Bataille Leiris 1 Revisado

Georges Bataille Michel Leiris Intercambios y correspondencias Edición establecida y anotada por Louis Yvert Postfacio

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Georges Bataille

Michel Leiris

Intercambios y correspondencias Edición establecida y anotada por Louis Yvert Postfacio de Bernard Noël

Abreviaturas

BLJD

Biblioteca literaria Jacques Doucet

BNF-Mss Biblioteca nacional de Francia, departamento de manuscritos LRS

Leiris (fondo Michel Leiris de la BLJD)

ms o MS

Manuscrito

NAF

Nuevas adquisiciones francesas (BNF-Mss)

NRF

La Nouvelle Revue française

OC

Oeuvres complètes de Georges Bataille, t. I-XII, Gallimard, 1970-1988.

Michel Leiris Acerca de Georges Bataille

El donjuanismo de Georges Bataille Siempre me gustó que el Don Juan de Da Ponte y Mozart se titulara un dramma giocoso. No creo que la grandeza pueda ganar algo mostrándose como grandeza. Muy por el contrario: aquel que llega más lejos y más alto es el que no está munido de grandes botas para caminar o para trepar. Si Georges Bataille ha invocado a menudo la “jovialidad” nietzscheana, ¿no es porque sabe que la grandeza no podría exhibirse como tal sin imponerse al mismo tiempo una medida? Que la obra entera –o poco menos– de Georges Bataille esté situada bajo el signo del erotismo responde por cierto a un gusto y se encuentra además justificado por una filosofía (no hay un mejor camino que el erotismo, la apertura entre las aperturas, para acceder aunque sea parcialmente al vacío inasible de la muerte). Pero pienso también que hay en ello una decisión y que tal decisión es una cuestión de método. ¿Acaso tomar el placer como eje de referencia, ubicándose deliberadamente en el plano del libertinaje, no significa eliminar cualquier riesgo de ser absorbido dentro de una grandeza demasiado encorsetada como para ser la grandeza soberana? Abocarse desde un principio a la más fundamental de las prohibiciones (la que regula y humaniza el intercambio animal de los sexos), ¿no es también proclamar que no se llega a la verdadera moral sino en un más allá de la moral y que no existe un movimiento válido que no sea la ruptura de un límite? Finalmente, por la provocación que representa una obra tan insolentemente orientada, ¿no es como indicar de entrada toda la importancia del desafío, el medio por el cual un hombre se afirma irreductiblemente a sí mismo, de un modo que encuentra su expresión extrema en el heroísmo de don Juan, que se obstina en su malignidad incluso frente a la terrible evidencia de la estatua del Comendador? Desde hace tiempo estoy convencido de que Georges Bataille, inmerso sin embargo en un camino distinto al de la astucia desenvuelta, es a su manera un don Juan. No veo que actualmente exista un escritor cuyas palabras –gracias a las cuales se enmascara y se desenmascara casi en el mismo momento– se vuelvan a tal punto los instrumentos de una seducción personal. Como don Juan, conmueve, engaña y a menudo escandaliza, emitiendo los horrores que hacen temblar a Leporello. Pero con cualquier registro que use, trágico, racional, humorístico o blasfemo, este seductor que recurre alegremente al disfraz del pseudónimo (1) y asume a veces el aspecto de Barbazul que tantos cantantes de ópera le suelen dar a don Juan, es un escritor que fascina y del que nadie podría dudar que a semejanza del huésped del convidado de piedra está jugando constantemente el gran juego.

Todo el deseo humano, en las formas que la moral tradicional llamaría más nobles o más bajas, pasa a través de las palabras de este místico del desenfreno, que tiende a capturar en sus redes a los lectores y convertirlos en sus cómplices como lo fueron para don Juan –aun sin quererlo– las “mil tres” del aria del Catálogo (2). Lo que subyuga particularmente en sus escritos es lo infinito del deseo humano, expresado en un lenguaje donde se abre paso “la nota eterna, el estilo eterno y cosmopolita” (3) de los que habló Baudelaire y que tarde o temprano se reconocerán como dominantes en el bromista que nos enseña que no podremos verdaderamente “vivir nuestra vida” más que viviéndola, pura y ardiente, a la manera vertiginosa en que viviríamos nuestra muerte y, al mismo tiempo, en una exuberancia sin freno. Notas 1. Hasta 1965, tres obras eróticas de Bataille se publicaron clandestinamente y con pseudónimos: Historia del ojo, con la firma de Lord Auch (tres ediciones, 1928, 1945 y 1950 o 1951), Madame Edwarda, con el nombre de Pierre Angélique (cuatro ediciones, 1941, 1945, 1956 y 1965) y El pequeño, con el nombre de Louis Trente (una edición, 1943). Además, estas ediciones por lo general no tenían los nombres del ilustrador ni del editor o tenían nombres falsos y mostraban fechas falsas de edición o de impresión. Debido a que era bibliotecario en la Biblioteca Nacional, y luego director de dos bibliotecas municipales del interior (de Carpentras y de Orléans), Bataille no podía permitirse que lo acusaran de “ultrajes a las buenas costumbres por medio de libros”, según los términos de la legislación de la época. Pero también había por su parte, como escribe Leiris, un gusto por el disfraz, la blasfemia, el escándalo. Con respecto al nombre de Lord Auch, la blasfemia es evidente: Lord es el Señor o Dios en el inglés de las Escrituras, y Auch es una abreviatura por “aux chiottes” [“a la mierda”] (véase infra, “La publicación de ‘Un cadáver’”, p. 73 [referencias que deben cambiarse tras la paginación del libro]). Sin embargo, el pseudónimo no fue exportado del otro lado del canal de la Mancha y la traducción inglesa de Historia del ojo fue publicada con el nombre de Pierre Angélique y no con el de Lord Auch (A Tale of Satisfied Desire, París, The Olympia Press, 1953). En su libro Georges Bataille, la muerte en obra, Michel Surya le dedicó un capítulo al uso de pseudónimos por parte de Bataille; un capítulo cuyo título está tomado de su obra: “Escribo para borrar mi nombre” (nueva edición, Gallimard, 1992, pp. 114-119). Sobre las diferentes ediciones de Historia del ojo, ver infra, p. 27, n. 4.

2. “Madamina, il catalogo è questo”, aria de Leporello en el acto I, escena 2. Las “mil tres” conquistas de don Juan sólo se refieren de hecho a España, pues la suma del catálogo supera las 2000 con Italia (630 conquistas), Alemania (231) y otros países. 3. Baudelaire, “Cohetes”, XII, Oeuvres complètes, Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade, vol. I, p. 661.

De Bataille el Imposible a la imposible Documentos Fue gracias a su colega de la Biblioteca nacional, Jacques Lavaud, cartista * como él y autor de una tesis sobre Philippe Desportes, que me encontré con Georges Bataille. Durante el año 1924, cuando por otro lado yo me hice surrealista, Lavaud –a quien yo conocía de larga data, que era bastante mayor que yo y que me había iniciado en la literatura moderna– nos presentó, un poco para ver como un observador distante el curioso precipitado que podría resultar de ese contacto (según me dijo luego) (1). Esto sucedió en un sitio muy tranquilo y muy burgués cerca de l’Élysée, el café Marigny, una tarde ya no recuerdo de qué estación del año (aunque sin duda no era verano, porque creo que Bataille tenía puesto, además de un sombrero de fieltro gris, un sobretodo de calle a rayas negras y blancas). Muy rápidamente me vinculé con Georges Bataille, que era muy poco mayor que yo. No solamente admiraba su cultura, mucho más amplia y diversa que la mía, sino también su espíritu inconformista signado por que lo que todavía no se había convenido en llamar “humor negro”. Me atraía incluso la apariencia exterior del personaje, más bien delgado y de aspecto a la vez moderno y romántico, que ya poseía (por supuesto que más juvenil y con menor discreción) la elegancia de la cual nunca se apartaría, aun cuando su porte agobiado llegó a darle esa fisonomía casi campesina que la mayoría conoció; una elegancia profunda que se manifestaba sin ningún vano despliegue de fastuosidad en la vestimenta. A sus ojos bastante juntos y hundidos, plenos de todo el azul del cielo, se unía su curiosa dentadura de animal del bosque, frecuentemente revelada por una risa que (tal vez erróneamente) yo consideraba sarcástica. Paul Valéry, a quien Bataille juzgaba como el representante más perfecto del academicismo, era para él –en virtud de esa misma perfección– el enemigo número 1. Tampoco el espíritu de Dadá resultaba de su agrado y hablaba de la oportunidad que habría para lanzar un movimiento Sí, que implicaría un perpetuo consentimiento a todas las cosas y que tendría sobre el movimiento No que había sido Dadá la superioridad de escapar a lo pueril que tiene una negación sistemáticamente provocativa. Un proyecto que imaginamos por algún tiempo, pero que no vio la luz, fue el de fundar una revista, como otros tantos jóvenes intelectuales que acaban de conocerse y que han descubierto en el otro un determinado número de visiones comunes sobre la literatura y sobre el resto de las cosas. La particularidad más notable de ese proyecto fue que habíamos decidido darle como sede a nuestra *

Con este neologismo traduzco el argot “chartiste” con el que se denomina usualmente al alumno de la Escuela Nacional de Archiveros Paleógrafos de Francia. [T.]

publicación, en lo posible, un burdel del viejo barrio de Saint-Denis, un establecimiento adonde un vagabundeo nocturno nos había llevado y cuya vetustez bastante sórdida nos había seducido (2). Habríamos tratado, por supuesto, de asociar a su personal femenino a la redacción de la revista, y el 24 de diciembre –con miras a una eventual publicación– yo había anotado unos sueños que dos de las chicas nos habían contado. De Gaby: “Yo había hecho una puntilla para un conjunto de ropa interior. La llevé al lavadero para limpiarla y la corriente se la llevó. Me lancé a buscarla pero en lugar de agua encontré escalones, unos escalones que no terminaban más”. También de Gaby: “Compro un revólver para matar al amante de mi hermana menor. Cuanta más sangre veía, más quería disparar”. De Marinette: “Estaba paseando con un grupo de perritos negros y un gatito blanco. Tenía a los perros atados, al gato no. Se convirtieron en nube (3)”. En esa época, Bataille aún no se había revelado como escritor. No habían aparecido la Historia del ojo (4) ni el artículo sobre los aztecas que escribió con motivo de una exposición muy oficial de arte precolombino (5) y que anuncia la manera semi-objetiva y semi-pasional que desplegaría con tanto éxito. No obstante, debíamos conocernos hacía bastante poco tiempo cuando me habló de una novela donde se representaba bajo la apariencia del famoso asesino Georges Tropmann (su homónimo parcial (6)) pero que luego tomó la forma de un relato en primera persona. ¿Es posible que se tratara de W. C. (7), cuyo manuscrito finalmente destruyó? De esa novela sobrevivió un episodio, la historia de Dirty (obviamente, una degradación deliberada del nombre “Dorothy”) primero publicada aparte (8) –encabezada por un epígrafe de Hegel y una breve nota, aunque prácticamente sin reelaborar– y luego retomada como introducción para El azul del cielo (9). Por lo que recuerdo, esa historia cuyo escenario era el Savoy del Londres –en el estado en que yo la conocí originalmente– era un primer capítulo (que entre nosotros llamábamos el “capítulo del Savoy”) seguido por un episodio flamenco donde se veía a la joven Dirty, una hermosa y rica inglesa, acompañada por el narrador, entregándose a una orgía con las vendedoras de una pescadería en el mismo lugar donde éstas trabajaban. Un cierto aire de Mylord l’Arsouille (10) (que más tarde desapareció, cuando Bataille se despojó de todo romanticismo superficial aunque siguiera ardiendo interiormente bajo su aspecto de erudito) aparecía en la sucesión de esos dos capítulos donde todo sucede entre los polos de un lujo aristocrático y de una vulgaridad literalmente burda*. No estoy seguro, pero tal vez fuera en esa primera etapa de nuestra amistad cuando Bataille me hizo leer una obra que consideraba capital: El subsuelo de Dostoievski, un libro cuyo héroe y redactor (como se sabe) está supuestamente fascinado por su anhelo de ser lo que en *

En el original, poissarde, que significa “grosero, burdo” en sentido figurado, pero literalmente “pescadera”. [T.]

el lenguaje familiar se llama un hombre “imposible”, ridículo y odioso más allá de cualquier límite. Sea como fuere, Bataille –acostumbrado entonces a los garitos y a las prostitutas como tantos héroes de la literatura rusa– le prestaba bastante atención a Dostoyevski como para que una alusión al gran novelista figurase en la historia de Dirty: “La escena que precedía, en suma, fue digna de Dostoyevski” (11), anuncia en el momento de contar –en flash-back– la escena de embriaguez y erotismo ignominioso que se desarrolla en el palacio londinense. Poco después de haber entrado en contacto con él, introduje a Bataille en el cenáculo que era mi ambiente nutricio en arte y poesía desde hacía casi dos años. Ese pequeño grupo tenía como lugar de reunión, en el 45 de la calle Blomet, el taller del pintor André Masson (12) – muy dostoyevskiano en su deterioro– quien ya era autor de espléndidos dibujos donde el desencadenamiento sexual evocaba un retorno a los comienzos del mundo y que sería el gran ilustrador de Bataille tanto para la Historia del ojo como para textos donde convergen erotismo, lirismo cosmogónico y filosofía de lo sagrado. Cuando yo me adherí al surrealismo, después de Masson y un poco antes que su vecino Joan Miró, Bataille se mantuvo apartado del movimiento. Su única contribución a La Révolution surréaliste consiste en la presentación de una selección de “fatrasies”* publicada en el número 6 con una nota suya que no está firmada, ni siquiera con iniciales (13). Le debía a su erudición de cartista el conocimiento de esos pequeños poemas del siglo XIII francés, que podían considerarse obras maestras del sinsentido; ya me había hablado de ellas anteriormente y fue a mí a quien se las envió. Desconfiado al principio, después abiertamente hostil (cuando en la época en que fue secretario general de la revista Documents (15), o sea en 1929-1930, se volvió el núcleo de la disidencia), Bataille –que chillando como un jabalí había lanzado su rechazo: “Demasiados jodidos idealistas” ante una invitación surrealista para discutir el “caso Trotski” en un coloquio bastante amplio (16)– luego se unió a Breton tanto como a Eluard mediante los lazos de una estima recíproca e incluso colaboró con ellos literariamente en Minotaure (17) y políticamente cuando tomó la iniciativa del movimiento antifascista Contra-Ataque, pero no dejó de permanecer ajeno al grupo. Con Documents, Bataille se encontró por primera vez como líder de opinión. Aunque estaba lejos de ejercer un poder absoluto, esa revista parece ahora que hubiese sido hecha a su imagen: una publicación Jano que dirigía una de sus caras hacia las altas esferas de la cultura (de la cual Bataille quisiera o no era un resultado tanto por su oficio como por su formación) y *

Género poético basado en los juegos de palabras que floreció en el siglo XIII en los ambientes cortesanos franceses. [T.]

