Bayard Pierre - Se Puede Aplicar La Literatura Al Psicoanalisis

Pierre Bayard Se puede aplicar la literatura al psicoanálisis? 4 PAIDÓS Buenos Aires Barcelona México Título origin

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Pierre Bayard

Se puede aplicar la literatura al psicoanálisis?

4

PAIDÓS Buenos Aires Barcelona México

Título original: Peut-on appliquer la littéra tu re a la psyhanalyse? © 2004 Les Editions de Minuit

Bayard , Pierre ¿Se puede aplicar la literatura al psicoanálisis?. - 1a ed. - Buenos Aires : Paidós, 2009. 184 p .; 22x14 cm. - (Psicología profunda; 10268) Traducido por: Viviana Ackerman ISBN 978-950-12-4268-3 1. Psicoanálisis. I. Viviana Ackerman, trad. II. Título CDD 150.195

Cubierta de Gustavo Macri Traducción: Viviana Ackerman

Ia edición, 2009

© 2009 de todas las ediciones en castellano Editorial Paidós SAICF Defensa 599, Buenos Aires E-mail: [email protected] www. paid osargen ti na ,com.ar Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723 Impreso en la Argentina - Printed in Argentina Impreso en Buenos Aires Print Sarmiento 459, Lanús, Prov. de Buenos Aires, en febrero de 2009 Tirada: 3000 ejemplares ISBN 97 8-950-12-4268-3

Para Jean Bellemin-Noel.

s

Indice

Prólogo.............................................................................................

13

D el p sic o a n á l isis a p l ic a d o A LA LITERATURA APLICADA 1. Freud y la literatura................................................................... 2. El psicoanálisis aplicado............................................................ 3. La literatura aplicada.................................................................

Antes, durante,

después d e

Freud

4. Desde que el hombre es hombre............................................. 5. En un mundo sin Freud............................................................ 6. Aunque no lo hayan leído ........................................................

La

23 35 45

59 75 87

l it e r a t u r a y su s m o d e l o s

7. Modelos y nombres................................................................... 101 8. Modelos del Yo........................................................................... 117 9. Modelos del Otro....................................................................... 131

10. La teoría en la literatura ....................................................... 147 11. Contra la interpretación ........................................... ............. 157 12. Después del psicoanálisis....................................................... 165 Epílogo............................................................................................. 175

Todos los p r o b lem a s son insolubles. D e m a n e r a esen cia l , la ex isten cia d e u n p ro b lem a su p o n e la in ex isten cia d e u n a so lu ció n . FERNANDO P e sso a , El lib ro d e l d esa sosiego

Prólogo

Este libro se propone intentar comprender las razones por las cuales el método de lectura que inventé y fui perfeccionando pacientemente a lo largo de los años -método que consiste en aplicar la literatura a l psicoanálisis- se reveló, contra todas las expectativas, como un fracaso. En efecto, ¿cómo emplear otro término, a menos que uno se niegue a ver las cosas de frente, puesto que me encuentro solo para practicar este método quince años después de su creación, con el triste privilegio de ser uno de los pocos fundadores de corrientes críticas que nunca ha reclutado ni un solo discípulo? Una hipótesis reconfortante para el espíritu consistiría en colocar este revés en la cuenta de la envidia. Pero lamentable­ mente, esta hipótesis no es verosímil, ya que mi método, hasta hoy confinado a unos pocos textos confidenciales, nunca fran­ queó el umbral de la visibilidad que le habría permitido crearse enemigos. Por consiguiente, tengo que rendirme a la evidencia, por dolorosa que sea, y reconocer que este fracaso es tanto interno como externo. O, si se prefiere, que el problema de la literatura aplicada no es solamente el no haber convencido a ninguno de

quienes lo conocieron, sino también, dado que ambos aspectos están relacionados, el hecho de que no funciona. * Para facilitar la comprensión del principio de la literatura aplicada y de la inversión que justifica su nombre, voy a tomar un rápido ejemplo en las primeras líneas de La litada. Todos recuerdan con algún grado de precisión que esta obra trata de la guerra de Troya, pero los que la conocen bien saben que su ver­ dadero tema, además de la guerra, es la cólera. Esta se le impo­ ne al lector desde el primer canto, largamente dedicado a descri­ bir sus manifestaciones e incluso desde las primeras palabras, que anuncian los desastres que causará más adelante: Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquileo, cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves -cumplíase la voluntad de Zeus- desde que se separaron dis­ putando el Atrida, rey de hombres, y el divino Aquileo.1 Esta querella entre Aquiles y el hijo de Atreo, Agamenón, se origina en una falta cometida contra Crises, un sacerdote de Apolo. Este, arribado al campo de los griegos con una suma importante para rescatar a su hija cautiva, Criseida, ha chocado con el rechazo de Agamenón. Entonces invoca la protección de Apolo, quien se propone diezmar con su arco a los animales del ejército griego, y luego a los soldados mismos. Al cabo de diez días, Aquiles reúne a sus amigos y les aconseja consultar a un adivino. Calcante se ofrece para este rol y revela que la cólera del dios solo se aplacará con la liberación de Criseida. Furioso, Agamenón está dispuesto a restituir a la joven, a condición de beneficiarse con una compensación. Y, luego de un altercado violento con Aquiles, termina por exigir que le sea 1. Homero, La litada, Buenos Aires, Losada, 1971, t. 1, pág. 33. Traducción directa del griego de Luis Segalá y Estalella.

otorgada la compañera de este, Briseida. Crises recupera enton­ ces a su hija, lo cual apacigua la cólera de Apolo. Pero, pese a los intentos de interposición de Néstor, Agamenón ejecuta su ame­ naza y se adueña de Briseida. Aquiles le pide ayuda a su madre, Tetis, quien implora en vano la ayuda de Apolo. Así pues, priva­ do de Briseida, Aquiles es abandonado a su suerte y se retira a su tienda. La guerra de Troya se detiene y comienza La Ilíada. Esta pelea inaugural entre Aquiles y Agamenón, que ocupa directa o indirectamente lo esencial de La litada, tiene terribles consecuencias para los griegos, ya que la retirada de Aquiles debilita sensiblemente su ejéxcito, en lo sucesivo dependiente del humor de su héroe. Habrá que esperar la muerte de su amigo Patroclo para que Aquiles acepte abandonar su retirada y retor­ nar al combate. Regreso decisivo, que conduce a la muerte de Héctor y -e l acontecimiento tiene lugar después del final de La litada- a la caída de Troya. De modo que La Ilíada se basa en dos comportamientos psi­ cológicos intrincados, los mismos que expone el primer canto o, si se prefiere, en dos cóleras, o dos formas de la cólera: la de Agamenón y la de Aquiles. Comportamientos ambos que resul­ tan aberrantes, ya que provocan una ruptura tan mortífera para el uno como para el otro, y que resulta casi fatal para su ejérci­ to. Es la articulación de estas dos crisis psíquicas lo que produ­ ce el encadenamiento de los episodios y sostiene su desarrollo hasta el final. * Lo que muestran o en todo caso confirman estas páginas inaugurales de Homero es que los escritores no han esperado el advenimiento de la época moderna para interesarse en los con­ flictos psicológicos, ni en los lazos de deseo que se entretejen entre los seres. Al igual que los otros héroes de la guerra de Troya, para los cuales fácilmente podrían encontrarse análogos trances, Aquiles y Agamenón no son personajes monolíticos. M uy por el contrario, se desgarran entre sentimientos comple­ jos, algunos de los cuales están directamente descriptos, y otros,

sugeridos y supuestos por las acciones que resultan de ellos y por las interacciones en las que se integran. Y si bien el escritor no los somete a un análisis psicológico propiamente dicho, sí los pone en escena con la suficiente precisión como para que, a par­ tir de ellos, se desprenda o pueda inspirarse alguna reflexión sin­ gular. En consecuencia, sobre episodios de este tipo el psicoanálisis y las teorías emparentadas no tendrían demasiadas dificultades para expresar y para sacar a la luz significaciones inconscientes. Al luchar contra fuerzas que los superan, los personajes se abren a un análisis psicológico capaz de esclarecer las profundidades de sus acciones. Y algunos pasajes, sin que sea necesario forzarlos, incluso parecen dar pruebas de la existencia de un verdadero clivaje: Así dijo. Acongojóse el Pelida, y dentro el velludo pecho su cora­ zón discurrió dos cosas: o, desnudando la aguda espada que llevaba junto al muslo, abrirse paso y matar al Atrida, o calmar su cólera y reprim ir su furor. M ientras tales pensamientos revolvía en su mente y en su corazón y sacaba de la vaina la gran espada, vino Atenea del cielo: envióla lle r a , la diosa de los blancos brazos, que amaba cor­ dialmente a entrambos y por ellos se interesaba. [...] “Vengo del cielo para apaciguar tu cólera, si obedecieres; y me envía Hera, la diosa de los blancos brazos, que os ama cordialmen­ te a entrambos y p or vosotros se interesa. Ea, cesa de disputar, no desenvaines la espada e injuríale de palabra como te parezca”.2

Por lo tanto, el psicoanálisis podría interpretar fácilmente esta doble cólera fundadora de La llíada poniendo nombres a las fuerzas que desgarran al héroe y leyendo en ellas, por ejemplo, la oposición entre la violencia del deseo de matar y su pacifica­ ción por obra del superyó. Deseo que, por otra parte, no está despojado de connotaciones eróticas, como lo muestra la espada emblemática que Aquiles duda en desenvainar. Además de una interpretación simbólica aislada, el psicoaná­ lisis también podría, atento a la historia de las ideas, proponer 2. Ibíd., pág. 37.

una lectura más histórica, que consistiría en mostrar que el poeta se ha adelantado a los descubrimientos freudianos y que sus representaciones del psiquismo anuncian, de manera más rústi­ ca, los futuros modelos del inconsciente. De modo que Homero se ubicaría en el primer lugar del largo linaje de los escritores que han anticipado al psicoanálisis. * Pues bien, la literatura aplicada ha sido creada precisamente contra este tipo de procedimientos, ya sea que se busque una significación inconsciente en la obra literaria o que se intente mostrar cómo el autor se ha adelantado a las teorías psicológicas modernas. Pues tanto en uno como en otro caso, es a través de una teo­ ría exterior, y no producida a partir de la obra, como esta es leída, y esa lectura orientada le impide desarrollar su propia teo­ ría. El hecho de percibir la obra a través de un sistema constitui­ do, sea cual fuere el interés de dicho sistema, tiene como conse­ cuencia no darle importancia a aquello que puede aportar de original a la reflexión sobre el psiquismo, y por lo tanto, no pres­ tarle toda la atención que merece. En efecto, cuando Homero presenta los sentimientos de los dos personajes no habla ni de conflicto ni de inconsciente, sino, por ejemplo, de un héroe que “discurre entre dos cosas” o que “revuelve sus pensamientos en su mente” antes de que venga una diosa a reconciliarlo consigo mismo. Por consiguiente, en el poeta hay un intento personal de producir una representación de nuestro funcionamiento psicológico, intento que merece ser respetado y estudiado como tal. De hecho, existen dos maneras de no descuidar las represen­ taciones que la literatura de la Antigüedad, pero también la de los siglos posteriores, nos ofrecen de la realidad psíquica. La pri­ mera, que intentaremos evitar, consiste, no sin cierto sentimien­ to de superioridad, en interesarse en las propuestas de los escri­ tores, percibidas como etapas sucesivamente superadas, para elaborar modelos psíquicos. Ello con el trasfondo de una con­

cepción progresista de la historia de las ideas, que se acercaría paulatinamente, con distintos grados de aproximación, a una verdad última.3 La segunda manera, la de la literatura aplicada, consiste en tom ar en serio esos modelos, no situándolos de un modo forzado en una progresión y aceptando la idea de que no son necesariamen­ te inferiores en precisión o en belleza poética a los que van a ela­ borar más tarde los teóricos del psiquismo. Que los grandes sis­ temas de lectura de los siglos XIX y XX, de los que el psicoanálisis es el más representativo, no los han matado ni los han superado, sino que siguen vivos y merecen que se les dedique interés, por sí mismos y no a título de meras etapas. * Así presentado, el proyecto de la literatura aplicada parece inatacable y cuesta entender su fracaso. El único medio de con­ seguirlo es analizar con paciencia y lo más objetivamente posi­ ble los elementos constitutivos de este método, con la esperan­ za de poner de manifiesto sus fallas ocultas. Para que el lector entienda mejor de qué se trata y perciba los múltiples disfimcionamientos que fui marcando con este objeti­ vo en la mira, me propongo pues presentarle los grandes linca­ mientos de mi trabajo. Así comprenderá -constatación que me demandó tiempo y coraje- por qué la literatura aplicada, si se reflexiona bien, no solo presenta dificultades de utilización, sino que no tiene ninguna posibilidad de dar resultados. Interesarse en un método que no funciona, al revés de lo que hacen innumerables trabajos que presentan métodos eficaces, no está necesariamente desprovisto de interés. Pues un planteo como este permite ver mejor en funcionamiento cómo opera la

3.

Claramente se trata de la perspectiva del libro de Lancelot Whyte,

L'inconscient avant Freud (París, Payot, 1971) [trad. esp.: El inconsciente antes de Freud, México, Joaquín Mortiz, 1967], que sitúa a los autores estudiados, prin­ cipalmente filósofos, en el seno de un movimiento de la Historia orientado hacia el descubrimiento progresivo del inconsciente freudiano.

crítica, las dificultades con las que tropieza, la necesidad en la que se encuentra de p lega r los hechos textuales a su proyecto; en una palabra, permite reflexionar una vez más sobre el acto de lectura. Así, este libro está menos dedicado a la presentación de un nuevo método que a la dificultad de teorizar o, si se quiere, a los secretos de fabricación que la escritura, en su seguridad, tiende a disimular. Todo texto crítico se basa en una serie de reduccio­ nes de la obra y en aproximaciones al pensamiento que son necesarias para su existencia, pero que le cuestan caro a la lite­ ratura. De modo que el estudio preciso de lo que funciona mal en un método particular puede contribuir, como algunos silen­ cios del analista en la cura, a restituir a las obras un poco de su libertad de palabra.

Del psicoanálisis aplicado a la literatura aplicada

Capítulo 1

Freud y la literatura

Al igual que los métodos que funcionan, los métodos inope­ rantes no salen de la nada y también ellos están cargados de his­ toria. Es lo que sucede con la literatura aplicada, que se fue constituyendo progresivamente a partir de una reflexión sobre el tratamiento de la literatura por parte de Freud, tratamiento res­ pecto del cual se vio llevada a tomar sus distancias. Toda la obra de Freud está habitada por la celebración de su deuda con los escritores quienes, dotados de una preciencia mis­ teriosa de los fenómenos psíquicos, serían los verdaderos inspi­ radores de su teoría. Independientemente de los grandes textos freudianos dedicados a la literatura, esta es convocada en forma permanente a lo largo de la escritura, bajo forma de citas o de alusiones, y siempre con el tono de la gratitud. Pero como vamos a ir viendo, la proclamación de esta deuda, retomada luego por el conjunto de los psicoanalistas y conside­ rada como una suerte de evidencia, no está exenta de ambigüe­ dades. Es cierto que el gesto de fundación del psicoanálisis va acompañado por la literatura, pero la función de esta, cuando se

miran los textos con atención, no resulta tan clara como lo sugiere Freud, aunque las consecuencias de esta supuesta deuda son considerables en su lectura de las obras. *

El reconocimiento de Freud es a la vez general y preciso. General, porque se traduce en toda una serie de declaraciones apologéticas sobre la intuición de los escritores: hay que tener en muy alta estima su testimonio, pues suelen cono­ cer una m ultitud de cosas entre el cielo y la tierra de las que nues­ tra sabiduría escolar aún no tiene la más mínima idea. Se nos ade­ lantan en mucho, a nosotros, hombres comunes y corrientes, en particular en materia de psicología, porque abrevan en fuentes que todavía no hemos explorado para la ciencia.'

Este reconocimiento de una intuición particular en los escri­ tores tiene un fundamento teórico preciso, la noción de saber endopsíquico. Con ello hay que entender una forma particular de intuición que Freud les atribuye también a los paranoicos, a los hombres primitivos y a las personas supersticiosas, y que brinda a quienes disponen de ella un acceso directo a fenómenos de los que los científicos solo tienen conocimiento a través de caminos largos y tortuosos: El escritor, por su parte, procede de otro modo; es en su propia alma donde dirige su atención al inconsciente, donde acecha sus posibilidades de desarrollo y les concede una expresión artística, en lugar de reprim irlas mediante una crítica consciente. Así pues, extrae de sí m ism o y de su propia experiencia lo que nosotros aprendemos de los demás: a qué leyes debe obedecer la actividad de ese inconsciente. Pero no necesita form ular esas leyes, ni siquiera

1. Le D elire et les reves dans la “Gradiva" de W. Jen sen (1907), París, Gallimard, 1986, pág. 141 [trad. esp.: El delirio y los sueños en "Gradiva” de IV Jensen, Madrid, Biblioteca Nueva, 19 8 1,1.1].

las necesita para reconocerlas claramente; porque su inteligencia lo tolera, se encuentran encarnadas en sus creaciones.2 Es importante ver -como lo sugiere la fórmula “ni siquiera las necesita para reconocerlas claramente”- que ese saber no es consciente. El escritor dispone de una vía directa hacia el inconsciente, pero no tiene ninguna que lo conduzca a ese saber, que solo le será restituido a través del psicoanálisis. Por lo tanto, el saber endopsíquico está ligado estructuralmente a la interpre­ tación, la única en condiciones de permitirle conocerse a sí mismo'. En efecto, esta figura del escritor ignorante de su saber está alojada en el corazón de la relación freudiana entre literatura y psicoanálisis. Conduce a la vez a tomar en serio y a no tomar en serio a la literatura. Tomada en serio, la literatura lo es en el más alto grado, en la medida en que es juzgada como portadora de un conocimiento incomparable. Pero, al mismo tiempo, se le atribuye un lugar secundario, ya que no está en condiciones de entregar sin mediaciones un conocimiento que no le pertenece verdaderamente. Por consiguiente, el escritor se parecería a un mensajero que transporta cartas cuyo contenido ignora. * Afirmado en un plano general, este reconocimiento de deuda se traduce concretamente en préstamos precisos, cuya lista, de hecho, es limitada. Se trata principalmente del complejo de Edipo, del narcisismo, del masoquismo y del sadismo. En todos estos casos, la deuda es aparentemente clara, ya que es el nom­ bre de algún personaje o de algún autor el que sirve para desig­ nar un hecho clínico.

2. Ibíd., pág. 242. Acerca de esta noción del “saber endopsíquico”, véase Sarah Kofman, L'Enfance de l'ait, París, Payot, 1970, págs. 60-75 [trad. esp.: La infancia del arte. Una interpretación de la estética de Freud, Buenos Aires, Siglo XXI, 1973].

Es lo que sucede esencialmente con la obra de Sófocles, Edipo rey, que provee a la vez una intriga y un nombre. En este senti­ do, parece legítimo decir que Sófocles, al menos desde una pers­ pectiva psicoanalítica, anticipó los descubrimientos freudianos, y proveyó, por añadidura, un modelo que les permitió encontrar una forma. Pero muy distinto es el caso de Hamlet, que Freud utiliza inmediatamente después del de Edipo en su carta a Fliess del 15 de octubre de 1897.3 Aunque también Shakespeare haya tenido la intuición del complejo de Edipo, no propone ningún modelo utilizable. No solo no existe hasta hoy el complejo de Hamlet sino que la obra de Shakespeare, en todo caso, cuando gravita en la órbita freudiana, no puede sostenerlo demasiado, ya que no hace más que reproducir, disponiéndolo, un complejo mucho más nítidamente legible en otro lado. Esta dualidad de los ejemplos plantea problemas, pues si bien se podría admitir que, en el primer caso, la literatura produce una verdadera enseñanza, en el segundo ejemplo, simplemente está llamada a confirmar descubrimientos hechos en otra obra, aunque estos se anuncien en la línea anterior de la carta a Fliess. Lo que separa a estos dos ejemplos, no obstante yuxtapues­ tos, es la interpretación. En todo caso no parece necesario, interpretar, en un primer momento, para leer el edipo en Edipo rey, o el narcisismo en el mito antiguo, que habla efectivamente del amor que se puede sentir por la propia imagen. En cambio, es menester hacerlo para leer el edipo en Ha?nlet, que no expo­ ne para nada el complejo o un modelo aproximado, aunque efec­ tivamente se deje transcribir en estos términos. Ahora bien, esta separación es capital, ya que se trata de saber en qué sentido se

3. “Todo espectador fue alguna vez, en germen, en imaginación, un Edipo y se espanta ante la realización de su sueño transpuesto a la realidad, tiembla al seguir toda la medida de la represión que separa su estado infantil de su esta­ do actual. Pero se me ocurre: ¿no se podrían encontrar en la historia de Hamlet hechos análogos?, etc.” {La Naissance de la psychanalyse, París, Gallimard, 1979, pág. 198 [trad. esp.: Los orígenes del psicoanálisis, en Obras Completas, Madrid, Biblioteca Nueva, 1981, t. III].

hace la aplicación que está en juego. Puesto que hay interpreta­ ción, aunque sea ligera, ya no es la literatura la que viene a pro­ poner una solución, sino el psicoanálisis el que la utiliza para una confirmación. * En consecuencia, los casos en los que Freud encuentra autén­ ticos modelos en la literatura tal vez son más limitados de lo que se suele creer. Obsérvese que muchas veces resulta difícil evaluar en qué situación precisa se encuentra uno, y si es el psicoanálisis el que precede a la literatura o si es a la inversa. Cuando Freud, por ejemplo, funda en Macbeth su propuesta de una forma de fracaso ligada al éxito, no es sencillo saber en qué sentido se da su enseñanza, en la medida en que la tesis que la obra está encar­ gada de convalidar no figura en ella.4 En este texto, Freud se propone mostrar, al anunciar sus tra­ bajos ulteriores sobre la pulsión de muerte, que algunos sujetos se desmoronan psíquicamente justo cuando (y justo porque) por fin consiguieron su objetivo más caro. Y después de dar ejem­ plos de accidentes similares acaecidos a sus pacientes, emprende la búsqueda de una confirmación suplementaria en Macbeth. Pero la obra de Shakespeare no dice nada de todo esto, lo cual no significa que no se pueda extraer de ella tal tesis ni que esté desprovista de interés, sino que no es directamente legible en ella, en una suerte de evidencia absoluta. Aunque sea víctima de alucinaciones, Macbeth lucha para salvar su trono.5 Y si bien es cierto que lady Macbeth se hunde en el delirio, este también puede atribuirse a otras causas -como la culpabilidad, incluso en

4. Sigmund Freud, “Quelques types de caractére dégagés par le travail psychanalytique” (1916), en L’Inquiétam e étra n gcté et autres essais, París, Gallimard, 1985 [trad. esp.: “Varios tipos de carácter descubiertos en la labor analítica” (1916), en Obras completas, Madrid, Biblioteca Nueva, t. III, pág. 2413]. 5. Por ello Freud se ve obligado a plantear la hipótesis, por lo demás inte­ resante, de que Macbeth y su mujer no formarían sino un solo personaje para el inconsciente (ibíd, pág. 157).

su sentido freudiano-, suponiendo que no haya manifestado muy tempranamente signos de desequilibrio. Es así como, a veces, se asiste a un doble movimiento en los textos freudianos. Es inobjetable que la literatura es convocada para asistir a la elaboración teórica, pero esa misma literatura no está depurada de toda intervención. Gracias a la preparación sufrida, ha sido dispuesta para aportar ese sostén, y el movimien­ to de aplicación del psicoanálisis está íntimamente ligado al movimiento inverso mediante el cual las obras están en condi­ ciones de entregar alguna forma de enseñanza. ★ Por último, y seguramente se trata de las situaciones más fre­ cuentes, una gran cantidad de intervenciones de Freud en la lite­ ratura sii-ve sobre todo para volver a utilizar y para confirmar descubrimientos teóricos anteriores. Primero tenemos el caso del complejo de Edipo. Una vez que este ha sido planteado en una carta a Fliess, la noción proporcio­ na una clave fundamental de lectura de los textos literarios. Lo mismo sucede con H amlet, obra a la que Freud vuelve a lo largo de toda su vida,6 pero también con M acbethl y con El rey Learfi con La Fem me ju g e de C. F. Meyer,9 con Romersbolm de Ibsen,10 con Los herm anos K aramazov de Dostoievski11 o con Veinticuatro horas en la vida de una m u jer de Stefan Zweig.12 6. El fragmento más largo figura en L'interprétation des reves (1900), París, PUF, 1967, págs. 230-232 [tracl. esp.: La interpretación de los sueños, en Obras Completas, Madrid, Biblioteca Nueva, 1981, t. III]. 7. Ob. cit. 8. “Le motif du choix des coffrets” (1913), en L'inquiétante etrangeté et autres essais, ob. cit. [trad. esp.: “El tema de la elección del cofrecillo”, en Obras Completas, Madrid, Biblioteca Nueva, 1981, t. Hl], 9. La Naissance de la psychanalyse, ob. cit., págs. 227-228. 10. “Quelques types de caracteres dégagés par le travail psychanalytique”, ob. cit. 11. “Dostoievski et le parricide” (1928), en Resultáis, idees, problcmes, París, PUF, 1985 [“Dostoievski y el parricidio”, en Obras Completas, Madrid, Biblioteca Nueva, 1981, t. III]. 12. Ibíd.

Pero el complejo edípico no es el único que provee una clave interpretativa. El motivo de la castración se revela igualmente pertinente para muchos textos literarios co m o Jiulith y H olofem es de Hebbel,13 Le Venin de la pucelle de Anzengruber14 o El destino del barón von Leisenbogh de Schnitzler,15 que tratan sobre el fan­ tasma de la virginidad; como El hombre de arena de Hoffmann, al que acude para explicar lo siniestro;16 o como “Caperucita roja” y “El lobo y los siete cabritos”, mencionados por el hombre de los lobos, en quien está vinculado con el fantasma de la escena primaria.17 El texto más extenso que Freud le dedica a la literatura, “El delirio y los sueños en la ‘Gradiva’ de W. Jensen”,18 muestra en funcionamiento este movimiento de verificación de teorías ya constituidas. Es lo que sucede con la teoría del sueño, que se encuentra ejemplificada por el análisis de los sueños del héroe, Norbert Hanold. Y más allá de los mecanismos oníricos, hay bloques enteros de la teoría freudiana, que sin embargo dista mucho de estar completa, que están aplicados a la obra de Jensen, desde el conflicto edípico hasta la renegación pasando por la transferencia. Inversamente, para muchas nociones freudianas, no es evi­ dente que deban su creación más a la literatura que a la expe­ riencia clínica. Si las influencias no son reconstituibles, nada permite encontrar con certeza orígenes literarios a la pulsión, a

13. “Le tabou de la virginité” (1918), en La Vte sextiellc, París, PUF, 1969 [trad. esp.: “El tabú de la virginidad”, en Obras Completas, Madrid, Biblioteca Nueva, 1 9 8 1 ,1.1], 14. Ibíd. 15. Ibíd. 16. “L’inquiétante étrangeté” (1919), en L’lnquiétante étrangeté et autres cssais, ob. cit. [“Lo ominoso”, en Obras Completas, Buenos Aires-Madrid, Amorrortu, 1979, t. xvii]. 17. “Extrait de l’histoire d’une névrose infantile” (1918), en Cinq psychanalyses, París, PUF, 1977 [trad. esp.: “De la historia de una neurosis infantil”, en Obras Completas, Madrid, Biblioteca Nueva, 1981, t. ii], 18. Ob. cit. Véase sobre esta cuestión Jean Bellemin-Noél, Gradiva au pied de la lettre, París, PUF, 1983.

la sexualidad infantil, a la transferencia, a la represión, al feti­ chismo o al desplazamiento. En todos estos casos, una vez más, la literatura viene a corroborar más que a inspirar la creación teórica. ★ Por lo tanto, tiene poco sentido una visión uniforme de la obra de Freud. Si bien es indiscutible que se inspira en la litera­ tura para fundar el psicoanálisis, es prácticamente imposible comprender todos sus textos desde esta única perspectiva, como si el movimiento entre ambas disciplinas se hiciera en un único sentido. Hay dos razones simples y ligadas al hecho de que Freud, contrariamente a una representación común, solo hace partici­ par a la literatura en la invención del psicoanálisis en forma pun­ tual y le pide, sobre todo, que confirme tesis ya elaboradas o que ayude a encontrar su pleno desarrollo. La primera es que no es nada fácil producir en forma permanente novedades teóricas. No se ve por qué los tiempos de encuentro con la literatura deberían estar sistemáticamente marcados, como en un milagro constante, por nuevos descubrimientos, y no es ni chocante ni falto de interés para la literatura que la mayor parte de las lectu­ ras la iluminen con teorías existentes. Pero hay otra razón -la otra faz de la primera- para explicar los límites de la creatividad freudiana, que podríamos llamar el complejo de agotam iento. Si se sigue la idea según la cual los escri­ tores disponen de un saber endopsíquico, el movimiento mismo de invención literaria del psicoanálisis está condenado a una extinción progresiva, ya que la ignorancia de ese saber se va reduciendo a medida que el psicoanálisis lo devela y, al hacerlo, lo agota. Desde esta perspectiva, el enriquecimiento del psicoa­ nálisis por obra de la literatura tendría más que ver con un tiem­ po de fundación que con una necesidad de estructura.19 19. Por lo demás, después de 1920, Freud parece interesarse menos por la literatura, a la cual ya no le dedica ningún texto importante.

En efecto, dado que la literatura permitió formular elemen­ tos teóricos tan esenciales como el edipo, la castración o la esce­ na primaria, los tres estadios del desarrollo psíquico y la pulsión de muerte, es lícito imaginar que sus colaboraciones ulteriores se ocuparán sobre todo de los márgenes de la teoría, puesto que lo esencial ya ha sido inventado y se ha inscripto, en todo caso, en diversos grados, en cada texto. El marco implícito fijado a los descubrimientos no impide, en rigor, que aparezcan descubri­ mientos nuevos, pero limita singularmente su espectro. Esta visión de las cosas es claramente la de Freud, quien con­ sidera que la literatura está un paso adelante respecto del psico­ análisis, el cual tiene el rol de recuperarla progresivamente dando forma a sus intuiciones dispersas. Así pues, detrás de la concepción freudiana de las relaciones entre literatura y psicoa­ nálisis, hay una visión teleológica de la historia de las ideas, que no puede más que poner un límite a la literatura en su función de invención. * El complejo de agotamiento está asociado y comparte intere­ ses con cierta representación, dominante en Freud, de los víncu­ los entre la literatura y el psicoanálisis. Esta representación, que conduciría efectivamente al psicoanálisis a agotar la literatura y limitaría a esta al rol secundario de una infinita confirmación, deja poco espacio para una reflexión sobre la manera como se construye el objeto crítico. Se puede encontrar un pasaje particularmente significativo de esta actitud al final de la lectura que Freud propone de la Gradiva. Tras haber observado toda una serie de puntos de semejanza entre la novela de Jensen y su propia teoría, Freud se felicita, en una fórmula que muestra la preciencia atribuida a la literatura, de que ambos autores hayan trabajado y arribado a idénticos resultados: Estimamos que un escritor no tiene ninguna necesidad de saber nada de tales reglas y de tales intenciones, de modo que bien puede

negar de buena fe haberse conform ado a ellas, y, sin embargo, nos­ otros no hemos encontrado en su obra nada que no esté contenido en ellas. Abrevamos probablem ente en la misma fuente, trabajamos sobre el mismo objeto, cada uno de nosotros con un método dife­ rente, y la concordancia en el resultado parece garantizar que ambos hemos obrado correctam ente.20

Pero esta proximidad de los resultados es un engaño. En efecto, no es que haya concordancia entre la obra de Jensen y la teoría freudiana, sino que la hay -lo cual no es en absoluto lo mismo- entre la teoría freudiana y la obra de Jensen releída a través del prisma de la teoría freudiana. Lo que Freud esclarece no es un saber presente en la obra desde toda la eternidad, sino uno de sus sentidos posibles, el cual no es independiente de su lectura. Y no lo es -de allí nuestra prudencia anterior-, hasta la obra cuyo aporte al psicoanálisis es el menos discutible, Edipo rey, que no implica una intervención para producir sentido. Pues no es tan evidente, como lo ha demostrado por ejemplo Jean-Pierre Vernant,21 que el personaje de Edipo esté aquejado del comple­ jo del mismo nombre, que implica matar al propio padre volun­ tariamente, no por accidente, y desear sexualmente a la madre, no a una desconocida. Es la concepción freudiana del edipo lo que permite hacer una lectura edípica de la obra, a través de la cual viene a coincidir consigo misma y entrega, retrospectiva­ mente, la evidencia de su mensaje. Resulta muy difícil imaginar, incluso en un caso como el de Edipo, lo que podría ser una lectura depurada de toda presupo­ sición, y por ende un ejemplo en el que la literatura contribuiría sin interferencias a nuestra reflexión sobre el psiquismo. La lec­ tura neutra no existe.22 Ciertamente, las obras literarias están en

20. Le D elire et les reves dans la “Gradiva” de W Jensen, ob. cit, pág. 242. 21. Jean-Pierre Vernant, “Oedipe sans complexe”, en Psycbanalyse et cultu­ re grecque, París, Les Belles Lettres, 1980. 22. Véase nuestra obra Enquete sur Hamlet, Le Dialogue de sourds, París, Minuit, 2002.

condiciones de suscitar teoría -es el postulado de nuestro traba­ jo-, pero esta no se encuentra tal cual, en una espera inmutable de su descubrimiento. Es el producto de una construcción, lo cual quiere decir que, afortunadamente, se pueden encarar otras construcciones. Pues el recuerdo de esta distancia entre el texto y la teoría que se le hace decir puede tanto apagar definitivamente las obras literarias como restituirlas a la multiplicidad de sus saberes. Por cierto, las obras de Jensen o de Sófocles tienen, como lo mues­ tra Freud, la posibilidad de confirmar al psicoanálisis, pero tam­ bién tienen la posibilidad de confirmar teorías alternativas. Y lo que permite restituir a estas obras su fuerza de despertar es la consideración del peso luminoso y mortífero de la teoría. * Por consiguiente, detrás de la máscara del elogio, la teoría del saber endopsíquico es un regalo envenenado que el psicoanálisis le hace a la literatura. Pues el elogio es asesino. Bajo la fachada de un homenaje a la intuición de los escritores, lo que se establece sutilmente es una limitación considerable de su capacidad de invención. Es cierto que se les reconoce un saber, superior por añadidura -al menos por su anterioridad- al de la ciencia, pero este es inmediatamente limitado, canalizado, enmarcado. Lo que sabe la literatura es el psicoanálisis por venir. Pero, ¿acaso no sabe algo más que su interpretación por la teoría freudiana? Se ve cómo la literatura aplicada comienza con un asesinato fundador: el del padre. Mientras que se lo debe todo a Freud, sin el cual jamás habría existido, su gesto primero es volverse en su contra para matarlo. Algunos lectores tal vez se sientan escanda­ lizados por esta actitud, pero el agradecimiento no es el fuerte de la literatura aplicada, que no está sofocada por consideracio­ nes morales, e incluso se caracteriza, como tendremos oportuni­ dad de advertirlo, por su falta de escrúpulos.

