Autonomia Del Arte y Estetica

colección dirigida por Fabián Ludueña Romandini colección E sta colección quiere abarcar en su espíritu obras que,

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colección

dirigida por

Fabián Ludueña Romandini

colección

E

sta colección quiere abarcar en su espíritu obras que, como quería Walter Benjamin, intenten reflejar no tanto

a su autor sino más bien a la dinastía a la cual éstas pertenecen. Dinastías que otorguen los instrumentos para una filosofía por-venir donde lo venidero no sea sólo una categoría de lo futuro sino que también abarque lo pasado, suspendiendo la concepción moderna del tiempo cronológico a favor de una impureza temporal en cuyo caudal pueda tener lugar la emergencia de un pensamiento inactual e intempestivo, capaz de mostrar la potencia filosófica oculta en todas las tradiciones del conocimiento. Filosofía, entonces, como el arte de la fabricación de nuevos conceptos, donde la novedad es siempre entendida tomando en cuenta su anacronismo fundamental y su perpetua inclinación a la polémica.



Diseño: Gerardo Miño Composición: Eduardo Rosende Edición: Primera. Septiembre de 2012 Tirada: 500 ejemplares ISBN: 978-84-15295-17-4 Lugar de edición: Buenos Aires, Argentina

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. © 2012, Miño y Dávila srl / © 2012, Pedro Miño



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En España: P.I. Camporroso. Montevideo 5, nave 15 (28806) Alcalá de Henares, Madrid. En Argentina: Miño y Dávila srl Av. Rivadavia 1977, 5to B (C1033ACC), Buenos Aires. tel-fax: (54 11) 3534-6430

Marcelo G. Burello

Autonomía del arte y autonomía estética Una genealogía

Índice

Prólogo (confesional). .........................................................................

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Primera parte

La antigüedad de lo bello................................................................... 21 Segunda parte

La vita nuova del poeta...................................................................... 47 Tercera parte

El estatuto de autonomía del arte. Otra tetralogía alemana............... 65 Cuarta parte

Entrada en la literatura moderna: Poe como plataforma giratoria.......... 125 Quinta parte

L’art pour l’art: instrucciones de uso...................................................... 145 Sexta parte

(Re)actualizando lo (in)actual.................................................................. 171 Séptima parte

Summa Terminologicae. Para una definición del concepto estético de autonomía............................................................................... 197 Epílogo (especulativo)............................................................................... 215

La autonomía que el arte obtuvo tras quitarse de encima su función cultual y sus secuelas se nutría de la idea de humanidad, por lo que se tambaleó cuanto menos la sociedad se volvía humana. En el arte desaparecieron como consecuencia de su propia ley de movimiento los constituyentes procedentes del ideal de humanidad. Pero la autonomía del arte es irrevocable. Han fracasado todos los intentos de restituirle al arte mediante una función social aquello en lo que duda y en lo que manifiesta dudar. Ahora bien, su autonomía comienza a mostrar un momento de ceguera.

Th. W. Adorno, Teoría estética

Prólogo (confesional)



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Los pesares de los becarios académicos se parecen a los problemas de los niños ricos, salvo que tienen una legitimación, o en todo caso, una buena excusa para ser contados: una investigación. Hace unos años dejé una beca del sistema aca­ démico argentino para tomar una del sistema académico alemán, siguiendo la pista de una idea que, conforme la estudiaba, adquiría dimensiones colosales y casi metafísicas (“sublimes”, se diría en la jerga): la autonomía de la literatura y del arte. Con cada texto que leía sobre el tema, con cada página en que procu­ raba fijarla con palabras escritas, esa elusiva noción crecía y se transformaba en otra cosa, y con el tiempo empezó a preocuparme mucho más el fenómeno de la metamorfosis en sí que el mero crecimiento; investigar algo, pronto entendí, en principio no es –horribile dictu– acotarlo, sino ante todo tomar conciencia de la bibliografía que lo recubre, cuya escala siempre es creciente: un “estado de la cuestión” sólo puede ser una admisión explícita de lo poco que se ha leído sobre esa cuestión. El uso variado y hasta contradictorio del concepto de autonomía aplicado en el campo estético me exigía no sólo una pericia terminológica, sino también un salto atrás, al ámbito de la política y la moral, donde el vocablo había tomado carta de ciudadanía moderna, y más aun, un paso hacia delante, en pos de discernir la (im)probable actualidad de mis estudios. Como un basso continuo, resonaba el interrogante crucial: ¿qué podía tener de interesante –por no decir de útil– todo este pedante asunto? En la Universidad de Constanza, de una arquitectura modernista que recuerda aquel chiste de Oscar Wilde según el cual no hay nada más viejo que lo que acaba de envejecer, tuve el honor de encontrarme con Ulrich Gaier, una eminencia de los estudios germanísticos. Tras enumerarle los motivos de mi interés por la autonomía estética, Gaier me miró con picardía y señaló: Also, die nicht Autonomie… (“o sea, la no autonomía”); en



