BAUDELAIRE Charles - Escritos Sobre Literatura

CHARLES BAUDELAIRE ESCRITOS SOBRE LITERATURA BRUGUERA Traducción: Carlos Pujol 1.* edición: octubre, 1984 t La prese

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CHARLES BAUDELAIRE

ESCRITOS SOBRE LITERATURA

BRUGUERA

Traducción: Carlos Pujol 1.* edición: octubre, 1984 t La presente edición es propiedad de Editorial Bruguera, S. A. Camps y Fabrés, 5. 08006 Barcelona (España) Prólogo, traducción y notas: (, Carlos Pujol 1984 Diseño de cubierta: Neslé Soulerry Printed in Spain ISBN 84 02 10163 1 I Depósito legal: B. 26.612 1984 Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S. A. Carretera Nacional 152, km 21,650. Parets del Vallés (Barcelona) 1984

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Prólogo

¿Es el poeta un bruto inspirado o un perpetuo niño que sólo sabe sacar música misteriosa de las palabras? Opínese lo que se quiera, pero en el caso de Baudelaire nada menos cierto. El mayor poeta de su siglo es también uno de los hombres más inteligentes que dio la Francia del xix, uno de los que hablan de literatura con mayor lucidez, conocimiento y profundidad. Publicar ahora en castellano la crítica baudeleriana no es, pues, añadir unos textos circunstanciales al glorioso monumento de Las flores del mal. Son éstas unas páginas sin desperdicio, admirables, de una penetración tan rara en su tiempo como en el nuestro; con un humor devastadoramente amargo y justo, y una seguridad de estilo y de matices que han de ser la envidia de cualquier crítico contemporáneo que conserve algún residuo de buen gusto. La lectura de estos comentarios mueve a pensar que en la época de Baudelaire abundaban los perfectos imbéciles, las mediocridades encumbradas, las glorias ficticias; los famosos cuya identidad hoy hay que buscar en viejos libros o en minuciosísimas historias de la literatura que apenas

les dedican una rápida mención. Sic transit. Eso es todo lo que ha quedado, poco más de un siglo después, de rutilantes académicos, temibles críticos, imperecederos poetas y novelistas de fama bien cimentada. Una lección de humildad para nosotros. Gente tragada por el olvido que entonces parecía ser alguien, y que ha resultado no ser más que una apariencia cuyo recuerdo, en breves y piadosas notas a pie de página, nos sume en una vaga melancolía. El señor Dupont, tan vulgar como ya indica su apellido, ¿pudo creerse un gran poeta? ¿Quién se acuerda de Le Vavasseur, de Asselineau, de Barbier? Al señor Augier, ¿por qué se le juzgó un dramaturgo ge nial? Todo ese tropel de generales, príncipes y duques que atestaba la Academia Francesa, ¿se tomaron alguna vez en serio, se creyeron metafóricamente inmortales? ¡Cuántos nombres olvidados que dan pie a ataques vehementes, en los que hoy creemos ver una cierta despro porción, o, ay, a elogios hiperbólicos que nos hacen son reír. Decían los latinos que el águila no caza moscas, y sin embargo, ¡cuántos grises moscones del Segundo Impe rio legan su borroso nombre a la posteridad gracias a elogios de amigo o a la ira justiciera de Baudelaire! Es difícil hablar de los contemporáneos, nunca se puede decir todo, la proximidad con frecuencia nos engaña, se cambia de parecer, hay que disimular aversiones bien arraigadas con frases de doble sentido. A Baudelaire, ¿le gustaba tanto Dupont? ¿No son exageradas las alabanzas que dedica a Gautier, quien tal vez no merecía la honrosa y rimbombante dedicatoria de Las flores del mal? Sabemos, en cualquier caso, por sus cartas, que no le gustó Los miserables, novela de la que habla muy bien en un largo artículo; lo cual no impide

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que en otro se ensañe con Victor Hugo. ¿Es esto crítica literaria? ¿O es estrate gia, con sus dosis de bilis, de venganza, de compromiso y de compadraje? ¿Fue Baudelaire un verdadero crítico lite rario, pueden decirnos algo, todavía hoy, sus escritos de entonces? Indudablemente sí, porque los excesos y defectos de estas páginas, fáciles de subsanar para un lector juicioso, no afectan a lo esencial; no alteran el hecho de que Bau delaire en el fondo apenas habla de personas, mientras que habla en cambio mucho de las dos únicas cosas que le importaban de veras: la Literatura con mayúscula y él mismo, dos nombres diferentes de algo que se confundía con su propia personalidad, con su vocación. Qué es la Literatura y qué no es. Es Belleza y Verdad, un fin en sí mismo. No es predicación, moral, facilidad, desaliño, pereza, engaño. Es talento, pero también trabajo, inspiración, desde luego, pero más aún constancia, esfuerzo. No es mensaje del tipo que sea, camuflando mer cancías averiadas, no es satisfacción a los lectores en busca del éxito. Es exigencia y sacrificio, altura. Todo un programa sobre el que ejemplariza los casos a favor y en contra de gente de su tiempo. Y detrás de la Literatura está el artista, complejo y atormentado, doloroso narciso que se mira incansablemen te en su propia imagen crispada, fuera de la cual sólo consigue interesarse por las mayúsculas de la BELLEZA. Aunque la VERDAD, que para él reside en el sufrimien to, en el dolor como única aristocracia de este mundo, completa y humaniza turbadoramente tan altiva visión de las cosas. Baudelaire que sólo habla de sí mismo, que sólo se alude a él; que hace una crítica que es ya de por sí Literatura, y en la que todas sus palabras, sus cóleras y sus aficiones, sus protestas y sus

entusiasmos, remiten al propio poeta. No hay menos Baudelaire en estas páginas que en sus versos más célebres, ni, por lo común, están escri tas con menos vigor, dramatismo y hondura. El texto que abre nuestro volumen, el primer artículo sobre Pierre Dupont (habrá otro más matizado y distanciado) es una curiosidad histórica que nos presenta a un Baudelaire que, en 1851, todavía excitado por los ideales revolucionarios de 1848, hace un clamoroso elogio de un rimador obrero, cuyo recuerdo no tardaría mucho en caer en el más justo de los olvidos. Nada menos baudeleriano que esa exaltación sin límites de la poesía útil, sobre la que, años después, al hablar de Poe, volcará los sarcasmos más feroces; de la poesía sincera, natural, tomada como «síntoma de unos senti mientos públicos», del poeta como abanderado del «amor a la virtud y a la humanidad». Y nada más baudeleriano que su absoluta rebeldía ante las ideas consagradas y los valores establecidos, su necesidad de estar en contra; nada más suyo también que su identificación con el rebelde, en la que no falta ni una transparente alusión familiar a la tiranía de su padrastro, el general Aupick. Páginas llenas de brío y de pasión —que sin duda pos teriormente avergonzaron al poeta— en las que declara sublime a un escritor muy mediocre, a un poetastro, sin más razones que las de su representatividad revolucionaria. Pero, ironías del oportunismo crítico y de la estética ideológica: Dupont (a quien Marx llegó a citar en El Capital) se sometió poco gallardamente al Segundo Imperio y se avino incluso a cantar las victorias de Napoleón III en Crimea. A posteriori, pues, la enseñanza de este escrito tan de circunstancias, abona la filosofía del

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Baudelaire maduro: la vida —a diferencia del Arte, cuya exigencia lo hace perenne— traiciona; Dupont, arquetipo del poeta útil, re nuncia al símbolo en el que residía todo su interés, y entonces se convierte en la pura nada. Lección de la que el poeta hecho crítico iba a tomar buena nota: jamás servir a estética que pueda perder todo valor por razones ajenas a la estética. Con muy pocos meses de diferencia, asesta luego dos golpes tremendos y sarcásticos, por así decirlo a derecha y a izquierda: a la literatura ñoña y moralizadora por un lado, a los brotes de esnobismo neopagano por otro. Entre las fechas de ambos artículos (noviembre de 1851 y enero de 1852), curiosa y significativamente, la del golpe de Estado de Luis Napoleón. El Segundo Imperio estaba en puertas. Baudelaire se busca a sí mismo, sin romper del todo con los acentos cándidamente humanistas y en cierta manera razonables de su texto sobre Dupont, en el que de todas formas es posible que haya que atribuir una buena parte más a la amistad personal que al convencimiento. ¿O creía aún en el ideal de una poesía sencilla, sana y popular, con sus ribetes de utilitarismo? Tal vez, pero en cualquier caso, nada en la ramplona gazmoñería del teatro de Augier, al que dedica un violento ataque ahora que el ministerio amenaza con patrocinar ese tipo de literatura. ¿Qué hacemos con la virtud? Qui zá, viene a decir, vale más practicarla que aconsejarla en versos ripiosos. Una virtud predicada desde el escenario por Augier y compañía enmascara los propósitos más inconfesables, entre ellos el de sustituir fraudulentamente el arte por la moral. Y además, ¡qué moral! Un simulacro acomodaticio y satisfecho para las personas de orden que llenan los palcos y la platea, un pancismo disfrazado de buenas costumbres, una

ética fácil y pequeñita, rentable, que el crítico flagela sin piedad. ¿Buenos ejemplos? Según —y aquí se escuda en frases y actitudes de Balzac—, pero hipocresías moralizadoras, moral como la solución más confortable para la vida, no. No transcurren muchas semanas sin que vuelva a po nerse ferozmente en pie de guerra, esta vez luchando en otro frente. Empieza a hacer estragos un neoclasicismo que representa muy bien la obra primeriza de Théodore de Banville, de quien son Las estalactitas en 1846, y con tra el que se dirige sin duda este artículo. Fervores anti guos de cartón piedra, risibles ampulosidades mitológicas que no tardarán en dar paso, con un poco más de solidez, a los primeros parnasianos. Baudelaire se ensaña también con ellos, con su presuntuoso paganismo, su ridicula amoralidad afectada, su desdén trágico cómico por las realidades más bien sórdidas en que tales literatos se ven metidos a pesar suyo. Si la exaltación sistemática de una virtud a pequeña escala le parece una falsedad, no menos falsa es esa pose de titanismo de guardarropía, con túnicas y clámides. «La ley de la vida exige que quien rechaza los goces puros de la actividad honrada sólo pueda ser sensible a los terribles goces del vicio», escribe, y nos deja perplejos, porque eso casi podría firmarlo algún conspicuo moralista de la «escuela del sentido común». ¿O está pensando en Pierre Dupont, a quien no es el momento más oportu no para citar después del 2 de diciembre? Con todo, eso tiene ecos muy de su poesía. Y añade: «El pecado contiene su infierno, y la naturaleza dice de vez en cuando al dolor y a la miseria: ¡ Id a vencer a esos rebeldes!» Seguimos en el mismo tono, pero el enfoque de la cuestión ¡ nos recuerda tanto a Las flores del mal! Es un momento de encrucijada, en pocos meses los tres

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artículos hacen confluir, confusa y turbulentamente, encontrados principios de estética y de ética. Viejas polémicas para historiadores de la literatura, podrá pensar alguien, ¿quién se acuerda de Dupont, de Augier o de Banville? ¿Quién les lee ahora? No nos engáñenos, aunque no les leamos, entre nosotros están sus sucesores. El populismo social, la blanda moralización y el paganismo frenético tienen también sus nombres ayer mismo y hoy, son posturas y tentaciones, no menos ridículas que hace un siglo y medio, ni tampoco menos presentes. Baudelaire se orienta orientándonos con la profundidad de su crítica implacable. Los suyos no son textos históricos si saben leerse debidamente, sino búsquedas difíciles, pugnas secretas del artista consigo mismo que es posible que nunca pierdan actualidad; que siempre sigan siendo luz para lectores que en otras circunstancias reconocen a los mismos fantoches con los que batallaba Baudelaire al filo del golpe de Estado del príncipe presidente Luis Napoleón. El artículo sobre Madame Bovary es del otoño de 1857, cinco años y medio después del último comentado. Las vacilaciones ya no existen, el poeta sabe adónde va y qué caminos quiere seguir, y cuando exalta la novela flaubertiana lo hace más que como crítico, como escritor que se reafirma a sí mismo mirándose en el espejo de una obra en la que advierte no pocas afinidades sustanciales. La primera y más obvia aparece aludida en pocas palabras: «la moral, que por un celo ciego y demasiado vehemente...» En este año de 1857 Madame Bovary y Las flores del mal comparecieron ante los tribunales franceses bajo la acusación de ofensas a la moral pública. Como es sabido, Flaubert fue absuelto y Baudelaire

condenado a una multa y a la supresión, en ediciones posteriores, de determinados poemas. No puede extrañarnos, pues, el ardor de la defensa baudeleriana, que insiste en unos cuantos puntos capitales que le afectaban muy de cerca: la verdad última de lo que se describe, la belleza purificadora del arte, la justificación espiritual, aunque paradójica, de un asunto aparentemente poco ejemplar. Otra vez a vueltas con la moral y la virtud, que de nuevo hay que distinguir de la verdad y el arte. Pero hay otra cuestión mucho más concreta que le atañe especialmente y en la que pone un gran interés. Pasa revista a diversos autores contemporáneos, algunos muy olvidados hoy, como Bárbara, otros en esa semipenumbra que sólo frecuentan los eruditos: Champfleury, Custine, a quien recordamos por sus Cartas de Rusia más que por sus novelas... Otros relegados al inframundo del folletín, como Féval, y quizá sólo el crepitante Barbey con plena vigencia. A todos les hace reproches, para concluir que sólo Flaubert ha hermanado la vulgaridad del asunto —vulgaridad deliberada, muy consciente— con el genio del escritor. Adulterios provincianos mezquinos, sórdidos, es cuanto merece nuestra época, dice, lo único que puede entender, porque está a su altura. Los demás se pierden en las nubes, sólo Flaubert es fiel a la verdad de su siglo retratando la zafiedad moral. Nuestro siglo es feo y adocenado, y todo eso tiene que pasar a la literatura, pero el escritor no renuncia a sí mismo, y convierte en arte esos materiales vulgares de la realidad. La fascinación baudeleriana por lo feo tratado artísticamente, como contrapeso realista de la sublimidad del mismo arte, se refleja aquí en su apasionado elogio de Flaubert.

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Tras un salto de dos años, el artículo sobre Asselineau, cuya obra tal vez merezca mejor fortuna, nos devuelve una vez más a aspectos capitales de la estética de Baudelaire. El ensueño, la ironía, «la legitimidad de lo absurdo y de lo inverosímil», «la situación anormal de una mente», las alucinaciones, temas que atraían irresistiblemente al escritor, y que comenta con una extraordinaria vivacidad. Asselineau, que por su cronología es un riguroso coetáneo de Baudelaire, pertenece como tantos otros escrito res citados hasta ahora, a esa generación del segundo romanticismo que tenía veintitantos años cuando se produjo el cataclismo ilusionado de 184B. Revolución que iba a cambiar el mundo, y en seguida contrarrevolución que lo devolvió a su lugar más o menos de siempre. Los que vivieron aquellas fechas siendo jóvenes, y estuvieron —como Baudelaire— en las barricadas, ya no volverían a ser los mismos. El romanticismo stricto sensu había muerto, y de sus desengaños iba a nacer la literatura del Segundo Imperio: los profetas del «realismo» y los soñadores de un retorno a la antigüedad, el reino de la fantasía y del arte por el arte. Se hablaba familiarmente de la locura, del sueño y del desvarío con una lucidez amarga que no era la de la generación anterior. Y así esos relatos dan pie a Baudelaire en el fondo para glosarse a sí mismo, para explayar su estética, para atacar a sus enemigos y defenderse. Lo horrible y lo maravilloso, en una extraña mezcla que se confunde con la realidad cotidiana, están ahí como un elemento del que participan todos esos hijos de una revolución frustrada. Del mismo 1859 es, no ya artículo, sino un largo estudio que se publica tres meses más tarde, en marzo, y que el editor Poulet Malassis recogerá en forma de plaquette a comienzos de otoño. Un

largo y elocuente estudio sobre Théophile Gautier, que había sido el destinatario de Las flores del mal («Al poeta impecable, al mago perfecto de las letras francesas, a mi queridísimo y veneradísimo maestro y amigo...»). Muchos elogios eran que se completan aquí con una serie de páginas en las que las alabanzas se vierten a chorros. ¿Proporcionadas, merecidas? El lector moderno se siente incómodo ante ese despliegue tan aparatoso de veneración filial —Gautier es para Baudelaire el padre literario adoptivo— y ante tantas frases que nos suenan a exageradas y a hiperbólicas. De una parte, porque, desde un punto de vista puramente biográfico, sabemos que Gautier se sentía embarazado y confuso ante aquel discípulo entusiasta, que juzgaba un poco comprometedor. El era un escritor consagra do y prestigioso, que llevaba diez años a Baudelaire, el último de los románticos y el primero de los modernos; que se ganaba el pan con la esclavitud de las crónicas periodísticas, pero con fama de hombre de letras, y que después de las audacias y calaveradas juveniles, había entrado en cierta fase serena y magistral. ¡ Y aquel arrebatado discípulo asociaba su nombre con extravagancias truculentas, con versos que tenían un regusto blasfemo, con poemas que hablaban desembozadamente del amor sáfico... y que no tardarían en ser condenados por los tribunales! Todo eso era inquietante, y lo cierto es que la primera redacción de la dedicatoria fue rechazada por Gautier, quien alegó que insistía demasiado en «el aspecto escabroso del volumen». Así pues, el padrino del mejor libro poético de los últimos siglos fue llevado a las fuentes bautismales un poco a rastras. Eso puede no empañar la simpatía, la humanidad y las notables dotes literarias del buen Théo, pero ¡de ahí a esa catarata

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de elogios que le dedica Baudelaire! Hoy, cuando sólo en los círculos universitarios se sigue leyendo fielmente a Gautier, estas páginas tienen que parecemos excesivas. Y es muy posible —hay indicios en favor de tal suposición— que a Baudelaire también se lo parecieran. Ya es sabido que la sinceridad absoluta raras veces es de este mundo. Y el autor de tan ditirámbico estudio no deja de confesar a Victor Hugo que en su admirado Gautier ad vierte «lagunas», y que está lejos de compartir algunas de sus tendencias, por ejemplo, su entusiasmo por el Progreso (en el texto hay, por otra parte, alusiones restrictivas en este sentido). Pero lo indudable es que la estética anunciada por Gautier es la plataforma de la estética baudeleriana, y el poeta reconoce —y sin duda magnifica— la deuda contraída con su maestro. La reconoce generosamente, aunque en su generosidad haya también algo de necesaria afirmación personal: no sólo al hablar de Gautier se retrata a sí mismo, como suele hacer, sino que además al elogiarle se siente menos huérfano, menos solo, sin dejar de ser quien es. «Esta aristocracia que crea a su alrededor la soledad», como dice tajantemente, es más una alusión autobiográfica que un comentario crítico; y cuando nos habla de «la Idea fija», del «amor exclusivo de la Belleza», de la «sublime función» del escritor (lo cual es muy impropio aplicado a Gautier, que se pasó la vida haciendo periodismo), de los poetas como «seres fabulosos y exóticos», de sus constantes afanes de perfección formal, ¿de quién habla? Gautier pasa a convertirse inevitablemente en pretexto; por fortuna Baudelaire sólo puede hablar de sí mismo, lo cual nos interesa muchísimo más que todo lo que pudiera decir, con la mayor

objetividad, de los otros. En el maestro ve a la vez caminos que ya son los suyos y limitaciones que sabe cómo vencer. La cortesía pública es una cosa, la convicción personal sin duda otra distinta. En el bloque que titula «Reflexiones sobre algunos de mis contemporáneos», de comienzos de los años sesenta, cuando faltaban muy pocos para su muerte, Baudelaire se muestra en toda su madurez de criterios y de estilo. Son páginas admirables de precisión y de agudeza, de lo mejor de toda su obra crítica, como un tremendo repaso a unos cuantos escritores de la época desde la atalaya de su genio. El largo artículo sobre Victor Hugo es, en general, excelente como justicia apreciativa, y tiene además una seguridad de pluma estupenda. Al menos en el lado positivo; es decir, tiene razón en todo lo bueno que dice de Hugo, pero calla lo que no le gusta o aquello en lo que disiente. El magisterio estético y moral de Victor Hugo en estos años de exilio era muy grande, y Baudelaire matiza la sinceridad con una fuerte dosis de prudencia. Admira la grandiosidad, la amplitud de registros verbales, las fulgurantes intuiciones que abundan en la obra hugoliana; y silencia piadosamente descuidos, caídas, énfasis desplazados, torrentes de charlatanería y de filosofías baratas. Muy baudelerianas son observaciones como las que hacen referencia a la «monstruosidad» y a la «oscuridad indispensable». No tardaremos en leerle elogios más cohibidos y por fin palabras de una franqueza brutal, durísima. Curioso y significativo es el texto dedicado a Barbier, que tiene algo de ajuste de cuentas, y que remacha la vieja polémica de la poesía útil, con sarcasmos que debían de hacer mella en aquellos momentos: «Tengo comprobado que las personas demasiado enamoradas de la utilidad y de la moral

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descuidan gustosamente la gramática», afirma muy socarrón. ¿Que significa la poesía «honrada», la que expresa «ideas», la que está movida por una justa indignación? Nada. «La poesía se basta a sí misma. Es eterna y nunca tiene que necesitar ayuda exterior.» ¿Qué pasa entonces con el poeta social Barbier? Que ha sido un buen poeta a pesar suyo, concede. Con Marceline Desbordes Valmore nos movemos en otro terreno. A diferencia de fantoches como Barbier o Dupont, aquí estamos ante verdadera poesía, preludiando incluso en sus mejores momentos la voz de Verlaine, de una «naturalidad» —es la expresión baudeleriana— que sabe encontrar acentos líricos de verdadero valor. Pero, ¿no había que condenar la naturalidad? ¿En qué quedamos? Lirismo «natural», irregular, espontáneo, desaliñado, todo eso no podía complacer a Baudelaire, y sin embargo, en una de esas soberbias inconsecuencias que en el fondo tienen pleno sentido, Baudelaire proclama su entusiasmo por la dulce Marceline. De vez en cuando, dice, nos vemos obligados a abrazar una causa que va contra todos nuestros principios estéticos, y una vez más acierta con una independencia admirable. Bien están los principios, pero él está más alto. Hace un elogio muy sensible de la poetisa lionesa, viendo detrás de sus torpezas y de sus balbuceos un sentido musical y una emoción que todavía conmueven a nuestros contemporáneos. Y concluye con una página de antología, describiendo en términos metafóricos la poesía de Marceline como un jardín brumosamente lírico y triste, desarrollando la comparación de un modo tan delicioso como inspirado.

Luego vuelve a hablarnos de Gautier, de su vertiente de «mago perfecto», de poeta —como él mismo— que lo es en la medida en que se acerca a la perfección en el manejo de su instrumento, el lenguaje. E imagina una «fábula» —el francés como lengua muerta, «en las escuelas de las nuevas naciones se enseña la lengua de un pueblo que fue grande, del pueblo francés»— que hoy tiene resonancias de patética profecía. De Pétrus Borel, el Licántropo, Baudelaire parece ocuparse con menos seriedad, permitiéndose un paréntesis entre divertido y emocionado para evocar la extravagante figura de uno de aquellos frenéticos del romanticismo, más atractivos como curiosidad que como arte. Una existencia estrambótica y maldita tiene también un encanto que no podía dejar de atraerle. Al escribir sobre ese «raro», cuyas deficiencias literarias no trata de ocultar, desplaza las consideraciones estéticas de la zona de los grandes ideales a la singularidad, aunque sea con un talento más bien escaso. El Licántropo le interesa como un ejemplo fascinante de persona irregular, distinta, única, espejo deformado de sí mismo que se queda en la caprichosa anécdota diferencial. Con Moreau Baudelaire se ensaña por dos razones que explica muy bien: es el prototipo del desorden, de la falta de rigor, de la pereza, del descuido, no hay peores pecados para un poeta; pero además es una gloria útil, una fama oportunista que conquistó sin grandes exigencias morales. Tópicos románticos, melodramatismo barato, latiguillos políticos de éxito fácil, todo unido a un «fárrago de imitaciones». «El ídolo de los haraganes y el dios de las tabernas», le define severamente. La aristocrática indignación baudeleriana se eleva del caso particular (que no tiene más interés que el

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representativo, porque Moreau es un poeta muy malo) al terreno de las ideas: es «el papagayo bobo de los badulaques de la democracia», frase que muchos contemporáneos no le perdonarían jamás, y que le atrajo la enemistad de un influyente editor. No obstante, no será la última muestra de desdén antidemocrático que aparezca en su obra. Los dos artículos siguientes corrigen con discreción, pero también con firmeza, puntos de vista ya expresados con anterioridad. En el primero rehabilita a Banville, que en sus nuevos libros se ha hecho acreedor a sus elogios. Pero más que hablar de Banville, Baudelaire aquí diserta sobre el lenguaje lírico, sobre el medio de expresión poética. Su nuevo texto sobre Dupont sigue siendo amistoso, cordial, pero los comentarios están erizados de suaves reservas; sus obras no son «ni esmeradas ni perfectas», «debe más a la naturaleza que al arte», etc., observaciones que en su pluma tienen un significado inequívoco. Más que crítica, homenaje a una antigua amistad en términos suficientemente ambiguos y educados para no mentir del todo. Sobre Leconte de Lisie, el maestro del Parnaso, Baudelaire tenía que escribir con elogio, tanto por sus afanes de perfección formal como por su actitud de altivez: «Pertenece a esa familia de espíritus que siente por todo lo que no es superior un desdén tan tranquilo que ni siquiera se digna expresarse.» Los temas exóticos, «la lengua noble, decidida, fuerte», la exactitud de sus rimas, todo contribuye a hacer de él un artista fraterno, en la altura de inaccesibles ideales. Hoy nos sorprende un tanto la identificación. Leconte es sonoro, pero también hueco, su ampulosa majestuosidad es acartonada, sus poemas antiguos suenan a arqueología, sus inquietudes de trascendencia no nos conmueven.

En realidad tienen poco que ver con Baudelaire, y aunque coinciden en rasgos exteriores (en Leconte mucho más pompiers). les separa el abismo del genio. La breve nota sobre Le Vavasseur que cierra estos juicios pertenece al mismo tono de la dedicada al Licántropo. La extravagancia simpática, como hemos visto, también le atraía, y esos personajes raros y maniáticos, esos malditos que confunden lo original con lo excéntrico, constituyen por su misma vida un cierto grado de litera tura viviente, tentación destructora que Baudelaire parece bordear a menudo. El prólogo a Cladel, escritor al que llevaba catorce años, es decir, ni maestro ni compañero, sino de una generación filial, es un nuevo pretexto para repetir su teoría del arte: «La inspiración no es más que la recompensa del ejercicio cotidiano», nos recuerda, y arremete otra vez contra los perezosos, los fatuos, los ilusos, contra la vulgaridad mental que hace creer a unos desdichados que no hay que esforzarse por escribir bien, que basta con imitar la manera de vivir de los bohemios literarios de Murger. La literatura hay que hacerla, no hay que imitarla en la vida, viene a decir, y se hace con talento, claro está, pero sobre todo con esfuerzo y perseverancia, hoy diríamos con seriedad profesional. «El aprendiz de saltimban qui ha de arriesgarse a romperse mil veces los huesos en secreto antes de bailar ante el público.» En otras palabras, según la magnífica fórmula baudeleriana: La inspiración es trabajar todos los días. «Una reformá en la Academia» más que un artículo de crítica es un desahogo. Baudelaire había presentado su candidatura para el sillón del Padre Lacordaire, y un es crito de Sainte-Beuve sobre la politización de las elecciones académicas le impulsa

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(aunque desde el anonimato) a ajustar las cuentas a una serie de fantasmones, en su época juzgados ilustres, que pertenecen a la docta corporación por razones de tipo familiar o político. El artículo es duro y vengativo, aunque su mejor ven ganza —postuma— se la proporciona el hecho de que hoy nadie recuerde los nombres de aquellos señores encumbrados por motivos tan especiales. De todas formas, ¿podemos imaginarnos a Baudelaire en la Academia Francesa? La hipótesis es un tanto incongruente, pero ¡hubiese sido tan hermoso poder leer ahora un encendido elogio suyo del dominico Lacordaire! Las costumbres literarias han cambiado muy poco, y esta historia no ha perdido actualidad. En 1862 Baudelaire no ingresó en la Academia, ni tampoco Jules Favre, el político de la oposición, el elegido fue Octave Feuillet, autor de La novela de un joven pobre. Seis años después Favre conseguía su propósito, cuando ya Baudelaire había muerto sin ser académico, aunque, seamos justos, para ser inmortal necesitaba ese honor mucho menos que sus rivales. Más sorprendente es el elogio de Los miserables que leemos a continuación. Es un artículo que no abandona el plano moral, de pura exaltación humanitaria («un libro de caridad, una ensordecedora llamada al orden de una sociedad demasiado enamorada de sí misma y demasiado despreocupada de la inmortal ley de la fraternidad»), con muy pocas referencias de carácter estético. ¿Era así como lo veía Baudelaire? Por una carta a su madre, sabemos que no, que el libro le parecía «inmundo», y algo de eso se puede leer entre líneas, en un texto forzado y extraño en el que sólo ocasionalmente oímos su característica voz. Admira la grandiosidad, comparte el amor a

los humildes, ha de elogiar su talento de visionario, pero el conjunto es tan declamatorio y chapucero... En el artículo siguiente, ya de 1864, sólo dos años an tes de la parálisis que le fulminaría en Bélgica, se quita la máscara: es una feroz diatriba contra la literatura utilizada con fines políticos, en este momento de signo democrático, y la cabeza de turco es nada menos que el vene rabie exiliado Victor Hugo. El centenario de Shakespeare, que se quiere convertir en una apoteosis revolucionaria y filantrópica, le inspira párrafos de una mordacidad cruel y justiciera que no respeta a nadie. «Shakespeare es socialista. El no lo sospechó jamás, pero importa poco. Estamos familiarizados con ese tipo de supercherías.» Con el «crescendo propio de la necedad de las muchedumbres reunidas en un solo lugar», se dará libre curso a «la verborrea francesa», bajo el patrocinio de «ese poeta en quien Dios, movido por un propósito de mixtificación impenetrable, ha amalgamado la necedad con el genio». Victor Hugo iba a sobrevivir muchos años a Baudelaire, pero su mejor epitafio ya quedaba escrito. En cuanto a los dos largos estudios sobre Poe que cierran este volumen (aunque cronológicamente son de los años cincuenta, suelen publicarse al final de sus artículos porque constituyen un mundo aparte dentro de su labor crítica), hay que apresurarse a advertir que son un poco farragosos. Buena parte de su contenido es demasiado concreto (datos biográficos —algunos clamorosamente falsos, dicho sea de pasada—) y tiene tan sólo una finalidad informad va, que hoy no es de gran interés. En otros aspectos es demasiado abstracto, abundan en prolijas discusiones, o insiste con un énfasis un tanto desplazado en la crítica de la sociedad

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norteamericana que no supo comprender al gran poeta. La necesidad de presentar un autor extranjero descono cido al lector francés, y sobre todo la identificación abso luta con éste, menguan las posibilidades críticas de Baudelaire. Es mucho más verboso que en otras ocasiones, la exposición es confusa y atropellada, y le vemos crispado y nervioso, queriendo decir más cosas de las que dice y en general embarullándose. Con todo, ambos estudios contienen pasajes admira bles, ráfagas de juicios dignos de su talento, enérgicas y profundas afirmaciones, gritos patéticos cuando se identi fica plenamente con el mártir incomprendido de la poesía que nos describe. Pero no éste su tono habitual ni el mejor de sus acentos, y el deslumbramiento de Poe le perjudica más que le favorece. Al hablar de Poe, una vez más lo que nos interesa son los ecos personales que levanta, la afirmación de sí mismo a través de un drama ajeno y del arte de otro. Todos los dramas humanos y todo el arte parecen confluir en él, y en la inteligencia y la pasión de sus palabras asimila todo el dolor del mundo y toda su belleza. El artista sólo sabe hablar de sí mismo, y al hacerlo habla de todos nosotros con una hondura en la que reconocemos nuestra verdad. CARLOS PUJOL

Barcelona, mayo de 1984

Pierre Dupont [I] (1)

Acabo de releer atentamente los Cantos y canciones de Pierre Dupont y estoy convencido de

que el éxito de este nuevo poeta es un hecho de peso, más que en razón de su valor propio, que, sin embargo, es muy grande, a causa de los sentimientos públicos de los cuales esta poesía es el síntoma, y de los que Pierre Dupont se hace eco. Para explicar mejor esta idea ruego al lector que considere rápida y ampliamente el curso de la poesía en los tiempos que nos han precedido. Sin duda alguna sería una injusticia negar los servicios que ha prestado la escuela llamada romántica. Tal escuela nos recordó la verdad de la imagen, destruyó los lugares comunes académicos, e incluso desde el punto de vista superior de la lingüística, no merece los desdenes con que la han abrumado de un modo inicuo ciertos pedantes impotentes. Pero por su mis mo principio la insurrección romántica estaba condenada a una vida corta. La pueril utopía de la escuela del arte por el arte, al excluir la moral y a menudo incluso la pasión, era necesariamente estéril. Se ponía en flagrante contradicción con el genio de la humanidad. En nombre de los principios superiores que constituyen la vida 22

universal, tenemos derecho a declararla culpable de heterodoxia. Sin duda, unos literatos muy ingeniosos, unos anticuarios muy eruditos, ciertos versificadores que, hay que recono cerlo, elevaron la prosodia casi a la altura de una creación, anduvieron mezclados en ese movimiento, y obtuvieron de los medios que habían aportado entre todos efectos verdaderamente sorprendentes. Algunos de ellos con sintieron incluso en aprovecharse del medio político. Navarin (2) atrajo su mirada hacia el Oriente, y el filohelenis mo engendró un libro vistoso como un pañuelo o un chai de la India (3). Todas las supersticiones católicas u orientales se cantaron en ritmos doctos y singulares. Pero, ¿cómo no preferir a esos acentos puramente materiales, he chos para deslumhrar la vista temblorosa de los niños o para acariciar su perezoso oído, el lamento de esa individualidad enfermiza que desde el fondo de un ficticio ataúd, se esforzaba porque una agitada sociedad se interesase por sus irremediables melancolías? (4). Por egoísta que sea, el poeta me encoleriza menos cuando dice: Yo, que pienso... yo, que siento..., que el músico o el pintamonas infatigable que ha establecido un pacto satánico con su instrumento. La Cándida granujería del uno se ha cea perdonar; la arrogancia académica del otro me subleva. Pero más aún que a éste, prefiero al poeta que se pone en permanente comunicación con los hombres de su tiem po, e intercambia con ellos ideas y sentimientos traducidos a un noble lenguaje suficientemente correcto. El poe ta, situado en uno de los puntos de la circunferencia de la humanidad, devuelve por la misma línea en vibraciones más melodiosas el pensamiento humano que se le transmitió; todo verdadero poeta ha de ser una encarnación, y para completar de una manera definitiva mi pensamiento por un ejemplo reciente,

a pesar de todos esos trabajos literarios, a pesar de todos esos esfuerzos efectuados fuera de la ley de verdad, a pesar de todo ese diletantismo, ese voluptuosismo que se prové de mil instrumentos y de mil argucias, cuando un poeta, torpe a veces, pero casi siempre grande, proclamó con lenguaje de fuego la santidad de la insurrección de 1830, y cantó las miserias de Inglaterra y de Irlanda, a despecho de sus rimas insuficientes, a pesar de sus pleonasmos, a pesar de sus períodos mal redondeados, la cuestión quedó zanjada, y el arte se hizo inseparable de la moral y de la utilidad. El destino de Pierre Dupont fue análogo. Recordemos los últimos años de la monarquía. ¡Qué curioso sería contar en un libro imparcial los sentimientos, las doctrinas, la vida exterior, la vida íntima, las modas y las costumbres de la juventud durante el reinado de Luis Felipe! Sólo la mente estaba sobreexcitada, el corazón no tomaba la menor parte en el movimiento, y la famosa frase de ¡Enriqueceos! (5), la negaba por el mismo hecho de no afirmarla. La riqueza puede ser una garantía de saber y de moralidad, a condición de que sea bien adquirida; pero cuando se habla de la riqueza como de la única meta final de todos los esfuerzos del individuo, el entusiasmo, la caridad, la filosofía y todo lo que constituye el patrimonio común en un sistema ecléctico y propietarista, desaparece. La historia de la juventud durante el reinado de Luis Felipe es una historia de lugares de libertinaje y de restaurantes. Con menos desvergüenza, con menos prodigalidades, con una reserva mayor, las en tretenidas obtuvieron durante el reinado de Luis Felipe una gloria y una importancia iguales a las que alcanzaron bajo el Imperio. De vez en cuando resonaba en el aire un gran estruendo de discursos parecidos a los del Pórtico, y los ecos de la Maison

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d'Or (6) se mezclaban con las inocentes paradojas del palacio legislativo. Mientras, algunos cantos puros y frescos comenzaron a circular en conciertos y en sociedades particulares. Era como una llamada al orden y una invitación de la natura leza; y las mentes más corrompidas los acogian como una bocanada de aire puro, como un oasis. Algunas pastorales (Los campesinos) acababan de aparecer, y ya los pia nos burgueses las repetían con aturdido júbilo. Aquí empieza de una manera clara y decidida la vida parisiense de Pierre Dupont; pero no estará de más remon taraos más arriba, no sólo para satisfacer una curiosidad pública legitima, sino también para mostrar que existe una admirable lógica en la génesis de los hechos materiales y de los fenómenos morales. Al público le gusta conocer la educación de los talentos a los que concede su confianza; diríase que en eso le empuja un sentimiento indomable de igualdad: «Has conmovido nuestro corazón. Ahora tienes que demostrarnos que no eres más que un hombre, y que también existen para todos nosotros los mismos elementos de perfeccionamiento.» Al filósofo, al sabio, al poeta, al artista, a todo lo que es grande, a cualquiera que le con mueva y le transforme, el público hace la misma petición. El inmenso apetito que sentimos por las biografías nace de un sentimiento profundo de la igualdad. La niñez y la juventud de Pierre Dupont se parecen a la niñez y a la juventud de todos los hombres destinados a hacerse célebres. Es muy sencilla y explica la edad siguiente. El frescor de las sensaciones familiares, el amor, la sujeción, el espíritu de rebeldía se mezclan aquí en cantidades suficientes para crear un poeta. Lo demás es talento. Pierre Dupont nace el 23 de abril de 1821

en Lyon, la gran ciudad del trabajo y de las maravillas industriales. Una familia de artesanos, el trabajo, el orden, el espectá culo de la riqueza cotidiana creada, todo eso dará sus frutos. Pierde a su madre a la edad de cuatro años; un viejo padrino, sacerdote, le acoge en su casa y comienza una educación que debía continuarse en el seminario menor de Largentiére. Al salir de este centro religioso, Du pont pasa a ser aprendiz de canut (7); pero pronto traba jará en una casa de banca, lugar irrespirable. Las enormes hojas de papel con líneas rojas, las horribles carpetas verdes de los notarios y de los procuradores, llenas de disen siones, de odios, de riñas familiares, a menudo de crímenes desconocidos, la regularidad cruel, implacable, de una casa de comercio, todas esas cosas son apropiadas para completar la creación de un poeta. Es bueno que cada uno de nosotros, una vez en la vida, haya sentido el ago bio de una odiosa tiranía; así se aprende a odiarla. ¡Cuán tos filósofos ha engendrado el seminario! ¡Cuántas natu ralezas rebeldes han nacido junto a un cruel y puntilloso militar del Imperio! (8) ¡Oh, disciplina fecundadora, cuántos cantos de libertad te debemos! Un buen día, la naturaleza pobre y generosa estalla, el encanto satánico se rompe, y de él sólo queda lo que debe quedar, un recuerdo de dolor, levadura para la masa. Vivía en Provins un abuelo al que Pierre Dupont visitaba de vez en cuando; allí conoció al señor Pierre Le brun, de la Academia, y poco tiempo después, al ser sorteado, tuvo que unirse a un regimiento de cazadores. Afortunadamente, el libro Los dos ángeles ya estaba escrito. Al señor Pierre Lebrun se le ocurrió abrir una suscripción para que un número suficiente de personas pagaran la impresión del libro; los beneficios sirvieron para pagar un sustituto. De este modo Pierre Dupont comenzó su vida, por así decirlo pública, 26

redimiéndose de la esclavitud por medio de la poesía. Para él será un gran honor y un gran consuelo haber conseguido, siendo aún muy joven, que la Musa desempeñara una función útil, inmediata, en su vida. Este mismo libro, incompleto, a menudo incorrecto, con un aire indeciso, contiene, sin embargo, como suele suceder, el germen de un talento futuro que una inteligen cia elevada podía pronosticar sin temor a equivocarse. El volumen obtuvo un premio de la Academia, y Pierre Du pont desempeñó desde entonces un modesto empleo en calidad de ayudante para las tareas del Diccionario. Me inclino a creer que tales funciones, por mínimas que fuesen en apariencia, sirvieron para aumentar y perfeccionar en él el gusto por la belleza del lenguaje. Obligado a oír a menudo las tormentosas discusiones de la retórica y de la gramática antigua en pugna con la moderna, las querellas agitadas e ingeniosas del señor Cousin con el señor Victor Hugo, su mente debió de robustecerse con tal gimnasia, y aprendió así a conocer el inmenso valor de la palabra exacta. Tal vez eso parezca pueril a muchas personas, pero éstas no comprenden el trabajo sucesivo que se opera en la mente de los escritores, y la serie de circunstancias necesarias para crear un poeta. Pierre Dupont acabó por hacer con la Academia lo mismo que ya había hecho con la casa de banca. Quiso ser libre, e hizo bien. El poeta debe vivir por sí mismo; como decía Honoré de Balzac, ha de ofrecer una superficie comercial. Es necesario que su herramienta le dé de comer. Las relaciones entre Pierre Dupont y el señor Lebrun fueron siempre puras y nobles, y, como ha dicho Sainte-Beuve, aunque Dupont quiso ser libre e independiente del todo, no por ello fue menos agradecido respec to al pasado. Así apareció el volumen titulado Los campesinos, cantos rústicos; una edición pulcra, ilustrada con

litografías muy estimables, y que podía presentarse audazmente en los salones y ocupar sin desdoro un lugar sobre los pianos de la burguesía. Todo el mundo agradeció al poeta que por fin hubiera introducido un poco de verdad y de natu raleza en esos cantos destinados a alegrar las veladas. Ya no eran aquellos indigestos manjares, las cremas y los confites con que las familias analfabetas atiborran imprudentemente la memoria de sus hijas. Era una mezcla verídica de una melancolía ingenua y una alegría inocente y turbulenta, salpicada por robustos acentos de laboriosa vi rilidad. Mientras tanto, Dupont, avanzando por su camino natural, había compuesto un canto de carácter más enérgico y más propicio para conmover el corazón de los habitan tes de una gran ciudad. Aún recuerdo la primera confidencia que me hizo de él, con una candidez deliciosa y como si estuviese indeciso acerca de su resolución. Cuando escuché ese admirable grito de dolor y de melancolía (El canto de los obreros. 1846), quedé deslumhrado y lleno de emoción. ¡Hacía tantos años que esperábamos un poco de poesía fuerte y verdadera! Es imposible, sea cual sea el partido al cual se pertenezca, sean cuales fueren los prejuicios con que nos hayan alimentado, es imposible no conmoverse ante el espectáculo de esa multitud enfermiza, respirando el polvo de los talleres, tragando algodón, impregnándose de albayalde, de mercurio y de todos los venenos necesarios para la creación de las obras maestras, durmiendo entre piojos, en barrios donde anidan las virtudes más humildes y las grandes al lado de los vicios más encallecidos y de los vómitos de los presidios; de esa multitud suspirante y languideciente a la cual la tierra debe sus maravillas; que siente como una

sangre bermeja e impetuosa corre por sus venas (9),

que dirige una larga mirada pletórica de tristeza

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hacia el sol y la sombra de los grandes parques, y a la que le basta como consuelo y confortamiento, repetir a grandes voces su estribillo salva dor:

¡Amémonos!

A partir de entonces el destino de Dupont estaba tra zado: sólo tenía que seguir andando por aquel camino que había descubierto. Contar las alegrías, los dolores y los peligros de cada oficio, e iluminar todos esos aspectos particulares y todos esos diversos horizontes del sufrimien to y del trabajo humano con una filosofía consoladora, tal era el deber que le incumbía, y que cumplió pacientemente. Tiempo vendrá en el que los acentos de esta Mar sellesa del trabajo serán como una contraseña masónica, y en los que el desterrado, el abandonado, el viajero per dido, ya sea bajo el cielo inclemente de los trópicos, ya en los desiertos de nieve, cuando oiga esta fuerte melodía perfumar el aire con su aroma original,

Nosotros cuya lámpara se enciende cada mañana ante el clarín del gallo, nosotros empujados hacia el yunque antes del alba por un mal salario... podrá decir: ¡Ya nada temo, estoy en Francia! La revolución de febrero no activó esa floración impa ciente y aumentó las vibraciones de la cuerda popular; todas las desdichas y todas las esperanzas de la revolución tuvieron eco en la poesía de Pierre Dupont. Pero mien tras, la musa pastoril no renunció a sus derechos, y a medida que se avanza en su obra se ve siempre, se oye siempre, como en el seno de. las atormentadas cadenas de montañas tormentosas, al lado del camino vulgar y agita do, el dulce susurro y el resplandor del fresco y primitivo manantial que se filtra de las más altas nieves:

En el fondo del valle, ¿ no escucháis ese largo murmullo que serpea? ¿Es acaso una flauta de cristal? Es el agua hecha voz que está cantando. La obra del poeta se divide naturalmente en tres par tes, las pastorales, los cantos políticos y socialistas y algu nos cantos simbólicos que son como la filosofía de la obra. Esta parte quizá sea la más personal, es el desarrollo de una filosofía un poco tenebrosa, una especie de misticismo amoroso. El optimismo de Dupont, su ilimitada confianza en la bondad natural del hombre, su amor fanático por la naturaleza, constituyen la mayor parte de su talento. Hay una comedia española en la que una joven pre gunta al oír el ardiente alboroto de los pájaros entre los árboles: ¿Qué es esta voz y qué canta? Y los pájaros repiten a coro: ¡Amor, amor! Frondas, viento del cielo, ¿qué decís, qué ordenáis? Y el coro responde: ¡Amor, amor! El coro de los riachuelos dice lo mismo. La secuencia es larga y el estribillo es siempre el mismo ni). Esta voz misteriosa canta de un modo permanente el remedio universal en la obra de Dupont. La belleza melancólica de la naturaleza dejó en su alma tal huella que si quiere com poner un canto fúnebre sobre la abominable guerra civil, las primeras imágenes y los primeros versos que acuden a su mente son:

La palidez del lirio tiene Francia, ciñen su frente las verbenas grises. Sin duda habrá quien lamente no encontrar en esos cantos políticos y guerreros todo el fragor y todo el brillo de la guerra, todos los transportes del entusiasmo y del odio, las furiosas llamadas del

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clarín, el silbo del pífano semejante a la loca esperanza de la juventud que se precipita a conquistar el mundo, el rugido infatigable del cañón, el gemir de los heridos y toda la magnificencia de la victoria, tan cara a una nación militar como la nuestra. Pero reflexionemos, lo que en otro sería un defecto en Dupont se convierte en una cualidad. Porque ¿cómo va a contradecirse? De vez en cuando, un enérgico acento de indignación surge de su boca, pero advertimos que perdonará en seguida, al menor signo de arrepentimiento, al primer rayo del sol. Sólo una vez Dupont afirma, quizá sin darse cuenta, la utilidad del espíritu de destrucción; tal confesión se le escapa, pero veamos en qué términos:

La espada habrá de destruir la espada, y del combate nacerá el amor. En definitiva, releyendo atentamente estos cantos politicos, descubrimos en ellos un sabor particular. Se sostie nen muy bien y están unidos entre si por un vínculo común, que es el amor a la humanidad. Esta última frase suscita en mí una reflexión que ilumina del todo el éxito legítimo, pero sorprendente, de nuestro poeta. Hay épocas en las que los medios de ejecución en todas las artes son suficientemente numerosos, perfeccionados y asequibles para que todo el mundo pue da apropiárselos en cantidad más o menos igual. Hay tiempos en los que los pintores saben con mayor o menor rapidez y habilidad cubrir una tela; y lo mismo los poe tas. ¿Por qué el nombre de éste está en todos los labios y el nombre de aquél se oculta aún tenebrosamente en los anaqueles del librero o duerme manuscrito en las carpetas de los periódicos? En una palabra, ¿cuál es el secreto de

Dupont, a qué atribuir esa simpatía que le envuelve? Voy a revelar ese gran secreto, que es muy sencillo: no está ni en el talento ni en el ingenio ni en la habilidad para escribir, ni en la mayor o menor cantidad de recursos que el artista ha extraído del fondo común del saber humano; está en el amor a la virtud y a la humanidad, y en ese no sé qué que se desprende incesantemente de su poesía, y que yo me inclino a llamar el gusto infinito de la Repú blica. Hay algo más; sí, hay algo más. ¡La alegría! Es singular el hecho de esa alegría que se respira y que domina en las obras de algunos escritores célebres, como Champfleury ha observado agudamente a propósito de Honoré de Balzac. Por grandes que sean los dolores que sufren, por desoladores que sean los espectáculos huma nos, su buen temperamento se impone a todo, y quizás algo mejor, que es un gran espíritu de sabiduría. Diríase que llevan en sí mismo su propio consuelo. En efecto, la naturaleza es tan hermosa y el hombre es tan grande, que es difícil, situándose desde un punto de vista superior, concebir el sentido de la palabra irreparable. Cuando un poeta afirma ante nosotros cosas tan buenas y tan conso ladoras, ¿vamos a tener valor para resistirle? Desapareced, pues, sombras falaces de René, de Ober mann y de Werther na; escondeos en las nieblas del va cío, monstruosas creaciones de la pereza y de la soledad; como la piara de cerdos en el lago de Genezaret, volved a sumergiros en los bosques encantados de donde os sacaron las hadas enemigas, corderos víctima del vértigo romántico. El genio de la acción ya os niega todo lugar entre nosotros. AI releer la obra de Dupont, siento siempre que vuelve a mi memoria, sin duda a causa de alguna secreta afinidad, aquel sublime impulso de

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Proudhon, lleno de ternura y de entusiasmo: oye tararear la canción lionesa,

¡Animo, adelante, mis buenos obreros! Trabajad de firme, y sed los primeros.

y exclama: «Id, pues, al trabajo cantando, raza predestinada, vuestro estribillo es más hermoso que el de Rouget de Lisie.» (1) (13). Este será el eterno honor de Pierre Dupont, haber sido el primero en franquear la puerta. Con el hacha en la mano, ha cortado las cadenas del puente levadizo de la fortáleza; ahora la poesía popular puede pasar. Grandes imprecaciones, suspiros profundos de esperan za, gritos de aliento infinito comienzan a agitar los pechos. Todo eso se convertirá en libro, poesía y canto, a pesar de todas las resistencias. ¡Qué gran destino el de la poesía! Jubilosa o triste, siempre lleva en sí misma el divino carácter utópico. Con tradice sin cesar el hecho, a costa de dejar de ser. En la mazmorra se hace rebelión; en la ventana del hospital es esperanza ardiente de curarse; en la buhardilla desgarrada y sucia se adorna igual que un hada con lujo y elegancias; no sólo dice lo que es, sino que además repara. Y siempre se hace negación de la iniquidad. ¡ Dirígete, pues, hacia el porvenir cantando, poeta providencial, tus cantos son el calco luminoso de la esperanzas y de las convicciones populares!

1 Aviso a los propietarios. (N. del A l

La edición a la que se ha añadido esta noticia contiene, con cada canción, la música, que es casi siempre del mismo poeta, melodías sencillas y de un carácter libre y franco, pero que exigen cierto arte para ser bien ejecuta das. Verdaderamente era útil, para dar una ¡dea justa de tal talento, proporcionar el texto musical, dado que gran parte de esta poesía queda admirablemente completada por el canto. Al igual que multitud de personas, he oído a menudo a Pierre Dupont cantar sus propias obras, y como todo el mundo opino que nadie las ha cantado mejor. He oído a voces hermosas interpretando esos acentos rústicos o patrióticos, y sin embargo, sólo me producían un irritante malestar. Como este libro de canciones entrará en las casas de todos los que aman la poesía, y que también para consuelo de la familia, para celebrar la hos pitalidad o para alegrar las veladas de invierno quieren ejecutarlas por sí mismos, les comunicaré una idea que se me ha ocurrido buscando la causa del desagrado que me han producido muchos cantores. No basta con tener la voz entonada y hermosa, es mucho más importante tener sentimiento. La mayoría de los cantos de Dupont, ya sean un estado de ánimo ya un relato, son dramas líricos cuyas descripciones constituyen los decorados y el fondo. Se necesita, pues, para representar bien la obra, meterse dentro de la piel del ser creado, dejarnos impregnar profundamente de los sentimientos que expresa y sentirlos tan bien que nos parezca que son nuestra propia obra. Hay que asimilar una obra para expresarla bien; he ahí, sin duda, una de esas verdades triviales y repetidas mil veces, que conviene repetir una vez más. Si alguien desdeña mi parecer, que busque otro secreto.

