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"Las niñas para mí son sencillamente ángeles y en tal sentido su inocente impudor propio de la infancia. Lo morboso se encuentra en otro lado". Bathus

"no es el crimen lo que interesa, sino la pureza Camus

El tiempo no existía para él: pasado y presente se confundían en un abismo inmemorial.

Regresaba

siempre

atrás,

recorriendo la historia del arte, en busca de la pureza original: aspiraba a encontrar oro puro, la piedra filosofal, la Perfección. Fellini

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El artista y la modelo

"Si estamos rodeados de tantas cosas bellas, ¡Por qué nos empeñamos en evitarlas! Sólo he querido pintar lo que era hermoso, los gatos, los paisajes, la tierra, los frutos, las flores, y por supuesto a mis queridos ángeles, que son como reflejos idealizados, platónicos, de lo divino. No faltarán, desde luego, biógrafos y críticos de arte (los ha habido ya) dispuestos a encontrar posturas eróticas en mis modelos, a mancillar el trabajo de inocencia que he querido hacer, mi búsqueda de eternidad. No importa". Balthus

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DE BALTHUS Y PENTIMENTOS P OR R I CA R D O B A DA NOVIEMBRE DE 2007 Fue allá por noviembre de 1983, en el Centre Pompidou de París, cuando me enfrenté por vez primera a la obra de Balthus, una retrospectiva suya que luego se expondría en el Metropolitan neoyorquino y en el Museo de Kioto, en Japón. Ahora, acá en Colonia, en el Museo Ludwig, veo de segundas una nueva muestra de la obra de Balthus, que por su parte es la primera vez que se expone en Alemania. Y eso ya merecería un capítulo aparte. Pues aunque Balthus nació en París, en 1908, y se le considera un pintor francés, su vinculación con Alemania no puede ser mayor. El padre, Erich Klossowski, alemán descendiente de una noble familia polaca, historiador del arte, escribe en alemán una de las primeras monografías sobre Daumier. Thérèse rêvant/Teresa soñando

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La madre, alemana de Breslau (hoy Polonia), pintora, al separarse de su marido inició una relación sentimental con Rilke, vivida de cerca por sus dos hijos, Balthasar (Balthus luego) y Pierre, quien llegaría a ser uno de los autores más fascinantes de las letras francesas. Y hay más vínculos con Alemania. Expulsada de Francia al estallar la Gran Guerra, la familia reside en Berlín desde 1914 hasta 1917, cuando el matrimonio se separa y ella se va a vivir a Suiza, llevándose a los hijos.

Thérèse réveillée/Therese awake/Teresa despierta

Luego, una nueva etapa berlinesa, de 1921 a 1924, termina cuando Rilke le consigue a Pierre un puesto como secretario de Gide, y su madre y su hermano lo acompañan en el regreso a la ciudad natal. Ocho años, pues, en números redondos, la mitad de su

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infancia, su adolescencia y su primera juventud, Balthus los pasó en Alemania, razón por la que resulta tan sorprendente que recién ahora se exponga su obra aquí por primera vez. En el prólogo al espléndido catálogo de esta muestra, el director del Ludwig rescata una reflexión del pensador alemán Lichtenberg, quien dijo que las personas nacidas un 29 de febrero y que celebran sus aniversarios sólo cada cuatro años nunca serán como los demás. Mientras los demás festejan cada año, aquellos van como a remolque, como si la infancia no terminase jamás, como si al tiempo lo hubieran colocado entre paréntesis. Y puesto que Balthus nació un 29 de febrero, es por eso que esta exposición, sugerentemente, se titula ―Tiempo suspendido‖. Young Girl Laying

En ella se recogen veintiséis óleos (diecinueve de gran formato), veintiséis estudios y dibujos, catorce ilustraciones para una edición de Cumbres borrascosas de Emily Brontë, y diez bocetos de vestuario para una escenificación de Los Cenci, la tragedia de Shelley.

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Las fechas de creación abarcan desde 1932 a 1960, y una de las cosas que mayormente impresiona en la muestra es la cantidad de obras que se ven por primera vez no sólo en Alemania, sino en público. La página de agradecimientos del catálogo enlista doce museos y ocho colecciones privadas, ―así como también otros coleccionistas que quisieron permanecer en el anonimato‖. En Colonia no se ha podido ver, por cierto, una de las obras maestras y de mayor contenido polémico entre las de Balthus: La clase de guitarra. Su propietario, un coleccionista particular suizo, solicitó –a cambio del envío de ese cuadro– que se le prestase, durante todo el tiempo de la exposición, el de Max Ernst con la Virgen azotainándole el culo al Divino Niño. Esta epifanía del escándalo para las mentes pías cuelga en el Ludwig y es uno de sus más preciados tesoros. Y entiendo que la dirección del Museo hizo bien no accediendo al canje temporal, y que mejor hubiera sido poder ver ambos cuadros bajo el mismo techo, para deleitarse en la homologación de sus asuntos. Pero pídanle ustedes comprensión a un coleccionista privado suizo.Mas en vez del cuadro sí pudimos admirar un dibujo a lápiz, sobre papel (perteneciente a la colección Arnold Crane, de Chicago), del desnudo que aparece en él. Y no sé yo si este boceto, también él tan desnudo, tan aséptico, no es más sugerente que la obra completa, hediente a óleo.

La clase de guitarra

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Pues en la muestra se da otro ejemplo de cuadro realizado y tres apuntes para el mismo, y uno de esos tres apuntes ofrece una variante que es la que personalmente hubiese querido ver en el óleo. Estoy hablando del célebre Desnudo con gato, con Laurence, la hija de Georges Bataille y amante de Balthus, despatarrada desnuda en un sillón y con el brazo izquierdo alzado hacia atrás, en dirección a un gato que la contempla desde lo alto de una cómoda. En el dibujo, en cambio, el sillón tiene un respaldo muy alto y el gato se encaramó en él, con la pata izquierda estirada hacia la modelo, cuyo brazo aparece aquí vertical y señalando hacia arriba con el índice extendido. ¡El óleo es un pentimento! Desnudo con gato

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Algo de lo propio sucede con una ilustración de Cumbres borrascosas (la correspondiente al pasaje donde Heathcliff le pregunta a Cathy por qué se ha puesto el vestido de seda), que luego encontramos transformada en el también famoso óleo La toilette de Cathy, donde ella se deja peinar, completamente desnuda bajo la bata abierta. En este cuadro, como en la ilustración, nos encontramos a Balthus autorretratado en la figura del borrascoso protagonista de la novela. Anotaré para concluir dos pinceladas hispanoamericanas en esta exposición. El magnífico cuadro La ventana, cuya modelo fue la joven peruana Elsa Henríquez, a quien Balthus pintó vestida, pero le desnudó el seno izquierdo en el cuadro, y el retrato de Joan Miró con su hija Dolores, dignísimo homenaje a su colega, y un prodigio de gracia. La ventana

Balthus es un pintor tan connotado, tan discutido, tan escudriñado, que resulta de veras harto arduo poder aportar algo nuevo a su exégesis. Y no obstante creo que nuestra mirada, la de los legos, sí que puede hacerlo. Porque a mi juicio, también lego, casi todo el corpus teórico en torno a la obra de este pintor se ha ceñido excesivamente a los tecnicismos propios de la crítica de arte, en un caso, y a los fruncimientos de cejas de los moralistas, con su

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correlato de los ojos en blanco de los iconoclentusiastas. Tan perniciosos los unos como los otros. Así por ejemplo, a una joven y talentosa pin tora amiga mía le pregunté si se fijó en que en esta muestra, en las salas consagradas a los dibujos y donde había un soporte para ver dos, uno por cada lado –del uno un boceto de La calle, del otro de La toilette de Cathy–, este último, que es de formato vertical, se exponía horizontalmente: de tal modo que para captarlo había que inclinar la cabeza en un ángulo de casi 900. Y me contestó que no, no se fijó, no lo vió, no lo notó, ni le parecía tan grande el crimen, porque –esos dibujos [sentenciaba] no son gran cosa–. Y si así mira un pintor, ¿qué nos queda a los legos? Paciencia

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Nos queda, claro, seguir siendo legos, y seguir viendo lo que n o ven los profesionales. Recordar por ejemplo la foto de Steven Meisel usada para la publicidad de la lencería de Calvin Klein, compararla con el cuadro de Balthus Thèrése rêvant, y certificar que las diferencias son dos: en el óleo la modelo está sentada, y en la foto está tendida y usa minifalda, así que no tiene ningún mérito que se le vea la braguita. ¡Salve, maestro Balthus! ~ Paciencia

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BALTHUS, EL GRAN EXCÉNTRICO P OR L EL I A D R I B EN MAYO DE 2001

En febrero pasado —poco antes de su cumpleaños, como suele suceder con mucha gente— murió Balthus, el gran pintor francés que desafió a todas las vertientes artísticas de su siglo, el XX, para reinstaurar en el interior de sus cuadros la representación ilusionista. En ese sentido cabe analogar a Balthus con el norteamericano Edward Hopper, quien insistió en un realismo a contracorriente respecto al expresionismo abstracto de su país y sólo fue reconocido muy tardíamente, cuando, torciéndole el brazo al autoritarismo abstracto, la posmodernidad retomó cierta dosis representativa con el nuevo realismo de la década de los años setenta.

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Pero hay enormes diferencias entre el también gran Hopper y Balthus. El primero pinta escenas contemporáneas muy propias de la vida estadounidense y de esa zona de frontera que se mueve a uno y otro lado del río Bravo. Eso se verifica en sus grandes cafeterías semivacías, tomadas a la medianoche o al atardecer, con unos pocos protagonistas de gesto ausente, recluidos en la deshumanización creciente que atraviesa a las actuales sociedades; así como en sus célebres gasolineras enclavadas en la aridez del suelo mexicano. Todo ello como una metáfora, si así queremos verla, de la soledad creadora en que vivió Hopper. Por el contrario, las imágenes pintadas por Balthus son atemporales, sus personajes se mueven o suspenden en ámbitos igualmente solitarios pero sin referencia temporal fija. Colocado al margen de la fisura representativa, en un sitio excéntrico, muchas veces tan incomprendido como obstinado en el tipo de articulación icónica elegida por él, cabe preguntarse si Balthus no fue un pintor moderno. Y de inmediato la respuesta es negativa.

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Balthus fue un artista moderno que se mantuvo fuera de las leyes estipuladas por la modernidad. ¿Por qué? Porque el suyo es un realismo no inocente, que conoce de sobra la prohibición moderna en el sentido de no representar y la omite, o la transgrede, desplazando la insinuación de lo prohibido hacia lo que su obra narra. Balthus se instala de ese modo en la transgresión de lo transgredido. Y su obra mantiene el relato en suspenso, anunciado, lanzado hacia múltiples relatos posibles; en otros términos, no hace literatura fácil. Su conciencia de representar contra lo mayoritario se ve en su capacidad de síntesis y en esa opacidad tan contraria a la pintura de los siglos pasados, tan antagónica de un Rembrandt y de la pintura holandesa, que surca a todas sus imágenes. Se ve, asimismo, en los trazos sintetizadores que surcan a muchos de sus personajes.

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Hay en cambio en Balthus una sensualidad para nada irreverente y sí en cruce con el enigma. Lo enigmático, en efecto, hace a ese halo sensual en voz baja, nada gestual, que preanuncia pero no desata el erotismo. No se puede entender a Balthus sin tener en cuenta a ese gran referente teórico de su época que fue el riguroso tratado sobre el erotismo de Georges Bataille. Balthus coloca sus escenas en las antípodas del Marqués de Sade. No hay un coito en su obra, hay una sensualidad, reitero, casi inocente, un amor no corrosivo pero muy tierno por la desnudez adolescente y lo sutil, por el misterio pleno de insinuaciones consustancial a la complejidad humana. Y hay silencio y recato, recato en medio de la desnudez, casi sagrado, como el erotismo. Todo lo contrario a la Lolita de Nabokov, novela en última instancia superficial.

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El lector se preguntará contra quién discuto en esta nota. Respondo en parte con las palabras de Balthus: "Realmente no entiendo la incapacidad de la gente para captar las diferencias esenciales entre erotismo o sexualidad y pornografía. Por ejemplo, la industria publicitaria es pornográfica, especialmente la de los Estados Unidos, donde se ve a una jovencita poniéndose un producto de belleza en la piel como si tuviera un orgasmo".

Discuto igualmente contra la censura pacata de una buena zona del mundo moderno, especialmente el que llena la cultura de los Estados Unidos, donde el crítico de arte Michael Kimmelman habló del puritanismo hipócrita con el que en el ambiente neoyorquino se consideró a la obra de Balthus, al compás de la convicción, en la nación del norte, de que el arte es una actividad moral. Y a propósito, cabría la sospecha en estos términos: ¿tantos años de predominio abstracto no estarían dirigidos hacia el no tocar determinados temas? No es así, por supuesto, pero el puritanismo bárbaro disfrazado de barniz civilizatorio, característico de la

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sociedad norteamericana en general, inspira a levantar esa injustificada sospecha. No hay provocación ni subversión en la pintura de Balthus; lo que hay es la compleja trama por la que, secretamente, circula un erotismo místico, allí donde el arte no debe ser, jamás, un alegato ni a favor ni en contra de lo moral. No hay moral en el arte, aunque sí la transgresión vanguardista que coloca al crimen entre los vertebradores temáticos de la narración escrita o pintada. Pero nada más alejado, insisto, de la producción balthusiana que la transgresión. -

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FELLINI EN EL ESTUDIO DE BALTHUS P OR C ON S TA N Z O CO N S TA N T I N I MAYO DE 2001

Dos personajes al mismo tiempo míticos y entrañables: Balthus, el vampiro que se oculta en la luz para dibujar a sus criaturas, y Fellini, el hijo de la máscara y el circo. Balthus y Fellini, figuras feéricas, carnavalescas que exploraron la quincallería de nuestro universo imaginario. Pasajeros inevitables y definitivos de un siglo abundante en artistas de genio. Balthus bien pudo haber sido un personaje de Fellini: en él conviven, como en los mejores filmes del maestro italiano, el artista delicado y el hombre perverso. Antoni Tapiès ha dicho que la pintura de Balthus reutiliza el colorido de antiguos anuncios de teatro popular o de circo. La pintura de Balthus bien podría ilustrar una versión circense de Alicia en el país de las maravillas o figurar en la portada de una edición pirata de Lolita. También, por qué no, podría anunciar una película de Fellini. Balthazar y Federico muy bien podrían ser los nombres de una pareja de artistas de circo: cómicos, saltimbanquis o equilibristas. Sirva la muerte de Balthazar Klossowski de Rola, ocurrida el 18 de febrero pasado, para recuperar esta entrevista, una de las últimas concedida por Fellini, donde el gran director conversa con Constanzo Constantini acerca de Balthus, su amigo y cómplice.

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"Lo conocí por medio de Alain Cuny, el actor francés que interpretó el papel de intelectual que se suicida en La dolce vita, no recuerdo si fue en 1962 o en 1963", dijo Federico Fellini. "Alain Cuny vino a Roma a pedirme que le ayudara en un filme que quería realizar: La anunciación de María, con un texto de Paul Claudel que ya había interpretado en escena y contaba con mi intervención frente a los organismos de Estado, el Ente Gestione Cinema y el Italnoleggio, para que aceptaran colaborar. Nos encontramos en la Via Sistina, en el Hotel de la Ciudad, y hablamos. Entonces me dijo que estaba invitado a comer en casa de un amigo, de un gran amigo. Salimos y recorrimos parte del camino a pie, a lo largo de la Trinità dei Monti. "Al llegar a las afueras de la Villa Médicis me dijo: 'Mi amigo vive aquí', sin nombrarlo. Frente a la cochera fue detenido por los porteros: intercambió algunas palabras con ellos y entramos. Nunca antes había estado ahí. Desde la conserjería habló por teléfono con alguien, tras lo cual me preguntó si quería subir. Ascendiendo por la escalera de caracol, hablándome de frente, me dijo: 'Es el más grande pintor en vida', todavía sin nombrarlo. Me encontré de pronto rodeado de muros muy antiguos, de terrazas resplandecientes, de altos techos preciosos, de sirvientes con guantes blancos y de un mayordomo de librea. Escuché una voz fuerte y sonora que decía: 'Querido Alain, ven, ven'. 'Querido

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Balthus', contestó Alain y fue sólo hasta entonces que escuché su nombre".