Capítulo 2

El psicoanálisis aplicado

Si bien existen, por el recurso a la literatura, dos Freud ínti­ mamente mezclados uno con el otro -uno que se pone a su ser­ vicio, el otro, que la utiliza-, es difícil decir lo mismo de las grandes corrientes críticas freudianas, las más de las veces menos complejas y más directas en su relación con las obras literarias. El psicoanálisis, una vez organizado en sus grandes linca­ mientos, es el que guía el conjuntó del gesto crítico, proveyen­ do a la vez tanto una reserva de conceptos y de fantasmas como de técnicas de interpretación. Tal es el sentido de lo que se con­ viene en denominar el “psicoanálisis aplicado”, que domina desde hace un siglo, sin verdadera solución de reemplazo, las relaciones entre psicoanálisis y literatura. En relación con esta corriente crítica hacia la cual su deuda, sin embargo, no es des­ deñable, la literatura aplicada se comporta una vez más, como veremos, con una combinación de ingratitud y cinismo.

Comúnmente utilizada a propósito de la lectura freudiana de los textos literarios o, más ampliamente, de las producciones artísticas o culturales, la noción de psicoanálisis aplicado se ha impuesto ampliamente en el lenguaje corriente, a pesar de algu­ nos intentos de encontrar otras denominaciones.! No obstante, en Freud el término no designa aquello que se podría esperar. Para él, el psicoanálisis no se divide entre un psicoanálisis puro, que sería el de la cura, y un psicoanálisis aplicado, que concerniría a sus utilizaciones fuera de la clínica. La verdadera división separa la teoría psicoanalítica de sus prácticas concretas, en la cura o en el análisis de los fenómenos culturales. Hecha esta aclaración, la expresión “psicoanálisis aplicado” presenta la ventaja de describir justamente la manera como, las más de las veces, desde Freud se anuda la relación entre la lite­ ratura y el psicoanálisis, y de indicar en qué sentido se juega esta. Dicha relación consiste en una aplicación, es decir, en una trans­ posición de conocimientos de la teoría hacia la obra, donde la preposición “hacia” marca la dirección en la que se efectúa el pasaje de una disciplina a la otra. Una teoría externa a la obra se plantea antes de su lectura -la cual se sitúa en la órbita de esa teoría-, y entonces la obra es leída, e incluso aprehendida, desde esa perspectiva. No se trata (o sí, pero solo de manera marginal) de despejar una teoría par­ ticular a partir de la obra, diferente, aun antagonista, de la teo­ ría psicoanalítica. Como mucho, se podrá aceptar que la obra alienta algunas variaciones alrededor de la teoría principal, pero sin cuestionar su dominación. *

1. Véanse por ejemplo las denominaciones de “psicoanálisis extramuros” (lean Laplanche), de “la extensión del psicoanálisis” (Guy Rosolato), de “psi­ coanálisis fuera de la cura” (Pier Girard), de “psicoanálisis implicado” (Shoshana Felman), etc. El debate está planteado sobre todo en Psychanalyse a l'U niversité, París, PUF, 1991, t./vol. 16, n° 63, “Présentation”.

Para simplificar, se podría repartir en dos grupos a las gran­ des escuelas críticas que desde hace un siglo han aplicado el psi­ coanálisis a la literatura, tanto en Francia como otros países, según tengan o no en cuenta al autor y su biografía. La primera posición puede ser ilustrada por la obra de Marie Bonaparte.2 Consiste en estudiar las influencias inconscientes que ha ejercido la vida del escritor, fáctica y psicológica, en su obra. Por ejemplo, la lectura de las obras de Poe hace surgir a la figura de la madre del escritor, muerta prematuramente, así como la de su mujer, Virginia, quien sufrió, de joven, el mismo destino. Esta posición encuentra sus fuentes a la vez en la teoría de Freud y en algunos de sus textos, de los cuales el más desarro­ llado es la obra dedicada a Leonardo da Vinci.3 La segunda posición ha sido teorizada ampliamente por Jean Bellemin-Noél.4 Consiste en estudiar las significaciones incons­ cientes de la obra sin preocuparse por el escritor y apartándose con deliberación de toda información que lo concierna. Evidentemente válida, a falta de algo mejor, en el caso de las obras anónimas, como los cuentos, o en el de textos tan antiguos que las huellas del autor se han perdido, puede revelarse igual­ mente eficaz dado que se trata de conocer exclusivamente el texto. También se remonta a la teoría de Freud y al texto dedi­ cado a la Gradiva, que analiza sin referirse al autor. Estas dos posiciones dominan el campo crítico desde Freud, y aunque existen variantes de ambas, parece difícil evitar esta elección desde el comienzo: analizar al autor o analizar el texto. La psicocrítica de Charles Mauron, después de haber superpues­ to varios textos de un mismo autor para despejar sus estructuras repetitivas, termina por verificar su resonancia con la biografía del escritor. Y Lacan no parece haber innovado demasiado en este punto, al alternar textos críticos en los que el autor es teni­

2. Edgar Poe, sa vie, son oeuvre (1933), París, PUF, 1958. 3. Un souvenir d'enfance de Le'onard de Vinci (1910), París, Gallimard, 1977 [trad. esp.: Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci, en Obras Completas, Madrid, Biblioteca Nueva, 1981, t. n], 4. Véase, por ejemplo, Vers Vinconscient du texte, París, PUF, 1979.

do en cuenta -como en el caso de Gide5 o el de Joyce6- y textos en los que la lectura no se funda de manera privilegiada en la vida del escritor, como en el caso de H am letJ Lamentablemente, los debates que se han suscitado alrede­ dor de estas dos posiciones rivales han ocultado lo que las reúne en profundidad y termina por confundirlas: la doble posición de anterioridad y de superioridad en la cual se ha ubicado el psico­ análisis en relación con la literatura. Que el privilegio se le con­ ceda más bien al autor o al texto no modifica en nada la manera como la teoría es utilizada y el estado de ánimo en el cual se organiza el encuentro. Una vez más, la dirección es claramente del psicoanálisis hacia la literatura. * Por consiguiente, no parece injusto, sin que la expresión tenga para nosotros valor peyorativo, calificar de herm enéuticas estas posiciones de aplicación. En primer lugar, se dedican a desprender de la obra un senti­ do. Se vincule este o no con la vida del autor, lo cierto es que lo que justifica estos métodos y las prácticas de lectura subyacentes es su búsqueda, seguida de su desarrollo en la escritura. Un sen­ tido que preexiste a la intervención crítica, como un dato de hecho, aunque todo el mundo admita que esta intervención no es neutra, sino que interfiere sensiblemente con lo que produce. Este sentido no está solamente fijado en sus grandes linca­ mientos, sino que es también de orden inconsciente. Lo cual sig-

5. Véase Ecrits, París, Seuil, 1966 [trad. esp.: Escritos 1 y 2, Madrid, Siglo XXI, 1995], 6. Véase Le Sintbome, seminario n° 22. No publicado [trad. esp.: El sinthom e, Buenos Aires, Paidós, 2007]. 7. Véase O m icar?, París, Lyse, 1981, n° 24; 1982, n° 25; 1983, n° 26-27 [trad. esp.: O m icar? 1, 2 y 3, Barcelona, Petrel, 1981]. Obsérvese sin embargo que, si bien los trabajos de Lacan se sitúan en el marco de estas dos posiciones, la manera como inventa sin cesar conceptos a partir de su lectura de las obras lo emparienta nítidamente con lo que llamamos “literatura aplicada”.

niñea que no se ofrece inmediatamente a la percepción del lec­ tor, así como, en lo esencial, ha escapado al escritor. No cabe demasiada duda, al leer a Marie Bonaparte, de que Edgar Poe ignoraba la presencia, detrás de los grandes temas de sus obras, de una figura materna obsesionante. Y la insistencia de tal o cual fantasma oral o anal en el inconsciente de un cuento de hadas tampoco resulta directamente accesible al lector. Lo que domina en estos métodos es el modelo freudiano del sueño, con el doble nivel, implícitamente jerarquizado según una imagen vertical, del contenido manifiesto y el sentido laten­ te. El texto oficial sirve de máscara a otro texto, más secreto, menos visible, difícilmente accesible, que mantiene con el pri­ mero una relación fundada en una lógica que tiene sus leyes específicas, cuyo conocimiento es necesario para suscitar la interpretación. Pues esta dualidad de los textos es correlativa del lugar decisivo concedido, una vez más, a la interpretación. Es ella la que provee los medios para superar las apariencias, permitiendo, gracias a las leyes de la lógica freudiana, no detenerse en el nivel manifiesto y acceder al texto latente. Acceso que las más de las veces implica, como en un juego de pistas policiales, recurrir a índices o a huellas, a tal punto el texto latente ha sido objeto de deformaciones. ★ El término herm enéutica nos parece muy justificado, sobre todo porque este modo de lectura se inscribe en la prolongación de las lecturas religiosas, con las cuales comparte una concep­ ción idéntica del lazo entre el sentido y la interpretación. En efecto, a la manera de las lecturas religiosas con las que suelen ser comparadas, estas críticas engendran sistemáticamen­ te un resultado conform e a la teoría de partida. Así como la lectura religiosa de un texto no tiene demasiadas posibilidades de pro­ ducir resultados marxistas, una lectura psicoanalítica no puede sino dar resultados previsibles, conformes a la teoría freudiana. Esta seguridad en cuanto a la naturaleza del resultado se debe al doble universalismo del psicoanálisis. Este, en primer lugar, se

propone concernir a todas las culturas, a cambio de aceptar algunos arreglos superficiales para facilitar su estudio. Y esta aplicación es válida para todas las obras de cada cultura, suscep­ tibles sin excepción de dejarse interpretar. La hipótesis de un fracaso de la teoría freudiana, que no conseguiría, frente a un texto, volver a encontrar ninguna de sus configuraciones fami­ liares, es ajena a sus postulados, e incluso es incompatible con ellos. Es en este sentido que se puede hablar, para los críticos de inspiración freudiana, de una “interpretación finalista”. El tipo de resultado conseguido es m enos el producto de la búsqueda que su origen, como lo observa Todorov a propósito de la interpretación bíblica: El exégeta de la Biblia no alberga ninguna duda respecto del senti­ do al que se verá llevado; incluso ese es el punto más sólidamente establecido de su estrategia: la Biblia enuncia la doctrina cristiana. N o es el trabajo de interpretación lo que perm ite establecer el sen­ tido nuevo; m uy por el contrario, es la certidumbre atinente al sen­ tido nuevo lo que guía la interpretación.8

Ahora bien, sobre este punto del finalismo, la interpretación freudiana -que por lo demás dista mucho de ser la única- con­ verge con la interpretación bíblica. El tipo de preguntas que se le hacen a la obra, y, en el interior de ellas, el tipo de conceptos utilizados determinan, sin verdadera alternativa, la naturaleza de las respuestas obtenidas: Se sabe por adelantado que los libros hablan de amor; por lo tanto, este saber procura a la vez el índice de las expresiones cargadas de un sentido simbólico o segundo, y la naturaleza misma de ese sentido. La incógnita, en este trabajo, no es el contenido de la interpretación, sino la manera com o esta se construye; no el “qué” sino el “cómo”.9

8. Tzvetan Todorov, Symboltsme et interprétation, París, Seuil, 1978, pág. 104 [trad. esp.: Simbolismo e intcipretación, Caracas, Monte Avila, 1982]. 9. Ibíd, pág. 105.

Es justamente este “¿qué?” lo que queda muy de lado en la mayoría de las lecturas derivadas del freudismo, a tal punto la pregnancia de la teoría programa los resultados obtenidos, los cuales casi no tienen la oportunidad de exceder el marco prescripto por el cuestionamiento inicial. Y en ningún caso pueden ser -lo cual con todo no estaría despojado de interés- resultados imprevisibles, desconocidos o contrarios a los postulados plan­ teados, cuya insuficiencia o cuya inexactitud podrían demostrar. *

Subrayar la dimensión hermenéutica de estos planteos o el aspecto previsible de sus resultados no significa en absoluto que sean falsos o que por ello estén privados de valor. Y ello no impi­ de juzgar excesivas algunas críticas que se le han hecho: las dos principales conciernen al carácter repetitivo y al carácter reduc­ cionista de las soluciones encontradas. Es cierto que las lecturas psicoanalíticas de los textos litera­ rios muchas veces se abordan desde el edipo o la castración, pero resulta injusto desconocer la complejidad de la teoría freudiana, que permite formular diversas proposiciones, una vez que el marco ha sido planteado. Tal crítica tendría algún fundamento con un sistema psicológico como el de Adler, enteramente fun­ dado en los complejos de superioridad y de inferioridad, pero difícilmente se podrá aplicar a una teoría que se basa en varios centenares de nociones, las cuales aun se siguieron multiplican­ do desde Freud. Ciertamente existe una repetición relativa a las soluciones encontradas, pero el marco general en cuyo interior se desarrollan estas lecturas -algunos grandes fantasmas como el de la seducción o los de la escena primaria, y un complejo primordial, el del edipo- de hecho autoriza numerosas variaciones de detalle. Por repetitiva que sea, por ejemplo, la lectura que hace Marie Bonaparte de los cuentos de Poe, encontrando en ellos una y otra vez la misma figura latente de la madre muerta, desplazada por la de la joven mujer tempranamente desaparecida, consigue variar este tema único para cada una de las obras estudiadas.

Más pertinente, quizá, sería la otra crítica tantas veces oída, que ya no se funda en la repetición sino en la reducción. Consiste esta vez en reprocharles a las lecturas freudianas el encajar a los textos literarios esquemas preexistentes, desconociendo la com­ plejidad de lo que se juega en ellos y de la escritura que la expresa. Esta segunda crítica tampoco es infundada, pero concerniría asimismo a la mayoría de los métodos de lectura, cuya función es, precisamente, reemplazar lo complejo por lo simple. Que haya reduccionismo -movimiento inevitable e incluso benéfico, para producir teoría- no impide en modo alguno, en cada uno de los casos analizados, destacar el valor de lo que ofrece de sin­ gular en relación con los otros ejemplos que el mismo modelo permite comprender. De modo que, para nosotros, la crítica principal que parecen evocar estos planteos no recae ni en la repetición ni en el reduc­ cionismo. Por lo demás, no es seguro que se trate, hablando con propiedad, de una crítica, pues parece difícil reprocharle a una lectura la ausencia de resultados que no se ha dado como obje­ tivo producir. Toda actitud hermenéutica conduce al círculo del mismo nom­ bre. Esta es otra manera de decir que las lecturas psicoanalíticas solo pueden hacer advenir significaciones conformes a la teoría inicial. Al aprisionar el texto con conceptos freudianos y al abor­ darlo con expectativas freudianas, solo están en condiciones de producir psicoanálisis. No es la repetición o la reducción lo que queda cuestionado, sino el hecho de que esta producción de sen­ tido impide que se manifieste toda forma de conocimiento origi­ nal e impide romper con los cánones de las teorías existentes. Si rara vez se hace este tipo de críticas a tales planteos, es por­ que se basan en elementos invisibles cuya ausencia es indolora. La pérdida ocasionada por el recurso al psicoanálisis no es demasiado sensible por definición, ya que no aparecen los datos de los que nos priva su eficacia, elementos virtuales que disimu­ lan a la atención la claridad enceguecedora del sentido freudia­ no. Todo el trabajo de la literatura aplicada estriba en mostrar, más allá de las evidencias, que quedan abiertas otras vías.

El interés y la justificación de estas últimas residen, cada vez que la obra se presta a ello, en su encuentro singular con el lec­ tor, en salir del marco de la teoría dominante. No introducir una nueva variación en el interior de la doctrina freudiana, que ya permite muchas, sino, después de haberse dispuesto en el inte­ rior del mundo de la obra para observar en ella el nuestro, inventar, con la ayuda de la literatura, fundamentos diferentes para la reflexión psicológica. Esto, para volver a encontrar el pri­ mer gesto freudiano, por mítico que haya podido ser, y aquellos tiempos en que a la literatura se le atribuía como finalidad no ilustrar tesis existentes sino fabricar nuevas. * Seguramente algunos lectores se habrán sentido favorable­ mente impresionados por las páginas en las que tendemos la mano a las demás corrientes freudianas, reconociendo que las críticas de las que han sido objeto son excesivas. El problema es que no coincidimos para nada con ellas, y estos pasajes de nues­ tra exposición obedecen a consideraciones puramente tácticas. La literatura aplicada, en efecto, no retrocede ante la hipocresía, puesto que juzga necesario hacer la apología de otro método para revalorizarse a sí misma. Esta reflexión sobre las corrientes derivadas del freudismo pone de manifiesto claramente, en todo caso, una de las princi­ pales características de este método, que es su dogmatismo. Haber asesinado fríamente al propio padre no le basta. También necesita combatir a los otros críticos freudianos, tratándolos de “hermeneutas”, insulto tanto más eficaz cuanto que es muy vago y del que, por ende, resulta difícil defenderse. Pero como se verá en las páginas que siguen, la tolerancia no es la cualidad princi­ pal de la literatura aplicada.

Capítulo 3

La literatura aplicada

A la inversa del planteo hermenéutico, ampliamente domi­ nante desde hace un siglo en el campo de la crítica freud>ana> hemos propuesto llamar literatura aplicada o literatura aplicíl^a al psicoanálisis a un procedimiento que operaría de niancra inversa e intentaría no proyectar en los textos literarios una teoría exterior sino, por el contrario, producir teoría a paltir de dichos textos. En efecto, lo que la literatura aplicada le pide a la literatura es que le proporcione elementos de reflexión, y no de confirrna_ ción, sobre el psiquismo. Plantea una cuestión nueva, en £eIlC~ ral inaudible, pero que puede bastar para modificar sensiblemente las relaciones entre literatura y psicoanálisis: ¿cuál es la originalidad que la obra de tal autor, si se toman en serio laS ^0I~ mulaciones que propone sin tratar de hacerlas coincidir con las teorías conocidas, está en condiciones de aportarnos en el terre­ no de la psicología? La valorización de la originalidad coloca a la teoría en otro lugar, puesto que esta ya no es lo que permite leer el texto, sino

lo que el texto propone, a su manera singular e irreemplazable, para leer los hechos psíquicos. Por lo tanto, la teoría, en todo caso idealmente -la literatura aplicada se sitúa en este nivel y no estaría dispuesta a descender de él-, ya no es primera, como en las lecturas finalistas, sino segunda, derivada, ya que, en la medi­ da de lo posible, es suscitada por el texto. * Lo que separa radicalmente la literatura aplicada de las otras metodologías críticas inspiradas en el psicoanálisis es pues la pre­ gunta que se le form u la a la obra. Separación que implica admitir que, para la psicología, las obras no contienen una sola y única respuesta, sino respuestas capaces de variar en función de la pre­ gunta formulada. Las metodologías dominantes en el campo crítico, más allá de su diversidad aparente, plantean a las obras preguntas com­ parables, que se podrían formular de la siguiente manera: ¿cuál es el sentido inconsciente de este texto? Esta interrogación común reúne, por ejemplo, operaciones tan opuestas como el textoanálisis o la psicobiografía que, al interesarse o no en el autor, se preguntan lo que significa el texto, más allá del sentido inmedia­ to que pueda conocer todo lector. M uy diferente es la pregunta que el psicoanálisis aplicado formula o intenta formular a la obra. Sin negar ni desconocer que una obra pueda tener uno o varios sentidos inconscientes -puesto que se la prepara para producirlos-, sin objetar el inte­ rés de buscarlos, se pregunta lo que esta obra puede aportar de nuevo a nuestra reflexión sobre el psiquismo y, p or lo tanto, de qué pen ­ samiento original es depositaría. De modo que el movimiento de aplicación, al menos en teo­ ría, se encuentra completamente invertido. En la lógica habitual del diálogo entre las disciplinas, es el psicoanálisis el que se apli­ ca a la literatura, situándose la actividad del lado del psicoanáli­ sis, convocado a leer las obras a la luz de un saber que les pro­ pone como el lugar externo de una coherencia. Por el contrario, aquí, es la literatura la que está ubicada en una posición prime­

ra y eminente: la de intentar enriquecer, atravesando o soslayan­ do las teorías existentes, la reflexión sobre la psicología, gracias a los conocimientos que los escritores han acumulado al respec­ to o que las obras son capaces de producir. Por consiguiente, por este hecho, no hay incompatibilidad entre las grandes metodologías tradicionales de la crítica freu­ diana y la que hemos creado, porque no plantean el mismo tipo de pregunta a las obras. Debería ser totalmente posible pregun­ tarse con provecho, según un proceder hermenéutico, cuál es la significación inconsciente de tal obra, y, en otro momento, esta vez según una metodología no hermenéutica, qué le aporta de nuevo a un pensamiento relativo a los fenómenos psíquicos. Tomemos el ejemplo de Shakespeare, uno de los autores más analizados por Freud, quien recurre unas veinte veces a Hamlet y comenta muchas otras obras. La pregunta que le hace a Shakespeare, retomada por la mayoría de los comentadores freudianos, recae claramente en el sentido inconsciente de sus obras, o, si se prefiere, en el texto latente que estas obras, a la vez, recubren y disimulan. Así, en el caso de Hamlet, las vacila­ ciones del héroe encuentran su explicación en el complejo de Edipo, y mostrarían la huella de los diferendos inconscientes del autor con su propio padre, fallecido justo antes de la escritura de la obra. Invertir el procedimiento invirtiendo la pregunta no implica en absoluto objetar la lectura propuesta por Freud, adecuada tal vez, pero con muchas otras, en el marco construido. Supone, por el contrario, preguntarse -algo que haremos más adelante y lo cual implica una manera muy diferente de proceder- qué representación original del funcionam iento psíquico, (sobre todo para nosotros hoy en día) nos propone Shakespeare, en tanto escritor, qué modelos singulares y por lo tanto diferentes de los otros, su obra permite inventar, en el cruce inasible de su sufrimiento y su crea­ tividad.1 1. El límite entre los dos procedimientos no siempre será nítido, y es líci­ to preguntarse, a propósito de Shakespeare, por el estatuto de la intervención de Freud en el texto sobre los tres cofrecillos (ob. cit.). La tesis freudiana, según la cual existirían tres grandes figuras de la mujer -la madre, la amante y

* Por lo tanto, la pregunta formulada a la literatura por la lite­ ratura aplicada no se sitúa más del lado del sentido inconsciente de la obra sino de su saber, o, mejor aún -pues es un dinamismo que hay que traducir-, de su pensam iento virtual. La literatura aplicada de ninguna manera pone en duda que las obras tengan algún sentido inconsciente en relación con el psicoanálisis o con las otras teorías hermenéuticas, y no objeta -en todo caso en sus momentos de tolerancia- el interés de despejarlo. Pero es el pensam iento propio de estas obras lo que interesa, lo que resulta ser otra manera de decir que este pensamiento es irreductible al sentido inconsciente construido por el modelo freudiano, que no agota sus proposiciones. Que consiste en una capacidad específica de lectura del mundo psíquico, capaz de esclarecerlo de una manera original. Y que, en tal sentido, mere­ ce ser estudiada por sí misma, como una fuente de enriqueci­ miento para el lector. En algunos casos, este pensamiento será el del escritor tal como lo ha elaborado, incluso transmitido, de manera conscien­ te y explícita. Más a menudo, es el conjunto o una parte de lo que permitirá darle forma, sin que el escritor haya llegado nece­ sariamente al límite de lo que permite su texto. Pero se trata, en uno y otro caso, de una verdadera reflexión, aunque no siempre se da a leer directamente, de donde surge la idea de virtualidad. Y por ende, en competencia con las teorías en curso, en cuyas

la muerte- se apoya en cierta cantidad de textos literarios, entre los cuales cabe mencionar El m ercader de Venecia y El rey Lear. En consecuencia, sería posible vincular esta lectura con nuestra propuesta de una literatura aplicada, dado que aquí la literatura es convocada para participar en la elaboración teórica. Pero la tesis no figura de ninguna manera en esos textos, aunque puedan acogerla sin ningún problema. Recién después de la interpretación y sustitución del texto de Shakespeare por la lógica simbólica freudiana (la cual, por ejemplo, transforma a Cordelia en figura de la muerte en virtud de su silencio inicial) este texto viene a ilustrar una tesis de la que resulta difícil sostener que estaba ínsita en él antes de la intervención.

primeras filas, en todo caso para nuestro tiempo y para nosotros mismos, está el psicoanálisis. En efecto, ¿cómo creer que escritores como Shakespeare, James o Proust no hubieran reflexionado por sí mismos sobre los fenómenos psíquicos y no hubieran dejado en sus obras, incluso constituido por medio de ellas, organizaciones teóricas de estos fenómenos? ¿Y cómo no suponer que esas formulacio­ nes tengan algún valor, salvo si se piensa que todo pensamiento del psiquismo debería evaluarse con la vara de las conceptualizaciones contemporáneas, y por lo tanto como una etapa prome­ tedora pero transitoria hacia el psicoanálisis acabado? * ¿Hay que hablar, para calificar este planteo, de “literatura aplicada al psicoanálisis”, o de “literatura aplicada”? Aunque los dos términos que proponemos están próximos para nosotros, están separados por un intervalo que se debe a nuestra situación personal en relación con el psicoanálisis. Cabe preguntarse por qué, a partir del momento en que deseamos restituir a las obras un pensamiento personal en el terreno de la psicología, pensamiento irreductible a las teorías del inconsciente, mantenemos, pese a todo, desde el título de este ensayo, una preeminencia del psicoanálisis, cuando debería tratarse, paulatinamente, por la inversión de sus relaciones con la literatura, de desbaratar su dominio. Existe una doble razón por la cual le hemos atribuido al psi­ coanálisis una función privilegiada. La primera es que ningún otro sistema psicológico concede a la literatura un lugar tan importante. Ni el comportamentalismo, ni el cognitivismo -para tomar dos sistemas psicológicos en boga- se fúndan del mismo modo que el psicoanálisis en ejemplos literarios. Nos parece, aunque se pueda objetar la manera como este lee la literatura y pretender que accede a ella a través de una teoría ya organizada, que su deuda para con los escritores es poco discutible. La segunda razón es que participamos en el psicoanálisis en tanto lectura del mundo. Primero, marcó sensiblemente la reflexión

contemporánea, incluso en aquellos que lo objetan, y el conjun­ to de nuestra cultura, en todo caso en Occidente, ha sido influi­ do por algunas de sus tesis, como la importancia de los trauma­ tismos infantiles o el rol de la sexualidad. Pero es nuestro también porque nos reconocemos en muchas de sus proposicio­ nes, y porque todo desvío hecho para evaluarlo desde el exterior es ilusorio: a tal punto impregna nuestra reflexión aun en los momentos en que creemos habernos distanciado de él. Hablar del psicoanálisis como de nuestro sistema de lectura es presentarlo, en el sentido de Kuhn, como un paradigm a a tra­ vés del cual, colectiva e individualmente, solemos percibir las obras, paradigma irreductible al de otra época u otra sensibili­ dad. Lo que no significa solamente que somos sus contemporá­ neos, sino que es difícil leer los textos de otro modo, si no es a través del prisma de sus conceptos, y sin ser guiados por el tipo de cuestionamiento que le plantea a lo real. Pero puesto que procedemos a la inversión de los términos en el interior de la pareja de las dos disciplinas, para predicar el movimiento de una literatura que se aplicaría al psicoanálisis, este último término ya no puede entenderse con la misma niti­ dez que en el caso del psicoanálisis aplicado, ya que se trata de producir en el interior de la teoría dominante una interrogación, incluso una verdadera transformación. Y, aun en los casos en que la literatura ayuda a ajustar mejor algunos puntos de la teoría freudiana, se trata una vez más, en nuestra perspectiva, de psicoanálisis - interrogado, modificado y hasta objetado-; en otros casos, cuando la liberación del pensa­ miento de las obras modifica a tal punto la teorización en curso que ha dejado de ser idéntica a sí misma, hay que atender más bien al análisis de los hechos psíquicos.2 Por consiguiente, “psicoa­ nálisis” será entendido aquí como el modelo de las teorías con­ temporáneas del inconsciente y del riesgo que le hacen correr,

2. Otra manera de leer la fórmula “literatura aplicada al psicoanálisis” con­ siste en entenderla como una reflexión sobre los recortes producidos por el psicoanálisis, y por lo tanto, en paralelo, sobre los otros recortes que otro sis­ tema habría podido producir.

por su propia fuerza, a la lectura de las obras, desviando la aten­ ción de sus capacidades para pensar de manera autónoma. Así, se podría decir que la literatura aplicada al psicoanálisis, que considera nuestra situación histórica es parte activa de un proceso más amplio, la literatura aplicada, cuyas ambiciones no hace más que realizar parcialmente -dado que la distancia entre las dos formulaciones marca nuestros propios lím ites- postulan­ do al mismo tiempo que la literatura tiene la capacidad de dia­ logar con otros sistemas de lectura aparte del psicoanálisis. El ideal sigue siendo, desvinculando a las obras de todas las teorías que amenazan con hacerla sucumbir, conseguir algún día hacer literatura aplicada. * Podríamos preguntarnos, a partir del momento en que se le reconoce a la literatura una capacidad autónoma de reflexión sobre los fenómenos psíquicos, si esta no debería ser extendida a otros dominios del saber como la economía, la política o las ciencias sociales.3 Y si, por otra parte, no conviene diferenciar, según las obras y las épocas, las capacidades de la literatura para proporcionar ideas a la psicología. Sin poner en duda los múltiples poderes de enseñanza de la literatura, sostenemos la hipótesis de que el dominio de la psi­ cología es particular, y que sobre este tema, por poco que se sepa interrogarla, la literatura está en condiciones de proponer invenciones específicas. En efecto, es difícil imaginar que un ser humano, a fortiori un escritor que se da por función narrar y des­ cribir, no haya reflexionado sobre la memoria, el duelo o el deseo, así como sobre el conjunto de sus relaciones con los otros, y no se haya propuesto a sí mismo, cuando no para sus lec­ tores, algunas formulaciones organizadas. Lo cierto es que las obras literarias no son necesariamente iguales respecto de la exposición de las reflexiones psicológicas. 3. Asimismo, es lícito preguntarse en qué medida otras prácticas estéticas son capaces de enriquecer la reflexión sobre el psiquismo.

Primero, desiguales en el tiempo. Si bien más adelante refutare­ mos la tesis según la cual el interés del hombre por sí mismo sería una invención reciente, resulta indiscutible que la psicolo­ gía tiene una historia y que su constitución ha ejercido efectos, atrayendo hacia sus objetos la atención de los escritores, acerca de la manera como las obras han planteado la cuestión de la mirada sobre uno mismo. Por otro lado, existe una desigualdad entre las obras. Pues no hay razón para pensar que toda obra, y toda parte de la misma obra ofrezca también, y a todos, una reflexión innovadora sobre el psiquismo. Por el contrario, se puede suponer que algunas obras - “algunas” debe entenderse también como marca de la subjetividad del lector- son más favorables que otras, o lo son, en ciertos momentos, para producir esta reflexión. * Tratar de encontrar esta reflexión, o, si se quiere, tratar de salvar un pensamiento virtual de la obra contra el sentido inconsciente de las teorías dominantes, implica una vigilancia constante en la lectura de esa obra, a tal punto ese sentido ame­ naza permanentemente con extinguir los pensamientos dife­ rentes. Pues a partir del momento en que una obra da la sensación de liberar conocimientos sobre nosotros mismos resulta tenta­ dor degradar una teoría psicológica sobre ese saber, reemplazán­ dolo por lo que se le parece. Aplastamiento que puede advenir, al menos, de dos maneras parecidas, ambas igualmente mortífe­ ras para la literatura y su originalidad. La primera consiste en superponer a las palabras de la obra los conceptos de una teoría exterior a lo que esta propone. Y en decir, por ejemplo, del amor propio -noción que suele cruzarse muy a menudo en la literatura-, que se trata, o que se trata avant la lettre, del narcisismo freudiano, ambos términos unidos, al punto de estar listos para coincidir uno con el otro, a través del amor de sí. Pero el aplastamiento se ejerce también de otra manera, más

sutil, en la vinculación de las obras con una perspectiva teleológica, gesto que equivale, glorificándolas por su presciencia, en pensarlos como etapas de un conocimiento más completo del hombre por sí mismo. Así pues, el amor propio ya no sería, sino que anunciaría el narcisismo freudiano, que vendría a dar una formulación teórica a los presentimientos de los escritores. Puede apreciarse cómo, en ambos casos, lo que se encuentra borrado o prohibido es precisamente lo inhabitual, lo incom­ prensible que la obra está en condiciones de proponer de nuevo, ya que sus proposiciones quedan inmediatamente transpuestas a otra lengua. Y tal vez baste por otra parte con hablar de una obra estableciendo comparaciones con otras para alejarse tan pronto de ella. Así, se podría decir que es en el momento en que se cree entender lo impensado que aporta la obra a la reflexión psicoló­ gica cuando mayor es el riesgo de perder su beneficio. Proceso contra el cual sería pretencioso considerarnos protegidos -la literatura aplicada nunca carece de denegaciones-, aunque la conciencia del peligro pueda indicar que, en cuanto a los incon­ venientes, es más prudente privilegiar el sentido inconsciente en la lectura de las obras. * Por este motivo, la oposición entre sentido inconsciente y pensamiento virtual no debe aparecer como una oposición rígi­ da que separaría a lectores auténticos, preocupados por dejar a la obra su libre palabra, de aquellos que la deformarían, proyec­ tando brutalmente en ella conceptos exteriores. Aun cuando esta oposición correspondiera a nuestra convicción profunda, sería poco hábil presentarla de una forma tan directa, y es preferible mostrar que se vuelve a jugar sin tregua y se modifica con el tiempo. Con el tiempo, ya que todo pensamiento innovador corre el riesgo de convertirse, inmediatamente o a largo plazo, en una teoría coagulada. En cuanto las proposiciones de una obra se transforman en un saber aplicable a otras, lo que se organiza dis­

cretamente es un movimiento de clausura del pensamiento, en virtud de esta misma transposición, como si todo éxito al final condujera a un fracaso. En este sentido, la originalidad, que muchas veces permitirá apreciar los poderes de invención de una obra, es un valor rela­ tivo, que gana en ser diversamente apreciado según las épocas. Las significaciones inconscientes que Freud nos ha enseñado a despejar en los textos han empezado por ser pensamiento vir­ tual, es decir elementos incomprensibles de reflexión sobre el mundo psíquico a la espera de una teoría de síntesis. Por consiguiente, en cada época, cada texto habla de un modo diferente reflejando sus preocupaciones y ofreciendo, a cambio, los elementos para comprender con una intelección de sí misma. Y es en relación con los discursos dominantes de esta época como mejor se puede evaluar su capacidad de desplazar las líneas y de producir una nueva inteligencia respecto de los fenó­ menos que la inquietan. Si la capacidad para acoger la novedad teórica es primera, apenas sería exagerado decir, de este planteo que se propone aplicar la literatura, que tiene que ver, más que con un método propiamente dicho, con un estado de ánimo o con una filosofía de la recepción. O, si se quiere, con un arte de leer -o de no leer- que evita, ante la obra, los discursos capaces de interrum­ pir o suspender la palabra de saber de la que puede ser portador. *

Así se ve, detrás de las proclamas idealistas de la literatura aplicada, hasta qué punto está minada desde el comienzo por un proceso de autodestrucción, ya que, profundamente ambivalen­ te hacia el psicoanálisis, pretende pedirle auxilio para objetarlo mejor. Presa de sus contradicciones, la literatura aplicada se encuentra así como el objeto de un mandato paradójico que se ha dirigido a sí misma. Más allá de esta contradicción lógica, la literatura aplicada tropieza desde su creación con problemas de simple diplomacia. No es sorprendente que no haya encontrado en los psicoanalis­

tas una acogida favorable, ya que ataca directamente su discipli­ na. En cambio, habría podido esperar más benevolencia de parte de la gente de letras. Pero el hecho de seguir reivindicándose, al menos como horizonte, como psicoanálisis -por añadidura, como un psicoanálisis cuyos límites muestra- no puede sino alentarlos en su desconfianza innata hacia esta teoría. Así pues, se podría decir que la literatura aplicada tiene una capacidad particular para despertar un rechazo unánime, contrariamente a otros métodos que solo indisponen contra ella a una parte de los lectores.