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un minuto había captado mis propósitos mejor que yo mismo. Quien se pregunta por el valor del arte, ya está dudando del mismo. Lo cierto es que ni en Buenos Aires ni en Heidelberg –mis dos estaciones de trabajo– acertaba a definir esa problemática noción, y mientras los años pasaban, se amontonaban los libros y las dudas… La revelación metodológica fue llegando de a poco, como una epifanía del cansancio, ya que no de la fe. La frustración me había hecho tocar fondo, y entonces apareció la Escuela de la Begriffs­geschichte, la “historia de los conceptos”, como la única salida posible para darle una estructura aceptable a una masa inabarcable de datos. Cuando una idea no se deja definir, hay que historiarla, dejando que los diversos usos que se hicieron de ella a lo largo del tiempo funcionen como una especie de sintomático desfile. Las palabras están vivas, y los diccionarios tratan de atraparlas con instantáneas que las capturan en un cierto momento; esa imagen puede servir para zanjar una discusión semántica pasajera, pero no para entender la riqueza de una noción, que además cambia de nombre según los contextos: para eso se precisa ponerla en relato (pace Ricoeur). Y la historia conceptual es un enfoque con el que se detecta la actualidad problemática de una idea y se describe su desarrollo histó­ rico, renunciando a definiciones unilaterales y a conclusiones tajantes. Pero entonces, surgió otro problema metodológico. El paso de una perspectiva analítica a una histórica puede ser una ganancia en muchos campos del saber, pero difícilmente lo sea en la historia del arte, refractaria a toda idea de progreso. Con la trillada frase de que “la ciencia del arte es la historia del arte” sólo se da un pequeño paso adelante, y no necesariamente en la dirección acertada. Pues en el arte, lo individual y lo único no son detalles accesorios, sino lo fundamental, y a menudo uno parte queriendo dar cuenta de la singularidad de una obra o de un estilo y termina expresándose en el lenguaje glacial de los catálogos de museo (situación que bien ha sabido parodiar John Berger en la versión televisiva de su Modos de ver). La mayor parte de las veces, el historiador del arte tiene la pretensión de ser un refinado psicólogo o un agudo detective y no pasa de ser un anatomista, o un veterinario. El equilibrio entre la irreductible dimensión personal de la experiencia estética y la necesaria impersonalidad del compendio histórico es muy delicado: demasiada entrega al arte como mysterium puede generar la locura de un Aby Warburg, y un excesivo deseo de control puede degenerar en la didáctica frialdad de algunos de sus discípulos. En última instancia, consuela pensar que de lo que aquí se trata no es de lo que los artistas hicieron, sino de lo que se hizo –o se quiso hacer– con el arte, para bien o para mal. Historia,

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Prólogo (confesional)

así pues, pero historia de la estética, y no tanto del arte, es lo que se ventila en estas páginas. Casi una década después de iniciada la antedicha investigación (los anglo­ sajones hablarían irónicamente de un late bloomer), presenté gran parte de ella bajo la forma de una tesis doctoral con el pretencioso título de El concepto de ‘autonomía’ en el pensamiento estético alemán: su origen y actualidad. No era un tratado exhaustivo, pero lo parecía, y en todo caso corrió la suerte de casi toda tesis local preparada durante años y finalmente aprobada con la máxima califica­ ción: fue a parar al oscuro cajón de un húmedo archivo. He reelaborado ciertas partes de ese elefantiásico trabajo y las he combinado con otros textos, algunos también reescritos ad hoc, con la intención de que se conjuguen en una nueva totalidad más rica y legible. Es difícil determinar qué otros materiales propios están reelaborados en este volumen (a punto de darlo a la imprenta compruebo con zozobra que no hay ni una sola mención de algunos de los autores de los que más me he ocupado en mi vida), y ciertamente no valdría la pena arriesgar una enumeración, toda vez que el grado de influencia de un proceso intelectual sobre otro es asaz indeterminable. Como sea, siempre encontré receptores atentos en Alemania, Argentina, Brasil y España, los países donde oportunamente pude discutir el grueso de las consideraciones que siguen, y ojalá esa indulgencia se extienda a este volumen. Las partes de este recorrido personal por la teoría y la práctica de un concepto de nuestra cultura podrían ser más o menos, pero deliberadamente quise que fue­ ran siete por venerar la tradición del número mágico; si se les suman los textos inicial y final, el total es, por supuesto, nueve: lo perfetto numero del Dante. Aunque obviamente están distribuidos en una serie relativamente cronológica y sin duda se verían beneficiados con una lectura lineal y de conjunto, las partes aspiran a ser… autónomas (¿qué otra cosa decir en un libro sobre autonomía?). De allí, alguna que otra repetición o superposición, indispensable a los fines de cada argumentación por separado. Mi intención, insisto, es sustituir con cala­ duras históricas lo que de otro modo sólo podría ser una triste enumeración de definiciones, o peor aun, una apuesta ciega por una definición excluyente. Si nos pusiéramos en etimólogos áridos, verteríamos el vocablo griego αὐτονομία como “ley propia” y la cuestión estaría finiquitada: diríamos que los productos artísticos tienen un parámetro de valor que les es específico, y que hay que conocer dicho parámetro para poder juzgar comme il faut sobre el asunto. Pero resulta que estaríamos apenas ante el origen de los problemas (una de mis tesis principales es, de hecho, que la indeterminación y la polivalencia del concepto