la otra hacia una zona salvaje donde uno se aventura sin mapa geográfico ni pasaporte de ninguna clase. Publicada por el comerciante de cuadros Georges Wildenstein (19), editor de La Gazette des beaux-arts, Documents tenía como principales animadores, además del mismo Bataille, a Georges Henri Rivière (20), por entonces subdirector del Museo de Etnografía del Trocadero, y al poeta y esteta alemán Carl Einstein (21), especialista en el arte occidental moderno y autor del primer libro dedicado al “arte negro” (22). Los colaboradores provenían de los horizontes más diferentes puesto que algunos escritores situados en un punto extremo –la mayoría, tránsfugas del surrealismo reunidos en torno a Bataille– se codeaban con representantes de disciplinas muy variadas (historia del arte, musicología, arqueología, etnología, etc.), algunos de los cuales eran miembros del Instituto o bien pertenecían al personal jerárquico de museos o bibliotecas. Una mixtura precisamente “imposible” no tanto en razón de la diversidad de las disciplinas –y de las indisciplinas– sino por la disparidad de los hombres mismos, unos de espíritu francamente conservador o por lo menos abocados a realizar una obra de historiadores del arte o de críticos y no mucho más (como Einstein), mientras que los otros (como Bataille, a quien Rivière apoyaba y a quien yo secundé algunos meses como secretario de redacción, sucediendo al poeta Georges Limbour y precediendo al etnólogo Marcel Griaule (23)) se las ingeniaban para utilizar la revista como máquina de guerra contra las ideas consabidas. En el texto publicitario que se difundió para el lanzamiento, algunos párrafos parecen tener expresamente la marca de Bataille: “Las obras de arte más irritantes, aún no clasificadas, y determinadas producciones heteróclitas, hasta ahora desdeñadas, serán objeto de estudios tan rigurosos, tan científicos como los que realizan los arqueólogos […]. Consideramos aquí, en general, los hechos más inquietantes, cuyas consecuencias todavía no han sido definidas. En esas diversas investigaciones, el carácter a veces absurdo de los resultados o de los métodos, lejos de ocultarse, como suele ocurrir siguiendo las reglas de la compostura, será deliberadamente subrayado, tanto por odio a la chatura como por humor”. (24) Basta hojear la colección de Documents en orden cronológico para comprobar que tras unos comienzos prudentes se puso el acento en estos artículos del programa que originalmente parecían indicar tan sólo el espíritu abierto que presidiría la publicación, pero que en lo esencial no escaparía de lo que usualmente se espera de una revista de arte. Rápidamente, bajo el impulso de Bataille, lo irritante y lo heteróclito, cuando no lo inquietante, antes que objetos de estudio, se volvieron rasgos inherentes de la misma revista, una extraña amalgama en cuya composición ingresaban muchos elementos estrafalarios, aunque sólo fuese por su cercanía con

determinados textos que seguían dependiendo de la ciencia más austera o con reproducciones de obras antiguas o modernas cuyo valor no se prestaba a discusión. Con dos artículos aparentemente dignos del adjunto del Gabinete de Medallas y del diplomado de la Escuela de Paleografía que era, Bataille hizo sus inicios en Documents: “El caballo académico”, que versaba sobre las monedas galas, y “El Apocalipsis de San Severo”, descripción de un manuscrito medieval (25). Sin embargo, ya se muestran claramente allí temas que Bataille desarrollará posteriormente: formas hirsutas (en este caso, las figuraciones célticas del caballo) que representan “una respuesta de la noche humana, burlona y espantosa, a las chaturas y a las arrogancias de los idealistas”; o la función estimulante de los “hechos sucios y sangrientos” (como los que aparecen en las canciones de gesta o en miniaturas como las de San Severo). En el número 3, con “El lenguaje de las flores” (26), de título paradójicamente idílico, Bataille ofrece un primer esbozo de la filosofía agresivamente anti-idealista que lo caracterizó, de diversas formas, hasta el momento en que, luego de haberse interesado largamente en la noción de lo sagrado, comenzó a elaborar esa mística de lo “imposible” (o sea de lo que sobrepasa los límites de lo posible y cuya persecución es por lo tanto un puro derroche) y esa doctrina –o más bien esa antidoctrina– del “no-saber” con las cuales, ya en plena madurez, superó el furor iconoclasta de sus revueltas juveniles y estuvo en condiciones de brindarles a quienes quisieran escucharla una enseñanza más eficaz en la misma medida en que estaba provista de más experiencia y sabiduría a la vez que era más controlada. Ese artículo que puede llamarse inaugural fue la oportunidad para que el autor mostrara algunas reproducciones de formas vegetales incongruentes (como si la incongruencia no fuera una cuestión de juicio, sino dada por la misma naturaleza) y para que evocase al concluir el famoso gesto del marqués de Sade deshojando rosas sobre un pozo de estiércol. No obstante, habrá que esperar hasta el número 4 para ver a Bataille –como un campesino obstinado que puede parecer que no hace nada pero que no abandona su idea– decidiéndose a poner directamente las cartas sobre la mesa. Ilustrado con fotografías, una de ellas de 1905 que muestra una boda pequeño-burguesa con aspectos imposibles, las otras con gente de teatro y otros personajes a lo sumo de finales del siglo pasado, pero con ropas, poses o fisonomías increíblemente inusitadas, “Figura humana” (27) es un verdadero atentado que el presentador de esa bufonesca galería de criaturas de aspecto “locamente improbable”, pero que no son sino hombres y mujeres que podrían ser nuestros padres y madres, perpetra contra la idea tranquilizadora de una naturaleza humana cuya continuidad supondría “la permanencia de ciertas cualidades eminentes” y

contra la idea misma de “hacer ingresar la naturaleza en el orden racional”. Poco tiempo después, seguirá “El dedo gordo” (28) con el que Bataille pone los pies en el plato (cabe decirlo): reproducciones a página entera de dedos gordos de pies amigos y un comentario que explica que si el pie está afectado por tabúes y es objeto de un fetichismo en el ámbito erótico, es porque le recuerda al hombre, cuyos pies se sitúan en el barro y cuya cabeza se eleva hacia el cielo, que su vida no es más que un “movimiento de vaivén de la mugre al ideal y del ideal a la mugre”. Esa pasión anti-idealista hallará su expresión acabada en “El bajo materialismo y la gnosis” (29), texto de inspiración maniquea dedicado en principio a relieves gnósticos: al remitir mutuamente “Dios abstracto (o simplemente idea) y materia abstracta, el jefe de guardias y los muros de la prisión”, Bataille reconoce en las divinidades monstruosas que están representadas en esas piedras –un acéfalo entre otras, un motivo al que le concederá más adelante una alta importancia emblemática– “la figuración de formas en las cuales es posible ver la imagen de esa materia baja que es lo único que, por su incongruencia y por una falta de consideración perturbadora, le permite a la inteligencia escapar de la coerción del idealismo”. Como revista de arte, Documents no dejaba de cumplir con su programa. Efectivos “documentos” tenían en ella su lugar (como los relativos al escándalo que Courbet y Manet (30) habían suscitado en su momento o como un texto inédito del cubista Juan Gris (31)). La producción contemporánea de artistas renombrados o ya casi reconocidos era considerada desde perspectivas nuevas con respecto a las que generalmente adoptan los críticos de arte, y el tema inagotable de Picasso había sido objeto de un número especial en el que llegó a colaborar el gran sociólogo Marcel Mauss (32). Además, es cierto que Documents fue la primera revista que le rindió homenaje, por ejemplo, al genio de Antoine Caron (33) –entre otros artistas antiguos entonces prácticamente ignorados– al igual que se dedicó a quienes eran desconocidos en aquella época de sus comienzos, Alberto Giacometti (34), Gaston-Louis Roux (35), sin mencionar a Salvador Dalí (36) (que pronto se uniría a los surrealistas con la condenación de Bataille). Tratar acerca de hechos muy marginales pero que derivaban más o menos de la estética y entraban en el campo de la etnografía o del folklore no se apartaba de la línea teóricamente prevista y el mismo Bataille –cualesquiera fuesen las conclusiones a las que arribaba–, en cuanto a su participación escrita, seguía ese juego a fin de cuentas tomando el análisis de las formas o el análisis iconográfico como punto de partida de la mayoría de sus artículos. Sin embargo, es verdad que el público de aficionados al arte al cual estaba destinada la revista en primer lugar se veía desconcertado no sólo por el contenido de los textos de Bataille y de sus compañeros más cercanos, sino también por lo que significaba una ruptura chocante dentro de una revista de arte a finales de los años 20 con relación a lo usual: el vivo

interés puesto en el music-hall afroamericano, e incluso parisino, en el jazz, en el cine sonoro que emitía entonces sus primeros balbuceos, en las hermosas estrellas del otro lado del Atlántico, en alguna vedette de la canción de café-concert, en la imaginería popular estilo tapas de Fantomas o ilustraciones de casos policiales y otros temas periféricos (monumentos anacrónicos de nuestros jardines y plazas, libros infantiles, máscaras de carnaval), a lo cual se añadía la presencia de fotografías que Bataille –casi a modo de travesura– introducía solamente en razón de su carácter insólito y aun grotesco o terrible. Alojados en los locales de una empresa donde parecíamos un enclave extravagante, mal organizados y divididos en diferentes tendencias (lo que obedecía al carácter misceláneo de nuestro equipo y explica en parte el abigarramiento de una revista abruptamente heterogénea en sus componentes antes que ecléctica), incapaces de asegurarles a los números la presentación brillante que hubiese redondeado sus aristas, fuimos finalmente abandonados por nuestro editor, a quien el inconformismo de la revista que financiaba le divertía en alguna medida (le gustaba, tal vez, tanto como le horrorizaba) pero que sin embargo hubiese deseado que fuera más rentable. En el último número, Bataille le dedica a Van Gogh un largo artículo donde establece una relación entre la cuestión de la oreja cortada y el tema solar presente en la obra del pintor tanto en formas directas como indirectas (37). Es sabido el peso que tiene el tema del sol cegador, asociado con el sacrificio como proyección fuera de sí en el éxtasis o en la muerte, en toda la obra del escritor que cedía en algunos puntos pero que se empecinaba cuando quería poner al lector frente a algo perturbador y que fue el conductor del juego durante esa estrafalaria partida de ruleta, la aventura Documents. La publicación, donde la mayoría de los colaboradores de base (Bataille y sus acólitos con sus escritos barrocos y casi siempre petulantes de una manera o de otra, Einstein también con su lengua ardua y prácticamente intraducible) parecían encargados de darle un aspecto “imposible” cada cual de acuerdo a su carácter, probó su imposibilidad en sentido estricto al no pasar de su número quince. Acaso sea verdaderamente jugar con las palabras definir así el trayecto hecho por Georges Bataille durante los treinta y tantos años de una vida literaria aún en gestación cuando yo lo conocí: después de haber sido el hombre imposible fascinado por lo más inadmisible que podía descubrir y que hiciera Documents también deshaciéndola, amplió sus miras (según su vieja idea de superar el ¡no! del niño caprichoso) y sabiendo que un hombre no llega en verdad a serlo sino cuando busca su medida en esa desmesura, se volvió el hombre de lo

Imposible, ávido de alcanzar el punto donde –en el vértigo dionisíaco– arriba y abajo se confunden y donde la distancia se anula entre el todo y la nada. Pero probablemente resulte ridículo, tratándose de Bataille, querer definir un trayecto como si su pensamiento hubiese sido tan pobremente lineal como para tener un punto de partida y un punto de llegada. Situándose desde un principio bajo el signo de lo imposible, Bataille creó a su alrededor un margen infranqueable y particularmente le hizo imposible al amigo que firma estas líneas mostrar algo más que un reflejo muy pálido y muy incierto del amigo desaparecido.

Notas 1. Jacques Lavaud (1894-1975) le llevaba más de seis años a Leiris y no se sabe cuándo ni donde se conocieron, probablemente a comienzos de la guerra del 14 en París, en la zona de la circunscripción 16ª. Leiris lo evoca en tres de las fichas “Recuerdos (1901…)” publicadas como apéndice de La regla del juego (Gallimard, 2003, Bibliothèque de la Pléiade): las fichas 27 (p. 1097), 30 (p. 1099) y 35 (p. 1104). Esas tres fichas se refieren a los años 1916-1917, época en la que Lavaud, aunque ya había sido reclutado, frecuentaba a los adolescentes que eran Leiris y sus compañeros de colegio o de clase preuniversitaria, adolescentes que cometían mil excentricidades, especialmente para impresionar a su amigo mayor, al que apodaban “Pouic-Pouic”. En abril de 1917, Jacques Lavaud fue gravemente herido en el Chemin des Dames (toda su vida le quedó una esquirla de obús cerca del corazón). Cursó luego en la Escuela de archiveros paleógrafos de donde egresó en enero de 1920 y fue nombrado en la Biblioteca Nacional al mes siguiente. Pudo conocer a Bataille ya sea en la Escuela de archiveros (donde sin embargo estaban a dos promociones de distancia) o ya sea, más probablemente, en la Biblioteca Nacional (donde Bataille fue nombrado en julio de 1922). En 1924, Leiris lo cita en su Diario 1922-1989, ed. Jean Jamin (Gallimard, 1992): “Jacques Lavaud y la patafísica social: la familia reemplazada por el sistema decimal” (12 de octubre, p. 68); “proyecto concebido una tarde con Jacques Lavaud: mistificar a un determinado número de personas proponiéndoles la creación de un museo Jarry” (19 de noviembre, p. 79). Doctorado en letras en 1936 con la tesis Un poeta de corte en la época de los últimos Valois; Philippe Desportes (Droz, 1936), Jacques Lavaud fue nombrado profesor en la Facultad de letras de Poitiers en 1937, donde fue decano desde 1954 hasta su jubilación

en 1964. Véase Edmond-René Labande, “Jacques Lavaud (1894-1975)”, Bibliothèque de l’École des chartes, t. 134, 1976, pp. 458-461. 2. Por su parte, Bataille recordó su encuentro con Leiris y los proyectos que hicieron con Jacques Lavaud en “El surrealismo al día”, infra, p. ¿¿??. 3. Michel Leiris, Diario 1922-1989, op. cit., p. 87. 4. Historia del ojo, por Lord Auch, con ocho litografías originales, París, 1928. El libro no llevaba ni el nombre del ilustrador (André Masson) ni el del editor (René Bonnel, en base a diseños de Pascal Pia). También bajo el nombre de Lord Auch, se publicó una nueva versión en dos ocasiones: 1) ilustrada por Hans Bellmer, con la mención “Sevilla, 1940”, en realidad París, 1945; 2) sin ilustraciones, con la mención “Burgos, 1941”, en realidad París, K editor, 1950 o 1951. Tras la muerte de Bataille, esta nueva versión se publicó con su nombre (por primera vez en Jean-Jacques Pauvert, en 1967). La primera y la nueva versión figuran en OC, I, ed. Denis Hollier, pp. 9-78 y 569-608 [en español, Historia del ojo, col. La sonrisa vertical, Tusquets, Barcelona, 1986, con ilustraciones de Hans Bellmer]. Las dos primeras ediciones se reprodujeron con las ilustraciones de André Masson y de Hans Bellmer en Georges Bataille, Historia del ojo, Madame Edwarda, con un estudio de Magdeleine Lessana titulado “De Borel a Blanchot, una ocasión feliz: Georges Bataille”, Pauvert, 2002, 3 vol. puestos en caja. En esa obra, la segunda y la cuarta edición de Madame Edwarda aparecen con las ilustraciones de Jean Fautrier (1945) y de Hans Bellmer (1965) [en español, Madame Edwarda, El muerto, Tusquets, Barcelona, 1988]. 5. “América desaparecida”, Cahiers de la République des lettres, des sciences et des arts, nº 11, 1928, “El arte precolombino, América antes de Cristóbal Colón”, pp. 5-14 (OC, I, pp. 152158). La exposición Las artes antiguas de América, organizada por Alfred Métraux y Georges Henri Rivière con la colaboración, entre otros, de Bataille y André Schaeffner, se llevó a cabo en el Museo de artes decorativas en mayo-junio de 1928. 6. Troppmann (1849-1870), con dos “p”. Se llamaba Jean-Baptiste y no Georges, y el hecho de que Leiris le haya atribuido –con insistencia– el nombre de pila de Bataille es un curioso lapsus. Obrero mecánico, asesino de siete miembros de una misma familia (entre ellos cinco niños) en septiembre de 1869 en Pantin, cerca de París, fue guillotinado en enero de 1870. Véase Pierre Drachline, El crimen de Pantin, el caso Troppmann, Denoël, 1985. 7. “Yo había escrito, un año antes de la Historia del ojo, un libro titulado W. C.: un librito, una literatura demente. W. C. era lúgubre, mientras que Historia del ojo es juvenil. El manuscrito de W. C. se quemó, no hay que lamentarlo dada mi tristeza actual: era un grito de horror [etc.]” (“W. C.”, OC, III, p. 59).

8. Dirty, escrito en 1928, publicado en 1945 en las ediciones de la revista Fontaine, col. “La edad de oro”, nº 16 (28 p.). El epígrafe tomado de Hegel y la nota de Bataille fueron reproducidos p. 560. 9. Fechado en “mayo de 1935”, El azul del cielo se publicó en 1957 en Jean-Jacques Pauvert y se reeditó en 1971 en OC, III, ed. Thadée Klossowski, pp. 377-487 [en esp., Barcelona, Tusquets, 1985]. La introducción corresponde en efecto al texto de Dirty, pero en una versión un tanto diferente. 10. Lord Henry Seymour (1805-1859) apodado Mylord l’Arsouille [“el vividor”], un dandy inglés que vivía en París. 11. En la introducción a El azul del cielo, la alusión es: “En todos los aspectos, la escena que precedió a esa orgía repugnante –luego de la cual las ratas debieron rondar alrededor de dos cuerpos tirados en el suelo– fue digna de Dostoievski” (OC, III, p. 385). 12. Según Georges Limbour, el taller de Masson, “amplio pero bastante miserable, estaba situado en el fondo de una hilera de calles donde crecían los yuyos de terrenos baldíos y algunos árboles escasos. Además de otros talleres similares, como el de Miró, había otro mucho más grande, contiguo al de Masson, donde trabajaban cerrajeros. El ruido de sus máquinas acompañó la meditación y el gesto de Masson durante todo el tiempo en que vivió allí con un ronroneo perpetuo que se detenía bruscamente a las seis en punto de la tarde. Una paz sobrenatural se instalaba entonces en aquellos parajes. Los cuadros parecían extrañamente despertarse, las palabras se escuchaban de otra manera (Georges Limbour, prefacio a André Masson, Conversaciones con Georges Charbonnier, René Julliard, 1958, p. 9). En su texto titulado “Calle Blomet 45” (1982), Leiris cita a quienes solían estar en el lugar: André Masson, Joan Miró, Antonin Artaud, Georges Limbour, Armand Salacrou, el poeta norteamericano Evan Shipman y él mismo. Luego añade: “Yo fui quien introdujo a Georges Bataille, dedicado por entonces a la numismática y a quien su disciplina estaba muy lejos de satisfacer, cuya apariencia elegantemente burguesa no delataba en absoluto su espíritu violador de tabúes” (Zébrage [neologismo, lit.: “Acebramiento”], Gallimard, 1992, p. 223). Masson y Miró tenían sus talleres en la calle Blomet desde el invierno de 1920 (Joan Miró, “Recuerdo de la calle Blomet”, en Joan Miró, Escritos y entrevistas, escogidos, presentados y anotados por Margit Rowell, Daniel Lelong editor, 1995, pp. 112-117). La ubicación de esos talleres actualmente es ocupada por la plazoleta Blomet, donde se ha erigido una escultura de Miró. 13. Bataille se había negado a que “su nombre apareciera en alguna parte […] porque desconfiaba del surrealismo” (Leiris a Bernard-Henri Lévy en el libro de este último, Las

