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Rubem Fonseca

el gran arte

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título original A grande arte Francisco Alves, Rio de Janeiro, 1983 traducción Miriam Lópes Moura

diseño de colección y cubierta Esteban Montorio

primera edición de Txalaparta Noviembre de 2008

impresión Gráficas Lizarra S.L. Carretera a Tafalla, km. 1 31132 Villatuerta - Navarra

© de la edición: Txalaparta © del texto: Rubem Fonseca © de la traducción: Miriam Lópes editorial txalaparta s.l.l. Navaz y Vides 1-2 Apartado 78 31300 Tafalla nafarroa Tfno. 948 703 934 Fax 948 704 072 [email protected] www.txalaparta.com

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maquetación Monti

isbn 978-84-8136-527-6 depósito legal na. 3.371-08

txalaparta

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introducción

no era una herramienta como las otras. Estaba hecha de material de calidad superior y el aprendizaje de su manejo era mucho más largo y difícil. Para no hablar del uso que de ella hacía su portador. Él conocía todas las técnicas de su instrumento, era capaz de ejecutar las maniobras más difíciles –la in-quartata, la passata soto– con inigualable habilidad, pero lo empleaba para escribir la letra P, sólo eso, escribir la letra P en el rostro de algunas mujeres. La mujer estaba acostada a su lado diciendo tonterías. Él miró a su alrededor. Las paredes estaban pintadas de verde, como las de algunos hospitales. Había un tocadiscos, cubierto por una tapa polvorienta de plástico, al lado de un televisor portátil. Una lata de talco ordinario estaba sobre la cama y él la tocó con el pie descalzo. De nada le servía imaginar por qué hacía aquello. Sería una pérdida de tiempo especular por qué determinadas cosas le dan placer a uno. La P no tenía resonancias literarias, ni él se consideraba un psicótico puritano que quisiera conjurar la congénita corrupción femenina. El hecho de que las mujeres fuesen prostitutas no tenía ninguna influencia sobre su decisión. Sólo que no quería correr 9

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riesgos, por eso escogía a individuos que la sociedad consideraba desechables. Pero al mirar el rostro de la mujer inclinada sobre su cuerpo desnudo, admitió que tal vez estuviera mintiéndose a sí mismo. Era sin duda una mujer corriente, nadie la echaría de menos. El placer que podía ofrecer sería mínimo, fácil de encontrar, de imaginar. La mujer le pasó la lengua por el pecho, deteniéndose en la tetilla. Al sentir la tensión en el bajo vientre, la apartó y se levantó poniéndose de pie al lado de la cama. La mujer se arrodilló frente a él, dócil, funcional. La agarró por el cuello y la tiró de espaldas al suelo, sumando a la fuerza de las manos el peso de su cuerpo. La mujer abrió la boca, intentando respirar, emitió un gruñido ronco, los ojos desorbitados fijos en el rostro de él, los brazos erguidos, los dedos trémulos buscando un apoyo que la salvara de hundirse y sucumbir en la oscuridad que rápidamente se la tragaba. Todo duró pocos segundos. Dentro de la vaina de cuero estaba el objeto brillante, que agarró, poniéndose en guardia, los músculos del cuerpo tenso: un entretenimiento que se permitió, en aquel momento de euforia y lujuria. Pero en seguida cambió la forma de empuñar el instrumento y se sentó al lado de la mujer, en el suelo. Cuidadosamente trazó en su rostro la letra P, que en el alfabeto de los antiguos semitas significaba boca. Cogió las ropas de una silla y se vistió, alerta, ágil, a pesar de que su mente no había cesado de pensar y recordar. Cuando terminó, inspeccionó la habitación y el baño. Comprobó por la mirilla de la puerta que el pasillo estaba vacío. Al salir limpió con un pañuelo el botón del timbre haciéndolo sonar, el único fallo, aunque sin importancia, en su cauto proceder. No quedarían huellas digitales, testigos, ningún indicio que lo identificase. Sólo su caligrafía.

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No tuve conocimiento de los hechos de manera ordenada. Los cuadernos de notas de Lima Prado llegaron a mis manos mucho antes de mis conversaciones con Miriam, que me ayudaron a entender mejor las relaciones de Zakkai, el Nariz de Hierro, con Camilo Fuentes. Para reconstruir lo que pasó en el apartamento de Roberto Mitry, además de mis deducciones e inducciones, me he basado en las informaciones de Monteiro (su nombre verdadero no era éste), el vendedor de material bélico. Los acontecimientos fueron conocidos y comprendidos mediante mi observación personal, directa, o según el testimonio de algunos de los implicados. A veces interpreté episodios y comportamientos, para eso era yo un abogado acostumbrado, profesionalmente, al ejercicio de la hermenéutica.

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uno

las casas estaban siendo demolidas par dar espacio a otro lugar llamado Ciudad Nueva. Eran casas de un piso, con puertas, ventanas y persianas de madera pintadas de azul que se abrían directamente a las aceras. Aún quedaba intacto un lado entero de la calle, la última que quedaba de la vieja zona de prostitución. Se oía el ruido de las máquinas derribando las paredes todavía de pie. El fino polvo ocre de los ladrillos destruidos flotaba en el aire caliente. Ya no se verían más prostitutas en las ventanas bromeando con los clientes que pasaban. Salí de la casa de Miriam, la matrona, y juntos caminamos hacia la taberna de Saboya. Nos sentamos en una mesa de mármol blanco y tomamos cerveza. «Me dijeron que por encima de mi casa va a pasar un viaducto. ¿Es verdad?», preguntó Saboya. «Tal vez». «¿Para qué quieren otro viaducto? ¿No está en crisis la industria automovilística?». Yo había ido a decirle a mi cliente que lo iban a despedir. Saboya no se sorprendió por la noticia. No esperaba ganar un pleito contra el Gobierno. 13

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«No hay nada que hacer, señor Saboya. Hemos perdido el último pleito. Miriam ha tenido más suerte. El Ayuntamiento está buscando un sitio para las muchachas». Me acordé de la primera vez que fui a aquella calle. Me había parecido entonces una alegre verbena, llena de hombres que andaban de un lado para otro, fumando y conversando en las esquinas, o parados delante de las casas mirando a las mujeres. Una pelirroja, parada en una puerta, me había preguntado: «¿faltando a clases, chico?»; una mujer joven de senos grandes y brazos gruesos, que hizo una mueca maliciosa enseñando una lengua del color de sus cabellos, mientras yo la miraba indeciso. «Ya sabía yo que eso iba a terminar así». Saboya puso otra botella sobre la mesa. «Tengo que irme». Golpeé levemente la mano de Miriam. «Ya nos veremos».

Caminé por el canal del Mangue hasta encontrar un taxi. El agua contaminada del canal exhalaba un olor desagradable. Desde la ventanilla del taxi me quedé mirando los outdoors colocados en los espacios abiertos por la demolición de las casas: cigarros, televisores, automóviles. En cuanto llegué, Wexler, mi socio, entró en mi despacho. «Hay aquí una mujer con una historia muy rara. He llegado a pensar que está mal de la cabeza. Ven a hablar con ella». Sentada en el sofá del despacho de Wexler, se miraba las uñas. Una mujer de poco más de veinte años, con dos redondeles oscuros de blush en las mejillas que disimulaban su tez parda. Se llamaba Gisela. «Éste es mi socio. Háblale del caso que me has contado». Se miró las uñas. Esperamos. «Ya se lo he dicho a usted». 14

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«Bueno», dijo Wexler, «está siendo amenazada, ¿no es así?, por un hombre cuyo nombre no sabe». «Su nombre es Francés». «Me dijiste que no sabías su nombre». «Ése fue el nombre que Danusa me dijo». «¿Quién es Danusa?». «Mi amiga, que lo llevó a mi casa. Ella tiene un apartamento en el edificio Santos Valis, en la Senador Dantas». «¿Y por qué te está amenazando?». La mujer, además de ser lacónica, no dejaba de mirarse las uñas. Las llevaba pintadas de un barniz rojo. La palabra que me vino a la cabeza fue carmesí. Esperamos. Es necesario tener paciencia para hacer que las personas hablen. «Tengo una cosa de él». «Te amenazó porque tienes una cosa de él y no se la devuelves. ¿No es así?». «Sí». «¿Y por qué no se la devuelves?». «Me da miedo». «¿Qué es lo que tienes?». «Una cinta de video». «¿Qué hay en esa cinta?». «No lo sé. No tengo aparato para verla». «La cinta es de él. Se la devuelves y ya está», dijo Wexler. «Tengo miedo. Cuando lo llamé para decirle que tenía el casete me dijo que yo era una loca, que había visto lo que no podía ver». «¿Qué fue a hacer ese Francés a tu casa?». Esperamos. «Bueno...». Esperamos. «Bueno, soy masajista». Pausa. «Con título, inscrita. Él fue a mi casa, a mi apartamento, con Danusa. Y olvidó esa caja negra. Después me llamó muy nervioso». 15

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Wexler me miró y puso cara de desencanto con esa humanidad que sólo los judíos saben poner. «Y le pediste dinero por devolverle la caja que abriste y viste que había una cinta de video dentro». Mirándose las uñas, ella movió la cabeza afirmativamente. «Señora, no trabajamos para chantajistas», dijo Wexler. «No hay nada que podamos o queramos hacer por usted». Por primera vez ella levantó el rostro y nos miró. Sí, tenía miedo. No era lo bastante inteligente para fingir tan bien. «¿Quién te ha enviado aquí?». «Fue Miriam. Ella me dijo que ustedes me podían ayudar». «No podemos». Desde la puerta nos miró por última vez. No era de mucho hablar. Salió callada. Hundida. «De hundida, nada. No eres capaz de tener una actitud firme cuando se trata de mujeres. Además, no podemos perder nuestro tiempo en cosas tan mezquinas», dijo Wexler. Por nuestro despacho habían pasado criminales e inocentes de todo tipo. Gisela era uno de los más corrientes, entre todos. Pocas horas después ya me había olvidado de que existía. Por la tarde, Sonia, la secretaria, me dijo que un hombre llamado Roberto Mitry quería hablar conmigo. Debía de tener unos cuarenta años y se vestía de la manera que los ricos creen refinada y negligente. «El asunto que me trae aquí tiene que ver con un objeto de mi propiedad que está en poder de una cliente suya». «¿Cliente mía?» Me había olvidado realmente de Gisela. «Me temo que ella, doña Gisela, su cliente, por ser yo un deportista, un hombre conocido, cuyo nombre sale en los periódicos, al saber quién soy, quiera...». Esperé. «Los pobres...». Esperé. «Los pobres se sienten fascinados por las personas de buena posición. Ellos son los consumidores de las páginas sociales». 16

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«Y los ricos». «Estamos en una democracia. Y los ricos, bueno. Me parece justo que todos tengan la misma oportunidad». Mitry fingió que bostezaba. Parecía tener algo en la boca. Sus maxilares se movían lentamente. «Todo es tan aburrido.». Otro bostezo. «¿Puede usted esperar un momento?». Salí a hablar con Wexler. «Está en mi despacho un tipo llamado Mitry, que creo que es el tal Francés, mencionado por la joven que estuvo aquí esta mañana. Ella le dijo que era nuestra cliente». «Me di cuenta de que era una embustera. Díselo». «¿No le quieres echar un vistazo? Es un figurón. Lleno de colgajos de oro». Le presenté el tipo a Wexler. Wexler fue directo al grano. «Esa señora no es cliente nuestra. Vino aquí diciendo que tenía un objeto suyo, una cinta de video y que se sentía amenazada por usted». «Es mentira. Es mentira. Yo no la amenacé». Disimuladamente, Mitry se metió algo en la boca. Masticó despacio. Tragó saliva a pequeños sorbos. «A decir verdad, quien se siente amenazado soy yo». «¿Por ella?». «No, por ella no. Tengo mis razones, o mejor, ciertos feelings que me permiten... Creo que estoy corriendo riesgos, que me están siguiendo». Ya me había acostumbrado a la paranoia de la gente. «¿Puede explicarse mejor?». «No. Es una intuición. No tengo enemigos, ¿me comprenden?, pero me siento amenazado. Es algo subjetivo, lo reconozco. Me gustaría que me creyesen». Nos quedamos todos callados un rato. Encendí un Panatela. El Panatela oscuro de la Suerdieck tiene la ceniza gris, puede ser fumado a cualquier hora, no es como los tabacos cubanos que deben ser fumados con el estómago lleno. El Pimentel 17

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número 2, otro de mis favoritos, es ordinario y huele mal, impregna con su olor ofensivo cortinas, sofás y los vestidos de las muchachas. Los norteamericanos fabrican un tabaco verde que ya viene con un agujerito. «Me gustaría tenerlos a ustedes por abogados», dijo Mitry, finalmente. «¿Para qué?», preguntó Wexler. «Estoy siendo víctima de un chantaje. Y sé que usted es un profesional muy competente, me informé antes de venir aquí». Señaló hacia mí. «Soy una blue chip», dije yo. Me daba la impresión de que era uno de esos tipos que se han enriquecido mediante chanchullos en la Bolsa. Mitry sonrió. «Estoy dispuesto a deshacerme de parte de lo mío para pagar su precio. Y el de los demás, incluidos los extras. Precio, no, perdón, ¿cómo dicen ustedes?». «Honorarios», respondió Wexler. «Honorarios». Se rió. Wexler y yo intercambiamos miradas. «Muy bien. Usted nos dará poderes. Procuraremos solucionar el caso sin interferencia de la policía». «No telefonee, ni se comunique de cualquier otro modo con esa mujer», dijo Wexler. «Es un placer tenerlo como abogado, doctor Mandrake. ¿Me permite llamarlo por su sobriquet?». «Como quiera». El teléfono sonó. Era Ada. «Hoy hace un año», dijo Ada. «Me gustaría recuperar en seguida la cinta», le dijo Mitry a Wexler. «¿Te acuerdas del primer día?», preguntó Ada. «Si es necesario, solicitaremos el auxilio de la policía», dijo Wexler. «La policía no, no por ahora», dijo Mitry. Me acordaba del primer día: una noche iba por la Avenida Ataulfo de Paiva y vi las ventanas iluminadas de una academia de gimnasia. Desde los tiempos de Eva Cavalcanti Meier 18

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estaba fascinado por las mujeres que hacen gimnasia. Pero esto es otra historia. En la Ataulfo de Paiva varias mujeres corrían en fila, al ritmo de una música que no se oía desde la calle. Delante, con una malla negra, una mujer alta y delgada, de piernas largas y fuertes, el cuello un poco inclinado, se movía sin esfuerzo. Esperé que la clase terminara y que ella saliera. La abordé en la calle. «La estaba observando hacer gimnasia. Parecía el caballo de un cuadro de Ucello», dije yo. «Sé quién es Ucello», dijo ella, «el de la Uffizi». No era el de la Uffizi, era el del Louvre, el negro del centro, con las patas erguidas, mordiendo el freno, el hocico torcido hacia la izquierda. Ella no hablaba con extraños, pero mi cara inspira confianza a todas las mujeres del mundo. Además, era la primera vez que alguien le decía que parecía un caballo. «¿Qué hay en la cinta?», preguntó Wexler. «A decir verdad, no lo sé. Pertenece a terceros», dijo Mitry. Los recuerdos de Ada me intimidaban. A las mujeres les gusta recordar el pasado. «¿Hay algún modo de identificar el tape?», preguntó Wexler. «Estoy en una reunión, cariño. Después te llamo». «Está en una caja negra, de ésas de cintas de video, pero sin etiqueta», dijo Mitry. Mitry firmó los poderes. «¿Tengo que pagar algo? Me marcho hoy a Angra, a la isla de un primo». «Más adelante veremos». «Entonces, adieu. Les telefonearé dentro de algunos días. Confío en ustedes».