Antes, durante, después de Freud

Capítulo 4

Desde que el hombre es hombre

Prosigamos con la presentación razonada de nuestro método y veamos ejemplos concretos encargados de ilustrar la tesis. No se trata de los pasajes más agradables de escribir, pues a la lite­ ratura aplicada le horrorizan los ejemplos. Al ser el tipo exacto de método que funciona más o menos correctamente en el papel, no tiene nada para ganar con la confrontación, siempre deprimente, con la realidad de los textos. Dividiremos los ejemplos en tres grupos según la situación histórica de los escritores respecto del psicoanálisis, y según lo hayan antecedido, acompañado o seguido. Dado que el psicoa­ nálisis modificó en profundidad la representación de los fenó­ menos psíquicos, no deja de tener interés, para apreciar la nove­ dad que estos autores son capaces de aportar a la reflexión psicológica, establecer una distinción entre los que han ignora­ do todo de él -tal será el objeto de este primer capítulo- y aque­ llos que, como contemporáneos o sucesores, han podido dejarse influir por sus modelos.

Distinción tanto más necesaria cuanto que un insistente rumor pretende que la psicología es una invención reciente. En la época estructuralista, este rumor ha conocido una audiencia particular, ya que ha sido desarrollado por Michel Foucault, en algunas célebres páginas de Las palabras y las cosas, donde defien­ de la idea de que el interés para el hombre podría ser un mero momento pasajero de la historia del pensamiento,1 así como en la Historia de la sexualidad y en algunos seminarios del Collége de France, donde privilegia en los autores de la Antigüedad la preo­ cupación de s í en relación con el conocimiento de sí mismo.2 Que el nacimiento de la psicología en tanto ciencia pueda situarse con precisión en el siglo XIX no deja demasiado lugar a dudas. No obstante, la cuestión no se plantea en este solo senti­ do restrictivo, sino también ubicando, bajo este nombre, de manera más amplia, el interés del hombre por sí mismo, por sus mecanismos interiores y sus relaciones con los otros, así como la escritura, filosófica o literaria, suscitada por dicho interés. Ahora bien, un recorrido incluso bastante apresurado por la literatura de los siglos anteriores muestra que este interés por sí mismo no data en modo alguno de ayer, y que los escritores no han esperado el siglo XIX para interrogarse sobre sí mismos, algunas veces de manera profunda, y para comunicar en sus tex­ tos, directamente o no, los resultados de sus búsquedas. Los ejemplos parecen tan numerosos que nos conformaremos con 1. “En todo caso, una cosa es cierta: es que el hombre no es el problema más viejo ni más constante que se le ha planteado al saber humano. Al tomar una cronología relativamente breve y un recorte geográfico restringido -la cultura europea desde el siglo X V I- es fácil convencerse de que el hombre es una invención reciente. No fue alrededor de él y de sus secretos donde, duran­ te mucho tiempo, el saber rodó oscuramente” (Les mots et les choses, París, Gallimard, 1966, pág. 398 [trad. esp.: Las palabras y las cosas: una arqueología de las ciencias humanas, Barcelona, Planeta, 1985]). 2. Véase en particular Le Souci de soi, París, Gallimard, 1997 [trad. esp.: Historia de la sexualidad 3. La inquietud de sí, Madrid, Siglo XXI, 1987] y L'Herme'neutique du sujet, París, Gallimard y Seuil, 2001 [trad. esp.: La herm ene'utica del sujeto: curso del Collége de France, 1982, Tres Cantos, Akal, 2005], La preocupación de sí marcaría una forma de interés por sí mismo, pero sin introspección.

señalar cuatro etapas significativas de la historia literaria ante­ rior al psicoanálisis, cuatro momentos en los que parece poco discutible que los escritores se interesaron en el funcionamien­ to psíquico, algunas veces hasta el punto de ubicarlo en el cen­ tro de su obra. * Basta con echar una mirada al siglo anterior al del psicoaná­ lisis para encontrar toda una generación de escritores que ponen en juego en sus textos algo que está emparentado con el “incons­ ciente”. Se trata de los libertinos, cuya figura más ejemplar -pero que dista mucho de ser la única- es la de Choderlos de Lacios. Lo que apasiona a los libertinos, y que ejemplifica notable­ mente Las relaciones peligrosas, es la manera como dominamos o no dominamos lo que podríamos llamar el Otro, designando con ello a la vez tal persona particular y lo que en ella amenaza con escapársenos. Puesto que el goce pasa por la captura y por el dominio, importa identificar con precisión las reglas de este juego mortal, para estar en condiciones de controlar al Otro y, por lo tanto, al mismo tiempo, controlarse a sí mismo. En esta estrategia, el lenguaje ocupa un lugar principal. Primero, es la herramienta de persuasión, directa o epistolar, gracias a la cual es posible engañar al interlocutor para adueñar­ se de él. Pero también representa lo que este produce para defenderse y lo que lo engaña, pues encarna el lugar esencial de la duplicidad. Ignorantes de las reglas del lenguaje e incapaces de controlarse, las víctimas de los libertinos se traicionan al hablar y ponen al descubierto, sin saberlo, sus sentimientos pro­ fundos. En una lectura crítica que es una verdadera apropiación del Otro, los libertinos, entonces, no dejan de comentar los tex­ tos de sus víctimas o de su cómplices para leer en almas ignoran­ tes de lo que las habita: Ahora bien, ¿es cierto, Vizconde, que usted se ilusiona sobre el sen­ timiento que lo une a M m e de Tourvel? Es amor, o nunca existió:

usted lo niega de cien maneras; pero de mil maneras lo prueba. ¿Qué es, por ejemplo, ese subterfugio que usted utiliza frente a usted mismo (pues lo creo sincero conmigo) que lo hace vincular con las ganas de observar el deseo que usted no puede ni ocultar ni combatir, de conservar a esa mujer? [...] Es así como, al observar su cortesía, que lo ha hecho suprimir cui­ dadosamente todas las palabras que usted ha imaginado que podían disgustarme, he visto, empero, que acaso sin percatarse de ello, usted seguía teniendo las mismas ideas. En efecto, ya no es la ado­ rable, la celestial Mme de Tourvel, sino que es una mujer sorpren­ dente, una mujer delicada y sensible, y esto, con exclusión de todas las demás; en una palabra, una mujer poco común como no hay otra. Lo mismo sucede con ese encanto desconocido, que no es el más fuer­ te. ¡Pues bien! Sea, pero ya que usted lo había encontrado hasta entonces, es lícito creer que usted no lo volvería a encontrar en el porvenir, y la pérdida que sufriría no sería menos irreparable. O son, Vizconde, síntomas seguros de amor, o hay que renunciar a encontrar alguno.^ De modo que, detrás de estos análisis, se desliza una teoría del lenguaje, vivido como expresión y por lo tanto como traición del sujeto. Por avanzados que estemos en su conocimiento, uti­ lizamos menos las palabras de lo que estas nos utilizan a noso­ tros, y somos menos sus dueños que sus súbditos.4 Lo cual no quiere decir que haya que ver en los libertinos, a cualquier pre­ cio, a los ancestros de un psicoanálisis cuyo presentimiento habrían tenido, sino que es posible leer en lo que escriben los elementos de una reflexión profunda sobre el discurso, sus pun­ tos oscuros y sus medios de manipulación. Seguramente el psicoanálisis, a su vez, se expresará largamen­ te sobre las relaciones del hombre con su lenguaje. Es tanto lo que hace Freud con su teoría del sueño y del lapsus como lo que

3. Chordelos de Lacios, Les liaisons dangereuses (1782), París, Gallimard (Pléiade), 1979, pág. 312 [trad. esp.: Las amistades peligrosas, Barcelona, Bruguera, 1982]. Destacado por el autor. 4. Véase sobre todos estos puntos nuestra obra Le paradoxe du nientenr. Sur Lacios, París, Minuit, 1993.

postula Lacan con su teoría del significante. Pero en los liberti­ nos las manipulaciones que el lenguaje hace del hombre y que el hombre hace con el lenguaje están estudiadas con otra amplitud, porque dichas interacciones, producidas en un contexto social donde la palabra sobre sí mismo es peligrosa, alcanzan en él un grado de intensidad inigualable. Y porque esos elementos de un pensamiento del lenguaje están desarrollados a favor de acciones concretas donde está en juego la supervivencia misma de los sujetos. De modo que se podría intentar elaborar, a partir de los casos citados en Las relaciones peligrosas, toda una gram ática de los m eca­ nismos de defensa a los que solemos recurrir, en nuestro discurso cotidiano, tanto para protegernos de los otros y de sus agresio­ nes como para protegernos de nosotros mismos y de lo que nos negamos a conocer. Esta gramática, más completa y más diver­ sificada que la de Freud, no está inadaptada al psicoanálisis e incluso puede leerse a través de sus leyes, pero también posee la fuerza y la coherencia de un recorte particular de las relaciones del sujeto con el lenguaje, que merece constituir una referencia en tanto tal. Y quizá convendría reforzar esta primera gramática con una gram ática del dominio, dedicada esta vez a los mecanismos de ata­ que gracias a los cuales los libertinos controlan el lenguaje de sus víctimas, caracterizado como el doble medio de una voluntad de destrucción del Otro y de un intento para defenderse de él. Pocos libros explican tan bien cómo atacar para adueñarse de aquel cuya pérdida se ha decidido. Aquí, el lenguaje no describe ni relata, sino que apunta o protege, y ese estatuto de arma de doble filo construye el lugar psicológico de un sujeto en gu erra contra los otros y consigo mismo, que intenta sobrevivir frente a la peligrosidad mortífera de las palabras. * Un segundo ejemplo que naturalmente se nos ocurre es el de los moralistas. Ya se tome la denominación en un sentido estric­ to, ya en un sentido más amplio, toda una corriente del pensa­

miento de la literatura europea se ha dado por objetivo reflexio­ nar sobre el funcionamiento del Yo, y por lo tanto sobre su parte de sombra. Por ejemplo, sería difícil, leyendo a La Rochefoucauld, negar el interés de los moralistas por lo que escapa a nuestro pensa­ miento voluntario. Toda su visión, profundamente pesimista, del ser humano, está organizada alrededor de la idea de ilusión. Ilusión frente a los otros, pero sobre todo frente a sí mismo, ya que el sentimiento más simple tiene aquí una estructura de engaño y se pone al servicio de disimular otros, por lo general menos confesables: Estamos tan acostumbrados a disfrazarnos frente a los demás que terminamos por disfrazarnos frente a nosotros mismos (119).5 Esta ilusión no es explorada simplemente en la diversidad de sus manifestaciones; está claramente explicada y vinculada con lo que la motiva en profundidad, a saber, el am or propio. Todos nuestros sentimientos y todas nuestras acciones están motivados por el amor que tenemos por nosotros mismos. Y es nuestra ceguera sobre este sentimiento primero y fundador lo que nos impide acceder a los motivos auténticos de nuestros actos: No hay pasión en la que el amor de sí mismo reine tan poderosa­ mente como en el amor; y uno está siempre más dispuesto a sacri­ ficar la paz de lo que uno ama que a perder la propia (262).6 Las proposiciones de La Rochefoucauld, así como las de muchos otros moralistas, son muy notables, sobre todo porque están claramente explicitadas en páginas por momentos empa­ rentadas con textos psicológicos extraídos de una obra teórica. Y, ciertamente, se trata de la exposición de toda una teoría del Yo,

5. La Rochefoucauld, Máximes (1665), París, Garnier-Flammarion, 1977, pág. 55 [trad. esp.: Máximas, Tres Cantos, Akal, 1984]. 6. Ibíd., pág. 68.

es decir, de ese otro Yo al que obedecemos secretamente,7 menos completa seguramente de lo que serán las grandes teorí­ as psicológicas de la modernidad, pero lo suficientemente elabo­ rada como para abrirse a múltiples aplicaciones. Este esclarecimiento teórico nos expone al riesgo que men­ cionábamos más arriba: el de proyectar nuestras teorías actuales en estos textos y leer, por ejemplo, a La Rochefoucauld a la luz de Freud. Evidentemente no es falso que ese amor hacia no­ sotros mismos presenta alguna semejanza con el narcisismo freudiano, ni siquiera que pueda comprenderse a su luz. Pero sustituir uno por otro equivaldría a confundir las dos reflexio­ nes, desconociendo que cada una tiene su lógica, su legitimidad y puntos de aplicación concretos que no coinciden necesaria­ mente. Pues no se trata de aislar en los escritores tal o cual frase con resonancias modernas, sino de captar, incluso en briznas, un auténtico pensamiento, es decir un conjunto de nociones vincula­ das entre sí y que trabajan para dar una representación del com­ portamiento psíquico, tanto aisladamente como en sociedad. Tal vez la constitución de este conjunto organizado no siempre sea posible, pero por sí misma puede preservar la lectura del anacro­ nismo teórico. Si aquí se hace necesaria, es porque la reflexión de La Rochefoucauld abarca todo un campo de la actividad humana, que es la vida en sociedad. Y lo que está puesto en escena es nuestro estar-en-sociedad o nuestro ser mundanos, en una lectura despiadada que integra las observaciones sobre el enceguecimiento o el amor de sí mismo, pero que también las supera, por­ que experimenta su pertinencia en una multitud de situaciones

7. “Muchas veces el hombre cree conducirse cuando en realidad es condu­ cido; y mientras que con su propia mente tiende a una finalidad, su corazón, insensiblemente, lo lleva a otra” (43, ibíd., pág. 49). “Es tan fácil equivocarse uno mismo sin darse cuenta como difícil engañar a los otros sin que se den cuenta” (115, ibíd., pág. 55). “A veces uno es tan diferente de sí mismo como de los otros” (135, ibíd., pág. 56). “Estamos muy lejos de conocer todas nues­ tras voluntades” (295, ibíd., pág. 71).

concretas. El conjunto del comportamiento que la sociedad nos incita a tener, comportamiento hecho de una serie de apariencias engañosas imbricadas, donde la mentira rivaliza con la mentira a sí mismo, implica, en efecto, análisis específicos en los que la psi­ cología se mezcla con el análisis social, y que La Rochefoucauld, incluso en una forma breve, consigue llevar a cabo. Lo que es cierto para La Rochefoucauld lo sería más aún para escritores cuyo proyecto supera la ambición moralista, como Pascal o Montaigne. Y esta atención puesta en los misterios emanados de uno mismo evidentemente no tiene nada de típica­ mente francés. Basta con leer a autores como Maquiavelo o Gracián para ver hasta qué punto el interés por las sombras que hay en nosotros mismos era un fenómeno corriente en el Renacimiento y en la edad clásica, y cómo, mucho antes de Freud, marcó las obras literarias. *

Seguramente el ejemplo de los moralistas es demasiado fácil para nuestra demostración, a tal punto su objeto y sus cuestio­ nes parecen próximos, quizás gracias a un efecto retroactivo, de los que construirá la psicología moderna. Pero la demostración puede remontarse sin mayores dificultades hasta siglos anterio­ res, por ejemplo a la Edad Media, cuando aquella época tiene, no obstante, la reputación de no haber dado demasiado lugar a textos de carácter introspectivo. En efecto, que en la Edad Media no hubiera introspección, o en todo caso no en la forma que conocemos, no significa que los hombres y las mujeres de aquella época no reflexionaran sobre sí mismos, como tampoco, sobre todo, que la literatura no refle­ xionara para ellos. Una vez más, un recorrido rápido muestra que esta reflexión, directa o indirectamente, no estaba ausente, al menos desde dos ángulos decisivos: el del deseo amoroso y el de la locura. El estudio del deseo amoroso está omnipresente en la litera­ tura medieval. Es el tema principal de múltiples textos, desde la lírica de oc o Tristan hasta Aucassin et Nicolette o Floire et

Blanchefleur, pero también proporciona verdaderos modelos del psiquismo y de lo que este no consigue domeñar. Piénsese por ejemplo en Cligés de Chrétien de Troyes, en las imágenes de la vela y del vitral, intento logrado de representar el deseo en su complejidad y de dar una forma precisa a la idea del umbral psí­ quico: Tengo que recordar y observar lo que Amor me enseña y me mues­ tra. Esto podrá valerme grandes beneficios. Pero me golpea dema­ siado y eso me preocupa; empero, ningún golpe, ninguna herida son visibles. -¿Y te quejas? ¿No estarás equivocado? - No, pues su herida es tan cruel que me ha lanzado su flecha en pleno corazón sin retirarla luego. —¿Cómo pudo atravesarte el cuerpo, ya que no hay ninguna herida visible desde afuera? ¡Dímelo! ¡Quiero saberlo! ¿Cómo pudo atravesarte? -Por los ojos. - ¿Por los ojos? ¿Y no te los ha reventado? - Los ojos no resultaron heridos pero el corazón lo ha sido gravemente. - ¡Explícame cómo pudo pasar la flecha por los ojos sin herirlos ni arruinarlos!8 Un modelo -soportado por un “monólogo dialogado”- que privilegia la percepción en la constitución del deseo, pero que también inventa una solución elegante para referirse al daño psi­ cológico, el cual se produce sin herida aparente: Sin embargo, la explicación es simple: los ojos no se preocupan para nada por estar atentos y nada pueden hacer por sí mismos. No son sino el espejo del corazón; por este espejo pasa, sin herirlos ni arrui­ narlos, la imagen sensible de la que se prenda el corazón. El cora­ zón, en efecto, está ubicado en el pecho, en el mismo lugar que la vela encendida en una lámpara. Si se quita la vela, ninguna luz podrá emanar de la lámpara; pero mientras dure la vela, la lámpara ignora la oscuridad y la llama que brilla en ella ni la arruina ni la deteriora.9

8. Chrétien de Troyes, Oeuvres completes, París, Gallimard, 1994, pág. 190 [trad. esp.: Cligés, Madrid, Alianza, 1993],

Después de haber pasado por las imágenes engarzadas de la vela y la lámpara, la red poética viene a cerrarse entonces con las últimas metáforas del rayo de sol y del vitral: Lo mismo ocurre con el vitral: p o r fuerte o espeso que sea, un rayo de sol puede atravesarlo sin arruinarlo. P or otro lado, el vidrio nunca será lo suficientemente claro para ilum inar p or sí solo si una fuente externa de luz no viene a golpearlo. Los ojos pueden com­ pararse con el vidrio y con la lámpara. En efecto, la luz golpea a los ojos en el lugar donde el corazón se refleja y ve el mundo exterior, sea cual fuere.10

Si bien las opiniones sobre la pertinencia de este modelo pue­ den variar, es innegable que Chrétien de Troyes verdaderamen­ te trató de pensar en el deseo. E incluso de pensarlo, sin temer la dificultad, en su correlación con el orden de la mirada. Pensamiento que se expresa por medio de intentos sucesivos, como si el escritor tuviera plena conciencia de que ninguna forma es perfectamente adecuada y de que por lo tanto es nece­ sario recurrir a varias en el transcurso de la escritura si se quie­ re esperar acercarse al objeto. Chrétien de Troyes no solo se preocupa por encontrar metá­ foras elocuentes para el deseo amoroso. Las tiene también para la locura, ese otro objeto extremo de la literatura medieval al que esta intenta inventar formas plausibles. Por ejemplo, en Ivain, el caballero d el león, pensando la locura como animalización del hombre, puesto que la animalidad se encarga de hablar de esa alteridad absoluta con la cual nos confrontamos al llegar a los límites de nosotros mismos.11 Y Chrétien de Troyes está lejos de ser el único, en la Edad Media, en proponer escritos originales de aquello que nos supe­ ra. Se puede pensar en el Román d ’Eneas, que pone en escena, 10. Ibíd., pág. 191. 11. Ibíd., págs. 406-410. Citemos también en Yvain ou le C hevalier au lion, un texto en el que el amor y el odio están representados metafóricamente como un edificio que contiene varias habitaciones (págs. 484-486) [trad. esp.: Ivain, el caballero del león, Madrid, Altea, 1984].

también mediante “monólogos dialogados”, los clivajes psicoló­ gicos producidos por el amor.12 O en el Román de Troie, que recurre al mito de Narciso para comprender la atracción mortí­ fera que siente Aquiles por Políxena, y la describe como un amor reducido a su sombra.13 O en el Román d ’A lexandre y su descrip­ ción de la desmesura psíquica.14 O en el Román de la Rose, que presenta, bajo la forma de alegorías activas, los desgarramientos de los personajes.15 O en Gautier d’Arras, que propone en lile et Galerón representaciones metafóricas del sentimiento amoroso, como la de dos torres en conflicto o ropa femenina que envuel­ ve al sujeto.16 O en Guillaume de Machaut, que describe el con­ flicto interior, en La historia verdadera, como una oposición entre la Vergüenza y la Esperanza, e intentando pensar, con el modelo de las cinco fuentes, en la inconstancia psíquica mucho antes que Proust.17 O en Jean Froissarty en su Reloj amoroso, pintura minuciosa del corazón del amante y de los sentimientos contradictorios que lo dividen.18

12 .L e Román d'Eneas, París, Le Livre de poche (“Lettres gothiques”), 1997, págs. 497-563. Sobre los “monólogos dialogados”, véase también la introducción, págs. 18-20. 13. Benoit de Sainte-Maure, Le Román de Troie, París, Le Livre de poche (“Lettres gothiques”), 1998, págs. 423-425 [trad. esp.: El Román de Troie, edi­ ción bilingüe, Madrid, A. y N., 2004], Se podría ver también un modelo del duelo en la estatua de Políxena erigida por los griegos, que sostiene en las manos un cuenco de rubíes con las cenizas de Aquiles (págs. 509-511). 14. Alexandre de Paris, Le Román d ’A lexandre, París, Le livre de poche (“Lettres gothiques”), 1994, págs. 847-849. Sobre la desmesura, véase también la introducción, págs. 43-53. 15. Sobre el juego de estas alegorías, véase Le Román de la Rose, París, Le livre de poche (“Lettres gothiques”), 1992, págs. 152 ss. [trad. esp.: Le román de la rose, Málaga, Universidad de Málaga, 1984], así como la introducción, págs. 16-19. 16. Gautier d’Arras, Ule et Galerón, París, Champion, 1993, págs. 107-108 y 121. 17. Guillaume de Machaut, Le Voir-dit, París, Le livre de poche (“Lettres gothiques”), págs. 219-229 y págs. 752-761 [trad. esp.: La historia verdadera, Murcia, DM, 2004], 18. Véase sobre todo Michel Zink, Froissart et le temps, París, PUF, 1998,

A estos modelos explícitos, más frecuentes de lo que se cree en los textos medievales, convendría añadir todo lo que las his­ torias contadas pueden aportar como enseñanza indirecta sobre los fenómenos psíquicos. Unos y otros bastarían, en todo caso, para testimoniar que las cuestiones del deseo y la locura eran tan eminentes para estos autores como para nosotros (¿cómo hubiera podido ser de otro modo?), que constituían importan­ tes objetos de su escritura y que esta conserva, con ello, a con­ dición de ofrecerle una escucha apropiada, los medios para hacernos pensar. ★ Y cabría hacer una idéntica observación a propósito de los escritores de la Antigüedad, los más concernidos por la tesis de Foucault. Sin siquiera llegar hasta ejemplos tan significativos como los de Ovidio o Propercio, autores de verdaderos trata­ dos sobre la pareja y el deseo, la literatura antigua, particular­ mente la griega, nos muestra en múltiples ocasiones que no ha sido indiferente a la cuestión del sujeto, es decir a los límites del sujeto. Un ejemplo característico es el de la cólera, ese momento de uestra vida psíquica particularmente significativo, ya que en ella el Yo se borra - y se revela- perdiendo el control de sí mismo. Toda la Ilíada, como hemos visto al comenzar, gira alrededor de la cólera de Aquiles y, simétricamente, de la de Agamenón, es decir, de episodios en los que los personajes dan la impresión de alejarse de sí mismos y de sus intereses inmediatos. Próximo a la cólera está el ataque de locura, como el que se adueña de Ayax y que ocupa el centro de la pieza epónima de Sófocles. Recuérdese que tras la muerte de Aquiles, matado por París, los griegos se disputan las armas, finalmente ganadas por Ulises. Ayax es entonces presa de un ataque de furia y empren-

págs. 171-172. También merecerían ser citados otros modelos de Froissart, como la Cárcel amorosa o la Hermosa Zarza de la Juventud.

de el destrozo de sus compañeros. Pero Atenea, protectora de Ulises, lo engaña y desvía su cólera hacia los animales. Al des­ pertar de su “delirio”, muerto de vergüenza y de culpabilidad, Ayax se suicida arrojándose sobre su espada. Un caso bastante parecido es el que figura en una obra de Eurípides, Heracles loco. Tebas está gobernada por Lycos, rey usurpador. Mientras Hércules ha descendido al Infierno para matar a Cerbero, Lycos decide asesinar a la esposa del héroe y a sus hijos. El sacrificio está a punto de producirse, cuando Hércules reaparece y mata a Lycos. Pero en ese momento es víc­ tima de un ataque de locura, suscitado por Hera, la mujer de Zeus, que desencadena en él a Lyssa, la rabia frenética, y lo lleva a ejecutar a su mujer y a sus hijos. Pero la lista de estos relatos de accesos y de crisis de locura no termina ahí. Sin pretender ser exhaustivo, se podría recor­ dar, del mismo Eurípides, Las bacantes, donde Apolo hace per­ der la razón a toda una parte de la población femenina de Tebas. O evocar la rabia destructiva de Medea, quien se venga por el abandono de Jasón asesinando a sus propios hijos. O incluso podríamos citar, en la trilogía de Esquilo, Las coéforas, donde se ve a Orestes asesinar a su madre antes de zozobrar en la locura. Por lo tanto, en los autores de la Antigüedad, hay un marca­ do interés por esos momentos de la vida psíquica en los que franqueamos las fronteras de nosotros mismos. Ciertamente, la solución dada por los antiguos a estas manifestaciones del exce­ so psíquico les podrá parecer decepcionante a algunos lectores contemporáneos, ya que convoca a los dioses en el origen de estos desbordes. Pero esta mera constatación bastaría para mos­ trar que otras épocas pueden proveer modelos para pensar lo que, en nosotros, es alteridad e incomprensión. Sobre todo porque la proyección divina no agota el sentido de esos dramas y porque podemos ver organizado todo otro sis­ tema de explicación. Perder la razón no es solamente dejarse engañar por las ilusiones de los dioses: es también, sin que por otro lado resulte incompatible, perder el sentido de la finitud. No somos “nada más”, se lee en Ayax, “que fantasmas o sombras

livianas”.19 Pero la locura es olvido de este límite; es el otro nombre de la desmesura. Loco aquel que se cree dueño de su destino, que pierde el recuerdo de su vulnerabilidad y de su exacto lugar en el orden de las cosas. La locura entonces no es locura del pasado, como lo será mucho más adelante, sino la arrogancia que manifestamos al ignorar los términos de nuestra condición, con el gusto secreto de destruirnos. Tal lectura de los acontecimientos conduce a no separar la reflexión sobre el psiquismo y la reflexión sobre el destino, lazo que Freud retomará más adelante, con las nociones de neurosis de destino y de pulsión de muerte. La pérdida a la cual todos nos encaminamos está ligada a nuestra ausencia de medida. Se trata de una forma mayúscula del enceguecimiento en los antiguos, que concierne a la vez a los límites de nuestro Yo y los del mundo. Es en esta ilusión patológica donde se origina una gran cantidad de nuestros inconvenientes y de nuestras tragedias, y la literatura nos recuerda que es muy prudente no o lv i d a r lo s .2 0 ★ Decir que la psicología no data de ayer no significa que cual­ quier texto de los siglos anteriores expresa inmediatamente una reflexión psicológica. Pero es lo que sucede, primero, evidente­ mente, con algunas páginas privilegiadas, en las que se puede leer un verdadero pensamiento sobre nosotros mismos. Y los textos donde no figura nada parecido no habrían podido ser escritos si no los hubiera sostenido un pensamiento de este tipo. Existe una primera razón por la cual, al revés de Foucault -o al menos de cierta lectura de Foucault-, los hombres y las muje­ res de las épocas pasadas reflexionaban sobre la psicología.

19. Sófocles, Tragédies, París, Gallimard, (Folio), 1973, pág. ISO [trad. esp.: Tragedias, Barcelona, RBA Coleccionables, 2006]. 20. Acerca de esta dimensión de la desmesura, véase la tesis de Maurice Dirat, L’Hubris dans la tragédie grecque (Universidad de Lille III, Servicio de reproducción de las tesis, 1973), así como Eric R. Dodds, Les Grecs et l ’irrationnel, ob. cit.

Sucede que la teoría es hermana de la acción y que necesitaban teoría para construir su acción. También ellos, como nosotros, trataban de rivalizar con sus amigos en los juegos de sociedad y de vencer a sus enemigos en la guerra, codiciaban al esposo o a la esposa de la casa vecina y se entregaban, por la noche, a la dul­ zura de los recuerdos de la infancia. Los seres humanos no han esperado el surgimiento de la psicología y del psicoanálisis para reflexionar sobre sí mismos. Como nosotros, habían compren­ dido que no eran dueños de su morada y que el retorno a ese dominio implica, incansablemente y a lo largo de toda la vida, estudiarse y comprenderse. La segunda razón por la cual sostenemos la hipótesis de que nuestros ancestros lejanos ya intentaban reflexionar sobre sí mismos es que esta suposición es necesaria para la existencia misma de la literatura aplicada, que, sin ella, podría tener como campo de trabajo solamente una pequeña parte de la litex-atura, y por lo tanto podría encontrarse en situación de inferioridad en relación con el psicoanálisis aplicado. Pero la literatura aplicada dispone, para este tipo de demostración, de una arma temible que acabamos de ver en acción, que es la manera orientada según la cual selecciona los ejemplos con una gran mala fe. En efecto, los ejemplos que hemos convocado en apoyo de nuestra tesis, si es que están en condiciones de producir mode­ los de pensamiento, no surgieron inopinadamente en el proceso de escritura, sino después de una selección exigente, que dejó de lado sectores enteros de la literatura de los siglos antei-iores, puesto que nada que sirviera para nuestros propósitos se dejaba leer. Seguramente no es posible ningún trabajo de teorización sin esta primera operación de selección, que filtre los datos de lo real poniendo en evidencia los que le son propicios. Pero hay pocos métodos que lo hagan con tanto desenfado como la lite­ ratura aplicada.

Capítulo 5

En un mundo sin Freud

Este desenfado es quizás menos estridente respecto del siguien­ te período, históricamente más inclinado a la reflexión psicológica. Que la literatura tiene algo que decirnos, que no se reduce a lo que el psicoanálisis toma de ella o construye en ella, se esboza, en efec­ to, con toda claridad en esos mismos años en que se inventa el psi­ coanálisis, es decir, hacia fines del siglo XIX y comienzos del XX. En este período en que toda la Europa pensante se interroga sobre la mejor manera de expresar los fenómenos que escapan a la concien­ cia, el modelo freudiano ocupa paulatinamente un lugar creciente, pero al mismo tiempo deja abiertas otras posibilidades de organi­ zación de los fenómenos psíquicos, cuyo testimonio conserva la literatura. Nos interesa justamente dedicamos a esas otras posibi­ lidades, hundidas en el olvido al haber sido desplazadas por el modelo freudiano, para proseguir nuestro recorrido histórico. Es interesante ver, en una época en que la reflexión sobre los fenómenos de extrañeza psíquica se ha generalizado,1 que los 1. Véase Lancelot Whyte, L'Inconscient avant Freud, ob. cit.

escritores ponen en escena sin adherir a ellas, por no conocerlas, las representaciones que el psicoanálisis va a divulgar y a impo­ ner. Así, se puede construir la ficción según la cual, en un mundo donde Freud no hubiera nacido, otro teórico habría podido adueñarse de uno de esos modelos sustitutivos para inventar una teoría rival que hoy se habría convertido en la nuestra.

Tomemos el ejemplo de Maupassant. Si hay un escritor fran­ cés que se ha expuesto a los excesos psíquicos a riesgo de perder en ellos la razón, es sin duda el autor del Horla. Ataques de locu­ ra, desdoblamientos, alucinaciones, todos sus textos, incluso los que parecen menos marcados por la locura, hablan de la angus­ tia y de la alteridad. Una primera manera, la más tradicional, de hablar de esta obra, es leerla a través del psicoanálisis e interpretar sus manifes­ taciones. Tal lectura no plantea mayores problemas, sobre todo porque es plausible tanto si se interesa solo en los escritos como si los vincula, en una perspectiva biográfica, con el itinerario psi­ cológico de un escritor que parece haber marcado fielmente en sus textos las diferentes etapas de su descenso hacia la locura. Incluso se puede dar un paso más y ver en esta obra elemen­ tos que anuncian claramente al psicoanálisis, como si este, al cabo de un itinerario hegeliano, hubiera surgido en el punto cul­ minante de una reflexión cada vez más precisa llevada a cabo por los escritores. En esta hipótesis, Maupassant, él mismo herede­ ro de toda una serie de antecesores, prefiguraría a Freud y anti­ ciparía los descubrimientos del psicoanálisis. Por lo demás, ninguno de estos dos abordajes nos parece ni falso ni injustificado, a condición de medir con exactitud sus cos­ tos, el principal de los cuales es no dejarle a la obra de Maupassant la posibilidad de exponer su propia representación del psiquismo. Ahora bien, esta existe y merece ser estudiada en tanto tal, con la riqueza de sus proposiciones. Pues ciertamente en Maupassant hay modelos operativos del psiquismo y de las fuerzas que nos interesan, empezando por la

figura del Horla, a la vez exterior e interior al sujeto, y que poco a poco se dedica a destruirlo, hasta el extremo de encarnar este movimiento de destrucción. Figura que no es el inconciente, aunque comparta algunas características, y que sobradamente merece un examen detenido, en especial si se considera que rea­ parece en muchos textos, incluyendo los que parecen más aleja­ dos de lo fantástico y de la locura. El Horla -en otros lugares calificado con los nombres de “Otro”, “Él”, etc.- no puede confundirse con el inconsciente freudiano. Además de que está empeñado en nuestra pérdida, no es un contenido o un secreto y no tiene nada de oculto o de disi­ mulado. Más bien está emparentado con una experiencia aterra­ dora -que amenaza con sobrevenir en las circunstancias más anodinas, como los encuentros en la calle con gente que pasa-, en la que los límites del Yo estallan en pedazos. Es del orden de un surgimiento, no de una reserva de pulsiones. Otra manera, probablemente empobrecedora, de mostrar la diferencia entre los modelos sería decir que la obra de Freud está dominada por la experiencia de la histeria, mientras que la obra de Maupassant lo está por la de la psicosis. En consecuen­ cia, lo que está en juego son dos universos psicológicos, pero, más aún, son dos maneras de pensar el psiquismo. No hay repre­ sión en Maupassant, ya que el inconsciente no está en el interior, ni siquiera en el exterior, sino en el espanto de una perturbación de los umbrales íntimos. Es el encuentro con la alteridad aterra­ dora que domina y obliga a volver a pensar de otro modo las for­ mas intelectuales que ha cobrado aquello que nos sobrepasa.2 De modo que en Maupassant están los elementos de un recorte de la realidad psíquica, que disponen diferentemente y con otros nombres los datos de la experiencia común, y vehiculizan con ello datos nuevos para llamar nuestra atención, recla­ mando denominaciones. Este recorte - y tal no era la intención de Maupassant- no condujo a una teoría de la sustitución, pero permite, indirectamente, ver cómo la construcción de una teo­ 2. Sobre estos puntos, véase nuestra obra Maupassant, ju ste avant Freud, París, Minuit, 1994.

ría, en el movimiento enceguecedor de sus elecciones, eclipsa otras organizaciones posibles de lo real. * Que lo fantástico permita pensar de manera original los fenó­ menos psicológicos, que haya ayudado a los escritores a dar for­ mas a lo innominable,3 es también lo que muestra en la misma época la obra de Stevenson, El extraño caso del Dr. J ek y lly de Mr. Hyde. ¿De qué habla esta novela, a la que resultaría abusivo reducir a su imagen escolar? De nuestra dualidad interna, la cual está representada de otro modo que en Freud. Pues Hyde no es el inconsciente de Jekyll -quien conoce su existencia sobre todo porque lo ha fabricado-; sería más bien lo que deviene por momentos, otro sí mismo: Día tras día, y por los dos lados de mi inteligencia, el moral y el inte­ lectual, fui acercándome paulatinamente a esta verdad, cuyo descu­ brimiento parcial ha acarreado para mí un naufragio tan terrible, a saber que el hombre en realidad no es uno sino realmente dos. Digo dos, porque el estado de mis conocimientos propios no se extiende más allá. Otros vendrán después de mí, que me superarán en esta vía; y me atrevo a avanzar la hipótesis de que finalmente se descubrirá que el hombre está formado de una verdadera confederación de ciu­ dadanos multiformes heterogéneos e independientes.4 Por otro lado, quizá la invención más original de Stevenson no sea esta dualidad o esta multiplicidad, que volvemos a encon­ trar en muchos autores, sino más bien el hecho de que este reparto es un reparto moral:

3. Como lo demostraría hoy, por ejemplo, la obra de Philippe K. Dick. 4. Le Cas étrange du D r Jek yll et de M. Hyde (1886), París, Flammarion, 1994, pág. 114 [trad. esp.: El extraño caso del Dr. Je k y lly Mr. Hyde, Barcelona, Bruguera, 1982].

