirarlo. Estudió sus canillas varicosas y su nariz con venitas rojas y sus dientes inmensos y su cogote de pavo. Era el sujeto más repugnante que hubiera visto jamás.

Abbot Titcombs todavía estaba en Europa. A Larch le hubiera gustado saber de su vida. John era un tipo agradable, tan competente para pintar una acuarela como para jugar un buen partido de tenis o descubrir huevos de pato que no tuvieran sabor a pescado. Un perfecto caballero, si correspondía decirlo. Durante las próximas horas habría resultado muy útil. Así pensaba el inglés cuando sonaron los tiros. Los parrikens volvieron a ocupar su mente. Se levantó prestamente del suelo mojado, consolándose porque al menos no había bichos ni espinas en toda la maldita isla. Al rato llegó Corbera. Venía con Seymour atravesado sobre el caballo. Larch se acercó muy alarmado. -Hallamos la madriguera -dijo Corbera-. Casi lo matan al pobre. Lo pusieron delicadamente en el suelo. El perro no se quejaba. -¿Qué tiene? -murmuró Larch. -Solamente unos huesos rotos. Tuvimos que matar a varios. Mientras recibía detalles, Larch decidió que mentía. Corbera detestaba a su perro. Según el capataz, los ocupantes de la madriguera lo habían descaderado de un palo. Pero Larch desconfiaba de Corbera y su caballo. Estaba furioso y sólo atinó a mantenerse arrodillado, mientras pasaba las manos sobre su perro. Corbera no se movía. Reclamaba directivas para proceder con los sobrevivientes de la madriguera. "Sigue mintiendo", pensaba Larch, seguro de que ya los había matado. Como de costumbre, Corbera solicitaba instrucciones luego de proceder a su antojo. Su capataz adoraba obligarlo a decidir todo el tiempo, acechando sus contradicciones. Pero jamás discutía. Frente a una orden absurda se limitaba a decir: "Si a usted le parece...". Larch recorrió lentamente el pelo corto y tupido del perro. ¿Habría algo más que huesos quebrados bajo aquel manto tenso? Seymour sufría en silencio. -Mátelos -dijo con rabia.

Luego volvió Beltrán Monasterio. Traía consigo a Lucca. Otro hombre venía de a pie. -¿Qué pasó? -preguntó Larch. -Se jodió el caballo. Tuve que pegarle un tiro. -Era una madriguera padrísima -dijo Beltrán Monasterio. -Como veinte metros de largo. -¿Y éste? -Andaba paveando por afuera. Me lo traje para usted. -¿Quedó alguno más? -No, señor. Se ve bonito, ¿verdad? -Hasta los chanchos son lindos cuando son chicos. -Gracias a Seymour -dijo Corbera-. Jamás habríamos visto esa madriguera. Estaba muy bien escondida. -Este se había salido -dijo Beltrán Monasterio. Depositó a Lucca en el suelo. -Está fulo -señaló. -¿Cómo le ponemos? -preguntó Beltrán. -¿Quiere tenerlo, señor? -preguntó Corbera. -No sé -dijo Larch. -Llévelo. Estos niños salen muy buenos. -¿Y si le pongo mi nombre? -dijo Beltrán. -¿Usted cómo se llama? -preguntó Larch. -Beltrán Monasterio. Larch estudiaba a Lucca. El chico estaba tan flaco como algunos coruros después del invierno. -Póngale como quiera.