«No me gusta», dijo Wexler, luego. «Conozco a tipos como ése que hacen fortuna abusando de millones de jodidos. Sus fines de semana empiezan los jueves». «A wyscher mentsch diment. ¿No fue eso lo que Figenbaum dijo de ti?». 19

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«Figenbaum está muerto». Tal vez lo estuviera.

Gisela se llamaba realmente Elisa de Almeida. Cuando intentamos hablar con ella, al día siguiente, era demasiado tarde. «¿Quién quiere hablar con ella?», preguntó un hombre al teléfono. «Un cliente», dije yo. «Ella ha bajado un momento y me pidió que anotara las llamadas. Déjeme su nombre y el teléfono; lo llamará luego». «Llamaré más tarde». Colgué. Si había algo que conocía muy bien, era el sonido de la voz de un policía. Wexler llamó y escuchó el mismo cuento. «Puede ser o puede no ser», dijo Wexler. «¿Qué te parece si hablamos con Raúl?». «Todavía no». «Habla con Luizinho». Luizinho era reportero policial de O Dia. Luizinho había salido. Le dejé el recado.

Pasé por el juzgado. Las causas civiles las llevaba Wexler; las criminales, yo. Pero si era necesario, uno ayudaba al otro. Cuando volví al despacho, Wexler me dijo que Luizinho había llamado. Elisa de Almeida, conocida como Gisela, había sido asesinada en el apartamento donde vivía y ejercía su profesión de masajista, en la Avenida Beira Mar. El cadáver había sido descubierto por la mañana. «Sería bueno que encontrásemos a la tal Danusa». «Ya lo he pensado». Wexler había hecho algunas llamadas y descubrió a una Danusa en la calle Senador Dantas. «¿Cómo sabes que es la misma?». No lo sabía. 20

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Cogí el teléfono y marqué. «¿Danusa? Me gustaría darme un masaje, ¿puedo ir?». «Aquí no. Sólo hago masajes a domicilio. O en hoteles». «Gisela me dio tu nombre. ¿La conoces?». «Sí. De la Avenida Beira Mar. Ella recibe clientes. Yo no. Sólo en casos muy especiales». «Yo podría ser un caso muy especial». «No, no. No te conozco». «¿Entonces vienes aquí? ¿Plaza Marechal Floriano, en la Cinelandia?» Le di la dirección. «Dame el teléfono», dijo Danusa. El mundo estaba lleno de graciosos, y ella no quería perder el viaje. Poco después, Danusa telefoneó. «Estaré ahí dentro de media hora». «Es mejor que me vaya. Si nos quedamos los dos tal vez se asuste», dijo Wexler. Sonia ya se había marchado. A las seis en punto arreglaba sus cosas y se iba. Danusa aparentaba poco más de veinte años. Corpulenta, cabellos castaños oscuros cortos, un diente, delantero, partido. «¿Qué es esto? ¿Una oficina? ¿Dónde va a ser el masaje?». «¿Sirve este sofá?». Se encogió de hombros. Hay personas que se pasan el día suspirando. Se quitó la ropa y se quedó en blúmer y ajustador. Me quedé en calzoncillos. «Quiero un masaje con aceite», dije yo. «¿Aceite?» En sus planes no había ningún masaje. ¿Qué tipo de cliente sería aquél? «No he traído aceite». «Entonces, talco». «No he traído talco». «¿Qué es lo que has traído?». «Nada». «Qué mala suerte». Me miró, pensativa. ¿Sería un tonto? ¿O alguien que quería reírse de ella? 21

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«¿Jugamos un poquito?». «Quiero un masaje». «Entonces será en seco», dijo Danusa, irritada. Era la primera vez que un cliente quería de verdad un masaje en vez de algo más sustancioso. «Acuéstate ahí». Me acosté en el sofá. Danusa agarró un dedo de mi pie y lo retorció. Retorció todos los dedos de mi pie. «Vamos a quitar ese calzoncillito». Me lo quité. «¿Quieres que le dé un besito?». «¿Tienes una amiga llamada Elisa?». «Claro. ¿No te lo he dicho? ¿Por teléfono?». Sus ojos se cruzaron con los míos. Me apretó con fuerza la pierna; sus manos sudaban. Pareció dominada por un miedo súbito. Miró hacia la cortina de la habitación, como si hubiera alguien escondido detrás. «Me tengo que ir, perdóname, mi madre está sola en la casa. Enferma». «Creo que estás mintiendo». «Está bien. No es mi madre. Es mi marido». «¿Tu marido?». «Trabaja en un restaurante de la calle Uruguaiana, cerca de la calle Larga. Se llama Gilberto. Lo juro por Dios». Las personas quieren ser amadas, hasta por su verdugo. «No te voy a estrangular. ¿Tengo por casualidad cara de estrangulador?». «No, no, no». «Quiero hablar contigo». «Sí, sí, sí». Las manos en la boca. Comenzó a temblar. Sin quitarme los ojos de encima, se puso los pantalones. «Antes de salir le pregunté al portero del edificio cómo llegar hasta aquí. Me lo explicó y casi no llego, porque dejé la dirección en su casa». No era tonta. Pero ¿por qué aquel miedo de pronto? No sabía aún de la muerte de Gisela. ¿Intuición femenina? 22

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«Vamos a tomar algo», le dije. Nos dirigimos al bar Amarelinho, en la esquina de la calle Alcindo Guanabara. Al bajar en el ascensor, después de observarme, Danusa se quedó más tranquila. En el Amarelinho, ella pidió una caipirinha.1 En aquel bar no había vino que se pudiera tragar. Pedí una cerveza. «¿Te acuerdas de un tipo llamado Roberto Mitry? Fuiste con él al apartamento de Elisa. Ella le dijo que se llamaba Gisela. ¿Te acuerdas?». «¿Roberto qué?». Danusa había terminado su caipirinha. Partiendo del estómago, un calorcito agradable se irradiaba por su cuerpo. Me sonrió. «¿Puedo tomarme otra?». «Un tipo lleno de pulseras, reloj de oro, mastica despacio algo que puede ser su propia lengua. Fueron a su apartamento, juntas». «¿Un dúplex? Déjame ver. ¿Y se mastica la lengua?». La segunda caipirinha duró menos que la primera. Pidió otra. «¿Cómo es él?». «Muy blanco, delicado, lánguido, blando, suave. Vara, correa, porra, vergajo, garrote, zurriago, junco, bastón». «¿Qué quiere decir eso? Tienes gracia. Otra, camarero». La voz más confiada. «Es la segunda vez que me llaman gracioso, hoy. Látigo». «¿Látigo? Sí, tenía un látigo. Es el Francés, me acuerdo de él. Pagó bien, pero la pasamos muy mal. Tiene látigo». «¿Y después?». «Tiene también una máscara de cuero, una cadena de hierro. Lo llevaba todo en una maleta. No, era un bolso grande». Otra caipirinha. «La pasamos muy mal». 1.- Bebida hecha con limón en rodajas o macerado, azúcar y hielo, batidos con aguardiente (N.E.).

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«Ya lo has dicho. ¿Y después?». «Después le dije a Gisela. Elisa, dije yo, Carlotica no se vuelve a meter en ese rollo». «¿Y después?». «Hasta me gustan unos mordisquitos, unos apretoncitos, que me halen el pelo, ¡pero látigo!». «¿A él se le olvidó algo allí?». «No, creo que no. Lo puso todo en un bolso y se marchó». El bar empezó a llenarse con la gente que salía de las oficinas. «Hubo un momento en que me cogió por el cuello, fue apretando, silbando y echando espuma por la boca... Hay cada loco por ahí». Apretando, silbando y echando espuma por la boca. Cosas de la televisión. «¿Me avisas si él te llama otra vez?». Nos quedamos un rato más en el bar. Salimos tambaleándonos, Danusa-Carlota apoyada en mi brazo, ambos riendo, divirtiéndonos uno con el otro.

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dos

«buscamos una comunión voluptuosa». «¿Sólo eso?». «Cuerpos y almas deleitándose, sin esperar ningún provecho». «¿Sólo eso?». «El esplendor, el fausto de la cópula». «¿Sólo eso?». «¿Qué más quieres?». «Quiero ser tu amiga, también». «Eres mi amiga». Ada y yo en la cama. Hojeábamos una revista de mujeres desnudas. «¿Esto es desrepresión infantil o un síndrome patológico más grave? «El orgasmo es un accidente». «No me has contestado». «No tienes nada de infantil ni de enferma. Yo tampoco». «Estas cosas me excitan. Imaginarme a ti y a mí con otra mujer en la cama. Hazme una marca en el seno». Chupé la carne suave del seno de Ada con tanta fuerza que mis encías sangraron. «A ti te gustaría que yo fuese un xarro25

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co-mayor, un pez que vive en la oscuridad del abismo oceánico; el macho muerde a la hembra adhiriéndose a su cuerpo y se convierte en un parásito el resto de su vida, todos sus órganos se degeneran, excepto los de la reproducción, y se funde totalmente con ella, hasta en sus sistemas vasculares». «Tienes ojeras, mi... ¿cómo has dicho?». «Xarroco. Mi tierra tiene palmeras donde canta el sabiá». «Tienes miedo de ser romántico. Finges ser cínico». En el espejo del baño examinamos cuál de nosotros tenía el rostro más grisáceo. La piel de los dos, expuesta a la luz matutina filtrada por las cortinas, parecía frágil y enferma. De la nariz de Ada dos pelos largos salían como insectos vivos. «¿Te acuerdas de cuando me dijiste que me ibas a dar la llave de tu apartamento?». «¿Por qué hablas de eso ahora?». «Me dijiste: te voy a dar la llave de mi apartamento». «Estás loco». «Pero nunca tenías tiempo de sacar un duplicado». «Y es verdad». «Por eso, por aquello, por lo otro. Nunca tenías tiempo de hacer la llave». «Estás loco». «¿Cómo puedo querer a una mujer que no confía en mí? Amor es confianza». «¿Hablas en serio?». «Todas las mujeres que he tenido confiaban en mí». «No creo que hayas llorado». «No lágrimas gordas que gotean como las tuyas. Mis ojos son pequeños». «Tonto». «¿Tienes vino?». «Hay café y queso de Minas. Salvado de trigo con yogur». Escuché los ruidos que venían de la cocina. La primera vez: Ada caminaba por la sala de su apartamento, observándose a través de mis ojos, como si fuesen el espejo de la Academia en 26

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el que se enamoraba de su propio cuerpo. Fue así como caminó para abrazarme y yo, sintiendo su narcisismo, me ladeé un poco, impidiendo que el abrazo se hiciera más íntimo. Al percibir mi esquivez, me preguntó sorprendida «¿Qué pasa?» Aspiré el olor de su piel, sintiendo el calor de su cuerpo sólido y musculoso entre mis brazos. Contra mi voluntad, una enorme emoción me dominó. Después, poco después, en la cama, una sorpresa: virgo intacta.

Desperté con el timbre del teléfono. «Es Wexler. Quiere hablar contigo», dijo Ada. «¿Has leído el periódico?», preguntó Wexler, excitado. «¿Qué hora es?». «¿No tienes reloj?». «Las doce del día», respondió Ada, desde la cocina. «Mataron a Danusa. La que estuvo ayer en el despacho». Me acordé de que ella le había dejado mi dirección al portero. «Su marido llegó a la casa y la encontró estrangulada. La policía sospecha de él, creen que la estranguló para despistar, para que supongan que fue el mismo loco que mató a la otra. Pero todavía no lo han agarrado. Como siempre, están comiendo mierda. «¿Algo más?». «El marido es camarero en un restaurante del centro». «Carlota. Pobrecita». «Eso es. Carlota Ferreira. ¿Cómo lo sabes?». «Me dio su nombre verdadero». Le conté lo de mi dirección dejada al portero. «No fastidies». «No te pongas nervioso. ¿Estás en el despacho?». «Sí». «Llama a Mitry, a ver cuál es su reacción». Abrí el refrigerador. Yogur, queso de Minas, naranjas, papaya, cayotes, guisantes, brócoli. 27

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«Berta siempre tenía una botellita de Faísca helada para mí». «El yogur con salvado de trigo es mejor para tu salud». «Berta tenía los senos grandes». «¿Por qué no vuelves con ella? Beber vino y jugar al ajedrez el día entero. Debía de ser una vida emocionante. Más aún con una mujer de senos grandes». «Berta no era bizca». Ada se arrodilló delante de mí. «Cásate conmigo y ven a vivir aquí».

El restaurante donde Gilberto trabajaba era una de esas cafeterías con una barra en forma de U y taburetes alrededor. Algunos camareros comían, la hora del almuerzo ya había pasado. Un mulato de brazos gruesos, que más parecía un mecánico que un camarero, me dijo en la puerta: «Está cerrado». «¿Gilberto?». «Es aquél». Blanco, calvo, de nariz larga y ojos tristes. «Quiero hablar contigo», dije. Gilberto comía bistec en cazuela con arroz. Se llenaba el tenedor y masticaba con los dientes delanteros. Las muelas se pierden primero. «¿Te llamas Gilberto?». «Exactamente». Agarró el cuchillo con fuerza. Estaba asustado. «Tengo un treinta y ocho en la cintura», dije. Los sin dientes se creen todas las mentiras. Gilberto soltó el cuchillo. Se limpió la boca con el dorso de la mano. «Termina de comer». Vació el plato y limpió el resto de la salsa con un pedazo de pan. 28

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«No fui yo. Llegué a la casa y, al abrir la puerta, me di cuenta de que algo había ocurrido, los muebles de la sala estaban revueltos, ella estaba tirada en el suelo. Vivíamos peleándonos, ¿quién me mandó a casarme con una mujer más joven? Pero yo no quería que aquello le ocurriera. Carlota me botó de la casa, pero no le cogí rabia, tenía derecho, pagaba el apartamento, todo. Me quedé seis meses sin trabajo y ella cargó con los gastos. Era muy joven, y se dejó llevar por la otra». Se restregó los ojos con el dorso de la mano, con un gesto parecido al que había hecho antes al limpiarse la boca. «¿Qué otra?». «¿Me va a detener?». «No soy de la policía. Creo que será mejor que desa-parezcas por algunos días. Búscate un abogado». «No tengo dinero para abogados». Saqué una tarjeta del bolsillo y se la di. «Búscame». El mulato fuerte se acercó. «Eh, Gilberto, ayúdame a llevar la basura».