Así, fue el carácter tiránico de mis aspiraciones, mucho más que unos vicios particularmente depravados, lo que me hizo ser quien soy, y, por medio de un corte más tajante que en la mayoría de los hombres, separó en m í esos dominios del bien y el mal, donde se reparte y de los que se compone la doble naturaleza del hom bre.5

Pues Hyde no es solamente el Otro de Jekyll: es también su rostro negro, o incluso una figura del Mal. Entonces, lo que organiza esta separación interna es una dimensión completa­ mente distinta, imposible en Freud, cuyos recortes no dejan lugar a los valores éticos. Aquí, el Yo ya no está separado entre conciencia y no-conciencia, categorías inapropiadas en Stevenson, sino entre el Bien y el Mal: En mi caso particular, me vi llevado a meditar de manera intensa y prolongada sobre esta dura ley de la existencia que se encuentra en la base de la religión y que constituye una de las fuentes de los to r­ mentos más abundantes. Pese a toda mi duplicidad, yo no m erece­ ría en modo alguno el calificativo de hipócrita: ambas caras de mi yo eran, en igual medida, de una perfecta sinceridad; no era más yo mismo cuando rechazaba la obligación y me hundía en el vicio que cuando trabajaba, a la luz del día, para adquirir el saber que alivia las penas y los males.6

Tal vez se podría intentar rebajar la división freudiana a la propuesta por Stevenson, pero al precio elevado de falsear com­ pletamente las dos. Pues, por un lado, el inconsciente no es más malo de lo que es bueno lo consciente. Y el propio Freud, por otro lado, no dejó de afirmar que los valores morales estaban ligados a otro orden que los del psicoanálisis. En una palabra, si le creemos a Stevenson -¿ y cómo no darle la razón?-, estamos atravesados por otras divisiones que las que recaen en el grado de la conciencia. Además, su novela muestra admirablemente que cada uno de los dos seres en lucha por la ocupación del mismo cuerpo está perfectamente al tanto de la 5. Ibíd., pág. 113. 6. Ibíd., pág. 114.

existencia del otro, y que su sufrimiento se debe a esa concien­ cia, no a su ignorancia. Y la manera como esas otras divisiones pueden articularse con la que descubrió Freud, la elección de una con todas las posibilidades de impedir que aparezcan las otras, merecería al menos una reflexión. Esta -alrededor de la idea de “conciencia”, pero entendida en otro sentido que en psicología- pondría en fuego los sistemas de valores que elegimos para dirigir nuestras vidas o que nos diri­ gen sin saberlo nosotros. Nada impide, desde luego, hacer de esto una lectura freudiana, por ejemplo a través de la noción de Superyó, pero a condición, precisamente, de dejar de situarse en el interior del sistema del escritor, el cual entonces, invirtiendo la perspectiva, estaría en condiciones de hacer la crítica de los valores que sostienen al psicoanálisis.? *

Tomaremos nuestro tercer ejemplo de Henry James, o al menos de una de las múltiples pistas abiertas por su obra: la noción de anamorfosis. Ya utilizada en la pintura barroca, la anamorfosis es una forma estética que suscita diferencias de percepciones según el punto de vista donde se ubica el espectador. Así, se puede hablar de anamorfosis en el caso del célebre cuadro de Holbein, “Los embajadores”, donde una masa oblonga indistinta situada en el primer plano se revela, cuando uno se ubica en determinados puntos de observación, como una calavera.8 Algunos de los textos más célebres de James han sido riguro­ samente construidos alrededor de este principio. Es lo que suce­ de, evidentemente, con La figu ra del tapiz, donde el motivo de la búsqueda es exhibido ante los ojos del lector y resulta a la vez inhallable. El personaje principal, un escritor célebre, se jacta

7. Idénticas observaciones podrían hacerse a propósito de la obra de Julien Green. 8. Sobre la anamorfosis, véase Jurgis Baltrusaítis, Anamorphoscs ou m agie artificielle des effets m erveilleux, París, Perrin, 1969.

ante el narrador de haber disimulado en toda su obra un miste­ rioso secreto, presente en cada una de las frases de cada uno de sus textos, sin ser por ello inmediatamente visible. El secreto no es tributario ni de la forma ni del fondo: forma la sustancia misma de su escritura. El narrador dedica toda su existencia a tratar, en vano, de encontrar ese secreto, que el escritor final­ mente se lleva consigo a la tumba.9 Es lo que sucede asimismo en “La bestia en la jungla”, cuyo héroe se pasa la vida esperando un acontecimiento trágico que le ha anunciado su mejor amiga y que, según ella, algún día deberá caer sobre él, como una fiera salvaje, para aniquilarlo. En el momento en que su amiga se siente próxima a morir, le infor­ ma que el acontecimiento ya ha llegado: se trataba de la revela­ ción, sobrevenida demasiado tarde, de que habría podido alcan­ zar la felicidad declarándole su amor. Es lo que sucede igualmente con “Otra vuelta de tuerca”, relato constituido por el diario de una joven gobernanta a quien se le han confiado dos niños poseídos por fantasmas. La niñera se compromete en la lucha contra esas fuerzas del más allá y ter­ mina por vencerlas, no sin estrangular al niño para desembara­ zarlo de su ocupante. Relato ambiguo, que también puede leer­ se -aunque esta segunda lectura haya sido propuesta por la crítica mucho después de la publicación del texto- como una narración paranoica conducida por una asesina alucinada, o como una historia de fantasmas. En estos ejemplos que se podrían multiplicar, a tal punto la anamorfosis es un semillero viviente de narraciones,10James no

9. El propio texto de James está organizado según el principio descripto. 10. Sobre la anamorfosis en James, véase Jean Perrot, H enry Jam es. Une écriture énigm atique, París, Aubier Montaigne, 1982. Jean Perrot muestra tam­ bién la importancia de la anamorfosis en novelas como Los em bajadores (“lenta anamorfosis exhibida en más de cuatrocientas páginas que hace pasar a un individuo del punto de vista puritano utilitarista de Nueva Inglaterra a la visión estética, cosmopolita, de la bohemia dorada de los ociosos parisinos” (pág. 266) o Lo que Maisie sabía (véanse los lentes correctores de Mrs. Wix [pág. 270]).

se refiere al inconsciente sino a lo invisible. O más bien a esas formas complejas de visibilidad que nos llevan al enceguecimiento. En estos tres casos, la verdad, o alguna verdad posible, está dispuesta ante los ojos de un protagonista y, al mismo tiem­ po, del lector, sin que ninguno de los dos tenga acceso a ella. Y esta disposición de la verdad, su oscuridad deslumbrante, cons­ tituye el “inconsciente”, irreductible aquí a elementos disimula­ dos para identificarse con lo que se nos escapa en el centro de la percepción. En consecuencia, aplicar el psicoanálisis a textos que nos muestran en acto, haciéndonosla vivir, la dificultad para percibir lo que nos concierne de más cerca, lindaría con el absurdo. Sería el medio más seguro de pasar por alto la originalidad que pro­ ponen estos textos sobre la cuestión de la ceguera psíquica, que ciertamente no deja de cruzarse con la del inconsciente freudiano (ya que trabajan con “hechos” similares), pero que dispone de otro modo los datos y contribuye a crear, cuando no un verda­ dero objeto teórico, una nueva configuración de pensamiento. * Vayamos por ultimo a Proust. Ejemplo diferente, por cuanto la teoría psicológica en su escritura no está solamente puesta en escena en intrigas o en imágenes, sino expuesta en cuanto tal, como una teoría alternativa a la de Freud. Por cierto, no faltan puntos de convergencia entre Proust y Freud, empezando por ese lugar común según el cual lo más importante se nos escapa y no somos los dueños de nosotros mismos. Más que el reconocimiento de la alteridad, en Proust hay una dualidad del Yo, que podría hacer pensar en la de Freud. A los yoes de la superficie, frágiles y sucesivos, se opone lo que Proust llama, entre otras denominaciones, “el Yo profundo”, que sobrevive al tiempo y no se deja encontrar sino a través de experiencias privilegiadas como la de la reminiscencia: Pero en cuanto un ruido, o un olor, ya oído o respirado antaño, vuelven a serlo, a la vez en el presente y en el pasado, reales sin ser

actuales, ideales sin ser abstractos, de inmediato la esencia perma­ nente y por lo general oculta de las cosas resulta liberada, y nues­ tro verdadero yo, que a veces desde hacía mucho tiempo parecía muerto, pero que no lo estaba por completo, se despierta, se anima, recibiendo el celeste alimento que se le brinda, l* Sin embargo, esta teoría no coincide con la de Freud, y sería abusivo ver en el Yo profundo, aquel al que dan acceso las remi­ niscencias, el equivalente del inconsciente. Pues lo que está organizado de un modo diferente, empezando por la represen­ tación del tiempo, es el conjunto del sistema de pensamiento. Contrariamente al postulado freudiano según el cual el incons­ ciente ignora el tiempo, el “inconsciente” proustiano, si tal tér­ mino todavía tuviera algún sentido, es inseparable de su inscrip­ ción en una temporalidad devastadora. En efecto, el Yo proustiano, más allá de lo que le confiere una consistencia en el pasado, ante todo está ubicado bajo el signo de la movilidad y de la variabilidad: Habría sido incapaz de resucitar a Albertine porque lo era de resu­ citarme a mí mismo, de resucitar mi yo de entonces. La vida, según su costumbre de cambiar la faz del mundo mediante trabajos ince­ santes infinitamente pequeños, no me había dicho al día siguiente de la muerte de Albertine: “Sé otro”, sino que, por medio de cam­ bios demasiado imperceptibles para permitirme darme cuenta del hecho mismo del cambio, había renovado por completo casi todo en mí, de modo que mi pensamiento ya estaba acostumbrado a su nuevo dueño -mi nuevo yo- cuando advirtió que éste, que era el que le interesaba, había cambiado.12 Esta imposibilidad en la que se encuentra el Yo de volver a encontrarse más allá del tiempo, asimismo aumentada por su multiplicidad interna, es su verdadera relación con el incons11 .A la Recherche du Temps perdu, París, Gallimard (Pléiade), 1989, vol. IV, pág. 451 [trad, esp.: En busca del tiempo perdido, Madrid, Alianza, 1981, t. IV, “Sodoma y Gomorra”]. 12. Ibíd., pág. 221.

cíente. Aquí el inconsciente no tiene nada de oculto ni de inter­ pretable, y el objeto de las reminiscencias, si es cierto que esca­ pan a la atención vigil, sería más bien del orden de lo preconsciente. El inconsciente, es decir la no-adhesión a sí, es en Proust mucho más esa fugacidad que nos impide volver a coincidir alguna vez con nosotros mismos, llevados sin remisión por el tiempo.13 Esta dificultad de la coincidencia consigo mismo es tanto mayor cuanto que en el universo proustiano adquiere una forma particular, que se debe a la concepción de la historia y del desti­ no. La imprevisibilidad del ser humano, unida a las contingen­ cias de la existencia, produce una historia azarosa, que ni siquie­ ra es posible hacer legible, como en la concepción de Freud, apelando a una necesidad subterránea. Siempre es lo más inve­ rosímil lo que gana a la larga (Gilberte no rehuía al narrador, lo amaba; el septeto de Vinteuil será salvado del olvido por quien se burlaba del músico, etc.), como si el tiempo confundiera sis­ temáticamente las leyes establecidas, con la sola finalidad de hacer triunfar lo menos probable. Tal vez Proust es representativo de toda una serie de autores que, para reflexionar acerca de lo que escapa a nuestro control, han intentado recurrir más a metáforas temporales que a metá­ foras espaciales, dominantes en Freud y en Lacan. Y la literatu­ ra seguramente tiende a privilegiar esta otra red de imágenes, poniendo en escena, sobre todo en el caso de Proust, duraciones narrativas largas, propicias para representar un sujeto cuya dife­ rencia consigo mismo se debe más al transcurso del tiempo que a la presencia simultánea de instancias contradictorias. Por lo tanto, con Proust hay un sistema psicológico diferen­ te al de Freud, y que en modo alguno se reduce a lo que de ello pueda decir el psicoanálisis. Sistema más complejo -como vere­ mos más adelante- en la medida en que no alcanza el grado de consistencia de las teorías psicológicas y que, por lo demás, se

13. Sobre todos estos puntos, véase nuestra obra Le Hors-sujet; Proust et la digression, París, Minuit, 1998, así como “Lire Freud avec Proust”, en Revue l''ran(aise de Psychanalyse, París, PUF, 1999, vol. 63, LX1II.

juega en la escena literaria, la cual confirma por momentos sus proposiciones y las desaprueba en otros. Pero esta complejidad es menos un defecto que una riqueza, que torna aun más nece­ saria, por hipotética que sea, una lectura proustiana de Proust. * Solo se trata de cuatro ejemplos de recortes literarios del psi­ quismo, contemporáneos de la constitución del psicoanálisis. De Laforgue a Wilde, de Huysmans a Svevo, se podrían tomar muchos otros ejemplos en la misma época, que atestiguarían que las soluciones de Freud, por elegantes y convincentes que sean para nuestra modernidad, no son las únicas. En efecto, otras hubieran podido tener lugar, ya sea recortan­ do de otro modo los “hechos”, ya sea, lo cual es lo mismo, plan­ teando cuestiones diferentes a la realidad. Soluciones ciertamen­ te menos complejas y menos elaboradas pero que, tomadas en serio y relanzadas, podrían invitar a la reflexión. Con su teoría del inconsciente, Freud organiza de manera deslumbrante toda una serie de hechos, previamente preparados para parecerse a esta teoría. Pero esta no es sino una de las soluciones posibles para hablar de nosotros mismos, y la literatura nos ofrece las premisas de otras teorías que habrían podido surgir en otro mundo, cuyo presentimiento sigue llevando en sí, como un lla­ mado mudo a la invención. En consecuencia, no es evidente que el período de la funda­ ción del psicoanálisis implique, por ser rico en ejemplos signifi­ cativos, una dosis tan grande de mala fe como los siglos anterio­ res. Lo cierto es que los autores de esta época, pese a las intenciones que les hemos adjudicado, no estaban en busca de modelos alternativos, y nuestra demostración ha podido ser con­ ducida al precio de una triple selección: selección entre los auto­ res, selección entre sus textos y selección entre las citas de esos textos. Pero se trata de un rasgo metodológico fundamental de la literatura aplicada, que utiliza sin dudar los escasos ejemplos que apoyan sus tesis, procurando mantener alejados a todos cuantos podrían invalidarlas.

Capítulo 6

Aunque no lo hayan leído

Nuestro rápido recorrido histórico nos conduce finalmente a un último grupo de escritores, los que son posteriores, por mucho o por poco, a la invención del psicoanálisis. Encaramos aquí diferentes casos según el conocimiento que estos escritores tienen de las teorías del inconsciente y del lugar, positivo o negativo, que le conceden en su reflexión y en la escritura de dicha reflexión. Si se dejan aparte las culturas alejadas de la psicología con­ temporánea, esta posición en el tiempo ubica muchas veces a los escritores en la situación de dialogar con el psicoanálisis y con sus pensamientos derivados, o incluso, en ausencia de diálogo, de tener en cuenta, a riesgo de cuestionarlos, conocimientos ampliamente difundidos. Por ende, situaremos a estos autores en el horizonte del psicoanálisis, un horizonte en el cual se esbo­ za su obra, incluso en los casos en que no mantienen ninguna relación oficial con él. Así, su obra a veces estará marcada por los modelos psicoanalíticos, que serán objeto de su reflexión o de críticas, o, si no por

los modelos, por la importancia de algunos temas privilegiados como la memoria, la locura o el lugar que ocupa la infancia. Por ende, no deja de tener interés señalar esta influencia o este rechazo para apreciar mejor cómo se plantea hoy la cuestión de la invención teórica en literatura. De cualquier manera, el lector puede esperar vernos construir, a partir de citas minuciosamen­ te elegidas, los modelos psicológicos más aptos para ponerse al servicio de nuestra demostración. * Empecemos por el más convincente, con el ejemplo de André Bretón.1 Apasionado por el psicoanálisis, se inspira en él para la creación del surrealismo, particularmente para la prácti­ ca de la asociación libre, pero por otro lado se aparta de la teo­ ría freudiana. Es lo que sucede en especial con el modelo del sueño, cuya crítica hace Bretón en Les Vases communicants. La idea freudiana del sueño orientado hacia el pasado, y cuya función primera sería expresar conflictos antiguos, reactualizados en la vida de los días anteriores, es sustituida por Bretón por una visión inver­ sa, más próxima de la concepción antigua, en la que el sueño anuncia acontecimientos futuros, pero sobre todo hace mani­ fiestas al soñante sus potencialidades irrealizadas, ayudándolo a hacerlas suyas: Afirmo aquí su utilidad capital, que no se reduce a un vano encan­ to, como algunos han querido hacer creer, que incluso es mejor que de simple cicatrización, pero que es de movimiento en el sentido más elevado de la palabra, es decir en el sentido puro de contradic­ ción real que conduce hacia delante. En la brevísima.escala del día de veinticuatro horas, ayuda al hombre a dar el salto vital. Lejos de ser una perturbación en la reacción del interés de la vida, es el prin­

1. La elección de Bretón es discutible en nuestro recorte, ya que se trata de un autor que se interesa por el psicoanálisis en los años veinte, época en la que Freud está vivo. Pero en aquellos años, ya las tesis de Freud son célebres, y por consi­ guiente es legítimo ubicar a Bretón con posteridad a él.

cipio salutífero que vela po r que esta reacción no pueda ser irremc diablemente perturbada. Es la fuente desconocida de luz destinada a hacernos recordar que tanto al comienzo del día como al comien­ zo de la vida humana en la tierra, no puede haber sino un recurso, que es la a ccio n é

Con esta idea de que el sueño está más orientado hacia el porvenir que hacia el pasado, la posición de Bretón se afirma cla­ ramente como antinómica de la de Freud. Y lo es tanto más cuanto que priva al sueño de su base sexual, proponiendo una simbología de sustitución apta para explicar los temas nocturnos por medio de elementos tomados de la vida cotidiana. Pero este no es el único punto de separación entre Bretón y Freud. También habría que citar la teoría del azar objetivo, que inventa una concepción original del destino según la cual no obedeceríamos solamente a leyes psíquicas privadas como las del psicoanálisis, sino también a fuerzas más vastas, que se nos manifiestan bajo forma de signos y nos guían secretamente hacia otros seres, predestinados a encontrarnos: La simpatía que existe entre dos o varios seres parece ponerlos en la vía de soluciones que cada uno perseguiría en vano por separado. Esta simpatía sería de naturaleza tal que haría pasar, ni más ni menos, al dominio del azar favorable (y la antipatía, al del azar des­ favorable), encuentros que, cuando solo tienen lugar para uno no se toman en consideración, son relegados al campo de lo accidental. Pondría en juego, en nuestro beneficio, una verdadera fin a lid a d segu n d a , en el sentido de posibilidad de alcanzar un objetivo por medio de la conjugación con nuestra voluntad -d e cuyo logro no puede depender únicam ente- de otra voluntad humana que se lim i­ ta a ser favorable a que la alcancemos.3

2. Les Vases cmnmunicants (1932), París, Gallimard, Folio Essais, 1996, pág. 57 [trad. esp.: Los vasos comunicantes, Madrid, Siruela, 2005]. 3. L'Amour fou (1937), París, Gallimard, Essais, 1997, págs. 50-51 [trad. esp.: El am or loco, Madrid, Alianza, 2005],

Mucho más ampliamente, lo que separa a Freud de Bretón es el conjunto de la concepción de la temporalidad. Si bien ambos comparten postulados deterministas, su concepción de las rela­ ciones entre el sujeto y el tiempo difiere claramente, al punto de volver sus proyectos poco conciliables. En Freud, el funciona­ miento psíquico está claramente fundamentado en el pasado, mientras que para Bretón está en una estrecha dependencia del porvenir, si cabe la expresión. Esta diferencia de concepción no deja de tener efectos en la escritura misma y en la representación de sus finalidades. La escritura está llamada a producir porvenir para los surrealistas, como un lugar privilegiado de búsqueda y de reunión de signos precursores, incluso de experimentación de las posibilidades y de las virtualidades inexploradas de la existencia. De ello da tes­ timonio el análisis de Bretón de sus propios textos, como el que entrega, en El am or loco, del poema “Tournesol”, escrito varios años antes del encuentro de una mujer amada y en el que descri­ be con precisión sus circunstancias.4 En este sentido, Bretón es característico de los escritores que, a la vez cercanos y alejados del psicoanálisis, han entablado con este un diálogo crítico.5 Psicoanalizar su vida o sus textos no carece de interés, pero a condición de no silenciar las proposi­ ciones que él mismo sostiene, directa o implícitamente, y que tienen su propia fuerza. Y la valorización de sus proposiciones, por diluidas que estén en una escritura más poética que teórica, perdería, por añadidura, si se ignora el contexto cultural -el con­ junto de la reflexión hecha por los surrealistas- que condujo a producirlas. *

4. Ibíd., págs. 80-97. Bretón muestra cómo cada verso de este poema, escri­ to en 1923, prefigura una de las coordenadas de su encuentro con Jacqueline Lamba en 1934. 5. En los libros de la serie Mati'eres de reves, Michel Butor defiende e ilus­ tra una concepción del sueño parecida a la de Bretón, orientada por lo tanto hacia el porvenir, que anuncia y formula, más que hacia el pasado.

Tan importantes como las de Bretón, aunque de otra natura­ leza, son las reservas que Sartre formula contra el psicoanálisis. Reservas que no impiden que se sitúe una vez más en el marco de un diálogo -como bien lo indica la noción alternativa pro­ puesta por él, la de “psicoanálisis existencial”- , aunque este diá­ logo se haya desarrollado a distancia. Nacida con el existencialismo, la teoría psicológica de Sartre se diferencia de la de Freud en un punto evidentemente redhibitorio: la cuestión de la libertad, que le resulta filosóficamente impo­ sible ignorar. De suerte que la enfexmedad o el sufrimiento psí­ quicos resultan de una elección, como lo muestra perfectamente la noción, al menos paradójica en alguien que sigue reivindicán­ dose como freudiano, de “elección de neurosis”. Decir que elegimos nuestra enfermedad es hacer del hombre, restituyéndole su libertad, el actor de un destino que quizá se le escapa en parte, pero con el cual siempre le será posible, final­ mente, converger. Esta es la perspectiva desde la cual Sartre estudia las vidas de Baudelaire, de Flaubert o de Jean Genet, para despejar en ellas las huellas del movimiento que los condu­ jo progresivamente a ser ellos mismos, en adhesión a su perso­ nalidad profunda. Organizadora de la obra crítica de Sartre, la reflexión sobre la libertad lo es también de su obra novelesca. Es lo que sucede con los personajes de la trilogía Los caminos de la libertad, que están ubicados por la Historia en el punto de cruce entre determinismo y libertad, como Mathieu, que duda en dar el paso del compromiso: ¿Por qué no estoy en el baño con Gómez, con Brunet? ¿Por qué no tuve ganas de ir a combatir? ¿Acaso habría podido elegir otro mundo? ¿Todavía soy libre? Puedo ir donde quiera, no encuentro resistencia, pero es peor: estoy en una jaula sin barrotes, estoy sepa­ rado de España por... por nada, y sin embargo, es infranqueable.6

6. Les Ghemins de la liberté, I, L’A ge de raison (1945), París, Gallimard (Folio), 2002, pág. 139 [trad. esp.: Los caminos de la libertad 1. La edad de la razón, Madrid, Alianza, 1983].

A Mathieu se opone Brunet, quien ha elegido la vía del compromiso, con la esperanza de transformar su existencia en destino: - ¿Y tú? -preguntó Mathieu. Agregó sonriendo: - Mi querido amigo, tengo mucho miedo de que el marxismo no proteja de las balas. - Yo también tengo miedo, dijo Brunet. ¿Sabes dónde me enviarán? Delante de la línea Maginot: es el desastre garantizado. - ¿Entonces? - No es lo mismo, es un riesgo asumido. Ahora nada le puede qui­ tar sentido a mi vida, nada puede impedirle ser un destino. Agregó con ardor: - Como la de todos los compañeros, por lo demás. Mathieu no respondió, fue a acodarse al balcón, y pensó: “Tuvo razón al decir eso”. Brunet tenía razón: su vida era un destino. Su edad, su clase, su época, lo había corregido todo, lo había asumido todo, había elegido la caña de plomo que le golpearía la sien, la gra­ nada alemana que lo destriparía. Se había comprometido, había renunciado a su libertad, ya no era más que un soldado. Y le habí­ an devuelto todo, incluso su libertad.7 Por lo demás, la confrontación de las existencias individuales también está organizada estéticamente en el segundo volumen de la trilogía, La prórroga, según el principio del simultaneísmo, tomado de Dos Passos, quien confronta en diversos momentos las existencias de una multitud de sujetos dispersos en el mundo. De modo que aquí la conciencia personal está fragmentada y desparramada entre una pluralidad de focos de percepción, que relativizan su autonomía al mismo tiempo que manifiestan, por comparación, algunas reglas secretas. Este problema de la libertad, el psicoanálisis lo aborda solo en un registro, cuando resulta imposible liquidarlo mediante la teoría del determinismo psíquico. Pues decir que cada uno de nuestros actos obedece a una lógica inconsciente, lo cual segu­ ramente es correcto, no aporta demasiada luz a esa parte de no-

sotros mismos que hace de nosotros un héroe o un traidor, y no provee todas las claves de un proceso de decisión complejizado por las causalidades heterogéneas que se mezclan con él. El ser humano no se reduce a este determinismo: actor simultáneo en otros escenarios, también es un ser político obligado a hacer elecciones éticas en los cruces de la Historia. Sean cuales fueren las posiciones que se adopten frente a sus teorías y sus novelas,8 con la libertad, Sartre plantea una cues­ tión esencial, a la cual tal vez aportó una respuesta improvisada, pero que sería absurdo reducir a la influencia de su infancia en su teoría. No es que esta, por lo demás, no pueda ser esclareci­ da por aquella, sino que entonces vienen a mezclarse dos líneas de fuerza que no tienen nada que ver, por no referirse a la misma parte de la persona, y por ende no tienen nada que ganar al con­ fundirse: la del determinismo psíquico y la del sentido que el ser humano elige dar a su vida. * Bretón en su diálogo directo y Sartre en su diálogo indirecto no son los únicos escritores que han objetado enunciados del freudismo mientras sacaban de él consecuencias literarias. Si se dejan de lado los autores que han entablado un diálogo con el psicoanálisis, se podría convocar a una gran parte de la literatu­ ra moderna y contemporánea para ilustrar la capacidad de la literatura para proporcionar elementos de reflexión psicológica. Aquí nos limitaremos a dos nombres, cada cual representativo de un tipo de i'elación con el psicoanálisis, pero tendremos oportunidad, más adelante, de dar muchos otros ejemplos toma­ dos de la modernidad. En el caso de Borges, nuestro tercer ejemplo, tenemos que vérnoslas, contrariamente a Bretón y a Sartre, con un autor que 8. Ciertamente es discutible la yuxtaposición del psicoanálisis existencial -al que Sartre inventa en tanto teórico- y ciertas novelas. Lo cierto es que la cuestión de la libertad atraviesa toda su obra y sería interesante -si la literatu­ ra aplicada lo tomara por objeto- estudiar cómo los textos propiamente litera­ rios enriquecen, poniéndolas en juego, las proposiciones críticas o filosóficas.

no dialoga con Freud, pero cuyo universo, por su connivencia con los fenómenos inconscientes, seguramente no estaría consti­ tuido de esa manera sin el psicoanálisis. Tal vez se podría hablar aquí de un diálogo potencial, en el sentido de que Borges es representativo de esos escritores que viven después del psicoaná­ lisis sin por ello mantener con él una relación de dependencia. Para tomar solamente algunos de los grandes temas de Borges, como el doble o la confusión del sueño y la realidad, es verosímil que tengan su pregnancia respecto de algún conoci­ miento, aun impreciso o lejano, de los grandes temas freudianos. Pero esto no es lo esencial, dado que esta cuestión, ampliamen­ te indecidible, tiene que ver con la historia de las ideas. Lo esencial radica más bien en la capacidad del universo de Borges para desplazar las categorías del mundo psíquico y para dar que pensar a quienes se interrogan por sus fundamentos. Pues ya nada subsiste en él de nuestra concepción tradicional de la identidad, como si se derrumbara todo lo que permite asen­ tarla y reafirmarla -nuestras relaciones con los otros, con la his­ toria y con nuestro pasado-, obligando a concebir de otro modo lo que llamamos nuestro Yo. Que no seamos nosotros mismos-, tal es la paradoja que reitera incansablemente, bajo todas las formas posibles, la obra de Borges. Pero la separación entre uno y uno está planteada de un modo distinto a como lo está en el psicoanálisis, dado que los textos que evocan esta escisión más claramente inventan modos fantásticos de destrucción de la identidad. Piénsese, entre muchos otros ejemplos, en las “Ruinas circulares”, donde el pro­ tagonista, que creía soñar, se descubre figurando en el sueño de otro. En “El inmortal”, y en la ficción de un mundo que agota­ ría todas las combinaciones posibles, vuelve a todos y a cada obra inevitables. En “El Aleph”, donde el narrador se ve confrontado con la posibilidad de asistir, desde todos los puntos de vista posi­ bles, a todos los espectáculos que un día se produjeron en el uni­ verso. O incluso en “El zahir”, cuyo protagonista pierde contac­ to consigo mismo, pues todo su pensamiento está ocupado pol­ la imagen de una moneda que obnubila para siempre a cualquie­ ra que la haya tenido entre las manos.

Evidentemente, estos relatos de estallido del Yo no se basan en casos clínicos, sino en ficciones inverosímiles si se las compa­ ra con la “realidad” de los sufrimientos humanos. Pero sin embargo cada una está en condiciones, precisamente por ser imposible, de suscitar la reflexión sobre situaciones concretas de la vida psíquica, donde el Yo se encuentra amenazado en su inte­ gridad. ¿Cómo negar, así, que estar enredado en los sueños de otro sea una experiencia real y traumatizante? ¿Que uno pueda sentirse coartado en su libertad, como la pieza necesaria de un juego de sociedad? ¿Que algunas formas de sufrimiento psíqui­ co se deban a la dificultad del sujeto para conservar un punto de vista estable sobre el mundo? ¿O que el trabajo del pensamien­ to a veces se fije en una representación única en detrimento de cualquier otra? Todas estas imágenes son ocurrencias tanto más felices cuan­ to que ilustran cada vez de manera pertinente uno de los fenó­ menos más extraños de nuestro funcionamiento psíquico, obser­ vado mucho antes del psicoanálisis: el clivaje, la separación de uno respecto de uno, el sentimiento de ser dos, o más -todos estos términos ya están marcando elecciones y principios de proposiciones teóricas. Con este reparto inaugural, cuyas hue­ llas señalábamos en las primeras líneas de la Ilíada, se confron­ tan los pensamientos del psiquismo en algún momento, ya que lo que funda su necesidad, las más de las veces, es su suposición. La potencia de las imágenes de Borges es tal que hay un ries­ go de no leerlas sino a través de sus puntos comunes con otros, en detrimento de la exorbitancia que proponen. Porque el ideal es ponerlas en posición, no de expresar realidades clínicas, sino de ser expresadas por ellas, en el sentido de que -convertidas en la más justa formulación posible-, ellas estarían en condiciones, como lo hace el psicoanálisis, de proporcionar a algunos la len­ gua que necesitan para hablar de sí mismos. De modo que no importan demasiado los lazos trabados por las ficciones de Borges y las marcas fuertes de su vida familiar. Las razones de su mayor intensidad radican en el hecho de ofre­ cer universos de sustitución, es decir, otros mundos completos donde las relaciones con los otros y la realidad se encuentran

dispuestos de modo diferente. Y esta disposición diferente -al proponer con sus parábolas, en el interior del magma del mundo íntimo, otras organizaciones en las cuales podemos identificar nuestros modos de pensamiento más raros- puede ser una fuen­ te infinita de ensoñación y de trabajo para quienes se interesan en los fenómenos psíquicos. * Más que elegir un autor en el que la reflexión psicológica sea prácticamente explícita, refirámonos por último a alguien de quien esta vez resulta difícil pretender, aunque es probable que conociera el psicoanálisis, que mediante su obra tratara de pro­ ducir una teorización rival: Agatha Christie. Que Agatha Christie haya tenido como primer proyecto entre­ tener es menos importante que las potencialidades que encierran sus novelas. No es necesario trabajar en la preparación concertada de una teoría para inventar los elementos que permiten su ejerci­ cio. En este sentido, Agatha Christie ilustra perfectamente la sepa­ ración necesaria entre el escritor y lo que sus libros abren como vías nuevas para el pensamiento. Tomemos, entre las múltiples pistas que ella incita a investi­ gar, la cuestión de la ilusión. Cada una de sus novelas la plantea, al estudiar sistemáticamente, como en la exploración regulada de una combinatoria, todas las situaciones en las que nos es impo­ sible ver con precisión lo que sin embargo se ofrece con eviden­ cia a nuestra mirada. Lo que atestigua este trabajo sobre el enceguecimiento es una form a de inconsciencia que no es el inconsciente freudiano, ya que organiza otros parámetros, que no guardan relación con la sexualidad, ni siquiera entendida en un sentido amplio. En efec­ to, existen múltiples maneras de no ver lo que está ante los ojos. En el caso de Agatha Christie, los personajes, y el lector con ellos, se mantienen a distancia de la verdad por obra del conjun­ to de un dispositivo de trucaje sofisticado en el que unos juegos de espejos y de reflexión prohíben al espíritu examinar una hipó­ tesis particular, a menudo exhibida, empero, con ostentación.