Corbera procuraba darle detalles sobre el asunto de Seymour. Larch no dijo palabra. Corbera repitió su versión, pero Larch dio media vuelta y montó a caballo. Pensó que mataría a Corbera de un tiro si le pasaba algo al perro. Luego se preguntó qué haría con Seymour. Resolvió dejarlo en compañía de un hombre hasta su vuelta de Lackawana. -Beltrán Monasterio -estaba diciendo Beltrán Monasterio. Quería que Lucca lo repitiera. Pero éste sólo parecía dispuesto a escaparse, de modo que Corbera lo subió a su caballo. Se pusieron en marcha y Lucca se prendió de Corbera. La espalda del capataz trasmitía el andar del caballo. Recordó que aquel hombre había sido el primero en lanzarse sobre la madriguera. Luego lo invadió el remordimiento. Poco antes de escabullirse, Isabela había alcanzado a tomar la cuerda que le colgaba del cuello. "Tengo sed", dijo él librándose de su hermana. Luego se zambulló en el pasadizo. Se desprendió de la soga mientras corría al arroyo. Con ese collar resultaba presa fácil de Isabela. La noche anterior, mientras Tatesh proponía esconderlos, ellos jugaban afuera. Jugaban del modo siguiente: Lucca venía en cuatro patas llevado por Isabela y Jaro los recibía en la planchada. Jaro era el capitán del Spectre. Isabela era la viuda. "¿Este es su hijo, Mrs. Dobson?", preguntaba Jaro, mientras ella tironeaba de la correa. "Nooo, capitán, es mi perro", decía Isabela. Finalmente Lucca se había dejado la cuerda en el cuello. -¿Cuántos había en el hoyo? -preguntaba Beltrán Monasterio. No tuvo respuesta. -¿A ver, cuántos había? -insistió en tono apostador. Como nadie dijo palabra, Beltrán informó: -Por lo menos doscientos. Tampoco se molestaron en discutirle. Contorneaban un bosque sembrado de ramas caídas, dispuestos a mantenerse afuera. Algunas ramas se hubieran deshecho al tocarlas. De los árboles pendían cortinas de líquenes grises. Parecía un bosque sacado de un sótano. Beltrán Monasterio dijo: -Este chico se está durmiendo. Pero Corbera lo sintió bien agarrado. Subieron un largo trecho hasta divisar el océano. Una pareja de buitres marinos picaba sobre las olas y rozaba las crestas con el ala. Estos pájaros se hartaban de ballenas muertas y frecuentemente debían vomitar la comida para despegar otra vez. -¿Usted sabe cómo toma la sopa esta gente? -preguntaba Beltrán Monasterio. -No. -Se tiran al suelo y chupan del plato. Lucca estaba llorando. De pronto se había acordado del perro. Al perro le colgaba la baba. Pugnaba por arrojarse en la madriguera, pero aquel hombre lo sujetaba. El hombre parecía a punto de ser arrastrado. Finalmente aflojó unos centímetros y el perro sumergió la cabeza. Lucca pensaba en el terror de Isabela al divisar el hocico del perro. Por eso estaba llorando. Salieron al mar por una arboleda tan pulcra como la foresta de Codford St. Peter. Tal vez faltaba una aldea a lo lejos, o un monasterio metido en la bruma. Luego venía esa larga pradera. Larch reconoció varias plantas: scurby grass y wild parsnip y algunas matas de apio silvestre que su caballo procuraba morder. Ya no era como la floresta de Codford. La tormenta velaba el paisaje y hasta los arbustos más bellos tenían un aire funesto. Pero algo pasó con el tiempo cuando llegaron al mar. Empezó a limpiar por el Este y cesó la garúa. Al fragmentarse la niebla surgió la bahía. Bajo un rodete nuboso, estaba el islote Grappler. Pero el mejor espectáculo fueron los parrikens que trotaban por el mar en seco. Los siguió con los prismáticos. Habían salido por el otro lado de la bahía, en el rumbo preciso para llegar hasta Grappler. Larch estaba radiante, como un piloto de altura que navega a través de sus cálculos y que cierta mañana, cuando ya nadie confía, ve surgir a lo lejos la isla buscada, en el sitio donde esperaba encontrarla. La niebla casi lo había jodido. Con ese tiempo era difícil llegar hasta Grappler. Pero los parrikens ya estaban ahí. A lo lejos, una fogata de leña verde anunciaba la novedad al inglés. Apuntó los prismáticos y vio detenerse a los parrikens. Ellos también contemplaban el humo, sin atinar a otra cosa. Difícilmente escucharan los ladridos, pero habían descubierto a los jinetes de Crosbie que marchaban por la playa. Larch corrió los prismáticos hacia Cypress Swamp. Por allí saldrían los perros. Los parrikens seguían inmóviles, conscientes por fin de su error nefasto. Los ladridos, ahora sí, atronaban la bahía. Larch no sentía nada por aquellas bestias neuróticas. "Son perros muy amargados", le había dicho el vendedor de Angus & Mason, mientras ultimaban los detalles del embarque a Sudamé-rica. Desde su escritorio de Tilbury Dock, el despachante los miraba con asco. Venía de una familia que por generaciones enteras había medido, pesado y olido hasta el último bulto que ingresaba en Port Authority. Sus hermanos aún dirimían las calidades de cuanta rama de canela ingresaba por el Támesis. Por su parte se había especializado en marfiles y podía resolver de un vistazo si un colmillo estaba relleno de piedras. Pero jamás había tenido a su cargo una remesa de perros. El hombre de Angus & Mason decía: "También son rencorosos. Es otra de sus virtudes. Encima padecen visiones y se sienten continuamente atacados. No cometa el error de alimentarlos, pues matará su pasión por la caza. Cada tanto, póngalos frente a un muñeco bien adobado con tripas frescas. Eso sí: conténgalos cuando ataquen, porque conviene llevarles la contra. Será el único modo de que odien cada vez más al muñeco. Pero jamás se descuide. El día menos pensado le arrancarán una mano". En la isla dejó de verlos. Supo que los perros eran soltados periódicamente y que volvían cubiertos de sangre. Nadie sabía mucho sobre eso, aunque corrían ciertas historias. Un día, de paso por Quartermaster, Larch preguntó por ellos. "Sólo sirven