¿Qué impresión le dio? Un gran, muy gran actor, apareció frente a mí, entre Jules Berry y Jean-Louis Barrault: alto, delgado, de perfil aristocrático, mirada dominante, gestos solemnes, un tanto enigmático, diabólico, mefistofélico: un Señor del Renacimiento y un Príncipe de Transilvania.

¿Recuerda usted lo que hablaron? Las cosas que generalmente se dicen cuando uno se conoce. Dijo que estaba encantado de conocerme, y yo le dije que siempre había querido conocerlo, pero en ese momento me encontraba aún más atraído por él y por el lugar en el que estábamos que por lo que me decía. Yo sabía que los pintores franceses tenían sus talleres en la Villa Médicis, pero ignoraba que alguien viviera ahí. Sí: Balthus tenía el don de hacer, de hablar, de tomar la actitud de un gran actor interpretando su propio papel. Yo estaba fascinado por la puesta en escena en la que me encontraba inmerso, por el lado teatral de su manera de ser, del cual él, me

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parecía, estaba completamente consciente. Pensaba para mí que nadie más que él era digno de habitar ese lugar opulento, esa casa magnífica, ese bíblico palacio real. Ya lo había remodelado en su mayoría, arreglando los muros, rescatando los frescos de maestros del pasado, como el maestro Giovanni Pittore y Lelio da Montepulciano, que había decorado los aposentos del cardenal Ricci en el Vaticano, o de Perin del Vaga, un artista del taller de Rafael. Yo no sé si era consciente o inconscientemente, pero lo había adaptado a su propio estilo, al personaje que ahí habitaba.

¿Tras este primer encuentro, comenzaron a frecuentarse? Sí, nos veíamos también con Fabrizio Clerici, el pintor milanés que era su amigo antes de que lo fuera yo mismo. Empezamos a llamarnos por teléfono y a intercambiar invitaciones para cenar. Yo lo invitaba a las premieres de mis películas y a los restaurantes de la ciudad, pero nada se compara con las veladas en la Villa Médicis: cenas bajo la luz de los candelabros, servidas en salones fastuosos, con la sabiduría del hacer que es digna de un ritual litúrgico, rodeados de muros y techos recubiertos de frescos, de lienzos célebres, en una atmósfera íntima y solemne, a la vez amistosa y sacramental. Poco a poco me familiarizaba con ese laberinto de Cnossos, ese "recorrido iniciático" que es en parte

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la Villa Médicis, en contraste con el jardín y el parque, que se abren al primer piso y que inspiraron a pintores como Velasco, Corot y muchos otros. La esposa del artista, la pintora japonesa Setsuko, figuraba perfectamente en esta dimensión teatral, en esta puesta en escena suntuosa, sumando al refinamiento un toque de exotismo.

¿Qué es lo que más le gustaba o le gusta de este gran actor que es Balthus? Los relatos que hacía de la historia del arte y de la literatura, de la gran pintura francesa, de los artistas, escritores y poetas que frecuentaban la casa de sus padres en París cuando era niño y adolescente y que vivían en la capital francesa en las primeras décadas del siglo: Rainer Maria Rilke, Nijinsky, Bonnard, Derain, Picasso, Artaud, Camus, Braque, Gide, evocados por alguien que los había conocido personalmente, con un lenguaje insólito, con una imaginación de artista. Anécdotas, curiosidades, episodios deliciosos. Inmersos en ese clima mágico que reinaba en la Villa Médicis, creció una verdadera amistad entre nosotros, auténtica, fraternal, a pesar de la lejanía de nuestras educaciones, de nuestras culturas, de nuestros puntos de referencia.

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¿Además de las premieres de sus filmes, lo invitaba usted también al set? Venía frecuentemente a Cinecittà mientras rodábamos. El set le fascinaba. Su padre fue escenógrafo a la vez que pintor e historiador del arte, y él mismo había hecho escenografías. Le llamaba la atención el aspecto pictórico de las películas: los escenarios, los vestuarios, los colores. Se interesaba particularmente en los materiales que utilizaba, con una curiosidad profesional, pero también con una cierta sensualidad. Me observaba con una atención que provocaba en mí una gran incomodidad: sentir su mirada sobre mí me quitaba toda espontaneidad, me provocaba una sensación de inquietud. No sabía cómo ponerme a la altura de la idea que él tenía de mí como director. A cambio de mis invitaciones al set, un día me invitó a su taller, al cual nadie había entrado antes, inaccesible como un templo esotérico. "¿Quieres visitar mi taller?", me dijo un día brusca e inopinadamente.

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¿Cómo era su taller? Bajamos al jardín, nos adentramos al lado más salvaje del parque y entramos en una construcción en ruinas: ese era su taller. Un desorden vertiginoso: cuadros de espaldas recargados contra los muros, grandes mesas repletas de trapos sucios, biombos, ventiladores, camas de metal, cacerolas, martillos, máscaras africanas, objetos japoneses y chinos, maniquíes, cajas, vasos, relicarios, alambiques, básculas, botellas, frascos, ácidos, venenos: el laboratorio de un hechicero, de un alquimista, de un demiurgo. Una atmósfera mágica, que sin lugar a dudas no reinaba en los legendarios talleres de Courbet, Picasso, ni Chagall. Todo esto en medio de un parque fabuloso, poblado de árboles seculares, de raras plantas de follajes dorados, de flores, de esculturas antiguas, de ruinas preciosas.

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¿Se acuerda de los cuadros que le mostró?

Con una actitud sacerdotal y un aire casi hierático en su rostro, primero me enseñó uno, luego otro, lentamente: el primero era de una adolescente leyendo, el segundo una joven oriental sorprendida frente a un espejo. Había empezado un cuadro hacía doce años y aún no lo terminaba, trabajaba en otras pinturas desde hacía años. Pintaba con una paciencia monacal, con la precisión de un iluminador, con la meticulosidad y el amor por el detalle de los pintores flamencos y de los artesanos italianos de los siglos XV y XVI. El tiempo no existía para él: pasado y presente se confundían en un abismo inmemorial. Regresaba siempre atrás, recorriendo la historia del arte, en busca de la pureza original: aspiraba a encontrar oro puro, la piedra filosofal, la Perfección. -

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LAS TRES HERMANAS, DE BALTHUS P OR R A M ÓN X I R A U ENERO DE 2001 Entre los cuadros de Balthus me ha impresionado siempre Muchacha en la ventana (1957), de la Colección Gelman, ahora en el Museo Metropolitano de Nueva York. Lo recuerdo aunque sea brevemente. Fredérique Tison, con sweater azul, de espaldas, apoyada en la ventana, mira el jardín (o el patio) en un hermoso día de verano. El sol amarillea en el árbol de la izquierda. Al fondo se ven los cobertizos, todo un paisaje —no hay que olvidar que Balthus fue un excelente paisajista. Fredérique, desde la ventana, tal vez mira algo. ¿Qué mira y ve? Nunca lo sabremos. Tal vez ve el jardín, tal vez absorta en sí misma sueña sus propios sueños. Lo cual sucede con la mayoría de los cuadros de Balthus, tanto si los vemos de frente como "al sesgo o de perfil" —en esta pintura de bulto y de relieve que forma parte de la visión artística del pintor. ¿Miran o no miran estas muchachas siempre metidas en sí mismas? Lo que sabemos es que en ellas reina el silencio, el silencio de todos los secretos. Tampoco podemos saber qué puede pensar Teresa, obra del año de 1939. ¿Sueña Teresa en su presencia erótico-sensual? Tal vez nada en particular. En cuadros como este Balthus es claramente erótico y eróticas sus niñas, apenas adolescentes, sean o no otras

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tantas "lolitas". "Lolitas" o no, forman parte importante de los dibujos, esbozos, óleos de Balthus. No pertenecen del todo a este mundo las "tres hermanas" aunque haya en ellas resabios de erotismo. Veamos dos de estos óleos, el de 1963 que sirve de portada al libro y el de los años 1964-66. Son dos óleos muy semejantes: la misma posición de las hermanas, la misma estructura del conjunto, el mismo dinamismo inmóvil, ¿hay otra manera de llamarlo? Pero los dos óleos son distintos. De uno a otro varían los colores más débiles en el segundo cuadro, varía la posición de una de ellas, la muchacha de la izquierda. En un caso lee (o parece leer), en el otro mira hacia nosotros con cierta mueca o tal vez cierta expresión distraída. Lo que es claro en los ocho cuadros de Las tres hermanas es la presencia de las tres entre la niñez y la primera adolescencia. Todo parece ser silencio, todo parece ser inmovilidad en este tiempo fijo que es no-tiempo y que es también, en secreto, silencio compartido. Muy claramente lo dice Marie-Pierre en el texto del libro: "Las tres hermanas estábamos encapsuladas en un espacio sin tiempo, en un momento que se volvería eternamente nuestro". Dos elementos en estos cuadros; cierto misterio, cierto enigma; también el mundo

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del secreto. Sólo sabemos de verdad que las tres muchachas inician su vida de mujeres, en su crecer, en su nacer a la vida. Y ¿el gato?; el que se desliza por la habitación o cualquier otro gato en la obra de Balthus. Los gatos, sin olvidar a Baudelaire, pueden ser símbolos de mal agüero o de agüero bueno —así en las diferentes culturas de Oriente o de Occidente. Balthus, a los once años, había hecho una serie de dibujos titulados por él mismo Mitsou. Rilke, el gran amigo de la familia, los hizo editar. El pequeño dibujante firmaba Baltusz, lenguaje infantil que anunciaba el nombre de artista del conde Balthazar Klossowski de Rola. El gato que aparece en algún óleo de Las tres hermanas no es malo, está en la tradición simbólica de los gatos buenos, es buen agüero. -

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Balthus y México Teresa del Conde La lectura en esta misma sección del documentado recordatorio que Mónica Mateos dedicó a este pintor en el centenario de su nacimiento, me condujo a recordar algunas cuestiones que complementan lo ya dicho. En efecto, fue Rainer Maria Rilke, el amante de Baladine, la madre del artista, quien decidió publicar la historia gráfica del gato Mitsous precedido de su prólogo. El padre: Erich Klossowsky, famoso sobre todo por sus diseños teatrísticos, que bastante influyeron en su hijo, fue autor de una monografía sobre Daumier. Pierre Klossowsky, su hijo mayor, cercanísimo a Georges Bataille, fue estudiado a profundidad por Juan García Ponce, quien obtuvo el premio Anagrama de ensayo por el texto que le dedicó en La errancia sin fin. Chica con gato

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El mismo autor publicó una monografía sobre Balthus, pues además de que también le fascinaban los gatos (uno de sus cuentos está referido a cierto gato voyeur) encontraba atractivos e inquietantes los cuadros de interiores en los que las muchachitas semidesnudas o totalmente desnudas sueñan, leen, duermen, se estiran sobre un diván o miran por la ventana.

Provocateur en un principio, Balthus causó escándalo con el cuadro titulado La lección de guitarra (1933), en el que la profesora, una

joven adulta, sostiene sobre su regazo a la niña desnuda desde la cintura hacia abajo, excepto por las calcetas blancas, al tiempo que parece imitar la pulsación de las cuerdas del instrumento a la altura del sexo, mientras la chica le toca el pezón del seno que lleva descubierto. No ver en algunos cuadros de Balthus por lo menos honda predilección por representar preadolescentes, a veces totalmente vestidas, pero enseñando las pantaletas, es desconocer que así estableció su reputación, aunque se trate de alegorías de la pubertad. La correlación con el pastor Dodgson (Lewis Carroll) es inevitable, porque el genial matemático victoriano, en sus fotografías de niñas semivestidas sí resulta precursor de todas las nynphetes del siglo XX.

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De 1933 es la extraña pintura titulada La calle, que se e ncuentra en el MoMA, de Nueva York, en la que en un emplazamiento rigurosamente estructurado, las figuras parecen sorprendidas en un momento congelado, como si se tratara de maniquíes (de hecho hay dos muñecos en ese cuadro, que incluye una pequeña escena de acoso sexual). Más tarde realizaría otro cuadro con fachadas de tiendas, faroles y toldos muy parisinos, obedeciendo a una estricta geometría. A la síntesis que logró a través de los análisis de una serie de pintores del pasado, desde Giotto en adelante, pasando por Masaccio y Piero de la Francesca, hasta llegar al barroco, se adhiere a su personal y muy atractiva asimilación de estampas japonesas, que conocía de maravilla, al igual que el arte chino.

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A veces las referencias son directas, a modo de homenaje, como sucede con su versión femenina del Amore Vincitore, de Caravaggio. En otras, como en los niños jugando cartas, la síntesis entre dos o más estilos es lo que resulta más genuino. El ―solitario entre los solitarios‖ (frase de Octavio Paz) no lo fue tanto, a pesar de que amaba los largos periodos de reclusión, que tuvieron una prolongada interrupción durante su gestión como director de Villa Medici, a partir de 1961, cuando André Malraux lo nombró director de la Academia Francesa, en Roma. La restauró a conciencia devolviéndole el esplendor que había perdido. Su labor en Roma, terminada en 1977, fue de radical importancia. Al año de su residencia romana viajó a Japón en visita oficial. Regresó acompañado de Setsuko Ideta, su asistente, modelo y tiempo después su esposa. La joven, quien había fungido como su guía en Kyoto, era 35 años menor que él. Antes estuvo casado con la madre de sus dos hijos varones: Antoinette von Wattenwyl. Su amistad con Alberto Giacometti perduró hasta 1966, año en que el escultor murió de cáncer. Poco antes Balthus retrató a las tres hermanas Colle Corcuera, la mayor, Marie Pierre (desafortunadamente ya fallecida) aparece al centro de las varias composiciones que les dedicó, flanqueada por sus hermanas Silvie y Beatriz, hijas del dueño de la Galería Pierre-Colle, casado con una dama de la aristocracia tapatía. Uno de los cuadros y apuntes de Tres hermanas, a quienes pintó en París cuando fue huésped de la familia en actitudes casuales,

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vestidas en moda veraniega, fueron conocidos en México y en la ciudad de Monterrey, donde el Museo de Arte Contemporáneo (Marco) organizó una velada en la que la pintura definitiva fue presentada por Marie Pierre y por quien esto escribe. En 1998, el recordado pintor e ilustrador Ben-Hur Baz-Viaud (tío de Marysole y Juan Worner-Baz), ofreció en donación al Museo de Arte Moderno uno de los seis estudios preparatorios para El sueño, después autentificado y reproducido por los autores del catálogo razonado de Balthus: Virginie Monnier y Jean Clair, curador este último de la retrospectiva póstuma presentada a finales de 2001 en el Palazzo Grassi, de Venecia.