Por consiguiente, no se pueden reducir a una explicación psicoanalítica los motivos que conducen al lector a no sospechar del narrador de La m uerte de Rogelio Ackroyd o del magistrado de Eran diez indiecitos, cuando la verdad está delante de sus ojos. Hablar de denegación aquí no tendría demasiado sentido, pues el lector no fracasa por sus enceguecimientos personales, deter­ minados por su propia historia, sino por un haz complejo de presupuestos, culturales y sociales, compartidos por todos. Agatha Christie se propone derribar estos presupuestos, unos después de otros, endosándoselos al lector, quien sufre sus exi­ gencias en carne propia. Su lista sería interminable. En el momento de pensar somos prisioneros de pensamientos prepa­ rados para nosotros: por eso no creemos que un niño o unos policías sean capaces de cometer un asesinato, consideramos inocente al narrador de la historia o a un personaje demasiado sospechoso, buscamos un asesino único cuando los culpables son varios, o no prestamos atención a un asesinato particular en una serie, etcétera. Así pues, por un lado estamos constituidos por lugares psí­ quicos donde nuestra percepción se detiene, y lo que nos deter­ mina como sujetos es el conjunto complejo de estas cegueras imbricadas. Cegueras doblemente puestas en escena por Agatha Christie, tanto en las historias narradas como en la relación con el lector, encargado de encarnar el engaño producido por estas trampas de la representación, experimentándolo por su cuenta. Seguramente aquí estamos lejos de un trabajo teórico, en el sentido en que se lo encuentra en acto en Bretón o en Sartre, y la actividad del crítico implicaría todo un esfuerzo de continua­ ción9 a partir de los ejemplos de cegueras coleccionados por Agatha Christie. Ahora bien, cediendo a la tentación, sería redu­ cir sensiblemente su alcance superponerles los grandes tipos de enceguecimiento freudianos, los cuales, al situarse en oti'a lógi­ ca, pueden agregarse, ciertamente, a los de Agatha Christie, pero no por ello deslegitiman su pertinencia. * 9. Que hemos esbozado en Qui a tuc R oger Ackroyd?, París, Minuit, 1998.

Cuatro ejemplos de autores que, por diversas razones, esta­ ban informados de los descubrimientos del psicoanálisis o, más ampliamente, de la psicología moderna, y que, en este horizon­ te más o menos lejano, han proseguido, con nuestra ayuda retrospectiva, un trabajo de escritura personal sobre el psiquis­ mo. Reflexionando, para no tomar más que algunas de las pistas abiertas por sus obras, sobre la temporalidad, la libertad, la iden­ tidad o la ilusión. La diversidad de la distancia respecto del psicoanálisis -que va de Bretón a Agatha Christie, de la proximidad crítica a la indiferencia- muestra la multiplicidad de los casos a examinar cuando uno se propone interrogar los modelos propuestos por la literatura moderna y contemporánea. Pues hay pocos autores de esta época, si se los somete a la literatura aplicada, que no puedan entregar en su obra, es decir por su escritura, enseñan­ zas a tener en cuenta. Y pocos que no estén dispuestos a ayudar­ nos, a condición de buscar, no lo que su obra disimula, sino lo que inventa. La cuestión radica evidentemente en saber cuál es el precio de tal demostración. Ciertamente, los autores de esta época, por su situación histórica y geográfica, se han sensibilizado frente al inmenso desarrollo de las ciencias humanas y no es insensato pensar que ellos mismos han desarrollado, en sus textos, algunas intuiciones en ese terreno. De ahí a afirmar que en ellos habría esbozos de modelos teóricos -con conceptos rigurosos y articulables entre sí- y no simplemente algunas observaciones psico­ lógicas dispersas, hay un paso que habría detenido a más de un investigador serio. No ha detenido, como veremos, a la literatu­ ra aplicada.

La literatura y sus modelos

Capítulo 7

Modelos y nombres

Cambiemos de perspectiva con una serie de otros ejemplos, que esta vez ya no serán estudiados por su alcance histórico, sino con la finalidad de valorizar los grandes modelos que la literatu­ ra aplicada puede esperar construir a partir de su lectura imagi­ nativa de las obras. Por lo tanto, aquí se tratará de pedirle a la literatura, no que ilustre o confirme modelos clásicos, sino, por el contrario, produciendo desplazamientos en nuestras repre­ sentaciones de la realidad psíquica, que dé otros inhabituales. ¿Qué se entiende por modelos? Formas ejemplares, capaces, por su fecundidad y por su generalidad, de proveer una legibili­ dad suplementaria a una multitud de casos clínicos o, más sim­ plemente, de situaciones de la vida, capaces de hacer avanzar su comprensión e incluso de crear esos casos o esas situaciones dándolas a leer allí donde no aparecen. Y formas que estarán ligadas a su escritura misma, es decir a la manera incomparable como la literatura, al menos cuando es releída por la literatura aplicada, les confiere una existencia transitoria.

Así, la invención será primero la invención de nombres. Pues el simple hecho de nombrar de otro modo no solamente recorta de una manera diferente los hechos existentes, sino que permite que aparezcan los hechos, o, más exactamente, constituye otros que, en ausencia de ese nombre, no llegarían hasta el umbral de la existencia. Por lo tanto, estamos muy interesados en ser prudentes en la utilización de la palabra “inconsciente”, que ha tomado, desde Freud, una significación precisa. Hablar de “inconsciente” a propósito de un texto, ya es recortar el territorio de las interven­ ciones en la prolongación de los descubrimientos freudianos, y, con ello, limitar las posibilidades de dejar que los textos expre­ sen, en su propio lenguaje, lo inesperado que puedan tener para decirnos. Ahora bien, las denominaciones diferentes de “inconsciente” no han dejado de designar fenómenos psíquicos que parecen escapar a la norma. Toda palabra, sin embargo, es problemática, porque comienza a organizar o a reorganizar el campo de traba­ jo, dado que hasta el término más neutro ya marca una decisión respecto de lo que se va a tratar de describir. Entre los autores que han multiplicado las denominaciones, como si la palabra exacta se les escapara una y otra vez sin dejar de preocuparlos, se puede citar nuevamente a Maupassant. El término “inconsciente” no está ausente en su obra, pero con sig­ nificaciones diferentes de las que cobrarán en Freud, dado que otros términos ocupan un lugar más importante, como “Otro”, “El”, “¿Quién?”. Y un nombre domina a los otros por la fuerza del hecho de convocar el pensamiento: el del “Horla”. El Horla, o lo que se sitúa a la vez en y por fuera de nosotros, es objeto de encuentro y amenaza con engullirnos. Y no equivale al incons­ ciente freudiano, ya que, por el contrario, está marcado por su exceso de lucidez.1 Otro ejemplo significativo es el de Proust. Los fenómenos en los que se interesa, especialmente en el último volumen de la Recherche, reciben toda una serie de apelaciones. Es lo que suce­ 1. Véase Maupassant, ju ste avant Freud, ob. cit.

de con el “Yo profundo”, que no deja de tener resonancias freudianas, pero al que se pueden preferir otras proposiciones más elocuentes. Así, ¿cómo no apreciar la de “libro interior”, que parece reunir a la vez el block maravilloso y el Ello, en un recor­ te diferente de los fenómenos, más atento a lo que puede haber escrito en los lugares más extraños para nosotros mismos? Pero se trata de dos ejemplos solamente, en la multitud de denominaciones propuestas para calificar los fenómenos psíqui­ cos singulares, y la gran mayoría de los escritores aquí mencio­ nados han propuesto, en algún momento, una expresión inusita­ da. Dado que desaparece, como criterio privilegiado, la ausencia de conciencia -aunque esta pueda formar parte de las categorías señaladas-, toda una gama de uniones nuevas entre nombres y hechos puede encontrar una pertinencia.2 Por nuestro lado, no subrayaremos ninguna en particular, para no correr el riesgo de inmovilizar mediante un nombre como el de “inconsciente” la diversidad de los fenómenos aprehensibles. Por ende, aquí quedará cuestionado todo lo que, en el plano psi­ cológico, nos supera, nos es ajeno o incomprensible, nos parece otro, consciente o no, y es por ello capaz de atraer la reflexión y de convocar a la teoría. * Así, reflexionar sobre el psicoanálisis es, para Valéry, reflexio­ nar sobre los nombres que impone, y sugerir otros que modifi­ quen el objeto del que se habla, construyéndolo de otro modo. En efecto, Valéry no cesará de tratar de separarse del psicoaná­ lisis en un largo diálogo crítico que recorre el conjunto de los Dialogues y de los Cahiers, pero del que se encuentran huellas anticipatorias ya a partir de M onsieur Teste: texto cuyo principio mismo se sitúa en las antípodas del psicoanálisis, dado que está íntegramente fundado en la idea, inaceptable para la ciencia freudiana, de un dominio íntegro de uno mismo. 2. Véanse por ejemplo las expresiones empleadas por Albert Cohén, como “viceconsciente”, que cita Véronique Duprey en Albert Cohén au nom dup'ere et de la m ere, París, SEDES, 1999.

El texto principal sobre el “inconsciente” es sin duda La idea fija , diálogo simulado dirigido a médicos, que opone a dos hom­ bres que representan dos estados posibles del pensamiento de Valéry. Con ello, este texto es significativo de la manera plural, incluso contradictoria, como la teoría viene a inscribirse muchas veces en la literatura, y pone en escena en su organización misma la movilidad que toma por objeto. La “teoría” aquí expuesta se basa, en efecto, en el rechazo de la noción de idea fija, en la que Valéry percibe uno de los funda­ mentos del psicoanálisis, pendiente, en el ser humano, de todo lo que es constancia y repetición. Ahora bien, para Valéry hay incompatibilidad de principios entre lo que está fijo y lo qtie es idea: ¡Pero no estoy haciendo teoría! No estoy inventando nada. Constato lo que todo el mundo puede constatar: que una idea no puede ser fija. Puede ser fija (si es que algo puede serlo) lo que no es una idea. Una idea es un cambio -o más bien un modo de cambio-, e incluso el modo más discontinuo del cambio...3 De modo que, lejos de ser fijas, las ideas estarían caracteriza­ das por su movilidad, y, si sucede que algunas insisten con una frecuencia anormal, no es debido a una hipotética fijeza, sino a tina capacidad particular para engarzarse con todas las otras, para la cual Valéry propone el término de “omnivalencia”: Por último, digamos provisoriamente que... esta idea obsesionan­ te... -y no fija-, es, ¿cómo decirlo?... Perdónenme... Es omnivalente... Se pega a todo... O bien: se pega por todo...4 Esta propuesta de la omnivalencia presenta una ventaja: le permite a Valéry evitar toda representación estable de los proce­ sos de pensamiento desconocidos, y lo conduce a cuestionar lo 3. L 'Idéefixe (1932), en Oeuvres, París, Gallimard (Pléiade), 1960, t. II, pág. 205 [trad. esp.: La idea fija , Boadilla del Monte, A. Machado Libros, 1988], Destacado por el autor. 4. Ibíd., pág. 213. Destacado por el autor.

imaginario de la profundidad que soporta, según él, la represen tación psicoanalítica del psiquismo: Por otro lado, -¿ p ro fu n d o ? ... Tengo mucho miedo de que haya grandes ilusiones en los intentos que hacemos para profundizar­ nos... Unos creen penetrar en las capas primarias de su existencia... donde suelen buscar fósiles obscenos.5 Esta desconfianza hacia las metáforas de la profundidad con­ verge con la célebre afirmación de Valéry según la cual, paradó­ jicamente, lo más profundo en el hombre sería la piel. Participa de la elaboración de otro pensamiento psicológico, más libre de representaciones espaciales, y según el cual seríamos entera­ mente ectodérmicos, porque todo en nosotros, incluso lo apa­ rentemente íntimo, circularía en una superficie. De ahí esa idea fundamental de “impiejo”, noción organiza­ dora del sistema rival, pero también del antisistema, que Valéry intenta oponer a la omnipotencia del pensamiento freudiano, privilegiando, contra la rigidez del fantasma, las imágenes de fluidez y de movilidad. Mientras que el inconsciente es activi­ dad, lo impiejo es capacidad, potencialidad: Pero, dígame un poco: ¿acaso su Im plejo no se reduce a lo que el vulgo, el común de los mortales, el gran público, los filósofos, los psicólogos, los psicópatas -la masa pues- los No-Robinson, llaman lisa y llanamente el In con scien te o el S u bcon scien te ? [...] No, el Im plejo no es a ctivid a d . Todo lo contrario. Es capacidad. Nuestra capacidad de sentir, de reaccionar, de hacer, de comprender -individual, variable, más o menos percibida por nos­ otros-, y siempre imperfectamente, y bajo formas indirectas (como la sensación del cansancio), -y a menudo engañosas. A ello hay que agregar nuestra capacidad de resistencia... Y entre estas variaciones posibles de lo posible, hay algunas que son diurnas, y otras anuales.. .6

5. Ibíd., pág. 214. Destacado por el autor. 6. Ibíd., pág. 234. Destacado por el avitor. Véase también lo que al respec­ to escribe Valéry en los Cuadernos: “Denomino Implejo al conjunto de todo lo que cualquier circunstancia puede extraer de nosotros. Lo que sabemos o sentí-

Así, el “inconsciente” -pero ya no es posible llamarlo de este modo dado que ha sido desposeído paulatinamente de todos sus atributos- es deslizamiento incesante de ideas (en sus Cahiers Valéry habla de “self-variance”),7 cuyo desfile viene a detener artificialmente el voluntario mecanismo de la atención, prestan­ do a tal o a cual una consistencia ilusoria. Lo que desaparece, en consecuencia, es la separación entre lo consciente y lo inconsciente, separación fundadora del psicoaná­ lisis. Todo, en Valéry, donde un Yo incierto se pierde en la flui­ dez asociativa, se ha vuelto de alguna manera “inconsciente”, pero al precio de otorgar un sentido diferente a la noción.8 Gracias a todo un juego de invenciones nominales, Valéry susti­ tuye la discontinuidad de la Otra Escena -que no niega pero cuya importancia relativiza- por la idea de una continuidad psí­ quica, que vuelve obsoleto, sin desconocer por ello los fenóme­ nos en los que se apoya, el conjunto del trabajo freudiano.

mos que nada puede sacar de nosotros también puede figurar en el impiejo a modo de negación, de impotencia... Nuestro impiejo, nos es dado en un ins­ tante y en tales condiciones y circunstancias, conocido o más bien presumido - (lo es también para otros) por partes; es desconocido por partes -en relación con tal eventualidad” (Cahiers, II, ed. Judith Robinson-Valéry, París, Gallimard [Pléiade], 1974, pág. 329 [trad. esp.: Cuadernos (1894-1945), Barcelona, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 2007]). 7. “Mi primer punto siempre es la self-variance. Todo lo que parece estable en la conciencia o capaz de retornos tan frecuentes y tan fáciles como se quie­ ra, está sometido, sin embargo, a una inestabilidad esencial. El espíritu es aquello que cambia y que no reside sino en el cambio” (Cahiers, I, 1973, pág. 960). O más adelante: “Conciencia y sensibilidad (y vida) son cambio incesan­ te. En un mundo inmóvil y fijo, existe al menos ese yo que cambia, y que no puede apreciar la inmovilidad alrededor de él sino por un cambio de sí. // (¡Es lo que antaño yo llamaba la self-variance !)” (ibíd., pág. 970). 8. “No confundir lo que llamo el Implejo con lo que se llama el Inconsciente o el Subconsciente (¿forma activa del Inconsciente?). El implejo es lo que nos­ otros sabemos (con una probabilidad enorme) que extraerá de nosotros tal excitación o ataque [...] Implejo es en el fondo lo que está implicado en la noción de hombre o de yo y que no es actual. Es lo potencial de la sensibilidad gen eral y de la especial, cuyo actual siempre es un hecho de azar. Y ese potencial es consciente” (ibíd., pág. 1980).

*

Si hay una palabra a la cual quedó asociado el nombre de Pessoa, es “desasosiego”. Precisamente, la dificultad para definir de qué se trata muestra bastante bien, en negativo, la importan­ cia creadora que reviste, por los desplazamientos efectuados en el lenguaje, el acto mismo de la denominación. El desasosiego es primero falta de sosiego, es decir de tranquilidad,9 pero es tam­ bién, más profundamente, sentimiento de una pérdida de la adhesión a sí, o “incapacidad para la conciencia fluctuante, volá­ til, de amarrarse a lo real, a sí mismo, al mundo, para ser algo o alguien”.10 El Libro del desasosiego multiplica así las evocaciones de esa vaguedad perceptiva en la cual el sujeto se esfuerza por recono­ cerse a sí mismo: La vida entera del alma humana es movimiento en la penumbra. Vivimos en el claroscuro de la conciencia sin encontrarnos nunca en consonancia con lo que somos, o con lo que suponemos ser. Los mejores de nosotros abrigan la vanidad de algo, y hay un error de punto de vista cuyo valor ignoramos. Somos algo que se despliega durante el entreacto de un espectáculo; a veces nos sucede, a través de algunas puertas, percibir lo que tal vez no es más que el decora­ do. El mundo entero es confuso, como voces perdidas en la noche.11 De modo que el desasosiego podría parecer un mero senti­ miento de incertidumbre, pero es mucho más que eso: es una organización diferente de las relaciones entre consciente e inconsciente -traducida por expresiones como “inconsciente

9. Véase Antonio Tabucchi, La nostalgie du possiblc. Sur Pessoa, París, Seuil, 1998, pág. 81. 10. Robert Bréchon (ed.), en Le livre de l'intranquillité (postumo, 1982), París, Christian Bourgois, 1999, pág. 8 [trad. esp.: Libro del desasosiego, Barcelona, Acantilado, 2002]. 11 .L e livre de l'intranquillité, ob. cit., pág. 94.

consciente”12 o “conciencia de la inconsciencia”13- que intenta pensar el hecho de que se pueda ser exterior a sí mismo: N o sé si todo el mundo es com o yo, o si la ciencia de la vida no con­ sistirá esencialmente en ser exterior a sí mismo, al punto de llegar instintivamente a una suerte de alienación, y de participar en la existencia permaneciendo ajeno a la propia conciencia. 14

Así como es modificación de la relación entre consciente e inconsciente, el desasosiego también está marcado por la pérdi­ da de los límites entre sueño y realidad: A veces, sumergido en la vida activa que me da, como a todo el mundo, una clara visión de mí mismo, siento que sin embargo me roza una extraña sensación de duda; ya no sé si existo, siento que podría ser el sueño de algún otro; me parece casi físicamente que podría ser un personaje de novela que se mueve, al compás de las largas olas del estilo, en la verdad totalm ente acabada de un vasto relato. 15

Así, el desasosiego, en tanto no adhesión a sí mismo, es inse­ parable, en Pessoa, de la heteronim ia, ya que es el hecho mismo de ser Otro, o más bien uno de los otros que nos habitan (“Cada uno de nosotros, por sí solo, es varios, es muchos, es una proli­ feración de sí mismos”).16 Por otro lado, no está expresada por el propio Pessoa, sino por uno de los autores que alberga en sí, Bernardo Soares.*7 Por lo mismo, cada uno de los poetas inven­ 12. Ibíd., pág. 73. Véase también pág. 171. 13. Ibíd., pág. 99. 14. Ibíd., pág. 334. 15. Ibíd., pág. 292. 16. Ibíd., pág. 381. 17. “Fie creado en mí diversas personalidades. Constantemente estoy cre­ ando nuevas. Cada uno de mis sueños se encarna, no bien aparece, en algún otro, que se pone a soñar en mi lugar. Para crear, me he destruido; me he exteriorizado dentro de mí a tal punto que en mí ya no existo sino exteriormente. Soy el escenario vacío por donde pasan diversos actores, que representan diversas obras” (pág. 302).

tados por él participa en el desasosiego, por un lado, diferen­ ciándose de los demás, y por el otro, estando él mismo atravesa­ do por la duda sobre su propia existencia. Incluso un poeta tan alejado de Soares como lo es, por su sobreabundancia barroca, Alvaro de Campos, manifiesta sin cesar, a su manera, esta multi­ plicidad interior: Cuanto más sienta, más sentiré como varias personas, Más personalidades tendré, Más intensamente, más estridentemente las tendré, Más sentiré en simultaneidad con todas esas personalidades, Más igualmente diverso, más esporádicamente atento, Me haré, me sentiré, viviré, seré, Y más poseeré la existencia total del universo, Cuanto más completo esté a través de todo el espacio interior des­ plegado, Más análogo seré a Dios, sea cual fuere, Porque, sea cual fuere, es cierto que es Todo. Y fuera de El no hay sino El, y Todo para El es poco. Cada alma es una escalera hasta Dios, Cada alma es un pasillo-Universo hasta Dios.18 Multiplicidad que, en Alvaro de Campos, no siempre es jubi­ losa, sino que por momentos está marcada por el sufrimiento de la división: Una vez más te veo y te vuelvo a ver, Ciudad de mi infancia espantosamente perdida... Ciudad triste y alegre, una vez más te sueño, y es aquí... ¿Yo? Pero, ¿soy el mismo que yo que he vivido aquí, que he vuelto aquí, Que volví aquí nuevamente? ¿O entonces somos nosotros, todos estos Yoes que he vivido aquí o que 18. Fernando Pessoa, Poémes d Alvaro de Campos, París, Christian Bourgois, 2001, pág. 146 [trad. esp.: Poemas de Alvaro de Campos, Madrid, Hiperión, 1998],

han vivido aquí, Un rosario de seres-semillas unidos por un hilo de memoria, Un rosario de sueños de mí desgranado por alguien por fuera de mí? 19 Desplazada por la heteronimia, que forma a la vez su comple­ mento literario y su puesta en escena visible, el desasosiego transforma así las nociones mismas de consciente e inconscien­ te, sustituyendo su separación por un perpetuo pasaje al Otro, que es ese deslizamiento en cada uno y en todo momento de personalidades diferentes, a su vez plurales, irreductibles a todo punto fijo que permitiría inmovilizar el juego. *

Otro ejemplo característico de la manera como pueden cons­ truirse fenómenos que involucran a la vida “inconsciente” sin reducirse a los enunciados y a los nombres de Freud nos es pro­ puesto por Flaubert. Tanto en sus obras novelescas como en sus textos más teóricos, este afirma y hace vivir una serie de nocio­ nes que evocan fenómenos no conscientes, pero separados de otro modo de nuestra conciencia que en Freud (y que, por lo mismo, llevan a volver a interrogar lo que se entiende por “con­ ciencia”). Se podrían resumir estos fenómenos con las nociones de lugar común o de prejuicio. Uno de los textos novelescos más pertinentes sobre esta noción es M adame Bovary, donde encontramos notablemente expuesta, en particular por el discurso indirecto libre, esta pre­ sencia en todos de un discurso ya preparado, y por lo tanto ajeno al sujeto y no obstante activo en él. En esto, Emma Bovary es precisamente el objeto de determinaciones que le quitan su libre arbitrio separándola de sí misma: Todo lo que la rodeaba en lo inmediato, campiña aburrida, peque­ ños burgueses imbéciles, mediocridad de la existencia, le parecía una excepción en el mundo, un azar particular en el que estaba atra-

pada, mientras que más allá se extendía, en lontananza, el inmenso país de la dicha y las pasiones. Emma confundía, en su deseo, las sensualidades del lujo con las alegrías del corazón, la elegancia de las costumbres con las delicadezas del sentimiento. ¿Acaso el amor no necesitaba, como las plantas indias, terrenos preparados, una temperatura particular? Los suspiros bajo el claro de luna, los lar­ gos abrazos, las lágrimas que corren por las manos que se abando­ nan, todas las fiebres de la carne y las languideces de la ternura no se separaban del balcón de los grandes castillos que están llenos de diversiones, de un tocador con persianas de seda con una alfombra muy espesa, de los maceteros rebosantes, de un lecho montado en un estrado, ni del fulgor de las piedras preciosas y de las cintas que adornan los atuendos.20 En este texto, Flaubert destaca un tipo de determinismo dife­ rente al de Freud. Aquí se estudian fenómenos culturales y sociales, y, en el interior de estos fenómenos, una forma de len­ guaje corriente que se imprime en nosotros y nos piensa a nues­ tras espaldas, dándonos la ilusión de nuestra autonomía. Este lenguaje es, si se quiere, “inconsciente”, pero no está emparen­ tado en modo alguno con lo que Freud entenderá por dicho tér­ mino: El señor Derozerais se levantó, dando comienzo a otro discurso. [...] el elogio del gobierno no estaba en primer lugar; la religión y la agricultura tenían mayor preponderancia. Se veía la relación entre ambos, y la manera como las dos habían contribuido a forjar la cultura. Rodolphe, con madame Bovary, charlaba sobre sueños, presentimientos, magnetismo. Remontándose a la cuna de las sociedades, el orador nos pintaba aquellos tiempos salvajes en que los hombres vivían de bellotas en el fondo de los bosques. Luego, habían quitado el pelaje de las bestias, se habían vestido, cavado surcos, plantado la viña. ¿Era realmente un bien, o no había acaso en ese descubrimiento más inconvenientes que ventajas? El señor Derozerais se planteaba ese problema. Del magnetismo, poco a poco, Rodolphe había llegado a las afinidades, y, mientras el señor 20. M adame Bovary (1856), París, Flammarion, 1986, págs. 119-120 [trad. esp.: Madame Bovary, Madrid, Alianza, 1979].

presidente citaba a Cincinato en su carreta, a Diocleciano plantan­ do repollos y a los emperadores de China inaugurando el año con semillas, el muchacho le explicaba a la joven mujer que esas atrac­ ciones irresistibles se originaban en alguna existencia anterior. - Así, nosotros, decía, ¿por qué nos hemos conocido? ¿Qué azar lo ha querido? Es que a través del alejamiento, seguramente, como dos ríos que fluyen para reunirse, nuestras inclinaciones particula­ res nos habían impulsado el uno hacia el otro.21 Si se admite que una gran cantidad de nuestras ideas (aquí la representación de las primeras edades, la imagen de los dos ríos, etc.) ya fueron pensadas por otros, que creemos formularlas voluntariamente cuando en realidad no nos pertenecen -Flaubert califica con el término de “tontería” al conjunto de estos fenómenos de desapropiación-, lo que se puede destacar es un plano completamente diferente de la presión psíquica, aisla­ damente o en sus relaciones con las determinaciones en las cua­ les insiste el psicoanálisis. Este último tiene sin duda algo para decir sobre el lugar común y la manera como pesa en los pensamientos, plegándolos a sus exigencias. Pero el problema es que el lugar común le es a la vez interior y exterior. Ciertamente puede haber un psicoaná­ lisis del lugar común, pero el psicoanálisis y los que lo practican están tan presos de ese proceso, por depender, como todos, de representaciones compartidas, que escapan a la interrogación porque escapan a la conciencia. Pues, como lo demuestra Flaubert tanto en sus novelas22 como en su Diccionario de lugares comunes, no hay exterioridad respecto del lugar común, no hay posición donde uno pueda sostenerse sintiéndose seguro de quedar indemne. El lugar común no es un grupo de ideas aislable, no tiene que ver con lo verdadero y lo falso; más bien sería aquello que cimienta paula­ 21. Ibíd, págs. 214-215. 22. Anne Herschberg-Pierrot muestra en “Le Dictionnaire des idees reques' de Flaubert (Villeneuve d’Ascq, Presses Universitaires de Lille, 1988, pág. 34) cuán difícil resulta, en B ouvard et Pe'cucbet, discernir los prejuicios, en razón de la mezcla general de sus signos distintivos.

tinamente las ideas en circulación en un grupo, privándolas de su vitalidad, un movimiento de cierre del pensamiento o de muerte psíquica del que resulta utópico creerse protegido. *

Otro ejemplo de recorte nos es propuesto por los autores que, como lo hacía Stevenson en el terreno moral, reflexionan sobre nuestra alteridad en términos metafísicos. Tal es el caso de Pascal. Todos conocen las páginas en las que Pascal describe el con­ junto de las actividades humanas como ligadas a una gigantesca diversión. Muchas de nuestras acciones en realidad no están determinadas por los objetivos a los que las creemos sometidas, sino por la oscura voluntad de huir de nuestra condición. Esta diversión general afecta a todos los seres, empezando por el rey mismo: Sea cual fuere la condición que uno se figure, si se reúnen todos los bienes que pueden pertenecem os, la realeza es la más bella posición del mundo. Y sin embargo, imaginémonos, acompañados de todas las satisfacciones que le son inherentes. Si carece de diversión y se considera y se reflexiona sobre lo que es, esta felicidad lánguida no se sostendrá. Caerá por necesidad en los puntos de vista que ame­ nazan con las revueltas que pueden llegar y, por último, con la m uerte y las enfermedades, que son inevitables. De modo que si carece de diversión, aquí lo tenemos desdichado, y más desdichado que el más modesto de sus súbditos, que juega y se divierte.23

¿Por qué esta fuga? Porque el ser humano vive en una angus­ tia primordial, la de encontrarse frente a frente consigo mismo, en la soledad del desamparo. Soledad que no está solamente ligada a la ausencia de los otros, sino al sentimiento de ser aban­ donado por Dios, o peor aún, de la ausencia de Dios:

23. Pensées (1670), París, Le Livre de poche classique, 2000, pág. 122 [trad. esp.: Pensamientos, Madrid, Alianza, 1980],

Tienen un instinto secreto que los lleva a buscar la diversión y la ocupación por fuera, que proviene del resentimiento de sus mise­ rias continuas. Y tienen otro instinto secreto que queda de la gran­ deza de nuestra primera naturaleza, que les hace conocer que la felicidad no está en efecto sino en la paz y no en el tumulto. Y a par­ tir de esos dos instintos contrarios se forma en ellos un proyecto confuso que se les oculta a la vista en el fondo de su alma, que los lleva a tender al reposo por la agitación y a figurarse siempre que la satisfacción que no tienen les llegará si, superando algunas dificul­ tades que encaran, pueden abrirse con ello las puertas de la paz.24 Así pues, Pascal describe otro tipo de angustia, que se podría calificar de existencial. Esta no confronta al hombre con un temor fundado en el tener -como en la angustia freudiana de castración- o en el ser -como en la angustia del despedazamien­ to-, sino en un temor de confrontación con Dios, o, si se quie­ re, consigo mismo en tanto ser finito. ¿Se dirá de estas actitudes de fuga que son “inconscientes”? Lo que es seguro es que, para Pascal, se nos escapan, y en este sentido lo son. Pero todo depende, una vez más, de lo que se entiende por “inconsciente”. Si se trata simplemente de decir que no son conscientes, que el sujeto que las practica no tiene acceso a ellas, o solo incompletamente, entonces el término inconsciente puede ser adecuado. Pero si se trata de entender “inconsciente” en el sentido freudiano, habría un verdadero contrasentido en querer encajar en las descripciones de Pascal los esquemas del psicoanálisis. Pues en ese sentimiento existencial no hay nada de abandono que deba algo a los primeros años de la infancia y a la manera como el sujeto ha encontrado su lugar en la constelación fami­ liar. La división pascaliana es de un orden diferente a la división freudiana. Sin duda será poco accesible a los que no sienten nin­ gún terror ante los espacios infinitos ni ante su fin último; no por ello se la puede superponer al del psicoanálisis y abre el acceso a toda una serie de fenómenos de la vida corriente en los que disimulamos lo más decisivo, en los cuales el psicoanálisis

tiene poco para decir porque no tienen nada que ver con el dominio que este inventa para existir. Entre estos, el miedo a la muerte merecería ocupar un lugar tanto más importante cuanto que es posible laicizarlo conser­ vándolo en el centro de un pensamiento del sujeto. Ahora bien, en su afirmación repetida de que el inconsciente ignora el tiem­ po, el psicoanálisis rechaza toda hipótesis de una angustia de morir y remite a la angustia de castración las representaciones que podrían justificar su noción. Sin embargo, esta es la angus­ tia de la que nos habla Pascal en sus textos sobre la diversión, los cuales no conciernen solamente a los lectores cristianos, sino a todos aquellos que experimentan el sentimiento de que una parte no desdeñable de sus actividades apunta en secreto a pro­ tegerlos de la angustia de su desaparición. * De modo que parece fundado preservar la autonomía de estos autores en relación con las teorías del inconsciente, ya que han propuesto otras palabras, como las de impiejo, desasosiego, lugar común o diversión. Pues es cambiando las nominaciones como se puede esperar cambiar los recortes y llamar la atención acerca de los fenómenos imperceptibles. En este sentido, la his­ toria de las formulaciones realizadas para construir el campo de lo que nos supera es también la historia de los nombres diferen­ tes que han posibilitado la existencia de esas formulaciones. La búsqueda de esos nuevos nombres es decisiva para la lite­ ratura aplicada. En los casos aquí estudiados, son estos los que modifican sensiblemente las cuestiones psíquicas, llevando a ver de otro modo, o simplemente a ver, lo que constituye una cues­ tión. Por cierto, podrá suceder que una nueva nominación solo modifique las teorías en curso en puntos secundarios, y es difícil ubicar en un mismo plano el conjunto de la reorganización del paisaje conceptual propuesta por Valéry y el proceso de pensa­ miento obligado del que nos habla Flaubert. Pero corresponde a la vocación de la escritura invitar a mirar el mundo de un modo diferente y, por las intuiciones literales de las que es por­

tadora, someterlo a interrogaciones insólitas, a veces incluso incomprensibles para quienes las formulan. Lamentablemente, toda medalla tiene su reverso, y si bien esta cuestión de los nuevos nombres no es responsable por sí misma del fracaso de la literatura aplicada, desempeña en ella, sin embargo, un rol primordial. Y si el flanco más débil reside en la cuestión de la selección de los ejemplos llamados a sostener su pro­ yecto, no lo es menos la cuestión de la conceptualizatión, es decir, la manera como hace surgir de esos ejemplos, a partir de una cita o una serie de citas, los elementos organizados de una reflexión virtual. En efecto, pese a la abundancia de nuestros ejemplos, esta reflexión figura las más de las veces en los textos de manera frag­ mentaria y solo puede alcanzar una relativa continuidad al cabo de un movimiento de abstracción que, aunque no hace retroce­ der a la literatura aplicada, sin embargo no es menos problemá­ tica, como podremos advertir oportunamente.