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han sostenido su permanente productividad, aún en tiempos posmodernos). Según la perspectiva disciplinar que se asuma, y más allá de la autonomía específica de cada una de las disciplinas invocadas, puede hablarse de autonomía del arte (so­ ciología, antropología), autonomía de las artes (historia del arte, teoría literaria), y autonomía estética (filosofía, psicología); las tres nociones son concomitantes, pero no equivalentes. Para algunos pensadores e investigadores, la autonomía de lo artístico y lo estético es un criterio ontológico: permite distinguir qué es arte de aquello que no lo es. Para otros, es axiológico: permite distinguir el arte bueno del que no lo es (aquí vemos cómo se pasa del modo descriptivo al modo prescriptivo.) En cambio, para quienes reintrodujeron mayormente el concepto en nuestra habla actual, T. W. Adorno y su lúcida estela, antes que una mera norma de valor se trataría de un principio de funcionamiento, un modo de exis­ tir en nuestra compleja sociedad. Lo que estos bandos estarían discutiendo, en última instancia, es si la experiencia estética es el cumplimiento de una función única y excluyente, que sólo el arte puede satisfacer, o si bien el goce estético es la continuación o la repetición de otras prestaciones por otros medios. ¿Hay algo que sólo el arte hace? Y si no es así, ¿hay algo que al menos haga mejor? Consideradas todas las divergentes opiniones, traté de recortar episodios repre­ sentativos de una saga inconmensurable, acotando el análisis a obras concretas y autores personalizados. Pueden achacárseme algunas ausencias (que por cierto han de saldarse en futuros trabajos), pero creo que las presencias son inobjeta­ bles por su relevancia y garantizan un panorama indispensable sobre el tema. Por lo demás, toda genealogía es arbitraria, como lo prueba el mayor exponente moderno del método, Nietzsche, que para poner a los judíos en la picota en­ dilgándoles la moral de los siervos acabó reconociéndoles la supremacía en la formación de Occidente. He reducido las citas y paráfrasis –consustanciales a mi línea de trabajo– hasta un mínimo tolerable, privilegiando las referencias a obras o autores que por su trascendencia o por su rareza siguen mereciendo, a mi juicio, ser mencionados. La sola existencia de un recurso como Internet, reconozcámoslo, desaconseja ciertos exquisitos esmeros filológicos e invita a ser económico, excepto cuando lo que se pretende es compendiar precisamente qué se dijo en cierta ocasión sobre cierto tema. Al fin y al cabo, como bien lo ha señalado Hugo Friedrich en su Humanismo occidental, ceder la palabra a quien ha dicho algo mejor de lo que lo podría decir uno mismo es antes un encuentro afectuoso que un ejercicio de erudición, y quizás ahora, que es tan fácil citar, es cuando más hay que saber elegir por qué hacerlo.

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Prólogo (confesional)

Respecto de las traducciones, he procedido como creo que todo traductor debería proceder: consulté los originales y cité las versiones existentes, en tanto me fueron accesibles. Si uno ha traducido mucho, como (con orgullo) es mi caso, sabe que casi todas las traducciones ajenas son fallidas; si además uno es inteligente, sabe que muy posiblemente las propias también lo sean. Porque el problema no es el traductor de turno, sino el falible arte de la traducción, tan ignorado y desautorizado. Es una pena que Benedetto Croce haya detectado la paronomasia de traduttore y tradittore, pues merced a ese juego de palabras se desvirtuó uno de los males necesarios más necesarios y menos malos que pisan la Tierra. Con pequeñas correcciones, a lo sumo, la cosa funciona. Mi imperfecto y anquilosado manejo del latín y el griego me llevaron a cotejar versiones bilingües de las diversas fuentes clásicas. Al gozo de volver a esos viejos y queridos textos, siempre vivos en uno por más que parezcan haber quedado en el olvido, se sumó la dicha de comprobar que la filología bien en­ tendida, lejos de ser un pasatiempo para ratones de biblioteca, es un formidable ejercicio de inteligencia y una vía que ilumina el presente de modos inusitados. About suffering they were never wrong, the old Masters, escribió sabiamente W. H. Auden. Ojalá lo supiera la gente que se jacta de estar siempre tan informada y al día. Y por último, acaso corresponda aclarar el por qué de la primacía de lo literario por sobre las demás artes. Más allá de mis preferencias, la autonomía estética es esencialmente autonomía de la literatura, incluso cuando éste sería el arte acaso menos propicio para postularla (precisamente por las mismas razones que arguye Sartre a la hora de exigirle engagement a los escritores en prosa). La teoría literaria más leída del siglo XX, la de Wellek y Warren, decretó la autonomy of poetry con una naturalidad tal que prácticamente nadie divisó sus falacias… hasta que Lionel Trilling la destruyó en su lúcido estudio sobre la imaginación liberal. Pero más allá de las objeciones, lo cierto es que “literatura” y “autonomía” quedaron asociadas como una pareja indivisible desde mediados del siglo pasado (más con la cooperación de la lingüística que con la de la propia crítica literaria). En la quinta parte aporto alguna justificación, quizás escasa. Como todo en la vida, la lista de quienes colaboraron con este proyecto podría ser demasiado extensa y aun injusta, y tiene que incluir no sólo a mis allegados, en especial mis padres, sino también a colegas y estudiantes de mis cursos de grado y de posgrado. A riesgo de omisiones, no obstante, quiero mencionar por orden alfabético a: Nicolás Bermúdez, Dieter Borchmeyer, Matías Bruera, Lila Bujaldón de Esteves, Jorge Caputo, Rolando Costa Picazo, Martín Cremonte,