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BALTHUS, PINTOR DE LOLITAS A PLENA LUZ Por Carlos Yusti Su pintura siempre tuvo un toque de locura aristocrática. Una inclinación aleatoria sobre lo clásico. Había una luz erótica, inquieta, en sus cuadros. Tensado en un clasicismo autodidacta imprimió a su pintura un ritmo personal. Muchas de sus dibujos y cuadros están cargadas de una tensión sensual algo insana, poseen como una atmósfera surrealista, miteriosa, a pesar que el tema, trivial por lo demás, sea una calle con personas, una sala de estar con chimenea o una niña desnuda frente al espejo. En buena cantidad de sus cuadros una constante: nínfulas, Lolitas, niñas a punto de estallar en mujeres. Se llamaba Balthazar Klossowski de Rola y fue conocido en el mundo del arte como Balthus. Iba a cumplir 93 años. Había abandonado la clínica en la que llevaba hospitalizado algunos meses. Regresó a su chalé de Rossiniére, en el cantón Suizo de Vaud. Murió tranquilo en su cama con un solo deseo en su alma: pintar. Nació el 29 de febrero de 1908. Su infancia y juventud transcurrió en París en un barrio situado entre el Odeón, el Luxemburgo y la famosa iglesia de Saint-sulpice. Sus padres Erich y Elizabeth Dorothée Klossowski se esmeraron para educarlo (también a su hermano Pierre, figura excepcional de la literatura) en un ambiente refinado e intelectual. Balthazar y Pierre tuvieron mucho contacto

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con artistas y escritores de la talla de Pierre Bonnard y Rilke. Además Erich Klossowski era un reconocido pintor y crítico de arte oriundo de Polonia. Su esposa Elizabeth estuvo bastante cercana a Rilke, con el que mantuvo una fluida correspondencia y en la cual mezcló pasión y crítica hacia el poeta y su poesía. Los hermanos se criaron también en un contexto policultural ( francés, Suizo, Polaco, Inglés y Alemán) que fue determinante en su formación y que decidiría sus carreras artísticas. Balthus comenzó a pintar desde muy niño. Luego que su gato murió se propuso recordarlo pintandolo. Realizó una docena de dibujos y acuarelas de su mascota. A pesar de esta temprana inclinación por la pintura Balthus no fue a ninguna escuela de arte. Su educación artística fue un vuelo en solitario visitando el Louvre y copiando a pintores clásicos como Piero della Francesca, Coubert o Poussin. También acompañaba a su padre cuando este visitaba a los artistas en sus estudios. Ya de adolescente, y con un claro objetivo de convertirse en pintor, se vio de pronto en el ojo del huracán de la vanguardia pictórica. El cubismo, el fauvismo y el surrealismo daban sus primeros pasos. Balthus fue siempre reacio a los movimientos vanguardistas. Le gustaba el surrealismo por sus hallazgos de lo real y lo soñado. Del impresionismo le fascinaba a luz. Lo que realmente le gustaba (e iba a influenciar su trabajo pictórico) eran los maestros clásicos del 300 al 400. Esta inclinación subrayada por los pintores clásicos fue una manera elegante de ignorar a los pintores contemporáneos. Entre sus amigos podemos mencionar a Antonin Artaud. Para él Balthus dibujó los figurines del montaje teatral Cenci. También están Derain y un joven español que pinta llamado Miró, quien posó

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en largas sesiones con su hija Dolores, mientras Balthus lo pintaba con la perversidad callada y misteriosa que siempre caracterizó su trabajo. Aunque su primera exposición se realizó en la galería que dio el espaldarazo a los pintores surrealistas su pintura nada tenía que ver con el surrealismo. No obstante se le tachó como surrealista. Lo cierto es que la pintura de Balthus volvía a las raíces clásicas mientras el surrealismo hacia tabla rasa a una pintura que consideraba apolillada y anacrónica. El primero que defendió a Balthus de este malentendido fue Artaud que escribió: "La pintura de Balthus es una revolución irrebatiblemente dirigida contra el surrealismo, mas también contra el academicismo en todas sus formas. Más allá de la revolución surrealista, más allá de las formas del academicismo clásico, la pintura revolucionaria de Balthus alcanza una especie de misteriosa tradición". Y Artaud no se equivocaba la pintura de Balthus retomó elementos clásicos y los revalorizó desde una óptica simplificada, limpia y sin demasiado ruido estilístico. Los desnudos realizados por Balthus, teniendo como modelo a su primera esposa Antoinette von Wattenwyl, acentuaron su crisis matrimonial. Su esposa estaba escandalizada y furiosa al verse en las paredes de las casas de sus amigos aristócratas. La ruptura fue inevitable. Balthus realiza algunos viajes, acepta un cargo que su amigo Malraux le ofrece y en un viaje a Japón conoció a Setsuko Ideta a la cual tomó como asistente, alumna, modelo y esposa. La pintura de Balthus es un viaje a la figuración más vaporosa que realista, más mágica y de ensueño que minuciosa y objetiva. Es una travesía a luz y al silencio como elementos del conocimiento interior; es un recorrido apacible por la sensualidad desnuda y volátil de la adolescencia y la pubertad. Con enorme perspicacia el pintor español Antoni Tapies escribe: "Era un pintor figurativo, pero no en el sentido fotográfico. La suya es una figuración que

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recuerda a los anuncios pintados de cine o los cartelones de feria. Fue, además, un artista que se mantuvo al independiente y al margen de movimientos. Era algo que también me gustaba de él porque, pese a que su obra puede relacionarse con el surrealismo, nunca quiso mantener ninguna disciplina de grupo". A pesar de su predilección de pintar niñas desnudas, con esa marcada impudicia inocente propia de la niñez, Balthus le a un sentido religioso a su actividad. No religiosidad de un beato, sino de un artista capaz de captar lo terrible, erótico y espléndido de la belleza. En una oportunidad le dijo a su esposa: "Hablé con Dios. Me dijo que aún tengo que seguir con la tarea que me encomendó. Debo seguir pintando, tengo mucho que hacer". Tenía para ese momento 91 años. Esta óptica de la obra como una tarea espiritual, como una práctica de hondo significado subjetivo permite desechar los tópicos recurrentes en torno a su obra y su morbo aciago y misterioso por las jovencitas. Críticos y espectadores ven algo perverso en ese universo poblado de nínfulas con poses inocentes y bañadas con una luz extraña que presagia lo peor. Con razón Camus veía en las figuras femeninas de Balthus un erotismo negligente ya que al pintor "no es el crimen lo que interesa, sino la pureza". Acerca de sus retratos de muchachas, el artista afirmó en una entrevista al Herald Tribune: "Las niñas son las únicas criaturas que todavía pueden pasar por pequeños seres puros y sin edad. Las lolitas nunca me interesaron más allá de esta idea". A Balthus le interesa la pureza no desde la beatitud, sino desde su capacidad negativa. La pureza como acción corruptora, como entidad amenazadora, atávica; como fuerza para sacar a la luz nuestras oscuridades más intimas para luego purificarnos. Mirar un cuadro de Balthus es purificarse. Balthus aseguraba: "Las niñas para mí son sencillamente ángeles y en tal sentido su inocente impudor propio de la infancia. Lo morboso se encuentra en otro lado". Lo escrito por Vicente Molina Foix es irónico, pero bastante puntual: "Balthus

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no llegó a pecar, y estoy seguro de que era, como le gustaba a él decir, un pintor religioso. ¿No es, al fin y al cabo, la religión el ejercicio de una mirada fija y persistente a un punto inalcanzable? El culo misterioso de las niñas". Plegar su pintura al surrealismo a rajatabla es una tarea fatua y equivocada. La pintura de Balthus es clásica en muchos aspectos. Si algo surrealista poseen sus pinturas es esa luz plana, esa atmósfera de límpida espiritualidad. Por lo demás su pintura es diametralmente opuesta a la estridencia surrealista. Su pintura es sosegada, llena de silencios y en las que muchas sutiles sugerencias nos asaltan como espectadores. Hay laboriosidad en su pintura, genialidad a fuerza de trabajo. Según su esposa Balthus era bastante meticuloso. Un cuadro le llevaba con facilidad meses o años o como ella explica en una entrevista: "Cada pintura de Balthus es como una larga novela, el resultado de una larga experiencia y de una búsqueda perpetua". Con respecto a su ritmo de trabajo dijo: "Es muy madrugador. Cuando se despierta pide un desayuno ligero y si la luz es buena lo toma en su taller. Luego se pone a pintar hasta 17 horas. En época de invierno la nieve da una luz blanca bellísima, luminosa, nacarada, entonces la aprovecha toda. Cuando empieza a trabajar se queda absorto, no habla, se mete dentro de su mundo y es ahí donde se realiza como autor. Luego viene a tomar el té, también en silencio. No deja nunca de trabajar, cuando charlamos lo hacemos en torno a sus cuadros..." Las menores pintadas por Balthus me remiten a la Lolita de Vladimir Nabokov. El libro está lleno de sugerencias y sutilezas como la pintura de Balthus. Ni las Lolitas de Balthus ni las de Nabokov me resultan seres heréticos. Tienen algo de ángeles sobrevolando nuestro oscuro deseo, nuestra pulpa terrenal de voyeristas. En lo personal me parece bastante malsana esa luz de sus cuadros, ese

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mediodía que presagia fatalidades sexuales. Esa luz inspiró un poema de Octavio Paz del que copio algunos versos:

La luz abre los pliegues de la sábana y los repliegues de la pubescencia, arde en la chimenea, sus llamas vueltas sombras trepan los muros, yedra deseosa. La luz no absuelve ni condena, no es justa ni es injusta, la luz con manos impalpables alza los edificios de la simetría. La luz se va por un paisaje de reflejos y regresa a si misma: es una mano que se inventa, un ojo que se mira en sus inventos. La luz es tiempo que se piensa. El arte no es una actividad inocente aunque pinte niñas virginales, en apariencia apacibles, y en Balthus lo vulgar y lo sublime tuvo su razonado equilibrio, su meditada pincelada. La pintura de Balthus es una experiencia visual del deseo, el silencio y la pureza. Es una anotación intimista sobre la belleza y sus riesgos. Apartado y solitario produjo su obra. El oropel de la fama y el éxito (sus cuadros se cotizaron a elevados precios) no lo apartó de su misión. Su obra es un pacto luminoso con el silencio y con los deseos ocultos que de manera comprensible nos pierden. Trasmitir que la belleza y la inocencia encierran peligros insospechados fue la gran lección de la obra de Balthus.

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Balthus: tradición y ruptura Octavio Paz, un día en que nos paseábamos por París, en el laberinto de callejuelas de la rive gauche, con un escritor francés a quien sobran el humor y la profundidad, se volvió de repente hacia éste y, sonriendo, le preguntó: ''Dígame, querido amigo, ¿qué hay de nuevo en París?" La respuesta surgió con una sonrisa aún más amplia: ''Mire, querido Octavio, como nadie sabe lo que es moderno, y ni siquiera lo que significa verdaderamente la palabra moderno, todo mundo habla ahora de posmoderno".

El recuerdo de nuestras risas me pasó varias veces por la mente durante la lectura del notable libro de Raphaël Aubert, Le Paradoxe Balthus, publicado por Editions de la Différence (www.ladifference.fr). El enigmático título hace preguntarse de qué paradoja se trata. De hecho, de la controversia que la palabra ''moderno" suscita en cuanto se pronuncia, sobre todo cuando se asocia a la obra de Balthus. ¿Moderno, Balthus? ¿Moderno, este pintor ''último de los clásicos", quien profesa tal respeto por las formas y las technicas más tradicionales del arte? ¿Moderno, este artista al margen de las vanguardias, figura resueltamente conservadora entre sus contemporáneos?

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Para responder a esta cuestión sería necesario, en primer lugar, ponerse de acuerdo sobre lo que significa moderno. Balthus no compartía para nada el punto de vista de creadores o críticos de su época sobre el sentido que debía darse al concepto de modernidad. De ahí la paradoja que el libro de Aubert plantea, y que va más allá del caso de Balthus, pues interroga la totalidad del campo artístico de nuestro tiempo, obsesionado por las revoluciones modernistas. Nacido en París, en 1908, un 29 de febrero, único día que se repite sólo cada cuatro años, Balthus llevaba una cuenta bastante personal de su edad. Celebraba su cumpleaños sólo los años bisiestos. Así, en 1996, invitó a sus amigos para festejar sus 22 años cuando en realidad tenía 88. Si desde la infancia su talento fue observado por Pierre Bonnard, amigo de sus padres, a los 12 años un acontecimiento va a marcar su vida. Su madre, Baladine, inicia una relación pasional con Rainer Maria Rilke. El poeta se apega a ese muchacho, lo aconseja, lo protege, alienta su precoz talento y hace publicar sus primeros dibujos reunidos en un álbum, para el cual escribe inclusive el prefacio, cuando Balthus tiene apenas 14 años. Mucho más tarde, André Malraux, entonces ministro de Cultura, pide a Balthus que dirija la Academia de Francia en Roma. El artista acepta y restaura por completo la prestigiosa Villa Médicis, antigua institución que transfigura de manera a la vez sobria y fastuosa siguiendo sus propios gustos y principios. Hacia el final de su vida, come siempre obsesionado por afanes nobiliarios, se hace llamar, en su gigantesco castillo (con 117 ventanas) de Rossinière, en Suiza, ''conde Klossowsky de Rola", título que parece provenir más de un sueño de grandeza que de una escrupulosa verdad heráldica.

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Pero estos elementos biográficos, por curiosos que sean, lejos de descubrir la verdadera personalidad de Balthus, acentúan las paradojas del personaje. El mismo, ocupado en mantener su misterio, se niega a las confidencias. Así, al crítico de arte británico John Russel, quien le pide datos biográficos para la retrospectiva de sus obras en la Tate Gallery, en Londres, en 1968, contesta: ''Balthus es un pintor del que no se sabe nada. Y, ahora, miremos los cuadros". Exhibicionista y secreto, la paradoja de Balthus es constante. Tradicional que se pretende artesano más que artista, y escandalosamente moderno. La leçon de guitare, mostrada por vez primera en 1934, es de alguna manera el manifiesto de este programa. Escándalo erótico, esta tela representa una escena de transgresión sexual cuya forma evoca sin embargo la composición de la Pietà de Avignon, pintada en el Renacimiento. ¿Moderno? ¿Tradicional? La cuestión queda abierta. Imposible ser más paradójico: ¿quién, si no Balthus, se atrevería a decir que sus lascivas niñas y mujeres son ángeles?

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¿Existe la culpa? By Javier Luján

La silla de estar

Es como si tuviera el sonido de un clavicordio dentro de la cabeza, un canon organizando mi pensamiento. Unos instantes arriba, otros abajo, una especie de montaña rusa musical bordeando mi propio caos interior. ¿Era la mirada de Balthus inocente? ¿Quería relegar en nosotros la culpa? ¿Existe la culpa? Balthus y Miller consideraron el erotismo como el grado supremo de la espiritualidad. ¿Quisieron encontrar en él las respuestas que la religión no les daba? ¿En todo caso, qué es lo que nos arroja al interior de otra persona? ¿Qué es lo que hace mantenerme alerta ante esa entrañable abertura que me comunica con mi no existencia? ¿Es, acaso, la sensación de no saber a dónde vamos? Y como el que no quiere la cosa Serge Gainsbourg y Jane Birkin hacen acto de presencia con J‘ai T‘aime… Moi Non Plus. Digno final a unas reflexiones que se basan en desconocer lo esencial.

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LA VISTA, EL TACTO A Balthus la luz abre los pliegues de la sábana y los repliegues de la pubescencia, arde en la chimenea, sus llamas vueltas sombras trepan los muros, yedra deseosa; la luz no absuelve ni condena, no es justa ni es injusta, la luz con manos invisibles alza los edificios de la simetría; la luz se va por un pasaje da reflejos y regresa a sí misma: es una mano que se inventa, un ojo que se mira en sus inventos. La luz es tiempo que se piensa. Octavio Paz, El fuego de cada día.

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Balthus, “eremita de la luz” Mónica Mateos-Vega Arribarán a México la novela Cumbres borrascosas y el libro

Mitsou, ilustrados por el artista.Su obra fue definida por el poeta René Char como “el verbo en el tesoro del silencio”. Muchos críticos intentaron, sin éxito, descifrar la “rareza” de sus lienzos y dibujos

Dos joyas literarias están por arribar a México: una edición de la novela Cumbres borrascosas, de Emily Brontë, que reproduce, por vez primera en un título en español, las ilustraciones que para esa obra realizó Balthus en 1933, y Mitsou, el libro que el gran pintor francés hizo cuando tenía 12 años de edad, en colaboración con el poeta Rainer Maria Rilke.