Capítulo 8

Modelos del Yo

Si nuevos nombres resultan determinantes para modificar nuestros hábitos de pensamiento y originar cuestiones inusi­ tadas, estas no irán sin embargo en todas las direcciones, sino que privilegiarán a ciertos objetos, empezando por el psiquismo mismo, para el cual hacen falta modelos indiscutibles. Pues mientras que todas las representaciones que podemos hacernos de la vida psíquica dependen de la manera como concebimos nuestra interioridad, las imágenes que la psicolo­ gía ha podido hacerse de ellas son todas inadecuadas por natu­ raleza. Nada hay de sorprendente en ello si se piensa que el objeto a entender no ofrece ninguna materialidad. Así como una repre­ sentación de la anatomía del cerebro se basa en un soporte observable, del mismo modo una representación del psiquismo aparece tan ilusoria como una representación del alma. En con­ secuencia, si no son equivalentes, las figuras inventadas para aproximarse a ellas están afectadas por esta improbabilidad en la medida en que existe un margen considerable, permitiendo a la

literatura aplicada desplegar toda su creatividad para proponer nuevas. * Con esta dificultad de representación chocó Freud en su doble intento de esbozar una tópica, es decir, una teoría de los lugares psíquicos.1 En un primer momento, en la época de La interpretación de los sueños, propone tina distinción tripartita entre tres lugares psíquicos, lo consciente -lo que nos es inmediata­ mente disponible-, lo preconsciente -lo que puede llegar a serlo- y lo inconsciente -aquello a lo que no tenemos acceso-. A esta primera tópica le sucede veinte años más tarde una segunda tópica, igualmente fundada en una tripartición: Superyó, Yo, Ello. El Yo se encuentra tironeado entre dos ins­ tancias contradictorias, que lo someten a mandatos inconcilia­ bles, el Ello que incita a gozar y el Superyó que lo prohíbe. Esta segunda tópica no es incompatible con la primera y es posible intentar superponerlas, pero cada una habla bastante, por su existencia misma, de las insuficiencias de la otra. Ahora bien, muchísimas obras teóricas proponen otros modelos tópicos distintos a los de Freud y atestiguan el carácter insatisfactorio de estas representaciones. Es lo que sucede con Lacan, quien inventa una nueva tripartición -Imaginario, Simbólico y R eal- la cual no tiene que ver con una tópica, sino con la topología y por lo tanto con una representación en tres dimensiones por medio de la cual trata de pensar de otro modo la teoría de los lugares psíquicos. Más tarde completará esta representación agregando un cuarto término, el de síntoma. Estos tres ejemplos no están aislados en las teorías psicológi­ cas. Se puede pensar en los elementos alfa y beta del aparato psí­ quico imaginados por el psicoanalista inglés Bion. O, alejándo­ nos de Freud, en el análisis transaccional y en la manera como este separa las tres funciones en cada uno de nosotros, las del adulto, la del padre y la del hijo. La multiplicidad de estos mode­ 1. Triple intento incluso, si se considera el Proyecto de psicología.

los no resulta demasiado sorprendente ya que no existe ningún referente real con el que sea posible confrontarlos. Por consi­ guiente, la literatura está más autorizada para inventar sus propias representaciones, y quienes trabajan en el psiquismo tendrían más razones, al tomar en serio a la literatura aplicada, para prestar atención a sus sugerencias. ¿De cuántas almas disponemos? Tal es la pregunta crucial que formula el novelista brasileño Machado de Assis, en el cuen­ to titulado “El espejo” y subtitulado “Esbozo de una nueva teo­ ría sobre el alma humana”.2 El personaje principal de este cuento, Jacobina, expone a sus amigos su convicción de que en realidad, contrariamente a la opinión común, tenemos dos almas que miran una desde adentro hacia afuera, y la otra desde afuera hacia adentro. El alma exterior puede ser un espíritu, un fluido, un hombre o varios, un objeto cualquiera, una operación. Puede suce­ der, por ejemplo, que un simple botón de camisa -igual que una polca, un libro, una máquina, un par de botas, una mano de cartas, un tambor, una cavatina- sea el alma exterior de una persona.3

Las dos almas reunidas forman la persona humana, que puede morir si pierde una de sus dos mitades, como Shylock en El m ercader de Venecia, cuya alma exterior eran los ducados. Obsérvese que esta alma exterior no es necesariamente idéntica a lo largo de toda una vida, ni siquiera a todo lo largo del año, y que puede cambiar de naturaleza y de estado: “Hay hombres, por ejemplo, cuya alma exterior, un sonajero o un caballito de madera en la temprana infancia, se ha vuelto más tarde, supon­ gamos, un cargo eclesiástico”.4 Para ilustrar su teoría de la segunda alma, Jacobina evoca un recuerdo que data de sus veinticinco años, de la época en que

2. La Théorie du médaillon et autres contes (1882), París, Métaillé, 2002 [trad. esp.: La cartomática; El espejo; La iglesia del diablo, Barcelona, Obelisco, 2000], 3. Ibíd., pág. 57. 4. Ibíd., pág. 58.

acababa de ser nombrado subteniente de la guardia nacional. Invitado a residir en la casa de su tía Marcolina, se vuelve obje­ to de una verdadera veneración de parte de todos los habitantes del lugar, al punto de que “el subteniente eliminó al hombre”: Las dos naturalezas se equilibraron durante algunos días; pero pronto la original cedió el paso a la otra. Ya no quedó en m í más que una parte mínima de humanidad. Y entonces, progresivamen­ te, el alma exterior, que antes era el sol, el aire, la campiña, los ojos de las jóvenes, cambió de naturaleza, se convirtió en afabilidades y en zalemas de las que yo era objeto en esa casa:, todo lo que tenía que ver con mi nom bramiento, nada que concerniera al hombre. M e reduje a esa única parte social que tenía que ver con el ejercicio de mi grado; la otra se disipó en el aire y en el pasado.S

Las cosas cambian radicalmente el día en que Marcolina abandona la casa por algún tiempo, pronto seguida por el con­ junto de los esclavos, que aprovechan para huir. Al quedarse solo, Jacobina ve disminuir su alma exterior y decae psicológica­ mente, no pudiendo ya restaurarla sino por la noche, momento en que se imagina en sueños protagonista de situaciones valori­ zantes. Toma conciencia de la amplitud de su propia desapari­ ción el día en que se mira en el gran espejo de pie que su tía ha hecho instalar en su habitación, que le devuelve una silueta vaga y difusa, cuyos gestos están fragmentados y mutilados. Entonces observa con desesperación sus rasgos en proceso de disolución, y de pronto se le ocurre vestirse con su uniforme de subteniente. El espejo reproduce su silueta entera, y vuelve a ser él mismo, habiendo encontrado su alma exterior, que se había hundido y dispersado con su tía y sus esclavos. Entonces decide sentarse ante el espejo todos los días durante varias horas, lo cual le permite sobrevivir a los últimos días de soledad. Si el tema del borramiento de la imagen en el espejo es un clásico de la literatura fantástica, no sucede lo mismo con la teo­ ría del alma doble. Muestra cómo la parte deseante -y deseadade nuestro ser es indispensable para nuestra supervivencia, y

cómo podemos morir por no satisfacerla. Evidentemente prefi­ gura motivos freudianos y lacanianos, pero los dispone de otro modo que en las tópicas clásicas, proponiendo un verdadero modelo de la organización psíquica. Y esta disposición diferente implica reconocer que, si cierta­ mente se puede leer el cuento bajo el prisma de las teorías psicoanalíticas, igualmente se pueden leer las teorías psicoanalíticas a través del modelo del cuento. Y afirmar que la segunda alma es una suerte de narcisismo -lo cual no es falso en el caso de Jacobina, pero no sería adecuado para los ducados de Shylockno debe impedir el movimiento inverso, decisivo por no ubicar sin cesar a la literatura en posición segunda, movimiento que haría del narcisismo, por el contrario, una forma de segunda alma, es decir, la variante aproximada de una teoría ya formula­ da en otro lado. * ¿Qué es un dibbuk? En una novela titulada La danse de Gengis Cohn, Romain Gary cuenta la historia de un nazi cuyo psiquismo ha sido “ocupado” por un judío, llamado Gengis Cohn. Este, deportado a Auschwitz, ha saltado, en el momento de morir, dentro de la cabeza de su verdugo, Schatz, donde vive desde la guerra, haciéndole padecer toda suerte de persecuciones, obli­ gándolo, por ejemplo, a hablar en idish de vez en cuando y a res­ petar las festividades judías. Esta idea de dibbuk ha sido retomada por Gaiy en una obra del dramaturgo lituano Anski, El dibbuk, en la cual la protagonis­ ta es poseída por el fantasma de un ex novio muerto de amor, con el que se había comprometido y al que había rechazado. Este regresa por momentos a ella y entonces se expresa con una voz masculina a través de la voz de la joven. Esta imagen de la ventriloquia vuelve muchas veces a través de la obra de Gary, incluso en los textos autobiográficos. Se la encuentra por ejemplo en La Promesse de l'aube, cuyo narrador está habitado por la voz de su madre, separada de él por la gue­ rra, y que se dirige a él para alentarlo:

Mi madre venía a acompañarme casi todas las noches al puente y nos acodábamos juntos en el parapeto, mirando la estela blanca donde crecían la noche y las estrellas. [...] - No has escrito nada en varios meses, me decía ella en tono de reproche. - Estamos en guerra, ¿no? - No es una razón. Hay que escribir. Suspiraba. - Siempre quise ser una gran artista. El corazón se me estrujaba. - No te preocupes, mamá, le decía yo. Serás una gran artista, serás famosa. Me las arreglaré/» En otros momentos, su madre, convertida ella misma en dibbuk y dueña del polo de la enunciación, empieza a expresarse a tra­ vés de Gary, y, si cabe la palabra, a hablarlo a él mismo: Tal vez un poco bajo los efectos de la ebriedad, me dejé llevar a uno de mis discursos inspirados. Hablé de Inglaterra, portaaviones de la victoria, evoqué a Guynemer, a Juana de Arco y a Bayard, gesticulé, me puse una mano en el corazón, agité el puño, me inspiré. Realmente creo que era la voz de mi madre que así se había adueña­ do de la mía, porque, a medida que hablaba, yo mismo me fui que­ dando estupefacto por la cantidad sorprendente de clisés que salían de mí y por las cosas que podía decir sin sentirme en absoluto incó­ modo, y por más que me indignaba ante semejante impudicia de mi parte, por un fenómeno extraño, sobre el que no tenía el menor con­ trol y debido seguramente en parte al cansancio y a la ebriedad, pero sobre todo al hecho de que la personalidad y la voluntad de mi madre siempre habían sido más fuertes que yo, seguía y agregaba más y más, con el gesto y el sentimiento. Incluso creo que mi voz cambió y que se dejó oír claramente un fuerte acento ruso, mientras mi madre evo­ caba “la Patria inmortal” y hablaba de dar nuestra vida por “Francia, la Francia siempre recomenzada”J* 6. La Promesse de l ’aube (1960), París, Gallimard (Folio), 1980, pág. 345 [trad. esp.: La prom esa del alba, Barcelona, Mondadori, 1997]. 7. Ibíd., págs. 295-296. *Juego de palabras por alusión a una expresión de Paul Valéry en su poema Le cim etiere marin-. la mer, la m er toujours rem nm encée. [N. de T.]

Así se esboza un modelo del psiquismo diferente de los de Freud, modelo dual, ya que está organizado en torno a la rela­ ción primordial con la madre, pero que podría volverse fácil­ mente plural abriéndose a las influencias de otros ancestros. Un modelo dominado por la presencia en nosotros de fantasmas sonoros, y que, sin ser ajeno al modelo freudiano, difiere sensi­ blemente de él en varios puntos. Confiere, en primer lugar, una verdadera existencia separada a una parte del psiquismo. que si se lo sigue, estaría poblado de criaturas humanas alejadas o desaparecidas. Por otra parte, da más lugar a quienes nos han precedido, que ya no están simple­ mente presentes en nosotros bajo la forma de recuerdos o de huellas, sino como seres cabalmente vivos, que disponen de su autonomía y exigen, como la madre de Gary, que se les preste atención o que se les haga justicia.8 Y su presencia no tiene nada de inconsciente, dado que este diálogo más o menos voluntario con los antepasados es lo que precisamente nos constituye como sujetos. De suerte que, puesta en escena ante nuestros ojos en la escritura, a partir de lo que propone Gary, podría construirse otra tópica del psiquismo, que extrañamente reuniría la clínica con la fantástica. Una tópica de la posesión, donde las instancias freudianas abstractas cederían el lugar a los fantasmas de nues­ tros allegados desaparecidos, que, con sus intervenciones ruido­ sas, seguirían guiando nuestra vida psíquica, y harían de nos­ otros seres hablados por otros. *

Ocupar una armadura vacía: tal es el destino trágico del caba­ llero Agilulfo Bertrabdinet des Guildivernes, el protagonista de El caballero inexistente de ítalo Calvino. En efecto, este no existe, lo cual no le impide seguir ocupando imperturbablemente la armadura que lo representa en el ejército y guerrear como los otros caballeros. Durante la visita de inspección de las tropas, el 8. Véase nuestra obra II était deux fo is Romain Gary, París, PUF, 1990.

emperador Carlomagno descubre en su tropa la presencia de un caballero que no existe: - Eh, paladín, ¡a vos os estoy hablando! insistió Carlomagno. ¿Por qué diantre no mostráis vuestro rostro al rey? La voz salió, nítida, de la rendija del yelmo. - Es que no existo, Señor. - ¡Pues bien! ¡Será cierto! exclamó el emperador. ¡Así que tenemos el refuerzo de un caballero inexistente! Dejadme ver un poco. Agilulfo pareció vacilar un momento; luego, con una mano segura, pero lenta, se levantó la visera. El yelmo estaba vacío. Dentro de la armadura blanca con un hermoso penacho iridiscente, nadie. - ¡Pardiez, pardiez! ¡Las cosas que hay que ver! dijo Carlomagno. ¿Y cómo hacéis para cumplir con vuestra tarea, dado que no existís? - A fuerza de voluntad, Señor, repuso Agilulfo, ¡y de fe en la santi­ dad de nuestra causa! - ¡Ah, ah! Habéis hablado muy bien, es así justamente como se cumple con el deber. Os doy mi palabra, para ser alguien que no existe, ¡os encuentro muy audaz!? Alrededor de Agilulfo gravitan algunos personajes más o menos extravagantes, aunque ellos sí estén dotados de existen­ cia. Es lo que sucede con su escudero, Gurdulú, el cual, contra­ riamente a su amo, efectivamente existe pero no lo sabe, y se transforma en forma sucesiva en todos los seres u objetos con los que se cruza, desde el caballero Raimbaut, quien quiere ven­ gar la muerte de su padre asesinado por los sarracenos, hasta la doncella caballero Bradamante, la cual se revela, en las últimas páginas del relato, como la hermana Teodora, narradora de la historia. Desarrollada en la época de las cruzadas, Agiulfo, acusado de haber usurpado su título de caballero, se pone a investigar inme­ diatamente para saber si la mujer a la que habría salvado de una violación -proeza que le ha valido el ser armado caballero- era o no una verdadera virgen. Hacia el final del libro, Agilulfo, cre­ 9. Le C bevalier inexistant (1959), París, Seuil, 2001, págs. 16-17 [trad. esp.: El caballero inexistente, Barcelona, Bruguera, 1979].

yendo equivocadamente no haber merecido el título, desapare­ ce tras haberle legado su armadura a Raimbaut. Un ser inexistente en el interior de una armadura que nos representa en sociedad, ¿no es acaso una bella imagen de la vida psíquica, tan ampliamente elocuente como las tópicas freudianas? Además, no deja de tener relación con el modelo inventa­ do por Lacan para hablar del Yo, el cual se confunde en él con toda la serie de envolturas exteriores que construimos para pre­ sentarnos a los otros y, al mismo tiempo, para protegernos de ellos. Envolturas falaces, en cuyo fondo se disimula el sujeto, reducido a nada o a una palpitación en el lenguaje. Pero ya nos apoyemos en Agiulfo y en la imagen de un Yo vacío, recubierto de toda una serie de protecciones, ya sea que se prefiera a Gurdulú, quien reviste todas las identidades fortuitas, superponerles modelos exteriores, convincentes y útiles pero diferentes sería mitigar, a riesgo de borrarlas, esas proposiciones de pensamiento. Dichos modelos, lejos de agregar conocimien­ to sobre el sufrimiento psíquico, aportarían menos que los de Calvino, dado que la precisión de cada modelo se debe a su ade­ cuación al mundo interno del escritor tal como lo percibimos, no a un real común a todos, que el mejor de los modelos, final­ mente, estaría en condiciones de agotar. *

¿Puede ocurrir que se desparezca dentro de sí mismo para habitar en una ciudad interior? Tal es el interrogante que plan­ tea el novelista japonés Haruki Murakami en El fin de los tiem ­ pos.10 La novela consta de dos series de acontecimientos relatados en forma alternativa. La primera, de tono policial, ocupa los capítulos impares. Está confiada a un primer narrador, cuya pro­ fesión es la informática. Este ha sido convocado por un viejo sabio que vive con su nieta en un escondrijo situado en los sub­ suelos de Tokio, dominado por seres sanguinarios, los tenébri10. La Fin des temps (1985), París, Seuil, 1992.

das. El sabio le pide que proceda a una doble codificación de informaciones: por un lado, por medio de procedimientos infor­ máticos clásicos, y por el otro, gracias a una nueva técnica, llama­ da el shuffling, que consiste en hacer realizar la codificación por el propio cerebro, el cual ejecuta la operación por su cuenta. Tras haber procedido a la primera codificación en la casa del sabio, el informático regresa a su domicilio para efectuar tran­ quilamente el shuffling. Una vez que hubo realizado la opera­ ción, advierte que se ha vuelto un peón en una gigantesca gue­ rra informática. Primero es agredido violentamente por dos esbirros que lo torturan y le exigen que trabaje para su organi­ zación. Luego recibe un llamado telefónico desesperado de la sobrina del viejo sabio, que le comunica que este ha desapareci­ do misteriosamente y le suplica que la ayude a encontrarlo. La segunda serie de acontecimientos, que ocupa los capítulos pares, está a cargo de un narrador del que se ignora si se confun­ de o no con el primero. Este segundo narrador está preso de una ciudad poblada de licornios, donde también viven seres huma­ nos privados de su memoria y de su alma. En esa misteriosa ciu­ dad a la que acaba de llegar, se le confía como trabajo ir todos los días a la biblioteca para leer viejos sueños, contenidos en crá­ neos de licornios. A medida que transcurre el “tiempo”, el infor­ mático va perdiendo todo lazo con su pasado, encarnado por su sombra, que ha debido dejar en las puertas de la ciudad y que, abandonada, muere al final del libro sin haber conseguido con­ vencer a su propietario de huir. Las dos series de acontecimientos se alternan hasta el desen­ lace, sin que su lazo quede claro, aunque a veces se dejen oír algunas resonancias entre una y otra. La explicación le es dada al narrador informático por el viejo sabio, en su segunda y última conversación, hacia los dos tercios del libro. El narrador se ente­ ra de que ha sido seleccionado junto con una cierta cantidad de otros informáticos, todos muertos desde entonces en circuns­ tancias misteriosas, para poder efectuar el shuffling, y de que se le ha practicado una intervención quirúrgica con ese fin. La misma consistió en implementar, por medio de un cajita implan­ tada en su cerebro, un doble funcionamiento, paralelo al pensa­

miento. Una parte del cerebro ha sido fijada definitivamente para que ya no penetre ninguna otra información y para que pueda tener lugar la operación del shuffling. La otra parte del cerebro ha quedado idéntica a sí misma y sigue recibiendo y pro­ cesando las informaciones. El problema se complica por cuanto, deseoso de comprender por qué razones todos los demás informáticos iniciados en el shuffling habían muerto súbitamente, el viejo sabio ha implanta­ do en el cerebro del narrador un tercer circuito, compuesto del conjunto de sus imágenes mentales inconscientes. Pero luego de un error de manipulación, este tercer circuito ha empezado a dominar a los otros dos, lo que hace que el narrador sea conde­ nado veinticuatro horas después de su conversación, a deslizar­ se definitivamente en el otro mundo de su conciencia: - ¿Y qué relación tiene todo esto con el fin del mundo? -pregunté por si acaso. - A decir verdad, el que va a terminar no es el mundo donde esta­ mos ahora. Es en su mente donde acabará el mundo. - Lo siento, no comprendo nada -dije. - En otras palabras, es en el núcleo de su conciencia. Lo que des­ cribe su conciencia es el fin del mundo. ¿Por qué es esto lo que está oculto en el fondo de su conciencia? Lo ignoro, pero en todo caso es así: en el interior de su conciencia tiene lugar el fin del mundo. O, inversamente, su conciencia se mueve en un mundo finito. En dicho mundo faltan la mayoría de las cosas que existen en nuestro mundo: el tiempo no existe, ni el espacio, ni la vida ni la muerte, ni el sentido de los valores en la significación exacta del término, ni el ego.11 Así, es ese otro mundo, del que el narrador es a la vez inven­ tor y habitante, lo que describen los capítulos pares. Se trata a la vez, para estas dos series de capítulos, del mismo narrador y de otro o, si se quiere, de un narrador y de lo que este llegaría a ser si terminara por encerrarse en el interior de su propia concien­ cia. Pero ninguna de estas descripciones es adecuada, ya que lo 11. Ibíd., pág. 357.

que aquí está definitivamente corroído es el principio mismo de la enunciación narrativa, y hasta la noción de personaje, dado que de alguna manera el libro pone ya no en escena sino en voces una nueva organización tópica del psiquismo. * Ciertamente se nos reprochará, en cada uno de estos casos, ir más allá de lo que dice el texto y se nos dirá que ni Machado de Assís ni Gary ni Calvino ni Murakami han pretendido represen­ tar el psiquismo. En realidad, si se presta atención, estos cuatro ejemplos no pueden ser ubicados exactamente en el mismo plano, pues implican, para expresarse y producir pensamiento, intervenciones críticas de diferentes tipos. En el caso de la novela de Murakami, ciertamente hay una descripción del psiquismo, y la ciencia ficción permite al escri­ tor proponer una visualización anatómica de este, puesto que la novela misma provee, bajo forma de esbozos, esquemas de su organización. Uno de cada dos capítulos está dedicado, además, a describir minuciosamente este psiquismo, bajo la forma de esta ciudad interior -¿qué más hermosa imagen dar de nosotros mis­ mos?- en la cual el narrador viene a encerrarse definitivamente para morir fuera del tiempo. En el caso del dibbuk también se nos propone una descripción del psiquismo: el de Schatz en un caso, el de Gary en el otro. El autor de la La prom esa d el alba nos cuenta su ocupación interna por otro ser que se ha adueñado de sus centros de control y al que está obligado a obedecer. Sin duda no hay esquema ni conceptualización teórica, pero se trata de una proposición de modelo que está hecha con claridad, y no hace falta falsear mucho el texto para disponer de ella. El caso de las otras dos obras es un poco diferente. Es indis­ cutible que el cuento de Machado de Assís describe una biparti­ ción, pero esta no es, hablando estrictamente, psicológica, dado que el alma tiene mayormente un valor metafísico. De modo que hace falta un comienzo de interpretación para utilizar esta alegoría como un modelo psíquico, aunque no esté prohibido

pensar que precisamente permite modificar las fronteras entre lo que tiene que ver con el más allá y lo que se orienta hacia la interioridad. Y lo mismo sucede con nuestro último texto. Rigurosamente hablando, ni el caballero inexistente ni su servidor pueden ser identificados con el Yo. Recién llegan a ocupar esta función al cabo de un proceso mínimo de simbolización que implica inter­ venir en el texto de Calvino, para imponerle una decisión de lec­ tura. La cual queda sin duda cerca del proyecto del escritor, quien describe a sus personajes en fronteras inciertas, y no queda emparentado con la búsqueda de un sentido latente, sino que, de cualquier modo, vuelve a cambiar en parte el rumbo del texto. Por lo tanto, parece poco discutible, lamentablemente, que por momentos en nuestro quehacer hay elementos de interpre­ tación, y se puede apreciar cómo nuestro edificio teórico se fisu­ ra página tras página. La lectura literal de un texto no tiene demasiado sentido. Sin duda, la limitación de la hermenéutica, a la que apelamos, no puede comprenderse independientemente de su finalidad. Lo que debería diferir sensiblemente del psico­ análisis aplicado es sobre todo, idealmente, el principio de lec­ tura, ya que lo primero aquí no es la búsqueda de un sentido del texto, sino lo que ofrece como punto de partida para la reflexión. Lo cierto es que, contrariamente al trabajo con los textos teó­ ricos, que estudia en ellos un sentido relativamente homogéneo, el trabajo con las obras literarias se hace a partir de proposicio­ nes virtuales incesantemente contradichas, relativizadas, puestas en perspectiva. Estas obras no ofrecen a la lectura una teoría monocorde, sino una pluralidad dinámica de pistas de reflexión. Más vagos que los de los textos teóricos, los modelos que se des­ lizan aquí a lo largo de las páginas se caracterizan pues por una esencial fluidez, a la cual la literatura aplicada no puede poner término si no es mediante decisiones arbitrarias, que no termi­ nan decididamente de colmar las brechas que ella misma se pro­ pone crear.

Capítulo 9

Modelos del Otro

El otro terreno en el cual la literatura debería estar en condi­ ciones de proponer modelos privilegiados es el de las relaciones interhumanas, o, si se prefiere, el de las relaciones que el psiquismo mantiene con los otros psiquismos. Distinción discutible -ya que no tiene demasiado sentido tomar a un sujeto aislada­ mente, sin relación con los otros, y como si primero no fuera forjado en una relación-, pero que puede permitir poner el acento provisoriamente en algunos tipos de lazos y en las propo­ siciones que, en relación con ellos, sugiere la literatura. Plantear la cuestión acerca de la relación entre los sujetos equivale a plantear la del deseo. ¿Cómo se constituye, se prolon­ ga, culmina? A estos interrogantes, que se sitúan en el centro del psicoanálisis, la literatura no ha cesado de proponer respuestas en términos de imágenes, de relatos, de personajes, etc. Mayormente, las obras tratan la perturbación de estas relacio­ nes, ya sea en forma de ilusión, de locura o de imposibilidad de comunicarse. Y la lista de los ejemplos sería interminable, a tal punto parece fácil, sin dar pruebas de una imaginación particu­

lar, encontrar obras que describan, aun lejanamente, las relacio­ nes entre los seres, es decir las dificultades o la imposibilidad de dichas relaciones. ★ Detengámonos, una vez más, en algunos ejemplos más deta­ llados. Y empecemos por la obra de Shakespeare y su pintura de la locura. Más que la locura, lo que parece obsesionar al drama­ turgo sería, a partir de otras pistas de lectura posibles, el volver­ se loco. Más allá incluso de las obras más célebres como Otelo, Hamlet o El rey Lear, hay pocas obras que no representen este pasaje a la locura como una experiencia primera o una amenaza permanente, locura que también puede ser la del amor (Antonio y Cleopatra), la del poder (Tito Andrónico), la de la misantropía (Pericles), la de la traición (Coriolano): en todos estos casos se sitúa como causa, psicológica y escénicamente, una vacilación íntima del ser. Pero al mismo tiempo, en su obra se juega otra cosa, es decir, la articulación precisa de ese volverse loco con lo político. Casi todos los personajes de Shakespeare, incluso en las comedias sentimentales, están atrapados en las redes de la actividad públi­ ca, y es en el cruce de la vida personal y la vida colectiva donde se produce la fisura de su ser. Así, en Shakespeare, la locura del hombre no puede pensarse en sí misma, sino siempre en su rela­ ción con su lugar en la ciudad, ya que es esta misma relación lo que en realidad está atacado. Por su parte, Freud no deja de plantear este tipo de cuestión cuando se pregunta por qué lady Macbeth, después del ascenso de su marido al trono de Escocia, pierde la razón. Por insatisfac­ toria que sea, su respuesta -el temor inconsciente al éxito- tiene el mérito de sugerir los contornos de un campo de fuerzas donde se encuentran la psicología y la política. O, si se quiere, permite suponer que el equilibrio o el desequilibrio psíquicos se deben por un lado a la manera como el sujeto está confortado o, por el contrario, puesto en un aprieto, por el espacio público donde se mueve.

La mayor parte de las grandes obras políticas de Shakespeare muestran que esta experiencia de la vacilación no puede com­ prenderse por fuera de la esfera pública donde tiene lugar y de la cual emana. Y Macbeth, precisamente, ilustra bien cómo ese enloquecimiento asimismo se puede explicar, soslayando la pul­ sión de muerte, por el poder mismo y las presiones psíquicas que ejerce en los seres. La hipótesis está claramente sugerida en el acto IV, cuando Malcolm, uno de los hijos del rey asesinado, se niega a retomar el trono para sí mismo, temiendo que sus pro­ pios defectos no encuentren ya ningún límite si accede al poder y si, una vez instalado en él, pierde entonces la razón: En mi ser muy mal compuesto Crece una avidez tan insaciable que, si fuera rey, Podría decapitar a los nobles para adueñarme de sus tierras, Querría poseer las alhajas de uno y la casa del otro, Y tener siempre más sería como una salsa Que me volvería más y más hambriento; crearía Querellas injustas contra los mejores y los más leales, Destruyéndolos para poseer sus bienes.1 Que se trata de los límites de uno y no de los lazos familiares inconscientes está claramente expuesto, además, en el mismo diálogo por Macduff, quien aprueba la prudencia de Malcolm: La intemperancia ilimitada Es una tiranía en la naturaleza. Ha causado La pérdida prematura de tronos felices, Y la caída de muchos reyes.2 Si ahora tomamos el ejemplo de Ricardo III, su locura, incom­ prensible según nuestras categorías mentales, no se entiende por fuera de un contexto político que, al romper todos los límites, le

1. Shakespeare, Tragédies, París, Gallimard (Pléiade), 2002, t. II, pág. 449 [trad. esp.: Obras completas, Madrid, Aguilar, 2004], 2. Ibíd., pág. 447.

da licencia para ejercerse. Y lo mismo sucede con Lady Anne, a la que Ricardo III consigue seducir después de haber ejecutado a su marido; con la Reina Elisabeth, a quien convence para que lo deje casarse con su hija después de haber matado a sus hijos. Su comportamiento aberrante según las normas de la razón no puede analizarse por fuera de las situaciones concretas en las que las dos mujeres están sumergidas y de las pasiones específicas que estas desencadenan, empezando por la fascinación por el poder absoluto y su disolución de las referencias. Además, no se puede pensar la decisión de Bruto de matar a Julio César, a su vez figura de la pérdida de los límites, en un marco estrictamente familiar, perdiendo de vista que las raíces mismas de la decisión son aquí a la vez psicológicas y políticas, y que ninguna de las dos vías basta para dar cuenta de ello dado que la obra describe, precisamente, una situación donde lo psicológi­ co ha dejado de ser aislable, pues las determinaciones edípicas se mezclan de manera inextricable con razones políticas, sin que ninguna de las series causales pueda pretender eclipsar a la otra. Esto no significa que en Shakespeare lo político proporcione el marco de la locura, en cuyo caso pasaría simplemente por un paisaje en cuyo horizonte esta podría estudiarse de manera clási­ ca, pero que aquí es uno de los objetos principales del texto, en el sentido de que el ser aquí es ser de poder, es decir sujeto a relacio­ nes de dominio con los otros donde se construye o se desarma. Y que tanto la dimensión subjetiva como las relaciones entre sujetos son dependientes del campo político y están producidas por él, y ya no simplemente por una historia personal o familiar. Por consiguiente, habría que tomarse el trabajo de analizar el conjunto de este espacio político, tanto desde el punto de vista de las diferentes personalidades que circulan en él y de las pato­ logías originales que allí se desarrollan, como de las relaciones que se entretejen entre sí. Pero el psicoanálisis, seguramente en razón de sus dificultades para acercarse a lo político, se ha inte­ resado poco y nada por este campo de fuerzas del que es lícito suponer que funciona por un lado como un espejo de aumento de la vida común y corriente, pero que por el otro también entraña sus particularidades.

Si se sigue esta vía de lectura, la de una psicopolítica} - y no es sino una de las tantas que abre Shakespeare-, se puede calibrar el empobrecimiento que resulta de una proyección del psicoaná­ lisis en esta obra, sin que se hagan valer las propuestas diferen­ tes que este saber puede sostener por sus propios medios. Así pues, las lecturas freudianas de Shakespeare, al interpretar casi únicamente las derivas de los personajes a partir de sus conflic­ tos familiares, pueden desconocer la fuerza de una reflexión cuya originalidad se debe a que incita a pensar, mucho más acá de lo psicológico, el espacio público que permite su constitu­ ción. * Desde una óptica completamente diferente a la de Shakespeare pero con una misma irresistible fascinación por la locura, Cervantes pone en escena, en la misma época, a perso­ najes cuyas relaciones desordenadas con los otros están marca­ das por una patología original. Las páginas más célebres del Quijote han popularizado una variante novelesca de la ilusión psíquica, representando a un héroe incapaz de comunicarse con el exterior, porque terminó por confundirse con un personaje de ficción. En el origen de esta ilusión, Cervantes ubica, en efecto, la experiencia de los libros e inventa una forma de sufrimiento anticipatoria de M adame Bovary, que podría denominarse la enfermedad de la lectura. Son los libros de caballería, y en par­ ticular los de Amadís, los que le hacen perder la cabeza a Don Quijote quien, extraviado en la literatura, se ha vuelto incapaz de establecer una distinción clara entre el mundo real y el de la imaginación. Para esta invención de un sujeto de la lectura (“sujeto” en el sentido de “sujetado a”), el Quijote merece ampliamente figurar 3. Noción utilizada por Jean-Michel Delacomptée {La Princesse de Cléves. La M ere et le courtisan, París, PUF, 1990), y que ya había empleado René Laforgue.

en nuestro corpus: ente el sujeto y la realidad se interpone aquí, no, como Lacan conjeturará, la cadena de las palabras, sino la suma de los libros leídos, que filtran las percepciones proceden­ tes del exterior para traducirlas a lenguaje literario. Así pues, a partir de estas indicaciones se podría construir un verdadero modelo tópico de tres polos -sujeto, realidad, libros-, en el que las historias leídas y oídas vendrían a organizar, deformándola como los recortes de una grilla, nuestra relación con el mundo. Pero esta ilusión se basa tal vez en resortes aún más profun­ dos, de los que el libro, entonces, no sería más que una manifes­ tación contingente, y cuya lógica René Girard ha tratado de situar. Para el autor de M ensonge rom antique et v érité romanesque, el genio de Cervantes consiste en haber sabido transformar la concepción clásica del deseo, sustituyendo la representación dual (sujeto / objeto) por una representación de tres términos, donde el acento recae en un lugar tercero, el del mediador. El mediador, en este caso los libros de caballería, es lo que se imita cuando se desea, y por ende el motor mismo de nuestro movi­ miento hacia el Otro. Pues - y esta sería la teoría que Cervantes desarrollaría en filigrana- nunca se desea de a dos sino siempre de a tres, en la imitación obligada de otro. Así, lo que Cervantes ofrece sería un verdadero modelo de las relaciones de deseo, que se podría representar por medio de la imagen del triángulo: La línea recta está presente, en el deseo de Don Quijote, pero no es lo esencial. Por encima de esta línea, está el mediador que se irra­ dia a la vez hacia el sujeto y hacia el objeto. La metáfora espacial que expresa esta triple relación es, evidentemente, el triángulo. El objeto cambia con cada aventura, pero el triángulo permanece.4 Un triángulo que sería la clave del deseo y cuya figura activa debería ser posible encontrar detrás de múltiples relaciones humanas.

4. René Girard, M ensonge romantique et v érité romanesque, París, Grasset 1961, pág. 15 [trad. esp.: M entira romántica y verdad novelesca, Barcelona, Anagrama, 1985].