aventuras de la libertad, Grasset, 1991, p. 178). Las fatrasies publicadas en La Révolution surréaliste fueron reproducidas en L’Ire des vents, nº 3-4, primavera de 1981, “Sobre Michel Leiris”, pp. 121-125, donde la paternidad de la nota liminar y de la traducción es restituida a Bataille. 14. Fue Leiris quien se las había pedido por carta del 16 de julio de 1925 (infra, p. 95) [cambiar por la página de esta edición]. 15. Documents. Doctrines, archéologie, beaux-arts, ethnographie, luego Documents. Archéologie, beaux-arts, ethnographie, variétés. La revista tuvo quince números, el primero fechado en “abril de 1929”, el último “2º año, 1930, nº 7” apareció en abril o mayo de 1931. Director: Carl Einstein. Secretario general: Georges Bataille. Comité de redacción: once miembros entre los que estaban Carl Einstein, Pierre d’Espezel (colega de Bataille en el gabinete de Medallas), el Dr. Paul Rivet, Georges Henri Rivière (respectivamente director y subdirector del Museo de Etnografía del Trocadero) y Georges Wildenstein (director de La Gazette des beaux-arts). La mención del comité desaparece después del nº 5 (octubre de 1929). Documents fue reeditada en facsimilar (Jean-Michel Place, 1991, 2 vol.) con un prefacio de Denis Hollier titulado “El valor de uso de lo imposible”, reproducido en su compilación Los desposeídos (Bataille, Caillois, Leiris, Malraux, Sartre), éditions de Minuit, 1993. En ese prefacio, Denis Hollier aclara que la idea de Documents era de Bataille y de Pierre d’Espezel. Véase también Michel Surya, Georges Bataille, la muerte en obra, op. cit., pp. 147-157. Pierre d’Espezel (1893-1959), bibliotecario, numismático e historiador del arte era el cofundador y codirector con Jean Babelon (1889-1978) de Aréthuse, revista de arte y de arqueología (1923-1931) en la que Bataille había publicado estudios de numismática en 1927 y 1928. D’Espezel colaboró también en Beaux-arts y en La Gazette des beaux-arts, aunque no en Documents. 16. La reunión del 11 de marzo de 1929 en el bar del Château, reunión que había sido precedida el 12 de febrero por una carta-cuestionario dirigida por los surrealistas a más de setenta “intelectuales de tendencias revolucionarias”, entre los cuales estaban Bataille, Leiris y André Masson. Ver Louis Aragon y André Breton, “Continuará, pequeña contribución para el archivo de algunos intelectuales de tendencias revolucionarias, París 1929”, Variétés, Bruselas, número fuera de serie, junio de 1929, “El surrealismo en 1929”, reeditado en André Breton, Oeuvres complètes, t. I, Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade, pp. 951-991 (pp. 953954 para la carta-cuestionario y p. 962 para las respuestas de Bataille, Leiris y Masson). 17. Minotaure apareció de junio de 1933 a mayo de 1939.

18. Contra-Ataque, unión de lucha de los intelectuales revolucionarios, cuyo manifiesto inaugural apareció el 7 de octubre de 1935 y al que Bataille calificó de “pequeña agrupación política que reúne a algunos antiguos miembros del Círculo comunista [de Boris Souvarine] con el conjunto del grupo surrealista luego de una clara reconciliación con André Breton” (“Fragmento de una noticia autobiográfica”, en Laure, Escritos, fragmentos, cartas…, Société nouvelle des éditions Pauvert, 1985, p. 311). Leiris se negó a asociarse al movimiento, aprobando sus metas pero considerándolo pueril en cuanto a sus formas de acción (entrevista con Bernard-Henri Lévy, Las aventuras de la libertad, op. cit., p. 175). En cuanto a Bataille, véase el Diario de Leiris, 7 de enero de 1936, infra, p. 210. El manifiesto de Contra-Ataque y los diferentes textos publicados por el movimiento se encuentran en OC, I, pp. 379-432. 19. Georges Wildenstein (1892-1963), comerciante de cuadros, historiador del arte, editor, benefactor del Museo de Etnografía del Trocadero. 20. Leiris dirá en 1986-1987: “Creo que fue Rivière quien tuvo la idea de Documents y quien debió pensar que Bataille sería un buen secretario general” (“Entrevista con Sally Price y Jean Jamin”, en Leiris, Vale decir, Jean-Michel Place, 1992, p. 32). De hecho, probablemente Rivière no se asoció al proyecto sino después, a pedido de Georges Wildenstein, para reforzar el polo “etnográfico” de la revista. 21. Carl Einstein era el director titular de Documents y Bataille el secretario general. Pero de hecho este último era quien dirigía la revista (véase infra, “La publicación de ‘Un cadáver’”, p. 75). No obstante, en el capítulo “La aventura de Documents” de su libro Carl Einstein, 1885-1940: itinerarios de un pensamiento moderno, Presses de l’université de ParisSorbonne, 2002, pp. 232-245, Liliane Meffre considera que Einstein tuvo un papel determinante en el proyecto y que ha sido “escandalosa y parcialmente” olvidado en la presentación de la reimpresión de la revista (el prefacio de Denis Hollier). De hecho, Einstein publicó en ella, durante los dos años en que apareció, una decena de artículos y numerosas crónicas cuyo interés, a nuestro entender, nadie ha negado. 22. Negerplastik (Leipzig, 1915), del cual se publicaron varias traducciones en francés con el título de La Sculpture nègre [La escultura negra]. 23. Leiris ocupó esas funciones a partir del 3 de junio de 1929 (Diario, 2 de junio de 1929, p. 188) y las compartió durante algún tiempo con Griaule a partir del mes de agosto, fecha en la cual ambos se encontraron en el local de la revista, poco después del regreso del etnólogo de su primera expedición a Abisinia. Véase Leiris, Espejo del África, ed. Jean Jamin y Jacques Mercier, Gallimard, 1995, pp. 114, n. 15, y 304-395, n. 39.

24. El texto completo de ese panfleto figura en Louis Yvert, Bibliografía de los escritos de Michel Leiris, 1924 a 1995, Jean-Michel Place, 1996, pp. 354-355. 25. Artículos publicados en el nº 1, abril de 1929, pp. 27-31, y el nº 2, mayo de 1929, pp. 7484 (OC, I, pp. 159-163 y 164-170). 26. Nº 3, junio de 1929, pp. 160-168 (OC, I, pp. 173-178). 27. Nº 4, septiembre de 1929, pp. 194-201 (OC, I, pp. 181-185). 28. Nº 6, noviembre de 1929, pp. 297-302 (OC, I, pp. 200-204). 29. 2º año, nº 1, [febrero o marzo] 1930, pp. 1-8 (OC, I, pp. 220-226) [en español en La conjuración sagrada, ensayos 1929-1939, Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2003, pp. 56-63]. 30. Dos artículos de Marie Elbé: “El escándalo Courbet”, 2º año, nº 4, [1º de mayo] 1930, pp. 227-233, y “Manet y la crítica de su tiempo”, 2º año, nº 2, [marzo] 1930, pp. 84-91. 31. Juan Gris: “Texto inédito”, presentado por Carl Einstein, 2º año, nº 5, [junio o julio] 1930, pp. 267-275. Juan Gris había muerto en mayo de 1927. 32. Número especial “Homenaje a Picasso”, 2º año, nº 3, [abril] 1930. 33. Leiris, “Una pintura de Antoine Caron”, nº 7, diciembre de 1929, pp. 348-355. Reeditado en Leiris, Zébrage, op. cit., pp. 13-20. 34. Leiris, “Alberto Giacometti”, nº 4, septiembre de 1929, pp. 209-214. Uno de los primeros artículos sobre Giacometti (instalado en Francia en 1925), artículo que no fue reeditado en ninguna de las compilaciones de Leiris. 35. Roger Vitrac, “Gaston-Louis Roux”, nº 7, diciembre de 1929, pp. 356-363. 36. Reproducciones de tres pinturas de Dalí en el nº 4, septiembre de 1929, pp. 217 y 229, y un artículo de Bataille, “El ‘Juego lúgubre’”, nº 7, diciembre de 1929, pp. 297-302 (OC, I, pp. 210-216). 37. “La mutilación sacrificial y la oreja cortada de Vincent Van Gogh”, 2º año, nº 8, [abril o mayo de 1931], pp. 10-20 (OC, I, pp. 258-270) [En español en La conjuración sagrada, op. cit., pp. 74-90].

La época de Lord Auch

Entre todas las cosas que se pueden contemplar bajo la bóveda del cielo, no se ve nada que despierte más la mente humana, que cautive los sentidos, que espante más, que provoque en las criaturas una admiración o un terror más grande que los monstruos, los prodigios y las abominaciones por los cuales vemos las obras de la naturaleza invertidas, mutiladas y truncadas. Pierre Boaistuau, Historias prodigiosas, París, 1561, citado por Georges Bataille, “Las desviaciones de la naturaleza”, Documents, 2º año, nº 2, 1930 (1). Una playa cualquiera con sus casas para familias de vacaciones y sus violentas tormentas de verano, una España donde los extranjeros no desdeñan las visitas a iglesias, ni las tardes en la plaza de toros, son los cuadros sucesivos dentro de los cuales se desarrolla Historia del ojo, una ficción que, como las más notables que imaginara Sade, participa del género negro tanto como del género erótico, ilustra con marcas de fuego una filosofía, explícita en Sade (que confía a varios de sus personajes el cuidado de exponer sus ideas) pero todavía implícita en el primero de los libros de Georges Bataille. Escrita en primera persona, lo cual tiene sus precedentes en la literatura erótica, esa ficción, además de su carácter extrañamente idílico y a la vez exasperado, presenta una singularidad: el supuesto “yo” del narrador se desdobla abiertamente en un “yo” real, porque la ficción va acompañada de una exégesis autobiográfica, narración de acontecimientos de infancia y juventud que habían impresionado al autor a tal punto que vuelven a surgir, transformados aunque identificables a posteriori, en un relato que en principio se creería sin relación con ellos. En la edición original fechada en 1928, esta segunda parte, señalada como tal y que venía después del Relato, constituye una segunda sección, Coincidencias, que vincula expresamente y sin solución de continuidad la ficción con su substrato psicológico y contribuye a otorgarle el peso y la cualidad emocional de lo vivido a una historia sin embargo excesiva al menos en cuanto a lo que requieren las normas del género. Pero en las ediciones “Sevilla, 1940” y “Burgos, 1941” (2), donde bajo el nombre de Reminiscencias ya sólo es un apéndice impreso en caracteres más pequeños, dicha exégesis –situada ahora en un plano

diferente al del relato e indicada como un simple comentario– aparece un tanto recortada e incluso atenuada en varios puntos, ya sea que el autor se haya abocado a borrar ligeramente confidencias demasiado íntimas referidas a los sentimientos que le inspiraban su padre y su madre, desde que era un niño pequeño y luego convertido en joven, ya sea que haya pensado que había falseado determinados hechos por la perspectiva en que los había enfocado, tal vez abusivamente, desde el ángulo del complejo de Edipo. Un pasaje suprimido en esta última versión –como si Bataille hubiese llegado a considerar falaz o inoportuna la declaración en cuestión– da a entender que “ese relato en parte imaginario” fue compuesto a la manera de una novela donde el autor deja que su mente juegue más allá de cualquier horizonte especulativo o didáctico: “Empecé a escribir sin una determinación precisa, incitado sobre todo por el deseo de olvidar, al menos provisoriamente, lo que puedo ser o hacer personalmente” (3). De una versión a la otra, el abismo que se ha abierto entre las dos partes y, a la vez, entre el “yo” real y el “yo” del narrador, muestra que una clara autocrítica se ha ejercido: ya comprometido a fondo en la reflexión propiamente filosófica, Bataille por un lado parece juzgar más severamente su ensayo de exégesis, y por otro lado ya no admite que su proyecto haya podido tener un carácter esencialmente gratuito. Si lo pensara de otro modo, ¿qué razón habría tenido no solamente para acortar y minimizar tipográficamente la exégesis, sino también para suprimir la frase en cuestión y, en el marco de su búsqueda general de una redacción más concisa, para expurgar la ficción de algunos detalles de escritura o de invención que justamente delataban (a veces con ironía) su naturaleza novelesca? Así enmendada, la obra seguramente gana en rigor, sin perder nada de su fuerza corrosiva; pero para quien la leyó primero en su forma original resulta difícil –aunque de hecho la diferencia global sea ínfima– desprenderse de la primera versión, la más espontánea y correlativamente la más provocativa. Como uno de los que recibió el impacto de esa primera versión (que André Masson, por entonces surrealista, había ilustrado en un estilo menos verista que lírico, tal como había hecho para Le Con d’Irène [El coño de Irene] publicado en la misma editorial (4)), confieso que salvo algunas excepciones hubiese preferido que permaneciera sin retoques, y por otra parte lamento que en la traducción inglesa –establecida según el texto definitivo y atribuida no a Lord Auch como los textos franceses, sino a Pierre Angélique, autor enmascarado de Madame Edwarda– el título, A Tale of Satisfied Desire (5), que tiene la ventaja de indicar muy claramente el motivo de la historia: satisfacer el deseo, ya no sea aclarado por el término “ojo” como por un turbio farol. Habiendo tomado partido entonces, resulta obvio que aquí me

remitiré siempre a la versión primitiva, que tal vez no sea la mejor (ciertamente es más descuidada) pero que para mí reviste de alguna manera el aspecto de una versión revelada. * Banalidad de los dos escenarios soleados, uno completamente burgués, el otro un poco menos, ya que su carácter pintoresco no sobrepasa el nivel turístico (turismo de clase, se entiende, y mucho menos común de lo que se han vuelto los viajes a España desde entonces). Creeríamos que esos dos decorados han sido escogidos tan cómodamente anodinos para que resalten con un relieve tanto más perturbador las desviaciones, finalmente sangrientas tras haber sido solamente obscenas o escatológicas, a las que se entregan el narrador y su amiga, adolescentes cuyo frenesí sensual no excluye la jovialidad, como tampoco su avidez angustiada excluye una especie de desenvoltura divina. A esa pareja se añaden personajes que también pertenecen a las clases acomodadas de la sociedad, una jovencita menos cómplice que víctima fascinada –en un desarreglo tal que esa rubia, tan dulce como la otra es vehemente, se volverá loca y se ahorcará– y además un inglés de más edad que, en los episodios abiertamente sádicos de la historia, cumplirá casi el papel de un maestro de ceremonias. Títeres de guiñol, dos representantes típicos de esos seres a quienes por lo general se les debe un gran respeto serán cínicamente escarnecidos: la madre de la heroína a la cual ésta última, encaramada en un desván, se complacerá en orinar, y un cura sevillano al que se incluirá por la fuerza en una orgía sacrílega, luego se lo matará y cuyo ojo arrancado será introducido por la heroína en el antro mismo de su femineidad, escena que corona el relato como una apoteosis donde se conjugan las tres maneras de exceder: delirio sexual, desenfreno blasfemo y furor asesino. En el centro de todo, una historia verdadera, cuyo eje también es un ojo humano y que Bataille consideró divertido (como lo dice en la primera versión de la exégesis) integrar dentro de un relato donde el resto es esencialmente ficción: la muerte del admirado matador Manuel Granero (6), que recibió una cornada en el ojo el 7 de mayo de 1922 en las arenas de Madrid. A esa corrida demasiado memorable había asistido, durante una estadía universitaria en la capital española, el joven estudiante de archivero que pronto se convertiría en el autor de esas páginas, donde después de juegos libertinos aunque casi inocentes con la leche –la leche del gato– y luego con huevos, y el episodio de la joven loca a la que su suicidio no le impedirá seguir virtualmente presente (espécimen moderno de novela de castillo encantado, en este caso un sanatorio psiquiátrico que una chica de mente demasiado frágil puebla con sus fantasmas y donde vemos que un trapo empapado de orina