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Editadas por la casa independiente Artemisa, cuya sede se encuentra en las islas Canarias, en España, ambas publicaciones enmarcan la celebración por el centenario del natalicio del artista (29 de febrero), quien concibió la pintura como una música interior. ―Hoy día se desconocen las virtudes milenarias del silencio y el trabajo, del diálogo secreto y profundo con lo invisible, que para mí también es lo divino, y esa reconstrucción aparente en el lienzo que viene de muy lejos, de un lugar muy antiguo‖, escribió Balthus en sus memorias. Ocho de las ilustraciones que realizó para Cumbres borrascosas fueron publicadas por primera vez dos años más tarde, en el número siete de la revista surrealista Minotauro. En total son 15 dibujos, además de 11 estudios preparatorios. Si bien Balthus no ilustró todos los capítulos de la novela, puede decirse que en estos trazos se encuentra el germen de gran parte de la producción madura del artista. La infancia como estado esencial Lo mismo sucede en Mitsou, obra que realizó al alimón con Rilke en el verano de 1921. El libro narra la historia de un gato perdido, ilustrada por el pintor, con prefacio del poeta, que era amante de la madre de Balthus. La editorial Artemisa, coordinada por Marian Montesdeoca y Ulises Ramos, lanzó en 2007 ese título inédito hasta entonces en España, en edición de Juan Andrés García Román, enriquecido con la correspondencia que Rilke dirigió a Balthus, en la cual le aconsejaba, entre otros temas, cómo celebrar sus cumpleaños: ―Hace muchos años conocí a un escritor inglés, Mr. Blackwood, que en una de sus novelas aventura una hipótesis muy seductora: pretende que en la medianoche se produce siempre una hendidura minúscula entre el

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día que acaba y el que comienza y que, si una persona hábil se las arreglara para deslizarse dentro de esa hendidura, saldría del tiempo y se encontraría en un reino independiente de todas las mudanzas que nosotros soportamos; en ese lugar se encuentran reunidas todas las cosas que hemos perdido. (Mitsou, por ejemplo, los muñecos rotos de los niños, etcétera, etcétera.) ―Su cumpleaños se encuentra allí escondido y sale a la luz... ¡sólo cada cuatro años! (Imagino una exposición de cumpleaños en la que el cumpleaños de otros se comparase con el suyo, siendo este último tratado con esmero y sacado del almacén sólo tras largos periodos.) Mr. Blackwood, si no me equivoco, da a esta hendidura nocturna y secreta el nombre de ‗Crac‘: ahora bien, por no disgustar a su querida madre y a Pierre, le aconsejo no desaparecer en ella, sino contemplar tal lugar tan sólo durante el sueño. ―Su aniversario –estoy seguro– se encuentra muy cerca de allí, lo encontraréis a la primera, y es posible que tenga la oportunidad de entrever algunos otros esplendores más. ―Al despertar el primero de marzo se encontrará rodeado de aquellos admirables y misteriosos recuerdos y, en lugar de que sea dada una fiesta para usted, será usted mismo generosamente quien la dé a los otros, al relatarles sus turbadoras impresiones y al describirles la naturaleza maravillosa de su raro cumpleaños, ausente, pero intacto y de la mejor calidad.‖ Las 40 viñetas que diseñó el jovencito Balthus son ―de una originalidad y una actualidad asombrosas, mientras Rilke escribió un breve pero intensísimo prefacio en que pondría palabra a la historia figurativa y plástica del pintor. ―Mitsou puede parecer infantil, tal vez hasta naïf, pero hay que tener presente la importancia que la idea de la infancia tiene en la

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obra de ambos genios: la infancia como ‗estadio esencial‘‖, señalan los editores. Admirado por Breton y Picasso Balthasar Klossowski de Rola nació un 29 de febrero de 1908. Reducido a ―pintor erótico‖ por quienes conocen superficialmente su obra, Balthus fue hijo de Erich Klossowski, un destacado historiador de arte, y de Elisabeth Dorothea Spiro (conocida como Baladine Klossowska), integrante de la elite cultural de París. El hermano mayor del pintor, Pierre Klossowski, fue un filósofo influenciado por los escritos del Marqués de Sade. Balthus empezó a pintar siendo adolescente y su trabajo fue admirado por escritores como André Breton, Albert Camus y por colegas como Pablo Picasso. Su círculo de amigos en París incluía al novelista Pierre-Jean Jouve, los fotógrafos Josef Breitenbach y Man Ray, el dramaturgo Antonin Artaud, así como los pintores André Derain, Joan Miró y Alberto Giacometti, con quienes protagonizó enriquecedores intercambios de ideas. Pasó la mayor parte de su vida en Francia. En 1953 se mudó al castillo de Chassy, casa veraniega donde maduró su estilo y vieron la luz algunas de sus obras maestras, como El cuarto, influenciada por las novelas de su hermano, y La calle, pintura que hoy forma parte del acervo del Museo de Arte Moderno de Nueva York. En 1964 se instaló en Roma, donde fue nombrado presidente de la Academia Francesa en esa ciudad. Ahí trabó amistad con el realizador de cine Federico Fellini y con el pintor Renato Guttuso.Entre 1961 y 1978 fue consejero especial de André Malraux, entonces ministro de Cultura en el gobierno de Charles de Gaulle.

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De su primer matrimonio, con la suiza Antoinette von Wattenwyl, Balthus procreó dos hijos, Stachou y Thadée. En 1967 contrajo segundas nupcias con una japonesa 35 años menor que él e hija de una familia de samuráis. En 1977 se trasladó a Rossinière, Suiza, donde radicó hasta su muerte (ocurrida el 18 de febrero de 2001), con su segunda esposa, Setsuko, también pintora. Balthus fue el único artista que en vida tuvo obras en el acervo del Museo del Lou-vre, la mayoría provenientes de la colección privada de Picasso, donada a ese recinto. Sus pocas pinturas vendidas alcanzaron los precios más altos para artistas vivos: hasta 2 millones de dólares en subasta. El resto forma parte de diversos museos de arte en Estados Unidos, Francia, Suiza, Gran Bretaña y Japón. El Museo de Arte Moderno de la ciudad de México exhibió hace algunos años un estudio al óleo para su obra El sueño. En 2003 Setsuko echó a andar la Fundación Balthus, con sede en Suiza, que se ha encargado, desde entonces, de promover la obra del artista por el mundo. La hipocresía de Estados Unidos Balthus tachaba a Estados Unidos de hipócrita, al igual que a los críticos por opinar erróneamente acerca de sus pinturas de niñas (en nuestro país, a la hora de su muerte, se le asoció de manera irreflexiva con Lewis Carroll). ―Realmente no entiendo la incapacidad de la gente para captar las diferencias esenciales entre erotismo o sexualidad y pornografía. Por ejemplo, la industria publicitaria es pornográfica, especialmente

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la de Estados Unidos, donde se ve a una jovencita poniéndose un producto de belleza en la piel como si tuviera un orgasmo‖, explicaba Balthus. ―Inmoral‖, ―escandaloso‖ y ―perverso‖ fueron algunos de los adjetivos de quienes intentaron, sin éxito, descifrar la ―rareza‖ en la obra de Balthus. El diario The New York Times recordó, con motivo de la muerte del pintor, que artistas serios como Bruce Nauman, Wayne Thiebaud y Roy Lichtenstein ―apreciaron la delicada elegancia de la obra de Balthus, más enigmática que explícita‖. El ―legado estadunidense‖ de Balthus, añadía el crítico de arte Michael Kimmelman, ―es una ilustración de nuestro propio puritanismo e hipocresía cultural en los que estamos envueltos. Como muchos europeos, Balthus encontró ridícula la creencia estadunidense de que el arte es una ocupación moral‖. Preferencia por el anonimato Admirado por las escenografías que realizó en Francia para obras de Shakespeare, Camus y la ópera de Mozart Cosi Fan Tutte, Balthus escribió en sus memorias: ―pintar es salir de ti mismo, olvidarte, preferir el anonimato y correr el riesgo, a veces, de no estar de acuerdo con tu siglo y con los tuyos‖. Animado por ese espíritu, produjo unos 300 lienzos e innumerables dibujos, obra definida por el poeta René Char como ―el verbo en el tesoro del silencio‖. En Balthus, afirmaba su amigo Fellini, el tiempo es inalterable. Quizá por ello al pintor le gustaba jugar con su edad: nació en año bisiesto, justo el 29 de febrero, por lo cual afirmaba, poco antes de

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morir, ser veinteañero, pues sólo cada cuatrienio sumaba un año a su cuerpo y mil a su espíritu: ―nací en el siglo XX, pero pertenezco mucho más al XIX‖, decía. Hoy, a un siglo de su llegada a este mundo, recordamos al ―gran señor luciferino‖, el ―eremita de la luz‖, quien hasta el último día cumplió su palabra: ―Si me retirara de la pintura, sería como retirarme de la vida, del esplendor único, de la belleza a la que Dios me ha enviado‖.

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Balthus: el arte como único esplendor

La falda blanca

En realidad, en aquellas púberes que eran el tema favorito del artista francés Balthus no habría habido nada comprometedor de no ser por esos pequeños detalles sensuales y eróticos: una falda muy corta o unas piernas demasiado abiertas. Los críticos y observadores quedaban consternados con la sexualidad subyacente en sus pinturas. Pero para el pintor, fallecido el 18 de febrero de 2001, a los 92 años, sus representaciones no tenían nada de condenable, sino que eran imágenes puramente sensuales de un deseo libre de tabúes y de la inocencia.

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Estos cuadros sobre el despertar de la sexualidad en las niñas, reflejado generalmente en interiores burgueses, le valió a Balthus, de cuyo nacimiento se cumplen cien años este viernes, la fama mundial. ―En su primera exposición, en 1934, se produjo un escándalo, porque se interpretó la escena de una de las pinturas como un intento de abuso de una menor‖, dijo Sabine Rewald, curadora de una gran muestra individual de Balthus que se presentó en Colonia, Alemania, el año pasado. El artista describía su estilo como ―realismo atemporal‖. Era autodidacta y su escuela de arte fue el Louvre. Durante semanas, pasaba las tardes en el museo parisino, donde estudiaba y copiaba obras de David, Poussin, Chardin y Courbet. Era un defensor del oficio de los antiguos maestros. Estaba ligado a lo concreto y sus pinceladas eran directas, clásicas y expresivas. En los años 20 y 30 del siglo pasado, se relacionó con Alberto Giacometti, André Malraux y Georges Bataille; conoció el impresionismo, el cubismo y el surrealismo, pero rechazaba casi todos los estilos artísticos: ―La capacidad de pintar desaparece. Ya no existe casi nadie que la domine correctamente. Para confirmarlo, basta observar a los pintores de nuestro siglo. ―La mayoría de ellos no tienen nada que comunicar y sus obras no contienen nada digno de tomarse en cuenta por otros artistas. El único que supone una excepción es Braque.‖ Influencia de la pintura asiática El artista, llamado en realidad Balthazar Klossowski de Rola y nacido en París en el seno de una familia polaca de artistas, creció

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en un entorno cosmopolita. Su madre era pintora y amiga del poeta Rainer Maria Rilke. Y a instancias de su padre, un conocido historiador del arte parisino, conoció a Bonnard, Matisse y Monet. En vida, Balthus era considerado especial y marginal. Durante su primera época parisina trabajaba intensamente retirado en su estudio del sexto arrondissement, en el corazón de la ciudad. En 1976 adquirió en Suiza, donde había pasado parte de su juventud, la noble y amplia casa de madera Grand Chalet en Rossinière en el cantón de Waadt, en la que vivió hasta su muerte en febrero de 2001, con casi 93 años. Dejó una obra completa de unas 350 pinturas y mil 600 dibujos, entre ellos un retrato del español Joan Miró, sus paisajes suizos y franceses, las naturalezas muertas influenciadas por la pintura asiática y los retratos eróticos de niñas, que hoy día son los más conocidos.

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Balthus, nuestro desconocido

El 29 de febrero de 1908, en París, nació el conde Balthasar Michel Klossowski de Rola, llamado Balthus, cuya mayor obsesión como artista fueron las adolescentes a las que pintó en toda su voluptuosidad y erotismo.

El último cuadro que concluyó el conde Balthasar Michel Klossowski de Rola, apodado Balthus, antes de morir el 18 de febrero de 2001 en su palaciego chalet suizo de Rossinière, se llama La espera. En él, un óleo sobre lienzo con las grandes dimensiones propias de casi toda su producción, están una vez más los temas característicos de

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su pintura, si bien sutilmente modificados ahora, al modo de una metáfora terminal que mostrara lo otro de lo mismo, a la manera de una conclusión estética donde las cosas fueran sustancialmente iguales porque habían variado al fin. En el centro de la composición yace sobre un diván el cuerpo en flor de una jovencita desnuda que apenas sostiene con el brazo no una guitarra sino una mandolina; en el extremo inferior izquierdo se ve un gato de perfil que descansa inmóvil sobre una silla cuyo respaldo parecería ser el de un pequeño trono a los pies de un cortinaje recogido por un cordón en pliegues que resultan voluptuosos; un par de ventanas centrales se abren a un paisaje casi lunar dominado por dos colinas sobre las cua¬les discurre un delgado y lejano sendero; por la ventana abierta a la derecha de la escena se asoma un perro blanco de larga cola parado de patas y observa atentamente a la distancia algo que desconocemos. Que se sepa, éste es el primer perro que Balthus, el rey de los gatos, como se bautizó a sí mismo en un célebre autorretrato así titulado, y como lo designa también el crítico Gilles Néret en una espléndida monografía sobre el artista (1) -de la cual provienen gran parte de las citas y referencias de este texto-, pintó de una forma tan destacada y esencial. En su temprana juventud, Balthus publicó 40 ilustraciones en memoria de Mitsou, su querido gato de la infancia, que fueron prologadas por el poeta Rainer Maria Rilke, amigo tanto de su madre como de él. El tema de ese escrito introductorio era, precisamente, los gatos. Por ello Claude Roy, compañero temprano de Balthus, escribió alguna vez: "Los gatitos no van a la escuela. Sus padres les enseñan lo esencial: a cazar, a reflexionar, a correr, a tumbarse. El padre del gatito Balthus, pintor e historiador de arte, su madre, pintora, y los amigos de la familia, le enseñaron todos su trucos a su cría. Los gatos son

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autodidactos. No se matriculan en la escuela de Bellas Artes. Estudian, observan, aprenden y experimentan por sí mismos". Quizá lo correcto hubiera sido llamar a Balthus el rey de las ninfas jóvenes o el príncipe de las adolescentes. O el "Barbazul" de la pintura, como lo hizo Albert Camus, cuando en 1948 Balthus, paseándose con sus jóvenes modelos que lo veneraban, realizó el vestuario y los decorados para El estado de sitio, una obra de teatro de aquel autor. Al respecto, Gilles Néret cita las palabras confesionales de René Char: "Todos anhelamos la caricia de esa avispa matinal que las abejas llaman con el nombre de una joven y que oculta en su blusa la llave de Balthus". Las jóvenes en flor fueron el tema constante de Balthus, su motivo obsesionante y su símbolo mayor. Una poderosa y conspicua corriente pictórica, que llega a ser universal, establece que el cuerpo humano desnudo es la materia incandescente de la creación visual, la expresión pictórica más elevada que se puede alcanzar. El mismo Balthus diría, en una frase epigramática y paradójica, que "es posible ser realista de lo irreal y figurativo de lo invisible", teniendo al cuerpo femenino y pubescente como asunto principal. Es cierto entonces que los perturbadores cuerpos adolescentes pintados por Balthus, apenas despertando a una sensualidad cuya promesa es aún más inflamante que su realización plena, pueden ser considerados, sobre todo en sus comienzos artísticos, como un "erotismo provocador", según lo designaron los críticos de entonces. Sin embargo, Balthus hablaba de un erotismo "sagrado" para defenderse del escándalo y el rechazo que sus obras tempranas concitaron, sobre todo La lección de guitarra, un lienzo impactante e iniciático presentado en la primera exposición que realizó en

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1934, el cual, conforme después el mismo autor explicara, había sido hecho para darse a conocer y ganar un sitio artístico utilizando el asombro -y aquella provocación que lo siguió como pegajosa sombra de su fama pública todavía varias décadas después-, tanto en esa obra como en otras expuestas entonces que romperían paradigmas estéticos, formas culturales y maneras de ver, haciendo saltar por los aires los tópicos establecidos: Cathy vistiéndose, Alicia en el espejo o La calle. Ciertas condiciones inesperadas surgían en aquellas obras exhibidas en la galería Pierre de París por un artista de 26 años que pintaba a contracorriente de los usos de una época entregada acríticamente a los fuegos mágicos del surrealismo y al celebramiento de la abstracción. La queja, entre decepcionada y sorprendida, de gran parte de los asistentes: "¡Este pintor es figurativo!", no fue, acaso, la menor de las sorpresas que la obra de Balthus concitó. Otro desconcierto era la naturaleza de aquellos cuerpos núbiles singularizados, aquellos cuerpos que mostraban todo, aquellos cuerpos llenos de "un sexo que destaca en toda su crudeza", según escribiría Antonin Artaud en uno de los primeros textos celebratorios de esa nueva (y vieja) ruta de un arte que volvía a la pintura del cuerpo y de los objetos como un ejercicio realista de la representación. Un estupor más radicaba en la técnica sobre el lienzo empleada por el joven y entonces desconocido artista. Su pintura provenía de los maestros pintores del Quattrocento antes que de cualquier influencia moderna, era clásica en su concepción y en su hechura, estaba resuelta con un magisterio que contradecía la corta edad de su artífice, y a pesar de todo ello resultaba profundamente contemporánea en su imaginación. Por eso, en frase afortunada, se la llamó la "reencarnación de la pintura", como si ésta, en un concierto de espirales ascendentes, volviera a predominar entre las

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vanguardias estéticas europeas que negaban las técnicas seculares, que destruían el cuerpo robotizándolo o deformándolo, y que apelaban a la evaporación de las formas entre los signos arbitrarios de la abstracción.