Wexler me esperaba nervioso. Mis socios siempre fueron nerviosos. L. Waismann, el rey de la responsabilidad civil. Figenbaum. Ahora Wexler. Alguien, un día, tendrá que pagar lo que le hicieron a Figenbaum. «La basura eran restos de comida, en dos latones grandes como barriles de petróleo, de donde salía un olor nauseabundo. Llevaron los latones a la entrada lateral del restaurante, que da a la calle Teófilo Otoni. Varios desgraciados estaban esperando. Los hombres empujaron a las mujeres ferozmente, metieron los brazos dentro de los latones y sacaron las mejores partes, los restos de pollo, las sobras de filetes y otras carnes semimasticadas. Después de llenar sus bolsas de plástico se marcharon. Entonces las mujeres y los niños cogieron lo que había quedado, legumbres machacadas, arroz, una masa pastosa. De los latones, después de haber sido revueltos por las 29

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manos ávidas de los rapiñadores, salía una peste más repugnante aún. En aquel momento en las puertas traseras de otros restaurantes de la ciudad, otras chusmas de desposeídos recogían los restos de las comidas servidas a los que pueden pagar». «¿Y Gilberto?». «Me quedé mirando a la gente que recogía la basura, y cuando me di cuenta había desaparecido. Él habló de “otra”, pero me despisté y se me pasó». Encendí un Pimentel número 2. «Aquí dentro no. Fuma un Panatela. «Restos podridos del banquete ajeno». «Así es el mundo». «El mundo. Latones llenos de comida. No se ve ya a nadie silbando por las calles. En fin, ¿y Mitry?». «Me pareció preocupado, de una manera muy obvia. Dijo, eso no me gusta, me preocupa –después de haberme hecho jurar que yo no estaba bromeando–. Me dijo que nunca lee la crónica roja. Le pregunté por qué estaba preocupado, y solamente me dijo: es la segunda, la segunda. No confío en ese tipo». «Pero es nuestro cliente». «Desgraciadamente. Dijo que se quedaría en Angra toda la semana». Encendí el Panatela. Wexler y yo nos quedamos mirando el humo. Pasado un rato, yo comenté: «Ada se cree que es un caballo». «Es linda como un caballo», dijo Wexler. «Estás enamorado de ella, pérfido judío». «No lo sé. De cualquier modo es demasiado buena para ti». «Su madre también piensa lo mismo». Nos quedamos pensando en Ada. Me dirigí hacia la ventana. El tránsito en la Avenida Rio Branco comenzaba a embotellarse. «Una masajista llamada Carlota, alias Danusa, un día va a la casa de su amiga Gisela, en realidad Elisa, para darle un masaje, digámoslo así, a nuestro cliente». 30

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«Látigo, máscara negra, cuerdas, Alphonse/Sacher». «Ahora están muertas. ¿Será Mitry un aura tiñosa?». «¿Un asesino?». «Si Mitry fuera un asesino, no utilizaría todas esas máscaras. Le bastaría la mejor fantasía, que es estrangular mujeres». «Símbolos. Símbolos». «¿Te imaginas a Gilles de Rais con máscara negra?». «Tenía algo mejor, el uniforme de Mariscal de Francia, luchando contra el enemigo. Un patriota. Amigo de Juana de Arco. Su rostro era como el de Jack el Destripador, corriente, como el de esos tipos que uno encuentra en el ascensor, quietos, mirando hacia arriba, esperando que se abra la puerta». «¿Qué le sucede a un sujeto para que estrangule a una fulana que casi no conoce?». «Las masajistas no eran desconocidas. Entre ellas y el estrangulador se establece un rapport metafísico, como se diría en un coloquio de la televisión». «¿Qué tal una llamada a Raúl? Está en Homicidios. No te olvides de la cinta». «Éxtasis estupefaciente se llama al momento en que el sádico alcanza el cenit de la afectividad. ¿O el nadir del sentimiento? El apogeo, el perigeo, los vértices invertidos de la pasión. ¿Qué tal? El sadismo es una perversión micropolítica». «Es mejor que llames a Raúl». Llamé. «No me digas. ¿También estás metido en eso?», dijo Raúl. «Un cliente». «Oye, Mandrake, quiero hablar contigo. El caso lo llevamos nosotros». «Cuéntame». «Por teléfono no. Quiero verte la cara». «Estoy más lindo que nunca». «Ponte colorete y nos vemos». «El caso lo lleva Raúl», le dije a Wexler. 31

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«Creo en él», dijo Wexler. «Cuando era pequeño creía en Papá Noel y en la Zwig Migdal.2 Ella trajo las polacas con las que mi abuelo templaba en la calle Conde Lage». «Basta de bla-bla-bla, vete a ver a Raúl». «¿Así es como habla un judío? Bla-bla-bla, comer mierda. Tisk. Tisk. Tisk».

2.- Zwig Migdal: organización mafiosa que llevaba prostitutas polacas a América del Sur. Era una organización de proxenetas judíos, y judías eran las prostitutas, que eludían así los pogromos y persecuciones (N.T.).

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tres

«ella me dijo que no podía vivir sola. ¿Qué es lo que me vas a dar? No algo material, ¿me entiendes?, quiero amor, afecto, compañía, me dijo. Estaba dispuesto a darle todo el afecto del mundo. Continuamos bebiendo, ¿sabes?, y entonces se descuidó y dijo, soy una mujer pobre, mi padre sólo me ha dejado deudas. De cariño, nada. No era más que otro pedigüeño a mi lado». «Naranjas de la China». «Eso era lo que ella era, usando su boca carnosa. Quería un hombre disponible. Disponible para recibir sus órdenes, firmar cheques, apagar las luces, pagar los impuestos, revisar la cerradura antes de dormir, preocuparse del seguro de vida y del lecho eterno en el cementerio de São João Batista. Ya pasé por eso, y no iba a caer en otra, yo, un viejo policía». Raúl y yo bebíamos cerveza en el Amarelinho, en una de las mesas de la acera. A poca distancia estaba un tragafuego, rodeado de algunos curiosos. Ese tipo de artista callejero era más corriente los sábados y domingos. Días en que los ingenuos salían a pasear. Además de tragafuego, el artista, un negro fuerte y casi sin dientes, era también contorsionista, malabarista y payaso. Llevaba pantalones anchos sujetos por tirantes, 33

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tenía el tórax desnudo, grueso y musculoso. En los intervalos entre un número y otro contaba chistes e imitaba a un gorila rascándose y caminando por la selva. Esperaba, con eso, que los blancos miserables que lo observaban se sintiesen importantes: al fin y al cabo, había en el mundo alguien inferior a ellos –un negro sin dientes que parecía un mono estúpido–. «¿Quieres decir que has vuelto a la soltería?». «A decir verdad, creo que me estoy volviendo impotente», dijo Raúl. Estábamos ligeramente borrachos. «Es una buena idea, dejar de beber, dejar de fumar, almorzar con la familia los domingos, ser enterrado con la bandera del equipo. Ver la televisión». El negro se subió a una caja, se colocó las piernas sobre la cabeza y se dobló con la barbilla en la región pubiana. «Ella», dijo el artista negro, «también era contorsionista y estaba en la misma posición que yo ahora, sólo que desnuda y con la puerta abierta». «Dormir el sueño de los impotentes», siguió Raúl, soltando círculos de humo. «Eso no es modo de fumar un Panatela», dije. «¿Y las muchachas?». «Trabajaban juntas en un shopping center en Madureira. Sólo Carlota estaba casada. De una de ellas partió la idea de abandonar aquella vida y ganar dinero fácil. Antes se necesitaba una matrona para conseguir clientes. Ahora basta con poner un anuncio en los periódicos». «Entonces pasó un tipo por el corredor, un minero3 del interior» –el artista negro enrolló las erres en el cielo de la boca y puso cara de imbécil, aún en la misma posición, con las piernas en el cuello–, «vio a la mujer de este modo que estoy y salió gritando, vengan, socorro, hay un hombre caído en el piso del

3.- Minero: natural del Estado brasileño de Minas Gerais (N.T.).

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dormitorio, tiene el pelo largo y barba rizada, lo mataron de un navajazo que le abrió la garganta de arriba abajo». «Carlota me parece más bonito que Danusa», dije. «Danusa debía de parecerle un nombre más excitante que Carlota. Te voy a contar un secreto. No eran dos. Eran tres». (¿La «otra» mencionada por Gilberto?) «Esta historia empieza a resultar interesante». «¿Interesante? Estás loco de curiosidad, confiésalo». «Lo confieso». «Se llama Oswalda. Ando detrás de ella». «No debe ser difícil encontrar a una mujer llamada Oswalda». «Tiene un nombre de guerra. Cila. Aquí tengo su retrato». Raúl me enseñó una pequeña foto». «En una de 3x4 no se puede ver mucho». «Es todo lo que tengo. La he conseguido en el Departamento de personal del shopping center». El negro escupía fuego y hacía malabarismos con dos antorchas. Se pasaba el fuego por la piel haciendo muecas de mono. «Fue Cila quien les metió en la cabeza a las otras dos la idea de establecerse por su cuenta. Una muchacha del shopping center que trabajó con ellas me lo dijo. Cila, por la descripción que me hizo, es una persona dominante y calculadora». «Leí en el periódico que sospechan del marido». «¿En el periódico? ¿No andas diciendo que no lees los periódicos?». La sospecha del marido era sólo un camuflaje («camuflaje, qué palabra más antigua has desenterrado») de la policía. Gilberto no podía haber matado a Carlota porque en el momento del asesinato estaba en el restaurante, según declaraciones de testigos considerados confiables. Gilberto había desaparecido y Raúl se arrepentía de no haberle echado mano en seguida, incluso siendo inocente. Había otro detalle que Raúl no podía, aún, mencionar. Los dos asesinatos estaban relacionados. El comportamiento humano no es lógico y el crimen es humano, por tanto... Para Raúl, la lógica era una ciencia cuya 35

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finalidad sería la de determinar los principios de los que dependen todos los raciocinios y que pueden ser aplicados para probar la validez de toda conclusión extraída de premisas. Una trampa. «¿Y el portero del edificio en el que ella vive?». «¿El portero? El portero no sabe nada. Ni la vio salir». El artista negro seguía su representación. «Una mujer se dirigió a un cura y le confesó que había cometido adulterio con el vecino. ¿Fue contra su libre albedrío?, le preguntó el cura. No, fue contra la pared, le respondió la mujer». Raúl y yo habíamos sido compañeros en la facultad. Raúl había estudiado en colegios jesuitas. Yo... a mí no me gusta hablar de mi vida con nadie. Coloqué un billete de cien cruzeiros en la bolsa de papel del artista negro. «Un tipo llamado Epifanio descuartizó a su mujer, metió los pedazos dentro de una maleta y se fue de su casa. No consiguió dejar la maleta en ningún sitio. No tenía ningún motivo lógico para matar a su mujer, pero la mató. Y tenía todos los motivos lógicos para dejar la maleta en cualquiera de los muchos lugares por donde estuvo, pero no la dejó, fue hasta São Paulo, en ómnibus, y volvió por el mismo camino a su casa, con la maleta y la mujer dentro de la maleta. ¿Me entiendes ahora?», preguntó Raúl. En la Facultad habíamos tenido la misma novia, Ligia. Ligia se creía que me había desmayado en la morgue. Raúl sabía que no había sido un desmayo, y sí una crisis de náusea, pero fingió creer en la suposición de Ligia. Sette Neto nos había mandado que describiéramos las lesiones internas y externas de una víctima de estrangulamiento –una muchacha tumbada sobre la mesa de aluminio de las autopsias–. Sette Neto pasó el dedo por las marcas rojas diseminadas en la cara de la mujer y preguntó si alguien sabía lo que era aquello. Punteado escarlatiniforme de Lacassagne, respondió Raúl. A Sette Neto no le gustaba que los alumnos respondiesen a las preguntas que 36

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hacía. Abrió el ojo de la mujer y preguntó: ¿y esto? Exoftalmia, con congestión de la conjuntiva, y midriasis, respondió de nuevo Raúl. Si fuésemos estudiantes de Medicina tal vez Sette Neto perdonase la osadía de la respuesta, pero los alumnos de Derecho en una clase de Medicina Legal no deberían saber aquello. Irritado, Sette Neto metió el dedo en el oído de la muerta. Otorrea resultante de la ruptura de la membrana del tímpano, dijo Raúl, añadiendo que el cadáver tal vez presentase fractura del hueso hioides y fracturas de los cartílagos tiroides, cricoides y aritenoides, todos dependientes del aparato laríngeo de la víctima, que, a los dieciocho años de edad, tal vez no hubiese aún alcanzado el necesario grado de osificación. Podrían también encontrarse equimosis epicraneales y congestión de meninges subpleurales y subpericárdicas. Sette Neto oyó todo eso, cada vez más pálido y furioso, y fue entonces cuando tuvo el famoso acceso de locura que haría de Raúl un héroe (mientras tanto yo vomitaba en el baño). Sette Neto súbitamente empezó a dar puñetazos sobre el pecho del cadáver y a gritar y a tirarse de los pelos, los suyos y los de la muerta, un espectáculo inolvidable. El frío tirano que había pasado el año torturando a sus víctimas se transformaba, delante de todos, en un idiota descabellado, en un loco histérico que gritaba palabras sin sentido. Raúl y Ligia salieron a tomar una cerveza al bar de la Mem de Sá con Lavradio. Luego se casaron. Luego Ligia descubrió que me amaba o que me seguía amando. Oh, vida. El artista negro se puso una camisa gris desteñida. Una mujer mulata, con cara de india, estaba a su lado. Cogió el dinero, metió en el saco los utensilios de su profesión –antorchas apagadas, una lata de combustible, sogas–. Ahora tenía el rostro enfurruñado y amenazador. Notó que yo lo observaba. Se acordó de los cien cruzeiros. Hizo un gesto amistoso, cerrando la mano y levantando el pulgar. Lo invité señalando un vaso de cerveza. El artista negro se acercó a nuestra mesa. 37

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«Tómate una cerveza con nosotros. Llama a tu mujer». Se llamaba Almir, y ella Doralice. Eran gente de circo y estaban sin empleo. Doralice actuaba con perros amaestrados, y los animales se les habían muerto de moquillo. El Circo Gran Maravilla había cerrado. «La gente se queda en la casa viendo la televisión». Se tomaron dos cervezas cada uno, comieron papas fritas y pidieron permiso para marcharse, vivían lejos y tenían dos niños esperándolos en casa. «Ese tipo de prostituta que trabaja sola, cuando desaparece no deja rastro. Cambia de nombre, de casa, se tiñe el pelo, se va para Bahía, al quinto infierno. ¿Conoces la historia del fotógrafo y del japonés?». «¿Conoces aquel chiste de la mujer jorobada?». «¿Quién es tu cliente?». «No confío en ti. No confío en ningún maldito policía, y encima impotente». «Obstrucción de la justicia». «Es solamente un tipo asustado, con miedo a que su nombre aparezca en los periódicos». «Puedes arreglarlo conmigo ahora, más tarde no daré la cara por tu cliente». «Se llama Roberto Mitry. Está preocupado porque se le olvidó una cinta de video en casa de Elisa, la que mataron primero». «¿Cinta? He estado en su apartamento en la Avenida Beira Mar y no he visto ninguna cinta». Anochecía. El tránsito de la Avenida Rio Branco estaba pesado y lento. Los conductores tocaban el claxon. Las fachadas de los edificios del Ayuntamiento, del Teatro Municipal y de la Biblioteca Nacional se iluminaron. «¿Te acuerdas del gavilán que vivía en la cornisa de la fachada de la Biblioteca Nacional?», le pregunté. «Era un gavilán real, harpia harpyja, el gran falcónido de penacho blanco. Sus alas debían medir más de dos metros. Cortaba el aire a 280 kilómetros por hora. Agarraba las palomas al vuelo. Espero 38

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que haya cogido a la paloma que un día se cagó en mi cabeza, aquí mismo. No sé si tuvo tiempo, porque aparecieron los colombófilos con sus almas piadosas exigiendo medidas. Tomaron medidas, el gavilán desapareció. Creo que era el último, en Brasil, en el mundo. Pero las palomas, esos animales feroces que la ignorancia de los artistas ha escogido como símbolo de la Paz, esas no desaparecerán nunca». «Las cucarachas me parecen peores», dijo Raúl.