que ella hace secar adquiere un cariz fantasmático), sobreviene la enucleación accidental que antecede por poco a la atrocidad deliberada que juega ya no con el astro en el interior viscoso y amarillo de un huevo, sino con un globo ocular todavía sensible pocos minutos antes. Una culminación en la que desembocarán, con su acompañante inglés, aquellos dos que el narrador describía así desde el comienzo: “No carecíamos de pudor, por el contrario, pero algo imperioso nos obligaba a transgredirlo juntos tan impúdicamente como fuera posible.” (7). Huevo, ojo: sólidos que tienen alguna analogía formal y que, designados en plural por términos casi semejantes [en francés: oeil, oeuf, yeux, oeufs: “ojo, huevo, ojos, huevos”], están vinculados para Bataille –como para su heroína– con el sol que en 1930, en el título de su colaboración para un homenaje a Picasso (Documents, 2º año, nº 3), calificará de “podrido” (8), señalando en el cuerpo de su texto que “el horrible grito [del gallo], particularmente solar, siempre está cerca de un grito de degüello” y recordando que el mito de Ícaro muestra cómo “el máximo de elevación se confunde prácticamente con una caída súbita, de una violencia inaudita” (9). Un sol que en 1931 –en el boletín de suscripción de El ano solar (10), cosmología expuesta en un tono a la vez profético y humorístico– llamará “repugnante y rosado como un glande, abierto y orinando como un meato”, al menos para cualquiera que lo mire sin temor a quedarse ciego “en pleno verano y a su vez con la cara roja y bañada en sudor”(11), o sea en las mismas condiciones que los protagonistas de Historia del ojo donde la luminosidad de España, tan intensa que parece licuada, sustituirá la claridad estival de una zona balnearia con noches a veces desgarradas por el rayo. Huevo: cándido producto del gallinero campestre, lujo de las Pascuas infantiles, y objeto altamente simbólico, asociado tanto a la generación como a los orígenes del mundo. Para el “yo” de la exégesis, el recuerdo de los ojos que ponía el padre ciego y enfermo cuando orinaba. Para el narrador y su amiga, una cosa que usarán (comiéndosela) y de la cual abusarán con tanta impudicia que pronto su mera visión los habrá de enardecer a tal punto que, por un acuerdo tácito, dejarán incluso de pronunciar su nombre. Ojo: parte del cuerpo ligada a una extrema ambigüedad que Bataille revelará en septiembre de 1929 (en el artículo “ojo” del “Diccionario” de Documents, nº 14 (12)). Al mismo tiempo que una figura de la conciencia moral (el ojo de la conciencia, lugar común ampliamente utilizado) y que una imagen de la represión (¿acaso un periódico dedicado a los relatos de crímenes no ostentó por mucho tiempo el título El ojo de la policía (13) bajo el dibujo de un ojo que, emblema de esa publicación básicamente sádica, tal vez sólo era “la expresión de una ciega sed de sangre”?), para los occidentales ese órgano es un objeto atractivo pero inquietante y, en sus formas animales, tan repugnante de consumir que “nunca lo

morderemos”. Pero otros pueblos tienen hacia él una actitud bastante diferente, como para que Robert Louis Stevenson, tras su larga experiencia de la vida de los isleños de los mares del Sur, lo califique de golosina caníbal (14). Constatando que “la seducción extrema probablemente está en el límite del horror”, Bataille hace notar que en esa perspectiva “el ojo podría ser comparado con lo filoso cuyo aspecto también provoca reacciones agudas y contradictorias” y añade que eso fue sin dudas oscuramente presentido por Luis Buñuel y Salvador Dalí, autores entonces casi desconocidos de El perro andaluz, ese “film extraordinario” donde en una de las primeras secuencias “una hoja de afeitar corta el ojo resplandesciente de una mujer joven y atractiva”. Además se brinda la reproducción de un dibujo de Grandville que ilustra una pesadilla que había tenido el artista: historia de un asesino que persigue hasta el fondo de los mares, convertido en pez, a un ojo vengador cuyos avatares sucesivamente representados hacen de la única imagen otra “historia del ojo” donde, como en la novela de Bataille, le corresponde al órgano de la vista ser el hilo conductor. Finalmente, un suceso tan macabro como burlesco es relatado: estando a punto de ser guillotinado, el condenado a muerte Crampon se arranca un ojo y se lo da al capellán que quería asistirlo, una farsa de alto vuelo, porque el cura ignoraba que se trataba de un ojo de vidrio (15). Tan importante es entonces para Bataille el tema del ojo que el artículo de “Diccionario” dedicado a esta palabra abarca otros dos textos redactados por iniciativa suya: uno filológico de Robert Desnos que comenta, bajo el título Imagen del ojo, algunas expresiones comunes donde a veces aparece la palabra y otras veces la noción de ojo, en ocasiones con un sobreentendido picaresco; el otro etnográfico de Marcel Griaule, que trata sobre la creencia en el Mal de ojo, sin contar con una nota final que señala que la locución “guiñar el ojo”, considerada demasiado familiar, no ha sido admitida en el diccionario de la Academia (16). Me parece que fue en la misma época, que podría denominarse la época de Historia del ojo y de Documents, cuando Bataille, atento a las curiosidades provenientes de las ciencias naturales, empezó a interesarse en la cuestión de la glándula pineal, pequeño cuerpo de funciones poco definidas que alberga el cerebro humano. Según el Grand Larousse encyclopédique, Descartes consideraba ese cuerpo como “un centro receptor que transmitía al alma las impresiones del exterior”; pero Bataille prefería reconocerlo –si los casi cuarenta años transcurridos no me hacen deformar sus afirmaciones– como un embrión de ojo destinado a apuntar hacia arriba, es decir, hacia el sol, un destino que la evolución no habría llevado a término, de manera que la glándula pineal sería en suma un ojo fallido (17).

Huevo, ojo: a estos dos elementos enfrentados se añaden los genitales del toro recién muerto, especie de huevos o de ojos rosáceos que la amiga del narrador se hace llevar a su grada del lado soleado (un lado que ha preferido al lado con sombra, aunque éste sea el más buscado) por el otro acompañante, pero no para comerlos de inmediato, a semejanza de ciertos aficionados de otros tiempos, y cocinados para tal efecto, sino a fin de colocarlos debajo de sus nalgas desnudas. “–Son los testículos crudos –le dijo sir Edmond a Simone con un leve acento inglés.” (18) Luego de haber mordido uno de los dos globos, Simone hace entrar el segundo en lo más intímo de sí misma, y ese gesto se realiza en el preciso momento en que Granero recibe del “monstruo solar” la cornada que hace saltar su ojo derecho, como si los dos acontecimientos se remitieran mutuamente en virtud de una oscura correlación y como si fuera ésa (es posible pensarlo) la ofrenda que la morena Simone esperaba, nueva Salomé enamorada de un sustituto de la cabeza cortada, pero que sólo obtendrá después del asesinato sórdido cuyo teatro será una iglesia de Sevilla el juguete extravagante que anhela. Orina, sangre: el líquido color del sol cuyo chorro Simone compara con un “rayo visto como una luz” (19) y el que la joven amiga rubia no puede evitar emitir en abundancia cada vez que el placer la convulsiona; el líquido más oscuro que derramarán el Ícaro que es Granero y el mártir lastimoso del cura con el ojo arrancado. Aparte de la leche (demasiado blanca como para no ser profanada), aparte del esperma que el narrador compara con la Vía láctea, “extraña brecha de esperma astral y de orina celeste a través de la bóveda craneana formada por el círculo de las constelaciones” (20), no hay otras libaciones posibles, una innoble, la otra trágica, para la potencia equívoca –irrisión y deseo desenfrenado– que llevan dentro de sí mismos un héroe y sobre todo una heroína a la que su gusto “por la farsa siniestra y cruel”, así como la manera insolentemente alegre en que chapotea en la peor desmesura, sin nunca llegar a un humor chato, asemeja a los dioses aztecas, “malos bromistas siniestros, plenos de un humor malévolo” (21) a los cuales Bataille, en un texto motivado por una gran exposición de arte precolombino y que firmara en calidad de bibliotecario de la Biblioteca nacional (22), rendía homenaje en el mismo año en que publicó Historia del ojo bajo el pseudónimo gesticulador de Lord Auch. Tras haber descrito el horror de los cultos y la extravagancia burlona de ciertos mitos aztecas, señalaba que “México no era solamente el más brillante matadero de hombres, era también una ciudad rica, verdadera Venecia con canales y pasarelas, templos decorados y sobre todo muy hermosos jardines de flores.” (23) De modo que en esa ciudad tan altamente considerada por Bataille así como en Historia del ojo y en el artículo “ojo” del “Diccionario” de Documents –donde se hallan reunidos elementos que completan la exégesis en otro plano– términos habitualmente concebidos como

opuestos aparecen en conjunción: lo terrible y lo risible, lo resplandeciente y lo repugnante, lo grave y lo leve, lo fasto y lo nefasto. Coincidencia de los contrarios, una de las líneas de fuerza del pensamiento de Bataille y hacia lo cual el narrador de Historia del ojo se siente vertiginosamente arrojado: “Siendo la muerte la única salida de mi erección, una vez muertos Simone y yo, el universo de nuestra visión personal, insoportable para nosotros, sería sustituido necesariamente por las estrellas puras, desprovistas de toda relación con miradas exteriores, que realizarían con frialdad, sin las demoras y los rodeos humanos, lo que me parece que sería el término de mis desbordes sexuales: una incandescencia geométrica (punto de coincidencia, entre otros, de la vida y la muerte, el ser y la nada) y completamente fulgurante” (24). Pero todo ello tan sólo se articulará más tarde, cuando Bataille se haya adueñado de la idea de la ambigüedad de lo sagrado (o de lo sagrado con dos caras, derecha e izquierda, opuestas pero complementarias), una idea que encontró en Marcel Mauss y que será para él un activo fermento de especulación, al igual que la idea, también de origen maussiano, de la dilapidación como medio de soberanía –sobre todo cuando, en un nivel que ya no pertenece a la sociología, se haya impregnado de las enseñanzas de Nietzsche. Por el momento, como filósofo en estado salvaje, antes que a una tabla rasa dictada por razones de método, procede a un saqueo alegre tanto de los imperativos morales cuanto de los caminos trazados por una lógica prudente, y parece arrojar a granel sobre el papel todos los motivos sensibles que son el soporte o el reflejo de sus obsesiones, bagaje de temas retomados posteriormente y profundizados o enriquecidos, pero en este caso tanto más conmovedores en la medida en que apenas se desprenden del caos. Sorprendente mezcolanza en efecto dentro de ese relato rápido donde se han roto todas las separaciones entre cosas bajas y cosas elevadas y donde se entrelazan lo más suciamente corporal (excrementos, vómito) y lo más majestuosamente cósmico (mar, tempestad, volcanes, sol y luna, noches estrelladas), lo más trivial (¿acaso no se diría que Simone pretende tratar determinados objetos con un aura sagrada, huevos, genitales de toro, ojo, como si positivamente ella se sentara encima?) y lo más paradójicamente romántico (la joven demente cuyo cadáver mancillará la heroína irritada por sentirla tan distante, y que luego en Sevilla el héroe creerá reencontrar, visión de “tristeza desastrosa” (25) y de horror extremo, en el ojo azul que llora y lo mira, cuando el ojo eclesiástico a medias engullido por Simone le parecerá que es el de aquella Marcelle internada que anhelaba que él la salvara de un mítico cardenal “cura de la guillotina” (26), o sea él mismo tal como ella lo había visto durante la orgía tumultuosa en la que se había desencadenado su delirio, y tan espantoso que ella se mató cuando descubrió que el cardenal y él eran el mismo). Humanos y no humanos, los elementos

en cuestión se imbrican, menos en función de una simbólica general que por asociaciones personales presentadas simplemente como tales por el narrador (en este caso, intérprete directo del autor) y según una curiosa dialéctica de la naturaleza que reduciría el universo a un ciclo de términos donde cada uno sólo sería la reverberación de otro o su transposición en otro registro, un universo convertido en diccionario donde el sentido de las palabras se desvanece puesto que todas se definen unas por las otras. Al comienzo de El ano solar, se dirá que “el mundo es puramente paródico, es decir que cada cosa que se observa es la parodia de otra, o incluso la misma cosa bajo una forma decepcionante” (27). Y la especie de Triunfo aterrador del Ojo que se coloca ante un altar con “ornamentos retorcidos y complicados” (28), evocando la India e impulsando al amor, que constituye el último y más sofocante de los cuadros vivientes (tanto imaginados como realizados por los protagonistas) con que está jalonada Historia del ojo, ¿no sería la materialización de una suerte de collage surrealista o una sobreimpresión como las que permite la cámara, imagen de carne y hueso donde intervendrían juegos de cosas, tan perturbadores como los juegos de palabras en que se basan los retruécanos poéticos, particularmente juegos de partes del cuerpo? Que Bataille escribiera “sin una determinación precisa, incitado sobre todo por el deseo de olvidar…” (29), o sea con total libertad (solamente dejándose llevar por “la imaginación obscena” (30)), era probablemente necesario para que surgiese en él esa fantástica combinación, surgida de algunas de las innumerables permutaciones posibles dentro de un universo tan poco jerarquizado que todo allí resulta intercambiable: encajado en lo más vivo de una carne femenina, no lejos de una construcción barroca cuya exuberancia hace pensar en lejanías misteriosas y en el acto amoroso, el ojo del asesinado, al que una tierna reminiscencia superpone con el de la amiga suicidada, ojo pálido cuyas lágrimas imita un añadido de orden fisiológico –las huellas de una micción voluptuosa– y que en la amiga viva dota de una mirada a ese punto ciego pero goloso que una metáfora popular asimila con un ojo. “Visión lunar” (31), alegoría de amor y de muerte, que se le aparece al narrador como la respuesta a su espera ávida de lo inexpresable a lo cual no se puede acceder sino en la ruptura y el desgarramiento: “Me encontraba frente a lo que esperaba desde siempre, así me lo imagino, de la misma manera que una guillotina espera un cuello que cortar” (32). Frase que tendrá un eco, diecisiete años después, en Sobre Nietzsche: “Mi rabia de amar da a la muerte como una ventana da al patio” (33). *

Si el Lord Auch de Historia del ojo, poema en forma de novela cuya tenaz capacidad de encantamiento obedece en gran medida a la constante ósmosis que se efectúa entre el “yo” incongruentemente lírico (que trama desechos de matadero, azul celeste e inmundicia) y el “yo” fríamente autobiográfico (que intenta introducir, gracias a algunas observaciones, un poco de orden en ese apocalipsis), si ese Auch cuyo nombre es una manera abreviada de mandar todo a lo que en lenguaje vulgar se llama mierda * y que, con su prefijo nobiliario, asume el aspecto de un apodo de dandy, si ese producto del humor negro ya disimula al Georges Bataille que luego habrá de elaborar una teoría de la transgresión y romperá el muro de las ideas aceptadas, poniendo todo su intelecto para impedir que otros muros ideales lo encierren, se diría que este primer libro –culpable en sí mismo ya que fue editado clandestinamente y destinado al infierno de las bibliotecas **– no tiene otro fin que transgredir, sacudir y aplanar como por juego. En ese festival del desarreglo y del insulto a los ídolos, donde el atentado contra el ojo – órgano eminentemente solar– culmina como el atentado máximo y donde otro “ojo de la policía” (pues se trata del ojo de un hombre de la Iglesia) sufre un tratamiento, como el segundo testículo del toro, de tal modo que el sexo de la mujer cumple el papel de una boca caníbal, no dejan de aparecer nociones profundas, aunque solamente por destellos o como bruscos desgarramientos en el seno de un cielo bajo y nuboso que ocultara el infinito. El relato, a la manera de un sueño despierto que se nutre de lo improbable sin ninguna apelación a lo maravilloso, se rompe con muchos paréntesis auténticamente trágicos y, apenas se alcanza la cúspide, vuelve a la mascarada de ópera bufa como si, para estar completo, el mito debiera degradarse en un Orfeo en los infiernos –“El cuarto día, el inglés compró un yate en Gibraltar y zarpamos hacia nuevas aventuras con una tripulación de negros” (34), ésta es la caída del telón, folletinesca porque apela a un exotismo fácil, y la manera de plantear aparentemente la posibilidad de una continuación– podría hablarse sin ninguna ironía de una creación todavía no madura, sino completamente adolescente y que tiene como héroes, justificadamente, a seres de los cuales sólo uno es verdaderamente adulto. Cualquiera sea el ardor que los consuma y la oscuridad que alcancen finalmente sus actos, lo cierto es que esos héroes, que desafían todo lo que recubre la bóveda del cielo como si pertenecieran al teatro isabelino, siguen estando impregnados de una irreductible puerilidad, a *

Como se indicó anteriormente, “auch” sería la abreviatura de la expresión francesa aux chiottes, literalmente “al cagadero”, o sea “a la mierda” [T.]. ** Se llamaba así a la sección de las bibliotecas francesas donde se guardaban libros prohibidos, generalmente por el supuesto delito de obscenidad. Allí solían estar los libros de Sade, por ejemplo, hasta muy avanzado el siglo XX [T.].

través de tribulaciones imposibles de situar en otro lugar que en un período de grandes vacaciones tan ilimitadas en todos los aspectos como pueden plantearse en tortuosas ensoñaciones de adolescencia. Etapa de libertad nunca lo bastante desenfrenada, de diversión en el sentido que Bataille le dará a esa palabra cuando escriba, en 1930, que “la diversión es la necesidad más flagrante y, por supuesto, la más aterradora de la naturaleza humana” (Documents, 2º año, nº 4, artículo “Los holgazanes” (35), donde se dice que el popular trío cuyas hazañas ilícitas contaba en sus tiras cómicas el diario infantil L’Épatant comparte al menos algo con “las figuras a la vez ensangrentadas y muertas de risa del Walhalla mexicano” (36)). Etapa durante la cual los tabúes inmemoriales son violados sistemáticamente por esos jóvenes dioses ansiosos y turbulentos, el narrador y Simone, y por su acólito, cuando los tres intentan infinitamente llenar su absoluto ocio con los gestos aberrantes que requiere su sed insaciable de sentirse a la vez fuera de toda ley y fuera de sí mismos. Notas 1. Pierre Boaistuau (c. 1517-1566), cuentista, orador y traductor bretón. El artículo de Bataille, “Las desviaciones de la naturaleza”, fue reeditado en OC, I, pp. 228-230. 2. Es decir, las ediciones de 1945 y de 1950 o 1951, que contienen la nueva versión. Véase supra, p. 27, n. 4. 3. OC, I, p. 73. Leiris indica más adelante que citará la primera versión (1928), que no se encuentra en la edición en circulación, sino únicamente en la primera edición y en las Oeuvres complètes. Por lo tanto, daremos las referencias de estas últimas. 4. El libro de Aragon, Le Con d’Irène [El coño de Irene], fue publicado poco antes de Historia del ojo, en 1928, sin nombre de autor, ni de ilustrador, ni de editor. [En esp., El coño de Irene y otros textos, Barcelona, Círculo de Lectores, 1998.] 5. Pierre Angélique, A Tale of Satisfied Desire, translated into English by Audiart, op. cit. 6. Manuel Granero (1902-1922). Una tarjeta postal con su imagen, enviada por André Castel a Jean Paulhan, es reproducida en André Castel y Michel Leiris, Correspondencia 1938-1958, ed. Annie Maïllis, éditions Claire Paulhan, 2002, p. 264. 7. OC, I, p. 15. 8. El título de la colaboración de Bataille era “Sol podrido” (OC, I, pp. 231-232). 9. OC, I, p. 232.