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Michael Einfalt, David Freudenthal, Ulrich Gaier, Jorge Goldzsmidt, Fabián Ludueña Romandini, Pablo Preve, Juan L. Rearte, Regula Rohland de Langbehn, Susana Romano Sued, Karen Saban, Emmanuel Taub, Ana María Zubieta. De mi mujer diré lo que Lévinas supo decir de Franz Rosenzweig: que está demasiado presente como para citarla. En su germen, la preocupación teórica que vertebra este tomo surgió como fruto de mis lecturas juveniles de lo que hoy se denomina “Escuela de Frankfurt” (y que continúo calificando como una verdadera “bolsa de gatos”, mientras que no puedo dejar de referirme a ella, abonando su uso). Pero por detrás de todo está la irrenunciable creencia de que ni la literatura es superior a la vida ni la vida es mejor que la literatura, puesto que ambas cosas son lo mismo y se retroalimentan dichosamente, una creencia que me vino dada en lejanas tardes del conurbano bonaerense, gracias a la obra de Edgar Allan Poe. Para mí, lejos de ser un puro mito de origen, la lectura de Poe en mi infancia ha sido una experiencia biográ­ fica fundacional, como a quien de niño le toca vivir una guerra o perder un ser muy querido (con perdón de las comparaciones, deliberadamente lúgubres). Su posición central en este idiosincrásico itinerario, así como el título de su respec­ tiva parte, alusivo al habermasiano Discurso filosófico de la modernidad, son del todo intencionales, y aspiran a ser un homenaje, un homenaje seguramente torpe, tardío e insuficiente, a las tradiciones que moldearon mi persona, o como se dice ahora, mi subjetividad. Buenos Aires, invierno de 2011

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Prólogo (confesional)

PRIMERA PARTE

La antigüedad de lo bello



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—I—

“Hemos de admitir la conclusión, poco agradable para muchos historiadores de la estética, aunque admitida sin más remedio por la mayoría de ellos, de que los escritores y pensadores antiguos, aunque enfrentados a obras de arte excelentes y sumamente sensibles a sus encantos, no fueron capaces –ni tampoco les preocupó mucho– de desprender la calidad estética de estas obras de arte de su función o contenido intelectual, moral, religioso y práctico, ni de servirse de esta calidad estética como de patrón para clasificar las bellas artes o hacer de ellas el tema de una interpretación filosófica de índole global”: así se expresa un venerable historiador del arte, no sin ironía.1 En efecto, los antiguos –aceptemos por ahora este simplismo– nunca acertaron a desligar los matices extra artísticos de la escala de valor que aplicaban a las obras de arte, a fin de juzgarlas con más justeza y justicia. ¿Y por qué rayos habían de hacerlo, después de todo? Como ya se nos ha vuelto palmario, uno de los efectos más notables de la institucionalización de la autonomía como norma de juicio estético es que aunque se articuló definiti­ vamente recién en el siglo XVIII, en paralelo a la consolidación de la sociedad burguesa, de inmediato actuó en forma retrospectiva y absoluta, invistiendo de una presunta cualidad pura y específica a las obras del pasado, creadas con arreglo a prácticas muy diversas de las nuestras. Y así, por efecto de una tenaz campaña de resemantización retroactiva, todo un universo extraño y potencial­ mente irreductible quedó sometido a términos que lo tornaban comprensible y familiar. Pergeñada por los renacentistas, institucionalizada por los clasicistas, 1



P. O. Kristeller, “El sistema moderno de las artes”, en El pensamiento renacentista y las artes, trad. de B. M. Carrillo, Madrid, Taurus, 1986, 179-240; aquí, 190.

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y exagerada por los románticos y los esteticistas,2 esos felices paganos, la vene­ ración militante de la Antigüedad clásica (todo un constructo pseudohistórico que hermanaba a pueblos lejanos y hostiles en una mixtura muy poco creíble) nos ha llevado a pensar que en ese remoto mundo previo al Judeocristianismo se originó el incipiente proceso de liberación del arte y del artista, algo que parece al menos muy dudoso, si no redondamente falso. Digamos que para ensalzar la actualidad de lo bello, como lo quería Gadamer, primero habría que analizar la antigüedad de lo bello, a fin de romper con ciertas presuposiciones infundadas. Puesto en abogado ad litem del diablo, yo incluso afirmaría que los buenos viejos griegos tuvieron que desgajar los valores del bien y de la verdad de entre aquellas formaciones sensibles –hoy diríamos “artísticas”– en las que dichos valores estaban inscriptos confusamente, y no al revés. Que la poesía gustaba era evidente: el esfuerzo debía orientarse en pos de extraerle un aporte moral. ¿Es preciso recordar, acaso, que la expresión concreta de emociones y sensaciones es cronológicamente anterior a cualquier discusión más o menos seria de cuestiones normativas o cognitivas?3 Para empezar a deslindar el tema, hay que dejar claro que la sola postulación de la autonomía estética como idea global implica pensar el arte in toto, como una institución social más o menos delimitada, idea que ciertamente no existía en las sociedades antiguas, y ni siquiera en la idealizada cuna de la civilización occidental, la Hélade del siglo de Pericles. Lo que había allí eran diversas des­ trezas o habilidades, por esencia transmisibles (y por ende, racionalizables), que involucraban a varias disciplinas que hoy consideramos netamente artísticas, como la pintura o la escultura (es decir, las designadas en lengua española “artes plásticas”), además de oficios y artesanías como la carpintería y la agricultu­ ra; y por otro lado, al menos hasta la decadencia ática, la poesía estaba unida 2