La lección de guitarra era una variante insólita de un cuadro de casi medio siglo atrás, La Pietà de Villeneuve-les-Avignons, y ahora el cuerpo curvo de un Cristo recién bajado de la cruz se había convertido en el cuerpo arqueante de una jovencita con el durísimo sexo lampiño abierto a la contemplación indiscreta mientras era castigada, y a la vez gozada en ello, por su maestra, una mujer madura a la cual la pupila acariciaba casi el pezón de un seno volcado fuera del vestido, logrando el juego ambiguo y equívoco de un erotismo perturbador. Un erotismo que, conforme a Marcel Duchamp, de ser percibido antes por la mirada ahora era sentido en el cerebro del espectador: un escalofrío de la retina que súbitamente se convertía en un escalofrío cerebral. La palabra "originalidad" etimológicamente deriva de "origen". Balthus había regresado a las fuentes del tiempo y volvía al tiempo presente con una soberana renovación.

Se trataba, así, de una verdadera pintura religiosa al modo del Renacimiento, donde el tubo de pintura, los efectos, las formas, el motivo y los colores sólo importaban como un vehículo para ir más allá de lo representado y acaso rozar el misterio inefable de lo metafísico, aquel ámbito donde reside la divinidad. Pero en Balthus tal acorde se realizaba entre los cuerpos inquietantes de la temprana sexualidad nínfica; en los pliegues secretos, y aquí abiertos a la mirada, de los pubis lampiños y los senos apenas turgentes; en los cuerpos a punto de quedar indiferenciados de tales niñas sacramentales sorprendidas en el misterioso tránsito orgánico hacia la plena feminidad.

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A propósito de otro de los cuadros del pintor, Lady Abdy, el mismo Antonin Artaud corroboró la cualidad religiosa de la pintura de Balthus al comparar el retrato de la dama aristocrática con los cuadros del pintor italiano del siglo XV, Piero della Francesca, uno de los maestros tutelares -su "mayor ídolo", dice Gilles Néret- que el joven autodidacto copió una y mil veces para cumplir su proceso solitario de formación, pues "así habría pintado a un ángel" un pintor antiguo como el de Arezzo. Desde el comienzo de su pintura Balthus se esmeró en lograr ser un artista clásico, y asimismo, un autor de obras atemporales, fuera del tiempo, anacrónicas; luego, canónicas y universales. De ahí que las ninfas florecidas, las jovencitas inocentes y perturbadoras, los sexos en relieve de sus cuerpos inflamantes, la ropa interior entre sus muslos intocados, la modesta lencería que al velar los pechos hace crecer el deseo, los espejos duplicadores como metáfora de una posesión vicaria, las cabelleras ondeantes y espumosas a la manera de las sirenas sean meros métodos profanos para convocar, invocándolo, lo sagrado eterno, aquello que al ser lo religa con el misterio tremendo de estar en este mundo donde el milagro se oculta en una niña que peina su cabellera y en el gato que lame un cuenco de leche virginal. Tal vez -con el conde de Rola siempre hay que decir tal vez, pues nunca se sabe- por eso explicó al actor estadunidense Richard Gere, quien lo visitó unos cuantos días antes de morir, cobijado entre las centenarias paredes del chalet suizo de Rossiniére, morada suya y de su última esposa, la japonesa Setsuko, y de la hija de ambos, Harumi, que no era un hombre de esta época: "Detesto lo moderno dijo-. ¿Qué quiere decir exactamente ser moderno en pintura? Los pintores de hoy en día no saben realizar ni siquiera una frase pictórica. Antes era necesario aprender un mínimo de técnica. Recuerdo que cuando Miró mostró sus últimos cuadros a Picasso,

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éste le replicó: 'Pero Miró, ¿cómo puedes seguir haciendo estas cosas a tu edad?' Tengo la impresión de que mi mundo ha dejado de existir. No entiendo nada de esta época. Es como si la fealdad hubiera invadido el planeta". Richard Gere, adepto budista, a continuación le preguntó: -¿Quién es aquel que pinta sus oraciones e intenta alcanzar la luz? El actor sin duda se refería a aquella declaración de Balthus, devoto aristócrata de las sacramentadas ninfetas: "Creo profundamente en la oración. Rezar es una forma de salir de uno mismo. No soy Dios, pero probablemente hay una parte de él en mí, y cuando rezo, intento alcanzar la luz, elevarme. Para mí, pintar es una forma de plegaria". Tenía 92 años, moriría muy pronto, y el cuadro testamentario de La espera ya estaba concluido. Balthus respondió así a la pregunta que se le formulaba: -Quien pinta es Dios. El hombre no puede crear, sólo puede inventar. El pintor reza al creador, pero ambos son parecidos. Tal vez el creyente pinte al creador. O quizá sea el creador quien pinte al creyente. En definitiva, el problema radica en averiguar quién crea al creador. Es una regresión sin fin. El pintor intenta salir de sí mismo y, de este modo, se acerca a su creador. Al pintar, procuro olvidar mi ego y, precisamente en ese momento, siento la luz divina y mi alma y mis manos se convierten en máquinas que escuchan. Escuchan lo que tienen que hacer. Años atrás de ese encuentro, en 1967, la Tate Gallery montó una exposición de Balthus y le solicitó que mencionara los contenidos biográficos necesarios para incluirse en el catálogo. Balthus, según cuenta Néret, respondió lacónicamente: "La mejor manera de comenzar es decir: Balthus es un pintor del cual no se sabe nada. Y, ahora, contemplemos sus obras".

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Lo mismo se dice, por ejemplo, de Renoir, que no escribió un solo libro sobre cómo debe pintarse. La crítica, en cambio, ha multiplicado los textos, las aproximaciones, las analogías y los métodos comparativos para establecer la verdad acerca de Balthus, nuestro desconocido. No importa gran cosa si este pintor que aspiraba a lograr una pintura religiosa sin tema religioso, que ansiaba, como Mozart -otra de sus grandes admiraciones-, convertir la belleza en algo divino, fue un continuador de Lewis Carroll en su adoración por las niñas. Se sabe que unos de los primeros libros que leyó en su ilustrada y muy culta infancia fueron Alicia en el país de las maravillas y Alicia a través del espejo. Aun en 1967, en un retrato a lápiz que dedicó a su hijo Stanislas, uno de los dos que tuvo en su primer matrimonio, transcribió la estrofa final de aquel libro, que podría cumplir como reunión y suma de su vida extraordinaria: "Y aunque a la sombra de un suspiro/ quizá lata a lo largo de esta historia,/ añorando esos 'alegres días de un estío de antaño',/ y el recuerdo desvanecido de un verano ya pasado/ no ajará con su infeliz aliento/ la gracia encantada de nuestro cuento". Se sabe también que Setsuko, su mujer japonesa, le transmitiría la recomendación de un poeta de Edo para pintar cosas estancas, que llevó magistralmente a algunos de sus lienzos tardíos: debía pintar "retratos del artista mediante objetos interpuestos". Se sabe, en fin, que el poeta Pierre-Jean Jouve publicó un legendario texto en el Mercure de France en 1960 avisando que en su dormitorio colgaba el cuadro de Balthus Alicia en el espejo y que estaba perdida e irremediablemente enamorado de ella, otra ninfa más estrujante y magnética. De esta obra se había dicho que representaba "de modo asombroso" el estado de indiferenciación sexual anterior al rito iniciático de la niña que transitará por las estancias del deseo: "si de algún erotismo hubiera que hablar",

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escribió Jean Clair, "se trataría de un mysterium tremendum, nacido del horror indiferenciado de la génesis o del sepulcro". Y todo esto, y mucho más, que sobre Balthus se sabe, a fin de cuentas no es nada. Como Dios mismo, la vida de Balthus no está en parte alguna. Pero sí sus cuadros, a pesar del regreso de las vanguardias luego de la Segunda Guerra Mundial y del inmundo ascenso de una sexualidad pederástica y desviada que algún enfermo pretendió achacar a Balthus su heráldica horrorosa. Advertía un pensador que solamente hay obra estética objetiva "Dios operante", la llamó otro- cuando el artista se disuelve en aquello que logra y en lo que consigue hacer. Desconocemos a Balthasar Klossowski, conde de Rola, pero conocemos los cuadros inolvidables que dejó Balthus, su auténtico heredero. Ya no hay ningún lienzo La espera que lo aguarde porque él, príncipe de los gatos, al fin se convirtió en un feliz perro, emblema de Dios, y encontró ese campo semántico inagotable al final de su camino. Sus hadas, sus ninfetas, sus provocaciones y sus sexos plenos han sido tal instrumento para obtener el milagro de la iluminación. Queda una moraleja: los caminos hacia el centro de lo real son dispares, pero una y la misma es su realización. Lo dicho: Balthus no es nadie; su obra, en cambio, alcanza la totalidad. (1) Balthus, 1908-2001. El rey de los gatos. Taschen, Alemania, 2003.

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La prodigiosa memoria de Balthus Miguel Ángel Muñoz

Todavía recuerdo con asombro la magna exposición de Balthasar Klossowski de Rola, conocido como Balthus (1908- 2001), que se presentó en el Palazzo Grassi de Venecia en 2001 y que tuve la oportunidad de ver al lado del poeta y crítico de arte francés Jean Clair. Digo "magna" porque era la primera vez se reunían 250 obras, no sólo porque Balthus produjo poco, y siempre fue cortejado por una selecta clienta que le quitaba todo lo pintado, sino porque también es cierto que siempre fue muy difícil lograr cuadros suyos para las escasas muestras individuales que permitió organizar, la primera el año 1924 en París y una de las últimas en 1996, organizada por el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, con apenas un centenar de obras magistrales entre dibujos, bocetos y telas. Por ello, la exposición de Venecia fue un acontecimiento inédito pues se pudo ver casi un inventario de toda su producción,

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para lo cual se contó con la curaduría de Jean Clair y un montaje de la prestigiosa arquitecta Gae Aulenti. Este artista exigente, caprichoso, fue apadrinado por algunos de los más grandes creadores del siglo xx. El primero fue el poeta Rainer Maria Rilke —que prologó en 1931 una compilación de sus dibujos—, con quien mantuvo una relación cercana. Otros poetas que lo alentaron fueron Artaud, Bataille, Malraux, Camus, René Char, Yves Bonnefoy, Eluard, Tristan Tzara, o grandes historiadores y críticos del arte, como Rewald, Clark, Lord, Cooper, Calvo Serraller, Hess, etcétera. Y desde luego, no hay que dejar de lado la fuete simpatía que producía su obra en pintores como Bonnard —que tuvo sobre él una fuerte influencia hasta 1930—, Braque, Giacometti, Mondrian y Picasso, que al principio de la carrera de Balthus le dijo: "Eres el único de los pintores de tu generación que me interesa. Los demás quieren ser como Picasso. Tú no". Aun con todo este maravilloso telón de fondo, la obra de Balthus no ha sido de fácil asimilación para el gran público, a pesar de su orientación literaria y figurativa, que es lo que se suele alegarse como requisito imprescindible para agradar al mundillo de la frivolidad. Es cierto, logró pasar casi inadvertido durante las tres cuartas partes de su existencia. Nunca le interesaron los medios de comunicación, ni mucho menos las grandes exposiciones de su obra. Balthus fue un pintor que amó y entendió la pintura clásica. No sólo la entendió, sino que también dedico tiempo preciso para mirar y dialogar con Giotto, Masaccio, Piero della Francesca, Rafael, Ingres, Carot, Poussin o Cézanne. Por otra parte, fue un artista que estuvo vinculado a la vanguardia artística y cultural del siglo xx.

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Estuvo cercano al surrealismo "maldito" y a la vez muy ligado con figuras claves de la vanguardia histórica, como André Derain. Fue un solitario, un "independiente", que vivió en los márgenes más radicales de su tiempo, pero siempre dentro de una complaciente cercanía. En su libro Balthus. Memorias (Éditions du Rocher, 2006), nos deja descubrir no sólo su prodigiosa memoria, sino todo su pensamiento sobre el arte, la poesía y la vida. Este pequeño volumen no es un mero juego empalagoso de erudición, sino algo inquietante, cargado de misterio. En sus telas se fija el tiempo, se inmoviliza el curso de su mundo; en sus escritos congela los gestos, las emociones, el cruce sagrado de detener al mismo tiempo la mirada y la palabra. En cualquier caso, Balthus poseía un mundo propio, conservó desde su juventud hasta el último día de su vida una energía y una intensidad casi violentas en el aspecto creativo. Asimiló como pocos —quizás tanto como Antoni Tàpies— el arte oriental y lo llevó al extremo en su vida. Aunque en su pintura afloraba el mal, lo prohibido que se desvanece en sus figuras lánguidas, cotidianas, núbiles, adormecidas, el tiempo parece suspendido en cada trazo, en cada imagen creada.

Balthus. Memorias es un libro imprescindible para entender los

grandes senderos de este creador fundamental del siglo xx, y nos da la oportunidad de comprobar el alcance estético de su obra a través de la intensidad de la palabra. Quizás por eso, en esos mismos días finales, marchándose en silencio, sin impostar la voz, le dictaba a Alain Vircondelet: "He vivido." Balthus Memorias I

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Hago mucho hincapié en la necesidad de la oración. Pintar como se reza. Por esa razón, acceso al silencio, a lo invisible del mundo. Como la mayoría de los que se dedican al llamado arte contemporáneo son unos imbéciles, unos artistas que no saben nada de pintura, no estoy muy seguro de que este planteamiento tenga mucho eco, de que se comprenda siquiera. ¿Que más da? La pintura se basta a sí misma. Para alcanzarla aunque sólo sea un poco es preciso percibirla, diría yo, ritualmente. Tomar lo que puede darnos como una gracia. No puedo desprenderme de ese vocabulario religioso, no encuentro nada más adecuado, más ajustado a lo que quiero decir que ese carácter sagrado del mundo, esa entrega de sí mismo, humilde, modesto, pero también ofrecido como una ofrenda, para llegar a lo esencial. Es preciso pintar siempre con ese desprendimiento. Huir de los movimientos del mundo, de sus facilidades y sus vértigos. Mi vida empezó con la pobreza absoluta. Con la exigencia con uno mismo. Con ese afán. Recuerdo mis días solitarios en el estudio de la calle Fustenberg. Conocí a Picasso, a Braque, les veía a menudo. Sentían mucha simpatía hacia mí. Hacia el hombre peculiar que era yo, diferente, bohemio e indómito. Picasso venía a verme. Me decía: "Eres el único de los pintores de tu generación que me interesa. Los demás quieren ser como Picasso. Tú no." El estudio estaba encaramado en un quinto piso. Había que tener ganas para ir a verme. Era un lugar extraño, yo vivía apartado del mundo, enfrascado en mi pintura. Creo que siempre he vivido así. Con la misma exigencia, sí, con la aparente desnudez de hoy. Estoy echado en la tumbona, frente a las ventanas de la casona que reciben el sol de las cuatro. Mi vista

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no siempre me permite discernir el paisaje. Lo único que me satisface es el estado de la luz. Esa transparencia que acrecienta la nieve, aparición deslumbrante. Trascribir su travesía. II Nadie piensa en lo que realmente es la pintura: un oficio, como el de cavar la tierra, el de labrador. Es como hacer un hoyo en la tierra. Hace falta cierto esfuerzo físico, que corresponde a la meta que te has marcado. Conocer secretos, caminos ilegibles, profundos, lejanos. Inmemoriales. Esto me lleva a pensar en la pintura moderna, en sus fracasos. Conocí bien a Piet Mondrian y añoro todo lo que hacía antes, sus hermosos árboles, por ejemplo. Miraba la naturaleza. Sabía pintarla. Y luego, de repente, le dio por la abstracción. Fui a verle con Alberto Giacometti un día precioso, cuando la luz empieza a declinar. Alberto y yo miramos esa magnificencia que entraba por la ventana. Las declinaciones de la luz crepuscular. Mondrian corrió las cortinas y dijo que ya no quería ver eso… Siempre he lamentado ese cambio suyo, esa transformación total. Y las combinaciones que ha producido después el arte moderno, apaños de seudointelectuales que desdeñan la naturaleza y no quieren verla. Por eso siempre me he basado obstinadamente en mis propios medios. Y en la idea de que la pintura es ante todo una técnica, como aserrar madera, o hacer un hoyo en alguna parte, en una pared o en la tierra.