10. L’Anus solaire [El ano solar], ilustrado con puntas secas de André Masson, ediciones de la Galerie Simon, 1931, texto reeditado en OC, I, pp. 79-86. Galerie Simon era el nombre, en la época de entreguerra, de la galería de Daniel-Henry Kahnweiler. 11. OC, I, p. 612. 12. La sección “Diccionario crítico” y luego “Diccionario”, cuyos principales autores fueron Bataille y Leiris, estaba incluida en la “Crónica” que figuraba en cada número. No vemos qué puede significar el “nº 14” indicado por Leiris. 13. Semanario que según Bataille apareció entre 1907 y 1924. Su tapa con el dibujo del ojo ilustra el artículo, p. 217. 14. “En los tiempos históricos, cuando se hacían ofrendas humanas […], los ojos de la víctima eran ofrecidos al jefe con gran ceremonia –una golosina para el huésped principal” (Robert Louis Stevenson, En los mares del Sur, traducción de Théo Varlet e Isabelle Chapman, Payot, 1995, 1ª parte, “Las Marquesas”, XI, “Cochon-Long, un destacado sitio caníbal”, p. 96). 15. No se han encontrado rastros ni del suceso ni de su héroe, el tal Crampon. 16. Se hallarán estos textos infra, pp. 225-232. 17. Véase el “Dossier del ojo pineal”, OC, II, pp. 11-47, y más particularmente “El ojo pineal”, pp. 14-20. Este dossier estaba inédito cuando Leiris escribió su artículo. 18. OC, I, p. 54. 19. OC, I, p. 38. 20. OC, I, p. 44. 21. OC, I, p. 156. 22. Ver p. 27, n. 5. 23. OC, I, p. 157. 24. OC, I, pp. 33-34. 25. OC, I, p. 69. 26. OC, I, p. 43. 27. OC, I, p. 81. 28. OC, I, p. 59. 29. OC, I, p. 73. 30. OC, I, p. 75. 31. OC, I, p. 69. 32. OC, I, p. 69. 33. OC, VI, p. 76. Sobre Nietzsche. Voluntad de suerte fue publicado en 1945 en Gallimard [ed. en español: Taurus, Madrid, 1989].

34. OC, I, p. 69. 35. OC, I, p. 235. 36. OC, I, p. 233.

Georges Bataille Acerca de Michel Leiris*

*

Título del editor.

El surrealismo al día A Yves Breton, a cuya amistad le debo la idea y la posibilidad de escribir un libro que me gusta (1). Capítulo I 1. Mi intención Acabo de leer hace un momento las páginas de El hombre rebelde dedicadas al surrealismoa. No me imagino el surrealismo en el mismo plano que Albert Camus. Permanezco ligado a esos aspectos menores, demasiado familiares, de un debate en el que también he vociferado tristemente. Pero hay que ligar en un punto la amplificación de la vida estancada donde no existe nada que no sea denso con los impulsos que nos liberan de nuestros lazos. Me atengo mucho a los pequeños aspectos y no puedo separar mis momentos válidos de la humildad que me dan. No escribo este libro para publicarlo. En lo que respecta al momento presente, escribo para mí, para algunas pocas personas que lleguen, por azar, a dar con estas páginas (no quiero intervenir salvo en un punto: no quisiera que hubiese otras copias de estas hojas, prohíbo su publicación, ni siquiera podría aceptar que se cite un pasaje (2)). Evidentemente, puedo cambiar de opinión, mandarle el texto a un editor… En ningún caso lo haría con la intención de perjudicar o despreciar a nadie. Me gustan los antecedentes densos, mezquinos, casi inconfesables, esa especie de abono que nutre una verdad siempre secreta, siempre sustraída, a medias molesta, que da vergüenza: es la única que me gusta. Amo la pureza hasta el punto de amar la impureza, sin la cual la pureza sería una falsificación. No sé si comprometo o rescato, creo que me pierdo o que voy más allá: esa clase de vicio tiene un sentido menos oculto en el erotismo… Los orígenes dadaístas le añaden al surrealismo un elemento inextricable. Algo buscado y pretencioso se combina con un infantilismo burdo. La conexión es tan perfecta que uno no sabe cuál de esos defectos resulta más odioso. Pero quien no sabe apreciar un costado edulcorado, jabonoso y desnudo de las prostitutas no siente lo que se relaciona a

Escrito antes de que pudiera tomar conocimiento de la controversia Camus-Breton, publicada en Arts, en octubre y noviembre de 1951. [Las notas a pie de página llamadas mediante una letra pertenecen a Georges Bataille.]

así con los peores fracasos. Lo diré finalmente: es la única oportunidad. De otro modo los hombres me repugnarían y despreciaría su sinceridad, que está ligada a sus hábitos sucios y al odioso estrépito verbal donde ya no hay nada que no sea horroroso, desfigurado y que sostiene la promesa de un mudo repudio. Escribiré sin un orden previo, partiendo de mis recuerdos, sin dudar en hablar de mí, porque yo soy el que mejor conocí a ese yo y a menudo mi conducta planteaba por sí sola las cuestiones que me incumben. Pero sobre todo me gustaría abusar de las digresiones, el abuso de las digresiones me parece el único plan que responde a mi propósito. Y sin embargo mi relato bien pudiera no diferir del que podría hacer sobre mi “vida literaria”… 2. Michel Leiris Conocí primero a Michel Leiris. Me encontré con él a fines del año 1924: él era amigo de Jacques Lavaud, que era bibliotecario en la Nacional como yo. Tuvimos la intención efímera, entre los tres, de fundar un movimiento literario sobre el cual nunca tuvimos sino ideas bastante vanas. Recuerdo que una noche en que habíamos tomado unos tragos nos dirigimos al café de un pequeño burdel de una calle cerca de la puerta Saint-Denis, del que uno de nosotros había oído hablar. Era un burdel sencillo, familiar, y habíamos bebido; yo había tomado desordenadamente, en exceso y era el más borracho de los tres. Recuerdo que nuestra conversación, en la que participaba una de las chicas (con cierto interés jovial, aunque fuera falso), sin ninguna duda era anodina, que su extravagancia seguramente era anodina. Pero en aquella época, la extravagancia impresionaba a quienes fascinaba muy fácilmente, y les parecía que le ponía fin al mundo sensato. Aun cuando el “movimiento” nos pareció que perdía consistencia, todavía se podían publicar algunas de nuestras frases (que yo anotaba en mi borrachera) … Más allá de una afectación extenuada, todo eso, por supuesto, nos parecía desdeñable. Poco después, Leiris ingresó en el grupo surrealista (3) y dejamos de hablar al respecto: creo que la amplitud y la dureza del movimiento naciente le produjeron un shock. Permanecimos uno o dos meses sin vernos. No éramos proclives a darnos explicaciones, sobre todo Leiris. Mi amigo hablaba abiertamente de bebidas y bares. A veces hablábamos de literatura, pero sin más interés que en las bebidas o en los bares (y puedo decir que estaba decepcionado, pero que Leiris, más joven que yo, me intimidaba: me

daba vergüenza hablar con él de lo que me preocupaba íntegramente. No sólo vivía con ese sentimiento de vergüenza, sino que de nosotros dos Leiris era el iniciado). Al final, ante mi insistencia, me habló de los surrealistas un poco más extensamente, y me pareció en el acto que aquello podía ser absurdo pero serio, e incluso tedioso. Estaba descontento. Eso separaba a Leiris de mí. Yo lo

quería mucho y él me daba a entender

que nuestras relaciones eran secundarias. Yo no me interesaba en nada que no fuera deshilvanado e inconsecuente, excepto por el deseo que tenía de una vida brillante… Tenía razón, aquel cuya vida es mediocre no puede juzgar nada; cree juzgar la vida y sólo juzga su insuficiencia. Además, yo sufría. Pensaba a veces que Leiris se las creía, tenía la impresión de una flagrante superchería. No podía referirme sino a una violencia secreta y nerviosa que me animaba, que me destinaba, según creía, a una suerte llamativa y digna de interés. Rápidamente pensaba que la atmósfera densa del surrealismo me paralizaría y me ahogaría. No podía respirar dentro de esa atmósfera de ostentación. Me sentía rechazado, y como experimentaba por contagio el shock que había afectado directamente a Leiris, tuve la sensación de ser abrumado por una fuerza extraña, mentirosa y hostil, que emanaba de un mundo sin secreto, de un estrado donde nunca recibiría ni aceptaría un lugar, ante el cual me quedaría mudo, mediocre e impotente. Aquello que la actitud, el cambio que se había producido en Leiris me hacía saber, lo percibí primero de manera oscura, pero muy pronto iba a tener una sensación clara al respecto: era un terror moral que surgía de la brutalidad y de la habilidad de un conductor. Personalmente, yo no era nada, salvo el lugar de una agitación vacía. No quería ni podía hacer nada. No había nada en mí que me diera siquiera el derecho de murmurar. Estaba de pronto ante personas que habían asumido el tono de la autoridad, que habían encontrado en sí mismas –¿por cansancio?, por tedio, ¡pero sin actuar!–, que habían incluso deseado esa voz tajante, ajena a todo. Aun antes de ir más lejos, sentía el frío que había apresado a Leiris. Algo lo había transformado: de repente estaba silencioso, evasivo y más inquieto que nunca. Todo era desocupación, nerviosismo ante el cual todas las cosas se sustraían. Entonces era elegante, pero de una manera sutil y sin la atención que le quitaría más tarde una parte de esa elegancia. Se maquillaba la cara completamente, sirviéndose de un polvo tan blanco como el talco. La ansiedad con que se roía la extremidad de los dedos cerca de las uñas terminaba de darle un relieve lunar a sus rasgos. Sus palabras eran a veces sentenciosas, para irritarse más consigo mismo, pareciera, y ser más auténticamente ese chiflado acorralado, ese niño atrapado en falta, bruscamente preocupado por observar una

disciplina puntillosa; él observaba esa disciplina con los ojos vacíos y la mirada en otro lado… oblicuamente ávida de aquello que no se atrevía a hacer, desobedecer y huir. 3. André Breton Fue más tarde cuando Leiris me presentó a Breton. Me había dado a entender que Breton era el alma del movimiento. Me habló con emoción de la Confesión desdeñosa (4). Le pregunté qué justificaba la extrema autoridad de la que Breton gozaba, según me había dicho. La explicó mediante ese escrito que él admiraba. Yo había leído el Primer manifiesto y me había parecido ilegible. Se lo había dicho francamente a Leiris. “Es posible –me contestó– pero está Pez soluble…” Pez soluble era el ejemplo, publicado como apéndice del Manifiesto, que Breton diera de la escritura automática. Mi timidez, mi estupidez y la desconfianza que me inspiraba mi propio juicio eran tan grandes que decidí pensar lo que decía Leiris con tan invencible convicción. Más honestamente me esforzaba (porque fue mi deshonestidad lo que adaptó Pez soluble a mi gusto) por admirar la Confesión. Pero nunca lo logré. Si la admiraba un poco, o verbalmente, fue bajo el efecto de un remordimiento, un escrúpulo. Breton declara con ese movimiento de exasperación que tensa y distiende hábilmente sus frases: “Nunca hago proyectos” (con una reserva, añade, que se refiere a la complacencia con la cual finge plegarse a los proyectos ajenos). Me costaba creer lo que me pareció desde un principio más que un proyecto, una penosa pretensión; pero como yo mismo hacía proyectos, esas dudas me parecían mezquinas. Era proclive a callarme y viví entonces una dura prueba, donde había tomado la precaución, solapadamente, de no aceptar en la discusión sino a los abogados más discutibles. El método al que Breton reducía la literatura b, la escritura automática, me aburría o apenas me divertía pesadamente. Me gustaba como a los demás un juego desconcertante, pero sólo me interesaba perezosamente, era mi humilde condescendencia y mi provocativa timidez. Pero tenía algo admirable para mí, porque eliminaba de la literatura la búsqueda de ventajas vanidosas, a las cuales tal vez yo renunciaba, pero como puede renunciar a ello un escritor, con una sensación doble: la “escritura automática” por sí sola era lo decisivo, decidía en contra de un hombre con sentimientos enfrentados.

b

Era el origen de la cuestión. ¿En virtud de un malentendido? Pero el malentendido se produjo.

Pero me parecía que si bien Breton llamaba a silencio a quienes lo escuchaban, él mismo no se callaba. De manera que yo debía no solamente callarme, sino también escuchar nada más que la voz mesurada, pretenciosa y enfatizada con habilidad de Breton. Me parecía convencional, sin la sutileza que duda y que gime, y sin los pánicos terribles donde no hay nada que no resulte deshecho. Lo que me causaba un mayor malestar no era solamente la falta de rigor, sino la ausencia de esa crueldad con uno mismo, completamente insidiosa, jovial, que quita el sueño y que no intenta dominar sino ir más lejos. En semejantes condiciones, renuncié a callarme y entré en el horrible juego donde me desanimaba de mis pretensiones por haber refutado las de otro. Por mi parte debía enfatizar la voz, enfatizarla más y más estúpidamente para vituperar un énfasis que yo superaba. ¿Qué suma de energía morosa no debía prodigar para soportar una mezcla de silencio y llamativa estupidez a la que entonces me entregaba? Me perdía en sucesivos callejones sin salida de donde salía hipócritamente para irme más lejos a espantarme o deprimirme por los desórdenes de mi voz. 4. Louis Aragon Leiris postergó mucho tiempo hacerme conocer a Breton. Pero me hizo encontrar con Aragon que entonces tenía un prestigio incomparable. El surrealismo revoltoso y deslumbrante obtenía su vivacidad y su brillo de la insolencia de Aragon. Breton no seducía. Una vez Leiris tenía que encontrarse a medianoche con Aragon, de quien acababa de hacerse amigo. El Zelli’s era el lugar nocturno que tal vez resultaba más encantador: se entraba fácilmente, se hablaba, se podía beber de pie (luego el sitio cambió de características y se volvió un espectáculo de mujeres desnudas con el nombre de Nudistas y luego de Paradise). No sé si Leiris dudó en llevarme. Ignoro a qué me parecía, pero tenía un aspecto bastante burgués a pesar de cierta extravagancia de pensamiento; de modo que tenía un paraguas con mango de bambú c. En fin, como andábamos los dos juntos desde las nueve, fuimos allí a medianoche. Aragon esperaba a Leiris, y en seguida le informó sobre una gestión adversa que había realizado por la tarde en la Cámara. Era la época de la seriedad revolucionaria y de las decisiones graves. Aragon contó su fracaso y extrajo esta conclusión: “Llegamos demasiado tarde para jugar a los Lassalle”. La frase me sorprendió y me sentí a la altura de su absurdo.

c

He dicho algunas palabras sobre ese paraguas en La experiencia interior [OC, V, pp. 46-47].