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La escuela virtuosa (14)

Desde hace algún tiempo una gran fiebre de virtud se ha apoderado del teatro y de la novela. Los pueriles exce sos de la escuela llamada romántica han provocado una reacción a la que puede acusarse de una culpable torpeza, a pesar de las intenciones puras de las que parece estar animada. Desde luego, la virtud es una gran cosa, y hasta hoy a ningún escritor, a menos que esté loco, se le ha ocurrido afirmar que las creaciones del arte debian oponerse a las grandes leyes morales. La cuestión está, pues, en saber si los escritores llamados virtuosos aciertan a ha cer amar y respetar la virtud, si la virtud queda satisfecha con la manera con que se la sirve. Dos ejemplos acuden ya a mi memoria. Uno de los puntos más orgullosos de la honradez burguesa, uno de los caballeros del sentido común, el señor Émile Augier, compuso un drama, La cicuta na, en el que vemos a un joven escandaloso, calavera y bebedor, un perfecto epicúreo, enamorarse al fin de los ojos puros de una muchacha. Sabemos de grandes libertinos que de pronto renuncian a todo su lujo para buscar en el ascetismo y en la pobreza amargas

voluptuosidades desconocidas. Sería al go hermoso, aunque ya visto muchas veces. Pero tal acti tud desbordaría las fuerzas virtuosas del público del señor Augier. A mi juicio lo que quiso demostrar es que en último término siempre hay que sentar la cabeza, y que la virtud está encantada aceptando los restos del libertinaje. Escuchemos a Gabrielle, la virtuosa Gabrielle, calcular con su virtuoso marido cuánto tiempo les falta de virtuosa avaricia, contando los intereses que se suman al capital y que producen interés, para disfrutar de diez o veinte mil libras de renta. Cinco años, diez años, qué más da, no recuerdo las cifras del poeta. Entonces, dicen los dos hon rados esposos, ¡PODREMOS PERMITIRNOS EL LUJO DE UN HIJO! ¡Por los cuernos de todos los diablos de la impureza! ¡Por el alma de Tiberio y del marqués de Sade! ¿Y qué harán durante todo ese tiempo? ¿Tendré que ensuciar mi pluma con los nombres de todos los vicios a los que se verán obligados a entregarse para cumplir su virtuoso programa? ¿O es que el poeta espera persuadir a ese numeroso público de gentes sencillas que los dos esposos vivi rán en una castidad perfecta? ¿O es que acaso quiere inducirles a tomar lecciones de los chinos ahorrativos y del señor Malthus? No, es imposible escribir conscientemente un verso grá vido de semejantes abominaciones. Lo único que pasa es que el señor Augier se ha engañado, y en su error lleva su castigo. Ha usado el lenguaje del comercio, el lenguaje de las personas de mundo, creyendo usar el de la virtud. Me aseguran que entre los escritores de esta escuela hay frag mentos excelentes, buenos versos e incluso inspiración. ¡Diablo! ¿Qué excusa iba a tener el éxito si aquí no hubiese ningún valor?

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Pero la reacción triunfa, la reacción boba y frenética. El restallante prólogo de Mademoiselle de Maupin o® insultaba a la necia hipocresía burguesa, y el impertinente pancismo de la escuela del sentido común se venga de las violencias románticas. Porque, ay, de eso se trata, de una venganza. Kean o Desorden y Genio (17) parecía querer persuadirnos de que siempre hay una relación necesaria entre estos dos términos, y Gabrielle, para vengarse, trata a su esposo de poeta:

¡Oh, poeta! Te amo. ¡Un notario! Ahí tenemos a esa honrada burguesa, hecha un arrullo amoroso, apoyada en el hombro de su ma rido y mirándole con ojos tiernos igual que en las novelas que ha leído. Imaginamos a todos los notarios que habrá en el teatro, aclamando al autor que se dirige a ellos como entre colegas, y que les venga de todos esos bribones que contraen deudas y que creen que el oficio de poeta consiste en expresar los impulsos líricos del alma con un ritmo establecido por la tradición. Tal es la clave de muchos éxitos. Se había empezado por decir: ¡La poesía del corazón! Así naufraga la lengua francesa y las malas pasiones literarias destruyen su exactitud. No estará de más observar de pasada el paralelismo de la necedad y que las mismas excentricidades de lenguaje reaparecen en las escuelas extremosas. De este modo, hay una turba de poetas embrutecidos por la voluptuosidad pagana, y que emplean sin cesar las palabras santo, santa, éxtasis, plegaria, etc., para calificar cosas y seres que no tienen nada de santo ni de extático, todo lo contrario, llevando así la adoración de la mujer hasta la impiedad más repugnante. Uno de

ellos, en un acceso de erotismo santo, ha llegado a exclamar: ¡Oh, mi bella católica! Lo cual equivale a ensuciar un altar con excrementos. Todo eso es tanto más ridículo cuanto que por lo común las amantes de los poetas son busconas de baja estofa, entre las cuales las menos ruines son las que se ocupan de gui sar y no pagan a otro amante. Al lado de la escuela del sentido común y de sus arquetipos de burgueses correctos y vanidosos, ha crecido y pu pula todo un pueblo malsano de grisetas sentimentales que también mezclan a Dios con sus asuntos, de Lisettes que se lo hacen perdonar todo en nombre de la alegría francesa, de mujeres de la calle que conservan no se sabe dónde una pureza angélica, etc. Otro género de hipocresía. Ahora, a la escuela del sentido común podría llamár sele la escuela de la venganza (2). ¿A qué se debió el éxito de Jérdme Paturot nsi, esa odiosa bajada de la Courtille ii9), donde los poetas y los sabios se ven atacados con fango y con harina por prosaicos graciosos? El apacible Pierre Leroux 1201, cuyas numerosas obras son como un diccionario de las creencias humanas, ha escrito páginas sublimes y conmovedoras que el autor de Jéróme Paturot quizá no haya leído. Proudhon es un escritor que Europa nos envidiará siempre. A Victor Hugo debemos sin duda alguna estrofas muy bellas, y no 2 Este es el origen del nombre Escuela del sentido común. Hace unos años, en las oficinas del CorsaireSatan. cuando se hablaba del éxito de una comedia de la mencionada escuela, uno de los redactores exclamó en un rapto de indignación literaria: La verdad es que hay quien cree que una comedia se hace con sentido común. Quería decir: No es sólo con sentido común, etc. El redactor en jefe, que era un hombre lleno de candidez, consideró la cosa tan monstruosamente cómica que quiso que se imprimiera. A partir de entonces el Corsaire Satan y pronto otros periódi eos se sirvieron del término como una injuria, y los jóvenes de la susodi cha escuela utilizaron el nombre como una bandera, como lo habian he cho los sans-culottes. (N. del A.)

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creo que el sabio señor Viollet le Duc sea un arquitecto ridículo. ¡La venganza! ¡La venganza! El público bajo tiene que desquitarse. Estas obras son caricias serviles dirigidas a pasiones de esclavos iracundos. Existen palabras grandes y terribles que atraviesan incesantemente la polémica literaria: el arte, la belleza, la utilidad, la moral. Hay una confusa reyerta; y por falta de saber filosófico, cada cual se lleva la mitad de la bandera, proclamando que la otra mitad carece de todo valor. Ciertamente, un artículo corto como éste no es el lugar más adecuado para lucir pretensiones filosóficas, y nada más lejos de mi ánimo que cansar a la gente con tentativas de demostraciones estéticas absolutas. Voy al grano y hablo el lenguaje de las personas corrientes. Es lamentable observar que encontramos errores parecidos en dos escuelas opuestas: la escuela burguesa y la escuela socialista. ¡Moralicemos, moralicemos!, exclaman las dos con auténtica fiebre misional. Claro está que una predica la moral burguesa y otra la moral socialista. En cualquier caso, el arte se reduce a una cuestión de propaganda. ¿Es útil el arte? Sí. ¿Por qué? Porque es el arte. ¿Existe un arte pernicioso? Sí. El que turba las condiciones de la vida. El vicio es seductor, hay que pintarlo como seductor; pero arrastra con él enfermedades y dolores morales singulares; hay que describirlos. Estudiad todas las llagas como un médico que está de servicio en un hospital, y la escuela del sentido común, la escuela exclusivamente moral, ya no tendrá donde hincar el diente. ¿Acaso el crimen es siempre castigado y la virtud recompensada? No; y sin embargo, si nuestra novela, si nuestro drama está bien hecho, nadie sentirá deseos de violar las leyes de la natu raleza. La primera condición necesaria para hacer un arte sano es la creencia en la unidad integral. Desafío a

que alguien me señale una sola obra de imaginación que reú na todas las condiciones de la belleza y que sea una obra perniciosa. Un joven escritor a quien debemos cosas notables, pe ro que aquel día se dejó llevar por el sofisma socialístico, situándose en un punto de vista limitado atacó a Balzac en la Semaine, a propósito de la moral. Balzac, a quien las duras recriminaciones de los hipócritas hacían sufrir mucho, y que concedía una gran importancia a esta cuestión, aprovechó la ocasión para disculparse ante veinte mil lectores. No voy a repetir sus dos artículos; son ma ravillosos por su claridad y su buena fe. Trató la cuestión a fondo. Con una jovialidad ingenua y cómica, empezó por contar sus personajes virtuosos y sus personajes criminales. La virtud seguía llevando ventaja, a pesar de la perversidad de la sociedad, que no es obra mía, decía él. Luego demostró que hay pocos desalmados cuya alma fea no tenga un reverso consolador. Después de enumerar todos los castigos que se atraen incesantemente todos los violadores de la ley moral, y que ya les envuelven como un infierno en esta tierra, dirige a los corazones inseguros y fáciles de fascinar este apóstrofe que está a mitad de camino entre lo siniestro y lo cómico: «Señores míos, ay de vosotros si la suerte de los Lousteau y de los Luciendo os inspira envidia.» En efecto, hay que pintar los vicios tal como son o no verlos. Y si el lector no lleva dentro de sí una guía filosó fica y religiosa que le acompañe en la lectura del libro, peor para él. Un amigo mío lleva varios años martilleándome los oídos con Berquin (22). ¡Eso sí que es un escritor! ¡Berquin! ¡Un autor encantador, bueno, consolador, que hace el bien, un gran escritor! Como cuando era niño tuve la dicha o la desdicha

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de no leer más que recios libros de hombre, no lo conocía. Cierto día que tenía el cerebro embarullado con ese problema tan de moda, la moral en el arte, la providencia de los escritores puso al alcance de mi mano un volumen de Berquin. Lo primero que advertí es que allí los niños hablan como las personas mayores, igual que los libros, y que enseñan moral a sus padres. Este es un arte falso, me dije. Pero al proseguir la lectura me di cuenta de que lo juicioso aparecía siempre impregnado de dulzonería y que la maldad resultaba invariablemente ridiculizada por el castigo. Si uno es bueno, tendrá confites, tal es la base de esta moral. La virtud es la con dición sine qua non del éxito. Como para dudar si Ber quin era cristiano. Eso sí, me dije, que es un arte pernicioso. Porque el discípulo de Berquin, cuando se vea en el mundo, no tardará en hacer la afirmación recíproca: el éxito es la condición sine qua non de la virtud. Por otra parte, la etiqueta del crimen dichoso le engañará, y con la ayuda de los preceptos del maestro, se alojará en la posa da del vicio creyendo alojarse en la de la virtud. Pues bien, Berquin, el señor de Montyon (23), el señor Émile Augier y tantas otras personas honorables, todos son lo mismo. Asesinan la virtud como el señor León Fau cher (24) acaba de herir de muerte a la literatura con su decreto satánico en favor del teatro virtuoso. Los premios acarrean la desgracia. Premios académicos, premios a la virtud, condecoraciones, todas esas invenciones del diablo alientan la hipocresía y congelan los impulsos espontáneos de un corazón libre. Cuando veo que un hombre pide la cruz, me parece oírle decir al soberano: He cumplido mi deber, es verdad; pero si no se le comunica a todo el mundo, juro no volver a hacerlo.

¿Qué impide que dos granujas se asocien para ganar el premio Montyon? Uno simulará la miseria, otro la caridad. En un premio oficial hay algo que ofende al hombre y a la humanidad, y que ofusca el pudor de la virtud. Por lo que a mí se refiere, no quisiera tener por amigo a un hombre que hubiese tenido un premio a la virtud: temería encontrar en él a un tirano implacable. En cuanto a los escritores, su premio está en la estima de sus iguales y en la caja de los libreros. ¿En qué demonios va a mezclarse el señor ministro? ¿Quiere crear la hipocresía para darse el gusto de recompensarla? A partir de ahora el bulevar va a convertirse en un sermón perpetuo. Cuando un autor deba varios meses de alquiler, escribirá una comedia virtuosa; si tiene muchas deudas, una comedia angélica. ¡Menuda institución! Más adelante volveré sobre este asunto, y hablaré de las tentativas que hicieron para rejuvenecer el teatro dos grandes escritores franceses, Balzac y Diderot (25).

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La escuela pagana (26)

Durante el ario que acaba de terminar ha sucedido un hecho notable. No digo que sea el más importante, sino que es uno de los más importantes, o mejor dicho, uno de los más sintomáticos. En un banquete conmemorativo de la revolución de febrero, dedicó un brindis al dios Pan, sí, al dios Pan, uno de esos jóvenes que pueden calificarse de instruidos y de inteligentes. —Pero —le decía yo—, ¿qué tiene que ver el dios Pan con la revolución? —¿A qué viene la pregunta? —respondía—; pero si fue el dios Pan quien hizo la revolución. Él es la revolución. —Pero vamos a ver, ¿no murió hace mucho tiempo? Yo creía que se había oído flotar una sonora voz por encima del Mediterráneo, y que esta voz misteriosa que resonaba desde las columnas de Hércules hasta el litoral asiático había dicho al mundo antiguo: ¡EL DIOS PAN HA MUERTO! —Es un rumor que han hecho correr las malas lenguas; pero no tiene nada de cierto. ¡No, el dios Pan no ha muerto! El dios Pan vive —prosiguió,

alzando los ojos al cielo con una emoción no poco extraña—. Va a volver. Hablaba del dios Pan como del prisionero de Santa Elena. —No pretenderá decirme —le dije— que es usted pagano. —Pues sí, lo soy. Por lo visto ignora usted que el paganismo bien interpretado, bien entendido, es lo único que puede salvar al mundo. Hay que volver a las verdaderas doctrinas, oscurecidas por un instante por el infame Galileo. Además, Juno me ha dirigido una mirada favorable, una mirada que me ha llegado hasta el fondo del alma. Estaba yo triste y melancólico en medio de la muchedum bre, contemplando el cortejo e implorando con ojos de amor a esta bella deidad, cuando una de sus miradas, benévola y profunda, me ha exaltado y alentado. —Juno le ha dirigido una de sus miradas de vaca, Boo- pis Eré ai). A lo mejor el desventurado está loco. —Pero ¿no ve usted —dijo un tercero— que se trata de la ceremonia del becerro cebado en carnaval? Miraba a todas esas mujeres vestidas de rosa con ojos paganos, y Ernestine, que trabajaba en el Hippodrome y que hacía el papel de Juno, le ha dirigido una mirada llena de recuerdos, una auténtica mirada de vaca. —Todo lo Ernestine que quiera —dijo refunfuñando el pagano—. Usted lo que quiere es desilusionarme. Pero a pesar de todo el efecto moral se ha producido, y consi dero esta mirada como un buen presagio. A mi juicio este exceso de paganismo es propio de un hombre que ha leído demasiado y además mal a Henri Heine y su literatura podrida de sentimentalismo ma terialista.

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Y puesto que he pronunciado el nombre de este céle bre culpable, tanto da contar ahora mismo un rasgo suyo que me saca de quicio cada vez que pienso en él. Henri Heine cuenta en uno de sus libros que cuando se paseaba por entre agrestes montañas, al borde de terribles precipicios, en medio de un caos de hielo y de nieves, tropieza con uno de esos religiosos que, acompañados de un perro, van en busca de los viajeros perdidos y agonizantes. Hacía tan sólo unos momentos que el autor acababa de entregarse a los solitarios impulsos de su odio volteriano contra el clero. Durante un rato contempla a aquel hombre-humanidad que prosigue su santa tarea; en su alma orgullosa se está librando un combate, y por fin, después de una dolorosa vacilación, se resigna y adopta una resolución heroica: ¡Pues

bien, no! ¡No escribiré contra ese hombre!

¡Cuánta generosidad! Con los pies enfundados en cómodas pantuflas, junto a una chimenea encendida, envuel to por las adulaciones de una sociedad voluptuosa, el señor hombre célebre jura no difamar a un pobre diablo de religioso que siempre ignorará su nombre y sus blasfemias, y que le salvaría si estuviese en peligro. No, Voltaire nunca hubiera escrito una ruindad semejante. Voltaire tenía demasiado gusto; además, aún era un hombre de acción, y amaba a los hombres. Volvamos al Olimpo. Desde hace algún tiempo, tengo a todo el Olimpo tras de mí, y nada más fastidioso; me caen dioses sobre la cabeza como suelen caer las chimeneas. Tengo la sensación de vivir una pesadilla, de que voy dando tumbos por el vacío y que una multitud de ídolos de madera, de hierro, de oro y de plata caen con migo, me persiguen en mi caída, me golpean y me rompen la cabeza y el cuerpo.

Imposible dar un paso, pronunciar una palabra sin tropezar con un hecho pagano. Si uno expresa el temor, la tristeza de ver disminuida la especie humana, de que la salud pública degenere debido a falta de higiene, siempre habrá a nuestro lado un poeta que responda: «¿Cómo quiere usted que las mujeres tengan niños hermosos en un país en que adoran a un feo crucificado?» ¡Menudo fanatismo! La ciudad está patas arriba. Las tiendas se cierran. Las mujeres se apresuran a proveerse de viandas, las calles se desadoquinan, todos los corazones se encogen por la an siedad de un gran acontecimiento. El suelo no tardará en inundarse de sangre. Entonces uno encuentra a un animal que rebosa dicha; lleva bajo el brazo libros extraños y jeroglíficos. ¿Y usted?, le preguntamos, ¿con quién está? Mi querido amigo, responde con voz suave, acabo de descubrir nuevos datos curiosísimos sobre el matrimonio de Isis y de Osiris. ¡Váyase al diablo! Que Isis y Osiris ten gan muchos hijos y que nos dejen en paz. Esta locura, inocente en apariencia, a menudo llega muy lejos. Hace unos aftos, Daumier hizo una obra nota ble, la Historia antigua, que era por así decirlo la mejor paráfrasis de la célebre pregunta:

¿Quién nos librará de los griegos y de los romanos? Daumier se lanzó brutalmente sobre la

antigüedad y la mitología para escupir so bre ellas. Y el fogoso Aquiles y el prudente Ulises, y la juiciosa Penélope y Telémaco, aquel pazguato, y la bella Helena, por quien se perdió Troya, y la ardiente Safo, patrona de las histéricas, y todos en fin aparecieron ante nuestros ojos con una fealdad bufa que recordaba a esos carcamales de actores clásicos que sorben rapé entre bas tidores. ¡ Pues bien! He visto a un escritor de talento llorar ante esos grabados, ante esa blasfemia divertida y útil.

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Estaba indignado. Decía que era una impiedad. El pobre cito seguía necesitando una religión. Muchos han alentado con su dinero y con sus aplausos la deplorable manía que tiende a hacer del hombre un ser inerte y del escritor un fumador de opio. Desde el punto de vista estrictamente literario, no es más que una imitación inútil y repugnante. ¿Cuántas risas no ha habido a costa de los ingenuos pintamonas que se obstinaban en copiar a Cimabue; de los escritores de daga, jubón y acero toledano? Y vosotros, desdichados neo- paganos, ¿no hacéis lo mismo? ¡Imitación, imitación! Sin duda habéis perdido el alma en algún lugar, quizá no muy recomendable, y ahora os precipitáis a través del pasado como cuerpos vacíos para recoger la primera que encontréis entre los detritos antiguos. ¿Qué esperáis del cielo o de la necedad del público? ¿Una fortuna suficiente como para elevar en vuestras buhardillas altares a Príapo y a Baco? Los más lógicos de vosotros serán los más cínicos. Los elevarán al dios Crepitus (28). ¿Será el dios Crepitus quien os preparará tisanas al día siguiente de vuestras estúpidas ceremonias? ¿Acaso Venus Afrodita o Venus Mercenaria aliviará los males que os haya causado? Todas esas estatuas de mármol, ¿serán mujeres abnegadas el día de la agonía, el día del remordimiento, el día de la impotencia? ¿Bebéis tal vez caldos de ambrosía? ¿Coméis chuletas de Paros? ¿Cuánto prestan por una lira en el Monte de Piedad? Olvidar la pasión y la razón es matar la literatura. Renegar de los esfuerzos de la sociedad precedente, cristiana y filosófica, equivale a suicidarse, rechazar la fuerza y los medios de perfeccionamiento. Rodearse exclusivamente de las seducciones del arte física, es crear grandes

posibilida des de perdición. Durante mucho tiempo, muchísimo tiempo sólo podréis ver, amar, sentir lo que es bello, nada más que lo bello. Uso la palabra en un sentido restringido. El mundo sólo se os mostrará bajo su forma material. Los resortes que hacen que se mueva permanecerán ocultos durante mucho tiempo. ¡Ojalá la religión y la filosofía puedan acudir algún día obligadas por el grito de un desesperado! Este será siempre el destino de los insensatos que sólo ven en la naturaleza ritmos y formas. Y aun la filosofía al principio sólo va a parecerles un juego interesante, una gimnasia agradable, una esgrima en el vacío. ¡Pero será tan grande su castigo! Todo niño cuyo espíritu poético esté sobreexcitado, que no tenga incesantemente ante los ojos el estimu lante espectáculo de las costumbres activas y laboriosas, que oiga hablar sin tregua de gloria y de voluptuosidad, cuyos sentidos sean diariamente acariciados, irritados, asustados, encendidos y satisfechos por objetos de arte, se convertirá en el más desgraciado de los hombres y hará desgraciados a los demás. A los doce años levantará las faldas a su nodriza, y si el poder en el crimen o en el arte no le eleva por encima de las fortunas vulgares, a los treinta años reventará en un hospital. Su alma, sin cesar irritada e insatisfecha, vaga por el mundo, el mundo ocupado y laborioso; vaga, decía, como una prostituta, gritando: ¡Plástica, plástica! La plástica, horrible palabra que me pone la carne de gallina, la plástica le ha envenenado, y sin embargo, sólo puede vivir por este veneno. Ha desterrado la razón de su corazón, y como justo cas tigo, la razón se niega a volver a él. Lo más feliz que puede sucederle es que la naturaleza le hiera con una espantosa llamada al orden. En efecto, la ley de la vida exige que quien rechaza los goces puros de la actividad honrada, sólo pueda ser sensible a los terribles goces del vicio. El pecado contiene su

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infierno, y la naturaleza dice de vez en cuando al dolor y a la miseria: ¡Id a vencer a esos rebeldes! Lo útil, lo verdadero, lo bueno, lo verdaderamente amable, todas esas cosas le serán desconocidas. Encaprichado con su sueño agotador, querrá encaprichar y ago tar a los demás. No pensará en su madre, en su nodriza; desgarrará a sus amigos o sólo les querrá por su forma; a su mujer, si tiene, la despreciará y la envilecerá. La afición inmoderada de la forma empuja a desórdenes monstruosos y desconocidos. Absorbidos por la pasión feroz de la belleza, de lo raro, de lo bonito, de lo pintoresco, porque existen grados, las nociones de lo justo y de lo verdadero desaparecen. La pasión frenética del arte es un cáncer que devora todo lo demás; y como la ausencia absoluta de lo justo y de lo verdadero en el arte equivale a la ausencia de arte, el hombre entero se evapora; la especialización excesiva de una facultad conduce a la nada. Comprendo los furores de los inconoclastas y de los musulmanes contra las imágenes. Admito todos los remordimientos de san Agustín acerca del placer excesivo de los ojos. El peligro es tan grande que disculpo la supresión del objeto. La locura del arte es igual al abuso del espíritu. La creación de una de esas dos supremacías engendra la necedad, la dureza de corazón y una inmensidad de orgullo y de egoísmo. Recuerdo haber oído decir a un artista burlón que había recibido una moneda falsa: La guardaré para un pobre. Aquel miserable sentía un placer infernal robando a un pobre y gozando al mismo tiempo de los beneficios de una reputación de caridad. A otro le oí decir: ¿Por qué será que los pobres no usan guantes para mendigar? Tendrían más éxito. Y a otro: A éste no le déis nada, viste que es un horror; sus harapos no le sientan bien.

Que nadie tome esas cosas por chiquilladas. Lo que la boca se acostumbra a decir, el corazón se acostumbra a creer. Conozco a no pocos hombres de buena fe que están, como yo, cansados, entristecidos, horrorizados y abatidos por esta peligrosa comedia. La literatura tiene que reponer sus fuerzas en una atmósfera mejor. Algún día no lejano se comprenderá que toda literatura que se niegue a caminar fraternalmente en tre la ciencia y la filosofía es una literatura homicida y suicida.

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Madame

Flaubert (29)

Bovary,

de

Gustave

I En materia de crítica, la situación del escritor que llega después de todo el mundo, del escritor tardío, tiene ventajas que no tenía el escritor profeta, el que anuncia el éxito, el que lo rige, por asi decirlo, con la autoridad de la audacia y del sacrificio. El señor Gustave Flaubert ya no necesita del sacrificio, y es posible que nunca lo haya necesitado. Numerosos artistas, y entre ellos los más agudos y más acreditados, han comentado y engalanado su excelente libro. A la crítica no le queda, pues, más que indicar algunos puntos de vista olvidados, o insistir con un poco más viveza, en los rasgos y en las luces que a mi juicio no han sido suficientemente elogiados y glosados. Por otra parte, esta posición del escritor rezagado, distanciado por la opinión, como ya trataba de insinuar, tiene un encanto paradójico. Es más libre porque está solo como el que se rezaga, po dría comparársele al que resume los debates, y, viéndose obligado a evitar las vehemencias de la acusación y de la defensa, ha de desbrozar un

nuevo camino, sin más aguijón que el del amor de la Belleza y de la Justicia. II Después de pronunciar esta palabra espléndida y terrible, la Justicia, permítaseme —qué grato me resulta ha cerlo— agradecer a la magistratura francesa el brillante ejemplo de imparcialidad y de buen gusto que ha dado en esta circunstancia. Llamada a intervenir en favor de la moral por un celo ciego y demasiado vehemente, invoca da por razones que se equivocaban de terreno, situada ante una novela, obra de un escritor que todavía ayer era un desconocido —una novela, y qué novela, la más imparcial, la más leal—, un campo trivial como todos los campos, flagelado, empapado, como la misma naturaleza, por todos los vientos y todas las tempestades... la magis tratura, decía, se ha mostrado leal e imparcial como el libro que han presentado ante ella a modo de holocausto. Mejor aún, digamos, si se nos permite hacer conjeturas, fundadas en las consideraciones que han acompañado la sentencia, que si los magistrados hubieran descubierto al go de verdaderamente reprobable en el libro, también lo hubieran absuelto, habida cuenta de la gratitud que mere ce la BELLEZA de que está revestido. Esta notable preo cupación por la belleza en hombres cuyas facultades sólo son requeridas por lo Justo y lo Verdadero, es un sínto ma de los más conmovedores, comparado con las ardien tes codicias de esa sociedad que ha abjurado definitiva mente de todo amor espiritual, y que olvidando sus antiguas entrañas, sólo piensa en sus visceras. En suma, pue de decirse que esta sentencia, por su alta tendencia poéti ca, fue definitiva; que se dio la

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razón a la Musa, y que todos los escritores, al menos todos aquellos dignos de este nombre, han sido absueltos en la persona del señor Gustave Flaubert. No digamos, pues como tantos otros afirmar con un ligero e inconsciente mal humor, que el libro ha debido el inmenso favor del que goza al proceso y a la absolución. De no ser procesado, el libro hubiera suscitado la misma curiosidad, hubiera creado el mismo asombro, la misma agitación. Además, contaba ya con la aprobación de todos los hombres de letras desde hacía mucho tiempo. Cuando apareció bajo su forma primera, en la Revue de París, con imprudentes cortes que habían destruido su ar monía, despertó ya un vivo interés. La situación de Gus tave Flaubert, bruscamente ilustre, era a la vez excelente y mala; y de esta situación equívoca, de la cual su leal y maravilloso talento ha sabido triunfar, voy a dar, en la medida de mis posibilidades, las diversas razones. III Excelente; porque, desde la desaparición de Balzac, meteoro prodigioso que cubrirá nuestro país de una nube de gloria, como un oriente raro y excepcional, como una au rora polar que inunda el helado desierto con sus luces fantasmagóricas, toda curiosidad relativa a la novela ha bíase aplacado y adormecido. Hay que reconocer que se habían hecho asombrosos intentos. Hace ya tiempo que el señor de Custine 1301, célebre en un mundo cada vez más enrarecido, con Aloys. El mundo tal como es y Ethel..., el señor de Custine, creador de la joven fea, ese tipo tan envidiado por Balzac (véase el verdadero Mercadet) on, había dado al público

Romualdo o la vocación, obra de una torpeza

sublime, en la que hay páginas inimitables que hacen a un tiempo condenar y absolver insipideces y desmañas. Pero el señor de Custine es un subgénero del genio, un genio cuyo dandismo se eleva hasta el ideal del descuido. Esta buena fe de aristócrata, ese ardor novelesco, esa burla leal, esa absoluta e indolente personalidad, no son accesibles a los sentidos del gran rebaño, y tan precioso escritor tenía en contra a toda la mala fortuna que merecía su talento. El señor d'Aurevilly 1321 había atraído violentamente la atención con Una antigua amante y La hechizada. Su cul to de la verdad, expresado con un terrible ardor, no podía por menos que contrariar a la muchedumbre. D'Au revilly, verdadero católico, evocando la pasión para ven cerla, cantando, llorando y gritando en medio de la tem pestad, erguido como Ayante en un peñasco desolado, y siempre como diciendo a su rival —hombre, rayo, dios o materia—: «¡Arrebátame o te arrebato!», tampoco podía ser aceptado por una especie amodorrada cuyos ojos es tán cerrados a los milagros de la excepción. Champfleury (33), con un espíritu infantil y delicioso, jugaba con gran fortuna con lo pintoresco, había dirigido su binóculo poético (más poético de lo que él mismo cree) hacia los accidentes y los azares burlescos o conmovedores de la familia o de la calle; pero por originalidad o por debilidad de la vista, voluntaria o fatalmente, descuidaba el lugar común, el lugar de encuentro de la multitud, la cita pública de la elocuencia. Más recientemente aún, el señor Charles Barbara 041, alma rigurosa y lógica, empeñado en la refriega intelectual, ha hecho algunos esfuerzos indiscutiblemente distin guidos; ha intentado (tentación siempre irresistible) descri bir, elucidar situaciones excepcionales del alma, y deducir

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consecuencias directas de posiciones falsas. Si no digo aquí toda la simpatía que me inspira el autor de Eloísa y de El asesinato del Puente Rojo, es porque sólo ocasionalmente pertenece al asunto que trato, a la condición de nota histórica. Paul Féval 135), situado en el otro extremo de la esfera, espíritu amante de aventuras, admirablemente dotado para lo grotesco y lo terrible, ha seguido las huellas, como un héroe tardío, de Frédéric Soulié (36) y Eugéne Sue. Pero las grandes facultades del autor de los Misterios de Londres y del Jorobado, como tampoco las de tantos ta lentos que se salen de lo común, no han podido realizar el leve y súbito milagro de esta pobre, modesta provincia na adúltera, cuya historia, casi sin peripecia, se compone de tristezas, de hastíos, de suspiros y de algunos desma yos febriles arañados a una vida truncada por el suicidio. Si todos estos escritores, unos a la manera de Dickens, otros moldeados al estilo de Byron o de Bullwer (37), qui zá demasiado bien dotados, demasiado despectivos, no han sabido, como un simple Paul de Kock (38), forzar la vacilante puerta de la Popularidad, la única de las impúdicas que clama porque la violen, no seré yo quien se lo reproche... ni tampoco quien les ensalce por ello. Del mismo modo que no juzgo ningún mérito del señor Gustave Flaubert haber obtenido al primer intento lo que otros buscan durante toda su vida. Como máximo vería en ello un síntoma suplementario de capacidad y trataría de defi nir las razones que han hecho que el talento del autor se orientara en un sentido más que en otro. Pero ya he dicho también que esta situación del recién llegado era mala; ¡ay!, por una razón lúgubremente sen cilla. Desde hace varios años, la parte de interés que el público concede a las cosas espirituales se ha visto singularmente disminuida; su presupuesto de entusiasmo ha ido menguando

cada vez más. Los últimos años de Luis Feli pe habían visto las últimas explosiones de una sensibilidad aún excitable por los juegos de la imaginación; pero el nuevo novelista se encontraba ante una sociedad absolutamente estragada, peor que estragada, embrutecida y voraz, sintiendo horror por la ficción, y sin amar más que lo que podia poseer. En condiciones así, un talento sólido, entusiasta de la belleza, pero habituado a una esgrima audaz, juzgando a un tiempo lo bueno y lo malo de las circunstancias, ha debido de decirse: «¿Cuál es el medio más seguro de conmover a todas esas viejas almas? En realidad ignoran lo que podrían amar; sólo sienten verdadera repugnancia por lo que es grande; la pasión espontánea, ardiente, el abandono poético les hace ruborizarse y les ofende. Seamos, pues, vulgares en la elección del asunto, dado que la elección de un asunto demasiado grande es una impertinencia para el lector del siglo xix. Y también guardémonos bien de las efusiones y de hablar por cuenta propia. Seremos de hielo al contar pasiones y aventuras en las que la ma yoría de la gente pone ardor; seremos, como se dice aho ra, objetivos e impersonales. »Y por otra parte, como en estos últimos tiempos nos han martilleado los oídos con pueriles cháchara de escuela, como hemos oído hablar de cierto procedi miento literario llamado realismo —vergonzosa injuria que se echa en cara a todos los analistas, palabra vaga y elástica que para el vulgo significa no un método nuevo de creación, sino una descripción minuciosa de los accesorios—, nos aprovecharemos de la confusión de las men tes y de la ignorancia universal. Extenderemos un estilo nervioso, pintoresco, sutil, exacto, sobre un cañamazo trivial. Encerraremos los sentimientos más ardientes y más fogosos en la aventura más

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baladí. Las palabras más solemnes, las más decisivas, saldrán de los labios más necios. »¿Cuál es el terreno de la necedad, el ambiente más estúpido, el más fértil en disparates, el que más abunda en intolerantes imbéciles? »Las provincias. »¿Cuáles son allí los actores más insoportables? »La gente común que se agita desempeñando modestas funciones cuyo ejercicio les falsea las ideas. »¿Cuál es el hecho más usado, el más prostituido, la vulgaridad de las vulgaridades? »E1 adulterio. »No es preciso, se ha dicho el poeta, que mi heroína sea una heroína. Con tal de que sea suficientemente boni ta, que tenga nervios, ambición, una aspiración irrefrena ble hacia un mundo superior, será interesante. Así el logro será más noble, y nuestra pecadora tendrá al menos el mérito —comparativamente bastante raro— de distinguirse de las fastuosas charlatanas de la época que nos ha precedido. »No necesito preocuparme por el estilo, por la disposi ción pintoresca, la descripción de los ambientes; poseo todas esas cualidades en un grado sobreabundante; avanzaré apoyándome en el análisis y en la lógica, y de este modo demostraré que todos los asuntos son indiferentemente buenos o malos, según la manera como se tratan, y que los más vulgares pueden llegar a ser los mejores.» A partir de ese momento, Madame Bovary —un reto, un verdadero reto, una apuesta, como todas las obras de arte— ya había sido creada. Al autor sólo le restaba, para completar su alarde, des pojarse (en la medida de lo posible) de su sexo y hacerse mujer. El resultado ha sido una maravilla; porque, a pe sar de todo su celo de comediante, no

ha podido por me nos que infundir sangre viril en las venas de su criatura, y Madame Bovary, por lo que hay en ella de más enérgi co y de más ambicioso, también de más soñador, Mada me Bovary sigue siendo un hombre. Como Palas armada, nacida del cerebro de Zeus, este extraño andrógino ha conservado todas las seducciones de un alma viril dentro de un encantador cuerpo femenino. IV Varios críticos habían dicho: esta obra verdaderamente bella por la minuciosidad y la viveza de las descripciones, no contiene ni un solo personaje que represente la moral, que hable como la conciencia del autor. ¿Dónde está el personaje proverbial y legendario que tiene la misión de explicar la fábula y de dirigir la inteligencia del lector? En otras palabras, ¿dónde está la requisitoria? ¡Qué dislate! ¡Eterna e incorregible confusión de las funciones y de los géneros! Una verdadera obra de arte no necesita requisitoria. La lógica de la obra se basta para todas las exigencias de la moral, y es el lector quien debe sacar las conclusiones de la conclusión. En cuanto al personaje íntimo, profundo, de la fábula, indiscutiblemente es la mujer adúltera; sólo ella, la víctima deshonrada, posee todas las gracias del héroe. De cía hace un momento que era casi un hombre, y que el autor la había adornado (tal vez inconscientemente) con todas las cualidades viriles. Examinemos atentamente: 1. ° La imaginación, facultad suprema y tiránica, y que sustituye al corazón, o a lo que se llama el corazón, del que suele excluirse el razonamiento, y

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que por lo común domina en la mujer lo mismo que en el animal. 2. ° Energía súbita de acción, rapidez de decisión, fusión mística del razonamiento y de la pasión, que caracteriza a los hombres creados para actuar. 3.0 Afición inmoderada por la seducción, por la dominación, e incluso por todos los medios vulgares de seducción, rebajándose hasta el charlatanismo de la indumentaria, de los perfumes y de la pomada... todo lo cual se resume en dos palabras, dandismo, amor exclusivo de dominar. Y, sin embargo, Madame Bovary se entrega; arrebata da por los sofismas de su imaginación, se entrega magnifica, generosamente, de un modo muy masculino, a unos bribones que no son sus iguales, exactamente como los poetas se entregan a bribonas. Una nueva prueba de la calidad enteramente viril que alimenta su sangre arterial es que en resumidas cuentas esta desventurada se preocupa menos por los defectos exte riores visibles, por los cegadores provincianismos de su marido, que por su ausencia total de genio, por su inferioridad espiritual bien demostrada por la estúpida opera ción del pie zopo. A este propósito, releamos las páginas que contienen este episodio, tan injustamente tratado de parasitario, cuando la verdad es que arroja una viva luz sobre el ca rácter de la persona. Una cólera violenta, contenida desde tiempo atrás, estalla en la señora Bovary; da portazos; el estupefacto marido, que no ha sabido dar a su novelesca mujer ningún goce espiritual, no se mueve de su habita ción. Hace penitencia el culpable ignorante; y Madame Bovary, la desesperada, grita como una pequeña Lady Macbeth casada con un capitán insuficiente: «¡Ah! Si al menos fuera la mujer de uno de esos sabios viejos, calvos y encorvados, cuyos ojos, protegidos por gafas de crista les verdes están

siempre fijos en los archivos de la ciencia. Podría colgarme orgullosamente de su brazo; al menos sería la compañera de un rey de la inteligencia; ¡pero la compañera de cadena de ese imbécil, que ni siquiera sabe enderezar un pie deforme! ¡Oh!» En realidad, esta mujer no puede ser más sublime en su género, en la modestia de su ambiente y ante su limitado horizonte. 4.° Incluso en su educación conventual veo la prueba del temperamento equívoco de Madame Bovary. Las monjas descubrieron en esta joven una asombrosa aptitud para la vida, para aprovechar la vida, para conje turar sus goces. ¡Esto es un hombre de acción! Mientras, la joven se embriagaba deliciosamente con el color de los vitrales, de los matices orientales que las lar gas ventanas labradas proyectaban sobre su devocionario de alumna interna; se saciaba con la música solemne de las vísperas, y por una paradoja cuyo único mérito corres ponde a los nervios, sustituía en su alma el Dios verdadero por el Dios de su fantasía, el Dios del porvenir y del azar, un Dios de viñeta, con espuelas y bigotes; ya teñe mos al poeta histérico. ¡La histeria! ¿Por qué este misterio fisiológico no va a ser el fondo y el mantillo de una obra literaria, ese miste rio que la Academia de Medicina aún no ha resuelto, y que, mientras en las mujeres se manifiesta por la sensa ción de una bola ascendente y asfixiante (me refiero sólo al síntoma principal), en los hombres nerviosos pasa a convertirse en todas las impotencias y también en la apti tud para todos los excesos? V

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En resumen, esta mujer es verdaderamente grande, sobre todo digna de compasión y, a pesar de la dureza sis temática del autor, que ha hecho los mayores esfuerzos para estar ausente de su obra y para desempeñar la fun ción de un titiritero, todas las mujeres intelectuales le agra decerán que haya elevado la mujer a tan alta potencia, tan lejos del animal puro y tan cerca del hombre ideal, y de haberla hecho participar en ese doble carácter de cál culo y de ensueño que constituye el ser perfecto. Se ha dicho que Madame Bovary es ridicula. En efec to, ahí la tenemos tan pronto tomando por un héroe de Walter Scott a un individuo —¿podría llamarle hidalgo campesino?— que viste chalecos de caza y atuendos contrastados, como la vemos enamorarse de un modesto pa sante de notario (que ni siquiera sabe realizar una acción peligrosa para su amante), y por fin, la pobre, extenuada, esa extravagante Pasífae 139), encerrada en el estrecho recinto de una aldea, persigue el ideal por los bailes de can dil y los cafetines de la prefectura... ¡Qué importa! Digá moslo, confesémoslo, es un César en Carpentras; ¡persi gue el Ideal' Desde luego, no voy a decir como el Licántropo 1401, de subversiva memoria, aquel rebelde que abdicó: «Ante todas las vulgaridades y todas las majaderías del tiempo presente, ¿acaso no nos queda el papel de fumar y el adul terio?» Pero lo que sí afirmaré es que al fin y al cabo, en resumidas cuentas, incluso con balanzas de precisión, nuestro mundo es muy duro para haber sido engendrado por Cristo, y que no es digno de arrojar la primera piedra a la adúltera; y que unas cuantas cornamentas más o menos no acelerarán la rapidez rotatoria de las esferas ni van a adelantar en un solo segundo la destrucción final del universo. Ya es hora de que se ponga fin a la hipocre sía cada vez más contagiosa, y que se juzgue ridículo que unos hombres y mujeres

pervertidos hasta la trivialidad azucen los perros contra un desventurado novelista que, con una castidad de retor, ha querido envolver en un velo de gloria aventuras de mesilla de noche, siempre repug nantes y grotescas cuando la Poesía no las acaricia con su claridad de lamparilla opalina. Si me abandonase a esa pendiente analítica, nunca acabaría de hablar de Madame Bovary; este libro, esencial mente sugestivo, podría inspirar un volumen de observa ciones. Me limitaré por el momento a hacer notar que varios de sus episodios más importantes han sido primiti vamente o descuidados o vituperados por los críticos. Ejemplos: el episodio de la fallida operación del pie zopo, y aquel otro tan notable, tan desolado, tan verdaderamen te moderno, en el que la futura adúltera —porque la des dichada se encuentra tan sólo iniciando la cuesta abajo va a pedir ayuda a la Iglesia, a la divina Madre, a la que no tiene excusas para ser siempre solícita, a esa farmacia donde nadie tiene derecho a dormitar. El buen reverendo Bournisien, preocupado únicamente por los granujas del catecismo que hacen gimnasia por entre los asientos de coro y las sillas de la iglesia, responde con candor: «Si está usted enferma, señora, puesto que el señor Bovary es médico, ¿por qué no

se dirige a su marido?»

¿Qué mujer, ante esa cortedad del cura, no iría, loca mente amnistiada, a hundir su cabeza en las aguas turbu lentas del adulterio, y quién de nosotros, en una edad más Cándida y en circunstancias agitadas, no ha conocido alguna vez al clérigo incompetente? VI Inicialmente, tenía el proyecto, pues tenía dos libros del mismo autor en las manos (Madame

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Bovary y La tentación de san Antonio, cuyos

fragmentos aún no han sido reunidos por el librero) de hacer una especie de paralelo entre ambos. Quería establecer igualdades y corresponden cias. Me hubiera resultado fácil encontrar en el minucioso tejido de Madame Bovary las altas facultades de ironía y de lirismo que iluminan soberanamente La tentación de san Antonio. Aquí el poeta no se había disfrazado, y su Bovary. tentada por todos los demonios de la ilusión, de la herejía, por todas las lubricidades de la materia circundante... su san Antonio, en fin, abrumado por todas las locuras que nos asedian, hubiera encontrado mejores dis culpas que esta minúscula ficción burguesa. En esta obra, de la que por desdicha el autor sólo nos ha dado fragmen tos, hay pasajes deslumbrantes; no hablo tan sólo del pro digioso festín de Nabucodonosor, de la maravillosa apari ción de esa pequeña loca que es la reina de Saba, minia tura que danza en la retina de un asceta, de la charlata nesca y enfática escenografía de Apolonio de Tiana, seguí do de su cornac, o, mejor dicho, de su mantenedor, el millonario imbécil que le arrastra mundo a través; quisie ra sobre todo llamar la atención del lector acerca de esa facultad doliente, subterránea y rebelde que atraviesa to da la obra, ese filón tenebroso que ilumina —lo que los ingleses llaman el subcurrent— y que sirve de guía en esa confusión, ese pandemónium de la soledad. Me hubiera sido fácil señalar, como ya he dicho, que el señor Gustave Flaubert ha encubierto voluntariamente en Madame Bovary las altas facultades líricas e irónicas manifestadas sin reserva en la Tentación y que esta última obra, cámara secreta de su talento, sigue siendo evidente mente la más interesante para los poetas y los filósofos. Tal vez en otra ocasión tenga el placer de llevar a cabo esta tarea.

La doble vida,

de Charles Asselineau (41)

Once breves narraciones se nos presentan bajo este título general: La doble vida. El sentido del título se descubre felizmente después de la lectura de algunos de los frag mentos que componen este elegante y elocuente volumen. Hay un capítulo de Buffon que se titula Homo dúplex, y cuyo contenido no recuerdo ya con exactitud, pero cuyo título breve, misterioso, grávido de ideas, siempre me ha precipitado a la meditación, y que todavía hoy, en el mo mentó en que me propongo dar una idea del espíritu que anima la obra del señor Asselineau, se presenta bruscamente a mi memoria, y la provoca y la confronta como una idea fija. ¿Quién de entre nosotros no es un homo dúplex? Me refiero a aquellos cuyo espíritu fue desde la niñez touched with pensiveness (42); siempre doble, acción e intención, ensueño y realidad; siempre lo uno estorbando a lo otro, usurpando la parte del otro. Unos emprenden viajes lejanos dejando atrás un hogar cuyas dulzuras no saben reconocer; y otros, ingratos para con las aventuras con que la Providencia les regala, acarician el sueño de una vida casera, encerrada en un espacio de pocos metros. La intención que se deja a medio camino, el sueño

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olvidado en una posada, el proyecto truncado por el obstáculo, la desdicha y los achaques surgiendo del éxito co mo las plantas venenosas de una tierra fértil y descuidada, la añoranza que se mezcla con la ironía, la mirada hacia atrás como la de un vagabundo que se detiene por un instante para reflexionar, el incesante mecanismo de la vida terrena, hostigando y desgarrando a cada minuto la trama de la vida ideal: tales son los principales elementos de este libro exquisito que, por su espontaneidad, su sencillez de buen trato y su sinceridad sugestiva participa del monólogo y de la carta íntima confiada al buzón para países lejanos. La mayoría de los pasajes que componen su totalidad son muestras de la desventura humana comparada con las dichas del ensueño. Así, La taberna de los areneros, a la que dos jóvenes acuden regularmente a unas cuantas leguas de la ciudad para consolarse de las penas e inquietudes que se la hacen intolerables, olvidando en el paisaje horizontal de los ríos la vida tumultuosa de las calles y la angustia confinada en un domicilio devastado; así, La posada: un viajero, un hombre de letras, que inspira a la posadera una simpatía tan viva que llega a ofrecerle a su hija en matrimonio, aunque acaba por volver bruscamente al círculo en el que le encierra su fatalidad. El viajero hombre de letras, al oír ese ofrecimiento generoso e ingenuo, prorrumpe en una carcajada inhumana, que desde luego hubiese escandalizado al buen Jean Paul (43), siempre tan angélico, aunque tan burlón. Pero suponemos con razón que al encontrarse de nuevo en el camino o devuelto a su rutina, el viajero pensativo y filósofo habrá corrido su risa maligna, y se habrá dicho con un poco de remordimiento, un poco de pesar y el suspiro indolente del escepticismo, siempre atemperado por una leve sonrisa: «Al fin y al cabo, la buena posadera es muy posible que tuviese razón; los

elementos de la felicidad humana son menos numerosos y más sencillos de lo que enseñan el mundo y su doctrina perversa.» Así, Las promesas de Timothée. abominable lucha entre el que promete engañosamente y su víctima; el primero, ese ladrón de una especie tan particular, recibe su merecido, palabra, y agradezco mucho al señor As selineau que acabe mostrándonos a su víctima salvada y reconciliada con la vida gracias a un hombre de mala re putación. Así ocurre con frecuencia, y el Deus ex machina de los desenlaces felices es, más a menudo de lo que quiere admitirse, uno de esos que el mundo llama sujetos poco recomendables o incluso granujas. Mi primo Don Quijote es una historia muy notable y sumamente adecúa da para poner de relieve las dos grandes cualidades del autor, que son el sentimiento de la belleza moral y la ironía que nace del espectáculo de la injusticia y de la necedad. Ese primo, cuya cabeza hierve de proyectos de educación, de felicidad universal, cuya sangre siempre jo ven se enciende con un entusiasmo desbordante por los helenos (44), ese déspota del heroísmo que quiere moldear y moldea a su familia a su imagen, es más que interesante; es conmovedor; eleva el alma haciéndola avergonzarse de su ruindad cotidiana. La ausencia del nivel entre ese nuevo Don Quijote y el alma del siglo produce un efecto indudable de comicidad conmovida, aunque, para atener nos a la verdad, la risa provocada por una debilidad su blime es casi la condenación del que ríe, y el Sancho universal, de que está rodeado el maníaco magnánimo, no despierta menos desdén que el Sancho de la novela. Más de una anciana leerá con una sonrisa, y tal vez entre lágrimas, La novela de una devota, un amor de quince años, sin confidente, sin confidencia, sin acción, y siempre ignorado por el objeto de este amor, un puro monólogo mental.

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La mentira representa bajo una forma a un tiempo sutil y natural la preocupación general del libro, que po dría llamarse. Sobre el arte de escapar a la vida cotidiana. Los grandes señores turcos encargan a veces a nuestros pintores decorados que representan aposentos adornados de muebles suntuosos, con vistas a horizontes ficticios. Mandan así a tan singulares soñadores un magnífico salón en una tela, arrollado como un cuadro o un mapa. Así obra el héroe de Mentira, y es un héroe mucho menos insólito de lo que podría creerse. Una mentira perpetua adorna y viste su vida. Ello le reporta en su vida cotidia na unas cuantas sacudidas y algunos accidentes; pero na die puede eludir pagar un precio por su felicidad. No obs tante, un día, a pesar de todos los inconvenientes de su delirio voluntario y sistemático, la felicidad, la verdadera felicidad, se le ofrece, queriendo ser aceptada y sin hacer se de rogar; sin embargo, para merecerla, habría que cum plir una pequeñísima condición, confesar una mentira. De moler una ficción, desmentirse, destruir un armazón ideal, aunque sea a cambio de una felicidad afectiva, he ahí un sacrificio imposible para nuestro soñador. Seguirá pobre y solitario, pero fiel a sí mismo y se obstinará en extraer de su cerebro todo el adorno de su vida. Una gran muestra de talento en el señor Asselineau es comprender y expresar tan bien la legitimidad de lo absurdo y de lo inverosímil. Intuye y calca, a veces con una fidelidad rigurosa, los extraños razonamientos del ensueño. En pasajes de esa naturaleza, su desaliño, su atestado mondo y lirondo, alcanza un gran efecto poético. Citaré, por ejemplo, unos cuantos renglones que proceden de un cuento singular, La pierna. «Lo sorprendente en la vida del ensueño no consiste tanto en verse transportado a regiones fantásticas en las que se alteran todas nuestras costumbres y se contradicen todas las ideas que nos

sustentaban; donde a menudo in cluso (lo cual todavía asusta más) lo imposible se mezcla con lo real. Lo que me impresiona aún mucho más es el asentimiento que damos a esas contradicciones, la facilidad con la que los paralogismos más monstruosos se aceptan como algo completamente natural, de tal manera que hay que creer en facultades o naciones de un orden particular y ajenas a nuestro mundo. »Un día sueño que en la avenida principal de las Tu Herías asisto en medio de una compacta muchedumbre a la ejecución de un general. Un silencio respetuoso y so lemne reina entre la asistencia. »Traen al general en un baúl. Sale de él con uniforme de gala, la cabeza descubierta, y salmodiando en voz baja un canto fúnebre. »De pronto, un caballo de guerra, ensillado y con ca parazón, aparece caracoleando en la terraza de la derecha, la que da a la plaza de Luis XV (45). »Un gendarme se acerca al condenado y le entrega respetuosamente un fusil amartillado: el general apunta, dis para y el caballo cae. »Y la muchedumbre se dispersa, y me retiro yo también, íntimamente convencido de que era la

costumbre, cuando se condenaba a muerte a un general, que si su caballo aparece en el lugar de su ejecución y él lo mata, el general está salvado.»