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“Aunque muchos de los seguidores de la doctrina del arte por el arte eran admiradores de los clásicos, es preciso observar que no es ésta una doctrina clásica. Los griegos y romanos no creían que el arte estuviera divorciado de la moral. Todo lo contrario: su literatura era profundamente moral por su intención, excepto en algunos géneros menores, como el mimo y el epigrama; y sus grandes esculturas eran expresión no sólo de los ideales físicos, sino también de los ideales del espíritu” (Gilbert Highet, La tradición clásica. Influencias griegas y romanas en la literatura occidental, S/T, México DF, Fondo de Cultura Económica, 1996, T. II, 229). El neurólogo Jean-Pierre Changeux acaba de repetirlo por enésima vez, de hecho: “De esos tres principales campos de actividad cultural del hombre –la actividad científica, la regulación ética y la creación artística–, en mi opinión es esta última la más antigua, pues ya está presente en el mundo animal. Es esencial para el refuerzo del vínculo social, debido a la universalidad de los modos de comunicación intersubjetiva que implica” (Sobre lo verdadero, lo bello y el bien, trad. de J. Bucci, Buenos Aires / Madrid, Katz, 2010, 85). Vaya una sonrisa sardónica para los que impugnan el ámbito estético por ser una presunta sofisticación vana y tardía…

PRIMERA PARTE: La antigüedad de lo bello

indisolublemente a la música –pues en los viejos tiempos los poetas cantaban sus creaciones y se acompañaban con instrumentos musicales– y ambas confor­ maban una poíesis, una “creación” original, de inspiración superior. Con el paso del tiempo, el poietés pasó de ser el “creador” en general a ser el “creador de versos”, y el mousikós pasó de ser el “dedicado a las musas” a ser el “músico” propiamente dicho, quedando ya todos muy tardíamente integrados al carácter de “artistas” en general.4 Aquí sin duda puede aportarnos mucho Werner Jaeger, quien en su monumental estudio sobre la educación de los griegos observa que “los verdaderos representantes de la paidéia griega no son los artistas mudos –escultores, pintores, arquitectos–, sino los poetas y los músicos, los filósofos, los retóricos y los oradores, es decir, los hombres de Estado (…) pues el factor decisivo en toda paidéia es la energía”.5 Acaso ciertas prácticas estaban sepa­ radas de otras no por sus vagos orígenes teológicos, como les gustaba pensar a muchos, sino por sus concretos efectos políticos. Hoy, tras tantos operativos de reclasificación de las artes que derivaron en la actual nomenclatura, un producto del siglo XVIII (con Charles Batteux y su tratado Las bellas artes reducidas a un mismo principio a la cabeza), volvemos a pensar que acaso sí existe una escisión entre las artes y la poesía, por lo que se ha vuelto común la expresión compuesta “arte y literatura”, admitiendo que el segundo elemento no encaja del todo en el de “artes”. En cambio, parece que para los griegos esa división era tajante: la poesía –por definición, en verso– no era una téjne, sino algo ajeno al dominio del hombre ordinario, algo semidivino.6 (Sorprende, por lo tanto, que un reputado especialista como Sir Bowra se refiera tan sueltamente de cuerpo a una literature as a fine art entre los griegos de la era clásica, lo cual no invalida que –como brillantemente lo expuso su compatriota G. S. Kirk– tuvieran un 4

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“Para que la antigua idea del arte se convirtiera en la idea moderna, tuvieron que suceder dos cosas: la poesía y la música tendrían que incorporarse al arte, mientras que los oficios manuales y las ciencias serían eliminados de él” (Wladislaw Tatarkiewicz, Historia de seis ideas. Arte, belleza, forma, creatividad, mímesis, experiencia estética, trad. de F. R. Martín, Madrid, Tecnos, 2007, 81). Para ampliar, ver un recuento fabulado de la historia musical en el diálogo platónico Leyes III, 700 A-E. En Gorgias, sin embargo, la música es repetidamente invocada como una téjne cualquiera. W. Jaeger, Paideia, trad. de J. Xirau y W. Roces, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1993, 14-15. “Las artes visuales y la poesía se hallaban en divisiones conceptuales diferentes –en categorías de pensamiento diferentes. Las primeras se incluían en la división de la producción, la segunda en la de la cognición. Por esta razón, las artes visuales estaban, según los griegos, más próximas de los oficios manuales que de la poesía (…) La actitud moral que se sentía hacia la poesía fue muy general durante la época clásica en Grecia. (…) Según la conciencia de los griegos, la poesía se separaba entonces por lo siguiente: por sus características de vaticinio; su significado metafísico; y sus rasgos morales e instructivos” (Tatarkiewicz, Historia…, 115-116).