A partir de entonces, casualmente, me encontraba con Aragon. Me había gustado El paisano de París, lo que me demuestra actualmente el gusto –persistente– que tengo por un aspecto que a menudo creo soberano, que es sobre todo brillante… Aragon me decepcionó desde el primer día. No era ni loco ni inteligente. A menudo sentí miedo de haberlo juzgado así debido a que en principio tuvo conmigo la actitud de un escritor admirado frente a un hombre insignificanted. Pero me divertía. Creía captar sus defectos espirituales. Había en él mucha ingenuidad pueril y una alegría seductora que necesitaba contrariar. Aspiraba muy honestamente a la seriedad y se adjudicaba una envergadura que no tenía. Creo que jugaba a ser un gran hombre de la misma manera que a los diez años yo galopaba pensando que estaba frente a los sioux. Nuestra desgracia común era vivir en un mundo que se había vuelto vacío para nosotros y, a falta de virtudes profundas, sentir la necesidad de satisfacernos asumiendo el aspecto, aunque para nosotros mismos o para un pequeño número de amigos, de aquello que no teníamos manera de ser. Los revolucionarios rusos se preguntaron si eran auténticos revolucionarios, y lo fueron. Los surrealistas sabían que no podían ser auténticamente Rimbaud, y estaban internamente seguros de estar tan lejos de la revolución como de Rimbaud. Sin embargo, Aragon en apariencia podía ser un hombre verdaderamente realizado, era buscado y admirado por todos, pero su desgracia quiso que supiera lo bastante como para despreciar lo que tenía, y rechazó el racimo cuyas uvas maduras colgaban frente a él. Tenía el encanto de una suerte menor –tal vez, de la facilidad de la suerte… El entretenimiento –demasiado fácil– de la vanidad satisfecha no pudo engañarlo, pero nunca pudo olvidar o negar un plumaje brillante siempre a merced de la tentación de sorprender, seducir, engañar la expectativa. Es cierto que a veces no jugaba más, y dejaba ver lo que era en verdad, inocentemente. Me acuerdo de él al amanecer en el boulevard de la Madeleine, mostrando una hermosa mariposa nocturna que, sin decir palabra, había capturado por las alas. Una noche en que estaba escribiendo, sentado en una mesa de los Deux Magots, vino a sentarse a la mesa vecina y tuvimos una conversación larga y seria. Me habló de Marx, de Hegel, dándome a su manera una demostración de la doctrina surrealista del momento. Lo dejé que hablara un largo rato, limitándome a declarar mi ignorancia o a veces pidiéndole que me aclarase algún punto. Al final, sin embargo, quise expresarme: “Una vez más, no conozco nada –le dije suavemente– de todas las cosas de las que usted d

Lo que no era en absoluto desagradable. No me prestaba más atención que a cualquier recién llegado. Y sin duda era un hombre encantador, de una indiscutible gentileza y, además, muy servicial con sus amigos. Era muy querido, mucho más que Breton.

ha hablado tan bien, ¿pero no tiene la sensación de que es un prestidigitador?”. Yo sonreí y él sonrió. 5. Las “Fatrasies” Entre tanto, yo había conocido a Breton. En aquella época tenía su sede en la terraza vidriada de un cafecito de la plaza Blanche, que respondía al nombre de Cyrano. (El café sin duda sigue existiendo, pero en todo caso la decoración ha cambiado.) Leiris, entonces un surrealista reconocido, me había llevado: yo debía entregarle a Breton la traducción de las Fatrasies que apareció en el número siguiente de La Révolution surréaliste. Las Fatrasies son poemas del siglo XIII cuyo principio es no tener ni una pizca de sentido. Paul Eluard reprodujo íntegramente lo que traduje en 1925, que se publicó entonces en su Primera antología viva de la poesía del pasado e. Recuerdo que Breton me dijo sobre esos breves poemas: “Es lo más bello que existe”. En apoyo de su juicio, cito algunos versos de un célebre jurisconsulto del siglo XIIIf: Un gran arenque ahumado Había asediado Gisors Por ambos lados Y dos hombres muertos Vinieron con gran trabajog Trayendo una puerta Sin una vieja jorobada Que iba gritando. “¡A! Fuera” El grito de una codorniz muerta Los habría metido con gran trabajo Bajo un sombrero de fieltro.*

e

Ed. Pierre Seghers, 1951, t. I, pp. 41-44. La traducción salió desde un principio sin nombre de traductor. Philippe de Beaumanoir (1247-1296), conocido sobre todo como el autor de las Costumbres de Beauvaisis, pero cuyos poemas fueron publicados por la Sociedad de antiguos textos franceses, en dos volúmenes que recibí casualmente como premio por haber obtenido el primer puesto en un examen de la Escuela de archiveros; fue allí donde encontré las pocas páginas de fatrasies que contiene esa recopilación y la nota que remite a los poemas del mismo género publicados por Jubinal. –Por supuesto, Breton usaba a menudo la misma fórmula. g En 1925, yo había traducido: con gran esfuerzo. Es la traducción errónea que transcribe Eluard. * El texto francés dice: “Un grand hareng saur/ Avait assiégé Gisors/ De part et d’autre/ Et deux hommes morts/ Vinrent à grand peine/ Portant une porte/ Sans une vieille bossue/ Qui alla criant: “A! hors”/ Le cri d’une caille morte/ Les aurait pris à grand peine/ Sous un chapeau de feutre”. [T.] f

Breton estaba rodeado por Aragon, Eluard y Gala Eluard (que más adelante, tras haber sido mujer de Eluard, sería la mujer de Dalí). En aquella época, el aspecto de los surrealistas era impactante, no podían dejar de impresionar; de entrada se establecía la certeza de que el silencio del mundo descansaba en ellos. Con sencillez, tenían en su descuido algo de grave, preocupado y soberano que simplemente ponía incómodo. Pero el más grave malestar provenía de Breton, de quien me parece que sus amigos de entonces sacaban esa manera de estar tan insidiosamente en vilo, que mantenía a distancia e incitaba a adormecerse sin hablar más y a embriagarse con una actitud pasmada. Me gustó mucho ese porte anticomplaciente, que para mí adquiría el valor de un signo. La mayoría de los surrealistas que llegaron después tuvieron un aspecto de signo contrario. Aun hoy no puedo vincularme fácilmente con seres que nunca tienen esa lentitud indiferente, ese aire fisurado y desamparado, esa vigilia tan absorta que parece ser un sueño. Pero la dificultad justamente empieza ahí… Mi paso por el Cyrano tuvo una doble significación. Yo era tímido y tenía demasiada necesidad de desaparecer como para enfrentar a seres distantes, que me transmitían la sensación de una vida majestuosa, que sin embargo era el capricho mismo: sabía que me faltaría la fuerza para ser –frente a ellos– lo que yo era. En la misma medida en que me atraían (o que me provocaban admiración), amenazaban con reducirme a la impotencia, con asfixiarme literalmente. Breton me habló poco y a decir verdad yo no hubiese podido imaginar una conversación plausible con él. Me elogió por la introducción que le había puesto a mi traducción de las Fatrasies. “¡Muy bueno!”, me dijo amablemente. Me resultó chocante: había esperado rigor y no podía imaginar nada más decepcionante que ser apreciado en un plano muy distinto de aquel donde se mantenía Breton, un plano que justamente excluye la vulgaridad de los elogios. Es un recuerdo de lo más cómico en el sentido de que siempre fui de una mentalidad escurridiza, al mismo tiempo pesado y espontáneo, inconsecuente, descarado y angustiado; estaba tan cansado de mi vida chata, sin gloria y sin medios, tan envidioso de la vida más verdadera de los escritores reconocidos y sobre todo tan cansado de sentir envidia, tan enojado con la idea de la más furtiva concesión. Breton me dijo que quería verme de nuevo y me pidió que lo llamara. Sólo me decidí a hacerlo mucho después: una voz de mujer me contestó que llamara nuevamente unos días más tarde, sin justificar de ninguna manera esa demora. Antes de colgar murmuré, queriendo disculparme, que había llamado porque Breton me lo había pedido. Se lo conté a Leiris quien me advirtió que era mejor dejarlo así. No le pedí una explicación y él sólo me dijo mucho tiempo

después que Breton me había juzgado de manera muy desfavorable. Según él, yo no era más que un obseso, al menos es la palabra que usó Leiris. 6. W. C. (5) Más adelante (en 1947) Breton escribiría sobre mí: “uno de los únicos hombres en la vida que para mí valió la pena conocer” (6). Copio esta frase cuyo único interés, en este punto de mi relato, es hacer ingresar en el desarrollo temporal –donde nada perdura– los mínimos hecho que cuento. No me preocupé en 1925 por la actitud adversa de Breton. La mayoría de las veces estaba muy seguro de mí mismo y mi malestar obedecía menos a mis dudas que a mi excesiva certidumbre. No es que no me molestase la hostilidad de Breton, pero como veía por la influencia que tenía sobre Leiris su amistad no me parecía menos amenazadora. Solamente deseaba sustraer de esa influencia a aquellos que apreciaba o que me importaban. De todas maneras, me resultaba penoso vivir en un mundo donde el malestar que Breton hacía reinar abrumara las mentes menos sumisas, volviéndolas insensibles a todo aquello que no podía conmover a André Breton. Leiris a la larga me tomó aprecio. Le gustaba salir conmigo. Nos entendíamos de maravilla, es decir, a pesar de una tensión que lo aislaba en una soledad desdichada. Al azar de mis peregrinaciones en los bares o los cafés, sin mencionar a Aragón, me encontré con Roland Tual, Desnos, Boiffard, Tzara, Malkine y otros. Rápidamente hice amistad con Masson, que por otra parte era el más antiguo amigo y el mentor de Leiris. Incluso vi dos o tres veces a Jouhandeau, muy lejos de la influencia surrealista. Pronto apareció un trío seductor: tres amigos, Marcel Duhamel (actual director de la “Serie negra”), el pintor Tanguy y Jacques Prévert, que vivían juntos en una pequeña y reluciente casa de la calle del Château. Sobre todo veía y estimaba profundamente al doctor Fraenkel (7), que tuviera su participación en los buenos tiempos del movimiento Dadá (y que redactó también la “Carta a los médicos directores de asilos de locos” para el número 3 de La Révolution surréaliste). Si me entendía tan bien con Fraenkel se debía a que era, como yo mismo entonces, o más que yo, un muy silencioso pájaro nocturno; la figura viva (¿?) a la que ambos nos habíamos apegado era una especie de tristeza nocturna, aunque en el fondo ridícula. Yo había escrito un breve libro titulado W. C. y lo había firmado con el nombre de Troppmann. Estaba ilustrado con algunos dibujos; uno representaba una guillotina que en el lugar de la abertura para la cabeza tenía un ojo, que era también un sol poniente. Un

camino en un paisaje desierto conducía hacia esa promesa de muerte. Yo había escrito debajo el título: El eterno retorno, y este epígrafe: ¡Por Dios que la sangre del cuerpo es triste en el fondo del sonido! Era íntegramente un grito de horror, un grito de horror ante mí. Ese grito tenía una cierta alegría, tal vez una alegría loca, más lúgubre que loca. Comprendo el horror que sintió Breton ante mí. ¿No lo había buscado? ¿Y no era verdaderamente un obseso? Lo que Leiris sin duda le había dicho de mi libro antes de que me hubiese conocido habrá debido parecerle siniestro. Además, hoy imagino que pudo experimentar una sensación de malestar frente a un hombre a quien él molestaba, que nunca respiraría libremente delante suyo, que carecía de inocencia y de resolución. Sea como fuera, ante el hombre múltiple y retorcido que es Breton, resulta vano atribuirle motivos demasiado simples, y la disputa que más tarde emprendí en su contra me enseñó que se pierde mucho siguiéndolo en el terreno de las denigraciones fáciles. 7. Antonin Artaud Hasta cierto punto, conocí tempranamente a Antonin Artaud. Me lo encontré con Fraenkel en una cervecería de la calle Pigalle: era hermoso, flaco, sombrío; tenía bastante dinero, que le daba el teatro, pero no dejaba de tener un aspecto famélico; no se reía, nunca era pueril, y aunque hablaba poco, había algo patéticamente elocuente en el silencio un tanto grave y terriblemente enervado que mantenía. Era calmo; esa elocuencia muda no era convulsiva, al contrario, era triste, abatida, interiormente corroída. Se parecía a un pájaro de presa fornido, de plumaje polvoriento, captado en el momento de levantar vuelo, pero fijado en esa posición. Lo he descripto silencioso. Hay que decir que Fraenkel y yo entonces éramos los personajes menos locuaces del mundo, lo que podía resultar contagioso, en todo caso no impulsaba a hablar. Artaud le contaba a Fraenkel sobre sus estados nerviosos. Se drogaba, sufría, y Fraenkel se esforzaba por hacerle la vida más soportable. Fraenkel y él tenían diálogos por su cuenta. Después no había conversación. De modo que Artaud y yo nos conocíamos bastante bien, sin habernos hablado nunca. Diez años después, al anochecer, me topé de repente con él en la esquina de la calle Madame y la calle de Vaugirard; me estrechó enérgicamente la mano. Era la época en que yo intentaba tener una actividad política. Me dijo sin preámbulos: “Supe que está planeando grandes cosas. Créame: ¡debemos hacer un fascismo mexicano!”. Y se fue sin insistir.

Eso me dejó una sensación desagradable, aunque sólo a medias: me asustó, pero también me dio una rara impresión de estar de acuerdo. Unos años antes, había escuchado una conferencia suya en la Sorbona (aunque no había ido a saludarlo al finalizar). Hablaba de arte teatral y, en la semi-somnolencia con que lo escuchaba, lo vi de pronto levantarse; yo había captado lo que estaba diciendo, había decidido hacernos perceptible el alma de Tiestes cuando se entera de que está digiriendo a sus propios hijos. Ante un auditorio de burgueses (casi no había estudiantes), se tomó el vientre con ambas manos y lanzó el grito más inhumano que jamás haya salido de la garganta de un hombre; provocaba un malestar similar al que habríamos sentido si uno de nuestros amigos bruscamente empezara a delirar. Era espantoso (tal vez más espantoso porque era algo sólo actuado). En su momento, me enteré del desenlace de su viaje a Irlanda, al que siguió su internación. Habría podido decir que no lo quería… y tenía la sensación de que golpeaban o que aplastaban mi sombra. Tenía el corazón oprimido, después no pensé más en ello. A comienzos de octubre de 1943, recibí una carta enigmática, muy desordenada. Esa carta me llegó a Vézelay, en un momento de mi vida que era al mismo tiempo desgraciado y hermoso, y hoy me trae un recuerdo de angustia y de asombro (8). Vi que la firma decía Antonin Artaud, a quien apenas conocía, tal como he contado. La había escrito en Rodez donde había leído La experiencia interior, que había aparecido a principios de año. Más de la mitad de la carta era una locura: se trataba del bastón y del manuscrito de Saint Patrick (al volver de Irlanda, su locura giraba en torno a Saint Patrick). Ese manuscrito, que debía transformar el mundo, había desaparecido. Pero me escribía porque La experiencia interior, que acababa de leer, le había indicado que yo tenía que convertirme, que volver a Dios. Debía prevenirme de eso… Lamento no tener ya esa carta. Se la entregué a alguien que se ocupaba de una edición de las cartas de Artaud y que me había preguntado si tenía en mi poder documentos de ese tipo. Presté mi carta a pesar de lo poco oportuno de su publicación… Simplemente había dado mi opinión: era obviamente la carta de un loco. Pero no recuerdo bien quién me la había pedido –hace mucho tiempo– y la única persona a la cual se la reclamé me dijo que nunca la había tenido. Lo lamento bastante. Me había emocionado recibirla. Y ahora me entristece tener que dejar su contenido librado a la vaguedad. Ni siquiera puedo afirmar con precisión que sea correcto lo que referí en relación con Saint Patrick. Me sorprendería haberlo deformado verdaderamente, pero la memoria, aunque tenga por

objeto algo que impresionó mucho, siempre es un poco móvil, un poco huidiza. La demanda de volverse piadoso, que me era dirigida en términos conmovedores, fervientes incluso, ha permanecido clara en mi espíritu. 8. Anticipación del naufragio Vislumbré a Artaud después de su regreso de Rodez (9) en la terraza de los Deux Magots. No me reconoció y yo no traté de hacer que él me reconociera; estaba un estado de deterioro que asustaba, uno de los hombres más viejos que haya visto nunca. No pude leer sin una sensación de desgarro algunos de los escritos que entonces se publicaron. Y creo que todas las cosas se hicieron entonces como se podía, pero a pesar de todo había en eso algo atroz para mí, algo atroz e inevitable. Un poco antes, Henri Parisot me había mostrado un día un largo telegrama, indignado y grandilocuente, del doctor Ferdière, que prohibía la publicación de las cartas que salieron con el título de Cartas desde Rodez. Parisot no encontraba insultos lo bastante fuertes para denunciar la actitud del médico director del asilo de Rodez. Yo estaba de acuerdo; había que hacer caso omiso, en la medida en que la publicación del libro debía proporcionarle algo de dinero, ayudar a un desdichado a vivir. ¿Pero cómo no inquietarse en principio ante la idea de publicar escritos de un loco, que puede curarse, mientras que esos escritos atestiguarían siempre su locura? En el presente caso, se podía pensar que Artaud estaba por encima de las categorías de la razón y la locura. ¿Pero acaso algo puede ser tan claro? ¿No sería el olvido la condición para una curación duradera? De todas maneras, las injurias que cayeron generalmente sobre el doctor Ferdière me parecieron de lo más penosas. De parte de Antonin Artaud eran fáciles de entender: Ferdière lo había tratado con electroshocks y el paciente a menudo había tenido motivos para no estar de acuerdo con las decisiones de su médico. ¿Pero acaso los amigos de Artaud debían creerle en un punto en que estaba comprometido? Conocí a Ferdière e imagino bastante bien que podía exasperar a sus enfermos a pesar suyo. Es un muchacho muy gentil, como lo son a menudo los anarquistas sordos, que se ahogan en un verbalismo arrogante, que parlotean y finalmente afectan los nervios. Debió hacer lo mejor que podía, y si bien se le pueden adjudicar torpezas (aunque nunca nadie lo sabrá, él sería el único que puede decirlo, y no habría hecho algo que hubiese considerado torpe), lo cierto es que mejoró en gran medida el estado de Antonin Artaud. Esos escritos sofocantes que son como los últimos destellos en el ocaso del surrealismo deteriorado –y que no dejaron de dar testimonio de

un carácter exorbitado y prodigioso de ese movimiento– tal vez no habrían visto la luz sin Ferdière, a pesar del telegrama irracional del que hablé. Lo que esos escritos tienen de singular se debe a la conmoción y a la superación brutal de los límites habituales, al cruel lirismo que interrumpe sus propios efectos, sin tolerar esa misma cosa a la cual le da la expresión más segura. Maurice Blanchot lo citó cuando dice sobre sí mismo (1946): “Debuté en la literatura escribiendo libros para decir que no podía escribir nada en absoluto; cuando tenía algo que decir o que escribir mi pensamiento era lo que más se me negaba. Nunca tenía ideas y dos libros muy cortos, cada uno de setenta páginas, giran sobre esa ausencia profunda, inveterada, endémica de toda idea…” (10). Comentando estas pocas líneas, Maurice Blanchot escribía: “Ante tales palabras, no vemos qué sería conveniente agregar, porque tienen la franqueza del cuchillo, y repasan con clarividencia todo lo que un escritor pudo escribir alguna vez sobre sí mismo, mostrando cuán lúcida es la cabeza que, para volverse libre, ha sufrido la prueba de lo Maravilloso”. Para mí, esta última frase de Maurice Blanchot me parece el epílogo preciso de toda la aventura surrealista, considerada desde el instante en que balbuceó sus ambiciones. Creo que Maurice Blanchot tiene razón cuando incluye en estas últimas palabras el principio mismo de un movimiento que la mayoría de las veces evitó el escollo y el naufragio espectacular que los últimos años de Antonin Artaud ofrecen ante nosotros con un fulgor de desastre (11). Por otro lado, la agitación de Artaud no resultó menos significativa en el amanecer que en lo que fue, según creo, el ocaso del surrealismo. En todo caso, por lo que sé, fue Antonin Artaud quien redactó lo esencial de la declaración del 27 de enero de 1925, que tal vez no fue la más notable expresión del surrealismo naciente, pero que conserva para mí el sentido de haber sido el primer texto que me fuera comunicado (por Leiris, a su regreso del sur de Francia, en las circunstancias que he relatado) y haber sido la ocasión de un acuerdo que imaginé sin reservas y que, en verdad, obedecía a un malentendido. Maurice Nadeau reproduce esa declaración en los Documentos surrealistas (p. 42) (12), cuyo segundo párrafo voy a reproducir: “El surrealismo no es un medio de expresión nuevo o más fácil ni tampoco una metafísica de la poesía; Es un medio de liberación total del espíritu y de todo aquello que se le asemeja.” El noveno párrafo también decía: [El surrealismo] es un grito del espíritu que vuelve hacia sí mismo y está decidido a triturar desesperadamente sus barreras.”