Hoffmann no hubiese definido mejor, con la naturali dad de su estilo, la situación anormal de una mente. Los dos fragmentos principales, La segunda vida y El infierno del músico, son fieles a la idea matriz del volumen. Creer que querer es poner, tomar al pie de la letra la hipérbole del proverbio, arrastra a un soñador, de decep ción en decepción, hasta el suicidio. Por una merced es pecial de ultratumba, todas las facultades tan ardientemen te envidiadas y

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queridas se le conceden de golpe, y, provisto de todo el genio concedido en ese segundo nacimiento, vuelve a la tierra. Tan sólo no se habían previsto un solo dolor, un solo obstáculo, que no tardaron en hacerle imposible la existencia y le obligaron a refugiarse de nuevo en la muerte: todos los inconvenientes, todas las inco modidades, todos los equívocos resultantes de la despro porción que hay a partir de ahora entre él y el mundo terreno. El equilibrio y la ecuación han sido destruidos, y como un Ovidio demasiado sabio para su antigua patria, puede decir:

Barbarus hic ego sum, quia non intelligor illis

(46).

El infierno del músico representa el caso de alucinación formidable que sufriría un compositor condenado a oír simultáneamente todas sus composiciones ejecutadas, bien o mal, en todos los pianos del globo. Huye de ciudad en ciudad, siempre persiguiendo el sueño como una tierra prometida, hasta que, loco de desesperación, pasa al otro hemisferio, en el que la noche, ocupando el lugar del día, le otorga por fin cierto descanso. En esta tierra lejana encuentra además el amor, que, a modo de una enérgica medicina, devuelve cada facultad a su sitio, y pacifica todos sus órganos perturbados. «El pecado de orgullo ha sido redimido por el amor.» El análisis de un libro es siempre un esqueleto sin car ne. Sin embargo, a un lector inteligente este análisis le bastará para hacerle adivinar el espíritu de búsqueda que anima el trabajo del señor Asselineau. A menudo se repi te: El estilo es el hombre; pero, ¿acaso no podría decirse con igual precisión: La elección de los asuntos es el hombre? De la carne del libro puedo decir que es buena, sa brosa, elástica al tacto; pero el alma interior es sobre todo lo que merece estudiarse. Este encantador librito, personal,

excesivamente personal, es como un monólogo de invierno, murmurado por el autor, con los pies en los morillos de la chimenea. Tiene todos los encantos del monólogo, el aire de confidencia, la sinceridad de la confidencia, y hasta ese descuido femenino que forma parte de la sinceridad. ¿Nos atreveríamos a afirmar que nos gustan siempre, que adoramos sin tregua esos libros cuyo pensamiento, tensado al máximo, hace temer en todo momento al lector que está a punto de romperse, llenándole, por así decirlo, de una trepidación nerviosa? Este quiere ser leído tal como se escribió, en bata de andar por casa y los pies arrimados a la chimenea. ¡Dichoso el autor que no teme mostrarse yendo de trapillo! Y a pesar de la humillación eterna que el hombre siente al sentirse confesado, dichoso el lector pensativo, el homo dúplex que, sabiendo reconocer en el autor su espejo , no teme exclamar: Thou art the man! m ¡Este es mi confesor!

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Théophile Gautier (48)

Aunque no hayamos dado de beber a ninguna vieja, nos sucede lo mismo que a la muchacha de Perrault; no podemos abrir la boca sin que de ella salgan en seguida monedas de oro, diamantes, rubíes y perlas; ya quisiéramos de vez en cuando vomitar un sapo, una culebra y un ratón colorado, aunque sólo fuese por variar; pero no nos es posible. THÉOPHILE GAUTIER,

Caprichos y zigzags

I No conozco sentimiento más embarazoso que la admi ración. Por la dificultad de expresarse convenientemente se parece al amor. ¿Cómo encontrar expresiones con la suficiente fuerza colorista, o matizadas de una manera lo bastante delicada como para responder a las necesidades de un sentimiento exquisito? El respeto humano es una calamidad en todo orden de cosas, dice un libro de

filosofía que por azar tengo ante los ojos; pero no se crea que el innoble respeto humano es la causa de mi turbación: mi perplejidad no tiene más origen que el temor de no hablar de mi asunto de una manera suficientemente noble. Hay biografías fáciles de escribir; por ejemplo, las de los hombres cuya vida hormiguea de sucesos y aventuras; entonces no hay más que registrar y clasificar hechos con sus fechas; pero en este caso, nada de esa variedad mate rial que reduce la tarea del escritor a la de un compilador. ¡Nada más que una inmensidad espiritual! La biografía de un hombre cuyas aventuras más dramáticas transcurren silenciosamente bajo la cúpula de su cerebro es un traba jo literario de un orden muy distinto. Hay astros nacidos con funciones peculiares, y lo mismo podría decirse de los hombres. Cada cual cumple magnífica y humildemente su papel de predestinado. ¿Quién puede concebir una biogra fía del sol? Es una historia que, desde que el astro ha dado señales de vida, está llena de monotonía, de luz y de grandeza. Dado que, en resumidas cuentas, tengo que escribir la historia de una idea fija, que por otra parte ya me ocupa ré de definir y analizar, en rigor importa poco que informe o que no informe a mis lectores de que Théophile Gautier nació en Tarbes en 1811. Hace ya largos años que tengo la fortuna de ser su amigo, e ignoro completa mente si en la niñez reveló sus futuros talentos mediante éxitos de colegial, con esas pueriles coronas que a menú do no saben conquistar los niños sublimes m, y que en cualquier caso se ven obligados a compartir con una multitud de horribles necios, marcados por la fatalidad. De esas pequeñeces no sé absolutamente nada. El propio Théophile Gautier tal vez tampoco sepa nada, y si por casualidad lo recuerda, estoy seguro de que no le resulta ría agradable ver remover todo ese fárrago de sus años escolares. Nadie lleva más lejos que él

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el pudor majestuoso del verdadero hombre de letras, y nadie tiene más horror de exhibir todo lo que no está hecho, preparado y maduro para el público, para la edificación de las almas enamoradas de la Belleza. Que nadie espere de él memorías, ni tampoco confidencias, ni recuerdos, ni nada que no sea la sublime función. Hay una circunstancia que aumenta la alegría que sien to al explicar una idea fija, la de hablar por fin, y a mis anchas, de un hombre desconocido. Todos los que hayan meditado sobre los errores de la historia o sobre sus jus ticias tardías comprenderán lo que significa la palabra desconocido, aplicada a Théophile Gautier. Alguien que desde hace no pocos años llena París y las provincias con el eco de sus artículos, es cierto; es indiscutible que muchos lectores, curiosos de todas las cosas literarias, esperan impacientemente su juicio sobre las obras dramáticas de la semana anterior; aún más indiscutible que sus crónicas de los Salones, tan serenas, tan espontáneas y llenas de majestad, son oráculos para todos los desterrados que no pueden juzgar y sentir por sus propios ojos. Para todos esos públicos diversos. Théophile Gautier es un crítico incomparable e indispensable; y, sin embargo, sigue siendo un hombre desconocido. Me explicaré. Imagino a alguien instalado en un salón burgués y tomando café después de la cena con el dueño de la casa, su señora y las señoritas. Detestable y risible jerga, de la que la pluma debería abstenerse, del mismo modo que el escritor debería abstenerse de frecuentar compañías tan enervantes. Poco después se hablará de música, tal vez de pintura, pero infaliblemente de literatura. Y Théophile Gautier no tardará en ser tema de conversación; pero, después de haberle concedido una serie de elogios triviales («¡qué talento!», «¡qué divertido es!», «¡qué bien escribe, y qué estilo tan fluido el

suyo...!» el premio de estilo fluido se otorga indistintamente a todos los escritores co nocidos, porque es probable que el agua clara sea el sím bolo más claro de belleza para las personas que no pier den el tiempo pensando), si se hace observar que se omite su mérito principal, su mérito indiscutible y más deslum brante, en una palabra, que olvidan decir que es un gran poeta, veremos pintarse en todos los rostros la mayor de las sorpresas. «Sin ningún género de dudas, tiene un estilo muy poético», dirá el más sutil de la cuadrilla, ignorando que se trata de ritmos y de rimas. Toda esa gente ha leído el artículo del lunes, pero nadie, desde hace una porción de años, ha encontrado dinero u ocio para leer Albertos. La comedia de la muerte y España iso». He ahí algo muy duro de confesar para un francés, y si no habla se de un escritor que está a la altura suficiente como para asistir con toda tranquilidad a todas las injusticias, creo que hubiese preferido ocultar esa tara de nuestro público. Pero así son las cosas. Y sin embargo, las ediciones se han multiplicado, y se han vendido fácilmente. ¿Dónde han ido a parar? ¿En qué armarios se han sepultado esas admirables muestras de la más pura belleza francesa? Lo ignoro; sin duda, en alguna región misteriosa situada muy lejos del faubourg Saint Germain o de la Chaussée d'An tin, para hablar como la geografía de los cronistas mun danos. Sé bien que no existe ningún hombre de letras, un artista un poco soñador cuya memoria no esté amueblada y adornada con esas maravillas; pero la gente de mundo, los mismos que se embriagaron o que fingieron embriagarse con las Meditaciones y las Armonías (51), ignoran ese nuevo tesoro de goce y de belleza. Ya he dicho que ésta era una confesión dolorosa para un corazón francés; pero no basta con

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establecer un hecho, hay que tratar de explicarlo. Es cierto que Lamartine y Victor Hugo han disfrutado durante más tiempo de un público más curioso de los juegos de la Musa que aquel que ya iba embotándose en la época en que Théophile Gautier se convertía definitivamente en un hombre famoso. Desde entonces ese público ha ido disminuyendo gradualmente la parte legítima de tiempo dedicado a los placeres del espíritu. Pero ésta seria una explicación insufi ciente; porque, para dejar de lado al poeta que es el centro de este estudio, observo que el público sólo ha espiga do cuidadosamente en las obras de los poetas que estaban ilustradas (o mancilladas) por una especie de viñeta política, un condimento apropiado a la naturaleza de sus pasiones actuales. Ha aprendido de memoria la Oda a la Columna, la Oda al Arco de Triunfo, pero ignora las partes misteriosas, sombrías, las más atrayentes de Victor Hugo. Recita a menudo los Yambos de Auguste Barbier (52) sobre las jornadas de Julio, pero no ha vertido su pianto con el poeta sobre la Italia desolada, ni le ha seguido en su viaje por el Lázaro del Norte. Ahora bien, el condimento con el que Théophile Gau tier espolvorea sus obras, que para los aficionados al arte es de los más exquisitos y de la sal más ardiente, tiene muy poca o ninguna acción sobre el paladar de la muchedumbre. Para hacerse completamente popular, ¿no hay acaso que consentir merecer serlo, es decir, no hay, por un aspecto casi secreto, una minucia llamativa, que mostrarse un poco populachero? En literatura, como en moral, es un peligro, y al mismo tiempo un honor, ser delicado. La aristocracia nos aisla. Confesaré francamente que no soy de esos que ven en ello un mal muy deplorable, y que quizá he llevado demasiado lejos mi encono contra los pobres filisteos. Recriminar, oponerse e incluso

reclamar justicia, ¿no es acaso filisteizarse un poco? Olvidamos constantemente que injuriar a una multitud equivale a encanallarse a uno mismo. Una vez situados a gran altura, toda fatalidad nos parece justicia. Saludemos, pues, por el contrario, con todo el respeto y el entusiasmo que merece, a esta aristocracia que crea a su alrededor la soledad. Vemos, por otra parte, que tal facultad es más o menos estimada según el siglo, y que en el curso de las edades hay también lugar para espléndidos desquites. Todo puede esperarse de la extra vagancia humana, incluso la equidad, aunque nada más cierto que la injusticia le resulta infinitamente más natu ral. ¿Acaso no decia hace poco un escritor político que Théophile Gautier goza de una

reputación exagerada? II

Mi primera entrevista con este escritor —que el universo nos envidiará, como nos envidia a Chateaubriand, a Víctor Hugo y a Balzac— está ahora presente en mi me moria. Había ido a su casa para entregarle un volumito de versos de parte de dos amigos ausentes. Le encontré, no con tan buena presencia como hoy, pero ya majestuo so, natural y espontáneo en su flotante indumentaria. Lo que primero llamó mi atención en su acogida fue la au sencia total de esa sequedad, tan excusable por otro lado, en todos los hombres acostumbrados por su situación a temer a los visitantes. Para caracterizar su manera de re cibirme me serviría de la palabra campechano, si no fuese tan trivial; en ese caso sólo podría emplearse sazonada y realzada, según la receta de Racine, por un hermoso ad ietivo como asiático u oriental,

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para expresar un talante a la vez sencillo, digno y delicado. En cuanto a la conversación (¡qué solemne es una primera conversación con un hombre ilustre que nos supera aún más por el talento que por la edad!) se ha moldeado asi mismo muy bien en el fondo de mi mente. Cuando me vio con un volumen de poesía en la mano, su noble rostro se iluminó con una atractiva sonrisa; tendió los brazos con una especie de avidez infantil; porque es curioso hasta qué punto ese hombre, que sabe expresarlo todo y que tiene más derecho que cualquier otro a sentirse hastiado, tiene la curiosidad fácil y asaeta vivamente con su mirada el no-yo. Después de haber hojeado rápidamente el tomito (53), me hizo observar que los poetas en cuestión se permitían demasiado a menudo sonetos libertinos, es decir, no ortodoxos, y siempre dispuestos a eximirse de la regla de la cuádruple rima. Luego me preguntó, con una mirada curiosamente recelosa, y como si quisiera ponerme a prue ba, si me gustaba leer diccionarios. Eso me lo dijo como lo dice todo, con una enorme tranquilidad, y con el mismo tono que otro adoptaría para informarse de si yo pre feria la lectura de los libros de viaje a la de las novelas. Afortunadamente, siendo aún muy joven ya había caído en la lexicomanía, y vi que mi respuesta me granjeaba su aprecio. Precisamente acerca de los diccionarios añadió que «el escritor que no sabía decirlo todo, aquel a quien una idea tan extraña, tan sutil como pueda imaginarse, tan imprevista, cayendo como una piedra de la luna, le sorprende

desprovisto y sin material para darle cuerpo, éste no era un escritor». Luego conversamos sobre la higiene, sobre los miramientos que el literato ha de tener con su cuerpo y acerca de su sobriedad obligada. Aunque para ilustrar la materia creo que eché mano de unas comparaciones de la vida de

las bailarinas y de los caballos de carreras, el método con que abordó el asunto (la sobrie dad como prueba de respeto debido al arte y a las facul tades poéticas) me recordó lo que dicen los libros piado sos sobre la necesidad de respetar nuestro cuerpo como templo de Dios. Conversamos también sobre la gran fa tuidad del siglo y sobre la locura del progreso. En libros que publicó posteriormente he leído algunas de las fórmu las que entonces le sirvieron para resumir sus opiniones; por ejemplo, ésta: «Hay tres cosas que una persona civilizada nunca podrá crear: un jarrón, un arma, un arnés.» Inútil es decir que aquí se refiere a la belleza y no a la utilidad. Yo le hablaba con entusiasmo de la asombrosa imaginación que había mostrado en el género bufo y grotesco; pero ante ese cumplido replicó ingenuamente que en el fondo sentía horror por el ingenio y la risa, ¡esa risa que deforma la criatura de Dios! «A veces es lícito mostrar ingenio, como al sabio se le permite una francachela para demostrar a los necios que podría ser igual que ellos; pero ello no es necesario.» Aquellos a quienes podría sorprender esta opinión profesada por él no han advertido que como su ingenio es un espejo cosmopolita de belleza, en el que, en consecuencia, la Edad Media y el Renaci miento se han reflejado con absoluta legitimidad y mag níficamente, muy pronto se dedicó a frecuentar a los griegos y la Belleza única, hasta el punto de desconcertar a sus admiradores que no poseían la verdadera llave de su cámara espiritual. A ese propósito, consúltese Mademoiselle de Maupin, donde se defendió vigorosamente la belleza griega en plena exuberancia romántica. Todo eso se dijo con claridad y decisión, pero sin dic tadura, sin pedantería, con mucha sutileza, pero sin nin gún exceso de quintaesencia. Al escuchar esa elocuencia de conversación, tan alejada del

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siglo y de su violenta algarabía, no podía por menos que pensar en la lucidez antigua, en no sé qué eco socrático, familiarmente traído sobre el ala de un viento oriental. Me retiré conquistado por tanta nobleza y naturalidad, subyugado por esa fuer za espiritual a la que la fuerza física sirve, por así decirlo, de símbolo, como para ilustrar una vez más la verdadera doctrina y confirmarla con un nuevo argumento. Desde aquella minúscula fiesta de mi juventud, ¡cuántos años de plumaje variado han agitado sus alas y levan tado el vuelo hacia el cielo ávido! Sin embargo, ahora mismo no puedo dejar de pensar en ella sin cierta emoción. Esta es mi mejor excusa ante aquellos que tal vez me hayan juzgado muy osado y con un aire un tanto de advenedizo al hablar de un modo tan personal, al comienzo de este trabajo, de mi intimidad con un hombre célebre. Pero que se sepa que si algunos de nosotros se han tomado confianzas con Gautier es porque al permitirlas parecía desearlas. Se complace inocentemente en una afectuosa y familiar paternidad. Este es otro de sus rasgos que recuerda al de aquellos tipos ilustres de la antigüedad a quienes gustaba la compañía de los jóvenes, y que paseaban con ellos su sólida conversación bajo copiosos verdores, a orillas de los ríos o bajo arquitecturas nobles y sencillas como sus almas. Este retrato, esbozado de forma familiar, necesitaría la ayuda del grabador. Afortunadamente, Théophile Gautier ha desempeñado en diversos volúmenes funciones general mente relativas a las artes y al teatro, que han hecho de él uno de los personajes de París más públicamente conocidos. Casi todo el mundo conoce sus cabellos largos y sueltos, su porte noble y lento, y su mirada llena de una ensoñación felina.

III Todo escritor francés, ansioso por la gloria de su país, no puede, sin orgullo y sin añoranza, volver sus miradas hacia esa época de crisis fecunda en la que la literatura romántica florecía con tanto vigor. Chateaubriand, siem pre lleno de fuerza, pero como tendido en el horizonte, parecía un Athos que contempla indolentemente el hormigueo de la llanura; Víctor Hugo, Sainte-Beuve, Alfred de Vigny habían rejuvenecido, más aún, habían resucitado la poesía francesa, que estaba muerta desde Corneille. Pues André Chénier, con su blanda antigüedad a lo Luis XVI, no era un síntoma de renovación suficientemente vigorosa, y Alfred de Musset, femenino y sin doctrina, hubiera podido existir en todas las épocas, y nunca hubiese sido más que un perezoso de graciosas efusiones. Alexandre Dumas nos daba sin tregua sus fogosos dramas, en los que la erupción volcánica resultaba atemperada por la destreza de un hábil irrigador. ¡Qué ardor en el hombre de letras de aquel tiempo, y qué curiosidad, qué calor en el público! ¡Oh,

esplendores eclipsados, oh sol caído tras el horizonte! Una segunda fase se produjo en el

movimiento literario moderno, que nos dio a Balzac, es decir, al verdadero Balzac, a Auguste Barbier y a Théophile Gautier. Pues hay que hacer observar que, aunque este último no haya sido un literato decididamente muy leído hasta des pués de publicarse Mademoiselle de Maupin, su primer libro de poesía, valientemente lanzado en plena revolu ción, data de 1830. Creo que hasta 1832 Albertos no se unió a esos primeros versos. Por vivaz y abundante que hubiera sido hasta entonces la nueva savia literaria, hay que admitir que le había faltado un elemento, o al menos que habia algo que sólo aparecía raramente, como por ejemplo en

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Nuestra Señora de París, ya que Victor Hugo sin

ninguna duda era la excepción por el número y la amplitud de sus facultades; me refiero a la risa y al sentido de lo grotesco. Los Jóvenes-Francia (54) no tardaron en demostrar que la escuela se completaba. Por ligera que esta obra pueda parecer a algunos, contiene grandes méritos. Además de la belleza del diablo, es decir, la gracia encantadora y la osadia de la juventud, contiene la risa, y la mejor risa. Evidentemente, en una época llena de embaucadores, un autor se instalaba en plena ironía y demostraba que no se dejaba embaucar. Un vigoroso sentido común le salvaba de las parodias y de las religiones a la moda. Con un matiz más, Una lágrima del Diablo (55) continuaba ese filón de rica jovialidad. Mademoiselle de Maupin sirvió para definir aún mejor su posición. Muchos son los que durante largo tiempo han hablado de esta obra como respondiendo a pueriles pasiones, como si hechizase más por su asunto que por la doctísima forma que la distingue. Verdaderamente es forzoso que haya per sonas que rebosen pasión para poder verla así en todas partes. Es la nuez moscada de que se sirven para sazonar todo lo que comen. Por su estilo prodigioso, por su belleza estricta y depurada, pura y florida, este libro era un verdadero acontecimiento. Así lo supo ver Balzac, quien se apresuró a conocer a su autor. Tener no sólo un estilo, sino además un estilo personal, era una de las mayores ambiciones, si no la mayor, del autor de La piel de zapa y de La búsqueda del Absoluto. A pesar de los excesos y los intrincamientos de su frase, siempre fue uno de los conocedores más agudos y más exigentes. Con Mademoiselle de Maupin nacía para la literatura el diletantismo, que, por su carácter exquisito y superlativo, es siempre la mejor prueba de las facultades indispensables para el arte. Esta novela,

este cuento, este cuadro, este ensueño continuado con la obstinación de un pintor, esa especie de himno a la Belleza, conseguía sobre todo el gran resultado de establecer definitivamente la condición generadora de las obras de arte, es decir, el amor exclusivo de la Belleza, la Idea fija. Las cosas que tengo que decir acerca de este asunto (y las diré muy brevemente) fueron archisabidas en otros tiempos. Luego su conocimiento se oscureció, hasta ser definitivamente olvidadas. Hubo extrañas herejías que se infiltraron en la crítica literaria. Dios sabe qué opaca nube, venida de Ginebra, de Boston o del infierno, interceptó los hermosos rayos del sol de la estética. La famosa doctrina de la indisolubilidad de la Belleza, la Verdad y el Bien es una invención de filosofastros modernos (¡extraño contagio que hace que al definir la locura, hablemos en su jerga!). Los diferentes objetivos de la búsqueda espiri tual exigen facultades que les son eternamente apropiadas; a veces tal objetivo sólo exige una, a veces todas juntas, lo cual no deja de ser muy raro, y en cualquier caso nun ca con una dosis o un grado igual. También hay que ha cer observar que cuantas más facultades exige un objetivo, menos noble y puro es, es más complejo, contiene mayor bastardía. La Verdad sirve de base y de meta a las ciencias; apela sobre todo al intelecto puro. Aquí la pureza del estilo encajará bien, pero la belleza de estilo puede considerarse como un elemento de lujo. El Bien es la base y el objeto de las investigaciones morales. La Belleza es la única ambición, la única meta del Gusto. Aunque la Verdad sea una meta de la historia, hay una Musa de la historia para indicar que algunas de las cualidades que necesita el historiador dependen de la Musa. La Novela es uno de esos géneros complejos en los que puede concederse una parte mayor o menor ya sea a la Verdad, ya sea a la 82

Belleza. La parte de la Belleza en Mademoiselle de Maupin era excesiva. El autor tenía derecho a hacerla tal. La ambición de esta novela no era expresar las costumbres, ni tampoco las pasiones de una época, sino una pasión única, de una naturaleza muy peculiar, universal y eterna, bajo el impulso de la cual el libro entero fluye, por así decirlo, en el mismo cauce que la Poesía, pero sin confundirse del todo con ella, ya que está privado del doble elemento del ritmo y de la rima. Esta meta, este objetivo, esta ambición consistía en manifestar, en un estilo apropiado, no el furor del amor, sino la belleza del amor y la belleza de los objetos dignos de amor, en una palabra, el entusiasmo (cosa muy distinta de la pasión) creado por la belleza. Verdaderamente, éste es, para una mente que no ha sido arrastrada por la moda del error, un motivo de asombro enorme la confusión total de los géneros y de las facultades. Al igual que los diferentes oficios requieren herramientas distintas, los diferentes objetos de búsqueda espiritual requieren sus facultades correspondientes. De vez en cuando es lícito, a mi entender, citarse a sí mismo, sobre todo para evitar parafrasearse. Repetiré, pues (56): «...Hay otra herejía... Un error más difícil de desarrai gar, me refiero a la herejía de la enseñanza, que comprende como corolarios inevitables las herejías de la pasión, de la verdad y de la moral. Una multitud de personas se figuran que el objeto de la poesía es una enseñanza cualquiera, que debe tan pronto robustecer la conciencia como perfeccionar las costumbres, cuando no demostrar al go útil... La Poesía, por poco que se quiera descender en uno mismo, interrogar al alma, evocar sus recuerdos de entusiasmo, no tiene más objetivo que Ella misma; no puede tener otro, y ningún poema será más

grande, más noble, más verdaderamente digno del nombre de poema, que aquel que haya sido escrito únicamente por el placer de escribir un poema. »No quiero decir que la poesía no ennoblezca las costumbres —entiéndaseme bien—, que su resultado final no sea elevar al hombre por encima del nivel de los intereses vulgares; eso seria evidentemente un absurdo. Lo que digo es que si el poeta aspira a una meta moral, disminuye su fuerza poética; y no es imprudente apostar que su obra será mala. Bajo pena de muerte o de decaimiento, la poe sía no puede asimilarse a la ciencia o a la moral; no tiene por objeto la Verdad, sólo se tiene a Sí misma. Los mo dos de demostración de verdades son distintos y tienen que buscarse por otros medios. La Verdad no tiene nada que ver con las canciones. Todo lo que determina el en canto, la gracia, lo irresistible de una canción, quitaría a la Verdad su autoridad y su poder. Frío, tranquilo, impa sible, el talante demostrativo rechaza los diamantes y las flores de la Musa; es, pues, exactamente todo lo contrario del talante poético. »E1 Intelecto puro apunta a la Verdad, el Gusto nos muestra la Belleza, y el Sentido Moral nos enseña el De ber. Es cierto que el sentido de enmedio mantiene íntimas relaciones con los dos extremos, y que sólo está separado del Sentido Moral por una diferencia tan ligera que Aristóteles no dudó en situar entre las virtudes algunas de sus delicadas operaciones. Por eso lo que exaspera sobre todo el hombre de gusto en el espectáculo del vicio es su deformidad, su desproporción. El vicio atenta contra lo justo y lo verdadero, subleva al intelecto y a la conciencia; pero, como ofensa a la armonía, como disonancia, aún ofende rá de un modo más particular a ciertos espíritus poéticos; y no creo que pueda escandalizar el considerar toda infracción a la moral, a la belleza moral, como una

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especie de error que atenta contra el ritmo y la prosodia universales. »Este admirable, este inmortal instinto de la Belleza es lo que nos hace considerar la Tierra y sus espectáculos como un atisbo, como una correspondencia del Cielo. La sed insaciable de todo lo que está más allá, y que revela la vida, es la prueba más viva de nuestra inmortalidad. Por la poesía y al mismo tiempo a través de la poesía, por la música y a través de ella, el alma entrevé los es plendores situados detrás de la tumba; y cuando un poema exquisito trae lágrimas a los ojos, esas lágrimas no son la prueba de un exceso de goce, sino que son más bien el testimonio de una melancolía irritada, de una postulación de los nervios, de una naturaleza desterrada en lo imperfecto, y que quisiera conquistar inmediatamente, en esta misma tierra, un paraíso revelado. »Así, el principio de la poesía es, estricta y sencillamente, la aspiración humana hacia una Belleza superior, y la manifestación de ese principio está en un entusiasmo, un arrebato del alma; entusiasmo completamente indepen diente de la pasión, que es la embriaguez del corazón, y de la verdad, que es el pasto de la razón. Porque la pa sión es cosa natural, incluso demasiado natural, para no introducir un tono hiriente, discordante, en el dominio de la Belleza pura; demasiado familiar y demasiado violenta para no escandalizar a los puros Deseos, a las graciosas Melancolías y a las nobles Desesperaciones que habitan las regiones sobrenaturales de la Poesía.» Y en otro lugar escribía: «En un país en el que la idea de utilidad, la más hostil del mundo a la idea de belleza, se antepone a todas las cosas y las domina, el perfecto crítico será el más honorable, es decir, aquel cuyas tendencias y deseos se

aproximen más a las tendencias y deseos de su público... aquel que, confundiendo las facultades y los géneros de producción, asigne a todos una meta única... aquel que busque en un libro de poesía los medios de perfeccionar la conciencia.» En efecto, desde hace unos años un gran furor de honradez se ha adueñado del teatro, de la poesía, de la novela y de la critica. Dejo de lado la cuestión de saber qué beneficios puede reportar a la hipocresía esa confusión de funciones, qué consuelos puede sacar de ella la impotencia literaria. Me contento con anotar y analizar el error, suponiéndolo desinteresado. Durante la época desordena da del romanticismo, época de ardiente efusión, a menú do se usaba esta fórmula: ¡La poesía del corazón! Así se concedían plenos derechos a la pasión; se le atribuía una especie de infalibilidad. ¡Cuántos contrasentidos y sofis mas puede imponer a la lengua francesa un error de estética! El corazón contiene la pasión, el corazón contiene la abnegación, el crimen; sólo la Imaginación contiene la poesía. Pero hoy el error ha tomado otro curso, y de mayores proporciones. Por ejemplo, una mujer, en un momento de agradecido entusiasmo, dice a su marido, que es abogado:

¡Oh, poeta! ¡Te amo! ¡Intrusión del sentimiento en el dominio de la razón! ¡Verdadero razonamiento de mujer que no sabe adecuar las palabras a su uso! Ahora bien, esto quiere decir: «Eres un hombre honrado y un buen esposo; por lo tanto, eres poeta, y mucho mejor poeta que todos aquellos que se sirven del metro y de la rima para expresar ideas de belle za. Yo incluso me atrevería a afirmar —prosigue valiente mente esa "preciosa" al revés— que todo hombre honra do que sabe gustar a su mujer es un poeta

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sublime. Más aún, declaro en mi infalibilidad burguesa, que cualquiera que escriba admirablemente versos es mucho menos poeta que cualquier hombre cabal que se consagra a su hogar; porque el talento de componer versos perfectos evidentemente perjudica a las facultades del esposo, ¡que son la base de toda poesía!» Pero que el académico que ha cometido este error, tan halagador para los abogados, se consuele. No está solo, sino en numerosa e ilustre compañía; pues el viento del siglo es de sinrazón; el barómetro de la razón moderna señala tempestad. ¿Acaso no hemos visto recientemente a un escritor ilustre y de los más acreditados (57), situar, en medio de unánimes aplausos, toda poesía, no en la Belle za, sino en el amor? ¡En el amor vulgar, doméstico y en zapatillas! ¿Y acaso no exclama en su odio por toda be lleza: Un buen sastre es mejor que tres escultores clásicos? Y luego afirma que si Raimundo Lulio se hizo teólogo fue porque Dios le castigó por haber retrocedido ante el cáncer que devoraba el pecho de una dama, objeto de sus galanterías. Si hubiese amado de veras, añade, el mal la hubiese embellecido a sus ojos. ¡ Por eso llegó a ser teólogo! ¡Pues, palabra, que es una opinión nada desdeñable! El mismo autor aconseja al marido-providencia que azote a su mujer cuando ésta acude a él, suplicante, exigiendo el alivio de la expiación. ¿Y qué castigo nos permitirá infligir a un viejo sin majestad, febril y femenino, jugando con la muñeca, componiendo madrigales en honor de la enfermedad y revolcándose con delicia en la ropa sucia de la humanidad? Por lo que a mí respecta, sólo conozco uno: es un suplicio que marca profundamente y para la eternidad; porque, como dice la canción de nuestros mayores, aquellos

mayores vigorosos que sabían reír en to das las circunstancias, incluso en las más definitivas:

Corta más y mejor el ridículo que la cuchilla de la guillotina.

Abandono ese atajo al que me ha empujado la indig nación, y vuelvo al tema importante. La sensibilidad de corazón en modo alguno es favorable al trabajo poético. Una extremada sensibilidad de corazón incluso puede perjudicar en ese caso. La sensibilidad de la imaginación es de naturaleza distinta; sabe elegir, juzgar, comparar, huir de eso, buscar aquello, rápida, espontáneamente. De esa sensibilidad, que suele llamarse Gusto, extraemos la fuerza para evitar el mal y perseguir el bien en materia poética. En cuanto a la honradez de corazón, una cortesía banal nos manda suponer que todos los hombres, incluso los poetas, la poseen. Si el poeta cree o deja de creer que es necesario dar a sus trabajos el fundamento de una vida pura y ordenada, la cuestión sólo atañe a su confesor o a los tribunales; en lo cual su condición es absolutamente parecida a la de todos sus conciudadanos. Vemos, pues, que en los términos en que he planteado el asunto, si limitamos el sentido de la palabra escritor a los trabajos que tienen que ver con la imaginación, Théophile Gautier es el escritor por excelencia; porque es escla vo de su deber, porque obedece sin cesar a las necesida des de su función, porque el gusto de la Belleza es para él un fatum. porque ha convertido su deber en una idea fija. Con su luminoso sentido común (hablo del sentido común del genio, y no del sentido común del vulgo) des cubrió en seguida el camino real. Cada escritor está más o menos marcado por la principal de sus facultades. Chateaubriand cantó la gloria dolorosa de la melancolía y del tedio. Victor

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Hugo, grande, terrible, inmenso como una creación mítica, ciclópeo, por así decirlo, representa las fuerzas de la naturaleza y su lucha armoniosa. Balzac, grande, terrible, complejo también, figura el monstruo de una civilización y todas sus luchas, sus ambiciones y sus furores. Gautier es el amor exclusivo por la Belleza, con todas sus subdivisiones, que se expresa en el lenguaje más apropiado. Y obsérvese que casi todos los escritores im portantes, en cada siglo, los que podríamos llamar prime ros papeles o capitanes, tienen debajo de ellos a otros análogos, si no parecidos, que pueden reemplazarles. Así, cuando una civilización muere, basta que se descubra un poema de un género determinado para dar idea de los análogos desaparecidos y permitir al espíritu crítico restablecer sin lagunas la cadena de generación. Ahora bien, por su amor a la Belleza, amor inmenso, fecundo, incesantemente rejuvenecido (compárense, por ejemplo, sus úl timas crónicas sobre San Petersburgo y el Neva con Italia o Tra los montes), Théophile Gautier es un escritor de un mérito a la vez nuevo y único. De él podría decirse que hasta ahora no hay quien pueda hacer sus veces. Para hablar dignamente de la herramienta que tan bien sirve a esa pasión de la Belleza, me refiero a su estilo, necesitaría gozar de recursos semejantes a los suyos, de ese conocimiento de la lengua que jamás tiene un fallo, de ese magnífico diccionario cuyas hojas, agitadas por un soplo divino, se abren tan sólo para dejar brotar la palabra justa, la palabra única, en fin, de ese sentimiento del orden que pone cada rasgo y cada pincelada en su lugar natural y que no omite ningún matiz. Si reflexionamos sobre el hecho de que a esa maravillosa facultad Gautier une una inmensa comprensión innata de la

correspondencia y del simbolismo universales,

repertorio de toda metáfora, entiende que pueda sin cesar, sin fatiga y sin error, definir la actitud misteriosa que los hombres de la creación tienen ante la mirada del hombre. En la palabra, en el verbo, hay algo sagrado que nos prohibe convertirlo en un juego de azar. Manejar doctamente una lengua equiva le a practicar una especie de hechicería evocatoria. Entonces el color habla, como una voz profunda y vibrante; los monumentos se yerguen y destacan ante el espacio profun do; los animales y las plantas, representantes de la feal dad y del mal, articulan su mueca sin equívoco; el perfume provoca el pensamiento y el recuerdo correspondien tes; la pasión murmura o ruge su lenguaje eternamente parecido. En el estilo de Théophile Gautier hay una precisión que maravilla, que sorprende y que hace pensar en esos milagros producidos en el juego por una profunda ciencia matemática. Recuerdo que, siendo muy joven, cuando saboreaba por vez primera las obras de nuestro poeta, la sensación del toque exacto, de la palabra justa, me hada estremecer, y que la admiración engendraba en mí una especie de convulsión nerviosa. Poco a poco me acostumbré a la perfección y me abandoné al fluir de ese bello estilo, ondulante y lustroso, como un hombre que monta un caballo seguro que le permite la ensoñación, o embarcado en una nave lo suficientemente sólida como para desafiar el tiempo no previsto por la brújula, y que puede contemplar a su sabor los magníficos decorados sin tacha que construye la naturaleza en sus horas de genio. Gracias a esas facultades innatas, tan preciosamente cultivadas, Gautier a menudo ha podido (todos lo hemos visto) sentarse a una mesa trivial, en un escritorio de diario, e improvisar, crítica o novela, algo que tenía el carácter de una

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perfección irreprochable, y que al día siguiente provocaba en los lectores tanto placer como asombro había suscitado entre los cajistas de la imprenta la rapidez de la ejecución y la belleza del lenguaje. Esa prontitud en resolver todo problema de estilo y de composición hace pensar en la severa máxima que una vez dejó caer ante mí en la conversación, y que sin duda ha convertido en un deber constante: «Cualquiera, a quien una idea, por sutil e imprevista que pueda llegar a ser, sorprende sin recursos, no es un escritor. Lo inexpresable no existe.» IV Esa permanente preocupación, involuntaria a fuerza de ser natural, por la belleza y lo pintoresco, debía empujar al autor hacia un género de novela apropiado a su tempe ramento. La novela y el cuento tienen un privilegio de flexibilidad maravilloso. Se adaptan a todas las naturale zas, envuelven todos los asuntos y persiguen a su aire metas diferentes. Tan pronto es la busca de la pasión como la busca de lo verdadero; esa novela habla a las muche dumbres, esa otra a los iniciados; ésta retrata la vida de épocas desaparecidas, y aquélla dramas silenciosos que se desarrollan en un solo cerebro. La novela, que ocupa un lugar tan importante al lado del poema y de la historia, es un género bastardo cuyo dominio carece verdaderamen te de límites. Como muchos otros bastardos, es una favorita de la fortuna y todo le sale bien. No sufre otros in convenientes ni conoce más peligros que su infinita liber tad. El cuento, más conciso, más apretado, goza de los beneficios eternos de la limitación: su efecto es más inten so; y como el tiempo que se dedica a la lectura de un cuento es mucho menor que el necesario para la

digestión de una novela, no se pierde nada de la tonalidad del efecto. La imaginación de Théophile Gautier, poética, pintoresca, meditativa, tenía que complacerse en esa forma, acariciarla y vestirla con los diferentes ropajes que más se acomodan a su manera de ser. Por eso ha triunfado pie namente en los diversos géneros de relatos que ha decidido cultivar. En lo grotesco y en lo bufo, está en su terre no. Aquí encontramos la alegría solitaria de un soñador que de vez en cuando abre la esclusa a una efusión de jovialidad reprimida, y conserva siempre esa gracia sui géneris que siempre aspira a agradarse a sí mismo. Pero donde más se ha elevado, donde ha mostrado el talento más sólido y más grave, es en el cuento que yo llamaría el cuento poético. Puede decirse que entre las innumerables formas de novelas y de cuentos que han ocupado o diver tido la imaginación humana, el más favorecido ha sido la novela de costumbres; es la que mejor se adapta a los gustos de la muchedumbre. Como a París lo que más le gusta es oír hablar de París, la gente se complace en los espejos en los que puede mirarse. Pero cuando la novela de costumbres no queda realzada por el alto gusto natural del autor, corre un grave riesgo de ser vulgar, e incluso, como en materias de arte la utilidad puede juzgarse como un grado de nobleza, completamente inútil. Si Balzac hizo de ese género plebeyo algo admirable, siempre curioso y siempre sublime, fue porque arrojó en él todo su ser. Siempre me ha asombrado que la gran gloria de Balzac estribara en que se le viese como un observador; siempre me había parecido que su principal mérito estaba en ser un visionario, y un visionario apasionado. Todos sus per sonajes están dotados del ardor vital que él mismo poseía. Todas sus visiones tienen la misma profundidad de color que los sueños. Desde las

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alturas de la aristocracia hasta los bajos fondos de la plebe, todos los actores de su Comedia tienen más avidez de vida, son más activos y astutos en la lucha, más pacientes en la desgracia, más voluptuosos en el goce, más angélicos en la generosidad de lo que la comedia del verdadero mundo nos los muestra. En resumen, en Balzac todo el mundo, incluso las porteras, tienen genio. Todas las almas son almas cargadas de voluntad hasta los dientes. He ahí el vivo retrato del propio Balzac. Y como todos los seres del mundo exterior se ofrecían a la mirada de su imaginación con un relieve pode roso y una mueca impresionante, hizo convulsionar sus figuras; ennegreció sus sombras y reforzó sus luces. Su prodigiosa afición por el detalle, que se debe a una inmo derada ambición de verlo todo, de hacerlo ver todo, de adivinarlo todo, de hacerlo adivinar todo, le obligaba por otra parte a señalar con mayor fuerza las lineas principa les, para salvar la perspectiva del conjunto. A veces me hace pensar en uno de esos aguafortistas que nunca se dan por satisfechos con lo que hace el mordiente, y que transforman en barranca" las excoriaciones principales de la plancha. De esa sorprendente disposición natural nacie ron maravillas. Pero tal disposición suele definirse como: los defectos de Balzac. Seria mucho mejor decir que precisamente ahí están sus cualidades. Pero ¿quién puede jactarse de estar tan felizmente dotado y de poder aplicar un método que le permita revestir con seguridad de luz y de púrpura la trivialidad pura? ¿Quién puede hacer eso? Ahora bien, quien no lo haga, a decir verdad no hace gran cosa. La musa de Théophile Gautier habita un mundo más etéreo. Se preocupa muy poco —demasiado poco, según algunos— por la manera como el señor Coquelet, el señor Pipelet o el señor Todo el

Mundo se distribuye el día, o por si la señora Coquelet prefiere las galanterías del alguacil, su vecino, a los bombones del droguero, que en sus buenos tiempos fue uno de los bailarines más entusiastas del Tívoli. Tales misterios no le quitan el sueño. Se complace en alturas menos frecuentadas que la rué des Lom bards: gusta de los paisajes terribles, ásperos o de los que exhalan un encanto monótono; las riberas azules de la Jonia o las arenas cegadoras del desierto. Habita complacida en pisos suntuosamente adornados en los que circula el vapor de un perfume selecto. Sus personajes son los dioses, los ángeles, el sacerdote, el rey, el amante, el rico, el pobre, etc. Gusta de resucitar las ciudades difuntas y de hacer que los muertos, redivivos, insistan en sus pasiones interrumpidas. Toma prestadas del poema, no el me tro y la rima, sino la pompa y la concisa energía de su lenguaje. Librándose así del ajetreo ordinario de las realidades presentes, persigue con más libertad su sueño de Belleza; pero mucho arriesgaría si no fuese tan dúctil y tan obediente, hija de un amo que sabe dotar de vida todo lo que quiere mirar, y que ha de convertirse en visible y tangible. En fin, para dejar de lado la metáfora, el cuento de género poético gana inmensamente en dignidad; tiene un tono más noble, más general; pero está expuesto a un grave peligro, que es el de perder mucho por el lado de la realidad, o magia de la verosimilitud. Y sin embar go, ¿quién no recuerda el festín del Faraón, y la danza de las esclavas, y el retorno del ejército triunfante, en La novela de la momia? La imaginación del lector se siente transportada a lo verdadero, respira lo verdadero; se em briaga de una segunda realidad creada por la hechicería de la Musa. No he elegido el ejemplo; he tomado el primero que me ha

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venido a la memoria; hubiera podido citar otros veinte. Al hojear las obras de un poderoso maestro, siempre seguro de su voluntad y de su mano, es difícil elegir, porque todos los fragmentos se presentan a la mirada o a la memoria con el mismo carácter de precisión y de acaba do. No obstante, yo recomendaría de buena gana, no só lo como muestra del arte de bien decir, sino también de delicadeza misteriosa (porque en nuestro poeta el teclado del sentimiento es mucho más amplio de lo que suele creer se) la historia tan conocida del Rey Candaule. Ciertamen te, era difícil elegir un asunto más trillado, un drama que tuviera un desenlace más umversalmente previsto; pero los verdaderos escritores se complacen en esas dificultades. Todo el mérito (haciendo abstracción de la lengua) estriba, pues, en la interpretación. Si hay un sentimiento vulgar, habitual, al alcance de todas las mujeres, es sin duda el pudor: Pero aquí el pudor tiene un carácter superlativo que lo hace semejante a una religión; es el culto de la mujer por ella misma; es un pudor arcaico, asiático, que participa de la enormidad del mundo antiguo, una verdadera flor de invernadero, harem o gineceo. La mirada pro fana podría mancillarlo tanto como la boca o la mano. Contemplación es posesión. Candaule ha mostrado a su amigo Gygés las bellezas secretas de la esposa; luego Candaule es culpable, morirá. Gygés se ha convertido ya en el único esposo posible para una reina tan celosa de sí misma. Pero ¿acaso no tiene Candaule una fortísima excusa? ¿No es víctima de un sentimiento tan imperioso como extravagante, víctima de la imposibilidad para un hombre nervioso y artista de llevar sin confidente el peso de una inmensa felicidad? Sin duda esa interpretación de la his toria, ese análisis de los sentimientos que han originado los hechos,

es muy superior a la fábula de Platón, quien se limita a hacer de Gygés un pastor, poseedor de un talismán con la ayuda del cual le resulta fácil seducir a la esposa de su rey. Así es, con su variado porte, esa extraña musa de ro pajes múltiples, musa cosmopolita dotada de la flexibilidad de Alcibíades; a veces con la frente ceñida por la mitra oriental, la apariencia grandiosa y sagrada, las cintas al viento; otras, pavoneándose como una reina de Saba un poco chispa, con su pequeño parasol de cobre en la mano, sobre el elefante de porcelana que decora las chimeneas del siglo galante. Pero lo que más le gusta es permanecer de pie en las orillas perfumadas del mar Interior, contándonos con su palabra de oro «esa gloria que fue Grecia y esa grandeza que fue Roma»; y entonces sí que es «la verdadera Psique que vuelve de la verdadera Tierra Santa» (58). Ese gusto innato por la forma y por la perfección en la forma debía hacer necesariamente de Théophile Gautier un autor critico excepcional. Nadie mejor que él ha sabi do expresar el goce que proporciona a la imaginación ver un hermoso objeto de arte, aunque sea el más desolado y el más terrible que pueda suponerse. Este es uno de los privilegios prodigiosos del arte, el de que lo horrible, ar tísticamente expresado, se convierta en belleza, y el dolor ritmado y con cadencia llene el alma de una serena alegría. Como crítico, Théophile Gautier ha conocido, amado, explicado en sus Salones y en sus admirables relatos de viajes, la belleza asiática, la belleza griega, la belleza romana, la belleza española, la belleza flamenca, la belleza holandesa y la belleza inglesa. Cuando las obras de todos los artistas de Europa se reunieron solemnemente en la avenida Montaigne (59), como en una especie de concilio estético, ¿quién fue el primero en hablar y quién habló mejor de esa

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escuela inglesa que los más doctos entre el público apenas podía juzgar más que por algunos recuerdos de Reynolds y de Lawrence? ¿Quién comprendió en el acto los diversos méritos, esencialmente nuevos, de Leslie, de los dos Hunt, uno el naturalista, otro el jefe del prerrafaelismo, de Maclise, el audaz compositor fogo so y seguro de sí mismo, de Millais, ese minucioso poeta, de J. Chalón, el pintor de las fiestas de tarde, en los parques, galante como Watteau, ensoñado como Claude, de Grant, ese heredero de Reynolds, de Hook, el pintor de los sueños venecianos; de Landseer, cuyos animales tienen los ojos llenos de pensamiento; de ese extraño Patón, que evoca a Fuseli, y que borda con una paciencia de otros tiempos concepciones panteístas; de Cattermole, ese acuarelista pintor de historia; y de ese otro cuyo nombre no recuerdo (¿Cockerell o Kendall?), arquitecto soñador que construye sobre el papel ciudades cuyos puentes tienen elefantes por pilares, y dejan pasar entre sus piernas, con las velas desplegadas, gigantescos veleros de tres palos? ¿Quién supo inmediatamente britanizar su genio? ¿Quién encontró palabras adecuadas para pintar esos frescores deliciosos y esas profundidades huidizas de la acuarela inglesa? Donde hay un producto artístico que describir y que explicar, Gautier está presente y siempre dispuesto. Estoy convencido de que gracias a sus crónicas innu merables y a sus excelentes relatos de viajes, todos los jóvenes (los que tenían el gusto innato de la belleza) han adquirido la educación complementaria que les faltaba. Théophile Gautier les ha dado el amor de la pintura, como Víctor Hugo les había aconsejado la afición a la arqueología. Ese trabajo permanente, continuado con tanta paciencia, era más duro y más meritorio de lo que puede parecer; porque recordemos que

Francia, quiero decir el público francés (si exceptuamos a algunos artistas y a unos cuantos escritores), no es artista, no es naturalmente artista; ese público es filósofo, moralista, ingeniero, aficiona do a relatos y a anécdotas, todo lo que se quiera, pero nunca espontáneamente artista. Siente, o mejor dicho, juz ga, sucesiva, analíticamente. Otros pueblos, más favorecidos, sienten en seguida, a la vez, sintéticamente. Donde sólo hay que ver lo bello, nuestro público sólo busca lo verdadero. Cuando hay que ser pintor, el francés se hace hombre de letras. Cierto día vi en el Salón de la exposición anual a dos soldados que contemplaban perple jos un interior de cocina: «Pero ¿dónde está Napoleón?», decía uno de ellos (el catálogo se había equivocado de número, y a la cocina se había atribuido una cifra que pertenecía legítimamente a una batalla célebre). «¡Imbécil!», dijo el otro. «¿No ves que están preparando la sopa para cuando vuelva?» Y se alejaron contentos del pintor y contentos de sí mismos. Así es Francia. Una vez conta ba yo esa anécdota a un general, quien vio en ella un motivo para admirar la prodigiosa inteligencia del soldado francés. Hubiera tenido que decir: ¡La prodigiosa in teligencia de todos los franceses en materia de pintura! ¡Esos soldados hombres de letras! V ¡Ay! Francia tampoco tiene mucho de poeta. Todos nosotros, hasta los menos patrioteros, hemos sabido defender a Francia en las mesas redondas, en países lejanos; pero aquí, entre nosotros, en familia, sepamos decir la verdad: Francia no es poeta, incluso, para ser francos, siente

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un horror congénito por la poesía. Entre los escri tores que utilizan el verso, siempre preferirá a los más prosaicos. Verdaderamente, creo —¡perdonadme, verdaderos amantes de la Musa!— que me ha faltado valor al comienzo de este estudio al decir que para Francia la Be lleza sólo era fácilmente digerible aderezada por el condi mentó político. Lo que hubiera tenido que decir es todo lo contrario: por político que sea el condimento, la Belleza significa indigestión, o, mejor dicho, el estómago francés la rechaza inmediatamente. A mi entender, ello se debe no sólo a que Francia fue providencialmente creada para la busca de la Verdad, con preferencia a la Belleza, sino también a que el carácter utópico, comunista, alquímico de todos sus cerebros no le permite más que una pasión exclusiva, la de las fórmulas sociales. Aquí, cada cual quiere parecerse a todo el mundo, a condición de que todo el mundo se le parezca. De esa tiranía contradictoria resulta una lucha que sólo se aplica a las formas sociales, es decir, un nivel, una similaridad general. De ahí la ruina y la opresión de todo carácter original. No es solamente en el orden literario que los verdaderos poetas aparecen como seres fabulosos y exóticos; puede decirse que en todos los géneros de invención, el gran hombre aquí es un monstruo. Por el contrario, en otros países la originalidad se da frondosa, abundante, como la hierba silvestre. Allí las costumbres se lo permiten. Amemos, pues, a nuestros poetas secretamente y sin que se sepa. En el extranjero tendremos derecho a vana gloriarnos de ellos. Nuestros vecinos dicen: ¡Shakespeare y Goethe! Nosotros podemos responderles: ¡Víctor Hugo y Théophile Gautier! Tal vez parezca sorprendente que acerca del género que constituye el honor principal de es te último, su principal título de gloria, me extienda menos de lo

que he hecho con otros. Ciertamente, no puedo dar aquí un curso completo de poética y de prosodia. Si existen en nuestra lengua términos lo suficientemente nume rosos, lo suficientemente sutiles, para explicar cierta poe sía, ¿voy a saber encontrarlos? En algunos versos pasa lo que con ciertas mujeres hermosas, en las que se han fun dido la originalidad y la corrección; no se pueden definir, sólo se pueden amar. Théophile Gautier ha prolongado, por una parte, la gran escuela de la melancolía creada por Chateaubriand. Su melancolía tiene incluso un carácter más tangible, más carnal, y que a veces linda con la tristeza antigua. Hay poemas en La comedia de la Muerte y en algunos de los que le inspiró su estancia en España, donde se manifiestan el vértigo y el horror de la nada. Releed, por ejemplo, los versos sobre Zurbarán y Valdés Leal; el admirable párrafo de la sentencia escrita en la esfera del reloj de Urrugne m'. Vulnerat omnes, ultima necat (61); finalmente, la prodigiosa sinfonía que se titula Tinieblas. Digo sinfonía porque ese poema a veces me hace pensar en Beethoven. E incluso se da el caso de que el poeta, acusado de sensualidad, caiga de lleno, hasta tal punto la melancolía se hace intensa, en el terror católico. Por otra parte, ha introducido en la poesía un elemento nuevo, que yo llamaría el consuelo por las artes, por to dos los objetos pintorescos que alegran los ojos y divier ten la imaginación. En ese sentido, es verdaderamente un innovador; ha hecho decir al verso francés más de lo que había dicho hasta ahora; ha sabido adornarlo con mil de talles que le han dado luminosidad y relieve sin perjudicar al estilo del conjunto o a la silueta general. Su poesía, a un tiempo majestuosa y rebuscada, avanza magníficamen te como los cortesanos vestidos de gran gala. Por lo de más, corresponde a la verdadera poesía tener un fluir

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regular, como los grandes ríos que se acercan al mar, su muerte y su infinito, y evitar la precipitación y las sacudi das. La poesía lírica se eleva, pero siempre con un movi miento elástico y ondulante. Todo lo que es quebrado y brusco le desagrada, y lo remite al drama y a la novela de costumbres. El poeta, del que tan apasionadamente admi ramos el talento, conoce a fondo esas grandes cuestiones, y lo ha demostrado cumplidamente introduciendo de modo sistemático y continuo la majestad del alejandrino en el verso octosilábico (Esmaltes y camafeos). Allí es sobre todo donde aparece el resultado que puede obtenerse de la fusión del doble elemento, pintura y música, de la en vergadura de la melodía y de la púpura regular y simétrica de una rima más que exacta. Recordemos además esa serie de poemillas de pocas estrofas, que son intermedios galantes o soñadores, y que evocan, unos esculturas, otros flores, otros en fin alhajas, pero todos revestidos de un color más fino o más brillan te que los colores de la China y de la India, y todos con perfiles más puros y más enérgicos que objetos de mármol o de cristal. Quien ama la poesía se los sabe de corrido. He tratado (aunque no sé si con acierto) de expresar la admiración que me inspiran las obras de Théophile Gau tier, y de deducir las razones que legitiman tal admiración. Alguien habrá, incluso entre los escritores, que no comparta mis juicios. Algún día no lejano las adoptará todo el mundo. Para el público hoy no es más que un delicioso escritor; para la posteridad será uno de los mayores escri tores, no sólo de Francia, sino de toda Europa. Por su espíritu burlón, su guasa, su firme decisión de no dejarse engañar jamás, es un poco francés; pero si fuera completamente francés no seria poeta. ¿Hay que decir algo de sus costumbres, tan puras y tan afables, de su carácter servicial, de su

franqueza cuando puede tomarse franquezas, cuando no está ante el filisteo enemigo, de su puntualidad de reloj en el cumplimiento de todos sus deberes? ¿Para qué? Todos los escri tores han podido, en muchas ocasiones, apreciar tan nobles cualidades. A veces se le reprochan huecos en el lugar de la religión y de la política. Si quisiera, podría escribir un nuevo artículo que refutase victoriosamente ese injusto error. Sé, y eso me basta, que las personas de talento me comprenderán si les digo que la necesidad de orden que impregna su gran inteligencia basta para preservarle de todo error en materia de política y de religiones, y que posee más que ningún otro el sentimiento de universal jerarquía, inscrita en toda la naturaleza, en todos los grados del infinito. Otros han hablado a veces de su frialdad aparente, de su falta de humanidad. También en ese reproche hay ligereza, irreflexión. Todo amante de la humanidad no deja nunca, en ciertas materias que se prestan a la declamación filantrópica, de citar la famosa frase:

Homo sum; nihil humani a me alienum puto (62). Un poeta tendría derecho a responder: «Me he impues to deberes tan altos que quidquid humani a me alienum puto (63). ¡Mi función es extra-humana!» Pero sin abusar de su prerrogativa, éste podría replicar sencillamente (yo que conozco su corazón tan manso y compasivo, sé que tiene derecho a ello): «Me creéis frío y no me veis que me impongo una calma artificial que quieren turbar incesan temente vuestra fealdad y vuestra barbarie, ¡oh, hombres de prosa y de crimen! Lo que llamáis indiferencia no es más que la resignación de los desesperados; sólo muy de tarde en tarde puede conmoverse quien considera a los malvados y a los

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necios como incurables. Para evitar el espectáculo desolador de vuestra demencia y de vuestra crueldad, mis ojos permanecen obstinadamente orientados hacia la Musa inmaculada.» Sin duda, esa misma desesperación de persuadir o de enmendar a quien sea, ha hecho que en estos últimos años hayamos visto a veces flaquear a Gautier, al menos en apariencia, y conceder de vez en cuando algunas palabras laudatorias a monseñor Progreso y a la todopoderosa Do ña Industria. En semejantes ocasiones, no hay que apresurarse a tomarle al pie de la letra, y nunca más oportuno aquello de que el desdén a veces hace demasiado buena el alma. Porque entonces guarda para sí su verdadero pensamiento, demostrando sencillamente por medio de una ligera concesión (que comprenden los que saben ver claro en el crepúsculo) que quiere vivir en paz con todo el mundo, hasta con la Industria y el Progreso, esos despóticos enemigos de toda poesia. He oido a varias personas lamentarse de que Gautier nunca haya tenido cargos oficiales. Sin lugar a dudas, en muchas cosas, particularmente en lo que se refiere a las bellas artes, hubiera podido prestar a Francia eminentes servicios. Pero, pensándolo bien, es mejor que sea así. Por vasto que sea el genio de un hombre, por grande que sea su buena voluntad, la función oficial siempre le disminuye un poco; tan pronto es su libertad la que se resiente, como es incluso su clarividencia. En cuanto a mí, prefiero ver al autor de La comedia de la Muerte, de Una noche de Cleopatra, de La Muerte enamorada, de Tra los montes, de Italia, de Caprichos y zigzags y de tantas obras maestras, seguir siendo lo que ha sido hasta hoy: el igual de los más grandes en el pasado, un modelo para los

que vendrán, un diamante cada vez más raro en una época borracha de ignorancia y de materia, es decir, UN PERFECTO HOMBRE DE LETRAS.