para cazar conejos", escupió el capataz con desprecio. Alguien hizo una mueca burlona hacia la jaula de El Bobo, que acababa de presentarse enchastrado hasta la cabeza y se disponía a dormir la siesta con aire muy satisfecho. Podía venir de un festín de coruros o de atacar a dos escolares por el camino. Pero los productos de Angus & Mason habían perdido la paz. Esto resultaba evidente con sólo pasar de noche por las perreras. Soportaban pesadillas y aullaban impresionados por cualquier insignificancia, tal vez ante el mero grito de un pájaro. Los hombres de Corbera imitaban sus gimoteos y les hablaban con el tono dolido que usaban los perros y éstos parecían a punto de soltar las lágrimas. En Quartermaster se divertían mucho con eso, pero Larch sospechaba que la vida de aquellas criaturas se había vuelto un infierno. En Great Dismal, a tres millas de su casa, había un lugar donde trabajaba su padre. Cada tanto, éste solía llevarlo. Los perros dormían bajo una arboleda. A través del jardín se veían unas lujosas perreras con baldosas blancas y negras. De las cocinas llegaba de pronto el olor a comida y los perros de la jauría levantaban la cabeza. En la primera visita, su padre le trajo un perro pequeño. "Este se llama Seymour", le dijo. "Una vez le ganó a un caballo de carrera." El perro puso la cabeza entre sus palmas. Su padre conocía el nombre de cada perro y les hablaba todo el tiempo cuando iban en traílla. Le dijo: "Jamás conocí un perro de tanto carácter. Puede quedarse la tarde junto a una zorra sin ponerle la mano encima". Seymour quería permanecer a su lado. Larch decidió de inmediato que todos los perros que pasaran por su vida llevarían ese nombre.

Los perros de Cuba irrumpieron por fin en la playa. Al olfatear a sus presas estallaron en aullidos. El pelo se les erizaba en el lomo y sus propios cuidadores sintieron miedo. En el pasado, los ingleses los enfrentaban con jabalíes y toros. Con esa clase de perros habían controlado una insurrección de negros en Cuba. Eran cruza de dogo con braco jamaicano, la combinación más dañina que se pudiera haber inventado. Finalmente los parrikens se agruparon. Larch resolvió que estrecharían el cerco. "¡Ahí viene Modestino!", gritó Corbera con entusiasmo. Modestino Lucero llegaba al galope, delante de treinta jinetes. Los hombres de Quartermaster los saludaron con muchos disparos al aire. Larch cinchó bien su caballo. Montó sin apuro y Corbera le alcanzó su Winchester. Luego bajaron hacia la playa. El sol rebotaba sobre los charcos. También había canales profundos. Cada tanto, algún barco se aventuraba por ellos. Debido a estos canales era difícil volver desde Grappler cuando el mar estaba seco. Sólo había un camino posible y ahí estaban ahora los perros. Pero aún faltaba bastante para el retorno del agua. Por lo general, los parrikens solían alcanzar el islote y volvían al día siguiente. Larch se preguntaba qué harían ahora. Podían continuar hasta el islote o emprender el regreso a la playa. En realidad, daba lo mismo. Ya nada cambiaría las cosas. A lo lejos, entre las nubes, se divisaban los picos de Talbot Island, conocida también como isla de la Mujer. Larch disfrutó de la vista, mientras pensaba en el nombre que le darían los parrikens. Según Corbera, era el sitio soñado por ellos, la isla con forma de mujer recostada adonde sólo volvían después de muertos. Camilena se dejó caer en el suelo. Habían pasado unas horas. Mientras se sobaba las piernas, contempló a su gente desplegada. Todos se reflejaban sobre los charcos. Tatesh iba de un lado para otro, procurando mantenerlos organizados. Pero sólo había un rifle cada seis hombres. Se acercó la mujer de Kamen para preguntarle otra vez por los niños. Camilena no respondió. Tocó la valva traslúcida que pendía sobre su pecho. Era un regalo de Jaro. Nada ocurría por el momento. Sobre la costa, los jinetes habían echado pie a tierra y los perros estaban callados. La mujer de Kamen le contó que los ovejeros la habían hecho bañarse una vez en el río. Esa gente siempre llevaba en la montura un cepillo para eso. Ella decidió frotarse con esmero, hasta que la grasa desapareció de su cuerpo. Los ovejeros abominaban la grasa de lobo y era preciso sacarse hasta el último vestigio para tener relaciones con ellos. Ella estaba segura de que las harían cepillarse de nuevo. Camilena se le rió en la cara. Como si le dijera: cuando nos dejen los perros, ya no precisaremos lavarnos. Había unas rocas peladas donde las gaviotas solían practicar puntería con las cholgas que soltaban desde lo alto. Eran miles de gaviotas y las valvas sonaban como granizo al reventarse en el suelo. Pero esta vez las rocas estaban desiertas y también el islote distante. Sobre el lecho quedaban madejas de cachiyuyos que estallaban al pisarlos. Apareció una foca grisácea, sorprendida por la bajante. Camilena recordó que su madre había muerto durante las mareas de junio. Ella siempre decía que los enfermos sólo se iban con la bajante. Tatesh la miraba desde lejos. Era raro verla charlando con su comadre, cuando el mundo se venía abajo. Una vez, mientras huían de una goleta, Tatesh había pensado que jamás la vería rendirse. Iban corriendo por los canales con los loberos en los talones: cuando pareció que estaban perdidos, Camilena enfiló hacia la costa. Acababan de virar una punta y por unos instantes perdieron de vista a sus atacantes. Luego saltaron a tierra y escaparon por la espesura con la canoa a cuestas. Era una impenetrable maraña y los primeros metros resultaron terribles, pero de pronto se vieron trotando sin sobresaltos por un sendero de canoas. Era un pasadizo secreto que utilizaban las canoeras para cruzar la península. Ambos pensaron en el asombro de los loberos al verlos evaporarse y disfrutaron mucho con eso.