Leí esa declaración en una mesa de café, con el gran desorden mental y el letargo en que yo me sobrevivía por entonces –penosamente. Aún hoy a la primera lectura tengo la misma reacción que la primera vez, sigo entendiendo como si hubiese leído: “… del espíritu que se vuelve contra sí mismo…”. Aunque esté advertido, me equivoco, tan grande ha seguido siendo mi odio al “espíritu”, no solamente a la inteligencia y a la razón, sino a la entidad mayúscula que opone sus nubes a lo que está anudado suciamente. Asimismo había entendido: “liberación del espíritu” como si se tratara de ser “librado del mal”. Por otro lado, quizás no me engañaba verdaderamente, o sólo a medias, y es la razón por la cual hablo precisamente de Artaud que, si bien escribió lo que antecede en 1925, escribía en 1946: “… y el aioli te contempla, espíritu, y tú contemplas tu aioli: ¡Y mierda al fin con el infinito!...” (13). Pero esto sería finalmente bastante abierto, bastante vacío, bastante igual al ruido que decididamente se pierde y que por último ya no se oye.

Notas 1. No hemos identificado a Yves Breton, a quien este “libro” (del que sólo parece haber sido redactado el primer capítulo) está dedicado (nota de Thadée Klossowski en las OC). Ver infra, “La publicación de ‘Un cadáver’”, n. 11. 2. Escrito en 1951, “El surrealismo al día” fue publicado tras la muerte de Bataille, en 1970. La versión que aquí se ofrece es la de las OC, VIII, ed. Thadée Klossowski (1976), pp. 168-184, sin las variantes que figuraban en las notas. 3. Fue probablemente en noviembre de 1924 cuando Leiris se unió al grupo surrealista. “A los amigos de Masson, que estaban ya en relación con el grupo reunido en torno a Breton, Eluard y Aragon (Artaud de manera reciente; Limbour desde hacía más tiempo, aunque de manera un poco distante), nos agregamos [Roland] Tual y yo, luego del mismo Masson, que también introdujo a Miró en el nuevo movimiento” (Leiris, “Elementos para una biografía [de André Masson]”, en la obra colectiva André Masson, Rouen, 1940, pp. 11-12). Ver infra, p. 189, n. 4. Lo esencial de su contribución a La Révolution surréaliste consistirá en la publicación de los primeros elementos de Glosario yo aprieto mis glosas y de sueños. Varios de sus textos de la época surrealista quedaron inéditos y sólo serán publicados después de su muerte por Catherine Maubon en La evasión subterránea (Fata Morgana, 1992). Esa

compilación incluye particularmente El esclavo vertiginoso, fechado el 26 de noviembre de 1925 y editado a partir de un texto mecanografiado que no contenía dedicatoria. De hecho, el texto estaba dedicado “a Georges Bataille”, como lo reveló posteriormente el manuscrito conservado por André Breton ([catálogo de venta, 7-17 de abril de 2003, París, Drouot-Richelieu] André Breton, 42, rue Fontaine, volumen Manuscritos, nº 2089). Por una razón que ignoramos, El esclavo vertiginoso no fue publicado en La Révolution surréaliste a la que muy probablemente estaba destinado. 4. Texto de Breton aparecido en 1923 en La Vie moderne, reeditado en Los pasos perdidos, Gallimard, 1924 [en esp. en Alianza, Madrid, 2003]. 5. “W. C., prefacio a Historia del ojo”, OC, III, pp. 57-61. 6. “A Georges Bataille, uno de los únicos hombres… [etc.]”, anotación de Breton en el ejemplar de Arcane 17 que le enviara a Bataille (Michel Surya, Georges Bataille, la muerte en obra, op. cit., p. 505). 7. Amigo y médico de Bataille y, durante un tiempo, su cuñado (ver infra, carta de Leiris a Bataille del 22 de julio de 1931, p. 99, n. 1), Théodore Fraenkel (1896-1964) era también amigo y médico de Michel y Louise Leiris. Había sido condiscípulo de Breton en el liceo y en la Facultad de medicina de París y había publicado algunos textos en las revistas del movimiento Dadá y en Littérature. Sus Carnets 1916-1918 han sido publicados recientemente por Marie-Claire Dumas con una noticia biográfica, pp. 131153, éditions des Cendres, 2002. 8. Creemos que El aleluya (OC, V, pp. 393-417) data de esa época. [Nota de Thadée Klossowski.] 9. Artaud volvió a París el 26 de mayo de 1946. 10. Esos dos libros son El ombligo de los limbos y El pesa-nervios, como lo aclara Artaud en la frase siguiente, no citada por Blanchot. Ambos fueron publicados en 1925, el primero en las ediciones de la NRF (74 p.), el segundo sin editor (imprenta de Leibovitz, 42 p.). Fueron reeditados en el tomo I, vol. I, de las Oeuvres complètes de Artaud en Gallimard, 1976. [En esp., El pesa-nervios, Madrid, Visor, 1976.] 11. Las declaraciones de Artaud que cita Blanchot fueron extraídas de una carta fechada 27 de julio-13 de septiembre de 1946, dirigida por Artaud a Peter Watson para publicarse en la revista inglesa Horizon, publicación que finalmente no ocurrió. Blanchot las cita en su artículo “Lo maravilloso” (L’Arche, nº 27-28, mayo de 1947, p. 133), artículo no recogido en ningún volumen. Después de la muerte de Artaud, su carta se publicó íntegramente en Critique (nº 29, octubre de 1948) con el título “Una carta de Antonin

Artaud, introducción a la lectura de su obra”, precedida por una presentación de Bataille. La carta de Artaud a Peter Watson figura en sus Oeuvres complètes, t. XII, Gallimard, 1974, pp. 230-239, con la presentación de Bataille (pp. 334-335). 12. Maurice Nadeau, Historia del surrealismo, t. 2, Documentos surrealistas, Le Seuil, 1948 [en esp., Barcelona, Ariel, 1972]. La Declaración del 27 de enero de 1925 fue íntegramente redactada por Artaud y firmada por veintiséis surrealistas, entre ellos Leiris. También aparece en Panfletos surrealistas y declaraciones colectivas, t. 1, 1922-1939, Le Terrain vague, 1980, pp. 34-35, provista de comentarios de José Pierre, de Breton y de Paule Thévenin. 13. Carta a Peter Watson, Oeuvres complètes, t. XII, p. 238.

La publicación de “Un cadáver” (15 de enero de 1930)a En otoño de 1929, en La Révolution surréaliste, se publicó el Segundo manifiesto. André Breton me cuestionaba en él, y particularmente me acusaba de estar reuniendo en su contra a los disidentes y a los excluidos del surrealismo: “Tal vez –decía– Bataille sea capaz de agruparlos y si lo logra, en mi opinión, será muy interesante. En la línea de partida para la carrera que Bataille organiza ya están: Desnos, Leiris, Limbour, Masson y Vitrac; no se explica que Ribemont-Dessaignes, por ejemplo, aún no esté allí” (1). En suma, el Segundo manifiesto acusaba a aquellos surrealistas citados en el “primero” que, según Breton, habían moralmente perdido el derecho a declararse parte del movimiento: Artaud, Carrive, Francis Gérard, Limbour, Masson, Soupault, Vitrac, Jacques Baron, Pierre Naville, Desnos, Ribemont-Dessaignes, Tristan Tzara (2). De hecho, la disolución del grupo era aún más seria de lo que esas primeras rupturas representaban. Michel Leiris se había autoexcluido desde hacía mucho tiempo, y aproximadamente entre la redacción del Segundo manifiesto y su aparición, Raymond Queneau, por entonces cuñado de Breton (4), Jacques Prévert y Max Morise se habían separado y habían entrado en relación conmigo, como para darle un sentido a los alegatos de Breton. A decir verdad, nunca hubo nada que respondiera a un nuevo grupo, heterodoxo, que se hubiera opuesto al primero. Personalmente, en aquella fecha, nunca expuse otra cosa que el erotismo, o aquello que derivaba de la subversión erótica. Procuraba entonces llevar a cabo la publicación de un Almanaque erótico, del que se habría encargado como editor clandestino Pascal Pia (quien después iba a dirigir Combat, y luego sería redactor en jefe de Carrefour). Él acababa de publicar en 1927 El coño de Irene de Aragon, con aguafuertes de Masson, y en 1928 Historia del ojo, que firmé como “Lord Auch” (5); “Auch” era la abreviatura de “aux chiottes” [“a la mierda”] que empleaba entonces mi amigo Fraenkel, uno de los primeros protagonistas de Dadá, mientras que “Lord” tenía para mí el sentido que tiene en las traducciones inglesas de la Biblia (Masson también es el autor de las ilustraciones –litográficas– de Historia del ojo). Masson me ofreció entonces admirables ilustraciones para Justine, la más bella de las cuales aún espero publicar en una plaquette, Leiris me dio un texto que luego, desarrollado más adelante, sería Edad de hombre (6), Limbour, un muy lindo cuento que probablemente se ha a

Por lo que recuerdo, Un cadáver tuvo una tirada de 500 ejemplares. Pero estoy seguro de haber destruido alrededor de 200 para librarme de ellos con motivo de una mudanza. Hubo partes de la tirada en papel de color.

perdido. Maurice Heine, sin romper por ello con Breton, me dio un muy bello texto inédito de Sade. Yo mismo escribí un Valor de uso de D. A. F. de Sade, que después destruí. La crisis económica, que afectó muy rápidamente el comercio de los libros de lujo, impidió que el proyecto se realizara; pero de ninguna forma hubo un movimiento erótico. De hecho, los firmantes del segundo Cadáver, que apareció el 15 de enero de 1930 (7), nunca estuvieron unidos más que por una hostilidad (8). Ahora me siento inclinado a creer que las exigencias de Breton que desembocaron en esa ruptura generalizada de los años 1928-1929 en el fondo estaban justificadas; había en Breton un deseo de consagración común a una misma verdad soberana, un odio hacia toda concesión cuando se trataba de esa verdad que quería que sus amigos expresaran a menos que ya no fueran sus amigos, con los cuales todavía concuerdo. Pero Breton se equivocó al apegarse estrechamente a las formas exteriores de esa fidelidad. De lo que resultó un malestar tanto mayor en la medida en que usó sin reservas, sin una verdadera prudencia, la especie de prestigio hipnótico de que gozaba –una autoridad inmediata excepcional. Su humor era cambiante y él cedía a ello más fácilmente que a la preocupación de respetar al otro. Fue así que pudo maltratar a Aragon (que entonces, debió ser en 1928, estaba en la cúspide de su notoriedad) a tal punto que este último, al salir del taller de la calle Fontaine, una noche después de una discusión, le dijo a Masson que lo acompañaba: “Y pensar que abandoné a mi familia para llegar a esto”. La autoridad de Breton tenía en efecto algo de la sordera paterna. Además, pienso que un carácter más paciente y más reflexivo tampoco hubiera llegado a formar una comunidad consagrada al sentido profundo del surrealismo que Breton había imaginado. En efecto, no hay nada en ese principio que sea lo bastante claro, sobre todo lo bastante autoritario, como para quebrar el individualismo moderno, el orgullo personal. Está la contradicción entre la libertad esencial del surrealismo y el rigor sin el cual se desluce y sustituye la marcha soberana a la que apela por una vida cualquiera. Sea como fuera, en el estrecho ambiente literario que se había formado, no en torno a mí, sino en torno a la revista Documents (que con el cargo de “secretario general” yo en realidad dirigía, de común acuerdo con Georges Henri Rivière, actualmente conservador del museo del Folklore en el palacio de Chaillot (9), y en contra del director nominal, el poeta alemán Carl Einstein).* La mayoría de los firmantes del segundo Cadáver *

El anacoluto de esta frase se encuentra en el original, probablemente debido a su carácter de borrador inédito [T.].

colaboraron efectivamente en Documents, y esa colaboración daba pruebas de su muy débil cohesión. Fue Desnos quien tuvo la idea de responder al Segundo manifiesto retomando en contra de Breton, cuya muerte anunciaban esa publicación y la extrema disolución del grupo, la forma y el título del panfleto que había denostado los funerales públicos de Anatole France. Recuerdo que entonces estábamos frente a la terraza de los Deux Magots. Yo hablé al respecto con otros: la idea les pareció excelente y mi amigo Georges Henri Rivière me procuró en seguida los quinientos francos necesarios para la publicación. Cuando volví a ver a Desnos, me dijo que después de todo la idea no era buena, que había hablado en broma, pero que pensándolo bien, no podía funcionar en el sentido del descrédito de Breton, sino que por el contrario reforzaría su credibilidad. Yo no estaba seguro de que no tuviera razón. Pero ya había empezado a poner la cosa en marcha y, a pesar de sus reticencias, logré convencer a Desnos de que me diera un texto. Jacques-André Boiffard se encargó del montaje fotográfico a partir de la página de La Révolution surréaliste donde todos los participantes del grupo son representados con los ojos cerrados, con la mirada vuelta hacia el interior (10). Hoy estoy seguro de que Desnos tenía razón; hay muchas otras cosas en mi vida con las que no estoy de acuerdo, pero seguramente Un cadáver es una de ellas. Detesto ese panfleto como detesto las partes polémicas del Segundo manifiesto. Esas acusaciones inmediatas, sin vuelta atrás, derivan de la facilidad y de la agitación prematura: ¡cuán preferible hubiese sido el silencio de ambas partes! El mismo Breton llegó a escribir en una “advertencia”: “Estoy convencido, al dejar que se publique hoy el Segundo manifiesto del surrealismo, de que el tiempo se ha encargado por mí de limar sus ángulos polémicos. Deseo que por sí mismo haya corregido, aunque fuera hasta cierto punto a mis expensas, los juicios a veces apresurados que hice…” (11). La única reserva: la nostalgia que siento por una juventud donde el apresuramiento podía ser soberano, donde no parecía que la pasión fuera nunca digna de desconfianza. Estaba equivocado, pero por más que la inexperiencia me parezca penosa, la necesidad de la experiencia es la tara de la realización; si estuviéramos tan conmovidos por los balbuceos de la infancia, nunca nuestros pensamientos profundos tendrían la levedad que mide su profundidad (12).