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Reflexiones sobre algunos de mis contemporáneos (64)

I. Víctor Hugo I Hace ya muchos años que Víctor Hugo no está entre nosotros (65). Recuerdo una época en la que su rostro era uno de los que más a menudo podía verse entre la multitud; y muchas veces me preguntaba, al verle tan frecuen temente en la turbulencia de las fiestas o en el silencio de los lugares solitarios, cómo podía conciliar las necesidades de su trabajo asiduo con esa afición, sublime pero peligrosa, por los paseos y las ensoñaciones. Esta contradicción aparente es sin duda el resultado de una existencia bien reglamentada y de una fuerte constitución espiritual que le permite trabajar mientras anda, o, mejor dicho, de no poder andar más que trabajando. Sin cesar, en todos los lugares, a la luz del sol, entre el torbellino de la muche dumbre, en los santuarios del arte, a lo largo de las bibliotecas polvorientas expuestas al viento, Victor Hugo, pensativo y sereno, parecía decir a la naturaleza

exterior: «Entra a raudales por mis ojos para que me acuerde de ti.» En la época de la que hablo, época en la que ejercia una verdadera dictadura en las cosas literarias, le encon traba a veces en compañía de Edouard Ourliac (66), por quien conocí también a Pétrus Borel y a Gérard de Ner val. Entonces me pareció un hombre afabilísimo, podero sísimo, siempre dueño de sí mismo, y apoyándose en una sabiduría abreviada hecha de unos cuantos axiomas irre futables. Hacía ya tiempo que había demostrado, no sólo en sus libros, sino también en el adorno de su existencia personal, una gran afición por los monumentos del pasa do, por los muebles pintorescos, las porcelanas, los gra bados, y por todo el misterioso y brillante decorado de la vida antigua. El crítico cuya mirada descuidase ese pormenor, no sería un verdadero crítico; pues no sólo esa afi ción por lo bello e incluso por lo extravagante, expresada por medio de la plástica, confirma el carácter literario de Victor Hugo; no sólo confirmaba su doctrina literaria revolucionaria, o mejor dicho, renovadora, sino que además aparecía como complemento indispensable de un carácter poético universal. Que Pascal, inflamado de ascetismo, se obstine en vivir entre cuatro paredes desnudas con sillas de paja; que un párroco de Saint Roch (ya no recuerdo cuál), con gran escándalo de los prelados amigos del confort, haga almoneda de todo su mobiliario, está bien, es hermoso y es ejemplar. Pero si veo a un literato que no está agobiado por la miseria, prescindir de lo que es el goce de los ojos y la diversión de la imaginación, estoy al borde de creer que es un hombre de letras muy incomple to, por no decir algo peor. Hoy día, cuando leemos los poemas recientes de Victor Hugo, vemos que sigue siendo tal como era:

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un pa seante pensativo, un hombre solitario pero entusiasta de la vida, una mente soñadora e interrogadora. Pero ya no es por las boscosas y floridas afueras de la gran ciudad, por los accidentados muelles del Sena, por los paseos hormigueantes de niños por donde deja vagar sus pies y sus ojos. Al igual que Demóstenes, conversa con el mar y el viento; tiempo atrás, erraba solitario por lugares que bullían de vida humana; hoy, recorre soledades pobladas por su pensamiento. Así tal vez sea aún más grande y más singular. Los colores de sus encuentros se han teñido de solemnidad, y su voz se ha hecho más grave, rivalizando con la del Océano. Pero allí como aquí se nos aparece siempre como la estatua de la Meditación que anda. II En los tiempos ya tan lejanos de los que acabo de ha blar, tiempos dichosos en los que los literatos eran unos para otros una sociedad cuyos supervivientes echan de menos y de la que no volverán a encontrar otra análoga, Victor Hugo representaba la figura hacia la que todo el mundo vuelve la mirada para pedir la consigna. Jamás hubo realeza más legítima, más natural, más aclamada por el reconocimiento, más confirmada por la impotencia de la rebelión. Cuando recordamos lo que era la poesía francesa antes de que él apareciese y qué rejuvenecimiento experimentó con su llegada; cuando se imagina lo poco que hubiese sido de faltar él; cuántos sentimientos misteriosos y profundos que han sido expresados, hubiesen permanecido mudos; cuántas inteligencias ha ayudado a florecer, cuántos hombres brillantes gracias a él hubieran quedado en la sombra, es

imposible no considerarle como uno de esos espíritus raros y providenciales que operan, en el orden literario, la salvación de todos, como otros en el orden moral y otros en el orden político. El movimiento suscitado por Victor Hugo continúa existiendo aún ante nuestros ojos. Que haya sido poderosamente secundado, nadie lo niega; pero si hoy hombres maduros, jóvenes, mujeres de mundo poseen en el sentimiento de la buena poesía, de la poesía profundamente ritmada y vivamente coloreada, si el gusto público se ha alzado hasta goces que había llegado a olvidar, todo eso se debe a Victor Hugo. Gracias también a su enérgica instigación, la mano de los arquitectos eruditos y entusiastas repara nuestras catedrales y consolida nuestros viejos recuerdos de piedra. Nadie tendrá inconveniente en confesar todo eso, salvo aquellos para quienes la justicia no es una voluptuosidad. Aquí sólo de un modo abreviado puedo hablar de sus facultades poéticas. Sin duda en diversos puntos no haré más que resumir muchas cosas excelentes que ya se han dicho; tal vez tenga la dicha de acentuarlas más vivamente. Victor Hugo era desde el principio el hombre mejor dotado, el más visiblemente elegido para expresar por medio de la poesía lo que llamaré el misterio de la vida. La naturaleza que se exhibe ante nosotros, sea cual sea el lugar al que miremos, y que nos rodea como un misterio, se presenta bajo varios estados simultáneos, cada uno de los cuales, según sea más inteligible, más sensible para nosotros, se refleja más vivamente en nuestros corazones: forma, actitud y movimiento, luz y color, sonido y armonía. La música de los versos de Victor Hugo se adapta a las profundas armonías de la naturaleza; como escultor, cincela en sus estrofas la forma inolvidable de las cosas; como pintor, las ilumina con el color más propio. Y, como si salieran directamente de la naturaleza, las tres impresiones 108

impregnan simultáneamente el cerebro del lector. El resultado de esa triple impresión es la moral de las cosas. Ningún artista es más universal que él, ninguno más apto para ponerse en contacto con las fuerzas de la vida universal, ninguno más dispuesto que él a bañarse sin cesar en la naturaleza. No sólo expresa claramente, traduce literalmente la letra nítida y clara; sino que expresa, con la oscuridad indispensable lo que es oscuro y confusamente revelado. Sus obras abundan en rasgos extraordinarios de ese género que podríamos llamar alardes, si no supiéramos que son esencialmente naturales. El verso de Victor Hugo sabe traducir para el alma humana no sólo los placeres más directos que extrae de la naturaleza visible, sino además las sensaciones más fugitivas, las más complicadas, las más morales (uso a propósito la palabra morales) que nos transmite el ser visible por medio de la naturaleza inanimada, o que se llama inanimada; no sólo la figura de un ser exterior al hombre, vegetal o mineral, sino además su fisonomía, su mirada, su tristeza, su dulzura, su júbilo triunfal, su odio repulsivo, su encanto o su horror; en fin, para emplear otros términos, todo lo que hay de humano en cualquier cosa, y también todo lo que pueda haber en ella de divino, de sagrado o de diabólico. Los que no son poetas no comprenden esas cosas. Un buen día Fourier (67) nos anunció, con demasiada pompa, que iba a revelarnos los misterios de la analogía. No niego el valor de algunos de sus minuciosos descubrimientos, aunque a mi juicio su cerebro estaba demasiado apegado a la exactitud material para no cometer errores y para alcanzar en seguida la certidumbre moral de la intuición. Hubiera podido revelar no menos valiosamente a todos los excelentes poetas en quienes la humanidad lectora se educa tanto

como en la contemplación de la naturaleza. Por su parte, Swedenborg (68), que poseía un alma mucho más grande, ya nos había enseñado que el cielo es un hombre grandísimo; que todo, forma, movimiento, núme ro, color, perfume, en lo espiritual como en lo natural, es significativo, reciproco, converso, correspondiente. Lava ter (69), limitando al rostro del hombre la demostración de la universal verdad, nos había traducido el sentido espiri tual del contorno, de la forma, de la dimensión. Si exten demos la demostración (no sólo tenemos derecho a hacer lo, sino que nos sería infinitamente difícil obrar de otro modo), llegamos a la verdad de que todo es jeroglifo, y sabemos que los símbolos no son oscuros más que de una manera relativa, es decir, según la pureza, la buena volun tad o la clarividencia natural de las almas. Ahora bien, ¿qué es un poeta (tomo la palabra en su acepción más amplia) sino un traductor, un descifrador? En los buenos poetas no hay metáfora, comparación o epíteto que no sea una adaptación matemáticamente exacta en la circuns tancia actual, porque esas comparaciones, esas metáforas y esos epítetos proceden del inagotable fondo de la analogía universal, y no pueden salir de otra parte. Ahora yo pregunto si es posible encontrar, buscando afanosamente, no tan sólo en nuestra historia, sino en la historia de todos los pueblos, muchos poetas que sean como Víctor Hu go un repertorio tan magnífico de analogías humanas y divinas. Veo en la Biblia un profeta a quien Dios ordena comerse un libro. Ignoro en qué mundo Victor Hugo co mió previamente el diccionario de la lengua que estaba destinado a hablar; pero veo que el léxico francés, al salir de sus labios, se ha convertido en un mundo, en un uni verso coloreado, melodioso y lleno de movimiento. Por qué encadenamiento de circunstancias históricas,

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fatalidades filosóficas, conjunciones siderales, ese hombre nació entre nosotros, yo no lo sé, y no creo que sea mi deber examinarlo aquí. Tal vez sencillamente porque Alemania había tenido a Goethe e Inglaterra a Shakespeare y a Byron, Víctor Hugo era algo que se debía legítimamente a Francia. Veo por la historia de los pueblos que todos se turnan en la misión de conquistar el mundo; quizá suceda lo mismo con la dominación poética que con el reino de la espada. De esa facultad de absorción de la vida exterior, única por su amplitud, y de esa otra facultad tan poderosa de meditación, resulta en Victor Hugo un carácter poético particularísimo, interrogativo, misterioso, y, como la naturaleza, inmenso y minucioso, sereno y agitado. Voltaire no veía misterio en nada, o en muy pocas cosas. Pero Victor Hugo no corta el nudo gordiano de las cosas con la petulancia militar de Voltaire; sus sentidos sutiles le revelan abismos; ve misterio en todas partes. Y en realidad, ¿dónde no lo hay? De ahí procede ese sentimiento de espanto que impregna algunos de sus poemas más hermosas; de ahí esas turbulencias, esas acumulaciones, esos derrumbamientos de versos, esas masas de imágenes tempestuosas, arrebatadamente expresadas con la velocidad de un caos que huye; de ahí esas repeticiones frecuentes de palabras, todas destinadas a expresar tinieblas cautivadoras o la enigmática fisonomía del misterio. III

Victor Hugo posee, pues, no sólo la grandeza, sino además la universalidad. ¡Qué variado es su repertorio! Y aunque siempre uno y compacto, ¡qué

multiforme es! No sé si entre los aficionados a la pintura hay muchos que se me parecen, pero no puedo por menos de experimentar un intenso mal humor cuando oigo hablar de un paisajista (por perfecto que sea), de un pintor de animales o de un pintor de flores, con el mismo énfasis con que podría elogiarse a un pintor universal (es decir, un verdadero pin tor), como Rubens, Veronese, Velázquez o Delacroix. A mi juicio, el que no sabe pintarlo todo no merece ser lia mado pintor. Los hombres ilustres que acabo de citar expresan perfectamente todo lo que expresa cada uno de los especialistas, y además poseen una imaginación y una facultad creadora que habla vivamente al espíritu de to dos los hombres. Cuando queréis darme la idea de un artista perfecto, mi mente no se detiene en la perfección en un género de asuntos, sino que concibe inmediatamen te la necesidad de la perfección en todos los géneros. Lo mismo ocurre en la literatura en general y en la poesía en particular. Quien no es capaz de pintarlo todo, los pala cios y las chozas, los sentimientos de ternura y los de crueldad, los limitados afectos de la familia y la caridad universal, la gracia del vegetal y los milagros de la arquitectura, lo más atractivo y lo más horrible que pueda exis tir, el sentido íntimo y la belleza exterior de cada religión, la fisonomía moral y física de cada nación, en fin, todo, desde lo visible hasta lo invisible, desde el cielo hasta el infierno, éste como decía, no es verdaderamente poeta en la inmensa extensión de la palabra y según el corazón de Dios. De uno se dice: es un poeta de interiores, o de fa milia; de otro, es un poeta del amor, y de aquel otro: es un poeta de la gloria. Pero, ¿con qué derecho se limita así el alcance de los talentos de cada cual? ¿Acaso quié rese afirmar que quien ha cantado la gloria, por esa misma razón es inepto para celebrar el amor? De

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ese modo se debilita el sentido universal de la palabra poesía. A no ser que de esa manera queramos tan sólo dar a entender que unas circunstancias, que no se deben al poeta, hasta ahora le han confinado en una especialidad, creeré siem pre que se está hablando de un pobre poeta, de un poeta incompleto, por hábil que sea en su género. ¡ Ah! Con Victor Hugo no hay que establecer tales dis tinciones, porque es un genio sin fronteras. Ante él per manecemos deslumhrados, hechizados y envueltos, como por la vida misma. La transparencia de la atmósfera, la cúpula del cielo, la figura del árbol, la mirada del animal, la silueta de la casa se pintan en sus libros con el pincel del más consumado paisajista. Pone en todo la palpitación de la vida. Si pinta el mar, ninguna marina igualará a las suyas. Los navios que rayan su superficie o que atraviesan sus hervores, tendrán, más que los de cualquier otro pintor, esa fisonomía de luchadores apasionados, ese carácter de voluntad y de animalidad que se desprende tan misteriosamente en un aparejo geométrico y mecánico de madera, hierro, cuerdas y tela; animal monstruoso creado por el hombre, al cual el viento y las aguas añaden la belleza de lo que se mueve. En cuanto al amor, a la guerra, a las alegrías de la familia, a las tristezas del pobre, a las magnificencias na cionales, a todo lo que es más particularmente el hombre y que constituye el dominio del pintor de género y del pintor de historia, ¿hemos visto algo más rico y más concreto que la poesía lírica de Victor Hugo? Sin duda aquí deberíamos, si el espacio lo permitiera, analizar la atmósfera moral que domina sus poemas y que circula por su interior, atmósfera que participa muy sensiblemente del temperamento propio del autor. A mi entender tiene un carácter muy manifiesto de

amor igual por lo que es muy fuerte y por lo que es muy débil, y la atracción ejercida sobre el poeta por esos dos extremos se debe a un origen único, que es la fuerza misma, el vigor original del que está dotado. La fuerza le encanta y le embriaga; va hacia ella como movido por un parentesco: atracción fraternal. Por eso se siente irresistiblemente arrastrado hacia todo símbolo de lo infinito, el mar, el cielo; hacia todos los representantes antiguos de la fuerza, gigantes homéricos o bíblicos, paladines, caballeros; hacia las bestias enormes y temibles. Acaricia jugando lo que inspiraría miedo a unas manos débiles; se mueve en el seno de la inmensidad sin vértigo. En cambio, pero por una tendencia diferente cu yo origen es sin embargo el mismo, el poeta se muestra siempre el amigo conmovido de todo lo que es débil, solitario, atribulado; de todo lo que es huérfano: atracción paternal. El fuerte que adivina un hermano en todo lo que es fuerte, ve a sus hijos en todo lo que necesita ser protegido o consolado. De la misma fuerza y de la certi dumbre que da a aquel que la posee, deriva el espíritu de justicia y de caridad. Así oímos sin cesar en los poemas de Victor Hugo esos acentos de amor por las mujeres caí das, por las pobres gentes trituradas en los engranajes de nuestras sociedades, por los animales mártires de nuestra glotonería y de nuestro despotismo. Pocas personas han observado el encanto y el encantamiento que la bondad añade a la fuerza, y que se advierte tan frecuentemente en las obras de nuestro poeta. Una sonrisa y una lágrima en la cara de un coloso es una originalidad casi divina. Hasta en esos poemillas consagrados al amor sensual, en esas estrofas de una melancolía tan voluptuosa y tan melodio sa, se oye, como el acompañamiento permanente de una orquesta, la voz profunda de la caridad. Tras el amante descubrimos a un padre y a

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un protector. No se trata aquí de esa moral sermoneadora que, con su aire de pe dantería, con su tono didáctico, puede estropear los mejores pasajes poéticos, sino de una moral inspirada que se desliza invisible en la materia poética, como los fluidos inponderables de toda la máquina del mundo. La moral no entra en ese arte a título de objetivo; se mezcla con él y se confunde con él como en la vida misma. El poeta es moralista sin quererlo, por abundancia y plenitud de naturaleza. IV Lo excesivo, lo inmenso es el dominio natural de Victor Hugo; en él se mueve como en su atmósfera natal. El genio que ha desplegado siempre en la pintura de toda la monstruosidad que envuelve al hombre es verdaderamente prodigioso. Pero ha sido sobre todo en estos últimos años cuando ha sufrido la influencia metafísica que se exhala de todas esas cosas, curiosidad de un Edipo obsesionado por innumerables esfinges. No obstante, ¿quién no recuerda La pendiente del ensueño, que data de tiempos tan antiguos? Una gran parte de sus obras recientes parece el desarrollo, tan regular como enorme, de la facultad que presidió la concepción de ese poema embriagador. Diríase que desde entonces la interrogación se ha erguido con ma yor frecuencia ante el poeta soñador, y que a sus ojos todos los aspectos de la naturaleza se han erizado incesantemente de problemas. ¿Cómo es posible que el padre uno haya podido engendrar la dualidad y se haya metamorfoseado por fin en una población innumerable de números? ¡Misterio! La totalidad infinita de los números ¿debe o puede concentrarse de nuevo en la unidad original? ¡Mis terio! La contemplación sugestiva del cielo ocupa un lu gar inmenso y dominante en las últimas obras

del poeta. Sea cual fuere el asunto tratado, el cielo lo domina y lo abarca como una cúpula inmutable desde la cual se cierne el misterio con la luz, desde la cual el misterio refulge o el misterio invita a la ensoñación curiosa o el misterio rechaza al pensamiento desalentado. ¡Ah! A pesar de Newton y a pesar de Laplace, la certidumbre astronómica todavía hoy no es tan grande que el ensueño no pueda alojarse en las vastas lagunas todavía no exploradas por la ciencia moderna. Con toda legitimidad, el poeta deja vagar su pensamiento por un dédalo embriagador de con jeturas. No existe problema, abordado y debatido en cualquier tiempo o por cualquier filosofía, que no exija fatalmente su lugar en las obras del poeta. El mundo de los astros y el mundo de las almas, ¿son finitos o infinitos? La eclosión de los seres, ¿es permanente en la inmensidad como en la pequeflez? Lo que estamos tentados de tomar por la multiplicación infinita de los seres, ¿no podría ser un movimiento de circulación que devuelve esos mismos seres a la vida en épocas y en condiciones señaladas por una ley suprema y omnicomprensiva? La materia y el movimiento, ¿no son la respiración de un Dios que ora lanza mundos a la vida, ora los reabsorbe en su seno? Todo lo que es múltiple, ¿llegará a convertirse algún día en uno, y nuevos universos, brotando del pensamiento de Aquel cuya única dicha y única función son producir sin cesar, reemplazarán a nuestro universo y a todos los que vemos suspendidos en torno a nosotros? Y la conjetura sobre la apropiación moral, sobre el destino de todos esos mundos, nuestros desconocidos vecinos, ¿acaso no ocupa con toda naturalidad su lugar en los inmensos dominios de la poe sía? Germinaciones, eclosiones, floraciones, erupciones su cesivas, simultáneas, lentas o repentinas, progresivas o completas, de astros, de

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estrellas, de soles, de constelaciones, ¿sois simplemente las formas de la vida de Dios, o habitaciones preparadas por su bondad o su justicia para almas a las que quiere educar y acercar progresivamente a sí mismo? Mundos eternamente estudiados, tal vez desconocidos para siempre, ¡oh!, decid, ¿será vuestro destino ser paraísos, infiernos, purgatorios, mazmorras, quintas, palacios, etc.? Que unos sistemas y unos grupos nuevos, adoptando formas inesperadas, combinaciones imprevistas, obedeciendo a leyes que no conocemos, imitando todos los caprichos providenciales de una geometría dema siado vasta y demasiado complicada para el alcance humano, puedan nacer limbos del futuro, ¿qué tiene ese pensamiento de tan exorbitante, de tan monstruoso, que se salga de los limites legítimos de la conjetura poética? Insisto en esta palabra, conjetura, que sirve para definir medianamente el carácter extracientífico de toda poesía. En las manos de cualquier otro poeta que no fuese Victor Hugo, semejantes temas, semejantes asuntos hubieran podido adoptar con demasiada facilidad la forma didáctica, que es la mayor enemiga de la verdadera poesía. Contar en verso las leyes conocidas, según las cuales se mueve un mundo moral o sideral, es describir lo que ya está descubierto y que puede examinarse por completo con un telescopio o con los recursos de la ciencia, es reducirse a los deberes de la ciencia y entrometerse en sus funciones, es sobrecargar su lenguaje tradicional con el adorno superfluo y aquí peligroso de la rima; pero abandonarse a todas las ensoñaciones sugeridas por el espectáculo infinito de la vida sobre la tierra y en los cielos, es el derecho legítimo de cualquiera, y por lo tanto también del poeta, a quien se concede entonces traducir, en un lenguaje mag nífico, distinto al de la

prosa y al de la música, las conjeturas eternas de la curiosa humanidad. Al describir lo que es, el poeta se degrada y desciende a la categoría de profesor; al contar lo posible, sigue siendo fiel a su función; es un alma colectiva que interroga, que llora, que espera y que a veces adivina.

V Una nueva prueba del mismo gusto infalible se manifiesta en la última obra de la que Victor Hugo nos ha concedido el goce, me refiero a La leyenda de los siglos. Excepto en la aurora de la vida de las naciones, cuando la poesía es a un tiempo la expresión de su alma y el repertorio de sus conocimientos, la historia en verso es una derogación a las leyes que gobiernan ambos géneros, la historia y la poesía; es un ultraje a las dos musas. En los períodos extremadamente cultos, se opera en el mundo espiritual una división de trabajo que fortalece y per fecciona cada género; y quien entonces intente crear el poema épico, tal como lo entendían las naciones más jóvenes, corre el riesgo de disminuir el efecto mágico de la poesía, aunque sólo sea por la insoportable longitud de la obra, y al mismo tiempo de arrebatar a la historia una parte del saber y de la severidad que exigen de ella las naciones adultas. La mayoría de las veces el resultado es una ridiculez fastidiosa. A pesar de todos los honorables esfuerzos de un filósofo francés, quien ha creído que se podía súbitamente, sin una gracia antigua y sin largos es tudios, poner el verso al servicio de una tesis poética, Na poleón es aún hoy en día demasiado histórico para con vertirse en leyenda (70). Al hombre, aunque sea un hombre de genio, no le está permitido, ni le es

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posible, hacer retroceder así los siglos artificialmente. Semejante idea sólo podía germinar en la mente de un filósofo, de un pro fesor, es decir, de un hombre ausente de la vida. Cuando Victor Hugo, en sus primeros poemas, trata de mostrar nos a Napoleón como un personaje legendario, todavía es un parisiense quien habla, un contemporáneo conmovido y soñador; evoca la leyenda posible del futuro; no la re duce con su autoridad al estado de pasado. Ahora bien, para volver a La leyenda de los siglos, Victor Hugo ha creado el único poema épico que puede crear un hombre de su tiempo para lectores de su tiempo. En primer lugar, los poemas que constituyen la obra son generalmente cortos, e incluso la brevedad de algunos no es menos extraordinaria que su energía. Esto ya es una consideración importante que prueba un conocimiento ab soluto de todo lo posible de la poesía moderna. Luego, queriendo crear el poema épico moderno, es decir, el poema que tiene su origen, o, mejor dicho, su pretexto en la historia, se ha guardado mucho de pedir prestada a la historia algo que no sea lo que ésta puede legítima y fructuosamente prestar a la poesía: me refiero a la leyenda, el mito, la fábula, que son como concentraciones de vida nacional, como depósitos profundos donde duermen la sangre y las lágrimas de los pueblos. Y finalmente no ha cantado de un modo particular tal o cual nación, la pasión de tal o cual siglo; ha escalado en seguida una de esas alturas filosóficas desde donde el poeta puede contemplar todas las evoluciones de la humanidad con una mirada igualmente curiosa, colérica o conmovida. Con qué majestad ha hecho desfilar los siglos ante nosotros, como fantasmas que saliesen de una pared; con qué autoridad los ha hecho moverse, cada uno de ellos dotado con su perfecto

ropaje, con su verdadero rostro, con su genuino talante, todos lo hemos visto. Con qué arte sublime y sutil, con qué familiaridad terrible ese prestidigitador ha hecho hablar y gesticular a los siglos; no me sería posible explicarlo, pero lo que sí quisiera sobre todo hacer observar es que este arte sólo podía moverse a sus anchas en el medio legendario, y que (haciendo abstracción del talento del mago) la elección del terreno es lo que facilita las evoluciones del espectáculo. Desde la lejanía de su destierro, hacia el cual se tienden nuestras miradas y nuestros oídos, el poeta querido y venerado nos anuncia nuevos poemas. En estos últ: nos tiempos nos ha demostrado que, por verdaderamente limitado que sea, el dominio de la poesía, por el derecho del genio, no por eso deja de ser casi ilimitado. ¿En qué orden de cosas, por qué nuevos medios renovará su prueba? ¿Será por lo bufo, por ejemplo (lo mencionó al azar), por la inmortal alegría, por el júbilo, por lo sobrenatural, por lo fantástico y lo maravilloso, dotados por él de ese ca rácter inmenso, superlativo, con el que sabe dotar a todas las cosas, como querrá ahora experimentar encantamientos desconocidos? No le es lícito a la crítica decirlo; pero lo que puede afirmar sin temor a equivocarse, porque dispone ya de las pruebas sucesivas, es que es uno de esos mortales tan raros, más raros aún en el orden literario que en cualquier otro, que extraen una nueva fuerza de los años, y que, por un milagro incesantemente repetido, van rejuveneciéndose y fortaleciéndose hasta la tumba.

II. Auguste Barbier (71)

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Si dijese que el objetivo de Auguste Barbier ha sido la busca de la belleza, su búsqueda exclusiva y primordial, imagino que se enojaría, y visiblemente tendría todo el derecho para hacerlo. Por magníficos que sean sus versos, el verso en sí mismo nunca ha sido su amor principal. Evidentemente, se había propuesto una meta que él cree de una naturaleza mucho más noble y más alta. Yo carezco de autoridad y de elocuencia para hacerle cambiar de parecer; pero aprovecharé la ocasión que se me ofrece para tratar una vez más esa enojosa cuestión de la alianza del Bien con la Belleza, que si se ha convertido en oscura e incierta sólo se debe al debilitamiento de las mentes. Mi tarea es tanto más fácil cuanto que, por una parte, la gloria de este poeta está ya establecida, la posteridad no va a olvidarle, y por otra, se da la circunstancia de que yo mismo siento por su talento una admiración inmensa y ya antigua. Se le deben versos soberbios; es naturalmente elocuente; su alma tiene impulsos que arrebatan al lector. Su lenguaje, vigoroso y pintoresco, posee casi el mismo encanto que el latín. Despide fulgores sublimes. Sus primeras composiciones permanecen en todas las memorias. Su gloria es una de las más merecidas. Todo eso es indiscutible. Pero el origen de esta gloria no es puro; porque nació de la ocasión. La poesía se basta a sí misma. Es eterna y nunca tiene que necesitar ayuda exterior. Ahora bien, una parte de la gloria de Auguste Barbier la debe a unas circunstancias en medio de las cuales arrojó sus primeros poemas. Lo que los hace admirables es el movimiento lí rico que los anima, y no, como él cree sin duda, los pensamientos honrados que estos versos tienen que expresar. Facit indignatio versum (72), nos dice un poeta antiguo, que, por grande que fuese, tenía no poco interés en decirlo; ello es verdad; pero no

es menos verdad que el verso hecho por simple amor del verso, tiene más posibilidades de llegar a ser bello que el verso hecho por indignación. El mundo está lleno de gentes indignadísimas que, sin embargo, nunca escribirán buenos versos. Por eso afirmamos desde el inicio que si Auguste Barbier ha sido un gran poeta, es porque poseía las facultades o una parte de las facultades que hacen al gran poeta, y no porque expresa se el indignado pensamiento de las personas dignas. En efecto, en el error público hay una confusión muy fácil de aclarar. Tal poema es bello y honrado; pero no es bello porque sea honrado. Tal otro, bello e indigno; pero su belleza no la debe a su inmoralidad, o, mejor dicho, para hablar claramente, lo bello no es más honrado que lo falto de honradez. Ya sé que lo que ocurre con mayor frecuencia es que la poesía verdaderamente bella eleva las almas a un mundo celestial; la belleza es una cualidad tan fuerte que no puede por menos que ennoblecer las almas; pero esa belleza es una cosa completamente incondicional, y lo más probable es que si tú, poeta, quieres imponerte por anticipado una meta moral, disminuyas considerable mente tu fuerza poética. Con la condición de moralidad impuesta a las obras de arte sucede lo mismo que con esa otra condición no me nos ridicula que algunos se empeñan en imponerles, el expresar pensamientos o ideas que proceden de un mundo ajeno al arte, ideas científicas, ideas políticas, etc. Tal es el punto de partida de los que razonan mal, o, al menos, de los que, sin tener nada poético, se obstinan en razonar con la poesía. La idea, dicen, es lo más importante (cuan do deberían decir: la idea y la forma son dos seres en uno); natural y fatalmente, no tardan en decirse: Puesto que la idea es la cosa importante por excelencia, la for ma, menos

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importante, puede descuidarse sin peligro. El resultado es el aniquilamiento de la poesía. Ahora bien, en Auguste Barbier, poeta genuino, y gran poeta, la perpetua y exclusiva preocupación de expresar sus pensamientos honrados o útiles ha conducido poco a poco a un ligero desdén por la corrección, por el esmero y el acabado, que bastaría por sí solo para constituir una decadencia. En La tentación (su primer poema, suprimido en las ediciones posteriores de sus Yambos), había mostrado ya una grandeza, una majestad de estilo, que es su verdadera distinción y que nunca le ha abandonado, ni siquiera en los momentos en que ha sido más infiel a la idea poética pura. Esa grandeza genuina, esa elocuencia lírica, se manifestaron de un modo magnífico en todos los poemas adaptados a la revolución de 1830 y a las turbulencias espirituales o sociales que la siguieron. Pero esas comnosiciones, repito, eran adaptadas a circunstancias, y, por bellas que fuesen, aparecen selladas por el lamentable carácter de la circunstancia y de la moda. Aunque rudo, mi verso es honrado en el fondo, exclama el poeta; pero ¿era acaso como poeta que recogía en la conversación burguesa los lugares comunes de la moral más boba? ¿O acaso en su condición de hombre honrado quería volver a traer a nuestra escena a Melpómene. la de túnica blanca (¿qué tiene que ver Melpómene con la honradez?) y expulsar de ella los dramas de Victor Hugo y de Alexandre Dumas? Tengo comprobado (lo digo sin chanza) que las personas demasiado enamoradas de la utilidad y de la moral descuidan gustosamente la gramática, lo mismo que las personas apasionadas. Es doloroso ver a un poeta tan bien dotado suprimir los artículos y los adjetivos posesivos cuando esos monosílabos y esos bisílabos le estorban, y emplear una palabra en

el sentido contrario al que exige el uso porque esta palabra tiene el número de sílabas que le conviene. En tales casos yo no creo en la incapacidad; acuso más bien a la indolencia natural de los inspirados. En sus cantos sobre la decadencia de Italia y sobre las calamidades de Inglaterra y de Irlanda (II Pianto y Lázaro), tiene, como siempre, lo repito, acentos sublimes; pero la misma afectación de utilidad y de moral estropea las impresiones más nobles. Si no temiese calumniar a un hombre tan digno de respeto por todos conceptos, diría que todo eso se parece un poco a una mueca. ¿Es posible imaginar a una Musa haciendo visajes? Y luego aquí apa rece un nuevo defecto, una nueva afectación, no la de la rima descuidada o de la supresión de los artículos: me refiero a una cierta solemnidad trivial o a cierta trivialidad solemne, que tiempo atrás se consideraba como una sencillez majestuosa y conmovida. Hay modas en literatura como en pintura, al igual que en la indumentaria; hubo un tiempo en que en la poesía, en la pintura, lo ingenuo resultaba de un gran rebuscamiento, como una nueva especie de preciosismo. La vulgaridad pasaba a ser una gloria, y recuerdo que Edouard Ourliac me citaba riendo, como modelo del género, el verso siguiente, de su propia minerva:

Campanas del convento de Santa Magdalena Pueden leerse muchos parecidos en las obras de Bri zeux, y no me sorprendería que la amistad de Antony Deschamps y de Brizeux mi haya servido para inclinar a Auguste Barbier hacia esa mueca dantesca. En el curso de toda su obra volvemos a encontrar los mismos defectos y la mismas cualidades. Todo parece improvisado, espontáneo; el rasgo vigoroso, a la manera la tina, brota sin cesar por entre los tropiezos y las torpezas. Supongo que no necesito 124

hacer observar que Soborno, Eróstrato, Cantos civiles y religiosos son obras cada una de las cuales tiene un objetivo moral. Hago gracia de un leve volumen de Pequeñas odas, que no es más que un lastimoso esfuerzo por alcanzar la gracia antigua, y llego a Rimas heroicas. Aquí, para hablar con franqueza, apa rece y resplandece toda la locura del siglo en su incons ciente desnudez. Con el pretexto de componer sonetos en honor de los grandes hombres, el poeta ha cantado el pararrayos y la máquina de tejer. Ya puede suponerse has ta qué grados de prodigiosa ridiculez podría conducirnos tal confusión de ideas y de funciones. Uno de mis amigos ha trabajado en un poema anónimo sobre la invención de un dentista; nada se opone a que los versos fueran buenos y el autor lleno de convicción. Sin embargo, ¿quién se atrevería a decir que, incluso en tal caso, se trata de poesía? Confieso que cuando veo semejantes dilapidado nes de ritmos y de rimas siento una tristeza tanto más grande cuanto mayor es el poeta; y creo, a juzgar por numerosos síntomas, que hoy en día, sin hacer reír a nadie, podría afirmarse el más monstruoso, el más ridículo y el más insostenible de los errores, a saber que el objeto de la poesía es

difundir las luces entre el pueblo, y. con la ayuda de la rima y del cómputo silábico, fijar más fácilmente los descubrimientos científicos en la memoria de los hombres. Si el lector me ha seguido atentamente, no se extraña rá que resuma así este artículo, en el que he puesto aún más dolor que burla: Auguste

Barbier es un gran poeta, y en justicia siempre será tenido por tal. Pero ha sido un gran poeta a pesar suyo, por así decirlo; se ha esforzado por estropear por medio de una idea falsa de la poesía facultades poéticas soberbias; afortunadamente, esas facultades eran lo

bastante fuertes como para resistir incluso al poeta que quería disminuirlas.

III. Marceline Desbordes- Valmore (74) Más de una vez, algún amigo nuestro, cuando le he mos confiado alguno de nuestros gustos o de nuestras pa siones, no ha dejado de decirnos: «¡Pues sí que es raro! Porque eso está en completo desacuerdo con todas tus demás pasiones y con tu doctrina.» Entonces hemos res pondido: «Es posible, pero es así; me gusta eso, me gusta probablemente a causa de la violenta contradicción que todo mi ser descubre en ello.» Tal es mi caso respecto a la señora Desbordes-Valmore. Si el grito, si el suspiro natural de un alma selecta, si la ambición desesperada del corazón, si las facultades es pontáneas, irreflexivas, si todo lo que es gratuito y viene de Dios basta para hacer al gran poeta, Marceline Valmore es y será siempre un gran poeta. Es cierto que si uno repara en todo lo que carece y que puede adquirirse por medio del trabajo, su grandeza va a verse singularmente disminuida; pero en el mismo momento en que nos sinta mos más irritados y desolados por la negligencia, por el traqueteo, por la confusión, que nosotros, hombres re flexivos y siempre responsables, tomamos por una actitud de pereza, una belleza súbita, inesperada, inigualable, se yergue ante el lector, y nos vemos irresistiblemente arre batados hasta las alturas del cielo poético. Jamás un poeta fue más natural; ninguno fue jamás menos artificial.' Nadie ha

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podido imitar ese encanto, porque es absolutamente original y genuino. Si alguna vez un hombre deseó para su mujer o para su hija los dones y los honores de la Musa, no pudo de searlos de una naturaleza distinta de los que fueron con cedidos a la señora Valmore. Entre la nómina no poco numerosa de las mujeres que en nuestros días se han con sagrado a las tareas literarias, muy pocas hay cuyas obras no hayan sido, si no una desolación para su familia, para su mismo amante (porque los hombres menos púdicos gus tan del pudor en el objeto amado) al menos víctimas de una de esas ridiculeces masculinas que en la mujer toman las proporciones de una monstruosidad. Hemos visto a la mujer-autor filántropo, a la sacerdotisa sistemática del amor, a la poetisa republicana, a la poetisa del futuro, fourierista o sansimoniana; y nuestros ojos, enamorados de la belleza, nunca han podido acostumbrarse a todas esas fealdades afectadas, a todas esas perversidades impías (hay incluso poetisas de la impiedad), a todas esas sacrí legas parodias del talante viril. La señora Desbordes Valmore fue mujer, fue siempre mujer y no fue nada más que mujer; pero fue en un gra do extraordinario la expresión poética de todas las bellezas naturales de la mujer. Tanto si canta las languideces del deseo en la doncella, la sombría desolación de una Ariadna abandonada o los cálidos entusiasmos de la caridad maternal, su canto conserva siempre el acento delicioso de la mujer; ningún artificio, ningún ornato postizo, nada más que el eterno femenino, como dice el poeta ale mán. Es, pues, en su misma sinceridad donde la señora Valmore encontró su recompensa, es decir, una gloria que nos parece tan duradera como la de los artistas perfectos. Esta antorcha que agita ante nuestros ojos para iluminar las misteriosas florestas

del sentimiento, cuando no la aplica, para reavivarlo, en nuestro más íntimo recuerdo, amo roso o filial, la ha encendido en lo más profundo de su propio corazón. Victor Hugo ha expresado magníficamen te, como todo lo que él expresa, las bellezas y los encantos de la vida de familia; pero sólo en la poesía de la ardiente Marceline es posible encontrar ese calor de nida da maternal, de la que algunos, entre los hijos de la mu jer, menos ingratos que los demás, han conservado el delicioso recuerdo. Si no temiera que una comparación de masiado animal pareciese una falta de respeto para esa adorable mujer, diría que veo en ella la gracia, la inquietud, la agilidad y la violencia de la hembra, gata o leona, que ama a sus cachorros. Se ha dicho que la señora Valmore, cuyos primeros poemas datan ya de antiguo (1818), en nuestro tiempo había sido rápidamente olvidada. ¿Olvidada por quién, pregunto? Por aquellos que, debido a no sentir nada, no pueden acordarse de nada. Ya que posee las grandes y vigorosas cualidades que se imponen a la memoria, las brechas profundas hechas de improviso en el corazón, las explosiones mágicas de la pasión. Ningún autor responde con más exactitud a la fórmula única del sentimiento, lo sublime que ignora que lo es. Del mismo modo que los esfuerzos más sencillos y más fáciles son un obstáculo in vencible para esa pluma fogosa e inconsciente, en cambio, lo que para cualquier otro exige una laboriosa búsqueda, acude naturalmente a ofrecerse a ella; es un perpetuo ha llazgo. Traza maravillas con la despreocupación que suele ser propia de las esquelas que se confían al correo. Alma caritativa y apasionada, como muy bien se define, pero siempre involuntariamente, en este verso:

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Cuando aún puede darse, no podemos morir. Alma demasiado sensible, en la que las asperezas de la. vida dejan una huella imborrable, ella sobre todo, deseo sa del Leteo, es la que puede exclamar:

Si jamás sanaremos de lo que es la memoria, ¿de qué sirve, alma mía. de qué sirve morir? Sin duda, nadie con más derecho que ella para escribir encabezando un volumen reciente:

¡Este libro contiene toda un alma cautiva! Cuando la muerte vino para llevársela de este mundo en el que ella sabía tan bien sufrir, para llevarla al cielo cuyos serenos goces deseaba tan ardientemente, la señora Desbordes Valmore, sacerdotisa infatigable de la Musa, y que no sabía callar, porque estaba siempre llena de clamo res y de cantos que pedían expresión, preparaba aún un volumen, cuyas pruebas iban esparciéndose una a una sobre el lecho del dolor que ya no abandonaba desde hacía dos años. Los que la ayudaban piadosamente en esa pre paración de sus adioses me han dicho que encontraremos en estos versos toda la fuerza de una vitalidad que nunca se sentía vivir tan bien como en el dolor. ¡Av! Ese libro será una corona póstuma que vendrá a añadirse a todas aquellas, ya tan brillantes, con las que debe adornarse una de nuestras tumbas más floridas. Siempre me ha complacido en buscar en la naturaleza exterior y visible los ejemplos y las metáforas de que me sirvo para caracterizar los goces y las impresiones de un orden espiritual.

Recuerdo lo que me hacía sentir la poe sía de la señora Valmore cuando la leía con esos ojos de la adolescencia que son, en los hombres nerviosos, a la vez tan ardientes y tan lúcidos. Esta poesía me parece como un jardín; pero no es la solemnidad grandiosa de Versalles; ni tampoco el pintoresquismo vasto y teatral de la docta Italia, que conoce tan bien el arte de edificar jardines (aedificat hortos); ni siquiera, no, ni siquiera el Valle de las Flautas o el Ténaro de nuestro viejo Jean Paul. Es un simple jardín inglés, romántico y romances co. En él macizos de flores representan las abundantes expresiones del sentimiento. Estanques, límpidos e inmóviles, que reflejan todas las cosas, apoyándose al revés sobre la bóveda invertida de los cielos, figuran la profun da resignación, salpicada dp recuerdos. Nada falta en ese encantador jardín de otros tiempos, ni unas ruinas góticas ocultándose en un lugar agreste, ni el mausoleo descono cido que, en una vuelta del sendero, sorprende nuestra alma aconsejándole que piense en la eternidad. Avenidas sinuosas y sombreadas conducen a horizontes súbitos. Asi el pensamiento del poeta, después de haber seguido caprichosos meandros, desemboca en las vastas perspectivas del pasado o del porvenir; pero tales cielos son demasiado vastos para ser enteramente puros, y la temperatura del clima demasiado cálida para no engendrar tempestades. El paseante, al contemplar esas extensiones veladas de luto, siente ascender hasta sus ojos los llantos de la histeria, hysterical tears. Las flores se doblegan, vencidas, y los pájaros solamente hablan en voz baja. Tras un relámpago precursor, ha retumbado el trueno: es la explosión lírica; por fin, un diluvio inevitable de lágrimas devuelve a todas esas cosas, postradas, dolientes y desalentadas, el frescor y la solidez de una nueva juventud.

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IV. Théophile Gautier El grito del sentimiento siempre es absurdo; pero es sublime porque es absurdo. Quia absurdum!

Pide el republicano corazón, hierro y pan. Corazón para vengarse, hierro para el extranjero y pan para sus hermanos. Eso es lo que dice La Carmañola. He ahí un grito

absurdo y sublime. ¿Se desea tal vez, en otro orden de sentimientos, el exacto equivalente? Acudamos a Théophile Gautier: la amante valerosa y ebria de su amor quiere huir con un hombre, cobarde, indeciso, que se resiste y objeta que el desierto carece de sombra y de agua, y que la fuga está erizada de peligros. ¿En qué tono responde ella? En el tono absoluto del sentimiento:

Sombra te harán mis pestañas, dormiremos al amparo de la tienda de mi pelo. Huyamos, huyamos. La dicha me está inundando. Si falta el agua, las lágrimas beberás de mi alegría. ¡Huyamos, huyamos! Será fácil encontrar en el mismo poeta otros ejemplos parecidos:

He pedido la vida al amor que la otorga. Pero en vano...

exclama Don Juan, a quien el poeta, en el país de las almas, ruega que le explique el enigma de la vida. He querido empezar demostrando que Théophile Gau tier poseía, igual que si no fuese un perfecto artista, esa famosa cualidad que los pasmados de la crítica se obstinan en negarle: el sentimiento. ¡Cuántas veces lo ha expre sado, y con qué magia de lenguaje, lo más delicado que hay en la ternura y en la melancolía! Pocos se han digna do a estudiar esas flores maravillosas, no sé muy bien por qué, y no veo otro motivo para ello que la repugnancia genuina que sienten los franceses por la perfección. Entre los innumerables prejuicios de los que Francia está tan orgullosa, subrayemos esa idea que es del dominio público, y que naturalmente está escrita encabezando los preceptos de la crítica vulgar, a saber, que una obra demasiado bien escrita debe carecer de sentimiento. El sentimiento, por su naturaleza popular y familiar, atrae exclusivamente a la multitud, cuyos preceptores habituales alejan todo lo posible de las obras bien escritas. Confesémos lo sin más tardanza, Théophile Gautier, cronista de mucho prestigio es mal conocido como novelista, mal apre ciado como narrador de viajes y casi desconocido como poeta, sobre todo si se quiere comparar la escasa popularidad de sus poemas con sus brillantes e inmensos méritos. Víctor Hugo, en una de sus odas, nos describe París como una ciudad muerta, y en ese sueño lúgubre y lleno de grandeza, en ese amontonamiento de ruinas sucias, la vadas por un agua que rompía en todos los puentes sonoros, devuelta ahora a los juncos susurrantes e inclinados, descubre aún tres monumentos de una naturaleza más sólida, más indestructible, que se bastan para contar núes tra historia. Figuraos, por favor, la lengua francesa en un estado de lengua

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muerta. En las escuelas de las nuevas naciones, se enseña la lengua de un pueblo que fue gran de, del pueblo francés. ¿En qué autores podemos suponer que los profesores, los lingüistas de entonces, se fundarán para conocer los principios y los atractivos de la lengua francesa? ¿Será tal vez en los batiburrillos del sentimien to, o de lo que suele llamarse sentimiento? Porque esas producciones, que son las preferidas del lector, serán de bido a su incorrección, laj menos inteligibles y las menos traducibles; pues nada más oscuro que el error y el desor den. Si en esas épocas, tal vez situadas menos lejos de lo que imagina el orgullo moderno, algún sabio amante de la belleza descubre la poesía de Théophile Gautier, adivino, comprendo, veo ya su júbilo. ¡He ahí la verdadera lengua francesa! La lengua de los grandes talentos y de los espíritus refinados. ¡Con qué delicia va a pasear sus ojos por esos poemas tan puros y tan preciosamente ador nados! Todos los recursos de nuestra hermosa lengua, in completamente conocidos, serán adivinados y apreciados. ¡Y qué gloria para el traductor inteligente que quiere medirse con ese gran poeta, inmortalidad embalsamada en escombros más esmerados que la memoria de sus contem poráneos! Cuando vivía, sufrió la ingratitud de los suyos; tuvo que esperar largo tiempo; pero por fin alcanza su recompensa. Comentaristas clarividentes establecen los vínculos literarios que nos unen al siglo xvi. La historia de las generaciones se ilumina. Victor Hugo es enseñado y parafraseado en las universidades; pero ningún letrado ig ñora que el estudio de sus fulgurantes versos ha de com pletarse con el estudio de la poesía de Gautier. Hay quien observa incluso que, mientras el majestuoso poeta se veía arrastrado por entusiasmos a veces poco propicios a su arte, el poeta precioso, más fiel, más concentrado, nunca

salió de él. Otros advierten que hasta añadió fuerzas a la poesía francesa, cuyo repertorio agrandó, y aumentó el diccionario, sin faltar jamás a las reglas más severas de la lengua que su nacimiento le exigía hablar. ¡Hombre dichoso! ¡Hombre digno de envidia! Sólo ha amado la Belleza; sólo ha buscado la Belleza; y cuando un objeto grotesco u horrible se ha ofrecido a sus ojos, también ha sabido extraer de él una misteriosa y simbóli ca belleza. Hombre dotado de una facultad única, pode rosa como la Fatalidad, ha expresado sin fatiga, sin es^ fuerzo, todas las actitudes, todas las miradas, todos los colores que adopta la naturaleza, al igual que el sentido íntimo contenido en todos los objetos que se ofrecen a la contemplación de los ojos humanos. Su gloria es doble y una al mismo tiempo. Para él, la idea y la expresión no son dos cosas contradictorias, que sólo es posible conciliar mediante un gran esfuerzo o ha riendo ruines concesiones. Tal vez sólo él pueda decir sin énfasis: ¡No hay ideas inexpresables! Si, para arrancar al futuro la justicia que se debe a Théophile Gautier, he ima ginado que Francia había desaparecido, es porque sé que la mente humana, cuando acepta salirse del presente, concibe mejor la idea de justicia. Como el viajero que, al elevarse, comprende mejor la topografía del país que le rodea. No quiero clamar, como los profetas crueles. ¡Este tiempo está cerca! No anuncio ningún desastre, ni siquie ra para dar la gloria a mis amigos. He construido una fábula para facilitar la demostración a las mentes cortas o ciegas. Porque entre los vivos clarividentes, ¿quién no comprende que se citará algún día a Théophile Gautier como se cita a La Bruyére, Buffon o Chateaubriand, es decir, como uno de los maestros más seguros y más raros en materia de lengua y de estilo?