Esta imagen del triángulo hace pensar, naturalmente, en Edipo, y podemos preguntamos en qué medida Girard no finge redescubrir a Freud o a Lacan. Pero lo importante es no olvidar que en su modelo la imitación es anterior, primera. En Freud, el niño varón desea a la madre y choca entonces con el padre, vivi­ do como un obstáculo y como un agente prohibidor: la confron­ tación con él es segunda. En Girard, el varoncito primero trata de imitar al padre y es este deseo de imitación lo que lo impulsa hacia la madre, la cual queda relegada a una posición subsidiaria.5 Se puede o no compartir la lectura que René Girard propo­ ne del Quijote y la teoría sistemática que edificará luego, a partir de este libro y de algunos otros, alrededor de las nociones de “deseo mimético” y de “chivo emisario”. Lo esencial no se halla en esta teoría, sino en poner de manifiesto la capacidad de Cervantes, más allá de las consideraciones psicológicas apoyadas en aventuras caballerescas, de servir como punto de partida para una reflexión renovada, y quizás inventiva, sobre el funciona­ miento del deseo. * En la misma época que las primeras elaboraciones teóricas de Freud, Zola describe, por su parte, un universo cuyos principa­ les personajes están acosados por la locura. Y lo hace con tanta constancia y con tanta precisión que resulta difícil no ver en él una voluntad, movida por sus herramientas de escritor, de for­ mular una teorización personal del psiquismo. Voluntad tanto más clara cuanto que está sostenida por los textos teóricos que acompañan a las obras y colaboran con su lectura. Una de las grandes diferencias entre Zola y Freud se debe al lugar particular que el escritor concede a la herencia. Lo que califica de “fisura”, “debilidad” \felure], uno de los nombres que propone para designar lo que destruye a sus personajes, es ante

5. René Girard, La Violence et le sacre , París, Grasset, 1972, págs. 235-242 [trad. esp.: La violencia y lo sagrado, Barcelona, Anagrama, 1983].

todo algo transmitido genéticamente, y la elección de estudiar a una familia a lo largo de varias generaciones obedece a la preo­ cupación de mostrar, de manera experimental, los estragos de esa transmisión. Pero esto no es lo más interesante de la confrontación entre los dos autores. Pues la separación entre Freud y Zola respecto de la herencia está dada por una cuestión de proporciones. Lo que más difiere es la representación de este movimiento que nos transporta hacia el Otro, el corazón mismo del deseo, lo que Freud nombrará, por medio de un peligroso edificio, la “pul­ sión”, fuerza cuyo misterio escapa a todas las teorizaciones que intentan encerrarse en ella. Si bien en Zola no hay una teoría precisa de la pulsión, encontramos en su obra unas series variables de representacio­ nes que no carecen de interés. Tomemos uno de los ejemplos más significativos, el de Jacques Lantier en La bestia humana y unas célebres páginas sobre la fisura: La familia no tenía mucha seguridad, muchos tenían fisuras. El, en algunos momentos, sentía intensamente esa debilidad hereditaria; no es que tuviera mala salud, pues solo la aprensión y la vergüenza de estas crisis lo habían hecho adelgazar en lejanas épocas; pero en su ser había súbitas pérdidas de equilibrio, como fracturas, agujeros por los cuales el yo se le escapaba, en medio de una suerte de gran humo que lo deformaba todo. Ya no se pertenecía, obedecía a los músculos, a la bestia rabiosa. Sin embargo, no bebía, se negaba incluso un vasito de aguardiente, tras haber observado que la más mínima gota de alcohol lo volvía loco. Y llegaba a pensar que paga­ ba por los otros, por los padres, los abuelos, que habían bebido, por todas las generaciones de borrachos de los que él era la sangre corrompida, un lento envenenamiento, un salvajismo que lo empu­ jaba con los lobos devoradores de mujeres, al fondo de los bosques.6 Esta idea de una debilidad transmitida conduce a otro mode­ lo, el modelo freudiano, donde domina en la descripción del

6. La Béte hum aine (1890), París, Garnier-Flammarion, 1972, pág. 98 [trad. esp.: La bestia hum ana , Sevilla, Renacimiento, 2002],

sujeto la representación de una fractura o de un agujero, que se reabren en ciertas circunstancias dolorosas y por donde el Yo se escapa. Es este vaciamiento del Yo lo que produce el deseo, el cual va a encargarse de volver a cerrar lo que se ha abierto. Deleuze ha mostrado muy bien cómo la idea de fisura modi­ ficaba el conjunto de la representación del psiquismo.7 En Zola se pone en juego una dupla, la de la debilidad y el instinto. La fisura no tiene contenido propio. Es una falla que se transmite genéticamente y que cada instinto del sujeto, por ejemplo la inclinación al alcohol o a las mujeres, va a intentar colmar. El instinto no está lejos de la pulsión freudiana, pero solo se puede comprender por fuera de la fisura que es su causa y este acopla­ miento de hecho modifica su campo de aplicación. Ahora bien, esta fisura, que es un más acá del instinto, es el Instinto de m u erte,8 una fuerza más potente que todas las otras y que determina su juego. En Zola, el deseo primero es destruc­ ción del Otro. Y esta destrucción no por ello marca un fracaso o un accidente, es su estructura misma, su dinamismo interno. El deseo no es una búsqueda del objeto, incluso imposible: es una voluntad de destruirlo, porque la posesión del otro solo puede obtenerse por medio de su aniquilación: Jacques, sin darse vuelta, con la mano derecha, tanteando hacia atrás, había tomado el cuchillo. Y por un instante, permaneció así, apretándolo con el puño. ¿Le había vuelto la sed de vengar ofensas muy antiguas, cuya exacta memoria había perdido, ese rencor ama­ sado de macho a macho, desde el primer engaño en el fondo de las cavernas? Clavó en Sévérine los ojos enloquecidos: lo único que necesitaba era arrojarla muerta sobre su espalada, como una presa que se arranca a los otros. La puerta del horror se abrió a ese abis­ mo negro del sexo, del amor hasta en la muerte, de destrucción para poseer más y más.9

7. “Zola et la félure”, en Logiquc du sens, París, Minuit, 1969 [trad. esp.: “Zola y la grieta”, en Lógica del sentido, Barcelona, Paidós, 2003]. 8. Ibíd., pág. 378. 9. Ob. cit., pág. 348.

Esta idea de que la pulsión es fundamentalmente mortífera permitiría comprender por qué los seres humanos se entienden tan mal y tan pocas veces consiguen permanecer juntos. La razón, si se lo sigue a Zola, no sería, como Lacan intentará demostrar, que sus deseos no coinciden, sino que el deseo del Otro es fundamentalmente deseo de su destrucción. Semejante visión negra de nuestra relación con el Otro ciertamente no está ausente en el “último Freud”, el de la segunda teoría de las pul­ siones, pero es presentada de un modo diferente en Zola y en la tonalidad radical de un pesimismo aún más sombrío. * Último mundo de locura, pero donde la violencia procede de los propios sujetos y no de la herencia, el de Nathalie Sarraute, dedicada a describir con la mayor precisión los movimientos interiores que suscitan nuestras relaciones con los otros. Al igual que Bretón y Sartre, Nathalie Sarraute se sitúa en la prolongación crítica del psicoanálisis y de las teorías emparenta­ das, juzgadas incapaces de describir lo más íntimo de nuestro funcionamiento psíquico. No acusadas de falsedad, sino de recu­ rrir a herramientas demasiado toscas, estas teorías no estarían en condiciones de expresar la complejidad de nuestra vida interior y de nuestra vida social. Fracasan sobre todo en su intento de transmitir esas sensa­ ciones imperceptibles y rápidamente desvanecidas que experi­ mentamos en los encuentros, y más particularmente en el curso de las innumerables minicrisis intersubjetivas que entre­ tejen el entramado de la vida social, en particular cuando se ejerce algún poder sobre el otro: personajes que, por lo tanto, se ven impedidos de dar su verdadera impresión sobre un libro (Las fru ta s de oro)-, un padre que se siente agredido por la risa lejana de sus hijos (¿Los oye usted?)-, un personaje que desorga­ niza una conversación por el mero hecho de callarse (El silen­ cio)-, o incluso, dos amigos que se pelean por la entonación con la cual uno de ellos habría empleado un fórmula banal (Por un s í o p or un no). Son escenas a la vez minúsculas y aterradoras,

cada una de las cuales puede encontrar en cualquier momento un equivalente. Nathalie Sarraute llama “tropismos” a estos movimientos de nuestro ser con los otros, tomando el término de la biología. No solo son constitutivos de nuestra vida psicológica, sino que para ella forman su propio tejido: Son movimientos indefinibles, que se deslizan muy rápidamente hacia los límites de nuestra conciencia; están en el origen de nues­ tros gestos, de nuestras palabras, de los sentimientos que manifes­ tamos, que creemos experimentar y que es posible definir. Me pare­ cían y me siguen pareciendo constitutivos de la fuente secreta de nuestra existencia. Como mientras los cumplimos, ninguna palabra -ni siquiera las palabras del monólogo interior- expresa estos movimientos, pues se desarrollan en nosotros y se desvanecen con una rapidez extre­ ma, sin que percibamos claramente lo que son, produciendo en nosotros sensaciones a menudo muy intensas, pero breves, no era posible comunicarlos al lector sino por medio de imágenes que transmiten sensaciones equivalentes y le hacen vivir sensaciones análogas. También era necesario descomponer estos movimientos y permitirles desplegarse en la conciencia del lector, a la manera de una película en cámara lenta. El tiempo no era el de la vida real, sino el de un presente desmesuradamente aumentado.10 Aquí no se trata, contrariamente a lo que hace Bretón, de un verdadero diálogo con el psicoanálisis. Nathalie Sarraute no lo tiene en la mira, aunque se exprese sobre él en varias circunstan­ cias.11 Tal vez se podría decir que no hace más que desarrollar e 10. L’Ere dusoupgon (1956), en O euvres completes, París, Gallimard (Pléiade), 1996, págs. 1553-1554 [trad. esp.: La era del recelo, Barcelona, Guadarrama, 1967]. 11. “Que haya gente que, como cualquiera de nosotros, tenga problemas y pueda hablar de eso con su médico y atenderse, de acuerdo. Pero el psicoaná­ lisis no presenta interés para la literatura. Creo que el escritor debe dedicarse a algo que siente y que aún no conoce. Si no puede percibirlo más que a tra­ vés de las categorías establecidas por otro, entonces no es nada interesante” (citado en Arnaud Rykner, Nathalie Sarraute, París, Seuil, 1991, pág. 168).

ilustrar ese margen del psiquismo que Freud denomina el “preconsciente”, donde circulan representaciones que no tienen la claridad de lo consciente, sin por ello estar enterradas. Pero el agrupamiento de fenómenos tan variados bajo el mismo térmi­ no no daría cuenta correctamente de la riqueza de las sensacio­ nes descriptas. Al escapar al análisis psicológico, los tropismos merecen por lo mismo toda la atención del escritor. En efecto, la escritura está en condiciones de encargarse de estos movimientos inasi­ bles del alma en su carácter de irreductibles. Solo ella puede hacer sentir, acercándose máximamente a las expresiones ínti­ mas, toda la carga de miedo o de violencia que encubre tal encuentro entre dos personas. Y puede conseguirlo, por ejem­ plo, desestabilizando la enunciación o inventando metáforas desconocidas que intentarán transmitir la originalidad de esos sismos interiores. Pues lo que anima al escritor es una voluntad de transmisión, sin lo cual el lector no podría sentirse implicado. Cada una de las escenas descriptas - y cada componente de estas escenas: des­ cripciones de sentimientos, fragmentos de pensamientos, metá­ foras- está encargada, alcanzando cierto grado de generalidad, de remitir a escenas homologas en las que el lector puede reco­ nocerse. Por ende, cada una de ellas, pese a la singularidad que reivindica, está en condiciones de hacernos acceder a invariantes psicológicas -tal es la paradoja de los tropismos-, que solo la escritura meticulosa tiene los medios de captar. En esta perspec­ tiva, los tropismos representan unidades mínimas de teoriza­ ción, aptas a la vez para descomponer en sensaciones más finas los grandes sentimientos de la psicología (¿qué es una relación animal o mineral con el Otro? ¿En qué nuestras relaciones recuerdan las de los planetas? ¿Cómo hablar de los fantasmas policiales o judiciales que se interponen entre nosotros y los demás?) y para volver comunicables los productos de esta des­ agregación. 12

12. “Existe, de manera muy marcada, la singularidad de cada uno de no sotros. Y no pienso ni por un segundo que Hitler yjuana de Arco sean idénti-

El inconveniente de esta reconstitución, para nuestro pro­ yecto crítico, es que la intención de oponerse a las síntesis teó­ ricas conduce al escritor, por este proceso de descomposición, lejos de todo concepto y de toda fórmula directamente transmi­ sibles. Y si bien nada prohíbe a priori construir las microteorías de estos tropismos, especialmente despejando las redes de metá­ foras gracias a las cuales Nathalie Sarraute describe los senti­ mientos que nos atraviesan, todo intento de teorización aleja rápidamente del lenguaje infinitamente personal del escritor, el único que es capaz, en su precisión literal, de transcribir el horror de la relación con el Otro. Más claramente que en Shakespeare, Cervantes o Zola, en quienes se perciben teorías relativamente consistentes, el ejem­ plo de Nathalie Sarraute pone de manifiesto una de las princi­ pales dificultades de la literatura aplicada, que es el pasaje de los ejemplos singulares a una teoría más amplia. Pues aunque, como lo sugiere la noción de tropismo, hay muchos elementos de reflexión teórica en los escritores, en este punto suelen ser indi­ viduales, o si se prefiere, tan escritos, que la modelación de una teoría más general es, por lo mismo, a la vez deseable y aleato­ ria. Y este es uno de los obstáculos con los que tropezamos sin cesar: el pasaje de una escritura literal, indecible de otro modo, a conceptos cuyo precio de utilización es deformar la experien­ cia única de la que tratan de dar cuenta. * Esta dificultad para pasar de la letra al concepto es la otra faz de lo que llamábamos, en el capítulo anterior, la fluidez de los modelos literarios, cuya fuerza se debe a la evanescencia -como

eos. Pero pienso que, en el plano en que me sitúo cuando escribo, Hider y Juana de Arco y un blanco de Europa y un negro de África sentirían de la misma manera esos movimientos ínfimos, apenas conscientes. A propósito de cosas distintas, quizá. Estamos en el nivel de cierta reacción incontrolable, y que es propia de todos. Solo el pretexto puede diferir” (Arnaud Rykner, ob. cit., pág. 170).

puede apreciarse en Nathalie Sarraute-, es decir, a la escritura. Aquí aparece con toda claridad hasta qué punto la literatura apli­ cada es un método imposible. Para criticar la pregnancia del modelo freudiano, necesita acercarse a la letra de los textos, ya que ese modelo está acusado de deformarla. Pero entonces, ya no le queda más solución, salvo que se conforme con repetir indefinidamente esta letra, que la de sustituirla por otros mode­ los, es decir, hacer lo mismo que el psicoanálisis. Esta experiencia mortífera de sustitución de la letra por el concepto, que corresponde al movimiento mismo de toda teori­ zación, evidentemente no es en absoluto patrimonio de la litera­ tura aplicada. Pero allí se sitúa una de las características más sor­ prendentes de este método: no contenta con tener sus propios problemas específicos, encuentra el medio, en los misterios de su masoquismo, de tomar también los de los demás.

Cómo piensa la literatura

Capítulo 10

La teoría en la literatura

Por lo tanto, el conjunto de nuestra representación de las relaciones posibles entre literatura y psicoanálisis, o más bien lo que queda de ello, se inspira en la idea de que los textos litera­ rios entrañan numerosas potencialidades teóricas, algunas de las cuales siguen inexplotadas y están lejos de reducirse a lo que de ellas toman el psicoanálisis o los sistemas psicológicos emparen­ tados. Las modalidades de esta presencia de la teoría en la literatu­ ra, presencia eminentemente problemática, es lo que intentare­ mos estudiar aquí con mayor precisión. Teoría que es necesario rehabilitar, dado que paradójicamente está descuidada en el planteo freudiano, que restringe su existencia en los textos lite­ rarios al anuncio de sus propios descubrimientos. En nuestra perspectiva, los textos son portadores de una verdadera actividad de teorización, actividad que se desarrolla según otras formas que la teoría tradicional, pero que vale precisamente, si se encuentra la manera de hacerle un lugar por medio de estas for­ mas y de su originalidad.

* Estudiar la presencia de formas de teoría en la literatura implica el gesto previo de separar nítidamente, como prácticas de escritura distintas, la literatura y la teoría, entendida en su acepción clásica. Esta separación, por objetable que sea, nos parece esencial para la valorización precisa de sus poderes recí­ procos. Plantear esta distinción no impide tener en cuenta múltiples casos intermedios, ni reconocer la potencia teórica de algunas obras literarias, lo cual constituye precisamente nuestro objeti­ vo, así como la fuerza literaria de algunos textos de Freud. Pero tal distinción es inevitable, sin embargo, si se quiere mostrar cómo la literatura está en condiciones de teorizar y de dar a teo­ rizar de otro modo. Uno de los elementos que justifican esta distinción es el lugar del concepto. La teoría no puede funcionar si no es a partir de con­ ceptos relativamente fijos, que hace jugar unos con otros.1 La literatura utiliza muy poco los conceptos, y cuando recurre a ellos -como hemos visto por ejemplo con las nociones de amor propio en los moralistas o de Otro en Maupassant-, no les otor­ ga una acepción unívoca. Pero los conceptos no son los únicos en variar en una obra literaria: las proposiciones teóricas mismas, cuando se formulan, no obedecen a una exigencia de estabilidad y pueden coexistir fácilmente enunciados contradictorios, encarnados, por ejem­ plo, en diferentes personajes entre los cuales el autor ha reparti­ do varias de sus concepciones. Esta situación de la teoría en la literatura es a la vez una debi­ lidad y una fortaleza. Una debilidad, porque la literatura no tiene demasiados medios de desarrollar teorías argumentadas. Pero también, y seguramente sobre todo, una fortaleza, porque se halla en la posición de ser un punto de partida para múltiples

1. Incluso en Lacan, aunque los “conceptos” en él tengan una acepció mucho más flotante que en Freud.

elaboraciones de pensamiento, y porque, en ese ámbito, como se sabe, la literatura aplicada no carece de ideas. *

Tomemos una vez más el ejemplo de Proust, uno de los más significativos en cuanto a los poderes teóricos de la literatura. Como hemos visto, en él se pueden encontrar los elementos de una teoría alternativa a la de Freud, organizada alrededor de las ideas de movilidad psíquica, de fluidez tempoi'al y de historia alea­ toria. Esta teoría parece desprenderse muy naturalmente de la obra, aunque la hayamos ayudado mucho, y está garantizada por la instancia determinante del narrador. Pero cuando se la exami­ na, revela una gran complejidad, ya que coexiste con esa otra afirmación según la cual una parte de nuestro Yo resiste a los asaltos del tiempo y puede reencontrarse en ciertas experiencias privilegiadas. Para sostener alguna de estas teorías, sería necesario que pudieran establecerse algunas verdades, aunque sea fragmenta­ rias, lo cual desmiente el final de la obra al multiplicar las inver­ siones en los personajes y ubicando en el centro de la investiga­ ción del narrador una incertidumbre definitiva en lo que atañe a la sexualidad de Albertine. Así, la idea de que el Otro es funda­ mentalmente incognoscible termina incluso por alcanzar la posibilidad de teorizar y por relativizar a todos los otros enun­ ciados de la obra. Y se podría seguir hasta el infinito, ya que una obra literaria desalienta las lecturas unívocas, poniendo en escena puntos de vista múltiples y produciendo formulaciones ambiguas. Así pues, incluso en un escritor que está emparentado más que otros con un teórico por la continuidad de su reflexión, la teoría sigue siendo difícil de unificar. Ahora bien, el caso de Proust es excepcional, y el relativismo debería ser aún mayor con las otras obras literarias, porque sus enunciados teóricos rara vez tienen la densidad y la claridad de los enunciados proustianos. De modo que asistimos más bien a

una diseminación de fragm en tos teóricos, muchas veces comprensi­ bles de manera indirecta, por ejemplo cuando son llevados por la acción o por los personajes. Lo que puede decirse del conjunto de una teoría del psiquismo también sería válido para los modelos puntuales que la lite­ ratura ofrece a la reflexión. La imagen del dibbuk de Gary no es más directamente utilizable que las de la armadura vacía de Calvino o la del alma doble de Machado de Assís porque carece, al menos por dos razones, de verdadera estabilidad. Por un lado, como veremos más adelante, las proposiciones literarias implican ser completadas por el crítico, pues rara vez ofrecen un grado de consistencia suficiente para permitir, en tanto tales, una utilización directa en el campo psicológico. Sin que por ello se imponga la interpretación, en todo caso en el sentido freudiano, es la palabra exterior del crítico lo que le con­ fiere su pleno desarrollo. Pero la inestabilidad se debe también a la manera como el modelo se desliza sin cesar de un pasaje a otro del mismo texto y entre las palabras del crítico que trata de convalidarlo. La fu e r ­ za de la literatura es su imprecisión teórica, otra faz de la precisión con la cual cada enunciado se encuentra literalmente escrito. Precisión que vuelve toda lectura o toda utilización inapropia­ das, ya que una y otra son llevadas a transcribir el extremo par­ ticular en la generalidad del concepto. La potencia de la imagen del dibbuk, por lo tanto, no es el tema del fantasma, sino la manera como la Pro?nesse lo pone en escena teatralizándolo, inventando una enunciación múltiple que desdobla la escritura. Y la potencia única de la imagen del deseo como atravesada por un vitral se debe, en Chrétien de Troyes, a la dificultad de circunscribirla y de transformarla en una fórmula fija, con esa torpeza teórica que no es un efecto de época, sino el poder de la literatura. * ¿Todas las obras literarias poseen los mismos poderes de inci­ tación al pensamiento? Parece que importantes diferencias opo­

nen a algunos textos listos para entregar una teorización inme­ diata de otros en los que esta no es demasiado legible directa­ mente. Hay una sensible distancia entre un poema de Pessoa y la Recherche de Proust, donde páginas enteras están dedicadas a exponer teorías psicológicas. Y nosotros mismos hemos ido en el sentido de esta diferenciación, reagrupando cronológicamen­ te los textos y suponiéndolos más o menos nutridos de potencia­ lidades teóricas. Es verosímil que algunos textos se presten más que otros a un trabajo de teorización. Pero esta jerarquía implícita solo tiene sentido al ser referida al doble contexto de la época de lectura y de la persona del lector. Una obra está en condiciones de produ­ cir este efecto de relanzamiento teórico que busca ante todo la literatura aplicada para tal lector, perteneciente a tal época determinada. Agreguemos que los textos más ostensiblemente teóricos no son necesariamente los más interesantes para nuestro propósito. Amén de que siempre conviene, como lo muestra el ejemplo de Proust, relativizar sus afirmaciones, que pueden ponerse en duda en otra parte de la obra, a veces son los textos más ambiguos los que presentan más interés porque, preservados de la monofonía teórica, están en mejores condiciones de producir desplazamien­ tos o aperturas en los sistemas de pensamiento dominantes. Tal vez esos textos, de débil tenor teórico aparente, como algunos poemas, antes de producir su visión personal, requeri­ rán una mayor participación del lector. Quizás incluso este deba resolverse a dar alguna vez el paso de la interpretación, corrien­ do el riesgo de hablar en su lugar. Pero la literatura aplicada no es monolítica, y aquí debería ser posible una vez más, aunque parezca difícil delinear un pensamiento, privilegiar la cuestión de saber cómo nos perciben esos textos y qué formas singulares de comprensión esbozan de nosotros mismos. * De modo que lo que se puede decir de la obra literaria es que constituye un lugar, no de teoría propiamente dicha sino de lo

que sería más adecuado denominar una actividad de preteorización. Contrariamente a la teoría, la preteorización no se basa en conceptos, sino en elementos de pensamiento menos estructura­ dos, más lábiles y por ende capaces de encajar entre sí y con los otros de diferentes maneras en función del trabajo de lectura. Sin objetar que la obra de algunos autores entraña ejes centrales de reflexión, se trata de verificar que por lo general nos encon­ tramos en literatura frente a algo teóricamente inacabado y cuya riqueza se debe a tal inacabamiento. En nuestro ensayo sobre Maupassant2 hemos intentado poner en evidencia la teoría del psiquismo que podía desprenderse de esta obra. Una teoría que no privilegia lo inconsciente sino, por el contrario, lo demasiado consciente, lo que surge del exterior y des­ borda al sujeto volviendo a cuestionar sus límites. Teoría jalonada por algunas palabras clave, que hemos llamado “preconceptos” -como “Horla” u “Otro”- , sugerida por algunas escenas traumá­ ticas repetitivas y no obstante nunca directamente escrita. Pero el agrupamiento de estos datos dispersos y la designa­ ción de estos preconceptos siguen siendo los nuestros y no son los únicos que se pueden encarar. Ciertamente, en la misma obra sería posible encontrar otros elementos teóricos y, mezclándolos o no con los que hemos propuesto, organizar de otro modo los agrupamientos o sugerir nuevos. No estructurados, los elemen­ tos teóricos identificables en la obra de Maupassant pueden dar lugar, así, a una pluralidad de teorías diferentes. Quizás estos elementos de preteoría, al invitar a su continua­ ción, explican la capacidad de las obras literarias para soportar el tiempo y para adaptarse con flexibilidad a sistemas de lectura variados. Este pensamiento múltiple de la obra, aunque supon­ ga ademan algunos núcleos firmes, es para ella la prenda de su capacidac para hablar con fluidez la lengua de muchas épocas. En efecto, si no se hace la hipótesis de estos elementos móvi­ les y diversamente articulables, es difícil comprender cómo las obras literarias apoyan tan fácilmente, a lo largo de los siglos, a 2. Maupassant, ju ste avant Freud, ob. cit.

tantas teorías diversas, las cuales, al completar los ajustes inaca­ bados y los conceptos ausentes, crean cada vez la evidencia de una proximidad entre la teoría nueva y una obra cada vez dócil, ya que cada vez resulta transformada. * La idea de preteoría no implica que toda obra de toda época esté en condiciones de brindar una teoría del psiquismo para cualquier otra época. Más allá de la cuestión de saber si las obras más antiguas tienen las mismas potencialidades que las de hoy, no hay ninguna razón para fijar a toda obra el deber de una teo­ rización general, cuando puede revelarse predispuesta a brindar alguna enseñanza más puntual o incluso, para tal lector de tal obra, ninguna enseñanza en absoluto. Entre los ejemplos que hemos elegido, algunas obras ofrecen, si no una teorización general, al menos elementos de reflexión suficientemente amplios como para conectarse con múltiples aspectos de la actividad psíquica. Es lo que sucede con Proust, que aborda casi todas las dimensiones de la psicología, o con los moralistas, que reflexionan sobre lo que disimulan muchas situa­ ciones de la vida social. En otros casos, el aporte será más limitado. Los pasajes sobre el vitral en Chrétien de Troyes o sobre el dibbuk en Gary no lle­ van a edificar el conjunto de una teoría psicológica, sino a dar una forma a experiencias como el surgimiento del deseo o la actividad de la memoria. Lo cual no significa que en otras cir­ cunstancias no pueda construirse un trabajo más general a par­ tir de los mismos textos. Tal separación, empero, es bastante arbitraria. En primer lugar, algunas proposiciones teóricas, aparentemente puntuales, pueden tener repercusiones en otros dominios de la vida psíqui­ ca, pues la consideración de un preconcepto transforma a veces el conjunto de un campo de reflexión. Pero, sobre todo, a cada lector, en cada época, le toca decidir hasta dónde conducen para él las modificaciones que introduce su lectura en las teorías de las que disponía hasta entonces.

*

Si bien es aporte de ideas, de imágenes y de formulaciones, la literatura no tiene solamente esta función positiva a su disposi­ ción. O más bien puede ejercer de otro modo esa función incri­ minando, al mismo tiempo, las teorizaciones vigentes, dado que lo que propone no tiene sentido sino en el horizonte de lo que permite objetar en el discurso teórico. Es lo que se podría deno­ minar un movimiento de desteorización. La potencia de interpretación del psicoanálisis es también, en algunos aspectos, una marca de debilidad, ya que la particulari­ dad de cada obra podría perderse en un discurso demasiado general, capaz de ser adecuado para todas. No porque ese dis­ curso sea más reduccionista que otro sino porque un abordaje psicológico debería tener el objetivo de valorizar lo que es irre­ ductible e inimitable. Por lo tanto, no sería exagerado decir que lo esencial, en la teorización literaria, debería ser buscar, no lo que funciona, sino -como en la literatura aplicada- lo que no funciona. Es decir, aquello en lo cual la obra, al tiempo que se deja comprender a través del discurso teórico, se le escapa tan fundamentalmente, puesto que esa fuga del sentido no es un resto o un suplemento de la obra, sino su corazón mismo. Buscar entonces la desteorización es organizar todas las for­ mas de encuentro posibles entre teoría y literatura que le permi­ tan a esta deshacer a aquella, ya sea para mostrar sus deficiencias puntuales, ya sea para sugerir, a partir de la literatura, otros cuestionamientos más aptos para hacerle justicia. Esta actividad de desteorización está facilitada cuando la obra, por su riqueza, es a su vez apertura teórica, multiplicidad de pensamientos virtuales, contradicciones encastradas. Lejos de contener un mensaje único, ofrece entonces, en todo momento, series de posibilidades diversas, que al lector le corresponde ani­ mar con su saber y con su sensibilidad.

Este privilegio concedido a la reflexión teórica en la literatura aplicada modifica la relación misma con la literatura y con sus modos concretos de aproximación. Relación muchas veces domi­ nada, sobre todo en Francia, por la idea de un comentario lógico que se interesa de manera exhaustiva en la totalidad del texto, esté o no estudiado en su desarrollo lineal. Ahora bien, este modo de lectura, apoyado en análisis estilís­ ticos precisos, está asociado con una concepción del psicoanáli­ sis centrada en el sentido inconsciente. Si el autor se ha expresa­ do sin saberlo en el texto, es efectivamente verosímil que se haya expresado de una manera continua, aunque sea lícito imaginar que algunos pasajes sean más particularmente portadores de su marca. En cambio, si se considera que una obra literaria participa de un movimiento más general de reflexión psicológica, no hay razón para pensar que cada uno de sus pasajes está marcado por ella de manera uniforme. Incluso se puede suponer que bloques enteros de la obra, directa o indirectamente, son poco portado­ res de una reflexión de este tipo, aunque convenga distinguir el factor personal en la evaluación de los poderes de un texto. De suerte que la literatura aplicada ayuda menos a un análi­ sis minucioso, como el que suscita la explicación de texto tradi­ cional, que a una meditación más amplia, que casi se podría cali­ ficar de filosófica. La obra no es forzada a producir a cualquier precio un sentido que quizá no contenga. La reflexión que invi­ ta a constituir no está uniformemente distribuida en ella: surge de un encuentro azaroso entre el lector y tal pasaje o tal tema, vividos por el pensamiento como un golpe de suerte. La variedad de teorías que es posible hacer surgir de los tex­ tos es además una de las grandes ventajas de la literatura aplica­ da en su función eminentemente terapéutica. Pues, después de haber abierto tal espacio de creatividad, es más fácil inventar teorías que no solo nos ayuden a leer, sino que, más aún, nos permitan -pues ese es finalmente el objetivo de una teoríaseguir viviendo juntos con los otros y, sobre todo, con nosotros mismos.

Capítulo 11

Contra la interpretación

Decidir privilegiar el pensamiento virtual de las obras sobre su sentido inconsciente implica relativizar, cuando no anular completamente, la parte de la interpretación, primera en psico­ análisis pero también en el conjunto de las ciencias humanas. Pues, a nuestro entender, en el corazón de ese gesto de transpo­ sición se pierde la posibilidad de hacer emerger, a partir de las obras, modelos teóricos verdaderamente nuevos. En consecuencia, la literatura aplicada al psicoanálisis, siem­ pre preocupada por ganar adeptos, cuestionará la interpretación. Se esforzará, para hacer dialogar a las dos disciplinas, por inven­ tar entre ellas un modo de relación que respete las prerrogativas de cada una. Y para lograrlo, tratará de anular o de soslayar las operaciones de lenguaje que permiten pasar tradicionalmente de una a obra.