«Sé realista», dijo Wexler cuando volví al despacho a las cinco, «no tenemos que hacer de detectives en los casos que nos llegan al bufete. Es una vieja manía tuya. Somos abogados, nuestro objetivo no es heurístico, la verdad no nos interesa, lo que importa es defender al cliente. Pero no, quieres saberlo todo, quién es culpable y quién es inocente, y muchas veces eres el perjudicado. ¿Te acuerdas del caso del frigorífico? ¿De la loca, o la falsa loca, internada por la familia? Hasta hoy no sabemos, y no sirvió de nada el rollo que formaste, si estaba loca o no. ¿Te acuerdas? Sé realista». «¿Realista?» Para mí esta palabra servía solamente para justificar el conformismo, las pequeñas acciones y omisiones indignas que los hombres cometían diariamente. «¿Te acuerdas del rey David?», preguntó Wexler. «David derrotó a los filisteos, los moabitas, hizo de Jerusalén la capital de los judíos. Fui alumno del padre Lepinski, ¿se te ha olvidado ya? Él decía que David no pasaba de ser un asesino genocida, adúltero e imperialista». «Lepinski. Tú mismo has dicho que Lepinski estaba loco. Escucha: el rey David pecó y el Señor decidió que, como castigo, su hijo moriría en su lugar. Al enterarse, David se postró en el suelo orando y suplicando al Señor para que salvara al niño. Los oficiales mayores del palacio instaron a que David se levantase y comiese con ellos, pero no consiguieron nada. Al séptimo día de ayuno y oraciones de David, el niño murió. 39

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Los siervos del rey no tuvieron el valor de contarle lo que había ocurrido, temerosos de su reacción; si la desesperación del rey ya era grande cuando el hijo aún vivía, ¿qué ocurriría cuando supiera de su muerte? David, sin embargo, viendo que sus siervos susurraban lúgubremente entre sí, comprendió que el niño había muerto. Entonces, se levantó del suelo, se lavó y se sentó a la mesa para comer. Sabía que no podía hacer nada más que lo que ya había hecho. ¿Has entendido?». «Ustedes, los judíos, son una gente rara. Y su Dios también». En ese momento entró Sonia y anunció una visita. Con la elegancia de quien domina su propio cuerpo, vistiendo un traje sastre de lino bien cortado, hecho a la medida, mirándome a mí y a los muebles como alguien que viene a una subasta y evalúa los objetos en venta, la visita entró en la sala y me tendió un sobre. «La portadora», leí «es hija de un viejo amigo, Vasco Japiassú. Buena gente, de tradición (descienden del barón de Aroeira, que hizo historia durante la Regencia) y de carácter. Te pido que le des toda tu atención y paciencia. Tu colega y admirador, Medeiros». «El doctor Medeiros me dijo que usted es un hombre de acción, y que no perdiera el tiempo con rodeos». Se detuvo. Esperé. «Todo es normal para un abogado, ¿no es verdad?». «Abogados, policías, curas, médicos. Pecados, enfermedades, crímenes». Lilibeth me miró como si meditara sobre lo que yo había dicho. «Es mejor ir derecho al grano», dijo Lilibeth. «Es mejor». «¿Qué necesito para efectuar una denuncia de flagrante adulterio contra mi marido?». «El adulterio es un delito de índole privada. El ofendido tiene el plazo de prescripción de treinta días, a partir del conocimiento del hecho, para proponer la acción. El flagrante adulterio tendrá que ser denunciado por la policía» (Sea paciente, etcétera). «¿Flagrante?». 40

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«La ley lo considera flagrante cuando hay indicios de que la persona cometió el delito recientemente. La palabra viene del latín flagrans, flagrantis, que significa ardiente, que está ardiendo. En términos de simbolismo, el flagrante adulterio sólo queda detrás del incendio doloso». «Entonces los dos tienen que ser cogidos, cuando estén... hum... es imposible». «Basta con que estén en un dormitorio, encerrados, eso es suficiente. Pero usted debe pensarlo bien antes de presentar la denuncia». «Ya lo he pensado bien». La existencia del delito de adulterio en la ley brasileña era una excrecencia anacrónica que hace mucho tiempo debía haber sido extirpada. Alguien me había dicho que sería suprimida del nuevo Código Penal, en elaboración. Me habría gustado decirle eso a la mujer que tenía delante, pero la recomendación de Medeiros me inhibía (Paciente, etcétera). «¿Puedo saber cuáles son sus razones? Estadística-mente, el objetivo de ese tipo de denuncia es garantizar la custodia de los hijos o eludir la pensión de alimentos». «No tengo hijos». «El querellante, para evitar que la denuncia caduque, además de promover la tramitación del proceso, tendrá que estar presente en todos los actos del mismo. Un verdadero sufrimiento, algo aburridísimo. Llegue a un acuerdo». Lo peor del mundo es explicar la Ley a un cliente. «No quiero acuerdos. ¿Los dos son culpables o solamente mi marido?». «Su marido y la mujer, ambos son autores del delito». «No es otra mujer». Esperé. «¿A usted no le parece extraño?». Lilibeth sonrió. «A decir verdad, si encontrar a un marido en la cama con otro hombre no fuera tan grotesco hasta podría ser un caso interesante, ¿no le parece?». 41

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«Mucho», dije gravemente. «Si llevamos el caso adelante será el primer caso en la jurisprudencia brasileña, creo yo. Muy interesante desde el punto de vista de la hermenéutica. Una denuncia de adulterio promovida por la mujer ya es rara, pero más aún cuando el otro es un hombre. Realmente insólito». «¿Entonces, puedo meter a mi marido en la cárcel?». «A su marido ciertamente no lo encerrarían. La Ley prevé la pena de arresto de quince días a seis meses. Obtendría la libertad condicional en el caso de ser condenado». «El mundo es de los hombres. Y estamos en el siglo XX». «Una mujer también tendría las mismas ventajas». Silencio incómodo. «No habiendo custodia de hijos o separación de bienes, tratándose solamente de una venganza del ofendido, comprensible, le sugiero que se olvide de sus propósitos punitivos. La represalia a ciertos ultrajes vilipendia más que desagravia a la víctima. ¿Por qué no se separa de su marido?, al fin y al cabo ya existe el divorcio, aunque lleno de obstáculos, queda libre y se olvida de todo». «Usted no me está ayudando mucho. Esperaba que encontrase una solución a mi problema». «Es lo que estoy haciendo». Comprendía que ella quisiera vengarse. Pero como abogado tenía que aconsejar lo mejor para mi cliente. Pacientemente (ah, doctor Medeiros) procuré persuadirla de no hacer la denuncia. «¿Es usted casado?», preguntó Lilibeth. «Bueno...». «Ya me he dado cuenta. Cuando un hombre responde a esa pregunta de ese modo, es porque tiene algún tipo de compromiso no sacramentado». Yo también me había dado cuenta. Y encima decían que yo era mujeriego. Me quedaba quieto y las mujeres me provocaban. Las muecas que hacía Lilibeth. ¡Qué diablo! ¿Tendría yo el aspecto de estar tan disponible? Asumí un tono doctoral: «El proceso penal es una pieza teatral, de varios actos encade42

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nados, el verpharen de los procesalistas alemanes. Es también una novela que describe las relaciones entre el juez y las partes. Rechtsbezienhungen. Los romanos usaban el término iudicium –iudicium est actus trium personarum: iudicis, actoris et rei. El acto de tres personas, sería mejor decir personajes, el juez, el autor y el reo. El protagonista, el antagonista y el tritagonista». «Esa palabrería no me impresiona, ¿sabe?». «Lo sé». «¿Tiene tiempo para escuchar la historia de mi matrimonio?». «Claro». «Es una historia interesante». «Soy todo oídos». «Voy a empezar por el día de la boda. Estaba todo el mundo, es decir, la gente importante, ejecutivos, políticos, toda la jet-society. Las mujeres lindísimas –yo no estaba en condiciones de notarlo, pero mi madre me dijo que nunca en una boda se habían reunido tantas mujeres elegantes–. Es verdad que mirando hoy en día las fotos no tengo esa impresión –aquellas mujeres con la cabeza cubierta de borsalinos, canotiers, capelines, regarde moi, brétons, pill boxes, berrés, turbans, coiffures de penas, aigrettes, me parecen ridículas, sus vestidos dan la impresión de que han sido hechos con telas de cortinas o forros de tapicerías, creo que bonita de verdad estaba yo, pero todas las novias están bonitas, y los novios suelen tener cara de imbécil. Pero Val –se llama Valdomiro, pero todos lo conocen como Val, detesta que lo llamen Valdomiro– no quedó feo en las fotos, pero tampoco era un novio como los demás. Lo que nos trajeron de regalos fue una locura, todo lo que usted pueda imaginar, casi necesitamos alquilar espacio en un guardamuebles para colocar lo que nos sobró. Por fin, una parte la enviamos a la hacienda de mi padre, en Vassouras, llenamos un camión de mudanzas, y la otra, más pequeña y más valiosa, a nuestra casa, en Gávea. Todos los periódicos comentaron la boda, y no solamente en las crónicas sociales, salió también 43

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en las otras páginas y en todos los canales de televisión. Al leer los periódicos no pude reprimir un ingenuo sentimiento de vanidad, no había una mujer en Brasil, en aquel momento, que no me envidiara. Para que usted vea. En la fiesta de boda Val bebió mucho y no se quería marchar. La gente, los amigos, le pedían que dejase de beber, contándole aquellos chistes de mal gusto relacionados con la noche de bodas. Teníamos una suite reservada en el Copacabana Palace para aquella noche, y al día siguiente partiríamos hacia Nueva York. Al fin, ya muy tarde, nos fuimos al hotel con las maletas del viaje. Val llegó y cayó en la cama y durmió hasta el otro día sin que yo consiguiera despertarlo. Por la mañana fuimos a la playa, leímos los periódicos y volvimos al hotel. Me hubiera gustado almorzar en la habitación, pero Val insistió en bajar al restaurante. Durante el almuerzo, Val bebió mucho y él no era de mucho beber, al contrario, estaba siempre preocupado por la salud, por el físico, evitaba cometer excesos, pero aquel día bebía como un alcohólico empedernido, y cuando me quejé respondió con un insulto, dijo, estamos casados hace pocas horas y ya empiezas a decir lo que tengo que hacer, no dijo exactamente eso, pero fue algo así. Le dije que no quería darle órdenes y me contestó es mejor así porque no voy a permitir que ninguna mujer asquerosa me domine, o algo parecido. Para que usted vea. Debía haberme dado cuenta de que las cosas no iban a terminar bien y haber vuelto a casa de mi padre aquel mismo día, ¿pero quién tendría valor de hacer tal cosa? ¿Tendría usted el coraje de hacerlo, habiendo tenido una boda tan sonada como aquélla? Y entonces me fui a Nueva York, nos hospedamos en el Regency, en Park Avenue, en una suite con todas las comodidades. Y, ¿sabe quién estaba hospedada allí? Elizabeth Taylor. Un día bajamos juntas en el ascensor, tiene una papada fea, es bajita y gordita, pero los ojos, sus ojos son una maravilla, de un azul brillante, parece un gato. En Nueva York, Val apenas me tocó. Fuimos a todos los shows musicales, a la ópera y al ballet en el Lincoln Center, dimos la vuelta a la isla en 44

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barco, visitamos todos, o casi todos, los museos, comimos en los restaurantes típicos del Village, del Soho, de la Little Italy, del barrio chino, todas esas cosas de turistas. Un día, ya hacía una semana que estábamos allí, Val me llevó a ver una de esas películas que los americanos llaman for adults o X-rated. Nunca había visto una película de ésas y aquella primera que vi, aunque muy fuerte, no era desagradable, es decir, no chocaba mucho, incluso excitaba un poco. Pero las que vimos a continuación eran con homosexuales y dos hombres haciendo aquel tipo de cosas, le voy a decir, no fue fácil. No me importa que me llamen ingenua, pero dos hombres igualito que si fuesen un hombre y una mujer, le voy a decir, es difícil aceptarlo. Fue después de ver una de esas películas –oiga, no le estoy ocultando nada, nunca le conté eso a nadie– cuando Val tuvo relaciones conmigo en el hotel, la única vez en todo el viaje. Para que usted vea. Pero yo estaba ciega y no desconfié de nada, o no quise desconfiar, los regalos todavía estaban dentro de las cajas, o casi todos. Al volver a Rio le pregunté por qué se había casado conmigo y tuvimos una discusión terrible. Yo quería, quiero, tener hijos. Val odiaba a los niños, por lo menos fue lo que me dijo aquel día, que sería mejor que tuviéramos un perro, que ya me estaba convirtiendo en una bruja como todas las esposas burguesas, un parásito, que nunca trabajó, hablando de la burguesía. Resumiendo, y ya no queda mucho más que contar, ésa fue mi vida con Val. Ah, se me olvidaba decir que antes de casarnos fuimos una vez a la cama. Ahora, para concluir, el día culminante. Yo había salido para jugar al tenis en el Country, por la tarde, pero empezó a llover y volví a casa, y allí estaba Val acostado en nuestra cama haciendo cosas con un amigo nuestro. Igual que en la película. Me encanta el olor de su tabaco. ¿Qué marca es?». «Panatela. Oscuros, cortos». «¿Qué le parece mi vida?». «Las hay peores». 45

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«Dudo que una mujer del pueblo se case con un homosexual». «Tal vez». «¿Tal vez qué?». «Tal vez. Puede ser. No lo sé. A veces. Etcétera». «No le caigo bien, ¿verdad?». «Si usted realmente creyese que no me cae bien no lo preguntaría». «Quien se quedó más abatido con lo que ocurrió, fue mi padre. A mi madre también le afectó, pero menos. Pero le voy a confesar algo que lo va a sorprender. Val es una persona, cómo le diré, buena, le iba a gustar si lo conociera. Es muy gracioso, tiene un sentido del humor fantástico, es inteligente y culto, sabe mucho de arte, lee mucho. Siempre está ayudando a los demás sin esperar nada a cambio. Creo que he tenido la culpa, deberíamos haber sido sólo amigos, él hubiera sido un amigo maravilloso, pero quise hacer de él un marido, porque ahora está de moda que la gente se case, todo el mundo se casa. No sé si ya se ha dado cuenta. Val no quería, pero terminó por estar de acuerdo, si hubiese sido una ceremonia íntima, con media docena de amigos, pero mi padre terminó por hacer aquella superproducción. A decir verdad, yo también lo quería así, ya que me iba a casar, que fuese como manda la norma, iglesia, traje de novia, ajuar, fiesta. Todas las novias quieren casarse en la iglesia con velo y guirnalda. ¿Lo estoy aburriendo?». «Más o menos». «Usted es la persona más ambigua que conozco. ¿Sabe por qué quise saber la marca de su tabaco? Para regalarle una caja. Ahora ya no tengo ganas. Me gustan las personas transparentes, soy un libro abierto, usted es un introvertido. ¿Lo estoy aburriendo o no?». «Más o menos». «¿Sabe por qué le estoy hablando de todo esto, sobre mi boda? Porque necesitaba hablar con alguien, cualquiera que me escuchase, y eso lo tengo que reconocer, es usted un buen 46

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oyente, por lo menos. Creo que nuestro destino lo hacemos nosotros mismos, no culparé más a Val por lo que ocurrió, además usted ha sido el primero en sugerirme eso cuando dijo que desistiera del ridículo del flagrante adulterio, no sé dónde tenía la cabeza esos días. ¿Cómo es el nombre del tabaco?». «Panatela». «Había algo más». «Oscuros, cortos». «Usted no sabe cómo es mi madre. Está siempre enfadada y amargada, pero si usted me pregunta el porqué, no se lo sabría decir. Ni ella. Mi padre hace todo lo que ella quiere y ella sólo hace lo que se le antoja». «Cómo es el sombrero pill box?». Conversamos una media hora más hasta que Sonia nos interrumpió. «El doctor Wexler aguarda a la señora». «Panatelas, ¿no? Oscuros, cortos». «O Pimentel del número 2». «Sonia, ¿quieres hacer el favor de llamar a Raúl, de Homicidios?». Mientras esperaba la llamada: era bueno no resistir la tentación de una mujer hermosa. Ada, la gracia muscular; Lilibeth, la regularidad armónica. Pensé también en Berta Bronstein y Eva Cavalcanti Meier.