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V. Pétrus Borel Hay nombres que se convierten en proverbios y adjetivos. Cuando en 1859 un periodiquillo quiere expresar todo el asco y el desdén que le inspira una poesía o una novela de carácter sombrío y exagerado, lanza el nombre: ¡Pétrus Borel! Y todo queda dicho. Se ha pronunciado la sentencia, el autor está fulminado. Pétrus Borel o Champavert el Licántropo, autor de Rapsodias, de Cuentos inmorales y de Madame Putifar, fue una de las estrellas del sombrío firmamento románti co. Estrella olvidada o apagada, ¿quién se acuerda hoy de ella, o quién la conoce lo suficiente como para arrogarse el derecho de hablar del asunto con plena conciencia? « Yo». me atrevería a decir como Medea. «digo yo y que eso baste». Edouard Ourliac, su camarada, se reía de él sin el menor empacho; pero Ourliac era un pequeño Voltaire aldeano, a quien todo exceso repugnaba, sobre todo el exceso del amor del arte. Sólo Théophile Gautier, cuyo amplio espíritu se complace en la universalidad de las cosas, y que, por más que lo quisiera firmemente, no podría dejar de interesarse por algo que fuese interesante, sutil o pintoresco, sonreía con placer ante las extravagantes elu cubraciones del Licántropo. ¡Bien llamado Licántropo' Hombre lobo, ¿qué hada o qué demonio le arrojó a los lúgubres bosques de la melan eolia? ¿Qué espíritu maligno se inclinó sobre su cuna y le dijo: Te prohibo gustar? Hay en el mundo espiritual algo misterioso que se llama la mala suerte, y ninguno de nosotros tiene derecho a discutir con la Fatalidad. Es la diosa que da menos explicaciones, y que posee, más que todos los papas y los lamas, el privilegio de la infalibili dad. Muy a menudo me he preguntado

cómo y por qué un hombre como Pétrus Borel, que había demostrado un talento verdaderamente épico en varias escenas de su Madame Putifar (sobre todo en las escenas del comienzo, donde se pinta la embriaguez salvaje y septentrional del padre de la heroína; en aquella en la que el caballo favorito devuelve a la madre, antaño violada, pero siempre llena del odio de su deshonra, el cadáver de su hijo bien amado, del pobre Venganza, el valeroso adolescente caí do en el primer encuentro, y que ella habia educado con tanto esmero para la vengaza; finalmente, en la descrip ción de los horrores y de las torturas de la mazmorra él alcanza el vigor de un Maturin) 1751; decía que me he pre guntado cómo el poeta capaz de concebir ese extraño poe ma, de una sonoridad tan clamorosa y de un color casi primitivo a fuerza de intensidad, que sirve de prólogo a Madame Putifar. luego pudo mostrar en muchos pasajes tanta torpeza, tropezar con tantos topetazos y sacudidas, caer en el fondo de tantas malas suertes. No tengo ningu na explicación inteligible que dar; sólo puedo indicar sin tomas, síntomas de una naturaleza morbosa, enamorada de la contradicción por la contradicción, y siempre dis puesta a ir contra todas las corrientes, sin calcular su fuer za, como tampoco la propia fuerza. Todos los hombres, o casi todos, al escribir inclinan la letra hacia la derecha; Pétrus Borel tumbaba por completo la suya a la izquier da, de tal modo, que todas las letras, por otra parte tra zadas con mucho cuidado, parecían hileras de soldados abatidos por la metralla. Además, trabajar era para él algo tan doloroso, que la menor carta, la más baladí, una invitación, un envío de dinero, le costaba dos o tres horas de agobiantes meditaciones, sin contar las tachaduras y las enmiendas. Finalmente, la extravagante ortografía que se pavonea en

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Madame Putifar, como una deliberada afrenta a las

costumbres de la mirada pública, es un ras go que completa esa fisonomía gesticulante. Desde luego, no es una ortografía mundana, en el sentido de las coci ñeras de Voltaire y del señor Erdan (76i, sino, por e! contrario, una ortografía archipintoresca y que aprovecha to das las ocasiones para recordar fastuosamente la etimolo gía. No puedo imaginarme sin un simpático dolor todas las fatigosas batallas que, para realizar su sueño tipográ fico el autor ha tenido que librar con los cajistas encarga dos de imprimir su manuscrito. Así, no sólo gustaba de violar las costumbres morales del lector, sino también de contrariar y de desconcertar por la expresión gráfica. Más de uno se preguntará sin duda por qué concede mos un lugar en nuestra galería a un escritor que nosotros mismos juzgamos tan incompleto. Pues no sólo porque ese escritor, por tosco, por chillón, por incompleto que sea, a veces enviaba al cielo una nota clamorosa y justa, sino también porque en la historia de nuestro siglo desem peñó un papel que no carece de importancia. Su especialidad fue la licantropía. Sin Pétrus Borel habría una lagu na en el romanticismo. En la primera fase de nuestra revolución literaria, la imaginación poética se orientó sobre todo hacia el pasado; adoptó a menudo el tono melodio so y conmovido de las añoranzas. Más tarde, la melanco lía tomó un acento más enérgico, más salvaje y más terre nal. Un republicanismo misantrópico se alió con la nueva escuela, y Pétrus Borel fue la expresión más exacerbada y más paradójica de los bousingots o del bousingo mr, por que sigue cabiendo la duda en la manera de ortografiar esas palabras que son productos de la moda y de la circunstancia. Ese espíritu, a un tiempo literario y república no, a la inversa de la pasión democrática

y burguesa que más tarde nos ha sojuzgado con tanta crueldad, se veía sacudido a la vez por un odio aristocrático sin límites, sin restricciones, sin piedad, contra los reyes y contra la burguesía, y de una simpatía general por todo lo que en arte representaba el exceso en el color y en la forma, por todo lo que era a la vez intenso, pesimista y byroniano; diletantismo de una naturaleza singular, y que sólo puede explicar las odiosas circunstancias en que se había encerra do una juventud hastiada y turbulenta. Si la Restauración se hubiese desarrollado regularmente en la gloria, el Ro manticismo no se hubiera separado de la realeza; y esa nueva secta, que profesaba el mismo desdén por la oposición política moderada, por la pintura de Delaroche o la poesía de Delavigne, y por el rey que presidia la fórmula del justo término medio, no hubiera encontrado razones de existir. En cuanto a mí, confieso sinceramente que, a pesar de ver en él un cierto ridículo, siempre he sentido simpatía por ese desventurado escritor, cuyo genio fallido, lleno de ambición y de torpeza, no ha sabido producir más que esbozos minuciosos, relámpagos de tormenta, figuras en las que algo demasiado extravagante en los ropajes o en la voz, estropeaban su genuina grandeza. En resumen, en él hay un color propio, un sabor sui géneris; aunque sólo fuese el encanto de la voluntad, ya es mucho. Pero ama ba ferozmente las letras, y hoy en día sobran escritores acicalados y hábiles siempre dispuestos a vender a la Musa por el campo del alfarero (78). El año pasado, cuando terminábamos de escribir estas notas, tal vez demasiado severas, recibimos la noticia de que el poeta acababa de morir en Argelia, donde se había retirado, lejos de la vida literaria, desalentado o despectivo, antes de haber

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dado al público un Tabarin anunciado desde tiempo atrás.

VI. Hégésippe Moreau (79) La misma razón que hace feliz un destino hace que otro sea desventurado. A Gérard de Nerval, su vagabun deo, que fue durante tanto tiempo el mayor de sus placeres, le ocasionará una melancolía de la que finalmente el suicidio llegará a ser su último término y la única cura ción posible. Edgar Poe, que era un gran genio, se tenderá en el arroyo, vencido por la embriaguez. Largos aulli dos, implacables maldiciones seguirán a esas dos muertes. Todo el mundo querrá excusarse de la compasión y repe tirá el juicio apresurado del egoísmo: ¿Por qué compadecer a aquellos que merecen sufrir? Además, el mundo siempre está dispuesto a considerar al desdichado como un impertinente. Pero si ese desdichado une el talento a la desgracia, si está, como Gérard, dotado de una inteligencia brillante, activa, luminosa, pronta a instruirse; si es, como Poe, un vasto genio, profundo como el cielo y como el infierno, oh, entonces la impertinencia de la desdicha se hace intolerable. ¡El genio puede parecer un reproche y un insulto para la multitud! Pero si en el desdichado no hay ni genio ni saber, si no es posible encontrar en él nada superior, nada impertinente, nada que impida a la multitud ponerse a su mismo nivel y tratarle en consecuencia de igual a igual, en ese caso advertimos que la desgracia e incluso el vicio pueden llegar a convertirse en una inmensa fuente de gloria. Gérard escribió numerosos libros, viajes o relatos, todos con el sello del buen gusto. Poe produjo al menos setenta y dos cuentos, uno de ellos tan largo como una novela; poemas exquisitos de un estilo prodigiosamente original y perfectamente

correcto, al menos ochocientas páginas de misceláneas críticas y finalmente un libro de alta filosofía. Ambos, Poe y Gérard, eran en suma, a pesar del vicio de su proceder, excelentes hombres de letras, en la acepción más amplia y más delicada del con cepto, doblegándose humildemente bajo la ley inevitable, trabajando, es cierto, cuando quería, a su aire, según un método más o menos misterioso, pero activos, laboriosos, utilizando sus ensueños o sus meditaciones; en una pala bra, ejerciendo alegremente su profesión. Hégésippe Moreau, que fue como ellos un árabe nóma da en un mundo civilizado, es casi lo contrario de un hombre de letras. Su impedimenta no era pesada, pero su misma ligereza le ha permitido llegar más aprisa a la glo ría. Unas cuantas canciones, unos cuantos poemas de un gusto mitad clásico mitad romántico, no asustan a las memorias perezosas. En fin, para él todo ha resultado bien; jamás fortuna espiritual fue más dichosa. Su miseria se le computó como trabajo, el desorden de su vida como genio incomprendido. Se paseó y cantó cuanto tuvo ganas de cantar. Conocemos esas teorías, que engendran la pe reza, que, fundadas únicamente en metóforas, permiten al poeta considerarse como un pájaro locuaz, ligero, irres ponsable, inasible y transportando su domicilio de una a otra rama. Hégésippe Moreau fue un niflo mimado que no merecía serlo. Pero hay que explicar esa maravillosa fortuna, y antes de hablar de las facultades seductoras que permitieron creer por un instante que se convertiría en un verdadero poeta, quisiera mostrar el frágil, pero inmenso armazón de su popularidad excesiva. De ese armazón, cada haragán y cada vagabundo es un pilar. De esa conspiración, todo indeseable sin talento es naturalmente cómplice. Si se tratase de un verdadero gran hombre, su genio serviría

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para disminuir la compasión que inspiran sus desdichas, mientras que muchos hombres mediocres pueden pretender, sin sentirse dema siado ridículos, elevarse a la misma altura que Hégésippe Moreau, y si son desventurados sentir el natural interés por demostrar, por el ejemplo de éste, que todos los desventurados son poetas. ¿Acaso me faltaban motivos para decir que el armazón es inmenso? Ha sido construido en pleno corazón de la mediocridad; está construido con la vanidad de la desgracia; ¡materiales inagotables! He dicho vanidad de la desgracia. Hubo un tiempo en que entre los poetas estaba de moda el quejarse, no ya de dolores misteriosos, vagos, difíciles de definir, especie de enfermedad congénita de la poesía, sino de sufrimientos visibles y palpables bien determinados, de la pobreza, por ejemplo; se decía orgullosamente: ¡Tengo hambre y paso frío! Era honroso poner en verso esas ruindades. Ningún pudor avisaba al rimador que, mentira por mentira, era mejor para él presentarse al público como un hombre em briagado de una riqueza asiática y viviendo en un mundo de lujo y de belleza. Hégésippe cayó también en ese gran defecto antipoético. Habló mucho de sí mismo y lloró mucho por sí mismo. Remedó más de una vez las actitu des fatales de los Antony (80) y de los Didier, pero les agregó lo que él creía una gracia más, la mirada colérica y enfurruñada del demócrata. El mimado por la naturale za, hay que reconocerlo, pero que trabajaba muy poco para perfeccionar sus dones, empezó arrojándose entre la muchedumbre de los que gritan sin cesar: ¡Oh, madrastra naturaleza! Y de los que reprochan a la sociedad haberles robado la parte que era suya. Se convirtió a sí mismo en un cierto personaje ideal, condenado pero inocente, desti nado desde la misma cuna a sufrimientos inmerecidos.

Sí, fue un ogro olfateando carne fresca de niño que con ropas de cura me raptó entre vagidos, y crecí, prisionero, entre aquellos maestros. negros zánganos que Montrouge tsit cría a millares. ¡Reconozcamos que ese ogro (un clérigo) tenía

que ser verdaderamente desnaturalizado para llevarse así al pequeño Hégésippe entre vagidos, con ropas de cura, con la apestosa y repulsiva ropa de cura (sotana) ¡Cruel raptor de niños! La palabra ogro implica un gusto decidido por la carne cruda; por eso andaba olfateando carne fresca de niño. Y no obstante vemos por el verso siguiente que el joven Hégésippe no fue devorado, puesto que, por el contrario creció (eso sí, prisionero), como quinientos otros condiscípulos que el ogro tampoco se comió, y a quienes enseñaba latín, lo cual permitirá al mártir Hégésippe es cribir su lengua un poco menos mal que todos los que no han tenido la desdicha de ser raptados por un ogro. Sin duda el lector ya ha reconocido las trágicas ropas de cura. las viejas sotanas robadas en el vestuario de Claudio Frollo y de Lamennais (82). Este es el toque romántico a lo Hégésippe Moreau; veamos ahora la nota democrática: ¡Negros zánganos.' ¿Captamos bien toda la profundidad de la expresión? Zángano es la antítesis de abeja, insecto más interesante porque es por su nacimiento laborioso y útil, como el joven Hégésippe, pobre abejita cautiva de los zánganos. Ya vemos que en cuanto a sentimientos de mocráticos no es mucho más delicado que por lo que res pecta a expresiones románticas, y que entiende el asunto a la manera de los albañiles, que acusan a los curas de holgazanes y de inútiles. Esos cuatro versos desdichados resumen con toda cía ridad la nota moral en la poesía de Hégésippe Moreau. Un lugar común romántico

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pegado, no amalgamado, a un lugar común dramático. Todo en él no es más que una colección de lugares comunes reunidos y acarreados con juntamente. Todo eso no forma una sociedad, es decir, un todo, sino algo así como la suma de los viajeros de un ómnibus. Victor Hugo, Alfred de Musset, Barbier y Bar thélemy i83i le proporcionan uno tras otro los materiales. Toma prestada de Boileau su forma simétrica, seca, dura, pero brillante. Nos resucita la antigua perífrasis de De lille (84i, vieja presuntuosa inútil, que se pavonea desconcertantemente en medio de las imágenes desvergonzadas y crudas de la escuela de 1830. De vez en cuando echa una cana al aire y se embriaga clásicamente, según el método habitual en el Caveau i85i, o bien encaja los sentimientos líricos en canciones, a la manera de Béranger y de Désaugiers (86); y consigue casi tan bien como ellos la oda compartimentada. Veamos, por ejemplo, Los dos amores. Un hombre se entrega al amor trivial, con la memoria aún llena del amor ideal. Aquí no es el sentimiento, el asunto, lo que censuro; aunque no poco vulgar, es de naturaleza profunda y poética. Pero está tratado de una manera antihumana. Los dos amores alternan, como pastores de Virgilio, con una simetría matemática desoladora. Esta es la gran desgracia de Moreau. Sea cual sea el asunto y el género que trata, siempre es discípulo de alguien. A una forma prestada, sólo añade de original el mal tono, si es que una cosa tan universal como el mal tono puede lia marse original. Aunque siempre discípulo, es pedante, e incluso en los sentimientos más adecuados para escapar a la pedantería, aporta no sé qué costumbres de la Sorbona y del Barrio Latino. No es la voluptuosidad del epicúreo, sino más bien la sensualidad enclaustrada, asfixiante, del fámulo, sensualidad de prisión y de dormitorio

común. Sus devaneos amorosos tienen la grosería de un colegial en vacaciones. Lugares comunes de moral lúbrica, sobras del siglo pasado que recalienta y que nos ofrece con la perversa candidez de un niño o de un pilluelo. ¡Un niño! Esta es la palabra, y de esa palabra y de todo el significado que contiene extraeré cuanto voy a decir de elogioso sobre él. Sin duda no faltará quien juzgue, aun suponiendo que piense igual que yo, que he ido demasiado lejos en la crítica, que he exagerado la expresión. Pensándolo bien, es posible; y aunque así fuera, no me parece muy mal ni me siento demasiado culpable. Acción, reacción, favor, crueldad se hacen alternativamente necesarios. Conviene restablecer el equilibrio. Así es la ley, y la ley está bien hecha. Piénsese que estamos hablando de un hombre a quien se quería elegir el príncipe de los poetas en el país que ha visto nacer a Ronsard, a Victor Hugo, a Théophile Gautier, y que recientemente se anuncia ba a bombo y platillos una suscripción para elevarle un monumento, como si se tratase de uno de esos hombres prodigiosos cuya descuidada tumba es un baldón en la historia de un pueblo. ¿Estamos ante una de esas voluntades en lucha con la adversidad, como Soulié y Balzac, un hombre abrumado por grandes deberes, aceptándolos humildemente y debatiéndose sin tregua contra el mons truo cada vez mayor de la usura? A Moreau no le gustaba el dolor; no admitía que tuviera efectos benéficos y no adivinaba su aristocrática belleza. Por otra parte, tampoco conoció esos infiernos. Para poder exigir de nosotros tanta compasión, tanta ternura, el personaje tendría que ser tierno y digno de compadecerse. ¿Conoció las torturas de un corazón insatisfecho, los dolorosos desmayos de un alma amante e incomprendida? No. Pertenecía a la clase de esos viajeros que se contentan con lo más

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barato, y a quienes bastan el pan, el vino, el queso y la primera que les sale al paso. Pero fue un niño, siempre desvergonzado, a menudo gracioso, a veces encantador. Tiene la agilidad y la espontaneidad de la niflez. En la juventud literaria, al igual que en la juventud física, existe una cierta belleza del diablo que hace perdonar muchas imperfecciones. Aquí tropezamos con algo peor que imperfecciones, pero también de vez en cuando nos encanta algo mejor que la belleza del diablo. A pesar de ese fárrago de imitaciones, a las cuales, niño y colegial como lo fue siempre, Moreau no pudo sustraerse, encontramos de vez en cuando el acento de la verdad genuina, el acento súbito, auténtico, que no puede confundirse con ningún otro. Posee verdaderamente la gracia, el don gratuito; él, tan neciamente impío, él, el papagayo bobo de los badulaques de la democracia, hu biera tenido que dar mil veces gracias por esa gracia a la que lo debe todo, su celebridad y el perdón de todos sus vicios literarios. Cuando descubrimos en ese amasijo de préstamos, en esa maraña de plagios vagos e involuntarios, en ese petar deo de ingenio burocrático o escolar, una de esas maravi lias inesperadas de las que hablábamos hace un momento, experimentamos algo que se parece a una inmensa pena. Es indudable que el escritor que ha encontrado, en una de sus horas buenas. La Voulzie y la canción de La gran ja y la granjera, podía aspirar legítimamente a mejores destinos. Si Moreau pudo sin estudio, sin trabajo, a pesar de las malas compañías, sin la menor inquietud por recu perair voluntariamente las horas más favorables, ser a ve ees tan franca, sencilla y graciosamente original, ¡cómo no lo hubiese sido más y más a menudo, de aceptar la norma, la ley del trabajo, si hubiese madurado, morigera do y estimulado su propio talento! Todo induce a creer que se hubiese

convertido en un notable hombre de letras. Pero, eso si, no sería el ídolo de los haraganes y el dios de las tabernas. He ahí sin duda una gloria a la que nada puede reemplazar, ni siquiera la verdadera gloria.

VII. Théodore de Banville Théodore de Banville fue célebre siendo aún muy joven. Las cariátides datan de 1841. Recuerdo que hojeába mos con asombro este volumen donde tantas riquezas un poco confusas, en desorden, se encuentran amontonadas. Todo el mundo hablaba de la edad del autor, y pocos eran los que aceptaban admitir una precocidad tan sorprendente. París no era entonces lo que es hoy en día, un barullo, un caos, una Babel poblada de imbéciles y de inútiles, poco exigentes en cuanto a la manera de matar el tiempo, y absolutamente rebeldes a los goces literarios. En aquellos tiempos el todo París se componía de esa selección de hombres encargados de forjar la opinión de los demás, y que, cuando un poeta acaba de nacer, son los primeros en enterarse. Ellos saludaron naturalmente al autor de Las cariátides como un hombre que tenía ante sí una larga carrera. Théodore de Banville se manifestaba como uno de esos talentos de excepción, para quien la poesía es la lengua más fácil de hablar, y cuyo pensamiento se moldea por sí mismo en un ritmo. Las cualidades suyas que saltaban a la vista eran la abundancia y la brillantez; pero las numerosas e involun tarias imitaciones, la misma variedad del tono, según que el joven poeta sufriese la influencia

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de tal o cual de sus predecesores, contribuyeron en buena medida a desviar la atención de los lectores de la facultad principal del poeta, la que más tarde debía ser su gran originalidad, su gloria, su marca de fábrica, me refiero a la certidumbre en la expresión lírica. No niego, adviértase bien, que Las cariátides contengan algunos de esos admirables pasajes que el poeta podría sentirse orgulloso de firmar incluso hoy mismo; sólo quiero hacer notar que el conjunto de la obra, con toda su brillantez y su variedad, no revelaba de golpe la naturaleza particular del autor, ya fuese porque tal na turaleza aún no estuviese constituida, ya porque el poeta se encontrase aún situado bajo el hechizo fascinador de todos los poetas de la gran época. Pero en Las estalactitas (1843-1845) el pensamiento aparece más claro y más definido; el objeto de la búsqueda se deja adivinar mejor. El color, menos prodigado, brilla no obstante con luz más intensa, y los contornos de cada objeto perfilan una silueta más firme. Las estalactitas son, en el crecimiento del poeta, una fase peculiar en la que se diría que ha querido reaccionar contra su primitiva facultad de expansión, demasiado pródiga, demasiado indisciplinada. Varios de los mejores fragmentos que componen ese volumen son muy cortos y tratan de las elegancias que contiene la alfarería antigua. Sin embargo, sólo más tarde, después de haber vencido mil dificultades, en mil gimnasias que sólo los verdaderos enamorados de la Musa pueden apreciar en su justo valor, el poeta, reuniendo en un acorde perfecto la exuberancia de su naturaleza primitiva, y la experiencia de su madurez, producirá, poniendo una al servicio de la otra, poemas de una habilidad consumada y de un encanto sui géneris, tales como La maldición de Venus, El ángel melancólico y sobre todo ciertas estrofas sublimes que carecen de

titulo, pero que pueden leerse en el sexto libro de sus poesías completas, estancias dignas de Ronsard por su audacia, su elasticidad y su amplitud, y cuyo mismo comienzo está lleno de grandilocuencia y anuncia impulsos sobrehumanos de orgullo y de júbilo:

Oh, vosotros que sois una aurora más joven, sé que tenéis que amarme, juventud de unos tiempos no nacidos aún, batallones sagrados. Pero, ¿cuál es ese encanto misterioso que el mismo poeta ha reconocido tener, y que ha ido acreciendo hasta convertirlo en una cualidad permanente? Si no podemos definirlo con exactitud, tal vez encontremos algunas palabras para describirlo, tal vez sepamos descubrir cuál es en parte su origen. He escrito, ya no me acuerdo dónde: «La poesía de Banville representa las mejores horas de la vida, es decir, las horas en las que nos sentimos dichosos de pensar y de vivir.» Leo en un critico: «Para adivinar el alma de un poeta, o al menos su principal preocupación, busquemos en sus obras cuál es la palabra o cuáles son las palabras que allí aparecen con mayor frecuencia. La palabra delatará la obsesión.» Si, cuando escribí: «El talento de Banville representa las mejores horas de la vida», mis sensaciones no me engañaron (lo cual, por otra parte, comprobaremos acto se guido), y si encuentro en sus obras una palabra que, por su frecuente repetición, parece denunciar una inclinación natural y un propósito decidido, tendré derecho a concluir que esa palabra puede servir para caracterizar, mejor que cualquier otra, la naturaleza de su talento, al mismo tiem po que las

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sensaciones contenidas en las horas de la vida en

que mejor nos sentimos vivir. Esta palabra es la palabra lira, que evidentemente

para el autor tiene un sentido prodigiosamente amplio. La lira expresa en efecto ese estado casi sobrenatural, esa intensidad de vida en la que el alma canta, en la que está obligada a cantar, como el árbol, el pájaro y el mar. Por un razonamiento que tal vez incurra en el error de recordar los métodos matemáticos, llego, pues, a la conclusión de que ya que la poesía de Banville sugiere inicialmente la idea de las mejores horas y luego presenta una y otra vez a nuestros ojos la palabra lira, y dado que la lira tiene la misión específica de expresar las mejores horas, la ardiente vitalidad espiritual, el hombre hiperbólico, el talento de Banville es, en suma, esencial, decidida y voluntariamente lírico. En efecto, hay una manera lírica de sentir. Los hombres más desaventajados por la naturaleza, aquellos a quienes la fortuna concede menos ocios, experimentan a veces esa especie de impresiones tan ricas que el alma parece como iluminada, tan intensas que parece elevarse. En esos instantes maravillosos, todo el ser interior asciende en el aire por exceso de ligereza y de dilatación, como para alcanzar una región más alta. Existe, pues, también necesariamente una manera lírica de hablar, y un mundo lírico, una atmósfera lírica, paisajes, hombres, mujeres, animales, todos participando del carácter que singulariza a la Lira. Empecemos por observar que la hipérbole y el apóstrofe son formas de lenguaje que no sólo le resultan muy agradables, sino que son de las más necesarias, puesto que esas formas derivan naturalmente de un estado exagerado de la vitalidad. Veamos luego que toda modalidad lírica de nuestra alma nos obliga a considerar las cosas

no bajo su aspecto particular, excepcional, sino en los rasgos principales, generales, universales. La lira rehuye gustosamente todos los pormenores en los que se complace la novela. El alma lírica da zancadas grandes como síntesis; el espíritu del novelista se deleita en el análisis. Esta con sideración sirve para explicarnos la comodidad y la belleza que el poeta encuentra en las mitologías y en las alego rías. La mitología es un diccionario de jeroglifos vivos, jeroglifos que todo el mundo conoce. Aquí, el paisaje está revestido, como las figuras, de una magia hiperbólica; se convierte en decorado. La mujer no es tan sólo un ser de una belleza suprema, comparable a la de Eva o a la de Venus; no sólo para expresar la pureza de sus ojos el poeta empleará comparaciones que proceden de los mejores reflectores y de todas las cristalizaciones más bellas de la naturaleza (observemos de pasada la predilección que siente Banville en este caso por las piedras preciosas), sino que además tendrá que dotar a la mujer de un género de belleza tal que la mente no pueda concebirla si no es existiendo en un mundo superior. Ahora bien, recuerdo que en tres o cuatro pasajes de sus poesías nuestro poeta, queriendo adornar a mujeres de una belleza incomparable e inigualable, dice que tienen cabezas de niña. Este es una especie de rasgo de genio particularmente lírico, es decir, amante de lo sobrehumano. Es evidente que esa expresión contiene implícitamente el siguiente pensamiento: que el más hermoso de los rostros humanos es aquel cuya super ficie jamás se ha visto oscurecida ni arrugada por la vida, la pasión, la cólera, el pecado, la angustia, la inquietud. Todo poeta lírico, en virtud de su naturaleza, opera fatal mente un retorno hacia el Edén perdido. Todo, hombres, paisajes, palacios, en el mundo lírico, pasa a ser, por así decirlo, una apoteosis. Ahora bien, a consecuencias

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de la infalible lógica de la naturaleza, la palabra apoteosis es una de las que se presentan irresistiblemente bajo la plu ma del poeta cuando tiene que describir (y no es poco el placer que siente al hacerlo) una mezcla de gloria y de luz. Y el poeta lírico encuentra la ocasión de hablar de sí mismo, no se pintará encorvado sobre una mesa, llenan do una página en blanco con horribles signitos negros, batiéndose con la frase rebelde o luchando contra la incu ria del corrector de pruebas, como tampoco en un cuarto pobre, triste o en desorden; al igual que, si quiere aparecer como muerto, no se representará pudriéndose en la mortaja, dentro de un ataúd. Eso sería mentir. ¡Horror! Sería contradecir la verdadera realidad, es decir, su pro pia naturaleza. El poeta muerto, por lo que se refiere al servicio, apenas se conforma con las ninfas, las huríes y los ángeles. Sólo puede reposar en el verdor de unos Cam pos Elíseos, o en palacios más bellos y más profundos que las arquitecturas de vapor que construye el sol poniente: Yo, vestido de púrpura, entre fiestas eternas

en que me invitarán, voy a beber el néctar donde habitan poetas, muy cerca de Ronsard. Allí, donde todo es un esplendor divino, ondas, acordes, luz. embriagarán los ojos las formas femeninas, más bellas que los cuerpos. Y los dos disfrutando de espectáculos mágicos que siempre durarán, nos podremos contar nuestras batallas líricas y recuerdos de amor.

Mé gusta eso; descubro en ese amor del lujo que va más allá de la tumba un signo confirmativo de

grandeza. Me conmueven las maravillas y las magnificencias que el poeta decreta en favor de cualquiera que pulse la lira. Me hace dichoso ver plantear así, sin ambages, sin modestia, sin precauciones, la absoluta divinización del poeta, e incluso juzgaría poeta de mal gusto a aquel que, en esta circunstancia, no fuese de mi parecer. Pero confieso que para atreverse a esa Declaración de los derechos del poeta, hay que ser absolutamente lírico, y pocos son los que tienen el derecho de atreverse. Pero, se me dirá, por lírico que sea el poeta, ¿es posible que jamás descienda de las regiones etéreas, que nunca sienta la corriente de la vida ambiental, que nunca vea el espectáculo de la vida, el carácter perpetuamente grotesco de la bestia humana, la nauseabunda necedad de la mujer, etc.? ¡Pues claro que sí! El poeta sabe descender hasta la vida; pero sepamos que si consiente en hacerlo, no será porque sí, y sabrá obtener provecho de su vida. De la fealdad y de la estulticia hará nacer un nuevo género de hechizos. Pero también entonces su bufonería conservará algo de hiperbólico; el exceso destruirá su amargura, y la sátira, por un milagro que se debe a la naturaleza misma del poeta, se descargará de todo su odio en una explosión de alegría, inocente a fuerza de ser car navalesca. Hasta en la poesía ideal, la Musa puede, sin perder sus prerrogativas, codearse con los vivos. En todas partes sabrá recoger un nuevo ornato. Un oropel moderno puede añadir una gracia exquisita, un estímulo nuevo (un exci tante como se decía antaño) a su belleza de diosa. Fedra con tontillo deleitó a las sensibilidades más delicadas de Europa; con mayor motivo, Venus, que es inmortal pue de, cuando se digna visitar París, hacer descender su carroza entre la vegetación del

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Luxemburgo.

¿Desde

cuándo

semejante

anacronismo va a ser una infracción a las re glas

que el poeta se ha impuesto, a lo que podemos lia mar sus convicciones líricas? Porque ¿es posible cometer un anacronismo en la eternidad? Para decir todo lo que creemos la verdad, Théodore de Banville debe considerarse como un original de la es pecie más elevada. En efecto, si echamos un vistazo general a la poesía contemporánea y a sus mejores represen tantes, es fácil advertir que ha alcanzado un estado mixto de una naturaleza muy compleja; el genio plástico, el sen tido filosófico, el entusiasmo lírico, el talento humorístico, en ella se combinan y se mezclan según dosificaciones infinitamente variadas. La poesía moderna tiene a la vez algo de la pintura, de la música, de la estatuaria, del arte arabesco, de la filosofía burlona, del espíritu analítico, y, por feliz y hábilmente organizada que sea, se presenta con los signos visibles de una sutileza que toma prestada a diversas artes. Algunos podrían tal vez ver en ello síntomas de depravación. Pero éste es un asunto que prefiero no elucidar aquí. Sólo Banville, ya lo he dicho, es pura, natural y voluntariamente lírico. Ha vuelto a los medios antiguos de expresión poética, a los cuales sin duda juzga completamente suficientes y perfectamente adaptados a su objeto. Pero lo que digo acerca de la elección de los medios se aplica con no menos exactitud a la elección de los asuntos, al tema considerado en sí mismo. Hasta un punto bastante avanzado de los tiempos modernos, el arte, sobre todo la poesía y la música, no tenía más objeto que el de encantar la imaginación presentándole escenas de beatitud, en contraste con la horrible vida de tensión y de lucha en la que estamos metidos. Beethoven empezó a remover los mundos de melanco lía y de desesperación incurable acumulados como nubes en el cielo interior del

hombre. Maturin en la novela, Byron en la poesía, Poe en la poesía y en la novela ana lítica, uno a pesar de su prolijidad y de su verborrea, tan detestablemente imitadas por Alfred de Musset; otro, a pesar de su irritante concisión, han expresado admirablemente la parte blasfema de la pasión; han proyectado fulgores espléndidos, deslumbrantes, sobre el Lucifer latente que está entronizado en todo corazón humano. Quiero decir con ello que el arte moderno tiene una tendencia esencialmente demoníaca. Y al parecer esa parte infernal del hombre, que el hombre gusta de explicarse a sí mismo, aumenta de día en día, como si el Diablo se compla ciera en engordarla por procedimientos artificiales, al mar gen de los engordadores, cebando pacientemente al género humano en sus corrales para prepararse un alimento más suculento. Pero Théodore de Banville se niega a inclinarse sobre esos pantanos de sangre, sobre esos abismos de lodo. Al igual que el arte antiguo, sólo expresa lo que es bello, alegre, noble, grande, rítmico. Así, en sus obras no es posible oír las disonancias, las discordancias de las músi cas del aquelarre, como tampoco los chillidos de la ironía, que es la venganza del vencido. En sus versos todo suena a fiesta y a inocencia, hasta la voluptuosidad. Su poesía no es sólo una añoranza, una nostalgia, sino que es inclu so un retorno completamente deliberado al estado paradisíaco. Desde este punto de vista, podemos considerarle, pues, como un original de la naturaleza más animosa. En plena atmósfera satánica o romántica, en medio de un concierto de imprecaciones, tiene la audacia de cantar la bondad de los dioses y de ser un perfecto clásico. Quiero que esta palabra se entienda aquí en su sentido más noble, en el sentido verdaderamente histórico.

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VIII. Pierre Dupont [II] Después de 1848 el de Pierre Dupont fue un nombre muy glorioso. Los amantes de la literatura severa y esmerada opinarán tal vez que esta gloria era excesiva; pero hoy en día se han vengado cumplidamente, pues ahora Pierre Dupont sufre un olvido mayor del que merece. En 1843, 44 y 45 una inmensa, inacabable nube, que no venía de Egipto, se abatió sobre París. Esta nube vomitó los neoclásicos, que desde luego bien pudieran com pararse con diversas oleadas de langostas. El público es taba tan cansado de Victor Hugo, de sus infatigables fa cultades, de sus indestructibles bellezas, tan irritado de oírle llamar siempre el justo, que desde hacía algún tiem po había decidido, en su alma colectiva, aceptar por ídolo al primer tarugo que le cayese en la cabeza. Siempre es una buena historia que contar la conspiración de todas las necedades en favor de una mediocridad; pero lo cierto es que hay casos en que, por verídico que se sea, hay que renunciar a que le crean a uno. Ese nuevo entusiasmo de los franceses por la bobería clásica amenazaba con durar mucho tiempo; por fortuna, de vez en cuando se advertían síntomas vigorosos de resistencia. Ya Théodore de Banville había, aunque en va no, dado a conocer Las cariátides: todas las bellezas que contenía la obra eran de un género que el público debía por el momento rechazar, por ser el eco melodioso de la poderosa voz que se quería sofocar. Pierre Dupont nos aportó entonces su pequeña ayuda, y esa ayuda tan modesta produjo un efecto inmenso. Ape ló a todos aquellos de nuestros amigos que ya en aquellos tiempos se habían consagrado al estudio de las letras y que se sentían

afligidos por la renovada herejía, y creo que reconocerán como yo que Pierre Dupont fue una dis tracción excelente. Fue un verdadero dique que sirvió pa ra desviar el torrente, en espera de que se secase y se agotase por sí mismo. Nuestro poeta hasta entonces había permanecido inde ciso, no en sus simpatías, sino en su manera de escribir. Había publicado algunos poemas de un gusto prudente, moderado, que dejaba entrever buenos estudios, pero de un esti'o bastardo y que no tenía metas mucho más altas que el de Casimir Delavigne (87) De pronto tuvo una iluminación. Recordó sus emociones de la niñez, la poesía latente de la niñez, antaño provocada tan a menudo por lo que podemos llamar la poesía anónima, la canción, no la del que se llama a sí mismo un hombre de letras, en corvado sobre una mesa oficial y utilizando sus ocios de burócrata, sino la canción de cualquiera, del labriego, del albañil, del carretero, del marinero. El álbum de Los campesinos estaba escrito en un estilo claro y enérgico, fres co, pintoresco, crudo, y la frase era llevada, como un jinete por su caballo, por melodías de un gusto ingenuo, fáciles de recordar y compuestas por el propio poeta. To dos recordamos aquel éxito. Fue muy grande, fue universal. Los hombres de letras (me refiero a los verdaderos) lo juzgaron digno de leerse. La sociedad no fue insensible a su encanto rústico. Pero la gran ayuda que significó para la Musa fue orientar de nuevo la atención del pueblo hacia la verdadera poesía, que por lo que parece es más incómoda y más difícil de apreciar que la rutina y las antiguas modas. Se había recobrado el bucolismo; como el falso bucolismo de Florian, tenía su encanto, pero po seía sobre todo un acento penetrante, profundo, debido al mismo tema, y que derivaba muy pronto hacia la

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melancolía. Aquí la gracia era algo natural, y no postizo, debido a procedimientos artificiales de los que se valían en el siglo XVIII los pintores y los literatos. Incluso algu ñas crudezas contribuían a hacer más visibles las delicadezas de los rudos personajes de quienes esos poemas contaban la alegría o el dolor. Que un campesino confiese sin empacho que la muerte de su mujer le afligiría menos que la muerte de sus bueyes a mí me escandaliza tan poco como ver a unos saltimbanquis que dedican más cuidados paternales, mimosos y caritativos a sus caballos que a sus hijos. Bajo el horrible idiotismo del oficio está la poesía del oficio; Pierre Dupont supo encontrarla, y la ha expre sado a menudo de un modo muy brillante. En 1846 o 1847 (más bien creo que fue en el 46), Pierre Dupont, en una de nuestras largas paseatas (felices pasea tas de un tiempo en el que aún no escribíamos con la mirada fija en un reloj, delicias de una juventud pródiga, oh mi querido Pierre, ¿te acuerdas?), me habló de un poemilla que acababa de componer y sobre cuyo valor estaba aún indeciso. Me cantó, con aquella voz deliciosa que poseía entonces, el magnífico Canto de los obreros. La verdad es que estaba muy inseguro, no sabía qué pen sar de su propia obra: no creo que me guarde rencor por divulgar ese detalle, por otra parte bastante cómico. El hecho es que para él era una vena nueva; digo para él, porque una mente más avezada que la suya a seguir sus propias evoluciones hubiera podido adivinar que después del álbum de Los campesinos, no tardaría en cantar las penas y las alegrías de todos los pobres. Por retor que tenga que ser, por retor que sea y por orgulloso que esté de serlo, ¿por qué voy a avergonzarme de confesar que me sentí profundamente conmovido?

Mal vestidos, viviendo en cuchitriles, en buhardillas o habitando entre escombros, compartimos la vida de los buhos y del ladrón, amigo de las sombras. Y no obstante es bermeja nuestra sangre y corre impetuosa por las venas; quisiéramos vivir donde haya sol, en encinares, bajo verdes frondas. Ya sé que las obras de Pierre Dupont no son esmeradas ni perfectas; pero tiene el instinto, ya que no el sentimiento razonado, de la belleza perfecta. He aquí un ejemplo: ¿Hay algo más vulgar, más trivial que la mirada que la pobreza dirige a la riqueza, su vecina? Pero aquí el sentimiento se complica con orgullo poético, con una voluptuosidad entrevista y de la que el poeta se siente dig no; es un verdadero rasgo de genio. ¡Qué suspiro tan largo! ¡Qué aspiración! También

nosotros comprendemos la belleza de los palacios y de los parques. ¡También nosotros adivinamos el arte de ser felices!

¿Era este canto uno de esos átomos volátiles que flotan en el aire y cuya aglomeración se convierte en tormén ta, tempestad, acontecimiento? ¿Era uno de esos síntomas precursores como los hombres clarividentes tantos vieron entonces en la atmósfera intelectual de Francia? No lo sé; lo que sí sé que es poco tiempo, muy poco tiempo des pués, este himno resonante se adaptaba admirablemente a una revolución general en la política y en las aplicaciones de la política. Se convertía casi inmediatamente en el gri to que convocaba a las clases desheredadas. El impulso de esta revolución arrastró día a día el ta lento del poeta. Todo lo que sucedió tuvo eco en sus ver sos. Pero he de hacer observar que aunque el instrumento de Pierre Dupont es de una 158

naturaleza más noble que el de Béranger, tampoco es uno de esos clarines guerreros que las naciones quieren oír en el minuto que precede a las grandes batallas. No se parece a

... Las trompetas, los címbalos cuyos sones embriagan al más hosco soldado, y le arrojan, alegre, entre lluvias de balas, infundiendo en su pecho el furor del combate (3). Pierre Dupont es un alma tierna, inclinada a la utopía, y por ello mismo verdaderamente bucólica. En él todo acaba convirtiéndose en amor, y la guerra, tal como la concibe, no es más que un modo de preparar la universal reconciliación:

La espada romperá cualquier espada y del combate nacerá el amor. El amor es más fuerte que la guerra, dice también en el Canto de los obreros. Hay en su talento una cierta fuerza que implica siempre la bondad; y su naturaleza, poco propicia a resignarse a las leyes eternas de la destrucción, sólo quiere aceptar las ideas consoladoras en las que puede encontrar elementos que le sean análogos. El instinto (¡qué instinto más noble el suyo!) domina en él a la facultad de razonar. El manejo de las abstracciones le repugna, y comparte con las mujeres el singular privilegio de que todas sus cualida des poéticas, al igual que sus defectos, los debe al sentimiento. A esta gracia, a esa ternura femenina Pierre Dupont debe sus primeros cantos. Afortunadamente, la actividad revolucionaria, que

3 Pétrus Borel, Prólogo en verso a Madame Putiphar. (N. del A.)

en esa época arrastraba a casi todos los talentos, no había desviado en nada el suyo de su camino natural. Nadie ha expresado en términos más suaves e intensos las modestas alegrías y las grandes penas de los humildes. El volumen de sus canciones representa todo un microcosmos en el que el hombre deja oír más suspiros que gritos de júbilo, y en el que la naturaleza, cuyo inmortal frescor nuestro poeta capta admirablemen te, parece tener la misión de consolar, de aplacar, de mecer al pobre y al abandonado. Todo lo que pertenece a la clase de los sentimientos dulces y tiernos es expresado por él con un acento rejuvenecido, renovado por la sinceridad del sentimiento. Pero al sentimiento de la ternura, de la caridad universal, aña de un tipo de talento contemplativo que hasta entonces había sido ajeno a la canción francesa. La contemplación de la belleza inmortal de las cosas se mezcla sin cesar en sus poemas cortos a la pena causada por la necesidad y la pobreza del hombre. Posee a no dudarlo un cierto turn of pensiveness (88) que le acerca a los mejores poetas didácti eos ingleses. La misma picardía (porque hay picardía, e incluso de una especie refinada, en ese cantor de las rus deidades) posee en sus versos un carácter pensativo y con movido. En muchas de sus composiciones ha mostrado, con acentos más repentinos que doctamente modulados, hasta qué punto era sensible a la gracia eterna que fluye de los labios y de la mirada de la mujer:

Hiló su gracia la naturaleza con el hilo más bello de sus husos.

Y en otro lugar, olvidando revoluciones y guerras sociales, el poeta canta, con un acento delicado y vo luptuoso:

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Antes de que tus bellos ojos cierre ese sueño celoso, beldad mía. descendamos los dos hasta la orilla y soltemos amarras de la barca. Ese aire tan tibio, la luz suave de estrellas que se bañan en las aguas, el rumor de los remos que se quejan, todo respira voluptuosidad. ¡Amada mía! ¡Oh. deseo mío! ¡Aprovechemos la hora feliz! Nuestra barca de amor está repleta de perfumes que son como fulgores; creo ver ramilletes olorosos deshojándose ahora entre tu aliento; tus ojos, que la luna hace más pálidos, parece que se llenan de violetas; tus labios son igual que pebeteros y tu cuerpo perfuma como un lirio. ¿No ves brillar el eje de los mundos, esa estrella polar que es inmutable? A su entorno los astros en el aire giran en torbellinos como arena. ¡Oh, qué calma! Los cielos son tan grandes, desprenden tal murmullo armonioso! Mi mano, que acaricia tu cabello, siente estremecimientos fugitivos. Letras que son aún más numerosas que todo el alfabeto de la China, ¡oh. grandes jeroglíficos dorados, os estoy descifrando, adivinando! La noche, que es más bella que los días, escribe en su lenguaje que no

muere la palabra que nace en nuestros labios, ese nombre infinito del Amor. ¡Amada mía! ¡Oh, deseo mío! ¡Aprovechemos la hora feliz! Por medio de una transformación imaginativa que es muy propia de los enamorados cuando son poetas, o de los poetas cuando están enamorados, la mujer se embellece con todos los encantos del paisaje, y el paisaje se adue ña ocasionalmente de los encantos que la mujer amada derrama sin darse cuenta sobre el cielo, sobre la tierra y sobre las aguas. Este es otro de los rasgos más frecuentes que caracterizan el estilo de Pierre Dupont cuando se arroja confiadamente en los medios que le son favorables y cuando se abandona sin preocuparse por las cosas que no puede llamar verdaderamente suyas, al libre desarrollo de su naturaleza. Hubiese querido extenderme más ampliamente sobre las cualidades de Pierre Dupont, quien, a pesar de una propensión demasiado fuerte por las categorías y las divisiones didácticas —que a menudo en poesía no son más que un indicio de pereza, ya que el desarrollo lírico natural debe contener los suficientes elementos didácticos y des criptivos—, a pesar de numerosos descuidos de lenguaje y de unas negligencias formales verdaderamente inconcebibles, es y quedará como uno de nuestros poetas más va liosos. He oído decir a muchas personas, por otra parte no poco competentes, que el acabado, el esmero, en resu men, la perfección, les contrariaban y les impedían, por así decirlo, tener confianza en el poeta. Esta opinión (pa ra mí singular) es muy adecuada para inclinarnos a la resignación por lo que respecta a las

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incompatibilidades entre el ingenio de los poetas y el temperamento de los lectores. Gocemos, pues, de los poetas, con la única condición de que posean las cualidades más nobles, las cuali dades indispensables, y aceptémosles tal como Dios le ha hecho y nos los da, puesto que se nos afirma que esa cualidad sólo se acrece por medio del sacrificio más o menos completo de otra. Me veo forzado a abreviar. Para terminar en pocas palabras, Pierre Dupont pertenece a esa aristocracia natural de los espíritus que deben infinitamente más a la na turaleza que al arte, y que, como otros dos grandes poetas, Auguste Barbier y la señora Desbordes-Valmore, sólo por la espontaneidad de su alma encuentran la expresión, el canto, el grito, destinados a grabarse eternamente en todas las memorias.