Había empezado a crecer. Junto al islote, el suelo se fue saturando. Un hilo corrió lentamente por el suelo pedregoso. Pasó entre unas rocas marcadas por viejos cataclismos y fue a unirse con otro hilo delgado. Un poco más lejos, en las afueras de la

bahía, las olas cambiaban de rumbo y tomaban hacia la boca. El mar se disponía a volver. Pero todavía faltaba para que el agua cobrara velocidad y llegara el retumbante bramido que inquietaba a las criaturas de la costa y acobardaba a los cachalotes que pasaban a la distancia, donde el océano era profundo y ocasionalmente tranquilo. Los perros reanudaban sus ladridos. Cuando Camilena vio impregnarse el suelo a sus pies, decidió que había llegado el momento de arrimarse a su marido. Iban a pelear y perderían. Ya nunca llegarían al islote. Ahora el sol destellaba sobre su roca más alta. Tatesh les había contado una vez que solían sentarse allí con su padre y que no se movían hasta el ocaso, cuando el sol se metía en el mar con el chirrido de un tronco ardiente. Entonces Camilena prometió a sus hijos que tan pronto alcanzaran el islote se apostarían sobre el peñón de los lobos para contemplar el fin de la tarde y sentir el quejido del sol al apagarse en el agua.

XI LA LIEBRE DE MARZO

Había un bulto en la costa. -¿Es una ballena? -preguntó Federica. -Es el casco del Guayteca -dijo el doctor. -El que trajo el vómito negro. -Eso es. -¿Murieron todos a bordo? -No. Varó mucho después de la peste. -¿Fue cuando llevaba la compañía de ópera? -Sí. Justamente el capitán dejó el puente porque les daba una fiesta. Entonces el timonel se tragó la costa. -Y en Sandy Point se quedaron sin Tosca. Federica y su padre fueron los primeros en salir a cubierta. Después llegó un cura y a continuación una mujer con un perro en los brazos. Ocuparon las reposeras contiguas y eso acabó con la charla. Tanto el doctor como el cura simulaban no conocerse. La mujer parecía molesta por algo y trató de charlar con el médico, pero éste sólo buscaba la forma de agarrársela con el cura. Mientras tanto, el perro le gruñía a Federica. Era un típico perro limeño, de los que sufren del hígado y están continuamente irritados y viven sobre la falda de alguien. La costa hervía de pájaros, como en las vísperas de un huracán. Era un mal espectáculo para los ocupantes de un barco que iba saliendo hacia el mar, pero a nadie le importaba demasiado y la cubierta rebosaba de pasajeros dispuestos a invadir el comedor. Después de la escala en Río Agrio, todos se veían mejor. Corría un buen aire marino y el barco navegaba derecho y tampoco había razones para quedarse adentro. La mujer sostenía desafiantemente a su perro. El doctor ya no escuchaba a su hija. Intentaba trasmitirle a ese cura que no lo soportaba a su lado y que conocía todos sus vicios y que no sería engañado por él. Pero cuando lo miró fugazmente se sintió deprimido. Contempló la costa lejana. Habían desaparecido los pájaros y el barco varado en la playa.