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cuatro

elizabeth feijão era una gata siamesa bizca, de ojos azules. Había nacido en la casa de una japonesa llamada Mitsuko, que la había acostumbrado a comer sardinas crudas. Cuando la llevé a mi casa aprendió a comer huevos, carne, legumbres, verduras, arroz con frijoles, moros y cristianos a la cubana. A medida que envejecía, además de convertirse en una cascarrabias, pasó a exigir como alimento solamente sardinas frescas, rehusando comérselas si eran congeladas y protestando con insistencia y vehemencia si se las ponían en el plato. Por remordimientos de conciencia (había llevado a Elizabeth, aún púber, a castrar) yo, o la criada, diariamente, recorríamos los mercados y pescaderías de la ciudad en busca de sardinas frescas. últimamente, ya desde el amanecer, Elizabeth exigía ruidosamente que la arena de su aseo, una bandeja de aluminio que quedaba en la parte trasera del apartamento, fuera sustituida por arena limpia. De joven raramente se hacía oír, el único ruido que producía regularmente era el de afilarse las uñas en la alfombra o en la tapicería de los sillones. Era necesario que le pisaran el rabo, o algo peor, para que emitiese un pequeño maullido. Pero ahora soltaba alucinantes gemidos sin motivo aparente, que sólo cesaban cuando yo la cogía en brazos y la 49

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besaba y le hablaba. Llegó a odiar la soledad, uno de los grandes placeres de los gatos jóvenes y sanos. Al llegar a casa, del despacho, me perseguía por todas partes del modo más indigno, como hacen los perros, implorando cariño. Ya había sido capaz, en tiempos no muy lejanos, de vivir con un lagarto. (Un día –entonces yo vivía con Berta Bronstein– estaba en la playa, en la acera, frente a la playa de Leblon, cuando vi a un tipo con un lagarto grande, de más de un metro, negro con manchas amarillas brillando al sol, amarrado del cuello por un cordón de naylon. Fue un amor a primera vista. Le pregunté qué solía comer el lagarto. «Huevos», respondió el tipo que sujetaba al animal, «hoy ya se comió ocho, antes de venir a pasear». El lagarto enseñó la lengua, rápidamente, como si le hubieran quedado restos del gusto de huevos en la boca. «Y pensar que hay gente que mata a un animal de éstos para hacer una correa de reloj», dije. «Éste no», respondió el hombre con cierto orgullo en la voz. «Éste es grande, da para un par de zapatos y una cartera. Además de la correa». Me incliné y acaricié al animal; su piel era como un ropaje ancho, y su cuerpo por dentro parecía estar hecho de un único y durísimo hueso. «Dos mil cruzeiros», dijo el hombre. Me llevé el lagarto a casa. Berta, al ver al animal, dijo solamente «no es posible» [más tarde añadió «además tiene órgano copulador doble y reversible y hendidura cloacal transversal». ¡Ah, las mujeres!] pero Elizabeth se detuvo, en medio del salón, tumbada sobre sus cuatro patas frente al lagarto, como hacen los gatos cuando están al mismo tiempo divirtiéndose y descansando, pero respetuosamente. Diamante Negro [así le pusimos de nombre al lagarto] no era un ratón, sino un fascinante y alegre misterio. Más de un mes los dos, gato y lagarto, jugaron y comieron huevos juntos hasta que Diamante Negro [«o él o yo», dijo Berta], fue enviado a la finca de un amigo). (Ah, las mujeres). «Te estás poniendo vieja», dije. Elizabeth no me respondió, y para demostrarme que no estaba tan vieja, dio un salto ágil, colocándose peligrosamente en el alféizar de la ventana. 50

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Ya había cambiado la arena de la bandeja. Corté en trozos tres sardinas frescas, ya limpias, y las puse en el plato lavado de Elizabeth; después cogí un libro para leerlo. Me gustaba quedarme leyendo en la cama, por las mañanas, antes de ir al despacho. Aquel día, hojeaba uno de los libros de mi infancia, en el que se hablaba del valor como la mayor de todas las virtudes, el valor romántico de héroes individualistas, no el valor cívico hegeliano, sino el valor irracional, muchas veces injusto, violento pero nunca inescrupuloso, de mis sueños de adolescente. Valor no es lo mismo que falta de miedo. Intenté recordar dónde había leído aquello. Había ya varios libros abiertos en el suelo. Me gustaban los libros pero no admiraba a los escritores, como tampoco admiraba a los viticultores o a los fabricantes de tabacos. Un famoso y consagrado novelista había sido cliente mío. El teléfono sonó. Era Wexler. «Estuvo aquí ese tal Gilberto, el marido de Carlota. Quería hablar contigo». «El tipo vino temprano. ¿Dejó algún recado?». «Parece asustado. Dijo que sabe dónde está Cila. No te demores». «En cuanto acabe de leer El Protocolo de los Sabios de Sión. A ver si me curo la resaca». «No me sorprendería que fuera verdad», dijo Wexler, de mal humor.

Tras nuestro encuentro, Gilberto se había ido a São Paulo, donde estuvo un par de días haciendo trabajitos menores. Se quedaba de pie junto al Viaducto del Chá sujetando un cartel de publicidad. «¿Qué estaba escrito en el cartel?». «No sé». «Buena manera de esconderse de la policía», dijo Wexler. «¿Ha podido usted arreglar algo?». 51

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«Necesitamos un poder firmado». Mientras Sonia escribía a máquina el poder, Gilberto contó su historia. Al volver a Rio consiguió un trabajo de empleado en un edificio residencial de Ipanema. Por las noches, dormía en la caseta del motor del ascensor. Al principio era molesto, los ricos no tienen hora para entrar y salir, y el ascensor no paraba en toda la noche, un ruido constante. Pero terminó por acostumbrarse. Un día que estaba libre, al pasar por una calle de Ipanema vio a Cila en una tienda de ropas femeninas. Se había asomado a la vidriera para recoger un artículo. Gilberto llegó hasta la puerta de la tienda para hablar con ella, pero le dio miedo de que Cila avisara a la policía. «Es muy ordinaria». «¿Qué ibas a decirle?». «Crucé la calle y me quedé al otro lado. Quería ver si era ella realmente». Cila no apareció más. Gilberto esperó algún tiempo y se fue. Cuando hubo garabateado su nombre en el poder, le di algún dinero y le dije que se quedase en el trabajo y que enseñase la cara lo menos posible.

La tienda donde había visto a Cila estaba en la calle Vinicius de Moraes, en una zona llena de boutiques de lujo. Pintado en la puerta de cristal, en letras doradas, el nombre, Messina. «Buenos días», dije al entrar a la tienda. Intenté poner cara de ingenuo, sonriendo amablemente. La tienda estaba abarrotada de artículos que los habitantes de la zona sur consideraban de «buen gusto», ropas con etiquetas extranjeras, objetos de cristal y bronce, bolsos y zapatos. Había en la tienda dos mujeres, jóvenes, rigurosamente a la moda. Conversaban. «Busco un vestido para mi mujer». «¿Sabe usted cuál es su talla?». «¿Talla?». «Sí, el tamaño». 52

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«Es un poco gordita». Las dos mujeres cruzaron una mirada rápida. Las gorditas no solían comprar en Messina. «La talla más grande que tenemos es la cuarenta y cuatro». «Creo que Ésa es la suya. Cuarenta y cuatro u ochenta y ocho». Las dos rieron. «Voy por unos modelos para que usted los vea». Me quedé solo con una de las dependientas. «¿La dueña de la tienda se llama Messina?». «Messina no se llama nadie. No es el nombre de nada. Algo así como bleblanruge, mesbla, fanta». «¿No es una flor?». «Nada». «¿Así que no existe una dueña Messina?». «La dueña se llama Laura. Laura Lins». La dependienta trajo los modelos. Tras mirar y revolver las ropas le dije que sería mejor volver en otra ocasión, con mi mujer, para que ella misma escogiese. Mientras conversaba con la muchacha, tenía la sensación de que había algo importante que no conseguía identificar, dejando que se escapara de mi mente, algo despertado por la relación mitológica Cila-Messina.

Al llegar a casa, llamé a Wexler. «¿Se está escondiendo y le ha puesto a la tienda el nombre de Messina?». «A lo mejor otra persona le ha sugerido el nombre», dijo Wexler. «Además no te olvides de que se cambió de identidad. Laura Lins, ¿no es eso?». «Creo que sí». Conversamos un rato más. Lo invité a comer, pero tenía un compromiso. Siempre viví rodeado de mujeres. Al conocer a Berta Bronstein mantenía relaciones íntimas con varias mujeres: dos 53

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(¿o serían tres?) eran casadas y las veía con menos frecuencia que a las solteras. Todos los días me iba a la cama con una de ellas. Pero a partir de Berta mi gineco-manía comenzó a disminuir, singularizándose finalmente en la persona de Ada. Ahora, al arreglar los libros de mi estantería y descubrir un montón de libros de Berta –Millet, Friedan, Green, Dworkin, Steiner, Horter, Rich, autores que me había obligado a leer– sentí la falta de una compañía femenina permanente. Ada y yo habíamos decidido no vivir juntos. Aquél era el día en que limpiaba su apartamento y se acostaba temprano. Coloqué a Elizabeth en mi regazo, pero mis preocupaciones etológicas, en aquel momento, eran mínimas. Elizabeth emitía varias veces un maullido diferente, cuyo significado, en otras circunstancias, yo hubiera intentado descubrir. Pero la puse en el suelo y llegué incluso a irritarme con ella y conmigo, porque me seguía continuamente refregándose en mis piernas, dándome pequeños mordiscos cariñosos en el calcañar. Pensé en las piernas gruesas y musculosas de Ada, en el contorno posterior de su cuerpo. Me bañé e intenté leer. «Un día de otoño, oscuro, silencioso, sombrío. Nubes bajas y opresivas». Dejé el libro. Un epígrafe: «A quien le resta apenas un momento de vida no le queda nada que disimular». Llamé a Raúl. «¿Qué estás haciendo?». «¿Por qué?». «Ven a mi casa. Te dejaré que me cuentes tus viejos chistes». Raúl llegó con una botella de Periquita bajo el brazo. «Hay lugares en Brasil en los que Periquita significa chocha. Por eso compré este vino para que bebamos». «J. M. da Fonseca es un buen vino portugués». «Estos gallegos inventan cada nombre», dijo Raúl. «¿Conoces aquel chiste del portugués que fue al médico y se sacó la picha para que se la examinaran?». Abrimos el Periquita. 54

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Ciertos vinos se pueden beber a grandes sorbos, fuera de las comidas, como un refresco embriagador. Éste, sin embargo, hubiese ido mejor con panza guisada al estilo de Oporto. Bebimos el vino chascando con la lengua y emitiendo otros sonidos no vocales. «¿Encontraste la cinta?», le pregunté. «No», dijo Raúl. Cogí del refrigerador una botella de Acácio helado. Raúl me miró con una cara que me pareció de cariño. Comenzaba a estar borracho, lo que lo ponía alegre y generoso. Yo, cuando bebía, me ponía melancólico y agresivo. «Te voy a contar un secreto», dijo Raúl. «El tipo trazó una P en el rostro de las mujeres. Un corte fino y limpio, una línea continua». «Fui yo el que ahorcó a las mujeres y trazó una P en sus frentes». «No fueron ahorcadas, fueron estranguladas. El ahorcamiento es una constricción mecánica del cuello que se hace con una cuerda, el estrangulamiento se hace con las manos. Y la P no fue hecha en la frente, sino en la mejilla». «En la mejilla». Comenzamos a reír de la palabra mejilla, fuertes carcajadas que cesaron de pronto. «¿Qué vino es el que bebemos?». «Ya te dije que se llama Acácio». «Estoy muerto de sueño». Cuando Raúl salió encendí un Habano Medio. Una cinta de video. Podría haber cualquier cosa en una cinta de video.

Me desperté con Josefina rompiendo platos en la cocina. Era una mujer joven, fuerte, casada con un tipo crónicamente desempleado, un hombre celoso que se quedaba en casa arreglando las cosas y viendo la televisión y que, por celos, de vez en cuando la golpeaba. Me gustaría decirle a la criada que se 55

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pusiese una dentadura a mi cuenta, pero temía que eso fuera a perturbar su felicidad conyugal. Cogí el teléfono. «¿Está el señor Mitry?». «¿Quién quiere hablar con él?». «El doctor Mandrake». «¿Doctor... qué?». «Mandrake». «Un momento, por favor. Sonido de cajita de música». «El señor Mitry no está». «¿Puede anotar un recado?». «Sí, dígame». «Dígale al señor Mitry que la policía tiene la cinta de video». «¿Cómo?». «Lo voy a dictar. La policía tiene la cinta de video». «La policía tiene la cinta de video». «Eso es. Muchas gracias».

En el despacho, al saber lo de la llamada telefónica, Wexler me preguntó qué resultado esperaba de aquello. «No sé. Él dice que corre peligro, pero no tiene enemigos. A ver si canta algo». «Berta Bronstein llamó». «¿Preguntó por mí?». «No, por mí. Está disputando el campeonato brasileño de ajedrez femenino. ¿Lo sabías?». Sí. Y había decidido que asistiría a la partida de aquel día. Además de jugar al ajedrez, a Berta y a mí, cuando vivíamos juntos, nos gustaba ir al cine. La última vez, antes de que rompiésemos, habíamos ido a ver una vieja película de Vincent Price, La caída de la Casa de Usher, con la esperanza, tal vez, de que el dúo Price-Poe salvara nuestra relación. Berta era una mujer pálida, delgada, alta, de ojos azules y cabellos negros. Al salir del cine, en casa, intentó hacer su imitación de Vincent 56

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Price, modulando la voz y abriendo mucho sus grandes y expresivos ojos, pero no lo consiguió, se sentía muy infeliz.

La partida principal, entre Berta que jugaba con las negras, y su oponente, una mujer delgada, menuda, de espejuelos sin montura, se celebraba en un salón repleto de público. Berta jugaba con la concentración que tantas veces me había dejado exasperado, durante el tiempo en que yo jugaba un ajedrez temerario e imprudente, pero sin jamás arriesgar la dama. Era lo que Berta estaba haciendo en aquel momento, perder la dama, aparentemente distraída, haciendo a su adversaria temblar de emoción al mover su pieza. Pero era la trampa de Würtzberg. Presencié el triunfo de Berta y luego me aproximé, apartando con el cuerpo a algunos admiradores más entusiasmados. «Felicidades». Me sonrió, sorprendida, luchando contra la alegría que sentía al verme. Había sufrido mucho y creía que era necesario un desquite. «Te desafío a una partida», dije. «Me quedo con las negras, te doy dos peones de ventaja y juego con la mano derecha amarrada detrás de la espalda». «No tienes gracia, ¿lo sabías?». «Vamos a tomar un café», dije. «¿Qué es lo que te pasa? Delgado y verde». «Cansancio». De pronto me sentí desanimado. «La bebida», dijo Berta. «Ahora bebo menos. Aún tengo el unicornio que me diste». Me abrí la camisa y le enseñé el dije de oro. Berta fingió desinterés. Tomamos el café en silencio. «¿Muchas novias?». «No, nada de eso». «¿Cómo es posible? ¿El gran fornicador abandonado por las mujeres?». 57

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«Es la pura verdad». «Gracias por el café. Adiós». Pedí otro café. Echaré a la basura sus cartas, pensé. Una de ellas tenía más de veinte páginas y cada párrafo empezaba así: te quiero. Sus manos estaban frías cuando nos acostamos por primera vez. Y en la cama Berta comenzó a hablar bajito como una niña mimada asustada. Había sido educada con rigor, como una idische meidale.