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III Lo mismo sucede con la poesía moderna. No la entiendo. Sin embargo, he conocido a grandes poetas. A René Char, por ejemplo, que para nosotros era un héroe y un amigo íntimo. He tenido mucha relación con él hasta el final de su vida. Recuerdo que la princesa Gaëtani, que me había alquilado un piso, también estaba encantada con él, al grado que me pidió que me marchara del piso para meterle a él. Char me quería mucho, me dedicó dos o tres libros, poemas breves. Pero yo no acababa de entender su pasión, sus furias. Un día dijo que había que fusilar a Tristan Tzara porque difundía una especie de terror en el mundo de las letras… Siempre he preferido la nitidez de los grandes textos clásicos a la poesía moderna. Pascal, por ejemplo, y sobre todo Rousseau, cuyas Confesiones han sido siempre mi libro de cabecera. He encontrado en él una claridad y una sencillez de expresión que se puede encontrar también en la gran pintura clásica, una transparencia de diamante que se advierte enseguida en Poussin. La idea de la pintura tal y como yo la entiendo, lo he dicho ya, ha desaparecido por completo. La poesía ha seguido el mismo camino, intelectual, oscuro, hermético. Se ha abandonado esa claridad que encontramos en Mozart, que buscaba Rilke, esa evidencia.

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IV Cuando pienso en los años pasados, siempre hay figuras asombrosamente presentes a las que admiré o dejé de lado porque no respondían a mis propias preocupaciones o, simplemente, porque entonces, en mis grandes años de creación solitaria, consideraba que la pintura era algo que debía experimentar en una existencia escéptica. Lejos de rumores y modas, y de "parisianismos" de todo tipo. Recuerdo a Maurice Blanchot, a Rainer Maria Rilke y a Henri Michaux como figuras a las que respetaba por su silencio y su pretensión de internarse en la creación, por su intransigencia. Y a Georges Bataille, al que apreciaba, aunque no tanto, por sus arrebatos y su violencia, y también por ese afán de dominio que tenía siempre. Traté mucho a Bataille, aunque no me sumaba a sus tesis, a sus chifladuras fantásticas, al furor, podría decirse, que ponía en todas las cosas. Como André Breton, de quien estaba a la vez cerca y lejos, porque ambos tenían personalidades demasiado fuertes para coexistir. Bataille necesitaba dominar a los demás. En sus iniciativas había algo bastante pueril, una afición excesiva al secreto que le daba aires de gurú. Se había sentido a gusto como el papa de una religión creada por él, y yo intelectualmente, no podía seguirle en esos desvaríos. Por entonces yo era un ser demasiado independiente, demasiado arisco como para seguir a alguien en unas aventuras que me parecían fantasiosas. La creación de Acépbale en la postguerra fascinó a muchos artistas, pero a mí no me gustaban nada esas prácticas iniciáticas, esos intentos de sondear los secretos. Bataille

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tenía una clara afición por los ritos secretos con toda su parafernalia, decorado, escenografía y ritual, de los que además se nutría su obra. Esa atmósfera de logia masónica donde se mezclan el erotismo, la transgresión, la blasfemia y la sacralidad al revés, casi diabólica, no me interesaba nada. Hubo una época en que mi hermano Klossowski se sintió atraído por esas iniciativas creadoras, pero nuestra impregnación cristiana era demasiado fuerte para que sucumbiéramos a ellas. Además, en Bataille había cierto cariz antisemita, o por lo menos así lo veíamos nosotros, algunos de los que no aceptábamos sus teorías. Bataille estaba fascinado por los ritos que empleaban los fascistas para seducir a las masas. El ansia de poder que reflejaban estos ritos le fascinaba. A mí me horrorizaba esa locura, por muy escenificada que estuviera. Procuraba acceder a los misterios del arte por otros medios más pacíficos, más sensibles. Nunca renuncié a alcanzar la belleza divina, que he intentado plasmar en mi trabajo. En él no se varán fracturas ostensibles, seducciones pasajeras. Al contrario, hay una unidad a la que siempre he aspirado. Esa unidad me la han proporcionado el paisaje, la gracia ambigua y vertiginosa de mis jóvenes modelos femeninos, el tacto de su piel o de los frutos que con tanto placer he pintado. Courbet me guiaba mejor que las aventuras seudoeróticas de Bataille y sus amigos, que sus ensayos infantiles. Por no hablar de los caminos supuestamente nuevos por los que quería llevarnos Bretón… … Me basta con las texturas de los pintores primitivos italianos y las de las carnes de Delacroix y Courbet. Nunca me he apartado de ellas.

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El puesto de Balthus en la historia de la pintura El 30 de noviembre de 1999 sostuve con Jean Clair, historiador del arte, en su despacho de director del Museo Picasso, un diálogo profesional, sobre Balthus y la muerte del

arte,

que

ABC

Cultural

publicó

parcialmente días más tarde. Ese diálogo me sigue pareciendo sintomático y significativo. Con él cierro mi ensayo Ramón Gaya y el destino de la pintura: JPQ.-¿Cual es, a su modo de ver, el puesto de Balthus en la historia de la pintura del siglo XX?. JC.-Uno de los primeros puestos. Es uno de los grandes supervivientes del naufragio general de la pintura, con Bacon y otros. Hablar de todo un siglo quizás sea excesivo. Un siglo es demasiado largo. Digamos del último medio siglo.

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JPQ.-Balthus ¿es un pintor de ayer o de mañana? JC.-Es un pintor de hoy. No sé que ocurrirá en el futuro. En cualquier caso, Balthus no es un pintor de ayer, de ninguna manera. Su realismo hubiera sido impensable a finales del XIX, impensable, igualmente, a primeros del siglo XX. Es un realista que integra todas las novedades introducidas por la figuración durante los años veinte y treinta.

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JPQ.-El concepto mismo de "realismo" ¿le parece todavía vigente y de actualidad?. JC.-Por supuesto. Se trata de una necesidad fundamental del ojo y la visión humana, en busca, siempre, de una representación propia de la realidad. JPQ.-¿No cree que la obra toda de Balthus nos invita a repensar y rescribir toda la historia del arte contemporáneo?. Portrait of Painter Balthus and His Niece Frederique Tison at the Chateau De Chassy

JC.-Por supuesto. Necesitamos, con urgencia, una reescritura completa de la historia del arte moderno, en la cual Balthus, entre otros, ocuparía un puesto sin duda eminente. En esa nueva historia, Balthus no aparecerá como una figura aislada, si no el punto culminante, provisionalmente, de toda una historia que está por escribir. Esa historia, modestamente, creo que he contribuido a rescribirla. Con trabajos como mi exposición sobre los realismos de

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entreguerras creo que contribuí, hace años, a reevaluar movimientos que todavía durante los años sesenta estaban otalmente ocultados u olvidados, como los Valore Plastici italianos o la Neue Sachclichkeit alemana, el Realismo Màgico en la Alemania del sur, o el Noucentisme, en Cataluña. Si se ignoran todas esas escuelas de los años veinte, importantísimas y europeas, no puede comprenderse todo lo que vendría después. Por ejemplo, no podría comprenderse a Lucien Freud, si no se recuerda que Freud, en 1950, está en Paris y se encuentra con Balthus... antes de ese encuentro, el mismo Freud estaba muy próximo de Stanley Spencer... hay toda una historia que pasa de la gran tradición realista inglesa, alimentada, ella misma, por la Neue Sachalichkeit alemana, reforzada por su amistad con Balthus, en los años cincuenta, que culmina con el fenómeno Freud, hoy. Se trata de un fruto de toda una serie de corrientes y amistades que bien merecen desvelarse y estudiarse; lo que todavía no se ha hecho, completamente. JPQ.-Más allá de Freud, la Pinttura Ritrovata italiana, los muy diversos realismos y figuraciones españolas, la Nueva Figuración del Sur, figuras como Gaya, en Murcia, o Werner Tübke, en Leipzig, ¿cree que nos están hablando del arte de mañana?. JC.-Me siento un poco confuso cuando se habla del futuro. Yo no veo nada en las bolas de cristal. Y no tengo ni idea de lo que ocurrirá en el futuro. En cualquier caso, el futuro no me interesa en absoluto. El futuro quizás sea el terreno de la tecnología y el progresismo científico. El futuro quizás no sea el terreno ideal para el arte.

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JPQ.-¿Teme usted que las fuerzas de la técnica y la tecnología acabarán venciendo e imponiendo su ley a las fuerzas del arte y del espíritu?. JC.-Se trata de dos campos heterogéneos. Y no siempre completamente estancos. Todos los editores le dirán que el estilo de los escritores ha cambiado desde que los escritores se sirven del ordenador. El estilo se ha vuelto más fluido y más ambiguo, fofo. Y, por momentos, pudiera temerse el riesgo de desaparición de las nociones de orden y de estructura, de construcción. Y esa interacción del ordenador sobre la escritura existe, muy probablemente, en otros terrenos. Es evidente la interacción entre el vídeo y las artes plásticas, por ejemplo. Es un evidencia que un joven que hoy tenga dieciocho o veinte años estará mucho más fascinado por la virtualidad del vídeo que por la tranquilidad y la incertidumbre de un lienzo en blanco, en el caballete.

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JPQ.-Entre los grandes creadores del siglo XX, Balthus está en el grupo de los grandes constructores, como Hopper, como Morandi, como Gaya. Mientras que Picasso oscila, solitario, quizás, en ese terreno, entre los grandes momentos de construcción y las etapas de destrucción nihilista y subversiva. ¿Cuál de esos dos personajes y grandes corrientes le parece que tiene más futuro?. JC.-El futuro, de nuevo... Como Roger Caillois lo subrayó, muy pronto, Picasso es un liquidador. El gran liquidador de una herencia majestuosa. Picasso es el gran liquidador que hace suyas todas las formas de la historia del arte, para destruirlas y liquidarlas las unas detrás de las otras. A su paso, Picasso deja detrás de sí un campo de ruinas. Admirable, sin duda, pero un campo de ruinas, sin embargo. Ruinas que él ha creado, el mismo. Y es muy difícil para ningún artista inscribirse en la estela de la obra de Picasso. quizás sea imposible. JPQ.-Ante esa liquidación vertiginosa de la historia del arte, acelerada por las vanguardias, hay otra gran tradición del arte moderno, la de Hopper, la de Morandi, la de Gaya, la del Noucentisme, que intentaron afrontar y no ceder, nunca, a ese campo de ruinas. ¿Cuál es su visión personal de esa otra tradición?. JC.-Usted ya ha citado algunos nombres, podríamos recordar a Giacometti, a Spencer, a Freud, a Bacon, toda la tradición realista inglesa, algunos maestros franceses y españoles... en el caso de Balthus, hay algunos artistas que se reclaman de su herencia, pienso en Mason, en Sam Zafran, por ejemplo. Pero, en verdad, no sabemos, nunca, quienes son los verdaderos herederos de ningún pintor. Eso solo se descubre treinta o cuarenta años más tarde.

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JPQ.-Instalados, desde hace varias décadas, en el campo de ruinas que usted evoca, subrayando el proceso, histórico, de liquidación generalizada del arte, a su modo de ver, ¿ese campo universal de ruinas continúa creciendo o percibe alguna forma de progreso de lo que en otro tiempo se hubiera llamado las fuerzas del espíritu que hoy pudieran encarnar muchas escuelas figurativas?. JC.-Me temo que la pintura ha muerto. Me temo que la pintura ha desaparecido, ha muerto. Al menos, como actividad social, con un fin y con una utilidad evidentes. En ese sentido, la pintura ha desaparecido, ha muerto. continúan existiendo algunos pintores. A título individual. Pero no hay, en absoluto, una comunidad de pintores.

JPQ.-Si lo entiendo bien, el pintor es una especie "zoológica" amenazada de desaparición entre los antiguos seres humanos. JC.-Yo creo que ya ha desaparecido. Esa antigua especie de seres humanos ya ha desaparecido. Quedan algunos individuos, aislados, que continúan su aventura solitaria. Una aventura muy rara y singular, que consiste en continuar pintando formas en una tela, en un lienzo. Pero se trata de reliquias, de supervivientes. Creo que la pintura, entendida como gran medio de conocimiento y sensibilidad, lo que fue, durante siglos, integrando no solo la delectación estética, si no muchas otras sabidurías, la anatomía, la botánica, la biología, las matemáticas, la geometría, provocando la admiración de los grandes y del pueblo, esa inmensa tradición del antiguo cuerpo de la pintura, esa inmensa tradición, ha muerto, ha desaparecido. Ha dejado de existir.

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JPQ.-Sin embargo, hay grandes artistas, grandes pintores, pienso en Werner Tübke, en Alemania, o Ramón Gaya, en España, que continúan profesando una fe intacta en la pintura, en solitaria si no temeraria oposición al campo de ruinas aventadas por la furia especulativa. JC.-Esa fe en la pintura continua animando a muchas personalidades aisladas. Pero el cuerpo general de la pintura está muerto. No se puede reanimar a un antiguo cadáver... Dicho esto, mi punto de vista no es exactamente pesimista, y eso es lo que me gustaría hacerle comprender. La fabulosa summa de conocimientos que poseía la pintura, hasta finales del siglo XVIII, o principios del XIX, hoy ha sido asumida por otras formas del arte o del saber. Las ciencias, por ejemplo, han asumido, por su cuenta, grandes parcelas del saber. La anatomía no es, hoy, un terreno de saber propio para pintores. O la zoología. O la botánica. El antiguo ideal del hombre universal, que en otro tiempo encarnaba el pintor del gran arte, ha dejado de existir.