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dominio magistral del oficio incluso ya en su fase temprana y puramente oral.7) Lo cierto es que nuestra inevitable confusión obedece mayormente a la eventual traducción de los vocablos griegos al latín: los romanos trasvasaron téjne como ars y retuvieron poíesis casi en su forma original, pero ya con el mundano sentido de componer versos, razón por la cual les resultó tan lógico el concepto de ars poetica, que a los griegos les habría sonado sencillamente absurdo. Pero aunque nuestro concepto actual de “arte” sea una honda reorganización de lo que para el mundo helénico era en parte una téjne, es decir, una destreza sujeta a normas, y en parte una poíesis, es decir, una creación fuera del horizonte humano convencional,8 hay que resignarse a que el trasfondo de nuestra percep­ ción y apreciación artística sí tiene origen griego, por muy difuso que pueda ser, y difícilmente haya categoría artística alguna que no guarde una relación –siquiera oblicua– con el pensamiento estético tal como se dio entre la era postmicénica y el período alejandrino, antes de sucumbir sucesivamente a manos de Roma y del cristianismo. Por ende, y pese a todo, creo que vale la pena adentrarse en el camino que los griegos recorrieron desde, digamos, el siglo XVIII aC hasta aproximadamente el II aC, a sabiendas de que es un derrotero sinuoso y del que sólo podremos recoger pistas aisladas, a las que debemos alinear muy intencio­ nadamente (o muy malintencionadamente, si se quiere) para ver en ellas una serie de fuentes directas. En primer lugar, entonces, hay que tener presente que los griegos no podían preguntarse por algo llamado “arte” en general, por lo que debemos contentar­ nos con leer sus exploraciones respecto del sentimiento que convencionalmente –y en forma muy reduccionista– asociamos al efecto estético: la belleza (lo cual no deja de ser un grave escollo inicial, pues ni todo lo que es bello es arte ni todo el arte es bello).9 ¿En qué consiste esta sensación? En esto, los seres humanos llevamos unos treinta siglos de relativo consenso: la belleza sería un goce pasivo, un placer contemplativo. ¿Y de dónde proviene? Aquí hay 7 8 9

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Ver C. M. Bowra, Landmarks in Greek Literature, Harmondsworth, Penguin, 1968, 9; y G. S. Kirk, Los poemas de Homero, trad. de E. Prieto, Barcelona, Paidós, 1985, en especial 69 y s. Aunque hostil a lo que llama “teoría técnica del arte”, R. G. Collingwood ofreció un buen panorama de los vericuetos terminológicos en su manual Los principios del arte, trad. de H. F. Sánchez, México DF, Fondo de Cultura Económica, 1993, 15-16. Asimismo, ver Tatarkiewicz, ob. cit., en especial 39 y s. El malentendido según el cual lo artístico se define exclusivamente por la belleza –que Arthur Danto ha definido muy bien con la figura del abuse of beauty– se continuó hasta fines del siglo XVIII, momento en que “lo bello” dejó de ser un buen sinónimo para la sensación estética y se ensayaron diversos conceptos afines que intentaban expandirla (como “lo sublime”) o al menos redefinirla con más rigor (como “lo interesante”).

PRIMERA PARTE: La antigüedad de lo bello

tres respuestas posibles, a saber: o se encuentra en el objeto que consideramos bello, o en la persona que así lo siente, o en aquel que ha creado el objeto en cuestión; los griegos especularon con todas estas posibilidades, sin llegar a un acuerdo. Por suerte, ni los destrozos provocados por las tropas del César en la Biblioteca de Alejandría han impedido reconstruir esas especulaciones gracias a las descripciones entusiastas de ciertas obras o ciertos sentimientos, pero se trata de nuestras reconstrucciones fragmentarias, y no de un glosario nítido y exhaustivo. Así, deducimos que los pitagóricos (como Estobeo) defendieron una concepción objetiva de la belleza, según la cual lo bello de las cosas bellas está en las cosas mismas (siempre en virtud de algún tipo de proporción, como la simetría o la armonía); que los sofistas (como Gorgias), en cambio, postula­ ron la subjetividad de dicha sensación, depositando la misma en la percepción del eventual receptor; que Sócrates (cuyo pensamiento conocemos ante todo por Jenofonte) propugnó una feliz combinación de ambos factores; y que su infiel discípulo Platón, en esto, vaciló entre Sócrates mismo y su otro maestro, Pitágoras, sin jamás definirse. Luego, mientras Aristóteles procuraba defender la alicaída democracia, su díscolo estudiante Alejandro sometió todo el mundo helénico a su dominio personal y Grecia expandió geográficamente su cultura casi en relación inversa a la contracción cualitativa de su capacidad de criticar y analizar; los tiempos de soldados no son tiempos de pensadores. Como sea, la oscilación de la sede de la belleza ya en la obra singular, ya en quien la aprecia, delata opiniones dispares y fluctuantes, ciertamente, pero también una urgente inquietud por explicar ese sentimiento particular, esa emoción inexpresable. Si los griegos no pudieron preguntarse por la autonomía del arte, debemos reconocer, en cambio, que a menudo se preguntaron por la peculiaridad de las cosas bellas que incitaban a los sentidos para ellos más nobles, la vista y el oído, sin incitar otros apetitos corporales. En esa rara emoción detectaban un misterio que los enaltecía y los inquietaba a la vez, pues no sabían si por detrás actuaban buenos o malos espíritus; subrayemos, en todo caso, que fueron los primeros en “hacer del cosmos un espectáculo”,10 y esa distancia estética los puso muy por delante de todos sus contemporáneos no sólo en términos de reflexión teórica, sino también en términos de logros concretos (he aquí un argumento contra quienes fustigan el exceso de pensamiento como fácil síntoma de parálisis creativa). 10 Jean-Pierre Vernant, Los orígenes del pensamiento griego, trad. de M. Ayerra, Buenos Aires, Eudeba, 1984, 97. El autor subraya aquí la palabra “theoría”, conectándola implícitamente con su glorificación como modo de vida por parte de Pitágoras y Aristóteles.