Mitry llegó al despacho un poco antes de la hora que habíamos convenido por teléfono. Me di cuenta en seguida de que estaba nervioso. «¿Entonces la policía tiene la cinta?». «Sí», dije. «La necesito. Inmediatamente». «Estamos actuando». «La quiero ya, ahora mismo, ¿me oye? Para eso le pago». Su voz era aguda y desagradable. «Aún no me ha pagado nada». Mitry metió la mano en el bolsillo y sacó un talonario de cheques. «¿Cuánto es?, a ver, dígalo. Estoy perdiendo la paciencia». «Tengo dudas». «¿Tiene dudas?» Voz en sostenido. «Estoy dudando entre mandarlo a la mierda o mandarlo a que se meta el talonario por el culo». Me miró sorprendido. Se guardó el talonario en el bolsillo. «Por favor, procure entender mi situación. Soy de una familia importante. Cuando mi abuela, doña Laurinda Lima Prado, murió, a principios de año, debería usted haber visto el cementerio». «Cuéntemelo». «¿El qué?». «Cómo estaba el cementerio». 58

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«¡Ah! Bueno, allí estaban las personas más importantes del Gobierno, del empresariado, de la intelectualidad. Y las ramas destacadas de la familia –la paulista, la carioca, la francesa...–». «La hemofílica». «También». Mitry sonrió. No quería pelearse conmigo. Quería la cinta. Volvió a su estudiada actitud de enfado. «Mi padre era un conde francés. Murió ahogado en Angra. La abuela Laurinda fue musa y patrocinadora de la Semana del 22. Una mujer extraordinaria». «El tipo que mató a las mujeres escribió una P en sus mejillas». «¿Escribió una P? ¿Por qué no una doble uve?». Otra sonrisa. «Escribió una P. Tal vez con el mismo significado». «No lo quiero presionar, pero me gustaría saber algo sobre la cinta de video. Con dinero todo se consigue en este país, ¿no es verdad?». «No siempre». «Espero que este caso no sea una excepción». «¿De verdad no sabe lo que hay en la cinta?». «No lo sé. Realmente no lo sé. Pertenece a otra persona. Ya se lo he dicho. Por eso necesito recuperarla. Para devolvérsela. Y no regatee. Pague lo que pidan, sea lo que sea. Además, no debe ser mucho. Los que se venden, se venden por poco, tengo experiencia». «No siempre». Me miró desconfiado. «¿Ya tiene la cinta?». Esta pregunta era muy importante, como supe luego, mucho más tarde. «No». «No tiene interés para usted». Su voz era tensa. Masticó más de prisa. Pequeñas gotas de sudor aparecieron en su frente. «No la tengo. En cuanto la tenga, lo llamo».

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Después que le conté mi entrevista con Mitry, mi socio inició una serie de investigaciones misteriosas en el Tribunal. Al final me dijo de qué se trataba. «Vi el inventario de doña Laurinda Lima Prado. En el Juzgado número 2». «No somos detectives», dije, pero a Wexler no le importó la broma. «La vieja no tenía ni un centavo. ¿Qué te parece? Nunca tuvo nada. Su padre, el consejero Barros Lima, sólo le dejó deudas». «Eres un genio. Pero, ¿y qué?». «Doña Laurinda se casó con un millonario paulista llamado Priscilio Prado. El tipo quebró y se pegó un tiro en la cabeza». Encendí un Habano Supremo. Wexler hizo algunos cuadraditos en una hoja de papel. «Aquí tenemos a Barros Lima, casado con doña Vicentina. Tuvieron dos hijas. Laurinda y Maria do Socorro. Las casas de doña Laurinda eran los salones más elegantes de Rio y São Paulo. No había escritor, músico, pintor, político famoso, gran industrial o hacendado que no frecuentase, o desease frecuentar, la casa de doña Laurinda, la gran patrocinadora que subvencionó el montaje de las óperas de Carlos Gomes, financió revistas literarias, movimientos de vanguardia. Ayudó a traer a Brasil a Serge Lifar, al Ballet Ruso y al maestro Toscanini». «¿Quién te contó todo eso?». «Doña Miloca. ¿Te acuerdas de doña Miloca?». «No». «Un día la ciudad de São Paulo, horrorizada, supo que Priscilio Prado se había pegado un tiro en la cabeza. Dicen que doña Laurinda se llevaba a sus protegidos a la cama mientras el marido jugaba al póker en el Automóvil Club. Tuvieron tres hijos». Dibujó tres cuadraditos más en el papel. «Éste de aquí es Fernando Lima Prado, que se casó con una señora cuyo nombre no apunté. Ésta es Maria Augusta Lima Prado, que se casó con un conde, o tal vez falso conde francés, llamado Bernard 60

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Mitry, que pensaba que ella era rica». Dos cuadraditos más. «Fernando y su mujer tuvieron un solo hijo. Thales Lima Prado, primo de Mitry, nuestro Mitry, hijo de Maria Augusta y Bernard». «Fin de la novela». «No. La parte mejor viene ahora. El padre de Roberto Mitry, el falso conde, abandonó a la mujer y al hijo pequeño y regresó a Francia. Fernando, padre de Thales, se mató. O sea, que el padre y el abuelo hicieron la misma cosa». «¿A dónde quieres llegar con toda esa historia?». «A decirte que Mitry no heredó el dinero que tiene. Pretende hacer creer a la gente que nació rico. ¿Por qué? Las personas prefieren enorgullecerse de lo contrario. De pronto se hizo una luz en mi mente. Tengo una teoría sobre todo eso. Mitry estranguló a las mujeres. Cila se escapó, pero lo sabe todo». «¿Y por qué Mitry nos buscó mostrándonos su juego?». «Quiere la cinta de video. Sabe que conocemos a los de Homicidios y que será fácil comprar el material y borrar su nombre del mapa». «¿Qué habrá en la cinta?». «No lo sé». «¿Y por qué estranguló a Carlota?». «Él no sabe dónde está Cila. Por eso aún no ha acabado con ella. Las dos eran amigas. Hay un nexo en esto, que hay que descubrir». Me quedé un rato fumando, pensando en las palabras de Wexler. Algo no encajaba bien, pero no sabía lo que era. Pero no costaba nada seguir la intuición de mi socio. Un buen abogado, decía Wexler, tiene que tener buena cabeza y buenas piernas.

Cogimos un taxi en Cinelandia y bajamos en la Vinicius de Moraes, esquina con Visconde de Pirajá. 61

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Sólo había una dependienta en la tienda. «Buenas tardes. ¿Se acuerda de mí?». La muchacha puso cara de duda. Con un gesto, dije: «Éste es el doctor Vrosmer, mi colega de la Secretaría de Hacienda. Venimos a examinar los libros». «¿Libros?». La burocracia no era asunto suyo. «Eso mismo, los libros». «La dueña no está». «¿A qué hora viene a trabajar?». «No lo sé. Hace tres días que no aparece». Conseguí sólo otra información más: doña Laura vivía en algún lugar de la calle General Urquiza, en Leblon. «¿Cómo has dicho que me llamaba?», dijo Wexler ya en la calle. «Vrosmer, Grosmer, Krosmer, un nombre difícil de aprender y comprobar. Cila, desde su cueva en el estrecho de Messina, no podrá descubrir si somos o no de Hacienda, Dr. Prosmer». En casa llamé a Felipão, un detective particular que vivía en el Barrio de Fátima. «Su nombre es Cila Oswalda, fue prostituta, falsa masajista, ahora es dueña de la boutique Messina en la Vinicius de Moraes. Utiliza el nombre de Laura. Se decoloró el pelo, vive en la calle General Urquiza, en el Leblon. Quiero que me averigües su dirección». «No hay problema», dijo Felipão.

Yo miraba la Plaza Floriano desde la ventana del despacho cuando llamó Felipão. Era temprano todavía y los frecuentadores de la plaza no habían salido de sus madrigueras: los niños vendedores de maní, los limpiabotas, los atracadores, el tipo que comía trozos de vidrio, el acróbata negro desdentado y el viejo mago vestido de negro. «Encontré a la mujer. General Urquiza, 42. En la manzana misma de la playa. Penthouse. Edificio nuevo. Laura Lins. No 62

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estaba en casa. El portero cree que está de viaje, pero la criada dice que estuvo libre el sábado por la tarde y la patrona no habló de ningún viaje. La zona de servicio del apartamento está separada de la social por una puerta. Esta puerta está cerrada y doña Laura, cuando viaja, suele dejarla siempre abierta, para que la criada le dé comida a los peces. La pecera está en la sala. El panorama es ése. ¿Alguna cosa más?». «¿Cómo se llama la criada?». «Maria de Fátima. Fafá. Es de Paraíba. Le he dicho que estaba trabajando para un abogado y di tu nombre». «Muy bien, Felipão. Envíame la factura». Cogí un taxi en Cinelandia, me aflojé el lazo de la corbata, encendí un Habano Medio. Laura Lins –se había inventado un nombre musical–. Imaginé cómo sería, piel suave sobre una carne dura y templada y sentí un principio de erección. Peor que una enfermedad. El portero del edificio de la General Urquiza, detrás de la puerta de vidrio irrompible, cogió un teléfono y me hizo señas para que cogiera el que estaba fuera y preguntó con cuál de los vecinos quería hablar. A través del vidrio vi un sofá con dos sillones, un enorme tapiz de colores en la pared y una mesa con una centralita interna. «Doña Laura Lins». «Está de viaje». «Entonces me gustaría hablar con su criada. Soy abogado». «Un momento». El portero cortó la comunicación. Apretó algunos botones en el aparato que tenía delante y habló por el teléfono. Volvió a comunicar y me dijo que esperara en la puerta de servicio, al lado, cerca de la entrada del garaje. En la entrada del garaje había otro portero, tan mal encarado como el primero. «Ya viene», dijo el tipo. La puerta del garaje se abrió verticalmente, girando sobre un eje para dejar pasar una limusina; en el asiento de atrás un hombre de mediana edad leía un periódico. Un vigilante, dentro, me encaró, desconfiado, mientras accionaba el botón que cerraba la puerta. Poco des63

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pués Fafá apareció, saliendo por una puertecita ubicada en la propia puerta del garaje. Era baja, morena, joven y parecía preocupada. «¿Usted quiere hablar conmigo?». «No sé si mi ayudante le ha dicho algo, pero los inspectores del Gobierno han puesto una multa a la tienda de doña Laura y tengo que hablar con ella para saber qué hacer. Se trata de una multa grande, ¿lo entiende?». Fafá, que no entendió nada, asintió con la cabeza: «¿Sabe dónde está?». «No, no tengo idea. Estoy muy preocupada, los pececitos ya deben de haber muerto». Miró hacia los lados, bajó la voz. «Esta noche tuve un sueño». «¿Un sueño?». «Por la noche doña Laura cierra la puerta, pero en cuanto despierta me deja entrar. Cuando viaja, siempre me avisa, deja una lista de cosas para hacer, dar la comida a los peces, echar agua a las plantas, abrir las ventanas para que las plantas respiren, cerrar bien las puertas, no hablar con extraños». Se calló al decir eso. «No soy un extraño. Soy su abogado. ¿Qué sueño fue?», pregunté amable. «Soñé que doña Laura estaba muerta en su habitación. Tonterías». «No lo sé. Hay muchos sueños que son verdaderos. Tal vez fuera mejor que hablásemos con un amigo o amiga de ella». «No tiene amigos. Ni parientes ni amigos, está sola en el mundo». «Bueno, vuelva al apartamento. Creo que tengo que ir a la policía. ¿Me ha entendido?». Dejé a la muchacha asustada y llamé a Wexler desde un teléfono público próximo al Marina Hotel, en la calle Bartolomé Mitre. El comisario del distrito del Leblon era un tal Licurgo, que había estudiado en la Facultad con Wexler. «Localiza a Licurgo y dile que voy a verlo ahora mismo», le pedí a Wexler. 64

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La Comisaría quedaba en la calle Afranio de Melo Franco, y fui caminando hasta allí. Licurgo ya me esperaba. Wexler era muy respetado por policías, notarios, funcionarios y jueces. «¿Por qué crees que tu cliente está muerta?». «Tiene peces en una pecera, no los dejaría morir de hambre». «¿Y crees que es motivo suficiente para que forcemos la puerta de su apartamento?». «Sí». «Un policía es una mezcla de científico, psicólogo y artista», dijo Licurgo, lanzando hacia mí una larga mirada que significaba no intentes engañarme, soy todo eso. Todo. Todo. «Lo creo», dije, escondiendo mi irritación. El único policía con el que yo discutía era Raúl. Un tipo, para ser policía, tenía que ser un poco, si no mucho, loco. Tampoco discutía con dentistas y funcionarios públicos detrás de las ventanillas, por otros motivos. «Has venido aquí con una sospecha, y ¿qué es una sospecha?». «Una premonición artística», dije. «No te estás burlando de mí, ¿verdad?», preguntó Licurgo, después de una pausa. «Sería un error». «Claro. Como sería un error que no derribásemos ahora mismo esa puerta». Licurgo me miró de nuevo. Se levantó inesperadamente. «Vamos allá».