Pero el padre Lorenzo, como los buenos políticos, olía de lejos la hostilidad. En otro momento hubiera aceptado el convite. Identificaba rápidamente a sus enemigos y cuando era preciso salía al combate con la tenacidad de un obispo. Pero ahora tenía sueño y estaba viejo y el barco empezaba a moverse con aquel cuchareo que lo llevaría al camarote. Permaneció un rato más en cubierta, aferrado por la visión de la isla bajo los últimos rayos del sol. Había pasado treinta años allí. Cerró brevemente los ojos. Ahora parecía un satisfecho cura dormido. Cualquiera hubiera dicho que maquinaba el traslado a una parroquia más próspera o que soñaba con un despacho como el del obispo de Córdoba. Pero el cura sólo pensaba en una capilla pequeña, sólida como un galpón, construida entre las colinas con las vigas de un carguero naufragado.

Después tuvo un ataque de tos. "No hay corazón que resista esa tos", se dijo el doctor. Lo ayudó a enderezarse con una sonrisa. El padre Lorenzo le agradecía entre lágrimas. "Tiene asma, diabetes y está enfermo del corazón", pensaba el doctor. "El reumatismo ya le come las visceras. Es raro que todavía camine." Seguramente le habría dado mucho trabajo en el viaje. "Pero bajaré en Sandy Point y él seguirá sin el médico. Tendrá mucha suerte si llega vivo a Buenos Aires." Concedió que tal vez no era del tipo de curas que sueñan con un despacho como el del obispo de Córdoba. El padre Lorenzo lo había calmado con su famosa sonrisa. La mujer del perrito pensaba: "Un hombre con esa cara tiene que ser un santo". De todos los pasajeros que había en cubierta, era la más veterana. Viajaba en transatlántico desde que tenía seis años: una desteñida foto en el salón infantil del Cordillière la mostraba en pleno cotillón celebrando su cumpleaños. Pero éste era su primer viaje a Sudamérica. Cuando vio pasar un mozo hacia la cocina con media res a la espalda, sus ojos reflejaron la nostalgia por los viejos cruceros en el Winchester Castle, otro barco de su colección. Se levantó sin entusiasmo y enfiló para el comedor. El padre Lorenzo la siguió con la mirada y nuevamente sonrió. "Lo acaban de jubilar", adivinaba el doctor. "Terminó por hartar al obispo con su misión de utilería." Se habría merecido al menos que su bandita infantil lo despidiera. Pero al momento de la partida, sólo había un parriken en el muelle. ¿Qué pensaría aquel desgraciado mientras miraba hacia el barco? Tal vez lo olvide muy pronto, se dijo el doctor. Tal vez algún día, mientras sopla desesperadamente una llama y la nieve le cala los huesos, atine a murmurar "Querido Jesús" o a persignarse de un manotazo, desesperado por hallar la fórmula que le permita dar con una taza de mate cocido como las que solía servirles el viejo después de la comunión. El cura se dispuso a levantarse. "Renquea", pensó el doctor. Su manía de hacer diagnósticos era casi un deporte. Un hombre transpirado: un hipotenso. Un rostro pálido: un corazón arruinado. Este cura renqueaba. Quizá tenía la rodilla rígida. O era una claudicación por dolor.