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JPQ.-Desde esa óptica, el Estado, convertido en mecenas y organizador del saber, también asume un papel trágico en el proceso de demolición del antiguo oficio de pintor. En Francia, por ejemplo, con raras excepciones, durante el último medio siglo, el Estado solo ha comprado arte de vanguardia, abandonando a su incierta suerte a millares de artistas que no comulgaban con la estética oficial defendida, promovida y comprada con los presupuestos del Estado. JC.-Por supuesto. Estoy convencido que Francia es el último país dirigista de Occidente. Las elites dirigentes creen que un ejército de administradores y funcionarios puede ocuparse del destino de la creación espiritual. Me parece algo sencillamente grotesco e impensable. JPQ.-Si lo entiendo bien, llevando hasta el absurdo su razonamiento, la nadería administrativa y estatal impone una suerte de proceso de desertización espiritual. JC.-Desde mi punto de vista, se trata de un proceso más complejo... cuando se crean colecciones, cuando se construyen museos, es imprescindible tener grandes principios clasificadores, que sirven, de manera práctica, a explicar en las comisiones de compra, las razones de tal o cual decisión. A partir del momento que domina una sola y única visión del arte contemporáneo, en nuestro caso, una sucesión ininterrumpida de vanguardias, en ese momento, estamos cogidos en un sistema, y una trampa, que excluye a todas las grandes figuras, como Balthus, o como Giacometti, que parecen totalmente inclasificables si no insoportables para un funcionario. Ante un documento inclasificable, el funcionario no sabe que hacer y suele tirarlo a la basura. Por el contrario, cualquier cosa que sea clasificable, es algo ideal para el funcionario, porque el puede

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continuar su trabajo sin responder a ninguna pregunta ni problema de fondo. Por su naturaleza misma, la creación espiritual escapa a todas las nomenclaturas que interesan al funcionario : no tiene número de seguridad social, no pertenece a ninguna categoría administrativa, inventa algo nuevo y espiritual... el horror mismo para el funcionario, que puede optar por tirarlo a la basura. JPQ.-¿Qué hacer, entonces, para salvar a la pintura, amenazada de muerte por los ejércitos de funcionarios y especuladores de la nadería institucionalizada?. JC.-Habría que comenzar por rescribir la historia de la pintura del siglo XX. Primero, comenzar por destruir las ideologías sobre la historia del arte del siglo XX. Luego, es imprescindible comprender que aquello que nos parecía ser la historia del arte de nuestro siglo es una utopía inexistente, que ya no tiene validez. Es necesario asumir y tener la valentía de fundar una nueva historia del arte, en la cual puedan integrarse y ocupar todo su puesto todos los nombres que estamos evocando. Dicho esto, se trata de un proyecto totalmente ilusorio, porque, en verdad, la pintura y el arte son algo único y singular; y, en verdad, ¿cómo inscribir lo único y singular en una historia que presupone regulaciones, capítulo, taxonomía, cuantificaciones y un orden ?. Quizás se trate de un proyecto imposible. JPQ.-En sus escritos sobre Balthus, usted concluye de manera muy melancólica y pesimista, afirmando que, a su modo de ver, la luz de los grandes paisajes de la Borgoña, de los años cincuenta, habla de un mundo ido y para siempre perdido. Sin embargo, la luz de esos mismos paisajes también nos habla de su permanencia, intacta, y de la luz misma de la pintura, iluminando un mundo que se resiste a morir.

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JC.-Quizás... el destino de la pintura está hoy en la mano de un adolescente de dieciséis o diecisiete años, dotado por la naturaleza de la capacidad de dibujar, y de la necesidad física, de dibujar, pintar y retrazar la historia del hombre y la humanidad. Ese adolescente quizás no pase por ninguna escuela de bellas artes, pero siente, dentro de sí, la necesidad y los dones que le permitirán hacer su obra, dar cuenta de esa pura maravilla que es la luz. El destino de la pintura no está en ningún ministerio ni reforma institucional, si no en la obra, el trabajo y el capricho singular de un individuo. Mi melancolía, a la que usted hace referencia, se funda en la evidencia de que esa actividad artística ha perdido toda función social que le permita culminar con la creación de grandes obras monumentales. JPQ.-Sin embargo, el arte ha conseguido sobrevivir incluso a su aparente desaparición. La obra del Marqués de Sade nos fue desconocida durante más de un siglo, hasta que un día descubrimos su inmensidad. En el terreno artístico, la luz de un paisaje de Balthus quizás esté hablando de una materia única que los hombres de mañana contemplaran con otros ojos. JC.-En nuestro tiempo, sin embargo, vivimos una suerte de saturación óptica. A través de la tv, internet, que sé yo... vivimos inundados por una suerte de diarrea visual permanente que, al final de la jornada, no nos ha aportado literalmente nada, si no es un doloroso cansancio ocular. La pintura siempre fue lo contrario : la decisión de detenerse para reposar la mirada... la mirada se reposa en la pintura. Y solo la pintura nos aporta esa realidad espiritual. El ruido y los presuntos colores de la televisión son espejismos endemoniados. La necesidad de otra mirada me parece tan arraigada en la vida espiritual del hombre que se trata de una

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necesidad vital de pura supervivencia. A partir de ahí, quizás lleve usted razón, y todavía exista alguna esperanza. JPQ.-¿Hay o no hay, en definitiva, todavía, una esperanza para la pintura?. JC.-La hay, por supuesto... pero al nivel, solo, quizás, de una heroica decisión individual. Se trata de una actividad que se realiza poco menos que a escondidas. Se trata, quizás, de una actividad clandestina. El ejercicio mismo de la pintura es, hoy, en nuestro tiempo, una suerte de actividad clandestina... en otro plano, la fascinación actual por la fotografía no deja de ser un síntoma, en el sentido clínico y médico : se vuelve a sentir la necesidad de contemplar imágenes, contemplar la realidad. Al mismo tiempo, esa fascinación por la pintura también me parece peligrosa, porque nadie me hará nunca decir que una fotografía tiene la importancia de un cuadro, un gran cuadro. Los fotógrafos más grandes, y pienso en Cartier-Bresson, o en Álvarez Bravo, no han dicho nunca que ellos hacían obras de arte. Los grandes fotógrafos fueron los primeros en denunciar que la fotografía pueda ser una obra de arte. Al mismo tiempo, sin duda, la fascinación actual por la fotografía traduce una fantástica necesidad de reencontrar otras imágenes sobre su propia realidad que en otro tiempo nos ofrecía el gran arte. JPQ.-La especulación mercantil dominada, en gran medida, por el mercado institucional norteamericano, con sus propios intereses y concepción de la historia del arte, no ha dejado de crear inmensos problemas para el destino del arte y el concepto mismo de pintura y museo, ¿no ?. JC.-Evidente. Una mera constatación : en las escuelas de bellas

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artes se enseña ahora estrategia comercial. Que horror... la estrategia comercial es hoy una parte esencial de la carrera de un artista contemporáneo. Me parece algo puramente diabólico, y espantoso. No imagino a Van Gogh o Morandi con problemas de estrategia comercial. Sin duda, tenían problemas existenciales : Si no pinto, me muero. Eso me parece algo mucho más hondo y capital, esencial. JPQ.-En ocasiones, esos problemas han tenido una dimensión histórica y espiritual sencillamente devastadora. Recuerdo, por ejemplo, el caso de Baselitz vetando la presencia de Werner Tübcke en la Dokumenta de Kassel. JC.-En ese caso, hay otra componente diabólica : los ajustes de cuentas ideológicos. No deja de ser algo profundamente trágico que la pintura de la antigua RDA haya estado prohibida de exposición en la Alemania occidental, por razones que se desean ideológicas. En el fondo, detrás de la ideología se ocultan bajas razones mercantiles. Baselitz no deseaba que Tübke irrumpiese en su propio mercado personal. Baselitz no deseaba que su mercado personal se viese perturbado por otro tipo de pintura. Sin embargo, hay grandes pintores de la antigua RDA que son grandes pintores, que, para colmo, en muchos casos, fueron víctimas de la dictadura ideológica de la antigua Alemania del Este. Se trata de algo horrible, monstruoso. Se trata de un proceso siniestro, consecuencia de un cinismo mercantilista sencillamente insoportable

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Las menores de Balthus VICENTE MOLINA FOIX 20/02/2001

La espera/Balthus

Alguien muy cercano a mí tiene un balthus en su casa y todos los días se arrodilla un rato delante de la obra. Es devoción artística, naturalmente, y picardía de hereje, pues para esta persona próxima la niña también arrodillada que cuelga en su pared no está rezando a Dios. La niña -yo mismo, cuando la veo en esa casa amiga, me detengo a mirarla- tiene el rostro evanescente, lavado o harinoso, de tantos personajes del pintor, pero no hay dudas sobre su culo,

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que despunta poderosamente bajo la faldita, realzado por la flexión de las rodillas. Junto a la niña, encima de dos sillas, el montón impreciso de unas prendas de vestir; a Balthus, más que el desnudo le gustaba lo que supone quitarse la ropa. En 1949, el hijo de Matisse, que tenía una galería de arte en Nueva York con el tiempo legendaria, hizo una exposición de Balthus y le pidió a Albert Camus un texto para el catálogo. El autor de La peste, después de referirse al inestable estilo realista del pintor, a sus retratos fijados fuera del tiempo, no elude entrar en la cuestión palpitante siempre que se habla del artista que acaba de morir: la sexualidad de sus niñas. Está ahí, reconoce, pero es un erotismo 'negligente'. Todas las figuras femeninas lánguidas o adormecidas en los cuadros son víctimas, dice Camus, pintadas sin el menor patetismo por Balthus; 'no es el crimen lo que le interesa, sino la pureza. Unas víctimas demasiado sangrantes conservarían la huella de los asesinos'. Se trata, añade el escritor en una frase afortunada, de 'degolladas decentes'. La decencia. La circunspección o decoro del noble con instintos libertinos. Desde sus 20 años, desde que ilustra con plumilla morbosa la novela Cumbres borrascosas o pinta señorialmente a Derain y detrás la muchachita desaliñada mostrando las tetas, desde que en la famosa Lección de guitarra de 1934 (que los hipersensibles antipederastas de hoy volverían a perseguir) reinterpreta femeninamente el tema de la Pietà y pone la mano de la niña medio desnuda tan cerca del pezón de la madre como la mano de ésta cerca del mostrado sexo de la niña, Balthus no dejó nunca de estar entre lo sagrado y lo procaz. 'La técnica del tiempo de David al servicio de una inspiración violenta, moderna, y que es desde luego la inspiración de una época enferma', dijo de él uno más desequilibrado que él, Artaud, precisamente en 1934. Para Artaud, Balthus 'invita al amor pero no disimula sus peligros'.

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La imposible inocencia. Siempre he tenido a mi novelista favorito del siglo XX, Gombrowicz, como pariente de Balthus. Los dos adoraban temerosamente a los adolescentes, aunque guardaron, creo, las formas. Tanto los cuadros del mundo infantil de Balthus como los libros del polaco, sobre todo Ferdydurke y Pornografía, son pedagógicos más que paidófilos. Nos enseñan a nosotros, mayores que no vamos ya a más escuela que la de la cordura y el resabio, a ver a los muy jóvenes como lo que son: víctimas de una inocencia que están deseando dejar de tener. Culpables del delito de su impúdica visibilidad. Los dos, Balthus, Gombrowicz, fueron grandísimos mirones del arte. René Schérer, otro sospechoso de las edades prohibidas, nos dice en su libro La pedagogía pervertida que lo que define al enseñante es la pulsión escópica; la obligación de ver al pupilo, de vigilar su crecimiento, puede transformarse en una dependencia. Y Schérer cita la memorable lección de sabiduría cínica del profesor en el capítulo segundo de Ferdydurke: 'Empezaré por observar a los alumnos y les daré a entender que los considero como a inocentes e ingenuos. Eso naturalmente los provocará, van a querer demostrar que no son inocentes, y es entonces cuando caerán en la verdadera ingenuidad e inocencia tan sabrosa para nosotros los pedagogos'. Balthus no llegó a pecar, y estoy seguro de que era, como le gustaba a él decir, un pintor religioso. ¿No es, al fin y al cabo, la religión el ejercicio de una mirada fija y persistente a un punto inalcanzable? El culo misterioso de las niñas.

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Balthus, violenta intensidad FRANCISCO CALVO SERRALLER 01/09/2001

El inquietante mundo pictórico que desarrolló Balthus a lo largo de casi 75 años de labor casi secreta, radicalmente alejado de las modas pero íntimamente ligado a las vanguardias, se recrea ahora con toda su fuerza en la retrospectiva que se le dedica en el Palazzo Grassi, de Venecia. Casi toda su producción reunida por primera vez. El Palazzo Grassi, de Venecia está a punto de inaugurar una monumental retrospectiva del pintor Balthus, que falleció el 18 de febrero pasado, cuando le faltaban pocos días para cumplir los 93 años. Muy al estilo enfático y espectacular del Palazzo Grassi, anunciar como monumental esta retrospectiva, que cuenta con 250 obras, podría

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parecer una exageración, sobre todo, tratándose de un artista nonagenario, pero lo cierto es que Balthus produjo cuantitativamente poco, y, además, cortejado siempre por una muy selecta clientela, ha sido muy difícil lograr cuadros suyos para las también comparativamente escasas muestras que permitió organizar, la primera el año 1924 en París y una de las últimas, en 1996, exhibida precisamente en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (MNCARS), de Madrid. En todo caso, la treintena larga de exposiciones individuales de Balthus, durante los 75 años que estuvo profesionalmente activo, casi nunca estuvieron atestadas de obras, ni siquiera cuando tenían un carácter institucional. Recuerdo, por ejemplo, la maravillosa que tuvo lugar, en 1980, en la Scuola Grande de San Giovanni Evangelista, de Venecia, la mejor que he visto, con sólo 30 telas magistrales, pero, en la del MNCARS, con muchos dibujos y bocetos, apenas se rebasaba el centenar de piezas. Por todo ello, contar con 250 obras de este artista, como ahora anuncia la convocatoria del Grassi, nos prepara a enfrentarnos casi con un inventario de toda su producción, para lo cual, huelga casi decirlo, ha tenido que prestar todo el mundo. Para tal ocasión, se ha contado con el comisariado de Jean Clair y un montaje de la muy afamada arquitecta Gae Aulenti. Miembro de una familia aristocrática, al igual que su hermano, el escritor y pintor Pierre Klossowski, fallecido este mismo verano, Balthasar Klossowski de Rola, conocido por Balthus, logró pasar casi desapercibido durante las tres cuartas partes de su existencia. Me refiero a lo que hoy se entiende por ser famoso o popular, que no lo fue, creo, nunca, ni siquiera cuando, desde hace aproximadamente un cuarto de siglo, su obra comenzó a airearse en prestigiosos museos y resonantes plataformas públicas. No obstante, este artista caprichoso, exigente y 'secreto' fue apadrinado por algunos de los mejores talentos del siglo XX, empezando por el propio Rilke, pero continuando por Artaud, 89

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Bataille, Malraux, Camus, Bonnefoy, Char, Eluard, Fellini o Paz, por no citar a la prestigiosa legión de críticos e historiadores del arte, como Courthion, Rewald, Clark, Lassaigne, Russell, Leymarie, Hess, Lord, Cooper, etcétera. Por todo ello, al margen de su naturaleza retraída e indolente, de su carácter ciclotímico y de su nula necesidad promocional, es evidente que la obra de Balthus no ha sido de fácil asimilación para el amplio público, a pesar de su orientación figurativa y literaria, que es lo que se suele alegar como requisito imprescindible para agradar a la multitud. El problema para la aceptación de una obra, claro, es otro: que, sea realista o abstracta, no plantee la menor dificultad o, lo que es lo mismo, que no exija ningún esfuerzo para su eventual contemplador. ¡Ay, pero la obra de Balthus se resiste al simple vistazo distraído de quien previamente no ha amado la pintura y no se ha demorado jamás ante los grandes maestros! No se trata de que se reconozca o no las muchas huellas del pasado que fecundaron el estilo de Balthus, articulado a través de la estirpe más clásica, Giotto, Masaccio, Piero della Francesca, Rafael, Poussin, Ingres, Corot o Cézanne, con sus correspondientes contraluces naturalistas Caravaggio, Valentin de Boulogne o Manet-, sino de, en efecto, haber dedicado el tiempo preciso a mirar. Todas estas referencias al pasado artístico, que he espigado según me venía a la memoria, no significan, sin embargo, que Balthus fuera un artista académico, tradicionalista o, como gusta decir hoy, ecléctico; por el contrario, su implicación con el arte de vanguardia del XX fue igualmente intensa. ¿Cómo si no habría obtenido el apoyo de personalidades como las que antes se han citado? Balthus estuvo muy próximo al surrealismo 'maldito', el heterodoxo, a la vez que mantuvo una relación artística muy estrecha con alguna de las figuras claves de la vanguardia histórica, como André Derain. Pero, cómo decirlo, era un 'independiente', voluntariamente emplazado en los márgenes de

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la vanguardia organizada y, por supuesto, nada 'modista', nada complaciente con el ritual de las novedades de temporada. En cualquier caso, y por encima de todo, Balthus poseía un mundo propio, era muy radical y, mientras conservó el caudal de energía necesario, de una intensidad casi violenta. Esto hacía que su portentoso y muy refinado talento para el sincretismo, que también se extendió -¡y cómo!- a la asimilación del arte oriental, nunca nos resulte un empalagoso juego de erudición, sino algo inquietante, cargado de tensión, profundamente misterioso y, en ocasiones, peligroso, amenazante. En sus cuadros aflora el mal, lo prohibido, pero entre figuras adormecidas, lánguidas, núbiles, cotidianas. Por si fuera poco, en estos casi siempre interiores en los que el tiempo parece suspendido, la soterrada libido acechante queda como 'esculpida' por una capa de materia calcárea, que congela los gestos, las emociones, el cruce sesgado de las miradas. En este sentido, no es extraño que la producción de Balthus fuera, como se apuntó, comparativamente corta. En realidad, realizó, todo lo más, medio centenar de cuadros, siendo el resto como aproximaciones, ensayos, apuntes, bocetos, variantes, lo que no quita que bastantes de éstos y, sobre todo, sus soberbios dibujos no dejen de producirnos por igual escalofríos. Sea como sea, esta retrospectiva del Palazzo Grassi, la más ambiciosa jamás acometida, nos dará la oportunidad única de comprobar el alcance de esta sobrecogedora intensidad a través de la extensión: lo nunca visto en Balthus.