Nos acompañó un detective, provisto de tenazas, junto con el ahora atento portero, hasta la puerta principal del apartamento de Laura Lins. «Pan comido». El detective aplicó las mandíbulas de las tenazas en el cilindro de la cerradura, arrancándolo. «Ahora basta tirar de la lengüeta y ya está. Se gastan un montón de dinero en estos apartamentos y les ponen una cerradura de mierda. Luego se asustan cuando los ladrones entran». «Espéranos abajo», ordenó Licurgo al portero. 65

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Cruzamos la puerta, entramos en un vestíbulo. Un punto de luz, en el techo, iluminaba un cuadro delante de la puerta. Sentí un leve hedor, como si fuera la parte superficial de una fragancia más espesa y envolvente. La luz del día penetraba en el salón, filtrada por los vidrios ahumados de las ventanas de aluminio. El salón había sido diseñado por un decorador profesional. Muebles, cuadros, luces, tapices, creaban un ambiente de lujo moderno que pronto quedaría anticuado cuando surgiese la nueva moda. «Pasatiempo de arribistas en país subdesarrollado», dije. «¿Qué?», preguntó Licurgo en voz baja. «Decoración», le contesté al oído. En una pecera de cerca de dos metros de ancho, pececitos de colores flotaban muertos; un pez negro con listas plateadas, mayor que los demás, el único vivo, nadaba alegre detrás del cristal. La pecera estaba próxima a la ventana del salón en forma de L. Una puerta abierta mostraba una despensa de paredes cubiertas de azulejos de colores; cruzamos la otra puerta hacia una salita íntima, donde había un sofá, dos sillones, un enorme televisor encendido, pero sin sonido, y una mesita con revistas –Amiga, Status, Pato Donald–. La salita daba a un baño, un dormitorio y un pasillo. El dormitorio tenía solamente una cama de matrimonio y no parecía usado habitualmente. Licurgo y el detective caminaban por el salón con cuidado, como si hubiera en el suelo indicios delicados que pudiesen ser destruidos por sus pies. Inconscientemente adopté la misma manera de caminar. Licurgo y el detective cruzaban miradas, en silencio. De la salita pasamos a un pasillo de paredes cubiertas de reproducciones de pintura erótica japonesa, al fondo del cual había una puerta de otro dormitorio. El hedor se había convertido ahora en insoportable y en seguida vimos la causa. El cuerpo hinchado de una mujer estaba tirado sobre la cama; su rostro entumecido parecía el de una muñeca grotesca, con la lengua fuera, haciendo una mueca. Durante un rato nos quedamos contemplando el cadáver. La cama estaba desarreglada. La lámpara de una de las mesitas de noche había caído al suelo. Las puertas de un 66

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gran armario empotrado, que ocupaba toda la pared, estaban abiertas. Se veía una profusión de ropas, zapatos, cinturones, bolsos, pañuelos ordenados en perchas y en compartimientos, en una combinación viva de colores y formas. De dentro del armario brotaba un suave olor a ropas finas, cueros, a cosas nuevas y limpias en contraste con el hedor nauseabundo que procedía de la cama. «Tendría que vivir muchos años para poder usar toda esa ropa», dijo el detective. «Mi mujer, si viera este armario, se moriría de envidia». Me entraron ganas de vomitar. «No toquen nada», dijo Licurgo, «quiero una investigación muy bien hecha». Me cogió del brazo y salimos de la habitación, seguidos por el detective, a quien el comisario mandó que llamara desde la portería a los peritos, ya que podía haber huellas dactilares en el teléfono del apartamento. En el salón me senté con Licurgo en un sofá. «No me estás ocultando nada, ¿verdad?», preguntó el comisario. «¿Puedo coger una olla de la cocina?», pregunté. «¿Para qué diablos quieres una olla?». «Para sacar los peces muertos de la pecera». «No, no puedes tocar nada». «Oye, Licurgo, fui yo quien descubrió el crimen». «¿Y qué pasa? Sólo me has creado problemas». «¿Ves ese pez negro? Resistió mucho tiempo y tal vez sólo aguante unos minutos más. Me gustaría quitar los peces muertos y darle un poco de comida». «Los peces muertos se quedan donde están. Voy a mandar que los examinen». «No han sido asesinados». «Empiezas a molestarme». «Sólo quiero salvar al pez». Licurgo encontró en la cocina el recipiente con el rótulo Hipromin –Staple Flake Food for Tropical Fish–, y él mismo esparció sobre la superficie del agua de la pecera el polvo finamente granulado que había en él. El pez lo devoró con embestidas cortas y ávidos bocados. 67

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«Una mujer muerta y nosotros preocupados por una mierda de pez. Además de que, encima, los peces traen mala suerte». Licurgo miró la olla llena de peces muertos. «Todo trae mala suerte», dije. «Vámonos de aquí, no aguanto ese olor». En la portería, Licurgo interrogó al portero. «¿Recibía visitas doña Laura?». «Sólo a dos personas. Una muchacha y un señor. A veces pasaban semanas sin aparecer». «¿Venían juntos?». «Que yo recuerde, no». El portero no consiguió describir a los visitantes. El señor no era ni viejo ni joven, estatura mediana. ¿Delgado? Ni delgado ni gordo. «¿Y la muchacha?». La muchacha era lo mismo. Ni eso ni aquello. «La gente no sabe observar», dijo Licurgo sin importarle el portero, que oía lo que él decía, «no ven el mundo a su alrededor, son verdaderos zombis. No existen dos personas iguales, ni existen dos narices iguales en el mundo, pero, ¿crees que los testigos lo perciben? Es duro ser policía». Los peritos tardaron en llegar. El portero subió con ellos y Licurgo. Al salir me encontré con la puerta de vidrio cerrada. Mi primera reacción fue pulsar con impaciencia el botón del ascensor. Luego examiné el lugar donde estaba. Detrás de la pared de mármol había una serie de buzones con los números de los apartamentos. En el buzón C-01 había una carta que me metí en el bolsillo. Cuando el portero volvió, dije: «Me ha dejado encerrado aquí». «Perdón», dijo secamente, «sólo me di cuenta cuando llegué arriba». Al llegar a la oficina me encerré con Wexler en su despacho y abrí la carta.

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«laura, amor mío. No creo que nuestras relaciones se estén enfriando como dijiste. Esta semana fue terrible, tienes que comprenderlo. Bebel se enfermó y cuando eso ocurre se pega a mí, no me permite ir a ninguna parte, y su padre, ya sabes que es un inútil, sólo piensa en dos cosas, la política y el dinero. Te quiero, te quiero como el primer día, con la misma devoción. Echo de menos tu cuerpo, deseo besarte, deseo oír tu voz, deseo saber cómo va la tienda, deseo quedarme cerca de ti, me gustaría hacerte aquel plato de camarones que te gusta, me gustaría acostarme a tu lado, muy cerquita y decirte al oído que te quiero. Tu teléfono está estropeado otra vez. Te llamé ayer y hoy el día entero y nadie contestó. Tan pronto como Bebel se ponga bien iré a verte y te haré todas las caricias del mundo. Podemos ir a bailar al L., ¿qué te parece? Tu Rosita». Detrás, en el sobre, el nombre y la dirección: Rosa Leitão, Avenida Sernambetiba. Wexler escuchó la lectura sin decir una palabra. Luego: «El bisexualismo de las prostitutas. La carta fue echada al correo en la Barra de Tijuca. La letra es la de una persona con algunos estudios. El estilo es del género idiota dulzón de los enamorados». 69

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Me acordé de mi primera novia, vecina del sobrado4 en que yo vivía, en la calle Evaristo da Veiga, casi esquina a Trece de Mayo –desde el balcón les escupía en la cabeza a los que iban con trajes nuevos al Teatro Municipal–: una niña alta, morena, de abundantes cabellos que cubrían su cabeza como una pirámide de hilos crespos de lianas negras que bajaban hasta sus hombros dándole el aspecto de un bello árbol frondoso. Teníamos trece años. Pasaba las noches despierto pensando en ella. Comencé pronto a amar a las mujeres. «¿Quieres que hable con Raúl sobre esa Rosa?». «Háblale. Tengo que ir a prestar declaración». Licurgo no estaba. Un funcionario tomó mi declaración. «Que el declarante había sido requerido por Oswalda de Souza, que decía llamarse Laura Lins, para promover una acción judicial relacionada con las actividades comerciales de la víctima, que dijo haber sido multada indebidamente por inspectores de la Hacienda estadual; que el declarante, sin embargo, no había encontrado el registro de ninguna acción ejecutiva fiscal en contra de su cliente; que al llegar a la residencia de su cliente, con quien había quedado citado, sospechó que alguna anormalidad había ocurrido, poniéndose en contacto con la policía; que en compañía del comisario Licurgo y de un detective cuyo nombre no recuerda, entró en el apartamento de la víctima encontrándola muerta; que no tiene conocimiento de otra información que pueda ayudar a elucidar el hecho; y nada más dijo ni le fue preguntado».

Al final del día Wexler me invitó a comer. «Va a haber un baile aquí enfrente, en la plaza».

4.- Sobrado: construcción de dos pisos (la planta baja y el piso superior), de influencia portuguesa, que predominó en las ciudades coloniales brasileñas. Rio de Janeiro conserva aún algunos sobrados en el centro (N.T.).

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«Mi carné ya está completo. Y además, no bailo con abogados calvos». Fuimos a cenar en el Cosmopolita, en la calle Vizconde de Maranguape esquina con Travessa do Mosqueira. Pedimos una botella de Terras Altas, antes incluso de saber lo que íbamos a cenar. «Tengo demasiado trabajo», dijo Wexler. «Esta semana han entrado cuatro clientes nuevos y ni te has enterado. ¿Crees que es justo?». «No». «Pareces un obstinado, un loco, sólo piensas en el caso de las masajistas. ¿O será alguna mujer? ¿Lilibeth?». Nos quedamos callados. El vino comenzó a hacer efecto. «Bueno. Haz lo que quieras», dijo Wexler. Una pareja entró en el restaurante y la mujer se sentó frente a mí. Se acarició la nuca y apartó los cabellos en un ademán sensual, liberando el calor que irradiaba de su cuerpo. Era una mujer bonita, pero en seguida perdí el interés por ella.

No eran aún las ocho de la mañana y Raúl, sin el menor cumplido –había sido recibido por Josefina–, se sentó en el borde de la cama donde yo leía, acostado. «No confío en los que tienen perros. ¿No ves cómo tratan a sus animales sumisos y bobalicones, dándoles órdenes y enseñándoles trucos sádicos? Dan ganas de vomitar». «¿Y has venido a mi casa y te sientas en mi cama para exponerme esa catilinaria anticanina?». «No. Rosa ha desaparecido». «¿Quién es Rosa?». «La novia de Laura Lins. Después de la llamada de Wexler me puse en acción. Desapareció hace varios días. El caso está siendo investigado sigilosamente por la policía. Dejó en casa todas sus joyas, a excepción del Cartier de oro macizo que nunca se quita de la muñeca. Su Mercedes deportivo está en el garaje. La secretaría está tratando el asunto de este modo: el 71

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director general lleva las investigaciones con su propia gente. Me llamaron para saber qué había ido yo a hacer en el apartamento del doctor Leitão». «¿Estuviste allí?». «Sí. En la Avenida Sernambetiba. Él, el marido, no me recibió, pero llamó al secretario de Seguridad, que es amigo suyo. He dicho en el Gabinete que había posibilidad de que la desaparición de Rosa pudiera estar relacionada con el asesinato de Cila. Ellos, los del Gabinete, me dijeron que no me metiera en el asunto, mientras tanto, pero ése mientras tanto parece ser siempre. Me quitaron de en medio. Pero conmigo se joden. ¿Te acuerdas de la carta que robaste? ¿Vamos a bailar al L.? ¿Sabes lo que es el L.?». «Anda, di», dije, levantándome para lavarme los dientes en el baño. Raúl vino tras de mí. «Cuando un brasileño mea, todos mean», dijo Raúl. Él y yo orinamos simultáneamente, evitando cada uno mirar el pene del otro. «L. de Lesbos, la boîte de las tortilleras». «¿Comprobaste si Mitry es el hombre que frecuentaba el apartamento de Cila?». «No lo es. Le enseñé al portero su foto y él me garantizó que no. Otra cosa: Mitry tiene preparado un viaje a Europa y a los Estados Unidos. Tenemos a una confidente en la Mitry Participaciones y Realizaciones. Pero volviendo a lo de la boîte Lesbos: tienes que venir conmigo. ¿Te la imaginas tapizada de rojo, con espejos y globos giratorios de cristal centelleante bajo focos de fulgurante luz? Nada de eso. Está decorada en tonos suaves, beige y amarillo y las parejas bailan abrazadas, como antiguamente, y se besan en la boca al compás de adagios barrocos. Confieso que me pareció precioso». Me acordé de Ada y de su principal fantasía sexual, besar a una mujer en la boca y en los senos. 72

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«¿Y en Lesbos saben que Rosa es la mujer de Gonzaga Leitão, presidente de la Asociación Brasileña de Comercio y Exportación, diputado federal, etcétera?». «Sí. Pero no hay problema. El Lesbos es un club privê frecuentado por la mejor sociedad de Rio». «Adagios clásicos». «Albinoni, tan, taratán, tan, tan. Le entran a uno ganas de abrazar a una de aquellas mujeres y dejar que el cuerpo se balancee dulcemente. Dicen que las lesbianas son mujeres estupendas. Tú, que ya te has acostado con cinco mil mujeres, me podrías explicar si es verdad». «¿Hay hombres allí en Lesbos?». «Pocos. Finos, señoritos». «Y tú, con esa pinta de policía, ¿no armaste un alboroto?». «Iba vestido de camarero. El dueño, el Nariz de Hierro, me debe favores». Fue la primera vez que oí hablar de José Zakkai, el Nariz de Hierro. Raúl había ido a visitar a Nariz de Hierro y este lo recibió detrás de una enorme mesa en uno de los apartamentos que ocupaba en el centro de la ciudad. «Estás prosperando en la vida, ¿eh, Nariz?», le dijo entonces Raúl. El otro respondió: «Uno tiene que saber cuánto dinero hay que meter en la olla. Cada segundo nace un tonto, como dijo Platón, mi filósofo favorito. Los idiotas nacen en cuna de oro o en la mierda, no hay discriminación». «Conoce todos los chanchullos que se traman en los altos y bajos fondos. Le pedí que me consiguiera la ficha de Mitry, me dijo que lo iba a pensar, como si supiera algo. El Nariz de Hierro». «Dos prostitutas muertas. Una ex prostituta dueña de una boutique, también muerta. Otra mujer, desaparecida. No son cosas para interesar al mundo durante mucho tiempo», dije, cogiendo el teléfono. «Graham Bell no llega a ser un genio tan importante como la mujer que inventó el estofado de judías 73

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verdes, pero el teléfono sí lo es. Oiga, ¿está doña Rosa Leitão? ¿No? ¿Quién habla? ¿Su hija? Aquí, el abogado L. Wexler, sí, como el fotógrafo del mismo nombre. El mismo. Tengo que tratar un asunto importante con ella, muy importante, por favor, dígale que me llame». «Prefiero el estofado de col», dijo Raúl. «Muchacha lista. ¿Quién le teme a Virginia Woolf? Black and white es más difícil. Qué película más antigua».