La voluntad de atacar la interpretación se debe a que los beneficios que ésta procura suelen disimular la violencia secreta de la que es portadora. La interpretación no es solamente un aporte de sentido a lo que interpreta: marca asimismo su priva­ ción esencial. Esto es justamente lo que adviene en la cura, donde la inter­ pretación, al hacer entrega de sentido inconsciente al sujeto al que se le propone o se le impone, también le es ajena en varios aspectos. Escrita en otro lenguaje que el del analizante, enuncia­ da en su lugar, siempre será, al menos por un lado, un cuerpo diferente incrustado en su palabra. Tal es la paradoja de la inter­ pretación analítica: ser a la vez lo que libera y lo que sofoca. Por lo tanto, no es sorprendente que una parte del movi­ miento freudiano francés, bajo la influencia de Lacan, se haya distanciado de una concepción casi dialógica de la cura y haya predicado la abstención interpretativa. El silencio o, en su defec­ to, la mayor reserva posible, tienden entonces, oponiéndose a la comunicación corriente, a dejar la palabra libre de agregados exteriores. Pues en esa orientación es importante que el analizante encuentre por su cuenta las palabras adecuadas para decir su his­ toria en su particularidad o, si se prefiere, que sea él mismo su propio intérprete, lo que podrá llegar a ser después del fin de la cura. Es a este precio como la relación analítica no redoblará antiguas violencias de lenguaje, sino que para el sujeto será aper­ tura a una lengua personal. * Se pueden apreciar entonces las dificultades que se plantean como consecuencia del pasaje de la cura a la crítica. En efecto, en esta situación no existe ninguna esperanza, por falta de un intercambio diferente del metafórico entre el comentador y la obra estudiada, que la que retoma por su cuenta las interpreta­ ciones para hacerlas suyas. Sin duda aquí no hay propósitos terapéuticos, pero el riesgo es incrustar en la obra, a través de la interpretación, un discurso

preparado que anule la singularidad de su palabra. Es un riesgo que corre toda teoría, pero que adquiere una significación par­ ticular, a partir del momento en que nuestro proyecto es poner el acento en las reflexiones inverosímiles a las que pueden invi­ tar las obras. Esta violencia de la interpretación en el terreno de la crítica literaria tomará, en efecto, la forma de un privilegio del sentido inconsciente sobre el pensamiento virtual. La interpretación, por mínima que sea, sustituye las reflexiones posibles de la obra por un sentido freudiano o emparentado, que hace pasar una palabra inimitable, con lo que propone de desconcertante, al canon de un lenguaje común, utilizable con algunas variantes para todas las obras. Decir, como estamos tentados de hacer y sin que estos enun­ ciados falten a la verdad, que el amor propio de los moralistas es el narcisismo, o que el Horla de Maupassant es el inconsciente, sustituye inmediatamente el pensamiento del texto por un pen­ samiento otro que tiene su legitimidad, pero que aleja de la per­ cepción incomparable que estos escritores brindan del mundo psíquico. Una percepción que se debe a las palabras mismas que emplean, por mucho que se acerquen a aquellas que una teoría externa puede tratar de hacerles pronunciar. * En consecuencia, esta desconfianza hacia la interpretación, desconfianza paradójica ya que se trata de quitarle al psicoanáli­ sis lo que parece ser su esencia misma, conducirá a evitar las lec­ turas simbólicas. En efecto, más allá de la multiplicidad de las intervenciones freudianas en un texto, lo que se halla en el núcleo de esa susti­ tución de un texto por otro es el simbolismo, el cual cierra, en proporciones ciertamente variadas, nuestro acceso a los modelos virtuales de la obra. O, más exactamente, es lo que, mientras abre a sus sentidos inconscientes, cierra el acceso a sus pensa­ mientos posibles. Por lo tanto, efectivamente, ya se empleen, a propósito de tal

frase, de tal imagen o de tal personaje, expresiones como “sim­ boliza”, “representa”, “significa” -incluso, más claramente aún, “es”- , lo que se encuentra inmediatamente transcripto es el pen­ samiento de la obra en su conjunto a otro pensamiento, por cier­ to esclarecedor y útil, pero diferente, y sobre todo ya constitui­ do, y por lo tanto, inadecuado para expresar lo que la obra puede ofrecer de inédito. Pues el problema no es tanto el simbolismo en sí como sus efectos, es decir esa operación mortífera de sustitución que todo lenguaje efectúa y cuyo precio el simbolismo manifiesta con mayor nitidez. Este pasaje hacia otra cosa que la obra, y que la desposee de su singularidad, a veces imperceptible, para impo­ nerle semejanzas. En este sentido, toda intervención crítica ya es práctica de simbolización y nada -n i siquiera la literatura aplicada- puede considerarse a salvo. Sin embargo, existen grados, y la lectura simbólica será tanto menos mortífera cuanto que será lecturapara, es decir, propuesta de crear novedad teórica a partir de la letra de los textos, y no simple explotación de esta. Y esta lectura-para tendrá más posibilidades de producirse si nos dedicamos a poner a la obra en situación, no de simbolizar sino de ser simbolizada. Es decir, de producir modelos lo suficiente­ mente elocuentes para que otras obras u otros sujetos se pongan a expresarlas sin saberlo, como expresan además, en otro contex­ to teórico, los grandes temas de la sexualidad humana. * De todos modos, su prisión ineluctable en el paradigma del psicoanálisis hace de la literatura aplicada un ejercicio imposible, ya que se trata de intentar encontrar en la obra las huellas reve­ ladoras de paradigmas abandonados o anunciadoras de paradig­ mas futuros, cuando su abordaje está preso en las cuestiones de nuestra época y en nuestras cuestiones personales. En la hipótesis de que no estuviera completamente condena­ da al fracaso, la literatura aplicada se convertirá pues en prácti­ ca del suspenso. La invención de la originalidad que puede pro­

poner la literatura implica, en efecto, una puesta entre parénte­ sis del conocimiento teórico del freudismo y de los saberes emparentados, cuyo peso podría entorpecer la lectura de la obra. Por lo tanto, será sistemáticamente -aunque el psicoanálisis parezca funcionar de manera perfecta y acaso sobre todo en esos mismos momentos- búsqueda de las variantes teóricas. Es decir, intento, y ello a partir de los conceptos primeros que suscita la lectura en la mente, de organizar de otro modo el encuentro con el texto, a la vez y de manera ligada, en la selección de las uni­ dades significativas y en la conceptualización que las hace tales.1 El suspenso no es desconocimiento del paradigma, lo cual sería utópico, sino intento de liberarse de él y de la lectura con­ vencional que el psicoanálisis hace de la obra. En ese sentido, es a la vez esfuerzo contra las evidencias de la teoría y esfuerzo con­ tra sí mismo, cuando el lector, prisionero de presiones interio­ res, desconoce las aperturas de pensamiento que se le presentan. Esta teoría del suspenso se inspira evidentemente en la prác­ tica analítica de la cura, en la que el saber teórico debería estar disponible y ser ignorado, al mismo tiempo. Disponible, porque sin él nada puede escucharse en el discurso del analizante. E ignorado, porque una adhesión demasiado. grande a la teoría analítica, al sugerir equivalencias a este discurso, podría cerrar el acceso a su originalidad. * No obstante, no es cuestión de quedarse inerte ante los tex­ tos, conformándose con leerlos con temor de violentarlos. El planteo que reivindicamos no es simplemente pasivo. Más que de interpretación, o, a fortiori, de construcción, aquí habría que hablar de una prolongación en el giro que proponemos. ¿Qué es prolongar un texto o, más precisamente, una de las teorías que en él están disponibles? Se trata de señalar cierta cantidad de los elementos de pensamiento que figuran en él directamente o en estado de virtualidades, de reunirlos y orga­ 1. Véase Enquéte su r Hamlet. Le Dialogue de sourds, ob. cit.

nizar con ellos una reflexión teórica. De construir, por ejemplo, a partir de Gary, otra tópica del sujeto, con Zola otra teoría del deseo o, con Shakespeare, otra representación de las relaciones del sujeto con la ciudad. Por cierto, es engañoso oponer tan radicalmente interpreta­ ción y prolongación, como si la primera fuera sinónimo de vio­ lencia y la segunda de respeto, y como si la prolongación no implicara siempre una parte, aun mínima, de interpretación. Lo cierto es que existen, en todo caso idealmente, diferencias en la manera como uno y otro abordaje tratan los textos, al menos en cuanto a la diferencia de cuestión planteada a la literatura. Así, el conjunto de la teoría flaubertiana del lugar común no puede considerarse como el producto de una interpretación y no constituye un sentido inconsciente de la obra. Ciertamente podrá ser desarrollada por el crítico, quien tratará por un lado de agrupar todas las ocurrencias, y por el otro de perseguir sus intuiciones. Pero no ha escapado a su inventor, quien no deja de experimentar sus manifestaciones literarias. Y lo mismo sucede con la teoría de la memoria en Proust, con la anamorfosis en James, con el impiejo en Valéry, con la fisura en Zola o con la diversión en Pascal. Estas teorías, por embrionarias e inacabadas que sean, no están “latentes” en las obras en las que pueden apa­ recer, y son independientes del modelo freudiano del sueño. Seguramente existen grados en la conciencia que tienen los escritores del poder teórico de su obra. No es seguro -incluso la inversa es de lejos lo más probable- que Maupassant haya teni­ do en la mente una representación elaborada del psiquismo. Y es verdad que Agatha Christie no tenía el proyecto primario de reflexionar sobre la ilusión psíquica. Lo cierto es que la consti­ tución, a partir de estos textos, de una teoría del Otro o de una teoría de la ilusión implica a priori menos violencia textual que la interpretación, dado que esa teoría ya estaba expresada allí, por cierto de manera fragmentaria, pero con suficiente consis­ tencia como para que algunos lectores puedan deslizarse en ella felizmente con su saber y su sensibilidad. *

En efecto, por diferente que pueda ser, al menos idealmente, del gesto de la interpretación, el gesto de la prolongación no es objetivo, y por otro lado no tiene ninguna pretensión de serlo. Por cierto se podría pensar que, contrariamente a la interpre­ tación -de la que sospechamos se aleja de la palabra del autor y se abre a la subjetividad crítica, por ende arrojada a las tinie­ blas-, la prolongación debería tender hacia una forma mínima de objetividad, ya que se asigna el proyecto de permanecer tan cerca como sea posible de las afirmaciones teóricas de la obra. Pero este corte entre lo objetivo y lo subjetivo no tiene dema­ siado sentido en el campo del psicoanálisis. Por fieles que inten­ temos ser a los textos comentados, la teoría producida por pro­ longación llevará en profundidad la marca del lector que la ha creado. Pues en este tipo de abordaje de las obras se trata preci­ samente de una creación, en el sentido más fuerte del término. El sujeto intervendrá primero en la identificación de los pre­ conceptos y en el pasaje de la preteorización a la teoría. Necesariamente más monológica que el texto del que procede, la teoría implica la selección y el agrupamiento de datos disper­ sos en el texto, que siempre provendrán, en su mayor parte, de una elección subjetiva. Por lo demás, la escritura misma de esta teoría implica el recurso a verdaderos conceptos, por lo tanto a toda una organi­ zación del pensamiento muy diferente de la manera como los elementos de teorización se hallan dispersos en la obra. Así pues, ese modo de lectura - y es por ello que no se puede albergar la pretensión de objetividad- le hace perder al texto una gran parte de su capacidad dialógica, para sustituirla por enunciados más dogmáticos, ya que están insertos en grillas conceptuales. Esta pregnancia del sujeto en el núcleo de la prolongación marca definitivamente el fracaso de la literatura aplicada. Pues si solo un sujeto individual tiene alguna legitimidad para prolongar el texto percibiendo en él los elementos originales de una reflexión sobre sí mismo (ya que la interpretación se convierte, por así decir, en el gesto del otro), la literatura aplicada pierde toda voca­ ción de transmitirse, de volverse una exaltación vaga de las virtu­ des creadoras de la ensoñación personal, y ya no un método.

Aunque sea un ideal o un engaño, el rechazo de la intepretación tiene para nosotros el mérito de indicar, en la esfera ideal donde se aloja la literatura aplicada, una dirección de búsqueda clara que consiste en prestar una mayor atención a lo que crean los escritores en el plano teórico, en detrimento de lo que dirí­ an inconscientemente sus textos. Así pues, está en el meollo de un movimiento de retorno a la letra, que prolonga el movimien­ to idéntico operado en el psicoanálisis clínico. En tal sentido, y aunque resulte utópico esperar prescindir de los símbolos o de la interpretación, es menos interpretación lo que busca la literatura aplicada, en su proyecto de encontrar cómo interpreta la obra m ism a, cómo no es solamente legible por la teo­ ría, sino también y ante todo lectura del mundo y del mundo psíquico. Proyecto que tiene que ver con una forma de megalomanía, ya que implicaría, para quien lo sostuviera, volverse, por así decir, la voz del texto, preservada gracias a él de todas las defor­ maciones que amenazan con hacerle padecer las interpretacio­ nes hermenéuticas. Puede concebirse que esta exigencia de pureza íntegra haya dejado perplejos a algunos críticos que intentaron por un momento converger con nosotros y que, al oír este tipo de discurso, han preferido permanecer a una pru­ dente distancia.

Capítulo 12

Después del psicoanálisis

Por consiguiente, la esperanza de la literatura aplicada, aun­ que parezca moribunda, es abrir el campo psicológico hacia teo­ rizaciones diversas, y, para algunas, por venir. Lo cual implica reconocer que, en este terreno, los sistemas de lectura contem­ poráneos no han agotado la literatura y que existen en ella otras pistas teóricas inexploradas, cuyas claves secretas mantiene a nuestra disposición. Pues se trata de uno de los desafíos principales de la inversión propuesta. Otras teorías, y en especial las que ocuparán algún día el lugar central, serían legibles sin saberlo nosotros en los textos literarios, como han terminado por ser legibles en ellos las hipótesis freudianas, con una evidencia que sin embargo solo sorprendió durante mucho tiempo a pocos lectores. Que estas teorías sean legibles no implica en modo alguno, muy por el contrario, que sea fácil encontrarlas y darles forma. Pues la fuerza enceguecedora del paradigma freudiano desvía toda mirada hacia direcciones preparadas, lejos de las otras posi­

bilidades de agrupamiento de los elementos textuales, que per­ mitirán a otras épocas inventar otras teorías. Que nos situemos en el marco de un planteo imposible no impide, en todo caso, en el punto en el que nos encontramos, abrir la reflexión hacia dominios desconocidos del pensamiento, que la literatura, lejos de todo dogmatismo, invita a visitar. Por el contrario, ello vuelve esta reflexión más necesaria, a la vez para nuestro conocimiento de nosotros mismos y para el de las obras. Lleva a preguntarse, lejos de las diversas formas de aplicación, cómo es posible inventar porvenir teórico a partir de la literatura. * Esto muestra hasta qué punto sea cual fuere el carácter utó­ pico del proyecto, estamos lejos de ese complejo del agotamien­ to cuyas huellas hemos situado en Freud, complejo según el cual las proposiciones teóricas no serían infinitas, y se agotarían a medida que la literatura hiciera su inventario. Ahora bien, la literatura no está para proveer respuestas transponibles o descripciones precisas, sino formas nuevas. En conse­ cuencia, no tiene mucho sentido reprocharle a un escritor que trate un “tema” ya abordado por sus predecesores. El “tema” no puede separarse del conjunto de ese sistema de formas, particular del escritor, que es su contribución personal a la literatura. Para tomar solo uno de los casos mencionados más arriba, no es muy verosímil que dos escritores propongan un modelo idén­ tico del Yo. Pues, por próximos que estuvieran por causalidad dos modelos, cada uno seguiría dependiendo demasiado del uni­ verso estético, y sobre todo de una escritura, como para ser con­ fundido con el otro. Más allá de tal pasaje o de tal desarrollo teó­ rico, tenemos que vérnoslas cada vez con todo un pensamiento posible. Entonces, ¿cómo imaginar -lo que estaría en la lógica de un agotamiento de la literatura por las teorías psicológicas- que otro autor que no fuera Machado de Assís hubiera podido inven­ tar la teoría del alma doble u otro que Murakami la imagen de la ciudad interior? Sus propuestas son únicas e informulables

por cualquiera que no sea ellos. Y se extravían en cualquier otra escritura que no sea la suya, lo cual incita, aunque la causa esté siempre perdida, a limitar tanto como sea posible, la búsqueda de las significaciones inconscientes. Además, cada uno de esos conjuntos debe ser desarrollado por el lector, por medio de lo que hemos designado como una prolongación. No existe una representación del psiquismo en Murakami, sino una representación de esa representación en cada lector. En efecto, es a él a quien le cabe seleccionar los ele­ mentos de la obra que le parecen presentar interés, y luego pro­ ducir con ellos una versión personal de la misma, que imprimi­ rá en ella una grilla de conceptos. Por ende no hay ningún riesgo, gracias a la especificidad, de la intervención del escritor, de que algún día se agoten las reser­ vas de las combinaciones teóricas. Es un mundo autónomo el que propone cada escritor, mundo ligado a su lenguaje, y capaz por lo mismo de enriquecer la reflexión. Y ese mundo autónomo se construye y adquiere consistencia en el encuentro cada vez pri­ mero entre una obra y un lector. * Este encuentro puede tomar diferentes formas, según la parte que en él ocupe la invención. En primer lugar, incluso cre­ yendo en la autonomía del mundo de la obra, la pregnancia del paradigma freudiano, en todo caso en nuestra cultura, muchas veces podría limitar la literatura aplicada a ser meramente -lo cual ya sucede muy a menudo- un trabajo de cuestionamiento parcial más que de verdadera creación teórica, lo que se podría denominar una práctica de ajuste. En efecto, en algunos casos, ya sea que el crítico no consiga salir del paradigma, ya sea que la obra misma, posterior al naci­ miento del psicoanálisis, parezca atrapada en sus configuracio­ nes, la lectura crítica, aunque se dé por objetivo producir nove­ dad, hará aparecer sobre todo variantes, disparidades, discordancias, en relación con la teoría freudiana, el conjunto mezclado con confirmaciones y continuidades.

Así pues, cuando propusimos, a partir de la obra de Romain Gary, la noción de “novela parental”, no hemos hecho más que prolongar intuiciones comprendidas en la obra de Freud, aun­ que estas jamás hayan sido reunidas al punto de permitir la ela­ boración de un nuevo concepto. Justamente, es la literatura lo que nos ha permitido teorizar, pero esta teorización personal era dependiente de la teoría freudiana, sin la cual no habría podido surgir.1 Toda lectura freudiana queda finalmente más o menos aso­ ciada a este ajuste, salvo que sea una aplicación sin matices, en la medida en que se halla incesantemente confrontada en los tex­ tos con casos originales que no se integran perfectamente a la teoría. Y, al intentar que la teoría se acerque al texto, contribu­ ye al mismo tiempo a preservarla. Así, si bien, al abrir brechas en los saberes establecidos, este ajuste le restituye a la literatura una parte de su palabra, no se la da por completo, ya que sigue presa en el sistema interpretativo del psicoanálisis aplicado. Sigue entendiendo las obras a través de un paradigma dominante, que impide percibir hasta qué punto cada obra es por sí misma, gracias a la individualidad de su mundo, su propio paradigma.2

1. En II était deuxfois Romain Gary (ob. cit.), proponíamos nombrar “nove­ la parental” a la representación que los padres se hacen, más o menos conscien­ temente, del porvenir de sus hijos, representación que influye en la vida de estos. Pero esta noción obtenida por inversión, a partir de la noción freudiana de novela familiar -que designa la representación que los hijos se hacen de su origen- depende, tanto conceptual como teóricamente, del psicoanálisis más clásico. Lo cual no quiere decir que no haya habido aplicación de la literatura al psicoanálisis, sino que la literatura aquí no ha permitido proponer una visión verdaderamente nueva del psiquismo. 2. En la generosa presentación que brinda de la literatura aplicada en Psychanalyse et littérature (París, PUE, “Quadrige”, 2002, pág. 203, nota), Jean Bellemin-Noél subraya que el textanálisis “a menudo tiene la ocasión, al leer un texto, de dar con una formación inconsciente no repertoriada en la clínica”. Pero los ejemplos que cita (“algunos objetos fetiches en Le Voyeur de RobbeGrillet” o “el ojo vampiro en Jettatu ra de Gautier”) están más bien ligados a este ajuste (o a la sustitución, véase infra).

* En otros casos, que se podrían denominar sustitución, el recurso a la literatura permite una huida parcial por fuera de los pensamientos dominantes. Es lo que sucede, por ejemplo, con algunos de los modelos del psiquismo o del deseo que hemos tomado de los escritores. El modelo de la armadura vacía en Calvino o el del vitral en Chrétien de Troyes pueden utilizarse sin cuestionar el conjunto del psicoanálisis o de las teorías afines. No coinciden exactamen­ te con lo que se propone en el marco de estas teorías - y ofrecen la posibilidad de invertir la operación de la simbolización- pero su reconocimiento no implica modificar sus fundamentos. Efectivamente, se puede apreciar cuán elocuente puede ser la imagen de una armadura vacía para describir algunos casos clí­ nicos o algunos momentos de nuestra existencia, en los que se conjugan una seguridad extrema y un miedo subterráneo. Pero también cabe apreciar que nada inconciliable opone esta repre­ sentación a los modelos freudiano y lacaniano. M uy por el con­ trario, se trata de modelos, por cierto desplazados, incluso aleja­ dos pero aún activos, que permiten dar a esa imagen de la armadura su potencia creadora, o simplemente haber llamado la atención sobre esta. Las obras de algunos autores que han dialogado extensamen­ te con el psicoanálisis o que se encuentran históricamente en su espectro también tienen que ver con esta práctica de la sustitu­ ción. Sean cuales fueren las diferencias radicales que un autor como Bretón impone al psicoanálisis, por ejemplo sobre el sueño o sobre la temporalidad, el psicoanálisis y los recortes primeros que practica siguen siendo el horizonte de su pensamiento. * En los mejores casos, el pasaje por la literatura puede permi­ tir una verdadera salida del paradigma, yendo más lejos que en el ajuste y en la sustitución. Esos casos, por ser los más infre­ cuentes, son también para nosotros los más interesantes, ya que

son ellos los que verdaderamente justifican el proyecto de la lite­ ratura aplicada. En algunos de nuestros ejemplos, en efecto, ya no es simple­ mente una parte de las teorías existentes lo que se encuentra modificado o discutido. Es más bien otra serie de cuestiones que se plantean a la realidad psíquica, de suerte que resulta difícil hacer coincidir las proposiciones de las obras con las del psicoa­ nálisis o los sistemas teóricos afines. Las perspectivas de pensamiento que abre Maupassant con su modelo del Horla, o Proust con su teoría del tiempo, elabora­ ciones hechas por fuera del psicoanálisis, no se dejan integrar fácilmente o comparar con él, porque las cuestiones de partida y los fenómenos producidos por esas cuestiones difieren y difícil­ mente se superponen. Y lo mismo sucede con textos atravesados por la metafísica o por la ética, como los de Pascal o los de Stevenson, que describen en nosotros mismos separaciones irre­ ductibles a las de nuestras teorías psicológicas. Por último, en casos como estos puede tratarse de una verda­ dera invención, es decir, de una reconfiguración, o de una confi­ guración distinta, de los primeros datos sobre los cuales se edi­ fican las teorías dominantes. Y entonces tiene cabida la esperanza, aun fugitivamente y aunque se requieran importantes prolongaciones en el trabajo de la lectura, de la salida de un paradigma y el comienzo de un pensamiento nuevo. Mientras que el ajuste y la sustitución son formas de la rees­ critura de la teoría freudiana por las obras -o más bien están ubi­ cadas en esa posición por la teoría-, la invención, que se opone entonces a todas las formas de aplicación, ya no es reescritura de nada, dado que, por lo demás, lo que muestra no existe en nin­ guna parte. En tal sentido, acaso convendría decir, gracias a la escritura literaria, que existe una parte de invención en el centro de los tres planteos, que brindan de cualquier manera, para decirlo simplemente, una visión nueva del psiquismo. Y por ende, en toda escritura literaria una parte de invención parece estar cerca de los modelos existentes. *

Ajuste, sustitución e invención son tres ejemplos de ejes de trabajo, aquí aislados para mostrar la diversidad de las prácticas a las cuales puede recurrir la literatura aplicada, más que opera­ ciones de lectura rigurosamente separadas. Efectivamente, las consecuencias de toda intervención son difíciles de apreciar. La simple operación del ajuste y más aún la de la sustitución, a priori más limitadas, pueden acarrear consecuencias teóricas más allá de los puntos precisos en los cuales se ejercen, y conducir, de modo imprevisto, a auténticos tiempos de invención. En efecto, los modelos tomados de la literatura conservan mayormente, gracias a la precisión de su escritura, una gran parte de ambigüedad, y no pueden ganar una fuerza de innova­ ción sino prolongados y llevados por un lector, quien elegirá hacerlas más o menos necesarias, mezclando en ellas, para hacerlas vivir, su propia capacidad de renovación. El primer lugar del sujeto y de su lectura vuelve ilusoria la distinción entre las diferentes prácticas. En última instancia, solo en cada uno, y solamente allí pueden evaluarse las transformaciones operadas en nuestras representaciones, es decir, la parte de invención que ha producido el encuentro con la literatura. De suerte que la invención siempre será, en última instan­ cia, invención de sí, ya que es para cada cual que se esboza la línea de separación entre lo que puede escuchar y lo que está impedido de oír. Nada nuevo puede surgir si el trabajo del crí­ tico -especialmente de “desteorización”- no es primero reali­ zado sobre sí mismo, como en la cura, en un esfuerzo renova­ do para producir pensamiento nuevo. Y nada tampoco si el sujeto no comienza por abrirse a la diferencia y a la alteridad, fuera de lo que han podido encerrar en él las antiguas teoriza­ ciones, que la literatura aquí tiene el valor primario de ayudar a desplazar. La literatura aplicada, lejos de disimular el lugar primero que le concede al sujeto de la lectura -un sujeto al que alienta a soñar, incluso a delirar-, lo reivindica plenamente como algo previo para lo desconocido, a tal punto estima, a riesgo de agra­ var su caso, que solo el sujeto en su libertad de asociación tiene

alguna posibilidad de abrir los textos, gracias al olvido de sus propias creencias, hacia pensamientos minoritarios. Apertura tanto mayor cuanto que el lector dará pruebas de imaginación en su búsqueda, no limitándose a los modelos direc­ tos ofrecidos por el texto -como el Horla, el libro interior o el alma doble-, sino buscando, es decir, creando modelos indirectos posibles, incluso invisibles para cualquiera que no sea él. Esto es, relevando todos los puntos de cruce entre la obra y él mismo donde se constituyen durante un tiempo más o menos prolon­ gado pensamientos nuevos, capaces de permitirle construirse un porvenir.3 * La literatura, por ser invención perpetua y pese a las dificul­ tades que encontramos para entenderla como tal, en modo alguno puede agotar las respuestas que proporciona a las inte­ rrogaciones sobre el psiquismo. Aunque el paradigma del psico­ análisis esté llamado a subsistir durante mucho tiempo, incluso a extenderse, o aun cuando algunos de sus temas principales (la preponderancia del pasado, el lugar de lo sexual...) sobrevivan a su desaparición y entren en la composición de un nuevo para­ digma, la literatura seguirá brindando formas nuevas para la reflexión, formas articuladas cada vez con la escritura original del escritor que las promueve. Más allá de estas formas nuevas, son los paradigmas futuros del pensamiento los que ya están inscriptos en las obras litera-

3. En efecto, nada impide, más allá de las proposiciones de modelos má afirmados en los textos, dejar volar la imaginación. Es lo que pasaría si decidié­ ramos considerar como un modelo del psiquismo lo que propone Montaigne en el capítulo 17 del libro II de los Ensayos, cuando describe la torre donde vive y descompone las funciones de cada piso: capilla en el primero, cámara y suite en el segundo, biblioteca en el tercero (Les Essais, París, PUF [ed. Villey], t. II, págs. 631-662 [trad. esp.: Ensayos, Barcelona, Orbis, 1984]). Nada obsta para ver en ello un modelo tópico, aunque nada en el texto vaya en tal sentido.

rías gracias a la preteorización que las vuelve aptas para conte­ ner las combinatorias de las futuras teorías. Paradigmas ante los cuales pasamos enceguecidos, de la misma manera que los lecto­ res de los siglos pasados pasaban delante de los trágicos griegos o de Shakespeare, sin percibir que ilustran, con una evidencia que recién hoy nos sorprende, las grandes tesis del psicoanálisis. Por ende, toda obra literaria, al tiempo que confirma sin cesar el psicoanálisis y las interpretaciones que este proporcio­ na, anuncia de alguna manera su fin, no sin ofrecer a la lectura los modos de pensamiento que algún día tomarán su relevo. En efecto, finalmente, por la riqueza misma de los modelos que abre, lo que la literatura describe es la desaparición del psicoa­ nálisis como paradigma, llamada a confirmar hasta el infinito las teorizaciones que se inspiran en ella. ¿Habrá que lamentar este fin? Es imposible responder a semejante pregunta, por no saber cómo serán las teorías siguien­ tes. Toda pesadumbre formulada antes de tiempo es un duelo injustificado, en la medida en que dichas teorías podrían susti­ tuir radicalmente al psicoanálisis, al punto de eclipsarlo y no dejar de él nada que pueda ser objeto de pesar, ni siquiera de recuerdo. Pues es a través de las preguntas ya escritas, aunque invisibles, como el hombre proseguirá mañana con la tarea emprendida desde el origen, y nunca abandonada, de interro­ garse sobre sí mismo. * El lector que, aun encontrado signos inquietantes, no haya identificado claramente la patología existente en la literatura aplicada, ahora debería estar en condiciones de afinar su juicio, dadas las declaraciones proféticas a las que llega, considerándo­ se capaz de predecir las teorías futuras, a partir de algunos enun­ ciados dispersos tomados en las obras literarias. Resulta difícil saber en qué medida literatura aplicada y para­ noia están necesariamente asociadas, en la medida en que esta corriente crítica aún joven nunca fue practicada sino por un único autor. Ante la manera como la literatura aplicada manipu­

la los textos y reivindica un lugar eminente para el sujeto, surge la impresión de que presenta con la mencionada afección psíqui­ ca afinidades particulares, o al menos, ofrece un espacio privile­ giado a su pleno desarrollo. Pero tal vez haya que ver las cosas de otro modo, diciéndose que la valorización progresiva de este núcleo paranoico no hace sino revelar de manera más nítida lo que es lo propio de toda teorización, su locura íntima, para la cual sirve a la vez como lugar de expresión y como fortaleza. Y, más allá, el sufrimiento psíquico del que pocos teóricos aceptan hablar y contra el cual la teoría está construida y es sin cesar modificada, como una frá­ gil red de protección, siempre a punto de desgarrarse.

Epílogo

Por consiguiente, la respuesta a la pregunta formulada en el título del presente ensayo, en rigor no puede sino ser negativa. La aplicación de la literatura al psicoanálisis es imposible, al punto que cabe preguntarse, con todo derecho, si existe una sola obra con la cual este método funcione. Ni siquiera tenemos la pretensión de haber sido exhaustivos, dado que la característica manifiesta de la literatura aplicada es hacer surgir nuevos pro­ blemas a medida que se los experimenta. Frente a un fracaso tan rotundo, es hora de recapitular las principales dificultades con las cuales hemos tropezado, luego compararlas con las que otros han encontrado, y, por último, tomar lúcidamente, cueste lo que cueste, las decisiones que se nos imponen. ★ Ante todo, las dificultades de nuestro método están vincula­ das con el encuentro entre literatura y psicoanálisis. La primera forma de imposibilidad aparece en el título mismo de nuestro proyecto y en el orden según el cual se disponen ambos térmi­

nos. Si resulta imposible hablar de literatui-a aplicada al psicoa­ nálisis y por ende hacerla, es porque este último se disipa a medida que la literatura se orienta hacia él para cuestionarlo. Una segunda dificultad reside en la búsqueda de ejemplos convincentes. Con toda seguridad, la selección de ejemplos utilizables - y la discreta eliminación de los contraejemplos- está en el núcleo de todo método, e incluso de todo movimiento de teo­ rización, pero dicha selección, practicada sin pudor por la litera­ tura aplicada, aquí se vuelve particularmente problemática, sobre todo para las épocas antiguas en las que el estudio de sí mismo aún no tenía el lugar que ocupa en la actualidad. Tercera dificultad: los eventuales modelos perceptibles en las obras recién acceden a este estatuto al cabo de una conceptualización que les hace perder su fluidez y las aleja de esa escritura individual inimitable que es la marca de la literatura. En conse­ cuencia, ¿cómo producir teoría nueva sin sustituir la letra del texto por conceptos que la agotan y la traicionan, es decir, sin incurrir en los reproches que le hacemos al psicoanálisis? En efecto, última dificultad: el gesto principal de la literatu­ ra aplicada, que consiste en preferir la prolongación a la inter­ pretación, o el pensamiento virtual al sentido inconsciente, es eminentemente discutible. Pues no se puede saber quién decidi­ rá, si no es cada lector en la recepción, lo que separa una inter­ pretación calificada como hermenéutica de un proceso creativo de prolongación, adornado con todas las virtudes que todos reclamarán para sí. Sin dejarse resumir en una sola, todas estas críticas se orien­ tan finalmente alrededor de una principal, que es el lu gar del sujeto -con todos los riesgos de delirio personal que acarrea-, lo que en otro lugar hemos denominado el “paradigma interior”.1 ¿Cómo conciliar la idea de un método con aquello que queda emparentado con una apertura ilimitada hacia la subjetividad del lector, ya que es a él, si nos sigue, a quien corresponde finalmen­ te la responsabilidad de hacer surgir en los.textos, por obra de la

1. Véase Etiquete su r Hamlet. Le Dialogue de sourds, ob. cit.

omnipotencia de su acto de nominación, formas nuevas de teo­ rizaciones virtuales? * Una buena manera de mantener la calma consiste en decirse que, después de todo, la suerte de todo método, necesariamente provisorio y aproximado, es no funcionar de una manera perfec­ ta. No se le pide a un método que se adapte indistintamente a todos los textos y que resuelva todas las situaciones críticas, sino que proponga, al menos en algunos momentos, esclarecimientos sugestivos. Pero, una vez más, necesitamos bajar nuestras pretensiones, pues, si bien es cierto que la literatura aplicada no es el único método que tropieza con problemas, funciona evidentemente peor que muchos otros, y es infrecuente encontrar alguno que consiga reunir, como si los buscara secretamente, tal abundancia de contradicciones. En este punto, la comparación con el tradicional psicoanálisis aplicado es instructiva. La mayor parte de los problemas con los que tropezamos se debe a la inversión practicada entre literatura y psicoanálisis. Ahora bien, este último, por variado que sea, pre­ senta cierta coherencia doctrinaria a través de sus variaciones. Si se suprime el psicoanálisis, o si se lo deja de lado, ya no queda nada sólido en que apoyarse, sino algunos fragmentos dispersos, tomados de manera impresionista a lo largo de las obras. Si resulta difícil mantener la calma, varias soluciones se pre­ sentan frente a tal sucesión de dificultades, la primera de las cua­ les -lo que haría toda persona sensata- es atenerse a ello y poner fin a este intento. El problema es que semejante decisión, si bien podría ser calificada como valiente, no produciría en modo algu­ no ese efecto en la recepción, dado que pasaría tan completa­ mente inadvertida como el método al que le pondría fin. En vez de darnos por vencidos, existe otra manera de prose­ guir la empresa. Consiste en adoptar una línea flexible o blanda. Esta equivale a hacer de la literatura aplicada una práctica de lectura tan difusa y tan consensuada que su campo se extendería

casi al infinito. Cerrada y dogmática en nuestra concepción ini­ cial, la literatura aplicada podría considerarse así como la teoría de todos los que les exigen a las obras reflexiones sobre el psi­ quismo. Entonces sería posible vincularla con una cantidad de autores de todos los siglos, que se convertirían con o sin su acuerdo, en los precursores de lo que por fin habría sido teori­ zado. * Por último, existe una tercera solución, que cuenta de lejos con nuestra preferencia: la línea dura. Equivale a resistir en la adversidad y decirse, de una buena vez, que es inútil esperar con­ vencer a quienquiera que sea del interés de nuestro método. Tal actitud, que bordea la soledad del paranoico, no está desprovis­ ta de interés e incluso puede fundarse epistemológicamente. Pero implica modificar previamente la idea misma de método, quitándole todo carácter transmisible. Hacer de la literatura aplicada un planteo personal nunca es más que extraer las consecuencias de lo que se observa en muchos críticos, a saber, el carácter intransmisible -o en todo caso no reproducible- de su práctica. Pero muchos problemas desaparecen no bien uno se libera de la preocupación de la transmisión y hace del método, no algo que trata de enseñar, sino todo lo contrario, es decir que uno trata a toda costa de practicarlo solo. Entonces, no solamente ya no necesita argumentar incansa­ blemente, forzar los ejemplos a plegarse a la teoría ni colmar las fallas que renacen sin cesar, inventando a medida múltiples con­ ceptos, sino que el encuentro mismo con los textos se halla pro­ fundamente modificado, puesto que está libre de toda preocupa­ ción por convencer, y puesto que la lectura ya no es asunto de un nosotros sino de un yo. Un “yo” resituado en el primer lugar, y que, provisto de lo que ya no es un método, sino un modo de encuentro personal con los textos, puede seguir practicándolo con toda tranquilidad y sin pedirle nada a nadie. En un proceso sin duda incierto, en

el que tal vez nada se sostiene sólidamente, pero que es plena­ mente nuestro, por ser nuestra creación, y por lo que nos apor­ ta en nuestra lectura de las obras. En efecto, más que decir de la literatura aplicada que no fun­ ciona, estoy más bien tentado de decir que solo funciona bien para una persona, que se encuentra instalada en ella plenamen­ te, incluso en sus trampas y en sus excesos, y que gana en ella espacios de libertad crítica. Que se ha adaptado a este punto a mi personalidad que apenas puedo soportar la idea de que otro se adueñe de ella, y estoy decidido a luchar contra todo aquel que pretenda utilizarla, o simplemente hacer referencia a ella, para enriquecerse intelectualmente por medio de sus lecturas. No es cierto que la literatura, al haberse liberado de una buena vez de su saber sobre la psicología, ya no tenga nada para enseñarnos sobre nosotros mismos. Y es falso creer que, de sus múltiples pensamientos, ya nada queda para señalar que pueda ayudarnos a leer y a amar. Y falso sobre todo imaginar que mi deseo de escucharla sería atacado por mis propias críticas, cuan­ do -así lo pienso- he descubierto una vía que me permite dejar­ me enseñar por los libros, en el sosiego recobrado de la ausen­ cia de diálogo, por fin solo.