IX. Leconte de Lisle A menudo me he preguntado, sin acertar a responderme, por qué los criollos no aportaban, por lo común, en los trabajos literarios, ninguna originalidad, ninguna fuerza de concepción o de expresión. Diríase que tienen almas femeninas, hechas únicamente para contemplar y para gozar. Su misma fragilidad, lo grácil de sus formas físicas, sus ojos de terciopelo que miran sin examinar, la estrechez singular de sus frentes, enfáticamente altas, todo lo que con frecuencia hay en ellos de atractivo les delata como enemigos del trabajo y del pensamiento. Languidez, gracia, una facultad natural de imitación que comparten por otro lado con los negros, y que da casi siempre a un poeta criollo, sea cual sea su excelencia, un cierto aire

provinciano, eso es lo que hemos podido observar por lo común en los mejores de ellos. El señor Leconte de Lisie es la primera y única excepción que he descubierto. Aun suponiendo que pueda en contrar otras, sin duda alguna seguirá siendo la más sorprendente y la más vigorosa. Si unas descripciones demasiado bien hechas, demasiado embriagadoras para no haberse moldeado en recuerdos de niñez, no revelasen de vez en cuando a la mirada del crítico el origen del poeta, sería imposible averiguar que vio la primera luz en una de esas islas volcánicas y perfumadas, en las que el alma humana, blandamente mecida por todas las voluptuosidades de la atmósfera, olvida todos los días el ejercicio del pensamiento. Incluso su personalidad física es un mentís a la idea habitual que solemos hacernos de un criollo. Una frente enérgica, una cabeza fuerte y ancha, ojos claros y fríos, proporcionan ya desde el principio la imagen de la fuerza. Por debajo de esos rasgos dominantes, los primeros que se advierten, se chancea una boca sonriente animada de una incesante ironía. Finalmente, para completar el mentís tanto en lo espiritual como en lo físico, su conversación, sólida y grave, está siempre, en todo momento, sazonada por esa burla que confirma la fuerza. No sólo es, pues, erudito, no sólo ha meditado, no sólo posee esa mirada poética que sabe extraer el carácter poético de todas las cosas, sino que además tiene talento, cualidad rara en los poetas; talento en el sentido popular y en el sentido más elevado de la palabra. Si esa capad dad de burla y de bufonería no aparece (al menos de una manera muy visible) en sus obras poéticas, es porque quie re ocultarse, porque ha comprendido que era su deber ocultarse. Leconte de Lisie, verdadero poeta, serio y meditativo, siente horror por la confusión de los géneros, y sabe que el arte

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sólo obtiene sus efectos más poderosos por medio de sacrificios proporcionados a la singularidad de su objetivo. Intento definir el lugar que ocupa en nuestro siglo este poeta tranquilo y vigoroso, uno de los que más amamos y de los que tienen más valor. El carácter distintivo de su poesía es un sentimiento de aristocracia intelectual que bastaría por si solo para explicar la impopularidad del autor, si por otra parte no supiéramos que la impopularidad en Francia es inseparable de todo lo que aspira a cualquier género de perfección. Por su gusto innato de la filosofía y por su facultad de descripción pintoresca, se eleva muy por encima de esos melancólicos de salón, de esos fabricantes de álbumes y de keepsakes (89), en los que todo, filosofía y poesía, se acomoda al sentimiento de unas damiselas. Sería como equiparar las insulseces de Ary Scheffer (90) y las anodinas imágenes de nuestros misales con las robustas figuras de Cornelius (9i). El único poeta a quien, sin absurdo, sería posible comparar Leconte de Lisie es Théophile Gautier. Ambos se complacen igualmente en los viajes; ambas imaginaciones son naturalmente cosmopolitas. Ambos gustan de cambiar de atmósfera y de vestir su pensamiento con las variables modas que el tiempo desparrama por la eternidad. Pero Théophile Gautier da al detalle un relieve más intenso y un color más encendido, mientras que Leconte de Lisie se interesa sobre todo por el armazón filosófico. Ambos aman el Oriente y el desierto; ambos admiran el reposo como un principio de belleza. Ambos inundan su poesía de una luz apasionada, más centelleante en Théophile Gautier, más reposada en Leconte de Lisie. Ambos son igualmente indiferentes a todas las fullerías humanas, y saben, sin esfuerzo, no dejarse nunca

engañar. Hay otro hombre, aun que pertenezca a un orden distinto, que puede nombrarse al lado de Leconte de Lisie, Ernest Renán. A pesar de la diversidad que les separa, toda persona clarividente comprenderá esta comparación. Tanto en el poeta como en el filósofo, descubro esa ardiente pero imparcial curiosidad por las religiones, y ese mismo espíritu de amor universal, no por la humanidad considerada en sí misma, sino por las diferentes formas con que el hombre, a través de las edades y de los climas, ha revestido la belleza y la verdad. Ni en el otro, jamás la impiedad absurda. Pintar en hermosos versos, de una naturaleza luminosa y tranquila, las diversas maneras según las cuales el hombre ha adorado hasta hoy a Dios, buscando la belleza, tal es, por lo que puede juzgarse en el más completo de sus libros, la meta que Leconte de Lisie ha asignado a su poesía. Su primera peregrinación fue para Grecia; y al comienzo sus poemas, eco de la belleza clásica, llamaron la aten ción de los entendidos. Más tarde se dedicó a una serie de imitaciones latinas que, por lo que a mí respecta, me interesan más. Pero para ser completamente justos, he de confesar que tal vez mi afición por el asunto es aqui más fuerte que mi juicio, y que mi predilección natural por Roma me impide sentir todo lo que hubiera debido apreciar en la lectura de sus poemas griegos. Poco a poco, su talante viajero le arrastró hacia mun dos de belleza más misteriosa. La atención que ha presta do a las religiones asiáticas es enorme, y allí es donde expresa con majestuoso ímpetu su repugnancia natural por las cosas transitorias, por las trivialidades de la vida, y su amor infinito por lo inmutable, por lo eterno, por la Di vina Nada. Otras veces, con una brusquedad de capricho aparente, emigraba hacia las nieves de Escandinavia, y nos hablaba de las divinidades boreales, arrolladas y

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disipadas como brumas por el radiante Nifio de Judea. Pero sean cuales fueren la majestad de maneras y la solidez de razón que Leconte de Lisie ha desarrollado en esos asun tos tan diversos, lo que prefiero entre sus obras es un cierto filón muy nuevo y que es bien suyo y nada más que suyo. Las composiciones de esa clase son raras, y quizá porque este género era su género más natural, es el que más ha descuidado. Me refiero a los poemas en los que, sin preocuparse por la religión y las sucesivas formas del pensamiento humano, el poeta ha descrito la belleza tal como aparecía ante su ojo original e individual: las formas imponentes, abrumadoras de la naturaleza; la ma jestuosidad del animal en su carrera o en su reposo; la gracia de la mujer en climas favorecidos por el sol, en fin, la divina serenidad del desierto o la temible magnifi cencía del océano. Aquí Leconte de Lisie es un maestro, y un gran maestro. Aquí, la poesía triunfante no tiene más objetivo que ella misma. Los verdaderos entendidos saben que me refiero a composiciones como Los aulladores. Los elefantes. El sueño del cóndor, etc., sobre todo a El Manchy. que es una obra maestra excepcional, una verdadera evocación en la que brillan, con todas sus misteriosas gracias, la belleza y la magia tropicales, con las que ninguna belleza meridional, griega, italiana o españo la, puede parangonarse. Poco tengo ya que añadir. Leconte de Lisie posee el gobierno de su idea; pero ello no seria casi nada si no poseyera también el dominio de su herramienta. Su lengua es siempre noble, decidida, fuerte, sin notas chillonas, sin falsos pudores; su vocabulario, muy extenso; sus emparejamientos de palabras son siempre notables y encajan perfectamente con la naturaleza de su talento. Utiliza el ritmo con amplitud y seguridad, y su instrumento tiene el tono suave, pero amplio y

profundo del alto. Sus rimas, exactas sin exceso de afectación, cumplen la condición de belleza requerida y responden regularmente a ese amor contradictorio y misterioso del espíritu humano por la sorpresa y la simetría. En cuanto a la impopularidad de la que hablaba al comienzo, creo ser eco del pensamiento del propio poeta al afirmar que no le causa ninguna tristeza, y que lo con trario no añadiría nada a su contento. Le basta con ser popular entre aquellos que a su vez son dignos de agradarle. Pertenece, por otra parte, a esa familia de espíritus que sienten por todo lo que no es superior un desdén tan tranquilo que ni siquiera se digna expresarse.

X. Gustave Le Vavasseur (92) Hace ya bastantes años que no he visto a Gustave Le Vavasseur, pero mi pensamiento vuelve siempre con gusto a la época en la que le frecuentaba asiduamente. Recuer do. que más de una vez, al entrar en su casa por la maña na, le sorprendí casi desnudo, sosteniéndose peligrosamen te en equilibrio sobre un andamiaje de sillas. Trataba de repetir los malabarismos que la víspera habíamos visto realizar por personas que tienen esa profesión. El poeta me confesó que sentía envidia de todas las hazañas de fuerza y de habilidad, y que a veces había conocido la dicha de demostrarse a sí mismo que no era incapaz de hacer otro tanto. Pero, después de esta confesión, crea el lector que el poeta no me parecía por ello ridículo o dis minuido; por el contrario, le hubiese elogiado por su fran queza y por su fidelidad a su propia naturaleza; además, me acordaba de que muchos hombres, de condición tan rara y elevada

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como la suya, habían sentido envidias se mejantes respecto al torero, al cómico y a todos los que, haciendo de su persona un glorioso espectáculo público, despertaban el entusiasmo del circo y del teatro. Gustave Le Vavasseur siempre ha amado apasionada mente lo difícil. Para él una dificultad guarda todas las seducciones de una ninfa. El obstáculo le fascina; la agu deza y el juego de palabras le embriagan; no hay música que le sea más grata que la de una rima triple, cuádruple, multiplicada, es genuinamente complicado. Jamás he co nocido a nadie tan pomposa y francamente normando. Por ello, Pierre Corneille, Brébeuf (93), Cyrano le inspiran más respeto y afecto que a cualquier otro menos aficiona do a lo sutil, a lo retorcido, a la agudeza que es remate y estallido como una flor pirotécnica. Hay que imaginar, junto a esa afición ingenuamente extravagante, una rara distinción de corazón y de mente, y una cultura tan sólida como vasta, y quizás alguien pueda formarse así una idea de ese poeta que ha vivido entre nosotros, que vive desde hace tiempo refugiado en su tierra, y que sin duda pone en sus nuevas y graves funciones el mismo celo ardiente y minucioso que ponía antaño para elaborar sus brillantes estrofas, de una sonoridad y de un reflejo tan metálicos. Vire y los virois es una pequeña obra maestra, y la muestra más perfecta de ese talento rebuscado, que recuerda las complicadas astucias de la esgrima, pero que no exclu ye, como algunos podrían creer, ya lo vemos, el ensueño y el vaivén de la melodía. Porque, hay que repetirlo, Le Vavasseur es una inteligencia vastísima, y no olvidemos eso, uno de los conversadores más delicados y más hábiles que hemos conocido, en un tiempo y en un país en que la conversación puede compararse a las artes desaparecidas. Aun siendo

muy chispeante, su conversación no deja de ser sólida, nutritiva, sugestiva, y la agilidad de su mente, de la que puede estar tan orgulloso como de la de su cuerpo, le permite comprenderlo todo, apreciarlo todo, sentirlo todo, incluso lo que a primera vista parece más alejado de su naturaleza.

Los mártires ridículos, de Léon Cladel (94)

Un amigo mío, que es al mismo tiempo mi editor, me rogó que leyera este libro, diciéndome que sería de mi agrado. Acepté con no pocas reservas; ya que me habían dicho que el autor era joven, y la Juventud en los tiempos que corren, me inspira por sus nuevos defectos una desconfianza ya muy bien justificada por aquellos que la han representado en todas las épocas. Ante la Juventud experimento la misma sensación de malestar que cuando tropiezo con un olvidado camarada de colegio, convertido en bolsista, y a quien los veinte o treinta años transcurridos no impiden tutearme o darme unas palmadas en el vientre. En resumen, me siento en mala compañía. No obstante, el amigo en cuestión no se equivocaba; algo le había atraído y debía atraerme también a mí; des de luego, no es la primera vez que me he engañado; pero estoy seguro de que ha

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sido la primera en que me he alegrado tanto de engañarme. Existen en la gentry (95) parisiense cuatro juventudes distintas. Una, rica, necia, ociosa, que no adora más divinidades que el libertinaje y la gula, esa musa del viejo sin honor: ésta no nos interesa en lo más mínimo. Hay otra necia, sin más preocupación que el dinero, tercera divinidad del viejo; ésta, destinada a hacer fortuna, tam poco nos interesa para nada. Sigamos adelante. Hay una tercera especie de jóvenes que aspiran a hacer la felicidad del pueblo y que han estudiado teología y política en el periódico Le Siécle; suelen ser abogadillos que, como tantos otros, conseguirán aderezarse para subir a la tribuna, imitar a Robespierre y declamar, siguiendo su ejemplo, cosas graves, pero con menos pureza que él, sin ningún género de dudas; porque la gramática no tardará en ser algo tan olvidado como la razón, y el paso que llevamos hacia las tinieblas, es de esperar que en el año 1900 este mos ya sumidos en la oscuridad absoluta. En sus últimos tiempos, el reinado de Luis Felipe ya proporcionaba numerosas muestras de tosca juventud epicúrea y de juventud agiotista. La tercera categoría, la ban da de los políticos, nació de la esperanza de ver renovarse los milagros de febrero (96). Por lo que se refiere a la cuarta, aunque yo la haya visto nacer, ignoro cómo nació. Sin duda alguna por sí misma, espontáneamente, como los seres infinitamente pe queños en una garrafa de agua pútrida, la gran garrafa francesa. Es la juventud literaria, la juventud realista, entregándose al salir de la niñez al arte realista (¡para cosas nuevas se requieren palabras nuevas!) Lo que la caracteri za claramente es un odio enérgico, innato, por los museos y las bibliotecas.

Sin embargo, tiene sus clásicos, sobre todo Henri Murger y Alfred de Musset. Ignora con qué amarga zumba hablaba Murger de la Bohemia; y en cuan to al otro, no va a imitarle en sus nobles actitudes, sino en sus crisis de facultad, en sus fanfarronadas de pereza, en la hora en que, con contoneos de viajante de comercio, un cigarro entre los dientes, escapa de una cena en la embajada para ir a una casa de juego o a! salón de con versación. Con una absoluta confianza en el genio y en la inspiración, se arroga el derecho de no someterse a ningu na gimnasia. Ignora que el genio (si es que puede llamarse así el germen indefinible del gran hombre), al igual que el aprendiz de saltimbanqui, ha de arriesgarse a romperse mil veces los huesos en secreto antes de bailar ante el público; en una palabra, que la inspiración no es más que la recompensa del ejercicio cotidiano. Tiene malas costum bres, amores necios, tanta fatuidad como pereza, establece su vida sobre el patrón de ciertas novelas, como las entretenidas se afanaban, veinte años atrás, por parecerse a los grabados de Gavarni (97), quien es posible que nunca pusiera los pies en un baile popular. Así es como el hom bre de talento moldea al pueblo y el visionario crea la realidad. He conocido a algunos desdichados embriagados por Ferragus XXIII (98), y que planeaban en serio formar una coalición secreta para repartirse, como una horda se reparte un imperio conquistado, todas las funciones y las riquezas de la sociedad moderna. Esta deplorable pequeña casta es la que el señor Léon Cladel ha querido pintar; el lector verá con qué rencorosa energía. El título me había intrigado vivamente por su construcción antitética, y poco a poco, a medida que me sumergía en las costumbres del libro, apreciaba más su viva significación. Vi desfilar los mártires de la necedad, de la fatuidad, de la crápula, de la pereza encaramada en la

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esperanza, de los amoríos presuntuosos, de la sensatez egoísta, etc.; todos ridículos, pero verdaderamente mártires; porque sufren por amor de sus vicios, y se sacrifican a ellos con una extraordinaria buena fe. Comprendí entonces por qué me habían anunciado que la obra iba a seducirme; vi que era de esos libros satíricos, uno de esos libros socarrones cuya comicidad se hace comprender mucho mejor por el hecho de ir acompañada del énfasis inseparable de las pasiones. Toda esa mala sociedad, con sus costumbres viles, su modo de vivir aventurero, sus incurables ilusiones, ya fue pintada por un pincel tan agudo como el de Murger; pero el mismo asunto, sometido a concurso, puede proporcio nar varios cuadros igualmente notables por razones diver sas. Murger bromea contando cosas que a menudo son tristes. El señor Cladel, a quien no falta humor, como tampoco la tristeza, cuenta con una solemnidad artística hechos deplorablemente cómicos. Murger pasa rápidamen te y huye ante escenas cuya contemplación persistente ape naría demasiado su blando carácter. El señor Cladel insis te con furor; no quiere omitir ni un detalle, olvidar ni una confidencia; abre la herida para mostrarla mejor, la cierra, pellizca los amoratados bordes, y hace brotar una sangre amarilla y pálida. Maneja el pecado como un curioso, le da una y más vueltas, examina complacidamente las circunstancias, y despliega en el análisis del mal el concienzudo ardor de un casuista. Alpinien, el principal mártir, no descansa; tan pronto acaricia sus vicios como los maldice, y ofrece en su perpetua oscilación el instructivo espectáculo de la enfermedad incurable enmascarada por el arrepentimiento periódico. Es un autoconfesor que se absuelve y se gloria de las penitencias que él mismo se inflige, esperando obtener, con nuevas necedades, el honor y el

derecho de condenarse de nuevo. Confío en que algunos de este siglo sabrán reconocerse en él con placer. La desproporción del tono con el asunto, desproporción que sólo advertirá el sabio desinteresado, es un me dio de comicidad cuya fuerza salta a la vista; a mí hasta me sorprende que no se haya empleado más a menudo por los pintores de costumbres y los escritores satíricos, sobre todo en las materias concernientes al Amor, verdadero almacén de comicidad poco explotada. Por grande que sea un ser, y por insignificante que resulte en relación con el infinito, el pathos y el énfasis son cosas que le están permitidas y que le son necesarias; la Humanidad es como una colonia de esas efímeras de Hypanis (99), de las que se han escrito tan hermosas fábulas, y las mismas hormigas, para sus cuestiones políticas, pueden echar mano de la trompeta de Corneille, proporcionada a su boca. En cuanto a los insectos enamorados, no creo que las figuras de retórica de las que se sirven para gemir sus pasiones sean mezquinas; todas las buhardillas escuchan todas las noches trágicos recitados que la Comedia Francesa no podrá nunca aprovechar. La penetración síquica del señor Cladel es muy grande, es su cualidad mayor; su arte, minucioso y brutal, turbulento y febril, sin duda alguna se restringirá más tarde en una forma más severa y más fría, que expondrá sus cualidades morales a una luz más intensa, más al desnudo. Hay casos en que, debido a esa exuberancia, ya no se puede distinguir la cualidad del defecto, lo cual sería excelente si la amalgama fuese com pleta; pero, por desgracia, al mismo tiempo que su lucí dez se ejerce con voluptuosidad, su sensibilidad, furiosa por haberse reprimido, estalla de un modo súbito e indiscreto. Así, en uno de los mejores pasajes del libro, nos presenta a un buen hombre, un oficial lleno de honor y de claro

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entendimiento, pero de una vejez prematura, y a quien enervantes congojas y la falsa higiene de la embria guez, entregan a las mofas de una pandilla de cafetín. El lector conoce la antigua grandeza moral de Pipabs, y ese mismo lector sufrirá también el martirio de ese antiguo valiente, haciendo zalemas, brincando, arrastrándose, declamando, dándoselas de gracioso, para obtener de aquellos jóvenes verdugos... ¿el qué? La limosna de un último vaso de ajenjo. De pronto, la indignación del autor se manifiesta de una manera estentórea, por boca de uno de los personajes, que hace justicia inmediatamente de aquellas diversiones de aprendices de pintor. El discurso es muy elocuente y arrebatadísimo; por desdicha, la nota personal del autor, su sinceridad exasperada, no se disimula suficientemente. El poeta, bajo su máscara, aún se deja ver. El arte supremo hubiese consistido en permanecer gla cial y hermético, y en dejar al lector todo el mérito de la indignación. El efecto de horror hubiese sido mucho más eficaz. Que la moral oficial se encuentre aquí justificada, es indiscutible; pero el arte sale perdiendo, y con el arte verdadero la verdadera moral: la suficiente nunca pierde nada. Los personajes del señor Cladel no retroceden ante nin guna confesión; se muestran con una instructiva desnudez. Las mujeres, una a quien su calma animal, tal vez su vaciedad, le presta a los ojos del amante hechizado, un falso aire de esfinge; otra, presuntuosa modista, que ha excitado su imaginación con todas las ortigas de George Sand, se prodigan reverencias de otro mundo, y se llaman ¡Señora! como un triunfo. Dos enamorados pasan la velada en las Variétés y asisten a la Vida de Bohemia: de regreso a su cuchitril, riñen según el estilo de la obra que acaban de ver; mejor aún, cada uno de ellos, olvidando su propia personalidad, o, mejor dicho, confundiéndola con

el personaje que más le gusta, se dejará interpelar con el nombre del personaje en cuestión; y ninguno de los dos se dará cuenta del disfraz. Murger (¡pobre sombra!), transformado, pues, en intérprete, en diccionario de len gua bohemia, en Perfecto secretario de los enamorados del año de gracia de 1861. No creo que después de semejante cita pueda discutírseme el vigor siniestramente caricaturesco del señor Cladel. Un ejemplo más: Alpinien, el mártir protagonista de esta cohorte de mártires ridículos (siempre hay que volver al título), un buen día decide, para distraerse de las intolerables penas que le causan sus malas costumbres, su holgazanería y sus vagas ensoñado nes, emprender la más extraña peregrinación que pueda imaginarse en las locas religiones inventadas por los solitarios ociosos e impotentes. Como el amor, es decir, el libertinaje, la crápula erigida en una especie de contra re ligión, no le ha proporcionado las recompensas que espe raba, Alpinien aspira a la gloria, y vaga por los cemente rios implorando a las imágenes de los grandes hombres difuntos; besa sus bustos, les suplica que le confíen su secreto, el gran secreto: «¿Qué es lo que hay que hacer pará convertirse en alguien tan grande como vosotros?» Las estatuas, si fuesen buenas consejeras, podrían respon der: «¡Quédate en casa, medita y ensucia mucho papel!» Pero ese medio tan sencillo no está al alcance de un soñador histérico. La superstición le parece más natural. Lo cierto es que esta invención tan tristemente jocosa hace pensar en el nuevo calendario de los santos de la escuela positivista. ¡La superstición!, decíamos. Desempeña un gran papel en la tragedia solitaria e interior del pobre Alpinien, y no sin un delicioso y doloroso enternecimiento vemos cómo su obsesionada mente —en la que la superstición más pue ril,

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simbolizando oscuramente, como en el cerebro de las naciones, la verdad universal, se amalgama con los senti mientos religiosos más puros— se orienta hacia las salvadoras impresiones de la niñez, hacia la Virgen María, ha cía el canto robustecedor de las campanas, hacia el ere púsculo consolador de la Iglesia, hacia la familia, hacia su madre...; la madre, ese regazo siempre abierto para los frutos secos, los pródigos y los ambiciosos más torpes. Puede suponerse que a partir de ese momento, Alpinien está ya salvado a medias; no le falta más que convertirse en un hombre de acción, un hombre de deber, un día tras otro. Muchos creen que la sátira está hecha con lágrimas, con lágrimas brillantes y cristalizadas. En este caso, ben ditas sean las lágrimas que nos dan ocasión de reír, una risa tan deliciosa y tan insólita, y cuyo estallido demues tra por otra parte la admirable salud del autor. En cuanto a la moraleja del libro, brota de él naturalmente como el calor de ciertas mezclas químicas. Es lícito emborrachar a los ilotas para curar de la embriaguez a los nobles. En cuanto al éxito, cuestión sobre la cual nada puede presagiarse, diré tan sólo que lo deseo, porque es posible que de este modo el autor recibiera un nuevo estímulo, pero que ese éxito, por otra parte tan fácil de confundir con una boga momentánea, no disminuiría en nada todo el bien que el libro me hace conjeturar del alma y del talento que lo han engendrado al unísono.

Una reforma en la Academia(100)

El gran artículo del señor Sainte BeuVe sobre las próximas elecciones de ta Academia non ha

constituido un verdadero acontecimiento. Hubiese sido muy interesante para un profano, un nuevo Diablo cojuelo asistir a la sesión académica del jueves siguiente a la publicación de tan curioso manifiesto. El señor Sainte-Beuve atrae sobre su cabeza todos los rencores de ese partido político, doctrinario, orleanista, hoy religioso por espíritu de oposición, digamos sencillamente hipócrita, que quiere llenar el Instituto de sus criaturas predilectas y transformar el santuario de las musas en un parlamento de descontentos; «los hombres de Estado sin obra», como les llama desdeñosamente otro académico que, aun siendo de noble cuna, es, literariamente hablando, hijo de sus obras. El poder de los intrigantes viene de muy lejos; porque Charles Nodier, hace ya mucho tiempo, dirigiéndose a quien acabamos de aludir, le suplicaba que se presentase y que prestara a sus amigos la autoridad de su nombre para frustrar la conspiración del partido doctrinario, «de esos políticos que vienen vergonzosamente a robar un sillón debido a algún pobre hombre de letras».

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El señor Sainte-Beuve, que en todo su valeroso artícu lo no oculta demasiado el mar humor de un viejo hombre de letras contra los príncipes, los grandes señores y los politicastros, espera sin embargo al final para abrir la es clusa de toda su bilis concentrada: «Verse amenazado de no salir de un mismo matiz y pronto de una misma familia, estar destinado, si se viven veinte años más, a ver verificarse el augurio del señor Dupin: "Dentro de veinte años aún habrá en la Academia un discurso doctrinario"; y ello cuando todo cambia y avanza a nuestro alrededor... No lo aguanto más, y no soy el único; más de uno de mis colegas es como yo; ¡a la

larga es asfixiante! ¡Es sofocante!»

«Por eso he dicho a todo el mundo muchas cosas que hubiera preferido poder desarrollar a puerta cerrada ante unos cuantos. He elevado mi informe al Público.» Y en otro lugar: «Alguien que se divierte contando con los dedos esa clase de cosas, ha observado que si el señor Dufaure hubiese consentido en la dulce violencia que que rían hacerle, hubiera sido el decimoséptimo ministro de Luis Felipe en el Instituto, y el noveno en la Academia Francesa.» Todo el artículo es una obra maestra llena de buen humor, de jocosidad, de penetración, de sentido común y de ironía. Los que tienen el honor de conocer íntimamen te al autor de Joseph Delorme y de Voluptuosidad saben apreciar en él una facultad de la que el público no puede gozar, nos referimos a una conversación cuya elocuencia caprichosa, ardiente, sutil, pero siempre razonable, no tiene igual, ni siquiera entre los conversadores de mayor fama. ¡Pues bien! Toda esa elocuencia familiar está contenida aquí. Nada se echa de menos, ni el juicio irónico de las falsas celebridades, ni el acento profundo, convencido, de un escritor

que quisiera dejar a salvo el honor de la corporación a la que pertenece. Todo está aquí, incluso la utopía. El señor Sainte-Beuve, para eliminar de las elecciones la vaguedad, tan naturalmente querida por los grandes señores, desea que la Academia Francesa, asimilada a las demás academias, se divida en secciones que correspondan a los diversos méritos literarios: lengua, teatro, poesía, historia, elocuencia, novela («ese género tan moderno, tan variado, al que la Academia ha concedido hasta hoy tan poco lugar»), etc. De este modo, dice, será posible discutir, verificar los méritos y hacer comprender al público la legitimidad de una elección. Pero, ¡ay!, en la tan razonable utopía del señor Sainte Beuve hay una vasta laguna, es la famosa sección de la vaguedad, y es muy de temer que este olvido voluntario haga impracticable para siempre la reforma. El poeta periodista nos da de pasada, en su apreciación de los méritos de algunos candidatos, los detalles más divertidos. Nos enteramos, por ejemplo, de que el señor Cuvillier Fleury 11021, crítico «ingenioso con el sudor de su frente, que quiere verlo todo, incluso la literatura, por el tragaluz del orleanismo, y a quien nunca hay que desafiar a que cometa una torpeza, porque las comete aun cuando nadie se lo pida», nunca deja de decir hablando de sus méritos: «La mejor de mis obras está en Inglaterra.» ¡Uf, qué olor de antesala y de pedagogía! Queriendo elogiar al señor Thiers, un día le llamó «un Marco-Saint Hilaire elo cuente». Admirable elogio que produce el efecto contra rio. «Al presentar su candidatura cuenta con los votos de sus colaboradores en el Journal des Débats que son miembros de la Academia, y con varios otros amigos políticos. Los Débats, Inglaterra y Francia, no es poco. Tiene posibilidades.»

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El señor Sainte-Beuve sólo se muestra favorable e in dulgente con los escritores. Así, de pasada hace justicia a Léon Gozlan (103). «Es de los que tienen más que ganar en una discusión y una conversación sobre títulos publicados; no es suficientemente conocido de la Academia.» El autor invita al señor Alexandre Dumas hijo a presentar su can didatura. Se adivina que esta nueva candidatura libraría su conciencia de un gran peso. La misma invitación se dirige al señor Jules Favre, para el sillón de Lacordaire iiwi. Por poca buena fe que se tenga, sea cual fuere el partido al que se pertenece, hay que reconocer que el señor Jules Favre es el gran orador de nuestro tiempo, y que sus discursos son los únicos que pueden leerse con placer. El señor Charles Baudelaire, de quien más de un académico ha tenido que deletrear el nombre bárbaro y desconocido, sufre más que arañazos, unas cosquillas: «El señor Baudelaire ha encontrado la manera de construirse, en la extremidad de una lengua de tierra juzgada como inhabitable, y más allá de los confines del mundo romántico conocido, un quiosco extravagante, muy adornado, muy recargado, pero atractivo y misterioso... Tan singular quiosco, hecho de taracea, de una originalidad delibe rada y muy elaborada, que desde hace algún tiempo atrae la atención, en la extremidad del Kamschatka romántico, es lo que yo llamaría la Folie Baudelaire nos). El autor está satisfecho de haber hecho algo imposible.» Diríase que el señor Sainte Beuve ha querido vengar al señor Baudelaire de las personas que le pintan como un terrible duende de mala fama y desmelenado; porque un poco más lejos le presenta, paternal y familiarmente, como «un buen muchacho, de lenguaje pulcro y muy clásico de formas».

La odisea del infortunado señor de Carné, eterno can didato, quien «vaga ahora como una sombra por los confines de las dos elecciones», es un pasaje de alta y sucu lenta ironía. Pero donde lo bufo estalla en toda su magistral amplitud es a propósito de la candidatura más bufa y abraca dabrante que jamás se inventó en los anales de la Acade mia. «¡Es el sol que aparece, retiraos, estrellas!» IIOÓ). ¿Quién es, pues, ese candidato cuya radiante fama hace palidecer a todos los demás, como el rostro de Cloe, antes incluso de lavarse la cara, borra los esplendores de la aurora? ¡Ah! Es forzoso decirlo, pues de otro modo nadie lo adivinaría nunca: El señor príncipe de Broglie, hijo del señor duque de Broglie, académico. El general Philippe de Segur ha podido sentarse al lado de su padre, el anciano conde de Ségur; pero el general había bebido en las fuentes de Tácito y había escrito la Historia de la Grande Armée, que es un libro soberbio. En cuanto al señor príncipe, es pura y simplemente un porfirogeneta. «También él se ha tomado la molestia de nacer... En su escrupulosa conciencia habrá juzgado que era su deber hacer un elogio público del padre Lacordaire, y a ello se consagra.» Alguien que conoció, hace veintidós o veintitrés años, a ese monigote decadente, nos afirma que ya en la escuela había adquirido tal velocidad de pluma que podía seguir la palabra y presentar a su profesor su lección íntegra, estricta, con todas las repeticiones e incluso los inevitables descuidos. Si el profesor había cometido inadvertidamente algún error, volvía a encontrarlo cuidadosamente reproducido en el manuscrito del principito. ¡Qué obediencia! ¡Y qué habilidad! Desde entonces, ¿qué ha hecho este candidato? Siempre lo mismo. De mayor, repite la lección de

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sus profesores actuales. Es un perfecto loro a quien no podría imitar ni el mismo Vaucanson. El artículo del señor Sainte-Beuve debía inevitablemen te poner sobre aviso a la prensa. En efecto, acaban de publicarse dos nuevos artículos sobre el mismo asunto, uno del señor Nefftzer, otro señor Texier. La conclusión de este último es que todos los escritores de algún mérito deben olvidarse de la Academia y dejarla morir en el olvido. Finís Poloniae uo7i. Pero hombres como los señores Mérimée, Sainte-Beuve y de Vigny, que quisieran dejar a salvo el honor de la corporación a la que pertenecen, no pueden favorecer una resolución tan desesperada.

Los miserables (108), de Victor Hugo

I Hace unos meses escribía yo a propósito del gran poe ta, el más vigoroso y el más popular de Francia, los ren glones siguientes, que iban a tener, en un espacio de tiempo brevísimo, una aplicación más evidente aún que Las contemplaciones y La

leyenda de los siglos:

«Si el espacio lo permitiera, sin duda aquí habría que analizar la atmósfera moral que domina y que circula en estos poemas, y que participa muy sensiblemente del tem peramento propio del autor. A mi juicio manifiesta un carácter muy claro de amor igual por lo que es muy fuerte y por lo que es muy débil, y la atracción que ejercen sobre el poeta esos dos extremos procede de una fuente única, que es la misma fuerza, el vigor original del que está dotado. La fuerza le encanta y le embriaga; va hacia ella como hacia algo familiar: atracción fraterna. Por eso se siente irresistiblemente empujado hacia todo símbolo del infinito, el mar, el

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cielo; hacia todos los representantes antiguos de la fuerza, gigantes homéricos o bíblicos, paladines, caballeros; hacia los animales enormes y temibles. Acaricia jugando lo que inspiraría miedo a unas manos débiles; se mueve en la inmensidad sin sentir vértigo. En contraste, por una tendencia distinta cuyo origen es sin embargo el mismo, el poeta se muestra siempre el conmovido amigo de

todo lo que es débil, solitario, afligido; de todo lo que es huérfano: atracción paterna. El fuerte adivina un hermano en todo lo que es fuerte, pero ve hijos en todo lo que necesita ser protegido o consolado. De la misma fuerza y de la certidumbre que da a quien la posee, deriva el espíritu de justicia y de caridad. Así se producen sin cesar en los poemas de Victor Hugo esos acentos de amor por las mujeres caídas, por las pobres gentes trituradas en los engranajes de nuestras sociedades, por los animales mártires de nuestra glotonería y nuestro despotismo. Pocas personas han advertido el atractivo y el hechizo que la bondad añade a la fuerza, y que se ma nifiesta tan frecuentemente en las obras de nuestro poeta. Una sonrisa y una lágrima en el rostro de un coloso es una originalidad casi divina. Hasta en esos poemillas de dicados al amor sensual, en esas estrofas de una melanco lía tan voluptuosa y tan melodiosa, se oye, como el acom pañamiento de una orquesta, la voz profunda de la caridad. Tras el amante se adivina a un padre y a un protec tor. No se trata aquí de esa moral sermoneadora que, por su aire de pedantería, por su tono didáctico, puede estropear los versos más hermosos, sino de una moral inspira da que se desliza invisible en la materia poética, como los fluidos imponderables en toda la máquina del mundo. La moral no entra en

ese arte a título de meta. Se mezcla, se confunde con él como en la misma vida. El poeta es mo ralista sin proponérselo, por abundancia y plenitud de

naturaleza.»

Aquí sólo hay una línea que haya que cambiar; porque en Los miserables la moral entra directa a titulo de meta, como se advierte por otra parte en la misma confesión del poeta, situada, a manera de prólogo, encabezando el libro: Mientras exista, por el hecho de las leyes y de las costumbres, una condena social que crea artificialmente, en plena civilización, infiernos, complicando con una fatali dad humana el destino, que es divino... mientras haya en la tierra ignorancia y miseria, libros como éste podrán no ser inútiles. «¡Mientras...!» ¡Ay! ¡Ello equivale a decir SIEMPRE! Pero no es éste el lugar para analizar semejantes cuestiones. Queremos sencillamente hacer justicia al extraordinario talento con que el poeta se adueña de la atención pública y la inclina, como la cabeza recalcitrante de un colegial perezoso, hacia los prodigiosos abismos de la miseria social. II El poeta, en su exuberante juventud, puede complacerse sobre todo en cantar las pompas de la vida; porque todo lo que la vida contiene de espléndido y de rico atrae particularmente la mirada de la juventud. La edad madura, por el contrario, se vuelve con inquietud y curiosidad hacia los problemas y los misterios. Hay algo tan absolu tamente extraño en esa mancha negra que forma la pobre za en el sol de la riqueza, o, si se prefiere, en esa mancha espléndida de la riqueza en las inmensas tinieblas de la miseria, que un poeta, 186

un filósofo, un literato tendrían que ser verdaderos monstruos para no sentirse a veces con movidos e intrigados hasta la angustia. Ciertamente, ese literato no existe; no puede existir. Pues todo lo que distingue a uno de otro, la única divergencia, consiste en sa ber si la obra de arte no debe tener más objetivo que el arte, si el arte no debe expresar adoración más que por sí mismo, o si puede imponérsele un objetivo más o menos noble, inferior o superior. Decía que es en su plena madurez cuando los poetas sienten que su cerebro se apasiona por ciertos problemas de una naturaleza siniestra y oscura, extraños abismos que les atraen. No obstante, caeríamos en un grave error situando a Victor Hugo entre los creadores que han espera do tanto para hundir una mirada inquisitiva en todas esas cuestiones que afectan en el grado máximo a la concien cia universal. Desde el principio, digámoslo, desde los inicios de su fulgurante vida literaria, encontramos en él esa preocupación por los débiles, los proscritos y los maldi tos. La idea de justicia se advierte muy pronto en sus obras manifestada por su insistencia en la rehabilitación.

¡Oh, no insultéis nunca a una mujer caída!. Un baile en el ayuntamiento. Marión de Lorme. Ruy Blas. El Rey se divierte son poemas que prueban suficientemente esta ten dencia ya antigua, nos atreveríamos casi a decir esta obsesión.

III ¿Es acaso necesario hacer el análisis material de Los miserables, o, mejor, de la primera parte de Los misera bles? La obra está actualmente en todas las manos, y no hay quien ignore su fábula y su contextura. Más importante me parece observar el

método de que se ha servido el autor para arrojar luz sobre las verdades a las que quie re servir. Este libro es un libro de caridad, es decir, un libro escrito para excitar, para provocar el espíritu de caridad; es un libro interrogativo, planteando casos de complejidad social de una naturaleza terrible y desgarradora, diciendo a la conciencia del lector: «Pues bien. ¿Qué piensas de todo eso? ¿Qué conclusión sacas?» En cuanto a la forma literaria del libro, más poema que novela, tenemos de él un síntoma precursor en el prólogo de María Tudor. lo cual nos proporciona una nueva prueba de la fijeza de las ideas morales y literarias de Victor Hugo: «...El escollo de lo verdadero es lo pequeño; el esco lio de lo grande es lo falso... ¡Admirable omnipotencia del poeta! Hace cosas más altas que nosotros, que viven como nosotros. Hamlet, por ejemplo, es tan verdadero como cualquiera de nosotros, y más grande. Hamlet es colosal, y sin embargo real. Porque Hamlet no sois voso tros, no soy yo, somos todos nosotros. Hamlet no es un hombre, es el Hombre. «Extraer perpetuamente lo grande de entre lo verdadero, lo verdadero de entre lo grande, tal es, pues, según el autor de este drama, la meta del poeta en el teatro. Y estas dos palabras, grande y verdadero, lo contienen to do. La verdad contiene la moral, lo grande contiene la belleza.» Es evidente que el autor ha querido en Los miserables crear abstracciones vivas, figuras ideales cada una de las cuales, representando uno de los tipos principales necesa rios para el desarrollo de su tesis, se elevara hasta una altura épica. Es una novela construida al modo de un poema, y en la que cada personaje sólo es excepción por la manera hiperbólica con la que representa una generalidad. El modo como Victor Hugo ha concebido y construido esta novela, arrojando en

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una indefinible fusión, para obtener un nuevo metal corintio, los ricos elementos consagrados generalmente a obras especiales (el sentido lírico, el sentido épico, el sentido filosófico), confirma una vez más la fatalidad que le empujó, siendo más joven, a transformar la antigua oda y la antigua tragedia, hasta el pun to, es decir hasta los poemas y los dramas que conocemos. Pues Monseñor Bienvenu es la caridad hiperbólica, es la fe perpetua en el sacrificio de sí mismo, es la confianza absoluta en la Caridad considerada como el medio más perfecto de enseñanza. Hay en la pintura de este persona je toques y pinceladas de una delicadeza admirable. Vemos que el autor se ha recreado en perfeccionar ése mo délo angélico. Monseñor Bienvenu lo da todo, no posee nada y no conoce otro placer que el de sacrificarse a sí mismo, siempre, sin reposo, sin pesar, a los pobres, a los débiles e incluso a los culpables. Inclinándose humildemente ante el dogma, pero sin empeñarse en comprender lo, se consagra especialmente a la práctica del Evangelio. «Más galicano que ultramontano», por otra parte hombre de fino trato social, y dotado como Sócrates del poder de la ironía y de la palabra ingeniosa. He oído contar que, en uno de los reinados precedentes, cierto párroco de Saint Roch, pródigo de sus bienes para con los pobres, al ser sorprendido cierta mañana sin medios para atender nuevas peticiones, se apresuró a mandar a la almoneda todo su mobiliario, sus cuadros y sus objetos de plata. Ese rasgo concuerda plenamente con el carácter de Mon señor Bienvenu. Pero se añade, para continuar la historia del párroco de Saint Roch, que la noticia de tal hecho, muy sencillo y natural según el corazón del hombre de Dios, pero demasiado hermosa según la moral del mun do, fue de boca en boca, llegó hasta el rey y que finalmente ese cura comprometedor fue llamado al

arzobispa do para ser objeto de una suave reprimenda. Porque ese género de heroísmo podía considerarse como una crítica indirecta de todos los párrocos demasiado débiles para ponerse a su altura. Valjean es el bruto ingenuo, inocente; es el proletario ignorante, culpable de un delito que nosotros absolveríamos sin la menor duda (el robo de un pan), pero que al castigarse legalmente le arroja a la escuela del Mal, es decir, al Presidio. Allí su mente se forma y se afina en las morosas meditaciones de la esclavitud. De allí sale finalmente sutil, temible y peligroso. Paga la hospitalidad del obispo con un nuevo robo; pero éste le salva con una hermosa mentira, convencido de que el Perdón y la Cari dad son las únicas luces que pueden disipar todas las tinieblas. En efecto, se produce la iluminación de esta con ciencia, pero no lo suficientemente aprisa como para que el animal rutinario que habita aún en el hombre no le arrastre a una nueva recaída. Valjean (ahora el señor Madeleine) se ha convertido en honrado, rico y poderoso. Ha enriquecido, casi civilizado, un municipio, pobre an tes de su llegada, del que es alcalde. Se ha envuelto en un admirable manto de respetabilidad; se ha cubierto y acorazado con buenas obras. Pero llega un día aciago en el que descubre que un falso Valjean, un sosias inepto, abyecto, va a ser condenado en su lugar. ¿Qué hacer? ¿Está completamente seguro de que la ley interior, la Conciencia, le ordena demoler él mismo, denunciándose, todo el difícil y glorioso andamiaje de su vida nueva? «La luz que todo hombre al nacer trae a este mundo», ¿basta para iluminar tan complejas tinieblas? El señor Madeleine sale vencedor, pero no sin librar espantosas luchas, de ese mar de angustia, y vuelve a ser Valjean por amor a la Verdad y a la Justicia. El capítulo en que

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se retrata minu ciosa, lenta, analíticamente, con sus dudas, sus restricciones, sus paradojas, sus falsos consuelos, sus desesperadas trampas, esa pugna del hombre consigo mismo (Tormenta dentro de un cráneo), contiene páginas que pueden enorgullecer para siempre, no sólo a la literatura francesa, sino incluso a la literatura de la Humanidad pensante. ¡Es glorioso para el Hombre Racional que estas páginas se hayan escrito! Habría que buscar mucho y durante mucho tiempo, durante muchísimo tiempo, para encontrar en otro libro páginas iguales a éstas, en las que se expone de una manera tan trágica toda la espantosa Casuística inscrita desde el Comienzo en el corazón del Hombre Universal. Hay en esa galería de dramas funestos una figura horri ble, repugnante, la del gendarme, el cómitre, la justicia estricta, inexorable, la justicia que no sabe comentar, la ley no interpretada, la inteligencia salvaje (¿puede llamar se a eso una inteligencia?) que nunca ha comprendido las circunstancias atenuantes, en una palabra, la Letra sin el Espíritu: el abominable Javert. He oído a algunas perso ñas, por otra parte juiciosas, que a propósito de ese Javert decían: «Al fin y al cabo, es un hombre honrado; hay en él cierta grandeza.» Es la ocasión de citar a De Maistre: «¡No sé lo que es un hombre honrado!» En cuan to a mí, lo confieso, aceptando el riesgo de que se me crea culpable («los que tiemblan se sienten culpables», de cía aquel loco de Robespierre), Javert me parece un monstruo incorregible, famélico de justicia como el animal feroz lo está de carne sangrante, en una palabra, el Enemigo absoluto. Ahora quisiera sugerir aquí una pequeña critica. Por enormes, por enérgicas de trazo y de actitud que sean las figuras ideales de un poema, tenemos que suponer que, como las figuras reales de la vida,

han tenido un comien zo. Ya sé que el hombre puede aportar algo más que fer vor en todas las profesiones. Se convierte en perro de caza y perro de combate en todas las funciones. Esta es, ciertamente, una belleza, que tiene su origen en la pasión. Es posible, pues, ser agente de policía con entusiasmo; pero, ¿se entra en la policía por entusiasmo? ¿O es, por el contrario, una de esas profesiones en las que sólo es posible ingresar empujado por ciertas circunstancias y por razones completamente ajenas al fanatismo? Imagino que no es necesario contar y explicar todas las bellezas tiernas, estremecedoras, que Victor Hugo ha vertido en el personaje de Fantine, la griseta caída, la mujer moderna situada entre la fatalidad del trabajo im productivo y la fatalidad de la prostitución legal. Hace ya mucho tiempo que sabemos que es hábil expresando el grito de la pasión en el abismo, los gemidos y los furiosos llantos de la leona madre privada de sus cachorros. Aquí, como una derivación que no puede ser más natural, tenemos que reconocer una vez más con qué seguridad y con qué ligereza de mano ese pintor robusto, ese creador de colosos, colorea las mejillas de la infancia, enciende sus ojos y describe su gesto petulante y Cándido. Diríase un Miguel Angel complaciéndose en rivalizar con Lawrence o Velázquez. IV

Los miserables es, pues, un libro de caridad, una ensordecedora llamada al orden de una sociedad demasiado enamorada de sí misma y demasiado despreocupada de la inmortal ley de fraternidad; un alegato en favor de los miserables (los que sufren miseria, aquellos a quienes la miseria deshonra), en 192

los labios más elocuentes de nuestro tiempo. A pesar de todo lo que puede haber de engaño voluntario o de inconsciente parcialidad en la manera en que, a los ojos de la estricta filosofía, se plantean los términos del problema, pensamos, exactamente igual que el autor, que libros de esta

naturaleza nunca son inútiles.

Victor Hugo está a favor del Hombre, y sin embargo no está contra Dios. Tiene confianza en Dios, y sin em bargo no está contra el Hombre. Rechaza el delirio del Ateísmo en rebeldía, y sin embargo no aprueba las glotonerías sanguinarias de los Molocs y de los Teutates. Cree que el Hombre nació siendo bueno, y sin embargo, aun enfrentado a sus desastres permanentes, no acusa de ferocidad y de malicia a Dios. Creo que para aquellos que ven en la doctrina ortodoxa, en la pura teoría católica, una explicación, si no completa, al menos la más amplia posible de todos los misterios inquietantes de la vida, el nuevo libro de Victor Hugo ha de ser Bienvenido (como el obispo cuya victoriosa caridad cuenta); un libro al que hay que aplaudir, un libro al que hay que dar las gracias. ¿Acaso no es útil que de vez en cuando el poeta, el filósofo, cojan un poco por los cabellos a la Felicidad egoísta y le digan, hundiéndole el hocico en la sangre y en la basura: «Ve tu obra y bebe tu obra»? Pero, ¡ay!, incluso después de tantos progresos prometidos desde hace tanto tiempo, ¡siempre quedarán tantas huellas del Pecacjo Original para que podamos comprobar su inmemorial realidad!

Aniversario del nacimiento de Shakespeare (109)*

Al señor redactor jefe del Fígaro Muy señor mió: Más de una vez, leyendo el Fígaro, me he sentido es candalizado por el descaro vulgar que constituye por desgracia una parte del talento de sus colaboradores. Para hablar francamente, ese tipo de literatura criticona que asociamos al «petit journal», a mí no me divierte lo más mínimo, y casi siempre hiere mis instintos de justicia y de pudor. No obstante, cada vez que una necedad monumen tal, una hipocresía monstruosa, una de esas que nuestro siglo produce con inagotable abundancia, se yergue ante mí, inmediatamente comprendo la utilidad del «petit jour nal». Por lo tanto, como ya ve usted, me quito la razón muy gustoso. Por ese motivo me ha parecido conveniente denunciarle una de esas barbaridades, una de esas bufonerías, antes de que haga definitivamente explosión. El 23 de abril es la fecha en que, hasta la misma Finlandia debe, según dicen, celebrar el tercer centenario del nacimiento de Shakespeare. Ignoro

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si Finlandia tiene al gún interés misterioso en honrar a un poeta que no nació en su suelo, si desea ofrecer, a propósito del poeta y co mediante inglés, algún brindis malicioso. En último térmi no comprendo que los literatos de toda Europa quieran participar en un impulso común de admiración por un poeta cuya grandeza (como la de varios otros grandes poe tas) hace cosmopolita; sin embargo, podríamos comentar de pasada que, si es razonable honrar a los poetas de todos los países, aún sería más justo que cada cual empe zara por honrar a los propicios. Cada religión tiene sus santos, y compruebo con pena que hasta hoy aquí nadie se ha preocupado demasiado por celebrar el aniversario del nacimiento de Chateaubriand o de Balzac. Se me ob jetará que su gloria es aún demasiado joven. Pero, ¿y la de Rabelais? Ya tenemos, pues, un hecho aceptado. Suponemos que, movidos por una gratitud espontánea, todos los literatos de Europa quieren honrar la memoria de Shakespeare con absoluta sinceridad. Pero, ¿es que los literatos parisienses se ven impulsa dos por un sentimiento tan desinteresado? ¿No será que obedecen, aun sin saberlo, a una diminuta camarilla que persigue una meta personal y particular, muy distinta de la gloria de Shakespeare? A ese respecto, he sido el confidente de ciertas bromas y de algunas quejas que quisiera hacer llegar hasta usted. En algún lugar, da lo mismo donde, se celebró una reunión. El señor Guizot debía formar parte de la junta. Sin duda se quería honrar en él al firmante de una medio ere traducción de Shakespeare. El nombre del señor Ville main también figuraba allí. Tiempo atrás habló, con ma yor o menor acierto, del teatro inglés. Es un pretexto suficiente, aunque

esta mandrágora sin alma, a decir verdad, esté destinada a hacer un papel un tanto ridículo ante la estatua del poeta más apasionado del mundo. Ignoro si el nombre de Philaréte Chasles, que tanto ha contribuido a popularizar entre nosotros la literatura in glesa, se incorporará a la junta; lo dudo mucho, y no me faltan buenas razones para dudarlo. Aquí, en Versalles, a pocos pasos de donde vivo moi, habita un viejo poeta que figuró, no sin honor, en el movimiento literario romántico; me refiero al señor Emile Deschamps, traductor de Romeo y Julieta. Pues bien, señor mío, ¿me creerá usted que este nombre no ha sido aceptado sin algunas objeciones? Si le rogase que adivinara por qué, nunca llegaría a adivinarlo. El señor Emile Deschamps fue durante largo tiempo uno de los principales funcionarios del Ministerio de Finanzas. Es cierto que, hace también largo tiempo, presentó su dimisión. Pero, en materia de justicia los señores factótums de la literatura democrática no hilan tan delgado, y esa caterva de jovencitos está tan ocupada en sus asuntos que a veces descubre con asombro que tal o cual venerable anciano al que debe mucho aún no ha muerto. A usted no le sorprenderá enterarse de que el señor Théophile Gautier ha estado a punto de ser excluido por soplón. (Soplón es un término que significa autor que escribe artículos sobre teatro y pintura en el periódico oficial del Estado.) A mí no me ha sorprendido en lo más mínimo, y sin duda a usted tampoco, que el nombre del señor Philoxéne Boyer haya suscitado muchas recriminaciones. El señor Boyer es un hombre de talento, de mu cho talento, en el mejor sentido de la palabra. Es una imaginación ágil y poderosa, un escritor muy erudito que, hace tiempo, comentó las obras de Shakespeare en brillantes improvisaciones. Todo eso es verdadero, in discutible; pero, ¡ay!, el

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desventurado ha dado algún que otro indicio de un lirismo monárquico un poco intenso. En lo cual sin duda era sincero; pero ¡qué importa! Esas odas desafortunadas, a los ojos de tales señores anulan todo su mérito como comentarista de Shakespeare. En cuanto a Auguste Barbier, traductor de Julio César, y a Berlioz, autor de un Romeo y Julieta, no sé nada. El señor Charles Baudelaire, cuya afición por la literatura anglosajona es bien conocida, había sido olvidado. Eugé ne Delacroix ha tenido no poca suerte de haber muerto. Sin duda alguna, le hubieran cerrado las puertas del festín en las narices, a él, traductor a su modo de Hamlet iiii), pero también miembro corrupto del Consejo municipal; a él, genio aristocrático que extremaba la ruindad hasta ser cortés, incluso con sus enemigos. En cambio, veremos al demócrata Biéville, hacer un brindis, con restricciones, por la inmortalidad del autor de Macbeth, y al delicioso Logouvé, y a Saint-Marc Girardin 11121, ese horrible cortesano de la juventud mediocre, y al otro Girardin (ii3), inventor de la brújula de los caracoles y de la suscrip ción a un sueldo por cabeza para abolir la guerra. Pero el colmo de lo grotesco, el nec plus ultra de la ridiculez, el síntoma irrefutable de la hipocresía de la manifestación, es el nombramiento del señor Jules Favre co mo miembro de la junta. ¡Jules Favre y Shakespeare! ¿Ad vierte usted todo el alcance de semejante barbaridad? Sin duda el señor Jules Favre es un hombre lo suficientemente culto como para apreciar las bellezas de Shakespeare, y por esta razón es admisible; pero si tiene una onza de sentido común y si está decidido a no comprometer al antiguo poeta, tendría que rechazar el honor absurdo que se le confiere. ¡Jules Favre en una junta shakespeariana' ¡Es algo más grotesco que un Dufaure en la Academia!