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La tercera posibilidad, según la cual la belleza radica en el autor de cosas bellas, es más complicada y merece un comentario aparte. Retrospectivamente, yendo hasta el origen mismo de la literatura occidental, podemos ver el contraste entre la poesía épica de Homero y la de Hesíodo como un claro indicador de las dos tendencias que luego se harían explícitas al respecto: mientras que los poetas homéricos invocan a las anónimas musas para que canten a través de ellos,11 Hesíodo se presenta personalmente y destaca su rol de portador de verdades útiles para la vida. En la primera composición que le ganaría la inmortalidad, la Teogonía, el beocio tiene la osadía de hacerse llamar por su nombre de pila y, tras ser invitado a cantar por las musas, declara: “Así dijeron las verídicas hijas del gran Zeus, / y me dieron por cetro una frondosa rama de laurel / que habían recogido; y la voz me inspiraron [enépneusan] / divinamente, para que celebre el futuro y el pasado, / mandándome honrar la estirpe de los eternos dichosos / y cantarles a ellas siempre, al principio y al final” (v. 29-34). Con menos altivez pero no con menos personalidad anuncia en el inicio de su amarga obra de vejez, Los trabajos y los días, que “por mi parte, quiero decir a Perses [su hermano] algunas verdades” (v. 10). Si la poesía homérica quiere ante todo entretener celebrando la memoria de los héroes nacionales, la hesiódica quiere ante todo instruir, apelando a los ejemplos individuales que ofrecen tanto los dioses como los hombres. Es cierto que hacer visible la presencia del autor en la obra no pasa de ser un artificio retórico, destinado a satisfacer una mínima vanidad o a promo­ ver una captatio benevolentiae por parte de la audiencia, pero puede decirse que con las tempranas autoexaltaciones hesiódicas los griegos comenzaron el largo camino de la progresiva distinción social de los poetas, que acabaría haciendo de éstos seres necesariamente diferentes, vale decir, superiores.12 No obstante, puesto que antes de la escuela socrática ciertamente hay una rica producción artística y una heterogénea dóxa u “opinión” con que apreciarla, 11 Es cosa sabida que Homero probablemente no haya existido, o que al menos es imposible que una sola persona haya compuesto las obras que se le atribuyen. Cabe recordar que en la Ilíada y la Odisea a veces se invoca a una única musa, y otras, a varias, que jamás se mencionan. 12 “La necesidad de nombrar al creador de la obra de arte lleva a que la obra deje de estar exclusivamente al servicio de mandatos religiosos, cultuales o mágicos en sentido amplio, que no sirva ya solamente a una finalidad, sino que su valoración se haya alejado un poco de dicho vínculo. En otras palabras: la postura de ver el arte como arte, como ámbito independiente de desempeño creativo, una postura cuya distorsión unilateral pasa por ser la tan mentada consigna de l’art pour l’art, se anuncia cuando se expresa el deseo de ligar el nombre del maestro a su obra. Surge enteramente entre los griegos. En la tradición de las antiguas culturas orientales y egipcia, sólo excepcionalmente se menciona un artista; su nombre no está ligado a ninguna obra de arte” (Ernst Kris y Otto Kurz, Die Legende vom Künstler. Ein geschichtlicher Versuch, Mit einem Vorwort von E. H. Gombrich, Francfort d. M., Suhrkamp, 1979, 24-25).