Notas

1. La Révolution surréaliste, 5º año, nº 12, 15 de diciembre de 1929, p. 16; André Breton, Oeuvres complètes, Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade, t. I, 1988, p. 824-825 [en esp., en Manifiestos del surrealismo, Barcelona, Guadarrama, 1980]. Desnos, Leiris, Limbour y Vitrac habían publicado textos en uno o varios de los siete primeros números (de abril a diciembre de 1929) de Documents, que Bataille dirigía con el cargo de “secretario general” (ver infra, p. 75). Masson había sido objeto de un artículo de Carl Einstein en el nº 2 (mayo). Ribemont-Dessaignes no colaboró en Documents. Desde mayo de 1929, dirigía su propia revista, Bifur (otra bestia negra de Breton), con la cual también colaboraron Desnos, Leiris, Limbour y Vitrac. 2. Jean Carrive (1905-1963), surrealista de la primera hora, conocido posteriormente por sus traducciones de Kafka. Gérard Rosenthal, llamado Francis Gérard (1903-1992), también surrealista de la primera hora, quien como abogado fue uno de los colaboradores de Trotski. Sobre Jacques Baron, ver infra, la carta de Leiris a Bataille del 1º de mayo de 1932, p. 102, n. 3. 3. Leiris escribió en su Diario: “19 de febrero de 1929 – Me separo oficialmente del surrealismo” (Diario 1922-1989, op. cit., p. 159), esa fecha era la de su respuesta (negativa) a la carta-cuestionario sobre las “modalidades de una acción común que habría que seguir o reanudar” enviada por los surrealistas a más de setenta “intelectuales de tendencias revolucionarias”. De hecho, se había alejado del grupo a comienzos de 1928, al igual que Desnos, Limbour y Masson. 4. Ver infra, carta de Leiris a Bataille del 22 de julio de 1931, p. 99, n. 2. 5. Los dos libros fueron publicados en 1928, editados por René Bonnel en base a diseños de Pascal Pia. Sobre Historia del ojo, ver supra, “De Bataille el Imposible a la imposible Documentos”, p. 27, n. 4. 6. Bataille añade en nota: “Tal es la explicación de la dedicatoria de la segunda edición de ese muy bello libro (Gallimard, 1946) [ed. en esp., Pamplona, Laetoli, 2005]; la primera edición, aparecida en 1939, no tiene dedicatoria”, pero no dice cuál es esa dedicatoria de 1946 (“A Georges Bataille, que está en el origen de este libro”) ni por qué estaba ausente en 1939, una ausencia que probablemente se pueda explicar por las reservas que sintió Leiris con respecto a Bataille durante el período 1935-1938 y más particularmente con la creación de los grupos Contra-Ataque y Acéphale [Acéfalo] (1936-1937), tal como lo atestigua la carta de Bataille a Louise Leiris de julio de 1936 que se puede ver infra (carta 18, p. 117). ¿Acaso Leiris le envió siquiera la primera edición de Edad de hombre a Bataille? Tal vez no, si pensamos que el libro salió de la

imprenta el 15 de junio de 1939, tan sólo unos días antes de su desacuerdo en relación con el Colegio de sociología expresado en las cartas 20 del 3 de julio a 24 del 6 de julio y que en dichas cartas no hay rastros de tal envío. No obstante, Bataille estaba en el origen de Edad de hombre por dos razones: porque le había pedido a Leiris el texto erótico que fue la primera versión del libro; pero también porque le había aconsejado a su amigo que empezara un psicoanálisis que, en gran medida, fue el origen de la versión definitiva. Estas dos razones fueron evocadas así por Leiris en una entrevista radial con Paule Chavasse emitida en enero de 1968: “El origen de Edad de hombre fue Georges Bataille […] quien iba a dirigir una colección de libros eróticos que se publicarían clandestinamente. Me había pedido que le diera algo […], una especie de autobiografía con relación al erotismo […]. Por lo tanto, hubo una primera versión que fue hecha así […]. Luego […], por consejo de Bataille, me hice psicoanalizar […]. Ese psicoanálisis me dio la idea de retomar el libro que había quedado –no diría que inacabado, ya que se consideraba terminado– había quedado en el cajón; y eso me dio la idea de retomarlo desarrollándolo, poniendo otras cosas además de las cosas simplemente eróticas. Y se convirtió en Edad de hombre. La primera versión constituye su núcleo, muy levemente corregido en el sentido en que, como eso iba a aparecer clandestinamente, yo no me había molestado para nada con el vocabulario, mientras que para un libro normal estaba obligado no a cortar, pero sí a aligerar un poquito las expresiones. ¡En fin! Se convirtió en ese libro”. Antes de Edad de hombre, en 1930, Leiris le había dedicado un poema a Bataille: “El enamorado de los escupitajos” (recogido en Alto mal, seguido de Otros lanzamientos, Gallimard, col. “Poésie”, 1969, pp. 58-60). Además, sabemos después de la subasta Breton que El esclavo vertiginoso, texto surrealista de noviembre de 1925, publicado poco después de la muerte de Leiris a partir de un manuscrito que no contenía la dedicatoria a Bataille había sido objeto de otro manuscrito con la mención “a Georges Bataille” y entregado a Breton para publicarlo, al parecer, en el primer número de 1927 de La Révolution surréaliste, lo que no se produjo probablemente porque la revista no tuvo más que un solo número entre diciembre de 1926 y marzo de 1928, el nº 9-10 de octubre de 1927 (ver supra, p. 70-71, n. 3). Por su parte, Bataille le dedicó El erotismo a Leiris en 1957, aclarando en el prólogo: “No hubiese podido escribir este libro si hubiera debido elaborar solo los problemas que me planteaba. Quisiera señalar aquí que mi esfuerzo estuvo precedido por el Espejo de la tauromaquia de Michel Leiris, donde el erotismo es considerado como una experiencia

ligada a la experiencia de la vida, no como objeto de una ciencia, sino de la pasión, más profundamente, de una contemplación poética. / Es particularmente en virtud del Espejo, que Michel Leiris escribió en vísperas de la guerra, que este libro debe estarle dedicado.” 7. Un cadáver, Imp. Sp. [Imprenta especial] del Cadáver, sin fecha, folleto 37 x 32 cm., 4 p., con un retrato de André Breton, representado con una corona de espinas (tiene treinta y tres años y es negado por los doce apóstoles que constituyen los doce firmantes). El título Un cadáver es el mismo que el del panfleto de los surrealistas contra Anatole France, en octubre de 1924, también el nombre de la imprenta es el mismo. Fue reeditado en Panfletos surrealistas y declaraciones colectivas, 1922-1969, op. cit., t. I, 1922-1939, pp. 132-148 y 426-431, y t. II, 1940-1969 y complementos al tomo I, p. 441. 8. Los doce firmantes eran Georges Ribemont-Dessaignes, Jacques Prévert, Raymond Queneau, Roger Vitrac, Michel Leiris, Georges Limbour, Jacques-André Boiffard, Robert Desnos, Max Morise, Georges Bataille, Jacques Baron y Alejo Carpentier. El texto de Bataille tenía como título “El león castrado” (OC, I, Primeros escritos, 19221940, ed. Denis Hollier, pp. 218-219). El de Leiris se titulaba “El ramo sin flores”, título de un texto de Breton publicado en La Révolution surréaliste, nº 2, 15 de enero de 1925, pp. 24-25 (Breton, Oeuvres complètes, t. I, op. cit., pp. 895-898) y en el cual respondía a algunos de sus detractores que lo acusaban “de no actuar de manera más acorde con sus ideas”. 9. El Museo de las Artes y Tradiciones populares. 10. En el mismo número donde había aparecido el Segundo manifiesto. 11. “Advertencia para la reedición del Segundo manifiesto del surrealismo”, Breton, Oeuvres complètes, t. I, op. cit., p. 835. 12. Este texto había sido escrito por Georges Bataille, hacia 1954, para Yves Breton. [Nota de la redacción de Le Pont de l’Épée.] Se trata sin duda del mismo Yves Breton a quien está dedicado “El surrealismo al día” (supra, p. 51), probablemente uno de los integrantes de la revista.

El racismo La palabra “raza” tiene necesariamente dos sentidos, uno preciso, en la medida de lo posible, que responde a las exigencias de la ciencia; y el otro vago, cuando para distinguir dos razas nos contentamos con la apariencia. En el primer sentido, diremos de una población, de un individuo que son de raza negroide; pero en el segundo, hablamos de pueblos de raza negra. Prácticamente, la idea científica de raza no interviene en el plano social (prácticamente, no interviene por otra parte nunca cuando se trata de hombres). Las cuestiones raciales, cuya importancia política ha sido tan grande en nuestros días, nunca ponen en juego más que distinciones groseras. La ciencia no actúa en ese ámbito sino para afirmar la inanidad de tales distinciones populares. Priva así de valor particularmente a la distinción que parece en general la más válida, es decir, el color de la piel. El pigmento del que depende dicho color no tiene en efecto un carácter fundamental: una población negra que cambiara de clima podría a la larga perder el pigmento; recíprocamente, el pigmento puede haber coloreado a pueblos que no son de raza negroide. De todos modos, los etíopes y los polinesios no son negroides; algunos ven incluso en los etíopes a hombres de raza caucasoide, y la raza caucasoide corresponde a la raza blanca de nuestros padres, como la negroide a la raza negra. Cuando se habló de raza judía, la distinción era aún más indefendible, dado que para juzgar sobre la raza de un hombre se debió oficialmente recurrir a la diferencia de religión. En la base de la actitud racista hay por lo tanto un inmenso absurdo, y como ocasiona las más inconfesables crueldades, nada resulta más natural que ver en el racismo una peste que es preciso destruir. A lo que se añade que esa peste parece reciente y muy evitable. La Antigüedad la ignoraba, y el mundo musulmán es actualmente indiferente a las cuestiones de color. Y nos vemos tentados a considerarla como el médico a una enfermedad que antes no existía y que, por ejemplo, podrá eliminar un antibiótico, o como el bombero al incendio que el agua habrá de apagar. El racismo tiene un fundamento, ese fundamento es malo, por lo tanto no tiene razón de ser… Hay que luchar contra el error que está en el origen del racismo, el error que los antiguos no cometían. Me parece que es una simplificación y que si hablamos del mal racista no está todo dicho si nos ubicamos en el plano de la distinción racial correcta o no. Por supuesto, el antisemitismo racista es una forma de odio más perniciosa que el odio a los fieles del

judaísmo, pero después de todo no es más que el viejo antisemitismo a la medida de las masas irreligiosas. ¿No podríamos pensar finalmente que la palabra racismo nos engaña? Es cómoda en tanto que deberíamos reemplazarla por una expresión, fobia a los otros, o por un neologismo, heterofobia, que no pueden significar inmediatamente nada concreto, fácilmente captable. Pero está claro que el racismo es un aspecto particular de una heterofobia profunda, inherente a la humanidad, y cuyas leyes generales no deberían escapársenos. Los odios entre aldeas, los combates entre aldeas casi no tienen virulencia actualmente, pero sabemos cuánta intensidad tuvieron incluso recientemente. A mediados del siglo XIX eran tales que los albañiles lemosinos formaban en París clanes distinguidos por su origen que se golpeaban en las obras en construcción. En principio, la heterofobia es externa, pero puede mantenerse en el interior de una comunidad política dada (como en este caso), y basta con un criterio suficientemente duradero que mantenga la diferencia. Los clanes de los lemosinos se mantenían en la medida en que los albañiles emigrados conservaban un contacto con la aldea adonde volvían de vez en cuando, pero la acción sindical los redujo (sustituyó el antagonismo de clanes por el de clases). El antisemitismo es más sólido (y por otro lado, la mejor manera de atenuarlo fue la guerra donde los judíos y los no-judíos luchaban juntos). En la Antigüedad, las poblaciones sometidas combatían rápidamente con los vencedores a los enemigos de estos últimos. Las diferencias perceptibles de una población a otra eran débiles y los judíos fueron los únicos que no se asimilaron, que se aislaron y mantuvieron abiertamente una diferencia con los demás; su participación en las luchas armadas en el mundo moderno es reciente. El peor caso es el de los negros, cuya diferencia perceptible es innegable. Se puede hablar de antagonismo inevitable, en la medida en que una diferencia sensible tiene un carácter estable; resulta entonces vano alegar que la diferencia está mal fundada según la ciencia. No se trata de ciencia: en la actitud racista, la teoría no ha tenido más que una influencia secundaria. Ver en el racismo una idea nefasta es apartarse de un problema cuyos datos nunca se sitúan en el pensamiento; tampoco están en la naturaleza, sino que son contingentes, aleatorios, son históricos, es decir, humanos. Por supuesto, las diferencias en juego nunca son irreductibles. Existen y actúan, pero quedan a merced del movimiento. Los brasileños resolvieron el problema sin haber decidido resolverlo: las circunstancias hicieron que muy pocos hombres en Brasil pudieran mantenerse fuera de la mezcla de “razas”. Negros de origen africano, indios y blancos se han fusionado. El prejuicio del color no existe. La supervivencia de la raza

blanca pura ya no tiene otro sentido que la existencia de una nobleza poco numerosa que mantiene su distinción dentro de las alianzas. Pero si ocurre que un proletariado blanco se mantiene fuera de la mezcla de colores, como en los Estados Unidos o en Sudáfrica, mientras que los negros forman una masa oprimida, difícil de contener, la crisis alcanza un grado agudo. La heterofobia es tanto más fuerte en la medida en que la masa blanca es numéricamente débil con respecto a la masa de color. La situación es entonces irreductible. El aspecto esencial de tales antagonismos resalta más crudamente en esta última situación. La diferencia de la que se trata siempre tiene un sentido: señala una inferioridad política. La misma diferencia no actúa en cualquier lugar en el mismo sentido. En el mundo musulmán, la superioridad pertenece en principio al musulmán negro que tenía precedencia sobre el blanco cristiano. En un país musulmán, el color no puede tener entonces el sentido de la inferioridad, no existía como diferencia. Toda vez que una diferencia determina el antagonismo, significa para quien la establece la inferioridad del otro. Tiene pues un alcance inmenso en la medida en que es posible oprimir a quien es afectado por la diferencia. En todas partes la opresión es posible, pero no podría cobrar consistencia del mismo modo si el oprimido fuera en todos los aspectos semejante al opresor. La opresión del hombre de color es por lo tanto una forma privilegiada de opresión. Es la opresión cómoda de una masa unánime ejercida contra una masa diferenciable sin posibilidad de error. Puede decirse de la actitud del opresor que es moralmente de una bajeza extrema. Supone la estupidez y la cobardía de un hombre que le da a un signo externo un valor que no tiene más sentido que sus temores, su mala conciencia y la necesidad de cargar a otros, dentro del odio, con un peso de horror inherente a nuestra condición. Los hombres odian, al parecer, en la medida en que son a su vez odiables. Es cierto, si consideramos a un blanco y a un negro, según la expresión de Michel Leiris, que “de sus físicos diferentes a sus mentalidades diferentes no hay ninguna relación de causa a efecto”. Son culturas, modos de civilización diferentes los que fundaron su oposición. Pero una reprobación moral nunca es más que la expresión de la impotencia. Ese antagonismo racial es la forma que actualmente asumen en esas condiciones, en esos lugares, movimientos de oposición que recorren de todas maneras a las masas humanas, y cuya reducción desgraciadamente no puede ser efectuada mostrando que no son datos de la naturaleza. La existencia humana no es una existencia natural y esos fenómenos de

antagonismos arbitrariamente motivados oponen precisamente las conductas humanas, históricas a las conductas inmutables del interés animal.

MICHEL LEIRIS, La cuestión racial ante la ciencia moderna. Raza y civilización, París, Unesco, 1951, in-8º, 48 p. (1) La Unesco muy felizmente le ha confiado a Michel Leiris, etnógrafo vinculado al museo del Hombre, además de escritor conocido en particular por un libro notable, Edad de hombre (véase Critique, nº 11, abril de 1947, p. 291 (2)), la redacción de una breve obra que resume los datos más serios referidos a los problemas planteados por los antagonismos raciales. Michel Leiris resume así la tesis que basa en exámenes precisos: “El prejuicio racial no tiene nada de hereditario, ni tampoco de espontáneo; es un ‘prejuicio’, es decir, un juicio de valor no fundado objetivamente y de origen cultural; lejos de estar dado en las cosas o de ser inherente a la naturaleza humana, forma parte de los mitos que proceden de una propaganda interesada mucho más que de una tradición secular. Puesto que está ligado esencialmente con antagonismos que se basan en la estructura económica de las sociedades modernas, será en la medida en que los pueblos transformen esa estructura que lo veremos desaparecer, así como otros prejuicios que no son causas de la injusticia social, sino más bien sus síntomas” (p. 46 (3)). Esto se funda en un análisis de los datos objetivos que muestra en efecto que las diferencias raciales no son en el fondo sino diferencias culturales. Es innegable, y es igualmente innegable que la injusticia social a la vez que resulta de los movimientos de oposición entre los hombres también renueva incesantemente los movimientos. Creo sin embargo necesario introducir una reserva sobre la reducción del “prejuicio social” a la acción de la propaganda. Por supuesto, nada natural funda dicho prejuicio. Pero surge de movimientos más amplios que aquellos que canaliza la acción de las propagandas, que atraviesan la estructura social e interfieren con los movimientos económicos.

Notas

1. El título es Raza y civilización, “La cuestión racial ante la ciencia moderna” era el título de la colección. El libro fue reeditado por Leiris en su compilación Cinco estudios de etnología, Gonthier, Denoël, 1969, luego en Gallimard, 1988, colección “Tel”. 2. “Miradas de ultratumba”, artículo de Maurice Blanchot sobre Edad de hombre, Aurora y Noches sin noche, reeditado en Maurice Blanchot, La parte del fuego, Gallimard, 1949, pp. 247-258. 3. Pp. 79-80 en la colección “Tel”.