-Papá... -Comamos. -Última pregunta. -Bueno. -¿Dónde enterramos a Erasmo? La pregunta lo tomó de sorpresa. Tuvo un leve escalofrío. No lo habían sepultado. Por un momento, al estilo de Dobson, se dispuso a inventarle un destino mejor. En realidad, no habían podido enterrarlo. La muerte de Erasmo los había agarrado mal, casi a la partida del barco. -Lo puse en el hueco de un árbol -confesó. Hubo una pausa inacabable. El doctor intentó justificarse. Al principio de la epidemia había visto a una pareja de canaleses que depositaban el cadáver de su hijo en la canoa y luego le daban un empujón y la dejaban ir con la bajante. Se lo contó a Federica, pero ella no dijo nada. El doctor creyó descubrirle la cara, mitad aterrada, mitad maravillada, que su hija solía poner a la hora de los cuentos. Esperó alguna de sus clásicas interrupciones. Ella se mantuvo inescrutable hasta el final de la sopa. En el comedor estaba la viuda. El doctor se alegró de verla. Con ella estaban el padre Lorenzo y la mujer del perro limeño. Federica labraba el helado. Aprovechó para observarla a sus anchas. Había un piano meloso que atenuaba el rumor de las máquinas. El pianista parecía a punto de vomitar. Entonces vino el café y Federica insistió en servirlo. El doctor la recordó junto a su madre jugando con una vieja tetera. Pensó en las historias que ambos le contaban a Federica. Pensó en Alicia y en la Liebre de Marzo y en Mediopollo y en Belleza del Mundo. Luego miró por el ojo de buey clausurado hasta que lo salvó un aplauso. El pianista había concluido y un mozo que pasaba a su lado exclamó "¡Bravo, maestro!", mientras aplaudía con entusiasmo. A Federica le gustó su gesto. Se le ocurrió que quizás eran amigos y que el mozo lo admiraba. Tal vez el mozo pensaba que su amigo merecía algo mejor que tocar en un barco. La viuda palmoteó con desgano. El pianista saludó dignamente y en adelante sólo tocó para ella. Al cabo de un rato sus dedos mejoraron bastante. Cuando la veía llevarse la copa a los labios, deseaba cubrirla de besos y hacerla soñar con su piano.

Pero ella soñó que hacía manteca. Fue apenas dos horas más tarde, mientras el barco reducía la marcha al internarse en la niebla. Ella abrió fugazmente los ojos y siguió con su sueño. Estaba junto a una mesada de mármol con un cuchillo de marfil

en la mano. Recién terminaba la noche y era la hora perfecta para cortar la crema. La leche tenía un tono azulado, producto de los juncos floridos que comían las vacas hacia el final del verano. Ella conocía a la vaca que daba esta leche y solía acariciar su pelo brillante mientras la ordeñaba su abuela. Ya podían distinguirse las ramas de los manzanos. Los árboles que maduraban en julio estaban repletos. Sus manzanas eran de cáscara dura, ligeramente más rojas del lado del sol. Luego venían los árboles viejos y a continuación las plantas de fruta casi violeta y de carne muy firme que comerían en mayo. Pasó limpiamente el cuchillo y la crema salió sin una gota de leche. Luego la puso en un fuentón de madera, hasta que llegara el momento de batirla. El corte de la crema era una operación delicada. Había otros puntos cruciales que ella jamás descuidaba. Era preciso que las vacas no hubieran corrido y que fuera la última leche ordeñada y que se hubiera dejado reposar debidamente. Había dado todos los pasos para hacer una buena manteca y ya podía tomarse un respiro. Los cerdos de su vecino comían como desaforados bajo las encinas. Habían cruzado la cerca por décima vez en el día tras las bellotas dulzonas. Las bellotas de encina eran sabrosas y tiernas y engordaban a los cerdos ajenos como ninguna otra cosa. Ella cerró los postigos. La ventana daba al Noreste y en verano todo se mantenía bien fresco como para que subiera la crema sin que se cortara la leche. En agosto era un lugar delicioso y tenía un techo de tejas y un altillo de madera. Después de sacar la crema ella lavaba los tarros de leche y recontaba los frascos de fruta en conserva. Era el momento de bajar hasta el sótano para inspeccionar la horma de queso. Entonces tenía doce años y nunca pasaba del monte de encinas, aunque le habían prometido un viaje hasta Wiltshire. Vivía con su abuela en la granja desde la muerte de su padre. En aquellos días, fuera de los cerdos ajenos, las únicas amenazas eran las heladas tardías y la polilla de invierno que devoraba los bosques de Abingdon, Inglaterra. Así transcurría su sueño, hasta que concluyó de mal modo. Despertó con el corazón desbocado por la piara de su vecino. Por unos instantes no supo si estaba despierta. Hubiera estrangulado sin compasión a ese hipócrita que la había estado mirando desde la cerca mientras sus cerdos se atragantaban con las bellotas. Tatesh había estado también en el sueño, desyuyando los nabos de su enemigo. Camilena, por su lado, cortejaba al vecino con unas tortas recién salidas del horno. Fue demasiado para la viuda, que ahogó un rugido de furia mientras abría los ojos. Comprendió que se hallaba en un barco con las máquinas detenidas. Estaba empapada en sudor. Sintió el mismo alivio que experimentaba de niña, cuando despertaba en mitad de una pesadilla: sus hermanas habían matado a un hombre y debían esconder el cuerpo entre todas. En cambio éste había sido un sueño realista y sólo se había malogrado al final. Había sentido placer al batir la manteca dorada, lo que marcaba el final del mal tiempo y de la desteñida manteca de invierno. Había estado en el sótano revisando aquel queso blando y amoratado, que sólo debe comerse cuando ya parece perdido. Luego, muy fugazmente, se había visto a sí misma sobre la costa de la misión. Una tarde su marido venía remando en dirección a la playa. Ella lo esperaba en el muelle, mientras el sol la besaba. Había ovejas paciendo en la orilla y las cotorras reventaban el bosque. El viento estaba cayendo. Para que el cuadro fuera perfecto, faltaba el arzobispo en el bote al lado de su marido. A sus espaldas, en cada chacra, los canoeros carpían sus rabanitos. En la escuela dominical cantaban los niños y desde el bosque venía el zumbido del aserradero. Un sueño bueno y realista. La viuda se abrazó a la almohada. Mientras esperaba que el barco arrancara, pensó que no podría dormirse sin el rumor de la máquina. En eso empezaron a andar y finalmente se fue adormilando y todo quedó en la nada.