Pero la verdad es que los señores organizadores de la fiestecilla tienen otras cosas que hacer además de glorifi car la poesía Dos poetas que asistieron a la primera reu nión de la que le hablaba hacían observar tan pronto que se olvidaba a éste o a aquél, tan pronto que habría que hacer esto o lo otro; y sus observaciones se orientaban únicamente en un sentido literario; pero cada vez uno de aquellos pequeños humanitarios les respondía: «No com prenden ustedes de qué se trata.» Ninguna ridiculez va a echarse de menos en esta solem nidad. Como es lógico, habrá que honrar a Shakespeare en el teatro. Cuando se trata de una representación en honor de Racine, se pone en escena, después de la oda de circunstancia. Los litigantes y Británico; si es Corneille a quien se honra, será El mentiroso y El Cid; si es Moliére, Pourceaugnac y El misántropo. Ahora bien, el director de un gran teatro, hombre de cordura y de moderación, cortesano imparcial de unos y de otros, decía recientemente al poeta encargado de componer algo en honor del trágico inglés: «Haga lo posible por colar el elogio de los clá sicos franceses, y luego, para honrar mejor a Shakespea re, representaremos Nunca se debe jurar nada.» Un pe queño proverbio de Alfred de Musset. Hablemos un poco del verdadero objetivo de ese gran jubileo. Como usted ya sabe, en 1848 se estableció una alianza adúltera entre la escuela literaria de 1830 y la de mocracia, una alianza monstruosa y extravagante. Olym pió (ii4i renegó de la famosa doctrina del arte por el arte. y desde entonces, él, su familia y sus discípulos no han dejado de predicar al pueblo, de hablar para el pueblo y de mostrarse en toda ocasión los amigos y los patronos asiduos del pueblo. «¡Tierno y profundo amor del pue blo!». Desde entonces, todo lo que le gusta en literatura ha tomado el

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color revolucionario y filantrópico. Shakes peare es socialista. El no lo sospechó jamás, pero importa poco. Una especie de crítica paradójica ha tratado ya de disfrazar al monárquico Balzac, el hombre del altar y del trono, en hombre de subversión y de demolición. Estamos familiarizados con ese tipo de supercherías. Ahora bien, ya sabe usted que vivimos un tiempo de sucesiones testa mentarías, que existe una clase de hombres cuyo gaznate está obstruido con brindis, discursos y gritos no utiliza dos, que, como es muy natural, buscan afanosamente don de colocar. He conocido personas que vigilaban con la máxima atención las listas de difuntos, sobre todo entre las celebridades, y que se precipitaban a los domicilios de las familias y a los cementerios para hacer el elogio de personas a las que nunca habían conocido. Puedo decirle que el señor Victor Cousin es el príncipe del género. Cualquier banquete, cualquier fiesta es una buena oca sión para satisfacer la verborrea francesa; los oradores nunca faltan; y la camarilla caudataria de ese poeta msi (en quien Dios, movido por un propósito de mixtificación impenetrable, ha amalgamado la necesidad con el genio) ha juzgado que era el momento oportuno para utilizar esa indomable manía en provecho de los objetivos siguien tes, a los cuales el nacimiento de Shakespeare sólo servirá de pretexto: 1. ° Preparar e impulsar el éxito del libro de Victor Hugo sobre Shakespeare, libro que, como todos los suyos, está lleno de bellezas y de necesidades, y que es posible que vuelva a dejar desolados a sus admiradores más sinceros. 2. ° Brindar.por Dinamarca. La cuestión es candente, y es lo menos que puede hacerse por Hamlet, que es el más conocido de ios príncipes de Dinamarca. Por otra parte, hay que reconocer que

será algo un poco más adecuado que el brindis por Polonia que se hizo, según he oído decir, en un banquete ofrecido al señor Daumier. Luego, según lo que se les ocurra y el crescendo propio de la necedad de las muchedumbres reunidas en un solo lugar, brindarán por Jean Valjean, por la abolición de la pena de muerte, por la abolición de la miseria, por la Fraternidad universal, por la difusión de las luces, por el verdadero Jesucristo, legislador de los cristianos, como se decía antaño, por el señor Renán, por el señor Havin, etc., en fin, por todas las estupideces propias de este siglo XIX, en el que tenemos la fatigosa dicha de vivir, y en el que, por lo que parece, se priva a todo el mundo del derecho natural de elegir sus hermanos. Olvidaba decirle que las mujeres estaban excluidas de la fiesta. Bellos hombros, bellos brazos, bellos rostros y brillantes atavíos hubieran podido perjudicar la austeridad democrática de semejante solemnidad. Sin embargo, creo que podría invitarse a algunas cómicas, aunque sólo fuese para darles la idea de representar un poco a Shakespeare y de rivalizar con los Smithson y los Faucit. Puede reproducir mi firma si lo prefiere; suprímala si juzga que carece de suficiente valor. Le ruego que acepte el testimonio de mi mayor consideración.

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Edgar Poe, su vida y sus obras ((116)

...Algún maestro desventurado a quien la inexorable Fatalidad ha perseguido encarnizadamente, cada vez más encarnizadamente, hasta que sus cantos se reducen a un único estribillo, hasta que los cantos fúnebres de su Esperanza adoptan este melancólico estribillo: ¡Nunca! ¡Nunca más! EDGAR POE,

El cuervo

En su trono de bronce el Destino burlón ha empapado su esponja en la hiél más amarga, y la Necesidad atenaza sus vidas. THÉOPHILE GAUTIER.

Tinieblas

I En estos últimos tiempos un desdichado fue llevado ante nuestros tribunales, y en su frente se leía un raro y singular tatuaje: ¡No hubo suerte! Llevaba así encima de sus Ojos la etiqueta de su vida, como un libro exhibe su título, y el interrogatorio demostró que aquel extravagante

rótulo era cruelmente verídico. En la historia literaria existen destinos análogos, verdaderas condenas... hombres que llevan la mala suerte escrita en caracteres misteriosos en los sinuosos pliegues de su frente. El Ángel ciego de la expiación se ha adueñado de ellos y les azota implacablemente para edificación de los demás. En vano su vida muestra talentos, virtudes, gracias; la Sociedad guarda para ellos un anatema especial, y acusa en ellos las deformaciones que su persecución les han producido. ¿Qué fue lo que no hizo Hoffmann para desarmar al Destino y qué fue lo que no empren dió Balzac para conjurar a la fortuna? ¿Existe, pues, una Providencia diabólica que prepara la desgracia desde la cuna, que arroja con premeditación a natura lezas espirituales y angélicas a ambientes hostiles, como si fueran mártires en mitad del circo? ¿Existen, pues, almas sagradas, dedicadas al altar, condenadas a dirigirse a la muerte y a la gloria a través de sus propias ruinas? La pesadilla de las Tinieblas, ¿acechará eternamente a esas almas privilegiadas? Será inú til que se debatan, será inútil que se adapten al mundo, a sus previsiones, a sus astucias; perfeccionarán la pruden cia, cegarán todas las salidas, acolcharán las ventanas contra los proyectiles del azar; pero el Diablo entrará por una cerradura; una perfección será el defecto de su cora za, y una cualidad superlativa el germen de su perdición.

Desde lo alto del cielo ha de abatirle el águila arrojando en su frente ta tortuga, pues ellos tienen que perecer inevitablemente. Su destino está escrito en toda su complexión, brilla con fulgor siniestro en sus miradas y en sus

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ademanes, circula por sus arterias con cada uno de sus glóbulos sanguíneos. Un célebre escritor de nuestro tiempo ha escrito un libro para demostrar que el poeta no podía encontrar un buen lugar ni en una sociedad democrática ni en una aris tocrática, ni en una repúbica ni en una monarquía abso luta o temperada. ¿Y quién ha sabido responderle peren toriamente? Hoy yo aporto una nueva leyenda en apoyo de su tesis, añado un santo nuevo al martirilogio: he es crito la historia de uno de esos ilustres desventurados, de masiado rico en poesía y en pasión, que después de tantos otros viene a hacer en este bajo mundo el triste aprendí zaje del genio entre las almas inferiores. ¡Lamentable tragedia la vida de Edgar Poe' Su muer te, ¡desenlace horrible a cuyo horror se agrega la triviali dad' De todos los documentos que he leído me he queda do con la convicción de que los Estados Unidos no fueron para Poe más que una vasta prisión que él recorría con la agitación de un ser nacido para respirar en un mun do más amoral, una gran barbarie iluminada por el gas, y que su vida interior, espiritual, de poeta o incluso de borracho, no era más que un perpetuo esfuerzo para escapar a la influencia de esta atmósfera antipática. Impla cable dictadura la de la opinión en las sociedades demo cráticas; no imploréis de ella ni caridad ni indulgencia ni elasticidad ninguna en la aplicación de sus leyes a los múl tiples y complejos casos de la vida moral. Diríase que del amor impío de la libertad nació una tiranía nueva, la tiranía de las bestias o zoocracia, que por su feroz insensi bilidad recuerda al ídolo de Jaggernaut. Un biógrafo nos dirá gravemente —porque el buen hombre es bien inten cionado—, que Poe, si hubiese querido regularizar su ge nio y

aplicar sus facultades creadoras de un modo más apropiado al suelo americano, hubiese podido convertirse en un autor de dinero, a money making author; otro —éste es un cínico ingenuo—, que por muy grande que fuera el genio de Poe, para él hubiera sido mejor tener sólo talento, porque el talento se impone siempre con mayor facilidad que el genio. Otro, que ha dirigido periódicos y revistas, un amigo del poeta, confiesa que era difícil em plearle, y que estaban obligados a pagarle menos que a los demás, porque escribía en un estilo demasiado por encima del vulgo. ¡Cómo apesta a tendero!, como decía Joseph de Maistre. Hay quien se ha atrevido a más, y uniendo la obtusa tosquedad de su cerebro a la ferocidad de la hipocresía burguesa, le han insultado a placer; y después de su súbita desaparición, han reprendido ásperamente a ese cadáver, sobre todo el señor Rufus Griswold, quien, para citar aquí la expresión vengativa del señor George Graham, cometió entonces una inmortal infamia. Poe, teniendo tal vez el siniestro presentimiento de una muerte súbita, ha bía nombrado a los señores Griswold y Willis para orde nar sus obras, escribir su vida y rehabilitar su memoria. Ese pedagogo-vampiro difamó largamente a su amigo en un enorme articulo, vulgar y venenoso, que precisamente encabezaba la edición póstuma de sus obras. ¿No existe, pues, en Norteamérica ninguna ley que prohiba a los perros la entrada en los cementerios? En cuanto al señor Willis, ha demostrado, por el contrario, que la benignidad y la decencia iban unidas al verdadero talento, y que la caridad para con nuestros colegas, que es un deber moral, era también una de las exigencias del buen gusto. Hablad de Poe con un noteamericano, tal vez reconoz ca que tenía genio, tal vez incluso se

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muestre orgulloso de él; pero en un tono sardónico superior que delata al hom bre práctico, nos hablará de la vida desordenada del poeta, de su aliento alcoholizado que habrá ardido a la llama de una bujía, de sus costumbres de vagabundo; nos dirá que era un ser errático y heteróclito, un planeta desorbitado, que daba tumbos de Baltimore a Nueva York, de Nueva York a Filadelfia, de Filadelfia a Boston, de Boston a Baltimore, de Baltimore a Richmond. Y si, con el corazón conmovido por estos preludios de una historia lastimosa, uno da a entender que el individuo quizá no sea el único culpable, y que debe de ser difícil pensar y escribir cómodamente en un país donde hay millones de soberanos, un país sin capital propiamente dicha, y sin aristocracia... entonces les veremos abrir mucho los ojos, que despiden chispas, con la baba del patriotismo a punto de salir de sus labios, y América, por su boca, lanzará injurias a Europa, su vieja madre, y a la filosofía de los tiempos antiguos. Repito que yo he llegado al convencimiento de que Edgar Poe y su patria no estaban a la misma altura. Los Estados Unidos son un país gigantesco e infantil, naturalmente celoso del viejo continente. Satisfecho de su crecimiento material, anormal y casi monstruoso, este recién llegado a la historia tiene una fe ingenua en la omnipoten cia de la industria; está convencido, como algunos desventurados entre nosotros, de que terminará por devorar al Diablo. ¡El tiempo y el dinero tienen allí un valor tan grande! La actividad material, exagerada hasta las proporciones de una manía nacional, deja en los espíritus muy poco lugar para las cosas que no son de la tierra. Poe, que era de buen linaje, y que por otra parte creía firmemente que la mayor desgracia de su país era la de carecer de aristocracia de raza, dado que, decía, en un

pueblo sin aristocracia, el culto de la Belleza sólo puede corromper se, menguar y desaparecer... que reprochaba a sus conciu dadanos, hasta en su lujo enfático y costoso, todos los síntomas del mal gusto característico de los advenedizos; que consideraba el Progreso, la gran idea moderna, como un éxtasis de papanatas, y que llamaba a los perfeccionamientos de la vivienda humana, cicatrices y abominado nes rectangulares... Poe era en su país un cerebro singu larmente solitario. Sólo creía en lo inmutable, en lo eter no, en lo selfsame, y gozaba —cruel privilegio en una sociedad enamorada de sí misma— de ese enérgico senti do común a lo Maquiavelo que precede al sabio como una columna luminosa a través del desierto de la historia. ¿Qué hubiese pensado, qué hubiese escrito el infortunado de oír a la teóloga del sentimiento suprimir el Infierno por amistad para con el género humano, al filósofo de las cifras proponer un sistema de seguro, una suscripción de un sueldo por cabeza para la supresión de la guerra... y la abolición de la pena de muerte y de la ortografía, esas dos locuras correlativas, y tantas otras enfermedades que escriben, con la oreja tendida al viento, fantasías giratorias tan huecas como el elemento que las dicta? Si añadimos a esta visión impecable de lo verdadero, auténtica enfermedad crónica en ciertas circunstancias, una delicadez exqui sita de los sentidos, para la que una nota falsa era una tortura, una finura de gusto que, excepto la proporción exacta, todo hería, un amor insaciable de la Belleza, que había adquirido la fuerza de una pasión morbosa, nadie puede extrañarse de que para semejante hombre la vida se convirtiera en un infierno, y que haya tenido un mal fin; lo admirable es que haya podido durar tanto tiempo.

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II La familia de Poe era una de las más respetables de Baltimore. Su abuelo materno había servido como quar- ter-mas ter-general en la guerra de la Independencia, y La Fayette sentía por él gran estima y amistad. Este, con motivo de su último viaje a los Estados Unidos, quiso visitar a la viuda del general para expresarle su gratitud por los servicios que le había prestado su marido. El bisabuelo había contraído matrimonio con una hija del almirante inglés Mac Bride, que estaba emparentado con las familias más nobles de Inglaterra. David Poe, padre de Edgar e hijo del general, se enamoró perdidamente de una actriz inglesa, Elisabeth Arnold, célebre por su belle za; huyó con ella y se casaron. Para unir más íntimamente su destino al suyo, se hizo cómico y trabajó con su mujer en diferentes teatros en las principales ciudades de la Unión. Los dos esposos murieron en Richmond casi al mismo tiempo, dejando en la pobreza y en el abandono más completo a tres hijos de corta edad, uno de ellos Edgar. Edgar Poe había nacido en Baltimore en 1813. Me fundo en sus propias palabras al dar esta fecha, ya que él mismo protestó contra la afirmación de Griswold, quien sitúa su nacimiento en 1811. Si alguna vez el espíritu nove leseo, para servirme de una expresión de nuestro poeta, presidió un nacimiento —¡espíritu siniestro y tormentoso!—, sin duda alguna presidió el suyo. Poe fue verdaderamente el hijo de la pasión y de la aventura. Un rico negociante de la ciudad, el seflor Alian, se prendó de aquel encantador desdichado a quien la naturaleza había dota do de una apariencia muy atractiva, y como no tenía hi jos, le

adoptó. Así se llamó, pues, desde entonces Edgar Allan Poe. Se crió en un ambiente acomodado y con la legítima esperanza de heredar una de esas fortunas que dan al carácter una soberbia certidumbre. Sus padres adoptivos le llevaron a un viaje que hicieron por Ingla térra, Escocia e Irlanda, y antes de regresar a su país le dejaron con el doctor Bransby, que dirigía un importante centro educativo en Stoke-Newington, cerca de Londres. En William Wilson el propio Poe describió esta extraña mansión, construida en el antiguo estilo isabelino, y las impresiones de su vida de colegial. Volvió a Richmond en 1822 y continuó sus estudios en América bajo la dirección de los mejores maestros del lugar. En la Universidad de Charlottesville, donde ingresó en 1825, destacó no sólo por una inteligencia casi milagrosa, sino también por una abundancia casi siniestra de pa siones —una precocidad verdaderamente americana— que fue la causa de su expulsión. Hay que hacer notar de pasada que ya en Charlottesville Poe había manifestado una aptitud de las más notables por las ciencias físicas y matemáticas. Más tarde hará de ellas un uso frecuente en sus extraños cuentos, obteniendo efectos de los más ines perados. Pero tengo razón para sospechar que a ese tipo de cosas no les concedía gran importancia —tal vez a causa de esa misma aptitud precoz—, y que no estaba lejos de considerarlas como fáciles juegos, al lado de las obras de pura imaginación. Unas desdichadas deudas de juego condujeron a una riña momentánea entre él y su padre adoptivo, y Edgar —hecho curiosísimo, y que demuestra, a pesar de todo lo que se ha dicho, una dosis de senti mientos caballerescos muy fuerte en su impresionable cerebro— concibió el proyecto de luchar en la güera de los helenos y de combatir a

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los turcos. Partió, pues, para Grecia. ¿Qué fue de él en Oriente, qué hizo allí, estudió las orillas clásicas del Mediterráneo, por qué volvemos a encontrarle en San Petersburgo sin pasaporte, comprometido en no sabemos qué asunto, obligado a llamar al em bajador norteamericano Henry Middleton, para escapar a las leyes rusas y volver a su patria? Se ignora. Hay una laguna que sólo él hubiera podido llenar. La vida de Edgar Poe, su juventud, sus aventuras en Rusia y su correspondencia han sido repetidamente anunciadas por los periódicos norteamericanos, pero nunca han visto la luz. De regreso a los Estados Unidos, en 1829 manifestó el deseo de entrar en la escuela militar de West Point; fue admitido en ella, y allí como en todas partes dio indicios de una inteligencia admirablemente dotada, pero indisciplinable, y al cabo de pocos meses se le expulsó. Al mismo tiempo se producía en su familia adoptiva un acontecimiento que debía tener consecuencias gravísimas para toda su vida. La señora Alian, por quien parece haber sentido un afecto realmente filial, murió, y el señor Alian contraía nuevas nupcias con una mujer mucho más joven que él. Aquí se sitúa una disputa doméstica, una historia extraña y tenebrosa que no puedo contar porque ningún biógrafo la ha explicado claramente. No es, pues, de extra ñar que se vea definitivamente separado del señor Alian, y que éste, que tuvo hijos de su segunda unión, le olvida ra por completo en su herencia. Poco tiempo después de haber dejado Richmond, Poe publicó un breve volumen de poemas; lo cierto es que se trataba de una aurora radiante. Para quien sabe comprender la poesía inglesa, existe ya aquí el acento extraterrestre, la calma en la melancolía, la solemnidad deliciosa, la experiencia

precoz —creo que iba a decir la experiencia innata— que caracterizan a los grandes poetas. La miseria le empujó durante un tiempo a ser soldado, y es de suponer que aprovechó los morosos ocios de la vida de guarnición para preparar los materiales de sus futuras obras... obras extrañas, que parecen haberse creado para demostrarnos que lo extraño es parte integrante de la belleza. Devuelto a la vida literaria, el único elemento en el que pueden respirar ciertos seres desplazados, Poe moría en una extrema miseria cuando un feliz azar le alargó la mano. El propietario de una revista acababa de fundar dos premios, uno para el mejor cuento, otro para el mejor poema. Una letra singularmente hermosa atrajo la atención del señor Kennedy, que presidía el jurado, y le inspiró el deseo de examinar por sí mismo los manuscri tos. Resultó que Poe había ganado los dos premios; pero sólo se le concedió uno. El presidente del jurado sintió curiosidad por ver al desconocido. El editor del periódico le presentó a un joven de una apostura asombrosa, en andrajos, abotonado hasta la barbilla, y que parecía un noble tan orgulloso como hambriento. Kennedy se portó muy bien. Presentó a Poe a un tal Thomas White, que fundaba en Richmond el Southern Literary Messenger. El señor White era un hombre audaz, pero sin ningún talento literario; necesitaba que alguien le ayudase. Poe se encontró así, muy joven aún, a los veintidós años, director de una revista cuyo destino dependía enteramente de él. Su prosperidad fue obra suya. El Southern Literary Messenger ha reconocido posteriormente que debía su clientela y su fructuosa notoriedad a aquel excéntrico maldito, a aquel borracho incorregible. En esta publicación apareció por vez primera la Aventura sin igual de un cierto Hans Pfaall y varios

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relatos más que nuestros lectores verán desfilar ante sus ojos. Durante cerca de dos años, Edgar Poe, con un entusiasmo prodigioso, sorprendió a su público con una serie de composiciones de un género nuevo y con artículos críticos cuya vivacidad, claridad y severidad razonadas tenían forzosamente que atraer la atención. Estos artículos se ocupaban de libros de todo género, y la sólida educación que el joven había conseguido le servía de mucho. No está de más que se sepa que esta tarea considerable se hacía por quinientos dólares, es decir, dos mil setecientos francos al año. Inmediatamente —dice Griswold, lo cual quiere decir: el muy imbécil se creía, pues, ya rico— se casó con una joven hermosa, encantadora, de carácter amable y heroico, pero sin un céntimo, añade el mismo Griswold con un matiz de desdén. Era la señorita Virginia Clemm, su prima. A pesar de los servicios prestados a su periódico, el señor White despidió a Poe al cabo de dos años, poco más o menos. La razón de esta riña se encuentra evidentemente en los excesos de hipocondría y en las crisis alcohólicas del poeta, accidentes característicos que ensombrecían su cielo espiritul, como esas nubes lúgubres que dan súbitamente al paisaje más romántico un aire de melancolía en apariencia irreparable. A partir de entonces, veremos al desventurado desplazar su tienda como un hombre del desierto y transportar sus ligeros penates a las principales ciudades de la Unión. En todas partes dirigirá revistas o colaborará en ellas de un modo brillantísimo. Dará a conocer con deslumbrante rapidez artículos críticos y filosóficos, cuentos llenos de magia que aparecen reunidos bajo el título de Tales of the Grotesque and the Arabesque... título notable e intencionado, ya que los adornos grotescos y arabescos excluyen

la figura humana, y ya veremos que en muchos aspectos la literatura de Poe es extra o sobrehumana. Nos enteraremos por notas hirientes y escandalosas insertas en los periódicos que el señor Poe y su mujer se encuentran gravemente enfermos en Fordham y en una absoluta miseria. Poco tiempo después de la muerte de la señora Poe, el poeta sufrió los prime ros ataques de delirium tremens. Una nueva nota aparece súbitamente en un periódico —ésta más que cruel— que le acusa de desdén y de repugnancia del mundo, hacién dolé uno de esos procesos de intención, verdaderas requi sitorias de la opinión púbica, contra las cuales siempre tuvo que defenderse, una de las luchas más estérilmente fatigosas que conozco. Sin duda ganaba dinero, y sus trabajos literarios le permitían subsistir. Pero poseo pruebas de que tenía que su perar continuamente las dificultades más atroces. Como tantos otros escritores, soñaba con una revista propia, quería tener algo suyo, y el hecho es que había sufrido suficientemente como para desear con ardor ese refugio definitivo para su pensamiento. Para llegar a ese resultado, para procurarse una suma de dinero que le bastara, recurrió a las lecturas. Ya es sabido lo que son esas lecturas, una especie de especulación, el Colegio de Francia a disposición de todos los literatos, un autor que no publica su lectura más que después de haber sacado de ella todo el dinero que ha podido proporcionarle. Poe ya había da do en Nueva York una lectura de Eureka, su poema cosmogónico, que ya había suscitado tremendas discusiones. Imaginó esta vez dar lecturas en su tierra natal, en Virgi nia. Contaba, como escribió a Willis, hacer una gira por el oeste y el sur, y esperaba la ayuda de sus amigos literarios y de sus

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antiguas amistades de colegio y de West Point. Visitó, pues, las principales ciudades de Virginia, y Richmond volvió a ver a quien había conocido tan joven, tan pobre, tan desastrado. Todos aquellos que no habían visto a Poe desde los días de su oscuridad se precipitaron para ver de cerca a su ilustre compatriota. Apareció apuesto, elegante, correcto como el genio. Creo incluso que desde hacía algún tiempo había llevado su condescendencia hasta hacerse admitir en una sociedad de templanza. Eligió un asunto tan vasto como elevado: el Principio de la Poesía, y lo desarrolló con esa lucidez que es uno de sus privilegios. Creía, como verdadero poeta que era, que el objetivo de la poesía es de la misma naturaleza que su pincipio, y que no debe pensar en otra cosa más que en sí misma. La. buena acogida que se le atribuyó inundó su pobre corazón de orgullo y de alegría; estaba tan alborotado, que hablaba de establecerse definitivamente en Richmond y de terminar su vida en los lugares que su niñez le había hecho tan queridos. Mientras, tenía qué hacer en Nueva York, y partió el 4 de Octubre, quejándose de escalofríos y de flojeras. Como al llegar a Baltimore el día 6 seguía encontrándose mal, por la noche hizo llevar su equipaje al embarcadero, desde donde debía dirigirse a Filadelfia, y entró en una taberna para tomar cualquier estimulante. Allí, por desdicha, encontró a antiguos amigos, y perma neció más tiempo del que suponía. Al día siguiente por la mañana, a las pálidas y tenebrosas luces del alba, se encontró un cadáver en la vía pública —¿es así como hay que decirlo?—, no, un cuerpo vivo aún, pero al que la Muerte había marcado con su real sello. En este cuerpo, del que se ignoraba el nombre, no se encontraron ni pa peles ni dinero, y

se le llevó a un hospital. Allí murió Poe, la misma noche del domingo 7 de octubre de 1849, a la edad de treinta y siete años, vencido por el delirium tremens, ese terrible visitante que ya había habitado su cerebro en una o dos ocasiones. Así desapareció de este mundo uno de los mayores héroes literarios, el hombre de genio que había escrito en El gato negro estas palabras fatídicas: ¿Qué enfermedad es comparable al Alcohol? Esta muerte es casi un suicidio, un suicidio preparado desde mucho tiempo atrás. Al menos causó el mismo es cándalo. El clamor fue grande, y la virtud dejó oír su cant enfático, libre y voluptuosamente. Las oraciones fúnebres más indulgentes no acertaron a no dar lugar a la inevitable moral burguesa, que no se dejó perder una oca sión tan admirable. El señor Griswold difamó; el señor Willis, sinceramente afligido, estuvo por encima de lo conveniente. ¡Ay! Aquel que había alcanzado las altu ras más arduas de la estética y que se había sumergido en los abismos menos explorados del intelecto humano, aquel que en el curso de una vida que se asemeja a una tempestad sin un respiro de bonanza había descubierto medios nuevos, procedimientos desconocidos para sorprender la imaginación, para seducir a los espíritus sedien tos de belleza, acababa de morir en pocas horas en la cama de un hospital. ¡Qué destino! ¡Y tanta grandeza y tanta desdicha para levantar un torbellino de fraseología burguesa, para convertirse en pasto y en tema de los gaceteros virtuosos!

Ut declamatio fias! Tales espectáculos no son nuevos; es raro que una sepultura reciente e ilustre no se convierta en

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lugar de cita de escándalos. Por otro lado, a la Sociedad no le gustan esos furiosos desventurados, y ya sea porque aguan las fiestas, ya porque los juzga cándidamente como un remordimiento, indudablemente tiene razón. ¿Quién no recuer da las declaraciones parisienses cuando la muerte de Bal zac, quien, sin embargo, murió, con todo decoro? Y más recientemente aún —hoy, 26 de enero, hace exactamente un año—, cuando un escritor de honradez admirable, de una gran inteligencia, y que siempre fue lúcido, fue discretamente, sin molestar a nadie —tan discretamente que su discreción se parecía al desdén— a entregar su alma en la calle más negra que pudo encontrar... ¡qué repugnantes homilías! ¡Qué asesinato más refinado! Un célebre gacetero, a quien Jesús no enseñará nunca las maneras generosas, consideró el hecho tan jovial como para celebrarlo con un grosero juego de palabras. Entre la numerosa enumeración de los derechos del hombre que la sabiduría del siglo xix recomienda tan a menudo y con tanta complacencia, dos no poco importantes han sido olvidados, que son el derecho a contradecirse y el derecho a partir. Pero la Sociedad considera al que se va cómo un insolente; castigaría muy gustosa a algunos despojos fúnebres, como aquel desdichado soldado, aquejado de vampirismo, a quien la visión de un cadáver exasperaba hasta el furor. Y, sin embargo, puede decirse que, en ciertas circunstancias, después de un ponderado examen de ciertas incompatibilidades, con firmes creencias en ciertos dogmas y metemsicosis... puede decirse sin énfasis y sin retruécano, que el suicidio es a veces la acción más razonable de la vida. Y así se forma una compañía de fantasmas ya numerosa, que nos visita familiarmente, y de la que cada miembro acude para elogiarnos su reposo actual y verternos sus persuasiones.

Reconozcamos, sin embargo, que el lúgubre final del autor de Eureka suscitó algunas consoladoras excepciones, sin las cuales habría que desesperar, y este mundo sería ya invivible. El señor Willis, como ya he dicho, habló dignamente, e incluso con emoción, de las buenas relacio nes que siempre había mantenido con Poe. Los señores John Neal y George Graham recordaron al señor Griswold la necesidad del pudor. El señor Longfellow —y éste es aún más meritorio, puesto que Poe le había cruelmente maltratado— supo elogiar de una manera digna de un poeta su poderosa inspiración como poeta y como prosista. Un desconocido escribió que la Norteamérica literaria había perdido su mejor talento. Pero el corazón destrozado, el corazón desgarrado, el corazón atravesado por siete espadas fue el de la señora Clemm. Edgar era a un tiempo su hijo y su hija. Terrible destino, dice Willis, de quien tomo estos detalles casi pa labra por palabra, terrible destino el que ella custodiaba y protegía. Porque Edgar Poe era un hombre embarazoso; además de escribir con una fastidiosa dificultad y en un estilo que estaba demasiado por

encima del nivel intelectual común para que se le pudiera pagar bien, siempre andaba metido en

agobios de dinero, y a menudo él y su mujer enferma carecían de las cosas más necesarias para la vida. Un día Willis vio entrar en su oficina a una mujer, vieja, grave, llena de mansedumbre. Era la señora Clemm. Iba a pedir trabajo para su querido Edgar. El biógrafo dice que quedó singularmente impresionado, no solamente por el magnífico elogio, por la justa apreciación que tenía del talento de su hijo, sino además por toda su apariencia exterior... por su voz suave y triste, por sus modales un poco anticuados, pero hermosos y dignos. Y

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durante varios años, añade, vimos a aquel infatigable servidor del genio, pobre e insuficientemente vestido, yendo de periódico en periódico para vender, tan pronto un poema como un artículo, diciendo a veces que él estaba enfermo, única explicación, única razón, invariable excusa que daba cuando su hijo sufría momentáneamente una de esas esterilidades que conocen los escritores nerviosos: y sin permitir nunca que de sus labios escapara ni una silaba que pudiera interpretarse como una duda, como una falta de confianza en el genio y en la voluntad de su bien amado. Cuando su hija murió, siguió al lado del super viviente de la desastrosa batalla con un ardor maternal redoblado, vivió con él, cuidó de él, vigilándole, defendiéndole de la vida y de sí mismo. Ciertamente —conclu ye Willis, con una alta e imperfecta razón— si la abnega ción de la mujer, nacida con un primer amor y sostenida por la pasión humana, glorifica y consagra su objeto, ¿qué decir del que inspira una abnegación como ésta, pura, desinteresada y santa como una centinela divina? Los de tractores de Poe hubieran tenido que advertir que hay se ducciones tan poderosas que no pueden ser más que virtudes. Se adivina qué terrible fue la noticia para aquella des venturada mujer. Escribió a Willis una carta de la que reproducimos unas líneas: «Esta mañana me he enterado de la muerte de mi que ridísimo Eddie... ¿Puede usted darme algunos detalles, contarme algunas circunstancias? ¡Oh, no abandone a su pobre amiga en esa amarga aflicción! Diga al señor... que venga a verme; tengo que decirle algo de parte de mi pobre Eddie... No necesito rogarle que anuncie su muerte y que hable bien de él. Sé que usted lo hará así. Pero diga

sobre todo qué hijo más afectuoso era para mí. su

pobre madre desolada...» Esta mujer se me figura con una grandeza mayor que las de la antigüedad. Después de sufrir una irreparable herida, sólo piensa en la reputación de aquel que lo era todo para ella, y no basta para contentarla que se diga que era un genio, necesita que se sepa también que era un hombre de deber y de cariño. Es evidente que esta madre —antorcha y hogar encendidos por un rayo de los más altos cielos— nos ha sido dada como ejemplo a los hombres, demasiado olvidadizos de la abnegación, del heroís mo y de todo lo que está más allá del deber. ¿No era justo encabezar las obras del poeta con el nombre de la que fue el sol moral de su vida? Embalsamará en su glo ria el nombre de la mujer cuya ternura sabía restañar sus heridas, y cuya imagen volará incesantemente sobre el martirilogio de la literatura. III La vida de Poe, sus costumbres, sus maneras, su ser físico, todo lo que constituye el conjunto de su personaje, se nos aparece como algo a un tiempo tenebroso y brillante. Su persona era singular, seductora, y, como sus obras, marcada con un indefinible sello de melancolía. Por otra parte, estaba notablemente bien dotado en todos los sen tidos. De joven había mostrado una rara aptitud para todos los ejercicios físicos, y aun siendo de corta estatura, con pies y manos de mujer, todo su ser tenía ese carácter de delicadeza femenina, era más que robusto y capaz de extraordinarios rasgos de fuerza. En su juventud ganó una apuesta de natación que sobrepasa la medida ordinaria de lo

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posible. Diríase que la Naturaleza da a aquellos de quienes quiere conseguir grandes cosas un temperamento enér gico, como otorga una poderosa vitalidad a los árboles encargados de simbolizar el luto y el dolor. Esos hombres, a veces con apariencias débiles, tienen posibilidades de atleta, resistencia para la orgía y para el trabajo, están inclinados a los excesos y son capaces de asombrosas sobriedades. Hay algunos puntos relativos a Edgar Poe sobre los cuales hay acuerdo unánime, por ejemplo su gran distinción natural, su elocuencia y su apostura, que, por lo que dicen, le inspiraba un poco de vanidad. Sus modales, mezcla singular de altivez y de una exquisita suavidad, estaban llenos de certidumbre. Fisonomía, andares, gestos, porte de la cabeza, todo le designaba, sobre todo en sus buenos tiempos, como un ser de elección. Todo su ser respiraba una solemnidad impresionante. Era alguien real mente privilegiado por la naturaleza, como esas figuras de transeúntes que atraen la mirada del observador y que se apegan a su memoria. El pedante y agrio Griswold no deja de reconocer que cuando fue a visitar a Poe y le encontró pálido y enfermo aún por la muerte y la enfer medad de su esposa, quedó impresionado no sólo por la perfección de sus maneras, sino también por la fisonomía aristocrática, por la atmósfera perfumada de su piso, por otra parte muy modestamente amueblado. Griswold ignora que el poeta tiene, más que todos los demás hombres, ese maravilloso privilegio atribuido a la mujer parisiense y a la española, de saber adornarse con nada, y que Poe, enamorado de la belleza en todas las cosas, no podía dejar de descubrir el arte de transformar una choza en un palacio de una nueva especie. ¿No escribió acaso, del modo más original y más

curioso, proyectos de mobiliarios, planos de casas de campo, de jardines y de reformas de paisajes? Existe una carta deliciosa de la señora Francés Osgood, que fue una de las amigas de Poe, y que nos da sobre sus costumbres, sobre su persona y sobre su vida hogareña, los detalles más curiosos. Esta mujer, que era también una notable escritora, niega valerosamente todos los vicios y todas las flaquezas que se han atribuido al poeta. «Con los hombres —dice a Griswold—, tal vez era tal como usted le pinta, y como hombre es posible que tenga usted razón. Pero le aseguro que con las mujeres era muy distinto, y que jamás hubo mujer que conociera al señor Poe sin sentir por él un profundo interés. Para mí sólo fue un dechado de elegancia, de distinción y de ge nerosidad...» «La primera vez que nos vimos fue en Astor-House. Willis me había entregado en la mesa común El cuervo. sobre el cual el autor, me dijo, deseaba conocer mi opi nión. La música misteriosa y sobrenatural de ese poema extraño caló en mí de un modo tan hondo, que cuando supe que Poe quería conocerme, experimenté un senti miento singular que se parecía al espanto. Compareció ante mí con su hermosa y altanera cabeza, sus ojos som bríos que despedían una luz-única, una luz de sentimiento y de pensamiento, con sus modales que eran una mezcla intraducibie de altivez y de suavidad; me saludó tranqui lo, grave, casi frío; pero bajo aquella frialdad vibraba una simpatía tan acentuada que no pude por menos que sentirme profundamente impresionada. A partir de aquel momento y hasta su muerte fuimos amigos... y sé que en sus últimas palabras tuve mi parte en sus recuerdos, y que me dio, antes de que su razón fuese abatida de su trono de soberana, una prueba suprema de su fidelidad en amistad.

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»Era sobre todo en su intimidad, a un tiempo sencillo y patético, donde el carácter de Edgar Poe aparecía para mí en su luz más hermosa. Travieso, afectuoso, ingenio so, tan pronto dócil como maligno igual que un niño mimado, tenía siempre para su joven, dulce y adorada esposa, y para todos los que acudían a su casa, incluso en medio de las tareas literarias más agotadoras, una palabra amable, una sonrisa benévola, atenciones graciosas y cor teses. Pasaba interminables horas en su escritorio, bajo el retrato de su Lenore, la amada y la muerte, siempre constante, siempre resignado y fijando con su admirable letra las brillantes fantasías que cruzaban por su asombroso cerebro incesantemente alerta. Recuerdo haberle visto una mañana más animado y jubiloso que de costumbre. Virginia, su dulce esposa, me había rogado que les fuera a visitar, y me era imposible resistir a sus ruegos... Le en contré trabajando en la serie de artículos que publicó ba jo el título de The Literati of New York. "Ya verá —me dijo, desplegando con una risa triunfal varios rollitos de papel (escribía en tiras estrechas, sin duda para adaptar sus originales a la justificación de los periódicos)—, voy a mostrarle por la diferencia de las longitudes los diversos grados de estima que siento por cada miembro de su gremio literario. En cada uno de estos papeles, uno de ustedes es estudiado y debidamente discutido. ¡Ven aquí, Virginia, y ayúdame!" Y los desenvolvieron todos uno a uno. Al final había uno que parecía interminable. Virginia, riendo, retrocedía hasta un rincón del cuarto, sujetándolo por una punta, y su marido iba hacia el otro rincón con el otro extremo. "¿Y quién es el afortunado —pregunté— que ha juzgado usted digno de este inconmensurable regalo?" "¿No la

oyes? —exclamó—. ¡Como si su vanidoso corazoncito no le hubiera hecho saber que es ella!" «Cuando me vi obligada a viajar por motivos de salud, mantuve una correspondencia regular con Poe, obedeciendo así a las vivas solicitaciones de su mujer, que creía que yo podía tener sobre él una influencia y un ascendiente saludables... En cuanto al amor y a la confianza que existían entre su mujer y él, y que eran para mí un espectáculo delicioso, nunca podré hablar con suficiente convicción, con suficiente calor. No voy a mencionar ciertos episodios poéticos a los que le empujó su temperamento novelesco. Creo que ella era la única mujer a la que ver daderamente amó...» En los relatos de Poe nunca hay amor. Al menos, Ligeia y Eleonora no son, propiamente hablando, historias de amor, porque la idea principal sobre la que gira la obra es muy distinta. Tal vez creía que la prosa no es una lengua que esté a la altura de ese extraño y casi inexpresable sentimiento; ya que sus poemas, en cambio, están fuertemente impregnados de amor. La divina pasión apa rece en ellos magnífica, estrellada y siempre velada por una irremediable melancolía. En sus artículos habla a ve ees del amor, e incluso como algo cuyo nombre hace estremecer la pluma. En The Domain of Arnheim afirmará que las cuatro condiciones elementales de la felicidad son: la vida al aire libre, el amor de una mujer, el despego de toda ambición y la creación de una nueva Belleza. Lo cual corrobora la idea de la señora Francés Osgood acer ca del respeto caballeresco de Poe por las mujeres, es el hecho de que, a pesar de su prodigioso talento por lo grotesco y lo horrible, no hay en toda su obra ni un solo pasaje que tenga que ver con la lubricidad, ni siquiera con los goces sensuales. Sus retratos de mujeres son, por así decirlo, aureolados; tjrillan en el seno de un vapor 222

sobrenatural y están pintados a la manera enfática de un adorador. En cuanto a ciertos episodios poéticos, ¿podemos sorprendernos de que un ser tan nervioso, cuya sed de Belleza era tal vez el rasgo principal, haya cultivado a veces con un ardor apasionado la galantería, esa flor vol cánica y perfumada para la que el hirviente cerebro de los poetas es una tierra de predilección? De su singular apostura personal, de la que hablan varios biógrafos, creo que podemos formarnos una idea aproximada recurriendo a todas las nociones vagas, pero características, que contiene la palabra romántico, palabra que sirve por lo común para expresar los tipos de belleza que consisten sobre todo en la expresión. Poe tenía una frente amplia, dominadora, en la que ciertas protuberancias delataban las facultades desbordantes que tienen la misión de representar —construcción, comparación, ca sualidad— y en la que se advertía en un tranquilo orgullo el sentimiento de la idealidad, el sentido estético por exce lencia. Sin embargo, a pesar de esos dones, o si se quiere a causa de esos privilegios exorbitantes, la cabeza, vista de perfil, tal vez no ofreciese un aspecto agradable. Como en todas las cosas excesivas por algún concepto, de la abundancia podía resultar una insuficiencia, de la usurpa ción una pobreza. Tenía ojos grandes, a un tiempo som bríos y llenos de luz, de un color indeciso y tenebroso, próximo al violeta, la nariz noble y sólida, la boca fina y triste, aunque ligeramente sonriente, la piel morena clara, el rostro generalmente pálido, la fisonomía un poco distraída e imperceptiblemente enmascarada por una melancolía habitual. Su conversación era muy notable y esencialmente instructiva. No era lo que suele llamarse un buen

conversador —algo horrible—, y por otra parte su palabra, como su pluma, sentía horror por lo convencional; pero un vas to saber, un buen conocimiento de la lengua, profundos estudios, impresiones recogidas en países diversos, hadan de esta palabra una enseñanza. Su elocuencia, esencial mente poética, llena de método, y moviéndose sin embargo fuera de todo método conocido, un arsenal de imáge nes extraídas de un mundo poco frecuentado por la mayoría de las mentes, un arte prodigioso para deducir de una proposición evidente y absolutamente aceptable visio nes secretas y nuevas, para abrir sorprendentes perspectivas, y, en una palabra, el arte de arrebatar, de hacer pensar, de hacer soñar, de arrancar las almas del fangal de la rutina, tales eran las deslumbrantes facultades de las que muchos conservan el recuerdo. Pero sucedía a veces —al menos así lo dicen— que el poeta, complaciéndose en un capricho destructor, devolvía bruscamente a sus amigos a la tierra con un terrible cinismo y demolía brutalmente su obra de espiritualidad. Por otra parte hay que hacer notar que era muy poco exigente en la elección de sus oyen tes, rasgo que creo que el lector encontrará sin dificultad en la historia de otras inteligencias grandes y originales, para las que cualquier compañía era buena. Ciertos espí ritus, solitarios en medio de la multitud, y que se compla cen en el monólogo, manifiestan poca delicadeza en materia de público. Esta es, en suma, una especie de fraternidad fundada en el desprecio. Del vicio de la embriaguez —del que se ha hablado tanto y que se le ha reprochado con una insistencia que podría hacer suponer que todos los escritores de los Estados Unidos son ángeles de sobriedad— conviene que hablemos. Hay varias interpretaciones plausibles, y ninguna excluye a las

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demás. Ante todo, estoy obligado a observar que Willis y la señora Osgood afirman que una cantidad muy pequeña de vino o de licor bastaba para perturbar completamente su organismo. Por otro lado es fácil imaginar que un hombre tan realmente solitario, tan profundamente desgraciado, y que a menudo pudo ver todo el sistema social como una paradoja y una impostura, un hombre que, acosado por un destino sin piedad, repetía con frecuencia que la sociedad no era más que un hatajo de miserables (es Griswold quien nos cuenta eso, tan escandalizado como un hombre que puede pensar lo mismo, pero que no lo dirá nunca); es natural, decía, suponer que ese poeta, arrojado desde niño a los azares de la vida libre, con el cerebro asediado por un trabajo áspero y continuo, haya buscado a veces una voluptuosidad de olvido en las botellas. Rencores literarios, vértigos del infinito, conflictos domésticos, insultos de la miseria, Poe huía de todo precipitándose a la negrura de la embriaguez como en una tumba preparatoria. Pero por buena que parezca esta explicación, no me parece suficientemente amplia, y desconfío de ella a causa de su deplorable simplicidad. He sabido que no bebía como un sibarita, sino como un bárbaro, con una prisa y una economía de tiempo muy americanas, como cumpliendo una función homicida, como si tuviese dentro de él algo que matar, a worm that would not die. Se cuenta que un día, cuando iba a volverse a casar (se habían publicado las amonestaciones, y cuando se le felicitaba por una unión que ponía en sus manos las mejores condiciones de dicha y de bienestar, dijo: «Es posible que hayáis visto las amonestaciones, pe ro podéis estar seguros de que no me casaré»), fue, escandalosamente borracho, a escandalizar al vecindario de la que debía ser su mujer, recurriendo

así a su vicio para librarse de un perjurio para con la pobre muerta, cuya imagen seguía viviendo en él, y a la que había cantado admirablemente en su Annabel Lee. Considero, pues, en un gran número de casos, el hecho infinitamente significativo de premeditación como algo sabido y comprobado. Leo por otra parte en un largo artículo del Southern Literary Messenger —la misma revista que le debía el inicio de su prosperidad—, que jamás la pureza, el acabado de su estilo, jamás la claridad de su pensamiento, jamás su ardor por el trabajo se vieron alterados por su terrible costumbre; que la redacción de la mayoría de sus excelen tes páginas precedió o siguió a una de sus crisis; que des pués de la publicación de Eureka cedió lamentablemente a su inclinación, y que en Nueva York, la misma mañana en que aparecía El cuervo, mientras el nombre del poeta estaba en todos los labios, atravesaba Broadway tamba leándose vergonzosamente. Obsérvese que las palabras precedió o siguió implican que la embriaguez podía servir lo mismo de estimulante que de reposo. Ahora bien, es indiscutible que —como esas impresio nes fugitivas y fulminantes, tanto más fulminantes en sus retornos por el hecho de ser fugitivas, que siguen a veces a un síntoma exterior, una especie de aviso, como una campanada, una nota musical o un perfume olvidado, y que a su vez son seguidas por un acontecimiento parecido a un acontecimiento que ya conocemos y que ocupaba el mismo lugar en una cadena anteriormente revelada... como esos singulares sueños periódicos que se repiten en nuestras noches... existen en la embriaguez no sólo enea denamientos de sueños, sino también de series de razona mientos que necesitan, para reproducirse, del ambiente que les

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dio vida. Si el lector me ha seguido sin repugnan cia, habrá adivinado ya mi conclusión: creo que en mu chos casos, aunque no ciertamente en todos, la embriaguez de poe era un medio mnemónico, un método de trabajo, método enérgico y mortal, pero apropiado a su na turaleza apasionada. El poeta había aprendido a beber como un escritor esmerado se dedica a sus cuadernos de notas. No podía resistir al deseo de volver a encontrar las visiones maravillosas o espantosas, las concepciones suti les que había entrevisto en una tempestad precedente; eran como antiguos conocidos que le atraían de un modo im perativo, y para volver a su lado tomaba el camino más peligroso, pero el más directo. Una parte de lo que hoy es nuestro goce fue lo que le mató. IV De las obras de este genio singular tengo poco que decir; el público dirá lo que piensa de ellas. Tal vez me sería difícil, aunque no imposible, introducir al lector en los misterios de su elaboración, extenderme largamente sobre esa faceta del genio norteamericano que le hace exultar ante una dificultad vencida, un enigma que se resuel ve, un esfuerzo coronado por el éxito, que le empuja a hacer malabarismos, con una voluptuosidad infantil y casi perversa, en un mundo de probabilidades y conjeturas, y a crear fábulas a las que su arte sutil ha dado una vida verosímil. Nadie negará que Poe es un malabarista mara villoso, y sé que él daba sobre todo su aprecio a otra parte de sus obras. Tengo algunas observaciones más im portantes que hacer, por otro lado muy breves.

No son sus milagros materiales, a los que sin embargo debe su fama, los que le permitirán conquistar la admiración de los lectores pensantes, sino por su amor a la be lleza, por su conocimiento de las condiciones armónicas de la belleza, por su poesía profunda y dolorida, aunque muy bien trabajada, transparente y perfecta como una al haja de cristal; por su admirable estilo, puro y extravagante, tupido como las mallas de una armadura, complacien te y minucioso, y en el que la más leve de las intenciones sirve para empujar suavemente al lector hacia el objetivo deseado; y finalmente sobre todo por ese genio tan peculiar, por ese temperamento único que le permitió pintar y explicar de una manera impecable, impresionante, terrible, la excepción en el orden moral. Diderot, para elegir un ejemplo entre ciento, es un autor sanguíneo; Poe es el escritor de los nervios, e incluso de algo más, y el mejor que conozco. En él, toda entrada en materia es atractiva sin violen cia, como un torbellino. Su solemnidad sorprende y mantiene en vilo. Comprendemos en seguida que se trata de algo grave. Y lentamente, poco a poco, se desarrolla una historia cuyo único interés reposa en una imperceptible desviación del intelecto y en una hipótesis audaz, en una dosis imprudente de la Naturaleza en la amalgama de las facultades. El lector, prisionero del vértigo, se ve obliga do a seguir al autor en sus irresistibles deducciones. Ningún hombre, lo repito, ha contado con más magia las excepciones de la vida humana y de la naturaleza; los ardores de curiosidad de la convalecencia; el fin de las estaciones, cargadas de esplendores que desasosiegan, los tiempos calurosos, húmedos y brumosos, cuando el vien to del sur reblandece y distende los nervios como las

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cuer das de un instrumento y los ojos se llenan de lágrimas que no salen del corazón; la alucinación, que al comienzo deja cierto lugar a la duda, y que no tarda en provocar el convencimiento y en razonar como un libro; el absurdo instalándose en la inteligencia y gobernándola con una espantosa lógica; la histeria usurpando el lugar de la voluntad, la contradicción establecida entre los nervios y la mente, y el hombre desavenido hasta el punto de expresar el dolor por la risa. Analiza lo que hay de más fugitivo, sopesa lo imponderable y describe, de esa manera minu ciosa y científica cuyos efectos son terribles, todo lo ima ginario que flota en torno al hombre nervioso y que le conduce a la perdición. El mismo ardor con que se arroja a lo grotesco por amor de lo grotesco y a lo horrible por amor a lo horrible, me sirve para verificar la sinceridad de su obra y el acuerdo del hombre con el poeta. Ya he observado que en algunos hombres ese ardor era a menudo el resultado de una vasta energía vital inocupada, a veces de una obstinada castidad y también de una profunda sensibilidad reprimida. La voluptuosidad sobrenatural que el hombre puede sentir al ver correr su propia sangre, los impulsos súbitos, violentos, inútiles, los clamores en que se prorrumpe sin que la mente haya dado ninguna orden a la garganta, son fenómenos que pertenecen al mismo orden de cosas. En el seno de esa literatura en la que el aire es enrare cido, la mente puede experimentar esa vaga angustia, ese miedo que está al borde de las lágrimas y esas náuseas del corazón que habitan los lugares inmensos y singulares. Pero la admiración es más fuerte, y por otra parte ¡el arte es tan grande! Los fondos y los accesorios son los apropiados a los sentimientos de los personajes. Soledad de la naturaleza o trepidación de las

ciudades, todo se describe aquí nerviosa y fantásticamente. Como nuestro Eugéne Delacroix, que ha elevado su arte a la altura de la gran poesía, a Edgar Poe le gusta agitar sus figuras sobre fondos violáceos y verdosos, donde se revelan la fosforescencia de la podredumbre y el olor de la tempestad. La naturaleza llamada inanimada participa de la naturaleza de los seres vivos, y como ello se estremece con un esca lofrío sobrenatural y galvánico. El espacio se hace más profundo gracias al opio; el opio da un sentido mágico a todos sus colores, y hace vibrar todos los ruidos con una sonoridad más significativa. A veces, perspectivas magnificas, henchidas de luz y de color, se abren bruscamente en sus paisajes, y vemos aparecer al fondo de sus horizontes ciudades orientales y arquitecturas vaporizadas por la distancia, donde el sol arroja lluvias de oro. Los personajes de Poe, o, mejor dicho, el personaje de Poe, el hombre de facultades aguzadas, el hombre de ner vios distendidos, el hombre cuya voluntad ardiente y pa ciente constituye un desafío para las dificultades, aquel cuya mirada se tensa con la rigidez de una espada claván dose en objetos que se agrandan a medida que él los mi ra... es el mismo Poe. Y sus mujeres, todas luminosas y enfermas, que mueren de extraños males, que hablan con una voz que parece música, son también él mismo; al me nos, por sus aspiraciones raras, por su saber, por su me lancolía incurable, participan fuertemente de la naturaleza de su creador. En cuanto a su mujer ideal, a su Titánida, se muestra bajo diferentes retratos desparramados en sus poemas, por desgracia poco numerosos; retratos, o, me jor dicho, maneras de sentir la belleza, que el tempera mentó del autor acerca y confunde en una unidad vaga, pero

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sensible, y en los que vive, más delicadamente quizá que en ningún otro lugar, ese amor insaciable de la Belleza que es el mayor de sus méritos, es decir, el compendio de todo lo que en él merece el afecto y el respeto de los poetas. Reunimos bajo el título de Historias extraordinarias di versos cuentos elegidos de entre el conjunto de la obra de Poe. Esta obra se compone de un número considerable de relatos, de una cantidad no menos de artículos críticos y de artículos diversos, de un poema filosófico (Eureka), de poemas y de una novela puramente humana (La narración de Arthur Gordon Pym). Si más adelante se me ofrece. tal como espero, la ocasión de hablar de este poeta, daré el análisis de sus opiniones filosóficas y literarias, asi como, en términos generales, de las obras cuya traducción completa tendría pocas posibilidades de éxito entre un público que prefiere con mucha diferencia la diversión y la emoción a la más importante verdad filosófica.