Fui un niño y un adolescente callado e introvertido, pero feliz y seguro de sí mismo, a quien le gustaba leer en un rincón, apartado. Cuando decidí que entraría en la Facultad de Derecho, parientes y amigos pensaron que mi decisión era absurda, nadie podía imaginarme haciendo réplicas y dúplicas en el Juzgado o discutiendo un simple acuerdo con un ex adversario. En la Facultad fui excelente en algunas asignaturas, como la Introducción a la Ciencia del Derecho, Medicina Legal, Derecho Penal y Procesal, y acabé la carrera en el segundo puesto de mi promoción. En aquel entonces, al tomar contacto por primera vez con los filósofos del derecho y los grandes maestros del derecho criminal, creía que era justamente lo que deseaba estudiar toda mi vida. Así como al frustrar las expectativas de los demás, me convertí primero en un buen estudiante y más tarde en un buen abogado, también sorprendí a todos al convertirme en un voraz fornicador de mujeres. ¿Cómo pudo ocurrirle tal cosa al niño que escuchaba extasiado las inspiradas palabras de aquel profesor, el padre Lepinski, contra el pecado de la líbido? El cura (que también era vegetariano, como los seguidores de Mani) pregonaba la castidad, el ascetismo con todas sus opresivas abstinencias. «Sería bueno que el hombre no tocara jamás a ninguna mujer», citaba Lepinski al San Pablo de la Epístola a los corintios. El matrimonio era aceptado por ser (siempre según San Pablo) «una 74

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forma de que cada uno evitase la lujuria». «Pero, pero, pero» –y esa adversativa, con su acento polaco, crecía en intensidad como latigazos en un condenado, y siempre antecedía a una revelación terrible– «pero incluso en el matrimonio, la relación sexual es pecaminosa» (San Agustín, ¿quién lo diría?). La mujer llevaba al hombre al pecado, explicaba Lepinski. ¿No había sido así desde Eva, la tentadora, agresiva y sensual raíz de todo el Mal? «Toda mujer debería avergonzarse al reflexionar sobre el hecho de que es una mujer», gritaba el cura con disgusto, citando a su teólogo favorito, Clemente de Alejandría. La concupiscencia había destruido Sodoma, Gomorra, Egipto, Grecia, Roma y los Estados Unidos. Pero, a pesar de que el mundo pretendiese impedir que eso ocurriera, las personas cambiaban, y no cambiaban más porque estaban reprimidas, los que cambiaban eran amedrentados con la acusación de desleales, incoherentes, traidores, yo lo sabía y no iba a permitir que otros me dijesen lo que debía ser y hacer. Ahora el Derecho ya no me gustaba (otro cambio) ni tampoco mi mayor alegría era llevar una mujer a la cama. ¿Cuánto tiempo duraría eso? No me había convertido, lo sabía, en una persona moralmente mejor que en la época en que mantenía, alternadamente, la cópula fornicatoria con ocho mujeres. Me seguían gustando las mujeres, tal vez incluso más, pero había cambiado. Encontré a Wexler en la ventana del despacho. Había llovido el día anterior; a través del aire limpio aparecían, luminosos, los árboles del parque del Flamengo, el mar azul oscuro de la bahía y la fuente erguida en el espacio abierto tras la demolición del Palacio Monroe, donde funcionaba el Senado Federal cuando Rio era la capital del país. Mirando hacia la izquierda contemplé la masa de edificios a los dos lados de la Avenida Rio Branco, formando un largo canion de cemento. «¿Cómo van las cosas?», pregunté. Había muchas cosas por hacer, clientes que atender, peticiones y alegatos por redactar, defensas en el Juzgado. 75

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Como si leyese en el rostro de Wexler lo que pasaba por su mente le dije: «Eres un gran amigo, un hermano. Llevas el bufete a tus espaldas, como un buen judío, trabajador y honesto». «Hum», respondió Wexler. «Eres mi mejor amigo». «Tú no tienes amigos. Plural. Soy el único». «Figenbaum era amigo mío». «Figenbaum murió». «Unos náufragos perdidos en el océano ponían agua salada en sus labios agrietados con la esperanza de calmar la fiebre que los consumía, pero eso servía solamente para aumentar la sed, de tal forma que eran impulsados a buscar alivio bebiendo su propia orina». «Sí». Un sueño. Echaron a suerte quién debía matar y quién debía morir para ser comido por los demás. «Entré en el sorteo. ¿Sabes lo que me tocó?», continué. En ese momento oímos un carraspeo detrás de nosotros. «La puerta estaba abierta», dijo la muchacha que estaba de pie en el centro de la habitación. Era joven, de piernas gruesas, bajita, rostro redondo, parecía un bebé grande, astuto. Llevaba un bolso ancho, que parecía una maleta. «La puerta estaba abierta», repitió. «¿Buscas a alguien?», preguntó Wexler. «Me llamo Bebel Leitão. Maria Isabel Marques da Costa Leitão». La muchacha estaba nerviosa y hablaba con voz casi inaudible. «Soy hija de Rosa Leitão. Un tal doctor Wexler llamó a casa y le dejó un recado a mi madre». «Siéntate, por favor», dije, previniendo a mi socio con una mirada. «Él es el doctor Wexler». Bebel Leitão, con los dedos trémulos, sacó de dentro del bolso un paquete de cigarros. Revolvió el bolso mientras apar76

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taba el pelo que se le caía repetidamente sobre el rostro. «¿Alguien tiene fósforos?» Parecía desamparada. Wexler le encendió el cigarro a la muchacha, que aspiró profundamente. «¿Te molesta si fumo un tabaco?». «¿Un tabaco? ¿Si me molesta? ¿Por qué habría de molestarme?». Encendí un Panatela pequeño, oscuro. No encontraba el Pimentel número 2 en los bares, el único que me gustaba fumar con el estómago vacío. Esperamos. Bebel sorbió y carraspeó, encendiendo un cigarro con el otro. Estaba a punto de llorar. Wexler la cogió por el brazo y la llevó hasta la ventana. «¿Has visto un día más bonito que éste? Sólo en Rio hay días así. ¿Ves aquella fuente al final de la plaza? Vino de Francia, entera, en el siglo pasado». Bebel sorbió, sin interés. «El hombre de la policía dijo que todos los días desaparece un montón de gente que nunca más se encuentra. ¿Qué quería usted de mi madre?». «Bueno, una mujer fue asesinada, una cliente nuestra, y tal vez tu madre sepa algo», dije yo. Esperamos. Desde la ventana se veía, a lo lejos, el tranvía subiendo de la Urca al Pan de Azúcar. Comenzaba a formarse una cola en el cine Odeón para ver Orgía de Tarados. Un filme genuinamente pornográfico. «Creo que sé dónde está mi madre», dijo Bebel por fin. «Encontré las cartas que aquella mujer le escribía. Las rompí todas y las tiré a la basura». El tranvía desapareció, protegido por la loma de la Urca. «Aquella mujer tenía una finca en Itaipava. Mi madre está allí. Se está escondiendo. Mi madre no es lo que parece ser. Se esconde de mi padre, de mí». 77

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«¿Qué lugar de Itaipava?». «Carretera de las Arcas. No sé el número, nunca he estado allí ni tampoco sé cómo es la casa. Leí en una de las cartas referencias al lugar». Yo conocía la región. La Carretera de las Arcas era larga, sin saber el número sería difícil encontrar la casa. La carta que Bebel había destruido hablaba de bañarse desnudas en la piscina, de abrazos ardientes delante del fuego de la chimenea, pero la muchacha tuvo vergüenza de decirlo, sólo mencionó la piscina y la chimenea. Todas las casas, o casi todas las de aquel lugar, tenían piscina, chimenea y otras comodidades. «¿Han leído Retrato de un matrimonio?». «Formamos parte de los S.A., Solteros Anónimos». Bebel puso una cara que significaba que la broma de Wexler había hecho un efecto contrario al que él esperaba. «Uno de ustedes podría llevarme, eh, ir conmigo en carro». «¿Cuántos años tienes?», pregunté. Percibí la mirada suspicaz de Wexler. ¿Qué será, qué será, qué querrá decir Mandrake con eso? El socio sátiro. Pero yo sólo quería saber si Bebel tenía licencia de conducción. «Sí la tengo, todo en orden». Dieciocho años, manejaba desde los catorce. «Perderemos el día entero en eso», comentó Wexler. Su voz tuvo entonces la mezcla de tontería e indulgencia que los mayores suelen usar cuando hablan con los niños. «Nosotros», mirando hacia mí, «tenemos mucho que hacer aquí. Mucho trabajo». «¿Qué?» Bebel parecía no entender lo que decía Wexler. «Clientes», dije. «Cuando llegaste, mi socio me estaba diciendo que nuestros clientes necesitan más atención». «¿Yo no soy un caso del bufete?», preguntó Bebel. «No. Si tu madre no quiere ver a nadie, como tú misma dices, ¿por qué no la dejas en paz?», dijo Wexler. «Hay decenas de casas, en la Carretera de las Arcas», dije. 78

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Su labio inferior se proyectó hacia delante, sorbió dos o tres veces, pero no lloró. «Yo pago, los contrato», dijo Bebel en voz baja. «Ella nos paga, Wexler». Comenzamos a reírnos discretamente. «Bueno, bueno», murmuró Wexler, balanceando la cabeza de la forma que hacen los judíos cuando se conforman con alguna desgracia.

El carro de Bebel estaba en el garaje Menezes Cortes. Caminamos por el lado impar de la Avenida Rio Branco hasta la calle San José. Al pasar por el MacDonald’s, Bebel dijo que tenía hambre. Después de comerse un cheeseburger con Coca-Cola: «¿Puedo comerme unas papas fritas?». Fue comiendo las papas fritas por el camino. El carro, un Fiat pequeño, estaba en la cuarta planta del garaje vacío. Como si tuviera miedo, se acercó a mí, su brazo y su cadera me rozaron el cuerpo. Era una buena conductora; lo reconocí en seguida. Las mujeres manejan mejor que los hombres. Al llegar a la Avenida Brasil puso una cinta de música de discoteca en la casetera del carro. «Estoy sin cigarros», dijo. Paramos en una cafetería, bajé y compré dos paquetes de Hollywood. «Estoy fumando mucho, ¿crees que acabaré por tener cáncer?». «Sí». «Pero tardará, ¿verdad?». «Tal vez». «No me importa. No me gustaría pasar de los treinta años. Los viejos son horribles. Quiero morir joven». Ya había oído historias como aquélla, antes, muchas veces. «Los que dicen eso, al llegar a los setenta años se agarran a la vida como sanguijuelas. Como eres prudente manejando, es probable que no mueras de accidente; es casi seguro que morirás de un bonito cáncer». «Antes me mato». 79

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«Conozco la cara de los suicidas. Suelen ser más delgados que tú». «Estoy a dieta», dijo Bebel seria. «Cheeseburger con Coca-Cola y papas fritas». «Sólo ha sido hoy», dijo Bebel, sin mucha convicción. Miré sus muslos gruesos y bronceados y sus rodillas torneadas moviéndose a medida que efectuaba los cambios de marcha. Tuve ganas de abrazarla e imaginé cómo serían sus senos y su vientre alrededor del ombligo. Un inicio de erección en seguida dominado. Peor que una enfermedad. «¿Crees en el mal de ojo?», preguntó Bebel. Todos los 31 de diciembre, su madre, Rosa, y ella, le arrojaban flores a Yemayá en el mar frente a su casa. Dos veces por año iban a un macumbeiro de confianza para bendecirse el cuerpo. Bebel llevaba un amuleto de oro y marfil al cuello. «Precioso, ¿verdad?». El amuleto anidaba en el cauce entre los senos rollizos y opulentos de la muchacha. «Un día que salí sin él me rompí una pierna. ¿Me crees?». «Sí». «Iba en bicicleta y me detuve en un cruce, y un tipo de pie en la acera se me quedó mirando. Yo llevaba las piernas al aire pero no me miraba las piernas, ni el fondillo, como hacen los hombres, me miraba a los ojos queriendo agarrármelos. Algo increíblemente perturbador que me dio miedo. Cerré los ojos y pedaleé, huyendo de él, no quería quedarme allí, quería ir lejos. Un carro me golpeó y me rompió una pierna». «¿Por qué no volviste el rostro para evitar la mirada de aquel hombre? ¿Necesitabas cerrar los ojos?». «Sí». Bebel tenía ojos castaños, limpios y brillantes. Dieciocho años, pensé. «Me gustó aquello de que asociaste un Wexler al otro». «El cine es mi vicio. Y la fotografía». «¿Quién hizo Ciudadano Kane?». «Ésa es demasiado fácil». 80

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«A ver». «Gregg Toland». «The Heart Is a Lonely Hunter». Bebel encendió un cigarro con el encendedor del carro. Puso otra cinta. «Dame una pista». «Body and Soul». «Dame la inicial». «Hache». «Hache, hache...». «Lo sabes todo, ¿verdad?». «Dime otra de sus películas». «Rose Tatoo». «James Wong Howe. Caramba, no sé cómo he tardado tanto en acordarme».

En Itaipava, antes de entrar en la Carretera de las Arcas, comenzamos nuestro trabajo de investigación. Primero en el pequeño supermercado, que quedaba en el centro del pueblo. Luego en una farmacia, una gasolinera, una tienda de bicicletas, un almacén, un bar y el hombre que alquilaba caballos. Nadie nos dio una información que sirviera. Había muchos chalés con piscinas y mujeres de mediana edad vestidas y con modales de jóvenes independientes y alegres. «Cuando llegué aquí había dos o tres fincas en la Carretera de las Arcas. Era difícil que el carro pasara, de lo mala que era. Ahora hay centenares de chalés», dijo el hombre de la panadería. «Eso debe ser bueno para los negocios». «Sólo en verano. Y aun así tampoco lo es demasiado. Suelen traerlo todo de allá abajo». «¿Y ahora?», dijo Bebel. El primer chalé estaba cerrado, los propietarios estaban en Rio, pero, hasta que el casero nos abriera la verja, oyera nues81

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tras preguntas y nos respondiera, transcurrió mucho tiempo. En la mayoría de las casas ocurrió lo mismo. Cuando llegamos a la mitad prevista, la noche había caído, de pronto, como si el día fuese una luz que se apagara con un interruptor. Estábamos frente a la verja de una gran villa construida sobre un terraplén, a unos cien metros de la carretera. No había timbre y Bebel gritó varias veces sin obtener respuesta. Una luz encendida brillaba en el interior, pero eso no significaba que hubiese alguien en aquel momento, era muy corriente que la gente dejase una luz encendida para alejar a los posibles ladrones: una ola de robos y asaltos azotaba últimamente las zonas de veraneo. Al fondo había una casa más pequeña, bastante iluminada, que debía de ser la del guarda. Decidimos entrar, gritando. «Ah de la casa», como suele hacer la gente del pueblo. El perro me atacó sin un ladrido previo de advertencia, surgiendo súbitamente de la oscuridad –«bufando como un fantasma», dijo Bebel más tarde– y no llegó a herirme de gravedad porque el guarda, que encendió las luces del jardín, al ver que no éramos ladrones, le ordenó que se quedase quieto. Era poco más que un arañazo, pero aun así, con miedo a contraer hidrofobia (tengo una faceta de hipocondríaco), exigí que me enseñara el certificado de vacunación antirrábica del perro. Cuando todo terminó –el guarda me hizo una cura en el brazo, con merthiolate– eran casi las nueve de la noche y estábamos sin muchos ánimos para seguir nuestra búsqueda. Bebel sugirió que pasásemos la noche en un hotel de Petrópolis y siguiésemos la investigación la mañana siguiente. La idea me pareció absurda. Le dije que estábamos cerca de Rio y que podíamos volver al otro día. Bebel argumentó que si regresábamos a Rio difícilmente volveríamos a Petrópolis. Fue una larga conversación. Al final me confesó que se había escapado de su casa y que no quería volver, y si regresaba a Rio, a aquellas horas, no tendría dónde quedarse. Ninguno de 82

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estos argumentos me convenció, pero no sé por qué, acabé dándole la razón.

«¿Habitación de matrimonio?». El hombre del hotel olió una gratificación al darse cuenta de que no teníamos maletas. Una rata gorda astuta, de ojos menudos, y maliciosa; en mi trabajo me tocaba lidiar con muchos tipos como él. Le tiré mi carné profesional sobre el mostrador. Hizo un gesto como si no quisiese verlo. «Dos habitaciones», dije. Se encogió de hombros, si no desean un solo cuarto, peor para ustedes, y me entregó dos llaves. Las dos habitaciones estaban cerca. Le di una propina al muchacho que llevaba el bolso de Bebel, despidiéndolo. Evitábamos mirarnos uno al otro. Le entregué el bolso a Bebel. «Cierra la puerta con pestillo», dije. «No tengo sueño», dijo ella, deteniéndose a la entrada de la habitación. «Acuéstate, que ya te dormirás». Esperé hasta oír el ruido del pestillo y entonces entré en mi habitación. El mordisco del perro en el brazo me latía. Tal vez debería ir a un médico. Me lavé la cara y como no tenía cepillo de dientes me enjuagué la boca con agua fría. Me acordé de que no habíamos comido. Me acosté. El hambre no me dejó dormir. Llamaron a la puerta. «¿Quién es?». «Soy yo». Abrí la puerta. «¿Qué quieres?». «Quiero hablar contigo». «Mañana por la mañana hablaremos». «No tengo sueño». «Acuéstate, que ya te dormirás». Bebel miraba al suelo. 83