El barco se había detenido a medianoche. Hubo un silencio profundo y pronto se oyeron los ruidos que nunca llegaban durante la marcha: las voces distantes, los débiles crujidos. Alguien lanzó una risotada. Un hombre reclamó un farol. Se había cortado la luz. En aquella calma, empeoraba el olor a encierro. El mar parecía sereno. De pronto hubo un disturbio. La gente de la cocina gritaba y los pasajeros despiertos se agitaron. -¿Escuchaste? -susurró Federica. -Parece que han visto una rata -dijo su padre. Le daban caza a la luz del farol. Gozaban como beduinos. -Pobre bicho -murmuró ella. -Se divierten barato. -Yo no podría vivir a bordo. Todos los días lo mismo. -Mañana nos vamos a cubierta con un libro. -Bueno. Pero llevemos algunas mantas. -A lo mejor nos cruzamos con El Caleuche. -¿Qué es El Caleuche? -Un barco tripulado por idiotas y desmemoriados. -Este se llama Delight of Bristol. -Sí. Pero es un barco cualquiera. -En cambio El Caleuche proviene del Océano Roncador. -Y cuando se le acaba el carbón meten pingüinos en las calderas.

Charlaban a medianoche en el barco encalmado. El doctor pensó en algunos rincones de a bordo e imaginó la soledad del salón y recordó la cámara decorada por Waring and Gillow que había visto durante su incursión por primera. -¿Cómo será el Vol-au-vent-financiére? -preguntó Federica. -Mañana podemos pedir. -Trae salsa de menta. -¿De veras? -Eso dice la carta. -Entonces yo paso. -Me está dando hambre. -En la mesa hay bizcochos. Su hija saltó de la cama y después de tomar los bizcochos se acomodó a su lado con la caja entre las rodillas. Ella empezó a hablar del colegio, mientras al doctor le llegaba el aroma del pelo limpio y muy fino que le cubría la espalda. Pensó que a la mañana siguiente estaría de vuelta en su trabajo. A lo mejor por la noche recalaba algún barco y debería levantarse a recibirlo. Era el único médico de Sandy Point y trabajaba también como médico de puerto. Rogó que no soplara Sudeste. Había que trasladarse hasta el barco en un bote. El ascenso era difícil. Primero había que preguntar desde abajo si no tenían enfermos a bordo, pero nadie cumplía con eso. Generalmente llovía y a veces era de noche. Luego venía el regreso por el muelle tambalean te. Para entonces, Federica estaría en viaje a Valparaíso. Pensó en el camino a su hotel sobre la nieve barrosa, hasta que la luz parpadeó y el barco se puso en marcha. De modo que Federica trepó a su litera y el doctor lamentó que se fuera. Era uno de los pocos momentos felices que habían tenido ese verano.

En el castillo de proa, el apagón fue recibido con más decoro que en la cocina. Varios tripulantes jugaban al monte. Había una mesa larga. De un lado estaban los tripulantes y del otro aquel hombre que habían recogido en la costa. Iba en el castillo de proa como atención de la casa. Al capitán le gustaba llevar estos vagabundos. Un náufrago a bordo le añadía romanticismo al crucero. Incluso podían andar por cubierta, siempre que supieran comportarse. En este caso resultaba imposible. La única vez que Günther Clauss bajó a verlo, ni siquiera pudo mirarle la cara. Por eso, cuando vino el corte de luz, hubo un momento de alivio. Los que jugaban al monte dejaron escapar un murmullo. Por un momento se ahorrarían la cara del tipo y éste no tendría que ver sus esfuerzos para esquivarlo. Era Joaquín Palabra, único sobreviviente del Talismán. Al parecer, unos canoeros lo habían dejado por muerto en la playa. Ahora repartía su tiempo entre la cucheta y aquella mesa. Un tripulante del paquebote compartía su cabina con él. Jamás cruzaban palabra. El tripulante procuraba ir a la cama cuando Joaquín ya estaba dormido. A menudo lo descubría hablando, pero jamás sacaba algo en limpio. Eran parrafadas confusas, sollozos entrecortados. Difícil saber si deliraba o estaba dormido. Una cosa era segura: se la pasaba charlando con alguien que se llamaba Manuel. En la cucheta de arriba, roído por el espanto, el hombre del barco procuraba dormir con la cabeza bajo la almohada.