Nuevas notas sobre Edgar Poe (117)

I ¡Literatura decadente! Palabras vacías que oímos caer a menudo, con la sonoridad de un bostezo enfático de los labios de esas esfinges sin enigma que velan ante las puertas santas de la Estética clásica. Cada vez que resuena el irrefutable oráculo, puede afirmarse que se trata de una obra más divertida que la litada. Evidentemente aluden a un poema o a una novela cuyas partes están todas hábilmente dispuestas para provocar la sorpresa, cuyo estilo está magníficamente adornado y en la que los recursos de la lengua y de la prosodia se utilizan de una manera impecable. Cuando oigo retumbar el anatema —que, dicho sea de paso, cae generalmente sobre algún poeta preferido—, siento siempre el deseo de responder: ¿Acaso me toman por un bárbaro como ustedes, me creen capaz de divertirme tan tristemente como se divierten ustedes? Entonces, /grotescas comparaciones se agitan dentro de mi cerebro; me parece ser presentado a dos mujeres: una, matrona rústica, repugnante de salud y de virtud, sin elegancia y sin personalidad, en resumen, debiéndolo todo a la simple naturaleza; la otra, una de esas bellezas que dominan y sojuzgan el recuerdo, uniendo a su 232

encanto profundo y originalidad toda la elocuencia del atavio, dueña de un modo personal de moverse, consciente y soberana de sí misma... una voz que suena como un instrumento bien afinado, y unas miradas grávidas de pensamiento y dejando traslucir tan sólo lo que desean. Mi elección no puede ser dudosa, y sin embargo hay esfinges pedagógicas que me reprocharían faltar al honor clásico... Pero, dejando de lado las parábolas, creo que me es lícito pregun tar a esos hombres sabios si comprenden debidamente to da la vanidad, toda la inutilidad de su sabiduría. La expresión literatura decadente implica que hay una escala de literaturas, una balbuciente, una pueril, una adolescente, etc. Me refiero a que esta expresión supone algo fatal y providencial, como un decreto ineluctable; y nada más injusto que reprocharnos el que nos inclinemos ante la ley misteriosa. Todo lo que acierto a comprender en la sen tencia académica es que es vergonzoso obedecer a esta ley con placer, y que somos culpables de regocijarnos por nuestro destino. Ese sol que hace unas horas lo aplastaba todo con su luz directa y blanca, no tardará en inundar el horizonte del ocaso con variados colores. En las metamorfosis de ese sol agonizante ciertos espíritus poéticos descubrirán nuevas delicias; descubrirán columnas deslumbrantes, cascadas de metal fundido, paraísos de fuego, un esplendor triste, la voluptuosidad de la añoranza, todas las magias del ensueño, todos los recuerdos del opio. Y la puesta de sol les aparecerá así como la maravillosa alegoría de un alma cargada de vida, que desciende detrás del horizonte con una magnífica provisión de pensamientos y de sueños. Pero a los irreductibles profesores no se les ha ocurrí do pensar que en el movimiento de la vida puede haber complicaciones y combinaciones completamente inesperadas para su sabiduría

académica. Y entonces su lengua insuficiente se queda corta, como en el caso —fenómeno que se multiplicará tal vez con variantes— de una nación que comienza por la decadencia, y que empieza por donde terminan los demás. Entre las inmensas colonias del siglo presente nacen nuevas literaturas, y en ellas se producirán con toda segu ridad accidentes espirituales de una naturaleza desconcertante para la mentalidad académica. Joven y vieja a un tiempo, Norteamérica balbucea y chochea con una volu bilidad asombrosa. ¿Quién puede contar sus poetas? Son innumerables. ¿Sus damas sabihondas? Inundan las revis tas. ¿Sus críticos? Puede creerse que posee pedantes que no tienen nada que envidiar a los nuestros y que recuer dan sin cesar al artista lo que es la belleza antigua, ponen en duda la moralidad del objetivo de un poeta o de un novelista y la calidad de sus intenciones. Allí como aquí, quizá más aún que aquí, hay escritores que ignoran la ortografía; una actividad pueril, inútil; multitud de com piladores, de repetidores, de plagiarios de plagios y de críticos de críticas. En ese hervidero de mediocridades, en ese mundo enamorado de los perfeccionamientos materiales —escándalo de un nuevo tipo que hace comprender la grandeza de los pueblos holgazanes—, en esa sociedad ávida de sorpresas, prendada de la vida, pero sobre todo de una vida llena de excitaciones, apareció un hombre que era grande, no sólo por su sutileza metafísica, por la belleza siniestra o fascinante de sus concepciones, por el rigor de su análisis, sino que era grande también, y no menos grande, como caricatura. Tengo que explicarme bien; porque, recientemente, un crítico imprudente se servía, para denigrar a Edgar Poe y para poner en duda la sinceridad de mi admiración, de la palabra malabarista, que yo mismo apliqué al noble poeta casi como un elogio.

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Desde el seno de un mundo glotón, hambriento de ma terialidades, Poe surgió elevándose a los sueños. Asfixia do como estaba por la atmósfera americana, escribió encabezando Eureka: «¡Ofrezco este libro a aquellos que han puesto su fe en los sueños como si fuesen las únicas realidades!» Hizo así una admirable profesión de fe; la hizo a su manera, in his own way. El autor que en el Coloquio entre Monos y Una, lanza a torrentes su desprecio y su asco por la democracia, por el progreso y la civilización, este autor es el mismo que para arrancar la credulidad, para quitar la bobería de los suyos, ha afirmado con mayor energía la soberanía humana y ha elabora do con el máximo ingenio unas fábulas de lo más halagador para el orgullo del hombre moderno. Desde este punto de vista, Poe me parece como un ilota que quiere conseguir que se ruborice su amo. En fin, para reafirmar mi pensamiento de un modo aún más claro, Poe fue siempre grande, no sólo en sus concepciones nobles, sino también como bromista. II ¡Porque nunca se dejó engañar! No creo que el virginiano que escribió tranquilamente, en pleno desbordamiento democrático: «El pueblo no tiene nada que ver con las leyes, excepto obedecerlas», haya sido jamás víctima de la sabiduría moderna; y «La nariz del populacho es su imaginación; tirando de ella se le podrá siempre conducir fácilmente», y cien otros pasajes en los que hace llover chanzas como metralla, aunque siempre de un modo despreocupado y altivo. Los swedenborgianos le felicitan por su Revelación magnética, como aquellos inocentes iluminados que antaño veían en el autor del Diablo enamorado un revelador de sus

misterios; le dan gracias por las grandes verdades que acaba de proclamar, pues han descubierto (¡oh, verificadores de lo que no puede verificarse!) que todo lo que él ha enunciado es absolutamente cierto; aunque al principio, confiesan esas pobres gentes, hubiesen tenido la sospecha de que podía tratarse de una simple obra de imaginación. Poe responde que, por lo que a él respecta, no lo ha dudado jamás. Citemos también ese breve pasaje que me salta a la vista al hojear por centésima vez sus divertidos Marginalia, que son como la cámara secreta de su mente: «La enorme multiplicación de los libros en todas las ramas del conocimiento es uno de los mayores azotes de nuestra época. Porque es uno de los obstáculos más graves que se oponen a la adquisición de todo conocimiento efectivo.» Aristócrata por naturaleza que aún que por nacimiento, el virginiano, el hombre del Sur, el Byron extraviado en un mundo que no es el suyo, conservó siempre la impasibilidad filosófica, y tanto si define la nariz del populacho como si se burla de los fabricantes de religiones o escarnece las bibliotecas, sigue siendo lo que fue y será siempre el verdadero poeta: una verdad vestida de una manera extravagante, una paradoja aparente que no quiere codearse con la muchedumbre, y que se precipita al extremo oriente cuando los fuegos artificiales se disparan por el poniente. Pero he aquí algo más importante que todo lo demás: advirtamos que este autor, producto de un siglo tan satisfecho de sí mismo, hijo de una nación más satisfecha de sí misma que ninguna otra, vio claramente, afirmó imperturbablemente la maldad natural del Hombre. Hay en el hombre, dice, una fuerza misteriosa que la filosofía moderna no quiere tener en cuenta; y sin embargo, sin esa fuerza sin nombre, sin esa inclinación primordial, una multitud de acciones humanas permanecerán

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sin explicarse, inexplicables. Estas acciones sólo tienen atractivo porque son malas, peligrosas; poseen la atracción del abismo. Esta fuerza primitiva, irresistible, es la Perversidad natural, que hace que el hombre sea sin cesar y al mismo tiempo homicida y suicida, asesino y verdugo; porque, añade, con una sutileza notablemente satánica, la imposi bilidad de encontrar un motivo razonable suficiente para ciertas acciones malas y peligrosas podría conducirnos a considerarlas como el resultado de las sugerencias del Diablo, si la experiencia y la historia no nos enseñasen que Dios a menudo se sirve de ellas para establecer el orden y castigar a los infames; ¡después de

haberse servido de los mismos infames como cómplices! Tal es la frase que se desliza, lo admito,

en mi mente, como un sobreentendido tan pérfido como inevitable. Pero por ahora sólo quiero tener en cuenta la gran verdad olvidada —la perversidad primordial del hombre—, y no sin cierta satisfacción veo como algunos restos de la antigua sabiduría vuelven a nosotros desde un país donde no esperábamos que existieran. Es agradable que algunos estallidos de vieja verdad salten así al rostro de todos esos aduladores de la humanidad, de todos esos mimosos adormecedores que repiten en todas las variaciones posibles de tono: «¡Yo nací bue no, y usted también, y todos nosotros, todos nacimos buenos!», olvidando —no, fingiendo olvidar—, ¡oh, igualitarios por el despropósito!, que todos nacimos marcados por el mal. ¿Por qué mentira podía dejarse engañar aquel que a veces —dolorosa necesidad de los medios— las denuncia ba con tanto rigor? ¡Qué desdén por los filosofastros en sus días buenos, en los días en que estaba, por así decir lo, iluminado! Ese poeta, de quien diversas ficciones parecen pensadas

precisamente para confirmar la pretendida omnipotencia del hombre, quería a veces purificarse a sí mismo. El día en que escribió: «Toda certidumbre reside en los ensueños», arrinconaba su propio americanismo en la región de las cosas inferiores; en otras ocasiones, volviendo al verdadero camino de los poetas, obedeciendo sin duda a la inesquivable verdad que nos asedia como un demonio, prorrumpía en los ardientes suspiros del ángel caído que se acuerda de los Cielos; se sentía nostálgico de la Edad de oro y del Edén perdido; lloraba toda esa magnificencia de la Naturaleza, ovillándose ante el cálido aliento de los hornos; finalmente, lanzaba esas admirables páginas del Coloquio entre Monos y Una, que hubiesen encantado y turbado al impecable De Maistre. Fue él quien dijo a propósito del socialismo, en la épo ca en que éste aún no tenía nombre, o al menos este nombre aún no se había vulgarizado del todo: «El mundo actualmente está infestado por una nueva secta de filósofos, que aún no se identifican como formando una secta, y que en consecuencia todavía no han adoptado un nombre. Son los creyentes en todas las antiguallas (como quien diría, los predicadores de lo viejo). El Sumo Sacerdote en el Este es Charles Fourier, en el Oeste Horace Greely; y son sumos sacerdotes de un modo muy consciente. El único vínculo común entre la secta es la Credulidad; llamemos a esto Demencia, y dejémoslo correr; y si uno es concienzudo (los ignorantes generalmente lo son), os dará una respuesta análoga a la que dio Talleyrand cuando le preguntaron por qué creía en la Biblia: «Creo en ella, dijo, en primer lugar porque soy obispo de Autun, y en segundo lugar porque no comprendo absolutamente nada de lo que dice.» Lo que esos filósofos llaman argumento es

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una manera muy suya de negar lo que es y de

explicar lo que no es.

El progreso, esa gran herejía de la decrepitud, tampoco podía escapar a sus ataques. El lector verá, en diferentes pasajes, de qué términos se servía para caracterizarlo. Verdaderamente, diríase por el ardor con que se ocupa del asunto, que quería vengarse, como de una molestia pública, como de una plaga callejera. ¡Cuánto hubiese reído, con esa risa despectiva del poeta que nunca engrosa el racimo de los bobos, si hubiese podido leer, como me ha ocurrido recientemente a mí, esa frase mirífica, que hace pensar en los dislates bufos y voluntarios de los payasos, y que he visto pavoneándose pérfidamente en un periódico de lo más grave: El incesante progreso de la ciencia ha

permitido en tiempos muy recientes volver a encontrar el secreto perdido y que se buscaba

desde hacía mucho, de... (fuego griego, temple del cobre, cualquier cosa desaparecida), cuyas

aplicaciones más afortunadas se remontan a una época bárbara y muy antigua... He ahí una frase

que puede llamarse un verdadero hallazgo, un magnífico des cubrimiento, incluso en un siglo de incesante progreso; pero creo que la momia de Alamistakeo no dejaría de preguntar, en el tono suave y discreto de la superioridad, si fue gracias al progreso incesante —a la ley fatal, irresistible, del progreso— como tan famoso secreto se per dió. Por otra parte, para abandonar el tono de la farsa, en un asunto que contiene tantas lágrimas como risas, ¿no es algo verdaderamente portentoso ver a una nación, varias naciones, pronto a la humanidad entera, decir a sus sabios, a sus hechiceros: Os amaré y os haré grandes si me convencéis de que progresamos sin quererlo, inevitablemente... durmiendo; libradnos de la responsabilidad, ocultadnos la humillación de las comparaciones, falsead la historia y entonces podréis llamaros los

sabios de los sabios? ¿No es asombroso que esta idea tan sencilla no ilumine todos los cerebros; que el Progreso (en la medida en que hay progreso) perfecciona el dolor en la proporción en que afina la voluptuosidad, y que si la epidermis de los pueblos se hace cada vez más delicada, evidentemente sólo persiguen una Italiam fugientem, una conquista que pierden al minuto siguiente, un progreso que se niega sin cesar a sí mismo? Pero esas ilusiones, por otra parte interesadas, proceden de un fondo de perversidad y de mentira —meteoros de los pantanos— que empujan al desprecio a las almas enamoradas del fuego eterno, como Edgar Poe, y exasperan las inteligencias oscuras, como la de Jean-Jacques, en quien una sensibilidad herida y propensa a la rebelión hace las veces de filosofía. Que éste tuviera razón contra el Animal depravado es indiscutible; pero el animal depravado tiene derecho a reprocharle que invoque la simple naturaleza. La naturaleza sólo engendra monstruos, y toda la cuestión está en ponerse de acuerdo sobre la palabra salvajes. Ningún filósofo se atreverá a proponer como modelo esas desventuradas hordas corrompidas, víctimas de los elementos, pasto de las fieras, tan incapaces de fabricar armas como de concebir la idea de un poder espiritual y supremo. Pero si se quiere comparar al hombre moderno, al hombre civilizado, con el hombre salvaje, o mejor dicho, a una nación llamada civilizada con una nación llamada salvaje, es decir, privada de todas las ingeniosas invenciones que dispensan al individuo del heroísmo, ¿quién puede dejar de ver que todo el honor corresponde al salvaje? Por su naturaleza, incluso por necesidad, es enciclopédico, mientras que el hombre civilizado se encuentra confinado en

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las regiones infinitamente pequeñas de la especialidad. El hombre civilizado inventa la filosofía del progreso para consolarse de su abdicación y de su degradación; mientras que el hombre salvaje, esposo temido y respetado, guerrero obligado al valor personal, poeta en las horas melancólicas en las que el sol declinante invita a cantar el ayer y los antepasados, se acerca mucho más a los lindes del ideal. ¿Qué laguna nos atreveremos a reprocharle? Tiene al sacerdote, tiene al hechicero y al médico. Pero, ¿qué digo?, tiene al dandy, suprema encarnación del ideal de la belleza trasladado a la vida material, aquel que dicta la forma y regula las maneras. Sus vestidos, sus adornos, sus armas, su pipa demuestran una facultad inventiva que desde hace mucho tiempo ya nos ha abandonado. ¿Compararemos nuestros ojos perezosos y nuestras orejas ensordecidas con esos ojos que atraviesan la bruma, con esas orejas que oirían crecer la hierba? Y el salvajismo, en el alma sencilla e infantil, animal obediente y cariñoso, que se da por entero sabiendo que no es más que la mitad de un destino, ¿lo declararemos inferior a la dama norteamericana de la que el señor Bellegarigue (¡redactor del Monitor de los Ultramarinos!) ha crei do hacer un elogio diciendo que era el ideal de la mujer entretenida? Esta misma señora, cuyas costumbres excesivamente prácticas, inspiraron a Edgar Poe —aun siendo tan galante, tan respetuoso con la belleza— las tristes li neas siguientes: «Esos inmensos bolsos, parecidos al pepino gigante, que están de moda entre nuestras beldades, no tienen, a pesar de lo que suele creerse, un origen parisiense; son completamente indígenas. ¿Por qué semejante moda en París, donde una mujer en su bolso sólo guarda el dinero? Pero ¡qué decir del bolso de una norteamericana! El bolso tiene que ser lo

suficientemente grande como para que pueda contener todo su dinero... y además toda su alma.» En cuanto a la religión, no voy a hablar de Vitziputzli tan a la ligera como lo hizo Alfred de Musset; confieso sin reparo que prefiero con mucho el culto de Teutates (118) al de Mammón; y el sacerdote que ofrece al cruel solicitador de hostias humanas víctimas que mueren honrosamente, víctimas que quieren morir, me parece alguien muy manso y humano al lado del financiero que sólo inmola a las poblaciones a su propio interés. Muy de tarde en tarde, tales cosas se entrevén aún, y una vez lei en un articulo del señor Barbey d'Aurevilly una exclamación de tristeza filosófica que resume todo lo que me gustaría decir acerca de este asunto: «Pueblos civilizados que arrojáis sin cesar la piedra a los salvajes, ¡pronto no mereceréis ni siquiera ser idólatras!» Semejante ambiente —ya lo he dicho, pero no puedo resistir la tentación de repetirlo— no es el más propicio a los poetas. Lo que una mente francesa, supongamos la más democrática, entiende por Estado, sería una idea inaceptable en una mente norteamericana. Para toda inteligencia del viejo mundo, un Estado político tiene un cen tro motor que es su cerebro y su sol, recuerdos antiguos y gloriosos, largos anales poéticos y militares, una aristocracia a la que la pobreza, hija de las revoluciones, sólo puede añadir un paradójico lustre; pero ¡Eso! Esa caterva de vendedores y compradores, lo que no tiene nombre, ese monstruo sin cabeza, ese deportado más allá del océano, ¡Estado! Aceptémoslo si una inmensa taberna donde el consumidor acude y hace sus negocios sobre unas mesas manchadas, en medio de la barahúnda de palabras malsonantes, puede asimilarse a un salón, a lo que

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llamábamos antaño un salón, república del ingenio presidida por la belleza. Siempre será difícil ejercer, a un tiempo noble y fructuosamente, la profesión de hombre de letras sin exponerse a la difamación, a la calumnia de los impotentes, a la envidia de los ricos —¡esa envidia que es su castigo!—, a las venganzas de la mediocridad burguesa. Pero lo que es difícil en una monarquía moderada o en una república regular, se hace casi impracticable en una especie de olla de grillos en la que cada cual, gendarme de la opinión, vigila en beneficio de sus vicios— o de sus virtudes, que viene a ser lo mismo—, donde un poeta, un novelista de un país con esclavos es un escritor detestable a los ojos de un crítico abolicionista; donde no se sabe cuál es el mayor escándalo: el desmelenamiento del cinismo o la imper turbabilidad de la hipocresía bíblica. Quemar a negros encadenados, culpables de haber sentido en su negra mejilla el hormigueo del rojo del honor, disparar el revólver en la platea de un teatro, establecer la poligamia en los países del Oeste, que los salvajes (término que parece una injusticia) aún no habían mancillado con esas bochornosas utopías, pegar unos carteles que anuncian, sin duda para reafirmar el principio de la libertad ilimitada, la

curación de las enfermedades de nueve meses,

tales son algunos de los rasgos sobresalientes, algunas de las ilustra ciones morales del noble país de Franklin, el inventor de la moral del mostrador, el héroe de un siglo consagrado a la manera. No está de más llamar la atención incesante mente sobre esas maravillas de brutalidad, en un tiempo en el que la americanomanía se ha convertido casi en una pasión de buen tono, hasta el punto de que un arzobispo ha podido prometernos muy en serio que la Providencia no tardaría mucho en permitirnos disfrutar de ese ideal trasatlántico.

III Semejante medio social engendra necesariamente erro res literarios proporcionados. Contra esos errores Poe reaccionó tan a menudo como le fue posible y con todas sus fuerzas. No debemos, pues, sorprendernos de que los escritores norteamericanos, sin dejar de admitir sus singulares dotes como poeta y como narrador, siempre hayan querido rebajar su valor como crítico. En un país en el que la idea de utilidad, la más hostil del mundo a la idea de belleza, lo domina todo, el crítico perfecto será el más honorable, es decir, aquel cuyas tendencias y deseos estén más cerca de las tendencias y de los deseos de su público; aquel que, confundiendo las facultades y los géneros de producción, asigne a todos un objetivo único; aquel que busque en un libro de poesía los medios de perfeccionar la conciencia. Naturalmente, no tardará en despreocuparse de las bellezas reales, efectivas, de la poesía, y cada vez será menos sensible a las imperfecciones e incluso a los errores de la ejecución. Por el contrario, Edgar Poe, dividiendo el mundo del espíritu en Intelecto puro, Gusto y Sentido moral, aplicaba la crítica según el objeto de su análisis perteneciente a una de esas tres divisiones. Antes que nada era sensible a la perfección del plan y a la corrección de la ejecución; desmontando las obras literarias como piezas mecánicas defectuosas (para el objeto que deseaban tener), observando cuidadosamente los vicios de fabricación; y cuando pasaba al detalle de la obra, a su expresión plástica, en una palabra, al estilo, escudriñando sin omisión los errores de prosodia, las faltas gramaticales y toda esa masa de escorias que, en los escritores que no son artistas, ensucian las mejores intenciones y deforman las concepciones más nobles.

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Para él, la Imaginación es la reina de las facultades; pero para él esta palabra es algo más grande que lo que suele entender el común de los lectores. La Imaginación no es la fantasía; tampoco la sensibilidad, aunque sea difícil concebir a un hombre imaginativo que no sea sensible. La Imaginación es una facultad casi divina que per cibe en primer lugar, al margen de los métodos filosóficos, las relaciones íntimas y secretas de las cosas, las correspondencias y las analogías. Los honores y las funciones que confiere a esta facultad le otorgan tal valor (al menos cuando se comprende debidamente el pensamiento del autor) que un sabio sin imaginación sólo resulta un falso sabio, o al menos un sabio incompleto. Entre los dominios literarios en que la imaginación puede obtener los resultados más curiosos, recoger los tesoros, no más ricos ni de más valor (porque éstos pertenecen a la poesía), pero sí los más numerosos y variados, existe uno por el que el Poe siente una particular atracción, el cuento. Este tiene sobre la novela larga la inmensa ventaja de que su brevedad contribuye a la intensidad del efecto. La lectura, que puede hacerse de una tirada, deja en la mente un recuerdo mucho más fuerte que el de una lectura rota, interrumpida a menudo por el ajetreo de los quehaceres y el afán de los intereses mundanos. La unidad de impresión, la totalidad de efecto es una ventaja inmensa que puede dar a esa forma literaria una superioridad muy peculiar, hasta el punto de que un cuento demasiado corto (y ello es sin duda un defecto) todavía es preferible a un cuento demasiado largo. El artista, si es hábil, no acomodará sus pensamientos a los incidentes, sino que, después de concebir deliberadamente, con toda calma, un efecto que quiere producir, inventará los incidentes, combinará los hechos más adecuados para que conduzcan al efecto deseado. Si la primera frase no

se escribe con objeto de preparar esta impresión final, la obra está fallida desde el comienzo. En todo el relato no debe haber ni una sola palabra que no contenga una intención, que no tienda, directa o indirectamente, a perfeccionar el objetivo propuesto. Hay un aspecto en el cual el cuento es superior incluso al poema. El ritmo es necesario para el desarrollo de la idea de belleza, que es el objetivo mayor y más noble del poema. Ahora bien, los artificios del ritmo son un obstáculo insuperable para este desarrollo minucioso de pensamientos y de expresiones que tiene por meta la verdad. Porque la verdad puede ser a menudo la meta del cuento, y el razonamiento la mejor herramienta para la construcción de un cuento perfecto. Por este motivo, esta forma literaria, que no es tan elevada como la poesía pura, puede producir obras más variadas y más fácilmente apreciables para la mayoría de los lectores. Además, el autor de un cuento tiene a su disposición una multitud de tonos, de matices de lenguaje, el tono razonador, el sarcástico, el humorístico, que repudia la poesía, y que son como disonancias, ofensas a la idea de belleza pura. Esta es también la causa de que el autor que en un cuento se propone un simple objetivo de belleza, tenga que trabajar enfrentándose con grandes inconvenientes, ya que está privado de uno de los instrumentos más útiles, el ritmo. Ya sé que en todas las literaturas se han hecho intentos, a menudo coronados por el éxito, para crear cuentos puramente poéticos; el propio Edgar Poe escribió algunos muy hermosos. Pero son luchas y esfuerzos que sólo sirven para demostrar la fuerza de los verdaderos medios adaptados a las metas correspondientes, y casi me inclino a creer que en algunos autores, los más grandes que pueda elegirse, tales tentaciones heroicas proceden de la desesperación.

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IV

«Genus irritabile vatum! Que los poetas (nos servimos de la palabra en su acepción más amplia y como abarcando a todos los artistas) constituyen una casta irritable, es bien sabido; pero el porqué de ello no parece que todo el mundo lo haya comprendido bien. Un artista sólo es un artista gracias a su exquisito sentido de la Belleza, sentido que le procura goces embriagadores, pero que al mismo tiempo implica, contiene un sentido igualmente exquisito de toda deformidad y de toda desproporción. Por eso un agravio, una injusticia hecha a un poeta que sea verdaderamente un poeta, le exaspera hasta un punto que puede parecer, a los ojos de la mayoría, que existe una completa desproporción respecto a la injusticia cometida. Los poetas ven la injusticia, nunca donde no existe, pero muy a menudo donde los ojos no poéticos no ven nada injusto. Por eso la famosa irritabilidad poética no tiene nada que ver con el temperamento, entendido en el sentido vulgar, sino que está en relación con una clarividencia que va más allá de lo ordinario, relativa a lo falso y a lo injusto. Esta clarividencia no es más que un corolario de la viva percepción de lo verdadero, de la justicia, de la proporción, en una palabra, de la belleza. Pero hay algo que está muy claro: el hombre que no es (según el juicio del común de las gentes) irritabilis, no tiene nada de poeta.» Así habla el propio poeta, proporcionando una excelente e irrefutable apología a todos los de su casta. Poe mostraba esta sensibilidad en las cuestiones literarias, y la extremada importancia que atribuía a las cosas de la poesía le movía a menudo a adoptar un tono en el que, a juicio de los débiles, la superioridad se hacía notar demasiado. Creo que ya he observado que varios de los prejui cios que tenía que combatir, de las ideas falsas, de los juicios vulgares que circulaban a su alrededor,

hace ya tiempo que han infectado la prensa francesa. No será, pues, inútil dar cuenta sumariamente de algunas de sus más importantes opiniones relativas a la composición poética. El paralelismo del error hará su aplicación muy fácil. Pero, antes que nada, debo decir que después de reco nocer lo que corresponde al poeta natural, a lo innato, Poe concedía una gran importancia a la ciencia, al traba jo y al análisis, que parecerá exorbitante a los orgullosos no eruditos. No sólo dedicó esfuerzos considerables para someter a su voluntad el demonio fugitivo de los minutos felices, para evocar a su antojo esas sensaciones exquisitas, los anhelos espirituales, los estados de salud poética, tan raros y tan preciosos que verdaderamente podríamos considerarlos como gracias exteriores al hombre y como revelaciones; sino que también sometió la inspiración al método, al análisis más severo. ¡La elección de los medios! Una y otra vez vuelve a lo mismo, insiste con una docta elocuencia en la adecuación del medio al efecto, en el uso de la rima, en el perfeccionamiento del estribillo, en la adaptación del ritmo al sentimiento. Afirmaba que quien no sabe captar lo intangible no es poeta; que sólo es poeta quien es dueño de su memoria, soberano de las palabras, registro de sus propios sentimientos siempre a punto para dejarse hojear. ¡Todo para el desenlace!, repetía a menudo. Hasta un soneto requiere un plan, y la construcción, el armazón, por así decirlo, es la garantía más importante de la vida misteriosa de las obras de imaginación. Recurro naturalmente al artículo titulado The Poetic Principie, y en él descubro, ya en su mismo comienzo, una vigorosa protesta contra lo que podría llamarse, en materia de poesía, la herejía de la longitud o de la dimensión, el absurdo valor atribuido a los poemas extensos. «Un poema largo no existe; lo que se entiende por un poema largo es

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una absoluta contradicción de términos.» En efecto, un poema sólo merece este nombre en la medida en que excita, que arrebata el alma, y el valor efectivo de un poema depende de esta excitación, de este arrebato del alma. Pero, por necesidad psicológica, todas las excitaciones son fugitivas y transitorias. Ese estado singu lar en el cual el alma del lector ha sido, por así decirlo, violentada, sin duda alguna no puede durar tanto como la lectura de un poema que supera la tenacidad de entusiasmo de que es capaz la naturaleza humana. Evidentemente, ya hemos condenado, pues, al poema épico. Porque una obra de tales dimensiones no puede considerarse como poética más que en la medida en que se sacrifica la condición vital de toda obra de arte, la Unidad; no me refiero a la unidad en la concepción, sino a la unidad en la impresión, a la totalidad del efecto, como ya he dicho al comparar la novela con el cuento. El poema épico se nos aparece, pues, estéticamente hablando, como una paradoja. Es posible que en épocas remotas se compusiesen series de poemas líricos, fundidos posteriormente por los compiladores para hacer poemas épicos; pero toda intención épica procede evidentemente de un sentido imperfecto del arte. El tiempo de esas anomalías artísticas ha pasado, e incluso es muy dudoso que un poema largo haya podido ser alguna vez verdaderamente popular en toda la extensión del término. Hay que añadir que un poema demasiado corto, el que no proporciona un pabulum que baste a la excitación creada, el que no iguala al apetito natural del lector, es también muy defectuoso. Por brillante e intenso que sea su efecto, no es duradero; la memoria no lo retiene; es como un sello que se aplica con demasiada suavidad y demasiado aprisa, y que no tiene tiempo de grabar su imagen en la cera.

Pero existe otra herejía que, gracias a la hipocresía, a la tosquedad y a la bajeza de los espíritus es mucho más temible y tiene posibilidades de duración mayores, un error más persistente; me refiero a la herejía de la enseñanza, que comprende como corolarios inevitables la herejía de la pasión, de la verdad y de la moral. Una multitud de personas están persuadidas de que el objetivo de la poesía es enseñar algo, que debe robustecer la concien cia, perfeccionar las costumbres o demostrar algo útil. Edgar Poe asegura que los norteamericanos han patrocinado de manera especial esta idea heterodoxa; ¡Xay! No es preciso ir a Boston para encontrar la herejía en cuestión. Aquí mismo nos asedia y todos los días lanza embates contra la verdadera poesía. La poesía, por poco que se quiera descender hasta el fondo de uno mismo, interrogar al alma, evocar sus recuerdos de fervor, no tiene más ob jeto que ella misma; no puede tener otro, y ningún poe ma será tan grande, tan noble, tan verdaderamente digno del nombre de poema como el que se habrá escrito únicamente por el placer de escribir un poema. No quiero decir con eso que la poesía no ennoblezca las costumbres —que quede claro—, que su resultado final no sea elevar al hombre por encima del nivel de los intereses vulgares; eso sería evidentemente un absurdo. Lo que digo es que si el poeta persigue un fin moral, disminuye su fuerza poética; y no es imprudente apostar que su obra será mala. La poesía no puede, bajo pena de muerte o de extinción, asimilarse a la ciencia o a la moral; no tiene la Verdad por objeto, sólo se tiene a sí misma. Los modos de demostración de verdad son otros, pertenecen a otro ámbito. La Verdad no tiene nada que ver con las canciones. Todo lo que constituye el encanto, la gracia, lo irresistible de una canción quitaría a la Verdad su autoridad y su poder. Frío, sereno, impasible, el talan te

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demostrativo rechaza los diamantes y las flores de la musa; es, pues, todo lo contrario del talante poético. El Intelecto puro aspira a la Verdad, el Gusto nos muestra la Belleza y el Sentido moral nos enseña el Deber. Es cierto que el sentido intermedio mantiene íntimas relaciones con los dos extremos, y que sólo está separado del Sentido moral por una diferencia tan ligera que Aristóteles no vaciló en situar entre las virtudes algunas de sus delicadas operaciones. Por otra parte, lo que exaspera sobre todo al hombre de gusto en el espectáculo del vicio es su deformidad, su desproporción. El vicio atenta contra lo justo y lo verdadero, subleva al intelecto y a la conciencia; pero, como atentado contra la armonía, como disonancia, ofenderá aún más particularmente a ciertos espíri tus poéticos; y no creo que sea escandaloso considerar toda infracción a la moral, a la belleza moral, como una especie de fallo en el ritmo y en la prosodia universales. Este admirable, este inmortal instinto de la Belleza es lo que nos hace considerar la Tierra y sus espectáculos como un anticipo, como una correspondencia del Cielo. La sed insaciable de todo lo que está más allá y que reve la la vida es la prueba más efectiva de nuestra inmortali dad. A un tiempo por la poesía y a través de la poesía, por la música y a través de ella, el alma entrevé los esplendores situados tras la tumba; y cuando un poema exquisito hace brotar las lágrimas, esta lágrimas no son la prueba de un exceso de goce, sino más bien el testimonio de una melancolía irritada, de una súplica de los nervios, de una naturaleza desterrada en lo imperfecto y que qui siera apoderarse inmediatamente, ya en esta misma tierra, de un paraíso revelado. Así, el principio de la poesía es estricta y sencillamente la aspiración humana hacia una

belleza superior, y la manifestación de este principio está en un entusiasmo, una excitación del alma —entusiasmo que es completamente independiente de la pasión, que es la embriaguez del co razón, y de la verdad, que es el alimento de la razón—. Porque la pasión es natural, demasiado natural para no introducir un tono hiriente, discordante, en el dominio de la belleza pura, demasiado familiar y demasiado violenta para no escandalizar a los puros Deseos, las graciosas Melancolías y las nobles Desesperaciones que habitan las regiones sobrenaturales de la poesía. Esta extraordinaria elevación, este exquisita delicadeza, ese acento de inmortalidad que Edgar Poe exige de la Musa, no le hace menos atento a las prácticas de ejecución, sino que por el contrario le empuja a aguzar incesantemente su genio efectivo. Muchos, sobre todo los que han leído el singular poema titulado El cuervo, se escandalizarían si yo analizase el artículo en el que nuestro poeta, en apariencia ingenuamente, pero con una leve impertinencia que no me parece mal, explicó minuciosamente el modo de construcción empleado, la adaptación del ritmo, la elección de un estribillo —lo más breve posible y lo más susceptible de aplicaciones diversas, y al mismo tiempo el más representativo de melancolía y de desesperación, adornado con la rima más sonora de todas (nevermore, nunca más)—, la invención de un pájaro capaz de imitar la voz humana, pero de un pájaro —el cuervo— que en la imaginación popular tiene un carácter funesto y fatal; la elec ción del tono más poético de todos, el tono melancólico, del sentimiento más poético, el amor por una mujer muer ta, etc. «Y no situaré, dice, al héroe de mi poema en un ambiente pobre, porque la pobreza es trivial y contraria a la idea de Belleza. Su melancolía se albergará en una estancia

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magnífica y poéticamente amueblada.» El lector sorprenderá en varios de los cuentos de Poe síntomas curiosos de esa afición inmoderada por las formas bellas, sobre todo por las formas bellas singulares, por los ambientes adornados y las suntuosidades orientales. Ya he dicho que ese artículo me parecía tocado de una ligera impertinencia. De todos modos, los partidarios de la inspiración no dejarán de ver en él una profanación y una blasfemia; pero creo que el artículo se escribió espe cialmente para ellos. Frente a ciertos escritores que afectan el abandono, aspirando a la obra maestra con los ojos cerrados, llenos de confianza en el desorden y esperando que las letras arrojadas al techo vuelvan a caer en forma de poema sobre el suelo, Edgar Poe —uno de los hombres más inspirados que conozco— tiene la afectación de ocultar la espontaneidad, de simular sangre fría y deliberación. «Creo poder jactarme —dice con un orgullo divertido y que no me parece de mal tono— que ningún aspecto de mi poema ha sido abandonado al azar, y que la obra entera avanza paso a paso hacia su objetivo con la precisión y la lógica rigurosa de un problema de matemáticas.» Decia que sólo los amantes del azar, los fatalistas de la inspiración y los fanáticos del verso blanco pueden juzgar extravagantes esas minucias. En materia de arte no existen minucias. A propósito de versos blancos, añadiré que Poe concedía una importancia extremada a la rima, y que en el análisis que hizo del placer matemático y musical que la mente obtiene con la rima, puso tanto cuidado y tanta sutileza como en todas las cuestiones relativas al oficio poético. Del mismo modo que había demostrado que el estribillo es susceptible de aplicaciones infinitamente variadas, trata también de rejuvenecer, de redoblar el placer de la rima, añadiéndole ese elemento inesperado, la

extrañeza, que es como el condimento indispensable de toda belleza. Hace un magnífico uso de las repeticiones del mismo verso o de varios versos, retornos obstinados de frases que simulan las obsesiones de la melancolía o de la idea fija, del estribillo pu/o y simple, pero que reaparece de diversas maneras distintas, del estribillo con variante, que finge la indolencia y la distracción, de las rimas redo bladas o triplicadas, y también de un género de rima que introduce en la poesía moderna, pero con más precisión e intención, las sorpresas del verso leonino. Es evidente que el valor de todos esos medios sólo puede verificarse por la aplicación; y una traducción de poemas tan deliberados, tan concentrados, puede ser un sueño tentador, pero no será más que un sueño. Poe compuso pocos poemas; a veces se lamentaba de no poder entregarse, no más a menudo, sino exclusivamente a ese tipo de trabajo, que consideraba como el más noble. Pero su poesía es siempre de un poderoso efecto. No es la efusión ardiente de Byron, no es la melancolía blanda, armoniosa, distingüida, de Tennyson, por quien sentía, dicho sea de paso, una admiración casi fraterna. Es algo profundo y espejeante como el sueño, misterioso y perfecto como el cristal. Supongo que no necesito decir que los críticos norteamericanos han denigrado a menudo esta poesía. Recien temente leía en un diccionario de biografías norteamericanas un artículo en la que se la declaraba extraña, y se reconocía que era de temer que esa musa de doctos ropajes hiciese escuela en el glorioso país de la moral útil, para terminar lamentando que Poe no hubiese dedicado su talento a la expresión de las verdades morales, en vez de malgastarlo en la búsqueda de un ideal extravagante y de prodigar

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en sus versos una voluptuosidad misteriosa, es cierto, pero sensual. Ya conocemos esa leal esgrima. Los reproches que los malos críticos hacen a los buenos poetas son los mismos en todos los países. Al leer este artículo me parecía leer la traducción de una de esas numerosas requisitorias que los críticos parisienses disparan contra aquellos de nuestros poetas más enamorados de la perfección. Nuestras predilecciones son fáciles de adivinar, y toda alma prendada de poesía pura me comprenderá cuando diga que, entre nuestra casta antipoética, Victor Hugo sería menos admirado si fuese perfecto, y que sólo ha podido hacerse perdonar todo su genio lírico introduciendo a la fuerza y brutalmente en su poesía lo que Edgar Poe consideraba como la mayor de las herejías modernas: la enseñanza.

Notas

(1) Publicado en 1851. Pierre Dupont (1821-1870) fue uno de los poetas obreros más famosos de su época. Después de cantar la revolución de 1848, después del golpe de Estado de diciembre de 1851 se le condenó a siete años de deportación, pero fue incluido en una amnistía. (2) Batalla naval librada en octubre de 1827, y en la que la escuadra de los aliados (Gran Bretaña, Rusia y Francia) derrotó a la turcoegipcia. (3) Alusión al libro Las orientales (1829) de Victor Hugo. (4) Alusión al libro de Sainte-Beuve, Vida, poesía y pensamientos de Joseph Delorme (1829). (5) Consigna atribuida a Franfois Guizot, uno de los políticos más influyentes del reinado de Luis Felipe. (6) Famoso restaurante del bulevar de los Italianos. (7) Nombre que se daba a los obreros lioneses de la seda. (8) Indudable alusión al padrastro de Baudelaire, el general Aupick. (9) Las cursivas corresponden a dos citas de poemas de Dupont. (10) De 1848. (11) El mágico prodigioso, de Calderón de la Barca (III, 5). (12) Tres prototipos de taciturnos héroes románticos, según las novelas de Chateaubriand, Sénancour y Goethe. (13) El autor de la Marsellesa. (14) Publicado en noviembre de 1851.

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(15) Estrenado en 1844. Los principales títulos dramáticos de Émile Augier (1820-1889) pertenecen a la época del Segundo Imperio. (16) La famosa novela de Gautier (1836). (17) Drama de Alexandre Dumas (1836). (18) Novela satírica (1842) de Louis Reybaud. (19) Fiesta carnavalesca del antiguo barrio parisiense de La Courtille. (20) Filósofo y político (1797 1871), portavoz del sansimonismo. (21) Étienne Lousteau y Lucien de Rubempré, personajes de la Comedia Humana. (22) Arnaud Berquin (1747-1791), autor de un empalagoso libro titulado El amigo de los niños. (23) El barón de Montyon instituyó en 1782 unos premios a la virtud y a los libros que la fomentaran. (24) Ministro del Interior que por un decreto de octubre de 1851 se proponía alentar el teatro que tuviera un fin moral y educativo. (25) No hay noticia de que Baudelaire escribiera semejante artículo. (26) Publicado en enero de 1852. (27) En griego, «Hera, la de los ojos vacunos», la diosa identificada por los romanos con Juno. (28) En latín, crujido de dientes. (29) Publicado en octubre de 1857. (30) El marqués Astolphe de Custine (1790-1857), autor de dos famosos libros de viajes —España bajo Fernando Vil (1838) y Rusia en 1839 (1843)— además de las novelas citadas por Baudelaire: Aloys (1829), El mundo tal como es (1835), Ethei (1839) y Romualdo o la vocación (1848). (31) Comedia de Balzac. (32) Jules Barbey d'Aurevilly (1808 1889), el más famoso de estos novelistas de entonces que comenta Baudelaire. Una antigua amante es de 1849 y La hechizada de 1854. (33) Seudónimo de Jules Husson (1821 1869), adelantado y teórico del movimiento llamado realista. (34) Charles Barbara (nacido en 1822) es el más oscuro de los autores citados en este pasaje. Fue amigo de juventud de Baudelaire y publicó en 1855 la novela El asesinato del Puente Rojo. (35) Paul Féval (1817-1887) es un conocido folletinista de la época, autor de Los misterios de Londres (1848) y El jorobado (1858). (36) Frédéric Soulié (1800-1847), rival de Balzac en los primeros años de la novela de folletín, autor de

las extensísimas Memorias del Diablo (8 vol., 1837-1838). (37) Bulwer-Lytton (1803-1873), novelista inglés muy famoso en su tiempo: Pelham (1828), Eugene Aram (1832),' Los últimos días de Pompeya (1834). (38) Paul de Kock (1793-1871), novelista popular, uno de los más leídos de su siglo. (39) Mitológica esposa de Minos famosa por sus amores contra natura con el toro de Creta. (40) Sobrenombre del escritor Pétrus Borel (1809-1859), a quien Baudelaire dedica unas páginas más adelante. (41) Charles Asselineau (1821-1874) acababa de publicar el volumen de cuentos La doble vida. La critica de Baudelaire es de enero de 1859. (42) En inglés, «herido por la melancolía». (43) Johann Paul Friedrich Richter, más conocido por Jean- Paul (1763-1825), escritor romántico alemán. (44) La causa de la independencia griega. (45) Hoy de la Concordia. (46) «Aqui me juzgan bárbaro porque no me comprenden», (Tristes. V. 10). (47) En inglés, «tú eres el hombre», cita de Las confesiones de un fumador de opio, de De Quincey. (48) Publicado en marzo de 1859. (49) Sobrenombre dado en su adolescencia a Victor Hugo. (50) Tres obras poéticas de Gautier, respectivamente de 1833, 1838 y 1845. (51) Dos famosos libros de poesía de Lamartine. (52) Poeta (1805 1882) al que Baudelaire dedicará un estudio. Las sátiras de sus Yambos (1830-1831) le hizo famoso, pero entre sus restantes obras figuran también II Pianto (1833) y Lázaro (1837), sobre las miserables condiciones de vida de los obreros ingleses. (53) Seguramente, el volumen colectivo Versos, publicado en 1843, lo cual permite datar la primera visita de Baudelaire a Gautier. (54) Libro satírico de Gautier (1833) donde pone en solfa al esnobismo literario romántico. (55) De 1839. (56) Baudelaire cita aquí un fragmento de sus

Nuevas notas sobre Edgar Poe. (57) Michelet en El amor (1859). (58) Cita de Poe, Estancias a Helena.

(59) Con motivo de la Exposición universal de 1855.

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(60) Aldea del departamento de los Bajos Pirineos, a veinticinco quilómetros de Bayona. (61) «Todas hieren, la última mata». (62) «Soy hombre y no juzgo ajeno nada humano». (63) «Cualquier cosa humana la considero ajena». (64) Textos publicados en la «Revue Fantaisiste» en 1861. (65) Después del golpe de Estado de diciembre de 1851, Víctor Hugo se exilió voluntariamente y no regresó a Francia hasta después de la caída del Segundo Imperio, en 1870. (66) Novelista (1813-1848) hoy completamente olvidado. La frase parece sugerir un trato asiduo entre Baudelaire y Víctor Hugo, pero sabemos que sus relaciones personales fueron muy escasas y esporádicas. (67) Charles Fourier (1772-1837), una de las principales figuras del llamado socialismo utópico. (68) Emmanuel Swedenborg (1688-1772), famosísimo teósofo. (69) Johan Raspar Lavater (1741-1801), autor de la Fisiognomía (1775-1778), sobre la manera de descubrir el carácter por los rasgos de la cara, teoría que ejerció una gran influencia en todo el siglo xix. (70) Edgar Quinet (1803-1875), profesor del Colegio de Francia, publicó en 1836 un mediocre poema épico sobre Napoleón. (71) Sobre Barbier, véase la nota 52. (72) «La indignación inspira la poesía» (Juvenal,

Sátiras).

(73) Dos poetas románticos menores, Auguste Brizeux (1803-1858) y Antony Deschamps (1800-1869). (74) Poetisa (1786-1859) que, a diferencia de tantos otros oscuros autores románticos que comenta Baudelaire, hoy seguimos leyendo con placer y admiración. (75) Charles-Robert.Maturin (1782 1824), novelista irlandés autor de la famosa novela gótica Melmoth (1820). (76) André-Alexandre Erdan, partidario de la ortografía fonética. (77) Nombre dado, poco después de la revolución de 1830, a jóvenes que mostraban un afectado desaliño y que eran de ardientes convicciones democráticas. (78) Alusión al pasaje evangélico donde se habla del destino que se da a las treinta monedas de Judas después de su muerte (Mt. 27,3-7).

(79) Poeta (1810-1838) de vida desastrada, que murió de privaciones en un hospital dejando un único libro, El miosotis (1838). (80) Protagonista del drama romántico de Dumas (1831). (81) El seminario. (82) Claudio Frollo es el perverso clérigo de Nuestra Señora de París, de Victor Hugo. Lamennais (1752-1854) se cita aquí como símbolo del sacerdote de ideas liberales que se separó de la Iglesia. (83) Poeta satírico (1796-1867). (84) Poeta didáctico (1738-1813) que gozó de una fama tan inmensa como inmerecida. (85) La société du Caveau, fundada en 1729, fue una especie de club de la canción, sobre todo en los géneros báquico y satírico, que tuvo una larga vida, hasta muy entrado el siglo xix. (86) Pierre-Jean de Béranger (1780-1857) fue el cancionero más célebre de todo el siglo, con un repertorio epicúreo y político, sorprendentemente admirado por las mayores figuras de su tiempo. Marc-Antoine Désaugiers (1772-1827) fue otro popularísimo autor de canciones, sobre todo de asunto parisiense. A diferencia del liberal Béranger, era de convicciones monárquicas. (87) Poeta (1793-1843) considerado como el mejor de Francia en la época de la Restauración, y en seguida barrido por los grandes románticos. (88) «Talante melancólico». (89) Especie de libro-álbum, generalmente con grabados. (90) Pintor francés (1795-1858) de carácter romántico. (91) Peter von Cornelius (1783-1867), pintor alemán que formó parte del grupo de los nazarenos. (92) Poeta (1819-1896) que también fue amigo de Baudelaire. (93) Georges de Brébeuf (1618-1661), poeta que dejó una obra escasísima y muy poco leída. (94) Publicado en 1861 y que al año siguiente reapareció como prólogo a la novela de Cladel (1835-1892). (95) Personas educadas y de buena cuna. (96) La revolución de 1848. (97) Paul Gavarni (1804-1866), el más popular de los grabadores franceses de asunto costumbrista.

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(98) Alusión al pequeño ciclo balzaquiano de La historia de los Trece, una de cuyas novelas se titula

Ferragus.

(99) Las hypanis son unas mariposas que llevan el nombre de un río de la antigua Sarmacia. .(100) Articulo aparecido anónimamente en la «Revue anecdotique» a fines de enero de 1862. (101) «Le Constitutionnel», 20 de enero de 1862. (102) Alfred-Auguste Cuvillier-Fleury (1802-1887), que había sido preceptor del duque de Aumale, cuarto hijo del rey Luis Felipe. (103) Periodista y escritor (1803-1866), que fue secretario de Balzac, sobre quien dejó un curiosísimo libro de recuerdos. (104) Jules Favre (1809-1880) fue un abogado y político enér gicamente opuesto al Segundo Imperio. Al sillón que acababa de dejar vacante la muerte de Lacordaire aspiraba también el propio Baudelaire. Ninguno de los dos fue elegido, pero en 1868 Favre consiguió ingresar en la Academia. (105) Juego de palabras intraducibie. «Folie» es al mismo tiempo locura y casa de recreo muy lujosa. (106) Verso de Georges de Scudéry sobre La viuda, de Pierre Corneille. (107) «Este es el fin de Polonia», frase atribuida al patriota polaco Kosciuszko, y que aquí se usa, claro está, irónicamente. (108) Publicado en abril de 1862. (109) Artículo en forma de carta, aparecido anónimamente en «Le Figaro» el 14 de abril de 1864. (110) Verosímilmente se encontraba en Versalles huyendo de sus acreedores. (111) Por sus cuadros de tema hamletiano como Hamlet y Horacio y Hamlet y Polonio. (112) Saint-Marc Girardin (1801-1873) fue un mediocre crítico literario muy respetado en su época. (113) «El otro Girardin» es Emile de Girardin (1806-1881), gran periodista, el fundador de «La Presse», diario con el que revolucionó los hábitos de lectura de todo el país. Aquí se alude a un artículo publicado en 1850 en «La Presse» sobre la teoría de que los caracoles se comunicaban entre sí por medio de brújulas simpáticas, y, tal como dice Baudelaire, a una suscripción patrocinada por el periódico para conseguir la abolición de la guerra. (114) Victor Hugo.

(115) Hugo. (116) (117) (118)

Naturalmente, sigue aludiendo a Victor Publicado en 1855. Publicado en 1857. Divinidad de los antiguos celtas.

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Indice

Prólogo. 5

Pierre Dupont, La escuela virtuosa, La escuela pagana, Madame Bovary. de Gustave Flaubert, La doble vida, de Charles Asselineau, Théophile Gautier, Reflexiones sobre algunos de mis contemporáneos, I. Victor Hugo, II. Auguste Barbier, III. Marceline Desbordes-Valmore, IV. Théophile Gautier, V. Pétrus Borel, VI. Hégésippe Moreau, VII. Théodore de Banville, VIII. Pierre Dupont, IX. Leconte de Lisie, X. Gustave Le Vavasseur, Los mártires ridículos, de Léon Cladel, Una reforma en la Academia, Los miserables, de Victor Hugo, Aniversario del nacimiento de Shakespeare, Edgar Poe, su vida y sus obras, Nuevas notas sobre Edgar Poe,

Notas,