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pero no una reflexión estética argumentada con coherencia, supongo que pode­ mos acotar nuestro periplo a los socráticos, la consabida tradición fundante del pensamiento occidental, y más específicamente, a la trillada –y no por eso menos útil– oposición entre Platón y Aristóteles, magistralmente representada en “La escuela de Atenas” de Rafael con las respectivas actitudes de ambos filósofos. Este contraste permite condensar un asunto que de otra manera podría derivar en una crestomatía fatigosa y en cierto modo estéril, pues para la tradición oc­ cidental los referentes excluyentes han sido siempre el filósofo académico y el peripatético, reelaborados hasta el cansancio. (Quizás no habría que exagerar la importancia ni de uno ni de otro para la estética posterior, en tanto las sucesivas interpretaciones y tergiversaciones a las que fueron sometidos sus textos –en al­ gunos casos, mutilados– hicieron de sus obras una especie de reservorio de ideas y de términos disponibles a gusto del usuario de turno; pero resignémonos...) Lo primero que hay que decir de Platón y el arte es lamentablemente que “tenía ideas muy distintas acerca de esto”,13 y aunque a veces parece un ateniense tradicional, en otras ocasiones es todo un espartano, e incluso un egipcio (de hecho, no es un problema menor el que no se hayan conservado muchos comen­ tarios estéticos de otros griegos y que se hayan conservado en cambio tantos de los suyos, ya que con frecuencia estaba tajantemente en contra de las posturas generalizadas entre sus compatriotas, y así las cosas es como si tuviéramos que reconstruir el pensamiento cristiano valiéndonos mayormente de Nietzsche, o para no ir tan lejos, de Kierkegaard). Quien recorra sus diálogos Leyes, Fedón o República, tendrá sobrados motivos para tildarlo del filósofo antiartístico por antonomasia; quien en cambio eche un vistazo a su Hipias Mayor, su Ión, o incluso su Banquete, no sabrá muy bien cómo encuadrarlo; y, por último, quien se detenga con atención en algunos momentos puntuales (a saber: Lysis 214 A, Político 299 D, Fedro 245 A, y sobre todo República X, 607 C-D, donde la acción de la “poesía placentera y la mímesis” es keléo, un hechizo o un encantamiento), sentirá que está frente a un confeso aficionado a las artes, que hasta puede cometer la blasfemia de pensar el cosmos como un ágalma, un adorno, un objeto de placer estético (Timeo 37 C).14 Sus apreciaciones estéticas son diversas y dispersas, y es importante saber que es falso que el discurso platónico sobre el arte se agote en la 13 E. R. Curtius, Literatura europea y Edad Media latina, trad. de M. F. Alatorre y A. Alatorre, México DF, Fondo de Cultura Económica, 1998, T. II, 672. Graciosamente, en Protágoras (347 C-E) Platón mismo se burla de quienes se confunden respecto de las cuestiones poéticas. 14 Para lo que sigue, me ha sido útil –aunque más por sus referencias que por sus ideas– el librito de P. M. Schuhl Platón y el arte de su tiempo, trad. de E. Prieto, Buenos Aires, Paidós, 1968.

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remanida teoría de la imitación reproductiva de la realidad, la mímesis: el filósofo pensó mucho más –y me atrevería a decir que mejor– sobre el asunto, y antes que reprocharle su estrechez tenemos que preguntarnos por qué en general se lo reduce a unos pocos comentarios de segunda mano y extraídos exclusivamente de la República. A esto hay que agregar que Platón fue un hombre de exquisita sensibilidad, y para demostrarlo es inútil discutir si es cierto o no que de joven era aficionado a la pintura: basta con admirar su manejo de las palabras. Cuando su discípulo más notable le imputa en su Metafísica (1, 991 A) el “habla vacua” –con el peyorativo verbo kenologéo, al parecer tan apto para los sofistas– y las “metáforas poéticas”, quizás le rinde un involuntario homenaje. El Hipias Mayor, diálogo que data de la relativa juventud del filósofo (algo que ya se deduce de su carácter inconcluyente, sin ser inconcluso), merece ser considerado históricamente el primer texto de la reflexión sobre el arte. Para burlarse de los sofistas, petulantes y materialistas profesores de oratoria, Platón denuncia aquí la incapacidad de plantearse seriamente la esencia de las cosas regodeándose en palabreríos banales y oropelados (de lo que mayormente se ocupa en el Hipias Menor), poniendo en escena a un Sócrates que pregunta con fingida ignorancia –de aquí nuestro concepto de “ironía”– por la belleza in abstracto, no contentándose con proceder ostensivamente y describir lo bello en sus manifestaciones concretas. Sin saber cómo conceptualizar lo kállos, la propiedad de las cosas bellas, su interlocutor sólo atina a ensalzar lo kalós, lo que es bello, mientras abusa de ejemplos heterogéneos. Pero llegado a este punto (287 D-E), Sócrates (es decir, Platón) afina su interrogación, que jocosamente le atribuye a un cierto sujeto pesado e indeseable, e insiste en querer saber “no qué es bello, sino qué es lo bello” (“ou tí esti kalón, all’óti estì tò kalón”). Como en un relato policial, a continuación se suceden varias hipótesis, todas las cuales van siendo descartadas hasta quedar una que –más por cansancio que por convicción– parecería ser la explicación buscada: la de “que lo bello es el placer que percibimos por el oído y la vista” (297 E-298 A). Vale la pena saborear esta definición unos instantes, porque aunque ni el propio autor ni otro pensador importante la hayan retomado en su momento hoy podemos sospechar en ella el primer atisbo claro de que hay un cierto tipo de emoción en la que un placer (hedús) se ve suscitado por estímulos sensoriales, visuales o auditivos (Platón –que en esto sí se comporta como un caballero ático– retoma el tema de los sentidos en el Timeo); en síntesis, he aquí la primera determinación de la experiencia estética. Sería exagerado señalar a Platón como el primero en

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