-Chunchules a la parrilla con media jarra de vino pipeño -propuso Joaquín-. Y un caldito criaturero. -Para mí, una guata rellena -dijo el patrón. -¿Y después? -Un buen pebre cuchareado. -¿Algún postrecito? -preguntó Joaquín. -Arrope con uvas borrachas. En un banco de la plaza, el domingo por la mañana. Estaba todo cerrado. -Qué día de mierda -murmuró el patrón. -Yo quería llevarte al mercado. ¿Probaste la cazuela de pava con chuchoca? -Mejor vamos yendo a tu casa. -Agarremos por la rambla. Manuel: ¿ves aquella playita? Cuando éramos chicos veníamos a bañarnos. -¿No se bañaban de noche? -Nos tirábamos de aquella piedra. -Abrazados con el Muchango... -Jamás. El Muchango es de esos perros que les da por salvar a los ahogados. Enseguida quieren sacarte del agua. -Y tu viejo se le vivía escapando. -Tenía que bañarse a escondidas. -Qué bicho maniático. -Mi viejo lloraba de rabia, cada vez que lo sacaba. -¿Qué pasa? -Nada. Que me da por mirar para atrás. -Terminala con eso.

-Ya casi no duermo. Ando así desde aquella vez en la Ensenada. -Calma. -Por culpa de aquellos tipos. Te digo que llegaron en una canoa de huesos. -Son unos pobres diablos. -Estás loco. Mirá cómo me dejaron. -Por Dios... -Tienen una puntería feroz. -No le darían a un paquebote a diez metros. -¿Oíste anoche a sus perros? -Se los estarían comiendo... Joaquín extrajo una foto. -¿Te mostré a mi hermanito? Era un chico de tres años que parecía dormido pero que tenía los ojos abiertos. -Está muerto -dijo Joaquín-. Mi mamá le puso colorete en la cara para que le sacaran la foto. -¿No podés contar nada más que tragedias? -¿Cómo, tragedias? Esto no es ninguna tragedia. -Ya me sé de memoria toda la operación de tu viejo. -Nosotros ni siquiera lloramos. Mi mamá le hizo unas alitas de papel y se las puso en la cama. Decía que si nosotros llorábamos se le mojarían las alas y mi hermanito ya no podría volar al cielo. Más adelante el patrón se detuvo: -¿Y ahora qué carajo tenés? -preguntó. -No sé. Estoy lo más bien y me viene esto. -Ya estás suspirando de nuevo. -Me hace bien suspirar. -Es mortal oírte quejar todo el tiempo. -No es verdad. -Al lado tuyo, la gata Flora es muy resignada. -Ya llegamos. -¿Esa es tu casa? -Sí. La que barre es mi vieja. -¿Quién es aquel mamarracho? -Mi primo Bernardo. -Madre mía. -Tranquilo con mi familia. -¿No es el que te sacaba del cochecito? -Sí. El guacho me dejaba tirado en la vereda para llevar de paseo al gato. ¿Sabías que tomó la teta hasta los nueve años? -Qué tipo inmundo. -Mientras le daban la teta comía pan con manteca. Una chupada de teta, un cacho de pan con manteca. -Bueno. Vamos a ver ese Tomasazo. -Nos están saludando. -Voy a pasar derecho a la higuera. -Dios mío. Qué van a decir cuando me vean la cara. -Tranquilo. -No vayas a contarle nada a mi vieja -Seguro. -Llevo tres años fuera de casa. -A ver si te peinás un poco. -Saludo y nos vamos. -No seas cagón. -¿Así estoy mejor? -Mucho mejor. -Dame la mano. -Mierda. Es lo único que faltaba.

ÍNDICE

Escenario I. Cumberland Bay II. Abingdon III. Los náufragos del Talismán IV. Noticias de América V. Alambrados VI. El cuarto de arriba VII. Tiberio Severas Mameluke VIII. The Fuegia Land Farming Co. IX. La madriguera X. Lackawana XI. La liebre de marzo