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El "erotismo sagrado" del intor Balthus se expone por primera, vez en España

La Chambre/The Room/El cuarto

La primera retrospectiva en España de Balthasar Klossowski, de Rola, conocido como Balthus (París, 1908), se maugura hoy en el Museo Nacional Centro de ArteReina Sofía.(MNCARS) de Madrid, donde se han reunido un centenar de pinturas, dibujos y grabados. "Se han dicho muchos tópicos sobre la obra de mí padre, y no se ha visto la diferencia entre el erotismo sagrado y el vulgar" declaró ayer su hijo, el conde Stanislas Klossowski de Rola. El pintor no pudo viajar por enfermedad, desde un pequeño pueblo de Suiza

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donde reside desde 1977, aunque espera realizar una visita privada. La muestra se abre con esta frase: "Quiero que miren mi pintura.. Mi personalidad queda en la sombra".A partir de mañana se abre al público, hasta el 1 de abril, la retrospectiva de Balthus, y en ese momento el pintor se unirá a España. El crítico Jean Lemarle, comisario de la exposición junto con Cristina Carrill ) de Albornoz, declaró ayer que Balthus "ha vivido con intimidad la idea de España. Conoce España sólo a través de los pintores, y desea visitar en el Prado a Zurbarán, Velázquez y Goya, cuyas obras pudo ver en Ginebra en junio de 1939, cuando se trasladaron por la guerra.Para el director del museo, José Guirao, "uno de los grandes enigmas de la historia del arte del siglo XX, por su propia personalidad y por su posición en el arte", entra en contacto por primera con el público es-, pañol, que tiene en la colección Thyssen La partida de cartas, ahora en la muestra. "Su obra no está a favor de modas o tendencias, sino que refleja de manera profunda una forma de ver el mundo. Tiene múltiples lecturas y es una obra abierta al tiempo y a la riqueza de la interpretación".La admiración personal de Jean Leymarie a lo largo de 50 años por Balthus se concentró en la "inmensa comunión" que significa el sentido de lo sagrado en el arte del pintor. La otra comisaria, Cristina Carrillo de Albornoz, comentó que el propio artista estaba fascinado con su exposición en un antiguo hospital, y tenía sus dudas de si iban a gustar sus pinturas. "Es. un pintor de ningún siglo, ya que, como decía Fellini, hay que mirar capa por capa para encontrar la historia del arte y su amor a la pintura. Mirar la pintura de Balthus es encontrarse con la búsqueda de la belleza, en sus retratos y paisajes". "A mi padre nunca le gustó hablar de su pintura". Su hija Harumi módelo ocasional de Galliano, que ayer se presentó con su prometido, el conde Iván de la Fressange, desveló una parte mínima de los secretos que rodean al artista. "Un día me contó que su verdadero maestro era Mozart y que, careciendo de su genio,

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esperaba llegar a realizar algo idéntico en pintura. Ha intentado crear un mundo familiar, cotidiano y mágico al mismo tiempo. Las adolescentes han sido para él personajes de Poussin a quienes podía vestir de todos los colores". Una gran fotografia en color de Balthus y su mujer, Setsuko, vestidos con quimonos, es la primera imagen de la exposición, situada en la planta baja. El montaje es cronológico, con los primeros cuadros, hechos en París en los años veinte hasta él más reciente, Chat au miroir III, realizado entre 1989 y 1994. Los comisarios pensaban incorporar su último trabajo, una odalisca, pero el pintor borró con pintura todo lo hecho. En la parte central de las salas se han situado los dibujos, material que no se suele exponer y que sirve al pintor para el proceso de las telas. Una gran parte de ellos está realizada en los años se sienta,durante su estancia en la Villa Médicis como director de la Academia de Francia en Roma. Ese interés por el dibujo se ha cambiado en los últimos años, por impedimientos físicos, por el uso de la polaroid en la preparación de los cuadros. En otro espacio se ha colocado la serie de grabados que hizo en 1933 para ilustrar

Cumbres borrascosas.

Autodidacto, Balthus copia a Poussin, estudia a Giotto, Masaccio y Piero de la Francesca, y conoce en Japón el arte oriental. Con una corta producción de unos 300 cuadros, su obra ha entusiasmado a escritores y pintores como Rilke, Camus, Giacometti o Picasso. "No soy un pintor moderno, ni siquiera contemporáneo", ha declarado. Ayer, su hijo Stanislas decía que su obra refleja la dimensión espiritual que vive cada día".

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Su amigo don Pablo

"Su relación con Picasso fue muy profunda; le llamaba don Pablo, y Picasso decía de mi padre, en palabras de Masson; 'Balthus y yo somos las dos caras de la misma moneda". Harumi Klossowski de Rola, hija del pintor, comentó ayer las relaciones entre los dos artistas. Picasso estuvo ayer en el Reina Sofía, en la misma exposición de Balthus con el cuadro que compró, Los niños, de 1937. También tuvo la amistad de Miró, a quien pintó junto a su hija Dolors en 1937-1938. Ayer se presentó la escultura La mujer en el jardín, realizada por Picasso en 1929-1930, que se incorpora a la colección permanente del museo gracias al mecenazgo del Banco Bilbao Vizcaya (BBV) que aportó los 691 millones de pesetas. Está situada frente al Guernica y cerca de las obras de Julio González. En las próximas semanas habrá más picassos si se completa la operación de reunir 4.000 millones de pesetas. Cultura y el museo han firmado 2.000 millones con el ICO y Caja Madrid, y negocia con otras dos firmas no bancarias.

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Balthus: maestro del erotismo sagrado

Colonia, 30 de septiembre. El Museo Ludwig de Colonia muestra estos días una exposición de uno de los representantes más singulares de la pintura figurativa del siglo XX: Balthazar Klossowski (1908-2001), alias Balthus, nacido en París de origen germano-polaco, fue el maestro del erotismo y del retrato cuyas obras engrosan las colecciones de renombrados museos de Nueva York, Londres y París. En Alemania, en cambio, Balthus, quien adoptó el sobrenombre que le puso el amante de su madre, el poeta Rainer María Rilke, es poco conocido; ningún museo alemán cuenta con alguna de sus pinturas y es la primera vez que se monta una exposición de su obra en suelo germano.

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Eso se debe, según Sabine Rewald, curadora del Museo Metropolitano de Nueva York y curadora invitada de la muestra colonesa, que incluye 70 pinturas y grabados, a que cuando Balthus expuso por primera vez en París, en 1934, ya se encontraban los nazis en el poder en Alemania. ―En esos años la obra de pintores como Max Beckmann y Otto Dix fue retirada de los museos alemanes y los artistas tuvieron que exiliarse. Tras la guerra, todo lo que tuviera que ver con realismo olía o a Tercer Reich o a arte socialista‖, explica Rewald. Obras trabajadas durante años Pero también tuvo que ver la manera de trabajar del artista, como explicó su hijo mayor, Stanislas Klossowski de Rola. ―Desde el punto de vista financiero tardó mucho tiempo en llegar el éxito y no porque no hubiera interés en sus cuadros. Demanda la hubo desde el principio, lo que faltaba era obra. Mi padre trabajaba en sus cuadros durante años e incluso décadas, hasta que los consideraba terminados‖, explica en conversación con La Jornada. En Colonia pueden verse las famosas pinturas de aquella primera exposición en la Galerie Pierre Loeb de París, que causaron conmoción. Esos cuadros tenían una carga de erotismo explosiva que fue una provocación para la sociedad parisina de la época. La Rue (La calle), pintura de gran formato que fue considerada por él su obra más importante, estuvo inspirada en una escena callejera cerca de su taller. Nueve peatones pueblan la vialidad, sus caras están ocultas o miran al vacío, parecen sonámbulos. En el extremo izquierdo se ve a un joven que abraza por detrás a una adolescente y mete mano debajo de su falda, un intento de violación que Balthus corrigió en la década de los 60 a petición del coleccionista estadunidense James Thrall Soby, quien compró la

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obra para donarla al Museo de Arte Moderno, que no quería aceptarla con semejante detalle. La Leçon de guitarre (Lección de guitarra) muestra una mujer sentada en cuyo regazo está recostada una niña puberta con medio cuerpo desnudo. El cuadro fue mostrado selectivamente a los visitantes en 1934 y le valió a Balthus el apelativo de ―Freud de la pintura‖. La mujer sentada tiene los rasgos de su madre, Baladine. Así como la virgen María en La Piedad, representa el dolor de todas las madres, Baladine representa en esta pintura la sexualidad femenina, poderosa y dominante, que es transmitida a la siguiente generación. Inspiración renacentista

Balthus no tuvo formación académica, pero se inspiró en la pintura

del Renacimiento italiano y en el clasicismo francés para alcanzar un estilo que llamó ―realismo atemporal‖. Una sus obras más controvertidas de Balthus es Thérèse rêvant (Thérèse soñando). Con los ojos cerrados, los brazos sobre la cabeza, la pierna izquierda levantada que deja ver la entrepierna y la ropa interior blanca, retrató a la menor Thérèse Blanchard en 1938. Fue su modelo favorita, ya que apareció unas 10 veces en su obra. Sus modelos menores de edad se comportan como si estuvieran solas. Con o sin ropa adoptan poses provocadoras, pero les da igual; están absortas consigo mismas y no sienten pudor. El pintor negó de manera vehemente toda alusión erótica al contenido de sus pinturas. ―Quien nace un 29 de febrero y cumple

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años cada cuatro tiene que ser especial‖, según el director del Museo Ludwig, Kaspar König. La muestra Balthus – Aufgehobene Zeit (Tiempo suspendido), que comprende obra realizada entre 1932 y 1960, estará abierta hasta el 4 de noviembre.

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El pintor francés Balthus muere a los 92 años en Suiza 19/02/2001

El pintor francés Balthus falleció ayer, 10 días antes de cumplir 93 años, en su chalé de Rossinière, en el cantón suizo de Vaud, donde residía desde 1977. El sábado abandonó la clínica en la que llevaba hospitalizado varios meses. Aristócrata, el conde Balthazar

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Klossowski llevó a sus cuadros el surrealismo y el realismo mágico, en especial los retratos de adolescentes de un 'erotismo sagrado'. La primera antológica de Balthus en España (hay un cuadro en el Museo Thyssen) se celebró en 1996, en el Reina Sofía, con obras de su mundo 'familiar, cotidiano y mágico', según su hijo, el conde Stanislas. En el ciclo de conversaciones que Françoise Jaunin mantuvo con el pintor, publicado en Lausanne en agosto del 99, Balthus tomaba la palabra para dar, desde el inicio, una inequívoca definición de lo que, para él, era el sentido esencial de la práctica a la que consagró su existencia y que hizo de él uno de los artistas más singulares, enigmáticos y en verdad excelentes del siglo que acabamos de concluir. 'La pintura', decía Balthus en esas páginas, 'es una encarnación. Da vida y cuerpo a la visión que la soporta'. Nacido en París el 29 de febrero de 1908, en el seno de una familia polaca de ascendencia noble, de padre pintor e historiador del arte y madre asimismo pintora -y de la que surgirán otros dos hijos igualmente notables, su hermano mayor, el filósofo y pintor Pierre Klossowski, y el escritor y erudito Stanislas Klossowski de Rola-, Balthus no podría haber visto germinar su propia devoción pictórica en un crisol más propicio. Orientaron sus primeros pasos creativos los consejos de dos mentores de lujo, Bonnard y Maurice Denis, visitantes habituales de la casa paterna, y el arranque precoz de su trayectoria pública sería impulsado por otro patronazgo no menos excepcional, el del poeta Rainer Maria Rilke, íntimo amigo de su madre, quien prologó e hizo publicar en 1919 el ciclo de dibujos que, con 11 años, Balthus había realizado en memoria de su gato Mitsou. Esa concepción de la pintura como 'encarnación de una visión', que reivindicaba además como una práctica de orden religioso, llevaría con frecuencia a Balthus a rechazar vivamente muchos de los

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tópicos que se han asociado a su trayectoria y a las lecturas recurrentes sobre su obra. Así, por ejemplo, desmentirá la insistente y común asociación de un equívoco erotismo perverso a las ninfas que pueblan, en lánguido abandono, muchas de sus más celebres y emblemáticas composiciones de figuras en un interior. Para él son, le dirá de nuevo a Françoise Jaunin, en sentido estricto ángeles, y nada tendría de procaz su abandono sino el inocente impudor inherente a la infancia. Como protestaría desde siempre su asimilación a la esfera de los surrealistas. Es cierto que entre ellos tuvo sus primeros valedores, cuando, ante la más temprana de sus telas mayores, la definitiva versión de La rue de 1933, saludarán en él la irrupción de un talento magistral, y que entre los nombres vinculados, en un grado u otro, al grupo capitaneado por André Breton, mantuvo no pocos lazos de amistad esenciales, como en los casos de Giacometti o Miró, protagonista este último, con su hija Dolores, de uno de los más hermosos retratos realizados por Balthus. Pero, a su decir, su obra se sitúa, y aún desde el inicio, en las antípodas de lo surreal. Otra de las figuras mayores que suelen incluirse a su vez en la estela extensa del surrealismo, Antonin Artaud -con quien también mantuvo amistad entrañable, para quien dibujó los figurines del montaje teatral de Cenci y de quien nos legó otro memorable retrato- se ocuparía de desmentir, de forma bien temprana, ese equívoco de un Balthus surreal. 'La pintura de Balthus', escribía Artaud, 'es una revolución incontestablemente dirigida contra el surrealismo, mas también contra el academicismo en todas sus formas. Más allá de la revolución surrealista, más allá de las formas del academicismo clásico, la pintura revolucionaria de Balthus alcanza una especie de misteriosa tradición'. Y es, una vez más, en el seno mismo de esa enigmática e inmutable tradición, vivificada de nuevo en el seno del presente, donde el gran

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historiador del arte polaco Jan Starobinski identificará el sentido de la aportación que la obra pictórica de Balthus enfrenta al erosionante vértigo del siglo de las vanguardias, no como una defensiva regresión sino, antes bien al contrario, como paciente e indesmayable fuga en pos de una raíz inmutable, en la vorágine de esa temporalidad sin fondo que cifra el destino de la modernidad. Pintura, pues, como encarnación de esa suntuosa y esquiva visión aristocrática que, en La vista, el tacto, el poema que Octavio Paz dedicaría al hacer de Balthus, el poeta mexicano asocia a la luz que sostiene el alma de lo real, esa luz que '... se va por un pasaje de reflejos / y regresa a sí misma: / es una mano que se inventa / un ojo que se mira en sus inventos. / La luz es tiempo que se piensa'.

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